@ J. C. Ryle Medit. Juan
@ J. C. Ryle Medit. Juan
@ J. C. Ryle Medit. Juan
Evangelios
Juan 1–21
J.C. Ryle
EDITORIAL PEREGRINO
Índice
Prefacio a la versión original
1 1–5 El Cristo eterno; una persona definida; Dios mismo; el Creador de todas
las cosas; la fuente de toda luz y vida
6–13 El oficio del ministro; Cristo, la luz del mundo; la maldad del hombre;
los privilegios de los creyentes
14 La realidad de la encarnación de Cristo
15–18 La plenitud de Cristo; la superioridad de Cristo sobre Moisés; Cristo,
revelador del Padre
19–28 La humildad de Juan el Bautista; la ceguera de los judíos inconversos
29–34 Cristo, el Cordero de Dios; Cristo, el que quita el pecado; Cristo, Aquel
que bautiza con el Espíritu Santo
35–42 El bien que se hace al testificar de Cristo; el bien que los creyentes
pueden hacer a otros
43–51 Las almas son guiadas de diversas maneras; Cristo en las Escrituras
del Antiguo Testamento; consejo de Felipe a Natanael; el excelente
carácter de Natanael
11 1–6 Los cristianos verdaderos pueden enfermar como los demás; Cristo es
el mejor amigo en momentos de necesidad; Cristo ama a todos los
verdaderos cristianos, independientemente de su carácter; Cristo sabe
cuál es el mejor momento para ayudar
7–16 Los caminos de Cristo con los suyos son a veces misteriosos; el
lenguaje sensible de Cristo acerca de su pueblo; el temperamento
natural se manifiesta en todos los creyentes
17–29 La mezcla de gracia y debilidad en los creyentes; la necesidad de tener
ideas claras con respecto a la persona, el oficio y el poder de Cristo
30–37 La bendición que recibe la empatía; la profundidad de la empatía de
Cristo hacia su pueblo
38–46 Las palabras de Cristo acerca de la piedra sobre el sepulcro de Lázaro;
las palabras de Cristo a Marta cuando ella dudó; las palabras de Cristo
a Dios el Padre; las palabras que Cristo dirige a Lázaro en su sepulcro
47–57 La maldad del corazón natural del hombre; la ciega ignorancia de los
enemigos de Dios; la importancia que a menudo atribuyen los hombres
malos al ceremonial
14 1–3 El remedio para las turbaciones del corazón; una descripción del Cielo;
razones fundadas para aguardar bendiciones futuras
4–11 Cristo tiene en mejor consideración a los creyentes que ellos mismos;
los gloriosos nombres que recibe Cristo; solo hay un camino a Dios; la
íntima unión entre el Padre y el Hijo
12–17 Las obras que pueden hacer los cristianos; las cosas que puede lograr
la oración; la promesa del Consolador
18–20 La Segunda Venida de Cristo; la vida de Cristo garantiza la vida de su
pueblo; el conocimiento perfecto no se alcanzará hasta la Segunda
Venida de Cristo
21–26 Obedecer los mandamientos de Cristo es la mejor demostración de
amor; el consuelo especial que disfrutan quienes aman a Cristo; el
Espíritu Santo enseña y recuerda
27–31 El último legado de Cristo a su pueblo; la naturaleza de Cristo
completamente libre de pecado
15 1–6 La íntima unión entre Cristo y los creyentes; los falsos cristianos; el
fruto es la única garantía segura de vida; Dios aumenta la santidad por
medio de su disciplina providencial
7–11 Promesas en cuanto a la oración; el fruto es la mejor evidencia; la
obediencia es el secreto para sentir el consuelo
12–16 El amor fraternal; la relación entre Cristo y los creyentes; la elección
17–21 Lo que los cristianos deben esperar del mundo; razones para ser
pacientes
22–27 La utilización errónea de los privilegios; el Espíritu Santo; la misión de
los Apóstoles
20 1–10 Quienes aman más a Cristo son aquellos que más han recibido de Él;
variedad de temperamentos entre los creyentes; los creyentes
mantienen mucha ignorancia
11–18 El amor recibe los mayores privilegios; el temor y la tristeza son a
menudo infundados; ideas terrenales aun entre los verdaderos
creyentes
19–23 El bondadoso saludo de Cristo; las evidencias de la Resurrección; la
comisión de los Apóstoles
24–31 El peligro de no asistir a las reuniones cristianas; la bondad de Cristo
hacia los creyentes tibios; la gloriosa confesión de Tomás
Prefacio
El volumen que el lector tiene ahora entre sus manos completa una
obra que comencé hace dieciséis años bajo el título de “Meditaciones
sobre los Evangelios”. Gracias a la providencia de Dios, dicha obra ya
está concluida. Me siento profundamente agradecido por ello. “Mejor
es el fin del negocio que su principio” (Eclesiastés 7:8).
Al llegar al último tramo de la obra dedicada al Evangelio según S.
Juan, considero oportuno hacer algunos comentarios preliminares con
respecto a las “Notas”. Ocupan una proporción tan grande de mis tres
volúmenes sobre Juan que entiendo que mis lectores pidan alguna
clase de explicación. Dado que constituyen cerca de dos tercios de
esta obra, lo que forzosamente multiplica su coste, precisan de cierta
defensa y apología. Es natural que en algunas personas se susciten
preguntas como las siguientes: “¿Qué significan estas notas? ¿Qué
finalidad tienen? ¿Cuál es su tenor doctrinal? ¿Qué materiales se han
utilizado para su confección?”. Me dispongo a responder a esas
preguntas a continuación.
1) Mi propósito al escribir estas notas sobre el Evangelio según S.
Juan queda inmediatamente de manifiesto. He intentado explicar con
un lenguaje sencillo todos aquellos elementos del texto que precisaban
de explicación, así como arrojar toda la luz posible sobre cada versículo
del libro. A tal fin, no solo ofrezco mis propias reflexiones y opiniones,
sino también los resultados del meticuloso estudio de cerca de setenta
comentaristas, tanto antiguos como modernos, de casi todas las
iglesias y escuelas teológicas de la cristiandad. Me he esforzado en
tratar todas las cuestiones que plantea el texto, por muy elevadas y
profundas que fueran, y satisfacer las necesidades de todos los
lectores tanto eruditos como indoctos. No he eludido ningún pasaje
difícil ni he sorteado dificultad alguna. Soy muy consciente de mis
múltiples imprecisiones y no me ha avergonzado reconocer mi
ignorancia en muchas partes. Es probable que no sean pocas las
equivocaciones que detecten en esta obra críticos capacitados. No
afirmo ser infalible. Pero puedo decir con toda honradez que jamás he
tratado la Palabra con parcialidad o engañosamente, y que he hecho
todo lo posible para mostrar lo que se “nos ha dado a conocer” (Job
26:3). Me he atrevido a tratar ciertas cuestiones controvertidas con
más amplitud de lo normal y se podrá encontrar una lista de ellas en
un apéndice de este último volumen. En líneas generales, no puedo
evitar creer que, a pesar de sus muchas deficiencias, estas notas
servirán de ayuda para los lectores reflexivos del Evangelio según S.
Juan.
2) Debo admitir con franqueza que el tenor doctrinal de las notas es
profunda e inequívocamente evangélico. Después de estudiar
pacientemente el Evangelio según S. Juan durante doce años, con gran
reflexión, trabajo y estudio de las obras de otros autores y, si se me
permite añadir, con fervorosas oraciones, mis opiniones teológicas son
las mismas que cuando empecé a escribir. Confío en haber aprendido
muchas cosas a lo largo de estos doce años, pero puedo decir con
certeza que no he visto motivos para modificar mis opiniones
doctrinales. Tengo la sólida y firme convicción de que la teología de esa
escuela religiosa de la Iglesia anglicana llamada, correcta o
incorrectamente, evangélica es profundamente escrituraria, y una
teología de la que ningún cristiano debe avergonzarse.
Confieso abiertamente que, con el paso de los años y una mayor
experiencia, he aprendido a tener un concepto más amable de los
teólogos que pertenecen a escuelas distintas de la mía. Cada año que
pasa en mi vida me voy convenciendo más de que hay muchos
cristianos de corazones rectos a los ojos de Dios cuyas cabezas están a
la vez muy equivocadas. Cada vez estoy más convencido de que las
diferencias entre escuelas de pensamiento religioso son a menudo más
nominales que reales, más verbales que prácticas, y que muchas de
ellas se desvanecerían y desaparecerían si los hombres definieran con
una precisión lógica los términos y las palabras que utilizan. Pero, aun
con todo, no temo poner a Dios por testigo de que no conozco ninguna
teología que se ajuste tanto a la Escritura como la teología evangélica.
Esa es la creencia con que he escrito mis notas sobre S. Juan, y espero
que esa sea la fe con que muera. Con la Biblia en la mano, veo
dificultades en los sistemas de las escuelas no evangélicas que, a mi
juicio, parecen insuperables.
3) Con respecto a los comentaristas que he consultado para
preparar mis notas sobre el Evangelio según S. Juan, deseo hacer
algunos comentarios para beneficio de mis lectores más jóvenes y de
aquellos que no tienen acceso a grandes bibliotecas. No veo motivos
para modificar las opiniones que expresé hace siete años en el prefacio
de mi primer volumen. Después de estudiar pacientemente a Cirilo,
Crisóstomo, Agustín y Teofilacto durante doce años, tengo la
convicción de que, con gran frecuencia, los comentarios patrísticos de
los Evangelios se han valorado y elogiado excesivamente, y que
quienes enseñan a los jóvenes estudiantes de teología a esperar
encontrar “toda sabiduría” en los Padres no son sabios ni ejercen una
influencia beneficiosa. Después de estudiar con idéntica paciencia a
comentaristas alemanes modernos como Tittman, Tholuck, Olshausen,
Stier y Hengstenberg, me veo obligado a decir que los dejo atrás
embargado por una sensación de decepción. También hago una
advertencia con respecto a ellos para beneficio de los estudiantes
jóvenes. Les aconsejo que no tengan demasiadas expectativas. Bien
vale la pena leer a Hengstenberg y Stier, pero no puedo decir que haya
ninguno de estos comentaristas alemanes modernos que merezcan los
hiperbólicos elogios que tan a menudo se les dispensan. ¡De hecho
tengo la fuerte sospecha de que muchos alaban las obras exegéticas
alemanas sin haberlas leído!
Creo firmemente que, a la hora de arrojar luz sobre el significado
del texto de S. Juan y de extraer ideas correctas y hermosas de él, no
existen comentarios comparables a los de aquellos teólogos
continentales inmediatamente posteriores a la Reforma protestante.
Por desgracia, escribieron en latín, lengua que pocas personas se
molestan en leer; y, por regla general, sus libros son infolios
voluminosos y pesados que pocos se molestan en manejar. Además, a
veces sus críticas lingüísticas son defectuosas y la mayoría de ellos
estaban más familiarizados con el latín que con el griego. Pero, en
líneas generales, a mi juicio son unos incomparables expositores y
esclarecedores de la Palabra de Dios. Quien haya leído con atención los
comentarios de Brentano, Bullinger, Gualter, Musculus y Gerhard
descubrirá que son raras las ocasiones en que los comentarios
posteriores contienen buenas ideas que no aparezcan en estos cinco
autores, y que dicen cosas muy valiosas que los autores posteriores ni
siquiera han llegado a pensar. No alcanzo a entender los motivos del
abandono y el ostracismo absolutos en que se encuentran estos
autores en el siglo XIX. ¡Algunos teólogos modernos ni siquiera
parecen saber de la existencia de comentaristas como Brentano,
Musculus y Gerhard! Pero ese es un hecho que no habla muy bien de
nuestros tiempos.
Diré poco o nada con respecto a las obras de los comentaristas
británicos. Este es un campo de la literatura teológica en el que debo
decir con franqueza que no creo que destaquen mis compatriotas.
Salvo contadas excepciones, creo que no están a la altura de su
reputación. Me limitaré, pues, a nombrar unos pocos comentarios que
me parecen particularmente útiles e inspiradores y que rara vez he
consultado en vano. El análisis que hace Rollock de Juan es excelente,
y es una lástima que no se haya traducido toda la obra para sacarla
del confinamiento del latín. Hutcheson siempre es de calidad, pero su
valor se ve lamentablemente empañado por sus interminables
divisiones, aplicaciones e inferencias. En general, Matthew Henry
ofrece abundantes pensamientos piadosos y ejemplos acertados. A
veces demuestra más erudición y conocimientos literarios de lo que se
suele creer. Las Annotations (Anotaciones) de Poole son sanas, claras y
sensatas, y en líneas generales le sitúo a la cabeza de los
comentaristas ingleses de toda la Biblia. Alford y Wordsworth han
prestado una valiosa ayuda a la Iglesia con sus comentarios sobre el
Testamento griego, y no sé de ningún otro al que pueda recomendar
más que ellos a un estudiante del texto original. Pero, en ocasiones,
ambos dicen cosas con las que no estoy de acuerdo, y creo que a
menudo su exposición de textos importantes es muy insuficiente,
cuando no inexistente. Creo que aún hace falta un comentario más
completo y satisfactorio del Testamento griego. El “Breve comentario a
los Evangelios” (Plain Commentary on the Gospels) de Burgon es una
excelente obra, inspiradora y devota. Pero discrepo de su tratamiento
de temas como la Iglesia, los sacramentos y el ministerio. De hecho, la
conclusión a la que llego después de examinar diligentemente a
muchos comentaristas es siempre la misma. No confío en ninguno de
ellos incondicionalmente y no espero la perfección de ninguno. Es
preciso leerlos a todos con precaución. Son buenas ayudas, pero no
infalibles. Son auxiliares de utilidad, pero no la columna de nube y de
fuego. Aconsejo a mis lectores más jóvenes que no lo olviden. Utiliza tu
propio discernimiento diligentemente y en oración. Recurre a los
comentarios, pero no dependas de ninguno. No llames a ningún
hombre maestro.
Solo me queda lamentar el gran retraso en acabar mis
“Meditaciones sobre los Evangelios”. Se ha debido a causas que
escapan por completo a mi control. La obra se comenzó en una
tranquila parroquia de trescientas personas y luego quedó paralizada
por graves problemas familiares. Se retomó con numerosas
interrupciones en una aislada parroquia rural de 1300 personas en la
que, a mi llegada, descubrí que era preciso reparar la casa parroquial,
construir grandes escuelas y restaurar una vieja iglesia en ruinas.
Teniendo en cuenta semejantes dificultades y distracciones, lo que me
sorprende es que haya sido capaz de terminar mi obra sobre S. Juan.
Ahora la presento con la profunda convicción de que contiene gran
número de defectos, imprecisiones y errores, pero en oración y con el
ferviente deseo de que sirva a algunos lectores para mejorar su
comprensión de una de las porciones más interesantes de la Santa
Escritura. Nunca como hoy he estado tan convencido de la veracidad
de aquel viejo dicho: “El desconocimiento de la Escritura es la raíz de
todo error”. Me sentiré muy agradecido si soy capaz de atenuar esa
ignorancia.
El último párrafo del prólogo del deán Alford a su comentario de
Apocalipsis (Commentary on the Book of Revelation expresa tan
perfectamente mis sentimientos al concluir mi obra sobre el Evangelio
según S. Juan, que no me disculpo por citarlo en su totalidad con
excepción de algunas palabras:
“Solo me queda encomendar a mi misericordioso Dios y Padre este
pobre intento de explicar una gloriosa porción de su Escritura revelada.
Lo hago humildemente agradecido, pero con un sentimiento de
profunda debilidad ante el poder de su Palabra y de incapacidad para
sondear las profundidades de la más sencilla de sus frases. ¡Que Dios
perdone la mano que se ha extendido para tocar el Arca! ¡Que Dios
perdone, por el amor de Cristo, toda la dureza, aspereza y terquedad
que haya en este libro! Y que lo santifique para provecho de su Iglesia:
su verdad, si es que la tiene, como enseñanza; sus muchos defectos
como advertencia”.
J.C. Ryle
Vicaría de Stradbroke, Suffolk,
Febrero de 1873
Posdata
Creo que debo ofrecer a muchos de mis lectores alguna explicación del
gran retraso que ha tenido lugar desde que comenzó la publicación de
esta obra sobre S. Juan. Casi ha habido un intervalo de cinco años
entre la publicación de los primeros cuatro capítulos y los siguientes.
Me temo que este retraso ha causado inconvenientes y contrariedades
en muchos sectores. Lo lamento sinceramente.
Pero el retraso ha sido inevitable y se ha debido a circunstancias
fuera por completo de mi control. Muertes, preocupaciones
domésticas, enfermedad y cambio de un lugar de residencia a otro han
tenido mucho que ver con ello. La principal causa ha sido mi traslado a
mi actual iglesia. La obra fue comenzada en una tranquila iglesia de
300 personas. Pero se ha reanudado en una iglesia ampliamente
dispersa de 1400 personas que requieren casi toda mi atención.
Aun ahora, al editar el primer volumen de las Meditaciones sobre S.
Juan, no me atrevo a prometer nada en cuanto al momento en que se
completará la obra. Tengo la intención de concluirla, pero veo casi
imposible asegurar el tiempo necesario. Nadie que no lo haya
intentado conoce la absoluta necesidad de completa ausencia de
distracciones e interrupciones para escribir un Comentario. Las
interminables pequeñas interrupciones a las que un pastor debe
someterse en una iglesia rural pobre de 1400 personas, donde no hay
un conserje residente ni laicos con tiempo libre, y donde muchas cosas
dependen necesariamente del clérigo, nadie puede conocerlas a
menos que haya ocupado ese puesto.
Si la Gran Cabeza de la Iglesia quiere que acabe esta obra, creo que
allanará mi camino y quitará los obstáculos. Pero mis lectores deben
ser comprensivos en cuanto al cambio de mi situación. El día solo tiene
doce horas. No puedo crear tiempo. No es una de las principales
obligaciones del pastor de una iglesia el escribir comentarios. Por
tanto, si la obra no avanza tanto como desearían, deben tener la
bondad de considerar mi situación y pensar que hay una causa.
Juan 1:1–5
Juan 1:6–13
Juan 1:15–18
Juan 1:19–28
Juan 1:29–34
Juan 1:35–42
Juan 1:43–51
Juan 2:1–11
Juan 2:12–25
Juan 3:1–8
Juan 3:9–21
Hay una razón que hace que este pasaje sea especialmente merecedor
de la atención de todos los lectores devotos de la Biblia. Contiene el
último testimonio de Juan el Bautista con respecto a nuestro Señor
Jesucristo. Ese fiel hombre de Dios fue el mismo al final de su
ministerio que al comienzo; el mismo en sus ideas acerca de sí mismo;
el mismo en sus ideas acerca de Cristo. ¡Bienaventurada la Iglesia
cuyos ministros son tan firmes, valientes y constantes en una sola cosa
como Juan el Bautista!
En estos versículos tenemos en primer lugar un humillante ejemplo
de las mezquinas envidias y el espíritu partidista que puede existir
entre los maestros de la religión. Se nos dice que los discípulos de Juan
el Bautista estaban ofendidos debido a que el ministerio de Jesús había
empezado a concitar más atención que el de su maestro. “Vinieron a
Juan y le dijeron: Rabí, mira que el que estaba contigo al otro lado del
Jordán, de quien tú diste testimonio, bautiza, y todos vienen a él”.
Por desgracia, el espíritu que se exhibe en esta queja es muy
común en las iglesias de Cristo. El linaje de estas personas jamás se ha
interrumpido. Nunca faltan los maestros religiosos que se preocupan
más del crecimiento de su propia facción que del crecimiento del
cristianismo verdadero; y que son incapaces de regocijarse por la
propagación de la religión si se propaga en algún sitio fuera de sus
límites. Hay una generación incapaz de ver bien alguno fuera de las
filas de sus propias congregaciones y que parece dispuesta a cerrar las
puertas del Cielo a los hombres si no entran bajo su estandarte.
El verdadero cristiano debe vigilar y orar contra el espíritu que
manifiestan aquí los discípulos de Juan. Es muy insidioso, muy
contagioso y muy injurioso para la causa de la religión. No hay nada
que ensucie tanto al cristianismo ni proporcione a los enemigos de la
Verdad mejores oportunidades para blasfemar que la envidia y el
partidismo entre los cristianos. Debemos estar dispuestos a reconocer
la gracia verdadera dondequiera que esté, aunque se encuentre fuera
de nuestros límites. Deberíamos esforzarnos en decir con el Apóstol:
“Cristo es anunciado; y en esto me gozo, y me gozaré aún” (Filipenses
1:18). Si se hace el bien, deberíamos estar agradecidos
independientemente de los medios que Dios considere oportuno
utilizar.
Tenemos, en segundo lugar, un espléndido patrón de la humildad
verdadera y piadosa. En Juan el Bautista vemos un espíritu muy
distinto del que exhiben sus discípulos. Comienza por establecer el
gran principio de que la aceptación del hombre es un don especial de
Dios y no debemos ofendernos, pues, cuando otros hallan mayor
aceptación que nosotros. “No puede el hombre recibir nada, si no le
fuere dado del cielo”. Pasa a recordar a sus seguidores su repetida
declaración de que habría de venir uno mayor que él: “Dije: Yo no soy
el Cristo”. Les dice que, comparado con el de Cristo, su oficio es el de
amigo del novio encomparación con el novio. Y, finalmente, afirma con
solemnidad que él mismo debe ir perdiendo importancia gradualmente
hasta que, como una estrella eclipsada por el Sol naciente, haya
desaparecido por completo.
Una mentalidad semejante a esta es el grado de virtud más elevado
que puede alcanzar un hombre mortal. El santo más grande a los ojos
de Dios es aquel que está más completamente revestido de humildad
(cf. 1 Pedro 5:5). ¿Queremos conocer el principal secreto para ser
hombres con el sello de Abraham, Moisés, Job, David, Daniel, S. Pablo y
Juan el Bautista? Todos eran hombres eminentemente humildes.
Viviendo como vivían en distintas épocas y disfrutando distintos grados
de luz, todos coincidían en esta cuestión. No veían más que pecado y
debilidad en ellos mismos. Daban a Dios toda la alabanza por lo que
eran. Sigamos sus pasos. Anhelemos fervientemente los mejores
dones; pero, por encima de todo, anhelemos la humildad. El camino al
verdadero honor es ser humildes. Cristo no alabó jamás a nadie como
ese mismo hombre que aquí dice: “Es necesario que […] yo mengüe”;
el humilde Juan el Bautista.
En estos versículos tenemos, en tercer lugar, una instructiva
declaración del honor y la dignidad de Cristo. Juan el Bautista enseña
una vez más a sus discípulos la verdadera grandeza de la persona
cuya creciente popularidad les ofendía. Una vez más, y quizá la última,
le proclama como alguien digno de todo el honor y toda la alabanza.
Utiliza una asombrosa expresión tras otra a fin de transmitir una idea
correcta con respecto a la majestad de Cristo. Habla de Él como “el
novio” de la Iglesia; como “el que de arriba viene”; como “el que Dios
envió”; como Aquel al que “Dios no da el Espíritu por medida”; como
Aquel a quien “el Padre ama” y a quien “todas las cosas ha entregado
en su mano”. Creer en Él implica vida eterna; y rechazarle, destrucción
eterna. Cada una de estas frases está repleta de un profundo
significado y proporcionaría materia para un largo sermón. Todas
muestran la profundidad y el alcance de los logros espirituales de Juan.
No se han escrito cosas más honorables acerca de Cristo que estos
versículos que dejan constancia de lo que habló Juan el Bautista
Esforcémonos en la vida y en la muerte para sostener las mismas
ideas que expresa Juan aquí acerca del Señor Jesús. Jamás podemos
dar demasiada importancia a Cristo. Nuestras ideas con respecto a la
Iglesia, el ministerio y los sacramentos pueden volverse exageradas y
extravagantes con gran facilidad. Nunca podremos tener ideas
demasiado elevadas acerca de Cristo, nunca podremos amarle
demasiado, confiar en Él demasiado incondicionalmente, apoyarnos
demasiado en Él ni alabarle demasiado. Es digno de todo el honor que
podamos darle. Lo será todo en el Cielo. Asegurémonos de que lo sea
todo en nuestros corazones aquí en la Tierra.
En estos versículos tenemos, finalmente, una clara aseveración de
la cercanía y la presencia de la salvación de los verdaderos cristianos.
Juan el Bautista declara: “El que cree en el Hijo tiene vida eterna”. No
se supone que deba mirar hacia el futuro a un privilegio en la lejanía
con un corazón apesadumbrado. “Tiene” vida eterna en cuanto cree. El
perdón, la paz y el completo derecho al Cielo son una posesión
inmediata. Se convierten en propiedad del creyente desde el
mismísimo momento en que deposita su fe en Cristo. No serán más
suyos aunque viva tantos años como Matusalén.
La verdad que tenemos ante nosotros es uno de los privilegios más
gloriosos del Evangelio. No hay obras que hacer, condiciones que
cumplir, precio que pagar o examen que pasar antes de que un
pecador pueda ser aceptado por Dios. Tan solo con creer en Cristo,
será perdonado de inmediato. El mayor de los pecadores tiene la
salvación a su alcance. Tan solo con arrepentirse y creer, será suya hoy
mismo. Por medio de Cristo, todos los que creen son justificados
inmediatamente de todas las cosas.
Terminemos este pasaje con un pensamiento serio y escrutador. Si
la fe en Cristo trae consigo privilegios inmediatos y presentes,
permanecer en la incredulidad es encontrarse en un estado de
tremendo peligro. Si el Cielo está muy cerca del creyente, el Infierno
debe de estar muy cerca del incrédulo. Cuanto mayor sea la
misericordia que ofrece el Señor Jesús, mayor será la culpa de los que
la rechazan y desestiman: “El que rehúsa creer en el Hijo no verá la
vida, sino que la ira de Dios está sobre él”.
Juan 4:1–6
Juan 4:7–26
Juan 4:27–30
Estos versículos son la continuación de la famosa historia de la
conversión de la mujer samaritana. Aunque este pasaje parezca corto,
contiene puntos de gran interés e importancia. La persona meramente
mundana, que no se preocupa en absoluto por la religión experimental,
quizá no vea nada de particular en estos versículos. Pero todos
aquellos que deseen saber algo de la experiencia de una persona
conversa los encontrarán llenos de alimento para la mente.
En este pasaje vemos, en primer lugar, cuán maravilloso es a los
ojos humanos cómo trata Cristo a las almas. Se nos dice que los
discípulos “se maravillaron de que hablaba con una mujer”. Que su
Maestro se molestara en dirigirse a una mujer, que además era
samaritana y extraña, junto a un pozo cuando se encontraba cansado
de su viaje, todo eso pareció maravilloso a los ojos de los once
discípulos. No se lo esperaban. Era contrario a su idea de lo que debía
hacer un maestro religioso. Les asombró y llenó de sorpresa.
El sentimiento que demostraron los discípulos en esta ocasión no es
un caso aislado en la Biblia. Cuando nuestro Señor permitió a los
pecadores y publicanos que se acercaran a Él y estuvieran en su
compañía, los fariseos se maravillaron, exclamando: “Este a los
pecadores recibe, y con ellos come” (Lucas 15:2). Cuando Pablo volvió
de Damasco habiéndose convertido y siendo una nueva criatura, los
cristianos de Jerusalén se asombraron, “no creyendo que fuese
discípulo” (Hechos 9:26). Cuando Pedro fue liberado por un ángel de la
prisión de Herodes y llevado a la puerta de la casa donde los discípulos
estaban orando por su liberación, estos se sorprendieron de tal modo
que no podían creer que fuera Pedro: “Cuando abrieron y le vieron, se
quedaron atónitos” (Hechos 12:16).
¿Pero por qué habríamos de quedarnos en ejemplos de la Biblia? El
verdadero cristiano solo tiene que mirar a su alrededor en este mundo
para ver abundantes ejemplos de la verdad que se nos presenta.
¡Cuánto asombro produce cada nueva conversión! ¡Qué sorpresa se
expresa ante el cambio en el corazón, la vida, los gustos y los hábitos
de la persona conversa! ¡Cuánto asombra el poder, la misericordia, la
paciencia y la compasión de Cristo! Es igual ahora que hace 1800
años. Las acciones de Cristo siguen siendo una maravilla tanto para la
Iglesia como para el mundo.
Si hubiera más fe verdadera en el mundo, habría menos sorpresa
ante la conversión de las almas. Si los cristianos creyeran más,
esperarían más y entenderían a Cristo mejor, y se sorprenderían y
asombrarían menos cuando llama y salva al mayor de los pecadores.
No debiéramos pensar que hay cosas imposibles y considerar que hay
pecadores fuera del alcance de la gracia de Dios. El asombro que se
muestra ante las conversiones es una prueba de la débil fe y la
ignorancia de estos tiempos postreros: lo que debiera llenarnos de
sorpresa es la obstinada incredulidad de los impíos y su determinada
perseverancia en el camino a la destrucción. Este era el sentir de
Cristo. Está escrito que dio gracias a Dios por las conversiones: pero se
maravilló de la incredulidad (cf. Mateo 11:25; Marcos 6:6).
En este pasaje vemos, en segundo lugar, cuán absorbente es la
influencia de la gracia cuando entra por primera vez en el corazón de
un creyente. Se nos dice que, después de que nuestro Señor dijera a la
samaritana que era el Mesías, “la mujer dejó su cántaro, y fue a la
ciudad, y dijo a los hombres: Venid, ved a un hombre que me ha dicho
todo cuanto he hecho”. Había salido de su casa con el propósito de ir
por agua. Había llevado una voluminosa vasija al pozo con la intención
de regresar con ella llena. Pero en el pozo encontró un nuevo corazón y
nuevos objetos de interés. Se convirtió en una nueva criatura. Las
cosas viejas pasaron: todas fueron hechas nuevas. Al momento, todo lo
demás quedó olvidado: no podía pensar más que en las verdades que
había oído y en el Salvador que había encontrado. Con el corazón
desbordado, “dejó su cántaro” y se apresuró a mostrar sus
sentimientos a los demás.
Vemos aquí el poder de expulsión que tiene la gracia del Espíritu
Santo. Una vez que se introduce la gracia en el corazón, echa fuera los
viejos gustos e intereses. Un converso ya no se preocupa por lo que
solía preocuparse. La casa tiene un nuevo inquilino: hay un nuevo
piloto al timón. El mundo entero parece distinto. Todas las cosas han
sido hechas nuevas. Así ocurrió con Mateo el publicano: en el momento
en que recibió la gracia en su corazón abandonó el banco de los
tributos públicos (cf. Mateo 9:9). Así fue en los casos de Pedro,
Santiago, Juan y Andrés: en cuanto se convirtieron dejaron atrás sus
redes y barcas de pesca (cf. Marcos 1:19). Así fue en el caso de Saulo
el fariseo: en cuanto se convirtió renunció a sus brillantes perspectivas
como judío a fin de predicar la fe que en un tiempo había despreciado
(cf. Hechos 9:20). La conducta de la mujer samaritana fue
exactamente del mismo tipo: en ese momento la salvación que había
encontrado ocupó toda su mente. No podemos saber si llegó a regresar
para recoger su cántaro. Pero bajo las primeras impresiones de la
nueva vida espiritual, se marchó y “dejó su cántaro” atrás.
Hoy en día, la conducta aquí descrita es bastante infrecuente. Rara
vez vemos a una persona tan completamente absorta en las
cuestiones espirituales que convierta su interés en las cosas terrenales
en algo secundario o las posponga. ¿Y a qué se debe esto?
Simplemente a que las verdaderas conversiones a Dios son
infrecuentes. Pocos sienten realmente sus pecados y acuden a Cristo
por fe. Pocos pasan realmente de muerte a vida y se convierten en
nuevas criaturas. Sin embargo, estos pocos son los verdaderos
cristianos del mundo: estas son las personas cuya religión, como la de
la samaritana, se transmite a otros. ¡Afortunados aquellos que conocen
por experiencia los sentimientos de esta mujer y pueden decir junto
con Pablo: “Estimo todas las cosas como pérdida por la excelencia del
conocimiento de Cristo Jesús”! ¡Afortunados aquellos que han
renunciado a todo por amor a Cristo o que, en todo caso, han
modificado la importancia relativa de todas las cosas en sus mentes!
“Si tu ojo es bueno, todo tu cuerpo estará lleno de luz” (Filipenses 3:8;
Mateo 6:22).
En este pasaje vemos, por último, cuán celosa de hacer el bien a
otros es una persona que se ha convertido verdaderamente. Se nos
dice que la mujer samaritana “fue a la ciudad, y dijo a los hombres:
Venid, ved a un hombre que me ha dicho todo cuanto he hecho. ¿No
será éste el Cristo?”. En el día de su conversión se convirtió en
misionera. Sintió de manera tan profunda el asombroso beneficio que
había recibido de Cristo que no podía mantenerse callada con respecto
a Él. Así como Andrés habló de Jesús a su hermano Pedro, Felipe dijo a
Natanael que había encontrado al Mesías y Saulo predicó de inmediato
a Cristo al convertirse, de la misma forma, la mujer samaritana dijo:
“Venid, ved” a Cristo. No utilizó argumentos abstrusos: no intentó
razonar profundamente acerca de la afirmación de Jesús de que era el
Mesías. Solamente dijo: “Venid, ved”. De la abundancia de su corazón
habló su boca.
Todos los cristianos verdaderos debieran hacer lo que hizo aquí la
samaritana. La Iglesia lo necesita; el estado del mundo lo exige. El
sentido común indica que es lo correcto. Todo el que ha recibido la
gracia de Dios y ha comprobado que Dios es misericordioso, debiera
hallar palabras para dar testimonio de Cristo a otros. ¿Dónde está
nuestra fe si creemos que las almas que nos rodean se están
perdiendo y que solo Cristo puede salvarlas y, sin embargo, nos
mantenemos callados? ¿Dónde está nuestro amor si podemos ver a
otros descendiendo al Infierno y no decirles nada acerca de Cristo y de
la salvación? Bien podemos dudar de nuestro amor hacia Cristo si
nuestros corazones no se ven empujados a hablar de Él. Bien podemos
dudar de la seguridad de nuestras propias almas si no sentimos
preocupación alguna por las almas de otros.
¿Qué somos nosotros mismos? Esa es la cuestión que, al fin y al
cabo, merece nuestra atención. ¿Sentimos la suprema importancia de
las cosas espirituales y la nulidad de las cosas del mundo en
comparación? ¿Hablamos alguna vez a otros acerca de Dios, de Cristo,
de la eternidad, del alma, el Cielo y el Infierno? Si no es así, ¿qué valor
tiene nuestra fe? ¿Dónde está la realidad de nuestro cristianismo?
Tengamos cuidado, no sea que despertemos demasiado tarde y
descubramos que estamos perdidos para siempre; sorprendente para
los ángeles y los demonios y, por encima de todo, sorprendente para
nosotros debido a nuestra propia obstinada ceguera y necedad.
Juan 4:31–42
Juan 4:43–54
Juan 5:1–15
Juan 5:16–23
Juan 5:24–29
Juan 5:40–47
Juan 6:1–14
Juan 6:15–21
Juan 6:22–27
Juan 6:28–34
Estos versículos constituyen el comienzo de uno de los pasajes más
extraordinarios de los Evangelios. Quizá no haya sermón de nuestro
Señor que haya ocasionado tanta polémica y tantos malentendidos
como este que encontramos en el capítulo 6 de Juan.
Por un lado, debemos observar en estos versículos la ignorancia
espiritual y la incredulidad del hombre natural. Vemos cómo se
presenta y ejemplifica esto en dos ocasiones. Cuando nuestro Señor
pidió a sus oyentes que trabajaran “por la comida que a vida eterna
permanece”, inmediatamente empezaron a pensar en obras que llevar
a cabo y en el bien que podían realizar por su cuenta: “¿Qué debemos
hacer para poner en práctica las obras de Dios?”. Hacer, hacer, hacer,
era su sola idea con respecto al camino al Cielo. De nuevo, cuando
nuestro Señor habla de sí mismo como alguien enviado por Dios y de la
necesidad de creer en Él inmediatamente, reaccionan con la pregunta:
“¿Qué señal, pues, haces tú, para que veamos, y te creamos?”.
Teniendo reciente el milagro de los panes y los peces, uno podría
pensar que ya tenían una señal suficiente para creerle. Pero por
desgracia, la torpeza, los prejuicios del hombre y su incredulidad en las
cuestiones espirituales no tienen límite. Es un hecho sorprendente que
lo único que se dice que “asombró” a nuestro Señor durante su
ministerio terrenal, fue la “incredulidad” del hombre (Marcos 6:6).
Haremos bien en recordarlo si intentamos hacer el bien a otros en
cuestiones religiosas. No debemos desanimarnos porque no se crea en
nuestras palabras y parezca que nuestros esfuerzos son en vano. No
debemos quejarnos de ello como si fuera algo extraño ni debemos
pensar que las personas con quienes tratamos son particularmente
duras y obstinadas. Debemos recordar que esta es la misma copa de la
que tuvo que beber nuestro Señor y que, como Él, debemos seguir
trabajando pacientemente. Si ni siquiera se creyó en Él, siendo un
Maestro tan perfecto y claro como era, ¿qué derecho tenemos a
sorprendernos de que los hombres no nos crean? ¡Bienaventurados los
ministros, misioneros y maestros que tienen estas cosas en mente! Les
ahorrará muchas amargas decepciones. Al trabajar para Dios, es de
primordial importancia entender lo que debemos esperar del hombre.
Hay pocas cosas que se entiendan menos que los límites de la
incredulidad humana.
Por otro lado, en estos versículos debemos observar la elevada
honra que deposita Cristo en la fe en Él. Los judíos le preguntaron:
“¿Qué debemos hacer para poner en práctica las obras de Dios?”. En
su respuesta les dijo: “Esta es la obra de Dios, que creáis en el que él
ha enviado”. ¡Una expresión verdaderamente extraordinaria y notable!
Si hay dos cosas que se opongan fuertemente en el Nuevo Testamento,
son la fe y las obras. No obrando, sino creyendo; no por obras, sino por
medio de la fe; son palabras familiares para todos los lectores atentos
de la Biblia. ¡Sin embargo, aquí la gran Cabeza de la Iglesia declara
que creer en Él es la mayor “obra” y la más elevada de todas! Es “la
obra de Dios”.
Es indudable que nuestro Señor no quería decir que hubiera algún
elemento meritorio en creer. La fe humana en su mejor expresión no es
más que débil y defectuosa. Considerada como “obra”, no puede
resistir la severidad del juicio de Dios, merecer el perdón o comprar el
Cielo. Pero nuestro Señor sí quería decir que la fe en Él como el único
Salvador es el primer acto del alma que Dios exige a un pecador. Un
hombre no es nada hasta que ha creído en Jesús y descansado en Él
como pecador perdido. Nuestro Señor sí quería decir que la fe en Él es
ese acto del alma que agrada especialmente a Dios. Cuando el Padre
ve a un pecador echar a un lado su propia justicia y confiar
simplemente en su Hijo amado, se complace mucho. Sin una fe
semejante, es imposible complacer a Dios. Nuestro Señor sí quería
decir que la fe en Él es la raíz de toda religión salvadora. No hay vida
en el hombre hasta haber creído. Por encima de todo, nuestro Señor sí
quería decir que, para el hombre natural, la fe en Él es el acto
espiritual más difícil de todos. ¿Querían hacer algo los judíos en la
religión? Debían saber que lo más grande que podían hacer era echar
a un lado su orgullo, confesar su culpa y su necesidad y creer
humildemente.
Que todos los que sepan algo de la fe verdadera den gracias a Dios
y se regocijen. ¡Benditos los que creen! Es un logro que muchos de los
sabios de este mundo jamás han alcanzado. Quizá nos sintamos
pecadores pobres y débiles. ¿Pero creemos? Quizá fallemos y no
estemos a la altura en muchas cosas. ¿Pero creemos? El que ha
aprendido a sentir sus pecados y a confiar en Cristo como Salvador, ha
aprendido dos de las lecciones más grandes y difíciles lecciones del
cristianismo. Ha estado en la mejor escuela. Le ha enseñado el Espíritu
Santo.
Por último, debemos observar en estos versículos lo mucho más
privilegiados que eran los oyentes de los tiempos de Cristo en
comparación con los que vivieron en tiempos de Moisés. Aunque el
maná caído del cielo fue maravilloso y milagroso, no era nada en
comparación con el pan verdadero que Cristo ofreció a sus discípulos.
Él mismo era el pan de Dios que había descendido del Cielo para dar
vida al mundo. El pan que cayó en tiempos de Moisés solo podía
alimentar y satisfacer el cuerpo. El Hijo del Hombre había venido a
alimentar el alma. El pan que cayó en tiempos de Moisés solo podía ser
de provecho para Israel. El Hijo del Hombre había venido a ofrecer vida
eterna al mundo. Los que comieron el maná, murieron y fueron
sepultados y muchos de ellos se perdieron para siempre. Pero los que
comieran el pan que ofrecía el Hijo del Hombre, se salvarían para
siempre.
Y ahora, tengámoslo en cuenta con respecto a nosotros y
asegurémonos de estar entre los que comen el pan de Dios y viven. No
nos contentemos con esperar ociosamente, sino que vayamos a Cristo
en la práctica, comamos el pan de vida y creamos para la salvación de
nuestras almas. Los judíos podían decir: “Señor, danos siempre este
pan”. Pero me temo que no fueron más allá. No descansemos hasta
haber comido por fe de este pan y podamos decir: “Cristo es mío. He
probado que el Señor es misericordioso. Sé y siento que soy suyo”.
Juan 6:35–40
Juan 6:41–51
En este capítulo que ahora leemos se suceden una tras otra verdades
de la mayor importancia. Probablemente haya pocas partes de la Biblia
que contengan tantas “cosas profundas” como el capítulo 6 del
Evangelio según S. Juan. El pasaje que tenemos delante es un claro
ejemplo.
Por un lado, en este pasaje vemos que la humilde condición de
Cristo cuando estuvo sobre la Tierra es motivo de tropiezo para el
hombre natural. Leemos que “murmuraban entonces de él los judíos,
porque había dicho: Yo soy el pan que descendió del cielo. Y decían:
¿No es éste Jesús, el hijo de José, cuyo padre y madre nosotros
conocemos? ¿Cómo, pues, dice éste: Del cielo he descendido?”. De
haber venido nuestro Señor como un rey vencedor, con riquezas y
honores que conceder a sus seguidores y flanqueado por poderosos
ejércitos, habrían estado dispuestos a recibirle. Pero un Mesías pobre,
humilde y sufriente les resultaba una ofensa. Su orgullo se negaba a
creer que Dios hubiera enviado a alguien así.
No debemos sorprendernos ante nada de esto. Es la naturaleza
humana mostrándose en su verdadera dimensión. Vemos lo mismo en
los tiempos apostólicos. Cristo crucificado era “para los judíos
ciertamente tropezadero” (1 Corintios 1:23). La Cruz era un
tropezadero para muchos dondequiera que se predicara el Evangelio.
Podemos ver lo mismo en nuestra propia época. Estamos rodeados por
miles que reniegan de las doctrinas distintivas del Evangelio por su
naturaleza humillante. No pueden soportar la expiación, el sacrificio y
la sustitución de Cristo. Aceptan su enseñanza moral. Admiran su
ejemplo y abnegación. Pero háblales de la sangre de Cristo, de Cristo
hecho pecado por nosotros, de la muerte de Cristo como la piedra
angular de nuestra esperanza, de la pobreza de Cristo como nuestra
riqueza; y verás que aborrecen esas cosas con odio mortal.
¡Ciertamente, no ha cesado aún el tropiezo de la Cruz!
Por otro lado, en este pasaje vemos la impotencia natural del
hombre y su incapacidad para arrepentirse o creer. Leemos cómo
nuestro Señor dice: “Ninguno puede venir a mí, si el Padre que me
envió no le trajere”. El hombre no creerá hasta que el Padre no haya
movido su corazón por medio de su gracia.
Es preciso ponderar cuidadosamente la solemne verdad contenida
en estas palabras. Sería vano negar que hombre alguno pueda llegar a
ser cristiano sin la gracia de Dios. Estamos muertos espiritualmente y
no tenemos poder para otorgarnos vida. Necesitamos que se
introduzca en nosotros un nuevo principio desde lo alto. Los hechos lo
demuestran. Los predicadores lo advierten. El Artículo décimo de
nuestra propia Iglesia lo declara expresamente: “La condición del
hombre después de la caída de Adán es tal que no puede convertirse
ni prepararse con su propia fuerza natural y sus buenas obras para la
fe e invocación de Dios”. Este testimonio es cierto.
Pero, al fin y al cabo, ¿en qué consiste esta incapacidad del
hombre? ¿En qué parte de nuestra naturaleza interior reside esta
impotencia? Aquí tenemos un punto en el que surgen muchos errores.
Recordemos siempre que la voluntad del hombre es la parte de él que
falla. Su incapacidad no es física, sino moral. Faltaríamos a la verdad si
dijéramos que el hombre tiene un verdadero deseo de venir a Cristo
pero no es capaz de ello. Sería mucho más acertado decir que el
hombre es incapaz de venir porque no siente deseo alguno de ello. No
es cierto que vendría si pudiera. Lo cierto es que vendría si quisiera. La
voluntad corrupta, la aversión secreta y la falta de un deseo sincero
son las verdaderas causas de la incredulidad. Ahí es donde está lo
malo. La capacitación que necesitamos es una nueva voluntad. Es
precisamente en este punto en el que necesitamos que el Padre nos
“traiga”.
Estas cosas son sin duda profundas y misteriosas. Dios pone a
prueba la fe y la paciencia de su pueblo por medio de verdades como
esta. ¿Pueden creer en Él? ¿Pueden esperar a una explicación más
completa en el día postrero? Lo que no ven ahora, lo verán en la otra
vida. En todo caso, hay algo muy claro, y es la responsabilidad que
tiene el hombre de su propia alma. Su incapacidad para venir a Cristo
no le exime de su responsabilidad. Ambas cosas son igualmente
ciertas. Si finalmente se pierde, se verá que fue por su propia culpa.
Tendrá su sangre sobre su cabeza. Cristo le habría salvado, pero él no
quiso salvarse. No quiso venir a Cristo para tener vida.
Por último, en este pasaje vemos que la salvación de un creyente
es algo presente. Nuestro Señor Jesucristo dice: “De cierto, de cierto os
digo: El que cree en mí, tiene vida eterna”. La vida, debemos
advertirlo, es una posesión presente. No se dice que la tendrá al final,
en el día del Juicio. Es propiedad suya ahora, justo ahora, en este
mundo. La tiene el mismísimo día que cree.
Es una cuestión que debemos comprender en la que abundan los
errores. ¡Cuántos hay que parecen pensar que el perdón y ser
aceptado por Dios son cosas inalcanzables en esta vida; que hay cosas
que deben ganarse por medio de un largo camino de arrepentimiento,
fe y santidad; cosas que quizá recibamos al final cuando estemos ante
Dios, pero que no debemos aspirar a rozar mientras estemos en este
mundo! Esta clase de mentalidad es un completo error. En el
mismísimo momento en que un pecador cree en Cristo, está justificado
y ha sido aceptado. Ya no está condenado. Está en paz con Dios, y eso
de manera inmediata y sin dilación. Su nombre está inscrito en el libro
de la vida, independientemente de lo poco que sea consciente de ello.
Tiene un derecho al Cielo que ni la muerte, Satanás o el Infierno
pueden arrebatarle. ¡Bienaventurados los que conocen esta verdad! Es
una parte esencial de las buenas noticias del Evangelio.
Después de todo, la gran cuestión que debemos considerar es si
creemos o no. ¿De qué nos aprovechará que Cristo haya muerto por
los pecadores si no creemos en Él? “El que cree en el Hijo tiene vida
eterna; pero el que rehúsa creer en el Hijo no verá la vida, sino que la
ira de Dios está sobre él” (Juan 3:36).
Juan 6:52–59
Juan 6:60–65
Juan 6:66–71
Juan 7:1–13
Juan 7:14–24
Juan 7:37–39
Juan 7:40–53
Por un lado, estos versículos nos muestran cuán inútiles son los
conocimientos religiosos si no van acompañados de gracia en el
corazón. Se nos dice que algunos de los oyentes de nuestro Señor eran
perfectamente conocedores de su lugar de nacimiento. Aludían a la
Escritura como hombres familiarizados con su contenido: “¿No dice la
Escritura que del linaje de David, y de la aldea de Belén, de donde era
David, ha de venir el Cristo?”. Y sin embargo, no se abrieron los ojos de
su entendimiento. Tenían a su propio Mesías ante sí y no le recibieron,
ni le creyeron, ni le obedecieron.
No cabe duda que es de gran importancia tener un cierto nivel de
conocimientos religiosos. Sin duda, la ignorancia no es la madre de la
verdadera devoción y no conduce a nadie al Cielo. Un “Dios no
conocido” nunca puede ser objeto de una adoración razonable. ¡Bien
les iría a los cristianos conocer todos las Escrituras como al parecer lo
hacían los judíos durante la estancia de nuestro Señor en la Tierra!
Pero si bien debemos valorar el conocimiento religioso, debemos
cuidarnos de no sobrestimarlo. No debemos contentarnos con conocer
los hechos y las doctrinas de nuestra fe a menos que nuestros
conocimientos influyan profundamente en nuestras vidas y nuestros
corazones. Los propios demonios conocen el credo intelectualmente y
“creen, y tiemblan” (Santiago 2:9), pero siguen siendo demonios. Es
perfectamente factible estar familiarizado con la letra de la Escritura,
ser capaz de citar pasajes correctamente y razonar con respecto a la
teoría del cristianismo y, sin embargo, seguir muertos en delitos y
pecados. Como muchos de la generación a la que predicó nuestro
Señor, quizá conozcamos bien la Biblia y, sin embargo, sigamos
inconversos y sin tener fe.
Recordemos siempre que lo único necesario es conocer con el
corazón. Ni las escuelas ni las universidades pueden conferir ese
conocimiento. Es don de Dios. Descubrir el mal de nuestros corazones
y odiar el pecado, estar familiarizados con el trono de gracia y la
fuente de la sangre de Cristo, sentarse a diario a los pies de Jesús y
aprender humildemente de Él: este es el conocimiento más excelso
que puede alcanzar un mortal. Que todo el que conozca estas cosas dé
gracias a Dios. Quizá no sepa griego, latín, hebreo o matemáticas; pero
será salvo.
Por otro lado, estos versículos nos muestran cuán eminentes
debieron de ser los dones de nuestro Señor como Maestro público de la
religión. Se nos dice que aun los alguaciles de los principales
sacerdotes, que habían sido enviados para apresarle, se sorprendieron
y maravillaron. Por supuesto, no tenían inclinación alguna a su favor.
Sin embargo, aun ellos dijeron: “¡Jamás hombre alguno ha hablado
como este hombre!”.
Por fuerza, no podemos hacernos gran idea de cuál era la forma que
tenía de hablar nuestro Señor en público. La gesticulación, la voz y la
predicación son cosas que es preciso ver y oír para evaluarlas. Sin
duda el estilo de nuestro Señor sería particularmente solemne,
llamativo e impresionante. Probablemente fuera algo muy diferente de
lo que acostumbraban a oír los alguaciles judíos. Tiene mucho que ver
con lo que leemos en otro pasaje: “Les enseñaba como quien tiene
autoridad, y no como los escribas” (Mateo 7:29).
Podemos hacernos una idea de cuál era el contenido de las palabras
que el Señor pronunció en público por medio de los discursos que se
documentan en los cuatro Evangelios. Las características principales
de estos discursos son claras e inequívocas. El mundo no ha visto
nunca nada semejante desde que se concedió al hombre el don de la
palabra. A menudo contienen verdades insondables, pero
frecuentemente contienen cosas tan sencillas que hasta un niño puede
entenderlas. Son valientes y francos al censurar los pecados
eclesiásticos y nacionales y, sin embargo, son sabios y discretos y
nunca ofenden innecesariamente. Son fieles y directos en sus
advertencias y, no obstante, tiernos y afectuosos en sus invitaciones.
En vista de la conjunción de fuerza y sencillez, de valentía y prudencia,
de fidelidad y ternura, bien podemos decir: “¡Jamás hombre alguno ha
hablado como este hombre!”.
Bien le iría a la Iglesia de Cristo que los ministros y maestros
religiosos se esforzaran más en hablar siguiendo el patrón de su Señor.
Deberían recordar que ese lenguaje ostentoso y elegante, y el estilo
sensacionalista y teatral en el discurso, son completamente ajenos a
su Maestro. Deben comprender que el logro más excelso de la oratoria
pública es una elocuencia sencilla. Su Maestro les dejó un glorioso
ejemplo de ello. Sin duda, jamás deben avergonzarse de seguir sus
pasos.
Por último, estos versículos nos muestran lo lenta y gradual que es
la obra de la gracia en algunos corazones. Se nos dice que Nicodemo
se levantó en el concilio de los enemigos de nuestro Señor y rogó
tímidamente que se le tratara con justicia. “¿Juzga acaso nuestra ley a
un hombre —preguntó— si primero no le oye, y sabe lo que ha
hecho?”.
Este mismo Nicodemo, recordémoslo, es el hombre que dieciocho
meses antes había acudido a nuestro Señor de noche preguntando
como un ignorante. Evidentemente, sus conocimientos eran escasos
por aquel entonces y no se atrevió a ir a Cristo a plena luz del día. Pero
ahora, dieciocho meses después, ha llegado tan lejos que se atreve a
decir algo a favor de nuestro Señor. No fue mucho, no cabe duda de
ello, pero mejor que nada. Y había de llegar un día en que iría más
lejos aún. Habría de ayudar a José de Arimatea a honrar el cuerpo
muerto de nuestro Señor cuando hasta sus propios discípulos le habían
abandonado y habían huido.
El caso de Nicodemo nos ofrece una valiosa enseñanza práctica.
Nos enseña que el Espíritu actúa de diversas formas: sin duda, se
conduce a todos al mismo Salvador, pero no exactamente por el
mismo camino. Nos enseña que la obra del Espíritu no siempre
progresa a la misma velocidad en los corazones de todos los hombres:
en algunos casos puede progresar muy lentamente y, sin embargo, ser
verdadera y auténtica.
Haremos bien en recordar estas cosas al formarnos una opinión de
otros cristianos. Demasiado a menudo tendemos a condenar a algunos
como faltos de gracia debido a que su experiencia no se corresponde
con exactitud a la nuestra, o a dar por supuesto que no se encuentran
en el camino estrecho porque no pueden correr tan velozmente como
nosotros. Debemos cuidarnos de juzgar apresuradamente. No siempre
es el corredor más rápido quien gana la carrera. No son siempre los
que comienzan inmediatamente en la religión y profesan ser cristianos
que se gozan los que prosiguen con tesón hasta el final. En ocasiones,
la obra más lenta es la más segura y duradera. Nicodemo se mantuvo
fiel cuando Judas Iscariote cayó y fue al lugar que le correspondía. Sin
duda sería agradable que todo aquel que se convirtiera lo profesara
valientemente, tomara su cruz y confesara a Cristo el día de su
conversión. Pero a los hijos de Dios no siempre les es dado hacer tal
cosa.
¿Hay gracia en nuestros corazones? Esta es, al fin y al cabo, la gran
pregunta que nos preocupa. Quizá sea escasa, ¿pero la hay? Quizá
crezca lentamente, como en el caso de Nicodemo, ¿pero crece? ¡Un
poco de gracia es mejor que nada! ¡Mejor moverse despacio que
permanecer anclados en el pecado y en el mundo!
Juan 8:12–20
Juan 8:21–30
Juan 8:31–36
Juan 8:37–47
Juan 8:48–59
Juan 9:1–12
Juan 9:13–25
Juan 9:26–41
Juan 10:1–9
Juan 10:10–18
Juan 10:19–30
Juan 10:31–42
Juan 11:1–6
Juan 11:7–16
En este pasaje debemos advertir cuán misteriosos son los caminos por
los que a veces guía Cristo a su pueblo. Se nos dice que, cuando habló
de volver a Judea, sus discípulos se quedaron perplejos. Era el
mismísimo lugar donde los judíos habían intentado lapidar a su
Maestro hacía poco. Volver allí era lanzarse al ojo del huracán, y unos
judíos apocados como ellos no veían la necesidad o la prudencia de tal
decisión. “¿Y otra vez vas allá?”, exclamaron.
Este tipo de cosas suelen suceder a nuestro alrededor. A menudo se
sitúa a los siervos de Cristo en circunstancias tan incomprensibles y
enigmáticas como las de estos discípulos. Son incapaces de ver el
propósito o la finalidad de las maneras en que son guiados; se les
llama a ocupar puestos que rehúyen por naturaleza y que jamás
elegirían de estar en su mano. Hay miles de personas en todas las
épocas que lo aprenden en sus propias carnes. El camino por el que se
les obliga a andar no es el que ellos prefieren. No pueden ver su
utilidad o sabiduría en ese momento.
En momentos así, un cristiano debe ejercitar su fe y su paciencia.
Debe creer que su Maestro sabe cuál es la mejor senda por la que
debe viajar su siervo y que le está dirigiendo por camino derecho a
ciudad habitable. Puede estar seguro de que las circunstancias en que
se le ha situado son las que mejor contribuirán a fomentar sus virtudes
y poner coto a sus grandes pecados. Debe estar seguro de que
comprenderá más adelante lo que no entienda ahora. Un día verá que
cada paso de su camino tenía una razón de ser, aunque la carne y la
sangre no lo vieran en ese momento. Si no hubieran sido llevados de
vuelta a Judea, los doce discípulos no podrían haber asistido al glorioso
milagro de Betania. Si se permitiera a los cristianos elegir su propio
camino en la vida, nunca aprenderían cientos de lecciones sobre Cristo
y su gracia que ahora se les enseñan en los caminos de Dios.
Recordemos estas cosas. Quizá llegue el momento en que se nos llame
a iniciar un viaje en la vida que nos produzca un profundo rechazo.
Cuando llegue ese momento, partamos de buena gana y creamos que
todo está bien.
En segundo lugar, debemos advertir en este pasaje la ternura con
que Cristo habla de la muerte de los creyentes. Anuncia el hecho de
que Lázaro está muerto con un lenguaje particularmente bello y
delicado: “Nuestro amigo Lázaro duerme”.
Todo verdadero cristiano tiene un amigo todopoderoso en el Cielo
cuyo amor es ilimitado. El Hijo eterno de Dios cuida de él, se preocupa
por él, lo defiende y provee para él. Tiene un protector infatigable que
nunca duerme y que vela constantemente por sus intereses. Quizá el
mundo lo desprecie, pero no tiene de qué avergonzarse. Quizá su
padre y su madre lo echen, pero una vez que Cristo lo ha tomado
jamás lo soltará. ¡Es “amigo de Cristo” aun después de muerto! A
menudo, las amistades de este mundo solo duran mientras soplan
vientos favorables y nos fallan como la fuente que se seca en verano,
cuando la necesidad es más acuciante; pero la amistad del Hijo de Dios
es más fuerte aún que la muerte y trasciende el sepulcro. El amigo de
los pecadores es un amigo más cercano aún que un hermano.
Cuando un cristiano verdadero muere, solo “duerme”, no se trata
de una aniquilación. No cabe duda que es un cambio milagroso y
solemne, pero no un cambio que deba inspirar aprensión. Ese cambio
no debe infundirles miedo alguno con respecto a sus almas, porque sus
pecados han sido lavados con la sangre de Cristo. El aguijón más
hiriente de la muerte es sentir que los pecados no han sido
perdonados. Ese cambio no debe infundir miedo alguno a los cristianos
con respecto a sus almas: resucitarán renovados y revigorizados, a
imagen del Señor. El sepulcro mismo es un enemigo vencido. Tendrá
que devolver a sus inquilinos en perfectas condiciones en el día
postrero, exactamente en el momento cuando Cristo los llame.
Recordemos estas cosas cuando nuestros seres queridos duerman
en Cristo o cuando nos llegue a nosotros mismos el momento de partir
de este mundo. Recordemos en ese momento que nuestro gran amigo
se preocupa tanto por nuestros cuerpos como por nuestras almas y
que no permitirá que perdamos un solo cabello de nuestras cabezas.
No olvidemos que, si nuestro Señor mismo descendió al sepulcro y
resucitó triunfante, también lo hará todo su pueblo. Para un hombre
meramente mundano, la muerte tiene que ser por fuerza algo terrible;
pero aquel que tiene la fe cristiana puede decir con valor en el
momento que entrega su vida: “En paz me acostaré, y asimismo
dormiré; porque solo tú, Jehová, me haces vivir confiado” (Salmo 4:8).
En último lugar, en este pasaje debemos advertir la gran proporción
de temperamento natural que perdura en un creyente aun después de
la conversión. Leemos que, cuando Tomás vio que Lázaro estaba
muerto y que, a pesar de los grandes riesgos, Jesús tenía la
determinación de regresar a Judea, dijo: “Vamos también nosotros,
para que muramos con él”. Esa expresión solo puede significar una
cosa: era el lenguaje de una mente desesperanzada y abatida que lo
veía todo negro. ¡El mismísimo hombre que posteriormente no podría
creer que su Maestro había resucitado es, de los doce, precisamente el
que piensa que el regreso a Judea significará la muerte de todos ellos!
Este tipo de cosas es profundamente instructivo, e indudablemente
se deja constancia de ellas como lección. Nos muestran que la gracia
de Dios en la conversión no reforma a un hombre de tal manera que no
quede ni rastro de las inclinaciones naturales de su carácter. Ni los
apasionados dejan de ser apasionados ni los pesimistas de ser
pesimistas cuando pasan de muerte a vida y se convierten en
verdaderos cristianos. Nos muestran que debemos ser muy
indulgentes con el temperamento natural del cristiano al formarnos
una opinión de él. No debemos esperar que todos los hijos de Dios
sean exactamente iguales. Cada árbol del bosque tiene sus propias
particularidades en cuanto a tamaño y forma; y, sin embargo, a cierta
distancia todos parecen una sola masa de hojas y verdor. Cada
miembro de Cristo tiene sus propias inclinaciones distintivas y, sin
embargo, en lo esencial les guía un solo Espíritu y aman a un solo
Señor. Sin duda las dos hermanas Marta y María, así como los
apóstoles Pedro, Juan y Tomás eran muy disímiles entre sí en muchos
sentidos. Pero todos tenían una cosa en común: amaban a Cristo y
eran sus amigos.
Asegurémonos de pertenecer a Cristo verdaderamente. Eso es lo
único necesario. Si nos aseguramos de eso, seremos guiados por el
camino correcto y nuestro final será bueno. Quizá no tengamos la
alegría de un hermano, el celo incombustible de otro o la delicadeza de
otro. Pero si la gracia reina en nosotros y sabemos por experiencia lo
que son la fe y el arrepentimiento, en el gran día nos encontraremos a
la diestra. Afortunado el hombre a quien, a pesar de todos sus
defectos, Cristo y los ángeles digan: “Este es nuestro amigo”.
Juan 11:17–29
Este pasaje es de una sencillez tal que casi queda empañada por
cualquier exposición humana. Comentarlo es como dorar el oro o
pintar los lirios. No obstante, arroja mucha luz sobre una cuestión de la
que jamás podremos saber lo suficiente, esto es, el verdadero carácter
del pueblo de Cristo. La Biblia retrata a los cristianos con toda
fidelidad. Nos muestra a los santos tal como son.
En primer lugar, vemos la extraña mezcla de gracia y debilidad que
podemos encontrar hasta en los corazones de los verdaderos
creyentes.
Esto queda sorprendentemente ejemplificado en el lenguaje que
utilizan Marta y María. Estas dos mujeres santas tenían fe suficiente
para decir: “Señor, si hubieses estado aquí, mi hermano no habría
muerto”. Sin embargo, ninguna de ellas parece recordar que la muerte
de Lázaro no dependía de la ausencia de Cristo y que nuestro Señor,
de haberlo considerado oportuno, podía haber evitado su muerte con
una sola palabra sin ir a Betania. Marta sabía lo suficiente para decir:
“También sé ahora que todo lo que pidas a Dios, Dios te lo dará […]. Yo
sé que resucitará en la resurrección, en el día postrero […]. Señor; yo
he creído que tú eres el Cristo, el Hijo de Dios”; pero ni siquiera ella era
capaz de pasar de ahí. Sus débiles ojos y trémulas manos eran
incapaces de aprehender la gran verdad de que Aquel que tenía ante sí
poseía las llaves de la vida y de la muerte, y que en su Maestro
habitaba “corporalmente toda la plenitud de la Deidad” (Colosenses
2:9). Es verdad que veía, pero como en un espejo, con oscuridad.
Conocía, pero solo en parte. Creía, pero su fe estaba mezclada con una
gran dosis de incredulidad. Sin embargo, tanto María como Marta eran
auténticas hijas de Dios y verdaderas cristianas.
Estas cosas se han escrito gracias a Dios para conocimiento
nuestro. Es bueno recordar lo que son realmente los verdaderos
cristianos. Grandes y abundantes son las equivocaciones en que
incurren las personas al formarse una opinión incorrecta del carácter
cristiano. Muchas son las amargas decepciones que se producen al
buscar en el corazón cosas que no se pueden hallar en este lado del
Cielo. Tengamos claro que los santos que están en la Tierra no son
ángeles perfectos, sino tan solo pecadores convertidos. No cabe duda
que son pecadores renovados, cambiados, santificados; pero siguen
siendo pecadores y lo serán hasta su muerte. Como Marta y María, su
fe suele estar entrelazada con mucha incredulidad y su gracia rodeada
de mucha debilidad. Afortunado el hijo de Dios que comprende estas
cosas y que ha aprendido a juzgarse a sí mismo y juzgar a los demás
de forma correcta. Raro es el santo que no necesita elevar con
frecuencia aquella oración: “Creo; ayuda mi incredulidad” (Marcos
9:24).
En segundo lugar, vemos lo necesario que es para muchos
cristianos tener las ideas claras con respecto a la persona, el oficio y el
poder de Cristo. Esta es una cuestión que nuestro Señor dejó
claramente de manifiesto en su conocida frase dirigida a Marta. Como
respuesta a su débil y vaga expresión de fe en la resurrección en el día
postrero, Él proclama la gloriosa verdad: “Yo soy la resurrección y la
vida”; “Yo, el Maestro, soy el que tiene en sus manos las llaves de la
muerte y la vida”. Y entonces vuelve a recalcarle la vieja lección que,
sin duda, ella había oído en muchas ocasiones, aunque sin entenderla
plenamente: “El que cree en mí, aunque esté muerto, vivirá. Y todo
aquel que vive y cree en mí, no morirá eternamente”.
Aquí hallamos cosas que debieran ser objeto de minucioso análisis
por parte de todo verdadero cristiano. Muchos de ellos se quejan de la
falta de consuelo perceptible en su religión. No sienten la paz interior
que buscan. Deben saber que, muy a menudo, la causa de toda su
incertidumbre se debe a las ideas vagas e indefinidas que tienen de
Cristo. Deben intentar ver con mayor claridad el gran objeto sobre el
que se apoya su fe. Deben asirse con mayor firmeza a su amor y poder
para con los que creen en Él y a las riquezas que ha dispuesto para
ellos aun en este mundo. Lamentablemente, muchos de nosotros
somos como Marta. Con frecuencia solo poseemos unos conocimientos
generales de Cristo como el único Salvador. Poco o nada conocemos de
la plenitud que habita en Él, de su resurrección, su sacerdocio, su
intercesión y su compasión inagotable. Hay cosas de las que nuestro
Señor bien podría decir a muchos creyentes lo mismo que a Marta:
“¿Crees esto?”.
Avergoncémonos de haber nombrado a Cristo durante tanto tiempo
y saber tan poco de Él. ¿Qué derecho tenemos a sorprendernos de no
obtener un consuelo perceptible de nuestro cristianismo? La verdadera
razón de nuestra intranquilidad radica en el escaso e imperfecto
conocimiento que tenemos de Cristo. Dejemos de ser estudiantes
perezosos en la escuela de Cristo y afrontemos el futuro intentando
“conocerle, y el poder de su resurrección” diligentemente (Filipenses
3:10). Solo con que los verdaderos cristianos se esforzaran, como dice
S. Pablo, en comprender “cuál sea la anchura, la longitud, la
profundidad y la altura, y de conocer el amor de Cristo, que excede a
todo conocimiento”, se asombrarían de las cosas que descubrirían
(Efesios 3:18–19). Pronto verían, como le sucedió a Agar, que hay
pozos de agua cerca de ellos de los que no tenían conocimiento. Pronto
verían que se puede disfrutar más del Cielo aquí en la Tierra de lo que
imaginaban. El conocimiento claro, inequívoco y definido de Jesucristo
es la base de una religión feliz. Marta se habría ahorrado muchos
sollozos y muchas lágrimas de haber tenido un mayor conocimiento.
No cabe duda que el conocimiento por sí solo, sin estar santificado,
solo “envanece” (1 Corintios 8:1). Sin embargo, sin un conocimiento
claro de todos los oficios de Cristo no podemos esperar hallarnos
confirmados en la fe y no vacilar en tiempos de necesidad.
Hay pocos pasajes del Nuevo Testamento que sean tan maravillosos
como el sencillo relato que encontramos en estos ocho versículos.
Manifiesta de manera muy hermosa el carácter compasivo de nuestro
Señor Jesucristo. Nos muestra que Aquel que “puede […] salvar
perpetuamente a los que por él se acercan a Dios” (Hebreos 7:25)
puede sentir, además de salvar. Nos muestra a Aquel que es uno con el
Padre, y el Hacedor de todas las cosas, participando de los dolores
humanos y derramando lágrimas humanas.
Por un lado, en estos versículos vemos cómo a veces Dios bendice
grandemente los actos de bondad y compasión.
Parece que, a la llegada de Jesús, la casa de Marta y María en
Betania estaba llena de condolientes. No cabe duda que muchos de
ellos no sabían nada de la vida interior de estas santas mujeres. Su fe,
su esperanza, su amor hacia Cristo y su discipulado eran cosas que
desconocían por completo. Pero se compadecieron de su gran aflicción
y acudieron bondadosamente a ofrecerles el consuelo que buenamente
podían. Al hacerlo, cosecharon una rica e inesperada recompensa.
Contemplaron el mayor milagro obrado por Jesús. Fueron testigos
presenciales de la salida de Lázaro del sepulcro. Bien podemos creer
que aquel día supuso para muchos un nacimiento espiritual. La
resurrección de Lázaro condujo a la resurrección de sus almas. ¡Qué
pequeños son a veces los goznes sobre los que parece girar la vida
eterna! Si estas personas no hubieran participado en el duelo quizá
nunca habrían sido salvas.
No debemos dudar ni por un momento que estas cosas se
escribieron para instrucción nuestra. Lo sepamos o no, mostrar bondad
y compasión hacia aquellos que sufren es bueno para nuestras propias
almas. Visitar a los huérfanos y las viudas en su sufrimiento, llorar con
los que lloran, intentar soportar las cargas mutuas y aliviar las mutuas
preocupaciones no expiará nuestros pecados ni tampoco nos llevará al
Cielo. No obstante, es un sano ejercicio para nuestros corazones y una
ocupación que nadie debiera despreciar. Pocos son quizá conscientes
de que uno de los secretos de ser desgraciado es vivir para uno mismo
y que uno de los secretos de ser feliz es intentar hacer felices a otros y
hacer algo de bien en el mundo. No en vano escribió Salomón estas
palabras: “El corazón de los sabios está en la casa del luto; mas el
corazón de los insensatos, en la casa en que hay alegría” (Eclesiastés
7:2, 4). La afirmación de nuestro Señor se olvida muy a menudo:
“Cualquiera que dé a uno de estos pequeñitos un vaso de agua fría
solamente, por cuanto es discípulo, de cierto os digo que no perderá su
recompensa” (Mateo 10:42). Los amigos de Marta y María pudieron
comprobar el cumplimiento de esta promesa de manera maravillosa.
Bueno sería que tuvieran más imitadores en una época
particularmente egoísta y desenfrenada como la nuestra.
Por otro lado, vemos lo profunda y tierna que es la compasión que
Cristo siente hacia su pueblo. Leemos que, cuando nuestro Señor vio a
María llorando y a los judíos llorando con ella, “se estremeció en
espíritu y se conmovió”. Más aún, leemos que expresó sus
sentimientos exteriormente: “Lloró”. Sabía perfectamente que pronto
el dolor de la familia de Betania se convertiría en gozo y que en pocos
minutos Lázaro sería devuelto a sus hermanas. Pero, a pesar de saber
todo eso, “lloró”.
Estas lágrimas de Cristo son profundamente instructivas. Nos
muestran que no es pecaminoso expresar dolor. El lamento y el duelo
son una dura prueba para la carne y la sangre y hacen que sintamos la
debilidad de nuestra naturaleza mortal. Pero no son equivocados en sí.
Hasta el Hijo de Dios lloró. Nos muestra que no debemos
avergonzarnos de experimentar sentimientos profundos. La frialdad, el
estoicismo y la imperturbabilidad ante el dolor no son señal de gracia.
Las lágrimas no tienen nada de indigno para un hijo de Dios. Hasta el
Hijo de Dios podía llorar. Por encima de todo, nos muestra que el
Salvador en quien confían los creyentes es un Salvador sumamente
tierno y sensible. Es alguien que puede compadecerse de nuestras
debilidades. Cuando nos dirigimos a Él en los momentos difíciles y le
abrimos nuestro corazón, sabe por lo que estamos pasando y puede
compadecerse. Y es alguien que no cambia jamás. Aunque ahora esté
sentado a la diestra de Dios en el Cielo, su corazón sigue siendo el
mismo que cuando se encontraba en la Tierra. Tenemos a un Abogado
con el Padre que, durante su estancia en la Tierra, podía llorar.
Recordemos estas cosas en nuestras vidas cotidianas y jamás nos
avergoncemos de seguir los pasos de nuestro Maestro. Esforcémonos
en ser hombres y mujeres con corazones sensibles y espíritus
compasivos. Jamás nos avergoncemos de llorar con los que lloran y
gozarnos con los que se gozan. ¡Bien le iría a la Iglesia y al mundo que
hubiera más cristianos de este carácter y este cuño! La Iglesia sería
mucho más hermosa y el mundo mucho más feliz.
Juan 11:38–46
Juan 11:47–57
Juan 12:1–11
Con este capítulo que ahora empezamos concluye una división de gran
importancia en el Evangelio según S. Juan. Aquí acaban los sermones
públicos de nuestro Señor a los judíos incrédulos de Jerusalén. Después
de este capítulo, S. Juan no deja constancia más que de lo que se dijo
en privado a los discípulos.
Por un lado, en este pasaje vemos la abundancia de pruebas que
hay de la veracidad de los principales milagros de nuestro Señor.
Leemos de una cena en Betania en la que Lázaro “era uno de los
que estaban sentados a la mesa” con los demás invitados: Lázaro,
aquel que había sido resucitado públicamente después de estar cuatro
días en el sepulcro. Nadie podía afirmar que su resurrección había sido
una simple ilusión óptica y que se había engañado a los presentes con
un fantasma o una visión. Allí estaba el mismísimo Lázaro después de
unas semanas sentado con sus allegados, en posesión de un cuerpo
físico y bebiendo y comiendo alimento físico. Difícilmente se podría
imaginar alguna prueba más contundente de un hecho. Al que no le
convenza una prueba como esta bien puede afirmar que está decidido
a no creer nada en absoluto.
Es de ánimo pensar que las pruebas de la resurrección de Lázaro
son las mismas que rodean al hecho, más extraordinario aún, de la
resurrección de Cristo de entre los muertos. ¿Vieron las gentes de
Betania a Lázaro entre ellos durante varias semanas? Igualmente
vieron a nuestro Señor Jesús sus discípulos. ¿Comió Lázaro alimentos
físicos ante los ojos de sus amigos? Igualmente comió y bebió nuestro
Señor antes de su ascensión. Nadie en su sano juicio que viera a Jesús
tomar “un pez asado, y un panal de miel” y comerlos ante varios
testigos pondría en duda que tenía un cuerpo real (cf. Lucas 24:42).
Haremos bien en recordar esto. En una época en que abunda la
incredulidad y el escepticismo, veremos que la resurrección de Cristo
resiste todas las objeciones que se le planteen. Igual que dejó fuera de
toda duda razonable la resurrección de un discípulo amado a 3
kilómetros de Jerusalén, igualmente, pocas semanas después dejó
fuera de toda duda su victoria sobre el sepulcro. Si creemos que Lázaro
resucitó, no tenemos por qué dudar que nuestro Señor también
resucitó. Si creemos que Jesús resucitó, no tenemos por qué dudar de
la veracidad de su mesiazgo, la realidad de su aceptación como
nuestro Mediador y la certeza de nuestra propia resurrección.
Verdaderamente Cristo ha resucitado, y los impíos bien pueden
echarse a temblar. Cristo ha resucitado de los muertos, y los creyentes
bien pueden regocijarse.
Por otro lado, en este pasaje vemos la crueldad y la desaprobación
que los amigos de Cristo encuentran a veces en el hombre.
Leemos que en la cena en Betania, María, la hermana de Lázaro,
ungió los pies de Jesús con un valioso ungüento y los limpió con sus
propios cabellos. Y el ungüento tampoco fue vertido reparando en
gastos. Lo hizo de forma tan generosa que “la casa se llenó del olor del
perfume”. Lo hizo impulsada por un corazón rebosante de amor y
gratitud. No creía que pudiera dar nada lo suficientemente grande y
bueno a un Salvador así. Sentándose a sus pies y escuchando sus
palabras en tiempos pasados, había encontrado tranquilidad de
conciencia y el perdón de sus pecados. En ese mismo momento veía a
Lázaro vivo y sano, sentado junto a su Maestro; era su propio hermano
Lázaro, aquel a quien Él había devuelto del sepulcro. Grandemente
amada, no se creía capaz de poder demostrarle el suficiente amor a
cambio. Habiendo recibido de gracia, dio de gracia.
Pero había algunos presentes que consideraron equivocada la
conducta de María y la culparon de prodigalidad. Hubo alguien en
especial, un apóstol, alguien de quien se podía haber esperado mucho
más, que declaró abiertamente que el ungüento se habría utilizado
mejor de haberse vendido y “dado a los pobres” el importe obtenido. El
corazón capaz de albergar semejantes pensamientos debía de tener un
pobre concepto de la dignidad de la persona de Cristo y un aún más
pobre de nuestras obligaciones hacia Él. El corazón frío y la avaricia
suelen ir unidos.
Hoy día hay demasiadas personas con un espíritu similar que
profesan ser cristianas. Hay multitud de personas bautizadas
incapaces de entender el celo de cualquier clase por honrar a Cristo. Si
les hablamos de un gran desembolso de dinero para impulsar el
comercio o alentar la causa de la ciencia, lo considerarán correcto y
aconsejable. Si les hablamos de algún gasto en la predicación del
Evangelio en el país o en el extranjero a fin de propagar la Palabra de
Dios, para difundir el conocimiento de Cristo en la Tierra, nos dirán
claramente que lo consideran un “dispendio”. Nunca aportan lo más
mínimo a este tipo de causas y tachan de necios a los que sí lo hacen.
Peor aún, a menudo disfrazan sus reticencias a contribuir a causas
puramente cristianas con una supuesta preocupación por los pobres
del país. Sin embargo, olvidan oportunamente el hecho notorio de que
los que más hacen por la causa de Cristo son precisamente los que
más hacen por los pobres.
Nunca debemos permitir que los comentarios agresivos de tales
personas interfieran en nuestra “[perseverancia] en bien hacer”. En
vano esperaremos que alguien haga mucho por Cristo si no es
consciente de la deuda que tiene para con Él. Debemos
compadecernos de la ceguera de aquellos que nos critican
negativamente y seguir trabajando. Aquel que defendió la causa de la
bondadosa María y dijo “déjala” se sienta a la diestra de Dios y guarda
un libro de memorias. Se acerca un día en que un mundo maravillado
verá cómo se dejó constancia en el Cielo de cada vaso de agua fresca
dado en nombre de Cristo, así como de cada frasco de valioso
ungüento, y que estos tienen su recompensa. En ese día, aquellos que
hayan pensado que en algún caso fue demasiado lo que se dio a Cristo
descubrirán que más les valdría no haber nacido.
Por último, vemos la extrema dureza e incredulidad del corazón
humano.
La incredulidad se manifiesta en los principales sacerdotes, que
“acordaron dar muerte también a Lázaro”. No podían negar el hecho
de que había resucitado. Al vivir, moverse, comer y beber a tres
kilómetros de Jerusalén, Lázaro era un testigo de la veracidad del
mesiazgo de Cristo al que era imposible contestar o acallar. Sin
embargo, estos orgullosos hombres no estaban dispuestos a ceder.
Preferían cometer un asesinato antes que deponer las armas de su
rebeldía y confesar que estaban equivocados. No sorprende que en
cierto lugar nuestro Señor se “asombrara” ante la incredulidad. Bien
podía decir en una famosa parábola: “Si no oyen a Moisés y a los
profetas, tampoco se persuadirán aunque alguno se levantare de los
muertos” (Marcos 6:6; Lucas 16:31).
La dureza se manifiesta especialmente en Judas Iscariote, quien tras
haber sido elegido apóstol y predicador del Reino de los cielos, al final
resulta ser un ladrón y un traidor. Mientras el mundo siga en pie, este
hombre será una prueba perenne de la profunda corrupción humana.
¡A primera vista parece imposible e increíble que alguien pudiera
seguir a Cristo como su discípulo durante tres años, ver todos sus
milagros, escuchar toda su enseñanza, experimentar su bondad y ser
contado entre los Apóstoles y, no obstante, demostrar finalmente la
podredumbre de su corazón! Sin embargo, el caso de Judas demuestra
que esto es posible. Quizá una de las cosas que menos comprendamos
sea el extremo al que llega la caída del hombre.
Demos gracias a Dios si experimentamos de algún modo la fe y
podemos decir, a pesar de toda nuestra debilidad y flaqueza: “Creo”.
Oremos por una fe verdadera, genuina y sincera, y no una simple
impresión pasajera como el rocío de la aurora. Y no en menor medida,
oremos para que se nos proteja del amor al mundo. Destruyó a alguien
que disfrutaba de todos los privilegios y escuchaba predicar a Cristo
cada día. “Así que, el que piensa estar firme, mire que no caiga” (1
Corintios 10:12).
Juan 12:12–19
Juan 12:20–26
Juan 12:27–33
Estos versículos nos muestran lo que quería decir S. Pedro cuando
habló de que en las Escrituras “hay algunas [cosas] difíciles de
entender” (2 Pedro 3:16). Hay en ellas profundidades que es imposible
llegar a sondear plenamente. Esto no debe sorprendernos ni ser un
tropiezo para nuestra fe. La Biblia no sería un libro “[inspirado] por
Dios” si no contuviera cosas que sobrepasan la comprensión limitada
del hombre. A pesar de todas sus dificultades, contiene miles de
pasajes que hasta los más indoctos pueden comprender con facilidad.
Aun aquí, si analizamos estos versículos con detenimiento, podemos
extraer lecciones que no carecen de valor.
En primer lugar, en estos versículos se demuestra indirectamente
una gran doctrina. Esa doctrina es la imputación del pecado del
hombre a Cristo.
Vemos al Salvador del mundo, al Hijo eterno de Dios, turbado y
conmovido en su alma: “Ahora está turbada mi alma”. Vemos a Aquel
que podía sanar enfermedades, expulsar demonios con una palabra y
ordenar a los vientos y las olas que le obedecieran, en gran sufrimiento
y conflicto espiritual. Ahora bien, ¿cómo podemos explicarlo?
Decir, como afirman algunos, que la turbación de nuestro Señor solo
se debía a la perspectiva de su propia muerte dolorosa en la Cruz es
una explicación muy insatisfactoria. De ser así, podríamos decir que
muchos mártires han demostrado más calma y valor que el Hijo de
Dios. Como poco, esa es una conclusión repugnante. Sin embargo, esta
es la conclusión a la que se ven abocados los hombres cuando adoptan
la idea moderna de que la muerte de Cristo solo fue un gran ejemplo
de abnegación.
No hay nada que explique la turbación del alma de nuestro Señor,
tanto aquí como en el huerto de Getsemaní, a excepción de la vieja
doctrina de que sentía el peso aplastante del pecado del hombre. Era
el tremendo peso de la culpa del mundo que se le imputaba y caía
sobre su cabeza lo que le hizo sufrir y gemir clamando: “Ahora está
turbada mi alma”. Aferrémonos perennemente a esa doctrina, y no
solo como clave de interpretación de este pasaje, sino como los únicos
cimientos que ofrecen un consuelo sólido al corazón del cristiano. La
única garantía de la paz cristiana es que nuestros pecados han sido
verdaderamente depositados sobre nuestro Sustituto divino, que han
sido cargados por Él y su justicia se nos imputa verdaderamente y se
considera nuestra. Y si alguno pregunta cómo sabemos que nuestros
pecados fueron depositados en Cristo, le remitimos a pasajes como el
que tenemos delante y le pedimos que los explique sobre la base de
algún otro principio, si puede. Cristo llevó nuestros pecados, cargó con
ellos y gimió bajo su peso. Su alma se “turbó” por el peso de nuestros
pecados y los ha quitado de nosotros realmente. Podemos estar
seguros de que esto es sana doctrina: es teología escrituraria.
En segundo lugar, en estos versículos se manifiesta un profundo
misterio. Es el misterio de la posibilidad de un gran conflicto interior
del alma sin pecado.
En este pasaje que tenemos ante nosotros no podemos dejar de ver
un tremendo conflicto mental en nuestro bendito Salvador.
Probablemente no podamos alcanzar a imaginar su profundidad e
intensidad. ¿Pero qué significan su atormentado clamor —“ahora está
turbada mi alma”—, su solemne pregunta —“¿y qué diré?”—, la
oración de su carne y sangre sufrientes —“Padre, sálvame de esta
hora”—, su humilde confesión —“mas para esto he llegado a esta
hora”— y la petición de una voluntad perfectamente subordinada:
“Padre, glorifica tu nombre”? Ciertamente, no puede haber más que
una sola respuesta. Estas frases nos hablan de un conflicto en el
corazón de nuestro Salvador, un conflicto que surgía de los
sentimientos naturales de alguien que era perfectamente humano y
que como hombre podía sufrir todo lo que puede sufrir un hombre. No
obstante, la persona en quien se estaba produciendo este conflicto era
el santo Hijo de Dios: “No hay pecado en él” (1 Juan 3:5).
Aquí tenemos una fuente de consuelo para todos los cristianos
verdaderos que jamás debiera pasarse por alto. Sirva el ejemplo de su
Señor para que aprendan que el conflicto interior del alma no es cosa
intrínsecamente pecaminosa. Creo que son muchos los que, por no
entender esto, recorren con pesadumbre su camino hacia el Cielo.
Piensan que carecen de gracia porque presencian una lucha en sus
corazones. Se niegan a recibir el consuelo del Evangelio porque sienten
que hay una batalla entre la carne y el Espíritu. Que observen la
experiencia de su Señor y Maestro y dejen a un lado sus
desalentadores miedos. Que estudien la experiencia de sus santos en
todas las épocas, de S. Pablo en adelante, y comprendan que, igual
que Cristo tuvo conflictos interiores, los cristianos también debemos
esperar tenerlos. Ciertamente, ceder a las dudas y la incredulidad es
una equivocación y nos priva de nuestra paz. Sin duda existe un
desánimo carente de fe que es censurable y al que es preciso
oponerse, del que hay que arrepentirse y que hay que llevar a la
fuente de todo pecado a fin de que sea perdonado. Pero la mera
presencia de lucha y conflicto en nuestros corazones no es un pecado
en sí. El creyente puede caracterizarse tanto por su paz interior como
por su lucha interior.
En tercer lugar, en estos versículos se muestra un gran milagro. Ese
milagro es la voz celestial que se describe en este pasaje; una voz que
se oyó tan claramente que algunos dijeron que “había sido un trueno”
proclamando: “Lo he glorificado, y lo glorificaré otra vez”.
Esta asombrosa voz se oyó en tres ocasiones durante el ministerio
terrenal de nuestro Señor. Se oyó una vez en su bautismo, cuando los
cielos se abrieron y el Espíritu Santo descendió sobre Él. Se oyó otra
vez en su transfiguración, cuando Moisés y Elías se aparecieron con Él
durante un tiempo ante Pedro, Santiago y Juan. Se oyó una tercera vez
aquí en Jerusalén, en medio de una heterogénea multitud de discípulos
y judíos incrédulos. Sabemos que en cada una de estas ocasiones fue
la voz de Dios el Padre. Sin embargo, no se dice nada con respecto a
las razones de que solo se oyera en esas ocasiones. Se trataba de un
profundo misterio y no podemos explicarlo con detalle en la actualidad.
Bástenos creer que este milagro tenía el propósito de mostrar la
unión íntima y continua que hubo entre Dios el Padre y Dios el Hijo
durante el ministerio terrenal del Hijo. No hubo ningún período durante
su encarnación en que el Padre no estuviera cerca de Él, a pesar de
que no fuera visible para los ojos del hombre. De la misma forma,
creamos que este milagro tenía la intención de mostrar a los presentes
la absoluta aprobación que hacía el Padre del Hijo como Mesías,
Redentor y Salvador del hombre. El Padre se complació en mostrar esa
aprobación tres veces por medio de la voz, así como por las señales y
maravillas llevadas a cabo por el Hijo en su nombre. Bien podemos
creer en estas cosas. Pero, habiendo dicho todo esto, debemos
reconocer que esta voz es un misterio. Podemos leer acerca de ella con
asombro y admiración, pero somos incapaces de explicarla.
En último lugar, en estos versículos se nos da una gran profecía. El
Señor Jesús declaró: “Y yo, si fuere levantado de la tierra, a todos
atraeré a mí mismo”.
Una mente sencilla no puede formarse más que una opinión con
respecto al verdadero significado de estas palabras. No quieren decir,
como muchas veces se piensa, que si los ministros y maestros exaltan
y elevan la doctrina de Cristo crucificado, esto tendrá el efecto de
atraer a la audiencia. No se puede negar que esto es una verdad, pero
no es la verdad del texto. Simplemente significan que la muerte de
Cristo en la Cruz tendría el efecto de atraer a todo el género humano.
Su muerte como Sustituto nuestro y como sacrificio por nuestros
pecados pronto atraería a multitudes de todas las naciones y las
llevaría a creer en Él y a recibirle como su Salvador. Al ser crucificado
por nosotros y no ascender a un trono terrenal, instauraría un reino en
el mundo y congregaría a súbditos para sí.
La historia de la Iglesia es una prueba manifiesta del cumplimiento
de esta profecía durante dieciocho siglos. Cuando quiera que se ha
predicado a Cristo crucificado y se ha relatado toda la historia de la
Cruz, las almas han sido convertidas y atraídas a Cristo en todo el
mundo, así como el imán atrae a las virutas de hierro. No hay verdad
que se ajuste tan bien a las necesidades de los hijos de Adán de todo
color, clima y lengua como la verdad de Cristo crucificado.
Y la profecía no se ha agotado aún. Aún ha de cumplirse de manera
más completa. Llegará un día en que toda rodilla se doblará ante el
Cordero que fue inmolado y toda lengua confesará que es el Señor,
para gloria de Dios el Padre (cf. Filipenses 2:10–11). El que fue
“levantado” en la Cruz se sentará en el trono de gloria y ante Él se
congregarán todas las naciones. Amigos y enemigos, cada uno en su
lugar, serán “atraídos” de sus sepulcros y aparecerán ante el tribunal
de Cristo. ¡Asegurémonos de estar ese día a su diestra!
Juan 12:34–43
Juan 12:44–50
Estos versículos arrojan luz sobre dos cuestiones que jamás podremos
entender lo suficiente. Nuestra paz diaria y la práctica de someternos a
nosotros mismos a una vigilancia diaria están íntimamente
relacionadas con una idea clara de estas dos cuestiones.
Una de las cosas que se muestran en este versículo es la dignidad
de nuestro Señor Jesucristo. Vemos que dice: “El que me ve, ve al que
me envió. Yo, la luz, he venido al mundo, para que todo aquel que cree
en mí no permanezca en tinieblas”. En estas palabras se muestran
claramente tanto la unión absoluta del Padre y el Hijo como el oficio de
Cristo.
Con respecto a la unidad del Padre y el Hijo, debemos darnos por
satisfechos con creer reverentemente que somos incapaces de
asimilarla intelectivamente o de explicarla de forma clara. Bástenos
saber que nuestro Señor no era como los Profetas o los Patriarcas, un
hombre enviado por Dios el Padre, un amigo de Dios y un testigo de
Dios. Era algo mucho más elevado y mayor que eso. En su naturaleza
divina era esencialmente uno con el Padre; y al verle a Él, los hombres
veían al Padre que le había enviado. Esto es un gran misterio, pero es
una verdad de inmensa importancia para nuestras almas. Aquel que
deposita sus pecados en Jesucristo por fe construye sobre roca. Al
creer en Cristo, no solo cree en Él, sino también en Aquel que le envió.
Con respecto al oficio de Cristo, no cabe duda que en este pasaje se
compara a sí mismo con el Sol. Igual que el Sol, ha amanecido sobre
este mundo entenebrecido por el pecado iluminándolo con sus rayos
para beneficio de todo el género humano. Igual que el Sol, es la gran
fuente y raíz de toda vida, consuelo y fertilidad espiritual. Igual que el
Sol, ilumina toda la Tierra y nadie pierde de vista el camino al Cielo si
acepta la luz que se le ofrece.
Demos siempre una importancia suprema a Cristo en nuestra
religión. Jamás podemos confiar en Él lo suficiente, seguirle con la
suficiente cercanía o tener una comunión con Él lo suficientemente
incondicional. Él tiene toda potestad en el Cielo y en la Tierra. Puede
salvar perpetuamente a todos los que por Él se acercan a Dios. Nadie
puede arrebatarnos de la mano de quien es uno con el Padre. Él puede
hacer que nuestro camino al Cielo sea claro, luminoso y alegre, como
el Sol matinal alegra al viajero. Al mirarle, iluminará nuestro
entendimiento, veremos luz en el camino de la vida por el que hemos
de viajar, sentiremos la luz en nuestros corazones y los días oscuros a
los que nos enfrentemos en ocasiones perderán la mitad de su
penumbra. Permanezcamos en Él y mirémosle con ojos buenos. Sus
palabras contienen un profundo significado: “Si tu ojo es bueno, todo
tu cuerpo estará lleno de luz” (Mateo 6:23).
Otra cosa que se nos muestra en estos versículos es la certidumbre
de un Juicio venidero. Vemos que nuestro Señor dice: “El que me
rechaza, y no recibe mis palabras, tiene quien le juzgue; la palabra que
he hablado, ella le juzgará en el día postrero”.
¡Hay un día postrero! El mundo no seguirá siempre igual que ahora.
Comprar y vender, sembrar y cosechar, plantar y construir, casarse y
dar en casamiento: todo eso tocará un día a su fin. El Padre ha
acordado un momento en el que toda la maquinaria de la Creación se
detendrá y la dispensación actual será sustituida por otra. Tuvo un
comienzo y también tendrá un final. Entonces los bancos cerrarán sus
puertas para siempre. Los mercados de valores no abrirán más. Los
parlamentos quedarán disueltos. El mismísimo Sol, que tan fielmente
ha llevado a cabo su cometido diario desde el Diluvio de Noé, ya no
saldrá ni se pondrá más. Nos iría mejor si pensáramos más en ese día.
A menudo, los días de bodas y nacimientos o el día del pago del
alquiler absorben todo nuestro interés. Pero nada es comparable al día
postrero.
¡Hay un Juicio venidero! Los hombres tienen días de ajuste de
cuentas y, al final, Dios también tendrá el suyo. Sonará la trompeta.
Los muertos se levantarán incorruptibles. La vida será transformada.
Toda persona de todo nombre, pueblo, lengua y nación se presentará
ante el tribunal de Cristo. Se abrirán los libros y se presentarán las
pruebas. Nuestro verdadero carácter quedará expuesto ante el mundo.
Nada se ocultará ni se encubrirá, nada se podrá camuflar. Todo el
mundo rendirá cuentas ante Dios y será juzgado según sus obras. Los
malos irán al fuego eterno y los justos a la vida eterna.
¡Estas son terribles verdades! Pero son verdades, y es preciso
decirlas. No sorprende que Félix, el gobernador romano, se espantara
cuando el prisionero S. Pablo disertó acerca “de la justicia, del dominio
propio y del juicio venidero” (Hechos 24:25). Sin embargo, el que cree
en el Señor Jesucristo no tiene por qué temer. No será condenado en
todo caso, y el Juicio Final no debe asustarle. Las virtudes de su vida
darán testimonio de él, mientras que sus defectos no le condenarán. El
hombre que rechaza a Cristo y se niega a escuchar su llamada al
arrepentimiento es el que tendrá motivos para temer en el Juicio Final
y sentirse abatido.
Que la idea del Juicio venidero tenga un efecto práctico en nuestra
religión. Juzguémonos a diario con rectitud para que el Señor no nos
juzgue y condene. Hablemos y actuemos como hombres que será
juzgados por la ley de la libertad (cf. Santiago 2:12). Seamos siempre
conscientes de todos nuestros actos y no olvidemos que en el día
postrero tendremos que rendir cuentas por cada palabra ociosa. En
pocas palabras, vivamos como quien cree en la veracidad del Juicio, el
Cielo y el Infierno. Al vivir así seremos verdaderamente cristianos y
podremos tener valor en el día de la Venida de Cristo.
Que el día del Juicio sea la respuesta y la apología del cristiano ante
los hombres que se burlan por ser demasiado estricto, demasiado
meticuloso y demasiado estrecho en su religión. La irreligiosidad puede
tener un resultado relativamente bueno durante un tiempo, mientras el
hombre goce de salud y prosperidad y no piense más que en este
mundo. Pero el que cree que debe rendir cuentas ante el Juez de vivos
y muertos en su Venida y en la instauración de su Reino jamás se dará
por satisfecho con una vida impía. Dirá: “Hay un Juicio. Nunca puedo
servir a Dios lo suficiente. Cristo murió por mí. Nunca puedo hacer lo
suficiente por Él”.
Juan 13:1–5
Juan 13:6–15
Juan 13:21–30
Juan 13:31–38
En este pasaje vemos a nuestro Señor solo al fin con sus once
discípulos fieles. Judas, el traidor, ya ha salido de la estancia para
llevar a cabo su malvada obra de las tinieblas. Libre ya de su
compañía, que sin duda debió de resultarle dolorosa, nuestro Señor
abre su corazón al pequeño rebaño más de lo que lo había hecho
nunca. Al hablar con ellos por última vez antes de su pasión, comienza
un sermón más conmovedor que cualquier otro pasaje de la Escritura.
Estos versículos nos muestran cómo la crucifixión glorificó a Dios el
Padre y a Dios el Hijo. Resulta imposible evitar llegar a la conclusión de
que esto era lo que nuestro Señor tenía en mente cuando dijo: “Ahora
es glorificado el Hijo del Hombre, y Dios es glorificado en él”. Es como
si dijera: “El momento de mi crucifixión se acerca. Mi obra en la Tierra
ha concluido. Mañana se producirá un acontecimiento que, por muy
doloroso que sea para los que me aman, me glorificará a Mí y
glorificará al Padre”.
Esta era una afirmación oscura y misteriosa y bien podemos creer
que los once no la entendieron. ¡Y no es sorprendente! ¡El tormento de
la muerte en la Cruz, toda la ignominia y la humillación que
presenciaron o de la que oyeron al día siguiente cuando le colgaron
durante seis horas entre dos ladrones no tenía nada de glorioso! Por el
contrario, era un acontecimiento que los desalentaría, avergonzaría y
decepcionaría. Y, sin embargo, lo que nuestro Señor decía era cierto.
La crucifixión glorificó al Padre. Glorificó su sabiduría, su fidelidad,
su santidad y su amor. Mostró su sabiduría al proporcionar un plan para
ser justo a pesar de justificar a los impíos. Mostró su fidelidad al
cumplir su promesa de que la simiente de la mujer heriría a la
serpiente en la cabeza. Mostró su santidad al exigir que nuestro gran
Sustituto satisficiera las exigencias de su Ley. Mostró su amor al
proporcionar un Mediador, Redentor y Amigo al hombre pecador en la
persona de su Hijo eterno.
La crucifixión glorificó al Hijo. Glorificó su compasión, su paciencia y
su poder. Mostró toda su compasión al morir por nosotros, al sufrir en
nuestro lugar, al permitir ser hecho pecado y maldición por nosotros y
al comprar nuestra redención al precio de su propia sangre. Mostró
toda su paciencia al no morir la muerte habitual entre los hombres, al
someterse a un tormento inimaginable del que podía haberse librado
con tan solo llamar a los ángeles de su Padre. Mostró todo su poder al
soportar el peso de todas las transgresiones del mundo, al vencer a
Satanás y arrancarle su presa.
Aferrémonos siempre a estas ideas con respecto a la crucifixión.
Recordemos que ni las pinturas ni las esculturas pueden decirnos ni
una décima parte de lo que sucedió en la Cruz. En el mejor de los
casos, los crucifijos y los cuadros solo pueden mostrarnos a un ser
humano en una terrible agonía. Pero no pueden decirnos lo más
mínimo de las profundidades de la obra que se llevó a cabo en la Cruz;
de cómo se honró la Ley de Dios, de cómo se cargó con los pecados
del hombre, de cómo se castigó el pecado en un Sustituto y se compró
la salvación gratuita para el hombre. Sin embargo, todo eso es lo que
hay detrás de la Cruz. No sorprende que el apóstol Pablo exclame:
“Lejos esté de mí gloriarme, sino en la cruz de nuestro Señor
Jesucristo” (Gálatas 6:14).
En segundo lugar, estos versículos nos muestran la gran
importancia que atribuye el Señor Jesús al amor fraternal. Tan pronto
como se marcha el apóstol traidor, llega el mandamiento: “Que os
améis unos a otros”. Inmediatamente después de anunciar su triste
partida, les ordena: “Que os améis unos a otros”. No se le denomina un
“nuevo” mandamiento porque fuera la primera vez que se ordenara,
sino porque debía honrarse más y ocupar un lugar más elevado que
antes, porque ahora era preciso dar un mayor ejemplo de él que
nunca. Por encima de todo, iba a ser la prueba a que sería sometido el
cristianismo por el mundo: “En esto conocerán todos que sois mis
discípulos, si tuviereis amor los unos con los otros”.
Asegurémonos de poner en práctica esta notoria virtud cristiana y
de no contentarnos con un mero conocimiento intelectual. De todos los
mandamientos de nuestro Maestro, no hay ningún otro del que se
hable tanto y que se cumpla menos. Sin embargo, si queremos que
nuestra profesión de amor hacia todos los hombres no esté vacía de
significado, es preciso que se perciba en nuestro carácter, en nuestras
palabras, en nuestros actos, en nuestro comportamiento en el hogar y
fuera de él, en nuestra conducta en todos los aspectos de la vida. Pero
debería manifestarse de forma especial en nuestra relación con los
demás cristianos. Debiéramos considerarlos hermanos y hermanas, y
alegrarnos de hacer cualquier cosa que redunde en su felicidad.
Debiéramos aborrecer cualquier clase de envidia, de malicia y de celos
para con un miembro de Cristo y considerarlo un pecado sin paliativos.
Eso es lo que nuestro Señor quería decir cuando habló de “amarse
unos a otros”.
La causa de Cristo en la Tierra progresaría muchísimo más si tan
solo se honrara más este sencillo mandamiento. No hay nada que el
mundo entienda mejor y valore más que el amor verdadero. Los
mismos hombres incapaces de entender la doctrina y que carecen de
cualquier conocimiento teológico son capaces de apreciar el amor. Les
llama la atención y les hace pensar. Aunque no sea más que por el
bien del mundo, busquemos poner en práctica el amor “más y más” (1
Tesalonicenses 4:10).
En último lugar, estos versículos nos muestran la mucha ignorancia
que puede tener un verdadero creyente en su corazón acerca de sí
mismo. Vemos cómo Simón Pedro se declara dispuesto a entregar su
vida por su Maestro. Vemos cómo su Maestro le dice que esa misma
noche le “negaría tres veces”. Y todos sabemos cómo acabo el asunto.
El Maestro estaba en lo cierto y Pedro estaba equivocado.
Partamos de la convicción en nuestra vida religiosa de que
desconocemos hasta qué punto son débiles nuestros corazones y que
ignoramos hasta dónde podrían llegar los límites de nuestra caída en
caso de que fuéramos tentados. Igual que Pedro, a veces nos
imaginamos incapaces de hacer ciertas cosas. ¡Nos compadecemos de
los que caen en ciertos pecados y nos reconfortamos pensando que, al
menos, nosotros no habríamos hecho eso! No tenemos ni idea. A pesar
de haber sido renovados, nuestros corazones albergan la semilla de
todos los pecados y solo precisan de la ocasión propicia, de cierto
relajo o de la pérdida de la gracia de Dios durante un tiempo para que
germinen y crezcan en toda su plenitud. Igual que Pedro, podemos
hacer cosas maravillosas por Cristo; e igual que Pedro, podemos
aprender en carne propia que no tenemos ninguna fortaleza en
absoluto.
El siervo de Cristo hará bien en recordar estas cosas. “Así que, el
que piensa estar firme, mire que no caiga” (1 Corintios 10:12). El
verdadero secreto para estar a salvo es advertir humildemente nuestra
debilidad innata, depender siempre del Fuerte para nuestra fortaleza y
orar a diario para que se nos mantenga en pie, porque nosotros no
podemos hacerlo por nuestra cuenta. El gran apóstol de los gentiles
dijo: “Cuando soy débil, entonces soy fuerte” (2 Corintios 12:10).
Juan 14:1–3
Juan 14:4–11
Juan 14:12–17
Juan 14:18–20
Juan 14:21–26
Juan 14:27–31
Juan 15:1–6
Juan 15:7–11
Hay una gran diferencia entre unos creyentes y otros. Todos son
iguales en algunas cosas: todos son conscientes de sus pecados; todos
confían en Cristo; todos se arrepienten y se esfuerzan en ser santos;
todos ellos tienen gracia, fe y corazones renovados. Sin embargo,
difieren grandemente en sus logros. Algunos cristianos son mucho más
felices y santos que otros y tienen una mayor influencia en el mundo.
Ahora bien, ¿cuáles son los incentivos que presenta el Señor Jesús a
su pueblo para que aspire a una vida santa? Esta es una pregunta que
debiera ser de gran interés para toda mente piadosa. ¿A quién no le
gustaría ser un siervo de Cristo especialmente provechoso y feliz? El
pasaje que tenemos ante nosotros arroja luz sobre esta cuestión de
tres formas distintas.
En primer lugar, nuestro Señor afirma: “Si permanecéis en mí, y mis
palabras permanecen en vosotros, pedid todo lo que queréis, y os será
hecho”. Aquí se promete explícitamente que las oraciones tendrán una
respuesta favorable. ¿Y de qué depende? Debemos “permanecer en
Cristo” y las palabras de Cristo deben “permanecer en nosotros”.
Permanecer en Cristo significa tener una comunión constante con
Él; confiar y apoyarnos siempre en Él; abrirle nuestros corazones y
acudir a Él como nuestra Fuente de vida y de fortaleza, como nuestro
mejor Compañero y Amigo. La permanencia de sus palabras en
nosotros significa tener siempre en mente sus palabras y sus
preceptos, y que nuestros actos y nuestras conductas estén
gobernados por ellos.
Se nos dice que los cristianos de este cuño no orarán en vano.
Obtendrán todo lo que pidan siempre y cuando sean cosas del agrado
de Dios. Nada les resultará imposible. Cuando pidan, recibirán; y
cuando busquen, encontrarán. Hombres así fueron Martín Lutero y
nuestro mártir el obispo Latimer. Un hombre así fue John Knox, de
quien María Estuardo dijo que “temía más a sus oraciones que a un
ejército de veinte mil hombres”. Escrito está: “La oración eficaz del
justo puede mucho” (Santiago 5:16).
Ahora bien, ¿por qué hay pocas oraciones que sean tan poderosas
en la actualidad? Simplemente porque escasea la comunión cercana
con Cristo y se cumple poco su voluntad. No se “permanece en Cristo”
y, por tanto, se ora en vano. Las palabras de Cristo no permanecen en
ellos como su patrón de conducta, y por eso parece como si no se
prestara oídos a sus oraciones. “Pedís, y no recibís, porque pedís mal”
(Santiago 4:3). Aprendamos esta lección de corazón. El que desee
recibir respuesta a sus oraciones debe recordar bien las indicaciones
de Cristo. Debemos mantener una amistad muy cercana con nuestro
Abogado en el Cielo si queremos que nuestras peticiones lleguen a
buen puerto.
En segundo lugar, nuestro Señor afirma: “En esto es glorificado mi
Padre, en que llevéis mucho fruto, y seáis así mis discípulos”. Parece
que el significado de esta promesa es que el fruto en la vida cristiana
no solo glorifica a Dios, sino que también nos proporciona la mejor
evidencia de que somos verdaderos discípulos de Cristo.
La certeza de ser cristianos y de la consiguiente vida eterna es uno
de los mayores privilegios de la vida cristiana. No hay nada peor que la
incertidumbre en cualquier cuestión de importancia, y por encima de
todo en lo referente a nuestras almas. El que desee saber la mejor
forma de alcanzar la seguridad de salvación hará bien en estudiar con
atención las palabras de Cristo que tenemos ante nosotros. Que se
esfuerce en dar “mucho fruto” en su vida, en su conducta, su carácter
y sus palabras. Al hacerlo, sentirá el testimonio del Espíritu en su
corazón y demostrará con creces que es un pámpano vivo de la vid
verdadera. Podrá comprobar en su propia alma que es hijo de Dios y lo
evidenciará ante el mundo de forma incontrovertible. Su discipulado
quedará fuera de toda duda.
¿Por qué son tantos los que profesan ser cristianos a los que su vida
religiosa les brinda tan poco ánimo y que recorren con incertidumbre y
temor el camino que lleva al Cielo? Nuestro Señor da respuesta a esa
pregunta con la afirmación que ahora consideramos. Las personas se
conforman con poca vida cristiana, poco fruto del Espíritu, y no se
esfuerzan en ser “santos en toda [su] manera de vivir” (1 Pedro 1:15).
No deben sorprenderse si disfrutan de poca paz y esperanza y dejan
escasas pruebas de su fe tras de sí. La culpa es suya. Dios ha
vinculado la felicidad a la santidad; y lo que Dios ha unido, no lo separe
el hombre.
En tercer lugar, nuestro Señor afirma: “Si guardareis mis
mandamientos, permaneceréis en mi amor”. El significado de esta
promesa está muy relacionado con el de la anterior. El que sigue
diligentemente los preceptos de Cristo sentirá de forma constante el
amor de Cristo en su alma.
Por supuesto, no debemos malinterpretar las palabras de nuestro
Señor cuando habla de “guardar sus mandamientos”. En un sentido no
hay nadie capaz de guardarlos. Hasta nuestras mejores obras son
imperfectas y defectuosas, y tras esforzarnos todo lo posible bien
podemos clamar: “Dios, sé propicio a mí, pecador”. Sin embargo, no
debemos irnos al otro extremo y dar cabida a la perezosa idea de que
no podemos hacer nada en absoluto. La gracia de Dios nos permite
gobernar nuestras vidas por las leyes de Cristo y demostrar a diario
nuestro deseo de complacerle. Si nos comportamos de esa forma,
nuestro misericordioso Maestro nos hará sentir constantemente su
favor y su satisfacción: “La comunión íntima de Jehová es con los que
le temen, y a ellos hará conocer su pacto” (Salmo 25:14).
Quizá algunos consideren que estas lecciones son legalistas y lo
echen en cara a sus defensores. ¡Tal es la estrechez de miras de la
naturaleza humana, que son pocos aquellos capaces de ver más de
una dimensión de la verdad! Que el siervo de Cristo no llame a nadie
maestro. Que siga su camino y jamás se avergüence de ser diligente,
de dar fruto y de obedecer escrupulosamente los mandamientos de
Cristo. Todo eso es perfectamente coherente con la salvación por la
gracia y la justificación por la fe, independientemente de todo lo que
se diga en contra.
Prestemos atención a la conclusión de todo esto. Por regla general,
el cristiano más feliz será aquel que cuide sus palabras, su conducta y
sus actos. Una vida incoherente jamás irá acompañada de “gozo y paz
en el creer”. No en vano, este pasaje concluye con las siguientes
palabras de nuestro Señor: “Estas cosas os he hablado, para que mi
gozo esté en vosotros, y vuestro gozo sea cumplido”.
Juan 15:22–27
Juan 16:1–7
Juan 16:8–15
Juan 16:16–24
Juan 16:25–33
Este es uno de los pasajes que destaca en la Escritura por dos razones.
Por un lado, constituye una conclusión idónea para el largo sermón de
despedida que dirigió nuestro Señor a sus discípulos. Era oportuno y
adecuado que un sermón tan solemne como ese concluyera
solemnemente. Por otro lado, contiene la profesión de fe más unánime
y general que se documenta de los Apóstoles: “Ahora entendemos que
sabes todas las cosas […]; por esto creemos que has salido de Dios”.
Es innegable que este pasaje contiene cosas difíciles de entender.
Sin embargo, ofrece tres lecciones claras y provechosas que
examinaremos a continuación.
Por un lado, vemos que conocer con claridad a Dios el Padre es uno
de los cimientos de la religión cristiana. Nuestro Señor dice a sus
discípulos: “La hora viene cuando […] claramente os anunciaré acerca
del Padre”. Adviértase que no dice: “Os anunciaré claramente acerca
de Mí”. Es el Padre a quien promete anunciar.
Esta extraordinaria afirmación es de una profunda sabiduría. Hay
pocas cuestiones en las que el conocimiento de los hombres sea tan
escaso en realidad como en lo referente al carácter y los atributos de
Dios el Padre. No en vano se dice: “Ni al Padre conoce alguno, sino el
Hijo, y aquel a quien el Hijo lo quiera revelar” (Mateo 11:27); “A Dios
nadie le vio jamás; el unigénito Hijo, que está en el seno del Padre, él
le ha dado a conocer” (Juan 1:18). Muchos piensan que conocen al
Padre porque le consideran grande, todopoderoso, omnisciente, sabio
y eterno; pero no se plantean nada más. Pensar en Él como el justo y,
sin embargo, el justificador del pecador que cree en Jesús, como el
Dios que envió a su Hijo para que sufriera y muriera, como Dios en
Cristo reconciliando consigo al mundo, como Dios complacido con el
sacrificio expiatorio de su Hijo mediante el cual se honra la Ley; pensar
en Dios el Padre de esta forma no está al alcance de todos los
hombres. No sorprende que nuestro Maestro diga: “Claramente os
anunciaré acerca del Padre”.
Convirtamos en parte de nuestras oraciones cotidianas la petición
de saber más no solo de Jesucristo sino también del “único Dios
verdadero” que le envió. Cuidémonos por igual de los errores que
cometen algunos al hablar de Dios como si no hubiera Cristo y de los
errores que cometen otros al hablar de Cristo como si no hubiera Dios.
Intentemos conocer a las tres personas de la Santísima Trinidad y
honrar a cada una de ellas como se merece. Tengamos siempre
presente la gran verdad de que el Evangelio de nuestra salvación es
resultado de los designios eternos del Padre, el Hijo y el Espíritu Santo;
y que somos tan deudores al amor del Padre como al amor del Espíritu
o al amor del Hijo. Nadie conoce tanto de Cristo como quien se acerca
constantemente al Padre por medio del Hijo, confiando siempre como
niños en Él, comprendiendo de manera cada vez más clara que, en
Cristo, Dios no es un juez airado, sino un Padre amante y amigo.
Por otro lado, en este pasaje vemos que nuestro Señor Jesucristo
valora grandemente la más mínima manifestación de gracia y tiene en
alta estima a los que la poseen. Vemos cómo dice a los discípulos: “El
Padre mismo os ama, porque vosotros me habéis amado, y habéis
creído que yo salí de Dios”.
¡Qué débiles eran la fe y el amor de los Apóstoles! ¡Qué pronto,
apenas unas horas después, se apoderaría de ellos la incredulidad y la
cobardía! Estos mismos hombres a quienes Jesús alaba por amarle y
creer en Él son los que le abandonaron al alba. Sin embargo, por
débiles que fueran su fe y su amor, eran genuinos y verdaderos.
Muchos cultivados sacerdotes, fariseos y escribas jamás llegaron a
albergar semejantes virtudes y murieron trágicamente en sus pecados.
Reconfortémonos con esta bendita verdad. El Salvador de los
pecadores no echará a los que en Él creen porque sean niños en la fe y
en sus conocimientos. La caña cascada no quebrará, el pábilo que
humea no apagará. A pesar de toda la debilidad, puede ver la
veracidad que hay detrás y se complace gracias a Dios dondequiera
que la ve. Los seguidores de un Salvador semejante bien pueden
sentirse seguros y confiados. Cuentan con un Amigo que tiene en
estima hasta al menor de los miembros de su rebaño y no echa fuera a
ninguno de los que vienen a Él si son honrados.
Por otro lado, en este pasaje vemos que hasta los mejores
cristianos conocen muy superficialmente sus propios corazones. Vemos
a los discípulos profesar en alta voz: “Ahora hablas claramente; ahora
entendemos; ahora creemos”. ¡Valientes palabras! Y, sin embargo,
estos mismos hombres que las pronunciaron se desperdigarían poco
después como ovejas asustadizas y dejarían solo a su Maestro.
No se debe poner en duda que la profesión de fe de los Once era
auténtica y veraz, que fueron sinceros al pronunciarla. Pero no se
conocían a sí mismos. Desconocían lo que podían llegar a hacer
sometidos a la presión del temor al hombre y de una fuerte tentación.
No habían evaluado con precisión la debilidad de la carne, el poder del
diablo, la precariedad de sus propias determinaciones y la
superficialidad de su fe. Habrían de aprenderlo en sus propias carnes.
Igual que jóvenes reclutas, les faltaba por ver que una cosa es la
instrucción militar y el uniforme y otra muy distinta demostrar su valor
en el frente.
Tomemos nota de estas cosas y seamos sabios. El verdadero
secreto de la fortaleza espiritual consiste en ser humildes y desconfiar
de nosotros mismos. “Cuando soy débil —dice un gran cristiano—,
entonces soy fuerte” (2 Corintios 12:10). Quizá ninguno de nosotros
tenga la menor idea de las dimensiones que puede alcanzar su caída
de enfrentarse a la influencia súbita de una fuerte tentación.
Bienaventurado el que no olvida jamás las palabras “el que piensa
estar firme, mire que no caiga” y, recordando a los discípulos de
nuestro Señor, ore a diario: “Sostenme, y seré salvo”.
En último lugar, en estos versículos vemos que Cristo es la
verdadera fuente de paz. Leemos que nuestro Señor concluyó su
sermón con estas palabras de consuelo: “Estas cosas os he hablado
para que en mí tengáis paz”. Desea que sepamos que la finalidad de
este sermón de despedida es acercarnos a Él como la única fuente de
consuelo. No nos dice que no tendremos problemas en el mundo. No
promete librarnos de la tribulación mientras nos encontremos en el
cuerpo. Lo que nos dice es que descansemos en la idea de que Él ha
peleado la batalla y ha obtenido la victoria por nosotros. Aunque las
cosas que nos suceden aquí abajo nos angustien y nos confundan, no
podrán destruirnos. “Confiad” es la petición que hace como despedida:
“Confiad, yo he vencido al mundo”.
Confiemos en estas palabras y sírvannos de ánimo. Quizá las
pruebas y la persecución nos aplasten en ocasiones: convirtámoslas en
vehículo de aproximación a Cristo. Quizá los dolores y las pérdidas, los
desengaños y las “cruces” de nuestra vida nos induzcan al desánimo:
convirtámoslas en lazo de unión con Cristo. Armados con esta
promesa, presentémonos valerosamente ante el trono de gracia en los
tiempos de adversidad para recibir misericordia y gracia que nos sirvan
de ayuda. Digamos a nuestras almas con frecuencia: “¿Por qué te
abates, oh alma mía, y por qué te turbas dentro de mí?”. Y digamos a
menudo a nuestro misericordioso Maestro: “Señor, ¿no dijiste que nos
gozáramos? Señor, haz como dijiste y proporciónanos gozo hasta el
fin”.
Juan 17:1–8
Juan 17:17–26
Juan 18:1–11
Estos versículos son el comienzo del relato que hace S. Juan de los
sufrimientos y la crucifixión de Cristo. Llegamos ahora a la escena final
del ministerio de nuestro Señor y pasamos directamente de su
intercesión a su sacrificio. Veremos que, igual que los demás
Evangelistas, el discípulo amado describe la historia de la Cruz con
todo detalle. Pero si prestamos atención, también veremos que
menciona varias cuestiones de la historia que, por alguna sabia razón,
Mateo, Marcos y Lucas dejan de lado.
En primer lugar, estos versículos nos muestran la extrema dureza a
la que puede llegar el corazón de un relapso. Se nos dice que Judas,
uno de los doce Apóstoles, hizo de “guía de los que prendieron a Jesús”
(Hechos 1:16). Se nos dice que utilizó su conocimiento del lugar de
retiro de nuestro Señor para echarle encima a sus enemigos mortales;
y se nos dice que, cuando el grupo de soldados y alguaciles se acercó
a su Maestro con la finalidad de prenderle, Judas “estaba también con
ellos”. ¡Sin embargo, este mismo hombre había acompañado a Cristo
ininterrumpidamente durante tres años, había sido testigo de sus
milagros, había oído sus sermones y había disfrutado de los beneficios
de su enseñanza personal, había profesado ser creyente y hasta había
trabajado y predicado en nombre de Cristo! Bien podemos decir:
“Señor, ¿qué es el hombre?”. Desde los más elevados privilegios hasta
el más profundo de los pecados no hay más que una serie de pasos.
Los privilegios que se utilizan de forma equivocada parecen tener un
efecto insensibilizador en la conciencia. El mismo fuego que derrite la
cera endurece el barro.
Asegurémonos de no depositar nuestras esperanzas de salvación en
los conocimientos religiosos, por grandes que estos sean, o en las
ventajas religiosas, por muchas que estas sean. Podemos conocer toda
la verdad doctrinal y enseñar a otros y, sin embargo, tener un corazón
corrupto y acabar en el Infierno junto con Judas. Quizá nos bañe la luz
de los privilegios espirituales y oigamos la mejor enseñanza cristiana y,
sin embargo, no demos fruto para gloria de Dios y seamos pámpanos
secos de la vid que solo sirven para la quema: “El que piensa estar
firme, mire que no caiga” (1 Corintios 10:12). Por encima de todo,
cuidémonos de no alentar en nuestros corazones ningún pecado oculto
como el amor al dinero o al mundo. Un eslabón defectuoso en la
cadena puede conducir a muchas catástrofes. Una pequeña vía de
agua puede hundir un buque. Un solo pecado sin contrición puede
llevar a la destrucción a alguien que profesa ser cristiano. Que todo
aquel que sienta la tentación de tomarse a la ligera su vida religiosa
tenga en consideración estas cosas y sea cuidadoso. Que recuerde a
Judas Iscariote: su historia es toda una lección.
En segundo lugar, en estos versículos vemos el carácter
absolutamente voluntario de los sufrimientos de Cristo. Se nos dice
que, la primera vez que nuestro Señor dijo a los soldados “Yo soy,
retrocedieron, y cayeron a tierra”. Sin duda estas palabras iban
acompañadas de un poder invisible y oculto. No se puede explicar de
otra forma que un grupo de curtidos soldados romanos cayera a tierra
ante la voz de un solo hombre desarmado. Se trataba de esa misma
influencia milagrosa que contuvo a la multitud enfurecida en Nazaret,
que refrenó a los sacerdotes y a los fariseos ante su entrada triunfal en
Jerusalén y que detuvo toda oposición cuando Jesús echó a los
compradores y vendedores del Templo. Se llevó a cabo un auténtico
milagro, aunque fueron pocos los que lo advirtieran. Cuando nuestro
Señor parecía débil, demostró su fortaleza.
No olvidemos nunca que nuestro bendito Señor sufrió y murió por
su propio libre albedrío. No murió porque no pudiera evitarlo; no sufrió
porque no tuviera otra escapatoria. Ni todos los soldados del ejército
de Pilato habrían podido prenderle de no haberlo permitido Él mismo.
No podrían haber tocado un solo cabello de su cabeza si Él no lo
hubiera autorizado. Pero aquí, tal como sucedió a lo largo de todo su
ministerio terrenal, Jesús sufrió voluntariamente. Se había propuesto
redimirnos. Nos amaba y se entregó por nosotros deliberadamente y
de buena gana a fin de expiar nuestros pecados. Fue “el gozo puesto
delante de él” lo que le llevó a soportar la Cruz, menospreciar el
oprobio y entregarse a sus enemigos sin oponer resistencia (Hebreos
12:2). Recordemos estas cosas de corazón y sírvannos como tónico
para nuestras almas. Tenemos un Salvador que estaba mucho más
dispuesto a salvarnos que nosotros a ser salvados. Si no nos salvamos
es responsabilidad nuestra por entero. Cristo está tan dispuesto a
aceptarnos y perdonarnos como lo estuvo a entregarse como
prisionero, derramar su sangre y morir.
En tercer lugar, en estos versículos vemos la delicadeza con que
nuestro Señor vela por la seguridad de sus discípulos. Hasta en este
momento crítico, a las puertas de experimentar un sufrimiento
indecible, no se olvidó del pequeño grupo de seguidores que le
rodeaban. Recordó su debilidad. Sabía lo poco preparados que estaban
para afrontar la dura prueba del palacio del sumo sacerdote y el
pretorio de Pilato. Les proporciona, gracias a Dios, una vía de escape:
“Si me buscáis a mí, dejad ir a éstos”. Parece sumamente probable que
estas palabras también fueran acompañadas de una influencia
milagrosa. En cualquier caso, no se toco un solo cabello de las cabezas
de los discípulos. A pesar de que se prendió al Pastor, las ovejas
pudieron escapar indemnes.
Es indudable que este incidente constituye un instructivo ejemplo
de la forma en que nuestro Señor trata a su pueblo aun hoy día. No les
“dejará ser tentados más de lo que [puedan] resistir”. Aplacará los
vientos y tempestades con sus manos y no permitirá que los creyentes
sean destruidos por completo, por muchos golpes y adversidades que
sufran. Vigila atentamente a todos sus hijos e, igual que un sabio
doctor, administra la cantidad exacta de pruebas que son capaces de
sufrir. “No perecerán jamás, ni nadie las arrebatará de mi mano” (Juan
10:28). Acudamos perennemente a esta valiosa verdad. Nuestro Señor
nos observa hasta en los momentos más difíciles y nuestra seguridad
final está garantizada.
En último lugar, vemos la sumisión absoluta de nuestro Señor a la
voluntad de su Padre. Hay un pasaje en el que leemos que dice: “Padre
mío, si es posible, pase de mí esta copa”. Luego, en otro versículo,
dice: “Si no puede pasar de mí esta copa sin que yo la beba, hágase tu
voluntad”. Comoquiera que sea, aquí presenciamos una aquiescencia
aún más profunda: “La copa que el Padre me ha dado, ¿no la he de
beber?” (Mateo 26:39–42).
Consideremos esta forma de pensar un patrón para todos los que
profesen ser cristianos. Por lejos que nos quedemos del ejemplo del
Maestro, hagamos de esto la meta a la que aspirar constantemente.
Una de las grandes causas de infelicidad en este mundo es la
obstinación de salirnos con la nuestra y hacer solamente lo que nos
gusta. En cambio, uno de los grandes secretos para disfrutar de paz es
encomendarnos a Dios en oración y pedirle que sea Él quien decida al
respecto. El hombre verdaderamente sabio es aquel que ha aprendido
a decir en cada momento de su viaje: “Dame lo que desees, ponme
donde desees y haz conmigo lo que desees; pero no sea mi voluntad,
sino la tuya”. Este es el hombre semejante a Cristo. Fue el deseo de
anteponer su propia voluntad lo que llevó a Adán y Eva a caer e
introdujo el pecado y la desdicha en el mundo. La mejor preparación
para ese Cielo donde Dios lo será todo es la sumisión absoluta a su
voluntad.
Notas: Juan 18:1–11
V. 1: [Habiendo dicho Jesús estas cosas]. Considero que “estas cosas” a
las que se hace referencia incluyen el sermón de los capítulos 15 y 16,
después que nuestro Señor se hubiera levantado de la mesa, así como la
oración del 17.
Observa Henry: “El oficio del sacerdote era enseñar, orar y ofrecer
sacrificios. Cristo, después de haber enseñado y orado, se prepara a sí mismo
para la expiación. Ya había dicho todo lo que tenía que decir como profeta.
Ahora pasa a su obra como sacerdote”.
[Salió con sus discípulos]. Esto plantea la pregunta: “¿De dónde salió?”, la
cual ha recibido multitud de respuestas.
Muchos —como Cirilo, Ecolampadio, Maldonado, Doddridge y Ellicott—
piensan que tan solo significa que salió de la habitación donde había
celebrado la Cena del Señor y pronunciado su sermón de despedida y su
oración. Los defensores de esta tesis sostienen que nuestro Señor no llegó a
salir de la habitación cuando, al final del capítulo 14, dijo: “Levantaos, vamos
de aquí” y que probablemente prosiguió con su sermón y oró en pie. Esta,
cuando menos, parece una interpretación bastante antinatural.
Algunos —como Burgon— piensan que nuestro Señor pronunció la última
parte de su sermón y su oración en el recinto del Templo, y que estas
palabras significan que salió de él. Comoquiera que sea, esto parece bastante
improbable. Sabemos que era “de noche” (Juan 13:30). No existen pruebas
de que las personas se reunieran por la noche en el recinto del Templo.
A mi modo de ver, la interpretación más verosímil es que, tras haber
concluido su sermón y su oración y abandonar la habitación donde se celebró
la Cena del Señor al final del capítulo 14, Jesús habló y oró cerca de las
puertas de acceso a la ciudad o en los límites de sus murallas. Cuando dijo:
“Levantaos, vamos de aquí”, abandonó la habitación. Luego, tras llegar a un
lugar tranquilo cerca de las murallas, prosiguió con su sermón y oró. Después
de eso, “salió” de la ciudad. Considero que esta es la explicación más
plausible.
[Al otro lado del torrente de Cedrón]. El Cedrón aquí mencionado es el
mismo que se menciona en el Antiguo Testamento. El término “torrente”
significa en realidad “torrente estacional”, y eso es lo que es el Cedrón,
según los testimonios de todos los viajeros que visitan la zona. Salvo durante
el invierno o en época de lluvias, no se trata más que de un cauce seco. Está
situado al este de Jerusalén, entre la ciudad y el monte de los Olivos. Es el
mismo Cedrón por el que pasó David llorando cuando se vio obligado a
abandonar Jerusalén por causa de la rebelión de Absalón (cf. 2 Samuel
15:23). Es el mismo Cedrón junto al que Asa quemó el ídolo de su madre
Maaca (cf. 2 Crónicas 15:16) y al que Josías arrojó el polvo de los altares
idólatras que había destruido (cf. 2 Reyes 23:12).
Afirma Lampe que el camino seguido por nuestro Señor para abandonar la
ciudad fue el mismo que seguía cada año Azazel, el chivo expiatorio, cuando
era enviado al desierto el gran día de la expiación.
Afirma el obispo Andrews que “la primera brecha que abrieron los
romanos en la toma de Jerusalén por Tito fue en el torrente de Cedrón, donde
prendieron a Cristo”. Comoquiera que sea, esta es una afirmación más bien
dudosa.
[Donde había un huerto […], discípulos]. Pocas dudas pueden caber de
que este huerto es el mismo que el “lugar que se llama Getsemaní”. No
sabemos de qué clase de huerto se trataba, a menos que fuera un olivar.
Probablemente no se tratara de un jardín con flores, sino simplemente una
parcela vallada donde los árboles crecían protegidos del ajetreo de la ciudad.
Tampoco sabemos si se trataba de un lugar público o si era una propiedad
privada. Conjetura Hengstenberg que “el propietario del lugar debía
mantener alguna clase de relación especial con Jesús” y esto explica que lo
frecuentara tanto. También conjetura que el “joven” mencionado en Marcos
14:51–52 debió de pertenecer a la familia del propietario. Comoquiera que
sea, no son más que simples conjeturas.
La mayoría de los comentaristas coincide en señalar el curioso hecho de
que Adán y Eva cayeran en un huerto y que la pasión de Cristo comenzara en
un huerto, su sepultura se produjera en un huerto y fuera crucificado también
en un huerto (cf. Juan 19:41).
Señala Agustín: “Era oportuno que la sangre del Médico se derramara allí
donde comenzó la enfermedad del hombre en primera instancia”.
Señala Gualter que todo lo que rodeaba al primer Adán en el huerto de
Edén era placentero y que, sin embargo, cayó. El segundo Adán estaba
rodeado de una situación difícil y angustiosa y, sin embargo, fue un glorioso
Vencedor.
Debemos tener en cuenta que, en su Evangelio, Juan pasa completamente
por alto la agonía en Getsemaní, y no debemos dudar que esto obedece a
sabios motivos. No obstante, es obvio que se produjo en este punto del
relato. El orden de los acontecimientos es el siguiente: primero la Cena del
Señor; luego el largo sermón que solo Juan documenta; después la
maravillosa oración; a continuación el paso del Cedrón para llegar al huerto;
después la agonía; y finalmente la llegada de Judas y el prendimiento de
nuestro Señor. Está claro, pues, que en el relato del Evangelio según S. Juan
se produce un paréntesis en este punto y debemos suponer un intervalo para
la agonía de nuestro Señor después que “salió” de la ciudad y cruzó el
Cedrón. Esto significaría que la llegada de Judas y los soldados se produjo
bien entrada la noche.
Lightfoot cita un curioso hecho relatado por un autor judío: la sangre de
los sacrificios del Templo fluía por un desagüe hasta el Cedrón y se vendía a
los jardineros para fertilizar sus huertos. Después de haber sido consagrada,
la sangre no podía recibir una utilidad común sin que fuera pecaminoso, de
modo que los jardineros pagaban por ella el equivalente a una ofrenda por el
pecado. De ser cierto, es un hecho curioso.
V. 2: [Y también Judas, etc.]. Este versículo es uno de los comentarios
explicativos propios de Juan. Nos dice que este huerto era un lugar en el que
nuestro Señor y sus discípulos acostumbraban a reunirse cuando subían a
Jerusalén en las grandes fiestas judías. En tales épocas se producían grandes
aglomeraciones de adoradores y muchos habían de contentarse con el cobijo
que les ofrecían árboles y rocas al aire libre. Es a esto a lo que Lucas parece
referirse cuando dice: “De noche, saliendo, se estaba en el monte que se
llama de los Olivos” (Lucas 21:37). Si exceptuamos la institución de la Cena
del Señor, no se hace ninguna mención de que nuestro Señor se quedara en
alguna casa de Jerusalén.
Comenta Crisóstomo: “Esto deja de manifiesto que, por regla general,
nuestro Señor solía dormir al aire libre”.
Piensa Bucero que Judas debía conocer bien el lugar donde nuestro Señor
solía orar. Los hábitos de oración de nuestro Señor eran tan conocidos como
los de Daniel.
El hecho de que Judas el traidor “[conociera] aquel lugar” y nuestro Señor
fuera allí deliberadamente evidencia tres cosas. Una es que nuestro Señor
fue a su muerte de forma voluntaria; fue al “huerto” siendo plenamente
consciente de que Judas conocía el lugar. Por otro lado, que nuestro Señor
tenía el hábito de ir a este huerto con tal frecuencia que Judas sabía a ciencia
cierta que le hallaría allí. Otra es que el corazón de Judas tenía que estar
extremadamente endurecido cuando utilizó el conocimiento de este huerto,
donde tantos momentos de paz espiritual había presenciado, para traicionar
a su Maestro. ¡Lo tenía asociado a cosas espirituales y, sin embargo, utilizó
este conocimiento para fines malignos!
¿No nos muestra este versículo que no tiene nada de malo o vergonzoso
preferir un lugar a otro para nuestra comunión con Dios? Hasta nuestro
bendito Señor tenía un lugar especial, cerca de Jerusalén, al que acudía con
mayor frecuencia que a otros. Difícilmente se puede reconciliar con este
versículo la idea de algunos de que no importa el lugar donde adoramos y
que es erróneo y nada espiritual preferir un asiento en la iglesia a otro.
V. 3: [Judas, pues, tomando una compañía, etc.]. Este versículo da
comienzo al relato que hace Juan de las circunstancias que rodearon el
prendimiento y la posterior pasión de nuestro Señor Jesucristo. Todo lector
atento observará que Juan pasa completamente por alto ciertas cuestiones
de la historia que los otros tres Evangelistas sí mencionan, y la menor de
ellas no es la entrega que hizo Judas de nuestro Señor a los sacerdotes a
cambio de dinero. Pero es obvio que Juan da por supuesto que sus lectores
estaban familiarizados con los otros tres Evangelios y hace especial hincapié
en las cuestiones que no se mencionan en ellos.
La expresión “compañía de soldados” no puede significar más que el
“destacamento de soldados romanos” que Pilato había prestado a los
sacerdotes para la ocasión. Algunos piensan que significa literalmente “una
cohorte”, que era la décima parte de una legión y constaba de cuatrocientos
o quinientos hombres. Comoquiera que sea, esto parece bastante dudoso. Sin
embargo, Mateo habla de la venida de Judas diciendo que había “con él
mucha gente” (Mateo 26:47).
Los “alguaciles” eran los siervos judíos de los sacerdotes y los fariseos
que acompañaban a los soldados romanos. El grupo encabezado por Judas
constaba, pues, de dos partes bien diferenciadas: los soldados romanos
procedentes de la guarnición de Jerusalén y los siervos judíos que habían
reunido los dirigentes judíos. Los gentiles y los judíos estuvieron implicados,
pues, por igual en el arresto. Probablemente se tratara de una partida
bastante numerosa por temor a que los judíos galileos, supuestamente a
favor de nuestro Señor, intervinieran con la intención de rescatarle. En el
momento de la Pascua había un gran número de ellos en Jerusalén, y tras la
entrada triunfal de nuestro Señor en la ciudad es muy posible que los
sacerdotes temieran alguna clase de oposición a su prendimiento.
Señala Crisóstomo que “estos hombres habían intentado arrestarle varias
veces sin éxito. Así, queda claro que esta vez se rindió de forma deliberada”.
A primera vista parecería que las “linternas y antorchas” eran
innecesarias, dado que durante la Pascua había luna llena. Sin embargo, no
cabe duda de que las portaban para buscar a nuestro Señor en caso de que
intentara esconderse entre las rocas o los árboles, y en un valle profundo
habría multitud de lugares oscuros y en sombras.
Las “armas” probablemente hacen referencia a los siervos judíos de los
sacerdotes. Es inconcebible que los soldados romanos fueran desarmados a
alguna parte. Por temor a que se ofreciera alguna resistencia, la facción judía
del grupo también iba armada.
Señala Burkitt la actividad y la energía de los hombres malvados. “Justo
cuando Pedro, Santiago y Juan dormían en el huerto, Judas y sus sanguinarios
seguidores se reunían y maquinaban un asesinato”.
La confianza que tenía Judas en que nuestro Señor se encontrara en el
huerto muestra con claridad lo familiarizado que estaba con los hábitos de
nuestro Señor cuando este visitaba Jerusalén.
V. 4: [Pero Jesús, sabiendo […] le habían de sobrevenir]. Esta frase
muestra la absoluta presciencia que tenía nuestro Señor con respecto a todo
lo que había de acontecerle. Jamás hubo alguien que sufriera de manera más
deliberada y voluntaria que nuestro Señor. Una traducción más literal de la
expresión “las cosas que le habían de sobrevenir” sería “las cosas que le
sobrevenían”, en presente.
Hasta los mejores mártires como Ridley y Latimer no sabían con certeza
cuál sería el momento de su muerte, o si quizá ocurriría algo que hiciera
cambiar de idea a sus perseguidores y les salvara la vida. Nuestro Señor era
plenamente consciente de que su muerte era segura por el consejo
determinado de Dios y su presciencia.
Ford cita la afirmación de Pinart de que “lo más terrible de los
sufrimientos de Cristo era la plena conciencia que tenía de los sufrimientos
que habría de soportar. Desde el primer momento presintió los latigazos, las
espinas, la Cruz y la terrible agonía que le aguardaba. Cada vez que veía un
cordero o un sacrificio en el Templo recordaba que Él era el Cordero de Dios y
que habría de ser ofrecido en sacrificio”.
[Se adelantó]. Esto significa que nuestro Señor salió del lugar del huerto
donde se encontraba y no esperó a que el grupo de Judas lo encontrara. Lejos
de eso, se presentó cara a cara ante ellos. Tan solo el efecto de esta acción
ya debió de sorprender a los soldados. Esto les haría sentir de inmediato que
no se encontraban ante una persona común.
Comenta Henry: “Cuando el pueblo intentó obligarle a llevar una corona y
deseó convertirle en Rey, Él se apartó y se escondió” (Juan 6:15). Sin
embargo, cuando vinieron a llevarle por la fuerza a la Cruz, Él se entregó.
Vino a este mundo a sufrir y se fue al otro a reinar”.
Lampe hace la observación de que el primer Adán se escondió en el
huerto, mientras que el segundo Adán salió al encuentro de sus enemigos. El
primero se sentía culpable, el segundo era inocente.
[Y les dijo: ¿A quién buscáis?]. Jesús mismo fue el primero en hablar y no
esperó a ser desafiado o a que le pidieran que se rindiera. No cabe duda que
esta pregunta dejó estupefacto al grupo de Judas y preparó el camino para el
tremendo milagro que iba a producirse. Sin duda, los soldados tuvieron que
sentir que esas no eran las palabras o la conducta de un malhechor o un
hombre culpable.
V. 5: [Le respondieron: A Jesús nazareno]. Esto se traduciría más
literalmente como “Jesús el nazareno”. Sin duda, cuesta creer que los que
dijeron esto supieran que era Jesús mismo quien les hablaba. Parece que
desconocieran el aspecto físico de nuestro Señor o fueran incapaces de
pensar que aquel valeroso interlocutor era el prisionero que venían a prender.
El hecho de que, tal como relatan Mateo y Marcos, Judas les hubiera dado
una señal, “al que yo besare, ése es”, demuestra que muchos miembros del
grupo eran extranjeros o forasteros y no habían visto nunca a nuestro Señor.
Esta señal, pues, no se había dado aún. Probablemente ni siquiera dio tiempo
a ello. La aparición de nuestro Señor y su pregunta se habían producido tan
repentinamente que tomaron a todo el grupo desprevenido.
Crisóstomo, Cirilo, Teofilacto, Gualter, Brentano, Gerhard y Ferus piensan
que nuestro Señor cegó milagrosamente los ojos de la partida para que no lo
reconocieran, tal como hizo Eliseo con los sirios (cf. 2 Reyes 6:18). Tenían
antorchas y debían haber reconocido su voz, pero parecían incapaces de
reconocerle. Musculus es de la opinión de que no le reconocieron y pensaron
que era algún discípulo.
[Jesús les dijo: Yo soy]. Nuestro Señor reconoce aquí clara y
valerosamente que es la persona que están buscando. Debió de resultar una
afirmación de lo más sorprendente.
Algunos han llegado a creer que se trata de una referencia intencionada al
famoso pasaje de Éxodo donde el Señor dice: “YO SOY me envió a vosotros”
(Éxodo 3:14), a lo que sin duda nuestro Señor hace referencia en Juan 8:58.
Sin embargo, parece muy dudosa una referencia así al hablar a un grupo de
hombres como el que venía a prender a nuestro Señor.
[Y estaba también con ellos Judas]. No está muy claro a qué atiende esta
frase. Quizá tenga el propósito de manifestar la extremada maldad de Judas:
estuvo hombro con hombro con los enemigos de Jesús. Quizá su finalidad sea
mostrar que aun Judas mismo quedó impresionado y desconcertado ante la
valentía de nuestro Señor y no llegó a dar a sus acompañantes la señal
convenida al ser incapaz de reconocerle como le sucedió a los demás: el falso
apóstol se quedó mudo. Quizá el propósito sea mostrar que Judas mismo fue
testigo y objeto de uno de los últimos grandes milagros de nuestro Señor: él
mismo volvería a experimentar que el Maestro al que había traicionado tenía
un poder divino. Considero que esta última idea es la más probable.
V. 6: [Cuando les dijo: Yo soy, etc.]. No me cabe duda que este versículo
relata un gran milagro. No comparto lo más mínimo la idea de Alford y
algunos otros que intentan justificarlo recordándonos la maravilla y la
reverencia que un gran hombre inspira en ocasiones en mentes inferiores.
Semejante teoría no bastaría para explicar el hecho del que aquí se deja
constancia: que los soldados romanos y los siervos de los sacerdotes
“retrocedieron y cayeron a tierra” al oír a nuestro Señor decir: “Yo soy”. Los
soldados romanos en particular no sabían nada de nuestro Señor y no tenían
motivos para temerle. La única explicación razonable es que fue un milagro.
Nuestro Señor ejercitó por última vez ese mismo poder divino con el que
calmó tormentas, echó demonios, curó a los enfermos y resucitó a los
muertos. Y fue un milagro que se obró precisamente en este momento a fin
de mostrar a los discípulos y sus enemigos que nuestro Señor no sería
prendido ni crucificado porque no pudiera evitarlo, sino porque estaba
dispuesto a sufrir y a morir por los pecadores. Vino a sufrir voluntariamente
por nuestros pecados, para que las Escrituras se cumplieran (cf. Mateo
26:53). Da la impresión de que la milagrosa influencia ejercida por nuestro
Señor tuvo como efecto que las personas del grupo de los que habían venido
para prenderle cayeran a tierra como atravesadas por un rayo, aunque sin
morir, quedando así tan completamente impotentes que nuestro Señor y sus
discípulos podrían haber escapado con facilidad de haberlo deseado. No se
nos dice cuánto tiempo permanecieron en este estado, aunque el final del
versículo da la impresión de que se produjo una pausa. En mi opinión queda
claro que este milagro salvó a los discípulos de ser arrestados e impresionó
de tal forma al grupo de Judas que se dieron por satisfechos con prender
únicamente a nuestro Señor y, o bien permitieron deliberadamente que los
Once se marcharan o, en su temor de que se produjera una nueva
manifestación de ese poder milagroso, no les prestaron atención y dejaron
que se escaparan. También es igualmente cierto que dejaron a toda la partida
de Judas completamente sin excusa. No podían decir que carecían de
pruebas del poder divino de nuestro Señor: lo habían experimentado en carne
propia.
Burgon ve en este incidente un eco de las palabras proféticas del
Salmista: “Cuando se juntaron contra mí los malignos, mis angustiadores y
mis enemigos, para comer mis carnes, ellos tropezaron y cayeron” (Salmo
27:2).
Señala Agustín: “¿Qué hará cuando venga a juzgar Aquel que hizo esto
cuando estaba a punto de ser juzgado? ¿Qué poder tendrá cuando venga a
reinar Aquel que tenía este poder cuando estaba a punto de morir?”.
El intento de algunos de atenuar el carácter milagroso de este incidente
citando la clásica historia del soldado lleno de espanto ante la aparición del
general romano Cayo Mario es endeble y parece una excusa. Toda una
cohorte de soldados romanos no caería a tierra sin que mediara un poder
milagroso. Si esto no fue un milagro, se trata de un acontecimiento
completamente inexplicable y contrario al sentido común.
V. 7: [Volvió, pues, a preguntarles, etc.]. Nuestro Señor repite aquí su
pregunta como si quisiera poner a prueba el efecto de la milagrosa
demostración de poder que acababa de hacer a sus enemigos. Pero estaban
endurecidos como Faraón y los egipcios cuando sufrieron las milagrosas
plagas de Egipto. Tan pronto como se hubieron levantado demostraron que, a
pesar de estar asustados, no habían cambiado de intención. Seguían
teniendo el propósito de prender a Jesús de Nazaret.
V. 8: [Respondió Jesús […]: yo soy]. La dignidad y la calma de nuestro
Señor en este punto son ciertamente extraordinarias. Siendo plenamente
consciente de los insultos y el maltrato que había de sufrir en las siguientes
horas, repite su afirmación: “Yo soy a quien buscáis. Observadme: aquí estoy,
dispuesto a entregarme a vosotros”.
[Pues si me buscáis […] ir a éstos]. Esta frase muestra de forma
extraordinaria la delicadeza de nuestro Señor hacia sus débiles discípulos.
Hasta en esta difícil coyuntura pensaba más en el resto que en sí mismo. “Si
solo buscáis prenderme a Mí, si vuestro cometido consiste en apresarme
exclusivamente a Mí, entonces dejad que mis seguidores se marchen y no los
dañéis”. Sin duda, una vez más, un poder milagroso acompañó a estas
palabras y se contuvo de forma inadvertida a los enemigos de nuestro Señor
de tal forma que dejaron escapar a los discípulos.
Aquí se manifiesta con gran belleza el cuidado y la consideración que
demuestra el gran Sumo Sacerdote por su pueblo, lo que sin duda los Once
recordarían mucho después. Les vendría a la memoria que el último
pensamiento de su Maestro antes de ser prendido estuvo dedicado a ellos y a
su seguridad.
Este pasaje enseña claramente el poder protector de Cristo para con todo
su pueblo.
Señala Jansen que la seguridad de Pedro, a pesar de haber atacado con su
espada y haber entrado en el palacio del sumo sacerdote, así como la
seguridad de Juan, a pesar de haber estado junto a la Cruz, se deben a esta
petición.
Besser, citando a Lutero, dice que este fue un milagro tan grande como el
que llevó al grupo de perseguidores a caer a tierra. Paralizar al grupo de
Judas y evitar que tocaran a sus discípulos fue una tremenda demostración
de poder divino.
V. 9: [Para que se cumpliese aquello, etc.]. En este versículo hallamos uno
de esos comentarios parentéticos que tanto se prodigan en el Evangelio
según S. Juan. Nos recuerda que la intervención de nuestro Señor para
garantizar la seguridad de sus discípulos en este momento crítico no hacía
sino cumplir la expresión que había utilizado en su oración: Ninguno de ellos
se perdió.
Hay algunos que ven una dificultad en este pasaje y plantean la objeción
de que, en su oración, nuestro Señor habla de la salvación eterna, mientras
que aquí solo habla de una seguridad terrenal. Sin embargo, se trata de una
objeción infundada. La protección de nuestro Señor a sus discípulos no solo
incluía el fin, sino también los medios. Uno de los medios para protegerlos del
naufragio absoluto de su fe era protegerlos de una tentación superior a sus
fuerzas. Nuestro Señor era consciente de que serían tentados de esa forma y
que sus almas no eran lo suficientemente fuertes como para soportarlo. Si
hubieran sido prendidos y llevados ante Caifás y Pilato junto con Él, su fe se
habría venido abajo. Así, pues, les proporciona una vía de escape y frustra los
planes de sus enemigos para que los “dejaran ir”. De esta manera cumplió lo
que había dicho en oración. No dejó que ninguno de ellos se perdiera. En
términos humanos se habrían perdido de no haber recibido una vía de escape
que les evitara soportar una tentación superior a sus fuerzas. Además del
gran fin de la salvación eterna, el cuidado de Jesús hacia su pueblo le
proporciona también los medios para perseverar en la fe.
Comenta Calvino: “El Evangelista no habla únicamente de la vida física,
sino que quiere decir que Cristo, al librarlos transitoriamente, pensaba en su
salvación eterna. Si tenemos en cuenta su debilidad, ¿qué pensamos que
habrían hecho solos de haber sido puestos a prueba? Cristo decidió que no
sufrirían ninguna prueba que excediera sus capacidades y los rescató de la
destrucción eterna”.
Parece probable que el “beso” de Judas y su saludo a su Maestro se
produjeran en este momento de la historia. En todo caso, cuesta creer que
Judas besara a nuestro Señor cuando este “se adelantó” y sorprendió al
grupo saliendo a su encuentro. No parece que diera tiempo para este saludo
ni es plausible que Judas besara a nuestro Señor antes de caer a tierra. El
hecho de que nuestro Señor les preguntara varias veces que a quién
buscaban tampoco transmite la impresión de que la comitiva le hubiera
reconocido o hubiera recibido alguna clase de señal de Judas. Estas no son
más que puras conjeturas y reconozco que se trata de una cuestión dudosa.
En lo que a mí concierne, me veo impulsado a pensar que Judas besó a
nuestro Señor y que el prendimiento tuvo lugar tan pronto como el grupo de
soldados se hubo recuperado de la conmoción. Este es el orden en que se
produjeron los acontecimientos según Crisóstomo, Cirilo, Teofilacto, Gerhard,
Jansen, Lightfoot, Stier y Alford.
V. 10: [Entonces Simón Pedro, que tenía una espada, etc.]. Los cuatro
Evangelistas dejan constancia de este acontecimiento, pero solo Juan
especifica que fue Pedro quien asestó el golpe y Malco quien lo recibió. Es
probable que la razón que se suele aducir sea la correcta, esto es, que el
Evangelio según S. Juan se escribió con posterioridad a los otros tres, cuando
Pedro y Malco ya habían muerto y sus nombres se podían mencionar sin
ningún problema.
Este acto de Pedro manifiesta su carácter impetuoso. Actúa
precipitadamente, con fervor y celo, sin tener en cuenta las consecuencias;
pero pronto se le enfriarán los ánimos y se acobardará. La religiosidad más
profunda no es la de quienes son más enérgicos y fervorosos. Juan nunca
golpeó a nadie con una espada, pero jamás negó al Señor; y estuvo al pie de
la Cruz cuando Él murió.
La expresión “al siervo” parece indicar que Malco era alguien con cierto
renombre por su trabajo al servicio de Caifás.
No está muy claro si la oreja fue cercenada por completo o si quedó
colgando, lo cierto es que brindó a nuestro Señor la oportunidad de obrar su
último milagro de curación física. Lucas nos dice que “tocó” la oreja y esta
sanó de inmediato. Nuestro Señor hizo el bien a sus enemigos y dio pruebas
de su poder divino hasta el mismísimo fin de su ministerio. Sin embargo, sus
endurecidos enemigos hicieron caso omiso. Los milagros no convierten a
nadie por sí solos. Tal como sucedió con Faraón, parece que con algunos solo
sirven para incrementar su maldad y endurecerlos más.
Sin duda Pedro tenía la intención de matar a Malco con su golpe,
probablemente destinado a la cabeza. Quizá solo su estado de agitación y la
intervención especial de Dios evitaron que le arrebatara la vida y pusiera en
peligro la suya propia así como la de sus condiscípulos. Quién sabe lo que
habría sucedido de haber muerto Malco.
Señala Musculus cómo Pedro parece olvidar por completo las frecuentes
predicciones de su Maestro de que habría de ser entregado a los gentiles y
condenado a muerte, y se comporta como si pudiera evitar lo que se
avecinaba. Está claro que se trató de un acto impulsivo en el que no medió
una reflexión previa. Muchas veces, cuando el celo no está en consonancia
con los conocimientos, las personas se comportan neciamente para luego
tener que arrepentirse de ello.
V. 11: [Jesús entonces dijo […]: vaina]. Esta es una reprensión
contundente y severa. Tiene el propósito de enseñar a Pedro, así como a
todos los creyentes de todas las épocas, que el Evangelio no se debe
propagar o sustentar por medio de armas carnales o por medio de la
violencia. Mateo añade estas solemnes palabras: “Todos los que tomen
espada, a espada perecerán”. ¡Qué reprensión más necesaria y qué veraz ha
demostrado ser esta afirmación en toda la historia de la Iglesia de Cristo!
Rara vez se justifica el llamamiento a las armas, y con frecuencia se ha vuelto
en contra de sus propios promotores. Las guerras protestantes en Europa tras
la Reforma y la guerra civil estadounidense entre el Norte y el Sur son tristes
pruebas de ello. Algunos de los mejores cristianos han muerto en el frente de
batalla. Al tomar la espada perecieron a espada.
Por alguna sabia razón, S. Juan no menciona la curación milagrosa de
Malco. Observa Burgon que, aun en este momento de aparente debilidad,
nuestro Señor hizo una demostración milagrosa a sus enemigos de su poder
y su misericordia: de su poder al hacerlos caer a tierra y de su misericordia al
curar.
[La copa […], ¿no la he de beber?]. Esta hermosa afirmación solo aparece
en el Evangelio según S. Juan. Su intención era mostrar la disposición
absoluta de nuestro Señor a beber la amarga copa de sufrimiento que tenía
ante sí. Esta expresión se debe leer siempre en relación con las otras dos
referencias que nuestro Señor había hecho poco antes a la “copa” en el
huerto de Getsemaní. Primero leemos la oración: “Si es posible, pase de mí
esta copa”. Luego llega la aceptación: “Si no puede pasar de mí esta copa sin
que yo la beba, hágase tu voluntad” (Mateo 26:39, 42). Y finalmente la
decidida aseveración de su disposición absoluta a hacer todo lo necesario:
“La copa que el Padre me ha dado, ¿no la he de beber?”. Tomadas en su
conjunto, estas tres expresiones son profundamente instructivas. Nos
muestran que, en medio de su tormento, nuestro Señor clamó en busca de
alivio. Asimismo nos revelan que, en primera instancia, su oración recibió
como respuesta la capacidad de someterse por completo a la voluntad de su
Padre. La respuesta definitiva sería que mostrase la disposición absoluta a
sufrir. ¡Qué ejemplo es este para todos los creyentes que atraviesan
dificultades! Igual que nuestro Maestro, podemos encomendarnos en oración
y esperar recibir una respuesta tal como le sucedió a Él. Esta es una gran
demostración de la capacidad de nuestro Señor para identificarse con los
creyentes que sufren. Conoció esos mismos conflictos en sus propias carnes.
Comenta Traill: “Si fuera una copa que solo los hombres me dieran a
beber, podría mostrar una renuencia justificada; si fuera una copa que me
diera a beber el diablo, la rechazaría; pero es una copa que el Padre me ha
dado a beber y debo beberla, pues; y la beberé, y además lo haré de buena
gana”.
No hay ningún otro pasaje en el que la naturaleza absolutamente
voluntaria del sufrimiento de Jesucristo por nosotros quede más
extraordinariamente de manifiesto. Reprende el intento de un discípulo
celoso de responder a la utilización de la fuerza con la fuerza. Habla de sus
sufrimientos como de una “copa” que su Padre le ha dado, que se determinó
según los designios eternos de la Trinidad y que Él bebe voluntariamente y de
buen grado. “¿No la he de beber? ¿Acaso quieres que la rechace? ¿Quieres
evitar que muera por los pecadores?”. Es mucho más maravilloso cuando
pensamos que Aquel que sufrió voluntariamente era Dios todopoderoso
además de hombre. Nada salvo la doctrina de la expiación y la sustitución
puede explicar el comportamiento de nuestro Señor en estos momentos
críticos.
Quizá a los ojos de un lector superficial de los Evangelios, nuestro Señor
sufrió obligado a ello por los judíos. Sin embargo, cuando habla de ellos en
este pasaje se muestra muy por encima de su intervención. Dice que sus
sufrimientos son la “copa que le ha dado el Padre”. ¿No debemos considerar
todos los sufrimientos de los hijos de Dios en los mismos términos?
En un comentario a este respecto, Calvino nos advierte que, si bien
debemos beber cualquier copa que el Padre nos dé, “no debemos prestar
oídos a esos fanáticos que nos dicen que no debemos intentar remediar
nuestros problemas y nuestras enfermedades para no rechazar la copa que
nos ofrece nuestro Padre celestial”.
Observa Henry en relación con el término “copa” aplicado al sufrimiento:
“Independientemente de su contenido, no se trata más que de una copa, una
cuestión relativamente secundaria. No es un mar, un mar Rojo o un mar
Muerto, puesto que no es el Infierno; es leve y solo dura un momento. Es una
copa que se nos da: los sufrimientos son dones. Nos la da el Padre, alguien
que tiene la autoridad de un Padre y no nos hace mal alguno: es el afecto de
un Padre que no nos desea ningún daño”.
Comenta Bengel que es obvio que Juan presupone que los lectores son
conocedores de los detalles mencionados por Mateo con respecto a la “copa”
que nombró nuestro Señor en oración. Paley también subraya que esta
expresión es una de esas “coincidencias casuales” de la Escritura.
Juan 18:12–27
Juan 18:28–40
Juan 19:17–27
Sin duda, el que sea capaz de leer este pasaje sin sentir la profunda
deuda del hombre para con Cristo debe tener un corazón muy duro o
irreflexivo. Muy grande debía de ser el amor del Señor Jesús hacia los
pecadores cuando soportó voluntariamente semejantes sufrimientos
para que se salvaran. Muy grande tiene que ser la gravedad del
pecado cuando fue necesario semejante sufrimiento vicario para
proporcionar la Redención.
En primer lugar, este pasaje nos muestra cómo nuestro Señor tuvo
que cargar con su Cruz cuando salió de la ciudad hacia el Gólgota.
Es indudable que todo ello estaba cargado de un profundo
significado. Por un lado, formaba parte de la humillación a la que se
sometió nuestro Señor como sustituto nuestro. Una parte del castigo
que se imponía a los criminales más viles era que tuvieran que
acarrear su cruz cuando se dirigían hacia su ejecución; y nuestro Señor
tuvo que pasar por ello. Se le consideró un pecador en el sentido más
pleno del término, y fue hecho maldición por nosotros. Por otro lado,
cumplía el gran tipo que era la ofrenda por el pecado de la Ley
mosaica. Escrito está que “sacarán fuera del campamento el becerro y
el macho cabrío inmolados por el pecado, cuya sangre fue llevada al
santuario para hacer la expiación” (Levítico 16:27). Poco podían
imaginar aquellos ciegos judíos que, al hostigar a los romanos para
que crucificaran a Jesús fuera de la ciudad, estaban cumpliendo a la
perfección inconscientemente la ofrenda por el pecado más tremenda
que jamás se hubiera visto. Escrito está: “Jesús, para santificar al
pueblo mediante su propia sangre, padeció fuera de la puerta”
(Hebreos 13:12).
Todo verdadero cristiano debiera tener siempre presente la lección
práctica que nos enseña este hecho. Al igual que nuestro Maestro,
debemos alegrarnos de salir “fuera del campamento” soportando su
oprobio. Debemos salir del mundo, apartarnos de él y estar dispuestos
a quedarnos solos si se da el caso. Al igual que nuestro Maestro,
debemos estar dispuestos a tomar nuestra cruz a diario y a ser
perseguidos tanto por nuestra doctrina como por nuestra conducta.
¡Mejor le iría a la Iglesia si se viera más la verdadera cruz entre los
cristianos! Llevar cruces a modo de adorno, poner cruces en tumbas e
iglesias, todo eso es fácil y sin valor y no supone problema alguno. Sin
embargo, llevar la Cruz de Cristo en nuestras tareas diarias, participar
de sus sufrimientos, llegando a ser semejante a Él en su muerte, haber
crucificado las pasiones y vivir vidas crucificadas; todo eso precisa de
abnegación, y pocos son los cristianos de este cuño. Sin embargo,
podemos estar seguros de que esa es la única forma de llevar una cruz
que redunde en el bien del mundo. Nuestros tiempos precisan de más
cruces interiores y menos exteriores.
En segundo lugar, este pasaje nos muestra que nuestro Señor fue
crucificado como Rey.
El título que se colocó sobre la cabeza de nuestro Señor no deja
lugar a dudas. Ni el lector griego, ni el latino o el hebreo pasaría por
alto que quien estaba colgado en la Cruz central de las tres que había
en el Gólgota ostentaba un título regio. La mano rectora de Dios
dispuso las cosas de tal forma que la voluntad de Pilato se impuso por
una vez a los malvados judíos. A pesar de los principales sacerdotes,
nuestro Señor fue crucificado como el “Rey de los judíos”.
Era correcto y oportuno que así sucediera. Aun antes del nacimiento
de nuestro Señor, el ángel Gabriel declaró a la virgen María: “El Señor
Dios le dará el trono de David su padre; y reinará sobre la casa de
Jacob para siempre, y su reino no tendrá fin” (Lucas 1:32–33). Casi tan
pronto como hubo nacido, llegaron los sabios de Oriente diciendo:
“¿Dónde está el rey de los judíos, que ha nacido?” (Mateo 2:2). La
mismísima semana de su crucifixión, la multitud que acompañó a
nuestro Señor en su entrada triunfal a Jerusalén había clamado:
“¡Bendito el que viene en el nombre del Señor, el Rey de Israel!” (Juan
12:13). La idea imperante entre todos los judíos piadosos era que,
cuando llegara el Mesías, el Hijo de David, vendría como Rey. Nuestro
Señor proclamó a lo largo de todo su ministerio un Reino de los cielos y
un Reino de Dios. Estaba fuera de cualquier duda que era un Rey, tal
como dijo a Pilato, de un Reino completamente distinto de los reinos de
este mundo, pero a pesar de ello un verdadero Rey de un verdadero
Reino, un gobernante de súbditos verdaderos. Como tal nació, como tal
vivió, como tal fue crucificado y como tal volverá para reinar sobre
toda la Tierra, como Rey de reyes y Señor de señores.
Asegurémonos de conocer también nosotros a Cristo como nuestro
Rey y de que su Reino esté emplazado en nuestros corazones. En el
último día, solo será el Salvador de aquellos que le obedecieron como
Rey en este mundo. Paguémosle de buena gana el tributo de la fe, el
amor y la obediencia, que Él valora muchísimo más que el oro. Por
encima de todo, no temamos nunca ser súbditos, soldados, siervos y
seguidores fieles, por mucho que esto nos granjee el desprecio del
mundo. Pronto llegará el día en que el nazareno que fue colgado de la
Cruz vendrá con gran poder para reinar y pondrá a sus enemigos por
estrado de sus pies. Tal como predijo Daniel, los reinos de este mundo
serán deshechos y se convertirán en el Reino de nuestro Dios y su
Cristo. Y finalmente, toda rodilla se doblará ante Él y toda lengua
confesará que Jesucristo es el Señor.
En último lugar, estos versículos nos muestran la tierna
preocupación que demostró nuestro Señor hacia María, su madre.
Leemos que, aun en medio del terrible tormento físico y mental que
soportó nuestro Señor, no olvidó a quien le había alumbrado. Recordó
afortunadamente su angustioso estado y el efecto devastador de la
visión que tenía ante sí. Sabía que, por santa que fuera, solo se trataba
de una mujer y que, como mujer, sentiría profundamente la muerte de
un Hijo así. La encomendó, pues, al cuidado de su discípulo amado con
unas breves y conmovedoras palabras: “Mujer —dijo—, he ahí tu hijo.
Después dijo al discípulo: He ahí tu madre. Y desde aquella hora el
discípulo la recibió en su casa”.
Sin duda, no puede haber prueba más contundente que esta de que
María, la madre de Jesús, nunca estuvo destinada a ser honrada como
divina, a recibir oraciones o ser adorada, ni a que se confíe en ella
como amiga de los pecadores o patrona. ¡El sentido común indica que
quien necesitaba el cuidado y la protección de otro nunca podría
ayudar a los hombres y las mujeres a llegar al Cielo o ser alguna clase
de mediadora entre Dios y el hombre! Por doloroso que resulte, no es
una exageración decir que, de todas las invenciones de la Iglesia de
Roma, nunca ha habido una tan infundada —tanto en términos de la
Escritura como de la razón— que la doctrina de la adoración a María.
Pasemos de estas cuestiones polémicas a un asunto mucho más
importante en la práctica. Consolémonos con la idea de que en Jesús
tenemos un Salvador de incomparable ternura, preocupación y
consideración hacia su pueblo creyente. Jamás olvidemos sus palabras:
“Todo aquel que hace la voluntad de Dios, ése es mi hermano, y mi
hermana, y mi madre” (Marcos 3:35). El corazón que, aun en la Cruz,
se compadeció de María es un corazón inmutable. Jesús no se olvida
nunca de quienes le aman, y aun cuando se encuentren en el peor
estado recuerda sus necesidades. No sorprende que Pedro diga:
“Echando toda vuestra ansiedad sobre él, porque él tiene cuidado de
vosotros” (1 Pedro 5:7).
Juan 19:28–37
Esta parte del relato que hace S. Juan de la pasión de Cristo contiene
puntos de profundo interés que Mateo, Marcos y Lucas pasan por alto.
No se nos dice el porqué de este silencio. Bástenos recordar que, tanto
en lo que documentaron como en lo que no, los cuatro Evangelistas
escribieron por inspiración de Dios.
Adviértase, por un lado, el constante cumplimiento de la Escritura
profética en todo el proceso de la crucifixión de Cristo. Se mencionan
tres predicciones en concreto —de Éxodo, Salmos y Zacarías— que se
cumplieron en la Cruz. Y se pueden añadir otras más, como sabe todo
lector atento de la Biblia. Todas ellas tienen como resultado lo mismo:
demuestran que la muerte de nuestro Señor Jesucristo en el Gólgota
fue algo previsto y predeterminado por Dios. Cientos de años antes de
la crucifixión se dispuso cada elemento de esta solemne operación en
el consejo de la Deidad y se reveló a los Profetas hasta el menor de sus
detalles. Fue algo previsto de principio a fin y todos sus aspectos se
ajustaban a un plan previo y definido. Cuando Cristo murió, murió
“conforme a las Escrituras” en el sentido más estricto de la expresión
(1 Corintios 15:3).
No debemos vacilar en considerar tales cumplimientos de la
profecía como un argumento de peso a favor de la autoría divina de la
Palabra de Dios. Los Profetas no solo predicen la muerte de Cristo, sino
también cada detalle. Ninguna otra teoría puede explicar el
cumplimiento de tantas predicciones. Hablar de suerte, de azar, de
coincidencias accidentales como una explicación satisfactoria no tiene
sentido alguno. La única explicación racional es la inspiración de Dios.
Los Profetas que predijeron los detalles de la crucifixión fueron
inspirados por quien ve el fin desde el principio; y los libros que
escribieron mediante su inspiración no se deben leer como obras
humanas, sino divinas. Grandes son sin duda las dificultades a las que
se enfrentan todos aquellos que niegan la inspiración de la Biblia. En
realidad, hace falta una fe mucho más irrazonable para ser incrédulo
que cristiano. Sin duda, muy crédulo debe ser quien considere que el
detallado cumplimiento de las profecías con respecto a la muerte de
Cristo —tales como las profecías acerca de sus ropas, su sed, su
costado traspasado y sus huesos— es resultado de la casualidad.
En segundo lugar, estos versículos nos revelan las solemnes
palabras que brotaron de la boca de nuestro Señor justo antes de
morir. Relata S. Juan que “cuando Jesús hubo tomado el vinagre, dijo:
Consumado es. Y habiendo inclinado la cabeza, entregó el espíritu”.
Sin duda, no sería una exageración decir que, de las siete famosas
frases de nuestro Señor en la Cruz, esta, de la que solo Juan dejó
constancia, es la más extraordinaria de todas.
El Espíritu Santo no ha considerado oportuno revelarnos el sentido
exacto de la maravillosa expresión: “Consumado es”. Es imposible no
intuir una profundidad insondable en ella. Sin embargo, no creo que
sea irreverente hacer conjeturas con respecto a las ideas que
atravesaron la mente de nuestro Señor cuando la pronunció. La
consumación de todos los sufrimientos conocidos y desconocidos que
nuestro Señor había venido a soportar como nuestro Sustituto; la
consumación de la Ley ceremonial, que vino a cumplir y concluir como
el verdadero Sacrificio por los pecados; la consumación de tantas
profecías que había venido a cumplir; la consumación de la gran obra
de la redención humana, que ya estaba próxima; no debe cabernos
duda alguna de que nuestro Señor tenía todo eso en mente cuando
dijo: “Consumado es”. Por lo que sabemos, es posible que tuviera otras
implicaciones adicionales. Sin embargo, al considerar el lenguaje de un
Ser como nuestro Salvador y en semejante ocasión, un momento tan
crítico en su vida, nos conviene ser cautos. “El lugar en que estamos,
tierra santa es”.
En todo caso, de esta famosa expresión se desprende con claridad
una reconfortante idea. Si descansamos nuestras almas en la obra de
Jesucristo el Señor estaremos descansándolas en una “obra
consumada”. No tenemos por qué temer que el pecado, Satanás o la
Ley nos condenen en el último día; tenemos un Salvador que ya lo ha
hecho todo, que ya ha lo pagado todo, que ya lo ha cumplido todo y
que ha llevado a cabo todo lo necesario para nuestra Salvación.
Podemos aceptar el desafío del Apóstol: “¿Quién es el que condenará?
Cristo es el que murió; más aún, el que también resucitó, el que
además está a la diestra de Dios, el que también intercede por
nosotros” (Romanos 8:34). Es normal que, cuando miremos nuestras
obras, nos sintamos avergonzados de sus imperfecciones; pero
podemos sentirnos tranquilos al observar la obra consumada de Cristo.
Si creemos, “estamos completos en Él” (Colosenses 2:10).
En último lugar, estos versículos nos muestran la autenticidad y la
veracidad de la muerte de Cristo. Se nos dice que “uno de los soldados
le abrió el costado con una lanza, y al instante salió sangre y agua”.
Este incidente, por nimio que parezca, ofrece pruebas de que el
corazón de nuestro bendito Señor fue traspasado y que, en
consecuencia, su muerte era segura. No fue un mero desmayo o una
pérdida de conciencia, como algunos se han atrevido a insinuar. Es un
hecho que su corazón dejó de latir y murió. Sin duda, la importancia de
esto es muy grande. Basta reflexionar un poco para ver que sin una
verdadera muerte no podía haber un verdadero sacrificio, que sin una
verdadera muerte no podía haber una verdadera resurrección, y que
todo el cristianismo sería una casa edificada sobre la arena, sin
cimientos. Qué poco imaginaba aquel inconsciente soldado romano
que estaba siendo un tremendo aliado de nuestra santa religión al
atravesar con su lanza el costado de nuestro Señor.
Difícilmente puede cabernos alguna duda de que “la sangre y el
agua” que se mencionan en este pasaje contienen un profundo
significado espiritual. S. Juan mismo parece hacer referencia a ello en
su Primera Epístola como algo muy significativo: “Que vino mediante
agua y sangre” (1 Juan 5:6). A lo largo de todas las épocas ha habido
unanimidad en la Iglesia a la hora de considerarlos emblemas de cosas
espirituales. Sin embargo, nunca se ha llegado a un consenso con
respecto al significado exacto de la sangre y el agua, y probablemente
no se alcance hasta el regreso de nuestro Señor.
Por muy plausible que sea, es de creer que la popular teoría de que
la sangre y el agua hacen referencia a los dos sacramentos no tiene
demasiados visos de ser veraz. El bautismo y la Cena del Señor eran
sacramentos que ya existían cuando nuestro Señor murió, y no era
necesario volver a instituirlos. Sin duda no es necesario sacar a relucir
constantemente estos dos benditos sacramentos e insistir en
imponerlos como el sentido oculto de todo texto polémico que
contenga el número “dos”. Semejante aplicación obstinada de pasajes
difíciles de la Escritura al bautismo y la Cena del Señor no hace ningún
bien ni honra verdaderamente a los sacramentos. Más bien cabría
dudar si no tiene el efecto contrario y tiende a devaluarlos y hacerlos
objeto de desprecio.
Es probable que el verdadero significado de la sangre y el agua
deba buscarse en la famosa profecía de Zacarías, donde dice: “En
aquel tiempo habrá un manantial abierto para la casa de David y para
los habitantes de Jerusalén, para la purificación del pecado y de la
inmundicia” (Zacarías 13:1). ¿Cuándo hubo un momento en el que se
pudiera decir con más justa causa que se había abierto ese manantial
como cuando murió Cristo? ¿Había algún símbolo de la purificación y la
expiación que fuera más conocido para los judíos que la sangre y el
agua? ¿Por qué, pues, habríamos de dudar en creer que “la sangre y el
agua” que manaron del costado de nuestro Señor declaraban al pueblo
judío que por fin se había abierto el verdadero manantial para el
pecado y que a partir de entonces los pecadores podían acudir a Cristo
sin temor en busca del perdón y la purificación? En todo caso, esta
interpretación merece ser considerada.
Independientemente de la interpretación que hagamos de la sangre
y el agua, asegurémonos de haber sido “lavados y emblanquecidos en
la sangre del Cordero” (Apocalipsis 7:14). En el último día dará lo
mismo que hayamos defendido los sacramentos con la mayor
exaltación si jamás acudimos a Cristo por fe ni tuvimos una relación
personal con Él. La fe en Cristo es lo único necesario: “El que tiene al
Hijo, tiene la vida; el que no tiene al Hijo de Dios no tiene la vida” (1
Juan 5:12).
Juan 19:38–42
Juan 20:1–10
Juan 20:11–18
Juan 20:19–23
Juan 21:1–14
Juan 21:15–17
Juan 21:18–25
Epílogo
Aquí concluyen mis notas sobre el Evangelio según S. Juan. He dado mi
última explicación. He recopilado las últimas citas de los diversos
comentaristas. He ofrecido por última vez mi opinión sobre cuestiones
dudosas y controvertidas. Dejo mi pluma con sentimientos de
humildad, agradecimiento y solemnidad. Creo que el lector no
considerará inoportuno que cite las palabras que dan fin al Comentario
a los Evangelios del piadoso Bullinger, resumidas y condensadas, como
conclusión de mis Meditaciones sobre los Evangelios.
”Lector, te he presentado a tu Salvador el Señor Jesucristo, al
mismísimo Hijo de Dios, que fue engendrado por el Padre por medio de
una generación eterna e inefable, con la misma sustancia que el Padre
e igual a Él en todas las cosas; pero que en estos tiempos postreros, en
cumplimiento de las profecías, se encarnó por nosotros, sufrió, murió y
resucitó de entre los muertos y fue hecho Rey y Señor de todas las
cosas. Este es Aquel a quien Dios el Padre designó y nos entregó, lleno
de gracia y verdad, como el Cordero de Dios que quita el pecado del
mundo, como la escalera y la puerta al Cielo, como la serpiente
levantada para anular el poder del veneno del pecado, como el agua
que refresca al sediento, como el pan de vida, como la luz del mundo,
como el redentor de los hijos de Dios, como el pastor y la puerta de las
ovejas, como la resurrección y la vida, como el grano de trigo que
brota y da abundante fruto, como el vencedor sobre el príncipe de este
mundo, como el camino, la verdad y la vida, como la vid verdadera y,
en último lugar, como la redención, la salvación, la satisfacción de la
deuda y la justicia de todos los creyentes del mundo a lo largo de
todas las épocas. Oremos, pues, a Dios el Padre para que, por medio
de la enseñanza de su Evangelio, conozcamos al que es verdadero y
creamos en el único en quien hay salvación; que, creyendo, sintamos a
Dios viviendo en nosotros en este mundo, y que en el mundo venidero
disfrutemos de su bendita y eterna comunión”. Amén y amén.