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@ J. C. Ryle Medit. Juan

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Meditaciones sobre los

Evangelios

Juan 1–21
J.C. Ryle
EDITORIAL PEREGRINO

Publicado por Editorial Peregrino, S.L.


Apartado 19
13350 Moral de Calatrava (Ciudad Real) España
editorialperegrino@mac.com
www.editorialperegrino.com

Publicado por primera vez en inglés bajo el título


Expository Thoughts on the Gospels. John, 1869, 1873

© Editorial Peregrino, S.L. 2004


Juan 13–21: © Editorial Peregrino, S.L. 2005
para la presente versión española

Juan 1–6: Traducción: David Cánovas Williams y Elena Flores Sanz


Juan 7–12 & Juan 13–21: Traducción: David Cánovas Williams
Juan 7–12 & Juan 13–21: Revisión: Elena Flores Sanz
Diseño de la portada de esta serie: René Rodríguez González

Las citas bíblicas están tomadas de la Versión Reina-Valera 1960


© Sociedades Bíblicas Unidas, excepto cuando se cite otra
LBLA = Biblia de las Américas © 1986, 1995, 1997 The Lockman Foundation. Usada con
permiso

Juan 1–6: ISBN: 84-86589-76-2


Juan 7–12: ISBN: 84-86589-86-X
Juan 13–21: ISBN: 84-86589-96-7
Depósito legal: B-26.925-2.004
Depósito legal: B-49.286-2004

Índice
Prefacio a la versión original

1 1–5 El Cristo eterno; una persona definida; Dios mismo; el Creador de todas
las cosas; la fuente de toda luz y vida
6–13 El oficio del ministro; Cristo, la luz del mundo; la maldad del hombre;
los privilegios de los creyentes
14 La realidad de la encarnación de Cristo
15–18 La plenitud de Cristo; la superioridad de Cristo sobre Moisés; Cristo,
revelador del Padre
19–28 La humildad de Juan el Bautista; la ceguera de los judíos inconversos
29–34 Cristo, el Cordero de Dios; Cristo, el que quita el pecado; Cristo, Aquel
que bautiza con el Espíritu Santo
35–42 El bien que se hace al testificar de Cristo; el bien que los creyentes
pueden hacer a otros
43–51 Las almas son guiadas de diversas maneras; Cristo en las Escrituras
del Antiguo Testamento; consejo de Felipe a Natanael; el excelente
carácter de Natanael

2 1–11 El matrimonio como un estado honroso; la legitimidad de la alegría y el


regocijo; el poder supremo de Cristo
12–25 Reprensión del uso irreverente de los lugares santos; palabras de
Cristo recordadas durante largo tiempo; el conocimiento perfecto del
corazón del hombre por parte de Cristo

3 1–8 Los comienzos de algunos cristianos pueden ser muy débiles; la


necesidad de un nuevo nacimiento; la operación del Espíritu como
viento
9–21 Ignorancia espiritual; el amor de Dios como fuente de la salvación; la
muerte de Cristo como medio para proporcionar salvación; la fe como
instrumento de nuestra la salvación
22–36 Celos y espíritu partidista; la verdadera humildad; manifestación de la
dignidad de Cristo; la salvación como algo presente

4 1–6 El bautismo y su verdadera posición; la naturaleza humana de nuestro


Señor
7–26 El tacto y la condescendencia de Cristo; la disposición de Cristo a dar;
la excelencia de los dones de Cristo; la necesidad de convicción de
pecado; la inutilidad de la religión formalista; la bondad de Cristo para
con los grandes pecadores
27–30 Las maravillosas obras de Cristo; la gracia, un principio apasionante;
los verdaderos conversos, celosos de hacer el bien
31–42 El celo de Cristo por hacer el bien; ánimo para aquellos que trabajan
para Cristo; hombres conducidos a Cristo de diversas maneras
43–54 Los ricos tienen aflicciones; los jóvenes pueden estar enfermos y morir;
la aflicción como bendición; las palabras de Cristo, tan buenas como su
presencia

5 1–15 Tristeza causada por el pecado; la compasión de Cristo; lecciones que


enseña la sanidad
16–23 Algunas obras lícitas en el día de reposo; la dignidad y majestad de
Cristo
24–29 Escuchar a Cristo, el camino a la salvación; privilegios de los
verdaderos creyentes; el poder de Cristo para dar vida; la resurrección
final de todos los muertos
30–39 El honor que Cristo otorga a sus siervos; el honor que Cristo otorga a
los milagros; el honor que Cristo otorga a las Escrituras
40–47 La razón de que muchos se pierdan; una causa esencial de
incredulidad; el testimonio que Cristo da de Moisés

6 1–14 El poder supremo de Cristo; el oficio de los ministros; la suficiencia del


Evangelio para toda la Humanidad
15–21 La humildad de Cristo; las pruebas de los discípulos de Cristo; el poder
de Cristo sobre las aguas
22–27 El conocimiento del corazón del hombre por parte de Cristo; lo que
Cristo prohíbe; lo que Cristo aconseja; lo que Cristo promete
28–34 La ignorancia del hombre natural; el honor que Cristo otorga a la fe; los
grandes privilegios de los que oyen a Cristo en comparación con los de
los judíos en el desierto
35–40 Cristo, el pan de vida; nadie es echado fuera; la voluntad del Padre
para todos los que acuden a Cristo
41–51 La humilde condición de Cristo es una ofensa para algunos; la
impotencia natural del hombre; la salvación como algo presente
52–59 El verdadero significado de comer el cuerpo de Cristo y beber su
sangre
60–65 Algunas afirmaciones de Cristo son duras; el peligro de atribuir
significados carnales a palabras espirituales; el perfecto conocimiento
de los corazones por parte de Cristo
66–71 Recaída en un antiguo pecado; la noble declaración de Pedro; el
pequeño beneficio que algunos obtienen de los privilegios religiosos

7 1–13 Dureza e incredulidad del hombre; la razón de que muchos odien a


Cristo; diversas opiniones con respecto a Cristo
14–24 La obediencia honrada, el camino al conocimiento espiritual; censura
del espíritu de enaltecimiento propio en los ministros; el peligro de
juzgar apresuradamente
25–36 La ceguera de los judíos incrédulos; la autoridad superior del Señor
sobre sus enemigos; el triste fin de los incrédulos
37–39 Un caso hipotético; un remedio; una promesa
40–53 La inutilidad de un mero conocimiento intelectual; la particular
grandeza de los dones de nuestro Señor como Maestro; la obra de la
gracia en los corazones es a veces gradual

8 1–11 El poder de la conciencia; la naturaleza del arrepentimiento verdadero


12–20 Cristo: la luz del mundo; la promesa a los que siguen a Cristo; Cristo
pone de manifiesto la ignorancia de sus enemigos
21–30 Se puede buscar a Cristo en vano; diferencia entre Cristo y los
malvados; el terrible final de la incredulidad
31–36 La importancia de perseverar continuamente en la religión; la
naturaleza de la verdadera esclavitud; la naturaleza de la verdadera
libertad
37–47 El fariseísmo ignorante del hombre natural; las verdaderas señales de
los hijos espirituales; existencia y carácter del diablo
48–59 Lenguaje blasfemo contra nuestro Señor; ánimo para los creyentes; el
conocimiento que tenía Abraham de Cristo; la preexistencia de Cristo

9 1–12 El pecado es la causa del dolor en este mundo; la importancia de


aprovechar las oportunidades; diferentes medios utilizados por Cristo
para obrar milagros; la omnipotencia de Cristo
13–25 La ignorancia judía con respecto a la correcta utilización del día de
reposo; extremos a los que llevan a los hombres los prejuicios; ver y
sentir una evidencia irrefutable
26–41 Los hombres pobres, en ocasiones más sabios que los ricos; la
crueldad de los inconversos; el peligro del conocimiento si no se utiliza
adecuadamente

10 1–9 La imagen de un falso ministro; la imagen de los verdaderos cristianos;


la imagen de Cristo mismo
10–18 La finalidad de la venida de Cristo al mundo; el oficio de Cristo como
Pastor; la muerte de Cristo como un acto voluntario
19–30 Cristo: causa inocente de luchas y contiendas; el nombre que Cristo da
a los verdaderos cristianos; los inmensos privilegios de los verdaderos
cristianos
31–42 La iniquidad de la naturaleza humana; el honor que Cristo da a la
Escritura; la importancia que Cristo atribuye a sus propios milagros

11 1–6 Los cristianos verdaderos pueden enfermar como los demás; Cristo es
el mejor amigo en momentos de necesidad; Cristo ama a todos los
verdaderos cristianos, independientemente de su carácter; Cristo sabe
cuál es el mejor momento para ayudar
7–16 Los caminos de Cristo con los suyos son a veces misteriosos; el
lenguaje sensible de Cristo acerca de su pueblo; el temperamento
natural se manifiesta en todos los creyentes
17–29 La mezcla de gracia y debilidad en los creyentes; la necesidad de tener
ideas claras con respecto a la persona, el oficio y el poder de Cristo
30–37 La bendición que recibe la empatía; la profundidad de la empatía de
Cristo hacia su pueblo
38–46 Las palabras de Cristo acerca de la piedra sobre el sepulcro de Lázaro;
las palabras de Cristo a Marta cuando ella dudó; las palabras de Cristo
a Dios el Padre; las palabras que Cristo dirige a Lázaro en su sepulcro
47–57 La maldad del corazón natural del hombre; la ciega ignorancia de los
enemigos de Dios; la importancia que a menudo atribuyen los hombres
malos al ceremonial

12 1–11 Abundantes pruebas de la veracidad de los milagros de Cristo; el


desaliento que infunden los hombres a los amigos de Cristo; la dureza
e incredulidad del hombre
12–19 Los sufrimientos de Cristo fueron completamente voluntarios; las
profecías con respecto a la Primera Venida de Cristo se cumplen
detalladamente
20–26 La muerte es el camino a la vida espiritual; los siervos de Cristo deben
seguirle
27–33 El pecado del hombre se imputa a Cristo; el conflicto interior de Cristo;
la voz de Dios se oye desde el Cielo; profecía de Cristo con respecto a
que sería levantado
34–43 El deber de aprovechar las oportunidades que se nos presentan; la
dureza del corazón del hombre; el poder del amor a este mundo
44–50 Dignidad de Cristo; certidumbre del Juicio Venidero

13 1–5 El amor paciente e infatigable de Cristo; la profunda corrupción de


algunos que profesan ser cristianos
6–15 La ignorancia de Pedro; claras lecciones prácticas; profundas lecciones
espirituales
16–20 Los cristianos no deben avergonzarse de imitar a Cristo; la inutilidad
del conocimiento sin práctica; el conocimiento perfecto que tiene
Cristo de todo su pueblo; la dignidad del discipulado
21–30 Las aflicciones que sufrió Cristo; el poder y la maldad del diablo; el
endurecimiento del relapso
31–38 La crucifixión glorifica al Padre y al Hijo; la importancia del amor
fraternal; la ignorancia que puede tener un verdadero creyente acerca
de sí mismo

14 1–3 El remedio para las turbaciones del corazón; una descripción del Cielo;
razones fundadas para aguardar bendiciones futuras
4–11 Cristo tiene en mejor consideración a los creyentes que ellos mismos;
los gloriosos nombres que recibe Cristo; solo hay un camino a Dios; la
íntima unión entre el Padre y el Hijo
12–17 Las obras que pueden hacer los cristianos; las cosas que puede lograr
la oración; la promesa del Consolador
18–20 La Segunda Venida de Cristo; la vida de Cristo garantiza la vida de su
pueblo; el conocimiento perfecto no se alcanzará hasta la Segunda
Venida de Cristo
21–26 Obedecer los mandamientos de Cristo es la mejor demostración de
amor; el consuelo especial que disfrutan quienes aman a Cristo; el
Espíritu Santo enseña y recuerda
27–31 El último legado de Cristo a su pueblo; la naturaleza de Cristo
completamente libre de pecado

15 1–6 La íntima unión entre Cristo y los creyentes; los falsos cristianos; el
fruto es la única garantía segura de vida; Dios aumenta la santidad por
medio de su disciplina providencial
7–11 Promesas en cuanto a la oración; el fruto es la mejor evidencia; la
obediencia es el secreto para sentir el consuelo
12–16 El amor fraternal; la relación entre Cristo y los creyentes; la elección
17–21 Lo que los cristianos deben esperar del mundo; razones para ser
pacientes
22–27 La utilización errónea de los privilegios; el Espíritu Santo; la misión de
los Apóstoles

16 1–7 Una extraordinaria profecía; prevención del tropiezo ante los


problemas; razones para que Cristo se fuera
8–15 La obra del Espíritu Santo a favor de los judíos; la obra del Espíritu
Santo a favor del mundo
16–24 La ausencia de Cristo, motivo de tristeza para los creyentes; la
Segunda Venida de Cristo, motivo de gozo para los creyentes; el deber
de orar en ausencia de Cristo
25–33 La importancia de conocer al Padre; la bondad de Cristo hacia quienes
tienen una gracia débil; el desconocimiento que tienen los creyentes
de sus propios corazones; Cristo, la verdadera fuente de paz

17 1–8 La misión y la majestad de Cristo; la misericordiosa descripción que


hace Cristo de su pueblo
9–16 La obra especial de Cristo por los creyentes; los creyentes no son
quitados del mundo, sino guardados
17–26 La oración de Cristo por la santificación de su pueblo; la oración de
Cristo por la unidad de su pueblo; la oración de Cristo por la
glorificación de su pueblo

18 1–11 La dureza del corazón del relapso; el carácter voluntario de los


sufrimientos de Cristo; la preocupación de Cristo por la seguridad de su
pueblo; la sumisión de Cristo a la voluntad del Padre
12–27 La extremada maldad de los inconversos; la condescendencia de
Cristo; la debilidad de algunos cristianos verdaderos
28–40 Los falsos escrúpulos de los hipócritas; la naturaleza del Reino de
Cristo; la misión de Cristo; la pregunta de Pilato

19 1–16 Retrato de Cristo; retrato de los judíos; retrato de Pilato


17–27 Cristo soporta su Cruz; Cristo es crucificado como Rey; la preocupación
de Cristo por su madre
28–37 La Escritura se cumple en todos los detalles de la crucifixión;
consumado es; veracidad de la muerte de Cristo
38–42 Algunos cristianos poco conocidos; algunos terminan mejor de lo que
empiezan

20 1–10 Quienes aman más a Cristo son aquellos que más han recibido de Él;
variedad de temperamentos entre los creyentes; los creyentes
mantienen mucha ignorancia
11–18 El amor recibe los mayores privilegios; el temor y la tristeza son a
menudo infundados; ideas terrenales aun entre los verdaderos
creyentes
19–23 El bondadoso saludo de Cristo; las evidencias de la Resurrección; la
comisión de los Apóstoles
24–31 El peligro de no asistir a las reuniones cristianas; la bondad de Cristo
hacia los creyentes tibios; la gloriosa confesión de Tomás

21 1–14 La pobreza de los primeros discípulos; diferencias de carácter entre los


discípulos; numerosas evidencias de la resurrección de Cristo
15–17 La pregunta de Cristo a Pedro; la respuesta de Pedro a Cristo; el
mandato de Cristo a Pedro
18–25 Cristo conoce el futuro de los cristianos de antemano; la muerte del
creyente glorifica a Dios; nuestra primera preocupación debería ser
nuestra propia responsabilidad; la grandeza y la abundancia de las
obras de Cristo

Prefacio a la versión original


Lanzo el volumen que tiene el lector en sus manos con mucha timidez
y un profundo sentido de responsabilidad. No es asunto trivial el
publicar una exposición de un libro de la Biblia. Y resulta
especialmente serio acometer el intento de comentar el Evangelio
según S. Juan.
No olvido que todos tenemos tendencia a exagerar las dificultades
de nuestros propios ámbitos de labor literaria. Pero creo que todo
estudiante inteligente de la Escritura estará de acuerdo conmigo en
que el Evangelio según S. Juan está especialmente repleto de cosas
“difíciles de entender” (1 Pedro 3:16). Contiene una gran porción de la
enseñanza doctrinal de nuestro Señor Jesucristo. Abunda en “lo
profundo de Dios” (1 Corintios 2:10) y en las “palabras del Rey”, y
somos conscientes de que no tenemos ni suficiente información para
profundizar plenamente, ni una mente que pueda comprenderlo
plenamente, ni palabras para explicarlo plenamente. A la fuerza un
libro de la Escritura como este tiene que resultar difícil. Puedo decir
sinceramente que he comentado muchos de los versículos de este
Evangelio con temor y temblor. Con frecuencia me he dicho a mí
mismo: “Y para estas cosas, ¿quién es suficiente?”. “El lugar en que tú
estás, tierra santa es” (2 Corintios 2:16; Éxodo 3:5).
La naturaleza de la obra que ahora se publica requiere unas
palabras aclaratorias. Es la continuación de las Meditaciones sobre los
Evangelios de las cuales ya se han editado cuatro volúmenes que
abarcan los tres primeros Evangelios. Como los volúmenes sobre los
Evangelios de S. Mateo, S. Marcos y S. Lucas, la base de la obra es una
serie continua de breves exposiciones dirigidas a la lectura personal o
en familia, o bien a ser empleadas por aquellos que visitan a los
enfermos y a los pobres. Pero, a diferencia de los anteriores
volúmenes, la obra que ahora tiene el lector en sus manos contiene
sendas notas aclaratorias de cada versículo de la porción que se
expone; constituyen en realidad un completo Comentario.
Este “Comentario” es tan extenso que ocupa más espacio que las
“Meditaciones”, y debo confesar que es la parte principal de la obra. A
algunos podrá parecerles demasiado largo y detallado. Pero me
justificaré apelando a las circunstancias de nuestros tiempos. Vivimos
en días de abundante imprecisión y confusión religiosa en cuanto a los
asuntos doctrinales. Ahora como nunca es tarea de todos los
defensores de una teología clara, bien definida y precisa el aportar
pruebas de que sus ideas son plenamente corroboradas por la
Escritura. Mi opinión es que el Evangelio según S. Juan, correctamente
interpretado, es la mejor y más sencilla respuesta para aquellos que
profesan admirar un cristianismo impreciso y confuso.
El punto de vista teológico del autor del presente comentario será
obvio para cualquier lector inteligente. Este verá enseguida que
pertenezco a aquella escuela de la Iglesia de Inglaterra que, correcta o
incorrectamente, es denominada “evangélica”. Verá que no le tengo
simpatía ni a las tendencias católicas romanas ni a las modernistas.
Verá que me aferro firmemente a las ideas teológicas características
de los reformadores y de la doctrina puritana, y que desapruebo
radicalmente la teología liberal y de manga ancha de algunas escuelas
teológicas. Pero, a la vez que digo esto, permítaseme añadir que, al
interpretar la Escritura, no llamo a nadie “padre” ni “maestro” (cf.
Mateo 23:9–10). Detesto la idea de forzar y manipular la Palabra de
Dios para hacer que apoye ideas partidistas. En todo este comentario
me he esforzado honrada y conscientemente en averiguar el
verdadero significado de cada frase comentada. No he pasado por alto
dificultad alguna ni he vacilado en sacar conclusiones. Me he limitado a
investigar la Escritura independientemente de hacia dónde me parecía
que llevaban sus palabras y a aceptar el aparente significado de estas.
No he rehuido expresar mi desacuerdo con las opiniones de otros
comentaristas si la ocasión lo requería; pero, cuando lo he hecho, he
tratado de que fuera con cortesía y respeto.
El lector observará que he sostenido opiniones muy firmes en
cuanto a un punto de enorme importancia en la actualidad. Se trata de
la inspiración. No vacilo ni por un momento en admitir que creo en la
“inspiración plenaria” de cada palabra del texto original de la Santa
Escritura. Afirmo no solo que la Biblia contiene la Palabra de Dios, sino
que cada tilde de la misma fue escrita, o recopilada, por inspiración
divina y es la Palabra de Dios. Estoy en completo desacuerdo con
aquellos que afirman que los autores de la Biblia fueron parcialmente
inspirados, o inspirados en un sentido tan limitado que se deben
esperar y existen en sus escritos discrepancias, inexactitudes y
contradicciones con los hechos de la Ciencia y de la Historia. Repudio
completamente esa teoría. Considero que prácticamente destruye todo
el valor de la Palabra de Dios, pone una espada en mano de los
incrédulos y escépticos y plantea dificultades mucho más serias que
las que pretende resolver.
Reconozco con total sinceridad que la teoría de “la inspiración
verbal plenaria” implica ciertas dificultades. No pretendo responder a
todas las objeciones planteadas contra ella ni defender todo lo que ha
sido escrito por los que la apoyan. Me conformo con recordar que la
inspiración siempre es una operación milagrosa del Espíritu Santo y,
como cada operación del Espíritu Santo, necesariamente es misteriosa.
Es una operación de la que no más de cuarenta hombres en el mundo
han llegado a ser objeto, y de una manera que ninguno de los cuarenta
ha descrito. Es evidente que toda la cuestión de la inspiración, como
todo lo sobrenatural, a la fuerza contiene mucho de misterioso y
mucho que no podemos explicar. Pero las dificultades de la teoría de la
“inspiración verbal plenaria” me parecen nimiedades comparadas con
aquellas que rodean a la teoría opuesta de la “inspiración parcial”. Una
vez admitimos el principio de que los autores de la Biblia podían
cometer errores y no fueron guiados en todo por el Espíritu, ya no
sabemos dónde estamos. No vemos nada seguro, nada sólido, nada
digno de confianza en los fundamentos de nuestra fe. ¡Desciende una
neblina sobre el Libro de Dios que envuelve en incertidumbre cada
nuevo capítulo! ¿Quién decide cuándo los autores de la Escritura
cometen errores y cuándo no? ¿Cómo puedo saber dónde acaba la
inspiración y dónde comienza? ¡Lo que yo considero inspirado, otro
puede considerarlo no inspirado! ¡Los textos en los que me apoyo
quizá hayan sido un lapsus! ¡Las palabras y frases que me alimentan
posiblemente sean débiles expresiones terrenales en cuya escritura el
autor se abandonó a su propia mente carente de inspiración! De ese
modo la Biblia queda desprovista de gloria. Hay una fría sensación de
sospecha y duda que me invade de terror cuando la leo. Casi soy
tentado a abandonarla por pura desesperación. Una Biblia
parcialmente inspirada es poco mejor que no tener Biblia en absoluto.
Prefiero la teoría “verbal plenaria” con todas sus dificultades antes que
esto. Acepto las dificultades de esa teoría y espero humildemente su
solución. Pero, mientras tanto, siento que estoy firme sobre una roca.
Acepto la existencia de dificultades ocasionales y las aparentes
discrepancias en la Escritura. En mi opinión, en algunos casos son
fáciles de adjudicar a los errores de los antiguos transcriptores, y en
otros a nuestro desconocimiento de las circunstancias aclaratorias y a
detalles y conexiones insignificantes. ¡Decirnos que las cosas no se
pueden explicar simplemente porque nosotros no somos en el
presente capaces de explicarlas, es infantil y absurdo! “El que creyere,
no se apresure” (Isaías 28:16). Un verdadero filósofo nunca
abandonará una buena teoría a causa de unas cuantas dificultades.
Más bien dirá: “Nos conviene esperar. Un día todo se aclarará”. Por mi
parte, creo que toda la Biblia, tal como surgió originalmente de manos
de los autores inspirados, es verbalmente perfecta y sin inexactitudes.
Creo que los autores inspirados fueron guiados infaliblemente por el
Espíritu Santo tanto en su selección de los asuntos como en su
elección de las palabras. Creo que aun ahora, cuando no somos
capaces de explicar supuestas dificultades en la Santa Escritura, lo
más sabio es culpar al interprete y no al texto, sospechar que el error
está en nuestra ignorancia y no en un defecto de la Palabra de Dios. El
sistema teológico de la modernidad, que se deleita en magnificar los
supuestos errores de la Biblia, en justificar de maneras convincentes
sus relatos milagrosos reduciendo al máximo su carácter divino y el
elemento sobrenatural, es un sistema que no puedo apoyar. Me parece
que es quitar una roca de debajo de nuestros pies y colocarnos sobre
arenas movedizas. Nos roba el pan y en su lugar no nos ofrece más
que una piedra.
En mi opinión nada es tan indeciblemente doloroso como el tono
paternalista de compasión que los modernos defensores de la
“inspiración parcial” adoptan al hablar de los autores de la Biblia.
¡Escriben y nos hablan como si S. Pablo, S. Juan y sus compañeros no
fueran más que unos hombres piadosos bienintencionados que en
algunos puntos estaban terriblemente equivocados y muy por debajo
de nuestra era iluminada! ¡Hablan con lástima y desprecio de ese
sistema teológico que satisfizo a los edificadores y gigantes de la
Iglesia de los días pasados! ¡Nos dicen complacidos que se requiere
una nueva teología para nuestra era y que un “trato más libre” de la
Biblia, con plumas no limitadas por las cadenas que ataron a los
anteriores intérpretes, producirán y están produciendo resultados
maravillosos! Yo recelo radicalmente de estos nuevos teólogos, por
muy eruditos y plausibles que puedan ser, y espero que la Iglesia no
acepte ninguna nueva luz de ellos. No veo nada sólido en sus
argumentos y me quedo completamente impasible ante ellos. Creo que
lo que necesitamos en nuestra era no es un trato más “libre” de la
Biblia, sino un trato más “reverente”, más humildad, más estudio
paciente y más oración. Reitero mi firme convicción personal de que
ninguna teoría de la inspiración implica menos dificultades que la de la
“inspiración verbal plenaria”. Me adhiero por completo a esa teoría, y
mis lectores descubrirán que conforme a esa teoría se escribió el
presente Comentario.
Al preparar este Comentario me he obligado a examinar todas las
obras sobre el Evangelio según S. Juan que he podido encontrar.
Adjunto una lista de libros, en parte porque puede resultar interesante
y útil para algunos lectores y en parte porque deseo mostrar que,
cuando difiero de los autores, no escribo con desconocimiento de sus
opiniones.
Los comentarios y las obras expositivas sobre S. Juan que he
examinado son de los siguientes autores:
I. De los Padres: Orígenes, Cirilo de Alejandría, Crisóstomo, Agustín,
Teofilacto, Eutimio y la Catena Aurea [Comentario a los Evangelios de
Tomás de Aquino. N.E.].
II. De reformadores extranjeros y sus sucesores hasta finales de
siglo XVII: Melanchton, Zuinglio, Calvino, Ecolampadio, Brentano,
Bucero, Bullinger, Pellican, Gualter, Flacius Illyricus, Musculus, Beza,
Aretius, Chemnitio, Diodati, Calovio, De Dieu, Cocceius, Gomarus,
Nifanius, Heinsius, Glassius4, Critici Sacri.
III. De autores católicos romanos: Ruperto, Ferus, Arias Montano,
Toledo, Barradius, Maldonado, Cornelio à Lapide, Jansen, Quesnel.
IV. De autores escoceses e ingleses. Rollock, Hutcheson, sinopsis y
anotaciones de Poole, Cartwright, Trapp, Mayer, Leigh, Lightfoot,
Baxter, Hammond, Hall, Henry, Burkitt, Whitby, Pearce, Gill, Scott,
Blomfield, Doddridge, A. Clarke, Barnes, Burgon, Alford, Webster,
Wordsworth, J. Brown, D. Brown, Ford. A esta lista solo puedo añadir a
Arrowsmith, sobre Juan 1; Dyke, sobre Juan 2 y 3; Hildersam, sobre
Juan 4; Trench, sobre los milagros; y la obra de Schottgen Horae
Hebraicae.
V. De autores alemanes desde principios del siglo XVII hasta
nuestros días (finales del XIX): Lampe, Bengel, Tittman, Tholuck,
Olshausen, Stier, Besser, Hengstenberg.
Por supuesto, nadie puede pasarse los años, como yo he hecho
ahora, examinando esta enorme cantidad de obras sin formarse una
opinión firme acerca de los méritos comparativos de sus autores
respectivos. No he dejado de señalar algunas de estas opiniones,
puesto que pueden resultar útiles para algunos de mis hermanos más
jóvenes en el ministerio.
(A) Los Padres me parecen enormemente sobreestimados como
comentaristas y expositores. Cirilo y Crisóstomo son con mucho los
más valiosos, en mi opinión, en cuanto a S. Juan.
(B) Los reformadores continentales y sus sucesores me parecen
enormemente subestimados y abandonados. Brentano y Musculus, por
ejemplo, abundan en excelentes pensamientos y sugerencias, pero al
parecer la mayoría de comentarios modernos los pasan bastante por
alto.
(C) Los autores católicos romanos contienen con frecuencia mucho
que es útil y poco que objetar. ¡Bueno sería para la Iglesia de Inglaterra
que todos sus clérigos conocieran su Biblia tan bien como personas
como Ferus y Toledo!
(D) Los escasos autores alemanes que he consultado me parecen
con mucho demasiado estimados con excepción de Bengel y Lampe.
Stier es siempre reverente, pero tremendamente difuso. En cuanto a
Olshausen, Tholuck y Tittman, por lo general he puesto a un lado sus
obras con gran decepción. ¡No alcanzo a comprender qué quiere decir
la gente cuando nos habla de que tenemos mucho que aprender de los
autores alemanes modernos sobre la Escritura! Solo puedo suponer,
por mi propio conocimiento de ellos, que muchos lo dicen sin haberlos
leído o sin haber leído a otros expositores.
A los comentaristas escoceses e ingleses los pasaré en silencio,
puesto que la mayoría de ellos son muy conocidos. Debo confesar que
creo que tenemos poco que enseñar en este apartado de la literatura
teológica. De nuestros antiguos autores, el comentarista escocés
Rollock es sin duda el mejor. En realidad no conozco un “tesoro
escondido” mejor que su Comentario latino sobre S. Juan. De los
autores modernos, Burgon y Wordsworth me parecen los dos más
valiosos, aunque difiero mucho de ellos en puntos como la Iglesia y los
sacramentos; pero admiro su espíritu reverente. Alford muestra casi
siempre gran talento y claridad; pero no siempre, en mi opinión, una
orientación teológica adecuada. Un comentario crítico totalmente
satisfactorio sobre el Testamento griego, en idioma inglés, es un gran
desiderátum.
Sólo tengo que añadir que en todos los asuntos filológicos,
gramaticales, etc. he consultado a Flacius, Ravanel, Parkhurst, Leigh,
Schleusner, Raphelius, Suicer, Classius y Winer.
La muy reñida cuestión de las “diversas interpretaciones” la he
dejado deliberadamente al margen. No es porque no tenga una opinión
formada sobre el asunto. Pero todas las diversas interpretaciones
afectarían al significado de la Escritura hasta tal punto si fueran
admitidas, que no me parece apropiado mezclar la cuestión con una
obra como la que he intentado llevar a cabo. El texto griego que he
preferido emplear en general es el de la tercera edición de Stephens
(1550), editado por Scholefield. No digo ni por un momento que sea el
mejor texto. Me limito a mencionar que yo lo he utilizado.
No he rehuido constatar los ocasionales defectos en nuestra
traducción inglesa de la Versión Autorizada. Con frecuencia señalo
expresiones que a mi juicio no se han traducido de manera tan literal o
precisa como se podría haber hecho. Nada es perfecto en la Tierra.
Nuestros excelentes traductores, sin duda, en ocasiones no nos
ofrecen el sentido pleno de las palabras griegas y no siempre son
suficientemente cuidadosos con los tiempos verbales y los artículos.
Pero es inútil esperar perfección en traducción alguna. Los traductores
no son inspirados y todos pueden equivocarse. La “inspiración verbal
plenaria” a la que yo me adhiero firmemente es la del texto original de
la Escritura, y no la de traducción alguna. No obstante, no estoy de
acuerdo con aquellos que desean que la nueva versión inglesa de la
Biblia sea de uso público en nuestras iglesias. Acepto los defectos de la
antigua versión, pero tengo serias dudas de que ganemos mucho al
desecharla. En general creo que la Versión Autorizada es una
traducción admirable. Me parece bien dejarla como está.
Concluyo este prefacio con una sincera oración por que quiera Dios
perdonar las muchas deficiencias de esta obra sobre el Evangelio
según S. Juan y emplearla para su gloria y para el bien de las almas.
Me ha costado una enorme inversión de tiempo, pensamiento y
esfuerzo. Pero si el Espíritu Santo hace que sea útil para la Iglesia de
Cristo, me sentiré abundantemente recompensado.
El desconocimiento de la Escritura es la raíz de todos los errores
religiosos y la fuente de toda herejía. Que se me permita quitar
algunos granos de desconocimiento y arrojar unos rayos de luz sobre
la preciosa Palabra de Dios es, en mi opinión, el mayor honor que
puede tener un cristiano.
J.C. Ryle, Máster en Letras
Christ Church, Oxford

Prefacio
El volumen que el lector tiene ahora entre sus manos completa una
obra que comencé hace dieciséis años bajo el título de “Meditaciones
sobre los Evangelios”. Gracias a la providencia de Dios, dicha obra ya
está concluida. Me siento profundamente agradecido por ello. “Mejor
es el fin del negocio que su principio” (Eclesiastés 7:8).
Al llegar al último tramo de la obra dedicada al Evangelio según S.
Juan, considero oportuno hacer algunos comentarios preliminares con
respecto a las “Notas”. Ocupan una proporción tan grande de mis tres
volúmenes sobre Juan que entiendo que mis lectores pidan alguna
clase de explicación. Dado que constituyen cerca de dos tercios de
esta obra, lo que forzosamente multiplica su coste, precisan de cierta
defensa y apología. Es natural que en algunas personas se susciten
preguntas como las siguientes: “¿Qué significan estas notas? ¿Qué
finalidad tienen? ¿Cuál es su tenor doctrinal? ¿Qué materiales se han
utilizado para su confección?”. Me dispongo a responder a esas
preguntas a continuación.
1) Mi propósito al escribir estas notas sobre el Evangelio según S.
Juan queda inmediatamente de manifiesto. He intentado explicar con
un lenguaje sencillo todos aquellos elementos del texto que precisaban
de explicación, así como arrojar toda la luz posible sobre cada versículo
del libro. A tal fin, no solo ofrezco mis propias reflexiones y opiniones,
sino también los resultados del meticuloso estudio de cerca de setenta
comentaristas, tanto antiguos como modernos, de casi todas las
iglesias y escuelas teológicas de la cristiandad. Me he esforzado en
tratar todas las cuestiones que plantea el texto, por muy elevadas y
profundas que fueran, y satisfacer las necesidades de todos los
lectores tanto eruditos como indoctos. No he eludido ningún pasaje
difícil ni he sorteado dificultad alguna. Soy muy consciente de mis
múltiples imprecisiones y no me ha avergonzado reconocer mi
ignorancia en muchas partes. Es probable que no sean pocas las
equivocaciones que detecten en esta obra críticos capacitados. No
afirmo ser infalible. Pero puedo decir con toda honradez que jamás he
tratado la Palabra con parcialidad o engañosamente, y que he hecho
todo lo posible para mostrar lo que se “nos ha dado a conocer” (Job
26:3). Me he atrevido a tratar ciertas cuestiones controvertidas con
más amplitud de lo normal y se podrá encontrar una lista de ellas en
un apéndice de este último volumen. En líneas generales, no puedo
evitar creer que, a pesar de sus muchas deficiencias, estas notas
servirán de ayuda para los lectores reflexivos del Evangelio según S.
Juan.
2) Debo admitir con franqueza que el tenor doctrinal de las notas es
profunda e inequívocamente evangélico. Después de estudiar
pacientemente el Evangelio según S. Juan durante doce años, con gran
reflexión, trabajo y estudio de las obras de otros autores y, si se me
permite añadir, con fervorosas oraciones, mis opiniones teológicas son
las mismas que cuando empecé a escribir. Confío en haber aprendido
muchas cosas a lo largo de estos doce años, pero puedo decir con
certeza que no he visto motivos para modificar mis opiniones
doctrinales. Tengo la sólida y firme convicción de que la teología de esa
escuela religiosa de la Iglesia anglicana llamada, correcta o
incorrectamente, evangélica es profundamente escrituraria, y una
teología de la que ningún cristiano debe avergonzarse.
Confieso abiertamente que, con el paso de los años y una mayor
experiencia, he aprendido a tener un concepto más amable de los
teólogos que pertenecen a escuelas distintas de la mía. Cada año que
pasa en mi vida me voy convenciendo más de que hay muchos
cristianos de corazones rectos a los ojos de Dios cuyas cabezas están a
la vez muy equivocadas. Cada vez estoy más convencido de que las
diferencias entre escuelas de pensamiento religioso son a menudo más
nominales que reales, más verbales que prácticas, y que muchas de
ellas se desvanecerían y desaparecerían si los hombres definieran con
una precisión lógica los términos y las palabras que utilizan. Pero, aun
con todo, no temo poner a Dios por testigo de que no conozco ninguna
teología que se ajuste tanto a la Escritura como la teología evangélica.
Esa es la creencia con que he escrito mis notas sobre S. Juan, y espero
que esa sea la fe con que muera. Con la Biblia en la mano, veo
dificultades en los sistemas de las escuelas no evangélicas que, a mi
juicio, parecen insuperables.
3) Con respecto a los comentaristas que he consultado para
preparar mis notas sobre el Evangelio según S. Juan, deseo hacer
algunos comentarios para beneficio de mis lectores más jóvenes y de
aquellos que no tienen acceso a grandes bibliotecas. No veo motivos
para modificar las opiniones que expresé hace siete años en el prefacio
de mi primer volumen. Después de estudiar pacientemente a Cirilo,
Crisóstomo, Agustín y Teofilacto durante doce años, tengo la
convicción de que, con gran frecuencia, los comentarios patrísticos de
los Evangelios se han valorado y elogiado excesivamente, y que
quienes enseñan a los jóvenes estudiantes de teología a esperar
encontrar “toda sabiduría” en los Padres no son sabios ni ejercen una
influencia beneficiosa. Después de estudiar con idéntica paciencia a
comentaristas alemanes modernos como Tittman, Tholuck, Olshausen,
Stier y Hengstenberg, me veo obligado a decir que los dejo atrás
embargado por una sensación de decepción. También hago una
advertencia con respecto a ellos para beneficio de los estudiantes
jóvenes. Les aconsejo que no tengan demasiadas expectativas. Bien
vale la pena leer a Hengstenberg y Stier, pero no puedo decir que haya
ninguno de estos comentaristas alemanes modernos que merezcan los
hiperbólicos elogios que tan a menudo se les dispensan. ¡De hecho
tengo la fuerte sospecha de que muchos alaban las obras exegéticas
alemanas sin haberlas leído!
Creo firmemente que, a la hora de arrojar luz sobre el significado
del texto de S. Juan y de extraer ideas correctas y hermosas de él, no
existen comentarios comparables a los de aquellos teólogos
continentales inmediatamente posteriores a la Reforma protestante.
Por desgracia, escribieron en latín, lengua que pocas personas se
molestan en leer; y, por regla general, sus libros son infolios
voluminosos y pesados que pocos se molestan en manejar. Además, a
veces sus críticas lingüísticas son defectuosas y la mayoría de ellos
estaban más familiarizados con el latín que con el griego. Pero, en
líneas generales, a mi juicio son unos incomparables expositores y
esclarecedores de la Palabra de Dios. Quien haya leído con atención los
comentarios de Brentano, Bullinger, Gualter, Musculus y Gerhard
descubrirá que son raras las ocasiones en que los comentarios
posteriores contienen buenas ideas que no aparezcan en estos cinco
autores, y que dicen cosas muy valiosas que los autores posteriores ni
siquiera han llegado a pensar. No alcanzo a entender los motivos del
abandono y el ostracismo absolutos en que se encuentran estos
autores en el siglo XIX. ¡Algunos teólogos modernos ni siquiera
parecen saber de la existencia de comentaristas como Brentano,
Musculus y Gerhard! Pero ese es un hecho que no habla muy bien de
nuestros tiempos.
Diré poco o nada con respecto a las obras de los comentaristas
británicos. Este es un campo de la literatura teológica en el que debo
decir con franqueza que no creo que destaquen mis compatriotas.
Salvo contadas excepciones, creo que no están a la altura de su
reputación. Me limitaré, pues, a nombrar unos pocos comentarios que
me parecen particularmente útiles e inspiradores y que rara vez he
consultado en vano. El análisis que hace Rollock de Juan es excelente,
y es una lástima que no se haya traducido toda la obra para sacarla
del confinamiento del latín. Hutcheson siempre es de calidad, pero su
valor se ve lamentablemente empañado por sus interminables
divisiones, aplicaciones e inferencias. En general, Matthew Henry
ofrece abundantes pensamientos piadosos y ejemplos acertados. A
veces demuestra más erudición y conocimientos literarios de lo que se
suele creer. Las Annotations (Anotaciones) de Poole son sanas, claras y
sensatas, y en líneas generales le sitúo a la cabeza de los
comentaristas ingleses de toda la Biblia. Alford y Wordsworth han
prestado una valiosa ayuda a la Iglesia con sus comentarios sobre el
Testamento griego, y no sé de ningún otro al que pueda recomendar
más que ellos a un estudiante del texto original. Pero, en ocasiones,
ambos dicen cosas con las que no estoy de acuerdo, y creo que a
menudo su exposición de textos importantes es muy insuficiente,
cuando no inexistente. Creo que aún hace falta un comentario más
completo y satisfactorio del Testamento griego. El “Breve comentario a
los Evangelios” (Plain Commentary on the Gospels) de Burgon es una
excelente obra, inspiradora y devota. Pero discrepo de su tratamiento
de temas como la Iglesia, los sacramentos y el ministerio. De hecho, la
conclusión a la que llego después de examinar diligentemente a
muchos comentaristas es siempre la misma. No confío en ninguno de
ellos incondicionalmente y no espero la perfección de ninguno. Es
preciso leerlos a todos con precaución. Son buenas ayudas, pero no
infalibles. Son auxiliares de utilidad, pero no la columna de nube y de
fuego. Aconsejo a mis lectores más jóvenes que no lo olviden. Utiliza tu
propio discernimiento diligentemente y en oración. Recurre a los
comentarios, pero no dependas de ninguno. No llames a ningún
hombre maestro.
Solo me queda lamentar el gran retraso en acabar mis
“Meditaciones sobre los Evangelios”. Se ha debido a causas que
escapan por completo a mi control. La obra se comenzó en una
tranquila parroquia de trescientas personas y luego quedó paralizada
por graves problemas familiares. Se retomó con numerosas
interrupciones en una aislada parroquia rural de 1300 personas en la
que, a mi llegada, descubrí que era preciso reparar la casa parroquial,
construir grandes escuelas y restaurar una vieja iglesia en ruinas.
Teniendo en cuenta semejantes dificultades y distracciones, lo que me
sorprende es que haya sido capaz de terminar mi obra sobre S. Juan.
Ahora la presento con la profunda convicción de que contiene gran
número de defectos, imprecisiones y errores, pero en oración y con el
ferviente deseo de que sirva a algunos lectores para mejorar su
comprensión de una de las porciones más interesantes de la Santa
Escritura. Nunca como hoy he estado tan convencido de la veracidad
de aquel viejo dicho: “El desconocimiento de la Escritura es la raíz de
todo error”. Me sentiré muy agradecido si soy capaz de atenuar esa
ignorancia.
El último párrafo del prólogo del deán Alford a su comentario de
Apocalipsis (Commentary on the Book of Revelation expresa tan
perfectamente mis sentimientos al concluir mi obra sobre el Evangelio
según S. Juan, que no me disculpo por citarlo en su totalidad con
excepción de algunas palabras:
“Solo me queda encomendar a mi misericordioso Dios y Padre este
pobre intento de explicar una gloriosa porción de su Escritura revelada.
Lo hago humildemente agradecido, pero con un sentimiento de
profunda debilidad ante el poder de su Palabra y de incapacidad para
sondear las profundidades de la más sencilla de sus frases. ¡Que Dios
perdone la mano que se ha extendido para tocar el Arca! ¡Que Dios
perdone, por el amor de Cristo, toda la dureza, aspereza y terquedad
que haya en este libro! Y que lo santifique para provecho de su Iglesia:
su verdad, si es que la tiene, como enseñanza; sus muchos defectos
como advertencia”.
J.C. Ryle
Vicaría de Stradbroke, Suffolk,
Febrero de 1873

Posdata
Creo que debo ofrecer a muchos de mis lectores alguna explicación del
gran retraso que ha tenido lugar desde que comenzó la publicación de
esta obra sobre S. Juan. Casi ha habido un intervalo de cinco años
entre la publicación de los primeros cuatro capítulos y los siguientes.
Me temo que este retraso ha causado inconvenientes y contrariedades
en muchos sectores. Lo lamento sinceramente.
Pero el retraso ha sido inevitable y se ha debido a circunstancias
fuera por completo de mi control. Muertes, preocupaciones
domésticas, enfermedad y cambio de un lugar de residencia a otro han
tenido mucho que ver con ello. La principal causa ha sido mi traslado a
mi actual iglesia. La obra fue comenzada en una tranquila iglesia de
300 personas. Pero se ha reanudado en una iglesia ampliamente
dispersa de 1400 personas que requieren casi toda mi atención.
Aun ahora, al editar el primer volumen de las Meditaciones sobre S.
Juan, no me atrevo a prometer nada en cuanto al momento en que se
completará la obra. Tengo la intención de concluirla, pero veo casi
imposible asegurar el tiempo necesario. Nadie que no lo haya
intentado conoce la absoluta necesidad de completa ausencia de
distracciones e interrupciones para escribir un Comentario. Las
interminables pequeñas interrupciones a las que un pastor debe
someterse en una iglesia rural pobre de 1400 personas, donde no hay
un conserje residente ni laicos con tiempo libre, y donde muchas cosas
dependen necesariamente del clérigo, nadie puede conocerlas a
menos que haya ocupado ese puesto.
Si la Gran Cabeza de la Iglesia quiere que acabe esta obra, creo que
allanará mi camino y quitará los obstáculos. Pero mis lectores deben
ser comprensivos en cuanto al cambio de mi situación. El día solo tiene
doce horas. No puedo crear tiempo. No es una de las principales
obligaciones del pastor de una iglesia el escribir comentarios. Por
tanto, si la obra no avanza tanto como desearían, deben tener la
bondad de considerar mi situación y pensar que hay una causa.
Juan 1:1–5

El Evangelio según S. Juan, que comienza con estos versículos, difiere


en muchos aspectos de los otros tres Evangelios. Contiene muchas
cosas que estos omiten y omite muchas cosas que estos contienen. Se
pueden aducir fácilmente buenas razones para esta falta de similitud.
Pero baste con recordar que Mateo, Marcos, Lucas y Juan escribieron
bajo la inspiración directa de Dios. En el plan general de sus
respectivos Evangelios, y en los detalles particulares, en todo lo que
hacen constar, los cuatro fueron igual y completamente dirigidos por el
Espíritu Santo.
En cuanto a las cuestiones que S. Juan fue especialmente inspirado
a relatar en su Evangelio, bastará un comentario general. Las cosas
que son peculiares a su Evangelio están entre las más preciosas
posesiones de la Iglesia de Cristo. Ninguno de los cuatro autores de los
Evangelios nos ha dejado iguales declaraciones acerca de la divinidad
de Cristo, de la justificación por la fe, de los oficios de Cristo, de la obra
del Espíritu Santo y de los privilegios de los creyentes como las que
leemos en las páginas de S. Juan. Sin duda, Mateo, Marcos y Lucas no
han guardado silencio en cuanto a estos importantes asuntos. Pero en
el Evangelio según S. Juan salen a la superficie de manera destacada,
de forma que cualquiera puede leerlo.
Los cinco versículos que tenemos ahora ante nosotros contienen
una afirmación sublime y única concerniente a la naturaleza divina de
nuestro Señor Jesucristo. Es incuestionable que a Él se refiere Juan
cuando habla de “el Verbo”. Sin duda existen alturas y profundidades
en esa afirmación que escapan al entendimiento humano. Y, sin
embargo, hay gran cantidad de lecciones en ella que todo cristiano
haría bien en atesorar en su mente.
En primer lugar aprendemos que nuestro Señor Jesucristo es eterno.
S. Juan nos dice que “en el principio era el Verbo”. No comenzó a
existir cuando fueron creados los Cielos y la Tierra. Mucho menos
comenzó a existir cuando el Evangelio fue traído al mundo. Ya tenía
gloria con el Padre “antes que el mundo fuese” (Juan 17:5). Existía al
principio, cuando fue creada la materia y antes de que comenzara el
tiempo. Él era “antes de todas las cosas” (Colosenses 1:17). Era desde
toda la eternidad.
En segundo lugar aprendemos que nuestro Señor Jesucristo es una
persona diferente de Dios el Padre y, no obstante, uno con Él. S. Juan
nos dice que “el Verbo era con Dios”. El Padre y el Verbo, aun siendo
dos personas, están unidos por una unión inefable. Allí donde estuvo el
Padre desde toda la eternidad, estuvo también el Verbo, Dios el Hijo,
con igual gloria, majestad igualmente eterna y siendo, no obstante,
una única Deidad. ¡Se trata de un gran misterio! Bienaventurado aquel
que es capaz de aceptarlo como un niño pequeño sin tratar de
explicarlo.
En tercer lugar aprendemos que el Señor Jesucristo es Dios mismo.
S. Juan nos dice que “el Verbo era Dios”. No era un mero ángel creado
o un ser inferior a Dios el Padre e investido por Él con poder para
redimir a los pecadores. No era en nada inferior al Dios perfecto, sino
igual al Padre en lo tocante a su Deidad, Dios de la sustancia del Padre,
engendrado antes de los mundos.
En cuarto lugar aprendemos que el Señor Jesucristo es el Creador
de todas las cosas. S. Juan nos dice que “todas las cosas por él fueron
hechas, y sin él nada de lo que ha sido hecho, fue hecho”. Lejos de ser
una criatura de Dios, como algunos herejes han afirmado
equivocadamente, es el Ser que creó los mundos y todo lo que
contienen: “Él mandó, y fueron creados” (Salmo 148:5).
Por último, aprendemos que el Señor Jesucristo es la fuente de toda
vida y luz espirituales. S. Juan nos dice que “en Él estaba la vida, y la
vida era la luz de los hombres”. Él es la única fuente eterna de la cual
los hijos de los hombres han obtenido siempre la vida. Toda la vida y
luz espirituales que tuvieron Adán y Eva antes de la Caída procedía de
Cristo. Toda la liberación del pecado y de la muerte espiritual que todo
hijo de Adán ha disfrutado desde la Caída, toda la luz de la conciencia
o del entendimiento que cualquiera haya recibido ha fluido de Cristo.
La inmensa mayoría de la Humanidad, en todas las épocas, ha
rehusado conocerle, ha olvidado la Caída y su necesidad personal de
un Salvador. La luz ha estado resplandeciendo constantemente “en las
tinieblas”. La mayoría de ellos “no la comprendieron” (LBLA). Pero
cuando algún hombre o alguna mujer de los incontables millones de
personas de la Humanidad ha tenido vida y luz espirituales, se ha
debido a Cristo.
Este es un breve resumen de las principales lecciones que parecen
contener estos maravillosos versículos. Hay mucho en ellos,
incuestionablemente, que escapa a nuestra razón; pero nada es
contrario a ella. Hay mucho que no se puede explicar y que debemos
conformarnos humildemente con creer. No obstante, nunca olvidemos
que hay claras consecuencias prácticas que fluyen del pasaje y que
nunca podremos captar con suficiente firmeza o conocer
suficientemente bien.
¿Conocemos, por un lado, la extrema gravedad del pecado? Leamos
con frecuencia estos cinco primeros versículos del Evangelio según S.
Juan. Destaquemos la clase de Persona que tenía que ser el Redentor
de la Humanidad para poder proporcionar redención eterna a los
pecadores. Si nadie que no fuera el Dios eterno, el Creador y
Preservador de todas las cosas, podía quitar el pecado del mundo, sin
duda el pecado tiene que ser mucho más abominable a los ojos de
Dios de lo que la mayoría de las personas suponen. La correcta medida
de la gravedad del pecado es la dignidad de Aquel que vino al mundo a
salvar a los pecadores. ¡Si Cristo es tan magnífico, entonces el pecado
ha de ser sin duda algo muy grave!
¿Conocemos, por otro lado, la fuerza del verdadero fundamento
para la esperanza del cristiano? Leamos una y otra vez los cinco
primeros versículos del Evangelio según S. Juan. Destaquemos que el
Salvador en quien el creyente debe confiar es nada menos que el Dios
eterno, el único capaz de salvar hasta lo sumo a todos aquellos que
acuden al Padre a través de Él. Aquel que estaba “con Dios” y “era
Dios” es también “Emanuel, Dios con nosotros”. Demos gracias a Dios
porque quien nos ayuda es “uno que es poderoso” (Salmo 89:19).
Nosotros somos grandes pecadores. Pero en Jesucristo tenemos un
gran Salvador. Él es una fuerte piedra angular capaz de soportar el
peso del pecado del mundo: “El que en él creyere, no será
avergonzado” (1 Pedro 2:6).

Notas: Juan 1:1–5


[El Evangelio según S. Juan]. Los siguientes comentarios preliminares
sobre el Evangelio según S. Juan pueden resultar de utilidad a algunos
lectores.
En primer lugar, no hay duda de que este Evangelio fue escrito por el
apóstol Juan, el hijo de Zebedeo y hermano de Santiago, en otro tiempo
pescador en el mar de Galilea y posteriormente llamado a ser discípulo del
Señor Jesús, testigo visual de todo el ministerio de Cristo y columna de la
Iglesia. Debemos recordar que Juan es llamado de manera especial “el
discípulo a quien amaba Jesús” (Juan 21:20). Fue uno de los tres únicos
escogidos que vieron resucitar a la hija de Jairo, fueron testigos visuales de la
transfiguración y acompañaron a nuestro Señor durante su agonía en el
huerto. Fue aquel que inclinó su cabeza sobre el pecho de Cristo en la última
cena. Fue aquel a quien nuestro Señor encomendó el cuidado de la virgen
María cuando estaba muriendo en la Cruz. Es un hecho interesante que él
fuera el discípulo especialmente inspirado a escribir las cosas más profundas
concernientes a Cristo.
En segundo lugar, hay pocas dudas en cuanto a que este Evangelio fue
escrito en una fecha muy posterior a la de los otros tres Evangelios. Cuánto
más tarde y en qué momento exacto, no lo sabemos. Una opinión muy
común es que fue escrito después de surgir herejías acerca de la persona y
las naturalezas de Cristo como las atribuidas a Ebión y a Cerinto. No es
probable que fuera escrito posteriormente a la destrucción de Jerusalén. Si
así hubiera sido, Juan difícilmente habría hablado de la “puerta de las ovejas”
como algo que aún estaba en pie en Jerusalén (cf. Juan 5:2).
En tercer lugar, el contenido de este Evangelio es, en su mayor parte,
exclusivo de él mismo. Con excepción de la crucifixión y de unos cuantos
asuntos más, S. Juan fue inspirado a escribir cosas relativas a nuestro Señor
que solo se encuentran en su Evangelio. No dice nada acerca del nacimiento
y la infancia de nuestro Señor, de su tentación, del Sermón del Monte, de la
transfiguración, de la profecía acerca de Jerusalén ni de la institución de la
Cena del Señor. Nos ofrece pocos milagros y pocas parábolas. Pero las cosas
que Juan relata están entre los tesoros más preciosos que poseen los
cristianos. Los capítulos acerca de Nicodemo, la mujer de Samaria, la
resurrección de Lázaro y la aparición de nuestro Señor a Pedro tras su
resurrección junto al mar de Galilea, los discursos públicos de los capítulos 5,
6, 7, 8 y 10, los discursos privados de los capítulos 13, 14, 15 y 16 y, sobre
todo, la oración del capítulo 17, son algunas de las porciones más valiosas de
la Biblia. Debemos recordar que todos estos capítulos son propios de S. Juan.
En cuarto lugar, el estilo de este Evangelio no es menos especial que su
contenido. Parece extraordinariamente simple en muchas de sus
afirmaciones y, sin embargo, hay una profundidad en ellas que nadie puede
desentrañar completamente. Contiene muchas expresiones que se utilizan en
un sentido profundo y espiritual, como “luz”, “tinieblas”, “mundo”, “vida”,
“verdad”, “permanecer”, “conocer”. Contiene dos nombres de la segunda y
tercera personas de la Trinidad que no se encuentran en los otros Evangelios.
Estos son: “el Verbo” como nombre de nuestro Señor y “el Consolador” como
nombre del Espíritu Santo. Contiene, de vez en cuando, comentarios y citas
que aclaran las palabras de nuestro Señor. Más aún, contiene frecuentes
explicaciones breves de costumbres y términos judíos que sirven para
mostrar que no fue escrito tanto para los lectores judíos como para toda la
Iglesia en todo el mundo. “Mateo —dice Gregorio Nacianceno, citado por Ford
— escribió para los hebreos, Marcos para los italianos, Lucas para los griegos;
el gran heraldo, Juan, para todos”.
Por último, el prefacio de este Evangelio es una de las más sorprendentes
peculiaridades de todo el libro. Bajo el término “prefacio” incluyo los primeros
dieciocho versículos del capítulo 1. Este prefacio constituye la quintaesencia
de todo el libro y se compone de proposiciones sencillas, breves y
condensadas. En ningún otro lugar encontraremos tantas expresiones que,
por falta de capacidad intelectual, ningún hombre mortal puede captar o
explicar plenamente. En ninguna parte de la Escritura es tan tremendamente
importante profundizar en cada palabra y hasta en cada tiempo verbal
empleado en cada frase. En ninguna parte de la Escritura brilla con tanto
esplendor la perfecta exactitud gramatical y precisión verbal de una
composición inspirada. Quizá no sea demasiado decir que no se puede variar
ni una sola palabra en los primeros cinco versículos del Evangelio según S.
Juan sin abrir la puerta a alguna herejía.
El primer versículo del Evangelio según S. Juan, en especial, siempre ha
sido reconocido como uno de los versículos más sublimes en la Biblia. Los
antiguos solían decir que merecía estar escrito en letras de oro en cada
iglesia cristiana. Bien se ha dicho que es un inicio digno de aquel a quien
Jesús llamó “hijo del trueno”.
V. 1: [En el principio era el Verbo]. Este maravilloso versículo contiene
tres cosas. Nos dice que nuestro Señor Jesucristo, aquí llamado “el Verbo”, es
eterno, que es una persona diferente de Dios el Padre y, sin embargo,
totalmente unido íntimamente a Él, y que es Dios. Recordemos que el
término “Dios” que tenemos en la segunda frase hay que tomarlo en
referencia personal a Dios el Padre; y el que tenemos en la tercera,
esencialmente, como relativa al Ser Divino.
La expresión “en el principio” significa el principio de toda la Creación. Es
como el primer versículo de Génesis: “En el principio creó Dios los cielos y la
tierra” (Génesis 1:1).
La palabra “era” significa “existía”, “estaba existiendo”. Toda la frase
significa que, cuando el mundo fue llamado a ser al principio de todo —por
mucho tiempo que haya transcurrido—, cuando la materia fue formada por
vez primera —independientemente de los muchos millones de años que
hayan pasado—, en aquel período el Señor Jesucristo ya existía. Él no tuvo
principio. Él era antes que todas las cosas. Nunca hubo un tiempo cuando no
era. En resumen, el Señor Jesucristo es un Ser eterno.
Varios de los Padres abundan en hacer hincapié en la inmensa
importancia de la palabra “era” en esta frase y en el hecho de que se repita
cuatro veces en los dos primeros versículos de este Evangelio. No se dice
“fue creado el Verbo”, sino “era el Verbo”. Dice Basil: “Esos dos términos,
“principio” y “era”, son como dos anclas” a las que el barco del alma del
hombre puede aferrarse cuando venga cualquier tormenta de herejía.
La expresión “el Verbo” es muy difícil, y propia de S. Juan. No veo prueba
clara de que sea empleada por otro autor del Nuevo Testamento. Los textos
de Hechos 20:32 y Hebreos 4:12 son, por así decirlo, pruebas dudosas. Que
aquí se refiere a una “persona” y no a una palabra hablada, y que se aplica a
nuestro Señor Jesucristo, está claro por la frase posterior: “Y aquel Verbo fue
hecho carne, y habitó entre nosotros”. Es innegable que se trataba de un
término familiar a los judíos. Pero por qué Juan emplea este término concreto
tanto aquí como en sus otros escritos es algo en lo que los comentaristas
difieren enormemente.
Algunos piensan —como Tertuliano, Zuinglio, Musculus, Bucero y Calvino—
que Cristo es llamado “el Verbo” porque es la sabiduría de Dios, y la
“sabiduría” del libro de Proverbios. Estos habrían traducido la expresión por
“razón, sabiduría o consejo”. Otros creen —como algunos de los Padres— que
Cristo es llamado “el Verbo” porque es la imagen de la simiente de la mente
del Padre, “la imagen expresa de la persona del Padre”, igual que nuestras
palabras, si somos sinceros y honrados, son la imagen y expresión de
nuestras mentes.
Otros creen —como Cartwright y Tittman— que Cristo es llamado “el
Verbo” porque es la persona de quien se habla en todas las promesas del
Antiguo Testamento y el tema de la profecía. Otros creen —como Melanchton,
Rollock, Gomarus y Scott— que Cristo es llamado “el Verbo” porque es el que
habla, expresa e interpreta la voluntad de Dios el Padre. Está escrito en este
mismo capítulo que “el unigénito Hijo […] ha dado a conocer [al Padre]”.
También está escrito que Dios “en estos postreros días nos ha hablado por el
Hijo” (Hebreos 1:2).
Considero que la última de estas opiniones es la más sencilla y
satisfactoria. Todas las demás son como mucho solo conjeturas.
Probablemente haya algo en la expresión que aún no ha sido descubierto.
Muchos piensan que la expresión “el Verbo” se emplea en varios lugares
del Antiguo Testamento con respecto a la segunda persona de la Trinidad.
Esos lugares son el Salmo 33:6; el Salmo 107:20; y 2 Samuel 7:21 comparado
con 1 Crónicas 17:19. La prueba en todos estos casos plantea algunas dudas.
No obstante, la idea es apoyada por el hecho de que en los escritos rabínicos
se habla a menudo del Mesías como “el Verbo”. En Génesis 3, la paráfrasis
caldea dice que Adán y Eva “oyeron la Palabra del Señor que se paseaba en
el huerto”.
Arrowsmith, en su admirable obra sobre este capítulo, aporta una
probable razón por la que Juan no dice “en el principio era el Hijo de Dios”,
sino “el Verbo”: “Juan no iba a apartar ya de primeras los corazones de sus
lectores. Sabía que ni los judíos ni los gentiles tolerarían el término “Hijo de
Dios”. No podían soportar oír hablar de una filiación en la Deidad y la
Divinidad; pero ya estaban al corriente del término “Verbo” aplicado a la
Divinidad. Poole observa que ningún término era tan aborrecido por los judíos
como “Hijo de Dios”. Ferus comenta que, al llamar a nuestro Señor “el
Verbo”, S. Juan excluye toda idea de una relación material, carnal, entre el
Padre y el Hijo. Suicer también muestra que esta era la idea de Crisóstomo,
Teodoreto, Basil, Gregorio de Nicea y Teofilacto.
Cualesquiera que sean las dificultades experimentadas en cuanto a la
expresión “el Verbo” en nuestros tiempos, parece que no fueron dificultades
experimentadas ni por los judíos ni por los gentiles cuando S. Juan escribió su
Evangelio. Decir, como algunos han hecho, que tomó esa expresión de los
filósofos de su tiempo es atentar contra la inspiración. Pero podemos afirmar
con seguridad que empleó como nombre para la segunda persona de la
Trinidad una expresión cuyo significado era muy familiar a los primeros
lectores de su Evangelio. Con esto nos damos por satisfechos. Aquellos que
deseen más información deben consultar la Dissertation de Wirsius sobre la
palabra Logos, el Thesaurus de Suicer y el Comentario de Adam Clarke.
[El Verbo era con Dios]. Esta frase significa que desde toda la eternidad
hubo la más íntima e inefable unión entre la primera y la segunda personas
en la bendita Trinidad, entre Cristo el Verbo y Dios el Padre. Y sin embargo, a
pesar de estar inefablemente unidos, el Verbo y el Padre eran desde toda la
eternidad dos personas distintas. “Es a Él —dice Pearson— a quien dijo el
Padre: ‘Hagamos al hombre a nuestra imagen’ (Génesis 1:26)”.
La verdad contenida en esta frase es una de las más profundas y
misteriosas de toda la teología cristiana. No tenemos capacidad mental para
explicar la naturaleza de esta unión entre el Padre y el Hijo. Agustín extrae
analogías del Sol y sus rayos, del fuego y la luz que da: aun siendo dos cosas
diferentes, están no obstante unidas inextricablemente, de manera que
donde está la una está la otra. Pero todas las analogías sobre estos asuntos
tienen limitaciones y fallan. Aquí, de todos modos, es mejor creer que tratar
de explicar. Nuestro Señor dice claramente: “Yo soy en el Padre, y el Padre en
mí”, “Yo y el Padre uno somos”, “el que me ha visto a mí, ha visto al Padre”
(Juan 14:9–11; 10:30). Estemos plenamente persuadidos de que el Padre y el
Hijo son dos personas distintas en la Trinidad, conjuntamente iguales y
conjuntamente eternas; y no obstante una en sustancia, inseparablemente
unidas e indivisibles. Comprendamos bien las palabras del Credo de Atanasio:
“Sin confundir las personas, ni dividir la sustancia”. Pero ahí debemos parar.
Musculus comenta sobre esta frase con cuánto cuidado S. Juan escribe
que “el Verbo era con Dios” y no “Dios era con el Verbo”. Eso nos hace
recordar que no hay dos Dioses, sino uno. Y, sin embargo, “el Verbo era con
Dios y era Dios”.
[El Verbo era Dios]. Esta frase significa que el Señor Jesucristo, el Verbo
eterno, era en naturaleza, esencia y sustancia, Dios mismo y que, “como el
Padre es Dios, así también el Hijo es Dios”. Parece imposible afirmar la
divinidad de Cristo más claramente de lo que aquí se afirma. La frase no
puede significar otra cosa salvo que el Padre es Dios, puesto que nadie
pensaba en discutir esto. Tampoco podía significar que el título de Dios se
otorgaba a un ser inferior a Dios y creado, como los príncipes de este mundo
que son llamados “dioses”. Aquel que aquí es llamado Dios es el mismo que
era no creado y eterno. No hay inferioridad en el Verbo respecto a Dios el
Padre. La Divinidad del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo es una misma.
Afirmar frente a este texto, como hacen algunos presuntos cristianos, que
nuestro Señor Jesucristo era solo un hombre es una lamentable prueba de la
perversidad del corazón humano.
Todo el versículo, si se interpreta de manera honrada e imparcial, es un
argumento incontestable contra tres clases de herejes. Refuta a los arrianos,
que consideran a Cristo como un Ser inferior a Dios; refuta a los sabelianos,
que niegan cualquier distinción de personas dentro de la Trinidad y dicen que
Dios a veces se manifiesta como el Padre, a veces como el Hijo y a veces
como el Espíritu, ¡y que el Padre y el Espíritu sufrieron en la Cruz! Y, sobre
todo, refuta a los socinianos y unitarios, que dicen que Jesús no era Dios sino
un hombre, un hombre santísimo y perfecto, pero solo un hombre.
Al dejar este versículo, es inútil negar que hay profundos misterios en él
que el hombre no tiene mente para comprender ni lenguaje para expresar.
Cómo puede haber una pluralidad en la unidad y una unidad en la pluralidad,
tres personas en la Trinidad y un Dios en esencia, cómo Cristo puede estar al
mismo tiempo en el Padre —como corresponde a la unidad en esencia— y
con el Padre —como corresponde a la distinción de su persona— son asuntos
que escapan a nuestro limitadísimo entendimiento. Felices seremos si
podemos estar de acuerdo con el devoto comentario de Bernardo acerca del
asunto: “Es una temeridad buscar demasiado en ello. Es propio de la piedad
creerlo. Es vida eterna conocerlo. Y nunca podremos comprenderlo
plenamente hasta llegar a disfrutarlo”.
V. 2: [Este era en el principio con Dios]. Este versículo contiene una
repetición enfática de la segunda frase del versículo anterior. S. Juan anticipa
la posible objeción de alguna mente perversa acerca de que quizá hubo un
tiempo cuando Cristo, el Verbo, no era una persona distinta en la Trinidad. En
respuesta a esta objeción, declara que el mismo Verbo que era eterno y Dios
fue también desde toda la eternidad una persona en la Deidad distinta de
Dios el Padre y, sin embargo, unida a Él de la manera más íntima e inefable.
En resumen, nunca hubo un tiempo en que Cristo no estuviera “con Dios”.
Hay dos pasajes en el Antiguo Testamento que arrojan fuerte luz sobre la
doctrina de este versículo. Uno está en el libro de Proverbios (8:22–31). El
otro en Zacarías 13:7. El pasaje en Proverbios parece tratar de explicar el
versículo que tenemos delante. El pasaje en Zacarías contiene una expresión
que es casi paralela a la expresión “con Dios”: “Levántate, oh espada, contra
el pastor, y contra el hombre compañero mío, dice Jehová de los ejércitos”.
“El hombre compañero mío” —según los mejores comentaristas— se refiere
al Mesías, a Jesucristo, y una referencia a la Synopsis de Poole mostrará que
esas palabras significan “el hombre que está cerca de mí, o junto a mí”.
Dice Arrowsmith: “Pregunta al Sol si alguna vez ha estado sin sus rayos.
Pregunta a la fuente si alguna vez ha estado sin su corriente. Igualmente,
Dios nunca ha estado sin su Hijo”.
No debemos suponer que la repetición de este segundo versículo sea
innecesaria o carente de significado. Arrowsmith comenta que “las
repeticiones tienen diversos usos en la Escritura. En la oración son muestra
de afecto. En la profecía denotan celeridad y seguridad. En las amenazas
denotan algo que es inevitable y repentino. En los preceptos denotan una
necesidad de cumplirlos. En las verdades, como la que tenemos delante,
sirven para mostrar la necesidad de creerlas y conocerlas”.
V. 3: [Todas las cosas por él fueron hechas]. Esta frase significa que la
Creación fue obra de nuestro Señor Jesucristo no menos que de Dios el Padre:
“Porque en él fueron creadas todas las cosas” (Colosenses 1:16). “Tú, oh
Señor, en el principio fundaste la tierra” (Hebreos 1:10). Pero, Aquel que hizo
todas las cosas, a la fuerza ha de ser Dios.
Debemos recordar que esta expresión no implica inferioridad alguna de
Dios el Hijo respecto a Dios el Padre como si Dios el Hijo fuera solo el
instrumento que trabaja sometido a otro. Tampoco implica que la Creación no
fuera en sentido alguno obra de Dios el Padre y que Él no sea el Hacedor del
Cielo y de la Tierra. Pero implica que es tal la dignidad del Verbo eterno, que
en la Creación así como en todo lo demás cooperó con el Padre: “Todo lo que
el Padre hace, también lo hace el Hijo igualmente” (Juan 5:19); “Por quien
asimismo hizo el universo” (Hebreos 1:2). Cuando leemos la expresión “por
mí reinan los reyes” (Proverbios 8:15), ni por un momento suponemos que los
reyes son superiores en dignidad a Aquel por medio de quien reinan.
Jansen comenta que este versículo acaba por completo con la idea
herética sostenida por los maniqueos de que el mundo material fue formado
por un espíritu maligno, así como la idea de la escuela platónica de que parte
de la Creación fue hecha por ángeles y demonios.
[Sin él nada de lo que ha sido hecho, fue hecho]. Esta frase parece
añadida para mostrar la completa imposibilidad de que nuestro Señor
Jesucristo no fuera más que algo creado. Si ni la más pequeña cosa fue
creada sin Él, está claro que no es posible que Él mismo sea una criatura.
Los Padres plantearon curiosas conjeturas acerca del origen del mal a
partir de la expresión que ahora tenemos delante. “Si nada fue hecho sin
Cristo —argumentan—, ¿de dónde procede el pecado?”. La respuesta sencilla
a esta pregunta es que el pecado no estaba entre las cosas que fueron
creadas al principio. Vino después, en la Caída: “El pecado entró en el mundo
por un hombre” (Romanos 5:12). Que no pudo haber entrado sin permiso de
Dios y que su entrada fue autorizada para que se muestre la misericordia de
Dios en la Redención son verdades innegables. Pero no tenemos derecho a
decir que el pecado estaba entre todas las cosas que fueron hechas por
Cristo.
V. 4: [En él estaba la vida]. Esta frase significa que, en los consejos
eternos de la Trinidad, Cristo fue señalado para ser la fuente, el manantial,
origen y causa de la vida. De Él fluiría toda la vida. En cuanto a la clase de
“vida” a la que aquí se hace referencia hay mucha diferencia de opinión entre
los comentaristas. Unos creen —como Cirilo, Teofilacto, Chemnitio y Calvino—
que la expresión se refiere especialmente a la continua preservación de todas
las cosas creadas por la providencia de Cristo. Habiendo creado todas las
cosas, las sostiene con vida y en orden. Otros creen —con Zuinglio,
Cartwright, Arrowsmith, Poole, Alford y la mayoría de comentaristas
modernos— que la expresión incluye toda clase de vida, tanto vegetal como
animal y espiritual: “En él vivimos, y nos movemos, y somos” (Hechos 17:28).
Otros creen —como Lutero, Melanchton, Brentano, Flacius, Lightfoot,
Lampe y Pearce— que la expresión se aplica solo a la vida espiritual y que
pretende declarar que Cristo solamente es la fuente de toda vida para las
almas de los hombres, tanto en el tiempo como en la eternidad. Fue el
Creador de todas las cosas y también el Autor de la nueva creación. Yo me
inclino decididamente a esta opinión. Por un lado, la vida natural parece ya
incluida en el versículo anterior acerca de la Creación. Por otro, es la opinión
que parece concordar más como conclusión del versículo y estar en armonía
con las palabras “contigo está el manantial de la vida; en tu luz veremos la
luz”. “Dios nos ha dado vida eterna; y esta vida está en su Hijo” (Salmo 36:9;
1 Juan 5:11).
[La vida era la luz de los hombres]. Esta frase significa que la vida que
estaba en Cristo tenía el propósito antes de la Caída de ser guía del alma del
hombre al Cielo y provisión para el corazón y la conciencia del hombre y que,
desde la Caída del hombre, ha sido salvación y consuelo para todos aquellos
que han sido salvos. Aquellos y solo aquellos que han seguido a Cristo como
su luz son los que han vivido ante Dios y llegado al Cielo. Nunca ha habido
vida o luz espiritual alguna que hayan disfrutado los hombres al margen de
Cristo.
V. 5: [La luz en las tinieblas resplandece]. Esta frase significa que la luz
espiritual que Cristo —la fuente de vida— ofrece al hombre, siempre ha sido
rechazada desde la Caída y sigue siéndolo por los hombres no regenerados.
Ha sido como una vela que brilla en un lugar oscuro, una luz en medio de un
mundo de tinieblas, haciendo que en las tinieblas haya más visibilidad. Los
hombres no regenerados están en tinieblas ellos mismos en cuanto a las
cosas espirituales: “Erais tinieblas” (Efesios 5:8).
Arrowsmith comenta en cuanto a esta frase: “Cristo ha brillado en todas
las épocas en las obras de la Creación y de la Providencia. No se quedó sin
testigos. Cada criatura es una especie de profesor que ofrece al hombre una
conferencia respecto a Dios, hablando de su sabiduría, poder y bondad”.
[Las tinieblas no prevalecieron contra ella]. Esta frase significa que el
corazón natural del hombre siempre ha estado tan entenebrecido desde la
Caída, que la gran mayoría de la Humanidad nunca ha comprendido ni
recibido la luz ofrecida a ellos por Cristo, ni se ha asido de ella.
La diferencia en los tiempos verbales empleados en este versículo es muy
notable. Acerca de la “luz” se emplea el tiempo presente: Resplandece ahora
como ha resplandecido siempre; sigue resplandeciendo. Acerca de las
“tinieblas” se emplea el tiempo pasado: No comprendieron la luz; nunca la
han comprendido desde el principio, no la han comprendido hasta la
actualidad.
La palabra griega traducida como “prevalecer” [“comprender” en LBLA]
es la misma que se emplea en Efesios 3:18. En Hechos 4:14 se traduce como
“decir en contra”; en Romanos 9:30 como “alcanzar”; en Filipenses 3:13
también; en Juan 8:3 como “sorprender”, y en 1 Tesalonicenses 5:4 lo mismo.
En este punto, mere atención el comentario de Bengel sobre todo el
pasaje: “En los versículos 1 y 2 de este capítulo se hace mención de una
situación anterior a la creación del mundo; en el versículo 3 a la creación del
mundo; en el 4, al tiempo de rectitud del hombre; en el 5, al tiempo del
declive del hombre y su caída”. No puedo cerrar estas notas de los versículos
iniciales del Evangelio según S. Juan sin expresar mi profundo sentimiento de
la completa incapacidad de cualquier comentarista humano para entrar
plenamente en las inmensas y sublimes verdades que contiene el pasaje. Me
he esforzado en arrojar algo de luz sobre el pasaje y no he renunciado a
excederme en la longitud media de estas notas debido a la inmensa
importancia de esta parte de la Escritura. Pero después de decir todo lo que
he dicho, me siento como si solo hubiera rozado ligeramente la superficie del
pasaje. Hay algo aquí que nada sino la luz de la eternidad revelará
plenamente.

Juan 1:6–13

S. Juan, después de comenzar su Evangelio con una declaración de la


naturaleza de nuestro Señor como Dios, pasa a hablar de su precursor:
Juan el Bautista. No se debe pasar por alto el contraste entre el
lenguaje empleado en referencia al Salvador y el empleado para hablar
de su precursor. De Cristo se nos dice que era el Dios eterno, el
Creador de todas las cosas, la fuente de vida y de luz. De Juan el
Bautista se nos dice simplemente que “hubo un hombre enviado de
Dios, el cual se llamaba Juan”.
Vemos en estos versículos, en primer lugar, la verdadera naturaleza
del deber de un ministro cristiano. Lo tenemos en la descripción de
Juan el Bautista: “Vino por testimonio, para que diese testimonio de la
luz, a fin de que todos creyesen por él”.
Los ministros cristianos no son sacerdotes ni mediadores entre Dios
y el hombre. No son instrumentos a cuyas manos los hombres y las
mujeres encomiendan sus almas y que se dedican a la religión de ellos
como sus representantes. Son testigos. Tienen la misión de dar
testimonio de la verdad de Dios, y especialmente de la gran verdad de
que Cristo es el único Salvador y la luz del mundo. Este fue el
ministerio de S. Pedro en el día de Pentecostés: “Con otras muchas
palabras testificaba” (Hechos 2:40). Ese era el propósito de todo el
ministerio de S. Pablo: “Testificando a judíos y a gentiles acerca del
arrepentimiento para con Dios, y de la fe en nuestro Señor Jesucristo”
(Hechos 20:21). A menos que un ministro cristiano dé un testimonio
pleno de Cristo, no es fiel para hacer su trabajo. En la medida que
testifica de Cristo, ha hecho su parte y recibirá su recompensa, aunque
sus oyentes no crean su testimonio. Mientras los oyentes de un
ministro no crean en aquel Cristo de quien se les habla, no reciben
beneficio alguno del ministerio. Puede agradarles e interesarles, pero
no obtienen provecho hasta creer. El gran fin del testimonio del
ministro es que, por medio de él, los hombres lleguen a creer.
Vemos en estos versículos, en segundo lugar, una posición
prioritaria que ocupa nuestro Señor Jesucristo hacia la Humanidad. La
tenemos en las palabras: “Aquella luz verdadera, que alumbra a todo
hombre, venía a este mundo”.
Cristo es para las almas de los hombres lo que el Sol es para el
mundo. Es el centro y la fuente de toda luz, vida y salud, de todo calor
y crecimiento, de toda belleza y fertilidad espirituales. Como el Sol,
brilla para el beneficio generalizado de toda la Humanidad: para altos y
bajos, ricos y pobres, judíos y griegos. Como el Sol, es gratis para
todos. Todos pueden mirar a Él y recibir salud de su luz. Si millones de
personas estuvieran lo bastante locas como para vivir en cuevas bajo
tierra o vendarse los ojos, sus tinieblas serían culpa suya, y no culpa
del Sol. Así también, si millones de hombres y mujeres aman las
tinieblas espirituales más que la luz (cf. Juan 3:19), la culpa es de sus
ciegos corazones y no de Cristo: “Su necio corazón fue entenebrecido”
(Romanos 1:21). Pero tanto si los hombres ven a Cristo como si no,
Cristo es el verdadero sol y la luz del mundo. No hay luz para los
pecadores excepto en Jesucristo.
Vemos en estos versículos, en tercer lugar, la extrema maldad del
corazón natural del hombre. La tenemos en las palabras de Cristo: “En
el mundo estaba, y el mundo por él fue hecho; pero el mundo no le
conoció. A lo suyo vino, y los suyos no le recibieron”.
Cristo estaba en el mundo invisiblemente mucho antes de nacer de
la virgen María. Estaba allí desde el principio mismo gobernando,
ordenando y dirigiendo toda la Creación. “Todas las cosas en él
subsisten” (Colosenses 1:17). Le dio a todos vida y aire, lluvia del Cielo
y estaciones con fruto. Por medio de Él reinaron los reyes y las
naciones crecieron o disminuyeron. Pero los hombres no le conocieron
ni le honraron, “honrando y dando culto a las criaturas antes que al
Creador” (Romanos 1:25). ¡Bien merece el corazón natural ser llamado
“malo”!
Pero Cristo vino al mundo visiblemente cuando nació en Belén y no
le fue mejor. Vino a las mismas personas a las que había sacado de
Egipto y que había adquirido para sí. Vino a los judíos, a quienes había
apartado de otras naciones y a quien se había revelado por medio de
los profetas. Vino a aquellos judíos mismos que habían leído de Él en
las Escrituras del Antiguo Testamento, que le habían visto bajo tipos y
figuras en sus cultos en el Templo y que habían profesado estar
esperando su Venida. Y sin embargo, cuando vino, aquellos mismos
judíos no le recibieron. Llegaron a rechazarle, a despreciarlo y a
matarlo. ¡Bien merece el corazón natural ser llamado
“extremadamente malo”!
Por último, vemos en estos versículos el inmenso privilegio de todos
aquellos que reciben a Cristo y creen en Él. Se nos dice que “a todos
los que le recibieron, a los que creen en su nombre, les dio potestad de
ser hechos hijos de Dios”.
Cristo nunca se quedará sin algunos siervos. Si la inmensa mayoría
de los judíos no le recibieron como el Mesías, hubo, de todos modos,
unos cuantos que sí lo hicieron. A ellos les dio el privilegio de ser hijos
de Dios. Él los adoptó como miembros de la familia de su Padre. Los
reconoció como sus propios hermanos y hermanas, hueso de sus
huesos y carne de su carne. Les confirió una dignidad que era una
amplia recompensa por la cruz que tenían que llevar por Él. Los hizo
hijos e hijas del Señor Todopoderoso.
Debemos recordar que privilegios como estos son posesión de todos
aquellos en todas las épocas que reciben a Cristo por la fe y le siguen
como su Salvador. Son “hijos de Dios por la fe en Cristo Jesús” (Gálatas
3:26). Son nacidos de nuevo por un nacimiento nuevo y celestial y
adoptados en la familia del Rey de reyes. Pocos en número y
despreciados por el mundo, son cuidados con amor infinito por un
Padre en los Cielos que, por amor a su Hijo, se complace mucho en
ellos. En el tiempo les proporciona todo lo que es para su bien. En la
eternidad les dará una corona de gloria que no se desvanece. ¡Esas
son grandes cosas! Pero la fe en Cristo otorga a los hombres
abundantes derechos. Dios es maestro en cuidar a sus siervos, y Cristo
cuida de los suyos.
¿Somos nosotros hijos de Dios? ¿Hemos nacido de nuevo? ¿Tenemos
las marcas que siempre acompañan al nuevo nacimiento: convicción
de pecado, fe en Jesús, amor a otros, una vida justa y separación del
mundo? Nunca nos conformemos hasta que demos una respuesta
satisfactoria a estas preguntas.
¿Deseamos ser hijos de Dios? Entonces recibamos a Cristo como
nuestro Salvador y creamos en Él con el corazón. A todo el que le
recibe, le dará el privilegio de ser hijo de Dios.

Notas: Juan 1:6–13


V. 6: [Hubo un hombre enviado de Dios, el cual se llamaba Juan]. Esta es
una breve y notable descripción de Juan el Bautista. Él era el mensajero a
quien Dios prometió enviar delante del Mesías. Nació cuando sus padres eran
ancianos por medio de una obra milagrosa de Dios. Fue lleno del Espíritu
Santo desde el vientre de su madre. Recibió una comisión especial de Dios
para predicar el bautismo de arrepentimiento y proclamar la inmediata
Venida de Cristo. En resumen, fue especialmente levantado por Dios para
preparar el camino para el Mesías. Por todas estas razones es llamado aquí
“un hombre enviado de Dios”. Es, en un sentido, la marca común de todos los
verdaderos ministros del Evangelio. Los ministros ignorantes, ciegos e
inconversos pueden ser ordenados y enviados del hombre. Pero no son
“enviados de Dios”.
V. 7: [Este vino por testimonio]. Esto no significa, como podría parecer a
primera vista, que “vino a ser testigo”. La palabra griega que traducimos
como “testigo” no significa “una persona”, sino el testimonio que da un
testigo.
[Para que diese testimonio de la luz]. Esto significa testificar de Jesús
como la Luz del mundo, el Mesías prometido, el Cordero de Dios, el Esposo, el
Salvador todopoderoso a quien todas las almas en tinieblas deben acudir.
[Todos]. Esto, claro está, no puede significar “toda la Humanidad”. Se
refiere a todos aquellos que escucharon el testimonio de Juan y a todos los
judíos que estaban buscando verdaderamente un Redentor. Un fin del
testimonio de Juan el Bautista era que todos estos creyeran que Cristo era la
Luz verdadera.
[Por él]. Esto no significa “a través de Cristo” y por la gracia de Cristo, sino
a través de Juan el Bautista y del testimonio de Juan. Es uno de aquellos
textos que muestran la inmensa importancia de la obra ministerial. Es un
medio y un instrumento por el cual al Espíritu Santo le agradó producir fe en
el corazón del hombre. “La fe viene por el oír”. Por medio del testimonio de
Juan el Bautista, Andrés fue llevado a creer en Jesús y llegó a ser discípulo.
Así ahora, a través de la predicación, los pecadores aprenden a creer en
Cristo y son salvos.
V. 8: [No era él la luz]. Él no era la luz prometida de los pecadores, la luz
del mundo. El artículo griego “la” se emplea de una manera enfática para
denotar eminencia y distinción en los pasajes siguientes: “El pan” (Juan 6:32),
“el profeta” (Juan 1:21–25), “el día” (1 Tesalonicenses 5:4), “el camino”
(Hechos 9:3).
Notemos que nuestro Señor mismo llama a Juan el Bautista
posteriormente “antorcha que ardía y alumbraba” (Juan 5:35). Pero es un
hecho curioso que la palabra griega traducida por “antorcha” es diferente.
Juan el Bautista era una antorcha, no la Luz misma. Los creyentes son
llamados “la luz del mundo” (Mateo 5:14), pero solo como miembros de
Cristo, la Luz, y que toman la luz de Él. Solo Cristo es el gran Sol y la fuente
de toda luz, la Luz misma.
V. 9: [Aquella luz verdadera]. La fuerza de la expresión “verdadera” en
esta frase es muy resaltada por Arrowsmith en su comentario sobre este
versículo. Él dice que Cristo es “la luz verdadera” en cuatro aspectos. En
primer lugar, Él es la luz que no defrauda, la luz verdadera en oposición a
todas las falsas luces de los gentiles. En segundo lugar, es la luz real,
verdadera en oposición a los tipos y sombras ceremoniales. En tercer lugar,
es la luz propia, verdadera en oposición a toda la luz que es tomada de otra,
comunicada o compartida por otra. En cuarto lugar, es luz sobresaliente,
verdadera en oposición a todo lo que es ordinario y común.
[Que alumbra a todo hombre […] venía a este mundo]. Esta frase ha
causado mucha diferencia de opinión entre los comentaristas respecto a dos
puntos:
(a) En primer lugar, los hombres difieren en cuanto a la aplicación de las
palabras “venía a este mundo”. Algunos conectan estas palabras con “la luz
verdadera” y leen las palabras así: “Esta es la luz verdadera que viniendo a
este mundo iluminó a todo hombre”. A favor de esta opinión merece la pena
observar las palabras “la luz que vino al mundo” (Juan 3:19) y “Yo, la luz, he
venido al mundo” (Juan 12:46). Otros relacionan las palabras con “todo
hombre”, y las consideran una descripción tajante de todo aquel nacido
naturalmente de la simiente de Adán. Nifanius muestra que “venía a este
mundo” es una frase hebrea que hace referencia al nacimiento. La
construcción de todo el versículo en el griego original es tal que cualquiera
de estas traducciones es gramaticalmente correcta.
Las opiniones son tan brillantemente equilibradas en este punto y se
puede decir tanto de cada parte que me aventuro a proponer mi propio juicio
con gran indecisión. Pero me inclino a pensar en general, con Chemnitio y
Glassius, que nuestros traductores están en lo cierto y que la frase “venía a
este mundo” se relaciona mejor con “todo hombre” que con “la luz
verdadera”. Si el versículo se tradujera como “esta es la luz verdadera que
viniendo a este mundo iluminó a todo hombre”, parecería limitar la bendición
de la luz verdadera y confinar sus beneficios iluminadores a los tiempos tras
su encarnación. Debemos recordar que esta es precisamente la opinión de
los socinianos. Y, sin embargo, es sin duda cierto que la encarnación de
Cristo incrementó enormemente la luz espiritual en el mundo. Dice S. Juan:
“Las tinieblas van pasando, y la luz verdadera ya alumbra” (1 Juan 2:8). Si,
por otro lado, el versículo es traducido como lo hace nuestra versión, las
palabras “venía a este mundo” parecen muy adecuadamente unidas a “todo
hombre” como expresión de la universalidad de las bendiciones que Cristo
confiere al hombre. No es solo la luz verdadera del judío, sino de “todo
hombre que ha nacido en el mundo, de todo nombre, pueblo y lengua.
Suponer, como han hecho algunos, que esta aplicación de las palabras “venía
a este mundo” implica la preexistencia de las almas es, por no decir otra
cosa, una necedad.
En este punto, felizmente, los hombres pueden estar de acuerdo en diferir.
De ambas ideas se extrae sana doctrina.
(b) La segunda diferencia de opinión respecto a este versículo surge de las
palabras “alumbra a todo hombre”. Esta expresión ha recibido amplias
interpretaciones diferentes. Todo el mundo, excepto los herejes, está de
acuerdo en que las palabras no pueden significar que todos sean conversos
ni la salvación final y universal de toda la Humanidad. ¿Qué significan
entonces?
Algunos piensan —como Cirilo— que Cristo, “la luz verdadera”, iluminó a
todo hombre y mujer de la Tierra con la luz de la razón, la inteligencia y la
conciencia del bien y del mal. Esta opinión es parcialmente cierta; pero, no
obstante, parece débil y equivocada. Otros creen —como se dice que es el
caso de los cuáqueros— que Cristo ilumina a cada hombre y mujer de la
Tierra con una luz interior de gracia suficiente para salvarle solo con que la
utilicen. Esta opinión es peligrosa, y a la vez contradice muchos textos de la
Escritura, conduce a un pelagianismo manifiesto.
Otros creen —como Agustín— que Cristo iluminó a todos los que son
iluminados por su gracia y que “todo hombre” es prácticamente sinónimo de
“todo creyente”. Citan en apoyo de esta opinión el versículo siguiente:
“Sostiene Jehová a todos los que caen” (Salmo 145:14), donde “todos” solo
puede significar “todos aquellos que son sostenidos por el Señor”. Una buena
analogía de esta opinión es la frase “tal maestro de escuela enseña a todos
los niños de una ciudad”, que es como decir que “todos los que reciben
enseñanza son enseñados por él”. Esta interpretación, sin embargo, no es
plenamente satisfactoria, tiene apariencia de sofisma y parece poco
procedente.
Algunos piensan, como Crisóstomo, Brentano en sus Homilías y Lightfoot,
que Cristo es dado verdaderamente para ser la Luz de toda la Humanidad.
Creen que cuando se dice que “ilumina a todo hombre” significa que brilla lo
suficiente como para la salvación de toda la Humanidad, tanto de judíos
como de gentiles (como el Sol brilla sobre toda la Creación), aunque la
mayoría de los hombres están tan cegados por el pecado que no lo ven. Pero
Cristo es para todo hombre. “Ilumina a todos —dice Crisóstomo— en la
medida en que dependen de Él”. “Hay poder y voluntad en la luz —dice
Chemnitio— para iluminar a todos; pero algunos aman más las tinieblas que
la luz”. Dice Arrowsmith: “Cristo dispensó a cada uno suficiente luz como
para dejarle sin excusa, pero no dispensa a cada uno suficiente luz de
conversión como para llevarle a la salvación”.
Creo que esta última opinión es la más probable, aunque confieso que no
carece de dificultades. Pero me quedo con la conclusión de que Cristo es
ofrecido como luz a todo el mundo y que se demostrará que todo el nacido en
este mundo está en deuda con Cristo, aunque no sea salvo.
Pearce dice de la palabra griega traducida como “alumbra” que, “en
lengua hebrea, aquello que se pretende hacer se expresa a menudo como
algo que ya se ha hecho”. Considera esta expresión que tenemos delante
muy parecida. Ofrece, como ejemplos paralelos, “agrado” en lugar de
“pretendo agradar” (1 Corintios 10:33), “os justificáis” en lugar de
“pretendéis justificaros” (Gálatas 5:4), y “os engañan” en lugar de “pretenden
engañaros” (1 Juan 2:26).
La palabra griega traducida como “alumbra” se emplea once veces en el
Nuevo Testamento y es traducida como “dar luz”, “sacar a luz”, “iluminar”,
“alumbrar”.
V. 10: [En el mundo estaba […] no le conoció]. Este versículo describe la
incredulidad de todo el mundo ante la encarnación de Cristo. “En el mundo
estaba” invisiblemente antes de nacer de la virgen María, como en los días
de Noé (cf. 1 Pedro 3:19). Podía ser visto en sus obras y en su gobierno
providencial de todas las cosas solo con que los hombres tuvieran ojos para
verle. Y, sin embargo, el mismo mundo que había creado, la obra de sus
manos, no le reconoció, ni creyó en Él, ni le obedeció. No le conoció. En
Atenas, Pablo encontró un altar “al dios desconocido”.
Que la expresión se aplica a Cristo antes de su encarnación y no después
—según Lampe— es opinión unánime de Orígenes, Crisóstomo, Agustín,
Cirilo, Teodoreto, Beda, Teofilacto y Eutimio. Hay una notable similitud entre
la declaración de este versículo y el contenido de la última parte del capítulo
1 de la Epístola a los Romanos. En realidad, la línea argumental por la que S.
Pablo muestra que los gentiles son culpables —en el capítulo 1 de esa
Epístola— y que los judíos son igualmente culpables e inexcusables —en el
capítulo 2— es solo una plena exposición de lo que S. Juan afirma aquí
brevemente en dos versículos.
V. 11: [A lo suyo vino, y los suyos no le recibieron]. Este versículo
describe la incredulidad de la nación judía tras la encarnación de Cristo y
durante su ministerio entre ellos. Vino a un pueblo que era especialmente
suyo, por su redención de Egipto, por su introducción en la tierra de Canaán y
por su posesión de la Ley de Moisés y de los pactos; y, no obstante, no
creyeron en Él ni le recibieron, sino que en realidad lo rechazaron y lo
mataron.
Hay una peculiaridad en cuanto a las palabras griegas traducidas como
“los suyos” en estos versículos que no se debe pasar por alto. La primera
vez, “lo suyo” es neutro y significa literalmente “sus propias cosas”. La
segunda vez, la expresión “los suyos” está en masculino y significa “sus
propios hombres, siervos y súbditos”. Probablemente pretenda mostrar que
nuestro Señor vino a un pueblo cuya tierra, cuyo territorio y Templo, cuyas
ciudades, eran propiedad de Él y habían sido otorgados originalmente por Él
mismo. Los judíos, Palestina, Jerusalén, el Templo, todos eran posesión
especial de Dios. Israel era “su heredad” (Salmo 78:71).
V. 12: [A todos los que le recibieron]. Esta expresión significa “a todos los
que creyeron en Cristo y le reconocieron como el Mesías”. Solo es otra forma
de la expresión que tenemos al final del versículo: “A los que creen en su
nombre”. Recibir a Cristo es aceptarle con un corazón complaciente y
aceptarle como nuestro Salvador. Es una de las muchas formas de hablar por
medio de la cual se expresa en la Biblia esa fe justificadora que une el alma
del pecador a Cristo. Creer en Cristo con el corazón es recibirle, y recibirle es
creer en Él. S. Pablo les dice a los Colosenses: “De la manera que habéis
recibido al Señor Jesucristo, andad en él” (Colosenses 2:6).
La palabra griega traducida “a todos los” es literalmente “quienquiera
que”, “cualquier persona”. Glassius comenta que la expresión denota la
universalidad de los beneficios que Cristo confirió. A quienesquiera que le
recibieron —fariseos, saduceos, eruditos o ignorantes, hombres o mujeres,
judíos o gentiles—, a ellos les otorgó el privilegio de ser hijos de Dios.
[Les dio potestad de ser hechos hijos de Dios]. Esta expresión significa:
“Les dio el privilegio de la adopción en la familia de Dios”. Llegaron a ser
hijos de Dios “por la fe en Cristo Jesús” (Gálatas 3:26). “Todo aquel que cree
que Jesús es el Cristo, es nacido de Dios” (1 Juan 5:1). No hay filiación a Dios
sin fe viva en Cristo. Nunca olvidemos esto. Hablar de que Dios es el Padre de
los hombres y de que los hombres son los hijos de Dios aunque no crean en
el Hijo de Dios es contrario a la Escritura. No son hijos de Dios aquellos que
no tienen fe en Jesús.
La palabra “potestad” en esta frase requiere que tengamos mucho
cuidado para no malinterpretarla. Significa “derecho o privilegio”. No significa
fuerza o capacidad. No significa que Cristo confiera a aquellos que le reciben
una fuerza espiritual y moral por la cual se convierten a sí mismos, cambian
sus propios corazones y se hacen hijos de Dios. Sin duda, Cristo le otorga a
todo su pueblo toda la gracia necesaria para suplir todas las necesidades de
sus corazones y las necesidades de su posición. Sin duda les da fuerza para
llevar su cruz, luchar la buena batalla y vencer al mundo. Pero esa no es la
verdad que se enseña en las palabras que tenemos delante, y se debe buscar
en otros lugares. Estas palabras solo significan que Cristo confiere el
privilegio de la adopción a todos los creyentes, y así fue especialmente en el
caso de sus primeros discípulos. Mientras que sus incrédulos compatriotas
presumían de ser hijos de Abraham, Cristo les otorgó a sus discípulos el
privilegio mucho mayor de ser hijos de Dios.
La palabra griega traducida como “potestad” se emplea 102 veces en el
Nuevo Testamento y en ninguna ocasión en el sentido de poder físico, moral o
espiritual para hacer algo. Se traduce generalmente como “autoridad,
derecho, poder, libertad, competencia”.
[A los que creen en su nombre]. Estas palabras se añaden para dejar más
claro, si es posible, el carácter de aquellos que tienen el privilegio de ser hijos
de Dios. Son ellos quienes reciben a Cristo y creen en su nombre. Comenta
Arrowsmith: “La palabra ‘nombre’ se emplea en la Escritura a menudo para
decir ‘persona’. De los que reciben a Cristo se dice que creen en su nombre
porque el objeto directo de su fe es la persona de Cristo. Lo que salva no es
creer que Cristo murió por todos, por mí o por los elegidos, o ciertas
afirmaciones parecidas. Es creer en Cristo. La persona, o el nombre de Cristo,
es el objeto de la fe”.
La expresión “creen en su nombre” no se debe pasar por alto. Arrowsmith
comenta que ya se sabe que los teólogos diferencian entre creer en Dios en
el sentido de que existe ese Ser, creer en Dios en el sentido de que lo que
dice es cierto, y creer en Dios en el sentido de tener fe y confianza en Él
como Dios nuestro. Y él observa que, efectivamente, existe exactamente la
misma diferencia entre la fe en que hay un Salvador como Cristo, la fe en que
lo que Cristo dice es cierto y la fe de dependencia de Cristo como nuestro
Salvador. Creer en el nombre de Cristo es exactamente esta fe de
dependencia, y es la fe que salva y justifica.
V. 13: [Los cuales no son engendrados […] sino de Dios. El nacimiento del
que aquí se habla es el nuevo nacimiento o la regeneración, ese cambio
completo de corazón y naturaleza que tiene lugar en un hombre cuando se
vuelve cristiano verdadero. Es un cambio tan grande que ninguna otra figura
sino la del nacimiento puede expresarlo plenamente. Es como cuando un
nuevo ser, con nuevos apetitos, necesidades y deseos es traído al mundo.
Una persona nacida de Dios “nueva criatura es; las cosas viejas pasaron; he
aquí todas son hechas nuevas” (2 Corintios 5:17).
Se dice de las personas que creen en el nombre de Cristo que no son
nacidas “de sangre, ni de voluntad de carne, ni de voluntad de varón, sino de
Dios”. La interpretación de esta expresión que es dada normalmente por
parte de los comentaristas no me parece correcta ni nada parecido. El
verdadero significado de las palabras, en mi opinión, es el siguiente: Los
creyentes no llegaron a ser lo que son por la sangre (es decir, por ser
descendientes de Abraham o por relación sanguínea con personas piadosas:
la gracia no pasa de padre a hijo. Tampoco los creyentes llegaron a ser lo que
son por voluntad de carne, es decir, por medio de los esfuerzos y el empeño
de su propio corazón natural. La naturaleza nunca puede cambiarse a sí
misma: “Lo que es nacido de la carne, carne es”. Tampoco los creyentes
llegaron a ser lo que son por voluntad de varón, es decir, por medio de los
actos y hechos de otros: ni los ministros ordenados ni nadie más pueden
conferir gracia a otro. El hombre no puede regenerar corazones. Los
creyentes llegaron a serlo solo y completamente por la gracia de Dios. Es a la
pura gracia de Dios que previene, llama, convierte, renueva y santifica a la
que deben su nuevo nacimiento. Son nacidos de Dios o, como dice el capítulo
3 más claramente, “nacidos del Espíritu”.
La palabra que traducimos como “sangre” en singular es, en griego,
plural: “sangres”. Esta peculiaridad ha provocado algunas conjeturas en
cuanto a que la expresión hace referencia a la sangre derramada en la
circuncisión y el sacrificio y enseña la incapacidad de estas cosas para
regenerar al hombre. Pero esta idea parece inverosímil e improbable. Me
parece que el uso del plural tiene la intención de excluir toda la confianza
carnal en la ascendencia o en parentesco alguno. No era ni la sangre de
Abraham ni la de David, Aarón, Judá o Leví la que podía otorgar gracia o
hacer a alguien hijo de Dios.
Esta es la primera vez que se habla en la Escritura del nuevo nacimiento
con estas palabras. No dejemos de advertir lo cuidadosamente que es
protegida esa doctrina contra los errores y lo enfáticamente que se nos dice
de dónde no procede este nuevo nacimiento, así como de dónde sí procede.
Es un hecho notable que, cuando S. Pedro menciona el nuevo nacimiento, lo
protege de manera similar (cf. 1 Pedro 1:23); y cuando habla de que el
“bautismo” nos salva, añade cuidadosamente que es “no quitando las
inmundicias de la carne” (1 Pedro 3:21). Ante todas estas precauciones, es
curioso observar la pertinacia con que muchos echan abajo toda la doctrina
del nuevo nacimiento afirmando que todas las personas bautizadas son
nacidas de nuevo.
Debemos tener cuidado y no interpretar las palabras “son engendrados”
como si el nuevo nacimiento fuera un cambio que tiene lugar en un hombre
después de haber creído en Cristo, y que es el paso siguiente después de la
fe. La fe que salva y la regeneración son inseparables. En el momento en que
un hombre verdaderamente cree en Cristo, por muy débilmente que sea, es
nacido de Dios. La debilidad de su fe puede hacerle inconsciente del cambio,
igual que un recién nacido sabe poco o nada de sí mismo. Pero donde hay fe
siempre hay nuevo nacimiento, y donde no hay fe no hay regeneración.
Juan 1:14

El pasaje de la Escritura que tenemos ahora delante es muy breve si lo


medimos por el número de palabras. Pero es muy largo si lo medimos
por la naturaleza de su contenido. La sustancia del mismo es tan
inmensamente importante que bien haremos en considerarlo de
manera separada e inconfundible. Este solo versículo contiene más
que suficiente materia para toda una exposición.
La principal verdad que enseña este versículo es la realidad de la
encarnación de nuestro Señor Jesucristo o de que se hizo hombre.
Sobre Juan nos dice que “aquel Verbo fue hecho carne, y habitó entre
nosotros”.
La clara verdad de estas palabras es que nuestro divino Salvador
adoptó verdaderamente la naturaleza humana sobre Él con el fin de
salvar a los pecadores. Verdaderamente se hizo hombre como nosotros
en todo excepto en el pecado. Como nosotros, nació de una mujer,
aunque de una manera milagrosa. Como nosotros, creció desde su
infancia a la adolescencia y de la adolescencia a ser un hombre, tanto
en sabiduría como en estatura (Lucas 2:52). Como nosotros, tuvo
hambre y sed, comió, bebió, durmió, se cansó, sintió dolor, lloró, se
regocijó, se maravilló, fue movido a ira y a compasión. Habiéndose
hecho carne y habiendo tomado un cuerpo, oró, leyó las Escrituras,
sufrió siendo tentado y sometió su voluntad humana a la voluntad de
Dios el Padre. Y finalmente, en el mismo cuerpo, sufrió y derramó su
sangre verdaderamente, murió verdaderamente, fue verdaderamente
sepultado, resucitó verdaderamente y ascendió verdaderamente al
Cielo. Y, sin embargo, ¡todo ese tiempo era Dios además de hombre!
Esta unión de dos naturalezas en la única persona de Cristo es sin
duda uno de los mayores misterios de la religión cristiana. Hay que
afirmarlo con cuidado. Es solo una de aquellas grandes verdades que
no son para que fisgoneemos en ellas con curiosidad, sino para que las
creamos con reverencia. Quizá en ningún lugar encontremos una
afirmación más sabia y juiciosa que en el artículo 2 de la Iglesia de
Inglaterra: “El Hijo, que es el Verbo del Padre, engendrado del Padre
desde la eternidad, verdadero y eterno Dios, y consustancial con el
Padre, asumió la naturaleza humana en el seno de la bienaventurada
Virgen, de su sustancia: de modo que las dos naturalezas, divina y
humana, entera y perfectamente fueron unidas, para no ser jamás
separadas, en una persona; de lo cual resultó un solo Cristo, verdadero
Dios y verdadero hombre”. Esta es una declaración muy valiosa. Es
“palabra sana e irreprochable”.
Pero aunque no pretendamos explicar la unión de las dos
naturalezas en la persona de nuestro Señor Jesucristo, no debemos
rehuir salvaguardar la cuestión con cuidadosas advertencias. Aunque
afirmemos con el mayor cuidado lo que sí creemos, no debemos dejar
de declarar enfáticamente lo que no creemos. Nunca debemos olvidar
que, aunque nuestro Señor era Dios y hombre a la vez, las naturalezas
divina y humana en Él nunca se confundieron. Una naturaleza no
engulló a la otra. Ambas naturalezas permanecieron perfectas y
diferenciadas. La divinidad de Cristo nunca quedó a un lado ni por un
momento, aunque estuviera velada. La humanidad de Cristo, durante
su vida temporal, nunca fue ni por un momento diferente de la
nuestra, aunque por medio de la unión con la Deidad fue grandemente
dignificada. Aun siendo Dios perfecto, Cristo siempre ha sido un
hombre perfecto desde el primer momento de su encarnación. Aquel
que ha ido al Cielo y está sentado a la diestra del Padre para interceder
por los pecadores es hombre además de Dios. Aunque era hombre
perfecto, Cristo nunca cesó de ser Dios perfecto. Aquel que sufrió por
el pecado en la Cruz y fue hecho pecado por nosotros fue “Dios
manifestado en carne”. La sangre con que fue adquirida la Iglesia es
denominada sangre del Señor (cf. Hechos 20:28). Aunque se hizo
“carne” en el pleno sentido de la palabra, cuando nació de la virgen
María nunca en ningún momento dejó de ser el Verbo eterno. Decir que
constantemente manifestó su naturaleza divina durante su ministerio
terrenal sería, por supuesto, contrario a los hechos evidentes. Tratar de
explicar por qué su Deidad estaba a veces velada y en otras ocasiones
era revelada mientras estuvo en la Tierra sería aventurarnos a un
terreno que es mejor que dejemos estar, pero decir que en algún
instante de su ministerio terrenal no fue plena y completamente Dios
no es más que una herejía.
Las advertencias que acabamos de hacer pueden parecer a primera
vista innecesarias, agotadoras y sobre nimiedades. Es precisamente el
pasar por alto estas advertencias lo que lleva a muchas almas a
perderse. Esta constante unión indivisa de dos naturalezas perfectas
en la persona de Cristo es exactamente lo que otorga un valor infinito
a su mediación y le cualifica para ser el Mediador mismo que necesitan
los pecadores. Nuestro Mediador es Alguien que puede compadecerse
de nosotros porque es un verdadero hombre. Y, sin embargo, al mismo
tiempo, es Alguien que puede tratar con el Padre a nuestro favor en
términos de igualdad porque es verdadero Dios. Es la misma unión la
que otorga valor infinito a su justicia cuando es imputada a los
creyentes: es la justicia de Alguien que era Dios además de hombre. Es
la misma unión la que otorga un valor infinito a la sangre expiatoria
que Él derramó por los pecadores en la Cruz: Es la sangre de Aquel que
era Dios además de hombre. Es la misma unión la que otorga un valor
infinito a su resurrección: Cuando resucitó, como Cabeza del cuerpo de
creyentes, lo hizo no como mero hombre, sino como Dios. Que estas
cosas penetren profundamente en nuestros corazones. El segundo
Adán es mucho mayor de lo que lo fue el primero. El primer Adán fue
solo un hombre, y como tal cayó. El segundo Adán era Dios además de
hombre, y como tal venció por completo.
Dejemos esta cuestión con sentimientos de reconocimiento y
profunda gratitud. Está lleno de consuelo abundante para todos
aquellos que conocen a Cristo por la fe y creen en Él.
¿El Verbo se hizo carne? Entonces comprende las flaquezas de su
pueblo, porque Él mismo sufrió siendo tentado. Él es todopoderoso
porque es Dios y, no obstante, puede sentir con nosotros porque es
hombre.
¿El Verbo se hizo carne? Entonces puede suministrarnos un perfecto
patrón y ejemplo para nuestra vida diaria. Si hubiera caminado entre
nosotros como ángel o como espíritu, nunca podríamos haberle
imitado. Pero habiendo morado entre nosotros como hombre, sabemos
que el verdadero patrón de santidad es “andar como Él anduvo” (1
Juan 2:6). Él es un patrón perfecto porque es Dios. Pero es también un
patrón que encaja perfectamente con nuestras necesidades porque es
hombre.
Por último, ¿el Verbo se hizo carne? Entonces veamos en nuestros
cuerpos mortales una dignidad real y verdadera y no los deshonremos
por el pecado. Detestable y débil como nuestro cuerpo puede parecer,
es un cuerpo que el Hijo Eterno de Dios no se avergonzó de tomar y
llevar al Cielo. Ese simple hecho es garantía de que resucitará nuestros
cuerpos en el último día y los glorificará junto con el suyo propio.

Notas: Juan 1:14


[Y aquel Verbo fue hecho carne]. Esta frase significa que el Verbo eterno
de Dios, la segunda persona de la Trinidad, se hizo hombre, como uno de
nosotros en todas las cosas excepto en el pecado. Esto lo cumplió naciendo
de la virgen María de una manera milagrosa, por medio de la operación del
Espíritu Santo. Y el fin por el que se hizo carne fue poder vivir y morir por los
pecadores.
La expresión “el Verbo” muestra claramente que “el Verbo” que “era con
Dios y era Dios” tenía que ser una persona. No se podía decir
razonablemente de nadie que no fuese una persona que “se hizo carne y
habitó entre nosotros”. No debemos preocuparnos de si S. Juan hubiera
podido encontrar otro nombre para la segunda persona de la Trinidad
igualmente adecuado. Ciertamente no habría sido exactamente correcto
decir que “Jesús fue hecho carne”, porque el nombre de Jesús no fue dado a
nuestro Señor hasta después de su encarnación. Ni tampoco habría sido
correcto decir que “en el principio era Cristo”, porque el nombre de Cristo
pertenece a los tiempos posteriores a la Caída del hombre.
Esta es la última vez que Juan emplea esta expresión —“el Verbo”—
acerca de Cristo en su Evangelio. A partir del momento de su encarnación,
por lo general habla de Él como “Jesús” o “el Señor”.
[Fue hecho]. Una mejor traducción de esta expresión quizá habría sido
“llegó a ser”. En cualquier caso debemos esmerarnos en recordar que no
significa “fue creado”. El credo de Atanasio dice exactamente: “El Hijo es solo
del Padre, no hecho, ni creado, sino engendrado”.
[Carne]. No se debe pasar por alto el uso de esta palabra en vez de
“hombre”. Se utiliza a propósito con el fin de mostrarnos que, cuando nuestro
Señor se encarnó, tomó nada menos que toda nuestra naturaleza, que
consistía en un verdadero cuerpo y en un alma razonable. Como dice
Arrowsmith: “Lo que no fuera tomado no podría ser sanado. Si Cristo no
hubiera tomado a todo el hombre, no podría haber salvado el alma”. Eso
también implica que nuestro Señor tomó sobre sí un cuerpo con tendencia a
aquellas debilidades, fatigas y dolores que son inseparables de la idea de la
carne. No se convirtió en un hombre como Adán antes de la Caída, con una
naturaleza libre de toda enfermedad. Se hizo hombre como cualquiera de los
hijos de Adán, con una naturaleza con tendencia a todo aquello a lo que la
naturaleza caída tiene tendencia, a excepción del pecado. Fue hecho “carne”
y “toda carne es hierba”. Por último, nos enseña que nuestro Señor no
asumió la naturaleza humana de una familia, clase o pueblo determinados,
sino aquella naturaleza que es común a todos los hijos de Adán, ya sean
judíos o gentiles. Vino para ser Salvador de “toda carne” y por eso se hizo
“carne”.
El asunto al que hace referencia esta frase es profundamente misterioso,
pero es algo respecto a lo cual resulta de la mayor importancia tener ideas
claras. Junto a la doctrina de la Trinidad no hay otra doctrina sobre la cual el
hombre caído haya edificado tantas herejías devastadoras como la
encarnación de Cristo. Hay incuestionablemente mucho acerca de esta unión
de las dos naturalezas en una persona que no podemos explicar y que
debemos conformarnos con creer. Se debe recordar que hay mucho que no
podemos comprender en la unión del cuerpo y el alma en nuestras propias
personas. Pero hay algunos puntos en cuanto a este asunto de la encarnación
de Cristo a los que debemos aferrarnos y que nunca debemos olvidar:
(a) En primer lugar, recordemos con cuidado que, cuando “el Verbo se
hizo carne”, fue así por la unión de dos naturalezas perfectas y diferentes en
una persona. La forma de esta unión no podemos explicarla, pero debemos
creer firmemente en el hecho. “Cristo —dice el credo de Atanasio— es Dios y
Hombre. Dios, de la sustancia del Padre, engendrado antes de todos los
siglos; y Hombre, de la sustancia de su madre, nacido en el mundo; perfecto
Dios y perfecto Hombre. Quien, aunque sea Dios y Hombre, sin embargo, no
es dos, sino un solo Cristo; uno, no por conversión de la Divinidad en carne,
sino por la asunción de la Humanidad en Dios”. Estas palabras son muy
importantes. El Verbo no se hizo carne transformando su naturaleza en otra o
abandonando una naturaleza para tomar la otra. En todos nuestros
pensamientos acerca de Cristo, cuidémonos de no dividir su persona y de
afirmar con fuerza que tiene dos naturalezas diferentes y perfectas. Merece
la pena recordar los antiguos renglones latinos sobre esta cuestión, citados
por Gomarus. Dice “el Verbo se hizo carne” como si dijera: “Soy lo que era, es
decir, Dios; no era lo que soy, es decir, hombre; ahora soy ambas cosas, es
decir, tanto Dios como hombre”.
(b) En segundo lugar, cuando “el Verbo se hizo carne”, no cesó ni por un
momento de ser Dios. Sin duda le agradó velar su divinidad y esconder su
poder, y más especialmente en algunas etapas. Se vació de marcas externas
de gloria y fue llamado “el carpintero”. Pero nunca dejó de lado su divinidad.
Dios no puede dejar de ser Dios. Vivió siendo Dios-hombre y así sufrió, murió
y resucitó. Está escrito que Dios adquirió la Iglesia con su propia sangre. Era
la sangre de alguien que no era solo hombre, sino Dios.
(c) En tercer lugar, cuando “el Verbo se hizo carne” se hizo verdadero
hombre conforme a nuestra naturaleza, como nosotros en todas las cosas, y
desde aquel momento no ha dejado de ser un hombre. Su humanidad no era
diferente de la nuestra, y aun glorificada sigue siendo nuestra humanidad.
Igual que era un Dios perfecto, también era un hombre perfecto que resistió
la tentación, cumplió la Ley a la perfección, soportó la contradicción de los
pecadores, invirtió noches en oración, mantuvo su voluntad sujeta a la
voluntad del Padre, sufrió, murió y finalmente ascendió al Cielo con su carne,
sus huesos y todas las cosas que pertenecían a su naturaleza humana. Está
escrito que “debía ser en todo semejante a sus hermanos”. Más aún, no dejó
de lado su humanidad cuando dejó el mundo. Aquel que ascendió al monte
de los Olivos y está sentado a la diestra de Dios para interceder por los
creyentes es alguien que sigue siendo hombre además de Dios. Nuestro
Sumo Sacerdote en el Cielo no es solo Dios, sino hombre. La humanidad de
Cristo así como la divinidad están ambas en el Cielo. Alguien de nuestra
naturaleza, nuestro hermano mayor, ha ido como precursor nuestro a
preparar un lugar para nosotros.
(d) Por último, cuando “el Verbo se hizo carne”, no tomó sobre sí carne
pecaminosa. Está escrito que fue enviado “en semejanza de carne de
pecado” (Romanos 8:3). Pero no debemos ir más lejos que esto. Cristo fue
hecho pecado por nosotros (cf. 2 Corintios 5:21). Pero “no conoció pecado” y
fue santo, inofensivo, intachable, separado de los pecadores y sin sombra de
corrupción. Satanás no encontró nada en Él. La naturaleza humana de Cristo
podía ser débil, pero sin pecar. Las palabras del artículo 15 nunca se deben
olvidar: Cristo fue “enteramente exento [de pecado], tanto en su carne como
en su espíritu”.
Por falta de una clara interpretación de esta unión de dos naturalezas en
la persona de Cristo, fueron muchas y grandes las herejías que surgieron en
la Iglesia primitiva. Y, sin embargo, Arrowsmith señala que al menos cuatro
de estas herejías son refutadas de inmediato con una interpretación correcta
de la frase que tenemos ahora delante.
“Los arrianos afirman que Jesucristo no era verdadero Dios. Este texto le
llama Verbo y le hace persona de la Trinidad. Los apolinaristas reconocen a
Cristo como Dios, sí, y también como hombre; pero afirman que solo tomó el
cuerpo humano, no el alma de un hombre, mientras que su divinidad
ocupaba el espacio del alma. Nosotros interpretamos la palabra “carne”
como algo que se refiere a toda la naturaleza humana, tanto al cuerpo como
al alma.
Los nestorianos conceden que Cristo es tanto Dios como hombre; pero
después dicen que la Deidad constituye una persona y la humanidad otra.
Nosotros interpretamos que las palabras “fue hecho” implican una unión en la
que Cristo asumió no la persona de un hombre, sino la naturaleza del
hombre.
Los seguidores de Eutiques solo ven una persona en Cristo; pero después
confunden las naturalezas. Dicen que la Deidad y la humanidad se mezclaron
de tal manera que produjeron una tercera cosa. En cuanto a esto también se
les puede refutar con una correcta interpretación de la unión entre el Verbo y
la carne”.
Después continúa mostrando cómo la Iglesia antigua se enfrentó a todas
estas herejías con cuatro adverbios que definen breve y convenientemente la
unión de las dos naturalezas en la persona de Cristo. Dijeron que las
naturalezas divina y humana cuando “el Verbo se hizo carne” se unieron
verdaderamente (en oposición a los arrianos), perfectamente (en oposición a
los apolinaristas), indivisiblemente (en oposición a los nestorianos) y sin
mezcla (en oposición a los seguidores de Eutiques).
Aquellos que deseen examinar este asunto más ampliamente, harán bien
en consultar a Pearson sobre el Credo, a Dods sobre la Encarnación del Verbo
eterno y el Ecclesiastical Polity de Hooker, B. v., capítulo 51, 52, 53 y 54.
[Habitó entre nosotros]. La palabra griega traducida como “habitó”
significa literalmente “puso su tabernáculo” o “moró en una tienda”. La frase
no significa que Cristo moró en su cuerpo humano como en un tabernáculo
que dejó cuando ascendió al Cielo. “Cristo —dice Arrowsmith— continúa
ahora, y así será siempre, siendo verdadero hombre como cuando nació de la
virgen María. Tomó la naturaleza humana para nunca volver a dejarla”. La
frase solo significa que Cristo habitó entre los hombres en la Tierra durante
treinta y tres años. Estuvo en la Tierra durante ese tiempo conversando con
los hombres, de manera que no pudiera haber duda de la realidad de su
encarnación. En ningún momento apareció como un fantasma. No descendió
para una breve visita o de unos días, sino que estuvo viviendo entre nosotros
en su cuerpo humano mientras duró toda una generación de hombres.
Durante treinta y tres años puso su tienda en Palestina y fue de un lado a
otro entre sus habitantes.
Arrowsmith comenta que se describen tres clases de hombres en la Biblia
que viven en tiendas: los pastores, los que están de paso y los soldados. Pero
se puede cuestionar si esto no es una idea de alguna manera imaginaria, por
agradable y cierta que sea. La palabra griega traducida como “habitó” solo se
emplea en otros cuatro lugares en el Nuevo Testamento (Apocalipsis 7:15;
12:12; 13:6 y 21:3), y en cada uno de ellos se aplica a habitar de manera
permanente y no transitoria.
[Y vimos su gloria]. S. Juan declara aquí que, aunque “el Verbo se hizo
carne”, él y otros vieron de vez en cuando su gloria y observaron pruebas
manifiestas de que no era solo un hombre sino el “unigénito de Dios”.
Hay diferencias de opinión entre los comentaristas en cuanto a la correcta
aplicación de estas palabras. Algunos piensan que se aplican a la ascensión
de Cristo de la que Juan fue testigo y a todos sus actos milagrosos durante su
ministerio, en todos los cuales, como se dice del milagro de Caná, “manifestó
su gloria” y sus discípulos la vieron. Otros creen que se aplican
especialmente a la transfiguración de nuestro Señor, cuando mostró por un
breve período su gloria en presencia de Juan, Santiago y Pedro. Yo me inclino
a pensar que esta es la verdadera idea, y más a causa de las palabras de
Pedro al hablar de la transfiguración (2 Pedro 1:16–18) y de las que siguen
inmediatamente en el versículo que ahora estamos considerando.
[Gloria como del unigénito del Padre]. Esta frase significa “aquella gloria
que es apropiada para alguien que es el Unigénito de Dios el Padre”. Estas
palabras difícilmente se aplicarán a los milagros de Cristo. Parecen limitarse a
la gloria que Juan dice que “vio”, a la visión de la gloria que él y sus
compañeros vieron cuando Cristo se transfiguró y oyeron al Padre decir: “Este
es mi Hijo amado”.
Merece la pena leer la paráfrasis de Lightfoot de esta expresión, aunque
no aplique el pasaje a la transfiguración: “Vimos su gloria, de la que era
digno al ser el Unigénito Hijo de Dios. No brilló con pompa o grandeza
mundanas, según lo que la nación judía soñaba fervorosamente que haría su
Mesías. Pero fue revestido con la gloria de santidad, gracia y verdad, y del
poder de hacer milagros”. Debemos recordar con cuidado que el adverbio
“como” en este lugar no implica comparación o similitud, como si Juan solo se
refiriera a que la gloria del Verbo era como la del Unigénito Hijo de Dios. Dice
Crisóstomo: “La expresión ‘como’ en este lugar no corresponde a una
similitud o una comparación, sino a una confirmación y una definición
incuestionables, como si dijera ‘vimos gloria como la que corresponde y es
semejante a la que poseería Aquel que es el Unigénito y verdadero Hijo de
Dios y Rey de todo’ ”. También comenta que, por lo general, cuando la gente
habla de la aparición ceremoniosa de un rey diciendo que “era como un rey”,
quiere decir que era un verdadero rey.
Glassio, en su Filología, hace el mismo comentario sobre esa expresión y
cita, como casos paralelos del uso del adverbio “como”, 2 Pedro 1:3; 1 Pedro
1:19; Filemón 9; Romanos 9:32; Mateo 14:5; 2 Corintios 3:18. Lo considera un
hebraísmo que denota no la similitud, sino la realidad y lo genuino de algo, y
cita el Salmo 122:3 y Oseas 4:4 como ejemplos del Antiguo Testamento.
[El unigénito del Padre]. Esta notable expresión describe la generación o
filiación eterna de nuestro Señor. Él es aquella persona única que había sido
engendrada por el Padre desde toda la eternidad, y desde toda la eternidad
había sido su amado Hijo.
La frase solo se emplea cinco veces en el Nuevo Testamento, y solo en los
escritos de S. Juan. Que Dios siempre tuvo un Hijo se ve en el Antiguo
Testamento. “¿Cuál es el nombre de su hijo?”, dice Agur (Proverbios 30:4). Así
también, el Padre dice al Mesías: “Mi hijo eres tú; Yo te engendré hoy” (Salmo
2:7). Pero debemos recordar que la filiación que ahora tenemos delante no se
puede fechar en un “día” concreto. Es de una filiación eterna de lo que habla
Juan.
Se trata de una de aquellas cuestiones que debemos conformarnos con
creer y reverenciar, pero que no debemos tratar de explicar demasiado. Se
nos enseña claramente en la Escritura que en la unidad de la Deidad hay tres
personas de una única sustancia y eternidad y de un mismo poder: el Padre,
el Hijo y el Espíritu Santo. Se nos enseña con igual claridad que la “filiación”
describe la relación eterna existente entre las dos primeras personas de la
Trinidad y que Cristo es el unigénito y eterno Hijo de Dios. Se nos enseña con
igual claridad que el Padre amaba al Hijo y lo amaba “antes de la fundación
del mundo” (Juan 17:24). Pero tenemos que conformarnos con parar aquí.
Nuestras limitadas facultades no habrían podido comprender más si se nos
hubiera dicho más.
Sin embargo, recordemos con cuidado, cuando pensamos que Cristo es el
unigénito Hijo del Padre, que no debemos otorgar la más mínima idea de
inferioridad a la idea de su filiación. Como dice el Credo de Atanasio: “El
Padre, el Hijo y el Espíritu Santo tienen una misma divinidad, una gloria igual
y una misma majestad eterna. Cual es el Padre, tal es el Hijo”. Y, sin
embargo, el Padre no es el Hijo, y el Hijo no es el Padre. El argumento de los
antiguos arrianos de que si Cristo es el Hijo de Dios necesariamente debe ser
inferior en dignidad a Dios y de existencia posterior a la de Dios no se
sostiene ni por un momento. La respuesta es sencilla. No estamos hablando
de la relación entre seres mortales, sino de la relación entre las personas de
la Trinidad, que son eternas. Todas las analogías e ilustraciones extraídas de
los padres e hijos humanos son necesariamente defectuosas. Como dijo
Agustín, así debemos decir: “Muéstrame y explícame a un Padre eterno y yo
te mostraré y te explicaré a un hijo Eterno”. Debemos creer y no tratar de
explicar. La generación de Cristo, como Dios, es eterna, ¿quién la declarará?
Él fue engendrado desde la eternidad por el Padre. Fue siempre el Hijo
amado. Y, sin embargo, “es igual al Padre en lo tocante a su deidad, aunque
inferior a Él en lo tocante a su humanidad”.
[Lleno de gracia y de verdad]. Estas palabras no pertenecen al Padre,
aunque siguen a su nombre tan inmediatamente. Pertenecen al “Verbo”. El
significado de ellas se explica de manera diferente.
Algunos creen que describen el carácter de nuestro Señor Jesucristo
durante el tiempo en que estuvo sobre la Tierra en términos generales.
Llenos de gracia fueron sus labios y llena de gracia fue su vida. Fue lleno de
gracia de Dios, con el Espíritu morando en Él sin medida; lleno de bondad,
amor y favor hacia el hombre; lleno de verdad en sus hechos y palabras,
porque en sus labios no hubo astucia; lleno de verdad en su predicación
concerniente al amor de Dios el Padre hacia los pecadores y al camino de
salvación, porque siempre reveló con rica abundancia todas las verdades que
los hombres necesitan conocer para el bien de su alma.
Algunos creen que las palabras describen especialmente las riquezas
espirituales que Cristo trajo al mundo cuando se encarnó y estableció su
Reino. Vino lleno del Evangelio de la gracia, en contradicción con los
requisitos gravosos de la Ley ceremonial. Vino lleno de verdad, de consuelo
verdadero, cierto y sólido en contraposición a los tipos, figuras y sombras de
la Ley de Moisés. En resumen, nunca se vieron claramente la plena gracia de
Dios y la plena verdad acerca de la forma de ser aceptados hasta que el
Verbo se hizo carne, habitó entre nosotros en la Tierra, abrió la casa de los
tesoros y reveló gracia y verdad en su propia persona.
Decididamente prefiero la segunda de estas opiniones. La primera es
verdad, pero no la verdad del pasaje. Me parece que la segunda armoniza
con el versículo 17, que sigue casi inmediatamente, donde son contrastados
la Ley y el Evangelio y se nos dice que “la gracia y la verdad vinieron por
medio de Jesucristo”.

Juan 1:15–18

El pasaje que tenemos delante contiene tres grandes declaraciones


acerca de nuestro Señor Jesucristo. Cada una de ellas está entre los
principios fundamentales del cristianismo.
Se nos enseña, en primer lugar, que es Cristo solo quien provee
para las necesidades espirituales de todos los creyentes. Está escrito
que “de su plenitud tomamos todos, y gracia sobre gracia”.
Hay una infinita plenitud en Jesucristo. Como dice S. Pablo, “agradó
al Padre que en él habitase toda plenitud”, “en quien están escondidos
todos los tesoros de la sabiduría y del conocimiento” (Colosenses 1:19;
2:3). Hay en Él, como en un tesoro, un ilimitado aporte de todo lo que
cualquier pecador puede necesitar, ya sea en el tiempo o en la
eternidad. El Espíritu de Vida es su especial don a la Iglesia y transmite
a partir de Él, como desde una gran raíz, savia y fuerza a todas las
ramas creyentes. Es rico en misericordia, gracia, sabiduría, justicia,
santificación y redención. De la plenitud de Cristo han recibido
sustento todos los creyentes del mundo de todas las épocas. En los
tiempos del Antiguo Testamento no comprendieron claramente la
fuente de la que fluía su sustento. Los santos del Antiguo Testamento
solo vieron a Cristo desde lejos, y no cara a cara. Pero desde Abel en
adelante, todas las almas salvas han recibido todo lo que han tenido
solo de Jesucristo. Cada santo en la gloria reconocerá al fin que es
deudor a Cristo por todo lo que es. Jesús mostrará haber sido todo en
todos.
En segundo lugar se nos enseña la inmensa superioridad de Cristo
con respecto a Moisés y del Evangelio con respecto a la Ley. Está
escrito que “la ley por medio de Moisés fue dada, pero la gracia y la
verdad vinieron por medio de Jesucristo”.
Moisés fue empleado por Dios como siervo para transmitir a Israel
la Ley moral y ceremonial (Hebreos 3:5). Como siervo, fue fiel a Aquel
que le llamó, pero solo fue un siervo. La Ley moral, que él bajó del
monte Sinaí, era santa, justa y buena. Pero no podía justificar. No tenía
poder curativo. Podía herir, pero no vendar. Podía producir ira (cf.
Romanos 4:15). Pronunciaba una maldición contra cualquier
obediencia imperfecta. La Ley ceremonial que se le ordenó que
impusiera a Israel estaba llena de profundo significado y de instrucción
por medio de tipos. Sus ritos y ceremonias la convirtieron en un
excelente maestro para guiar a los hombres a Cristo (cf. Gálatas 3:24).
Pero la Ley ceremonial era solo un maestro. No podía conseguir ser
guardada a la perfección en cuanto a la conciencia (cf. Hebreos 9:9).
Colocaba un yugo muy pesado sobre los corazones de los hombres que
estos no eran capaces de llevar. Ministraba muerte y condenación (cf.
2 Corintios 3:7–9). La luz que los hombres consiguieron de Moisés y de
la Ley era en el mejor de los casos solo luz de estrellas comparada con
la luz del día.
Cristo, por otro lado, vino al mundo “como Hijo”, con las llaves del
tesoro de la gracia y la verdad de Dios completamente en sus manos
(Hebreos 3:6). La gracia vino por medio de Él cuando Él dio a conocer
plenamente el misericordioso plan de salvación de Dios por medio de
la fe en su propia sangre y abrió la fuente de misericordia a todo el
mundo. La verdad vino por medio de Él cuando cumplió en su propia
persona los tipos del Antiguo Testamento y se reveló como el
verdadero Sacrificio, el verdadero trono de misericordia y el verdadero
Sacerdote. Sin duda hubo mucha “gracia y verdad” bajo la Ley de
Moisés. Pero toda la gracia de Dios y toda la verdad acerca de la
Redención nunca fueron conocidas hasta que Jesús vino al mundo y
murió por los pecadores.
Se nos enseña en tercer lugar que es Cristo solo quien ha revelado
a Dios el Padre al hombre. Está escrito que “a Dios nadie le vio jamás;
el unigénito Hijo, que está en el seno del Padre, él le ha dado a
conocer”. El ojo del hombre mortal nunca ha visto a Dios el Padre.
Ningún hombre podría soportar esa visión. Aun a Moisés se le dijo: “No
podrás ver mi rostro; porque no me verá hombre, y vivirá” (Éxodo
33:20). Pero todo lo que el hombre mortal puede conocer acerca de
Dios el Padre le es plenamente revelado por Dios el Hijo. A Él, que
estaba en el seno del Padre desde toda la eternidad, le agradó tomar
nuestra naturaleza y mostrarnos en forma de hombre todo lo que
nuestras mentes pueden comprender de las perfecciones del Padre. En
las palabras, hechos, vida y muerte de Cristo aprendemos respecto a
Dios el Padre todo lo que nuestras débiles mentes pueden comprender
en el presente. Su sabiduría perfecta, su poder supremo, su indecible
amor a los pecadores, su incomparable santidad, su odio al pecado
nunca podrían haber sido representados ante nuestros ojos de forma
más clara que como los vemos en la vida y muerte de Cristo. En
verdad, “Dios fue manifestado en carne” cuando el Verbo tomó un
cuerpo, “siendo el resplandor de su gloria, y la imagen misma de su
sustancia”. Él dice de sí mismo: “Yo y el Padre uno somos”. “El que me
ha visto a mí, ha visto al Padre”. “En él habita corporalmente toda la
plenitud de la Deidad” (Colosenses 2:9). Estas son cosas profundas y
misteriosas. Pero son ciertas (1 Timoteo 3:16; Hebreos 1:3; Juan 10:30;
14:9).
Y ahora, después de leer este pasaje, ¿podemos honrar en demasía
a Cristo? ¿Podemos siquiera pensar demasiado de Él? Hagamos
desaparecer este indigno pensamiento de nuestras mentes para
siempre. Aprendamos a exaltarle más en nuestros corazones y
descansemos más confiadamente todo el peso de nuestras almas en
sus manos. Los hombres pueden caer fácilmente en el error acerca de
las tres personas de la santísima Trinidad si no se adhieren firmemente
a la enseñanza de la Escritura. Pero nadie se equivoca nunca por
otorgar demasiada honra a Dios el Hijo. Cristo es el punto de encuentro
entre la Trinidad y el alma del pecador: “El que no honra al Hijo, no
honra al Padre que le envió” (Juan 5:23).

Notas: Juan 1:15–18


V. 15: [Juan dio testimonio de él, y clamó diciendo]. El tiempo en el que
Juan el Bautista dio este testimonio no se especifica. Aún no hemos llegado a
la parte histórica del Evangelio según Juan propiamente dicha. Seguimos en
la introducción. Parece probable, por tanto, como dice Lightfoot, que la frase
que tenemos delante describa el carácter habitual del testimonio que Juan da
de Cristo. Él fue, durante su ministerio, proclamando continuamente la
grandeza de Cristo y que este era superior a él tanto en naturaleza como en
dignidad.
[Clamó]. La palabra griega así traducida implica un grito muy fuerte, como
el de alguien que hace una proclama. Parkhurst lo define en este lugar como
“hablar en alto de manera pública”.
[El que viene después de mí, es antes de mí; porque era primero que yo] .
Esta frase ha causado mucha discusión y cierta diferencia de opinión. Las
palabras griegas traducidas literalmente serían: “Aquel que vino después de
mí ha llegado a estar, o sido colocado, delante de mí, porque era anterior a
mí”. Sin duda, nuestra versión inglesa otorga el significado correcto de la
frase. La nota de Hammond sobre el texto es muy buena.
“Antes” significa anterior en cuanto al tiempo o la existencia: Existía antes
que yo en un tiempo en que yo no estaba. La expresión es ciertamente
notable y poco común, pero hay otra exactamente igual en este Evangelio: “A
mí me ha aborrecido antes que a vosotros”, donde el significado literal es “a
mí me aborreció primero”.
La frase “era primero que yo” es una clara afirmación de la preexistencia
de Cristo. Él había nacido al menos seis meses después de Juan el Bautista y,
por tanto, era más joven en edad que Juan. Pero Juan dice: “Era primero que
yo”. Ya existía cuando yo nací”. Si solo hubiera querido decir que nuestro
Señor era una persona más honorable que él, sin duda habría dicho: “ Es
primero que yo”. En esta expresión aparece la grandeza del conocimiento
espiritual de Juan el Bautista. Comprendió la doctrina de la preexistencia de
Cristo. Los cristianos tienen tendencia a pensar mucho más despectivamente
de los conocimientos de Juan el Bautista y de la0 profundidad de su
enseñanza.
V. 16: [Porque de su plenitud tomamos todos]. Esta frase significa que
“todos los que creemos en Jesús hemos recibido una abundante aportación
de todo lo que nuestras almas necesitan del repleto almacén que reside en Él
para su pueblo. Es de Cristo, y de Él solo, que recibimos lo necesario para
todas nuestras necesidades espirituales”.
Waterland, en este libro sobre la Trinidad, llama la atención especialmente
a esta expresión. Piensa que se empleaba especialmente en referencia a las
extrañas doctrinas de los gnósticos en general y a los corintios en particular,
cuyas herejías surgieron antes de que fuera escrito el Evangelio según S.
Juan. Parecen haber sostenido que había una cierta amplitud y plenitud de la
Deidad en la que solo determinados hombres espirituales, incluyéndose ellos
mismos, podían ser recibidos, y de la que los demás que eran menos
espirituales, aunque tuvieran la gracia, debían ser excluidos. “S. Juan —dice
Waterland— afirma aquí que todos los cristianos —igualmente y sin
diferencias—, todos los creyentes en general, han recibido de la amplitud y
plenitud del Verbo divino y no escasamente, sino en gran medida, aun gracia
sobre gracia”.
Melanchton, hablando de este versículo, llama la atención de manera
especial sobre la palabra “todos”. Observa que abarca a toda la Iglesia de
Dios, desde Adán en adelante. Todos los que han sido salvos han recibido de
la plenitud de Cristo, y todas las otras fuentes de plenitud son claramente
excluidas.
[Gracia sobre gracia]. Esta expresión es muy especial y ha causado
muchas diferencias de opinión entre los comentaristas.
(1) Unos creen que significa “la nueva gracia del Evangelio en lugar de —o
en vez de— la vieja gracia de la Ley”. Esta es la opinión de Cirilo, Crisóstomo,
Teofilacto, Eutimio, Ruperto, Lyranus, Bucero, Beza, Scaliger, De Dieu,
Calovio, Jansen, Lampe y Quesnel.
(2) Otros creen que significa “gracia debida a la gracia o al favor de Dios,
y especialmente a su favor hacia su Hijo”. Esta es la opinión de Zuinglio,
Melanchton, Chemnitio, Flacius, Rollock, Grocio, Camerarius, Tornovius,
Toledo, Barradius, Cartwright y Cornelio à Lapide.
(3) Otros creen que significa “gracia debida a, o en pago por, la gracia de
la fe que hay en nosotros”. Esta es la opinión de Agustín, Gomarus y Beda.
(4) Otros creen que significa “gracia que responde, o proporcionada, a la
gracia que es en Cristo”. Esta es la opinión de Calvino, Leigh y Bridge.
(5) Otros creen que significa “gracia acumulada, gracia abundante, gracia
sobre gracia”. Esta es la opinión de Schleusner, Winer, Bucero, Pellican,
Musculus, Gualter, Poole, Nifanius, Pearce, Burkitt, Doddridge, Bengel, A.
Clarke, Tittman, Olshausen, Barnes y Alford.
Brentano, Bullinger, Aretius, Jansen, Hutcheson, Gill, Scott y Henry ofrecen
diversas ideas, pero no indican su adhesión a ninguna en particular.
De todas las opiniones, me inclino a pensar que la sexta y última es la
correcta. Admito sinceramente que la preposición griega aquí traducida
“sobre” solo se encuentra en tres sentidos en el Testamento griego: “en lugar
de” (Mateo 2:22), “por” (Romanos 7:17) y “por cuanto, por esto” (Hechos
12:23; Efesios 5:31). Formando un término compuesto también significa
“oposición”, pero eso no tiene nada que ver aquí. En este caso creo que el
significado es “gracia en lugar de gracia; una aportación constante, nueva y
abundante de nueva gracia para que ocupe el lugar de la antigua gracia y,
por tanto, una gracia inagotable, abundante, que se completa continuamente
y suple para todas nuestras necesidades”.
V. 17: [Pues la ley por medio de Moisés fue dada […]. Este versículo
parece tener la intención de mostrar la inferioridad de la Ley sobre el
Evangelio. Lo hace así contrastando fuertemente las principales
características de las dispensaciones antigua y nueva: la religión que
comenzó con Moisés y la religión que comenzó con Cristo.
La Ley fue dada por medio de Moisés (la Ley moral, llena de demandas
elevadas y santas y de severas amenazas contra la desobediencia), y la Ley
ceremonial (llena de gravosos sacrificios, ritos y ceremonias que nunca
sanaron la conciencia del adorador y en el mejor de los casos fueron solo
sombras de las buenas cosas venideras).
Por medio de Cristo, por otro lado, vinieron la gracia y la verdad: gracia
por medio de la plena manifestación del plan de salvación de Dios y el
ofrecimiento de un perdón completo para cada alma que cree en Jesús, y
verdad por medio de la revelación de Cristo mismo como el verdadero
sacrificio, el verdadero Sacerdote y la verdadera expiación por el pecado.
Agustín, en cuanto a este versículo, dice: “La Ley amenazaba, no
ayudaba; ordenaba, no curaba; mostraba, no quitaba nuestra debilidad. Pero
fue una preparación para el Médico, quien vendría con la gracia y la verdad”.
V. 18: [A Dios nadie le vio jamás […]. Este versículo parece ir dirigido a
mostrar la infinita superioridad personal de Cristo sobre Moisés o sobre
cualquier otro santo que haya vivido alguna vez. Ningún hombre ha visto
jamás a Dios el Padre: ni Abraham, ni Moisés, ni Josué, ni David, ni Isaías, ni
Daniel. Todos estos, por muy santas y buenas personas que fueran, seguían
siendo solo hombres, y completamente incapaces de ver a Dios cara a cara,
por su debilidad. Lo que conocían de Dios el Padre lo conocían solo por
referencias o por una revelación especial que se les otorgaba de vez en
cuando. Solo eran siervos, y “el siervo no sabe lo que hace su señor” (Juan
15:15).
Cristo, por otro lado, es el unigénito Hijo que está en el seno del Padre. Es
Alguien más íntimamente unido desde toda la eternidad a Dios el Padre e
igual a Él en todas las cosas. Él, durante el tiempo de su ministerio terrenal
aquí, mostró plenamente al hombre todo lo que el hombre puede ser capaz
de saber con respecto a su Padre. Ha revelado la sabiduría de su Padre, su
santidad, compasión, poder, odio al pecado y amor a los pecadores de la
mejor manera posible. Ha traído a la luz clara el gran misterio de cómo Dios
el Padre puede ser justo y, no obstante, justificar al impío. El conocimiento
del Padre que un hombre obtenía de la enseñanza de Cristo al anochecer es
diferente del que se ve a pleno día.
Debemos recordar detenidamente que ninguna de las apariciones de Dios
al hombre descritas en el Antiguo Testamento fueron apariciones de Dios el
Padre. Aquel a quien Abraham, Jacob, Moisés, Josué, Isaías y Daniel vieron no
fue la primera persona de la Trinidad, sino la segunda.
Las conjeturas de algunos comentaristas sobre la frase que tenemos
ahora delante en cuanto a si algún ser creado —ángel o espíritu— ha visto
alguna vez a Dios el Padre son, cuando menos, inútiles. La frase que tenemos
delante habla del hombre y ha sido escrita para el hombre.
La expresión “que está en el seno del Padre” es sin duda una figura
apropiada a la capacidad del hombre, gracias a Dios. Igual que decir que
alguien pertenece al seno de la familia de otro da a entender que tiene gran
intimidad con él, que conoce todos sus secretos y posee todo su afecto, así
debemos entender que es la unión del Padre y el Hijo. Es más íntima de lo
que la mente del hombre puede concebir.
La palabra griega traducida como “dado a conocer” significa literalmente
“exponer”. Es la raíz de dos palabras muy conocidas entre los estudiantes de
la literatura bíblica: “exegesis” y “exegético”. La idea es la de que da una
clara y especial explicación (Hechos 15:14). No está nada claro si el dar a
conocer al Padre al que aquí se hace referencia hay que limitarlo a la
enseñanza oral de Cristo acerca del Padre o se refiere también a que Cristo
ha ofrecido en su persona una representación visible de muchos de los
atributos del Padre. Quizá ambas ideas estén incluidas en la expresión.
Al dejar este pasaje debo decir algo acerca de la discutida cuestión de
quién es el autor de las palabras de los tres versículos que comienzan con
“de su plenitud”. ¿Son las palabras de Juan el Bautista y parte de su
testimonio? ¿O son las palabras de Juan el autor del Evangelio y un
comentario explicativo propio, como encontramos ocasionalmente en su
Evangelio? Hay algo que decir por ambas partes.
(a) Unos creen que estos tres versículos son dichos por Juan el Bautista, a
causa de la violencia y brusquedad con que concluye su testimonio si
adoptamos la otra teoría, porque van en armonía con el versículo 15 y porque
no hay nada en ellos que no pueda esperarse razonablemente que dijera Juan
el Bautista.
Esta es la opinión de Orígenes, Atanasio, Basil, Cipriano, Agustín,
Teofilacto, Ruperto, Melanchton, Calvino, Zuinglio, Erasmo, Chemnitio,
Gualter, Musculus, Bucero, Flacius, Bullinger, Pellican, Toledo, Gomarus,
Nifanius, Rollock, Poole, Burkitt, Hutcheson, Bengel y Cartwright.
(b) Otros creen que los tres versículos son el comentario de Juan el autor
del Evangelio en cuanto al testimonio de Juan el Bautista acerca de la
preexistencia de Cristo y de la expresión “gracia y verdad” que tenemos en el
v. 14. Consideran los versículos como una exposición de la expresión “lleno
de gracia y verdad”. Cuestionan si el lenguaje es el que habría usado Juan el
Bautista, si él habría dicho “todos” después de decir “de mí”, si habría
empleado la palabra “plenitud”, si habría contrastado —en un período tan
temprano—la religión de Moisés con la de Cristo, y si habría declarado tan
abiertamente a Cristo como el unigénito Hijo que está en el seno del Padre.
Por último, creen que si estas fueran palabras de Juan el Bautista, el
Evangelio no habría comenzado de nuevo en el versículo 19 diciendo: “Este
es el testimonio de Juan”.
Esta es la opinión de Cirilo, Crisóstomo, Eutimio, Beda, Lyranus, Brentano,
Beza, Ferus, Grocio, Aretius, Barradius, Maldonado, Cornelio à Lapide., Jansen,
Lightfoot, Arrowsmith, Gill, Doddridge, Lampe, Pearce, Henry, Tittman, A.
Clarke, Barnes, Olshausen, Alford y Wordsworth. Baxter y Scott declinan
tomar partido en cuanto a este asunto, y Whitby no dice nada al respecto.
Los argumentos a favor de ambas partes están tan bien equilibrados y los
nombres a ambos lados son de tanto peso que aventuro una opinión con gran
timidez. Pero en general me inclino a pensar que los tres versículos no son las
palabras de Juan el Bautista, sino de Juan el Evangelista. El notable estilo de
los primeros dieciocho versículos de este capítulo hace que la brusquedad y
brevedad del testimonio que da Juan el Bautista, según esta teoría, no me
parezca extraño. Y la relación entre los tres versículos y las palabras “lleno de
gracia y verdad” del versículo 14 me parece mucho más marcada y clara que
la relación entre el testimonio de Jesús y las palabras “de su plenitud
tomamos todos”. Felizmente, no se trata de algo vital y, por tanto, no importa
que los cristianos difieran si no son capaces de convencerse unos a otros.

Juan 1:19–28

Los versículos que estamos leyendo ahora comienzan la parte histórica


del Evangelio según S. Juan propiamente dicha. Hasta ahora hemos
estado leyendo afirmaciones profundas e importantes acerca de la
naturaleza divina de Cristo, su encarnación y dignidad. Ahora llegamos
al claro relato de los días del ministerio terrenal de Cristo y la clara
historia de los hechos y las palabras de Cristo entre los hombres. Y
aquí, como los demás autores del Evangelio, S. Juan comienza
enseguida con el relato, o el testimonio, de Juan el Bautista (Mateo 3:1;
Marcos 1:2; Lucas 3:2). En estos versículos tenemos, por un lado, un
ejemplo instructivo de verdadera humildad. Ese ejemplo es
suministrado por Juan el Bautista mismo.
Juan el Bautista era un eminente santo de Dios. Hay pocos nombres
que estén más altos que el suyo en el registro bíblico de grandes y
buenos hombres. El Señor Jesús mismo declaró que “entre los que
nacen de mujer no se ha levantado otro mayor que Juan el Bautista”
(Mateo 11:11). El Señor Jesús mismo declaró que era “era antorcha
que ardía y alumbraba” (Juan 5:35). Pero aquí, en este pasaje, vemos a
este eminente santo humilde rebajándose a sí mismo y lleno de
humildad. Aparta de sí la honra que los judíos de Jerusalén estaban
dispuestos a darle. Declina todos los títulos lisonjeros. Habla de sí
mismo como nada más que la “voz de uno que clama en el desierto” y
como alguien que bautiza “con agua”. Proclama en alta voz que hay
Uno que está entre los judíos que es mayor que él, del cual no es digno
de desatar la correa de su calzado. Reclama honra no para él, sino
para Cristo. Exaltar a Cristo era su misión y a ello se entrega
firmemente.
Los principales santos de Dios de todas las épocas de la Iglesia
siempre han sido hombres con el espíritu de Juan el Bautista. En dones,
conocimiento y carácter general a menudo difieren ampliamente. Pero
en un aspecto siempre son iguales: se revisten “de humildad” (1 Pedro
5:5). No buscan su propia honra. Piensan poco de sí mismos. Tienen
siempre voluntad de menguar para que Cristo pueda crecer, de ser
nada para que Cristo lo sea todo. Y aquí está el secreto de la honra que
Dios ha puesto sobre ellos: “El que se humilla, será enaltecido” (Lucas
14:11).
Si profesamos un verdadero cristianismo, esforcémonos por ser del
espíritu de Juan el Bautista. Estudiemos humildad. Esta es la virtud con
que todos los salvos debemos comenzar. No tendremos una verdadera
religión hasta que abandonemos nuestros orgullosos pensamientos y
nos sintamos pecadores. Esta es la virtud que todos los santos deben
tener y que ninguno tiene excusa alguna para despreciar. No todos los
hijos de Dios tienen ciertos dones, dinero, tiempo para trabajar o una
amplia esfera de utilidad; pero todos pueden ser humildes. Esta es la
virtud, sobre todo, que aparecerá más hermosa al final. Nunca
sentiremos la necesidad de humillarnos tan profundamente como
cuando descansemos en nuestros lechos de muerte y estemos ante el
trono del Juicio de Cristo. Toda nuestra vida aparecerá entonces como
un largo catálogo de imperfecciones, siendo nosotros nada y Cristo
todo.
Tenemos, por otro lado, en estos versículos, un maravilloso ejemplo
de la ceguera de los hombres inconversos. El ejemplo nos lo da la
situación de los judíos que cuestionaron a Juan al Bautista.
Estos judíos profesaron estar esperando la llegada del Mesías. Como
todos los fariseos, se enorgullecían de ser hijos de Abraham y
poseedores de los pactos. Descansaban en la Ley y alardeaban de
Dios. Profesaban conocer la voluntad de Dios y creer en las promesas
de Dios. Confiaban en que eran guías de ciegos y luces para aquellos
que estaban en tinieblas (cf. Romanos 2:17–19). Y, sin embargo, en ese
mismo momento, sus almas estaban completamente en tinieblas. “En
medio de vosotros —les dijo Juan el Bautista— está uno a quien
vosotros no conocéis”. Cristo mismo, el Mesías prometido, estaba en
medio de ellos y, sin embargo, ni le conocieron ni le vieron. Y peor aún,
¡la inmensa mayoría de ellos nunca le conocieron! Las palabras de Juan
el Bautista son una descripción profética de un estado de cosas que
duró todo el período del ministerio terrenal de nuestro Señor. Cristo
estuvo en medio de los judíos y, sin embargo, los judíos no le
conocieron, y la mayor parte de ellos murieron en sus pecados.
Es un pensamiento solemne que las palabras de Juan el Bautista en
este lugar se aplican estrictamente a miles en la actualidad. Cristo
sigue estando en medio de muchos que ni le ven, ni le conocen ni
creen. Cristo pasa por muchas iglesias y muchas congregaciones, y la
inmensa mayoría ni siquiera le miran ni le oyen. El espíritu de
inactividad parece haberlos invadido. El dinero, el placer y el mundo
los conocen, pero no conocen a Cristo. El Reino de Dios está cerca de
ellos, pero ellos duermen. La salvación está a su alcance, pero ellos
duermen. La misericordia, la gracia, la paz, el Cielo, la vida eterna
están tan cerca que podrían tocarlos; pero, no obstante, duermen.
Cristo está en medio de ellos y ellos no le conocen. Son cosas que es
lamentable tener que escribir. Pero todo ministro fiel de Cristo puede
dar testimonio, como Juan el Bautista, de que son ciertas.
¿Qué hacemos nosotros? Esta, al fin y al cabo, es la gran pregunta
que nos concierne. ¿Conocemos la amplitud de nuestros privilegios
religiosos en este país y en estos tiempos? ¿Somos conscientes de que
Cristo va de un lado a otro en nuestro país invitando a las almas a
unirse a Él y a ser sus discípulos? ¿Sabemos que el tiempo es breve y
que la puerta de misericordia pronto se cerrará para siempre?
¿Sabemos que si rechazamos a Cristo pronto lo abandonaremos?
¡Felices aquellos que tienen en cuenta estos interrogantes y que
conocen el tiempo de su visitación (cf. Lucas 19:44). Será mejor en el
último día no haber nacido que haber tenido a Cristo en medio nuestro
y no haberle conocido.

Notas: Juan 1:19–28


V. 19: [Este es el testimonio]. La palabra griega traducida como
“testimonio” es la misma que tenemos en el versículo 7.
[Cuando]. Esta palabra plantea la pregunta: “¿Cuándo dio Juan este
testimonio?”. Parece haber sido después del bautismo de nuestro Señor
Jesucristo y al final de sus cuarenta días de tentación en el desierto. El
versículo 29 nos dice que “el día siguiente vio Juan a Jesús que venía a él”.
Merece la pena percibir que en ningún lugar en los Evangelios encontramos
los “días” tan bien señalados como en esta parte del capítulo 1 de S. Juan
que ahora comenzamos.
[Los judíos]. Esta expresión es notable, típica del Evangelio según S. Juan.
Por lo general habla de los enemigos de nuestro Señor y de los que le
cuestionan como “los judíos”. Parece indicar que S. Juan no escribió su
Evangelio en Palestina o en Jerusalén y que fue escrito especialmente para
los cristianos gentiles dispersos por el mundo y mucho después que los otros
tres Evangelios.
[Enviaron de Jerusalén sacerdotes y levitas]. Estas palabras muestran que
aquellos que preguntaron a Juan el Bautista en aquella ocasión eran una
delegación formal enviada con autoridad por el Sanedrín, o el consejo
eclesiástico judío, para inquirir acerca de los procedimientos de Juan y dar un
informe de lo que enseñaba y quién pretendía ser.
Wordsworth comenta que “los judíos otorgaron más honra a Juan que a
Cristo, tanto en las personas enviadas como en el lugar desde el cual fueron
enviadas. Valoraban a Juan por su linaje sacerdotal”. Cuando apareció Cristo,
le llamaron “el hijo del carpintero”. Nuestro Señor se refiere a este gran
respeto mostrado al principio hacia Juan cuando dice: “Vosotros quisisteis
regocijaros por un tiempo en su luz” (Juan 5:35).
[Para que le preguntasen: ¿Tú, quién eres?]. Difícilmente podemos pensar
que estos sacerdotes y levitas desconocían que Juan era el hijo de un
sacerdote, Zacarías y, por tanto, un levita. Su pregunta parece referiste al
oficio de Juan: “¿Quién profesaba ser? ¿Asumía ser el Mesías? ¿Afirmaba ser
un profeta? ¿Qué razón podía aducir para haberse elevado a esta importante
posición como predicador y para bautizar a cierta distancia de Jerusalén?
¿Qué informe podía dar de sí mimo y de su ministerio?”.
Hay dos cosas que se enseñan claramente en este versículo. Una es la
gran sensación que causó el ministerio de Juan el Bautista en Palestina.
Atrajo mucho la atención y le siguieron tales multitudes que el Sanedrín
consideró necesario investigarle. La otra es la situación de expectación en
que estaban las mentes de los judíos en aquel momento en concreto. En
parte porque ya habían pasado las setenta semanas de Daniel, en parte
porque el cetro prácticamente había sido quitado a Judá, había
evidentemente gran expectación en que estaba a punto de aparecer una
importante persona. En cuanto a la clase de persona que esperaban los
judíos, está claro que solo buscaban un rey temporal que los convirtiera una
vez más en una nación independiente. No se les pasaba por la cabeza la idea
de un Salvador espiritual del pecado. Pero, en cuanto al hecho de que
existiera esta vaga expectación en Oriente en ese momento concreto
tenemos el testimonio directo de los historiadores latinos. El ministerio
extraordinario de Juan el Bautista enseguida planteó a los judíos de Jerusalén
la idea de que podía tratarse del Redentor esperado. Por tanto, enviaron a
preguntar: “¿Tú, quién eres? ¿Eres el Rey largamente esperado?”.
V. 20: [Confesó, y no negó, sino confesó […]. Esta es una forma especial
de hablar que implica una afirmación enfática, inconfundible y definitiva. Da
la idea de un hombre a quien repugna con santa indignación el solo
pensamiento de ser considerado como el Cristo: “No me lastiméis
diciéndome que alguien como yo puede ser el Cristo de Dios. Soy muy
inferior a Él”.
Dice Bengel sobre este versículo: “Al negarse Juan a sí mismo, no negaba
a Cristo”. Lutero hace algunos comentarios excelentes de la fuerte tentación
que sale al paso de Juan aquí de aceptar para sí el honor, así como de la
humildad y la fe que mostró al superarla.
V. 21: [¿Eres tú Elías?]. Esta pregunta no era absurda y poco natural como
algunos comentaristas han considerado oportuno decir. Se basó en aquella
profecía de Malaquías que habla de que Dios enviaría al “profeta Elías, antes
que venga el día de Jehová, grande y terrible” (Malaquías 4:5). Las maneras,
los ropajes y el ministerio de Juan el Bautista, así como su vida en el desierto,
producían una gran similitud entre él y Elías y daba a entender que Juan
podía ser Elías. “Si este hombre no es el Cristo —pensaron los sacerdotes y
levitas—, quizá sea su precursor, el profeta Elías”.
[Dijo: No soy]. Esta respuesta de Juan es digna de especial atención y
plantea una grave dificultad. ¿Cómo podía decir Juan que no era Elías cuando
Cristo dice claramente en otro lugar “este es Elías”? ¿Cómo reconciliar estas
dos afirmaciones? A mí me parece imposible explicar las palabras de Juan
excepto con la sencilla teoría de que hay dos venidas del profeta Elías. La
primera fue solo una venida en espíritu y en poder, pero no una venida
literal. La segunda será una venida real y literal en la Tierra de aquel a quien
Eliseo vio siendo llevado al Cielo. La primera venida tuvo lugar en la Primera
Venida de Cristo y se cumplió en Juan el Bautista al ir delante del Mesías con
el espíritu y el poder de Elías. La segunda venida de Elías tendrá lugar en el
momento de la Segunda Venida de Jesucristo y la cumplirá Elías mismo
viniendo una vez más como profeta a las tribus de Israel.
Es de esta segunda venida futura y literal de Elías de la que habla Juan en
este lugar. Cuando dice que no es Elías quiere decir: “No soy aquel Elías a
quien os referís, que fue llevado al Cielo hace 900 años. La venida de ese
Elías aún está en el futuro. Yo soy el precursor de la Primera Venida en
humillación, no de la Segunda Venida en gloria. No soy el heraldo de la
Venida de Cristo para reinar, como lo será Elías un día, sino el heraldo de la
Venida de Cristo para sufrir en la Cruz. No he venido a preparar el camino a
un rey vencedor como esperáis fervorosamente, sino de un Salvador débil y
humilde cuya gran obra es llevar nuestros pecados y morir. No soy el Elías
que esperáis”.
En confirmación de esta opinión se deben estudiar detenidamente las
importantes palabras de nuestro Señor en otro Evangelio. Él dijo claramente:
“Elías viene primero, y restaurará todas las cosas” (Mateo 17:11). Y, no
obstante, añade en el mismo momento: “Mas os digo que Elías ya vino”, es
decir, ya vino en cierto sentido por medio de Juan el Bautista, yendo delante
de mí con el espíritu y el poder de Elías”. En resumen, ¡nuestro Señor dice al
mismo tiempo que Elías vendrá y que Elías ya vino! Para mí, sus palabras
parecen una clara prueba de la teoría que estoy afirmando aquí de que hay
dos venidas de Elías. En espíritu, Elías vino cuando vino Juan el Bautista, un
hombre como Elías en cuanto a su forma de pensar y sus hábitos. Pero en la
carne, Elías aún no ha venido y tiene que aparecer. Y era a la vista de esta
venida futura y literal que dijo Juan el Bautista que él no era Elías. Sabía que
los judíos estaban pensando en los tiempos de gloria del Mesías y en la
venida literal de Elías que se produciría en aquellos tiempos. Por tanto, dice:
“Yo no soy el Elías al que os referís. Yo pertenezco a una dispensación
diferente”.
La otra opinión, que es sin duda afirmada por la inmensa mayoría de
comentaristas, me parece rodeada de dificultades insuperables. Según ellos,
nunca iba a haber más de un cumplimiento de la profecía de Malaquías
acerca de Elías. La cumpliría el Bautista; y cuando él apareciera se habría
cumplido plenamente. Soy incapaz de ver cómo puede explicarse de manera
satisfactoria la respuesta de Juan el Bautista en este lugar según esta teoría.
Los judíos le preguntan claramente si es Elías; es decir, si es la persona que
cumple la profecía de Malaquías. Esta, en todo caso, era evidentemente la
idea que tenían en mente. Él responde claramente que no. Y no obstante,
según la teoría contra la que estoy, él era Elías y debería haber respondido:
“Lo soy”. En resumen, ¡parece decir algo que no es cierto! ¡Nunca habría
nadie después de él que cumpliera la profecía de Malaquías y, sin embargo,
declara en realidad que él no la cumple, al decir que no es Elías!
Este no es el lugar indicado para hablar acerca de la venida literal futura
del profeta Elías, cuando los judíos verán al fin una persona viva que dirá: “Yo
soy Elías”. Si ministrará o no a alguien que no sea judío, si demostrará o no
ser uno de los dos testigos de los que habla en el Apocalipsis (11:3), son
cuestiones interesantes y discutibles. Solo señalaré que el asunto merece
mucha más atención de la que normalmente recibe.
Las siguientes citas de los Padres mostrarán que la opinión que he
expresado no es moderna.
Crisóstomo, sobre Mateo 17:10, dice: “Igual que hay dos Venidas de Cristo
—la primera para sufrir y la segunda para juzgar—, así hay dos venidas de
Elías: la primera de Juan, antes de la Primera Venida de Cristo, quien es
llamado Elías porque vino de la manera y con el espíritu de Elías; la segunda,
de la persona de Elías tisbita, antes de la Segunda Venida de Cristo”.
Jerónimo y Teofilacto dicen exactamente lo mismo.
Gregorio, citado por Payer, dice: “Cuando Juan niega ser Elías y Cristo
posteriormente afirma que sí lo es, no existe contradicción. Hay una doble
venida de Elías. La primera es en espíritu antes de la Venida de Cristo para
redimir; la otra es en persona antes de la Venida de Cristo para juzgar. Según
la primera, lo que dice Cristo es cierto: ‘Este es Elías’. Según la segunda, las
palabras de Juan son ciertas: ‘no soy’. Esta fue la respuesta más apropiada
para responder a hombres que preguntan en un sentido carnal”. Dice
Agustín: “Lo que Juan fue en la Primera Venida, lo será Elías en la Segunda.
Igual que hay dos Venidas, hay dos heraldos”.
[¿Eres tú el profeta?]. Hay dos opiniones en cuanto a esta cuestión.
Algunos creen, como Agustín y Gregorio, que las palabras deberían ser como
aparecen en nuestra versión al margen: “¿Eres tú un profeta?”. Otros creen,
como Cirilo y Crisóstomo, que la pregunta se refería al profeta que Moisés
anunció que vendría (cf. Deuteronomio 18:15). Yo prefiero claramente esta
última idea. Parece muy improbable que Juan el Bautista negara por completo
que era un profeta. Junto a esto, no parece irrazonable que los judíos
preguntaran si era el gran profeta anunciado por Moisés”. Y a esta pregunta,
Juan responde con la mayor sinceridad que no. Admite duda si los judíos que
le cuestionaron vieron claramente que el profeta a semejanza de Moisés y el
Mesías eran uno solo. Más bien parece que ellos pensaban que el “Cristo” y
“el profeta” serían dos personas diferentes.
Lightfoot considera que la pregunta se refiere a una expectativa común
entre los judíos de que de nuevo se levantaran profetas con la Venida del
Mesías, y que los que preguntaban a Juan querían decir: “¿Eres tú uno de los
profetas levantados de los muertos?”. Esta idea supersticiosa explica las
palabras de los discípulos que tenemos en Lucas: “Otros [dicen] que algún
profeta de los antiguos ha resucitado” (Lucas 9:19). Pero el artículo griego en
las palabras que tenemos delante me parece demasiado fuerte como para
traducirlas “un profeta”.
V. 22: [Respuesta a los que nos enviaron]. Esta expresión confirma la
opinión ya ofrecida acerca del carácter de aquellos que preguntaban a Juan.
No eran personas que preguntaban sin fundamento, sino una representación
formal enviada por el Sanedrín desde Jerusalén con el encargo de averiguar
quién era Juan y elaborar un informe de lo que descubrieran.
V. 23: [Dijo: Yo soy la voz […]. El informe de Juan el Bautista acerca de sí
mismo en este Evangelio consiste en una referencia a la Escritura. Recuerda
la profecía de Isaías respecto a los tiempos del Mesías a los sacerdotes y
levitas que deseaban saber quién era (Isaías 40:3). Allí encontrarían a Isaías
diciendo con la precipitación de un poeta inspirado y hablando como si viera
lo que estaba describiendo: “Voz que clama en el desierto”. Lo cual significa:
“Yo oigo en el espíritu, cuando miro hacia adelante a los tiempos del Mesías,
a un hombre que clama en el desierto: Preparad camino al Señor”. “Esa
profecía —dice Juan el Bautista— se cumple en mí hoy. Yo soy la persona a
quien vio Isaías y a quien escuchó en una visión. Yo he venido para preparar
el camino al Mesías, como un hombre que va delante de un rey en un país
desértico a preparar un camino para su señor. He venido a preparar los
corazones estériles de la nación judía para la Primera Venida de Cristo y para
el Reino de Dios. Yo soy solo una voz. No vengo a obrar milagros. No deseo
discípulos que me sigan a mí, sino a mi Señor. El objeto de mi misión es ser
un heraldo, alguien que clama, una voz de aviso para mis compatriotas, de
manera que cuando mi Señor comience su ministerio no les sorprenda sin
estar preparados”.
[El desierto]. La idea común de esta expresión es que se refiere al
ministerio de Juan el Bautista comenzado en el desierto de Judea. Yo tengo
mis dudas de que esta idea sea correcta. Es innegable que toda la cita es una
figura. El profeta compara al precursor del Mesías con alguien que prepara el
camino para el Rey por un desierto o un país deshabitado. El “camino” es sin
duda una figura, y la rectitud del camino también lo es. Nadie supone que
Isaías se refería a que Juan el Bautista iba literalmente a hacer un camino.
Pero si el “camino” es figurado, el lugar en el que sería hecho, sin duda, sería
figurado también. Por tanto, yo creo que el desierto es una descripción
figurada y profética de la esterilidad espiritual de Israel cuando el precursor
del Mesías comenzó su ministerio. Al mismo tiempo, admito plenamente que
los hábitos de aislamiento y ascetismo de Juan y su residencia en el desierto
son una notable coincidencia con el texto.
La expresión “voz” ha sido considerada con frecuencia una bella analogía
del carácter general del ministerio de Juan. Fue eminentemente un hombre
humilde. Era alguien que deseaba ser escuchado y llamar la atención por
medio de su testimonio, pero no ser visto u honrado de forma visible.
V. 24: [Y los que habían sido enviados eran de los fariseos]. El objetivo de
este versículo es ciertamente dudoso. Algunos piensan que se refiere al
versículo anterior, que contiene una cita de Isaías. Aquellos que fueron
enviados, siendo fariseos —y no saduceos o herodianos—, tenían que haber
visto y admitido el carácter escriturario de la misión de Juan. Otros creen,
como Bengel, que se refiere al versículo siguiente, en el que se plantea una
pregunta acerca del bautismo. Aquellos que fueron enviados, al ser fariseos,
eran especialmente estrictos acerca de las ceremonias, los ritos y las formas.
Por tanto, no se conformaban con una referencia a la Escritura. Preguntaron
por la autoridad de Juan para bautizar. Algunos creen que se refiere por lo
general a la conocida enemistad y desaprobación con que los fariseos vieron
a Juan el Bautista durante todo su ministerio. Nuestro Señor dice en otro
lugar: “Desecharon los designios de Dios respecto de sí mismos, no siendo
bautizados por Juan” (Lucas 7:30). El texto que tenemos delante significaría
entonces que aquellos que plantearon todas estas preguntas lo hicieron con
un espíritu bastante poco amistoso y sin un deseo sincero de aprender la
verdad de Dios, puesto que eran fariseos.
V. 25: [¿Por qué, pues, bautizas, si tú no eres […]? Este versículo indica
evidentemente que los que preguntaron a Juan esperaban que el Mesías, o su
precursor, bautizara cuando apareciera. No es improbable, como dice
Lightfoot, que esa idea surgiera del texto que tenemos en Ezequiel cuando
describe el tiempo del Mesías: “Esparciré sobre vosotros agua limpia, y seréis
limpiados” (Ezequiel 36:25).
Lutero cree que el versículo muestra que los que interrogaban a Juan
entonces cambiaron de tono. Hasta aquel momento se habían sentido
halagados. Pero ahora comenzaban a verse amenazados.
Una cosa está clara en este versículo. Los judíos no desconocían el
bautismo como ritual religioso. Era una de las ceremonias (según Lightfoot)
por las que los prosélitos eran admitidos a la Iglesia judía. Más aún, sus hijos
eran bautizados junto a ellos. No era, por tanto, el hecho de que Juan
bautizara lo que cuestionaban aquí los fariseos, sino su autoridad para
administrar el bautismo.
V. 26: [Yo bautizo con agua; mas […]. La respuesta de Juan el Bautista
aquí constatada es muy elíptica, y el significado pleno de sus palabras se
debe obtener de otros lugares. Parece que dice: “Yo no bautizo por mi propia
autoridad, sino por comisión de Uno mucho más alto que vosotros o que yo.
Solo bautizo con agua, no pretendo hacer discípulos para mí mismo, sino
para mi Señor. No constituyo un partido. No pido a los hombres que me sigan.
Les digo a todos aquellos a quienes bautizo que crean en Aquel que es
Poderoso y que viene detrás de mí. Yo solo soy siervo de Uno mucho mayor
que yo que está ya ahora en medio de vosotros si tenéis ojos para verle. Él
está tan por encima de mí en naturaleza y en dignidad, que no soy digno de
ser su más humilde servidor. Él puede bautizar corazones y cumplir las
promesas acerca del Mesías a las que vosotros hacéis referencias
superficiales. Mientras tanto, yo solo bautizo con agua a todos aquellos que
profesan arrepentimiento y disposición a recibir a mi Señor: bautizo por otro,
no por mí mismo”.
[En medio de vosotros está uno]. Tengo mis dudas de que estas palabras
signifiquen literalmente: “En medio de la multitud de los que me estáis
escuchando hay uno”. Prefiero el sentido: “Hay uno que vive y mora entre
vosotros, en esta tierra de Judea. Uno que es mayor que yo”. Creo que este
es el sentido por las palabras del versículo 29 —“vio Juan a Jesús que venía a
él”—, que parecen indicar que no estaba con él el día anterior. El
pensamiento parece paralelo al contenido en las palabras: “El reino de Dios
no vendrá con advertencia”. “Vendrá súbitamente a su templo el Señor a
quien vosotros buscáis” (Malaquías 3:1; Lucas 17:20). Todo señala la misma
verdad: que, cuando el Mesías vino por primera vez, vino en silencio, sin
hacer ruido, sin hacerse notar, sin que la nación de los judíos lo supiera; de
manera que estaba en medio de ellos y, no obstante, no eran conscientes de
su presencia.
La palabra griega traducida como “está” aparece en tiempo perfecto y se
podría haber traducido literalmente “ha estado”, es decir, “ha estado por
algún tiempo y sigue estando”. El Mesías ha venido y está presente. Bengel
lo traduce así: “Ha ocupado su lugar”. La idea que he afirmado acerca del
significado de la palabra “está” es sostenida por Parkhurst, quien la define
como “ser o vivir” y cita Juan 6:22 como un ejemplo paralelo. Pearce adopta
la misma postura y cita Hechos 26:22. Jansen lo traduce así: “Ha conversado
entre vosotros, como cuando se sentó entre los doctores” en el Templo.
Aretius lo traduce así: “Está presente en la carne y caminando por Judea”.
[A quien vosotros no conocéis]. Esto parece querer decir no solo que los
judíos no conocían a Jesús el Mesías de vista, sino que no tenían
conocimiento espiritual de Él y de la verdadera naturaleza de su labor como
Salvador de los pecadores: “Buscáis un Mesías vencedor y que reina. No
conocéis al Mesías sufriente que vino para ser cortado y ser crucificado por
los pecadores”. Bengel comenta que Juan aquí “se está dirigiendo
especialmente a los habitantes de Jerusalén que no habían estado presentes
en el bautismo de Jesús. Y él estimula sus deseos de que estén deseosos de
estar al corriente de su existencia”.
V. 27: [Viene después de mí, el que es antes de mí]. Los comentarios
relativos al versículo 15 se aplican plenamente a esta expresión. Juan declara
que aunque su Señor, en el tiempo señalado, comenzó su ministerio después
de él, en cuanto a dignidad estaba por encima de él. Exaltar a Cristo y
humillarse parecen ideas que nunca son ajenas a la mente de Juan.
[Yo no soy digno de desatar la correa del calzado]. Esta es evidentemente
una expresión proverbial. “Soy tan inferior a Aquel que viene detrás de mí
que, en comparación con Él, soy como el más humilde siervo comparado con
su Señor”. No ser digno para desatar la correa del calzado es en nuestros
tiempos una famosa expresión que indica inferioridad.
V. 28: [Estas cosas sucedieron en Betábara]. En los países cálidos como
Palestina era evidentemente importante que Juan el Bautista estuviera cerca
de una fuente de agua apropiada para el bautismo de las multitudes que
venían a él. Si la Bet-bara citada en la historia de Gedeón es el mismo lugar,
merece la pena advertir que se menciona de manera especial como “vados
de las aguas” (cf. Jueces 7:24, LBLA, nota al margen).
El nombre de este lugar debe ser siempre muy querido para los corazones
de los cristianos. Es el lugar donde Jesús hizo sus primeros discípulos y se
puso el fundamento de la Iglesia. Fue allí donde “el siguiente día”, Jesús fue
proclamado públicamente como el “Cordero de Dios”. Fue allí donde, “el
siguiente día”, Andrés y otro discípulo siguieron a Jesús. Aquí, pues, comenzó
la Iglesia de Cristo propiamente dicha.
Al dejar este pasaje, recordemos que el ministerio de Juan el Bautista dejó
a los judíos completamente sin excusa cuando después rehusaron creer en
Cristo. Nunca podrían quejarse de que el ministerio de nuestro Señor les pilló
sin previo aviso y de sorpresa. Toda la nación que moraba en Palestina, desde
el gran concilio eclesiástico hasta las clases más humildes, fue incitada
evidentemente a prestar atención por medio de lo que hizo Juan.

Juan 1:29–34

Este pasaje contiene un versículo que debería quedar impreso en


grandes letras en la memoria de todo lector de la Biblia. Todas las
estrellas del cielo son brillantes y hermosas, y sin embargo hay una
estrella que excede a otras en gloria. Así también, todos los textos de
la Escritura son inspirados y provechosos, pero algunos textos son más
ricos que otros. De esos textos, el primer versículo que tenemos
delante es el que tiene la preeminencia. Nunca hubo un testimonio
más completo de Cristo en la Tierra que el que dio aquí Juan el
Bautista.
Observemos en este pasaje, en primer lugar, el nombre especial
que Juan el Bautista le otorga a Cristo. Le llama “el Cordero de Dios”.
Este nombre no significaba meramente, como algunos han
supuesto, que Cristo era manso y dócil como un cordero. Esto sería
verdad, sin duda, pero solo una ínfima parte de la Verdad. ¡Aquí
estamos ante cosas mucho más grandiosas! Significaba que Cristo era
el gran Sacrificio por el pecado, quien iba a expiar el pecado por medio
de su propia muerte en la Cruz. Era el verdadero Cordero que Abraham
le dijo a Isaac en Moriah que proveería (cf. Génesis 22:8). Era el
verdadero Cordero al cual señalaban todos los sacrificios diarios
matutinos y vespertinos en el Templo. Era el Cordero del cual Isaías
había profetizado que sería “llevado al matadero” (Isaías 53:7). Era el
verdadero Cordero del que había sido tipo el cordero pascual en Egipto.
En resumen, era la gran propiciación por el pecado que Dios había
pactado enviar al mundo desde toda la eternidad. Era el Cordero de
Dios.
Cuidémonos, siempre que pensemos en Cristo, de considerarlo en
primer lugar como Juan el Bautista lo representa. Sirvámosle con
fidelidad como nuestro Señor. Obedezcámosle con lealtad como
nuestro Rey. Estudiemos su enseñanza como nuestro Profeta.
Caminemos siguiéndole con diligencia como nuestro ejemplo.
Busquémosle con inquietud como nuestro Redentor de cuerpo y alma
que volverá. Pero, sobre todo, ensalcémoslo como sacrificio por
nosotros y dejemos toda nuestra carga sobre su muerte expiatoria por
el pecado. Sea su sangre más valiosa a nuestros ojos cada año que
vivamos. Independientemente de todas las demás cosas relativas a
Cristo en las que nos gloriemos, gloriémonos sobre todas las cosas en
su Cruz. Esta es la piedra angular, esta es la ciudadela, esta es la raíz
de la verdadera teología cristiana. No sabemos nada adecuadamente
acerca de Cristo hasta verlo con los ojos de Juan el Bautista y poder
regocijarnos en Él como el Cordero que fue sacrificado.
Observemos en este pasaje en segundo lugar la obra especial que
lleva a cabo Cristo descrita por Juan el Bautista. Dice que “quita el
pecado del mundo”.
Cristo es Salvador. No vino a la Tierra como conquistador, ni como
filósofo o un mero maestro de moral. Vino a salvar a los pecadores.
Vino a hacer aquello que el hombre jamás podría hacer por sí mismo, a
hacer aquello que el dinero y la ciencia no pueden conseguir, a hacer
aquello que es esencial para la verdadera felicidad del hombre: Vino a
quitar el pecado.
Cristo es un Salvador completo: “Quita el pecado”. No se limita a
proclamar vagamente perdón, misericordia y compasión. “Llevó”
nuestros pecados sobre sí mismo y los llevó “en su cuerpo sobre el
madero” (1 Pedro 2:24). Es como si los pecados de cada persona que
cree en Jesús no hubieran sido cometidos nunca. El Cordero de Dios los
ha limpiado por completo.
Cristo es un Salvador todopoderoso, y un Salvador de todo el
género humano: “Quita el pecado del mundo”. No murió
exclusivamente por los judíos, sino así por los gentiles como por los
judíos. No sufrió tan solo por unas cuantas personas, sino por todo el
género humano. El pago que hizo en la Cruz fue más que suficiente
para satisfacer todas las deudas de todos. La sangre por Él derramada
fue lo suficientemente valiosa como para lavar los pecados de todos.
Su obra expiatoria en la Cruz fue suficiente para todo el género
humano, aunque eficaz solamente para aquellos que creen. El pecado
que quitó y llevó en la Cruz era el pecado de todo el mundo.
Por último, pero no menos importante, Cristo es un Salvador
perpetuo e infatigable. “Quita” el pecado. Lo quita diariamente de todo
aquel que cree en Él. Cada día purga, limpia, lava las almas de su
pueblo y concede y lleva a cabo nuevas muestras de misericordia. No
dejó de trabajar a favor de sus santos cuando murió por ellos en la
Cruz. Vive en el Cielo como Sacerdote para presentar su sacrificio
continuamente ante Dios. Tanto en lo relativo a la gracia como en lo
relativo a la providencia, Cristo sigue trabajando. Continúa quitando el
pecado.
Estas son ciertamente verdades de oro. ¡Bien le iría a la Iglesia de
Cristo que todos aquellos que las conocen las utilizaran! Nuestra
familiaridad misma con textos como estos es uno de nuestros mayores
peligros. ¡Bienaventurados aquellos que no solo guardan este texto en
sus memorias, sino que alimentan con él sus corazones!
Observemos en este pasaje, por último, el oficio especial que Juan
el Bautista atribuye a Cristo. Habla de Él como “el que bautiza con el
Espíritu Santo”.
El bautismo del que aquí se habla no es el bautismo de agua. No
consiste ni en la inmersión ni en la aspersión. No se limita
exclusivamente ni a los niños ni a los adultos. No es un bautismo que
un hombre pueda administrar, ya sea episcopaliano, presbiteriano,
independiente, metodista, laico o ministro. Se trata de un bautismo
que se recibe exclusivamente de manos de la verdadera Cabeza de la
Iglesia. Consiste en la implantación de la gracia en el interior del
hombre. Es lo mismo que el nuevo nacimiento. Es un bautismo no del
cuerpo, sino del corazón. Es un bautismo que recibió el ladrón
arrepentido, aun sin ser sumergido ni salpicado por la mano del
hombre. Es un bautismo que Ananías y Safira no recibieron, aun
habiendo sido admitidos a la comunión de la iglesia por los Apóstoles.
Sea un principio fijo en nuestra religión que el bautismo del que
habla aquí Juan el Bautista es el bautismo absolutamente necesario
para la salvación. Es bueno ser bautizado para ser admitidos en la
iglesia visible; pero mucho mejor es ser bautizado para ser admitido en
esa Iglesia que está formada por todos los verdaderos creyentes. El
bautismo en agua es una bendita y provechosa ordenanza, y no se
puede descuidar sin pecar gravemente. Pero el bautismo del Espíritu
Santo es de una importancia mucho mayor. Aquel que muere con su
corazón no bautizado por Cristo jamás podrá ser salvo.
Preguntémonos al dejar este pasaje si hemos sido bautizados con el
Espíritu Santo y si tenemos un verdadero interés en el Cordero de Dios.
Desgraciadamente, hay miles de personas que pierden el tiempo en
controversias acerca del bautismo en agua y descuidan el bautismo del
corazón. Otros muchos miles se conforman con un conocimiento
intelectual del Cordero de Dios y nunca lo han visto por medio de la fe
de manera que sus propios pecados sean verdaderamente quitados.
Cuidémonos de tener nosotros mismos nuevos corazones y de creer
para salvación de nuestras almas.

Notas: Juan 1:29–34


V. 29: [El siguiente día]. Esto hace referencia al día después de la
conversación entre Juan el Bautista y la delegación de sacerdotes y levitas.
Merece especial atención el cuidado con que S. Juan señala los días en esta
etapa de su Evangelio.
[Vio Juan a Jesús que venía a él]. Estas palabras parecen demostrar que
Jesús no estaba presente el día anterior durante la conversación con los
sacerdotes y los levitas, y que las palabras de Juan —“en medio de vosotros
está uno”— no se pueden entender literalmente.
Parece probable, como observamos anteriormente, que nuestro Señor
regresó con Juan tras ser tentado en el desierto. El Espíritu le llevó al desierto
inmediatamente después de su bautismo (cf. Marcos 1:12) y fue tras su
regreso, cuarenta días después, cuando Juan el Bautista le volvió a ver.
[Y dijo: He aquí]. Parece que esta fue una manifestación pública y para
todos hecha por Juan a sus discípulos y a la multitud que le rodeaba: “He aquí
el Cordero de Dios, el Mesías de quien os he estado predicando y a quien os
he dicho que creáis; es la persona que viene hacia nosotros”.
[El Cordero de Dios]. No es razonable poner en duda que Juan le otorgara
este nombre a nuestro Señor porque Él era el verdadero sacrificio por el
pecado, el verdadero antitipo del cordero pascual y el cordero profetizado por
Isaías (cf. Isaías 53:7). La idea de que solo se refiere a la mansedumbre y la
calma del carácter personal de nuestro Señor es completamente
insatisfactoria. Está describiendo el carácter oficial de nuestro Señor como la
gran propiciación por el pecado.
La expresión “cordero de Dios”, según algunos, significa “aquel Cordero,
eminente, grande, divino y más excelente”. Es un famoso hebraísmo que
describe algo muy grande como una cosa “de Dios”. Leemos, pues, acerca de
“los truenos de Dios” y el “temblor de Dios” (Éxodo 9:28; 1 Samuel 14:15,
LBLA, al margen). Según otros, hace referencia al Cordero que Dios ha
provisto para toda la eternidad y que Dios ha pactado y prometido enviar al
mundo para que sea sacrificado por los pecadores. Ambas opiniones
concuerdan con una buena doctrina, pero la segunda parece preferible.
Bengel cree que Juan llamó a nuestro Señor “Cordero de Dios” haciendo una
referencia especial a la Pascua que estaba cerca (Juan 2:13). También ve un
paralelismo entre la expresión “Cordero de Dios” y la frase “sacrificios de
Dios” (Salmo 51:17), que significa “el Sacrificio que Dios reconoce como
agradable a Él”.
Chemnitio cree, además de las otras razones por que Juan llama a nuestro
Señor “el Cordero”, que deseaba mostrar que el Reino de Cristo no era
político. No era ni el carnero ni el macho cabrío descritos en Daniel (cf. Daniel
8:20).
[Que quita]. La palabra griega así traducida la tenemos en otras versiones
como “que lleva”. Ambas ideas están incluidas. Significa “que quita por
medio de su muerte expiatoria”. El Cordero de Dios “lleva” el pecado del
mundo colocándolo sobre sí mismo. Permitió que nuestra culpa fuera cargada
y llevada sobre Él, como se hacía con el macho cabrío, de manera que no
quedara nada. Es una de las múltiples expresiones que describen la gran
verdad escrituraria de que la muerte de Cristo fue un sacrificio vicario por el
pecado. Se convirtió en nuestro sustituto. Llevó sobre sí nuestro pecado. Fue
hecho pecado por nosotros. Nuestros pecados le fueron imputados a Él. Fue
hecho maldición por nosotros.
La palabra aquí traducida por “quita” se encuentra al menos 100 veces en
el Nuevo Testamento traducida de diversas maneras. Todas ellas señalan la
misma idea del texto que tenemos delante: una completa expiación por el
pecado.
El uso del tiempo presente —“quita”— es comentado por todos los
mejores comentaristas, antiguos y modernos. Pretende mostrar lo completa
que es la satisfacción de la deuda por el pecado llevada a cabo por Cristo, y
la aplicación continua de su sacrificio único. Siempre está quitando el pecado.
Rollock observa lo siguiente: “La influencia del sacrificio de Cristo es perpetua
y su sangre nunca se agota”.
Me parece bastante insostenible la idea afirmada por algunos de que
quitar el pecado, en este lugar, incluye la santificación así como la
justificación. Que Cristo “quita” el poder de los pecados del creyente cuando
aplica su redención a su alma es sin duda cierto. Pero no es la verdad que
afirma este texto.
[El pecado]. Notemos que aquí se emplea el singular. Es “el pecado”, no
“los pecados”. Me parece que la expresión tiene el propósito de mostrar que
lo que Cristo quitó y llevó en la Cruz no fue solo el pecado de ciertas
personas, sino toda la masa acumulada de todos los pecados de todos los
hijos de Adán. Llevó el peso de todos e hizo expiación suficiente para la
satisfacción de la deuda total.
La idea propuesta por algunos de que “el pecado” que aquí se dice que
Cristo quita es solo el pecado original del hombre y que, para los pecados
actuales del hombre, cada uno debe ocuparse de sí mismo carece del más
mínimo fundamento escriturario, contradice muchos textos claros y echa por
tierra todo el Evangelio.
[Del mundo]. Es casi innecesario decir que hay dos opiniones en cuanto a
esta expresión. Algunos dicen que solo significa que Cristo quita el pecado de
los gentiles así como el de los judíos, y que no se refiere al pecado de otros
que no sean los elegidos. Otros dicen que verdaderamente significa que Dios
“quita” el pecado de toda la Humanidad; es decir, que hizo expiación
suficiente para todos y que todos son “salvables” —aunque no todos son
salvos— a causa de su muerte.
Yo, indudablemente, prefiero la última de estas dos opiniones. Afirmo con
tanta convicción como cualquiera que la muerte de Cristo no aprovecha a
nadie salvo a los elegidos que creen en su nombre. Pero no me atrevo a
limitar y reducir expresiones como la que estamos considerando. No me
atrevo a decir que no se ha hecho expiación alguna, en ningún sentido,
excepto por los elegidos. Creo que es posible ser más sistemático que la
Biblia en nuestras afirmaciones. Cuando leo que los malos que están perdidos
niegan “al Señor que los rescató” (2 Pedro 2:1) y que “Dios estaba en Cristo
reconciliando consigo al mundo” (2 Corintios 5:19), no me atrevo a limitar la
intención de la Redención a los santos únicamente. Cristo es para todo
hombre.
Soy consciente de la objeción que se suele plantear de que “si Cristo quita
el pecado del mundo y, no obstante, la inmensa mayoría de las personas
mueren en sus pecados y se pierden, la obra de Cristo por muchos fue vana”.
No veo fuerza en esta objeción. Creo que de modo similar también podríamos
argumentar que, porque el pecado entró en el mundo y estropeó la Creación,
esta fue vana. No estamos hablando de las obras de los hombres, sino de las
del Verbo eterno, y debemos aceptar ver en sus obras mucho que no
comprendemos completamente. Aunque se pierdan multitudes, no dudo que
en el día final se demostrará que nada que Cristo hiciera por ellos fue en
vano.
Descanso a la vista del texto en que, de alguna inefable e inescrutable
manera, todo el pecado del mundo fue llevado y expiado por Cristo. “Él quita,
o expía, el pecado de todos los hombres y las mujeres del mundo”. Por lo que
dice la Escritura, sin duda se verá que la inmensa mayoría de los habitantes
del mundo no han recibido beneficio de Cristo y han muerto en sus pecados.
Repudio la idea de la salvación universal como una peligrosa herejía
completamente contraria a la Escritura. Pero se demostrará que los perdidos
no se habrán perdido a causa de que Cristo no hizo nada por ellos. Llevó sus
pecados, llevó sus transgresiones, proveyó el pago; pero ellos no mostraron
interés alguno en ello. Él abrió la puerta de la prisión a todos; pero la mayoría
no quiso salir y ser libre. En la obra del Padre en la elección y del Espíritu en
la conversión, veo muy claramente limitación en la Biblia. Pero en la obra de
Cristo en la expiación no veo limitación alguna. La expiación fue llevada a
cabo por todo el mundo aunque no se aplique a nadie ni la disfrute nadie que
no sea creyente. La intercesión de Cristo es un privilegio especial de su
pueblo. Pero la expiación de Cristo es un beneficio que se ofrece libre y
sinceramente a toda la Humanidad.
Al decir todo esto, soy plenamente consciente de que la palabra “mundo”
se emplea en ocasiones en un sentido limitado y se debe interpretar con
ciertas limitaciones. Veo toda la carga de culpa de la Humanidad reunida en
una simple palabra: “el pecado del mundo”, y se me dice que ese pecado es
quitado. Y yo creo que el verdadero significado es que el Cordero de Dios ha
hecho expiación suficiente para toda la Humanidad, aunque sin duda es
eficaz solo para los creyentes.
Comenta Agustín: “¡Cuánto peso ha de tener la sangre del Cordero, por
quien el mundo fue hecho, para inclinar la balanza cuando al otro lado está el
peso del mundo!”.
Calvino, en su comentario sobre este versículo, dice: “Juan emplea la
palabra pecado en singular para referirse a cualquier clase de iniquidad,
como si hubiera dicho que toda clase de injusticia que separa a los hombres
de Dios es quitada por Cristo. Y cuando dice “el pecado del mundo”, extiende
su favor indiscriminadamente a toda la raza humana, para que los judíos no
pudieran pensar que era enviado a ellos exclusivamente. De ahí inferimos
que todo el mundo está incluido en la misma condenación y que, igual que
todos los hombres sin excepción son culpables de injusticia ante Dios,
necesitan ser reconciliados con Él. Juan el Bautista, hablando en general del
pecado del mundo, trataba de grabar en nosotros la convicción de nuestra
propia miseria y exhortarnos a buscar el remedio. Ahora bien, nuestra
obligación es abrazar el beneficio que se nos ofrece a todos, que cada uno de
nosotros esté convencido de que no hay nada que le impida obtener la
reconciliación en Cristo, a condición de que acuda a Él guiado por la fe”.
Dice Brentano: “Aunque no todos los hombres del mundo reciban el
beneficio de la Pasión de Cristo —porque no todos creen en Él—, sin
embargo, ese beneficio es ofrecido a todo el mundo de tal manera que
cualquiera, circunciso o incircunciso, rey o súbdito, de elevada o baja
posición, rico o pobre, anciano o joven, que reciba a Cristo por la fe es
justificado ante Dios y salvo con una salvación eterna”.
Dice Musculus: “Juan coloca ante nosotros no a una persona especial
cuyos pecados ha venido a quitar el Cordero; sino que, bajo la expresión
“mundo”, abarca a toda la raza de mortales desde el inicio mismo del mundo
hasta el final”.
Dice Melanchton: “Él quita el pecado, esto es, la condenación universal,
de la raza humana”.
Dice Chemnitio: “Juan afirma que los beneficios de Cristo pertenecen no a
los judíos solamente, sino a todo el mundo, y que nadie que esté en el mundo
está excluido de ellos, si es que desea recibirlos por la fe”.
No se debe pasar por alto el profundo conocimiento espiritual exhibido por
Juan el Bautista en este versículo. Una frase como la que tenemos delante
nunca sale de los labios de ningún otro discípulo de Cristo antes del día de
Pentecostés. Otros fueron capaces de decir que nuestro Señor era el Cristo, el
Hijo de Dios, el Mesías, el Hijo de David, el Rey de Israel, el Hijo del Bendito,
que había venido al mundo. Pero parece que nadie vio tan claramente como
Juan que Cristo era el sacrificio por el pecado, el Cordero que sería
sacrificado. ¡Bueno sería para la Iglesia de Cristo de nuestra época que todos
los ministros poseyeran tanto conocimiento de la expiación de Cristo como
muestra aquí Juan el Bautista!
V. 30: [Este es aquel de quien yo dije]. Estas palabras parecen haber sido
pronunciadas en presencia de nuestro Señor y haber tenido la especial
pretensión de señalarle ante la multitud: “Esta persona que está delante de
vosotros es de quien os he hablado repetidamente en mi ministerio como
Aquel que viene y que es mucho mayor que yo mismo. Podéis verlo delante
de vosotros”.
[Un varón […] porque era primero que yo]. Las naturalezas humana y
divina de nuestro Señor son reunidas aquí por Juan en una frase: “Aquel de
quien os hablaba es un varón, pero al mismo tiempo era primero que yo,
porque ha existido desde toda la eternidad”.
V. 31: [Y yo no le conocía]. Esto significa: “En el pasado no había llegado
a conocerle. No había habido un acuerdo privado o una confabulación entre
Él y yo. Ni siquiera le conocía de vista hasta el día cuando vino a ser
bautizado”. La dificultad relacionada con estas palabras de Juan será
considerada ampliamente en referencia al versículo 33.
[Para que fuese manifestado a Israel […]. Juan aquí declara que el gran fin
de su ministerio era que esta persona maravillosa a quien acababa de
señalar se manifestaría y se daría a conocer a los judíos. No venía a constituir
un partido por su cuenta o a bautizar en su propio nombre. Todo el objeto de
su predicación y bautismo estaba ahora ante sus oyentes. Era sencillamente
dar a conocer a Israel al Todopoderoso, al Cordero de Dios, a quien ahora
veían.
V. 32: [También dio Juan testimonio]. Estas palabras parecen denotar un
testimonio público y solemne dado por Juan del hecho de que nuestro Señor
había sido visiblemente reconocido por Dios el Padre como el Mesías. Si sus
oyentes querían tener más pruebas de que esta persona a quien les estaba
señalando era verdaderamente el Cristo, les diría lo que había visto con sus
propios ojos. Daría testimonio de que había visto pruebas visibles de que esta
persona era verdaderamente el Mesías.
[Vi]. Esto significa: “Cuando nuestro Señor fue bautizado, vi esta visión
celestial”. Hay serias dudas acerca de si alguien más, aparte de Jesús, tuvo
esa visión y oyó la voz del Padre que la acompañó. En cualquier caso, si fue
así, no comprendieron ni lo que vieron ni lo que oyeron”.
[Al Espíritu que descendía […]. Esto significa que Juan vio algo que
descendía del cielo en forma de paloma volando y que lo que vio era el
Espíritu Santo revelándose misericordiosamente de una manera visible.
[Permaneció sobre él]. Esto significa que la visión celestial del Espíritu
Santo se detuvo sobre Cristo en el momento de su bautismo. Se posó sobre
Él como lo haría una paloma y no se marchó.
No me satisface la idea de que la expresión “como paloma” que tenemos
en este versículo signifique que Juan vio verdaderamente una paloma cuando
nuestro Señor fue bautizado. Los cuatro autores de los Evangelios describen
que la aparición era “como paloma”. S. Lucas habla claramente de una
“forma corporal”. Está claro que Juan vio algo visible, y también está claro
que esa aparición que descendió se parecía al vuelo descendente de una
paloma. Pero soy incapaz de ver que el Espíritu Santo adoptara la forma real
de una paloma.
Algunos creen —como Agustín— que la semejanza con una paloma fue
empleada especialmente en aquella ocasión en respuesta a la figura del
Diluvio de Noé. Dice: “Igual que una paloma llevó en aquella ocasión las
noticias de que las aguas habían descendido, así lo hace ahora anunciando
en la predicación del Evangelio el apaciguamiento de la ira de Dios”.
No debemos suponer ni por un momento que esta visión del Espíritu
descendiendo pretendiera significar que nuestro Señor recibió por primera
vez el don del Espíritu Santo en esa ocasión concreta o que no lo hubiera
recibido antes en el mismo grado. No debemos poner en duda que el Espíritu
Santo moraba en Jesús “sin medida” desde el mismo momento de su
encarnación. El objeto de la visión era mostrar a la Iglesia que, cuando
comenzó el ministerio de Cristo, se revelaron de una vez a la Humanidad de
manera más completa las tres personas de la Trinidad. Al mismo tiempo, su
objeto era ser un testimonio oficial para Juan el Bautista de que el Mesías
estaba delante de él, que Aquel era el Salvador prometido a quien Dios había
ungido con el Espíritu Santo y enviado al mundo, que había comenzado el
tiempo del ministerio de Cristo, que Aquel que tenía el Espíritu para
concedérselo a los hombres estaba ante él y que su entrada en su ministerio
público era atestiguada por la presencia tanto del Padre como del Espíritu
Santo; en resumen, por una manifestación de las tres personas de la Trinidad
a la vez.
Como levita que era, Juan estaba sin duda familiarizado con todas las
ceremonias por las que los sumos sacerdotes y reyes judíos eran
solemnemente iniciados en su oficio. Para su satisfacción, por tanto, nuestro
Señor recibió autenticación visible de los cielos y fue reconocido
públicamente como el Mesías, el ungido Sacerdote, Rey y Profeta, ante los
ojos de su precursor.
Musculus comenta sobre este versículo: “El Espíritu no descendió por
causa de Cristo, quien nunca se separaba ni del Espíritu Santo ni del Padre,
sino a causa de nosotros, para que Aquel que vino a redimir al mundo se
manifestara por medio de la declaración que Juan hizo de Él”.
V. 33: [Y yo no le conocía]. La palabra griega así traducida, tanto aquí
como en el versículo 31, es literalmente: “No le había conocido”. Hay una
dificultad relacionada con la expresión que requiere explicación. S. Mateo nos
dice que, cuando nuestro Señor fue a ser bautizado por Juan, este le dijo: “Yo
necesito ser bautizado por ti, ¿y tú vienes a mí?” (Mateo 3:14) mostrando
claramente por medio de estas palabras que sabía quién estaba ante él. Y, no
obstante, aquí vemos que Juan dice: “Yo no le conocía”. ¿Cómo reconciliar
esta aparente incoherencia?
Algunos piensan, como Crisóstomo, que “Juan está hablando de
momentos anteriores, y no del momento cercano a su bautismo”.
Otros piensan, como Agustín, que significa: “No supe hasta aquel día que
Jesús bautizaría con el Espíritu Santo, aunque hacía tiempo que le conocía
personalmente y le había reconocido como el Cristo de Dios. Pero cuando
vino para ser bautizado, se me reveló también que otorgaría a los hombres el
gran don del Espíritu Santo”.
Otros creen, como Brentano y Beza, que significa: No había conocido a
Jesús de vista hasta el día cuando vino a ser bautizado. Sabía que había
nacido de la virgen María, pero no nos habíamos conocido personalmente, al
haber crecido yo en el desierto (cf. Lucas 1:80). Aquel que me envió a
bautizar sólo me había dicho que, cuando el Mesías viniese a ser bautizado,
lo reconocería por el descenso del Espíritu Santo. Cuando Él vino, recibí una
revelación secreta de Dios de que el Mesías estaba ante mí, y bajo el poder
de este sentimiento confesé que yo era indigno de bautizarle. Pero cuando
finalmente le bauticé, recibí una plena confirmación de mi fe obteniendo la
señal prometida del descenso del Espíritu Santo”. Aquellos que adoptan esta
opinión piensan en el caso de Samuel cuando recibió una revelación secreta
acerca de Saúl, que sirve como ejemplo (cf. 1 Samuel 9:15).
Otros piensan, como Poole, que significa: “No le conocía perfecta y
claramente, aunque tuve la impresión, cuando le vi por primera vez viniendo
a ser bautizado, de que era mucho más grande que yo, y bajo esa impresión
puse reparos en cuanto a bautizarle. Después de su bautismo vi claramente
quién era”.
La última explicación es quizá la más sencilla y la más probable. Que Juan
en un momento no conociera a nuestro Señor de vista en absoluto, que
posteriormente le conociera imperfectamente y que su conocimiento perfecto
de Él, de su naturaleza, oficio y obra no llegara hasta el momento en que el
Espíritu descendió cuando tuvo lugar su bautismo son cuestiones que
parecen muy claras. Parece que el momento en que dijo “yo necesito ser
bautizado por ti” era el de conocimiento imperfecto, cuando comenzó a darse
cuenta del hecho de que Jesús era el Mesías y eso le hizo exclamar: “¿Y tú
vienes a mí?”.
Crisóstomo observa que esta expresión es una prueba de “que los
milagros que dicen que pertenecen a la infancia de Cristo son falsos e
invención de aquellos que los proclaman. Porque si hubiera comenzado desde
sus primeros años a obrar milagros, ni Juan lo habría desconocido ni la
multitud habría necesitado un maestro que se lo diera a conocer.
[El que me envió a bautizar con agua, aquél me dijo]. Esta expresión
indica que Juan el Bautista tenía muchas revelaciones especiales de Dios
respecto a su obra de las que no se nos dan datos. Parece que fue enseñado
e instruido como uno de los antiguos profetas.
[El que bautiza con el Espíritu Santo]. La notable descripción de nuestro
Señor ofrecida aquí por Juan el Bautista ha recibido tres interpretaciones muy
diferentes.
Algunos piensan que significa: “Este es Aquel que instituirá el bautismo
cristiano, con quien el don del Espíritu Santo estará conectado. Su bautismo
será como el mío, un bautismo de agua. Pero no será solamente un bautismo
de agua, como lo es el mío, sino un bautismo acompañado por la gracia
regeneradora del Espíritu”.
Algunos creen que significa: “Este es aquel que bautizará con el Espíritu
Santo en el día de Pentecostés y otorgará dones milagrosos a la Iglesia”.
Otros creen que significa: “Este es Aquel que bautizará los corazones de
los hombres, lo cual ni vosotros podéis hacerlo ni hay ser humano alguno que
pueda administrarlo. Él tiene la prerrogativa de dar vida espiritual. Él es el
dador del Espíritu Santo a todo aquel que cree en Él”.
Yo soy decididamente de la opinión de que esta tercera idea es la
correcta. Es la única que parece responder a la majestad de la persona de
quien se nos habla, a la dignidad del que habla y a la solemnidad de la
ocasión. Decir: “Este es Aquel que instituirá el bautismo cristiano” parece una
explicación poco convincente e insuficiente de la expresión. Decir: “Este es
Aquel que concederá dones milagrosos el día de Pentecostés” es un poco
mejor, pero presenta un cuadro del oficio de nuestro Señor que se limita a
una sola generación. Pero decir: “Este es Aquel que, en cada época de la
Iglesia, bautizará los corazones de su pueblo por el Espíritu Santo, y que por
este bautismo continuamente añade a las filas de su cuerpo místico”, es decir
algo que encaja exactamente en la ocasión y describe la obra de nuestro
Señor en el mundo de una manera digna.
Musculus comenta en este versículo: “¿Qué es bautizar con el Espíritu
Santo? Es regenerar los corazones de los elegidos y consagrarlos a la
comunión de los hijos de Dios”. Por otra parte dice: “Es Cristo solo quien
bautiza con el Espíritu Santo; un poder que, como divino que es, tiene en sus
propias manos y nunca comunica a ministro alguno”.
La idea que he afirmado es planteada con habilidad en el comentario de
Bucero sobre este pasaje. Él dice: “Por medio del bautismo en agua somos
recibidos en la Iglesia externa de Dios; por medio del bautismo del Espíritu,
en la Iglesia interior”. La opinión de alguien que fue Regius Professor de
Teología en Cambridge durante el reinado de Eduardo VI, y amigo y consejero
personal de Cranmer y de otros reformadores ingleses, merece gran
consideración. Demuestra, en cualquier caso, que la doctrina del bautismo
interior del Espíritu que solo Cristo da a cada creyente, y la identificación de
este bautismo con la conversión o el nuevo nacimiento, no son ideas tan
modernas y despreciables como a algunas personas les agrada pensar.
Lo insostenible de la opinión, afirmada por muchos, de que el bautismo de
Juan no era el mismo que el bautismo cristiano es verdaderamente mostrado
con mucha habilidad por Lightfoot en su Harmony of the Four Evangelists
(Armonía de los cuatro Evangelistas). Si no era el bautismo cristiano, sería
difícil demostrar que algunos de los discípulos recibieran alguna vez el
bautismo cristiano. No existe la más mínima evidencia de que Andrés, Pedro
y Felipe fueran bautizados por Jesús.
La familiaridad que Juan manifiesta con el Espíritu Santo y su obra merece
una atención especial. Decir, como hacen muchos, que el Espíritu Santo no
fue conocido hasta el día de Pentecostés es decir algo que no se puede
demostrar. El Espíritu Santo siempre ha estado en los corazones de los
creyentes en cada época de la existencia. Su abundante efusión es, sin duda,
una señal destacada de los días desde que Cristo vino al mundo. Pero el
Espíritu Santo estuvo siempre en los elegidos de Dios; y, sin Él, jamás hubo
un alma salva.
V. 34: [Y yo le vi, y he dado testimonio […]. Esto significa: “Yo le vi
perfectamente, y desde ese momento he testificado claramente y sin vacilar
de que la persona a quien veis delante de vosotros es el Cristo, el Hijo del
Dios vivo. Desde el día de su bautismo he estado plenamente convencido de
que es el Mesías”.
Juan declara su propia firme convicción de la divinidad y la generación
eterna de nuestro Señor. Estaba convencido de que nuestro Señor era no solo
el Hijo de María, sino el Hijo de Dios.

Juan 1:35–42

Estos versículos deberían resultar siempre interesantes a cualquier


cristiano genuino. Describen los inicios mismos de la Iglesia cristiana.
Aunque ahora la Iglesia sea inmensa, hubo un tiempo cuando solo la
formaban dos débiles miembros. En el pasaje que tenemos ahora ante
nuestros ojos se describe el llamamiento de estos dos miembros.
En estos versículos vemos por un lado el bien que se hace
testificando continuamente de Cristo.
La primera vez que Juan el Bautista exclamó “he aquí el Cordero de
Dios”, aparentemente no hubo resultado alguno. No se nos dice de
alguien que oyera, preguntara y creyera. Pero cuando repitió esas
mismas palabras al día siguiente, leemos que dos de sus discípulos “le
oyeron hablar […] y siguieron a Jesús”. Fueron recibidos con mucha
misericordia por Aquel a quien siguieron. “Fueron, y vieron donde
moraba, y se quedaron con él aquel día”. ¡Sin duda fue un día en sus
vidas de gran emoción y bendición! Desde aquel día se convirtieron en
unos discípulos leales y firmes del recién encontrado Mesías. Tomaron
la cruz. Perseveraron con Él en sus tentaciones. Le siguieron
adondequiera que fuera. Al menos uno de ellos, si no ambos, llegó a
ser un apóstol escogido y uno de los principales en la edificación del
templo cristiano. Y fue debido al testimonio de Juan el Bautista: “He
aquí el Cordero de Dios”. Ese testimonio fue una pequeña semilla. Pero
produjo grandes frutos.
Esta sencilla historia es un ejemplo del modo como se ha hecho
bien a las almas en todas las épocas de la Iglesia. Por medio de un
testimonio como el que tenemos delante, y por nada más, hay
hombres y mujeres que se convierten y se salvan. Es exaltando a
Cristo, no a la Iglesia; por medio de Cristo, no de los sacramentos; por
medio de Cristo, no del ministro; por estos medios es como se llega a
los corazones y como los pecadores se vuelven a Dios. Para el mundo,
ese testimonio puede parecer débil y necio. Pero, como los cuernos del
carnero a cuyo sonido cayeron los muros de Jericó, este testimonio es
poderoso para derribar fortalezas. La historia del Cordero de Dios
crucificado ha demostrado ser, en todas las épocas, poder de Dios para
salvación. Aquellos que han hecho más para la causa de Cristo en cada
parte del mundo han sido hombres como Juan el Bautista. No gritan:
“Heme aquí, he aquí la Iglesia, he aquí los medios de gracia”; sino: “He
aquí el Cordero”. Para que las almas sean salvas, los hombres deben
ser llevados directamente a Cristo.
Nunca se debe olvidar, sin embargo, una cosa. Debe haber una
continuidad paciente en la predicación y enseñanza de la Verdad si
deseamos que hacer bien. Se debe mostrar a Cristo una y otra vez
como el “Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo”. La historia
de la gracia se debe contar reiteradamente, línea tras línea y precepto
tras precepto. Es el goteo constante lo que desgasta la piedra. Nunca
será quebrantada la promesa de que la Palabra de Dios “no volverá a
[Él] vacía” (Isaías 55:11). Pero en ningún lugar se dice que hará bien la
primera vez que sea predicada. No fue la primera proclamación de
Juan el Bautista, sino la segunda, la que hizo que Andrés y su
acompañante siguieran a Jesús.
Por otro lado, vemos el bien que el creyente puede hacer a otros
hablándoles acerca de Cristo. En cuanto Andrés se convirtió en
discípulo, le contó a su hermano Simón el descubrimiento que había
hecho. Igual que alguien que oye inesperadamente buenas noticias se
apresura a compartirlas con el más cercano y querido, le dijo a su
hermano: “Hemos hallado al Mesías […]. Y le trajo a Jesús”. ¿Quién
sabe lo que habría ocurrido si Andrés hubiera tenido un espíritu
callado, reservado y poco comunicativo, como muchos cristianos del
presente? ¿Quién sabe si su hermano hubiera vivido y muerto siendo
pescador en el mar de Galilea? Pero, felizmente para Simón, Andrés no
era un hombre de esa clase. Era alguien cuyo corazón rebosaba de tal
manera que tenía que hablar. Y al claro testimonio de su hermano,
gracias a Dios, el gran apóstol Pedro debió el primer rayo de luz en su
alma.
El hecho que tenemos ante nosotros es muy llamativo e instructivo.
De los tres primeros miembros de la Iglesia cristiana, uno al menos fue
llevado a Jesús por medio de las palabras tranquilas y privadas de un
pariente. Parece que no escuchó predicación pública alguna. No vio
ejecutar ningún milagro maravilloso. No fue convencido por
razonamientos aplastantes. Solo oyó a su hermano contarle que había
encontrado a un Salvador e inmediatamente comenzó la obra en su
alma. El sencillo testimonio de un hermano afectuoso fue el primer
eslabón en la cadena de acontecimientos que hicieron que Pedro fuera
sacado del mundo y conducido a Cristo. El primer golpe en aquella
gran obra por la cual Pedro fue hecho columna de la Iglesia fue dado
por las palabras de Andrés: “Hemos hallado al Mesías”.
¡Bueno sería para la Iglesia de Cristo que todos los creyentes fueran
más parecidos a Andrés! ¡Bueno sería para las almas que todos los
hombres y las mujeres que se han convertido hablaran a sus amigos y
parientes sobre cuestiones espirituales y les contaran lo que han
encontrado! ¡Cuánto bien se les podría hacer! ¡Cuántos que ahora
viven y mueren en incredulidad serían conducidos a Jesús! La obra de
testificar del Evangelio de la gracia de Dios no debe ser dejada
únicamente a los ministros. Todos aquellos que han recibido
misericordia deben estar dispuestos a declarar lo que Dios ha hecho
por sus almas. Todos aquellos que han sido librados del poder del
diablo deberían ir a su casa, a los suyos, y contarles cuán grandes
cosas el Señor ha hecho con ellos (cf. Marcos 5:19). Miles,
humanamente hablando, que no escucharían un sermón, sí
escucharían una palabra de un amigo. Cada creyente debería ser un
misionero en su hogar, un misionero a su familia, a sus hijos,
sirvientes, vecinos y amigos. Sin duda, si no somos capaces de
encontrar nada que decirle a otros acerca de Jesús, bien podemos
poner en duda que nosotros mismos hayamos tenido un encuentro
salvador con Él.
Asegurémonos de estar entre aquellos que verdaderamente siguen
a Cristo y moran con Él. No basta con oír predicar acerca de Él desde el
púlpito y leer acerca de Él tal como se le describe en los libros.
Debemos seguirle de verdad, derramar nuestros corazones ante Él y
tener una comunión personal con Él. Entonces, y no hasta entonces,
nos sentiremos constreñidos a hablar de Él a otros. Aquel que solo
conoce a Cristo de oídas nunca hará demasiado por la extensión de la
causa de Cristo en la Tierra.

Notas: Juan 1:35–42


V. 35: [El siguiente día]. Observemos una vez más en este versículo la
particularidad de cómo S. Juan hace referencia a los días en este período de
la historia de nuestro Señor. Si, como muchos suponen, S. Juan era uno de los
dos que este día siguieron a Jesús y se convirtieron en sus discípulos,
podemos entender bien que fuera un día memorable para él.
[Estaba Juan]. Esta expresión parece indicar que había algún punto
concreto cerca de Betábara donde Juan el Bautista tenía el hábito de estar
para predicar y recibir a aquellos que acudían a ser bautizados. Mientras
“estaba” allí, tuvo lugar el suceso que sigue.
V. 36: [Mirando a Jesús que andaba por allí]. Esto significa probablemente
que vio a Jesús caminando solo entre la multitud de personas que fueron
atraídas a Betábara, sin seguidores y aún sin ser reconocido por nadie como
el Mesías.
Stier comenta: “Juan vio a Jesús caminando en meditación silenciosa,
esperando su hora y las órdenes de su Padre; en plena preparación para
tratar con el mundo y su pecado; equipado para el testimonio de la Verdad
con la armadura que ha sido probada y aprobada en su primer gran conflicto
espiritual y para declarar las buenas nuevas de Dios que el Padre le había
dado”.
[Dijo: He aquí […]. Parece que esta fue una segunda proclamación pública
del oficio y carácter de nuestro Señor, una repetición parcial de lo que se
había dicho el día anterior; y no obstante, como muestra el suceso, una
proclamación más eficaz. La misma Verdad que no hace bien la primera vez
que se predica puede hacerlo la segunda.
V. 37: [Le oyeron hablar […] siguieron]. Los tres pasos descritos en este
versículo son dignos de mucha atención. Juan el Bautista habla, los discípulos
oyen. Después de oír, “siguieron” a Jesús. Este es un sucinto resumen del
procedimiento por el que Dios salva a miles de almas.
Rollock, en cuanto a este versículo, comenta: “Aprendemos por medio de
este ejemplo lo poderosa que es la predicación de Cristo; sí, una o dos
palabras acerca de Cristo y la Cruz, ¡cuán poderosas son para cambiar los
corazones de los hombres! Predica, si quieres, acerca de los grandes hechos
de reyes y generales, y de su valor y gloria; estas cosas agradarán a los
hombres durante un tiempo, pero no los convertirán. Pero predica de Aquel
que fue crucificado, algo que parece ignominioso y una necedad, y después
la historia de la Cruz, que es ‘locura a los que se pierden’ (1 Corintios 1:18),
será poder y sabiduría de Dios para aquellos que creen”.
V. 38: [¿Qué buscáis?]. Sin duda nuestro Señor conocía a la perfección los
corazones y las motivaciones de aquellos dos discípulos. Al plantear esta
pregunta, por tanto, habló en parte para alentarlos y en parte para inducirlos
a examinarse a sí mismos. “¿Qué buscáis? ¿Hay algo que pueda hacer por
vosotros, alguna verdad que pueda enseñaros, alguna carga que pueda
quitaros de encima? Si es así, hablad, no tengáis temor”. “¿Qué buscáis?
¿Estáis seguros de que me seguís con motivaciones correctas? ¿Estáis
seguros de que no me estáis considerando un dirigente transitorio? ¿Estáis
seguros de que no buscáis, como otros judíos, riquezas, honores, grandeza en
este mundo? Examinaos y aseguraos de que buscáis lo correcto?”.
[Que traducido es]. Esta es una de cierta clase de expresiones que
demuestran que Juan escribió para lectores gentiles más que para judíos. Un
judío no habría necesitado este comentario parentético. Este mismo
comentario se aplica al versículo 41.
[¿Dónde moras?]. Esta cuestión parece indicar un deseo de conversación
y de comunión personal. Anhelamos saber más de ti. Hemos sido conducidos
a ti por la proclamación de Juan el Bautista. Nos gustaría apartarnos de la
multitud para ir contigo y preguntarte de una manera más personal y
tranquila, en tu morada, acerca de las cosas que están en nuestros
corazones”. Aplicar este texto, como muchos hacen, a que nuestro Señor
mora espiritualmente en los corazones quebrantados (cf. Isaías 56:12) puede
producir buena teología doctrinal y práctica. Pero no es de lo que trata el
texto.
V. 39: [Venid y ved]. No se debe pasar por alto la gran afabilidad y
condescendencia de estas primeras palabras de nuestro Señor tras su
aparición pública como Mesías. La primera cosa que le oímos decir después
de haber sido proclamado públicamente como “Cordero de Dios” es “venid y
ved”. Es un grato tipo de lo que ha estado diciendo siempre a los hijos de los
hombres desde aquel día hasta hoy. “Venid y ved quién soy y lo que soy.
Venid y conocedme personalmente”.
Schottgen y Lightfoot comentan ambos que la expresión “venid y ved” es
muy común en los escritos rabínicos y resultaría muy familiar a los judíos.
[Donde moraba]. Solo podemos suponer que el lugar donde nuestro Señor
moraba en aquel momento era una residencia temporal dentro o cerca de
Betábara. En el mejor de los casos probablemente sería una humilde
estancia. No es imposible que no fuera más que una cueva. Con frecuencia
no tenía donde reclinar su cabeza. Si los dos discípulos tenían el más mínimo
vestigio de expectativa judía de que el Mesías vendría con dignidad y gloria
reales, la morada de nuestro Señor les llevaría con mucho a desengañarse de
tal idea.
[Y se quedaron con él aquel día […] la hora décima]. El día judío
comenzaba a las seis en punto de la mañana. La hora décima era, por tanto,
las cuatro de la tarde. A esta tardía hora del día, a sus discípulos se les hizo
imposible concluir su conversación con Jesús y, por tanto, se quedaron en su
morada con Él toda la noche.
Muchos comentaristas, desde Agustín en adelante, hacen el comentario
natural de que aquella tarde debió de ser una bendita tarde para aquellos
dos discípulos y hubiera sido grato que nos hubiera llegado aquella
conversación. Pero si hubiera sido bueno para nosotros conocer la
conversación, sin duda habría quedado constatada. No hay deficiencias en la
Escritura.
V. 40: [Andrés […] era uno de los dos]. No se debe pasar por alto que
Andrés precedió a Pedro. Pedro, a quien la Iglesia católica romana se jacta de
atribuir primacía entre los Apóstoles, ni se convirtió ni tuvo un encuentro
personal con Cristo tan pronto como su hermano.
No se nos dice quién era el otro de los dos discípulos. Es altamente
probable —como aventuran Crisóstomo y Teofilacto— que fuera S. Juan
mismo. En otras siete ocasiones en este Evangelio omite humildemente su
nombre (cf. Juan 13:23; 19:26, 35; 20:2; 21:7, 20, 24). Es, por tanto, muy
probable que lo omitiera aquí. La suposición de Musculus, y de otros, de que
el otro discípulo era una persona de menos celo y sinceridad que Andrés —y
que, por tanto, no se nombra— me parece improbable.
V. 41: [Primero]. Esta expresión tiene que significar que Andrés fue el
primero de los dos discípulos que llevó a un hermano a Jesús, o que fue el
primer discípulo, hablando en general, que habló a otros del Mesías cuando le
encontró, o bien que fue el primero en hablar a su hermano Pedro y no fue
Pedro el primero en hablarle a él de Cristo.
[Hemos hallado]. Esta expresión indica un descubrimiento inesperado y
que los llenó de gozo. La conversación vespertina que Andrés había tenido
con Jesús le había convencido de que era verdaderamente el Cristo.
[Al Mesías (que traducido es, el Cristo)]. Es casi innecesario comentar que
estos nombres significan ambos “el Ungido”. El primero es hebreo y el
segundo griego. Los reyes, profetas y sacerdotes del Antiguo Testamento
eran ungidos; y nuestro Señor, como el Profeta, Sacerdote y Rey de la Iglesia,
fue llamado el Ungido no a causa de que fuera realmente ungido con aceite,
sino porque fue ungido “con el Espíritu Santo” (Hechos 10:38).
No se debe pasar por alto la amplitud del conocimiento religioso de
Andrés. De situación pobre y humilde como era, parece que, como todos los
judíos, conocía lo que los profetas del Antiguo Testamento habían anunciado
acerca del Mesías y estaba preparado para oír a una persona aparecer como
el Mesías. Es una de las muchas expresiones en los Evangelios que muestran
que los órdenes inferiores entre los judíos conocían mucho mejor las palabras
de las Escrituras del Antiguo Testamento de lo que los pobres de nuestros
días conocen las del Nuevo Testamento (o de hecho cualquier parte de la
Biblia).
Calvino comenta acerca de la conducta de Andrés: “Ay de nuestra
indolencia si, tras haber sido plenamente iluminados, no nos esforzamos por
hacer partícipes a otros de la misma gracia”.
V. 42: [Y mirándole Jesús, dijo: Tú eres Simón]. Nuestro Señor manifiesta
aquí su conocimiento perfecto de todas las personas, todos los nombres y
todas las cosas. No necesitó que nadie le dijera quién era una persona y qué
era. Este conocimiento era considerado por los judíos como un atributo
especial del Mesías, cuando quiera que viniera. Sería de entendimiento
“diligente” (Isaías 11:3). Bástenos con saber que es un atributo especial de
Dios. Solo Él conoce los corazones de los hombres. El conocimiento perfecto
de nuestro Señor de todos los corazones era una de las muchas pruebas de
su divinidad. El mismo conocimiento aparece de nuevo cuando se dirige a
Natanael en este capítulo (cf. versículo 47) y en su conversación con la
samaritana (cf. Juan 4:18, etc.). Merece la pena advertir el efecto producido
en ambos casos.
[Cefas]. Esta es una palabra siríaca que es equivalente a la palabra griega
“Petros” que traducimos como Pedro. Ambas significan piedra, un trozo de
roca. “Petra” significa “roca”, “Petros” un trozo de roca. Pedro era esto último,
pero no lo primero.
[Pedro]. Esta, como comenta Lightfoot, es una traducción mucho mejor
que la que otros traductores emplean —“piedra”—, ya que transmite más
claramente el significado de lo que quiere decir nuestro Señor.
Parece que la costumbre de tener dos nombres era común en tiempos del
Nuevo Testamento. Parece que el apóstol Pedro era conocido solo como Cefas
en la iglesia corintia. De los otros cinco lugares del Nuevo Testamento donde
se encuentra el nombre Cefas, cuatro están en las Epístolas a los Corintios,
mientras que el nombre Pedro no se emplea en esa Epístola en lugar alguno.
Nifanius da los nombres de tres papas que han equivocado de tal manera
el origen de la palabra Cefas que han llegado a suponer que deriva de la
palabra griega que significa “cabeza”, y que eso indica que Pedro es cabeza
de la Iglesia. Semejante error es una de las mil pruebas de que los papas no
son más infalibles que los demás hombres. Calovio hace la misma acusación
contra nada menos que el cardenal Belarmino.
A la pregunta de por qué nuestro Señor otorgó a Simón este nuevo
nombre, la mejor respuesta parece ser que le fue dado con una referencia
especial al cambio que la gracia obraría en el corazón de Pedro. De ser de
naturaleza impulsiva, inestable e inconstante, finalmente pasaría a
convertirse en una roca firme y sólida en la Iglesia de Cristo, y testificaría de
su inconmovible adherencia a Cristo sufriendo el martirio.
Crisóstomo piensa que nuestro Señor cambió el nombre de Simón “para
mostrar que fue Él quien dio el Antiguo Pacto, que fue Él quien cambió el
nombre de Abram por Abraham, el de Sarai por Sara y el de Jacob por Israel.
Lightfoot, sobre estos versículos, después de advertir el error de lo que los
autores católicos romanos pretenden encontrar en ellos acerca de que Pedro
es la roca sobre la cual se edifica la Iglesia, establece la siguiente curiosa
observación: “Si ellos quieren adherirse a ello con esa contumacia, veamos
aquí a nuestro Señor hablando proféticamente y anunciando el gran error que
surgiría en la Iglesia, esto es, que Pedro es una roca tal que la Iglesia
cristiana no ha conocido nada más triste y destructivo”.
Observemos al dejar este pasaje que la selección de unos humildes
hombres ignorantes como los aquí descritos para ser los primeros apóstoles y
predicadores del Evangelio es una fuerte evidencia de la verdad del
cristianismo. Una religión que fue propagada por instrumentos tan débiles,
frente a la persecución y oposición de los grandes y eruditos, tiene que ser
una religión procedente de Dios. Que semejantes instrumentos produjeran
esos resultados no puede explicarse por principios naturales.

Juan 1:43–51

Observemos al leer estos versículos cuán diversos son los senderos


por los que las almas son conducidas al estrecho camino de la vida.
Se nos habla de un hombre llamado Felipe que fue añadido al
pequeño grupo de discípulos de Jesús. Parece que él no fue movido,
como Andrés y sus compañeros, por el testimonio de Juan el Bautista.
No fue atraído, como Simón Pedro, por el claro testimonio de un
hermano. Parece que fue llamado directamente por Cristo mismo y que
en su llamamiento no medió hombre alguno. Pero, en cuanto a su fe y
vida, se convirtió en uno de aquellos que estuvieron delante de él
como discípulos. Aun siendo conducidos por senderos diferentes, todos
entraron en el mismo camino, abrazaron las mismas verdades,
sirvieron al mismo Maestro y a la larga llegaron al mismo hogar.
El hecho que tenemos delante es de profunda importancia. Arroja
luz sobre la historia de todo el pueblo de Dios en todas las épocas y de
toda lengua. Hay diversidad de operaciones en la salvación de las
almas. Todos los verdaderos cristianos son guiados por un mismo
Espíritu, lavados en una misma sangre, sirven a un mismo Señor, se
apoyan en un mismo Salvador, creen una misma Verdad y caminan por
una misma regla. Pero no todos se convierten de idéntica manera. No
todos pasan a través de la misma experiencia. En la conversión, el
Espíritu Santo actúa como soberano. A cada uno lo llama
individualmente como Él quiere. Una prudente consideración de este
punto puede ahorrarnos muchas dificultades. Debemos guardarnos de
medir nuestra experiencia a la luz de la de otros creyentes. Debemos
guardarnos de negar la gracia en alguien porque no haya sido guiado
por el mismo camino que nosotros. ¿Ha recibido la verdadera gracia de
Dios? Esta es la única pregunta que nos concierne. ¿Es un hombre
arrepentido? ¿Es creyente? ¿Vive una vida santa? Si podemos
responder satisfactoriamente a estas cuestiones, podemos darnos por
contentos. No importa en absoluto el sendero por el que alguien haya
sido guiado si finalmente llega al verdadero camino.
Observemos en estos versículos, en segundo lugar, cuánto de Cristo
hay en las Escrituras del Antiguo Testamento. Leemos que, cuando
Felipe describió a Cristo ante Natanael, dijo: “Hemos hallado a aquél de
quien escribió Moisés en la ley, así como los profetas”. Cristo es la
meta y la esencia del Antiguo Testamento. A Él señalaban las primeras
promesas hechas en los días de Adán, Enoc, Noé, Abraham, Isaac y
Jacob. A Él señalaba cada sacrificio establecido en la Ley ceremonial
del monte Sinaí. De Él era tipo todo sumo sacerdote, sombra cada
parte del Tabernáculo, y figura cada juez y liberador de Israel. Él era el
Profeta semejante a Moisés a quien el Señor Dios había prometido
enviar y el Rey de la casa de David que llegó a ser Señor de David
además de hijo. Él era el hijo de la virgen y el cordero anunciados en
Isaías, el renuevo de justicia mencionado por Jeremías, el verdadero
pastor que Ezequiel contempló proféticamente, el mensajero del Pacto
prometido por Malaquías y el Mesías que, según Daniel, sería muerto
aunque no por sí. Cuanto más avanzamos en la lectura del Antiguo
Testamento, más claramente encontramos testimonio acerca de Cristo.
La luz de que disfrutaron los autores inspirados de los días antiguos
fue, en el mejor de los casos, escasa en comparación con la del
Evangelio. Pero la persona a la que vieron venir en lontananza y en
quien todos ellos fijaron sus ojos era una misma en todos los casos. El
Espíritu, que estaba en ellos, les dio testimonio de Cristo (cf. 1 Pedro
1:11).
¿Esto nos hace tropezar? ¿Nos parece difícil ver a Cristo en el
Antiguo Testamento porque no vemos allí su nombre? Podemos estar
seguros de que la culpa es nuestra. Es a nuestra visión espiritual a la
que debemos achacarlo, no al libro. Los ojos de nuestro entendimiento
necesitan ser iluminados. El velo aún debe ser quitado. Oremos por un
espíritu más humilde, de niño y educable, y volvamos a tener en
cuenta a Moisés y los Profetas. Cristo está allí, aunque nuestros ojos
aun no lo hayan visto.
Nunca descansemos hasta poder suscribir las palabras del Señor
acerca de las Escrituras del Antiguo Testamento: “Ellas son las que dan
testimonio de mí” (Juan 5:39).
Observemos en estos versículos, en tercer lugar, el buen consejo
que Felipe le da a Natanael. La mente de Natanael estaba llena de
dudas acerca del Salvador de quien le habló Felipe. “¿De Nazaret
puede salir algo de bueno?”, le dijo. ¿Y qué respondió Felipe? “Le dijo
Felipe: Ven y ve”.
¡Es imposible concebir un consejo más sabio que este! Si Felipe
hubiera reprobado la incredulidad de Natanael, quizá le habría hecho
retroceder durante mucho tiempo y le habría ofendido. Si hubiera
razonado con él, quizá no hubiera sido capaz de convencerle o habría
confirmado sus dudas. Pero al invitarle a comprobarlo por sí mismo,
mostró su entera confianza en la verdad de su propia afirmación y su
deseo de que lo probara y comprobara. Y el resultado muestra la
sabiduría de las palabras de Felipe. Gracias a esa sincera invitación
—“ven y ve”—, Natanael llegó a conocer a Cristo muy pronto.
Si nos consideramos cristianos genuinos, nunca temamos tratar con
las personas la cuestión de sus almas como lo hizo Felipe con
Natanael. Atrevámonos a invitarles a probar nuestra religión.
Digámosles con confianza que no pueden conocer su verdadero valor
hasta haberlo probado. Asegurémosles que el cristianismo vital
responde a cualquier pregunta posible. No tiene secretos. No hay nada
que ocultar. Se habla contra su fe y su práctica porque no son
conocidas. Sus enemigos hablan mal de cosas con las que no están
familiarizados. No comprenden ni lo que dicen ni de lo que están
hablando. La forma en que Felipe actúa, sin duda, es la mejor de
manera de hacer bien. Pocos son movidos por el razonamiento y la
argumentación. Aún menos son llevados al arrepentimiento. Aquel que
hace mayor bien a las almas suele ser el creyente sencillo que les dice
a sus amigos: “He encontrado al Salvador; ven y ve”.
Observemos en estos versículos, por último, la positiva descripción
que hace Jesús de Natanael. Le llama “verdadero israelita, en quien no
hay engaño”.
No cabe duda de que Natanael era un verdadero hijo de Dios, y un
hijo de Dios en tiempos difíciles. Pertenecía a un rebaño
verdaderamente pequeño. Como Simeón y Ana, y otros judíos
piadosos, vivía por fe y esperando en oración al Redentor prometido
cuando comenzó el ministerio de nuestro Señor. Tenía aquello que solo
la gracia puede otorgar: un corazón sincero, un corazón sin engaño”.
Su conocimiento era probablemente muy pequeño. Su visión espiritual
era limitada. Pero era alguien que se había preocupado por vivir según
la luz que había recibido. Había empleado aquel conocimiento que
poseía con diligencia. Su ojo era bueno, pero su visión no era excesiva.
Su juicio espiritual había sido sincero, pero no muy grande. Se había
aferrado firmemente a lo que veía en la Escritura, a pesar de los
fariseos y los saduceos y a toda la religión de moda de sus días. Era
alguien que creía sinceramente en el Antiguo Testamento, que había
permanecido solo. ¡Y ahí radicaba el secreto del elogio especial de
nuestro Señor! Declaró que Natanael era un verdadero hijo de
Abraham, un judío por dentro que poseía la circuncisión del espíritu
además de la de la carne, un israelita de corazón además de ser hijo
de Jacob en la carne.
Oremos para que podamos ser del mismo espíritu que Natanael.
Son posesiones de incalculable valor una mente sincera, sin prejuicios;
una disposición como la de un niño a seguir la Verdad,
independientemente de adónde nos conduzca; un deseo sencillo y
sincero de ser guiados, enseñados y conducidos por el Espíritu; una
firme determinación de emplear cada chispa de la luz que tenemos.
Alguien con este espíritu puede vivir en medio de mucha oscuridad y
estar rodeado de muchos inconvenientes para su alma. Pero el Señor
Jesús cuidará de que esa persona no pierda el Cielo: “Encaminará a los
humildes por el juicio, y enseñará a los mansos su carrera” (Salmo
25:9).

Notas: Juan 1:43–51


V. 43: [El siguiente día]. Este es el cuarto día consecutivo que menciona
específicamente S. Juan y cuyos sucesos se describen. El primero contenía la
respuesta de Juan el Bautista a los sacerdotes y levitas; el segundo, su
anuncio público de nuestro Señor como Cordero de Dios; el tercero, el
llamamiento de Andrés, de su compañero y de Pedro; el cuarto describe el
llamamiento de Felipe y Natanael.
[Quiso Jesús ir]. El término griego traducido como “quiso” significa que era
la voluntad de nuestro Señor, que así lo dispuso.
[Halló a Felipe]. No aparece dónde se encontraba Felipe cuando Jesús le
llamó. Debía de estar o bien en Betábara, entre los oyentes de Juan, o bien en
algún lugar en el camino desde Betábara a Galilea, o en su propio lugar natal,
Betsaida. Lo último es quizá lo más probable.
[Sígueme]. Esta sencilla frase describe la directa llamada de un Salvador
todopoderoso a apresurarse. Es evidente que el poder del Espíritu Santo
acompañó a las palabras de nuestro Señor y que, tan pronto como fueron
pronunciadas, Felipe, como el publicano Mateo, se levantó, lo dejó todo y se
hizo discípulo. En la conversión, Dios actúa como soberano. Uno es llamado
de una manera y otro de otra. Rollock hace la siguiente observación en
cuanto a este versículo: “Esto nos enseña que Cristo puede llamar a quien
sea al Reino de los cielos, como le plazca, sin el ministerio de ángel u hombre
alguno”.
V. 44: [Y Felipe era de Betsaida, la ciudad de Andrés y Pedro]. Este
versículo parece hacer probable que la conversión y el llamamiento de Felipe
tuvieran lugar en Betsaida. Después de que Andrés y Pedro se convirtieran y
llegaran a ser compañeros de Jesús en su camino a Galilea, parece que le
llevaron a su propio lugar de nacimiento: Betsaida.
V. 45: [Hemos hallado a aquél]. Parece que Felipe, como su conciudadano
Andrés, esperaba la llegada del Mesías. Comenta Crisóstomo: “¿Veis la mente
reflexiva que tenía, cómo meditaba asiduamente en los escritos de Moisés y
esperaba la Venida? La expresión “hemos hallado” corresponde siempre a
aquellos que de alguna manera están buscando”.
[De quien escribió Moisés […] los profetas]. Aquí, como en el caso de
Andrés, podemos advertir la familiaridad con el contenido general de la
Escritura que un judío pobre como Felipe poseía. Apenas comprendía que
Moisés y los Profetas habían hablado mucho de la promesa de la venida de
un Redentor y que en sus escritos anunciaron un mejor Sacerdote, Profeta y
Rey. “El Antiguo Testamento —como declara con sabiduría un Artículo de la
Iglesia de Inglaterra— no es contrario al Nuevo, puesto que tanto en el
Antiguo como en el Nuevo se ofrece la vida eterna al género humano por
Cristo”. Debemos tener cuidado en estos postreros días de no despreciar el
Antiguo Testamento. Es un atajo hacia la incredulidad.
[A Jesús, el hijo de José, de Nazaret]. Felipe describe aquí a nuestro Señor
según lo que se conocía de Él y con toda probabilidad según su propio
conocimiento en aquel momento. Entonces su corazón sabía más que su
mente. La concepción milagrosa de Cristo estaba velada para él. Pero no
debemos dejar de advertir que ese retrato parcial de nuestro Señor era muy
probablemente la causa de las dudas y los prejuicios de Natanael mostrados
en el versículo siguiente. Los errores de los jóvenes conversos son con
frecuencia tremendas piedras de tropiezo en el camino de las almas de otras
personas. No debemos, sin embargo, rechazar a Felipe a causa de su error.
Comenta Rollock: “Prefiero que un hombre tartamudee y balbucee acerca de
Cristo sinceramente y de corazón, y que tenga delante como objetivo la
gloria de Cristo y la salvación de los hombres, que decir muchas cosas con
elocuencia acerca de Cristo con ostentación y vanagloria”.
V. 46: [¿De Nazaret puede salir algo de bueno?]. Esta pregunta muestra
la poca estima en que se tenía a Nazaret, donde creció nuestro Señor. Era
una ciudad escondida en una esquina de Galilea, no lejos de las fronteras de
la provincia, y al parecer su reputación era muy mala. Natanael no podía
recordar profecía alguna acerca de que el Mesías procediera de Nazaret e
inmediatamente le resultó un obstáculo la idea de que Aquel a quien habían
descrito Moisés y los profetas procediera de aquel despreciable lugar. La
condescendencia de nuestro Señor al vivir treinta años en un lugar como
Nazaret sale claramente a la luz en la pregunta de Natanael.
Agustín, Cirilo, Orígenes y otros pensaban que la frase que tenemos
delante no debe interpretarse como una pregunta, sino como una simple
afirmación: “Algo bueno puede salir de Nazaret”. La versión de Wycliffe
también adopta esta postura. La frase sería entonces expresión de una
mente tranquila y sin prejuicios que reconoce la posibilidad de que algo
bueno procediera de Nazaret. ¡Musculus opina que es posible, entendiendo la
expresión como que Natanael tenía en mente la notable cita profética que
aparece en S. Mateo acerca de “que habría de ser llamado nazareno”! La
opinión de la gran mayoría de intérpretes concuerda con nuestra propia
traducción, que plantea una pregunta y no una afirmación, y es con mucho la
interpretación más probable del texto.
[Ven y ve]. Ya hemos comentado lo común que era esta expresión entre
los maestros religiosos judíos. Observemos la sabiduría de Felipe al no
discutir y razonar con Natanael. Ford ofrece una buena cita de Adam: “De la
discusión procede poco bien. El orgullo es lo que por regla general reside en
su trasfondo, y no la caridad o el amor a la Verdad; y rara vez se maneja con
amabilidad y franqueza suficientes como para producir efectos positivos.
Deja caer una palabra oportuna y espera con paciencia a que la lluvia caiga
sobre ella desde el Cielo”.
V. 47: [En quien no hay engaño]. Es muy probable que, al emplear esta
expresión, nuestro Señor se refiriera al Salmo 32, donde se describe el
carácter del hombre piadoso. No es solo alguien cuyas iniquidades son
perdonadas, sino alguien “en cuyo espíritu no hay engaño”. Esta expresión
indica un corazón sincero, un hombre verdaderamente convertido, un hijo
genuino de Abraham por la fe, además de ser un hijo según la carne.
Hutcheson observa: “La verdadera marca de un verdadero israelita en
espíritu no es la ausencia de pecado o la perfección, sino la sinceridad”.
V. 48: [¿De dónde me conoces?]. Esta pregunta indica la sorpresa de
Natanael de que Jesús mostrara conocimiento alguno de su carácter.
[Antes […] debajo de la higuera, te vi]. La opinión común acerca de esta
expresión es que Natanael estaba orando o teniendo comunión con Dios bajo
la higuera. Quizá fuera así. No se nos habla de ello y se deja a la imaginación.
Si hubiera sido bueno que lo supiéramos, se nos habría dicho. Bástenos con
comprender que, cuando Natanael pensaba que estaba solo y que nadie le
veía, el Señor Jesús, por medio de su divino poder de ver y conocer todas las
cosas, estaba perfectamente al tanto de todo lo que Natanael decía, pensaba
y hacía: “Los ojos de Jehová están en todo lugar” (Proverbios 15:3).
Crisóstomo y Teofilacto piensan que esta expresión se refiere únicamente
a la conversación entre Felipe y Natanael acerca de Jesús que había tenido
lugar bajo la higuera. Grocio se adhiere a la misma opinión.
Gill menciona una tradición en el diccionario siríaco de “que la madre de
Natanael le había dejado bajo una higuera cuando los niños fueron
asesinados en Belén por Herodes” (cf. Mateo 2:16) y que nuestro Señor
mostró su perfecto conocimiento al referirse a este hecho.
Heinsius cree que hay una referencia a la profecía de Zacarías: “En aquel
día, dice Jehová de los ejércitos, cada uno de vosotros convidará a su
compañero, debajo de su vid y debajo de su higuera” (Zacarías 3:10), y de
ahí que Natanael dedujera que los días del Mesías habían llegado y que el
Mesías estaba ante él.
Agustín ve una alegoría en la higuera y dice en serio que “igual que Adán
y Eva, cuando pecaron, se hicieron túnicas con hojas de higuera, las hojas de
higuera tienen que hacer referencia a los pecados. ¡El que Natanael, por
tanto, estuviera debajo de la higuera significa que estaba bajo la sombra de
muerte!”.
V. 49: [Tú eres el Hijo de Dios; tú eres el Rey de Israel]. Estas palabras
son la explosión de un corazón convencido de inmediato de que Jesús era el
Mesías. Fueron una noble confesión de que nuestro Señor era aquella
persona divina que se había prometido que vendría al mundo a redimir a los
pecadores y aquel Rey que estaba profetizado como el que reuniría y
gobernaría en el futuro a las tribus de Israel. Es razonable poner en duda que
Natanael comprendiera claramente la naturaleza del Reino de nuestro Señor
en aquel momento. Pero sin duda entendió, como Pedro, que Él era el Cristo,
el Hijo del Bendito. La restauración del reino a Israel era un asunto que, por lo
que sabemos de otros pasajes de la Escritura, fue uno de los últimos que los
primeros discípulos fueron capaces de comprender correctamente (cf. Hechos
1:6).
La historia del llamamiento de Natanael en este momento se debe
comparar con la de la mujer samaritana que tenemos en el capítulo 4 de
Juan. Resulta sorprendente observar que un descubrimiento y una convicción
del conocimiento perfecto de las cosas más secretas por parte de nuestro
Señor era en ambos casos la clave.
No se debe olvidar que nuestro Señor nunca rehusó el título “Rey de
Israel” durante su ministerio, aunque Él mismo nunca empleó su gran poder
ni reinó en realidad. El ángel Gabriel anunció que “el Señor Dios le dará el
trono de David su padre; y reinará sobre la casa de Jacob para siempre, y su
reino no tendrá fin” (Lucas 1:32–33). Cuando llegaron los sabios de Oriente,
preguntaron por Aquel que había nacido llamándole “rey de los judíos”
(Mateo 2:2). Cuando nuestro Señor fue crucificado, el título sobre su cabeza
fue: “rey de los judíos”. Todo esto será no obstante literalmente cierto. Cristo
aún será Rey en Sion y reinará sobre las tribus reunidas y restauradas de
Israel en su Segunda Venida. Y entonces las palabras de Natanael se
cumplirán por completo. Será reconocido por todos como Hijo de Dios y Rey
de Israel.
V. 50: [¿… Crees?]. Admite ciertas dudas si esta expresión no estaría
mejor traducida en sentido afirmativo: “Crees”. Entonces serían unas
palabras muy parecidas a las de nuestro Señor a Tomás: “Porque me has
visto, Tomás, creíste” (Juan 20:29). El sentido sería: “Porque te dije que te
había visto debajo de la higuera, creíste. Está bien. Grande es tu fe. Pero te
digo para tu consuelo y ánimo que un día verás mayores pruebas de mi
divinidad y mesiazgo que estas”. Las versiones de Wycliffe, Tyndale y
Cranmer traducen todas la expresión como una afirmación, y no como una
pregunta. Aretius afirma la misma idea.
V. 51: [De cierto, de cierto os digo]. Esta expresión es específica del
Evangelio según S. Juan y muy notable. Es la palabra que es familiar a todos
los cristianos: “Amén” dos veces repetida. Se encuentra veinticinco veces en
este Evangelio, siempre al comienzo de una frase y siempre empleada por
Cristo. En cada ocasión indica una afirmación muy solemne y enfática de
alguna gran verdad o de un hecho que escruta el corazón. Ningún otro autor
del Nuevo Testamento, a excepción de Juan, emplea siquiera el doble
“amén”.
[De aquí adelante veréis el cielo […] ángeles […] Hijo del Hombre]. Esta
predicción es muy notable. Observemos detenidamente que no va dirigida a
Natanael solo. El versículo anterior dice “verás”. En este versículo dice
“veréis”; es decir, “tú y todos mis otros discípulos”.
Acerca del verdadero significado de la predicción, los comentaristas
difieren en extremo. Todos opinan claramente que las palabras se refieren
evidentemente a la visión por parte de Jacob de una escalera que llegaba del
Cielo a la Tierra (cf. Génesis 28:12), pero están en desacuerdo en cuanto a la
forma en que se cumple la predicción.
Unos piensan, como Stier, que la predicción debe interpretarse de manera
figurada y que se cumplió cuando nuestro Señor estuvo sobre la Tierra. Creen
que solo significa que Natanael y los otros discípulos verían una revelación
aún más completa de Cristo y del Evangelio muy pronto. Verían un
cumplimiento figurado de la visión de Jacob y un camino abierto desde la
Tierra hasta el Cielo para todos los verdaderos israelitas o creyentes. Verían
aún mayores pruebas, en forma de milagros y señales, de que Jesús era el
Hijo de Dios. El Cielo, en un sentido espiritual cerrado por el pecado del
primer Adán, sería abierto por la obediencia del segundo Adán. “La escalera
celestial —dice Buenaventura, citado por Calovio— fue quebrada en Adán y
reparada en Cristo”. De acuerdo con esta opinión, “los ángeles de Dios” que
aparecen en el texto no significan nada en particular; lo cual, por decir algo,
parece poco exacto y una explicación poco satisfactoria.
Otros piensan, como Rollock, que la predicción se debe interpretar
literalmente y que se cumplió mientras nuestro Señor estuvo en la Tierra.
Creen que se cumplió cuando nuestro Señor se transfiguró, cuando apareció
un ángel en el huerto de Getsemaní y cuando nuestro Señor ascendió desde
el monte de los Olivos. Esta opinión también parece muy poco satisfactoria.
La transfiguración y la agonía en el huerto no fueron vistas por Natanael en
absoluto. No se dice nada de la aparición de ángeles ni en la transfiguración
ni en la Ascensión. Y en cuanto a los ángeles “que suben y descienden”, no
hay nada en ningún período de la historia del Evangelio que responda a esa
expresión.
La única idea verdadera y satisfactoria, en mi opinión, es la que aplica
toda esta predicción a acontecimientos que están aún en el futuro. Nuestro
Señor hablaba de su Segunda Venida y de su Reino. Cuando Él vuelva por
segunda vez con gran poder para reinar, las palabras de este texto se
cumplirán literalmente. Su pueblo creyente verá el Cielo abierto y una
constante comunicación entre el Cielo y la Tierra: el tabernáculo de Dios con
los hombres, y a los ángeles ministrando visiblemente al Rey de Israel y al
Rey de toda la Tierra.
El contexto me confirma esta idea en cuanto al texto. Natanael creyó que
Jesús era el Mesías cuando Este era humilde y pobre. Jesús recompensa su fe
asegurándole que, aunque ahora parezca humilde, un día vendrá en las
nubes del cielo y reinará como Rey. Aún me lo confirma más la extraordinaria
similitud entre las palabras de nuestro Señor aquí y las que dirigió a los
principales sacerdotes en el día en que fue procesado como prisionero ante
ellos: “Desde ahora veréis al Hijo del Hombre sentado a la diestra del poder
de Dios, y viniendo en las nubes del cielo” (Mateo 26:64). Esta idea de la
predicción es sostenida por Gomarus.
Soy consciente de que algunos afirman, en oposición a la opinión que yo
apoyo, que la palabra griega traducida “de aquí en adelante” significa “en lo
sucesivo, es decir, inmediatamente después del tiempo presente y a partir de
ahora”, y que no indica un acontecimiento lejano. En respuesta quiero que se
advierta de manera especial que la palabra griega aquí traducida “de aquí en
adelante” es exactamente la misma empleada por nuestro Señor en las
solemnes palabras que acabo de citar y que fueron dirigidas a los principales
sacerdotes cuando fue procesado (cf. Mateo 26:64). En aquel caso no es
razonable duda alguna en cuanto a que hablaba de un acontecimiento y un
tiempo lejano. Creo que, de igual manera, en este lugar habla de un
acontecimiento y un tiempo lejanos.
En cuanto a la naturaleza del futuro Reino de Cristo y las relaciones que
entonces mantendrán los ángeles entre el Cielo y la Tierra, este no es el lugar
adecuado para hablar. Solo quiero comentar que las palabras que tenemos
delante probablemente recibirán un cumplimiento mucho más real y literal de
lo que muchos de nosotros esperamos.
Merece nuestra atención que Natanael llame a nuestro Señor “el Hijo de
Dios”. Jesús, en su predicción, le dice que verá a los ángeles subir y
descender sobre “el Hijo del Hombre”. Aquel a quien Natanael veía como un
hombre aparecería no obstante como hombre glorificado en el Reino
celestial. Aun sería el Dios-hombre. La expresión “Hijo del Hombre”,
empleada aquí por primera vez por Juan, parece proceder —como dice
Chemnitio— de las palabras de Daniel en una profecía acerca del Mesías (cf.
Daniel 7:13–14). Nunca fue aplicada a nuestro Señor por nadie sino por sí
mismo, excepto en el caso de Esteban (cf. Hechos 7:56). Lightfoot cree que
“es empleado con mucha frecuencia por nuestro Salvador acerca de sí
mismo, dando a entender que es el segundo Adán, la verdadera simiente de
la mujer”.
Al dejar este pasaje, se plantea de forma natural la pregunta de quién era
Natanael. ¿Cómo es que después oímos tan poco de un hombre tan bueno,
de un creyente con las ideas tan claras? Algunos piensan, como Agustín y
otros, que Natanael no fue colocado entre los compañeros y apóstoles más
próximos de nuestro Señor a propósito, porque era un hombre erudito y con
conocimientos, para que nadie pudiera decir que nuestro Señor escogió a
hombres eruditos para que fueran sus primeros ministros. Yo no veo nada de
esto. En mi opinión no hay evidencia de que Natanael fuera más erudito que
otros judíos de nacimiento humilde en tiempos de nuestro Señor. Más aún,
era amigo de Felipe, uno de los Apóstoles de nuestro Señor, y muy
probablemente de posición y conocimientos similares. En realidad se nos dice
además que vivía en “Caná de Galilea” (Juan 21:2).
Otros creen que, puesto que Natanael vivía en Caná, era la misma
persona que el apóstol Simón el cananista (cf. Mateo 10:4; Marcos 3:18).
Otros creen que era Esteban el mártir, porque Esteban vio los cielos
abiertos en una visión (cf. Hechos 7:56).
La opinión más probable para mí es que Natanael era el apóstol que es
llamado en otros lugares Bartolomé y que, como los demás Apóstoles, tenía
dos nombres. A favor de esta opinión hay tres hechos notables. El primero es
que en tres listas de los doce Apóstoles de las cuatro que hay, los nombres
de Felipe y Bartolomé siempre se encuentran juntos (Mateo 10:3; Marcos
3:18; Lucas 6:14). La segunda es que Natanael se menciona especialmente
después de la ascensión de nuestro Señor como compañero de Pedro, Tomás,
Santiago, Juan y otros dos discípulos. La tercera es que S. Juan nunca
menciona el nombre de Bartolomé en su Evangelio. La objeción de que el
nombre de Natanael nunca es mencionado por Mateo, Marcos o Lucas carece
de peso. Se puede responder que ninguno de los tres nos dice que Pedro era
Cefas. Y solo Mateo nombra a Judas, el hermano de Santiago, con el nombre
de Lebeo.
Felizmente, la cuestión no es de una importancia especial. Solo digo que
la probabilidad conjetural de que Natanael fuera uno de los Apóstoles y fuera
el mismo Bartolomé me parece muy grande y bien fundamentada.
Al dejar este capítulo merece la pena citar una observación de Aretius. Él
comenta que el capítulo es especialmente rico en nombres o epítetos
aplicados al Señor Jesucristo. Numero los siguientes veintiuno: 1) El Verbo. 2)
Dios. 3) Vida. 4) Luz. 5) La luz verdadera. 6) El unigénito del Padre. 7) Lleno
de gracia y verdad. 8) Jesucristo. 9) El unigénito Hijo. 10) El Señor. 11) El
Cordero de Dios. 12) Jesús. 13) Un Hombre. 14) El Hijo de Dios. 15) Rabí. 16)
Maestro. 17) Mesías. 18) Cristo. 19) El hijo de José. 20) el Rey de Israel. 21) El
Hijo del Hombre.

Juan 2:1–11

Estos versículos describen un milagro que siempre debería ser de


interés especial a los ojos de un verdadero cristiano. Es el primero, en
cuanto al tiempo, de las muchas obras portentosas que obró Jesús
cuando estaba sobre la Tierra. Se nos dice claramente: “Este principio
de señales hizo Jesús en Caná de Galilea”. Como todos los demás
milagros que S. Juan fue inspirado a constatar, se relata con gran
minuciosidad y particularidad. Y, como todos los demás milagros que
tenemos en el Evangelio según S. Juan, es rico en lecciones
espirituales.
En primer lugar, en estos versículos aprendemos cuán honroso es a
los ojos de Dios el estado matrimonial. Su presencia en unas bodas fue
casi el primer acto público del ministerio terrenal de nuestro Señor. El
matrimonio no es un sacramento como afirma la Iglesia católica
romana. Es simplemente un estado de vida ordenado por Dios para
beneficio del hombre. Pero un estado del que nunca se debe hablar
con frivolidad y que no debe considerarse de manera irrespetuosa. El
culto del Libro de Oración lo ha descrito bien como un estado honroso
establecido por Dios en la creación del hombre y que representa para
nosotros “el misterio de la unión entre Cristo y su Iglesia”. La sociedad
nunca goza de buena salud —y nunca florece una verdadera religión—
en aquella tierra donde el vínculo matrimonial es tenido en poca
estima. Aquellos que lo desprecian no tienen la mente de Cristo. Aquel
que enalteció y honró el estado matrimonial con su presencia y su
primer milagro obrado en Caná de Galilea es alguien que no cambia
jamás de parecer. “Honroso —dice el Espíritu Santo por medio de S.
Pablo— sea en todos el matrimonio” (Hebreos 13:4).
No obstante, no se debe olvidar una cosa. El matrimonio es un paso
que afecta tan seriamente a la felicidad terrenal y a la salud espiritual
de dos almas inmortales, que nunca se debería realizar de manera
imprudente, a la ligera, caprichosamente y sin la debida consideración.
Para ser verdaderamente felices se debe realizar con reverencia,
discreción, sensatez y en el temor de Dios. La bendición y la presencia
de Cristo son esenciales para una boda feliz. El matrimonio en el que
no hay lugar para Cristo y sus discípulos no se puede esperar que
prospere, con razón.
En segundo lugar, en estos versículos aprendemos que hay veces
cuando es lícito casarse y regocijarse. Nuestro Señor mismo sancionó
una fiesta de bodas con su propia presencia. No rehusó formar parte
de los invitados a “unas bodas en Caná de Galilea”. “Por el placer se
hace el banquete —está escrito—, y el vino alegra a los vivos”
(Eclesiastés 10:19). Nuestro Señor, en el pasaje que tenemos delante,
tolera tanto el banquete como el uso de vino.
La verdadera religión jamás tiene por qué hacer que los hombres se
vuelvan melancólicos. Al contrario, su propósito es incrementar el gozo
genuino y la felicidad entre las personas. El siervo de Cristo debe sin
duda apartarse de las carreras, los bailes, el teatro y diversiones
parecidas que tienden a la frivolidad y a la disipación, si no al pecado.
Pero no tiene por qué entregar el ocio inocente y las reuniones
familiares al diablo y al mundo. El cristiano que se aísla por completo
de la sociedad de sus semejantes y camina sobre la Tierra con rostro
melancólico como si siempre estuviera asistiendo a un funeral
perjudica a la causa del Evangelio. Un espíritu alegre y afable es muy
recomendable para el creyente. Es una verdadera desgracia para el
cristianismo que un cristiano sea incapaz de sonreír. Un corazón alegre
y una disposición a participar en toda diversión inocente son dones de
inestimable valor. Contribuyen en mucho a disminuir los prejuicios, a
quitar piedras de tropiezo del camino y a abrir paso a Cristo y el
Evangelio.
Este asunto es sin duda difícil y delicado. En ningún aspecto de la
ética cristiana es tan difícil establecer la línea divisoria entre lo que es
lícito y lo que no, entre lo correcto y lo que está mal. Es
verdaderamente difícil ser a la vez alegre y sabio. El buen humor
degenera a menudo en ligereza. Aceptar muchas invitaciones a
banquetes lleva pronto a perder el tiempo y engendra pobreza del
alma. Comer y beber con frecuencia en las mesas de otros debilita
pronto la religión del cristiano. Estar siempre acompañado supone un
gran esfuerzo para la espiritualidad del corazón. En cuanto a esto, más
que en cuanto a otras cosas, los hijos de Dios necesitan velar. Cada
cual debe conocer sus propias fuerzas y su temperamento natural, y
actuar en consecuencia. Un creyente puede ir sin riesgo adonde otro
no puede ir. ¡Bienaventurado aquel que puede emplear su libertad
cristiana sin abusar de ella! Es posible resultar gravemente herido en
el alma en un banquete de bodas y en las mesas de los amigos. Se
puede establecer una regla de oro en cuanto a este asunto cuyo uso
nos evitará muchos problemas. Preocupémonos por ir siempre a los
banquetes con el espíritu de nuestro divino Maestro y no vayamos
nunca allí donde Él no habría ido. Como Él, esforcémonos por estar
siempre “en los negocios de [nuestro] Padre” (Lucas 2:49). Como Él,
promovamos de buena gana el gozo y la alegría, pero afanémonos por
que sea sin pecar, gozo en el Señor. Procuremos llevar la sal de la
gracia a cualquier reunión y dejar caer la palabra adecuada en todo
oído al que nos dirijamos. Se puede hacer mucho bien en sociedad
dándole un tono sano a la conversación. Jamás nos avergoncemos de
mostrar nuestros colores y permitir que todos vean de quién somos y a
quién servimos. Bien podemos decir: “Para estas cosas, ¿quién es
suficiente?”. Pero si Cristo fue a unas bodas en Caná, sin duda hay algo
que los cristianos pueden hacer en ocasiones similares. Deben
recordar solo que, si van adonde su Maestro fue, deben acudir con el
espíritu de su Maestro.
Por último, en estos versículos aprendemos el poder total de
nuestro Señor Jesucristo. Se nos habla de un milagro que obró en el
banquete de bodas cuando faltó el vino. Por un simple acto de su
voluntad transformó el agua en vino y suplió así para la necesidad de
todos los invitados.
La manera como fue obrado el milagro merece una especial
atención. No se nos habla de una acción visible externa que lo
precediera o acompañara. No se nos dice que tocara los cántaros que
contenían el agua que fue transformada en vino. No se nos dice que
ordenara al agua cambiar sus cualidades o que orara y entonces
ocurriera. No leemos de profeta o apóstol alguno en la Biblia que
obrara alguna vez un milagro de esta forma. Aquel que pudo hacer un
milagro tan grande de esa manera era nada menos que el mismísimo
Dios.
Es un pensamiento alentador que el mismo poder supremo de la
voluntad que mostró aquí nuestro Señor siga ejerciéndolo a favor de su
pueblo de creyentes. No tienen necesidad de su presencia corporal
para sostener su causa. No tienen razón para derrumbarse porque no
puedan verle con sus ojos intercediendo por ellos o tocarle con sus
manos para poder aferrarse a Él buscando seguridad. Si Él “quiere” su
salvación y suplir para todas sus necesidades espirituales diarias,
están tan seguros y bien provistos para ello como si le vieran presente
a su lado. La voluntad de Cristo es tan poderosa y eficaz como los
hechos de Cristo. La voluntad de Aquel que podía decir al Padre
“aquellos que me has dado, quiero que donde yo estoy, también ellos
estén conmigo” (Juan 17:24) es una voluntad que tiene todo el poder
en el Cielo y en la Tierra y que prevalecerá.
Dichosos aquellos que, como los discípulos, creen en Aquel por
quien fue obrado este milagro. Un día tendrá lugar un banquete de
bodas más grande que el de Caná, cuando Cristo mismo será el novio
y los creyentes serán la esposa. Un día se manifestará una mayor
gloria cuando Jesús tomará para sí su gran poder y su Reino.
“¡Bienaventurados los que son llamados a la cena de las bodas del
Cordero!” (Apocalipsis 19:9).

Notas: Juan 2:1–11


V. 1: [Al tercer día]. Naturalmente se plantea la cuestión de qué día era
aquel. ¿Era el tercer día desde cuando? La respuesta más probable es que
fuera el tercer día después del último acontecimiento descrito en el versículo
anterior; el tercer día después de que Natanael fuera llevado a Jesús y se
convirtiera en discípulo. El significado, por tanto, sería: “El tercer día tras la
conversación entre Jesús y Natanael”.
[Unas bodas en Caná]. Recordemos que se nos dice en otro lugar que
Natanael habitaba en Caná (cf. Juan 21:2). Esto hace que no sea nada
improbable que Natanael, después de convertirse en discípulo, invitara a
nuestro Señor a visitar el lugar donde vivía. Caná es un lugar no mencionado
en el Antiguo Testamento. Robinson, en su Biblical Researches, dice que era
un pueblo a unas tres horas de Nazaret.
[Estaba allí la madre de Jesús]. Debemos suponer que la virgen María
estaba relacionada de alguna manera con el esposo o la esposa, y de ahí su
presencia en la boda, quizá ayudando en los arreglos del banquete. Sin una
suposición de este tipo es difícil comprender que hablara con los sirvientes
como hace más tarde.
La ausencia del nombre de José, tanto aquí como en otros lugares donde
se menciona a la madre de nuestro Señor en los Evangelios y en Hechos, ha
inducido a la mayoría de comentaristas a pensar que José había muerto
cuando nuestro Señor comenzó su ministerio público. Es un asunto del que
no sabemos nada salvo por conjeturas. Merece la pena advertir, no obstante,
que los judíos de Capernaum hablan de Jesús como “el hijo de José, cuyo
padre y madre nosotros conocemos” (Juan 6:42). Si hubiera sido de provecho
para nosotros saber más acerca de José, se nos habría narrado. La Iglesia
católica romana ya le ha otorgado una reverencia supersticiosa basándose en
la autoridad de la tradición y sin el más mínimo apoyo de la Escritura. ¿Qué
no habría dicho acerca de José si se le hubiera mencionado más
destacadamente en la Palabra de Dios?
Lightfoot señala que una comparación de Marcos 3:18, Marcos 6:3 y Juan
19:25 hace extremadamente probable que la hermana de la virgen María —
llamada en otros lugares María mujer de Cleofas o Alfeo— y toda su familia
vivieran en Caná. Él hace la observación de que en la lista de los “hermanos”
o primos de nuestro Señor encontramos los nombres siguientes: Jacobo, José,
Judas y Simón. De estos, piensa que Jacobo, Judas y Simón eran apóstoles.
Jacobo, el Apóstol al que expresamente se llama “el hermano del Señor” y el
hijo de Alfeo; y Judas, al que expresamente se llama “hermano de Jacobo”
(Gálatas 1:19; Judas 1). Piensa que el otro hermano, Simón, era el apóstol
que es llamado Simón el cananista. Esta —según Lightfoot— es una prueba
de que su padre y su madre vivían en Caná; y de ahí concluye que este
banquete de bodas fue en casa de Alfeo. Alfeo y Cleofas eran la misma
persona, según la opinión generalizada y con bastante fundamento.
V. 2: [Fueron también invitados […] discípulos]. Nuestro Señor fue sin
duda invitado como hijo de la virgen María. Sus discípulos fueron invitados
como amigos y compañeros suyos. No podemos, por supuesto, suponer que,
en un período tan temprano del ministerio de nuestro Señor, fuera reconocido
como maestro religioso o aquellos que estaban con Él como discípulos de una
nueva fe. Los discípulos de los que aquí se habla tienen que ser los cinco
mencionados en el capítulo anterior, es decir, Andrés y su compañero
(probablemente Juan), Simón Pedro, Felipe y Natanael.
[A las bodas]. No sabemos nada acerca de los nombres de la esposa y el
esposo. Hay una leyenda entre los autores católicos romanos de que el
esposo era el apóstol Juan y que, aunque casado, ¡Juan dejó a su esposa y su
hogar de inmediato con el fin de convertirse en discípulo de Cristo! Toda esa
historia está completamente desprovista de fundamento escriturario y es una
sarta de improbabilidades. Baronio conjetura que el esposo era Simón el
cananista, pero sin prueba alguna que merezca la pena mencionar.
Observemos que la presencia de Jesús, sus discípulos y la virgen María en
las bodas es un hecho significativo que contrasta mucho con la doctrina
patrística y católica romana de la imperfección del estado del matrimonio
comparado con el celibato. “Prohibirán casarse” es una doctrina del
Anticristo, no de Cristo (2 Timoteo 4:3).
El argumento católico romano de que Cristo, por medio de su presencia,
convirtió el matrimonio en un sacramento carece absolutamente de valor.
Dyke comenta que entonces también podríamos llamar a los banquetes y los
entierros sacramentos, porque Cristo estuvo presente en ellos. Dice: “Se
requiere una palabra de institución para hacer que algo sea un sacramento.
Que los papistas muestren alguna palabra así empleada aquí. Y si Cristo
convirtió el matrimonio en un sacramento, ¿por qué dicen que es una obra de
la carne? ¿Son los sacramentos obras de la carne?”.
La idea de algunos autores modernos de que la presencia de nuestro
Señor en un banquete de bodas condena a aquellos cristianos que declinan
acudir a diversiones de cierto tipo como son los bailes, las parrandas y otras
fiestas mundanas carece de peso en absoluto. Los propósitos de la gente que
se reúne en un banquete de bodas y en un baile son extremadamente
distintos. Una cosa es una mera reunión irreligiosa para el placer y el recreo
de una tendencia altamente cuestionable que implica nocturnidad y que
contribuye a la mundanalidad, la frivolidad y el amor a la exhibición. Otra
cosa es una reunión de amigos para dar testimonio del paso más importante
en la vida que dos personas pueden dar y una reunión estrechamente
conectada con una ceremonia religiosa.
V. 3: [Y faltando el vino]. Estas circunstancias muestran probablemente la
condición pobre y humilde de aquellos a cuyas bodas Jesús fue invitado. Sus
conocidos y los de su madre no eran personas adineradas.
Eso arroja luz sobre esta expresión y, por tanto, sobre todo el relato,
recordando que un banquete de bodas entre los judíos era con frecuencia un
acontecimiento de varios días de duración y una ocasión a la que muchos
eran invitados. En consecuencia, acarreaba no solo mucho gasto, sino un
extraordinario consumo de comida y vino. Por ejemplo, el banquete de bodas
de Sansón duró siete días (cf. Jueces 14:10–18); el banquete de bodas
descrito en la parábola del hijo del rey fue un banquete al que muchos fueron
invitados (cf. Mateo 22:2), etc. Siendo así, bien podemos entender que, en los
banquetes de aquellos que no eran ricos, pronto faltara el vino sin que se
hubiera bebido en exceso. Eso es lo que parece, pues, que sucedió en el caso
que tenemos delante.
[La madre de Jesús le dijo: No tienen vino]. Esta breve frase ha dado lugar
a diversas y extrañas interpretaciones.
Algunos han pensado, como Bengel, que María indicó a nuestro Señor que
era la hora de que Él y sus discípulos salieran y abandonaran el banquete con
el fin de evitar los sentimientos de la esposa y el esposo al quedar de
manifiesto su pobreza.
Otros han pensado, como Calvino, que deseaba que nuestro Señor
ocupara las mentes de los invitados con un discurso provechoso y así
apartaran su atención de la falta de vino.
La idea más razonable y probable, con mucho, es que María supuso que
nuestro Señor podría suplir de alguna manera la falta de vino. No podía decir
cómo lo haría. No hay la más mínima base para pensar que nuestro Señor
había obrado algún milagro antes de esta ocasión. Pero sería una necedad
pensar que María no recordaba bien todas las circunstancias milagrosas del
nacimiento de nuestro Señor y todas las palabras habladas antes por el ángel
Gabriel concernientes a Él. Sin duda, aunque nuestro Señor hubiera vivido
una vida tranquila en Nazaret durante treinta años sin hacer milagros, su
madre tenía que haber observado en Él una perfección de palabras y hechos
completamente improbables en el comportamiento de los hombres
corrientes. No cabe duda de que ella era consciente de todos los
acontecimientos de las últimas semanas: el bautismo de nuestro Señor por
parte de Juan, su proclamación pública como Mesías por parte de Juan y la
reunión alrededor de Jesús de un pequeño grupo de discípulos. Recordando
todas estas cosas, sin duda no debe sorprendernos que las expectativas de
María fueran grandes. Ella esperaría a diario que demostrara ser el Mesías
por medio de algún hecho poderoso. Y probablemente fue con estos
sentimientos como se volvió a Él diciendo: “No tienen vino”. Es como si
hubiese dicho: “Sin duda ha llegado la hora de que te manifiestes. Muestra tu
poder, como llevo tiempo esperando que hagas, proveyendo vino”.
El argumento —que basan los católicos romanos en esta expresión— en
favor de la intercesión de la virgen María en el Cielo por los pecadores y la
consecuente legitimidad de orar a ella carece absolutamente de valor y es
muy poco afortunado. Por un lado, el que las peticiones de los santos vivos
sean oídas sobre la Tierra, no quiere decir que las peticiones de los santos
muertos que están en el Cielo sean efectivas. Por otro lado, ¡es un hecho
desafortunado que esta petición, la única que encontramos dirigida a nuestro
Señor por la virgen María, obtuviera un rechazo inmediato! ¡Debe de resultar
muy difícil a la gente encontrar un argumento cuando razona de esta manera
para defender la invocación a los santos!
Melanchton, Chemnitio y otros creen que esta falta de vino en el banquete
de bodas se menciona a propósito con el fin de recordar a las personas
casadas, o a aquellos que piensan contraer matrimonio, que este acarrea
preocupaciones además de cosas buenas, y especialmente en cuanto a la
pobreza. Aquellos que se casan hacen bien, y con la bendición de Cristo
tendrán felicidad. Pero no deben esperar escapar de “la aflicción de la carne”
desde el mismo día en que se casan (1 Corintios 7:28).
V. 4: [Jesús le dijo: ¿Qué tienes conmigo, mujer?]. Este notable versículo
ha atraído naturalmente una gran atención. Al interpretarlo, es muy
importante evitar los extremos en los que algunos autores protestantes, y
casi todos los católicos romanos, han caído en sus interpretaciones.
Por un lado no debemos hacer mucho hincapié en la expresión “mujer”. Es
sin duda un error suponer, como indican Calvino y otros, que conlleva
reprobación alguna o es de alguna manera incoherente con la reverencia y el
respeto. Esa misma expresión fue empleada por nuestro Señor cuando se
dirigió a su madre por última vez en la Cruz y la encomendó afectuosamente
al cuidado de Juan. Le dijo: “Mujer, he ahí tu hijo” (Juan 19:26). La virgen
María era una mujer con equivocaciones como todas las demás mujeres
creyentes, pero no debemos cargar sobre ella más culpa que la que la
Escritura menciona.
Por otro lado, es inútil negar que las palabras de nuestro Señor fueran
intencionadas —como dicen Crisóstomo, Teofilacto y Eutimio— para
reprender a María. Ella aquí se equivocó como en otras ocasiones, quizá por
su deseo afectuoso de honrar a su Hijo. Las palabras que tenemos delante
tenían el propósito de recordarla que debía en lo sucesivo dejar a nuestro
Señor escoger sus propios momentos y modos de actuación. Había pasado la
etapa de sujeción a ella y a José. Por fin había comenzado la etapa de su
ministerio público. Al llevar a cabo ese ministerio, ella no debía pensar que
iba a indicarle lo que debía hacer. La gran contradicción de este versículo con
la enseñanza de la Iglesia católica romana acerca de la virgen María es
demasiado palpable como para explicarla más. Ella no carecía de errores y de
pecado, como se han atrevido a afirmar autores católicos romanos, y no
había que orar a ella y adorarla. Si nuestro Señor no quiso permitir a su
madre siquiera sugerirle que obrara un milagro, bien podemos suponer que
todas las oraciones católicas romanas a la virgen María, y especialmente las
que tienen que ver con dar órdenes a su hijo, son de lo más ofensivas y
blasfemas a sus ojos.
La expresión griega traducida como “¿qué tienes conmigo, mujer?” se
debería traducir literalmente: “¿Qué nos importa a ti y a mí?”. “Mis
pensamientos —como dice Bengel— son una cosa y los tuyos otra”. Es la
misma frase que se emplea en forma interrogativa en Mateo 8:29; Marcos
1:24; 5:7; Lucas 8:28 y, en forma imperativa, en Mateo 27:19.
[Aún no ha venido mi hora]. Lo más sencillo y razonable en cuanto a estas
palabras es pensar que hacen referencia a la “hora” de Cristo o al momento
de obrar un milagro. Es como la expresión “mi tiempo aun no se ha cumplido”
(Juan 7:8). Nuestro Señor no le dijo a María que no obraría un milagro; pero
quería que supiera que no debía esperar que Él hiciera obras portentosas
para agradar a sus parientes según la carne. Él solo debía obrar un milagro,
en esta o en otra ocasión, cuando hubiera llegado el momento oportuno, el
tiempo señalado en el consejo de Dios.
Hay una curiosa idea afirmada por Agustín, Wordsworth y otros de que
nuestro Señor aquí se refería a la hora de su crucifixión y que quería decir:
“Aún no ha llegado mi hora de reconocerte y honrarte públicamente como mi
madre, pero lo haré un día en la Cruz”. Esta, sin embargo, parece una
interpretación muy poco probable de estas palabras.
V. 5: [Su madre dijo […] Haced todo lo que os dijere]. Hay dos cosas muy
dignas de mención en estos dos versículos. Una es la mansedumbre con que
la virgen María aceptó la amable reprensión de labios de nuestro Señor y que
tenemos en el último versículo; la otra es la fe firme que mostró en el poder
de nuestro Señor para obrar un milagro con el fin de suplir la falta de vino y
en la probabilidad de que lo hiciera.
Observa Dyke: “El consejo que María indica a los siervos es para todos
nosotros. Debemos limitarnos a obedecer sencillamente a Cristo en todas las
cosas: sus palabras deben corresponderse con nuestras acciones. No se
deben pedir explicaciones ni razonamientos como hacemos cuando se trata
de órdenes y palabras de hombres, sino que basta con saber que Cristo lo ha
dicho. Esta es la obediencia ciega que los jesuitas prestaban a sus superiores,
pero es una obediencia que corresponde a Cristo. Hay muchos que están
dispuestos a hacer algo dicho por Cristo, pero no todo lo que diga”.
Quizá no sea ir demasiado lejos el decir que, tras observar la vida perfecta
y la completa sabiduría de su Hijo durante sus treinta años en Nazaret, María
pronunció las palabras que tenemos delante con una especial confianza y con
la gran profundidad de sentido que se muestra en la superficie de la frase:
“Todo lo que diga merece atención. Haced todo lo que os dijere”. En cualquier
caso, el versículo contiene una profunda lección práctica para toda la Iglesia
de Cristo. Todo lo que diga Cristo, obedezcámoslo y hagámoslo.
V. 6: [Seis tinajas de piedra […] conforme al rito […] judíos]. S. Juan
menciona estos detalles al describir el milagro con una referencia especial a
los lectores gentiles. Quería que comprendieran que no había nada notable
en la circunstancia de que hubiera seis tinajas de piedra en el lugar donde se
celebraba la fiesta. Las especiales costumbres acerca de las abluciones y los
ritos de purificación de los judíos lo hacían necesario para tener a mano
cierta cantidad de agua. Las palabras de S. Marcos arrojan luz sobre el
versículo que tenemos delante: “Porque los fariseos y todos los judíos,
aferrándose a la tradición de los ancianos, si muchas veces no se lavan las
manos, no comen” (Marcos 7:3, etc.). La presencia de las seis tinajas, por
tanto, no es una connivencia o algo preparado previamente. Era una
consecuencia natural de los hábitos judíos en tiempos de nuestro Señor.
[En cada una de las cuales cabían dos o tres cántaros]. Se han dicho
muchas necedades y se han hecho múltiples comentarios de poco provecho
acerca de esta expresión, así como en torno a la enorme cantidad de vino
que nuestro Señor debió de elaborar cuando obró el milagro que ahora
estamos considerando. Baste con responder que hay muchas dudas acerca
de la cantidad exacta de líquido que contenían los “cántaros” de los que aquí
se habla. Pero la mejor y más segura respuesta es que no debemos medir las
exigencias de una fiesta de bodas judía —la cual duraba quizá varios días e
incluía una gran cantidad de invitados— como medimos las de las fiestas de
nuestros tiempos.
V. 7: [Jesús les dijo: Llenad estas tinajas […]. Es frecuente que los
comentaristas digan en cuanto a este versículo con gran razón que estas
sencillas palabras describen la tarea de todo aquel que trabaja para Cristo, y
especialmente de los ministros y maestros. Deben oír la voz de Cristo y hacer
lo que Él les diga, y después dejarle a Él el resultado. La tarea es nuestra. Los
resultados son de Dios. A nosotros nos corresponde llenar las tinajas. A
Cristo, convertir el agua en vino.
[Hasta arriba]. Esta circunstancia se menciona sin duda con el fin de
mostrar que no hubo posibilidad de trucos, trampas o fraudes. Las tinajas se
llenaron de agua, y solo de agua, y se llenaron hasta el punto de que no se
pudiera introducir ni mezclar nada con su contenido.
V. 8: [Entonces les dijo: Sacad ahora]. Fue en este momento, sin duda,
cuando se obró el milagro. Por medio de un acto de su voluntad, nuestro
Señor transformó el contenido de las tinajas. Lo que se había vertido en ellas
era agua. Para Aquel que creó la viña y que hizo que diera uvas desde el
principio, el cambio era completamente sencillo. Aquel capaz de crear
materia de la nada podía con mucha mayor facilidad transformar una clase
de materia en otra.
[Maestresala]. Parece que esta persona era alguien que presidía las
grandes fiestas como la que tenemos delante y supervisaba todo lo que
acontecía. La presencia de alguien así en las fiestas era una famosa
costumbre entre los griegos y los romanos.
V. 9: [Probó […] vino, sin saber él de dónde era]. El testimonio del
maestresala tiene la especial finalidad de mostrar la realidad del milagro. Él
no sabía nada de lo acontecido con las tinajas. No había visto cómo se
llenaban de agua por mandato de nuestro Señor. No había conspiración
alguna ni se había puesto de acuerdo con los sirvientes, y mucho menos con
nuestro Señor. De ahí el valor de su testimonio. No solo muestra que el
líquido que unos minutos antes era agua era ahora vino, sino que además era
vino mejor y más fuerte que el habitual; no era vino mezclado con agua, sino
puro buen vino.
Observemos detenidamente la palabra “probó” en este lugar. Nos
proporciona un fuerte argumento adicional contra la doctrina católica romana
de la transustanciación. La ocasión que tenemos delante es la única conocida
en la que nuestro Señor transformó un líquido en otro. Cuando lo hizo, la
realidad de la transformación fue inmediatamente demostrada al ser
probado. Entonces, ¿cómo es que, en la supuesta transformación en la Cena
del Señor del vino sacramental en sangre de Cristo, el cambio no es
detectado por los sentidos? ¿Por qué, tras la consagración, el vino sabe a
vino, exactamente igual que antes? Estas son preguntas a las que los
católicos romanos no pueden responder satisfactoriamente. El supuesto
cambio del pan y el vino en la Cena del Señor es un completo engaño. Lo
contradicen los sentidos de cada comulgante. El pan, tras la consagración,
continúa siendo pan, y el vino sigue siendo vino. En ningún lugar de la
Palabra de Dios se nos pide que creamos en aquello que contradice nuestros
sentidos.
V. 10: [Todo hombre sirve primero […]. Las palabras que tenemos en esta
frase no se deben forzar demasiado con el fin de extraer de ellas un
significado espiritual. El maestresala de la fiesta hace un comentario general
acerca de la forma en que se desarrollaban normalmente los banquetes. La
costumbre generalizada era sacar primero el mejor vino y al final el inferior.
Pero el vino que tenía delante, sacado de las tinajas, era tan
extraordinariamente bueno, que parecía que aquel día la costumbre se había
transmutado. El versículo es un fuerte testimonio adicional de la realidad y
grandeza del milagro de nuestro Señor. No solo transformó el agua en vino,
sino en un vino tan especialmente bueno como para provocar comentarios y
llamar la atención.
[Cuando ya han bebido mucho]. En ocasiones se han hecho necios
comentarios en cuanto a esta expresión, como si nuestro Señor hubiera
bebido en exceso en aquella ocasión. Por un lado, se debe señalar que la
palabra griega traducida como “han bebido mucho” no necesariamente
indica una borrachera. Se podría interpretar, como observan Schleusner y
Parkhurst: “Han bebido lo suficiente, o con libertad”. Los hombres que tienen
bastante son indiferentes a la calidad del vino que tienen delante. Por otro
lado, debemos recordar que el maestresala solo estaba haciendo un
comentario general acerca de las costumbres ordinarias de los hombres al
proporcionar el vino a sus invitados. No hay nada que muestre que estaba
haciendo alusión a los invitados que tenía delante de él en aquel momento.
[Tú has reservado el buen vino hasta ahora]. Con frecuencia se ha
planteado una buena interpretación práctica de estas palabras del
maestresala. El mundo otorga sus mejores cosas, como el mejor vino, en
primer lugar, y las peores al final. Cuanto más servimos al mundo, más
decepcionante, insatisfactorio e insípido será lo que este nos proporciona. Sin
embargo, Cristo da a sus siervos sus mejores cosas al final. Primero tienen la
cruz, la carrera y la batalla; y después el descanso, la gloria y la corona. Esto
será así especialmente en su Segunda Venida. Entonces los creyentes
exclamarán: “¡Has reservado el buen vino hasta ahora!”. Estos son
pensamientos piadosos y útiles. Pero no está claro que sean más que una
conjetura.
Quizá este sea el lugar adecuado para señalar que parece completamente
imposible, con una interpretación justa y sincera, reconciliar el pasaje que
tenemos delante con los principios que encabezan lo que se denomina
comúnmente “abstinencia de bebidas alcohólicas”. Si nuestro Señor
Jesucristo obró verdaderamente un milagro para proporcionar vino en una
fiesta de bodas, me parece imposible ingeniárselas para demostrar que beber
vino es pecado. La templanza en todas las cosas es uno de los frutos del
Espíritu. Un hombre sin templanza es un hombre inconverso. La abstinencia
total de licores fermentados es en muchos casos útil y deseable. Pero decir,
como hacen muchos, que beber licores fermentados en alguna ocasión es
“pecado” es establecerse en un terreno que no se puede sostener a la luz del
pasaje que tenemos delante sin retorcer el claro significado de la Escritura y
acusar a Cristo de incitar al pecado.
V. 11: [Este principio de señales […]. El claro significado de esta frase
parece ser que este fue el primer milagro obrado por nuestro Señor
Jesucristo. Los milagros que algunos han manifestado que obró en su infancia
y niñez carecen del más mínimo fundamento en la Escritura y no merecen el
menor crédito. Aquellos que deseen ver lo absurdos que son encontrarán
ejemplos de ellos en el Ensayo preliminar de Trench acerca de las Notas
sobre los milagros.
Lightfoot ofrece las cinco razones siguientes por que el milagro que ahora
tenemos ante nosotros fue a propósito el primero obrado por Cristo. (1)
Puesto que el matrimonio fue la primera institución ordenada por Dios, el
primer milagro de Cristo fue en una fiesta de bodas. (2) Puesto que Cristo
había mostrado poco antes su capacidad de hacer milagros en medio de un
ayuno, ahora lo hace por medio de una provisión extraordinaria en un
banquete. Cuando no transformó las piedras en pan, no fue porque no
pudiese. (3) No quiso transformar las piedras en pan para satisfacer a
Satanás, pero estuvo dispuesto a transformar el agua en vino para manifestar
su propia gloria. (4) El primer milagro obrado en el mundo por el hombre fue
una transformación (Éxodo 7:9), y el primer milagro obrado por el Hijo del
hombre fue de la misma naturaleza. (5) La primera vez que oímos hablar de
Juan el Bautista es de su estricta dieta; y por tanto, la primera vez que oímos
hablar del ministerio público de Cristo es en una fiesta de bodas.
[Manifestó su gloria]. Soy incapaz de ver que estas palabras se refieran a
la expresión empleada en el capítulo 1: “Vimos su gloria” (Juan 1:14). Creo
que el significado es que, por medio de este milagro, Jesús, por primera vez,
abrió o reveló su glorioso y divino poder y su comisión de ser el Mesías.
Después de vivir apartado en Nazaret durante treinta años, ahora por vez
primera descorre el velo que ha tenido puesto sobre su divinidad al hacerse
carne y revela algo de su total poder y Deidad.
[Sus discípulos creyeron en él]. Estas palabras, claro está, no pueden
significar que Andrés, Juan, Pedro, Felipe y Natanael creyeran ahora en Jesús
por vez primera. El significado probable es que de ahora en adelante creerían
con más confianza, con menos reservas y vacilación. Desde entonces
estuvieron más plenamente convencidos, a pesar de la mucha ignorancia que
les quedaba, de que Aquel a quien estaban siguiendo era el Mesías.
No puedo cerrar las notas sobre este maravilloso milagro sin decir algo
acerca de los significados alegóricos y tipológicos que le otorgaron los Padres
y muchos otros comentaristas. Muchos ven en el milagro una historia
alegórica de la introducción del Evangelio en el mundo. Como la fiesta de
bodas, el Evangelio era una ocasión de alegría. Como en la fiesta de bodas, la
presencia personal de Jesús era la gran característica del Evangelio. Los
tiempos de la dispensación judía fueron tiempos de deficiencia y escasa luz.
La Venida de Cristo proporcionó todo aquello que faltaba. La religión revelada
anterior a Cristo era como el agua. La Venida de Cristo al mundo transformó
el agua de la antigua dispensación en vino. El buen vino fue reservado hasta
el tiempo de Cristo. El primer milagro obrado por Moisés fue transformar el
agua en sangre. El primero obrado por Cristo fue transformar el agua en vino.
Estos son sin duda piadosos pensamientos y llenos de verdad. Lamentaría
hablar duramente de ellos o decir con resolución que no se pueden deducir
legítimamente del milagro. Solo me atrevo a decir que, por regla general, es
mucho más prudente abstenerse de interpretaciones alegóricas y
conformarse con el significado claro que aparece en la superficie de la
Escritura. Una vez se empieza a alegorizar la Escritura, nunca se sabe dónde
parar. Puedes demostrar cualquier cosa y encontrar cualquier cosa en la
Biblia si te basas en el método alegórico, y al final arrojarte por la compuerta
a un torrente de fanatismo radical.
Las lecciones alegóricas extraídas de este milagro por Agustín, Bernardo y
Alcuin son notables ejemplos de los extremos a los que lleva la alegoría.
Cuando un hombre como Agustín, por ejemplo, nos dice que los dos o tres
cántaros son las dos razas de hombres (judíos y griegos) o los tres hijos de
Noé, o cuando dice que las seis tinajas del milagro que tenemos delante
representan seis períodos proféticos sucesivos en los días transcurridos entre
Adán y Cristo, uno no puede por menos que sentir que algo no va bien. Estas
son sus palabras: “Las seis tinajas que contenían dos o tres cántaros son seis
eras que contienen la profecía perteneciente a todas las naciones, ya se
refieran a las dos clases de hombres —judíos y gentiles—, como dice con
frecuencia el Apóstol, o a las tres, en referencia a los tres hijos de Noé”. El
método de interpretación de la Escritura que puede conducir a un cristiano a
afirmaciones como estas debe de ser sin duda una peligrosa arma de doble
filo, y que probablemente hace más mal que bien.
No niego que todos los milagros de nuestro Señor tuvieran un profundo
significado. No pongo en duda que todos tuvieran el propósito de transmitir
profundas lecciones espirituales a la vez que de proporcionar pruebas de su
divinidad. Lo único que digo es que requieren una consideración reverente y
detenida y que precipitarse rápidamente a interpretaciones alegóricas de
ellos y otorgar a cada porción un significado figurado es un modo poco
prudente de tratar la Escritura y eminentemente calculado para desprestigiar
la Biblia.
Difícilmente un comentarista haya extraído lecciones más prácticas de
este milagro que Melanchton. Aquellos que tienen en poco la teología
protestante harían bien en comparar su comentario de todo este pasaje con
el de Agustín.

Juan 2:12–25

El segundo milagro que se hace constar como obrado por nuestro


Señor requiere nuestra atención en estos versículos. Como el primer
milagro en Caná, es eminentemente tipológico y hace referencia a
cosas venideras. Asistir a unas fiestas de bodas y limpiar el Templo de
la profanación estaban entre los primeros actos del ministerio de
nuestro Señor en su Primera Venida. Purificar toda la Iglesia visible y
celebrar una fiesta de bodas estarán entre sus primeros actos cuando
vuelva.
Vemos en este pasaje, por un lado, lo mucho que Cristo desaprueba
todo comportamiento irreverente en la casa de Dios.
Se nos dice que echó del Templo a aquellos a quienes encontró
vendiendo bueyes, ovejas y palomas dentro de sus muros, que
esparció las monedas de los cambistas y volcó las mesas, y que dijo a
los que vendían palomas: “Quitad de aquí esto, y no hagáis de la casa
de mi Padre casa de mercado”. En ninguna ocasión en el ministerio
terrenal de nuestro Señor lo encontramos actuando tan enérgicamente
y mostrando tan justa indignación como en la ocasión que tenemos
ante nosotros. Nada parece haber producido tal manifestación de ira
santa como la gran irreverencia que los sacerdotes permitían en el
Templo, a pesar de que presumían de su gran celo por la Ley de Dios.
Debemos recordar que en dos ocasiones descubrió la misma
profanación de la casa de su Padre en el transcurso de tres años: una
al comienzo de su ministerio y otra al final. En dos ocasiones lo vemos
expresando su descontento en los términos más fuertes. El hecho se
repite con el fin de grabar una lección más marcadamente en nuestras
mentes.
El pasaje es de los que deberían producir un profundo examen de
nuestro corazón en muchos aspectos. ¿No hay quienes profesan ser
cristianos y se llaman a sí mismos así y que se comportan cada
domingo tan mal como aquellos judíos? ¿No hay quienes llevan en
secreto a la casa de Dios su dinero, sus tierras, sus casas, su ganado y
todo un cargamento de asuntos mundanos? ¿No hay quienes solo
llevan sus cuerpos al lugar de culto y permiten que sus corazones
vaguen hasta los confines de la Tierra? ¿No hay quienes están “casi en
todo mal […] en medio de la sociedad y de la congregación”
(Proverbios 5:14)? ¡Se trata de preguntas muy serias! Mucho me temo
que hay multitudes que no podrían responder de forma satisfactoria.
Las iglesias y capillas cristianas, sin duda, son muy diferentes del
Templo judío. No están edificadas con el mismo patrón. Carecen de
altares o de lugares santos. Su mobiliario no tiene un significado
tipológico. Pero son lugares donde se lee la Palabra de Dios y donde
Cristo está presente de manera especial. Aquel que profesa adorar en
ellas debería sin duda comportarse con reverencia y respeto. Aquel
que lleva sus patrones mundanos con él a la vez que profesa adorar
está haciendo aquello que es evidentemente más ofensivo para Cristo.
Las palabras que escribió Salomón por el Espíritu Santo son aplicables
a todos los tiempos: “Cuando fueres a la casa de Dios, guarda tu pie”
(Eclesiastés 5:1).
Por otro lado, en este pasaje vemos cómo los hombres pueden
recordar palabras de verdad religiosa mucho después de haber sido
pronunciadas y un día ver un significado en ellas que al principio no
vieron.
Se nos dice que nuestro Señor dijo a los judíos: “Destruid este
templo, y en tres días lo levantaré”. S. Juan nos informa claramente de
que “hablaba del templo de su cuerpo”. De que se refería a su propia
resurrección. Pero el significado de la frase no fue comprendido por los
discípulos de nuestro Señor en el momento en que fue pronunciada. No
fue hasta que “resucitó de entre los muertos” tres años después de los
acontecimientos aquí descritos que resplandeció en sus corazones el
pleno significado de la frase. Durante tres años fueron unas palabras
oscuras y carentes de sentido para ellos. Durante tres años
permanecieron latentes en sus mentes, como una semilla en una
tumba, sin dar fruto. Pero, al final de aquel tiempo, las tinieblas se
disiparon. Vieron la aplicación de las palabras de su Maestro y, al verla,
fueron confirmados en su fe: “Se acordaron que había dicho esto; y
creyeron”. Es un feliz y reconfortante pensamiento que lo mismo que
les ocurrió a los discípulos sucede con frecuencia en la actualidad. Los
sermones que son predicados a oídos de personas en las iglesias que
aparentemente no hacen caso, no todos se pierden y se desperdician.
La instrucción que se imparte en las escuelas y en las visitas
pastorales no toda se echa a perder y se olvida. Los textos que son
enseñados por los padres a los hijos no todos se enseñan en vano. A
menudo hay una resurrección de sermones, textos e instrucción
después de un intervalo de muchos años. En ocasiones, la buena
semilla brota mucho después de que aquel que la sembró haya muerto
y desaparecido. Los predicadores deben continuar predicando y los
maestros deben continuar enseñando, y los padres deben continuar
educando a sus hijos de la forma que corresponde. Deben sembrar la
buena simiente de la verdad bíblica con fe y paciencia. Su labor no es
en vano en el Señor. Sus palabras son recordadas mucho más de lo
que creen y continuarán brotando “después de muchos días” (cf. 1
Corintios 15:58; Eclesiastés 11:1).
Por último, en este pasaje vemos lo perfecto que es el conocimiento
de nuestro Señor Jesucristo del corazón humano.
Se nos dice que, cuando nuestro Señor estaba en Jerusalén por
primera vez, no se fiaba de aquellos que profesaban creer en Él. Sabía
que no podía fiarse de ellos. Estaban impresionados por los milagros
que le habían visto obrar. Hasta estaban intelectualmente convencidos
de que era el Mesías al que llevaban tiempo esperando. Pero no eran
verdaderamente sus discípulos (cf. Juan 8:31). No se habían convertido
ni eran verdaderos creyentes. Sus corazones no eran rectos a los ojos
de Dios, aunque sus sentimientos fueran de emoción. Su hombre
interior no había sido renovado, independientemente de lo que
profesaran con sus labios. Nuestro Señor sabía que casi todos ellos
eran oyentes tipo terreno pedregoso (cf. Lucas 8:13). Tan pronto como
surgieran la tribulación o la persecución a causa de la Palabra, su
supuesta fe probablemente se desvanecería y llegaría a su fin. Todo
esto lo veía nuestro Señor con total claridad, aunque otros que le
rodeaban no lo hicieran. Andrés, Pedro, Juan, Felipe y Natanael quizá se
sorprendieron de que su Maestro no recibiera a aquellos aparentes
creyentes con los brazos abiertos. Pero ellos solo eran capaces de
juzgar las cosas por su apariencia externa. Su Maestro podía leer los
corazones: “Sabía lo que había en el hombre”.
La verdad que tenemos delante debería hacer temblar a los
hipócritas y falsos cristianos. Pueden engañar a los hombres, pero no
pueden engañar a Cristo. Pueden llevar un manto religioso y aparentar,
como los sepulcros blanqueados, belleza a los ojos de los hombres.
Pero los ojos de Cristo ven su podredumbre interior y el Juicio de Cristo
sin duda les alcanzará, a no ser que se arrepientan. Cristo ya está
leyendo sus corazones y al hacerlo está descontento. Si no se les
conoce en la Tierra, sí en el Cielo; y serán ampliamente conocidos,
para su vergüenza, ante todos los mundos reunidos si mueren sin
haber cambiado. Está escrito: “Yo conozco tus obras, que tienes
nombre de que vives, y estás muerto” (Apocalipsis 3:1).
Pero la verdad que tenemos delante tiene dos caras, como la
columna de nube y de fuego frente al mar Rojo (cf. Éxodo 14:20). Es
tinieblas para los hipócritas, pero alumbra con fulgor sobre los
verdaderos creyentes. Amenaza con ira a los falsos cristianos, pero
habla de paz a todos aquellos que aman al Señor Jesucristo con
sinceridad. Un verdadero cristiano puede ser débil, pero es sincero. En
cualquier caso, el siervo de Cristo puede decir una cosa cuando se ve
abrumado por un sentido de su propia debilidad o sufre por las
calumnias de un mundo caído. Puede decir: “Señor, soy un pobre
pecador; pero hablo con la mayor seriedad, soy sincero. Tú lo sabes
todo; tú sabes que te amo. Tú conoces todos los corazones y sabes
que, aunque mi corazón sea débil, es un corazón que no se separa de
ti”. El falso cristiano se oculta de la vista de un Salvador que todo lo
ve. El verdadero cristiano desea que los ojos de su Señor estén sobre
él mañana, tarde y noche. No tiene nada que esconder.

Notas: Juan 2:12–25


V. 12: [Descendieron a Capernaum]. Es digna de advertir la estricta
precisión de la escritura de Juan aquí. Caná era una aldea de la colina.
Capernaum era una ciudad a orillas del mar de Galilea, a un nivel mucho
menor que el de Caná. Por eso se dice que Jesús descendió.
Al parecer, Capernaum fue uno de los principales lugares de residencia de
nuestro Señor en Galilea durante su ministerio terrenal: “Dejando a Nazaret,
vino y habitó en Capernaum” (Mateo 4:13). Parece que en ningún otro lugar
obró tantos milagros y que en ningún otro lugar denuncia un juicio tan severo
por su falta de arrepentimiento e indiferencia en cuanto a sus privilegios: “Tú,
Capernaum, que eres levantada hasta el cielo, hasta el Hades serás abatida”
(Mateo 11:23). Hay que destacar que, aunque Capernaum fuera un lugar rico
e importante en tiempos de nuestro Señor, pasó de tal manera y fue tan
abatida que ni siquiera se sabe a ciencia cierta cuál era su ubicación.
[Su madre]. Aquí, una vez más, no vemos mención alguna de José. No
está claro si la virgen María acompañó constantemente a nuestro Señor
durante su ministerio terrenal. Aquí la vemos. Volvemos a verla después en la
crucifixión. Pero la vemos en otro lugar deseando hablar con Él cuando Él
estaba hablando con la gente y ocasionando que pronunciara aquellas
memorables palabras: “¿Quién es mi madre?” (Mateo 12:48). Ciertamente no
hay prueba de que María comprendiera más claramente que el resto de los
discípulos de nuestro Señor todo el propósito de la Venida de Cristo o que
estuviera más preparada que el resto para su crucifixión y sus sufrimientos.
[Sus hermanos]. No hay buena base para suponer que se trataba de los
hermanos carnales de nuestro Señor y que María tuvo otros hijos tras el
nacimiento milagroso de nuestro Señor. Por un lado, es bien conocido por
todo lector concienzudo que la palabra “hermanos” se aplicaba en la Biblia a
muchos parientes además de a aquellos a quienes nosotros llamamos
hermanos. Abraham le dice a Lot: “porque somos hermanos” (Génesis 13:8),
aunque Lot era su sobrino. Misael y Elzafán fueron llamados “hermanos” de
Nadab y Abiú aunque solo eran primos (cf. Levítico 10:4). Jacob dijo “a sus
hermanos” que recogieran piedras (Génesis 31:46), pero eran hijos y siervos
suyos. Por otro lado, es muy posible que José hubiera tenido hijos de un
matrimonio anterior antes de desposarse con la virgen María, y esos hijos,
como bien podemos comprender, serían llamados “hermanos” de nuestro
Señor. Por último, sabemos que el apóstol Jacobo fue llamado “hermano” de
nuestro Señor (Gálatas 1:19), y sin embargo se nos dice claramente que era
hijo de Alfeo o Cleofas, el marido de la hermana de la virgen María. Por tanto,
lo más probable es que “hermanos”, en el versículo que tenemos delante,
signifique “primos”, algunos de los cuales creyeron en nuestro Señor, aunque
otros no lo hicieron (cf. Juan 7:5). Es interesante el hecho de que al menos
dos de los Apóstoles de nuestro Señor fueran parientes suyos según la carne:
Jacobo y Judas, los hijos de Alfeo. A ellos podemos añadir probablemente a
Simón, sobre la base de Marcos 6:3, y quizá a Mateo también, por lo que dice
en Marcos 2:14 y Mateo 9:9.
[Y sus discípulos]. Esta expresión, empleada después de las palabras “sus
hermanos”, puede plantear dudas en cuanto a que algunos de los parientes
de nuestro Señor creyeran hasta aquel momento en Él, a excepción de la
virgen María. Es posible que ellos solo le siguieran por curiosidad a
consecuencia del milagro que acababa de llevar a cabo.
V. 13: [Estaba cerca la pascua de los judíos]. Esta expresión es otra
prueba de que S. Juan escribió su Evangelio para creyentes gentiles más que
para judíos.
Merece nuestra atención la asistencia regular de nuestro Señor a fiestas y
ritos de la Ley de Moisés. Mientras duró la dispensación del Antiguo
Testamento, la honró debidamente, a pesar de lo indignas que eran las
manos que lo administraban. La indignidad de los ministros no justifica que
obviemos los medios de gracia de Dios.
El número exacto de Pascuas que nuestro Señor celebró y, en
consecuencia, la duración exacta de su ministerio desde su bautismo hasta
su crucifixión son puntos sobre los que existe gran diferencia de opinión. Yo
no encuentro mejor interpretación que la antigua de que el ministerio de
nuestro Señor duró tres años. Evidentemente comenzó poco antes de una
Pascua y terminó con una Pascua; pero creo que carecemos de base para
asegurar si incluyó solo tres Pascuas (durando en ese caso entre dos y tres
años) o cuatro Pascuas (en cuyo caso habrían transcurrido entre tres y cuatro
años). Si tengo que aventurar una opinión, creo más probable que nuestro
Señor solo celebrara tres Pascuas. Pero es una cuestión abierta y algo que
felizmente no es de gran trascendencia. Juan menciona claramente tres
Pascuas: la que tenemos ante nosotros, la del capítulo 6 (cf. Juan 6:3) y
aquella en la que fue crucificado nuestro Señor. Si la fiesta que se menciona
en el capítulo 5 (cf. Juan 5:1) era la Pascua, nuestro Señor celebró cuatro
Pascuas. Pero esto no se puede afirmar.
Sir Isaac Newton pensaba que nuestro Señor celebró nada menos que
cinco Pascuas. Algunos escritores han afirmado que solo celebró dos.
Aquellos que deseen examinar una discusión sobre este asunto lo
encontrarán en las notas de Doddridge sobre este pasaje.
[Subió Jesús a Jerusalén]. Debemos notar que este viaje, y todas las
circunstancias que concurrieron en esta visita a Jerusalén, son solo
mencionadas por S. Juan. Por algunas sabias razones, los otros tres autores
de los Evangelios fueron inspirados a dejar de lado esta parte del ministerio
de nuestro Señor.
V. 14: [Halló en el templo a los que vendían […]. La presencia de bueyes,
ovejas, palomas y cambistas dentro del Templo se explica fácilmente. Los
animales eran para responder a las necesidades de los judíos que acudían a
celebrar la Pascua y otras fiestas desde lugares lejanos y tenían que ofrecer
sacrificios. Tenían a su disposición a pocos metros del altar a los proveedores
de bueyes, ovejas y palomas. Los cambistas, como es natural, acudían allí
donde había compraventa, para la comodidad de los judíos que solo tenían
moneda extranjera y deseaban cambiarla por moneda de uso corriente en
Jerusalén. Obviamente, toda esta costumbre era de lo más blasfemo. Sin
duda, los sacerdotes hacían la vista gorda por motivos codiciosos. O estaban
relacionados con aquellos que vendían animales y cambiaban dinero y
compartían sus ganancias, o bien recibían una renta por el privilegio de tener
sus negocios dentro del recinto sagrado. Sin duda pedirían que todo se
hiciera con buena intención. ¡Su finalidad era proporcionar facilidades para
adorar a Dios! Pero las buenas intenciones no pueden santificar las acciones
no escriturarias. Como dice Dyke sobre este pasaje: “La pretensión de un
buen fin no puede justificar aquello que es prohibido por Dios”.
Cuando se nos dice que nuestro Señor se encontró con que todo esto
“ocurría en el templo”, evidentemente debemos entender que significa “en el
atrio que rodeaba el templo, dentro del recinto del templo”. Pero debemos
recordar que ese atrio era considerado parte del Templo y, por tanto, terreno
santo.
Me inclino a ver en esta visita de nuestro Señor al Templo en su primera
aparición en Jerusalén tras comenzar su ministerio un cumplimiento parcial,
aunque muy imperfecto, de la profecía de Malaquías: “Vendrá súbitamente a
su templo el Señor a quien vosotros buscáis” (Malaquías 3:1). Mientras que la
nación judía estaba esperando la venida de un Mesías conquistador con
poder y gran gloria, el verdadero Mesías apareció de repente en el Templo y
declaró su presencia no exhibiendo un poder material, sino insistiendo en una
mayor pureza en la adoración en el Templo como lo primero que la nación
necesitaba.
Sin duda aun queda por venir un cumplimiento más pleno y completo de
las palabras de Malaquías. Pero, como muchas profecías del Antiguo
Testamento acerca del Mesías, las palabras tenían claramente un doble
cumplimiento: Una parte en la Primera Venida del Mesías para sufrir, otro
más completo en la Segunda Venida del Mesías para reinar.
La gran mayoría de los mejores comentaristas afirman que nuestro Señor
echó a los compradores y vendedores del Templo en dos ocasiones: una al
comienzo de su ministerio y otra al final. Es justo decir que el obispo Pearce y
algunos otros autores creen que solo sucedió en una ocasión: al final de su
ministerio, justo antes de su crucifixión. Pero los argumentos a favor de esta
opinión no me parecen suficientes o satisfactorios.
V. 15: [Haciendo un azote de cuerdas]. La palabra griega traducida como
“cuerdas” significa literalmente “una cuerda hecha de anea”. Algunos han
pensado que esta se empleaba como lecho de paja para las ovejas y los
bueyes. Otros, que esas pequeñas cuerdas podían estar esparcidas por allí
tras haber sido empleadas para atar a los bueyes. Desconocemos si el azote
se utilizó con aquellas personas que introducían a los animales en el Templo,
como una especie de castigo, como algunos antiguos pintores han
representado la escena. Lo más probable parece que el azote fuera
simplemente para ayudar a nuestro Señor a echar rápidamente a las ovejas y
los bueyes.
Toda la operación es impresionante, mostrando a nuestro Señor
empleando más fuerza física y manifestación de energía corporal de la que le
vemos emplear en cualquier otro período de su ministerio. Una palabra, un
toque o el extender la mano son los límites corrientes de sus acciones. Aquí
le vemos haciendo nada menos que cuatro cosas: (1) elaborar el azote; (2)
echar a los animales; (3) esparcir las monedas de los cambistas, y (4) volcar
las mesas. En ninguna ocasión le vemos manifestar semejantes muestras de
indignación como al ver la profanación del Templo. Recordando que toda la
operación es un notable ejemplo de lo que Cristo hará con su Iglesia visible
en su Segunda Venida, podemos captar algo del profundo significado de
aquella importante expresión: “La ira del Cordero” (Apocalipsis 6:16).
Merece la pena considerar un comentario de Dyke sobre la conducta de
nuestro Señor en este lugar: “Este acto de Cristo no hay que imitarlo, porque
lo llevó a cabo como Señor del Templo en virtud de su filiación divina. Por
tanto, los papistas abusan enormemente de este pasaje cuando de él extraen
el poder del papa para castigar a los pecadores aun con castigos corporales,
o para despojar a los príncipes de sus reinos. En cuanto a los ministros, el
único castigo que pueden emplear es su lengua, con una predicación
poderosa contra los abusos. En cuanto a las personas privadas, Dios no ha
atado sus lenguas aunque sí sus manos. Cuando la ocasión lo permite,
pueden mostrar su aborrecimiento y desaprobación de la corrupción”.
V. 16: [Dijo […] vendían palomas: Quitad de aquí esto]. La distinción entre
el modo de tratar nuestro Señor a cada uno de los objetos de su indignación
merece una consideración. Echó a los bueyes y a las ovejas. No había peligro
de que se perdieran por su actuación. Las monedas las esparció. Pronto se
podían recoger y trasladar. En cuanto a las palomas, sencillamente dijo que
se las llevaran. Si hubiese hecho algo más, podrían haber volado y sus
dueños las habrían perdido. Bueno habría sido para la Iglesia que todos los
reformadores hubieran combinado una sabiduría similar con un celo similar
en su proceder. En este ejemplo todos fueron reprendidos y todos instruidos.
Pero a nadie se le hizo verdadero daño y nada se perdió.
[La casa de mi Padre]. Fijémonos en esta expresión. Es muy cuestionable
que los judíos la percibieran, debido a las prisas y a la confusión de toda la
operación. Evidentemente fue una afirmación de nuestro Señor de su filiación
divina, y en consecuencia de su derecho a vindicar la pureza del lugar de
adoración de su Padre. En otra ocasión en que nuestro Señor llamó a Dios su
Padre, los judíos dijeron inmediatamente que se hizo “igual a Dios” (Juan
5:18). Algunos han pensado que la expresión es paralela a la empleada en la
descripción de Cristo entre los doctores (Lucas 2:49) y que las palabras
empleadas aquí —“en los negocios de mi Padre me es necesario estar”—
habrían estado mejor traducidas diciendo: “En la casa de mi Padre me es
necesario estar”.
No se debe pasar por alto el hecho de que la blasfema costumbre que
nuestro Señor reprende aquí fue reanudada por los judíos y dos o tres años
después nuestro Señor se encontró con que sucedían las mismas cosas una y
otra vez en el Templo, y de nuevo echó a los compradores y vendedores. Es
una prueba evidente de la tremenda impiedad y condición caída de los
sacerdotes y dirigentes del Templo. Eran sordos a todo consejo y a toda
reprensión y habían sido entregados a una mente reprobada. También se
debe advertir la diferencia entre el lenguaje de nuestro Señor en la segunda
visita y la que empleó en la primera. En su primera visita solo dice: “No
hagáis de la casa de mi Padre casa de mercado”, un lugar de compraventa.
En la segunda visita dice: “La habéis hecho cueva de ladrones” (Mateo
21:13). Cuanto más envilecido y endurecido está el corazón del hombre, más
fuerte debe ser nuestra protesta y más enérgica nuestra reprensión.
[Casa de mercado]. Musculus comenta en cuanto a esta expresión que, si
la venta de animales para sacrificios indignó a Cristo, mucho más tiene que
disgustarle lo que ocurre continuamente en las iglesias católicas romanas. La
venta de misas, indulgencias, etc., tiene que ser mucho más ofensiva para
Cristo que la venta de bueyes y ovejas.
Es digno de mención el completo éxito de nuestro Señor en esta ocasión y
la ausencia de la más mínima oposición por parte de los judíos. Se trata de
un hecho que indujo a algunos de los Padres a considerar que este era el
mayor milagro obrado por Cristo. Hay, no obstante, tres cosas que debemos
recordar al considerar esta cuestión. Por un lado, la conciencia de los judíos
estaba de parte de nuestro Señor. Sabían que tenía razón y que ellos estaban
equivocados. Por otro lado, como una nación familiarizada con la historia de
los profetas del Antiguo Testamento, no les sorprendería un individuo que,
aparentemente bajo un impulso divino, hacía repentinamente lo que hizo
nuestro Señor. Sobre todo, puede haber poca duda de que hubo una
influencia divina sobre todos los presentes, como cuando nuestro Señor entró
en Jerusalén sobre un asno y cuando ocasionó que sus enemigos en el huerto
cayeran a tierra (cf. Mateo 21:9–10; Juan 18:6). Aquí, como en otras
ocasiones, nuestro Señor mostró a sus discípulos que tenía completo poder
sobre todas las voluntades y las mentes cuando consideraba oportuno
ejercerlo; y que cuando era rechazado y desobedecido por los judíos, no era
porque no tuviera poder para imponer obediencia. Ellos no tenían poder
contra Él salvo cuando Él lo permitía.
Los significados alegóricos otorgados a las ovejas, los bueyes y las
palomas por Agustín, Orígenes y Beda. Son demasiado absurdos para
citarlos. Se pueden ver en la Catena de Aquino. Orígenes ve en la expulsión
de los animales un tipo de la disolución de la dispensación judía con sus
ofrendas y sacrificios.
Beza ve que la acción de nuestro Señor de purificar el Templo es
especialmente apropiada. Correspondía a Aquel que iba a ser nuestro Profeta,
Sacerdote y Rey mostrar el mismo celo por la pureza de la casa de Dios que
anteriormente mostraron hombres como el profeta Isaías, el sacerdote Joiada
y los reyes Ezequías y Josías (cf. 2 Crónicas 24:16).
V. 17: [Se acordaron sus discípulos […]. Estas palabras ciertamente
parecen significar que los discípulos de nuestro Señor “recordaron” el texto
que aquí se cita en el mismo momento en que nuestro Señor estaba echando
a los compradores y vendedores. Vino a su mente como un gran ejemplo del
espíritu que estaba mostrando su divino Maestro. Estaba completamente
absorto en aquel momento de celo por la pureza de la casa de Dios. Es una
entre muchas pruebas de la familiaridad de los pobres e indoctos judíos con
las Escrituras del Antiguo Testamento. Se pueden plantear dudas razonables
en cuanto a si, no obstante, los discípulos recordaban el Salmo del cual
recordaban este versículo como referente al Mesías.
[El celo de tu casa me consume]. El Salmo 69, del que tomamos este
texto, se cita nada menos que siete veces en el Nuevo Testamento como
expresión del Mesías. En los primeros veintiún versículos del Salmo, los
sufrimientos del Mesías son relatados por Él mismo. El versículo 5 es sin duda
muy importante como procedente de labios del Mesías cuando habla de “mi
insensatez” y “mis pecados”. Ainsworth dice que significa “falsa imputación
de pecados”: “Tú conoces si hay alguna cosa de aquellas de las que me
acusan mis enemigos”. Bonar dice algo muy parecido.
El texto que tenemos delante muestra que en ocasiones es justificable
estar completamente absorto y consumido, por así decirlo, por el celo por
algún objeto en el que está implicada la gloria de Dios. Moisés, Finees y Pablo
en Atenas son ejemplos de semejante celo (cf. Éxodo 32:19; Números 25:11;
Hechos 17:16).
Agustín comenta en cuanto a este texto: “Que el celo de la casa de Dios
te consuma siempre. Por ejemplo, ¿ves a un hermano precipitarse al teatro?
Detenlo, adviértele, llora por él si el celo de la casa de Dios te consume. ¿Ves
a otros que se precipitan a la bebida y anhelan emborracharse? Detén a
quien puedas, frena a quien puedas, alarma a quien puedas; a quien puedas,
gánalo con gentileza: No te quedes sentado y callado sin hacer nada”.
V. 18: [Los judíos respondieron y le dijeron]. Doddridge comenta aquí que
estos judíos eran probablemente los gobernantes, porque el gran Concilio o
Sanedrín se sentaba en el Templo y las acciones de nuestro Señor llegaron sin
duda a su conocimiento sin dilación. Esto hace que la pregunta y respuesta
que siguen sean lo más importante.
[¿Qué señal nos muestras?]. Esta pregunta de los judíos nos muestra que
admitían la legitimidad de que un hombre hiciera cosas como las llevadas a
cabo por nuestro Señor si podía demostrar que tenía una comisión divina. De
repente había tomado sobre sí una autoridad grande e independiente.
Aunque no era sacerdote ni levita, había interferido prácticamente en el
funcionamiento del atrio del Templo. Ahora tenía que mostrar que era un
profeta como Elías o Amós, y ellos reconocerían que tenía autorización para
su conducta.
V. 19: [Jesús y les dijo: Destruid este templo]. El significado de esta
notable expresión no es hipotética ni profética. Se debe traducir como
“suponiendo que destruyáis este templo” o “destruiréis este templo”… “si
matáis mi cuerpo” o “cuando matéis mi cuerpo”. Por supuesto, es absurdo
suponer que nuestro Señor ordenó literalmente a los judíos que lo
destruyeran. El uso del imperativo en vez del futuro debe sin duda resultar
familiar a todo lector de la Biblia. Véase especialmente el Salmo 109. En el
caso presente es verdaderamente sorprendente que uno pueda ver dificultad
en la expresión de nuestro Señor. Se limitaba a emplear un modo de hablar
que es común entre nosotros. Si un abogado respondiera a una consulta de
su cliente: “Da este paso y estarás acabado”, todos sabemos que no le está
ordenando a su cliente que dé ese paso. Lo que quiere decir es: “Si das ese
paso…”. Se puede ver una forma similar de lenguaje en las palabras de
nuestro Señor: “¡Vosotros también llenad la medida de vuestros padres!”
(Mateo 23:32). Nadie diría que nuestro Señor ordenó a los fariseos que
hicieran esto. Es una profecía. Así también, “haced el árbol bueno” (Mateo
12:33) no es tanto un mandamiento como una hipótesis (cf. también Isaías
8:9–10).
[En tres días lo levantaré]. Esta es una profecía de la resurrección de
nuestro Señor. Pero es extraordinaria, por el hecho de que nuestro Señor
declara claramente su propio poder para resucitarse. Es como la expresión:
“Tengo poder para ponerla [mi vida], y tengo poder para volverla a tomar”
(Juan 10:18). Ambas expresiones merecen una consideración especial,
porque muchos afirman hoy día que la resurrección de nuestro Señor se
debió a la operación de Dios el Padre y de Dios el Espíritu Santo, y que Él no
resucitó por su propio poder. Esta es una peligrosa herejía. No hay duda de
que el Padre y el Espíritu Santo cooperaron en la resurrección del cuerpo de
nuestro Señor. Se enseña claramente en muchos lugares. Pero decir que
nuestro Señor no resucitó su propio cuerpo es contradecir el texto que
tenemos delante. Y el otro que ya se ha citado.
Hurrion, citado por Ford, observa lo siguiente: “La causa eficaz de la
resurrección de Cristo fue el infinito poder de Dios, que siendo común a todas
las personas de la bendita Trinidad, en ocasiones se atribuye al Padre, en
ocasiones al Hijo y en ocasiones al Espíritu Santo. El que Cristo fuera
resucitado por el Padre y el Espíritu no contradice que se resucitara a sí
mismo; puesto que ‘todo lo que el Padre hace, también lo hace el Hijo
igualmente’ (Juan 5:19). Porque siendo uno en naturaleza, también lo son en
su actuación”.
Naturalmente, muchas mentes se plantean estas preguntas: ¿Por qué
Jesús no obró un milagro enseguida como señal para convencer a los judíos?
¿Por qué no se proclamó inmediatamente el Mesías? ¿Por qué dio a los judíos
una respuesta tan oscura y misteriosa como la que tenemos delante? La
respuesta a estas preguntas es la siguiente: Por un lado, debemos decir que
era un principio clave en la manera de actuar de nuestro Señor con los
hombres no forzar la convicción en ellos, sino hablarles según el que veía que
era el estado de sus corazones. Respondió a los necios como merecía su
necedad (cf. Proverbios 26:5). Si hubiera ofrecido a los judíos una respuesta
más directa, sabía que habría conducido su ministerio a un final más abrupto
y eso le habría llevado a ser cortado antes de tiempo. Por otro lado, debemos
recordar que, por muy oscuras que parecieran las palabras de nuestro Señor,
en realidad habló a los judíos de la mayor y más importante señal que les
podía dar como prueba de su mesiazgo. Les habló de su futura resurrección.
Era equivalente a decir: “Me pedís una señal y os daré una. Resucitaré de la
muerte al tercer día tras mi crucifixión. Si no resucito de la muerte, no hace
falta que creáis que soy el Mesías. Pero si resucito, no tendréis excusa si no
creéis en mí”. En realidad nuestro Señor se arriesgó a decir la verdad de su
misión en su resurrección. Lo mismo hizo cuando dijo que no daría a la nación
judía señal salvo la del profeta Jonás (cf. Mateo 12:39). Cuando los Apóstoles
comenzaron a predicar, continuamente hacían referencia ante los judíos a la
resurrección de Cristo como prueba de que era el Mesías. ¿Y por qué lo
hacían? Una de las principales razones era que su Maestro les había dicho a
los judíos, la primera vez que apareció en el Templo, que la gran señal que
debían observar era su propia resurrección de la muerte.
V. 20: [Dijeron luego los judíos: En cuarenta y seis años […]. Esta
expresión ha dado lugar a algunas diferencias de opinión. El Templo al cual se
refieren los judíos no puede ser, claro está, el Templo edificado por Salomón.
Aquel Templo fue completamente destruido por Nabucodonosor. Ni tampoco
parece probable que se refiriera al Templo edificado por Zorobabel y sus
compañeros tras el retorno de Babilonia. No hay pruebas suficientemente
claras de que se tardaran cuarenta y seis años en construir aquel Templo.
Con mucho, lo más probable es que el Templo del que estaban hablando
fuera el restaurado, o más bien reconstruido, por Herodes; y los cuarenta y
seis años aquí mencionados sería el tiempo durante el cual se llevaron a cabo
esas restauraciones; y en tiempos de nuestro Señor, estas aun no se habrían
completado. Esta restauración, según Josefo, había durado exactamente
cuarenta y seis años cuando nuestro Señor visitó el Templo. Era tan amplia y
costosa que había 18000 hombres empleados en ella, y equivalía a una
reconstrucción. Más aún, las mentes de los judíos probablemente estarían
llenas de ella en aquel momento concreto, porque era de fecha reciente, si es
que no se estaba llevando a cabo en aquel preciso momento. Las palabras
griegas bien se podrían traducir: “Este Templo lleva construyéndose cuarenta
y seis años”. Indican un tiempo, como comenta Whitby, no necesariamente
pasado.
Si alguien desea ver un ejemplo de la exageración en que puede caer un
cristiano al seguir el método alegórico de interpretación de la Escritura, bien
hará en leer la explicación alegórica de Agustín de los cuarenta y seis años.
Es demasiado absurda como para que merezca la pena incluirla aquí.
[¿Y tú en tres días lo levantarás?]. Esta pregunta implica tres cosas:
desprecio, sorpresa e incredulidad. Probablemente haya un énfasis especial
en la palabra “tú”: ¡Alguien como tú! ¿Tú vas a hacerlo?
Hay dos hechos que demuestran claramente que estas palabras de
nuestro Señor, no obstante, no fueron desechadas y olvidadas, sino
almacenadas en las mentes de los judíos aunque no las comprendieran. Uno
es que los falsos testigos las mencionaron, aunque de una forma confusa,
cuando nuestro Señor fue procesado ante los sumos sacerdotes. El otro es
que los judíos se mofaron de Él con ellas cuando colgaba de la Cruz (cf. Mateo
26:61; 27:40).
V. 21: [Mas él hablaba del templo de su cuerpo]. Este versículo es un
ejemplo del hábito de S. Juan de introducir comentarios explicativos en su
Evangelio, al ir avanzando, para que las cosas quedaran claras a los lectores
gentiles.
Notemos que, igual que nuestro Señor llama a su cuerpo “templo”,
también los cuerpos de su pueblo creyente son llamados “templo del Espíritu
Santo” (1 Corintios 6:19). Si era incorrecto deshonrar y profanar el Templo
hecho de piedra y madera, ¡cuánto más lo sería deshonrar por el pecado el
templo de nuestros cuerpos! S. Pablo y S. Pedro llaman ambos a nuestros
cuerpos nuestro “tabernáculo” (cf. 2 Corintios 5:1; 2 Pedro 1:13).
V. 22: [Cuando resucitó de entre los muertos, sus discípulos se
acordaron]. Esta frase es una interesante prueba de dos cosas. Por un lado,
muestra la mucha luz que trajo a las mentes de los discípulos por medio de la
resurrección de nuestro Señor y cuántas palabras duras suyas fueron
inmediatamente reveladas y hechas claras. Por otro lado, muestra el mucho
tiempo que la verdad puede quedar adormecida en las mentes de los
hombres sin ser comprendidas o hacerles un servicio. Es uno de los oficios
especiales del Espíritu Santo el hacer que recuerden las cosas (cf. Juan
14:26). No debemos suponer que la enseñanza religiosa no hace bien porque
no sea comprendida inmediatamente. Puede que haga bien mucho después
de que el maestro haya muerto.
[Creyeron la Escritura]. ¿A qué Escritura se refiere? Está claro que no
puede ser a las palabras de nuestro Señor. Lo que dijo nuestro Señor se
añade especialmente como algo junto a la Escritura que los discípulos
“creyeron”. Tampoco parece que se refiera a algún texto concreto del Antiguo
Testamento acerca de la Resurrección. Me inclino a la opinión de que se
refiere generalmente a todo el testimonio de la Escritura acerca de las
declaraciones de nuestro Señor de que debía ser aceptado como el Mesías.
Cuando Jesús resucitó de la muerte, los discípulos quedaron plenamente
convencidos de que la Escritura acerca del Mesías se cumplía en su Maestro.
La expresión “creyeron” no puede significar que los discípulos creyeron
por primera vez. Como en otros lugares, significa que creyeron plenamente y
sin más dudas ni vacilación. Lo mismo se puede decir de Juan 14:1.
V. 23: [Muchos creyeron]. Estas personas no parece que creyeran
verdaderamente con el corazón, sino que solo quedaron convencidas con su
entendimiento. Debe considerarse detenidamente en la Escritura la
diferencia entre la fe intelectual y la fe salvadora, y entre un grado de fe
salvadora y otro. Hay una fe que hasta los demonios tienen y otra fe que es
don de Dios. Las personas mencionadas en este versículo tenían la primera,
pero no la segunda. Por tanto, también se nos dice que el mago Simón
“creyó” (Hechos 8:13). Por otro lado, existe una verdadera fe de corazón que
un hombre puede tener y que admite un gran crecimiento. Es la fe de la que
se habla en el versículo anterior.
[Viendo las señales]. Esta expresión nos muestra que nuestro Señor obró
muchos milagros que no se mencionan en ningún lugar en la Escritura. S.
Juan mismo nos lo dice otras dos veces (cf. Juan 20:30; 21:25). Nicodemo se
refiere a estos milagros al comienzo del capítulo siguiente (Juan 3:2). Si
hubiera sido bueno que supiéramos algo acerca de estos milagros, sin duda
se nos habría escrito. Pero debemos recordar que hubo esos milagros con el
fin de que podamos comprender correctamente la incredulidad y dureza de
los judíos de Jerusalén. Debemos recordar que los milagros que se menciona
que fueron obrados en Jerusalén o cerca no son en absoluto todos los que
nuestro Señor obró allí.
V. 24: [No se fiaba]. El término griego así traducido es el mismo verbo
que por lo general se traduce como “creer”.
[Conocía a todos]. Esta es una afirmación indirecta de la omnisciencia
divina de nuestro Señor. Como Dios, conocía a toda la Humanidad y a
aquellos aparentes creyentes entre otros. Como Dios, sabía que sus
corazones eran como el terreno pedregoso de la parábola y su fe solo
transitoria.
Melanchton hace algunos comentarios muy sabios sobre este versículo,
como sobre el ejemplo que nuestro Señor ofrece aquí de cautela al tratar con
extraños. Es un triste hecho, que también confirma la experiencia de años,
que no debemos confiar implícitamente en la apariencia de bondad o estar
dispuestos a abrir nuestro corazón a cualquiera como amigo, casi sin
conocerle. Aquel que no intima rápidamente puede ser considerado frío y
distante por algunos; pero en el largo transcurrir de la vida escapará de
muchas aflicciones. Es sabio decir que uno debe ser amigo de todos, pero
íntimo de pocos.
V. 25: [No tenía necesidad […] testimonio del hombre]. Estas palabras
significan que nuestro Señor no tenía necesidad de que alguien le diera
testimonio del hombre. No requería información de otros acerca del
verdadero carácter de aquellos que profesaban fe en Él.
[Sabía lo que había en el hombre]. Esto significa que nuestro Señor, como
Dios, poseía un conocimiento perfecto de la naturaleza interior del hombre y
discernía los pensamientos y las intenciones del corazón. Debemos recordar
las palabras de Salomón en su oración: “Sólo tú conoces el corazón de todos
los hijos de los hombres” (1 Reyes 8:39).
La inmensa diferencia entre nuestro Señor y todos los ministros de su
Evangelio aparecen fuertemente en este versículo. Los ministros son
engañados continuamente al valorar a las personas. Cristo nunca lo fue y
nunca podría serlo. Cuando permitió que Judas Iscariote fuera uno de los
discípulos, sabía perfectamente cómo era.
Wordsworth observa que los dos últimos versículos de este capítulo
“proporcionan un ejemplo de la especial manera en la que el Espíritu Santo,
en el Evangelio según S. Juan, pronuncia juicio sobre las cosas y las personas
(cf. 6:64, 71; 7:39; 8:27; 12:33, 37; 13:11; 21:17)”.
Al dejar este pasaje, no puedo dejar de comentar lo fielmente que retrata
la naturaleza humana y de cuántas maneras se muestran la corrupción y la
debilidad del hombre. En unos pocos versículos vemos la profanación del
Templo por anhelo de obtener ganancias, airadas exigencias de una señal de
Aquel que muestra celo por la pureza, algunos que profesan una fe falsa y
otros pocos que creyeron; pero aun estos creyeron con una fe débil y poco
inteligente. Es el estado de cosas que se da en todo lugar y en todo
momento.

Juan 3:1–8

La conversación entre Cristo y Nicodemo que comienza en estos


versículos es uno de los pasajes más importantes de toda la Biblia. En
ninguna otra parte encontramos afirmaciones tan drásticas con
respecto a esas dos grandes cuestiones que son el nuevo nacimiento y
la salvación por la fe en el Hijo de Dios. El siervo de Dios hará bien en
estar profundamente familiarizado con este capítulo. Un hombre puede
desconocer muchas cosas en lo referente a la religión y, sin embargo,
salvarse. Pero desconocer las cuestiones tratadas en este capítulo es
encontrarse en el camino espacioso que lleva a la perdición.
En primer lugar, debiéramos advertir cuán débil y titubeante puede
ser el comienzo de un hombre en la religión que, sin embargo,
demuestre finalmente ser un cristiano fuerte. Se nos habla de cierto
fariseo llamado Nicodemo que, preocupado por su alma, “vino a Jesús
de noche”.
Caben pocas dudas de que Nicodemo actuó de tal modo por temor
al hombre. Temía lo que podrían pensar, decir o hacer los hombres si
su visita trascendía. Vino “de noche” porque no tenía la fe y el valor
para venir de día. Y sin embargo, posteriormente hubo un momento en
que este mismo Nicodemo se puso de lado de nuestro Señor a plena
luz del día en el Concilio de los judíos. “¿Juzga acaso nuestra ley a un
hombre —dijo— si primero no le oye, y sabe lo que ha hecho?” (Juan
7:51). Y eso no fue todo. Más adelante, este mismo Nicodemo fue uno
de los dos únicos hombres que honraron el cuerpo muerto de nuestro
Señor. Ayudó a José de Arimatea a sepultar a Jesús cuando hasta los
discípulos habían abandonado a su Maestro y huido. Sus últimos
hechos estuvieron por encima de los primeros. Aunque comenzó
siendo débil, acabó bien.
La historia de Nicodemo tiene el propósito de enseñarnos que jamás
debiéramos “[menospreciar] el día de las pequeñeces” en la religión
(Zacarías 4:10). No debemos determinar que un hombre carece de
gracia porque sus primeros pasos hacia Dios sean tímidos y vacilantes
y los primeros movimientos de su alma inciertos, titubeantes y
marcados por la imperfección. Debemos recordar cómo recibió nuestro
Señor a Nicodemo. No quebró la caña cascada ni apagó el pábilo que
humeaba ante Él (cf. Mateo 12:20). Igual que hizo Él, tomemos de la
mano a los que nos preguntan y tratémosles con cuidado y afecto. En
todo hay siempre un primer paso. No son los que hacen la profesión
religiosa más fogosa en primera instancia los que resisten durante más
tiempo y demuestran mantenerse más firmes. Judas Iscariote era
apóstol cuando Nicodemo tan solo se acercaba a tientas evitando la luz
del día. ¡Sin embargo, posteriormente, cuando Nicodemo estaba
ayudando valerosamente a sepultar a su Salvador crucificado, Judas
Iscariote le había traicionado y se había ahorcado! No debiéramos
olvidar este hecho.
En segundo lugar, en estos versículos debiéramos advertir el gran
cambio que nuestro Señor declara necesario para la salvación y la
extraordinaria expresión que utiliza para describirlo. Habla de un
nuevo nacimiento. Dice a Nicodemo: “El que no naciere de nuevo, no
puede ver el reino de Dios”. Declara la misma verdad con otras
palabras a fin de dejarlo más claro a su interlocutor: “El que no naciere
de agua y del Espíritu, no puede entrar en el reino de Dios”. Con esta
expresión quería que Nicodemo entendiera que “nadie podía
convertirse en discípulo suyo a menos que su hombre interior fuera
profundamente lavado y renovado por el Espíritu igual que se limpia el
hombre exterior por medio del agua”. Para disfrutar de los privilegios
del judaísmo, solo se tenía que nacer de la semilla de Abraham según
la carne. Para disfrutar de los privilegios del Reino de Cristo se debe
nacer de nuevo del Espíritu Santo.
Evidentemente, el cambio que nuestro Señor declara aquí necesario
para la salvación no es superficial ni ligero. No es una mera reforma,
una corrección, un cambio moral o una alteración exterior de la vida.
Es un profundo cambio del corazón, de la voluntad y del carácter. Es
una resurrección. Es una nueva creación. Es pasar de muerte a vida. Es
la implantación en nuestros corazones de un nuevo principio
procedente de lo alto. Es dotar de existencia a una nueva criatura, con
una nueva naturaleza, nuevos hábitos de vida, nuevos gustos, nuevos
deseos, nuevos apetitos, nuevos juicios, nuevas opiniones, nuevas
esperanzas y nuevos temores. No es nada más ni nada menos que
esto lo que está implicado cuando nuestro Señor declara que todos
necesitamos “nacer de nuevo”.
El estado corrupto en el que nos encontramos todos sin excepción
hace que este cambio de corazón sea absolutamente necesario: “Lo
que es nacido de la carne, carne es”. Nuestra naturaleza está
completamente caída. Los designios de la carne son enemistad contra
Dios (cf. Romanos 8:7). Venimos a este mundo sin fe, amor a Dios o
temor de Él. No tenemos inclinación natural a obedecerle o servirle y
no experimentamos placer alguno por naturaleza en hacer su voluntad.
Ningún hijo de Adán iría jamás a Dios por sí mismo. La descripción más
acertada del cambio que todos necesitamos a fin de convertirnos en
verdaderos cristianos es la expresión “nacer de nuevo”.
No olvidemos jamás que no podemos procurarnos este gran cambio
a nosotros mismos. El mismísimo nombre que le da nuestro Señor es
prueba convincente de ello. Lo denomina “nacer”. Nadie es autor de su
propia existencia y nadie puede avivar su propia alma. Esperar que el
hombre natural se vuelva por sí mismo espiritual es como esperar que
un muerto se proporcione vida a sí mismo. Es necesario que se ejerza
un poder desde lo alto, el mismo poder que creó el mundo (cf. 2
Corintios 4:6). El hombre puede hacer muchas cosas; pero no
conferirse vida a sí mismo ni dársela a otros. Dar vida es una
prerrogativa específica de Dios. ¡Bien puede declarar nuestro Señor
que necesitamos “nacer de nuevo”!
Sobre todo, recordemos que, sin este gran cambio no podemos ir al
Cielo; y aun en el caso de que fuéramos, no podríamos disfrutar de él.
Las palabras de nuestro Señor en este punto son categóricas e
inequívocas: “El que no naciere de nuevo, no puede ver [ni entrar en]
el reino de Dios”. Se puede alcanzar el Cielo sin riqueza, cultura o nivel
social. Pero si las palabras significan lo que significan, es tan claro
como el sol de mediodía que nadie puede entrar en el Cielo sin “nacer
de nuevo”.
En último lugar, debiéramos advertir en estos versículos la
instructiva comparación que utiliza nuestro Señor al explicar el nuevo
nacimiento. Vio la perplejidad y el asombro de Nicodemo ante las
cosas que acababa de escuchar. Ayudó a esta mente perpleja por
medio de una analogía basada en el “viento”. Es imposible imaginar un
ejemplo más hermoso y apropiado para la obra del Espíritu.
El viento tiene mucho de misterioso e inexplicable. “[No] sabes —
dice el Señor— de dónde viene, ni a dónde va”. No podemos manejarlo
con nuestras manos o verlo con nuestros ojos. Cuando el viento sopla
no podemos señalar el punto exacto donde nació y la distancia exacta
que recorrerá. Pero no por ello negamos su presencia. Exactamente lo
mismo sucede con la actuación del Espíritu en el nuevo nacimiento de
un hombre. Puede resultarnos misterioso, soberano e incomprensible
en muchos sentidos. Pero es una insensatez que nos resulte un escollo
porque haya una gran parte de ella que no podamos explicar.
Pero, independientemente del misterio que rodee al viento, su
presencia siempre se percibe por medio de su sonido y sus efectos.
“Oyes su sonido”, dice nuestro Señor. Cuando nuestros oídos lo oyen
silbar en las ventanas y nuestros ojos ven las nubes que arrastra, no
dudamos en decir: “Hay viento”. Exactamente lo mismo sucede con la
actuación del Espíritu Santo en el nuevo nacimiento del hombre.
Aunque su obra sea maravillosa e incomprensible, siempre podemos
verla y percibirla. El nuevo nacimiento no se puede “ocultar”. Siempre
habrá “frutos del Espíritu” visibles en todos y cada uno de los que
nacen del Espíritu.
¿Queremos saber cuáles son las señales del nuevo nacimiento? Las
hallaremos escritas para nuestro conocimiento en la Primera Epístola
de S. Juan. El hombre nacido de Dios “cree que Jesús es el Cristo”, “no
practica el pecado”, “hace justicia”, “ama a su hermano”, “vence al
mundo”, “el maligno no lo toca”. ¡Así es el hombre nacido del Espíritu!
El nuevo nacimiento del que habla nuestro Señor está donde se ven
estos frutos. El que carece de estas señales está muerto en delitos y
pecados (1 Juan 5:1; 3:9; 2:29; 3:14; 5:4; 5:18). Y ahora
preguntémonos solemnemente si conocemos algo de este tremendo
cambio acerca del cual hemos estado leyendo. ¿Hemos nacido de
nuevo? ¿Es posible advertir alguna señal del nuevo nacimiento en
nosotros? ¿Se puede oír el sonido del Espíritu en nuestras
conversaciones cotidianas? ¿Se discierne en nuestras vidas la imagen
sobreimpresa del Espíritu? ¡Bienaventurado el hombre que puede dar
respuestas satisfactorias a todas estas preguntas! Llegará un día en
que los que no hayan nacido de nuevo desearán no haber nacido en
absoluto.

Notas: Juan 3:1–8


V. 1: [Había un hombre, etc.]. Fijémonos detenidamente en la íntima
relación entre la conversación de Cristo con Nicodemo y el final del capítulo
anterior. De hecho, el original griego contiene una conjunción que los
traductores han omitido en nuestra versión. El capítulo debiera comenzar así
con “y había un hombre” o “ahora bien, había un hombre”. La conversación
se produjo “estando en Jerusalén” nuestro Señor durante la Pascua.
Nicodemo fue uno de los que “[vieron] las señales que hacía” y quedó tan
impactado por lo que vio que buscó a nuestro Señor a fin de conversar con Él.
[De los fariseos]. No debemos pasar por alto el extraordinariamente
variado carácter de los que llegaron a creer en Cristo durante su estancia en
la Tierra. Sus discípulos no procedían exclusivamente de una sola clase. Por
regla general, nadie se oponía a Él y sus doctrinas tan enconadamente como
los fariseos. Sin embargo, vemos que no hay nada imposible para la gracia.
¡Hasta un fariseo le buscó y acabó convirtiéndose en su discípulo! Nicodemo
y S. Pablo son demostraciones palpables de que ningún corazón es
demasiado duro para convertirse. El tercer capítulo nos muestra a Jesús
enseñando a un fariseo orgulloso y moralista. El cuarto nos lo mostrará
enseñando a una samaritana ignorante e inmoral. Nadie es demasiado malo
como para que Cristo le enseñe.
[Un principal entre los judíos]. El gobierno civil de los judíos en esta época,
no lo olvidemos, estaba en manos de los romanos. Nicodemo era una
persona destacada entre los judíos, probablemente ocupara una posición
eclesiástica elevada, y con toda certeza era un famoso maestro religioso (cf.
v. 10).
V. 2: [Este vino […] de noche]. El hecho aquí documentado parece
mostrar que Nicodemo estaba influido por el temor al hombre y tenía miedo o
vergüenza de visitar a Jesús de día. La idea que sostienen algunos de que no
debemos culparle porque viniera de noche, ya que era el momento más
tranquilo para la conversación y el momento en que la entrevista era menos
susceptible de ser interrumpida —o bien que fue porque los maestros judíos
tenían la costumbre de recibir de noche a aquellos que deseaban exponer sus
preguntas— no me merece el menor crédito. Esta opinión la confirma el
hecho de que, en todas las otras ocasiones en que se menciona a Nicodemo,
se le describe específicamente como el hombre que “vino a Él de noche”. La
repetición de esta expresión me parece acusatoria (Juan 7:50; 19:39).
Que alguien pueda gastar su tiempo, como hacen algunos famosos
comentaristas, conjeturando cómo se supo de la conversación entre Cristo y
Nicodemo se me antoja completamente asombroso. Creo que indicar, como
ha hecho alguien, que Jesús debió de haber contado la conversación a S. Juan
posteriormente asesta un golpe a los mismísimos cimientos de la inspiración.
Tanto aquí como en otros lugares, Juan describe frecuentemente cosas que
solo conoció mediante la inspiración directa del Espíritu Santo.
[Rabí]. Esta expresión era un título que significaba Doctor o Maestro entre
los hebreos. Cruden dice que el nombre proviene originalmente de los
caldeos y que no se utilizó antes de la cautividad salvo para describir a los
funcionarios de los reyes de Asiria y Babilonia. Por eso encontramos los
nombres de Rabsaris y Rabsaces (2 Reyes 18:17). La utilización de la palabra
aquí por parte de Nicodemo tenía la intención de expresar su respeto hacia
nuestro Señor.
[Sabemos]. Se han indicado distintas razones para que Nicodemo utilizara
el plural en este lugar. ¿A quién se refería cuando dijo “sabemos”? Algunos
dicen que hablaba de sí mismo y de muchos de sus hermanos entre los
fariseos. Otros dicen que hablaba de sí mismo y de los creyentes secretos de
todos los tipos que se mencionan al final del último capítulo. Otros, como
Lightfoot, opinan que no hablaba de nadie en particular, sino que utilizó el
plural en lugar del singular según un modismo común a todos los idiomas.
Solo quería decir: “Es comúnmente sabido”. Propongo que Nicodemo
probablemente utilizó el plural de forma intencionada debido a que no es un
término preciso y evitó el singular por precaución, para no comprometerse
demasiado. Aun en la actualidad, la gente habla de “nosotros” en cuestiones
religiosas más que emplear la primera persona del singular. La fe débil
intenta ocultarse entre la multitud.
[Has venido de Dios como maestro]. La cautela de esta frase es indicativa
del estado en que se encontraba la mente de Nicodemo. Era un hombre de
naturaleza tímida, dubitativa y precavida. Estaba convencido de que Jesús
era alguien extraordinario debido a sus milagros. Probablemente se le había
pasado por la cabeza que quizá fuera el Mesías, tanto más cuando sin duda
conocía el ministerio de Juan el Bautista y había oído a Juan hablando de que
habría de venir uno mayor que él. Pero hasta que no averigua más de Jesús
por medio de una conversación privada, se niega a comprometerse con una
afirmación más categórica que la que tenemos ante nosotros.
Lightfoot piensa que Nicodemo se refiere aquí a la larga interrupción de la
profecía que ya se había prolongado durante cuatrocientos años. Durante
este largo período no había aparecido nadie de parte de Dios para enseñar a
la que en otros tiempos había sido favorecida nación judía como habían
hecho los profetas de la Antigüedad. Pero ahora parece decir: “Has aparecido
como los profetas antiguamente, para enseñarnos”.
[Nadie puede hacer estas señales […] con él]. Esta frase se ha descrito
acertadamente como un ejemplo del gran propósito de los milagros de
nuestro Señor. Cautivaban la atención de los hombres. Eran prueba de una
misión divina. Mostraban que el responsable de ellos no era una persona
común y que era preciso escucharle.
Soy consciente de que algunos han pensado que Nicodemo atribuía
demasiada importancia a los milagros de nuestro Señor y han aseverado que
los milagros no demuestran necesariamente una misión divina, considerando
que el Anticristo aparecerá con señales y maravillas engañosas (2
Tesalonicenses 2:9; Apocalipsis 13:14). Como respuesta, baste señalar que
nuestro Señor mismo declaró: “Las mismas obras que yo hago, dan
testimonio de mí, que el Padre me ha enviado” (Juan 5:36; 10:25; 15:24).
Pero también pienso que no se da la suficiente importancia a la expresión
“estas señales que tú haces”. La naturaleza y la calidad de los milagros de
nuestro Señor tenían el propósito de mostrar su cometido divino. Quizá se
permita a los falsos maestros y Anticristos obrar algunos milagros, como
hicieron los hechiceros en presencia de Moisés. Pero hay una línea que el
Anticristo y sus siervos no pueden traspasar. Milagros como los que obró
nuestro Señor solo podían proceder de la mano de Dios. Pienso, pues, que el
argumento de Nicodemo era justo y correcto. Más digno de atención aún es
que la expresión que utiliza sea precisamente la misma que utilizó S. Pedro al
describir el ministerio y los milagros de nuestro Señor. Dice: “Dios estaba con
él” (Hechos 10:38).
La expresión de “Dios está con el hombre” es una frase muy común en las
Escrituras y denota la posesión de ciertos dones o virtudes especiales de
Dios, por encima de los que reciben los hombres habitualmente. Así es en 1
Samuel 16:18; 3:19 y 18:12–14.
V. 3: [Respondió Jesús]. Con frecuencia, se ha preguntado: “¿Qué es lo
que contestó Jesús?”. No se le formuló pregunta alguna. ¿Qué vínculo de
unión hay entre las palabras de Nicodemo y la solemne afirmación que
contienen las primeras que le dirigió Jesús?
Creo que la verdadera respuesta a estas preguntas es que nuestro Señor,
como en muchas otras ocasiones, respondió según lo que vio que estaba
sucediendo en el corazón de Nicodemo. Sabía que el que le estaba
interpelando, como todos los judíos, esperaba la venida del Mesías y hasta
sospechaba haberlo encontrado. Comienza, pues, por decirle de inmediato lo
que era absolutamente necesario si quería pertenecer al Reino del Mesías. No
era un reino terrenal, como vanamente suponía, sino espiritual. No era un
reino en el que todos los descendientes de Abraham tendrían un lugar de
forma automática debido a su nacimiento. Era un reino en el que la condición
indispensable de acceso era la gracia, y no la sangre. Lo primero que se
necesitaba para pertenecer al Reino del Mesías era “nacer de nuevo”. Los
hombres deben renunciar a cualquier idea de disfrutar de privilegios por su
nacimiento natural. Todos los hombres, ya sean judíos o gentiles, deben
nacer de nuevo, renacer, nacer de lo alto por medio de un nacimiento
espiritual. “Nicodemo —parece decir nuestro Señor—, si quieres saber cómo
se convierte un hombre en miembro del Reino del Mesías, comprende hoy
que el primer paso es nacer de nuevo. No pienses que, debido a que
Abraham es tu padre, el Mesías te admitirá como uno de sus súbditos. Desde
ahora mismo te digo que lo primero que necesitáis tú y cualquier hombre es
un nuevo nacimiento”.
Soy completamente consciente de que se han ofrecido otras explicaciones
del vínculo entre el comentario de Nicodemo y la aseveración con que
comienza nuestro Señor. Solamente diré que la que he dado me parece con
mucho la más sencilla y satisfactoria.
[De cierto, de cierto te digo]. Esta expresión, que es específica del
Evangelio según S. Juan, ya ha sido comentada (Juan 1:51). Pero es
provechoso señalar al considerar el versículo que tenemos ante nosotros que
esta frase no se utiliza nunca más que en relación con alguna afirmación de
gran importancia y solemnidad.
[El que no]. La traducción literal del término griego sería “cualquiera” o
“cualquier persona”. Nuestro Señor quiere que sepamos que el cambio
denominado “nuevo nacimiento” es una necesidad universal. Nadie puede
salvarse sin él.
[Naciere de nuevo]. La palabra griega que aquí se traduce como “de
nuevo” podría equivaler de forma igualmente correcta a “de lo alto”, esto es,
del Cielo o de Dios. Se traduce así en este capítulo (versículo 31) y en otros
cuatro lugares del Nuevo Testamento (Juan 19:11; Santiago 1:17; 3:15, 17).
En otro lugar, (Gálatas 4:9), es “de nuevo”. Muchos comentaristas de todas
las épocas —como Orígenes, Cirilo, Teofilacto, Bullinger, Lightfoot, Erasmo y
Bengel— han sostenido con convicción que “naciere de lo alto” —y no
“naciere de nuevo”— es la traducción más apropiada y correcta de la frase.
La versión de Cranmer lo traduce como “naciere de lo alto”. La impresión que
tengo coincide con la mayoría de los comentaristas en que “naciere de
nuevo” es la traducción correcta. Por un lado, es más que probable que
Nicodemo entendiera que nuestro Señor había dicho “naciere de nuevo”, o de
otro modo sería difícil que hubiera preguntado: “¿Puede acaso entrar por
segunda vez en el vientre de su madre, y nacer?”. Por otra parte, las palabras
griegas que se utilizan en otros cuatro lugares en que se habla de
regeneración no permiten otra interpretación que la de “nacer de nuevo” y no
podrían traducirse como “nacer de lo alto” (cf. 1 Pedro 1:3, 23; Mateo 19:28;
Tito 3:5).
Afortunadamente, esta cuestión carece de importancia y los hombres
pueden discrepar al respecto si no consiguen convencerse mutuamente. Sin
lugar a dudas, todo verdadero cristiano ha “nacido de lo alto” gracias al
poder vivificador de Dios en el Cielo, además de haber “nacido de nuevo” por
medio de un segundo nacimiento espiritual.
Lo que nuestro Señor quería decir cuando dijo “el que no naciere de
nuevo” es, por desgracia, una cuestión acerca de la cual existen grandes
discrepancias en la Iglesia de Cristo. Comoquiera que sea, no se puede decir
que la expresión sea un caso aislado. Se utiliza seis veces en el Evangelio
según S. Juan, una vez en la Primera Epístola de S. Pedro y seis veces en la
Primera Epístola de S. Juan (Juan 1:13; 3:3, 5, 6, 7, 8; 1 Pedro 1:23; 1 Juan
2:29; 3:9; 4:7; 5:1, 4, 18). El sentido común y una interpretación honrada del
lenguaje señalan que “nacido de nuevo”, “nacido del Espíritu” y “nacido de
Dios” son expresiones tan íntimamente ligadas entre sí que significan una
misma cosa. Lo único que hay que preguntarse es: ¿Qué significan?
Algunos piensan que “nacido de nuevo” no significa más que “reforma
exterior o conformidad externa como la de un prosélito a un nuevo conjunto
de reglas de vida”. Esta es una interpretación casi obsoleta y completamente
insatisfactoria. Hace que nuestro Señor no diga a Nicodemo más de lo que
podía haber aprendido de filósofos paganos tales como Sócrates, Platón o
Aristóteles; o de lo que podía haber oído de cualquier rabino con respecto a
los deberes de un prosélito que pasara del paganismo al judaísmo.
Algunos piensan que “nacido de nuevo” significa ser admitido en la Iglesia
de Cristo por medio del bautismo y recibir un cambio espiritual del corazón
inseparablemente unido al bautismo. Esta, de nuevo, es una interpretación
insatisfactoria. Por un lado parece improbable que la primera verdad que
expusiera nuestro Señor a un fariseo que le preguntara fuese la necesidad
del bautismo. Ciertamente, jamás lo hizo en ninguna otra ocasión. Por otro
lado, si nuestro Señor se refería únicamente al bautismo, es difícil explicar el
asombro y la perplejidad que expresó Nicodemo al escuchar las palabras de
nuestro Señor. El bautismo no resultaba ajeno a un fariseo. En la Iglesia judía
se bautizaba a los prosélitos. Finalmente, pero no por ello de menor
importancia, queda claro a partir de la Primera Epístola de S. Juan que ser
“nacido de nuevo”, “nacido del Espíritu” o “nacido de Dios” significa algo muy
superior al bautismo. Ciertamente, la imagen que presenta allí el Apóstol del
hombre que ha “nacido de Dios” no podría corresponder a un hombre que se
bautiza.
Creo que la interpretación correcta de esta expresión es la siguiente: Ser
“nacido de nuevo” es el cambio absoluto del corazón y de la naturaleza que
se efectúa en un hombre por medio del Espíritu Santo cuando se arrepiente,
cree en Cristo y se convierte en un verdadero cristiano. Es un cambio del que
se habla frecuentemente en la Biblia. En Ezequiel se denomina “[quitar] el
corazón de piedra de en medio de su carne, y [darle] un corazón de carne”;
“[dar] corazón nuevo, y [poner] espíritu nuevo” (Ezequiel 11:19; 36:26). En
Hechos se denomina “[arrepentimiento] y [conversión]” (Hechos 3:19). En
Romanos se habla de presentarse “como vivos de entre los muertos”
(Romanos 6:13). En Corintios se habla de ser una “nueva criatura”. En
Efesios, de recibir “vida” (Efesios 2:1). En Colosenses, de haberse “despojado
del viejo hombre con sus hechos, y revestido del nuevo” (Colosenses 3:9–10).
En Tito se denomina “el lavamiento de la regeneración” (Tito 3:5). En Pedro,
ser “[llamado] de las tinieblas a su luz admirable” y “ser participantes de la
naturaleza divina” (1 Pedro 2:9; 2 Pedro 1:4). En Juan, “[pasar] de muerte a
vida” (1 Juan 3:14). Creo que todas estas expresiones se reducen a lo mismo
en última instancia. Todas son la misma verdad vista desde distintos ángulos.
Todas hablan del tremendo cambio interior del corazón que nuestro Señor
llama aquí “nacer de nuevo” y que Juan el Bautista predijo diciendo que
caracterizaría particularmente al Reino del Mesías. Él no bautizaría con agua,
sino con el Espíritu Santo. Nuestro Señor comienza su respuesta a Nicodemo
retomando la predicción de su precursor: le dice que debe “nacer de nuevo” o
ser bautizado con el Espíritu. La naturaleza humana está tan completamente
corrupta, enferma y destruida por la Caída que todos los que deseen ser
salvos deben nacer de nuevo. No bastará ningún cambio menor que ese. No
les vale nada menos que un nuevo nacimiento.
[No puede ver]. Esta expresión ha sido interpretada de dos formas.
Algunos piensan que significa: “No puede entender o comprender”. Otros,
que quiere decir: “No puede entrar, disfrutar, participar de él o poseerlo”.
Creo que el verdadero significado de la expresión es este último. El primero
es verdadero, pero no es la verdad que comunica este texto. Lo segundo
queda confirmado por el lenguaje que se utiliza en el versículo 5, y es una
figura retórica común de la que se dan muchos casos en la Biblia.
Encontramos, pues: “verá la vida” (Juan 3:36), “vea corrupción” (Salmo
16:10), “verá muerte” (Juan 8:51), “vimos el mal” (Salmo 90:15), “no veré
llanto” (Apocalipsis 18:7).
[El reino de Dios]. Esta expresión hace referencia al Reino espiritual que el
Mesías vino a establecer al mundo y del que todos los creyentes son
súbditos; el Reino que ahora es pequeño, débil y despreciado, pero que será
grande y glorioso en la Segunda Venida. Nuestro Señor declara que ningún
hombre puede pertenecer a ese Reino y convertirse en uno de sus súbditos
sin un nuevo nacimiento. Para pertenecer al pacto de Israel con todos sus
privilegios terrenales, un hombre solo tenía que nacer de padres judíos. Para
pertenecer al Reino del Mesías, un hombre debe “nacer de nuevo” del
Espíritu y tener un nuevo corazón.
Merece la pena leer el comentario que hace Lutero, citado por Stier, de
este versículo. Pone en los labios de nuestro Señor: “Mi doctrina no es de
hacer y no hacer, sino de ser y convertirse; no es, pues, una nueva obra que
hacer, sino ser creado de nuevo; no es vivir de otra forma, sino nacer de
nuevo”.
Conviene observar la constante idoneidad de la enseñanza de nuestro
Señor para lo que pensaban específicamente aquellos a los que enseñaba. Al
joven rico apegado a su dinero le dice: “Vende todo lo que tienes, y dalo a los
pobres”; a la muchedumbre que busca alimento le dice: “Trabajad, no por la
comida que perece”; a la mujer samaritana que venía a sacar agua, le
recomienda “agua viva”. Al fariseo orgulloso de su nacimiento como hijo de
Abraham, le dice: “Os es necesario nacer de nuevo” (Lucas 18:22; Juan 6:27;
4:10).
V. 4: [Nicodemo le dijo: ¿Cómo […]. La pregunta de Nicodemo es
precisamente una de las que una persona se siente impulsada a plantear a
causa de la ignorancia natural del hombre con respecto a las cosas
espirituales. Igual que la samaritana, en el capítulo 4, atribuyó un significado
carnal a las palabras de nuestro Señor con respecto al “agua viva” y los
judíos atribuyen en el capítulo 6 un significado carnal al “pan de Dios”,
Nicodemo atribuye un significado carnal a la expresión “nacer de nuevo”. No
hay nada que le cueste más entender al corazón del hombre en cualquier
parte y época del mundo que la obra del Espíritu Santo. Nuestras mentes
están tan embrutecidas y son tan sensuales que no podemos concebir una
operación espiritual e interior. A menos que veamos y toquemos las cosas
religiosas, tardamos en creerlas.
[Siendo viejo]. Esta expresión parece indicar que el propio Nicodemo era
anciano cuando tuvo lugar esta conversación. Si esto es así, es justo que en
este caso hagamos ciertas concesiones a la lentitud con que la edad
avanzada acepta nuevas opiniones, y especialmente en cuestiones religiosas.
Al mismo tiempo, nos proporciona una prueba de ánimo de que ningún
hombre es demasiado anciano para convertirse. ¡Uno de los primeros
conversos de nuestro Señor fue un anciano!
V. 5: [El que no naciere de agua y del Espíritu]. Desgraciadamente, este
conocido texto ha dado pie a un gran abanico de distintas interpretaciones.
Solo hay una cosa con respecto a él en la que casi todos los comentaristas
están de acuerdo. Es la misma verdad que se establece en el versículo 3, solo
que de manera más completa por la pobreza de entendimiento de Nicodemo.
¿Pero qué significa? La expresión “nacido de agua” es específica de este
pasaje y no aparece en ningún otro lugar de la Biblia. No se puede interpretar
de forma literal. Nadie puede “nacer de agua” literalmente. ¿Qué significa,
pues, esta frase? ¿Cuándo podemos decir de alguien que ha “[nacido] de
agua y del Espíritu”?
La primera interpretación, y la más común, es relacionar el texto
únicamente con el bautismo y deducir de ello el vínculo inseparable que
existe entre el bautismo y la regeneración espiritual. Según esta
interpretación del texto, nuestro Señor le dice a Nicodemo que el bautismo es
absolutamente necesario para la salvación y el medio instituido para otorgar
el nuevo nacimiento al corazón del hombre: “Si deseas pertenecer a mi
Reino, debes nacer de nuevo, como ya he dicho; y si deseas nacer de nuevo,
la única forma de obtener esta gran bendición es bautizarse. El que no se
regenere o nazca de nuevo por medio del bautismo, no puede entrar en mi
Reino”. Esa es la interpretación del texto que sostienen los Padres, los
autores católicos romanos, los comentaristas luteranos y muchos teólogos
ingleses hasta el día de hoy. Es una idea apoyada por la mucha erudición y
por muchos y extraños argumentos rebuscados como Génesis 1:2. En
cualquier caso, es una idea que me resulta completamente insatisfactoria.
La segunda interpretación, y menos común, es relacionar parte del texto
con el bautismo y parte con la regeneración real del corazón que un hombre
puede recibir, como el ladrón arrepentido, sin haber sido bautizado. Según
esta idea, nuestro Señor dice a Nicodemo que nacer de nuevo es
absolutamente necesario para la salvación y que bautizarse, o “nacer de
agua”, es una de las formas que se ha instituido para efectuar la
regeneración. Los que sostienen esta opinión niegan como el que más que
exista una relación inseparable entre el bautismo y la regeneración.
Sostienen que hay multitud de “nacidos de agua” que nunca nacen del
Espíritu. Pero sostienen que la palabra “agua” tiene como fin señalar al
bautismo y que, al utilizar la expresión “nacido de agua”, nuestro Señor
quería defender tanto el bautismo de Juan como el suyo propio y mostrar su
valor. Esta es la interpretación del texto que sostienen algunos de los mejores
autores católicos romanos (como Ruperto y Ferus), casi todos los
reformadores ingleses y muchos excelentes comentaristas hasta el día de
hoy. Es una idea que, en mi opinión, no es mucho más satisfactoria que la
anteriormente descrita, debido a las extrañas consecuencias que conlleva.
La tercera interpretación, y la menos común, es relacionar el texto
únicamente con la regeneración del corazón del hombre y excluir por
completo el bautismo de él. Según esta idea, nuestro Señor explica a
Nicodemo por medio de una figura lo que quería decir cuando habló de
“nacer de nuevo”. Quería que Nicodemo supiera que un hombre necesita que
el Espíritu limpie y renueve completamente su corazón igual que se limpia y
purifica el cuerpo por medio del agua. Debe nacer del Espíritu obrando en su
naturaleza interior, igual que obra el agua en el cuerpo material. En resumen,
es preciso que se cree un “corazón limpio” en él si quiere pertenecer al Reino
del Mesías. La mayoría de los que adoptan esta interpretación consideran
que el bautismo tenía ciertamente el propósito de señalar el cambio del
corazón que se describe en el texto, pero que este texto tenía el propósito de
señalar algo distinto del bautismo y aún más importante que el bautismo.
Esta es la interpretación que considero verdadera y a la que me adhiero sin
reservas.
Los que sostienen que este texto no habla del bautismo son ciertamente
una pequeña minoría entre los teólogos, pero se trata de nombres de peso.
Entre ellos encontramos a Calvino, Zuinglio, Bullinger, Walter, el arzobispo
Whitgift, el obispo Prideaux, Whitaker, Fulke, Poole, Hutcheson, Charnock,
Gill, Cartwright, Grocio, Cocceius, Gomarus, Piscator, Rivetus, Chamier,
Witsius, Mastricht, Turretin, Lampe, Burkitt, A. Clarke y, según Lampe,
Wycliffe, Daillé y Paraeus. No lo afirmo de oídas. He verificado esta
aseveración examinando con mis propios ojos las obras de todos los autores
citados a excepción de los tres mencionados por Lampe. No están de acuerdo
en el significado exacto de la palabra “agua”. Pero todos sostienen que
nuestro Señor no se refería al bautismo cuando habló de “nacer de agua y del
Espíritu”. Advierto que Dean Alford dice que la expresión “hace referencia a
la prueba o la señal externa del bautismo en cualquier interpretación
honrada”. ¡Dejo en manos del lector decidir hasta qué punto se puede
justificar la utilización de semejante lenguaje con respecto a una opinión
compartida por tantos grandes hombres! Los que deseen ver la
interpretación del texto que defiendo argumentada con mayor profundidad
encontrarán lo que buscan en las Dissertations (Disertaciones) de Lampe y
Panstratia de Chamier.
Al adoptar una interpretación de este texto que tan pocos comentaristas
defienden, me siento naturalmente impulsado a exponer plenamente las
razones para opinar así, y creo que la importancia de esta cuestión en la
actualidad lo justifica. Al ofrecer estas razones me abstendré de entrar en
cuestiones que no se planteen directamente. El valor del sacramento del
bautismo, el derecho de los niños al bautismo y el verdadero significado del
culto bautismal de la Iglesia anglicana son cuestiones que no tocaré. El
significado de las palabras de nuestro Señor —“el que no naciere de agua y
del Espíritu”—será lo único a lo que me limite. Creo que, al utilizar estas
palabras, nuestro Señor no se refería al bautismo, y lo creo por las siguientes
razones.
a) En primer lugar, no hay nada en las palabras del texto que exija
necesariamente una referencia al bautismo. “Agua”; “lavamiento” y
“limpieza” son expresiones figuradas que se utilizan a menudo en la Escritura
para denotar una operación espiritual en el corazón del hombre (cf. Salmo
51:7–10; Isaías 44:3; Jeremías 4:14; Ezequiel 36:25; Juan 4:10; 7:38, 39). La
expresión “naciere de agua y del Espíritu” es ciertamente muy singular. Pero
no lo es más que la expresión paralela: “Él os bautizará en Espíritu Santo y
fuego” (Mateo 3:11). Explicar este último texto con las lenguas de fuego en el
día de Pentecostés es una interpretación completamente insatisfactoria y
restringe el cumplimiento de una importante promesa general a un acto y un
día concretos. Creo que en cada caso se menciona un elemento en relación
con el Espíritu a fin de mostrar la naturaleza de la operación del Espíritu. Los
hombres deben bautizarse “en Espíritu Santo” purificando sus corazones de
la corrupción, como el fuego purifica el metal; y deben nacer “del Espíritu”,
limpiando sus corazones igual que el agua limpia el cuerpo. La utilización del
fuego y el agua como los grandes instrumentos de purificación era familiar
para los judíos (cf. Números 31:23, donde ambos se mencionan juntos). Bien
señala Crisóstomo: “La Escritura relaciona en ocasiones la gracia del Espíritu
con el fuego y a veces con el agua”.
b) En segundo lugar, la aseveración de que el “agua” tiene que significar
el bautismo porque este es el medio habitual para la regeneración es una
aseveración completamente desprovista de pruebas escriturarias. No cabe
duda que está escrito de los santos y los que profesan ser creyentes que son
“sepultados juntamente con él para muerte por el bautismo” y que “todos los
que [han] sido bautizados en Cristo, de Cristo [están] revestidos” (Romanos
6:4; Gálatas 3:27). Pero no hay un solo texto que declare que el bautismo es
la única forma en que las personas nacen de nuevo. Por el contrario,
hallamos dos textos inequívocos en los que la regeneración se adscribe
claramente a la Palabra y no al bautismo (1 Pedro 1:23; Santiago 1:18). Más
aún, el caso de Simón el Mago demuestra claramente que en los tiempos
apostólicos no todas las personas recibían la gracia al bautizarse. S. Pedro le
dice unos pocos días después de su bautismo: “No tienes tú parte ni suerte
en este asunto, porque tu corazón no es recto delante de Dios” (Hechos
8:21). La aseveración, pues, de que “agua” tiene que significar bautismo es
una mera presuposición gratuita y cae por su propio peso.
c) En tercer lugar, si el “agua” del texto que tenemos ante nosotros
significa bautismo, se deduce como consecuencia lógica que el bautismo es
absolutamente imprescindible para la salvación y que todos los que han
muerto sin haber sido bautizados desde que se pronunciaron esas palabras
están perdidos. ¡Teóricamente, el ladrón arrepentido se perdió, porque no se
bautizó jamás! ¡Todos los niños que han muerto sin ser bautizados están
perdidos! ¡Todo el conjunto de los cuáqueros que mueren en su propia
denominación se ha perdido! No hay forma de escapar de esta conclusión a
menos que adoptemos la hipótesis absurda e insostenible de que el Reino de
Dios en este solemne pasaje no significa más que la Iglesia visible. Cuando
nuestro Señor declara una verdad general sin hacer excepciones, nosotros no
tenemos derecho alguno a hacerlas. Si las palabras significan lo que
significan, ¡relacionar “agua” con el bautismo excluye del Cielo a las
personas sin bautizar! Y sin embargo, no existe otro caso en la Escritura de
un rito externo que se considere absolutamente necesario para la salvación,
y especialmente uno que el hombre no puede administrarse a sí mismo. Sin
lugar a dudas, un corazón nuevo, regenerado, es necesario para la salvación
de todos sin excepción, y creo que esto es lo único de lo que habla el texto
que tenemos ante nosotros.
d) En cuarto lugar, si aceptamos la teoría de que el bautismo es el medio
habitual de transmitir la gracia de la regeneración, que todas las personas
bautizadas han sido forzosamente regeneradas y que todos los “nacidos de
agua” han nacido al mismo tiempo del Espíritu, nos vemos mezclados en las
consecuencias más peligrosas y dañinas. Despreciamos toda la obra del
Espíritu y la bendita doctrina de la regeneración. Introducimos en la Iglesia un
tipo nuevo y antiescriturario de nacimiento, un nuevo nacimiento que no se
puede ver por sus frutos. Llegamos a la conclusión de que las personas son
“nacidas de Dios” cuando no ostentan ni una sola de las señales de la
regeneración que establece Juan. Fomentamos el antinomianismo más
repugnante. Llevamos a las personas a pensar que tienen gracia en sus
corazones mientras que son siervas del pecado, y que tienen el Espíritu Santo
en su interior mientras que obedecen a los deseos de la carne. En último
lugar, pero no por ello de menor importancia, despreciamos el santo
sacramento del bautismo. Lo convertimos en una mera formalidad en que la
fe y la oración no tienen lugar alguno. Llevamos a las personas a suponer que
no importa con qué espíritu traigan a sus hijos al bautismo y que, si se rocía
el agua y se utilizan ciertas palabras, un niño nace de nuevo
automáticamente. Peor aún, inducimos a las personas a despreciar
secretamente el bautismo, porque les enseñamos que siempre transmite una
gran bendición espiritual mientras que sus propios ojos les dicen que en
muchos casos no hace bien alguno. No veo manera de evitar estas
consecuencias, independientemente de lo poco que las deseen las personas
que sostienen la inseparabilidad del bautismo y la regeneración.
Afortunadamente, tengo el consuelo de pensar que existe una absoluta falta
de lógica en algunos corazones dotados de mucha gracia.
e) En quinto lugar, si “nacido de agua y del Espíritu” tenía el propósito de
enseñar a Nicodemo que el bautismo es el medio común de transmitir la
regeneración espiritual, es muy difícil entender por qué nuestro Señor le
reprendió por no saberlo: “¿No sabes esto?”. ¿Cómo podía saberlo? Como
fariseo, sabía que existía el bautismo. Pero no podía saber que este fuera el
medio instituido para conferir el “nuevo nacimiento”. Era una doctrina que no
se enseñaba en ningún lugar del Antiguo Testamento. Es una doctrina, según
sus propios defensores, específica del cristianismo. ¡Y sin embargo se
reprende a Nicodemo por desconocerla! Esto me parece inexplicable. Por el
contrario, Nicodemo podía conocer la necesidad de un cambio absoluto del
corazón a partir de las Escrituras del Antiguo Testamento. Y fue por el
desconocimiento de esto, no de la regeneración bautismal, por lo que se le
reprendió.
f) En sexto y último lugar, si fuera cierto que “nacer de agua” hace
referencia al bautismo y que el bautismo es el medio común de transmitir la
gracia de la regeneración, es de lo más extraordinario que se hable tan poco
del bautismo en las Epístolas del Nuevo Testamento. En Romanos solo se
menciona en dos ocasiones; en 1 Corintios, siete veces; en Gálatas, Efesios,
Colosenses, Hebreos y 1 Pedro solamente se menciona una vez en cada
Epístola. En las trece Epístolas restantes no se habla de él ni se hace
referencia alguna. ¡En las dos Epístolas Pastorales a Timoteo, donde
podríamos esperar encontrar algo con respecto al bautismo, no hay una sola
palabra acerca de él! En la Epístola a Tito, la aplicación del único texto que se
podría aplicar al bautismo no está en ningún modo clara (Tito 3:5). Y esto no
es todo. En la única Epístola en que el bautismo se menciona siete veces,
vemos que el autor dice que “no me envió Cristo a bautizar, sino a predicar el
evangelio”; y de hecho, llega a “[dar] gracias a Dios” porque no ha bautizado
a ninguno de ellos “sino a Crispo y a Gayo” (1 Corintios 1:14, 17).
Ciertamente no habría dicho esto si todos los que fueran bautizados nacieran
inmediatamente de nuevo. ¡Imaginemos a Pablo diciendo: “Doy gracias a
Dios porque no regeneré a ninguno”! Más aún, es un hecho sorprendente el
que este mismo Apóstol, en esta mismísima Epístola, diga a estos mismos
corintios: “Yo os engendré por medio del evangelio” (1 Corintios 4:14). Tengo
la firme convicción de que S. Pablo jamás habría escrito estas frases si
hubiera creído que la única forma de nacer del Espíritu fuera bautizarse.
Ofrezco estas razones con la triste sensación de hacerlo en vano. Pero, al
sostener una opinión poco frecuente con respecto a un texto sumamente
importante, creo que, por mí mismo, debo declarar todas mis razones y
mostrar que no sostengo mi opinión a la ligera.
Antes de dejar esta cuestión, considero oportuno decir algo en mi defensa
con respecto al hecho de que la gran mayoría de los comentaristas no
comparta la opinión que sostengo. Ciertamente, este hecho precisa de
alguna explicación.
Con respecto a los Padres, nadie puede leer sus obras sin advertir que
eran hombres falibles. Y no hay punto en el que su debilidad se manifieste de
forma tan patente como en su lenguaje con respecto a los sacramentos. El
que intente guiarse por todas las opiniones de los Padres con respecto a los
sacramentos, tendrá que tragar bastante. Después de todo, el Padre del que
existe un comentario más temprano sobre Juan es Orígenes, que murió en el
año 253 d. C. La verdadera interpretación del texto que tenemos ante
nosotros pudo perderse con facilidad en el período de al menos 150 años
entre los tiempos de Orígenes y los de Juan. Tertuliano aplicó de pasada este
texto al bautismo en una de sus obras. Pero aun él no nació hasta el año 160
d. C, al menos dos generaciones después de los tiempos de Juan.
Con respecto a los autores luteranos, las opiniones que decla ran con
respecto a los sacramentos hacen que sus interpretaciones del texto que
tenemos ante nosotros sean de poco peso. Sostienen una peculiar teoría
sacramental al exponer la Escritura y se adhieren firmemente a ella. Sin
embargo, aun Brentano confiesa con respecto a este texto que el bautismo al
que se hace referencia aquí con el “agua” significa mucho más que el
sacramento del bautismo y abarca toda la doctrina del Evangelio Por
supuesto, los comentaristas católicos romanos están aún más constreñidos
por sus ideas acerca de los sacramentos que los luteranos y casi no precisan
de comentarios. Su constante esfuerzo al exponer la Escritura es mantener el
sistema sacramental de su propia Iglesia, y un texto como el que tenemos
ante nosotros se aplica sin titubear al bautismo.
Con respecto a nuestros propios reformadores ingleses y sus sucesores
inmediatos, sus opiniones acerca de un texto como este son quizá menos
valiosas que con respecto a cualquier otra cuestión. Demuestran siempre una
preocupación excesiva por estar de acuerdo con los Padres. Deseaban
conciliar las opiniones opuestas a toda costa y defender su propio
protestantismo apelando al cristianismo primitivo. Cuando vieron, pues, que
los Padres relacionaban el texto que tenemos ante nosotros con el bautismo y
que, en el mejor de los casos, era dudoso, no debe sorprendernos que
sostuvieran que “nacer de agua” fuera bautizarse. Sin embargo, ni siquiera
ellos parecen unánimes al respecto; y no debe olvidarse la conocida
aseveración de Latimer de que “ser cristianizado con agua no significa ser
regenerado”. Los famosos comentarios de Hooker, que tan a menudo se
arrojan a la cara de aquellos que adoptan la misma interpretación del “agua y
del Espíritu” que yo, son un curioso ejemplo de la facilidad con que un gran
hombre puede extraer en ocasiones una conclusión ilógica a su favor a partir
de una amplia premisa general. Establece el principio general de que
“cuando una construcción literal de un texto resiste, lo más alejado de lo
literal suele ser lo peor”. Luego pasa a dar por supuesto que interpretar
“nacer de agua” como el bautismo es la construcción literal del texto que
tenemos ante nosotros. Por desgracia, este es precisamente el punto que, en
lo que a mí concierne, no admito; y su conclusión, en consecuencia, me
parece carente de valor. Más aún, cuando hablamos de un sentido “literal”,
obviamente debe haber un límite. Si no, no podemos responder al católico
romano cuando demuestra la transubstanciación a partir de las palabras:
“Esto es mi cuerpo”.
Creo que, para hallar una exposición sana y verdadera del texto que
tenemos ante nosotros, debemos volver la vista a los puritanos y a los
teólogos holandeses del siglo XVII. Fue necesario que pasara una generación
después de Roma para que los hombres fueran capaces de ofrecer una
opinión imparcial con respecto a un texto como este. Los primeros
protestantes no vieron con la suficiente claridad las consecuencias del
lenguaje que a veces utilizaron en relación con el bautismo. De otro modo,
creo que no habrían escrito acerca de ello como lo hicieron. A cualquiera que
busque un ejemplo de la teología del siglo XVII, le diría que una de las
declaraciones más sencillas y mejores del verdadero significado del texto que
tenemos ante nosotros se encuentra en las Annotations (Anotaciones) de
Poole.
Como conclusión de todo esto, hay un hecho que creo que merece
nuestra más seria consideración. Las iglesias de la cristiandad de hoy en día
que sostienen de manera categórica que todas las personas bautizadas son
nacidas del Espíritu son, por regla general, las iglesias más corruptas del
mundo. Por otro lado, los grupos de cristianos que niegan la relación
inseparable entre el bautismo y el nuevo nacimiento son precisamente los
grupos más puros tanto en la fe como en la práctica y los que más hacen
para propagar el Evangelio en el mundo. Este es un importante hecho que
conviene no olvidar.
V. 6: [Lo que es nacido […] carne […] espíritu]. En este versículo, nuestro
Señor da a Nicodemo la razón de que el cambio del corazón denominado
“nuevo nacimiento” sea tan absolutamente necesario y de que no baste un
ligero cambio moral. Nicodemo había hablado de “entrar por segunda vez en
el vientre de su madre”. Nuestro Señor le dice que aun si esto fuera posible
no bastaría para adecuarle al Reino de Dios. El hijo de padres humanos sería
siempre como los padres de los que naciera, aunque naciera cien veces. “Lo
que es nacido de la carne, carne es”. Todos los hombres y las mujeres están
corrompidos, son pecadores y carnales y están separados de Dios por
naturaleza. “Los que viven según la carne no pueden agradar a Dios”
(Romanos 8:8). Sus hijos nacerán siempre con una naturaleza como la de sus
padres. Obtener algo limpio de algo sucio es proverbialmente imposible. Una
zarza nunca puede dar uvas, no importa cuánto se la cuide; y un hombre
natural jamás será un hombre piadoso sin el Espíritu. Para que la naturaleza
del hombre sea verdaderamente espiritual y se adecue al Reino de Dios, es
preciso que entre en ella un poder exterior: “Lo que es nacido del Espíritu,
espíritu es”.
La frase es indudablemente muy elíptica y está expresada en términos
abstractos. Es como las palabras de S. Pablo: “Los designios de la carne son
enemistad contra Dios” (Romanos 8:7). Pero el significado general es
inequívoco. La naturaleza humana está tan completamente caída, y es tan
corrupta y tan carnal, que por generación natural no puede salir de ella más
que un fruto caído, corrupto y carnal. No hay capacidad de autocuración
alguna en el hombre. Se reproducirá a sí mismo perennemente. Para volverse
espiritual y apto para la comunión con Dios no basta nada que no sea la
entrada del Espíritu de Dios en nuestros corazones. En pocas palabras,
debemos experimentar ese nuevo nacimiento del Espíritu que nuestro Señor
describe dos veces a Nicodemo.
Me inclino a pensar junto con Poole y Dyke que, en este versículo, la
palabra “carne” tiene dos sentidos. Según el primero, hace referencia al
cuerpo natural del hombre, como en Juan 1:14. Según el segundo, hace
referencia a la naturaleza carnal corrupta del hombre, como en Gálatas 5:17.
Podemos aplicar el mismo comentario a la palabra Espíritu. En el primer caso
hace referencia al Espíritu Santo, y en el segundo a la naturaleza espiritual
que produce el Espíritu. La descendencia de todos los hijos de Adán es carnal.
La descendencia del Espíritu es espiritual. Ni la virtud, ni la clase social, ni el
dinero, ni la educación de los padres evitará que un hijo tenga un corazón
corrupto si es nacido naturalmente de la carne. Nada salvo nacer de nuevo
del Espíritu puede hacer que alguien sea espiritual.
Al considerar este versículo, debemos recordar cuidadosamente que no se
puede aplicar a la naturaleza humana de nuestro Señor Jesucristo. Aunque
tenía un verdadero cuerpo como el nuestro, no era “nacido de carne” como
nosotros, por generación natural, sino que fue concebido por medio de la
milagrosa operación del Espíritu Santo.
V. 7: [No te maravilles […] es necesario nacer de nuevo]. Al leer este
versículo es preciso hacer hincapié en las tres últimas palabras: “nacer de
nuevo”. Es evidente que lo que hacía tropezar a Nicodemo era la idea de que
fuera necesario cualquier tipo de “nuevo nacimiento” en absoluto. Se sentía
incapaz de entender lo que era este “nuevo nacimiento”. Nuestro Señor le
prohíbe que se maraville y pasa a explicar el nuevo nacimiento por medio de
una imagen familiar.
Es un hecho sorprendente y digno de atención que no hay doctrina en
todas las épocas de la Iglesia que haya suscitado tanta sorpresa y haya
ocasionado tanta oposición por parte de los grandes y eruditos como esta
mismísima doctrina del nuevo nacimiento. Los hombres de la actualidad que
ridiculizan las conversiones y los avivamientos tachándolos de fanatismo y
entusiasmo no son en modo alguno mejores que Nicodemo. Igual que él,
demuestran su absoluto desconocimiento de la obra del Espíritu Santo.
V. 8: [El viento sopla, etc.]. La finalidad de este versículo parece ser
explicar la obra del Espíritu Santo en la regeneración del hombre por medio
de una imagen familiar extraída del viento. Misteriosa como era la obra del
Espíritu, Nicodemo debe admitir que el viento tiene mucho de misterioso: “El
viento sopla de donde quiere”. No podemos explicar la dirección en que sopla
el viento o dónde nace y hasta dónde llega. Pero cuando escuchamos el
sonido del viento, no cuestionamos lo más mínimo que está soplando.
Nuestro Señor dice a Nicodemo que exactamente lo mismo sucede con la
obra del Espíritu. Indudablemente, tiene mucho de misteriosa e
incomprensible. Pero cuando vemos el fruto que se produce en el cambio
manifiesto del corazón y la vida, no tenemos derecho a cuestionar la realidad
de la obra del Espíritu.
La última frase del versículo plantea sin lugar a dudas ciertas dificultades:
“Así es todo aquel que es nacido del Espíritu”. Más bien habríamos esperado
que fuera: “Así obra el Espíritu en todo el que nace de nuevo”. Y esto, no
cabe duda, era lo que quería decir nuestro Señor. Sin embargo, la figura
retórica que utiliza nuestro Señor no está exenta de paralelismos en el Nuevo
Testamento. Por ejemplo, leemos: “El reino de los cielos es semejante a un
hombre que sembró buena semilla” (Mateo 13:24). Claramente, la
comparación en este caso no es entre el hombre y el Reino. El significado es
que toda la historia es un ejemplo del Reino de los cielos. También leemos
que “el reino de los cielos es semejante a un mercader que busca buenas
perlas”, y podemos hacer un comentario semejante (Mateo 13:45).
La palabra griega que se traduce como “viento” al comienzo de este
versículo también puede equivaler de forma igualmente correcta a “el
Espíritu”. Muchos —como Orígenes, S. Agustín, Ruperto, Bengel, Schottgen,
Ambrosio, Jansen, la Biblia de Wycliffe, Bucero y Beda— indican que esa
debiera ser la traducción. Niegan que nuestro Señor introdujera la idea del
“viento” en absoluto. Objetan a ello que se dice “donde quiere”, y afirman
que la expresión no se puede aplicar más que a una persona.
Como a la gran mayoría de los comentaristas, esta idea me parece
completamente insostenible. Por un lado, es incómodo comparar el Espíritu
con la obra del Espíritu, cosa que debemos hacer si esta teoría es correcta.
¡“El Espíritu sopla; y así es todo aquel que es nacido del Espíritu”! Por otro
lado, me parece muy extraño hablar del “soplo” del Espíritu Santo y hablar
del “sonido” del Espíritu Santo o de que Nicodemo oiga ese “sonido”.
No veo dificultad alguna en la expresión: “El viento sopla de donde
quiere”. En la Biblia es habitual conferir personalidad a cosas inertes y hablar
de ellas como si tuvieran mente y voluntad. Nuestro Señor, pues, habló de
que “las piedras clamarían” (Lucas 19:40). Y el salmista dice: “El sol conoce
su ocaso” (Salmo 104:9). Cf. También Job 37:8, 21. Además de esto, veo una
belleza particular en la elección del viento como imagen de la obra del
Espíritu. No solo es una imagen sumamente apropiada y notable, sino que
también se utiliza en otras partes de la Escritura. Comprobemos, por ejemplo,
cómo Ezequiel llama al “viento” en la visión de los huesos secos para que
sople sobre los muertos (Ezequiel 37:9). Consultemos asimismo el Cantar de
los Cantares 4:16 y Hechos 2:2. En último lugar, pero no por ello de menor
importancia, creo que el estado de perplejidad de Nicodemo hace muy
probable que nuestro Señor ayudara misericordiosamente a su ignorancia por
medio de la utilización de una imagen familiar como era la del viento. Si no
se utilizara una imagen en este versículo, no es nada fácil ver cómo podría
ayudar este lenguaje a Nicodemo a entender la doctrina del nuevo
nacimiento. Pero si el versículo contiene una imagen familiar, todo el
propósito de nuestro Señor al decir lo que dijo queda claro y evidente.

Juan 3:9–21

En estos versículos tenemos la segunda parte de la conversación entre


nuestro Señor Jesucristo y Nicodemo. ¡Una lección acerca de la
regeneración va inmediatamente seguida de una lección acerca de la
justificación! Todo el pasaje debiera leerse siempre con afectuosa
reverencia. Contiene palabras que han traído la vida eterna a
multitudes de personas.
Estos versículos nos muestran en primer lugar la crasa ignorancia
espiritual que puede haber en la mente de un gran hombre erudito.
Vemos a un “maestro de Israel” que desconoce los elementos básicos
de la religión salvadora. Se habla a Nicodemo del nuevo nacimiento e
inmediatamente exclama: “¿Cómo puede hacerse esto?”. Si un
maestro judío estaba en semejantes tinieblas, ¿cuál sería el estado del
pueblo judío? ¡Ciertamente era hora de que Cristo apareciera! Los
pastores de Israel habían dejado de alimentar al pueblo con
conocimiento. Ciegos guiaban a ciegos y ambos estaban cayendo en el
hoyo (cf. Mateo 15:14).
Por desgracia, la ignorancia de Nicodemo es demasiado común en
la Iglesia de Cristo. Jamás debe sorprendernos encontrarla en sectores
donde esperaríamos razonablemente encontrar conocimiento. La
cultura, la posición y los altos cargos eclesiásticos no son prueba
alguna de que un ministro sea enseñado por el Espíritu. En todas las
épocas, el número de sucesores de Nicodemo es mucho más elevado
que el de los sucesores de S. Pedro. No hay punto en el que la
ignorancia religiosa sea tan común como en la obra del Espíritu Santo.
Ese viejo escollo con el que tropezó Nicodemo sigue siendo tan
ofensivo hoy en día como en tiempos de Cristo: “El hombre natural no
percibe las cosas que son del Espíritu de Dios” (1 Corintios 2:14).
Afortunado aquel a quien se ha enseñado a probar todas las cosas con
la Escritura y a no llamar maestro a nadie en la Tierra (cf. 1
Tesalonicenses 5:21; Mateo 23:10).
En segundo lugar, estos versículos nos muestran la fuente original
de la que brota la salvación del hombre. Esa fuente es el amor de Dios
el Padre. Nuestro Señor le dice a Nicodemo: “De tal manera amó Dios
al mundo, que ha dado a su Hijo unigénito, para que todo aquel que en
él cree, no se pierda, mas tenga vida eterna”.
Lutero denominó con justicia a este maravilloso versículo “la Biblia
en miniatura”. Quizá no haya parte tan importante como las siete
primeras palabras: “De tal manera amó Dios al mundo”. El amor del
que se habla aquí no es ese amor especial con que el Padre considera
a sus propios elegidos, sino la tremenda compasión y misericordia con
que considera a toda la raza humana. No está destinado únicamente al
pequeño rebaño que ha entregado a Cristo desde toda la eternidad,
sino a todo el “mundo” de pecadores sin excepción. Hay un sentido
profundo en que Dios ama a ese mundo. Considera a todos los que ha
creado con misericordia y compasión. No puede amar sus pecados,
pero ama sus almas: “Sus misericordias sobre todas sus obras” (Salmo
145:9). Cristo es el misericordioso don de Dios a todo el mundo.
Asegurémonos de que nuestras ideas acerca del amor de Dios sean
escriturarias y precisas. Esta es una cuestión en la que abundan
errores en ambos lados. Por un lado debemos cuidarnos de las
opiniones vagas y exageradas. Debemos sostener firmemente que
Dios odia la maldad y que el final de todos los que persisten en la
maldad será la destrucción. No es cierto que el amor de Dios sea “más
profundo que el Infierno”. No es cierto que de tal manera amó Dios al
mundo que al final toda la Humanidad se salvará, sino que de tal
manera amó Dios al mundo que ha dado a su Hijo para que sea el
Salvador de todos los que creen. Su amor se ofrece a todos los
hombres sin reservas, libre, plena y sinceramente, pero solo a través
del canal de la redención de Cristo. El que rechaza a Cristo se aísla del
amor de Dios y morirá para siempre. Por otro lado, debemos cuidarnos
de tener opiniones estrechas y limitadas. No debemos dudar en decir a
todo pecador que Dios le ama. No es cierto que Dios no se preocupe de
nadie salvo de sus elegidos o que Cristo se ofrezca únicamente a
aquellos que han sido ordenados para vida eterna. Hay “bondad y
amor” de Dios hacia todo el género humano. Fue a consecuencia de
ese amor que Cristo vino al mundo y murió en la Cruz. No vayamos
más lejos de lo que está escrito ni seamos más sistemáticos en
nuestras afirmaciones que la Escritura misma. Dios no se complace en
la muerte del impío. Dios no quiere que ninguno perezca. Dios quiere
que todos los hombres sean salvos. Dios ama al mundo (cf. Juan 6:32;
Tito 3:4; 1 Juan 4:10; 2 Pedro 3:9; 1 Timoteo 2:4; Ezequiel 33:11).
En tercer lugar, estos versículos nos muestran el plan específico
mediante el cual Dios ha proporcionado la salvación a los pecadores.
Ese plan es la muerte expiatoria de Cristo en la Cruz. Nuestro Señor le
dice a Nicodemo: “Como Moisés levantó la serpiente en el desierto, así
es necesario que el Hijo del Hombre sea levantado, para que todo
aquel que en él cree, no se pierda, mas tenga vida eterna”.
Al decir “sea levantado”, nuestro Señor no se refería más que a su
propia muerte en la Cruz. Quería que supiéramos que Dios había
decretado esa muerte para que fuera “la vida del mundo” (Juan 6:51).
Había sido decretado desde la eternidad que fuera la gran propiciación
y satisfacción por el pecado del hombre. Sería el pago, por medio de
un todopoderoso Sustituto o Representante, de la enorme deuda del
hombre con Dios. Cuando Cristo murió en la Cruz, nuestros muchos
pecados fueron depositados sobre Él. Fue hecho “pecado” por
nosotros. Fue hecho “maldición” por nosotros (2 Corintios 5:21; Gálatas
3:13). Por medio de su muerte compró el perdón y la Redención
absoluta de los pecadores. La serpiente de bronce que se levantó en el
campamento de Israel puso la salud y la curación al alcance de todos
los que habían sido víctimas de las mordeduras. De la misma forma,
Cristo crucificado puso la vida eterna al alcance de toda la Humanidad
perdida. Cristo ha sido levantado en la Cruz, y el hombre que mire a Él
por fe, se salvará.
La verdad que tenemos ante nosotros es la mismísima piedra
angular de la religión cristiana. La muerte de Cristo es la vida del
cristiano. La Cruz de Cristo es la acreditación del cristiano para el Cielo.
Cristo “levantado” y humillado en el Calvario es la escalera mediante
la cual los cristianos “[entran] en el Lugar Santísimo” y llegan
finalmente a la gloria. Es cierto que somos pecadores; pero Cristo ha
sufrido por nosotros. Es cierto que merecemos la muerte; pero Cristo
ha muerto por nosotros. Es cierto que somos deudores culpables; pero
Cristo ha pagado nuestras deudas con su propia sangre. ¡Este es el
verdadero Evangelio! ¡Estas son las buenas nuevas! Descansemos en
esto mientras vivamos. Aferrémonos a esto al morir. Cristo ha sido
“levantado” en la Cruz y ha abierto de par en par las puertas del Cielo
para todos los creyentes.
En cuarto lugar, estos versículos nos muestran la forma en que
recibimos los beneficios de la muerte de Cristo. Esa forma es
simplemente depositar la fe y la confianza en Cristo. Fe es lo mismo
que creer. Nuestro Señor repite a Nicodemo esta gloriosa verdad en
tres ocasiones. Proclama dos veces que “todo aquel que en él cree, no
se [pierde]”. Dice una vez: “El que en él cree, no es condenado”.
La fe en el Señor Jesús es la mismísima llave de la salvación. El que
la tiene, tiene vida; y el que no la tiene, no tiene vida. No es preciso
nada aparte de esa fe para nuestra justificación absoluta; pero nada
salvo esta fe nos proporcionará parte en Cristo. Podemos ayunar y
lamentar nuestro pecado y hacer muchas cosas buenas, seguir los
mandatos religiosos y entregar todos nuestros bienes para alimentar a
los pobres y, sin embargo, no recibir el perdón y perder nuestras
almas. Pero si tan solo venimos a Cristo como pecadores culpables y
creemos en Él, nuestros pecados serán perdonados de inmediato y
todas nuestras iniquidades serán completamente quitadas de en
medio. Sin fe no hay salvación; pero por medio de la fe en Jesús, el
más vil de los pecadores puede ser salvo.
Si queremos tener una conciencia tranquila en nuestra religión,
asegurémonos de que nuestras ideas con respecto a la fe salvadora
sean claras e inequívocas. Cuidémonos de suponer que la fe
justificadora es algo más que la sencilla confianza de un pecador en un
Salvador, que el hombre que se ahoga asiéndose a la mano que se le
tiende para su rescate. Cuidémonos de mezclar cualquier cosa con la
fe en lo referente a la justificación. Aquí debemos recordar siempre que
la fe se encuentra completamente sola. Un hombre justificado, sin
duda, será siempre un hombre santo. La verdadera fe va siempre
acompañada de una vida piadosa. Pero lo que hace que el hombre
tenga parte en Cristo no es su forma de vivir, sino su fe. Si queremos
saber si tenemos una fe genuina, haremos bien en preguntarnos cómo
estamos viviendo. Pero si queremos saber si hemos sido justificados
por Cristo, solo podemos hacernos una pregunta. Esa pregunta es:
“¿Creemos?”.
Estos versículos nos muestran, en último lugar, la verdadera causa
de la perdición del alma del hombre. Nuestro Señor le dice a
Nicodemo: “Esta es la condenación: que la luz vino al mundo, y los
hombres amaron más las tinieblas que la luz, porque sus obras eran
malas”.
Las palabras que tenemos ante nosotros constituyen una conclusión
apropiada para las gloriosas noticias que acabamos de considerar.
Eximen por completo a Dios de cualquier injusticia en la condenación
de los pecadores. Muestran de forma simple e inequívoca que, a pesar
de que la salvación del hombre pertenece completamente a Dios, su
destrucción cuando se pierde es responsabilidad suya. Cosechará el
fruto de su siembra.
Debemos recordar cuidadosamente la doctrina que aquí se
establece. Proporciona una respuesta para un habitual motivo de
reparo que plantean los enemigos de la Verdad de Dios. No se ha
decretado reprobación alguna, nada que excluya a alguien del Cielo:
“No envió Dios a su Hijo al mundo para condenar al mundo, sino para
que el mundo sea salvo por él”. No hay indisposición alguna por parte
de Dios a recibir a un pecador, por muy grandes que sean sus pecados.
Dios ha enviado “luz” al mundo, y si el hombre no acude a la luz, la
culpa es completamente del hombre. Si su alma se pierde, su sangre
será sobre su cabeza. Si no va al Cielo, será por su culpa. Su desdicha
eterna será resultado de su propia elección. Su destrucción será obra
de sus propias manos. Dios le amaba y deseaba salvarle; pero él “amó
las tinieblas” y, por tanto, le corresponden las tinieblas eternas. No
quería venir a Cristo y, por tanto, no obtuvo vida (Juan 5:40).
Las verdades que hemos estado considerando son particularmente
graves y solemnes. ¿Vivimos mostrando que las creemos? La salvación
por la muerte de Cristo está hoy ante nosotros. ¿La hemos abrazado
por fe y hecho nuestra? No cejemos nunca hasta conocer a Cristo
como nuestro Salvador. Miremos a Él sin dilación para obtener perdón
y paz, si no lo hemos hecho antes. Sigamos creyendo en Él si ya hemos
creído. “Todo aquel —son sus misericordiosas palabras— que en él
cree, no se [perderá], mas [tendrá] vida eterna”.

Notas: Juan 3:9–21


V. 9: [Respondió Nicodemo […] ¿Cómo puede hacerse esto?]. Esta es la
tercera y última intervención de Nicodemo durante su visita a Cristo de la
que se deja constancia. Su pregunta aquí es un notable e instructivo ejemplo
de la profunda ignorancia espiritual que se puede hallar en la mente de un
hombre culto. Nuestro Señor le había mostrado la misma lección de cuatro
formas distintas. Primero había establecido el gran principio de que todo
hombre debe “nacer de nuevo”. En segundo lugar había repetido lo mismo de
manera más amplia introduciendo la idea del agua para ejemplificar la obra
del Espíritu. En tercer lugar había mostrado la necesidad del nuevo
nacimiento con la corrupción moral del hombre. Y en cuarto lugar había
ejemplificado la obra del Espíritu por segunda vez con la imagen del “viento”.
Y sin embargo, ahora, después de todo, este erudito fariseo parece estar
completamente en tinieblas y formula la esta penosa pregunta: “¿Cómo
puede hacerse esto?”. Considerando la historia de Nicodemo, no tenemos por
qué sorprendernos de la inmensa ignorancia con respecto a la fe salvadora
que vemos en todas partes. Debemos mentalizarnos de que lo normal es que
encontremos tinieblas espirituales y la luz espiritual es una excepción. Hay
pocas cosas que ocasionen tantos problemas a la larga a los ministros,
misioneros, maestros y obreros itinerantes como comenzar la obra con
expectativas antiescriturarias y exageradas.
V. 10: [Respondió Jesús y le dijo]. Observemos que nuestro Señor no
responde directamente a la pregunta de Nicodemo, sino que le reprende
severamente por su ignorancia. Sin embargo, observemos que, como señala
Melanchton, antes de concluir lo que dice, ofrece una respuesta completa a
su interlocutor. Le muestra la verdadera raíz y la fuente de la regeneración: la
fe en Él. Responde a su pregunta llena de perplejidad —“¿Cómo puede
hacerse esto?”— mostrándole el primer paso de la religión salvadora: creer
en el Hijo de Dios. Nicodemo tenía que comenzar como un niño pequeño,
creyendo simplemente en Aquel que habría de ser levantado en la Cruz, y
pronto comprendería “cómo” un hombre podía nacer de nuevo aun a su
avanzada edad.
[¿Eres tú maestro de Israel?]. La traducción no transmite toda la fuerza
del original. Debería ser: “¿Eres tú el maestro de Israel?”, esto es, “Eres tú el
famoso maestro e instructor de los judíos?”. “¿Profesas tú ser luz de los que
están en tinieblas e instructor de otros?”. Ciertamente, la expresión parece
indicar que Nicodemo era un hombre con una gran reputación como maestro
entre los fariseos. Si los maestros eran tan ignorantes, ¿cuál sería el estado
de aquellos a los que enseñaban?
[¿No sabes esto?]. Sin duda alguna, estas palabras implican reprensión.
Nicodemo tenía que haber conocido y entendido las cosas que nuestro Señor
acababa de mencionar. Profesaba ser un maestro religioso. Profesaba conocer
las Escrituras del Antiguo Testamento. La doctrina del nuevo nacimiento,
pues, no debiera haberle resultado ajena. Un “corazón limpio”, la
“circuncisión del corazón”, un “nuevo corazón”, un “corazón de piedra” en
lugar de uno “de carne” eran expresiones que debía haber leído en los
Profetas y que señalaban el nuevo nacimiento (Salmo 51:10; Jeremías 4:4;
Ezequiel 18:31; 36:26). Por consiguiente, su ignorancia merecía ser
reprochada.
Creo que el versículo que tenemos ante nosotros proporciona un sólido
argumento contra la idea de que la expresión “naciere de agua y del Espíritu”
se refiere al bautismo. No veo la forma en que Nicodemo hubiera podido
conocer esta doctrina, puesto que no se revela en ningún lugar del Antiguo
Testamento, y hasta sus propios defensores la restringen al Nuevo
Testamento. Culpar a un hombre por no conocer estas “cosas” que no tenía
forma de conocer hubiera sido obviamente de lo más injusto y
completamente ajeno al tono general del trato dispensado por nuestro Señor.
V. 11: [Lo que sabemos hablamos, etc.]. ¿A quién se refiere nuestro Señor
cuando dice “sabemos”? Existen diversas respuestas para esta pregunta.
a) Algunos, como Lutero, Brentano, Bucero, Gualter, Aretius, Hutcheson,
Musculus, Gomarus, Piscator y Cartwright, piensan que ese plural significa
“yo y Juan el Bautista”.
b) Otros, como Calvino, Beza y Scott, piensan que significa “yo y los
Profetas del Antiguo Testamento”.
c) Otros, como Alcuin (de acuerdo con Maldonado) y Wesley, piensan que
significa “yo y todos los nacidos del Espíritu”.
d) Otros, como Crisóstomo, Cirilo, Ruperto, Calovio, Glassius, Chemnitio,
Lampe, Leigh, Nifanius, Cornelio á Lapide, Cocceius, Stier y Bengel, piensan
que significa o bien “yo y el Padre”, o “yo y el Espíritu Santo”, o “yo y el Padre
y el Espíritu”.
e) Algunos, como Teofilacto, Zuinglio, Poole y Doddridge, piensan que, al
decir “sabemos”, nuestro Señor solo está hablando de sí mismo y que utiliza
el plural para dar peso y dignidad a lo que dice, como hacen los reyes. Así
también dice: “¿A qué haremos semejante el reino de Dios, o con qué
parábola lo compararemos?” (Marcos 4:30). Obviamente, la primera persona
del plural del texto que tenemos ante nosotros equivale a la primera persona
del singular. En la Primera Epístola de S. Juan se utiliza repetidamente el
plural en lugar del singular en los primeros cinco versículos del capítulo 1.
Creo que la última de estas cinco opiniones es con mucho la más plausible
y satisfactoria. Las tres primeras parecen caer completamente por tierra ante
las palabras de Juan el Bautista en este capítulo (versículo 32), donde
menciona como señal particular de la superioridad de nuestro Señor sobre
todos los demás maestros que “lo que vio y oyó, esto testifica”. La cuarta
opinión me parece insostenible. El temor al socinianismo no debe hacer que
torzamos los textos a fin de aplicarlos a la Trinidad. Es apropiado que nuestro
Señor, durante el comienzo de su ministerio terrenal, tras su encarnación,
diga: “Hablo y testifico lo que he visto y conocido con mi Padre desde la
eternidad”. Pero no parece que tenga mucho sentido decir que Él y las otras
dos personas de la Trinidad “hablen lo que saben”.
El significado de la frase parece ser el siguiente: “Declaro con autoridad y
doy testimonio de verdades que he visto y conocido desde toda la eternidad
como Dios junto al Padre y al Espíritu Santo. No hablo (como todos los
ministros terrenales deben hacer) lo que otros me han enseñado. No testifico
de cosas que haya recibido como siervo de Dios, como han hecho los
profetas comunes, y que no habría conocido sin la inspiración de Dios. Doy
testimonio de lo que he visto con mi Padre y he sabido desde antes del
comienzo del mundo. Es como la expresión: “Yo hablo lo que he visto cerca
del Padre” (Juan 8:38).
Melanchton piensa que en este versículo nuestro Señor contrasta las
tradiciones inciertas de los hombres y las ideas humanas que enseñaban los
fariseos con las verdades seguras, ciertas e irrefragables de Dios que vino a
predicar.
Bucero comenta que este versículo contiene una lección práctica para
todos los maestros religiosos. Ningún hombre tiene derecho a enseñar a
menos que esté completamente persuadido de la verdad que enseña.
[No recibís nuestro testimonio]. Esta frase se corresponde con tal
exactitud con las palabras de Juan el Bautista en el versículo 32 que me
reafirman en la opinión de que en este versículo nuestro Señor solo está
hablando de sí mismo. Las palabras que tenemos ante nosotros, al igual que
las de Juan el Bautista, deben interpretarse con una cierta matización: “La
gran mayoría de vosotros no recibís nuestro testimonio”. La finalidad de este
versículo es reprender la incredulidad de Nicodemo y de todos los que tenían
una mentalidad semejante entre los judíos. La utilización del plural “recibís”
indica con probabilidad que en este versículo nuestro Señor no se refiere
meramente a lo que acaba de decir a Nicodemo, sino a toda su enseñanza
pública en Jerusalén desde que echó a los mercaderes del Templo. Si no
adoptamos esta teoría, debemos suponer que quería decir: “Lo que te he
hablado y testificado acerca de la regeneración es lo que digo a todos los
que, como tú, vienen a preguntarme; y sin embargo, ni tú ni ellos creéis lo
que digo. Todos tropezáis por igual con este escollo del nuevo nacimiento”.
Comenta Calvino acerca de esta expresión que jamás debemos
sorprendernos ante la incredulidad. Si los hombres no estaban dispuestos a
recibir el testimonio de Cristo, no sorprende que no quieran recibir el nuestro.
V. 12: [Si os he dicho […] terrenales […] celestiales?]. Para advertir toda
la intensidad de este versículo deberíamos parafrasearlo de esta forma: “Si
no creéis lo que os digo cuando os hablo, como he hecho, de cosas que son
terrenales, ¿cómo creeréis cuando pase a hablaros, como haré, de cosas
celestiales? Si no creéis mi primera lección, ¿qué haréis al escuchar la
segunda? Si el mismísimo abecedario de mi Evangelio os ha sido
tropezadero, ¿qué haréis cuándo pase a mostrar verdades más elevadas y
profundas?”.
La dificultad de este versículo radica en estas dos expresiones: “cosas
terrenales” y “las celestiales”. Nuestro Señor no las explica y, por tanto, se
nos deja a nosotros conjeturar con respecto a su verdadero significado.
Aventuro la siguiente explicación como la más satisfactoria.
Creo que, al hablar de “cosas terrenales”, nuestro Señor se refería a la
doctrina del “nuevo nacimiento” que acababa de exponer a Nicodemo. Al
hablar de “las celestiales”, creo que se refería a las grandes y solemnes
verdades que estaba a punto de declarar, y que declara en rápida sucesión
desde este versículo hasta el final de la conversación. Estas verdades eran su
propia divinidad, el plan de redención por medio de su propia muerte en la
Cruz, el amor de Dios por todo el mundo y la consiguiente provisión de la
salvación, la fe en el Hijo de Dios como única escapatoria del Infierno y el
obstinado rechazo de la luz por parte del hombre como única causa de su
condenación.
¿Pero por qué describe nuestro Señor el nuevo nacimiento como una
“cosa terrenal”? Mi respuesta es que lo hace porque es “terrenal” en
comparación con su propia divinidad y expiación. La regeneración se produce
en el hombre, aquí en la Tierra; la expiación es una transacción que se hizo
por el hombre cuyo efecto específico se produce en la posición del hombre
ante Dios en el Cielo. En la regeneración, Dios desciende al hombre y habita
en él en la Tierra; en la expiación, Cristo adopta la naturaleza del hombre
como representante del hombre y asciende al Cielo como precursor del
hombre. La regeneración es un cambio que aun los hombres de este mundo
intuyen vagamente, y que se puede ejemplificar por medio de figuras tan
terrenales como el viento y el agua (como señala Bucero, casi todo el mundo
admite que no es tan bueno como debiera ser y que necesita alguna clase de
cambio a fin de ser apto para el Cielo); la divinidad de Cristo, la encarnación,
la expiación y la justificación por la fe son cosas tan excelsas y celestiales
que el hombre no tiene una noción natural de ellas. La regeneración es una
idea tan “terrenal”, que aun los hombres irreligiosos utilizan esa palabra y
hablan de regenerar naciones y la sociedad; la salvación por la fe en la
sangre de Cristo es algo tan “celestial” que los hombres inconversos la
malentienden, odian y ridiculizan constantemente. Cuando nuestro Señor
denomina, pues, “cosa terrenal” al nuevo nacimiento, debemos entender que
lo hace en términos comparativos. El nuevo nacimiento es algo excelso,
santo y “celestial” en sí mismo. Pero, en comparación con la doctrina de la
encarnación y la expiación, es una “cosa terrenal”.
V. 13: [Nadie subió al cielo, etc.]. En mi opinión, este versículo contiene la
primera cosa “celestial” que nuestro Señor muestra a Nicodemo. Pero,
indudablemente, es una frase difícil y los comentaristas difieren ampliamente
en cuanto a su significado.
Algunos, como Calvino, Musculus, Bullinger, Hutcheson, Poole, Quesnel,
Schottgen, Dyke, Lightfoot, Leigh, Doddridge, A. Clark y Stier, piensan que
nuestro Señor muestra aquí a Nicodemo, con un lenguaje altamente
figurativo, la necesidad de la enseñanza divina a fin de comprender la
siguiente verdad espiritual: “Ningún hijo de Adán ha alcanzado jamás los
elevados misterios del Cielo y ha conocido sus elevadas y santas verdades
por medio de su entendimiento natural. Solo el Salvador encarnado, el Hijo
de Dios que ha descendido del Cielo, posee semejante conocimiento. Si
quieres conocer la verdad espiritual debes sentarte a sus pies y aprender de
Él”. Esta interpretación del texto es respaldada por el Salmo 30:12. Según
esta interpretación, el versículo debe tomarse junto con el inmediatamente
anterior, donde se muestra la ignorancia de Nicodemo.
Otros —como Zuinglio, Melanchton, Brentano, Aretius, Flacius y Ferus—
piensan que nuestro Señor muestra aquí a Nicodemo (y nuevamente en un
lenguaje altamente figurativo) la imposibilidad de los méritos humanos y la
absoluta incapacidad del hombre para justificarse a sí mismo y obtener el
acceso al Cielo por medio de su propia justicia: “Nadie puede ascender a la
presencia de Dios en el Cielo y presentarse perfecto y completo ante Él a
excepción del Salvador encarnado, que ha descendido del Cielo para cumplir
toda justicia. Yo soy el camino al Cielo. Si quieres entrar en el Cielo, debes
creer en el Hijo del Hombre y convertirte en un miembro de su cuerpo por
fe”. La interpretación de este texto recurre a Romanos 10:6–9. Según esta
interpretación, el versículo debe tomarse junto con el inmediatamente
posterior, en el que se explica el camino de la justificación.
Me atrevo a pensar que la verdadera interpretación del texto es la
siguiente: Las palabras del texto deben interpretarse literalmente. Nuestro
Señor comienza su enumeración de cosas “celestiales” declarando a
Nicodemo su propia dignidad y naturaleza divinas. Le recuerda que nadie ha
ascendido literalmente al Cielo donde mora Dios. Ciertamente, Enoc, Elías y
David estuvieron en un lugar de bienaventuranza cuando abandonaron este
mundo, pero no habían “[subido] a los cielos” (Hechos 2:34). Pero lo que
ningún hombre, ni siquiera el más santo, había alcanzado, era el derecho y la
prerrogativa de Aquel en cuya compañía se encontraba Nicodemo. El Hijo del
Hombre había morado en el Cielo desde toda la Eternidad, había descendido
del Cielo, un día ascendería de nuevo a él y, en su naturaleza divina, se
encontraba de hecho en el Cielo, siendo uno con el Padre en ese mismo
momento. “Conoce con quién estás hablando. No soy un mero maestro
venido de Dios, como dices. Soy el Mesías, el Hijo del Hombre que predijo
Daniel. He descendido del Cielo, según la promesa, para salvar a los
pecadores. Un día ascenderé de nuevo al Cielo como el victorioso precursor
de un pueblo salvo. Por encima de todo, me encuentro en el Cielo como Dios
en este mismo momento. Yo lleno el Cielo y la Tierra”. Prefiero esta
interpretación del versículo antes que cualquier otra por dos motivos. Por un
lado, proporciona un significado literal a todas las palabras del texto. Por otro,
parece una respuesta apropiada para la primera idea que había expuesto
Nicodemo en la conversación, esto es, que nuestro Señor solo había “venido
de Dios como maestro”. Esta es la idea que, en rasgos generales, sostienen
Rollock, Calovio y Gomarus y que exponen con gran destreza.
Me inclino a pensar que la palabra griega que traducimos como “sino”
debiera interpretarse en un sentido adversativo, más que denotando
excepción. Hallaremos casos de este tipo de empleo en Mateo 12:4; Marcos
13:32; Lucas 4:26, 27; Juan 17:12; Apocalipsis 4:4; 21:27. La idea parece ser:
“El hombre no ha ascendido al Cielo ni puede hacerlo. Pero lo que el hombre
no puede hacer, el Hijo del Hombre sí es capaz de hacerlo”.
En este versículo, “Cielo” debe interpretarse en el sentido de esa
presencia inmediata y específica de Dios que no podemos concebir y
expresar de otra forma que con la palabra “Cielo”.
La expresión “que está en el cielo” merece particular atención. Es una de
esas muchas expresiones del Nuevo Testamento que no se pueden explicar
más que con la doctrina de la divinidad de Cristo. ¡Sería completamente
absurdo y falso decir que alguien que es un simple hombre está hablando con
otro en la Tierra al mismo tiempo que está en el Cielo! Pero sí se puede decir
esto de Cristo de forma completamente verdadera y apropiada. Nunca dejó
de ser Dios mismo cuando se encarnó. “Estaba con Dios y era Dios”. Mientras
hablaba con Nicodemo se encontraba en el Cielo como Dios.
Ningún sociniano puede justificar esta expresión. Si Cristo no hubiera sido
más que un hombre muy santo, no podría haber utilizado estas palabras. La
explicación sociniana de la parte anterior del versículo, esto es, que Cristo
fue llevado al Cielo tras el bautismo e instruido allí con respecto al Evangelio
que había de enseñar, sería completamente absurda y una mera teoría
inventada para sortear una dificultad. Pero la conclusión del versículo es un
golpe en la mismísima raíz del sistema sociniano. No solo está escrito que
Cristo “descendió del Cielo”, sino que “está en el Cielo”.
Permite plantear la cuestión de si las palabras griegas que traducimos
como “que está” no hacen referencia, tanto aquí como en el capítulo 1:18, a
ese nombre específico de Jehová que sin duda era familiar a Nicodemo: “el
Eterno”, “Aquel que vive”. Es la misma frase que forma parte del nombre de
Cristo en el Apocalipsis: “El que es” (Apocalipsis 1:4).
Gran parte de la dificultad de este versículo desaparece si recordamos
que el pasado “descendió” se puede traducir con igual corrección gramatical
como “asciende, puede ascender o ascenderá”. Pierce adopta esta opinión y
cita Juan 1:26; 3:18; 5:24; 6:69; 11:27 y 20:29 para sustentarla.
Whitby piensa que, en este versículo, nuestro Señor tenía en mente una
tradición rabínica: Que Moisés había estado en el Cielo para recibir la Ley y
que declara la falsedad de la tradición diciendo: “Ningún hombre, ni tan
siquiera Moisés, ha ascendido al Cielo”.
V. 14: [Como Moisés levantó […] serpiente […] así es necesario, etc.]. En
este versículo, nuestro Señor pasa a mostrar a Nicodemo otra cosa
“celestial”, esto es, la necesidad de su propia crucifixión. Como la mayoría de
los judíos, Nicodemo probablemente pensaba que, cuando el Mesías
apareciera, vendría con poder y gloria para ser exaltado y honrado por los
hombres. Jesús le dice que, lejos de ser este el caso, el Mesías debía ser
“cortado” en su Primera Venida y expuesto a humillación pública siendo
colgado de un madero. Ilustra esto muy bien por medio del famoso
acontecimiento en la historia del peregrinaje de Israel: La historia de la
serpiente de bronce (cf. Números 21:9). “¿Esperas que tome el poder y
restaure el reino de Israel? Desecha tal vana expectativa. He venido a hacer
una obra muy distinta. He venido a sufrir y a ofrecerme como castigo por el
pecado”.
La mención de Moisés, de quien los fariseos tenían tan elevado concepto,
estaba eminentemente calculada para cautivar la atención de Nicodemo.
“Aun Moisés, en quien confiáis, proporcionó un tipo sumamente vívido de mi
gran obra en la Tierra: la crucifixión”.
[Es necesario que el Hijo del Hombre sea levantado]. Sin lugar a dudas, la
expresión “Hijo del Hombre” tenía el propósito de recordar a Nicodemo la
profecía de Daniel acerca del Mesías. La palabra griega que se traduce como
“es necesario” significa “conviene”. Es necesario a fin de que se cumplan las
promesas de Dios acerca de un Redentor, de que los tipos de los sacrificios
del Antiguo Testamento se cumplan, de que se satisfaga la Ley de Dios y se
proporcione un camino para la misericordia de Dios. El Mesías debe sufrir
para todo esto. Creo que la expresión “sea levantado” significa con toda
certeza “levantado en la Cruz”. Por un lado, así se nos explica en este
Evangelio (Juan 12:32–33). Por otro, el ejemplo de la serpiente de bronce
hace que esta explicación sea absolutamente necesaria. Considero una
equivocación aplicar la frase, como hacen Calvino y otros, a la “necesidad de
elevar y exaltar la expiación de Cristo en la enseñanza cristiana”. Es forzar
innecesariamente una idea que las palabras no tenían el propósito de
transmitir. Sin duda es verdad, y una verdad que se ve frecuentemente en la
Escritura; pero no la verdad de este texto.
Cuáles son las principales analogías en la comparación “como Moisés
levantó la serpiente en el desierto” es una cuestión que exige ser tratada con
precaución. Evidentemente, nuestro Señor eligió el levantamiento de la
serpiente de bronce para el alivio de Israel cuando se produjeron las
mordeduras de las serpientes como un ejemplo adecuado de su propia
crucifixión por los pecadores. ¿Pero hasta dónde podemos llevar este
ejemplo? ¿Dónde debemos detenernos? ¿En qué puntos confluyen
exactamente el tipo y el antitipo? Es preciso considerar estas cuestiones.
Algunos ven un significado en el “bronce” del que estaba hecha la
serpiente, como un metal brillante, un metal fuerte, etc. Yo no lo veo. Nuestro
Señor ni siquiera menciona el bronce.
Algunos ven en la “serpiente” colgada del poste un tipo del diablo, la
serpiente antigua, herida por la muerte de Cristo en la Cruz y completamente
derrotada en ella (cf. Colosenses 2:15). No lo veo en absoluto. Creo que es
confundir y mezclar dos verdades escriturarias que debieran mantenerse
independientes. Más aún, la idea de que un israelita tuviera que mirar a una
figura del diablo para curarse tiene algo de repugnante.
Algunos ven en “Moisés” levantando la serpiente un tipo de la Ley de Dios
que exige el pago de sus exigencias y se convierte en la causa de la muerte
de Cristo en la Cruz. Con respecto a esto, me limitaré a decir que no estoy
convencido de que Cristo tuviera en mente esta idea.
Considero que los puntos de semejanza son los siguientes:
a) Igual que los israelitas estaban profundamente angustiados y muriendo
a causa de las mordeduras de las serpientes venenosas, el hombre se
encuentra en un gran peligro espiritual y muriendo a causa de los efectos
venenosos del pecado.
b) Igual que la serpiente de bronce fue levantada en un poste a la vista en
el campamento de Israel, así Cristo fue levantado públicamente en la Cruz, a
la vista de todo el pueblo, en la Pascua.
c) Igual que la serpiente, levantada en el poste, era una imagen de
aquello exactamente que había envenenado a los israelitas, así Cristo estaba
libre de pecado y, sin embargo, fue crucificado “en semejanza de carne de
pecado” (Romanos 8:3). La serpiente de bronce era una serpiente sin veneno
y Cristo era un hombre sin pecado. Lo que debiéramos ver especialmente en
Cristo crucificado es nuestro pecado depositado en Él, y Él contado como
pecador, tratado como pecador y castigado como pecador para nuestra
Redención. De hecho, en la Cruz vemos nuestros pecados castigados,
crucificados, soportados y llevados por nuestro Redentor.
d) Finalmente, igual que la única forma en que los israelitas obtenían
alivio de la serpiente de bronce era mirando a ella, la única forma de obtener
un beneficio de Cristo es mirando a Él por fe. Un israelita se curaba con la
más leve mirada; y la fe más débil, si es verdadera y sincera, proporciona
salvación a los pecadores.
Observemos cuidadosamente que parece imposible reconciliar este
versículo con esa teología moderna que no ve en la muerte de Cristo más
que un gran acto de abnegación y que niega la sustitución de Cristo por
nosotros en la Cruz y la atribución de nuestros pecados a Él. Semejante
teología desmiembra este versículo y le arranca la vida, el corazón y los
tuétanos a su significado. A menos que se tuerza el significado común de las
palabras de la manera más violenta, la imagen que tenemos ante nosotros
indica directamente dos grandes verdades del Evangelio. Una de ellas es que
la muerte de Cristo en la Cruz tenía el propósito de producir un efecto
medicinal, de conferir salud a las almas, y que en ella había mucho más que
el mero ejemplo de un mártir. La otra verdad es que, cuando Cristo murió en
la Cruz, se le trató como nuestro Sustituto y Representante y fue castigado, a
través de la imputación de nuestros pecados, en nuestro lugar. Lo que Israel
vio en el poste y lo que le proporcionó la curación era una imagen de la
mismísima serpiente que les había mordido. El objeto que debieran ver los
cristianos en la Cruz es una persona divina, hecha pecado y maldición por
ellos, permitiendo que se le imputen y pongan sobre su cabeza todos los
pecados que han envenenado al mundo. Es fácil burlarse de las palabras
“sacrificio vicario” y “mérito imputado” diciendo que no se encuentran en
parte alguna de la Escritura. Pero no es tan fácil refutar el hecho de que las
“ideas” se encuentran constantemente en la Biblia.
No se debe abusar de la utilización de la serpiente de bronce en este
versículo como ejemplo de la muerte de Cristo y su propósito, y convertirla
en una excusa para convertir en alegoría cada incidente de la historia de
Israel en el desierto. Es muy importante no atribuir un valor alegórico a
hechos de la Biblia sin una autoridad que lo respalde. El Espíritu Santo nos ha
alegorizado cosas como el maná, la peña quebrada y la serpiente de bronce.
Pero debemos mostrarnos muy cautos en nuestra aseveración de que existe
una alegoría donde el Espíritu Santo no ha señalado ninguna. Merece la pena
leer los comentarios de Bucero al respecto.
V. 15: [Para que todo aquel que en él cree, no se pierda, mas tenga vida
eterna]. En este versículo, nuestro Señor declara a Nicodemo la gran finalidad
y el propósito para los que el Hijo del Hombre habría de ser “levantado” en la
Cruz, así como la forma en que recibimos los beneficios de su crucifixión. Al
interpretar este versículo deberíamos tener muy en mente que la
comparación de la serpiente levantada en el desierto debe llevarse hasta el
final de la frase. El Hijo del Hombre debe ser levantado en la Cruz para que
todo aquel que crea en Él —o mire a Él por fe, como miraron los israelitas a la
serpiente de bronce— no se pierda en el Infierno.
La expresión “todo aquel” merece particular atención. Su intención es
mostrarnos la amplitud y profundidad de los ofrecimientos de salvación de
Cristo. Son para “todo aquel” que crea, sin excepción.
La expresión “en él cree” es de profunda importancia. Describe ese único
acto del alma del hombre necesario para que tenga parte en Cristo. No es
una mera creencia intelectual de que existe tal persona como Jesucristo y
que es un Salvador. Es una creencia del corazón y de la voluntad. Cuando una
persona que siente su desesperada necesidad por causa del pecado acude a
Jesucristo y confía en Él, descansa en Él y le entrega completamente su alma
como su Salvador y Redentor, se dice, en el lenguaje del texto, que “cree en
él”. Cuanto más sencillas sean nuestras ideas acerca de la fe, mejor. Cuanto
más mantengamos en mente a los israelitas mirando a la serpiente de
bronce, mejor entenderemos las palabras que tenemos ante nosotros.
“Creer” no es ni más ni menos que mirar con el corazón. Todo aquel que
miraba a la serpiente se curaba, no importaba cuán enfermo estuviera ni
cuán débil fuera su mirada. Igualmente, todo aquel que mira a Jesús por fe,
recibe el perdón, no importa cuán grandes hayan sido sus pecados y lo débil
que sea su fe. ¿Miraba el israelita? Esa era la única pregunta en lo referente a
ser curados de la mordedura de la serpiente. ¿Cree el pecador? Esa es la
única pregunta en lo referente a ser justificados y perdonados. El israelita que
hubiera sido mordido no sería curado mirando a Moisés, mirando el
Tabernáculo o mirando el poste del que colgaba la serpiente o a cualquier
cosa a excepción de la serpiente de bronce. Igualmente, el pecador no se
salvará mirando a ninguna cosa a excepción de Cristo crucificado, no importa
lo santo que sea el objeto al que se mire.
La expresión “no se pierda, mas tenga vida eterna” es particularmente
intensa. Igual que el israelita que miraba a la serpiente de bronce no solo no
moría a consecuencia de sus heridas sino que recuperaba completamente su
salud, así el pecador que mira a Jesús no solo escapa del Infierno y la
condenación, sino que recibe de inmediato en su corazón una semilla de vida
eterna, recibe la acreditación plena para una vida eterna de gloria y
bienaventuranza en el Cielo y entra en esa vida tras la muerte. La salvación
del Evangelio es sobremanera plena. No es meramente ser perdonado. Es ser
considerado completamente justo y hecho ciudadano del Cielo. No es
meramente escapar al Infierno, sino recibir el derecho al Cielo. Se ha
señalado acertadamente que, en general, el Antiguo Testamento prometía
únicamente “largura de días”, mientras que el Evangelio promete “vida
eterna”.
V. 16: [Porque de tal manera amó Dios, etc.]. En este versículo, nuestro
Señor muestra a Nicodemo otra cosa “celestial”. Como muchos otros judíos,
Nicodemo probablemente pensaba que los propósitos misericordiosos de Dios
estaban restringidos únicamente a Israel, su pueblo elegido, y que cuando el
Mesías apareciera, aparecería únicamente para beneficio específico de la
nación judía. Nuestro Señor le declara aquí que Dios ama a todo el mundo sin
excepción; que el Mesías, el Hijo unigénito de Dios, es el don del Padre para
toda la familia de Adán; y que todo aquel que crea en Él para salvación, ya
sea judío o gentil, puede tener vida eterna. ¡Es imposible imaginar afirmación
más asombrosa para los oídos de un fariseo! ¡No se puede encontrar un
versículo más maravilloso en toda la Biblia! Que Dios ame a un mundo
malvado como este en lugar de odiarlo; que le ame como para proporcionar
la salvación; que a fin de proporcionar esta salvación no entregue a un ángel
o un ser creado, sino un don de valor incalculable como es su Hijo unigénito;
que esta gran salvación se ofrezca libremente a todo aquel que cree; ¡todo,
todo esto es ciertamente maravilloso! Esta era ciertamente una cosa
“celestial”.
Las palabras “amó Dios al mundo” han recibido dos interpretaciones bien
distintas. La importancia de esta cuestión en la actualidad hace deseable
exponer ambas tesis en su totalidad.
Algunos, como Hutcheson, Lampe y Gill, piensan que “mundo” significa
aquí los elegidos de Dios de cada nación, ya sean judíos o gentiles, y que el
“amor” con que se dice que Dios les ama es un amor eterno con que amó a
los elegidos antes de la Creación y por el que su llamamiento, justificación,
protección y salvación final están completamente asegurados. No creo que
esta idea, a pesar de tener el apoyo de muchos grandes teólogos, sea lo que
quiere decir nuestro Señor. Por un lado me parece que fuerza violentamente
el lenguaje para restringir la palabra “mundo” a los elegidos. Ciertamente, “el
mundo” es un nombre que en ocasiones se aplica exclusivamente a los
elegidos. Pero no veo que sea un nombre que se atribuya nunca a los santos.
Por otro lado, interpretar la palabra “mundo” únicamente como “los elegidos”
es pasar por alto la distinción que, en mi opinión, se establece claramente
entre toda la Humanidad y aquellos miembros de la Humanidad que creen. Si
“mundo” significa solamente la parte creyente de la Humanidad, habría
bastado decir: “De tal manera amó Dios al mundo, que ha dado a su Hijo
unigénito para que no se pierda”. Pero nuestro Señor no dice tal cosa. Dice:
“Todo aquel que en él cree [esto es, todo aquel del mundo que en Él cree]”.
Por último, limitar el amor de Dios a los elegidos es tener una opinión
estrecha y rígida de la naturaleza de Dios, y expone merecidamente al
cristianismo a las acusaciones modernas de que es cruel e injusto con los
impíos. Si Dios no piensa más que en sus elegidos y no se preocupa por
ningún otro, ¿cómo juzgará Dios al mundo? Creo en el amor electivo de Dios
el Padre con tanta convicción como cualquiera. Considero que el amor
especial con que Dios ama a las ovejas que ha entregado a Cristo desde la
Eternidad es una verdad bendita y reconfortante y de gran ánimo y provecho
para los creyentes. Solo digo que no es la verdad de la que habla este texto.
Creo que la verdadera interpretación de las palabras “amó Dios al mundo”
es la siguiente: “Mundo” hace referencia a toda la raza humana, tanto a
santos como a pecadores, sin excepción alguna. En mi opinión, la palabra se
utiliza de ese modo en Juan 1:10, 29; 6:33, 51; 8:12; Romanos 3:19; 2
Corintios 5:19; 1 Juan 2:2; 4:14. El “amor” del que se habla es ese amor de
piedad y compasión con que contempla Dios a todas sus criaturas, y
especialmente al género humano. Es el mismo sentimiento de “amor” que
aparece en el Salmo 145:9; Ezequiel 33:11; Juan 6:32; Tito 3:4; 1 Juan 4:10; 2
Pedro 3:9; 1 Timoteo 2:4. Es un amor incuestionablemente distinto e
independiente del amor especial que profesa Dios a sus santos. Es un amor
de piedad, y no de aprobación o satisfacción. Pero no es un amor menos real.
Es un amor que exime a Dios de injusticia al juzgar al mundo.
Estoy muy familiarizado con las objeciones que se suelen presentar a la
teoría que acabo de proponer. No veo peso alguno en ellas y no me preocupo
de darles respuesta. Creo que los que limitan el amor de Dios exclusivamente
a los elegidos adoptan una idea limitada y reducida de la naturaleza y los
atributos de Dios. Le niegan a Dios ese atributo de la compasión con el que
hasta un padre terrenal puede considerar a un hijo pródigo y ofrecerle el
perdón, aunque se desprecie su compasión y se rechacen sus ofrecimientos.
Hace tiempo que llegué a la conclusión de que los hombres pueden ser más
sistemáticos en sus afirmaciones que la propia Biblia y pueden caer en un
grave error venerando un sistema de forma idólatra. Las siguientes citas de
alguien que, por conveniencia, llamaré un calvinista concienzudo —me refiero
al obispo Davenant—, mostrarán que la idea que defiendo no es nueva.
En la Santa Escritura se da tan claro testimonio del amor general de
Dios hacia la Humanidad, y está tan demostrado por los abundantes
efectos de la bondad y la misericordia que Dios extiende a cada
hombre de este mundo, que dudar de ello sería pecar de incredulidad;
y negarlo, pura blasfemia (Davenant’s Answer to Hoard [Respuesta de
Davenant a Hoard], p. 1).
Dios no odia nada de lo que ha creado. Y, sin embargo, es
sumamente cierto que odia el pecado en cualquier criatura, y odia la
criatura infectada por el pecado en la medida en que se puede atribuir
odio a Dios. Pero a pesar de todo esto, amó de tal manera al género
humano, caído en Adán, que ha dado a su Hijo unigénito, para que
todo pecador que crea en Él no se pierda, mas tenga vida eterna. Y
Dios proporciona esta vida eterna al hombre de tal forma, que ninguno
de sus decretos puede llevar a un hombre a ella sin fe y
arrepentimiento y ninguno de sus decretos puede mantener fuera a un
hombre que se arrepiente y cree. En cuanto a la medida del amor de
Dios que se exhibe en el efecto externo sobre el hombre, no se debe
negar que Dios derrama su gracia sobre algunos hombres de manera
más abundante que sobre otros y obra de manera más poderosa y
eficaz en los corazones de algunos hombres que en los de otros, y esto
es únicamente según su voluntad. Pero aun así, cuando este amor más
especial no se extiende, su amor menos especial no se limita a
mercedes externas y transitorias, sino que alcanza bendiciones
interiores y espirituales, tales como las que llevan a los hombres a una
felicidad eterna, si su maldad voluntaria no lo obstaculiza. (Davenant’s
Answer to Hoard [Respuesta de Davenant a Hoard], p. 469).
Ningún teólogo de la Iglesia reformada en su sano juicio negará una
intención o un plan generales concerniente a la salvación de todos los
hombres individualmente por medio de la muerte de Cristo a condición
de que crean. Porque la intención o el plan de Dios es general y se
revela claramente en la Santa Escritura, aunque la intención absoluta e
irremisible de Dios con respecto al don de la fe y la vida eterna para
algunas personas sea especial y esté limitada exclusivamente a los
elegidos. Así lo he sostenido y así lo sostengo (Davenant’s Opinión on
the Gallican Controversy [La opinión de Davenant sobre la controversia
galicana]). [El galicanismo fue un movimiento del siglo XVII que definía
la autoridad del rey francés, la Iglesia francesa, el papado e,
indirectamente, de los Parlamentos franceses y las relaciones entre
todos ellos. N.E.].
Observa Calvino con respecto a este texto: “Cristo trajo vida porque el
Padre celestial ama a la raza humana y desea que no se pierda”. Luego dice:
“Cristo empleó el término universal de todo aquel tanto para invitar a todos
sin distinción a participar de la vida como para eliminar cualquier excusa por
parte de los incrédulos. Igual intención tiene el término mundo. Aunque no
hay nada en el mundo digno del favor de Dios, sin embargo, muestra su
deseo de reconciliarse con el mundo entero al invitar a todos los hombres sin
excepción a la fe de Cristo.
Brentano, Bucero, Calovio, Glassius, Chemnitio, Musculus, Bullinger,
Bengel, Nifanius, Dyke, Scott, Henry y Manton tienen la misma interpretación
del “amor” de Dios y el “mundo” en este texto.
La expresión “de tal manera” ha suscitado gran número de comentarios
por la profundidad de su significado. Sin lugar a dudas, significa “tan
grandemente, tanto”. El obispo Sanderson, citado por Ford, observa lo
siguiente: “No hay lengua o intelecto humano que pueda alcanzar a decir
cuánto abarca ese “de tal manera”: nada lo expresa más vívidamente que la
propia obra”.
[Que ha dado a su Hijo unigénito]. Notemos que el don de Cristo es
resultado del amor de Dios al mundo, y no su causa. Decir que Dios nos ama
porque Cristo murió por nosotros es ciertamente una lamentable teología.
Pero decir que Cristo vino al mundo a consecuencia del amor de Dios es la
verdad escrituraria.
Es notable la expresión “ha dado”. Cristo es el don de Dios el Padre a un
mundo perdido y pecaminoso. Fue dado de manera general para que fuera el
Salvador, el Redentor, el Amigo de los pecadores; a fin de hacer una
expiación suficiente para todos; y a fin de proporcionar una redención lo
suficientemente grande para todos. Para llevarlo a cabo, el Padre lo entregó
libremente para que fuera despreciado, rechazado, ridiculizado, crucificado,
contado como culpable y maldito por nosotros. Está escrito que fue
“entregado por nuestras transgresiones” y que Dios “no escatimó ni a su
propio Hijo, sino que lo entregó por todos nosotros” (Romanos 4:25; 8:32).
Cristo es el “don de Dios” del que se habló a la samaritana (Juan 4:10) y el
“don inefable” del que habla S. Pablo (2 Corintios 9:15). Él mismo dice a los
judíos malvados: “Mi Padre os da el verdadero pan del cielo” (Juan 6:32).
Observemos que este último texto fue el utilizado por Erksine para acallar a
la Asamblea General de Escocia cuando se le acusó de ofrecer a Cristo a los
pecadores demasiado liberalmente.
Observemos que, en este versículo, nuestro Señor se llama a sí mismo
“Hijo unigénito” de Dios. Dos versículos antes se ha llamado a sí mismo “Hijo
del Hombre”. Se utilizan ambos nombres para que Nicodemo tenga claras las
dos naturalezas del Mesías. No era únicamente el Hijo del Hombre, sino el
Hijo de Dios. Pero es extraordinario advertir que en ambos lugares se utilizan
exactamente las mismas palabras con respecto a la fe en Cristo. Si queremos
ser salvos, debemos creer en Él como Hijo del Hombre y como Hijo de Dios.
[Para que todo aquel que en él cree, etc. […] vida eterna]. Estas palabras
son exactamente las mismas que las del versículo anterior. La repetición de
esta gloriosa frase —“todo aquel que en él cree”— es muy instructiva. Por un
lado sirve para mostrar que, a pesar de lo grande y amplio que sea el amor
de Dios, será inútil para todo el que no crea en Cristo. Dios ama a todo el
mundo, pero Dios no salvará a nadie en el mundo que se niegue a creer en su
Hijo unigénito. Por otro lado nos muestra el gran punto al que todo cristiano
debiera dirigir su atención. Debe asegurarse de que cree en Cristo. Es una
completa pérdida de tiempo estar preguntándonos constantemente a
nosotros mismos si Dios nos ama y si Cristo murió por nosotros; y
preocuparnos por cuestiones semejantes demuestra una crasa ignorancia de
la Escritura. La Biblia nunca dice a los hombres que consideren estas
cuestiones, sino que les ordena que crean. Siempre enseña que la salvación
no gira en torno a la pregunta “¿murió Cristo por mí?”, sino en torno a la de:
“¿Creo en Cristo?”. Si los hombres no disfrutan de vida eterna, nunca es
porque Dios no les amara o porque no se entregara Cristo por ellos, sino
porque no creen en Cristo.
Para concluir este versículo, quiero señalar que la idea que sostienen
Erasmo, Olshausen, Wetstein, Rosenmuller y otros de que no contiene
palabras de nuestro Señor y que, a partir de este versículo hasta el 21, lo que
tenemos son los comentarios u observaciones de S. Juan, me parece
completamente infundada y sin el respaldo de un solo argumento que
merezca ser considerado. Que nuestro Señor no utilizó la tercera persona al
hablar de sí mismo, no sirve como argumento. Lo vemos a menudo hablando
de sí mismo en tercera persona (véase, por ejemplo, Juan 5:19–20). No se
gana absolutamente nada adoptando esa teoría, mientras que contradice la
creencia común de casi todos los creyentes en todas las épocas del mundo.
Flacius observa que este versículo y los dos anteriores comprenden todas
las causas de la justificación: 1) la causa eficaz lejana: el amor de Dios; 2) la
causa eficaz próxima: el don del Hijo de Dios; 3) la causa material: la
exaltación de Cristo en la Cruz; 4) la causa instrumental: la fe; 5) la causa
final: la vida eterna.
V. 17: [No envió Dios […] condenar […] mundo]. En este versículo,
nuestro Señor muestra a Nicodemo otra cosa “celestial”. Le muestra la
principal finalidad de la venida del Mesías al mundo. No fue para juzgar a los
hombres, sino para morir por ellos; no para condenar, sino para salvar.
Tengo la fuerte impresión de que, al pronunciar estas palabras, nuestro
Señor tenía en mente la profecía de David acerca de que el Mesías heriría a
las naciones con vara de hierro y la profecía de Daniel acerca del Juicio,
donde habla de los tronos que caen y del Anciano de días juzgando el mundo
(cf. Salmo 2:6–9; Daniel 7:9–22). Pienso que Nicodemo, como la mayoría de
los judíos, estaba lleno de expectativas acerca de que, cuando viniera el
Mesías, vendría con gran poder y gloria y juzgaría a todos los hombres. En
este versículo, nuestro Señor corrige esa idea. Declara que la Primera Venida
del Mesías no sería para juzgar, sino para salvar a las personas de sus
pecados. En otro lugar dice: “No he venido a juzgar al mundo, sino a salvar al
mundo” (Juan 12:47). Debemos recordar que la palabra griega para juzgar y
condenar es la misma. Nuestro Señor quiere que sepamos que el Juicio y la
condenación de los impíos no son el propósito de la Primera Venida, sino de
la Segunda. El propósito específico de la Primera Venida era buscar y salvar
lo que se había perdido.
[Para que el mundo sea salvo por él]. Está claro que esta frase debe
interpretarse con algunas matizaciones. Contradiría otros textos inequívocos
de la Escritura si su interpretación fuera: “Dios envió a su Hijo al mundo para
que el mundo pudiera salvarse finalmente a través de Él y nadie se perdiera”.
De hecho, nuestro Señor mismo declara en el versículo inmediatamente
posterior que “el que no cree, ya ha sido condenado”.
Evidentemente, el significado de la frase es que “todo el mundo tenga una
puerta abierta a la salvación por medio de Cristo; que se ofrezca la salvación
al mundo y de esa forma cualquier persona del mundo que crea se salve”.
Con esta interpretación, es semejante a la expresión de S. Juan: “El Padre ha
enviado al Hijo, el Salvador del mundo” (1 Juan 4:14).
No deberíamos pasar por alto la expresión “el Padre ha enviado” de este
versículo. En el Evangelio según S. Juan, esta expresión se aplica
frecuentemente a nuestro Señor. Le vemos hablando de Él al menos en
treinta y ocho ocasiones como “el que Dios envió”. Es probable que S. Pablo
obtuviera de esta expresión el nombre especial que otorga a nuestro Señor:
“Apóstol y sumo sacerdote de nuestra profesión” (Hebreos 3:1). El Apóstol
quiere decir simplemente: “El enviado”.
Es un hecho curioso la disposición del hombre natural en todas partes a
considerar a Cristo como Juez antes que como Salvador. Todo el sistema de la
Iglesia católica romana está marcado por esta idea. ¡Se enseña a las
personas a temer a Cristo y acudir a la Virgen María! Los ignorantes
protestantes no son mucho mejores. A menudo consideran a Cristo como una
especie de Juez cuyas exigencias habrán de satisfacer en el último día,
mucho más que un Salvador y Amigo personal en el presente. Nuestro Señor
parece prever este error y corregirlo en las palabras de este texto.
Observa Calvino sobre este versículo: “Cuando quiera que nuestros
pecados nos oprimen, cuando quiera que Satanás desee llevarnos a la
desesperación, debemos sostener este escudo: Dios no desea que seamos
devastados por una destrucción eterna, porque ha nombrado a su Hijo para
salvar al mundo”.
V. 18: [El que en él cree, no es condenado]. En este versículo, nuestro
Señor muestra a Nicodemo otra cosa “celestial”. Expone los privilegios de
creer y el peligro de no creer en el Hijo de Dios. Nicodemo se ha dirigido a Él
como maestro “venido de Dios”. Y Él quiere que Nicodemo sepa que es el
Altísimo y el Santísimo, que creer en Él supone la vida eterna mientras que,
no creer en Él, la destrucción eterna. Los hombres tenían ante sí la vida o la
muerte. Si creían en Él y lo recibían como el Mesías, se salvarían. Si no
creían, morirían en sus pecados.
La expresión “el que en él cree” merece particular atención. Es la tercera
vez en cuatro versículos que nuestro Señor habla de “creer” en Él y de sus
consecuencias. Muestra la inmensa importancia de la fe en la justificación del
pecador. Es aquello sin lo cual no se podría tener la vida eterna. Muestra la
asombrosa misericordia del Evangelio y cuán admirablemente se ajusta a las
necesidades de la naturaleza humana. Un hombre puede haber sido el peor
de los pecadores, pero con solo “creer” es perdonado de inmediato. En último
lugar, pero no por ello menos importante, muestra la necesidad de tener
ideas claras e inequívocas con respecto a la naturaleza de la fe salvadora y la
importancia de mantenerla completamente independiente de cualquier obra
en la cuestión de la justificación. La fe, y únicamente la fe, hace tener parte
en Cristo. Por paradójico y desconcertante que suene, es completamente
cierto el viejo dicho de los tiempos de Lutero: “La fe que justifica no es la que
incluye obras de caridad, sino la fe que se aferra a Cristo”.
La expresión “no es condenado” equivale a decir “es perdonado, absuelto,
justificado, eximido de toda culpa, liberado de la maldición de una ley
quebrantada, no contado ya como pecador, sino reconocido como
perfectamente justo a los ojos de Dios”. Considérese sobre todo la que la
frase está en presente. No se dice que el creyente “no será condenado en el
último día”, sino que “no es condenado”. En el mismísimo momento en que
un pecador cree en Cristo, se quitan sus iniquidades y se le cuenta como
justo: “De todo aquello de que por la ley de Moisés no pudisteis ser
justificados, en él es justificado todo aquel que cree” (Hechos 13:39).
[El que no cree, ya ha sido condenado]. Esta frase significa que el hombre
que se niega a creer en Cristo se encuentra en un estado de condenación
ante Dios aun en vida. Tiene sobre él la maldición, que todos merecemos, de
una ley quebrantada. Tiene sus pecados sobre su cabeza. Se le considera
culpable y muerto ante Dios y hay apenas un paso entre él y el Infierno. La fe
quita todos los pecados del hombre. La incredulidad los mantiene todos sobre
él. Por medio de la fe, uno se convierte en heredero del Cielo, aunque sea
mantenido fuera hasta su muerte. Por medio de la incredulidad, uno es ya
súbdito del diablo, aunque no se encuentre completamente en su poder y en
el Infierno. En el momento en que uno cree, se retiran todos los cargos contra
su nombre. Mientras uno no cree, está cubierto por sus pecados que le hacen
abominable a los ojos de Dios, y la ira justa de Dios está sobre él.
Señala Melanchton que la sentencia de condenación de Dios pronunciada
al comienzo —“ciertamente morirás”— se mantiene plenamente en vigor y
sin revocar contra todo aquel que no cree en Cristo. No es necesaria ninguna
nueva condenación. Todo hombre o mujer que no cree se encuentra bajo la
maldición y ya ha sido condenado.
[Porque no ha creído […] nombre […] Hijo de Dios]. Esta frase está
pensada precisamente para mostrar que no hay pecado tan grande y tan
destructor del alma como la incredulidad. En un sentido es el único pecado
imperdonable. Todos los demás pecados se pueden perdonar,
independientemente de cuántos y cuán grandes sean, y uno puede
presentarse ante Dios. Pero si uno no cree en Cristo, no hay esperanza para
él; y si insiste en su incredulidad, no puede ser salvo. No hay nada tan
ofensivo e injurioso para Dios como rechazar la gloriosa salvación conseguida
a tan alto precio por medio de la muerte de su Hijo unigénito. No hay nada
tan suicida por parte del hombre que dar la espalda al único remedio que
puede curar su alma. Otros pecados pueden ser de color carmesí, sucios y
abominables. Pero no creer en Cristo es cerrarnos la puerta del Cielo y
privarnos completamente de él. Se ha dicho acertadamente que el pecado de
Judas Iscariote de no creer Cristo para recibir el perdón tras haberle
traicionado fue mayor que la traición de entregarle a sus enemigos. Sin duda,
traicionarle fue un acto de enorme codicia, maldad e ingratitud. Pero no
buscarlo después por fe para recibir el perdón fue no creer en su
misericordia, amor y poder para salvar.
La expresión “el nombre” como objeto de la fe se explica en el versículo
1:12. Aquí, como muy a menudo, representa los atributos, la naturaleza y el
oficio del Hijo de Dios.
Lutero, citado por Brown, comenta: “De ahora en adelante, el que sea
condenado no debe quejarse de Adán y de su pecado innato. La semilla de la
mujer, que Dios prometió que heriría la cabeza de la serpiente, ya ha llegado
y ha expiado el pecado y apartado la condenación. Lo que debe hacer es
clamar contra sí mismo por no haber aceptado al Cristo y creído en Él, en
Aquel que aplastó la cabeza del diablo y estranguló al pecado. Si yo no creo
eso, mi pecado y condenación seguirán ahí”.
V. 19: [Esta es la condenación, etc.]. En este versículo, nuestro Señor
muestra a Nicodemo otra cosa “celestial” más. Despliega ante él la
verdadera causa de la destrucción de los que se pierden. Creo que nuestro
Señor estaba pensando principalmente en los judíos incrédulos de su tiempo
y en la verdadera razón de que le rechazaran. No era por falta de pruebas de
su mesiazgo. Tenían pruebas de sobra. El verdadero motivo era que no
estaban dispuestos a abandonar sus pecados. En segundo lugar, creo que
nuestro Señor tenía en mente la historia futura de todos los cristianos y la
verdadera causa de la destrucción de todos los que no se salvan en cada
época. No es porque haya falta de luz para guiar a los hombres al Cielo. No es
porque Dios carezca de amor o no quiera salvar. La verdadera razón es que
los hombres de todas las épocas aman sus propios pecados y no quieren ir a
Cristo para ser liberados de ellos.
La expresión “esta es la condenación” es evidentemente elíptica, y es
preciso atribuirle su significado completo. Probablemente equivalga a decir:
“Esta es la causa de la condenación, esta es su verdadera explicación”. Las
siguientes expresiones elípticas son, en cierto modo, similares, y todas se
hallan en 1 Juan: “Esta es la promesa”, “este es el amor”, “esta es la
victoria”, “esta es la confianza” (1 Juan 2:25; 5:3, 4, 14).
[Que la luz vino al mundo]. La cuestión en esta frase es si la “luz” hace
referencia a Cristo mismo o a la luz del Evangelio de Cristo. Me inclino a
pensar que nuestro Señor quería reunir ambas ideas. Ha venido al mundo
como una luz, y el Evangelio que ha traído consigo es como su autor, un
fuerte contraste con la ignorancia y la maldad de la Tierra.
[Los hombres amaron más las tinieblas que la luz]. Las “tinieblas” de esta
frase hacen referencia a las tinieblas morales y mentales: el pecado, la
superstición y la irreligiosidad. Los hombres no pueden ir a Cristo y recibir su
Evangelio sin abandonar todo esto, y lo aman demasiado como para
abandonarlo.
[Porque sus obras eran malas]. Esta frase significa que sus hábitos vitales
eran malignos y odiaban por naturaleza cualquier doctrina que exigiera un
cambio de dichos hábitos.
Me inclino a pensar que la utilización del pasado “amaron” en este
versículo debiera interpretarse en un sentido presente, como sucede a
menudo en el nuevo Testamento. El significado será entonces: “Los hombres
amaron, aman y amarán siempre las tinieblas debido a la corrupción de la
naturaleza humana, mientras perdure el mundo”. La frase se convierte
entonces en una solemne descripción del estado de cosas que no solo se
presenciaba entre los judíos durante la estancia de nuestro Señor en la
Tierra, sino que se presenciaría en todas partes hasta el final de los tiempos.
Este versículo merece particular atención debido a lo profundamente
misterioso que parece. Nos habla de la verdadera razón por que los hombres
no van al Cielo y se pierden en el Infierno. No se nos dice cuál es el origen del
mal. Se expresa con claridad la razón de que los hombres se pierdan. No hay
una sola palabra acerca de algún decreto de Dios que predestine a los
hombres a la destrucción. No hay una sola sílaba acerca de alguna
deficiencia o carencia, ya sea en el amor de Dios o en la expiación de Cristo.
Por el contrario, nuestro Señor nos dice que “la luz vino al mundo”, que Dios
ha revelado el camino de la salvación de manera suficiente como para que no
tengan excusa si no se salvan. Pero la verdadera explicación de esta cuestión
es que no tienen la disposición o inclinación natural a utilizar esta luz. Aman
sus propios caminos oscuros y corruptos más que los caminos que Dios les
ofrece. Cosechan, pues, el fruto de sus propios caminos y obtendrán
finalmente lo que amaban. Amaban las tinieblas y serán echados a las
tinieblas de afuera. No les gustaba la luz y, por tanto, serán privados de ella
eternamente. En resumen, las almas perdidas serán lo que deseaban ser y
tendrán lo que amaban.
Las palabras “porque sus obras eran malas” son muy instructivas. Nos
enseñan que, cuando los hombres no tienen amor alguno a Cristo y su
Evangelio y no los reciben, se demostrará al final que sus vidas y obras
fueron malas. Quizá sus hábitos no sean repugnantes e inmorales. Quizá
sean decentes y puros en términos comparativos. Pero el último día
demostrará que en realidad han sido “malos”. Se demostrará que el orgullo
intelectual, el egoísmo, el amor al aplauso humano o el rechazo a doblegar su
voluntad, el farisaísmo o algún otro falso principio han estado presentes en
toda su conducta. De una forma u otra, cuando los hombres rechazan ir a
Cristo, siempre se demostrará que sus obras fueron “malas”. El rechazo del
Evangelio estará siempre vinculado a alguna iniquidad moral. Cuando se
rechaza a Cristo, podemos estar completamente seguros de que hay una
cosa u otra en la vida o el corazón que no está bien. Si un hombre no ama la
luz, sus “obras son malas”. Quizá los ojos humanos no detecten el error; pero
los ojos de un Dios omnisciente sí.
Todo este versículo inspira una profunda humildad. Muestra la necedad de
todas las excusas extraídas de las dificultades intelectuales para no recibir el
Evangelio: la predestinación de Dios, nuestra incapacidad para
transformarnos a nosotros mismos o ver las cosas desde otro punto de vista.
Este solemne versículo echa por tierra cualquier excusa de este tipo. Las
personas no van a Cristo y prosiguen inconversas simplemente porque no
desean ni quieren ir a Cristo. Aman más cualquier otra cosa distinta de la luz.
Los elegidos de Dios demuestran ser elegidos “eligiendo” las cosas acordes a
la mente de Dios. Los malvados demuestran ser únicamente aptos para la
destrucción “eligiendo, amando y siguiendo” las cosas que conducen a la
destrucción.
Dice Quesnel acerca de este versículo: “La mayor desgracia de los
hombres no es que estén sujetos al pecado, la corrupción y la ceguera, sino
su rechazo al Libertador, el Médico y la Luz misma”.
V. 20: [Porque todo aquel que hace lo malo […]. Este versículo y el
siguiente son una aplicación práctica de todo lo que ha estado diciendo
nuestro Señor a Nicodemo y son también una conclusión lógica del versículo
anterior. Como el versículo que les precede, estos dos versículos se aplican
principalmente a los judíos de los tiempos de nuestro Señor y a continuación
a toda nación a la que llegue la luz del Evangelio. Son un extraordinario
llamamiento a la conciencia de aquel que busca y proporcionan una prueba
sumamente escrutadora de la sinceridad de quien se encuentre en el estado
de Nicodemo.
Las palabras “todo aquel que hace lo malo” significan toda persona
inconversa, todo aquel cuyo corazón no está en lo correcto y no es honrado a
los ojos de Dios y cuyas acciones son, en consecuencia, malas e impías.
Cualquier persona así “aborrece la luz y no viene a la luz”. No puede amar
verdaderamente a Cristo y el Evangelio y no buscará sinceramente y con
todo su corazón a Cristo por fe, ni abrazará su Evangelio hasta que haya sido
renovado. La razón de esto es que todo inconverso evita que su impiedad
quede de manifiesto. No desea que se descubran sus malignos caminos y
que su absoluta carencia de verdadera justicia y de verdadera preparación
para la muerte, el Juicio y la eternidad queden al descubierto para su
vergüenza. No le gusta que “sus obras sean […] reprendidas” y se aparta,
pues, de la luz y se mantiene lejos de Cristo.
Sin duda debemos ser cautos al aplicar este versículo. En el caso de
muchos inconversos, esta verdad es clara como la luz del mediodía. Aman el
pecado, odian la religión verdadera y se apartan todo lo posible del
Evangelio, la Biblia y las personas religiosas. En el caso de otros, esta verdad
no es tan patente a primera vista. Hay muchas personas inconversas que
profesan un agrado por el Evangelio y parecen no sentir prejuicios hacia él,
escucharlo con placer; y, sin embargo, permanecen inconversas. Pero, aun en
el caso de estas personas, se demostraría que el texto es completamente
cierto si se conocieran realmente sus corazones. A pesar de todo este
aparente amor a la luz, no la aman realmente con todo su corazón. Hay cosas
que aman más y que las mantiene apartadas de Cristo. Hay cosas a las que
no están dispuestos a renunciar y que no quieren que se descubra o
reprenda. Quizá los ojos del hombre no lo detecten, pero los de Dios sí. Al
final, se comprobará que el principio general del texto es cierto de todo aquel
que oye el Evangelio y muere inconverso. No amaba la luz completamente.
No quería ser cambiado realmente. No buscó la salvación honrada y
verdaderamente. Todo esto era cierto de los judíos en los tiempos de
Nicodemo y no lo es menos de todos los hombres a quienes llega el Evangelio
en la actualidad. Los corazones rectos siempre irán a Cristo. Si un hombre se
mantiene apartado de la luz, su corazón está equivocado. Es alguien que
“hace lo malo”. Existe una curiosa diferencia entre la palabra griega que se
traduce como “hace” en este versículo y la que se traduce como “practica”
en el siguiente. Stier y Alford consideran que es una diferencia instructiva y
significativa. Dicen que la palabra griega que se traduce como “hace lo malo”
hace referencia al hábito o a la acción sin fruto o resultado. Por el contrario,
la palabra griega que equivale a “practica la verdad” hace referencia a un
hacer el bien genuino: buen fruto, un bien que permanece.
V. 21: [El que practica la verdad, etc.]. Este versículo, huelga decirlo, está
íntimamente ligado al anterior. El versículo anterior describe al hombre
inconverso. El versículo que tenemos ante nosotros describe al que se ha
convertido.
La expresión “el que practica la verdad” hace referencia a la persona cuyo
corazón es honrado, aquella que verdaderamente se ha convertido, sin
importar cuán débil e ignorante sea, y cuyo corazón y actos son
consecuentemente sinceros y rectos a los ojos de Dios. Esta frase se
encuentra a menudo en los escritos de S. Juan (cf. Juan 18:37; 1 Juan 1:6–8;
2:4; 3:19; 2 Juan 1; 3 Juan 3:3). Toda persona que es así vendrá siempre a
Cristo y abrazará su Evangelio cuando se le presente. Tendrá un deseo
sincero de que “sus obras” sean manifiestas y de que se descubra su
verdadera naturaleza ante sí mismo y ante los demás. Tendrá un deseo
sincero de saber si sus hábitos vitales son verdaderamente piadosos, o
“[hechos] en Dios”.
El principio aquí establecido es de gran importancia y la experiencia
demuestra que la aseveración del texto siempre se confirma con los hechos.
Creo que no hubo un hombre verdaderamente bueno entre los judíos en
tiempos de nuestro Señor que no recibiera a Cristo de inmediato y acogiera
su Evangelio en cuanto se le presentó. Natanael fue un ejemplo. Era un
hombre en el que “no [había] engaño” bajo la oscura luz de la Ley de Moisés
tal como la ministraban los fariseos y escribas. Pero en el momento en que se
le mostró al Mesías, lo recibió y creyó en Él. Así también, creo que cuando el
Evangelio entra en una Iglesia, una parroquia o una congregación, los
corazones verdaderos siempre lo reciben y abrazan alegremente. Es
imposible ser un hombre verdaderamente piadoso y, sin embargo, negarse a
acudir a Cristo. El que oye a Cristo y no va a Él ni cree en Él como el camino
de salvación señalado por Dios, tiene algo fatalmente erróneo en su interior.
No “practica la verdad” realmente. No es un converso. La luz del Evangelio es
un potente imán. Si hay alguien que alberga la religión verdadera en su radio
de acción, lo atraerá hacia sí. Es imposible ser verdaderamente religioso y no
gravitar en torno a Aquel que es el centro de toda luz y verdad. Si un hombre
rechaza a Cristo, no puede ser piadoso.
Es clara y obvia la aplicación de los dos últimos versículos al caso de
Nicodemo y los judíos que se encontraban en el mismo estado que él.
Nuestro Señor deja en la mente del fariseo una conclusión solemne y
escrutadora: “No pienses que puedes mantenerte apartado de mí tras oír
estas palabras y salvarte. Si buscas la Verdad con verdadero fervor y tu
corazón es honrado y sincero, debes proseguir; debes venir a la luz y
abrazarla, y lo harás independientemente de lo grande que sea tu ignorancia
actual. Si, por otro lado, no deseas realmente servir a Cristo, lo demostrarás
manteniéndote apartado de mi Evangelio y no confesándome como el
Mesías”. Es un pensamiento reconfortante el que los acontecimientos
posteriores demostraran que Nicodemo era un hombre en el que “no [había]
engaño”. Utilizó la luz que nuestro Señor le suministró misericordiosamente.
Siguió adelante y habló a favor de Cristo en el Concilio. Y al final, cuando
ayudó valerosamente a sepultar a Cristo, manifestó a todo Israel que “sus
obras [eran] hechas en Dios”.
Observemos que los dos versículos que cierran el discurso de nuestro
Señor a Nicodemo son una prueba sumamente indicativa de la sinceridad y la
situación de aquellos que parecen buscar denodadamente en la religión. Si
son sinceros y veraces, proseguirán y llegarán a la luz plena de Cristo. Si no
son honrados y sinceros, sino que simplemente están influidos por un
entusiasmo transitorio, probablemente se apartarán de la luz y ciertamente
no se acercarán a Cristo ni llegarán a ser discípulos suyos. Los ministros
debieran recalcarlo a todos los que buscan. “Si eres veraz, vendrás a la luz. Si
no eres veraz, te echarás atrás o te quedarás quieto; no te acercarás y
aproximarás a Cristo”. Será una prueba infalible. Los que deseen comprobar
cuán débiles y, no obstante, cuán veraces, pueden ser los comienzos de la
gracia en un corazón —como se demuestra en el caso de Nicodemo—
encontrarán esta cuestión tratada con la mayor destreza en un pequeño libro
de Perkins, escasamente conocido, que se titula: A Grain of Mustard Seed (Un
grano de semilla de mostaza). Un hombre puede experimentar el comienzo
de la regeneración en su corazón y, sin embargo, ser tan ignorante como
para no saber lo que es.
¡Como conclusión de estas largas notas, cuya extensión debe disculpar la
inmensa importancia del pasaje, creo que debemos advertir que jamás se
oye una palabra acerca del bautismo de Nicodemo! Este hecho me parece
una sólida prueba paralela de que nuestro Señor no tenía en mente el
bautismo de agua cuando dijo a Nicodemo que debía nacer de agua y del
Espíritu.
Observemos otra cosa antes de terminar con la cuestión de la
conversación de nuestro Señor con Nicodemo. Se trata de la particular
abundancia de contenido que caracteriza el discurso de nuestro Señor. En el
espacio de veinte versículos leemos acerca de la obra de las tres personas de
la Trinidad: el amor de Dios, la muerte del Hijo en la Cruz y la obra del
Espíritu en el nuevo nacimiento del hombre; la corrupción de la naturaleza
humana; la naturaleza de la regeneración y la eficacia de la fe en Cristo; la
forma de escapar a la perdición en el Infierno; la verdadera causa de la
condenación del hombre si se pierde y las verdaderas señales de sinceridad
en el que busca. ¡Nunca se ha pronunciado un sermón más completo que el
que se predica aquí a Nicodemo en el transcurso de una noche! ¡Casi no
queda ningún punto teológico importante que quede sin tocar!
Juan 3:22–36

Hay una razón que hace que este pasaje sea especialmente merecedor
de la atención de todos los lectores devotos de la Biblia. Contiene el
último testimonio de Juan el Bautista con respecto a nuestro Señor
Jesucristo. Ese fiel hombre de Dios fue el mismo al final de su
ministerio que al comienzo; el mismo en sus ideas acerca de sí mismo;
el mismo en sus ideas acerca de Cristo. ¡Bienaventurada la Iglesia
cuyos ministros son tan firmes, valientes y constantes en una sola cosa
como Juan el Bautista!
En estos versículos tenemos en primer lugar un humillante ejemplo
de las mezquinas envidias y el espíritu partidista que puede existir
entre los maestros de la religión. Se nos dice que los discípulos de Juan
el Bautista estaban ofendidos debido a que el ministerio de Jesús había
empezado a concitar más atención que el de su maestro. “Vinieron a
Juan y le dijeron: Rabí, mira que el que estaba contigo al otro lado del
Jordán, de quien tú diste testimonio, bautiza, y todos vienen a él”.
Por desgracia, el espíritu que se exhibe en esta queja es muy
común en las iglesias de Cristo. El linaje de estas personas jamás se ha
interrumpido. Nunca faltan los maestros religiosos que se preocupan
más del crecimiento de su propia facción que del crecimiento del
cristianismo verdadero; y que son incapaces de regocijarse por la
propagación de la religión si se propaga en algún sitio fuera de sus
límites. Hay una generación incapaz de ver bien alguno fuera de las
filas de sus propias congregaciones y que parece dispuesta a cerrar las
puertas del Cielo a los hombres si no entran bajo su estandarte.
El verdadero cristiano debe vigilar y orar contra el espíritu que
manifiestan aquí los discípulos de Juan. Es muy insidioso, muy
contagioso y muy injurioso para la causa de la religión. No hay nada
que ensucie tanto al cristianismo ni proporcione a los enemigos de la
Verdad mejores oportunidades para blasfemar que la envidia y el
partidismo entre los cristianos. Debemos estar dispuestos a reconocer
la gracia verdadera dondequiera que esté, aunque se encuentre fuera
de nuestros límites. Deberíamos esforzarnos en decir con el Apóstol:
“Cristo es anunciado; y en esto me gozo, y me gozaré aún” (Filipenses
1:18). Si se hace el bien, deberíamos estar agradecidos
independientemente de los medios que Dios considere oportuno
utilizar.
Tenemos, en segundo lugar, un espléndido patrón de la humildad
verdadera y piadosa. En Juan el Bautista vemos un espíritu muy
distinto del que exhiben sus discípulos. Comienza por establecer el
gran principio de que la aceptación del hombre es un don especial de
Dios y no debemos ofendernos, pues, cuando otros hallan mayor
aceptación que nosotros. “No puede el hombre recibir nada, si no le
fuere dado del cielo”. Pasa a recordar a sus seguidores su repetida
declaración de que habría de venir uno mayor que él: “Dije: Yo no soy
el Cristo”. Les dice que, comparado con el de Cristo, su oficio es el de
amigo del novio encomparación con el novio. Y, finalmente, afirma con
solemnidad que él mismo debe ir perdiendo importancia gradualmente
hasta que, como una estrella eclipsada por el Sol naciente, haya
desaparecido por completo.
Una mentalidad semejante a esta es el grado de virtud más elevado
que puede alcanzar un hombre mortal. El santo más grande a los ojos
de Dios es aquel que está más completamente revestido de humildad
(cf. 1 Pedro 5:5). ¿Queremos conocer el principal secreto para ser
hombres con el sello de Abraham, Moisés, Job, David, Daniel, S. Pablo y
Juan el Bautista? Todos eran hombres eminentemente humildes.
Viviendo como vivían en distintas épocas y disfrutando distintos grados
de luz, todos coincidían en esta cuestión. No veían más que pecado y
debilidad en ellos mismos. Daban a Dios toda la alabanza por lo que
eran. Sigamos sus pasos. Anhelemos fervientemente los mejores
dones; pero, por encima de todo, anhelemos la humildad. El camino al
verdadero honor es ser humildes. Cristo no alabó jamás a nadie como
ese mismo hombre que aquí dice: “Es necesario que […] yo mengüe”;
el humilde Juan el Bautista.
En estos versículos tenemos, en tercer lugar, una instructiva
declaración del honor y la dignidad de Cristo. Juan el Bautista enseña
una vez más a sus discípulos la verdadera grandeza de la persona
cuya creciente popularidad les ofendía. Una vez más, y quizá la última,
le proclama como alguien digno de todo el honor y toda la alabanza.
Utiliza una asombrosa expresión tras otra a fin de transmitir una idea
correcta con respecto a la majestad de Cristo. Habla de Él como “el
novio” de la Iglesia; como “el que de arriba viene”; como “el que Dios
envió”; como Aquel al que “Dios no da el Espíritu por medida”; como
Aquel a quien “el Padre ama” y a quien “todas las cosas ha entregado
en su mano”. Creer en Él implica vida eterna; y rechazarle, destrucción
eterna. Cada una de estas frases está repleta de un profundo
significado y proporcionaría materia para un largo sermón. Todas
muestran la profundidad y el alcance de los logros espirituales de Juan.
No se han escrito cosas más honorables acerca de Cristo que estos
versículos que dejan constancia de lo que habló Juan el Bautista
Esforcémonos en la vida y en la muerte para sostener las mismas
ideas que expresa Juan aquí acerca del Señor Jesús. Jamás podemos
dar demasiada importancia a Cristo. Nuestras ideas con respecto a la
Iglesia, el ministerio y los sacramentos pueden volverse exageradas y
extravagantes con gran facilidad. Nunca podremos tener ideas
demasiado elevadas acerca de Cristo, nunca podremos amarle
demasiado, confiar en Él demasiado incondicionalmente, apoyarnos
demasiado en Él ni alabarle demasiado. Es digno de todo el honor que
podamos darle. Lo será todo en el Cielo. Asegurémonos de que lo sea
todo en nuestros corazones aquí en la Tierra.
En estos versículos tenemos, finalmente, una clara aseveración de
la cercanía y la presencia de la salvación de los verdaderos cristianos.
Juan el Bautista declara: “El que cree en el Hijo tiene vida eterna”. No
se supone que deba mirar hacia el futuro a un privilegio en la lejanía
con un corazón apesadumbrado. “Tiene” vida eterna en cuanto cree. El
perdón, la paz y el completo derecho al Cielo son una posesión
inmediata. Se convierten en propiedad del creyente desde el
mismísimo momento en que deposita su fe en Cristo. No serán más
suyos aunque viva tantos años como Matusalén.
La verdad que tenemos ante nosotros es uno de los privilegios más
gloriosos del Evangelio. No hay obras que hacer, condiciones que
cumplir, precio que pagar o examen que pasar antes de que un
pecador pueda ser aceptado por Dios. Tan solo con creer en Cristo,
será perdonado de inmediato. El mayor de los pecadores tiene la
salvación a su alcance. Tan solo con arrepentirse y creer, será suya hoy
mismo. Por medio de Cristo, todos los que creen son justificados
inmediatamente de todas las cosas.
Terminemos este pasaje con un pensamiento serio y escrutador. Si
la fe en Cristo trae consigo privilegios inmediatos y presentes,
permanecer en la incredulidad es encontrarse en un estado de
tremendo peligro. Si el Cielo está muy cerca del creyente, el Infierno
debe de estar muy cerca del incrédulo. Cuanto mayor sea la
misericordia que ofrece el Señor Jesús, mayor será la culpa de los que
la rechazan y desestiman: “El que rehúsa creer en el Hijo no verá la
vida, sino que la ira de Dios está sobre él”.

Notas: Juan 3:22–36


V. 22: [Vino Jesús […] a la tierra de Judea]. Algunos han deducido de esta
expresión que la conversación entre Cristo y Nicodemo no se produjo en
Jerusalén o Judea, sino en Galilea. Otros han pensado que debe suponerse un
dilatado intervalo entre la conversación y los acontecimientos aquí narrados.
No puedo estar de acuerdo con ninguna de estas opiniones. Creo que la
verdadera explicación es que “la tierra” de que se habla aquí hace referencia
a la parte rural o el territorio de Judea en contraposición a la capital,
Jerusalén. El significado sería entonces que Jesús abandonó la ciudad y fue a
las zonas campestres. La expresión “tú, Belén, de la tierra de Judá”, es similar
(Mateo 2:6).
[Estuvo allí]. La palabra griega así traducida habla de un día prolongado.
En otras partes se traduce como “continuó” o “permaneció”. Es digno de
atención que, evidentemente, no se deje constancia en los Evangelios de
muchos de los acontecimientos del ministerio de nuestro Señor en Jerusalén
y en la región circundante.
[Y bautizaba]. En el próximo capítulo veremos que nuestro Señor no
bautizaba con sus propias manos, sino que dejaba en manos de sus
discípulos la administración del sacramento como una obra inferior a la
predicación (cf. Juan 4:2).
Observa Lightfoot que “la administración de los sacramentos de Cristo por
parte de sus ministros, según su institución, es como si fuera suya propia.
Cuando bautizan sus discípulos se habla de su [de Cristo] bautismo”.
A menudo se han planteado las siguientes preguntas: “¿En qué nombre se
administraba este bautismo? ¿Era un bautismo que necesitaba repetirse tras
Pentecostés?”. La respuesta más probable a esta primera pregunta es que
era un bautismo en el nombre de Jesús sobre la profesión de la creencia de
que era el Mesías. La respuesta más probable a la segunda pregunta es que
ciertamente no era un bautismo que precisara ser repetido. Suponer que ese
bautismo administrado por los discípulos de nuestro Señor bajo la mirada de
nuestro Señor y por mandato de nuestro Señor no era un sacramento tan
provechoso y eficaz como cualquier bautismo administrado posteriormente
es una suposición sumamente improbable.
Aquí podríamos comentar que no existe base alguna para la idea
generalizada de que es absolutamente necesario que el bautismo se
administre en el nombre de la Trinidad a fin de que sea un bautismo válido y
cristiano. En los tres casos documentados en Hechos se nos dice
expresamente que el bautismo se administraba en el nombre de Jesucristo, y
no se hace mención alguna de las tres personas de la Trinidad
simultáneamente (cf. Hechos 2:38; 8:37; 10:48). Comoquiera que sea, debe
recordarse que en todos estos casos el bautismo en el nombre de Cristo era
prácticamente en el nombre de la Trinidad. Era una confesión de fe en Aquel
a quien el Padre ha enviado y que es dador del Espíritu Santo.
Por regla general, no se debe dudar que el bautismo en la Iglesia de Cristo
debe ser en el nombre de la Trinidad (Mateo 28:19). Pero es completamente
seguro que, en este pasaje que tenemos ante nosotros, los discípulos de
nuestro Señor no bautizaron en el nombre de la Trinidad; y que ese bautismo
en el nombre de Jesús es un bautismo cristiano válido parece claro a partir de
los pasajes citados en Hechos.
Señala Hutcheson que “la propia presencia corporal de Cristo, lleno del
Espíritu sin medida, no eliminaba la utilización de sacramentos externos”
como el bautismo. La opinión de los cuáqueros —que bajo el Evangelio no
necesitamos sacramentos externos —es difícil de reconciliar con un texto
como este.
V. 23: [Juan bautizaba también]. Difícilmente podemos dudar que Juan
bautizara a todos los que venían a él en esta etapa de su ministerio en el
nombre de Jesús, sobre la confesión de fe de que Jesús era el Mesías. Parece
sumamente improbable que, tras señalar públicamente a Jesucristo como el
Cordero de Dios y el Salvador prometido, se contentará con bautizar con el
bautismo del arrepentimiento que había administrado antes de la aparición
de Cristo. En resumen, el bautismo de Juan en este período y el bautismo
administrado por los discípulos de Cristo debió de haber sido exactamente el
mismo.
Puedo señalar aquí que la opinión sostenida por los católicos romanos, y
aquellos que están de acuerdo con ellos, de que existe una diferencia
esencial entre el bautismo de Juan y el bautismo cristiano me parece
completamente infundada. Estoy de acuerdo con Brentano, Lightfoot y la
mayoría de comentaristas protestantes en que el bautismo de Juan y el
bautismo cristiano diferían únicamente en la forma, pero eran esencialmente
el mismo, y que la persona bautizada por Juan el Bautista no necesitó volver
a ser bautizada tras el día de Pentecostés. A menos que adoptemos esta
tesis, no veo evidencia alguna de que Pedro, Andrés, Santiago y Juan
recibieran el bautismo cristiano en absoluto. No hay una sola palabra en el
Evangelio que muestre que volvieran a bautizarse tras abandonar la
compañía de Juan el Bautista y convertirse en discípulos de Cristo. Más aún,
se nos dice expresamente que “Jesús no bautizaba” (Juan 4:2). El único
bautismo que recibieron los primeros Apóstoles parece haber sido el de Juan
el Bautista. Creo que este hecho demuestra de forma incontrovertible que el
bautismo de Juan tenía esencialmente el mismo valor que el bautismo
cristiano y que una persona bautizada por Juan no tenía necesidad de
bautizarse de nuevo.
El famoso pasaje de Hechos (Hechos 19:1–6), que siempre se cita en
oposición a la idea que sostengo, no me parece concluyente y decisivo en
absoluto con respecto a la cuestión que tenemos ante nosotros. Por un lado,
parece que las personas que se describen en ese pasaje como únicamente
bautizadas por el bautismo de Juan desconocían los rudimentos del
cristianismo. Decían: “Ni siquiera hemos oído si hay Espíritu Santo”. Esa
expresión muestra muy a las claras que no habían escuchado a Juan el
Bautista, que hablaba a menudo del Espíritu Santo (Mateo 3:11) y no habían
sido bautizados por él mismo. Es muy probable que fueran habitantes de
Éfeso que solo habían oído predicar a Apolos y sabían menos aún que su
maestro. Si S. Pablo no consideró necesario administrar el bautismo a
discípulos tan ignorantes como estos, incapaces de explicar el cristianismo
sensatamente, es una cuestión sobre la que no quiero definirme. Pero, aparte
de esto, no es de ningún modo seguro que estos discípulos fueran bautizados
de nuevo en agua. Brentano sostiene que las palabras “fueron bautizados en
el nombre del Señor Jesús” hacen referencia al bautismo del Espíritu. Streso
sostiene que estas palabras son la última frase del sermón de S. Pablo a
estas personas ignorantes. No puedo decir que ninguna de estas dos últimas
ideas sea del todo satisfactoria. Lo único que digo es que prefiero
infinitamente cualquiera de ellas antes que una opinión tan monstruosa como
la católica romana de que el bautismo de Juan no era cristiano en absoluto y
era preciso repetirlo. Los obstáculos con que se encuentra esta interpretación
me parecen mucho mayores que los de la interpretación que sostengo. Decir
que los primeros cinco apóstoles no recibieron bautismo cristiano alguno es
realmente absurdo. Aseverar que Cristo mismo los bautizó es afirmar algo de
lo que la Biblia no nos da el más mínimo indicio. No hay la menor evidencia
de que Jesús bautizara a una sola persona. Considero ineludible la conclusión
de que Andrés, Juan, Pedro, Felipe y Natanael recibieron el bautismo de Juan,
o bien ninguno en absoluto.
Independientemente de lo que piensen los hombres con respecto al
bautismo de Juan antes de la aparición de nuestro Señor, jamás demostrarán
que el bautismo que se administra en el texto que tenemos ante nosotros no
fuera un bautismo cristiano. Suponer que Juan seguiría administrando un
sacramento que sabía imperfecto mientras que los discípulos de Cristo
administraban el bautismo cristiano a unos pocos kilómetros de allí es
simplemente absurdo.
[Enón, junto a Salim]. No se conoce con certeza la ubicación de este lugar.
Es probable que se encontrara en alguna parte de Judea. En la lista de
ciudades que se entregan a la tribu de Judá encontramos “Silhim y Aín”
juntas (Josué 15:32). Es muy posible que estas dos sean las “Enón y Salim”
que ahora se nos presentan. Todo el mundo conoce los grandes cambios que
experimentan los nombres propios al cambiar de un idioma a otro.
[Porque había allí muchas aguas]. A menudo se supone por esta expresión
que el bautismo de Juan era por inmersión y no por aspersión, y que debido a
esto se necesitaba un gran suministro de agua. Quizá fuera así. Es un asunto
sin importancia. Comoquiera que sea, que la inmersión es necesaria para la
validez del bautismo y que la aspersión no es suficiente son puntos que no se
pueden demostrar a partir de la Escritura. Siempre y cuando se utilice el
agua, parece dejarse como algo indiferente el que a la persona bautizada se
la sumerja o se la rocíe. Me resulta difícil creer que los 3000 bautizados en el
día de Pentecostés, o el carcelero y su familia bautizados a medianoche en la
prisión filipense, fueran todos sumergidos. Sabiamente, la Iglesia anglicana
permite la aplicación del agua por cualquiera de estos métodos. Suponer que
a los clérigos ingleses les está vedada la inmersión es pura ignorancia.
[Venían, y eran bautizados]. Esta es una frase elíptica. No se nos dice a
quién se hace referencia. Es como la forma impersonal que se utiliza en
Mateo 5:15, y en general significa “personas”.
V. 24: [Juan no había sido aún encarcelado]. Aquí se indica la diligencia de
Juan en la obra de su Maestro. Sin duda sabía que su ministerio se había
cumplido una vez que Cristo apareció y que el momento de su partida y su
muerte violenta a manos de Herodes estaba cerca. Sin embargo, trabajó
hasta el mismísimo fin: “Bienaventurado aquel siervo al cual, cuando su
señor venga, le halle haciendo así” (Mateo 24:46).
Teofilacto piensa que la providencia de Dios permitió la muerte temprana
de Juan para evitar cualquier interferencia entre su ministerio y el de Cristo.
V. 25: [Entonces […] discusión […] discípulos […] judíos […] purificación].
Solo podemos conjeturar acerca de la naturaleza y las características
específicas de esta discusión. El contexto únicamente permite que nos
hagamos una idea. Parece probable que se tratara de una discusión entre los
judíos incrédulos y los discípulos de Juan el Bautista con respecto al valor
comparativo de los dos bautismos que se estaban administrando en Judea,
esto es, el bautismo de Juan y el de Cristo. ¿Cuál purificaba más? ¿Cuál era
más eficaz? ¿Cuál de los dos era más valioso? Los judíos probablemente se
mofaron de los discípulos de Juan por el declive en la popularidad de su
maestro. Los discípulos de Juan, en su ignorante celo y apasionamiento por
su maestro, probablemente defendieron que no podía haber bautismo más
purificador y valioso que el de su propio maestro.
Comenta Wordsworth acerca de la palabra “purificación” que S. Juan
jamás utiliza la palabra “bautismo” y jamás llama a Juan el Bautista por su
apodo común: “el Bautista”. Dice: “Juan ya no era el Bautista cuando escribió
S. Juan. El bautismo de Juan ya había pasado”.
Musculus observa con respecto a este versículo la excesiva disposición de
los hombres en todas las épocas a provocar polémicas, controversias y
persecuciones en lo referente a las ceremonias instituidas por el hombre,
mientras que no muestran celo alguno por la fe, la esperanza, el amor, la
humildad, la paciencia, la mortificación de la carne y la renovación del
Espíritu.
Ciertamente, las controversias con respecto al bautismo parecen ser de
las más antiguas y perniciosas que han aquejado a la Iglesia.
V. 26: [Vinieron a Juan, etc.]. El lenguaje de todo este versículo parece
tener el propósito de mostrar que los discípulos de Juan eran celosos del
ministerio de su maestro y que el declive en su popularidad a raíz de la
aparición de nuestro Señor en Judea como maestro público era motivo de
molestia para ellos. Este versículo es un ejemplo instructivo de la
mezquindad y el espíritu partidista tan dolorosamente comunes entre los
cristianos cuando la aparición de un ministro interfiere en la popularidad de
otro.
[El que estaba contigo […] tú diste testimonio]. Esta expresión muestra lo
público y notorio que era el testimonio que daba Juan de nuestro Señor como
el Mesías y el Cordero de Dios. No era un testimonio que se diera en un
rincón, sino que todos los discípulos de Juan lo oyeron y conocieron
plenamente. Parece que causó poco efecto en sus mentes. Las palabras
llegaban a sus oídos, pero no iban mucho más lejos.
[Bautiza]. Esta expresión implica en parte sorpresa y en parte queja. En
cualquier caso, nos muestra lo poco que la mayoría de los discípulos de Juan
entendían que Jesús era el Mesías prometido en las profecías. Si lo hubieran
entendido, probablemente no se hubieran sorprendido ni molestado porque
bautizara y se estuviera haciendo popular. Más bien lo habrían esperado y se
habrían regocijado por ello. Es una de las muchas pruebas de que los oyentes
pueden amar a sus ministros y estos pueden decirles la verdad fielmente y,
sin embargo, ser completamente incapaces de que les entiendan o crean en
ellos. Pocos son como Andrés, y “[siguen] a Jesús” cuando su ministro dice:
“He aquí el Cordero”. La mayoría parece no escuchar en absoluto.
[“Todos vienen a él”]. Sin duda, estas palabras deben interpretarse
matizadamente. La expresión “todos” solamente significa “muchas
personas”. Sabemos que es un hecho que no todos los hombres fueron a
Cristo. Más aún, debemos recordar que, de entre aquellos que sí fueron a
Cristo, fueron muy pocos los que creyeron. En la respuesta a sus discípulos,
Juan dice: “Nadie recibe su testimonio”. Debemos ser comprensivos con la
irritación con que hablaron los discípulos de Juan. Cuando los hombres se
enojan al ver cómo mengua su facción, a menudo se ven tentados a utilizar
expresiones exageradas e inapropiadas.
Comenta Hutcheson acerca de este versículo que “la rivalidad carnal es
un antiguo y gran pecado en la Iglesia, aun entre los maestros, siendo fruto
corrupto de un carácter carnal considerar el éxito de los dones de un hombre
como una degradación de los de otro que es fiel y contar la obra floreciente
de Dios en un ministro como deshonra de otro que tiene menos seguidores”.
Comenta Cirilo acerca de este versículo cuán admirablemente puede
extraer Dios bien aun de un aparente mal. Aquí, como en muchos casos, una
afirmación carnal y cruel de labios de los discípulos de Juan da pie al
admirable testimonio de Juan acerca de Cristo.
V. 27: [Respondió Juan […] el hombre recibir nada, etc.]. Esta frase es la
declaración de una verdad religiosa general. El éxito, la ascensión y el
aumento de la influencia son dones que Dios tiene en sus manos por entero.
Si la popularidad de un ministro fiel decae mientras que aumenta la
popularidad e influencia de otro sobre los corazones de los hombres, es cosa
de Dios, y debemos someternos a su determinación (cf. Salmo 75:6).
La aplicación de esta frase no es a Cristo (como pensaba Crisóstomo), sino
al propio Juan el Bautista (como pensaba S. Agustín). Su significado es: “No
depende de mí tener éxito continuamente en mi ministerio. Solo puedo
recibir lo que Dios me da. Si considera oportuno conceder a cualquier otro
más aceptación entre los hombres que a mí, no puedo evitarlo y no tengo
derecho a quejarme. Todo éxito procede de Dios. Todo lo que he tenido en
cualquier período de mi ministerio ha sido recibido, no he merecido nada”.
Aplicar la frase a nuestro Señor me parece una interpretación insatisfactoria y
despectiva hacia la dignidad del ministerio de Cristo. Los que adoptan esta
tesis probablemente preferirán traducir la palabra “recibir” como: “Ningún
hombre puede tomar nada para sí”. La frase sería entonces como las
palabras de S. Pablo a los Hebreos: “Nadie toma para sí esta honra, sino el
que es llamado por Dios, como lo fue Aarón” (Hebreos 5:4). Pero la traducción
“recibir” y la aplicación a Juan el Bautista me parecen más concordante con
el texto y el espíritu general de la respuesta de Juan. Y aunque no se debe
insistir demasiado en la palabra “hombre”, no puedo evitar pensar que Juan
la utiliza intencionadamente a fin de señalarse a sí mismo: “Un mero hombre
como yo no puede recibir nada, si no le fuere dado del Cielo”.
Lightfoot piensa que la palabra griega traducida como “recibir” significa
“percibir” o “aprehender”, y que Juan quería decir: “Veo por vuestro ejemplo
que ningún hombre puede aprender o entender nada a menos que lo reciba
del Cielo”. Considera la frase de Juan como una reprensión a sus discípulos
por su incredulidad y su necedad. Yo pondría en duda que la palabra griega
incorpore el significado que Lightfoot quiere atribuirle.
La expresión “del cielo” equivale a decir “de Dios” (cf. Daniel 4:26; Lucas
15:21).
Todo este versículo es un antídoto sumamente útil contra esos celos que
surgen a veces en la mente de un ministro cuando ve el ministerio de un
hermano prosperar más que el suyo propio.
V. 28: [Vosotros mismos me sois testigos de que dije, etc.]. Juan recuerda
aquí a sus discípulos que les ha dicho repetidamente que él no era el Cristo y
que solo era un precursor enviado antes que Aquel. Tendrían que haberlo
recordado. Si lo hubieran hecho, no se habrían sorprendido del auge y el
progreso del ministerio de Cristo, sino más bien habrían esperado que
eclipsara y superara a su maestro.
El versículo es un ejemplo aleccionador de la desmemoria de los oyentes.
El testimonio que da Juan de la dignidad de Cristo y su superioridad con
respecto a él se ha repetido constantemente. Pero todo había caído en saco
roto para sus discípulos, y cuando Cristo empezó a recibir mayores honores
que su maestro y su propio grupo comenzó a ser menor que el de los
discípulos de Cristo, se ofendieron. Las personas tienen mala memoria para
aquello que no les gusta.
V. 29: [El que tiene […] esposa […] esposo, etc.]. En este versículo, Juan
explica por medio de una analogía familiar las posiciones respectivas que
ocupaban Cristo y él mismo. Al analizarla es importante no forzar demasiado
los puntos de semejanza. Es una analogía que exige ser tratada con
reverencia, decoro y prudencia.
La “esposa” del versículo hace referencia a toda la congregación de los
creyentes: La esposa del Cordero (Apocalipsis 21:9). El esposo es el Señor
Jesucristo mismo. El “amigo del esposo” hace referencia a Juan el Bautista y a
todos los otros ministros fieles de Cristo. Según las costumbres nupciales de
los judíos, había ciertas personas denominadas amigos del esposo que eran
un cauce de comunicación entre él y la esposa antes de la boda. Su tarea
consistía simplemente en favorecer y alentar los intereses del novio y
eliminar todos los obstáculos, en la medida que fuera posible, para alcanzar
una pronta unión de las partes. Lograr este objetivo y promover el buen
entendimiento entre la novia y el novio era su única tarea. Si veían prosperar
la petición de mano y lo veían aceptado favorable y alegremente por la novia,
habían cumplido su cometido y su trabajo estaba hecho. Juan el Bautista
hace alusión a todo esto en el versículo que tenemos ante nosotros. Dice a
sus discípulos que su única obra era favorecer y promover un buen
entendimiento entre Cristo y los hombres. Al ver prosperar esa obra estaría
agradecido y se regocijaría, aun a pesar de que el resultado fuera que su
propia importancia personal disminuyera. Quería que sus discípulos supieran
que la creciente popularidad de Cristo que les ofendía era exactamente lo
que anhelaba ver. No tenía mayor gozo que el de oír la voz de Cristo (el
novio) escuchada por los creyentes (la novia). Era exactamente aquello para
lo que había predicado y ministrado. Su “gozo [estaba] cumplido”.
La palabra “tiene” significa “posee como propia”. La posesión de la novia
como “hueso de [sus] huesos y carne de [su] carne”, es una prerrogativa
específica del novio (Génesis 2:3). Sus amigos no tienen nada que ver con
esto.
No debemos forzar en exceso la expresión “está a su lado”. Algunos
piensan que se toma de la posición que ocupaban los amigos del novio el día
que se presentaba formalmente el novio a la novia por primera vez. Se
mantenían a una distancia respetuosa contemplándolo. Ciertamente, la
expresión implica inferioridad. S. Pablo dice que el sacerdote judío “está”
ministrando diariamente, pero que Cristo “se ha sentado” a la diestra de Dios
(Hebreos 10:12).
Al igual que la anterior, la expresión “le oye” tampoco debe forzarse
demasiado. Forma parte de los adornos de la analogía. Lo que aquí se quiere
decir se cumplió cuando informaron a Juan el Bautista de que el ministerio de
Jesucristo estaba siendo aceptado por algunos y tenía el favor de muchos
discípulos. Juan “le oyó” y vio el exitoso progreso de su misión; y al verlo y
oírlo, se “regocijó”.
Todo el versículo es una imagen sumamente instructiva de la verdadera
naturaleza y obra de un ministro. Es un amigo de Cristo y se le nombra a fin
de alentar la unión entre Cristo y las almas (2 Corintios 2:2). Debe ceñirse
ajustadamente a ese oficio y nunca debe extralimitarse. El ministro que
permite que se le rinda el honor que pertenece exclusivamente a Cristo y
eleva su oficio a la categoría de mediador y sacerdote está usurpando
traicioneramente una posición que no es suya, sino de su Maestro. El
cristiano profesante que trata a los ministros como si fueran sacerdotes y
mediadores está deshonrando a Jesucristo y rindiendo despreciablemente a
los amigos ese honor que pertenece exclusivamente al Novio.
La expresión “este mi gozo está cumplido” es muy instructiva para los
ministros. Muestra que la verdadera felicidad de un ministro debiera residir
en que las almas escuchen la voz de Cristo: “Ahora vivimos, si vosotros estáis
firmes en el Señor” (1 Tesalonicenses 3:8, etc.).
Merece advertirse que, cuando nuestro Señor habla expresamente de sí
mismo en otro período de su ministerio como “el esposo” en su respuesta a
los discípulos de Juan el Bautista (Mateo 9:15), parece recordarles
deliberadamente las palabras de su maestro.
Musculus observa con respecto a este versículo: “El día del Señor
declarará la clase de celo que tienen nuestros obispos papistas, que profesan
guiarse por el celo del amor a la Iglesia, que es la esposa de Cristo, contra los
enemigos de Cristo. Ese día declarará si el celo que les hace derramar sangre
inocente y perseguir a los miembros de Cristo es el celo de los verdaderos
amigos del Esposo o el de los traicioneros solicitantes de la mano de la
esposa”.
V. 30: [Es necesario que él crezca […] yo mengüe]. En esta frase, Juan el
Bautista responde a las quejas de sus discípulos que es correcto, apropiado y
necesario que Cristo crezca en dignidad y que él mismo reciba menor
consideración. Él era únicamente el siervo; Cristo era el Maestro. Él era
únicamente el precursor y el embajador; Cristo era el Rey. Él era únicamente
el lucero del alba; Cristo era el Sol. La idea implícita aquí parece ser la de las
estrellas que se van desvaneciendo a medida que sale el Sol al amanecer.
Las estrellas no desaparecen ni menguan realmente, sino que palidecen y se
vuelven invisibles ante el mayor resplandor de ese foco de luz. El Sol no crece
realmente ni aumenta en su resplandor, sino que se vuelve plenamente
visible y ocupa una posición que llena de manera más plena nuestro ángulo
de visión. Así sucedió con Juan el Bautista y Cristo. Todo ministro fiel debiera
tener la mentalidad de Juan. Debe contentarse con que sus oyentes
creyentes tengan un menor concepto de él a medida que crecen en
conocimiento y fe y ven a Cristo mismo más claramente. A medida que las
iglesias decaen y entran en declive, tienen un mayor concepto de sus
ministros y menor de Cristo. A medida que las iglesias se avivan y reciben
vida espiritual, piensan menos en sus ministros y más en Cristo. Para una
Iglesia decadente, el Sol se está poniendo y las estrellas empiezan a salir.
Para una Iglesia que se está avivando, las estrellas se están desvaneciendo y
el Sol está saliendo.
V. 31: [El que de arriba viene, es sobre todos]. En esta frase, Juan el
Bautista asevera la infinita superioridad de Cristo sobre sí mismo o sobre
cualquier otro hijo de Adán, no importa el cargo que ocupe. Cristo es “de
arriba”. No es meramente hombre, sino Dios. Cuando adoptó nuestra
naturaleza y nació, vino del Cielo. Como Dios, está muy por encima de todos
sus ministros y siervos; como Creador, está por encima de la criatura. Él está
“sobre todo principado y autoridad y poder y señorío, y sobre todo nombre
que se nombra”. Él es la “cabeza sobre todas las cosas a la iglesia” y merece
todo el honor, la dignidad, el respeto y la reverencia que el hombre pueda
darle (Efesios 1:21–22).
[El que es de la tierra, es terrenal, y cosas terrenales habla]. En esta frase,
Juan el Bautista expresa en un lenguaje contundente su inferioridad y la de
cualquier otro ministro en comparación con Cristo: “Todos los que, como yo —
parece decir—, son solo hombres, hechos de arcilla y polvo, descendientes de
un padre que los ha hecho del polvo de la Tierra, son terrenales en
comparación. La debilidad y precariedad de nuestro origen prevalece sobre
todas nuestras acciones. Somos terrenales por naturaleza, nuestras obras
son terrenales y lo que decimos y predicamos es terrenal”. En resumen,
habrá un componente de humanidad en el ministerio de todo aquel que ha
sido engendrado naturalmente de la semilla de Adán.
La dificultad que algunos ven en el hecho de que Juan el Bautista llame a
su propio ministerio “terrenal” se plantea de forma completamente
innecesaria. Es evidente que lo denomina así en “comparación”. Comparado
con el de los escribas y fariseos, no era terrenal sino celestial. Comparado
con la enseñanza de Aquel que venía del Cielo, era terrenal. Una vela,
comparada con la oscuridad, es luz; pero la misma vela, comparada con el
Sol, es una pobre chispa.
[El que viene del cielo, es sobre todos]. Esta frase solo es una repetición
del comienzo del versículo. Es una segunda aseveración de la grandeza de
Cristo y su superioridad sobre cualquier mero hombre, a fin de hacer un
mayor hincapié en la cuestión ante todos sus oyentes. “Advertid lo que os
digo —parece insistir Juan el Bautista a sus discípulos—: Repito que, habiendo
venido Cristo del Cielo y siendo por naturaleza Dios así como hombre, está
muy por encima de mí y de todos los ministros, que solo son hombres y nada
más”.
Algunos —como Erasmo, Bengel, Wetstein, Olshausen y Tholuck— piensan
que las palabras de Juan el Bautista terminan en el versículo que precede al
que tenemos delante, y que las palabras “el que de arriba viene” dan
comienzo al comentario de Juan el Evangelista. No puedo admitir ni por un
momento que esa idea sea correcta. No veo necesidad de ello. Todo el pasaje
prosigue con naturalidad con el lenguaje de Juan el Bautista hasta el final del
capítulo. No veo nada en estos versículos finales que no se corresponda con
Juan el Bautista. No contienen verdad alguna que pudiera desconocer. No veo
que se gane nada con esta idea. No arroja nueva luz sobre el pasaje y es una
incómoda ruptura que jamás se le ocurriría a un lector normal de la Biblia.
V. 32: [Lo que vio y oyó, esto testifica]. En esta frase, Juan el Bautista
muestra desde otro punto de vista la divinidad de Cristo y su consiguiente
superioridad sobre él. Dice que Cristo da testimonio de verdades que “vio y
oyó”. No es como los meros ministros humanos que solo declaran lo que les
ha enseñado el Espíritu Santo e inspirado para que lo comuniquen a otros.
Como Dios, declara con autoridad verdades que había visto y oído y conocido
desde toda la eternidad con el Padre (Juan 5:19–30; 8:38).
Algunos establecen una distinción entre lo que nuestro Señor ha visto y lo
que ha oído. Piensan que lo que Cristo ha “visto” significa lo que ha visto
como Alguien que es uno con Dios el Padre en su esencia, y lo que ha “oído”
significa lo que ha oído como una persona diferenciada de la Trinidad. O bien
piensan que lo que Cristo ha “visto” hace referencia a lo que ha visto con el
Padre como Dios; y lo que ha “oído”, a lo que ha oído del Padre como hombre.
Dudo que alguna de estas interpretaciones sea correcta. Pienso que es más
probable que la expresión “vio y oyó” sea solo una manera proverbial de
expresar el conocimiento perfecto, como el que una persona tiene por
intuición o de primera mano.
Eutimio piensa que la expresión “vio y oyó” se utilizó intencionadamente
debido a la debilidad de los oyentes de Juan, y que tales expresiones eran
necesarias a fin de dar a esos oyentes una idea apropiada de la naturaleza
divina de Cristo.
La palabra “testifica” merece atención como una expresión especialmente
característica del ministerio de Cristo. Dijo a Pilato: “Para esto he venido al
mundo, para dar testimonio a la verdad” (Juan 18:37).
[Nadie recibe su testimonio]. Obviamente, la expresión “nadie” debe
interpretarse con una cierta matización ante los versículos que le siguen. Su
significado tiene que ser “muy pocos”. Andrés, Pedro, Felipe y otros habían
recibido su testimonio. La frase parece tener la finalidad de reprender la
queja pronunciada por los discípulos de Juan: “Todos vienen a él”. Juan parece
decir: “Independientemente de cuántas personas veáis ir a Cristo, muy pocas
son las que creen en Él. Grande como es, y merecedor de mucha más
reverencia que yo mismo, tenéis que aprender que aun a Él le creen solo
unos pocos. Las multitudes que le siguen no son, por desgracia,
verdaderamente creyentes. La popularidad transitoria que acompaña a su
ministerio es tan inútil como la que acompañó al mío”.
Pearce piensa que habría sido más adecuado que la palabra griega que se
traduce como “y” se hubiera traducido como “y sin embargo”, igual que en
Juan 7:19 y 9:30.
La idea de S. Agustín de que el “nadie” de esta frase significa “ninguno de
los malvados” parece completamente insostenible e insatisfactoria.
V. 33: [El que recibe, etc.]. En este versículo, Juan muestra la gran
importancia de recibir el testimonio de Cristo. Lejos de ofenderse por la
multitud que rodeaba el ministerio de Cristo, los discípulos de Juan debieran
estar agradecidos de que hubiera tantos que le oyeran y algunos recibieran
su enseñanza en sus corazones.
[Atestigua]. [N. del Traductor: El autor comenta la expresión en la versión
inglesa que equivaldría al “certifica” de la Biblia de las Américas]. Esta
expresión es muy particular y solo aparece una vez en todas las Escrituras.
Significa que “ha declarado formalmente su creencia; ha profesado
públicamente su convicción”, igual que cuando un hombre pone su sello en
un documento como testimonio de que da su consentimiento al contenido. En
la Antigüedad, cuando había relativamente pocas personas que supieran
escribir, poner un sello en un papel era una manera más común de expresar
el asentimiento que firmar con el nombre. La frase equivale a decir: “El que
recibe el testimonio de Cristo ha puesto su nombre como alguien que cree
que Dios es veraz”.
[Que Dios es veraz]. Estas palabras pueden interpretarse de dos formas.
Según algunos, significan: “El que recibe a Cristo declara su creencia de que
es el Dios verdadero quien ha enviado a Cristo; y que Cristo no es ningún
impostor, sino el Mesías, a quien el Dios verdadero de los profetas del
Antiguo Testamento prometió enviar”. Según otros, significan: “El que recibe
a Cristo declara que Dios es fiel a su palabra y ha guardado la promesa que
hizo a Adán, Abraham y David”. Que la palabra griega traducida como
“veraz” incorpora este último significado parece quedar demostrado por la
expresión: “Antes bien sea Dios veraz, y todo hombre mentiroso” (Romanos
3:4). Cualquiera de estas interpretaciones tiene sentido y es teológicamente
válida, pero en general prefiero la segunda. Me parece que queda
sólidamente confirmada por la expresión de 1 Juan: “El que no cree a Dios, le
ha hecho mentiroso, porque no ha creído en el testimonio que Dios ha dado
acerca de su Hijo” (1 Juan 5:10).
Algunos piensan que la frase puede significar: “El que recibe a Cristo
declara su creencia de que Cristo es el Dios verdadero” y que es paralela a 1
Juan 5:20: “Este es el verdadero Dios”. Pero no pienso que las palabras
griegas admitan esa interpretación. De ser así, los padres griegos jamás
habrían pasado por alto ese versículo al escribir contra los arrianos.
Maldonado parece ser de esta opinión y afirma que Cirilo también la sostiene.
Pero la verdad es que no aparece de forma clara en el comentario de Cirilo
acerca de este pasaje.
V. 34: [El que Dios envió]. En este versículo, Juan el Bautista muestra la
dignidad de Cristo y su superioridad sobre todos los otros maestros por medio
de otra extraordinaria declaración acerca de Él. Comienza atribuyéndole el
conocido epíteto que se aplicaba específicamente al Mesías: “El que Dios ha
enviado; el Enviado: Aquel a quien Dios ha enviado según su promesa”.
[Las palabras de Dios habla]. Esta frase significa que las palabras de
Cristo no eran las de un mero hombre como Juan mismo o uno de los
profetas. Eran nada menos que las palabras de Dios. El que las oía no oía
más que las palabras de Dios. La unidad del Padre y el Hijo es tal que quien
oye la enseñanza del Hijo oye también la enseñanza del Padre (cf. Juan 7:16;
5:19; 14:10, 11; 8:28; 12:49). Cuando Juan el Bautista hablaba, lo que decía
eran meras palabras humanas, independientemente de lo verdaderas,
buenas y escriturarias que fueran. Pero cuando Cristo hablaba, sus palabras
eran divinas, las palabras de Dios mismo. Como dice Quesnel: “Habló por el
Espíritu Santo que es su propio Espíritu, que habita inseparablemente en Él y
de cuya plenitud recibe su unción y consagración”.
Comenta Teofilacto acerca de esta frase y otras parecidas en el Evangelio
según S. Juan que no debemos pensar que Cristo necesitaba que Dios el
Padre le enseñase lo que debía hablar, porque todo lo que conoce el Padre
también lo conoce el Hijo, como consustancial a Él. Cuando leemos, pues,
que se “envía” al Hijo, debemos pensar en Él como un rayo procedente del
Sol que en realidad no está separado del Sol, sino que forma parte del Sol
mismo. Algunos piensan que la expresión “las palabras de Dios habla” que
aparece aquí hace especial referencia a la promesa que se dio a Moisés
acerca del Mesías: “Pondré mis palabras en su boca” (Deuteronomio 18:18).
[Pues Dios no da el Espíritu por medida]. La expresión “por medida” de
esta frase significa “parcialmente, escasamente, limitadamente, en pequeño
grado”. Es lo contrario de “plena, completamente, en abundancia ilimitada”.
Por tanto, en una descripción que hace Ezequiel de una época de escasez en
Jerusalén, leemos: “Beberán el agua por medida” (Ezequiel 4:16).
Toda la frase es particular y requiere una interpretación cuidadosa. La
finalidad de Juan el Bautista es mostrar una vez más la infinita superioridad
del Señor Jesús sobre él mismo o sobre cualquier otro hombre. Dios da el
Espíritu a todos los demás, aun a los más eminentes Apóstoles y profetas,
“por medida”. Sus virtudes y dones son imperfectos. Como dice S. Pablo, “en
parte [conocen], y en parte [profetizan]” (1 Corintios 13:9). Pero las cosas son
muy distintas con aquel a quien Dios ha enviado. A Él se le da el Espíritu sin
medida en infinita plenitud y abundancia. Los dones y las virtudes del Espíritu
están presentes en su naturaleza humana sin el más mínimo atisbo de
imperfección. Como hombre, Jesús de Nazaret fue ungido con el Espíritu
Santo y preparado para su oficio como nuestro Sacerdote, Profeta y Rey como
jamás lo ha sido hombre alguno (cf. Hechos 10:38).
Todo esto es indudablemente cierto, pero no es, en mi opinión, toda la
verdad que encierra la frase. Creo que Juan el Bautista no solo señala la
naturaleza humana de nuestro Señor, sino también su divinidad. Pienso que
quiere decir: “Aquel a quien Dios envió está muy por encima de profetas y
ministros a quienes el Espíritu solo se da por medida. Él es Dios mismo. En Él
habita la plenitud de la Deidad corporalmente. Él es quien, como persona de
la Trinidad, está eterna e inefablemente unido a Dios el Espíritu Santo. El
Espíritu Santo procede tanto de Él como del Padre, y es el Espíritu de Cristo y
el Espíritu del Hijo. Como Dios, es imposible que se separe del Espíritu Santo.
A Él, pues, no se le da el Espíritu por medida, como si tan solo fuera un
hombre. Él es Dios además de hombre y, como tal, no necesita que se le dé
el Espíritu. Él tiene el Espíritu sin medida, porque en la esencia divina Él, el
Espíritu y el Padre son Uno y no se pueden dividir”.
Me inclino a sostener la idea que acabo de presentar a causa del versículo
siguiente. Parece como si la finalidad de Juan el Bautista en este último
testimonio de Cristo fuera guiar a sus discípulos paso a paso a la idea más
excelsa de la dignidad del Mesías. Quiere que reconozcan en Él a alguien que
era Dios mismo a la vez que hombre. La interpretación comúnmente
aceptada de la frase que tenemos ante nosotros me parece una tendencia
peligrosa. Es indudablemente cierto que el Espíritu se dio a nuestro Señor
como hombre y que esto se hizo sin medida. Pero debemos tener mucho
cuidado de no olvidar una verdad que no es menos importante. Esa verdad es
que nuestro Señor Jesucristo nunca dejó de ser Dios además de hombre y
que, como Dios, jamás estuvo separado del Espíritu. Como dice Henry: “El
Espíritu no habitaba en él como en un vaso, sino como en una fuente, como
en un océano sin fondo”.
Merece la pena comentar que algunas versiones traducen “le da”, aunque
“le” no se encuentra en el original griego. Esto ha conducido a algunos a
afirmar que la segunda frase del versículo solo es una afirmación general:
“Dios no es un Dios que da el Espíritu por medida”. Pero todos los mejores
comentaristas, de Agustín en adelante, son de la opinión de los traductores
de nuestra versión y creen que es de Cristo de quien se está hablando, y que
todas las traducciones deberían suplir el “le”.
Chemnitio piensa que este versículo hace especial referencia a Isaías 1:2,
donde se predice que los siete aspectos de los dones del Espíritu reposarán
sobre el Mesías.
V. 35: [El Padre ama al Hijo, y todas las cosas ha entregado en su mano].
A primera vista, este versículo tiene algo abrupto y elíptico. Creo que el
significado completo es el siguiente: “Aquel a quien Dios ha enviado está muy
por encima de mí o de cualquier otro profeta. Él es el Hijo eterno de Dios, a
quien el Padre amó desde toda la eternidad y en cuya mano se han
entregado y encomendado todas las cosas concernientes a la salvación por
medio de un pacto eterno. No es un mero hombre como vosotros, mis
discípulos, suponéis en vuestra ignorancia. Él es el Hijo de quien está escrito:
‘Honrad al Hijo, para que no se enoje, y perezcáis en el camino; pues se
inflama de pronto su ira’. Él es el Hijo de quien el Padre ha dicho: ‘Te daré por
herencia las naciones, y como posesión tuya los confines de la tierra’ (Salmo
2:8, 12). En lugar de estar celosos de su popularidad actual, deberíais servirle
con temor y regocijaros ante Él con temblor”.
El “amor al Hijo” del que se habla aquí es una cuestión demasiado
profunda para que el hombre la sondee. Es una expresión adaptada
misericordiosamente al débil entendimiento del hombre y con el propósito de
representar esa unión tan sumamente íntima e inefable que existe entre las
dos primeras personas de la Santísima Trinidad y la absoluta aprobación y
agrado con que el Padre considera la obra de redención de la que se encarga
el Hijo. Es a ese amor al que hace referencia nuestro Señor con las palabras:
“Me has amado desde antes de la fundación del mundo” (Juan 17:24) y que el
Padre aseveró expresamente al comienzo del ministerio terrenal del Hijo:
“Este es mi Hijo amado, en quien tengo complacencia” (Mateo 3:17).
Por “el Padre ama al Hijo, y todas las cosas ha entregado en su mano”,
debemos entender el reino de mediación para el que se ha nombrado a Cristo
en los consejos eternos de la Trinidad. Bajo los términos del pacto eterno, el
Padre ha entregado al Hijo el poder sobre toda carne para dar vida a quien
quiera; para justificar, santificar, guardar y glorificar a su pueblo; para juzgar
y finalmente condenar a los malvados e incrédulos; y en último lugar, para
establecer un Reino sobre todo el mundo y poner a todos los enemigos bajo
sus pies. Estas son “todas las cosas” de las que habla Juan. Quiere que
sepamos que Cristo tiene en su mano las llaves de la muerte y del Infierno y
que los hombres deben ir únicamente a Él si quieren algo para sus almas.
Calvino observa lo siguiente acerca de este versículo: “El amor del que
aquí se habla es ese amor específico de Dios que, comenzando por su Hijo,
fluye de Él a todas las criaturas. Porque ese amor con el que, al abrazar a su
Hijo, también nos abraza a nosotros en Él, le lleva a comunicarnos todos sus
beneficios por su mano”.
Comenta Quesnel: “Dios amó a los profetas como sus siervos; pero ama a
Cristo como su Hijo unigénito y se comunica a sí mismo a Él de forma
proporcional a su amor […]. Los profetas solo tenían cometidos específicos,
limitados a cierto tiempo y ciertos propósitos; pero Cristo recibe todo el poder
como el administrador general de todas las obras de su Padre, el ejecutor de
sus planes, la cabeza de su Iglesia, el Sumo Sacerdote universal de los bienes
venideros, el mayordomo y administrador de todas sus virtudes”.
Con respecto a este versículo, Chemnitio señala la infinita sabiduría y el
amor de Dios al depositar en manos de Cristo la gestión de lo que tiene que
ver con nuestra alma. Todos somos tan débiles por naturaleza que, si se
dejara algo en nuestras manos, jamás nos salvaríamos. Tarde o temprano lo
perderíamos todo, como hizo Adán en el Paraíso. Pero Cristo se ocupará de
todos los que han sido puestos a su cargo, y lo más sabio por nuestra parte
es poner todas las cosas a su cargo como hizo S. Pablo (2 Timoteo 1:12).
V. 36: [El que cree en el Hijo tiene vida eterna]. En este versículo, Juan el
Bautista concluye su testimonio de Cristo con una declaración solemne de la
indescriptible importancia de creer en Él. Ya lo aceptaran sus discípulos o no,
les dice que la vida o la muerte, el Infierno o el Cielo, todo dependía de creer
en este Jesús que había estado con él “al otro lado del Jordán”.
Debiera advertirse aquí la excelencia de la fe. Como su Maestro divino,
Juan enseña que “creer en el Hijo” es el elemento principal de la religión
salvadora. Creer es el camino al Cielo, y no creer es el camino al Infierno.
Debe advertirse que la salvación en Cristo es presente. Nuevamente,
como su Maestro divino, Juan enseña que el creyente “tiene” vida eterna. El
hombre posee de inmediato el perdón, la paz y el derecho al Cielo en el
mismísimo momento en que deposita su confianza en Él.
[El que rehúsa creer […] no verá la vida]. La palabra griega que se
traduce como “rehúsa creer” es completamente distinta de la que se traduce
como “creer” al comienzo del versículo. Significa algo mucho más intenso
que “no confiar”. Su equivalencia literal sería: “El que no obedece, o es
desobediente”. Esta misma palabra se traduce así en Romanos 2:8; 10:21; 1
Pedro 2:8; 3:1–20.
La expresión “no verá la vida” significa, por supuesto: “No verá la vida si
se mantiene impenitente e incrédulo y muere en ese estado”. La frase “ver la
vida” probablemente significa “probar, entrar, disfrutar, poseer la vida”, y no
debe interpretarse literalmente como ver, ya sea con ojos corporales o
mentales.
[La ira de Dios está sobre él]. Esta última frase del testimonio de Juan el
Bautista es por otro lado muy parecida a la enseñanza de su Maestro: “El que
no cree, ya ha sido condenado”. El significado de esta frase es que, mientras
un hombre no sea creyente en Cristo, la ira justa de Dios está sobre Él y se
encuentra bajo la maldición de la Ley quebrantada de Dios. Todos nacemos
por naturaleza en pecado y somos hijos de la ira; y todos nuestros pecados
permanecen sobre nosotros sin perdonar hasta el día en que creemos en el
Hijo de Dios y somos hechos hijos de la gracia.
La frase es muy instructiva, especialmente en la actualidad. Creo que en
ella se contiene una respuesta incontestable para algunos perniciosos errores
que prevalecen en ciertos sectores.
a) Condena la idea que sostienen algunos de que bajo el Evangelio ya no
hay ira de Dios y que Él es únicamente amor, misericordia, compasión y nada
más. Aquí se nos habla claramente de “la ira de Dios”. Es claro que Dios odia
el pecado. Hay un Infierno. Dios puede airarse. Los pecadores deben temer.
b) Condena la idea que sostienen algunos de que los elegidos están
justificados desde toda la eternidad o justificados antes de creer. Aquí se nos
dice claramente que, si un hombre no cree en el Hijo, la ira de Dios está
sobre él. No sabemos nada de la justificación de alguien hasta que cree.
Aquellos a los que Dios predestina, Dios los llama y justifica a su debido
tiempo. Pero no hay justificación hasta que hay fe.
c) Condena la idea moderna de que, por medio de su muerte, Cristo
justificó a toda la Humanidad y sustrajo la ira de Dios de toda la semilla de
Adán; y que todos los hombres y las mujeres en realidad están justificados
aunque no lo sepan, y al final se salvarán. La idea suena muy atractiva, pero
se opone frontalmente al texto que tenemos ante nosotros. Aquí se nos dice
claramente que, hasta que un hombre “cree en el Hijo […] la ira de Dios está
sobre él”.
d) Finalmente, condena el débil y falso amor de aquellos que dicen que los
predicadores del Evangelio nunca debieran hablar de la ira de Dios y no
debieran mencionar nunca el Infierno. Aquí vemos que las últimas palabras
de uno de los mejores siervos de Cristo consisten en una solemne declaración
del peligro de la incredulidad. “La ira de Dios” es el último pensamiento de
Juan. Advertir a los hombres de la ira de Dios y del peligro del Infierno no es
severidad, sino verdadero amor. Muchos irán al Infierno porque sus ministros
jamás les hablaron de él.
Como conclusión de este pasaje, es digna de atención la variedad de
expresiones que utiliza Juan el Bautista con respecto a nuestro Señor
Jesucristo. Le llama el Cristo, el Esposo, el que viene de arriba, el que da
testimonio de lo que vio y oyó, Aquel a quien Dios ha enviado, Aquel a quien
Dios no da el Espíritu por medida, Aquel a quien el Padre ama, Aquel en
cuyas manos se han entregado todas las cosas, Aquel en quien creyendo
tenemos vida eterna. Hablar de que el conocimiento que tiene Juan el
Bautista de las cosas divinas es escaso y limitado ante un pasaje como este
demuestra, como mínimo, poca sabiduría y escasa familiaridad con la
Escritura. Suponer, como hacen algunos, que el hombre que tenía ideas tan
claras acerca de la naturaleza y el oficio de nuestro Señor pudiera dudar
después de que Jesús fuera el Cristo es suponer algo muy improbable. El
mensaje que envió Juan a Jesús cuando se encontraba en prisión fue por
amor a sus discípulos, y no para su satisfacción propia (cf. Mateo 11:3, etc.).

Juan 4:1–6

En estos versículos hay dos afirmaciones que merecen particular


atención. Arrojan luz sobre dos cuestiones de la religión en las que
tener opiniones claras y definidas es de gran importancia.
Por un lado, debiéramos observar lo que se dice acerca del
bautismo. Leemos que “Jesús no bautizaba, sino sus discípulos”.
La expresión aquí utilizada es muy sorprendente. Al leerla, se nos
empuja irremisiblemente a una instructiva conclusión. Esta es que el
bautismo no es la parte principal del cristianismo ni la principal
finalidad de la ordenación de los ministros. Leemos frecuentemente
acerca de que nuestro Señor predicaba y oraba. Lo vemos
administrando la Cena del Señor en una ocasión. Pero no se
documenta un solo caso en que bautizara a alguien. Y aquí se nos dice
inequívocamente que se trataba de una tarea secundaria que dejaba
en manos de otros: Jesús no bautizaba, sino sus discípulos.
Esta lección es de particular importancia en la actualidad. El
bautismo es un sacramento instituido por Cristo mismo, es un medio
de gracia honroso, y las iglesias jamás debieran menospreciarlo. No se
puede descuidar o despreciar sin incurrir en un gran pecado. Cuando
se utiliza correctamente, con fe y oración, está concebido para que sea
el cauce de grandes bendiciones. Pero el bautismo nunca tuvo el
propósito de ser exaltado a la posición que muchos le atribuyen hoy en
día en la religión. No actúa a modo de encantamiento. No transmite
necesariamente la gracia del Espíritu Santo. Su beneficio depende en
gran medida de la forma en que se utiliza. La doctrina que se enseña y
el lenguaje que se utiliza con respecto a él en algunos sectores son
completamente incoherentes con el hecho que se declara en el texto.
Si el bautismo fuera todo lo que algunos dicen que es, jamás se nos
habría dicho que “Jesús no bautizaba, sino sus discípulos”.
Tengamos claro el principio que el objetivo primordial de la Iglesia
de Cristo es predicar el Evangelio. Debiéramos recordar
constantemente las palabras de S. Pablo: “No me envió Cristo a
bautizar, sino a predicar el evangelio” (1 Corintios 1:17). Cuando el
Evangelio de Cristo se predica fiel y plenamente, no debemos temer
que se infravaloren los sacramentos. Siempre habrá una reverencia
más verdadera hacia el Bautismo y la Cena del Señor en aquellas
iglesias donde se enseña y se conoce de manera más completa la
Verdad tal como es en Cristo.
Por otro lado, debiéramos observar en este pasaje lo que se dice
acerca de la naturaleza humana de nuestro Señor. Leemos que Jesús
estaba “cansado del camino”.
A partir de esto, como de muchas otras expresiones en los
Evangelios, descubrimos que nuestro Señor tenía un cuerpo
exactamente igual que el nuestro. Cuando “aquel Verbo fue hecho
carne”, tomó sobre sí una naturaleza como la nuestra en todas las
cosas, salvo en el pecado. Como nosotros, creció de la infancia a la
juventud y de la juventud al estado adulto. Como nosotros, tuvo
hambre, tuvo sed, sintió dolor y necesitó dormir. Era susceptible de
sufrir cualquier debilidad, aunque libre de pecado, de las que somos
susceptibles nosotros. Su cuerpo fue formado a nuestra semejanza en
todas las cosas.
La verdad que se nos presenta está llena de consuelo para todos
aquellos que son verdaderos cristianos. Aquel a quien deben acudir los
pecadores para encontrar perdón y paz es alguien que es hombre
además de Dios. Tuvo una naturaleza humana real en su estancia en la
Tierra, se llevó consigo una naturaleza humana real cuando ascendió al
Cielo. Tenemos a la diestra de Dios a un Sumo Sacerdote que puede
compadecerse de nuestras debilidades, porque Él mismo sufrió siendo
tentado. Cuando clamamos a Él en el momento de debilidad y de dolor
corporal, Él sabe bien lo que queremos decir. Cuando nuestras
oraciones y alabanzas son débiles por el agotamiento físico, puede
entender nuestro estado. Él conoce nuestra condición. Él sabe por
experiencia lo que es ser un hombre. Decir que la virgen María o
cualquier otro puede sentir más empatía hacia nosotros que Cristo es
una ignorancia que no se puede calificar más que de blasfemia. Cristo
Jesús el hombre puede entender plenamente todo lo perteneciente a la
condición humana. Los pobres, los enfermos y los que sufren tienen en
el Cielo a uno que no solo es un Salvador Todopoderoso, sino un Amigo
sensible.
El siervo de Cristo debiera asir firmemente esta gran verdad de que
la persona a quien sirve contiene dos naturalezas perfectas y
completas. El Señor Jesús, en cuyo Evangelio pide que creamos, es sin
lugar a dudas Dios todopoderoso: Igual al Padre en todas las cosas y
capaz de salvar perpetuamente a todos los que acuden a Dios a través
de Él. Pero no es menos cierto que ese mismo Jesús es un hombre
perfecto; capaz de sentir empatía hacia el hombre en todos sus
sufrimientos corporales y familiarizado por experiencia con todo lo que
el cuerpo de un hombre tiene que soportar. El poder y la empatía se
combinan maravillosamente en Aquel que murió por nosotros en la
Cruz. Debido a que es Dios, podemos apoyar el peso de nuestras
almas sobre Él plenamente confiados: Él es grande para salvar. Debido
a que es hombre, podemos hablarle con libertad acerca de las muchas
pruebas a las que es sometida la carne: Él conoce el corazón de un
hombre. ¡Aquí tenemos descanso para los cansados! ¡Aquí tenemos
buenas noticias! Nuestro Redentor es hombre además de Dios y Dios
además de hombre. El que cree en Él tiene todo lo que un hijo de Adán
puede necesitar, tanto para su seguridad como para tener paz.
Notas: Juan 4:1–6
V. 1: [Cuando, pues, el Señor entendió, etc.]. La relación entre este
capítulo y el anterior la encontramos en el versículo 25 del último capítulo. La
controversia entre los discípulos de Juan y los judíos fue la forma de hacer
recaer la atención pública sobre el ministerio de nuestro Señor. Se convirtió
en tema común de conversación y atrajo la atención de los principales
maestros religiosos de los judíos, esto es, los fariseos. Ya les había molestado
el ministerio de Juan el Bautista y las multitudes que lo rodearon (Juan 1:19–
28). Él dijo inequívocamente a la delegación que le enviaron que uno mayor
que él estaba a punto de aparecer. Cuando los fariseos, pues, oyeron decir
que Jesús estaba de hecho bautizando a más discípulos y llamando más la
atención que Juan, bien podemos imaginar que estuvieran aún más molestos
que antes. Surgiría una sensación vaga e incómoda en sus corazones de que
esta misteriosa persona que había echado del Templo a los mercaderes y
compradores de forma tan milagrosa, y que ahora estaba bautizando a tantos
discípulos, pudiera ser el Cristo. Y después vendría el sentimiento de que, si
este era el Cristo, no era el Cristo que esperaban o deseaban. El resultado de
ambos sentimientos supondría probablemente una amarga enemistad contra
nuestro Señor y la secreta determinación de despejar, a ser posible, todas las
dudas matándole.
No debemos preocuparnos de saber cómo “supo” nuestro Señor lo que
habían oído los fariseos. Posiblemente lo sabía por información de los
discípulos. Sin duda algunos de ellos mantendrían la relación con su viejo
maestro, Juan el Bautista, y así sabrían lo que estaba sucediendo en Enón. Es
más probable que lo supiera por su omnisciencia como Dios. Con frecuencia
se nos dice que “conocía los pensamientos” de sus enemigos y actuaba y
hablaba en consonancia con ellos. Es bueno que todos nosotros recordemos
que no se habla ni se dice nada entre los hombres, por mucho que sea el
secretismo, que Cristo no conozca.
V. 2: [Aunque Jesús no bautizaba, etc.]. El hecho de que nuestro Señor no
administrara el bautismo con sus propias manos se menciona únicamente en
los Evangelios y es digno de atención. En todo caso, muestra que lo que
hacen los ministros de Cristo por orden suya en la administración de los
sacramentos se considera ejecutado por Cristo mismo. El versículo anterior
dice que “Jesús hace y bautiza”, mientras que este dice que “no bautizaba”.
Comenta Lightfoot: “Es normal, tanto en el lenguaje de la Escritura como en
otros, hablar de una cosa como si la hiciera un hombre aunque la haga otro
en su nombre. Así, se dice que la hija de Faraón “crió” a Moisés y se dice que
Salomón “construyó” el Templo y su propia casa. De la misma forma, “se
llevó, pues, David la lanza y la vasija de agua”, queriendo decir que fue
Abisai por orden de David (1 Samuel 26:12).
Se habla de diversas razones para que nuestro Señor no administrara el
bautismo con sus propias manos. Lightfoot menciona cuatro: “1) No fue
enviado a bautizar, sino a predicar. 2) Habría parecido inapropiado que Cristo
bautizara en su propio nombre. 3) El bautismo más apropiado para que el
Señor lo administrara no era el de agua, sino el del Espíritu Santo. 4) Evitaría
todas las peleas y discusiones entre los hombres con respecto a su bautismo
que hubieran surgido si algunos hubiesen sido bautizados por Cristo y otros
únicamente por sus discípulos”.
A estas razones podemos añadir otra de considerable importancia.
Nuestro Señor quiere mostrarnos que el efecto y el beneficio del bautismo no
dependen de la persona que los administra. No cabe duda que Judas Iscariote
bautizó a algunos. La intención del ministro no afecta a la validez del
sacramento.
Hay algo que parece perfectamente claro: En el cristianismo, el bautismo
no es un medio de gracia de importancia primordial, sino secundaria. El
lenguaje altisonante y extravagante que utilizan algunos teólogos con
respecto al sacramento del bautismo y sus efectos es completamente
irreconciliable con el texto que tenemos delante, así como con la enseñanza
general de la Escritura (cf. Hechos 10:48; 1 Corintios 1:17).
V. 3: [Salió de Judea, etc.]. El contexto de los versículos anteriores parece
mostrar que este cambio de lugar tenía el propósito de eludir las conjuras de
los fariseos contra nuestro Señor. Si hubiera permanecido en Judea le habrían
capturado y matado antes del tiempo señalado. Se apartó, pues, a la
provincia de Galilea, donde estaba más alejado de Jerusalén y donde su
ministerio crearía menos revuelo.
La conducta de nuestro Señor en esta ocasión nos muestra que no es
obligatorio que un cristiano se exponga a un peligro para su vida y persona
cuando lo vea venir, y que no es cobardía utilizar todos los medios a nuestro
alcance para evitarlo. No debemos coquetear con el martirio o renunciar a
nuestras vidas innecesariamente. Hay un tiempo para todas las cosas:
tiempo para vivir y trabajar así como tiempo para sufrir y morir. Se puede
cuestionar si algunos de los mártires primitivos se comportaron como hizo
aquí nuestro Señor. Parece que su celo por el martirio tuvo en ocasiones un
componente fanático.
V. 4: [Le era necesario pasar por Samaria]. Se han hecho muchos
comentarios piadosos y provechosos acerca de esta expresión. Se ha
pensado que enseña que nuestro Señor fue deliberadamente, saliéndose de
su ruta, a fin de salvar el alma de la mujer samaritana. Se puede cuestionar
seriamente si esta opinión está fundamentada. No había otra forma de ir
cómodamente de Judea a Galilea salvo pasando a través de Samaria.
Probablemente, pues, la expresión no sea más que una introducción natural a
la historia de la mujer samaritana. La primera en una serie de circunstancias
que llevaron a su conversión fue el que Jesús estuviera obligado a pasar por
Samaria en su viaje a Galilea. Esto explica su encuentro con la mujer
samaritana.
V. 5: [Vino […] ciudad […] llamada Sicar]. La opinión más común es que la
ciudad aquí mencionada es la misma que Siquem o Sequem (cf. Génesis
33:18–19). Después de Jerusalén, hay pocos lugares de Palestina que hayan
estado relacionados de tal forma con la historia bíblica. Aquí, Dios se apareció
por primera vez a Abraham (Génesis 12:6). Aquí habitó Jacob tras su regreso
de Padan-aram y aquí se produjo la desdichada historia de Dina y el
consiguiente asesinato de los siquemitas (cf. Génesis 34:2, ss.). Aquí, los
hermanos de José apacentaban sus rebaños cuando Jacob le envió sin
adivinar que no volvería a verle en muchos años (cf. Génesis 37:12). Cuando
Israel hizo su toma de posesión de la tierra de Canaán, esta era una de las
ciudades refugio (cf. Josué 20:7–8). Aquí reunió Josué a todas las tribus
cuando se dirigió a ellas por última vez (cf. Josué 24:1). Aquí fueron
sepultados los huesos de José y de todos los patriarcas (cf. Josué 24:32;
Hechos 7:16). Aquí se produjeron los principales acontecimientos de la
historia de Abimelec (cf. Jueces 9:1 ss.). Aquí se reunió Roboam con las tribus
de Israel tras la muerte de Salomón y dio la respuesta que dividió su reino en
dos (cf. 1 Reyes 12:1). Aquí habitó Jeroboam en primera instancia cuando fue
coronado rey de Israel (cf. 1 Reyes 12:25). Y finalmente, cerca de Siquem se
encontraba la propia ciudad de Samaria y los dos montes de Ebal y Gerizim,
donde se recitaron solemnes bendiciones y maldiciones tras la entrada de
Israel en Canaán (cf. Josué 8:33). Es difícil imaginar un vecindario más
interesante que este. Dondequiera que mirara el ojo de un viajero cansado,
encontraría algo que le recordara la historia de Israel.
Es justo decir que uno de los últimos exploradores de Palestina (el Dr.
Thomson, autor de The Land and the Book: La tierra y el libro), duda que
Sicar y Siquem sean realmente el mismo lugar. Fundamenta su duda en el
hecho de que el pozo que ahora se conoce como el pozo de Jacob se
encuentra a 3 km de las ruinas de Siquem, y que cerca de esas ruinas hay
abundantes fuentes de agua. Considera muy improbable que una mujer de
Siquem caminara 3 km para extraer agua si podía encontrarla al lado. Piensa,
pues, que es más probable que la antigua Sicar se corresponda con un lugar
cercano al pozo de Jacob llamado Ascar en la actualidad, y que Sicar y
Siquem eran dos lugares distintos.
Es imposible llegar a una conclusión definitiva en cuanto a esto. Si las
ruinas llamadas hoy en día las ruinas de Siquem se encuentran realmente en
el lugar de la antigua Siquem; si el pozo llamado pozo de Jacob en la
actualidad es el mismo pozo mencionado en este capítulo; si la antigua
Siquem no estaba más cerca del pozo que ahora; todos son puntos acerca de
los que, 1800 años después, es imposible hablar categóricamente. En todo
caso, debe recordarse que las opiniones más eminentes están en contra de la
teoría del Dr. Thomson. Más aún, es digno de atención que las palabras de la
mujer samaritana —“ni venga aquí a sacarla”— parecen implicar que tenía
que recorrer una cierta distancia hasta el pozo de Jacob para extraer agua.
[Junto […] heredad […] Jacob […] José]. Parece ser que el terreno del que
se habla aquí tenía dos partes. Una la compró Jacob a Hamor, el padre de
Siquem, por cien monedas de plata (Génesis 33:19). Parece que la otra la
obtuvo conquistándola, cuando sus hijos mataron a los siquemitas por
deshonrar a Dina (Génesis 34:28 y 48:22).
Observemos atentamente que S. Juan habla aquí de Jacob y de José, y de
los acontecimientos de sus vidas, como dando por hecho la historia contenida
en Génesis. Siempre es así en el Nuevo Testamento. La teoría moderna de
que las historias del Antiguo Testamento son sólo fábulas, carentes de
cualquier base real, es una mera invención infundada, sin un solo argumento
respetable que se pueda aducir a su favor.
V. 6: [El pozo de Jacob]. No se sabe cuándo o cómo recibió este nombre.
En Génesis se habla de pozos excavados por Abraham e Isaac, pero no se
dice nada acerca de Jacob. Solo sabemos lo que leemos en el capítulo que
tenemos ante nosotros.
Cerca de las ruinas de Siquem se sigue mostrando a los viajeros que
visitan Palestina un pozo llamado el pozo de Jacob comúnmente considerado
uno de los más antiguos y genuinos vestigios de la Antigüedad en la Tierra
Santa. De hecho no parece haber motivos para poner en tela de juicio la
creencia común de que es el mismísimo pozo junto al que se sentó nuestro
Señor y mantuvo la conversación documentada en este capítulo. Se
encuentra en buen estado de conservación y tiene unos veintisiete metros de
profundidad.
[Cansado del camino]. Esta expresión merece atención. Muestra la
realidad de la naturaleza humana de nuestro Señor. Tenía un cuerpo como el
nuestro, sujeto a todas los sufrimientos de la carne y la sangre. Muestra la
infinita compasión, humildad y condescendencia de nuestro Señor cuando se
hizo carne y vino a la Tierra a vivir y morir por nuestros pecados. Aunque era
rico, se hizo pobre. El que hizo el mundo y poseía “los millares de animales
en los collados” se contentaba con viajar a pie agotado a fin de
proporcionarnos la Redención eterna. Jamás leemos que Jesús viajara en un
carro, y solo se habla una vez de que montara una bestia. Proporciona a los
pobres el mejor argumento para el contentamiento. Si Cristo deseaba ser
pobre, bien podemos desear someternos a la pobreza. Los hombres no deben
avergonzarse de la pobreza si no se la han acarreado por una conducta
equivocada. Es una deshonra ser un libertino inmoral. Pero no es ningún
pecado ser pobre. Finalmente, muestra a los creyentes el Salvador solidario
que es Cristo. Él sabe lo que es tener un cuerpo débil y cansado. Puede
compadecerse de nuestras debilidades. Cuando nuestro trabajo nos agota,
aunque no estemos cansados de él, podemos decírselo a Jesús
confiadamente y pedirle ayuda. Él conoce el corazón de un hombre cansado.
[Se sentó así junto al pozo]. El significado general de estas palabras es
que nuestro Señor se sentó sobre las piedras que, según la costumbre
oriental, conformaban el muro o brocal que rodeaba la boca del pozo. El
significado específico de la palabra “así” de la frase es una cuestión que ha
confundido a los comentaristas de todas las épocas y que quizá no se
resuelva jamás.
Algunos —como De Dieu, A. Clarke y Schleusner— piensan que “así” es un
pleonasmo o un término expletivo elegante y una redundancia en el original
griego, y que a pesar de que un griego vería un significado en él, como dando
término a la frase, no se le puede atribuir un significado especial en la
traducción a otro idioma.
Otros —como Crisóstomo, Teofilacto, Eutimio, Musculus, Bengel, Glassius y
Wordsworth— piensan que “así” significa “tal como estaba”, sin un asiento
acomodado, sin buscar una postura conveniente, sin orgullo o formalidad; no
en un trono, no sobre un cojín, sino simplemente sobre el terreno.
Otros —como Doddridge— piensan que “así” significa inmediatamente, y
encuentran un paralelismo en Hechos 20:11.
Otros —como Calvino, Lightfoot, Dyke, Bullinger, Beza, Parkhurst, Stier,
Alford y Burgon— piensan que “así” hace referencia al cansancio recién
mencionado. Jesús, encontrándose cansado, se sentó en el pozo igual que se
hubiera sentado cualquier persona cansada. Estaba cansado y así, se sentó
en el pozo.
No me siento capacitado para resolver esta cuestión. Considero que, en
general, el último significado me parece el más probable, aunque no sea
plenamente convincente. La utilización de la palabra “así” en Hechos 7:8
tiene cierta semejanza. La palabra griega traducida allí como “así” es la
misma que esta.
Comenta Burgon acerca de esta frase “que Jacob y Moisés encontraron a
sus futuras esposas junto a un pozo de agua; y aquí vemos que Uno mayor
que ellos, su antitipo divino, el Esposo, toma para sí una esposa extranjera, la
Iglesia samaritana, también junto a un pozo”.
Comenta Quesnel: “El descanso de Jesucristo es tan misterio so y está tan
lleno de bondad y deseo de hacer el bien como su cansancio. Es una cuestión
de gran importancia que un hombre aprenda a descansar sin estar ocioso y a
hacer que su reposo necesario sirva a la gloria de Dios”.
[Era como la hora sexta]. ¿Qué hora del día era esta según nuestra
división del tiempo? La opinión más común es, con mucho, que la hora sexta
significa aquí las doce, el momento más caluroso y sofocante del día. Es
sabido que el día judío comenzaba a las seis de la tarde. Las siete para
nosotros era la una para ellos, y la hora sexta serían las doce para nosotros.
Comoquiera que sea, es justo y apropiado decir que algunos
comentaristas como Wordsworth y Burgon sostienen con convicción que en el
Evangelio según S. Juan no se respeta la forma en que los judíos dividían las
horas del día. Dicen que, al escribir con posterioridad a otros evangelistas y
en Asia menor, S. Juan utiliza el sistema romano o asiático de medición del
tiempo y que el método romano era como el nuestro. Dicen, pues, que
cuando los discípulos siguieron a Jesús (Juan 1:39) en la hora décima, eran las
diez de la mañana; y que cuando cesó la fiebre del hijo del noble en la hora
séptima, eran las siete de la tarde (Juan 4:52). Dicen que cuando Pilato
ofreció a Jesús a los judíos el día de la crucifixión en la hora sexta (Juan
19:14), eran las seis de la mañana. Y finalmente, dicen que cuando, en el
pasaje que tenemos delante, Jesús se sentó cansado en el pozo en la hora
sexta, significa las seis de la tarde. Más aún, para respaldar esta
argumentación, aducen que sería infinitamente más lógico que una mujer
viniera a sacar agua del pozo a las seis de la tarde que a las doce del
mediodía. En Génesis se dice explícitamente que es “la hora en que salen las
doncellas por agua” (Génesis 24:11).
Ciertamente, estos son argumentos habilidosos y de peso y esta cuestión
ofrece sus dudas. Comoquiera que sea, por diversas razones, me inclino a
pensar que la idea común acerca de la cuestión es la correcta y que la hora
sexta significa aquí las doce del mediodía. Omito deliberadamente la
consideración de otros lugares en que Juan menciona las horas en su
Evangelio. No creo que ninguno de ellos presente dificultad alguna en la
actualidad salvo la “hora sexta” en el relato que hace S. Juan de la
crucifixión. Estoy dispuesto a considerar esa dificultad en su lugar
correspondiente. Creo, pues, que la “hora sexta” del texto que estamos
tratando significa las doce por las siguientes razones.
a) Me parece muy improbable que Juan midiera el tiempo de forma
distinta a los otros tres Evangelios.
b) No está de ningún modo claro que los romanos midieran el tiempo a
nuestra manera y no a la de los judíos. Cuando Horacio, el poeta romano, se
describe a sí mismo quedándose en la cama hasta avanzada la mañana, dice:
“Descanso hasta la hora cuarta”. Sin duda, debe referirse a las diez de la
mañana y no a las cuatro de la tarde. Cuando Marcial, el poeta romano,
describe el día romano, dice: “La primera y la segunda hora las dedican los
clientes a asistir a las audiencias y en la tercera hora los abogados ejercen en
los tribunales”. Sin duda, no puede querer decir que los tribunales romanos
no abrían hasta las dos de la tarde. Con respecto a la costumbre de los
asiáticos, no opino nada. Es un punto dudoso.
c) Es una presuposición completamente gratuita decir que ninguna mujer
iba por agua salvo por la tarde. Sin duda, toda regla debe tener sus
excepciones. El hecho de que la mujer viniera sola, parece indicar de por sí
que vino a una hora inusual, y no al atardecer.
d) En último lugar, pero no por ello de menor importancia, parece mucho
más probable que nuestro Señor mantuviera una conversación a solas con
una persona como la mujer samaritana a las doce del mediodía que a las seis
de la tarde. La conversación no fue breve. En los países orientales, el
crepúsculo es de corta duración. La noche sobreviene pronto. Y sin embargo,
en la teoría que rechazo, nuestro Señor comienza una conversación sobre las
seis de la tarde y prosigue con ella hasta que la mujer se convierte. Luego la
mujer se marcha a la ciudad y cuenta a los hombres lo sucedido y todos
acuden al pozo a ver a Jesús. Sin embargo, con toda probabilidad, para este
momento ya estaría bastante oscuro y habría comenzado la noche. Y no
obstante, después de esto, nuestro Señor dice a los discípulos: “Alzad
vuestros ojos y mirad los campos” (4:35).
Considero que este último argumento tiene un gran peso a la hora de
llegar a una conclusión en cuanto a este asunto. Creo que nuestro Señor
alcanzó el lugar de descanso al mediodía, como era costumbre entre los
viajeros orientales, con el propósito de permanecer junto al pozo brevemente,
hasta que hubiera pasado el calor del día. La llegada de la mujer samaritana
a esta hora del día le dio mucho tiempo para conversar y para que ella
regresara rápidamente a la ciudad y sus moradores acudieran al pozo.
Debo decir que la mención de la hora sexta, si equivale a las doce, me
parece particularmente hermosa y apropiada, lo que no sucede de la misma
forma si se trata de las seis de la tarde. A mi modo de ver, el hecho de que
nuestro Señor mantuviera su conversación con una persona semejante al
mediodía es particularmente apropiado y correcto. Cuando habló con
Nicodemo en el capítulo anterior, se nos dice que era de noche. Pero cuando
habló con una mujer de vida impura, se nos dice expresamente que eran las
doce del mediodía. En este hecho veo un exquisito cuidado de evitar
cualquier equívoco que se perdería por completo si la hora sexta significara
las seis de la tarde. Veo aún más que esto. Veo una lección para todos los
ministros y maestros del Evangelio acerca de la manera correcta de
conducirse en la obra de hacer el bien a almas como la de la mujer
samaritana. Como su Maestro, deben tener cuidado con los momentos y las
horas, especialmente si trabajan solos. Si un hombre intenta hacer el bien a
una persona como la mujer samaritana a solas y sin testigos, debe tratar de
seguir los pasos de su Maestro, tanto en lo referente al momento en que
actúa como en cuanto al mensaje que ofrece. Creo que hay un profundo
significado en esa pequeña frase: “Era como la hora sexta”.
S. Agustín piensa que la “hora sexta” tenía aquí el propósito de
representar, alegóricamente, la sexta era del mundo. Dice que la primera
hora fue desde Adán hasta Noé, la segunda desde Noé hasta Abraham, la
tercera desde Abraham hasta David, la cuarta desde David hasta la
cautividad babilónica, la quinta desde la cautividad hasta el bautismo de Juan
y la sexta la época del Señor Jesús. No veo en el texto fundamento alguno
para estas cosas. Si tales interpretaciones de la Escritura son correctas, es
fácil hacer que la Biblia diga cualquier cosa.

Juan 4:7–26

La historia de la mujer samaritana que contienen estos versículos es


uno de los pasajes más instructivos e interesantes del Evangelio según
S. Juan. En el caso de Nicodemo, S. Juan nos ha mostrado cómo trató
nuestro Señor a un formalista farisaico. Ahora nos muestra cómo
nuestro Señor trató con una mujer ignorante, de mente carnal, cuya
naturaleza moral dejaba mucho que desear. En este pasaje hay
lecciones para los maestros y los ministros que harían bien en
ponderar.
En primer lugar, debemos señalar la mezcla de tacto y
condescendencia con que trató Cristo a una pecadora negligente.
Cuando nuestro Señor estaba sentado junto al pozo de Jacob, vino
una mujer de Samaria a sacar agua. Inmediatamente le dijo: “Dame de
beber”. No esperó a que ella le hablara. No comenzó por reprender sus
pecados, aunque sin duda los conocía. Comenzó la conversación
pidiéndole un favor. Abordó la mente de la mujer con el tema del
“agua”, que naturalmente ocupaba un lugar destacado en sus
pensamientos. Aunque esta petición puede parecer simple, abrió las
puertas a una conversación espiritual. Tendió un puente entre ella y Él.
Condujo a la conversión de su alma.
Todos los que deseen hacer algún bien a los irreflexivos e
ignorantes desde el punto de vista espiritual, deben recordar
cuidadosamente la conducta de nuestro Señor en este lugar. Es vano
esperar que esas personas vengan voluntariamente a nosotros y
comiencen a buscar el conocimiento. Debemos dar el primer paso y
abordarles con un espíritu cortés y amistoso. En vano esperamos que
tales personas estén preparadas para nuestra enseñanza y vean y
reconozcan de inmediato la sabiduría de lo que estamos haciendo.
Debemos obrar con sabiduría. Debemos estudiar cuáles son las
mejores vías de entrada a sus corazones y cuáles son las maneras más
probables de atraer su atención. Toda mente tiene su picaporte, y
nuestro principal objetivo debe ser asirlo. Por encima de todo,
debemos tener modales amables y evitar mostrar que nos sentimos
conscientes de nuestra propia superioridad. Si dejamos que las
personas ignorantes piensen que creemos que les estamos haciendo
un gran favor al hablar con ellas de religión, hay pocas esperanzas de
hacer bien a sus almas.
En segundo lugar, debemos señalar la disposición de Cristo a tener
misericordia de los pecadores negligentes. Dice a la mujer samaritana
que, si la pidiera, “él [le] daría agua viva”. Conocía a la perfección el
carácter de la persona que tenía ante sí. Sin embargo, le dice: Si “tú le
[pidieras], él te daría agua viva”. Le daría el agua viva de gracia,
misericordia y paz.
La inagotable disposición de Cristo a recibir a los pecadores es una
verdad de oro que deberíamos atesorar en nuestros corazones y
transmitir diligentemente a otros. El Señor Jesús está mucho más
dispuesto a escuchar que nosotros a orar, y mucho más dispuesto a
conceder favores que nosotros a pedirlos. Tiende su mano durante
todo el día a los desobedientes y a los que le niegan. Tiene
pensamientos de conmiseración y compasión hacia el más vil de los
pecadores, aunque ellos no piensen en Él. Permanece a la espera para
otorgar su misericordia y su gracia al peor y más indigno si clama a Él.
Nunca dejará de cumplir su famosa promesa: “Pedid, y recibiréis”,
“buscad, y hallaréis”. El que se pierda descubrirá en el día final que no
tuvo porque no pidió.
En tercer lugar, debemos señalar la excelencia inapreciable de los
dones de Cristo comparados con las cosas de este mundo. Nuestro
Señor le dice a la samaritana: “Cualquiera que bebiere de esta agua,
volverá a tener sed; mas el que bebiere del agua que yo le daré, no
tendrá sed jamás”.
La verdad del principio aquí establecido se puede observar en todas
partes por parte de todo aquel que no esté cegado por el prejuicio o el
amor al mundo. Miles de personas tienen todas las buenas cosas
terrenales que el corazón pueda desear y, no obstante, siguen
abatidos e insatisfechos. Continúa ocurriendo como en los tiempos de
David: “Muchos son los que dicen: ¿Quién nos mostrará el bien?”
(Salmo 4:6). Las riquezas, la posición, el rango, el poder, la erudición y
las diversiones son completamente incapaces de llenar el alma. Aquel
que solo bebe de esta agua, con seguridad, volverá a tener sed. Todo
Acab se encuentra con una viña de Nabot cerca de su palacio, y todo
Amán ve a un Mardoqueo en la puerta. No hay satisfacción para el
corazón en este mundo hasta que creemos en Cristo. Jesús es el único
que puede proporcionar una felicidad sólida, duradera y permanente.
La paz que imparte es una fuente que, una vez que fluye dentro del
alma, continúa fluyendo para toda la Eternidad. Sus aguas pueden
tener sus estaciones bajas; pero continúan siendo aguas vivas y nunca
se secarán por completo.
En cuarto lugar, debemos señalar la absoluta necesidad de
convicción de pecado antes de que un alma pueda convertirse a Dios.
Parece que la samaritana no fue tocada hasta que nuestro Señor sacó
a la luz su quebrantamiento del séptimo mandamiento. Parece que
esas palabras escrutadoras —“ve, llama a tu marido”— atravesaron su
conciencia como una flecha. A partir de ese momento, a pesar de su
ignorancia, habla como alguien que busca la Verdad fervorosa y
sinceramente. Y la razón es evidente. Sentía que su enfermedad
espiritual había sido descubierta. Por primera vez en su vida se vio a sí
misma.
Llevar a las personas irreflexivas a este estado mental debiera ser
el principal objetivo de todos los maestros y ministros del Evangelio.
Debieran emular cuidadosamente el ejemplo de su Maestro en este
lugar. Hasta que se ha llevado a los hombres y a las mujeres a sentir
su pecaminosidad y su necesidad, no se hace nunca verdadero bien a
sus almas. Hasta que un pecador no se ve a sí mismo como Dios le ve,
seguirá despreocupado, comportándose frívola e imperturbablemente.
Debemos esforzarnos por todos los medios en convencer de pecado al
hombre inconverso, despertar su conciencia, abrir sus ojos, mostrarle
su interior. A este fin debemos exponer la amplitud y el alcance de la
santa Ley de Dios. A este fin debemos denunciar toda práctica
contraria a esa Ley, independientemente de lo habitual y usual que
sea. Esta es la única forma de hacer el bien. Un alma jamás valora la
medicina del Evangelio hasta que siente su enfermedad. Un hombre
jamás ve belleza alguna en Cristo como Salvador hasta que descubre
que él mismo es un pecador perdido. El desconocimiento del pecado
va invariablemente acompañado por la desatención de Cristo.
En quinto lugar, debemos señalar la inutilidad de cualquier religión
basada únicamente en el formalismo. La mujer samaritana, cuando fue
despertada a las cuestiones espirituales, comenzó a preguntar acerca
de los respectivos méritos de las modalidades de adoración a Dios que
practicaban los samaritanos y los judíos. Nuestro Señor le dice que la
adoración verdadera y aceptable no depende del lugar en que se
ofrece, sino del estado del corazón del adorador. Declara: “La hora
viene cuando ni en este monte ni en Jerusalén adoraréis al Padre”.
Añade que “los verdaderos adoradores adorarán al Padre en espíritu y
en verdad”.
Jamás se puede recalcar lo suficiente a los cristianos profesantes el
principio contenido en estas frases. Todos tenemos la inclinación
natural a convertir la religión en una mera cuestión de ceremonias y
formas externas y a atribuir una importancia desproporcionada a
nuestra forma particular de adorar a Dios. Debemos cuidarnos de este
espíritu, y especialmente cuando empezamos a preocuparnos
seriamente por nuestras almas por vez primera. El corazón es lo
principal cuando abordamos a Dios: “Jehová mira el corazón” (1
Samuel 16:7). El más espléndido culto en una catedral es ofensivo a
los ojos de Dios si todo se hace fría e insensiblemente y sin gracia. La
más débil reunión de tres o cuatro creyentes pobres en una choza para
leer la Biblia y orar es más aceptable a los ojos de Aquel que escudriña
el corazón que la congregación más multitudinaria que se haya reunido
en S. Pedro en Roma.
Por último, debiéramos advertir la misericordiosa disposición de
Cristo a revelarse a sí mismo al mayor de los pecadores. Concluye su
conversación con la mujer samaritana diciéndole abiertamente y sin
reservas que Él es el Salvador del mundo. “Yo soy —dice—, el que
habla contigo”. En ningún otro lugar de los Evangelios encontramos al
Señor haciendo semejante declaración plena de su naturaleza y oficio
como en este. ¡Y esta declaración, recordémoslo, no se hizo a cultos
escribas o morales fariseos, sino a una persona que hasta ese día
había sido ignorante, irreflexiva e inmoral!
El trato que se dispensa a pecadores como estos constituye una de
las características específicas del Evangelio. No importa cuál haya sido
la vida anterior de un hombre: En Cristo hay esperanza y remedio para
él. Si tan solo está dispuesto a escuchar la voz de Cristo, Cristo está
dispuesto a recibirle de inmediato como amigo y concederle toda la
gracia y misericordia. La mujer samaritana, el ladrón arrepentido, el
carcelero filipense, Zaqueo el publicano, son todos ejemplos de la
disposición de Cristo a mostrar misericordia y ofrecer un perdón pleno
e inmediato. Su gloria es que, como un gran médico, se encargará de
curar a los que parecen incurables y que ninguno es demasiado malo
para que Él lo ame y cure. Asimilemos estas cosas en nuestros
corazones. No importa las dudas que tengamos acerca de otras cosas,
jamás pongamos en duda que el amor de Cristo por los pecadores
sobrepasa todo entendimiento y que Cristo está tan dispuesto a recibir
como todopoderoso es para salvar.
¿Qué somos nosotros mismos? Esta es, después de todo, la
pregunta que exige nuestra atención. Quizá hasta hoy hayamos sido
despreocupados, irreflexivos y pecadores como la mujer cuya historia
hemos estado leyendo. Pero, sin embargo, hay esperanza. El que habló
con la mujer samaritana junto al pozo sigue viviendo a la diestra de
Dios y nunca cambia. Únicamente pidamos, y Él nos “[dará] agua
viva”.

Notas: Juan 4:7–26


V. 7: [Vino una mujer […] sacar agua]. La escasez de agua en los climas
cálidos del Este convierte la extracción de agua del pozo más cercano en una
parte importante de las ocupaciones diarias de un hogar oriental. Gracias a
otros pasajes de la Escritura, averiguamos que era una tarea de la que se
ocupaban comúnmente las mujeres (Génesis 24:11; 1 Samuel 9:11). Un pozo
se convertía naturalmente en un lugar de encuentro para las personas de un
vecindario, y especialmente para los jóvenes (Jueces 5:11). Comoquiera que
sea, la sugerencia de algunos autores, como Schottgen, de que los motivos
de la mujer samaritana para acudir al pozo eran posiblemente inmorales,
parece completamente infundada. Aunque es evidente que su carácter moral
era malo, no tenemos derecho a apilar sobre ella más culpa de la que nos
indican los hechos.
S. Agustín considera a esta mujer el tipo de la Iglesia gentil, “no justificada
aún, pero a punto de serlo”. Dudo que el Espíritu Santo quisiera que
adoptáramos esta tesis. Es muy peligroso adoptar semejantes
interpretaciones alegóricas. Las lecciones claras de la Biblia quedan
relegadas, sin darnos cuenta, a un segundo plano.
Comenta Musculus qué maravilloso ejemplo de gracia soberana es que
nuestro Señor se apartara de los cultos sacerdotes, fariseos y escribas para
hablar y conseguir la conversión de una persona como esta mujer, en
apariencia tan completamente indigna de atención. Asimismo, observa con
qué precisión nuestros más mínimos movimientos están gobernados por la
providencia de Dios. Como Rebeca y Raquel, la mujer acudió al pozo sin tener
ni idea de la importancia que tendría para su alma la visita de aquel día.
[Jesús le dijo: Dame de beber]. Hay cuatro cosas dignas de atención en
esta sencilla petición de nuestro Señor. a) Era un acto de misericordioso
asalto espiritual a un pecador. No esperó a que la mujer le hablara, sino que
fue Él quien inició la conversación. b) Fue un acto de maravillosa
condescendencia. Aquel por quien todas las cosas han sido hechas, el
Creador de las fuentes, arroyos y ríos, no se avergüenza de pedir un sorbo de
agua de la mano de una de sus criaturas pecadoras. c) Fue un acto lleno de
sabiduría y prudencia. No impone la religión a la mujer de inmediato
reprendiéndola por sus pecados. Comienza por un tema indiferente en
apariencia y, sin embargo, que ocupaba sin duda los pensamientos de la
mujer: Le pide agua. d) Fue un acto lleno del más delicado tacto que
demostraba un perfecto conocimiento de la mente humana. Le pide un favor
y se pone en un compromiso. Ninguna otra forma de actuar, como es sabido
por todas los eruditos, habría sido mejor para conciliar los sentimientos de la
mujer hacia Él y predisponerla a escuchar su enseñanza. Aunque la petición
fuera sencilla, contiene principios que merecen la máxima atención por parte
de aquellos que deseen hacer el bien a pecadores ignorantes e irreflexivos.
La idea de Eutimio —que nuestro Señor fingió tener sed a fin de iniciar la
conversación— no merece ser considerada. Cirilo piensa que nuestro Señor
deseaba protestar activamente contra el exclusivismo de los judíos pidiendo
de beber a una mujer samaritana y mostrándole que desaprobaba la
costumbre de su nación.
V. 8: [Sus discípulos […] ido […] comprar de comer]. Este versículo es un
ejemplo de la regla general de nuestro Señor de no obrar un milagro a fin de
satisfacer sus propias necesidades. A Aquel que podía alimentar a 5000 con
unos cuantos panes y peces si lo deseaba, le placía comprar comida como
cualquier otro hombre. Es un ejemplo de su humildad. El Creador de todas las
cosas, aunque rico, se hace pobre por amor a nosotros. Esto debiera enseñar
a los cristianos que no deben ser tan espirituales como para descuidar la
gestión del dinero y que deben utilizarlo razonablemente para cubrir sus
necesidades. Dios podría alimentar a sus hijos, como alimentó a Elías, por
medio de un milagro diario. Pero sabe que es mejor para nuestras almas y
para poner en práctica la gracia, no alimentarlos de esa forma, sino hacerlos
pensar y utilizar medios. No hay verdadera espiritualidad en ser descuidado
con el dinero. Jesús mismo permitió que sus discípulos “compraran”.
Todo este versículo es un ejemplo de algunos de esos comentarios
parentéticos, explicativos, tan comunes en el Evangelio según S. Juan. Su
objetivo es explicar el hecho de que nuestro Señor estuviera solo en el pozo y
no pidiera a algún discípulo que le diera agua.
V. 9: [La mujer […] dijo: ¿Cómo tú […] judío[…] samaritana?]. Esta
pregunta implica que la mujer se sorprendió de que nuestro Señor le hablara.
Era un acto inesperado de condescendencia por su parte y, como tal, llamó
su atención. En cualquier caso, así se ganó un punto. Es de gran importancia
el mero hecho de conseguir que un pecador despreocupado nos escuche con
tranquilidad. Pronto mostraremos de qué forma aprovechó el Señor esta
oportunidad.
Solo podemos avanzar conjeturas con respecto a cómo supo la mujer que
nuestro Señor era judío. Quizá lo supiera por el dialecto que hablaba. Algunos
piensan que lo supo por la franja que probablemente llevaba en su atuendo
en conformidad con la Ley mosaica (Números 15:38–39) y que es muy
probable que los samaritanos rechazaran. No había nada en el aspecto
personal de nuestro Señor cuando anduvo como hombre sobre la Tierra que
le distinguiera de cualquier otro viajero judío que se sentara junto a un pozo.
No había nada estrafalario o singular con respecto a sus vestimentas. Se
parecía a cualquier otro hombre.
Me atrevo a opinar que, en la pregunta de la samaritana se debe poner el
acento en la palabra “mujer”. No solo se sorprendía de que un judío pidiera
de beber a un samaritano, sino también de que se lo pidiera a una mujer.
[Judíos y samaritanos no se tratan entre sí]. Normalmente se considera,
con toda razón, que esta frase es un comentario explicativo de S. Juan, y no
las palabras de la mujer samaritana. Ciertamente, parece más natural
interpretarlo de ese modo. La frase se leería entonces como un paréntesis.
Calvino piensa que son palabras de la mujer, pero sus argumentos no son
convincentes.
Sin duda, la enemistad entre judíos y samaritanos a la que se hace
referencia aquí se originó en la separación de las diez tribus bajo Jeroboam y
el establecimiento del reino de Israel. Se incrementó considerablemente
después de que los asirios llevaran cautivas a las diez tribus y por el hecho
de que los samaritanos se mezclaran con extranjeros que el rey de Asiria
envió a Samaria desde Babilonia y otros lugares, perdiendo así su derecho a
considerarse judíos puros (2 Reyes 17:1, ss.). Se agravó aún más por la
oposición de los habitantes de Samaria a la reconstrucción de Jerusalén tras
el regreso de la cautividad de Babilonia en tiempos de Esdras (Esdras 4:10,
ss.). En tiempos de nuestro Señor, parece que los judíos llegaron al extremo
de considerarlos completamente extranjeros y ajenos a la comunidad de
Israel. Cuando dijeron a nuestro Señor que “[era] samaritano, y que [tenía]
demonio”, esa expresión tenía el propósito de burlarse de Él lo más
agriamente posible (Juan 8:48). En todo caso, queda claro a partir de la
conversación de este capítulo que los samaritanos, por equivocados que
estuvieran en muchos puntos, no eran paganos ignorantes. Se consideraban
a sí mismos descendientes de Jacob. Tenían una especie de religión
veterotestamentaria. Esperaban la venida del Mesías.
El amargo espíritu exclusivista de los judíos hacia todas las demás
naciones al que aquí se hace referencia, queda curiosamente confirmado por
el lenguaje que utilizaban los autores paganos de Roma en relación con los
judíos. La inmensa dificultad con que aun los Apóstoles superaron este
sentimiento de exclusivismo se puede advertir tanto en Hechos como en las
Epístolas (cf. Hechos 10:28; 11:2; Gálatas 2:12; 1 Tesalonicenses 5:16).
No se debe pasar por alto la absoluta ausencia de amor que había entre
los hombres en los tiempos de la estancia de nuestro Señor en la Tierra.
¡Bueno habría sido que los hombres jamás hubieran luchado por cuestiones
religiosas después de que Él abandonara este mundo! Las luchas entre la
tripulación de un barco que naufraga no son más horribles, inapropiadas e
irracionales que la mayoría de las luchas entre maestros religiosos. Un
historiador podría aplicar acertadamente las palabras de S. Juan a muchos
períodos de la historia de la Iglesia y decir: “Romanistas y protestantes no se
tratan entre sí”, o “luteranos y calvinistas no se tratan entre sí”, o
“calvinistas y arminianos no se tratan entre sí”, o “episcopales y
presbiterianos no se tratan entre sí”, o “los bautistas y aquellos que bautizan
niños no se tratan entre sí”, o “los hermanos Plymouth no tienen trato con
nadie que no se una a su congregación”. Estas cosas no debieran ser así. Son
el escándalo del cristianismo, el regocijo del diablo y el mayor escollo para la
propagación del Evangelio.
Las palabras griegas que se traducen como “no se tratan entre sí”,
significan literalmente: “No comparten nada con los samaritanos”. Pearce
dice: “Los judíos no comían ni bebían con los samaritanos, no bebían de la
misma copa ni comían del mismo plato que ellos”. Este hecho arroja mucha
luz sobre la sorpresa de la mujer ante la petición de nuestro Señor: “Dame de
beber”.
V. 10: [Respondió Jesús, etc.]. En este versículo, nuestro Señor pasa a
aprovechar la oportunidad que le ofrece la pregunta de la mujer. Por el
momento, pasa por alto su demostración de sorpresa ante que un judío
hablara a una samaritana. Comienza por picar su curiosidad y despertarle
expectativas hablándole de algo a su alcance que denomina “agua viva”. El
primer paso con un pecador despreocupado después de haber llamado su
atención es darle la impresión de que podemos hablarle de algo ventajoso
que se encuentra a su alcance. Hay cierta vaguedad en las palabras de
nuestro Señor que demuestra su consumada sabiduría. Una declaración
sistemática de la verdad doctrinal habría caído en saco roto en esta fase de
los sentimientos de la mujer. El lenguaje general y figurativo que empleó
nuestro Señor estaba exactamente calculado para despertar su imaginación
y llevarla a plantear más preguntas.
[El don de Dios]. Esta expresión recibe diversas explicaciones. Algunos —
como S. Agustín, Ruperto, Jansen, Whitby y Alford— piensan que hace
referencia al “Espíritu Santo”, ese don específico que el Mesías tenía el oficio
especial de impartir a los hombres con mayor abundancia que hasta
entonces (cf. Hechos 2:38; 10:45).
Otros —como Brentano, Bucero, Musculus, Calovio, Grocio y Barradius—
piensan que significa “la misericordiosa oportunidad que Dios te está dando
por su bondad”. Si supieras la puerta de vida que tienes ante ti, la utilizarías
con gran gozo.
Otros —como Eutimio, Toledo, Bullinger, Walter, Hooker, Beza, Rollock,
Lightfoot, Glassius, Dyke, Hildersam y Gill— piensan que significa “Cristo
mismo”, el misericordioso don de Dios a un mundo pecaminoso. Si supieras
que Dios ha entregado verdaderamente a su Hijo unigénito, según su
promesa, que ha venido a este mundo y que es Él quien te está hablando, le
pedirías agua viva de inmediato.
Algunos piensan que se refiere a “los dones de Dios, y especialmente a su
don de la gracia” que ahora se proclama y manifiesta al mundo por medio de
la Venida de su Hijo a la Tierra (cf. Romanos 5:15). Esta parece ser la
interpretación de Cirilo, Lampe, Teofilacto, Zuinglio y Calvino.
En general, de estas cuatro interpretaciones, la última es la que me
parece más satisfactoria. La primera suena extraña y disonante con el tono
habitual de la enseñanza de la Escritura. “Si conocieras al Espíritu Santo, le
pedirías”, es una expresión que difícilmente podríamos esperar en este
período del ministerio de nuestro Señor, cuando no se había explicado aún la
misión del Consolador. La segunda interpretación difícilmente parece más
natural que la primera. Ciertamente, la tercera interpretación está respaldada
por el hecho de que se suele hablar de Cristo como el gran don de Dios al
mundo. Si la mujer hubiera sabido alguna cosa correcta acerca del Mesías y
hubiera sabido que se encontraba ante ella, le habría pedido agua viva.
Comoquiera que sea, esta tesis tiene una fuerte objeción en el hecho de que
parece hacer repetir a nuestro Señor la misma cosa dos veces: “Si conocieras
al Cristo, y que el Cristo es quien te habla”.
La última interpretación convierte la primera oración en general (“si
conocieras la gracia de Dios”) y la segunda en particular (“si también
supieras que el Salvador mismo está contigo”). Así, ambas oraciones reciben
un significado.
[Agua viva]. Tal como sucede con la expresión “el don de Dios”, esta
también recibe diversas explicaciones. Algunos —como Calovio y Chemnitio—
parecen pensar que hace referencia a la doctrina de la misericordia, el
perdón, la purificación y la justificación de Dios. Otros —como Crisóstomo, S.
Agustín, Cirilo, Teofilacto, Calvino, Beza, Walter, Musculus y Ferus— piensan
que se refiere al Espíritu Santo y a la renovación y santificación.
Dudo que ninguna de estas interpretaciones sea del todo correcta. Como
Bullinger y Rollock, me inclino a considerar la expresión como una
descripción figurativa de todo lo que el oficio de Cristo otorga al alma del
hombre: el perdón, la paz, la misericordia, la gracia, la justificación y la
santificación. Así como el agua limpia, purifica, refresca y aplaca la sed del
cuerpo del hombre, así son los dones de Cristo al alma. Creo que todo lo que
necesita un alma pecaminosa se encuentra comprendido deliberadamente en
las palabras “agua viva”. No solo comprende “la sangre [justificadora] de
Jesucristo su Hijo [que] nos limpia de todo pecado”, sino la gracia
santificadora del Espíritu, por medio de la cual “[nos limpiamos] de toda
contaminación”; no solo la paz interior que es el resultado del perdón, sino la
sensación de consuelo interior que acompaña a la renovación del corazón.
La idea de “agua” —recordémoslo— se encuentra especialmente presente
en algunas de las promesas del Antiguo Testamento acerca de las cosas
buenas por venir (cf. Isaías 12:3; 44:3; Ezequiel 47:1, ss.; Zacarías 13:1;
14:8). El derramamiento de agua limpia se menciona específicamente como
una de las cosas que daría el Mesías (Isaías 52:15? RV 1909; Ezequiel 36:25).
La mención del “agua viva” habría remitido de inmediato a un lector
inteligente del Antiguo Testamento a la idea de los tiempos del Mesías.
La palabra “viva”, aplicada aquí al agua, no debe forzarse demasiado. No
significa necesariamente más que agua fresca en movimiento. De ahí que se
diga que los siervos de Isaac encontraron un pozo de aguas vivas (Génesis
26:19, cf. Números 19:17; Cantar de los Cantares 4:15). Indudablemente,
había un profundo significado en las palabras de nuestro Señor y una
referencia velada al versículo de Jeremías en el que Dios habla de sí mismo
como la “fuente de agua viva” (Jeremías 2:13). En cualquier caso, la primera
idea que debieron de transmitir estas palabras a la mujer probablemente no
fue más que esta: que Aquel que estaba sentado delante de ella tenía un
agua mejor, más fresca y valiosa que el agua del pozo. El hecho es que
nuestro Señor utilizó deliberadamente una expresión figurada y general a fin
de guiar delicadamente a la mujer. Si hubiera dicho: “Él te daría gracia y
misericordia”, ella no habría estado preparada para un lenguaje tan
puramente doctrinal y le habría despertado prejuicios y desagrado.
En este versículo hay gran abundancia de profunda verdad. Es rico en
principios primordiales, encadenados de manera sumamente instructiva: 1)
Cristo tiene agua viva que dar a los hombres. 2) Basta con que los hombres la
pidan para que Él la dé inmediatamente. 3) Los hombres no piden debido a
su ignorancia. Este versículo condena a todos los que mueren sin haber sido
perdonados. No lo han sido porque no han pedido: no han pedido a causa de
lo ciegos que estaban en cuanto a cuál era su estado. Eliminar la ceguera y la
ignorancia debiera ser nuestra primera meta al tratar con un hombre
irreflexivo e inconverso.
La idea de Ambrosio, Cipriano, y Ruperto de que “agua viva” significa aquí
bautismo es demasiado escandalosa como para precisar refutación. Es solo
un ejemplo de las absurdas ideas de algunos de los Padres y sus seguidores
con respecto a los sacramentos.
Comenta Bengel acerca de este versículo la disposición de nuestro Señor
a extraer instrucción espiritual de todos los objetos que le rodeaban. A los
judíos que deseaban pan, les hablaba del pan de vida (cf. Juan 6:33). Al
pueblo de Jerusalén al amanecer, le habla de la luz del mundo, posiblemente
haciendo referencia al Sol naciente (cf. Juan 8:2, 12). A la mujer que viene por
agua, le habla de agua viva.
V. 11: [La mujer le dijo, etc.]. Las palabras de la mujer, en este versículo y
el siguiente, implican sorpresa, curiosidad y quizá una leve burla. En
cualquier caso, se demuestra que se ha captado su atención. Un extraño
judío le habla repentinamente del “agua viva”. ¿Qué querría decir? ¿Estaba
siendo sincero o no? Empujada por la curiosidad femenina, desea saberlo.
[Señor]. Crisóstomo piensa que el corazón de la mujer quedó tan
impresionado que utilizó adrede un término de respeto y reverencia.
Comoquiera que sea, no debemos dar demasiada importancia a la palabra.
Ciertamente se traduce como “señor” en otros pasajes donde personas de
inferior rango hablan a otras de rango superior (cf. Mateo 13:27; 21:30;
27:63; Juan 4:49; 5:7; 12:21; 20:15; Apocalipsis 7:14). Sin embargo, es difícil
ver qué otra palabra podría haber utilizado la mujer al dirigirse a un extraño
sin ser descortés o grosera.
[No tienes con qué sacarla]. La expresión griega que se utiliza aquí es
simplemente un sustantivo que significa “un instrumento para sacar agua”.
Se nos deja a nosotros conjeturar acerca de cuálera. Schleusner indica,
basándose en Nonnus, que debe de tratarse de un recipiente atado con una
soga.
[El pozo es hondo]. Esas palabras, según el testimonio universal de los
viajeros de hoy en día, siguen siendo literalmente ciertas. El pozo tiene al
menos veintisiete metros de profundidad y nadie que no tuviera una soga,
como sin duda advirtió la mujer que era el caso de nuestro Señor, podía
acceder al agua.
[¿De dónde […] agua viva?]. Naturalmente, la ignorancia de la mujer al no
pensar más que en agua material nos resulta sorprendente. Sin embargo, no
es más que lo que vemos en muchos otros casos en los Evangelios.
Nicodemo no podía ver más que un significado carnal en el nuevo
nacimiento; los discípulos no podían entender que nuestro Señor tuviera que
“comer” a menos que fuera literalmente; los judíos pensaban que “el pan del
cielo” era pan literal (cf. Juan 3:4; 4:33; 6:34). El corazón natural del hombre
siempre intenta atribuir un significado carnal y material a las expresiones
espirituales. De ahí que hayan surgido los mayores errores acerca de los
sacramentos.
V. 12: [¿Acaso eres tú mayor?]. Esta expresión demuestra la curiosidad de
la mujer por saber quién era el extranjero que tenía ante sí. También tiene un
cierto regusto de burla e incredulidad. ¿Quieres decir que puedes darme
mejor agua y más abundante que un pozo que abasteció al patriarca Jacob y
a todos los que le rodeaban? ¿Pretendes conocer un pozo mejor? ¿Eres tú,
que tienes el aspecto de un pobre viajero cansado, una persona tan grande
que posee un pozo mejor que el que poseyó Jacob?
[Nuestro padre Jacob, que nos dio este pozo]. Observemos que la mujer se
cuida de reivindicar el parentesco con Jacob y le llama “nuestro padre”
aunque, después de todo el mestizaje de los samaritanos con las naciones
paganas, no era una relación tan fácilmente demostrable. Pero es habitual
ver a las personas cerrando los ojos ante las dificultades cuando quieren
demostrar una relación o un parentesco. Los defensores de una
interpretación extrema de la sucesión apostólica rara vez condescienden en
advertir las dificultades de aseverar que los ministros ordenados
episcopalmente pueden remontar sus orígenes a los Apóstoles.
Cuando dice que “Jacob nos dio” el pozo, probablemente haya una
referencia a la concesión que hizo Jacob a su hijo José de la región cercana al
pozo. De José descendía la tribu de Efraín a la que, sin lugar a dudas, la mujer
samaritana afirmaba pertenecer (Génesis 48:22).
[Del cual bebieron él, sus hijos y sus ganados]. Sin duda, estas palabras
tenían el propósito de mostrar la calidad y abundancia del agua. ¿De verdad
quería decir el extranjero del pozo que podía dar un agua mejor?
Bucero comenta acerca de este versículo cómo los samaritanos se
enorgullecían de su relación con Jacob y de la posesión de este pozo mientras
que no hacían esfuerzo alguno en imitar su bondad, y señala la tendencia de
la superstición a hacer lo mismo. “La verdadera piedad —dice— no consiste
en tener el pozo de Jacob y la tierra de Jacob, sino el espíritu de Jacob; ni en
conservar los huesos de los santos, sino en imitar sus vidas”.
V. 13: [Respondió Jesús, etc.]. En este versículo y en el siguiente, nuestro
Señor pasa a alimentar los deseos de la mujer exaltando el valor del agua
viva que había mencionado. Sigue absteniéndose de hacer declaraciones
específicas de verdad doctrinal: sigue ciñéndose a la expresión figurativa de
“agua”. Y, sin embargo, avanza y lleva a la mujer delicada y casi
imperceptiblemente a gloriosas cosas espirituales. Ahora, por vez primera,
empieza a hablar de “vida eterna”.
[Cualquiera […] bebiere […] agua, volverá a tener sed]. Se podrá advertir
que nuestro Señor no responde directamente a las preguntas de la mujer. Se
mantiene constante en un solo punto que desea recalcarle, esto es, la
excelencia infinita de cierta “agua viva” que tiene para darle. Primero le
recuerda lo que ella bien sabía por su penosa experiencia: el agua del pozo
de Jacob bien podía ser buena y abundante, pero a pesar de eso, el que bebía
de ella solo quedaba satisfecho durante unas pocas horas. Pronto volvía a
tener sed.
Sin duda había un profundo pensamiento latente en las palabras de
nuestro Señor en esta frase. Quiere que sepamos que las aguas del pozo de
Jacob ejemplifican todas las cosas buenas materiales y perecederas: no
pueden satisfacer el alma; no tienen poder para llenar el corazón de una
criatura inmortal como el hombre. El que únicamente bebe de ellas volverá a
tener sed, sin duda alguna.
Algunos han pensado que estas palabras contienen una referencia tácita
al apetito insaciable de la mujer por el pecado.
Debe advertirse la similitud entre la línea argumental de nuestro Señor en
este versículo y la línea que adopta al recomendar a los judíos el pan de vida
en el capítulo 6. Mostró a los judíos la superioridad del pan de vida sobre el
maná con las palabras: “Vuestros padres comieron el maná en el desierto, y
murieron” (Juan 6:49). Igualmente, en este pasaje muestra la inferioridad del
agua del pozo de Jacob en comparación con el agua viva, diciendo:
“Cualquiera que bebiere de esta agua, volverá a tener sed”. Los dos pasajes
merecen una cuidadosa comparación.
V. 14: [Mas el que bebiere […] no tendrá sed jamás]. Estas palabras
contienen una promesa preciosa y declaran una verdad gloriosa del
Evangelio. Se prometen los beneficios de los dones de Cristo a todo aquel
que esté dispuesto a recibirlos, independientemente de quién sea. Quizá
haya sido tan malo como la mujer samaritana; pero la promesa es para él
igual que para ella: “El que bebiere […], no tendrá sed jamás”. La afirmación
“no tendrá sed jamás” no significa que “no volverá a sentir necesidad
espiritual alguna”. Simplemente asevera la naturaleza permanente y
duradera de los beneficios que proporciona Cristo. El que bebe del agua viva
que da Cristo, jamás perderá por completo la pureza, limpieza y renovación
del corazón que produce.
La traducción de la frase no expresa toda la intensidad del original griego.
La equivalencia literal sería: “No tendrá sed en toda la eternidad”. En el
Evangelio según S. Juan, esa expresión se utiliza frecuentemente (cf. Juan
6:51–58; 8:51; 10:28; 11:26; 14:16).
[El agua […] daré […] fuente […] vida eterna]. Para ver todo el sentido de
esta frase figurada, es preciso parafrasearla. El significado parece ser algo
así: “El don de la gracia, misericordia y paz que estoy dispuesto a dar será
para el corazón de quien lo reciba una fuente inagotable de consuelo,
satisfacción y renovación espiritual que seguirá fluyendo no solo durante esta
vida, sino para la vida eterna. El que recibe mi don de agua viva tiene abierta
en su alma una fuente de satisfacción espiritual que no se secará ni en esta
vida ni en la venidera, sino que manará para toda la eternidad”.
Observemos que todo el versículo es un sólido argumento a favor de la
doctrina de la perpetuidad de la gracia y la consiguiente perseverancia en la
fe de los creyentes. Es difícil entender cómo la doctrina arminiana de la
posibilidad que tienen los creyentes de apartarse completamente y perderse
puede reconciliarse con una interpretación natural de este versículo.
Zuinglio piensa, con gran verosimilitud, que las palabras “en él una
fuente” señalan los beneficios que la gracia, una vez recibida, hace que un
hombre imparta a otros además de disfrutarlos él mismo (cf. Juan 7:38).
Comenta Rollock acerca de este versículo: “Permítaseme expresar en
pocas palabras mis sentimientos: No encontrarás nada en el Cielo o en la
Tierra con lo que estés satisfecho y que te aporte lo que necesitas a
excepción de Jesucristo, con la plenitud de la deidad que habita en Él
corporalmente”.
Dice Poole: “El que recibe el Espíritu Santo y la gracia que procede de Él,
aunque esté diciendo a diario ‘dame, dame’ y deseando continuamente
mayor gracia, sin embargo, jamás carecerá completamente de ninguna cosa
buena que le sea necesaria. La semilla de Dios permanecerá en él y su agua
será en él una fuente que le abastezca hasta llegar al Cielo”.
V. 15: [La mujer le dijo, etc.]. Creo que en este versículo vemos las
primeras chispas de bien en el alma de la mujer. Las palabras de nuestro
Señor despiertan en su corazón un deseo de esa agua viva de la que le han
hablado. Hace lo que nuestro Señor le ha dicho desde el principio que debía
hacer. La mujer le “pide” que le dé esa agua.
[Dame esa agua […] no tenga yo sed […], sacarla]. Los motivos por que la
mujer hace esta petición suelen explicarse de diversas formas.
Algunos —como Musculus, Calvino, Bucero, Brentano, Walter, Lightfoot,
Poole y Dyke— piensan que esta petición fue con un espíritu burlón y
sarcástico, como si dijera: “¡Sí que estaría bien un agua así, si pudiera
conseguirla! Dámela si la tienes”.
Otros —como S. Agustín, Cirilo, Bullinger, Rollock, Hildersam, Jansen y
Nifanius— piensan que la petición fue solo el deseo perezoso e indolente de
alguien cansado de las labores de este mundo y que, sin embargo, no podía
ver en lo que decía nuestro Señor más que las cosas de este mundo; como la
petición de los judíos: “Señor, danos siempre este pan” (Juan 6:34). Es como
si dijera: “Cualquier cosa que me ahorre las molestias de tener que venir a
sacar el agua sería un gran favor”. Como dice Bengel: “Deseaba tener esta
fuente de agua viva en su propia casa”.
Otros —como Crisóstomo, Teofilacto, y Eutimio— piensan que la petición
fue en realidad la oración de un alma angustiada que se manifestó en algún
débil deseo espiritual ante la mención de la vida eterna. “¿Tienes vida eterna
que proporcionar? Dámela”.
Me aventuro a pensar que ninguna de estas interpretaciones es del todo
correcta. El verdadero motivo de la petición fue probablemente la vaga
sensación de un deseo que la mujer no habría atinado a describir. Es inútil
analizar y examinar demasiado meticulosamente los primeros deseos torpes
e imperfectos que surgen en las almas cuando el Espíritu comienza su obra
de conversión. Es una necedad decir que los primeros impulsos del alma
hacia Dios deben estar libres de todo motivo imperfecto y de cualquier
presencia de debilidad. Los motivos de la mujer al decir: “Señor, dame esa
agua”, eran probablemente mixtos e indefinidos. El agua material le rondaba
la cabeza; y, sin embargo, probablemente tenía deseos de vida eterna.
Bástenos saber que pidió y recibió, buscó y encontró. Nuestro gran propósito
debe ser persuadir a los pecadores para que acudan a Cristo y le digan:
“Dame de beber”. Si les prohibimos que pidan nada hasta que lo hagan con
un espíritu perfecto, no haremos bien alguno. Analizar los motivos específicos
de los primeros anhelos de un alma hacia Dios sería tan necio como examinar
la construcción gramatical del llanto de un niño. Si anhela lo más mínimo y
dice “dame”, debemos estar agradecidos.
V. 16: [Jesús […]; Ve llama […] marido […] ven]. Este versículo da
comienzo a una etapa completamente nueva en la historia de la conversión
de esta mujer. A partir de este punto ya no se menciona el “agua viva”. Se
abandona por completo el lenguaje figurado. Las palabras de nuestro Señor
se vuelven directas, claras y personales. La mujer había pedido por fin “agua
viva”. Nuestro Señor pasa a dársela de inmediato.
Las razones de nuestro Señor para pedir a la mujer que llamara a su
marido han recibido diversas interpretaciones. Algunos piensan que solo
quería decir que ya había hablado lo suficiente con ella, una mujer a solas, y
que antes de seguir adelante debía llamar a su marido para que fuera testigo
de la conversación y participar de los beneficios que iba a conferirle. Esta
parece ser la tesis de Crisóstomo y Teofilacto. Otros piensan, de manera
mucho más verosímil a mi juicio, que la principal finalidad de nuestro Señor al
mencionar al marido de la mujer era producir en ella una convicción de
pecado y mostrarle su conocimiento divino de todas las cosas. Sabía que ella
no tenía marido alguno y lo nombró deliberadamente para remover su
conciencia. Siempre conocía los pensamientos de aquellos con quienes
hablaba; y en este caso sabía cuál sería el efecto de sus palabras. Sacaría a
la luz el principal pecado de la mujer. Es como si dijera: “Me has pedido agua
viva. Finalmente expresas un deseo de ese gran don espiritual que puedo
conceder. Está bien, comienzo por pedirte que te conozcas a ti misma y tu
pecaminosidad. Te mostraré que conozco tu enfermedad espiritual y señalaré
la dolencia más peligrosa de tu alma. Ve, llama a tu marido y ven acá”.
Observemos que el primer sorbo de agua viva que ofreció nuestro Señor a
la samaritana fue la convicción de pecado. Ese hecho es una lección para
todos aquellos que desean beneficiar a pecadores ignorantes y
despreocupados. Lo primero que se debe enseñar a esas personas tras haber
conseguido su atención es su propia pecaminosidad y su necesidad de un
Salvador. Nadie valora al médico hasta que siente su enfermedad.
S. Agustín piensa que, cuando nuestro Señor dijo “llama a tu marido”,
quería decir: “Utiliza tu entendimiento. No estás en tus cabales. ¡Estoy
hablando según el espíritu y tú escuchas según la carne!”. No veo sabiduría
alguna en esa caprichosa idea.
V. 17: [Respondió la mujer […]: No tengo marido]. Estas palabras son una
confesión veraz y honrada, dentro de sus limitaciones. Difícilmente sería justo
preguntarse si la mujer deseaba que se supusiera que era viuda. Teofilacto y
Eutimio señalan que deseaba engañar a nuestro Señor. La forma en que
nuestro Señor tomó su afirmación demuestra que seguramente ella no
profesó ser viuda, y es muy probable que su vestido mostrara que no lo era.
Desde este punto de vista, la honradez de su confesión es digna de atención.
Siempre hay más esperanza para el que confiesa honrada y francamente el
pecado que para el hipócrita melifluo.
[Jesús le dijo: Bien has dicho […] marido]. Es preciso advertir el elogio que
hace nuestro Señor de la honradez en la confesión de la mujer. Nos enseña
que debemos valorar lo mejor posible las palabras de un pecador ignorante.
Un médico de almas inexperto probablemente habría reprendido
severamente a la mujer por su maldad si sus palabras le hubieran llevado a
sospecharla. Nuestro Señor, por el contrario, dice: “Bien has dicho”.
V. 18: [Cinco maridos has tenido]. Se han dicho muchas cosas necias e
inapropiadas acerca de esta frase que no merecen tratarse siquiera. Por
supuesto, es completamente improbable que la mujer hubiera perdido a
cinco maridos por fallecimiento y hubiera enviudado en cinco ocasiones. La
explicación más verosímil es que se hubiera divorciado y hubiera sido
abandonada por varios maridos. Los divorcios eran notoriamente comunes
entre los judíos, y con toda probabilidad entre los samaritanos, por las causas
más banales. Comoquiera que sea, en este caso de la mujer que tenemos
delante es muy probable, a juzgar por la segunda parte de la oración, que se
hubiera divorciado justamente por adulterio.
¡S. Agustín considera a estos cinco maridos como una representación de
“los cinco sentidos del cuerpo”, que son como los cinco maridos que
gobiernan el alma del hombre natural! No puedo pensar que nuestro Señor
quisiera decir nada semejante. ¡Eutimio ofrece otra interpretación alegórica
haciendo que la mujer tipifique la naturaleza humana; los cinco maridos,
cinco dispensaciones distintas; y aquel con quien vivía entonces, la Ley
mosaica! Esto me parece completamente absurdo. Orígenes dice algo muy
semejante. ¡Es bueno saber cuál era la interpretación patrística!
[El que ahora tienes no es tu marido]. Estas palabras muestran
claramente que la mujer samaritana estuvo viviendo en adulterio hasta el
mismísimo día en que le habló nuestro Señor.
El perfecto conocimiento que tenía nuestro Señor del pasado de la mujer y
de su vida presente es muy llamativo. Debiera recordarnos lo familiarizado
que está con cada una de las acciones de nuestras vidas. Nada se le oculta.
[Esto has dicho con verdad]. Estas palabras contienen una bondad digna
de atención. Malvada y abandonada como se encontraba esta mujer
samaritana, nuestro Señor la trata amable y bondadosamente y elogia dos
veces su confesión. “Bien has dicho; Esto has dicho con verdad”. La
amabilidad en el trato, como se da aquí, será siempre una cuestión de suma
importancia al tratar con los impíos. El escarnio y la reprensión severa, no
importa cuán merecidos sean, tienden a endurecer y cerrar los corazones y
hacen que las personas echen los cerrojos. Por el contrario, la bondad gana,
ablanda, concilia y desarma los prejuicios. Un médico del alma inexperto
probablemente habría concluido su frase diciendo: “Eres una mujer malvada;
y si no te arrepientes te perderás”. Todo esto habría sido cierto, no cabe
duda. ¡Pero qué diferente fue el comentario solemne y amable de nuestro
Señor: “Esto has dicho con verdad”!
V. 19: [Le dijo la mujer […] parece […] profeta]. Creo que en este
versículo advertimos un gran cambio en la mente de la mujer samaritana.
Evidentemente confiesa la verdad de todo lo que nuestro Señor acababa de
decir y se dirige a Él como una persona preocupada por su alma. Es como si
dijera: “Al fin me doy cuenta de que no eres una persona común. Me has
dicho algo que no podías saber si no fueras un profeta enviado por Dios. Has
expuesto pecados que no puedo negar y has despertado en mí una
preocupación espiritual que de buena gana querría aliviar. Enséñame ahora”.
Observemos que lo primero que sorprendió a la samaritana y la hizo
llamar “profeta” a Jesús fue lo mismo que sorprendió a Natanael, esto es, el
conocimiento perfecto de nuestro Señor. Quizá, a primera vista, no parezca
que llamar “profeta” a nuestro Señor sea gran cosa. Pero debe recordarse
que, aun después de su resurrección, los dos discípulos de camino a Emaús
describieron a Jesús como un “varón profeta, poderoso en obra y en palabra”
(Lucas 24:19). Parece que uno de los puntos en los que casi toda la nación
judía se encontraba en la ignorancia era en un conocimiento claro de la
naturaleza divina del Mesías. Aun los eruditos escribas eran incapaces de
explicarse cómo el Mesías podía ser el Señor de David y al mismo tiempo su
Hijo (Marcos 12:37).
V. 20: [Nuestros padres adoraron, etc.]. Para ver todo el significado de
este versículo debemos recordar atentamente el estado mental de la mujer
samaritana en ese momento. Considero que habló en un estado de angustia
espiritual. Estaba alarmada ante el hecho de que sus pecados hubieran
quedado repentinamente expuestos. Por primera vez se encontraba en
presencia de un profeta. Por primera vez sintió la necesidad de la religión.
Pero la vieja polémica entre los judíos y los samaritanos surgió de inmediato
en su mente. ¿Cómo podía conocer la verdad? ¿En qué debía creer? Su propio
pueblo decía que la forma en que los samaritanos adoraban a Dios era la
correcta. Los judíos decían que Jerusalén era el único lugar donde los
hombres debían adorar. ¿Qué debía hacer ella ante estas dos opiniones en
conflicto?
Las palabras de la mujer muestran de forma extraordinaria la ignorancia
natural de la gran mayoría de las personas inconversas cuando se las lleva a
pensar por primera vez en la religión. La primera idea del hombre es atribuir
gran importancia a la forma externa de adorar a Dios. El primer refugio de
una conciencia que ha sido despertada es ceñirse estrictamente a alguna
formalidad externa y tener celo por una parte externa de la religión.
La disposición de la mujer a citar a “los padres” y sus costumbres es un
ejemplo instructivo de la disposición del hombre a convertir la costumbre y la
tradición en su única regla de fe. “Nuestros padres lo hacían así” es uno de
los argumentos favoritos del hombre natural. Los comentarios de Calvino
acerca de la expresión “padres” de este versículo son de gran utilidad. Entre
otras cosas comenta: “No se debería considerar Padres más que a los hijos
manifiestos de Dios”.
Cuando la mujer habló de “este monte”, indudablemente se estaba
refiriendo al monte en el que estaba edificado el templo rival de Samaria
para trastorno de los judíos de Jerusalén. Se dice que este templo fue
construido en primera instancia por Sanbalat en los tiempos de Nehemías, y
que su yerno, el hijo de Joiada, a quien Nehemías “ahuyentó”, fue su primer
sumo sacerdote (cf. Nehemías 13:29). Algunos han llegado a sostener que el
monte Gerizim de Samaria era el monte en que Abraham ofreció a Isaac y
que las palabras de la mujer hacen referencia a esto. La opinión más
extendida es que el lugar era el monte Moriah en Jerusalén.
Cuando la mujer dice “vosotros decís”, se está refiriendo indudablemente
a toda la nación judía, de la cual considera representante a nuestro Señor.
Musculus, Baxter, Scott y Barnes piensan que, en este versículo, la mujer
deseaba desviar la conversación de sus propios pecados a un asunto de
debate público, y cambiar así de tema. En todo caso, no estoy convencido de
que esta interpretación sea correcta. Prefiero la de Brentano, que ya he
presentado, de que estaba verdaderamente impresionada por la forma en
que nuestro Señor había expuesto su maldad e inquiría seriamente por las
cosas necesarias para la salvación. La llevó a la seriedad y preguntó cuál era
la religión verdadera. Su propia nación decía una cosa. Los judíos decían otra.
¿Cuál era la verdad? En resumen, sus palabras no eran sino una versión de
las palabras del carcelero: “¿Qué debo hacer para ser salvo?”.
V. 21: [Jesús le dijo: Mujer, créeme]. La calma, gravedad y solemnidad de
estas palabras son dignas de atención: “Te digo una gran verdad a la que te
pido que des crédito y creas”.
Jansen piensa que nuestro Señor utiliza la expresión de “créeme” debido a
que la verdad que estaba a punto de impartir era tan novedosa y extraña que
era posible que la mujer la considerara increíble.
Comenta Stier que esta es la única vez que nuestro Señor utiliza la
expresión “créeme” en los Evangelios.
[La hora viene]. La hora, el momento del que aquí se habla, hace
referencia al tiempo del Evangelio, la hora de la dispensación cristiana.
[Ni en este monte […] adoraréis, etc.]. Nuestro Señor declara aquí que
bajo el Evangelio ya no habría más distinción de lugares, como Jerusalén. La
vieja dispensación, bajo la cual los hombres estaban obligados a ir hasta
Jerusalén tres veces al año para asistir a las fiestas y adorar en el Templo,
estaba a punto de desaparecer. Todos los debates acerca de la superior
santidad de Samaria o Jerusalén tocarían a su fin. Muy pronto se fundaría una
Iglesia cuyos miembros podrían acceder al Padre en todas partes y no
precisarían de cultos en el Templo o de sacerdotes, sacrificios o altares para
acercarse a Dios. Era, pues, una mera pérdida de tiempo hablar de las
respectivas reivindicaciones de Samaria o Jerusalén.
Parece muy improbable que nuestro Señor estuviera haciendo referencia
en este versículo a la profecía de Malaquías: “En todo lugar se ofrece a mi
nombre incienso y ofrenda limpia” (Malaquías 1:11).
En este versículo parece indicarse claramente la completa desaparición
del sistema judío. Introducir en la Iglesia cristiana lugares santos, santuarios,
altares, sacerdotes, sacrificios, lujosas vestimentas y cosas semejantes es
desenterrar lo que quedó sepultado hace mucho tiempo y acudir a las velas
en pos de luz en pleno día. La teoría predilecta de los seguidores de Irving de
que deberíamos copiar en todo lo posible los cultos y el ceremonial del
Templo judío parece completamente irreconciliable con este versículo.
Dice Calvino: “Al citar a Dios el Padre en este versículo, Cristo parece
contrastarle indirectamente con los ‘padres’ que había mencionado la mujer
y enseñarle que Dios será un Padre común para todos, de forma que será
adorado en general sin distinción de lugar o nación”.
V. 22: [Vosotros adoráis lo que no sabéis]. En este versículo, nuestro
Señor condena sin titubear el sistema religioso de los samaritanos en
comparación con el de los judíos. Los samaritanos no podían mostrar
autoridad escrituraria alguna, ninguna revelación de Dios que ordenara y
sancionara su adoración. En cualquier caso, era una pura invención humana
que Dios jamás había acreditado o autorizado formalmente. No tenían
garantías para creer que fuera aceptada. No tenían derecho a sentirse
seguros de que sus oraciones, alabanzas u ofrendas fueran recibidas. En
resumen, todo era incierto. Prácticamente estaban adorando a un “Dios
desconocido”.
Comenta Mede que, en su pregunta acerca del lugar, la mujer samaritana
pasó por alto el objeto de la adoración: “Preguntas acerca del lugar de
adoración. Pero hay una cuestión mucho más importante en juego entre
nosotros, esto es, el Ser al que se debe adorar, respecto al cual eres
ignorante”.
[Nosotros adoramos lo que sabemos]. Como contraste con el sistema
religioso samaritano, nuestro Señor declara que los judíos podían mostrar por
lo menos una base divina y una autoridad escrituraria para todo lo que
hacían en su religión. Podían dar razón de la esperanza que había en ellos.
Sabían a quién acudían en sus cultos religiosos.
[La salvación viene de los judíos]. Nuestro Señor declara aquí que las
promesas de un Salvador y un Redentor pertenecen especialmente a los
judíos de Jerusalén. Eran descendientes de la tribu de Judá, y la casa y el
linaje de David les pertenecía. En cualquier caso, en este punto los
samaritanos no tenían derecho alguno a reivindicar igualdad con los judíos.
Aun admitiendo que los samaritanos tuvieran derecho a denominarse
israelitas, pertenecían a la tribu de Efraín, de la que en ninguna parte se dice
que procedería el Mesías. Y en realidad, los samaritanos eran de un origen
tan diluido que no tenían derecho a denominarse israelitas en absoluto.
Creo, junto con Olshausen, que el verdadero significado de “salvación” en
este versículo es “el Salvador mismo”. ¿No apunta la afirmación que se hizo a
Zaqueo en el mismo sentido? “Ha venido la salvación a esta casa” (Lucas
19:9).
Es muy interesante la expresión “nosotros” que aparece en este versículo.
Es un maravilloso, y casi único, ejemplo de la condescendencia de nuestro
Señor. Se complacía en hablar de sí mismo tal como aparecía a los ojos de la
samaritana, como un miembro de la nación judía: “Yo y todos los otros judíos
adoramos lo que sabemos”.
En este versículo se condena firmemente la necedad de suponer que se
debe alabar o elogiar la ignorancia en la religión como la madre de la
devoción. Cristo quiere que los cristianos “adoren lo que saben”.
Es muy sorprendente el testimonio que se da en este lugar de la
veracidad general del sistema religioso judío. Corruptos y malvados como
eran los escribas y los fariseos, Jesús declara que la religión judía era
verdadera y escrituraria. Es una triste prueba de que una Iglesia puede
mantener un credo saludable y, sin embargo, encontrarse en el camino a la
perdición.
Hildersam tiene un largo comentario acerca de las palabras “la salvación
viene de los judíos” que merece la pena leer. Considerando los tiempos en
que vivía, muestra ideas singularmente claras de los propósitos constantes
de Dios en lo concerniente a la nación judía. En estas palabras ve la gran
verdad de que todas las revelaciones de Dios al hombre se han hecho a
través de los judíos en todas las épocas.
V. 23: [Mas la hora viene, y ahora es]. Estas palabras significan que los
tiempos del Evangelio se están acercando, y ciertamente ya han comenzado:
“Han comenzado en la predicación del Reino de Dios. Llegarán plenamente
con mi muerte y ascensión y el establecimiento de la Iglesia del Nuevo
Testamento”.
[Los verdaderos adoradores adorarán […] espíritu […] verdad]. Nuestro
Señor declara aquí a quiénes se consideraría exclusivamente verdaderos
adoradores en la futura dispensación del Evangelio. No serían aquellos que
adoraran meramente en un lugar u otro. No serían exclusivamente judíos, ni
exclusivamente gentiles, ni exclusivamente samaritanos. La parte externa de
la adoración carecería de valor alguno en comparación con el estado interno
de los adoradores. Solo se consideraría adoradores verdaderos a aquellos que
adoraran en espíritu y en verdad.
Las palabras “en espíritu y en verdad” reciben diversas interpretaciones, y
han corrido ríos de tinta acerca de ellas. Creo que la explicación más sencilla
es la siguiente. La palabra “espíritu” no se debe interpretar como el Espíritu
Santo, sino como la parte intelectual o mental del hombre en contraposición
a la parte carnal o material. Esta distinción se establece claramente en 1
Corintios 7:34: “Ser santa así en cuerpo como en espíritu”. “La adoración en
espíritu” es adoración con el corazón en contraposición a toda adoración
formal, material y carnal que solo consiste en ceremonias, ofrendas,
sacrificios y cosas semejantes. Cuando un judío hacía una ofrenda de carne
con un corazón alejado, era una adoración según la carne. Cuando David
ofreció en oración un corazón quebrantado y contrito, fue adoración en
espíritu. “Adoración en verdad” hace referencia a la adoración a través de la
única vía verdadera de acceso a Dios, sin la mediación de los sacrificios o del
sacerdocio ordenados hasta que Cristo muriera en la Cruz. Cuando se rasgara
el velo y el camino al lugar santo se hiciera manifiesto por medio de la
muerte de Cristo, entonces, y solo entonces, los hombres adorarían “en
verdad”. Antes de Cristo adoraban solo por medio de tipos, sombras, figuras
y emblemas. Después de Cristo, adorarían en verdad. El espíritu se opone a
la “carne”; la verdad a la “sombra”. El “espíritu” es, en resumidas cuentas, el
culto del corazón en contraste con la adoración verbal o la devoción formal.
La “verdad” es la luz plena de la dispensación cristiana en contraste con la
luz crepuscular de la Ley de Moisés.
La interpretación que me he propuesto ofrecer es sustancialmente la de
Eutimio y Crisóstomo.
Carril, citado por Ford, dice: “En espíritu concierne al poder interior, en
verdad a la forma externa. La primera golpea a la hipocresía y la segunda a
la idolatría”.
[El Padre tales adoradores busca que le adoren]. Esta es una frase
notable. Considero que significa que “viene la hora en que el Padre ha
ordenado desde toda la eternidad que reunirá de entre el mundo a una
congregación de adoradores verdaderos y espirituales. Aun ahora está
buscando y reuniendo a tales adoradores”. La palabra “busca” es especial.
Hay algo semejante en la frase: “El Hijo del Hombre vino a buscar y a salvar
lo que se había perdido” (Lucas 19:10). Parece mostrar la abundante
compasión del Padre y su infinita disposición para salvar almas. No “espera”
meramente a que los hombres acudan a Él. Los “busca”. También muestra la
apertura de la misericordia del Padre bajo el Evangelio. Ya no restringe su
gracia a los judíos. Ahora busca y desea reunir en todas partes creyentes
verdaderos procedentes de toda nación.
Creo que la frase está especialmente destinada a invitar a la samaritana a
no preocuparse por las respectivas reivindicaciones de los sistemas judío y
samaritano. ¿Deseaba ser una adoradora espiritual? Esa era la única cuestión
que merecía su atención.
Trapp observa lo siguiente: “¡Cómo debiera avivar esto la adoración
espiritual en nuestros corazones! ¡Dios busca tales adoradores!”.
V. 24: [Dios es Espíritu]. Nuestro Señor declara aquí a la samaritana la
verdadera naturaleza de Dios. Debía dejar de pensar que Dios era como un
hombre al que no se podía encontrar, abordar o hablar salvo en un solo sitio,
como cualquier monarca terrenal. Debía aprender a tener ideas más
elevadas, nobles y excelsas de Aquel con quien deben tratar los pecadores.
Debía saber ese día que Dios era Espíritu.
La declaración que tenemos delante es una de las afirmaciones más
excelsas y categóricas acerca de la naturaleza de Dios que se puede
encontrar en toda la Biblia. ¡Que una declaración semejante se hiciera a una
persona como la mujer samaritana es un maravilloso ejemplo de la
condescendencia de Cristo! Definir con precisión el significado completo de la
expresión sobrepasa al entendimiento del hombre. Probablemente, la idea
principal es que “Dios es un ser intangible, que no habita en templos hechos
por manos humanas y que no está ausente, pues, de un lugar, como nos
sucede a nosotros, cuando se encuentra en otro”. ¡Todas estas cosas son
ciertas, pero qué poco las entendemos!
En su comentario acerca de este versículo, Cornelio à Lapide resume de
forma excelente las opiniones que tenían los paganos acerca de la naturaleza
de Dios.
[Los que le adoran […] espíritu […] verdad […] necesario que adoren].
Nuestro Señor llega a esta amplia conclusión partiendo de la declaración que
acaba de hacer con respecto a la naturaleza de Dios. Si “Dios es Espíritu”, es
necesario que aquellos que deseen adorarle aceptablemente lo hagan en
espíritu y en verdad. Es irrazonable suponer que pueda complacerle cualquier
adoración que no provenga del corazón o que pueda complacerle de la
misma forma la adoración que se ofrece a través de tipos y ceremonias que
aquella que se ofrece a través del camino verdadero que ha provisto y que
ahora está revelando.
Jamás podremos dar la suficiente importancia al gran principio que se
establece en este versículo y en el anterior. Ante estos extraordinarios
versículos, cualquier enseñanza religiosa que tienda a despreciar la adoración
del corazón y a convertir al cristianismo en un mero culto formal, o que
tienda a recuperar las sombras, ceremonias y cultos judíos e introducirlos en
la adoración cristiana, es completamente contraria a la Escritura y
merecedora de reprensión.
Por supuesto, no debemos aceptar la idea de que en este versículo y en el
anterior Jesús deseaba demostrar su desprecio hacia la Ley ceremonial que
Dios mismo había dado. Pero enseña claramente que era una dispensación
imperfecta empleada a causa de la ignorancia y la debilidad del hombre,
igual que empleamos imágenes con los niños al enseñarles. De hecho, era un
ayo para llevar hasta Cristo (cf. Gálatas 3:24). Querer que los hombres
regresen a ella es tan absurdo como pedir a personas adultas que aprendan
el alfabeto por medio de imágenes en un parvulario. Por otro lado, como
señala Beza, no debemos irnos al extremo de despreciar todos los
mandamientos, sacramentos y ceremonias externas de la religión. Estas
cosas tienen su utilidad y valor, independientemente de cuánto se abuse de
ellas.
V. 25: [Le dijo la mujer: Sé que […] Mesías […] Cristo]. Este versículo es
interesante. Muestra a la mujer llevada ya al estado mental en que estaría
preparada para recibir de buena gana una revelación de Cristo. Se le había
hablado del “agua viva” y había mostrado un deseo de ella. Se le había
mostrado su pecado y había sido incapaz de negarlo. Se le había mostrado la
inutilidad de apoyarse en una pertenencia formal a la Iglesia samaritana y la
necesidad de adorar a Dios espiritualmente y con el corazón. ¿Y qué puede
decir ahora? Todo es cierto, lo siente: no puede contradecirlo. ¿Pero qué
puede hacer? ¿A quién puede ir? ¿Qué enseñanza puede seguir? Lo único que
puede hacer es decir que sabe que un día vendrá el Mesías y que clarificará
todas las cosas. Es evidente que desea su llegada. Se siente incómoda y no
ve alivio para la confusión que se ha creado en ella a menos que aparezca el
Mesías.
La mención del Mesías en este versículo deja claro que los samaritanos no
desconocían por completo el Antiguo Testamento y que entre ellos se
esperaba un Redentor de algún tipo, como sucedía entre los judíos. La
existencia de una expectación generalizada en Oriente en la época de la
Venida de nuestro Señor en la Tierra es un hecho del que aun los autores
paganos han dado testimonio.
Cuando la mujer dice que “nos declarará todas las cosas”, probablemente
no debamos indagar demasiado profundamente en su significado. Es muy
probable que solo tuviera una vaga sensación de que el Mesías eliminaría
todas las dudas y mostraría todas las cosas necesarias para la salvación.
Comenta Crisóstomo acerca de este versículo: “La mujer se mareó ante el
discurso de Cristo y se tambaleó ante lo sublime de sus afirmaciones, y en su
dificultad, dijo: ‘Sé que ha de venir el Mesías’ ”.
Wordsworth observa que la samaritana tenía un conocimiento más claro
del oficio del Mesías que el que mostraban por norma general los judíos. Le
aguardaba como Maestro. Le aguardaba como Rey vencedor.
Beza y A. Clark piensan que las palabras “llamado el Cristo” de este
versículo son la explicación parentética de la palabra Mesías. Ciertamente, es
más bien improbable que la mujer las utilizara al dirigirse a un judío. Sin
embargo, la mayoría de los comentaristas piensa que se trata de sus
palabras.
V. 26: [Jesús le dijo: Yo soy, el que habla contigo]. Estas palabras son la
declaración más completa hecha por nuestro Señor acerca de su mesiazgo de
la que han dejado constancia los autores de los Evangelios. ¡Que una
declaración tan completa se hiciera a una persona como la mujer samaritana
es uno de los ejemplos más maravillosos de la gracia y condescendencia de
nuestro Señor que se documentan en el Nuevo Testamento! Finalmente, la
mujer recibía respuesta a una de sus primeras preguntas: “¿Acaso eres tú
mayor que nuestro padre Jacob?”. La llegada de esa respuesta transformó
por completo su alma.
Comenta Rollock acerca de este versículo cuán dispuesto está Cristo a
revelarse al alma de un pecador. En el mismísimo momento que esta mujer
expresó un deseo del Mesías, Este se reveló de inmediato a ella: “Yo soy”.
Quesnel observa: “Es una gran equivocación suponer que no se debe
impartir a las mujeres el conocimiento de los misterios de la religión por
medio de la lectura de las Escrituras, a la luz de este ejemplo de la gran
confianza que depositó Cristo en aquella mujer al manifestarse. Los maltratos
a las Escrituras y el pecado de las herejías no procedieron de la simpleza de
las mujeres, sino de la orgullosa erudición de los hombres”.
Como conclusión de este pasaje, hay varios puntos extraordinarios que
jamás debieran olvidarse: a) La misericordia de nuestro Señor es
extraordinaria. Es un hecho sorprendente que alguien como Él tratara de
forma tan misericordiosa a semejante pecadora. b) La sabiduría de nuestro
Señor es extraordinaria. ¡Qué sabio fue cada uno de sus pasos al tratar con
esta alma pecadora! c) La paciencia de nuestro Señor es extraordinaria.
¡Cómo soportó la ignorancia de la mujer y cuántas molestias se tomó para
conducirla al conocimiento! d) El poder de nuestro Señor es extraordinario.
¡Qué completa victoria ganó finalmente! ¡Cuán todopoderosa debe ser esa
gracia que pudo ablandar y convertir un corazón tan carnal y malvado!
Jamás debemos despreciar alma alguna tras haber leído este pasaje. No
puede haber nadie peor que esta mujer. Pero Cristo no la despreció.
Jamás debemos desesperar de alma alguna tras haber leído este pasaje.
Si esta mujer se convirtió, cualquiera puede convertirse.
Por último, jamás debemos condenar la utilización de todos los medios
sabios y razonables para tratar con las almas. Hay una “sabiduría [que] es
provechosa” al abordar a personas ignorantes e impías y que debemos
buscar diligentemente.

Juan 4:27–30
Estos versículos son la continuación de la famosa historia de la
conversión de la mujer samaritana. Aunque este pasaje parezca corto,
contiene puntos de gran interés e importancia. La persona meramente
mundana, que no se preocupa en absoluto por la religión experimental,
quizá no vea nada de particular en estos versículos. Pero todos
aquellos que deseen saber algo de la experiencia de una persona
conversa los encontrarán llenos de alimento para la mente.
En este pasaje vemos, en primer lugar, cuán maravilloso es a los
ojos humanos cómo trata Cristo a las almas. Se nos dice que los
discípulos “se maravillaron de que hablaba con una mujer”. Que su
Maestro se molestara en dirigirse a una mujer, que además era
samaritana y extraña, junto a un pozo cuando se encontraba cansado
de su viaje, todo eso pareció maravilloso a los ojos de los once
discípulos. No se lo esperaban. Era contrario a su idea de lo que debía
hacer un maestro religioso. Les asombró y llenó de sorpresa.
El sentimiento que demostraron los discípulos en esta ocasión no es
un caso aislado en la Biblia. Cuando nuestro Señor permitió a los
pecadores y publicanos que se acercaran a Él y estuvieran en su
compañía, los fariseos se maravillaron, exclamando: “Este a los
pecadores recibe, y con ellos come” (Lucas 15:2). Cuando Pablo volvió
de Damasco habiéndose convertido y siendo una nueva criatura, los
cristianos de Jerusalén se asombraron, “no creyendo que fuese
discípulo” (Hechos 9:26). Cuando Pedro fue liberado por un ángel de la
prisión de Herodes y llevado a la puerta de la casa donde los discípulos
estaban orando por su liberación, estos se sorprendieron de tal modo
que no podían creer que fuera Pedro: “Cuando abrieron y le vieron, se
quedaron atónitos” (Hechos 12:16).
¿Pero por qué habríamos de quedarnos en ejemplos de la Biblia? El
verdadero cristiano solo tiene que mirar a su alrededor en este mundo
para ver abundantes ejemplos de la verdad que se nos presenta.
¡Cuánto asombro produce cada nueva conversión! ¡Qué sorpresa se
expresa ante el cambio en el corazón, la vida, los gustos y los hábitos
de la persona conversa! ¡Cuánto asombra el poder, la misericordia, la
paciencia y la compasión de Cristo! Es igual ahora que hace 1800
años. Las acciones de Cristo siguen siendo una maravilla tanto para la
Iglesia como para el mundo.
Si hubiera más fe verdadera en el mundo, habría menos sorpresa
ante la conversión de las almas. Si los cristianos creyeran más,
esperarían más y entenderían a Cristo mejor, y se sorprenderían y
asombrarían menos cuando llama y salva al mayor de los pecadores.
No debiéramos pensar que hay cosas imposibles y considerar que hay
pecadores fuera del alcance de la gracia de Dios. El asombro que se
muestra ante las conversiones es una prueba de la débil fe y la
ignorancia de estos tiempos postreros: lo que debiera llenarnos de
sorpresa es la obstinada incredulidad de los impíos y su determinada
perseverancia en el camino a la destrucción. Este era el sentir de
Cristo. Está escrito que dio gracias a Dios por las conversiones: pero se
maravilló de la incredulidad (cf. Mateo 11:25; Marcos 6:6).
En este pasaje vemos, en segundo lugar, cuán absorbente es la
influencia de la gracia cuando entra por primera vez en el corazón de
un creyente. Se nos dice que, después de que nuestro Señor dijera a la
samaritana que era el Mesías, “la mujer dejó su cántaro, y fue a la
ciudad, y dijo a los hombres: Venid, ved a un hombre que me ha dicho
todo cuanto he hecho”. Había salido de su casa con el propósito de ir
por agua. Había llevado una voluminosa vasija al pozo con la intención
de regresar con ella llena. Pero en el pozo encontró un nuevo corazón y
nuevos objetos de interés. Se convirtió en una nueva criatura. Las
cosas viejas pasaron: todas fueron hechas nuevas. Al momento, todo lo
demás quedó olvidado: no podía pensar más que en las verdades que
había oído y en el Salvador que había encontrado. Con el corazón
desbordado, “dejó su cántaro” y se apresuró a mostrar sus
sentimientos a los demás.
Vemos aquí el poder de expulsión que tiene la gracia del Espíritu
Santo. Una vez que se introduce la gracia en el corazón, echa fuera los
viejos gustos e intereses. Un converso ya no se preocupa por lo que
solía preocuparse. La casa tiene un nuevo inquilino: hay un nuevo
piloto al timón. El mundo entero parece distinto. Todas las cosas han
sido hechas nuevas. Así ocurrió con Mateo el publicano: en el momento
en que recibió la gracia en su corazón abandonó el banco de los
tributos públicos (cf. Mateo 9:9). Así fue en los casos de Pedro,
Santiago, Juan y Andrés: en cuanto se convirtieron dejaron atrás sus
redes y barcas de pesca (cf. Marcos 1:19). Así fue en el caso de Saulo
el fariseo: en cuanto se convirtió renunció a sus brillantes perspectivas
como judío a fin de predicar la fe que en un tiempo había despreciado
(cf. Hechos 9:20). La conducta de la mujer samaritana fue
exactamente del mismo tipo: en ese momento la salvación que había
encontrado ocupó toda su mente. No podemos saber si llegó a regresar
para recoger su cántaro. Pero bajo las primeras impresiones de la
nueva vida espiritual, se marchó y “dejó su cántaro” atrás.
Hoy en día, la conducta aquí descrita es bastante infrecuente. Rara
vez vemos a una persona tan completamente absorta en las
cuestiones espirituales que convierta su interés en las cosas terrenales
en algo secundario o las posponga. ¿Y a qué se debe esto?
Simplemente a que las verdaderas conversiones a Dios son
infrecuentes. Pocos sienten realmente sus pecados y acuden a Cristo
por fe. Pocos pasan realmente de muerte a vida y se convierten en
nuevas criaturas. Sin embargo, estos pocos son los verdaderos
cristianos del mundo: estas son las personas cuya religión, como la de
la samaritana, se transmite a otros. ¡Afortunados aquellos que conocen
por experiencia los sentimientos de esta mujer y pueden decir junto
con Pablo: “Estimo todas las cosas como pérdida por la excelencia del
conocimiento de Cristo Jesús”! ¡Afortunados aquellos que han
renunciado a todo por amor a Cristo o que, en todo caso, han
modificado la importancia relativa de todas las cosas en sus mentes!
“Si tu ojo es bueno, todo tu cuerpo estará lleno de luz” (Filipenses 3:8;
Mateo 6:22).
En este pasaje vemos, por último, cuán celosa de hacer el bien a
otros es una persona que se ha convertido verdaderamente. Se nos
dice que la mujer samaritana “fue a la ciudad, y dijo a los hombres:
Venid, ved a un hombre que me ha dicho todo cuanto he hecho. ¿No
será éste el Cristo?”. En el día de su conversión se convirtió en
misionera. Sintió de manera tan profunda el asombroso beneficio que
había recibido de Cristo que no podía mantenerse callada con respecto
a Él. Así como Andrés habló de Jesús a su hermano Pedro, Felipe dijo a
Natanael que había encontrado al Mesías y Saulo predicó de inmediato
a Cristo al convertirse, de la misma forma, la mujer samaritana dijo:
“Venid, ved” a Cristo. No utilizó argumentos abstrusos: no intentó
razonar profundamente acerca de la afirmación de Jesús de que era el
Mesías. Solamente dijo: “Venid, ved”. De la abundancia de su corazón
habló su boca.
Todos los cristianos verdaderos debieran hacer lo que hizo aquí la
samaritana. La Iglesia lo necesita; el estado del mundo lo exige. El
sentido común indica que es lo correcto. Todo el que ha recibido la
gracia de Dios y ha comprobado que Dios es misericordioso, debiera
hallar palabras para dar testimonio de Cristo a otros. ¿Dónde está
nuestra fe si creemos que las almas que nos rodean se están
perdiendo y que solo Cristo puede salvarlas y, sin embargo, nos
mantenemos callados? ¿Dónde está nuestro amor si podemos ver a
otros descendiendo al Infierno y no decirles nada acerca de Cristo y de
la salvación? Bien podemos dudar de nuestro amor hacia Cristo si
nuestros corazones no se ven empujados a hablar de Él. Bien podemos
dudar de la seguridad de nuestras propias almas si no sentimos
preocupación alguna por las almas de otros.
¿Qué somos nosotros mismos? Esa es la cuestión que, al fin y al
cabo, merece nuestra atención. ¿Sentimos la suprema importancia de
las cosas espirituales y la nulidad de las cosas del mundo en
comparación? ¿Hablamos alguna vez a otros acerca de Dios, de Cristo,
de la eternidad, del alma, el Cielo y el Infierno? Si no es así, ¿qué valor
tiene nuestra fe? ¿Dónde está la realidad de nuestro cristianismo?
Tengamos cuidado, no sea que despertemos demasiado tarde y
descubramos que estamos perdidos para siempre; sorprendente para
los ángeles y los demonios y, por encima de todo, sorprendente para
nosotros debido a nuestra propia obstinada ceguera y necedad.

Notas: Juan 4:27–30


V. 27: [En esto]. Parece ser que la verdadera idea contenida en esta
expresión es: “En este punto, en este momento crítico de la conversación
entre nuestro Señor y la mujer”. Se deja a nuestra imaginación lo que la
mujer podría haber dicho tras la maravillosa revelación que hizo nuestro
Señor de sí mismo. Pero justo cuando nuestro Señor dijo: “Yo soy el Mesías”,
los discípulos volvieron de adquirir alimentos y su llegada interrumpió la
conversación. Es muy probable que el corazón de la mujer estuviera
demasiado desbordado y su mente demasiado emocionada como para decir
algo más en presencia de testigos, y especialmente de extraños. No dijo nada
más, pues, y se retiró. Cuando la gracia comienza a obrar, el alma se
abstiene de mostrar esa obra ante extraños.
[Se maravillaron […] hablaba con una mujer]. Lo que maravilló a los
discípulos no es tanto que nuestro Señor hablara con esta mujer, sino que
hablara con una mujer. Queda claro a partir de las obras rabínicas que entre
los judíos estaba difundida la opinión de que, tanto en entendimiento como
en lo relativo a la religión, las mujeres eran seres de orden inferior al hombre.
Este ignorante prejuicio probablemente había arraigado en las mentes de los
discípulos y es posible que aquí se haga referencia a él. No está claro que los
discípulos supieran algo del carácter moral de la mujer.
Ruperto piensa que nuestro Señor, al conversar abiertamente con una
mujer samaritana, deseaba mostrar a los discípulos por medio de un ejemplo
que el Evangelio derrumbaría el muro entre los judíos y las demás personas,
tal como enseñó a Pedro después de su ascensión por medio del lienzo lleno
de animales puros e impuros (cf. Hechos 10:11–15). Opina que el asombro de
los discípulos surgió del mismo prejuicio judío contra la relación con gentiles
incircuncisos que tan fuertemente se manifestó con posterioridad.
Lightfoot, Schottgen y Tholuck citan dichos proverbiales de autores judíos
mostrando los sentimientos judíos acerca de las mujeres. Estos son algunos
ejemplos: “Necio es quien instruye a su hija en la Ley”. “No multipliques los
discursos con una mujer”. “Que nadie hable con una mujer por la calle, ni tan
siquiera con la suya propia”. Whitby también dice, citando a Buxtorf, que los
rabinos afirman que “hablar con una mujer es una de las seis cosas que
hacen impuro a un discípulo”.
[Ninguno dijo: ¿Qué preguntas? […] ¿Qué hablas, etc.?]. Se deja en
nuestras manos conjeturar si estas preguntas se aplican a nuestro Señor o
bien la primera —“¿qué preguntas?”— se aplicó a la mujer y la segunda
—“¿qué hablas con ella?”— a nuestro Señor. Esta cuestión carece de
importancia en particular. Comoquiera que sea, creo que ambas preguntas se
aplican a Cristo. “Ninguno dijo: ¿Qué le preguntas a ella? o ¿qué hablas con
ella?”.
Señala Grocio que los discípulos supusieron que nuestro Señor había
estado pidiendo de comer o de beber a la mujer samaritana y querían decir:
“¿Por qué le pides comida o bebida?”.
Me atrevo a poner en duda si no habría sido mejor traducir ambas
preguntas como: “¿Qué buscas de ella? ¿De qué estás hablando con ella?”.
La expresión “ninguno” parece implicar sencillamente que nadie se atrevió
a hacer pregunta alguna acerca de qué razones movían a nuestro Señor a
hablar con la mujer. No está muy claro el motivo de la introducción de esta
frase. Probablemente la finalidad fuera, como indican Cirilo y Crisóstomo,
mostrarnos la profunda reverencia que sentían los discípulos hacia nuestro
Señor y todos sus actos, aun durante la primera etapa de su ministerio.
También nos muestra que en ocasiones pensaban cosas de Él que no se
atrevían a expresar y veían actos suyos que no entendían, pero se
contentaban con maravillarse en silencio ante ellos. Su conducta contiene
una lección para nosotros. Cuando no podamos entender la razón del trato de
Dios con las almas, callemos e intentemos creer que hay razones que algún
día conoceremos. Un buen siervo en una gran casa debe cumplir su deber y
no hacer preguntas. Un joven estudiante de medicina debe aceptar a ojos
cerrados muchas cosas.
V. 28: [La mujer dejó su cántaro]. La palabra griega que se traduce aquí
como “cántaro” es la misma que se utiliza en el relato del milagro de Caná en
Galilea (Juan 2:6). No se refiere a un vaso pequeño, sino a un ánfora grande,
como las que transportan sobre la cabeza las mujeres orientales. Podemos
entender, pues, que si la mujer deseaba regresar rápidamente a la ciudad
dejara su cántaro. Un recipiente tan grande no se podía llevar con rapidez ni
aun en el caso de que estuviera vacío.
Creo que la mentalidad de la mujer al abandonar su cántaro es clara e
inequívoca. Estaba completamente absorta en las cosas que había oído de
boca de nuestro Señor. Estaba deseosa de contarlas sin demora a sus amigos
y vecinos. Pospuso, pues, su tarea de sacar agua, a cuyo fin había salido de
su casa, como una cuestión secundaria, y se apresuró a relatar a otros lo que
se le había dicho. La frase es profundamente instructiva.
Aparte de esto, Lightfoot piensa que la mujer abandonó el cántaro por
amabilidad hacia nuestro Señor, “para que Jesús y sus discípulos tuvieran de
dónde beber”.
[Fue a la ciudad]. La ciudad a la que se hace referencia es, por supuesto,
Sicar.
[Dijo a los hombres]. No debemos suponer que la mujer hablara
únicamente con hombres y no con las personas de su propio sexo. Pero es
probable que los hombres del lugar fueran las primeras personas a las que
vio y que las mujeres no estuvieran en la calle, sino en sus casas. Más aún,
no es improbable que la expresión tenga el propósito de mostrarnos el celo y
deseo de la mujer de propagar las buenas noticias. No dudó en hablar a los
hombres, aunque sabía bien que era probable que no se prestara atención a
cosa alguna que una mujer dijera en cuanto a asuntos religiosos.
Cirilo señala en este versículo el poder de la gracia de Cristo. Comenzó
por pedir a la mujer que “llamara a su marido”. La conversación que siguió a
continuación terminó con la mujer marchándose y llamando a todos los
hombres de la ciudad para que acudieran a ver a Cristo.
V. 29: [Venid, ved a un hombre]. Merece particular atención el espíritu
misionero de la mujer que vemos en este versículo. Tras haber encontrado a
Cristo ella misma, invita a otros a que vengan y le conozcan. Orígenes la
llama “la apóstol de los samaritanos”.
Observemos que las palabras son extremadamente sencillas. No entra en
argumentación alguna. Solamente les pide: “Venid, ved”. Después de todo,
con frecuencia esta es la mejor forma de tratar a las almas. A menudo, una
invitación valiente a venir y someter a prueba al Evangelio es más eficaz que
los argumentos más elaborados como apoyo para sus doctrinas. La mayoría
de los hombres no quiere tanto que se convenza a su razón como que se
despierten sus conciencias. Muchas veces, un joven discípulo sencillo, cordial
e inculto tocará corazones que quedarían impertérritos al escuchar los
argumentos más abstrusos. Este hecho es de gran ánimo para todos los
creyentes que intentan hacer el bien. No todos pueden argumentar, pero
todos los creyentes pueden decir: “Ven, ve a Cristo. Si tan solo le miraras y le
vieras, pronto creerías”.
Comenta Barradius qué ejemplo tan práctico nos proporciona la mujer de
una de las últimas frases del Apocalipsis: “El que oye, diga: Ven” (Apocalipsis
22:17). Tras haber oído, la mujer samaritana dijo: “Venid”, y el resultado fue
que muchas almas fueron y bebieron del agua de vida libremente.
Cirilo comenta la diferencia entre la conducta de la mujer y la del siervo
que enterró su talento. Ella recibió el talento de las buenas noticias del
Evangelio e inmediatamente rindió un interés.
Crisóstomo señala la sabiduría de la mujer. “No dijo: Venid, creed; sino:
Venid, ved: una expresión más suave que la anterior y que les atrajo más”.
[Me ha dicho todo cuanto he hecho]. Es preciso interpretar estas palabras
con ciertas matizaciones. Por supuesto, no pueden significar que nuestro
Señor dijera literalmente a la mujer “todo cuanto había hecho en su vida”.
Esto habría sido físicamente imposible en el lapso de una sola tarde. El
significado más probable es: “Me ha dicho todos mis principales pecados. Ha
demostrado tener un conocimiento perfecto de los acontecimientos más
importantes de mi vida. Ha mostrado tal conocimiento de toda mi historia
que dudo que no pudiera decirme todo cuanto he hecho”.
Debemos ser comprensivos con los apasionados sentimientos de la mujer
al pronunciar estas palabras. Encontrándose bajo la influencia de estos
sentimientos, utilizó un lenguaje hiperbólico y extravagante que
probablemente no habría utilizado en un estado de tranquilidad y no
debemos juzgarla, pues, demasiado estrictamente. Más aún, como comenta
Poole, cabe dudar si nuestro Señor no habló de otras cosas en la
conversación cuyo relato no fue inspirado a Juan.
Observemos que es muy probable que la mujer samaritana, al decir que
“nuestro Señor le había dicho cuanto [había] hecho”, se refiriera a la idea
común de la omnisciencia del Mesías. Según Lightfoot, los autores rabínicos
aplicaban especialmente al Mesías las palabras de Isaías: “Le hará entender
diligente en el temor de Jehová. No juzgará según la vista de sus ojos” (Isaías
11:3). Sus palabras, pues, eran un argumento muy conocido: que nuestro
Señor tenía que ser el Mesías; y se comprendería a la perfección su finalidad
al utilizarlas.
[¿No será éste el Cristo?]. Las palabras griegas del original se podrían
traducir igualmente como: “¿Es este el Cristo? ¿Será este el Cristo?”.
Encontramos este tipo de frase interrogativa repetida en trece lugares del
Nuevo Testamento. En todos ellos, la interrogación se utiliza sin el “no” (v. gr.,
Mateo 7:16; 12:33; 26:22, 25; Marcos 4:21; 14:19; Lucas 6:39; Juan 7:31;
8:22; 18:35; Hechos 10:47; 2 Corintios 1:17; Santiago 3:11). En general, me
inclino a pensar que habría sido mejor omitir el “no” de la frase que tenemos
delante. Eutimio adopta esta interpretación.
El valor de las preguntas cuando queremos hacer bien a las almas queda
ejemplificado en este versículo. A menudo, una pregunta pone en marcha
una mente que habría quedado completamente impávida ante una
afirmación. Impulsa a la mente a ejercitarse y, por medio de una delicada
coacción, se despierta el pensamiento. Los hombres son mucho menos
capaces de dormirse ante la enseñanza religiosa cuando se les invita a
responder a una pregunta. Es un hecho instructivo y extraordinario el gran
número de preguntas que hay en el Nuevo Testamento. Si la mujer hubiera
dicho: “¡Este es el Cristo!”, podría haber suscitado prejuicios y desagrado. Al
preguntar: “¿Será éste el Cristo?”, hizo que los hombres buscaran y juzgaran
por ellos mismos.
V. 30: [Entonces salieron de la ciudad]. Esta frase está llena de ánimo
para todos los que intentan hacer bien a las almas. Las palabras de una sola
mujer fueron el medio para levantar a toda una ciudad y que fuera a
informarse acerca de Cristo. Jamás debemos despreciar el más pequeño y
nimio de los esfuerzos. Nunca sabemos hasta dónde pueden crecer los más
mínimos comienzos. La semilla de mostaza de Sicar fue la palabra de una
débil mujer: “Venid, ved”.
Debiéramos observar especialmente el ánimo que proporciona el versículo
a los esfuerzos de las mujeres. En la providencia de Dios, una mujer puede
ser el medio para fundar una Iglesia. La primera persona bautizada por Pablo
en Europa no fue un hombre, sino una mujer: Lidia, la vendedora de púrpura.
Que las mujeres no supongan jamás que solo los hombres pueden hacer este
bien. También las mujeres pueden, a su manera, evangelizar tan auténtica y
genuinamente como los hombres. Toda mujer creyente que posea lengua
puede hablar a otros acerca de Cristo. La mujer samaritana era mucho menos
culta que Nicodemo. Pero era mucho más valiente e hizo mayor bien.
[Y vinieron a él]. Quizá la frase sería más literal diciendo “estaban
viniendo” o “comenzaron a venir a Él”. La conversación entre Cristo y sus
discípulos que viene a continuación se produjo mientras ellos venían, y quizá
fue el ver a la multitud que se acercaba lo que impulsó a nuestro Señor a
decir algunas de las cosas que dijo.
Comenta Calvino, acerca de esta parte de la historia de la mujer, que
algunos pueden considerarla culpable, porque “mientras aún sigue siendo
ignorante y teniendo un conocimiento imperfecto, sobrepasa los límites de su
fe. Mi respuesta es que se habría conducido desconsideradamente si hubiera
asumido un papel de maestra, pero cuando no desea más que apasionar a
sus conciudadanos para que escuchen hablar a Cristo, no diremos que perdió
el control o que se extralimitó. Solamente desempeña la función de una
trompeta o de una campana que invita a otros a ir a Cristo”.
El último versículo nos muestra inevitablemente que los ministros y
maestros religiosos nunca debieran considerar indigno esforzarse en una sola
alma. Una conversación con una sola persona fue el medio para que toda una
ciudad fuera a escuchar a Cristo y resultó en la salvación de muchas almas.
¡En este punto de su comentario, Cornelio à Lapide nos informa
solemnemente de que el nombre de la mujer samaritana era Fotina, que
después de su conversión predicó el Evangelio en Cartago y sufrió allí el
martirio el 20 de marzo, día en que el martirologio católico romano hace
mención especial de su nombre! ¡También nos dice que su cabeza se
conserva como reliquia en Roma, en la basílica de S. Pablo, y que de hecho se
le mostró allí! ¡Es bueno saber qué leyendas ridículas y engañosas vierte la
Iglesia católica romana sobre sus fieles como si fueran verdades, mientras
que al mismo tiempo les priva de la Biblia!

Juan 4:31–42

Por un lado, en estos versículos tenemos un instructivo modelo del


celo por el bien de los demás. Leemos que nuestro Señor declara: “Mi
comida es que haga la voluntad del que me envió, y que acabe su
obra”. Hacer el bien no era meramente un deber y un placer para Él.
Lo consideraba su comida, su carne y su bebida. Job, uno de los santos
más santos del Antiguo Testamento, podía decir que la estima que
tenía de la Palabra de Dios era “más que [su] comida” (Job 23:12). La
gran Cabeza de la Iglesia del Nuevo Testamento fue aún más lejos:
podía decir lo mismo de la obra de Dios.
¿Obramos de alguna manera para Dios? ¿Intentamos, aunque
débilmente, fomentar su causa en la Tierra frenando lo malo y
promoviendo lo bueno? Si así lo hacemos, jamás nos avergoncemos de
hacerlo con todo nuestro corazón, nuestra alma, nuestra mente y
nuestras fuerzas. Todo lo que nos venga a la mano para hacer por las
almas de otros, hagámoslo según nuestras fuerzas (Eclesiastés 9:10).
Puede que el mundo se burle de nosotros, nos ridiculice y nos llame
fanáticos. El mundo es capaz de admirar el celo en cualquier servicio
que no sea el de Dios y de alabar el entusiasmo por cualquier cuestión
que no sea la religión. Sigamos imperturbables con nuestro trabajo. No
importa lo que digan y piensen los hombres: estamos siguiendo los
pasos de nuestro Señor Jesucristo.
Aparte de esto, animémonos con el pensamiento de que Jesucristo
nunca cambia. El que se sentó junto al pozo de Samaria y consideró
“comida y bebida” hacer el bien a un alma ignorante es siempre de un
solo sentir. En lo alto del Cielo, a la diestra de Dios, sigue deleitándose
en salvar pecadores y sigue aprobando el celo y el trabajo en la causa
de Dios. Quizá en muchos sectores se desprecie la obra del misionero y
del evangelista; pero mientras el hombre se burla, Cristo es
complacido. Demos gracias a Dios, porque Jesús es el mismo ayer, hoy
y por siempre.
Por otro lado, estos versículos son de gran estímulo para aquellos
que trabajan por el bien de las almas. Leemos que nuestro Señor
describió al mundo como campos listos “para la siega”, y luego dijo a
sus discípulos: “El que siega recibe salario, y recoge fruto para vida
eterna”.
Trabajar por el bien de las almas de los hombres va indudablemente
acompañado de grandes decepciones. El corazón del hombre natural
es duro e incrédulo. La ceguera de la mayoría de los hombres ante su
propio estado de perdición y su peligro de destrucción es algo
indescriptible: “Los designios de la carne son enemistad contra Dios”
(Romanos 8:7). Nadie puede hacerse una idea exacta del desesperado
endurecimiento de los hombres y las mujeres hasta que ha intentado
hacerles ese bien. Nadie puede concebir lo pequeño que es el número
de los que se arrepienten y creen hasta haberse esforzado
personalmente por “[salvar] a algunos” (1 Corintios 9:22). Suponer que
todo aquel a quien se hable de Cristo y se le pida que crea se
convertirá en un verdadero cristiano es una mera demostración de
ignorancia infantil. “¡Pocos son los que hallan el camino estrecho!”. El
obrero de Cristo descubrirá que la gran mayoría de esos hombres entre
los que trabaja son incrédulos e impenitentes, por mucho que se haga.
“Los muchos” no irán a Cristo. Estos son hechos descorazonadores.
Pero son hechos, y es preciso conocerlos.
El verdadero antídoto contra el desánimo en la obra de Dios es
recordar constantemente promesas como la que tenemos ante
nosotros. Hay un “salario” preparado para los segadores fieles.
Recibirán una recompensa en el último día que superará con creces
todo lo que hayan hecho por Cristo; una recompensa que no será
proporcional a los resultados que hayan obtenido, sino a la cantidad de
su trabajo. Están recogiendo un “fruto” que perdurará cuando este
mundo haya pasado: fruto en algunas almas salvadas, aunque muchos
no crean, y fruto en las evidencias de su propia fidelidad que se
presentarán ante todas las naciones reunidas. ¿Tenemos las manos
caídas y las rodillas paralizadas? ¿Tenemos tendencia a decir: “Mi labor
es en vano y mis palabras no son de provecho”? En épocas como esas,
descansemos en esta gloriosa promesa: Hay un “salario” aún por
pagar. Hay un “fruto” que se mostrará. “Somos grato olor de Cristo en
los que se salvan, y en los que se pierden” (2 Corintios 2:15). Sigamos
trabajando. “Irá andando y llorando el que lleva la preciosa semilla;
mas volverá a venir con regocijo, trayendo sus gavillas” (Salmo 126:6).
Una sola alma que se salve sobrevivirá a todos los reinos del mundo y
pesará más que ellos.
Por último, en estos versículos tenemos un ejemplo sumamente
instructivo de la diversidad de formas mediante las cuales se guía a los
hombres a creer en Cristo. Leemos que “muchos de los samaritanos de
aquella ciudad creyeron en él por la palabra de la mujer”. Pero esto no
es todo. En otra parte leemos: “Creyeron muchos más por la palabra
de él”. En resumen, algunos se salvaron por medio del testimonio de la
mujer y otros se convirtieron al escuchar a Cristo mismo.
Jamás se debieran olvidar las palabras de S. Pablo: “Hay diversidad
de operaciones, pero Dios, que hace todas las cosas en todos, es el
mismo” (1 Corintios 12:6). El camino por el que el Espíritu guía a todo
el pueblo de Dios es siempre el mismo. Pero las sendas por las que se
les lleva a ese camino son con frecuencia radicalmente distintas. Hay
algunos en los que la obra de conversión es repentina e instantánea:
hay otros en los que se desarrolla lenta y calladamente, a través de
fases imperceptibles. A algunos se les abre el corazón suavemente,
como a Lidia: a otros se les despierta por medio de un violento
sobresalto, como el carcelero de Filipos. A todos se les lleva finalmente
al arrepentimiento ante Dios, la fe en nuestro Señor Jesucristo y la
santidad en la conducta; pero no todos comienzan con la misma
experiencia. El arma que lleva la convicción al alma de un creyente no
es la que mejor atraviesa a otra. Los dardos del Espíritu Santo
proceden de la misma aljaba; pero unas veces utiliza unos y otras
veces otros, según su voluntad soberana.
¿Estamos convertidos nosotros mismos? Este es el principal punto
al que debiéramos prestar atención. Quizá nuestra experiencia no se
corresponda con la de otros creyentes. Pero esa no es la cuestión.
¿Sentimos el pecado, lo odiamos y huimos de él? ¿Amamos a Cristo y
nos apoyamos exclusivamente en Él para nuestra salvación? ¿Estamos
produciendo los frutos del Espíritu en justicia y verdadera santidad? Si
estas cosas son así, podemos dar gracias a Dios y tener ánimo.

Notas: Juan 4:31–42


V. 31: [Entre tanto]. Esta expresión significa: “Mientras los samaritanos
venían de la ciudad al pozo”, entre el momento en que la mujer se marchó y
el momento en que sus compatriotas, alentados por su testimonio,
aparecieron en el pozo. Es muy probable que ya estuvieran a la vista.
[Rabí, come]. Aquí, la diferencia entre nuestro Señor y sus discípulos se
manifiesta de forma extraordinaria. Sus débiles mentes estaban preocupadas
por la idea de la comida y del sustento corporal. En cambio, su corazón
estaba ocupado en la gran finalidad de su ministerio: “hacer bien a las
almas”. Es un extraordinario ejemplo de una diferencia que se puede ver a
menudo entre un creyente que recibe gran gracia y un creyente que recibe
poca gracia. El último, con la mejor de sus intenciones, frecuentemente
atribuirá importancia a las cosas corporales y transitorias hacia las que el
creyente más fuerte no sentirá afinidad alguna.
V. 32: [Yo tengo una comida, etc.]. El sentido de las palabras de nuestro
Señor en este versículo es evidentemente figurado. Tenía un alimento y
sustento del alma que sus discípulos desconocían. Encontraba tal refrigerio
en hacer el bien a las almas ignorantes, que en aquel momento no sentía
hambre corporal.
No hay necesidad de suponer que nuestro Señor hiciera referencia en este
lugar a alguna clase de suministro milagroso para sus necesidades
corporales. Creo que sus palabras indican únicamente que encontraba tal
deleite y consuelo en hacer el bien a las almas, que le resultaba tan bueno
como la comida y la bebida. Creo que muchos de sus más santos siervos de
todas las épocas podrían dar testimonio de lo mismo. El gozo y la felicidad
del éxito espiritual les ha elevado momentáneamente por encima de todas
sus necesidades corporales, ocupando el lugar de la comida y la bebida
espiritual. No veo razón para que este no fuera el caso de nuestro Señor.
Tenía un cuerpo con la misma constitución que el nuestro en todos los
sentidos.
La idea de algunos autores de que estas palabras muestran que la “sed”
de nuestro Señor era tan solo fingida y simulada me parece completamente
indigna de atención.
La aplicación de estas palabras que todo creyente debe esforzarse por
sacar para sí mismo es familiar para todo cristiano instruido. Tiene secretas
provisiones de sustento y alimento espiritual que el mundo desconoce.
Debiéramos utilizar estas provisiones en todo tiempo, y especialmente en
tiempos de dolor y de prueba.
V. 33: [Entonces los discípulos decían unos a otros, etc.]. Parece que
estas palabras las pronunciaron los discípulos en un conciliábulo en voz baja.
Ya se ha comentado su incapacidad para atribuir más que un sentido carnal a
las palabras de su Maestro. En cuanto a su lentitud para ver el sentido
espiritual de su lenguaje, no parecen haber sido muy distintos de Nicodemo y
la mujer samaritana. “¿Cómo puede sorprendernos —dice S. Agustín— que la
mujer no entendiera a nuestro Señor cuando este hablaba de agua viva si sus
discípulos no le entendían cuando hablaba de comida?”.
Es destacable el original griego de la expresión: “¿Le habrá traído alguien
de comer?”. En la traducción se omite una partícula negativa. Parece mostrar
que una mejor traducción de la pregunta de la mujer en el versículo 29 sería:
“¿Es este el Cristo? ¿Será este el Cristo?”.
V. 34: [Jesús les dijo, etc.]. La idea principal de este versículo es “que
hacer la voluntad de Dios y acabar su obra era tan refrescante para el alma y
agradable para nuestro Señor que le parecía igual que comer o beber”.
Una traducción más literal de la expresión griega que se traduce como
“que haga” y “que acabe” sería “que deba hacer” y “que deba acabar”. Pero,
como señala Winer, caben pocas dudas de que el lenguaje tiene el sentido
del modo infinitivo. Esta misma construcción se utiliza en otro lugar notable:
Juan 17:3.
“La voluntad de Dios”, cuyo cumplimiento era la comida de Cristo, tiene
que hacer referencia a esa voluntad de Dios de que se proclame la salvación
por la fe en un Salvador y se abra una puerta misericordiosa al mayor de los
pecadores. “Mi comida es —dice nuestro Señor— que haga esa voluntad y
proclame a todos aquellos con los que hable que los que creen en el Hijo no
se perderán”. Creo que la tesis de que simplemente significa que su comida
es obedecer los mandamientos de Dios y hacer lo que le ha dicho que haga
no recoge todo el significado de la expresión. Opino que la principal idea es
especialmente la voluntad de Dios con respecto a proclamar la salvación por
medio de Cristo. Cf. Juan 6:39–40.
La “obra de Dios” de la que dice que “acabarla” era la comida de Cristo,
debe significar la obra del pleno cumplimiento del oficio de Salvador que
Cristo vino a llevar a cabo en la Tierra y la obediencia que vino a rendir a la
Ley de Dios. “Mi comida es —dice nuestro Señor— hacer diariamente la gran
obra que vine a hacer al mundo por el alma del hombre, predicar diariamente
la paz y cumplir diariamente toda justicia”. Cf. Juan 17:4.
La completa disimilitud entre Cristo y todos los ministros del Evangelio
que llevan a cabo sus tareas de forma meramente rutinaria, y que se
preocupan más por el mundo y sus placeres o ganancias que por salvar
almas, queda extraordinariamente de manifiesto en este versículo y el
anterior. ¡Cuántos que profesan ser maestros de religión no saben nada de
los hábitos y la mentalidad que muestra aquí nuestro Señor! ¡Nunca se podrá
decir que su comida y bebida es hacer la voluntad de Dios y acabar su obra
de los clérigos con granjas, que van de caza, juegan a las cartas o frecuentan
los bailes! ¿Con qué cara se presentarán ante Cristo en el día del Juicio?
Cirilo dice acerca de este versículo: “Aquí vemos lo grande que es el amor
de Dios hacia las almas. Llama su comida a la conversión de las personas
perdidas”.
V. 35: [¿No decís vosotros, etc.?]. Esta afirmación se interpreta de dos
formas distintas.
Algunos —como Orígenes, Ruperto, Brentano, Beza, Jansen, Cirilo,
Lightfoot, Lampe, Suicer y muchos otros— piensan que nuestro Señor dijo
realmente que quedaban cuatro meses literales para la cosecha en el
momento en que habló; y que, puesto que la cosecha comenzaba en mayo,
dijo estas cosas en febrero. El sentido sería entonces: “En esta época del año
decís que faltan cuatro meses para la cosecha. Pero yo os digo que ya hay
una cosecha espiritual preparada ante vosotros si tan solo levantáis los ojos y
la veis”.
Otros —como De Dieu, Maldonado, Calovio, Whitby, Schottgen, Pearce,
Tittman, Stier, Alford, Barnes y Tholuck— piensan que nuestro Señor solo se
refería a un dicho proverbial entre los judíos —“cuatro meses entre la
siembra y la cosecha”— y que no era su intención que las palabras se
interpretaran literalmente. El sentido sería entonces: “Tenéis un dicho común
de que hay cuatro meses entre la siembra y la cosecha. Pero yo os digo que,
en las obras espirituales, la cosecha madura mucho más rápidamente. Mirad
a esos samaritanos que ya vienen para escuchar la Palabra el mismo día en
que se ha sembrado la semilla entre ellos. Los campos ya están blancos para
la siega”.
Cualquiera de estas interpretaciones tiene sentido y es teológicamente
válida. Sin embargo, en general, prefiero la segunda interpretación, esto es,
que nuestro Señor citó un proverbio. Suponer que realmente quería decir que
faltaban cuatro meses literalmente para la cosecha implica graves
dificultades cronológicas a mi modo de entender. Precisa de la presuposición
de que habían pasado al menos tres cuartas partes de un año desde la
Pascua cuando nuestro Señor purificó el Templo (Juan 2:23). No cabe duda
que este podía haber sido el caso. Pero no me parece lo más probable.
Además, debemos recordar que nuestro Señor hizo referencia en otra ocasión
a un proverbio acerca del tiempo comenzando de forma semejante a como lo
hace aquí: “Decís” (Mateo 16:2). Más aún, en este mismo pasaje cita un
proverbio diciendo que “uno es el que siembra, y otro es el que siega”, dos
versículos después. Creo, pues, que la expresión “decís” indica un dicho
proverbial mucho más que un hecho. La antítesis de esto es el “os digo” que
viene inmediatamente a continuación.
Dice Calvino: “Por medio de la expresión ¿no decís vosotros? Cristo tenía
el propósito indirecto de señalar cuánto más atentas están las mentes de los
hombres a las cosas terrenales que a las celestiales, puesto que desean tan
ardientemente la cosecha que cuentan los meses y los días, mientras que es
asombroso lo perezosos e indolentes que son para reunir las gavillas
celestiales”.
Cornelio à Lapide conjetura que los discípulos habían estado hablando
entre sí acerca de las perspectivas de la cosecha mientras volvían al pozo y
que nuestro Señor, conocedor de la conversación, hizo referencia a ella con
las palabras: “¿No decís vosotros?”.
[Alzad vuestros ojos y mirad los campos […], blancos […] siega]. Pueden
caber pocas dudas de que esta afirmación debe interpretarse de forma
figurada. El sentido es: “Hay una cosecha de almas ante vosotros preparada
para ser recogida”. Esta imagen se utiliza en otros lugares (cf. Mateo 9:37;
Lucas 10:32).
Algunos, como Crisóstomo, piensan que, cuando nuestro Señor dijo “alzad
vuestros ojos y mirad”, hablaba especialmente de la multitud de samaritanos
a los que veía venir de la ciudad hacia el pozo. De ser esto así, es difícil
suponer que la conversación con la mujer comenzara a las seis de la tarde.
Otros piensan que nuestro Señor pronunció estas palabras en referencia a
todo el mundo, y especialmente a la nación judía, en los tiempos de su
ministerio. Estaban tan preparados para la predicación del Evangelio que
eran como un campo blanco para la siega. La expresión “alzad vuestros ojos”
se utiliza en otras partes de la Escritura cuando se está llamando la atención
sobre algo destacable (cf. Isaías 49:18; 40:4; Génesis 13:14–15).
Me inclino a pensar que ambas interpretaciones son correctas. Nuestro
Señor deseaba que sus discípulos advirtieran que, tanto en Samaria como en
otras partes, las mentes de los hombres estaban inusualmente preparadas
para recibir el Evangelio; que advirtieran lo deseosa que estaba en todas
partes la multitud de escuchar la Verdad; que supieran que en todas partes,
como en el campo aparentemente estéril de Samaria, encontrarían una
cosecha de almas preparada para ser recogida, si es que ellos querían
cosecharla.
Con respecto a este versículo, Crisóstomo comenta: “Cristo guía a sus
discípulos, como era su costumbre, desde las cosas bajas hasta las elevadas.
Los campos y las cosechas expresan aquí el gran número de almas que están
dispuestas a recibir la Palabra. Los ojos son tanto espirituales como
corporales, puesto que veían a una gran multitud de samaritanos
acercándose. De manera muy apropiada, llama campos blancos a esa
muchedumbre expectante. Porque, igual que cuando el trigo blanquea está
listo para ser cosechado, así estaban ellos listos para la salvación. ¿Pero por
qué no dice todo esto con un lenguaje directo? Porque al utilizar los objetos
que tiene a su alrededor confería gran viveza y fuerza a sus palabras y
también hacía que su discurso fuera más agradable y penetrara de manera
más profunda en su memoria”.
V. 36: [El que siega, etc.]. Creo que este versículo muestra que nuestro
Señor está hablando de forma general del campo de este mundo y de toda la
obra que tendrían que hacer sus Apóstoles no solo en Samaria, sino hasta los
confines de la Tierra. El versículo es una promesa general para ánimo de
todos los obreros de Cristo. Difícilmente podemos extraer todo su significado
sin una paráfrasis: “El segador de la cosecha espiritual tiene un oficio mucho
más honroso y satisfactorio que el segador de la cosecha natural. Recibe un
salario y recoge fruto no solo para esta vida, sino para la vida venidera. El
salario que recibe es un salario eterno: una corona de gloria incorruptible (cf.
1 Pedro 5:4). El fruto que recoge es un fruto eterno: las almas arrancadas de
la destrucción y salvadas para siempre” (cf. Daniel 12:3; Juan 15:16; y 1
Corintios 9:17).
Burkitt y otros autores llaman la atención sobre el hecho de que el salario
de un segador es mucho más elevado que el de cualquier otro obrero, y de
ahí extraen la conclusión de que ningún cristiano recibirá una recompensa
tan grande como aquel que se esfuerza en ganar almas para Cristo.
[Para […] siembra goce juntamente […] siega]. En mi opinión, estas
palabras hacen referencia al gozo común que habrá en el Cielo entre todos
los que han trabajado para Cristo cuando finalmente se reúna toda la
cosecha de almas salvadas. Los profetas del Antiguo Testamento y Juan el
Bautista, que sembraron, se regocijarán juntamente con los Apóstoles, que
segaron. Los resultados de la cosecha espiritual no son transitorios como los
de la cosecha natural, sino eternos: vendrá, pues, un día en que todos los
que hayan trabajado por ella de alguna forma, ya sea sembrando o segando,
se sentarán y regocijarán juntos para toda la eternidad. Aquí, en este mundo,
el sembrador a veces no vive para ver el fruto de su labor, y solo se regocija
el segador que reúne la cosecha. Pero la obra que se hace en la cosecha
espiritual es una obra eterna y, por consiguiente, tanto los sembradores
como los segadores tienen la certeza de “gozarse juntamente” al final y ver
el fruto de su esfuerzo.
Observemos que en el Cielo no habrá por fin envidias y celos entre los
obreros cristianos. Algunos habrán sido sembradores y otros segadores. Pero
todos habrán hecho la parte del trabajo que les correspondía y todos se
“gozarán juntamente” al final. Los sentimientos de envidia se desvanecerán
en el gozo común.
Observemos que, al hacer la obra para Cristo y trabajar para las almas,
hay sembradores así como segadores. La obra del segador es mucho más
notoria que la obra del sembrador; sin embargo, está perfectamente claro
que si no hubiera siembra no habría siega. Es de gran importancia recordarlo.
A menudo, la Iglesia tiende a honrar en exceso a los segadores de Cristo y a
pasar por alto el trabajo de los sembradores de Cristo.
V. 37: [Porque […] verdadero el dicho, etc., etc.]. Nuestro Señor cita aquí
un dicho proverbial que parece confirmar mi interpretación de que la
expresión del versículo 35 —“¿No decís vosotros: Aún faltan cuatro meses,
etc.?”— se refiere a un proverbio.
“En esto” hace referencia al versículo inmediatamente posterior. “Ese
dicho común —uno siembra y otro cosecha— se cumple de este modo, se
materializa en esta situación, se verifica de la siguiente forma, esto es: ‘Yo os
he enviado’ ”.
El significado del proverbio es claro. “Es un dicho común entre las
personas que a menudo a uno le toca sembrar el campo y a otro segarlo. El
sembrador y el segador no son siempre la misma persona”.
La frecuente utilización de dichos proverbiales en el Nuevo Testamento es
digna de atención. Muestra el valor de los proverbios y la importancia de
enseñarlos a los niños y jóvenes. A menudo se recuerda un proverbio en
concreto cuando una larga lección moral cae en el olvido.
V. 38: [Yo os he enviado a segar, etc.]. Nuestro Señor declara aquí la
forma en que se verifica el dicho proverbial del versículo anterior. Dice a los
Apóstoles que eran enviados a segar una cosecha espiritual a la que no
habían dedicado trabajo alguno. Eran otros hombres los que habían
trabajado, esto es, los profetas del Antiguo Testamento y Juan el Bautista.
Habían arado el terreno, habían sembrado la semilla. El resultado de su labor
era que, en los tiempos de los Apóstoles, las mentes de los hombres estaban
preparadas para la llegada del Mesías, y los Apóstoles no tenían más que ir y
proclamar las buenas noticias de que el Mesías había llegado.
Pearce sostiene la extraña idea de que, en este versículo, nuestro Señor
solo quiere decir: “Os envié a la ciudad para comprar comida. En vuestra
ausencia sembré la semilla espiritual en el corazón de una mujer samaritana.
Ahora ha ido a llamar a otros. Estos y muchos más serán la cosecha que
segaréis sin haber trabajado en ella”. Esta interpretación me parece
completamente insostenible.
El pretérito perfecto de este versículo: “Yo os he enviado”, se utiliza, como
diría un gramático, como prolepsis. Significa: “Os envío”. Esa utilización del
pasado es común en la Escritura, y especialmente cuando Dios habla de
cosas a punto de cumplirse. Con Dios no existe la incertidumbre. Cuando
emprende algo, puede considerarse como realizado y terminado debido a
que, según sus designios, se terminará con seguridad. Nuestro Señor quiere
decir lo siguiente: “Os envío por Samaria, Galilea y Judea para segar el fruto
de la labor de los profetas y de Juan el Bautista. Ellos han sembrado y ahora
vosotros no tenéis más que segar”.
Algunos, como Stier y Alford, piensan que, cuando nuestro Señor dijo
“otros labraron”, se refería más a sí mismo que a los profetas. Yo no lo veo.
Me parece una interpretación forzada y antinatural. Estoy convencido —junto
con Crisóstomo, Cirilo, Teofilacto, Calvino, Zuinglio, Melanchton, Brentano,
Lampe y Poole— de que se aplica principalmente a la Ley y los profetas. “Si
los profetas no hubieran sido sembradores —dice S. Agustín—, ¿de dónde
habría salido el dicho de la mujer: Sé que ha de venir el Mesías?”. Orígenes
dice: “¿No se regocijaron Moisés y Elías, los sembradores, juntamente con los
segadores —Pedro, Santiago y Juan— cuando vieron la gloria del Hijo de Dios
en la transfiguración?”.
Teofilacto ve en este versículo un sólido argumento contra la tesis herética
de los marcionistas, los maniqueos y otros, de que el Nuevo Testamento es
contrario al Antiguo. Aquí se habla de los Profetas y los Apóstoles
simultáneamente, como labradores bajo un Dueño común en un campo
común.
La tesis propuesta por Bucero, que nuestro Señor alude aquí a los filósofos
paganos además de a los profetas, me parece peligrosa e injustificable.
V. 39: [Muchos […] samaritanos […] creyeron]. No hay datos para
formarse una opinión con respecto a la naturaleza exacta de la creencia que
se menciona en el versículo 41. Solo podemos conjeturar si se trataba tan
solo de una fe intelectual en que Cristo era el Mesías o si era la fe verdadera
del corazón que justifica a un pecador delante de Dios. La opinión más
probable es que se trataba de fe verdadera, aunque muy débil y poco
inteligente, como la de los propios Apóstoles. Esta interpretación tiene el
fuerte respaldo de que cuando Felipe, tras el día de Pentecostés, fue a
Samaria y predicó a Cristo, su predicación fue recibida con gozo y muchos
hombres y mujeres fueron bautizados (cf. Hechos 8:5–12). El Evangelio fue
recibido sin prejuicios y abrazado de inmediato como una verdad reconocida.
[Por la palabra […] mujer […], testimonio]. Estas palabras muestran la
importancia del testimonio meramente humano del Evangelio de Cristo. La
palabra de una débil mujer se convirtió en el instrumento para la fe de
muchas almas. Las palabras de la mujer no tenían nada de extraordinario. No
contenían ningún razonamiento muy elaborado ni ninguna elocuencia
extraordinaria. Solo eran el testimonio sincero y fervoroso de un corazón
creyente. Sin embargo, a Dios le agradó utilizarlo para la conversión de las
almas. Jamás debemos despreciar la utilización de instrumentos. Si la mujer
no hubiera hablado, los samaritanos no se habrían convertido. Por encima de
todo, jamás debemos despreciar los instrumentos por su aparente debilidad e
ineptitud para hacer bien a las almas. Dios puede hacer que los instrumentos
más débiles sean lo suficientemente poderosos para echar abajo los
baluartes del pecado y a Satanás, igual que hizo que la onda y la piedra de
David vencieran a Goliat.
Teofilacto señala que la mala vida anterior de la samaritana era conocida
entre sus conciudadanos y que debió de llamar su atención el hecho de que
proclamara públicamente que había Uno que conocía su vida pasada a pesar
de ser un extraño. Acertadamente, llegaron a la conclusión de que no podía
ser alguien común.
Melanchton señala que la fe que se produjo por el testimonio de la mujer
en este caso es una clara prueba de que no es preciso haber sido ordenado
ministerialmente para hacer bien a las almas, y que la ordenación episcopal
no es absolutamente necesaria para que las palabras que se pronuncien
surtan algún efecto.
V. 40: [Entonces vinieron los samaritanos […] rogaron […] quedase, etc.].
En este versículo se muestra de forma extraordinaria el deseo de los
samaritanos de ser instruidos y la disposición de Cristo a atender a los que
inquirían. Espera a que se le ruegue. Si no permanece con nosotros es porque
no se lo pedimos. Los dos discípulos que iban de camino a Emaús se hubieran
perdido un gran privilegio de no haber dicho: “Quédate con nosotros” (Lucas
24:29).
Ferus comenta acerca de este versículo la gran diferencia entre los
samaritanos y los gergesenos. Los gergesenos rogaron que nuestro Señor se
“fuera” de ellos, los samaritanos que se “quedase” con ellos (Mateo 8:34).
[Se quedó allí dos días]. Solo podemos suponer que esos dos días se
dedicaron a la enseñanza y predicación del Evangelio. A uno le gustaría saber
lo que se enseñó y lo que se dijo en aquellos dos días. Pero es un ejemplo de
los “silencios” ocasionales de la Escritura que todo lector atento de la Biblia
debe haber advertido. Son silencios similares los primeros treinta años de la
vida de nuestro Señor en Nazaret, lo que hizo S. Pablo durante su estancia en
Arabia y su trabajo durante los dos años de encarcelamiento que pasó en
Cesárea (cf. Gálatas 1:17; Hechos 24:27).
Es un hecho interesante, observado por algunos autores, que hoy en día
Nablus y sus alrededores, que ocupan el lugar de Samaria y Sicar, se
encuentran en un estado más próspero y floreciente que casi cualquier otro
lugar de Palestina. Mientras que Capernaum, Corazim y Betsaida —que
rechazaron a Cristo— han desaparecido casi por completo, Samaria —que le
creyó y recibió— sigue floreciendo.
V. 41: [Creyeron muchos […] palabra de él]. Este versículo muestra la
soberanía de Dios al salvar a las almas. A uno se le llama de una forma y a
otro de otra. Algunos samaritanos creyeron al oír a la mujer testificar. Otros
no creyeron hasta ver a Cristo mismo. Debemos tener cuidado de no limitar
al Espíritu Santo a una sola forma de actuar. A menudo, la experiencia de las
almas salvas difiere grandemente. Si se lleva a las personas al
arrepentimiento y la fe en Cristo, no debe suponernos una dificultad que no
se lleve a todos por el mismo camino.
Comenta Olshausen acerca de este versículo: “Aquí tenemos un caso raro
en que el ministerio del Señor produjo un avivamiento a gran escala.
Normalmente vemos que solo despierta a unos pocos individuos y que estos,
como granos de mostaza diseminados aquí y allá, se convierten en el germen
de un nuevo orden de cosas de gran magnitud entre la gente”.
V. 42: [Ya no creemos […] tu dicho]. Calvino piensa que la palabra griega
que se traduce como “dicho” significa literalmente “palabras, o palabrería” y
que “los samaritanos parecen jactarse de que ahora tienen un fundamento
más sólido que la lengua de una mujer”. En los únicos otros tres lugares en
que se utiliza, se traduce como “hablar” (Mateo 26:73; Marcos 14:70) y
“lenguaje” (Juan 8:43).
[Verdaderamente éste […] Salvador del mundo, el Cristo]. Es digna de
atención lo completa que es la confesión que hacen estos samaritanos. En
ningún otro lugar de los Evangelios encontramos una declaración tan plena
del oficio de nuestro Señor como “Salvador del mundo”. Existen dudas
razonables de que los samaritanos comprendieran claramente lo que decían
cuando hablaron de nuestro Señor como “el Salvador”. Pero que veían con
particular claridad una verdad que los judíos eran especialmente reticentes a
ver —que había venido para ser el Redentor de toda la Humanidad y no solo
de los “judíos”— parece evidente por la expresión “el mundo”. Que una raza
mestiza y medio pagana como los samaritanos, y no los judíos, diera tal
testimonio de Cristo, es un extraordinario ejemplo de la gracia de Dios.
La deducción que hace Calvino de este versículo de que “Cristo enseñó
más claramente el sentido del Evangelio en Samaria en dos días que en
Jerusalén hasta entonces” parece tanto injustificable como innecesaria. ¿No
debiéramos fijar más bien la mirada en la diferencia entre los judíos y los
samaritanos? La enseñanza de Cristo fue la misma, pero los corazones de sus
oyentes fueron radicalmente distintos. Los judíos se endurecieron. Los
samaritanos creyeron.
Con respecto a este versículo, Chemnitio piensa que hay una intención de
hacer hincapié en la palabra griega que se traduce como “verdaderamente”.
Piensa que nuestro Señor la empleó en contraposición a los falsos cristos y
mesías que habían aparecido antes que Él, así como a los mesías y
salvadores típicos como los Jueces.
Para concluir este pasaje, bien podemos asombrarnos de que tantos
“samaritanos” creyeran de inmediato en nuestro Señor cuando fueron tan
pocos los “judíos” que llegaron a creer. Nuestro asombro bien puede
aumentar cuando consideramos que nuestro Señor no obró milagro alguno en
esta ocasión y que la palabra fue el único instrumento que se utilizó para
abrir los corazones de los samaritanos. Por un lado, vemos la absoluta
soberanía de la gracia de Dios. A menudo los últimos son los primeros y los
primeros los últimos: los más ignorantes e incultos se salvan mientras que los
más cultos y eruditos siguen incrédulos y se pierden. Por otro lado, vemos
que no son los milagros y privilegios los que convierten las almas, sino la
gracia. Los judíos vieron a nuestro Señor obrar muchos grandes milagros y le
oyeron predicar durante semanas y meses y, sin embargo, salvo unas pocas
excepciones, se mantuvieron duros e impenitentes. Los samaritanos no
vieron milagro alguno y solo tuvieron al Señor entre ellos dos días y, sin
embargo, muchos de ellos creyeron. Si alguna vez hubo una prueba clara de
que la gracia del Espíritu Santo es lo principal que se necesita para procurar
la conversión de las almas, la tenemos en estos versículos que estamos
terminando ahora.
Los significados alegóricos y típicos que atribuyen algunos autores a la
mujer samaritana y a su historia, tal como se relata en este capítulo, casi no
merecen ser considerados. Algunos ven en la mujer un tipo de la sinagoga
judía, servilmente atada a los cinco libros de la Ley y llevada finalmente por
Cristo a beber el agua viva del Evangelio. Otros ven en la mujer un tipo de las
naciones gentiles que habían fornicado con ídolos durante 5000 años,
finalmente purgadas por Cristo y abandonando su cántaro vacío en
obediencia al cristianismo. Otros van más lejos aún y ven en la mujer un tipo
profético de cosas aún por venir. ¡La consideran un tipo de la Iglesia griega
que aún debe ser llevada a la verdadera fe de Cristo! Estas interpretaciones
me parecen, en el mejor de los casos, meras conjeturas fantasiosas más
susceptibles de hacer mal que bien, ya que apartan a los hombres de las
claras lecciones prácticas contenidas en el pasaje.

Juan 4:43–54

En este pasaje hay cuatro lecciones que destacan marcadamente.


Fijémoslas en nuestras memorias y utilicémoslas continuamente en
nuestro viaje por la vida.
En primer lugar, vemos que los ricos sufren aflicciones igual que los
pobres. Leemos de un oficial del rey profundamente angustiado por la
enfermedad de su hijo. Sin duda se habrían utilizado todos los
remedios curativos que pudiera proporcionar el dinero. Pero el dinero
no es todopoderoso. La enfermedad se agravaba y el hijo del oficial
estaba a punto de morir.
Es una lección que debemos recalcar constantemente a los
hombres. No hay error más común ni más dañino que el de suponer
que los ricos carecen de preocupaciones. Los ricos son tan susceptibles
de enfermar como los pobres y tienen mil preocupaciones que los
pobres desconocen por completo. La seda y el satén cubren a menudo
corazones muy apesadumbrados. Los que moran en palacios duermen
frecuentemente con más dificultad que los que lo hacen en chozas. El
oro y la plata no pueden poner al hombre fuera del alcance de los
problemas: quizá eliminen las deudas y los harapos, pero no las
preocupaciones, la enfermedad y la muerte. Cuanto más alto es el
árbol, más lo sacuden las tormentas; cuanto más grandes son sus
ramas, más se expone a la tempestad. David era un hombre más feliz
cuando cuidaba las ovejas de su padre en Belén que cuando vivió
como rey en Jerusalén y gobernó a las doce tribus de Israel.
Que el siervo de Cristo se cuide de ambicionar riquezas. Conllevan
ciertas preocupaciones e inciertas comodidades. Que ore por los ricos
y no los envidie. ¡Cuán difícilmente entrará un hombre rico en el Reino
de Dios! Por encima de todo, que aprenda a contentarse con lo que
tiene. Solo es verdaderamente rico el que tiene un tesoro en el Cielo.
En segundo lugar, en este pasaje vemos que la enfermedad y la
muerte sobrevienen a los jóvenes tanto como a los viejos. Leemos de
un hijo mortalmente enfermo y de un padre preocupado por él. Vemos
invertido el orden natural de las cosas: el mayor se ve obligado a
ministrar al joven, y no el joven al mayor. El hijo se acerca antes al
sepulcro que el padre, y no el padre antes que el hijo.
Esta es una lección que tardamos en aprender. Somos propensos a
cerrar los ojos ante hechos claros y a hablar y actuar dando por
supuesto que los jóvenes nunca mueren en su juventud. Y sin
embargo, las lápidas de cualquier cementerio nos dicen que, de cada
cien personas, tan solo unas pocas llegan a los cincuenta años;
mientras que muchas no llegan jamás ser adultas. El primer sepulcro
que se excavó en esta Tierra fue el de un joven: la primera persona
que murió no fue un padre, sino un hijo. Aarón perdió dos hijos de
golpe. David, el varón conforme al corazón de Dios, vivió lo suficiente
como para ver a tres de sus hijos descender al sepulcro. A Job se le
arrebataron todos sus hijos en un solo día. Se dejó cuidadosa
constancia de estas cosas para nuestro conocimiento.
El que sea sabio no dará por supuesta una larga vida. Nunca
sabemos lo que puede traer un día. A menudo, los fuertes y bien
parecidos caen y desaparecen en pocas horas mientras que los viejos y
débiles duran muchos años. La única sabiduría verdadera es estar
siempre preparados para el encuentro con Dios, no posponer nada
relacionado con la eternidad y vivir como hombres dispuestos a partir
en cualquier momento. Viviendo así, no importa gran cosa si morimos
jóvenes o viejos. Unidos al Señor Jesús, estamos seguros en cualquiera
de los casos.
En tercer lugar, en este pasaje vemos los beneficios que puede
proporcionar la aflicción al alma. Leemos que la preocupación por un
hijo llevó al noble hasta Cristo a fin de obtener ayuda en sus
momentos de necesidad. Una vez que estuvo en presencia de Cristo,
aprendió una lección de valor incalculable: al final “creyó él con toda
su casa”. Todo esto, recordémoslo, fue fruto de la enfermedad de su
hijo. Si el hijo del noble no hubiera estado enfermo jamás, su padre tal
vez habría vivido y muerto en sus pecados.
La aflicción es una de las medicinas de Dios. Por medio de ella, a
menudo enseña lecciones que no se podrían aprender de ninguna otra
forma. Por medio de ella aparta con frecuencia del pecado y del mundo
a almas que de otro modo se habrían perdido para siempre. La salud
es una gran bendición, pero más lo es la enfermedad santificada. Todo
el mundo desea por naturaleza prosperidad y comodidad terrenal; pero
las pérdidas y las pruebas son beneficiosas para nosotros si nos guían
a Cristo. En el último día, habrá miles que, junto con David y el noble
que estamos considerando, darán este testimonio: “Bueno me es
haber sido humillado” (Salmo 119:71).
Cuidémonos de no murmurar en los momentos difíciles.
Mentalicémonos de que existe un sentido, un por qué y un mensaje de
Dios en todas las penas que nos sobrevienen. No hay lecciones tan
útiles como las que se aprenden en la escuela de la aflicción. No hay
comentario que explique tan bien la Biblia como la enfermedad y el
dolor. Ningún castigo parece gozoso en su momento, sino causa de
tristeza, “pero después da fruto apacible” (Hebreos 12:11). La mañana
de la resurrección demostrará que muchas de las pérdidas del pueblo
de Dios fueron en realidad ganancias eternas.
En último lugar, en este pasaje vemos que la palabra de Cristo es
tan válida como su presencia. Leemos que Jesús no descendió a
Capernaum para ver al joven enfermo, sino que solo pronunció las
palabras: “Tu hijo vive”. Esa pequeña frase fue acompañada por un
poder omnipotente: en ese mismo momento, el hijo comenzó a
recuperarse. Cristo se limitó a hablar y se produjo la cura; Cristo se
limitó a dar la orden y la letal enfermedad llegó a su fin.
El hecho que tenemos delante es particularmente consolador. Da un
enorme valor a cada promesa de misericordia, gracia y paz que
pronunciaran alguna vez los labios de Cristo. El que ha se ha asido por
fe de alguna palabra de Cristo tiene los pies sobre una roca. Lo que
Cristo ha dicho, puede hacerlo; y lo que ha decidido hacer, siempre lo
ejecutará. El pecador que verdaderamente reposa su alma en la
palabra del Señor Jesús está a salvo para toda la eternidad. No podría
estar más seguro aunque viera el Libro de la Vida y su propio nombre
escrito en él. Si Cristo ha dicho “al que a mí viene, no le echo fuera” y
podemos testificar diciendo “yo he ido”, podemos estar seguros de
nuestra salvación. Con respecto a las cosas de este mundo decimos
que ver es creer. Pero, en las cosas del Evangelio, creer es tan válido
como ver. La palabra de Cristo es tan válida como los actos humanos.
Aquel de quien Jesús dice en el Evangelio que “vive”, está vivo para
siempre y no morirá jamás.
Y ahora recordemos que aflicciones como las del noble son muy
comunes. Probablemente llamen a nuestra puerta un día. ¿Hemos
sabido lo que es soportar aflicción? ¿Querríamos saber adónde
dirigirnos en busca de ayuda y consuelo cuando nos llegue nuestra
hora? Llenemos a tiempo nuestras mentes y memorias de las palabras
de Cristo. No son únicamente palabras de un hombre, sino de Dios. Las
palabras que habla son espíritu y vida (cf. Juan 6:63).

Notas: Juan 4:43–54


V. 43: [Dos días después]. Una equivalencia más literal de las palabras
griegas sería “después de los dos días”, esto es, después de los dos días que
se mencionan en el versículo anterior.
[Salió de allí]. Comenta Quesnel: “Este es un ejemplo de abnegación
completamente fuera de lo común: abandonar a aquellos que nos respetan y
aplauden para ir a predicar entre otros de los que tenemos motivos para
esperar un trato completamente distinto”.
V. 44: [Porque Jesús mismo dio testimonio […] su propia tierra]. Este
versículo ha confundido a muchos comentaristas. ¿Qué quiere decir la
expresión “su propia tierra”? Si significa Galilea, como supone la mayoría,
¿cómo se puede conciliar con las palabras que vienen a continuación:
“Cuando vino a Galilea”?. Y por otro lado, ¿qué relación hay entre el versículo
que tenemos delante y el que le antecede? ¿Por qué habría de ir nuestro
Señor a Galilea cuando era un lugar donde no se le honraba? Y por último,
¿cómo podemos conciliar la afirmación de que nuestro Señor no tenía
“honra” en Galilea con el innegable hecho de que casi todos sus discípulos y
seguidores eran galileos? Todas estas cuestiones han dado pie a muchas
conjeturas.
a) Algunos, como Orígenes y Maldonado, superan la dificultad del
siguiente modo. Dicen que las palabras “su propia tierra” deben de hacer
referencia a Judea y Belén, lugar de nacimiento de Cristo. El sentido sería
entonces: “Dos días después, Jesús salió de Samaria y fue a Galilea, y no a
Judea, porque en Judea no tenía honra y no se creía en Él”. Esta solución me
parece antinatural e insatisfactoria. El viaje de nuestro Señor a Galilea había
sido planeado, y no fue una decisión adoptada repentinamente durante su
estancia en Samaria. Aparte de esto, no hay prueba alguna de que no se
recibiera y creyera a nuestro Señor en Judea. Por el contrario, “hacía y
bautizaba” tantos discípulos en Judea que atrajo la atención de los fariseos y
tuvo que “irse a Galilea”.
b) S. Agustín sostiene que “su propia tierra” significa Galilea, y parece
atribuir el siguiente significado al versículo: “Y sin embargo, Jesús dio
testimonio de que un profeta no tenía honra en su propia tierra, puesto que
cuando vino a Galilea nadie creyó en Él salvo un noble y su casa”. Esta me
parece una interpretación rebuscada y artificiosa. Tittman y Blomfield
adoptan una tesis muy semejante y lo interpretan como: “Aunque Jesús había
dado testimonio”.
c) Crisóstomo y Eutimio piensan que “su propia tierra” significa
Capernaum. También esta interpretación me parece improbable. Vemos que
en otros lugares se denomina a Capernaum la “ciudad” del Señor, pero “su
propia tierra” no aparece en ninguna otra parte (cf. Mateo 9:1).
d) Teofilacto señala que el versículo que tenemos delante se introduce a
fin de explicar “por qué nuestro Señor no permaneció constantemente en
Galilea, sino que solo iba allí esporádicamente. La razón era que no tenía
honra allí”. También esta me parece una interpretación insatisfactoria.
e) Alford dice: “La única interpretación sencilla y verdadera es que este
versículo hace referencia al siguiente y ciertamente a toda la narración a la
que sirve de introducción. Es una explicación preliminar de: ‘Si no viereis
señales y prodigios, no creeréis’ e indica el contraste entre los samaritanos —
que creían en Él por su palabra— y sus compatriotas, que solamente le
recibían por los milagros que le habían visto hacer en Jerusalén”. Esta
interpretación del texto me parece tan insatisfactoria y rebuscada como
cualquiera de las que he mencionado. Más aún, dudo mucho que la palabra
griega traducida como “porque” se utilice alguna vez en el Nuevo Testamento
con el significado que Alford le atribuye.
f) La siguiente explicación me parece de lejos la más probable. Las
palabras “su propia tierra” no significan Galilea ni Judea, sino “Nazaret”. El
sentido es: “Jesús salió de Samaria y fue a Galilea, pero no a su propia tierra,
Nazaret, porque dio testimonio, tanto ahora como en otras ocasiones, de que
un profeta no tiene honra en su propia tierra”. Como confirmación de esta
tesis que sostengo, debemos advertir que en las seis ocasiones, aparte de
esta, que aparece en los Evangelios la palabra traducida como “tierra”, se
refiere siempre a la ciudad de Nazaret y no a la región en que se situaba
(Mateo 13:54, 57; Marcos 6:1, 4; Lucas 4:23, 24). La tesis que defiendo es la
de Cirilo, Calvino, Calovio, Lampe, Poole, De Dieu, Pearce, Doddridge, Dyke y
Olshausen.
Por otro lado, la utilización que hace nuestro Señor de un proverbio en
este versículo también es digna de atención. Es otra prueba del valor de los
dichos proverbiales.
La lección del proverbio es muy instructiva. Una de las pruebas más
tristes del estado corrupto y caído del hombre es que jamás valora aquello
con lo que está familiarizado y que la familiaridad engendra desprecio. Los
ministros del Evangelio lo descubren en su dolorosa experiencia tras residir
durante muchos años en una parroquia y ministrar durante largo tiempo a
una congregación. Aquellos a quienes se suministran más abundantemente
los privilegios del Evangelio son a menudo los que menos los valoran. Lo de
que “cuanto más cerca está la iglesia, más lejos está Dios”, suele ser
literalmente cierto. Aquellos que viven más alejados y deben hacer más
sacrificios a fin de escuchar el Evangelio son a menudo las personas que más
se esfuerzan en escucharlo.
Comoquiera que sea, se puede extraer una pizca de consuelo de este
doloroso versículo. Un ministro no debe desesperar y acusarse de infidelidad
debido a que el Evangelio que predica no sea honrado en su propia
congregación y muchos permanezcan endurecidos e incrédulos tras haberles
predicado durante muchos años. Debe recordar que está compartiendo la
suerte de su Maestro. Está bebiendo de la misma copa que bebió Cristo.
Cristo no tuvo honra en Nazaret, y a menudo los ministros fieles tienen
menos honra en su propia congregación que en otras partes.
Pellican piensa que nuestro Señor dio “testimonio” de la verdad que
contiene este versículo como respuesta a algunos que le habían preguntado
por qué no iba a Nazaret. Prefiero la opinión de que simplemente significa
que nuestro Señor “siempre testificó y convirtió el testificar en una práctica”.
V. 45: [Los galileos le recibieron]. La palabra “recibieron” probablemente
no significa más que “le recibieron con respeto y reverencia”, como alguien
fuera de lo común. No hay base alguna para suponer que todos le recibieran
con verdadera fe y creyeran experimentalmente en Él como Salvador de sus
almas.
[Habiendo visto […] cosas […] Jerusalén […], fiesta]. Esta expresión
confirma la idea ya sostenida (cf. Juan 2:23) de que nuestro Señor, además
de echar a los comerciantes y compradores del Templo, hizo muchos otros
milagros durante su estancia en Jerusalén en la primera Pascua. Es probable
que los milagros documentados en los cuatro Evangelios sean solo una
selección de todos los que Cristo obró.
Aquí, como en otras partes, vemos la utilización especial de los milagros.
Servían para llamar la atención de los hombres y producir la impresión de
que Aquel que los ejecutaba merecía ser escuchado. Los galileos estaban
dispuestos a recibir a Cristo respetuosamente porque habían visto sus
milagros.
[También ellos habían ido a la fiesta]. Esta frase es una prueba de lo
generalizada que estaba entre los judíos la costumbre de asistir a las grandes
fiestas en Jerusalén, y especialmente a la fiesta de la Pascua. Aun aquellos
que vivían más alejados de Jerusalén, en Galilea, consideraban importante ir
a la Pascua. Sirve para mostrar la publicidad del ministerio de nuestro Señor,
tanto en su vida como en su muerte. Cuando fue crucificado en la Pascua, el
acontecimiento se produjo en presencia de multitud de testigos de todas las
partes del mundo. La providencia suprema de Dios ordenó que así fueran las
cosas para que los hechos de la vida y la muerte de Cristo jamás pudieran
negarse: “No se ha hecho esto en algún rincón” (Hechos 26:26).
V. 46: [Vino, pues, Jesús otra vez a Caná]. La circunstancia de que nuestro
Señor fuera a Caná en dos ocasiones puede explicarse recordando el hecho
de que uno de sus discípulos, “Natanael”, pertenecía a Caná y era muy
probable que su madre, María, tuviera parientes allí (cf. Nota sobre Juan 2:1).
[Un oficial del rey]. La palabra griega que se traduce aquí como “oficial del
rey” solo aparece aquí en este sentido, como sustantivo, en todo el Nuevo
Testamento. Algunos han conjeturado que se trataba de alguien relacionado
con la corte de Herodes y que por eso se le denomina “oficial del rey”.
Algunos —como Lutero, Chemnitio, Lightfoot y Pearce— han conjeturado
también que este noble debía de ser “Chuza intendente de Herodes”, cuya
esposa Juana se convirtió en uno de los discípulos de Juan y “le [sirvió] de sus
bienes” (Lucas 8:3). No cabe duda que esto es posible, y sería un hecho
interesante si pudiera demostrarse. Pero no hay base para ello a excepción
de las conjeturas. Lightfoot añade la de que, si no fuera Chuza, podría
tratarse de Manaén (Hechos 13:1).
Glassius y otros indican la particularidad de que un noble y una persona
relacionada con la corte real buscara a Cristo en semejantes circunstancias.
Nos muestra que Cristo tendrá trofeos del poder de su gracia de toda clase y
condición. En el capítulo 1 del Evangelio según S. Juan vemos a pescadores
convertidos; en el capítulo 3 a un fariseo que se consideraba justo; al
principio del capítulo 4, a una samaritana caída; y al final a un oficial de la
corte del rey.
Pearce piensa que el noble era de los llamados herodianos (Mateo 22:16).
[Cuyo hijo estaba enfermo]. Debiéramos advertir siempre el número y la
grandeza de los milagros que llevó a cabo nuestro Señor en Capernaum y la
dignidad de las personas relacionadas con ellos. Allí curó al siervo del
centurión (Mateo 8:5). Allí, con toda probabilidad, devolvió la vida a la hija de
Jairo, uno de los principales de la sinagoga (Marcos 5:21). Y allí, en este caso,
curó al hijo del noble. Hubo tres clases de principales y gobernantes que
presenciaron un milagro entre ellas. El centurión era un soldado gentil. El
principal de la sinagoga era un judío de elevada posición eclesiástica. El
noble se codeaba con las autoridades civiles más elevadas. No cabe duda
que la consecuencia fue que el nombre y el poder de Cristo se divulgaran
entre todas las familias importantes de Capernaum. No sorprende que
nuestro Señor diga: “Tú, Capernaum, que eres levantada hasta el cielo”
(Mateo 11:23). No hubo lugar más privilegiado que esta ciudad.
La idea que barajan algunos de que este “oficial” era el mismo que el
centurión de Mateo 8:5, y que el milagro aquí documentado es tan solo el
mismo narrado de distinta forma, me parece absolutamente infundada. Los
detalles de ambos milagros son completamente distintos. Este milagro no se
menciona en ningún otro lugar de los Evangelios.
V. 47: [Cuando oyó que Jesús había llegado, etc.]. Este versículo
demuestra lo ampliamente difundida que estaba la fama del milagro que se
efectuó en Caná en la anterior visita de nuestro Señor y cuán grande había
sido el testimonio de los milagros de nuestro Señor en Jerusalén, dado por los
galileos que habían ido a la fiesta. No podemos explicar de ninguna otra
forma el hecho de que el noble acudiera a nuestro Señor y le rogara que
fuera y curara a su hijo. Nuestro Señor debía de gozar de la reputación de
que tenía tanto el poder como la disposición para obrar esas curaciones.
Comenta Musculus acerca de este versículo cuánto mayor es el amor que
desciende que el que asciende. No leemos en ningún lugar de los Evangelios
de un hijo o una hija que venga a Cristo a pedir por sus padres.
Dyke observa: “Algunas cruces llevan a los hombres a Cristo,
especialmente con respecto a nuestros hijos. Esta fue la cruz que subyugó a
Egipto; y para los grandes hombres, como este noble, que tenían mucho que
dejar a sus hijos, esta cruz es la mayor”.
V. 48: [Entonces Jesús le dijo: Si no viereis, etc.]. En este versículo,
nuestro Señor parece referirse al deseo común que expresaron los judíos de
ver milagros y señales como prueba de su mesiazgo. “¿No puedes creer a
menos que veas obrar un milagro con tus propios ojos? ¿Es tu fe tan pequeña
que no puedes creer a menos que veas algo?”. Sin duda el Señor conocía el
corazón del hombre que tenía ante sí. Deseaba probar su fe y extraer de él
los deseos más fervientes de la misericordia que deseaba. Merece la pena
comparar la similitud entre la primera respuesta que dio nuestro Señor al
noble y la primera respuesta a la mujer de Caná que vino a Él intercediendo
por su hija (Mateo 15:24).
Comenta Crisóstomo: “Lo que Cristo quiere decir es: No tienes aún la fe
correcta hacia mí, sino que sigues considerándome únicamente un profeta.
Reprende la mentalidad con que le había abordado el noble porque este no
creía con convicción antes de ver un milagro. De ahí que le llevara a creer. No
es motivo de sorpresa que el noble viniera y rogara, puesto que los padres,
en su aflicción, acostumbran a recurrir a los médicos y hablar con ellos. Pero
podemos advertir que no vino con un propósito demasiado firme, porque solo
acudió a Cristo cuando este llegó a Galilea, mientras que, de haber creído
con convicción, no habría dudado en ir a Judea cuando su hijo se encontraba
al borde de la muerte”. Glassius piensa que, con estas palabras, nuestro
Señor se estaba refiriendo especialmente a la mentalidad que halló entre los
habitantes de Caná en su segunda visita. Piensa que los encontró en un
estado de expectación y curiosidad por su milagro de transformar el agua en
vino, pero aún carentes de una verdadera fe salvadora.
Poole compara al noble con Naamán, que tenía fe suficiente para ir a la
puerta de Eliseo a que le curara de su lepra, pero que tropezó ante el hecho
de que Eliseo no pusiera su mano sobre la enfermedad sino que solamente le
enviara un mensaje (cf. 2 Reyes 5:11).
V. 49: [El oficial del rey le dijo, etc.]. Este versículo muestra el fervor del
deseo del noble por obtener alivio, avivado y agudizado por el aparente
reproche en la respuesta de nuestro Señor a su primera petición. Sin
embargo, era una afirmación que demostraba gran ignorancia. Es claro que
no descubrió lo que nuestro Señor le estaba indicando: que podía recibir
ayuda sin que Él fuera a ver a su hijo. Tampoco niega la verdad de las
palabras de nuestro Señor ni las cuestiona. Solo sabía que sentía una
dolorosa angustia y rogó a nuestro Señor que “sanase a su hijo, que estaba a
punto de morir”. No dudaba de que nuestro Señor pudiera curarle. Pero no
podía entender aún que fuera capaz de curarle a distancia, sin tan siquiera
verle.
Crisóstomo dice: “Observemos cómo estas mismas palabras denotan la
debilidad del hombre. Cuando, tras haber reprendido Cristo su mentalidad,
debiera haber pensado algo grande con respecto a Él, si es que no lo había
hecho anteriormente, ¡mira cómo se arrastra por el suelo! Habla como si
Cristo no pudiera resucitar a su hijo de entre los muertos y como si
desconociera el estado en que este se encontraba”.
Comenta Brentano que el noble no ofreció fe a Cristo, sino tan solo un
destello de fe.
V. 50: [Jesús le dijo, etc.]. En este versículo hay tres cosas muy dignas de
atención. a) Debiéramos observar la maravillosa bondad y compasión de
nuestro Señor. Pasa por alto la debilidad de la fe del noble y su falta de
entendimiento. Le concede sin más su petición y proporciona vida y salud a
su hijo sin dilación. b) Debiéramos observar la omnipotencia de nuestro
Señor. Simplemente pronuncia las palabras “tu hijo vive” e, inmediatamente,
una persona enferma a kilómetros de allí se cura y se repone. Habló y se
cumplió. c) Debiéramos observar, no menos, la resuelta confianza que
depositó el noble en el poder de nuestro Señor. No hizo más preguntas tras
oír las palabras “tu hijo vive”. Creyó de inmediato que todo iría bien y se
marchó.
Observa Cirilo en relación con este versículo que nuestro Señor curó aquí
a dos personas simultáneamente con las mismas palabras. “Llevó al noble a
la fe y liberó el cuerpo de un joven de la enfermedad”.
Comenta Crisóstomo: “¿Cuál puede ser el motivo de que, en el caso del
centurión, Cristo decidiera ir y sanar de forma voluntaria mientras que aquí, a
pesar de recibir la invitación, no fue? Porque, en el caso del centurión, la fe se
había perfeccionado y determinó ir, pues, para que valoráramos la sensatez
de aquel hombre; pero aquí el noble era imperfecto. Así, pues, cuando le
apremió constantemente pidiéndole que descendiera sin tener claro que
podía curar estando ausente, Jesús le muestra que aun esto le es posible, a
fin de que este hombre alcance por medio de esta curación no presencial el
conocimiento que ya tenía el centurión”.
Observa el obispo Hall: “La petición del oficial fue: Ven y cura. La
respuesta de Cristo fue: “Ve, tu hijo vive”. Nuestro misericordioso Salvador se
enfrenta al final con todos aquellos con los que se cruza por el camino. ¡Cuán
delicadamente corrige nuestras oraciones!; y cuando no nos da lo que hemos
pedido, nos concede algo mejor aún”.
V. 51: [Cuando ya él descendía]. Hoy en día no se conoce con exactitud la
posición respectiva de Caná y Capernaum. La ubicación precisa de
Capernaum es motivo de discusión entre exploradores y geógrafos. Lo único
que podemos adivinar por la expresión que tenemos delante es que Caná se
encontraba probablemente en la zona montañosa del país y Capernaum en el
lago de Galilea. De ahí que alguien que partiera de Caná hacia Capernaum
“descendiera”.
[Tu hijo vive]. Obviamente, el significado de esta expresión debe ser: “Tu
hijo se ha recuperado de tal forma que es como si hubiera pasado de muerte
a vida. Estaba como muerto. Ahora está vivo”.
V. 52: [Entonces él les preguntó a qué hora]. La mente de este hombre
parece haber entendido de inmediato la naturaleza del milagro y haber
reconocido el poder de la palabra de Cristo.
[Había comenzado a estar mejor]. La expresión griega así traducida es
muy peculiar y solo podemos encontrarla aquí. Literalmente sería. “Se
mejoró: de manera más agradable”. Observemos que aquí, como en otras
partes, hallamos una expresión que solo se utiliza una vez en todo el Nuevo
Testamento. Esto muestra que no es un argumento válido contra la
inspiración de cualquier texto o pasaje el hecho de que contenga expresiones
griegas que no se utilicen en ninguna otra parte.
[Ayer a las siete]. Esta expresión se ha interpretado de distinta forma
dependiendo de la opinión que tienen los comentaristas con respecto a la
forma de medir el tiempo que tiene S. Juan. Los que piensan que contaba las
horas de la misma forma que nosotros sostienen que significa “las siete de la
tarde”. Los que, por el contrario, piensan que S. Juan respetaba el sistema
horario judío, dicen que significa “la una de la tarde”.
Ya he expuesto mi opinión convencida de que Juan respeta el sistema
horario judío y estoy de acuerdo, pues, con aquellos que piensan que “las
siete” significa la una. Los argumentos de aquellos que dicen que, de haber
sido la una, el noble no habría tardado jamás un día en llegar a su casa, no
me parecen nada concluyentes. Por un lado, no sabemos con precisión cuál
era la distancia entre Caná y Capernaum. Por otro, olvidamos la lentitud con
que se viajaba en los países orientales, con caminos en malas condiciones en
un país accidentado. Por otro, es una pura suposición que el noble no tuviera
nada más que hacer en Caná cuando acudió a Jesús para pedir por su hijo.
Por lo que sabemos de él, como oficial tendría diversas ocupaciones que
podrían haberle imposibilitado llegar a su casa por la tarde después de que
Jesús dijera: “Tu hijo vive”. En último lugar, pero no por ello de menor
importancia, no parece muy probable que el noble hubiera pedido a nuestro
Señor que descendiera a Capernaum a una hora tan tardía como las siete de
la tarde o que dispusiera su regreso a esa hora y se encontrara con sus
siervos por la noche.
[Le dejó la fiebre]. Comenta Trench que las palabras parecen indicar que
no se trató de una remisión gradual de la fiebre, sino de una desaparición
repentina (cf. Lucas 4:9).
V. 53: [Creyó él]. Señala Beza con respecto a la creencia del noble que
“existen tres grados de fe; el comienzo, el crecimiento y la perfección. Hubo
un comienzo en este hombre cuando acudió a Cristo al principio; un
crecimiento cuando nuestro Señor le dijo que su hijo vivía; y una perfección
cuando descubrió que se había recuperado en aquel preciso instante.
[Con toda su casa]. Esta expresión significa probablemente “toda su
familia”, incluyendo a niños y siervos. No tenemos derecho alguno a excluir a
los niños del sentido de estas palabras. Recordando esto, entenderemos
mejor el significado de que se escriba que S. Pablo bautizó “a la familia de
Estéfanas” o se relate el bautismo de la casa de Lidia (cf. 1 Corintios 1:16;
Hechos 16:15).
No parece haber motivos para dudar que, a partir de ese momento, el
noble se convirtiera en un verdadero y sincero creyente en Cristo. Si, como
algunos suponen, se trata de Chuza, el administrador de Herodes, quizá
podamos datar la conversión de Juana en el período del versículo que
tenemos delante.
Comenta el obispo Hall acerca de este versículo: “A los grandes hombres
no les faltan seguidores. Su ejemplo siempre arrastra a algunos: su autoridad
a más aún. No pueden irse a ninguno de los otros mundos sin ir
acompañados. ¡En vano intentan ejercer poder sobre otros que se esfuerzan
en no llevar a sus familias a Dios!”.
V. 54: [Esta segunda señal hizo Jesús]. El significado obvio de estas
palabras es que nuestro Señor no había obrado ningún otro milagro en
Galilea antes de este, a excepción del de convertir el agua en vino en Caná.
Parece probable que muchos de los primeros milagros de nuestro Señor se
llevaran a cabo en Judea y Jerusalén, aunque no se ha dejado constancia de
ellos salvo en el capítulo 2 del Evangelio según S. Juan (cf. Juan 2:23). Este
hecho es digno de atención, puesto que arroja luz sobre la maldad de los
judíos en Jerusalén, donde Cristo fue finalmente condenado y crucificado.
Señala Crisóstomo: “La palabra ‘segunda’ no se añade sin motivo, sino
para exaltar más aún la alabanza de los samaritanos al mostrar que aun, a
pesar de obrarse un segundo milagro, los que lo vieron no llegaron a un nivel
tan elevado como los que no habían visto ninguno”.
Orígenes dice: “En un sentido místico, los dos viajes de Cristo a Galilea
representan sus dos Venidas. En la primera nos convierte en sus huéspedes
para la cena y nos ofrece el vino para beber. En la segunda restaura al hijo
del noble que estaba al borde de la muerte, esto es, al pueblo judío que
alcanza la salvación tras la plenitud de los gentiles. El hijo enfermo es el
pueblo judío apartado de la religión verdadera”. ¡Esta es una interpretación
patrística! Exposiciones alegóricas como esta destruyen todo el valor de la
Palabra de Dios. De esta forma podemos hacer que la Biblia diga cualquier
cosa.
Chemnitio piensa que con este capítulo concluye el primer año del
ministerio público de nuestro Señor, y hace un útil resumen de los principales
acontecimientos que comprende. Estos son el bautismo del Señor, el
llamamiento de los primeros discípulos, el milagro en Caná, el milagro de la
expulsión de los compradores y vendedores del Templo, la conversación con
Nicodemo, la estancia en Judea y los bautismos, el testimonio de Juan el
Bautista, el viaje a través de Samaria, la llegada a Galilea y la curación del
hijo del noble. Epifanio —según él observa— lo denomina el “año aceptable”
del ministerio de nuestro Señor, debido a que fue el más tranquilo y pacífico.
Para terminar este capítulo, Bengel observa que S. Juan parece disponer
los milagros de nuestro Señor en tríadas. Relata tres en Galilea: el primero en
las bodas de Caná, el segundo con el hijo del noble, el tercero alimentando a
los 5000 (Juan 6:1). También tres en Judea: el primero en Betesda en
Pentecostés (capítulo 5), el segundo tras la fiesta de los tabernáculos con el
ciego (capítulo 9), el tercero con Lázaro antes de la Pascua (capítulo 11).
Igualmente, tras la Ascensión, describe tres apariciones de nuestro Señor
ante sus discípulos (Juan 21:14).
Observa Dyke cómo Dios recuerda todos los misericordiosos medios que
proporciona a los hombres para su bien. “El segundo milagro se detalla para
ahondar en la incredulidad de los judíos: que, a pesar de que Cristo acababa
de obrar un segundo milagro, solo el noble y su casa creyeron. ¡Dos milagros
obrados y una casa convertida! Dios no solo recuerda cuántos hombres se
ganan con un sermón (Hechos 2:41), sino cuántos sermones desperdician los
hombres”.

Juan 5:1–15

En este pasaje tenemos alguno de los milagros de que S. Juan deja


constancia. Como todos los milagros de este Evangelio, se describe
con minuciosidad y precisión. Y, como más de un milagro, lleva a un
sermón profundamente instructivo.
Por un lado, en este pasaje se nos enseña cuánta desdicha ha
introducido el pecado en el mundo. ¡Leemos acerca de un hombre que
llevaba nada menos que treinta y ocho años enfermo! Había soportado
el dolor y la debilidad durante treinta y ocho agotadores veranos e
inviernos. Había visto a otros curarse en las aguas de Betesda y volver
a sus casas con júbilo. Pero no había habido una curación para él. Sin
amigos, impotente y desesperado, se encontraba junto a las aguas
milagrosas pero no obtenía beneficio alguno de ellas. Iban pasando un
año tras otro y él seguía enfermo. No parecía probable que pudiera
llegar algún alivio o cambio para bien a excepción de la muerte.
¡Cuando leemos de casos de enfermedad como este debiéramos
recordar cuánto hay que odiar al pecado! El pecado fue la raíz original,
la causa y la fuente de toda enfermedad del mundo. Dios no creó al
hombre para que estuviera lleno de achaques, dolores y
enfermedades. Estas cosas son fruto de la Caída. Si no hubiera habido
pecado, no habría habido enfermedad.
No puede haber prueba más grande de la incredulidad innata del
hombre que su indiferencia respecto al pecado. “Los necios —dice el
sabio— se mofan del pecado” (Proverbios 14:9). Hay miles que se
deleitan en cosas claramente malas y corren tras lo que es puro
veneno. Aman lo que Dios abomina y les disgusta lo que Dios ama. Son
como el loco que ama a sus enemigos y odia a sus amigos. Sus ojos
están cegados. Sin duda, si tan solamente los hombres miraran a los
hospitales y enfermerías y pensaran en la destrucción que ha
sembrado el pecado en la Tierra, jamás se complacerían en el pecado
como lo hacen.
¡Bien se nos dice que oremos por la venida del Reino de Dios! ¡Bien
se nos dice que anhelemos la Segunda Venida de Jesucristo! Entonces,
y solo entonces, no habrá ya una maldición sobre la Tierra, ni más
sufrimiento, dolor y pecado. Se enjugarán las lágrimas de los rostros
de todos aquellos que desean la Venida de Cristo, el regreso de su
Señor. La debilidad y la enfermedad desaparecerán. El retraso de lo
que esperamos ya no entristecerá los corazones. Cuando Cristo haya
renovado esta Tierra no habrá inválidos crónicos ni casos incurables.
Por otro lado, en este pasaje se nos enseña cuán grandes son la
misericordia y la compasión de Cristo. “Vio” al pobre enfermo entre la
multitud. Abandonado, desechado y olvidado entre la muchedumbre,
fue observado por el ojo omnisciente de Cristo. “Supo” de sobra,
gracias a su conocimiento divino, cuánto tiempo “llevaba […] así” y se
compadeció de él. Le habló inesperadamente con palabras de
bondadosa simpatía. Le curó con un poder milagroso, de forma
inmediata y sin tediosa dilación, y le mandó a su casa lleno de júbilo.
Este es solo uno de los muchos ejemplos de la bondad y compasión
de nuestro Señor Jesucristo. Está lleno de un amor inmerecido,
inesperado y abundante hacia el hombre: “Se deleita en misericordia”
(Miqueas 7:18). Está mucho más dispuesto a salvar al hombre de lo
que este lo está a salvarse, mucho más dispuesto a hacer el bien que
el hombre a recibirlo.
Nadie debe temer comenzar a vivir como un cristiano verdadero si
se siente dispuesto a comenzar. Que no se demore y retrase por causa
de la vana impresión de que Cristo no desea recibirle. Que acuda con
valor y confianza. Aquel que curó al paralítico de Betesda sigue siendo
el mismo.
Por último, se nos enseña la lección que debiera mostrarnos la
recuperación de la enfermedad. Esa lección se encuentra en las
solemnes palabras que dirigió nuestro Señor al hombre que había
curado: “No peques más, para que no te venga alguna cosa peor”.
Toda enfermedad y dolor es la voz de Dios hablándonos. Cada una
tiene su propio mensaje. Afortunados los que tienen ojos para ver la
mano de Dios y oídos para oír su voz en todo aquello que les sucede.
No hay nada en este mundo que ocurra por azar.
E igual que sucede con la enfermedad, así sucede con la
recuperación. La salud renovada debiera enviarnos de vuelta a nuestro
lugar en el mundo con un odio más profundo hacia el pecado, una
vigilancia más escrupulosa de nuestra conducta y una intención más
constante de vivir para Dios. Demasiado a menudo, la emoción y la
novedad de la salud recuperada nos tientan a olvidar las promesas y
los buenos propósitos del lecho de enfermedad. ¡La recuperación
encierra peligros espirituales! Bien nos iría si, después de cada
enfermedad, grabáramos estas palabras en nuestros corazones: “No
peque más, no sea que me venga alguna cosa peor”.
Concluyamos este pasaje con corazones agradecidos y bendigamos
a Dios por tener un Evangelio y un Salvador como los que la Biblia nos
revela. ¿Estamos enfermos? Recordemos que Cristo ve, conoce y
puede curar si lo considera adecuado. ¿Tenemos problemas?
Escuchemos en nuestros problemas la voz de Dios y aprendamos a
odiar más al pecado.
Notas: Juan 5:1–15
V. 1: [Después de estas cosas]. Algunos piensan que, cuando S. Juan
relata algún acontecimiento inmediatamente posterior a lo último que narró,
utiliza la expresión: “Después de esto” (como en Juan 2:12); pero que, cuando
existe un intervalo de tiempo, utiliza la expresión: “Después de estas cosas”.
Si esto es correcto, debemos suponer que hubo un período entre la curación
del hijo del noble y la visita a Jerusalén que se documenta en este capítulo.
[Una fiesta de los judíos]. No hay nada que nos indique de qué fiesta se
trataba. La mayoría de los comentaristas opina que era la Pascua. No
obstante, otros muchos piensan que era la fiesta de Pentecostés. Algunos
dicen que era la fiesta de los Tabernáculos; otros, la fiesta del Purim; y otros,
la fiesta de la Dedicación. Cada interpretación cuenta con sus defensores y
probablemente esta cuestión no se dirima jamás. Un argumento a favor de la
Pascua es el hecho de que ninguna de las cinco fiestas judías parece gozar de
una concurrencia tan regular de los judíos devotos como la Pascua. Un
argumento en contra es el hecho de que en otras tres ocasiones en que se
menciona la Pascua en S. Juan, este se cuida de llamarla por su nombre, y
uno esperaría que también lo hiciera en este caso.
La cuestión no tiene gran importancia en realidad. Solo es interesante
desde un punto de vista. Si la “fiesta” era la Pascua, demuestra que hubo
cuatro Pascuas durante el ministerio de nuestro Señor en la Tierra. S. Juan
menciona tres por su nombre aparte de esta “fiesta” (cf. Juan 2:23; 6:4;
12:1). Esto certificaría que el ministerio de nuestro Señor duró tres años
completos o que, en todo caso, debió de comenzar en una Pascua y terminar
en otra. Si la “fiesta” no era la Pascua, no tenemos prueba alguna de que su
ministerio durara más que entre dos y tres años (cf. notas sobre Juan 2:13).
La expresión “una fiesta de los judíos” es una de las muchas pruebas
incidentales de que S. Juan escribió específicamente para los conversos
gentiles y consideró necesario para su beneficio explicarles las costumbres
judías.
[Subió Jesús]. Debería advertirse siempre la constante asistencia de
nuestro Señor a las fiestas judías y el respeto que mostró por los mandatos
mosaicos. Fueron instituidos por Dios y los honró mientras estuvieron
vigentes. Es una prueba importante para nosotros de que la indignidad de los
ministros no es motivo para desestimar sacramentos de Dios como el
Bautismo y la Cena del Señor. El beneficio que recibimos de los medios de la
gracia y los sacramentos no dependen de la naturaleza de aquellos que los
administran, sino del estado de nuestras propias almas. Los sacerdotes y
gobernantes del Templo en tiempos de nuestro Señor probablemente eran
personas muy indignas. Pero eso no impidió que nuestro Señor honrara las
fiestas y ritos del Templo. En cualquier caso, de esto no se deriva que esté
justificado escuchar la predicación habitual de falsa doctrina. Nuestro Señor
jamás lo hizo.
Observemos que ninguno de los autores de los Evangelios hablan tanto de
las obras de nuestro Señor en Judea como S. Juan.
V. 2: [Hay en Jerusalén]. Se piensa que estas palabras muestran que
Jerusalén seguía en pie y no había sido destruida aún por los romanos cuando
S. Juan escribió su Evangelio. De otro modo, se argumenta que habría dicho:
“Había en Jerusalén”.
[Cerca de la puerta de las ovejas, un estanque]. No hay nada seguro
acerca de este estanque o de su ubicación. Los viajeros modernos han
querido situarlo. Pero existe poca base para determinar esta cuestión como
no sean las conjeturas y la tradición. Después de todos los cambios de
dieciocho siglos, puntos como este escapan a una solución satisfactoria.
Quizá no haya lugar en el mundo donde sea tan difícil determinar con
exactitud cualquier cosa relacionada con lugares y edificios antiguos.
[Llamado en hebreo Betesda]. Según Cruden, la palabra “Betesda”
significa “casa de efusión” o “casa de piedad o misericordia”. No se menciona
en ninguna otra parte de la Biblia. La mención del “hebreo” muestra una vez
más que Juan no escribió tanto para los judíos como para los gentiles.
[El cual tiene cinco pórticos]. Estos pórticos eran probablemente galerías
cubiertas, balaustradas, abiertas por un lado pero con una techumbre que
protegía del Sol y de la lluvia. En un país cálido como Palestina, es muy
necesario ese tipo de edificios.
V. 3: [En éstos yacía una multitud]. El contexto parece indicar que la
multitud se congregaba en este lugar, en esta fiesta en concreto, esperando
que se produjera cierto milagro que solo ocurría en este momento del año en
particular.
[Movimiento del agua]. Este “movimiento” debía de ser algo observable
por las personas que estuvieran en el lugar. El agua no tenía virtud o
elemento curativo alguno hasta que se producía el movimiento.
V. 4: [Porque un ángel descendía, etc.]. Lo que se dice aquí es algo muy
curioso. No hay nada semejante en la Biblia. Josefo, el autor judío, no lo
menciona. La interpretación más sencilla es que era un milagro regular que
se producía una vez al año —como dice Cirilo— o, en cualquier caso,
únicamente en una época especial, por decisión de Dios, para recordar a los
judíos las maravillosas obras que había hecho por ellos en tiempos pasados y
hacerles ver que el Dios de los milagros no había cambiado. Pero cuándo se
produjo este milagro por primera vez, en qué ocasión, por qué no se nos dice
nada más al respecto y de qué manera descendía el ángel, son preguntas
que no podemos responder. Es claro que los ángeles intervenían de forma
milagrosa en los tiempos del Nuevo Testamento por los numerosos casos que
se documentan en los Evangelios y en Hechos. Es claro que los judíos tenían
una gran fe en la intervención de los ángeles en ciertas ocasiones por el
relato de la visión de Zacarías, cuando simplemente se nos dice que las
gentes “comprendieron que había visto visión en el santuario” (Lucas 1:22).
Es muy probable que desde los tiempos de Malaquías, cuando cesó la
inspiración, Dios considerase oportuno mantener entre los judíos una fe en
las cosas invisibles por medio de un milagro regular. Lo más sabio es
interpretar el pasaje tal como se nos presenta y creer lo que no podemos
explicar.
Todos los demás intentos de superar las dificultades del pasaje son por
completo insatisfactorios. Condenar el pasaje como no genuino es una forma
cómoda de salir del paso y sin una base clara en los manuscritos. Decir que
S. Juan solo utilizó el lenguaje popular de los judíos al describir el milagro y
que en realidad no creía en él es, cuando menos, irreverente y blasfemo.
Suponer, como han hecho Hammond y otros, que el “ángel” solo representa
un “mensajero” humano común enviado por los sacerdotes y que la eficacia
curativa del agua procedía de la sangre de muchos sacrificios que llegaba
hasta el estanque de Betesda en la fiesta de la Pascua; o suponer, como
otros, que Betesda era un estanque donde se lavaban los sacrificios antes de
ser ofrecidos, son todas suposiciones completamente gratuitas que no
superan la principal dificultad. No hay prueba alguna de que la sangre de los
sacrificios se filtrara hasta el estanque. No hay prueba alguna de que la
sangre confiriese virtudes curativas al agua. No hay prueba alguna (como
dice Lightfoot) siquiera de que se lavaran los sacrificios (cf. Exercitations on
John [Ejercicios sobre Juan], de Lightfoot, con respecto a este pasaje). Más
aún, estas hipótesis no explicarían por qué solo se curaba una persona cada
vez que se “agitaban” las aguas o la mención que hace S. Juan del “ángel”
que agitaba las aguas. Aquí, como en muchos otros casos, la interpretación
más sencilla y la que menos dificultades plantea es tomarlo tal como se nos
presenta e interpretarlo como la narración de un hecho, esto es, de un
milagro regular que se obraba literalmente en cierto momento y quizá cada
año.
Después de todo, no hay más dificultad en el relato que tenemos delante
que en la historia de la tentación de nuestro Señor en el desierto, los diversos
casos de posesión demoníaca o la liberación de Pedro de la cárcel por un
ángel. Una vez admitida la existencia de los ángeles, su ministerio en la
Tierra y la posibilidad de que intervengan para ejecutar los planes de Dios,
nada en este pasaje debiera suponer un escollo. El verdadero secreto de las
objeciones que se le plantean es la tendencia moderna a considerar todos los
milagros como un lastre inútil que debe arrojarse por la borda siempre que se
pueda y eliminarse de la narración bíblica en cada ocasión que se presente.
Debemos mantenernos en guardia y en alerta ante esa tendencia.
Comenta Rollock: “El pueblo judío de esa época se encontraba en un
estado de gran confusión y se había retirado de él la presencia de Dios en
gran medida. Los judíos ya no recibían a los profetas que Dios había
acostumbrado a levantar con fines extraordinarios. Dios, pues, para no
parecer completamente ausente de su pueblo, estaba dispuesto a curar a
algunos milagrosamente y de forma extraordinaria a fin de dar testimonio al
mundo de que la nación no había sido rechazada por completo”. Calvino y
Brentano dicen algo muy parecido.
Poole piensa que este milagro solo comenzó poco antes del nacimiento de
Cristo “como una imagen de Aquel que estaba a punto de venir que sería un
manantial abierto para la casa de David”. Lightfoot es de la misma opinión.
[Agitaba el agua]. No hay razón para suponer que el ángel apareciera
visiblemente al hacerlo. Basta suponer que a cierta hora se producía un
movimiento y una agitación de las aguas, que inmediatamente después
poseían la milagrosa virtud curativa, igual que las aguas de Mara se
endulzaron inmediatamente después de que Moisés echara un árbol en ellas
(cf. Éxodo 15:25).
[El que primero]. Esto muestra que era una cuestión milagrosa. No se
puede explicar de ninguna otra forma por qué solo se curaba una persona
tras la agitación del agua. Creo que es claro, a partir de las palabras del
pasaje, que solo se curaba uno.
[De cualquier enfermedad que tuviese]. Estas palabras se podrían traducir
de manera más literal como “cualquier enfermedad que le esclavizara”.
Piensa Bengel que la utilización del tiempo verbal pasado muestra que el
milagro había cesado para cuando Juan lo escribió: “Descendía de tiempo en
tiempo”; “agitaba”, etc. Tertuliano afirma expresamente que el milagro había
cesado para cuando los judíos rechazaron a Cristo.
V. 5: [Hacía treinta y ocho años que estaba enfermo]. Este es el tiempo
durante el cual el hombre había estado enfermo. No sabemos cuál era su
edad.
Comenta Baxter: “¡Qué gran favor es vivir treinta y ocho años bajo la sana
disciplina de Dios! Oh, Dios mío, te doy gracias por la similar disciplina de
ochenta y cinco años. ¡Qué segura es una vida como esta en comparación
con otra de plena prosperidad y placer!”.
Aquellos que ven significados tipológicos y abstrusos en los detalles más
minúsculos del relato bíblico observan que treinta y ocho años fue
exactamente lo que duró el vagar de Israel por el desierto. En el enfermo,
impotente y sin esperanza hasta la llegada de Cristo, ven un tipo de la Iglesia
judía. El estanque de Betesda es la religión del Antiguo Testamento. El
pequeño beneficio que confería —esto es, curar a un solo hombre cada vez—
representa el beneficio estrecho y limitado que confería el judaísmo al género
humano. La misericordiosa intervención de Cristo a favor del hombre enfermo
representa la introducción del Evangelio para todo el mundo. Estos son
pensamientos píos, pero es dudoso que tengan alguna base.
Las ideas de que el estanque de Betesda era un tipo del bautismo y los
cinco pórticos tipos de los cinco libros de la Ley o de las cinco heridas de
Cristo me parecen meras invenciones ingeniosas del hombre sin fundamento
sólido. Sin embargo, Crisóstomo, S. Agustín, Teofilacto, Eutimio, Burgon,
Wordsworth y muchos otros las sostienen. Los que deseen ver una respuesta
completa a la teoría de que el milagro del estanque de Betesda es una
prueba típica de la doctrina de la regeneración bautismal, la hallarán en
Gomarus, el teólogo holandés. Toma el argumento de Belarmino con respecto
a esta cuestión y le da una respuesta completa.
V. 6: [Cuando Jesús lo vio […] supo que […] mucho tiempo así]. No
debemos poner en duda que nuestro Señor conocía la historia de este
hombre debido a su conocimiento divino que, como Dios, tiene de todas las
cosas en el Cielo y en la Tierra. Suponer que descubrió la situación en que
estaba por medio de indagaciones es una interpretación débil, exigua y fría.
Como verdad práctica, es una doctrina sumamente reconfortante que Jesús
conozca cada enfermedad y dolencia y toda su fatigosa historia. Nada se le
oculta.
[Le dijo]. Este es un ejemplo de nuestro Señor siendo el primero en hablar
e iniciar la conversación, igual que lo hizo con la mujer de Samaria (Juan 4:7).
Sin que se le pidiera, y de forma inesperada, se dirigió misericordiosamente
al hombre enfermo. No cabe duda que siempre comienza en el corazón del
hombre antes de que el hombre comience con Él. Pero hace todas las cosas
como Soberano, según su propia voluntad; y no siempre le vemos dando el
primer paso de forma tan rotunda como aquí.
[¿Quieres ser sano?]. La pregunta quizá tenía la intención de despertar el
deseo y la expectación del hombre y prepararle en un sentido para la
bendición que poco después se le iba a conceder. ¿No es este, por verlo de
forma espiritual, el mismísimo lenguaje que dirige Cristo continuamente a
todo hombre y a toda mujer que oye su Evangelio? Nos ve en un estado
desgraciado, desdichado y enfermo. Lo único que nos pregunta es: “¿Quieres
ser salvo?”.
V. 7: [No tengo quien me meta en el estanque]. Sin duda esto se
menciona intencionadamente como una demostración de la crueldad de la
naturaleza humana. ¡Piensa en un pobre inválido esperando durante años
junto al agua sin un solo amigo que le ayude! Cuanto más tiempo vivamos en
la Tierra, más constataremos que es un mundo egoísta y que los enfermos y
afligidos tienen pocos amigos en los momentos de necesidad: “El pobre es
odioso aun a su amigo” (Proverbios 14:20). Cristo es el único amigo fiel de los
que no tienen amigos y ayudador de los que no reciben ayuda.
V. 8: [Levántate, toma tu lecho, y anda]. Aquí, como en otros casos, es
evidente que el poder milagroso se manifestó por medio de las palabras de
nuestro Señor. De igual forma: “Extiende tu mano” (Marcos 3:5); “Id,
mostraos a los sacerdotes” (Lucas 17:14). Mandatos como estos ponían a
prueba la fe y la obediencia de aquel a los que iban destinados. ¿Cómo
podían hacer estas cosas si estaban impedidos como el hombre que tenemos
delante? ¿De qué servía hacerlas si estaban cubiertos de lepra como los diez
leprosos? Pero era precisamente con el acto de obediencia como llegaba la
bendición. Todo el poder es de Cristo. Pero Él ama que nos esforcemos y
mostremos nuestra obediencia y fe.
S. Agustín ve en el mandato de “toma tu lecho” una exhortación al amor
al prójimo, puesto que debemos llevar nuestras respectivas cargas; ¡y en el
mandato de “camina” una exhortación a amar a Dios! Semejante
alegorización me parece muy infundada y carente de resultado salvo
ocasionar el desprecio de la Biblia, como un libro al que se puede hacer decir
cualquier cosa.
V. 9: [Al instante […] fue sanado, […], y anduvo]. Aquí vemos la realidad
del milagro que se obró. Nada sino un poder divino podía capacitar a alguien
que había sido paralítico durante tantos años para que moviera sus miembros
y acarreara una carga inmediatamente. Pero fue tan fácil para nuestro Señor
proporcionar fuerza instantáneamente como crear músculos, nervios y
tendones el día que se creó a Adán.
Cuando se nos dice que el hombre “tomó su lecho”, debemos recordar
que probablemente no era más que un ligero colchón, una alfombra o un
paño grueso como el que se acostumbra a utilizar en los países cálidos para
dormir.
V. 10: [Los judíos]. Aquí, como en muchos lugares del Evangelio según S.
Juan, la expresión “los judíos”, cuando se utiliza en referencia a los judíos de
Jerusalén, hace referencia a los dirigentes del pueblo: ancianos, gobernantes
y escribas. No se refiere vagamente a “la multitud judía” que rodeaba a
nuestro Señor, sino a los representantes de toda la nación, los que
encabezaban a Israel en aquella época.
[No te es lícito llevar tu lecho]. Para apoyar esta acusación de ilegalidad,
los judíos no solo podían alegar la ley general del cuarto mandamiento, sino
pasajes específicos de Nehemías y Jeremías acerca de no “llevar carga” en el
día de reposo (cf. Nehemías 13:9; Jeremías 17:21). Pero no podían demostrar
que esos pasajes se aplicaran al hombre que tenían ante sí. Que un hombre
cargara con mercancía en el día de reposo era una cosa. Que un hombre
enfermo, curado repentina y milagrosamente, volviera a su casa llevando su
colchón era otra muy distinta. Prohibir que el primero llevara su carga era
escriturario y legítimo. Prohibírselo al segundo era cruel y contrario al espíritu
de la Ley de Moisés. El acto del primero era innecesario. El acto del otro era
un acto de necesidad y misericordia. Quizá se pueda aducir a favor de los
judíos que únicamente vieron a un hombre acarreando una carga sin saber
nada acerca de su anterior enfermedad o de su curación. Pero cuando
recordamos los numerosos casos que se documentan en los Evangelios de su
interpretación radical y extrema del cuarto mandamiento, es dudoso que esta
disculpa se sostenga en pie.
V. 11: [El que me sanó, él mismo me dijo, etc.]. La respuesta del hombre
parece sencilla. Pero contiene un principio profundo. “Ciertamente debía
obedecer al que ha hecho una cosa tan grande por mí cuando me dijo que
tomara mi lecho. Si tenía autoridad y poder para curar, no era probable que
me impusiera un mandato ilegítimo. Solo obedecí al que me curó”. Si Cristo
ha curado verdaderamente nuestras almas, ¿no debiera ser este nuestro
sentimiento hacia Él? “Tú me has curado. Lo que me mandes, eso haré”.
V. 12: [¿Quién es el que te dijo: Toma tu lecho y anda?]. Ecolampadio,
Grocio y muchos otros señalan qué ejemplo constituye esto del espíritu
malévolo y malicioso de los judíos. En lugar de preguntarle: “¿Quién te
curó?”, preguntaron: “¿Quién te dijo que llevaras tu lecho?”. No les
preocupaba saber lo que podían admirar como una obra misericordiosa, sino
lo que podía servirles de base para una acusación. ¡Cuántos hay como ellos!
Siempre están buscando algo que considerar una falta.
V. 13: [No sabía quién fuese]. Es más que probable que el paralítico no
supiera quién le había curado y solo hubiera visto al Señor aquel día por
primera vez. Desconocía su nombre y solo sabía que era una persona
bondadosa que había aparecido y preguntado repentinamente: “¿Quieres ser
sano?”; y que después de curarle milagrosamente desapareció de pronto
entre la multitud.
[Se había apartado]. La palabra griega así traducida es singular, y solo se
halla aquí. Parkhurst piensa que simplemente significa “se marchó o se fue”.
Schleusner dice que la idea que hay detrás es “escabullirse o escaparse
escabulléndose” y que el significado aquí es “se apartó discretamente de la
gente que estaba en aquel lugar”. Si esto es así, no es improbable que
nuestro Señor, igual que en Lucas 4:30 (en Nazaret) y en Juan 10:39 (en el
Templo), hiciera una demostración de poder milagroso al pasar o deslizarse
silenciosamente entre la multitud sin ser observado o detenido.
V. 14: [Después […] templo]. No está claro cuánto tiempo medió hasta
que nuestro Señor se encontró en el Templo con el hombre que había curado.
Si es cierta la teoría que señalé en la nota del versículo 1, debió de haber un
intervalo. La palabra “después” es literalmente “después de estas cosas”.
Crisóstomo piensa que la circunstancia de que se hallara al hombre “en el
templo” es indicativa de su piedad.
[Mira, has sido sanado; no peques más, etc.]. Estas palabras parecen
indicar algo más de lo que se nos presenta. Son una solemne advertencia.
Uno podría imaginar que nuestro Señor sabía que había un pecado detrás del
comienzo de la enfermedad del hombre y que su intención era recordárselo.
Ciertamente, parece muy improbable que nuestro Señor dijera general y
vagamente “no peques más” a menos que se refiriera a un pecado específico
que hubiera sido la causa principal de la enfermedad de este hombre (cf. 1
Corintios 11:30). Hay pecados que acarrean su propio castigo en los cuerpos
de los hombres: y me inclino a creer que ese pudo haber sido el caso de este
hombre. La expresión “algo peor” tendría entonces más fuerza. Sería un
“castigo más grave”, un juicio peor que el de los treinta y ocho años de
enfermedad. Un lecho de enfermedad es un lugar doloroso, pero el Infierno es
un sitio mucho peor.
Comenta Besser: “Es algo terrible cuando la corrección y la misericordia
del amor divino se aplican vanamente a un hombre. El que esté enfermo, que
escriba sobre su lecho cuando se levante con salud renovada: ‘Mira, has sido
sanado; no peques más, para que no te venga alguna cosa peor’ ”. Brentano
dice algo muy parecido.
Si el pecado había sido la causa de la enfermedad de este hombre y de
que hubiera sufrido sus efectos durante treinta y ocho años, ¡es claro que
debió de ser cometido antes del nacimiento de nuestro Señor! Este caso es
un ejemplo del conocimiento perfecto y divino de nuestro Señor de todas las
cosas, tanto pasadas como futuras.
V. 15: [Se fue, y dio aviso a los judíos]. No hay evidencias de que el
hombre lo hiciera de manera malintencionada. Nacido como judío, y educado
para reverenciar a sus gobernantes y ancianos, deseaba naturalmente darles
la información que deseaban y, que sepamos, no tenía motivos para suponer
que dañaría a su benefactor.

Juan 5:16–23

Estos versículos dan comienzo a uno de los pasajes más profundos y


solemnes de los cuatro Evangelios. Nos muestran al Señor Jesús
afirmando su propia naturaleza divina, su unidad con Dios el Padre y la
elevada dignidad de su oficio. En ninguna otra parte trata nuestro
Señor estas cuestiones de forma tan completa como en el capítulo que
tenemos delante. ¡Y debemos confesar que en ninguna otra parte
vemos tan patentemente la debilidad del entendimiento humano! Nos
vemos obligados a considerar que hay mucho de lo que dice nuestro
Señor de sí mismo que escapa a nuestro entendimiento. En resumen,
semejante conocimiento es demasiado maravilloso para nosotros. “Alto
es, no lo [podemos] comprender” (Salmo 139:6). A menudo dicen los
hombres que quieren explicaciones claras de doctrinas como la
Trinidad. ¡Sin embargo, aquí tenemos a nuestro Señor tratando la
cuestión de su propia persona y, mira por dónde, somos incapaces de
entenderle! Solo parece que tocamos su significado con la punta de los
dedos.
Por un lado, en estos versículos que tenemos delante vemos que
hay algunas obras que se pueden hacer legítimamente en el día de
reposo.
Los judíos, como en muchas otras ocasiones, consideraron una falta
que Jesús curara en el día de reposo a un hombre que había estado
enfermo durante treinta y ocho años. Acusaron a nuestro Señor de
quebrantar el cuarto mandamiento.
La respuesta de nuestro Señor a los judíos es extraordinaria: “Mi
Padre —dice— hasta ahora trabaja, y yo trabajo”. Es como si dijera:
“Aunque mi Padre descansó en el séptimo día de la obra de la
Creación, jamás ha descansado un solo momento del gobierno
providencial del mundo y de su misericordiosa obra de proveer para las
necesidades diarias de todas sus criaturas. Si Él descansara de esa
tarea, toda la estructura de la Naturaleza se paralizaría. Y también yo
hago obras de misericordia en el día de reposo. No quebranto el cuarto
mandamiento al curar a los enfermos más de lo que lo quebranta mi
Padre cuando hace que salga el Sol y crezca la hierba en el día de
reposo”.
Debemos entender claramente que nuestro Señor no desestima, ni
aquí ni en ninguna otra parte, la obligación del cuarto mandamiento. Ni
tampoco hay una sola palabra aquí ni en ningún otro sitio que
justifique las vagas afirmaciones de algunos maestros modernos de
que “los cristianos no tienen que respetar el día de reposo” y que es
“una institución judía que ya ha perdido vigencia”. Lo único que llega a
hacer nuestro Señor es poner las obligaciones del día de reposo en el
lugar que les corresponde. Limpia ese día de toda la enseñanza falsa y
supersticiosa de los judíos con respecto a la forma correcta de
respetarlo. Nos muestra claramente que las obras de necesidad y de
misericordia no son un quebrantamiento del cuarto mandamiento.
Después de todo, los errores del cristianismo en este aspecto son
hoy en día muy distintos de los de los judíos. No hay mucho peligro de
que los hombres observen el día de reposo demasiado estrictamente.
Lo que se debe temer es la tendencia a respetarlo de manera laxa y
parcial o no respetarlo en absoluto. La tendencia de esta época no es a
exagerar el cuarto mandamiento, sino a amputarlo del Decálogo y
desecharlo en su totalidad. Conviene que todos estemos en guardia
contra esta tendencia. Dieciocho siglos de experiencia nos
proporcionan abundantes evidencias de que la religión vital no florece
jamás cuando no se guarda correctamente el día de reposo.
Por otro lado, de estos versículos aprendemos la grandeza y
dignidad de nuestro Señor Jesucristo.
Se nos dice que los judíos buscaban matar a Jesús porque dijo “que
Dios era su propio Padre, haciéndose igual a Dios”. Nuestro Señor,
como respuesta en esta ocasión en especial, entra de lleno en la
cuestión de su propia naturaleza divina. Al leer sus palabras, todos
debemos pensar que estamos leyendo cosas muy misteriosas y
pisando un suelo muy santo. Pero, independientemente de lo poco que
entendamos, debemos sentir una profunda convicción de que las cosas
que dijo jamás podría haberlas pronunciado alguien que fuera un
simple hombre. El que habla no es nada menos que “Dios […]
manifestado en carne” (1 Timoteo 3:16).
Afirma su propia unidad con Dios el Padre. No se puede otorgar
ningún otro significado razonable a las palabras: “No puede el Hijo
hacer nada por sí mismo, sino lo que ve hacer al Padre; porque todo lo
que el Padre hace, también lo hace el Hijo igualmente. Porque el Padre
ama al Hijo, y le muestra todas las cosas que él hace”. Semejante
lenguaje —por profundo y elevado que sea— parece significar que, en
la acción, el conocimiento, el corazón y la voluntad, el Padre y el Hijo
son uno, dos personas pero un solo Dios. Por supuesto, verdades como
estas están por encima de la capacidad del hombre para explicarlas
específicamente. Bástenos creerlas y descansar en ellas.
En siguiente lugar, afirma su propio poder divino para dar vida. Nos
dice: “El Hijo a los que quiere da vida”. La vida es el don más grande y
excelso que se pueda otorgar. Es precisamente eso que el hombre, con
toda su inteligencia, no puede obrar con sus manos ni restaurar
cuando desaparece. Pero se nos dice que la vida está en manos del
Señor Jesús para darla y otorgarla a voluntad. Los cuerpos muertos y
las almas muertas son iguales bajo su poder. Él tiene las llaves de la
muerte y el Infierno. En Él está la vida. Él es la vida (cf. Juan 1:4;
Apocalipsis 1:18).
Afirma, en último lugar, su autoridad para juzgar al mundo. “El
Padre —dice— a nadie juzga, sino que todo el juicio dio al Hijo”. Todo
poder y autoridad sobre el mundo se ha puesto en manos de Cristo. Él
es el Rey y Juez de la Humanidad. Toda rodilla se doblará ante Él y toda
lengua confesará que es el Señor. El que en un tiempo fue despreciado
y rechazado por el hombre, condenado y crucificado como un
malhechor, un día celebrará un gran juicio y juzgará a todo el mundo:
“Dios juzgará por Jesucristo los secretos de los hombres” (Romanos
2:16).
Y ahora pensemos si es posible dar demasiada importancia a Cristo
en nuestra religión. Si alguna vez lo hemos pensado, echemos a un
lado ese pensamiento para siempre. Tanto en su propia naturaleza
como Dios como en el oficio de Mediador que se le ha encomendado,
es digno de todo honor. Jamás puede exaltarse lo suficiente al que es
uno con el Padre, el Dador de vida, el Rey de reyes, el Juez venidero:
“El que no honra al Hijo, no honra al Padre que le envió”.
Si deseamos la salvación, apoyemos todo nuestro peso en este
poderoso Salvador. Si nos apoyamos de este modo, jamás deberemos
temer. Cristo es la roca de los siglos, y el que construya sobre Él jamás
será confundido, ni en la enfermedad, ni en la muerte, ni en el juicio
venidero. La mano que fue clavada en la Cruz es todopoderosa. El
Salvador de los pecadores es “grande para salvar” (Isaías 63:1).

Notas: Juan 5:16–23


V. 16: [Por esta causa los judíos perseguían, etc.]. Todos los verbos de
este versículo están en pretérito imperfecto. Puede ponerse en duda si el
significado no es, estrictamente hablando, algo semejante a esto: “A partir de
este momento, los judíos comenzaron a perseguir a Jesús y estaban
buscando siempre matarle, porque convirtió en un hábito el hacer estas
cosas en el día de reposo”. Esta interpretación queda confirmada en cierta
medida cuando nuestro Señor se refiere en un período mucho más tardío a
este mismo milagro de Betesda como algo que había enfurecido
particularmente a los judíos de Jerusalén y por lo cual le odiaban y buscaban
matarle. Fue mucho después de este milagro cuando dijo: “¿Os enojáis
conmigo porque en el día de reposo sané completamente a un hombre?”
(Juan 7:23).
V. 17: [Jesús les respondió]. Esta parece haber sido la primera respuesta
que dio nuestro Señor cuando se le acusó de quebrantar el cuarto
mandamiento. Era una justificación breve y sencilla de la legitimidad de
hacer obras misericordiosas en el día de reposo. Parece que transcurrió un
tiempo entre su respuesta y la larga defensa argumentativa que comienza en
el versículo 19.
[Mi Padre hasta ahora trabaja, y yo trabajo]. Las palabras “hasta ahora”
indican desde el principio de la Creación hasta el momento presente.
Solo puedo ver un significado en esta concisa frase: “Mi Padre en el Cielo
está haciendo constantemente obras de misericordia y de bondad en su
gobierno providencial del mundo, proveyendo para las necesidades de todas
sus criaturas, sosteniendo a la perfección todo el entramado de la Tierra,
proporcionando lluvia del cielo y estaciones fructíferas, conservando y
sustentando la vida. Todo esto lo hace en día de reposo así como durante el
resto de la semana. Si dejara de hacer esas obras, todo el mundo se llenaría
de confusión. Cuando descansó de sus obras creadoras, no descansó de sus
obras de providencia. También yo, que soy su Hijo amado, reclamo el derecho
a hacer obras de misericordia en el día de reposo. Al hacer esas obras no
quebranto el día de reposo más de lo que pueda hacerlo mi Padre. Mi Padre
instituyó el cuarto mandamiento para que fuera honrado, y sin embargo
jamás dejó de hacer que saliera el Sol y creciera la hierba en el día de reposo.
También yo, que afirmo ser uno con el Padre, honro el día de reposo; pero no
me abstengo de hacer obras de misericordia en él”.
Debemos observar dos cosas en esta frase. Una es la clara lección
práctica de que el día de reposo no tenía el propósito de ser un día de
ociosidad absoluta y de un cese completo de cualquier tipo de trabajo. “El día
de reposo fue hecho por causa del hombre”, para su beneficio, para su
comodidad y provecho (Marcos 2:27). Nunca existió el propósito de prohibir
las obras de misericordia y verdaderamente necesarias para la vida del
hombre y la existencia animal en el día de reposo. La otra cosa que debiera
observarse es la aseveración que hace nuestro Señor de su propia divinidad y
su igualdad con Dios el Padre. Cuando dijo: “Mi Padre hasta ahora trabaja, y
yo trabajo”, obviamente lo que quería era mucho más que hacer una
referencia a seguir el ejemplo del Padre, aunque por supuesto eso estuviera
incluido en el argumento y justifique que todos los cristianos hagan obras de
misericordia los domingos. Lo que quería decir era: “Soy el Hijo amado de
Dios: yo y el Padre somos uno en esencia, dignidad, honor y autoridad; todo
lo que Él hace, yo también tengo derecho a hacerlo. Él obra y también yo
obro. Os dio el día de reposo y es su día. También yo, como uno con Él, soy el
Señor del día de reposo”. El siguiente versículo nos muestra claramente que
esta fue la interpretación que hicieron los judíos de sus palabras.
Comenta Crisóstomo acerca de este versículo: “Si alguien dice: ‘¿Cómo
trabaja el Padre que cesó todas sus obras el séptimo día?’, que conozca la
forma en que Él trabaja. ¿Cuál es? Se preocupa por todo lo que ha sido
creado y lo mantiene unido. Viendo salir el Sol y observando cómo la Luna
sigue su rumbo, los lagos, las fuentes, los ríos, las lluvias, el curso de la
naturaleza en las semillas y en nuestros propios cuerpos, y el de los seres
irracionales y todo lo demás de lo que está constituido el universo, conocerás
la obra incesante del Padre” (Mateo 5:45; 6:30).
Schottgen cita un notable dicho de Filón el Judío: “Dios nunca deja de
trabajar. Así como es propiedad del fuego quemar y de la nieve estar fría, es
propiedad de Dios trabajar”.
Ferus señala la gran variedad de argumentos que utiliza nuestro Señor en
diversas ocasiones como respuesta a las supersticiosas ideas de los judíos
acerca del día de reposo. En una ocasión aduce el ejemplo de David
comiendo el pan de la proposición; en otra, el ejemplo de los sacerdotes que
trabajaban en el Templo en el día de reposo; en otra, la disposición de los
judíos a sacar a un buey de una zanja en el día de reposo. Todos estos
argumentos se utilizaron en defensa de las obras necesarias y
misericordiosas. Aquí se basa en algo aún más elevado: el ejemplo de su
Padre.
V. 18: [Por esto los judíos aun más procuraban matarle]. Parece que esta
breve defensa que hizo nuestro Señor aguijoneó las mentes de los judíos y
enconó su acritud hacia Él. No está muy claro el período que abarca este
versículo. Me inclino a pensar que implica una pequeña pausa entre los
versículos 17 y 19. Nuevamente aquí, como en el versículo 16, tenemos un
pretérito imperfecto en todo el versículo. Sin duda, debe de indicar cierto
hábito, tanto en los planes de los judíos contra el Señor como en la conducta
de nuestro Señor y en su lenguaje acerca de su Padre.
[Decía que Dios era su propio Padre […] igual a Dios]. Es claro que las
palabras de nuestro Señor acerca de su condición de Hijo impactaron a los
judíos de una manera mucho más fuerte que a nosotros. En un sentido, todos
los creyentes son “hijos de Dios” (Romanos 8:14). Pero es evidente que no lo
son en el sentido al que se refería nuestro Señor cuando hablaba de Dios
como su Padre y de Él mismo como su Hijo (cf. Romanos 8:32). Comoquiera
que sea, los judíos interpretaron las palabras como la afirmación que hace
nuestro Señor de su condición específica de Hijo y la consiguiente igualdad
absoluta con Dios el Padre. Su acusación y su motivo para estar enfurecidos
con Él se reducían a esto: “Llamas a Dios tu propio Padre y reivindicas la
autoridad para hacer todo lo que Él hace. De esa forma te estás equiparando
a Dios”. Y nuestro Señor parece haber aceptado esta acusación como una
declaración correcta de lo que había dicho y haber pasado a argumentar que
tenía el derecho a decir lo que dijo y que realmente era igual a Dios. Como
dice S. Pablo: “No estimó el ser igual a Dios como cosa a que aferrarse”
(Filipenses 2:6).
Señala S. Agustín: “Observemos cómo los judíos entendieron lo que los
arrianos no quisieron entender”.
Señala Whitby que los judíos jamás acusaron a nuestro Señor de
blasfemia por decir que era el Mesías, sino por decir que era el Hijo de Dios,
porque no creían que el Mesías sería una persona divina cuando apareciera.
Señala Ferus que los judíos probablemente advirtieron que nuestro Señor
llamaba a Dios “mi Padre” y no “nuestro Padre”. Cartwright también piensa
que la expresión “mí” tiene mucho peso y que los judíos coligieron de ello
que Cristo afirmaba ser el Hijo unigénito de Dios, y no meramente un Hijo por
adopción y gracia.
V. 19: [Respondió entonces Jesús, y les dijo]. Este versículo da comienzo a
un largo discurso en el que nuestro Señor se defiende formalmente de la
acusación de los judíos de que afirmaba lo que no tenía derecho a afirmar. 1)
Asevera su propia autoridad divina, su nombramiento, su dignidad e igualdad
con Dios su Padre. 2) Presenta la evidencia del nombramiento divino que los
judíos debían considerar y recibir. 3) Finalmente, dice claramente a los judíos
cuál es el motivo de su incredulidad y carga sobre sus conciencias su amor al
reconocimiento humano por encima del de Dios y su incoherencia al
pretender honrar a Moisés mientras que no honraban a Cristo. Es un sermón
de profundidad y majestad casi incomparables.
Pocos son quizá los capítulos de la Biblia en que sentimos de manera tan
intensa la superficialidad de nuestro entendimiento y descubrimos tan
completamente la insuficiencia de todo el lenguaje humano para expresar “lo
profundo de Dios”. Los hombres dicen a menudo que quieren explicaciones
de los misterios de la fe cristiana, la Trinidad, la encarnación, la persona de
Cristo y cosas semejantes. Que simplemente observen, cuando encontramos
un pasaje lleno de afirmaciones aclaratorias sobre una cuestión profunda,
cuánto hay que no podemos sondear o que haya mente que entienda.
“Quiero más luz”, dice el hombre orgulloso. Dios satisface su deseo en este
capítulo y levanta el velo un poco. ¡Pero observa, la mismísima luz que
deseábamos nos ciega y descubrimos que no tenemos ojos para verla!
Muchos comentaristas han pensado siempre que este solemne sermón de
nuestro Señor se pronunció ante el Sanedrín o el Concilio eclesiástico de los
judíos. Lo consideran una defensa formal, ante un tribunal eclesiástico
constituido de manera regular, de su divinidad y mesiazgo, y una declaración
de la evidencia de por qué debía ser aceptado. Puede que así sea. Las
probabilidades están a favor de esa idea. Pero debe recordarse que no
tenemos más que pruebas implícitas a favor de esta teoría. No se dice una
sola palabra que muestre que se llevó formalmente a nuestro Señor ante el
Sanedrín y que planteara una defensa formal. Algunos autores hacen mucho
hincapié en las primeras palabras del versículo 19 —“respondió entonces
Jesús”— y consideran que estas palabras implican una acusación formal en
un tribunal y una respuesta formal por parte de nuestro Señor. Quizá sea
cierto. Pero debemos recordar que tan solo es una conjetura.
Solo hay una cosa segura. No encontramos a nuestro Señor en ninguna
otra parte de los Evangelios haciendo una declaración tan formal, sistemática
y ordenada de su propia unidad con el Padre, su nombramiento divino y su
autoridad y las pruebas de su mesiazgo como la que encontramos en este
sermón. Creo que es una de las cosas más profundas en la Biblia.
[De cierto, de cierto os digo]. Aquí, igual que en otras partes, se aplica el
comentario de que este tipo de expresión antecede siempre a una afirmación
de una profundidad e importancia mayores de lo habitual.
[No puede el Hijo hacer nada por sí mismo]. Este versículo introductorio
declara la unidad absoluta que existe entre Dios el Padre y Dios el Hijo. El
Hijo, por su propia naturaleza y relación con el Padre, “no puede […] hacer
nada” independientemente del Padre o separado de Él. No es que carezca del
poder para hacerlo, sino que no es su voluntad hacerlo (cf. Génesis 19:22).
Cuando el ángel dijo: “Nada podré hacer hasta que hayas llegado allí”, está
claro que significa: “No es mi voluntad hacerlo”. “Por sí mismo” no significa
sin ayuda o sin apoyo, sino por su propia voluntad independiente. Solo puede
hacer tales cosas en la medida en que, desde su unidad con el Padre y el
consiguiente conocimiento inefable, “ve” hacer al Padre. Porque el Padre y el
Hijo están tan unidos —un Dios, aunque dos personas— que todo lo que hace
el Padre también lo hace el Hijo. Los actos del Hijo, pues, no son sus propios
actos independientes, sino también los actos del Padre.
El obispo Hall parafrasea así esta afirmación de nuestro Señor: “Yo y el
Padre somos una sola esencia indivisible y nuestros actos no son menos
inseparables. El Hijo no puede hacer nada sin la voluntad y actuación del
Padre; y aun como hombre, no puede hacer nada que no concuerde con la
voluntad y el propósito de su Padre celestial”.
Comenta Barnes: “Las palabras ‘todo lo que’ no tienen límite; todo lo que
hace el Padre también lo hace el Hijo. Si uno hace todo lo que hace —o puede
hacer— el otro, es evidencia de igualdad. Si el Hijo hace todo lo que hace el
Padre, entonces, al igual que Él, tiene que ser todopoderoso, omnisciente,
omnipresente e infinito en toda perfección; o, en otras palabras, tiene que ser
Dios”.
Comenta S. Agustín: “Nuestro Señor no dice que todo lo que el Padre haga
también lo hace el Hijo de forma parecida, sino exactamente las mismas
cosas […]. Si el Hijo hace las mismas cosas y de la misma forma, entonces
callen los judíos, crean los cristianos y convénzanse los herejes: el Hijo es
igual que el Padre”.
Comenta Hilario, citado en “Catena Aurea”: “Cristo es el Hijo, porque no
hace nada por sí mismo. Es Dios, porque todo lo que hace el Padre también Él
lo hace. Son uno, porque son iguales en honra. Él no es el Padre, porque ha
sido enviado”.
Comenta Diodati: “La frase ‘lo que ve hacer al Padre’ es una expresión
figurada que muestra la comunión inseparable de voluntad, sabiduría y poder
que existe entre el Hijo y el Padre en el orden interno de la Santísima
Trinidad”.
Comenta Toledo: “Cuando se dice ‘no puede el Hijo hacer nada por sí
mismo’, no habla de falta de poder, sino del poder más elevado. Así como es
una señal de omnipotencia no poder morir, cansarse o ser aniquilado debido
a que no hay nada capaz de dañar esa omnipotencia, igualmente, ‘no poder
hacer nada por sí mismo’ no es una señal de impotencia, sino del poder más
elevado. No significa más que tener un único e idéntico poder junto con el
Padre, de forma que uno no puede hacer nada que no haga igualmente el
otro”.
V. 20: [El Padre ama al Hijo, etc.]. Este versículo prosigue con la idea que
empezó en el versículo anterior: la unidad del Padre y el Hijo. Cuando leemos
las palabras “el Padre ama” y “el Padre muestra”, no debemos suponer por
un solo momento que impliquen superioridad alguna en el Padre o
inferioridad en el Hijo en cuanto a su naturaleza y esencia divina. El “amor”
no es el amor de un padre terrenal a un hijo amado. El “mostrar” no es el de
un maestro a su alumno ignorante. El “amor” tiene el propósito de
mostrarnos esa indescriptible unidad del corazón y el sentimiento (si se me
permite utilizar esas palabras con reverencia) que ha existido eternamente y
que existe entre el Padre y el Hijo. El “mostrar” significa esa confianza y
cooperación absolutas que había entre el Padre y el Hijo con respecto a todas
las obras que habría de hacer cuando viniera al mundo a cumplir con el oficio
de Mediador y a salvar a los pecadores. Las “mayores obras” que quedaban
por mostrar se especifican claramente en los dos versículos siguientes: las
obras de dar vida y juzgar. Por medio de Hechos de los Apóstoles sabemos
que los judíos se “maravillaron” y quedaron perplejos antes las obras de
“avivamiento”. Veremos cómo se “maravillan” aún más ante la obra de juicio
de nuestro Señor cuando Cristo venga de nuevo para juzgar a los paganos,
restaurar Jerusalén, congregar a Israel, convencer a los judíos de su
incredulidad y renovar la faz de la Tierra.
Tanto en este versículo como en el anterior, debemos recordar
cuidadosamente la absoluta incapacidad de cualquier idea o lenguaje
humano para expresar con perfección cuestiones como las que trata nuestro
Señor. El lenguaje tiene la finalidad de expresar las cosas del hombre. Es muy
deficiente cuando se utiliza para expresar las cosas de Dios. Debemos tener
esto muy en cuenta con expresiones como “lo que ve hacer al Padre”, “ama
al Hijo”, “le muestra todas las cosas” y “mayores obras que estas le
mostrará”. Debemos recordar que son expresiones adaptadas a nuestras
limitadas facultades. Tienen el propósito de explicar la relación entre dos
seres divinos que son uno en esencia, aunque dos personas; uno en mente y
voluntad, aunque manifestado en dos; igual en todas las cosas tocantes a la
divinidad, aunque el Hijo es inferior al Padre en lo tocante a su humanidad.
Tiene que ser forzosamente difícil encontrar palabras para transmitir una idea
de la relación entre estas dos personas. De ahí que se deba manejar
cuidadosamente el lenguaje que utiliza nuestro Señor, recordando
constantemente que no estamos leyendo acerca de un padre y un hijo
terrenales, sino de Dios el Padre y Dios el Hijo, que a pesar de ser una
esencia como Dios, son al mismo tiempo dos personas distintas.
Comenta sabiamente S. Agustín: “Hay ocasiones en que el lenguaje es
insuficiente, aun cuando el entendimiento sea capaz. ¡Cuánto más deficiente
será el lenguaje cuando el entendimiento es absolutamente imperfecto!”.
Tanto S. Agustín como S. Bernardo señalan que es, con creces, “mayor
obra” reparar la naturaleza humana destruida que construirla por primera
vez, recrearla más que crearla.
Vv. 21–22: [Como el Padre levanta a los muertos, etc.]. Nuestro Señor
pasa aquí a decir a los judíos una de las grandes obras que había venido a
hacer como prueba de su naturaleza, autoridad y nombramiento divinos.
¿Consideraban una ofensa que se equiparara a Dios? Debían saber que tenía
el mismo poder que el Padre para dar “vida” y resucitar a los muertos.
Debían saber, además de eso, que se le había entregado todo “juicio”.
¡Ciertamente, Aquel que tenía en sus manos prerrogativas tan poderosas
como dar vida y juzgar al mundo tenía derecho a hablar de sí mismo como
igual a Dios!
Cuando leemos que “el Padre levanta a los muertos, y les da vida”,
debemos entender o bien que esas palabras se refieren de manera general al
poder de Dios para resucitar a los muertos en el último día —cosa que los
judíos aceptarían como artículo de fe y un atributo especial de la divinidad—,
o bien que se aplican al poder para dar vida espiritual a las almas de los
hombres que Dios había ejercido desde el comienzo llamando a los hombres
de muerte a vida; o bien debemos interpretarlas simplemente como que dar
vida, ya sea corporal o espiritual, es un atributo específico de Dios. La última
interpretación me parece la más probable y la que armoniza mejor con el
curso que siguen los versículos posteriores.
Cuando leemos que “el Hijo a los que quiere da vida”, tenemos una
afirmación inequívoca de la autoridad del Hijo para dar vida según su
voluntad, ya sea corporal o espiritual, con el mismo poder irresistible que el
Padre. El don más elevado de todos no depende más que de que Él “quiera” y
lo otorgue. La palabra griega que se traduce como “dar vida” es de gran
intensidad. Es literalmente “hace vivir”, y parece implicar el poder para crear
vida de todo tipo, tanto corporal como espiritual.
Comenta Burkitt que jamás leemos de ningún profeta o apóstol que
hiciera grandes obras “según su voluntad”.
Cuando leemos que “el Padre a nadie juzga, sino que todo el juicio dio al
Hijo”, debemos entender que, en la economía de la Redención, el Padre ha
honrado al Hijo delegando en Él todo el oficio de juzgar al mundo. Por
supuesto, no puede significar que el Juicio sea una obra con la que el Padre
no tenga nada que ver a causa de su naturaleza, sino que es una obra que ha
puesto por completo en manos del Hijo. El que murió por los pecadores es el
que los juzgará. Así, está escrito: “Juzgará al mundo con justicia, por aquel
varón a quien designó” (Hechos 17:31).
Comenta Burgon: “Hay un poder original, supremo y judicial; y hay
también un poder judicial derivado que se entrega por nombramiento. Cristo,
como Dios, tiene el primero junto con el Padre; Cristo, como hombre, obtiene
el segundo del Padre”.
Considero muy probable que la expresión “todo el juicio dio al Hijo” no
solo incluya el Juicio final del último día, sino toda la obra de gestionar,
gobernar y decidir las cuestiones del Reino de Dios. “Juzgar” es una expresión
constantemente utilizada en el Antiguo Testamento en el sentido de
“gobernar”. El significado sería entonces que el Padre ha dado al Hijo el oficio
de Rey y Juez. Toda la administración del gobierno divino del mundo se
deposita en manos del Hijo, Jesucristo. Todo lo relacionado con el gobierno de
la Iglesia y el mundo, así como el Juicio final, se deposita en manos del Hijo.
Debemos señalar cuidadosamente la distinción entre “dar vida” y “juzgar”
en el lenguaje de estos dos versículos.
a) No se dice que “el Padre no da vida a hombre alguno”, sino que ha
entregado al Hijo el poder de dar vida. Si se hubiera dicho eso, habría
contradicho los textos de “ninguno puede venir a mí, si el Padre que me envió
no le trajere” y “el espíritu vivifica” (Juan 6:44; 2 Corintios 3:6). Avivar es
obra de las tres personas de la Trinidad, tanto de una como de las otras.
b) Se dice que el Juicio es la obra específica de la segunda persona de la
Trinidad. No es el oficio particular del Padre o del Espíritu, sino del Hijo. Esto
parece apropiado. Quien fue condenado por un juicio injusto y murió por los
pecadores, es quien tendrá el oficio de juzgar al mundo.
c) Se dice que “el Hijo a los que quiere da vida”. El poder de dar vida es
prerrogativa tanto del Hijo como del Padre y del Espíritu. Ciertamente, esto
nos enseña que no es una teología correcta presentar a los hombres la
elección de Dios el Padre o la obra del Espíritu como lo más importante y lo
primero que deben mirar. Después de todo, Cristo es el punto de encuentro
entre la Trinidad y el mundo. Su oficio es dar vida así como perdonar. Sin
duda vivifica por medio del Espíritu, al que envía al corazón del hombre. Pero
es prerrogativa suya dar vida así como paz. Deberíamos recordarlo. Hay
algunos en la actualidad que, con un celo equivocado, anteponen la obra del
Padre y del Espíritu a la del Hijo.
V. 23: [Para que todos honren al Hijo, etc.]. Con estas palabras, nuestro
Señor nos enseña que el Padre quiere que el Hijo sea honrado de la misma
forma que Él. Debemos entender claramente que no existe inferioridad
alguna del Hijo con respecto al Padre. Es igual a Él en dignidad y autoridad.
Debe ser adorado con la misma adoración. Si algún hombre piensa que
honrar al Hijo de la misma forma que al Padre desvirtúa el honor del Padre,
nuestro Señor declara que está completamente equivocado. Al contrario: “El
que no honra al Hijo, no honra al Padre que le envió”. Fue la idea y el
propósito del Padre que el Hijo, como Mediador entre Dios y el hombre, fuera
honrado por todos los hombres. La gloria de su Hijo amado forma parte del
consejo eterno del Padre. Cuando quiera, pues, que alguien —por ignorancia,
orgullo o incredulidad— desestima a Cristo pero profesa al mismo tiempo
honrar a Dios, está cometiendo un tremendo error; y lejos de complacer a
Dios, le está ofendiendo grandemente. Cuanto más honra el hombre a Cristo
y más importancia le da, más complacido está el Padre.
Los cristianos evangélicos debieran advertir la doctrina de este versículo y
recordarla. En ocasiones se les ridiculiza por sostener ideas nuevas en la
religión, dado que conceden mucha mayor preeminencia a Cristo de lo que lo
hicieron sus padres y abuelos. Deben ver aquí que, cuanto más exaltan al
Hijo de Dios en su oficio, más están honrando al Padre que le envió.
Las palabras de este versículo son una fuerte condena para el deísta y el
sociniano. Al no honrar a Cristo, están airando a Dios el Padre. La paternidad
de Dios sin Cristo es un mero ídolo fruto de la invención humana, incapaz de
consolar o salvar.
Comenta Alford: “Quienquiera que no honre al Hijo con el mismo honor
que rinde al Padre, independientemente de cuánto imagine que está
honrando a Dios o acercándose a Él, no le está honrando en absoluto, porque
solo podemos conocerle como ‘el Padre que envió a su Hijo’ ”; comenta
Barnes: “Si nuestro Salvador no tenía intención aquí de enseñar que debía
ser adorado y estimado de la misma forma que Dios, sería difícil enseñarlo
por medio de algún otro lenguaje”.
Comenta Rollock: “Hoy en día, los judíos y los turcos profesan adorar a
Dios fervorosamente, no solo sin el Hijo, sino hasta despreciando a Jesucristo
el Hijo. Pero toda esa adoración es idólatra y lo que adoran es un ídolo. No
hay conocimiento del Dios verdadero salvo en presencia del Hijo”.
Comenta Wordsworth: “Los que profesan celo por el único Dios, no le
honran correctamente a menos que honren al Hijo como honran al Padre.
Esta es una advertencia para aquellos que se autodenominan unitarios y
niegan la divinidad de Cristo. No se puede decir de alguien que rechaza la
doctrina de la Trinidad que cree en la unidad divina”.
La unidad absoluta de las tres personas de la Trinidad es una cuestión que
requiere mucha más atención de la que muchos le prestan. Me temo que
muchos cristianos bienintencionados son triteístas —o adoradores de tres
Dioses distintos— sin ser conscientes de ello. Hablan como si la actitud de
Dios el Padre hacia los pecadores fuera una cosa y la de Dios el Hijo otra;
como si el Padre odiara al hombre y el Hijo le amara y protegiera. Esas
personas harían bien en estudiar esta parte de la Escritura y advertir la
unidad del Padre y el Hijo.
Después de todo, independientemente de lo que diga el hombre en su
orgullo, esa profunda verdad —“la generación eterna” del Hijo de Dios— es la
verdad fundamental que nunca debemos olvidar al intentar entender un
pasaje como el que tenemos delante. En la Trinidad, “ninguno está por
encima o por debajo del otro. El Padre es eterno; el Hijo es Eterno; el Espíritu
Santo es eterno. El Padre es Dios; el Hijo es Dios; el Espíritu Santo es Dios. Y
sin embargo, no hay tres eternos, sino solo un eterno: no son tres Dioses,
sino un solo Dios”. Como señala Burgon, “jamás hubo un tiempo en que una
de estas personas no existiera; y podríamos añadir: jamás ha habido un
tiempo en que no fueran iguales. Y, sin embargo, el Hijo es el Unigénito del
Padre desde toda la eternidad, y el Espíritu Santo procede del Padre y del Hijo
desde toda la eternidad.

Juan 5:24–29

El pasaje que tenemos ante nosotros es singularmente rico en valiosas


verdades. Las mentes de los judíos, familiarizadas con los escritos de
Moisés y David, lo percibirían de forma particularmente poderosa. No
dejarían de ver en las palabras de nuestro Señor nuevas aseveraciones
de su petición de ser recibido como el Mesías prometido.
En estos versículos vemos que la salvación de nuestras almas
depende de que escuchemos a Cristo. El hombre que “oye la palabra
de Cristo” —se nos dice— y cree que Dios el Padre le envió para salvar
a los pecadores es el que “tiene vida eterna”. Por supuesto, ese “oír”
es mucho más que una mera escucha. Es oír como un humilde alumno,
oír como un discípulo obediente, oír con fe y amor, oír con un corazón
dispuesto a hacer la voluntad de Cristo: es el oír lo que salva. Es el
mismísimo oír del que habló Dios en la famosa profecía de un “profeta
en Israel como Moisés”: “Cualquiera que no oyere mis palabras que él
hablare en mi nombre, yo le pediré cuenta” (Deuteronomio 18:15–19).
“Oír” a Cristo de esta forma, no lo olvidemos, es tan necesario hoy
como lo fue hace 1800 años. No es suficiente oír sermones y andar
persiguiendo a los predicadores, aunque algunos parecen pensar que
toda la religión se reduce a eso. Debemos ir más allá: debemos “oír a
Cristo”. Someter nuestros corazones a la enseñanza de Cristo,
sentarnos humildemente a sus pies por fe y aprender de Él, entrar en
su escuela arrepentidos y convertirnos en sus alumnos creyentes, oír
su voz y seguirle: ese es el camino al Cielo. Hasta que llegamos a
conocer estas cosas experimentalmente, no hay vida en nosotros.
En estos versículos vemos, en segundo lugar, cuán abundantes y
plenos son los privilegios del verdadero oidor y creyente. Esa persona
disfruta de una salvación en el presente. Aun ahora, en este tiempo,
“tiene vida eterna”. Esa persona está completamente justificada y
perdonada. Ya no hay condenación para él. Sus pecados han sido
puestos a un lado: “No vendrá a condenación”. Una persona así se
encuentra en una posición completamente nueva ante Dios. Es como
el que ha sido llevado al otro lado de un abismo: “Ha pasado de
muerte a vida”.
Muchos subestiman grandemente los privilegios de un verdadero
cristiano. Principalmente a causa de una deplorable ignorancia de la
Escritura, tienen poca idea de los tesoros espirituales de todo creyente
en Jesús. Estos tesoros se presentan aquí en un orden hermoso; solo
tenemos que mirarlos. Uno de los tesoros de un verdadero cristiano es
lo “presente” de su salvación. No es una cosa lejana y distante que
reciba al final si cumple su deber y es bueno. Es derecho suyo en el
momento en que cree. Ya está perdonado y salvado aunque no se
encuentre en el Cielo. Otro de los tesoros de un verdadero cristiano es
la “plenitud” de su justificación. Sus pecados son eliminados por
completo, borrados del Libro de Dios con la sangre de Cristo. Puede
mirar hacia el Juicio sin temor y decir: “¿Quién es el que condenará?”
(Romanos 8:34). Se presentará sin tacha ante el trono de Dios. El
último, pero no por ello de menor importancia, de los tesoros de un
verdadero cristiano es el cambio absoluto en su relación con Dios y su
posición ante Él. Ya no es como un muerto ante Él: muerto legalmente,
como un hombre sentenciado a morir, y con el corazón muerto. Está
“vivo para Dios” (Romanos 6:11). “Nueva criatura es; las cosas viejas
pasaron; he aquí todas son hechas nuevas” (2 Corintios 5:17). ¡Bien les
iría a los cristianos si estas cosas se conocieran mejor! La falta de
conocimiento es, en muchas ocasiones, el secreto de la falta de paz.
En estos versículos vemos, en tercer lugar, una extraordinaria
declaración del poder de Cristo para dar vida a las almas muertas.
Nuestro Señor nos dice que “viene la hora, y ahora es, cuando los
muertos oirán la voz del Hijo de Dios; y los que la oyeren vivirán”.
Parece sumamente improbable que estas palabras se limitaran a la
resurrección de los cuerpos y se cumplieran con milagros como la
resurrección de Lázaro de su sepulcro. Parece mucho más probable
que lo que nuestro Señor tuviera en mente fuera la vivificación de las
almas, la resurrección de la conversión (cf. Efesios 2:1; Colosenses
2:13).
En no pocos casos, las palabras se cumplieron durante el propio
ministerio de nuestro Señor. Se cumplieron de manera mucho más
completa tras el día de Pentecostés a través del ministerio de los
Apóstoles. Las multitudes de conversos en Jerusalén, Antioquía, Éfeso y
Corinto y otras partes fueron ejemplos de su cumplimiento. En todos
estos casos, “la voz del Hijo de Dios” despertó a los corazones muertos
a la vida espiritual y les hizo sentir su necesidad de salvación,
arrepentimiento y fe. Se cumplen hoy en día en cada caso de
conversión verdadera. Cuando quiera que algún hombre o alguna
mujer entre nosotros despierta a la idea del valor de su alma y se
vuelve viva para Dios, las palabras se cumplen ante nuestros ojos. Es
Cristo quien ha hablado a sus corazones por medio de su Espíritu. Son
“los muertos oyendo la voz de Cristo y viviendo”.
En estos versículos vemos, en último lugar, una solemne profecía
de la resurrección final de todos los muertos. Nuestro Señor nos dice
que “vendrá hora cuando todos los que están en los sepulcros oirán su
voz; y los que hicieron lo bueno, saldrán a resurrección de vida; mas
los que hicieron lo malo, a resurrección de condenación”.
El pasaje es uno de esos que debieran hundirse en lo más profundo
de nuestros corazones y no olvidarse jamás. No todo ha acabado
cuando le llega la muerte a los hombres. Les guste o no, tendrán que
salir de sus sepulcros en el último día y presentarse ante el tribunal de
Cristo. Nadie puede escapar a su llamamiento. Cuando su voz les llame
a su presencia, todos tendrán que obedecerle. Cuando los hombres
resuciten, no todos resucitarán de la misma forma. Habrá dos clases,
dos grupos, dos cuerpos. No todos irán al Cielo. No todos se salvarán.
Algunos resucitarán para recibir la vida eterna, pero otros resucitarán
únicamente para ser condenados. ¡Estas son cosas terribles! Pero las
palabras de Cristo son claras e inequívocas. Así está escrito y así debe
ser.
Asegurémonos de oír ahora la voz vivificadora de Cristo y de ser
contados entre sus discípulos verdaderos. Conozcamos los privilegios
de los verdaderos creyentes mientras tenemos vida y salud. Entonces,
cuando su voz sacuda el Cielo y la Tierra y su llamamiento a los
muertos de sus sepulcros, tendremos confianza y “en su venida no nos
[alejaremos] de él avergonzados” (1 Juan 2:28).

Notas: Juan 5:24–29


V. 24: [De cierto, de cierto os digo]. Aquí, como en otros lugares, estas
palabras son el preludio de una afirmación de una importancia y una
solemnidad fuera de lo común.
[El que oye mi palabra]. El “oír” que encontramos aquí va más allá de una
mera audición, de una escucha con los oídos. Significa oír con el corazón, oír
con fe, oír acompañado por un discipulado obediente. El que así oye la
doctrina, la enseñanza o la “palabra” de Cristo, tiene vida. Es un oír como el
de las ovejas verdaderas: “Mis ovejas oyen mi voz” (Juan 10:27); o como el
que menciona S. Pablo: “Si en verdad le habéis oído, y habéis sido por él
enseñados, conforme a la verdad que está en Jesús” (Efesios 4:21).
[Cree al que me envió]. No debemos imaginar que esto significa que una
vaga fe en Dios como la que profesan tener los deístas es el camino a la vida
eterna. La creencia de la que se habla es una creencia en Dios en Cristo; una
creencia en Dios como Aquel que envió a Cristo para salvar a los pecadores;
una creencia en Dios como el Padre de nuestro Señor Jesucristo, que ha
planeado y provisto la Redención por medio de la sangre de su Hijo. El que
cree de esta forma en Dios el Padre es el mismo hombre que cree en Dios el
Hijo. En este sentido, el Padre es el mismo objeto de la fe salvadora que el
Hijo. De esta manera, leemos: “A nosotros a quienes ha de ser contada, esto
es, a los que creemos en el que levantó de los muertos a Jesús” (Romanos
4:24). Y nuevamente: “Mediante el cual creéis en Dios, quien le resucitó de
los muertos y le ha dado gloria, para que vuestra fe y esperanza sean en
Dios” (1 Pedro 1:21). El que cree correctamente en Cristo como su Salvador,
cree con la misma fe en Dios como su Padre reconciliado. El Evangelio que
invita al pecador a creer en Jesús como su Redentor y Abogado, le invita al
mismo tiempo a creer en el Padre, que está “complacido” con todos los que
confían en su Hijo.
Comenta Henry: “El plan de Cristo es traernos a Dios (1 Pedro 3:18). Así
como Dios es la raíz original de toda gracia, así es el objeto último de toda fe.
Cristo es nuestro camino y Dios nuestro descanso. Debemos creer en Dios
como el que ha enviado a Jesucristo y se ha hecho acreedor de nuestra fe y
amor, manifestando su gloria en la faz de Jesucristo”.
Comenta Lightfoot: “De manera sumamente adecuada, deposita y centra
en Dios el Padre la fe. Porque de Él, como fuente, fluyen todas estas cosas
que son objeto de la fe, esto es, la libre gracia, el don de Cristo, el camino de
la Redención, las misericordiosas promesas; de modo que a Él, en tanto que
fuente, se traslada la fe en su apoyo y descanso final, esto es, a Dios en
Cristo”.
Comenta Chemnitio que la expresión “cree al que me envió” muestra “que
la fe verdadera no abraza la palabra del Evangelio como algo únicamente
engendrado por Cristo, sino como algo decretado en el secreto consejo de la
Trinidad completa”.
[Tiene vida eterna]. Esto significa que posee el derecho absoluto a una
vida eterna de gloria en el porvenir y se considera perdonado, justificado y
heredero del Cielo aun cuando se encuentre en la Tierra. Se libera a su alma
de la segunda muerte. Debiera advertirse cuidadosamente que la expresión
es en presente. La vida eterna es posesión presente de todo verdadero
creyente desde el momento de creer. No es algo que tendrá al final. Lo tiene
de inmediato, aun en este mundo. “En él es justificado todo aquel que cree”;
“Justificados, pues, por la fe, tenemos paz para con Dios” (Hechos 8:39;
Romanos 5:1).
[No vendrá a condenación]. La palabra griega que se traduce como
“vendrá” está conjugada en presente y equivaldría más literalmente a “no
viene”. El significado es que no es condenado. Su culpa desaparece aun
ahora. No tiene nada que temer al mirar hacia el Juicio del último día:
“Ninguna condenación hay para los que están en Cristo Jesús”; “El que en él
cree, no es condenado” (Romanos 8:1; Juan 3:18).
No veo en estas palabras base alguna para la idea que sostienen algunos
de que los santos de Dios no serán juzgados en absoluto en el último día. La
propia idea es tan absolutamente contradictoria con respecto a algunos
textos inequívocos de la Escritura (cf. 2 Corintios 5:10; Romanos 14:10;
Mateo 25:31), que no puedo entender que alguien la sostenga. Pero, aun en
el texto que tenemos ante nosotros, considero que aplicar las palabras al día
del Juicio es forzarlas violentamente. A lo que nuestro Señor se refiere es al
privilegio actual del creyente. El tiempo verbal que utiliza —como Chemnitio
nos pide que observemos especialmente— es el presente y no el futuro. Y
aun suponiendo que las palabras se aplicaran al día del Juicio, lo máximo que
podemos extraer de ellas es que un creyente no debe temer a la condenación
en el último día. Será juzgado según sus obras. Puede sentirse
completamente seguro de que no será condenado. La condenación
desaparece desde el día en que cree.
Comenta Ecolampadio cuán irreconciliable es este versículo con la
doctrina romana del purgatorio.
[Mas ha pasado de muerte a vida]. Esto significa que el creyente ha
pasado de un estado de muerte espiritual a un estado de vida espiritual.
Antes de creer estaba muerto legalmente: muerto como un criminal culpable
condenado a morir. El día que creyó recibió un perdón pleno y gratuito. Se
revocó su sentencia y quedó anulada. En lugar de estar muerto legalmente,
se convirtió en vivo legalmente. Pero eso no es todo. Su corazón, que estaba
muerto en pecados, ha sido renovado y ahora vive para Dios. Hay un cambio
en su naturaleza, así como en su posición hacia Dios. Como el hijo pródigo,
“muerto era, y ha revivido” (Lucas 15:24).
Debiéramos advertir cuidadosamente el enérgico lenguaje que utiliza la
Escritura al describir la inmensa diferencia entre la posición de un hombre
que cree y la de un hombre que no cree. No es sino la diferencia entre la vida
y la muerte; entre estar muerto y estar vivo. Independientemente de los
privilegios que adjudiquen algunos al bautismo, nunca debemos tener miedo
de sostener que, mientras los hombres no oigan la voz de Cristo y crean,
están muertos —ya estén bautizados o no— y no tienen vida en ellos. La fe, y
no el bautismo, es el punto crucial. El que no ha creído aún, está muerto y
debe nacer de nuevo. Cuando crea, y no hasta entonces, pasará de muerte a
vida.
Comenta Ferus: “Aunque parece muy fácil creer y muchos piensan que
creen cuando tan solo han oído hablar de creer —suponiendo que creer es lo
mismo que entender, recordar, saber o pensar—, sin embargo, creer es algo
verdaderamente difícil y duro. Es fácil ayunar, decir oraciones, peregrinar, dar
limosna y cosas semejantes; pero creer es imposible para nuestras fuerzas.
Sepan las personas supersticiosas que Dios exige de nosotros un tipo de
adoración mucho más elevado y difícil del que imaginan. Aprendan las
personas piadosas a buscar la fe por encima de todo, diciendo: Señor
aumenta mi fe”.
V. 25: [De cierto, de cierto os digo]. Este enfático preludio da comienzo a
una profecía de las cosas maravillosas que aún le quedaban por hacer al Hijo
de Dios. ¿Deseaban los judíos de Jerusalén saber qué pruebas iba a dar el
Hijo de Dios de su autoridad y poder divinos? Que escuchasen lo que iba a
hacer.
[Viene la hora, y ahora es]. Esto quería decir que se acercaba un tiempo y
que de hecho ya había comenzado.
[Cuando los muertos oirán la voz del Hijo de Dios; y los que la oyeren
vivirán]. Algunos piensan que estas palabras se aplican literalmente a la
resurrección de los muertos, como fue el caso de Lázaro en Betania. No
puedo estar de acuerdo. Creo que los muertos aquí mencionados son los
muertos espiritualmente. Creo que el “oír la voz del Hijo de Dios” significa oír
por fe. Creo que la “vida” que se menciona significa la resurrección de la
muerte del pecado a una nueva vida espiritual. Y creo que todo el versículo
es una predicción de las muchas conversiones de pecadores muertos que
pronto tendrían lugar y que ya habían comenzado en cierta medida. La
predicción se cumplió al convertirse almas muertas durante el propio
ministerio de nuestro Señor, y se cumplió de manera más completa aún tras
el día de Pentecostés, cuando fue predicado por sus Apóstoles a los gentiles,
y “creído en el mundo” (1 Timoteo 3:16).
Restringir estas palabras a los pocos casos de resurrección de cuerpos
muertos que se produjeron en tiempos de nuestro Señor y sus Apóstoles
parece proporcionar una interpretación muy inadecuada e innecesaria a la luz
del siguiente versículo.
Observemos que solamente viven los que “oyen” o “han oído” con fe la
voz de Cristo. La vida espiritual se produce al creer. “En él también vosotros,
habiendo oído la palabra de verdad […] fuisteis sellados con el Espíritu de la
promesa” (Efesios 1:13).
Ferus y Cocceius piensan que el llamamiento y la conversión de los
gentiles fue la principal idea que tenía en mente nuestro Señor al pronunciar
estas palabras.
V. 26: [Porque como el Padre, etc.]. La primera parte de este versículo no
precisa de explicación alguna. Es un principio aceptado que Dios es el Autor y
la Fuente de la vida: “Tiene vida en sí mismo”. Cuando más adelante dice que
“ha dado al Hijo el tener vida en sí mismo”, no debemos suponer que lo haya
otorgado a su hijo de la misma forma que concede dones a los hombres,
como a los profetas y los Apóstoles. Más bien significa que, en sus consejos
eternos con respecto a la Redención del hombre, ha nombrado a la segunda
persona de la Trinidad, su Hijo amado, para que sea el Dispensador y el
Dador de vida para toda la Humanidad: “Dios nos ha dado vida eterna; y esta
vida está en su Hijo” (1 Juan 5:11).
Tanto aquí como en el siguiente versículo, debemos recordar que “dar” no
implica inferioridad alguna del Hijo con respecto al Padre en lo que concierne
a su esencia divina. Las cosas “dadas” al Hijo se nombraron, delegaron y
depositaron solemnemente en Él cuando asumió el oficio de Mediador, en
virtud de su oficio.
Comenta Burgon: “Tanto el Padre como el Hijo tienen la misma vida,
ambos la tienen en ellos mismos, ambos en el mismo grado, tal como la tiene
uno la tiene el otro, pero con una sola diferencia: el Padre la da desde toda la
eternidad y el Hijo la recibe desde toda la eternidad”.
V. 27: [Y también le dio autoridad, etc.]. Esto significa que, en virtud de
su oficio de mediación, la segunda persona de la Trinidad se nombra
específicamente para ser Juez de toda la Humanidad. En los consejos de Dios
concernientes al hombre, el “juicio” se asigna al Hijo y no al Padre o al
Espíritu Santo. Es indudablemente cierto que Dios es “el Juez de todos”
(Hebreos 12:23). Pero es igualmente cierto que será Dios el Hijo quien
ejecute el Juicio y se siente en el trono en el último día.
[Por cuanto es el Hijo del Hombre]. Estas palabras parecen implicar que
existe una relación entre la encarnación de nuestro Señor y el hecho de que
ocupe el puesto de Juez. Debido a que se humilló a sí mismo al tomar sobre sí
nuestra naturaleza y nacer de la virgen María, será finalmente exaltado para
que ejecute el Juicio en el último día. Parece ser la misma idea que expresa S.
Pablo cuando dice a los filipenses que, debido a la humillación de Cristo,
“Dios también le exaltó hasta lo sumo, y le dio un nombre que es sobre todo
hombre”, etc. (Filipenses 2:9).
Comenta Burgon: “Debido a su alianza con la naturaleza humana, debido
a su comprensión de las debilidades humanas, debido a todo lo que hizo y
sufrió por amor al hombre como Hijo del Hombre, el Hijo es la persona de la
Trinidad más adecuada, así como más merecedora de ser el Juez del
hombre”.
La expresión “el Hijo del Hombre” tendría una equivalencia más literal
como: “Un Hijo del Hombre” o: “Hijo del Hombre”. Señala Campbell que la
ausencia del artículo “el” delante de las palabras “Hijo del Hombre” no se
produce en ningún otro lugar de los Evangelios a excepción de este.
Tanto en este versículo como en el anterior, deberíamos observar un
ejemplo de la gran verdad de que “el orden es la primera ley del Cielo”. Aun
la segunda persona de la Trinidad, uno con el Padre, verdadero y eterno Dios,
no toma sobre sí el oficio de dar vida y ejecutar el Juicio, sino que lo recibe
por medio del solemne nombramiento de Dios el Padre. Como está escrito:
“Tampoco Cristo se glorificó a sí mismo haciéndose sumo sacerdote, sino el
que le dijo: Tú eres mi Hijo” (Hebreos 5:5), así encontramos escrito aquí que
al tomar el oficio de Mediador, se le “dio” tener vida en sí mismo y “también
[se] le dio autoridad” para juzgar. Los que toman un oficio sin un
nombramiento divino o humano son muy distintos de nuestro Señor.
Toledo cita un notable pasaje de Atanasio en el que señala que
expresiones como “dado al Hijo por el Padre”, “recibido del Padre por el Hijo”,
se utilizan intencionadamente a fin de evitar la herejía sabeliana de suponer
que el Padre y el Hijo son una única e idéntica persona. Tales expresiones son
una prueba incontestable de que el Padre y el Hijo son dos personas distintas,
aunque un solo Dios. No debemos olvidar nunca las palabras del credo
atanasiano: “No por confusión de sustancia, sino por unidad de persona”.
Vv. 28–29: [No os maravilléis de esto]. Estas palabras implican que los
oyentes de nuestro Señor estaban asombrados ante las cosas que había
dicho en lo concerniente a su nombramiento divino de dar vida y juzgar. Pasa
a decirles que no lo han oído todo aún. Si se maravillaban ante lo que ya
habían oído, ¿qué pensarían cuando les dijera una cosa más?
[Vendrá hora]. Esto se refiere al último día. [N.E.: En la versión de la Biblia
empleada por el autor, esta expresión está en presente, y él hace una
referencia a que el uso del presente para hablar de un tiempo tan distante
como este es característico de alguien que es Dios mismo, para quien el
tiempo pasado, presente y futuro son una misma cosa y mil años son como
un día].
[Todos los que están en los sepulcros oirán su voz]. Estas palabras se
asemejan particularmente a las de Daniel 12:2. Contienen una de las
declaraciones más inequívocas de la Escritura acerca de esa gran verdad que
es la resurrección de los muertos. Será universal, no se limitará solamente a
algunos. “Todos” saldrán de sus sepulcros, ya sean jóvenes o viejos, ricos o
pobres. Se producirá por orden y petición de Cristo. Su “voz” será la llamada
que convocará a los muertos de sus sepulcros. Se dividirá a los que resuciten
en dos clases. Algunos resucitarán para la gloria y la felicidad a lo que se
denomina una “resurrección de vida”. Otros resucitarán para perdición y
destrucción eterna a lo que se denomina una “resurrección de condenación”.
a) Este pasaje condena a aquellos que piensan que este mundo es todo lo
que hay, que todo acaba en esta vida y que el sepulcro es el fin. Están
terriblemente equivocados. Hay una resurrección y una vida venidera.
b) Este pasaje condena a aquellos que intentan persuadirnos en la
actualidad de que no hay un castigo futuro, de que no hay Infierno ni
condenación para los malvados en el mundo venidero; de que el amor de
Dios es más profundo que el Infierno y que Dios es demasiado misericordioso
y compasivo como para castigar a alguien. Hay una resurrección —se nos
dice— “de condenación”.
c) Este pasaje condena a aquellos que intentan hacer creer que la
resurrección es privilegio específico de los creyentes y los santos, y que los
malvados serán castigados con la aniquilación absoluta. Tanto aquí como en
Hechos 24:15 se nos dice inequívocamente que tanto los malos como los
buenos resucitarán. En el famoso capítulo de S. Pablo acerca de la
resurrección (1 Corintios 15) solo se habla de la resurrección de los
creyentes.
d) Este pasaje condena a aquellos que intentan hacer creer que las vidas
y las conductas de los hombres son de poca importancia mientras profesen
tener fe en Cristo y creer en Él. Cristo mismo nos dice expresamente que lo
que “hacen” los hombres, ya sean cosas buenas o malas, serán la evidencia
que decida si resucitarán para gloria o para condenación.
Señala Musculus que la bondad que exige Dios de nosotros no comienza
en el mundo venidero, tras la resurrección. Debemos tenerla ahora y debe
preceder al momento del Juicio. No se dice: “Algunos resucitarán para ser
hechos buenos y partícipes de la vida”, sino: “Los que hicieron lo bueno,
saldrán a resurrección de vida”. Debemos asegurarnos de ser en esta vida
como deseemos que se nos considere en el día del Juicio. También señala que
nuestro Señor no dice que “los que han sabido lo bueno o han hablado de
ello”, sino “los que hicieron de hecho lo bueno”, saldrán a resurrección de
vida. Solo se considerará que han hecho lo bueno los elegidos de Dios, los
que han nacido de nuevo y son creyentes verdaderos. Nada sino la fe
verdadera dará el fruto de las buenas obras.
Señala Calvino que nuestro Señor no está hablando aquí de la causa de la
salvación, sino de las señales de los salvos y de que una gran señal que
distingue a los elegidos de los réprobos es hacer el bien.
Existen dos términos griegos distintos para expresar las palabras “los que
hicieron”, y es difícil saber por qué. Esa misma diferencia existe en Juan 3:20–
21. Los intentos que se han hecho de explicar la distinción entre ambas
palabras no me parecen demasiado afortunados. Por ejemplo, Wordsworth
comenta: “El bien que se hace permanece para siempre. El mal se practica,
pero no produce frutos para la eternidad”. Sin embargo, dudo que este
comentario sea aplicable a Romanos 1:32 y 2:3, donde se utilizan
simultáneamente los dos términos griegos que equivalen a “hacer” y se
aplican a la misma clase de personas, esto es, los malvados.
Algunos piensan que este pasaje apoya la doctrina de la primera
resurrección como privilegio específico de los santos (Apocalipsis 20:5). Pero
si somos honrados, debemos recordar que aquí no se dice nada de distinción
alguna entre el momento de la resurrección de los buenos y de los malos.
No se nos dice nada con respecto a la forma en que oirán la “voz” de
Cristo los muertos “en los sepulcros”. Es notable que haya otros dos lugares
aparte de este donde se menciona una “voz” o un sonido acompañando a la
resurrección. En Corintios leemos acerca de “la final trompeta” (1 Corintios
15:52). En Tesalonicenses se nos habla de una “voz de mando, con voz de
arcángel” y de la “trompeta de Dios” (1 Tesalonicenses 4:16). Comoquiera
que sea, no se pueden ofrecer más que conjeturas al respecto. No cabe duda
de que la idea implícita es que los cuerpos muertos de los hombres están
dormidos y necesitan ser despertados, como despierta una voz a los
durmientes.
No se nos dice nada con respecto a la naturaleza de los cuerpos
resucitados. Bástenos saber que este pasaje nos muestra claramente que
será una resurrección de los “cuerpos” así como de las almas. Serán los que
estén “en los sepulcros” los que salgan.
Juan 5:30–39

En estos versículos vemos enumeradas ante los judíos las pruebas de


que nuestro Señor Jesucristo era el Mesías prometido. Se presentan
cuatro testimonios. Se ofrecen cuatro pruebas distintas: Su Padre en el
Cielo; su precursor, Juan el Bautista; las milagrosas obras que ha
hecho; las Escrituras que los judíos profesaban honrar. Nuestro Señor
nombra todos y cada uno de ellos como testimonios de que Él era el
Cristo, el Hijo de Dios. ¡Qué duros debían de ser los corazones capaces
de escuchar semejante testimonio sin inmutarse! Pero esto solo
demuestra la veracidad de aquel viejo dicho: La incredulidad no nace
tanto de la falta de evidencia como de la ausencia de voluntad de
creer.
Observemos, por un lado, en este pasaje cómo honra Cristo a sus
siervos fieles. Advierte cómo habla de Juan el Bautista: “Él dio
testimonio de la verdad”, “era antorcha que ardía y alumbraba”. Juan
probablemente ya había dejado atrás sus tareas terrenales para
cuando se pronunciaron estas palabras. Había sido perseguido,
encarcelado y ejecutado por Herodes sin que nadie interfiriera o
evitase su asesinato. Pero el divino Maestro no había olvidado a este
discípulo asesinado. Si no había otro que le recordara, Jesús sí. Había
honrado a Cristo y Cristo le honraba a Él. No debemos pasar por alto
estas cosas. Están escritas para enseñarnos que Cristo vela por todos
sus creyentes y jamás los olvida. Quizá sean olvidados y despreciados
por el mundo, pero su Salvador jamás los olvida. Sabe dónde se
encuentran y qué pruebas atraviesan. Hay un libro de memorias
acerca de ellos. “[Sus] lágrimas [están] en [su] redoma” (Salmo 56:8).
Sus nombres están grabados en las palmas de sus manos. Advierte
todo lo que hacen por Él en este mundo maligno, aunque ellos piensen
que no es digno de atención, y un día lo confesará públicamente ante
su Padre y los santos ángeles. El que dio testimonio de Juan el Bautista
nunca cambia. Que los creyentes recuerden esto. En la peor situación
pueden decir junto con David: “Aunque afligido yo y necesitado, Jehová
pensará en mí” (Salmo 40:17).
Observemos, por otro lado, cómo honra nuestro Señor los milagros
como evidencias de que Él era el Mesías. Dice: “Las obras que el Padre
me dio para que cumpliese, las mismas obras que yo hago, dan
testimonio de mí, que el Padre me ha enviado”.
Los milagros del Señor reciben mucha menos atención en la
actualidad como pruebas de su misión divina de lo que debieran. Hay
demasiados que las ven con silenciosa incredulidad, como cosas de las
que, al no haber visto, no se puede esperar que se preocupen. No son
pocos los que admiten abiertamente que no creen en la posibilidad de
cosas como los milagros y harían todo lo posible por desecharlos de la
Biblia como historias vanas que, a modo de un pesado lastre, habría
que tirar por la borda para aligerar el barco.
Pero, después de todo, no podemos hacer caso omiso al hecho de
que, durante los días de nuestro Señor en la Tierra, sus milagros
ocasionaron un tremendo efecto en las mentes de los hombres.
Dirigían la atención hacia Aquel que los obraba. Estimulaban la
búsqueda, cuando no convertían. Fueron tantos, tan públicos y tan
imposibles de explicar, que los enemigos de nuestro Señor solo podían
decir que eran hechos por medio de Satanás. No podían negar que se
hacían. “Este hombre —decían— hace muchas señales” (Juan 11:47).
Hace dieciocho siglos, nadie intentó negar los hechos que intentan
negar los sabios hoy en día.
Que los adversarios de la Biblia consideren el último y más grande
milagro de nuestro Señor —su propia resurrección de entre los muertos
— y lo refuten si pueden. Cuando lo hayan hecho, podremos considerar
lo que dicen acerca de los milagros en general. Jamás han dado una
respuesta a sus evidencias y jamás lo harán. Que los amigos de la
Biblia no se alarmen por las muchas objeciones que se plantean contra
los milagros mientras no se haya probado la falsedad de aquel milagro
único. Si este se demuestra incontrovertible, no deben preocuparse
mucho por los argumentos sofistas contra otros milagros. Si Cristo
resucitó verdaderamente de entre los muertos por su propio poder, no
hay obra suya a la cual el hombre deba vacilar en dar crédito.
Observemos en estos versículos, por último, cómo honra Cristo las
Escrituras. Al final de su lista de evidencias hace referencia a ellas
como las que dan un gran testimonio de Él: “Escudriñad las Escrituras;
—dice— […] ellas son las que dan testimonio de mí”.
Por supuesto, las “Escrituras” mencionadas por nuestro Señor son el
Antiguo Testamento. Y sus palabras muestran la importante verdad
que muchos tienden a pasar por alto: que cada parte de nuestra Biblia
tiene el propósito de enseñarnos acerca de Cristo. Cristo no se
encuentra meramente en los Evangelios y las Epístolas; Cristo se halla
directa e indirectamente en la Ley, los Salmos y los Profetas. En las
promesas a Adán, Abraham, Moisés y David; en los tipos y símbolos de
la Ley ceremonial; en las profecías de Isaías y los otros profetas: Jesús
el Mesías se encuentra por todo el Antiguo Testamento.
¿Cómo es que los hombres perciben tan poco estas cosas? La
respuesta es clara. No “escudriñan las Escrituras”. No excavan en esa
maravillosa mina de sabiduría y conocimiento ni buscan familiarizarse
con su contenido. La simple lectura regular de nuestra Biblia es el gran
secreto de la consolidación en la fe. El desconocimiento de las
Escrituras es la raíz de todo error.
Y ahora bien, ¿en qué creerán los hombres si no creen en la misión
divina de Cristo? Grande es, sin duda, la obstinación de la incredulidad.
Una multitud de testigos da testimonio de que Jesús era el Hijo de
Dios. Hablar de falta de pruebas es una pueril necedad. La pura verdad
es que la principal base para la incredulidad es el corazón. Muchos no
desean creer y siguen siendo, pues, incrédulos.

Notas: Juan 5:30–39


V. 30: [No puedo yo hacer nada por mí mismo, etc.]. Este versículo es
quizá uno de los más difíciles de la Escritura. Lo es debido a que trata un
asunto sumamente misterioso: la unidad de Dios el Padre y Dios el Hijo. El
hombre no cuenta con el lenguaje necesario para expresar adecuadamente la
idea que debe transmitirse. La idea general del versículo parece ser la
siguiente:
“Debido a la íntima relación entre Yo y el Padre, no puedo hacer nada
independiente y separadamente de Él. ‘Juzgo’, decido y hablo acerca de todo
en completa armonía con el Padre, como si le oyera constantemente a mi
lado; y por tanto, al hablar y juzgar, mi juicio es siempre correcto en todo. Es
correcto ahora y se constatará perfecto en el gran Juicio del último día.
Porque, en todo lo que hago, no busco únicamente hacer mi voluntad, sino la
voluntad del que me envió, puesto que hay una armonía absoluta entre mi
voluntad y la suya”.
Observemos atentamente que, en esta parte de su sermón, nuestro Señor
deja de hablar en tercera persona de sí mismo como “el Hijo del Hombre” y
empieza a utilizar la primera persona: “No puedo yo”, “oigo”; “juzgo”.
“Por mí mismo” no significa “sin ayuda”, sino por deseo y acción propia.
Comenta Crisóstomo: “Así como cuando decimos que es imposible que
Dios haga el mal no le imputamos debilidad alguna, sino que confesamos un
poder indescriptible en Él; igualmente, cuando Cristo dice ‘no puedo yo hacer
nada por mí mismo’, el significado es que es imposible —mi naturaleza no lo
permite— que haga algo contrario al Padre”.
“Según oigo” es una expresión adaptada al entendimiento humano para
transmitir la idea de unidad entre el Padre y el Hijo. Es como en el versículo
19, donde se dice: “No puede el Hijo hacer nada por sí mismo, sino lo que ve
hacer al Padre”. Asimismo, es como las palabras utilizadas con respecto al
Espíritu Santo: “No hablará por su propia cuenta, sino que hablará todo lo
que oyere” (Juan 16:23).
Comenta Crisóstomo: “Así como cuando Cristo dijo que ‘lo que sabemos
hablamos, y lo que hemos visto, testificamos’ y Juan el Bautista dijo que ‘lo
que vio y oyó, esto testifica’ (Juan 3:11, 32) ambas expresiones se utilizan
con respecto a un conocimiento exacto, y no a un mero ‘ver’ y ‘oír’; así en
este lugar, cuando Cristo habla de ‘oír’, lo único que declara es que es
imposible que desee nada a excepción de lo que el Padre desea”.
“Así juzgo” no se aplica solamente a todos los juicios y decisiones de
Cristo como Mediador mientras estuvo en la Tierra, sino a su Juicio Final en el
último día.
“Mi juicio es justo” probablemente recordaría a los judíos las profecías
acerca del Mesías (Isaías 11:3 y Daniel 7:13).
“No busco mi voluntad” debe interpretarse especialmente como una
referencia a la naturaleza divina de nuestro Señor como Hijo de Dios.
Teniendo como Dios una sola voluntad con el Padre, no era posible que
buscara su propia voluntad independientemente del Padre. De ahí que el
Juicio no solo sea suyo, sino también del Padre. Como Hijo del Hombre tenía
una voluntad humana distinta de su voluntad divina, como cuando dijo:
“Padre mío, si es posible, pase de mí esta copa; pero no sea como yo quiero,
sino como tú” (Mateo 26:39). Pero aquí, la voluntad parece ser su voluntad
divina.
Comenta Crisóstomo: “Cristo está queriendo decir aquí algo parecido a
esto: No es que la voluntad del Padre sea una y la mía otra, sino que, como
una sola voluntad en una sola mente, así es mi voluntad y la de mi Padre”.
Una vez más, debemos recordar la extrema dificultad de manejar una
cuestión como la que tenemos delante. La distinción entre las personas de la
Trinidad y la unidad de su esencia al mismo tiempo debe ser siempre algo
profundo para el hombre, difícil de concebir y más aún de escribir o explicar.
V. 31: [Si yo doy testimonio acerca de mí mismo, etc.]. Este versículo
debe interpretarse con precaución y con una matización moderada. Sería una
necedad y una blasfemia decir que el testimonio de nuestro Señor acerca de
sí mismo tiene que ser falso. Lo que este versículo parece decir es: “Si no
tuviera otro testimonio que ofrecer como prueba de mi mesiazgo salvo mi
propia palabra, mi testimonio estaría sometido a sospecha con razón”.
Nuestro Señor sabía que, en cualquier cuestión que se discuta, las
aseveraciones de un hombre a favor suyo valen poco o nada. Dice a los
judíos que no quiere que le crean meramente porque diga que es el Hijo de
Dios. Les mostraría que tenía otros testimonios, y pasa a presentarlos a
continuación. Una comparación de este versículo con Juan 8:14 muestra de
inmediato que el significado de las palabras “mi testimonio no es verdadero”
debe matizarse y moderarse, porque de otro modo un pasaje de la Escritura
contradiría al otro.
V. 32: [Otro es el que da testimonio]. Esta expresión tiene dos
interpretaciones distintas y diferenciadas.
a) Algunos —como Crisóstomo, Teofilacto, Eutimio, Lightfoot, Brentano,
Grocio, Ferus, Barradius, Quesnel, Whitby, Doddridge y Gill— piensan que el
“otro testigo” es Juan el Bautista.
b) Algunos —como Cirilo, Atanasio, Calvino, Beza, Walter, Bucero,
Ecolampadio, Zuinglio, Ruperto, Flacius, Calovio, Cocceius, Piscator,
Musculus, Aretius, Toledo, Nifanius, Rollock, Poole, Leigh, Diodati, Hammond,
Trapp, Hutcheson, Henry, Burkitt, Baxter, Blomfield, Lampe, Bengel, Pearce,
A. Clarke, Scott, Barnes, Stier, Alford y Webster— piensan que el “otro
testigo” es Dios el Padre.
No me cabe duda alguna que esta última es la interpretación correcta. La
utilización del tiempo presente —“da testimonio”— es una prueba de peso al
respecto. El testimonio de Juan el Bautista formaba ya parte del pasado.
Nuestro Señor declara que su Padre había dado un testimonio inequívoco de
Él y proporcionado abundantes pruebas de ello, pero los judíos no habían
estado dispuestos a recibirlo. Y añade: “El testimonio que da de mí es
verdadero”. Jamás dará testimonio de una mentira. Entonces, tras haber
establecido esta proposición general, pasa a mostrar el triple testimonio que
Dios ha proporcionado: en primer lugar, Juan el Bautista; en segundo lugar,
los milagros que Dios le había encargado que obrara; y en tercer lugar, las
Escrituras.
La expresión “sé” implica probablemente la profunda conciencia que tenía
nuestro Señor, aun en su humillación, de la perfecta justicia y veracidad de
su Padre. Significa mucho más que un mero “sé” humano. “Sé, y he sabido
desde toda la eternidad, que el testimonio de mi Padre es completamente
cierto”.
V. 33: [Vosotros enviasteis mensajeros a Juan]. En esta frase, la palabra
“vosotros” debe interpretarse en un sentido enfático. Es “vosotros mismos”.
El significado del versículo parece ser: “Mi primer testigo es Juan el Bautista.
Ahora bien, vosotros mismos le enviasteis mensajeros al comienzo de su
ministerio y sabéis que os dijo que habría de venir uno más grande que él del
cual él era un mensajero, y que después dijo de mí: ‘He aquí el Cordero’. No
podéis negar que era un verdadero profeta. Sin embargo, dio testimonio fiel
de mí. Os dijo la verdad”.
No puede caber duda alguna de que nuestro Señor hace referencia a la
comitiva de “sacerdotes y levitas” de Jerusalén que fue a Juan el Bautista y
que se describe en Juan 1:19.
V. 34: [Pero yo no recibo testimonio de hombre, etc.]. El propósito de esta
frase parece ser recordar a los judíos que no debían pensar que nuestro señor
dependía única o primordialmente del testimonio humano: “No quisiera que
pensarais que apoyo mi petición de ser recibido como el Mesías en el
testimonio de Juan el Bautista o de cualquier otro hombre. Sino que digo
estas cosas acerca de Juan y su testimonio de mí a fin de recordaros lo que le
oísteis decir y que, recordando su testimonio, creáis y seáis salvos”.
Aquí, como en otras partes, debiéramos advertir que nuestro Señor hace
ver a los judíos la incoherencia de admitir que Juan el Bautista era un profeta
enviado por Dios mientras que se negaban a creer en Él mismo como Mesías.
Si habían creído a Juan, debían creer en Él por coherencia (cf. Mateo 21:23–
27).
V. 35: [Él era antorcha que ardía y alumbraba]. Este es un testimonio muy
elogioso de Juan. Sin duda no era la “luz” que era Cristo. Pero, aun así, no era
la habitual lámpara encendida desde lo alto, como lo son todos los creyentes
verdaderos. Era “la lámpara” por excelencia: una lámpara de particular brillo
y resplandor, una antorcha que “ardía” y “alumbraba”, como un faro que se
ve a lo lejos.
Creo que la expresión “él era” muestra que, para cuando habló nuestro
Señor, Juan el Bautista estaba o bien encarcelado o bien muerto. En cualquier
caso, su ministerio público había terminado. “Solía ser una antorcha. Ya no
arde ni alumbra”.
Comenta Crisóstomo: “Llamó a Juan antorcha o lámpara en el sentido de
que no tenía luz propia, sino por la gracia del Espíritu”.
[Vosotros quisisteis regocijaros por un tiempo]. Esto hace referencia a la
extraordinaria popularidad y aceptación de Juan el Bautista al comienzo de su
ministerio. “Salía a él Jerusalén, y toda Judea, y toda la provincia de alrededor
del Jordán” (Mateo 3:5). “Muchos de los fariseos y de los saduceos venían a
su bautismo” (Mateo 3:7). Era una emoción ignorante lo que llevaba a Juan a
muchos de sus oyentes. Es más que probable que pensaran que el Mesías, de
quien hablaba y cuyo camino había venido a preparar, sería un rey y un
conquistador terrenal y daría a Israel su antigua preeminencia en la Tierra.
Pero, independientemente de cuáles fueran los motivos, la cuestión es que el
ministerio de Juan llamó enormemente la atención y despertó la curiosidad
de toda la nación judía: “Se quisieron regocijar en la antorcha que levantó
Juan”. Parecía agradarles ir a él, oírle, seguirle y someterse a su bautismo.
La expresión “por un tiempo” parece utilizarse intencionadamente para
recordar a los judíos la naturaleza transitoria y pasajera de las impresiones
que les había producido el ministerio de Juan.
Comenta Stier: “Generalmente, el hombre, aun siendo un profeta, solo
puede dar luz ardiendo, como una vela encendida, hasta que se consume y
termina su misión en la Tierra. En ese sentido, Juan brilló intensa pero
fugazmente”.
Comenta Burkitt: “Siempre ha sido costumbre de los que profesan ser
cristianos no valorar a sus pastores durante mucho tiempo, aunque ellos
nunca hayan sido luces que ardieran o brillaran tanto. Juan no había
cambiado, pero sus oyentes sí. El ardió y brilló en el candelero con el mismo
celo y resplandor hasta el fin, pero ellos habían cambiado de idea acerca de
él”.
V. 36: [Mas yo tengo mayor testimonio que el de Juan]. Esto significa:
“Aunque Juan el Bautista dio testimonio de que yo era el Mesías y el Hijo de
Dios, el suyo no es el único testimonio que pido que aceptéis. Hay un
testimonio aún más importante que el suyo: el de mis milagros”. El griego
significa literalmente: “El mayor testimonio”, “el testimonio que yo tengo es
mayor”.
Flacius indica que nuestro Señor recordó a los judíos aquí y en el versículo
anterior lo dispuestos que estaban al principio a recibir el ministerio de Juan,
casi pensando que él era el Mesías. Sin embargo, en todo ese tiempo “Juan, a
la verdad, ninguna señal hizo”. Pero cuando apareció el verdadero Mesías
haciendo grandes “obras”, los judíos ni siquiera le dispensaron tanta atención
como a Juan.
[Las obras que el Padre me dio, etc.]. Esta es una clara apelación a los
milagros como una prueba importante del mesiazgo y la divinidad de nuestro
Señor. Hallamos esta misma apelación cuatro veces en los Evangelios (cf.
Juan 3:2; 10:25; 15:24). Jamás debiéramos menospreciar la evidencia de los
milagros. Tendemos a subestimar su valor debido a que se obraron hace
mucho tiempo. Pero, en los tiempos en que se obraron, fueron grandes
hechos que exigieron la atención de todos aquellos que los presenciaron, y
fueron ineludibles. A menos que los judíos pudieran justificarlos, estaban
obligados a creer, como hombres honrados y razonables, en la misión divina
de nuestro Señor. Parece que los judíos jamás pusieron en duda que se
obraran. De hecho, no se atrevieron a negarlos. Lo que hicieron fue atribuirlos
a algún poder satánico. Todos los que hoy en día intentan negar la realidad
de los milagros de nuestro Señor, harían bien en recordar que aquellos que
tuvieron la mejor oportunidad para juzgarlos, esto es, los hombres que vieron
esos milagros y vivieron oyendo de ellos, jamás pusieron en tela de juicio que
se hubieran obrado. Si los adversarios de nuestro Señor hubieran podido
demostrar que sus milagros solo eran trucos, juegos de manos e impostura,
es razonable suponer que habrían estado dispuestos a mostrarlo al mundo y
silenciarle para siempre.
Debemos advertir siempre cinco cosas acerca de los milagros de nuestro
Señor. 1) Su número: No fueron escasos, sino ciertamente muchos. 2) Su
grandeza: No fueron pequeños, sino poderosas interferencias en el orden
habitual de la Naturaleza. 3) Su publicidad: generalmente no se hacían en un
rincón, sino a plena luz del día y ante muchos testigos, y a menudo ante
enemigos. 4) Su naturaleza: Casi siempre eran obras de amor, misericordia y
compasión, de ayuda y beneficio para el hombre, y no meras demostraciones
estériles de poder. 5) Su apelación directa a los sentidos humanos: Eran
visibles y podían resistir cualquier examen. La diferencia entre esos milagros
y aquellos de los que se jacta la Iglesia católica romana es extraordinaria e
instructiva en todos estos puntos.
Es muy notable la forma en que habla nuestro Señor de sus milagros. Los
llama “las obras que el Padre me dio para que cumpliese”. Evita
escrupulosamente cualquier apariencia de falta de unidad entre el Padre y Él,
aun en la cuestión de obrar milagros. No son obras que hiciera movido por su
propia voluntad independiente, sino “obras que el Padre me dio”, obras que
se había dispuesto en el consejo eterno que obrara el Hijo cuando se hiciera
hombre y viviera en la Tierra. Precisamente la misma expresión que aquí
acerca de “las obras” se utiliza en otro lugar con respecto a “las palabras”
que habló nuestro Señor: “Las palabras que me diste, les he dado” (Juan
17:8).
V. 37: [También el Padre que me envió ha dado testimonio de mí]. Estas
palabras son de una dificultad innegable. No está claro a qué “testimonio” del
Padre hace referencia aquí nuestro Señor.
a) Algunos —como Crisóstomo, Brentano, Bullinger, Walter, Ferus, Toledo,
Barradius, Cartwright, Chemnitio, Rollock, Jansen, Trapp, Baxter, Hammond,
Burkitt, Lampe, Bengel, Henry, Scott y Gill— piensan que nuestro Señor hace
referencia aquí al testimonio audible que dio su Padre de Él en el bautismo y
en la transfiguración cuando dijo: “Este es mi Hijo amado, en quien tengo
complacencia; a él oíd” (Mateo 3:17; 17:5). Pero, sin duda, una objeción
fundamental a esta teoría es que probablemente nadie oyera la voz del Padre
salvo Juan el Bautista en el bautismo y Pedro, Santiago y Juan en la
transfiguración. De ser así, se trataría de un testimonio completamente
privado e inútil para el conjunto de la nación judía.
b) Otros —como Teofilacto, Eutimio, Ruperto, Calvino, Cocceius, Pearce,
Tholuck, Blomfield, Tittman, A. Clark, D. Brown, Alford y Burgon— piensan
que nuestro Señor hace referencia aquí al testimonio que ha dado el Padre de
Él en general en las Escrituras del Antiguo Testamento, y que la frase que
tenemos delante debe ligarse al segundo versículo después del
inmediatamente posterior, que comienza como: “Escudriñad las Escrituras”.
De hecho, esa expresión sería entonces la explicación de lo que nuestro
Señor quiere decir.
De estas dos interpretaciones, prefiero decididamente la segunda.
Ciertamente parece la menos difícil y objetable. Hay una tercera tesis
apoyada por Olshausen y Bucero, esto es, que el “testimonio” aquí
mencionado significa el testimonio interior del Espíritu en los corazones de
los creyentes. Comoquiera que sea, esto me parece completamente fuera de
lugar. Sería un testimonio sin valor para la mayor parte del mundo.
Tanto aquí como en otras partes debemos cuidarnos de no atribuir un
sentido de “inferioridad” a la idea de “enviado” por el Padre. Comenta
Rollock: “Es completamente posible que un igual envíe a un igual a
desempeñar una tarea”. Comenta Cirilo: “La misión y la obediencia, ser
enviado y obedecer, no restan nada a la igualdad de poder entre el que envía
y el enviado”.
[Nunca habéis oído su voz, ni habéis visto su aspecto]. Esta parece ser
una frase parentética, como el versículo siguiente. Ciertamente parece
cimentar la interpretación de que, cuando nuestro Señor habló del
“testimonio” que daba su Padre, no podía referirse al testimonio audible que
dio con su voz en el bautismo y la transfiguración. De hecho, la frase parece
excluir deliberadamente esa idea. Es como si nuestro Señor dijera: “No
supongáis que me refiero a un testimonio audible o a una voz, una aparición
o visión, cuando digo que mi Padre da testimonio de mí. Me refiero a un
testimonio completamente distinto: al testimonio de su Palabra”.
La expresión “ni habéis visto su aspecto” enseña la misma gran verdad
que encontramos en otras partes, esto es, que el Padre es invisible y jamás le
ha visto mortal alguno. El que se apareció a Abraham era la segunda persona
de la Trinidad, y no el Padre. S. Pablo dice claramente acerca del Padre: “A
quien ninguno de los hombres ha visto ni puede ver” (1 Timoteo 6:16). La
idea de los artistas y pintores representando al Padre como un anciano es
una mera invención irreverente fruto de sus mentes y sin el más mínimo
respaldo de la Escritura.
Ruperto y Ferus señalan que la última parte de este versículo se dijo para
evitar que los judíos pensaran que nuestro Señor hablaba de José, su
supuesto padre. Esta, comoquiera que sea, parece una idea más bien
improbable y fantasiosa.
V. 38: [Ni tenéis su palabra, etc.]. Este versículo parece tener la intención
de recordar a los judíos que, con toda su supuesta reverencia hacia Dios y su
afectado celo contra las blasfemias hacia Él, eran en realidad desconocedores
de la mente de Dios. Su reverencia hacia Él era tan solo una formalidad. Su
celo por Él era un fanatismo ciego. Sabían tanto de su mente como de su voz
o forma. No conocían su Palabra, no la tenían en sus corazones ni guiaba su
religión. Demostraron su propia ignorancia al no creer a Aquel a quien el
Padre había enviado. Si hubieran estado verdaderamente familiarizados con
los textos del Antiguo Testamento, habrían creído.
Evidentemente, nuestro Señor quiere decir que el verdadero conocimiento
de la Palabra de Dios llevará siempre al hombre a una fe en Cristo. Donde no
hay fe, podemos dar por supuesto con justicia que no se lee la Biblia o que se
lee con un espíritu equivocado. La ignorancia y la incredulidad irán de la
mano.
Locke sostiene la curiosa opinión de que la “Palabra” de este versículo
significa la “Palabra personal”, como en Juan 1:1. “No me tenéis a mí, la
Palabra eterna, en vuestros corazones”. Pero Cristo no se denomina a sí
mismo “la Palabra” en ninguna parte, y la idea no concuerda con el contexto.
Ecolampadio piensa que en este versículo y en el anterior hay una
referencia a Deuteronomio 18:15–19, donde el Señor prometió un profeta
como Moisés a los judíos, porque habían dicho: “No vuelva yo a oír la voz de
Jehová mi Dios, ni vea yo más este gran fuego, para que no muera”. Piensa
que nuestro Señor les está recordando esto. ¡Dios había cumplido su promesa
y les había enviado un profeta como Moisés, y ellos no querían creerle!
V. 39: [Escudriñad las Escrituras]. Esta famosa frase se interpreta de dos
formas.
a) Algunos —como Cirilo, Erasmo, Ecolampadio, Beza, Brentano, Piscator,
Camerón, Poole, Toledo, Lightfoot, Lampe, Bengel, Doddridge, Blomfield,
Tholuck, A. Clarke, Scholefield, Barnes, Burgon, D. Brown y Webster— piensan
que nuestro Señor habló en modo indicativo, declarando simplemente:
“Escudriñáis”.
b) Otros —como Crisóstomo, S. Agustín, Teofilacto, Eutimio, Lutero,
Calvino, Cartwright, Gualtier, Grocio, Rollock, Ferus, Calovio, Jansen,
Cocceius, Barradius, Musculus, Nifanius, Maldonado, Cornelio à Lapide, Leigh,
Whitby, Hammond, Stier, Alford y Wordsworth— piensan que habló en modo
imperativo, ordenando: “Escudriñad”, como aparece en nuestra versión.
Prefiero decididamente esta última interpretación. Es más factible y
concuerda más con el estilo general del discurso de nuestro Señor; por
encima de todo, creo que armoniza mucho mejor con el contexto. Nuestro
Señor había dicho a los judíos que su Padre había dado testimonio de Él,
aunque no por medio de una voz audible ni por medio de una aparición
visible. ¿Cómo, pues, había dado testimonio? Lo hallarían en su Palabra: “Id y
escudriñad las Escrituras” —parece decir nuestro Señor—. “Examinadlas y
familiarizaos verdaderamente con su contenido; veréis que dan un testimonio
claro e inequívoco de mí. Si deseáis conocer el testimonio de Dios el Padre
acerca de mí, escudriñad las Escrituras”.
Creo que se utiliza deliberadamente el término “escudriñar” para mostrar
que los judíos no debían contentarse con una mera lectura. Encontramos una
expresión semejante en Proverbios 2:4.
Comenta Crisóstomo: “Cuando Cristo dirigió a los judíos a las Escrituras,
no les instó a una mera lectura, sino a un examen cuidadoso y considerado.
No dijo ‘leed’, sino ‘escudriñad’. Puesto que las afirmaciones acerca de Él
precisaban de una gran atención (dado que se habían ocultado desde el
principio para beneficio de los hombres de aquel tiempo), les pide ahora que
las saquen a la luz con cuidado para que disciernan lo que se encuentra en
las profundidades. Estas afirmaciones no se encontraban en la superficie, ni
se presentaban abiertamente a la vista, sino que estaban ocultas como un
tesoro en las profundidades”.
Algunos que piensan que la palabra “escudriñar” debe interpretarse en
modo indicativo —“escudriñáis”— sostienen que nuestro Señor habló
irónicamente y quería decir: “Pretendéis investigar meticulosamente la
Escritura y escudriñar cada letra de ella, pero jamás vais más allá”. Creo que
esta tesis no tiene demasiada base. La palabra “escudriñar” nunca se utiliza
en un sentido negativo en la Escritura (1 Pedro 1:11). El principal argumento
a favor del modo “indicativo” en este caso es la notoria costumbre rabínica
de escrutar meticulosamente y reverenciar cada sílaba de la Escritura.
Muchos defensores de este “indicativo” piensan que nuestro Señor se refería
a esta costumbre de honrar la letra de la Escritura pero descuidar el espíritu.
Brentano relata con detalle los extremos a los que llegaban los judíos en su
reverencia por la letra de la Escritura, tales como contar las letras de cada
libro, etc., y piensa que nuestro Señor tenía esto en mente. Comoquiera que
sea, no puedo estar de acuerdo con esta tesis.
[A vosotros os parece que en ellas tenéis la vida eterna]. En esta frase, el
“vosotros” debe interpretarse de forma enfática, como en el versículo 33. “Os
parece” no implica que fuera algo dudoso o meramente opinable. Mas bien
es: “A vosotros os parece, y con razón; es uno de los dogmas de vuestra fe;
que tenéis señalado en las Escrituras el camino a la vida eterna”.
Comenta Chemnitio: “Las palabras ‘os parece’ hacen referencia a esa
convicción y opinión generalizada de los hombres con respecto a la Escritura
de que, como un axioma científico, está establecida, es segura y firme”.
Observemos que muchos cristianos se encuentran precisamente en el
estado insatisfactorio de los judíos aquí descrito. Como en su caso, les
“parece” y sostienen como un dogma de su credo que tienen “vida eterna en
las Escrituras”. Pero, tal como ellos, no leen, ni estudian, ni aprenden ni
asimilan interiormente el contenido de la Escritura.
Comenta Ecolampadio: “La Escritura por sí misma no hace mejor a ningún
hombre, ni siquiera la predicación por sí misma, salvo con la ayuda del
Espíritu Santo. La tarea específica de la Palabra externa es aportar el
testimonio, pero solo el Espíritu de Dios puede hacer que el corazón del
hombre dé su asentimiento”.
[Ellas son las que dan testimonio de mí]. Esta frase es una declaración
importante y de peso acerca del valor de las Escrituras del Antiguo
Testamento. Por supuesto, nuestro Señor se está refiriendo exclusivamente a
ellas. Dice: “Dan testimonio de mí”. En las profecías directas, en las
promesas, en los personajes tipo, en las ceremonias tipo, todas las Escrituras
del Antiguo Testamento dan testimonio de Cristo. No es de gran provecho que
las leamos si no discernimos esto.
Señala Ferus que hay tres formas en que las Escrituras dan testimonio de
Cristo. 1) De forma general: Son, por así decirlo, la voz de la Palabra increada,
que habla siempre al hombre en cada una de sus partes. 2) En figuras: El
cordero pascual, la serpiente de bronce y todos los sacrificios eran testigos
de Cristo. 3) En las profecías directas.
Advirtamos en este versículo el gran honor que deposita nuestro Señor en
las Escrituras del Antiguo Testamento. Sanciona inequívocamente el canon
judío de los libros inspirados. Esos autores modernos que se esfuerzan en
despreciarlas y desvirtuarlas muestran poca afinidad con el sentir de Cristo.
Gran parte de la incredulidad comienza por un desprecio ignorante del
Antiguo Testamento. Comenta Stier: “Israel, al estar aún en posesión del
Antiguo Testamento, entrará en el Reino, mientras que los que desprecian la
Escritura en la incredulidad final de la cristiandad serán juzgados y
condenados”.
Advirtamos adicionalmente qué deber tan claro tenemos de leer las
Escrituras. Los hombres no tienen derecho a esperar luz espiritual si rechazan
la mayor antología de luz plena. Si nuestro Señor podía decir aun del Antiguo
Testamento: “Escudriñad”, “dan testimonio de mí”, ¡cuánto más debemos
escudriñar toda la Biblia! El ocioso abandono de la Biblia es uno de los
secretos del cristianismo ignorante y formalista tan extendido en estos
últimos tiempos. La bendición de Dios sobre un estudio diligente de las
Escrituras queda extraordinariamente ejemplificado en el caso de los
cristianos de Berea (cf. Hechos 17:11).

Juan 5:40–47

Este pasaje es la conclusión de la maravillosa apología que hace


nuestro Señor de su misión. Es una conclusión digna de dicha apología,
llena de escrutadores llamamientos a las conciencias de sus enemigos
y rica en profundas verdades. Un extraordinario sermón va seguido de
una extraordinaria aplicación.
Advirtamos en este pasaje la razón por que muchas almas se
pierden. El Señor Jesús dice a los judíos incrédulos: “No queréis venir a
mí para que tengáis vida”.
Estas palabras son toda una gema que debiera quedar engarzada
en nuestra memoria y atesorada en nuestras mentes. Al final veremos
que es la falta de voluntad para acudir a Cristo lo que ha dejado a
muchos fuera del Cielo. No son los pecados de los hombres: todo
pecado puede ser perdonado. No es decreto alguno de Dios: en la
Biblia no se nos habla de nadie a quien Dios haya creado únicamente
para ser destruido. No es algún límite en la obra redentora de Cristo.
Ha pagado un precio suficiente para toda la Humanidad. Es mucho más
que esto: es la propia resistencia innata del hombre a acudir a Cristo,
arrepentirse y creer. Ya sea por orgullo, pereza, amor al pecado o amor
al mundo, hay muchos que no tienen el propósito, el deseo o la
intención de buscar vida en Cristo. “Dios nos ha dado vida eterna; y
esta vida está en su Hijo” (1 Juan 5:11). Pero los hombres se quedan
quietos y no dan un paso ni mueven un dedo para obtener la vida. Y
esta es la razón por que muchos se pierden en lugar de salvarse.
Se trata de una verdad dolorosa y solemne, pero que jamás
podemos llegar a conocer lo suficiente. Contiene un principio básico de
la teología cristiana. Hay miles en todas las épocas que se esfuerzan
en transferir a otros la culpa de su estado. Hablan de su incapacidad
para cambiar. ¡Te dicen con conformismo que no pueden evitar ser lo
que son! ¡Saben con seguridad que están equivocados, pero no
pueden ser de otra forma! No vale. Semejante discurso no resiste la
prueba de la Palabra de Cristo que tenemos delante. Los inconversos
son lo que son porque no desean ser algo mejor: “La luz vino al mundo,
y los hombres amaron más las tinieblas que la luz” (Juan 3:19). Las
palabras del Señor Jesús acallarán a muchos: “¡Cuántas veces quise
juntar a tus hijos […], y no quisiste!” (Mateo 23:37).
Advirtamos en este pasaje, en segundo lugar, una de las principales
causas de la incredulidad. El Señor Jesús dice a los judíos: “¿Cómo
podéis vosotros creer, pues recibís gloria los unos de los otros, y no
buscáis la gloria que viene del Dios único?”. Con eso, quería decir que
no eran honrados en su religión. Con todo su aparente deseo de oír y
aprender, se preocupaban más en realidad en complacer al hombre
que a Dios. Con una mentalidad semejante, no era probable que
creyeran jamás.
En esta afirmación de nuestro Señor se encierra un profundo
principio merecedor de especial atención. La verdadera fe no depende
meramente del estado de la mente y del entendimiento del hombre,
sino del estado de su corazón. Su mente puede estar convencida,
quizá sienta remordimientos de conciencia, pero mientras haya algo
que el hombre ame secretamente por encima de Dios, no habrá fe
verdadera. El propio hombre puede estar confundido y preguntarse por
qué no cree. No ve que es como un niño sentado sobre la tapa de su
caja, deseando abrirla sin considerar que es su propio peso lo que la
mantiene cerrada. El hombre debe asegurarse de que desea sincera y
realmente la alabanza de Dios en primer lugar. Es la ausencia de un
corazón sincero lo que hace que muchos se queden estancados en su
religión durante toda su vida y mueran finalmente sin paz. Los que se
quejan de que escuchan y asienten pero no progresan y no pueden
asirse de Cristo debieran plantearse esta sencilla pregunta: “¿Estoy
siendo honrado? ¿Estoy siendo sincero? ¿Deseo verdaderamente la
alabanza de Dios en primer lugar?”.
Advirtamos en este pasaje, por último, la forma en que habla Cristo
de Moisés. Dice a los judíos: “Si creyeseis a Moisés, me creeríais a mí,
porque de mí escribió él”.
Estas palabras requieren especial atención en estos últimos
tiempos. Si verdaderamente existió una persona como Moisés, si
verdaderamente fue el autor de los escritos que se le atribuyen
habitualmente, son dos puntos sobre los cuales el testimonio de
nuestro Señor es inequívoco: “De mí escribió él”. ¿Podemos suponer
por un solo momento que nuestro Señor solo se estaba acomodando a
los prejuicios y tradiciones de sus oyentes y que habló de Moisés como
autor aunque supiera en su fuero interno que Moisés jamás había
escrito? Esa es una idea irreverente. Convertiría a nuestro Señor en
alguien que no fue sincero. ¿Podemos suponer por un solo momento
que nuestro Señor era un ignorante en lo que concernía a Moisés y que
desconocía los maravillosos descubrimientos que los hombres
falsamente llamados eruditos han hecho en el siglo XIX? Tal idea es
una ridícula blasfemia. Pensar que nuestro Señor hablaba desde la
ignorancia en un capítulo como el que tenemos delante es un golpe en
la raíz de todo el cristianismo. No hay más que una conclusión al
respecto. Existió tal persona como Moisés. Escribió los libros que
normalmente se le atribuyen. Los hechos que se documentan en ellos
son dignos del mejor crédito. El testimonio de nuestro Señor es un
argumento incontestable. Los autores escépticos con Moisés y el
Pentateuco han cometido un grave error.
Abstengámonos de tratar el Antiguo Testamento de forma
irreverente y permitir que nuestras mentes duden de la veracidad de
cualquier parte del mismo debido a las dificultades que se alegan. El
simple hecho de que los autores del Nuevo Testamento hagan
constante referencia al Antiguo Testamento y hablen aun de los
acontecimientos más milagrosos allí documentados como verdades
incuestionables debiera acallar nuestras dudas. ¿Es posible o creíble
que nosotros estemos mejor informados en el siglo XIX con respecto a
Moisés que Jesús y sus Apóstoles? ¡Dios no permita que pensemos algo
semejante! Mantengámonos firmes, pues, sin dudar que cada palabra
del Antiguo Testamento, así como del Nuevo, fue dada por inspiración
de Dios.

Notas: Juan 5:40–47


V. 40: [No queréis venir a mí […] vida]. No está muy clara la relación
entre este versículo y el anterior. Es una de esas abruptas transiciones
elípticas que abundan en los escritos de S. Juan. Yo supongo que el vínculo
debe de ser algo semejante a esto: “Las Escrituras dan claro testimonio de
mí. Y sin embargo, ante semejante testimonio, no tenéis voluntad o
disposición para venir a mí por fe para que tengáis vida”.
Evidentemente, este versículo da comienzo a la tercera parte del sermón
de nuestro Señor a los judíos. Ha declarado la relación entre sí mismo y Dios
el Padre. Ha presentado las evidencias de su propio nombramiento divino y
su petición de ser recibido como el Mesías. Y ahora concluye con una
conmovedora apelación a las conciencias de sus enemigos en la que expone
el verdadero estado de sus corazones y sus verdaderas razones para no creer
en Él. Si alguna vez se trató a los hombres con franqueza y recibieron un
llamamiento directo al corazón con respecto a su propio estado espiritual, fue
en esta ocasión. Al leer la conclusión de este capítulo, uno no puede sentir
sino que se debió frenar de manera milagrosa a los enemigos de nuestro
Señor. De otro modo, es difícil entender cómo pudieron permitir que
presentara unas acusaciones tan veraces e hirientes contra ellos. Si los
ministros desean alguna justificación para tratar de forma clara a sus oyentes
y dirigirse a ellos directa y personalmente con respecto a sus pecados, no
tienen más que mirar las palabras de su divino Maestro en este pasaje.
Observemos aquí 1) que todos estamos muertos por naturaleza en
pecados; 2) que la vida espiritual solo se encuentra en Cristo: Él es la fuente
de vida; 3) que, a fin de recibir el beneficio de Cristo, los hombres deben ir a
Él por fe y creer: creer es ir; y, por último, 4) que la verdadera razón por que
los hombres no vienen a Cristo y, por consiguiente, mueren en pecado es su
falta de voluntad de ir.
Observemos atentamente que, tanto aquí como en otras partes, la
perdición del alma del hombre siempre se atribuye en la Escritura a la propia
falta de voluntad del hombre de salvarse. No es ningún decreto de Dios. No
es una falta de disposición de Dios a recibir. No es ninguna limitación de la
obra redentora y la expiación de Cristo. No es una falta de invitaciones
amplias, libres y plenas a arrepentirse y creer. Es simple y absolutamente por
culpa del hombre; por su falta de voluntad. Aferrémonos para siempre a esta
doctrina. La salvación del hombre, si se salva, es puramente de Dios. La
perdición del hombre, si se pierde, es puramente de él. “[Amó] más las
tinieblas que la luz”. Quiere hacer las cosas a su manera.
Observemos, en esta conclusión del sermón de nuestro Señor, que acusa
a los judíos de cuatro pecados distintos: 1) Ausencia de una verdadera
voluntad de ir a Él, 2) ausencia de un verdadero amor hacia Dios, 3) un deseo
indebido de alabanza humana, 4) ausencia de verdadera fe en los escritos de
Moisés.
V. 41: [Gloria de los hombres no recibo]. Nuevamente, no está muy clara
la relación entre estas palabras y el versículo anterior. Supongo que debe de
ser la siguiente: “No digo estas cosas como si deseara la alabanza y la honra
del hombre. No me quejo de que no vengáis a mí, como si solo viniera al
mundo a buscar la alabanza del hombre. No es por mí por lo que menciono
vuestra incredulidad, sino por vosotros, porque muestra el estado de vuestros
corazones. No supongáis que me encuentro necesitado de seguidores y que
codicio el favor del hombre”.
V. 42: [Mas yo os conozco, que no tenéis amor de Dios, etc.]. El sentido y
la relación parecen ser aquí los siguientes: “Pero la pura verdad es que
conozco, y he conocido durante mucho tiempo, el estado de vuestros
corazones y sé que no tenéis un verdadero amor de Dios en vosotros.
Profesáis adorar y honrar al único Dios verdadero; pero por vuestra conducta
demostráis que, a pesar de toda vuestra profesión, no amáis verdaderamente
a Dios”.
Para un oyente judío, esta tremenda acusación debió de resultar
particularmente ofensiva. Era una acusación que solo el Señor podía hacer
con esa resolución, debido a que veía los corazones de los hombres y sabía lo
que albergaban.
La expresión “os conozco” es literalmente “os he conocido”. Alford
parafrasea el versículo así: “Por una larga prueba y soportando vuestra
conducta durante muchas generaciones, y también personalmente, os he
conocido y os conozco”.
En otro lugar hallamos a nuestro Señor nombrando este pecado como uno
de los pecados específicos de los fariseos: “¡Ay de vosotros, fariseos! que
diezmáis la menta, y la ruda, y toda hortaliza, y pasáis por alto la justicia y el
amor de Dios” (Lucas 11:42).
Comenta Ferus que la incredulidad de los judíos no nacía de una falta de
evidencias, sino de una falta de amor a Dios.
V. 43: [Yo he venido en nombre de mi Padre, y no me recibís]. Esta frase
contiene una prueba de la aseveración que se ha hecho en el versículo
anterior: “Demostráis que no tenéis un verdadero amor hacia Dios al no
recibirme a mí, que vengo en nombre de mi Padre y no deseo nada tanto
como su honor. Si verdaderamente amarais y honrarais a Dios como profesáis
hacer, recibiríais de buena gana a su Hijo y le honraríais”.
[Si otro viniere en su propio nombre, a ése recibiréis]. En esta frase,
nuestro Señor presenta un caso hipotético para mostrar el estado corrupto y
carnal de los corazones de los judíos. “Si aparece algún otro maestro público
afirmando su propia grandeza y no buscando el honor de Dios y hacer todo
en nombre de Dios, sino con la intención de exaltarse a sí mismo y obtener
honor para sí, le recibiréis y creeréis en él. Me rechazáis a mí, el verdadero
Hijo de Dios. Estáis dispuestos a recibir a cualquier falso pretendiente que se
presente entre vosotros, aunque no honre al Dios que profesáis adorar. Es
cierto, pues, que no tenéis un amor verdadero a Dios en vosotros”.
Tengo la convicción de que nuestro Señor pronunció estas palabras de
forma profética. Tenía en mente los muchos falsos Cristos y falsos Mesías que
surgieron en los primeros cien años tras su muerte y que engañaron
invariablemente a muchos judíos. Según Stier, aparecieron no menos de
sesenta y cuatro Mesías, y se les creyó en mayor o menor medida.
La disposición que tenían a creer a estos impostores es un hecho histórico
notable y un extraordinario cumplimiento de las palabras que tenemos
delante. Demostraron ser tan proclives a creer a aquellos que pretendían
tener una misión divina e iban en sus propios nombres como fueron remisos
a creer en nuestro Señor.
Comoquiera que sea, podría añadir que soy uno de los que dudan que las
palabras de nuestro Señor se hayan cumplido aún por completo. Considero
muy probable que al mundo le queda por ver el surgimiento de un Anticristo
personal que logrará obtener el crédito de una gran parte de la nación judía.
Entonces, y solo entonces, cuando haya aparecido el Anticristo, se cumplirá
plenamente este versículo. Crisóstomo, Cirilo, Teofilacto, Eutimio, Alcuin y
Heinsius adoptan esta interpretación.
Comenta Stier: “Aquel de quien profetiza nuestro Señor aquí será
finalmente el Anticristo, con su abierta y reconocida negación de Dios y de
Cristo, con su atrevido “yo” ante el cual todos los orgullosos se postrarán
humildemente, debido a que se reconocerán en él, y le honrarán como su
verdadero Dios. Como el Padre se revela en Cristo, así Satanás se revelará en
el Anticristo y le dará toda su obra y testimonio y su propio honor como el
príncipe de este mundo; y los malvados se postrarán ante él porque, debido a
su incredulidad, ya han caído en su naturaleza y le pertenecen justamente.
Comenta Wordsworth: “Basándose en este versículo, los Padres eran en
general de la opinión de que los judíos recibirían al Anticristo”.
V. 44: [¿Cómo podéis vosotros creer, etc.?]. Este versículo contiene un
principio de gran importancia. El significado esencial parece ser el siguiente:
Nuestro Señor dice a los judíos que no era probable que creyeran mientras se
preocuparan más por la alabanza de los hombres que por la de Dios. La
verdadera razón de su incredulidad era la falta de honradez y sinceridad
piadosa. A pesar de todo el celo que profesaban por Dios, no se preocupaban
por complacerle tanto a Él como a los hombres. Con esta mentalidad era
improbable que llegaran a tener fe o alcanzar el conocimiento de la Verdad.
“¿Cómo podéis vosotros creer recibiendo gloria los unos de los otros como
hacéis ahora?”. No es posible que creáis hasta que abandonéis vuestra actual
mentalidad terrenal y deseéis sinceramente la alabanza de Dios más que la
de los hombres.
El gran principio que contiene este versículo es la íntima relación
existente entre el estado del corazón de un hombre y su posesión del don de
la fe. Creer o no creer, tener fe o no tenerla, no depende únicamente de la
satisfacción mental del hombre y de su convicción intelectual. Depende
mucho más del estado del corazón del hombre. Si uno no es absolutamente
honrado en el deseo que profesa de descubrir la verdad en la religión; si ama
secretamente a algún ídolo que está resuelto a no abandonar; si
interiormente se preocupa más por cualquier otra cosa que por la alabanza
de Dios; llegará hasta el final de sus días con dudas, confuso, insatisfecho e
intranquilo, y jamás hallará el camino de la paz. La insinceridad de su
corazón es una barrera insuperable en el proceso de su creencia. Hay un
pozo de sabiduría en la expresión “corazón bueno y recto” (Lucas 8:15). Por
carecer de él son muchos los que se quejan de que no pueden obtener
consuelo en la religión y no encuentran el camino al Cielo, cuando lo cierto es
que la causa es la insinceridad de su propio corazón. Hay algo que aman más
que a Dios. La consecuencia es que nunca sienten un deseo sincero de creer.
El “podéis” de este versículo debe compararse con el “queréis” del
versículo 40. “No podéis porque no queréis”.
[Del Dios único]. El único Dios verdadero a quien los judíos se jactaban de
conocer y adorar en exclusiva.
Comenta Doddridge que todo el versículo “tiene mucha más fuerza si
consideramos que se aplica a los miembros del Sanedrín, con sus
distinguidos títulos, que si tan solo lo interpretamos como dirigido a una
multitud heterogénea”. Si, como muchos suponen, nuestro Señor estaba
haciendo una defensa formal de sí mismo y de su misión divina ante el gran
concilio judío, sus oyentes entenderían las palabras de este versículo con
gran intensidad.
V. 45: [No penséis que yo voy a acusaros, etc.]. No debemos suponer que
nuestro Señor se refería literalmente a que existía la posibilidad de que
Moisés o Él se erigieran en acusación formal de los judíos. Lo que quería decir
era que no creer en Él era no creer en Moisés. No había necesidad de que los
acusara de incredulidad. Moisés mismo, por el que profesaban tanto respeto,
podría ser su acusador y demostrar su culpabilidad. “Aun ahora —dice—,
Moisés os acusa. Sus escritos, leídos a diario en vuestra sinagoga, son un
testimonio constante de vuestra incredulidad”. Es probable que haya también
una referencia a la canción de Moisés en la que predice la incredulidad del
pueblo y dice del libro de la Ley: “Ponedlo al lado del arca del pacto de Jehová
vuestro Dios, y esté allí por testigo contra ti” (Deuteronomio 31:26).
Comenta Chemnitio: “Lo que el Señor dice a los judíos es exactamente
como si yo dijera a los papistas: No soy yo, sino los propios Padres cuya
autoridad alegáis a favor de vuestra superstición, los que os acusarán de
impiedad. O como si dijera al papa: No soy yo quien te acusa y condena, sino
Cristo mismo, de quien te haces llamar vicario; y Pedro, cuyo sucesor te
consideras; y Pablo, cuya espada pretendes llevar: son ellos los que te
acusarán”. ¡Beza hace un comentario muy similar y observa que nadie se
opondrá tanto a la Iglesia católica en el día del Juicio como la virgen María y
los santos en quienes profesan confiar!
La idea de algunos romanistas de que la expresión “Moisés, en quien
tenéis vuestra esperanza”, justifica la invocación de los santos y deposita
confianza en ellos como mediadores es —como observa Chemnitio—
demasiado débil e infundada como para refutarla.
V. 46: [Porque si creyeseis a Moisés […] a mí]. Estas palabras son
simplemente una ampliación de la idea del versículo anterior. Si los judíos
hubieran creído verdaderamente en Moisés, no podrían haber evitado creer
en Cristo. El testimonio que dio Moisés de Cristo fue tan inequívoco, explícito
y claro, que la verdadera creencia en sus escritos debiera haberles conducido
inevitablemente a creer en Cristo.
[De mí escribió él]. Estas palabras son muy notables. No podemos saber
en qué sentido las utilizó exactamente nuestro Señor. Como mucho, podemos
llegar a la conclusión de que, en los cinco libros de Moisés, por medio de la
profecía directa, por medio de los personajes tipo, por medio de las
ceremonias típicas, de muchas y diversas formas, Moisés había escrito de Él.
Probablemente haya una profundidad de significado en el Pentateuco que
jamás se ha sondeado plenamente. Probablemente descubramos en el último
día que Cristo estaba en muchos capítulos y versículos y, sin embargo, no lo
sabíamos. Hay una plenitud en toda la Escritura que estamos muy lejos de
imaginar.
Advirtamos cuidadosamente que nuestro Señor habla de forma inequívoca
de Moisés como una persona real que, como hecho histórico, vivió y escribió
libros; y de sus obras como obras verdaderas y genuinas merecedoras de
todo crédito y de una autoridad innegable. Ante una expresión como esta, es
un hecho lamentable que cualquiera que se denomine cristiano pueda
sembrar dudas con respecto a la existencia de Moisés o a la autoridad de los
libros que se le atribuyen.
Decir, como han hecho algunos, que nuestro Señor solo se estaba
acomodando al lenguaje convencional de la época y que, en realidad, no
tenía intención de aseverar su propia creencia en la existencia de Moisés o en
la autoridad de sus obras, es acusarle de puro fraude. ¡Le representa como
alguien que aprueba la propagación de una mentira y contribuye a ella!
Decir, como han hecho algunos, que nuestro Señor, nacido de una mujer
judía y educado entre judíos, no estaba por encima de los ignorantes
prejuicios de los judíos y no sabía realmente que Moisés nunca había existido
y que sus obras están llenas de errores, es pura blasfemia e insensatez.
¡Suponer al Hijo de Dios hablando alguna vez con ignorancia! ¡Suponer, por
encima de todo, que se pueda encontrar traza alguna de ignorancia judía en
este capítulo del Evangelio según S. Juan en el que, quizá por encima de
todos los demás capítulos, se nos muestra de manera más extraordinaria el
conocimiento divino de nuestro Señor!
V. 47: [Si no creéis a sus escritos, etc.]. Este versículo es una
continuación del pensamiento que contiene el versículo anterior y una
solemne y trágica conclusión de todo el sermón. Evidentemente hay un
contraste intencionado entre “escritos” y “palabras”, como si nuestro Señor
recordara a los judíos que normalmente se confía más en los “escritos” que
en los “dichos”. “Si en realidad no creéis en lo que Moisés el legislador
ESCRIBIÓ —y es claro que no lo hacéis—, no es probable que creáis lo que yo
DIGO. Si no tenéis verdadera fe en las cosas que escribió en las Escrituras
ese mismo Moisés al que profesáis tal reverencia, vuestro maestro y
legislador preferido, no sorprende que no tengáis fe en lo que digo y que os
hable en vano”.
La palabra griega traducida aquí como “escritos” es particularmente
notable. En general, suele traducirse como “letras” (cf. Lucas 23:38). En 2
Timoteo 3:15 se traduce como “Escrituras”. Creo que es una sólida evidencia
indirecta a favor de la inspiración verbal de la Escritura.
En un sentido, estas palabras debieron de resonar hirientemente en los
oídos de los atacantes modernos de los escritos mosaicos. Creo firmemente
que es tan cierto ahora como hace 1800 años. No pueden separar a Moisés
de Cristo. Si no creen en uno, tarde o temprano descubrirán que no creen en
el otro. Si empiezan por desechar a Moisés y sus escritos, verán al final que lo
coherente es desechar también a Cristo. Si no desean el Antiguo Testamento,
descubrirán al final que no pueden tener el Nuevo. Los dos están tan unidos
que son inseparables: “Lo que Dios ha unido no lo separe el hombre”.
Como conclusión de estas notas acerca de este precioso capítulo, uno
querría saber cómo recibieron este maravilloso sermón sus oyentes. Pero
aquí nos encontramos con uno de esos particulares “silencios” de la
Escritura. No se escribe una sola palabra para decirnos lo que pensaron los
judíos de Jerusalén de la argumentación de nuestro Señor o qué efecto
produjo en ellos. Nuestro propio deber es claro. Asegurémonos de que tiene
algún efecto en nosotros.
La asombrosa plenitud de la enseñanza de nuestro Señor aparece de
manera extraordinaria en el sermón de este capítulo. En el corto espacio de
veintinueve versículos se nos presentan no menos de once tremendas
cuestiones: 1) La íntima relación entre el Padre y el Hijo. 2) La dignidad y el
nombramiento divinos del Hijo. 3) Los privilegios del hombre que cree. 4) El
avivamiento de los espiritualmente muertos. 5) El Juicio. 6) La resurrección
del cuerpo. 7) El valor de los milagros. 8) Las Escrituras. 9) La corrupción de
la voluntad del hombre, secreto de su perdición. 10) El amor a la alabanza del
hombre, causa de su incredulidad. 11) La importancia de los escritos de
Moisés.

Juan 6:1–14

Estos versículos describen uno de los milagros más notables de Cristo.


De todas las obras que hizo, ninguna fue tan pública como esta y ante
tantos testigos. De todos los milagros que se recogen en los
Evangelios, este es el único que relatan los cuatro por igual. Solo este
hecho (como las cuatro veces que se repite el relato de la crucifixión y
la resurrección) basta para mostrarnos que es un milagro que exige
particular atención.
En este milagro tenemos, por un lado, una lección acerca del poder
infinito de Cristo. Vemos cómo nuestro Señor alimenta a 5000 con
“cinco panes de cebada y dos pececillos”. Vemos una clara prueba de
que se había producido un acontecimiento milagroso en las “doce
cestas de pedazos” que sobraron después de que todos hubieran
comido. Se ejerció manifiestamente un poder creador. Se hizo existir
un alimento que no existía previamente. Al curar a los enfermos y
resucitar a los muertos se corregía o restauraba algo que ya existía. Al
alimentar a los 5000 con cinco panes, se tuvo que crear algo que no
existía anteriormente.
Una historia como esta debiera ser particularmente instructiva y de
ánimo para los que se esfuerzan en hacer bien a las almas. Nos
muestra al Señor Jesús con poder “para salvar perpetuamente”. Él es
alguien que tiene todo el poder sobre los corazones muertos. No solo
puede reparar lo que está roto, reconstruir lo que está destruido, curar
lo que está enfermo, fortalecer lo débil; puede hacer cosas aún
mayores que estas. Puede dar existencia a algo que no había antes y
crearlo de la nada. No debemos desesperar de la salvación de nadie.
Mientras hay vida hay esperanza. La razón y los sentidos pueden decir
que un pecador está demasiado endurecido o es demasiado viejo para
convertirse. La fe responderá: “Nuestro Maestro puede tanto crear
como renovar”. Con un Salvador que, por medio de su Espíritu, puede
crear un corazón nuevo, no hay nada imposible”.
En este milagro tenemos, por otro lado, una lección acerca de las
funciones de los ministros. Vemos a los Apóstoles recibiendo el pan de
manos de nuestro Señor, tras haberlo bendecido, y distribuyéndolo a la
multitud. No fueron sus manos las que hicieron que creciera o se
multiplicara, sino las de su Maestro. Fue su poder omnipotente el que
proporcionó un suministro inagotable. Su ministerio fue recibir
humildemente y distribuir con fidelidad.
Ahora bien, aquí tenemos un emblema viviente de lo que se supone
que debe hacer un ministro del Nuevo Testamento. No es un mediador
entre Dios y el hombre. No tiene poder para absolver el pecado o
impartir gracia. Su única tarea consiste en recibir el pan de vida que
proporciona su maestro y distribuirlo entre las almas con las que
trabaja. No puede hacer que los hombres valoren o reciban el pan. No
puede hacer que salve el alma o confiera vida a nadie. Esta no es su
tarea. No es responsable de esto. Su única tarea es ser un distribuidor
fiel del alimento que ha provisto su divino Maestro y, una vez que ha
hecho eso, es relevado.
En último lugar, en este milagro tenemos una lección acerca de la
suficiencia del Evangelio para satisfacer todas las necesidades del
género humano. Vemos a Jesús aplacando el hambre de una gran
multitud de 5000 personas. A primera vista, las provisiones parecían
completamente insuficientes para la ocasión. Parecía imposible
satisfacer tantas bocas hambrientas con tan escaso alimento en
semejante desierto. Pero finalmente se demostró que bastaba y
sobraba. No había nadie que pudiera quejarse de no estar lleno.
Sin duda alguna, esto tenía el propósito de enseñar la suficiencia
del Evangelio de Cristo para satisfacer las necesidades de todo el
mundo. Aunque la historia de la Cruz pueda parecer pobre, débil y
necia al hombre, es suficiente para todos los hijos de Adán en todos los
lugares del planeta. Las noticias de la muerte de Cristo por los
pecadores y la expiación que se consiguió por medio de su muerte son
capaces de contentar a los corazones y satisfacer las conciencias de
todas las naciones, pueblos, razas y lenguas. Llevadas por mensajeros
fieles, alimentan y abastecen a todas las clases y rangos. “La palabra
de la cruz es locura a los que se pierden; pero a los que se salvan, esto
es, a nosotros, es poder de Dios” (1 Corintios 1:18). Cinco panes de
centeno y dos pececillos parecían una exigua provisión para una
multitud hambrienta. Pero bendecidos por Cristo y distribuidos por sus
discípulos, fueron más que suficientes.
No dudemos nunca ni por un instante que la predicación de Cristo
crucificado —la antigua historia de su sangre, su justicia y su
sustitución— es suficiente para satisfacer todas las necesidades
espirituales del género humano. No está agotada. No ha quedado
obsoleta. No ha perdido su poder. No necesitamos nada nuevo, nada
más liberal y amable, nada más intelectual, nada más eficaz. No
necesitamos nada más que el verdadero pan de vida, que Cristo
concede, distribuido fielmente entre las almas hambrientas. Aunque
los hombres se burlen y mofen, como sin duda lo harán, ninguna otra
cosa puede hacer bien en este mundo de pecado, ninguna otra
enseñanza puede llenar las conciencias hambrientas y darles paz.
Todos estamos en un desierto. Debemos alimentarnos de Cristo
crucificado y la expiación hecha por medio de su muerte, o moriremos
en nuestros pecados.

Notas: Juan 6:1–14


V. 1: [Después de estas cosas (Versión moderna)]. El comentario que se
hizo en el capítulo 5 es igualmente aplicable aquí. La expresión denota que
ha transcurrido un intervalo de tiempo entre el final del capítulo 5 y el
comienzo del 6. Juan omite todos los acontecimientos que se produjeron al
concluir la apología que hizo nuestro Señor de sí mismo en Jerusalén. De
hecho, si la fiesta que se menciona al comienzo del capítulo 5 era realmente
la Pascua, casi un año del ministerio de nuestro Señor pasa inadvertido para
Juan.
Debemos destacar que los acontecimientos de este capítulo son los
únicos del ministerio de nuestro Señor en Galilea que describe S. Juan, a
excepción del milagro de la transformación del agua en vino en Caná y la
curación del hijo del noble (Capítulos 2 y 4).
[Fue al otro lado del mar de Galilea, el de Tiberias]. El mar del que se
habla era un lago de agua dulce de Galilea a través del cual fluye el Jordán.
Según Thomson, uno de los exploradores más recientes y precisos de la
Tierra Santa, tiene cerca de 22 km de largo por 14 de ancho, como mucho. Se
encuentra al menos a ciento ochenta metros por debajo del nivel del mar y a
menudo sufre violentas y repentinas tormentas.
Tiberias era una ciudad en el lado occidental del lago edificada por
Herodes en torno a la fecha del nacimiento de nuestro Señor, y un lugar
relativamente moderno en tiempos de nuestro Señor. En la época de Josefo,
cuarenta años antes de la crucifixión de nuestro Señor, Tiberias se había
convertido en una ciudad importante. Debido a su adhesión al imperio
romano, fue librada de la destrucción cuando el ejército de Vespasiano asoló
casi todas las ciudades de Galilea y convertida en capital de la provincia.
Juan es el único Evangelista que habla del “mar de Tiberias”. Que lo
hiciera es una confirmación indirecta de la opinión de que escribió mucho
después de Mateo, Marcos y Lucas y tras la toma de Jerusalén. Naturalmente
utilizó la denominación más difundida del lago cuando escribió, y la que era
más familiar para los lectores gentiles a los que tenía en mente de forma
especial.
La razón de que nuestro Señor cruzara el mar sería su deseo de apartarse
de la atención pública (Marcos 6:31) y quizá de la persecución de Herodes
tras la muerte de Juan el Bautista. Al comparar el relato de Juan con los de
Mateo, Marcos y Lucas, parece muy probable que fuera “al otro lado del mar”
desde la costa Oeste y desembarcara en la parte nordeste del mar, no muy
lejos de Betsaida. Lucas nos dice claramente que el milagro documentado
aquí por Juan se obró en “un lugar desierto de la ciudad llamada Betsaida”
(Lucas 9:10). Añadamos a esto el hecho de que no menos de tres de los
discípulos de nuestro Señor vivían en Betsaida, esto es, Felipe, Andrés y
Pedro, y el que nuestro Señor se retirara a este vecindario parece natural y
razonable. La idea que sostienen muchos de que había dos Betsaidas —una
en Galilea (donde vivían Andrés, Pedro y Felipe) y otra en Gaulanitis (donde
se produjo el milagro de la alimentación de los 5000)— parece tanto
infundada como innecesaria. Betsaida estaba en el extremo del lago, en
Galilea, cerca del punto en que el Jordán desembocaba en él, y su región se
extendía probablemente más allá del río hasta Gaulanitis. Thomson lo
muestra convincentemente.
V. 2: [Le seguía gran multitud […] enfermos]. No parece haber razón
alguna para suponer que esta multitud no le seguía más que por motivos
nimios: “Veían las señales” y eso era todo. Quizá unos pocos dudaban y se
mantenían expectantes, preguntándose si Aquel que obraba tales milagros
podría ser el Mesías. Probablemente, la gran mayoría le “siguió” movida por
esa vaga curiosidad ociosa y por el deseo de emociones, que son los
principios que congregan a casi todas las multitudes del mundo.
S. Marcos dice que “muchos los vieron ir, y le reconocieron; y muchos
fueron allá a pie desde las ciudades, y llegaron antes que ellos, y se juntaron
a él” (Marcos 6:33). Esto podían hacerlo con facilidad dando un rodeo al
extremo del lago hasta el lugar donde se encontraba Betsaida.
V. 3: [Entonces subió Jesús a un monte]. El griego tendría una
equivalencia más literal como “al monte”. No podemos saber si hay alguna
razón especial detrás. Quizá fuera el único monte de la zona en
contraposición a la llanura que se extendía por los alrededores. Thomson, el
explorador americano, dice expresamente que allí hay un “destacado
promontorio” con una “mullida superficie de hierba” en la base “capaz de
acomodar a miles de personas”. Quizá ese “monte en concreto” sea aquel
que nuestro Señor frecuentaba en sus visitas a la región cercana a Betsaida.
Quizá sea “la montaña” en general, o la zona montañosa en los alrededores
de Betsaida.
[Sus discípulos]. Esta expresión no solo incluye a los Doce a quienes
nuestro Señor había elegido y apartado ya para entonces, sino a muchos
otros que profesaban ser sus discípulos. Por lo que podemos deducir a partir
de este mismo capítulo, parece ser que muchos de ellos no eran verdaderos
creyentes y con el tiempo se apartaron. Si Cristo mismo tenía muchos de
estos discípulos y seguidores, los ministros de la actualidad (aun los mejores
de ellos) no deben sorprenderse de encontrar este estado de cosas en su
propia congregación.
V. 4: [Estaba cerca la pascua, la fiesta de los judíos]. Notemos aquí el
hábito de Juan de explicar las costumbres judías para provecho de los
lectores gentiles.
Sin duda la proximidad de la fiesta de la Pascua se menciona
especialmente a fin de mostrar lo apropiado del discurso de nuestro Señor en
este capítulo con respecto a la época del año. Es indudable que sus oyentes
tendrían en mente al cordero pascual y su carne a punto de ser comida, así
como su sangre a punto de ser derramada. Nuestro Señor aprovecha la
ocasión para hablar de esa “carne y sangre” que deben comer y beber todos
los que no deseen morir en pecado. Es un ejemplo de la sabiduría divina con
que nuestro Maestro pronunció “palabras a su tiempo” y cómo sacaba
provecho de todo.
Notemos que aparentemente nuestro Señor no guardó la Pascua en
Jerusalén, sino que permaneció en Galilea. Sin embargo, en general
observaba todos los decretos de la Ley de Moisés de manera sumamente
rigurosa, y “[cumplió] toda justicia”. La razón evidente es que, como señala
Rollock, la enemistad y persecución de los dirigentes judíos imposibilitaba
que fuera allí. Habría acortado su ministerio y ocasionado una muerte
prematura. ¿No aprendemos aquí también nosotros que el cumplimiento de
las ceremonias y los sacramentos externos no es tan absolutamente
necesario que no se pueda prescindir de ellos? La gracia, el arrepentimiento y
la fe son completamente necesarios para la salvación. Los sacramentos y los
medios de gracia no lo son.
La simple cercanía de la Pascua podría explicar en parte las multitudes
que se congregaron en esta ocasión. Quizá no eran pocas las personas que
se encontraban de camino a Jerusalén para celebrar la fiesta de la Pascua y
se desviaron de su ruta al oír hablar de los milagros de nuestro Señor.
V. 5: [Cuando alzó Jesús los ojos, y vio que había venido a él gran
multitud]. Estas expresiones no deben llevarnos a la conclusión de que
nuestro Señor se sorprendiera ante la repentina aparición de una gran
multitud. Por el contrario, tanto Mateo como Marcos nos dicen que, antes de
obrar el milagro del que vamos a leer, había sentido compasión por la
multitud, porque eran “eran como ovejas que no tenían pastor” y había
comenzado “a enseñarles muchas cosas” (Marcos 6:34). Cuando esta
enseñanza hubo concluido, parece que miró a la multitud que tenía ante Él y,
al ver lo grande que era, pasó a mostrar su tierna compasión por las
necesidades de los cuerpos de los hombres así como de sus almas. Una gran
multitud es siempre una visión impresionante y solemne. Es una idea
interesante el que los mismos ojos que miraron compasivamente a esta
multitud siguen mirando a todas las multitudes, y especialmente a cada
multitud de personas reunidas en nombre de Dios.
[Dijo a Felipe: ¿De dónde […] coman éstos?]. La razón de que nuestro
Señor hiciera esta pregunta se nos da en el versículo siguiente. Pero es digno
de atención que fuera particularmente apropiado que hiciera la pregunta a
Felipe, puesto que Felipe “era de Betsaida”, la mismísima ciudad junto a la
que estaban congregados (Juan 1:44). Nuestro Señor, pues, podía apelar
razonablemente a Felipe como uno de los que podrían responder con toda
probabilidad a su pregunta de si era posible comprar pan para semejante
multitud. Por supuesto, era conocedor de las posibilidades de la zona. La idea
que sostienen Crisóstomo, Burgon y otros de que Felipe era un discípulo
particularmente lento en reconocer la divinidad de Cristo y que precisaba,
pues, de llamamientos especiales, me parece una solución mucho menos
satisfactoria.
V. 6: [Esto decía para probarle]. Vemos este mismo proceder en otras
ocasiones. Cuando nuestro Señor se apareció a los dos discípulos en Emaús,
leemos que después del sermón que les dio, “él hizo como que iba más lejos”
(Lucas 24:28). Esto era para “probar” si verdaderamente deseaban su
compañía. Cuando en otra ocasión vino a sus discípulos caminando sobre el
mar, S. Marcos dice: “Quería adelantárseles” (Marcos 6:48). Cuando en este
mismo capítulo desea obtener una demostración de fe de sus discípulos,
dice: “¿Queréis acaso iros también vosotros?” (Juan 6:67). Nuestro Señor
conoce la frialdad y la pereza de nuestros corazones, y considera bueno
remover nuestros sentidos espirituales y sacar a la superficie nuestros deseos
espirituales tratándonos de ese modo.
Observaciones aclaratorias como esta, hechas por el propio autor del
Evangelio, son más frecuentes en S. Juan que en ninguno de los otros tres.
[Él sabía lo que había de hacer]. Es digna de atención la presciencia que
tenía nuestro Señor del milagro que estaba a punto de obrar. Debemos
recordar las palabras que utilizó en el capítulo anterior. No eran obras que se
hicieran al azar o accidentalmente como consecuencia de circunstancias
imprevistas, sino obras previstas y predeterminadas. Eran “obras que el
Padre [le] dio para que cumpliese” (Juan 6:36).
V. 7: [Felipe le respondió: Doscientos denarios, etc.]. No hay forma exacta
de saber qué cantidad de pan podría haber procurado esta suma. Debemos
recordar que el “denario” romano era una cantidad respetable. También
debemos recordar que el pan era mucho más barato por aquel entonces. La
cantidad que nombró Felipe significaba probablemente mucho más de lo que
suponemos.
Piensa Burgon que la suma mencionada por Felipe era “toda la provisión
monetaria que había en su reserva común”, esto es, seis o siete libras
esterlinas. Pero esto es indemostrable.
V. 8: [Uno de sus discípulos, Andrés, etc.]. Observemos aquí que Andrés,
como Felipe, provenía de la región de Betsaida, donde sucedieron todas estas
cosas. Es particularmente apropiado, pues, que hable y dé información en
esta situación en concreto.
V. 9: [Aquí está un muchacho […], cinco panes de cebada y dos
pececillos]. Debiéramos advertir en este versículo lo escasas que eran las
provisiones que nuestro Señor multiplicó milagrosamente. El hecho de que un
“muchacho” pudiera llevar todas las provisiones que menciona Andrés es una
clara prueba de que los “panes” no podían ser muy grandes, como tampoco
los peces.
Estos “pececillos” eran probablemente pequeños peces secos como los
que no es raro ver hoy en día en los países cálidos y que, cerca del mar de
Galilea, serían más que habituales.
El centeno, según el Talmud, era un alimento basto, solo apto para
caballos y asnos.
[¿Qué es esto para tantos?]. Sin duda se deja deliberadamente constancia
de esta expresión de Andrés a fin de mostrar lo fuerte que era la convicción
de los discípulos de nuestro Señor de que no tenían suficientes provisiones
para alimentar a la multitud y así presentar claramente la grandeza del
milagro obrado por nuestro Señor. También contribuye a demostrar que la
maravillosa alimentación de los 5000 no fue algo orquestado ni preparado,
dispuesto por nuestro Señor y sus discípulos. Aun sus más cercanos
seguidores quedaron sorprendidos.
V. 10: [Jesús dijo: Haced recostar la gente]. Esta medida evitaba la
confusión y mantenía el orden, puntos de gran importancia cuando se
congrega a una gran multitud. Además de eso, dificultaba cualquier
impostura o engaño al alimentar a la multitud. Cuando todos los hombres
estuvieran sentados, quietos en sus lugares, no se podría pasar por alto a
ninguno de ellos en la distribución de los alimentos sin que se advirtiera. S.
Marcos nos dice que “se recostaron por grupos, de ciento en ciento, y de
cincuenta en cincuenta” (Marcos 6:40).
[Había mucha hierba en aquel lugar]. La época del año en que se
produjeron estos acontecimientos debió de ser cuando más “hierba” había.
Sería en primavera, justo antes de la Pascua, después del invierno y cuando
el calor abrasador del verano aún no había comenzado. Thomson, el
explorador americano, informa que hoy en día existe un lugar abierto con
hierba al pie de una colina justo en el lugar donde es probable que se
produjera este milagro.
Advirtamos la consideración que tuvo nuestro Señor por la comodidad
física de sus seguidores. Elige un lugar donde había “mucha hierba” para que
tomaran asiento.
[Se recostaron […] cinco mil varones]. La palabra “hombres” tiene aquí
probablemente un carácter enfático, a diferencia de “las mujeres y los niños”
que menciona expresamente Mateo como presentes junto a los 5000
hombres.
V. 11: [Tomó Jesús aquellos panes, y habiendo dado gracias]. La
expresión utilizada parece implicar un solemne acto de oración y bendición,
así como de agradecimiento, como preliminar, antes del milagro que se iba a
producir a continuación. De hecho, S. Lucas dice: “Tomando los cinco panes y
los dos pescados, levantando los ojos al cielo, los bendijo, y los partió, y dio”,
etc. (Lucas 9:16). Esto también parece estar implícito en la referencia a este
milagro que posteriormente hace S. Juan, donde se habla del “lugar donde
habían comido el pan después de haber dado gracias el Señor” (Juan 6:23).
La palabra griega utilizada es precisamente la misma que se utiliza en el
relato que hacen S. Mateo, S. Marcos, S. Lucas y S. Pablo de la institución de
la Cena del Señor. S. Mateo y S. Marcos dicen que nuestro Señor “dio gracias”
cuando tomó “la copa”. S. Lucas y S. Pablo dicen que también lo hizo cuando
tomó “el pan”. Difícilmente podemos poner en duda aquí, pues, que la
bendición fue unida a la acción de gracias. La palabra griega es la que hemos
tomado y transferido a nuestro idioma como “eucaristía”.
[Los repartió entre los discípulos, etc.]. Creo que no pueden caber dudas
de que este fue el momento en que se produjo el tremendo milagro que obró
nuestro Señor. Los panes se multiplicaron en sus manos a la misma velocidad
que los discípulos los llevaban y distribuían. Fue en el acto de partirlos y
distribuirlos a los discípulos cuando se produjo la multiplicación milagrosa. De
hecho, estaba ocurriendo un proceso de creación continua. Se creaba pan
que no existía anteriormente. Quizá no comprendemos lo suficiente la
grandeza de este milagro. ¡Un pan y menos de medio pececillo por cada
1000 hombres! Es evidente que apenas habría habido una migaja para cada
uno sin un aumento milagroso de la comida.
Comenta el obispo Hall: “Bien podría haber multiplicado los panes
enteros; ¿por qué prefirió hacerlo partiéndolos? ¿No fue para enseñarnos que
debiéramos esperar su bendición en la distribución de nuestros bienes y no
en su conservación intacta? Hay quienes reparten, y les es añadido más”.
V. 12: [Cuando se hubieron saciado]. Esta expresión es digna de atención.
Es una de las pruebas más contundentes de la realidad del milagro que
estamos leyendo. Sería imposible convencer a 5000 personas hambrientas
en el desierto de estar verdaderamente saciados si no lo estuvieran en
realidad. Quizá unos pocos entusiastas fanáticos habrían podido imaginarse
que habían comido cuando esto no era así. Pero es absurdo suponer que se
pudiera aliviar una sensación física tan intensa de 5000 personas sin
verdaderas provisiones y una ingesta real de ellas.
[Dijo a sus discípulos: Recoged los pedazos que sobraron, etc.]. En este
pequeño detalle tenemos otra prueba de que se proporcionó comida
auténtica y en cantidad suficiente para todos. No hubo unas pocas migajas
para cada uno, sino provisiones abundantes y de sobra. La preocupación de
nuestro Señor por las cosas pequeñas y su desagrado ante el desperdicio y el
despilfarro se muestran claramente en esta frase. Sería bueno que los
cristianos recordaran más a menudo el principio que contienen estas
palabras: “Que no se pierda nada”. Es un principio muy profundo aplicable a
muchas cosas. Al aplicar este principio, debemos recordar especialmente el
tiempo, el dinero, las oportunidades de mostrar bondad y hacer el bien.
Podríamos preguntarnos si los “discípulos” que distribuyeron el pan en
esta ocasión y recogieron los pedazos posteriormente no contaron con otros
ayudantes aparte de los doce Apóstoles. El tiempo necesario para distribuir el
pan entre 5000 personas con tan solo doce pares de manos sería
considerable.
V. 13: [Recogieron, pues, y llenaron doce cestas de pedazos, etc.]. Este
simple hecho basta para demostrar que se había obrado un tremendo
milagro. Nuestro sentido común puede decirnos que cinco panes y dos peces
no podrían haber llenado una sola cesta. Ahora bien, si los alimentos
sobrantes tras la comida podían llenar “doce cestas”, evidentemente tuvo
que producirse una multiplicación milagrosa de la comida en alguna fase del
proceso. Solamente los pedazos ocupaban probablemente cincuenta veces
más que la cantidad inicial de alimentos con que empezó la comida. El
idéntico número de cestas llenas y Apóstoles, obviamente llamará la atención
de cualquier lector. Se podría pensar que cada apóstol llevaba una cesta.
S. Marcos menciona que también se depositaron pedazos de peces en las
cestas, así como panes, de modo que también los peces se multiplicaron
milagrosamente.
No sin razón, algunos autores antiguos califican este milagro como el más
grande obrado por nuestro Señor. Quizá seamos jueces deficientes en estas
cuestiones e incapaces de establecer comparaciones. Pero es cierto que
nuestro Señor no demostró en ninguna otra ocasión de forma tan clara su
poder creativo. Sin duda le era tan fácil dar existencia al pan como decir “sea
la luz” o hacer que la tierra diera hierba y grano en la creación del mundo.
Pero el milagro tenía que ser uno de los recordados de forma especial por los
cristianos. En cualquier caso, es digno de atención que este sea el único
acontecimiento de la vida de Cristo que los cuatro Evangelistas documenten
por igual. En este aspecto se trata de un milagro único.
Los intentos de los modernistas de explicar este milagro son simplemente
despreciables y ridículos. Exige más fe creer en sus explicaciones que creer
en el milagro tal como se nos presenta. ¡Nadie sino una persona con la
determinación de no creer en ningún milagro y purgarlos todos del relato
sagrado intentaría hacer creer (como han intentado algunos, de hecho) que
la historia de la alimentación milagrosa que hemos considerado y que se
repite cuatro veces significa solo que la multitud sacó alimentos que traía
consigo y los compartió entre sí!
V. 14: [Aquellos hombres entonces]. Esto probablemente haga referencia
a toda la multitud que había sido alimentada en aquella ocasión.
[Viendo la señal que Jesús había hecho]. Se esperaba que la aparición de
cualquier profeta o mensajero de Dios fuera acompañada de milagros y
señales. Aquí había un gran milagro, e inmediatamente todos los allí
presentes quedaron impresionados.
[Este verdaderamente es el profeta, etc.]. Esto se refería a aquel “profeta
como Moisés” que todos los judíos bien informados esperaban que apareciera
y para cuya pronta aparición había preparado Juan el Bautista a todos los
habitantes de Palestina.

Juan 6:15–21

Notemos en estos versículos la humildad de nuestro Señor Jesucristo.


Se nos dice que, tras alimentar a la multitud, “[entendió] Jesús que
iban a venir para apoderarse de él y hacerle rey”. Se marchó de
inmediato y les dejó. No quería honores como estos. No había venido
“para ser servido, sino para servir, y para dar su vida en rescate por
muchos” (Mateo 20:28).
Vemos el mismo espíritu y la misma actitud en todo el ministerio
terrenal de nuestro Señor. Desde la cuna hasta el sepulcro, estuvo
“[revestido] de humildad” (1 Pedro 5:5). Nació de una mujer pobre y
pasó los primeros treinta años de su vida en una carpintería de
Nazaret. Le siguieron hombres pobres, muchos de ellos poco más que
pescadores. Fue pobre en su estilo de vida: “Las zorras tienen
guaridas, y las aves del cielo nidos; mas el Hijo del Hombre no tiene
dónde recostar su cabeza” (Mateo 8:20). Cuando fue al mar de Galilea,
lo hizo en una barca prestada; cuando cabalgó a Jerusalén, fue en una
mula prestada; cuando le sepultaron, fue en un sepulcro prestado: “Por
amor a vosotros se hizo pobre, siendo rico” (2 Corintios 8:9).
Es un ejemplo que debiera recordarse mucho más. ¡Qué comunes
son el orgullo, la ambición y la arrogancia! ¡Cuán raras son la humildad
y la modestia! ¡Qué pocos rechazan la grandeza cuando se les ofrece!
¡Cuántos están continuamente buscando grandezas para sí y olvidan el
mandato: “No las busques”! (Jeremías 45:5). Sin duda, no en vano dijo
nuestro Señor tras haber lavado los pies a sus discípulos: “Ejemplo os
he dado, para que como yo os he hecho, vosotros también hagáis”
(Juan 13:15). Es de temer que no abunde mucho entre los cristianos
ese espíritu del lavamiento de pies. Pero ya sea que los hombres oigan
o dejen de oír, la humildad es la principal de las virtudes. “Dime —se
suele afirmar— cuán humilde es un hombre y te diré cuán religioso es”.
La humildad es el primer paso hacia el Cielo y el verdadero camino al
honor: “El que se humilla será enaltecido” (Lucas 18:14).
En segundo lugar, nótense en estos versículos las pruebas que
tuvieron que pasar los discípulos de Cristo. Se nos dice que se les
mandó atravesar el lago por su cuenta mientras su maestro se
quedaba atrás. Y luego los vemos solos en una noche oscura,
empujados por un fuerte viento en aguas embravecidas y, peor aún,
sin la presencia de Cristo. Fue una extraña transición. De presenciar un
tremendo milagro, y contribuir a él como instrumentos en medio de
una multitud llena de admiración, a la soledad, la oscuridad, el viento,
las olas, la tormenta, la angustia y el peligro ¡fue un cambio muy
grande! Pero Cristo lo sabía y lo había querido así, y estaba obrando
para su bien.
Debemos entender claramente que la prueba forma parte de la
dieta a la que todo cristiano debe atenerse. Es uno de los medios a
través de los cuales se demuestra la gracia y mediante los que
descubrimos lo que hay en nosotros. El invierno y el verano, el frío y el
calor, las nubes y el Sol; todo es necesario para llevar el fruto del
Espíritu a su madurez y plenitud. No nos gusta por naturaleza.
Preferiríamos cruzar el lago con buen tiempo y vientos favorables, con
Cristo siempre a nuestro lado y el Sol bañando nuestros rostros. Pero
quizá no sea así. No es la forma en que se hace a los hijos de Dios
“[partícipes] de su santidad” (Hebreos 12:10). Abraham, Jacob, Moisés,
David y Job fueron todos hombres de muchas pruebas. Sigamos de
buen grado sus pasos y bebamos su copa. Quizá en nuestros
momentos más oscuros parezcamos abandonados, pero nunca se nos
deja verdaderamente solos.
Notemos, en último lugar, el poder de nuestro Señor Jesucristo
sobre las olas del mar. Vino a sus discípulos mientras estos remaban a
través del mar embravecido, “andando sobre” las aguas. Caminó sobre
ellas tan fácilmente como nosotros caminamos sobre tierra firme. Le
sostuvieron tan firmemente como el suelo del Templo o las colinas
alrededor de Jerusalén. Lo que es contrario a toda razón natural era
perfectamente posible para Cristo.
El Señor Jesús —debemos recordarlo— no solo es el Señor, sino el
Creador de todo lo que existe: “Todas las cosas por él fueron hechas, y
sin él nada de lo que ha sido hecho, fue hecho” (Juan 1:3). Le resultó
tan fácil caminar por encima del mar como crearlo al comienzo; tan
fácil suspender las leyes de la Naturaleza como imponer esas leyes en
primer lugar. En ocasiones, los eruditos dicen solemnes necedades
acerca de la inmutabilidad eterna de las “leyes de la Naturaleza”,
como si estuvieran por encima de Dios mismo y no pudieran
suspenderse jamás. Es bueno que a veces milagros como el que
tenemos delante nos recuerden que las presuntas “leyes de la
Naturaleza” no son ni inmutables ni eternas. Tuvieron un comienzo y
un día tendrán su fin.
Que sea de ánimo para todos los cristianos genuinos la idea de que
su Salvador es Señor de las olas y los vientos, de las tormentas y las
tempestades, y puede venir a ellos en los momentos más difíciles
“[andando] sobre el mar”. Hay oleadas de problemas mucho más
violentas que cualquier ola del mar de Galilea. Hay tiempos de
oscuridad que ponen a prueba la fe del cristiano más santo. Pero no
desesperemos jamás si Cristo es nuestro Amigo. Puede venir en
nuestra ayuda cuando no lo esperamos y de formas que no podemos
imaginar. Y cuando venga, llegará la bonanza.

Notas: Juan 6:15–21


V. 15: [Pero entendiendo Jesús]. Esto se traduciría de manera más literal
como: “Sabiendo Jesús, o habiendo sabido”. Esto parece implicar un
conocimiento divino de las intenciones secretas de la multitud. Jesús conocía
los corazones y los pensamientos de los hombres.
[Que iban a venir]. Sería más literal decir “que estaban a punto de venir”.
[Para apoderarse de él y hacerle rey]. La intención o el propósito era
probablemente convertirle en su dirigente y proclamarle su Rey, con o sin su
consentimiento, y luego llevarlo apresuradamente a Jerusalén para llegar allí
en la fiesta de la Pascua y anunciarle como el Liberador a la multitud
presente en el lugar. Evidentemente, la idea que tenían era que alguien
capaz de obrar un milagro tan grande tenía que ser un poderoso Redentor
terrenal surgido, como los Jueces de la Antigüedad, para romper las ataduras
del gobierno romano y restaurar la antigua independencia y el reino de Israel.
No hay razón para suponer que la multitud tuviera algún otro motivo
espiritual en sus mentes. No hay ni rastro de un sentimiento de necesidad
espiritual y de fe en nuestro Señor como Salvador del pecado. La popularidad
y la estima de las multitudes agitadas son tanto inútiles como transitorias.
Comenta Rollock que los judíos eran muy sensibles con respecto al
tiránico dominio de los romanos, mientras que no sentían la tiranía mucho
mayor y el dominio del pecado. Señala que quienes estamos esperando la
Segunda Venida de Cristo en la actualidad debiéramos asegurarnos de sentir
de forma creciente el peso y el yugo del pecado de los que la Segunda Venida
de Cristo liberará a la Creación. De otro modo, la Segunda Venida de Cristo
no nos servirá de mucho más que a los judíos la Primera.
[Volvió a retirarse al monte él solo]. Tanto S. Mateo como S. Marcos
mencionan otra razón que llevó a nuestro Señor a retirarse al monte además
de su deseo de evitar el proyecto de la multitud. Nos dicen que “despedida la
multitud, subió al monte a orar aparte” (Mateo 14:23; Marcos 6:46).
Algunos piensan que debió de obrarse un milagro cuando nuestro Señor
se apartó de la multitud y que debió de pasar a través de ella invisiblemente,
como hizo tras el milagro de Betesda y de Nazaret. Sin embargo, no
necesariamente hay que suponer esto.
Merece la pena advertir que, tras el relato de S. Lucas de este milagro,
pasa a relatar que nuestro Señor preguntó a los discípulos: “¿Quién dice la
gente que soy yo?” (Lucas 9:18). Comoquiera que sea, esto no implica que lo
preguntara inmediatamente y no después de un intervalo de varios días. Pero
el deseo de la multitud del que se habla aquí pudo haber motivado la
pregunta.
V. 16: [Al anochecer, descendieron sus discípulos al mar]. S. Mateo y S.
Marcos dicen que nuestro Señor “hizo” a sus discípulos embarcar y partir: los
“obligó” o “forzó”. Probablemente vio que, en su ignorancia de la naturaleza
espiritual de su Reino, estaban dispuestos a sucumbir a los deseos de la
multitud y proclamarle rey.
V. 17: [Entrando en una barca]. Una traducción más literal sería “la
barca”. Parece referirse a un barco o a una barca de pesca que nuestro Señor
y sus discípulos utilizaban siempre en el mar de Galilea y que probablemente
les prestaban los parientes de aquellos de sus discípulos que eran
pescadores, si es que no los cuatro mismo, esto es, Santiago, Juan, Andrés y
Pedro. No hay necesidad de suponer que al abandonar su oficio renunciaran
del todo a sus barcas de manera que ya no pudieran utilizarlas cuando
quisieran. El último capítulo de este mismo Evangelio parece demostrar lo
contrario. Cuando Pedro dijo: “Voy a pescar”, tuvieron una “barca”
inmediatamente a su disposición (Juan 21:3).
[Iban cruzando el mar hacia Capernaum]. Capernaum se encontraba en la
orilla noroeste del mar de Galilea, y el punto en el que se embarcaron los
discípulos se encontraba en la orilla nordeste. Para llegar a Capernaum
debían pasar por el punto en que el Jordán desembocaba en el mar y dejar
ese punto y la ciudad de Betsaida a su derecha. Debemos recordar que no
fue en Betsaida donde se obró el milagro, sino en la campiña desértica en
región al este de la ciudad. S. Lucas lo menciona específicamente (Lucas
9:10) y, a menos que tengamos esto en mente, no entenderemos las
palabras de S. Marcos de que nuestro Señor hizo que sus discípulos fueran “a
Betsaida, en la otra ribera”. Para ir a Capernaum debían ir “en dirección a”
Betsaida, aunque la dejarían a su derecha al pasar. Thomson, en su Land and
the Book (La tierra y el Libro), sostiene esta idea, y Rollock, hace 250 años,
era de la misma opinión.
Repito la opinión de que no veo necesidad de la teoría de Alford y otros
comentaristas de que había dos Betsaidas.
Capernaum fue la ciudad donde nuestro Señor pasó más tiempo y
probablemente obró más milagros en todo su ministerio. Probablemente esta
sea la razón por que nuestro Señor habla de ella como “levantada hasta el
cielo” (Mateo 11:23). Ninguna ciudad tuvo tantos privilegios ni vio tanto del
Hijo de Dios mientras se manifestó en la carne.
[Estaba ya oscuro, y Jesús no había venido a ellos]. El simple hecho de
que los discípulos estuvieran solos en la barca en el mar y de noche se ha
considerado en todas las épocas como un símbolo de la posición de la Iglesia
de Cristo entre la Primera Venida y la Segunda. Como ellos, la Iglesia se
encuentra en un mar de dificultades y apartada de su Cabeza. Comoquiera
que sea, al evaluar la situación y los sentimientos de los discípulos no
debemos olvidar que cuatro de ellos eran pescadores y estaban
familiarizados desde su juventud con el manejo de los barcos y los peligros
del mar. No debemos considerarlos, pues, como inexpertos hombres de
campo o como niños incapaces de cuidar de sí mismos.
Aprendemos el valor de la compañía de Cristo, cuando la tenemos, por
medio del desconsuelo que experimentamos cuando no la tenemos.
V. 18: [Y se levantaba el mar con un gran viento que soplaba]. A primera
vista puede parecer sorprendente que las aguas de un lago interior como es
el mar de Galilea pudieran agitarse de tal forma. Pero es notable el claro
testimonio que dan los viajeros que han visitado la zona en la actualidad de
que este lago es particularmente susceptible de sufrir violentas tormentas y
embravecerse mucho mientras duran. Thomson, el viajero americano, dice:
“Mi experiencia en esta región me ayudó a comprender a los discípulos en su
larga lucha nocturna con el viento. He visto la superficie del lago como un
gigantesco caldero hirviente. El viento aullaba por los valles desde el
nordeste y el Este con tal furia que ningún esfuerzo de los remeros podía
llevar al barco a tocar tierra en ningún punto de la costa. Para entender la
causa de estas tempestades violentas y repentinas debemos recordar que el
lago se encuentra muy bajo —a ciento ochenta metros por debajo del nivel
del mar—, que los cursos fluviales han excavado profundas y agrestes
gargantas que convergen en la cabecera del lago y que actúan como
gigantescos embudos que recogen los fríos vientos de las montañas. En la
ocasión que estoy refiriendo, acampamos a la orilla y permanecimos allí tres
días y tres noches expuestos a este tremendo viento. Tuvimos que asegurar
todas las cuerdas de la tienda de campaña y a menudo nos vimos obligados
a sujetarlas con todo nuestro peso para evitar que saliera literalmente
volando por los aires. No sorprende que los discípulos tuvieran que esforzarse
y remar con todas sus energías durante toda esa noche”. En otro lugar dice:
“Pequeño como es el lago y generalmente plácido como la superficie de un
espejo pulido, he presenciado en varias ocasiones cómo se estremecía, se
levantaba y hervía como un caldero hirviente cuando le asaltaban fuertes
vientos” (Land and the Book [La tierra y el Libro], de Thomson).
Comenta Burkitt que la situación de los discípulos, zarandeados por una
tormenta inmediatamente después de presenciar un gran milagro y haber
participado en él, es un símbolo instructivo de la experiencia habitual de los
creyentes. A menudo, después de épocas particularmente privilegiadas,
llegan duras pruebas de fe y paciencia.
No cabe duda que esta repentina prueba de fe por medio del peligro tenía
el propósito de ser una lección para los discípulos con respecto a lo que
deben esperar en el ejercicio de su ministerio. Las aflicciones y las cruces son
muelas con que Dios afila constantemente los instrumentos que más utiliza.
V. 19: [Cuando habían remado como veinticinco o treinta estadios]. Del
hecho de que los discípulos “remaran” y no navegaran con vela podemos
deducir que tenían el viento en contra, y S. Mateo y S. Marcos nos dicen
expresamente que “el viento era contrario” (Mateo 14:24). Esto supondría
que se encontraban al menos a 3 ó 4 km de la orilla, un hecho que
debiéramos advertir cuidadosamente con respecto a lo que sigue.
Observemos la expresión “veinticinco o treinta estadios”. No es necesario
definir las distancias y las cantidades con precisión absoluta cuando se narra
un acontecimiento. Ni siquiera un autor inspirado lo hace. Utiliza el lenguaje
común de los hombres y un lenguaje como el que habrían utilizado los allí
presentes en aquella ocasión. En una noche oscura no podrían haber hablado
con precisión. Juan mismo estaba allí y sabía que una precisión excesiva es
en ocasiones sospechosa y hace que una historia parezca inventada (en Juan
2:6 tenemos una expresión similar).
Dice Bengel: “El Espíritu Santo sabía y podía haber dicho con exactitud
cuántos estadios eran. Pero en la Escritura imita las formas de expresión
populares”.
[Vieron a Jesús que andaba sobre el mar, etc., etc.]. Este fue, sin duda, un
milagro tan grande como cualquiera de los que obró nuestro Señor.
“Moisés —dice Teofilacto—, como siervo, dividió el mar por el poder de
Dios. Pero Cristo, el Señor de todas las cosas, caminó por encima del mar con
su propio poder”.
Que un cuerpo sólido camine sobre la superficie del agua como por tierra
firme es una suspensión de las llamadas leyes de la Naturaleza. Por supuesto,
para el que había creado las aguas en primera instancia fue tan fácil caminar
sobre ellas como crearlas. Pero todo el proceso fue tan completamente
sobrenatural, que podemos entender a la perfección que los discípulos
“tuvieran miedo”. No hay nada que alarme tanto a la naturaleza humana
como entrar en contacto repentinamente con cualquier cosa que parezca
sobrenatural o perteneciente a otro mundo, y especialmente de noche. Los
sentimientos que se despiertan en esas ocasiones, aun en las personas más
impías e irreligiosas, son una de las pruebas indirectas más sólidas de que las
conciencias de todos los hombres reconocen un mundo invisible.
La única explicación razonable del hecho que se nos relata es que en esta
ocasión se obró un tremendo milagro. S. Marcos añade al relato de S. Juan
que, cuando Jesús se acercó a la barca, “quería adelantárseles” (Marcos
6:48). S. Mateo añade otro hecho de mayor importancia aún. Nos dice que
Pedro dijo: “Señor, si eres tú, manda que yo vaya a ti sobre las aguas. Y él
dijo: Ven. Y descendiendo Pedro de la barca, andaba sobre las aguas para ir a
Jesús” (Mateo 14:28–29). No se puede dar ninguna explicación a un hecho
como este. No solo caminó nuestro Señor sobre el agua, sino que también
proporcionó a uno de sus doce discípulos la facultad de hacerlo.
Decir ante hechos como estos que no se trataba de ningún milagro, que
los discípulos estaban equivocados, que nuestro Señor solo estaba
caminando por la orilla cerca de la barca, que el miedo supersticioso de los
discípulos les hizo imaginar que estaba caminando sobre el agua, que
finalmente tocaron tierra y le subieron a bordo, ¡decir cosas como estas
complace a algunas personas que profesan no creer en los milagros en
absoluto! Pero no es posible reconciliar tales ideas con el relato de lo que
sucedió realmente dado por dos testigos, Mateo y Juan (que estaban
presentes en aquella ocasión) y por otro autor, esto es, Marcos, que tenía una
estrecha relación con el mismísimo Pedro que caminó sobre el agua.
Si los discípulos estaban “cruzando el mar” y a 3 ó 4 km de la orilla,
¿cómo pudieron haber visto a nuestro Señor caminando por ella?
Si estaba “oscuro” cuando sucedieron estas cosas, es lógico que no fueran
capaces de distinguir a nadie en la orilla, aun suponiendo que no estuvieran a
3 km de distancia.
Si soplaba un fuerte viento y había grandes olas, es absurdo suponer que
pudieran mantener una conversación con alguien que estuviera caminando
por la orilla.
La pura verdad es que hace falta más fe para aceptar explicaciones tan
absurdas e improbables como estas que tomar todo el relato simplemente
como se nos presenta y creer que se obró un verdadero milagro. A menos
que los hombres estén dispuestos a decir que Mateo, Marcos y Juan
escribieron relatos incorrectos y no fidedignos acerca de esa noche, es
imposible que ninguna persona honrada y sin prejuicios pueda eludir la
conclusión de que se obró un milagro. Por supuesto, si Mateo, Marcos y Juan
lo relatan de forma incorrecta, no podemos confiar en ellos en ninguna otra
parte, y todos sus relatos de los actos y las palabras de nuestro Señor
pierden todo su valor. Desgraciadamente, este es el resultado al que muchos
les alegraría conducirnos. De negar todos los milagros a una incredulidad sin
paliativos no hay más que una serie de pasos consecutivos. Si un hombre
comienza tirando por la borda los milagros, no puede detenerse, por lógica,
hasta haber desechado la Biblia y el cristianismo.
V. 20: [Mas él les dijo: Yo soy; no temáis]. La ternura de nuestro Señor
hacia los sentimientos de sus discípulos se manifiesta aquí con gran belleza.
En cuanto percibe el temor se apresura a calmarlo. Les asegura que la figura
que ven caminando sobre las profundidades no es un espíritu o un fantasma,
no es un enemigo o algo que temer. Es su propio Maestro amado. Su voz,
familiar como debía ser, ayudaría a calmar sus temores. Sin embargo, ni
siquiera eso fue suficiente hasta que Pedro hubo dicho: “Señor, si eres tú,
manda que yo vaya a ti”.
Frecuentemente se ha hecho el comentario práctico de que muchas de las
cosas que asustan a los cristianos y les llenan de angustia dejarían de
asustarles si se esforzaran en ver al Señor Jesús en todo, detrás de cada
provisión y gobernando todas las cosas, de manera que no cae un solo
cabello al suelo sin su consentimiento. Bienaventurados los que pueden oír su
voz a través de las nubes y las tinieblas más espesas y por encima de las
tormentas y vientos más atronadores, diciendo: “Yo soy; no temáis”.
Algunos han pensado que las palabras “yo soy” aluden al nombre de Dios,
tan familiar para los judíos: “Yo soy”. Pero dudo que esta idea sea correcta. Es
una idea piadosa, pero difícilmente conciliable con el contexto y las
circunstancias del suceso. Nuestro Señor deseaba aliviar los temores de sus
discípulos en primer lugar mostrándoles quién era aquel a quien temían, y las
palabras griegas que se traducen como “yo soy” son las únicas que podía
emplear.
Podemos advertir que parece no haber sentimiento o pasión que los
cristianos sean tan susceptibles de sufrir como el “temor”. Ciertamente, no
hay otro contra el que nuestro Señor exhorte tan a menudo a sus discípulos:
“No temáis”, “no temas”, “no se turbe vuestro corazón” son dichos muy
habituales en Él.
V. 21: [Ellos entonces con gusto le recibieron en la barca]. Una traducción
más literal de esto sería: “Entonces estuvieron dispuestos; se alegraron y lo
desearon”. Evidentemente, esto implica que, al principio, los discípulos tenían
miedo de nuestro Señor. Pero tan pronto como le reconocieron, sus temores
les abandonaron; y lejos de querer librarse de la figura que habían visto
caminar sobre el agua, su gran deseo era ahora recibirle a bordo.
[La cual llegó en seguida a la tierra adonde iban]. Esta frase significa o
bien que llegaron a su destino brevemente después de que nuestro Señor se
uniera a los discípulos en el barco, o que llegaron inmediatamente a la orilla
de forma milagrosa. Probablemente no haya nada que nos lleve a pensar en
otro milagro. Tanto S. Mateo como S. Marcos nos dicen explícitamente que “el
viento cesó” tan pronto como hubo subido nuestro Señor al barco. La
tormenta, como suele suceder en el lago, cesó de pronto y, por consiguiente,
los discípulos no tuvieron problemas para remar hasta la orilla. Ya no tenían
el viento en contra; y el mar, de un tamaño tan reducido como el de Galilea,
se calmó con rapidez.
Hay que seguir recordando la vieja lección práctica. La Iglesia de Cristo es
ahora una barca zarandeada en medio de un mar embravecido. El gran
Maestro ha ascendido al Cielo para interceder por su pueblo, a solas por un
tiempo, y volver después. Cuando en la Segunda Venida Jesús vuelva de
nuevo a su Iglesia zarandeada y afligida, los problemas de esta acabarán
rápidamente. Pronto llegará a puerto. Su voz, que llenará de espanto a los
malvados, llenará de gozo a su pueblo.
Obviamente, el lugar en el que desembarcaron era Capernaum o sus
inmediaciones. En cualquier caso, el sermón que viene a continuación
(dondequiera que hubiese empezado) concluyó “en la sinagoga […] en
Capernaum” y está entrelazado en la cadena de acontecimientos que hemos
estado considerando. La afirmación de S. Mateo y S. Marcos de que nuestro
Señor y sus discípulos desembarcaron en “tierra de Genesaret” es
completamente conciliable con el relato de S. Juan. La “tierra de Genesaret”
era una llanura en la costa noroeste del mar de Galilea que se extendía
desde Magdala en el Sur hasta Capernaum en el Norte.
Para concluir este pasaje, llamo la atención del lector con respecto a la
posición marcada y específica que ocupan en este capítulo los dos milagros
documentados por Juan. Anteceden inmediatamente al maravilloso sermón
de la sinagoga de Capernaum en el que nuestro Señor se proclama “el pan de
[vida que] descendió del cielo y da vida al mundo” y declara que, a menos
que comamos su carne y bebamos su sangre, no habrá vida en nosotros.
Creo que los dos milagros tenían el propósito de preparar las mentes de los
discípulos para recibir las tremendas verdades que contenía el sermón. ¿Les
resultaba difícil la proclamación de que era “el pan de Dios” y que “daba vida
al mundo”? Sin duda serviría de ayuda a su débil fe recordar que el
mismísimo día antes le habían visto satisfacer súbitamente las necesidades
de una gran multitud con cinco panes y dos peces. ¿Les resultaba difícil la
doctrina de que “[su] carne [era] verdadera comida, y [su] sangre [era]
verdadera bebida”? Sin duda sería un apoyo para su débil entendimiento
espiritual recordar que la mismísima noche anterior habían visto ese cuerpo
caminando sobre la superficie del mar. Tenían pruebas oculares de que había
un profundo misterio en la naturaleza humana de nuestro Señor y de que, a
pesar de ser verdadera y auténticamente hombre, había al mismo tiempo en
Él algo muy por encima del hombre. Creo que merece la pena advertir estas
cosas. Frecuentemente, los milagros de nuestro Señor y su enseñanza están
mucho más ligados de lo que nos parece a primera vista.

Juan 6:22–27

En este pasaje debemos señalar en primer lugar el conocimiento que


posee nuestro Señor Jesucristo del corazón del hombre. Le vemos
exponiendo las verdaderas motivaciones de los que le seguían por la
multiplicación de los panes y los peces. Le habían seguido atravesando
el mar de Galilea. A primera vista, parecían dispuestos a creer en Él y
honrarle. Pero Él sabía lo que había detrás de su conducta y no se dejó
engañar. “Me buscáis —dijo—, no porque habéis visto las señales, sino
porque comisteis el pan y os saciasteis”.
El Señor Jesús, no lo olvidemos nunca, sigue siendo el mismo. Jamás
cambia. Él conoce las motivaciones secretas de todos los que profesan
ser cristianos y se llaman a sí mismos así. Él sabe con exactitud por
qué hacen todo lo que hacen en la práctica de su religión. Las razones
para ir a la iglesia y recibir el sacramento, por qué asisten a las
reuniones de oración y por qué guardan el domingo; todo ello está
desnudo y expuesto a la vista de la gran Cabeza de la Iglesia. Él juzga
los actos además de verlos: “El hombre mira lo que está delante de
sus ojos, pero Jehová mira el corazón” (1 Samuel 16:7).
Aparte de otras cosas, seamos verdaderos, genuinos y sinceros en
la práctica de nuestra religión. El pecado de hipocresía es muy grande,
pero su necedad es mayor aún. No es difícil engañar a los ministros,
parientes y amigos. A menudo, una simple profesión externa aseada
puede llegar muy lejos. Pero es imposible engañar a Cristo: “Sus ojos
[son] como llama de fuego” (Apocalipsis 1:14). Ve hasta lo más
profundo de nosotros. Afortunados los que pueden decir: “Señor, tú lo
sabes todo; tú sabes que te amo” (Juan 21:17).
En segundo lugar, en este pasaje debemos señalar lo que Cristo
prohíbe. Dijo a las multitudes que le seguían tan persistentemente en
busca de los panes y los peces: “Trabajad, no por la comida que
perece”. Fue una afirmación extraordinaria y precisa de una
explicación.
Nuestro Señor, podemos estar seguros de ello, no tenía intención de
fomentar la ociosidad. Sería una gran equivocación suponerlo. Adán
recibió el cometido de trabajar en el Paraíso. El trabajo se instituyó
como ocupación del hombre tras la Caída. El trabajo es honroso para
todos los hombres. Nadie debe avergonzarse de pertenecer a las
“clases trabajadoras”. Nuestro Señor mismo trabajó en una carpintería
en Nazaret. S. Pablo trabajó confeccionando tiendas con sus propias
manos.
Lo que quería nuestro Señor era reprender la atención excesiva a
las necesidades del cuerpo mientras se descuida el alma, que
predomina en todo el mundo. Lo que reprendió fue el hábito común de
trabajar únicamente para las cosas terrenales y dejar a un lado las
cosas eternas, de preocuparse únicamente por la vida presente
despreocupándose por la vida venidera. Contra esta costumbre dirige
una solemne advertencia.
Ciertamente, todos debemos considerar que nuestro Señor no
pronunció estas palabras que tenemos delante sin un buen motivo.
Son una sobrecogedora advertencia que debiera resonar en los oídos
de muchos en estos tiempos postreros. ¡Cuántos hay en todas las
clases que están haciendo precisamente aquello contra lo que Jesús
nos advierte! Están trabajando día y noche “por la comida que perece”
sin hacer nada por sus almas inmortales. Bienaventurados los que
aprenden a tiempo los valores respectivos del alma y el cuerpo y
anteponen la salvación en su orden de prioridades. Una sola cosa es
necesaria. El que busca primeramente el Reino de Dios verá siempre
“todas estas cosas […] añadidas” (Mateo 6:33).
En tercer lugar, en este pasaje debemos señalar lo que aconseja
Cristo. Nos dice que trabajemos “por la comida que a vida eterna
permanece”. Desea que nos esforcemos en encontrar alimento y
satisfacción para nuestras almas. Él proporciona ese alimento en
abundancia. Pero el que quiera obtenerlo debe buscarlo con diligencia.
¿Cómo debemos trabajar? Solo hay una respuesta. Debemos
trabajar utilizando todos los medios de que se nos ha provisto.
Debemos leer nuestra Biblia excavando en busca de los tesoros
ocultos. Debemos orar fervorosamente como personas que contienden
con un enemigo mortal. Debemos llevar todo nuestro corazón a la casa
de Dios y adorar y escuchar como quien escucha la lectura de un
testamento. Debemos luchar diariamente contra el pecado, el mundo y
el diablo como quienes luchan por la libertad y deben vencer o ser
esclavos. Estas son las formas en que debemos conducirnos si
queremos hallar a Cristo y ser hallados por Él. Este es el “trabajo”. Este
es el secreto del progreso de nuestras almas.
No cabe duda que este tipo de trabajo es muy poco habitual. No
recibiremos mucho aliento por parte del hombre cuando lo llevemos a
cabo, y a menudo se nos dirá que somos “extremistas” y que vamos
demasiado lejos. Aunque resulte extraño y absurdo, el hombre natural
siempre está imaginando que nos dedicamos en exceso a la religión y
negándose a ver que es mucho más probable que pensemos
demasiado en el mundo. Pero, independientemente de lo que diga el
hombre, el alma jamás obtendrá alimento espiritual sin trabajo.
Debemos “esforzarnos”, debemos “correr”, debemos “luchar”,
debemos poner todo el corazón en las cuestiones de nuestra alma. Son
“los violentos” los que arrebatan el Reino (Mateo 11:12).
Por último, debemos señalar en este pasaje la promesa que hace
Cristo. Nos dice que Él mismo dará alimento eterno a todo aquel que lo
busque: “La comida que a vida eterna permanece, la cual el Hijo del
Hombre os dará”.
¡Cuán bondadosas y estimulantes son estas palabras! No importa
cuánto alivio necesiten las almas hambrientas: Cristo está dispuesto a
concederlo. No importa cuánta misericordia, gracia, paz y fortaleza
necesitemos: el Hijo del Hombre dará con liberalidad, inmediatamente,
abundantemente y eternamente. Ha sido “señalado” y nombrado por
Dios el Padre para este mismísimo propósito. Como José en la
hambruna egipcia, su oficio es ser el Amigo, el Proveedor y el
Libertador de un mundo pecaminoso. Está mucho más dispuesto a dar
que el hombre a recibir. Cuantos más pecadores acuden a Él, más
satisfecho está.
Y ahora, al dejar este rico pasaje, preguntémonos a nosotros
mismos cómo utilizarlo, para qué estamos trabajando, qué sabemos de
la comida eterna y de la satisfacción de nuestro hombre interior. No
descansemos hasta haber comido la comida que solo Cristo puede dar.
Los que se contenten con cualquier otra comida espiritual, tarde o
temprano “en dolor [serán] sepultados” (Isaías 50:11).

Notas: Juan 6:22–27


V. 22: [El día siguiente]. En este versículo y los tres siguientes tenemos
un ejemplo de la extrema meticulosidad con que describe S. Juan cada
detalle relacionado con todos los milagros de nuestro Señor que relata. Aquí,
por ejemplo, nos dice que la multitud observó cómo nuestro Señor se
quedaba atrás y no acompañaba a los discípulos cuando subieron a la barca y
que, sin embargo, no pudieron encontrarle a la mañana siguiente y quedaron
perplejos al encontrarlo en Capernaum cuando llegaron allí. Todas estas
pequeñas cosas contribuyen a demostrar que el encuentro de nuestro Señor
con sus discípulos fue algo milagroso y que no puede explicarse como
pretenden algunos racionalistas. Concretamente, la pregunta “¿cuándo
llegaste acá?” (v. 25) es una clara prueba de que la multitud no creía posible
que nuestro Señor hubiera caminado por la orilla, como sugieren algunos
autores modernos, y no entendían cómo había llegado a Capernaum si no era
por barco.
Se advierte esta meticulosidad y precisión en cada uno de los siete
grandes milagros que documenta S. Juan. Si se le hubiera inspirado para que
relatara tantos milagros como encontramos en S. Mateo y S. Marcos, su
Evangelio tendría cincuenta capítulos en lugar de veintiuno. Al escribir mucho
después que los autores de los otros Evangelios, y en una época en que
muchos de los testigos de los milagros de nuestro Señor ya habían muerto,
era apropiado y sabio aportar abundantes detalles en sus descripciones.
[La gente que estaba al otro lado del mar]. Esto hace referencia a la
multitud, o a parte de ella, a la que Jesús había alimentado en la orilla
nordeste del lago y a la que los discípulos había dejado en la costa cuando
embarcaron, antes de que nuestro Señor la despidiera. S. Mateo y S. Marcos
mencionan que nuestro Señor hizo que sus discípulos embarcaran en primer
lugar y luego despidió a la multitud y se retiró al monte a orar.
V. 23: [Pero otras barcas habían arribado, etc.]. Este versículo significa o
bien que llegaron otras barcas de Tiberias a la mañana siguiente del milagro
de la alimentación de los 5000, que no se encontraban allí la noche que se
embarcaron los discípulos, o bien significa que había otras barcas de Tiberias
en las inmediaciones del lugar donde se obró el milagro, aunque no había
ninguna en ese lugar en concreto a excepción de la suya propia. Este
versículo se inserta cuidadosamente de forma parentética a fin de explicar la
multitud que siguió a nuestro Señor a Capernaum. ¡De no haber sido incluido,
el incrédulo nos habría pedido triunfalmente que explicáramos cómo pudo
seguir la multitud a nuestro Señor cuando no disponía de barcos! No
debemos dudar que cualquier aparente dificultad o discrepancia de la
narrativa del Evangelio tendría igualmente explicación si tan solo supiéramos
cómo rellenar las lagunas.
[Después de haber dado gracias el Señor]. Esto se incluye
deliberadamente para recordarnos que no se comió el pan de forma habitual,
sino que se tomaron alimentos multiplicados milagrosamente tras la
bendición de nuestro Señor.
V. 24: [Cuando vio, pues, la gente]. No hay razón para suponer que esta
expresión se refiera a las 5000 personas a las que había alimentado nuestro
Señor. Por un lado, se nos dice expresamente que nuestro Señor los
“despidió”, y probablemente la gran mayoría se dispersó y volvió a sus casas
o fue a Jerusalén para la Pascua. Por otro lado, es absurdo suponer que una
multitud tan grande pudiera encontrar barcas suficientes para transportarlos
a todos a través del lago. Evidentemente, se refiere a la parte restante de la
multitud, y probablemente incluía a muchos que seguían a nuestro Señor de
un sitio a otro, a dondequiera que fuera en Galilea, sin ninguna motivación
espiritual, por un vago deseo de emociones y a la espera de obtener algo de
todo ello en última instancia.
[Entraron en las barcas]. Esto significa que subieron a bordo de las barcas
que venían de Tiberias y cruzaron el lago.
V. 25: [Y hallándole al otro lado del mar]. El lugar donde encontraron a
nuestro Señor se encontraba en la orilla Noroeste del mar de Galilea, en el
lado opuesto a aquel en que se había obrado el milagro de la alimentación de
la multitud. Comoquiera que sea, no es cosa fácil determinar el punto exacto
en que le encontraron. Por supuesto, si leemos el sermón que viene a
continuación como un sermón completo, pronunciado sin interrupciones o
pausas a excepción de las producidas por los comentarios de los oyentes de
nuestro Señor, no puede haber dudas de dónde se encontraba nuestro Señor.
El versículo 59 zanja la cuestión: “Estas cosas dijo en la sinagoga, enseñando
en Capernaum”. Pero si suponemos que existe una pausa en el versículo 40
—cuando los judíos comenzaron a “murmurar”— y un breve intervalo antes
de que se retomara el sermón, parece muy probable que la multitud hallara a
nuestro Señor en el lugar donde tocaron tierra en Capernaum o en las
afueras de la ciudad, y que ese sermón comenzara allí y prosiguiera hasta el
versículo 40; y que entonces, tras una breve pausa, se retomara el sermón
“en la sinagoga […], en Capernaum”. Ciertamente parece chocante y
antinatural suponer que la multitud desembarcó en Capernaum, subió hasta
la sinagoga y comenzó allí la conversación con la pregunta: “¿Cuándo
llegaste acá?”.
[¿Cuándo llegaste acá?]. Evidentemente, la pregunta implica sorpresa al
encontrar a nuestro Señor e incapacidad para entender cómo podía haber
llegado a Capernaum si no iba en el barco con los discípulos. Observemos
que es una pregunta que no recibió respuesta de nuestro Señor. Conocía la
forma de pensar de los que le preguntaban y sabía que no serviría de nada
decirles cómo o cuándo había llegado.
La idea de Wordsworth de que existe una referencia mística en la
pregunta a la forma y el momento de la presencia de Cristo en el sacramento
de la Cena del Señor, me parece muy fantasiosa y rebuscada.
V. 26: [Respondió Jesús y les dijo: De cierto, de cierto os digo]. Esta
solemne expresión, como suele suceder en el Evangelio según S. Juan,
antecede a una serie de afirmaciones con un profundo significado. La primera
de todas fue una severa reprensión de la mentalidad carnal de los
interlocutores de nuestro Señor.
[Me buscáis, no porque […] señales, sino porque comisteis […] saciasteis].
Esta fue una severa afirmación que Aquel que conocía todos los corazones y
veía todas las motivaciones ocultas podía decir con particular intensidad. Es
una triste exhibición de las verdaderas motivaciones que impulsaban a
muchos a seguir a nuestro Señor, tanto en esta ocasión como en otras. Ni
siquiera se trataba del deseo de presenciar milagros, como había sucedido el
día anterior (cf. v. 22). Esto, después de un tiempo, cuando hubiera
desaparecido la novedad, dejaría de asombrar y atraer. Era un motivo más
bajo y carnal aún: el mero deseo de alimentarse nuevamente de panes y
peces. Querían sacar algo más de nuestro Señor. Habían sido alimentados
una vez y querían que se les alimentara otra.
Aquí se muestran dolorosamente los motivos carnales, mezquinos y
pobres que inducen a los hombres a hacer ciertas profesiones religiosas.
Quizá no nos imaginamos qué poco resistirían un examen y un escrutinio las
razones que muchos tienen para asistir al culto de adoración o de comunión.
Podemos estar seguros de que no es oro todo lo que reluce y que muchos
profesantes tienen el corazón podrido. Así fue bajo el ministerio de nuestro
Señor y mucho más lo es ahora. Comenta S. Agustín que rara vez “se busca a
Jesús por amor a Jesús”.
Aquí se exhibe de forma extraordinaria el conocimiento perfecto que tiene
nuestro Señor de las raíces ocultas de los actos humanos. No podemos
engañarle, aunque podamos engañar al hombre; y nuestra verdadera
naturaleza quedará expuesta en el día del Juicio si es que no se nos descubre
antes de nuestra muerte. Independientemente de lo que seamos en la
religión, seamos honrados y veraces.
Seguir a Cristo por amor a unos pocos panes y peces parece un acto
mezquino. A los que no sepan nada de la pobreza puede parecerles casi
increíble que una multitud de personas hiciera algo semejante. Quizá
únicamente lo entiendan plenamente los que han visto a muchos pobres en
las parroquias rurales depauperadas. Pueden entender la inmensa
importancia que atribuye un hombre pobre a tener la tripa llena y conseguir
comer o cenar. Probablemente la mayoría de los seguidores de nuestro Señor
en Galilea fueran muy pobres.
Tratar a las personas con claridad en lo referente a su estado espiritual y
exponer fielmente sus falsos motivos, en caso de conocerlos, es el verdadero
deber de los ministros y maestros. No es un acto de bondad o amor halagar a
los que profesan ser cristianos y decirles que son hijos de Dios y que van a ir
al Cielo cuando sabemos que su profesión religiosa solo es por amor a lo que
pueden conseguir.
Tanto los ministros como todos los cristianos en general necesitan
sabiduría y discernimiento al proporcionar alivio físico a los pobres. A menos
que tengamos cuidado con lo que hacemos en semejantes cuestiones,
podemos ocasionar más mal que bien. Estar alimentando siempre a los
pobres y dando dinero a los que hacen una profesión religiosa es la manera
más segura de adiestrar a una generación de hipócritas y de infligir heridas
duraderas en las almas.
V. 27: [Trabajad, no […] señaló]. Este versículo está particularmente
repleto de lecciones instructivas. 1) Hay algo que se prohíbe. No debemos
trabajar exclusiva o excesivamente para la satisfacción de nuestras
necesidades corporales, por esa comida que perece al utilizarla y que solo
nos hace un bien transitorio. 2) Hay algo que se ordena. Debemos trabajar
duro y esforzarnos para obtener la comida espiritual: esa provisión para las
almas que, una vez obtenida, es una posesión eterna. 3) Hay algo que se
promete: El Hijo del Hombre, esto es, Jesucristo, está dispuesto a dar a todo
aquel que lo desee esa comida espiritual que dura para siempre. 4) Hay algo
que se declara: Dios ha designado y nombrado al Hijo del Hombre, Jesucristo,
para este mismo propósito, para ser el dispensador de esta comida espiritual
a todos los que la deseen.
Todo el versículo es una prueba contundente de que, independientemente
de cuán carnales y malvados sean los hombres, no debemos dudar en
ofrecerles la salvación del Evangelio libre y plenamente. Aunque los motivos
de estos judíos eran malos, vemos a nuestro Señor mostrarles seguidamente
su pecado y el remedio.
La expresión utilizada por nuestro Señor, que supone la introducción de
todo el sermón posterior, es un maravilloso ejemplo de esa sabiduría divina
con que ajustaba su lenguaje a la forma de pensar de sus oyentes. Vio a la
multitud que venía a Él en busca de comida. Se apropia de la idea y les pide
que no se esfuercen por la comida corporal, sino por la espiritual. Igualmente,
cuando vio al joven rico acercarse a Él, le dijo: “Vende lo que tienes, y dalo a
los pobres”. También, cuando se encontró con la samaritana junto al pozo, le
habló del agua viva. Y cuando Nicodemo acudió a Él orgulloso de haber
nacido judío, le habló del nuevo nacimiento que necesitaba.
Cuando nuestro Señor dijo que trabajáramos “no por la comida que
perece”, no debemos suponer por un solo momento que quisiera fomentar la
ociosidad y el abandono de todos los medios legítimos para ganarnos la vida.
Es un tipo de expresión bastante frecuente en la Biblia, en la cual se
comparan dos términos. Así, cuando nuestro Señor dice que, si alguno va a Él
“y no aborrece a su padre, y madre, y mujer, e hijos, y hermanos, y
hermanas, y aun también su propia vida, no puede ser [su] discípulo”, vemos
de inmediato que no se pueden interpretar estas palabras literalmente. Solo
significan: “Si alguien no me ama más que al Padre”, etc. (Lucas 14:26). El
significado sencillo en este caso es, pues, que deberíamos esforzarnos mucho
más en satisfacer las necesidades de nuestras almas que las de nuestros
cuerpos (cf. también 1 Corintios 7:29; 2 Corintios 4:18; 1 Samuel 8:7; Juan
12:44).
Cuando nuestro Señor dice que trabajemos “no por la comida que
perece”, etc., creo que enseña muy claramente que el deber de todo hombre
es utilizar todos los medios y esforzarse en todos los sentidos para
incrementar el bienestar de su alma. Debemos esforzarnos especialmente en
la utilización de la oración, la Biblia y la predicación pública de la Palabra de
Dios. Creo que nuestra responsabilidad, el deber de esforzarnos y de trabajar,
quedan patentemente de manifiesto en esta expresión. Es como los
mandatos de esforzarnos, arrepentirnos, creer, convertirnos, salvarnos de
esta generación incrédula, despertar, levantarnos, venir y orar. Ante
expresiones como estas, no es sino pura maldad quedarnos quietos,
demorarnos en cosas banales, plantear objeciones y aparentar incapacidad.
El hombre debe intentar obedecer siempre lo que Dios ordena. Los ministros
y maestros nunca deben temer utilizar el mismo lenguaje que emplea Cristo.
La “comida que a vida eterna permanece” es, sin duda, la satisfacción de
los deseos del alma y la conciencia, que son la gran necesidad de la
naturaleza humana. La misericordia y la gracia, el perdón del pecado y un
nuevo corazón son los dos únicos grandes dones que pueden llenar el alma, y
una vez dados jamás son arrebatados, sino que duran para siempre.
Cuando nuestro Señor habla de “la comida que a vida eterna permanece,
la cual el Hijo del Hombre os dará”, creo que hace uno de los ofrecimientos
más amplios y generales a los inconversos que podemos encontrar en toda la
Biblia. Los hombres a los que se dirigía eran, sin lugar a dudas, carnales e
inconversos. Sin embargo, Jesús les dice aun a ellos: “El Hijo del Hombre os
dará”. En mi opinión, esta es una declaración inequívoca de la disposición y
voluntad de Cristo de ofrecer perdón y gracia a cualquier pecador. Creo que
autoriza a los ministros a proclamar la disposición de Cristo a salvar y a
ofrecer la salvación a cualquiera si se arrepiente y cree en el Evangelio. Las
ideas de algunos —que Cristo debe ofrecerse únicamente a los elegidos, que
se deben mostrar la gracia y el perdón a la congregación pero no ofrecerse a
ella, que no debiéramos decir ampliamente y sin restricciones a todos
aquellos a los que predicamos que Cristo está dispuesto a salvarles— en mi
opinión son absolutamente incompatibles con el lenguaje de nuestro Señor.
La elección, sin duda, es una tremenda verdad y un valioso privilegio. No
cabe duda que la Redención plena y absoluta solo es posesión de los
elegidos. ¡Pero, al sostener estas ideas, qué fácil es volverse más categóricos
que la Biblia y destruir el Evangelio limitándolo y restringiéndolo!
Cuando nuestro Señor dice que “a éste señaló Dios el Padre”,
probablemente esté haciendo referencia a la costumbre de apartar para un
propósito especial y marcar para alguna utilización en particular por medio
de un sello. Las escrituras y los documentos públicos se sellaban para dar
testimonio de su ejecución y validez así como para conferirles autoridad. Por
eso, en Ester se nos dice: “Un edicto que se escribe en nombre del rey, y se
sella con el anillo del rey, no puede ser revocado” (Ester 8:8). Ciertamente, la
expresión que se aplica a nuestro Señor en este lugar es única, pero creo que
no puede haber duda alguna de su significado. Significa que, en el consejo
eterno de Dios el Padre, ha sellado, nombrado y designado al Hijo del
Hombre, el Verbo encarnado, para ser el Dador de la vida eterna al hombre.
Es un oficio para el que el Padre le ha apartado solemnemente.
Parkhurst piensa que la palabra significa: “Aquel a quien Dios el Padre ha
autorizado probadamente, en especial con la voz desde el Cielo”, y refiere
por entero ese sello al testimonio que Dios el Padre había dado del mesiazgo
del Hijo. Esta es también la opinión de Suicer y la de Alford.
Comenta Stier: “Este sello no debe entenderse meramente en términos de
milagros, sino del sello de divinidad que marcó toda su vida y enseñanza”.
Esta es la opinión de Poole y la de Hutcheson.
Algunos han pensado que aquí hay una referencia tácita a la historia de
José y que nuestro Señor quería decir que, así como José fue nombrado por el
faraón de Egipto para que fuera el gran proveedor y libertador de los
egipcios, así el Rey de reyes le ha nombrado para liberar del hambre
espiritual del género humano. Comoquiera que sea, es un ejemplo adecuado
y apropiado.
Creo que la idea de Hilario y de otros de que la expresión “señalado” hace
referencia a que nuestro Señor era la “imagen expresa de la presencia del
Padre” es rebuscada e infundada.
Una traducción más literal de las últimas palabras del versículo sería: “A
este a quien el Padre, esto es, Dios, señaló”. Casi parece indicar la idea de
que nuestro Señor deseaba evitar que sus oyentes supusieran que estaba
hablando de José como su Padre. Es como si dijera: “El Padre al que me
refiero —recordadlo— no es un padre terrenal, sino Dios”.
Comenta Rollock acerca de este versículo que nuestro Señor no se limita a
mostrar la necedad de buscar únicamente “la comida que perece”, sino que
se cuida de mostrar el verdadero alimento del alma y señalar al único que
puede proporcionarlo. Observemos que este es un ejemplo para nosotros
cuando enseñamos el Evangelio al hombre. El remedio debe enseñarse y
mostrarse tan claramente como la enfermedad. Observa acertadamente que
nadie habla mejor de la vanidad de las cosas terrenales y la gloria del Cielo
que muchos papistas. Pero su fracaso se produce cuando pasan a tratar la
alimentación del alma del hombre. Intentan alimentarle con méritos
humanos, intercesión de los santos, el purgatorio y cosas semejantes, y no le
muestran a Cristo.
Es digno de atención que fuese el recuerdo de este versículo lo que hizo
que Henry Martyn perseverara en su predicación a los hindúes pobres de
Dinapore, en la India. Había visto que solo acudían en busca de un alivio
transitorio y no se preocupaban en absoluto por su predicación, y en su
desesperación estaba a punto de desistir. Pero le vino a la mente este
versículo: “Si el Señor no se avergonzó de predicar a unos que solo buscaban
pan —pensó—, ¿quién soy yo para desistir por vergüenza?”.

Juan 6:28–34
Estos versículos constituyen el comienzo de uno de los pasajes más
extraordinarios de los Evangelios. Quizá no haya sermón de nuestro
Señor que haya ocasionado tanta polémica y tantos malentendidos
como este que encontramos en el capítulo 6 de Juan.
Por un lado, debemos observar en estos versículos la ignorancia
espiritual y la incredulidad del hombre natural. Vemos cómo se
presenta y ejemplifica esto en dos ocasiones. Cuando nuestro Señor
pidió a sus oyentes que trabajaran “por la comida que a vida eterna
permanece”, inmediatamente empezaron a pensar en obras que llevar
a cabo y en el bien que podían realizar por su cuenta: “¿Qué debemos
hacer para poner en práctica las obras de Dios?”. Hacer, hacer, hacer,
era su sola idea con respecto al camino al Cielo. De nuevo, cuando
nuestro Señor habla de sí mismo como alguien enviado por Dios y de la
necesidad de creer en Él inmediatamente, reaccionan con la pregunta:
“¿Qué señal, pues, haces tú, para que veamos, y te creamos?”.
Teniendo reciente el milagro de los panes y los peces, uno podría
pensar que ya tenían una señal suficiente para creerle. Pero por
desgracia, la torpeza, los prejuicios del hombre y su incredulidad en las
cuestiones espirituales no tienen límite. Es un hecho sorprendente que
lo único que se dice que “asombró” a nuestro Señor durante su
ministerio terrenal, fue la “incredulidad” del hombre (Marcos 6:6).
Haremos bien en recordarlo si intentamos hacer el bien a otros en
cuestiones religiosas. No debemos desanimarnos porque no se crea en
nuestras palabras y parezca que nuestros esfuerzos son en vano. No
debemos quejarnos de ello como si fuera algo extraño ni debemos
pensar que las personas con quienes tratamos son particularmente
duras y obstinadas. Debemos recordar que esta es la misma copa de la
que tuvo que beber nuestro Señor y que, como Él, debemos seguir
trabajando pacientemente. Si ni siquiera se creyó en Él, siendo un
Maestro tan perfecto y claro como era, ¿qué derecho tenemos a
sorprendernos de que los hombres no nos crean? ¡Bienaventurados los
ministros, misioneros y maestros que tienen estas cosas en mente! Les
ahorrará muchas amargas decepciones. Al trabajar para Dios, es de
primordial importancia entender lo que debemos esperar del hombre.
Hay pocas cosas que se entiendan menos que los límites de la
incredulidad humana.
Por otro lado, en estos versículos debemos observar la elevada
honra que deposita Cristo en la fe en Él. Los judíos le preguntaron:
“¿Qué debemos hacer para poner en práctica las obras de Dios?”. En
su respuesta les dijo: “Esta es la obra de Dios, que creáis en el que él
ha enviado”. ¡Una expresión verdaderamente extraordinaria y notable!
Si hay dos cosas que se opongan fuertemente en el Nuevo Testamento,
son la fe y las obras. No obrando, sino creyendo; no por obras, sino por
medio de la fe; son palabras familiares para todos los lectores atentos
de la Biblia. ¡Sin embargo, aquí la gran Cabeza de la Iglesia declara
que creer en Él es la mayor “obra” y la más elevada de todas! Es “la
obra de Dios”.
Es indudable que nuestro Señor no quería decir que hubiera algún
elemento meritorio en creer. La fe humana en su mejor expresión no es
más que débil y defectuosa. Considerada como “obra”, no puede
resistir la severidad del juicio de Dios, merecer el perdón o comprar el
Cielo. Pero nuestro Señor sí quería decir que la fe en Él como el único
Salvador es el primer acto del alma que Dios exige a un pecador. Un
hombre no es nada hasta que ha creído en Jesús y descansado en Él
como pecador perdido. Nuestro Señor sí quería decir que la fe en Él es
ese acto del alma que agrada especialmente a Dios. Cuando el Padre
ve a un pecador echar a un lado su propia justicia y confiar
simplemente en su Hijo amado, se complace mucho. Sin una fe
semejante, es imposible complacer a Dios. Nuestro Señor sí quería
decir que la fe en Él es la raíz de toda religión salvadora. No hay vida
en el hombre hasta haber creído. Por encima de todo, nuestro Señor sí
quería decir que, para el hombre natural, la fe en Él es el acto
espiritual más difícil de todos. ¿Querían hacer algo los judíos en la
religión? Debían saber que lo más grande que podían hacer era echar
a un lado su orgullo, confesar su culpa y su necesidad y creer
humildemente.
Que todos los que sepan algo de la fe verdadera den gracias a Dios
y se regocijen. ¡Benditos los que creen! Es un logro que muchos de los
sabios de este mundo jamás han alcanzado. Quizá nos sintamos
pecadores pobres y débiles. ¿Pero creemos? Quizá fallemos y no
estemos a la altura en muchas cosas. ¿Pero creemos? El que ha
aprendido a sentir sus pecados y a confiar en Cristo como Salvador, ha
aprendido dos de las lecciones más grandes y difíciles lecciones del
cristianismo. Ha estado en la mejor escuela. Le ha enseñado el Espíritu
Santo.
Por último, debemos observar en estos versículos lo mucho más
privilegiados que eran los oyentes de los tiempos de Cristo en
comparación con los que vivieron en tiempos de Moisés. Aunque el
maná caído del cielo fue maravilloso y milagroso, no era nada en
comparación con el pan verdadero que Cristo ofreció a sus discípulos.
Él mismo era el pan de Dios que había descendido del Cielo para dar
vida al mundo. El pan que cayó en tiempos de Moisés solo podía
alimentar y satisfacer el cuerpo. El Hijo del Hombre había venido a
alimentar el alma. El pan que cayó en tiempos de Moisés solo podía ser
de provecho para Israel. El Hijo del Hombre había venido a ofrecer vida
eterna al mundo. Los que comieron el maná, murieron y fueron
sepultados y muchos de ellos se perdieron para siempre. Pero los que
comieran el pan que ofrecía el Hijo del Hombre, se salvarían para
siempre.
Y ahora, tengámoslo en cuenta con respecto a nosotros y
asegurémonos de estar entre los que comen el pan de Dios y viven. No
nos contentemos con esperar ociosamente, sino que vayamos a Cristo
en la práctica, comamos el pan de vida y creamos para la salvación de
nuestras almas. Los judíos podían decir: “Señor, danos siempre este
pan”. Pero me temo que no fueron más allá. No descansemos hasta
haber comido por fe de este pan y podamos decir: “Cristo es mío. He
probado que el Señor es misericordioso. Sé y siento que soy suyo”.

Notas: Juan 6:28–34


V. 28: [Entonces le dijeron]. Estas palabras dan comienzo a uno de los
sermones más importantes de nuestro Señor y uno acerca del cual puede
haber un gran abanico de opiniones diferentes. Tendremos tiempo suficiente
para considerar estas diferencias cuando lleguemos al pasaje del que
derivan. Mientras tanto, recordemos que aquellos que hablaban aquí eran
hombres a los que nuestro Señor había alimentado milagrosamente el día
anterior y a los que acababa de recalcar la importancia suprema de buscar
alimento y satisfacción para sus almas. Por lo que podemos ver, eran judíos
en un estado de gran ignorancia y oscuridad espiritual. Sin embargo, nuestro
Señor condesciende pacientemente a sostener una larga conversación hasta
con ellos. Los maestros que deseen seguir los pasos de Cristo deben buscar
este tipo de paciencia y estar dispuestos a hablar con las personas más
ignorantes y en tinieblas y a enseñarles. Eso exige sabiduría, fe y paciencia.
[¿Qué debemos hacer […] las obras de Dios?]. Estas son palabras de
hombres intrigados e impresionados, pero aún en tinieblas con respecto al
camino al Cielo. Sienten que se encuentran en el camino equivocado y que
deberían hacer algo, pero desconocen por completo lo que deben hacer y su
única idea es el viejo camino de la justificación propia del hombre natural:
“Debo hacer algo. Debo hacer algunas obras para agradar a Dios y comprar
el acceso al Cielo”. Creo que esta es la principal idea de la pregunta que
tenemos delante. “Tu mandato de trabajar u obrar por el alimento que
perdura punza nuestra conciencia. Admitimos que deberíamos hacer algo.
Dinos lo que debemos hacer y lo intentaremos”. Es un caso de conciencia
parcialmente despierta y puesta a la defensiva que busca la luz a tientas. Es
como el joven rico, que fue corriendo tras nuestro Señor y dijo: “¿Qué bien
haré para tener la vida eterna?” (Mateo 19:16).
La expresión “poner en práctica” podría haberse traducido como “obrar”.
Es la misma palabra griega que se traduce en el versículo anterior como
“trabajar”. La expresión “las obras de Dios”, obviamente no puede significar
“las mismas obras que Dios obra”. Significa “las obras que complacen a Dios,
que son agradables a los ojos de Dios y concuerdan con su voluntad” (cf.
también 1 Corintios 15:58 y 16:10). Esta es la interpretación de Glassius.
Recordemos que esta pregunta —“¿qué debemos hacer?”— no debe
despreciarse jamás. Aunque a menudo sea la expresión perezosa de un
lánguido sentimiento religioso, solo despertado parcialmente, es en cualquier
caso mejor que no tener sentimiento alguno en absoluto. Este es el peor
aspecto del estado espiritual de muchas personas: que su salvación les
resulta completamente indiferente, jamás preguntan qué deben hacer. No
cabe duda que muchos se contentan con preguntarse qué deben hacer y,
como aquellos de los que estamos leyendo, nunca pasan de ahí. Pero, por
otro lado, en muchos casos, la pregunta “¿qué debemos hacer?” es el
comienzo de la vida eterna, el primer paso hacia el Cielo, el primer aliento de
gracia, la primera palpitación espiritual. Los judíos del día de Pentecostés
dijeron: “¿Qué haremos?”. Saulo, cuando se le apareció nuestro Señor cerca
de Damasco, dijo: “Señor, ¿qué quieres que yo haga?”. El carcelero filipense
dijo: “¿Qué debo hacer para ser salvo?”. Cuando quiera, pues, que oímos a
alguien hacer esta pregunta con respecto a su alma —“¿qué debemos
hacer?”— debemos intentar ayudarle y guiarle por el camino correcto. Nunca
sabemos adónde puede llevar. Quizá no acabe en nada y demuestre no ser
más que un sentimiento transitorio. Pero también puede llegar a algo y
terminar en la conversión de un alma.
V. 29: [Respondió Jesús […]: Esta es la obra […] creáis […] enviado]. En
este versículo, nuestro Señor toma la expresión que habían utilizado con
respecto a la “obra” y les responde en concordancia con su mentalidad.
¿Pedían una obra que hacer? Debían saber que lo primero que Dios les
llamaba a hacer era creer en su Hijo, el Mesías al que había enviado y al que
veían ante sí.
Cuando nuestro Señor denomina a la fe “la obra de Dios”, no debemos
suponer que esto se refiere a la obra de su Espíritu y su don. Esto es
indudablemente cierto, pero no la verdad del texto. Solo quiere decir que
creer es “la obra que complace a Dios” y es sumamente agradable para la
voluntad y la mente de Dios.
Por supuesto, un lector de la Biblia bien instruido recordará que,
estrictamente hablando, creer está tan lejos de ser una “obra”, que es
exactamente lo contrario: “Al que no obra, sino cree en aquel que justifica al
impío, su fe le es contada por justicia” (Romanos 4:5). Pero es evidente que
nuestro Señor ajusta su forma de hablar a las mentes ignorantes con las que
tenía que tratar. De ahí que S. Pablo denominara a la doctrina de la fe la “ley
de la fe” (Romanos 3:27). Es lo mismo que si dijéramos a una persona
ignorante pero que ha sido despertada y busca la salvación e imagina que
puede hacer grandes cosas por su alma: “Hablas de hacer; pero debes saber
que lo primero que tienes que hacer es creer en Cristo. Este es el primer paso
hacia el Cielo. No has hechonada hasta que has creído. Eso es lo que agrada
a Dios por encima de todo. Es imposible complacerle sin fe. Al final, eso es lo
más difícil de todo. No hay nada que ponga tan a prueba la realidad de tus
sentimientos como tu disposición a creer en Cristo y abandonar tus propias
obras. Comienza, pues, creyendo”. En un caso semejante, el mismo intento
de creer puede demostrarse útil.
Advirtamos en este versículo la maravillosa sabiduría con que nuestro
Señor ajustó su lenguaje a las mentes de sus interlocutores. El principal
objetivo de un dirigente religioso no debería ser meramente enseñar la
Verdad, sino enseñar la Verdad con sabiduría y tacto para cautivar la atención
de aquellos a quienes enseña. La mitad de la enseñanza religiosa en las
escuelas e iglesias de nuestra época se pierde por completo debido a una
falta de tacto y de capacidad de adaptación al impartirla. Una cosa es
profesar la Verdad; otra muy distinta es ser capaz de impartirla sabiamente.
Advirtamos en este versículo el gran honor que deposita nuestro Señor
sobre la fe misma. La considera la raíz de toda religión, la piedra angular de
su Reino, el primer paso hacia el Cielo. En ocasiones, los cristianos hablan
con ignorancia de la fe y las obras como si fueran cosas que pudieran
compararse entre sí como iguales u oponerse como antagónicas. Deben
observar aquí, sin embargo, que la fe en Cristo es tan inconmensurablemente
primordial en el cristianismo, que en cierto sentido es la mayor de todas las
obras. En cierto sentido, es la semilla y la raíz de toda religión y no podemos
hacer nada hasta haber creído. En resumen, la respuesta correcta a la
pregunta de qué debemos hacer es: “Creer”.
V. 30: [Le dijeron entonces]. En este versículo empieza a aflorar la secreta
incredulidad de los judíos. No hay nada que deje al descubierto tan
completamente los corazones de los hombres como un llamamiento a creer
en Cristo. Las exhortaciones a las obras no despiertan prejuicios y enemistad.
Es la exhortación a creer lo que ofende.
[¿Qué señal, pues, haces tú?]. En el griego, la palabra “tú” de esta frase
tiene un sentido enfático. Es como si los judíos dijeran: “¿Quién eres TÚ para
hablar de esa forma? ¿Qué milagrosa prueba de tu mesiazgo tienes TÚ que
mostrarnos?”. Hay un sarcasmo y una burla evidentes en la pregunta.
[¿Para que veamos, y te creamos?]. Esto parece significar: “Para que
veamos en el milagro que se lleve a cabo una prueba irrefutable de que eres
el Mesías y, al ver el milagro, podamos creer en ti”. Este es el lenguaje
habitual de muchos corazones inconversos. Quieren ver primero y luego
creer. Pero eso es invertir el orden de Dios. La fe debe venir en primer lugar,
y después llegará la vista.
Hay una diferencia que debiéramos advertir entre el “te creamos” de este
versículo y el “creáis en el que él ha enviado” del versículo anterior. “Creer
en” es la fe salvadora. “Creer” a solas es la mera creencia de que una
persona dice la verdad. Los demonios “creen a Cristo”, pero no creen “en
Cristo”. Creemos a Juan, pero no creemos “en él”.
[¿Qué obra haces?]. ¡A primera vista parece de lo más extraordinario que
hombres que habían visto un milagro como el de la alimentación de los 5000
con cinco panes y que habían estado entre ellos, y eso apenas veinticuatro
horas antes, pudieran hacer una pregunta como esta! Lo primero que se nos
ocurre es que no era posible mostrar una señal o un milagro mayor que ese.
¡Pero hablan como si lo hubieran olvidado! Sin duda, cuando vemos
semejantes pruebas de lo extremadamente torpe e inerte que es el corazón
humano, no tenemos motivos para sorprendernos de lo que vemos entre los
que profesan ser cristianos.
Bucero y Grocio señalan que estos interlocutores difícilmente podían ser
los testigos del milagro de la alimentación de los 5000. Pero no veo
necesidad de esa idea cuando miramos a nuestro alrededor y observamos de
lo que es capaz la naturaleza humana, o cuando consideramos el libro de
Éxodo y vemos lo pronto que olvidó Israel en el desierto los milagros que
había visto.
Recordemos que esta petición de una “señal” o un gran milagro fue
habitual durante el ministerio de nuestro Señor. Parece que formaba parte de
la mentalidad judía. S. Pablo dice: “Los judíos piden señales” (1 Corintios
1:22). Siempre se estaban engañando a sí mismos con la idea de que
necesitaban más pruebas y aparentando que, en caso de tenerlas, creerían.
Hay miles que hacen exactamente lo mismo en todas las épocas. Viven
esperando algo que les convenza e imaginando que, si fueran convencidos
así, se tomarían la religión de otra manera. La pura verdad es que es la falta
de memoria, no de evidencias, lo que mantiene a las personas alejadas de
Cristo. Los judíos tenían abundantes señales, evidencias y pruebas del
mesiazgo de Cristo, pero no querían verlas. De la misma forma, muchos
incrédulos de nuestro tiempo tienen abundantes pruebas a su alrededor, pero
no están dispuestos a considerarlas o examinarlas. Qué cierto es que “no hay
peor ciego que el no quiere ver”.
Comenta Quesnel: “El ateo sigue buscando pruebas de la Deidad a pesar
de cruzarse a diario con milagros manifiestos”.
Observemos que los judíos estaban dispuestos a honrar a Cristo como “un
profeta”. Era su doctrina de la fe en Él lo que no podían aceptar. Cristo como
“maestro” es siempre más popular que Cristo como “sacrificio y sustituto”.
V. 31: [Nuestros padres […] maná […] escrito […] a comer]. Es obvia la
intención de los judíos al decir algo así en este versículo. Evidentemente, su
intención era una comparación desfavorable entre nuestro Señor y Moisés, y
entre el milagro de la alimentación de la multitud que hizo nuestro Señor y la
alimentación de Israel con el maná. Es como si dijeran: “Aunque obraras un
milagro ayer, no has hecho nada mayor que lo que sucedió en los tiempos en
que nuestros padres se alimentaron del maná en el desierto. La señal que
has dado no es tan grande como la que ofreció Moisés a nuestros padres
cuando les dio de comer pan del Cielo. ¿Por qué habríamos de creer, pues, en
ti? ¿Qué prueba tenemos de que eres un profeta mayor que Moisés?”.
Advirtamos en este versículo lo propensos que son los hombres a
remitirse rápidamente a cosas que se hicieron en tiempos de sus “padres”
cuando se les muestra la religión salvadora. La mujer samaritana comenzó
hablando de “nuestro padre Jacob”: “¿Acaso eres tú mayor que nuestro padre
Jacob?” (Juan 4:12). Los fariseos “[edificaron] los sepulcros de los profetas”
(Lucas 11:47). Los maestros muertos tienen siempre más autoridad que los
vivos.
Advirtamos que los judíos hablan de la alimentación milagrosa de Israel en
el desierto con el maná como un hecho histórico notorio. Más aún, en el
siguiente versículo, nuestro Señor acepta por completo la veracidad del
milagro. Los intentos modernos de negar o dar una explicación a los hechos
milagrosos documentados en el Antiguo Testamento son aquí, como en otras
partes, completamente irreconciliables con la forma en que siempre se habla
de ellos en el Nuevo Testamento. El que niega los milagros del Antiguo
Testamento está atacando el conocimiento y la veracidad de Cristo y los
Apóstoles. Ellos los creían y hablaban de ellos como hechos históricos. Nunca
debemos avergonzarnos de estar de su lado.
Observemos el conocimiento de la Escritura que demuestran los judíos.
Citan el Salmo 78 (versículos 24–25) como prueba suficiente del hecho que
acaban de mencionar. Desgraciadamente, se puede hallar cierto tipo de
conocimiento de la Escritura en un corazón muy incrédulo. Comoquiera que
sea, el conocimiento de la letra de la Escritura parece haber sido muy común
entre los judíos (cf. Deuteronomio 6:6–7).
Creo que se puede discutir si aplicaban la frase citada a Moisés, y no a
Dios. Las palabras de nuestro Señor en el versículo siguiente inducen a
pensar que querían decir que “Moisés les dio el pan del cielo”.
V. 32: [Y Jesús les dijo: De cierto […] Moisés el pan del cielo]. El objetivo
de nuestro Señor en este versículo es muy claro. Responde al argumento de
los judíos de que el milagro del maná fue mayor que cualquiera que hubiera
venido a obrar al mundo y que, por consiguiente, era mayor profeta que Él.
Sin embargo, cuando vemos las palabras que utiliza, no es fácil establecer
dónde debería ponerse el acento y en qué palabra en concreto descansa la
idea de la respuesta.
a) Algunos piensan que significa: “No fue Moisés quien os dio el pan del
cielo, sino Dios”. Ponen el acento en Moisés.
b) Otros piensan que significa: “Moisés no os dio pan del verdadero Cielo
de los cielos, donde habita Dios el Padre, sino únicamente comida física
procedente de la parte superior de la atmósfera que envuelve a esta Tierra”.
Ponen el acento en el Cielo.
c) Otros piensan que significa: “Moisés no os dio el verdadero pan
espiritual del Cielo, aunque os diera pan”. Ponen el acento en el pan.
La segunda de estas opiniones me parece completamente inadmisible. No
creo que nuestro Señor tuviera en mente la distinción entre el Cielo donde
habita Dios y la región superior de la atmósfera cuando utilizó el lenguaje que
utiliza aquí. Más aún, no se puede negar que el maná, a pesar de ser comida
física, fuera alimento celestial, esto es, alimento provisto por la milagrosa
mediación de Dios.
Creo que la interpretación correcta se encuentra en la primera y la tercera
tesis conjuntamente. El griego lo corrobora anteponiendo la partícula “no” en
el comienzo mismo de la frase: “No fue Moisés quien os dio el pan del Cielo, y
aun este pan que se os dio no era el pan verdadero que a vida eterna
permanece”.
[Mas mi Padre os da el verdadero pan del cielo]. En esta frase debemos
advertir la utilización del presente. La idea parece ser: “Lo que Moisés no
podía daros, esto es, el pan verdadero que alimenta al alma, mi Padre sí lo da
y, de hecho, lo está dando en este momento al entregarme a vosotros”.
No debemos suponer que la expresión “os da” implique una recepción por
parte de los judíos. Más bien significa “dar” en el sentido de “ofrecer” algo
para que sea aceptado que quizá no sea recibido por aquellos a los que se
ofrece. Es una afirmación extraordinaria y una de aquellas que considero
demostración incontestable de que Cristo es el don de Dios para todo el
mundo; que su redención es para todo el género humano; que murió por
todos y se ofrece a todos. Es como aquellos famosos textos: “De tal manera
amó Dios al mundo, que ha dado a su Hijo unigénito” (Juan 3:16); “Dios nos
ha dado vida eterna; y esta vida está en su Hijo” (1 Juan 5:11). No cabe duda
que es un don completamente desperdiciado, como muchos otros dones de
Dios a los hombres, y que no beneficia a nadie salvo a los que creen. Pero
creo que, en cualquier caso, el hecho de que Dios sí “dé” en cierto sentido a
su Hijo como el pan verdadero del cielo aun a los malvados e incrédulos,
queda incontrovertiblemente demostrado con las palabras que tenemos
delante. Es un hecho notable que Erskine, el famoso separatista escocés,
basó su derecho a ofrecer a Cristo a todos en estas mismas palabras y se
defendió ante la Asamblea General de la Iglesia de Escocia basándose en
ellas. Pidió al moderador que le dijera a qué se estaba refiriendo Cristo
cuando afirmó: “Mi Padre os da el verdadero pan del cielo”, y no obtuvo
respuesta. Me atrevo a pensar que la verdad es que los defensores de una
idea extremada de la redención particular no pueden dar respuesta a este
texto. Interpretadas con honradez, las palabras significan que, en un sentido
u otro, el Padre “da” de hecho al Hijo a aquellos que no son creyentes.
Sancionan a los predicadores y maestros para que hagan un ofrecimiento
amplio, general, libre, completo e ilimitado de Cristo a toda la Humanidad sin
excepción.
Aun Hutcheson, el teólogo escocés, a pesar de ser un defensor a ultranza
de la redención particular, comenta: “Ni siquiera los que en el presente son
carnales y se encuentran en el error están excluidos del ofrecimiento de
Cristo, sino que podemos esperar fundadamente que les sea dado como un
don”.
La expresión “verdadero” que encontramos en este lugar aplicada al pan,
significa “verdadero” en oposición a lo que solo es un tipo, un símbolo, algo
transitorio. Sin lugar a dudas, el maná era alimento real y verdadero para el
cuerpo. Pero era un tipo que representaba un alimento mucho mejor, y era
algo que no podía beneficiar al alma de por sí. Cristo era el verdadero
alimento espiritual del que el maná era tipo (podemos encontrar ejemplos de
“verdadero” en este sentido en Juan 1:9; 15:1; Hebreos 8:2; 9:24).
V. 33: [El pan de Dios es aquel, etc.]. A simple vista, este versículo parece
significar que “Cristo descendiendo del Cielo y dando vida al mundo es el
verdadero pan de Dios: el alimento divino del alma humana”. Pero es muy
dudoso que este sea el significado exacto de las palabras griegas. Creo —
junto con Rollock, Bengel, Scholefield, Alford y otros —que una traducción
más correcta sería: “El pan de Dios es el pan que descendió del cielo”.
a) Por un lado, no parece que los judíos entendieran aún que nuestro
Señor estaba hablando directamente de sí mismo o de cualquier otra
persona. De otro modo, ¿por qué habrían dicho: “Señor, danos siempre este
pan”? Más aún, no murmuraron al oír estas palabras.
b) Por otro lado, no parece que nuestro Señor revelara aún plenamente
que Él era el pan de Dios. Lo reserva hasta el versículo 35 y ahí lo declara. De
momento solo hace una insinuación general de cierto pan divino que da vida.
c) Por otro lado, concuerda más con la revelación gradual de la verdad
que se muestra de forma tan extraordinaria en este capítulo el suponer que
nuestro Señor comienza con una declaración general que suponer que
empieza de inmediato a hablar de sí mismo personalmente. Primero (1) el
pan en general; luego (2) yo soy el pan; luego (3) el pan es mi carne; luego
(4) si no coméis la carne del Hijo del Hombre, y bebéis su sangre, no tenéis
vida, etc.: Esos parecen ser los pasos graduales con que nuestro Señor guía a
sus oyentes en este maravilloso capítulo. Admito sin tapujos que es una
cuestión dudosa. Afortunadamente, ya leamos “el pan de Dios es Él” o “el
pan de Dios es aquel pan”, la doctrina es sana, escrituraria y edificante.
La expresión “el pan de Dios” parece equivaler a la expresión del versículo
anterior: “El verdadero pan”. Es el verdadero alimento satisfactorio para el
alma que Dios ha provisto. Como el maná, descendió del Cielo; pero en un
sentido mucho más elevado, profundo y pleno que el maná. Es de ese “pan
personal” del que pronto oirían hablar más claramente.
La expresión “da vida al mundo” implica un contraste entre el “pan de
Dios” y el maná. El maná solo alivió el hambre de doce tribus de Israel, esto
es, 600 000 hombres y sus familias. El pan de Dios era para todo el mundo y
proporcionaba vida eterna a cada miembro de la familia de Adán que lo
comiera, ya fuera judío o gentil.
Debiéramos advertir, nuevamente, qué argumento tan sólido
proporcionan estas palabras a favor de la doctrina de que Cristo es el don de
Dios para todos. Es indudablemente cierto que no todo el mundo obtiene vida
de Cristo y cree en Él. Pero parece una interpretación natural del texto que en
Cristo se provea vida y salvación suficientes para todo el mundo.
V. 34: [Le dijeron: Señor, danos siempre este pan]. Hay una extraordinaria
semejanza entre el pensamiento que se expresa en este versículo y el
pensamiento de la mujer samaritana cuando oyó del agua viva que Cristo
podía dar: “Señor, dame esa agua, para que no tenga yo sed, ni venga aquí a
sacarla” (Juan 4:15). En ambos casos vemos cómo las palabras de nuestro
Señor suscitan y manifiestan un deseo. Hay una vaga noción de algo grande
y bueno que está al alcance de la mano, y se expresa un vago deseo de
tenerlo. En el caso de la mujer samaritana, el deseo resultó ser la primera
chispa de una conversión completa a Dios. En el caso de los judíos que
tenemos delante, parece que el deseo no fue más que el “deseo del
perezoso”, y que no fue más allá. La conversión no es desear y admirar.
Advirtamos cuidadosamente que hasta ahora no ha habido nada que
demuestre que los judíos entendieron que nuestro Señor se denominaba a sí
mismo el “pan de Dios” o el “verdadero pan”. Habían inferido que existía tal
cosa como un pan verdadero y satisfactorio; habían llegado a la conclusión
de que debía de ser lo mismo que “la comida que a vida eterna permanece”;
y que era algo que nuestro Señor podía dar. Pero no hay una sola palabra que
nos haga pensar que en ese momento vieran que se trataba de Cristo mismo.
Este es un argumento de peso a favor de la tesis con respecto al versículo
anterior que he intentado defender, esto es, que se debe traducir como “el
pan de Dios es el pan”, no “aquel”.
Hay cierta verosimilitud en el comentario de Lightfoot acerca de que los
oyentes de nuestro Señor, como la mayoría de los judíos, tenían la cabeza
repleta de idea necias y supersticiosas con respecto a los grandes banquetes
que esperaban que diera el Mesías a su llegada. Tenían una tradición de que
el leviatán y el behemot habrían de ser sacrificados y su carne sería utilizada
en una gran fiesta para Israel cuando viniera el Mesías. Posiblemente nuestro
Señor tuviera esta tradición en mente y quisiera dirigir los pensamientos de
los judíos hacia el verdadero alimento que el Mesías había venido a dar.

Juan 6:35–40

En este pasaje se ensartan a modo de perlas tres de las más grandes


afirmaciones de nuestro Señor Jesucristo. Todo verdadero cristiano
debiera tener en gran estima cada una de ellas. Tomadas en su
conjunto, constituyen una mina de verdad en la que todo aquel que
busque no lo hará en vano.
En primer lugar, en estos versículos tenemos una afirmación de
Cristo acerca de sí mismo. Leemos que Jesús dijo: “Yo soy el pan de
vida; el que a mí viene, nunca tendrá hambre; y el que en mí cree, no
tendrá sed jamás”.
Nuestro Señor quiere que sepamos que Él mismo es el alimento
señalado para el alma del hombre. Por naturaleza, el alma de todo
hombre está hambrienta y famélica por el pecado. Dios el Padre da a
Cristo para que sea el proveedor que alivie esa hambre mortal y el
Médico de las necesidades espirituales humanas. En Él y en su labor de
Mediador, en Él y su muerte expiatoria, en Él y su sacerdocio, en Él y
su gracia, amor y poder; solo en Él satisfarán sus necesidades las
almas vacías. En Él hay vida. Él es “el pan de vida”.
¡Con cuán perfecta y divina sabiduría se elige este nombre! El pan
es un alimento necesario. Podemos manejarnos aceptablemente bien
sin muchas cosas en la despensa, pero no sin pan. Lo mismo sucede
con Cristo. O tenemos a Cristo o morimos en nuestros pecados. El pan
es un alimento adecuado para todos. Algunos no pueden comer carne
y otros no pueden comer verduras. Pero a todo el mundo le gusta el
pan. Lo come tanto el rey como el mendigo. Lo mismo sucede con
Cristo. Es exactamente el Salvador que se ajusta a las necesidades de
todas las clases. El pan es un alimento que necesitamos a diario. Quizá
tomemos otros tipos de comida de forma ocasional. Pero necesitamos
pan cada mañana y cada tarde de nuestras vidas. Lo mismo sucede
con Cristo. No hay día en nuestras vidas que no necesitemos su
sangre, su justicia, su intercesión y su gracia. ¡Bien se le puede llamar
“el pan de vida”!
¿Sabemos lo que es hambre espiritual? ¿Tenemos alguna clase de
anhelo, de vacío en la conciencia, el corazón y los sentimientos?
Comprendamos claramente que solo Cristo puede aliviarnos y
proveernos, y que su oficio es aliviar. Debemos ir a Él por fe. Debemos
creer en Él y poner nuestras almas en sus manos. Si vamos de esta
forma, nos da su regia palabra de que hallaremos satisfacción
duradera, tanto en el tiempo como en la Eternidad. Escrito está: “El
que a mí viene, nunca tendrá hambre; y el que en mí cree, no tendrá
sed jamás”.
En segundo lugar, en estos versículos tenemos una afirmación de
Cristo acerca de aquellos que van a Él. Leemos que Jesús dijo: “Al que
a mí viene, no le echo fuera”.
¿Qué significa “venir”? Hace referencia el movimiento del alma que
se produce cuando un hombre, al sentir sus pecados y descubrir que
no puede salvarse por sí mismo, oye de Cristo, acude a Cristo, confía
en Cristo, se aferra a Cristo y deposita todo el peso de su salvación
sobre Cristo. Cuando esto sucede, en la Escritura se dice que “viene” a
Cristo.
¿A qué se refería nuestro Señor cuando dijo “no le echo fuera”?
Quería decir que no se negará a salvar a todo aquel que acuda a Él, sin
importar lo que haya sido. Puede que sus pecados pasados hayan sido
muy grandes. Puede que su debilidad y flaqueza presentes sean muy
grandes. ¿Pero viene a Cristo por fe? Entonces Cristo le recibirá
misericordiosamente y le perdonará libremente, le contará entre sus
hijos amados y le dará vida eterna.
¡Sin duda, estas son palabras de oro! Han ablandado muchos lechos
de muerte y calmado a muchas almas atormentadas. Guardémoslas
perpetuamente en nuestra memoria. Llegará un día en que la carne y
el corazón fallen y el mundo no pueda ya ayudarnos. ¡Seremos
afortunados en ese día si el Espíritu da testimonio a nuestro espíritu de
que verdaderamente hemos venido a Cristo!
Por último, en estos versículos tenemos una afirmación de Cristo
acerca de la voluntad de su Padre: “Esta es la voluntad del que me ha
enviado”. Se nos dice una vez que su voluntad es “que todo aquél que
ve al Hijo, y cree en él, tenga vida eterna”. Se nos dice una vez que
“de todo lo que [se le] diere, no [perderá] nada”.
Con estas palabras se nos enseña que Cristo ha traído al mundo
una salvación abierta y a disposición de todos. Nuestro Señor lo ilustra
partiendo de la historia de la serpiente de bronce que sanó a los
israelitas en el desierto de sus mordeduras. Todo el que optaba por
“mirar” a la serpiente de bronce vivía. Igualmente, todo el que desee
vida eterna puede “mirar” a Cristo por fe y tenerla libremente. No hay
barreras, límites o restricciones. Los términos del Evangelio son
amplios y sencillos. Todo el mundo puede “ver y tener vida”.
No solo eso, sino que también se nos enseña que Cristo jamás
permitirá que se pierda algún alma que le haya sido encomendada. La
mantendrá a salvo, llevándola de la gracia a la gloria, a pesar del
mundo, la carne y el diablo. No se quebrará jamás un solo hueso de su
cuerpo místico. No quedará atrás en el desierto un solo cordero de su
rebaño. En el último día resucitará a la gloria a todo el rebaño que
tiene a su cargo y no faltará ni uno solo.
Que el cristiano verdadero se alimente de las verdades contenidas
en este pasaje y dé gracias a Dios por ellas. Cristo es el Pan de vida;
Cristo recibe a todos los que vienen a Él; Cristo es el protector de todos
los creyentes; Cristo es para todo aquel que esté dispuesto a creer en
Él y Cristo es la posesión eterna de todos los que así creen. ¡Sin duda,
estas son buenas y excelentes noticias!

Notas: Juan 6:35–40


V. 35: [Jesús les dijo: Yo soy el pan de vida]. En este versículo, nuestro
Señor empieza a hablar en primera persona. De ahora en adelante le oímos
hablar en su sermón en esos términos no menos de treinta y cinco veces.
Deja a un lado cualquier reserva con respecto al verdadero significado de sus
palabras y dice claramente a los judíos: “Yo soy el pan de vida”; el pan
verdadero del Cielo; el pan de Dios que, descendiendo del Cielo, da vida al
mundo.
El “pan de vida” es ese pan espiritual que confiere vida al alma, ese pan
vivo que no solo alimenta el cuerpo —como el pan común—, sino que provee
sustento y alimento eternos para el alma eterna. Es como el “agua de la
vida” (Apocalipsis 22:17) y el “agua viva” (Juan 4:10).
Las razones de que Cristo se denomine “pan” a sí mismo parecen ser las
siguientes. Está destinado a ser para el alma lo que el pan es para el cuerpo:
alimento. El pan es un alimento esencial: cuando las personas no pueden
permitirse comer otra cosa, comen pan. Es un alimento que todos necesitan:
tanto el rey como el vagabundo comen pan. Es un alimento adecuado para
todos: jóvenes y ancianos, débiles y fuertes, a todos les gusta por igual. Es el
alimento más nutritivo: no hay nada que haga tanto bien y sea tan
indispensable para la salud corporal como el pan. Es un alimento que
necesitamos a diario y del que nunca nos cansamos: comemos pan mañana y
noche durante toda nuestra vida. La aplicación de estos diversos puntos a
Cristo es demasiado obvia para precisar de una explicación.
No cabe duda que la elección que hace Cristo del “pan” como símbolo
suyo tiene el propósito de mostrarnos una gran lección general. Ha sido
entregado para convertirse en la gran provisión para todas las necesidades
de las almas humanas. No importa cuál sea nuestra necesidad espiritual, no
importa cuán hambrientos, famélicos y débiles estemos y cuán desesperada
sea nuestra situación; hay suficiente y de sobra en Cristo: Él es “pan”.
Comenta Rollock que, tan pronto como se manifiesta el más mínimo deseo
espiritual en una persona, por muy ignorante y débil que sea, es necesario
dirigirla de inmediato a Cristo. Es lo que hizo nuestro Señor mismo. Tan
pronto como los judíos dijeron: “Señor, danos siempre este pan”, Él exclamó:
“Yo soy el pan de vida”. Nunca “[quebró] la caña cascada ni [apagó] el pábilo
que humeaba”.
[El que a mí viene […] hambre […] cree […] sed jamás]. Las palabras
“venir” y “creer” de esta frase vienen a significar lo mismo. “Venir” a Cristo
es “creer” en Él, y “creer” en Él es “venir” a Él. Ambas expresiones denotan
el acto del alma mediante el cual, bajo el peso de sus pecados y su
necesidad, acude a Cristo, se aferra a Él, confía en Cristo y se pone en sus
manos. “Venir” es el movimiento del alma hacia Cristo. “Creer” es la entrega
del alma a Cristo. Si hay alguna diferencia, es que “venir” es el primer acto
del alma tras ser enseñada por el Espíritu Santo y “creer” es un acto o un
hábito continuo que nunca termina. Ningún hombre que no crea “viene”, y
todos los que vienen siguen creyendo.
Cuando nuestro Señor dice “nunca tendrá hambre” y “no tendrá sed
jamás”, no significa que un creyente en Cristo no sienta ya necesidad,
deficiencia o vacío alguno en su interior. Esto sería incorrecto. El mejor de los
creyentes clamará a menudo como S. Pablo: “¡Miserable de mí!” (Romanos
7:24). El hombre que “[tiene] hambre y sed de justicia” es bendecido. Lo que
nuestro Señor quiere decir es que la fe en Cristo proporcionará al alma del
hombre una paz y una satisfacción que jamás se le arrebatarán por entero;
perdurarán para siempre. El hombre que come y bebe comida material
pronto vuelve a tener la misma hambre y sed de siempre. Pero el hombre que
viene a Cristo por fe, toma algo que es una posesión eterna. Jamás morirá de
inanición espiritual ni perecerá por falta de alimento para su alma. Quizá se
sienta desanimado en algunas épocas. Puede que pierda hasta el sentimiento
de haber sido perdonado y el placer de la religión. Pero, una vez que está en
Cristo por fe, jamás será echado fuera ni tendrá hambre en el Infierno. Jamás
morirá en sus pecados.
a) Advirtamos en este versículo cuán sencillas son las imágenes que
utiliza nuestro Señor para mostrar su propia suficiencia al alcance del
entendimiento humano. Se denomina a sí mismo “pan”. Era una idea que aun
el más pobre de sus oyentes podía entender. El que quiera hacer bien a los
pobres no debe avergonzarse jamás de utilizar los ejemplos más sencillos y
familiares.
b) Advirtamos que la fe es un movimiento del alma. Su primer acto es
“venir” a Cristo. La vida posterior es una constante repetición diaria de este
primer acto. Decir a las personas que “se queden quietas y esperen” es una
teología muy pobre. Debemos rogarles que se levanten y vengan.
c) Advirtamos que venir a Cristo es el verdadero secreto para obtener la
satisfacción del alma y una paz interior. No tendremos la conciencia tranquila
hasta haber dado ese paso. Tenemos “hambre y sed” y no hallamos alivio.
d) Advirtamos que Dios no abandonará ni desamparará por completo a los
creyentes verdaderos. El hombre que venga a Cristo “nunca tendrá hambre
[…] y no tendrá sed jamás”. Este texto es una de las muchas pruebas de la
perseverancia de los santos.
e) Advirtamos en último lugar lo sencillos que son los términos del
Evangelio. Cristo no nos pide por nuestra parte más que venir y creer. No
deben desesperar ni los más ignorantes, ni los más pecadores, ni los más
endurecidos. No tienen más que “venir y creer”.
Besser, citando a Lutero, comenta acerca de este versículo: “Estas son sin
duda palabras caras y preciosas que no basta con que conozcamos. Debemos
sacar provecho de ellas y decir: Esta noche me acostaré con estas palabras
en mente y también me levantaré con ellas; dormiré y me despertaré,
trabajaré y viajaré apoyado siempre en ellas. Porque, aunque todo se
perdiera y aunque padre y madre, emperador, papa, príncipes y señores me
abandonaran, aunque ni aun Moisés pudiera ayudarme y solo pudiera mirar a
Cristo, Él me ayudará a pesar de todo. Porque sus palabras son ciertas y Él
dice: ‘Aférrate a mí; ven a mí y vivirás’. El significado de estas palabras es
que todo aquel que crea en ese hombre llamado Jesucristo quedará
satisfecho y no puede sufrir hambre ni sed”.
V. 36: [Mas os he dicho, que aunque me habéis visto, no creéis]. No está
muy claro a qué se refiere nuestro Señor cuando dice “os he dicho” en este
versículo. Algunos piensan que se está refiriendo especialmente a sus
palabras en el versículo 26: “Me buscáis, no porque habéis visto las señales”,
etc. Otros piensan que se refiere de forma general al testimonio que
frecuentemente había dado ante la incredulidad del pueblo judío en casi
todos los lugares donde había predicado.
Me parece más natural relacionar este versículo con la afirmación de los
judíos en el versículo 30. Allí habían dicho: “¿Qué señal, pues, haces tú, para
que veamos, y te creamos?”. ¿Por qué no suponer que nuestro Señor retoma
esa afirmación y responde: “Habláis de ver y creer y ya os he dicho desde
hace mucho tiempo que, aunque me habéis visto, no creéis”?
El nexo con el versículo anterior parece ser algo de este tipo: “Soy
plenamente consciente de que hablo en vano a muchos de vosotros del pan
de vida y de creer. Porque he dicho a menudo, y vuelvo a repetirlo, que
muchos de vosotros me habéis visto a mí y habéis visto mis milagros y, sin
embargo, no creéis. Comoquiera que sea, no estoy descorazonado. Sé que, a
pesar de vuestra incredulidad, algunos de vosotros os salvaréis”.
En este versículo queda tristemente expuesta la incredulidad de la
naturaleza humana. ¡Algunos podían hasta ver a Cristo mismo durante su
estancia en la Tierra y, sin embargo, seguir siendo incrédulos! Sin duda, no
tenemos motivos para sorprendernos si encontramos una incredulidad
semejante hoy día. Los hombres pueden llegar a ver a Cristo con sus ojos
corporales y no tener fe.
V. 37: [Todo lo que el Padre me da, vendrá a mí]. La relación entre este
versículo y el anterior parece ser la siguiente: “Vuestra incredulidad no me
perturba ni me sorprende. La había previsto, y era consciente de ella.
Comoquiera que sea, vuestra incredulidad no impedirá que se lleven a cabo
los propósitos de Dios. Algunos creerán, aunque vosotros permanezcáis en la
incredulidad. Todo lo que el Padre me da vendrá a mí a su debido tiempo:
creed y sed salvos. A pesar de vuestra incredulidad, tarde o temprano todas
mis ovejas vendrán a mí por fe y se congregarán en mi redil. Asisto a vuestra
incredulidad con dolor, pero no con ansiedad o sorpresa. Estoy preparado
para ello. Sé que no podéis alterar los propósitos de Dios; y,
consecuentemente con esos propósitos, habrá un pueblo que vendrá a mí,
aunque vosotros no lo hagáis”.
Lutero, en una cita de Besser, interpreta que nuestro Señor dice: “Este
sermón no será inútil ni carecerá de frutos por vuestra causa. Si no queréis,
otros querrán; si no creéis, habrá otros que sí lo hagan”.
“Todo lo que el Padre me da” significa o bien “todo ese cuerpo místico, la
congregación de mis creyentes, vendrá a mí”, o bien “cada parte, jota o
miembro de mi cuerpo místico vendrá a mí y no faltará ni uno solo al final”.
En estas palabras vemos la gran y profunda verdad de la elección y el
llamamiento para vida eterna que hace Dios de un pueblo de entre los de
este mundo. El Padre ha entregado desde toda la eternidad a un pueblo a su
Hijo para que sea su propio pueblo específico. El Padre entrega los santos a
Cristo como si fueran un rebaño que Cristo se ocupa de salvar en su totalidad
y de presentarlo completo en el último día (cf. Juan 17:2, 6, 9, 11, 12 y 18:9).
Independientemente de que haya personas perversas que ataquen esta
doctrina, está llena de consuelo para el creyente humilde. Él no dio comienzo
a la obra de su salvación. Fue el Padre quien le entregó a Cristo por medio de
un pacto eterno.
En estas palabras vemos la gran señal de los elegidos de Dios a quienes
ha entregado a Cristo. Todos vienen a Cristo por fe. Es inútil que nadie se
jacte de su elección a menos que venga a Cristo por fe. Hasta que el hombre
acude humildemente a Jesús y le entrega su alma como creyente, no tiene
una evidencia segura de su elección.
Comenta Beza: “La fe en Cristo es un testimonio seguro de nuestra
elección y, en consecuencia, de nuestra glorificación futura”.
Ferus dice: “Al aferrarte a Cristo por fe, tienes la certeza de la
predestinación”.
En estas palabras vemos el poder irresistible de la gracia electiva de Dios.
Todos los que han sido entregados a Cristo, vendrán a Él. No hay obstáculo,
dificultad, ni poder del mundo, de la carne y del diablo que pueda evitarlo.
Tarde o temprano se abrirán camino a través de ellos y lo superarán todo. Si
han sido “entregados”, “vendrán”. Estas palabras están llenas de ánimo para
los ministros.
[Al que a mí viene, no le echo fuera]. Estas palabras declaran la
disposición de Cristo a salvar a todo el que viene a Él. En Cristo hay una
disposición infinita a recibir, perdonar, justificar y glorificar a los pecadores.
La expresión “no le echo fuera” implica lo siguiente. Es una forma de
negación muy enérgica. “Lejos de echar fuera al hombre que viene a mí, le
recibiré gozosamente cuando venga. No le rechazaré por sus pecados
pasados. No le abandonaré tampoco por sus debilidades y flaquezas
presentes. Le guardaré hasta el fin por medio de mi gracia. Le confesaré ante
mi Padre en el día del Juicio y le glorificaré para siempre. En resumen, haré
todo lo contrario a echarle fuera”.
Debiéramos advertir con atención la diferencia entre el lenguaje de esta
frase y el de la anterior. Los que “vienen a Cristo” son “todo lo que” da el
Padre. Pero Jesús dice “no le echo fuera” con respecto a cada individuo en
concreto.
Ser “expulsado de la sinagoga”, “cortado de la congregación de Israel” o
sacado “fuera del campamento”, como se echaba al leproso (Levítico 13:46),
eran ideas con las que cualquier judío estaba familiarizado. Nuestra Señor
parece decir: “Haré lo contrario de todo eso”.
A. Clarke piensa que la idea es la de un hombre pobre que va a casa de
uno rico en busca de cobijo y descanso y al que se trata bien y no se “echa
fuera”. ¿Pero no podemos suponer que la idea implícita es la de un hombre
que acude a la ciudad de refugio, según la Ley de Moisés, y que, una vez
admitido, está a salvo y no se le “echa fuera”? (Números 35:11–12).
En estas palabras vemos que el único punto que debiéramos tener en
cuenta es “si verdaderamente venimos a Cristo”. Quizá nuestra vida anterior
haya sido muy mala. Quizá nuestra fe actual sea muy débil. Quizá nuestro
arrepentimiento y nuestras oraciones sean muy pobres. Quizá nuestro
conocimiento de la religión sea muy escaso. ¿Pero venimos a Cristo? Esa es la
cuestión. De ser así, esta promesa nos pertenece. Cristo no nos echará fuera.
Podemos recordarle valientemente su propia palabra.
En estas palabras vemos que los ofrecimientos de Cristo a los pecadores
son amplios, generosos, libres, ilimitados e incondicionales. Debemos tener
cuidado de no estropearlos y mutilarlos por medio de afirmaciones estrechas.
La elección de Dios no se debe arrojar jamás descarnadamente a los
pecadores inconversos al predicar el Evangelio. Es una cuestión con la que en
ese momento no tienen nada que ver. No cabe duda que es cierto que solo
vendrán a Cristo aquellos que le hayan sido entregados por el Padre. Pero no
podemos saber, ni debemos intentar definir, quiénes son los que así le han
sido entregados. Lo único que debemos hacer es invitar a todos sin excepción
a venir a Cristo y decir a los hombres que todo aquel que viene a Cristo será
recibido y salvado. Debemos atenernos estrictamente a esto.
Observa Rollock lo cerca que se encuentra esta gloriosa promesa de las
palabras de nuestro Señor acerca de la elección de Dios y la predestinación.
La elección no debe declararse jamás de manera descarnada y desnuda, sin
recordar a los que la oyen la infinita disposición de Cristo a recibir y salvar a
todos.
Comenta Hutcheson: “Ciertamente, los santos se quejan a menudo de
estar desamparados, pero son palabras fruto de los sentimientos y no de la
fe: quizá parezcan desamparados cuando en realidad esto no es así”.
V. 38: [Porque he descendido del cielo, no para hacer mi voluntad, etc.].
El significado de este versículo parece ser el siguiente. “No me convertí en
hombre y entré en este mundo para hacer nada por mi propia voluntad y
deseo independientes y sin relación con la voluntad de mi Padre. Al contrario,
he venido para desempeñar su voluntad. Como Dios, mi voluntad se
encuentra en perfecta consonancia y unidad con la voluntad de mi Padre
debido a que el Padre y yo somos uno. Como hombre, no tengo otro deseo
que el de hacer lo que se encuentra en absoluta consonancia con la voluntad
del que me ha enviado para ser el Mediador y Amigo de los pecadores”.
Nuestro Señor pasa a declarar de forma inmediata en los dos versículos
siguientes cuál es la voluntad del Padre con respecto al hombre. Una parte de
la voluntad del Padre es que no se pierda nada de lo que se ha entregado al
Hijo. Cristo vino a desempeñar y cumplir esa “voluntad”. Otra parte de la
voluntad del Padre es que se salve todo aquel que confíe en Cristo. Cristo
también vino a desempeñar y cumplir esa “voluntad”. El versículo que
tenemos ante nosotros y los dos siguientes están íntimamente relacionados y
deben interpretarse como un solo gran pensamiento. La “voluntad” del Padre
fue que se presentara y pusiera al alcance de todos la salvación por medio de
Cristo y también fue su “voluntad” que todo creyente en Cristo se salvara
completa y definitivamente. La meta de Cristo al venir a este mundo fue
desempeñar y cumplir esta voluntad de su Padre.
La expresión “he descendido del cielo” es una sólida prueba de la
preexistencia de Cristo. No sería posible decir de ningún profeta o apóstol
que ha “descendido del cielo”. Es un duro golpe para la doctrina sociniana de
que Cristo no era más que un hombre.
V. 39: [Y esta es la voluntad del Padre, el que me envió]. En este versículo
y el siguiente, Cristo explica plenamente cuál era la voluntad del Padre en lo
concerniente a la misión del Hijo en el mundo. Era que recibiera a todos y no
perdiera a ninguno, que cualquiera pudiera venir a Él y no se perdiera
ninguno de ellos. Es un pensamiento reconfortante y agradable que la
salvación libre y plena y la perseverancia final de todos los creyentes se
exprese de manera tan explícita como “la voluntad del Padre”.
[Que de todo lo que me diere, no pierda yo nada]. Nuevamente, aquí se
utiliza la misma expresión del versículo 37. Ese “perder” debe significar por
fuerza que “no deje que el poder de Satanás me arrebate nada y que nada
sea destruido por su propia debilidad intrínseca”. El sentido general de la
frase debe ser: “Que no deje que ningún miembro de mi cuerpo místico se
pierda”.
[Sino que lo resucite en el día postrero]. En estas palabras tenemos la
voluntad del Padre de que todos los miembros de Cristo tengan una
resurrección gloriosa. No solo no se perderán ni serán echados fuera en vida:
serán resucitados para la gloria tras su muerte. Cristo no solo les justificará,
perdonará, guardará y santificará; irá más allá: les resucitará en el día
postrero a una vida de gloria. Es la voluntad del Padre que así lo haga. Hay
provisión para los cuerpos de los santos tanto como para sus almas.
La idea de algunos autores, que Bullinger cita con cierta aprobación, de
que el “día postrero” significa el día de la muerte de cada creyente y que su
“resurrección” es su traslado al paraíso en el momento de su muerte me
parece completamente infundada. Las palabras que tenemos delante son un
sólido argumento de la “primera resurrección” como privilegio exclusivo de
los creyentes. Aquí se nos dice que se “resucitará” a los creyentes como una
prerrogativa y una merced que se les concede. Sin embargo, en el capítulo
5:29 se nos dice de forma igualmente clara que todos “saldrán a
resurrección”, tanto buenos como malos. Se deduce, pues, que hay una
resurrección de la que solamente los santos serán partícipes y de otro orden
que la resurrección de los malos. ¿Qué otra cosa puede ser más que la
primera resurrección? (Apocalipsis 20:5). En cualquier caso, si queremos ser
justos, debemos recordar que en la Escritura a veces se habla de la
resurrección como un privilegio específico de los creyentes y como algo no
compartido por los malvados. En el famoso capítulo de Corintios, queda claro
que la resurrección de los santos es lo único que tiene S. Pablo en mente (1
Corintios 15). La resurrección de los malvados se asevera con claridad en
varios lugares, pero con frecuencia es una cuestión que se mantiene en un
segundo plano.
V. 40: [Y esta es la voluntad del que me ha enviado]. Estas palabras se
repiten en este versículo para mostrar que no es menos cierto que la
voluntad del Padre es que Cristo reciba a los pecadores que el hecho de que
Cristo guarde a los santos. Ambas cosas forman parte por igual del propósito
y la intención de Dios.
[Que todo aquél que ve al Hijo, y cree en él, tenga vida eterna]. Estas
palabras significan que “todo el mundo, sin excepción, que mire a Cristo por
fe y confíe en Él para su salvación está autorizado, gracias al llamamiento de
Dios el Padre, a participar de la salvación proporcionada por Cristo”. No hay
barrera, dificultad u objeción. La expresión es “todo aquel”. Nadie puede
decir que esté excluido. “Ver y creer” son lo único necesario. Nadie puede
decir que sean condiciones demasiado exigentes. ¿Ve y cree? Entonces
puede tener vida eterna.
Evidentemente, la expresión “ve al Hijo” que encontramos en esta frase
debe significar mucho más que verle con los ojos físicos. Es mirar a Cristo con
fe (cf. Juan 12:45, donde se utiliza la misma palabra griega). Es una mirada
como la de los israelitas, que miraban a la serpiente de bronce y al mirar se
curaban (cf. Juan 3:14–15 y Números 21:9). Creo que nuestro Señor tenía esto
en mente al pronunciar las palabras de este versículo. Así como todo israelita
que hubiera sido mordido por una serpiente podía mirar a la serpiente de
bronce y curarse tan pronto como lo hubiera hecho, así todo hombre afectado
por el pecado puede mirar a Cristo y ser salvo.
[Yo le resucitaré en el día postrero]. Creo que estas palabras se repiten a
fin de dejar claro que todo aquel que “mire” a Cristo y crea será partícipe de
una resurrección gloriosa tanto como los que disfrutan de la “certeza” de que
han sido entregados a Cristo y jamás serán echados fuera. En la primera
resurrección, Cristo resucitará y glorificará eternamente hasta al más humilde
de los creyentes con la misma seguridad que al más antiguo santo de la
familia de Dios.
Comenta Stier: “Esta resurrección en el día postrero, doblemente
aseverada, nos señala el objetivo último de la salvación y el poder protector,
tras cuya consecución ya no hay peligro de perecer o de perder esa vida
eterna ahora consumada en la resurrección corporal”.
Advirtamos el gran consuelo que hay en este versículo para todos los
pecadores dubitativos e indecisos que sienten sus pecados y, sin embargo,
creen que no existe esperanza para ellos. Observemos que es voluntad de
Dios el Padre que “todo aquel” que mire a Cristo por fe tenga vida eterna.
Sería imposible abrir más una puerta de par en par. Los hombres solo tienen
que mirar y vivir. La voluntad de Dios está de su lado.
Comenta Calvino acerca de este versículo: “El camino para alcanzar la
salvación es obedecer el Evangelio de Cristo. Si es la voluntad de Dios que se
salven aquellos a quienes ha elegido y si ratifica y ejecuta de este modo sus
decretos eternos, todo el que no queda satisfecho con Cristo sino que se
entrega a disquisiciones acerca de la predestinación eterna, tal persona
desea salvarse de una forma contraria a los propósitos de Dios. Es un necio
todo aquel que busca su propia salvación o la de otros en el remolino de la
predestinación en lugar de tomar el camino de salvación que se les ofrece
[…] Para todo hombre, pues, su fe es confirmación suficiente de la
predestinación eterna de Dios”.

Juan 6:41–51

En este capítulo que ahora leemos se suceden una tras otra verdades
de la mayor importancia. Probablemente haya pocas partes de la Biblia
que contengan tantas “cosas profundas” como el capítulo 6 del
Evangelio según S. Juan. El pasaje que tenemos delante es un claro
ejemplo.
Por un lado, en este pasaje vemos que la humilde condición de
Cristo cuando estuvo sobre la Tierra es motivo de tropiezo para el
hombre natural. Leemos que “murmuraban entonces de él los judíos,
porque había dicho: Yo soy el pan que descendió del cielo. Y decían:
¿No es éste Jesús, el hijo de José, cuyo padre y madre nosotros
conocemos? ¿Cómo, pues, dice éste: Del cielo he descendido?”. De
haber venido nuestro Señor como un rey vencedor, con riquezas y
honores que conceder a sus seguidores y flanqueado por poderosos
ejércitos, habrían estado dispuestos a recibirle. Pero un Mesías pobre,
humilde y sufriente les resultaba una ofensa. Su orgullo se negaba a
creer que Dios hubiera enviado a alguien así.
No debemos sorprendernos ante nada de esto. Es la naturaleza
humana mostrándose en su verdadera dimensión. Vemos lo mismo en
los tiempos apostólicos. Cristo crucificado era “para los judíos
ciertamente tropezadero” (1 Corintios 1:23). La Cruz era un
tropezadero para muchos dondequiera que se predicara el Evangelio.
Podemos ver lo mismo en nuestra propia época. Estamos rodeados por
miles que reniegan de las doctrinas distintivas del Evangelio por su
naturaleza humillante. No pueden soportar la expiación, el sacrificio y
la sustitución de Cristo. Aceptan su enseñanza moral. Admiran su
ejemplo y abnegación. Pero háblales de la sangre de Cristo, de Cristo
hecho pecado por nosotros, de la muerte de Cristo como la piedra
angular de nuestra esperanza, de la pobreza de Cristo como nuestra
riqueza; y verás que aborrecen esas cosas con odio mortal.
¡Ciertamente, no ha cesado aún el tropiezo de la Cruz!
Por otro lado, en este pasaje vemos la impotencia natural del
hombre y su incapacidad para arrepentirse o creer. Leemos cómo
nuestro Señor dice: “Ninguno puede venir a mí, si el Padre que me
envió no le trajere”. El hombre no creerá hasta que el Padre no haya
movido su corazón por medio de su gracia.
Es preciso ponderar cuidadosamente la solemne verdad contenida
en estas palabras. Sería vano negar que hombre alguno pueda llegar a
ser cristiano sin la gracia de Dios. Estamos muertos espiritualmente y
no tenemos poder para otorgarnos vida. Necesitamos que se
introduzca en nosotros un nuevo principio desde lo alto. Los hechos lo
demuestran. Los predicadores lo advierten. El Artículo décimo de
nuestra propia Iglesia lo declara expresamente: “La condición del
hombre después de la caída de Adán es tal que no puede convertirse
ni prepararse con su propia fuerza natural y sus buenas obras para la
fe e invocación de Dios”. Este testimonio es cierto.
Pero, al fin y al cabo, ¿en qué consiste esta incapacidad del
hombre? ¿En qué parte de nuestra naturaleza interior reside esta
impotencia? Aquí tenemos un punto en el que surgen muchos errores.
Recordemos siempre que la voluntad del hombre es la parte de él que
falla. Su incapacidad no es física, sino moral. Faltaríamos a la verdad si
dijéramos que el hombre tiene un verdadero deseo de venir a Cristo
pero no es capaz de ello. Sería mucho más acertado decir que el
hombre es incapaz de venir porque no siente deseo alguno de ello. No
es cierto que vendría si pudiera. Lo cierto es que vendría si quisiera. La
voluntad corrupta, la aversión secreta y la falta de un deseo sincero
son las verdaderas causas de la incredulidad. Ahí es donde está lo
malo. La capacitación que necesitamos es una nueva voluntad. Es
precisamente en este punto en el que necesitamos que el Padre nos
“traiga”.
Estas cosas son sin duda profundas y misteriosas. Dios pone a
prueba la fe y la paciencia de su pueblo por medio de verdades como
esta. ¿Pueden creer en Él? ¿Pueden esperar a una explicación más
completa en el día postrero? Lo que no ven ahora, lo verán en la otra
vida. En todo caso, hay algo muy claro, y es la responsabilidad que
tiene el hombre de su propia alma. Su incapacidad para venir a Cristo
no le exime de su responsabilidad. Ambas cosas son igualmente
ciertas. Si finalmente se pierde, se verá que fue por su propia culpa.
Tendrá su sangre sobre su cabeza. Cristo le habría salvado, pero él no
quiso salvarse. No quiso venir a Cristo para tener vida.
Por último, en este pasaje vemos que la salvación de un creyente
es algo presente. Nuestro Señor Jesucristo dice: “De cierto, de cierto os
digo: El que cree en mí, tiene vida eterna”. La vida, debemos
advertirlo, es una posesión presente. No se dice que la tendrá al final,
en el día del Juicio. Es propiedad suya ahora, justo ahora, en este
mundo. La tiene el mismísimo día que cree.
Es una cuestión que debemos comprender en la que abundan los
errores. ¡Cuántos hay que parecen pensar que el perdón y ser
aceptado por Dios son cosas inalcanzables en esta vida; que hay cosas
que deben ganarse por medio de un largo camino de arrepentimiento,
fe y santidad; cosas que quizá recibamos al final cuando estemos ante
Dios, pero que no debemos aspirar a rozar mientras estemos en este
mundo! Esta clase de mentalidad es un completo error. En el
mismísimo momento en que un pecador cree en Cristo, está justificado
y ha sido aceptado. Ya no está condenado. Está en paz con Dios, y eso
de manera inmediata y sin dilación. Su nombre está inscrito en el libro
de la vida, independientemente de lo poco que sea consciente de ello.
Tiene un derecho al Cielo que ni la muerte, Satanás o el Infierno
pueden arrebatarle. ¡Bienaventurados los que conocen esta verdad! Es
una parte esencial de las buenas noticias del Evangelio.
Después de todo, la gran cuestión que debemos considerar es si
creemos o no. ¿De qué nos aprovechará que Cristo haya muerto por
los pecadores si no creemos en Él? “El que cree en el Hijo tiene vida
eterna; pero el que rehúsa creer en el Hijo no verá la vida, sino que la
ira de Dios está sobre él” (Juan 3:36).

Notas: Juan 6:41–51


V. 41: [Murmuraban entonces de él los judíos]. El verbo se encuentra
conjugado aquí en pretérito imperfecto. Parece significar: “Por aquel entonces
los judíos murmuraban de él, o empezaban a murmurar de Él”. Era una
murmuración que se estaba dando entre ellos con respecto a nuestro Señor y
que no se expresaba abiertamente.
Me atrevo a pensar que en este momento de la conversación hay implícita
una pausa o un breve salto de continuidad. Los interlocutores aquí
denominados “los judíos” no parecen ser los mismos que siguieron a nuestro
Señor a través del lago tras ser alimentados con los panes y los peces y que
dieron comienzo a la conversación diciendo: “¿Cuándo llegaste acá?”
(versículo 25). Más bien parecen los dirigentes de la Sinagoga de Capernaum.
Probablemente habrían oído las palabras de nuestro Señor a las personas que
le habían seguido cruzando el lago y estarían murmurando al respecto. En mi
opinión, no está nada claro que no se produjera en este punto un cambio del
lugar donde transcurrió la conversación. Hasta este momento parece como si
la conversación se produjera al aire libre. Quizá nuestro Señor entrara en
aquel momento en la sinagoga, y es posible que sus dirigentes abordaran la
cuestión y estuvieran murmurando acerca de ella a su entrada. Lanzo esta
teoría con precaución. Al menos, debemos admitir que es difícil que las
expresiones del versículo 25 “y hallándole al otro lado del mar […] ¿cuándo
llegaste acá?” signifiquen que nuestro Señor ya se encontraba entonces en la
sinagoga. Por otro lado, queda perfectamente claro por el versículo 59 que,
en todo caso, la última parte del sermón se pronunció “en la sinagoga,
enseñando en Capernaum”. ¿Dónde se produce, pues, la leve interrupción
necesaria para reconciliar estas afirmaciones del comienzo y el final? Mi
respuesta es que creo que encaja aquí, en este versículo 41. Pienso que el
lenguaje implica una leve pausa transitoria y un cambio en el orador. Soy
consciente de que Stier califica esta idea como “muy artificial”. Pero no veo
peso alguno en esta objeción y encuentro muchas dificultades en cualquier
otra tesis.
Comenta Cirilo que los judíos parecían tener una predisposición
hereditaria a murmurar. Desde los tiempos en que murmuraban en el
desierto, siempre fue así.
[Porque había dicho: Yo soy el pan […] del cielo]. No parece que nuestro
Señor utilizara efectivamente estas palabras. Debemos suponer, pues, que
los judíos reconstruyeron la afirmación a partir de tres de las cosas que había
dicho nuestro Señor. Una era: “Yo soy el pan de vida”; otra: “He descendido
del cielo”; y la otra: “El pan de Dios es aquel que descendió del cielo”.
V. 42: [¿No es éste Jesús, el hijo de José]. La palabra “este” en griego
implica un cierto desprecio que la traducción no transmite plenamente. Es
como si hubieran dicho: “No es este individuo”, etc.
La expresión “el hijo de José” muestra cuál era la idea que tenían
comúnmente los judíos acerca del nacimiento de nuestro Señor. Creían que
era el primogénito natural de José, el marido de María. La anunciación por
medio del ángel Gabriel, la milagrosa concepción, el milagroso nacimiento de
nuestro Señor son cuestiones de las que al parecer los judíos no tenían
conocimiento alguno. No las vemos mencionadas en todo el ministerio de
nuestro Señor. Por alguna sabia razón se mantuvo un silencio absoluto acerca
de ellas hasta después de la muerte, resurrección y ascensión de nuestro
Señor. Probablemente no fue hasta la muerte de la Virgen María y de toda su
familia cuando se dio preeminencia a esta cuestión en la Iglesia. Podemos ver
fácilmente que habría surgido una curiosidad malsana con respecto a la
encarnación que solo habría sido dañina.
¿[…] cuyo padre y madre nosotros conocemos?]. Estas palabras parecen
demostrar que José seguía vivo por esta época. Difícilmente se habrían
utilizado de haber estado José muerto. También demuestran que José y María
eran conocidos en Capernaum, lugar donde se mantuvo esta conversación. O
bien se habían trasladado allí desde Nazaret o bien tenían una relación tan
cercana con Capernaum, y la visitaban tan a menudo, que sus habitantes los
conocían.
[¿Cómo, pues, dice éste […]. Estas palabras se traducirían más
literalmente como: “¿Cómo, pues, dice este individuo?”. Nuevamente, como
al comienzo del versículo, la frase incluye cierto desprecio.
[Del cielo he descendido]. Lo que parece que irritaba y enfurecía a los
judíos era que nuestro Señor declarara tan explícitamente su origen divino en
términos de “descender del cielo”. Les ofendía la idea de que alguien tan
humilde en su atuendo, condición y posición social se atreviera a decir que
había “descendido del cielo”. Aquí, como en otros lugares, la humillación de
Cristo era su gran tropezadero. La naturaleza humana no pondría tantas
objeciones a un Cristo vencedor: un Cristo con corona y ejército, un Cristo con
riquezas que derramar sobre todos sus seguidores. Pero un Cristo en la
pobreza, un Cristo que no predicaba más que una religión del corazón, un
Cristo al que no seguían más que pescadores pobres y publicanos, un Cristo
que venía a sufrir y morir y no a reinar, un Cristo así fue siempre un
tropezadero para muchos en este mundo, y siempre lo será.
Comenta Rollock acertadamente que, para muchos, el (supuesto)
“raciocinio” es el gran obstáculo para la conversión.
V. 43: [Jesús respondió y les dijo]. Esta frase es casi la misma que se
utiliza en el capítulo 5, versículo 19, cuando nuestro Señor comenzó lo que
muchos consideran su defensa formal ante el Sanedrín. Como ya he dicho,
me lleva a pensar que en este punto del capítulo se produce una breve
interrupción, una pequeña pausa, quizá únicamente de unas pocas horas.
Nuestro Señor sabía por su conocimiento divino que los judíos estaban
murmurando y haciendo comentarios despectivos acerca de Él, de modo que
tomó el hilo de sus pensamientos y les dio respuesta.
[No murmuréis entre vosotros]. Esto parece indicar que sería mejor que
no malgastaran su tiempo murmurando. No sorprendía a nuestro Señor ni le
descorazonaba. Es como si dijera: “Murmuraciones es lo que espero de
vosotros. Sé cómo es la naturaleza humana. No me perturba. No penséis que
vuestra incredulidad resquebrajará la confianza que tengo en mi misión
divina o evitará que diga las cosas que digo. Sé que sois incapaces por
naturaleza de entender cosas como las que estoy hablando, y ahora os diré
por qué. Pero dejad de murmurar inútilmente, puesto que no me sorprende ni
me detendrá”.
Webster considera que la idea es la misma de Juan 3:7–12: “Aún me
quedan cosas más difíciles por decir” (cf. v. 28).
V. 44: [Ninguno puede […] si el Padre que me envió no le trajere]. No está
clara la relación entre este versículo y el anterior. Como muchos pasajes de
los escritos de S. Juan, el lenguaje es elíptico, y es preciso aportar un nexo.
Pero, en este caso, el nexo exacto no es del todo obvio. Creo que es algo así:
“Murmuráis entre vosotros porque hablo de descender del Cielo; y convertís
mi origen aparentemente humilde en la excusa para no creer en mí. Pero la
culpa no está en lo que digo, sino en que no os ha alcanzado la gracia y en
vuestra incredulidad. Hay una verdad más profunda y solemne ante la cual
parecéis estar completamente ciegos: la necesidad que tiene el hombre de la
gracia de Dios a fin de creer en mí. Es improbable que creáis hasta haber
reconocido vuestra corrupción y pidáis gracia para acercar vuestras almas a
mí. Soy consciente de que es necesario algo más que el razonamiento y la
argumentación para hacer que alguien crea en mí. Vuestra incredulidad y
murmuración no me sorprenden ni me desanima. No espero ver a ninguno de
vosotros ni a nadie creer hasta que mi Padre le traiga”. Este, o algo
semejante, parece ser el nexo de unión. En todo caso, hay algo seguro:
Nuestro Señor no tenía el propósito de disculpar la incredulidad de sus
oyentes; más bien deseaba magnificar su peligro y su culpa y hacerles ver
que la fe en Él no era una cuestión tan fácil como suponían. No solo
necesitaban el conocimiento de su origen, sino la gracia de Dios que les
trajera. Debían darse cuenta de eso y clamar por que se les concediera
gracia antes de que fuera demasiado tarde.
Aparte de la relación, la lección práctica de la frase es de inmensa
importancia. Nuestro Señor establece el gran principio de que “ningún
hombre puede venir a Cristo por fe y verdaderamente creer en Él a menos
que Dios el Padre le traiga para que venga de esa forma e incline su voluntad
a creer”. La naturaleza del hombre desde la Caída está tan corrupta y
depravada que, aun cuando se le presente a Cristo y se le predique, no
vendrá a Él ni creerá en Él a menos que la gracia de Dios incline su voluntad
y le dé la disposición a venir. La persuasión moral y los consejos por sí solos
no le harán venir. Es preciso “traerle”.
No cabe duda que esta es una verdad muy humillante y que ha suscitado
el aborrecimiento y la oposición del hombre en todas las épocas. La idea
predilecta del hombre es que puede hacer lo que le plazca —arrepentirse o
no arrepentirse, creer o no creer, venir a Cristo o no venir— enteramente a su
voluntad. De hecho, al hombre le gusta creer que la salvación se encuentra
en sus manos. Tales ideas se oponen frontalmente al texto que tenemos
delante. Las palabras pronunciadas aquí por nuestro Señor son claras e
inequívocas, y no se les puede dar otra explicación.
a) Le guste o no al hombre, la Biblia enseña constantemente esta doctrina
de la incapacidad humana. El hombre natural está muerto y debe nacer de
nuevo y recibir la vida (cf. Efesios 2:1). Carece de conocimiento, fe o
inclinación hacia Cristo hasta que la gracia entra en su corazón. El hombre
nunca va por sí mismo a Dios. Dios debe venir primero al hombre. Y este
primer acto es el “traer” que encontramos en el texto.
b) Es la doctrina de la Iglesia anglicana, tal como se muestra en el Artículo
X, y de todas las confesiones de fe protestantes de los siglos XVI y XVII.
c) En último lugar, pero no por ello de menor importancia, es la doctrina
que nos muestra la experiencia. Cuanto más vive un ministro del Evangelio,
más consciente se vuelve de que hay algo que se produce en el corazón que
ni la predicación, ni la enseñanza, ni los razonamientos, ni las exhortaciones
ni los medios de gracia pueden hacer. Cuando ya se ha hecho todo lo posible,
Dios debe “traer”, o de lo contrario no habrá fruto. Cuanto más se examina a
los más santos creyentes, más generalizado vemos el testimonio de que no
se habrían convertido jamás sin gracia y que, de no haberlos “traído” Dios,
jamás habrían venido a Cristo. Y más aún, es un hecho curioso que muchos
de los que en teoría afirman negar la incapacidad del hombre, a menudo la
confiesan en sus oraciones y alabanzas, casi contra su voluntad. Muchas
personas son profundamente arminianas sobre el papel y el púlpito, pero
excelentes calvinistas de rodillas.
Cuando nuestro Señor dice que “ninguno puede venir a [Él]”, debemos
recordar siempre que está hablando de incapacidad moral, y no de
incapacidad física. No debemos pensar que un hombre puede tener un deseo
sincero y ferviente de venir a Cristo y, sin embargo, se lo impide una
misteriosa incapacidad. La incapacidad se encuentra en la voluntad del
hombre. No puede venir porque no quiere venir. En el Antiguo Testamento
hay una frase que arroja mucha luz sobre la expresión que tenemos delante.
Se dice de los hermanos de José que “le aborrecían, y no podían hablarle
pacíficamente” (Génesis 37:4). Cualquiera puede ver de inmediato lo que
significa este “no podían”. “No podían” porque no querían.
Cuando nuestro Señor dice que “si el Padre que me envió no le trajere”,
no debemos suponer que el “traer” tiene un sentido violento como cuando se
lleva a un delincuente a la cárcel, o a un buey al matadero o, en resumen,
cuando se lleva a un hombre contra su voluntad. El Padre efectúa este traer
por medio de la voluntad del hombre creando un nuevo principio en él. Por
medio de la acción invisible del Espíritu Santo, obra en el corazón del hombre
sin que el hombre mismo lo advierta en ese momento, le inclina a pensar, le
induce a sentir, le muestra su pecaminosidad y así le lleva finalmente a
Cristo. Se trae de esta forma a todo el que viene a Cristo.
Comenta Scott: “El Padre, por así decirlo, cura la fiebre del alma, crea el
apetito, presenta las provisiones ante el pecador, le convence de que son
sanas y agradables y de que es bienvenido, y así se trae al hombre para que
coma y viva para siempre”.
Creo que la famosa cita de S. Agustín, que parece gozar de la predilección
de muchos de los comentaristas de este texto, es deficiente. Argumenta que
la forma que tiene Dios de traer a los hombres a Cristo es como atraer a las
ovejas ofreciéndoles comida, como traer o atraer a un niño por medio de
unas nueces. Pero existe una enorme diferencia, ya que tanto las ovejas
como los niños tienen una apetencia y una inclinación natural por las cosas
ofrecidas. El hombre, por el contrario, no tiene ninguna en absoluto. El primer
acto de Dios es dar al hombre la voluntad de venir a Cristo. Como dice el
Artículo X de la Iglesia anglicana, necesitamos “que la gracia de Dios por
Cristo nos prevenga para que tengamos buena voluntad, y obre en nosotros
cuando tenemos esa buena voluntad”.
La teoría de que “Dios trae” a todos los miembros de la Iglesia y a todas
las personas bautizadas me parece completamente infundada y casi
totalmente perniciosa. Reduciría el “traer” a nada y lo convertiría en algo que
la mayoría de los cristianos resiste. Creo que los que son traídos son los
elegidos de Dios, y es parte del proceso mediante el cual se lleva a cabo su
salvación. Están elegidos en Cristo desde toda la eternidad y son traídos a
Cristo en el tiempo.
Hay varios principios teológicos de gran importancia relacionados con esta
extraordinaria frase que sería útil enumerar antes de abandonar este pasaje.
a) Nunca debemos suponer que la doctrina de este versículo exime al
hombre de responsabilidad ante Dios por su alma. Al contrario, la Biblia
siempre declara inequívocamente que, si un hombre se pierde, es por su
propia culpa: “Pierde su alma” (Marcos 8:36). Si ahora no somos capaces de
reconciliar la soberanía de Dios con la responsabilidad del hombre, no nos
quepa duda que quedará claro en el último día.
b) No debemos permitir que la doctrina de este versículo nos haga limitar
o restringir nuestro ofrecimiento de salvación a los pecadores. Por el
contrario, debemos sostener con firmeza que el perdón y la paz se ofrecen
libremente por medio de Cristo a todo hombre y mujer sin excepción. Nunca
sabemos a quiénes traerá Dios, y no tenemos nada que ver con ello.
Debemos invitar a todos y dejar en manos de Dios la elección de los vasos
para honra.
c) No debemos suponer que nosotros, o cualquier otro, podemos ser
traídos a menos que vengamos a Cristo por fe. Esta es la gran señal y prueba
de que alguien está siendo traído por el Padre. Si se le “trae”, viene a Cristo,
cree y ama. Donde no hay fe y amor, puede haber palabrería, orgullo y una
pomposa profesión de fe. Pero no hay un “traer” del Padre.
d) Debemos recordar siempre que, habitualmente, Dios obra a través de
medios, y especialmente a través de medios que Él mismo ha instituido. No
cabe duda que actúa soberanamente al traer almas a Cristo. No podemos
pretender explicar por qué se trae a unos y no a otros. En todo caso,
debemos cuidarnos de sostener el gran principio de que normalmente Dios
trae por medio del instrumento de su Palabra. El hombre que descuida la
predicación pública y la lectura en privado de la Palabra de Dios no tiene
derecho a esperar que Dios le traiga. Es posible, pero muy improbable.
e) Jamás debemos permitirnos malgastar nuestro tiempo intentando
descubrir, como cuestión prioritaria de la religión, si hemos sido traídos por el
Padre, elegidos, escogidos y cosas semejantes. La primera cuestión, y
ciertamente la principal, que debemos afrontar es si hemos venido a Cristo
por fe. Si lo hemos hecho, que nos sirva de ánimo y seamos agradecidos.
Ninguno viene a Él a menos que se le traiga.
Comenta S. Agustín: “Si no deseas equivocarte, no busques determinar a
quién trae Dios y a quién no trae; ni por qué trae a uno y no a otro. Pero si a
ti Dios no te ha traído, ora a Él a fin de que seas traído”.
Las palabras del Artículo XVII de la Iglesia de Inglaterra son sabias y
profundas: “Debemos recibir las promesas de Dios en la forma que nos son
generalmente establecidas en las Sagradas Escrituras, y en nuestros hechos
seguir la divina voluntad que nos ha sido expresamente declarada en la
Palabra de Dios”.
Si el “traer” del Padre es irresistible o no, es una cuestión en la que se
producen grandes discrepancias. En lo que a mí concierne, estoy convencido
de que es irresistible. Aquellos a los que el Padre trae y llama, siempre
“obedecen el llamado” (cf. Artículo XVII de la Iglesia de Inglaterra). Como
señala Rollock acertadamente, a menudo se produce una fuerte lucha y un
conflicto cuando la gracia de Dios empieza a obrar por primera vez atrayendo
a un alma, y la consecuencia es una gran angustia y un gran desaliento. Pero
una vez que la gracia ha comenzado, siempre termina consiguiendo la
victoria.
[Yo le resucitaré en el día postrero]. Esta es la misma frase que ya hemos
visto dos veces y que encontraremos una vez más. En el último día, Cristo
resucitará a una vida de gloria eterna a quienquiera que venga a Él y tenga la
gran señal de la fe. No vienen más que los que son “traídos”, pero todos los
que vienen serán resucitados.
V. 45: [Escrito está en los profetas […]: enseñados por Dios]. Aquí,
nuestro Señor confirma la necesidad de la enseñanza divina por medio de
una referencia a las Escrituras. No había dicho a los judíos más que lo que
enseñaban sus propias Escrituras y lo que ellos mismos debían conocer. No
está muy claro si nuestro Señor estaba haciendo referencia a una cita en
concreto, o bien al testimonio general de las Escrituras proféticas. Las
palabras de Isaías (54:13) son muy semejantes a la frase que tenemos ante
nosotros: “Todos tus hijos serán enseñados por Jehová”. El griego de la
Septuaginta tiende a reforzar la idea de que nuestro Señor estaba haciendo
referencia a ellas. Comoquiera que sea, en líneas generales me inclino a
pensar que no se está haciendo referencia a ningún texto específico. La
doctrina general de los profetas era que, en los tiempos del Evangelio, los
hombres tendrían la enseñanza directa de Dios.
Estas palabras no significan que, bajo el Evangelio, toda la Humanidad o
todos los miembros de la Iglesia cristiana profesante serán “enseñados por
Dios”. Más bien significa que Dios enseñará a todos los que son sus hijos y
vienen a Cristo bajo el Evangelio. Es como “aquella luz verdadera, que
alumbra a todo hombre” (Juan 1:9), cuyo significado no es que se alumbre a
todos los hombres, sino que los que son alumbrados han sido alumbrados por
Cristo.
[Así que […] oyó al Padre, y aprendió de él, viene a mí] . Creo que el
significado de esta frase es: “Todo el que viene a mí ha oído y aprendido del
Padre en primer lugar”. No tiene sentido hablar de recibir la enseñanza de
Dios y de que Dios es nuestro Padre si no venimos a Cristo en busca de
salvación.
Comenta el obispo Hooper: “Muchos hombres interpretan estas palabras
de ‘si el Padre que me envió no le trajere’ erróneamente, como si Dios no
exigiera de una persona racional más de lo que pudiera exigir de una piedra;
y pierden de vista las palabras que vienen a continuación: a ‘todo aquel que
oyó al Padre’ Dios lo trae con su Palabra y el Espíritu Santo. El deber del
hombre es oír y aprender: esto equivale a recibir la gracia que se le ofrece,
aceptar las promesas y no rechazar al Dios que llama” Hooper on Ten
Commandments (Hooper sobre los Diez Mandamientos).
V. 46: [No que alguno haya visto al Padre]. Esta frase parece introducirse
a modo de paréntesis para evitar equivocaciones por parte de los oyentes de
nuestro Señor, tanto con respecto a la en señanza a que se refería como con
respecto a la persona de que hablaba cuando aludía al Padre. El Padre era el
Dios eterno a quien ningún hombre había visto ni podía ver. La enseñanza era
esa enseñanza interior del corazón que el Padre daba por medio de su
Espíritu.
[Aquel que vino de Dios; éste ha visto al Padre]. En este versículo, nuestro
Señor habla claramente de sí mismo. Es como Juan 1:8: “A Dios nadie le vio
jamás; el unigénito Hijo, que está en el seno del Padre, él le ha dado a
conocer”.
No puedo más que pensar que una de las finalidades que nuestro Señor
tenía en mente, tanto aquí como en el capítulo 5:37, era recalcar a los judíos
que todas las manifestaciones de Dios documentadas en el Antiguo
Testamento no eran manifestaciones de la Primera persona de la Trinidad,
sino de la Segunda. Sospecho que su finalidad en ambos lugares era preparar
sus mentes para la gran verdad que aún eran incapaces de recibir: que, por
muy incrédulos que ahora fueran, Cristo que en aquel momento estaba con
ellos, era la mismísima persona que se había manifestado a Abraham, Isaac,
Jacob y Moisés.
V. 47: [De cierto, de cierto os digo: El que cree en mí, tiene vida eterna] .
En este versículo, nuestro Señor vuelve al hilo conductor de su sermón, que
había interrumpido en el versículo 40. Ahora habla de manera mucho más
clara y explícita acerca de sí mismo, prescindiendo de cualquier reserva y
revelándose como el objeto de la fe, abiertamente y sin símbolos. Es una de
esas declaraciones amplias, grandes y sencillas del camino de la salvación
del Evangelio que jamás podemos conocer lo suficiente.
El que quiera que se perdonen sus pecados y su alma sea salva, debe ir a
Cristo por ello. Es a “mí”, dice Cristo, a quien se debe acudir. ¿En qué
términos se plantea? Simplemente debe confiar, apoyarse y descansar en
Cristo, poner su alma en sus manos. En una palabra, debe “creer”. ¿Qué
obtendrá tal hombre creyendo? “Tiene vida eterna”. En el mismísimo
momento en que cree, la vida y la paz con Dios son suyas. a) La fe, b) el gran
objeto de la fe y c) los privilegios presentes que proporciona la fe a un
hombre, son tres cuestiones que, independientemente de cuánto se repitan
en el Evangelio, el cristiano jamás debería cansarse de oír.
La frecuente repetición de la doctrina de “creer” es una prueba
incontrovertible de su gran necesidad e importancia y de la infinita lentitud
del hombre para verla, entenderla y recibirla. “Debemos creer, debemos
creer —dice Rollock—, es una verdad que es necesario repetir
constantemente”.
V. 48: [Yo soy el pan de vida]. Aquí, nuestro Señor proclama
inequívocamente a los judíos que Él mismo es el “pan de vida”, ese alimento
que satisface al alma, el verdadero pan, el pan de Dios del que había hablado
de forma general en la primera parte de su sermón. Había despertado su
curiosidad hablando de ese pan como algo real, y algo digno de su atención.
Ahora les desvela toda la verdad y les dice claramente: “Yo soy el pan”. “Si
preguntáis qué es y dónde está, solo tenéis que mirarme a mí”.
V. 49: [Vuestros padres comieron el maná […], y murieron]. En este
versículo, nuestro Señor indica la inferioridad del maná que comieron los
judíos en el desierto con respecto al pan que Él mismo ofrecía. El maná no
solo no podía hacer nada por el alma, sino que tampoco protegía de la
muerte a aquellos que lo comían.
Aquí, como anteriormente, debiéramos observar cómo nuestro Señor
habla de la alimentación milagrosa de Israel en el desierto como un hecho
histórico indiscutible.
Comenta Piscator que nuestro Señor dice aquí enfáticamente “vuestros
padres”, y no “nuestros padres”. Piensa que lo hizo intencionadamente para
recordar a los judíos qué poco provecho duradero obtuvieron sus padres del
maná y cuán incrédulos fueron aun cuando lo estaban comiendo, puesto que
todos murieron en el desierto. Era una advertencia tácita de que se cuidaran
de no hacer lo mismo.
V. 50: [Este es el pan […] del cielo […], come, no muera]. El objetivo de
este versículo es mostrar la superioridad del “verdadero pan del cielo” con
respecto al maná. Es como si nuestro Señor dijera: “Este pan que desciende
del Cielo es de tal naturaleza, que aquel que lo coma no morirá. La segunda
muerte no herirá su alma, y su cuerpo tendrá una resurrección gloriosa”.
No podría asegurar que nuestro Señor no estuviera hablando de sí mismo
al pronunciar las palabras de este versículo: “Esta persona que tenéis ante
vosotros es el pan que descendió del Cielo, para que todo aquel que de él
coma, no muera”. Pero lanzo esta conjetura con grandes reservas. Lampe
parece apoyar la idea cuando dice: “El pronombre ‘este’ es demostrativo y
señala a Él mismo”. Trapp y Beza también adoptan esta tesis.
V. 51: [Yo soy el pan vivo […] cielo]. Esta frase es una repetición de la
idea que ya se ha ofrecido en los versículos 49 y 50. La idea se repite a fin de
recalcarla a los judíos de tal forma que no pudieran malentender lo que
nuestro Señor quería decir.
[Si alguno comiere de este pan, vivirá para siempre]. La idea que
encontramos aquí es tan solo una ampliación de la que hay en el versículo
35. Allí se dice: “El que a mí viene, nunca tendrá hambre”. Aquí es: “El que
come el pan de vida, vivirá para siempre”. El significado es que el alma del
hombre que se alimenta de Cristo por fe, jamás morirá ni será echado al
Infierno. Ya no está condenado. Sus pecados han sido puestos a un lado. No
le dañará la segunda muerte.
[El pan que […] mi carne]. En estas palabras, nuestro Señor llega aún más
lejos en la explicación del gran tema de su sermón. Cuando habla de “mi
carne”, creo que quiere decir “mi cuerpo ofrecido en sacrificio sobre la Cruz
como expiación de los pecados del hombre”. Se está hablando
específicamente de la muerte de nuestro Señor. No es meramente su
naturaleza humana, su encarnación, lo que alimenta las almas. Es su muerte
como nuestro sustituto, llevando nuestros pecados y cargando con nuestras
transgresiones.
[La cual yo daré por la vida del mundo]. Creo que estas palabras dejan
claro que, cuando nuestro Señor dijo “mi carne es el pan”, se refería a “su
cuerpo ofrecido en sacrificio como expiación del pecado”. Porque no dice: “He
dado”, o “doy”, sino: “Daré”. Creo que la utilización de ese tiempo verbal
futuro es una prueba concluyente de que “mi carne” no puede significar solo
“mi encarnación”. Se iba a “dar” en breve, pero aún no había tenido lugar.
Solo podía ser su muerte.
Creo que, cuando nuestro Señor dice que dará “[su] carne por la vida del
mundo”, quiere decir: “Entregaré mi cuerpo a la muerte por amor a, para
procurar, comprar y obtener la vida del mundo”. Daré mi muerte para
procurar la vida del mundo. Mi muerte será el rescate, el pago y la moneda
de la Redención por medio de la cual se comprará la vida eterna para un
mundo de pecadores”.
Sostengo con convicción que en estas palabras de nuestro Señor está
contenida la idea de la Redención y que en la frase también se implica la
gran doctrina de su muerte vicaria tan explícitamente declarada en otros
pasajes (Romanos 5:6–8).
Cuando nuestro Señor dice que dará “[su] carne por la vida del mundo”,
solo veo un significado posible para la palabra “mundo”. Significa toda la
Humanidad. Y creo que la idea contenida es la misma que en otras partes,
esto es, que Cristo murió por toda la Humanidad; no solo por los elegidos,
sino por toda la Humanidad (cf. Juan 1:29; 3:16 y mis notas con respecto a
cada texto). Es totalmente seguro que no todo el mundo se salva. Es seguro
que muchos mueren en incredulidad y no obtienen provecho alguno de la
muerte de Cristo. Pero considero verdades incontrovertibles, tanto en este
texto como en otros semejantes, que la muerte de Cristo bastó para toda la
Humanidad y que, cuando murió, hizo expiación suficiente para todo el
mundo.
Advirtamos en este versículo cuán amplio y pleno es el ofrecimiento de
Cristo para los pecadores: Dice “si alguno”, no importa qué o quién haya
sido. ¡Qué afortunados serían muchos que entregan sus corazones por entero
a la comida, a la bebida y a complacer a sus pobres cuerpos perecederos si
tan solo pudieran leer estas palabras! Solo aquellos que comen este pan
vivirán para siempre.
Recordemos lo completamente imposible que es explicar el final de este
versículo a alguien que niega la naturaleza de la muerte de Cristo como
sacrificio. Una vez que admitimos que Cristo solo es un gran maestro y un
gran ejemplo y que su muerte es solo un gran patrón de abnegación, ¿qué
sentido o significado podemos encontrar al final de este versículo? ¡“Daré mi
carne por la vida del mundo”! Afirmo sin titubear que esas palabras son una
insensatez ininteligible si aceptamos la enseñanza de muchos teólogos
modernos acerca de la muerte de Cristo y que nada puede hacerlas
inteligibles e instructivas salvo la doctrina de la muerte vicaria de Cristo y la
satisfacción en la Cruz como nuestro Sustituto.

Juan 6:52–59

Hay pocos pasajes de la Escritura que hayan sido tan tristemente


forzados y pervertidos como el que ahora estamos leyendo. Los judíos
no son los únicos que han contendido por su significado. Se les ha
impuesto un significado del que carecían originariamente. Cuando
interpreta la Biblia, el hombre caído tiene la triste capacidad de
convertir la carne en veneno. A menudo convierte en motivo de caída
cosas que se escribieron para su provecho.
Consideremos con cuidado en primer lugar qué es lo que no
significan estos versículos. El “comer y beber” del que habla Cristo no
indican una comida y una bebida literales. Por encima de todo, estas
palabras no se pronunciaron como referencia alguna al Sacramento de
la Cena del Señor. Jamás lo olvidemos.
La opinión aquí expresada puede sorprender a algunos que no
hayan profundizado en la cuestión. Pero es una opinión apoyada por
tres razones de peso. Por un lado, “comer y beber” literalmente el
cuerpo y la sangre de Cristo habría sido una idea completamente
repulsiva para todos los judíos y en abierta contradicción con un
precepto de su ley frecuentemente repetido. Por otro lado, adoptar una
interpretación literal del “comer y beber” es interponer un acto
corporal entre el alma del hombre y la salvación. Esto es algo de lo que
no existe precedente alguno en la Escritura. Las únicas cosas sin las
que no podemos salvarnos son la fe y el arrepentimiento. En último
lugar, pero no por ello de menor importancia, adoptar una
interpretación literal del “comer y beber” implicaría unas
consecuencias sumamente blasfemas y profanas. Cerraría las puertas
del Cielo al ladrón arrepentido. Murió mucho después de que se
pronunciaran estas palabras, sin haber comido y bebido literalmente:
¿Alguien se atrevería a decir que no “tenía vida” en él? También daría
acceso al Cielo a miles de comulgantes ignorantes e impíos de la
actualidad. ¡Comen y beben literalmente, de eso no cabe duda! Pero
no tienen vida eterna y no serán resucitados para la gloria en el último
día. Reflexionemos cuidadosamente acerca de estos argumentos.
La pura verdad es que existe un deseo malsano en el hombre caído
de añadir un sentido carnal a las expresiones de la Escritura
dondequiera que pueda. Se esfuerza todo lo posible en convertir la
religión en una cuestión de formas y ritos, de hacer y llevar a cabo, de
sacramentos y preceptos, de los sentidos. En lo más íntimo de él,
aborrece el sistema cristiano que asigna el primer lugar al estado del
corazón e intenta mantener los sacramentos y ritos en un segundo
plano. ¡Afortunado el cristiano que recuerda estas cosas y se mantiene
en guardia! El Bautismo y la Cena del Señor son, sin duda, santos
sacramentos y grandes bendiciones cuando se utilizan correctamente.
Pero es inútil, además de pernicioso, introducirlos en todas partes y
verlos por toda la Palabra de Dios.
Consideremos a continuación con cuidado qué significan estos
versículos. Las expresiones que contienen son, sin lugar a dudas,
extraordinarias. Intentemos hacernos una idea clara con respecto a su
significado.
“La carne y la sangre del Hijo del Hombre” significan ese sacrificio
de su propio cuerpo que ofreció Cristo en la Cruz cuando murió por los
pecadores. La expiación que se hizo por medio de su muerte, la
satisfacción a través de sus sufrimientos como nuestro Sustituto, la
Redención que se efectuó al soportar en su propio cuerpo en el madero
el castigo que merecían nuestros pecados; esta parece ser la
verdadera idea que debiéramos tener en mente.
El “comer y beber” sin los cuales no hay vida en nosotros hacen
referencia a esa recepción del sacrificio de Cristo que tiene lugar
cuando un hombre cree en Cristo crucificado para su salvación. Es un
acto interior y espiritual del corazón y no tiene nada que ver con el
cuerpo. Cuando quiera que un hombre que siente su propia culpa y
pecaminosidad se aferra a Cristo y confía en la expiación que se hace
por él a través de la muerte de Cristo, inmediatamente “[come] la
carne del Hijo del Hombre, y [bebe] su sangre”. Su alma se alimenta
del sacrificio de Cristo por fe igual que su cuerpo se alimentaría de
sangre. Al creer, se dice que “come”. Al creer, se dice que “bebe”. Y
esa cosa especial que come y bebe, y de la que obtiene un provecho,
es la expiación que se hace por sus pecados a través de la muerte de
Cristo por él en el Calvario.
Las lecciones prácticas que podemos extraer de todo este pasaje
son profundas e importantes. Una vez establecido el hecho de que “la
carne y la sangre” de estos versículos hacen referencia a la expiación
de Cristo y que “comer y beber” es la fe, podemos hallar en ellos
grandes principios de verdad que se encuentran en la base misma del
cristianismo.
Podemos ver que la fe en la expiación de Cristo es absolutamente
necesaria para la salvación. Igual que no se salvó ningún israelita en
Egipto que no comiera el cordero pascual la noche en que se mató a
los primogénitos, así no hay vida para el pecador que no come la carne
de Cristo y bebe su sangre.
Podemos ver que la fe en la expiación de Cristo nos une de la
manera más íntima posible a nuestro Salvador y nos da derecho a los
más elevados privilegios. Nuestras almas hallarán satisfacción plena
para todas sus necesidades: “[Su] carne es verdadera comida, y [su]
sangre es verdadera bebida”. Se nos proporciona todo lo que
necesitamos en el tiempo y en la eternidad: “El que come mi carne y
bebe mi sangre, tiene vida eterna; y yo le resucitaré en el día
postrero”.
En último lugar, pero no por ello de menor importancia, podemos
ver que la fe en la expiación de Cristo es un acto personal, un acto
diario y un acto que se puede sentir. Nadie puede comer y beber por
nosotros y, de la misma forma, nadie puede creer por nosotros.
Necesitamos alimento a diario, y no una vez a la semana o una vez al
mes; y de la misma forma, debemos utilizar la fe todos los días.
Sentimos los beneficios de comer y beber, nos sentimos fortalecidos,
alimentados y renovados; y de la misma forma, si creemos
verdaderamente, nos sentiremos mejor por ello debido a una
esperanza y a una paz perceptibles en nuestro hombre interior.
Asegurémonos de utilizar estas verdades además de conocerlas. El
alimento de este mundo, que ocupa los pensamientos de tantos,
desaparece al utilizarlo y no alimenta nuestras almas. Solo el que
come “el pan que descendió del cielo” vivirá para siempre.

Notas: Juan 6:52–59


V. 52: [Entonces los judíos contendían entre sí]. Esta expresión muestra
un sentimiento cada vez más fuerte entre los judíos. Cuando nuestro Señor
habló de “[descender] del Cielo”, ellos murmuraron. Cuando nuestro Señor
habla de dar a comer su “carne”, ellos “contendían” (la misma palabra que se
traduce como “combatís” en Santiago 4:2). No es fácil ver de qué forma
contendían. No podemos suponer que hubiera dos facciones en contienda;
una favorable a nuestro Señor y otra en su contra. Probablemente significa
que comenzaron a razonar y argumentar entre ellos furiosa, violenta y
exaltadamente, exactamente lo que prohíbe S. Pablo cuando dice: “El siervo
del Señor no debe ser contencioso” (2 Timoteo 2:24). Se utiliza la misma
palabra que aquí.
[¿Cómo puede éste darnos a comer su carne?]. Debiéramos advertir la
similitud entre esta pregunta y las de Nicodemo (Juan 3:4) y la samaritana
(Juan 4:11).
Hay un sentido despectivo en la expresión “este”.
Al comentar este versículo, Cirilo señala lo irrazonables e incoherentes
que eran los judíos por encima de cualquier pueblo al plantear objeciones y
negar la posibilidad de cosas simplemente porque son difíciles de explicar y
preternaturales. Llama a los judíos a explicar los milagros de Egipto y los del
desierto y concluye diciendo: “Hay innumerables cosas acerca de las cuales,
si preguntáis ‘cómo’ pueden ser, debéis renunciar a toda la Escritura y
despreciar a Moisés y los Profetas”.
V. 53: [Jesús les dijo: De cierto, de cierto os digo]. Llegamos ahora a una
de las afirmaciones más importantes y solemnes que brotaron de labios de
nuestro Señor. Tras llevar a los judíos paso a paso hasta este punto, ahora les
declara la más elevada y extraordinaria doctrina del Evangelio.
[Si no coméis la carne […], y bebéis su sangre, no tenéis vida en
vosotros]. Generalmente, cuando nuestro Señor utiliza la expresión “si no” al
comienzo de una frase, hallamos en ella algo con mayor importancia de lo
habitual. Por ejemplo: “[Si] no naciere de nuevo”; “si no os volvéis y os hacéis
como niños”; “si no os arrepentís” (Juan 3:3; Mateo 18:3; Lucas 13:3). Aquí
dice a los judíos que no “tienen vida” —vida espiritual, o derecho a la vida
eterna—, que en realidad están muertos, legalmente muertos y de camino a
la segunda muerte, si no “comen la carne y beben la sangre” del Hijo del
Hombre; esto es, de Él. En pocas palabras, establece el principio de que
comer su carne y beber su sangre es algo no solo posible, sino
absolutamente necesario para la salvación; es algo sin lo cual el hombre no
puede ir al Cielo.
Si tenemos en cuenta que la Pascua judía se encontraba cerca y que
muchos de los oyentes de Cristo probablemente estaban de camino a
Jerusalén para asistir a ella, parece muy probable que nuestro Señor deseara
dirigir las mentes de aquellos a los que estaba hablando a sí mismo como la
verdadera Pascua y el sacrificio por el pecado.
Tengo la convicción de que la idea implícita en la frase es esa primera
Pascua en Egipto que se celebró en la noche de la matanza de los
primogénitos. La carne y la sangre del cordero que se mató esa noche fueron
los medios para la vida, seguridad y liberación de los israelitas. Creo que, de
forma semejante, nuestro Señor quería que los judíos entendieran que su
carne y su sangre habían de ser los medios para la vida y la liberación de la
ira que caerá sobre los pecadores. Para unos oídos judíos, pues, no podía
haber nada completamente nuevo y tan extraño en la frase como puede
parecernos a primera vista. Lo que les sorprendería sin duda sería la
aseveración de nuestro Señor de que comer su carne y beber su sangre
fueran los medios para la vida de sus almas, igual que la carne y la sangre
del cordero pascual habían significado para sus padres la salvación de sus
cuerpos.
¿Pero qué quería decir nuestro Señor cuando habló de “[comer su] carne y
[beber su] sangre” como cosas indispensablemente necesarias para la vida?
Esta es una cuestión acerca de la cual hay gran diversidad de opiniones, las
ha habido en todas las épocas de la Iglesia y probablemente las habrá
mientras el mundo siga en pie.
a) Algunos piensan que nuestro Señor quería decir “comer y beber”
literalmente con la boca de nuestros cuerpos y que la “carne y la sangre”
significan el pan y el vino del sacramento de la Cena del Señor. Esta es la
opinión de la gran mayoría de los Padres, aunque se puedan señalar ciertos
pasajes en las obras de algunos que parecen irreconciliables con ella. Es la
opinión de la mayoría de los autores católicos romanos, pero ciertamente no
de todos. Es la opinión de algunos teólogos ingleses modernos, tales como
Wordsworth y Burgon.
b) Otros piensan que “comer y beber” significa aquí el comer y beber del
alma por medio de la fe, no del cuerpo, y que la “carne y la sangre” significan
el sacrificio vicario que hizo Cristo de su cuerpo en la Cruz. Niegan por
completo que en estas palabras haya cualquier tipo de referencia a la Cena
del Señor. Consideran que nuestro Señor quería enseñar la absoluta
necesidad de alimentarse por fe de su expiación de los pecados en la Cruz. A
menos que el alma de un hombre tome por fe el sacrificio de Cristo de su
cuerpo y su sangre como la única esperanza de salvarse, no tiene derecho o
parte en la vida eterna. Esta es la opinión de Lutero, Melanchton, Zuinglio,
Calvino, Ecolampadio, Brentano, Gualter, Bullinger, Pellican, Beza, Musculus,
Flacius, Calovio, Cocceius, Gomarus, Nifanius, Poole, Cartwright, Hammond,
Rollock, Hutcheson, Lightfoot, Henry, Burkitt, Whitby, Leigh, Pearce, Lampe,
Gill, Tittman, A. Clarke, Barnes y la mayoría de los teólogos modernos.
Entre los autores católicos romanos, son de esta opinión el cardenal
Cayetano, Ferus y Jansen de Gante. Hasta Toledo, uno de los más
competentes comentaristas católicos de Juan, admite que las opiniones de
los autores no son unánimes.
c) Otros piensan que nuestro Señor no hablaba de comer o beber
literalmente en ningún sentido y que no se refería explícitamente a la Cena
del Señor cuando habló de su carne y de su sangre. Pero sí piensan que
nuestro Señor tenía el sacramento en mente al pronunciar estas palabras y
que hizo referencia tácita a esa comunión específica con su carne y su sangre
impartida a los creyentes que más delante instituiría en la Cena del Señor.
Aparentemente, esta es la opinión de Trapp, Doddridge, Olshausen, Tholuck,
Stier, Bengel Besser, Scott, Alford y algunos otros.
Estoy completamente de acuerdo con los que sostienen la segunda de las
opiniones. Creo que nuestro Señor, tanto en este texto como en todo el
capítulo, no se refiere implícita o explícitamente a la Cena del Señor; que al
mencionar su carne y su sangre no se refería al pan y el vino; que al hablar
de comer y beber no hacía referencia a ningún tipo de acto corporal. Creo
que al decir “carne y sangre” no estaba hablando del sacrificio de su propio
cuerpo cuando lo ofreció como nuestro Sustituto en el Calvario. Creo que al
hablar de “comer y beber” se refería a la comunión y participación de los
beneficios de su sacrificio que solo la fe, y únicamente la fe, transmite al
alma. Creo que quería decir: “Si no creéis en mí como el único sacrificio por el
pecado y no recibís por fe en vuestros corazones la Redención comprada con
mi sangre, no tenéis vida espiritual y no seréis salvos”. La expiación de
Cristo, su muerte y sacrificio vicarios y la fe en ello; estas cosas son la clave
de todo el pasaje. Creo que debemos mantenerlas siempre en mente.
Es fácil calificar la opinión a la que me adhiero como zuingliana, poco
elevada e irreverente. Las palabras descalificadoras no son argumentos. Es
más fácil hacer esas aseveraciones que demostrarlas. Ya he mostrado que
muchos autores completamente alejados de Zuinglio o del zuinglianismo son
de esta misma opinión. Pero me permito decir que las siguientes razones son
incontestables y de peso.
1) Decir que nuestro Señor se refería en este texto a la Cena del Señor es
una tesis sumamente cruel y dura. Priva de la vida eterna a todos los que no
reciben la comunión. De la misma forma, todos los que mueren en su
infancia, todos los que mueren en la edad adulta sin haber recibido la
comunión, toda la denominación de los cuáqueros en la actualidad, el ladrón
arrepentido en la cruz, ¡todos, todos ellos están perdidos para siempre en el
Infierno! Las palabras de nuestro Señor son restrictivas y limitadoras.
Semejante opinión es demasiado monstruosa para ser cierta. De hecho, a fin
de evitar esta dolorosa conclusión, muchos de los cristianos primitivos en
tiempos de Cipriano sostenían la doctrina de la comunión infantil.
Ferus, el comentarista católico romano, que considera el beber y comer
que aparecen aquí como puramente espirituales y sin relación con el
sacramento, ve claramente esta objeción y la presenta con firmeza.
2) Decir que nuestro Señor se refería en este texto a la Cena del Señor
abre de par en par las puertas del formalismo y la superstición. Hay miles
que no podrían oír nada mejor que eso: “El que come mi carne y bebe mi
sangre (come el pan sacramental y bebe el vino sacramental) tiene vida
eterna”. ¡Esto es precisamente lo que el hombre natural quiere oír! Le gusta
ir al Cielo por cumplir preceptos formales. Esta es exactamente la forma en
que millones de miembros de la Iglesia católica romana han perdido y siguen
perdiendo sus almas.
3) Decir que nuestro Señor se refería en este texto a la Cena del Señor es
convertir en absolutamente necesario para la salvación algo que Cristo jamás
quiso que lo fuera. Nuestro Señor nos ordenó que celebráramos la Cena del
Señor, pero jamás dijo que todos los que participaran se salvarían y que
aquellos que no participaran se perderían. ¡Cuántos hay que se arrepienten
en sus lechos de muerte, lejos de los ministros y sacramentos, sin recibir
jamás la Cena del Señor! ¿Y alguien se atreve a decir que todos ellos están
perdidos? Las dos cosas necesarias para la salvación son un nuevo corazón y
tener parte en la sangre limpiadora de Cristo. Debemos participar de la
sangre y del Espíritu o no tendremos vida en nosotros. ¡No hay Cielo sin ellos!
Pero la Escritura jamás interpone un precepto externo entre el pecador y la
salvación que el pobre pecador no tenga a su alcance y que quizá no reciba
por circunstancias ajenas a él.
Comenta el arzobispo Cranmer en su Defence of the True Doctrine of the
Sacrament (Defensa de la verdadera doctrina del sacramento): “Los católicos
romanos dicen que los cristianos solo comen el cuerpo de Cristo y beben su
sangre al recibir el sacramento; nosotros decimos que comen, beben y se
alimentan continuamente de Cristo mientras sean miembros de su cuerpo.
Dicen que el cuerpo de Cristo que está presente en el sacramento tiene su
propia forma y cantidad determinada; nosotros decimos que Cristo se
encuentra allí sacramental y espiritualmente, sin importar la forma o la
cantidad. Dicen que los padres y los profetas del Antiguo Testamento no
comieron el cuerpo ni bebieron la sangre de Cristo; nosotros decimos que sí
comieron su cuerpo y bebieron su sangre, aunque aún no hubiera nacido ni
se hubiera encarnado.
Ferus dice: “No debemos tomar la carne y la sangre de Cristo con nuestras
manos, sino con nuestra fe. El que cree, pues, que Cristo ha entregado su
cuerpo por nosotros y ha derramado su sangre para la remisión de nuestros
pecados y por eso deposita toda su esperanza y confianza en Cristo
crucificado, ese hombre come verdaderamente el cuerpo y la sangre de
Cristo”.
Ford, citando al cardenal Cayetano, dice: “Comer la carne de Cristo y
beber su sangre es creer en la muerte de Jesucristo. De modo que el sentido
es este: si no utilizáis la muerte del Hijo de Dios como comida y bebida, no
tenéis la vida del Espíritu en vosotros”.
La opinión, sostenida por muchos, de que a pesar de que nuestro Señor
no se refiriera explícitamente a la Cena del Señor en este texto, sí hizo
referencia a ella implícitamente, me parece muy vaga e insatisfactoria, y
concebida únicamente para confundirnos. Nuestro Señor está hablando de
algo que dice que es absoluta e indispensablemente necesario para la vida
eterna. ¿Qué sentido tiene introducir un precepto que no es absolutamente
necesario e insistir en que lo tenía en mente? Creo que la verdad se
encuentra precisamente en el sentido opuesto. Creo que fue después, cuando
nuestro Señor instituyó la Cena del Señor, cuando tuvo en mente la doctrina
de este texto y utilizó palabras que tenían la intención de recordar esta
doctrina a los discípulos. Pero creo que aquí estaba hablando de algo mucho
más elevado y más importante que la Cena del Señor. Cuando habló de lo
menor, no me cabe duda que tenía intención de referirse a lo mayor y
recordárselo a sus discípulos. Pero cuando habló, como hizo aquí, de lo
mayor, soy completamente incapaz de creer que tuviera intención de
referirse a lo menor.
Si nuestro Señor se estaba refiriendo verdaderamente a la Cena del Señor
cuando habló de comer su carne y beber su sangre, es imposible entender
cómo los católicos romanos pueden negarle la copa al laicado. Se dice
claramente que “beber la sangre de Cristo” es tan necesario para la vida
eterna como “comer el cuerpo de Cristo”. ¡Sin embargo, la Iglesia católica
romana no permite que el laicado beba la sangre de Cristo! Evidentemente,
es el peso de este argumento lo que lleva a algunos autores católicos
romanos a negar que este pasaje haga referencia al sacramento. Es un error
suponer que hay unanimidad entre ellos al respecto.
Rollock comienza por preguntar por qué nuestro Señor no dijo claramente
a sus oyentes que, cuando hablaba de comer y beber, no se refería a un acto
corporal, sino espiritual: creer. Responde que en este caso, como en los
demás, nuestro Señor no se esforzó tanto en hacer entender a los hombres
las palabras como en crear el sentimiento y el conocimiento experimental de
las cosas. Cuando el corazón empieza a sentir de verdad, las palabras se
entienden con rapidez.
Considero muy dudosa la distinción que establecen Alford y otros entre la
“carne” y la “sangre” de este texto. Piensan que “comer la carne” se refiere
generalmente a la participación en los beneficios de la encarnación de Cristo
y su ascensión al Cielo con un cuerpo humano; y que “beber la sangre” se
refiere especialmente a la participación en los beneficios comprados por
medio de su muerte. No estoy muy seguro de que esto sea correcto. En el
versículo 57, nuestro Señor, al hablar brevemente acerca de la verdad que
acaba de enunciar, solo dice: “El que me come, él también vivirá por mí”.
¡Sin duda, ese “comer” representa ahí la participación tanto en los beneficios
de su muerte como en los de su vida!
Tengo la impresión de que nuestro Señor menciona aquí la “carne y
sangre” para dejar claro a los judíos que hablaba de su propia muerte y del
ofrecimiento de todo su cuerpo en sacrificio en la Cruz. El cuerpo de la
ofrenda de pecado era una parte tan esencial del sacrificio como lo era la
sangre (cf. Levítico 4:1–12). Igualmente, era preciso comer la carne del
cordero pascual además de rociar la sangre. La “carne y sangre” se
mencionan conjuntamente porque nuestro Señor pensaba en el ofrecimiento
de sí mismo como ofrenda de pecado; y porque quería dejar claro que se
estaba refiriendo a la “muerte” de su cuerpo para que el alma del hombre
pudiera vivir. El hombre no solo debe alimentarse de Cristo encarnado, sino
también de Cristo crucificado como expiación de nuestro pecado y ofrenda
por el mismo, si quiere tener vida.
V. 54: [El que come […] bebe […] vida eterna]. Este versículo es
exactamente lo contrario del anterior. Igual que se había dicho que sin comer
y beber no había vida, ahora se dice que el que come y bebe tiene vida. Creo
que estas palabras, como ya he señalado, imposibilitan por completo la
interpretación del pasaje como la Cena del Señor. Hay miles de comulgantes
que no tienen vida espiritual alguna. Por otro lado, todo el que alimenta su
alma por fe del sacrificio de Cristo por el pecado, tiene vida eterna aun ahora:
“El que en él cree, no es condenado”; “El que cree en mí, tiene vida eterna”
(Juan 3:18; 6:47).
Nuevamente, debiéramos advertir el disfrute presente de los privilegios
de un verdadero cristiano: “Tiene vida eterna”.
La palabra griega que se traduce como “comer” en este versículo y en el
56 es completamente distinta de la utilizada en el versículo 53. No está muy
claro el motivo de tal diferencia y hasta hoy no ha habido ningún
comentarista que la haya explicado. Leigh, Parkhurst y Schleusner están de
acuerdo en que normalmente el término griego utilizado en este versículo
denota la forma de comer de un animal en contraposición a la de un hombre.
Leigh observa que la palabra “indica comer de forma continuada, como
bestias que comen durante todo el día y parte de la noche”. Me atrevo a
sugerir que la palabra se utiliza deliberadamente a fin de mostrar que
nuestro Señor se refería al hábito de alimentarse continuamente de Él por fe,
durante todo el día. No se refería a la ingestión ocasional de comida material
siguiendo un precepto.
La palabra solo se utiliza en este versículo y en el 56, 57 y 58, así como en
Mateo 24:38 y Juan 13:18.
[Yo le resucitaré en el día postrero]. A mi juicio, estas palabras se repiten
cuatro veces deliberadamente, a fin de mostrar quiénes son aquellos a los
que Cristo se refiere. No está hablando de todos los que reciben la Cena del
Señor, sino de las personas que “el Padre [le] da”; “que el Padre traiga y
vengan a Cristo” (Juan 6:39, 40, 44). Estas son las mismas personas que
comen su carne y beben su sangre por fe. Es a ellos a quienes pertenece el
privilegio de participar en esa primera y gloriosa resurrección, cuando Cristo
llame a su pueblo del sepulcro en su Segunda Venida.
V. 55: [Porque mi carne es verdadera comida, y mi sangre es verdadera
bebida]. El significado viene a ser: “Mi carne es una comida más verdadera y
mi sangre es una bebida más verdadera que cualquier otra comida o bebida.
Es la comida y la bebida en su sentido más elevado, pleno y noble: comida y
bebida para el alma, comida y bebida que satisface, comida y bebida que
dura para la vida eterna” (cf. versículo 35).
Comenta Rollock que la mejor forma de entender este versículo es poner a
Cristo a prueba y alimentarse de Él por fe. Pronto descubriremos cuán ciertas
son estas palabras.
Ferus indica que quizá haya una referencia velada aquí a la fruta prohibida
que Satanás aseguró que sería “verdadera comida y bebida” a Adán y Eva.
Esta contrasta con esa comida. El pecado y la muerte llegaron al comer la
comida ofrecida por Satanás; al comer la comida ofrecida por Cristo, llegan el
Cielo y la vida.
V. 56: [El que come mi carne y bebe mi sangre]. Estas palabras son
exactamente las mismas que las que abren el versículo 54. En un caso se
dice que el hombre que come y bebe la carne y la sangre de Cristo posee
vida eterna, y en el otro se dice que está íntimamente ligado a Él.
[En mí permanece, y yo en él]. Esta expresión tiene el propósito de
hacernos ver la íntima y cercana unión que existe entre Cristo y un verdadero
cristiano. Se dice que un hombre así permanece, o habita, en Cristo y que
Cristo permanece, o habita, en él. Cristo es la casa, el hogar o el refugio en el
que, por así decirlo, reside el alma del creyente; y Cristo permanece en el
corazón del creyente por medio de su Espíritu, consolándole, alimentándole y
fortaleciéndole (cf. 1 Juan 3:24 y 4:15–16). cf. también Juan 15:4, donde
“permaneced en mí, y yo en vosotros” podría haberse traducido igualmente
como: “Habitad en mí, y yo en vosotros”.
Igual que la “comida y bebida” que recibe el cuerpo de un hombre se
convierte en parte de él y pasa a formar parte de su organismo e incrementa
su salud, ánimo y fortaleza, de la misma forma, cuando un hombre alimenta
su alma por fe en el sacrificio de Cristo por sus pecados, es como si Cristo se
convirtiera en parte de él y él se convirtiera en parte de Cristo. En pocas
palabras, se produce una unión íntima entre Cristo y el alma del creyente
como la que se produce entre el alimento del hombre y su cuerpo.
V. 57: [Como me envió el Padre viviente, etc.]. Este versículo explica la
íntima unión entre Cristo y el verdadero creyente por medio de una figura
muchísimo más excelsa y misteriosa que la unión de nuestro alimento y
nuestro cuerpo. La imagen utilizada se extrae de esa inefable e inexplicable
unión que existe entre las dos primeras personas de la Trinidad: Dios el Padre
y Dios el Hijo. Es como si nuestro Señor dijera: “Así como el Padre me envió al
mundo para que naciera de una mujer y llevara a la Humanidad a Dios y, sin
embargo, aunque vivo entre vosotros como hombre, vivo en la unión y
comunión más íntimas con Dios; igualmente, el hombre que alimenta su alma
por la fe en mi sacrificio por los pecados, vivirá en la unión y comunión más
íntimas conmigo”. En pocas palabras, la unión entre Cristo y el verdadero
cristiano es tan real, verdadera, cercana e inseparable como la unión entre
Dios el Padre y Dios el Hijo. Durante la estancia del Hijo en este mundo, el ojo
carnal poco o nada podía ver su unión con el Padre. Sin embargo, era algo
verdadero y existía. Igualmente, el ojo carnal puede ver poco o nada de la
unión entre Cristo y el hombre que se alimenta por la fe en Cristo. Sin
embargo, es una unión verdadera y real. Igual que el Hijo, a pesar de ser
igual al Padre en lo tocante a su divinidad, vive de forma inefable e
inescrutable por medio del Padre y a través de Él sin que el Hijo esté nunca
sin el Padre ni el Padre sin el Hijo; de la misma forma, el hombre que se
alimenta de Cristo sólo disfruta de vida espiritual a través de Cristo y por
medio de Él. ¿No es este el pensamiento de S. Pablo: “Ya no vivo yo, mas vive
Cristo en mí”; “para mí el vivir es Cristo, y el morir es ganancia” (Gálatas
2:20; Filipenses 1:21)?
No está muy claro si nuestro Señor estaba hablando aquí de su naturaleza
humana o de su naturaleza divina. Me inclino a pensar, junto con Cirilo y
Crisóstomo, que se refiere a su naturaleza divina.
Comenta Rollock que aquí se nos habla de tres seres vivientes. 1) El Padre
viviente. 2) El Hijo viviente. 3) El creyente viviente. Así como estamos
seguros de la vida del Padre, igualmente podemos estar seguros de la vida
del creyente. Las tres vidas van unidas.
Señala Hutcheson: “La vida de Cristo por medio del Padre no solo es
garantía de nuestra vida, sino que nuestra vida guarda cierta relación o
similitud con la suya. Porque así como se le comunica vida por medio de
generación eterna, igualmente, por medio de la regeneración se nos hace
partícipes de la naturaleza divina”.
Comenta Winer que la preposición griega traducida como “por”, en este
versículo, significa literalmente “por cuenta de”, y que la frase significa
estricta y precisamente: “Vivo debido a mi Padre”, esto es: “Vivo porque mi
Padre vive”. Schleusner y Parkhurst dicen algo muy parecido.
El “Padre viviente” es una frase extraordinaria. Es como el “Dios viviente”
(Juan 6:69; Hechos 14:15; Romanos 9:26; 2 Corintios 3:3; 6:16; 1
Tesalonicenses 1:9; 1 Timoteo 6:17). Tiene que hacer referencia al Padre que
es la fuente de vida: que “tiene vida en sí mismo” (Juan 5:26).
V. 58: [Este es el pan que, etc.]. Aquí nuestro Señor resume todo su
sermón. Retrocede a la afirmación con que los judíos habían comenzado,
acerca del maná que comieron sus padres en el desierto, y repite los
principales puntos que desea que recuerden sus oyentes. Los puntos son los
siguientes: 1) Qué Él mismo era el verdadero pan que había descendido del
Cielo para alimentar al mundo por medio de su propio sacrificio. 2) Que no
debían aferrarse a la idea de que sus padres habían comido de este pan
verdadero, puesto que todos murieron en el desierto y sus almas no
obtuvieron beneficio alguno del maná. 3) Y que, por el contrario, aquellos que
comieran del pan que Él había venido a entregar, vivirían para siempre,
tendrían vida eterna y sus almas no perecerían jamás. Es como si hubiera
dicho: “Este sacrificio de mí mismo es el verdadero pan del Cielo del que os
hablé al principio. Los que comen de este pan se encuentran en una situación
muchísimo mejor que la de vuestros padres cuando comieron el maná en el
desierto. Vuestros padres murieron a pesar del maná, y además de eso no
recibieron beneficio espiritual alguno. Por el contrario, aquel que coma por fe
del pan de mi sacrificio por el pecado, tendrá vida eterna y su alma no morirá
jamás”. Debiéramos advertir que todas las expresiones de este versículo se
han utilizado frecuentemente en el sermón y ahora se agrupan y presentan
en una sola idea.
V. 59: [Estas cosas dijo en la sinagoga, […] Capernaum]. Creo que este
versículo no recibe la suficiente atención. Pido a todos que lo comparen con
el comienzo del sermón de este capítulo, en el versículo 25: “Y hallándole al
otro lado del mar, le dijeron: Rabí, ¿cuándo llegaste acá?”, etc. ¿Debemos
suponer que le hallaron en la sinagoga? Me parecería impensable. Creo que
debió de haber una breve interrupción o pausa en el sermón. Comenzó en el
lugar donde desembarcaron, o en las afueras de la ciudad. Después, tras un
breve intervalo de quizá unas pocas horas, se retomó en la sinagoga. Y, como
ya he dicho anteriormente, creo que la interrupción se encuentra en el
versículo 41.
Tanto el sermón de este capítulo como el del anterior tienen este punto en
común, esto es, que parecen haber sido pronunciados ante asambleas de
judíos formalmente constituidas.
Como conclusión de las notas de este importantísimo pasaje, aprovecho la
ocasión para expresar mi absoluta discrepancia de la opinión comúnmente
sostenida de que el capítulo 6 de Juan tiene el propósito de enseñar la
verdadera doctrina de la Cena del Señor, igual que la intención del capítulo 3
era enseñar la verdad acerca del Bautismo. Mi opinión es completamente la
contraria. Sostengo que no se hace referencia en absoluto a los sacramentos
en ninguno de estos dos capítulos. Creo que el capítulo 3 tenía el propósito
de contrarrestar las ideas erróneas que había con respecto al Bautismo,
enseñando la mucho más elevada verdad de la regeneración espiritual; y
creo que el capítulo 6 tenía el propósito de contrarrestar las ideas erróneas
que había con respecto a la Cena del Señor, enseñando la mucho más
elevada verdad de la necesidad de alimentarse del sacrificio de Cristo por fe.
De hecho, el verdadero antídoto contra las ideas erróneas acerca del
Bautismo y la Cena del Señor es una correcta comprensión de los capítulos 3
y 6 del Evangelio según S. Juan y de toda la primera Epístola de Juan. Al
escribir, como hizo S. Juan, siendo el último de los autores inspirados, creo
que se le inspiró para que dejara constancia de cosas que la Iglesia de Cristo
necesitaba conocer a toda costa. Y considero un hecho extraordinario que,
mientras que omite por completo la descripción de la institución de la Cena
del Señor y dice poco o nada del Bautismo en el Evangelio, al mismo tiempo
hace mucho hincapié en otras dos importantes verdades previendo el peligro
de que cayeran en el olvido: el nuevo nacimiento y la fe en la expiación. Sin
duda, es posible honrar el Bautismo y la Cena del Señor sin que los veamos
en todas partes en nuestra interpretación de la Escritura.

Juan 6:60–65

En estos versículos vemos que algunas de las afirmaciones de Cristo


resultan duras para la carne y la sangre. Se nos dice que “muchos” de
los que habían seguido a nuestro Señor durante un tiempo se
ofendieron cuando habló de “[comer su] carne y [beber su] sangre”.
Murmuraron y dijeron: “Dura es esta palabra; ¿quién la puede oír?”.
Las murmuraciones y quejas de este tipo, son muy comunes. Nunca
debe sorprendernos escucharlas. Han existido, existen y existirán
mientras el mundo siga en pie. A algunos, las afirmaciones de Cristo
les parecen difíciles de entender. A otros, como sucede en este caso,
les parecen difíciles de creer y más difíciles aún de obedecer. Solo es
una de las múltiples formas en que se manifiesta la corrupción natural
del hombre. Mientras el corazón sea por naturaleza orgulloso,
mundano e incrédulo y esté satisfecho consigo mismo, cuando no del
pecado, no faltarán personas que digan de las doctrinas y preceptos
cristianos: “Dura es esta palabra; ¿quién la puede oír?”.
Si no queremos escandalizarnos, debemos orar y esforzarnos por
alcanzar una actitud humilde. Si algunas de las afirmaciones de Cristo
nos parecen difíciles de entender, debiéramos recordar con humildad
nuestra presente ignorancia y creer que ya poseeremos mayores
conocimientos. Si algunas de sus afirmaciones nos parecen difíciles de
entender, debiéramos recordar humildemente que jamás nos pedirá lo
imposible y que nos dará gracia para llevar a cabo aquello que nos
pide.
En segundo lugar, en estos versículos vemos que debemos
cuidarnos de atribuir un significado carnal a palabras espirituales.
Leemos que nuestro Señor dijo a los judíos que murmuraban ante la
idea de comer su carne y beber su sangre: “El espíritu es el que da
vida; la carne para nada aprovecha; las palabras que yo os he hablado
son espíritu y son vida”.
Sería inútil negar que este versículo está plagado de dificultades.
Contiene expresiones “difíciles de entender”. Es mucho más fácil tener
una impresión general de tiempo-5oda la frase que explicarla palabra
por palabra. Comoquiera que sea, hay cosas que podemos ver y
entender con claridad. Consideremos cuáles son.
Nuestro Señor dice: “El espíritu es el que da vida”. Con esto, quiere
decir que el Espíritu Santo es el autor específico de la vida espiritual en
el alma del hombre. Es por medio de Él como se imparte en primera
instancia y luego se mantiene y sustenta. Si los judíos pensaban que
quería decir que un hombre podía tener vida espiritual comiendo y
bebiendo corporalmente, estaban gravemente equivocados.
Nuestro Señor dice: “La carne para nada aprovecha”. Con esto,
quiere decir que ni su carne ni cualquier otra comida literalmente
puede hacer bien alguno al alma. El beneficio espiritual no se obtiene
por medio de la boca sino del corazón. El alma no es algo material y no
se puede alimentar, pues, con comida material.
Nuestro Señor dice: “Las palabras que yo os he hablado son espíritu
y son vida”. Con esto, se está refiriendo a que el verdadero medio para
producir una influencia espiritual y transmitir vida espiritual, son sus
palabras y enseñanzas aplicadas al corazón por medio del Espíritu
Santo. Por medio de palabras se engendran y despiertan
pensamientos. Por medio de palabras se sacude la mente y la
conciencia. Y las palabras de Cristo conmueven el espíritu y transmiten
vida de forma especial.
El principio contenido en este versículo, no importa lo débilmente
que comprendamos su pleno significado, merece especial atención en
estos tiempos. Muchas personas tienden a atribuir excesiva
importancia a lo externo y visible, al componente “del hacer” en la
religión. Parecen pensar que la base y la quintaesencia del cristianismo
consiste en el Bautismo, la Cena del Señor, las ceremonias y
formalidades públicas, en apelar a los sentidos y a las emociones
corporales. Ciertamente, olvidan que el “espíritu es el que da vida” y
que “la carne para nada aprovecha”. No es tanto por medio de
ruidosas demostraciones públicas como de la callada obra del Espíritu
Santo en los corazones como prospera la causa de Dios. Son las
palabras de Cristo entrando en las conciencias las que son “espíritu y
son vida”.
Finalmente, en estos versículos vemos que Cristo conoce a la
perfección los corazones de los hombres. Leemos que “sabía desde el
principio quiénes eran los que no creían, y quién le había de entregar”.
Este tipo de frases aparece con tal frecuencia en los Evangelios que
tendemos a subestimar su importancia. Sin embargo, son pocas las
verdades cuyo recuerdo proporciona tanto provecho a nuestras almas
como la que aparece en la frase que tenemos ante nosotros. ¡El
Salvador con el que nos relacionamos es alguien que conoce todas las
cosas!
¡Cuánta luz arroja esto sobre la maravillosa paciencia del Señor
Jesús en los tiempos de su ministerio terrenal! Conocía el dolor y la
humillación que le esperaban así como la forma en que habría de
morir. Conocía la incredulidad y la traición de algunos que profesaban
ser amigos íntimos. Pero, “por el gozo puesto delante de él”, lo soportó
todo (Hebreos 12:2).
¡Cuánta luz arroja esto sobre la hipocresía y las falsas profesiones
religiosas! Los que sean culpables de ello deben recordar que no
pueden engañar a Cristo. Los ve, los conoce y los dejará a descubierto
en el último día, a menos que se arrepientan. Independientemente de
lo buenos cristianos y lo débiles que seamos, seamos reales, genuinos
y sinceros.
Por último, ¡cuánta luz arroja esto sobre el peregrinaje diario de
todos los verdaderos cristianos! Que les sirva de aliento el hecho de
que su Maestro les conoce. No importa lo que los desconozca y
malentienda el mundo, su Maestro conoce sus corazones y los
consolará en el último día. Afortunados los que, a pesar de sus muchas
debilidades, pueden decir con Pedro: “Señor, tú lo sabes todo; tú sabes
que te amo” (Juan 21:17).

Notas: Juan 6:60–65


V. 60: [Muchos de sus discípulos]. Está claro que estos no eran
verdaderos creyentes. Muchos de los que siguieron a nuestro Señor y se
hacían llamar sus “discípulos”, no tenían verdadera gracia en sus corazones y
le seguían guiados por motivaciones carnales. Debemos esperar
encontrarnos con lo mismo en todas las épocas. No todos los que vienen a la
iglesia ni todos los que profesan admirar y seguir a predicadores populares
son verdaderos cristianos. Esto se olvida demasiado a menudo.
[Dura es esta palabra]. Esto no significa “dura” en el sentido de que es
“difícil de entender”. No es tanto “dura de comprender” como “dura de
sentir”. Parkhurst la define como “ofensiva para la mente”. Es la misma
palabra que se utiliza en la parábola de los talentos —“eres hombre duro”
(Mateo 25:24)— y en la Epístola de Judas: “Todas las cosas duras que los
pecadores impíos han hablado contra él” (Judas 15).
Algunos piensan que “dura es esta palabra” hace referencia a todo el
sermón. Mi opinión es que se refiere específicamente a las últimas palabras
de nuestro Señor con respecto a comer su carne y beber su sangre.
[¿Quién la puede oír?]. Evidentemente, aquí el “oír” es oír para creer,
recibir y obedecer. “¿Quién puede creer, recibir y obedecer semejante
palabra?” (cf. Juan 5:24; 8:43; 10:3, 16, 27; 18:37; 1 Juan 4:6).
V. 61: [Sabiendo Jesús en sí mismo]. Esto significa que sabía por medio de
ese conocimiento divino a través del cual siempre “sabía lo que había en el
hombre” (Juan 2:25).
[Sus discípulos murmuraban de esto]. Habló en el mismísimo momento en
que estaban murmurando.
[¿Esto os ofende?]. Esto significa: “¿Os resulta mi afirmación tropezadero?
¿Es la doctrina de comer mi carne y beber mi sangre una doctrina demasiado
humillante como para que la reciban vuestros corazones?”.
V. 62: [¿Pues qué, si viereis al Hijo del Hombre subir?]. Esto significa:
“¿Qué pensaréis y diréis de mi ascensión al Cielo? ¿Cómo os sentiríais si
vierais a este cuerpo ascender al Cielo del que descendí? ¿No os ofenderíais
mucho más?” (cf. Juan 3:12).
Recordemos que lo primero acerca de lo que “murmuraron” los judíos fue
la afirmación de nuestro Señor de que había “descendido del Cielo”. Lo
segundo fue su afirmación de que les daría a comer su carne. En ambas
ocasiones se trataba del cuerpo humano de nuestro Señor. Aquí, nuestro
Señor les pregunta qué pensarían si vieran “subir” al mismo cuerpo al Cielo.
Aun entonces, tras su ascensión, tendrían que “[comer su] carne y [beber su]
sangre”, si deseaban la vida eterna. ¿Qué pensarían de eso? ¿No les
parecería más difícil aún de recibir y creer?
[¿Adonde estaba primero?]. Esta es una expresión inexplicable para
cualquier sociniano. Es una clara aseveración de la “preexistencia” de Cristo.
Algunos —como Olshausen y Tholuck— piensan que nuestro Señor está
hablando solamente de forma general: “Si os ofendéis y no creéis ahora que
estoy con vosotros, ¡cuánto más será así cuando me vaya!”. Pero esta es una
interpretación fría e insatisfactoria.
Para ser justos, deberíamos decir que, junto con Crisóstomo, Cirilo,
Teofilacto y otros, Stier piensa que nuestro Señor no quería decir que su
ascensión sería una dificultad mayor para sus discípulos, sino que, por el
contrario, eliminaría sus dudas y aliviaría la ofensa que ahora sentían.
Hutcheson y Alford parecen estar de acuerdo con esto. Pero yo no lo veo así.
Stier piensa que nuestro Señor quería decir: “Entonces, tras mi ascensión, se
os revelará cómo y de qué forma mi corporeidad humana, celestial y
glorificada, puede entregarse para ser comida y bebida” (cf. Juan 8:28).
V. 63: [El espíritu es, etc.]. Quizá este texto sea el más difícil del
Evangelio según S. Juan. Es fácil pasar por encima y darse por satisfechos
con una vaga impresión de que significa: “Debemos dar un sentido espiritual
a las palabras de nuestro Señor”. Esa, no cabe duda, es una idea cierta. Pero
al examinar de cerca las palabras que componen este versículo, creo que
nadie puede darse por satisfecho con una interpretación tan somera de la
Escritura. Quizá sea muy cierto que las palabras de nuestro Señor “deben
interpretarse espiritualmente”. Pero decir tal cosa no explica el versículo.
¿Qué quiere decir la expresión: “El espíritu es el que da vida”?
a) Algunos piensan que “el espíritu” significa aquí “la naturaleza divina de
Cristo” (como en Romanos 1:4 y 1 Pedro 3:18) en contraposición a su
naturaleza humana, denominada aquí “[su] carne” (cf. 1 Corintios 15:45).
Consideran que nuestro Señor quiere decir: “El medio para transmitir el
beneficio espiritual a los hombres, es mi naturaleza divina como Dios. Mi
naturaleza humana, como carne, no podría hacer bien alguno a las almas por
sí misma. Comer carnalmente mi carne no os sería, pues, de utilidad alguna,
y no me refería a tal cosa”.
Esta es la opinión que comparten Cirilo, Cartwright, Poole, el obispo Hall,
Trapp, Toledo, Rollock, Hutcheson, Leigh, Burkitt, Quesnel, Burgon y
Wordsworth.
b) Otros piensan que “el espíritu” significa aquí “el Espíritu Santo”, la
tercera persona de la Trinidad. Consideran que nuestro Señor quiere decir:
“Solo el Espíritu Santo puede transmitir vida espiritual al alma del hombre.
Comer carne meramente, ya sea mi carne o cualquier otra, no puede hacer
bien al hombre interior. Cuando hablé, pues, de ‘comer mi carne’, no me
refería al acto corporal de comer cualquier tipo de carne literal, sino comer de
forma muy distinta y una clase muy diferente de carne”. Esta es la opinión
que comparten Zuinglio, Melanchton, Calvino, Bucero, Ecolampadio, Pellican,
Flacius, Bullinger, Cocceius, Diodati, Piscator, Musculus, Baxter, Lampe,
Henry, Scott, Stier, Besser y Alford.
c) Otros piensan que “el espíritu” significa aquí “el sentido o la doctrina
espiritual” en oposición a “la letra” o el sentido literal del lenguaje
escriturario (cf. 2 Corintios 3:6). Consideran que la frase significa: “Es el
sentido espiritual de mis palabras, y no el literal, lo que aviva o da vida al
alma. Cuando hablé de ‘mi carne’, no me refería a mi carne literalmente, sino
a mi carne en un sentido espiritual. Mi carne literal no serviría de nada a
nadie”. Esta parece ser la opinión de Crisóstomo, Teofilacto, Eutimio,
Brentano, Beza, Ferus, Cornelio à Lapide, Schottgen, Pearce, Parkhurst, A.
Clarke, Faber, Barnes y Webster. Pero no es fácil saber con precisión qué
significado atribuyen en cada caso a las palabras “el espíritu” los intérpretes
que adoptan esta tercera interpretación. No son pocos los matices en sus
opiniones.
Debo reconocer que me resulta difícil dar una opinión decidida acerca de
los respectivos méritos de las tres interpretaciones de la expresión que
tenemos delante. Se puede decir algo a favor de las tres. En líneas generales,
creo que la segunda y la tercera son más satisfactorias que la primera; y a su
vez, prefiero la segunda a la tercera. Pero digo esto con muchas dudas.
Rollock, que defiende con convicción que “el espíritu” significa la
naturaleza divina de Cristo, sostiene que “la carne” hace referencia a toda la
naturaleza humana de Cristo. Piensa que el significado de “la carne para
nada aprovecha” es que todas las obras del cuerpo de nuestro Señor —ya
sea en su vida o en su muerte: su cumplimiento de la Ley y sus sufrimientos
en la Cruz— obtienen toda su eficacia de la unión de las dos naturalezas. “Es
la naturaleza divina la que proporciona la vida. La naturaleza humana, sola y
separada de la divina, es inútil y no aprovecha para nada”. Sostiene, pues,
que comer únicamente la naturaleza humana de Cristo (esto es, su carne) no
nos haría bien alguno, puesto que, a menos que pudiéramos comer también
su naturaleza divina, no nos serviría de provecho. Concluye, pues, que la
única forma de comer a Cristo provechosamente para el alma tiene que ser
por fuerza comer espiritualmente por fe, y no comer carnalmente la Cena del
Señor. Hutcheson está de acuerdo con esta interpretación.
La expresión “las palabras que yo os he hablado son espíritu y son vida”
es tan difícil como la parte anterior del texto. En cualquier caso, la palabra
“espíritu” que se utiliza aquí no puede significar la naturaleza divina de
Cristo. Si lo interpretáramos de esta forma, la frase no tendría sentido. La
palabra “espíritu” debe significar o bien el “Espíritu Santo”, o “el sentido
espiritual” en contraposición a la letra. De este modo, podríamos parafrasear
la frase como: 1) “Las palabras que os he hablado, recibidas en vuestros
corazones y creídas, son la influencia del Espíritu, la ministración del Espíritu
y el medio utilizado por el Espíritu para proporcionaros vida”. Esta es la
interpretación de Rollock. O bien: 2) “Las palabras que os he hablado deben
interpretarse en un sentido espiritual, o son palabras espirituales; e
interpretadas de esa forma, proporcionan vida al alma”. Esta es la
interpretación de S. Agustín.
Debo confesar que ninguna de estas explicaciones me parece del todo
satisfactoria; pero, a mi modo de ver, es lo más cerca que se puede llegar de
una interpretación satisfactoria. Evidentemente, la frase es concisa y elíptica
y es imposible transmitir su significado sin parafrasearla.
Alford la parafrasea del siguiente modo: “Las palabras que he hablado,
esto es, ‘mi carne y mi sangre’, son espíritu y vida: espíritu, no solamente
carne; comida viviente, no carnal y perecedera”. Me inclino a pensar que esta
explicación no es más precisa o satisfactoria que cualquiera de las que ya he
indicado.
Probablemente, la expresión “las palabras que yo os he hablado” deba
restringirse a las palabras que nuestro Señor había dicho acerca de comer su
carne y beber su sangre y no considerarse una referencia al sermón en su
totalidad.
Después de todo, independientemente de lo difícil y elíptica que sea la
frase que tenemos delante, hay una verdad que arroja luz sobre ella con la
que todo verdadero creyente debiera estar familiarizado. Las palabras de
Cristo puestas de manifiesto a los corazones humanos por medio de su
Espíritu son el gran instrumento utilizado para avivar y dar vida espiritual a
los hombres. El Espíritu graba las palabras de Cristo en la conciencia del
hombre. Estas palabras engendran los pensamientos y convicciones en la
mente del hombre. Toda la vida espiritual del hombre procede de estos
pensamientos. El alma no se beneficia de los actos corporales, como comer y
beber, sino de las impresiones espirituales que solo el Espíritu puede
producir. Para producir estas impresiones espirituales, el Espíritu emplea
como instrumento específicamente las “palabras” de Cristo, y de ahí el gran
principio de que sus palabras “son espíritu y son vida”.
V. 64: [Pero hay algunos de vosotros que no creen]. La relación de esta
frase con la anterior parece ser la siguiente: “La verdadera explicación de
vuestras murmuraciones y de que penséis que mis palabras son ‘duras’ es
vuestra falta de fe. En realidad no creéis que sea el Mesías, aunque me
hayáis seguido y profeséis ser mis discípulos. Y al no creer realmente en mí,
os ofende la idea de comer mi carne y beber mi sangre”.
[Porque Jesús sabía desde el principio […] no creían]. Este es uno de los
muchos lugares en que se declara el conocimiento divino que tenía nuestro
Señor de todos los corazones y las personalidades. Nunca le engañaron las
multitudes ni la aparente popularidad, como a menudo les sucede a sus
ministros. Cuando dice “desde el principio”, probablemente quiere decir
“desde el principio de su ministerio y desde el momento en que los ‘muchos’
incrédulos profesaron ser sus discípulos en primera instancia”. Por supuesto,
nuestro Señor, como Dios, sabía todas las cosas “desde el principio” del
mundo. Pero no parece necesario suponer que este sea el significado aquí.
Señala Rollock el ejemplo que dio nuestro Señor de enseñanza y
predicación pacientes a todos sin excepción, aunque sabía que muchos no
creían y que tampoco iban a hacerlo. Indica el patrón que supone para los
ministros. Cristo sabía exactamente quién creería. Los ministros no lo saben.
[Quién le había de entregar]. No debiera pasarnos desapercibida en esta
expresión la maravillosa paciencia de nuestro Señor al permitir que alguien
de quien sabía que estaba a punto de entregarle fuera uno de sus discípulos.
Indudablemente, esto tiene el propósito de enseñarnos que debemos esperar
encontrar profesiones falsas en todas partes y que no deben pillarnos por
sorpresa. ¡Cuánto debiéramos tolerar y soportar si nuestro Señor toleró a
Judas a su lado! El dolor y la pena que la presciencia de la conducta de Judas
debió de causar en el corazón de nuestro Señor es un aspecto de sus
sufrimientos que no debiéramos olvidar.
V. 65: [Y dijo: Por eso os he dicho, etc.]. El sentido de este versículo
parece ser el siguiente: “Hay algunos de vosotros que no creen y esa es la
razón por que dije que ningún hombre puede venir a mí a menos que el Padre
le dé gracia para venir y lleve su corazón a mí. El Padre no os ha dado gracia
ni os ha traído a mí, y por eso no creéis”.

Juan 6:66–71

Estos versículos constituyen la penosa conclusión del famoso sermón


de Cristo que ocupa la mayor parte del capítulo 6. Proporcionan una
triste prueba de la dureza y corrupción del corazón humano. Muchos
escucharon en vano aun cuando el predicador era el Hijo de Dios.
Advirtamos en este pasaje lo viejo que es el pecado de volverse
atrás. Leemos que, cuando nuestro Señor hubo explicado lo que quería
decir con “[comer su] carne y [beber su] sangre”, “desde entonces
muchos de sus discípulos volvieron atrás, y ya no andaban con él”.
No cabe duda que la verdadera gracia de Dios es una posesión
eterna. No hay ningún hombre que la pierda por completo una vez que
la ha recibido. “El fundamento de Dios está firme”; “no perecerán
jamás” (2 Timoteo 2:19; Juan 10:28). Pero, dondequiera que haya una
religión verdadera, existe una religión falsa y fraudulenta en la Iglesia;
y hay miles que pueden apartarse y de hecho se apartan de esa gracia
fraudulenta. Como los oyentes del terreno pedregoso en la parábola
del sembrador, muchos “no tienen raíces; creen por algún tiempo y, en
el tiempo de la prueba, se apartan”. No es oro todo lo que reluce. No
todas las flores dan fruto. No son Israel todos aquellos denominados
Israel. Los hombres pueden tener sentimientos, deseos, convicciones,
determinaciones, esperanzas, gozos y penas en la religión y, sin
embargo, no tener la gracia de Dios. Pueden estar en el buen camino
durante un tiempo y buscar sinceramente alcanzar el Cielo y, sin
embargo, venirse abajo por completo poco después, volver al mundo y
acabar como Demas, Judas Iscariote y la esposa de Lot.
Jamás debe sorprendernos ver y oír de tales casos en nuestra
época. Si sucedió en tiempos de nuestro Señor y bajo la enseñanza de
nuestro Señor, con más razón podemos esperar que suceda ahora. Por
encima de todo, no debe sacudir jamás nuestra fe ni desviarnos de
nuestro camino. Al contrario, debemos hacernos a la idea de que habrá
personas que se vuelvan atrás en la Iglesia mientras el mundo siga en
pie. El incrédulo cínico que defiende su incredulidad señalando a esas
personas tendrá que buscarse un argumento mejor que su ejemplo.
Olvida que allí donde haya dinero legal siempre habrá monedas falsas.
En segundo lugar, advirtamos en este pasaje la noble declaración
de fe que hizo el apóstol Pedro. Nuestro Señor había dicho a los Doce,
cuando muchos se volvieron atrás: “¿Queréis acaso iros también
vosotros?”. De inmediato, Pedro respondió con su celo y fervor
característicos: “¿A quién iremos? Tú tienes palabras de vida eterna. Y
nosotros hemos creído y conocemos que tú eres el Cristo, el Hijo del
Dios viviente”.
La confesión contenida en estas palabras es ciertamente
extraordinaria. Viviendo como vivimos en una país que se declara
cristiano y rodeados de privilegios cristianos, difícilmente podemos
hacernos una idea adecuada de su verdadero valor. Que un humilde
judío dijera de alguien al que los fariseos y escribas rechazaban por
igual: “Tú tienes palabras de vida eterna […] tú eres el Cristo”, era un
tremendo acto de fe. No sorprende que nuestro Señor dijera en otro
lugar: “Bienaventurado eres, Simón, hijo de Jonás, porque no te lo
reveló carne ni sangre, sino mi Padre que está en los cielos” (Mateo
16:17).
Pero la pregunta con que comienza Pedro es tan extraordinaria
como su confesión: “¿A quién iremos?” —dijo el noble Apóstol—. “¿A
quién seguiremos? ¿Qué otro maestro elegiremos? ¿Dónde hallaremos
guía alguna para el Cielo que pueda compararse contigo? ¿Qué
ganaremos abandonándote? ¿Qué escriba, qué fariseo, qué saduceo,
qué sacerdote, qué rabino, puede mostrarnos palabras de vida eterna
como las que nos muestras?”.
Todo verdadero cristiano puede plantear valerosamente esta
pregunta cuando se le inste o tiente a renunciar a su religión y volver
al mundo. A aquellos que odian la religión les resulta fácil hallar fisuras
en nuestra conducta, presentar objeciones a nuestras doctrinas y
encontrar errores en nuestras prácticas. Quizá en ocasiones sea difícil
proporcionarles una respuesta. Pero, después de todo, ¿“a quién
iremos” si renunciamos a nuestra religión? ¿Dónde hallaremos paz,
esperanza y consuelo como los que proporciona servir a Cristo, por
muy pobremente que le sirvamos? ¿Podemos salir ganando al dar la
espalda a Cristo y volver a nuestras viejas costumbres? No podemos.
Prosigamos, pues, en nuestro camino y perseveremos.
Por último, advirtamos en este pasaje qué poco beneficio obtienen
algunas personas de los privilegios religiosos. Leemos que nuestro
Señor dijo: “¿No os he escogido yo a vosotros los doce, y uno de
vosotros es diablo?”. Y luego se dice: “Hablaba de Judas Iscariote, hijo
de Simón”.
Si ha habido algún hombre que tuviera grandes privilegios y
oportunidades, ese fue Judas Iscariote. Discípulo elegido, compañero
constante de Cristo, testigo de sus milagros, oyente de sus sermones,
alguien en el que se había delegado la predicación de su Reino,
compañero y amigo de Pedro, Santiago y Juan; sería imposible
imaginar una situación más favorable para el alma de un hombre. Sin
embargo, si ha habido alguien que cayera irremisiblemente al Infierno
y se hundiera para toda la eternidad, ese fue Judas Iscariote. El
carácter de un hombre del que nuestro Señor podía decir que era
“diablo” tenía que ser ciertamente perverso.
Tengamos muy claro que el disfrute de privilegios religiosos no
basta por sí solo para salvar nuestras almas. Lo que un hombre
necesita para convertirse en cristiano no es el lugar, la luz, la
compañía o las oportunidades, sino la gracia. Teniendo gracia,
podemos servir a Dios en la posición más difícil; como Daniel en
Babilonia, Abdías en la corte del rey Acab y los santos de la casa de
Nerón. Sin gracia, podemos vivir bañados por el resplandor del rostro
de Cristo y, sin embargo, perdernos trágicamente como Judas. No
descansemos jamás, pues, hasta que la gracia reine en nuestras
almas. La gracia es para los que la piden. Hay Uno sentado a la diestra
de Dios que ha dicho: “Pedid, y se os dará” (Mateo 7:7). El Señor Jesús
está más dispuesto a conceder gracia que el hombre a buscarla. Si los
hombres no la tienen es porque no la piden.

Notas: Juan 6:66–71


V. 66: [Desde entonces]. Se puede dudar si las palabras griegas podrían
haberse traducido mejor como “tras esto”, “después de esta conversación”.
[Muchos de sus discípulos]. Esta expresión muestra que el número de
personas que seguían a nuestro Señor y profesaban ser sus discípulos debió
de ser grande.
[Volvieron atrás]. Esta es una expresión metafórica que significa “retirada,
deserción, abandono de una posición que se ocupaba anteriormente”. Es la
misma que se traduce al relatar la llegada de los judíos para arrestar a
nuestro Señor en el huerto como “retrocedieron, y cayeron a tierra” (Juan
18:6).
[Ya no andaban con él]. La interpretación más sencilla de esta expresión
es que los que desertaron de nuestro Señor ya no le acompañaron en sus
predicaciones, tal como habían hecho hasta entonces, sino que volvieron a
sus casas. Ningún ministro del Evangelio debiera sorprenderse si le ocurre
algo semejante.
Probablemente no faltaran entre estos “discípulos” los que habían
deseado convertir a nuestro Señor en “rey” el día anterior. Así es la
popularidad; ¡hoy se disfruta y mañana ya no!
V. 67: [Dijo entonces Jesús a los doce: ¿Queréis acaso iros también
vosotros?]. No podemos suponer que nuestro Señor hiciera esta pregunta
como si no supiera cuál sería la respuesta de los Apóstoles. Podemos estar
seguros que aquel que “sabía desde el principio quiénes eran los que no
creían” (v. 64) conocía los corazones de sus Apóstoles. Evidentemente, la
pregunta se planteó para poner a prueba a sus seguidores elegidos y obtener
de ellos la expresión de un sentimiento (cf. Juan 6:6).
Debemos advertir que esta es la primera ocasión en que Juan habla de
“los doce”. A través de los otros Evangelios sabemos que se utilizó a “los
doce” para distribuir los panes y los peces en la alimentación de los 5000 (cf.
Lucas 9:12, 17).
V. 68: [Le respondió Simón Pedro]. Como en otros pasajes de los
Evangelios, aquí se manifiesta el fervor y el ímpetu del carácter de Pedro. Es
el primero en hablar y habla en nombre de sus hermanos tanto como de sí
mismo. Solo la noche antes de esta misma escena había sido el primero en la
tormenta en el lago en decir: “Señor, si eres tú, manda que yo vaya a ti sobre
las aguas” (Mateo 14:28). Y aquí, de la misma forma, es el primero en
profesar en alta voz su determinación de no marcharse, así como su fe en
Cristo.
[¿A quién iremos?]. Esta pregunta es un fuerte estallido de sentimientos.
“¿A qué maestro, a qué señor, a qué dirigente iremos si te abandonamos?
¿Dónde hallaremos a alguien como tú? ¿Qué ganaríamos abandonándote?”.
Era una pregunta natural si recordamos el estado de la nación judía y el
predominio generalizado del farisaísmo y el saduceísmo. Pero esto no es
todo. Todos los cristianos verdaderos pueden hacerla cuando se vean
tentados a abandonar el servicio de Cristo. Ciertamente, el verdadero
cristianismo tiene su cruz. Conlleva pruebas y persecución. ¿Pero a quién
iremos si renunciamos a Cristo? ¿Nos proporcionarán algo mejor la
incredulidad, el deísmo, el socinianismo, el romanismo, el formalismo, el
racionalismo o la mundanalidad? ¡Solo hay una respuesta! No pueden.
[Tú tienes palabras de vida eterna]. “Tú puedes instruirnos acerca de la
vida eterna de una forma que ningún otro puede y de una forma que edifica y
proporciona consuelo a nuestras almas. No podemos abandonar las
afirmaciones que brotan continuamente de tus labios acerca de la vida
eterna”. Debiéramos recordar la expresión de nuestro Señor: “Las palabras
que me diste, les he dado” (Juan 17:8).
V. 69: [Y nosotros hemos creído y conocemos]. Este “nosotros” tiene un
carácter enfático. “No importa lo que otros piensen, no importa cuántos se
marchen y te abandonen tras seguirte durante un tiempo, nosotros no
haremos lo mismo. Hemos creído y conocido y creemos y conocemos”.
[Tú eres el Cristo, el Hijo del Dios viviente]. Esta frase es una noble
confesión, si recordamos el momento en que se hizo y la incredulidad
universalizada de los dirigentes de la nación judía. Se podrá recordar que es
precisamente la misma confesión que se documenta de Pedro, tras la cual
nuestro Señor le dijo: “Bienaventurado eres, Simón, hijo de Jonás, porque no
te lo reveló carne ni sangre, sino mi Padre que está en los cielos” (Mateo
16:17).
Comoquiera que sea, no debemos malentender el alcance de la confesión
de Pedro. Declaró su fe en que nuestro Señor era el Mesías ungido, el Hijo del
Dios viviente. El mesiazgo y la divinidad de Cristo eran cuestiones que él y
los otros Apóstoles habían asimilado profundamente. Pero en aquel momento
no veía ni entendía el sacrificio y la muerte de Cristo y cómo nos sustituyó en
la Cruz (cf. Mateo 16:22–23).
a) Adviértase que el corazón de un hombre puede estar en lo correcto en
relación con Dios aunque desconozca grandes doctrinas de la fe cristiana.
Ciertamente, así sucedió con Pedro y los Apóstoles en aquel momento.
b) Adviértase que no hay nada que le cueste tanto ver al hombre como el
sacrificio de la muerte de Cristo, la sustitución y la expiación. Es posible estar
en lo correcto con respecto a la divinidad y el mesiazgo de Cristo y, sin
embargo, encontrarse en la ignorancia con respecto a su muerte.
c) Adviértase la frecuencia con que los cristianos desconocen el estado de
las almas de otros. Pedro no sospechó nunca que alguno de los Doce fuera un
falso apóstol. Es una terrible prueba de que Judas debió de ser como el resto
de los Apóstoles en toda su conducta y profesión.
V. 70: [¿No os he escogido yo a vosotros los doce?]. No creo que la
“elección” de que se habla aquí signifique más que la elección para el
desempeño de un cargo. Evidentemente, la palabra se utiliza en este sentido
básico en Lucas 6:13: “Escogió a doce de ellos, a los cuales también llamó
apóstoles”; Hechos 6:5: “Eligieron a Esteban, varón lleno de fe”, y Hechos
15:22: “Pareció bien a los apóstoles […], elegir de entre ellos varones y
enviarlos a Antioquía”. Estoy convencido de que, en cada uno de esos casos,
la palabra griega traducida como “elegido” o “escogido”, exactamente la
misma palabra que se utiliza aquí, no puede significar más que “escogidos o
elegidos para un cargo”. Creo —junto con Poole, Henry y Hutcheson— que
este es el significado del término aquí.
Estoy en desacuerdo con el comentario de Alford de que “la elección de
los Doce fue consecuencia de que se los entregara el Padre” y que la
“elección de Cristo, la entrega del Padre y el hecho de que traiga a alguien no
excluyen una perdición final”. Este comentario se basa en la presuposición
gratuita de que el acto de “escoger” aquí mencionado es el mismo que el de
la “elección para salvación”, que es privilegio específico de los creyentes.
Nuestro Señor habla de esa “elección para salvación” en otra parte, donde se
cuida de establecer una distinción entre los verdaderos discípulos y los falsos:
“No hablo de todos vosotros; yo sé a quienes he elegido” (Juan 13:8). Judas
no era partícipe de esa elección para salvación. Es indudable que sí
participaba de esa otra elección para un cargo que se menciona en el
versículo que tenemos delante.
Burgon, como muchos otros, está de acuerdo con Alford e insiste en que
la expresión que tenemos delante es una prueba manifiesta de que los
hombres “elegidos para salvación” pueden caer. Pero su razonamiento me
parece poco concluyente.
Aun Quesnel, el comentarista católico romano, comenta: “El haber sido
llamado para el desempeño de un cargo eclesiástico no es suficiente si un
hombre no vive en concordancia con esa santa vocación”. Toledo, el jesuita
español, dice algo muy parecido.
[…Y uno de vosotros es diablo?]. Esta es una expresión especialmente
fuerte y transmite una impresión terriblemente vívida de la maldad de Judas.
Por supuesto, no era un “diablo” literal y realmente, sino un hombre. El
significado es: “Uno de entre vosotros se encuentra tan completamente
sometido a la influencia del diablo, es un siervo tan absoluto del diablo, que
no merece más que ser llamado diablo”. En otro pasaje, nuestro Señor dice
de los judíos malvados: “Vosotros sois de vuestro padre el diablo” (Juan 8:44).
Igualmente, S. Pablo llama a Elimas “hijo del diablo” (Hechos 13:10). Cuando
más adelante leemos que “el diablo ya había puesto en el corazón de Judas
Iscariote, hijo de Simón, que le entregase”, debe de hacer referencia a la
materialización de un propósito maligno que, bajo la influencia del diablo,
Judas había incubado durante largo tiempo.
Advirtamos que se denomina a Judas “diablo” aun ahora, con gran
antelación a la traición y crucifixión de Cristo. Esto nos ayuda a ver que
jamás fue un discípulo fiel, ni siquiera al principio.
Advirtamos que la única expresión de nuestro Señor que puede
equipararse en intensidad a la que tenemos delante es la que aplica en otra
ocasión a su celoso apóstol Pedro: “¡Quítate de delante de mí, Satanás!”
(Mateo 16:23). No olvidemos al condenar la maldad de Judas que hasta un
apóstol fervoroso y sincero puede llegar a equivocarse de tal forma que
necesite ser reprendido severamente y llamado “Satanás”. ¡Un hombre
profundamente malo es un “diablo”, pero puede llegar a ser preciso llamar
“Satanás” a un hombre bueno!
Observa Rollock que Jesús jamás utilizó una expresión tan fuerte con
respecto a los enemigos manifiestos que tenían el propósito de matarle.
Denominó “diablo” a un apóstol falso e hipócrita. No hay nada tan malvado
como una falsa profesión de fe.
V. 71: [Hablaba de Judas Iscariote, hijo de Simón]. Según algunos, la
palabra “Iscariote” significa “hombre de Queriot”. Queriot era una ciudad de
Judea (cf. Josué 15:25). Según otros, significa “hombre de Isacar”. Según
Lampe y otros, se trata de una palabra siríaca que significa “el portador del
monedero”. Se nos dice que “tenía la bolsa” (Juan 13:29).
Llama la atención que S. Juan llame a Judas “hijo de Simón” en cuatro
ocasiones en su Evangelio. No sabemos con exactitud cuál es el motivo, a
menos que Simón fuera una persona muy conocida de nombre o que S. Juan
deseara dejar claro, citando a su padre, que Judas Iscariote no era S. Judas, el
apóstol fiel y primo de Cristo. No hay prueba alguna de que Judas fuera el hijo
de “Simón el cananista”, el Apóstol, aunque no deja de ser curioso que en la
lista de los Apóstoles que dan Mateo y Marcos, Simón y Judas Iscariote sean
nombrados uno tras el otro (cf. Mateo 10:4; Marcos 3:18).
[Este era el que le iba a entregar]. La expresión parece implicar que era
tan claro que traicionar a un maestro como Cristo era obra del diablo, que
debía hablarse del traidor como “diablo”.
Es extraordinaria la frecuencia de las advertencias del Señor y las
indicaciones que hizo a Judas Iscariote. Observa Rollock que es una terrible
prueba de la dureza del corazón que un hombre advertido de esta forma no
sienta remordimientos de conciencia y se arrepienta.

Juan 7:1–13

Hay un intervalo de tiempo entre el capítulo que ahora comenzamos y


el anterior. S. Juan prácticamente no dice nada acerca de los
numerosos milagros obrados por nuestro Señor mientras “andaba […]
en Galilea”. Los acontecimientos que fue inspirado a documentar
fueron aquellos que se produjeron en Jerusalén o en sus
inmediaciones.
Adviértase en este pasaje la extrema dureza e incredulidad de la
naturaleza humana. Se nos dice que “ni aun sus hermanos creían en
[nuestro Señor]”. A pesar de ser santo, manso e intachable durante su
vida, algunos de sus parientes carnales no le recibieron como el
Mesías. Ya era bastante malo que “los judíos [su propio pueblo,
procuraran] matarle”. Pero era aún peor que “ni aun sus hermanos
[creyeran] en él”.
La gran doctrina escrituraria de que el hombre necesita una gracia
operante y convertidora destaca en este lugar como si estuviera
escrita en letras de oro. Vendría bien a todos los que cuestionan esta
doctrina que echaran un vistazo a este pasaje y reflexionaran.
Obsérvese que ver los milagros de Cristo, oír su enseñanza y vivir en
su compañía no fue suficiente para hacer que los hombres creyeran. La
mera posesión de privilegios espirituales nunca ha hecho que alguien
sea cristiano. Todo es inútil sin la aplicación eficaz de la obra de Dios el
Espíritu Santo. No sorprende que nuestro Señor dijera en otro lugar:
“Ninguno puede venir a mí, si el Padre que me envió no le trajere”
(Juan 6:44).
Los verdaderos siervos de Dios de todas las épocas harán bien en
recordarlo. A menudo se sorprenden y les inquieta descubrir su
aislamiento religioso. Tienden a culparse de la ausencia de conversos
como ellos a su alrededor. Llegan a culparse a sí mismos porque sus
familias siguen siendo mundanas y no se convierten. Pero deben
considerar el versículo que tenemos delante. Nuestro Señor Jesucristo
era perfecto en carácter, palabras y actos. Y sin embargo, “ni aun sus
hermanos creían en él”.
Nuestro bendito Maestro ha aprendido por experiencia a
comprender a todos los miembros de su pueblo que se encuentran
solos. Esta es una idea llena de agradable, dulce e inefable consuelo.
Conoce el corazón de todos los creyentes que se encuentran aislados y
puede compadecerse de sus pruebas. Bebió de esa amarga copa. Pasó
por ese fuego. Que todos los que están desanimados y abatidos debido
a que sus hermanos y hermanas desprecian su religión se dirijan a
Cristo en busca de consuelo y abran sus corazones ante Él. Él mismo
“fue tentado en todo según nuestra semejanza” y puede ayudarnos
además de pasar por la experiencia (Hebreos 2:18).
Por otro lado, adviértase en este pasaje una razón esencial de que
muchos odien a Cristo. Se nos dice que nuestro Señor dijo a sus
hermanos incrédulos: “No puede el mundo aborreceros a vosotros; mas
a mí me aborrece, porque yo testifico de él, que sus obras son malas”.
Estas palabras revelan uno de los principios ocultos que influyen a
los hombres en su manera de afrontar la religión. Ayudan a entender la
profunda enemistad que muchos demostraron hacia nuestro Señor y su
Evangelio durante su ministerio terrenal. Lo que les ofendía no era
tanto las elevadas doctrinas que predicaba como el elevado rasero de
la práctica que proclamaba. Ni siquiera era su reivindicación de que le
recibieran como el Mesías lo que les disgustaba, sino el testimonio que
daba de la maldad en sus vidas. En resumen, podían haber tolerado
sus opiniones si Él hubiera pasado por alto sus pecados.
Este principio, sin duda alguna, es de aplicación universal. Funciona
ahora exactamente igual que hace 1800 años. La verdadera causa de
que a muchos les disguste el Evangelio es la santidad de vida que
exige. Pocos verán defectos en la enseñanza de doctrinas puramente
abstractas. Pero si censuramos los pecados en boga en nuestro tiempo
y llamamos a los hombres al arrepentimiento y a seguir el camino de
Dios, habrá miles que se ofenderán de inmediato. La verdadera razón
de que muchos profesen su incredulidad y vituperen el cristianismo es
el testimonio que da de la maldad de sus propias vidas. Igual que
Acab, lo odian “porque nunca [les] profetiza bien, sino solamente mal”
(1 Reyes 22:8).
Por último, adviértase en este pasaje la extraña diversidad de
opiniones con respecto a Cristo que hubo desde el principio. Se nos
dice que “había gran murmullo acerca de él entre la multitud, pues
unos decían: Es bueno; pero otros decían: No, sino que engaña al
pueblo”. Aquí se cumplieron de forma extraordinaria las palabras que
había pronunciado el anciano Simón treinta años antes. Había dicho a
la madre de nuestro Señor: “He aquí, éste está puesto para caída y
para levantamiento de muchos en Israel, y para señal que será
contradicha (y una espada traspasará tu misma alma), para que sean
revelados los pensamientos de muchos corazones” (Lucas 2:34–35). En
esta diversidad de opiniones entre los judíos acerca de nuestro Señor,
vemos cómo se cumplió la afirmación de aquel buen anciano.
Ante un pasaje como este, no debieran sorprendernos las infinitas
divisiones y diferencias con respecto a la religión que vemos en todas
partes hoy día. El odio manifiesto que algunos sentían hacia Cristo; el
espíritu picajoso, criticón y negativo de otros; la valerosa confesión de
fe de unos pocos; el carácter tímido y de muchos que no tienen fe y su
temor a los hombres; la incesante contienda dialéctica y la guerra de
lenguas con que todas las iglesias de Cristo se encuentran tan
desgraciadamente familiarizadas solo son los síntomas modernos de
una antigua enfermedad. La corrupción de la naturaleza humana es
tal, que Cristo se convertía en motivo de división entre los hombres
dondequiera que predicaba. Mientras el mundo siga en pie, al oírle
habrá algunos que le amen y otros que le odien; unos creerán y otros
no. Se verificará constantemente su profunda afirmación profética: “No
penséis que he venido para traer paz a la tierra; no he venido para
traer paz, sino espada” (Mateo 10:34).
¿Qué es lo que pensamos nosotros mismos de Cristo? Esta es una
pregunta que debemos plantearnos. Jamás nos avergoncemos de
pertenecer a ese reducido número de personas que creen en Él,
escuchan su voz, le siguen y le confiesan ante los hombres. Mientras
otros malgastan su tiempo en controversias inútiles, tomemos la cruz y
pongamos todo nuestro empeño en “hacer firme [nuestra] vocación y
elección” (2 Pedro 1:10). Quizá los hijos de este mundo nos odien,
como odiaron a nuestro Maestro, debido a que nuestra religión es un
testimonio en su contra. Pero el día postrero manifestará que hicimos
una sabia elección, que no perdimos nada y ganamos una corona de
gloria incorruptible.

Notas: Juan 7:1–13


V. 1: [Después de estas cosas, andaba Jesús en Galilea]. Estas palabras
cubren un período de unos seis meses. Los acontecimientos del capítulo
anterior se habían producido en torno a la Pascua, en primavera. Los de este
capítulo que empezamos tuvieron lugar en otoño, en la fiesta de los
Tabernáculos. S. Juan guarda silencio con respecto a lo que hizo nuestro
Señor en Galilea durante esos seis meses. Su Evangelio, a excepción de los
capítulos 1, 2, 4 y 6, está dedicado casi íntegramente a lo que nuestro Señor
hizo en Jerusalén o en sus inmediaciones. Al parecer, en este período de su
ministerio prácticamente no estuvo en Jerusalén en dieciocho meses.
La expresión “andaba” debe interpretarse de forma figurada.
Simplemente significa que nuestro Señor “vivía, permanecía, viajaba, iba y
venía, pasaba el tiempo”. El verbo griego se encuentra conjugado en
pretérito imperfecto y denota un acto o hábito continuado.
[No quería […]. Porque los judíos procuraban matarle]. Por “judíos”
debemos entender los dirigentes y las autoridades de la nación judía. No hay
pruebas de que las clases bajas sintieran la misma hostilidad que las altas
contra nuestro Señor: “Gran multitud del pueblo le oía de buena gana”
(Marcos 12:37). Podemos comprobar la profundidad y acritud de este odio
contra Cristo en su deseo de matarle. Parece que los judíos ya tenían este
plan desde el momento en que se produjo el milagro en el estanque de
Betesda (Juan 5:16, 18). No podían darle respuesta, ni acallarle, ni evitar que
la multitud del pueblo le escuchara. Determinaron, pues, matarle.
El ejemplo de nuestro Señor del que se deja constancia en este versículo
muestra claramente que los cristianos no deben flirtear con el martirio o
exponerse deliberadamente a la muerte con la idea de que es su deber.
Parece que muchos mártires primitivos no lo entendieron.
V. 2: [La fiesta de los judíos, la de los tabernáculos]. Esta expresión, como
muchas otras del Evangelio según S. Juan, muestra que escribió para los
gentiles, que desconocían en gran parte las costumbres y fiestas judías. De
ahí que hable de “la fiesta de los judíos”.
La fiesta de los Tabernáculos era una de las tres grandes fiestas del año
judío en las que, por mandato de Dios, todos los judíos piadosos iban a
Jerusalén (cf. Deuteronomio 16:16). Se celebraba en otoño, tras el final de la
siega, en el mes séptimo. El momento de la “Pascua” judía correspondía a
nuestra Semana Santa, “Pentecostés” a nuestro domingo de Pentecostés, y la
fiesta de los “Tabernáculos” a la nuestra de S. Miguel. El séptimo mes
destacaba por el número de preceptos que la Ley de Moisés exigía cumplir a
los judíos. El primer día era la fiesta de las Trompetas, el décimo día era el día
de la Expiación y el decimoquinto comenzaba la fiesta de los Tabernáculos.
Al leer este capítulo debemos recordar ciertas cosas particulares de la
fiesta de los Tabernáculos, debido a que arrojan luz sobre ella. 1) Era una
ocasión especialmente gozosa y alegre para los judíos. Se les ordenaba
residir en tiendas, o tabernáculos hechos de ramas, durante siete días a
modo de recordatorio del tiempo que habían vivido en tiendas provisionales a
su salida de Egipto, y que se “[regocijaran] delante de Jehová” (Levítico
23:39–43). 2) Era una fiesta en la que se ofrecían más sacrificios que en
cualquier otra fiesta judía (cf. Números 29:12–34). 3) Era una fiesta en la que
una vez cada siete años se leía la Ley en público a todo el pueblo. 4) Era una
fiesta en la que, con gran solemnidad, se sacaba agua todos los días del
estanque de Siloé mientras el pueblo cantaba el capítulo 12 de Isaías. 5) Era
una fiesta muy cercana al día de la Expiación, en la que aún resonaban los
ecos de los preceptos particularmente típicos del carnero y la entrada anual
del Sumo Sacerdote en el lugar santísimo. Debemos tener estas cosas en
mente al leer el capítulo.
Josefo llama a la fiesta de los Tabernáculos “la mayor y más santa fiesta
de los judíos”. Había un proverbio rabínico que rezaba: “El hombre que no ha
visto estas festividades desconoce lo que es el jubileo”.
No podemos saber con certeza si nuestro Señor acudió a la fiesta de los
Tabernáculos precisamente el mismo año en que se llevaba a cabo la lectura
de la Ley. También se puede poner en duda que se conservara de forma
literal la costumbre de residir en tiendas en los días que nuestro Señor estuvo
en la Tierra. Ciertamente, no parece que se observara en los tiempos de
Nehemías (cf. Nehemías 8:7). No obstante, todos los autores judíos
atestiguan el extraordinario regocijo y el espíritu festivo con que se celebraba
esta fiesta en los últimos tiempos de la dispensación judía.
Los acontecimientos documentados en este capítulo se produjeron en
medio de todo este regocijo público y de la presencia de judíos de todo el
mundo. Salta a la vista que todo lo que dijo e hizo nuestro Señor aquella
semana debió de contar con una gran repercusión pública y ser objeto de
mucha atención.
Wordsworth, Burgon y otros consideran que la fiesta de los Tabernáculos
tipifica de forma muy expresiva la encarnación de nuestro Señor. Me confieso
incapaz de verlo así. Si la fiesta era un tipo de alguna índole, lo cual no es
seguro, me atrevo a suponer que lo sería de la Segunda Venida de nuestro
Señor. Mis razones son las siguientes:
a) Era la última fiesta del año judío y completaba el ciclo anual de
preceptos mosaicos. Con ella se concluía todo.
b) Se celebraba al final de la cosecha, cuando ya se había terminado el
trabajo del año y se habían recolectado los frutos.
c) Era una celebración especialmente gozosa y festiva, más que cualquier
otra fiesta. El elemento de residir en tiendas parece haber sido circunstancial
con respecto al regocijo en sí.
d) Llegaba justo después de la fiesta de las Trompetas y del día de la
Expiación. Ese día, el Sumo Sacerdote entraba en el lugar santísimo y luego
salía para bendecir al pueblo (cf. Isaías 27:13; 1 Tesalonicenses 4:16).
e) Llegaba justo después del jubileo que se celebraba cada cincuenta
años. Ese jubileo y la proclamación de la libertad para todos se producía en el
séptimo mes.
f) Esta es la fiesta especial que habrá de guardar la nación en el futuro
Reino de Cristo después de la reconstrucción de Jerusalén y la restauración
del pueblo judío (cf. Zacarías 14:16).
Aventuro esta hipótesis con gran cautela, pero creo que merece ser
considerada. Yo veo mucho más presente en los seis puntos que acabo de
mencionar la Segunda Venida que la Primera. En mi opinión, la fiesta de la
Pascua era un tipo de Cristo crucificado; la fiesta de Pentecostés, de Cristo
enviando al Espíritu Santo en esta dispensación; y la fiesta de los
Tabernáculos, del regreso de Cristo para recolectar la cosecha de la tierra,
concluir esta dispensación, bendecir a su pueblo y proclamar un jubileo a
toda la Tierra.
V. 3: [Sus hermanos]. La identidad de estos “hermanos” es motivo de
debate. Algunos —como Alford, Stier y otros— piensan que se trata
literalmente de los propios hermanos de nuestro Señor, los hijos de María y
José nacidos después de nuestro Señor (cf. Salmo 69:8). Otros —como
Teofilacto—, que eran los hijos de José procedentes de un matrimonio anterior
y educados por María bajo el mismo techo que nuestro Señor. Otros —como
Agustín, Zuinglio, Musculus y Bengel—, que la palabra “hermanos” no
significa necesariamente más que primos o parientes (cf. 1 Crónicas 23:22).
Esta es la versión más plausible. Mi opinión es que estos “hermanos” eran
parientes de José y María que vivían en Nazaret, Capernaum o algún otro
lugar de Galilea y que, naturalmente, observaban todos los actos de nuestro
Señor con interés y curiosidad, aunque sin creer en Él por el momento.
Suponer, como hacen algunos, que estos hermanos eran algunos de los
Apóstoles de nuestro Señor es en mi opinión una teoría poco realista y
completamente contraria al versículo 5 de este capítulo.
Si María tuvo realmente hijos tras el nacimiento de nuestro Señor,
ciertamente resulta extraño que nuestro Señor, cuando estaba en la Cruz, la
encomendara al cuidado de Juan y no de sus propios hijos, medio hermanos
suyos. Por lo que vemos en Hechos 1:14, es claro que al final de su ministerio
tuvo algunos “hermanos” que no eran apóstoles pero creyeron. Sin embargo,
no tenemos forma de determinar si eran los “hermanos” que encontramos en
este texto.
[Sal de aquí, y vete a Judea, para que también tus discípulos […]. Esta
recomendación, tal como sucede con el versículo anterior, parece el consejo
de hombres que no estaban convencidos aún del mesiazgo de nuestro Señor.
La expresión “para que también tus discípulos” parece indicar asimismo que
los que la pronunciaron no se contaban aún entre los discípulos de nuestro
Señor. El lenguaje es de espectadores que presencian la situación y esperan
a que se resuelva para tomar alguna clase de determinación. Es como si
dijeran: “Apresúrate, congrega un grupo de personas, muestra públicamente
que eres el Cristo y consigue seguidores”. Las “obras” aquí mencionadas
tienen que hacer referencia por fuerza a los milagros. Este discurso parece
implicar que nuestro Señor tenía un grupo de discípulos de Judea y en
Jerusalén. Hubo muchos, recordémoslo, que “creyeron en su nombre” en la
primera Pascua a la que asistió (Juan 2:23).
V. 4: [Porque ninguno, etc.]. Esta frase es una especie de dicho
proverbial. Todo el mundo sabe que si un hombre quiere ser conocido
públicamente no debe hacer su obra en secreto.
[Si estas cosas haces, manifiéstate al mundo]. En esta frase parece que
hay una burla soslayada: “Si de verdad estás obrando milagros para
demostrar que eres el Mesías, no sigas escondiéndote aquí en Galilea. Sube a
Jerusalén y haz los milagros allí”. No considero probable que estas personas
hablaran movidas por un celo sincero por la gloria de Dios y un deseo
genuino de que nuestro Señor fuera conocido por otros además de por ellos.
Algunos creen que las palabras “si estas cosas haces” significan “puesto
que haces estas cosas”, y ven un paralelismo con Colosenses 3:1, donde “si”
no implica duda alguna de que los colosenses hayan “resucitado con Cristo”.
Lampe piensa que significa “si haces milagros verdadera y auténticamente y
no de forma ilusoria […]”.
En este versículo y en el anterior queda de manifiesto el falso criterio del
inconverso. Alguien así no tiene ni idea de lo que es esperar el favor y la
alabanza del hombre y conformarse cuando no se reciben. Piensa que la
religión debe recibir la alabanza del mundo y se esfuerza en obtenerla. El
hombre de Dios recuerda que la religión verdadera “no contenderá, ni
voceará”, ni buscará publicidad.
V. 5: [Porque ni aun sus hermanos creían en él]. Creo que estas palabras
solo pueden tener un significado. Indican que, en aquel momento, esos
hermanos no tenían fe alguna en nuestro Señor. No creían ni que Jesús fuera
el Cristo. Carecían de la gracia. No se habían convertido. La idea que tienen
algunos de que las palabras significan que “sus hermanos no le entendían ni
creían plenamente en Él” me parece absolutamente infundada. Más aún, creo
que es irreconciliable con el lenguaje que se utiliza a continuación: “No puede
el mundo aborreceros”, etc. Un lenguaje así no es aplicable a discípulos. Toda
la enseñanza de la Biblia muestra claramente que era perfectamente posible
tener un parentesco carnal con Cristo y, sin embargo, no haberse convertido.
Cristo ama al que hace la voluntad de Dios como “[su] hermano, y [su]
hermana, y [su] madre” (Marcos 3:35).
Todo lector de la Biblia habrá advertido a menudo la frecuencia con que
aun los hermanos carnales de los más eminentes santos de Dios han carecido
de gracia y han sido impíos. Nos vienen a la mente casos como los de Abel,
Isaac, Jacob, José y David.
Este versículo debiera hacernos ver la extrema dureza del corazón
humano, la absoluta necesidad de la gracia para convertir a una persona en
un discípulo y el agudo peligro de estar familiarizados con grandes privilegios
espirituales. Asimismo debemos recordar que se puede ser verdaderamente
bueno y santo y, sin embargo, carecer de familiares conversos. Nadie puede
proporcionar gracia a su propia familia: “No hay profeta sin honra sino en su
propia tierra” (Marcos 6:4). Ni siquiera todos aquellos que rodearon a nuestro
Señor creyeron en Él. Puede comprender profundamente a todos los
miembros de su pueblo que se encuentran en la misma situación.
V. 6: [Mi tiempo aún no ha llegado]. Estas palabras significan
forzosamente que nuestro Señor lo hizo todo en su ministerio terrenal en
concordancia con un plan predeterminado y que no podía dar un paso sin
estar en consonancia con él. Sin lugar a dudas, hablaba con un significado
espiritual de una profundidad que solo Él podía entender, y en aquel
momento eso debió de resultar ininteligible para sus “hermanos”. Para ellos,
aquellas palabras no transmitían más que la idea de que, por un motivo u
otro, no consideraba oportuno ir a Jerusalén en ese momento.
[Vuestro tiempo siempre está presto]. Esta frase significa que, para los
inconversos, como era el caso de los hermanos de nuestro Señor, no
importaba en qué momento fueran. Cualquier momento valía. No
despertarían enemistad alguna, no correrían riesgos.
Al carecer de presciencia, el cristiano solo puede orar para recibir guía y
orientación en cuanto a los pasos a dar en su vida y la forma y el momento
en que llevar a cabo sus actos; y tras haber orado, debe utilizar su juicio lo
mejor que pueda, confiando en que Dios no permitirá que cometa
equivocaciones.
V. 7: [No puede el mundo aborreceros a vosotros]. Sin duda, estas
palabras zanjan la cuestión del estado en que se encontraban los hermanos
de nuestro Señor en aquel momento. Seguían siendo inconversos. En otro
lugar, nuestro Señor dice: “Si fuerais del mundo, el mundo amaría lo suyo”
(Juan 15:19).
[A mí me aborrece, porque yo testifico de él, que sus obras son malas].
Aquí se indica claramente la verdadera razón de la enemistad que sentían
muchos judíos hacia Cristo. No era meramente porque pidiera ser recibido en
calidad de Mesías. No era meramente por la doctrina elevada y espiritual que
predicaba. Más bien se debía al constante testimonio que daba contra las
vidas pecaminosas y las malvadas prácticas de muchas personas de su
tiempo. Si nos guiamos por las expresiones de los Evangelios, es evidente
que el adulterio, la codicia y la hipocresía eran habituales y comunes entre
los dirigentes fariseos. Lo que enfurecía a los enemigos de nuestro Señor era
su testimonio contra estos pecados que les eran tan queridos.
En esta frase se muestra dolorosamente la maldad de la naturaleza
humana. A Cristo se le “aborrecía”. Nos llamamos a engaño si pensamos que
existe alguna respuesta innata a la pureza moral perfecta o alguna clase de
admiración innata hacia “lo verdadero, lo puro, lo justo, lo amable, lo bueno y
lo hermoso” en el corazón humano. Dios dio un patrón de pureza, verdad y
amor perfectos en la figura de nuestro Señor durante su estancia en la Tierra.
Y, sin embargo, se nos dice que se le “aborrecía”.
Los cristianos verdaderos no deben sorprenderse nunca de ser
“aborrecidos” como lo fue nuestro Señor: “El discípulo no es más que su
maestro”; “Hermanos míos, no os extrañéis si el mundo os aborrece” (Mateo
10:24; 1 Juan 3:13). De hecho, cuanto más se parecen a Cristo, más probable
es que se les “aborrezca”. Más aún, no deben desanimarse ni sentirse
desdichados por la idea de que lo que el mundo odia son sus incoherencias y
que, si fueran más coherentes y más perfectos, serían más del agrado del
mundo. Esa es una equivocación absoluta y un engaño habitual del diablo. Lo
que el mundo odia de los cristianos no son sus doctrinas o sus errores, sino
sus vidas santas. Sus vidas son un testimonio constante contra el mundo que
hace que los hombres del mundo se sientan incómodos, y por eso les odian.
Advirtamos que la impopularidad entre los hombres no prueba que un
cristiano esté equivocado, ni en cuanto a su fe ni en su práctica. La idea muy
extendida entre muchos de que recibir elogios de todas partes es buena
señal del carácter de una persona es una gran equivocación. Cuando vemos
la consideración que tenían de nuestro Señor los impíos y los mundanos de
su tiempo, bien podemos llegar a la conclusión de que es un pobre cumplido
que se nos diga que gustamos a todo el mundo. Sin duda, poco “testimonio”
puede haber en nuestras vidas si gustamos aun a los malvados. “¡Ay de
vosotros, cuando todos los hombres hablen bien de vosotros!” (Lucas 6:26).
Esa frase se olvida con demasiada frecuencia.
Erasmo solía decir que Lutero podía haber tenido una vida fácil si no
hubiera tocado la corona del papado ni las barrigas de los monjes.
Observa Bengel: “Los que agradan a todos los hombres en todo momento
deberían con razón sospechar de sí mismos”.
V. 8: [Subid vosotros a la fiesta]. Difícilmente podemos considerar que
estas palabras son una orden. Mas bien significan: “Si deseáis ir de
inmediato, hacedlo, no os retraséis por mí”.
[Yo no subo […], porque mi tiempo aún no se ha cumplido]. Aquí se repite
la razón ya dada y comentada. Nuestro Señor no dijo que no iría a la fiesta,
sino que no iría “aún”. Cada acto y cada paso de su ministerio tenían su
“tiempo”, y ese tiempo no se había cumplido. Los cristianos verdaderos
debieran recordar que, como su Maestro en esta ocasión, los hombres
mundanos y ellos no pueden obrar y moverse juntos. Lo comprobarán a
menudo. Sus principios son diferentes. Las razones y motivos de sus actos
son distintos. Con frecuencia comprobarán que dos no andarán juntos “si no
estuvieren de acuerdo” (Amós 3:1).
Parece extraño que una persona razonable pueda encontrar dificultad
alguna en este pasaje, como si arrojara una sombra de duda sobre la
veracidad de nuestro Señor. Sin embargo, Agustín tiene una homilía al
respecto en defensa de nuestro Señor. Sin duda, la idea más natural y
sencilla es que nuestro Señor quiso decir: “No voy a subir aún” y “en todo
caso, no voy a ir en la caravana pública junto a vosotros”. Esta es la opinión
de Teofilacto y de Crisóstomo. En una primera fase, Porfirio intentó imputar a
nuestro Señor incoherencia en sus propósitos basándose en este pasaje. Un
enemigo del cristianismo debe de andar muy mal de objeciones si no puede
ofrecer una mejor que la basada en este pasaje.
V. 9: [Y habiéndoles dicho esto, se quedó en Galilea]. Esto significa que
permaneció en el lugar donde se produjo la conversación mientras que sus
hermanos partieron hacia Jerusalén. No se nos dice de qué lugar de Galilea se
trata.
V. 10: [Pero después que sus hermanos habían subido […], también subió
a la fiesta]. No se nos dice cuánto tiempo pasó entre la partida de nuestro
Señor hacia Jerusalén y la salida de sus hermanos. Las palabras que tenemos
delante parecen indicar que partió poco después que ellos. Quizá una razón
de que nuestro Señor no fuera con ellos fuera su deseo de evitar que sus
parientes le convirtieran en un espectáculo público. Es muy probable que
tuvieran un deseo carnal de llamar la atención y congregar a un grupo de
seguidores en torno a Él guiados por motivaciones mundanas. Nuestro Señor
no les acompañaría a fin de evitar brindarles la oportunidad de hacerlo. Sin
duda no había olvidado la presencia en Galilea de un grupo de personas que
una vez quiso “apoderarse de él y hacerle rey” (Juan 6:15). Deseaba
mantenerse lejos de ese grupo.
[No abiertamente, sino como en secreto]. Es probable que esto signifique
solamente que nuestro Señor no fue en la caravana o en la gran multitud de
sus parientes, sino de una manera más privada. Podemos advertir fácilmente
lo grandes que debían de ser las caravanas o aglomeraciones de compañeros
de viaje camino de las tres grandes fiestas al leer que José y María no
echaron en falta a nuestro Señor inicialmente cuando fue con ellos a
Jerusalén a la edad de doce años: “Y pensando que estaba entre la compañía,
anduvieron camino de un día; y le buscaban entre los parientes y los
conocidos” (Lucas 2:44). Nuestro Señor no buscó publicidad más que una
sola vez, y fue cuando entró en Jerusalén en la última Pascua, justo antes de
su crucifixión. Entonces quería llamar la atención con respecto al gran
sacrificio que estaba a punto de ofrecer en la Cruz. Es notable el contraste
entre su conducta en esa ocasión y esta que estamos considerando.
Cuando se dice que fue “como en secreto”, no significa necesariamente
que fuera solo. No hay razón para suponer que sus propios Apóstoles
elegidos hubieran ido sin Él. Solo significa que no fue públicamente en
compañía de todos “los parientes y conocidos” de Galilea.
V. 11: [Y le buscaban los judíos]. Si, tal como sucede en el caso de S.
Juan, “judíos” significa aquí “los gobernantes y fariseos”, pueden caber pocas
dudas de que buscaban a Jesús a fin de matarle, como nos dice el versículo l
que deseaban hacer. Llegaron a la conclusión natural de que, como todos los
judíos devotos, acudiría a Jerusalén para la fiesta.
[¿Dónde está aquél?]. Aquí, como en muchos otros lugares, la palabra
griega traducida como “aquel” implica desagrado y desprecio. Es como si
dijeran “ese individuo” (cf. Mateo 27:3), “aquel engañador”.
V. 12: [Y había gran murmullo]. Por regla general, la palabra griega
traducida aquí como “murmullo” hace referencia a una corriente subterránea
de descontento y desagrado que no se expresa abiertamente (cf. Hechos
6:1). Pero aquí y en el versículo 32 no parece que hable de nada más que el
murmullo y la conversación privada, con la única implicación de que la gente
no estaba contenta con nuestro Señor y hablaba mucho entre sí en privado
acerca de Él.
[La multitud]. Evidentemente, esto hace referencia a la muchedumbre de
personas congregadas en Jerusalén con motivo de la fiesta, en contraposición
a los gobernantes a los que se denominaba “los judíos”.
[Unos decían: Es bueno; pero otros […] engaña al pueblo]. Estas
expresiones denotan los sentimientos del pueblo común hacia nuestro Señor,
y son sin duda indicativas de los grupos de los que provenían ambas
opiniones. El grupo de israelitas de mentalidad sencilla y sincera que tenía
suficiente independencia para pensar por sí misma diría de nuestro Señor:
“Es bueno”. Probablemente los galileos, que habían visto y oído la mayor
parte del ministerio de nuestro Señor, dirían lo mismo. Por otro lado, el grupo
de judíos carnales para los que la religión verdadera no significaba nada y al
que los sacerdotes y fariseos guiaban como una turba a su antojo seguiría
probablemente el ejemplo de los gobernantes y diría: “Engaña al pueblo”;
simplemente porque así se lo decían. Probablemente era esa la mentalidad
de las clases bajas de Jerusalén.
Adviértase que Cristo es, y siempre lo ha sido, motivo de división de
opiniones dondequiera que ha ido o se le ha predicado. Para algunos es olor
de “vida” y para otros de “muerte” (2 Corintios 2:16). Manifiesta el verdadero
carácter del género humano. O bien agrada, o bien desagrada. Cuando el
Evangelio llega a los hombres con poder tiene como consecuencia segura la
contienda y la diferencia de opiniones. El error no está en el Evangelio, sino
en la naturaleza humana. El Sol genera miasmas y malaria en los pantanos
sobre los que brilla, pero el error no está en el Sol, sino en la tierra. Esos
mismos rayos producen fertilidad y abundancia en los trigales.
V. 13: [Pero ninguno […] abiertamente […] miedo a los judíos]. Por
supuesto, esta expresión se aplica especialmente a aquellos que hablaban
favorablemente de nuestro Señor. Los que le odiaban no tenían por qué
temer decirlo abiertamente. Este versículo muestra el extremo al que ya
había llegado la enemistad de las autoridades judías contra nuestro Señor.
Era un hecho notorio entre las clases bajas que sus dirigentes odiaban a Jesús
y que era peligroso hablar favorablemente de Él o manifestar algún interés
en Él. El temor al hombre es un principio poderoso entre la mayoría de las
personas. Los gobernantes tienen poca idea de cuántas cosas se hablan en
secreto a veces entre sus súbditos y se mantienen al margen de ellos. Hace
doscientos años, los estuardos podían perseguir a todos aquellos que
apoyaban abiertamente a los puritanos ingleses, pero no podían evitar que
las clases bajas hablaran en secreto de ellos ni impedir las inclinaciones
desfavorables hacia ellos.

Juan 7:14–24

En este pasaje vemos, en primer lugar, que la obediencia honrada a la


voluntad de Dios es uno de los caminos para obtener un conocimiento
espiritual claro. Nuestro Señor dice: “El que quiera hacer la voluntad
de Dios, conocerá si la doctrina es de Dios, o si yo hablo por mi propia
cuenta”.
Los hombres suelen quejarse de la dificultad de averiguar “qué es
verdad” en cuestiones relativas a la religión. Señalan las muchas
diferencias que se dan entre los cristianos en cuestión de doctrina y se
profesan incapaces de determinar quién está en lo cierto. Esta
supuesta incapacidad para descubrir la Verdad se convierte, en miles
de casos, en la excusa para vivir sin religión alguna en absoluto.
La afirmación de nuestro Señor que encontramos aquí reclama la
atención de todos aquellos que se encuentran en esa situación.
Proporciona un argumento del que no podrán escabullirse. Enseña que
uno de los secretos para obtener la clave del conocimiento es practicar
honradamente lo que sabemos y que, si utilizamos concienzudamente
la luz de que disponemos, nuestras mentes pronto recibirán más luz.
En resumen, en un sentido es cierto que haciendo se aprende.
Hay una mina de verdad en este principio. Bien les iría a los
hombres actuar sobre esa base. En lugar de decir, como hacen
algunos, que “primero tenemos que saberlo todo con claridad y
entonces actuar”, debiéramos decir: “Utilizaré diligentemente el
conocimiento que poseo y creeré que de esta manera recibiré más
conocimiento”. ¡Cuántos misterios resolvería este sencillo plan!
¡Cuántas cosas difíciles se volverían claras si los hombres vivieran
honradamente en conformidad con su luz y se esforzaran por “conocer
a Jehová”! (Oseas 6:3).
Jamás debiéramos olvidar que Dios nos trata como seres morales y
no como bestias o piedras. Se complace en animarnos al esfuerzo y la
utilización diligente de los medios que tenemos a nuestro alcance. No
cabe duda que en la religión hay muchas cosas claras. Quien preste
atención a ellas de forma sincera verá cómo se le enseñan las cosas
profundas de Dios. Independientemente de lo que digan algunos
acerca de su incapacidad para encontrar la Verdad, rara vez
encontraremos a alguien cuyo conocimiento no esté por encima de lo
que practica. Entonces, si es sincero, debe comenzar por ahí de
inmediato. Debe utilizar humildemente el poco conocimiento que
tenga, y pronto Dios le dará más: “Si tu ojo es bueno, todo tu cuerpo
estará lleno de luz” (Mateo 6:22).
En segundo lugar, en este pasaje vemos que el espíritu de
enaltecimiento propio en los ministros religiosos se opone por
completo a la mente de Cristo. Nuestro Señor dice: “El que habla por
su propia cuenta, su propia gloria busca; pero el que busca la gloria del
que le envió, éste es verdadero, y no hay en él injusticia”.
Cualquier persona que reflexione advertirá de inmediato la
sabiduría y la verdad de esta frase. El ministro al que Dios haya
llamado verdaderamente percibirá profundamente la majestad de su
Maestro y su propia debilidad, viéndose a sí mismo totalmente indigno.
Por otro lado, el que sabe que no es “movido interiormente por el
Espíritu Santo” intentará cubrir sus defectos magnificándose a sí
mismo y exaltando su oficio. El mismísimo deseo de enaltecernos a
nosotros mismos ya es un mal síntoma. Es una señal inequívoca de
que algo va mal en nuestro interior.
¿Quiere alguien ejemplos de la verdad que tenemos delante? Por un
lado los hallará en los escribas y fariseos de tiempos de nuestro Señor.
Si había algo que distinguiera a estos infelices era su deseo de ser
alabados. Por otro, los hallará en el carácter del apóstol S. Pablo. El
tono general de sus Epístolas es la humildad personal y el celo por la
gloria de Cristo: “Soy menos que el más pequeño de todos los santos”;
“no soy digno de ser llamado apóstol”; “[…] los pecadores, de los
cuales yo soy el primero”; “no nos predicamos a nosotros mismos, sino
a Jesucristo como Señor, y a nosotros como vuestros siervos por amor
de Jesús” (Efesios 3:8; 1 Corintios 15:9; 1 Timoteo 1:15; 2 Corintios
4:15).
¿Quiere alguien una prueba con que poder discernir al verdadero
hombre de Dios del falso pastor en la actualidad? Recuerde las
importantes palabras de nuestro Señor y advierta cuidadosamente
cuál es el principal objeto de exaltación de un ministro. El pastor que
busca complacer a Dios no es aquel que siempre está clamando “¡he
ahí la Iglesia!; ¡he ahí los sacramentos!; ¡he ahí el pastor!”; sino aquel
que dice: “¡He ahí el Cordero!”. Bienaventurado sin duda es el ministro
que se olvida de sí mismo en el púlpito y desea esconderse tras la
Cruz. Ese hombre será bendecido en su obra y será una bendición.
En último lugar, en este pasaje vemos el peligro de juzgar
apresuradamente. Los judíos de Jerusalén estaban dispuestos a
condenar a nuestro Señor como pecador contra la Ley de Moisés
porque había llevado a cabo un milagro en el día de reposo. En su
ciega enemistad olvidaron que el cuarto mandamiento no tenía el
propósito de prohibir las obras necesarias o de misericordia. No cabe
duda que nuestro Señor había llevado a cabo una obra en el día de
reposo, pero no una obra prohibida por la Ley. Y así se ganaron la
reprensión de: “No juzguéis según las apariencias, sino juzgad con
justo juicio”.
Esta lección que tenemos delante es de gran valor práctico.
Haremos bien en recordarla en nuestro viaje por la vida y en corregir el
concepto que tenemos de las personas y las cosas bajo la luz que nos
proporciona.
Demasiado a menudo nos dejamos engañar por las apariencias de
bien. Corremos el peligro de considerar muy buenos cristianos a
algunos hombres debido a una minúscula profesión religiosa externa y
a su formalidad dominical; en resumidas cuentas, debido a que hablan
el idioma de Canaán y llevan túnica de peregrinos. Olvidamos que no
es bueno todo lo que lo parece, igual que no es oro todo lo que reluce;
y que las prácticas, las elecciones, los gustos, la conducta y el carácter
personal son la verdadera evidencia de lo que hay en una persona. En
pocas palabras, olvidamos la afirmación de nuestro Señor: “No juzguéis
según las apariencias”.
Por otro lado, nos dejamos engañar muy fácilmente por la
apariencia de maldad. Corremos el peligro de considerar que algunas
personas no son cristianas a causa de algunos errores o ciertas
incoherencias, y de “[hacer] pecar al hombre en palabra” (Isaías
29:21). Debemos recordar que aun los mejores hombres no son más
que hombres en su mejor expresión y que aun los santos más
eminentes pueden sucumbir a la tentación y, no obstante, seguir
siendo santos en lo más profundo de sí mismos a pesar de todo. No
debemos apresurarnos a suponer que dondequiera que haya alguna
manifestación ocasional de maldad todo es malo. El más santo de los
hombres puede caer lamentablemente durante un tiempo y, no
obstante, la gracia que hay en él obtendrá finalmente la victoria. ¿Es
piadoso el carácter general de un hombre? Entonces abstengámonos
de juzgarle cuando caiga y mantengamos la esperanza. Juzguemos
“con justo juicio”.
En todo caso, asegurémonos de juzgarnos a nosotros mismos con
rectitud. Independientemente de lo que pensemos de los demás,
cuidémonos de no cometer equivocaciones con respecto a nuestro
propio carácter. Seamos justos, honrados y rectos en eso. No nos
engañemos a nosotros mismos creyendo que todo va bien porque a los
hombres les parece bien. “Jehová —recordémoslo— mira el corazón” (1
Samuel 16:7). Juzguémonos, pues, con juicio justo y condenémonos a
nosotros mismos mientras vivamos, no sea que en el día postrero el
Señor nos juzgue y condene para siempre (1 Corintios 11:31).

Notas: Juan 7:14–24


V. 14: [A la mitad de la fiesta]. Esto sería en torno al cuarto día de la
semana, dado que la fiesta duraba siete días. Algunos de los que consideran
que la fiesta de los Tabernáculos es tipo de la encarnación de Cristo creen
que esto es tipo del ministerio terrenal de nuestro Señor, que dura tres años
y medio, en correspondencia con los tres días y medio durante los cuales
predicó públicamente nuestro Señor en Jerusalén en este pasaje. Dudo que
esta incidencia tenga algo de tipológico en absoluto. Si la fiesta de los
Tabernáculos es un tipo, creo que hace referencia a la Segunda Venida de
Cristo mucho más que a la Primera.
[Subió Jesús al templo]. Esto hace referencia al atrio exterior del Templo,
donde los judíos piadosos tenían costumbre de reunirse a fin de escuchar a
los doctores de la Ley y a otros, y para debatir cuestiones religiosas. Este es
el lugar donde estaba nuestro Señor a los doce años cuando José y María le
encontraron “en el templo” (Lucas 2:46). Probablemente fuera un patio
amplio y porticado como protección contra el calor y el frío.
[Y enseñaba]. No se nos dice lo que enseñaba nuestro Señor. Lo más
probable es que lo primero que enseñara fueran exposiciones de la Escritura
como Lucas 4:17–21, lecciones como las que aparecen en el Sermón del
Monte y las parábolas. Dudo que enseñara cosas tan profundas como las que
aparecen en los capítulos 5 y 6 del Evangelio según S. Juan a menos que
fuera atacado públicamente y se viera obligado a defenderse.
Piensa Alford que esta fue “la primera vez” que nuestro Señor “enseñó
públicamente en Jerusalén”. Sin embargo, no parece nada claro al leer los
capítulos 2 y 5 del Evangelio según S. Juan.
V. 15: [Y se maravillaban los judíos]. La sabiduría y el conocimiento de la
Escritura demostrados por nuestro Señor tuvieron que ser la principal causa
de asombro. Sin embargo, también podemos inclinarnos a pensar que había
algo de maravilloso en su forma de hablar.
[¿Cómo sabe éste letras […]. La palabra “letras” debe interpretarse con
toda probabilidad como “conocimiento”. Se utiliza en el mismo sentido en
Hechos 26:24. En Juan 5:47 se traduce como “escritos”. En 2 Timoteo 3:15 es
“Escrituras”. La idea original es la de un “carácter escrito”, una letra del
alfabeto. Se utiliza de esa forma en Lucas 23:38 en referencia al título de la
Cruz “escrito con letras griegas”, etc.
[…] sin haber estudiado?]. Con esto los judíos querían decir que nuestro
Señor jamás había asistido a las grandes escuelas teológicas que los escribas
y fariseos dirigían en Jerusalén, a las que S. Pablo hace referencia cuando
dice que fue “criado en esta ciudad, instruido a los pies de Gamaliel” (Hechos
22:3). Por supuesto, no querían decir que todo el que se hubiera educado en
Nazaret fuera ignorante. Por Lucas 4:16 y Juan 8:6 vemos claramente que
nuestro Señor podía leer y escribir. Pero los judíos de Jerusalén, en su orgullo
y arrogancia, tachaban de ignorante a todo aquel que no se hubiera educado
en las grandes escuelas de la capital. Las personas son muy propensas a
calificar de “ignorantes” a todos aquellos que estén en desacuerdo con ellas
en cuestiones religiosas.
Según Tholuck, el Talmud dictaminaba que “nadie podía erigirse en
maestro sin haber estudiado varios años en la escuela de un rabino”.
V. 16: [Mi doctrina no es mía, sino de aquel que me envió]. Con estas
palabras, nuestro Señor quería decir: “Mi doctrina no es solo mía. La
enseñanza que proclamo no es fruto de mi imaginación y producto de mi
propia mente. Es la doctrina del Padre que me envió. Es digna de atención,
porque se trata de su mensaje. El que la desprecia no solo me desprecia a mí,
sino también a aquel de quien soy mensajero”. Una vez más, se hace
referencia a la gran verdad de su unión inseparable y misteriosa con el Padre:
“No puedo yo hacer nada por mí mismo” (Juan 5:30); “según me enseñó el
Padre, así hablo” (Juan 8:28) y “yo no he hablado por mi propia cuenta; el
Padre que me envió, él me dio mandamiento de lo que he de decir, y de lo
que he de hablar” (Juan 12:49).
Algunos piensan que nuestro Señor únicamente quería decir: “El sentido
que le doy a la Escritura no es mío propio, sino el sentido que Dios le dio
originalmente”. Sin embargo, esta es una interpretación muy pobre de la
frase, aunque pueda ser del gusto de un arriano o un sociniano.
Comenta Cirilo: “Al decir que el Padre le había enviado no se está
poniendo por debajo del Padre. Porque esta misión no es la de un siervo,
aunque se la podría denominar así dado que ‘[tomó] forma de siervo’
(Filipenses 2:7), sino que se le ‘envió’ igual que una palabra sale de la mente
o un rayo solar del Sol.
Comenta Agustín: “Esta frase echa por tierra la herejía sabeliana. Los
sabelianos se han atrevido a decir que el Hijo es lo mismo que el Padre: dos
nombres para una misma realidad. Si los nombres fueran dos y la realidad
una, no habría dicho: ‘Mi doctrina no es mía’. Si la doctrina no es tuya, Señor,
¿de quién es, a menos que pertenezca a otro?”.
Hengstenberg piensa que nuestro Señor tenía en mente la famosa
profecía de Moisés en la que Dios dice del Mesías: “Pondré mis palabras en su
boca” (Deuteronomio 18:18).
Adviértase con detenimiento la especial reverencia con que debemos
recibir y estudiar cada palabra que brotó de labios de nuestro Señor. Cuando
hablaba, no lo hacía por su cuenta como uno de sus apóstoles o un profeta.
Era Dios el Padre quien estaba hablando con Él y a través de Él. No
sorprende, al leer expresiones como esta, que S. Juan llame a nuestro Señor
“el Verbo”.
V. 17: [El que quiera hacer la voluntad de Dios]. Esto es, si alguien tiene
el pensamiento y el deseo de hacer la voluntad de Dios, así como la
disposición para ello. Al leer esta frase, no se debe hacer hincapié solo en la
idea de “hacer” la voluntad de Dios, sino en la palabra “quiere”.
[Conocerá si la doctrina]. Esto significa que sabrá “respecto a y acerca de”
la doctrina que estoy proclamando.
[Es de Dios, o si yo hablo por mi propia cuenta]. Esto significa que sabrá
“si la doctrina es de Dios tal como digo que es —la doctrina de Dios el Padre
para cuya proclamación he sido nombrado— o si hablo por mi propia cuenta,
bajo mi responsabilidad, sin haber sido acreditado o nombrado para ello.
Con “hacer la voluntad de Dios”, nuestro Señor quiere decir “obedecer y
ejecutar en la medida de nuestras posibilidades esa voluntad de Dios, la cual
se nos declara expresamente en la Palabra de Dios” (Artículo 17). Declara
que ese “hacer” es el camino al conocimiento. Es la misma idea que el
“[practicar] la verdad” de Juan 3:21.
El principio que se establece aquí es de inmensa importancia. Se nos
enseña que la claridad del conocimiento depende en gran medida de una
obediencia honrada y que no podemos esperar ideas claras con respecto a la
verdad divina a menos que pongamos en práctica las cosas que sabemos. Al
vivir a la altura de la luz que tenemos, recibiremos más luz. Al esforzarnos en
hacer las pocas cosas que conocemos, veremos cómo mejora nuestro
entendimiento y aumenta nuestro conocimiento. ¿Decían estar perplejos los
judíos con respecto a si nuestro Señor procedía de Dios? Debían hacer
honradamente la voluntad de Dios y buscar el conocimiento en el camino de
la obediencia sincera en cuestiones claras e inequívocas. Al hacerlo serían
guiados a toda la Verdad y sus dudas desaparecerían.
En estas palabras vemos cuán grandemente yerran aquellos que dicen
esperar a que se eliminen sus dificultades intelectuales antes de convertirse
en cristianos convencidos. Deben cambiar de mentalidad. Deben comprender
que el conocimiento se alcanza a través de una obediencia humilde además
de por medio del intelecto. Deben comenzar por hacer honradamente la
voluntad de Dios en la medida que la conozcan, y al hacerlo verán cómo sus
mentes reciben más luz.
Aprendemos además que Dios pone a prueba la sinceridad de los hombres
convirtiendo la obediencia en parte del proceso por medio del cual se obtiene
el conocimiento religioso. ¿Deseamos verdaderamente hacer la voluntad de
Dios en la medida en que la conocemos? Si es así, Dios se asegurará de que
nuestro conocimiento aumente. Si no deseamos hacer su voluntad,
demostramos claramente no querer ser siervos de Dios. Son nuestros
corazones los que yerran, no nuestras cabezas.
Por último, vemos el gran principio por el que muchos serán condenados
en el día postrero. No vivieron a la altura de su luz. No utilizaron el
conocimiento que poseían, de forma que quedaron en tinieblas y muertos en
sus pecados. Con toda probabilidad no hay ni uno de cada 1000 inconversos
cuyo conocimiento no sea superior a lo que practica. ¡Sin duda, si esos
hombres se pierden no podrán culpar a nadie más que a sí mismos!
Creo que, al interpretar este versículo, debemos tener cuidado de no
atribuir mayor sentido a la expresión “hacer la voluntad de Dios” del
otorgado por nuestro Señor. Lo digo porque advierto que muchos
comentaristas respetables atribuyen un sentido tan amplio y general a
“hacer la voluntad de Dios”, que pierden completamente de vista el propósito
de nuestro Señor al pronunciar estas palabras. Empiezan diciendo que para
“hacer la voluntad de Dios” debemos tener fe en Cristo, corazones
renovados, gracia en nosotros y cosas semejantes, y así ponen en boca de
nuestro Señor las palabras siguientes: “El que quiera convertirse en un
verdadero creyente y en un hombre converso, ‘conocerá si la doctrina’…”. Me
atrevo a pensar que semejante interpretación yerra el blanco por completo y
cae en un razonamiento circular. Por supuesto que todo verdadero creyente
conoce la doctrina verdadera. Creo que el propósito de nuestro Señor era
simplemente alentar al que busca la Verdad de forma sincera, honrada y
firme. A ese hombre, a pesar de su presente ignorancia, le dice: “Si de
verdad deseas hacer la voluntad de Dios, complacerle y caminar en la luz que
te ofrezca, se te enseñará acerca de Él, descubrirás la Verdad. Quizá se
hayan escondido estas cosas de los sabios y de los entendidos, pero se ha
revelado “a los niños” (Mateo 11:25). En resumen, sostengo que debemos
tener una idea lo más sencilla posible de la frase “el que quiera hacer la
voluntad de Dios” y asegurarnos de no perjudicar su utilidad atribuyéndole
un sentido mayor del que quiso darle nuestro Señor.
De este modo, el obispo Hall parafrasea así la oración: “El que quiera
someterse sincera y honradamente a hacer la voluntad de Dios en la medida
de sus conocimientos, recibirá el ánimo y la bendición de una luz adicional,
de forma que conocerá si la doctrina es de Dios, o si yo hablo por mi propia
cuenta”.
Comenta Burgon: “La percepción de la Verdad depende de la práctica de
la Verdad. Una máxima predilecta de estos tiempos es que un aumento del
conocimiento conllevará un aumento de la piedad. La Escritura invierte por
entero todo el proceso. La forma de saber si la doctrina es de Dios es hacer
su voluntad” (cf. Juan 5:44; 8:12).
Comenta Hengstenberg: “Todo el que desee llevar almas a Cristo no debe
entretenerse en el especioso argumento con que el hombre natural busca
disfrazar la odiosa perversión de su voluntad, sino que debe alentar por
encima de todo el deseo de hacer la voluntad de Dios”.
V. 18: [El que habla por su propia cuenta, etc.]. Este versículo contiene un
principio general que no solo es aplicable al caso de nuestro Señor, sino a los
maestros religiosos de todas las épocas. El significado parece ser el siguiente:
“El que, sin haber sido enviado por Dios, tome bajo su responsabilidad hablar
a los hombres de religión, buscará por naturaleza engrandecerse a sí mismo
y engrandecer su honor. Al hablar por su propia cuenta hablará de sí mismo e
intentará exaltarse a sí mismo. Aquel que, por el contrario, sea un verdadero
mensajero de Dios y aquel en quien no haya falta de honradez y rectitud,
buscará siempre la gloria del Dios que le envió por encima de todo”. En
resumen, una de las señales de que un hombre es un verdadero siervo de
Dios y realmente ha sido nombrado por nuestro Padre en los cielos es que
busca siempre la gloria de su Maestro por encima de la propia.
El principio aquí establecido es de gran valor. Por medio de él podemos
poner a prueba las pretensiones de muchos falsos maestros religiosos y
demostrar que son malos guías. Hay una curiosa tendencia en todos los
sistemas heréticos a magnificar a sus ministros, su autoridad, su importancia
y su oficio. Esto se puede observar de forma notable en el catolicismo
romano y en el brahmanismo.
Comoquiera que sea, el comentario de Alford es muy acertado: que en su
sentido más elevado y estricto, “la última parte de la frase solo es cierta del
Santísimo mismo; y que debido a la debilidad humana, la pureza en las
motivaciones no es garantía cierta de corrección en la doctrina” y, por tanto,
al final del versículo no se dice “el que busca la gloria de Dios”, sino “el que
busca la gloria del que le envió”, apuntando especialmente a Cristo mismo.
Burgon piensa que se utiliza deliberadamente el término “verdadero” en
contraste con la expresión “engaña al pueblo”.
V. 19: [¿No os dio Moisés la ley?]. Nuestro Señor apela aquí a la famosa
reverencia que mostraban los judíos hacia Moisés y la Ley. Pero es muy
probable que tuviera en mente la práctica de la lectura pública de la Ley de
Moisés durante los siete días de la fiesta de los Tabernáculos que se llevaba a
cabo cada siete años de celebración (cf. Deuteronomio 31:10). Si, como es
posible, este era uno de esos séptimos años en que se leía la Ley, su
referencia sería particularmente significativa y oportuna: “Hoy mismo habéis
estado escuchando esa Ley que tanto profesáis honrar. ¿Pero la honráis en
vuestras vidas?”.
[Y ninguno de vosotros cumple la ley, etc.]. Esto se traduciría de manera
más literal como “ninguno de vosotros hace la ley”. Es la misma palabra que
se utiliza en la expresión “el que quiera hacer la voluntad de Dios” (v. 17). El
significado parece ser: “Me rechazáis a mí y mi doctrina y profesáis vuestro
celo por el honor de Moisés y la Ley. Y, sin embargo, ninguno obedece la Ley
de corazón y espíritu. Por ejemplo: ¿por qué buscáis matarme? Estáis llenos
de odio hacia mí y queréis matarme injustamente a pesar del sexto
mandamiento. Eso no es cumplir la Ley”.
V. 20: [Respondió la multitud y dijo]. Parece probable que esto lo dijera el
pueblo llano, la multitud de judíos procedentes de todas partes del mundo,
para los que en un gran número el Señor era un extraño. Difícilmente
podemos imaginar que los dirigentes y gobernantes de Jerusalén hubieran
hablado de esta forma.
La expresión “demonio tienes” posiblemente sea una repetición de la vieja
acusación de que nuestro Señor obraba sus milagros por medio de Belcebú y
que era un aliado del diablo, como vemos en Juan 8:48. Si lo interpretáramos
de esa forma sería la mayor blasfemia y el mayor de los desprecios. Pero, si
tenemos en cuenta quiénes lo dijeron, es más probable que simplemente
signifique: “Has perdido el juicio y estás loco” (como en Juan 10:20).
La expresión “¿quién procura matarte?” se puede entender con facilidad si
pensamos que es el pueblo llano, y no los gobernantes, quien pronuncia
estas palabras. Probablemente la gente no supiera nada de la intención de
los dirigentes de matar a Jesús y le considerara fuera de sus cabales por decir
que alguien quería matarle.
V. 21: [Jesús respondió y les dijo: Una obra hice]. Nuestro Señor solo
puede hacer referencia aquí al milagro que había obrado en el estanque de
Betesda (cf. 5:1, etc.). Por el momento, ese era el único gran milagro que
había obrado públicamente en Jerusalén; y al haber sido llevado ante el
Sanedrín o el gran concilio de los judíos y haber presentado su alegato ante
ellos, era un milagro que todo el mundo conocería.
[Todos os maravilláis]. La utilización del presente parece significar:
“Seguís maravillándoos” no solo ante la grandeza del milagro, sino también
ante el hecho de que lo obrara en el día de reposo. Schleusner sostiene que
la palabra griega que se traduce como “maravilláis” significa aquí “os
indignáis, os importuna”. Cree que la palabra se utiliza con ese sentido en
Marcos 6:6; Juan 5:28 y Gálatas 1:6.
V. 22: [Por cierto, Moisés os dio la circuncisión]. Este versículo ofrece una
dificultad en la expresión que traducimos como “por cierto”. Significa
literalmente “por este motivo, por tanto, por razón de esto”. No es fácil saber
cómo se introduce esta expresión o con qué está relacionada.
a) Algunos —como Teofilacto, Beza, Poole, Whitby, Hammond, Maldonado,
Pearce, Doddridge, Blomfield, Olshausen, Tholuck, Hengstenberg y Stier—
proponen modificar la pausa y vincularla al versículo anterior: “Una obra hice,
y todos os maravilláis” (cf. Marcos 6:6). Pero es dudoso que el griego permita
semejante reinterpretación.
b) Otros prefieren vincularla al “os enojáis” del siguiente versículo: “¿De
verdad os enojáis conmigo por razón de esta sola obra cuando, en un sentido,
vosotros mismos quebrantáis el día de reposo circuncidando en él?”. Pero
esta vinculación parece algo forzada.
c) Otros —como Grocio, Calovio, Jansen y Webster— la consideran una
expresión elíptica y completarían el sentido unido al “por cierto” con un nexo
como este: “Por causa de esta obra y de vuestro enojo, permitidme que os
recuerde vuestra práctica de la circuncisión” (cf. Mateo 18:22; 12:30; Lucas
12:22).
d) Otros —como Chemnitz, Musculus y De Dieu— interpretan “por cierto”
como “debido a que” y dan a la frase el significado de: “Debido a que Moisés
os dio la circuncisión, circuncidáis a un hombre en el día de reposo”, etc. Pero
es hacer violencia al texto decir que “por cierto” es en realidad “debido a
que”.
e) Por último, otros —como Alford, Burgon, Barradio, Toledo y Lyranus—
conectan el “por cierto” con la mitad del versículo, dándole el siguiente
significado: “Por esta razón os dio Moisés la circuncisión, esto es, no porque
fuera un precepto que él hubiera instituido, sino porque había sido dado a los
padres”, es decir, a Abraham, Isaac y Jacob. Quizá esta última opinión es tan
defendible como cualquier otra. Pero nos encontramos ante una dificultad
innegable y seguirá siéndolo. Si adoptamos esta interpretación, debemos
parafrasear todo el versículo de esta forma: “Moisés, cuyo nombre y cuya Ley
honráis grandemente, os dio, entre otras cosas, el precepto de la
circuncisión. Os lo dio, recordadlo, por este motivo: porque era un viejo
precepto que le habían entregado vuestros padres, Abraham, Isaac y Jacob, y
no un precepto que le hubiera sido comunicado de primera mano, como
sucedía con la Ley levítica. Ahora, en obediencia al precepto de la
circuncisión, que debe aplicarse al octavo día del nacimiento del niño, no
consideráis que circuncidar a un niño en el día de reposo suponga quebrantar
el cuarto mandamiento. De hecho, supeditáis la ley del día de reposo a la ley
de la circuncisión. Admitís que en el día de reposo se puede llevar a cabo una
obra piadosa y necesaria. Admitís que el cuarto mandamiento que se entregó
en el monte Sinaí no era tan importante como la ley de la circuncisión, de
mayor antigüedad”.
Señala Burgon que “por cierto” se utiliza exactamente de la misma forma
que aquí, al comienzo de la frase, y señalando lo que viene después, en Juan
5:16; 8:47; 10:17; 12:18, 39.
Igual que sucede en otros lugares, debemos advertir aquí que nuestro
Señor hace referencia a Moisés como una persona real y a la historia del
Antiguo Testamento como Historia real y verdadera.
V. 23: [Si recibe el hombre, etc.]. El argumento de este versículo es el
siguiente: “Aun entre vosotros circuncidáis a un niño en el día de reposo a fin
de que no sea quebrantada la ley de la circuncisión que Moisés, vuestro gran
legislador, sancionó y confirmó. Admitís, pues, el principio de que hay
algunas obras que se pueden hacer en el día de reposo. ¿Es justo, entonces,
enojarse conmigo porque haya hecho con un hombre una obra mucho mayor
que la circuncisión en el día de reposo? No he herido ese cuerpo, sino que lo
he sanado. No he llevado a cabo una obra purificadora con una parte de él,
sino que he restaurado la salud y las energías a todo su cuerpo. No he
llevado a cabo una obra necesaria en un único miembro de su cuerpo, sino
una obra necesaria y beneficiosa para el hombre entero”.
No veo base alguna para la idea que propone Alford de que en este
versículo nuestro Señor quiere decir que la ley del día de reposo es una
simple práctica judía y un precepto relativamente moderno y que, como tal,
se supeditaba acertadamente a la más antigua y elevada ley de la
circuncisión, que era “de los padres”. En primer lugar, se puede responder
que el día de reposo está tan lejos de ser una institución judaica que, de
hecho, es más antiguo que la circuncisión y fue instituido en el Paraíso. En
segundo lugar, se puede responder que nuestro Señor parece querer evitar
esa idea de forma deliberada al hablar de la circuncisión como dada por
“Moisés” y como parte de “la Ley de Moisés”. De hecho lo hace en dos
ocasiones, de forma tan específica que uno se ve empujado a pensar que
tenía el propósito de evitar que alguien torciera este pasaje para convertirlo
en un argumento contra la obligación perpetua del día de reposo. En esta
ocasión elige hablar tanto de la circuncisión como del día de reposo como
parte de “la Ley de Moisés”. Lo hizo a propósito, porque en ese momento en
concreto las mentes de sus oyentes giraban en torno a Moisés y la Ley. Y su
argumento se reduce a esto: si ellos mismos admitían que la ley mosaica del
día de reposo debía supeditarse a la circuncisión en caso de necesidad,
estaban admitiendo que se podían hacer algunas obras en el día de reposo y
que, por tanto, no podían condenar su obra de sanar completamente a un
hombre en el día de reposo como algo de índole pecaminosa.
Creo que la idea de algunos comentaristas —como Trapp, Rollock,
Hutcheson, Beza y Stier— de que “completamente” significa la “totalidad”,
tanto el alma como el cuerpo, e implica una conversión del corazón así como
de la restauración de la salud y las fuerzas de su cuerpo, es improbable y
rebuscada. Es una idea piadosa, pero no parece que sea la que tenía nuestro
Señor en mente. Más aún, no es seguro que el hombre sanado en Betesda lo
fuera del alma así como del cuerpo.
V. 24: [No juzguéis según las apariencias, etc.]. Debemos buscar el
significado de este versículo en relación con el asunto del que acaba de
hablar nuestro Señor. Los judíos habían condenado a nuestro Señor y le
habían denunciado como un pecador infractor del cuarto mandamiento
porque había llevado a cabo una obra en el día de reposo. Nuestro Señor
hace referencia a eso y dice: “No juzguéis lo que he hecho según las
apariencias. Sin duda hice la obra en el día de reposo. ¿Pero de qué clase de
obra se trataba? Era un acto de misericordia para paliar una necesidad y, por
tanto, un acto tan legítimo como la circuncisión que vosotros mismos lleváis a
cabo en el día de reposo. En apariencia fue quebrantado el día de reposo. En
realidad no lo fue en absoluto. Juzgad con justo juicio. No condenéis
apresuradamente un acto como este sin examinarlo a fondo”.
Quizá haya aquí una referencia a la profecía de Isaías acerca del Mesías:
“No juzgará según la vista de sus ojos” (Isaías 11:3).
El principio aquí establecido es de inmensa importancia. No hay nada tan
común como juzgar demasiado favorablemente o demasiado
desfavorablemente las naturalezas y los actos a partir de la mera apariencia
externa de las cosas. Tendemos a formarnos opiniones prematuras de los
demás, ya sea buenas o malas, sobre una base muy deficiente. Afirmamos
que unos hombres son buenos y otros malos, unos piadosos y otros impíos,
sin contar con otra cosa que las apariencias para tomar nuestra decisión.
Haríamos bien en recordar nuestra ceguera y tener este texto en mente. Los
malos no siempre son tan malos ni los buenos tan buenos como parecen. Un
trozo de piedra puede estar recubierto de papel de estaño y tener un aspecto
brillante. Una pepita de oro puede estar cubierta de suciedad y parecer un
desecho. Las obras de un hombre pueden parecer buenas a primera vista y,
sin embargo, quizá pronto descubramos que están guiadas por los propósitos
más viles. Las obras de otro hombre pueden parecer muy dudosas en
primera instancia y, sin embargo, quizá descubramos con el tiempo que son
verdaderamente piadosas. ¡Que Dios nos libre de “juzgar por las
apariencias”!
Los comentaristas no acaban de ponerse de acuerdo con respecto a si
nuestro Señor quería decir “no juzguéis a las personas” o “no juzguéis los
actos” según las apariencias. Si lo interpretamos como las “personas”, la
frase significa: “No os precipitéis a suponer que Moisés y yo nos
contradecimos y que, por tanto, tengo que estar equivocado, puesto que
Moisés, el gran dador de la Ley, está en lo cierto”. Pero parece mucho más
sencillo y natural aplicar la expresión a los “actos”: “No juzguéis lo que se
hace únicamente según las apariencias. Mirad bajo la superficie y sopesadlo
con justicia”.
Juan 7:25–36

En estos versículos vemos la obstinada ceguera de los judíos


incrédulos. Vemos cómo defienden su negación del mesiazgo de
nuestro Señor diciendo: “Sabemos de dónde es; mas cuando venga el
Cristo, nadie sabrá de dónde sea”. ¡Y sin embargo, estaban
equivocados en sus dos aseveraciones!
Se equivocaban al decir que “sabían de dónde venía nuestro
Señor”. Sin duda querían decir que nació en Nazaret, pertenecía a
Nazaret y era, pues, galileo. Sin embargo, lo cierto era que nuestro
Señor había nacido en Belén, pertenecía legalmente a la tribu de Judá
y su madre y José eran de la casa y del linaje de David. Es difícil creer
que los judíos no lo hubieran descubierto de haber buscado e inquirido
sinceramente. Es un hecho notorio que la nación judía conservaba
escrupulosamente las genealogías, los linajes y los historiales
familiares. No podían disculpar su ignorancia.
Se equivocaban por otro lado al decir que “nadie sabría de dónde
sería Cristo”. Había una famosa profecía, con la que toda la nación
estaba familiarizada, de que Cristo saldría de la ciudad de Belén (cf.
Miqueas 5:2; Mateo 2:5; Juan 7:42). Es absurdo suponer que la
hubieran olvidado. Pero al parecer no juzgaron oportuno recordarla en
aquella ocasión. A menudo, la memoria de los hombres depende
lamentablemente de sus voluntades.
En cierto pasaje, el apóstol Pedro habla de algunos que “ignoran
voluntariamente” (2 Pedro 3:5). Tenía buenas razones para utilizar esa
expresión. Es una aguda enfermedad espiritual, y se encuentra
dolorosamente extendida entre los hombres. Hoy día hay miles que, a
su modo, están tan ciegos como los judíos. Cierran los ojos ante las
doctrinas y los hechos más claros del cristianismo. Su argumento es
que no entienden y que, por tanto, no pueden creer en las cosas que
les mostramos como necesarias para la salvación. ¡Pero, por desgracia,
en el noventa y nueve por ciento de los casos se trata de una
ignorancia voluntaria! No creen lo que no les gusta creer. Ni leen, ni
escuchan, ni piensan, ni buscan la Verdad sinceramente. ¿Podemos
sorprendernos de la ignorancia de tales personas? ¡Cuánta verdad y
cuánto acierto hay en aquel viejo refrán!: “No hay peor sordo que el
que no quiere oír”.
Por otro lado, en estos versículos vemos cómo la mano de Dios está
por encima de todos sus enemigos. Leemos que los judíos incrédulos
“procuraban prenderle; pero ninguno le echó mano, porque aún no
había llegado su hora”. Deseaban dañarle, pero no podían hacerlo
debido a que algo invisible los frenaba.
Estas palabras son un pozo de verdad que exige gran atención. Nos
muestran claramente que nuestro Señor sufrió de forma voluntaria y
por su libre albedrío. No fue a la Cruz porque no pudiera evitarlo. No
murió porque no pudiera escapar de la muerte. Ni los judíos, ni los
gentiles, ni los fariseos, ni los saduceos, ni Anás, ni Caifás, ni Herodes,
ni Poncio Pilato habrían podido dañar a nuestro Señor de no ser por la
potestad que se les dio para ello desde lo alto. Todo lo que hicieron se
hizo bajo control y con autorización. La crucifixión formaba parte del
consejo eterno de la Trinidad. La Pasión de nuestro Señor no podía dar
comienzo hasta la hora que Dios había señalado. Esto es un gran
misterio. Pero es una gran verdad.
Los siervos de Cristo deberían atesorar esta doctrina y recordarla en
momentos de necesidad. Está llena de dulce, placentero e inefable
consuelo para las personas piadosas. Estas no deben olvidar jamás que
viven en un mundo en el que Dios gobierna sobre todas las cosas en
todo momento y en el que nada puede suceder sin que Dios lo
permita. Hasta los propios cabellos de sus cabezas están contados. El
dolor, la enfermedad, la pobreza y la persecución no pueden tocarles a
menos que Dios lo considere oportuno. Pueden decir valerosamente
anta cada cruz que se les presente: “No tendrías poder alguno contra
mí si no lo hubieras recibido de lo alto”. Deben seguir adelante, pues,
con confianza. Son inmortales hasta que su obra haya concluido.
Deben sufrir pacientemente si es necesario. Sus tiempos están en
manos de Dios (cf. Salmo 31:15). Esa mano guía y gobierna todas las
cosas en la Tierra y no comete equivocaciones.
Por último, en estos versículos vemos el triste final con el que
pueden encontrarse un día los incrédulos. Leemos que nuestro Señor
dice a sus enemigos: “Me buscaréis, y no me hallaréis; y a donde yo
estaré, vosotros no podréis venir”.
Difícilmente podemos poner en duda que estas palabras tuvieran un
sentido profético. Quizá no podamos determinar si nuestro Señor tenía
en mente casos de incredulidad entre sus oyentes o si preveía el
remordimiento nacional que muchos experimentarían en el asedio final
de Jerusalén. Pero de lo que podemos estar seguros es que muchos
judíos recordaron las afirmaciones de Cristo mucho después de que
hubiera ascendido al Cielo y que, en un sentido, le buscaron cuando ya
era demasiado tarde.
Olvidamos demasiado a menudo que se puede descubrir la Verdad
demasiado tarde. Quizá haya convicción de pecado, descubrimiento de
nuestra propia necedad, deseos de paz, preocupación por el Cielo,
temor del Infierno; pero todo ello demasiado tarde. La enseñanza de la
Escritura al respecto es clara y explícita. Está escrito en Proverbios:
“Entonces me llamarán, y no responderé; me buscarán de mañana, y
no me hallarán” (Proverbios 1:28). Está escrito de las vírgenes necias
de la parábola que, al hallar la puerta cerrada, llamaron en vano
diciendo: “¡Señor, Señor, ábrenos!” (Mateo 25:11). Por terrible que
parezca, podemos entregar al pecado nuestras almas a fuerza de
resistirnos a la luz y a las advertencias. Suena terrible, pero es cierto.
Prestemos atención a estas cosas, no sea que pequemos a la
manera de estos judíos y no busquemos al Señor Jesús como Salvador
hasta que sea demasiado tarde. La puerta de la misericordia sigue
abierta. El trono de gracia sigue esperándonos. Esforcémonos por
asegurarnos nuestra participación en Cristo mientras estemos a
tiempo. Es mejor no haber nacido que oír al Hijo de Dios decir en el día
postrero: “A donde yo estaré, vosotros no podréis venir”.

Notas: Juan 7:25–36


V. 25: [Decían entonces unos de Jerusalén, etc.]. Es probable que estas
personas pertenecieran a las clases bajas que vivían en Jerusalén y
conocieran las intenciones de los gobernantes con respecto a nuestro Señor.
Difícilmente pueden ser los mismos que “la multitud” del versículo 20.
Aquellos, al desconocer los planes de los sacerdotes y los fariseos, dijeron:
“¿Quién procura matarte?”. Estos, sin embargo, dijeron: “¿No es éste a quien
buscan para matarle?”.
Comenta Tittman que el argumento del versículo anterior “parece haber
tenido gran peso en los oyentes de nuestro Señor”.
V. 26: [Pues mirad, habla públicamente, y no le dicen nada, etc.]. Parece
que en esta situación se refrenó a los enemigos de nuestro Señor con un
poder de contención (cf. versículo 30). Ciertamente, parece que sorprendió a
esta gente como algo notable que nuestro Señor hablara con tanto arrojo,
abierta y públicamente y, sin embargo, los gobernantes no hicieran esfuerzo
alguno para apresarle y poner fin a su enseñanza. No sorprende que hicieran
la pregunta que viene a continuación: “¿Han cambiado de idea nuestros
gobernantes? ¿Se han convencido por fin? ¿Han descubierto que este es
verdaderamente el Mesías, el Cristo de Dios?”.
V. 27: [Pero éste, sabemos de dónde es]. Esto significa que sabían que
nuestro Señor era de Nazaret de Galilea. Esta, debemos recordarlo, era la
creencia universal de todos los judíos. Cuando nuestro Señor entró
cabalgando en Jerusalén justo antes de su crucifixión, la multitud dijo: “Este
es Jesús el profeta, de Nazaret de Galilea” (Mateo 21:11). Cuando se clavó
una inscripción en la Cruz por encima de su cabeza en tres idiomas, esta
rezaba: “JESÚS NAZARENO, REY DE LOS JUDÍOS” (Juan 19:19, cf. Mateo 13:55;
Marcos 6:3; Lucas 4:22). Sin embargo, sabemos que, durante todo ese
tiempo, los judíos estuvieron equivocados y que nuestro Señor había nacido
en realidad en Belén, según la profecía (cf. Miqueas 5:2). Difícilmente
podemos dudar que los judíos lo hubieran descubierto de haberse esforzado
en hacer averiguaciones con respecto a la fase más temprana de la vida de
nuestro Señor. En una nación tan estricta con los linajes y lugares de
nacimiento, eso no se podía ocultar. Pero parece que no esforzaron en hacer
averiguaciones y se dieron por satisfechos con la historia más generalizada
de su origen, dado que eso les ofrecía una excusa adicional para no recibirle
como el Mesías.
Ciertamente, es notable la ignorancia que se daba entre los judíos con
respecto a todas las circunstancias de la concepción milagrosa de nuestro
Señor y su nacimiento en Belén. Sin embargo, debemos recordar que habían
transcurrido treinta años entre el nacimiento de nuestro Señor y el comienzo
de su ministerio público; que su madre y José pertenecían obviamente a una
clase muy humilde y ellos y sus vidas podían pasar fácilmente
desapercibidos, y que al vivir discretamente en Nazaret, su viaje a Belén en
la época del “censo” pronto quedaría olvidado.
Después de todo, no debemos olvidar que no forma parte de la relación
de Dios con el hombre forzar a nadie a creer. La incertidumbre en que
deliberadamente se dejó el lugar de nacimiento de nuestro Señor formaba
parte de la prueba moral a la que se sometió al pueblo judío. Si en su orgullo,
indolencia y farisaísmo no estaban dispuestos a aceptar las abundantes
pruebas que ofrecía nuestro Señor de su mesiazgo, no se podía esperar que
Dios imposibilitara la incredulidad haciendo que su nacimiento de una virgen
de Belén estuviera fuera de cualquier duda. En esto, como en todo lo demás,
si los judíos hubieran deseado encontrar la Verdad sinceramente, la habrían
encontrado.
[Cuando venga el Cristo, nadie sabrá, etc.]. Resulta difícil entender lo que
querían decir los judíos con estas palabras. La mayoría de los autores piensan
que hacían referencia a las enigmáticas palabras de Isaías con respecto al
Mesías —“Su generación, ¿quién la contará?” (Isaías 53:8)— o a las palabras
de Miqueas —“Sus salidas son desde el principio, desde los días de la
eternidad” (Miqueas 5:2)—, y que tenían en mente el origen divino y celestial
del Mesías, que todos los judíos consideraban que sería un misterio. Sin
embargo, cuesta trabajo entender por qué no dijeron “cuando Cristo venga,
nacerá en Belén” y por qué habríamos de suponer que hablaban del origen
terrenal del Señor en la primera parte del versículo y del origen divino del
Mesías en la segunda. Esto parece inexplicable a menos que supongamos
que estos judíos eran particularmente ignorantes y desconocían que el
Mesías nacería en Belén aunque supieran que su nacimiento sería una
cuestión misteriosa. Es una idea posible, pero no muy probable. El argumento
de estas personas sería entonces: “Cuando el Mesías venga, lo hará de forma
repentina, como profetizó Malaquías cuando dijo que ‘vendrá súbitamente a
su templo el Señor’ (Malaquías 3:1), inesperadamente, misteriosamente y
sorprendiendo a la gente. Este hombre sentado entre nosotros en el Templo,
pues, no puede ser el Mesías, porque sabemos que proviene de Nazaret, en
Galilea, y que lleva treinta años viviendo allí”. Desestimaron a su
conveniencia la profecía de que el Mesías nacería en Belén y, de hecho,
jamás pensaron que nuestro Señor la hubiera cumplido. La única profecía a la
que recurrieron fue la de Malaquías (Malaquías 3:1), y como nuestro Señor no
parecía cumplirla, llegaron a la conclusión de que no podía ser el Cristo.
Cuando se trata de cuestiones religiosas, las personas se dan fácilmente por
satisfechas con razonamientos imperfectos y superficiales para ahorrarse
problemas. La gente quiere argumentos que confirmen sus deseos. Este
parece haber sido el caso de los judíos.
Ruperto menciona una tradición común entre los judíos —que cuando
Cristo viniera, lo haría a medianoche, igual que vino el ángel a medianoche
en la matanza de los primogénitos en Egipto— y cree que esto era lo que
tenían los judíos en mente.
Observa Hutcheson que “no contrastar la Escritura con la Escritura y, en
lugar de ello, sacar una frase cualquiera que parece amoldarse a lo que
buscamos de su contexto es una gran fuente de errores. Ese es el
razonamiento de los judíos en este pasaje. Se aferran a una sola cosa al
hablar de la divinidad del Mesías y no prestan atención a los demás pasajes”.
Besser cita una afirmación de Lutero: “Los judíos son pobres teólogos.
Captan el sonido del reloj del profeta (Miqueas 5:2), pero no han contado bien
las campanadas. El que no oye bien, lo suple con imaginación. Habían oído
que Cristo vendría de tal forma que nadie conocería su procedencia. Pero no
entendieron correctamente que, al venir de Dios, nacería de una virgen y
vendría al mundo en secreto”.
V. 28: [Jesús […] enseñando en el templo, alzó la voz y dijo]. Esta es una
expresión notable. Cuando leemos que nuestro Señor “clama” o alza la voz,
vemos que se aparta de su estilo habitual. Por regla general suelen ser
aplicables las palabras de S. Mateo citando Isaías 43:2: “No contenderá, ni
voceará, ni nadie oirá en las calles su voz”. Sin embargo, vemos que hubo
ocasiones en que sí consideró oportuno clamar y alzar la voz, y esta es una
de ellas. Probablemente fuese la perversa ignorancia de los judíos, su
persistente ceguera ante todas las evidencias y la gran oportunidad que
ofrecía la multitud congregada a su alrededor en los atrios del Templo lo que
le impulsara a “alzar la voz”.
Solo hay otros cuatro pasajes en los Evangelios donde se dice que nuestro
Señor clamara o “alzara la voz”: Mateo 27:50; Marcos 15:37; Juan 7:37 y
12:44. La palabra griega que se traduce como “clamó a gran voz” tiene
mayor intensidad aún que la que encontramos aquí.
[A mí me conocéis, y sabéis de dónde soy]. Esta es una expresión difícil,
sin lugar a dudas; en parte porque es difícil de reconciliar con Juan 8:14 y en
parte porque no está claro cómo se podía decir que los judíos “conocieran a
nuestro Señor” y “de dónde era”. Se han ofrecido diversas explicaciones:
1) Algunos —como Grocio, Lampe, Doddridge, Blomfield, Tittman y A.
Clarke— consideran que la frase debe leerse como una pregunta: “¿Me
conocéis y sabéis de dónde soy? ¿Estáis completamente seguros de estar en
lo correcto al afirmar tal cosa?”. Según esta interpretación, se parecería a la
forma de expresarse de nuestro Señor en Juan 16:31: “¿Ahora creéis?”,
donde la interrogación constituye el comienzo de la frase.
2) Otros —como Calvino, Ecolampadio, Beza, Flacius, Walter, Rollock,
Toledo, Glassius, Olshausen, Tholuck, Stier y Webster— piensan que la frase
se expresa en un sentido irónico: “Claro que me conocéis y sabéis de dónde
vengo, pero qué pobre e inútil es vuestro conocimiento”. Bengel y otros
objetan que nuestro Señor jamás habló en un sentido irónico. Sin embargo,
sería difícil demostrar que no hay ironía en Juan 10:32 o en Mateo 26:45 y
Marcos 7:9.
3) Otros —como Crisóstomo, Cocceius, Jansen, Diodati, Bengel, Henry,
Burkitt, Hengstenberg, Alford, Wordsworth y Burgon— piensan que se trata
de un simple afirmación: “Es cierto que me conocéis y sabéis de dónde soy.
Admito que en cierto sentido estáis en lo correcto. Sabéis dónde me he criado
y quiénes son mis parientes carnales. Y, sin embargo, en realidad sabéis muy
poco de mí. No sabéis nada en absoluto de mi naturaleza divina y de mi
unidad con el Padre”. En líneas generales prefiero esta última tesis a las dos
anteriores.
[No he venido de mí mismo]. Esta frase y el resto del versículo son
evidentemente elípticos y es preciso parafrasearlos para hacerse una idea
completa del sentido: “Y sin embargo, no me conocéis profunda y
auténticamente; porque no he venido de mí mismo, independientemente de
Dios el Padre y sin haber sido nombrado para ello, sino que ha sido el Padre
quien me ha enviado al mundo. Y el que me ha enviado se ha demostrado fiel
a sus promesas al enviarme y es ciertamente una persona auténtica, el Dios
verdadero y fiel de Israel a quien desconocéis aun a pesar de toda vuestra
profesión”.
Aquí, como sucede en otras partes, la expresión de nuestro Señor “no he
venido de mí mismo” hace referencia directa a la íntima unión entre Él y Dios
el Padre que tanto se menciona en el Evangelio según S. Juan.
También aquí, como sucede en otras partes, nuestro Señor acusa a los
judíos incrédulos de desconocer al Dios a quien profesaban servir y de cuyo
honor profesaban ser celosos. A pesar de todo el celo por la verdadera
religión y el verdadero Dios del que se jactaban, en realidad no conocían a
Dios.
La palabra “verdadero” es aquí de interpretación dudosa. Significa
“veraz”, según Cirilo, Teofilacto, Lampe y Tholuck. Pero no es claro que esto
sea así. Alford sostiene que debe significar “que existe realmente”. Trench
adopta idéntica postura en su New Testament Synonyms (Sinónimos del
Nuevo Testamento).
V. 29: [Pero yo le conozco]. El conocimiento del que habla aquí nuestro
Señor es ese conocimiento particular e íntimo que implica forzosamente la
unidad de las tres personas de la Trinidad en la divinidad. El Hijo conoce al
Padre en un sentido profundo y elevado que no podemos aspirar a explicar
porque se encuentra por encima de nuestras facultades (Juan 10:15). Los
judíos no tenían un conocimiento perfecto de Dios el Padre. Por el contrario,
Jesús podía decir “le conozco” como nadie más podía: “Ni al Padre conoce
alguno, sino el Hijo, y aquel a quien el Hijo lo quiera revelar” (Mateo 11:27).
Igual que la anterior, la expresión “él me envió” es mucho más que la
mera declaración del nombramiento de un profeta. Es la declaración de que
era el Enviado; el Mesías, el Profeta mayor que Moisés, que el Padre siempre
prometió enviar: “Soy la simiente de la mujer enviada para herir la cabeza de
la serpiente. Soy Aquel de quien el Padre habló en el Pacto, a quien prometió
enviar para redimir al mundo perdido. Soy Aquel a quien el Padre ha enviado
para ser el Salvador del hombre perdido. Me proclamo el Enviado, el Cristo de
Dios”.
El obispo Hall parafrasea estos dos versículos del siguiente modo:
“Murmuráis entre vosotros que me conocéis y que sabéis cuál es mi lugar de
nacimiento y cuáles son mis parientes; pero estáis completamente
equivocados, porque yo tengo un Padre en el Cielo a quien no conocéis. No
vine de mí mismo, sino que es mi Padre, que es un Dios verdadero, el que me
ha enviado. Vosotros, a pesar de todas vuestros supuestos conocimientos, le
desconocéis por completo. Pero yo le conozco a la perfección y tengo motivos
para ello; porque provengo de Él por generación eterna y Él me ha enviado al
mundo para llevar a cabo la gran obra de la Redención”.
V. 30: [Entonces procuraban prenderle]. Esta última afirmación parece
haber despertado las iras de la multitud que escuchaba a nuestro Señor en
Jerusalén. Con el fervor característico de todos los judíos, detectaron de
inmediato en el lenguaje de nuestro Señor la petición de ser recibido como el
Mesías. Igual que anteriormente, consideraron que, al decir “que Dios era su
propio Padre”, estaba “haciéndose igual a Dios” (Juan 5:18); al decir aquí “de
él procedo, y él me envió”, advirtieron una declaración de su derecho a ser
recibido como el Mesías.
[Pero ninguno […] aún no había llegado su hora]. Este freno en los
enemigos de nuestro Señor solo se puede explicar por medio de una
intervención divina directa. Es como Juan 8:20 y 18:6. Está claro que no
podían hacer nada contra Él sin que Dios lo autorizara y sin que, según su
sabiduría, así lo quisiera. Nuestro Señor no cayó en manos de sus enemigos
porque fuera incapaz de escapar, sino porque “había llegado la hora” en que
eligió morir voluntariamente como sustituto.
Advirtamos que esta doctrina está llena de consuelo para el pueblo de
Dios. Nada puede dañarle a menos que Dios lo permita. Todos somos
inmortales hasta que nuestra obra haya concluido. Comprender que todo lo
que sucede en este mundo se ejecuta según los designios y planes eternos
de nuestro Padre es uno de los grandes secretos para vivir una vida tranquila,
con paz y satisfecha.
Besser cita un dicho de Lutero: “Dios ha instituido para todo una hora
idónea y adecuada; y el mundo entero es enemigo de ella y se empeña en
atacarla. El diablo dispara y ataca al pobre reloj, pero no sirve de nada:
porque esa hora llegará. El diablo no conseguirá nada hasta que llegue esa
hora y las manecillas hayan recorrido su camino”.
V. 31: [Muchos de la multitud]. Esto hace referencia al pueblo llano, a las
clases bajas, en contraposición a los fariseos y sumos sacerdotes.
[Creyeron en él]. No parece haber motivos para pensar que se tratara de
algo distinto a una fe verdadera, dentro de sus limitaciones. Pero quizá no
pisaríamos suelo firme si llegáramos a la conclusión de que era algo más que
una creencia general en que nuestro Señor tenía que ser el Mesías, el Cristo,
y merecía ser recibido como tal.
[El Cristo […] venga, ¿hará más señales […] hace?]. Parece claro que este
lenguaje tenía que proceder de la boca de personas familiarizadas con los
milagros que había obrado nuestro Señor en Galilea y que sabían de su
ministerio. Probablemente, por aquel entonces se habían obrado tan pocos
milagros en Jerusalén y en sus inmediaciones que sería difícil oír un lenguaje
así en sus habitantes. Posiblemente, la palabra “más” significa no solo más
en número, sino “de mayor envergadura”.
La pregunta planteada por esas personas era justa y razonable: “¿Puede
alguien ofrecer mayores pruebas que este hombre de que es el Cristo? No
podría obrar mayores milagros, por muchos más que hiciera. ¿A qué
esperamos, pues? ¿No deberíamos reconocer a este hombre como el
Cristo?”.
V. 32: [Los fariseos oyeron a la gente que murmuraba […] cosas]. Los
fariseos oyeron al pueblo llano murmurar en los atrios del Templo y en las
calles de Jerusalén, donde se habían congregado para la fiesta. Aquí, como
sucede en el versículo 12, la palabra traducida como “murmurar” no
necesariamente implica una crítica negativa, sino tan solo un estado de
insatisfacción e intranquilidad que se expresaba en los murmullos entre la
muchedumbre.
[Y los principales […] alguaciles para que le prendiesen]. Parece como si el
revuelo entre el gentío por causa de nuestro Señor alarmara y contrariara de
tal forma a las autoridades judías que determinaron prenderle aun en plena
fiesta a fin de acabar con su predicación. No se nos dice qué día de la fiesta
era y cuánto tiempo pasó entre este versículo y el 37, donde se nos habla del
“último y gran día de la fiesta”. Parece probable que los alguaciles estuvieran
buscando el momento para prender a nuestro Señor pero no pudieran
encontrarlo —en parte por la multitud que le rodeaba y en parte porque les
contuvo un poder divino— y así se mantuvieran las cosas durante al menos
tres días.
Estos fariseos se ajustaban a la perfección al retrato que de ellos hace
nuestro Señor en otro pasaje: “Ni entráis vosotros, ni dejáis entrar a los que
están entrando” (Mateo 23:13).
V. 33: [Entonces Jesús dijo]. Nuestro Señor parece dirigirse aquí
específicamente a los alguaciles de los fariseos y sus seguidores. No solo les
contuvo un poder divino que hizo que no pudieran ponerle la mano encima,
sino que también se vieron obligados a permanecer allí y escucharle. No se
atrevían a apresarle por temor al pueblo y, sin embargo, tampoco se atrevían
a marcharse para informar de su incapacidad para cumplir las órdenes que
habían recibido.
[Todavía un poco de tiempo, etc.]. Probablemente, en estas palabras y en
las frases que vienen a continuación hay un matiz de tristeza y ternura. Es
como si nuestro Señor dijera: “Habéis venido a arrestarme y, sin embargo,
bien podéis soportarme. Solo estaré un poco de tiempo más con vosotros y
luego, cuando llegue mi momento de abandonar el mundo, volveré al Padre
que me envió”. O bien significa: “Os han enviado para que me apreséis, pero
en este momento no sirve de nada, no podéis hacerlo porque mi hora aún no
ha llegado. Aún me queda un poco de tiempo de ministerio en la Tierra y
entonces, y solo entonces, iré al que me envió”. Alford adopta esa
interpretación.
Por supuesto, los judíos no podían entender a quién se refería nuestro
Señor cuando decía “al que me envió”, y esta afirmación tuvo que parecerles
por fuerza misteriosa y enigmática.
V. 34: [Me buscaréis, y no me hallaréis]. Estas palabras parecen dirigidas
tanto a los alguaciles como a los que les habían enviado, a todo el conjunto
de enemigos incrédulos de nuestro Señor: “Llegará un día en que, demasiado
tarde, me buscaréis angustiados y lamentaréis amargamente haberme
rechazado; pero será demasiado tarde. El día de vuestra visitación habrá
pasado y no me encontraréis”.
Aquí se enseña una gran verdad bíblica que, como en otras partes,
muchos pasan por alto. Me refiero a la posibilidad de que haya hombres que
busquen la salvación demasiado tarde y clamen por el perdón y el Cielo una
vez que la puerta ya está cerrada para siempre. Los hombres pueden
descubrir su necedad y sufrir grandes remordimientos por sus pecados y, no
obstante, sentir que no pueden arrepentirse. Sin duda nunca es demasiado
tarde para el verdadero arrepentimiento, pero el arrepentimiento tardío rara
vez es verdadero. Faraón, el rey Saúl y Judas Iscariote podían haber dicho:
“He pecado”. El Infierno en sí es la verdad reconocida demasiado tarde. Sin
duda Dios es inefablemente misericordioso; pero hasta la misericordia de
Dios tiene sus límites. Puede airarse y verse obligado a dejar a los hombres a
su suerte. Es necesario estudiar con frecuencia pasajes como Proverbios
1:24–31; Job 27:9; Isaías 50:11; Jeremías 11:11; 14:12; Ezequiel 8:18; Oseas
5:6; Miqueas 3:4; Zacarías 7:13 y Mateo 25:11–12.
Estas palabras se cumplieron probablemente de la manera más terrible en
el asedio de Jerusalén, cuarenta años después de ser pronunciadas. Esa es la
opinión de Crisóstomo, Teofilacto y Eutimio.
Pero es muy probable que gran parte de los oyentes de nuestro Señor las
comprobaran mucho antes. Abrieron los ojos a su necedad y pecado después
que nuestro Señor abandonara este mundo.
Comenta Burgon que, en cierto sentido, aun hoy día los judíos buscan al
Mesías y no le encuentran.
[A donde Yo estoy, vosotros no podéis ir] (Biblia Textual Reina-Valera). El
lugar de que habla nuestro Señor es, evidentemente, el Cielo. Algunos han
pesando, como Bengel, que las palabras “a donde Yo estoy” deberían
traducirse “a donde Yo voy”. Pero no es un sentido natural ni habitual el que
se le da a las palabras. Tampoco es necesario. Había un sentido en que el Hijo
de Dios podía decir con toda veracidad: “A donde Yo estoy, vosotros no
podéis ir”. Como Dios, Él nunca dejó de estar en el Cielo, ni siquiera cuando
estaba cumpliendo su ministerio en la Tierra durante su encarnación. Como
Dios, podía decir con veracidad: “Donde Yo estoy”, y no meramente donde
“Yo estaba” o donde “Yo estaré”. Es como Juan 3:13, donde nuestro Señor,
hablando con Nicodemo, se llama a sí mismo “el Hijo del hombre, que ESTÁ
en el cielo”. La expresión es uno de los muchos textos que prueban la
divinidad de nuestro Señor. Ningún mero hombre, hablando en la Tierra,
podría referirse al Cielo como un lugar “donde Yo estoy”. Agustín sostiene
firmemente esta opinión.
[Vosotros no podéis ir] (Biblia Textual Reina-Valera). Esta es una de esas
expresiones que muestran la imposibilidad de que haya hombres inconversos
e incrédulos que vayan al Cielo. Es un lugar a donde “no [pueden] ir”. Su
naturaleza misma los hace inadecuados para ello. No se sentirían felices si
estuvieran allí. Sin nuevos corazones, sin el Espíritu Santo, sin la sangre de
Cristo, no podrían gozar del Cielo. La noción favorita de algunos teólogos
modernos de que toda la Humanidad va a ir finalmente al Cielo no puede de
manera alguna reconciliarse con esta expresión. Los hombres se pueden
sentir satisfechos pensando que es amoroso, liberal y generoso enseñar y
creer que todos los hombre y mujeres de todas clases se hallarán finalmente
en el Cielo. Una sola palabra de nuestro Señor Jesucristo echa por tierra toda
la teoría: “El Cielo es un lugar —le dice Él a los malvados— a donde vosotros
no podéis ir”.
La palabra “vosotros” es enfática, y en el griego destaca en fuerte
contraste con el “Yo” de la frase.
V. 35: [Entonces los judíos dijeron entre sí]. La expresión “judíos” aquí
empleada no se puede restringir a los fariseos y gobernantes. Tiene que
hacer referencia a aquellos que se encontraban entre los oyentes de las
palabras de nuestro Señor en el versículo anterior. En todo caso,
independientemente de su identidad, es probable que no fueran demasiado
amistosos hacia Él.
[¿Adónde se irá éste, que no le hallemos?]. Una traducción más literal de
esto sería: “¿Adónde se irá éste ahora?”. Eran incapaces de atribuir un
sentido espiritual a las palabras de nuestro Señor.
[¿Se irá a los dispersos […] griegos?]. Una traducción más literal de esto
sería: “¿Está por ir a la dispersión que hay entre los griegos a fin de
enseñarles?”. El idioma griego, la literatura griega y la filosofía griega habían
calado tanto en Asia Menor, Siria y Palestina que, en el Nuevo Testamento, la
expresión “griegos” equivale a menudo a gentiles y hace referencia a
cualquier pueblo que no sea judío. Así es en Romanos 2:9–10; 3:9; 1 Corintios
10:32 y 12:13. Este es el único lugar del Nuevo Testamento en que la palabra
“griegos” aparece de forma independiente, sin contraponerse a los judíos.
Este versículo enseña dos cosas interesantes. Una es el hecho de que la
existencia de un gran número de judíos dispersos por todo el mundo gentil se
consideraba algo notorio en tiempos de nuestro Señor. La otra es la impresión
que prevalecía entre los judíos de que era de esperar que un nuevo maestro
religioso fuera a predicar a los judíos dispersos entre los gentiles y que más
adelante predicara a los propios gentiles. De hecho, eso es precisamente lo
que hicieron posteriormente el apóstol Pablo y sus compañeros. La idea que
se adelanta aquí de “enseñar a los griegos” probablemente procediera de los
enemigos de nuestro Señor. En Hechos de los Apóstoles podemos ver cuánto
detestaban los judíos que se ofreciera la salvación a los gentiles.
Algunos —como Crisóstomo, Teofilacto, Hengstenberg y muchos otros—
piensan que las palabras “dispersos entre los griegos” se refieren a los
propios gentiles dispersos por todo el mundo, y no a los judíos. Pero nuestra
interpretación parece mucho más probable. Llamar a los gentiles “la
dispersión” parece forzado, y es una expresión que no se utiliza en ninguna
otra parte. Santiago llama a los judíos “las doce tribus que están en la
dispersión” (Santiago 1:1).
V. 36: [Qué significa esto que dijo, etc.]. Esta pregunta de los judíos era el
lenguaje de personas que intuían un significado profundo en las palabras de
nuestro Señor y, sin embargo, no eran capaces de discernir lo que quería
decir. Al odiar amargamente a nuestro Señor —como muchos hacían—,
determinaron matarle a la primera oportunidad que tuvieran; enojados e
irritados ante su propia incapacidad para responderle o para contrarrestar su
influencia en el pueblo, sospechaban de todo lo que brotara de sus labios:
“¿No implican estas palabras alguna clase de malicia? ¿No encierran alguna
clase de maldad? ¿No indican que va a deshonrar la Ley de Moisés
derribando el muro de separación entre judíos y gentiles?”.

Juan 7:37–39

Se ha dicho de algunos pasajes de la Escritura que deberían estar


impresos en letras de oro. Estos versículos constituyen uno de esos
pasajes. Contienen una de esas invitaciones amplias, plenas y libres al
hombre que hacen que el Evangelio de Cristo sea tan claramente las
“buenas noticias de Dios”. Consideremos en qué consiste.
En primer lugar, en estos versículos tenemos un supuesto. El Señor
Jesús dice: “Si alguno tiene sed”. No cabe duda que estas palabras
tienen un significado espiritual. Significan preocupación del alma,
convicción de pecado, deseo de recibir el perdón: anhelar una
tranquilidad de conciencia. Cuando un hombre siente sus pecados y
quiere ser perdonado, cuando siente profundamente la necesidad de
su alma y desea fervientemente recibir ayuda y alivio, entonces se
encuentra en el estado que nuestro Señor tenía en mente cuando dijo:
“Si alguno tiene sed”. Dos ejemplos del significado de esta expresión
son los judíos que oyeron a Pedro predicar en el día de Pentecostés, y
“se compungieron de corazón”, y el carcelero de Filipos, que clamó a
Pedro y Silas: “¿Qué debo hacer para ser salvo?”. En ambos casos se
trataba de “sed”.
Por desgracia, son pocos los que conocen esa sed. Todo el mundo
debería sentirla y lo haría de ser sabio. Siendo criaturas pecadoras,
mortales y moribundas como somos todos, con almas que un día serán
juzgadas y pasarán el resto de la eternidad en el Cielo o el Infierno, no
hay ningún hombre o mujer sobre la Tierra que no deba tener “sed” de
la salvación”. Y, sin embargo, la mayoría tiene sed de todo excepto de
la salvación. Lo que desean es el dinero, el placer, el honor, una
posición social elevada y entregarse a los excesos. No hay prueba más
clara de la caída del hombre y de la corrupción absoluta de la
naturaleza humana que la despreocupada indiferencia de la mayoría
de las personas con respecto a sus almas. No sorprende que la Biblia
califique al hombre natural de “ciego”, “dormido” y “muerto” cuando
vemos a tan pocos que estén despiertos, vivos y sedientos de la
salvación.
Bienaventurados aquellos que han experimentado algo de esta
“sed” espiritual. Todo verdadero cristianismo comienza por el
descubrimiento de que somos pecadores necesitados, culpables y
vacíos. No alcanzaremos el camino de la salvación hasta saber que
estamos perdidos. El primer paso hacia el Cielo es estar
completamente convencidos de que merecemos el Infierno. Ese
sentimiento de pecado que a veces alarma a un hombre y le hace
pensar que es un caso perdido es una buena señal. De hecho, es un
síntoma de vida espiritual: “Bienaventurados los que tienen hambre y
sed de justicia, porque ellos serán saciados” (Mateo 5:6).
En segundo lugar, en estos versículos se nos ofrece un remedio. El
Señor Jesús dice: “Si alguno tiene sed, venga a mí y beba”. Declara
que Él es la verdadera fuente de vida, el que satisface todas las
carencias espirituales, el que alivia todas las necesidades espirituales.
Invita a todos los que sienten la pesada carga del pecado a acudir a Él
y se proclama su Ayudador.
Esas palabras —“venga a mí y beba”— son pocas y sencillas. Pero
resuelven una cuestión que ni toda la sabiduría de los filósofos griegos
y romanos pudo resolver jamás: muestran cómo puede un hombre
estar en paz con Dios. Muestran que la paz en Cristo se obtiene
confiando en Él como nuestro Mediador y Sustituto; en una palabra,
creyendo. “Venir” a Cristo es creer en Él y “creer” en Él es venir. Quizá
el remedio parezca muy sencillo, demasiado sencillo para ser cierto.
Pero no hay ningún otro remedio aparte de este; y ni toda la sabiduría
del mundo puede hallar algún defecto en él ni concebir uno mejor.
Seguir esta exhortación de Cristo es el gran secreto de todo
cristianismo salvador. En todas las épocas, los santos de Dios han sido
hombres y mujeres que bebieron por fe de esta fuente y recibieron
alivio. Sintieron su culpa y su vacío y tuvieron sed de ser liberados.
Supieron de una provisión plena de perdón, misericordia y gracia en
Cristo crucificado por todos los pecadores penitentes. Creyeron las
buenas noticias y actuaron en consecuencia. Echaron a un lado
cualquier confianza en su propia bondad y dignidad y acudieron a
Cristo por fe como pecadores. Haciéndolo así, hallaron alivio.
Haciéndolo así a diario, vivieron. Haciéndolo así, murieron. Sentir
realmente la gravedad del pecado y tener sed, así como acudir
realmente a Cristo y creer, son los dos pasos que llevan al Cielo. Pero
son dos grandes pasos. Hay miles demasiado orgullosos y
despreocupados para darlos. Por desgracia, hay pocos que piensen; ¡y
menos aún que crean!
Por último, en estos versículos se nos ofrece una promesa. El Señor
Jesús dice: “El que cree en mí, como dice la Escritura, de su interior
correrán ríos de agua viva”. Obviamente, estas palabras tenían un
sentido figurado. Se pueden aplicar de dos formas. Por un lado
enseñan que todos aquellos que vengan a Cristo por fe hallarán
satisfacción abundante en Él. Por otro lado enseñan que los creyentes
no solo tendrán suficiente para cubrir las necesidades de sus propias
almas, sino que también se convertirán en fuente de bendición para
los demás.
Miles de cristianos pueden dar testimonio hoy día del cumplimiento
de la primera parte de la promesa. Dirían, si se pudieran reunir todos
sus testimonios, que cuando vinieron a Cristo por fe, hallaron en Él
más de lo que esperaban. Han descubierto una paz, una esperanza y
un consuelo desde el momento en que creyeron que, a pesar de todas
sus dudas y temores, no cambiarían por nada en el mundo. Han
hallado gracia según sus necesidades y fuerza según sus días. Con
frecuencia se han sentido decepcionados con sus propios corazones,
pero Cristo jamás les ha decepcionado.
El cumplimiento de la otra mitad de la promesa no se conocerá
nunca plenamente hasta el día del Juicio. Solo ese día se revelará todo
el bien del que ha sido instrumento cada creyente desde el mismísimo
día de su conversión. Algunos hacen el bien en vida, con sus lenguas,
como los Apóstoles y los primeros predicadores del Evangelio. Otros
hacen el bien en su agonía, como Esteban, el ladrón arrepentido y
nuestros propios mártires reformadores que ardieron en la hoguera.
Otros hacen el bien, por medio de sus escritos, mucho después de
haber muerto, como Baxter, Bunyan y M’Cheyne. Pero es probable
que, de un modo u otro, se demuestre que casi todos los creyentes
han sido fuente de bendición. Por sus palabras o por sus actos, por sus
exhortaciones o por su ejemplo, directa o indirectamente, siempre
dejan su impronta en otros. Ahora no lo saben, pero al final
descubrirán que es cierto. La afirmación de Cristo se cumplirá.
¿Hemos experimentado nosotros lo que es “venir a Cristo”? Esta es
la pregunta que debiera surgir en nuestros corazones al concluir este
pasaje. El peor estado en que puede encontrarse nuestra alma es no
sentir preocupación alguna por la eternidad; no tener “sed”. La mayor
de las equivocaciones es intentar encontrar alivio por algún otro
camino distinto del que tenemos delante: el camino de “venir a Cristo”.
Una cosa es venir a la Iglesia de Cristo, a los ministros de Cristo o a los
preceptos de Cristo. Otra muy distinta es venir a Cristo mismo.
¡Bienaventurado el que no solo conoce estas cosas, sino que también
actúa en consecuencia!

Notas: Juan 7:37–39


V. 37: [En el último y gran día de la fiesta]. Parece haber un intervalo de
tres días entre este versículo y el anterior. En cualquier caso, sabemos a
ciencia cierta que nuestro Señor fue al Templo y enseñó “a la mitad de la
fiesta” (versículo 14). No parece haber una interrupción desde ese punto,
sino una enseñanza y una argumentación continuadas hasta este versículo.
No se nos relata, pues, lo que hizo nuestro Señor durante los tres últimos días
de la fiesta. Solo podemos conjeturar que prosiguió enseñando sin
interrupción y que se contuvo a sus enemigos por medio de un poder divino,
de forma que no se atrevieron a interferir.
No se sabe con certeza si “el último y gran día de la fiesta” significa el
octavo o el séptimo.
1) Algunos —como Bengel y otros— piensan que tenía que ser el séptimo
día, debido a que en la explicación de la fiesta de los Tabernáculos que hace
Moisés no se hace referencia alguna a nada en concreto que deba hacerse en
el octavo día (cf. Levítico 23:33–43), mientras que en cada uno de los siete
días de la fiesta se instituyeron sacrificios especiales, una lectura especial de
la Ley cada siete años y también, según los autores judíos, una solemne
extracción de agua del estanque de Siloé que se derramaba sobre el altar.
2) Otros —como Lightfoot, Gill, Alford, Stier, Wordsworth y Burgon—
piensan que tienen que tratarse del octavo día, puesto que difícilmente se
podría decir que la fiesta terminase hasta el final del octavo día; y aun en la
explicación de la fiesta en Levítico, se dice que en el octavo día se debe tener
una “santa convocación” y que debe ser un “día de reposo” (Levítico 23:36 y
39).
Esta cuestión carece de importancia práctica, pero entre las dos opiniones
prefiero la segunda. Creo que la expresión da a entender que todo el
ceremonial de la fiesta había pasado ya, que ya se habían hecho las últimas
ofrendas y las gentes estaban a punto de partir hacia sus respectivos
hogares, y nuestro Señor aprovechó la oportunidad e hizo la gran
proclamación que viene inmediatamente después. Era una ocasión
particularmente típica. La última fiesta del año estaba a punto de concluir y,
antes de que terminara, nuestro Señor proclamó públicamente la gran verdad
del comienzo de una nueva dispensación y a Él mismo como el final de todos
los sacrificios y las ceremonias.
Considero que la objeción de que en el octavo día no se sacaba ni
derramaba agua carece de peso. Es muy probable que nuestro Señor hiciera
referencia a ello como algo que los judíos habían visto durante siete días y
tenían fresco en la memoria. Ahora bien, parece particularmente oportuno
que en este octavo día, cuando ya no se sacaba agua, clamara: “Venga a mí
y beba. Es posible obtener el agua de vida que ofrezco a pesar de que la
fiesta haya terminado”.
[Jesús se puso en pie y alzó la voz]. Estas palabras significan que nuestro
Señor eligió un lugar elevado y prominente donde poder ponerse “en pie” y
ser visto y oído por muchas personas a la vez. Si, como podemos suponer, los
adoradores de la fiesta de los Tabernáculos se estaban marchando ya de la
última ceremonia, es fácil imaginar que nuestro Señor se pusiera “en pie” en
señal de autoridad junto a la entrada del Templo. Cuando se dice que “alzó la
voz”, significa que clamó.
[Si alguno tiene sed, venga a mí y beba]. Estas palabras solo pueden
tener un significado. Son una invitación general a todos aquellos cuyas almas
tengan sed para que vengan a Cristo y obtengan alivio. Se declara la fuente
de vida, Aquel que alivia las carencias espirituales del hombre, Aquel que
borra y perdona los pecados. Pide a todos los que sientan sus pecados y
deseen el perdón que acudan a Él y promete que obtendrán de inmediato lo
que desean. La idea es exactamente la misma que la de Mateo 11:28,
aunque se utilice una imagen distinta.
Casi todos los comentaristas observan que es probable que nuestro Señor
eligiera esta clase de imagen y figura por causa de la costumbre judía de
sacar agua del estanque de Siloé durante la fiesta de los Tabernáculos y
transportarla en solemne procesión hasta el Templo. Y se piensa que nuestro
Señor hace referencia expresa a esta ceremonia que, sin duda, muchos
tendrían en mente: “¿Alguien quiere la verdadera agua de vida, mejor que
cualquier agua de Siloé? Que venga a mí por fe y saque de mí aguas vivas,
tranquilidad de conciencia y perdón de los pecados”. Pero debemos recordar
que esto solo es una conjetura. La costumbre de sacar agua de Siloé en la
fiesta era una invención humana que no se ordenaba en la Ley de Moisés y
que ni tan siquiera se menciona en el Antiguo Testamento; y se puede
cuestionar que nuestro Señor la mencionara. Más aún, Juan 4:10 y 6:55
evidencian que no era infrecuente que nuestro Señor utilizara las imágenes
del “agua” y la “sed”. En todo caso, eran imágenes familiares para los judíos
debido a Isaías 55:1.
Algunos piensan que, puesto que la fiesta de los Tabernáculos tenía el
propósito especial de recordar a los judíos su estancia en el desierto, nuestro
Señor tenía en mente el agua que brotó milagrosamente de la roca y que
seguía a Israel a todas partes, y deseaba que los judíos le consideraran el
cumplimiento de ese tipo: la Roca verdadera (cf. 1 Corintios 10:4). Esta idea
merece ser tenida en cuenta.
Toda la frase es una de esas valiosas afirmaciones que todo verdadero
cristiano debiera atesorar en su corazón y que es de gran ánimo para todo
pecador que la oye. Debemos prestar particular atención a sus palabras.
Adviértase la amplitud de la invitación. Dice “si alguno”. No importa quién
o qué haya sido; no importa lo mala e inicua que haya sido su anterior vida;
hay una mano tendida y se le hace un ofrecimiento: “Si alguno tiene sed,
venga a mí y beba”. Que nadie diga que el Evangelio es limitado en cuanto a
lo que ofrece.
Adviértanse las personas a las que se invita. Son aquellos que tienen
“sed”. Se trata de una expresión figurada que denota la angustia y
preocupación espiritual que siente toda persona que descubre el valor de su
alma y la gravedad de su pecado, así como su propia culpa. Esa persona se
siente consumida por un deseo de hallar alivio, situación perfectamente
ejemplificada en la angustiosa sensación de la “sed”, muy familiar en todos
los países orientales. No se menciona ningún otro matiz. No se habla de
arrepentimiento, de rectificaciones, de algún tipo de preparación, de
requisitos a cumplir, de la necesidad de un nuevo corazón. ¿Tiene “sed”?
¿Siente sus pecados y desea ser perdonado? Entonces nuestro Señor le
extiende su invitación.
Debiéramos advertir la sencillez del camino a seguir por el pecador
sediento. Es simplemente: “Venga a mí”. Solo tiene que entregar su alma a
Cristo, confiarse a Él, descansar en Él, creer en Él, poner su alma con toda su
carga en sus manos, y con eso basta. Confiar en Cristo es “venir” a Cristo. De
esa forma, Cristo cubrirá todas sus necesidades. Si cree así, es perdonado,
justificado y contado de inmediato entre los hijos de Dios (cf. Juan 6:35, 37).
Por supuesto, la expresión “beba” es figurada y corresponde a la palabra
“sed”. Significa: “Se sirva libremente de todo lo que su alma necesita;
misericordia, gracia, perdón, paz y fortaleza. Soy la Fuente de vida. Me
complacerá que me utilice como tal”.
No leemos de ningún profeta o apóstol de la Biblia que utilizara un
lenguaje semejante a este y dijera: “Venga a mí y beba”. Ciertamente, no
podía utilizarlo nadie salvo Aquel que sabía que era Dios mismo.
V. 38: [El que cree en mí, etc.]. Sin duda alguna, este versículo está
plagado de dificultades y se ha interpretado de muchas formas. La manera
de relacionarse las diversas expresiones del versículo no es la menor de las
dificultades que ofrece.
1) Algunos —como Stier— relacionan “el que cree en mí” con el verbo
“beber” del versículo anterior. De ese modo significaría lo siguiente: “Si
alguno tiene sed venga a mí; y beba el que cree en mí”. No puedo estar de
acuerdo con esa tesis. Por un lado, interpretar las palabras de ese modo
supondría forzar violentamente la gramática del griego. Por otro, induciría a
confusión doctrinal. La invitación de nuestro Señor no se hizo al que “cree”,
sino al que tiene “sed”.
2) Otros —como Crisóstomo, Teofilacto, Pellican, Heinsius, Walter, De Dieu,
Lightfoot, Trapp y Henry— relacionan “el que cree en mí” con las palabras
que vienen a continuación: “como dice la Escritura”. De esa forma,
significaría: “El que cree en mí tal como le piden las Escrituras que crea […]”.
No puedo estar de acuerdo con esa interpretación. La expresión “cree como
dice la Escritura” es vaga y extraña y no se parece a ninguna otra en la
Escritura.
3) La mayoría de comentaristas cree que las palabras “como dice la
Escritura” deben asociarse a las que vienen a continuación: “De su interior”,
etc. Piensan que nuestro Señor no estaba citando ningún texto en concreto
de la Biblia, sino que tan solo tenía la intención de dar a sus palabras el
sentido general de varios textos conocidos. A pesar de las dificultades que
implica, creo que esta es la interpretación más satisfactoria.
La expresión “el que cree en mí” suscita una dificultad de índole
gramatical, al no existir verbo alguno que la conecte al versículo. Esto no se
puede pasar por alto. Se debe interpretar como un nominativo absoluto, y es
preciso considerarla como una frase elíptica que debemos completar.
Otra dificultad nace del hecho de que no hay ningún texto de las
Escrituras del Antiguo Testamento que se corresponda con el que
aparentemente se cita aquí. Esta es una dificultad innegable, aunque no
insuperable. Como ya hemos dicho, nuestro Señor no tenía el propósito de
dar una cita exacta, sino tan solo la esencia de varias promesas del Antiguo
Testamento. Wordsworth considera que Mateo 2:23 es un caso similar.
Jerónimo sostiene asimismo que, a menudo, los autores inspirados se
contentan con ofrecer el sentido y no las palabras exactas de una cita (cf.
Efesios 5:14).
Otra dificultad nace de la aplicación de las palabras “de su interior
correrán ríos de agua viva”. Algunos —como Ruperto, Bengel y Stier— son
partidarios de aplicarlo a nuestro Señor mismo y dicen que significa: “Del
interior de Cristo correrán ríos de agua viva”. Pero esta tesis tiene la fuerte
objeción de que divide el comienzo del versículo y el final; hace que la
expresión “el que crea en mí” sea aún más elíptica de lo necesario; y
convierte la última parte del versículo en una cita exacta de la Escritura.
Mi opinión es que la verdadera interpretación del versículo es la siguiente:
“El que cree en mí, o viene a mí por fe como su Salvador, es el hombre de
cuyo interior correrán ríos de agua viva, tal como dice la Escritura que
sucederá”. Esta interpretación tiene a su favor el argumento de peso de que
nuestro Señor dijo a la samaritana que el agua que ofrecía sería “una fuente
de agua que salte para vida eterna” en aquel que la bebiera (Juan 4:14). El
sentido pleno de la promesa es que todo el que crea en Cristo verá
abundantemente satisfechas sus necesidades espirituales, y no solo eso, sino
que también se convertirá en fuente de bendición para los demás. Por medio
de él, por medio de sus palabras, sus obras y su ejemplo, correrá agua viva
para beneficio eterno de los que le rodean. Tendrá suficiente para sí mismo y
será una bendición para los demás. De esa manera, se mantiene la imagen
de “su interior”. Su corazón, al estar lleno de los dones de Cristo, se
desbordará y beneficiará a otros; al haber recibido mucho, dará y repartirá
mucho.
Probablemente, los pasajes a los que nuestro Señor hizo referencia y en
los que se condensa la esencia de lo que dice son Isaías 12:3; 35:6, 7; 41:18;
44:3; 55:1; 58:11 y Zacarías 14:8, 16. Nuestro Señor ofrece el sentido general
de estos pasajes, aunque no las palabras exactas. Esta es la opinión de
Calvino, Beza, Grocio, Cocceius, Diodati, Lampe y Scott. Un hecho curioso
que lo corrobora es que las versiones arábiga y siríaca del texto contienen la
expresión “la Escritura” en plural: “Como dicen las Escrituras”.
Un hecho curioso que menciona Bengel es que el capítulo 14 de Zacarías
se leía públicamente en el Templo el primer día de la fiesta. De ser así,
difícilmente podemos poner en duda que nuestro Señor lo tuviera en mente
cuando utilizó la expresión “como dice la Escritura”.
No hace falta demostrar que todo creyente que es salvo cuando cree se
convierte en fuente de bendición y de bien para los demás. Un verdadero
converso desea la conversión de los demás y hace lo posible para
fomentarla. Hasta el ladrón de la cruz, aunque su vida después de
arrepentirse fue breve, se preocupó por su compañero, y de las palabras que
pronunció han corrido “ríos de agua viva” sobre este mundo pecador desde
entonces. Él mismo ha sido fuente de bendición.
Blomfield cita un dicho rabínico: “Cuando un hombre acude a Jehová es
como una fuente llena de agua viva, y de él fluyen ríos a los hombres de toda
tribu y nación”.
No me atrae en absoluto la idea predilecta de algunos de que nuestro
Señor solo hacía referencia aquí a los dones milagrosos del Espíritu Santo que
se darían en el día de Pentecostés. Lo que tenemos delante se promete a
todo creyente. Pero, sin duda, los dones milagrosos no se otorgaron a todos
los creyentes. Evidentemente, hubo miles convertidos por la predicación de
los Apóstoles que no recibieron esos dones. Sin embargo, todos recibieron el
Espíritu Santo.
Lutero parafrasea este versículo de la siguiente forma: “El que venga a mí
será dotado del Espíritu Santo, de tal forma que no solo será avivado y
renovado y se aplacará su sed, sino que también se convertirá en un sólido
vaso de piedra del que fluirá el Espíritu Santo con todos sus dones,
renovando, consolando y fortaleciendo a otros igual que yo le renové a él. Así
fue como S. Pedro en el día de Pentecostés, por medio de un solo sermón,
como un torrente, liberó a 3000 hombres del dominio del diablo, limpiándoles
en una hora del pecado, la muerte y Satanás”. Tras citar esto, Hengstenberg
añade: “Esa fue tan solo una primera demostración de un glorioso elemento
que diferencia a la Iglesia del Nuevo Testamento de la del Antiguo. Tiene un
impulso vital que difundirá la vida que hay en su interior hasta los confines
de la Tierra”.
V. 39: [Esto dijo del Espíritu]. Este versículo es uno de esos comentarios
explicativos que tanto se prodigan en el Evangelio según S. Juan. Una
traducción más literal de estas primeras palabras sería: “Esto dijo con
respecto al Espíritu”.
Adviértase que, en cualquier caso, está claro que aquí “agua” no hace
referencia al “bautismo”, sino al Espíritu Santo. S. Juan mismo lo dice de
forma inequívoca.
[Que habían de recibir […] creyesen en él]. Esto significa: “Que iban a
recibir los creyentes en Él”. La fe en Cristo y recibir al Espíritu Santo van
indisolublemente unidos. Si alguien tiene fe, tiene al Espíritu. Si alguien no
tiene al Espíritu, no tiene una fe salvadora en Cristo. La obra eficaz de las
personas segunda y tercera de la Trinidad nunca está dividida.
Ruperto piensa que nuestro Señor está pensando especialmente en el
gran derramamiento del Espíritu Santo sobre el mundo gentil que habría de
producirse después de su ascensión al Cielo y en la partida de los Apóstoles
para predicar el Evangelio por el mundo.
[Pues aún no había venido el Espíritu Santo, etc.]. Esta frase significa que
el Espíritu Santo no había sido derramado aún sobre los creyentes en toda su
plenitud porque nuestro Señor no había culminado su obra por medio de su
muerte, resurrección y ascensión al Cielo por nosotros. El Espíritu Santo no se
envió a la Iglesia con toda su influencia hasta que nuestro Señor fue
“glorificado” al ascender al Cielo y sentarse a la diestra de Dios. Fue entonces
cuando se cumplió el Salmo 68:18: “Subiste a lo alto, cautivaste la
cautividad, tomaste dones para los hombres, y también para los rebeldes,
para que habite entre ellos JAH Dios”. Antes de que nuestro Señor muriera,
resucitara y ascendiera, el Espíritu Santo ya era, y había sido desde toda la
eternidad, uno con el Padre y el Hijo, una persona diferenciada, de igual
poder y autoridad, eternamente Dios mismo. Sin embargo, no se había
revelado a sí mismo tan plenamente a aquellos en cuyos corazones moraba
como lo hizo tras la Ascensión; y no había descendido en persona al mundo
gentil, ni había enviado el Evangelio a todo el género humano con ríos de
bendición como hizo cuando Pablo y Bernabé fueron “enviados por el Espíritu
Santo” (Hechos 13:1). En pocas palabras, la dispensación del Espíritu Santo
no había comenzado aún.
Una traducción más literal de la expresión “aún no había venido el Espíritu
Santo” sería “el Espíritu Santo no estaba”. Por supuesto, esto no puede
significar que el Espíritu Santo no existiera y no estuviera presente de alguna
forma entre los creyentes de la dispensación veterotestamentaria. Por el
contrario, el Espíritu Santo contendió con los hombres de la época de Noé;
David habló por el Espíritu Santo; Isaías habló del Espíritu Santo; y Juan el
Bautista, que ya había muerto, fue lleno del Espíritu Santo desde el vientre
de su madre (cf. Génesis 6:1; Marcos 12:36; Isaías 63:10–11; Lucas 1:15).
La expresión significa lo siguiente: El Espíritu Santo aún no influía
plenamente en los corazones, las mentes y los entendimientos de los
hombres como el Espíritu de adopción y de revelación, como lo haría después
de la ascensión de nuestro Señor al Cielo. Queda claro —por el lenguaje que
utilizó nuestro Señor acerca del Espíritu en Juan 14:16, 17, 26; 15:26; 16:7–15
— que los creyentes habían de recibir de un derramamiento mucho más
pleno y completo del Espíritu Santo después de su ascensión que el que
habían recibido anteriormente. Sin duda, es un hecho que tras la Ascensión
los Apóstoles fueron hombres completamente distintos de como habían sido
previamente. Vieron, hablaron y actuaron como hombres maduros, mientras
que antes de la Ascensión habían sido como niños. Fueron una bendición
para el mundo gracias a este aumento en luz, conocimiento y determinación;
más que por cualquier don milagroso. Es evidente que la posesión de dones
del Espíritu en la Iglesia primitiva era perfectamente compatible con un
corazón impío. Un hombre podía hablar en lenguas y, sin embargo, ser como
la sal que ha perdido su sabor. Por el contrario, la posesión de la plenitud de
las virtudes del Espíritu era lo que convertía a un hombre en una bendición
para el mundo.
Dice Alford: “S. Juan no dice que las palabras fueran una profecía de lo
que sucedió en el día de Pentecostés, sino del Espíritu que los creyentes
estaban a punto de recibir. No se debe confundir ilógicamente su recepción
inicial con el hecho de que mora y obra en nosotros, que es de lo que se está
hablando aquí”.
Soy completamente consciente de que la mayoría de los comentaristas
sostienen que, en este pasaje, S. Juan está haciendo especial referencia al
derramamiento del Espíritu en Pentecostés. Pero tras haber examinado
cuidadosamente toda la cuestión, no puedo compartir esa opinión. Considero
que limitar este versículo al día de Pentecostés es restringir y mutilar su
significado, privar a muchos creyentes de su participación en una valiosa
promesa y pasar por alto todo el lenguaje específico que utilizó nuestro Señor
la víspera de su crucifixión con respecto a la enseñanza interior del
Consolador como algo que reciben los creyentes.
Observa Bengel que no es infrecuente encontrar en la Biblia “estar” en
lugar de “estar presente”. Así es en 2 Crónicas 15:3. No debe chocarnos,
pues, leer que “aún no había venido el Espíritu Santo”. Simplemente
significa: “Aún no se había manifestado ni derramado plenamente sobre la
Iglesia”. No cabe duda que Pedro, Juan y Santiago ya tenían el Espíritu
cuando nuestro Señor pronunció estas palabras. Pero lo tuvieron de manera
mucho más plena después de que nuestro Señor fuera glorificado. Eso
explica el significado del pasaje que tenemos delante.
Antes de dejar estos tres versículos, advirtamos el extraordinario ejemplo
que proporcionan a los predicadores, ministros y maestros religiosos. Deben
aprender de su Maestro a ofrecer a Cristo valiente, libre, plena, amplia e
incondicionalmente a todas las almas sedientas. Demasiado a menudo
estropeamos el Evangelio en su presentación. Algunos lo acordonan con
requisitos y mantienen a los pecadores alejados de él. Otros guían a los
pecadores en la dirección equivocada y les recomiendan algo además de
Cristo o en su lugar. Solo imita a nuestro Señor el que dice: “Si alguien siente
sus pecados, que venga de inmediato, directamente y sin dilación; no
meramente a la iglesia, a los sacramentos o al arrepentimiento y la oración,
sino a Cristo mismo”.

Juan 7:40–53

Por un lado, estos versículos nos muestran cuán inútiles son los
conocimientos religiosos si no van acompañados de gracia en el
corazón. Se nos dice que algunos de los oyentes de nuestro Señor eran
perfectamente conocedores de su lugar de nacimiento. Aludían a la
Escritura como hombres familiarizados con su contenido: “¿No dice la
Escritura que del linaje de David, y de la aldea de Belén, de donde era
David, ha de venir el Cristo?”. Y sin embargo, no se abrieron los ojos de
su entendimiento. Tenían a su propio Mesías ante sí y no le recibieron,
ni le creyeron, ni le obedecieron.
No cabe duda que es de gran importancia tener un cierto nivel de
conocimientos religiosos. Sin duda, la ignorancia no es la madre de la
verdadera devoción y no conduce a nadie al Cielo. Un “Dios no
conocido” nunca puede ser objeto de una adoración razonable. ¡Bien
les iría a los cristianos conocer todos las Escrituras como al parecer lo
hacían los judíos durante la estancia de nuestro Señor en la Tierra!
Pero si bien debemos valorar el conocimiento religioso, debemos
cuidarnos de no sobrestimarlo. No debemos contentarnos con conocer
los hechos y las doctrinas de nuestra fe a menos que nuestros
conocimientos influyan profundamente en nuestras vidas y nuestros
corazones. Los propios demonios conocen el credo intelectualmente y
“creen, y tiemblan” (Santiago 2:9), pero siguen siendo demonios. Es
perfectamente factible estar familiarizado con la letra de la Escritura,
ser capaz de citar pasajes correctamente y razonar con respecto a la
teoría del cristianismo y, sin embargo, seguir muertos en delitos y
pecados. Como muchos de la generación a la que predicó nuestro
Señor, quizá conozcamos bien la Biblia y, sin embargo, sigamos
inconversos y sin tener fe.
Recordemos siempre que lo único necesario es conocer con el
corazón. Ni las escuelas ni las universidades pueden conferir ese
conocimiento. Es don de Dios. Descubrir el mal de nuestros corazones
y odiar el pecado, estar familiarizados con el trono de gracia y la
fuente de la sangre de Cristo, sentarse a diario a los pies de Jesús y
aprender humildemente de Él: este es el conocimiento más excelso
que puede alcanzar un mortal. Que todo el que conozca estas cosas dé
gracias a Dios. Quizá no sepa griego, latín, hebreo o matemáticas; pero
será salvo.
Por otro lado, estos versículos nos muestran cuán eminentes
debieron de ser los dones de nuestro Señor como Maestro público de la
religión. Se nos dice que aun los alguaciles de los principales
sacerdotes, que habían sido enviados para apresarle, se sorprendieron
y maravillaron. Por supuesto, no tenían inclinación alguna a su favor.
Sin embargo, aun ellos dijeron: “¡Jamás hombre alguno ha hablado
como este hombre!”.
Por fuerza, no podemos hacernos gran idea de cuál era la forma que
tenía de hablar nuestro Señor en público. La gesticulación, la voz y la
predicación son cosas que es preciso ver y oír para evaluarlas. Sin
duda el estilo de nuestro Señor sería particularmente solemne,
llamativo e impresionante. Probablemente fuera algo muy diferente de
lo que acostumbraban a oír los alguaciles judíos. Tiene mucho que ver
con lo que leemos en otro pasaje: “Les enseñaba como quien tiene
autoridad, y no como los escribas” (Mateo 7:29).
Podemos hacernos una idea de cuál era el contenido de las palabras
que el Señor pronunció en público por medio de los discursos que se
documentan en los cuatro Evangelios. Las características principales
de estos discursos son claras e inequívocas. El mundo no ha visto
nunca nada semejante desde que se concedió al hombre el don de la
palabra. A menudo contienen verdades insondables, pero
frecuentemente contienen cosas tan sencillas que hasta un niño puede
entenderlas. Son valientes y francos al censurar los pecados
eclesiásticos y nacionales y, sin embargo, son sabios y discretos y
nunca ofenden innecesariamente. Son fieles y directos en sus
advertencias y, no obstante, tiernos y afectuosos en sus invitaciones.
En vista de la conjunción de fuerza y sencillez, de valentía y prudencia,
de fidelidad y ternura, bien podemos decir: “¡Jamás hombre alguno ha
hablado como este hombre!”.
Bien le iría a la Iglesia de Cristo que los ministros y maestros
religiosos se esforzaran más en hablar siguiendo el patrón de su Señor.
Deberían recordar que ese lenguaje ostentoso y elegante, y el estilo
sensacionalista y teatral en el discurso, son completamente ajenos a
su Maestro. Deben comprender que el logro más excelso de la oratoria
pública es una elocuencia sencilla. Su Maestro les dejó un glorioso
ejemplo de ello. Sin duda, jamás deben avergonzarse de seguir sus
pasos.
Por último, estos versículos nos muestran lo lenta y gradual que es
la obra de la gracia en algunos corazones. Se nos dice que Nicodemo
se levantó en el concilio de los enemigos de nuestro Señor y rogó
tímidamente que se le tratara con justicia. “¿Juzga acaso nuestra ley a
un hombre —preguntó— si primero no le oye, y sabe lo que ha
hecho?”.
Este mismo Nicodemo, recordémoslo, es el hombre que dieciocho
meses antes había acudido a nuestro Señor de noche preguntando
como un ignorante. Evidentemente, sus conocimientos eran escasos
por aquel entonces y no se atrevió a ir a Cristo a plena luz del día. Pero
ahora, dieciocho meses después, ha llegado tan lejos que se atreve a
decir algo a favor de nuestro Señor. No fue mucho, no cabe duda de
ello, pero mejor que nada. Y había de llegar un día en que iría más
lejos aún. Habría de ayudar a José de Arimatea a honrar el cuerpo
muerto de nuestro Señor cuando hasta sus propios discípulos le habían
abandonado y habían huido.
El caso de Nicodemo nos ofrece una valiosa enseñanza práctica.
Nos enseña que el Espíritu actúa de diversas formas: sin duda, se
conduce a todos al mismo Salvador, pero no exactamente por el
mismo camino. Nos enseña que la obra del Espíritu no siempre
progresa a la misma velocidad en los corazones de todos los hombres:
en algunos casos puede progresar muy lentamente y, sin embargo, ser
verdadera y auténtica.
Haremos bien en recordar estas cosas al formarnos una opinión de
otros cristianos. Demasiado a menudo tendemos a condenar a algunos
como faltos de gracia debido a que su experiencia no se corresponde
con exactitud a la nuestra, o a dar por supuesto que no se encuentran
en el camino estrecho porque no pueden correr tan velozmente como
nosotros. Debemos cuidarnos de juzgar apresuradamente. No siempre
es el corredor más rápido quien gana la carrera. No son siempre los
que comienzan inmediatamente en la religión y profesan ser cristianos
que se gozan los que prosiguen con tesón hasta el final. En ocasiones,
la obra más lenta es la más segura y duradera. Nicodemo se mantuvo
fiel cuando Judas Iscariote cayó y fue al lugar que le correspondía. Sin
duda sería agradable que todo aquel que se convirtiera lo profesara
valientemente, tomara su cruz y confesara a Cristo el día de su
conversión. Pero a los hijos de Dios no siempre les es dado hacer tal
cosa.
¿Hay gracia en nuestros corazones? Esta es, al fin y al cabo, la gran
pregunta que nos preocupa. Quizá sea escasa, ¿pero la hay? Quizá
crezca lentamente, como en el caso de Nicodemo, ¿pero crece? ¡Un
poco de gracia es mejor que nada! ¡Mejor moverse despacio que
permanecer anclados en el pecado y en el mundo!

Notas: Juan 7:40–53


V. 40: [Entonces […] multitud […] estas palabras, decían].
Evidentemente, esta “multitud” es el pueblo llano que se había congregado
para asistir a la fiesta, y no los principales sacerdotes y los fariseos.
Aparentemente, estas “palabras” que suscitaron sus comentarios eran la
proclamación pública que acababa de hacer nuestro Señor invitando a todas
las almas sedientas a acudir a Él como la fuente de vida. Que alguien se
anunciara con tal atrevimiento como el aliviador de la sed espiritual les
pareció llamativo y, sumado al hecho de la enseñanza pública de nuestro
Señor durante la segunda mitad de la fiesta que probablemente muchos
habían oído, les indujo a decir lo que viene a continuación.
Musculus y otros sostienen con convicción que las palabras de nuestro
Señor en los tres versículos anteriores solo son un resumen, la idea clave, de
un sermón más amplio y que aquí, en la expresión de “estas palabras”, se
está haciendo referencia a eso. Sin embargo, no veo que esa suposición sea
muy necesaria. Las palabras eran la conclusión de tres días de predicación.
[Verdaderamente éste es el profeta]. Esto se traduciría de manera más
literal como: “Verdadera y realmente este es el profeta”. Estas personas
querían decir que tenía que ser “el Profeta” como Moisés que se vaticina en
Deuteronomio (Deuteronomio 18:15, 18).
V. 41: [Este es el Cristo]. Estas personas vieron en nuestro Señor al
Mesías, o el Salvador ungido, que todos los judíos piadosos esperaban
ansiosamente para ese período y cuya aparición todo el pueblo aguardaba de
una manera u otra, aunque la mayoría no esperara más que un Redentor
terrenal (cf. Salmo 45:7; Isaías 61:1; Daniel 9:25–26). Hasta la mujer
samaritana podía decir: “Sé que ha de venir el Mesías” (Juan 4:25).
[Pero algunos decían: ¿De Galilea […] Cristo?]. Esto se debería traducir
más literalmente como: “Pero otros decían”. No se trataba de unos cuantos
casos aislados, sino de un grupo tan nutrido como cualquier otro. Plantearon
la objeción, completamente natural, de que este nuevo maestro y predicador,
independientemente de lo maravilloso que fuera, era evidentemente un
galileo de Nazaret y no podía ser, pues, el Mesías nombrado. Aquí, como en
otras partes, vemos la ignorancia de la mayoría de las personas con respecto
al lugar de nacimiento de nuestro Señor.
V. 42: [¿No dice la Escritura, etc.]. En este versículo se advierten los
profundos conocimientos que tenían los judíos de las profecías y promesas de
la Escritura en tiempos de nuestro Señor. Hasta el pueblo llano sabía que el
Mesías habría de pertenecer a la familia de David y que nacería en Belén, el
famoso lugar de nacimiento de David. Es muy de temer que un gran número
de cristianos conozca mucho menos la Biblia que los judíos de hace tantos
años.
V. 43: [Hubo […] disensión […] gente a causa de él]. Aquí vemos
cumplidas las palabras de nuestro Señor. No trajo “paz […], sino disensión”
(Lucas 12:51). Eso será así mientras el mundo siga en pie. Mientras la
naturaleza humana siga corrupta, Cristo será motivo de divisiones y
diferencias entre los hombres. Para algunos es olor de vida, mientras que
para otros lo es de muerte (2 Corintios 2:16). La gracia y la naturaleza nunca
concordarán más de lo que pueda hacerlo el agua y el aceite, lo ácido y lo
alcalino. Muchas veces, un estado de tranquilidad absoluta y una ausencia de
cualquier tipo de división religiosa no es un buen síntoma del estado de una
iglesia o de una parroquia. Puede llegar a ser un síntoma de enfermedad y
muerte espiritual. En tales casos, puede ser necesario preguntarnos: “¿Está
Cristo ahí?”.
V. 44: [Y algunos […] querían prenderle]. No cabe duda que estos eran los
amigos y seguidores de los fariseos y probablemente pertenecían al pueblo
llano que vivía en Jerusalén y conocían bien las intenciones de sus dirigentes.
[Ninguno le echó mano]. Esto se explica principalmente por la limitación
divina que se había impuesto a los enemigos de nuestro Señor debido a que
su hora no había llegado aún; y en segundo lugar, por el temor que tenía la
facción farisaica de que hubiera un levantamiento entre los galileos y otros
asistentes a la fiesta en defensa de nuestro Señor. Leemos, pues, que en la
última Pascua, “los principales sacerdotes y los escribas buscaban cómo
matarle; porque temían al pueblo” (Lucas 22:2). O por otro lado: “Decían: No
durante la fiesta para que no se haga alboroto del pueblo” (Marcos 14:2 y
Mateo 26:5).
V. 45: [Los alguaciles vinieron, etc.]. No está claro el intervalo que medió
entre el versículo 32 —donde leemos que los sacerdotes enviaron a los
alguaciles para que prendieran a nuestro Señor— y este versículo donde se
nos relata su regreso a sus superiores. Por supuesto, a primera vista, todo
sucedió en un día. Sin embargo, si observamos que entre su envío para
prender a nuestro Señor y este versículo aparece el llamativo versículo que
dice “en el último y gran día de la fiesta”, parece imposible no llegar a la
conclusión de que debió de producirse un intervalo de dos o tres días. Parece
muy probable que los alguaciles tuvieran la autorización y la orden general
de arrestar a nuestro Señor cuando se presentara la oportunidad adecuada.
Comoquiera que sea, no encontraron la oportunidad debido al carácter y
estado de ánimo de la multitud, y no se atrevieron a hacerlo. Y finalmente,
cuando la fiesta ya tocaba a su fin, cuando la multitud estaba aún más
agitada que al principio a causa del abierto testimonio de nuestro Señor, se
vieron obligados a regresar a los que les habían enviado y confesar su
incapacidad para cumplir su cometido.
V. 46: [Los alguaciles respondieron, etc.]. Probablemente, la respuesta de
los alguaciles se puede aplicar de dos formas. Ellos mismos sintieron el poder
de nuestro Señor al hablar. Jamás habían oído hablar a un hombre así. Les
paralizó y les hizo sentirse incapaces de hacer cosa alguna en su contra. Por
otro lado, habían advertido el poder sobre la multitud que le rodeaba que
tenía su forma de hablar. Jamás habían visto a nadie ejercer tal influencia
sobre sus oyentes. Creyeron inútil intentar arrestar a alguien con semejante
autoridad sobre su audiencia. Sin duda alguna le habían oído “hablar” de
muchas más cosas de las documentadas en los versículos 32 a 46. Ahí hay
solo unos ejemplos de lo que nuestro Señor dijo y nos proporcionan la idea
clave que nos indica el tono general de su enseñanza.
Lo único que podemos hacer es conjeturar lo que querían decir los
alguaciles cuando exclamaron: “¡Jamás hombre alguno ha hablado como este
hombre!”. Probablemente, querían decir que jamás habían oído a nadie
pronunciar verdades tan profundas e importantes con un lenguaje tan
sencillo y a la vez extraordinario, y de forma solemne e impresionante a la
vez que afectuosa. Por encima de todo, probablemente querían decir que
hablaba con un tono de digna autoridad al que estaban absolutamente
desacostumbrados, como si de un mensajero del Cielo se tratara.
V. 47: [Entonces […] les respondieron: [.…] habéis sido engañados?]. La
palabra que se traduce como “engañados” significa literalmente:
“extraviados o inducidos a error”. ¿Os habéis dejado llevar por esa nueva
enseñanza? La pregunta implica ira, sarcasmo, mofa y desagrado.
V. 48: [¿Acaso ha creído […] gobernantes, o de los fariseos?]. El propósito
de esta arrogante pregunta era, sin duda, plantear una prueba irrefutable de
que nuestro Señor no podía ser el Mesías: “¿Cómo puede una persona ser
digna del menor crédito como maestro de una nueva religión si no le creen
aquellos que se encuentran en una posición más elevada y culta?”. Este es
exactamente el argumento de la naturaleza humana en todas las épocas.
Siempre se considera equivocada la doctrina que no aceptan los grandes y
los eruditos. Y sin embargo, S. Pablo dice: “No sois muchos sabios según la
carne, ni muchos poderosos, ni muchos nobles” (1 Corintios 1:26). La
mismísima posesión de posición social y erudición puede convertirse en un
escollo para el alma de un hombre. A menudo, los grandes y los eruditos son
los últimos y los más remisos a la hora de aceptar la verdad de Cristo:
“Difícilmente entrará un rico en el reino de los cielos” (Mateo 19:23).
Esto parece indicar que los fariseos desconocían que había uno entre ellos
(Nicodemo) que tenía una disposición favorable hacia nuestro Señor.
V. 49: [Mas esta gente que no sabe la ley, maldita es]. Esta frase rezuma
desprecio y escarnio. “Esta gente [una turba, un rebaño] que no sabe la ley
[no tiene un conocimiento profundo de las Escrituras y carece de un
aprendizaje rabínico], maldita es”, se encuentran bajo la maldición de Dios y
han caído en un gran engaño. Su opinión carece de valor alguno y lo que
piensen del nuevo maestro galileo no tiene importancia. Este tipo de
acusaciones se han hecho en todas las épocas contra los seguidores de
cualquier reformador o avivador de la religión verdadera. La multitud que
siguió a Lutero en Alemania, nuestros propios reformadores en Inglaterra y
los dirigentes del avivamiento del siglo pasado fueron tachados de
entusiastas ignorantes cuya opinión no valía nada. Cuando los enemigos de
la religión vital no pueden evitar que el pueblo siga el Evangelio en masa y
son incapaces de dar respuesta a la enseñanza de sus defensores, suelen
recurrir a las armas que utilizan los fariseos en este versículo. Se conforman
con la afirmación fácil y barata de que los que no están de acuerdo con ellos
son unos ignorantes y su opinión carece, pues, de importancia alguna. Sin
embargo, S. Pablo dice: “Lo necio del mundo escogió Dios, para avergonzar a
los sabios; y lo débil del mundo escogió Dios, para avergonzar a lo fuerte” (1
Corintios 1:27). A menudo, las clases sociales más pobres y humildes juzgan
mucho mejor “lo que es la Verdad” que las clases altas y cultas.
En este versículo se demuestra la inclinación que tenían los judíos a
calificar de “malditos” a todos los que discreparan de ellos en cuestiones
religiosas. A menudo, los judíos que se convierten al cristianismo hoy día
están lamentablemente familiarizados con la maldición de sus propios
parientes.
V. 50: [Les dijo Nicodemo, el que vino a él de noche]. La omisión del
nombre de nuestro Señor en este lugar es bastante llamativa. Siempre que S.
Juan menciona a Nicodemo, hace referencia al hecho de que fue a ver a Jesús
“de noche” (cf. Juan 19:39). En mi opinión, es una prueba contundente de
que era un cobarde cuando acudió a nuestro Señor por primera vez y no se
atrevía a hacerlo a plena luz del día.
[El cual era uno de ellos]. Esto significa que era un principal o un dirigente
entre los fariseos y que, como tal, estaba presente en todos sus concilios y en
todas sus deliberaciones. Su caso muestra que la gracia de Dios puede llegar
a hombres en cualquier posición, independientemente de lo desfavorable que
esta sea, a la religión verdadera. Hasta un dirigente fariseo, un miembro del
grupo de hombres que, como cuerpo, odiaba a nuestro Señor y deseaba
matarle, podía creer en Él y defenderle. No debemos apresurarnos a dar por
supuesto que no puede haber cristianos en un grupo de hombres porque la
mayoría de ellos odie a Cristo y estén endurecidos en su maldad. Hubo un Lot
en Sodoma, un Abdías en la casa de Acab, un Daniel en Babilonia, santos en
la casa de Nerón y un Nicodemo entre los fariseos. Formaba parte de ese
grupo, pero no era uno de ellos en espíritu.
V. 51: [¿Juzga acaso nuestra ley, etc.]. Sin duda, estaba hablando a favor
de nuestro Señor y pidiendo que se le tratara con justicia y ecuanimidad,
según la Ley. A primera vista parece una forma muy tímida y cauta de
mostrar su fe, si es que la tenía. Pero es difícil imaginar qué otra cosa podía
haber dicho con el ánimo que reinaba entre los fariseos en aquel momento.
Nicodemo apeló sabiamente a la Ley: “¿No es un gran principio de esa Ley de
Moisés, que todos profesamos honrar, el que no se debe condenar a hombre
alguno sin haber oído previamente lo que tiene que decir en su defensa y sin
unas pruebas y un conocimiento claros de lo que ha hecho realmente? ¿Es
justo y legal condenarle antes de haber oído de sus propios labios lo que
tiene que decir en su defensa y antes de conocer lo que ha hecho realmente
por medio del testimonio de testigos acreditados? ¿No vais en contra de
nuestra propia Ley al juzgar apresuradamente su caso y considerarle un
malhechor cuando ni siquiera ha tenido oportunidad de defenderse?” (cf.
Deuteronomio 1:17 y 17:8 y ss., 19:15 y ss.). Como se puede advertir,
Nicodemo se basa cautamente en principios generales de aplicación
universal y no dice nada acerca del caso específico de nuestro Señor.
Una traducción más literal de la expresión griega sería: “¿Condena acaso
nuestra ley a un hombre si primero no le oye?”.
Creo que no pueden caber dudas de que estas palabras muestran que
Nicodemo se había convertido en un auténtico discípulo de Cristo, aunque
crecía lentamente, y era un creyente verdadero. Hasta lo poco que hizo y dijo
aquí exigía un gran valor.
Adviértase con atención que un hombre puede empezar débilmente,
crecer con lentitud y aparentar escasos progresos y, sin embargo, tener la
verdadera gracia de Dios en su corazón. Debemos tener cuidado de no
clasificar apresuradamente a un hombre como inconverso porque crezca
lentamente en la vida cristiana. No todos crecen con la misma rapidez.
Aprendamos a creer que Cristo puede tener amigos que desconocemos
aun en las más altas esferas y en los puestos más inverosímiles. ¿Quién
habría esperado que hubiera un principal entre los fariseos que alzara la voz
en esa situación y pidiera que se tratara a nuestro Señor con justicia?
V. 52: [Respondieron […]: ¿Eres tú también galileo?]. Aquí hay un tono de
ira, escarnio y amargo desprecio. “¿También tú, un dirigente, un hombre
culto, un fariseo, uno de los nuestros, te has convertido en un miembro del
grupo de los galileos? ¿Te has adherido a la causa de este nuevo profeta
galileo?”.
El amargo tono utilizado en esta pregunta me parece una prueba de que
Nicodemo dijo todo lo que se podía decir en esa ocasión. El ánimo y el
espíritu de los fariseos a raíz de la contrariedad y la furia ante la creciente
popularidad de nuestro Señor y su propia incapacidad para frenarle les volvía
tremendamente susceptibles ante cualquier cosa que se dijera a favor de Él.
¡Ciertamente, debían de encontrarse en un estado de ánimo muy violento
cuando el mero atisbo de un deseo de actuar con justicia y legalidad les
llevaba a preguntar a un fariseo de los suyos si era galileo!
Comenta Musculus que Nicodemo obtuvo escasa respuesta de los fariseos
a pesar de que su disposición favorable hacia nuestro Señor se mostrara de
forma tan cauta. Observa que este suele ser el caso de los que actúan
tímidamente como lo hizo él. Las personas deben ser valientes y francas.
[Escudriña y ve]. Esto parece tener una intención sarcástica: “Examina de
nuevo las Escrituras y mira lo que dicen del Mesías antes de decir nada de
este nuevo profeta galileo. Examina a los Profetas y mira si puedes encontrar
un ápice de evidencia a favor de este galileo cuya causa defiendes”.
[De Galilea nunca se ha levantado profeta]. Hay tres opiniones con
respecto al significado de estas palabras.
1) Algunos piensan que solo significan: “Nunca se ha levantado un profeta
importante de Galilea”. Comoquiera que sea, esta es una interpretación
insatisfactoria y precaria.
2) Otros —como el obispo Pearce, Burgon y Sir N. Knatchbull— piensan
que los fariseos solo querían decir que “en ningún lugar de las Escrituras se
profetiza que EL profeta como Moisés fuera a salir de Galilea”. Según esta
interpretación, los fariseos estaban en lo correcto.
3) Otros —como Alford, Wordsworth, Tholuck y la mayor parte de los
comentaristas— piensan que los fariseos, en su ira y enfado, olvidaron —o
bien prefirieron olvidar— que sí se habían levantado profetas de Galilea.
Según esta interpretación, hicieron una aseveración incorrecta fruto de la
ignorancia.
Me cuesta trabajo aceptar esta tercera opinión. ¡Me resulta
completamente absurdo pensar que hombres tan familiarizados con la letra
de la Escritura pudieran atreverse a aseverar algo tan monstruoso y fruto de
la ignorancia como que no se había levantado nunca un profeta de Galilea!
Se cree que Eliseo, Elías, Amós, Jonás y quizá Nahum fueron profetas galileos.
Más aún, Isaías profetizó expresamente que, en los tiempos del Mesías,
Zabulón, Neftalí y Galilea de los gentiles serían una región donde
resplandecería “luz” (cf. Mateo 4:14–16).
Por otro lado, debo admitir con franqueza que es preciso forzar mucho el
griego del original para que signifique que “el verdadero profeta no se
levantará de Galilea”. Más aún, soy consciente de que, cuando los hombres
pierden los estribos y son víctimas de arrebatos de pasión, pueden decir
cualquier cosa por muy necia e ignorante que sea. Como los borrachos,
pueden decir necedades de las que luego se avergüencen cuando se hayan
sosegado. Puede que así sucediera con los fariseos aquí. No cabe duda que
estaban fuertemente airados y que en ese estado de ánimo podían decir
cualquier cosa absurda.
Por suerte, esta no es una cuestión primordial y podemos permitirnos el
lujo de discrepar. En todo caso, si tuviera que emitir una opinión, me quedaría
con la segunda de las tres. Lo escasamente probable que era que los fariseos
aseveraran algo diametralmente opuesto a la letra y los hechos de la
Escritura es, en mi opinión, una objeción irrefutable para las otras
interpretaciones.
V. 53: [Cada uno se fue a su casa]. Estas palabras parecen indicar que la
asamblea ante la que se habían presentado los alguaciles a fin de informar
de su incapacidad para prender a nuestro Señor se disolvió inmediatamente,
sin tomar ninguna otra decisión. Vieron que no podían hacer nada. Era
imposible materializar su plan de ejecutar a nuestro Señor de inmediato, por
lo que tuvieron que aplazarlo. Se separaron, pues, y cada uno se fue a su
casa. Es muy probable que se marcharan amargados y airados, heridos en su
orgullo y con su maldad frustrada. Habían hecho todo lo posible para acabar
con nuestro Señor y habían fracasado por completo. Por el momento, el
“galileo” se había demostrado más fuerte que el Sanedrín. Una vez más,
como después del milagro de Betesda, sus planes habían sido
ignominiosamente frustrados y se les había infligido una derrota pública.
Comenta Hutcheson: “No hay concilio ni acuerdo contra Cristo que Él no
pueda disolver cuando le plazca. Aquí todos volvieron a sus casas sin hacer
nada”.
Piensa Maldonado que el versículo demuestra que, a pesar de que los
fariseos se burlaran de Nicodemo y le injuriaran, no podían negar que había
dicho algo justo y correcto. Piensa, pues, que se disgregaron a consecuencia
de la intervención de Nicodemo. Hasta un hombre solo puede hacer algo
contra muchos si tiene a Dios de su parte.
Besser cita una afirmación de Lutero: “Tanto como habían fanfarroneado
los judíos, no se atrevieron a hacer nada a Jesús: se callaron y se
mantuvieron en silencio. Jesús acude a la fiesta humilde y calladamente y
regresa con gloria. Ellos asisten triunfantes y terminan mostrándose débiles”.
Comenta Trapp: “Adviértase lo que un solo hombre puede hacer a una
multitud maliciosa. Es bueno actuar, aunque pocos o nadie nos secunden”.
Comenta Baxter: “En ocasiones, las palabras de un hombre pueden
desviar el curso de la persecución”.
Juan 8:1–11

La historia que comienza en el capítulo 8 del Evangelio según S. Juan


tiene un carácter más bien especial. En algunos aspectos es única. No
hay nada semejante en los cuatro Evangelios. En todas las épocas ha
supuesto un escollo para ciertas mentes escrupulosas, que han llegado
a dudar de si S. Juan llegó a escribirlo en absoluto. Pero no se puede
demostrar que esos escrúpulos estén fundamentados.
Suponer, como han supuesto algunos, que el relato que tenemos
delante atenúa el pecado del adulterio y muestra cómo nuestro Señor
restó importancia al séptimo mandamiento es sin duda una gran
equivocación. No hay nada en el pasaje que justifique semejante
aseveración. No hay una sola frase que respalde una afirmación de ese
tipo. Sopesemos tranquilamente la cuestión y examinemos el
contenido del pasaje.
Los enemigos de nuestro Señor le presentaron una mujer adúltera y
le pidieron que se pronunciara con respecto al castigo que merecía. Se
nos dice claramente que hicieron la pregunta “tentándole”. Esperaban
encontrarle una falta para poder acusarle. Pensaban quizá que podrían
inducir a Aquel que predicaba el perdón y la salvación a “publicanos y
rameras” a decir algo que contradijera la Ley de Moisés o sus propias
palabras.
Nuestro Señor conocía bien los corazones de los maliciosos
interrogadores que tenía ante sí y los trató con perfecta sabiduría,
como había hecho anteriormente en el caso del “tributo” (cf. Mateo
22:17). Se negó a ser “juez” y legislador entre ellos, especialmente en
un caso que su propia Ley ya había resuelto. En un primer momento no
les dio respuesta alguna.
Pero “como insistieran en preguntarle”, nuestro Señor los silenció
con una estremecedora y escrutadora respuesta: “El que de vosotros
esté sin pecado —dijo— sea el primero en arrojar la piedra contra ella”.
No dijo que la mujer no hubiera pecado o que su pecado fuera banal o
trivial. En lugar de eso, recordó a sus acusadores que, en todo caso,
ellos no eran quiénes para acusarla de nada. Sus propias motivaciones
y vidas estaban lejos de ser puras. Ellos mismos no se habían
presentado con las manos limpias. Lo que deseaban en realidad no era
vindicar la pureza de la Ley de Dios y castigar a un pecador, sino
descargar su malicia sobre Él.
Finalmente, una vez que los que habían traído a la pobre mujer se
hubieron marchado, “acusados por su conciencia”, despidió a la
pecadora culpable con estas solemnes palabras: “Ni yo te condeno;
vete, y no peques más”. No dijo que ella no mereciera ser castigada. Él
no había venido para juzgar. Más aún, en ausencia de cualquier testigo
o acusador, el juicio carecía de sentido. Permitió que se marchara
como alguien cuya culpa no se hubiera “probado”, aunque en realidad
fuera culpable, y que “no pecara más”.
No es justo decir ante estos sencillos hechos que nuestro Señor
restó importancia al pecado de adulterio. No hay nada en este pasaje
que lo demuestre. De todos aquellos cuyas palabras se documentan en
la Biblia, no hay nadie que haya hablado tan enérgicamente con
respecto al quebrantamiento del séptimo mandamiento como nuestro
divino Maestro. Es Él quien enseñó que se podía quebrantar con una
mirada o con el pensamiento de igual forma que con el acto (cf. Mateo
5:28). Es Él quien habló más enérgicamente que nadie con respecto a
la santidad de la relación matrimonial (cf. Mateo 19:5). En lo que se
documenta aquí no vemos nada incoherente con el resto de su
enseñanza. Simplemente se negó a usurpar la función de juez y
condenar a una mujer culpable para alegría de sus enemigos mortales.
Como conclusión de este pasaje, no debemos olvidar que contiene
dos lecciones de gran importancia. Independientemente de las
dificultades que nos planteen estos versículos, son dos lecciones claras
e inequívocas.
Por un lado vemos el poder de la conciencia. Se nos dice de los
acusadores de la mujer que, tras oír el llamamiento de nuestro Señor,
“acusados por su conciencia, salían uno a uno, comenzando desde los
más viejos hasta los postreros”. A pesar de su maldad y
endurecimiento, sintieron algo en su interior que los acobardó. A pesar
de que la naturaleza humana esté caída, Dios se ha asegurado de
dejar un testigo en cada hombre que se hará oír.
La conciencia es una parte vital de nuestro hombre interior y
desempeña un papel destacado en nuestra historia espiritual. No
puede salvarnos. Por ahora no ha llevado a nadie a Cristo. Es ciega y
susceptible de ser engañada. Es inútil e impotente y no puede guiarnos
al Cielo. Sin embargo, no debemos despreciarla. Es la mejor amiga del
ministro cuando este sube al púlpito para reprender el pecado. Es la
mejor amiga de la madre cuando intenta apartar a sus hijos del mal e
incitarles a hacer el bien. Es la mejor amiga del maestro cuando quiere
hacer ver a los niños y las niñas sus deberes morales. ¡Bienaventurado
aquel que no endurece su conciencia sino que se esfuerza en
mantenerla despierta! Más bienaventurado aún es aquel que ora para
que el Espíritu Santo la ilumine y sea rociada con la sangre de Cristo.
Por otro lado, vemos la naturaleza del verdadero arrepentimiento.
Cuando nuestro Señor dijo a la mujer pecadora “ni yo te condeno”, la
despidió con las solemnes palabras: “Vete, y no peques más”. No dijo
meramente “vete a casa y arrepiéntete”. Señaló la principal necesidad
de su caso; la necesidad de abandonar de inmediato su pecado.
No olvidemos nunca esta lección. Como bien enseña el Catecismo,
la esencia misma del arrepentimiento verdadero es “abandonar el
pecado”. El arrepentimiento que solo consiste en sentir, hablar,
profesar, desear, querer, esperar y determinar no significa nada a los
ojos de Dios. La acción es la esencia misma del “arrepentimiento para
salvación, de que no hay que arrepentirse” (2 Corintios 7:10). Un
hombre no se ha arrepentido realmente hasta que deja de hacer el mal
y se aparta de su pecado. ¿Queremos saber si estamos
verdaderamente convertidos a Dios y hemos experimentado algo de la
tristeza piadosa por el pecado y el arrepentimiento que produce “gozo
en el Cielo”? Examinémonos y veamos si hemos abandonado el
pecado. No descansemos hasta poder decir delante de Dios: “Odio
todo pecado y no quiero pecar más”.

Notas: Juan 8:1–11


El conjunto de estos once versículos, junto al último versículo del capítulo
anterior, constituye quizá la dificultad crítica más seria de todo el Nuevo
Testamento. Su autenticidad es muy cuestionada. Muchos eruditos autores
cristianos, cuya voz es indudablemente digna de consideración en cuestiones
como estas, sostienen que no fue S. Juan quien escribió el pasaje, sino una
mano no inspirada y probablemente en una fecha más tardía, y que no se
puede considerar legítimamente perteneciente al canon escriturario. Otros,
cuya opinión es, cuanto menos, igualmente digna de consideración,
sostienen que este pasaje forma parte integrante del Evangelio según S. Juan
y que los argumentos en contra, por convincentes que parezcan, son
insuficientes y refutables. Solo intentaré hacer un resumen de toda la
controversia.
En la lista de los que piensan que este pasaje no es genuino, o que al
menos es dudoso, se encuentran los siguientes: Beza, Grocio, Baxter,
Hammond, A. Clark, Tittman, Tholuck, Olshausen, Hengstenberg, Tregelles,
Alford, Wordsworth, Scrivener.
En la lista de los que piensan que este pasaje es genuino se encuentran
los siguientes: Agustín, Ambrosio, Eutimio, Ruperto, Zuinglio, Calvino,
Melanchton, Ecolampadio, Brentano, Bucero, Gualter, Musculus, Bullinger,
Pellican, Flacius, Diodati, Chemnitz, Aretius, Piscator, Calovio, Cocceius,
Toledo, Maldonado, à Lapide, Ferus, Nifanius, Cartwright, Mayer, Trapp, Poole,
Lampe, Whitby, Leigh, Doddridge, Bengel, Stier, Webster y Burgon.
En ocasiones se cita a Calvino como uno de los que consideran que este
pasaje no es genuino. Pero, sin duda, el lenguaje que utiliza en su comentario
no basta para fundamentar semejante aseveración. Dice: “Está claro que
este pasaje era desconocido en las iglesias griegas de la Antigüedad, y
algunos consideran que proviene de otro lugar y se insertó aquí. Pero las
iglesias latinas siempre lo han aceptado, podemos encontrarlo en muchos
manuscritos griegos antiguos y no contiene nada indigno de un apóstol; no
hay razón para renunciar a beneficiarnos de él”.
A. Estos son los argumentos en contra del pasaje:
1) Que no se encuentra en algunos de los manuscritos más
antiguos y de mejor calidad que se conservan del Testamento griego.
2) Que no se encuentra en algunas de las versiones o traducciones
más tempranas de las Escrituras.
3) Que los Padres griegos, Orígenes, Cirilo, Crisóstomo y Teofilacto
no lo comentan en su exposición de S. Juan, y Tertuliano y Cipriano no
lo mencionan.
4) Que tiene un estilo diferente al resto del Evangelio según S. Juan
y contiene ciertas palabras y expresiones que no se utilizan en ningún
otro lugar de sus obras.
5) Que la tendencia moral del pasaje puede considerarse dudosa y
parece presentar a nuestro Señor quitando hierro a un pecado nefasto.
B. Estos son los argumentos a favor del pasaje:
1) Que se encuentra en muchos de los manuscritos, por no decir en
los más antiguos y de mejor calidad.
2) Que se encuentra en la Vulgata y en las versiones arábiga, copta,
persa y etíope.
3) Que Agustín lo comenta en su exposición de este Evangelio y a la
vez hace referencia expresa a él en otras obras suyas y explica su
omisión en algunos manuscritos; que Ambrosio lo cita y lo defiende,
que Jerónimo hace referencia a él y se trata como genuino en las
Constituciones Apostólicas.
4) Que no hay prueba alguna de que haya una tendencia inmoral
en el pasaje. Nuestro Señor no se pronunció con respecto al pecado de
adulterio, sino que simplemente rechazó el oficio de juez.
Quizá parezca presuntuoso por mi parte ofrecer una opinión en cuanto a
esta cuestión tan difícil. Pero me atrevo a hacer los siguientes comentarios e
invito al lector a someterlos a su consideración. Me pongo decididamente del
lado de aquellos que opinan que se trata de un pasaje genuino por los
siguientes motivos:
1) No creo que el argumento de los manuscritos sea concluyente.
Poseemos un relativamente escaso número de ejemplares antiguos. Y de
ellos, hasta algunos que apoyan la autenticidad del pasaje. Lo mismo se
puede decir con respecto a las versiones antiguas. Para que esta clase de
testimonio sea concluyente, debe ser unánime.
2) Creo que el argumento de los Padres está más del lado del pasaje que
en el contrario. Por un lado son argumentos negativos. Algunos Padres no
hablan del pasaje, pero tampoco dicen nada en contra. En el otro lado de la
balanza, se trata de argumentos positivos. Hombres de la reputación de
Agustín y Ambrosio no solo comentan el pasaje, sino que defienden su
autenticidad y atribuyen su omisión a ciertas equivocaciones de los copistas.
Permítaseme añadir a esto que la evidencia negativa de los Padres que se
oponen al pasaje no es tan contundente como pudiera parecer a primera
vista. Cirilo de Alejandría es uno de ellos. Pero su comentario de Juan 8 se
perdió, y lo que tenemos procede de la pluma moderna de Jodocus
Clichtovoeus, un doctor que vivió en el año 1510 d. C. (cf. Historia
Eclesiástica de Dupin,). El comentario que hace Crisóstomo acerca de Juan lo
constituyen una serie de homilías públicas en la que podemos imaginar
fácilmente que posiblemente se omitiría un pasaje como este. Teofilacto era
notoriamente un epígono e imitador de Crisóstomo. El testimonio de
Orígenes, el único comentarista que nos queda, no es de primera clase y
omite muchas cosas en su exposición de S. Juan. Quizá, el silencio de
Tertuliano y Cipriano se pueda explicar de la misma forma que explica
Agustín la omisión del pasaje en algunas copias de este Evangelio en su
época.
Algunos —como Calovio, Maldonado, Flacius, Aretius y Piscator— piensan
que Crisóstomo hace clara referencia a este pasaje en su Sexta Homilía de
Juan, aunque luego lo pase por alto en su exposición.
2) Es preciso mostrar gran cautela ante el argumento de las diferencias
entre el estilo y el lenguaje de este pasaje y el estilo habitual de la pluma de
S. Juan. No estamos hablando de un autor sin inspiración, sino de uno
inspirado. Ciertamente no nos extralimitamos si decimos que un autor
inspirado puede utilizar palabras, construcciones y formas de expresión que
por lo general no utiliza, y que el mero hecho de que escribiera un pasaje de
determinada forma no es prueba alguna de que no lo escribiera.
Dejo aquí esta cuestión. En casos de duda como este es preferible no
arriesgarse. En general, creo que es más seguro considerar genuino este
polémico pasaje. En todo caso, prefiero las dificultades de esta postura que
las de la otra.
De cualquier forma, todo este debate puede dejarnos una idea
reconfortante. Si hasta en el caso de este pasaje tan notoriamente
controvertido —más controvertido y puesto en duda que cualquier otro del
Nuevo Testamento— se puede decir tanto a su favor, ¡cuán inmensamente
sólidos son los cimientos sobre los descansa toda la Escritura! Si hasta en el
caso de este pasaje los argumentos de sus detractores no son concluyentes,
no tenemos motivos para temer por el resto de la Biblia.
Después de todo, hay razones para pensar que la providencia de Dios ha
dejado deliberadamente algunas dificultades críticas en el texto del Nuevo
Testamento a fin de poner a prueba la fe y la paciencia del pueblo cristiano.
Sirven para poner a prueba a aquellos para quienes las dificultades
intelectuales son una cruz mucho mayor que cualquier otra doctrinal o
práctica. Para ese tipo de mentes, encontrar algunos pasajes que contengan
dificultades insuperables y problemas irresolubles es una disciplina dura,
aunque útil. Estos versículos son un ejemplo notable de esa clase de pasajes.
No se puede negar que se trata de un texto “difícil”. Pero creo que nuestro
deber es no desestimarlo apresuradamente, sino quedarnos quietos y
esperar. “El que creyere, no se apresure” en cuestiones como estas.
El siguiente pasaje de Agustín (De conjug. Adult) es digno de atención.
Tras argumentar la conveniencia de que un esposo cristiano se reconcilie con
su mujer una vez que ella se arrepienta de su adulterio porque nuestro Señor
dijo “ni yo te condeno; vete, y no peques más”, dice: “Comoquiera que sea,
esto escandaliza de tal forma a algunos creyentes débiles, o más incrédulos y
enemigos de la fe cristiana, que por temor a dar vía libre al pecado de sus
mujeres, tachan de los ejemplares de su Evangelio esto que nuestro Señor
hizo al perdonar a la mujer adúltera; como si hubiera dado permiso para
pecar cuando dijo: ‘Vete, y no peques más’ ”. Recordemos que Agustín vivió
en torno al año 400 d. C.
Los que deseen examinar más detenidamente la cuestión de este
controvertido pasaje lo hallarán tratado con detenimiento por Gomar,
Blomfield y Wordsworth.
V. 1: [Jesús se fue al monte de los Olivos]. La división del capítulo en este
lugar es cuestionable. Evidentemente, el último versículo del capítulo anterior
y este versículo tenían el propósito de ir unidos. Mientras que cada uno de los
fariseos y los miembros del concilio “se fue a su casa”, nuestro Señor, que no
tenía casa propia, se retiró “al monte de los Olivos” y allí pasó la noche al aire
libre. En un clima como el de Galilea, no tenía nada de extraordinario que
hiciera tal cosa. El huerto de Getsemaní, en la falda del monte, proporcionaba
cobijo suficiente. En Lucas 21:37 se nos dice claramente que esta era una
práctica habitual de nuestro Señor.
Comenta Lampe que jamás se nos dice que nuestro Señor pernoctara o
hiciera noche en Jerusalén.
V. 2: [Por la mañana]. Esta expresión es digna de atención puesto que,
según algunos, explica la posterior utilización de la imagen “yo soy la luz del
mundo” por parte de nuestro Señor. Piensan que hace referencia al amanecer
o al alba.
[Volvió al templo]. Esto hace referencia al atrio exterior del Templo, donde
era costumbre que los judíos se reunieran y escucharan a los maestros
religiosos. Debemos recordar que en los países orientales, en los tiempos en
que no había imprenta, gran parte de la enseñanza se ofrecía de esta forma,
con discursos al aire libre o por medio de conversaciones. Así es como
enseñó Sócrates en Atenas.
[Todo el pueblo vino a él]. “Todo” significa aquí grandes multitudes de
personas. Después de todo lo que había sucedido en los últimos tres o cuatro
días, podemos entender fácilmente que la aparición de nuestro Señor
congregara a semejante gentío. Su fama como maestro se había consolidado.
[Sentado él, les enseñaba]. Por otros textos sabemos que era común que
los maestros se sentaran y su audiencia les escuchara en pie: “Cada día me
sentaba con vosotros enseñando en el templo” (Mateo 26:55). En las
sinagogas de Nazaret, cuando nuestro Señor empezó a predicar, primero
“[enrollaba] el libro, lo [daba] al ministro, y se [sentaba]” (Lucas 4:20).
“Sentándose, enseñaba desde la barca a la multitud” (Lucas 5:3).
“Sentándonos, hablamos a las mujeres” (Hechos 16:3).
V. 3: [Entonces los escribas y los fariseos]. Este es el único lugar del
Evangelio según S. Juan donde se menciona a los “escribas”. Nombra a los
fariseos en veinte ocasiones; dieciséis veces solos y cuatro veces junto con
los principales sacerdotes.
Algunos creen que este hecho cuestiona la autenticidad del pasaje,
aunque de manera infundada. En su Evangelio, S. Marcos menciona a los
fariseos en doce ocasiones y solamente menciona a los escribas dos veces en
conjunción con ellos. Más aún, esta es la única ocasión documentada en S.
Juan en que se hace un intento formal de tender una trampa a nuestro Señor
por medio de una pregunta sutil. Al ser esto así, tiene sentido que se
mencione a los escribas junto a los fariseos como principales responsables de
la acción.
[Le trajeron una mujer, etc.]. No parece improbable que los enemigos de
nuestro Señor quisieran tenderle una trampa como resultado de su fracaso al
intentar prenderle durante la fiesta. Tras ser derrotados en el terreno de los
argumentos y en su intento de prenderle sin cargos, intentaron que cayera en
una trampa poniéndose en evidencia de alguna forma, y dándoles así un
argumento contra Él. No había tiempo que perder. Habían fracasado el día
anterior y veían cómo sus alguaciles se negaban a arrestar a nuestro Señor.
Habían urdido otro plan. Atraparían a nuestro Señor induciéndole a hacer algo
ilegal o imprudente y entonces le ganarían la partida.
[Poniéndola en medio]. Esto significa en medio de un círculo compuesto
por ellos y sus seguidores, nuestro Señor y sus discípulos y la multitud que
escuchaba su enseñanza.
V. 4: [Le dijeron: […] mujer […] sorprendida]. Esta acusación se
comprende más fácilmente si recordamos las grandes multitudes que subían
a Jerusalén en las grandes fiestas públicas, y especialmente en la fiesta de
los Tabernáculos. En aquella época, cuando todas las casas estaban a rebosar
como en una feria, cuando a consecuencia de ello muchos dormían al aire
libre y probablemente no eran pocos los desórdenes que se producían,
podemos entender con facilidad que fuera probable un quebrantamiento el
séptimo mandamiento.
V. 5: [Y en la ley nos mandó Moisés apedrear]. Esta es la conclusión
legítima que se obtiene al comparar los dos textos de Levítico 20:10 y
Deuteronomio 22:22. No parece haber base para el comentario de algunos
autores de que Moisés no ordenó que se apedreara a las adúlteras hasta la
muerte.
Es digno de atención que ni Mateo, ni Marcos, ni Lucas utilicen la
expresión “en la ley nos mandó Moisés”. Sin embargo, S. Juan la utiliza tanto
aquí como en 1:45.
[Tú, pues, ¿qué dices?]. Ecolampadio piensa que los fariseos estaban
particularmente irritados y ofendidos porque nuestro Señor había dicho que
“los publicanos y las rameras” entrarían en el Reino de Dios antes que los
fariseos (Mateo 21:31).
V. 6: [Mas esto decían tentándole […], acusarle]. ¿En qué consistía esta
tentación? ¿En qué sentido esperaban los judíos encontrar una base para su
acusación? La respuesta parece fácil. Si nuestro Señor replicaba que NO se
debía apedrear a la mujer, le habrían denunciado ante el pueblo como
alguien que despreciaba la Ley. Si, por el contrario, replicaba que se debía
apedrear a la mujer, le habrían acusado ante los romanos de querer usurpar
la prerrogativa de ejecutar a los criminales. cf. Juan 18:31: “A nosotros no nos
está permitido dar muerte a nadie” (Juan 18:31). Más aún, habrían difundido
por todas partes la incoherencia de nuestro Señor al ofrecer la salvación a los
publicanos y las rameras y a la vez condenar a muerte a una adúltera por
una sola transgresión.
Adviértase que este tipo de preguntas sutiles con trampa como estas, que
ponían a la persona interpelada en un brete o en una aparente dificultad,
independientemente de su respuesta, parece haber sido una de las armas
favoritas de los judíos. La pregunta de los fariseos con respecto al “tributo”,
la pregunta del jurista con respecto a cuál era “el gran mandamiento en la
ley” y la pregunta de los saduceos con respecto a “la resurrección” son casos
paralelos. La pregunta que tenemos aquí, pues, concuerda bastante con otros
pasajes de los Evangelios.
Comenta Agustín: “Decían para sí: ‘Presentémosle una mujer adúltera;
preguntémosle lo que se ordena en la Ley con respecto a ella; si pide que se
la apedree, no le considerarán amable; si su dictamen es que se la libere, no
se le considerará justo”. Eutimio dice lo mismo.
[Pero Jesús, inclinado, etc.]. Difícilmente podemos dudar de la intención
de nuestro Señor en esta notable frase. Se negó a contestar a la sutil
pregunta que se le había formulado, en parte porque conocía los motivos
maliciosos de sus interrogadores y en parte porque no había venido para ser
“juez o partidor” entre los hombres ni para interferir lo más mínimo en la
administración de la Ley. Su silencio equivalía a una negativa a responder.
Pero el acto específico de nuestro Señor al “[escribir] en tierra con el
dedo” es de una dificultad innegable. S. Juan no ofrece explicación alguna de
ese acto y se deja en nuestras manos conjeturar por qué escribió nuestro
Señor y qué es lo que escribió.
1) Algunos —como Beda, Ruperto y Lampe— piensan que nuestro Señor
escribió en la tierra los textos de la Escritura que zanjaban la cuestión, tales
como el séptimo mandamiento, Levítico 20:10 y Deuteronomio 22:22. El acto
implicaría, pues, lo siguiente: “¿Por qué me preguntáis? ¿Qué está escrito en
la Ley, en esa Ley que Dios escribió con su propio dedo tal como estoy
escribiendo yo ahora?”
2) Otros —como Lightfoot y Burgon— piensan que nuestro Señor quería
hacer referencia a la Ley de Moisés acerca de los celos, en la que se obligaba
a la mujer acusada a beber agua mezclada con polvo del Tabernáculo o del
Templo y que depositaba un sacerdote (cf. Números 5:17). El acto implicaría,
pues, lo siguiente: “¿Se ha aplicado la ley para juzgar a una persona como la
que tengo delante? Mirad el polvo sobre el que escribo. ¿Se ha presentado a
la mujer al sacerdote y ha bebido el agua con polvo?”.
3) Otros —como Agustín, Melanchton, Brentano, Toledo y à Lapide—
piensan que el acto de nuestro Señor era una referencia muda al texto de
Jeremías 17:13: “Los que se apartan de mí serán escritos en el polvo”.
4) Un autor racionalista indica que nuestro Señor se “inclinó” por
modestia, como si se avergonzara ante lo que veían sus ojos y la historia que
se le relataba. La idea es absurda y completamente fuera del
comportamiento público de nuestro Señor.
5) Otros —como Eutimio, Calvino, Rollock, Chemnitz, Diodati, Flavio,
Piscator, Grocio, Poole y Hutcheson— piensan que nuestro Señor no quería
decir nada al escribir en la tierra y que simplemente daba a entender que no
contestaría y que no escucharía ni interferiría en cuestiones como la que se
le presentaba.
Comenta Calvino: “Al no hacer nada, Cristo tenía el propósito de mostrar
lo indignos que eran de ser escuchados; igual que si alguien a quien se está
hablando se dedica a escribir en una pared, da la espalda o muestra por
medio de cualquier otra señal que no está prestando atención a lo que se le
dice”.
Debo dejar en manos del lector la elección de la solución que prefiera. A
mi modo de ver, cada interpretación ofrece sus dificultades. Si tengo que
quedarme con alguna, prefiero la última de ellas por ser la más sencilla.
Comenta Quesnel: “Solo leemos que Jesucristo escribiera una sola vez en
toda su vida. Aprendan de esto los hombres a escribir únicamente cuando
sea necesario o útil y a hacerlo con humildad y modestia, basándose en el
amor y no en la malicia”.
V. 7: [Como insistieran […], se enderezó y les dijo]. Parece que los
escribas y los fariseos tenían la determinación de conseguir una respuesta y
que finalmente obligaron a nuestro Señor a hablar. Pero su primer silencio y
su significativa negativa a escucharles eran una clara prueba para todos los
que le rodeaban de que no deseaba interferir en el oficio del juez y que no
había venido a juzgar ofensas contra la Ley. Si conseguían sonsacarle una
opinión al respecto no podrían decir que lo había hecho de buena gana, sino
que le habían forzado a emitirla tras mucho importunarle.
[El que […] sin pecado […] arrojar la piedra contra ella]. Esta solemne e
importante frase es un extraordinario ejemplo de la sabiduría perfecta de
nuestro Señor. Remitió a sus interrogadores a la Escritura. Deuteronomio
17:7: “La mano de los testigos caerá primero sobre él para matarlo”. Dirigía
sus mentes a sus propias vidas privadas. “Independientemente de lo que
merezca la mujer, ¿sois vosotros las personas apropiadas para hallar una
falta en ella?”. Ni condenaba ni justificaba a la adúltera y, sin embargo,
mostraba el respeto de nuestro Señor a la Ley de Moisés. “Me niego a
pronunciar una sentencia para esta mujer porque no soy el juez. Vosotros
mismos sabéis tan bien como yo cuál es la Ley para casos semejantes. No
tenéis derecho a suponer que no respeto la Ley tanto como vosotros. Pero,
puesto que tanto profesáis honrar la Ley de Moisés, os recuerdo que esa
misma ley exige que los testigos sean los verdugos. Ahora bien, ¿sois
vosotros las personas que deben castigar a esta mujer, por muy culpable que
sea? ¿Venís vosotros mismos a mí con la conciencia tranquila con respecto al
séptimo mandamiento?
Muchos piensan que, cuando nuestro Señor dijo “el que de vosotros esté
sin pecado”. quería que la expresión se interpretara de forma general. No
puedo estar de acuerdo con esta tesis. Implicaría la dificultosa conclusión de
que nadie puede ser juez en absoluto o castigar a un criminal porque no está
completa y absolutamente “libre de pecado”. Estoy convencido de que
nuestro Señor se refería al pecado contra el séptimo mandamiento. Hay
motivos para pensar que ese pecado estaba muy extendido entre los judíos
en los tiempos de nuestro Señor. La expresión “generación mala y adúltera”
(Mateo 12:39; 16:4; y Marcos 8:38) es muy reveladora (cf. también Romanos
2:22; Lucas 18:11 y Santiago 4:4).
V. 8: [E inclinándose de nuevo, etc.]. La repetición de este acto reforzaría
grandemente la solemnidad de la frase que acababa de brotar de los labios
de nuestro Señor: “He expresado mi opinión; ¿qué vais a hacer ahora? Espero
vuestra respuesta”.
V. 9: [Pero ellos, al oír esto […] conciencia]. Creo que esta frase confirma
la opinión de que, cuando nuestro Señor dijo “el que de vosotros esté sin
pecado”, se refería al pecado contra el séptimo mandamiento. Difícilmente
una acusación general habría producido el efecto aquí descrito. La acusación
pública de quebrantar el séptimo mandamiento sería exactamente el tipo de
acusación que arredraría a un hombre. Es un pecado que implica de manera
especial cierto sentimiento de vergüenza. Habitualmente es una obra de las
tinieblas que se lleva a cabo en secreto, y quien la hace teme la luz.
El poder de la conciencia destaca aquí de manera particularmente
extraordinaria. Es una parte de la naturaleza interior del hombre que los
maestros y predicadores olvidan demasiado a menudo. Aunque el hombre
sea un ser caído y corrupto, jamás debemos olvidar que Dios ha dejado en él
un cierto sentido del bien y del mal llamado conciencia. Esta no es capaz de
salvar, convertir o llevar a Cristo. Pero sí puede acusar, aguijonear y dar
testimonio. Debemos examinar con atención textos como Romanos 2:15 y 2
Corintios 4:2.
[Salían uno a uno, comenzando […] más viejos […] postreros]. Los más
viejos probablemente tendrían un mayor número de pecados en sus
conciencias.
[Quedó solo Jesús, y la mujer […] medio]. Por supuesto, esto debe
significar que todos los escribas y fariseos que acusaban a la mujer se habían
marchado. No implica necesariamente que toda la multitud de oyentes que
rodeaba a nuestro Señor cuando se le presentó el caso se hubiera marchado.
Probablemente estuvieran presentes y vieran y oyeran todo lo sucedido.
V. 10: [Enderezándose Jesús, etc.]. No se nos dice cuánto tiempo se
inclinó nuestro Señor y escribió en tierra por segunda vez. Pero
probablemente fueran varios minutos. Cuando dice que nuestro Señor “no
[vio] a nadie sino a la mujer”, debe de referirse a “nadie del grupo que había
venido e interrumpido su enseñanza, salvo la mujer”. Los acusadores habían
desaparecido y solo quedaba la acusada.
La pregunta que hizo nuestro Señor a la mujer probablemente iba
destinada a la multitud que les rodeaba. Debían advertir, por la pregunta y
por la respuesta, que toda la acusación había caído por tierra. No se ofrecía
evidencia alguna. No aparecía ningún acusador. No se podía emitir, pues,
sentencia alguna, ni se precisaba.
V. 11: [Ella dijo: Ninguno, Señor]. Observemos aquí que nuestro Señor,
por piadosa deferencia, no preguntó a la mujer si era culpable o no. Así, ella
podía responder verazmente a su pregunta sin incriminarse.
[Jesús le dijo: Ni yo te condeno […]; no peques más]. La mezcla de bondad
y perfecta sabiduría de esta frase es digna de atención. Nuestro Señor no
dice nada acerca de si la mujer merecía un castigo y de qué clase.
Simplemente dice: “Ni yo te condeno. No es de mi competencia ni es oficio
mío juzgar o pronunciar sentencia alguna”. Tampoco dice a la mujer que
puede marcharse como si no hubiera sucedido nada. Al contrario, le dice
implícitamente que ha pecado y que es culpable. Pero, en ausencia de
testigos, podía marcharse sin recibir su castigo. Tampoco dice: “Ve en paz”,
como en Lucas 7:50 y 8:48.
“Vete —dice—, y no peques más”. Es difícil de entender cómo puede
alguien decir que en este texto nuestro Señor condona este pecado y le resta
importancia. Es claro y manifiesto que se negó a condenarla porque ese no
era su oficio. Lo que no se puede demostrar es que lo pasara por alto e
hiciera la vista gorda como dice Hengstenberg (en su argumento contra la
autenticidad de todo el pasaje). Sus últimas palabras demuestran lo que
pensaba de su caso: “No peques más”.
Comenta Agustín: “¿Cómo es eso, Señor? ¿Apruebas entonces el pecado?
De ninguna manera. Advirtamos lo que dice: ‘Vete, y no peques más’. Vemos
que el Señor condenó, pero condenó el pecado, no al hombre. Si aprobara el
pecado, diría: ‘Vete, y vive como te plazca’ ”.
Creo que el comentario de Eutimio de que nuestro Señor consideró la
vergüenza y la exposición públicas castigo suficiente para el pecado de la
mujer es completamente insatisfactorio y que el contexto no lo apoya.
Considero que la idea de Bullinger y de algunos otros de que una de las
principales finalidades del pasaje es enseñar la misericordia de nuestro Señor
y su disposición a perdonar a los grandes pecadores es absolutamente
infundada. La inmensa misericordia de Cristo es una gran verdad, pero no la
verdad de este pasaje. No parece haber un paralelismo entre esta mujer y la
samaritana de Juan 4.
Observa Poole que nuestro Señor no dice meramente “ ‘no vuelvas a
cometer adulterio’; sino ‘no peques más’. A un penitente que espere
misericordia de Dios no le basta un arrepentimiento o un pesar parcial, sino
que debe abandonar todo tipo de pecado, cualquiera que este sea”.

Juan 8:12–20

La conversación entre nuestro Señor y los judíos que comienza en


estos versículos está plagada de dificultades. La relación entre una
parte y otra y el significado exacto de las palabras que brotaron de los
labios de nuestro Señor son cosas “difíciles de entender”. En pasajes
como este es verdaderamente sabio reconocer la gran imperfección de
nuestra visión espiritual y mostrarnos agradecidos por poder atisbar
algunos destellos de verdad.
Por un lado, notemos en estos versículos lo que el Señor Jesús dice
acerca de sí mismo. Proclama: “Yo soy la luz del mundo”.
Estas palabras implican que el mundo necesita luz y se encuentra
por naturaleza en un estado de tinieblas. Así es en un sentido moral y
espiritual. Lo mismo se puede decir de Egipto, Grecia y Roma en la
Antigüedad y de la Inglaterra, Francia y Alemania actuales. ¡La gran
mayoría de los hombres no ven ni entienden el valor de sus almas, la
verdadera naturaleza de Dios ni la realidad de un mundo venidero! A
pesar de todos los descubrimientos de la Ciencia y el Arte, “tinieblas
cubrirán la tierra, y oscuridad las naciones” (Isaías 60:2).
El Señor Jesucristo declara ser el único remedio para este estado de
cosas. Se ha levantado como el Sol para difundir luz, vida, paz y
salvación en un mundo a oscuras. Invita a todos los que deseen guía y
ayuda espiritual a acudir a Él y convertirle en su guía. Ha venido al
mundo para ser a los pecadores lo que el Sol es a todo el sistema
solar: el centro de luz, calor, vida y fertilidad.
Que esta afirmación cale hondo en nuestros corazones. Es muy
valiosa y está llena de significado. En la actualidad hay luces falsas
que invitan al hombre desde todas partes. La razón, la filosofía, el
formalismo, el liberalismo, la conciencia y la voz de la Iglesia claman
de diversas formas que pueden mostrarnos “la luz”. Sus defensores no
saben lo que están diciendo. ¡Infelices los que creen en sus elevadas
pretensiones! Solo Él es la luz verdadera que vino al mundo para salvar
a los pecadores, que murió como nuestro sustituto en la Cruz y está
sentado a la diestra de Dios como nuestro amigo. “En tu luz veremos la
luz” (Salmo 36:9).
En segundo lugar, notemos en estos versículos lo que dice el Señor
Jesús acerca de los que le siguen. Promete: “El que me sigue, no
andará en tinieblas, sino que tendrá la luz de la vida”.
Seguir a Cristo es entregarnos completa y absolutamente a Él como
nuestro guía y Salvador, someternos a Él en todas las cosas, tanto
doctrinales como prácticas. “Seguir” no es más que un sinónimo de
“creer”. Es el mismo acto del alma, solo que visto desde otro ángulo.
Igual que Israel siguió a la columna de fuego y humo en todos sus
desplazamientos —moviéndose cuando quiera que aquella se movía y
deteniéndose cuando quiera que se detenía, sin preguntar, avanzando
por fe—, así debe relacionarse un hombre con Cristo. Debe “[seguir] al
Cordero por dondequiera que va” (Apocalipsis 14:4).
El que sigue a Cristo de esta forma, “no andará en tinieblas”. No
seguirá siendo un ignorante como muchos de los que le rodean. No irá
a tientas inmerso en la duda y la incertidumbre, sino que verá el
camino al Cielo y sabrá hacia dónde se dirige: “Tendrá la luz de la
vida”. Sentirá en su interior el resplandor de la luz del semblante de
Dios. Hallará una luz viva en su entendimiento y su conciencia que
nada puede apagar por completo. Las luces que muchos utilizan se
apagarán en el valle de sombra y muerte y no les servirán de nada.
Pero la luz que Cristo da a todos los que le siguen no fallará jamás.
Por último, notemos en estos versículos lo que dice nuestro Señor
acerca de sus enemigos. Dice a los fariseos que, a pesar de toda su
supuesta sabiduría, desconocían a Dios: “Ni a mí me conocéis, ni a mi
Padre; si a mí me conocieseis, también a mi Padre conoceríais”.
Este tipo de ignorancia es muy común. Hay miles de personas
familiarizadas con muchas ramas del conocimiento humano y que
hasta pueden razonar y argumentar con respecto a la religión pero
que, sin embargo, no saben nada de Dios en realidad. Admiten sin
reservas que existe un Ser como Dios. Pero saben poco de la
naturaleza y los atributos que se nos revelan en la Escritura, su
santidad, su pureza, su justicia, la perfección de su conocimiento y su
inmutabilidad. De hecho, la cuestión de la naturaleza y el carácter de
Dios les incomoda y no les gusta tratarla.
El gran secreto para conocer a Dios es acercarse a Él por medio de
Jesucristo. Enfocado de esta forma, no hay nada que deba asustarnos.
Visto desde este punto de vista, Dios es el amigo del pecador. Dios sin
Cristo bien puede alarmarnos. ¿Cómo mirar a un Ser tan santo y
elevado? Dios en Cristo está lleno de misericordia, gracia y paz. Las
exigencias de su Ley han sido satisfechas. Su santidad no tiene por
qué asustarnos. Cristo, en pocas palabras, es la puerta y el camino a
través de los cuales debemos acercarnos al Padre. Si conocemos a
Cristo, conoceremos al Padre. Según sus propias palabras: “Nadie
viene al Padre, sino por mí” (Juan 14:6). El desconocimiento de Cristo
es la raíz del desconocimiento de Dios. Si está equivocado en el punto
de partida, todo el conjunto de la religión del hombre es incorrecto.
Ahora bien, ¿dónde nos encontramos nosotros? ¿Lo sabemos?
Muchos viven y mueren en una especie de neblina. ¿Hacia dónde
vamos? ¿Podemos ofrecer una respuesta satisfactoria? Hay cientos que
abandonan esta vida en la más absoluta de las incertidumbres. Que no
haya nada incierto con respecto a nuestra salvación eterna. Cristo, la
luz del mundo, está a nuestra disposición al igual que a la de los
demás, si le seguimos humildemente, ponemos nuestras almas en sus
manos y nos convertimos en sus discípulos. No malgastemos nuestras
vidas como hacen miles —dudando, argumentando y razonando—, sino
simplemente sigamos. El niño que dice que no aprenderá nada hasta
que sepa algo jamás aprenderá nada en absoluto. El hombre que dice
que debe entenderlo todo antes de convertirse en cristiano morirá en
sus pecados. Comencemos por “seguir”, y entonces hallaremos luz.

Notas: Juan 8:12–20


Antes de dar comienzo a las notas de esta sección, pediré a cualquiera que
dude de la autenticidad de estos primeros once versículos del capítulo que
considere la dificultad con que encajaría el versículo 12 si viniera
inmediatamente a continuación del versículo 52 del capítulo 7. La omisión del
controvertido pasaje de la mujer descubierta en adulterio, por muy necesaria
que muchos la consideren, produce un indudable salto de continuidad que no
se puede explicar razonablemente. Si omitimos el pasaje, parece que nuestro
Señor irrumpe en el airado concilio de los fariseos frustrados en su intento de
prenderle e irritados ante la defensa que había hecho Nicodemo de Él. Sin
duda, esto es cuando menos improbable. Si, por otro lado, conservamos el
controvertido pasaje, la conexión parece clara. Ha pasado una noche. El Sol
se levanta sobre el grupo congregado en el atrio del Templo. Y nuestro Señor
vuelve a enseñar proclamando una hermosa verdad muy apropiada para la
ocasión: “Yo soy la luz del mundo”.
V. 12: [Otra vez Jesús les habló, diciendo]. La expresión “otra vez” se
ajusta a la perfección al relato anterior. Nos devuelve al versículo 2, donde
leemos que nuestro Señor estaba sentado en el Templo enseñando al pueblo
cuando se le presentó la mujer descubierta en adulterio. Naturalmente, esto
interrumpió su discurso momentáneamente. Pero, una vez resuelto el caso y
tras haberse marchado los acusadores y la acusada, reanudó su enseñanza.
Entonces la expresión “otra vez Jesús les habló” encaja de la manera más
natural. Una vez admitimos que la historia de la mujer no es genuina y debe
desecharse, nos quedamos sin nada con qué relacionar estas palabras que
tenemos delante. Nos vemos obligados a remontarnos al versículo 37 del
capítulo anterior.
[Yo […] luz del mundo]. Sin duda, con esta gloriosa expresión, nuestro
Señor se declara a sí mismo el Mesías o el Salvador de quien habían hablado
los profetas. Los judíos podían recordar las palabras: “Te di por luz de las
naciones” (Isaías 43:6; 49:6). También Simón había dicho que Él sería “luz
para revelación a los gentiles” (Lucas 2:32). No hay consenso entre los
comentaristas con respecto al motivo de que utilizara esa imagen y en qué
estaba pensando al elegirla. Es muy probable que se estuviera refiriendo a
algo que tenía ante sus ojos en concordancia con su forma habitual de
predicar.
1) Algunos —como Aretius, Musculus, Ecolampadio, Bullinger y el obispo
Andrews— piensan que hacía referencia al Sol, que se alzaba mientras
pronunciaba estas palabras. Él había venido para ser al género humano lo
que el Sol a la Tierra.
2) Otros —como Stier, Olshausen, Besser, D. Brown y Alford— piensan que
hacía referencia a las grandes lámparas doradas que se solían mantener
encendidas en el atrio del Templo. Él era la luz verdadera, capaz de iluminar
los corazones y las mentes de los hombres. Las lámparas no eran más que
adornos, casi símbolos.
3) Otros —como Cirilo y Lampe— piensan que hacía referencia a la
columna de humo y fuego que alumbró a los israelitas y los guio a través del
desierto. Él era el verdadero guía al Cielo a través del desierto de este
mundo.
Considero que la tesis más probable y en concordancia con el contexto es
la primera de las tres.
Comenta Ruperto que Cristo pronunció dos grandes declaraciones en dos
días sucesivos en Jerusalén. En el último día de la fiesta dijo: “Si alguno tiene
sed, venga a mí y beba” (Juan 7:37). Al día siguiente dijo: “Yo soy la luz del
mundo”.
[El que me sigue]. Esto significa “seguir” como un discípulo, un siervo, un
viajero, un soldado, una oveja. Cristo es a los verdaderos cristianos lo que el
maestro al estudiante, el señor al siervo, el guía al viajero, el general al
soldado y el pastor a las ovejas. “Seguir” es lo mismo que “creer” (cf. Mateo
16:24; 19:21; Juan 10:27; 12:26). Aquí, seguir —recordémoslo siempre— no
significa copiar e imitar, sino confiar, tener fe en otro.
Observan Musculus y Henry que no sirve de nada que Cristo sea la luz del
mundo si no le seguimos. Todo gira en torno a “seguir”. No basta con mirar y
admirar la luz. Debemos “seguirla”.
[No andará en tinieblas]. En ocasiones, la expresión “tinieblas” denota
pecado en el Nuevo Testamento, igual que sucede en 1 Juan 1:6, y otras
veces ignorancia e incredulidad, como en 1 Tesalonicenses 5:4. Algunos han
pensado que nuestro Señor hace referencia a la mujer descubierta en
adulterio y al tipo de obras de oscuridad moral de las que había sido
culpable. El significado sería entonces: “El que me sigue y se convierte en mi
discípulo será liberado del poder de las tinieblas y ya no cometerá pecados
como los que acabamos de oír”. Otros, por el contrario, creen que nuestro
Señor solo hacía referencia a la ignorancia y las tinieblas intelectuales de la
mente humana que solo Él podía iluminar. El significado sería entonces: “El
que me sigue como mi discípulo ya no vivirá en ignorancia y tinieblas con
respecto a su alma”. Sin duda, prefiero esta interpretación. Creo que la
promesa contiene una referencia específica a la ignorancia de los judíos en
todo lo concerniente a Cristo, tal como se ve en el capítulo anterior.
[Tendrá la luz de la vida]. Esta expresión significa: “Poseerá luz viva”.
Tendrá luz espiritual, superior a la luz de cualquier lámpara y hasta del Sol,
igual que el agua viva que se ofreció a la mujer samaritana era superior al
agua del pozo de Jacob. La luz espiritual que Cristo da no depende del
momento o del lugar; no le afecta la enfermedad o la muerte; arde para
siempre y no se puede apagar. El que la tiene sentirá luz en su mente,
corazón y conciencia; verá luz ante sí en el sepulcro, la muerte y el mundo
venidero; verá luz a su alrededor guiándole en su viaje por la vida y reflejará
esa luz en su conducta, su comportamiento y sus palabras.
Piensa Crisóstomo que uno de los propósitos de esta promesa era atraer y
animar a Nicodemo y recordarle la afirmación que había utilizado Jesús
anteriormente con respecto a la luz y las tinieblas en Juan 3:20–21.
Comenta Agustín acerca de este versículo: “Cristo expresa en presente
nuestro deber: lo que promete a aquellos que lo hagan lo indica por medio de
un tiempo verbal en futuro. El que le sigue ahora, tendrá después; el que
sigue ahora por fe, tendrá después por vista. ¿Cuándo será por vista?
¿Cuándo hayamos alcanzado la visión del Más Allá, cuando nuestra noche
haya pasado”. Comoquiera que sea, me apenaría limitar la promesa a una
interpretación tan restringida como esta; y aunque no me cabe duda que solo
se cumplirá plenamente en la Segunda Venida, sigo pensando que aun ahora
se cumple parcial y espiritualmente en todo creyente.
Comenta Calvino que en este versículo “no se ofrecen unos beneficios a
una persona u otra, sino a todo el mundo. Por medio de esta declaración
universal, Cristo quería eliminar la distinción no solo entre judíos y gentiles,
sino entre cultos e ignorantes, entre personas distinguidas y el pueblo
común”. También dice: “En la última oración del versículo se declara
expresamente la perpetuidad de esa luz. No debemos temer, pues, que nos
abandone a mitad del camino”.
Comenta Brentano que, si un hombre pudiera “seguir” al Sol
continuamente, siempre estaría a la luz del día en cualquier lugar del
planeta. Lo mismo sucede con Cristo y sus seguidores. Si le siguen siempre,
siempre tendrán luz.
En este versículo de gran valor e interés hay varias cosas dignas de
especial atención.
a) Nótese la gran verdad que se presupone en el versículo. Esa verdad es
la caída del hombre. El mundo se encuentra en un estado de tinieblas
morales y espirituales. Por naturaleza, los hombres no tienen una idea
correcta acerca de sí mismos, de la santidad de Dios o del Cielo. Necesitan
luz.
b) Nótese la plenitud y la valentía de la declaración de nuestro Señor. Se
proclama a sí mismo “la luz del mundo”. Solo Él, que sabía que era Dios
mismo, podía decir verazmente algo así. Ningún Profeta o Apóstol lo dijo
jamás.
c) Nótese que nuestro Señor dice que es “la luz del mundo”. No es solo
una luz para unos pocos, sino para toda la Humanidad. Igual que el Sol brilla
para beneficio de todos, aunque muchos no valoren o utilicen su luz.
d) Nótese a quién se hace la promesa. Es al “que me sigue”. Seguir a un
dirigente si estamos ciegos, en tinieblas o fuera del camino, o si somos
ignorantes, requiere confianza. Eso es exactamente lo que exige el Señor
Jesús a los pecadores conscientes de sus pecados y que desean ser salvos.
Deben entregarse a Cristo y Él les guiará al Cielo. Si un hombre no puede
hacer nada por sí mismo, lo mejor que puede hacer es confiar en otro y
seguirle.
e) Nótese lo que se promete al que sigue a Jesús, esto es, liberación de las
tinieblas y posesión de luz. Esto es precisamente lo que proporciona el
cristianismo al creyente. Ve y siente que posee algo de lo que carecía
anteriormente. Dios “[resplandece] en [sus] corazones”. Se le “[llama] de las
tinieblas a su luz admirable” (2 Corintios 4:4–6; 1 Pedro 2:9).
Melanchton piensa que este versículo solo es un breve resumen de lo que
dijo nuestro Señor y que debemos considerarlo el núcleo o la idea clave de un
largo discurso.
Comenta Bullinger lo útil que es memorizar grandes frases y máximas de
Cristo como este versículo.
V. 13: [Entonces los fariseos le dijeron]. Estos “fariseos” probablemente
formaran parte de la multitud que se había reunido para escuchar la
enseñanza de nuestro Señor, y no de aquellos que le habían traído a la mujer
descubierta en adulterio. Los fariseos eran una secta poderosa y muy
extendida, y se podían encontrar miembros suyos en medio de cualquier
multitud de oyentes dispuestos a plantear objeciones y buscar errores en
todo lo que dijera nuestro Señor a la menor oportunidad.
[Tu testimonio no es verdadero]. Esto significa: “Tu testimonio no es de
fiar ni digno de atención”. Evidentemente, los fariseos no podían querer decir
“tu testimonio es falso”. Solo querían decir que se daba por supuesto que el
testimonio de un hombre con respecto a su propio carácter carecía
relativamente de valor. Nuestro Señor mismo lo había admitido
anteriormente cuando dijo ante el concilio: “Si yo doy testimonio acerca de
mí mismo, mi testimonio no es verdadero” (Juan 5:31). Salomón había dicho:
“Alábete el extraño, y no tu propia boca; el ajeno, y no los labios tuyos”
(Proverbios 27:2).
V. 14: [Aunque […], mi testimonio es verdadero]. Con estas palabras,
nuestro Señor quería decir que, a pesar de que diera testimonio acerca de sí
mismo e hiciera aseveraciones con respecto a su oficio y misión, su
testimonio no se debía despreciar, desestimar o no considerar fidedigno.
Aunque sus enemigos no estuvieran dispuestos a escucharlo, lo que decía era
digno de crédito y de ser aceptado: “El testimonio que doy no es el
testimonio de un testigo común, sino de alguien en el que se puede confiar
por completo”.
[Porque sé de dónde he venido, etc.]. Nuestro Señor da aquí una razón
solemne y de peso para que los judíos recibieran reverentemente su
testimonio acerca de sí mismo y no lo rechazaran. Esa razón es su naturaleza
y misión divinas. No vino a ellos como un profeta común y un testigo
habitual, sino como alguien que conocía la misteriosa verdad de que era el
Mesías divino que había de venir al mundo. “Sé de dónde he venido: he
venido del Padre a fin de ser su mensajero para un mundo perdido. Sé
adónde voy: estoy a punto de volver a mi Padre una vez que haya terminado
mi obra para sentarme a su diestra tras mi ascensión. Sabiendo todo esto,
tengo derecho a decir que mi testimonio es fidedigno. Por otro lado, vosotros
no sabéis nada de mí. Ni me conocéis ni creéis en mi misión y origen divinos.
Puedo decir, pues, con justicia que importa poco si consideráis mi testimonio
digno de crédito. Estáis ciegos y vuestra opinión carece de valor alguno”.
Observa Crisóstomo que nuestro Señor “podía haber dicho: Soy Dios. Pero
siempre mezcla palabras humildes y sublimes, y aun esto lo oculta”.
Bucero, Chemnitz y Quesnel observan que el argumento de nuestro Señor
es semejante al del embajador de un rey que dice: “Sé para qué he sido
nombrado y quién me ha enviado y os pido, pues, que prestéis atención a mi
mensaje”.
Webster parafrasea la oración de este modo: “Hablo con plena conciencia
de mi existencia anterior y futura en la gloria del Padre y siento y asevero,
pues, mi derecho a ser creído sobre la base de mi propio testimonio. Si
supierais de dónde he venido y adónde voy, os bastaría con mi testimonio. Y
eso lo podríais saber si fuerais espirituales, pero sois carnales y juzgáis según
la carne”.
V. 15: [Vosotros juzgáis según la carne]. El significado de esta frase
parece ser el siguiente: “Lo juzgáis y determináis todo sobre la base de
principios carnales y mundanos, según las apariencias externas. Me evaluáis
a mí y evaluáis mi misión según lo que veis con los ojos. Os jactáis de
despreciarme porque carezco de grandeza y dignidad externas. Al juzgarlo
todo por un patrón tan falso, no veis belleza en mí o en mi ministerio. Ya me
habéis etiquetado como un impostor que merece la muerte. Vuestras mentes
están llenas de prejuicios carnales y por eso mi testimonio os parece carente
de valor”.
Calvino piensa que “carne” se utiliza aquí en oposición a “espíritu” y que
el significado es: “Juzgáis según principios carnales malignos”, y no: “Según
las apariencias externas”. La mayoría de los comentaristas piensa que la
expresión hace referencia al aspecto humilde de nuestro Señor.
[Yo no juzgo a nadie]. En estas palabras, nuestro Señor introduce un
fuerte contraste entre Él mismo y sus enemigos: “A diferencia de vosotros, no
condeno ni juzgo a nadie, ni siquiera al peor de los pecadores. No es mi tarea
ni mi oficio en estos momentos, aunque lo será un día. No vine al mundo para
condenar, sino para salvar” (Juan 3:17). Comoquiera que sea, es inútil negar
que la relación entre el comienzo y el final del versículo no está muy clara.
Parece girar en torno a la palabra “juzgar”, que se repite en dos ocasiones,
aunque da la impresión de que se utiliza en dos sentidos distintos.
Algunos piensan que nuestro Señor hace referencia a la mujer descubierta
en adulterio y contrasta su rechazo a juzgarla con la maliciosa disposición de
los fariseos a juzgarle y condenarle aun siendo inocente: “Me niego a
condenar siquiera a un pecador culpable. Vosotros, por el contrario, estáis
dispuestos a condenarme a mí, en quien no podéis encontrar tacha, sobre la
base de principios carnales y mundanos”.
Otros —como Bullinger, Jansen, Trapp, Stier, Gill, Pearce y Barnes—
piensan que la frase que tenemos ante nosotros significa: “No juzgo a nadie
según la carne, como hacéis vosotros”. Pero esa interpretación no parece
concordar con el versículo posterior.
El obispo Hall parafrasea el versículo de la siguiente forma: “Os jactáis de
juzgar según vuestros sentidos carnales y os guiáis por vuestra percepción
externa en el juicio que hacéis de mí. Y sin embargo, vosotros no me
soportáis a mí, que no desafío ese poder, lo cual podría hacer juzgándoos.
V. 16: [Y si yo juzgo, mi juicio, etc.]. Este versículo parece tener una
dimensión parentética. Parece querer recordar a los judíos que, si nuestro
Señor no adoptaba el oficio de juez en ese momento, no era porque no
estuviera cualificado. El sentido es el siguiente: “En todo caso, no penséis
que por el hecho de que no juzgue a nadie no estoy acreditado para ello. Al
contrario, si juzgo los actos o las opiniones de alguien, mi juicio es
completamente aceptado y fidedigno. Porque no estoy solo. Hay una unión
inseparable entre el Padre y yo. Cuando yo juzgo, no estoy juzgando solo yo,
sino también el Padre conmigo. Así, pues, mi juicio es y tiene que ser
fidedigno”. El lector hará bien en compararlo con Juan 5:19 y 30. La doctrina
es la misma. Esa tremenda verdad —la unión inseparable entre el Padre y el
Hijo— es la única clave que nos permite entender la profunda expresión que
tenemos ante nosotros. Debemos advertir atentamente la frecuencia con que
nuestro Señor menciona esa verdad en el Evangelio según S. Juan.
V. 17: [Y en vuestra ley está escrito]. En este versículo, nuestro Señor
recuerda a los judíos un principio aceptado entre ellos perteneciente a la Ley
de Moisés: que el testimonio de dos testigos era digno de crédito (cf.
Deuteronomio 17:6; 19:15). “En todo caso, reconoceréis que el testimonio de
dos testigos es digno de crédito si es que el de uno solo no prueba nada.
Ahora bien, sobre la base de eso, escuchad el testimonio que puedo aducir
con respecto a la naturaleza divina de mi misión”.
Adviértase que, cuando nuestro Señor dice “en VUESTRA ley”, no quería
decir que estuviera por encima de la ley y que no reconociera su autoridad.
Su único propósito al hacer hincapié en la palabra “vuestra” era recordar a
los judíos que era la propia Ley de Moisés, a la que ellos profesaban remitirse
constantemente, la que establecía el gran principio al que estaba a punto de
dirigir su atención: “Está escrito en la Ley de que tanto habláis y que tan a
menudo citáis”.
Podríamos barajar la posibilidad de que nuestro Señor utilizara la
expresión “dos hombres” de manera enfática. Quizá quisiera contrastar el
testimonio de dos simples hombres con su propio testimonio y el de su Padre
en el Cielo. Es como la expresión: “Si recibimos el testimonio de los hombres,
mayor es el testimonio de Dios” (1 Juan 5:9). En cualquier caso, la palabra
traducida como “hombres” es enfática en el griego.
V. 18: [Yo soy el que, etc.]. La relación y el sentido de este versículo son:
“Si aceptamos que el testimonio de dos testigos es fidedigno, os pido que os
deis cuenta de que existen dos testigos de mi naturaleza y misión divinas. Yo
mismo, el Hijo eterno, soy uno de esos testigos: siempre doy testimonio de
mí. El otro testigo es el Padre que me ha enviado al mundo: siempre está
dando testimonio de mí. Ha testificado por boca de los Profetas del Antiguo
Testamento. Testifica ahora por medio de las milagrosas obras que lleva a
cabo a través de mis manos. El lector puede compararlo con Juan 5:31–39.
Este versículo tiene algo ciertamente extraordinario. Parece
especialmente condescendiente por parte de nuestro Señor utilizar el hilo
argumental que contiene. La solución reside probablemente en la gran
dignidad de los dos testigos a los que presenta conjuntamente ante los
judíos. Las palabras griegas que abren el versículo son bastante especiales y
difíciles de traducir. Más o menos se podrían traducir así: “Yo, el gran yo soy,
soy la persona que da testimonio de mí; y el Padre, etc.”.
Tanto Crisóstomo como Teofilacto comentan que nuestro Señor hace gala
aquí de igualdad de honor con el Padre al poner su testimonio y el del Padre a
la misma altura.
Comenta Poole: “No debemos interpretar aquí que nuestro Salvador se
diferencie de su Padre en lo referente a su ser divino —porque el Padre y Él
son uno—, sino con respecto a su oficio, puesto que Él había sido enviado y
su Padre era quien le había enviado”.
V. 19: [Ellos le dijeron: ¿Dónde está tu Padre?]. Probablemente, esta
pregunta de los judíos no se hizo en un tono serio o con un verdadero deseo
de saber más. Más bien tendría un tono sarcástico y burlón.
Observa Calvino: “Con estas palabras querían decir que no valoraban
tanto al Padre de Cristo como para adscribir al Hijo algo por causa de él”.
Hengstenberg nos pide que nos fijemos en que no preguntaron quién era
su Padre, sino: “¿Dónde está tu Padre?”. Suena como si miraran a su
alrededor con desprecio, supuestamente esperando que apareciera un padre
terrenal que diera testimonio de Cristo.
[Respondió Jesús: Ni a mí me conocéis […] Padre]. Aquí nuestro Señor dice
a sus enemigos que le desconocen tanto a Él como a su Padre que está en el
Cielo. A pesar de todo el conocimiento del que se enorgullecían y de sus
supuestos logros, no sabían nada realmente del Padre o del Hijo.
Ciertamente, la expresión apoya la idea de que la afirmación de “a mí me
conocéis” (Juan 7:28) se debe interpretar como un leve sarcasmo.
Debemos advertir que una gran familiaridad con la letra de la Escritura es
perfectamente compatible con la más crasa tiniebla espiritual. Los fariseos
conocían bien las profecías del Antiguo Testamento, pero no conocían ni a
Dios ni a Cristo.
[Si a mí me conocieseis […] mi Padre conoceríais]. Estas palabras enseñan
que el desconocimiento de Cristo y el desconocimiento de Dios van
indisolublemente unidos. El que piensa que tiene un conocimiento correcto
de Dios a la vez que desconoce a Cristo se está llamando a engaño. El Dios al
que cree conocer no es el Dios de la Biblia, sino un Dios fruto de su propia
fantasía. En todo caso, solo puede tener una noción imperfecta de Dios y
escasa idea de su perfecta santidad, justicia y pureza. Estas palabras
enseñan también que Cristo es el camino por el que debemos llegar al
conocimiento de Dios. En Él, a través de Él y por medio de Él podemos
presentarnos ante Dios sin temor y contemplar su excelso carácter.
Aquel que desee tener una religión salvadora que satisfaga su alma, y
convertirse en amigo y siervo de Dios, debe comenzar por Cristo. Al
conocerle como Salvador y Abogado, verá que es fácil y agradable conocer a
Dios el Padre. Los que, como los judíos, rechazan a Cristo, vivirán y morirán
desconociendo a Dios, independientemente de lo cultos e inteligentes que
sean. Pero el hombre más pobre y humilde que se aferra a Cristo y lo pone en
primer lugar, sabrá lo suficiente de Dios para ser feliz para siempre. En la
cuestión de conocer a Dios, el primer paso es conocer a Jesucristo, el
Mediador, y creer en Él.
Agustín y otros piensan que la idea que hallamos aquí es la misma que
expresa Felipe —“Señor, muéstranos el Padre”— y a la que Jesús respondió:
“El que me ha visto a mí, ha visto al Padre” (Juan 14:8–9). Creo que es
cuando menos dudoso. Lo que Felipe necesitaba saber era la relación exacta
que había entre el Padre y el Hijo. Lo que necesitaban los judíos era tener un
conocimiento correcto de Dios en su totalidad.
V. 20: [Estas palabras habló Jesús […] ofrendas […], el templo]. Esta frase
parece tener el propósito de marcar una pausa o una interrupción en el
discurso y mostrar cuán pública y abiertamente proclamó nuestro Señor su
Mesiazgo. Se declaró a sí mismo “la luz del mundo” y defendió su testimonio
en una parte muy conocida del Templo llamada “el lugar de las ofrendas”.
Piensa Calvino que “el lugar de las ofrendas era el sitio donde se
disponían las ofrendas sagradas y era, pues, un lugar muy frecuentado”.
[Nadie le prendió]. Aquí podemos aplicar un comentario ya hecho
anteriormente (cf. Juan 7:30). Los enemigos de nuestro Señor fueron frenados
por medio de un poder divino. Se sintieron incapaces de levantar un dedo en
su contra. Tenían la voluntad de dañarle, pero no la capacidad para ello.
[Aún no había llegado su hora]. Aquí aparece de nuevo el profundo
pensamiento que destacamos en 7:30. Se había fijado una cierta duración
para el ministerio de nuestro Señor y sus enemigos no podrían tocarle hasta
que ese tiempo se hubiera acabado. Cuando ese tiempo acabó, nuestro
Señor dijo: “Esta es vuestra hora, y la potestad de las tinieblas” (Lucas
22:53).
Prestemos gran atención a esa expresión que todos los cristianos
verdaderos deberían recordar. Enseña que los malvados no pueden dañar a
Cristo ni a los suyos si Dios no se lo permite. No se puede tocar un solo
cabello del creyente hasta que Dios en su sabiduría soberana lo permita.
Enseña que los tiempos están en la mano de Dios. Se ha destinado una
“hora” tanto para obrar como para sufrir. Ningún cristiano morirá hasta que
esa hora haya llegado. Cuando esa hora llegue, nada podrá evitar su muerte.
Son verdades consoladoras y merecen toda la atención. Los miembros del
cuerpo de Cristo están a salvo y son inmortales hasta que llegue su hora.
Cuando sufren es porque Dios lo quiere y lo considera oportuno.
Comenta Quesnel: “Se disfruta de la mayor tranquilidad una vez que se
cree firmemente y con convicción en la providencia de Dios y se tiene una
dependencia absoluta de sus planes y su voluntad”.

Juan 8:21–30

Este pasaje contiene cosas profundas, tan profundas que es imposible


sondearlas. Al leerlo debiéramos recordar las palabras del Salmista:
“Muy profundos son tus pensamientos” (Salmo 92:5). Pero en sus
primeros versículos también contiene ciertas cosas que son claras,
sencillas e inequívocas. Prestemos atención a estas y aprendámoslas
de corazón.
Por un lado, vemos que es posible buscar a Cristo en vano. Nuestro
Señor dice a los judíos incrédulos: “Me buscaréis, pero en vuestro
pecado moriréis”. Con estas palabras quería decir que un día los judíos
le buscarían en vano.
La lección que tenemos delante es sin duda dolorosa. Es triste
pensar que un Salvador como el Señor Jesús, tan lleno de amor, tan
dispuesto a salvar, pueda ser buscado “en vano”. ¡Sin embargo, así es!
Un hombre puede tener abundantes sentimientos religiosos con
respecto a Cristo y carecer de una religión salvadora. La enfermedad,
la aflicción repentina, el miedo a la muerte y la ausencia de las fuentes
habituales de consuelo pueden hacer surgir de un hombre grandes
demostraciones de “religiosidad”. Bajo la presión de estas
circunstancias puede orar fervientemente, demostrar intensos
sentimientos espirituales y profesar durante un cierto tiempo que
“sigue a Cristo” y es un hombre distinto. Y, sin embargo, puede que
durante todo ese tiempo su corazón no haya sido tocado en absoluto.
Una vez que desaparezcan las circunstancias específicas que atravesó,
posiblemente vuelva de inmediato a sus viejos hábitos. Buscó a Cristo
“en vano” porque le busco impulsado por motivos falsos, y no con todo
su corazón.
Por desgracia, eso no es todo. Existe tal cosa como un hábito
continuado de resistencia a la luz y al conocimiento hasta acabar
buscando a Cristo “en vano”. Tanto la Escritura como la experiencia
nos dicen que los hombres pueden rechazar a Dios hasta que Dios los
rechace a ellos y se niegue a escuchar sus oraciones. Pueden insistir
en ahogar sus convicciones, en apagar la luz de la conciencia y luchar
contra un aumento de su conocimiento hasta inducir a Dios a renunciar
a ellos y abandonarlos. No en vano está escrito: “Entonces me
llamarán, y no responderé; me buscarán de mañana, y no me hallarán.
Por cuanto aborrecieron la sabiduría, y no escogieron el temor de
Jehová” (Proverbios 1:28–29). Quizá estos casos no sean muy
comunes; pero son posibles y en ocasiones podemos presenciarlos.
Algunos ministros pueden atestiguar que han visitado a personas en
sus lechos de muerte que parecían buscar a Cristo y, sin embargo, lo
hacían en vano.
En lo único en que hay seguridad es en buscar a Cristo mientras
pueda ser hallado y llamarle mientras está cercano; buscarle con un
corazón íntegro y llamarle con espíritu sincero. Podemos estar seguros
de que así jamás le buscaremos en vano. Nunca se dirá de tales
buscadores que “murieron en su pecado”. Aquel que verdaderamente
acude a Cristo nunca será “echado fuera”. El Señor declaró
solemnemente que “no [quiere] la muerte del que muere” y que “se
deleita en misericordia” (Ezequiel 18:32; Miqueas 7:18).
Por otro lado, vemos la gran diferencia que hay entre Cristo y los
impíos. Nuestro Señor dice a los judíos incrédulos: “Vosotros sois de
abajo, yo soy de arriba; vosotros sois de este mundo, yo no soy de este
mundo”.
No cabe duda que estas palabras se aplican especialmente a
nuestro Señor Jesucristo mismo. En el sentido más elevado y literal,
nunca ha habido más que uno que pudiera decir verazmente: “Yo soy
de arriba; vosotros sois de este mundo”. Es Aquel que vino del Padre y
que existía antes que el mundo fuese: el Hijo de Dios.
Pero hay otro sentido menor en que estas palabras se pueden
aplicar a todos los miembros vivos del cuerpo de Cristo. En
comparación con la muchedumbre irreflexiva que les rodea, ellos son
“de arriba” y no “de este mundo”, como su Maestro. Los pensamientos
de los impíos giran en torno a las cosas de aquí abajo; las inclinaciones
de los cristianos verdaderos son hacia las cosas de arriba. El hombre
impío está lleno de este mundo; sus preocupaciones, placeres y
beneficios ocupan toda su atención. Auque se encuentra en este
mundo, el verdadero cristiano no pertenece a él; su ciudadanía está en
el Cielo y para él lo mejor aún está por venir.
El verdadero cristiano hará bien en no olvidar jamás esa línea
divisoria. Si ama su alma y desea servir a Dios, debe aceptar verse
separado de los que le rodean por un abismo infranqueable. Quizá no
le guste parecer raro y distinto de los demás; pero es la consecuencia
segura de la gracia que reina en él. Quizá le reporte odio, escarnio y
palabras duras; pero es la copa que bebió su Maestro y de la que
advirtió a todos sus discípulos: “Si fuerais del mundo, el mundo amaría
lo suyo; pero porque no sois del mundo, antes yo os elegí del mundo,
por eso el mundo os aborrece” (Juan 15:19). No se avergüence nunca
el cristiano, pues, de estar solo y demostrar sus convicciones. Debe
cargar con la cruz si quiere llevar la corona. En su interior hay un
nuevo principio “de lo alto”, y tiene que verse.
Por último, vemos el terrible final al que puede conducir la
incredulidad a los hombres. Nuestro Señor dice a sus enemigos: “Si no
creéis que yo soy, en vuestros pecados moriréis”.
Estas solemnes palabras están revestidas de aún mayor solemnidad
cuando consideramos quién las pronunció. ¿Quién es este que habla de
hombres que mueren “en su pecado”, sin haber sido perdonados, sin
estar preparados para presentarse ante Dios; de hombres que pasan al
otro mundo con sus pecados consigo? El que lo dice no es otro que el
Salvador del género humano, Aquel que entregó su vida por sus
ovejas; el Amigo tierno, compasivo y misericordioso de los pecadores.
¡Es Cristo mismo! No pasemos por alto este detalle.
Están muy equivocados los que suponen que es duro y cruel hablar
del Infierno y del castigo futuro. ¿Cómo es posible que tales personas
pasen por alto un lenguaje como el empleado aquí? ¿Cómo pueden
explicar el abundante número de expresiones semejantes que utilizó
nuestro Señor, y especialmente pasajes como aquellos en los que dice
que el “gusano de ellos no muere, y el fuego nunca se apaga”?
(Marcos 9:46). No pueden dar respuesta a esas preguntas. Engañados
por un falso amor y una amigabilidad insana, condenan la clara
enseñanza de la Escritura y se consideran más sabios que lo que está
escrito.
Tengamos claro, como una de las grandes verdades fundamentales
de nuestra fe, que existe un Infierno. Igual que creemos firmemente
que existe un Cielo eterno para los piadosos, creamos firmemente que
existe un Infierno eterno para los malvados. No pensemos nunca que
hablar del Infierno supone falta de amor. Sostengamos más bien que el
amor más elevado que pueda haber consiste en advertir a los hombres
claramente del peligro y rogarles que “huyan de la ira venidera”. Fue
Satanás, el engañador y el homicida, quien dijo a Eva en el principio:
“No moriréis” (Génesis 3:4). Abstenerse de decir a los hombres que
“morirán en su pecado” a menos que crean quizá sea del agrado del
diablo, pero ciertamente no de Dios.
En último lugar, no olvidemos jamás que la incredulidad es el
pecado que destruye de forma especial las almas de los hombres. Si
los judíos hubieran creído en nuestro Señor, se les podría haber
perdonado todo pecado y toda blasfemia. Pero la incredulidad cierra la
puerta a la misericordia y destruye toda esperanza. Vigilemos y
oremos fervientemente para contrarrestarla. La inmoralidad acaba con
muchos, pero la incredulidad destruye a muchos más. Una de las
afirmaciones más enérgicas que utilizara nuestro Señor fue la
siguiente: “El que no creyere, será condenado” (Marcos 16:16).

Notas: Juan 8:21–30


V. 21: [Otra vez les dijo Jesús]. Parece haber una interrupción o una pausa
entre este versículo y el anterior. Es como si nuestro Señor reanudara su
discurso con una nueva idea esencial. La otra interpretación, esto es, que ese
“otra vez” remite al capítulo 7:34 y significa que nuestro Señor recalcó a sus
oyentes por segunda vez que pronto habría de abandonarles, no parece
probable. Es posible que, en el primer caso, nuestro Señor hablara a los
alguaciles de los sacerdotes y fariseos de “irse” y que aquí hable a sus
superiores, o al menos a una audiencia distinta.
[Yo me voy]. Esto tiene que significar: “Estoy a punto de abandonar este
mundo. Mi misión toca ya a su fin. El momento de mi muerte y sacrificio se
acerca y debo partir y regresar a mi Padre en el Cielo, de donde provengo”.
La principal finalidad de la frase parece ser incitar a los judíos a pensar e
inquirir con respecto a su naturaleza divina: “Vengo del Cielo y volveré a Él.
¿No deberíais preguntaros seriamente quién soy?”.
Piensa Crisóstomo que nuestro Señor lo dijo en parte para atemorizar y
avergonzar a los judíos y en parte para mostrarles que su muerte no se
produciría por efecto de la violencia de ellos, sino por sometimiento
voluntario.
[Me buscaréis […], pecado moriréis]. Esto significa que sus oyentes le
buscarían demasiado tarde, tras descubrir tardíamente que Él era el Mesías a
quien tenían que haber recibido. Pero para entonces la puerta de la
misericordia estaría cerrada. Buscarían en vano, por no haber conocido el
tiempo de su visitación. Y el resultado sería que morirían lamentablemente
“en su pecado”; acarreando sus pecados sin haber recibido el perdón.
[A donde yo voy, vosotros no podéis venir]. Esto tiene que hacer
referencia al Cielo, a la morada de gloria eterna que tenía el Hijo con el Padre
desde antes que viniera al mundo, que abandonó transitoriamente durante
su encarnación y a la que regresó una vez terminada la obra de la redención
del hombre. El inicuo no puede ir allí. La incredulidad le cierra las puertas. Es
intrínsecamente imposible que un hombre inconverso, incrédulo, que no haya
sido perdonado, vaya al Cielo. Las palabras griegas son enfáticas: “No podéis
venir”.
La idea de Agustín y otros de que “me buscaréis” solo significa “me
buscaréis a fin de matarme, como deseáis hacer ahora, pero estaré fuera de
vuestro alcance” me parece completamente insostenible. En mi opinión, esta
búsqueda no puede ser más que la demasiado tardía del remordimiento. La
teoría de algunos de que se refiere exclusivamente al asedio de Jerusalén por
los romanos me parece igualmente insostenible. Creo que esta expresión ha
sido particularmente cierta con respecto al pueblo judío desde que nuestro
Señor abandonó este mundo hasta el día de hoy. En un sentido han estado
“buscando” al Mesías y lo han ansiado constantemente y, sin embargo, no
han podido hallarle porque no le buscaban de la forma correcta. Al decir esto,
debemos cuidarnos de recordar que nuestro Señor no quería decir que
hubiera algún oyente que fuera demasiado pecador y malo como para ser
perdonado. Por el contrario, no fueron pocos los que, tras haber participado
en su crucifixión, recibieron misericordia el día de Pentecostés cuando
predicó Pedro (cf. Hechos 2:22–41). Pero nuestro Señor sí quiso decir
proféticamente que la nación judía, como nación, estaría particularmente
endurecida y sería especialmente incrédula, y que muchos de ellos, a pesar
de que un remanente de elegidos se salvara, morirían “en su pecado”. Para
comprobar la ceguera e incredulidad especiales del pueblo judío deberíamos
estudiar Hechos 28:25–27, Romanos 11:7 y 1 Tesalonicenses 2:15–16. La
expresión utilizada —“pecado”— hace referencia al pecado específico de la
incredulidad.
Adviértase que es factible buscar a Cristo demasiado tarde o por
motivaciones equivocadas y, por tanto, en vano. Este es un principio muy
importante de la Escritura. No cabe duda que el arrepentimiento verdadero
nunca llega demasiado tarde, pero rara vez el arrepentimiento tardío es
verdadero. En Cristo hay misericordia perpetua; pero si los hombres le
rechazan con testarudez, se apartan de Él y se niegan a buscarle
fervorosamente, existe tal cosa como “buscar a Cristo” en vano. Debiéramos
estudiar meticulosamente pasajes como Proverbios 1:24–32; Mateo 25:11–12;
Lucas 13:24–27; Hebreos 6:4–8 y 10:26–31.
Adviértase que nuestro Señor enseña claramente que es posible que los
hombres “mueran en su pecado” y no lleguen jamás al Cielo al que se ha
marchado. Esto contradice radicalmente la doctrina que enseñan algunos en
la actualidad de que no hay Infierno ni un castigo futuro, y que al final todo el
mundo irá al Cielo.
Es digno de reseñar que estas palabras de nuestro Señor —“me
buscaréis” y “a donde yo voy, vosotros no podéis venir”— se utilizan tres
veces en este Evangelio: dos veces van dirigidas a los judíos (aquí y en 7:34)
y otra a los discípulos (13:33). Pero el lector atento observará que en los dos
primeros casos la expresión va asociada a “no me hallaréis” y “en vuestro
pecado moriréis”. En el último significa evidentemente la separación
transitoria entre Cristo y sus discípulos que ocasionaría la ascensión del
primero.
Observa Melanchton que no parece que haya nada que conlleve tanta
culpa y castigo para los hombres como el rechazo del Evangelio. Los judíos
tuvieron a Cristo entre ellos y no quisieron creer; por tanto, cuando después
le buscaron no pudieron encontrarle.
Observa Rollock que este “buscar” que vaticina nuestro Señor aquí es
semejante al de Esaú, cuando buscó demasiado tarde su primogenitura
perdida.
Comenta Burkitt: “¡Es mil veces mejor morir en una zanja que en nuestros
pecados! Los que mueren en sus pecados resucitan en sus pecados y se
presentan a Cristo en sus pecados. Los que van al sepulcro en sus pecados se
los llevan para toda la eternidad al Infierno. Los pecados de los creyentes van
al sepulcro antes que ellos; el pecado muere mientras viven. Los pecados de
los incrédulos descienden al sepulcro con ellos”.
V. 22: [Decían entonces los judíos, etc.]. Es claro que esta última
afirmación de nuestro Señor sumió a sus enemigos en la perplejidad.
Obviamente implicaba algo que no entendían. En el capítulo anterior (7:34)
habían empezado a conjeturar si quería decir que nuestro Señor iba a salir al
mundo para predicar a los gentiles. Aquí barajan otra conjetura y empiezan a
suponer que nuestro Señor debía de referirse a partir a otro mundo con su
muerte. ¿Pero por medio de qué tipo de muerte iba a hacerlo? ¿Hablaba de
“matarse”? Parece extraño que incubaran semejante idea. ¿Pero no sería
posible que en su mente tuvieran ya su propio plan para matarle? “¿Se nos
adelantará suicidándose y escapará así de nosotros?”.
Orígenes plantea que los judíos tenían una tradición con respecto a la
forma en que habría de morir el Mesías, esto es, “que tendría poder para
morir en el momento que eligiera y de la forma que prefiriera”.
Observa Ruperto que, después del asedio de Jerusalén a manos de Tito,
muchos de los judíos, en su desesperación, hicieron lo mismo que se dice
aquí de nuestro Señor.
Comenta Melanchton que nada parece enfurecer tanto a los hombres
malvados como decirles que no pueden ir adonde Cristo va.
V. 23: [Y les dijo: Vosotros sois de abajo, etc.]. En este caso, el argumento
de nuestro Señor parece ser el siguiente: “Entre vosotros y yo no hay unión,
armonía o comunión. Vuestras mentes están completamente absortas en la
Tierra y en las cosas meramente terrenales. Sois de abajo, de este mundo,
mientras que yo vengo del Cielo y mi corazón está dedicado a las cosas del
Cielo y a la obra de mi Padre. No es sorprendente, pues, que diga que no
podéis venir adonde yo voy y que moriréis en vuestro pecado. A menos que
vuestros corazones sean cambiados y aprendáis a ser de un solo sentir
conmigo, no sois aptos para el Cielo y al final moriréis en vuestro pecado”.
Las expresiones “de abajo” y “de arriba” son expresiones figuradas y
tienen el propósito de manifestar el contraste entre el Cielo y la Tierra (cf.
Colosenses 3:1–2). Una traducción literal de las frases en griego sería:
“Vosotros sois de las cosas de abajo, yo soy de las cosas de arriba”.
La expresión “de este mundo” significa “indisolublemente unido y atado a
este mundo en términos de gustos, objetivos y querencias”. Es el carácter de
alguien completamente muerto y carente de gracia que no tiene en mente
más que este mundo y que vive para él. Es un carácter completamente
distinto al de nuestro Señor, que era eminentemente “no de este mundo”; y
los que tuvieran, pues, ese carácter no podían experimentar una unión o
amistad con Él.
Adviértase que nuestro Señor dice aquí exactamente lo mismo que se dice
de sus discípulos verdaderos en otros pasajes. Si un hombre tiene la gracia
“no es del mundo” (cf. Juan 15:19; 17:16 y 1 Juan 4:5). Los miembros vivos
del cuerpo de Cristo siempre se parecen a Él en este aspecto, en mayor o
menor medida. Siempre son distintos de este mundo y están separados de él
en mayor o menor medida. Aquel que es completamente mundano evidencia
de forma muy clara que no es un miembro del cuerpo de Cristo y un cristiano
verdadero.
Observa Teofilacto que la extraña idea de los herejes apolinarios de que el
cuerpo de nuestro Señor no era un verdadero cuerpo humano, sino que
descendió del Cielo, tiene en este versículo uno de sus argumentos. Pero, tal
como señala, bien podían decir que los Apóstoles no tenían cuerpos humanos
comunes, puesto que también se dice de ellos que no son de este mundo.
V. 24: [Por eso os dije, etc.]. Este versículo es elíptico y debemos
completarlo de forma parecida a esta: “Os dije que no podéis venir adonde yo
voy porque sois completamente terrenales y de este mundo. No tenéis una
mente celestial y no podéis ir al Cielo, sino que debéis ir al lugar que os
corresponde. Vuestro fin será morir en vuestro pecado. Al no creer en mí
como el Mesías perdéis cualquier esperanza y tendréis que morir en vuestro
pecado. Esta es, en resumen, la raíz de toda vuestra desgracia: vuestra
incredulidad”.
Adviértase que la incredulidad es lo que destruye especialmente a los
hombres. Todo pecado es perdonable. Pero la incredulidad cierra la puerta a
la misericordia (cf. Marcos 16:16 y Juan 3:36).
Adviértase que la incredulidad era el motivo de que los judíos fueran tan
profundamente “del mundo”. Si tan solo hubieran creído en Cristo, habrían
sido “[librados] del presente siglo malo”. La fe es la victoria que vence al
mundo. Una vez que el hombre cree en un Salvador celestial, su porción y su
corazón están en el Cielo (cf. Gálatas 1:4; 1 Juan 5:4–5).
Adviértase que mostrar claramente a los hombres las consecuencias de la
incredulidad no tiene nada de duro o cruel. No hablar nunca del Infierno es no
comportarse como hizo Cristo.
Algunos piensan que, con la expresión “no creéis que yo soy”, nuestro
Señor hace referencia al gran nombre, familiar para los judíos, bajo el cual
Dios se reveló a Israel en Egipto: “Así dirás a los hijos de Israel: YO SOY me
envió a vosotros” (Éxodo 3:14).
Comenta Agustín que “la gran desgracia de los judíos no fue que pecaran,
sino que murieran en sus pecados”. También observa: “Con las palabras ‘si
no creéis que yo soy’, Cristo quería decir nada menos que esto: ‘Si no creéis
que yo soy Dios, moriréis en vuestro pecado’. Gracias a Dios, es bueno que
dijera “si no creéis”, y no “si no entendéis”.
Comenta Quesnel: “Ocultar estas terribles verdades a los pecadores por
temor a llevarlos a la desesperación ante la severidad del juicio de Dios es
una prudencia equivocada. Al contrario, deberíamos utilizar la visión del
peligro para empujarlos a arrojarse a los brazos de Cristo, el único refugio de
los pecadores”.
V. 25: [Entonces le dijeron: ¿Tú quién eres?]. Esta pregunta no podía
significar un deseo sincero de conocer la naturaleza y el origen de nuestro
Señor. Nuestro Señor había hablado tan a menudo de su Padre —por ejemplo,
en el capítulo 5, cuando se encontraba ante el concilio— que los judíos de
Jerusalén debían saber bien quién y qué afirmaba ser. Es mucho más
probable que quisieran sacarle alguna nueva declaración a la que poder
aferrarse y aprovecharla para acusarle. Parece como si la pregunta tuviera un
trasfondo de ira y malicia: “¿Quién eres tú para decir semejantes cosas de
nosotros? ¿Quién eres tú para condenarnos de esa forma?”.
Piensa Ecolampadio que la pregunta tenía un tono sarcástico: “¿Quién eres
tú, en realidad, para hablarnos de esa forma?”.
[Entonces Jesús les dijo […] principio os he dicho]. La respuesta de
nuestro Señor parece tan cauta y precavida que refuerza la idea de que la
pregunta de los judíos tenía una intención maliciosa. Conocía sus planes y
pensamientos y les respondió recordándoles lo que había dicho siempre de sí
mismo: “¿Por qué me preguntáis quién soy? Bien sabéis lo que he dicho
siempre de mí mismo. Soy lo mismo que os he dicho desde el principio. No
tengo nada que añadir”.
Scott piensa que simplemente significa: “Soy lo mismo que os dije al
principio de este discurso: la Luz del mundo”.
La frase que tenemos ante nosotros es de una dificultad y opacidad
innegable y esto ha llevado a tres interpretaciones distintas. La principal
dificultad surge de la palabra “principio”.
a) Algunos —como Crisóstomo, Calvino, Bucero, Gualter, Cartwright,
Rollock, Lightfoot y la propia Versión de la Biblia del Rey Jacobo— afirman que
“principio” significa el comienzo del ministerio de nuestro Señor: “Soy la
misma persona que os he dicho que era desde el mismísimo principio de mi
ministerio entre vosotros”. Esta interpretación queda confirmada por la
traducción que se hace en la Septuaginta de Génesis 43:18, 20.
b) Otros —como Teofilacto, Melanchton, Aretius y Musculus— piensan que
“principio” es una adverbio y que simplemente significa “como afirmación
introductoria”: “En primer lugar, para dar comienzo a mi respuesta, os digo
que soy lo que siempre he dicho que era”.
c) Otros —como Agustín, Ruperto, Toledo, Ferus, Jansen, Lampe y
Wordsworth— piensan que “principio” es un sustantivo y que significa el
Principio de todas las cosas, el Principio personal, como: “Yo soy el Alfa y la
Omega, principio y fin” (Apocalipsis 1:8; 21:6; 22:13). Significaría entonces:
“Soy el gran principio de todas las cosas, el Dios eterno, como siempre he
dicho”.
El lector tendrá que someter estas tres interpretaciones a su valoración
personal. La extrema parquedad y concisión de las palabras griegas dificultan
en extremo hacerse una opinión categórica al respecto. En líneas generales,
prefiero la interpretación de nuestros traductores. En el Evangelio según S.
Juan, nuestro Señor habla en tres ocasiones de la primera etapa de su
ministerio como “el principio” (Juan 6:64; 15:27; 16:4). No se denomina a sí
mismo “el principio” en ningún lugar del Evangelio según S. Juan. En cuanto a
la segunda interpretación —que solo significa “en primer lugar, como
afirmación introductoria”—, me parece tan limitada y vacía que no puedo
considerarla correcta.
Rollock, que adopta la tesis de la Biblia del Rey Jacobo, observa qué gran
ejemplo da aquí nuestro Señor a todos los cristianos —y especialmente a los
ministros— de cómo contar siempre la misma historia y mantenerse fiel al
testimonio de una única confesión.
V. 26: [Muchas cosas tengo que decir, etc.]. Nuevamente, este es un
versículo muy elíptico. El significado parece ser el siguiente: “Os sorprendéis
y enfurecéis ante mi afirmación de que sois de abajo y de que moriréis en
vuestro pecado y no podéis ir adonde yo voy. Me preguntáis quién soy yo
para hablar y juzgar de semejante forma. Pero os digo que puedo decir
muchas otras cosas de vosotros y también puedo juzgaros por otras cosas.
Pero por ahora me contengo. Sin embargo, os digo que el que me envió es el
único Dios verdadero y solo hablo al mundo las cosas que he oído de Él y que
Él me ha encargado que proclame. Aquel que me ha enviado demostrará un
día que son ciertas”.
La idea general parece ser que nuestro Señor defiende su derecho a
hablar con convicción y juzgar la conducta de sus enemigos sobre la base de
su misión divina: “Tengo derecho a decir lo que he dicho, y podría decir
mucho más porque no soy un profeta común, sino que he sido nombrado y
enviado como la Palabra del Padre”.
Debemos prestar especial atención a la frecuencia con que nuestro Señor
habla de sí mismo como “enviado por el Padre” en el Evangelio según S.
Juan.
Cuando nuestro Señor habla de “oír” cosas del Padre, debemos recordar
que su lenguaje está adaptado a nuestro entendimiento. La relación entre el
Padre y el Hijo en la Trinidad es demasiado misteriosa para que podamos
entenderla plenamente. El Hijo no necesita que el Padre le “hable” literal y
realmente y tampoco necesita “oírle”. Las dos primeras personas de la
Trinidad están inefablemente unidas, aunque a la vez sean dos personas
distintas.
Piensa Lightfoot que la última parte de este versículo significa: “El que me
ha enviado os habló y juzgó desde hace mucho tiempo y es verdadero, y las
cosas que os dijo eran verdaderas. Isaías 11:10 y 29:10 son pasajes de este
tipo; y sobre la base de esas profecías, Cristo llega a su conclusión: ‘Moriréis
en vuestro pecado’ ”.
V. 27: [Pero no entendieron, etc.]. No está muy claro por qué los judíos no
entendieron que nuestro Señor hablaba del “Padre”. Debieron de pensar que
“el que me envió” hacía referencia a algún remitente terrenal. Llama la
atención hasta qué punto los oyentes de nuestro Señor le comprendían en
ocasiones (como en Juan 5:18) y otras veces no (como sucede aquí).
Observa Alford: “La ignorancia de la incredulidad no tiene explicación,
como cualquier ministro de Cristo sabe por propia y dolorosa experiencia”.
V. 28: [Les dijo, pues, Jesús, etc.]. Este es un versículo profético. Nuestro
Señor predice que, tras su crucifixión, los judíos sabrían que Él era el Mesías,
que todo lo había hecho por nombramiento de Dios y no por autoridad propia,
y que solo había hablado al mundo las cosas que el Padre le había enseñado
y encargado que hablara. Sin embargo, es una cuestión verdaderamente
difícil saber si nuestro Señor quería decir que sus oyentes creerían
verdaderamente en Él de todo corazón y confesarían verdaderamente su
mesiazgo o bien lo sabrían demasiado tarde y se convencerían de ello el día
que la gracia hubiera pasado.
A juzgar por el contexto y la analogía de otros pasajes, mi opinión se
inclina a favor de esta última tesis, esto es, que nuestro Señor vaticinó que la
nación judía sabría la verdad y descubriría su equivocación cuando fuera
demasiado tarde. Lo creo así porque nuestro Señor parece aludir
frecuentemente a la luz que se haría en gran parte de la nación judía
después de su muerte. Se convencerían, aunque no se convertirían.
1) Crisóstomo piensa que nuestro Señor quería decir: “¿De verdad
esperáis libraros de mí cuando me matéis? Os digo que sabréis con certeza
quién soy por medio del milagro de mi resurrección y la destrucción de
Jerusalén. Cuando hayáis sido apartados de vuestro lugar de culto y ni tan
siquiera se os permita servir a Dios como hasta ahora, entonces sabréis que
Dios me está vengando debido a que su ira está sobre los que no quisieron
escucharme”.
2) Agustín adopta la postura contraria y dice: “Sin duda, Jesús vio allí a
algunos conocidos, a los que en su presciencia había elegido junto con los
otros santos desde antes de la fundación del mundo, que creerían después de
su pasión”.
3) Eutimio, en la línea de Crisóstomo, comenta cómo las multitudes que
vieron a nuestro Señor crucificado y volvieron a sus casas golpeándose el
pecho, el centurión que supervisó su crucifixión, los principales sacerdotes
que intentaron reprimir en vano las noticias de su resurrección y Josefo, el
historiador, que atribuyó las desgracias de la nación al asesinato de Cristo
fueron todos testigos de la verdad de este versículo. Supieron quién era
nuestro Señor demasiado tarde.
4) Alford piensa que las palabras se cumplen doblemente y que los judíos
habrían de “conocer” que Jesús era el Cristo de dos formas. Algunos lo
conocerían por medio de su conversión y otros por su juicio y castigo.
Tanto aquí como en otros pasajes del Evangelio según S. Juan, la
expresión “levantado” solamente puede significar la crucifixión de nuestro
Señor y su levantamiento en la Cruz (cf. Juan 3:14 y 12:32).
Rollock y otros piensan que la frase “levantado” puede abarcar
legítimamente todas las consecuencias y los efectos de la crucifixión de
nuestro Señor —como su Segunda Venida para juzgar al mundo— y que este
será el momento en que los incrédulos conocerán por fin que Cristo es el
Señor de todo y se convencerán de ello. Pero esta idea parece un tanto
rebuscada.
Es posible que la expresión “entonces conoceréis” se refiera tanto a la
crucifixión como a la resurrección de nuestro Señor. Ciertamente, la
resurrección de nuestro Señor acalló a sus enemigos como nada lo había
hecho.
La expresión “que yo soy” equivale a: “Yo soy el gran ‘YO SOY’ ”, el
Mesías.
La frase “nada hago por mí mismo” es la misma que hemos visto ya varias
veces, como en Juan 5:19, 30. Significa: “Nada hago por mi propia voluntad
independiente”. Se trata de una referencia a la unión perfecta entre el Hijo y
el Padre.
Nuevamente, la expresión “según me enseñó el Padre, así hablo” hace
especial referencia al nombramiento divino de nuestro Señor y a la unión
perfecta que hay entre Él y su Padre: “Las cosas que hablo no las digo por mí
mismo y según mi propia autoridad. No hablo nada a excepción de lo que mi
Padre me ha enseñado y encargado que hable y para lo que me ha
nombrado” (cf. los versículos 7, 16 y 26 de este capítulo).
Dice Agustín: “No os hagáis la imagen de dos hombres —un padre y un
hijo— y el padre hablando al hijo, como hacéis vosotros cuando decís ciertas
palabras a vuestro hijo, aconsejándole e instruyéndole con respecto a cómo
hablar para que recuerde todo lo que le habéis dicho y que luego lo diga con
su propia boca. No penséis tal cosa. No penséis que la Trinidad tiene algo que
ver con estatura y movimiento del cuerpo, utilización de la lengua y
distinción de sonidos”. Y luego: “El Padre habló al Hijo incorpóreamente
porque fue así como le engendró. Y no le enseñó como si le hubiera
engendrado siendo ignorante y necesitado de enseñanza, sino que este
“enseñar” equivale a engendrarle sabiendo”.
V. 29: [Porque el que me envió, etc.]. En este versículo encontramos una
vez más esa verdad tan frecuentemente repetida: la unidad absoluta entre
Dios el Padre y el Señor Jesucristo y la consiguiente armonía absoluta y plena
entre el sentir del Padre y el del Hijo. Contiene además la ejecución absoluta
de la voluntad del Padre por parte del Hijo y esa justicia, obediencia y
santidad perfectas que agradaban al Padre.
Cuando leemos palabras como “el que me envió, conmigo está” y “no me
ha dejado solo”, debemos recordar que no podemos entender gran parte de
su significado. Debemos conformarnos con creer que el Padre estaba “con” el
Hijo —y jamás le “dejó” durante toda su encarnación— de una forma inefable
e inescrutable. Quizá haya también una referencia a Isaías 50:7–9.
Comenta Agustín: “Aunque ambos están juntos, hubo uno que envió y otro
que fue enviado. El Padre envió al Hijo y, sin embargo, no le dejó”.
Cuando leemos palabras como “yo hago siempre lo que le agrada”
debemos considerarlo una descripción de esa perfección sin tacha con que
siempre agradó durante su encarnación el Hijo al Padre eterno.
No olviden jamás los cristianos la lección práctica de que en este
versículo, como en muchos otros, Cristo es su ejemplo y su aliento. Que
busquen siempre “agradar al Padre” como Él, por muy cortos que se queden.
Que estén seguros de que, si lo hacen, el Padre estará “con ellos” como
estuvo con Él y jamás los “dejará”.
Comenta Calvino: “Ese es el ánimo que debería alentarnos en la
actualidad: no debemos rendirnos por causa del pequeño número de
creyentes; porque, aunque el mundo entero se oponga a su doctrina, no
estamos solos. Así queda en evidencia la necia jactancia de los papistas, que
rechazan a Dios y a la vez se jactan de la multitud de sus seguidores”.
V. 30: [Hablando él estas cosas, muchos creyeron en él]. Pueden caber
pocas dudas de que “estas cosas” son las dichas en todo el sermón
pronunciado en esa ocasión, y no solo en el versículo inmediatamente
anterior. Es posible que la referencia a Isaías 50:7–9 abriera los ojos a los
judíos y explicara la relación de nuestro Señor con el Padre y su petición de
ser recibido como el Mesías. De otro modo, no está muy claro qué es lo que
hizo que “muchos [creyeran]” en Él en ese momento. Comoquiera que sea,
no hay motivos para pensar que la “creencia” aquí mencionada sea algo más
que una creencia intelectual en que nuestro Señor era el Mesías. Sin duda
hubo muchos que creyeron de esa forma sin experimentar un cambio en su
corazón. Encontramos esa misma expresión en el 10:42; 11:45 y 12:42.
Hasta qué punto pueden estar los hombres convencidos intelectualmente de
la verdad de la religión y ser conscientes de su deber sin que sus corazones
sean renovados y se aparten del pecado es uno de los fenómenos más
dolorosos de la historia de la naturaleza humana. No nos conformemos nunca
con creer que son cosas ciertas sin asirnos personalmente de la persona
viviente, Jesucristo, y seguirle de verdad.
Observa Crisóstomo: “Creyeron, pero no como debían, sino
irreflexivamente y por casualidad al agradarles y complacerles la humildad
de las palabras. El Evangelista nos muestra que no tenían una fe perfecta a
través de sus afirmaciones posteriores, en las que vuelven a insultarle.
Teofilacto, Zuinglio y Calvino son de la misma idea.

Juan 8:31–36

Por un lado, estos versículos nos muestran la importancia de


perseverar continuamente en el servicio de Cristo. Parece que hubo
muchos en este período en particular que profesaron creer en nuestro
Señor y expresaron el deseo de convertirse en sus discípulos. Nada nos
muestra que tuvieran una fe verdadera. Parece que actuaron bajo los
efectos de un entusiasmo transitorio, sin pensar en lo que estaban
haciendo. Y es a ellos a los que nuestro Señor dirige esta instructiva
advertencia: “Si vosotros permaneciereis en mi palabra, seréis
verdaderamente mis discípulos”.
Esta frase es un pozo de sabiduría. Comenzar la andadura en la vida
religiosa es relativamente sencillo. Hay una considerable diversidad de
motivos. El atractivo de la novedad, la alabanza de maestros
bienintencionados pero imprudentes, el secreto enaltecimiento propio
de sentir “lo bueno que soy”, la habitual emoción de encontrarse en
una situación nueva; todas estas cosas ayudan al que comienza. Con
su ayuda, comienza a correr la carrera hacia el Cielo, deja a un lado los
malos hábitos, adopta otros buenos, experimenta estados de ánimo
agradables y durante un tiempo avanza a las mil maravillas. Pero, una
vez que la novedad de su situación se ha desvanecido, cuando sus
novedosos sentimientos se han agotado, cuando la oposición del
mundo y del diablo empieza a arreciar, cuando se manifiesta la
debilidad de su propio corazón, entonces descubre las verdaderas
dificultades del cristianismo vital. Es entonces cuando descubre la
profunda sabiduría de la afirmación de nuestro Señor que tenemos
aquí. No es comenzar, sino “permanecer” en una profesión religiosa lo
que demuestra la gracia verdadera.
Debiéramos recordar estas cosas al formarnos una opinión con
respecto a la religión de otras personas. No cabe duda que debemos
mostrarnos agradecidos cuando alguien deja de hacer el mal y
aprende a hacer el bien. No debemos “[menospreciar] el día de las
pequeñeces” (Zacarías 4:10). Pero no debemos olvidar que una cosa
es empezar y otra muy distinta proseguir. Perseverar en hacer el bien
es la única prueba segura de la gracia. No es el que corre rápido y
fogosamente al principio, sino el que mantiene su velocidad, quien
“[corre] de tal manera que lo [obtiene]”. Tengamos todas las
esperanzas cuando veamos algo semejante a una conversión. Pero no
la demos por segura hasta que el tiempo haya dejado su pátina sobre
ella. El tiempo y el uso ponen a prueba los metales y demuestran si
son de ley o si solo están chapados. De la misma forma, el tiempo y el
uso son las pruebas más seguras de la religión de un hombre. Donde
hay vida espiritual, habrá permanencia y perseverancia. El verdadero
discípulo es aquel que prosigue como empezó.
Por otro lado, estos versículos nos muestran la naturaleza de la
verdadera esclavitud. Aunque no tenían verdaderos motivos para ello,
los judíos eran amigos de jactarse de su libertad política y de no estar
sometidos a ningún poder extranjero. Nuestro Señor les recuerda que
estaban sujetos a otro tipo de esclavitud al que no prestaban atención
aunque fueran víctimas suyas: “Todo aquel que hace pecado, esclavo
es del pecado”.
¡Cuán cierto es eso! Cuántos hay en todas partes que son
completamente esclavos sin ser conscientes de ello. Son presos de sus
grandes corrupciones y debilidades y parecen incapaces de liberarse.
La ambición, el amor al dinero, el gusto por la bebida, el deseo de
placeres y emociones, el juego, la avaricia, las relaciones ilícitas
tiranizan a los hombres. Cada uno de ellos tiene a miles de infelices
prisioneros encadenados de pies y manos. Los desdichados prisioneros
no están dispuestos a reconocer su cautiverio. En ocasiones hasta se
jactarán de ser sumamente libres. Pero muchos de ellos son
conscientes de lo que pasa. Hay veces que el hierro marca sus almas y
sienten su esclavitud amargamente.
No hay esclavitud como esta. Ciertamente, el pecado es el más
duro de los amos. Desdicha y decepción por el camino, desesperación
en el Infierno a su término: ese es el único salario que paga el pecado
a sus siervos. La gran finalidad del Evangelio es liberar a los hombres
de ese cautiverio. Hacer conscientes a las personas de su degradación,
mostrarles sus cadenas, hacer que se alcen y forcejeen para liberarse:
esa es la gran finalidad para la que Cristo envía a sus ministros.
¡Bienaventurado aquel que ha abierto los ojos y ha visto el peligro!
Saber que somos cautivos es el primer paso hacia la liberación.
En último lugar, estos versículos nos muestran la naturaleza de la
verdadera libertad. Nuestro Señor lo declara a los judíos en una frase
que lo resume. Dice: “Si el Hijo os libertare, seréis verdaderamente
libres”.
Como sabe la mayoría de los ingleses, la Libertad se considera con
justicia una de las más elevadas bendiciones terrenales. Ser libres de
la opresión extranjera, una constitución libre, el libre comercio, la
libertad de prensa, la libertad religiosa y civil: ¡cuánto encierran esas
frases! ¡Cuántos sacrificarían su vida y fortuna para conservar lo que
representan! Sin embargo, a pesar de toda nuestra jactancia, hay
muchos hombres supuestamente libres que no son más que esclavos.
Hay muchos que desconocen por completo la forma más elevada y
pura de libertad. La libertad más noble es la que poseen los cristianos
verdaderos. Solo son verdaderamente libres las personas a quien el
Hijo de Dios “hace libres”. Tarde o temprano, todos los demás se
evidenciarán esclavos.
¿Dónde reside la libertad de los cristianos verdaderos? ¿En qué
consiste su libertad? La sangre de Cristo los libera de la culpa y las
consecuencias del pecado. Justificados y perdonados, pueden mirar
hacia el día del Juicio con valor y decir: “¿Quién nos acusará? ¿Quién es
el que condenará?”. La gracia del Espíritu de Cristo los ha liberado del
poder del pecado. El pecado ya no les domina. Renovados, convertidos
y santificados, mortifican y mantienen a raya el pecado y ya no son sus
cautivos. Este tipo de libertad es patrimonio de todos los cristianos
verdaderos desde el momento en que acuden a Cristo por fe y le
entregan sus almas. Ese día se convierten en personas libres. Este tipo
de libertad es su patrimonio eterno. La muerte no puede interrumpirla.
El sepulcro no pude retener sus cuerpos más que por un breve tiempo.
Los que son liberados por Cristo son libres para toda la eternidad.
No descansemos nunca hasta experimentar personalmente esta
libertad. Sin ella, toda otra libertad es un privilegio inútil. La libertad de
expresión, las leyes liberales, la libertad política, la libertad comercial,
la libertad nacional, ninguna de ellas puede hacer más mullido un
lecho de muerte, arrebatar a la muerte su aguijón o tranquilizar
nuestras conciencias. Nada puede hacerlo a excepción de la libertad
que solo Cristo otorga. La ofrece libremente a todos aquellos que la
buscan con humildad. No descansemos, pues, hasta haberla obtenido.

Notas: Juan 8:31–36


V. 31: [Dijo entonces Jesús a los judíos […] creído en él]. Creo que está
claro que el tono de la conversación que discurre desde este versículo hasta
el final del capítulo nos permite inferir que esa “creencia” no era una fe de
corazón. Los judíos solo habían “creído” que nuestro Señor era un enviado del
Cielo y que era digno de atención. Pero eran los mismos judíos a los que poco
después les dice: “Sois de vuestro padre el diablo”.
[Si vosotros permaneciereis en mi palabra […], mis discípulos]. Esta frase
no significa que los judíos hubieran empezado a recibir las palabras de Cristo
en sus corazones. Ese sentido entraría en contradicción con el contexto. Debe
significar: “Si adoptáis con convicción el Evangelio y la Palabra de Verdad que
he venido a proclamar y os adherís a ello en vuestros corazones y vuestras
vidas —no meramente sabiéndolo y deseándolo, sino siguiéndome realmente
—, entonces sois verdaderamente mis discípulos”. Parafrasearlo en sentido
inverso arroja luz acerca del sentido que le da nuestro Señor: “No sois
verdaderamente mis discípulos a menos que permanezcáis en mi doctrina”.
Nuestro Señor enseña el gran principio de que la permanencia es la única
prueba auténtica y segura del discipulado. ¡Si no hay permanencia no hay
gracia! ¡Si no hay permanencia en su palabra, no hay una fe y una
conversión genuinas! Este es uno de los puntos donde chocan calvinistas y
arminianos. El que tiene gracia verdadera no se apartará. El que se aparta no
tiene gracia verdadera y no debe considerarse a sí mismo discípulo.
Adviértase que no es “la palabra que permanece en nosotros”, sino
nuestra “permanencia en la palabra”, lo que nos convierte en discípulos
verdaderos. Es una distinción muy importante. La palabra “puede
permanecer en nosotros” y no verse. Si “permanecemos en la palabra”,
nuestras vidas lo reflejarán. En Juan 15:7 hallamos juntas ambas expresiones:
“Si permanecéis en mí, y mis palabras permanecen en vosotros”.
V. 32: [Conoceréis la verdad]. Creo que la expresión “la verdad” no puede
hacer referencia aquí a la verdad personal, al Mesías. Debe de referirse a
toda la verdad doctrinal concerniente a mí, mi naturaleza, mi misión y mi
Evangelio. La perseverancia en mi servicio conducirá a un conocimiento
claro. Es una afirmación paralela a la frase: “El que quiera hacer la voluntad
de Dios, conocerá si la doctrina es de Dios” (7:17). La obediencia sincera y la
perseverancia en actuar conforme a nuestra luz y hacer lo que aprendemos
son uno de los grandes secretos para aumentar nuestro conocimiento.
Comoquiera que sea, Crisóstomo piensa que, cuando nuestro Señor dice
“verdad”, se está refiriendo a sí mismo: “Me conoceréis, porque soy la
verdad”. Agustín, Teofilacto, Eutimio y Lampe son de la misma opinión.
[La verdad os hará libres]. Esta libertad solo puede ser la libertad
espiritual: la liberación de la culpa, la carga y el dominio del pecado; la
liberación del pesado yugo del farisaísmo bajo el cual muchos judíos estaban
trabajados y cargados (cf. Mateo 11:28): “El Evangelio que predico y sus
buenas noticias os liberarán del cautiverio espiritual y os harán sentir como
hombres puestos en libertad”.
Considero que estas palabras debieron de pronunciarse haciendo
particular hincapié en el cautiverio y la esclavitud espiritual a los que
sometían a los judíos sus maestros principales cuando nuestro Señor vino a
ellos. En la sinagoga de Nazaret dijo que había venido “a pregonar libertad a
los cautivos” (Lucas 4:18). Comoquiera que sea, esta es la primera ocasión
en los Evangelios en que declara abiertamente que su Evangelio liberará a
los hombres.
El hombre no sabe realmente lo que es sentir la verdadera libertad
espiritual hasta que la Verdad entra en su corazón.
Dice Agustín: “Acudamos todos a Cristo. Para enfrentarnos al pecado,
recurramos a Dios para que intervenga como nuestro Libertador. Pidamos ser
comprados para ser redimidos por su sangre”.
V. 33: [Le respondieron: Linaje de Abraham somos]. Aquí vemos cómo
aflora el orgullo ancestral en los judíos. Es exactamente lo que les dijo Juan el
Bautista cuando les predicó: “No penséis decir dentro de vosotros mismos: A
Abraham tenemos por padre” (Mateo 3:9).
[Jamás hemos sido esclavos de nadie]. Esta es la ceguera del orgullo en su
máxima expresión. El linaje de Abraham fue cautivo de los egipcios y de los
babilonios durante muchos años, por no hablar de los frecuente cautiverios
entre los filisteos y muchos otros pueblos, tal como se documenta en el libro
de Jueces. Aun entonces, en el momento de pronunciarse estas palabras,
estaban sometidos a los romanos. El hombre inconverso tiene una capacidad
infinita para engañarse a sí mismo. Estos judíos no eran más porfiados de lo
que lo son en la actualidad muchos que dicen: “No estamos muertos en
pecados; tenemos gracia, tenemos fe, estamos regenerados, tenemos el
Espíritu”, mientras sus vidas demuestran a las claras que están equivocados
por completo.
[¿Cómo dices tú: Seréis libres?]. Esta pregunta se planteó en parte por
resentimiento y en parte por curiosidad. A pesar de airarse ante la idea de
estar sujetos a alguien, los judíos sintieron curiosidad por la expresión “seréis
libres”. Les hizo pensar en el glorioso reino del Mesías que habían vaticinado
los profetas. “¿Vas a restaurar el reino de Israel? ¿Vas a liberarnos de los
romanos?”.
Como sucede en otras partes, debiéramos observar aquí la tendencia de
los oyentes de nuestro Señor a atribuir un sentido carnal a su lenguaje
espiritual. Nicodemo al malentender el nuevo nacimiento, la mujer
samaritana y el agua viva, los habitantes de Capernaum y el pan del Cielo,
son ejemplos de lo que quiero decir (cf. Juan 3:4; 4:11; 6:34).
Piensa Pierce que los judíos hablaban aquí de sí mismos como individuos,
y no de la nación judía. Sin embargo, aun cuando fueran ellos quienes
hablaran, estaban sometidos a los romanos.
Señala Henry: “Los corazones carnales no sienten más penas que las que
afectan al cuerpo y perjudican a sus cuestiones seculares. Háblales de
restricciones en sus libertades civiles y en su derecho a la propiedad,
háblales de la basura que se ha depositado en sus tierras o de los daños que
han sufrido sus casas y te entenderán a la perfección y podrán responderte
con toda sensatez: lo sienten y les afecta. Pero háblales del cautiverio del
pecado o de la cautividad de Satanás y de la libertad por medio de Cristo,
háblales del daño que se hace a sus almas, y no sabrán de qué les hablas”.
V. 34: [Jesús les respondió, etc.]. En este versículo, nuestro Señor
muestra a su audiencia la clase de libertad a la que se refiere mostrándoles
la clase de esclavitud de la que deseaba que fueran libres. ¿Querían saber en
qué sentido debían ser liberados? Debían saber antes que nada que, en su
estado actual, malvado, mundano e incrédulo, se encontraban cautivos. Al
vivir continuamente en el pecado eran “esclavos del pecado”. Esta era una
proposición general que debían admitir. Todos reconocían que el hombre que
vivía deliberadamente en el pecado era esclavo del pecado. El pecado le
gobernaba y él era su esclavo. Este era un axioma religioso que no podían
poner en duda, puesto que aun los filósofos paganos lo reconocían (cf.
Romanos 6:16–20; 2 Pedro 2:19).
Debemos recordar que “hace” no significa aquí “hace un pecado”, sino
que vive haciendo pecado. S. Juan dice en ese sentido: “El que practica el
pecado es del diablo” y “aquel que es nacido de Dios, no practica el pecado”
(1 Juan 3:8–9).
V. 35: [Y el esclavo no queda, etc.]. Este es un versículo difícil, por
elíptico. El principal objetivo de nuestro Señor parece haber sido mostrar a
los judíos el estado servil y de esclavitud en que se encontraban al rechazarle
a Él, el verdadero Mesías, y la posición libre y elevada que ocuparían si creían
en Él y se convertían en sus discípulos. “En estos momentos, viviendo bajo la
esclavitud de la Ley ceremonial y conformándoos con ella y con las
tradiciones farisaicas, sois poco más que esclavos y siervos que, como Agar e
Ismael, pueden perder el favor de Dios y ser echados de su presencia en
cualquier momento. Si me recibierais y creyerais en mí como el Mesías,
podríais adquirir de inmediato la posición de hijos y disfrutaríais siempre del
favor de Dios como hijos adoptivos y como hijas e hijos amados. Vosotros
mismos sabéis que el esclavo no disfruta de alojamiento seguro e indefinido y
puede ser expulsado en cualquier momento, mientras que el hijo es heredero
del padre y puede permanecer en la casa para siempre. Quiero haceros saber
que mi deseo es que ascendáis de esclavos a hijos. Ahora, en vuestro
cautiverio actual, sois como esclavos. Si me recibierais a mí y a mi Evangelio,
os convertiríais en hijos y seríais libres”.
Esta parece ser la principal idea de nuestro Señor. Pero es inútil negar que
se trata de una frase oscura y difícil que es preciso completar y parafrasear
grandemente para llegar a su significado. Lo más sencillo es interpretarlo
como un paréntesis. De ese modo, se convierte en un comentario acerca de
la palabra “esclavo” que, para un judío familiarizado con la historia de Agar e
Ismael, sería sumamente instructivo e implicaría la idea de que nuestro Señor
no deseaba que fueran esclavos, sino hijos. Ni siquiera se me pasa por la
cabeza que el “hijo” de la última frase signifique el Hijo de Dios o que toda la
frase tuviera la intención de enseñar su eternidad.
Es muy posible que las palabras “esclavo” e “hijo” de este versículo
encierren un profundo significado místico. “Esclavo” puede hacer referencia
al judío, que se conforma con la religión inferior y servil de Moisés. “Hijo”
puede hacer referencia al creyente en Cristo que recibe la adopción y disfruta
de la libertad del Evangelio. El que se conforma con el judaísmo verá que su
sistema y su religión pronto desaparecen. El que entra al servicio de Cristo
verá que es un hijo para siempre. Pero, en el mejor de los casos, esta es una
interpretación puramente conjetural y cuestionable.
De cualquier forma, tengo una cosa clara. La idea que nuestro Señor tenía
en mente era una referencia a la historia de Agar e Ismael cuando fueron
expulsados como siervos mientras Isaac el hijo se quedó en la casa. Quería
recalcar a sus oyentes que deseaba que, como Isaac, tuvieran el privilegio de
los hijos para siempre y fueran libres toda la eternidad. Si tenemos eso en
mente y consideramos el versículo como un paréntesis, su dificultad no es
insalvable.
Crisóstomo dice: “ ‘No queda’ significa que ‘no tiene autoridad para
conceder favores, al no ser el dueño de la casa’; pero el hijo es el dueño de la
casa”. Los sacerdotes judíos eran sacerdotes y Cristo era el Hijo. Los
sacerdotes no tenían autoridad para liberar; el Hijo de Dios sí. Teofilacto y
Eutimio adoptan la misma tesis.
Maldonado señala la expresión utilizada en Hebreos, donde se compara a
Moisés y a Cristo y se relaciona a ambos con la palabra “casa”: Moisés como
siervo, Cristo como Hijo. Sin duda, S. Pablo parece hacer referencia allí a este
pasaje (Hebreos 3:2, 5, 6).
V. 36: [Así que, si el Hijo os libertare, etc.]. En este versículo, nuestro
Señor explica a lo que se refería al hablar de libertad. Los que creyeran en Él
serían liberados del pecado, de su culpa, su poder y sus consecuencias. “¡Si
yo, el Hijo del Hombre, os libero en el sentido de liberaros de la carga del
pecado, entonces seréis verdaderamente libres!”. Esta era la libertad que Él
deseaba que obtuvieran. Aquí, como en otros pasajes, nuestro Señor se cuida
de no decir nada que pueda acarrear la acusación de rebelión contra las
autoridades y de encabezar un alzamiento popular en busca de la Libertad.
No olvidemos en estos tiempos que la única libertad valiosa a los ojos de
Dios es la que proporciona Cristo. Toda libertad política, por muy útil que sea
para muchas cosas, carece de valor alguno a menos que seamos hijos de
Dios y herederos de su Reino por medio de la fe en Jesús. Solo es
completamente libre el que está libre de pecado. Todos los demás son
esclavos. El que quiera ser libre de esta forma solo tiene que acudir a Cristo
en busca de libertad. El oficio y el privilegio específico de Cristo es emancipar
para siempre a todo aquel que viene a Él.
Agustín traslada al futuro la libertad aquí prometida. Comenta: “¿Cuándo
habrá una libertad plena y perfecta? Cuando no haya enemigos, cuando la
muerte, el último enemigo de todos, haya sido destruida”.

Juan 8:37–47

En este pasaje de la Escritura se enseñan cosas particularmente


pertinentes para los tiempos en que vivimos. Bien les iría a las iglesias
si todos los cristianos reflexionaran acerca de su contenido.
Por un lado, se nos enseña la ignorancia farisaica del hombre
natural. Vemos cómo los judíos recurren a su parentesco con Abraham
como si eso paliara cualquier defecto que tuvieran: “Nuestro padre es
Abraham”. Vemos cómo van más lejos aún al afirmar ser los favoritos
de Dios y su propia familia: “Un padre tenemos, que es Dios”.
Olvidaban que el parentesco carnal con Abraham no les servía de nada
a menos que compartieran la gracia de Abraham. Olvidaban que la
elección que hizo Dios de su padre para encabezar una nación
escogida no conllevaba la salvación de los hijos a menos que estos
siguieran los pasos del padre. En la ceguera de su orgullo se negaban a
ver todo eso. “Somos judíos. Somos los hijos de Dios. Somos la
verdadera Iglesia. Estamos en el pacto. A la fuerza tenemos razón”. ¡A
eso se reducía todo su argumento!
Por extraño que parezca, hay multitud de supuestos cristianos
exactamente iguales a esos judíos. Toda su religión se basa en unas
cuantas ideas que no son mucho más sabias o mejores que las
propugnadas por los enemigos de nuestro Señor. Te dirán que “van a la
iglesia con regularidad, que han sido bautizados, que participan de la
Mesa del Señor”; pero eso es todo. Desconocen por completo todas las
doctrinas esenciales del Evangelio. No saben nada en absoluto de fe,
gracia, arrepentimiento, santidad y mente espiritual. ¡Pero eso sí: Son
feligreses y esperan ir al Cielo! Hay muchísimos que se encuentran en
esta situación. Aunque suene triste, por desgracia es la pura verdad.
Tengamos claro que la relación con una buena iglesia y unos
antepasados piadosos no son prueba alguna de que vayamos a
salvarnos. Necesitamos algo más. Debemos estar unidos a Cristo
mismo por medio de una fe viva. Debemos conocer
experimentalmente la obra del Espíritu en nuestros corazones.
“Principios eclesiásticos” y “feligresía saludable” son bonitas palabras
y excelentes consignas. Pero no librarán nuestras almas de la “ira
venidera” ni nos darán fuerzas en el día del Juicio.
Por otro lado, se nos enseñan las verdaderas marcas de los hijos
espirituales. Nuestro Señor lo deja claro por medio de dos
contundentes afirmaciones. ¿Decían los judíos: “Nuestro padre es
Abraham”? Él contesta: “Si fueseis hijos de Abraham, las obras de
Abraham haríais”. ¿Decían los judíos: “Un padre tenemos, que es
Dios”? Él contesta: “Si vuestro padre fuese Dios, ciertamente me
amaríais”.
Que estas dos afirmaciones de Cristo lleguen a lo más hondo de
nuestros corazones. Dan respuesta a dos de las equivocaciones más
dañinas y, sin embargo, más comunes, de nuestra época. ¿Qué hay
más común que ese vago discurso de la paternidad universal de Dios?
“Todos los hombres —así se nos dice— son hijos de Dios,
independientemente de cuál sea su credo o religión: al final todos
tendrán su lugar en la casa del Padre, donde muchas moradas hay”.
¿Qué hay más común, por otro lado, que las altisonantes declaraciones
con respecto a los efectos del bautismo y de los privilegios de
pertenecer a una misma Iglesia? “Por medio del bautismo —se nos dice
con la máxima convicción—, todas las personas bautizadas se
convierten en hijas de Dios; todos los miembros de la Iglesia sin
distinción tienen derecho a ser considerados hijos e hijas del Señor
todopoderoso”.
Este tipo de afirmaciones es completamente irreconciliable con el
claro lenguaje que utiliza nuestro Señor en este pasaje. Si las palabras
significan lo que significan, ningún hombre que no ame a Jesucristo es
hijo de Dios. El juicio benévolo de un culto bautismal o la esperanzada
consideración de un catecismo pueden darle el nombre de hijo y
contarle entre los hijos de Dios. Pero nadie que no ame al Señor
Jesucristo sinceramente posee de forma auténtica la condición de hijo
de Dios con todas su bendiciones (cf. Efesios 6:24). En cuestiones
como estas no debemos inmutarnos ante simples aseveraciones. Bien
podemos permitirnos despreciar la acusación de infravalorar los
sacramentos. Solo tenemos que hacer una pregunta: “¿Qué es lo que
está escrito? ¿Qué dijo el Señor?”. Y con esta afirmación en mente,
solo podemos llegar a una conclusión: “No puede haber hijos de Dios
donde no hay amor a Cristo”.
En último lugar, en estos versículos se nos enseñan la realidad y la
naturaleza del diablo. Nuestro Señor habla de él como alguien cuya
personalidad y existencia están fuera de cualquier duda. Con solemnes
palabras de reproche, dice a sus incrédulos enemigos: “Vosotros sois
de vuestro padre el diablo”; sois guiados por él, hacéis su voluntad y
mostráis lamentablemente vuestra semejanza con él. Y luego hace un
tenebroso retrato de él y lo describe como un “homicida” desde el
principio y un “mentiroso” y padre de mentiras.
¡El diablo existe! Tenemos a un poderoso enemigo invisible que nos
ronda constantemente; que no duerme ni descansa; que está en
nuestro camino y junto a nuestro lecho, vigila todos nuestros actos y
no nos dejará hasta que muramos. ¡Es un homicida! Su gran objetivo y
finalidad es destruirnos para siempre y asesinar nuestras almas. Sus
obras van encaminadas incesantemente a destruirnos, arrebatarnos la
vida eterna y arrastrarnos a la segunda muerte en el Infierno. Siempre
está rondando buscando a quién devorar. ¡Es un mentiroso! Intenta
engañarnos constantemente por medio de falsas expectativas, como
engañó a Eva al principio. Siempre nos está diciendo que lo bueno es
malo y lo malo es bueno, que la verdad es falsedad y la falsedad es
verdad, que el camino ancho es bueno y el camino estrecho es malo.
Hay millones que viven cautivos por causa de su engaño y le siguen,
tanto ricos como pobres, cultos como incultos, de posición social alta y
baja. Las mentiras son sus armas predilectas. Son muchos los
destruidos por medio de ellas.
Estas son cosas terribles, pero ciertas. Vivamos creyendo en ellas.
No seamos como muchos que se burlan, se mofan y niegan la
existencia del mismísimo ser que los está llevando invisiblemente al
Infierno. Creamos que hay un diablo y velemos, oremos y luchemos
contra sus tentaciones. A pesar de que es fuerte, hay otro más fuerte
que él que dijo a Pedro: “Yo he rogado por ti, que tu fe no falte; y tú,
una vez vuelto, confirma a tus hermanos” (Lucas 22:32). No debemos
sorprendernos de que abunde tanto mal si consideramos que hay un
ser como el diablo que recorre el mundo de un lado a otro. Pero
teniendo a Cristo de nuestro lado no debemos temer. Más grande es el
que está con nosotros que el que está en contra nuestra. Escrito está:
“Resistid al diablo, y huirá de vosotros”; “El Dios de paz aplastará en
breve a Satanás bajo vuestros pies” (Santiago 4:7; Romanos 16:20).

Notas: Juan 8:37–47


V. 37: [Sé que sois descendientes de Abraham]. En este versículo, nuestro
Señor trata la arrogante aseveración de los judíos de que eran del linaje de
Abraham. Ya había contestado a la afirmación de que “jamás hemos sido
esclavos de nadie” mostrándoles la naturaleza de la verdadera esclavitud y la
verdadera libertad. Ahora vuelve a su primera afirmación —“linaje de
Abraham somos”— y empieza diciéndoles que conocía su parentesco carnal
con Abraham y lo admitía plenamente.
[Pero procuráis matarme]. Esto significa: “Vuestro parentesco con
Abraham no os sirve de nada porque procuráis matarme en estos mismos
momentos aunque haya venido para cumplir las promesas que se hicieron a
Abraham”.
Aquí, igual que en el versículo 40 y en el capítulo 7:19, nuestro Señor
muestra su perfecto conocimiento de todos los planes de sus enemigos. Nos
da un ejemplo de perseverancia en la obra de Dios a pesar de que sepamos
que nuestras vidas corren peligro.
[Porque mi palabra no halla cabida en vosotros]. Esto significa: “Porque no
recibís en vuestros corazones ni entre vosotros el Evangelio que predico, el
mensaje que he traído de mi Padre”. La palabra griega que se traduce como
“halla cabida” no se traduce así en ninguna otra parte. La idea parece ser la
de “progresar, propagarse y avanzar”.
Esta es una descripción literal de muchos de los que oyen la palabra de
Cristo en todas las épocas. Parece como si se detuviera a la puerta de sus
corazones y no se introdujera en ellos.
V. 38: [Yo hablo lo que, etc.]. El sentido de este versículo parece
completarse de la siguiente forma: “Lo cierto es que hay un abismo entre
vosotros y yo. Yo hablo siempre la doctrina que he visto cerca del Padre en
nuestro consejo eterno con respecto al género humano y la que me ha
enviado a proclamar al mundo. Vosotros, en cambio, hacéis siempre las cosas
que vuestro padre el diablo pone en vuestras mentes y habéis visto, y de las
que vuestras naturalezas se han empapado bajo su influencia”.
Cuando nuestro Señor habla de lo que ha “visto” cerca de su Padre,
debemos recordar que, como sucede en otros pasajes, utiliza un lenguaje
adaptado a nuestras débiles facultades para describir la relación entre Él
mismo y la primera persona de la Trinidad (cf. Juan 3:32 y 5:19).
Al leer los versículos siguientes no puede quedarnos duda alguna de que
el “padre” de los judíos al que hace referencia aquí nuestro Señor es el
“diablo”. Hacer lo que han visto y aprendido del diablo transmite una
horrenda impresión de hombres incrédulos y malvados. Comoquiera que sea,
quizá haya una referencia específica al plan que tenían los judíos de matar a
Cristo. Quizá nuestro Señor quería decir: “Estáis haciendo lo que habéis oído
de vuestro padre el diablo. Os ha indicado que me matéis y no hacéis más
que seguir sus indicaciones”.
V. 39: [Respondieron […]: Nuestro padre es Abraham]. Esta es una
repetición de las palabras ya pronunciadas por los judíos. Sorprendidos ante
lo que había dicho nuestro Señor acerca de su “padre”, vuelven a hacer
hincapié en su parentesco con Abraham. “¿Qué quieres decir al hablar así de
nuestro padre? Nuestro padre es Abraham”.
[Jesús les dijo: Si fueseis hijos de Abraham, las obras de Abraham haríais].
Nuestro Señor les dice aquí que es posible ser hijos de Abraham según la
carne y, sin embargo, no ser hijos de Abraham según el Espíritu: “Si fuerais
verdaderos descendientes espirituales de Abraham, lo demostraríais
haciendo las cosas que hizo Abraham. Vuestras obras serían como las suyas
porque provendrían de una misma fe”.
Es importante que el cristiano advierta la distinción que establece aquí
nuestro Señor. La completa inutilidad de una relación carnal o de un linaje
formal es una verdad que el hombre no gusta de admitir, pero que es preciso
enseñar constantemente en las iglesias. ¡Qué habitual es oír decir a los
hombres: “Pertenecemos a la única Iglesia verdadera, somos descendientes
directos de los Apóstoles”! Semejantes reivindicaciones son completamente
inútiles si no van acompañadas de “obras”.
Nunca podemos olvidar la importancia de las “obras” en su justo lugar. No
pueden justificarnos. En el mejor de los casos son muy imperfectas. Pero son
pruebas útiles y sirven para mostrar a quién pertenecemos y lo que vale
nuestra religión.
V. 40: [Pero ahora procuráis matarme a mí, etc.]. En este versículo,
nuestro Señor confirma la acusación que se hace en el anterior: que sus
enemigos no eran hijos espirituales de Abraham aunque descendieran
carnalmente de él. “En este mismo momento deseáis matarme y os ocupáis
en ello no porque haya cometido algún crimen, sino simplemente porque he
hablado ese gran mensaje de verdad que he oído de mi Padre y que se me ha
enviado al mundo a proclamar como el Mesías. Eso es exactamente lo
contrario de lo que habría hecho vuestro padre Abraham. Anheló ver mi día.
Se regocijó ante esa perspectiva. Habría aclamado mi aparición y mi mensaje
con deleite. Así, pues, vuestra conducta es una prueba incontestable de que
no sois hijos espirituales de Abraham”.
El argumento de nuestro Señor es el mismo que utiliza S. Pablo con los
romanos: “No es judío el que lo es exteriormente”; “no los que son hijos
según la carne son los hijos de Dios” (Romanos 2:28–29; 9:8). Nunca
podremos darle la suficiente importancia. Establece el gran principio de que
el parentesco carnal o la relación eclesiástica no significan nada sin la gracia
en el corazón, y ciertamente solo agravan la condenación del hombre.
La expresión “no hizo esto Abraham” es un modismo hebraico. Por
supuesto que Abraham no podía “procurar matar” a Cristo, porque jamás
coincidieron en la Tierra. El significado es: “Vuestra conducta es
diametralmente opuesta a lo que habría hecho Abraham y completamente
contraria al tenor general de lo que hizo en vida” (cf. Deuteronomio 17:3;
Jeremías 7:22–31; 19:5; 32:35, donde se utiliza la misma figura retórica).
Cuando nuestro Señor se califica a sí mismo como “hombre” en este
pasaje, utiliza una expresión única en los Evangelios. Por regla general,
cuando habla de su naturaleza humana se llama a sí mismo “Hijo del
Hombre”. Comoquiera que sea, aquí parece hablar de sí mismo desde el
punto de vista en que debieron de considerarle sus enemigos si no podían
aceptar su divinidad: “Entre vosotros soy un hombre que habla la verdad y,
sin embargo, procuráis matarme”. El intento de los judíos y los socinianos de
mostrar que en realidad nuestro Señor no era Dios basándose en este texto
es completamente fútil. A ningún trinitario en sus cabales se le pasa por la
cabeza negar la verdadera y auténtica humanidad de nuestro Señor.
V. 41: [Vosotros hacéis las obras de vuestro padre]. Esto significa: “Estáis
haciendo las cosas que aprueba e indica vuestro padre el diablo. Al hacer sus
obras, estáis demostrando ser genuinos hijos del diablo”. La palabra
“vosotros” es de índole enfática en el griego, y probablemente la idea sea
contrastarla con el “yo” que encontramos al principio del versículo 38.
[Entonces le dijeron […] nacidos de fornicación]. Difícilmente se pueden
interpretar estas palabras de forma literal. Nuestro Señor no estaba hablando
a los judíos como individuos, sino como nación y clase; y hablaba de su linaje
desde un punto de vista religioso. La cuestión era: “¿Quién era su padre? ¿De
quién heredaban su naturaleza espiritual? ¿A quién se podían atribuir sus
inclinaciones y tendencias?”. Los oyentes de nuestro Señor le entendieron y
dijeron: “Nosotros no somos nacidos de fornicación; en cualquier caso,
aunque no seamos tan buenos como Abraham, no somos paganos e
idólatras”. Creo que hay numerosos pasajes del Antiguo Testamento que
dejan claro que a la idolatría se la denominaba fornicación porque suponía
una infidelidad al pacto de Dios, era cambiarle por falsos dioses (cf. por
ejemplo, Jeremías 2:1–20 y 3:1–3). Creo que eso era lo que tenían los judíos
en mente cuando hablaron a nuestro Señor aquí. Esa es la interpretación de
Agustín.
La idea de Eutimio, Ruperto y otros de que los judíos hacían referencia a
los otros hijos de Abraham con Agar y Cetura, y que se jactaban de ser los
hijos verdaderos de Sara, no me parece satisfactoria. ¡Sin duda, sería
excesivo acusar a Abraham del pecado de fornicación porque tomara a Agar
por esposa a instancias de Sara y se casara con Cetura tras la muerte de esta
última!
Tampoco es probable la idea que sostienen algunos de que los judíos
estaban haciendo referencia a los muchos matrimonios entre judíos y gentiles
en los tiempos del Antiguo Testamento (como vemos en Esdras 10:1, etc.) y
repudiándolos.
Algunos han pensado que en este versículo los judíos insinuaron
maliciosamente que el nacimiento de nuestro Señor no era legítimo. Pero
parece improbable.
[Un padre tenemos, que es Dios]. Los judíos piden aquí que se les
considere hijos de Dios. Es innegable que en varios lugares del Antiguo
Testamento se denomina a Dios “el Padre” de Israel (cf. Deuteronomio 32:6; 1
Crónicas 29:10; Isaías 63:16 y 64:8; Malaquías 1:6). Pero está claro que esos
textos hacen referencia a la relación especial que tenía Dios con Israel como
nación, y no con los israelitas como individuos. Comoquiera que sea, en su
orgullo y farisaísmo, los judíos no hicieron una distinción tan precisa. No
veían que la condición nacional de hijos y la condición de hijos según el pacto
no valían nada si no eran hijos espirituales. De ahí que se ganaran el severo
reproche del versículo siguiente.
V. 42: [Jesús entonces […] si vuestro padre fuese Dios […] me amaríais].
Nuestro Señor dice aquí a los judíos que, a pesar de que fueran hijos de Dios
en un sentido nacional y por el pacto, era obvio que no eran hijos de Dios por
gracia y nacimiento espiritual. Si Dios fuera realmente su Padre, lo
demostrarían amando al Hijo de Dios, esto es, a Él.
Advirtamos cuidadosamente el gran principio que encierra esta frase. El
amor a Cristo es la marca infalible de todos los verdaderos hijos de Dios.
¿Queremos saber si hemos nacido de nuevo, si somos hijos de Dios? Hay una
forma sencilla de descubrirlo: ¿Amamos a Cristo? Si no es así, no tiene
sentido hablar de Dios como nuestro Padre y de nosotros como hijos de Dios.
¡No se puede ser hijo de Dios si no se ama a Cristo!
La idea predilecta de muchos de que el bautismo nos convierte en hijos e
hijas de Dios es completamente irreconciliable con esta frase. A menos que
una persona bautizada ame a Cristo, no tiene derecho a llamar a Dios Padre y
no es hija de Dios. Aún tiene que nacer de nuevo y pasar a formar parte de la
familia de Dios. La doctrina de que el bautismo siempre va acompañado de
regeneración espiritual no se sostiene ante la contundencia y claridad de
estas palabras.
La idea moderna de la paternidad universal de Dios que goza del favor de
tantos es tan poco conciliable con esta frase como la regeneración bautismal.
No cabe duda que Dios el Padre está lleno de amor, misericordia y compasión
hacia todos. Pero jamás se podrá sostener que Dios es auténtica y realmente
el Padre espiritual de nadie que no ame a Cristo sin entrar en contradicción
con las palabras de nuestro Señor en este pasaje.
La frase condena por completo a todos los que carecen de un
conocimiento experimental de Cristo y no piensan en Él, ni le sienten ni se
preocupan por Él. Hay multitud de cristianos que se encuentran en esa triste
situación; y es claro que no son hijos de Dios, independientemente de lo que
piensen. Igualmente, la frase está llena de consuelo para todos los cristianos
verdaderos, no importa cuán débiles sean. Si sus inclinaciones y su corazón
se sienten atraídos hacia Cristo y pueden decir con sinceridad que le aman,
tienen la señal más clara de ser hijos de Dios y “si hijos, también herederos”
(Romanos 8:17).
[Porque yo de Dios, etc.]. Nuestro Señor muestra aquí a los judíos su
propia naturaleza divina y su misión. Había venido de Dios: el Hijo eterno del
Padre eterno. No había venido por su propia voluntad independiente y sin que
se le encargara, sino que el Padre le había enviado y nombrado
especialmente como su último y más amado Mensajero para un mundo
perdido. Esa era su naturaleza. Esa era su posición y su relación con el Padre.
Si eran, pues, verdaderos hijos de Dios el Padre, le amarían como el Hijo del
Padre, el Mensajero del Padre, el Mesías que el Padre había prometido. Al no
amarle, dejaban claramente en evidencia que no eran hijos de Dios. Un
verdadero hijo de Dios amará todo lo perteneciente a Dios, y especialmente
al Hijo unigénito y amado de Dios. No puede hallar nada más cercano al
Padre que el Hijo, que es “el resplandor de su gloria, y la imagen misma de su
sustancia” (Hebreos 1:3). Si no ama, pues, al Hijo, está claro que no es un
verdadero hijo del Padre.
Comenta Calvino: “El argumento de Cristo es el siguiente: Quienquiera
que sea hijo de Dios reconocerá a su Hijo primogénito; pero me odiáis y, por
tanto, no tenéis motivos para jactaros de ser hijos de Dios. En este pasaje
debiéramos observar atentamente que, donde se rechaza a Cristo, no hay
piedad ni temor de Dios. La religión hipócrita se ampara presuntuosamente
bajo el nombre de Dios, ¿pero cómo pueden estar de acuerdo con el Padre los
que están en desacuerdo con su Hijo unigénito?”.
V. 43: [¿Por qué no entendéis mi lenguaje?, etc.]. Creo que en este
versículo nuestro Señor establece una distinción entre “lenguaje” y
“palabra”. La expresión “palabra” es más profunda que “lenguaje”. Cuando
habla de “mi lenguaje” quiere decir “mi forma de hablar y de expresarme”.
Por regla general, con “mi palabra” quiere decir “mi doctrina”. El sentido es:
“¿Cómo es que no entendéis mi forma de expresarme ante vosotros cuando
hablo de cosas como la ‘libertad’ y ‘vuestro padre’? Es porque no escucháis y
no aceptáis todo mi mensaje; la palabra que os traigo de mi Padre”. Lightfoot
adopta esta tesis.
Considero que esta explicación describe de forma muy precisa la situación
entre nuestro Señor y sus oyentes. Malentendían y malinterpretaban
constantemente las expresiones y el lenguaje que utilizaba para enseñarles,
y les eran de tropiezo. ¿Hablaba de “pan? Pensaban que se trataba de pan
literal. ¿Hablaba de “libertad”? Pensaban que hablaba de libertad terrenal y
política. ¿Hablaba de “su Padre”? Pensaban que se refería a Abraham. ¿Cómo
podían malentender de tal forma el lenguaje que utilizaba y la forma que
tenía de expresarse? Simplemente era porque sus corazones estaban
endurecidos y cerrados por completo ante toda la “palabra de salvación” que
había venido a proclamar. Al no querer escuchar y aceptar su doctrina,
tendían a tergiversar constantemente cada palabra e imagen que se les
presentaba.
Y todo aquel que predique el Evangelio verá con frecuencia cómo eso es
exactamente lo mismo que sucede en la actualidad. Los oyentes que tienen
fuertes prejuicios contra el Evangelio desfiguran, tuercen y malinterpretan
constantemente el lenguaje del predicador. No hay peor sordo que el que no
quiere oír y no hay nadie tan necio como el que no quiere entender.
El “no podéis” que encontramos aquí es una incapacidad moral. Es como
“ninguno puede venir a mí” y “sus hermanos le aborrecían, y no podían
hablarle pacíficamente” (Juan 6:44; Génesis 37:4). Significa: “No tenéis la
intención de escuchar con vuestros corazones”.
Comenta Crisóstomo: “No poder significa aquí no querer”.
V. 44: [Vosotros sois de vuestro padre el diablo, etc.]. Este versículo
merece especial atención, tanto por la severidad del reproche que contiene
como por la profunda cuestión que trata. El sentido general es el siguiente:
“Estáis tan lejos de ser hijos espirituales de Abraham o de ser verdaderos
hijos de Dios que, por el contrario, se os puede llamar con justicia hijos del
diablo; y lo demostráis al dedicar vuestra voluntad a hacer las cosas malignas
que os indica el diablo. Desde el principio de la Creación fue un ser dedicado
a la destrucción del hombre, y no permaneció en la verdad y justicia en las
que fue creado originalmente, por lo que ahora no hay verdad en su
naturaleza. Cuando habla y sugiere una mentira, habla movido desde su
naturaleza intrínseca, porque es eminentemente un mentiroso y el padre de
la mentira”.
Cuando nuestro Señor dice a los judíos malvados “vosotros sois de vuestro
padre el diablo”, no quiere decir que el diablo haga malvados a los malvados
como Dios hace piadosos a los piadosos cuando los engendra y crea de
nuevo. Sino que utiliza un modismo hebraico habitual por medio del cual se
denomina “hijos” a las personas que están íntimamente relacionadas con
otras o que se encuentran por entero bajo su influencia. Es en este sentido en
el que los malvados son verdaderamente hijos del diablo. Debemos
recordarlo cuidadosamente. El diablo no tiene poder para “crear” a los
malvados. Solo los encuentra nacidos en pecado y, obrando en su naturaleza
pecadora, alcanza tal influencia que prácticamente se convierte en el “padre
de los malvados” (cf. Mateo 13:38 y 1 Juan 3:10; Mateo 13:19; Lucas 16:8;
20:34; Isaías 57:4 y Números 17:10).
Dice Agustín: “¿Cómo son los judíos hijos del diablo? Por imitación, no por
nacimiento”. También hace referencia a Ezequiel 16:3 como un caso paralelo.
Cuando nuestro Señor dice: “Los deseos de vuestro padre queréis hacer”,
debemos recordar que en el griego se enfatiza el “vosotros” implícito.
“Vosotros tenéis la voluntad, la disposición mental, el propósito y la
inclinación”. Cuando habla de que “los deseos […] queréis hacer” quiere
decir: “Seguís esas inclinaciones y esos deseos malignos” que son
especialmente característicos del diablo y acordes con su mentalidad, tales
como el asesinato y el amor a la mentira. El diablo solo puede desear lo malo.
Cuando nuestro Señor dice que el diablo fue un “homicida desde el
principio”, no creo que se refiera exclusivamente al asesinato de Abel a
manos de Caín, aunque sí lo tuviera en mente (cf. 1 Juan 3:12). Más bien creo
que significa que, desde el principio de la Creación, el diablo se dedicó a
introducir la muerte en el mundo y a asesinar al hombre, tanto su cuerpo
como su alma.
Comenta Orígenes: “El diablo no solo mató a un hombre, sino a toda la
raza humana, puesto que todos morimos en Adán. Con razón se le llama,
pues, asesino”.
Cuando nuestro Señor dice que el diablo “no ha permanecido en la
verdad”, creo que está enseñando que es un espíritu caído y que
originalmente fue creado bueno y “perfecto”, como todas las otras obras
procedentes de las manos de Dios. Pero no siguió en ese estado de verdad y
rectitud en el que fue creado originalmente. No conservó su estado original,
sino que cayó. Parece que aquí la “verdad” representa toda la Justicia y
Santidad, la conformidad con la mente de Dios, que es la “Verdad” misma.
Junto con Judas 6, este versículo es la prueba más clara de que el diablo cayó
y no fue creado malo desde el principio.
Una traducción más literal de la palabra “permaneció” sería “estuvo”.
Cuando nuestro Señor dice: “Porque no hay verdad en él”, no quiere decir
que esa sea la razón que le llevara a no “permanecer en la verdad”. Si el
sentido hubiera sido ese, habría dicho: “No había verdad en él”. Pero dice
“hay”. Sus palabras tienen el propósito de describir la naturaleza actual del
diablo. “Ahora es un ser en el que no hay verdad”. Me parece una expresión
similar a la de S. Pablo cuando dice: “Fui recibido a misericordia porque lo
hice por ignorancia”, donde “porque” no significa la razón de que fuera
recibido a misericordia (1 Timoteo 1:13). La palabra griega que se traduce
como “porque” es la misma en ambos casos.
Comenta Calvino: “Igual que se nos denomina hijos de Dios no solo
porque nos parecemos a Él, sino porque nos dirige por su Espíritu, porque
Cristo vive en nosotros con el poder suficiente para amoldarnos a la imagen
de su Padre; igualmente, por otro lado, se dice del diablo que es el padre de
todos aquellos cuyos entendimientos ciega, cuyos corazones impulsa a
cometer toda injusticia y en los que, en resumidas cuentas, actúa
poderosamente y ejerce su tiranía”.
Creo que, cuando nuestro Señor dice que el diablo “de suyo habla”, hace
referencia a la gran mentira original con que engañó a Eva al principio: “No
moriréis” (Génesis 3:4).
Creo que, cuando nuestro Señor dice aquí del diablo que “es mentiroso, y
padre de mentira”, el significado más natural y probable es que “es el padre
de toda mentira”. Una mentira es especialmente resultado de la obra del
diablo. El original presenta una dificultad innegable y son varias las
interpretaciones que ha recibido.
a) Algunos creen que significa “el padre de él”, esto es, del mentiroso, de
todo el que pronuncia una mentira. Esta es la tesis de Brentano, Bengel,
Stier, Hengstenberg y Alford.
b) Otros creen que significa “es un mentiroso, y su padre”. Este fue uno
de los errores de los maniqueos que Agustín refutó acertadamente. ¡Sin
embargo, Grocio parece sostener esta idea y defiende que el que engañó a
Adán y Eva no fue el príncipe de los demonios, sino uno de sus mensajeros!
(cf. 2 Corintios 12:7). Esta parece una idea insostenible.
Ninguna de estas interpretaciones es en absoluto natural y satisfactoria.
Creo que la más probable es la de “padre de mentira”. Esa es la
interpretación de Agustín, Teofilacto, Ruperto, Calvino, Bucero, Beza,
Bullinger, Rollock, Burgon, Wordsworth y la gran mayoría de los
comentaristas.
Adviértase en este versículo la contundencia y franqueza con que nuestro
Señor reprende a sus enemigos. Hay momentos en los que una condena
severa se convierte en una verdadera obligación; y no debemos abstenernos
de ella por temor a que se nos acuse de dureza, personalismo y rigor.
Adviértase claramente que este versículo nos habla de la personalidad del
diablo. Los que piensan que solo se trata de una vaga mala influencia son
incapaces de explicar esta expresión que tenemos delante.
Adviértase cómo nuestro Señor reconoce y enseña la existencia de
ángeles caídos como una de las grandes verdades que debemos creer.
Adviértase cómo se menciona el homicidio y la mentira como
característicos del diablo. Son pecados completamente opuestos a la mente
de Dios, por muy a la ligera que los tome el hombre (especialmente la
mentira). La indiferencia ante el pecado de la mentira —ya sea de viejos o de
jóvenes, ricos o pobres— es uno de los síntomas inequívocos de impiedad.
Dice Lutero: “El mundo es un nido de homicidas, súbditos del diablo. Si
deseamos vivir en la Tierra, debemos aceptar ser huéspedes en ella y dormir
en una posada cuyo dueño es un rufián y en cuya fachada hay un letrero que
reza: ‘Mentiras y homicidios’. Porque esta es la señal y el cartel que Cristo
mismo colgó sobre la entrada de su casa cuando dijo: es homicida y
mentiroso”.
V. 45: [Y a mí, porque digo, etc.]. En este versículo, nuestro Señor
establece un gran contraste entre su propia enseñanza y las insinuaciones
mentirosas del diablo y la propensión de los judíos malvados a no creer en Él
y dar crédito al diablo: “La razón de que no me creáis es que os desagrada
absolutamente la verdad de Dios. Sois verdaderos hijos de vuestro padre el
diablo. Si os dijera cosas falsas me creeríais. Pero porque digo cosas ciertas,
no me creéis”.
Vemos aquí qué pocos motivos tienen para sorprenderse los ministros
fieles de Cristo ante la incredulidad de sus oyentes. Si predican la verdad
deben hacerse a la idea de que habrá muchos que no les crean. Es tan solo lo
que le sucedió a su Maestro: “Si han guardado mi palabra, también
guardarán la vuestra” (Juan 15:20).
V. 46: [¿Quién de vosotros me redarguye de pecado?, etc.]. En este
versículo, nuestro Señor formula dos preguntas que son incapaces de
responder: “¿Quién de vosotros puede condenarme o redargüirme como el
culpable de alguna clase de pecado? Sabéis que no podéis acusarme de
nada. Sin embargo, si estoy libre de culpa y a la vez no os digo más que lo
que es correcto y verdadero, ¿por qué no me creéis?”.
Adviértase aquí el carácter perfectamente intachable e inocente de
nuestro Señor. Solo Él pudo decir: “Estoy libre de pecado. Desafío a
cualquiera a que encuentre algún defecto o alguna imperfección en mí”. Un
sacrificio perfecto y completo y un Mediador como Él es lo que el hombre
necesita.
V. 47: [El que es de Dios, etc.]. En este versículo, nuestro Señor responde
a sus propias preguntas y demuestra de forma concluyente la maldad e
impiedad de sus oyentes: “El que es un verdadero hijo de Dios escucha con
agrado, cree y obedece las palabras de Dios como las que traigo de mi Padre.
Vosotros, al no escucharlas, creerlas y obedecerlas, demostráis claramente
que no sois hijos de Dios. Si lo fuerais, escucharíais de buen grado, creeríais y
obedeceríais. El hecho de que no escuchéis demuestra de forma concluyente
lo que ya he dicho: que nos sois hijos de Dios, sino del diablo”.
Advirtamos aquí que la disposición a escuchar y creer la verdad es
siempre una buena señal, aunque no infalible, con respecto al alma de una
persona. En otro pasaje se dice: “Mis ovejas oyen mi voz” (Juan 10:16–27).
Cuando vemos que las personas se niegan obstinadamente a escuchar los
consejos y prestar atención al Evangelio, podemos considerar legítimamente
que no son hijos de Dios, que no han nacido de nuevo, que carecen de gracia
y aún necesitan la conversión.
Adviértase aquí, como en otros pasajes, el cuidado con que nuestro Señor
habla de su enseñanza como “palabras de Dios”. Consistía en palabras y
verdades que Dios el Padre le había encargado que predicara y proclamara al
hombre. No decía nada “por sí mismo”, sino que sus palabras eran tanto de
Él como de su Padre.
Observa Rollock que el desagrado ante la Palabra de Dios es la señal más
clara de una naturaleza sin santificar.
Musculus, Bucero y otros sostienen que aquí, la frase “el que es de Dios,
las palabras de Dios oye” debe limitarse a la elección de Dios y significa “el
que Dios eligió desde la eternidad”. Comoquiera que sea, no veo ningún
motivo para limitar el sentido de tal forma. Prefiero pensar que “de Dios” no
solo incluye la elección, sino también el llamamiento, la regeneración, la
adopción, la conversión y la santificación. Esta es la interpretación de Rollock.

Juan 8:48–59

En primer lugar, observemos en este pasaje el lenguaje blasfemo y


calumnioso con que se dirigían a nuestro Señor sus enemigos. Leemos
que los judíos “le dijeron: ¿No decimos bien nosotros, que tú eres
samaritano, y que tienes demonio?”. Una vez que se habían quedado
sin argumentos, estos hombres malvados recurrieron a los insultos
personales. Perder los estribos e insultar son señales comunes de
derrota.
Los motes, los adjetivos insultantes y un lenguaje violento son las
armas predilectas del diablo. Cuando le fallan otros recursos en su
guerra, azuza a sus esclavos para que agredan con la lengua. Sin duda
son dolorosos los sufrimientos que han tenido que soportar los santos
de Dios en todas las épocas por causa de la lengua. Se ha calumniado
su carácter. Han circulado rumores maliciosos con respecto a ellos. Se
han inventado artificiosas falsedades con respecto a su conducta que
han gozado de gran acogida. No sorprende que David dijera: “Libra mi
alma, oh Jehová, del labio mentiroso, y de la lengua fraudulenta”
(Salmo 120:2).
En la actualidad, el cristiano verdadero no debe sorprenderse por
sufrir constantes pruebas en este sentido. La naturaleza humana no
cambia nunca. Quizá no se diga mucho en su contra mientras sirva al
mundo y vaya por el camino ancho. Pero una vez que toma la cruz y
sigue a Cristo, no habrá mentira lo suficientemente monstruosa o
historia lo suficientemente absurda para que alguien la diga en su
contra y haya otros dispuestos a creerla. No obstante, debe consolarse
con la idea de que solo está bebiendo la copa que bebió su bendito
Maestro antes que él. Las mentiras de sus enemigos no le tocarán en
el Cielo, independientemente de lo que le afecten en la Tierra. Debe
soportarlas pacientemente y no alterarse o perder los estribos. Cuando
maldecían a Cristo, “no respondía con maldición” (1 Pedro 2:23). El
cristiano debe comportarse de la misma forma.
En segundo lugar, observemos el glorioso ánimo que ofrece nuestro
Señor a su pueblo creyente. Leemos que dijo: “De cierto os digo, que el
que guarda mi palabra, nunca verá muerte”.
Por supuesto, estas palabras no significan que los verdaderos
cristianos no morirán jamás. Por el contrario, sabemos que deben bajar
al sepulcro y cruzar el río exactamente igual que los demás. Estas
palabras significan que no les dañará la segunda muerte: la
destrucción final del hombre en el Infierno de la que la primera muerte
es solo una pálida imagen o un tipo (cf. Apocalipsis 21:8). Y significan
que se libra al verdadero cristiano del aguijón de la primera muerte.
Quizá su cuerpo flaquee y el dolor atenace sus huesos. Pero no le
aplastará la amarga sensación de los pecados sin perdonar. Esa es la
peor parte de la muerte, y en esto recibirá “la victoria por medio de
nuestro Señor Jesucristo” (1 Corintios 15:57).
No debemos pasar por alto que esta bendita promesa es patrimonio
específico del hombre que “guarda [la] palabra” de Cristo. Está claro
que esa expresión no se puede aplicar jamás a una mera profesión
cristiana externa de alguien que no sabe nada del Evangelio ni le
preocupa lo más mínimo. Es patrimonio del que acepta de corazón el
mensaje que trajo el Señor Jesús del Cielo y lo obedece en su vida. En
resumen, es patrimonio de los que no solamente son cristianos de
nombre y formalmente, sino en hechos y en verdad. Escrito está: “El
que venciere, no sufrirá daño de la segunda muerte” (Apocalipsis
2:11).
En tercer lugar, observemos en este pasaje el claro conocimiento
que tenía Abraham de Cristo. Leemos que nuestro Señor dijo a los
judíos: “Abraham vuestro padre se gozó de que había de ver mi día; y
lo vio, y se gozó”.
¡Cuando nuestro Señor pronunció estas palabras, Abraham llevaba
muerto y sepultado 1850 años! ¡Y, no obstante, se dice que vio el día
de nuestro Señor! ¡Qué maravilloso suena eso! Sin embargo, es
completamente cierto. Abraham no solo “vio” a nuestro Señor y habló
con Él cuando se “le apareció Jehová en el encinar de Mamre”, la
víspera de la destrucción de Sodoma (Génesis 18:1), sino que observó
por fe el día de la encarnación de nuestro Señor que había de llegar, y
al mirar “se gozó”. Sin duda muchas cosas las vio como en un espejo
oscuro. No tenemos por qué suponer que podría haber explicado
plenamente las circunstancias del sacrificio de nuestro Señor en el
Calvario. Pero no debemos avergonzarnos de creer que vio en la lejanía
a un Redentor cuya llegada sería motivo de regocijo para toda la
Tierra. Y al verlo, “se gozó”.
La pura verdad es que somos demasiado propensos a olvidar que
nunca hubo más que un camino de salvación, un Salvador y una
esperanza para los pecadores, y que Abraham y todos los santos del
Antiguo Testamento miraron al mismo Cristo que miramos nosotros.
Haremos bien en recordar el Artículo Séptimo de la Iglesia de
Inglaterra: “El Antiguo Testamento no es contrario al Nuevo, puesto
que en ambos, Antiguo y Nuevo, se ofrece vida eterna al género
humano por Cristo, que es el único Mediador entre Dios y el hombre,
siendo Él Dios y Hombre; por lo cual no debe escucharse a los que
pretenden que los antiguos patriarcas solamente buscaban promesas
transitorias”. Esta es una verdad que no debemos olvidar al leer el
Antiguo Testamento. Son palabras juiciosas que no podemos pasar por
alto.
En último lugar, observemos cómo nuestro Señor declara de forma
inequívoca su preexistencia. Leemos que dijo a los judíos: “Antes que
Abraham fuese, yo soy”.
Estas palabras son indiscutiblemente muy profundas. Contienen
cosas que no podemos ver o entender. Pero, si las palabras quieren
decir lo que dicen, nos enseñan que nuestro Señor Jesucristo existió
mucho antes de su venida al mundo. Él era antes de los tiempos de
Abraham. Él era antes de que el hombre fuera creado. En resumen, nos
enseñan que el Señor Jesús no era un mero hombre como Moisés o
David. Era alguien que se remontaba a la eternidad; el mismo ayer,
hoy y siempre: el mismísimo Dios eterno.
A pesar de su profundidad, estas palabras están llenas de consuelo
práctico. Nos muestran la amplitud, la profundidad y la altura del
cimiento sobre el que se invita a los pecadores a que apoyen sus
almas. Aquel a quien el Evangelio nos pide que acudamos con nuestros
pecados y creamos en Él para obtener perdón y gracia no es un mero
hombre. No es nada más ni nada menos que Dios mismo y, por tanto,
capaz de “salvar perpetuamente” a todos aquellos que acuden a Él.
Empecemos, pues, por venir a Él confiadamente. Sigamos
apoyándonos en Él sin temor. El Señor Jesucristo es el Dios verdadero,
y nuestra vida eterna es segura.

Notas: Juan 8:48–59


V. 48: [Respondieron […] judíos […]: ¿No eres samaritano […] demonio?].
Este versículo no parece contener más que insultos y blasfemias personales.
Incapaces de responder a los argumentos de nuestro Señor, los judíos
incrédulos perdieron los estribos y recurrieron al último cartucho de alguien
que discute: los insultos y las invectivas sin sentido. Los extremos a los que
llegan los insultos entre los pueblos orientales, aun en la actualidad, son
mucho mayores de lo que podemos imaginar en nuestro país.
Cuando los judíos llamaron “samaritano” a nuestro Señor, equivalía a
decir que no era un verdadero judío, que era poco más que un pagano:
“Judíos y samaritanos no se tratan entre sí” (Juan 4:9). Creo que cuando le
dijeron “tienes demonio” significaba algo más que “estás loco”, como en Juan
7:20, a juzgar por el versículo siguiente. Probablemente quería decir: “Actúas
y hablas bajo la influencia del diablo. Tu poder procede de Satanás y no de
Dios”.
Que este pasaje sirva para que los cristianos aprendan a no sorprenderse
cuando se les insulte y descalifique. Es lo que sufrió su Maestro y no es
motivo para desanimarse en la obra de Dios.
V. 49: [Respondió Jesús: Yo no tengo demonio, etc.]. La respuesta de
nuestro Señor a la burda invectiva de sus enemigos se puede sintetizar de
esta forma: “Al decir que tengo demonio no decís algo cierto. Simplemente
honro a mi Padre que está en el Cielo entregando al hombre su mensaje; y
vosotros, con la violencia de vuestro lenguaje, me estáis deshonrando a mí y,
a efectos prácticos, estáis deshonrando e insultando a mi Padre. Vuestros
insultos no solo van dirigidos contra mí, sino también contra mi Padre”.
Adviértase la calma y ecuanimidad de nuestro Señor ante los insultos.
Negar solemnemente la blasfema acusación que se ha vertido contra Él y
recordarles de forma igualmente solemne que estaba honrando al Padre que
ellos mismos profesaban adorar es la única respuesta que condesciende en
darles.
V. 50: [Yo no busco mi gloria]. Esta frase parece provenir del versículo
anterior: “Me deshonráis, pero eso no me afecta ni me duele, porque no vine
para buscar mi gloria, sino la gloria del que me envió. Yo no recibo honor de
los hombres” (cf. Juan 7:18 y 5:41). Aquí nuestro Señor, como sucede en
otros pasajes, hace referencia al gran principio de que “el verdadero
mensajero del Cielo no busca jamás su propia gloria, sino la de su Maestro”.
[Hay quien la busca, y juzga]. Estas palabras contienen una solemne
advertencia. Significan: “Comoquiera que sea, hay alguien —esto es, mi
Padre en el Cielo— que busca y desea mi gloria; y no solo la busca, sino que
también juzga la conducta de todos los que me deshonran y la castigará en el
día postrero”.
Aquí hay ánimo para todos los miembros del cuerpo de Cristo, además de
para su Cabeza. Aunque no lo piensen, hay alguien en el Cielo que se
preocupa enormemente por ellos, observa todo lo que les sucede y un día
hablará a su favor. La idea implícita parece ser la misma que en Eclesiastés
5:8: “Sobre el alto vigila otro más alto”. El creyente puede alegrarse con este
pensamiento: “Hay uno que juzga. Hay uno que lo ve todo, que se preocupa
por mí y pondrá cada cosa en su sitio en el día postrero”.
Señala Eutimio con respecto a este versículo que no debemos prestar
atención a las cosas que se dicen contra nosotros, sino que debemos vindicar
la honra de Dios si se dicen cosas en su contra.
V. 51: [De cierto […], el que guarda […], nunca verá muerte]. La
tremenda promesa que contiene este versículo parece tener el propósito de
dar fin a la conversación. Nada de lo que nuestro Señor ha dicho ha surtido
efecto alguno. Concluye, pues, su enseñanza por el momento con una de
esas tremendas afirmaciones que destacan sobre todo lo que las rodea y que
tan a menudo encontramos en el Evangelio según S. Juan: “Me escuchéis o
no, deseéis conocerme o no, os digo solemnemente que el que recibe, cree y
guarda mi doctrina nunca verá muerte. A pesar de que me despreciéis y
rechacéis, la vida o la muerte, el Cielo o el Infierno, la bendición o la
maldición, dependen de la aceptación del mensaje que os proclamo. Yo soy el
camino, la verdad y la vida”. Es como cuando Moisés se despide de Israel y
dice: “Yo he puesto delante de ti hoy la vida y el bien, la muerte y el mal”
(Deuteronomio 30:15, 19). Igualmente, nuestro Señor parece decir: “Os digo
por última vez que es preciso guardar mi palabra para escapar de la muerte”.
Esta expresión es análoga a la que utiliza nuestro Señor en la sinagoga de
Capernaum. Allí dice: “El que cree en mí, tiene vida eterna”. Aquí es “nunca
verá muerte” (Juan 6:47).
Debemos advertir aquí, como en otros pasajes, que cuando nuestro Señor
utiliza la expresión “de cierto, de cierto os digo” (familiar para cualquier
lector atento del Evangelio según S. Juan), siempre se prepara para decir algo
particularmente serio y solemne (cf. Juan 1:51; 3:3, 5, 11; 5:19, 24, 25; 6:26,
32, 47, 53; 8:34, 51, 58; 10:1, 7; 12:24; 13:16, 20, 21, 38; 14:12; 16:20, 23;
21:18).
La expresión “guarda mi palabra” significa “recibe con su corazón, cree,
abraza, obedece y se aferra a la doctrina o al mensaje que se me ha
encargado enseñar”. La frase “mi palabra” significa mucho más que “las
palabras que estoy pronunciando en estos momentos”. Es más bien toda la
doctrina de mi Evangelio.
La expresión “nunca verá muerte” no se puede interpretar de forma
literal. Nuestro Señor no quería decir que sus discípulos no morirían ni serían
sepultados como los demás hijos de Adán. Sabemos que murieron.
Probablemente tenga un triple significado. 1) “Será librado por completo de
la condenación de la muerte espiritual bajo la que nacen todos los hombres:
su alma vive y ya no puede volver a morir. 2) “Será librado por completo del
aguijón de la muerte corporal: quizá su carne y sus huesos sucumban a la
enfermedad y descienda al sepulcro, pero la peor parte de la muerte no
podrá tocarle y un día la propia tumba le devolverá. 3) Será librado por
completo de la segunda muerte, esto es, del castigo eterno del Infierno: la
segunda muerte ya no tendrá poder sobre él”.
La amplitud y grandeza de esta promesa son verdaderamente
extraordinarias. Desde el día de la Caída de Adán, la muerte ha sido el gran
enemigo del hombre. El hombre ha comprobado la veracidad de la
afirmación: “El día que de él comieres, ciertamente morirás” (Génesis 2:17).
Pero nuestro Señor, de forma enérgica y explícita, proclama que guardar su
palabra libra por completo de la muerte. De hecho, se proclama a sí mismo
por encima de la muerte. Solo un Redentor que fuera Dios mismo podía decir
algo semejante.
Agustín dice: “La muerte de la que vino a librarnos nuestro Señor fue la
segunda muerte, la muerte eterna, la muerte del Infierno, la muerte de la
condenación junto con el diablo y sus ángeles. Eso, sin duda, es la muerte,
puesto que nuestra muerte no es más que una migración. Qué es sino
abandonar una pesada carga, siempre y cuando no haya ninguna otra que
lleve al hombre de cabeza al Infierno. Esa es la muerte de la que nuestro
Señor dice: ‘Nunca verá muerte’ ”.
Adviértase la plenitud y el radio de acción de esta promesa. Es para todo
aquel que guarda la palabra de Cristo: “El que”, o más bien debería
traducirse “todo el que”, etc.
Cuidémonos de no atribuir un significado a esta promesa que no
incorporaba originariamente. No se puede sostener la idea de algunos de que
significa que “los creyentes serán tan completamente librados de la muerte
que no sentirán dolores físicos ni conflictos mentales”. No está respaldado
por otros pasajes de la Escritura y, de hecho, la propia experiencia lo
contradice. No cabe duda que el Evangelio libra a los creyentes del “temor de
la muerte” que sienten los inconversos (Hebreos 2:15). Pero no podemos
esperar que los creyentes no tengan problemas físicos, ni luchas ni
sufrimiento. La carne y la sangre siempre serán sensibles. “Gimo —dijo el
santo Baxter en su lecho de muerte—, pero no me quejo”. La muerte es algo
grave, aunque se le haya arrebatado su aguijón.
Piensa Parkhurst que la expresión que encontramos aquí se asemeja a la
de Lucas 2:26, donde se dijo a Simeón que “no vería la muerte”. Pero el
término griego que se traduce ahí como “ver” es distinto del de este pasaje,
y esa frase no parece significar más que “morir”, lo que no alcanza la
plenitud de la promesa que encontramos aquí. También cita los Salmos 49:9 y
89:49. Pero no parece que ninguno de esos pasajes sea análogo.
La palabra griega que se traduce aquí como “ver” es tan particular que
uno casi pensaría que significa: “No observará ni contemplará la muerte
durante toda la eternidad como harán los malvados”. Pero prefiero el triple
significado que he detallado anteriormente.
V. 52: [Entonces los judíos le dijeron, etc.]. El argumento de los judíos en
este versículo parece ser el siguiente: “Ahora sabemos por tus propias
palabras que estás loco y que tienes demonio. Nuestro gran padre Abraham y
los profetas, buenos y santos como fueron, murieron todos y, sin embargo, tú
pretendes decirnos que si un hombre guarda tu palabra no morirá nunca. En
resumen, te haces mayor que Abraham, porque Abraham no pudo escapar a
la muerte, mientras que si un hombre guarda tu palabra escapa a la muerte.
Hablar de esa forma es una prueba clara de tu locura”.
Es poco probable que la expresión “tener demonio” signifique aquí algo
más que “estar loco o haber perdido el juicio”.
Como se podrá observar, los judíos no citan correctamente las palabras de
nuestro Señor. Dijo: “Nunca verá muerte”. Ellos lo parafrasean como “nunca
sufrirá muerte”. Es difícil determinar si esto fue una distorsión deliberada de
sus palabras. Algunos creen que los judíos exageraron la promesa a propósito
y sustituyeron “ver” por “sufrir” a fin de magnificar la ofensa de nuestro
Señor. Otros piensan que la diferencia no tiene significado alguno y que solo
muestra lo profundamente que malinterpretaron los judíos a nuestro Señor al
pensar que no se refería más que a la muerte corporal.
Como sucede en otros pasajes, podemos observar la facilidad con que los
judíos distorsionaban y desfiguraban lo que nuestro Señor quería decir,
atribuyendo un sentido carnal y vulgar a un lenguaje espiritual.
V. 53: [¿Eres tú acaso mayor, etc.?]. La pregunta de este versículo
muestra que nuestro Señor había conseguido despertar nuevamente la
curiosidad de los judíos y los había impulsado a inquirir por su naturaleza y
persona. “¿Quién eres tú para hablar de esa forma? ¿Quién estás diciendo
que eres? Decir que el que guarde tu palabra no morirá nunca es hacerte
superior a Abraham y a los profetas, que ya murieron. ¿Quién y qué eres?
¿Eres verdaderamente superior a Abraham?”.
Observa Crisóstomo que la pregunta de los judíos nos recuerda a la
pregunta de la samaritana: “¿Acaso eres tú mayor que nuestro padre Jacob?”
(Juan 4:12).
V. 54: [Si yo me glorifico a mí mismo […], nada es, etc.]. Nuestro Señor
parece querer decir lo siguiente: “Si en algún momento yo me glorificara u
honrara a mí mismo, semejante honor no tendría valor alguno. El que me
honra y el que me encarga que diga que guardar mi palabra librará a un
hombre de la muerte es mi Padre en el Cielo; ese mismo ser al que profesáis
llamar vuestro Dios. Es vuestro propio Dios —el Dios de Abraham, Isaac y
Jacob— el que ha depositado tal honor sobre mí que la vida o la muerte
dependen de guardar mi palabra y creer en mí”.
Aquí, como sucede en otros pasajes, debiéramos advertir el cuidado con
que nuestro Señor renuncia a cualquier enaltecimiento propio y deseo de
honor y gloria por parte del hombre. Si cuando afirmaba tener la llave de la
vida o de la muerte parecía reclamar alguna clase de honor, se cuida de
recordar a los judíos que se trataba de un honor que le había conferido el
Padre en el Cielo, esto es, el propio Dios de ellos. No deseaba ningún honor
independientemente de Él o en oposición a Él.
Cuando nuestro Señor dice “mi Padre es el que me glorifica”, la expresión
incluye todas las obras, señales y milagros que el Padre le había dado para
que hiciera, así como las palabras que le había dado para que hablara (cf.
Juan 5:36; 14:10–11).
V. 55: [Pero vosotros no le conocéis, etc.]. El significado de este versículo
parece ser el siguiente: “Aunque decís que mi Padre que está en el Cielo es
vuestro Dios, en realidad no le conocéis e ignoráis por completo su
naturaleza, su voluntad y sus propósitos. Profesáis conocerle, pero le negáis
con vuestras obras. Sin embargo, por el contrario, yo le conozco a la
perfección porque soy uno con Él desde toda la eternidad y provengo de Él.
Le conozco con tal perfección, que sería un mentiroso y un hijo del diablo
como vosotros si dijera que no le conozco. Pero repito que le conozco a la
perfección, guardo escrupulosamente su palabra en todo lo que digo y hago
aquí en la Tierra, y cumplo el encargo que me ha hecho”.
Sin duda, el lenguaje de este versículo es muy particular. Pero
probablemente se trate de una forma hebrea de contrastar la profunda
ignorancia de los judíos con respecto a Dios (a pesar de su elevada profesión
de ser el pueblo elegido de Dios) y el conocimiento perfecto de Dios que
tenía nuestro Señor (a pesar de las repetidas aseveraciones de que tenía
demonio, que era un samaritano y que, por tanto, era enemigo del Dios de
Israel). La frase “sería mentiroso como vosotros; pero le conozco, y guardo su
palabra” sería solo una frase para transmitir a los judíos la impresión más
viva del conocimiento de nuestro Señor. Para argumentar con algunos
hombres, solo el lenguaje más vivo y las expresiones más paradójicas tienen
algún efecto. Aun Dios mismo considera apropiado hacer aseveraciones como
“por mí mismo he jurado” y “vivo yo” a fin de atraer la atención (Jeremías
22:5; Hebreos 6:13; Ezequiel 33:11). Los que acusan a los ministros y
predicadores de utilizar un lenguaje enérgico y afirman que solo deberían
expresarse con frases amables, suaves y tranquilas difícilmente pueden
haber examinado la naturaleza humana o el estilo de la Escritura con la
debida atención.
V. 56: [Abraham vuestro padre, etc.]. En este versículo, nuestro Señor
trata la pregunta de los judíos con respecto a su superioridad sobre Abraham
y les responde valientemente: “Me preguntáis si soy mayor que Abraham. Os
respondo que soy Aquel por cuya venida y día de gloria se gozó Abraham
creyendo que habría de verlo. Más aún, llegó a verlo por fe y, cuando lo vio,
se gozó”.
Es difícil desentrañar el significado exacto de las palabras de este
versículo, aunque la idea general es clara e inequívoca. Está claro que
nuestro Señor quiere decir que Él es el Mesías prometido, la simiente de
Abraham, por el que serían benditas todas las generaciones de la Tierra y el
que hizo que Abraham “riera” de gozo cuando oyó de Él por vez primera
(Génesis 17:17).
a) Algunos —como la mayoría de los Padres y Reformadores— creen que
significa: “Abraham se gozó ante la perspectiva de ver, en un tiempo futuro,
mi día, el día del Mesías; y por fe pudo verlo en la lejanía”.
b) Otros —como Maldonado, Lampe, Stier y Blomfield— creen que
significa: “Abraham se gozó cuando se le dijo que habría de ver mi día; y de
hecho lo ha visto en el Paraíso y se ha alegrado allí, en el estado separación
al verlo”.
c) Otros —como Brown, Olshausen, Alford, Webster y Hengstenberg—
piensan que significa: “El gran deseo de Abraham y su gozosa expectativa
era ver mi día, y de hecho me vio cuando me aparecí ante él y hablé con él
en la Tierra”.
De estas tres interpretaciones, la primera es la que me parece más
probable y acorde con la historia de Abraham en Génesis. Debiéramos
observar con atención que nuestro Señor no dice que “Abraham ME vio”, sino
que “vio mi día”. Parece que la causa del gozo de Abraham fue que habría de
haber un Mesías, un Salvador: su simiente; y que vería su día: el día del
Señor, el triunfante día de la victoria absoluta del Mesías y la restitución de
todas las cosas. Vio este día por fe a lo lejos y se gozó ante su visión. No
parece que el propósito de nuestro Señor fuera decir a los judíos que
Abraham le hubiera visto, sino que Él era “la simiente”, el Mesías que se
había prometido a su padre Abraham. ¿Habían preguntado los judíos si Él era
mayor que Abraham? “¡Sí! —responde—. Lo soy. Soy el mismísimo Mesías
cuyo día Abraham se gozó de oír y que vio a lo lejos por fe. Si fuerais como
Abraham, os gozaríais de verme”.
Crisóstomo y Eutimio piensan que, en este versículo, “mi día” significa “el
día de la crucifixión”, que Abraham anticipó tipológicamente ofreciendo el
carnero en lugar de Isaac”. Comoquiera que sea, esta parece una
interpretación muy pobre y limitada.
Ruperto piensa que Abraham “vio el día de Cristo” cuando acogió a los
tres ángeles que vinieron a él.
Agustín piensa que puede hacer referencia a las dos venidas de Cristo: la
primera en humillación y la segunda en gloria.
V. 57: [Entonces le dijeron los judíos, etc.]. Está claro que los judíos
atribuyeron aquí un significado equivocado a las palabras de nuestro Señor y
pusieron en sus labios que Abraham le había visto y que Él había visto a
Abraham. Sin embargo, nuestro Señor solo había dicho: “Abraham vio mi
día”. Este es otro ejemplo de la tendencia que tenían a desfigurar sus
palabras.
Creo que cuando los judíos dijeron “aún no tienes cincuenta años”, solo
querían decir: “No eres siquiera un hombre maduro”. Los cincuenta años era
un punto de inflexión en la vida en el que se dispensaba a los levitas y
sacerdotes de proseguir en el servicio activo en el Tabernáculo (cf. Números
4:3). Pienso que se trata de una referencia a eso. En ese momento, nuestro
Señor tenía unos treinta y tres años, o treinta y cuatro a lo sumo. La idea de
Ireneo y Papías de que había cumplido los cincuenta cuando fue crucificado
es completamente absurda e infundada.
Algunos piensan que el semblante de nuestro Señor estaba tan
desfigurado y envejecido por causa del sufrimiento y las preocupaciones, que
parecía mucho mayor de lo que era en realidad, y de ahí que los judíos
pensaran que rondaba los cincuenta. Pero prefiero la primera tesis.
Piensa Eutimio que los judíos creían que nuestro Señor tenía cincuenta
años a causa de su gran sabiduría y experiencia. Comoquiera que sea, esta
idea resulta pobre e insostenible.
V. 58: [Jesús les dijo […]: Antes que Abraham fuese, yo soy]. Creo que, si
somos honrados, este famoso versículo no se puede interpretar más que de
una forma. Es una aseveración explícita de la eternidad de nuestro Señor. Su
existencia antes de toda la Creación. “Os declaro solemnemente que antes
que Abraham fuera y existiera, yo era, el gran YO SOY; el mismo ayer, hoy y
por siempre: el Dios eterno”. Considero que todos los intentos de eludir esta
explicación son tan absurdos que no merecen ser mencionados siquiera. El
que cree que estas palabras solo pueden significar “Yo soy el que se prometió
a Adán antes de que Abraham naciera” se aleja de todo razonamiento.
Debemos recordar que el nombre “YO SOY” es el mismísimo nombre con que
Dios se reveló a sí mismo a los judíos cuando les envió a Moisés: “Así dirás a
los hijos de Israel: YO SOY me envió a vosotros” (Éxodo 3:14).
Adviértase con atención la contundente prueba que tenemos aquí de la
preexistencia y la divinidad de nuestro Señor Jesucristo. Se aplica el
mismísimo nombre con el que Dios se dio a conocer cuando decidió redimir a
Israel. Fue “YO SOY” quien les sacó de Egipto. Fue “YO SOY” quien murió por
nosotros en la Cruz. Aquí vemos la asombrosa fortaleza de los cimientos
sobre los que descansa la esperanza del pecador. Al creer en Jesús nos
apoyamos en la divinidad, en alguien que es Dios además de hombre.
Debemos prestar particular atención a la diferencia entre los verbos
griegos aquí utilizados. En griego, “era” es completamente diferente de
“soy”. Es como si nuestro Señor dijera: “Antes que Abraham naciera, existo
de forma individual y eterna”.
Comenta Gregorio: “La divinidad no tiene pasado ni futuro, sino que está
en presente continuo; y, por tanto, Jesús no dice: Antes que Abraham fuese,
yo era, sino yo soy”.
V. 59: [Tomaron entonces piedras para arrojárselas]. Es claro que,
independientemente de lo que piensen los socinianos modernos, los judíos no
dudaron de lo que nuestro Señor había querido decir en el versículo anterior.
Vieron y supieron de inmediato que Aquel que les hablaba afirmaba
valientemente ser Jehová y alguien muchísimo mayor que Abraham, al ser
Dios mismo. No le creyeron y le consideraron, pues, un blasfemo que merecía
ser lapidado. En su ira y furia tomaron de inmediato piedras, que
posiblemente pertenecían a las reparaciones del Templo, con la intención de
apedrearle. Da la impresión de que todo el proceso se produjo atropellada y
desordenadamente, sin autorización previa y sin organizarse formalmente,
como sucedería posteriormente con la lapidación de Esteban (Hechos 7:58).
[Pero Jesús se escondió, etc.]. Creo que esta retirada solo puede
considerarse milagrosa. Parece sumamente improbable que nuestro Señor
pudiera “salir” y “atravesar por en medio” de una multitud enfurecida que
había estado observándole fijamente durante largo tiempo sin que le vieran y
detuvieran, a menos que se produjera una intervención milagrosa. Creo que
los ojos de sus enemigos fueron cegados y que no le reconocieron
momentáneamente, o que se hizo invisible transitoriamente por medio de su
propio poder supremo. Es lo mismo que había hecho en Nazaret en una
ocasión similar (cf. Lucas 4:30); y puesto que admitimos que nuestro Señor
podía obrar milagros según su voluntad, no parece haber motivos para
suponer que no obrara uno en esta ocasión.
Adviértase que los enemigos de nuestro Señor no pudieron hacerle nada
hasta que le llegó la hora de sufrir. Cuando fue apresado y llevado ante Pilato
y posteriormente crucificado, no fue porque no pudiera escapar, sino porque
no quiso. Podía haber hecho lo que hizo aquí.
Adviértase que no siempre nuestro deber y la obediencia a Dios es
quedarnos quietos, someternos al sufrimiento y morir. Puede que la voluntad
de Dios sea que “huyamos a otra ciudad” (Mateo 10:23). No siempre es
deber del siervo de Cristo correr hacia el martirio y entregar su vida cuando
puede salvarla. Parece que algunos mártires de la Iglesia primitiva lo
olvidaron.
Dice Agustín: “Jesús no se escondió en un rincón del Templo como si
tuviera miedo, ni se refugió en una casa o detrás de una columna o un muro;
sino que, por medio de su poder celestial, se volvió invisible a los ojos de sus
enemigos y atravesó por en medio de ellos”.
El argumento de Maldonado de que este versículo demuestra la
posibilidad de que Cristo esté presente de forma corporal en el pan de la
Cena del Señor es tan absurdo que no precisa refutación. No hay ninguna
prueba concluyente de que nuestro Señor se volviera realmente invisible en
esta situación. Es muy posible que “los ojos de ellos [fueran] velados, para
que no le conociesen” (Lucas 24:16). Si se hizo invisible, Maldonado va
demasiado lejos. El pan de la Cena del Señor se ve, y la Iglesia católica dice
que, tras la consagración, su sustancia cambia. Pero no es invisible.
Antes de concluir este extraordinario capítulo, no debemos dejar de
advertir las dificultades bajo las cuales se desarrolló el ministerio público de
nuestro Señor. Entre los versículos 12 y 59 asistimos a diez interrupciones,
contradicciones e insultos por parte de los enemigos de nuestro Señor. La
serena dignidad y la perfecta humildad de nuestro Señor ante toda esta
“contradicción de pecadores” debiera ser un ejemplo que sus discípulos no
olviden jamás.
Comenta Pascal sabiamente que, por medio de sus constantes
interrupciones y críticas injustificadas, tanto aquí como en otros pasajes, los
enemigos de nuestro Señor nos proporcionaron de forma involuntaria la
prueba más sólida de la veracidad de su enseñanza. Si las doctrinas de
nuestro Señor solo se hubieran ofrecido a una audiencia de discípulos
incondicionales y predispuestos a su favor, habrían llegado a nosotros con
menos peso. Pero, en lugar de eso, a menudo fueron proclamadas ante
enemigos enconados, escribas y fariseos eruditos, atentos a cualquier posible
fisura o defecto en sus razonamientos. El hecho de que los enemigos de
Cristo no pudieran responderle o silenciarle es una sólida prueba de que su
doctrina era la verdad de Dios. Procedía del Cielo, y no de los hombres.

Juan 9:1–12

El capítulo que ahora comenzamos documenta una de las pocas


grandes obras de Cristo de las que S. Juan deja constancia. Nos refiere
cómo nuestro Señor concedió la vista a un hombre que era “ciego de
nacimiento”. Aquí, como en otros pasajes de este Evangelio, se nos
narran las circunstancias del milagro con particular minuciosidad y
riqueza de detalles. También aquí, igual que en otras partes, hallamos
una historia rica en lecciones espirituales.
En primer lugar, observemos en este pasaje cuánto dolor ha
introducido el pecado en el mundo. Se nos presenta un caso penoso.
Se nos habla de un hombre que era “ciego de nacimiento”.
Difícilmente podemos imaginar una aflicción mayor. De todas las
cruces físicas que puede soportar un hombre sin que suponga su
muerte, quizá no haya ninguna tan terrible como la pérdida de la vista.
Nos priva de algunos de los mayores deleites de la vida. Nos encierra
en un pequeño mundo propio. Nos vuelve angustiosamente impotentes
y dependientes de los demás. De hecho, los hombres nunca valoran
plenamente la vista hasta que la pierden.
Ahora bien, la ceguera, como cualquier otra debilidad corporal, es
uno de los frutos del pecado. Sin duda, si Adán no hubiera caído, no
habría ciegos, sordos ni mudos. Los muchos males que aquejan a la
carne, los incontables dolores, enfermedades y defectos físicos que
podemos sufrir llegaron tras la maldición que cayó sobre la Tierra: “El
pecado entró en el mundo por un hombre, y por el pecado la muerte”
(Romanos 5:12).
Aprendamos a odiar el pecado con un odio piadoso como la raíz de
la mayoría de nuestras preocupaciones y penas. Luchemos contra él,
mortifiquémoslo, crucifiquémoslo y abominémoslo, tanto en nosotros
como en los demás. No puede haber prueba más clara de que el
hombre es una criatura caída que el hecho de que ame el pecado y le
guste practicarlo.
En segundo lugar, observemos en este pasaje la solemne lección
que nos da Cristo con respecto al aprovechamiento de las
oportunidades. Dice a los discípulos que le preguntan acerca del ciego:
“Me es necesario hacer las obras del que me envió, entre tanto que el
día dura; la noche viene, cuando nadie puede trabajar”.
Esta afirmación era particularmente cierta cuando se aplicaba a
nuestro Señor mismo. Sabía bien que su ministerio terrenal duraría tan
solo tres años y, por ello, redimió el tiempo diligentemente. No dejó
escapar ninguna oportunidad de hacer obras misericordiosas y
ocuparse en la obra de su Padre. Desempeñaba la obra que su Padre le
había dado mañana, tarde y noche. Su “comida [era hacer] la voluntad
del que [le] envió, y [acabar] su obra” (Juan 4:34). Toda su vida
respiraba un solo sentimiento: “Me es necesario hacer las obras […]; la
noche viene, cuando nadie puede trabajar”.
Todos los que profesan ser cristianos debieran recordar esta
afirmación. La duración del día es nuestra vida en la carne.
Asegurémonos de utilizarla bien, para la gloria de Dios y para el bien
de nuestras almas. Ocupémonos en nuestra salvación con temor y
temblor entre tanto que dura el día. No hay obra ni ocupación en el
sepulcro al que todos nos acercamos a toda prisa. Oremos, leamos,
santifiquemos el día de reposo, escuchemos la Palabra de Dios y
hagamos el bien a nuestra generación, como hombres que no olvidan
que “la noche viene”. Nuestro tiempo es muy breve. Nuestro día habrá
pasado pronto. Las oportunidades perdidas no se recuperan jamás. A
ningún hombre se le permite vivir por segunda vez. Resistamos, pues,
la pereza igual que resistiríamos al diablo. Pongamos todo nuestro
empeño en cada obra que se nos presente. “La noche viene, cuando
nadie puede trabajar”.
En tercer lugar, observemos en este pasaje los diferentes medios
que utilizó Cristo para obrar sus milagros en diversas ocasiones. Si lo
hubiera considerado oportuno, podría haber curado al ciego
meramente tocándole con el dedo o con la simple orden de su lengua.
Pero no se contentó con eso. Se nos dice que “escupió en tierra, e hizo
lodo con la saliva, y untó con el lodo los ojos del ciego”. Por supuesto,
todos estos medios carecían de cualquier poder curativo intrínseco.
Pero nuestro Señor se complació en utilizarlos guiado por sabios
motivos.
No debemos dudar que esto, como todos los actos de nuestro
Señor, contiene una lección instructiva. Bien podemos considerar que
nos enseña que nuestro Señor del Cielo y de la Tierra no se limitará a
utilizar únicamente ciertos instrumentos. Al otorgar bendiciones al
hombre, obrará a su manera y no permitirá que nadie le condicione.
Por encima de todo, debiera enseñar a los que han recibido algo de
manos de Cristo a no medir la experiencia de otros hombres según la
propia. ¿Nos ha curado Cristo y nos ha dado visión y vida? Demos
gracias a Dios por ello y seamos humildes. Pero cuidémonos de no
decir que no se ha curado a otro hombre a menos que se le haya dado
vida espiritual exactamente de la misma forma. La gran pregunta es:
“¿Han sido abiertos los ojos de nuestro entendimiento? ¿Vemos?
¿Tenemos vida espiritual?”. Bástenos con que se nos haya curado y
restaurado la salud. Si es así, debemos dejar la elección de los
instrumentos, medios y modos en manos del gran Médico, ya sean el
lodo, el tacto o una orden.
En último lugar, observemos en este pasaje la omnipotencia de
Cristo. Vemos cómo hace algo imposible. Sin la ayuda de medicina,
cura un caso incurable. De hecho, da la visión a alguien ciego de
nacimiento.
Un milagro semejante tiene el propósito de enseñarnos una vieja
verdad que nunca podremos conocer lo suficiente. Nos muestra que
Jesús, el Salvador de los pecadores, ha recibido toda “potestad […] en
el cielo y en la tierra”. Un mero hombre jamás podría haber llevado a
cabo semejantes obras. En la curación de este hombre vemos nada
menos que la mano de Dios.
Por encima de todo, un milagro así tiene el propósito de darnos
esperanza con respecto a nuestras propias almas y a las almas de los
demás. ¿Por qué desesperar de la salvación si tenemos semejante
Salvador? ¿Hay alguna enfermedad espiritual que no pueda curar?
Puede abrir los ojos a los más pecadores e ignorantes y hacerles ver
cosas que nunca han visto. Puede iluminar hasta el corazón más
entenebrecido y hacer desaparecer la ceguera y los prejuicios.
Ciertamente, si no nos salvamos, la culpa será completamente
nuestra. A la diestra de Dios hay Alguien que puede curarnos si
acudimos a Él. Tengamos cuidado, no sea que se digan de nosotros
esas solemnes palabras: “La luz vino al mundo, y los hombres amaron
más las tinieblas que la luz, porque sus obras eran malas”; “no queréis
venir a mí para que tengáis vida” (Juan 3:19; 5:40).

Notas: Juan 9:1–12


V. 1: [Al pasar Jesús]. La palabra griega que se traduce como “pasar” es
la misma que se traduce como “se fue” en el último versículo del capítulo
anterior. Esta repetición ha llevado a algunos a pensar que el milagro aquí
documentado se produjo inmediatamente después de los acontecimientos
del capítulo anterior, sin interrupción o lapso alguno, y que nuestro Señor vio
al hombre ciego cuando se marchaba del Templo tras el intento de lapidación
por parte de los judíos. Otros, sin embargo, piensan que tuvo que mediar un
intervalo de tiempo, en parte porque parece improbable que nuestro Señor y
sus discípulos pudieran apartarse tranquilamente de una turba enfurecida y
permanecer en las inmediaciones para atender a un ciego y en parte porque,
en el Evangelio según S. Juan, es habitual pasar de un acontecimiento a otro
sin que se detallen cambios de espacio o de tiempo. Así sucede en Juan 5:19;
6:25, 43, 59; 7:28–33. Comoquiera que sea, es una cuestión que carece de
importancia práctica.
Chemnitz sostiene con convicción que aquí se produce un intervalo de dos
meses y que nuestro Señor pasó ese tiempo visitando pueblos y ciudades de
Judea, tal como se relata en Lucas 13:22. Piensa que ocupó así los dos meses
posteriores a la fiesta de los Tabernáculos y que regresó a Jerusalén poco
antes de la fiesta de la Dedicación, en invierno. La principal objeción que se
puede plantear a esta teoría es que no es la conclusión natural que se extrae
del texto.
Por otro lado, Gualter, Ferus, Ecolampadio y Musculus sostienen que
existe un vínculo cercano e intencionado entre este capítulo y el que le
antecede. Piensan que nuestro Señor deseaba demostrar por medio de actos,
así como de palabras, que era la “luz del mundo” (Juan 8:14). Bucero dice:
“Este capítulo es un sermón con hechos que apoyan las palabras ‘Yo soy la
luz del mundo’ ”.
Con respecto al milagro que ocupa la totalidad de este capítulo, hay varias
circunstancias especiales dignas de atención: 1) Solo S. Juan lo relata. 2)
Como todos los milagros que aparecen en S. Juan, es descrito con gran
minuciosidad y riqueza de detalles. 3) Es uno de los cuatro milagros obrados
en Judea, o cerca de Jerusalén, que se mencionen en S. Juan. El Evangelista
documenta ocho milagros en total; cuatro en Galilea: la transformación del
agua en vino, la curación del hijo del noble, la alimentación de la multitud y
Jesús andando sobre las aguas (capítulos 2, 4 y 6) y cuatro en Judea: la
purificación del Templo, la curación del paralítico, la restauración de la vista
al ciego y la resurrección de Lázaro (capítulos 2, 5, 6 y 9). 4) Es uno de esos
milagros que se había inculcado a los judíos que esperaran en tiempos del
Mesías: “Los ojos de los ciegos verán en medio de la oscuridad y de las
tinieblas” (Isaías 29:18). 5) Es una de las señales de la llegada del Mesías que
Jesús dio a conocer a Juan el Bautista de forma particular: “Los ciegos ven”
(Mateo 11:5). 6) Fue un milagro que se obró en un lugar tan público y en un
hombre tan conocido que era imposible que los judíos lo negaran.
Quizá huelgue pedir a cualquier cristiano bien instruido que advierta el
carácter singularmente instructivo y típico de cada uno de los ocho milagros
para los que se inspiró a S. Juan a fin de que dejara constancia de ellos. Cada
uno es un claro retrato de cosas espirituales.
Observa Hengstenberg que tres de los cuatro grandes milagros que obró
Cristo en Judea corresponden exactamente a las tres clases de obras que se
mencionan en Mateo 11:5: “Los ciegos ven, los cojos andan, los leprosos son
limpiados […], los muertos son resucitados” (Juan 5, 9 y 11).
[Vio a un hombre ciego de nacimiento]. Probablemente aquel hombre
estuviera sentado junto a la entrada del Templo para llamar la atención de los
adoradores que entraban y salían, como hacía el hombre del que se habla en
Hechos 3:2. Naturalmente, la ceguera le hacía depender de la caridad. La ley
judía especifica que los ciegos merecen particular atención (cf. Levítico
19:14; Deuteronomio 27:18). Por supuesto, conceder la vista a alguien que no
la había perdido por una enfermedad o un accidente, sino que jamás había
visto en absoluto, era un milagro tremendo.
Adviértase que nuestro Señor “vio” al ciego y le curó por su libre albedrío,
sin que nadie se lo pidiera e inesperadamente. Como en el caso del paralítico
(cf. Juan 5:6), no esperó a que se lo pidieran, sino que fue Él quien dio el
primer paso. No obstante, adviértase también que, si aquel hombre no
hubiera estado en su camino, nuestro Señor no le habría visto.
Observa Crisóstomo que, cuando los judíos “no quisieron aceptar las
palabras de nuestro Señor e intentaron matarle, salió del Templo y curó al
ciego, aplacando su furia por medio de su ausencia y luego, por medio de un
milagro, los ablandó y demostró su amor. Y queda claro que llevó a cabo esta
obra de forma intencionada al abandonar el Templo, puesto que fue Él quien
vio al ciego y no el ciego quien acudió a Él”.
Observa Gualter que este pasaje nos muestra cómo la mirada de nuestro
Señor está en todas partes y cómo ve a su propio pueblo aun cuando no está
pensando en Él.
Alford piensa que es posible que el ciego proclamara constantemente su
ceguera de nacimiento a fin de inspirar compasión.
Burgon comenta: “Se documentan más milagros de nuestro Señor
relacionados con la ceguera que con ninguna otra afección humana. Se
presenta el caso de un sordomudo que recupera el habla y el oído; se
menciona de forma especial un caso de parálisis y otro de hidropesía; la
palabra de nuestro Señor curó la lepra en dos ocasiones y la fiebre en otras
dos; resucitó muertos en tres ocasiones; pero las curaciones de ceguera que
se documentan ascienden a cuatro, si es que no son cinco los casos” (cf.
Mateo 12:22). Da la impresión de que Isaías vaticina la recuperación de la
vista por parte de los ciegos como un “acto misericordioso particularmente
simbólico representativo de los tiempos del Mesías” (Isaías 29:18; 32:3; 35:5;
42:7).
V. 2: [Y le preguntaron sus discípulos]. Esta expresión parece mostrar que
nuestro Señor iba acompañado por sus seguidores habituales y da pábulo a
la idea de que hubo alguna clase de intervalo o de pausa entre el comienzo
de este capítulo y el final del anterior. Aunque gracias a su poder divino podía
esconderse y atravesar por entre sus enemigos, no es demasiado razonable
suponer que, en el plazo de unos pocos minutos, volviera a estar rodeado de
sus discípulos. Pero, por supuesto, es posible.
[Rabí, ¿quién pecó, éste o sus padres […] nacido ciego?]. Esta curiosa
pregunta ha dado pie a gran número de polémicas ociosas. Se suele
preguntar: ¿Por qué dijeron eso los discípulos? ¿Qué despertó esa pregunta
en sus mentes?
a) Algunos piensan que los judíos se habían imbuido del extendido
concepto oriental de la preexistencia y trasmigración de las almas de un
cuerpo a otro y que los discípulos supusieron que en una existencia anterior
debía de haber cometido algún terrible pecado que ahora recibía su castigo.
b) Algunos piensan que la pregunta hace referencia a una extraña idea
vigente entre los judíos de que los niños pueden pecar antes de nacer. Para
defender esta tesis recurren a Génesis 25:22 y Génesis 38:28–29.
c) La idea más probable es que la pregunta surgiera de una aplicación
equivocada de pasajes de la Escritura como el segundo mandamiento, donde
Dios habla de “[visitar] la maldad de los padres sobre los hijos” (Éxodo 20:5),
y de un olvido de Ezequiel 18:20, etc. Pocas ideas parecen gozar de una
acogida tan natural como la de que los sufrimientos corporales y toda
aflicción son resultado directo del pecado y que una persona enferma o
afligida tiene que ser por fuerza mala. Esa era precisamente la miope
mentalidad de los tres amigos de Job cuando le visitaron y a la que Job se
opuso. Eso fue lo que creyó el pueblo en Malta cuando Pablo sufrió la
mordedura de una víbora después del naufragio: “Este hombre es homicida”
(Hechos 28:4). Ese parece haber sido el trasfondo de la pregunta de los
discípulos: “Hay sufrimiento, luego ha tenido que haber pecado. ¿Quién es el
que pecó?”.
Crisóstomo piensa que los discípulos recordaron las palabras de nuestro
Señor al paralítico a quien había curado: “Has sido sanado; no peques más”
(5:14) y ahora preguntaban a qué pecado se podía achacar la ceguera de
aquel hombre. Comoquiera que sea, esto parece bastante improbable, dado
el tiempo transcurrido entre ambos milagros.
Observa Hengstenberg que la falacia de suponer que algunos pecados en
concreto conllevan ciertas afecciones específicas “halaga a los espíritus
simples y vulgares por su sencillez y por lo tangible que es. Tiene la ventaja
de hacer innecesario llorar con los que lloran. Ahorra al hombre la obligación
de golpearse el pecho y decir: ‘Dios, sé propicio a mí, pecador’, al ver a los
que sufren grandes aflicciones. Proporciona al hombre natural la cómoda
sensación de que es mucho mejor que el que sufre, puesto que es más
afortunado”.
Remito a los que deseen profundizar en esta cuestión a Gomar, el gran
teólogo holandés, que la analiza a fondo.
V. 3: [Respondió Jesús: No es que pecó […] padres, etc.]. Esta primera
parte de la respuesta de nuestro Señor es elíptica. Por supuesto, debemos
descubrir el sentido por medio del contexto. Nuestro Señor no quería decir
que el ciego y sus padres no hubieran cometido pecado alguno en absoluto,
sino que su ceguera no estaba motivada por un pecado en especial. Nuestro
Señor tampoco quiso decir que los pecados de los padres no pudieran
acarrear enfermedades a los hijos, sino que, de cualquier forma, el caso que
tenía ante sí no era de esa índole. Por supuesto, su deseo no era que
olvidáramos que el pecado es la gran causa esencial de todos los males de
este mundo.
[Sino […] obras de Dios se manifiesten en él]. El significado de esto es que
Dios permitió y dirigió la ceguera de aquel hombre a fin de manifestar a los
hombres sus obras de misericordia por medio de su curación. Dios no
permitió y dispuso su ceguera porque fuera particularmente malo, sino a fin
de hacerle objeto de una demostración de la misericordia y el poder divinos.
Estas palabras encierran un principio profundo e instructivo. Sin duda,
arrojan cierta luz sobre esa gran cuestión: el origen del mal. Dios ha
considerado oportuno permitir la existencia del mal a fin de tener una
plataforma para mostrar su misericordia, gracia y compasión. Si el hombre no
hubiera caído jamás, no habría habido posibilidad de demostrar la
misericordia divina. Pero, al permitir el mal, por misterioso que parezca, se
han manifestado de forma maravillosa a todas sus criaturas sus obras de
gracia, misericordia y sabiduría en la salvación de los pecadores. La
redención de la Iglesia de los pecadores elegidos es el medio para que “la
multiforme sabiduría de Dios sea ahora dada a conocer […] a los principados
y potestades” (Efesios 3:10). Sin la Caída, jamás habríamos conocido la Cruz
y el Evangelio.
Con respecto a este versículo, Melanchton ofrece no menos de diez
razones para que Dios permita que la Iglesia sufra el mal que son un buen
motivo de reflexión. Brentano y Chemnitz también dicen cosas muy
acertadas acerca de ese mismo asunto.
Comenta Bucero que este versículo debiera enseñarnos a soportar las
enfermedades con paciencia y buen talante, puesto que todo lo que nos
sucede contribuye a la gloria de Dios de un modo u otro.
Comenta Gualter que aun hombres malvados como el Faraón están al
servicio de la gloria de Dios (cf. Romanos 9:17), y mucho más las
enfermedades y aflicciones de los hombres.
Señala Ecolampadio que Dios no permite que suceda nada sin una buena
causa o razón.
Observa Henry: “A menudo, la intención de la Providencia no se hace
manifiesta hasta mucho después del acontecimiento, quizá muchos años
después. En ocasiones, las frases del libro de la Providencia son largas y es
preciso leer bastante de ellas para poder comprender su significado”.
Con respecto a este texto, Jones de Nayland señala: “La mejor forma de
responder a la gran pregunta del origen del mal es considerar su resultado:
‘¿Qué bien produce?’. De ese modo, la cuestión se torna clara y útil. ¿Por qué
nació ciego ese hombre? Para que las obras de Dios se manifestaran y Cristo
pudiera curarle. ¿Por qué cayó el hombre? Para que Dios pudiera salvarle.
¿Por qué se permite el mal en el mundo? Para que Dios sea glorificado al
eliminarlo. ¿Por qué muere el cuerpo del hombre? Para que Dios pueda
resucitarlo. Cuando pensamos de esa forma, hallamos luz, seguridad y
consuelo. Ante nosotros tenemos un ejemplo memorable de ello”.
Comenta Barnes que “aquellos que sufren ceguera, sordera o cualquier
deformidad debieran mostrarse sumisos ante Dios. Así lo ha decidido y es lo
correcto y lo mejor. Dios no se equivoca, y cuando todas sus obras sean
manifiestas, el Universo verá y sabrá que es justo”.
V. 4: [Me es necesario hacer las obras, etc.]. Parece que el nexo entre
este versículo y el anterior es el término “obras”. Es como si nuestro Señor
dijera: “Curar al ciego es una de las grandes ‘obras’ para las que Dios me ha
nombrado y que debo hacer mientras dure el ‘día’ o el corto período de mi
ministerio. Mi Padre dispuso esta ceguera a fin de que sirviera como medio
para demostrar mi poder divino”.
Es probable que debamos interpretar “entre tanto que el día dura” y “la
noche viene” como expresiones especialmente referidas al ministerio terrenal
de nuestro Señor. En términos relativos, mientras estaba con sus discípulos
hablando, enseñado y haciendo milagros, era de “día”. Su pequeña Iglesia
estaba bañada por la luz del día de su presencia divina, y vio y aprendió
innumerables cosas maravillosas. Cuando ascendió a lo alto, se hizo
relativamente de “noche”. Así como “nadie puede trabajar” cuando es de
noche, cuando Cristo abandonó el mundo ya no se ofreció la prueba visible
de su misión divina que los discípulos habían visto y disfrutado durante tanto
tiempo. Se comprobaría el dicho proverbial de que “nadie puede trabajar
cuando es de noche”.
Debemos recordar cuidadosamente los límites de la aplicación de esta
figura. Por supuesto, nuestro Señor no quiso decir que, tras su ascensión, la
Iglesia no disfrutaría de mucha más luz que antes de su llegada; ni tampoco
que, tras el día de Pentecostés, los discípulos no verían muchas verdades de
manera más clara aún que cuando Cristo estuvo entre ellos. Pero en este
lugar, las palabras “día y noche” hacen especial referencia a la presencia
corporal de nuestro Señor con su Iglesia. Mientras estuviera visible sería de
“día”. Cuando les dejara sería de “noche”. Es bueno recordar que S. Pablo
utiliza estas mismas imágenes cuando compara el tiempo presente con el
venidero, en la Segunda Venida. Dice: “La noche está avanzada, y se acerca
el día” (Romanos 13:12). Ahí, la noche representa la ausencia corporal de
Cristo y el día su presencia corporal.
Señala Melanchton el ejemplo que supone Cristo aquí para los cristianos.
El odio, la oposición y la persecución del mundo y los defectos y flaquezas de
los cristianos profesantes no deben ser fuente de desánimo. Debemos seguir
obrando como hizo nuestro Señor.
Observa Calvino: “De estas palabras podemos deducir el principio
universal de que, para todo hombre, el transcurso de su vida puede ser
considerado su día”.
Beza y otros piensan que aquí nuestro Señor tenía en mente
principalmente una profecía de la pérdida de luz y de privilegios de los judíos,
además del principio general de que todos los hombres deben trabajar
durante el día, y no de noche.
V. 5: [Entre tanto que estoy en el mundo, etc.]. Este versículo parece una
aseveración general del propósito de la venida de nuestro Señor al mundo y
su posición durante su estancia en Él: “He venido al mundo para ser su Sol y
su Guía espiritual y para liberar a los hombres de las tinieblas naturales en
que viven, y mientras esté en el mundo deseo ser su Luz en el sentido más
pleno, el Libertador de las almas de los hombres y el Médico de sus cuerpos”.
Cocceius indica que, con estas palabras, nuestro Señor hacía referencia al
hecho de que iba a llevar a cabo una obra en el día de reposo y que los judíos
lo censurarían como un quebrantamiento de ese día. En previsión de ello,
defiende lo que va a hacer recordando a sus discípulos que, durante el breve
período de su estancia en la Tierra, debía aprovechar cada oportunidad de
hacer el bien que se le presentara.
Observa Alford que, igual que Jesús dijo antes de resucitar a Lázaro: “Yo
soy la resurrección y la vida” (Juan 11:25), aquí, antes de conceder la vista a
un ciego, dijo: “Luz soy del mundo”.
V. 6: [Dicho esto, escupió […] lodo […] ciego]. Vemos este acto de nuestro
Señor en otras dos ocasiones; una cuando curó a un sordomudo (Marcos
7:33) y otra cuando curó a un ciego (Marcos 8:23). Comoquiera que sea, la
preparación del “lodo” está bastante asociada a este milagro. No podemos
saber por qué nuestro Señor recurrió a este acto. Por supuesto, ni la saliva ni
el lodo confeccionado con la saliva tenían alguna clase de virtud que pudiera
curar a un ciego de nacimiento. ¿Por qué, pues, utilizó Jesús este medio? ¿Por
qué no curó al hombre con una palabra o por medio del tacto?
La única respuesta que se puede dar a esas preguntas es que, a través de
su forma de actuar en este caso, deseaba enseñarnos que no está limitado a
ninguna forma de hacer el bien en concreto y que podemos esperar verle
utilizar diversos métodos para tratar las almas y los cuerpos. ¿No es posible
también que deseara enseñarnos que puede utilizar, cuando así lo considera
oportuno, cosas materiales con una eficacia que no les es consustancial? No
debemos despreciar el bautismo y la Cena del Señor porque el agua, el pan o
el vino sean elementos materiales. No cabe duda que para muchos de los
que los utilizan no son más que cosas materiales y jamás les hacen el más
mínimo bien. Pero, para los que utilizan los sacramentos de forma correcta,
digna y con fe, Cristo puede convertir el agua, el pan y el vino en
instrumentos que sirvan para hacer un bien real. Sin duda, el que se
complació en utilizar polvo para curar a un ciego, bien puede utilizar cosas
materiales en sus ordenanzas si lo considera oportuno. Si bien no se debe
tratar el agua del bautismo y el pan y el vino de la Comunión como ídolos,
tampoco debemos tratarlos con irreverencia y desprecio. Por supuesto, no fue
el lodo sino la palabra y el poder de Cristo lo que curó al ciego. Pero, en
cualquier caso, se utilizó lodo. Igualmente, la serpiente de bronce no tenía
ningún poder medicinal intrínseco para curar a los israelitas que había sido
mordidos. Pero sin ella no se curaban.
Algunos consideran significativa la elección de lodo para untar los ojos del
ciego y creen que quizá haga referencia a la formación original del hombre a
partir del polvo de la tierra. El que formó al hombre con todas sus facultades
a partir del polvo podía restaurar con facilidad aquellas facultades que se
hubieran perdido, aun la propia vista, si lo consideraba oportuno. El que curó
esos ojos ciegos con lodo era el mismo ser que formó al hombre
originalmente a partir del polvo de la tierra.
Ecolampadio piensa que la saliva simbolizaba la divinidad de Cristo y el lodo
su humanidad, y que la unión de ambos representaba la unión de las dos
naturalezas en la persona de Cristo que proporcionó el remedio para un
mundo enfermo. Esto es, cuando menos, fantasioso.
Barradio indica que nuestro Señor llegó a formar unos ojos nuevos para
aquel hombre, igual que al principio formó el cuerpo del hombre a partir del
polvo. Comoquiera que sea, esto parece innecesariamente aventurado.
Poole piensa que nuestro Señor utilizó saliva para formar lodo
simplemente porque no había agua a mano para prepararlo.
Observa Wordsworth que la forma en que Cristo obró el milagro fue una
muestra de “deferencia a los judíos. Verían el lodo en sus ojos y cómo iba a
Siloé”.
También observa: “Dios gusta de hacer sus mayores obras a través de
medios que, en circunstancias normales, ocasionarían exactamente el efecto
contrario. Dios aplaca el mar con arena. Dios limpia el aire por medio de
tormentas. Dios calienta la tierra con nieve. Igualmente sucede en el mundo
de la gracia. En el desierto no extrae agua de la tierra, sino de una peña.
Cura la mordedura de las serpientes ardientes por medio de una serpiente de
bronce. Echa abajo la muralla de Jericó por medio del sonido de cuernos.
Mata a 1000 hombres con una quijada de asno. Hace potable el agua salada
por medio de sal. Vence a un gigante con una honda y una piedra. Y así obra
el Hijo de Dios en el Evangelio. Cura al ciego por medio de algo que en
apariencia solo parecía apropiado para acrecentar su ceguera: untando sus
ojos con lodo. Nos exalta hasta el Cielo por medio de la piedra de tropiezo de
la Cruz”.
V. 7: [Y le dijo: Ve a lavarte […] Siloé]. Las instrucciones que se dan aquí
al ciego recordarían a cualquier judío piadoso las que dio Eliseo a Naamán:
“Ve y lávate siete veces en el Jordán” (2 Reyes 5:10). El agua de este
estanque no tenía mayor poder curativo que cualquier otra. Pero la orden
ponía a prueba su fe, y al obedecerla el ciego vio cumplidos sus deseos. Es el
gran principio que vemos por toda la Escritura: “Cree y obedece, y todo irá
bien”.
El estanque de Siloé era un renombrado depósito artificial que se
encontraba en un valle junto a Jerusalén y destacaba por su suministro de
agua procedente de un manantial intermitente. Hoy día existe uno con el
mismo nombre y no hay motivos para pensar que no se trate del mismo
estanque que hace 1800 años. Se menciona por vez primera en Nehemías
3:15 y después en Isaías 8:6.
Lightfoot asevera que el estanque de Betesda y el de Siloé eran
abastecidos por el mismo manantial.
[(Que traducido es, Enviado)]. Esta frase es innegablemente difícil. Se
pregunta con razón: ¿Por qué introduce aquí S. Juan esta explicación
parentética? ¿Por qué se nos dice específicamente que la palabra Siloé
significa enviado, o el que fue enviado? Parece que la respuesta más
probable es que el nombre de la fuente tenía la intención de hacer que el
ciego pensara en el Mesías, a quien Dios había “enviado”. Todos los judíos
piadosos comprenderían que la expresión “el que Dios envió”, que tan
frecuentemente aparece en el Evangelio según S. Juan, apuntaba al Mesías.
Así, pues, cuando Jesús dijo “ve a lavarte en el estanque de Siloé”, el nombre
de ese estanque en particular sería una indicación velada de que Aquel que
se lo ordenaba era el Enviado de Dios, el gran Médico de todas las
enfermedades. Una vez explicado, el paréntesis de S. Juan significaría: “Era
particularmente oportuno y adecuado que Jesús nombrara este estanque. Era
oportuno que “el que Dios envió” obrara un milagro en el estanque llamado
‘Enviado’ ”. Esa es la interpretación de Agustín y de Crisóstomo.
Es imposible alejar la sensación de que la frase parece insertada por algún
ignorante copista primitivo que deseaba demostrar sus conocimientos
etimológicos y quizá lo encontró en alguna copia antigua en forma de glosa al
margen. La versión siríaca y la persa no contienen esta frase. No obstante, es
cierto que está presente en la mayoría de manuscritos y versiones.
Hutcheson piensa que Juan introdujo la frase sin otro fin que recordar a los
lectores que esta fuente era un don especial “enviado” por Dios a las colinas
junto a Jerusalén para beneficio de los judíos.
Dice Hengstenberg: “Así como Jesús se presenta a sí mismo y a su Iglesia
como el verdadero estanque de Betesda en el capítulo 5, igualmente, aquí se
presenta como el verdadero Enviado, o Siloé: Fuente de bendiciones.
[Fue entonces, y se lavó, y regresó viendo]. Probablemente, como a
menudo sucede entre las personas ciegas de nacimiento, el ciego fuera
capaz de desenvolverse por Jerusalén sin problemas, y es probable que el
camino desde la entrada del Templo hasta el estanque de Siloé estuviera
bastante transitado. Su fe y obediencia incondicionales contrastan
favorablemente con la conducta de Naamán cuando se le pidió que fuera a
lavarse al Jordán (cf. 2 Reyes 5:14). “Regresó” significa o bien “a su hogar” o
simplemente “regresó a la entrada del Templo”. Parece que el milagro se
produjo en el acto de lavarse en el estanque de Siloé.
Recordemos que la conducta del ciego tiene el propósito de servir como
patrón para nosotros. No dudó ante la orden de Cristo, sino que simplemente
obedeció y al obedecer fue curado. Debemos hacer lo mismo.
Melanchton piensa que es probable que una multitud de espectadores
curiosos y burlones acompañara al hombre al estanque de Siloé para
comprobar el resultado de la indicación de nuestro Señor.
Señala Scott que no es desdeñable el hecho de que la visión fuera
inmediata. Hoy día, cuando las personas recuperan la vista después de una
operación quirúrgica, hace falta bastante tiempo para aprender a utilizar este
sentido recién adquirido.
V. 8: [Entonces los vecinos]. Esto parece confirmar que “regresó” a su
propia casa tan pronto como fue curado de su ceguera. Naturalmente, esta
palabra hace referencia a las personas que vivían cerca de él.
[Y los que antes le habían visto […] ciego]. La expresión incluye a todas
las personas de Jerusalén que conocían al ciego de vista, aunque no vivieran
cerca de él, que le habían visto a menudo cerca de la entrada y les era
familiar. Por regla general, en las grandes ciudades suele haber mendigos
ciegos en las vías públicas más importantes y en las inmediaciones de los
principales edificios públicos a quienes todos los habitantes conocen bien de
vista. Un ciego siempre se hace notar a causa de su forma de caminar lenta,
vacilante e incierta.
[¿No es éste el que se sentaba y mendigaba?]. La pregunta parece dejar
claro que este ciego era uno de los más pobres y humildes de Jerusalén.
Nadie es tan susceptible de acabar en la pobreza y depender de la caridad
como los ciegos que, obviamente, no pueden trabajar para ganarse el
sustento.
V. 9: [Unos decían: Él es]. Probablemente esa fuese la aseveración de sus
vecinos, que eran los que mejor le conocían.
[Y otros: A él se parece]. Probablemente eso lo dirían los que vivían en
Jerusalén y conocían al ciego de vista aunque no vivieran cerca de él, y que
no estaban tan familiarizados con su aspecto. Si duda, la diferencia entre el
aspecto y el comportamiento del hombre antes y después de su curación
milagrosa no debió de ser pequeña. Se puede entender que a algunos les
costara reconocerle. Comenta Agustín: “Los ojos abiertos habían cambiado su
aspecto”. Observa Musculus qué gran parte de nuestra expresividad facial
depende de los ojos.
[El decía: Yo soy]. Esta fue la afirmación del hombre cuando oyó a la gente
dudar de su identidad y los vio mirarle con incertidumbre. “Os aseguro —dice
— que soy el que acostumbraba a sentarse a mendigar junto a la entrada del
Templo”.
V. 10: [Y le dijeron, etc.]. Parece que los que plantearon esta pregunta
fueron los que rodeaban al ciego cuando regresó del estanque de Siloé tras
recibir la vista. Algunos eran sus vecinos y otros eran pobladores de
Jerusalén, atraídos por el milagro. Naturalmente, esta pregunta sería la
primera suscitada por una curación tan maravillosa como esta.
V. 11: [Respondió él y dijo, etc.]. Este versículo es una simple relación de
los hechos de la curación. No se menciona cómo sabía el ciego que el nombre
de nuestro Señor era “Jesús”. No es improbable que algunos de los que se
encontraban junto a él cuando nuestro Señor le dijo que fuera al estanque de
Siloé le hicieran saber que ese hombre era Jesús de Nazaret, la persona cuya
predicación estaba ocasionando tal conmoción en Jerusalén. Es indudable
que por aquella época todos los habitantes de Jerusalén conocían a nuestro
Señor. Sin embargo, no hay ninguna prueba de que el mendigo le reconociera
más que como “un hombre llamado Jesús”. Es digna de atención la exactitud
con que relata todos los acontecimientos de su curación: “Primero me puso
lodo en los ojos; luego me pidió que fuera y me lavara en el estanque de
Siloé. Fui y me curé”.
V. 12: [Entonces […] ¿Dónde está él? […] No sé]. El deseo de ver al que
había obrado un milagro tan maravilloso era algo natural, pero la pregunta
“¿dónde esta él?” es probable que se hiciera con intenciones maliciosas. Los
que preguntaron deseaban poner sus manos sobre Jesús y llevarle ante las
autoridades. Sin duda, la respuesta del hombre parece mostrar que no
regresó al lugar donde se sentaba y pedía, sino a su casa. De haber
regresado a la entrada del Templo, habría respondido que Jesús había estado
allí poco antes y que probablemente se encontraría en las inmediaciones.
Eran incapaces de entender que nuestro Señor eludiera la notoriedad pública
en lugar de buscarla.

Juan 9:13–25

Este versículo nos muestra lo poco que entendían los judíos de


tiempos de nuestro Señor cuál era la utilización correcta del día de
reposo. Leemos que algunos fariseos consideraron incorrecto que se
curara milagrosamente a un hombre en el día de reposo. Dijeron: “Ese
hombre no procede de Dios, porque no guarda el día de reposo”. Era
manifiesto que se había hecho una buena obra para ayudar a un pobre
incapacitado. Se había eliminado una grave dolencia corporal. Se había
llevado a cabo una tremenda obra misericordiosa. Pero los enemigos
de Cristo, ciegos de corazón, eran incapaces de percibir belleza alguna
en ese acto. ¡Lo consideraron un quebrantamiento del cuarto
mandamiento!
Aquellos que presumían de sabios malinterpretaban por completo la
función del día de reposo. No veían que fue hecho “para el hombre” y
para el bien de su cuerpo, mente y alma. No cabe duda que era un día
que se debía diferenciar de los demás y que era preciso santificarlo
cuidadosamente y guardarlo. Pero esa santificación nunca tuvo el
propósito de excluir las obras de misericordia y necesarias. Curar a un
hombre enfermo no era quebrantar el día de reposo. Lo único que
hacían los judíos al censurar el acto de nuestro Señor era demostrar el
desconocimiento de su propia Ley. Habían olvidado que tan grande es
el pecado de añadir a un mandamiento como el de sustraerle.
Aquí, como en otros pasajes, debemos asegurarnos de no atribuir
un significado equivocado a la conducta de nuestro Señor. No debemos
pensar ni por un momento que el día de reposo ya no sea vinculante
para los cristianos y que el cuarto mandamiento no tenga nada que ver
con ellos. Esa es una gran equivocación y fuente de grandes males.
Jamás se ha revocado ni desechado ninguno de los Diez
Mandamientos. Nuestro Señor no quiso jamás que el día de reposo se
convirtiera en un día de ocio o en un día de trabajo o para dedicarlo a
viajar o a holgazanear. Quería que se “santificara” mientras el mundo
siga en pie. Una cosa es dedicar el día de reposo a obras de
misericordia, a ministrar a los enfermos y hacer el bien a los que
sufren. Otra muy distinta es pasarlo haciendo visitas sociales,
preparando banquetes y dedicándolo al placer. Independientemente de
lo que digan los hombres, la forma que tengamos de utilizar el día de
reposo es una prueba directa del estado de nuestra religiosidad. A
través del día de reposo se puede saber si tenemos comunión con
Dios. A través del día de reposo se puede saber si estamos preparados
para el Cielo. En resumen, a través del día de reposo quedan al
descubierto los secretos de muchos corazones. Hay demasiadas
personas de las que podemos decir con tristeza: “No son hombres de
Dios, porque no guardan el día de reposo”.
En segundo lugar, estos versículos nos muestran los terribles
extremos a los que pueden llevar en ocasiones los prejuicios a los
hombres malvados. Leemos que “los judíos ya habían acordado que si
alguno confesaba que Jesús era el Mesías, fuera expulsado de la
sinagoga”. Tenían la determinación de no creer. Habían resuelto que
ninguna evidencia les haría cambiar de idea y que su voluntad no se
vería alterada por prueba alguna. Eran como hombres que cerraban los
ojos, se los vendaban y se negaban a que se les desatara la venda.
Igual que posteriormente harían oídos sordos a la predicación de
Esteban y se negarían a escuchar la apología de Pablo, esa fue ya su
conducta en este período del ministerio de nuestro Señor.
De todos los estados mentales en que pueden caer los inconversos,
este es sin duda el más peligroso para el alma. Por muy ignorante que
sea una persona, mientras tenga una mentalidad ecuánime, honrada y
abierta, siempre le quedará alguna esperanza. Quizá se encuentre en
tinieblas por el momento, ¿pero desea seguir la luz si se le muestra?
Quizá ande por el camino ancho con todas sus ganas, ¿pero está
dispuesto a escuchar a quien le muestre un camino más excelente? En
pocas palabras, ¿está dispuesto a que le enseñen como un niño y
carece de prejuicios? Si estas preguntas se pueden responder
afirmativamente, no debemos desesperar del alma de ese hombre.
La mentalidad a la que debiéramos aspirar es la de aquellos nobles
de Berea. Cuando oyeron predicar al apóstol Pablo, le escucharon con
atención. Recibieron la Palabra “con toda solicitud”. “[Escudriñaron] las
Escrituras” y contrastaron lo que oían con la Palabra de Dios. “Así que
—se nos dice— creyeron muchos de ellos”. ¡Afortunados los que hacen
lo mismo! (Hechos 12:11–12).
En último lugar, estos versículos nos muestran que nada convence
a un hombre tan profundamente como sus propios sentidos y
sentimientos. Leemos que los judíos incrédulos intentaron persuadir en
vano al ciego al que Jesús había curado de que no se había hecho nada
por él. Solo pudieron sacarle una respuesta clara y sencilla: “Una cosa
sé, que habiendo yo sido ciego, ahora veo”. No aspiraba a explicar
cómo se había obrado el milagro. No presumía de saber si el que le
había curado era pecador o no. Pero sostenía convencido que algo le
habían hecho. No se podía argumentar contra lo que percibían sus
sentidos. Independientemente de lo que pensaran los judíos, era
consciente de dos hechos claros: Antes era ciego y ahora veía”.
No existe evidencia más clara que esta con respecto al corazón de
un verdadero cristiano. Quizá su conocimiento sea escaso. Quizá su fe
sea débil. Quizá sus ideas doctrinales sean confusas y equívocas por el
momento. Pero si Cristo ha llevado a cabo de verdad una obra de
gracia en su corazón por medio de su Espíritu, siente algo irreprimible
en su interior: “Estaba en tinieblas y ahora tengo luz. Temía a Dios y
ahora le amo. Me gustaba el pecado y ahora lo odio. Era ciego y ahora
veo”. No descansemos jamás hasta conocer y sentir en nuestro interior
algo de la verdadera obra del Espíritu Santo. No nos conformemos con
el nombre y las formas del cristianismo. Deseemos conocerlo
experimentalmente. No cabe duda que los sentimientos son engañosos
y que no lo son todo en la religión. Pero no sentir nada con respecto a
las cuestiones espirituales es una pésima señal. El que tiene hambre
come y se fortalece; el que tiene sed bebe y se refresca. Ciertamente,
el que tiene la gracia de Dios en su interior debiera poder decir:
“Siento su poder”.

Notas: Juan 9:13–25


V. 13: [Llevaron ante los fariseos al […] ciego]. Parece que los primeros
que se implicaron en esto fueron los vecinos del ciego. Creyeron que un
acontecimiento tan maravilloso y repentino como esta curación merecía ser
investigado.
A juzgar por el contexto, los “fariseos” de este pasaje debieron de ser el
gran concilio, o Sanedrín, del pueblo judío, el mismo grupo ante el que
nuestro Señor hizo su apología en el capítulo 5 de este Evangelio. De otra
manera, difícilmente podemos imaginar que ningún otro grupo de Jerusalén
pudiera “excomulgar” a un hombre (cf. versículo 34).
¡Observa Whitby que la providencia de Dios dispuso las cosas de forma
tan maravillosa que un pobre ciego avergonzó y silenció a los fariseos!
V. 14: [Y era día de reposo]. Parece que el Evangelista lo menciona de
forma parentética por dos razones:
a) Demostraba la constante disposición de nuestro Señor a hacer obras de
misericordia en el día de reposo.
b) Explica la aguda enemistad de los judíos contra nuestro Señor en este
capítulo. Le consideraban un quebrantador del día de reposo.
Si suponemos que no hubo intervalo entre el final del último capítulo y el
comienzo de este, es extraordinario todo lo que hizo y dijo nuestro Señor en
aquel día de reposo. A primera vista, parece que el relato prosigue sin
interrupción desde el principio del capítulo 8 hasta el versículo 37 del capítulo
9. Sin embargo, es más bien dudoso que no haya un corte o una pausa al
final del capítulo 8.
Comenta Burkitt que uno de los objetivos de nuestro Señor al obrar tantos
milagros en el día de reposo era “instruir a los judíos con respecto a las
verdaderas doctrinas y los deberes apropiados del día de reposo y hacerles
ver que las obras de misericordia y para paliar necesidades son
completamente coherentes con la debida santificación del día de reposo. Es
difícil encontrar algún momento en el que la caridad no sea oportuna puesto
que, dado que es la mejor de las virtudes, sus obras son las más adecuadas
para el mejor de los días”.
Whitby piensa que nuestro Señor acostumbraba a obrar milagros en el día
de reposo para recalcar a los judíos la necedad de una observancia
supersticiosa y para evitarles el sufrimiento en que caerían si insistían en
aquella extravagante escrupulosidad con respecto al día de reposo cuando le
llegaran a Jerusalén los días de la retribución.
V. 15: [Volvieron, pues, a preguntarle […] fariseos […] vista]. La pregunta
que hizo el concilio de fariseos al hombre que había sido curado era
exactamente la misma que le habían hecho sus vecinos: “Te han abierto los
ojos súbitamente, aunque eras ciego de nacimiento; dinos cómo ha
sucedido”.
Es digno de reseñar que la palabra griega que se traduce aquí y en todo el
capítulo como “recibido la vista” significa literalmente “levantar los ojos, o
volver a ver”. Por supuesto, esto no podía ser estrictamente cierto y correcto
en el caso de este hombre, puesto que jamás había visto o utilizado sus ojos
en absoluto y no podía ver, pues, por segunda vez. Pero es útil advertir cómo
el Espíritu Santo utiliza aquí y en otros pasajes de la Escritura un lenguaje
muy familiar y fácilmente comprensible, aun cuando no sea del todo
científico y exacto. Y eso es lo que todos hacemos a diario. Decimos que el
Sol “sale”, aunque sabemos que no sale en un sentido estricto y que lo que
vemos es el efecto de la rotación de la Tierra alrededor del Sol.
Observa Barnes: “La pregunta adecuada era si había sido curado de
verdad y no cómo. La pregunta que se debe hacer con respecto a la
conversión del pecador es si se ha producido de verdad, y no la forma en que
ha sucedido. Sin embargo, gran parte de las controversias entre los hombres
son con respecto a la forma en que el Espíritu renueva el corazón, y no sobre
el hecho de que suceda”.
[El les dijo, etc.]. La respuesta del hombre que había sido curado es una
repetición sincera, clara, honrada y valiente de la misma historia que ya
había contado. La única diferencia es que aquí no nombra a “Jesús”, sino que
dice: “Él” me puso lodo, como si supiera que sus interrogadores entenderían
a quién se refería. O quizá se debiera a que su mente estaba tan centrada en
su Benefactor, que daba por supuesto que todo el mundo sabría quién era.
Es digna de atención la valiente franqueza con que este hombre relató su
historia ante aquel importante tribunal judío. Más aún, se trata de una
declaración completa de los hechos y las consecuencias: “Me puso lodo, me
lavé, veo”.
V. 16: [Entonces algunos de los fariseos decían, etc.]. Este versículo
manifiesta claramente la existencia de dos clases de fariseos. Había una gran
mayoría de enemigos acérrimos de nuestro Señor, dispuestos a aprovechar
cualquier ocasión para injuriarle y dañar su reputación. Decían: “Este hombre
no procede de Dios. Es un hombre malo, porque no guarda el día de reposo.
Un Profeta enviado por Dios jamás habría hecho obra alguna en el día de
reposo”. Por supuesto, esta aseveración se basaba en el principio falso e
infundado de que las obras misericordiosas para con los enfermos eran una
transgresión del cuarto mandamiento. Según Lightfoot, los rabinos prohibían
expresamente la aplicación de saliva en los párpados en el día de reposo.
La otra clase, constituida por una pequeña minoría, planteaba la seria
pregunta: “¿Cómo podía un hombre malo, que no hubiera sido enviado por
Dios, llevar a cabo un milagro tan asombroso como este? Si Dios no le
hubiera enviado y capacitado para ello, no podría dar vista a los ciegos. Sin
duda, tiene que proceder de Dios”. Este debió de ser el caso de Nicodemo,
José de Arimatea, Gamaliel y otros. Su razonamiento es exactamente el
mismo que el de Nicodemo en su famosa visita nocturna a nuestro Señor,
cuando dijo: “Nadie puede hacer estas señales que tú haces, si no está Dios
con él” (Juan 3:2).
En el Evangelio según S. Juan aparece tres veces esta expresión de que
“había disensión entre ellos” (aquí, en 7:43 y 10:19).
La forma titubeante en que el sector más favorable del concilio plantea la
pregunta —“¿Cómo puede un hombre, etc.?”— es indicativa de una tímida
minoría que percibía una corriente de opinión mayoritaria en su contra. Se
asemeja de forma sorprendente a la pregunta de Nicodemo: “¿Juzga acaso
nuestra ley, etc.?” (Juan 7:51). Casi se podría pensar que es Nicodemo quien
habla aquí.
Cuando se congregan grandes asambleas de hombres con el fin de
considerar cuestiones eclesiásticas y religiosas, podemos suponer con cierta
confianza que siempre habrá algunos con un corazón recto y dispuestos a
salir en defensa de la verdad, aun a pesar de que se encuentren en mala
compañía y por el momento se les silencie e intimide. Vemos un ejemplo de
esto en la conducta de Gamaliel en Hechos 5:34. No hay base alguna para
que prescindamos de asambleas y concilios meramente porque seamos una
minoría.
Comenta Crisóstomo cómo “ninguno de los que estaban en la asamblea
habló abierta o tajantemente, sino expresando sus dudas. Un sector deseaba
matar a nuestro Señor y el otro salvarle. Pero ninguno se pronunció”.
Observa Bullinger que “no todas las divisiones son necesariamente malas
ni toda concordia y unidad es necesariamente buena”.
V. 17: [Entonces volvieron a decirle al ciego]. Al menos, la división entre
los miembros del concilio tuvo este efecto positivo: vieron necesario
investigar el caso más a fondo y hacer más preguntas. Estas mismas
preguntas expusieron el milagro de manera más plena y clara aún que antes.
[¿Qué dices tú […] abrió los ojos?]. Evidentemente, esta pregunta
significa: “¿Qué piensas de esa persona, quién dices que te ha abierto los
ojos? ¿Quién crees que es en vista de que te ha curado?”. La pregunta no era
en cuanto a la veracidad del milagro, sino en cuanto a la persona que lo
había obrado. Según algunos, parece como si la intención fuera sacar algo de
aquel pobre hombre que les permitiera condenar a Jesús. Por otro lado,
Crisóstomo, Ferus y Toledo argumentan que los que plantearon esta pregunta
tuvieron que ser los miembros de la facción favorable a Jesús.
[Y él dijo: Que es profeta]. Esta expresión era muestra de una fe incipiente
por parte del ciego que había sido curado. Era una declaración de su creencia
en que la persona que había obrado una curación tan tremenda tenía que ser
alguien que había recibido de Dios el poder para hacer grandes obras, como
Elías o Eliseo. No debemos olvidar que en la actualidad se tiende a restringir
la palabra “profeta” a alguien que predice cosas que van a suceder. Pero la
utilización que hace la Biblia del término es mucho más amplia. No todos los
“profetas” que se levantaron en el Antiguo Testamento predecían el futuro.
Muchos de ellos solo se encargaban de predicar, advertir y obrar milagros.
Parece que este fue el sentido en que este hombre denominó “profeta” a
nuestro Señor. Era más por lo que había hecho que por lo que había dicho.
Debiéramos advertir atentamente que la primera idea que solían albergar
los judíos en su mente era que Jesús era un “profeta”. Por tanto, la multitud
que le acompañó en su entrada a Jerusalén dijo: “Este es Jesús el profeta, de
Nazaret de Galilea” (Mateo 21:11). Leemos que “temían al pueblo, porque
éste le tenía por profeta” (Mateo 21:46); “Y otros decían: Es un profeta”
(Marcos 6:15); “Un gran profeta se ha levantado entre nosotros” (Lucas 7:16).
Hasta los dos discípulos que iban camino de Emaús tuvieron clara una cosa:
que Jesús había sido un “varón profeta, poderoso en obra y en palabra”
(Lucas 24:19). Pero era un mayor acto de fe aún decir que Jesús era “el
Profeta” que había prometido Moisés: el Mesías. El ciego curado no llegó a
decir eso aún. Por ahora solo había dicho que era “profeta”, no “el Profeta”.
Comenta Chemnitz, en cuanto a la clara idea que tenía aquel pobre
hombre de la grandeza de nuestro Señor, que “a menudo encontraremos una
teología más sólida y piadosa entre sastres y zapateros que entre cardenales,
obispos y abates”.
Adam Clarke dice que era “una máxima judía el que un profeta podía ser
dispensado de la observancia del día de reposo”. Si el que había sido curado
hacía referencia a eso, su respuesta caía como una losa y ponía a los fariseos
en un aprieto.
Comenta Lampe asimismo que a los profetas enviados por Dios con una
misión especial se les permitían muchas cosas hasta en lo referente a la Ley
ceremonial, tal como vemos en la historia de David y Elías. Esto confiere un
gran peso a la respuesta de este hombre: “Que es profeta”.
V. 18: [Pero los judíos no creían, etc.]. Como en otros pasajes, debemos
advertir aquí la extraordinaria incredulidad del pueblo judío y su obstinada
determinación de cerrar los ojos ante la luz. Nos muestra la necedad de
suponer que la mera evidencia convierte a los hombres en cristianos. Es la
falta de voluntad de creer, y no la falta de razones para creer, lo que hace
que los hombres sean incrédulos.
“Los judíos” aquí, como en otros pasajes del Evangelio según S. Juan, son
los maestros de la nación judía en Jerusalén, y concretamente los fariseos.
La expresión “hasta que llamaron” merece especial atención. Adviértase
que no significa que “después que llamaran a los padres del hombre
creyeron; no creyeron hasta que los llamaron, y entonces fue cuando
empezaron a creer”. Por el contrario, el contexto nos muestra que, aun
después de haber llamado a sus padres, siguieron sin creer. Observa
Parkhurst que es una forma de hablar “que significa un intervalo, pero que no
excluye necesariamente el tiempo posterior”. La expresión arroja luz sobre
Mateo 1:25. No debemos forzar el sentido de ese famoso texto. No es una
prueba segura de que María tuviera otros hijos después del nacimiento de
Jesús (cf. 1 Samuel 15:35; 2 Samuel 6:23; Job 27:5; Isaías 22:14; Mateo 5:26;
18:34).
La palabra “llamaron” probablemente haga referencia a una petición o a
un llamamiento público de los padres para que se presentaran ante el
concilio, igual que se cita a los testigos para que se presenten ante un
tribunal.
Observa Gualter la gran semejanza que hay entre la conducta de los
fariseos en este caso y la de la Inquisición católica. El obstinado y tenaz
esfuerzo para condenar a un inocente y sustraer a Cristo su gloria es
dolorosamente similar.
Besser cita una frase del incrédulo Voltaire: “¡Si se obrara un milagro en el
mercado de París ante los ojos de 1000 personas y de los míos propios, antes
que creerlo desconfiaría de esos 2000 ojos y de los míos propios!”.
V. 19: [Y les preguntaron, diciendo, etc.]. Los enemigos de nuestro Señor
fueron demasiado lejos al llamar a los padres del hombre que había sido
curado. Presentaron en público a los dos mejores testigos que podía haber de
la identidad de aquel hombre, del hecho de que había sido ciego de
nacimiento y del hecho de que ahora veía. Qué cierto es el dicho: “Él prende
a los sabios en la astucia de ellos” (1 Corintios 3:19).
Piensa Crisóstomo que la expresión “que vosotros decís” insinuaba que
consideraban a los padres unos impostores y que “estaban comportándose
de forma engañosa y participaban de una conjura orquestada por Cristo” al
difundir el bulo de que su hijo era ciego de nacimiento.
El lenguaje de este versículo parece indicar que primeramente se
confrontó a los padres con el hijo y que los fariseos le señalaron y
preguntaron: “¿Es este vuestro hijo?”.
V. 20: [Sus padres respondieron, etc.]. El padre y la madre del hombre
ciego declararon los hechos de forma inequívoca e incontrovertible. Dejaron
fuera de cualquier duda que el hombre que se encontraba ante el Sanedrín
era alguien que sabían, obviamente de primera mano, que había nacido
ciego. Ningún padre podría confundirse con respecto al hecho de tener un
hijo ciego.
V. 21: [Pero cómo […]; o quién le haya abierto […] tampoco lo sabemos].
Probablemente estas palabras del padre del hombre que había sido curado
eran la pura verdad. Había pasado tan poco tiempo desde la curación que era
factible que desconocieran cómo había ocurrido. Presentados
apresuradamente ante el Sanedrín, es muy probable que no hubieran tenido
oportunidad de hablar con su hijo y que no supieran nada aún del milagro.
[Edad tiene, etc.]. Estas palabras muestran la determinación de los padres
de eludir en la medida de lo posible cualquier relación con el caso de su hijo.
Evidentemente, sentían el mismo pavor indefinido hacia el concilio que el que
solía haber hacia la Inquisición española.
La palabra “edad” es la misma palabra griega que se traduce como
“estatura” en Mateo 6:27. Es muy probable que en ese texto hubiera sido
más apropiado traducirla también como “edad”, al igual que aquí.
Cuando se dice “él”, tiene un sentido enfático y se podría traducir como
“él mismo”.
Los judíos consideraban que un hombre tenía “edad” cuando había
cumplido los treinta.
V. 22: [Esto dijeron […] miedo de los judíos]. Esta frase tiene que hacer
referencia a la última parte del versículo anterior. El temor a los principales
judíos del concilio de los fariseos hizo que los padres remitieran a los
interrogadores a su hijo. En el Evangelio según S. Juan se menciona de forma
específica el “miedo de los judíos” en cuatro ocasiones: aquí, en el 7:13;
12:42 y 19:38.
[Los judíos ya habían acordado, etc.]. Este es un extraordinario ejemplo de
la mezquindad de la incredulidad y de los extremos a los que puede llegar el
odio a Cristo. Tomar una decisión como esta demuestra una determinación a
no dejarse convencer.
Para un judío, el castigo de ser “expulsado de la sinagoga” era
ciertamente grave. Equivalía a ser apartado de toda comunión con otros
judíos y, por tanto, a la excomunión.
Solo aquellos que intentan evangelizar a los judíos en la actualidad
pueden hacerse una idea exacta de las pruebas que conlleva para ellos la
conversión al cristianismo y el pavor con que consideran ser apartados de
Israel.
Dice Trench: “No debemos interpretar que el Sanedrín hubiera declarado
formalmente a Jesús un impostor y un falso Cristo, sino tan solo que mientras
no se hubiera clarificado la veracidad o falsedad de su afirmación de ser el
Mesías y ellos, el gran tribunal, no hubieran adoptado una decisión, nadie
debía adelantarse a esa decisión, y el castigo de una profesión prematura era
la excomunión”.
V. 23: [Por eso dijeron, etc.]. Lo que hizo a los padres remitir cualquier
pregunta a su hijo y negarse a opinar con respecto a la forma en que había
sido curado fue el miedo a correr el menor riesgo de excomunión o siquiera
de ser sospechosos de defender al que le había sanado, independientemente
de lo que ellos creyeran.
V. 24: [Entonces volvieron a llamar […] ciego]. Este fue un segundo
llamamiento ante el tribunal. Es muy posible que se hubieran cuidado de
sacar del tribunal al hombre que había sido curado mientras se interrogaba a
sus padres. Pero cuando no pudieron sacarles nada, se vieron obligados a
someterle a un segundo proceso de confrontación e intimidación.
[Y le dijeron: Da gloria a Dios]. Esta frase se puede interpretar de dos
formas:
a) Algunos —como Calvino, Chemnitz, Gualter, Ecolampadio, Piscator,
Diodati, Aretius, Ferus, Maldonado, Jansen, Rollock, Alford y Trench— la
consideran una fórmula solemne para ordenar algo y encuentran un
paralelismo con las palabras de Josué a Acán (Josué 7:19): “Estás delante de
Dios: glorifícale diciendo la verdad”. Comoquiera que sea, eso deja sin
sentido la frase que viene a continuación y obliga a completarla de manera
bastante aparatosa.
b) Otros —como Crisóstomo, Brentano, Musculus, Pellican, Vatablus y
Barradio— la consideran una referencia específica a la curación que se había
obrado: “Honra y glorifica a Dios por tu curación. Debió de ser Él quien la
obró, y no este hombre que te untó los ojos con lodo. No es posible que fuera
él, porque es un quebrantador del día de reposo y, por tanto, un pecador”.
Prefiero esta interpretación.
Gualter y Musculus señalan el odioso celo que muchas personas malvadas
manifiestan por la gloria de Dios en todas las épocas. Hasta la Inquisición
española profesaba un celo por la gloria de Dios.
En el original griego se hace hincapié en la palabra “nosotros”: “Nosotros,
que somos personas eruditas y tenemos mayor conocimiento”.
V. 25: [Entonces él respondió […] pecador, no lo sé]. La respuesta del
hombre que había sido curado es muy sencilla y, sin embargo, no deja de ser
extraordinaria. Dice a sus interrogadores que él no puede responder a la
pregunta de si Jesús es pecador o no. Pero sí conoce el hecho de que hasta
aquel mismo día había sido ciego y que ahora podía ver. De momento evita
escrupulosamente decir una sola palabra con respecto al que le ha sanado.
Solo se aferra a la realidad del milagro. Tiene que creer en sus propios
sentidos. Sus sentidos le dicen que ha sido curado.
Esta expresión se ha considerado en todas las épocas una feliz figura de
la experiencia que tiene el verdadero cristiano de la obra de gracia en su
corazón. Quizá gran parte de ella le resulte misteriosa e inexplicable y la
desconozca. Pero sí conoce y siente el resultado de la obra del Espíritu Santo.
De alguna manera se produce un cambio. Siente algo que no sentía
anteriormente. De eso está completamente seguro. Existe un dicho veraz
muy difundido entre los verdaderos cristianos que cuentan con una
instrucción básica: “Quizá puedas silenciarme y rebatir mis conocimientos,
pero no puedes rebatir mis sentimientos”.

Juan 9:26–41

En estos versículos vemos cuánto más sabios son en ocasiones los


pobres que los ricos. Es obvio que el hombre al que nuestro Señor curó
de su ceguera pertenecía a una clase muy humilde. Está escrito que
era alguien que “se sentaba y mendigaba” (cf. versículo 8). Sin
embargo, vio cosas que los orgullosos gobernantes de los judíos eran
incapaces de ver y no querían aceptar. Vio en el milagro de nuestro
Señor una prueba incontestable de su comisión divina: “Si éste no
viniera de Dios —exclama—, nada podría hacer”. De hecho, desde el
día de su curación, su situación cambió por completo. Él tenía ojos y
los fariseos estaban ciegos.
Podemos ver eso mismo en otros lugares de la Escritura. Los siervos
de Faraón vieron el “dedo de Dios” en las plagas de Egipto, cuando el
corazón de su señor estaba endurecido. Los siervos de Naamán vieron
la sabiduría del consejo de Eliseo cuando su señor se marchaba airado.
A menudo, los que se encuentran en una posición elevada, los grandes
y los nobles, son los últimos en aprender las lecciones espirituales.
Frecuentemente, sus posesiones y su posición ciegan sus
entendimientos y los apartan del Reino de Dios. Escrito está que “no
[son] muchos sabios según la carne, ni muchos poderosos, ni muchos
nobles” los llamados (1 Corintios 1:26).
El cristiano pobre no debe avergonzarse jamás de su pobreza. Ser
orgulloso, mundano e incrédulo es pecado; ser pobre no lo es. A
menudo, las mismísimas riquezas que muchos ansían poseer son
vendas que tapan los ojos espirituales de los hombres y les impiden
ver a Cristo. La enseñanza del Espíritu Santo se presencia más
frecuentemente entre personas de clase baja que entre hombres con
una posición elevada y una gran educación. Continuamente se
demuestra la veracidad de las palabras de nuestro Señor: “¡Cuán
difícilmente entrarán en el reino de Dios los que tienen riquezas!”;
“Escondiste estas cosas de los sabios y de los entendidos, y las
revelaste a los niños” (Marcos 10:23; Mateo 11:25).
En segundo lugar, en estos versículos vemos lo crueles e injustos
que son a veces los hombres inconversos con aquellos que están en
desacuerdo con ellos. Cuando los fariseos no fueron capaces de
asustar al ciego que había sido curado, lo expulsaron de la Iglesia
judía. Debido a que se negaba a cuestionar la evidencia sus propios
sentidos, lo excomulgaron y sometieron a la vergüenza pública. Lo
echaron como “gentil y publicano”.
El daño terrenal que se infligió a aquel pobre judío fue sin duda
considerable. Se le privó de los privilegios externos de la Iglesia judía.
Se le convirtió en objeto de burla y en sospechoso entre todos los
israelitas verdaderos. Pero no pudieron dañar su alma. Lo que atan los
hombres malvados en la Tierra, no es atado en el Cielo. “La maldición
nunca vendrá sin causa” (Proverbios 26:2).
Los hijos de Dios se han enfrentado demasiado a menudo a ese tipo
de trato en todas las épocas. La excomunión, la persecución y el
encarcelamiento han sido por regla general las armas predilectas de
los déspotas eclesiásticos. Incapaces de dar respuesta a los
argumentos, como les sucedía a los fariseos, han recurrido a la
violencia y la injusticia. Que el hijo de Dios se consuele con el
pensamiento de que existe una Iglesia verdadera de la que ningún
hombre puede expulsarle y una filiación que ningún poder terrenal
puede arrebatarle. Solo son benditos aquellos a quienes Cristo llama
benditos, y solo son malditos aquellos sobre los que Cristo pronuncie
maldición en el día postrero.
En tercer lugar, en estos versículos vemos cuán grande es la
bondad y condescendencia de Cristo. Poco después de que se
expulsara al antiguo ciego de la Iglesia judía, Jesús lo encuentra y le
consuela. Sabía bien lo dura que era la excomunión para un israelita y
le animó de inmediato con palabras amables. Ahora se revelaba a este
hombre de manera más plena que ante ningún otro, a excepción de la
samaritana. En respuesta a la pregunta: “¿Quién es el Hijo de Dios?”,
dice claramente: “Le has visto, y el que habla contigo, él es”.
Aquí tenemos uno de los muchos ejemplos maravillosos de la mente
de Cristo. Ve todo lo que sufre su pueblo por amor a Él y tiene en
cuenta a cada uno, desde el más elevado al más bajo. Tiene
constancia de cada una de sus pérdidas, cruces y persecuciones. “¿No
están ellas en tu libro?” (Salmo 56:8). Sabe cómo acudir a sus
corazones para consolarlos en momentos de necesidad y para
tranquilizarlos cuando todo el mundo parece odiarlos. A menudo, el
momento en que los hombres nos abandonan es cuando Cristo se
acerca y dice: “No temas, porque yo estoy contigo; no desmayes,
porque yo soy tu Dios que te esfuerzo; siempre te ayudaré, siempre te
sustentaré con la diestra de mi justicia” (Isaías 41:10).
En último lugar, en estos versículos vemos cuán peligroso es
disfrutar de conocimiento si no lo utilizamos de la forma correcta. Las
autoridades judías estaban convencidas de que conocían toda la
verdad religiosa. Se indignaban ante la sola idea de ser ignorantes y
carecer de visión espiritual. “¿Acaso nosotros somos también ciegos?”,
exclamaron. Y entonces llegó la solemne frase: “Si fuerais ciegos, no
tendríais pecado; mas ahora, porque decís: Vemos, vuestro pecado
permanece”.
No cabe duda que el conocimiento es una gran bendición. El que no
sabe leer y desconoce por completo la Escritura se encuentra en un
estado lamentable. Está a merced de cualquier falso maestro que se
cruce en su camino y se le puede enseñar a creer en cualquier credo
absurdo o a participar en cualquier práctica depravada. La más mínima
educación es mejor que ninguna.
Pero cuando el conocimiento solo se queda en la cabeza de un
hombre y no influye en su corazón y en su vida, se convierte en una
posesión muy peligrosa. Y cuando, además de eso, su poseedor es
orgulloso y autosuficiente e imagina saberlo todo, el resultado es uno
de los peores estados en los que puede caer el alma humana. Hay
mucha más esperanza para el que dice “soy un pobre pecador ciego y
deseo que Dios me enseñe” que para el que dice “claro que lo sé, no
soy un ignorante” y, sin embargo, se aferra a sus pecados. El pecado
de ese hombre “permanece”.
Utilicemos diligentemente cualquier conocimiento religioso que
poseamos y pidamos continuamente a Dios que nos dé más. No
olvidemos jamás que el diablo mismo es una criatura de grandes
conocimientos intelectuales y, sin embargo, no le sirven de nada,
puesto que no los utiliza correctamente. Que nuestra oración
permanente sea la que tan a menudo eleva David en el Salmo 119:
“Enséñame tus estatutos; dame entendimiento; afirma mi corazón
para que tema tu nombre”.

Notas: Juan 9:26–41


V. 26: [Le volvieron a decir […]: ¿Cómo […] ojos?]. Los enemigos de
nuestro Señor reanudaron el interrogatorio del hombre que había sido curado
preguntándole con respecto a la forma en que le había abierto los ojos
nuestro Señor. La anterior pregunta iba dirigida a la identidad del que había
obrado el milagro. Ahora preguntan cómo se había obrado.
En este nuevo interrogatorio queda extraordinariamente de manifiesto la
necedad de los hombres malvados. Si hubieran dejado así las cosas no
habrían dejado en evidencia su propio espíritu malévolo e irrazonable. Se
precipitan inconteniblemente y un pobre y humilde judío los avergüenza en
público.
Adviértase que la fe solo tiene en cuenta el resultado y que no se
preocupa por la forma en que se produce. La incredulidad, por el contrario, se
niega a considerar el resultado y se ampara en objeciones con respecto a la
forma.
Adviértase que los propósitos de Satanás nunca se ven tan frustrados
como cuando redobla su persecución y su ataque contra los cristianos
débiles. Hay cientos que han aprendido lecciones bajo sus incesantes
acometidas que jamás habrían aprendido de otra forma. El mismísimo hecho
de ser atacado despierta el valor, las energías y nuestros pensamientos
latentes.
V. 27: [Él les respondió, etc.]. Es obvio que, a estas alturas del proceso, la
paciencia del hombre que había sido curado comienza a agotarse. La absurda
repetición de las preguntas, los redoblados esfuerzos para hacerle renegar de
sus propios sentidos, se volvieron ya insoportables. Parece decir: “Ya os he
contado toda la historia y no tengo nada que añadir. Sin embargo, es obvio
que no me escuchasteis cuando os la referí. ¿Qué sentido tiene relatarla de
nuevo? ¿Por qué queréis oírla otra vez?”. “No habéis querido oír”, equivale a
“no habéis querido creer”.
Difícilmente se puede interpretar la última parte de la frase de otra forma
que no sea con un sentido sarcástico. Difícilmente puede ser una pregunta
seria. Era natural que un hombre cansado, irritado y exasperado ante una
retahíla de preguntas insidiosas, hiciera un comentario sarcástico como este:
“A juzgar por vuestras continuas preguntas con tanta ansiedad, uno pensaría
que vosotros mismos queréis convertiros en discípulos de Cristo”.
Comenta Crisóstomo: “¡Qué fuerte es la verdad y qué débil la falsedad!
Aunque la pronuncien hombres vulgares, la verdad les hace parecer
gloriosos; la falsedad hace parecer débiles hasta a los fuertes”.
V. 28: [Y le injuriaron, etc.]. Aquí vemos cómo una palabra fuera de tono
conduce a otra. El sarcasmo del ciego que había sido curado indujo a sus
interrogadores a vilipendiarle e injuriarle. Evidentemente, les indignaba la
sola idea de que hombres tan sabios como ellos pudieran convertirse en
discípulos de Jesús. “Tú, pobre criatura, y los que son como tú, sois discípulos
de Jesús. Pero nosotros no somos tan necios. Somos discípulos de Moisés y no
necesitamos a ningún otro maestro”. Y sin embargo, en su ceguera, no vieron
que Jesús era el mismísimo Salvador del que había escrito Moisés, y que todo
verdadero discípulo de Moisés debe ser por fuerza discípulo de Jesús. ¡Qué
fácil es pronunciar ignorantemente frases altisonantes en la religión y, sin
embargo, encontrarse en las tinieblas más absolutas!
Comenta Brentano cuán dispuestos están los hombres a sostener que
practican la religión de sus padres cuando en realidad no saben en qué
consiste. Así, pues, los fariseos hablaban de Moisés como si fuera contrario a
Cristo. El romanista hace exactamente lo mismo cuando habla de la “religión
primitiva”. No sabe nada de lo que era esa religión.
Señala Ferus cuántas palabras de la Ley de Moisés (como Levítico 19:14;
Éxodo 23:7) olvidaban y despreciaban aquellos hombres, aun cuando se
jactaban de ser sus “discípulos”.
V. 29: [Nosotros sabemos que, etc.]. El significado de esta frase parece
ser: “Sabemos que Dios nombró a Moisés para que fuera maestro y
legislador, y que al seguir a Moisés complacemos a Dios. Pero en lo que a
este Jesús concierne, no sabemos quién le ha nombrado o quién le ha
enviado para que enseñe o con qué autoridad predica y obra sus milagros. En
pocas palabras, no vemos prueba alguna de que provenga de Dios. No
estamos convencidos de que tenga un nombramiento divino”.
La expresión “de dónde sea” que aparece aquí no puede interpretarse
como “de qué lugar”. Tiene que hacer referencia a la comisión de nuestro
Señor: a quién le ha enviado y con qué autoridad obra. Así, en otro pasaje,
“el bautismo de Juan, ¿era del cielo, o de los hombres?” (Lucas 20:4)
significa: “¿De dónde provenía su autoridad?”.
Adviértase aquí lo arraigado que estaba en la mentalidad judía que Moisés
había recibido una revelación divina: “Dios ha hablado a Moisés”.
V. 30: [Respondió el hombre, etc.]. En este versículo, el hombre que había
sido curado da comienzo a un razonamiento sencillo pero incontestable que
deja sin palabras a sus interrogadores: “Hay algo verdaderamente
maravilloso en esto. Es un hecho inequívoco que esa persona me abrió los
ojos. En resumidas cuentas, ha obrado un milagro asombroso y, sin embargo,
ante un milagro así, decís que no sabéis de dónde proviene y quién le otorgó
su poder”.
“Vosotros” tiene un carácter enfático: “Era de esperar que vosotros, que
sois personas cultas, gobernantes y maestros, supierais de dónde proviene
este hombre”.
V. 31: [Y sabemos que, etc.]. En este versículo, el hombre sanado
prosigue con su razonamiento: “Todos sabemos, y es un principio que se
reconoce entre nosotros, que Dios no escucha la oración de los malvados ni
les da poder para obrar milagros. Únicamente escucha y capacita para hacer
grandes obras a los que le temen y acostumbran a hacer su voluntad”.
Aquí, este hombre declara que “Dios no oye a los pecadores” como una
doctrina incontrovertible que todos los judíos conocían y aceptaban. No
parece necesario atribuir a sus palabras el significado de que Dios no desea
escuchar las oraciones de los pecadores que sienten sus pecados y claman a
Él pidiendo perdón. La frase se aplica a los pecadores que no sienten sus
pecados, que viven en el pecado y no se arrepienten. Dios no tiene una
disposición favorable hacia esas personas ni las capacita para obrar milagros.
Podemos ver que Dios no escucha a los que no se arrepienten en textos como
Job 37:9; 35:12; Salmo 18:41; 34:15; 66:18; Proverbios 1:28; 15:29; 28:9;
Isaías 50:11; Jeremías 11:11; 14:12; Ezequiel 8:18: Miqueas 3:4 y Zacarías
7:13. Los fariseos lo sabían y no podían negarlo.
La expresión “hace su voluntad” hace referencia a alguien que vive y
practica la voluntad de Dios, las cosas que Dios manda, de forma habitual.
Como ejemplo de este versículo, Brentano recurre al contraste entre la
disposición de Dios a escuchar a Elías cuando obró el milagro en el monte
Carmelo y el clamor inútil de los adoradores de Baal en esa misma ocasión.
Observa Ecolampadio que es obvio que el ciego que había sido curado no
había visto hasta entonces en nuestro Señor nada más que un hombre muy
bueno cuyas oraciones Dios escuchaba. Aún no había visto en Él a alguien
que obraba milagros por su propio poder divino.
Observa Musculus que Dios no escucha al hombre que solo “conoce” su
voluntad, sino el que la “hace” en la práctica y la obedece.
V. 32–33: [Desde el principio, etc.]. Estos dos versículos contienen la
conclusión del razonamiento del hombre que había sido curado. El sentido es
el siguiente: “Abrir los ojos a un ciego de nacimiento es una obra tan
completamente por encima de las facultades humanas que nadie lo ha hecho
desde el principio del mundo. Solo un poder divino podría llevarlo a cabo.
Pero este hombre ha hecho esta obra y es obvio, pues, que tiene que ser
alguien enviado y nombrado por Dios. Si no proviniera de Dios, no podría
hacer nada milagroso, y en todo caso nada tan milagroso como mi curación”.
La expresión “desde el principio” se traduciría más literalmente como
“desde los tiempos del mundo”, esto es, desde su principio. Es como Hechos
3:21, 15:18 y Efesios 3:9.
El argumento final del hombre que había sido sanado es exactamente
igual que el de Nicodemo cuando vino a nuestro Señor de noche: “Nadie
puede hacer estas señales que tú haces, si no está Dios con él” (Juan 3:2).
Comenta Agustín: “Estas palabras se pronunciaron de forma contundente,
honrada y veraz. ¿Quién sino Dios podía hacer las cosas que hacía nuestro
Señor?”.
Brentano indica aquí el valor de los milagros como prueba de la misión
divina de Cristo. También indica que los supuestos milagros que se atribuyen
a los magos y a los falsos maestros son o bien fraudulentos o bien obrados
para apoyar algo contrario a la Escritura y, por tanto, no dignos de atención.
Finalmente, comenta que si no debemos creer a un ángel que hable cosas
contrarias al Evangelio, mucho menos debemos creer en un milagro si se
obra como confirmación de algo contrario a la Escritura.
Comenta Toledo que, en cualquier caso, la Escritura no deja constancia de
nadie que viva en pecado y consiga que se obre un milagro en respuesta a
sus oraciones.
Comenta Whitby: “¡Vemos aquí a un ciego ignorante que juzga más
acertadamente las cosas divinas que todo el concilio de eruditos fariseos! Por
tanto, vemos que no siempre debemos fiarnos de la autoridad de los
concilios, papas y obispos, y que no es absurdo que el laicado discrepe en
ocasiones de sus opiniones, de personas eminentes que a veces están
eminentemente equivocadas”.
La objeción de algunos críticos alemanes modernos de que algunos
prestigiosos cirujanos han devuelto la vista a personas ciegas de nacimiento
carece de valor alguno. Si lo han hecho, nunca ha sido de forma instantánea
y sin la ayuda de medios externos, como fue en el caso de este hombre.
V. 34: [Respondieron, etc.]. El argumento del hombre sanado demostró
ser incontestable para los fariseos. Silenciados públicamente ante el concilio,
se revuelven contra su interlocutor y le insultan enfurecidos: “¿Crees tú, una
criatura malvada y mezquina, nacida del todo en pecado, que tienes más
idea que nosotros y que puedes enseñarnos?”. Y entonces le excomulgan. Sin
duda, la expresión de “le expulsaron” tiene que implicar más que una simple
expulsión de la estancia donde se encontraban reunidos. En mi opinión no
puede significar más que una expulsión formal del pueblo de Israel y su
consiguiente degradación. Es preciso admitir que Maldonado y algunos otros
creen que solo significa que “le echaron de la habitación” donde estaban.
Pero eso no concuerda con el contexto, y la mayoría de los comentaristas
cree que se está hablando de una “excomunión”.
Muchos sostienen que la expresión “nacido del todo en pecado” es una
referencia específica a la antigua ceguera del hombre sanado. “Tu propia
ceguera demuestra que has sido un hombre malvado. Es la marca que Dios
ha dejado por tu maldad. Tanto tu cuerpo como tu alma están contaminados
por el pecado”. Quizá haya una referencia implícita el error común del que
hablamos en el versículo 2 de que la ceguera era prueba de un rechazo
especial por parte de Dios.
Las personas malvadas que disfrutan de una posición, un cargo y unos
ingresos elevados son amigas de utilizar esta misma expresión —“¿y nos
enseñas a nosotros?”— con respecto a los reformadores de la Iglesia y los
pensadores independientes: “¿Cómo puede una persona tan ignorante como
tú pretender saber más que nosotros y enseñarnos? ¡Tenemos una posición
elevada y tenemos que saber más por fuerza!”.
Adviértase que recurrir a la difamación personal y al insulto suele ser la
señal más segura de una causa religiosa perdida. La incapacidad de dar
respuesta a un argumento suele ser la verdadera causa del mal genio y la
incursión en terrenos personales. La verdad puede permitirse ser paciente; la
falsedad no.
Adviértase que la persecución y la excomunión son armas comunes entre
los enemigos de la religión espiritual. Cuando las personas no pueden
responder a los argumentos, a menudo intentan acallar e intimidar a los que
los utilizan.
Para un judío, solo el miedo a la muerte era superior al de ser
excomulgado.
Comenta Calvino: “Es seguro que aquellos que no están sometidos a
Cristo carecen de la capacidad legítima para excomulgar. Tampoco debemos
temer que se nos excluya de sus reuniones, puesto que Cristo, nuestra vida y
salvación, no tiene lugar en ellas”.
Observa Musculus que esta excomunión no pudo llevarse a cabo sin el
voto a favor de una mayoría del concilio. A menudo, la verdad está del lado
de las minorías.
Comenta Pellican que “no es deshonra ni menoscabo ser excluido de la
comunión de los malvados”.
El católico romano Ferus dice que este versículo debiera enseñar a los
dirigentes de las iglesias a no apresurarse a excomulgar a las personas, no
sea que cometan una equivocación tan grave como la de los fariseos.
Barradio, un católico romano portugués, hace hincapié en el gran pecado
que es una excomunión injusta. Cita el texto de Samuel que dice que los hijos
de Elí hicieron que los hombres “[menospreciaran] las ofrendas de Jehová” (1
Samuel 2:17) y saca la misma aplicación del pasaje de Cantares en que la
novia se queja de que los guardas las han “golpeado y herido” (Cantar de los
Cantares 5:7).
Comenta Quesnel que los pastores malvados nunca toleran que nadie les
recuerde su deber.
Observa Lightfoot que este fue el primer confesor que sufrió por amor a
Cristo, igual que Juan el Bautista fue el primer mártir.
Observa Trench que, en su ira, los fariseos olvidaron “que las dos
acusaciones —una, que el hombre no había nacido ciego y era un impostor;
la otra, que su ceguera de nacimiento era la señal de la ira de Dios— no
concordaban entre sí”.
V. 35: [Oyó Jesús que le habían expulsado]. Probablemente medió un
intervalo entre el versículo anterior y este. No se nos dice si nuestro Señor
estuvo en Jerusalén o en alguna otra parte o qué hizo durante ese tiempo.
Cuesta trabajo suponer que los acontecimientos referidos en este versículo y
los siguientes, así como la primera parte del capítulo 10, se produjeran el
mismo día de la curación del ciego. Debió de mediar un lapso de tiempo. Más
aún, la mismísima expresión que tenemos delante muestra que había pasado
suficiente tiempo para que la noticia de la excomunión circulara por la
ciudad. Aun en el caso de que admitamos la notoriedad pública de todos los
actos del Sanedrín, difícilmente podemos suponer que, en una época en que
no había periódicos, la curación del ciego se difundiera sin que mediase un
cierto tiempo.
No cabe duda que, en calidad de Dios, nuestro Señor sabía todo lo que le
había sucedido a aquel hombre; pero no hizo nada hasta que se hubo
divulgado públicamente.
Observa Burkitt: “¡Ah, qué bienaventurado! Tras perder la sinagoga
encuentra el Cielo”.
Observa Wordsworth: “Si los que se sientan en la cátedra de Moisés
enseñan cosas contrarias a la Ley de Moisés e imponen su falsa doctrina
como las condiciones para la comunión, si no están dispuestos a recibir a
Aquel de quien escribió Moisés y amenazan con la excomunión a los que
confiesan que Jesús es el Cristo, entonces ningún deseo de unidad, ningún
amor hacia los enemigos, ningún temor a la separación de los padres y los
dirigentes espirituales, ningún temor a la censura o al castigo espiritual
deberá disuadir a los discípulos de Cristo de confesarle. Nuestro Señor mismo
ha sancionado divinamente estos principios”.
[Y hallándole, le dijo, etc.]. Adviértase en esta frase la bondad y
compasión de nuestro Señor. Está dispuesto a visitar a su pueblo y consolarle
con palabras bondadosas y a animarle tan pronto como este sufre por amor a
Él. Asimismo vemos un ejemplo de su celo por que las pruebas terrenales
redunden en beneficios espirituales. Igual que Él, debiéramos decir a los que
sufren: “¿Crees tú en el Hijo de Dios? El mundo te falla. Acude a Cristo y
busca descanso en Él”.
Comenta Crisóstomo: “Los que sufren cualquier cosa y son insultados por
amor a la verdad y por confesar a Cristo reciben especial honra. Así sucede
aquí con el ciego. Los judíos le expulsaron del Templo y, a su vez, el Señor del
Templo lo encontró. Le deshonraron los que deshonraban a Cristo y le honró
el Señor de los ángeles”.
Adviértase que esta es una de las pocas ocasiones en que nuestro Señor
se denominó a sí mismo “el Hijo de Dios” de forma directa (cf. Juan 3:18;
5:25; 10:36; 11:4).
La palabra “tú” tiene aquí un sentido enfático: “Otros son incrédulos,
¿crees tú?”.
V. 36: [Respondió él y dijo, etc.]. Este es el lenguaje de una mente
desconocedora de muchas cosas que, sin embargo, desea ser instruida. Es
como cuando Saulo clamó: “¿Quién eres, Señor?” o el carcelero preguntó:
“¿Qué debo hacer?”. Cuando un hombre empieza a indagar con respecto a
Cristo y pregunta quién es, es siempre un síntoma esperanzador del estado
de su alma.
Se podría pensar que este “Señor” es más un título humano que de uno
divino.
Crisóstomo dice: “La expresión es propia de un alma anhelante y que
desea saber”.
V. 37: [Le dijo Jesús, etc.]. Adviértase con atención la extraordinaria
plenitud de la revelación que hizo aquí nuestro Señor de sí mismo. Nunca,
salvo en este caso y el de la mujer samaritana, le vemos declarar de forma
tan explícita su divinidad y mesiazgo. Qué cierto es que “encaminará a los
humildes por el juicio” (Salmo 25:9) y que “[ha escondido] estas cosas de los
sabios y de los entendidos, y las [ha revelado] a los niños” (Mateo 11:25). A
menudo es a los pobres, despreciados y sin amigos entre el género humano a
quienes favorece con una revelación especial de su bondad y misericordia (cf.
Juan 4:26; Mateo 5:10–12).
V. 38: [Y él dijo: Creo, Señor]. La inmediatez de esta profesión de fe
parece indicar que el Espíritu Santo había estado preparando la mente de ese
hombre durante el tiempo que medió desde su curación. Cuanto más
pensaba en su milagrosa curación y en la persona que la había obrado, más
dispuesto estaba a creer en Él como Mesías.
Comoquiera que sea, no debemos atribuir demasiado valor a la fe de este
hombre. En todo caso, tenía el germen y el núcleo de toda fe justificadora:
una creencia en el Señor como Mesías.
[Y le adoró]. Parece que esto fue algo más que un simple acto de respeto
y reverencia hacia un hombre. Parece la adoración que se da a alguien a
quien se considera Dios mismo. Nuestro Señor la acepta y no pone ningún
obstáculo. No podríamos imaginar a Pablo o a Pedro aceptando la “adoración”
de alguien igual que ellos (cf. Hechos 10:25–26 y 14:14–15; Apocalipsis 19:10
y 22:9).
Comenta Crisóstomo cuán pocos de los curados por nuestro Señor
milagrosamente le adoraron como hizo este hombre.
Comenta Cocceius que, si consideramos que este acto de adoración viene
inmediatamente seguido de una plena profesión de fe en Jesús como “Hijo de
Dios”, no se puede pasar por alto como una mera señal de respeto.
Observa Ferus que se dice algo de este adorador que no se dice de ningún
otro que “adorara” a Cristo. Dijo “creo” antes de adorar, y que creía en el
“Hijo de Dios”.
Observa Poole que “a pesar de que la palabra ‘adorar’ del original griego
es una palabra que a veces hace referencia al respeto cívico que muestran
los hombres hacia sus superiores, aquí no se puede interpretar de ese modo
si tenemos en cuenta lo que le antecede”.
V. 39: [Dijo Jesús: Para juicio, etc.]. No debemos pensar que estas
palabras suponen una contradicción con respecto a las de Juan 3:17 y 12:47.
Es completamente cierto que nuestro Señor no había venido al mundo para
ser Juez, sino Salvador. Sin embargo, había venido para causar juicio, o una
división o distinción, entre las distintas clases de personas y para dar luz a
algunas mentes que no podían ver antes de su venida y cegar a otras que se
jactaban de estar llenas de luz antes de su venida. En ese sentido, la
expresión es análoga a la de Simeón (cf. Lucas 2:35). Su venida reveló los
pensamientos de muchos corazones. Las personas humildes e ignorantes
recibieron luz. Las personas orgullosas y farisaicas fueron entregadas a una
ceguera legal (cf. Mateo 11:25).
¿Y no es este juicio una consecuencia habitual de la llegada del Evangelio
de Cristo a un lugar o pueblo por primera vez? Las mentes que anteriormente
estaban completamente muertas reciben la vista. Las mentes que
previamente estaban orgullosas y se jactaban de su luz quedan en tinieblas y
a su suerte. Los que no veían ahora ven. Los que se creían clarividentes se
muestran ciegos. El mismo fuego que ablanda la cera es el que endurece la
arcilla.
Advirtamos que una traducción más literal de la palabra griega que se
traduce como “sean” cegados sería “se vuelvan” ciegos. No quiero decir que
Dios nunca entregue a las personas a su ceguera a través de una especie de
juicio a causa de su dureza y falta de arrepentimiento. Pero debiéramos
advertir con atención qué pocas veces habla de ello la Escritura como un acto
de Dios. No se trata, pues, literalmente de que “sean” cegados”, sino que “se
vuelven” ciegos.
Comenta Agustín: “¿Quiénes son los que ven? Los que piensan que ven,
los que creen que ven”. También dice: “El juicio que Cristo trajo al mundo no
es el mismo con el que juzgará a los vivos y a los muertos al final del mundo.
Más bien se trata de una obra de discriminación a través de la cual discierne
la causa de aquellos que creen de la de los malvados que piensan que ven y,
por tanto, están mucho más ciegos”.
Comenta Zuinglio: “El juicio hace referencia aquí a la discriminación o
separación en clases”. Ferus dice algo muy parecido.
Chemnitz piensa que nuestro Señor pronunció estas palabras con una
referencia específica a la injusta condena de excomunión que acababan de
aplicar los fariseos. Es como si quisiera decir: “El verdadero juicio, la
discriminación correcta entre clases, es prerrogativa mía. La excomunión de
un fariseo no tiene valor alguno”.
Musculus y Gualter piensan que el “juicio” significa aquí el decreto eterno
de Dios: “Vine al mundo para llevar a cabo los propósitos eternos de Dios,
que son que los sabios y juiciosos queden en tinieblas y que la verdad sea
revelada a los niños”. Pero esto parece algo rebuscado.
Poole dice: “La mejor interpretación del ‘juicio’ aquí mencionado es la de
aquellos que lo consideran el gobierno espiritual del mundo, entregado a
Cristo y manejado por Él con rectitud y ecuanimidad perfectas. Una parte
muy importante de ello fue su difusión de los Evangelios, la Ley de la fe. Esto
ilumina con un conocimiento salvador a muchos que están ciegos
espiritualmente y son completamente incapaces de ver el camino a la vida
eterna, y muchos que piensan que ven se vuelven más ciegos de lo que eran
al nacer en virtud de su incredulidad. No es que ejerza alguna influencia
maligna sobre ellos, sino que es por causa de sus propios ojos enfermos”.
Comenta Whitby que la conjunción griega que se traduce aquí como
“para” no es de causa sino de efecto, como cuando Cristo dijo: “No he venido
para traer paz, sino espada”. Quería decir que traer espada sería el resultado
y efecto de su venida, y no su propósito. También cree que el versículo se
puede aplicar de forma general a la iluminación de los gentiles que se
encontraban en tinieblas y al cegamiento paralelo de los judíos.
Hengstenberg dice: “Los que ven son los judíos, en contraposición a los
gentiles”.
Comenta Burgon: “El juicio no se utiliza aquí en un sentido activo. Es la
condenación que implica la división de los hombres en buenos y malos, que
fue una de las consecuencias (no el propósito) de la venida de Cristo al
mundo. Cuando Cristo vino al mundo, los hombres demostraron rápidamente
que pertenecían a la luz o a las tinieblas; y al dividirse en estas dos clases
anticiparon lo que sería su sentencia final”. “Los ciegos (esto es, los hombres
ignorantes y sencillos aunque humildes y fieles) vieron, mientras que los que
veían (esto es, las personas orgullosas y arrogantes que alardeaban de tener
discernimiento) fueron cegados”.
V. 40: [Entonces algunos […] fariseos […], al oír esto]. Una traducción
literal de esta frase sería: “Aquellos fariseos que estaban con Él”. Esto parece
mostrar que allí, como en todas las demás ocasiones, había algunos fariseos
entre la multitud que rodeaba a nuestro Señor observando de cerca todo lo
que decía y hacía a la espera de poder utilizar cualquier cosa en su contra.
Esto debiera hacernos ver las inmensas dificultades de la situación de
nuestro Señor. Siempre estaba rodeado de enemigos y hablaba y actuaba
ante la mirada de personas que querían dañarle. También nos enseña que no
debemos cejar en nuestros esfuerzos por hacer el bien a pesar de que
muchos de nuestros oyentes sean incrédulos.
[Le dijeron: ¿Acaso […] también ciegos?]. Esta pregunta no puede tener
un sentido de humildad o preocupación. Más bien se trata de una pregunta
sarcástica y burlona de personas que se sentían heridas en sus conciencias
por las palabras de nuestro Señor y que las consideraban una condena: “¿Y
cómo nos clasificas a nosotros? ¿Pertenecemos a los que tú denominas
ciegos? ¿Pretendes decir que nosotros, doctores de la Ley, no vemos ni
entendemos nada?”. Recordemos aquí las palabras de S. Pablo al judío
incrédulo: “Confías en que eres guía de los ciegos, luz de los que están en
tinieblas” (Romanos 2:19). Probablemente la ceguera era una de las últimas
cosas acerca de las que los fariseos tolerarían que se les predicara.
Comenta Agustín: “Hay muchos que, según las costumbres, reciben la
denominación de buenas personas, hombres y mujeres buenos, inofensivos,
que honran a sus padres, que no cometen adulterio y que, en un sentido,
respetan los demás deberes que manda la Ley, pero que, sin embargo, no
son cristianos. Y por lo general se dan aires semejantes a los de los fariseos
aquí, diciendo: ‘¿Acaso nosotros somos también ciegos?’ ”.
Observa Ferus: “Esta es tan solo la vieja arrogancia de los fariseos”.
Jones de Nayland hace un piadoso comentario: “Danos, oh Señor, la vista
de este hombre que había sido ciego de nacimiento y líbranos de la ceguera
de sus jueces, que habían estado aprendiendo toda la vida y, sin embargo, no
sabían nada. Y si el mundo nos expulsa, estemos en ti, a quien el mundo
crucificó”.
V. 41: [Jesús les respondió, etc.]. La respuesta de nuestro Señor es muy
notable y elíptica. Podría parafrasearse del siguiente modo: “Bien os iría que
fuerais verdaderamente ciegos e ignorantes. Si fuerais verdaderamente
ignorantes, serías mucho menos culpables que ahora. Si fuerais
verdaderamente ciegos, no seríais culpables del pecado de vuestra obstinada
incredulidad. Pero, por desgracia, decís que sabéis la verdad y que la veis,
que no sois ignorantes a pesar de rechazarme. Esa mentalidad autosuficiente
es precisamente la que os destruye. Hace que vuestro pecado recaiga sobre
vosotros de manera más intensa aún”.
Casi huelga decir que la intención de nuestro Señor no era eximir de toda
culpa a alguien por causa de su ignorancia. Solo quería decir que un hombre
verdaderamente ignorante es mucho menos culpable que el que disfruta de
luz y conocimiento y no los utiliza ni aumenta. No hay caso más desesperado
que el de un hombre autosuficiente que afirma saberlo todo y no necesitar
más luz. El pecado de tal hombre recae sobre él y, a menos que se
arrepienta, le llevará al abismo.
Advirtamos la terrible condena que contiene este texto para los que
profesan ser cristianos y se consuelan constantemente diciendo “sabemos”,
“no somos ignorantes”, “vemos la verdad”, mientras que al mismo tiempo se
recrean en la irreligiosidad y no se esfuerzan en obedecer. Aunque piensen lo
contrario, tales personas son mucho más culpables a los ojos de Dios que los
pobres paganos que jamás han oído la verdad. Cuanta más luz tiene un
hombre, más pecado comete si no cree.
Sería infundado y aventurado inferir la salvación de todos los paganos
inconversos a partir de este pasaje. El peor pagano tiene luz suficiente para
ser juzgado y condenado al final, y mucha más de la que emplea. Pero no es
una exageración decir que un pagano ignorante se encuentra en una
situación mucho más esperanzada que un cristiano inconverso orgulloso,
autosuficiente y farisaico.
Piensa Brentano que la expresión “si fuerais ciegos” significa “si
confesarais vuestra ceguera” y que “decís: Vemos” equivale a una “negativa
a reconocer la ignorancia y la necesidad”.
Observa Chemnitz que la expresión de este versículo nos enseña que en
este mundo hay dos tipos de pecadores: los que pecan por ignorancia y
debilidad y los que pecan contra la luz y el conocimiento; y que deben ser
considerados y tratados en concordancia.
Comenta Musculus que no parece haber nada que enardezca tanto a los
hombres como imputarles ignorancia y falta de conocimiento de la verdad.
Las mismísimas personas que no se inmutan si se las acusa de actos
inmorales como la simonía, el adulterio, la gula o la malversación de bienes
eclesiásticos, se enfurecen si se les dice que están en tinieblas y ciegos con
respecto a la doctrina.
La expresión “vuestro pecado permanece” es digna de atención. Enseña
la solemne verdad de que los pecados de las personas que no se arrepienten
permanecen sobre ellas, no les son perdonados y tampoco desaparecen. Eso
contradice la idea moderna de que todos los pecados están perdonados por
cuenta de la muerte de Cristo y que todos los hombres están justificados y lo
único necesario es creerlo y saberlo. Por el contrario, nuestros pecados están
sobre nosotros y permanecen sobre nosotros hasta que creemos. Ferus dice
que es una “afirmación terrible”.
Comenta Tholuck acerca de todo este capítulo: “El relato de este milagro
es de especial valor desde el punto de vista de la apologética. Cuán a
menudo oímos expresado el deseo de que los milagros de Cristo se hubieran
documentado oficialmente y se hubieran sometido a una investigación. Aquí
tenemos cumplido ese deseo: personajes de la judicatura y además
enemigos confesos de Cristo investigan un milagro en repetidas audiencias y,
sin embargo, se mantienen incólumes. ¡Se otorgó la vista a un ciego de
nacimiento!”. No sorprende que escépticos alemanes como Strauss y Bauer
se vean impulsados a afirmar que todo el relato es una invención.
Antes de terminar este capítulo sería bueno recordar que este es uno de
esos milagros de nuestro Señor con respecto a los cuales la gran mayoría de
los comentaristas están de acuerdo en que tienen un significado espiritual y
representan una verdad espiritual. Comenta Lampe que aun los autores que
habitualmente son más remisos a espiritualizar y alegorizar admiten que la
curación de este ciego es una imagen de la iluminación del alma de un
pecador. Su curación es una vívida imagen de la conversión.
Es curioso que no se vuelva a hablar de este hombre que fue curado.
Comoquiera que sea, es agradable tener en mente que hubo muchos que
creyeron en Cristo y fueron discípulos verdaderos cuyos nombres y cuyas
vidas no han llegado a nuestro conocimiento. No debemos suponer que solo
se salvaron aquellos que aparecen en el Nuevo Testamento. Podemos estar
seguros que el día postrero demostrará que este hombre solo representaba a
un gran número cuyos nombres están escritos en el Libro de la Vida, aunque
los autores inspirados no los mencionaran para conocimiento nuestro.

Juan 10:1–9

El capítulo que acabamos de empezar está íntimamente relacionado


con el anterior. La parábola que tenemos delante fue pronunciada en
referencia directa a los maestros ciegos de la Iglesia judía. Nuestro
Señor tenía en mente a los escribas y fariseos cuando describió al falso
pastor. Ahora, aquellos mismos que decían que veían son denunciados
con santa valentía como “ladrones y salteadores”.
Por un lado, en estos versículos tenemos una vívida imagen del
falso maestro religioso. Nuestro Señor dice que es alguien que “no
entra por la puerta en el redil de las ovejas, sino que sube por otra
parte”.
Obviamente, la “puerta” de esta frase tiene que significar mucho
más que el llamamiento y el nombramiento externos. Desde luego, los
maestros judíos no fallaban en ese aspecto: probablemente podían
remontarse en su linaje hasta Aarón mismo en sucesión directa. La
ordenación no supone prueba alguna de que un hombre sea apto para
mostrar a otros el camino al Cielo. Quizá haya sido nombrado de forma
regular por personas que tienen la autoridad para nombrar ministros; y
puede que, sin embargo, en toda su vida no se acerque nunca a la
puerta y al final muera sin ser más que un “ladrón y salteador”.
Debemos buscar el verdadero sentido de “puerta” en la
interpretación de nuestro Señor mismo. Cristo mismo es “la puerta”. El
verdadero pastor de almas es aquel que entra en el ministerio con la
mirada puesta solamente en Cristo, con el deseo de glorificar a Cristo,
de hacerlo todo en la fuerza de Cristo, predicando la doctrina de Cristo,
siguiendo los pasos de Cristo y trabajando para llevar a los hombres y
las mujeres a Cristo. El falso pastor de las almas es aquel que asume
su oficio ministerial pensando poco o nada en Cristo e impulsado por
motivaciones mundanas y de enaltecimiento propio, pero sin deseo
alguno de exaltar a Jesús y la gran salvación que está en Él. Cristo, en
pocas palabras, es la piedra angular de la religión del ministro. El que
da gran importancia a Cristo es un pastor según el corazón de Dios al
que Dios se deleita en honrar. Dios considera al ministro que no da
importancia a Cristo un impostor, alguien que ha alcanzado su santo
oficio no a través de la puerta, sino “por otra parte”.
La frase que tenemos delante infunde humildad y tristeza. Todo el
mundo entiende que condena a los maestros judíos de tiempos de
nuestro Señor. Su ministerio carecía de “puerta” alguna. No enseñaban
nada correcto con respecto al Mesías. Rechazaron a Cristo mismo
cuando apareció. Pero no todo el mundo entiende que esa frase
condena a miles de supuestos maestros cristianos de la misma forma
que a los dirigentes y maestros de los judíos. Hoy día hay miles de
hombres ordenados que desconocen todo lo referente a Cristo a
excepción de su nombre. Ellos mismos no han entrado por “la puerta”
y son incapaces de mostrarla a otros. ¡Bien le iría a la cristiandad
conocer esto mejor y tomarlo más en serio! Los ministros inconversos
son la carcoma de la Iglesia. Cuando un “ciego guía a otro ciego”, los
dos van al hoyo. Si queremos saber el valor del ministerio de un
hombre nunca debemos dejar de preguntar: ¿Dónde está el Cordero?
¿Dónde está la Puerta? ¿Presenta a Cristo y le otorga el lugar que le
corresponde?
Por otro lado, en estos versículos tenemos un retrato específico de
los cristianos verdaderos. Nuestro Señor los describe como ovejas que
“oyen la voz del Pastor verdadero y conocen su voz” y que “al extraño
no seguirán, sino huirán de él, porque no conocen la voz de los
extraños”.
Lo que se enseña en estos versículos es algo muy curioso y puede
parecer “necedad” al mundo. La mayoría de los verdaderos creyentes
están dotados de un instinto espiritual que, por lo general, los capacita
para distinguir entre la enseñanza verdadera y la falsa. Cuando oyen
una enseñanza religiosa defectuosa hay algo en ellos que les dice:
“Eso es erróneo”. Cuando oyen la verdad auténtica tal como es en
Jesús, hay algo en sus corazones que les dice: “Eso es correcto”. Quizá
el hombre despreocupado del mundo no vea diferencia alguna entre un
ministro y otro o entre un sermón y otro. Por regla general, hasta la
más humilde oveja de Cristo distinguirá las cosas que difieren, aunque
a veces no sepa explicar por qué.
Cuidémonos de despreciar el instinto espiritual.
Independientemente de lo que diga un mundo sarcástico, es una de las
señales específicas de la presencia del Espíritu Santo. S. Juan la
menciona específicamente como tal cuando dice: “Vosotros tenéis la
unción del Santo, y conocéis todas las cosas” (1 Juan 2:20). Más bien
oremos por ello a diario a fin de que Él nos proteja de la influencia de
los falsos pastores. Perder toda capacidad para distinguir entre lo dulce
y lo amargo es uno de los peores síntomas de enfermedad corporal.
Ser incapaz de diferenciar entre la Ley y el Evangelio, la verdad y el
error, el protestantismo y el papismo, la doctrina de Cristo y la doctrina
del hombre, es una prueba clara de que seguimos muertos y
necesitamos la conversión.
En último lugar, en estos versículos tenemos una imagen
sumamente instructiva de Cristo mismo. Pronuncia una de esas
afirmaciones de oro que todo verdadero cristiano debiera tener en alta
estima. Son aplicables tanto a la congregación como a los ministros:
“Yo soy la puerta; el que por mí entrare, será salvo; y entrará, y saldrá,
y hallará pastos”.
Por naturaleza, todos estamos separados y lejos de Dios. El pecado
se alza entre nosotros y el Creador como un gran muro de separación.
El sentimiento de culpa nos hace temerle. Sentir su santidad hace que
nos mantengamos distanciados de Él. Tras nacer con un corazón
enemistado con Dios, nos vamos distanciando cada vez más de Él por
nuestras prácticas a medida que avanzamos en nuestra vida. Las
primeras preguntas a las que se debe dar respuesta en la religión son
las siguientes: “¿Cómo puedo acercarme a Dios? ¿Cómo puedo ser
justificado? ¿Cómo puede un pecador como yo reconciliarse con el
Creador?”.
El Señor Jesucristo nos ha proporcionado una respuesta para todas
esas importantes preguntas. Por medio de su sacrificio por nosotros en
la Cruz, abrió un camino a través de la gran barrera y proporcionó
perdón y paz a los pecadores: “Padeció una sola vez por los pecados,
el justo por los injustos, para llevarnos a Dios” (1 Pedro 3:18). Por
medio de su sangre abrió un camino hasta el lugar santísimo por el
que podemos acercarnos a Dios con valor y sin temor. Y ahora puede
salvar perpetuamente a todos aquellos que se acercan a Dios a través
de Él. Él es “la puerta” en el sentido más excelso. Nadie puede “venir
al Padre” salvo a través de Él.
Asegurémonos de utilizar esta puerta y no limitarnos a quedarnos
fuera mirándola. Es una puerta abierta y a disposición del mayor de los
pecadores: “El que por [ella] entrare, será salvo”. Es una puerta en la
que hallaremos plena y abundante provisión para todas las
necesidades de nuestras almas. Veremos que podemos “entrar y salir”
y disfrutar de paz y libertad. Se acerca el día en que esta puerta se
cerrará para siempre y los hombres intentarán entrar y no podrán.
Aseguremos, pues, nuestra salvación. No nos quedemos fuera
vacilando entre dos opiniones. Entremos y seamos salvos.

Notas: Juan 10:1–9


V. 1: [De cierto, de cierto os digo]. Hay tres cosas que debemos recordar
atentamente si deseamos entender de forma correcta los nueve primeros
versículos de este capítulo. Pasarlas por alto ha sido motivo de numerosas
interpretaciones confusas e incoherentes.
a) Por un lado, este pasaje está íntimamente ligado al capítulo anterior. La
primera frase debe leerse sin interrupción, como continuación del versículo
41 del capítulo 9. Nuestro Señor sigue hablando a los fariseos hostiles que
habían preguntado: “¿Acaso nosotros somos también ciegos?” y habían
recibido la respuesta de: “Porque decís: Vemos, vuestro pecado permanece”.
Es a ellos a quienes dice: “Os digo: El que no entra por la puerta en el redil de
las ovejas […], ése es ladrón y salteador”. No se trata tanto de consolar a sus
discípulos como de reprender y dejar en evidencia a sus enemigos.
b) Por otro lado, el pasaje es por entero una parábola o una alegoría (cf.
versículo 6). Como sucede con la mayoría de las parábolas de nuestro Señor,
para interpretarla es preciso tener en mente la idea principal, que es la clave
del conjunto. No debemos forzar cada detalle minúsculo e intentar atribuir un
significado espiritual a las partes menos importantes del retrato. Los que lo
hacen se embarrancan siempre en su exposición y tienen problemas. Si hay
alguna parábola a la que se pueden aplicar los viejos y originales dichos de
que “ninguna parábola se sostiene sobre cuatro patas” y “quien exprime
demasiado una parábola no saca leche, sino sangre”, es esta.
Comenta Calvino con sabiduría: “Es inútil examinar con mucho
detenimiento cada parte de esta parábola. Démonos por satisfechos con la
idea general de que, así como Cristo declara que hay una semejanza entre la
Iglesia y un redil (un redil de ovejas donde Dios congrega a todo su pueblo),
se compara a sí mismo con una puerta porque no hay ninguna otra entrada a
la Iglesia salvo Él mismo. Después se dice que los buenos pastores son los
que guían a los hombres directamente a Cristo y que los que se encuentran
verdaderamente en el redil de Cristo —de forma que pertenecen a su rebaño
— son los que se entregan exclusivamente a Cristo”.
c) Por otro lado, no debemos perder de vista cuál era la finalidad que tenía
nuestro Señor en mente cuando pronunció esta parábola. Quería mostrar la
absoluta incapacidad de los fariseos para ser maestros y pastores de los
judíos, porque no habían ocupado su puesto con el espíritu adecuado y con
una comprensión correcta de la obra que tenían que hacer. En esa parte no
está hablando de sí mismo como “el Pastor”, sino como “la Puerta”;
únicamente como la Puerta. Lo que Cristo es como “el Pastor” viene después;
la idea principal de los nueve primeros versículos es lo que Cristo es como “la
Puerta”.
Este capítulo ejemplifica de manera extraordinaria el carácter
“progresivo” de los sermones de nuestro Señor documentados por S. Juan.
Nuestro Señor parte de una sencilla afirmación para terminar hablando de las
verdades más excelsas. Esto mismo lo vemos en los capítulos 4, 5 y 6.
Este es uno de los veinticuatro lugares del Evangelio según S. Juan donde
aparece la doble repetición de la expresión “de cierto”. Aquí, como sucede en
los demás lugares, es la antesala de algo de una importancia y solemnidad
superiores a lo habitual.
[El que no entra, etc.]. Nuestro Señor apela aquí a la experiencia común
de sus oyentes. Todos sabían que se podía sospechar legítimamente que
cualquiera que entrara en un redil de ovejas saltando por encima del muro o
de la cerca se trataría de un ladrón. Todo verdadero pastor, claro está, utiliza
la puerta.
Después interpreta la “puerta” como Él mismo. Obviamente, la idea
implícita es que ningún maestro religioso que no tome y desempeñe su cargo
con fe en Cristo y en su expiación y con el propósito de glorificar a Cristo no
es apto para su tarea y será incapaz de hacer bien alguno. En lugar de ser un
pastor que ayuda y alimenta, no es más que un “ladrón” dañino. En lugar de
salvar almas, las mata. En lugar de traer vida a sus oyentes, les trae muerte.
Algunos —como Eutimio, Teofilacto y Maldonado— piensan que la “puerta”
significa las Escrituras. Otros —como Tholuck y Hengstenberg— piensan que
“puerta” significa un llamamiento correcto para el ministerio. Ambas
interpretaciones me parecen antinaturales e incorrectas.
Observa Agustín: “El redil de Cristo es la Iglesia católica. Quien desee
entrar en el redil, que entre por la puerta: que predique a Cristo mismo. Que
no solo predique a Cristo mismo, sino que busque la gloria de Cristo y no la
suya propia”. En otro lugar dice: “Yo, cuando busco entrar en vuestros
corazones, predico a Cristo; si predico algo distinto estaré intentando subir
por algún otro lado. Cristo es mi Puerta: alcanzo vuestros corazones por
medio de Cristo”.
Este lenguaje tomado del entorno del cuidado de las ovejas y los rediles
sería mucho más inteligible en Palestina que aquí en Inglaterra. Los rediles,
las puertas, los pastores y los ladrones entrando por algún otro lado serían
cosas familiares para la mayor parte de los judíos. Más aún, la utilización de
ese lenguaje al hablar de cosas espirituales sería particularmente
comprensible para todo aquel que hubiera leído Jeremías 23, Ezequiel 34 y
Zacarías 11.
Comenta Brentano la condescendencia de nuestro Señor al extraer
lecciones espirituales de fuentes tan humildes: “¿Qué puede haber más
humilde que el trabajo de pastor? Los pastores eran despreciables para los
egipcios. ¿Qué puede haber más torpe y estúpido que una oveja? ¡Y, sin
embargo, aquí tenemos una imagen de Cristo y de los creyentes!”.
En su libro sobre Daniel, Isaac Newton cree que, al elegir el tema de esta
parábola, nuestro Señor tenía en mente los numerosos rediles que había
junto al Templo y en los alrededores de Jerusalén, donde se guardaban las
ovejas que se vendían para el sacrificio.
Parece que la expresión “por otra parte” es deliberadamente general. Los
hombres pueden convertirse en maestros de la Iglesia impulsados por
diversos motivos y con muchas mentalidades distintas. Unos pueden ser
escépticos, otros formalistas, otros mundanos; pero todos están equivocados
por igual si no entran en su ministerio “por la puerta”, esto es, a través de
Cristo.
La expresión “ladrón y salteador” es muy enérgica y ofrece un ejemplo
extraordinario de la utilización de una parábola para reprender severa y
firmemente de forma indirecta. Por supuesto, difícilmente podría haber dicho
nuestro Señor a los fariseos: “Sois ladrones y salteadores”. Sin embargo,
empleando una parábola viene a decir eso mismo.
Adviértase que estos fuertes epítetos muestran claramente que hay
momentos en que es correcto reprender severamente. Halagar a todo el
mundo y alabar a todos los maestros celosos y fervorosos,
independientemente de la salubridad de su fe, no es consecuente con la
Escritura. Nada parece ofender tanto a Cristo como un falso maestro
religioso, un falso profeta o un falso pastor. No debiéramos temer nada tanto
en la Iglesia ni reprenderlo, oponernos a ello y exponerlo con toda la claridad
posible en caso de que sea necesario. A menudo se critica más de lo que se
debiera el contundente lenguaje utilizado por nuestros reformadores al
escribir contra los maestros romanistas.
La palabra griega traducida como “ladrón” implica una falta de honradez y
un fraude soslayados. La palabra traducida como “salteador” implica una
violencia más abierta. Hay falsos maestros de ambos tipos: papistas abiertos
y escépticos abiertos, semipapistas y semiescépticos. Todos son igualmente
peligrosos.
Observa Agustín: “Que los paganos, los judíos y los herejes digan:
‘Vivimos una vida buena’. ¿De qué les sirve si no entran por la puerta?
Ciertamente, no se puede decir que vivan vidas buenas aquellos que
desconozcan o desprecien deliberadamente el fin de una vida buena. Nadie
que no conozca a Cristo, que es la vida y la entrada al redil, puede tener
esperanza alguna de vida eterna”.
Hammond es el único comentarista que aplica este versículo y los cuatro
siguientes exclusivamente a Cristo y considera que “la puerta” es la
evidencia propiamente dicha de los milagros y la doctrina. No lo veo en
absoluto.
Comenta el obispo Burnet que este es el pasaje al que más han recurrido
tanto los Padres como los autores modernos a fin de mostrar la diferencia
entre los buenos y los malos ministros. Wordsworth titula todo este capítulo
como “una pastoral divina dirigida a obispos, sacerdotes y diáconos”.
V. 2: [Mas el que entra por la puerta, etc.]. Este versículo contiene lo
contrario del anterior. El que entre al redil de las ovejas a través de la entrada
correcta, la puerta, puede considerarse un pastor verdadero. Tal hombre,
debidamente nombrado por el dueño del rebaño y reconocido por las ovejas
como su pastor y amigo, no tiene necesidad de entrar clandestinamente
como un ladrón, ni por la fuerza como un salteador.
La partícula “el” que precede a pastor no aparece en el griego.
Simplemente sería “un pastor”. La omisión del artículo parece intencionada a
fin de mostrar que nuestro Señor está ciertamente describiendo a los
“pastores de las ovejas” de forma general, y no habla de sí mismo.
V. 3: [A éste abre el portero, etc.]. Todo este versículo tiene el propósito
de mostrar la naturaleza del verdadero pastor de ovejas en cuatro aspectos:
a) El portero le abre la puerta al saber por sus pasos y la forma de acercarse
que es un amigo y no un enemigo. b) Las ovejas reconocen su voz y
escuchan lo que dice. c) Al conocer a su rebaño de forma individual, llama a
cada oveja por su nombre propio. d) Les muestra dónde hallar alimento con
el deseo diario de procurar su salud y bienestar. Los cuatro aspectos le
diferencian del ladrón y el salteador.
Para entender la expresión de este versículo es preciso tener en mente las
diversas costumbres de los países orientales en comparación con el nuestro.
En Palestina, un redil era un lugar cercado por medio de un muro elevado, y
no de una valla de baja altura. De noche tenía una puerta vigilada por un
portero, puesto que no se podía dejar a las ovejas solas sin correr riesgos. El
pastor oriental conoce a cada oveja de su rebaño y a menudo pone nombre a
cada una de ellas. A las ovejas se las guía, no se las empuja.
Con respecto al “portero” que abre la puerta, hay diversas opiniones. La
mayoría de los comentaristas considera que el “portero” representa al
Espíritu Santo, que llama a los ministros verdaderos a la Iglesia y “abre” los
corazones, y que el sentido es que “el Espíritu Santo llama a un verdadero
pastor al ministerio y abre el camino a los corazones de sus oyentes”. No
cabe duda que esta es una teología excelente, pero no creo que esto fuera lo
que nuestro Señor tenía en mente. Aquí no se dice que el “portero” llame al
pastor, sino que abre cuando viene el pastor; tampoco dice que abra los
corazones, sino la puerta del cercado por la que pasa el pastor. Considero
innecesaria la idea de Wordsworth —compartida por Agustín, Ruperto,
Bullinger y Flacius— de que el “portero” es Cristo mismo; que no solo es la
“Puerta”, sino también el “Portero”. Junto con Glassius, Grocio, Hutcheson y
Blomfield, prefiero pensar que toda la frase es un detalle secundario de la
parábola que significa que un verdadero pastor de ovejas no solo entra por la
puerta legítima, sino que se le dan todas las facilidades para que lo haga.
Algunos —como Crisóstomo, Eutimio y Teofilacto— piensan que el
“portero” representa a Moisés.
Otros —como Ecolampadio, Lampe y Webster— piensan que el “portero”
representa a los ministros y maestros de la Iglesia que tienen la prerrogativa
de admitir a los pastores.
Otros —como Gomar, Brentano, Maldonado, Hall, Whitby y Hengstenberg
— piensan que el “portero” es Dios el Padre.
No se debe forzar demasiado la expresión “sus ovejas”. Simplemente
significa que, según la costumbre oriental, al conocer a su propio rebaño de
forma individual, un verdadero pastor las llama por sus nombres y demuestra
así su relación con ellas. Si no fueran suyas no podría hacerlo.
V. 4: [Y cuando ha sacado fuera, etc.]. Este versículo es una simple
continuación de la descripción del pastor fiel y verdadero de las ovejas.
Cuando quiera que alguien así lleva al rebaño a pastar, camina delante de
ellas, como hace siempre un pastor oriental, sin obligarlas a ir adonde él
mismo no va. Así, las ovejas seguirán a un pastor con plena confianza en él y,
al conocer su voz, irán dondequiera que las llame.
Conviene leer las palabras de Moisés: “Ponga Jehová, Dios de los espíritus
de toda carne, un varón sobre la congregación, que salga delante de ellos y
que entre delante de ellos, que los saque y los introduzca, para que la
congregación de Jehová no sea como ovejas sin pastor” (Números 27:16–17).
En Éxodo 3:1 vemos claramente que los pastores orientales “conducen” a
sus ovejas yendo delante de ellas: “condujo el rebaño” (LBLA), así como en el
Salmo 23:2: “Me conduce” (LBLA).
V. 5: [Mas al extraño no seguirán, etc.]. Este versículo completa el
ejemplo del verdadero pastor y sus ovejas. Era un hecho de dominio público
entre todos los oyentes de nuestro Señor el que las ovejas acostumbradas a
la voz de un pastor no obedecían la voz de un extraño, sino que más bien les
asustaba. Igualmente, los verdaderos cristianos tienen un paladar y un
discernimiento con los que distinguen a un falso maestro y no le prestan
atención: “Vosotros tenéis la unción del Santo, y conocéis todas las cosas” (1
Juan 2:20). A menudo, los creyentes humildes y sin mucha cultura lo
ejemplifican de forma extraordinaria.
Observa Brentano la singular capacidad que tienen las ovejas de conocer
y reconocer siempre la voz de su propio pastor. También señala el
extraordinario conocimiento que tiene un cordero del balido de su madre de
entre miles de otros como una característica curiosa de un animal que es
torpe y tonto en muchos otros aspectos.
Observa Scott que este versículo justifica que los cristianos verdaderos no
escuchen a los falsos maestros. Quizá muchos les reprochen abandonar sus
parroquias bajo este tipo de circunstancias. ¡Sin embargo, las mismísimas
personas que se lo reprochan no confiarían sus asuntos mundanos a un
abogado ignorante y engañoso o sus cuerpos a un médico incompetente! ¿Es
una equivocación guiarnos por los mismos principios con respecto a nuestras
almas?
Observa Besser: “Las ovejas huyen del falso pastor. No dirán: basta con no
seguir a este predicador extraño en aquellos puntos en los que presenta una
doctrina defectuosa. No querrán tener nada que ver con él. Huirán de él
como de la peste” (cf. 2 Timoteo 2:17).
Observa Bickersteth que este versículo y el 3 arrojan luz sobre el oficio
pastoral de los ministros: “¡Qué gran porcentaje de la influencia ministerial
depende del conocimiento personal. El crecimiento de la congregación puede
suponer un gran estorbo para esa influencia!”.
V. 6: [Esta alegoría les dijo Jesús]. El término “alegoría” manifiesta que
este pasaje debe interpretarse como un cuadro de cosas espirituales y que
debe tratarse con sumo cuidado y no ser interpretado de forma demasiado
literal. La palabra griega que utiliza Juan y se traduce como “alegoría” no se
utiliza en ningún otro Evangelio.
[Pero ellos no entendieron […] les decía]. Parece que los fariseos fueron
incapaces de ver la aplicación de la parábola. Esto resulta curioso cuando
recordamos la rapidez con que vieron que la parábola de los labradores que
mataron al heredero de la viña se aplicaba a ellos. Pero no hay nada que
parezca cegar tanto los ojos de los hombres como el orgullo del cargo. El
engreimiento por sus conocimientos les vendaba los ojos y les impedía ver
que ellos, que pretendían ser dirigentes y maestros de los rebaños judíos, no
eran pastores, sino “ladrones y salteadores” que hacían más mal que bien.
No veían que el principal impedimento para el desempeño de sus funciones
era su desconocimiento de Cristo y su falta de fe en Él. No veían que no se
podía esperar que una verdadera oveja de Cristo los siguiera o escuchara y
obedeciera su doctrina. Por encima de todo, no veían que al excomulgar al
pobre ciego al que había curado nuestro Señor únicamente estaban dejando
de manifiesto que eran “ladrones y salteadores” y que estaban perjudicando
a alguien a quien debían haber ayudado.
Hoy día, los ministros no deben sorprenderse al descubrir que no se les
entiende, puesto que muchas veces el que habló como “jamás hombre
alguno ha hablado” no fue entendido. ¡Pocos predicadores tienen la menor
idea de lo escasamente que se entiende un sermón!
Comenta Ferus que los oyentes de nuestro Señor debieron de estar ciegos
para no ver que su propio profeta Ezequiel ya había mostrado la aplicación de
la parábola (Ezequiel 34).
Lampe piensa que sabían que nuestro Señor estaba hablando de ellos,
pero eran incapaces de entender plenamente la aplicación de la parábola.
V. 7: [Volvió, pues, Jesús a decirles]. Aquí podemos ver la
condescendencia y la paciencia de nuestro Señor. Al ver que sus oyentes son
incapaces de entenderle, pasa a explicar más detalladamente lo que quiere
decir. Esto es un ejemplo para todos los maestros religiosos. Las lecciones
espirituales no se pueden enseñar nunca sin una gran dosis de repetición y
simplificación.
[De cierto, de cierto os digo]. Una vez más se utiliza esta expresión
solemne; y nuevamente va dirigida a los mismos oyentes, los fariseos.
[Yo soy la puerta de las ovejas]. Aquí tenemos una exposición clara. Jesús
declara aquí que Él mismo es la Puerta a través de la cual deben pasar, por
medio de la fe en ella, tanto el pastor como las ovejas si quieren entrar en el
redil de Dios: “Todas las ovejas deben pasar a través de mí si quieren unirse
al rebaño de Dios. Todo maestro que desee ser un pastor del rebaño de Dios
debe ocupar su ministerio con la mirada puesta en mí”.
¡Esta elevada declaración de su dignidad debió de sorprender
tremendamente a los fariseos! Difícilmente se puede concebir una
declaración más elevada. Nadie salvo el Mesías divino podría haber utilizado
una frase semejante. Ningún profeta o apóstol lo hizo jamás.
A primera vista parece extraño que nuestro Señor diga “Yo soy la puerta
de las ovejas” y no simplemente “la puerta”. Pero creo que tiene el propósito
de enseñar que la Puerta es más para beneficio de las ovejas que del pastor,
y que Él mismo se entrega de manera más especial a su pueblo que a sus
ministros. Los ministros solo son siervos. El rebaño puede proseguir sin ellos,
pero ellos no sin el rebaño.
Bullinger pone el acento en la abundancia de hermosas imágenes en las
páginas de S. Juan con que nuestro Señor representaba su persona y su oficio
ante los judíos. Imágenes como el Pan, el Agua Viva, la Luz del mundo, la
Puerta y el Pastor se encuentran todas en cinco capítulos de este Evangelio.
Observa Musculus que la interpretación sencilla de que Cristo es “la
Puerta” es que es el Mediador entre Dios y el hombre.
Webster comenta que “es digno de reseñar que en el Sermón del Monte
(Mateo 7:13–17), la descripción de la puerta estrecha y el camino angosto va
inmediatamente delante de la advertencia contra los falsos profetas y los
lobos rapaces”. Aquí sucede lo mismo.
V. 8: [Todos los que antes de mí vinieron, etc.]. Obviamente, es preciso
matizar las palabras “todos los que antes de mí”. No se pueden interpretar
en su sentido más amplio. Los profetas y Juan el Bautista no eran ladrones y
salteadores. No se puede interpretar como: “Todos los que han afirmado ser
el Mesías”. No hay pruebas de que hubiera muchos otros antes de nuestro
Señor que afirmaran ser el Mesías, si es que hubo alguno. Además, la palabra
“son”, en presente, parece excluir a todos los que vivieron antes de los
tiempos de nuestro Señor.
La principal dificultad reside en las palabras “antes de mí”. El término
griego que se traduce como “antes” solo tiene cuatro significados: 1) Antes
en términos de tiempo; 2) Antes en términos de espacio; 3) Antes en
términos de dignidad y honor; 4) Antes en términos de sustitución. De estas
cuatro las dos primeras quedan descartadas y nos quedamos limitados a las
dos últimas. Solo puedo conjeturar que la frase debe parafrasearse del
siguiente modo: “Todos los que han entrado en la Iglesia profesando ser
maestros, reclamando honor para ellos mismos en lugar de para mí u
honrando cualquier cosa antes que yo, como vosotros fariseos; todos ellos no
son verdaderos pastores, sino ladrones y salteadores”. No veo mejor solución
y reconozco que se trata de una frase difícil.
Algunos —como Crisóstomo y Teofilacto— piensan que los “ladrones y
salteadores” eran Teudas, Judas el galileo (Hechos 5:36–37) y otros como
ellos.
Comenta Eutimio que no debemos interpretar este “todos” de forma
literal, sino que se trata de un hebraísmo que significa: “Todo el que no viene
a través de mí es un ladrón”, etc.
¡Observa Teofilacto que los herejes maniqueos torcieron este texto para
fundamentar su idea fanática de que los profetas del Antiguo Testamento no
habían sido enviados por Dios!
Dice Lutero: “En todas las épocas, estos ladrones y salteadores
constituyen la gran mayoría en el mundo, y no pueden ser nada mejor
mientras no estén en Cristo. De hecho, el mundo deseará tener a tales lobos
por predicadores antes que ninguna otra cosa, puesto que no está dispuesto
a escuchar a Cristo ni a tenerlo en consideración. No sorprende que los
verdaderos cristianos y sus pastores sean tan pocos”.
Comenta Calvino: “Que ningún hombre se inquiete ante la idea de que ha
habido maestros en todas las épocas que no se han preocupado en absoluto
de llevar a los hombres a Cristo, Cristo declara expresamente que no importa
cuántos haya habido que se ajusten a esta descripción o desde cuándo hayan
existido. Solo hay una Puerta, y todos los que no la utilicen e intenten hacer
brechas y aberturas en los muros son ladrones”.
Lightfoot piensa que nuestro Señor hace referencia a los fariseos,
saduceos y esenios, que habían extraviado a los judíos desde antes de la
venida de Cristo, y que ellos eran los tres falsos pastores cuya expulsión
definitiva se predice en Zacarías 11:8.
La expresión “no los oyeron las ovejas” tiene que significar que, para
cuando nuestro Señor llegó a la Tierra, los creyentes verdaderos como
Simeón, Ana y otros habían dejado de confiar en los maestros nombrados por
los judíos y eran como ovejas sin pastor.
Evidentemente, la palabra “ovejas” de este versículo debe interpretarse
en un sentido espiritual y solo puede hacer referencia a los creyentes
verdaderos. Los meros miembros externos de la Iglesia, que carecen de fe y
de la gracia, no son “ovejas”.
“En los sermones de Cristo —dice Hengstenberg—, las ovejas representan
siempre a los miembros fieles del Reino de Dios: la congregación de los
creyentes”.
Alford dice: “En toda esta parábola, las ovejas no son una multitud
heterogénea de buenos y malos, sino las ovejas verdaderas, las fieles, que
son todas las que deben estar en el redil. Las ovejas falsas, las cabras, no
aparecen”.
Comenta Brentano que no debemos precipitarnos a deducir de la
afirmación de nuestro Señor de que “no los oyeron las ovejas” que las
personas piadosas nunca se dejarán engañar transitoriamente por los falsos
maestros. Quizá sean engañadas y seducidas, pero al final volverán a la
verdad.
V. 9: [Yo soy la puerta, etc.]. Este versículo es una de esas declaraciones
amplias, grandiosas y abiertas que nuestro Señor hace en ocasiones yendo
mucho más allá del asunto específico que está tratando en ese momento. Es
como: “Yo soy el Pan; yo soy la Luz; yo soy el Camino”. El significado esencial
es el siguiente: “Yo soy Aquel a través del cual y por medio del cual deben
entrar a la Iglesia todos los pastores verdaderos. Todos esos pastores que
entren a través de mí encontrarán su hogar en el redil, disfrutarán de la
confianza de mi rebaño y hallarán alimento para las almas de mis ovejas, sus
oyentes”. El significado más general o secundario es: “Yo soy el Camino para
llegar a Dios. Todos los que vengan al Padre a través de mí, ya sean pastores
u oyentes, hallarán seguridad y libertad por medio de mí y tendrán alimento
perpetuo para sus almas”. En un sentido estricto, la frase parece aplicarse
especialmente a los verdaderos ministros del rebaño de Cristo. Pero no me
atrevería a restringirla a ellos exclusivamente. Es una promesa amplia y
general para todos los que entren.
Melanchton ve en este versículo una imagen perfecta del pastor
verdadero en cuatro sentidos: 1) Será salvado personalmente. 2) Tendrá una
comunión íntima y cercana con Dios. 3) Se le dotará de dones y será
provechoso para la Iglesia. 4) Hallará alimento y refrigerio para su propia
alma.
Observa Musculus que nuestro Señor no dice: “Si algún hombre culto,
justo, noble o rico entrare por mí”, sino: “El que por mí entrare”,
independientemente de lo grande, pequeño o malvado que haya sido en el
pasado; “el que por mí entrare” se salvará.
La expresión “entrará, y saldrá” implica el hábito de utilizar una morada
con familiaridad y tratarla como un hogar. Es un hebraísmo. Expresa de
manera muy hermosa la comunión habitual y la feliz relación con Cristo de
que disfruta todo verdadero creyente (cf. Hechos 1:21, 9:28; Juan 14:23;
Apocalipsis 3:20).
Agustín indica que “entrar” significa entrar por fe y “salir” morir en fe, y
que como resultado de eso se obtiene una vida en la gloria. Dice: “Entramos
creyendo; salimos muriendo”. Pero parece algo rebuscado.
Piensa Eutimio que “salir” hace referencia a la salida de los Apóstoles al
mundo para predicar el Evangelio.
“Hallará pastos” representa la satisfacción, el consuelo y la renovación del
alma que experimentará todo aquel que utilice a Cristo como la Puerta para
llegar al Cielo. Evidentemente, está implícito el Salmo 23:1–2, etc.
Comenta Burgon: “Las palabras finales describen la seguridad y el gozo
que son privilegio del pueblo de Dios. Entrar y salir representa las
ocupaciones cotidianas: es descansar y trabajar, el comienzo y el fin de toda
obra. La frase hebrea denota toda la vida y cotidianidad de una persona. Las
promesas relacionadas con esto parecen implicar que, en su caminar por el
mundo, quizá por el camino polvoriento del mundo y en su mercado
abarrotado, el pueblo de Dios hallará apoyo espiritual y consuelo, esto es,
alimento para sus almas, que el mundo desconoce. En otros pasajes, esta
frase suele expresarse como ‘salir y entrar’. Aquí, por alguna razón, se
traspone. Este último es el orden de la Naturaleza, el otro es el orden de la
gracia”.
Para concluir este difícil pasaje, es bueno recordar que, a pesar de que
nuestro Señor no habla aquí de sí mismo como Pastor y solo da una imagen
del buen pastor, es aplicable a Él mismo de forma implícita. Las distintas
características de la imagen no se pueden aplicar a nadie de forma tan
exacta, clara y literal como al gran Pastor de los creyentes. “Cada expresión
—dice Burgon— tiene una referencia marcada a Cristo; sin embargo, es claro
que no está hablando de sí mismo principalmente”.
Es digo de atención cómo se hace hincapié en este pasaje en la “voz” del
pastor y en oír su voz. No puedo evitar pensar que se trata de algo
intencionado. La “voz enseñando” es la gran diferencia entre un pastor
terrenal y otro. “El pastor —dice Burgon— no debe mantenerse en silencio
cuando esté con sus ovejas”. Oír la voz del gran Pastor es una de las grandes
señales de todo verdadero creyente.

Juan 10:10–18

Por un lado, estos versículos nos muestran la gran finalidad de la


venida de Cristo al mundo. Dice que vino para que los hombres
“tengan vida, y para que la tengan en abundancia”.
La verdad que contienen estas palabras es de suprema importancia.
Proporcionan un antídoto para muchas ideas burdas y equivocadas que
gozan de gran difusión. Cristo no vino solo para ser un maestro de una
nueva moralidad, un ejemplo de santidad y abnegación, o el fundador
de nuevos ritos, como han aseverado muchos inútilmente. Abandonó
el Cielo y vivió treinta y tres años en la Tierra por motivos muchísimo
más elevados que esos. Vino para procurar vida eterna al hombre al
precio de su propia muerte vicaria. Vino para ser una gran fuente de
vida espiritual para el género humano de la que pueden beber los
pecadores que acudan por fe y para que al beber obtengan vida
eterna. Por medio de Moisés vinieron las leyes, los mandamientos, los
preceptos y los ritos. Por medio de Cristo vinieron la gracia, la verdad y
la vida eterna.
A pesar de la importancia de esta doctrina, es preciso añadir una
advertencia. No debemos forzar demasiado el significado de las
palabras de nuestro Señor Jesucristo. No debemos pensar que hasta la
venida de Cristo la vida eterna fue completamente desconocida o que
los santos del Antiguo Testamento se encontraron en la más absoluta
oscuridad con respecto al mundo venidero. Abraham, Moisés y David
conocían bien el camino de la vida por medio de la fe en un Salvador.
Todos los hijos de Dios desde Abel hasta Juan el Bautista tuvieron la
esperanza de un Redentor y un Sacrificio; pero su visión de estas cosas
era forzosamente imperfecta. Las vieron de lejos y borrosamente.
Vieron su perfil, pero no su totalidad. La venida de Cristo arrojó luz
sobre todo ello e hizo que las sombras se desvanecieran. El Evangelio
sacó a plena luz la vida y la inmortalidad. En resumen, en palabras de
nuestro Señor mismo, aun aquellos que tenían vida la tuvieron en
mayor “abundancia” cuando Cristo vino al mundo.
Por otro lado, estos versículos nos muestran uno de los principales
oficios que desempeña Jesucristo para todo verdadero cristiano.
Nuestro Señor utiliza en dos ocasiones una expresión que sería
particularmente significativa para un oyente oriental. Recalca dos
veces: “Yo soy el buen pastor”. Es una afirmación que ofrece consuelo
y es muy instructiva.
Como un buen pastor, Cristo conoce a todo su pueblo de creyentes.
Jesús está perfectamente familiarizado con sus nombres, sus familias,
su lugar de residencia, sus circunstancias, su historia personal, su
experiencia y sus pruebas. No hay nada que no sepa del más humilde
y pequeño de ellos. Quizá los hijos de este mundo no conozcan a los
cristianos y consideren una necedad sus vidas; pero el Buen Pastor los
conoce profundamente y, por maravilloso que parezca, a pesar de
conocerlos no los desprecia.
Como un buen pastor, Cristo cuida tiernamente de todo su pueblo
de creyentes. Cubre todas sus necesidades en el desierto de este
mundo y los guía por el camino recto hasta una ciudad habitable.
Soporta con paciencia todas sus debilidades y flaquezas y no los echa
porque sean rebeldes, se extravíen, se cansen o tengan defectos. Los
protege y defiende de todos sus enemigos, como hizo Jacob con el
rebaño de Labán; y de los que el Padre le ha dado no perderá a
ninguno.
Como un buen pastor, Cristo entrega su vida por sus ovejas. Lo hizo
de una vez por todas cuando fue crucificado por ellas. Cuando vio que
nada salvo su sangre podía librarlas del Infierno y del diablo, convirtió
su propia alma en ofrenda por sus pecados. Ahora está presentando el
mérito de esa muerte ante el trono del Padre. Las ovejas han sido
salvadas para siempre porque el Buen Pastor murió por ellas. ¡Sin
duda, este es un amor que sobrepasa todo entendimiento! “Nadie
tiene mayor amor que este, que uno ponga su vida por sus amigos”
(Juan 15:13).
Cuidémonos tan solo de que este oficio de Cristo no se nos presente
en vano. En el día postrero no nos servirá de nada que Jesús fuera un
Pastor si jamás escuchamos su voz ni le seguimos durante nuestras
vidas. Si amamos la vida, unámonos a su rebaño de inmediato. A
menos que lo hagamos, en el día del Juicio nos veremos a la izquierda
y perdidos para siempre.
En último lugar, estos versículos nos muestran que cuando Cristo
murió, murió por su propio libre albedrío voluntario. Utiliza una
extraordinaria expresión a fin de enseñarlo: “Yo pongo mi vida, para
volverla a tomar. Nadie me la quita, sino que yo de mí mismo la pongo.
Tengo poder para ponerla, y tengo poder para volverla a tomar”.
La cuestión que tenemos ante nosotros es de inmensa importancia.
No debemos pensar ni por un momento que nuestro Señor no tenía
poder para evitar sus sufrimientos y que fue entregado a sus enemigos
y crucificado porque no podía escapar de ello. Nada puede haber más
lejos de la verdad que esa idea. La traición de Judas, el grupo armado
enviado por los sacerdotes, la enemistad de los escribas y fariseos, la
injusticia de Poncio Pilato, el trato brutal de los soldados romanos, el
escarnio, los clavos y la lanza, todas estas cosas no podrían haber
dañado un solo cabello de la cabeza de nuestro Señor si Él no lo
hubiera permitido. Bien podía decir con toda propiedad aquellas
extraordinarias palabras: “¿Acaso piensas que no puedo ahora orar a
mi Padre, y que él no me daría más de doce legiones de ángeles? ¿Pero
cómo entonces se cumplirían las Escrituras, de que es necesario que
así se haga?” (Mateo 26:53–54).
La pura verdad es que nuestro Señor se sometió a la muerte por su
propio libre albedrío, porque sabía que su muerte era la única forma de
expiar los pecados del hombre. Derramó su alma hasta la muerte con
todo su corazón porque había determinado pagar nuestra deuda con
Dios y redimirnos del Infierno. Por el gozo puesto delante de Él sufrió la
Cruz y entregó su vida a fin de que, por medio de su muerte,
pudiéramos tener vida eterna. Su muerte no fue la muerte de un mártir
que cae víctima de sus enemigos, sino la de un vencedor triunfante
que sabe que al morir gana para sí y para su pueblo un Reino y una
corona de gloria.
Descansemos nuestras almas en estas tremendas verdades y
mostrémonos agradecidos. Un Salvador dispuesto, un Salvador
amante, un Salvador que vino al mundo con la finalidad específica de
traer vida al hombre es exactamente el Salvador que necesitamos. Si
oímos su voz, nos arrepentimos y creemos, nos pertenece.

Notas: Juan 10:10–18


V. 10: [El ladrón no […] destruir]. En este pasaje, nuestro Señor abandona
la imagen de “la puerta” y se presenta a sí mismo como “el Pastor”. Y lo
primero que hace es mostrar la asombrosa diferencia que existe entre Él y los
falsos maestros que mandaban entre los judíos. Ya había dicho a los fariseos
que no eran más que “ladrones y salteadores”. Ahora contrasta los propósitos
de ellos con los suyos propios. Un ladrón no va al redil para hacer el bien,
sino para dañar, para su propio provecho egoísta y perjuicio de las ovejas. De
la misma forma, los fariseos solo se convertían en maestros de la Iglesia judía
para su propio provecho y en beneficio de sus intereses, y enseñaban una
doctrina que solo podía ocasionar la destrucción y la perdición de las almas.
Observa A. Clarke: “¿Cómo pueden los sacerdotes mundanos, asalariados,
que salen de cacería y juegan a las cartas, leer estas palabras sin
estremecerse en lo más profundo de sus almas?”.
Bickersteth indica que “el ladrón en singular puede recordarnos al príncipe
de las tinieblas, el gran ladrón y salteador de las almas”.
[Yo he venido […] vida […] en abundancia]. Nuestro Señor establece aquí
un gran contraste entre los falsos maestros de los judíos y su propósito y
finalidad al venir al mundo. Abandona la figura de “la puerta” y dice abierta y
explícitamente, declarándolo de la manera más amplia y general posible, que
como Salvador personal había venido para que los hombres tuvieran vida. El
ladrón venía para quitar la vida; Él había venido para darla. Vino a fin de abrir
el camino de la vida eterna, la vida de justificación comprada al precio de su
sangre, la vida de santificación proporcionada por la gracia de su Espíritu.
Vino para comprar esa vida por medio de su sacrificio en la Cruz. Vino para
proclamar esta vida y ofrecerla a un mundo perdido. La gran finalidad de su
encarnación fue traer vida a un mundo perdido, muerto y sufriente. El
ministerio de los fariseos era de muerte, pero el de Cristo era de vida.
“Tengan vida” debe interpretarse como una referencia a los “hombres” en
general. No se puede aplicar a ninguna otra cosa.
Pero eso no era todo. Nuestro Señor vino para que los hombres que ya
tenían vida “la [tuvieran] en abundancia”; esto es, para que pudieran ver
más claramente el camino de la vida y no tuvieran incertidumbre alguna con
respecto al camino de la justificación ante Dios, y que pudieran sentir la
posesión de esa vida de manera más perceptible y ser más conscientes de
disfrutar del perdón, la paz y la aceptación. Creo que esta es de lejos la
interpretación más sencilla del texto. Por supuesto, antes que Cristo viniera al
mundo había millones en el mundo que desconocían todo lo referente a la
vida de sus almas; para ellos, la venida de Cristo trajo “vida”. Pero también
había muchos judíos creyentes que ya tenían vida cuando Cristo vino y
seguían los pasos de Abraham: para ellos, la venida de Cristo trajo “vida en
abundancia”. Amplió su visión e incrementó su consuelo. Así, Pablo habla a
Tito de “la aparición de nuestro Salvador Jesucristo, el cual quitó la muerte y
sacó a luz la vida y la inmortalidad” (2 Timoteo 1:10).
La mayoría de comentaristas no admite la idea de “más abundancia” en
términos comparativos, sino que la interpretan simplemente como
abundancia de gracia y misericordia que trae Cristo al mundo, como en
Romanos 5:20–21. Esto es verdad, pero me atrevo a pensar que no es toda la
verdad.
Chemnitz, apoyando la idea de Agustín, piensa que “abundancia” puede
hacer referencia a la vida venidera de gloria que disfrutarán los santos
después de la vida presente. Pero yo no lo veo claro.
V. 11: [Yo soy el buen pastor]. Aquí nuestro Señor se declara a sí mismo
como el gran Pastor del pueblo de Dios del que todos los ministros son, en el
mejor de los casos, pálidos imitadores. Es como si dijera: “Yo soy, para todos
los que creen en mí, lo que un pastor es para sus ovejas: alguien atento,
vigilante y amante”. En el griego, el artículo se utiliza en dos ocasiones para
realzar lo que se quiere destacar: “Yo soy el Pastor, el bueno o excelente”.
Debemos recordar que, en el versículo 2 de este capítulo, la palabra “pastor”
no va antecedida de artículo alguno.
Es probable que el nombre de “pastor” resonara en los oídos judíos de
manera mucho más intensa que para nosotros como una petición de ser
considerado el Mesías o el Pastor de las almas (cf. Génesis 49:24; Salmo 23;
Ezequiel 34).
[El buen pastor su vida da por las ovejas]. Nuestro Señor muestra aquí la
señal distintiva del buen pastor. Alguien así entregará su vida por sus ovejas
a fin de salvarlas, protegerlas y defenderlas. Morirá antes que perder alguna.
Arriesgará su vida, como David cuando atacó al león y al oso, antes que dejar
que se le arrebate alguna: “He venido —dice nuestro Señor implícitamente—
para hacer todo eso por mis ovejas”. La palabra “da” tendría que haberse
traducido como “pone”. Así es como se traduce en el versículo 15.
Observa Flacius la forma en que, tal como hace en otros pasajes, nuestro
Señor conduce aquí su sermón hasta su muerte expiatoria.
Observa Hengstenberg que “la expresión ‘entregar la vida o el alma’ por
alguien, no aparece de forma independiente en ninguna otra parte del Nuevo
Testamento. Tampoco se encuentra en los autores profanos. Es una referencia
al Antiguo Testamento, y especialmente a Isaías 53:10, donde se dice del
Mesías: ‘Cuando haya puesto su vida en expiación por el pecado’ ”.
Tittman afirma: “Los que sostienen que Cristo solo murió para confirmar la
verdad de su doctrina o confirmar la veracidad de las promesas de perdón y
aceptación por Dios están equivocados. La muerte de Cristo no era necesaria
para ninguno de esos propósitos. La verdad de su doctrina y la veracidad de
sus promesas debe establecerse por medio de otras pruebas. Tampoco dice
nuestro Señor que entregara su vida por sus doctrinas, sino por sus ovejas”.
V. 12, 13: [Mas el asalariado, etc.]. En estos dos versículos, nuestro Señor
prosigue con la misma imaginería al mostrar la inmensa diferencia que existe
entre un pastor meramente contratado y uno que siente un interés especial
por sus ovejas debido a que le pertenecen. Por regla general, un simple
asalariado que no ha pagado por esas ovejas, sino que solamente cuida el
rebaño a cambio de un sueldo y no tiene mayor preocupación que recibir su
paga, no hará ningún sacrificio ni se arriesgará por sus ovejas. Si ve venir a
un lobo no se enfrentará a él, sino que saldrá corriendo y abandonará al
rebaño a su suerte. Este comportamiento se debe a que no se entrega
totalmente a su trabajo. Alimenta al rebaño por dinero y no por amor; por lo
que puede sacar a cambio, y no porque se preocupe realmente por las
ovejas. Por supuesto, debemos interpretar esta imagen como una verdad
general: no podemos suponer que nuestro Señor dijera que ningún siervo
asalariado es de fiar. Jacob era un pastor asalariado y, sin embargo, era digno
de confianza. Pero no cabe duda que sus oyentes judíos sabían de muchos
“asalariados” como el que describe aquí. A los que estuvieran familiarizados
con la Escritura del Antiguo Testamento les vendría a la mente la imagen del
pastor traidor de Ezequiel 34.
Merece la pena recordar que, en Hechos 20:29, S. Pablo advierte
específicamente a los ancianos efesios acerca de que entrarían entre ellos
“lobos rapaces” que no perdonarían al rebaño. Asimismo, en el Sermón del
Monte, nuestro Señor compara a los falsos profetas con “lobos rapaces”
(Mateo 7:15).
Observa Musculus la gran desgracia que supone para las ovejas de Cristo
ser abandonadas por sus ministros y privadas de los medios habituales de
gracia. Tiene un efecto de dispersión debilitadora. Aun los mejores ministros
son criaturas débiles. Pero, por regla general, las iglesias no pueden
mantenerse unidas en ausencia de pastores: el lobo las dispersa. No cabe
duda que el ministerio se puede sobrestimar, pero también se puede
infravalorar.
Es indudable que la idea implícita en el lenguaje de nuestro Señor es la
siguiente: Los fariseos y los falsos maestros no eran más que pastores
asalariados. No les preocupaba más que ellos mismos y su propio honor y
beneficio. No les importaban las almas. Deseaban tener el nombre y la
categoría de pastores, pero no se entregaban a su obra. No tenían poder, ni
lo deseaban, para proteger a sus oyentes de cualquier ataque proveniente de
ese lobo, el diablo. De ahí que, cuando nuestro Señor vino a la Tierra, los
judíos carecieran de ayuda para sus almas, estuvieran desfalleciendo y se
encontraran diseminados como ovejas sin pastor, presas de cualquier
artimaña del diablo.
Adviértase que el gran secreto de un ministerio provechoso y semejante a
Cristo es el amor hacia las almas de los hombres. El “asalariado” de estos
versículos es todo aquel que sea ministro con el único fin de ganarse la vida o
disfrutar de una posición honorable. La principal preocupación del verdadero
pastor es sus ovejas. El falso pastor piensa en sí mismo en primer lugar.
El enérgico lenguaje de nuestro Señor con respecto a los falsos maestros
de los judíos termina aquí. Aquellos que creen que nunca se debe
desenmascarar ni poner al descubierto a un ministro desviado y que no se
debe advertir de él a los demás harían bien en estudiar este pasaje. No
parece que hubiera tipo de personas alguno que suscitara una condena tan
severa durante el ministerio de nuestro Señor como los falsos pastores. La
razón es obvia. Los demás solo se destruyen a sí mismos, pero los falsos
pastores destruyen los rebaños además de destruirse a sí mismos. Hablar
bien de todos aquellos que han sido ordenados y decir que nunca se les debe
calificar de guías peligrosos y desencaminados es la manera más segura de
perjudicar a la Iglesia y ofender a Cristo.
Crisóstomo, Teofilacto y la mayoría de los comentaristas piensan que
“lobo” hace referencia aquí al diablo, así como en otros lugares se le
denomina león rugiente, serpiente y dragón.
Por otro lado, Lampe piensa que el lobo hace referencia a lo mismo que el
ladrón y el salteador y que debe interpretarse como el falso profeta, el lobo
disfrazado de cordero (cf. Zacarías 3:3; Mateo 7:15).
No debemos llevar demasiado lejos este pasaje a la hora de interpretarlo.
Nuestro Señor no quería decir que el pastor no deba huir nunca del peligro. Él
mismo dice en otro lugar: “Cuando os persigan en esta ciudad, huid a la otra”
(Mateo 10:23). De la misma forma, Pablo abandonó Damasco sigilosamente
para escapar de los judíos (Hechos 9:25).
Comenta Calvino: “¿Es justo considerar asalariado a alguien que evita
enfrentarse a los lobos por la razón que sea? Eso fue debatido antiguamente
como una cuestión práctica cuando los tiranos se alzaban cruelmente contra
la Iglesia. En mi opinión, Tertuliano y otros eran muy rígidos en este aspecto.
Prefiero con creces la moderación de Agustín, que acepta que los pastores
huyan en determinadas situaciones”.
No se puede establecer una regla inflexible. Cada caso debe ser juzgado
según sus circunstancias. Hay momentos en los que, como Pablo o Jewell, un
hombre puede considerar la huida un deber para esperar tiempos mejores; y
momentos en los que, como Hooper, quizá se sienta llamado a renunciar a la
lucha y morir junto con sus ovejas. Bernabé y Pablo fueron especialmente
recomendados a la Iglesia en Antioquía (Hechos 15:25) como hombres que
habían “expuesto su vida por el nombre de nuestro Señor Jesucristo”. S. Pablo
dice a los ancianos efesios: “Ni estimo preciosa mi vida para mí mismo, con
tal que acabe mi carrera con gozo” (Hechos 20:24). Y en otro pasaje dice: “Yo
estoy dispuesto no sólo a ser atado, mas aun a morir en Jerusalén por el
nombre del Señor Jesús” (Hechos 21:13).
V. 14: [Yo soy el buen pastor]. Estas palabras se repiten a fin de mostrar
la importancia del oficio de nuestro Señor como el Buen Pastor y para
evidenciar más aún la vasta diferencia entre Él y los fariseos.
[Y conozco mis ovejas, y las mías me conocen]. Estas palabras expresan la
comunión íntima y cercana que existe entre Cristo y su pueblo creyente, una
unión que solo entienden plenamente aquellos que la sienten, aunque para el
mundo sea necedad. Nuestro Señor, igual que un buen pastor terrenal,
conoce a cada miembro de su pueblo; los conoce a todos con un
conocimiento especial lleno de amor y aprobación; sabe dónde viven y todo
lo referente a ellos, sus debilidades, pruebas y tentaciones, y sabe
exactamente cuáles son sus necesidades diarias. Por otro lado, su pueblo le
conoce con el conocimiento de la fe y la confianza, y la seguridad amante
que les proporciona escapa a la compresión de cualquier incrédulo. Le
conocen como su seguro Amigo y Salvador y descansan en ese conocimiento.
Los demonios saben que Cristo es un Salvador. Las ovejas saben y sienten
que es su Salvador.
El sentido pleno de este versículo sería mucho más claro para los judíos —
acostumbrados a los pastores orientales y sus rebaños, al cuidado de un
buen pastor y la confianza de su rebaño— que para nosotros, que vivimos en
un clima septentrional. En todo caso, enseña de forma indirecta el deber de
todo pastor semejante a Cristo de conocer personalmente a toda su
congregación, así como un buen pastor conoce a cada una de sus ovejas.
Señala Musculus el fuerte contraste que existe entre “conozco mis ovejas”
y la solemne frase que se dijo a las vírgenes: “No os conozco” y a los falsos
maestros: “Nunca os conocí”.
Comenta Besser que “las mías me conocen” es una severa reprensión a
los que, movidos por una humildad deliberada, se niegan a estar seguros de
su salvación.
V. 15: [Así como el Padre […] al Padre]. Esta frase significa que el
conocimiento mutuo de Cristo y sus ovejas es como el conocimiento mutuo
del Padre y el Hijo; un conocimiento tan elevado, profundo, íntimo e inefable
que no se puede explicar plenamente con palabras. La naturaleza plena de
ese conocimiento que tiene la primera persona de la Trinidad de la segunda y
la segunda de la primera escapa por completo al limitado entendimiento
humano. En resumen, es un profundo misterio. Sin embargo, en ocasiones, el
conocimiento mutuo y la comunión entre Cristo y los creyentes es algo tan
profundo y maravilloso que solo se puede comparar, salvando grandes
diferencias, con los que hay entre el Padre y el Hijo.
Para entender un poco este conocimiento debiéramos leer atentamente
las palabras que se emplean en Proverbios 8:22–30.
[Y pongo mi vida por las ovejas]. A fin de mostrarnos que es realmente el
Buen Pastor, nuestro Señor declara que, como haría un buen pastor, no solo
conoce a sus ovejas, sino que entrega su vida por ellas. Al utilizar el presente,
parece decir: “Lo estoy haciendo. Estoy a punto de hacerlo. Vine al mundo
para hacerlo”. Esto solo puede ser una referencia a su muerte expiatoria en
la Cruz: la gran propiciación que estaba a punto de llevar a cabo por medio
del derramamiento de su sangre. Era la máxima prueba de su amor. “Nadie
tiene mayor amor que este, que uno ponga su vida por sus amigos” (Juan
15:13).
Interpretada por sí sola, esta frase contiene sin duda la doctrina de la
redención particular. Declara que Cristo “[pone su] vida por las ovejas”. Creo
que nadie podrá negar que lo hace en un sentido especial. Solo las “ovejas”,
los creyentes verdaderos, obtienen algún beneficio salvador de su muerte.
Pero argumentar a partir de ese texto que Cristo en ningún sentido y de
ninguna manera murió más que por sus “ovejas” contradice, a mi modo de
ver, la Escritura. Lo cierto es que los límites de la Redención no constituyen el
tema principal de este versículo. Nuestro Señor dice lo que hace por sus
ovejas: las ama tanto que muere por ellas. Pero eso no quiere decir que la
conclusión sea que su muerte no influiría en la situación de toda la
Humanidad y no la afectaría. Me atrevo a remitir al lector a mis propias notas
en el anterior tomo de estas meditaciones sobre Juan 1:28; 3:16 y 6:32, para
un comentario más amplio sobre este asunto.
Tanto aquí como en el versículo 11, no creo que la palabra traducida como
“por” deba llevarse demasiado lejos, como si hiciera referencia
necesariamente a la doctrina de la sustitución o de la muerte vicaria de
Cristo. Esa doctrina es una verdad bendita y gloriosa que también se enseña
inequívocamente en otras partes. Comoquiera que sea, el lenguaje que
encontramos aquí es alegórico y dudo que sea correcto interpretarlo con un
significado más amplio que “por” o “en lugar de” las ovejas. Por supuesto, al
final se reduce a lo mismo: si el Pastor no muriera, morirían las ovejas. Pero,
en todo caso, no creo que la sea la muerte vicaria la idea principal de la
frase.
Al mismo tiempo, estoy plenamente de acuerdo con Parkhurst en que la
expresión griega “morir por alguien” de Romanos 5:6–8 nunca tiene otro
significado que el de “rescatar la vida de otro al precio de la propia”.
V. 16: [También tengo otras ovejas […] redil]. En este versículo, nuestro
Señor expresa claramente la conversión de los gentiles que se avecinaba. Las
ovejas por las que murió especialmente no eran meramente los escasos
judíos creyentes, sino también los gentiles elegidos. Ellos son las “otras
ovejas”; “este redil” representa a la Iglesia judía. Parece como si quisiera
mostrar el verdadero tamaño y las dimensiones de su rebaño. Era mucho
mayor que la nación judía, de la que tanto se enorgullecían los fariseos y
escribas.
Adviértase que nuestro Señor emplea aquí el presente. Las ovejas
paganas seguían siendo paganas y aún no habían sido traídas; y, sin
embargo, dice: “tengo”. Le habían sido entregadas en el consejo eterno y las
conocía desde antes de la fundación del mundo. Lo mismo sucedió con los
corintios antes de su conversión: “Yo tengo mucho pueblo en esta ciudad”
(Hechos 8:10).
Comenta Agustín: “Aún se encontraban en el exterior, entre los gentiles,
predestinados aunque aún no hubieran sido traídos. A estos los conocía quien
los había predestinado: los conocía Aquel que había venido para redimirlos
derramando su propia sangre. Veía a los que no le veían aún: conocía a los
que no creían en Él aún”.
[Aquéllas también debo traer]. Nuestro Señor declara aquí que, a fin de
cumplir las profecías del Antiguo Testamento y el gran propósito de su
venida, era necesario que trajera a su rebaño y añadiera otros creyentes
ajenos a la nación judía: “Es parte de mi obra, de mi oficio y misión, reunirlos
de entre los paganos por medio de la predicación de mis Apóstoles”.
La predicción que se hizo aquí era contraria a los prejuicios judíos. Los
judíos pensaban que eran el único rebaño de Dios y su pueblo favorecido.
Aun los Apóstoles tuvieron dificultades para recordar estas palabras
posteriormente.
Observa Hutcheson: “Cristo mismo va delante en cuanto a traer a sus
elegidos, independientemente de los instrumentos que utilice; y se esfuerza
en buscarlos y obtener su consentimiento al estar obligado por el pacto de
redención a presentar sin culpa ante el Padre a todos aquellos que le han sido
entregados”. Los santos son los “llamados a ser de Jesucristo” (Romanos 1:6).
[Y oirán mi voz]. Esto es tanto una profecía como una promesa. Fue una
profecía de que, por muy inverosímil que pareciera, los elegidos entre los
paganos oirían la voz de Cristo hablándoles por medio del Evangelio cuando
este les fuera predicado; y al oír, creerían y obedecerían. Fue una promesa
que incitó a los Apóstoles a predicar a los paganos: “Oirán, y se convertirán y
me seguirán”. Es una afirmación que los Apóstoles olvidarían de forma
increíble más adelante. Fueron lentos a la hora de traer a las demás ovejas al
redil una vez que su Maestro hubo abandonado el mundo. Es una frase que
debiera incitar y alegrar al misionero. Cristo dijo que “Las ovejas diseminadas
entre los paganos oirán”.
El texto “el que a vosotros oye, a mí me oye” (Lucas 10:16) es la
explicación divina de la expresión “oirán mi voz”.
[Y habrá un rebaño, y un pastor]. La Iglesia universal de Cristo es un
grupo multitudinario cuyos miembros pueden encontrarse en muchas iglesias
visibles distintas, o “rediles” eclesiásticos: pero se compone de un solo
rebaño. Hay una sola “santa Iglesia católica” que es la bendita congregación
de todo el pueblo fiel. Sin embargo, puede haber muchas iglesias visibles
distintas.
La frase sigue siendo cierta de todos los creyentes en la actualidad.
Aunque difieran en diversas cuestiones como su organización jerárquica o sus
ceremonias, todos los verdaderos creyentes son ovejas de un solo rebaño y
todos confían en un solo Salvador y Pastor. Se cumplirá más plenamente en
la Segunda Venida de Cristo. Será entonces cuando se muestre al mundo una
sola Iglesia gloriosa bajo una sola Cabeza gloriosa. En vista de esta promesa,
toda oveja verdadera debe buscar la unidad y esforzarse en alcanzarla con
todos los cristianos verdaderos.
Comenta Gualter que jamás ha habido, ni podrá haber, más que una sola
santa Iglesia católica, y no podemos salvarnos a menos que pertenezcamos a
ella; y nos advierte del dañino error de creer que todos los hombres irán al
Cielo con tal de que sean sinceros, pertenezcan o no a la santa Iglesia
católica.
Observa Chemnitz que debemos cuidarnos de no hacer que esta única
Iglesia sea demasiado limitada o demasiado amplia. La limitamos
excesivamente cuando, como hacen los papistas y los fariseos, excluimos a
todo creyente que no pertenezca a nuestro redil en particular. La hacemos
demasiado amplia cuando incluimos a todo el que profesa ser cristiano, oiga
la voz de Cristo o no. Es un rebaño de “ovejas”.
V. 17: [Por eso me ama el Padre, porque, etc.]. Este es un versículo
profundamente misterioso, como todos los versículos que hablan de la
relación entre la primera persona de la Trinidad y la segunda. Debemos
darnos por satisfechos con admirar y creer aquello que no podemos entender
plenamente. Cuando —como sucede aquí y en Juan 5:20— nuestro Señor
habla de que “el Padre ama al Hijo”, debemos recordar que está utilizando un
lenguaje terrenal a fin de expresar lo que una persona de la Trinidad siente
hacia la otra y, por consiguiente, debemos interpretarlo con reverencia. Sin
embargo, podemos deducir razonablemente de este versículo que la venida
de nuestro Señor a este mundo para entregar su vida en la Cruz por sus
ovejas y tomarla de nuevo por medio de su resurrección para justificarlas fue
un acto que Dios el Padre contempló con infinita aprobación y complacencia.
“Estoy a punto de morir, y después de mi muerte resucitaré. Hacer tal cosa,
por extraño que os parezca a los fariseos, es lo que mi Padre en el Cielo
aprueba y por lo que me ama especialmente”. Es lo que dicen las palabras
del Padre —“en quien tengo complacencia”—, las de S. Pablo —“Por lo cual
Dios también le exaltó hasta lo sumo” (Mateo 3:17; Filipenses 2:9)— y las de
Isaías: “Yo le daré parte con los grandes, y con los fuertes repartirá despojos;
por cuanto derramó su vida hasta la muerte” (Isaías 53:12).
Al mencionar su resurrección, nuestro Señor parece recordar a sus
oyentes que había un aspecto en el que era distinto del mejor de los
pastores. Podían entregar sus vidas, pero ese sería su fin. Él iba a entregar su
vida, pero para tomarla después. No solo moriría por su pueblo, sino que
también resucitaría.
Piensa Guyse que el verdadero significado es: “Entrego mi vida de buena
gana para expiar las ofensas de mis ovejas a fin de poder resucitar para su
justificación”.
Adviértase aquí que no hay parte de la obra de Cristo por su pueblo de la
que se diga que Dios el Padre la considera con tal complacencia como su
muerte por ellos. No sorprende que los ministros deban convertir a Cristo
crucificado en el tema principal de su enseñanza.
Piensa Gualter que estas palabras tenían el propósito especial de evitar la
ofensa de la ignominiosa muerte de Cristo en la Cruz. Esa muerte,
independientemente de lo que pensaran los judíos, formaba parte del plan y
el nombramiento de Cristo y era una de las razones de que el Padre le amara.
Piensa Brentano que aquí hay una referencia a la historia de Abraham y su
ofrecimiento de Isaac, cuando se emplearon las palabras: “Por cuanto has
hecho esto, y no me has rehusado tu hijo, tu único hijo; de cierto te
bendeciré” (Génesis 22).
Comenta Hengstenberg que el amor del Padre “era exactamente lo
contrario de la ira de Dios a la que los judíos atribuían la muerte de Cristo”.
Pensaban que Dios le había abandonado y que le había entregado a su
crucifixión por enojo, cuando en realidad Dios se complacía en ello.
V. 18: [Nadie me la quita […], la pongo]. En esta frase nuestro Señor
enseña que su muerte fue absolutamente voluntaria. Quizá un pastor terrenal
muera por su rebaño, pero será contra su voluntad. El gran Pastor de los
creyentes hizo de su alma una ofrenda por el pecado, y esto por su propia
voluntad. No estaba obligado por ninguna fuerza superior. Nadie podría
haberle arrebatado la vida de no haber querido entregarla: pero la entregó
“de [sí] mismo” porque había pactado ofrecerse a sí mismo como
propiciación por nuestros pecados. La causa de su muerte fue su propio amor
a los pecadores, y no el poder de los judíos o de los soldados de Poncio Pilato.
En el griego, la palabra “yo” se introduce de manera enfática: “Yo mismo”
entrego mi vida “de mí mismo”.
Observa Henry: “Cristo podía deshacer a su antojo el lazo de unión entre
cuerpo y alma y separar al uno del otro sin que se le infligiera violencia
alguna. Puesto que había tomado un cuerpo de forma voluntaria, también
podía entregarlo voluntariamente. Esto se puso de manifiesto cuando clamó
en alta voz y ‘entregó’ su espíritu”.
[Tengo poder para ponerla […], a tomar]. Nuestro Señor amplía aquí su
anterior afirmación y magnifica su propia naturaleza divina declarando que
tiene todo el poder para entregar su vida cuando así lo desee y para volverla
a tomar cuando quiera. Este último punto es particularmente digno de
atención. Nuestro Señor enseña que tiene el poder tanto para su resurrección
como para su muerte. Cuando nuestro Señor resucitó, no desempeñó un
papel pasivo y fue resucitado solo por otro poder, sino que resucitó gracias a
su propio poder divino. Es digno de atención que en algunos lugares la
resurrección de nuestro Señor se atribuya a su Padre (como sucede en
Hechos 2:24–32), al menos una vez al Espíritu Santo —cf. 1 Pedro 3:18—, y
aquí y en Juan 2:19 a Cristo mismo. Todo eso nos lleva a la misma gran
conclusión: que, al igual que toda su obra de mediación, la resurrección de
nuestro Señor fue un acto en el que cooperaron y concurrieron las tres
personas de la Trinidad.
Observa Hutcheson que si Cristo tenía poder para tomar la vida de nuevo
cuando así lo quisiera, “igualmente puede limitar a un período determinado
los sufrimientos de los suyos cuando lo desee, sin ayuda de los torcidos
caminos de estos”.
[Este mandamiento recibí de mi Padre]. Junto con la mayoría de los
comentaristas, Crisóstomo aplica estas palabras exclusivamente a la gran
obra que nuestro Señor acababa de declarar que podía hacer, esto es,
entregar su propia vida y volverla a tomar: “Esto forma parte del
nombramiento que recibí de mi Padre al venir al mundo y una de las obras
que me entregó para que hiciera”.
No cabe duda que esa es una buena exposición y una buena teología. Sin
embargo, me inclino a pensar que las palabras de nuestro Señor hacen
referencia a toda la doctrina que acababa de declarar a los judíos, esto es, a
su oficio como Pastor, a que Él era el verdadero Pastor, a la entrega de su
vida por sus ovejas y su capacidad de volver a tomarla, a que tenía otras
ovejas que habían de ser traídas al redil y a su propósito final de mostrar al
mundo un solo rebaño y un solo Pastor. De toda esta verdad, dice: “Recibí de
mi Padre esa doctrina para proclamarla al mundo y ahora os la declaro a
vosotros, fariseos”. Sospecho que, tanto aquí como en otros lugares, la
palabra “mandamiento” tiene un sentido amplio y profundo y hace referencia
a esa verdad solemne y misteriosa: la unidad absoluta del Padre y el Hijo en
la obra de la Redención de la que habla Juan en tantas ocasiones: “Yo soy en
el Padre, y el Padre en mí […]. Las palabras que yo os hablo, no las hablo por
mi propia cuenta, sino que el Padre que mora en mí, él hace las obras” (Juan
14:10). “Él me dio mandamiento de lo que he de decir” (Juan 12:49). Parece
que la gran finalidad de nuestro Señor en estas expresiones tan
frecuentemente repetidas era dejar claro a los judíos que Él no era un mero
profeta humano, sino alguien que era Dios y hombre al mismo tiempo y en el
que habitaba el Padre tanto cuando hablaba como cuando obraba.
Cuando nuestro Señor habla de “recibir un mandamiento” debemos
cuidarnos de no suponer que la expresión implica alguna clase de inferioridad
de la segunda persona de la Trinidad con respecto a la primera. Debemos
recordar con reverencia el pacto eterno entre el Padre, el Hijo y el Espíritu
Santo para la salvación del hombre e interpretar “mandamiento” como parte
del cargo o el nombramiento con que la segunda persona, Cristo, fue enviada
al mundo para que llevara a cabo los propósitos de la Trinidad eterna.

Juan 10:19–30

En primer lugar, adviértanse en este pasaje las contiendas y


controversias que ocasionó nuestro Señor durante su estancia en la
Tierra. Leemos que había “disensión entre los judíos por [sus]
palabras” y que “muchos de ellos decían: Demonio tiene, y está fuera
de sí”, mientras que otros tenían la idea contraria. Quizá, a primera
vista, parezca extraño que Aquel que vino para predicar la paz entre
Dios y el hombre fuera motivo de contienda. Pero aquí sus palabras se
cumplían literalmente: “No he venido para traer paz, sino espada”
(Mateo 10:34). El error no estaba en Cristo o en su doctrina, sino en la
mentalidad carnal de sus oyentes judíos.
No nos sorprendamos jamás si vemos que sucede lo mismo en la
actualidad. La naturaleza humana no cambia nunca. Mientras el
corazón del hombre carezca de gracia, es de esperar que experimente
desagrado ante el Evangelio de Cristo. Así como no se pueden mezclar
el aceite y el agua, o lo ácido con lo alcalino, igualmente el pueblo de
Dios no puede ser del agrado de los inconversos: “Los designios de la
carne son enemistad contra Dios”; “el hombre natural no percibe las
cosas que son del Espíritu de Dios” (Romanos 8:7; 1 Corintios 2:14).
El siervo de Cristo no debe extrañarse si pasa por la misma
experiencia que su Maestro. A menudo descubrirá que su
comportamiento y sus opiniones en cuestiones religiosas son motivo
de disensión hasta en su propia familia. Deberá soportar el escarnio,
los insultos y una persecución mezquina por parte de los hijos de este
mundo. Quizá hasta descubra que se le considera un loco o un necio
por causa de su cristianismo. Nada de esto debiera perturbarle. La idea
de que es partícipe de las aflicciones de Cristo debiera infundirle valor
ante cualquier prueba: “Si al padre de familia llamaron Beelzebú,
¿cuánto más a los de su casa?” (Mateo 10:25).
Comoquiera que sea, hay una cosa que no debemos olvidar jamás.
No debemos formarnos un mal concepto de la religión debido a las
disensiones y contiendas que ocasiona. Independientemente de lo que
digan los hombres, la culpa es de la naturaleza humana y no de la
religión. No culpamos al Sol glorioso de los vapores tóxicos que
generan sus rayos en un pantano. No debemos imputar defectos al
Evangelio glorioso porque despierte la corrupción de los hombres y sea
motivo de “que sean revelados los pensamientos de muchos
corazones” (Lucas 2:35).
En segundo lugar, adviértase cómo denomina Cristo a todos los
verdaderos cristianos. Utiliza una expresión figurada que, como todo
su lenguaje, contiene un profundo significado; los denomina “mis
ovejas”.
No cabe duda que la palabra “ovejas” hace referencia al carácter y
el comportamiento de los cristianos verdaderos. Sería fácil mostrar que
la debilidad, el desvalimiento, la mansedumbre y la inutilidad son
puntos en común entre la oveja y el creyente. Pero la principal idea
que tenía nuestro Señor en mente era la dependencia absoluta que
tienen las ovejas de su pastor. Así como una oveja oye la voz de su
propio pastor y le sigue, de la misma forma los creyentes siguen a
Cristo. Oyen su llamada por fe. Se someten por fe a su guía.
Descansan en Él por fe y entregan sus almas incondicionalmente a sus
directrices. El comportamiento de un pastor y sus ovejas es una
imagen muy útil de la relación que existe entre Cristo y el cristiano
verdadero.
La expresión “mis ovejas” indica la relación íntima entre Cristo y los
creyentes. Le pertenecen como un don del Padre, le pertenecen porque
las ha comprado, le pertenecen por su propio llamamiento y elección
así como por el consentimiento y la sumisión de ellas mismas. Son
propiedad de Cristo en el sentido más excelso; y así como un hombre
siente un interés especial hacia aquello que ha comprado a un gran
precio y lo ha hecho suyo, igualmente el Señor Jesús siente un interés
especial hacia su pueblo.
Todo verdadero cristiano debiera atesorar este tipo de expresiones
en su memoria. En momentos de prueba le infundirán ánimo y aliento.
Quizá el mundo no vea belleza alguna en los caminos del hombre
piadoso y a menudo lo desprecie. Pero aquel que se sabe
perteneciente a las ovejas de Cristo no tiene motivos para
avergonzarse. Cuenta en su interior con “una fuente de agua que salte
para vida eterna” (Juan 4:14).
Por último, adviértanse en este pasaje los inmensos privilegios que
otorga el Señor Jesucristo a los cristianos verdaderos. Utiliza unas
expresiones particularmente ricas e intensas con respecto a ellos: “Yo
las conozco; yo les doy vida eterna; no perecerán jamás; nadie las
arrebatará de mi mano”. Esta frase es como el racimo de uvas de
Escol. Difícilmente encontraremos una forma de expresarse más
intensa en toda la Biblia.
Cristo “conoce” a su pueblo con un conocimiento especial de
aprobación, afecto e interés. El mundo que le rodea prácticamente no
le conoce, no se preocupa por él y lo desprecia. Pero Cristo nunca se
olvida de él ni lo deja de lado.
Cristo “da vida eterna” a su pueblo. Le otorga libremente el derecho
y la acreditación para ir al Cielo, perdonando sus muchos pecados y
revistiéndolo con una justicia perfecta. A menudo le niega sabiamente
dinero, salud y prosperidad terrenal. Pero nunca deja de darle gracia,
paz y gloria.
Cristo declara que los miembros de su pueblo “no perecerán
jamás”. A pesar de ser débiles, todos se salvarán. Ninguno de ellos se
perderá o será expulsado; ninguno de ellos se quedará sin el Cielo. Si
yerran, serán traídos de vuelta; si caen, serán levantados. Quizá los
enemigos de sus almas sean fuertes y poderosos, pero su Salvador es
más poderoso aún; y nadie podrá arrebatarlos de la mano de su
Salvador.
Una promesa como esta merece la mayor atención posible. Si las
palabras dicen lo que parece, contienen la gran doctrina de la
perseverancia o continuidad en la gracia de los verdaderos creyentes.
Las personas mundanas la odian literalmente. No cabe duda que,
como todas las demás verdades de la Escritura, es susceptible de ser
tergiversada. Pero las palabras de Cristo son de una claridad ineludible.
Lo dijo y lo cumplirá: “Mis ovejas […] no perecerán jamás”.
Independientemente de lo que digan los hombres contra esta
doctrina, los hijos de Dios deben aferrarse a ella y defenderla con
todas sus fuerzas. Es una doctrina llena de ánimo y consuelo para
todos aquellos que sienten la obra del Espíritu Santo en su interior. Una
vez dentro del arca no serán expulsados de ella jamás. Una vez
convertidos y unidos a Cristo no serán jamás amputados del cuerpo
místico. No cabe duda que los hipócritas y los falsos maestros se
perderán para siempre a menos que se arrepientan. Pero jamás se
confundirá a las ovejas “verdaderas”. Cristo lo dijo y no puede mentir:
“no perecerán jamás”.
¿Queremos obtener el beneficio de una promesa gloriosa?
Asegurémonos de pertenecer al rebaño de Cristo. Oigamos su voz y
sigámosle. El hombre que acude a Cristo y confía en Él porque se
arrepiente verdaderamente del pecado pertenece a aquellos que
jamás serán arrebatados de la mano de Cristo.

Notas: Juan 10:19–30


V. 19: [Volvió a haber disensión, etc.]. Esta es la tercera vez que vemos
cómo las palabras de nuestro Señor ocasionaron una división entre sus
oyentes. En todas ellas sucedió en Jerusalén. En el capítulo 7:43 fue entre “la
gente”; en el 9:16, entre los “fariseos”. Aquí fue entre los “judíos”, una
expresión que por regla general se suele aplicar en el Evangelio según S. Juan
a los enemigos de nuestro Señor que había entre los fariseos.
Es probable que las “palabras” específicas que ocasionaron la disensión
entre los judíos fueran las pronunciadas por nuestro Señor con respecto a su
Padre, su afirmación de tener el poder para entregar su vida y volver a
tomarla, así como el hecho de que se proclamara el “buen pastor”. Es fácil
que los orgullosos fariseos de Jerusalén se ofendieran ante palabras como
estas en boca de un maestro galileo de aspecto humilde.
Isaías (Isaías 8:14) y Simeón (Lucas 2:34) ya habían profetizado que
nuestro Señor sería motivo de división, tropezadero para algunos y causa de
la caída de muchos en Israel. Las disensiones entre sus oyentes no son, pues,
prueba alguna de que no fuera el Mesías, y las disensiones entre los oyentes
del Evangelio en la actualidad no constituyen un argumento en contra de la
veracidad del Evangelio. Aun hoy, el mismo Evangelio es olor de muerte para
algunos y de vida para otros, engendra amor en algunos y odio en otros. Un
mismo fuego derrite la cera y endurece la arcilla.
V. 20: [Muchos de ellos decían, etc.]. Esta es la clase de comentario
blasfemo que podemos imaginar en labios de muchos oyentes inconversos
de nuestro Señor: “¿Qué? ¿Un humilde galileo como este hombre se llama a
sí mismo el único buen Pastor y habla de tener poder para entregar su vida y
volver a tomarla y de haber recibido un nombramiento especial de su Padre
en el Cielo? Sin duda tiene que estar endemoniado o fuera de sí. Debe de
estar loco. ¿Por qué perdéis el tiempo escuchándole?”. Hoy día hay miles que
hablan de esta forma de los dirigentes religiosos. ¡Probablemente habrían
hablado de igual manera de su maestro!
Advirtamos las blasfemias e infamias que se vertieron acerca de nuestro
Señor. Los verdaderos cristianos, y especialmente los ministros, no deben
sorprenderse jamás de ser tratados de la misma forma.
V. 21: [Decían otros: Estas palabras no son, etc.]. Aquí vemos que había
algunos entre los fariseos que se encontraban del lado de nuestro Señor y
estaban dispuestos a creerle. Probablemente se tratara de Gamaliel,
Nicodemo y José de Arimatea. Le defienden tanto en lo referente a sus
palabras como a sus obras. Con respecto a sus palabras, argumentan que
nadie en su sano juicio podía decir que las palabras que acababa de
pronunciar fueran las de un hombre endemoniado. El diablo y sus
instrumentos no desean hacer bien al hombre o glorificar a Dios. El lenguaje
tranquilo, solemne, lleno de amor y para gloria de Dios que se acababa de
emplear era exactamente lo contrario de lo que se podría esperar de un
endemoniado. Con respecto a sus obras, argumentan que, por poderoso que
fuera, ningún demonio podía obrar un milagro como el de abrir los ojos a un
ciego. Los demonios pueden hacer algunas obras maravillosas, pero no algo
como conceder la vista. Es digno de atención que los judíos consideraran que
dar la vista a los ciegos sería uno de los milagros que obraría el Mesías:
“Entonces los ojos de los ciegos serán abiertos” (Isaías 35:5).
La palabra griega que se traduce aquí como “palabras” no es la misma
que se traduce como “palabras” en el versículo 19. Afirma Webster que se
trata de una expresión más intensa que denota “toda la acción”, además de
las cosas que se dicen.
V. 22: [Celebrábase en Jerusalén]. Hay muchos que piensan que entre
este versículo y el anterior existe un intervalo. Lo dudo. Desde el versículo
7:2, donde se nos dice que era la fiesta de los Tabernáculos, la narración
parece transcurrir a primera vista de forma continua; sin embargo, si
tenemos en cuenta Juan 9:35, debe de haber alguna pausa. Si se produjo un
intervalo antes del versículo que estamos considerando, debió de ser muy
corto. Los versículos siguientes muestran que los judíos aún debían de tener
fresco el sermón acerca de “las ovejas”, puesto que nuestro Señor hace
referencia a él como si fuera fácil de recordar; difícilmente lo habría hecho de
tratarse de un intervalo mayor. En todo caso, no veo prueba alguna de que
nuestro Señor saliera de Jerusalén entre el sermón acerca de “las ovejas” y el
versículo que tenemos delante.
[La fiesta de la dedicación]. Esta festividad judía no se menciona en
ningún otro lugar de la Biblia. Comoquiera que sea, según la mayoría de los
comentaristas es un hecho histórico que Judas Macabeo la instituyó en
primera instancia para conmemorar la purificación del Templo y la
reconstrucción del altar tras la expulsión de los sirios. Su institución se
documenta en el libro apócrifo de 1 Macabeos 4:52–59. No cabe duda que los
libros apócrifos carecen de inspiración. Pero no hay razones para cuestionar
la exactitud de sus afirmaciones históricas. A menudo se suele hacer
referencia a este pasaje como prueba de que nuestro Señor reconoció y
sancionó tácitamente una festividad instituida y creada por el hombre: “La
Iglesia tiene poder para decretar ritos y ceremonias”, y mientras no instituya
nada contrario a la Palabra de Dios, sus decisiones son perfectamente
respetables. En todo caso, nuestro Señor no censuró la fiesta de la dedicación
ni se negó a estar presente en ella.
Crisóstomo y otros piensan que la fiesta de la dedicación fue instituida a
fin de conmemorar la reconstrucción del Templo tras la cautividad babilónica,
en tiempos de Esdras (Esdras 6:16).
Algunos piensan que su finalidad era conmemorar la dedicación del
Templo de Salomón (2 Crónicas 7:9). Comoquiera que sea, esta idea carece
de fundamento.
Comenta Pearce que Juan es el único evangelista que deja constancia de
la asistencia de nuestro Señor a cuatro grandes fiestas judías, esto es, la
Pascua (Juan 2:13), Pentecostés (5:1), los Tabernáculos (7:2) y la dedicación
que encontramos aquí.
[Era invierno]. Esto demuestra que habían pasado tres meses desde el
milagro de la curación del ciego, que se había obrado en la fiesta de los
Tabernáculos. En nuestro calendario eso equivale a S. Miguel, el 29 de
septiembre. Se menciona el invierno a fin de explicar por qué nuestro Señor
andaba a cubierto, por un “pórtico”.
La mención del invierno es un argumento muy sólido a favor de la tesis de
que la dedicación tuvo que instituirse como conmemoración de la obra de
Judas Macabeo. La dedicación de Salomón se produjo alrededor de S. Miguel,
en el mes séptimo; la de Esdras en torno a Semana Santa, en el mes primero.
V. 23: [Y Jesús andaba]. Esto debe significar o bien que nuestro Señor
“acostumbraba” a andar o bien que “un día Jesús estaba andando”. Esto
último parece lo más probable.
[En el templo]. Esto significa en el atrio exterior, el área que circundaba el
Templo, un lugar de encuentro muy habitual entre los judíos, especialmente
en las fiestas. Al parecer, los maestros solían pronunciarse allí y era un lugar
de debates religiosos. Probablemente fuese aquí donde se encontró a nuestro
Señor “en medio de los doctores” escuchando y preguntando a la edad de
doce años (Lucas 2:46).
[Por el pórtico de Salomón]. El pórtico era uno de aquellos corredores con
una techumbre que descansaba sobre una hilera de columnas, como mínimo
en uno de sus lados, que tan necesarios resultan para los habitantes de
países cálidos. Curiosamente, la secta de los estoicos atenienses recibió
dicho nombre por congregarse en un lugar llamado stoa, traducido aquí como
pórtico, mientras que otros recibieron el apelativo de “peripatéticos” por su
costumbre de “andar” de un lado a otro durante sus conversaciones. Quizá lo
más parecido a la construcción que aquí aparece como “pórtico” sea el
claustro de una catedral o una abadía.
Josefo dice que este pórtico fue una de las construcciones que
sobrevivieron a la destrucción del Templo de Salomón.
Tácito lo menciona expresamente como una de las defensas del Templo en
el asedio de Jerusalén.
V. 24: [¿Hasta […] alma?]. Elsner piensa que significa: “¿Hasta cuándo
nos quitarás la vida (como en el versículo 18), o nos matarás de
incertidumbre y perplejidad?”. Comoquiera que sea, Suicer, Schleusner y
Parkhurst prefieren “nos mantendrás en vilo”.
[Si tú eres el Cristo, dínoslo abiertamente]. Los judíos no tenían derecho a
decir que carecían de pruebas suficientes como para saber que nuestro Señor
era el Cristo. Pero nada es más común entre los hombres endurecidos y
malvados que alegar falta de pruebas y fingir disposición a creer si se les
ofrecieran más pruebas.
V. 25: [Jesús les respondió: Os lo he dicho, y no creéis]. ¿A qué se refiere
aquí nuestro Señor? Creo que hace referencia a lo que ha dicho en el capítulo
5 ante el Sanedrín, así como en el capítulo 8 en el sermón que comenzaba
por “yo soy la luz”, etc.
Observa Hengstenberg: “Los judíos aparentaban solo dudar, pero Cristo
les dice que no creían. En cuestiones religiosas, el escepticismo no es mucho
mejor que la pura incredulidad”.
Piensa Hengstenberg que “os lo he dicho” hace referencia específica a la
proclamación que acababa de hacer nuestro Señor de sí mismo como “el
buen Pastor”. Para los oídos judíos, eso equivalía a una declaración de ser el
Mesías.
[Las obras […] nombre de mi Padre […], testimonio de mí]. Tal como
sucede en otros pasajes, nuestro Señor apela aquí a sus milagros como la
gran prueba de que era el Cristo (cf. 3:2; 5:36; 7:31; 9:33, 34 y Hechos 2:22).
Es como si nuestro Señor dijera: “Los milagros que he obrado son prueba más
que suficiente de que soy el Mesías. No hay nada que pueda explicarlos salvo
el hecho de que soy el Mesías prometido”.
Obsérvese cómo nuestro Señor dice: “Las obras que yo hago en nombre
de mi Padre”, esto es, por nombramiento y encargo de mi Padre, como su
Emisario. Tal como sucede en otros pasajes, nuestro Señor se preocupa de
recordar aquí a los judíos que no actúa independientemente de su Padre, sino
en absoluta armonía y concordancia con Él. Sus obras eran obras que el
Padre le “dio para que cumpliese”.
Obsérvese cómo apela siempre nuestro Señor con plena confianza a la
evidencia de sus milagros. Los que pretenden despreciar y ridiculizar los
milagros parecen olvidar la frecuencia con que se presentan en la Biblia como
un testimonio válido. De hecho, esa es su gran finalidad y propósito. No era
tanto convertir como demostrar que el que los obraba provenía de Dios y
merecía ser escuchado.
Una traducción más literal de “de mí” sería “con respecto a mí o acerca
de mí”.
V. 26: [Pero vosotros no creéis, porque […] ovejas]. Dudo que el sentido
que introduce la palabra “porque” se corresponda en este versículo con el
original griego. Más bien sería: “No creéis en mis palabras ni en mis obras,
PUESTO que no os contáis entre mis ovejas. Si fuerais mis ovejas creeríais: la
fe es una de sus señales”. La incredulidad de los judíos no era la CAUSA de
que no fueran ovejas de Cristo, sino que su incredulidad era la PRUEBA de
que no eran sus ovejas.
Tyndale y otros piensan que haría falta un punto después de “ovejas”, y
que “como os he dicho” debería ir unido al versículo siguiente, pero no veo
que sea necesario.
[Como os he dicho]. Creo que estas palabras hacen referencia a dos
afirmaciones que había hecho nuestro Señor ante los judíos, una en el
capítulo 8:47: “El que es de Dios, las palabras de Dios oye; por esto no las oís
vosotros, porque no sois de Dios” y la otra en los versículos 3 y 4 de este
capítulo: “Las ovejas oyen su voz”; “las ovejas le siguen, porque conocen su
voz”.
V. 27: [Mis ovejas oyen mi voz, etc.]. Tras decir a los fariseos que no eran
sus ovejas, nuestro Señor pasa a describir la naturaleza de aquellos que sí
eran sus ovejas, esto es, de su pueblo verdadero y sus siervos. Esto lo hace
en un versículo particularmente rico y pleno. Cada una de sus palabras es
instructiva.
Cristo llama “ovejas” a su pueblo. Lo hace porque son especialmente
débiles y dependientes de su Pastor y porque, en términos comparativos, son
los animales más inofensivos e indefensos de todos; porque hasta en su
mejor expresión son débiles, necias y susceptibles de extraviarse.
Chemnitz ofrece hasta trece motivos distintos para que se denomine
ovejas a los creyentes. Referirlas todas ocuparía demasiado espacio, pero
todo el que tenga el comentario a su alcance y las examine se verá
recompensado.
Los llama “mis ovejas”. Son suyas porque Dios el Padre se las ha
entregado; suyas por la Redención y el pago del precio; suyas porque las
alimenta, guarda y protege; y suyas porque así lo han querido y decidido
ellas. Son propiedad específica de Él.
Dice: “Oyen mi voz”. Con eso quiere decir que escuchan su invitación
cuando las llama a arrepentirse, creer y acudir a Él. Eso implica que primero
Cristo habla y después ellos le escuchan. La gracia empieza a obrar: ellos,
por medio de la gracia, obedecen a su llamamiento y hacen de buena gana
aquello que les pide. Los inconversos se muestran sordos al llamamiento de
Cristo, pero los cristianos verdaderos escuchan y obedecen.
Dice: “Yo las conozco”. Esto significa que las conoce con un conocimiento
especial lleno de aprobación, complacencia, amor e interés (cf. la palabra
“conocer” en el Salmo 1:6; 31:8 y Amós 3:2). Obviamente conoce los
secretos de todos los corazones humanos y sabe todo lo referente a los
malvados. Pero Él conoce a los que forman parte de su pueblo con un
conocimiento especial. El mundo no los conoce, pero Él sí, y se preocupa por
ellos (cf. 1 Juan 3:1).
Dice: “Me siguen”. Esto significa que su pueblo obedece y confía en su
divino Maestro y sigue sus pasos como ovejas. Le siguen obedeciendo
santamente sus mandamientos; le siguen esforzándose en imitar su ejemplo
y le siguen confiando incondicionalmente en su guía providencial; yendo
adonde Él desea que vayan y aceptando alegremente todo lo que les asigna.
Es casi innecesario señalar que esta descripción no se ajusta más que a
los cristianos verdaderos. No correspondía a los fariseos a los que hablaba
nuestro Señor. No pertenece a multitudes de personas que se bautizan hoy
día.
Dice Lutero: “A pesar de ser el animal más simplón que existe, es superior
a todos los demás animales en el sentido de que escucha de inmediato la voz
de su pastor y no sigue a ninguna otra. Asimismo es lo suficientemente
inteligente como para depender por completo de su pastor y confiar
exclusivamente en él cuando necesita ayuda. No puede valerse por sí solo, ni
hallar pasto por su propia cuenta, ni curarse a sí mismo, ni protegerse de los
lobos; sino que depende plena y exclusivamente de la ayuda de otro”.
El original griego de este versículo muestra una distinción interesante en
el número del verbo “oír” y el verbo “seguir” que se pierde en la traducción.
Es como si nuestro Señor hubiera dicho: Mis ovejas son un cuerpo que “oye”
mi voz, en singular, y cuyos miembros individuales me “siguen”, en plural.
V. 28: [Y yo les doy, etc.]. Tras describir la naturaleza de las ovejas de
Cristo, el buen Pastor pasa a hablar de sus privilegios. Les da vida eterna: el
precioso don del perdón y la gracia en este mundo y una vida de gloria en el
mundo venidero. Dice “doy”, en presente. La vida eterna es posesión
presente de todo creyente. Declara que jamás perecerán ni se perderán en
toda la eternidad; y que nadie las arrebatará de su mano.
Aquí tenemos la dignidad y divinidad de nuestro Señor Jesucristo. Nadie
más que Aquel que era Dios mismo podía decir: “Doy vida eterna”. Ningún
apóstol lo dijo jamás.
Aquí tenemos la perpetuidad de la gracia para los creyentes y la certeza
de que jamás serán echados fuera. Cuesta entender cómo puede alguien
negar esta doctrina ante la evidencia de este texto, como hacen los
arminianos, y decir que un creyente puede caer y perderse. Estoy convencido
de que no se podrían concebir unas palabras más explícitas para aseverar la
“perseverancia” de los santos.
Aquí tenemos una promesa inequívoca de que “nadie” —ya sea hombre,
ángel, demonio o espíritu— podrá separar a Cristo de sus ovejas.
Quizá algunos denominarían “calvinismo” a la doctrina que se enseña
claramente en este versículo, mientras que otros hablarían de una “tendencia
peligrosa”. La única pregunta que debiéramos plantearnos es si es
escrituraria. La respuesta más sencilla a esa pregunta es que, en su acepción
más obvia y clara, las palabras de este texto no se pueden interpretar
honradamente de ninguna otra forma. Forzar la matización de: “No perecerán
jamás mientras sean mis ovejas”, como hacen algunos enemigos de la
perseverancia, supone una adición a la Escritura y tomarse libertades
infundadas con las palabras de Cristo.
Igualmente sucede con la interpretación de Whitby: “No perecerán por
nada achacable a mí”, aunque puedan apartarse por su propia culpa, lo cual
es otro triste ejemplo de manipulación desleal de la Escritura.
Recordemos tan solo que aquí se describe detallada y claramente la
naturaleza de aquellos que no perecerán jamás. Solamente son “ovejas” de
Cristo aquellos que oyen su voz y le siguen; son “sus ovejas”, y solo “sus
ovejas”, las que no perecerán jamás. El que se jacta de que no será echado ni
perecerá jamás mientras vive en pecado se está engañado a sí mismo
mezquinamente. Lo que se promete aquí es la perseverancia de los santos, y
no la de los pecadores. No cabe duda que la doctrina de este texto se puede
utilizar equivocadamente, como cualquier otra cosa buena. Pero es una de las
verdades más gloriosas y reconfortantes del Evangelio para el humilde
creyente arrepentido que confía en Cristo. Aquellos a quienes desagrade
harían bien en estudiar el Artículo 17 de la Iglesia de Inglaterra y el sermón
de Hooker sobre la “Perpetuidad de la fe en los elegidos”.
Adviértase que la última frase del texto implica claramente que habrá
muchos que intenten arrebatarle los cristianos a Cristo y llevarlos de nuevo al
pecado. Sentir que hay algo que “tira” de nosotros e intenta “arrancarnos” no
debe ser motivo de sorpresa para los creyentes. El diablo existe, y los santos
siempre sentirán su presencia.
Adviértase que una cosa es estar a salvo en la mano de Cristo y no
perecer jamás, y otra muy distinta es sentirse a salvo. Muchos creyentes
verdaderos están a salvo, pero no lo comprenden ni lo sienten.
Observa Musculus que nuestro Señor no dice en este versículo que sus
ovejas no vayan a perder nada en este mundo. Quizá pierdan sus bienes, su
libertad y su vida por amor a Cristo. Pero no pueden perder sus almas.
También observa que todas las ovejas de Cristo se encuentran en la mano de
Cristo. El verdadero secreto de su seguridad y perseverancia es que es la
mano de Cristo la que los agarra y no la de ellos la que se aferra a Él.
En mi opinión, jamás podremos valorar lo suficiente la doctrina que
contiene este texto. El cristiano que no se aferra a ella sufre una gran
pérdida. Es uno de los componentes esenciales de las buenas noticias del
Evangelio. Es una salvaguarda contra muchas doctrinas defectuosas. La
perseverancia es irreconciliable con la regeneración bautismal. Obsérvese
que los defensores de una interpretación exagerada de la gracia bautismal
siempre sienten particular animadversión hacia la doctrina de este texto.
Comenta Hengstenberg sabiamente: “Es un pobre consuelo decir que mis
ovejas están a salvo y no perecerán jamás mientras sigan siendo mis ovejas.
El principal deseo de nuestra alma es protección contra nosotros mismos.
Aquí se nos asegura que tal protección existe”.
V. 29: [Mi Padre que me las dio, etc., etc.]. Nuestro Señor refuerza aquí la
gran promesa que acaba de hacer declarando que sus ovejas no solo son
suyas, sino también de su Padre: fue su Padre quien se las entregó: “Mi Padre
—declara— es ‘mayor que todos’; el dueño de todo poder. Nadie puede
arrebatar nada de la mano de mi Padre, por lo que mis ovejas están
doblemente seguras”. Adviértase que la palabra “las” de la última frase no se
encuentra en el original griego.
Es probable que tanto en este versículo como en el anterior exista una
referencia implícita al hombre “expulsado” o excomulgado de la Iglesia.
Parece como si nuestro Señor dijera: “Quizá podáis arrancar y separar de la
congregación de vuestra iglesia a quien queráis; pero jamás podréis arrebatar
a nadie de mi pueblo de mí”.
Adviértase aquí que el Padre está tan interesado en la seguridad de los
creyentes como el Hijo. Perder de vista el amor del Padre en nuestro celo por
glorificar a Cristo es una teología muy deficiente.
Melanchton trata esta promesa en un pasaje particularmente hermoso.
Insiste especialmente en ella como fuente de consuelo ante la invasión turca
de Europa, la persecución de la verdad por parte de supuestos adalides
cristianos y las salvajes contiendas y controversias entre maestros de la
Iglesia. Hay una Iglesia que nada puede dañar.
Señala Calvino: “Nuestra salvación es segura porque se encuentra en la
mano de Dios. Nuestra fe es débil y tendemos a vacilar; pero Dios, que nos
ha tomado bajo su protección, es suficientemente poderoso para barrer el
poder de todos nuestros enemigos de un soplo. Es de vital importancia que lo
tengamos en cuenta”.
Observa Musculus que se dice que el Padre “dio” las ovejas a Cristo en
pasado. Los creyentes se entregaron a Cristo desde antes de la fundación del
mundo.
V. 30: [Yo y el Padre uno somos]. A fin de explicar el motivo de que el
Padre se tome el mismo interés por las ovejas que el Hijo, nuestro Señor
declara aquí en los términos más claros y explícitos posibles la profunda
verdad de la unidad esencial que hay entre Él y su Padre. Traducida
literalmente, la frase reza así: “Yo y el Padre una sola cosa somos”.
Obviamente, con esto no quería decir que su Padre y Él fueran una sola
persona. Esto echaría por tierra la doctrina de la Trinidad. Pero sí quiso decir:
“A pesar de ser dos personas distintas que no deben confundirse, yo y mi
Padre eterno somos uno en esencia, naturaleza, dignidad, poder, voluntad y
actuación. De ese modo, en la cuestión de garantizar la seguridad de mis
ovejas, mi Padre hace lo mismo que yo. Yo no actúo de forma independiente
de Él”.
Este es uno de esos textos profundos y misteriosos que debemos
limitarnos a aceptar y creer sin intentar curiosear demasiado en cuanto a su
contenido. Recordemos la exactitud y cautela de las palabras del Credo de
Atanasio: “Sin confundir las personas, ni dividir la sustancia. Porque es una la
persona del Padre, otra la del Hijo y otra la del Espíritu Santo; mas la
divinidad del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo es toda una, igual la gloria,
coeterna la majestad”.
Comenta Agustín que este texto por sí solo echa por tierra la doctrina de
los sabelianos y los arrianos. Al hablar de dos personas acalla a los
sabelianos, que afirman que en la Deidad solo hay una persona. Al decir que
el Padre y el Hijo son “uno”, acalla a los arrianos, que afirman que el Hijo es
inferior al Padre.
Adviértase que la doctrina de este versículo es exactamente la misma que
había sostenido nuestro Señor en una ocasión anterior (en el capítulo 5) ante
el Sanedrín. En aquel entonces fue expuesta plenamente; aquí se asevera de
forma breve. Y en ambos casos, la interpretación que hicieron los judíos de
esas palabras fue exactamente la misma. Lo consideraron una pretensión de
ser considerado “Dios”.
Demasiado a menudo se pasa por alto el valor práctico que tiene este
texto para el creyente en Cristo. Muestra la confianza infantil con que puede
mirar al Padre: “El que tiene al Hijo tiene al Padre”. ¡El comentario es muy
necesario, ya que, mientras algunos hablan de forma ignorante con respecto
al Padre como si Cristo no hubiera sido crucificado, otros hablan no con
menos ignorancia de Cristo crucificado como si no existiera Dios, el Padre de
Cristo que tanto amó al mundo!
Observa Crisóstomo: “Para que no supongamos que Cristo es débil y que
las ovejas se encuentran a salvo gracias al poder del Padre, añade: ‘Yo y el
Padre uno somos’. Es como decir: No he afirmado que nadie las arrebata
gracias al Padre, como si yo fuera demasiado débil para guardar las ovejas.
Porque yo y el Padre somos uno. Aquí habla haciendo referencia al poder,
puesto que todo su sermón giraba en torno a eso; y si el poder es igual, es
claro que también lo es la esencia”.
Comenta Ecolampadio: “No dice que seamos uno en género masculino —una
persona—, sino uno en el genero neutro, esto es, uno en naturaleza, poder y
majestad. Si se habla de una sola persona, es como quitar ambas y no dejar
ni al Padre ni al hijo”.
Maldonado hace referencia a una cita de Agustín respecto a “que en la
Escritura vemos de forma invariable que las cosas de las que se dice que son
‘uno’ son de la misma naturaleza”.
Debemos admitir que Erasmo, Calvino y unos cuantos más piensan que la
“unidad” que encontramos aquí significa tan solo unidad de voluntad. Pero la
gran mayoría de comentaristas piensa de otra forma, y es evidente que
también los judíos pensaban así.

Juan 10:31–42

En estos versículos se observa la extrema maldad de la naturaleza


humana. Los judíos incrédulos de Jerusalén no se dejaron conmover ni
por los milagros de nuestro Señor ni por su predicación. Tenían la
determinación de no aceptarlo como su Mesías. Una vez más está
escrito que “volvieron a tomar piedras para apedrearle”.
Nuestro Señor no había hecho daño alguno a los judíos. No era un
ladrón, un asesino o un infractor de sus leyes. Era alguien cuya vida
entera era amor y que “anduvo haciendo bienes” (Hechos 10:38). Su
naturaleza no tenía errores ni incoherencias. No se le podía imputar
delito alguno. Jamás un ser tan perfecto e inmaculado había caminado
por esta Tierra. Sin embargo, los judíos le odiaban y deseaban su
muerte. Qué ciertas son las palabras de la Escritura: “Sin causa [le]
aborrecieron” (Juan 15:25). Qué acertado es el comentario de un
antiguo teólogo: “Los inconversos matarían a Dios mismo si estuviera
en su mano”.
El cristiano verdadero no tiene por qué sorprenderse si sufre el
mismo trato que nuestro bendito Señor. De hecho, cuanto más se
parezca a su Maestro y más santa y espiritual sea su vida, más
probable será que sufra odio y persecución. Que debe pensar que
cierto grado de coherencia puede librarle de esa cruz. No son sus
defectos los que despiertan la enemistad de los hombres, sino sus
virtudes. El mundo odia ver cualquier cosa relacionada con la imagen
de Dios. Los hijos de este mundo se irritan y sienten remordimiento de
conciencia cuando ven a otros mejores que ellos. ¿Por qué odiaba Caín
a su hermano Abel y le mató? “Porque sus obras eran malas —dice S.
Juan—, y las de su hermano justas” (1 Juan 3:12). ¿Por qué odiaban los
judíos a Cristo? Porque revelaba sus pecados y falsas doctrinas; y ellos
sabían en su fuero interno que Él estaba en lo cierto y ellos estaban
equivocados. El mundo —dijo nuestro Señor— “a mí me aborrece,
porque yo testifico de él, que sus obras son malas (Juan 7:7). Los
cristianos deben hacerse a la idea de que van a beber del mismo cáliz
y beberlo con paciencia y sin sorprenderse. Hay uno en el Cielo que
dijo: “Si el mundo os aborrece, sabed que a mí me ha aborrecido antes
que a vosotros” (Juan 15:18). Deben recordarlo y tener valor. El tiempo
es breve. Nos dirigimos a un día en que todo se corregirá y cada
hombre cosechará lo que ha sembrado: “Porque ciertamente hay fin, y
[nuestra] esperanza no será cortada” (Proverbios 23:18).
En segundo lugar, en estos versículos se observa el gran honor que
concede Jesucristo a las Santas Escrituras. Vemos que utiliza un texto
extraído de los Salmos como argumento contra sus enemigos,
basándose tan solo en la palabra “dioses”. Y tras citar ese texto,
establece el gran principio: “La Escritura no puede ser quebrantada”.
Es como si dijera: “Dondequiera que la Biblia hable claramente de una
cuestión, no se puede decir nada más al respecto. La cuestión ya está
zanjada. Cada jota y cada tilde de la Escritura es verdadera y debe
considerarse concluyente”.
El principio que establece aquí nuestro Señor es de inmensa
importancia. Aferrémonos a él con firmeza y no lo soltemos jamás.
Sostengamos con valentía la inspiración plena de cada palabra de los
originales griegos y hebreos de las Escrituras. Creamos que no solo
cada libro de la Biblia, sino cada capítulo; y no solo cada capítulo, sino
cada versículo; y no solo cada versículo, sino cada palabra, se recibió
originalmente por inspiración de Dios. La inspiración —no debemos
avergonzarnos de aseverarlo— no solo abarca los pensamientos y las
ideas de la Escritura, sino hasta la última de sus palabras.
No cabe duda que el principio que tenemos delante recibe furiosos
ataques en la actualidad. Que esos ataques no descorazonen a ningún
cristiano. Sostengamos con valentía nuestra postura, defendiendo el
principio de la inspiración plenaria como si fuera la niña de nuestros
ojos. La Escritura ofrece dificultades, no debe avergonzarnos
reconocerlo; cosas difíciles de explicar, difíciles de reconciliar y difíciles
de entender. Pero debemos sospechar con toda justicia que el error en
todas esas dificultades no se encuentra tanto en la Escritura como en
nuestras débiles mentes. En todos esos casos debemos contentarnos
con esperar a recibir más luz y creer que, al final, todo nos será
manifestado. Hay una cosa de la que podemos estar completamente
seguros: si las dificultades de la inspiración plenaria se cuentan por
miles, las dificultades de cualquier otra interpretación de la inspiración
se cuentan por millones. La opción más sabia es seguir el viejo camino,
el camino de la fe y la humildad, y decir: “No puedo renunciar a una
sola palabra de mi Biblia. Toda Escritura ha sido dada por inspiración
de Dios. La Escritura no puede ser quebrantada.
En último lugar, en estos versículos se observa la importancia que
atribuye nuestro Señor Jesucristo a sus propios milagros. Apela a ellos
como la mejor prueba de su propia misión divina. Pide a los judíos que
los consideren y los nieguen si son capaces: “Si no hago las obras de
mi Padre, no me creáis. Mas si las hago, aunque no me creáis a mí,
creed a las obras”.
Hoy día quizá no se consideran tanto como se debiera los
tremendos milagros que obró nuestro Señor durante los tres años de
su ministerio terrenal. Estos milagros no fueron pocos. En los
Evangelios leemos en más de cuarenta ocasiones acerca de cómo obró
cosas que escapan por entero al curso normal de la Naturaleza: curar a
enfermos en un momento, resucitar a los muertos con una sola
palabra, expulsar demonios, calmar las olas y los vientos en un
instante, caminar sobre el agua como si fuera tierra firme. No todos
esos milagros se hicieron privadamente entre amigos. Muchos de ellos
se obraron de la manera más pública posible, ante la mirada de
testigos hostiles. Estamos tan familiarizados con estas cosas que
tendemos a olvidar la tremenda lección que enseñan. Enseñan que el
que obró esos milagros no podía ser más que Dios mismo. Sellan sus
preceptos y doctrinas con el distintivo de la autoridad divina. Solo
Aquel que creó todas las cosas al principio podía suspender las leyes
de la Creación a su voluntad. Quien podía suspender las leyes de la
Creación debe ser alguien a quien creer absolutamente y obedecer sin
reservas. Rechazar a quien confirmó su misión por medio de obras tan
increíbles es el colmo de la locura y la necedad.
Sin duda ha habido cientos de incrédulos en todas las épocas que
han intentado verter su desprecio sobre los milagros de Cristo y negar
que se llegaran a obrar en absoluto. Pero se esfuerzan vanamente. Se
amontonan las pruebas de que el ministerio de nuestro Señor estuvo
acompañado de milagros y que sus contemporáneos lo reconocieron.
Los que plantean este tipo de objeciones harían bien en tomar
únicamente el milagro de la resurrección de nuestro Señor e intentar
refutarlo si pueden. Si no pueden refutarlo debieran confesar, como
personas honradas, que los milagros son posibles. Y entonces, si sus
corazones son verdaderamente humildes, deberían admitir que aquel
cuya misión fue confirmada con tales evidencias tuvo que ser el Hijo
de Dios.
Como conclusión de este pasaje, demos gracias a Dios porque el
cristianismo cuenta con evidencias tan abundantes de ser una religión
de Dios. Ya acudamos a las evidencias que ofrece la Biblia, a las vidas
de los cristianos primitivos, a las profecías, a los milagros o a la
Historia, obtenemos una sola respuesta. Todo ello proclama al unísono:
“Jesús es el Hijo de Dios y los creyentes tienen la vida por medio de su
nombre”.

Notas: Juan 10:31–42


V. 31: [Entonces los judíos volvieron a tomar piedras, etc.]. La conducta de
los judíos es exactamente la misma que cuando nuestro Señor dijo: “Antes
que Abraham fuese, yo soy” (Juan 8:59). Consideraron sus palabras una
blasfemia y pasaron a tomarse la justicia por su mano, como hicieron en el
caso de Esteban, y a infligir el castigo instituido para la blasfemia: “El que
blasfemare el nombre de Jehová, ha de ser muerto; toda la congregación lo
apedreará” (Levítico 24:14–16); cf. también Números 15:36; 1 Reyes 21:13).
Por supuesto, los judíos no tenían la prerrogativa de ejecutar a nadie, dado
que se encontraban bajo la autoridad romana; y si apedreaban a alguien se
trataba de un acto repentino y tumultuoso, lo que en EE.UU. se denomina ley
del linchamiento.
Adviértase que la palabra griega que se traduce aquí como “tomar” no es
la misma que se utiliza en el versículo 8:59. Aquí significa más bien
“acarrear”. Piensa Parkhurst que esto hace referencia al gran tamaño de las
piedras que tomaron. No cabe duda que las piedras que se utilizaban para
lapidar a alguien no eran guijarros, sino grandes pedruscos. Sin embargo, me
inclino a pensar que da a entender que, en sus intenciones asesinas,
cargaron con las piedras durante un trecho. Difícilmente podemos suponer
que hubiera piedras adecuadas diseminadas por una vieja edificación como
el pórtico de Salomón, aunque quizá hubiera algunas a escasa distancia por
causa de las obras de reparación que se estaban ejecutando en el Templo.
Comenta Agustín: “Podemos ver cómo entendían los judíos lo que los
arrianos no querían entender”.
Observa Maldonado que “esas piedras claman contra los arrianos”.
V. 32: [Jesús […] buenas obras […] mostrado de mi Padre]. Nuestro Señor
apela aquí a los muchos milagros que ha obrado públicamente ante los judíos
—cumpliendo su nombramiento en calidad de Mesías enviado por el Padre—,
todos ellos obras buenas y excelentes, libres de cualquier defecto, y les
pregunta si se proponen apedrearle por alguna de ellas en concreto. Muy a
menudo le habían pedido señales y pruebas de que era el Mesías. Bien, había
obrado muchas señales. ¿De verdad querían apedrearle por eso?
La expresión “os he mostrado” es curiosa, puesto que era de esperar que
dijera más bien “he obrado”. Probablemente significa: “Os he mostrado
muchas pruebas de mi Mesiazgo públicamente y no en algún rincón, a fin de
concitar la mayor atención pública posible” (cf. Juan 2:18: “¿Qué señal nos
muestras?”). S. Pablo habla de “la aparición de nuestro Señor Jesucristo, la
cual a su tiempo mostrará el bienaventurado y solo Soberano, Rey de reyes,
y Señor de señores” (1 Timoteo 6:15). Probablemente la expresión sea un
hebraísmo (cf. Salmo 4:6; 60:3; 71:20; Éxodo 7:9).
La expresión “de mi Padre” hace referencia a la gran verdad que nuestro
Señor presenta de continuo en este Evangelio, esto es, que había recibido de
su Padre todas sus obras además de sus palabras para ejecutarlas y
pronunciarlas respectivamente en el mundo, motivo por el cual debían
tratarse con la mayor reverencia.
Observa Hengstenberg que la expresión “muchas buenas obras”
evidencia que Juan era conocedor de muchos milagros que no documenta y
que en Jerusalén se habían obrado muchos más de los pocos de los que hay
constancia.
[¿Por cuál de ellas me apedreáis?]. Esto se podría traducir literalmente
como: “¿A causa de qué obra de todas estas vais a apedrearme?”. Algunos,
como Gualter y Tholuck, piensan que la pregunta contiene un leve sarcasmo.
“¿Así que me vais a apedrear por mis buenas obras? ¿No se suele apedrear a
las personas por sus malas acciones?”. Sin embargo, esta parece una idea
improbable y resulta innecesaria. ¿No queda el significado lo suficientemente
claro simplemente invirtiendo el orden de los términos?: “¿Por qué obra o
acto me vais a apedrear? La justicia exige que se castigue a los infractores
por hacer malas obras, pero todas las obras que he hecho entre vosotros han
sido buenas, y no malas. No iréis a apedrearme por ninguna de ellas: la razón
y vuestras leyes enseñan que eso sería una equivocación. No son, pues, ni mi
vida ni mis obras las que os llevan a apedrearme. Os desafío a que me
demostréis si he cometido algún mal. ¿Quién de vosotros me condena de
pecado?”.
Si lo interpretamos de esta forma, el versículo es simplemente una
enérgica aseveración llevada a cabo por nuestro Señor de su absoluta
inocencia de cualquier delito por el que se le fuera a apedrear. La utilización
del presente solo significa: “¿Estáis a punto de apedrearme?”.
V. 33: [Le respondieron los judíos, etc.]. Como había sucedido en el
capítulo 8:46, parece que los judíos no pudieron responder al desafío de
Jesús. No podían demostrar que hubiera llevado a cabo ninguna mala obra.
Le responden, pues, que no se proponen apedrearle por sus obras, sino por la
blasfemia de sus palabras. Consideran que la naturaleza exacta de la
blasfemia es que “no siendo más que un mero hombre, se hacía Dios o
hablaba de sí mismo de tal modo que manifestaba considerarse Dios”.
Este es un versículo muy notable. Es como el capítulo 5:18: “Los judíos
aún más procuraban matarle, porque no sólo quebrantaba el día de reposo,
sino que también decía que Dios era su propio Padre, haciéndose igual a
Dios”. Esto muestra a las claras que los judíos de tiempos de nuestro Señor
atribuían un sentido mucho más profundo y elevado que los lectores
modernos, por regla general, al lenguaje que acostumbraba a utilizar nuestro
Señor con respecto a Dios como su Padre. De hecho, lo consideraban una
equiparación con Dios, ni más ni menos. Los socinianos y los arrianos
modernos, que no creen que la categoría de Hijo que tenía el Señor con
respecto a Dios el Padre fuera algo más que una versión más intensa de la
relación entre todos los creyentes y Dios, harían bien en tomar nota de este
versículo. Los judíos que odiaban a Jesús veían lo que ellos dicen no poder
ver. Esta “exposición contextualizada”, por emplear un lenguaje técnico, de
las palabras de nuestro Señor es merecedora del mayor respeto y ostenta
gran importancia y autoridad. Como hombre, nuestro Señor era un judío que
había sido educado y formado entre judíos. El sentido común pone de
manifiesto que es más probable que los judíos de su tiempo atribuyeran un
sentido correcto a sus palabras que los socinianos modernos.
Observa Gualter la frecuencia con que los malvados y los perseguidores
del pueblo de Cristo han fingido tener celo por la gloria de Dios y han
aparentado espanto frente a la blasfemia. En los acusadores de Nabot y de
Esteban tenemos un ejemplo de ello, como también en la Inquisición.
Observa A. Clarke “que si los judíos hubieran interpretado, como hacen
muchos supuestos cristianos, que al hablar de ser ‘uno con el Padre’ nuestro
Señor solo se estaba refiriendo a una unidad de sentimiento, no le habrían
tratado como un blasfemo. En ese sentido, Abraham, Isaac, Moisés, David y
todos los profetas eran uno con Dios. Lo que les irritaba es que por sus
palabras juzgaban que estaba hablando de una unidad de naturaleza. Por eso
dicen: ‘Te haces Dios’ ”.
V. 34: [Jesús les respondió, etc.]. La apología que hace nuestro Señor de
su propio lenguaje ante la acusación de blasfemia es bastante extraordinaria.
Es un argumento que va de menor a mayor. Si se llamaba dioses a los
príncipes, que son meros hombres, no se podía acusar de blasfemia al Hijo
eterno del Padre por llamarse a sí mismo el “Hijo de Dios”.
La expresión “vuestra ley” significa “las Escrituras”. A veces nuestro
Señor hace referencia a las dos divisiones principales que aplicaban los judíos
al Antiguo Testamento, esto es, la Ley y los Profetas (como en Mateo 22:40).
La “Ley”, pues, no estaba formada solamente por los libros de Moisés, sino
por todo lo comprendido hasta el final del Cantar de los Cantares. En
ocasiones separa la Escritura en tres partes: la Ley, los Salmos y los Profetas
(como en Lucas 22:44). Aquí utiliza una sola palabra para todo el Antiguo
Testamento y lo denomina “la ley”. Al decir “vuestra ley”, nuestro Señor
recuerda a sus oyentes que está apelando a los libros sagrados que ellos
honraban.
La expresión “Yo dije, dioses sois” proviene del Salmo 82, en el que Asaf
habla de los príncipes y gobernantes, su posición y sus deberes. Se
encontraban tan por encima de los demás hombres y su consiguiente
responsabilidad por el estado de las naciones era tan grande que, en
comparación con los otros hombres, se podía decir de ellos: “Sois como
dioses”. A un rey se le denomina “ungido de Jehová” (2 Samuel 1:14). De
igual forma: “No juzgáis en lugar de hombre, sino en lugar de Jehová” (2
Crónicas 19:6). Los príncipes y magistrados reciben su nombramiento de Dios
y su poder se deriva del de Dios, obran para Dios y se encuentran entre Dios
y el pueblo. De ahí que, en un sentido, se les considere “dioses”. Los que
deseen un análisis pormenorizado de esta cuestión lo encontrarán en la
Exposición del Salmo 82 de Hall y Swinnock.
Obsérvese cómo nuestro Señor apela a la Escritura como juez de la
controversia: “¿No está escrito?”. Un texto claro debiera bastar para zanjar
cualquier cuestión. Podía haberlo argumentado, pero simplemente cita un
texto. Al hacerlo está honrando la Escritura de forma especial.
Es reseñable que la palabra hebrea que se traduce como “jueces” en
Éxodo 22:8–9 se podría traducir también como “dioses” (cf. Éxodo 22:28;
21:6).
V. 35: [Si llamó dioses, etc.]. Aquí, nuestro Señor muestra en qué sentido
va dirigido su argumento. Todo gira en torno a la utilización de la palabra
“dioses” en un solo versículo de un Salmo.
No está muy claro a qué alude la palabra “llamó” en esta frase.
Obviamente, nuestros traductores pensaron que hacía referencia a “Dios”.
¿Pero por qué no habría de referirse a “vuestra ley” que aparece en el
versículo anterior? “Si vuestro propio Libro de la Ley, en los Salmos, llamó
dioses a ciertas personas, etc.”.
Observa Crisóstomo: “Lo que dice es lo siguiente: ‘Si no se puede
censurar a los que se denominan dioses a sí mismos y han recibido ese honor
por la gracia, ¿cómo se reprenderá al que lo es por naturaleza?’ ”. Teofilacto
dice lo mismo.
[A aquellos a quienes vino la palabra de Dios]. Esta es una expresión
innegablemente difícil. Algunos —como Burgon y Bullinger— piensan que se
trata del nombramiento que reciben los gobernantes de Dios: “Son personas
a las que Dios ha hablado y a las que ha ordenado que gobiernen por Él”.
Otros —como Alford— piensan que solo significa: “Si llamó dioses a los que
Dios habló en estos pasajes”. Pero se podría responder a eso con toda justicia
que no dice “Dios habló”, sino: “La palabra de Dios”. De estas dos
interpretaciones, la primera parece la más satisfactoria. La expresión griega
es casi idéntica a la de Lucas 3:2: “Vino palabra de Dios a Juan”, con el
significado de un nombramiento especial.
Heinsius indica que la frase significa “contra los que vino la palabra de
Dios” en el Salmo 82, donde se reprende a los príncipes, pero parece dudoso.
Pearce piensa que significa: “¿a quién vino palabra de juicio?” y cita la
traducción de 2 Crónicas 19:6 de la Septuaginta.
Es digno de mención que Cristo jamás dijera de sí mismo que “la palabra
de Dios viniera a Él”. Él estaba por encima de todos los jueces que reciben un
nombramiento.
[Y la Escritura no puede ser quebrantada]. En este extraordinario
paréntesis, nuestro Señor recuerda a sus oyentes judíos el principio
comúnmente aceptado entre ellos de que la “Escritura no puede ser
quebrantada ni anulada”, esto es, que es preciso aceptar con reverencia y sin
titubear todo lo que diga y que no se debe pasar por alto ni una sola jota o
tilde. Hay que reconocer cada palabra de la Biblia en toda su importancia y
valor, sin pasar por alto, mutilar o eludir ninguna. Si el Salmo 82 denomina
“dioses” a unos príncipes que solo eran hombres, no puede ser impropio
aplicar la expresión a las personas que reciben un nombramiento de Dios.
Quizá la expresión parezca extraña a primera vista. Comoquiera que sea,
aparece en la Escritura y tiene que ser correcta.
En mi opinión, pocos pasajes demuestran de manera tan incontrovertible
la inspiración plenaria y la autoría divina de cada palabra del texto original de
la Biblia. La esencia del argumento de nuestro Señor gira en torno a la
autoridad divina de una sola palabra. ¿Se encontraba esa palabra en los
Salmos? Entonces la aplicación del término “dioses” a los hombres estaba
justificada. La Escritura no puede ser quebrantada. Las teorías de los que
dicen que los autores de la Biblia recibieron inspiración, pero no en todas sus
obras —o la tesis de una Biblia inspirada, aunque no el lenguaje en que se
escribieron sus ideas— parecen absolutamente irreconciliables con la
utilización que hace nuestro Señor de la frase que tenemos ante nosotros.
Considero que no existe otra postura posible ante la inspiración que
considerarla plenaria y hasta la última sílaba. Si abandonamos esa postura
nos encontramos en un mar de incertidumbre. Hay que considerar sagrada
cada palabra de la Biblia, igual que el cuidadoso lenguaje con que se redacta
un contrato o un testamento, sin admitir un solo error o desliz.
Adviértase que el significado literal de “quebrantada” es aflojada o
desatada.
Observa Gill: “Esta es una forma judía de hablar que suele prodigarse en
el Talmud. Cuando un doctor ofrece un argumento, otro responde: ‘Puede
quebrantarse’, objetarse o refutarse. Pero la Escritura no puede
quebrantarse”.
Hengstenberg dice: “Es indudable que los que aseveran que los Salmos
respiran un ánimo vengativo y que la canción de Salomón es un canto de
amor oriental común, que en los Profetas hay predicciones que jamás se
cumplirán, o los que niegan la autoría mosaica del Pentateuco, están
quebrantando la Escritura”.
V. 36: [¿Al que el Padre, etc.?]. En este versículo, nuestro Señor recalca a
los judíos el peso de la expresión del Salmo 82: “Si a los príncipes se les
llama dioses, ¿cómo podéis decir que yo, a quien el Padre santificó desde la
eternidad para que fuera el Mesías y envió al mundo a su tiempo, soy un
blasfemo porque he dicho que soy Hijo de Dios?”.
La expresión “al que el Padre santificó” significa “al que el Padre ha
apartado y nombrado desde toda la eternidad en el pacto de gracia como se
santifica y aparta a un sacerdote para el culto del Templo”. No puede
significar “hecho santo” literalmente. Implica una dedicación y un
nombramiento eternos para un oficio en concreto. Este es uno de los pasajes
donde se enseña la generación eterna de Cristo. “El Padre” (obsérvese que
no dice Dios) había santificado y nombrado al Hijo mucho antes de que
viniera al mundo. No se convirtió en el Hijo al entrar en el mundo: era el Hijo
desde toda la eternidad.
La expresión “envió al mundo” tiene que hacer referencia a la misión de
Cristo de ser el Salvador que tuvo lugar al encarnarse y vivir entre nosotros
en forma de hombre. Era el “enviado” del Padre y el “apóstol” (cf. Hebreos
3:1; Juan 3:17 y 1 Juan 4:14). El que fue “santificado” y “enviado” de tal
forma, bien podía hablar de sí mismo como el Hijo de Dios y en igualdad con
Él.
Señala Calvino: “Hay una santificación común a todos los creyentes. Pero
aquí Cristo reivindica algo mucho más excelente, esto es, que solo Él se
encontraba aparte de todos los demás, que la gracia del Espíritu y la
majestad de Dios brillaban en Él, tal como había dicho anteriormente: ‘A éste
señaló Dios el Padre’ (Juan 6:27)”.
V. 37: [Si no hago las obras, etc.]. Nuevamente, nuestro Señor apela aquí
a la evidencia de sus milagros y reclama que se les preste atención: “No os
pido que creáis que soy el Hijo de Dios y el Mesías si no puedo demostrarlo
por medio de mis obras. Si no obrara milagros, estaría justificado que no
creyerais que soy el Mesías y me llamarais blasfemo”.
Nuevamente, deberíamos advertir cómo nuestro Señor denomina aquí a
sus milagros las “obras de mi Padre”. Su Padre le había dado esas obras para
que las hiciera. Eran obras que nadie sino Dios el Padre podía llevar a cabo.
Observa Gualter que este versículo proporciona una prueba indirecta de la
invalidez de la elevada reivindicación del papa de ser el vicario de Dios y la
cabeza de la Iglesia: ¿Dónde están sus obras? ¿Qué pruebas ofrece de una
misión divina?
Señala Musculus asimismo que las elevadas reivindicaciones del papa y
sus rimbombantes títulos no sirven de nada mientras sus obras entren en
contradicción con sus palabras.
V. 38: [Mas si las hago, aunque, etc.]. Nuestro Señor concluye aquí su
respuesta a los judíos: “Si hago las obras de mi Padre, entonces, aunque no
os convenzáis por lo que digo, convenceos al menos por lo que hago. Aunque
os resistáis a la evidencia de mis palabras, plegaos a la evidencia de mis
obras. Aprended de esa forma y creed que el Padre y yo somos uno, Él en mí
y yo en Él y que al afirmar que soy su Hijo no cometo blasfemia alguna”.
Tal como sucede en otros pasajes, debemos advertir cómo nuestro Señor
apela aquí reiteradamente a la evidencia de sus milagros. Jesús envió de
vuelta a los discípulos de Juan y le hizo saber sus obras para que supiera que
Él era el que “había de venir”: “Id, y haced saber a Juan las cosas que oís y
veis. Los ciegos ven, etc.” (Mateo 11:4).
Advirtamos la intimidad y cercanía que hay en la unión entre la primera
persona de la Trinidad y la segunda: “El Padre está en mí, y yo en el Padre”.
Ese lenguaje es irreconciliable con las tesis socinianas.
“Con estas palabras —dice Blomfield—, nuestro Señor se refería a una
comunión en el sentir y una igualdad de poder. Es claro que los judíos
infirieron inequívocamente que estaba reclamando los atributos de la
divinidad y se los atribuía a sí mismo y que se estaba equiparando al Padre”.
Comenta Crisóstomo que nuestro Señor parece decir: “No hay diferencia
entre lo que es el Padre y lo que soy yo, aunque yo siga siendo el Hijo; y no
hay diferencia entre lo que yo soy y lo que es el Padre, aunque Él siga siendo
el Padre. El que me conoce a mí ha conocido al Padre y ha descubierto al
Hijo”.
V. 39: [Procuraron otra vez prenderle, etc.]. Aquí vemos cómo los
endurecidos enemigos de nuestro Señor se mostraban imperturbables ante
cualquier argumento o llamamiento a la razón. A pesar de lo que acaba de
decir, demostraron su determinación a seguir adelante con sus malignos
propósitos e intentaron volver a prenderle. No hay nada que parezca
endurecer tanto el corazón y anular el raciocinio como el obstinado rechazo a
aceptar las evidencias.
[Pero él se escapó de sus manos]. Esto se traduciría literalmente como:
“Salió de sus manos”, de la misma forma que en Lucas 4:30 y el capítulo 8:59
de este Evangelio. Da la impresión de que escapó de forma milagrosa. Se
refrenó a sus enemigos y fueron cegados transitoriamente.
V. 40: [Y se fue de nuevo […] Jordán […], bautizando Juan]. No imagino a
qué otra cosa puede hacer referencia la expresión “de nuevo” a excepción
del momento en que Juan bautizó a nuestro Señor en Betábara, al otro lado
del Jordán, y dio comienzo a su ministerio (cf. Juan 1:28). No vemos que
volviera allí de nuevo en los tres años que duró su ministerio. La elección de
este lugar tiene algo conmovedor e instructivo. Nuestro Señor determinó
acabar su ministerio donde lo empezó. Esto recordaría a sus oyentes judíos
que Juan el Bautista le había proclamado en repetidas ocasiones “el Cordero
de Dios”, y no podían negar la misión divina de Juan. Esto recordaría a sus
propios discípulos las primeras lecciones que aprendieron bajo la instrucción
de su Maestro y rememorarían cosas antiguas. A veces viene bien volver a
lugares del pasado. La carne precisa de ayuda para su memoria.
Henry hace un comentario singular: “El Obispo de nuestras almas no vino
a quedarse en una sola sede, sino para andar haciendo bienes de un lugar a
otro”.
[Y se quedó allí]. Es obvio que nuestro Señor debió de quedarse en este
lugar durante tres o cuatro meses, desde la fiesta de la dedicación hasta la
última Pascua, cuando fue crucificado, es decir, desde el invierno hasta
Semana Santa. No sabemos dónde ni con quién se quedó. Debió de ser una
temporada tranquila y solemne para Él y sus discípulos.
Observa Musculus que este versículo nos enseña que es legítimo tener
una especial consideración y reverencia con los lugares donde se han
producido grandes obras espirituales.
V. 41: [Y muchos venían a él, etc.]. Parece que la decisión de nuestro
Señor de quedarse tuvo un efecto inmejorable. No estaba tan lejos de
Jerusalén como para que no hubiera “muchos” que vinieran a escucharle,
como ocurrió con Juan el Bautista. Se encontraban exactamente en el mismo
lugar donde Juan, ya fallecido, solía predicar y bautizar a grandes multitudes,
y no podían evitar recordar el repetido testimonio que dio de Cristo. Y fue
como consecuencia de esto que dijeron: “Es cierto que Juan, al que
consideramos un profeta, no hizo ningún milagro; pero todo lo que dijo acerca
de este Jesús como el que había de venir era cierto. Si creímos que Juan era
un profeta de Dios, mucho más habremos de creer en este hombre”.
Observemos que la predicación de Juan no se olvidó tras su muerte,
aunque aparentemente produjera escaso efecto durante su vida. Herodes
podía cortar en seco su ministerio, encarcelarle y decapitarle, pero no podía
evitar que se recordaran sus palabras. Los sermones nunca mueren. La
Palabra de Dios no está presa (2 Timoteo 2:9).
Nunca leemos que Juan hiciera algún milagro o una obra portentosa. Solo
era una “voz”. Igual que todos los demás ministros, tenía una gran obra que
realizar: predicar y preparar el camino para Cristo. Aunque no sea tan vistosa,
es una obra más duradera que los milagros.
Comenta Besser: “Juan es un tipo de todos los siervos de Cristo. El don de
obrar milagros, que solo se concede a unos pocos, es prescindible mientras
haya uno solo que nos haya oído y dé testimonio: ‘Todo lo que dijeron de
Cristo era verdad’. Aun en el caso de que dure tres años, si nuestra
predicación está sellada como el verdadero testimonio de Cristo por medio de
la experiencia de los que creen y se salvan, ya habremos obrado milagros
suficientes”.
V. 42: [Y muchos creyeron en él allí]. No se nos aclara si esto fue fe
mental, la fe de una convicción intelectual; o fe de corazón, la fe de aceptar a
Cristo como Salvador. Esta misma expresión la encontramos en los versículos
8:30 y 11:45. No obstante, no debemos poner en duda que, tanto aquí como
en otras partes, hubiera muchos judíos que tuvieran la convicción íntima de
que nuestro Señor era el Mesías y de que tras su resurrección hicieron una
profesión pública de fe y fueron bautizados. Es muy probable que esto
explique el gran número de personas que se convirtieron a la vez en el día de
Pentecostés y en otras ocasiones (cf. Hechos 4:4; 6:7; 21:20). La predicación
de nuestro Señor ya había preparado sus corazones mucho antes, aunque en
ese momento no tuvieran el valor para confesarlo abiertamente. No siempre
vemos de forma inmediata el bien que se hace por medio de la predicación.
Nuestro Señor sembró y sus Apóstoles cosecharon por toda Palestina.
Crisóstomo hace un comentario bastante largo y curioso con respecto a
este versículo. La lección que extrae de él es los grandes beneficios que
comporta la intimidad y la tranquilidad para el alma, y especialmente para
las mujeres que viven una vida retirada en el hogar en comparación con el
hombre. Esta exhortación a las esposas para que aprovechen sus ventajas en
este sentido y sean de ayuda para las almas de sus maridos resulta bastante
curiosa si tenemos en cuenta los tiempos en que vivió y cómo era la sociedad
en Constantinopla. “No hay nada —dice— tan poderoso como una mujer
sensata y piadosa para llevar a un hombre por el buen camino y conformarle
a su voluntad”.
Observa Henry: “La predicación de la reconciliación y la gracia del
Evangelio prosperará con toda probabilidad allí donde la predicación del
arrepentimiento haya tenido éxito anteriormente. Dondequiera que Juan haya
sido aceptado, también Jesús lo será. La trompeta del jubileo es mucho más
agradable a los oídos de aquellos cuyas almas se afligieron por el pecado en
el día de la expiación”.

Juan 11:1–6

El capítulo que empezamos ahora es uno de los más extraordinarios


del Nuevo Testamento. Nunca se ha escrito nada semejante en
términos de grandeza y sencillez, de solemnidad y patetismo. Describe
un milagro que no se documenta en ningún otro Evangelio: la
resurrección de Lázaro. En ningún otro lugar hallaremos pruebas tan
convincentes del poder divino de nuestro Señor. Dado que es Dios,
puede hacer que el sepulcro entregue a sus muertos. En ningún otro
lugar hallaremos ejemplos tan extraordinarios de la comprensión que
muestra nuestro Señor hacia su pueblo. Como hombre, puede
compadecerse de nuestras debilidades. Era oportuno que ese milagro
fuera la conclusión de su ministerio. Era adecuado que la victoria de
Betania se produjera poco antes de la crucifixión en el Calvario.
Estos versículos nos enseñan que los cristianos verdaderos pueden
enfermar exactamente de la misma forma que los demás. Leemos que
Jesús “amaba” a Lázaro de Betania y que este era hermano de dos
mujeres de santidad reconocida. ¡Y, sin embargo, Lázaro estaba
mortalmente enfermo! No cabe duda que el Señor Jesús, que tenía
autoridad sobre todas las enfermedades, podía haber evitado su
enfermedad si lo hubiera considerado oportuno. Pero no fue así.
Permitió que Lázaro estuviera enfermo, sufriera y languideciera como
cualquier otro hombre.
Esta es una lección que no debiéramos olvidar jamás. Viviendo
como vivimos en un mundo plagado de enfermedades y muertes, tarde
o temprano la necesitaremos. La enfermedad, por la propia naturaleza
de las cosas, siempre es una prueba para la carne y la sangre.
Nuestros cuerpos y nuestras almas se encuentran extrañamente
entrelazados y, casi con toda certeza, lo que aflige y debilita al cuerpo
también afligirá la mente y el alma. No obstante, debemos recordar
que la enfermedad no es señal de que Dios esté enojado con nosotros;
no, es más, por regla general la sufrimos para bien de nuestras almas.
Propende a apartar nuestra mirada de este mundo y dirigirla hacia las
cosas de arriba. Nos lleva a nuestras biblias y nos impulsa a orar más.
Pone a prueba nuestra fe y paciencia y nos muestra el verdadero valor
de nuestra esperanza en Cristo. Nos hace ver a tiempo que nuestras
vidas no son eternas y prepara nuestros corazones para el gran cambio
que experimentaremos. Tengamos paciencia y ánimo, pues, cuando
suframos una enfermedad. No creamos que nuestro Señor Jesús nos
ama menos cuando estamos enfermos que cuando disfrutamos de
salud.
En segundo lugar, estos versículos nos enseñan que, en momentos
de necesidad, Jesucristo es el mejor amigo del cristiano. Leemos que,
cuando Lázaro se encontraba enfermo, sus hermanas mandaron un
mensaje a Jesús de inmediato y le expusieron la situación. El mensaje
que le enviaron es hermoso y conmovedor en su sencillez. No le
pidieron que viniera de inmediato o que obrara un milagro y le librara
de su enfermedad. Solo dijeron: “Señor, he aquí el que amas está
enfermo” y no fueron más allá, con la plena confianza de que Él haría
lo que considerase mejor. ¡Aquí tenemos la verdadera fe y humildad de
los santos! ¡Aquí tenemos el sometimiento piadoso de la voluntad!
Este es un maravilloso ejemplo a seguir por todos los siervos de
Cristo en toda época y en todo ambiente. Sin duda, cuando uno de
nuestros seres queridos enferma debemos utilizar con diligencia todos
los medios razonables para devolverle la salud. No debemos escatimar
nada a la hora de buscar el consejo de los mejores médicos. Debemos
ayudar todo lo posible a la naturaleza a luchar contra su enemigo.
Pero, hagamos lo que hagamos, no debemos olvidar que el ayudador
más sabio y capaz se encuentra en el Cielo, a la diestra de Dios. Como
hizo Job en su aflicción, nuestro primer acto debe ser caer de rodillas y
adorar. Como hizo Ezequías, debemos extender nuestros problemas
delante del Señor. Como hicieron las santas hermanas de Betania,
debemos orar a Cristo. No permitamos que, por las prisas y las
emociones, olvidemos que nadie puede ayudarnos como Él y que es
misericordioso, amante y compasivo.
En tercer lugar, estos versículos nos muestran que Cristo ama a
todos los verdaderos cristianos. Leemos que “amaba Jesús a Marta, a
su hermana y a Lázaro”. Da la impresión de que cada una de estas
personas tenía un carácter distinto. En un pasaje se nos dice de Marta
que estaba “afanada y turbada […] con muchas cosas” mientras que
María, “sentándose a los pies de Jesús, oía su palabra”. De Lázaro no
se nos dice nada en concreto. Sin embargo, el Señor Jesús los amaba a
todos. Todos pertenecían a su familia y todos le eran queridos.
Debemos tener muchísimo cuidado al formarnos una opinión con
respecto a los cristianos. Nunca debemos olvidar que hay distintos
tipos de carácter y que la gracia de Dios no corta a todos los creyentes
por el mismo patrón. Aun admitiendo que la base del carácter cristiano
es siempre la misma y que todos los hijos de Dios se arrepienten,
creen, son santos, oran y aman la Escritura, debemos aceptar que
existe un amplio abanico de temperamentos y mentalidades. No
debemos infravalorar a otros simplemente porque no son exactamente
iguales a nosotros. El jardinero siente el mismo interés por todas las
flores del jardín aunque sean muy distintas entre sí. Quizá los hijos de
una misma familia no se parezcan mucho entre sí, pero los padres se
preocupan por todos ellos. Lo mismo sucede con la Iglesia de Cristo.
Hay distintos grados y variedades de gracia, pero el Señor Jesús ama
aun a los más débiles y pequeños de sus discípulos. Que ningún
creyente pierda la esperanza por causa de sus propias debilidades y,
por encima de todo, que ningún creyente se atreva a despreciar o
infravalorar a un hermano.
En último lugar, estos versículos nos enseñan que Cristo sabe cuál
es el momento más oportuno para hacer algo por su pueblo. Leemos
que, “cuando oyó, pues, que estaba enfermo, se quedó dos días más
en el lugar donde estaba”. De hecho, retrasó deliberadamente su viaje
a Judea y no fue a Betania hasta pasados cuatro días del funeral de
Lázaro. Es indudable que sabía perfectamente lo que estaba
sucediendo, pero no entró en acción hasta el momento que consideró
apropiado. Se mantuvo alejado por amor a la Iglesia y al mundo, por el
bien de sus amigos y enemigos.
Los hijos de Dios deben estudiar constantemente la lección que
tenemos ante nosotros. No hay nada que nos ayude tanto a soportar
con paciencia las pruebas de la vida como la convicción de que todo lo
que nos rodea está siendo controlado por una sabiduría perfecta.
Creamos no solo que todo lo que nos sucede está bien hecho, sino
también que está hecho de la mejor manera posible, por medio del
mejor instrumento y en el momento más oportuno. Naturalmente,
todos nos mostramos impacientes cuando se nos somete a prueba.
Igual que Moisés, cuando un ser querido enferma tendemos a decir:
“Te ruego, oh Dios, que la sanes ahora” (Números 12:13). Olvidamos
que Cristo es un médico demasiado sabio para cometer una
equivocación. Es un deber de fe decir: “Mi tiempo está en tu mano.
Haz conmigo lo que quieras, como quieras y cuando quieras. Hágase
tu voluntad y no la mía”. La máxima expresión de la fe es ser capaz de
esperar, de quedarse quieto sin proferir queja alguna.
Terminemos este pasaje con la firme determinación de confiar a
Cristo absolutamente todas las preocupaciones de este mundo, ya
sean públicas o privadas. Creamos que Aquel que creó todas las cosas
en primera instancia es el mismo que se encarga de todo con perfecta
sabiduría. Él gobierna de igual forma sobre las cuestiones de los reinos,
de las familias y de los individuos. Él determina todo lo que le sucede a
cada miembro de su pueblo. Cuando enfermamos es porque sabe que
es para nuestro bien; cuando retrasa su ayuda es por alguna razón
sabia. La mano que fue clavada en la Cruz es demasiado sabia y
amante como para golpearnos sin motivo o demorar su ayuda sin
razón alguna.

Notas: Juan 11:1–6


La resurrección de Lázaro que se describe en este capítulo es uno de los
acontecimientos más maravillosos de los que se deja constancia en los
Evangelios y exige una atención mayor de la normal. No hay ningún otro
lugar en la historia de nuestro Señor donde veamos de manera tan
inequívoca a Dios y al hombre simultáneamente: al hombre en su compasión
y a Dios en su poder. Como cada uno de los pocos acontecimientos del
ministerio de nuestro Señor que relata S. Juan, se nos presenta con especial
minuciosidad y detalle. La historia es particularmente rica en expresiones
hermosas, tiernas y delicadas. Antes de tratarla me atrevo a ofrecer algunos
comentarios preliminares.
a) La resurrección de Lázaro tenía por encima de todo la intención
manifiesta de proporcionar a los judíos otra prueba incontrovertible de que
Jesús era el Cristo de Dios, el Mesías prometido. En el capítulo 10, en la fiesta
de la dedicación, le pidieron a nuestro Señor: “Si tú eres el Cristo, dínoslo
abiertamente” (Juan 10:24). Como respuesta, Él apeló a sus propias “obras”
como la mejor prueba de su mesiazgo. Había dirigido su atención a esas
obras como testimonio de su nombramiento. Y ahora, después de un corto
intervalo, vemos cómo por última vez, a tres kilómetros de Jerusalén y ante
multitud de testigos, hace una demostración tal de poder divino que uno
pensaría que habría silenciado a cualquier escéptico para siempre. Tras la
resurrección de Lázaro, en ningún caso los judíos de Jerusalén podían decir
que carecieran de pruebas del mesiazgo de Cristo.
b) La resurrección de Lázaro tenía el propósito de preparar las mentes de
los judíos para la propia resurrección de nuestro Señor. Se produjo entre la
Navidad y la Pascua y probablemente a dos meses de su propia crucifixión.
Demostraba irrefutablemente que una persona que llevaba muerta cuatro
días podía ser resucitada mediante el poder divino y que para Dios no era
imposible devolver la vida a un cadáver. Considero imposible dejar de ver una
intención latente de preparar las mentes de los judíos para la resurrección de
nuestro propio Señor. En todo caso, allanaba el camino para que la gente no
lo considerara un acontecimiento increíble. Nadie podría decir el Domingo de
Resurrección, cuando el sepulcro de Jesús amaneció vacío y su cuerpo había
desaparecido, que su resurrección era imposible. El mero hecho de que entre
el invierno y la Pascua de ese año se hubiera devuelto la vida a un hombre
que llevaba muerto cuatro días apenas a tres kilómetros de Jerusalén
acallaría cualquier comentario. Aunque fuera improbable, no se podría
considerar imposible.
c) De todos los milagros que obrara nuestro Señor, la resurrección de
Lázaro es el más creíble y el que está respaldado por las pruebas más
incontrovertibles. El que no crea en él, bien puede decir que no cree en nada
del Nuevo Testamento y que no admite la posibilidad de los milagros.
Obviamente, no existe una postura intermedia entre negar la posibilidad de
los milagros y negar la existencia de un Dios creador. Si Dios creó el mundo,
no se puede poner en duda que sea capaz de cambiar el curso de la
Naturaleza si lo estima oportuno.
Spinoza, el famoso escéptico, declaró que si se le convencía de la
veracidad del milagro que tenemos ante nosotros abandonaría su propio
sistema de pensamiento y abrazaría el cristianismo. Sin embargo, es muy
difícil ver qué evidencias de un hecho puede querer alguien si no le vale la
prueba de que Lázaro resucitó verdaderamente de entre los muertos. Pero,
por desgracia, no hay peor sordo que el que no quiere oír.
El siguiente pasaje de Tittman, el comentarista alemán, es tan sensato
que no puedo más que ofrecerlo en su totalidad, si bien algo resumido: “Toda
esta historia —dice— está planteada de tal forma que excluye cualquier
sospecha de impostura y con el objetivo de confirmar la veracidad del
milagro. Un conocido habitante de Betania llamado Lázaro enferma sin que
Jesús esté presente. Sus hermanas envían un mensaje a Jesús
comunicándoselo, pero durante su ausencia Lázaro muere, lo sepultan y
queda en el sepulcro durante cuatro días, tiempo durante el cual Jesús sigue
ausente. Marta, María y todos sus amigos están convencidos de su muerte.
Aunque por el momento no se mueve del sitio donde está, nuestro Señor
comunica a sus discípulos su intención de partir a Betania para resucitar a
Lázaro de entre los muertos a fin de que, por medio de ese acto, la gloria de
Dios quede de manifiesto y se confirme asimismo la fe de ellos. Cuando
nuestro Señor se acerca al lugar de los hechos, Marta sale a su encuentro y le
anuncia la muerte de su hermano, lamenta la ausencia de Jesús antes de que
sucediera y a la vez expresa una débil esperanza de que Jesús pueda ofrecer
su ayuda aún. Nuestro Señor declara que su hermano resucitará de nuevo y
le asegura que Él tiene el poder para devolver la vida a los muertos. María se
acerca en compañía de amigos procedentes de Jerusalén que también
expresan su dolor. Nuestro propio Señor se conmueve, llora y se dirige al
sepulcro acompañado por una multitud. Quitan la piedra. El sepulcro hiede
por causa de la putrefacción del cadáver. Tras orar audiblemente a su Padre,
nuestro Señor llama a Lázaro delante de todos para que salga del sepulcro. El
muerto obedece el llamamiento y sale a la vista de todos vivo y sano, vestido
tal como le sepultaron, y regresa a su hogar sin ayuda. Todos los presentes
están de acuerdo en que Lázaro ha resucitado y en que se ha obrado un gran
milagro, aunque no todos creen que la persona responsable sea el Mesías.
Algunos se marchan e informan a las autoridades de Jerusalén de lo que Jesús
ha hecho. Ni siquiera ellos dudan de la veracidad de los hechos, sino que, por
el contrario, reconocen que la fama de nuestro Señor crece día a día por
causa de sus obras y que es probable que el pueblo le reciba pronto como el
Mesías. Y, por tanto, las autoridades reúnen el concilio de inmediato para
hallar alguna forma de matar a Jesús y a Lázaro. Mientras tanto, los que oyen
acerca de este maravilloso acontecimiento se congregan multitudinariamente
en Betania, en parte para ver a Jesús y en parte para ver a Lázaro. Y a
consecuencia de esto, cuando nuestro Señor llega a Jerusalén, las multitudes
salen a recibirle y honrarle, y todo ello principalmente por el milagro obrado
en Betania. Ahora bien, si todas estas circunstancias no son muestra de la
veracidad del milagro, no hay verdad alguna en toda la historia”. Tan solo
deseo añadir que el momento, el lugar, las circunstancias y la particular
publicidad que tuvo la resurrección de Lázaro nos empujan a creer que exige
más fe negarlo que creer en él. Es el incrédulo, y no el creyente en el milagro,
el que me parece que se cree cualquier cosa. Las dificultades que plantea la
incredulidad son muchísimo mayores que las que plantea la fe.
d) Ni Mateo, ni Marcos, ni Lucas mencionan la resurrección de Lázaro. Esto
ha desconcertado a muchas personas. No obstante, es fácil explicar esa
omisión de la historia. Algunos afirman que Mateo, Marcos y Lucas se ciñen
deliberadamente a los milagros obrados en Galilea. Otros afirman que Lázaro
seguía vivo cuando escribieron sus Evangelios y que la mención de su
nombre podría haberle puesto en peligro. Otros afirman que se consideró
más beneficioso para el alma de Lázaro no darle una notoriedad inadecuada
hasta que hubiera abandonado este mundo. Todas estas razones tienen su
valor. Pero quizá la mejor explicación y la más sencilla es que Dios inspiró a
cada Evangelista para que dejara constancia de lo que Él consideraba mejor
y más oportuno. Supongo que nadie creerá que los Evangelistas
documentaron siquiera la décima parte de los milagros de nuestro Señor o
que no se resucitó a otros de los que no sabemos nada en absoluto. “Los
muertos son resucitados” fue el mensaje de nuestro Señor mismo a Juan el
Bautista en los comienzos de su ministerio (Mateo 11:5). “Hay también otras
muchas cosas que hizo Jesús, las cuales si se escribieran una por una —dice
Juan—, pienso que ni aun en el mundo cabrían los libros que se habrían de
escribir” (Juan 21:25). Contentémonos con creer que se inspiró a cada
Evangelista para que dejara constancia exactamente de aquello que era más
beneficioso para la Iglesia al estudiar su Evangelio. A Juan se le asignaron
especialmente las palabras y el ministerio de nuestro Señor en Jerusalén.
¿Cómo iba a sorprendernos, pues, que se le encargara documentar el gran
milagro que se produjo a tres kilómetros de Jerusalén y que demostraba de
forma incontrovertible la culpabilidad de los judíos de Jerusalén al no recibir a
Jesús como el Mesías?
Comenta Bucero que el esplendor y la grandeza de los milagros que Juan
fue inspirado a dejar constancia en este Evangelio se presenta en orden
ascendente y que la resurrección de Lázaro es el más ilustre de todos.
También observa que Jesús solía elegir especialmente las fiestas en Jerusalén
como telón de fondo para sus milagros.
Comenta Chemnitz: “No hay en toda la narrativa evangélica una historia
más encantadora y que contenga más doctrina y consuelo que esta
resurrección de Lázaro. Toda mente piadosa debiera estudiarla, pues, con la
máxima atención y minuciosidad”.
V. 1: [Estaba entonces enfermo uno llamado Lázaro]. Estas sencillas
palabras dan la clave de todo el capítulo. Todo gira en torno a la enfermedad
física de un desconocido discípulo de Cristo. ¡Qué gran porcentaje de
nuestras vidas depende de cosas pequeñas, y especialmente de la
enfermedad! La enfermedad es sagrada y uno de los grandes medios de
gracia de Dios.
Esta enfermedad se produjo entre el invierno y la Pascua, durante la
estancia de nuestro Señor en Betábara, al otro lado del Jordán. No se nos dice
en qué consistía exactamente, pero por su rápido desarrollo cabe la
posibilidad de que se tratara de unas fiebres muy comunes en Palestina aun
hoy, en la actualidad.
Esta es la primera vez que se menciona a Lázaro en todo el Nuevo
Testamento, y no se sabe nada de él con certeza. Algunos conjeturan que era
el joven rico que había acudido a nuestro Señor y le había preguntado cómo
podía obtener vida eterna y que en aquel momento se marchó entristecido
pero más tarde se convirtió. Otros conjeturan que se trata del joven que
siguió a nuestro Señor cuando le prendieron y que huyó desnudo, según deja
constancia S. Marcos. Pero estas son meras suposiciones y carecen de
cualquier base sólida. Parece probable que fuera no alguien pobre, sino con
cierta riqueza, a juzgar por la “fiesta” que se menciona en Juan 12, el número
de amigos que acudieron en señal de duelo, el frasco de alabastro que utilizó
su hermana para el valioso ungüento y el sepulcro excavado en la roca. Pero
aun esto no es más que una conjetura.
Sin duda “Lázaro” es una adaptación griega del nombre hebreo “Eleazar”.
Es digno de atención que sobreviva hasta la actualidad en el nombre
moderno de Betania: “El-Azarizeh” (cf. Smith’s Biblical Dictionary).
[De Betania, la aldea de María y de Marta su hermana]. Betania era una
pequeña aldea que se encontraba a apenas tres kilómetros al este de
Jerusalén, y hoy día su localización es de dominio público. Se encuentra en la
falda oriental del monte de los Olivos, en el camino a Jericó. No se menciona
ni una sola vez en el Antiguo Testamento y su fama se debe a que es el lugar
donde se resucitó a Lázaro; el lugar de descanso de nuestro Señor en la
noche inmediatamente anterior a la pasión; el lugar desde el que partió en su
entrada triunfante a Jerusalén; el lugar desde el que ascendió finalmente al
Cielo (cf. Lucas 24:10) y el lugar donde vivieron Marta y María.
Adviértase que es la presencia de los hijos elegidos de Dios en una ciudad
o un país lo que les da renombre a los ojos de Dios. En el Nuevo Testamento
se menciona la aldea de Marta y María, mientras que no se dice nada de
Menfis y Tebas. A los ojos de Dios, una casa rural donde hay gracia es más
agradable que una ciudad episcopal sin ella.
Adviértase que este versículo proporciona pruebas internas de que el
Evangelio según S. Juan se escribió mucho después de las otras partes
históricas del Nuevo Testamento. Habla de Marta y María como personas cuyo
nombre y cuya historia resultaban familiares a todos los lectores cristianos.
En este versículo, el original griego ofrece una particularidad que
sobrevive a duras penas en la traducción. Literalmente sería: “Lázaro de
Betania, proveniente de la aldea de María”, etc. Hechos 17:13 y Hebreos
13:24 muestran claramente que ese “de” Betania tiene el significado que se
le da en la traducción. Lo que no está tan claro es por qué se dice
“proveniente de la aldea de María”. Se podría conjeturar que significa:
“Lázaro pertenecía ahora a Betania, pero provenía originariamente de la
aldea de María y de Marta”, esto es, de algún otro lugar. Pero esto parece
improbable. Webster indica que “proveniente de” se añade a modo de
énfasis, para mostrar que Lázaro no solo vivía allí, sino que también era su
lugar de nacimiento. Greswell viene a decir algo muy parecido. Es llamativo
que Juan 1:44 contenga exactamente la misma figura retórica con respecto a
Felipe y Betsaida.
Es digno de atención que el nombre de María anteceda al de Marta,
aunque es obvio que Marta era la hermana mayor y cabeza de la casa.
Supongo que la razón atiende a que su nombre y persona eran más
conocidos.
Piensa Chemnitz que es posible que Betania fuera propiedad de Marta y
María y que esto explicaría la consideración que se les tenía y el número de
condolientes, etc. Debemos recordar que Betania era un lugar pequeño. Sin
embargo, a Betsaida se la denomina “la ciudad de Andrés y Pedro” y está
claro que no pertenecía a los dos pescadores pobres.
V. 2: [(María […], fue la que, etc.)]. Este versículo es una explicación
parentética de las habituales en S. Juan, con la finalidad de aclarar de qué
María se trataba: la hermana de Lázaro. Los cristianos sabían que en tiempos
de nuestro Señor había al menos cuatro Marías: 1) La virgen María, madre de
nuestro Señor. 2) La esposa de Cleofás. 3) María Magdalena. 4) María la
hermana de Marta. Para evitar, pues, cualquier malentendido, Juan dice:
“María, cuyo hermano Lázaro estaba enfermo, fue la que ungió al Señor con
perfume”.
Por sencillas que parezcan estas palabras, hay multitud de opiniones con
respecto a la cuestión de quién era María, la hermana de Marta y de Lázaro, y
cuántas veces se ungió a nuestro Señor.
a) Algunos —como Crisóstomo, Orígenes y Chemnitz— sostienen que se
produjeron tres unciones: una en Lucas 7, en casa de Simón el fariseo; otra
en Betania, en casa de Simón el leproso y otra en Betania, en casa de Marta
y María. Otros, como Ferus, a pesar de estar de acuerdo con Crisóstomo en
que nuestro Señor fue ungido en tres ocasiones, piensan que María fue
responsable de ello en dos ocasiones.
b) Otros sostienen que nuestro Señor fue ungido en dos ocasiones: una en
casa del fariseo (en Lucas 7) y otra en Betania, en casa de Simón el leproso,
donde vivían Marta, María y Lázaro por alguna razón que desconocemos.
c) Otros —como Agustín, Beda, Toledo, Lightfoot, Maldonado, Cornelio à
Lapide y Hengstenberg—, sostienen que nuestro Señor solo fue ungido una
vez; que la historia de Lucas 7 fue insertada sin respetar el orden cronológico,
Simón el fariseo y Simón el leproso eran la misma persona y esa única unción
se produjo en Betania. Hengstenberg apoya esta teoría con gran ingenio y se
aventura a proponer que Simón el fariseo, al que también se denominaba
Simón el leproso, era el marido de Marta y no tenía amistad con Cristo; que
por eso Marta estaba más “afanada y turbada” (Lucas 10:41) que Maria y
había fariseos hostiles en la resurrección de Lázaro; que María Magdalena era
la misma que María de Betania y que María de Betania era la “pecadora” de
Lucas 7.
Toledo admite con franqueza que la Iglesia católica romana sostiene que
solo hubo una unción, y lo declara abiertamente en uno de sus libros
litúrgicos, esto es, el Breviario.
En lo que a mí respecta, me opongo firmemente a la última de estas tesis.
Sostengo que hubo al menos dos unciones; una en un período relativamente
temprano del ministerio de nuestro Señor y otra al final; una en casa de un
fariseo hostil llamado Simón y otra en casa de Simón el leproso, en Betania;
una por parte de una mujer que había sido una gran pecadora y la otra por
parte de la hermana María, de cuya naturaleza moral no se dice nada
negativo. Me declaro incapaz de explicar por qué motivo se denomina a la
casa de Marta y María en Betania la casa de Simón el leproso. Solo podemos
inferir que existía alguna clase de relación entre ellos que desconocemos.
Pero, en mi opinión, esta dificultad no es nada en comparación con la de
suponer —como hacen Agustín y sus seguidores— que el acontecimiento
descrito en Lucas 7 se produjo justo al final del ministerio de nuestro Señor.
Considero que el propio texto ofrece pruebas de que esto no fue así. Sin
duda, de haberse tratado del final del ministerio de nuestro Señor, la gente
no habría dicho maravillada: “¿Quién es éste, que también perdona
pecados?”. Ciertamente, no se habría hablado de María como una “pecadora”
notoria.
Por otro lado, si sostenemos la tesis de que se ungió a nuestro Señor en
dos ocasiones —una en casa de Simón el fariseo y otra en Betania— es
preciso reconocer que debemos solventar una dificultad muy importante. La
dificultad estriba en que S. Marcos dice que una mujer ungió a nuestro Señor
“dos días” antes de la Pascua y derramó ungüento sobre su “cabeza”,
mientras que Juan dice que fue ungido “seis días antes de la Pascua” y que el
ungüento fue derramado sobre “sus pies”. No veo la manera de sortear esa
dificultad. Comoquiera que sea, todo queda claro si sostenemos que nuestro
Señor fue ungido en dos ocasiones en la semana anterior a su crucifixión, una
“seis días” antes y otra “dos días” antes, y que ambas veces lo hizo una
mujer. No me sorprende lo más mínimo que se le ungiera más de una vez si
se tienen en cuenta las costumbres de la época. Tiene algo de sorprendente
que nuestro Señor utilizara el mismo lenguaje para defender a la mujer en
ambas ocasiones. No obstante, se trata de una dificultad menor. En conjunto,
si se me pide una opinión, me inclino a pensar junto con Crisóstomo que se
produjeron tres unciones. Asimismo, creo que se debe tener en cuenta la
opinión de Ferus de que María, la hermana de Lázaro, ungió a nuestro Señor
dos veces; una seis días antes de la Pascua y la otra dos días antes.
No creo que la utilización del pretérito en este versículo suponga dificultad
alguna. Por supuesto, es cierto que por aquel entonces María no había ungido
aún a nuestro Señor. Pero no es menos cierto que Juan lo menciona
adelantándose de forma obvia a un acontecimiento histórico que ya había
sucedido hacía tiempo y que la Iglesia conocía sobradamente para cuando él
escribió su Evangelio, por lo que sabía que sus lectores lo entenderían: “Fue
esa María la que posteriormente ungiría los pies de Cristo”.
Adviértase con atención en este versículo que las buenas obras de todos
los santos de Cristo quedan constatadas en el libro de la memoria de Dios.
Los hombres son olvidadizos e ingratos. Nada de lo que se hace para Cristo
cae nunca en el olvido.
Adviértase que el pueblo de Cristo enferma del mismo modo que las
personas mundanas y malvadas. La gracia no nos exime de la prueba. Al
contrario, la enfermedad es uno de los instrumentos más útiles de Dios para
santificar a sus santos y hacer que den fruto de paciencia, así como para
mostrar al mundo que su pueblo no le sirve meramente por la comodidad
física en esta vida. “Job teme a Dios de balde” fue la burla del diablo en los
tiempos de prosperidad de Job. De no haber experimentado pruebas, se
podría haber dicho: “Lázaro y sus hermanas hacen un buen negocio con su
religión”.
Comenta Brentano: “Dios no nos abandona cuando nos abandona la salud
física. Cristo no nos deja cuando la vida nos deja”.
V. 3: [Enviaron, pues, las hermanas para decir a Jesús]. Esto es un
ejemplo de lo que debieran hacer los cristianos cuando tienen problemas.
Igual que María y Marta, lo primero que debiéramos hacer es enviar un
mensaje a Cristo. Nosotros podemos hacerlo por medio de la oración igual
que ellas lo hicieron físicamente. Eso es lo que hizo Job cuando tuvo
dificultades; en primer lugar, “adoró” y dijo: “Sea el nombre de Jehová
bendito”. Eso es lo que Asa no hizo: “No buscó a Jehová, sino a los médicos”
(Job 1:20; 2 Crónicas 16:12).
A juzgar por la expresión del versículo siguiente (“oyéndolo”), el mensaje
debió de ser verbal y no un mensaje escrito.
[Señor, he aquí el que amas está enfermo]. Este es un mensaje breve,
pero muy hermoso y conmovedor. La humildad y su confianza respetuosa son
dignas de atención: “El que amas está enfermo”. No dicen: “Haz algo”,
“cúrale”. o “ven de inmediato”. Simplemente presentan la situación ante el
Señor y lo dejan todo en sus manos. Es como cuando Ezequías presentó la
carta de Senaquerib ante Dios (2 Reyes 19:14). El calificativo que se utiliza
para Lázaro es digno de mención: No dicen “nuestro hermano” o “tu
discípulo”, ni siquiera “el que te ama”, sino simplemente “el que amas”,
alguien al que te has complacido en tratar misericordiosa y bondadosamente
como un amigo amado. La bendita verdad que siempre debiéramos tener en
mente es el amor de Cristo hacia nosotros, y no nuestro amor hacia Cristo. Su
amor no cambia jamás; el nuestro es fluctuante e incierto.
La idea de algunos de que enviar un mensaje a Cristo es demostrativo de
una falta de fe en las dos hermanas, como si pusiera en duda la omnisciencia
de Cristo, es absurda. ¡Con esa lógica no tendríamos por qué orar nunca y
pensaríamos que no es necesario, puesto que Dios lo sabe todo!
La expresión “he aquí” parece indicativa de algo “repentino” en la
enfermedad de Lázaro, siendo utilizada en un sentido adverbial, o bien puede
tener un sentido imperativo: “He aquí un caso de gran sufrimiento; mira: el
que amas está enfermo”. Esto se asemejaría a la oración de Ezequías: “Abre,
oh Jehová, tus ojos, y mira” (2 Reyes 19:16). Difícilmente se puede imaginar
que discípulas como Marta o María consideraran extraño o sorprendente que
un discípulo de Cristo enfermara; sin embargo, es posible que así fuera. En
todo caso, Teofilacto y Ferus suponen que “he aquí” implica cierto grado de
sorpresa y desconcierto.
Comenta Ruperto que el mensaje no contiene petición alguna: “Para un
amigo que le amaba bastaba el hecho de saber que Lázaro se encontraba
enfermo”. Los amigos íntimos no se explayan en descripciones.
Comenta Brentano que el mensaje es como toda oración sincera: no se
basa en la profusión de palabras y en frases largas y alambicadas.
Musculus y Chemnitz señalan que, cuando el hijo de alguien cae en un
pozo o en una zanja, basta con informar del hecho al padre que le ama de la
manera más lacónica posible, sin retrasarse en verborrea retórica.
Observa Rollock lo útil que es tener hermanas que oren.
Adviértase que los amigos de Cristo son susceptibles de enfermar
exactamente igual que los demás. Eso no muestra que Dios no les ame, no se
preocupe por ellos ni les cuide de forma especial. “El Señor al que ama,
disciplina”. El oro más acendrado es el que más tiempo pasa en el fuego; las
herramientas más útiles son las que más se pulen. Epafrodito y Timoteo
tenían una salud precaria, y Pablo no pudo hacer nada para evitarlo.
V. 4: [Oyéndolo Jesús, dijo]. Parece que este versículo contiene la
respuesta que dio nuestro Señor al mensajero. Probablemente las palabras
que vienen a continuación fueran dirigidas a él, aunque delante de todos sus
discípulos. Es como si dijera: “Regresa a tu ama y dile lo siguiente”.
[Esta enfermedad no es para muerte, etc.]. Obviamente, debemos
interpretar el significado de esta frase con ciertos matices. Nuestro Señor no
quería decir que Lázaro no fuera a morir en ningún sentido. Es como si dijera:
“La finalidad de esta enfermedad no es la muerte de Lázaro y su desaparición
absoluta de este mundo, sino la gloria de Dios en general y mi glorificación,
la de su Hijo, en especial por medio de su resurrección”. La victoria terrenal
de la muerte no es completa hasta que nuestros cuerpos se descomponen y
regresan al polvo. Esto no se permitió en el caso de Lázaro, y de ahí que la
muerte no se adueñara por completo de él, aunque dejara de respirar y
quedara inconsciente.
Es innegable que el mensaje de nuestro Señor tiene algo de oscuro y
misterioso. Por supuesto, podía haber dicho: “Lázaro morirá y después
resucitará”. Sin embargo, existe una maravillosa semejanza entre el estilo de
su mensaje y el de muchas profecías que no se han cumplido aún. Dijo lo
suficiente para despertar la esperanza, pero no tanto como para que Marta y
María dejarán de orar y de buscar a Dios. ¿Y no es exactamente así como
debiéramos sentirnos con respecto a muchas profecías acerca de cosas que
aún están por ocurrir? Los hombres se quejan de que las profecías no se
cumplen de forma tan literal que excluya toda duda e incertidumbre. Pero
olvidan que Dios, en su sabiduría, permite cierto grado de incertidumbre a fin
de que sigamos velando y orando. Es justo lo que hace aquí con Marta y
María.
Recordemos que el resultado final de la enfermedad de Lázaro es el
resultado que debiéramos esperar de cualquier enfermedad que nos
sobrevenga a nosotros y nuestras familias, esto es, que Dios y Cristo sean
glorificados en nosotros. No podemos decir: “Al final no morirá”; pero sí
podemos decir: “Con la ayuda de Dios, será para gloria de Dios”.
Observa Crisóstomo: “La expresión para de este pasaje no denota una
causa, sino una consecuencia. La enfermedad se produjo por otras causas.
Cristo la utilizó para gloria de Dios”.
Comenta Calvino que Dios desea ser honrado por medio de la glorificación
de Cristo: “El que no honra al Hijo, no honra al Padre que le envió” (Juan
5:23).
V. 5: [Y amaba Jesús a Marta, etc.]. La finalidad de este versículo es
mostrar que todos los miembros de la familia de Betania eran discípulos de
Jesús y que Él los amaba, tanto el hermano como a las hermanas, y a una
hermana tanto como a la otra. ¡Una familia feliz —comenta Lampe— en la
que todos eran objeto del amor especial de Cristo!
No sabemos dónde se encontraba Lázaro cuando Jesús visitó la casa de
Marta en Lucas 10:38; quizá por aquella época no se había convertido aún.
Pero esto solo son conjeturas.
Por regla general, tendemos a infravalorar las virtudes de Marta y
sobrestimar las de María debido a lo que sucedió cuando Jesús estuvo en
casa de Marta anteriormente. A menudo se dicen muchas cosas insensatas
con respecto a señoras y amas de casas por estar como Marta, “afanadas y
turbadas […] con muchas cosas”. No obstante, debemos recordar que cada
posición exige un talante distinto. No cabe duda que, en Lucas 10, María
destaca más que Marta, pero podríamos plantearnos si Marta no estuvo por
encima de ella aquí, en Juan 11. Los cristianos con una mentalidad activa se
desenvuelven mejor en algunas circunstancias, mientras que los tranquilos lo
hacen mejor en otras. Nuestro Señor nos enseña aquí que ama a todos los
que han recibido la gracia, aunque difieran en su temperamento.
Aprendamos a no juzgar a otros con severidad y a no formarnos opiniones
apresuradas de otros cristianos hasta haber visto cómo se comportan bajo
cualquier tipo de circunstancia, tanto en invierno como en verano, tanto en
los días sombríos como en los soleados.
Adviértase que la palabra griega que se traduce aquí como “amaba” no es
la misma que se traduce como “amas” en el versículo 3. La palabra de este
versículo que expresa el amor de Jesús hacia los tres es un término que
denota un afecto noble, profundo y excelso. Es lo mismo que en Marcos 10:21
y Juan 3:16. La palabra que se utiliza en el mensaje de las hermanas es una
palabra con un significado más limitado, más próximo al afecto entre un
padre y su hijo o un marido y su esposa. Es la palabra que se traduce como
“beso” en Mateo 26:48, Marcos 14:44 y Lucas 22:47. Es digna de atención la
forma en que se elude esta palabra al mencionar a las dos hermanas. El
Espíritu Santo inspiró a Juan para que evitara hasta la más mínima apariencia
de mal. ¡Qué lección debiera ser para nosotros!
Adviértase el ejemplo que hallamos aquí de la gran distinción que se debe
establecer entre el amor y la compasión generales de Cristo hacia todos los
seres humanos y el amor especial de la elección hacia aquellos que le
pertenecen. Amó a todos los pecadores a quienes vino a predicar el
Evangelio y lloró por la Jerusalén incrédula. Pero amó de forma especial a
aquellos que creyeron en Él.
V. 6: [Cuando oyó, pues, que, etc.]. Es imposible no reseñar la relación
intencionada y sumamente instructiva que existe entre este versículo y el
anterior. Nuestro Señor amaba a la familia de Betania, a los tres; y sin
embargo, cuando oyó que Lázaro estaba enfermo, en lugar de partir
inmediatamente hacia Betania para curarle, se quedó tranquilamente en
Betábara durante dos días, sin moverse de allí.
Es indudable que esta demora fue deliberada y a propósito, y arroja una
luz inmensa sobre el trato providencial que dispensa Dios a su pueblo.
Sabemos que la demora fue motivo de un inmenso tormento emocional para
Marta y María y obligó a Lázaro a pasar por la agonía y el sufrimiento de
morir. Podemos imaginar fácilmente el dolor, la perplejidad y la incertidumbre
en que quedó sumida la familia de Betania durante cuatro días, cuando su
amado Maestro se abstuvo de ir allí. Sabemos que nuestro Señor podía haber
evitado que todo eso sucediera, pero no lo hizo. Pero también sabemos que,
si hubiese acudido a Betania a toda prisa y hubiera curado a Lázaro o hubiera
ordenado su curación desde Betábara, como hizo en Juan 4:50, nunca se
habría obrado el tremendo milagro de su resurrección ni se habrían
pronunciado jamás las maravillosas frases de Betania. En resumen, se
permitió el dolor de unos pocos para beneficio de toda la Iglesia de Cristo.
Aquí tenemos la mejor explicación y la más sencilla de por qué se permite
el mal y el sufrimiento. Dios podría evitarlo. A Dios no le gusta hacer que sus
criaturas sufran. Pero Dios considera que hay lecciones que el ser humano no
aprendería a menos que se permita el mal: por ello, Dios lo permite. El
sufrimiento de algunos contribuye al bien de muchos: “El que creyere, no se
apresure” (Isaías 28:16). En el día postrero veremos que todo se hizo bien.
Hasta los retrasos y las demoras que nos desconciertan en la relación de Dios
con nosotros están dispuestos con sabiduría y obran para bien. Igual que los
niños, juzgamos deficientemente las cosas a medio acabar.
Afirma Crisóstomo: “Cristo se retrasó para que nadie pudiera afirmar que
Lázaro no estaba muerto cuando fue resucitado, que solo era una catalepsia,
un desvanecimiento, pero que no estaba muerto. Así, pues, se retrasó hasta
que empezó a descomponerse”.
Observa Calvino: “Los creyentes deben aprender a refrenar sus deseos si
Dios no extiende su mano para ayudarlos tan pronto como ellos lo crean
necesario. Independientemente de cuánto se retrase, nunca duerme y nunca
olvida a su pueblo”.
Comenta Quesnel: “Dios permite el mal a fin de que el poder de su gracia
y de su amor destaquen más aún en la conversión de un pecador”.
Comenta Poole: “No debemos juzgar el amor de Cristo hacia nosotros
según las meras dispensaciones externas de su providencia, ni creer que no
nos ama simplemente porque no acuda en nuestra ayuda de forma
instantánea y de acuerdo con nuestro tiempo, utilizando medios y métodos
que estimamos razonables”.

Juan 11:7–16

En este pasaje debemos advertir cuán misteriosos son los caminos por
los que a veces guía Cristo a su pueblo. Se nos dice que, cuando habló
de volver a Judea, sus discípulos se quedaron perplejos. Era el
mismísimo lugar donde los judíos habían intentado lapidar a su
Maestro hacía poco. Volver allí era lanzarse al ojo del huracán, y unos
judíos apocados como ellos no veían la necesidad o la prudencia de tal
decisión. “¿Y otra vez vas allá?”, exclamaron.
Este tipo de cosas suelen suceder a nuestro alrededor. A menudo se
sitúa a los siervos de Cristo en circunstancias tan incomprensibles y
enigmáticas como las de estos discípulos. Son incapaces de ver el
propósito o la finalidad de las maneras en que son guiados; se les
llama a ocupar puestos que rehúyen por naturaleza y que jamás
elegirían de estar en su mano. Hay miles de personas en todas las
épocas que lo aprenden en sus propias carnes. El camino por el que se
les obliga a andar no es el que ellos prefieren. No pueden ver su
utilidad o sabiduría en ese momento.
En momentos así, un cristiano debe ejercitar su fe y su paciencia.
Debe creer que su Maestro sabe cuál es la mejor senda por la que
debe viajar su siervo y que le está dirigiendo por camino derecho a
ciudad habitable. Puede estar seguro de que las circunstancias en que
se le ha situado son las que mejor contribuirán a fomentar sus virtudes
y poner coto a sus grandes pecados. Debe estar seguro de que
comprenderá más adelante lo que no entienda ahora. Un día verá que
cada paso de su camino tenía una razón de ser, aunque la carne y la
sangre no lo vieran en ese momento. Si no hubieran sido llevados de
vuelta a Judea, los doce discípulos no podrían haber asistido al glorioso
milagro de Betania. Si se permitiera a los cristianos elegir su propio
camino en la vida, nunca aprenderían cientos de lecciones sobre Cristo
y su gracia que ahora se les enseñan en los caminos de Dios.
Recordemos estas cosas. Quizá llegue el momento en que se nos llame
a iniciar un viaje en la vida que nos produzca un profundo rechazo.
Cuando llegue ese momento, partamos de buena gana y creamos que
todo está bien.
En segundo lugar, debemos advertir en este pasaje la ternura con
que Cristo habla de la muerte de los creyentes. Anuncia el hecho de
que Lázaro está muerto con un lenguaje particularmente bello y
delicado: “Nuestro amigo Lázaro duerme”.
Todo verdadero cristiano tiene un amigo todopoderoso en el Cielo
cuyo amor es ilimitado. El Hijo eterno de Dios cuida de él, se preocupa
por él, lo defiende y provee para él. Tiene un protector infatigable que
nunca duerme y que vela constantemente por sus intereses. Quizá el
mundo lo desprecie, pero no tiene de qué avergonzarse. Quizá su
padre y su madre lo echen, pero una vez que Cristo lo ha tomado
jamás lo soltará. ¡Es “amigo de Cristo” aun después de muerto! A
menudo, las amistades de este mundo solo duran mientras soplan
vientos favorables y nos fallan como la fuente que se seca en verano,
cuando la necesidad es más acuciante; pero la amistad del Hijo de Dios
es más fuerte aún que la muerte y trasciende el sepulcro. El amigo de
los pecadores es un amigo más cercano aún que un hermano.
Cuando un cristiano verdadero muere, solo “duerme”, no se trata
de una aniquilación. No cabe duda que es un cambio milagroso y
solemne, pero no un cambio que deba inspirar aprensión. Ese cambio
no debe infundirles miedo alguno con respecto a sus almas, porque sus
pecados han sido lavados con la sangre de Cristo. El aguijón más
hiriente de la muerte es sentir que los pecados no han sido
perdonados. Ese cambio no debe infundir miedo alguno a los cristianos
con respecto a sus almas: resucitarán renovados y revigorizados, a
imagen del Señor. El sepulcro mismo es un enemigo vencido. Tendrá
que devolver a sus inquilinos en perfectas condiciones en el día
postrero, exactamente en el momento cuando Cristo los llame.
Recordemos estas cosas cuando nuestros seres queridos duerman
en Cristo o cuando nos llegue a nosotros mismos el momento de partir
de este mundo. Recordemos en ese momento que nuestro gran amigo
se preocupa tanto por nuestros cuerpos como por nuestras almas y
que no permitirá que perdamos un solo cabello de nuestras cabezas.
No olvidemos que, si nuestro Señor mismo descendió al sepulcro y
resucitó triunfante, también lo hará todo su pueblo. Para un hombre
meramente mundano, la muerte tiene que ser por fuerza algo terrible;
pero aquel que tiene la fe cristiana puede decir con valor en el
momento que entrega su vida: “En paz me acostaré, y asimismo
dormiré; porque solo tú, Jehová, me haces vivir confiado” (Salmo 4:8).
En último lugar, en este pasaje debemos advertir la gran proporción
de temperamento natural que perdura en un creyente aun después de
la conversión. Leemos que, cuando Tomás vio que Lázaro estaba
muerto y que, a pesar de los grandes riesgos, Jesús tenía la
determinación de regresar a Judea, dijo: “Vamos también nosotros,
para que muramos con él”. Esa expresión solo puede significar una
cosa: era el lenguaje de una mente desesperanzada y abatida que lo
veía todo negro. ¡El mismísimo hombre que posteriormente no podría
creer que su Maestro había resucitado es, de los doce, precisamente el
que piensa que el regreso a Judea significará la muerte de todos ellos!
Este tipo de cosas es profundamente instructivo, e indudablemente
se deja constancia de ellas como lección. Nos muestran que la gracia
de Dios en la conversión no reforma a un hombre de tal manera que no
quede ni rastro de las inclinaciones naturales de su carácter. Ni los
apasionados dejan de ser apasionados ni los pesimistas de ser
pesimistas cuando pasan de muerte a vida y se convierten en
verdaderos cristianos. Nos muestran que debemos ser muy
indulgentes con el temperamento natural del cristiano al formarnos
una opinión de él. No debemos esperar que todos los hijos de Dios
sean exactamente iguales. Cada árbol del bosque tiene sus propias
particularidades en cuanto a tamaño y forma; y, sin embargo, a cierta
distancia todos parecen una sola masa de hojas y verdor. Cada
miembro de Cristo tiene sus propias inclinaciones distintivas y, sin
embargo, en lo esencial les guía un solo Espíritu y aman a un solo
Señor. Sin duda las dos hermanas Marta y María, así como los
apóstoles Pedro, Juan y Tomás eran muy disímiles entre sí en muchos
sentidos. Pero todos tenían una cosa en común: amaban a Cristo y
eran sus amigos.
Asegurémonos de pertenecer a Cristo verdaderamente. Eso es lo
único necesario. Si nos aseguramos de eso, seremos guiados por el
camino correcto y nuestro final será bueno. Quizá no tengamos la
alegría de un hermano, el celo incombustible de otro o la delicadeza de
otro. Pero si la gracia reina en nosotros y sabemos por experiencia lo
que son la fe y el arrepentimiento, en el gran día nos encontraremos a
la diestra. Afortunado el hombre a quien, a pesar de todos sus
defectos, Cristo y los ángeles digan: “Este es nuestro amigo”.

Notas: Juan 11:7–16


V. 7: [Luego, después de esto, dijo a los discípulos]. Las palabras griegas con
que comienza esta frase indican un intervalo de tiempo muy marcado.
[Vamos a Judea otra vez]. Este es el lenguaje de un bondadoso cabeza de
familia o del que encabeza un grupo de amigos. Nuestro Señor no dice “iré” o
“seguidme a Judea”, sino “vamos”. Es la voz de un Maestro y un Pastor
bondadoso que propone algo a sus discípulos y seguidores, como si les
permitiera expresar sus opiniones al respecto. ¡Qué gran importancia tienen
el lenguaje y las formas de un dirigente!
La tranquilidad y familiaridad con que nuestro Señor dijo a sus discípulos
lo que se proponía hacer transmite una idea agradable de los términos en
que se desarrollaba la convivencia entre ellos.
V. 8: [Le dijeron los discípulos: Rabí]. La respuesta de los discípulos ofrece
un ejemplo interesante de la cómoda relación que mantenían con su Maestro.
Le exponen sus sentimientos y temores de manera franca y abierta.
La utilización del término “Rabí” muestra que no tiene por qué ser una
expresión insultante, descortés o burlona. Era el respetuoso apelativo con
que todos los judíos se dirigían a sus maestros. Así, en su celo por la honra de
su maestro, los discípulos de Juan el Bautista le dijeron: “Rabí, mira que el
que estaba contigo, etc”. (Juan 3:26).
[Ahora procuraban los judíos apedrearte]. Tal como suele suceder en el
Evangelio según S. Juan, los “judíos” de este versículo son esencialmente los
dirigentes o las autoridades que había entre los fariseos y escribas de
Jerusalén.
[¿Y otra vez vas allá?]. Esta pregunta indica sorpresa y temor: “¿Oímos
bien? ¿De verdad quieres volver a Judea? ¿No temes que tu vida vuelva a
correr peligro?”. En la pregunta de los discípulos se detecta una preocupación
por la seguridad propia así como por la de su Maestro, aunque se hace
hincapié en Él (dice “vas”, y no “vamos”).
Advirtamos lo extraños e insensatos que parecen a veces los planes de
nuestro Señor a los ojos miopes de su pueblo. ¡Qué poco entienden sus
caminos hasta los mejores de ellos!
Vv. 9 y 10: [Respondió Jesús: ¿No tiene el día doce horas? […]. La
respuesta de nuestro Señor ante las quejas de sus cobardes discípulos es
ciertamente destacable. En lugar de responderles de forma directa,
pidiéndoles que no teman, cita en primer lugar un dicho y luego deduce de él
unas lecciones generales con respecto a la hora que elegirá un viajero para
su viaje. No saca conclusión alguna, sino que deja la aplicación en manos de
sus discípulos. A oídos de un inglés, la respuesta parece mucho más extraña
que para un oriental. Aun hoy día, los orientales acostumbran a responder
citando un proverbio. En cualquier caso, completar el sentido de la elíptica
respuesta de nuestro Señor y llegar a las conclusiones que Él deseaba no es
cosa fácil. Se podría parafrasear de la siguiente forma.
“¿No son doce las horas de trabajo que tiene un día? Sabéis que lo son por
regla general. Si alguien que sale de viaje camina durante esas doce horas,
ve el camino y no tropieza ni cae, porque el Sol, que es la luz del mundo,
ilumina su camino. Si, por el contrario, alguien que sale de viaje prefiere
caminar irrazonablemente de noche, es probable que tropiece o caiga, por
carecer de luz que le guíe. Lo mismo sucede conmigo. Mis doce horas de
ministerio, mi día de trabajo, no han concluido aún. No hay por qué temer
que se me arrebate la vida antes de tiempo: no seré inmolado hasta que
haya terminado mi obra. Estoy a salvo hasta que llegue mi hora, y nadie
puede tocar un solo cabello de mi cabeza. Soy como el que camina a plena
luz del día y no puede caer. Pronto llegará la noche, cuando ya no camine
sobre la Tierra; pero aún no ha llegado. El día de mi ministerio terrenal tiene
doce horas y la hora duodécima no me ha llegado aún”.
En esencia, esta parece ser la interpretación correcta de lo que nuestro
Señor quería decir. La idea de algunos autores antiguos como Hugo y Lyranus
de que, al hablar de las doce horas del día, nuestro Señor se refería a la
frecuencia con que cambian los hombres de idea a lo largo del día, y que
quizá los judíos ya no deseaban matarle, es bastante improbable e
insatisfactoria.
Admito que el final del versículo 10 —“no hay luz en él”— presenta ciertas
dificultades. La explicación más sencilla es que solo significa: “Porque no
tiene luz”.
Pearce conjetura que la frase podría traducirse como: “Porque no hay luz
en él, esto es, el mundo”. Es posible que el griego permita esa interpretación.
Debemos advertir que el gran principio subyacente en estos dos
versículos no es más que el viejo dicho expresado de otra forma: “Todo
hombre es inmortal hasta haber concluido su obra”. Recordar ese dicho es un
excelente antídoto contra el miedo al peligro. El misionero que se encuentra
en tierras paganas y el ministro que se encuentra en su país, agobiados por
un clima desfavorable o el exceso de trabajo, pueden sacar ánimo del
ejemplo de su Señor. Tengamos tan solo la precaución de que los peligros a
los que nos enfrentemos se encuentren en nuestro camino, y que no seamos
nosotros los que nos desviemos de él a fin de encontrarlos.
Indica Ruperto que nuestro Señor tenía en mente su propia doctrina de
que Él era la Luz y el Sol del mundo. Así como el Sol brilla de continuo las
doce horas del día y ningún mortal puede evitarlo, de la misma forma desea
que sus discípulos sepan que ninguna autoridad judía podría detenerle,
arrestarle o dañarle hasta que llegara su noche. Con respecto a los discípulos,
parece como si añadiese: “No debéis temer nada ni tendréis problema alguno
mientras mi presencia corporal derrame su luz sobre vosotros. Cuando sea
tomado de entre vosotros, y solo entonces, correréis peligro de caer en
manos de vuestro perseguidores y hasta de ser ejecutados”. Ecolampadio es
de la misma opinión.
Piensa Melanchton que nuestro Señor utiliza una forma de expresión
proverbial a fin de enseñarnos la gran lección general de que debemos
ocuparnos de los deberes de nuestro momento, de nuestro tiempo y de
nuestro llamamiento y dejar lo demás en manos de Dios. En el camino del
deber, todas las cosas saldrán bien. Calvino, Bullinger, Gualter y Brentano
adoptan una tesis muy similar.
Comenta Leigh: “Cristo consuela a partir de la providencia de Dios. Dios
creó el día con doce horas. ¿Quién puede acortarlo? ¿Quién puede acortar la
vida de un hombre?”.
¿No viene a significar esto que nuestro Señor quería hacer saber a sus
discípulos que no podía ser dañado hasta que hubiera pasado el día de la
obra y que ellos no podían sufrir daño alguno mientras estuviera con ellos?
(cf. Lucas 13:32–33). El obispo Elliot indica que este fue justo el momento del
ministerio de nuestro Señor en que dijo a los fariseos: “Hago curaciones hoy y
mañana, y al tercer día termino mi obra. Sin embargo, es necesario que hoy y
mañana y pasado mañana siga mi camino”. Pero dudo que sea así.
Es cierto que llegó un momento en el que nuestro Señor dijo a sus
enemigos: “Esta es vuestra hora, y la potestad de las tinieblas”. Fue entonces
cuando le prendieron y sus discípulos huyeron.
V. 11: [Dicho esto […]: Nuestro amigo Lázaro duerme […] para
despertarle]. En este versículo, nuestro Señor expone a sus discípulos la
muerte de Lázaro. Lo hace con un lenguaje incomparablemente delicado y
hermoso. Tras decir “esto” acerca de las doce horas del día que hemos
considerado en el versículo anterior, parece como si hiciera una leve pausa.
Es entonces, “después”, cuando llega el anuncio, que se podría haber
traducido más literalmente como: “A nuestro amigo Lázaro le han dormido”.
La palabra “duerme” significa “está muerto”. Es una forma delicada y
conmovedora de expresar uno de los sucesos más dolorosos que pueden
acaecer al hombre, además de ser particularmente apropiada si recordamos
que tras la muerte llega la resurrección. La muerte no supone nuestra
aniquilación. Como los durmientes, reposamos para levantarnos de nuevo.
Bien comenta Estius: “Dormir en el sentido de morir solo se aplica a los
hombres, debido a la esperanza de la resurrección. No leemos nada
semejante de las bestias”.
La utilización de esta imagen en la Escritura es tan común que casi no
hace falta ofrecer referencias (cf. Deuteronomio 31:16; Daniel 12:2; Mateo
27:52; Hechos 7:60; 13:36; 1 Corintios 7:39; 11:30; 15:6–18; 1 Tesalonicenses
4:13–14). No obstante, es un hecho sorprendente que los grandes autores
paganos utilicen esta imagen con frecuencia, lo que demuestra que la
tradición de una vida tras la muerte existía hasta entre los paganos. Homero,
Sófocles, Virgilio y Catulo nos ofrecen ejemplos de ello. Comoquiera que sea,
el creyente cristiano es el único que puede considerar la muerte
verdaderamente como un sueño, esto es, algo sano y revitalizador que no
puede ocasionarle daño alguno. Quizá muchos de nosotros desconozcamos
que este es el sentido que hay detrás de la palabra “cementerio”. Esa
palabra proviene del mismísimo verbo griego que utiliza nuestro Señor aquí.
Significa literalmente “lugar de descanso”.
La palabra “amigo” que se aplica a Lázaro nos transmite un hermoso
pensamiento de la relación que existe entre el Señor Jesús y todo su pueblo
creyente. Cada uno de ellos es “amigo” suyo; no solo un súbdito y un siervo,
sino un “amigo”. El creyente pobre no tiene de qué avergonzarse. Tiene un
amigo más grande que los reyes y nobles que le mostrará su amistad durante
toda la eternidad. Un santo muerto que se halla en el sepulcro no ha sido
separado del amor de Cristo: hasta en el sepulcro sigue siendo amigo de
Cristo.
La expresión “nuestro” en relación con amigo nos enseña la hermosa
lección de que cada amigo de Cristo es o debiera ser amigo de todos los
cristianos. Los creyentes son una sola familia de hermanos y hermanas y son
miembros de un solo cuerpo. Lázaro no era “mi amigo”, sino “nuestro” amigo.
Si alguien es amigo de Cristo, todos los demás creyentes debieran mostrarse
dispuestos a tenderle la mano y decirle: “Eres mi amigo”.
Cuando nuestro Señor dice “voy para despertarle”, proclama su propósito
e intención de resucitar a Lázaro de entre los muertos. Declara con valentía
ante sus discípulos que se dispone a partir hacia Betania con la finalidad de
devolver la vida a un hombre. Jamás se ha hecho una declaración tan
valerosa. Ciertamente, nadie que no fuera Dios mismo podría hacerla.
“Voy” equivale a decir: “Parto de inmediato hacia Betania”. Pronto nuestro
Señor hará lo mismo que fue a hacer a Betania con todos nuestros amigos
que duermen en Cristo. Viene para despertarlos.
Algunos comentaristas piensan que Lázaro murió en el mismísimo
momento que nuestro Señor dijo “Lázaro duerme”, y que significa: “Lázaro
acaba de dormirse y morir”. Sin embargo, esto solo es una conjetura, aunque
sin duda nuestro Señor era conocedor del momento de su defunción.
Adviértase que nuestro Señor dice “voy” en singular, y no “vamos”. ¿No
parece como si quisiera decir: “Tengo el propósito de ir, os guste o no”?
Comenta Hall: “Solo Aquel que creó a Lázaro puede despertarle de su
sueño. El más mínimo ruido puede despertarnos del otro sueño, pero solo un
poder omnímodo puede despertarnos de este”.
V. 12: [Dijeron […] discípulos: […], sanará]. Parece extraño que los
discípulos malentendieran las palabras de nuestro Señor si tenemos en
cuenta lo común que era denominar sueño a la muerte. Sin embargo,
probablemente fue su renuencia a volver a Judea lo que les impidió ver el
verdadero significado de lo que estaba diciendo nuestro Señor.
La mayoría de autores piensa que los discípulos aludían a la creencia
generalizada de que el sueño es señal de mejoría en una enfermedad. En
todo caso, algunos indican que habían conocido por boca del mensajero de
Marta y María cuál era la verdadera naturaleza de la enfermedad de Lázaro y
sabían, pues, que se trataba de una dolencia en la que el sueño era un
síntoma favorable.
La palabra griega que se traduce como “sanará” es curiosa. A veces
equivale a “sanado” y en la mayoría de los casos a “salvado”.
La idea implícita es clara: “Si Lázaro duerme está mejorando y no es
preciso que vayamos a Judea”.
V. 13: [Pero Jesús decía esto, etc.]. Este versículo es una de esas glosas
explicativas que S. Juan suele introducir en sus escritos de forma parentética.
Las tres primeras palabras del versículo se podrían traducir más literalmente
como: “Pero Jesús había dicho”.
Parece extraño que los discípulos pudieran “pensar” o “suponer” que
nuestro Señor se refería a un sueño literal, y no a la muerte, si recordamos
que Pedro, Santiago y Juan le habían oído utilizar la misma expresión tras la
muerte de la hija del principal: “La niña no está muerta, sino duerme” (Mateo
9:24). Se pueden dar dos razones: una es que oyeran del mensajero que la
recuperación de Lázaro dependía de que durmiera y que, en caso de que
pudiera dormir, mejoraría; la otra es que les atemorizaba de tal modo
regresar a Judea que preferían creer a toda costa que Lázaro se estaba
recuperando y amoldar las palabras de nuestro Señor en consonancia con sus
temores. Es habitual presenciar cómo los hombres son incapaces de entender
lo que no desean entender.
Comenta Quesnel con respecto a esto: “La incomprensión de los Apóstoles
es un gran ejemplo de necedad y muestra claramente lo sensuales y carnales
que seguían siendo sus mentes. Saber esto es de utilidad para convencer a
las personas incrédulas de que los Apóstoles no eran capaces de convertir al
mundo por si solos o de inventar los maravillosos acontecimientos y los
sublimes sermones que relatan”.
La disposición de los discípulos a malentender el lenguaje figurado se
muestra curiosamente en otros dos pasajes donde nuestro Señor habló de la
“levadura” y de la “comida” (cf. Mateo 16:6; Juan 4:32).
V. 14: [Entonces […]: Lázaro ha muerto]. Finalmente, nuestro Señor
expone a sus discípulos abiertamente y sin reservas el hecho de la muerte de
Lázaro. Había enfocado la cuestión de forma delicada y los había preparado
paso a paso para una realidad dolorosa. Primero les había dicho: “Vamos a
Judea”. A continuación les dijo: “Lázaro duerme”. Finalmente dice: “Lázaro ha
muerto”. Estos tres pasos denotan una hermosa consideración por los
sentimientos de sus discípulos. Agrada pensar que nuestro poderoso Salvador
es tan tierno y delicado. Esta es una lección instructiva en lo referente a
tratar a los demás con delicadeza, especialmente al comunicar noticias
dolorosas.
La palabra “claramente” es similar a la que encontramos en Juan 10:24.
Igual que en ese versículo, no significa tanto “con un lenguaje claro e
inteligible” como “de manera abierta, sin reservas ni enigmas”.
V. 15: [Y me alegro […] no haber estado allí […], creáis]. Evidentemente,
nuestro Señor quiere decir que se alegra de no haber estado en Betania
durante la enfermedad de Lázaro y de no haberle curado antes de su muerte,
tal como habría hecho con toda probabilidad. El resultado sería ahora más
provechoso para sus discípulos. Su fe se confirmaría grandemente al
presenciar el inmenso milagro de la resurrección de Lázaro de entre los
muertos. Así, en un sentido, un gran mal engendraría un gran bien. Quizá la
noticia que acababan de oír fuera muy dolorosa y angustiosa; pero Él, como
su Maestro, no podía sino alegrarse de pensar lo fortalecida que resultaría en
última instancia la fe de ellos.
Adviértase que nuestro Señor no dice: “Me alegro de que Lázaro haya
muerto”, sino: “Me alegro […] de no haber estado allí”. Parece como si dijera
que, de haber estado allí, no podría haber hecho caso omiso de la oración de
Marta y María pidiendo que curara a su amigo. Se supone que no debemos
ser tan insensibles como para alegrarnos de la muerte de nuestros amigos
cristianos, pero podemos regocijarnos por las circunstancias que rodean sus
muertes y la gloria que redunda en Cristo, así como por los beneficios que
obtienen los santos de ellas.
Adviértase que nuestro Señor no dice “me alegro por Marta, María y
Lázaro de no haber estado allí”, sino: “Me alegro por vosotros”. No le agrada
ver sufrir, llorar y morir a los miembros de su cuerpo, pero sí se regocija en
contemplar el bien de muchos que se deriva del sufrimiento de unos pocos.
De ahí que permita el sufrimiento de algunos, a fin de que muchos sean
instruidos a través de ese sufrimiento. Esa es la clave de que se permita el
mal en el mundo: es para el bien de muchos. Debemos recordarlo cuando
Dios permita que nosotros mismos suframos. Debemos creer que existen
motivos sabios para que Dios no acuda en ayuda nuestra y alivie nuestros
sufrimientos.
Adviértase el deseo de nuestro Señor de que sus discípulos “crean”. No
quería decir que creerían en ese momento por vez primera, sino que creerían
de manera más sólida, ferviente y resuelta; que, en resumidas cuentas, su fe
aumentaría grandemente al presenciar la resurrección de Lázaro. Aquí vemos
la inmensa importancia de la fe. Creer en Cristo y confiar en la Palabra de
Dios es el primer paso hacia el Cielo. Creer más y confiar más es el verdadero
secreto del crecimiento, la prosperidad y el desarrollo de los cristianos. Toda
relación de Cristo con nosotros tiene como fin que creamos más (cf. Juan
14:1).
[Mas vamos a él]. Es como si nuestro Señor dijera: “Pero no nos
demoremos más: abandonemos cualquier temor y vayamos a nuestro
amigo”.
Es digno de atención que nuestro Señor diga: “Vamos a él” a pesar de que
estuviera muerto y de que ya le habrían sepultado para cuando ellos llegaran
a Betania. ¿Es posible que los discípulos pensaran que tenía en mente las
palabras de David con respecto a su hijo muerto: “Yo voy a él”? Las palabras
de Tomás en el siguiente versículo hacen que sea plausible.
Podemos advertir tres fases en el lenguaje de nuestro Señor con respecto
a su partida a Betania. La primera en el versículo 7, donde dice en plural:
“Vamos a Judea”. La segunda en el versículo 11, donde dice en singular: “Voy
para despertarle”, como si estuviera dispuesto a ir solo. La tercera es en este
versículo, que se encuentra en plural: “Vamos a él”.
Piensa Toledo que, con estas palabras, nuestro Señor quiso dejar entrever
su intención de resucitar a Lázaro.
Comenta Burkitt: “¡Oh amor, más fuerte que la muerte! El sepulcro no
puede separar a Cristo y sus amigos. Otros amigos nos acompañan hasta el
borde del sepulcro y luego nos abandonan. Ni la vida ni la muerte pueden
separarnos del amor de Cristo”.
Comenta Bengel: “El hecho de que no leamos de la muerte de nadie en
presencia del Príncipe de vida es hermoso y coherente”.
V. 16: [Dijo entonces Tomás […], muramos con él]. El discípulo aquí
nombrado también es mencionado en Juan 16:5 y Juan 20:24–27. En todas
esas ocasiones lo vemos con el mismo estado de ánimo, siempre dispuesto a
ver el lado negativo de todo, poniéndose siempre en el peor de los casos y
despertando dudas y temores. En Juan 14:5 no sabe adónde va nuestro
Señor. En Juan 20:25 es incapaz de creer que nuestro Señor ha resucitado.
Aquí no ve más que peligro y muerte si su Maestro regresa a Judea. No
obstante, es fiel y leal. No abandona a Cristo aun a pesar de que ello
signifique la muerte. “Vayamos también nosotros —dice a los demás
discípulos— y muramos con nuestro Maestro. Si va, morirá con toda certeza,
pero no podemos hacer nada mejor que morir con Él”.
Algunos —como Brentano, Grocio, Leigh, Poole y Hammond— piensan que
“con él” hace referencia a Lázaro. Sin embargo, la mayoría de los
comentaristas piensa que Tomás se refiere a nuestro Señor; estoy
completamente de acuerdo con ellos.
Adviértase que una persona puede adolecer de notables debilidades y
flaquezas en su carácter cristiano y, sin embargo, ser discípulo de Cristo.
Quizá no haya defecto más extendido entre los creyentes que el desánimo y
la incredulidad. Una disposición temeraria a morir y poner fin a nuestros
problemas no es gracia, sino impaciencia.
Observemos lo extremadamente distintos que eran los discípulos de Cristo
entre sí. Pedro, por ejemplo, desbordante de celo y confianza, era el extremo
opuesto del pesimista Tomás. Sin embargo, ambos tenían la gracia y amaban
a Cristo. No debemos suponer neciamente que todos los cristianos son
exactamente iguales entre sí en los detalles de su carácter. Debemos hacer
grandes concesiones cuando las características esenciales sean las correctas.
Recordemos que este mismo Tomás, tan pesimista cuando nuestro Señor
estaba en vida, fue más tarde el primer Apóstol en predicar el Evangelio en la
India, según la historia eclesiástica, y se adentró en Oriente más de lo que
sabemos de ningún otro. Dice Crisóstomo: “El mismísimo hombre que no se
atrevía a ir a Betania con Cristo recorrió posteriormente el mundo a solas y
vivió entre pueblos donde reinaba el asesinato y podían matarle en cualquier
momento”.
Algunos piensan que su nombre griego, “Dídimo”, que significa “dos” o
“doble”, se debe a la dualidad de su carácter, esto es, en parte fe y en parte
debilidad. Pero es muy dudoso. No sabemos por qué, pero en los tres
primeros Evangelios, cuando se enumera a los Doce, siempre se le nombra
junto a Mateo el publicano.
Esta es la única vez en todo el Nuevo Testamento que se utiliza la palabra
griega traducida como “condiscípulos”.

Juan 11:17–29

Este pasaje es de una sencillez tal que casi queda empañada por
cualquier exposición humana. Comentarlo es como dorar el oro o
pintar los lirios. No obstante, arroja mucha luz sobre una cuestión de la
que jamás podremos saber lo suficiente, esto es, el verdadero carácter
del pueblo de Cristo. La Biblia retrata a los cristianos con toda
fidelidad. Nos muestra a los santos tal como son.
En primer lugar, vemos la extraña mezcla de gracia y debilidad que
podemos encontrar hasta en los corazones de los verdaderos
creyentes.
Esto queda sorprendentemente ejemplificado en el lenguaje que
utilizan Marta y María. Estas dos mujeres santas tenían fe suficiente
para decir: “Señor, si hubieses estado aquí, mi hermano no habría
muerto”. Sin embargo, ninguna de ellas parece recordar que la muerte
de Lázaro no dependía de la ausencia de Cristo y que nuestro Señor,
de haberlo considerado oportuno, podía haber evitado su muerte con
una sola palabra sin ir a Betania. Marta sabía lo suficiente para decir:
“También sé ahora que todo lo que pidas a Dios, Dios te lo dará […]. Yo
sé que resucitará en la resurrección, en el día postrero […]. Señor; yo
he creído que tú eres el Cristo, el Hijo de Dios”; pero ni siquiera ella era
capaz de pasar de ahí. Sus débiles ojos y trémulas manos eran
incapaces de aprehender la gran verdad de que Aquel que tenía ante sí
poseía las llaves de la vida y de la muerte, y que en su Maestro
habitaba “corporalmente toda la plenitud de la Deidad” (Colosenses
2:9). Es verdad que veía, pero como en un espejo, con oscuridad.
Conocía, pero solo en parte. Creía, pero su fe estaba mezclada con una
gran dosis de incredulidad. Sin embargo, tanto María como Marta eran
auténticas hijas de Dios y verdaderas cristianas.
Estas cosas se han escrito gracias a Dios para conocimiento
nuestro. Es bueno recordar lo que son realmente los verdaderos
cristianos. Grandes y abundantes son las equivocaciones en que
incurren las personas al formarse una opinión incorrecta del carácter
cristiano. Muchas son las amargas decepciones que se producen al
buscar en el corazón cosas que no se pueden hallar en este lado del
Cielo. Tengamos claro que los santos que están en la Tierra no son
ángeles perfectos, sino tan solo pecadores convertidos. No cabe duda
que son pecadores renovados, cambiados, santificados; pero siguen
siendo pecadores y lo serán hasta su muerte. Como Marta y María, su
fe suele estar entrelazada con mucha incredulidad y su gracia rodeada
de mucha debilidad. Afortunado el hijo de Dios que comprende estas
cosas y que ha aprendido a juzgarse a sí mismo y juzgar a los demás
de forma correcta. Raro es el santo que no necesita elevar con
frecuencia aquella oración: “Creo; ayuda mi incredulidad” (Marcos
9:24).
En segundo lugar, vemos lo necesario que es para muchos
cristianos tener las ideas claras con respecto a la persona, el oficio y el
poder de Cristo. Esta es una cuestión que nuestro Señor dejó
claramente de manifiesto en su conocida frase dirigida a Marta. Como
respuesta a su débil y vaga expresión de fe en la resurrección en el día
postrero, Él proclama la gloriosa verdad: “Yo soy la resurrección y la
vida”; “Yo, el Maestro, soy el que tiene en sus manos las llaves de la
muerte y la vida”. Y entonces vuelve a recalcarle la vieja lección que,
sin duda, ella había oído en muchas ocasiones, aunque sin entenderla
plenamente: “El que cree en mí, aunque esté muerto, vivirá. Y todo
aquel que vive y cree en mí, no morirá eternamente”.
Aquí hallamos cosas que debieran ser objeto de minucioso análisis
por parte de todo verdadero cristiano. Muchos de ellos se quejan de la
falta de consuelo perceptible en su religión. No sienten la paz interior
que buscan. Deben saber que, muy a menudo, la causa de toda su
incertidumbre se debe a las ideas vagas e indefinidas que tienen de
Cristo. Deben intentar ver con mayor claridad el gran objeto sobre el
que se apoya su fe. Deben asirse con mayor firmeza a su amor y poder
para con los que creen en Él y a las riquezas que ha dispuesto para
ellos aun en este mundo. Lamentablemente, muchos de nosotros
somos como Marta. Con frecuencia solo poseemos unos conocimientos
generales de Cristo como el único Salvador. Poco o nada conocemos de
la plenitud que habita en Él, de su resurrección, su sacerdocio, su
intercesión y su compasión inagotable. Hay cosas de las que nuestro
Señor bien podría decir a muchos creyentes lo mismo que a Marta:
“¿Crees esto?”.
Avergoncémonos de haber nombrado a Cristo durante tanto tiempo
y saber tan poco de Él. ¿Qué derecho tenemos a sorprendernos de no
obtener un consuelo perceptible de nuestro cristianismo? La verdadera
razón de nuestra intranquilidad radica en el escaso e imperfecto
conocimiento que tenemos de Cristo. Dejemos de ser estudiantes
perezosos en la escuela de Cristo y afrontemos el futuro intentando
“conocerle, y el poder de su resurrección” diligentemente (Filipenses
3:10). Solo con que los verdaderos cristianos se esforzaran, como dice
S. Pablo, en comprender “cuál sea la anchura, la longitud, la
profundidad y la altura, y de conocer el amor de Cristo, que excede a
todo conocimiento”, se asombrarían de las cosas que descubrirían
(Efesios 3:18–19). Pronto verían, como le sucedió a Agar, que hay
pozos de agua cerca de ellos de los que no tenían conocimiento. Pronto
verían que se puede disfrutar más del Cielo aquí en la Tierra de lo que
imaginaban. El conocimiento claro, inequívoco y definido de Jesucristo
es la base de una religión feliz. Marta se habría ahorrado muchos
sollozos y muchas lágrimas de haber tenido un mayor conocimiento.
No cabe duda que el conocimiento por sí solo, sin estar santificado,
solo “envanece” (1 Corintios 8:1). Sin embargo, sin un conocimiento
claro de todos los oficios de Cristo no podemos esperar hallarnos
confirmados en la fe y no vacilar en tiempos de necesidad.

Notas: Juan 11:17–29


V. 17: [Vino, pues, Jesús]. No se nos especifica cuánto tiempo invirtió
nuestro Señor en llegar a Betábara desde Betania. Del lugar donde se
quedaba no sabemos nada seguro salvo que se encontraba al otro lado del
Jordán. Probablemente se encontrara a una distancia de entre treinta y
cincuenta kilómetros de Betania; y, para alguien que viajara a pie, esta
distancia suponía al menos un día de camino.
[Halló que hacía ya cuatro días […] sepulcro]. Es muy probable que Lázaro
fuera sepultado el mismo día que murió. En países como Palestina, con un
clima cálido, no es posible conservar los cadáveres insepultos durante mucho
tiempo sin perjuicio ni molestias para los que le sobreviven. Se puede hablar
con alguien un día y que al día siguiente ya esté sepultado.
Este versículo demuestra con certeza una cosa. Lázaro, con toda
seguridad, tenía que estar muerto, y no desmayado o cataléptico. Cualquier
persona con dos dedos de frente debe admitir que alguien que lleva cuatro
días en un sepulcro tiene que estar forzosamente muerto.
No debemos olvidar las diversas formas de muerte que se nos dice que
venció nuestro Señor. La hija de Jairo acababa de morir; el hijo de la viuda de
Naín ya estaba en pleno funeral; Lázaro, el caso más extraordinario de todos,
llevaba cuatro días sepultado.
No debemos pensar que la expresión “halló” que tenemos en este
versículo implica alguna clase de sorpresa. Sabemos que nuestro Señor
partió de Betábara siendo plenamente consciente de que Lázaro estaba
muerto. Este “halló” se aplica, pues, a Lázaro y al tiempo exacto que llevaba
en el sepulcro. No solo estaba muerto, sino también sepultado.
Podemos imaginar con facilidad lo tristes que debieron de ser esos cuatro
días para Marta y María y las muchas ideas que debieron de pasarles por la
cabeza con respecto a los motivos del retraso de nuestro Señor, cuándo
vendría y cosas semejantes. No hay nada que nos desgaste tanto como la
incertidumbre y la duda. Sin embargo, de todas las virtudes, no hay ninguna
que glorifique tanto a Dios ni santifique de tal forma el corazón como la
paciencia o la espera tranquila. Cuánto se hizo esperar a Abraham, Jacob,
José, Moisés y David. A Jesús le agrada mostrar al mundo que su pueblo es
capaz de esperar, y Marta y María tuvieron que ejemplificarlo. ¡Bien por
nosotros si podemos hacer lo mismo!
Gomar analiza a fondo la curiosa cuestión de dónde estuvo el alma de
Lázaro durante esos cuatro días. Considera contraria a la Escritura la idea de
que siguiera en el cuerpo y parece sostener que se encontraría en el Paraíso.
Los “cuatro días” se explican con facilidad si recordamos el tiempo
empleado por el mensajero desde Betania, los dos días de retraso en
Betábara y el día de camino hasta Betania.
V. 18: [Betania estaba cerca de Jerusalén, como a quince estadios]. Este
versículo demuestra que Juan escribió teniendo en mente a lectores que no
estaban familiarizados con Palestina. En consecuencia, ofrece una
descripción parentética de la ubicación de Betania, en parte para mostrar lo
cerca que se encontraba de Jerusalén el lugar donde se obró el maravilloso
milagro que relata (a un paseo del Templo y casi en el campo visual), y en
parte para explicar el gran número de judíos que acudió desde Jerusalén para
consolar a Marta y María.
La distancia de quince estadios viene a representar menos de tres
kilómetros. La utilización de la expresión “como a” muestra que el Espíritu
Santo condesciende en utilizar el lenguaje habitual del hombre para describir
las cosas y que esas expresiones no entran en contradicción con la
inspiración (cf. Juan 2:6 y 6:19).
V. 19: [Y muchos de los judíos […] María]. Esta frase se podría traducir de
manera más literal como: “Muchos de entre los judíos se habían unido a los
que estaban junto a Marta y María”. Aparte del hecho de que provinieran de
Jerusalén, no sabemos nada más de ellos. Difícilmente podríamos pensar que
se trataba de autoridades y dirigentes fariseos. No era probable que esa
clase de hombres se preocupara por los amigos de Jesús y difícilmente
habrían condescendido en visitar a Marta y María, indudablemente conocidas
discípulas suyas. Por supuesto, es posible que Simón el leproso, en cuya casa
había muerto Lázaro, fuera un hombre destacado y que los judíos hubieran
acudido en señal de respeto. En todo caso, está claro que los que
presenciaron el increíble milagro de este capítulo eran judíos de Jerusalén y
que se trataba de “muchos”, no de unos pocos. La expresión “los que
estaban junto a Marta y María” no es extraña al griego y es probable que su
traducción sea la más correcta. No es plausible que signifique “las mujeres
que habían venido a condolerse con Marta y María”, aunque sabemos que las
mujeres eran las que acudían principalmente a eso en los entierros.
Comoquiera que sea, es preciso admitir que Beza sostiene con convicción
que este versículo hace referencia a las mujeres que habían acudido para
condolerse con Marta y María.
[Para consolarlas por su hermano]. Parece que esta era una práctica muy
extendida entre los judíos. Cuando se producía alguna muerte, los amigos y
vecinos se congregaban durante varios días en casa del difunto a fin de
condolerse con los familiares y consolarles. Lightfoot hace mención especial
de ello. En la actualidad esa costumbre sigue vigente en muchos lugares del
globo; el Indostán e Irlanda son algunos ejemplos.
No cabe duda que muchos de esos judíos visitaron a Marta y María por
pura formalidad y costumbre, y no impulsados por sentimientos de
amabilidad y condolencia genuinos, y menos aún por una naturaleza
espiritual común. Sin embargo, sorprende advertir cómo Dios bendice hasta
la aparente condolencia. Al ir, pudieron presenciar el mayor milagro de Cristo.
Si la incredulidad es capaz de condolerse, ¡cuánto más habrá de hacerlo la
gracia!
En todo caso, este versículo parece demostrar claramente una cosa.
Independientemente de cuál fuera la posición social de Marta, María y Lázaro,
eran personas conocidas; y las noticias de todo lo que ocurría en su casa de
Betania volaban con facilidad a Jerusalén. Si no hubieran sido oriundos de
Galilea, jamás se habría escrito lo que se menciona en este versículo.
Piensa Crisóstomo que el Evangelista menciona la llegada de los judíos
para consolar a Marta y María como una de las muchas circunstancias que
demostraban su muerte. Obviamente, no habrían ido si no pensaran que
estaba muerto.
Lightfoot ofrece una curiosa lista de costumbres judías en cuanto al
consuelo de los dolientes. Dice que “se estipulaban treinta días de duelo. Los
tres primeros días se lloraba; había siete días de lamentaciones y durante
treinta días se suspendía el aseo y el afeitado. Tan pronto como el féretro
abandonaba la casa de duelo, se dejaban las camas al nivel de tierra. El
consolador se sentaba y el encargado del duelo presidía. El consolador no
podía hablar hasta que el que dirigía el duelo hubiera dicho algo”.
Observa Poole que el duelo por Jacob duró cuarenta días y que el duelo
por Aarón y Moisés se prolongó durante treinta (cf. Génesis 1:3; Números
20:29; Deuteronomio 34:8).
V. 20: [Entonces Marta […], Jesús venía, salió a encontrarle]. La
equivalencia más literal del verbo griego que se traduce como “venía” sería
“está viniendo” o “viene”, en presente. De esa manera, transmite la idea de
que Marta recibió de algún amigo, siervo o vigilante que estaba a la espera
en el camino del Jordán, la noticia que tanto había esperado: “Jesús se
acerca”, “viene”. Entonces se apresuró a salir a su encuentro a las afueras
del pueblo.
Bullinger piensa que Marta, hacendosa como siempre, estaba ajetreada en
sus labores domésticas, oyó por boca de alguien que Jesús venía y salió
corriendo a su encuentro sin avisar a María.
[Pero María se quedó en casa]. Mientras Marta se apresuró a encontrarse
con Jesús, María se quedó en casa. Es imposible pasar por alto el
temperamento característico de cada una de las hermanas aflorando en este
lugar, y sin duda para instrucción nuestra. Marta, activa, agitada, ocupada,
exaltada, no puede esperar, sino que corre impulsivamente al encuentro de
Jesús. María, tranquila, delicada, pensativa, reflexiva, contemplativa, humilde,
se queda pasivamente en casa. Me atrevo a pensar que, de entre las dos
hermanas, Marta es la retratada aquí de manera más positiva. A veces
sucede que el sufrimiento nos aplasta y golpea de tal forma que no
respondemos como hemos profesado. ¿Y no vemos algo de eso en la
conducta de María en este capítulo? Hay un tiempo para la agitación así
como un tiempo para la quietud; y aquí, al quedarse quieta, María no pudo
presenciar la gloriosa declaración que hizo nuestro Señor acerca de sí mismo.
No me equivoco al decirlo. Estas dos santas mujeres eran discípulas
genuinas; sin embargo, si bien es cierto que María demostró mayor virtud
que Marta en una ocasión anterior, también creo que en este lugar es Marta
la que demuestra mayor virtud que María.
No olvidemos nunca que los creyentes tienen temperamentos diferentes y
que debemos hacer concesiones a los demás si no son exactamente iguales
que nosotros. Hay creyentes tranquilos, pasivos, callados y reflexivos; y hay
creyentes activos, movidos y exaltados. Una Iglesia bien dispuesta debe
hallar un lugar y un cometido para todos ellos. Necesitamos tanto Marías
como Martas y viceversa.
No hay nada que ponga de manifiesto nuestro carácter tanto como la
enfermedad y el sufrimiento. Si queremos saber el grado de virtud de un
creyente, lo mejor será verle en situaciones difíciles.
Comenta Ferus lo propensos que somos a decir como Marta: “Si Dios
hubiera estado aquí, si Cristo hubiera estado presente, esto no habría
sucedido; ¡como si Cristo no estuviera siempre presente y en todas partes
junto a su pueblo!”.
Comenta Henry que, en casos como el de Marta, “tendemos a multiplicar
nuestras dificultades imaginando lo que podría haber sido. ¡Si se hubiera
recurrido a tal tratamiento o a aquel otro médico, mi amigo no habría
muerto!, lo que es ir más lejos de lo que sabemos. ¿Y qué provecho nos
reporta? Cuando se cumple la voluntad de Dios, nuestro deber es someternos
a ella”.
V. 22: [Mas también sé ahora […] pidas a Dios […] lo dará]. La fe de la
pobre Marta resplandece clara e inequívocamente en estas palabras, aunque
no sin graves imperfecciones. “Mas ahora —dice—, aunque mi hermano esté
muerto y sepultado, gracias a las abundantes pruebas que he visto de tu
poder, tengo el conocimiento y la confianza de que todo lo que pidas a Dios,
Él te lo dará. Debo aferrarme, pues, a la esperanza de que nos ayudarás de
algún modo u otro.
Estas palabras contienen una fe clara e inequívoca. Marta espera
desesperadamente, contra cualquier esperanza, que de algún modo todo
saldrá bien, aunque no sabe cómo. Confía grandemente en la eficacia de las
oraciones de nuestro Señor.
Las ideas vagas y confusas de Marta con respecto a Cristo son tan
evidentes como su fe. Habla como si nuestro Señor solo fuera un profeta
humano que careciera de poder independiente, en calidad de Dios, para
poder obrar un milagro; y como si no pudiera ordenar la curación, sino solo
solicitarla a Dios como hizo Eliseo. Por extraño que parezca, debió de olvidar
la forma en que nuestro Señor había obrado sus milagros. Comenta
Crisóstomo que habla como si Cristo solo fuera “un mortal virtuoso y
acreditado”.
Adviértase que, en una persona, la fe y el amor verdaderos hacia Cristo
pueden estar mezclados con una gran ignorancia y confusión. A menudo, y
especialmente entre las mujeres cristianas, el amor hacia Cristo suele ser
más claro que la fe y el conocimiento. De ahí que, en lo referente a las falsas
doctrinas, sea más fácil que se extravíen las mujeres que los hombres.
Probablemente, solo el día postrero nos revelará la poca fe que puede llegar
a salvar y la gran ignorancia que podemos hallar hasta en los que se
encuentran en el camino al Cielo.
Tengamos la ecuanimidad de reconocer la confianza que Marta deposita
en el valor y la eficacia de la oración.
V. 23: [Jesús le dijo: Tu hermano resucitará]. Estas palabras, las primeras
que pronunció nuestro Señor a su llegada a Betania, son ciertamente
extraordinarias. Suenan como si viera la naturaleza imprecisa de la fe de
Marta y deseara llevarla a unas ideas más claras e inequívocas con respecto
a Él mismo, su oficio y su persona. Comienza, pues, por una promesa amplia
y general: “Tu hermano resucitará”. No dice cuándo ni cómo. Sus discípulos
podían imaginar de lo que estaba hablando, puesto que había dicho: “Voy
para despertarle”. Sin embargo, Marta no sabía nada de eso.
Advirtamos que a nuestro Señor le agrada despertar la fe y el
conocimiento de su pueblo de forma gradual. Si nos lo dijera todo de golpe,
claramente y sin posibilidad de malentendidos, no sería bueno para nosotros.
El ejercicio es beneficioso para todas nuestras virtudes.
En este versículo, Rollock ve un ejemplo destacado de que nuestro Señor
no deseaba quebrar la “caña cascada” ni apagar “el pábilo que humea”.
Aviva y alimenta la pequeña chispa de fe que había en Marta.
V. 24: [Marta […]: Yo sé […] resurrección, en el día postrero]. Marta
demuestra aquí el alcance de su fe y de su conocimiento. Sabe con toda
seguridad que su hermano se levantará de entre los muertos en el día
postrero, cuando la resurrección tenga lugar. Como judía piadosa que era, lo
había aprendido en las Escrituras del Antiguo Testamento; y como creyente
cristiana, lo había visto más claramente aún en la enseñanza de Jesús. Pero
no dice “yo sé” de ninguna otra cosa. Quizá tuviera algún atisbo de
esperanza de que Jesús haría algo, pero no dice: “Sé que Él lo hará”. Es más
fácil tener fe en lo general que en lo particular.
En este versículo vemos que la resurrección del cuerpo formaba parte del
credo de la Iglesia judía y de la fe de los discípulos de nuestro Señor. El “yo
sé” de Marta da la impresión de que estaba recordando las palabras de Job:
“Yo sé que mi Redentor vive”. Lo que no entendía o no recordaba era el oficio
específico de nuestro Señor como Señor de la resurrección. Es incomprensible
que hubiera pasado por alto lo que nuestro Señor había dicho ante el
Sanedrín (cf. Juan 5:25–29). Es muy probable que no se encontrara en
Jerusalén en aquel momento. Si lo había oído, es evidente que no lo había
entendido. ¡Muy a menudo, ni siquiera el propio pueblo de nuestro Señor
entendía su enseñanza! Cuánto más deben esperar los que ministran que no
se entiendan todos sus sermones.
En mi opinión, las palabras de Marta denotan una decepción evidente. Es
como si dijera: “Claro que sé que resucitará en el día postrero, pero eso es un
pobre consuelo. Pasará dentro de mucho tiempo. Lo que necesito es un
consuelo mejor y más cercano”.
Comenta Hutcheson: “No es raro ver que los hombres creen grandes
cosas lejanas que no experimentan en el presente, mientras que demuestran
una fe débil ante una prueba presente, a pesar de que esta sea menos difícil
que aquello que profesan creer”.
V. 25: [Le dijo Jesús […]: resurrección y la vida]. En este versículo y el
siguiente, nuestro Señor corrige las ideas débiles e inadecuadas de Marta y le
presenta un concepto más elevado de sí mismo. Como dice Crisóstomo, “le
muestra que no necesita que nadie le ayude”. Le dice que Él no es un mero
maestro humano de la resurrección, sino el Autor divino de toda resurrección,
ya sea espiritual o física, y la Raíz y Fuente de toda vida: “Yo soy el ser santo
que ha tomado la naturaleza humana sobre sí, ennobleciendo su cuerpo y
posibilitando su resurrección. Soy la gran Causa Primera y Aquel que hace
posible la resurrección del hombre, el vencedor de la muerte y el Salvador del
cuerpo. Soy la gran Fuente de vida y de mí procede toda la vida, ya sea
eterna, espiritual o física. Todos los que resuciten lo harán gracias a mí. Todos
los que sean avivados espiritualmente, lo serán por medio de mí. Fuera de mí
no hay vida. Por medio de Adán llegó la muerte; por medio de mí llega la
vida”.
No podemos dejar de advertir que se trata de una afirmación profunda,
tan profunda que no vemos más que una pequeña parte. Solo hay una cosa
clara e inequívoca: Nadie que no sea alguien que sabía y sentía que era Dios
mismo podía utilizar un lenguaje semejante a este. Ningún profeta o apóstol
habló jamás de esta forma.
Me inclino a pensar que las dos primeras palabras de este versículo
pueden contener una referencia implícita al gran título de Jehová: “Yo soy”. El
griego deja margen para ello.
[El que cree en mí […], muerto, vivirá]. Esta frase puede interpretarse de
dos formas. Algunos —como Calvino y Hutcheson— sostienen que “muerto”
significa aquí muerto espiritualmente. Otros —como Bullinger, Gualter,
Brentano y Musculus— sostienen que “muerto” significa muerto
corporalmente. Estoy completamente de acuerdo con estos últimos, en parte
por la cuestión que está explicando a Marta y en parte por la dificultad que
supone hablar del creyente como “muerto”. Más aún, la expresión es un
verbo: “aunque haya muerto”, y no un adjetivo: “aunque esté muerto”.
Considero que el sentido es el siguiente: “El que cree en mí, aun a pesar de
que haya muerto y esté sepultado, como es el caso de tu hermano, vivirá y
será resucitado a través de mi poder. La fe en mí une a tal persona a la
Fuente de toda vida, y la muerte solo puede sujetarle durante un breve
período. Tan cierto como yo, la Cabeza, tengo vida y el sepulcro no tiene
poder sobre mí, de la misma forma, al creer en mí todos mis miembros
vivirán también”.
V. 26: [Y todo aquel que vive y cree […] no morirá eternamente]. Creo
que, en este versículo, nuestro Señor habla de los creyentes vivos, así como
en el versículo anterior habla de los muertos. Aquí, pues, hace la tremenda
afirmación de que todo “aquel que en Él cree no morirá eternamente”. La
segunda muerte no tendrá poder alguno sobre él. El aguijón de la muerte
corporal será eliminado. Desde el momento en que cree en Cristo, participa
de una vida inacabable. Quizá su cuerpo permanezca en el sepulcro durante
un breve período, pero solo para resucitar posteriormente a la gloria; su alma
vive ininterrumpidamente para siempre, e igual que la gran Cabeza que
resucitó, no muere ya jamás.
Todo creyente reverente siempre reconocerá la profundidad de esta frase
y la anterior. Nos sentimos incapaces de ver el fondo. Probablemente la
dificultad nazca de la absoluta incapacidad de nuestras naturalezas groseras
y carnales para comprender los misterios de cualquier tipo de muerte, vida o
resurrección. Hay una cosa clara, y es la importancia de la fe en Cristo. El que
“cree” vivirá a pesar de estar muerto y no morirá eternamente.
Asegurémonos de creer y todo quedará claro algún día. Preguntas tan
sencillas como qué es la vida y qué es la muerte bastan para silenciar al más
sabio de los filósofos.
[¿Crees esto?]. Esta escrutadora pregunta no es sino la aplicación a Marta
de las grandes doctrinas que se acaban de establecer: “Crees que los
muertos resucitarán. Eso está bien. ¿Pero crees que soy el autor de la
resurrección y la fuente de la vida? ¿Comprendes que yo, tu Maestro y amigo,
soy Dios mismo y que tengo en mis manos las llaves de la muerte y el
sepulcro? ¿Lo has entendido ya? Si no es así y solo me consideras un profeta
venido para enseñar cosas buenas y agradables, solo has asimilado una parte
de la verdad”.
Preguntas básicas como esas son de gran utilidad. ¡Qué poca idea
tenemos la mayoría de nosotros de lo que creemos en realidad y lo que no; lo
que hemos asimilado y asido firmemente y aquello que conocemos
someramente! Por encima de todo, qué poca idea tenemos de lo que
creemos en realidad con respecto a Cristo.
Señala Melanchton la inmensa importancia de saber si tenemos fe
verdaderamente y si creemos aquello que defendemos.
V. 27: [Le dijo: Sí, Señor; yo he creído]. La pobre Marta, puesta contra las
cuerdas por la tremenda pregunta del versículo anterior, no parece capaz
más que de ofrecer una vaga respuesta a duras penas. Para ser justos, no
podemos esperar que hablara de forma clara acerca de cosas que solo
entendía defectuosamente. Recurre, pues, a una respuesta general en la que
declara sencilla, aunque convencidamente, hasta dónde llegaba su credo.
La expresión “he creído” no transmite toda la intensidad del original
griego. Literalmente sería: “He creído y creo”. Esta es mi fe, y lo ha sido
durante mucho tiempo.
Agustín, Beda, Bullinger, Chemnitz, Gualter, Maldonado, Quesnel y Henry
piensan que la primera palabra de la respuesta de Marta es una declaración
completa y explícita de fe en todo lo que nuestro Señor acababa de decir: “Sí,
Señor, creo que eres la resurrección y la vida”, etc. En lo que a mí concierne,
no creo que esto sea así. La idea parece entrar en contradicción con la
conducta posterior de Marta en el sepulcro.
Musculus sostiene convencido que la confesión de Marta, a pesar de ser
buena, era vaga e imperfecta. Lampe adopta una tesis muy similar.
[Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios […], mundo]. Aquí tenemos la
declaración de Marta con respecto a su fe. Contiene tres puntos esenciales:
1) que Jesús era el Cristo, el Ungido, el Mesías; 2) que era el Hijo de Dios; 3) y
que era el Redentor prometido que había venido al mundo. No pasa de ahí, y
probablemente no fuera capaz de ello. Sin embargo, si tenemos en cuenta la
época en que vivió, la incredulidad generalizada del pueblo judío y la
tremenda diferencia entre las ideas de los creyentes antes de la crucifixión y
posteriormente, creo que es una confesión noble y gloriosa, y hasta más
completa que la de Mateo 16:16. En un extenso e interesante pasaje,
Melanchton detalla la gran superioridad de la fe de Marta sobre la del pagano
más intelectual.
Es fácil decir que la fe de Marta era más bien vaga y que debería haberlo
visto todo más claramente. Pero nosotros, que nos encontramos en esta
época y disfrutamos de todas las ventajas, somos jueces muy deficientes de
una cuestión como esa. Pobres y débiles como eran sus ideas, era algo muy
grande que una judía sola pudiera entender una cantidad tal de verdad
cuando, a tres kilómetros de allí, en Jerusalén, se excomulgaba y perseguía a
todo el que sostuviera un credo semejante al suyo.
Advirtamos que las ideas que tienen las personas con respecto a la verdad
pueden ser muy defectuosas en algunas cuestiones y que, sin embargo,
comprendan el fondo de las cosas. Es obvio que Marta no comprendía
plenamente aún que Cristo era la resurrección y la vida, pero había aprendido
el abecedario del cristianismo —el mesiazgo de Cristo, su divinidad—, y es
innegable que aprendió más cosas con el tiempo. No debemos juzgar a las
personas apresurada o severamente porque no lo vean todo de inmediato.
Crisóstomo dice: “Creo que Marta no entiende la afirmación de Cristo. Era
consciente de su grandeza, pero no percibía la plenitud de su significado, por
lo que cuando se le pregunta una cosa responde con otra distinta”.
Comenta Toledo: “Marta pensaba que creía todo lo que Cristo decía, al
creer que era el Mesías prometido. Y era cierto que creía, pero su fe era
incondicional y general. Es como si se le pregunta a un aldeano con respecto
a alguna cuestión de fe que no acaba de entender y responde: ‘Yo creo en la
santa Iglesia’. De la misma forma, Marta dice aquí: ‘Sí Señor, yo he creído
que eres el Cristo verdadero y que todo lo que dices es cierto’, y, sin
embargo, no lo comprendía todo claramente”. Este es un extraordinario
testimonio de un católico romano.
¿No debiéramos tener en cuenta quizá la angustia y el sufrimiento de
Marta cuando hizo su confesión? ¿Podemos esperar que una persona en su
situación hable de forma tan inequívoca y precisa como alguien que no tiene
dificultades?
V. 28: [Habiendo dicho esto, etc.]. Aquí vemos el afecto que sentía Marta
hacia su hermana. Después de asegurarse de que su Maestro había llegado, y
quizá animada por las pocas palabras que había pronunciado, vuelve a casa
apresuradamente a fin de referirle a María que Jesús había llegado y
preguntaba por ella. No se nos dice de forma expresa que Jesús hubiera
mencionado a María, pero podemos suponer que lo había hecho y que había
preguntado dónde estaba.
La expresión “el Maestro” es probablemente el apelativo con que los
miembros de la familia de Betania solían referirse entre ellos a nuestro Señor.
Comenta Bullinger que la expresión “en secreto” se introduce
deliberadamente para mostrar que los judíos que acompañaban a María
desconocían la presencia de Jesús. Piensa que, de haberlo sabido, no la
habrían acompañado y, en consecuencia, no habrían presenciado el milagro.
Hall no duda en afirmar que Marta habló a María “en secreto” por temor a
los judíos incrédulos que había entre los condolientes. Comenta: “El
cristianismo no nos pide que renunciemos a una conducta honrada y
precavida: ciertamente, exige que tengamos tanto de serpiente como de
paloma”.
V. 29: [Ella, cuando lo oyó, etc.]. Los dos últimos verbos de esta frase se
encuentran en presente. La traducción más literal sería: “Ella, oyéndole, se
levanta de prisa y viene a Él”. En mi opinión, es evidente que el súbito
movimiento de María no se debió a que oyera de la llegada de Jesús, sino a
que Él la llamó.
A juzgar por la expresión “se levantó”, no sería extraño que María se
encontrara sentada o postrada, hundida por el peso de su pena. También
podemos suponer con facilidad que nuestro Señor, que indudablemente
conocía su estado, la llamó a fin de que se moviera. Cuando David oyó que su
hijo estaba muerto y no podía ya más que resignarse, “se levantó de la
tierra” (2 Samuel 12:20).
Juan 11:30–37

Hay pocos pasajes del Nuevo Testamento que sean tan maravillosos
como el sencillo relato que encontramos en estos ocho versículos.
Manifiesta de manera muy hermosa el carácter compasivo de nuestro
Señor Jesucristo. Nos muestra que Aquel que “puede […] salvar
perpetuamente a los que por él se acercan a Dios” (Hebreos 7:25)
puede sentir, además de salvar. Nos muestra a Aquel que es uno con el
Padre, y el Hacedor de todas las cosas, participando de los dolores
humanos y derramando lágrimas humanas.
Por un lado, en estos versículos vemos cómo a veces Dios bendice
grandemente los actos de bondad y compasión.
Parece que, a la llegada de Jesús, la casa de Marta y María en
Betania estaba llena de condolientes. No cabe duda que muchos de
ellos no sabían nada de la vida interior de estas santas mujeres. Su fe,
su esperanza, su amor hacia Cristo y su discipulado eran cosas que
desconocían por completo. Pero se compadecieron de su gran aflicción
y acudieron bondadosamente a ofrecerles el consuelo que buenamente
podían. Al hacerlo, cosecharon una rica e inesperada recompensa.
Contemplaron el mayor milagro obrado por Jesús. Fueron testigos
presenciales de la salida de Lázaro del sepulcro. Bien podemos creer
que aquel día supuso para muchos un nacimiento espiritual. La
resurrección de Lázaro condujo a la resurrección de sus almas. ¡Qué
pequeños son a veces los goznes sobre los que parece girar la vida
eterna! Si estas personas no hubieran participado en el duelo quizá
nunca habrían sido salvas.
No debemos dudar ni por un momento que estas cosas se
escribieron para instrucción nuestra. Lo sepamos o no, mostrar bondad
y compasión hacia aquellos que sufren es bueno para nuestras propias
almas. Visitar a los huérfanos y las viudas en su sufrimiento, llorar con
los que lloran, intentar soportar las cargas mutuas y aliviar las mutuas
preocupaciones no expiará nuestros pecados ni tampoco nos llevará al
Cielo. No obstante, es un sano ejercicio para nuestros corazones y una
ocupación que nadie debiera despreciar. Pocos son quizá conscientes
de que uno de los secretos de ser desgraciado es vivir para uno mismo
y que uno de los secretos de ser feliz es intentar hacer felices a otros y
hacer algo de bien en el mundo. No en vano escribió Salomón estas
palabras: “El corazón de los sabios está en la casa del luto; mas el
corazón de los insensatos, en la casa en que hay alegría” (Eclesiastés
7:2, 4). La afirmación de nuestro Señor se olvida muy a menudo:
“Cualquiera que dé a uno de estos pequeñitos un vaso de agua fría
solamente, por cuanto es discípulo, de cierto os digo que no perderá su
recompensa” (Mateo 10:42). Los amigos de Marta y María pudieron
comprobar el cumplimiento de esta promesa de manera maravillosa.
Bueno sería que tuvieran más imitadores en una época
particularmente egoísta y desenfrenada como la nuestra.
Por otro lado, vemos lo profunda y tierna que es la compasión que
Cristo siente hacia su pueblo. Leemos que, cuando nuestro Señor vio a
María llorando y a los judíos llorando con ella, “se estremeció en
espíritu y se conmovió”. Más aún, leemos que expresó sus
sentimientos exteriormente: “Lloró”. Sabía perfectamente que pronto
el dolor de la familia de Betania se convertiría en gozo y que en pocos
minutos Lázaro sería devuelto a sus hermanas. Pero, a pesar de saber
todo eso, “lloró”.
Estas lágrimas de Cristo son profundamente instructivas. Nos
muestran que no es pecaminoso expresar dolor. El lamento y el duelo
son una dura prueba para la carne y la sangre y hacen que sintamos la
debilidad de nuestra naturaleza mortal. Pero no son equivocados en sí.
Hasta el Hijo de Dios lloró. Nos muestra que no debemos
avergonzarnos de experimentar sentimientos profundos. La frialdad, el
estoicismo y la imperturbabilidad ante el dolor no son señal de gracia.
Las lágrimas no tienen nada de indigno para un hijo de Dios. Hasta el
Hijo de Dios podía llorar. Por encima de todo, nos muestra que el
Salvador en quien confían los creyentes es un Salvador sumamente
tierno y sensible. Es alguien que puede compadecerse de nuestras
debilidades. Cuando nos dirigimos a Él en los momentos difíciles y le
abrimos nuestro corazón, sabe por lo que estamos pasando y puede
compadecerse. Y es alguien que no cambia jamás. Aunque ahora esté
sentado a la diestra de Dios en el Cielo, su corazón sigue siendo el
mismo que cuando se encontraba en la Tierra. Tenemos a un Abogado
con el Padre que, durante su estancia en la Tierra, podía llorar.
Recordemos estas cosas en nuestras vidas cotidianas y jamás nos
avergoncemos de seguir los pasos de nuestro Maestro. Esforcémonos
en ser hombres y mujeres con corazones sensibles y espíritus
compasivos. Jamás nos avergoncemos de llorar con los que lloran y
gozarnos con los que se gozan. ¡Bien le iría a la Iglesia y al mundo que
hubiera más cristianos de este carácter y este cuño! La Iglesia sería
mucho más hermosa y el mundo mucho más feliz.

Notas: Juan 11:30–37


V. 30: [Jesús todavía no había entrado, etc.]. Quiere decir que Jesús
continuaba esperando en aquel lugar a las afueras de Betania donde se había
producido su primer encuentro con Marta. Calvino piensa que Jesús se quedó
fuera de Betania a petición de Marta, para que su vida no corriera peligro.
V. 31: [Entonces los judíos […] la consolaban […] la siguieron]. Es
probable que las personas aquí mencionadas fueran un grupo
considerablemente nutrido, tantos como cupieran en la casa. En el griego,
“consolaban” es un participio presente y da a entender que estaban
consolando a María en ese mismo momento. No sabemos con certeza en qué
consistía el consuelo que se ofrecía en tales ocasiones. Las personas que solo
recurren a tópicos son un pobre consuelo y mucho peores que los amigos de
Job, que se sentaron durante siete días sin decir nada. Quizá entre los judíos
la mera presencia de personas corteses y comprensivas se considerara una
muestra de amabilidad y aliviara el dolor de los afligidos. En cuestiones como
estas, las costumbres de las diversas naciones difieren grandemente.
Es obvio que los judíos no oyeron el mensaje de Marta y que desconocían
la proximidad de Jesús. Quizá, de saberlo, algunos de ellos no habrían
seguido a María; al desconocerlo, todos la siguieron y, de forma imprevista,
se convirtieron en testigos presenciales de un milagro increíble. Lo único que
sabían era que María había salido a toda prisa. La siguieron impulsados por
un espíritu compasivo, y al hacerlo cosecharon una gran bendición.
Comenta Ruperto perspicazmente que los judíos no siguieron a Marta
cuando salió corriendo a encontrarse con Jesús, pero sí siguieron a María.
Conjetura que la aflicción de María era más profunda y abrumadora que la de
su hermana y que sus amigos se volcaron en ella porque precisaba de mayor
consolación. Sin embargo, parece que la explicación más sencilla es que,
cuando ambas hermanas salieron de la casa, sus amigos no podían hacer
más que salir también y acompañarlas.
[Va al sepulcro a llorar allí]. Esta frase nos lleva a suponer que en tiempos
de nuestro Señor era costumbre entre los judíos llorar ante el sepulcro de los
amigos fallecidos. Al opinar acerca de semejante costumbre, que para la
mayoría de las personas inteligentes resulta tan inútil como frotar una llaga y
muy susceptible de mantener el dolor sin ofrecer una cura, debemos recordar
que las ideas del Antiguo Testamento con respecto al estado posterior a la
muerte no son tan claras y agradables como las nuestras. Ni siquiera los
mejores santos anteriores a Cristo comprendían tan bien la eliminación del
aguijón de la muerte, la resurrección y el Paraíso como se entendieron tras su
resurrección. Bien podemos creer que, en los tiempos de nuestro Señor, la
mayoría de los judíos consideraba que la muerte suponía el fin de toda
felicidad y comodidad y que el estado posterior a la muerte solo era un
pavoroso vacío. Siendo los saduceos, que afirmaban que no había
“resurrección”, los principales y sumos sacerdotes, bien podemos imaginar
que el dolor de muchos judíos ante la muerte de sus amigos era una “pena
sin esperanza”. Aun hoy día, el “muro de las lamentaciones” en Jerusalén,
donde los judíos se congregan para llorar ante los cimientos del antiguo
Templo, es prueba de que no se ha perdido su hábito de llorar por las
esperanzas perdidas.
V. 32: [María, cuando llegó, etc.]. En este versículo vemos que, tan pronto
como María se hubo encontrado con nuestro Señor, lo primero que dijo fue
casi exactamente lo mismo que había dicho Marta en el versículo 21, y no es
preciso repetir los comentarios que allí se hicieron. En todo caso, esta
semejanza muestra que, durante la enfermedad de Lázaro, los pensamientos
de ambas hermanas habían discurrido por el mismo cauce. Las dos habían
depositado todas sus esperanzas en la venida de Jesús. Ambas habían
confiado en que su venida salvara la vida del hermano. Probablemente,
ambas experimentarían una amarga decepción cuando este no acudió.
Probablemente habrían repetido estas mismas palabras una y otra vez: “Si
viniera nuestro Maestro, Lázaro no moriría”. En todo caso, aquí, igual que en
otras partes, vemos leves diferencias entre las dos hermanas.
Considerémoslas.
María “se postró” a los pies de nuestro Señor, mientras que María no lo
hizo. Es probable que hasta ese momento hubiera aguantado y saliera
corriendo al lugar donde Marta le dijo que Jesús la esperaba. Pero, cuando se
encontró con su Maestro y recordó cuánto había anhelado verle durante días,
sus sentimientos la superaron y se vino abajo. La vista desempeña un gran
papel en los sentimientos del corazón. A menudo las personas demuestran
gran entereza hasta que ven algo que invita a la reflexión.
No creo que haya motivos para pensar, como hace Calvino, que postrarse
“a los pies de nuestro Señor” fuera un acto de adoración, un reconocimiento
de la divinidad de nuestro Señor. Es más natural y razonable considerarlo una
simple expresión del estado de ánimo de María.
Señala Trapp que las palabras de María en este versículo y las de Marta en
el anterior muestran que todos tenemos una tendencia natural a conceder
demasiada importancia a la presencia corporal de Cristo.
V. 33: [Jesús entonces, al verla, etc.]. Este es uno de esos versículos que
manifiestan intensamente la verdadera humanidad de nuestro Señor y su
capacidad de comprender a su pueblo. Como verdadero hombre que era, se
sintió especialmente conmovido cuando vio llorar a María y a los judíos.
Como Dios, no necesitaba escuchar sus lamentos y ver sus lágrimas para
saber que estaban sufriendo. Conocía perfectamente sus sentimientos. Sin
embargo, como hombre era como uno de nosotros y se conmovía
especialmente ante la visión del dolor; porque la naturaleza humana es de tal
forma que la pena es eminentemente contagiosa. Si en un grupo alguien se
siente conmovido y empieza a llorar es muy probable que también otros
lloren. Es evidente que nuestro Señor poseía plenamente esta empatía. Vio
llorar y lloró.
Es preciso señalar que nuestro Señor no cambia nunca. No abandonó su
naturaleza humana al ascender al Cielo. En estos momentos, a la diestra de
Dios, puede compadecerse de nuestras debilidades y es capaz de entender
nuestras lágrimas igual que siempre. Nuestro Sumo Sacerdote es
exactamente el amigo que necesitan nuestras almas, capaz de salvar como
Dios y capaz de sentir como hombre. Decir que los sentimientos de la virgen
María hacia los pecadores son más intensos que los de Cristo no es más que
un acto de ignorancia y blasfemia. Enseñar que podemos necesitar algún otro
sacerdote cuando Jesús es un Salvador tan sensible es una enseñanza
insensata y absurda.
[Se estremeció en espíritu]. Esta expresión es de una dificultad
considerable. La palabra que se traduce como “estremeció” solo aparece en
cinco ocasiones en todo el Nuevo Testamento. En Mateo 9:30 y Marcos 1:43
aparece como “encargó rigurosamente”. En Marcos 14:5 aparece como
“murmuraban”. Aquí aparece como “se estremeció” y en el versículo 38 como
“conmovido”. Ahora bien, ¿qué significa exactamente esta frase?
a) Algunos —como Ecolampadio, Brentano, Chemnitz, Flacius y Ferus—
sostienen con convicción que la expresión “se estremeció” lleva
inseparablemente aparejada la idea de ira, indignación y severa reprensión.
Creen que la idea subyacente es la profunda y santa indignación que
conmovió al Señor ante los estragos que había ocasionado la muerte y la
desdicha que el pecado y el diablo habían introducido en el mundo. Afirman
que se trata de la ira justa y severa con que el libertador de un país oprimido
por la tiranía de un rebelde observa la desolación y la destrucción que este
ha ocasionado.
b) Otros añaden a esta interpretación la idea de que “en espíritu” significa
que nuestro Señor se estremeció a través del Espíritu Santo, o por el Espíritu
divino que moraba en Él sin medida, o por el poder de su divinidad.
c) Otros —como Crisóstomo, Teofilacto, y Eutimio— piensan que “se
estremeció en espíritu” significa que Cristo reprendió sus sentimientos
naturales por medio de su naturaleza divina, o que refrenó su malestar y, al
hacerlo, quedó fuertemente perturbado.
d) Otros —como Gomar y Lampe— consideran que nuestro Señor sintió
una pena y una indignación santas ante la incredulidad que aun Marta y
María exhibían (expresada en su pena no contenida, como si en el caso de
Lázaro no hubiera esperanza), así como ante la incredulidad de los judíos.
e) Otros —como Bullinger, Gualter, Diodati, Grocio, Maldonado, Jansen,
Rollock y Hutcheson— consideran que la frase solo expresa el más elevado y
profundo estado de agitación mental, una agitación en la que se combinan y
mezclan el dolor, la compasión y un santo aborrecimiento de la obra del
pecado en el mundo. Comoquiera que sea, por el momento, esta agitación
solo era interior. No era corporal, sino espiritual; no en la carne, sino en el
espíritu. Como dice Burgon, aquí el “espíritu” significa el alma interior de
Cristo. Prefiero esta opinión a la anterior, aunque admito sin reservas que no
está exenta de dificultades. Pero Schleusner y Parkhurst la comparten y
también parece ser la idea de Tyndall y Cranmer, así como de la versión de
Ginebra y del Rey Jacobo.
[Y se conmovió]. En mi opinión, esta expresión es aún más difícil que la
inmediatamente anterior. Al igual que en la anotación al margen de la Biblia
del Rey Jacobo, se podría traducir literalmente como: “Se conmovió a sí
mismo”. De hecho, Wycliffe la traduce de esa forma. Ahora bien, ¿qué puede
significar?
Algunos sostienen que, en la misteriosa persona de nuestro Señor, la
naturaleza humana estaba tan completamente sometida a la divina, que las
pasiones y los sentimientos humanos no se despertaban a menos que
mediara la influencia de la naturaleza divina y que aquí, a fin de mostrar su
empatía, se “conmovió a sí mismo”. Así, Ruperto señala que “de no haberse
conmovido a sí mismo, nadie podría haberlo hecho”. Confieso que considero
esta tesis con cierto recelo. Parece implicar que la naturaleza humana de
nuestro Señor no era como la nuestra y que su humanidad era como un
instrumento musical tocado por su divinidad, muerto y pasivo hasta que se le
hacía sonar. En mi opinión, esto conlleva algún peligro.
Prefiero pensar que, como hombre, nuestro Señor tenía todos los
sentimientos y las pasiones de un ser humano, pero todos ellos controlados
con tal perfección que nunca se excedían como los nuestros y ni siquiera
llegaban a exteriorizarse demasiado salvo en ocasiones importantes. Como
dice Beza, no había “desorden” en sus emociones. Creo que aquí vio una
oportunidad para expresar un profundo grado de pena y empatía, en parte
por la triste escena que contemplaba y en parte por su amor hacia María,
Marta y Lázaro. Así, pues, se estremeció y se “conmovió a sí mismo”.
También es posible que la frase no sea más que un hebraísmo equivalente
a “se angustió” (cf. 1 Samuel 30:6 y 2 Samuel 12:18). Hammond afirma que
se trata de un modismo hebraico.
Dicho todo esto, no debemos olvidar que la frase trata una cuestión muy
misteriosa y delicada: la de la naturaleza exacta de la unión de las dos
naturalezas en la persona de nuestro Señor. Que era a la vez totalmente Dios
y totalmente hombre es un artículo de la fe cristiana; pero hasta qué punto
actuaba la naturaleza divina sobre la humana y en qué medida llegaba a
refrenar las pasiones y los sentimientos humanos y a influir en ellos son
cuestiones muy profundas e insondables. Después de todo, no es la menor de
las dificultades el que seamos incapaces de formarnos una idea clara y
correcta de una naturaleza humana completamente libre de pecado.
En cualquier caso, hay algo que se deja claro en este pasaje: no tiene
nada de malo o equivocado conmoverse mucho ante el dolor, siempre y
cuando mantengamos controlados nuestros sentimientos. Quizá a algunos les
parezca muy digno y filosófico ser siempre frío, insensible e incomprensivo.
Pero, aunque eso valga para un estoico, no es coherente con el carácter del
cristiano. La empatía no es pecaminosa, sino semejante a Cristo.
Observa Teofilacto que Cristo “nos enseña, por medio de su propio
ejemplo, la medida correcta de gozo y tristeza. La ausencia absoluta de
empatía y pena es brutal; pero el exceso cae en el amaneramiento”.
Observa Melanchton que da la impresión de que ninguno de los milagros
de Cristo fue obrado sin una gran emoción mental (Lucas 8:46). Conjetura
que, en este versículo, nuestro Señor experimentó una gran lucha con
Satanás en su mente y se debatió en oración pidiendo la resurrección de
Lázaro, y luego agradeció a Dios que la oración hubiera sido escuchada.
Calvino adopta una tesis muy similar.
Señala Ecolampadio que no debemos pensar que Cristo tuviera un cuerpo
humano y no un alma humana. Tenía un alma semejante a la nuestra en
todas las cosas, salvo en el pecado, capaz de experimentar todos nuestros
sentimientos y emociones.
Piscator y Trapp comparan el estremecimiento en espíritu de nuestro
Señor con la perturbación o la agitación del agua absolutamente
transparente en un vaso absolutamente transparente. Independientemente
de cuán grande sea la agitación, el agua seguirá estando transparente.
Comenta Musculus con reverencia que, después de todo, este
“estremecerse en espíritu y conmoverse a sí mismo” contiene algo que no
puede explicarse plenamente.
V. 34: [Y dijo: ¿Dónde le pusisteis?]. No se puede pensar que nuestro
Señor, que conocía todas las cosas, aun el momento de la muerte de Lázaro,
necesitara que se le informase del lugar de su sepulcro. La pregunta que
hace aquí está motivada en parte por su deseo de mostrar como un amigo
bondadoso su profunda comprensión y el interés en el sepulcro de su amigo,
y en parte para demostrar más aún que Él no tenía relación alguna con la
sepultura de Lázaro y que no tenía nada que ver con la elección de su
sepulcro, a fin de orquestar la impostura de su resurrección. En resumen,
todos los que le vieran formular la pregunta en público podrían advertir que
no existía milagro alguno prefabricado.
Comenta Quesnel: “Cristo no pregunta por ignorancia más de lo que
pudiera hacerlo Dios cuando preguntó a Adán: ‘¿Dónde estás tú?’ ”.
[Le dijeron: Señor, ven y ve]. No sabemos con exactitud quiénes
pronunciaron estas palabras. Probablemente fue la afirmación general del
grupo de condolientes que había alrededor mientras Jesús hablaba con María.
No sabían cuál era el motivo de nuestro Señor para ver el sepulcro.
Probablemente pensaran que deseaba acompañar a María y Marta y llorar
frente al sepulcro. En todo caso, la pregunta y su respuesta aseguraron la
afluencia de un gran número de personas que acompañaron a nuestro Señor
y sus discípulos cuando fueron al lugar donde Lázaro había sido sepultado.
V. 35: [Jesús lloró]. Este breve y maravilloso versículo ha dado pie a una
enorme cantidad de comentarios. La dificultad estriba en seleccionar las
reflexiones y no recargar la cuestión.
La palabra griega que se traduce como “lloró” no es la misma que
equivalía a “llorando” en el versículo 33, sino que es completamente distinta.
Aquí, llorar va acompañado de un lamento que se exterioriza. Una traducción
más literal y exacta de la palabra sería “derramó lágrimas”. De hecho, este
es el único pasaje en todo el Nuevo Testamento en que se utiliza el término
traducido como “lloró”.
En los Evangelios se deja constancia de que nuestro Señor lloró en tres
ocasiones: una cuando observó la ciudad (cf. Lucas 19:41), otra en el huerto
de Getsemaní (cf. Mateo 26:39 y Hebreos 6:7) y otra aquí. Nunca leemos que
riera y solo una vez que se regocijara (cf. Lucas 10:21).
Los comentaristas atribuyen el llanto de nuestro Señor en este pasaje,
antes de la resurrección de Lázaro, a diversas y curiosas razones.
a) Algunos piensan que lloró al ver los estragos ocasionados por la muerte
y el pecado.
b) Otros —como Hilario— opinan que lloró al pensar en la incredulidad de
los judíos.
c) Otros piensan que lloró al ver lo débil y trémula que era la fe de Marta y
María.
d) Otros —como Jerónimo y Ferus—, que lloró al pensar en el dolor que
experimentaría Lázaro al volver a un mundo pecaminoso.
e) Otros, que lloró por empatía con el sufrimiento de sus amigos en
Betania, a fin de dar a su Iglesia una prueba eterna de que es capaz de sentir
con nosotros y por nosotros.
Creo que esta última opinión es la correcta.
Este versículo nos enseña la gran lección práctica para el cristiano de que
llorar no tiene nada de indigno. Sentir empatía por los afligidos y estar
dispuestos a llorar con los que lloran no tiene nada de deshonroso, cobarde,
imprudente o débil. Ciertamente puede ser curioso enumerar la multitud de
ejemplos que tenemos en las Escrituras de grandes hombres que lloran.
La idea de que el Salvador en quien se nos pide que confiemos es alguien
que puede llorar —y que puede sentir además de salvar— puede ofrecernos
un gran consuelo.
En este breve versículo podemos ver de manera muy intensa la realidad
de la humanidad de nuestro Señor. Era alguien que podía tener hambre, sed,
sueño; que podía comer, beber, hablar, caminar, estremecerse, agotarse,
maravillarse, indignarse y regocijarse como cualquier de nosotros y, sin
embargo, sin pecado; y por encima de todo, podía llorar. Leo que “hay gozo
delante de los ángeles de Dios” (Lucas 15:10), pero no leo que los ángeles
lloren. Las lágrimas son específicas de la carne y la sangre.
Comenta Crisóstomo que “Juan, cuyas afirmaciones acerca de la
naturaleza de nuestro Señor son más elevadas que las de cualquier otro
Evangelista, también desciende más que ningún otro al describir sus
sentimientos físicos”.
V. 36: [Dijeron […] judíos: Mirad […] amaba]. Esta frase demuestra en
parte sorpresa —que se manifiesta en “mirad”— y en parte admiración: ¡qué
Maestro tan amante y sensible es este! Da la impresión de que los que
dijeron esto fueron los pocos judíos sin prejuicios que había acudido a Betania
para consolar a Marta y María y luego creyeron al presenciar la resurrección
de Lázaro.
Advirtamos que, de todas las virtudes, el amor es la que más atrae la
atención del mundo y más influye en su opinión.
V. 37: [Y algunos de ellos dijeron]. Esta frase me parece el lenguaje de
unos enemigos resueltos a no creer nada bueno de nuestro Señor y
dispuestos a encontrar un error o una fisura en todo lo que dijera. ¿No tiene
una cierta resonancia sarcástica? “¿No podía aquel hombre, si es que
ciertamente abrió los ojos de aquel ciego en Jerusalén en otoño, haber
evitado la muerte de su amigo? Si verdaderamente es el Mesías y el Cristo y
de verdad hace obras tan maravillosas, ¿por qué no ha evitado todo este
dolor? Si de verdad amaba a Lázaro y a sus hermanas, ¿por qué no demostró
su amor salvándole del sepulcro? ¿No está claro que este no es el
Todopoderoso? No puede hacerlo todo. Podía abrirle los ojos a un ciego, pero
no podía evitar que la muerte se llevara a su amigo. Si era capaz de evitar la
muerte de Lázaro, ¿por qué no lo hizo? Si no era capaz, está claro que hay
cosas que no puede hacer”.
Debemos advertir que “ciego” está en singular. Es obvio que hacen
referencia al caso del ciego de Jerusalén.
Nótese que a algunos malvados no hay nada que los convenza, satisfaga
o acalle. Aun teniendo a Cristo ante sí, cavilan, dudan y encuentran errores.
¿Qué derecho tienen a sorprenderse los ministros cristianos si reciben el
mismo trato?
Comenta Musculus la malicia satánica que demuestra este versículo. Es el
viejo espíritu escéptico de cavilación y cuestionamiento. La incredulidad
siempre pregunta: ¿Por qué? ¿Por qué? ¿Por qué? “Si este hombre era amigo
de Lázaro y le amaba tanto, ¿por qué permitió que muriera?”.

Juan 11:38–46

Estos versículos documentan uno de los mayores milagros que el


Señor Jesucristo obrara jamás y proporcionan una prueba incontestable
de su divinidad. ¡Quien podía traer de entre los muertos a alguien que
llevaba sepultado cuatro días no podía ser más que Dios mismo! El
milagro en sí se describe con un lenguaje tan sencillo que ningún
comentario humano puede arrojar más luz sobre él. Pero las
afirmaciones que hace nuestro Señor en esta ocasión son
particularmente interesantes y merecen especial atención.
En primer lugar, debemos destacar las palabras de nuestro Señor
con respecto a la piedra que había encima del sepulcro de Lázaro.
Leemos que, a su llegada al lugar del sepulcro, dijo a los que le
acompañaban: “Quitad la piedra”.
Ahora bien, ¿por qué dijo eso nuestro Señor? No cabe duda que le
habría sido tan fácil ordenar a la piedra que se apartara sin
intervención de nadie como llamar a un cadáver de su sepulcro. Pero
esa no era su forma de proceder. Aquí, igual que en otros casos, opta
por dejar algo en manos del hombre. Aquí, igual que en otras partes,
enseña la gran lección de que su poder omnipotente no tiene como
resultado la eliminación de la responsabilidad humana. No deseaba
que el hombre quedara ocioso y se cruzara de brazos ni siquiera
cuando Él estaba a punto de resucitar a un muerto.
Tengámoslo siempre en mente. Se trata de una cuestión de gran
importancia. Es indudable que, al hacer bien espiritual a otros, al
educar a nuestros hijos para el Cielo, al buscar la santidad en nuestro
camino diario, somos débiles e insuficientes: “Separados de [Cristo]
nada [podemos] hacer” (Juan 15:5). Pero aun así, debemos recordar
que Cristo espera de nosotros aquello de lo que somos capaces.
“Quitad la piedra” es la orden cotidiana que nos da. Cuidémonos de la
ociosidad bajo la excusa de ser humildes. Intentemos hacer lo que
podamos cada día y, en ese intento, Cristo nos ayudará y concederá su
bendición.
En segundo lugar, debemos destacar las palabras que dirige
nuestro Señor a Marta cuando pone objeciones a que se retire la
piedra. La fe de esta santa mujer se vino abajo por completo ante la
inminente apertura de la cueva donde se hallaba sepultado su
hermano. Era incapaz de creer que aquello sirviera de algo. “Señor —
exclama— hiede ya”. Y entonces llega la solemne reprensión de
nuestro Señor: “¿No te he dicho que si crees, verás la gloria de Dios?”.
Pero quizá sea más probable que nuestro Señor deseara recordar a
Marta la vieja lección que le había enseñado durante todo su
ministerio: el deber de creer siempre. Es como si le hubiera dicho:
“Marta, Marta, estás olvidando la gran doctrina de la fe que siempre te
he enseñado. Cree, y todo saldrá bien. No temas: cree tan solo”.
Esta es una lección que nunca se puede aprender lo
suficientemente bien. ¡Qué propensa es nuestra fe a venirse abajo en
momentos de prueba! ¡Qué fácil es hablar de fe en los días de salud y
prosperidad y qué difícil es practicarla en tiempos de oscuridad,
cuando parece que el Sol, la Luna y las estrellas han desaparecido!
Aprendamos de corazón las palabras que pronuncia nuestro Señor en
este pasaje. Oremos para recibir tales reservas de fe que, cuando nos
llegue la hora del sufrimiento, podamos sufrir pacientemente y creer
que todo va bien. El cristiano que ha dejado de decir “para creer tengo
que ver” y ha aprendido a decir “creo, y pronto veré” ha alcanzado
elevadas calificaciones en la escuela de Cristo.
En tercer lugar, debemos destacar las palabras que dirige nuestro
Señor a Dios el Padre al ser retirada la piedra del sepulcro. Leemos que
dijo: “Padre, gracias te doy por haberme oído. Yo sabía que siempre me
oyes; pero lo dije por causa de la multitud que está alrededor, para
que crean que tú me has enviado”.
Este maravilloso lenguaje es radicalmente distinto de cualquier cosa
dicha por los Profetas o los Apóstoles al obrar un milagro. De hecho, no
se trata de una oración, sino de alabanza. Es evidente que implica una
comunión misteriosa y constante entre Jesús y su Padre en el Cielo que
las facultades humanas son incapaces de explicar o concebir. Es
indudable que aquí, como sucede en otros pasajes de S. Juan, nuestro
Señor deseaba mostrar a los judíos la unidad absoluta que había entre
su Padre y Él, tanto en todo lo que hacía como en todo lo que decía.
Deseaba recordarles una vez más que no había venido a ellos como
mero profeta, sino como el Mesías que había sido enviado por el Padre
y que era uno con Él. Deseaba que supieran una vez más que, así
como las palabras que pronunciaba eran las mismísimas palabras que
el Padre le había encargado que dijera, igualmente las obras que
llevaba a cabo eran las mismísimas obras que el Padre le había
encargado que hiciera. En pocas palabras, era el Mesías prometido a
quien el Padre siempre escucha, porque Él y el Padre son uno.
Por profunda que sea esta verdad, la paz de nuestras almas
depende de que creamos en ella plenamente y de que estemos
fuertemente asidos de ella. Tengamos por un firme principio en nuestra
religión que el Salvador en quien confiamos es nada menos que el Dios
eterno, alguien a quien el Padre escucha siempre, alguien que es
ciertamente su Igual. Uno de los secretos del consuelo interior es tener
clara la dignidad de la persona de nuestro Mediador. Bienaventurado
aquel que puede decir: “Yo sé a quién he creído, y estoy seguro que es
poderoso para guardar mi depósito para aquel día” (2 Timoteo 1:12).
Por último, debemos destacar las palabras que dirige nuestro Señor
a Lázaro tras resucitarle. Leemos que “clamó a gran voz: ¡Lázaro, ven
fuera!”. Ante el sonido de esa voz, el rey de los terrores entregó de
inmediato a su legítimo cautivo y el insaciable sepulcro escupió a su
presa. Inmediatamente “el que había muerto salió, atadas las manos y
los pies con vendas, y el rostro envuelto en un sudario”.
Es imposible exagerar la grandeza de este milagro. La mente
humana es casi incapaz de asimilar la grandeza de la obra que se llevó
a cabo. Allí, a plena luz del día, delante de muchos testigos hostiles, se
devolvió la vida en un momento a un hombre que llevaba cuatro días
muerto. ¡Esta era una prueba pública de que nuestro Señor dominaba
por completo el mundo material! ¡Se reavivó un cadáver ya corrupto!
¡Esta era una prueba pública de que nuestro Señor tenía un dominio
absoluto sobre el mundo espiritual! Se trajo de vuelta del Paraíso a un
alma que había abandonado su morada terrenal y se la volvió a unir al
cuerpo de su dueño. Bien puede sostener la Iglesia de Cristo que Aquel
que podía llevar a cabo semejantes obras era “Dios sobre todas las
cosas” (Romanos 9:5).
Abandonemos este pasaje con pensamientos de ánimo y consuelo.
Consuela pensar que el amante Salvador de los pecadores, de cuya
misericordia dependen completamente nuestras almas, es alguien que
tiene toda potestad en el Cielo y en la Tierra y que es poderoso para
salvar. Consuela pensar que ningún pecador ha pecado tanto como
para que Cristo no le resucite y convierta. Aquel que estuvo ante el
sepulcro de Lázaro puede decir al más vil de los hombres: “Ven fuera:
suéltale y déjale marchar”. Y no es el menor de los consuelos pensar
que, cuando nosotros mismos descendamos al sepulcro, podremos
morir con la confianza plena de que resucitaremos. La voz que llamó a
Lázaro de su sepulcro atravesará un día nuestras tumbas y pedirá al
alma y al cuerpo que se unan: “Se tocará la trompeta, y los muertos
serán resucitados incorruptibles, y nosotros seremos transformados” (1
Corintios 15:52).

Notas: Juan 11:38–46


V. 38: [Jesús […], conmovido […] sepulcro]. La palabra que se traduce
como “conmovido” es la misma que se utiliza en el versículo 33, y se le
puede aplicar el mismo comentario. La única diferencia es que aquí dice
“conmovido” [N. E.: “Se conmovió en su interior”, en la versión bíblica
empleada por el autor] y allí “se estremeció en espíritu”. Comoquiera que
sea, esto confirma mi impresión de que en el anterior versículo “en espíritu”
significa simplemente “interior y espiritualmente” y que la idea general es
“bajo la influencia de una intensa emoción interior”.
Esta fuera de toda duda que el sepulcro se encontraba ubicado en las
afueras de la aldea de Betania. Entre los judíos —y ciertamente en la mayoría
de los pueblos de la Antigüedad—, la sepultura jamás estaba en el interior de
la ciudad. La práctica de enterrar a los muertos entre los vivos es una
innovación bárbara moderna de la que los cristianos no pueden
enorgullecerse.
Comenta Calvino: “Cristo se acerca al sepulcro como un campeón que se
prepara para un torneo; y no debe sorprendernos que se conmueva cuando
presencia la violenta tiranía de la muerte a la que ha de vencer”.
Ecolampadio y Musculus piensan que nuestro Señor quedó
“profundamente conmovido otra vez” por la incredulidad de los judíos y su
comentario sarcástico del versículo anterior. Bullinger opina que el hecho de
que nuestro Señor volviera a emocionarse solo atiende a la visión del
sepulcro.
[Era una cueva, y tenía una piedra puesta encima]. Al parecer, había tres
clases de sepulcros entre los judíos: 1) En ocasiones, pero muy pocas veces,
eran de agujeros excavados en la tierra, como las nuestras (cf. Lucas 11:44).
2) La mayoría de las veces eran cuevas excavadas horizontalmente en la
roca con una piedra para ocluir la abertura. Probablemente este fuera el tipo
de sepulcro en el que fue depositado nuestro Señor. 3) A veces había cuevas
en desnivel con una pendiente descendente. Parece que la descripción del
sepulcro donde fue sepultado Lázaro se ajusta a estas características. Dice
claramente que “tenía una piedra puesta encima”.
No cabe duda que se deja constancia de estos detalles para proporcionar
pruebas adicionales de la veracidad de la muerte de Lázaro y su sepultura.
V. 39: [Dijo Jesús: Quitad la piedra]. La expresión transmite aquí la idea
de “levantar” la piedra para quitarla.
La utilización de este término refuerza grandemente la idea de que la
cueva se encontraba en desnivel y no era del tipo horizontal. Cuando nuestro
Señor resucitó, la piedra fue removida, no levantada (cf. Mateo 28:2).
Al pedir a la multitud allí congregada que quitara la piedra, nuestro Señor
hacía dos cosas. Primero, dejaba clara a todos los implicados la veracidad del
milagro que estaba a punto de obrar. Todo aquel que echara una mano para
levantar la gigantesca piedra y quitarla lo recordaría y sería testigo de ello.
Podría decir: “Yo mismo ayudé a levantar la piedra. Estoy seguro de que no
fue un engaño. Había un cuerpo muerto en el sepulcro”. De hecho, es
indudable que el olor que ascendía desde el fondo de la cueva evidenciaría
su contenido a todo aquel que ayudara a levantar la piedra. En segundo
lugar, nuestro Señor nos enseña la sencilla lección de que desea que el
hombre actúe en la medida de sus posibilidades. El hombre es incapaz de
resucitar el alma y conferir vida, pero muchas veces puede quitar la piedra.
Señala Flacius la similitud entre esta orden y la dada en Caná de llenar las
tinajas de agua (cf. Juan 2:7).
Por Marcos 16:3 sabemos que las piedras que se colocaban en la boca de
las cuevas en Palestina eran de gran tamaño y no se podían mover con
facilidad.
[Marta, la hermana del que […]. Esta es una frase extraordinaria y nos
enseña varias cosas de gran importancia.
a) Certifica por última vez la veracidad de la muerte de Lázaro. No estaba
desmayado o cataléptico. Su propia hermana, que sin duda le había visto
morir y le había cerrado los ojos, declara ante la multitud de observadores
que Lázaro llevaba muerto cuatro días y ya se estaba descomponiendo. Esto
es fácil de creer en un clima como el de Palestina.
b) Demuestra, fuera de cualquier duda razonable, que no había impostura
ni engaño concertado entre la familia de Betania y nuestro Señor. Aquí
tenemos a la hermana de Lázaro cuestionando la oportunidad de la orden de
nuestro Señor y diciendo públicamente, en realidad, que es inútil mover la
piedra, que ya nada puede hacerse para liberar a su hermano del poder de la
muerte. Como sucedió con los once Apóstoles tras la resurrección de Jesús
mismo, Marta no era una testigo predispuesta favorablemente, sino
negativamente.
c) Nos enseña asimismo cuánta incredulidad hay en el fondo del corazón
del creyente. Aquí vemos a la santa Marta, con toda su fe en el mesiazgo de
nuestro Señor, arredrándose y viniéndose abajo en el momento más crítico.
Es incapaz de creer que el levantamiento de la piedra tiene sentido alguno.
Cuestiona, impulsivamente y con angustia, que nuestro Señor recuerde
cuánto tiempo lleva muerto su hermano.
No en vano se nos dice específicamente que fue “Marta, la hermana del
que había muerto”, la que lo dijo. Si hasta ella podía decir algo semejante y
plantear objeciones, la idea de la impostura y el engaño se torna absurda.
Algunos autores son contrarios a interpretar de manera completamente
literal el sentido del término griego que se traduce como “hiede”, pero no veo
que esa objeción tenga mucho sentido. Es innecesario suponer que el cuerpo
de Lázaro era diferente de otros cuerpos. Más aún, para nuestro Señor era
tan fácil resucitar un cuerpo que llevaba muerto cuatro días como uno que
llevara muerto tan solo cuatro horas. En ambos casos, la dificultad a superar
sería la misma, esto es, transformar la muerte en vida. Ciertamente, no sería
demasiado aventurado pensar que este hecho con respecto a Lázaro se
menciona especialmente a fin de mostrar el poder de nuestro Señor para
restaurar en el día postrero el cuerpo corrupto y descompuesto del hombre y
convertirlo en un cuerpo glorioso.
Advirtamos la humildad que esta muerte nos enseña a tener. La
corrupción de un cuerpo tras la muerte es tan triste y dolorosa que hasta
aquellos que nos aman sienten alivio al enterrarnos y perdernos de vista (cf.
Génesis 23:4).
Musculus indica que Marta tenía tan poca idea de lo que iba a hacer
nuestro Señor, que pensó que tan solo deseaba ver el rostro de Lázaro por
última vez. Quizá eso sea ir demasiado lejos.
La expresión que se traduce como “es de cuatro días” es bastante
particular. Posiblemente signifique: “Lleva sepultado cuatro días”. Rafelio cita
textos de Herodoto y Jenofonte que permiten interpretarlo o bien como
muerto o bien como sepultado.
Cita Lightfoot una curiosa tradición judía: “Dicen que, tras la muerte, el
espíritu queda suspendido sobre el sepulcro a la espera de poder volver al
cuerpo. Pero cuando ve que el rostro del cadáver ha cambiado, lo abandona”.
Asimismo añade: “No certifican la muerte hasta tres días después del
fallecimiento, puesto que es a los tres días cuando cambia el semblante”.
V. 40: [Jesús le dijo: ¿No te […]?]. Este delicado aunque severo reproche
es digno de atención. No queda claro a qué se refiere nuestro Señor con las
palabras “no te dije”.
a) Algunos —como Ruperto— piensan que se refiere al mensaje enviado
inicialmente: “Esta enfermedad no es para muerte, sino para la gloria de
Dios”.
b) Otros piensan que se refiere a la conversación que mantuvo con Marta
cuando esta salió a su encuentro en las afueras de Betania.
c) Otros piensan que se refiere a las palabras que solía dirigir a María y
Marta en otras ocasiones.
Esta es una cuestión que debe quedar abierta, puesto que no hay forma
de dilucidarla. Tengo la impresión de que hace referencia al mensaje que
nuestro Señor envió inicialmente a las hermanas, cuando Lázaro estaba
enfermo. Pienso que en aquel momento se dijo algo más de lo que no se ha
dejado constancia y que nuestro Señor se lo recordó a Marta. Paralelamente,
no me cabe duda que nuestro Señor enseñaba continuamente a la familia de
Betania y a todos sus discípulos que creer era el gran secreto para ver las
gloriosas obras de Dios. “Si puedes creer, al que cree todo le es posible”; “y
no hizo allí muchos milagros, a causa de la incredulidad de ellos” (Marcos
9:23; Mateo 13:58). En cierto sentido, parece como si la incredulidad
maniatara a la omnipotencia y limitara su poder.
Adviértase que, si deseamos ver mucho, debemos creer en primer lugar.
La idea natural del hombre es exactamente la contraria: desea ver primero y
creer después.
Adviértase que hasta los mejores creyentes necesitan que se les
recuerden las afirmaciones de Cristo, puesto que son propensos a olvidarlas.
“¿No te he dicho?”, es una breve frase que debiéramos recordar con
frecuencia.
V. 41: [Entonces quitaron la piedra […] puesto el muerto]. Me da la
impresión de que la interrupción de Marta ocasionó una leve demora en el
proceso. Al ser el pariente más cercano de Lázaro y haber sido
probablemente la encargada de arreglar todo lo referente a su sepultura y de
designar su tumba, es fácil creer que sus palabras indujeron a los presentes a
titubear en cuanto a retirar la piedra. En todo caso, cuando oyeron la
solemne respuesta de nuestro Señor y observaron que ella quedaba en
silencio y no presentaba más objeciones, “entonces” procedieron a cumplir
los deseos de nuestro Señor.
Comenta Hall: “Sin duda los que estaban levantando la piedra se
quedaron quietos mientras hablaba Marta, mirando a Cristo y mirándola a
ella alternativamente, a fin de saber cómo se resolvería tan importante
objeción”.
[Y Jesús, alzando los ojos a lo alto, dijo]. Llegamos aquí a un punto de
máximo interés. La piedra había sido retirada de la boca de la cueva. Nuestro
Señor se encuentra ante el sepulcro abierto y la multitud le rodea esperando
con inquietud lo que sucederá a continuación. No sale nada del sepulcro. Por
el momento no hay señales de vida: pero cuando todos observan y escuchan
expectantes, nuestro Señor se dirige a su Padre en el Cielo de manera
sumamente solemne, alzando los ojos y hablando de forma audible ante la
multitud. La razón la explicará en el siguiente versículo. Ahora, por última
vez, a punto de obrar su mayor milagro, declara una vez más en público que
no hacía nada independientemente de su Padre en el Cielo y que, en esto y
en todas sus obras, hay una unión íntima y misteriosa entre su Padre y Él.
Debiéramos advertir cómo acomoda sus actos a sus palabras: “Alzando los
ojos” (cf. Juan 17:1). Mostraba que se estaba dirigiendo a un Padre invisible
en el Cielo.
[Padre, gracias te doy por haberme oído]. Esta es una expresión
extraordinaria. Nuestro Señor empieza por dar las “gracias” cuando el
hombre habría esperado que elevara una oración. ¿Cómo explicarlo?
a) Algunos piensan que nuestro Señor hace referencia a las oraciones que
había hecho al Padre con respecto a la muerte de Lázaro desde el momento
que oyó de su enfermedad y a la firme convicción que tenía en ese momento
de que esas oraciones habían sido escuchadas e iban a recibir una respuesta
pública.
b) Otros piensan que no hay motivo para suponer que nuestro Señor se
refería a alguna oración anterior o antigua; que había una comunicación
constante entre Él y su Padre celestial; y que orar y agradecer las oraciones
respondidas eran actos íntimamente unidos en su experiencia.
Esta es una cuestión profunda y misteriosa, y no me atrevo a ofrecer una
opinión demasiado categórica al respecto. Los Evangelios nos muestran que
nuestro Señor oraba constantemente. También sabemos que a veces oraba
con gran sufrimiento mental y derramamiento de lágrimas (Hebreos 5:7).
Pero hasta qué punto experimentaba ese conflicto que sufrimos nosotros,
pobres pecadores, con la duda, el temor y la angustia en nuestras oraciones,
ya es otra cuestión de difícil respuesta. Se podría pensar que aquel que como
hombre era completamente santo, humilde y libre de pecado, podía
agradecer las oraciones escuchadas tan pronto como las pronunciaba. Si nos
atenemos a esta teoría, la frase que tenemos delante quedaría clara: “Te pido
en oración que Lázaro resucite y al mismo tiempo te agradezco que me
escuches, puesto que sé que lo haces”.
Y sin embargo, no debemos olvidar dos oraciones de nuestro Señor que
aparentemente no recibieron respuesta: “Padre, sálvame de esta hora”;
“Padre mío, si es posible, pase de mí esta copa” (Juan 12:27 y Mateo 26:39).
Comoquiera que sea, es preciso señalar que la primera de estas oraciones
queda muy matizada por el contexto y la segunda por las palabras “si es
posible”.
Tal como sucede en otros pasajes, aquí no solo debemos advertir el
espíritu de oración de nuestro Señor, sino también el ejemplo de gratitud que
siempre da. ¡Bien nos vendría seguirlo! Su pueblo siempre está más
dispuesto a pedir que a agradecer. Cuanta más gracia hay en un corazón,
más humildad; y cuanta más humildad, más alabanza.
Comenta Crisóstomo: “¿Ha habido alguien que orara así alguna vez?
Antes de pronunciar oración alguna, dijo ‘gracias te doy’, manifestando que
no necesitaba orar”. También dice que el verdadero motivo de que nuestro
Señor dijera esto era mostrar a los judíos que no era enemigo de Dios, sino
que hacía todas sus obras según su voluntad.
Observa Orígenes: “Si en Isaías se promete a los que oran dignamente:
‘Clamarás, y dirá él: Heme aquí’; ¿qué respuesta podemos pensar que
recibiría nuestro Señor? Estaba a punto de orar por la resurrección de Lázaro.
El Padre le escuchó antes de que orara; su petición fue concedida antes de
ser hecha; y por ello, comienza por dar las gracias”.
Musculus, Flacius y Glassius piensan que nuestro Señor hace referencia a
la oración que nuestro Señor había pronunciado íntimamente cuando “se
estremeció en espíritu y se conmovió”, y que en aquel momento se debatía
angustiosamente en oración aunque los que le rodeaban no fueran
conscientes de ello. Podemos recordar que no se nos dice que Moisés orara
audiblemente en el mar Rojo, y, sin embargo, el Señor dice: “¿Por qué clamas
a mí?” (Éxodo. 14:15).
Observa Quesnel: “Cuando Cristo estaba a punto de llegar al final de su
vida pública y de su predicación con el último y más ilustre de sus milagros,
se dirige solemnemente a su Padre para agradecerle el poder concedido a su
naturaleza humana que le permitió demostrar la autoridad de su misión por
medio de sus milagros”.
Observa Hall: “Las palabras exponen nuestros corazones a los hombres,
los pensamientos los exponen a Dios. Bien sabías Tú, Señor, al compartir la
misma voluntad con el Padre, que solo con que pensaras que Lázaro debía
resucitar, ya lo habría hecho. No te correspondía orar audiblemente, no fuera
que aquellos capciosos oyentes dijeran: ‘Todo ello lo hiciste pidiéndolo, y no
por tu propio poder’ ”.
V. 42: [Yo sabía que siempre me oyes, etc.]. Este versículo es tan elíptico
que es difícil ver su significado sin parafrasearlo. “No te doy las gracias como
si hubiera dudado alguna vez de tu voluntad de escucharme; al contrario,
bien sé que siempre me escuchas. No solo escuchas todas mis oraciones
como hombre, tanto por mí como por mi pueblo; también me escuchas
siempre como yo te escucho siempre a ti por la unión mística que hay entre
el Padre y el Hijo. Sin embargo, ahora he hablado públicamente para
beneficio de esta multitud que rodea el sepulcro, para que vean y crean por
última vez que este milagro no lo hago sin ti y que soy el Mesías que has
enviado al mundo. Deseo que me escuchen declarar en público que llevo a
cabo esta última gran obra como el Enviado, y como una última prueba de
que soy el Cristo”.
No puedo evitar pensar que la expresión “siempre me oyes” contiene un
profundo significado (cf. Juan 5:30). Pero admito las dificultades que presenta
la frase y hablo con cautela.
Es imposible imaginar un desafío más profundo a la atención de los judíos
que el lenguaje que antecede a la resurrección de Lázaro. Antes de llevar a
cabo esta increíble obra, nuestro Señor proclama que lo que hace y dice tiene
como finalidad demostrar que el Padre le ha enviado y le ha dado el cometido
de ser el Cristo. ¿Era el “Enviado” o no? Esta, no lo olvidemos, era la gran
cuestión que se había propuesto demostrar. Más aún, los judíos decían que
obraba sus milagros gracias a Belcebú: Debían saber que todo lo que hacía
era mediante el poder de Dios.
Comenta Bullinger que nuestro Señor parece decir: “No todos los judíos
entienden la unión y la comunión que hay entre Tú y Yo, mediante la cual
compartimos la misma voluntad, el mismo poder y la misma sustancia. Hay
algunos de ellos que hasta piensan que obro por medio del poder del diablo.
Utilizo, pues, este tipo de expresiones a fin de que todos crean que provengo
de Ti, que he sido enviado por Ti, que soy tu Hijo, igual a Ti, luz de luz, Dios
verdadero de Dios verdadero.
Comenta Poole: “Hay una gran diferencia entre la forma en que Dios
escucha a Cristo y cómo nos escucha a nosotros. Cristo y su Padre tienen una
sola esencia, una sola naturaleza y una sola voluntad”.
Cristo obró los siguientes milagros sin que mediara una oración audible,
tan solo con una orden: Mateo 8:3; 9:6; Marcos 5:41; 9:25; Lucas 7:14.
Observa Wordsworth: “Cristo oró para mostrar que no estaba en contra de
Dios ni Dios en contra de Él y que lo que hacía era con el beneplácito de
Dios”.
V. 43: [Y habiendo dicho esto, clamó a gran voz]. En este versículo
tenemos el colofón definitivo del milagro. Todas las miradas estaban puestas
en el sepulcro y en el Señor. La multitud miraba expectante; y entonces,
mientras miraban, tras asegurarse de que prestaban atención, nuestro Señor
pide a Lázaro que salga del sepulcro. Este es el único lugar donde se aplica el
término griego traducido como “clamó” a algo dicho por nuestro Señor. Se
utiliza en Mateo 12:19, donde se dice de nuestro Señor: “No contenderá, ni
voceará”. Es evidente que aquí gritó fuertemente de manera deliberada, a fin
de que todos los que le rodeaban se dieran cuenta y prestaran atención.
Piensa Teofilacto que Jesús “clamó a gran voz para contradecir el mito
gentil de que el alma permanecía en el sepulcro junto al cuerpo. Así, se llama
al alma de Lázaro como si estuviera ausente y fuera preciso una gran voz
para llamarle de vuelta”. Eutimio aventura la misma razón. Comoquiera que
sea, parece una idea extraña.
Por otro lado, Brentano, Grocio y Lampe indican que “Jesús clamó a gran
voz” a fin de evitar que los judíos dijeran que había murmurado o susurrado
alguna fórmula mágica o algún encantamiento, como hacían las brujas.
Observa Ferus que nuestro Señor no dijo: “En el nombre del Padre, ven
fuera”, o: “Resucítale, oh Padre mío”; sino que obra por su propia autoridad.
V. 44: [Y el que había muerto salió]. El efecto de las palabras de nuestro
Señor se observó de inmediato. Tan pronto como “clamó”, Lázaro salió de la
cueva ante los ojos de la multitud. Es imposible que el ser humano pudiera
concebir un milagro más claro, inequívoco e inconfundible. Es completamente
antinatural que un muerto escuche una voz, la obedezca, resucite y salga
vivo de su sepulcro. Solo Dios podía hacer algo semejante. Sería una pérdida
de tiempo conjeturar cómo recuperó la vida, cómo volvieron a funcionar sus
pulmones y su corazón de forma instantánea y repentina. Fue un milagro, y
como tal debemos considerarlo.
Pienso que la idea de algunos de que Lázaro salió del sepulcro sin utilizar
las piernas, flotando por el aire como un espíritu o un fantasma, es
innecesaria e irrazonable. Estoy de acuerdo con Hutcheson, Hall y Pearce en
que, a pesar de estar “atadas las manos y los pies”, no hay prueba alguna de
que las ataduras fueran tan fuertes como para que no pudiera salir del
sepulcro, aunque lentamente y con dificultad como alguien impedido, por su
propio pie. El lento movimiento de aquella figura que arrastraba los pies
debió de sorprender a todos. Comenta Pearce: “Debió de salir arrastrándose
de rodillas”. Ciertamente, no hace falta que engrandezcamos los milagros.
Sin embargo, la idea de que Lázaro salió con un movimiento sobrenatural
halla eco en Agustín, Zuinglio, Ecolampadio, Bucero, Gualter, Toledo, Jansen,
Lampe, Lightfoot y Alford, que lo consideran parte del milagro. No deseo
imponer mi opinión a los demás, aunque la defiendo con convicción. Tengo la
impresión de que el movimiento lento, gradual y vacilante de una figura a la
que estorba su sudario impresionaría mucho más a una multitud que el veloz
deslizamiento fantasmagórico de un cuerpo que no moviera los pies.
[El rostro envuelto en un sudario]. Esto se menciona a fin de mostrar que
había estado verdaderamente muerto y que su cadáver había recibido el
mismo trato que el resto. De no haber estado muerto, no habría podido
respirar a través de la venda durante cuatro días.
[Jesús les dijo: Desatadle, y dejadle ir]. Esta orden se dio por dos razones:
en parte para que los circundantes pudieran tocar a Lázaro y pudieran ver
que no se trataba de un fantasma, sino de un cuerpo auténtico que había
resucitado; y en parte para que pudiera caminar hasta su propia casa ante
los ojos de la multitud, como un hombre vivo. Esto habría sido imposible
mientras no se le retiraran el sudario y las vendas de los ojos.
¡Sorprende advertir cómo el relato de los Evangelios acalla
tranquilamente las objeciones de los incrédulos y escépticos hasta en los
detalles más nimios! Así, Crisóstomo señala que la orden de “desatarle”
permitiría a los amigos que habían llevado a Lázaro al sepulcro comprobar
que era la misma persona que habían sepultado cuatro días antes.
Reconocerían sus vestimentas: no podrían decir, como sucedió en el caso del
ciego: “No es él”. También señala que las dos manos, los ojos, las orejas y las
fosas nasales convencerían a todos los testigos de la veracidad del milagro.
V. 45: [Entonces muchos de los judíos […], creyeron en él]. Este versículo
describe el efecto positivo que produjo la resurrección de Lázaro en muchos
de los judíos que habían venido de Jerusalén para consolar a María y Marta.
Los últimos prejuicios que les quedaban se desvanecieron. Eran incapaces de
rechazar la extraordinaria prueba del milagro que acababan de presenciar.
Desde ese día ya no negaron que Jesús era el Cristo. Se puede poner en duda
que su creencia fuera una fe para salvación, pero en todo caso dejaron de
oponerse y blasfemar. Y es más que probable que, en el día de Pentecostés,
muchos de estos judíos cuyos corazones habían sido preparados por el
milagro de Betania salieran adelante con valentía y fueran bautizados.
En este versículo debemos advertir la gran bendición que Dios se
complació en otorgar a la compasión y la bondad. Si los judíos no hubieran
acudido para consolar a María en su aflicción, no habrían presenciado el
tremendo milagro de la resurrección de Lázaro y quizá no se habrían salvado.
Comenta Lampe acerca de estos judíos: “Habían acudido como
misericordiosos y fueron ellos los que obtuvieron misericordia”.
Observa Bessner la hermosa delicadeza con que S. Juan corre un velo
sobre el efecto que tuvo este milagro en Marta y María, mientras que al
mismo tiempo se centra en el efecto que tuvo en unos extraños.
V. 46: [Pero algunos de ellos fueron a los fariseos, etc.]. En este versículo
vemos el efecto negativo que tuvo la resurrección de Lázaro en algunos de
sus testigos. En lugar de resultar ablandados y convencidos, se endurecieron
y enfurecieron. Les irritaba ver aún más pruebas incontestables de que Jesús
era el Cristo y les molestaba que su propia incredulidad fuera más
inexcusable que nunca. Se apresuraron, pues, a ir a los fariseos para relatar
lo que habían visto y hacer notar los progresos de nuestro Señor en las
inmediaciones de Jerusalén.
En este versículo se muestra de forma extraordinaria la asombrosa
maldad de la naturaleza humana. No hay mayor equivocación que pensar
que la visión de los milagros convierte forzosamente a las almas. Las
palabras de nuestro Señor en la parábola del rico y Lázaro nunca se vieron
confirmadas de forma tan veraz: “Si no oyen a Moisés y a los profetas,
tampoco se persuadirán aunque alguno se levantare de los muertos” (Lucas
16:31).
Observa Musculus qué maravilloso ejemplo tenemos aquí de la gracia
soberana de Dios al elegir a algunos, y llevarlos al arrepentimiento y la fe, y
no a otros. Aquí tenemos el mismo milagro, en las mismas circunstancias y
con la misma prueba, ante una gran multitud de personas; ¡sin embargo,
mientras que unos creen, hay otros que no! Es como el caso de los dos
ladrones en la cruz. Viendo lo mismo, uno se arrepiente y el otro sigue
impenitente. El mismo fuego que derrite la cera es el que endurece la arcilla.
Como conclusión de este maravilloso milagro, hay tres cosas que exigen
particular atención.
a) Obsérvese que no se nos habla de nada que dijera Lázaro acerca de su
estado mientras estuvo en el sepulcro ni de su vida posterior. La tradición
dice que vivió treinta años más y que nunca se le vio sonreír, pero
probablemente se trate de una mera invención apócrifa. Con respecto a su
silencio, vemos fácilmente la sabiduría divina que hay en él. Si S. Pablo no
pudo “expresar” las cosas que vio en el tercer cielo y las calificó de
“inefables”, no es extraño que Lázaro no fuera capaz de decir nada de lo que
había visto en el Paraíso (cf. 2 Corintios 12:4). Pero en la Escritura siempre se
puede advertir un sorprendente silencio con respecto a los sentimientos de
los hombres y las mujeres que han sido objetos de una intervención divina
fuera de lo normal. Los caminos de Dios no son los caminos del hombre. Al
hombre le agradan las sensaciones y las emociones y gusta de convertir las
obras de Dios en un espectáculo para sus congéneres, para gran perjuicio de
ellos. Dios parece apartarlas casi siempre del público, tanto por su propio
bien como para gloria de Él.
b) Obsérvese que no se nos dice nada de los sentimientos de Marta y
María después de que presenciaran la resurrección de su hermano. Se corre
un velo sobre su gozo, aunque no sobre su tristeza. El análisis del sufrimiento
es más provechoso que el del regocijo.
c) Por último, obsérvese que la resurrección de Lázaro es uno de los
ejemplos más sobresalientes del poder divino de Cristo en los Evangelios. No
hay nada imposible para Aquel capaz de obrar un milagro semejante. Puede
resucitar de la muerte del pecado a cualquier alma muerta, por muy corrupta
que esta esté y por mucho que se haya hundido. En su propia Segunda
Venida nos levantará de nuestras tumbas. La voz que llamó a Lázaro del
sepulcro es todopoderosa: “Los muertos oirán la voz del Hijo de Dios; y los
que la oyeren vivirán” (Juan 5:25).

Juan 11:47–57

Estos últimos versículos del capítulo 11 del Evangelio según S. Juan


muestran un triste retrato de la naturaleza humana. Cuando nos
alejamos de Jesucristo y del sepulcro y miramos hacia Jerusalén y las
autoridades judías, bien podemos decir: “Señor, ¿qué es el hombre?”.
Por un lado, obsérvese en estos versículos la extrema maldad del
corazón natural del hombre. Se había obrado un milagro increíble a
pocos pasos de Jerusalén. Se había resucitado en presencia de muchos
testigos a un hombre que llevaba cuatro días muerto. Era un hecho
inequívoco e innegable; y sin embargo, los principales sacerdotes y los
fariseos no querían creer que se debía recibir como el Mesías a Aquel
que había obrado este milagro. Cerraron los ojos ante pruebas
incontestables y no se dejaron convencer. “Este hombre —lo
admitieron— hace muchas señales”. Pero lejos de ceder ante este
testimonio, se hundieron en una maldad aún mayor y “acordaron
matarle”. ¡Grande es, sin duda, el poder de la incredulidad!
Tengamos cuidado de no creer que los milagros bastan por sí solos
para convertir las almas de los hombres y hacer que estos sean
cristianos. Esa idea es un engaño. Pensar, como hacen algunos, que si
presenciaran algo milagroso como confirmación del Evangelio quedaría
a un lado toda su incertidumbre y servirían a Cristo, es una mera
fantasía infundada. No son milagros lo que necesitan nuestras almas,
sino la gracia del Espíritu en nuestros corazones. Los judíos de tiempos
de nuestro Señor son una prueba patente para el género humano de
que los hombres pueden presenciar maravillas y señales y mantenerse
duros como piedras. ¡Cuán profundas y verdaderas aquellas palabras:
“Si no oyen a Moisés y a los profetas, tampoco se persuadirán aunque
alguno se levantare de los muertos” (Lucas 16:31).
Nunca debe sorprendernos ver abundancia de incredulidad en
nuestra época y en nuestros propios hogares. Puede que al principio
nos parezca inexplicable el hecho de que los hombres no vean una
verdad que a nosotros nos resulta tan clara y no reciban un Evangelio
que parece tan digno de ser aceptado. Pero la pura verdad es que la
incredulidad humana es una enfermedad con raíces mucho más
profundas de lo que se suele pensar. Es refractaria a la lógica de los
hechos, a los razonamientos, a los argumentos y a la persuasión moral.
Nada salvo la gracia de Dios puede ablandarla. Nunca podremos estar
lo suficientemente agradecidos por el hecho de creer. Pero nunca
debemos considerar extraño que muchos de nuestros semejantes
estén tan endurecidos y sean tan incrédulos como los judíos.
Por otro lado, obsérvese la ciega ignorancia con que actúan y
razonan los enemigos de Dios en muchas ocasiones. Estos
gobernantes judíos se dijeron unos a otros: “Si dejamos a Cristo seguir
adelante, eso supondrá nuestra destrucción. Si no lo detenemos y
acabamos con sus milagros, los romanos intervendrán y acabarán con
nuestra nación”. Tal como demostraron posteriormente los hechos,
jamás ha habido un juicio más equivocado y miope. Corrieron
frenéticamente por el camino que habían elegido y finalmente sucedió
lo que más temían. No dejaron a Cristo en paz, sino que lo crucificaron
e inmolaron. ¿Y qué les pasó a ellos? Después de unos años acaeció el
desastre que temían: llegaron los ejércitos romanos, destruyeron
Jerusalén, quemaron el Templo y se llevaron cautiva a toda la nación.
Es casi innecesario recordar a cualquier cristiano instruido el gran
número de acontecimientos semejantes en la historia de la Iglesia de
Cristo. Los emperadores romanos persiguieron a los cristianos durante
los tres primeros siglos, acosándolos sistemáticamente. Pero cuanto
más los persiguieron, más aumentó su número. La sangre de los
mártires se convirtió en la semilla de la Iglesia. Los papistas ingleses
persiguieron a los protestantes en los tiempos de la reina María con la
idea de que la verdad corría peligro si les dejaban seguir adelante. Pero
cuando más quemaban a nuestros antepasados, más consolidaron la
adhesión de los hombres a las doctrinas de la Reforma. En resumen, en
este mundo se verifican de continuo las palabras del Salmo 2: “El que
en los cielos se reirá; el Señor se burlará de ellos” (Salmo 2:4). Dios
puede hacer que los planes de sus enemigos obren para el bien de su
pueblo y que la ira humana redunde en la alabanza a Él. En tiempos
difíciles de blasfemia y censura, los creyentes pueden descansar
pacientemente en el Señor. Las mismísimas cosas que parecen
susceptibles de dañarles en un momento se demostrarán finalmente
para su provecho.
En último lugar, obsérvese la importancia que a veces atribuyen los
hombres malos al ceremonial externo cuando sus corazones están
llenos de pecado. Se nos dice que muchos judíos “subieron de aquella
región a Jerusalén antes de la pascua, para purificarse”. Nos tememos
que la mayoría de ellos no sabía lo que era la pureza interior del
corazón ni les preocupaba. Daban gran importancia a las abluciones y
el ayuno, a los preceptos ascéticos que conformaban la esencia de la
religión judía en tiempos de nuestro Señor; y sin embargo, en el plazo
de unos pocos días, estuvieron dispuestos a derramar sangre inocente.
Por extraño que parezca, estos mismos rigoristas de la santificación
exterior resultaron estar dispuestos a cumplir los deseos de los fariseos
y someter a su propio Mesías a una muerte violenta.
Por desgracia, no es nada raro que en una misma persona se den
extremos como estos. La experiencia demuestra que, a menudo, una
mala conciencia intentará hallar descargo mostrando celo por la causa
religiosa mientras que a la vez descuida por completo “lo más
importante” de la religión. Muy a menudo, el mismísimo hombre que
es capaz de hacer lo imposible por alcanzar la pureza ceremonial, de
tener la oportunidad, no dudaría en ayudar a crucificar a Cristo. Por
sorprendentes que parezcan estas aseveraciones, están sobradamente
avaladas por los hechos. Hoy día, las ciudades donde se observa la
Cuaresma con el rigor más exagerado son las mismas donde el
Carnaval que la precede se convierte en una época de inmoralidad y
escandalosos excesos. ¡En algunos sectores de la cristiandad, las
personas que dan mucha importancia al ayuno y a la absolución
sacerdotal durante una semana son las mismas que otra semana no
dan importancia alguna al asesinato! Estas cosas son simples
realidades. Nunca han faltado herederos de la mezquina incoherencia
de los formalistas judíos de tiempos de nuestro Señor.
Tengamos claro que, a los ojos de Dios, una religión dedicada a las
formalidades externas carece por completo de valor. La pureza que
Dios desea no es la de la limpieza corporal y el ayuno, ni la del agua
bendita y el ascetismo impuesto a uno mismo, sino la pureza del
corazón. El culto a la voluntad y el ceremonialismo pueden “satisfacer
la carne”, pero no fomentan la verdadera piedad. El patrón del Reino
de Cristo debe buscarse en el Sermón del Monte: “Bienaventurados los
de limpio corazón, porque ellos verán a Dios” (Mateo 5:8; Colosenses
2:23).

Notas: Juan 11:47–57


V. 47: [Entonces […] sacerdotes y los fariseos […] concilio].
Probablemente este concilio fuera el gran Sanedrín, o la asamblea consultiva
de la Iglesia judía. Su naturaleza era puramente eclesiástica y no tenía
propósitos civiles o políticos. Es la misma asamblea ante la que se piensa,
con gran razón, que nuestro Señor hizo su alegato en el capítulo 5 de este
Evangelio. Parece que, al recibir las noticias del maravilloso milagro que se
había obrado en Betania, los más enconados enemigos de nuestro Señor, los
principales sacerdotes y fariseos, se alarmaron y enfurecieron y sintieron la
necesidad imperiosa de tomar medidas para frenar el avance de nuestro
Señor. Por desgracia, a menudo los dirigentes eclesiásticos son los principales
enemigos del Evangelio.
[Y dijeron: ¿Qué haremos?]. Esta pregunta indica perplejidad e irritación.
“¿Qué es lo que vamos a hacer? ¿Nos quedaremos cruzados de brazos y
dejaremos que este nuevo Maestro arrastre a todo el mundo? ¿Qué sentido
tiene tomarse a la ligera esta nueva herejía? No estamos haciendo nada
eficaz para detenerla. Crece y la dejamos proseguir”.
[Porque este hombre hace muchas señales]. Esta es una confesión
maravillosa. Hasta los más acérrimos enemigos de nuestro Señor confiesan
que hacía milagros, muchos milagros. ¿Puede cabernos alguna duda de que
habrían negado la realidad de sus milagros de haber podido hacerlo? Pero no
parece que lo intentaran. Eran demasiados, demasiado públicos y con
demasiados testigos como para intentar negarlos. ¡Los incrédulos y
escépticos modernos harían bien en explicar cómo son capaces de tachar los
milagros de nuestro Señor de imposturas y engaños ante un hecho como
este! Si los fariseos que vivieron en tiempos de nuestro Señor e hicieron lo
imposible para frenar su avance nunca se atrevieron a poner en duda que
obraba milagros, es inútil empezar a negarlos ahora, dieciocho siglos
después.
Adviértase la extrema dureza y maldad del corazón humano. Sin la gracia
renovadora del Espíritu Santo, ni siquiera la visión de un milagro puede
convertir a alguien.
Comenta Brentano que la simple respuesta a la pregunta de este versículo
tenía que haber sido: “Nuestro deber es creer de inmediato que el que ha
obrado todos estos milagros es el Cristo de Dios”.
V. 48: [Si le dejamos así]. Esto significa: “Si seguimos tratándole como
hasta ahora y no adoptamos medidas más contundentes para acabar con Él;
si nos limitamos a debatir, razonar, argumentar y cavilar y a denunciarle,
pero le dejamos actuar libremente, permitimos que vaya donde le plazca, le
dejamos hacer lo que quiera y predicar lo que desee”.
“Así”, solo puede significar “como hasta ahora”.
[Todos creerán en él]. Esto significa que la gran mayoría del pueblo creerá
lo que profesa ser: el Mesías prometido. Aumentará el número de sus
seguidores, y la fe en su mesiazgo se contagiará y extenderá por toda
Palestina”.
Es obvio que no se debe interpretar de manera literal la palabra “todos”
en esta frase. Solo significa “la gran mayoría del pueblo”. Es como cuando los
irritados discípulos de Juan el Bautista dijeron de Cristo: “Todos vienen a él”
(Juan 3:26). Cuando los hombres pierden los estribos y hablan de forma
apasionada, son muy propensos a utilizar expresiones hiperbólicas.
[Vendrán los romanos […] nación]. Probablemente los fariseos llegaran a
esta conclusión por medio de una serie de razonamientos como esta: “Si
dejamos a este hombre así, congregará a una muchedumbre de seguidores
que le proclamarán como su Dirigente y su Rey. Nuestras autoridades
romanas oirán de ello y lo considerarán una rebelión contra su poder.
Entonces enviarán un ejército, nos tratarán como rebeldes, destruirán
Jerusalén y el Templo y se llevarán cautiva a toda la nación judía, como
hicieron los babilonios”.
Es difícil decir qué destaca más en este retorcido argumento, si la
ignorancia o la incredulidad.
Era un argumento fruto de la ignorancia. Los fariseos tenían que haber
sabido que no había nada más alejado de la enseñanza de nuestro Señor que
la idea de un reino terrenal apoyado por un ejército. Siempre proclamó que su
Reino no era de este mundo, que no era terrenal como el de Salomón o el de
David. Nunca había hecho la menor alusión a una liberación del dominio
romano. Enseñó claramente a los hombres a dar al César lo que era del César
y se había negado claramente a ser “juez o partidor” entre los judíos cuando
se le solicitó. Una persona así, pues, no era la más susceptible de despertar
los celos de los romanos.
Era un argumento fruto de la incredulidad. Los fariseos tenían que haber
creído que los romanos jamás podrían vencer y derrotar a nuestro Señor y
sus seguidores si verdaderamente era el Mesías y podía obrar milagros a
voluntad. Los filisteos no pudieron vencer a David, y los romanos no podrían
haber vencido al más grande hijo de David. Según ellos mismos, la nación
judía tendría protección suficiente con el poder milagroso de nuestro Señor.
Los historiadores romanos mencionan que, en torno a los tiempos de
nuestro Señor, existía en Oriente la expectativa de que estaba a punto de
surgir una persona extraordinaria que se convertiría en un gran dirigente.
Pero no hay prueba alguna de que el gobierno romano se mostrara celoso de
alguien que fuera un mero maestro religioso, como era el caso de nuestro
Señor, y no interfiriera con el poder civil.
La pura verdad es que esta afirmación de los fariseos no parece más que
una excusa utilizada como arma contra nuestro Señor y como pretexto para
avivar la enemistad contra Él. Lo que de verdad odiaban era la doctrina de
nuestro Señor, que dejaba en evidencia su propio sistema y debilitaba su
autoridad. Creían que su “negocio [iba] a desacreditarse”. Pero al no
atreverse a decirlo en público, fingieron temer que podía despertar los celos
de los romanos y poner en peligro a toda la nación. Hicieron exactamente lo
mismo cuando le acusaron finalmente ante Pilato de ser culpable de instigar
un alzamiento y de que se consideraba Rey. No es extraño que las personas
malvadas disfracen los que verdaderamente les mueve a su conducta y se
atribuyan falsas motivaciones. Demetrio y sus amigos de Éfeso dijeron que el
templo de Diana estaba en peligro cuando en realidad era su propio
“negocio” y su propia “riqueza” lo que estaba en juego. Los judíos de
Tesalónica que persiguieron a Pablo fingieron un gran celo por “los decretos
de César”, cuando lo que verdaderamente les guiaba era su odio hacia el
Evangelio de Cristo. Los fariseos aparentaron aquí un temor a los romanos
cuando en realidad veían que la creciente influencia de Jesús estaba
perjudicando su propio poder sobre el pueblo.
Observa Calvino: “Multiplican su maldad por medio de un disfraz
plausible: su celo por el bien público. Lo que más les preocupaba era la
destrucción de su propia tiranía; pero aparentan estar preocupados por el
Templo y el culto a Dios”.
Bucero compara el temor a los romanos que aparentaban tener los
fariseos con los absurdos temores que solían expresar los papistas ante la
imprenta y la literatura en la época de la Reforma.
Comenta Flacius que “por medio del temor al César, se desprecia a Dios y
se crucifica a su Hijo, y eso con el pretexto de salvaguardar la religión, el
Templo y la nación. ¡La sabiduría humana se protege a sí misma
complaciendo al hombre y ofendiendo a Dios!
Señala Ferus que el concilio olvidó por completo que los “gobernantes, ya
sean romanos u otros cualesquiera, no son temibles para las buenas obras,
sino para las malas. Si los judíos hubieran creído y obedecido a Dios, no
habrían tenido nada que temer”.
No solo por lo que vemos en otros pasajes, sino a juzgar por sus ardientes
deseos de librarse de Él, es obvio que, a pesar de su aguda enemistad e
incredulidad, las autoridades judías de Jerusalén sospechaban que Jesús era
realmente el Mesías. Sabían que las setenta semanas de Daniel ya se habían
cumplido. No podían negar los milagros que Jesús obraba. Pero no se atrevían
a poner en tela de juicio sus convicciones y a llegar a las conclusiones a las
que debían haber llegado. Cerraron sus ojos deliberadamente ante la luz.
Huelga decir lo lamentablemente errada que resultó la política de los
fariseos. Si hubieran dejado en paz a Jesús y hubieran permitido que fuera
recibido y se creyera su Evangelio, humanamente hablando, Jerusalén podría
haber quedado en pie hasta el día de hoy y los judíos podrían haber sido más
poderosos y prósperos que en tiempos de Salomón. Al no dejar en paz a Jesús
y matarle, colmaron la medida del pecado de su nación y ocasionaron la
destrucción del Templo y la dispersión de todo el pueblo.
Algunos —como Heinsius y Blomfield— piensan que “nuestro lugar”
significa la ciudad: Jerusalén.
Otros —como Olshausen y Alford— opinan que “nuestro lugar” significa
“nuestro país”.
Otros —como Maldonado, Hutcheson, Poole y Hammond, con los que
estoy plenamente de acuerdo— piensan que “nuestro lugar” significa el
Templo (cf. Hechos 6:13, 14). Lampe opina que esta interpretación está
respaldada por Miqueas 1:3.
Observa Calvino cuántas personas había en su época que se abstenían de
ayudar a la Reforma protestante por los mismos motivos que los judíos: el
miedo a las consecuencias: “Debemos tener en cuenta la tranquilidad
pública. Existen peligros en el camino”.
V. 49: [Entonces Caifás, uno de ellos]. Si tenemos en cuenta Hechos 17,
da la impresión de que este hombre pertenecía a la secta de los saduceos.
También sabemos que era yerno de Anás, del que Josefo dice
específicamente que era saduceo. De ser correcta esta tesis (y Guyse, Gill,
Scott y Lampe comparten mi opinión), explicaría el desprecio con el que
parece hablar al responder a los fariseos. Comoquiera que sea, sorprende
advertir cómo los fariseos y los saduceos, que discrepaban en tantas cosas,
estaban de acuerdo en su odio y oposición a Cristo. Los formalistas y los
escépticos siempre forman un frente común contra el Evangelio.
[Sumo sacerdote aquel año]. Esta expresión denota el desorden y la
anormalidad que imperaba en la Iglesia judía en tiempos de nuestro Señor.
Según la Ley de Moisés, el oficio de sumo sacerdote era vitalicio. Parece que
en los últimos tiempos de los judíos este oficio era electivo y ostentado
durante períodos muy variables. Junto con Anás, Caifás era el sumo sacerdote
al comienzo del ministerio de Juan el Bautista (cf. Lucas 3:2). También era el
sumo sacerdote tras el día de Pentecostés y antes de la persecución de
Esteban. No sorprende que S. Pablo diga de Ananías en una ocasión
posterior: “No sabía, hermanos, que era el sumo sacerdote” (Hechos 23:5).
Comenta Poole: “Después de los tiempos de Herodes se perdió todo
respeto por la familia de Aarón, y los romanos nombraban los sumos
sacerdotes que deseaban. Josefo nos dice que, desde Aarón hasta Salomón,
en un período de 612 años, hubo trece sumos sacerdotes; dieciocho desde
Salomón hasta el cautiverio babilónico, en un período de 460 años; quince
desde el cautiverio hasta Antíoco, en un período de 414 años; pero no menos
de veintiocho desde el comienzo del reinado de Herodes hasta la destrucción
de Jerusalén, en un período inferior a un siglo”.
[Les dijo: Vosotros no sabéis nada]. La palabra que se traduce como
“vosotros” tiene un matiz enfático en el griego. No parece improbable que
exprese el desprecio de Caifás hacia la ignorancia y la impotencia de la
pregunta de los fariseos: “Vosotros y todos los de vuestro grupo no entendéis
las exigencias de este estado de cosas. Malgastáis vuestro tiempo en quejas
y en muestras de contrariedad cuando las circunstancias exigen
imperiosamente una política más severa y contundente”.
Comenta Crisóstomo: “Este hombre reclamó abierta, audazmente y sin
tapujos lo que otros habían planteado a modo de duda y como cuestión a
debatir: Uno debe morir”.
Piensa Pierce que algunos de los judíos del concilio debieron de hablar en
términos de detener la predicación de Cristo, igual que después intentaron
detener a los Apóstoles (cf. Hechos 4:18); pero Caifás ridiculizó un consejo
tan débil y propuso medidas más violentas. ¿No podemos suponer que
Nicodemo y otros hablaron a favor de nuestro Señor?
V. 50: [Ni pensáis]. Esto parece implicar que Caifás quería hacer saber a
los judíos que no habían razonado de forma correcta ni sopesado
adecuadamente las medidas a tomar. De ahí esta perplejidad. Ahora les
demostrará la conclusión a la que debían haber llegado.
[Que nos conviene […] muera […] toda la nación perezca]. La conclusión
de Caifás es lacónica y concluyente. La expone elípticamente: “Este hombre
debe morir. Es mucho mejor que muera uno solo —ya sea inocente o no— en
beneficio de toda la nación a que toda la nación sufra calamidades y perezca.
Pensáis que, si no dejamos a este hombre en paz e intervenimos, estaremos
perjudicando a una persona inocente. Basta de escrúpulos pueriles.
Quitémoslo de en medio. Conviene matarlo. Mejor que muera para evitarle a
la nación más problemas a que viva y la nación sufra calamidades por su
culpa”.
No me cabe en la cabeza que Caifás quisiera decir algo más que eso.
Simplemente argumenta que la muerte de Cristo redundaría en beneficio
público y que librarle de ella podría ocasionar la destrucción de la nación. No
creo que tuviera la menor idea del pleno alcance que podían tener sus
palabras.
Adviértanse con atención los crímenes y pecados que se pueden cometer
en aras de la conveniencia. No hay nadie tan tentado a cometer tales
pecados como las autoridades y gobernantes. Nadie hay tan susceptible de
hacer cosas injustas, opresivas y carentes de honradez que un gobierno bajo
la presión del argumento espurio de que “conviene” que unos pocos sufran
antes que sean muchos los que resulten perjudicados. A Cristo se le crucificó
por conveniencia política. ¡Qué verdad! ¿No debiéramos preguntarnos
siempre, más bien, lo que es justo, lo que es correcto y honroso a los ojos de
Dios? Lo que está moralmente equivocado nunca puede ser correcto
políticamente. Gobernar únicamente para agradar y beneficiar a la mayoría,
sin tener en cuenta los principios eternos de justicia, bien y misericordia
puede ser conveniente y agradar al hombre; pero no agrada a Dios.
Observa Calvino: “Aprendamos a no separar nunca lo útil y conveniente
de lo legítimo, puesto que no debemos esperar prosperidad o éxito alguno
más que de la bendición de Dios”.
Comenta Ecolampadio que jamás debemos hacer el mal para conseguir
un bien: “Aunque matando aun hombre se pudiera salvar a muchos, sería
ilegítimo”.
Observa Poole: “Jamás se dijo nada de manera más diabólica. Como un
político mezquino que no se preocupa más que por la seguridad de su
pueblo, Caifás no dijo ‘es legítimo’, sino nos ‘conviene’ que un hombre
muera, a pesar de que nunca hubiera alguien tan bueno, inocente y justo”.
Comenta Doddridge: “¿Cuándo aprenderán los políticos de este mundo a
confiar en Dios y en sus caminos en vez de confiar en ellos mismos y en su
propia sabiduría, transgrediendo todas las reglas de la verdad, el honor y la
conciencia?”.
Vv. 51–52: [Esto no lo dijo por sí mismo]. Estos dos versículos contienen
un comentario parentético de S. Juan con respecto al discurso de Caifás a los
fariseos. Es un pasaje singular, no exento de dificultades. Es indudablemente
extraño que se diga de un hombre como Caifás que profetizó, así como que
su profecía tuviera un carácter tan amplio y extensivo. Quiero hacer algunos
comentarios que quizá arrojen luz sobre el pasaje.
El caso de Balaam demuestra claramente que Dios puede utilizar a
hombres malvados para declarar una verdad profética. Pero las situaciones
de Balaam y Caifás eran muy distintas.
No veo en ninguna parte que el sumo sacerdote judío poseyera, en virtud
de su cargo, el poder de predecir el porvenir. Ciertamente, David habla de
Sadoc como “vidente” (cf. 2 Samuel 15:27). El efod del sacerdote confería
cierto misterioso poder al que lo llevaba para prever acontecimientos
inminentes (cf. 1 Samuel 23:9). Independientemente de lo que fueran, parece
que los Urim y Tumim que se llevaban en el pectoral proporcionaban al
portador ciertas facultades de discernimiento. Pero aun estos se perdieron en
la destrucción del primer Templo. En resumen, no hay pruebas de que algún
sumo sacerdote en tiempos de nuestro Señor tuviera poder para profetizar.
Considero que los versículos que tenemos delante son muy elípticos y
deben ser completados a fin de tener el sentido que le dio S. Juan. El único
sentido satisfactorio que puedo verle al pasaje se encuentra en la siguiente
paráfrasis libre. [N. E. El original no contiene la paráfrasis anunciada por el
autor].
[Esto no lo dijo por sí mismo]. Aunque no era consciente de ello, pronunció
estas palabras bajo la influencia de un poder superior que le hacía decir
cosas con un sentido mucho más profundo de lo que él pensaba. Como dice
Ecolampadio: “Dios le utilizó como instrumento” (cf. Isaías 10:15).
[Sino que como era el sumo sacerdote aquel año, profetizó]. Tal como
demostraron los acontecimientos posteriormente, pronunció palabras
eminentemente proféticas; y el hecho de que brotaran de sus labios cuando
ocupaba el puesto de sumo sacerdote les confirió mayor importancia cuando
fueron recordadas más adelante.
[Que Jesús había de morir por la nación]. En realidad predijo que Jesús
moriría para beneficio de la nación judía, aunque el cumplimiento fue
bastante distinto del que tenía en mente.
[Y no solamente por la nación]. Y también predijo lo que más adelante se
cumpliría en la práctica, aunque de manera maravillosamente distinta a la
que él había imaginado: que Jesús no solo moriría por la nación judía, sino
para beneficio de todos los hijos de Dios diseminados por todo el mundo.
Lo único que puedo colegir del comentario explicativo de Juan es que
señala la extraordinaria forma en que se demostraron ciertas las palabras de
Caifás, aunque de una manera que jamás había pensado, deseado o
esperado. Hace una afirmación en una gran ocasión pública que tiene una
gran autoridad en razón de su oficio como sumo sacerdote. Esta afirmación
se cumplió posteriormente de una forma maravillosa por medio de la
providencia superior de Dios, de una manera que su responsable jamás
habría soñado. Aquello se recordó y comentó posteriormente; y parece como
si, al ser el sumo sacerdote aquel año —dice S. Juan—, el Espíritu Santo le
impulsara milagrosamente a profetizar la redención del género humano
cuando él pensaba que solo hablaba de matar a Cristo. En resumen, Caifás no
tenía más intención que la de aconsejar el asesinato de Cristo. Pero el
Espíritu Santo le obligó a utilizar de forma inconsciente unas palabras que
eran una predicción extraordinaria de la vida que traería la muerte de Cristo
a un mundo perdido.
Considero que “los hijos de Dios que estaban dispersos” eran los elegidos
de Dios entre los gentiles. Se los contrasta con “la nación”.
Creo que “congregar en uno” es la reunión final de todos los miembros de
Cristo que se producirá en su Segunda Venida (cf. Efesios 1:10; Juan 12:32;
Génesis 49:10).
Lightfoot dice que los judíos pensaban que la mayor obra del Mesías sería
la “reunión o congregación de los cautivos”.
Concluyo este pasaje siendo profundamente consciente de sus
dificultades y no deseo imponer dogmáticamente a otros mis opiniones si no
les satisfacen.
Comenta Crisóstomo: “Caifás profetizó sin saber lo que decía; y la gracia
de Dios no hizo más que utilizar su boca, pero sin tocar su corazón maldito”.
Musculus y Ferus señalan el extraordinario parecido que hay entre el
lenguaje utilizado por Caifás con un sentido completamente distinto del que
pensaba y el de los judíos que dijeron a Pilato con respecto a Cristo: “Su
sangre sea sobre nosotros, y sobre nuestros hijos” (Mateo 27:25). Poco
sabían ellos el terrible alcance que tenían sus palabras.
Todos los comentaristas protestantes del siglo XVII señalan y ponen de
manifiesto el absurdo de la reivindicación católica romana, basada en este
pasaje, de que se acepten las palabras y decretos del papa como
parcialmente inspirados por causa de su oficio.
Piensa Lightfoot con toda razón que debemos hacer especial hincapié en
la expresión “aquel año”. Observa que fue el mismo año en que concluyó el
oficio de sumo sacerdote, se rasgó el velo, la dispensación judía tocó a su fin
y el sacerdocio mosaico quedó abrogado al convertirse Cristo
manifiestamente en nuestro sacerdote. Piensa que la frase de S. Pablo en
Hechos 23:5 —“no sabía, hermanos, que era el sumo sacerdote”— quizá
significaba que no sabía que hubiera un sumo sacerdote de ninguna clase.
También observa que ese mismo año, en Pentecostés, el Espíritu Santo se
derramó como espíritu de profecía y revelación con una extraordinaria
intensidad. No sorprende que “aquel año” profetizara el último sumo
sacerdote, como en el caso de Balaam.
V. 53: [Así que, desde aquel día acordaron matarle]. Aquí vemos el
resultado del consejo de Caifás. Su atrevida, cruda y exaltada propuesta
arrastró consigo a todo el concilio y aunque Gamaliel, Nicodemo y José
estuvieran presentes, sus voces fueron acalladas. Desde ese día se
determinó entre los dirigentes judíos de Jerusalén que Jesús habría de morir.
La única dificultad residía en hallar la forma, el momento y el medio de
hacerlo sin crear alboroto. No cabe duda que el gran milagro que acababa de
obrar en Betania incrementaría el número de seguidores de nuestro Señor, lo
cual exigiría cautela en la ejecución del plan de asesinato.
Rara vez llegan los concilios eclesiásticos a conclusiones sabias y buenas,
y en ocasiones estas son malvadas y crueles. Los hombres atrevidos,
descarados y sin escrúpulos como Caifás suelen acallar a los miembros más
reservados y arrastrar a todo el mundo con ellos.
V. 54: [Por tanto, Jesús ya no andaba […] judíos]. A partir de este
momento, nuestro Señor consideró oportuno abstenerse de aparecer en
público en Jerusalén y ya no volvió a la ciudad hasta la semana de su
crucifixión. Sabía cuál había sido la conclusión del concilio que se acababa de
celebrar, ya fuera por su conocimiento divino o por la información facilitada
por amigos como Nicodemo; y como su hora no había llegado aún, se alejó
de Judea durante un tiempo.
Una traducción más literal de la expresión “ya no” sería “aún no”.
Significa “no por el momento”.
¿No debemos aprender del comportamiento de nuestro Señor que hay
ocasiones en que debemos evitar enfrentarnos al peligro o a la muerte? Hay
momentos en los que la retirada constituye un deber, así como hay
momentos en los que se debe avanzar. Hay tiempo de callar así como de
hablar.
Comenta Hutcheson: “Es legítimo que los siervos de Cristo huyan cuando
sus enemigos decreten su muerte y la persecución sea algo personal”.
[Sino que […] desierto […], Efraín; y se quedó […] discípulos]. No se sabe
nada con certeza del lugar al que se marchó nuestro Señor ni de la ciudad
aquí nombrada. Parece que se eligió deliberadamente un lugar tranquilo,
aislado y poco frecuentado. Es probable que estuviera al otro lado del Jordán,
en Perea, porque la última vez que nuestro Señor fue a Jerusalén pasó por
Jericó.
Ellicott indica que Efraín era una ciudad que también recibía el nombre de
Ofra, a unos treinta kilómetros al norte de Jerusalén, en la frontera de
Samaria. También dice que las palabras de S. Lucas (cf. 17:11) cuando dice
que nuestro Señor “pasaba entre Samaria y Galilea” hacen referencia a su
partida de Efraín. Piensa que después de eso pasó por Perea hacia Jericó.
Pero no veo que demuestre satisfactoriamente todo esto.
Es digno de atención que nuestro Señor eligiera un lugar completamente
tranquilo y aislado como su última residencia antes de que llegara el
momento de sufrir en la crucifixión. Es bueno estar solos y tranquilos antes
de acometer cualquier gran obra para Dios. Nuestro Salvador no estaba por
encima de eso. ¡Cuánto más tendremos que recordarlo sus discípulos! Al
decir esto, no quiero que se piense que estoy alabando los ostentosos
“retiros” de la Iglesia católica romana y sus seguidores. Para que sea
provechoso, un retiro cristiano debe ser esencialmente discreto y evitar
llamar la atención de los hombres. La vida del eremita no tiene respaldo
alguno en la Escritura.
Cuando dice que nuestro Señor continuó o se quedó en Efraín “con sus
discípulos”, es digno de reseñar que no se menciona la ejecución de ninguna
obra pública por su parte. Da la impresión de que dedicó los últimos días de
tranquilidad que le quedaban antes de su crucifixión a una comunión
constante con el Padre y a la instrucción privada de sus discípulos.
V. 55: [Y estaba cerca la pascua de los judíos]. Esta expresión, igual que
muchas otras en el Evangelio según S. Juan, denota que escribió para la
Iglesia en general y para muchos lectores que no estaban familiarizados con
las fiestas y costumbres judías.
[Muchos subieron de aquella región […] pascua]. Parece que esto solo se
menciona como una costumbre entre los judíos, y no como un fenómeno
particular de aquel año. Siempre lo hacían; así, durante los siete días
anteriores a la pascua, se reunía en Jerusalén una multitud mayor que en
cualquier otro momento del año. De ahí la muchedumbre presente y la
expectación que había a la llegada de nuestro Señor. Habían hablado de él
personas procedentes de toda Palestina.
[Para purificarse]. Esto hace referencia a las abluciones ceremoniales, las
purificaciones y expiaciones en razón de la impureza ceremonial que todos
los judíos estrictos practicaban antes de comer la pascua (cf. 2 Crónicas
30:18, 19). Es imposible leer el libro de Levítico detenidamente sin advertir el
increíble número de formas en que un israelita podía volverse impuro
ceremonialmente y verse obligado a acudir al sacerdote para que se llevara a
cabo una expiación (cf. Números 9:6–11). Es indudable que, en cuestiones
como estas, los fariseos redoblaban esta severidad legal con sus absurdos
escrúpulos, tales como “colar un mosquito” como si el cuerpo muerto de ese
insecto pudiera contaminarles. Sin embargo, la Ley de por sí ya era un yugo
muy difícil de llevar. No sorprende que miles de judíos devotos se dirigieran
ansiosamente a Jerusalén antes de la pascua a fin de ser purificados
ceremonialmente y estar preparados para la fiesta.
Es digno de atención lo particularmente escrupulosos que son a veces los
hombres con las formas, las ceremonias y la corrección externa, mientras a la
vez planean y ejecutan enormes crímenes con la mayor tranquilidad. Los
judíos, celosos de “purificarse” a sí mismos mientras planeaban el asesinato
de Cristo, han tenido imitadores y seguidores en todas las épocas de la
Iglesia. Con frecuencia, en muchos corazones, el rigor en las formas y las
ceremonias no está reñido con el pecado más exacerbado.
V. 56: [Y buscaban a Jesús […], se preguntaban, etc.]. En mi opinión, las
personas de las que se habla aquí eran los judíos procedentes de toda
Palestina que se mencionaron en el versículo anterior y que venían a
prepararse para la Pascua. Probablemente, la fama y el renombre de nuestro
Señor eran tan grandes en Palestina que los primeros comentarios de los
recién llegados girarían en torno a Él. Y sin duda Jesús sería el principal tema
de conversación mientras estaban en el atrio del Templo a la espera de
recibir la purificación ceremonial o hablando con viejas amistades y
conocidos que, al igual que ellos, venían de todo el país.
[¿Qué os parece? ¿No vendrá a la fiesta?]. Esto se menciona como una de
las principales preguntas que se hacían los judíos entre sí. En una ocasión
anterior, nuestro Señor no había acudido a la pascua (cf. Juan 6). Era natural,
pues, que se plantearan dudas con respecto a su asistencia.
Es digno de atención que esta pregunta se puede interpretar como una
sola o como dos distintas.
Algunos piensan que significa: “¿Qué pensáis de la cuestión de si vendrá a
la fiesta o no?”.
Otros piensan que significa: “¿Qué pensáis de Cristo y especialmente de
su situación actual? ¿Pensáis que no vendrá a la fiesta?”. En lo que a mí
respecta, prefiero esta segunda interpretación.
Es digno de atención que justo la pregunta con que nuestro Señor
confundió a los fariseos unos pocos días después, tal como se documenta en
S. Mateo 22:42, comience por las mismas palabras griegas que se utilizan
aquí: “¿Qué pensáis del Cristo?”.
V. 57: [Y los principales sacerdotes y los fariseos […]. Este versículo
muestra los primeros pasos que se dieron tras el concilio en que se decidió
seguir el consejo de Caifás de matar a Jesús. Se había dado la orden general
de que, si alguien sabía dónde se alojaba Jesús en Jerusalén, debía facilitar
esa información a fin de que pudiera ser prendido.
No puedo evitar pensar que esta orden se ceñía al ámbito de Jerusalén y a
la casa donde nuestro Señor se alojaría cuando acudiera a la Pascua, en el
caso de que fuera. No me cabe en la cabeza que los enemigos de nuestro
Señor desconocieran dónde se encontraba entre el milagro de Betania y la
Pascua. No obstante, me imagino que no se atrevieron a correr el riesgo de la
rebelión o del alboroto que se podría haber producido de haber ordenado su
arresto en las zonas rurales. De hecho, es dudoso que la jurisdicción de los
sacerdotes y los fariseos trascendiera las murallas de Jerusalén y que
pudieran apresar a nuestro Señor fuera de la ciudad. Quizá este fuera el
motivo de que se alojara con frecuencia en Betania.
Musculus habla aquí de la cuestión de si la obediencia a los gobernantes
nos obliga a entregar a un hombre a aquellos que quieren arrestarle.
Responde: “Si creemos que se trata de alguien inocente, decididamente no”.

Juan 12:1–11

Con este capítulo que ahora empezamos concluye una división de gran
importancia en el Evangelio según S. Juan. Aquí acaban los sermones
públicos de nuestro Señor a los judíos incrédulos de Jerusalén. Después
de este capítulo, S. Juan no deja constancia más que de lo que se dijo
en privado a los discípulos.
Por un lado, en este pasaje vemos la abundancia de pruebas que
hay de la veracidad de los principales milagros de nuestro Señor.
Leemos de una cena en Betania en la que Lázaro “era uno de los
que estaban sentados a la mesa” con los demás invitados: Lázaro,
aquel que había sido resucitado públicamente después de estar cuatro
días en el sepulcro. Nadie podía afirmar que su resurrección había sido
una simple ilusión óptica y que se había engañado a los presentes con
un fantasma o una visión. Allí estaba el mismísimo Lázaro después de
unas semanas sentado con sus allegados, en posesión de un cuerpo
físico y bebiendo y comiendo alimento físico. Difícilmente se podría
imaginar alguna prueba más contundente de un hecho. Al que no le
convenza una prueba como esta bien puede afirmar que está decidido
a no creer nada en absoluto.
Es de ánimo pensar que las pruebas de la resurrección de Lázaro
son las mismas que rodean al hecho, más extraordinario aún, de la
resurrección de Cristo de entre los muertos. ¿Vieron las gentes de
Betania a Lázaro entre ellos durante varias semanas? Igualmente
vieron a nuestro Señor Jesús sus discípulos. ¿Comió Lázaro alimentos
físicos ante los ojos de sus amigos? Igualmente comió y bebió nuestro
Señor antes de su ascensión. Nadie en su sano juicio que viera a Jesús
tomar “un pez asado, y un panal de miel” y comerlos ante varios
testigos pondría en duda que tenía un cuerpo real (cf. Lucas 24:42).
Haremos bien en recordar esto. En una época en que abunda la
incredulidad y el escepticismo, veremos que la resurrección de Cristo
resiste todas las objeciones que se le planteen. Igual que dejó fuera de
toda duda razonable la resurrección de un discípulo amado a 3
kilómetros de Jerusalén, igualmente, pocas semanas después dejó
fuera de toda duda su victoria sobre el sepulcro. Si creemos que Lázaro
resucitó, no tenemos por qué dudar que nuestro Señor también
resucitó. Si creemos que Jesús resucitó, no tenemos por qué dudar de
la veracidad de su mesiazgo, la realidad de su aceptación como
nuestro Mediador y la certeza de nuestra propia resurrección.
Verdaderamente Cristo ha resucitado, y los impíos bien pueden
echarse a temblar. Cristo ha resucitado de los muertos, y los creyentes
bien pueden regocijarse.
Por otro lado, en este pasaje vemos la crueldad y la desaprobación
que los amigos de Cristo encuentran a veces en el hombre.
Leemos que en la cena en Betania, María, la hermana de Lázaro,
ungió los pies de Jesús con un valioso ungüento y los limpió con sus
propios cabellos. Y el ungüento tampoco fue vertido reparando en
gastos. Lo hizo de forma tan generosa que “la casa se llenó del olor del
perfume”. Lo hizo impulsada por un corazón rebosante de amor y
gratitud. No creía que pudiera dar nada lo suficientemente grande y
bueno a un Salvador así. Sentándose a sus pies y escuchando sus
palabras en tiempos pasados, había encontrado tranquilidad de
conciencia y el perdón de sus pecados. En ese mismo momento veía a
Lázaro vivo y sano, sentado junto a su Maestro; era su propio hermano
Lázaro, aquel a quien Él había devuelto del sepulcro. Grandemente
amada, no se creía capaz de poder demostrarle el suficiente amor a
cambio. Habiendo recibido de gracia, dio de gracia.
Pero había algunos presentes que consideraron equivocada la
conducta de María y la culparon de prodigalidad. Hubo alguien en
especial, un apóstol, alguien de quien se podía haber esperado mucho
más, que declaró abiertamente que el ungüento se habría utilizado
mejor de haberse vendido y “dado a los pobres” el importe obtenido. El
corazón capaz de albergar semejantes pensamientos debía de tener un
pobre concepto de la dignidad de la persona de Cristo y un aún más
pobre de nuestras obligaciones hacia Él. El corazón frío y la avaricia
suelen ir unidos.
Hoy día hay demasiadas personas con un espíritu similar que
profesan ser cristianas. Hay multitud de personas bautizadas
incapaces de entender el celo de cualquier clase por honrar a Cristo. Si
les hablamos de un gran desembolso de dinero para impulsar el
comercio o alentar la causa de la ciencia, lo considerarán correcto y
aconsejable. Si les hablamos de algún gasto en la predicación del
Evangelio en el país o en el extranjero a fin de propagar la Palabra de
Dios, para difundir el conocimiento de Cristo en la Tierra, nos dirán
claramente que lo consideran un “dispendio”. Nunca aportan lo más
mínimo a este tipo de causas y tachan de necios a los que sí lo hacen.
Peor aún, a menudo disfrazan sus reticencias a contribuir a causas
puramente cristianas con una supuesta preocupación por los pobres
del país. Sin embargo, olvidan oportunamente el hecho notorio de que
los que más hacen por la causa de Cristo son precisamente los que
más hacen por los pobres.
Nunca debemos permitir que los comentarios agresivos de tales
personas interfieran en nuestra “[perseverancia] en bien hacer”. En
vano esperaremos que alguien haga mucho por Cristo si no es
consciente de la deuda que tiene para con Él. Debemos
compadecernos de la ceguera de aquellos que nos critican
negativamente y seguir trabajando. Aquel que defendió la causa de la
bondadosa María y dijo “déjala” se sienta a la diestra de Dios y guarda
un libro de memorias. Se acerca un día en que un mundo maravillado
verá cómo se dejó constancia en el Cielo de cada vaso de agua fresca
dado en nombre de Cristo, así como de cada frasco de valioso
ungüento, y que estos tienen su recompensa. En ese día, aquellos que
hayan pensado que en algún caso fue demasiado lo que se dio a Cristo
descubrirán que más les valdría no haber nacido.
Por último, vemos la extrema dureza e incredulidad del corazón
humano.
La incredulidad se manifiesta en los principales sacerdotes, que
“acordaron dar muerte también a Lázaro”. No podían negar el hecho
de que había resucitado. Al vivir, moverse, comer y beber a tres
kilómetros de Jerusalén, Lázaro era un testigo de la veracidad del
mesiazgo de Cristo al que era imposible contestar o acallar. Sin
embargo, estos orgullosos hombres no estaban dispuestos a ceder.
Preferían cometer un asesinato antes que deponer las armas de su
rebeldía y confesar que estaban equivocados. No sorprende que en
cierto lugar nuestro Señor se “asombrara” ante la incredulidad. Bien
podía decir en una famosa parábola: “Si no oyen a Moisés y a los
profetas, tampoco se persuadirán aunque alguno se levantare de los
muertos” (Marcos 6:6; Lucas 16:31).
La dureza se manifiesta especialmente en Judas Iscariote, quien tras
haber sido elegido apóstol y predicador del Reino de los cielos, al final
resulta ser un ladrón y un traidor. Mientras el mundo siga en pie, este
hombre será una prueba perenne de la profunda corrupción humana.
¡A primera vista parece imposible e increíble que alguien pudiera
seguir a Cristo como su discípulo durante tres años, ver todos sus
milagros, escuchar toda su enseñanza, experimentar su bondad y ser
contado entre los Apóstoles y, no obstante, demostrar finalmente la
podredumbre de su corazón! Sin embargo, el caso de Judas demuestra
que esto es posible. Quizá una de las cosas que menos comprendamos
sea el extremo al que llega la caída del hombre.
Demos gracias a Dios si experimentamos de algún modo la fe y
podemos decir, a pesar de toda nuestra debilidad y flaqueza: “Creo”.
Oremos por una fe verdadera, genuina y sincera, y no una simple
impresión pasajera como el rocío de la aurora. Y no en menor medida,
oremos para que se nos proteja del amor al mundo. Destruyó a alguien
que disfrutaba de todos los privilegios y escuchaba predicar a Cristo
cada día. “Así que, el que piensa estar firme, mire que no caiga” (1
Corintios 10:12).

Notas: Juan 12:1–11


V. 1: [Seis días antes de la pascua, vino Jesús a Betania]. Cualquier lector
inteligente del Evangelio podrá advertir que Juan omite deliberadamente
ciertos acontecimientos de los que Mateo, Marcos y Lucas sí dejan
constancia. Pasa directamente del retiro de nuestro Señor a la ciudad llamada
Efraín a su regreso a Betania por última vez. En ese intervalo hallaremos las
cosas que se relatan en Mateo 20:17–34; Marcos 10:32–52; Lucas 18:31 hasta
19:1–28. Independientemente del lugar de Palestina donde se encontrara
esta ciudad de Efraín, es casi seguro que, al viajar desde allí hasta Betania,
nuestro Señor pasó por Jericó, sanó a dos ciegos allí, convirtió al publicano
Zaqueo y contó la parábola del noble que partió a un país lejano tras dar diez
minas a sus diez siervos.
No sabemos por qué S. Juan no dejó constancia de estos hechos y solo es
una pérdida de tiempo preguntárnoslo. Una mente reverente se dará por
satisfecha con recordar que Juan escribió por inspiración de Dios y fue guiado
infaliblemente, tanto con respecto a lo que documentó como a lo que no. Más
aún, la razón y el sentido común nos dicen que, si los cuatro Evangelistas
hubieran narrado exactamente las mismas cosas, su valor como testigos
independientes habría resultado gravemente perjudicado. Sus variaciones y
diferencias son una sólida prueba indirecta de su credibilidad. Un parecido
demasiado grande despertaría sospechas de confabulación y parecería un
intento de engañar.
Sorprende la expresión “seis días antes de la pascua”, puesto que a
primera vista parece entrar en contradicción con el relato que hace Marcos
de la unción, de la que Marcos dice expresamente que “dos días después era
la pascua” (Marcos 14:1). De ahí que algunos sostengan que el griego se
debe traducir como “antes de los seis días de la fiesta de la pascua”, dejando
el día exacto en el aire. Comoquiera que sea, se puede objetar
razonablemente que la fiesta de la Pascua duraba más de seis días y que la
traducción que se propone no es una equivalencia probable de las palabras
griegas. Debo añadir que no veo necesidad de alejarse de la Biblia del Rey
Jacobo. No solo es posible, sino también probable, tal como sostiene
Lightfoot, que se ungiera a nuestro Señor en dos ocasiones distintas, una seis
días antes de la pascua y otra dos días antes. [Se ruega al lector que consulte
las notas con respecto a Juan 2:2, donde se analiza a fondo esta cuestión].
El cordero pascual se inmolaba al atardecer del jueves. Si tenemos esto
en cuenta, nuestro Señor debió de llegar a Betania el viernes, la tarde o la
noche antes del día de reposo. De este modo, debió de pasar su último día de
reposo en compañía de Marta, María y Lázaro en Betania.
Cuando leemos las claras advertencias que se documentan en Mateo,
Marcos y Lucas, caben pocas dudas de que los discípulos viajaron a Betania
siendo plenamente conscientes de que se avecinaba una gran crisis y el final
del ministerio de su Maestro. Pero otra cosa es que supieran realmente que
su Maestro iba a ser inmolado o que no esperaran en su fuero interno que
pronto manifestaría su poder divino, tomaría su reino y reinaría.
Es imposible concebir una partida más deliberada, voluntaria y tranquila
hacia la muerte que el último viaje de nuestro Señor a Judea.
[Donde estaba Lázaro […], estado muerto […], resucitado de los muertos].
Estas palabras parecen demostrar que Lázaro vivía en Betania y no era un
simple huésped o un visitante. También demuestran la inmensa importancia
del milagro que se obró con él. A tres kilómetros de Jerusalén y del Templo
había un hombre bastante conocido entre los judíos que llevaba viviendo
varias semanas, si no meses, después de haber sido resucitado del sepulcro
cuando ya llevaba cuatro días muerto. No había sido resucitado solo para
luego desaparecer de la vista, sino que vivía allí donde había sido resucitado.
Lightfoot hace un interesante análisis de la forma en que nuestro Señor
dispuso de su tiempo en los seis días anteriores a su crucifixión: 1) El sábado
cenó con Lázaro. 2) El domingo entró en Jerusalén a lomos de un asno. Aquel
era el día en que los judíos solían tomar un cordero del rebaño por familia y
apartarlo para la pascua. En aquel día, el Cordero de Dios se presentó a sí
mismo en Sion. 3) El lunes fue de nuevo a Jerusalén y maldijo la higuera
estéril en el camino. 4) El martes fue de nuevo a Jerusalén y habló al pueblo
por última vez. A su regreso, se sentó en el monte de los Olivos y pronunció
su famosa profecía de Mateo 24 y 25, y esa noche cenó con Simón el leproso.
5) El miércoles se quedó en Betania. 6) El jueves fue a Jerusalén, comió la
pascua, instituyó la Cena del Señor y esa misma noche le prendieron. 7) El
viernes le crucificaron.
V. 2: [Y le hicieron allí una cena]. Estas palabras muestran la gozosa
hospitalidad con que recibían a nuestro Señor sus discípulos. La frase se
puede interpretar en un sentido impersonal, de acuerdo con un hebraísmo
habitual (cf. Mateo 5:15; 10:10; 13:48 y Juan 15:6). De esta forma solo
significaría: “Se hizo una cena”. Si no se interpreta de esta manera,
evidentemente solo es aplicable a María, Marta y Lázaro. Carece de
importancia si la cena fue el viernes por la noche, a la llegada de nuestro
Señor, después que comenzara el día de reposo o durante el mismo. Es
evidente que, entre los judíos, la hospitalidad no se consideraba un
quebrantamiento del día de reposo.
Comenta Lightfoot que la fiesta que celebraban los judíos en este día en
concreto, seis días antes de la pascua, era particularmente espléndida y
suntuosa.
Observa Hutcheson: “En ocasiones no es ilegítimo disfrutar de la
utilización generosa de las comodidades de forma sobria. Cristo no rechaza
esta cena; a veces asistió a las fiestas de los fariseos y otras veces a las de
los publicanos” (cf. Lucas 7:36; Mateo 9:11).
[Marta servía]. Queda aquí de manifiesto, como sucede en otras partes, el
carácter natural de esta buena mujer. No podía quedarse quieta y no hacer
nada mientras su Señor estaba en su casa. Debió de estar yendo de un lado a
otro e intentando hacer algo. La gracia no nos sustrae nuestros rasgos
específicos.
[Y Lázaro […] sentados a la mesa con él]. La mayoría de los
comentaristas, de Crisóstomo en adelante, opinan que esto se menciona
deliberadamente a fin de mostrar la veracidad de la resurrección de Lázaro.
No era un fantasma o un espíritu. Había vuelto a la vida de verdad, con un
cuerpo real, en carne y hueso y con todas las necesidades y los problemas de
un cuerpo. Así se nos enseña de forma práctica que, a pesar de que el cuerpo
del hombre muera, puede vivir de nuevo.
¿No es esta cena un pálido tipo de las bodas del Cordero? Jesucristo
estará allí; los creyentes que murieron y que resuciten de nuevo estarán allí;
y los que no murieron, estén vivos y crean estarán allí cuando vuelva.
Entonces el número de invitados se habrá completado.
V. 3: [Entonces María […] perfume […] ungió los pies de Jesús, etc.] . Este
extraordinario acto de María que, tal como dijo nuestro Señor en Mateo y
Marcos, se cuenta en todo el mundo, merece nuestra especial atención.
El acto en sí no era raro en los países orientales, donde hace mucho calor
y la utilización de sandalias deja los pies expuestos a la sequedad y el ardor.
Más aún, tampoco tenía nada de extraño que esto lo hiciera una mujer. Entre
las buenas obras de una viuda cristiana, S. Pablo cita “[lavar] los pies de los
santos” (1 Timoteo 5:10).
Es obvio que el motivo que impulsó a María a hacer lo que hizo fue un
intenso amor lleno de agradecimiento hacia su Señor y Salvador. Sentía que
no podía hacer nada lo suficientemente bueno por Él, no solo por lo que
había aprendido de Él para su propio beneficio espiritual, sino también por lo
que había hecho por su hermano Lázaro. Sus sentimientos la llevaban a
preocuparse por honrar a su Maestro de la manera más elevada posible, sin
importarle lo que costara ni lo que pudiera decir ninguno de los presentes.
La intensidad de su gratitud se muestra en la pródiga profusión con que
utilizó el ungüento a pesar de su elevado precio. Esto parece reflejarse en el
hecho de que “enjugó [los pies de nuestro Señor] con sus cabellos”, puesto
que al haber derramado tanto ungüento era preciso limpiarlos; y también en
el hecho de que “la casa se llenó del olor del perfume”. Derramó tanto
ungüento que su aroma llenó toda la habitación y la casa donde se
encontraban los invitados. Todo el que conozca el intenso olor de la esencia
de rosas lo comprenderá fácilmente.
En todas las épocas, la expresión de “perfume de nardos” ha
desconcertado a los comentaristas, dado que el término griego no arroja una
luz clara sobre la cuestión. Algunos piensan que significa ungüento “potable”,
que se puede beber; otros piensan que hace referencia a un ungüento
completamente “puro”, que se puede considerar genuino, sin adulterar.
Agustín piensa que la expresión denota el lugar de donde provenía el
ungüento. Es una cuestión sin importancia que debemos dejar en el aire por
falta de datos para explicarla. Bástenos saber que era algo muy valioso y
costoso. Todo aquel que sepa el valor que tiene la esencia pura de rosas se
podrá hacer una idea de lo caro que puede ser un ungüento.
No puedo más que repetir la opinión que ya he expresado de que es
seguro que esta unción no fue la descrita en Lucas 7 y muy probablemente
tampoco la de Marcos 14. La unción de Marcos se produjo dos días antes de
la Pascua, mientras que esta sucedió seis días antes. En Marcos, la unción se
llevó a cabo sobre la cabeza, y aquí se derrama sobre los pies. En Mateo y
Marcos hubo varios discípulos que murmuraron, pero aquí solo se nombra a
Judas. A mi juicio, estas discrepancias son insalvables y nos obligan a pensar
que en Betania se produjeron dos unciones distintas durante los seis días
anteriores a la crucifixión. Admito que hay que elegir entre dos males y que
la interpretación que defiendo ofrece dificultades. Pero no las considero tan
importantes como las de la otra tesis. En todo caso, me respalda la gran
autoridad de Crisóstomo, Chemnitz, Lightfoot, Whitby y Henry.
Es difícil determinar el significado de que María limpiara los pies de
nuestro Señor con sus cabellos. Quizá, por nuestro desconocimiento de las
costumbres de los tiempos del ministerio terrenal de nuestro Señor, no
estamos acreditados para opinar al respecto ahora. En cuestiones como
estas, que desconocemos, es más sabio abstenerse de conjeturar.
Dice Calvino: “La práctica habitual era ungir la cabeza y, en razón de esto,
Plinio considera un lujo excesivo que algunos ungieran los tobillos. Lo que
Juan dice acerca de los pies viene a significar esto: que se ungió todo el
cuerpo de Cristo hasta los pies”.
Observa Rollock que parece que en ese momento María tenía una
percepción mucho más profunda e íntima que cualquiera de sus discípulos de
lo que Cristo representaba y de la verdadera dignidad de su persona.
V. 4: [Y dijo […], Judas Iscariote hijo de Simón]. No sabemos nada de este
Simón, quién era o por qué se le menciona específicamente en este lugar. Es
digno de atención que casi no haya ningún otro nombre que se repita tanto
en el Nuevo Testamento como este. Tenemos los siguientes:
1. El apóstol Simón, también llamado Pedro.
2. El apóstol Simón, también llamado el celote y el cananita.
3. Simón el hermano de nuestro Señor, mencionado junto con Jacobo y
José (cf. Mateo 13:55).
4. Simón el leproso, en cuya casa se produjo la unción (cf. Mateo 13:55).
5. Simón de Cirene, que llevó la cruz (cf. Mateo 27:32).
6. Simón el fariseo (cf. Lucas 7:40).
7. Simón el hechicero de Samaria (cf. Hechos 8:9).
8. Simón el curtidor (cf. Hechos 9:43).
Por supuesto, sería interesante saber si Judas Iscariote era hijo de alguno
de estos. Pero no tenemos pista alguna que nos lo indique.
Considera Wordsworth que la mención de Judas Iscariote por su nombre es
una sólida prueba interna de la fecha tardía del Evangelio según S. Juan.
Compárese con el hecho de que solamente Juan menciona a Pedro y a Malco
por su nombre (cf. Juan 18:10).
[El que le había de entregar]. Estas palabras se traducirían más
literalmente como “el que estaba a punto de entregarle”.
Es digno de atención que, en la unción relatada en Mateo 26 y Marcos 14,
son “algunos” de los discípulos los que murmuran, y no tan solo Judas
Iscariote. Esto da más peso a la teoría de que en Betania se produjeron dos
unciones.
Comenta Crisóstomo que Jesús sabía desde el principio que Judas era un
traidor y le reprendió con palabras como: “Uno de vosotros es diablo” (Juan
6:70). Agustín comenta asimismo que no debemos suponer que Judas no
cayó hasta recibir el dinero de los judíos. Fue falso desde el principio.
También dice que estuvo presente en la institución de la Cena del Señor y
que participó.
V. 5: [¿Por qué no fue este perfume vendido […] a los pobres?]. La crítica
de esta pregunta es un ejemplo de la forma en que los hombres malignos
suelen despreciar una buena acción, y especialmente en cuestión de
donativos. ¡Cuando el acto ya se ha llevado a cabo, no lo rechazan de plano,
sino que indican que se podría haber hecho algo mejor! Los que hagan el
bien deben esperar que se critiquen sus actos y se desprecien sus
motivaciones, y que luego se les acuse a ellos mismos de descuidar cierto
tipo de deberes al mostrar un celo excesivo en su dedicación a otros. Si
esperamos que todo el mundo nos alabe y nos elogie, nunca haremos bien
alguno en el mundo.
En este versículo podemos ver lo costoso que era el ungüento de María. Si
el salario de un obrero ascendía a “un denario al día” (Mateo 20:2), quizá
debamos pensar en barajar la posibilidad de una estimación exagerada por
parte de Judas, un hombre lleno de envidia y malicia.
Aquí advertimos la evidencia de que la caridad para con los pobres se
consideraba un deber de todo cristiano (cf. Gálatas 2:10). En un país como
Inglaterra, donde existe una legislación para ayudar a los pobres,
desgraciadamente tendemos a olvidarlo [N. T.: El autor hace referencia a la
Poor Law, un conjunto de leyes promulgadas en la Inglaterra del siglo XVI a
fin de asistir a los menesterosos y que, con algunos cambios, se mantuvo
vigente hasta la Segunda Guerra Mundial]. El deber de “dar a los pobres”, y
no el mero pago de impuestos por ley, sigue siendo tan obligatorio hoy como
lo fue hace 1800 años.
Observa Ecolampadio que, cuanto más malvadas y carentes de gracia son las
personas, más propensas son a buscar equivocaciones en los demás y a no
ver la belleza de lo que hacen.
Comenta Quesnel que Judas dio mucha importancia a 300 denarios y un
poco de ungüento, cuando estaba a punto de vender al Hijo de Dios por 30
piezas de plata.
Observa Henry: “Cuando en los que profesan ser religiosos aparecen la
frialdad en el amor hacia Cristo y un íntimo desprecio hacia una piedad
profunda, estamos ante los tristes indicios de una apostasía definitiva”.
Comenta Stier: “En las palabras de Judas tenemos un ejemplo de esos
juicios que se basan en los populares principios utilitaristas y que demasiado
a menudo se pueden aplicar falsamente para herir corazones piadosos. […]
Esto deja en evidencia la suspicacia con que se miran las ofrendas misioneras
para la propagación del Reino de Cristo por causa de los pobres que hay en el
país. […] Más aún, aquí tenemos un ejemplo de todos los fríos juicios a los
que son sometidas las emociones virtuosas de los corazones apasionados, de
todas las censuras más o menos conscientes de gastos naturales y actos que
son fruto de sentimientos honrados, y de todas las críticas intolerantes de los
demás sobre la base de nuestra mentalidad y nuestro carácter”.
V. 6: [Pero dijo esto, no […] cuidara de los pobres]. Esta es una de esas
explicaciones parentéticas o glosas que tanto se prodigan en el Evangelio
según S. Juan. El Evangelista nos habla del verdadero carácter de Judas y de
la razón de que dijera lo que dijo. En realidad no le preocupaban los pobres,
pero adujo su interés como un argumento plausible para despreciar el acto
de María y desanimar a otros en cuanto a hacer cosas semejantes.
Esto contiene una gran lección. En la actualidad, el argumento de Judas se
suele repetir muy a menudo. Hay muchas personas que se dispensan de
cierta clase de deberes con la excusa de un supuesto celo por otros y
compensan el abandono de la causa de Cristo aparentando gran
preocupación por los pobres. Sin embargo, en realidad los pobres no les
preocupan lo más mínimo y solo quieren ahorrarse dinero y no tener que
contribuir a causas religiosas.
Por ejemplo, algunos jamás donan dinero para provecho de las almas de
sus compatriotas y nos dicen que primeramente debemos paliar su pobreza y
alimentar sus cuerpos. Por otro lado, algunos no contribuyen en la ayuda a
las misiones en el extranjero y nos dicen que primero debemos preocuparnos
por los pobres del país. Es conocido que hasta los accionistas de algunas
grandes empresas han expresado su preocupación por los pobres y las clases
obreras como excusa para proseguir con sus negocios los domingos. El
lenguaje de Juan con respecto a Judas Iscariote nos muestra que siempre
debemos sospechar de este aparente celo por los pobres y someterlo a un
análisis detenido y meticuloso. ¡Habló con respecto a los pobres como si le
preocuparan más que nadie! Sin embargo, en los Evangelios no hallamos una
sola prueba de que se preocupara más por ellos que los demás. Por encima
de todo, el final del versículo manifiesta la verdad, y la pluma inerrante de la
inspiración revela los verdaderos motivos de aquel hombre. Estas cosas están
escritas para nuestra enseñanza. Pocos son los impostores en el mundo que
superan a los que fingen preocuparse constantemente por los pobres. Los
mejores y más veraces amigos de los pobres y las clases obreras, los que
más dan y más hacen por ellos, se encuentran siempre entre los que más
hacen por Cristo. Los que de verdad “se [cuidan] de los pobres” son los
descendientes de María, y no de Judas Iscariote. Pero no hablan de ello.
Mientras otros hablan y profesan hacerlo, ellos actúan.
[Sino porque era ladrón]. Estas son palabras fuertes y una acusación muy
grave. Parece indicar que este era el carácter habitual de Judas. Siempre
había sido y siempre fue alguien fraudulento. Eso dice un Apóstol inspirado.
Ante una expresión como esta, considero que es imposible demostrar que
Judas llegara a tener la gracia de Dios y solo cayera al final. Estuvo
completamente corrompido durante todo el tiempo. Por otro lado, me parece
imposible creer que Judas fuera noble y de elevadas miras, aunque un
hombre grandemente equivocado, y que su motivo para traicionar a su Señor
fuera adelantar su Reino y acortar su humillación. Soy incapaz de conciliarlo
con la palabra “ladrón”.
Adviértase lo lejos que un cristiano puede llegar en su profesión de fe
careciendo de gracia interior. No hay prueba alguna de que hasta ese
momento Judas hubiera sido distinto de los otros Apóstoles. Igual que ellos,
había visto todos los milagros de Cristo, había escuchado su enseñanza,
había vivido en su compañía y él mismo había predicado el Reino de Dios. Sin
embargo, en el fondo era un hombre sin la gracia. Los privilegios no
convierten a nadie por sí solos.
Comenta Ferus: “Jamás depositemos nuestra confianza en el hombre ni en
cargo, oficio o atuendo religioso alguno. Si el apostolado no convirtió a Judas
en santo, tampoco el cargo, el oficio o el atuendo te convertirán en santo. De
hecho, a menos que tengas santidad interior en primera instancia y la hayas
buscado en Dios, es posible que tu oficio te vuelva más malvado”.
Advirtamos el asombroso poder del amor al dinero. Ningún gran pecado
parece marchitar, endurecer y destruir el corazón tanto. No sorprende que
sea denominado “raíz de todos los males” (1 Timoteo 5:10). A pesar de los
múltiples errores y las debilidades de los santos que se documentan en la
Biblia, no hay ni un solo ejemplo de alguien que fuera codicioso.
Observa Crisóstomo: “¡Qué terrible es el amor al dinero! Nos venda los
ojos y los oídos y hace que los hombres sean peores que bestias salvajes,
permitiendo que no tengan en cuenta ni la conciencia, ni la amistad, ni la
comunión, ni la salvación”.
Observa Quesnel que “Cristo permite que se le arrebate su dinero, pero
jamás sus ovejas”.
[Y teniendo la bolsa]. La palabra griega que se traduce como “bolsa” es
curiosa. La idea original es la de una bolsa donde los músicos guardaban las
boquillas o lengüetas de sus instrumentos. Evidentemente, de ahí pasó a
atribuirse a la bolsa que llevaba un miembro cualquiera de un grupo, como
era el caso de los discípulos, y que pertenecía a todos sus compañeros. Es
posible que, además de para guardar el dinero, la bolsa sirviera también para
transportar las provisiones comunes.
Dice Teofilacto que algunos piensan que a Judas se le confió el cuidado del
dinero como uno de los deberes cristianos más bajos y viles. Por eso, en
Hechos vemos que los Apóstoles no “[servían] a las mesas” (Hechos 6:2).
[Sustraía de lo que se echaba en ella]. Una traducción más literal de las
últimas palabras sería “las cosas que se echaba en ella”. Algunos —como
Orígenes, Teofilacto, Pearce, Lampe, Tittman, Blomfield y Clarke— han
pensado que la palabra traducida como “sustraía” significa “se llevaba,
robaba, sisaba o apartaba para sí”. Lo dudo. Prefiero la simple idea de
“acarreaba de un lado a otro”. Judas se encargaba de llevar el monedero del
pequeño grupo de discípulos. Lo que aquí se menciona probablemente sean
las contribuciones monetarias y en especie de los amigos que ministraban a
nuestro Señor como “Juana […], y Susana, y otras muchas” (Lucas 8:3). Es
claro que nuestro Señor no tenía ninguna riqueza terrenal, como tampoco sus
discípulos. Es igualmente claro que sus amigos, diseminados por toda
Palestina, debieron considerar un privilegio contribuir a su mantenimiento y
apoyo cuando quiera que se encontrara entre ellos. Con toda probabilidad,
Judas era el tesorero de estas contribuciones.
Adviertan los que profesan ser cristianos que tener dinero en las manos es
una tentación y una trampa. Es una trampa en la que muchos han caído en
todas las épocas.
V. 7: [Entonces Jesús dijo: Déjala]. Sin duda, esta es una reprensión para
Judas, y severa en cierta medida. Muestra con cuánto celo considera nuestro
Señor cualquier intento de entorpecer, frenar o desanimar el entusiasmo de
su propio pueblo. Aun hoy, cuando algunos de sus discípulos acometen una
obra que despierta enemistad y oposición, puede hacer que todas las
dificultades se desvanezcan y decir: “Déjalos”.
[Para el día de mi sepultura ha guardado esto]. Creo que no debemos
interpretar esta frase como si nuestro Señor quisiera decir que María supiera
que se avecinaba su sepultura. Creo que más bien significa: “Aunque ella solo
quisiera aplicarlo en señal de honor, el ungüento que María ha derramado
sobre mis pies es de lo más apropiado, puesto que mi muerte y mi sepultura
se acercan. Poco sabía ella al hacerlo que mi muerte se acerca; pero como así
es, su acto es sumamente oportuno”.
Algunos, como Crisóstomo, piensan que nuestro Señor quería punzar la
conciencia de Judas y ablandar sus sentimientos al hablar de su “sepultura” y
de lo que dice en el siguiente versículo: “A mí no siempre me tendréis”. Quizá
sea así. Pero me inclino a pensar que, en ambos casos, su intención era guiar
la atención de los que le rodeaban a su inminente muerte y al fin de su
ministerio, como obviamente había hecho durante algunas semanas. Ahora
introduce esa conclusión a cada momento.
Algunos piensan que la palabra “guardado” hace referencia al hecho de
que María había adquirido el ungüento originalmente para su hermano Lázaro
y lo había atesorado durante mucho tiempo desde el día de su muerte, y que
Judas la recriminó por haberlo “guardado” tan prolongadamente y no haberlo
vendido. Pero estas son puras conjeturas.
¿No vemos en estas palabras de nuestro Señor que los cristianos no
siempre conocen el significado pleno de lo que hacen? Dios los utiliza como
instrumentos sin que sean conscientes de ello en ese momento (cf. Juan
12:16).
Afirma Calvino: “Son absurdos los intérpretes que infieren de la respuesta
de Cristo que la adoración suntuosa y costosa complace a Dios. Más bien
disculpa a María por el hecho de que ha prestado un servicio extraordinario
que no se debe considerar una regla perpetua en la adoración de Dios”.
V. 8: [Porque a los pobres […] con vosotros]. En estas palabras vemos
que siempre existirá la pobreza; y no debe sorprendernos. Mientras la
naturaleza humana siga siendo como es, siempre habrá ricos y pobres,
porque unos son diligentes y otros vagos, unos son fuertes y otros débiles,
unos son sabios y otros necios. Jamás debemos imaginar que es posible
erradicar toda la pobreza por medio de algún arreglo, ya sea civil o
eclesiástico. La existencia de pobreza no es señal de que los estados estén
mal gobernados o de que las iglesias no estén cumpliendo con su deber.
Piensa Ecolampadio que nuestro Señor hace referencia aquí a los pobres
como sus miembros y que es una alusión implícita al lenguaje del capítulo 25
de Mateo, con respecto a la consideración de las obras misericordiosas que
se hacen a los hermanos de Cristo como hechas a Cristo mismo (Mateo
25:40).
Es reseñable que en esta frase Jesús pase del singular al plural y parezca
dirigirse no solo a Judas, sino al resto de los presentes.
[Mas a mí no siempre me tendréis]. Por un lado, estas palabras muestran
que la presencia corporal de nuestro Señor en la Tierra fue un gran
acontecimiento milagroso y, como tal, merecedor de especial honra; y por
otro lado, que su partida se avecinaba y las oportunidades para honrarle eran
cada vez más escasas. Más aún, si las palabras tienen algún valor, esta frase
echa completamente por tierra toda la teoría de que el cuerpo de Cristo está
presente en la Cena del Señor bajo la forma del pan y el vino. La doctrina
predilecta de los católicos romanos es irreconciliable con “a mí no siempre
me tendréis”.
Ciertamente, en este versículo podemos ver que, por muy buena obra que
sea, ayudar a los pobres no es tan importante como honrar a Cristo. Es bueno
recordarlo en tiempos como estos. No son pocos los que parecen pensar que
toda religión se reduce a paliar la pobreza terrenal. Sin embargo, es evidente
que hay ocasiones en que no se debe supeditar la obra de honrar a Cristo
directamente a la ayuda a los pobres. No cabe duda que es bueno alimentar,
vestir y cuidar a los pobres; pero nunca se debe olvidar que es muchísimo
mejor glorificar a Cristo entre ellos. Más aún, es más fácil ayudar de forma
terrenal que espiritual, puesto que recibimos el agradecimiento y las
alabanzas del hombre. Honrar a Cristo es mucho más difícil y no redunda en
la alabanza de los hombres.
Comenta Agustín: “En lo referente a su Majestad, Cristo siempre está
presente; con respecto a la presencia de la carne era correcto que dijera: ‘A
mí no siempre me tendréis’. En términos de carne, la Iglesia lo tuvo solo unos
pocos días; ahora lo tiene por fe, pero no lo ve con sus ojos”.
Observa Zuinglio que esta frase “excluye la presencia corporal de Cristo
en la Cena del Señor. En lo referente a su naturaleza humana, se encuentra
en un lugar del Cielo, a la diestra de Dios”. La mayoría de los otros
reformadores hacen el mismo comentario.
Comenta Rollock que la defensa que hace nuestro Señor de María en este
pasaje no se debe aducir como justificación de un gasto extravagante y
desmedido en el culto público de los cristianos. Jesús mismo señala que se
trata de una ocasión especial y extraordinaria, esto es, prácticamente la
víspera de su sepultura; una ocasión que solo podía suceder una vez. Esto
parece implicar que, en ocasiones normales, un gasto como el que hizo María
no habría estado justificado.
V. 9: [Gran multitud […] supieron […] allí]. No cabe duda que las noticias
de la llegada de nuestro Señor se extendieron como la pólvora, en parte por
la cercanía de Betania con respecto a Jerusalén, en parte por el milagro que
se había obrado recientemente allí, en parte por la orden de las autoridades
de facilitar información acerca del paradero de Cristo, en parte por la
cercanía de la Pascua y porque las multitudes se congregaban alrededor de
Jerusalén.
[Y vinieron, […] Jesús, […] ver a Lázaro […], muertos]. Esta frase es un
claro ejemplo de la naturaleza humana. La curiosidad es una de las
motivaciones más habituales y poderosas en el hombre. La atracción de lo
sensacional y extraordinario es casi universal. Cuando la gente podía ver al
mismo tiempo al sujeto del milagro y al que lo había obrado, no debe
sorprendernos que acudiera multitudinariamente a Betania. Sin embargo, en
diez días ocurriría un milagro muchísimo mayor, esto es, la resurrección de
nuestro Señor mismo.
V. 10: [Pero los principales sacerdotes […] muerte […] Lázaro]. Es difícil
imaginar una prueba mayor de la endurecida e incorregible maldad del
corazón que la que demuestra esta frase. Los principales sacerdotes no
podían negar el hecho de que Lázaro hubiera resucitado o darle una
justificación. Era un testigo cuyo testimonio contra su incredulidad resultaba
abrumador. Debían acallarle, pues, matándole. ¡Y estos eran los principales
dirigentes eclesiásticos de Jerusalén! Más aún, Lázaro no les había hecho mal
alguno. Aunque fuera un discípulo, no hay prueba alguna de que fuera uno de
los principales seguidores de Cristo, y mucho menos predicador del
Evangelio. ¡Pero era una prueba incómoda, de modo que había que
eliminarle!
V. 11: [Porque […] muchos de los judíos se apartaban]. Esta frase
muestra el tremendo efecto que había causado la resurrección de Lázaro en
la opinión pública a pesar de todo lo que habían hecho los sacerdotes para
evitarlo. En todas las épocas, cuando la verdad de Dios llega a un país, la
gente piensa por sí misma. Las cárceles, las amenazas y los castigos no
pueden evitar que los hombres piensen. La mente y el pensamiento no se
pueden maniatar. Cuando los déspotas eclesiásticos queman mártires,
destruyen biblias y silencian a los predicadores, olvidan que hay una cosa
que no pueden hacer. No pueden detener la maquinaria interior de los
pensamientos de las personas.
Difícilmente se puede atribuir a la expresión “se apartaban” el sentido que
le da Pearce de que “abandonaban el culto de la sinagoga”. Probablemente
solo signifique que “iban a Betania”. Dice Blomfield: “Denota que dejaron de
respetar la enseñanza de los escribas como habían hecho anteriormente”.
[Y creían en Jesús]. No me atrevo a pensar que este “creer” fuera algo
más que una convicción intelectual de que Jesús era el Mesías. No veo
pruebas de que haga referencia a la fe del corazón. Sin embargo, es probable
que este fuera exactamente el estado mental en que se encontraban
centenares o miles de judíos antes de la crucifixión, la Resurrección y el día
de Pentecostés: convencidos, pero no convertidos; persuadidos de que Jesús
era el Cristo, pero temerosos de confesarle. De esta forma, es natural que en
el día de Pentecostés centenares de los oyentes de Pedro estuvieran
preparados para creer. El terreno pedregoso de los prejuicios y la adhesión
ignorante al judaísmo había sido arado y la semilla cayó en una tierra
preparada.
Piensa Poole que, después de su maravillosa resurrección, Lázaro
“posiblemente habló de ella para la gloria y la honra de Dios”, y esto
despertaría especialmente la ira de los sacerdotes.

Juan 12:12–19

A cualquier lector atento de los Evangelios no se le escapará la


particular conducta de nuestro Señor Jesucristo en esta etapa de su
ministerio terrenal. Es distinta de todo lo demás que se documenta
acerca de Él en el Nuevo Testamento. Hasta ahora le hemos visto
abstenerse todo lo posible de la vida pública, retirándose al desierto y
rechazando a todos los que deseaban erigirle en rey. Por regla general,
no solía buscar la atención pública: “No contenderá, ni voceará, ni
nadie oirá en las calles su voz” (Mateo 12:19). Aquí, por el contrario, le
vemos haciendo su entrada pública en Jerusalén rodeado de una
inmensa multitud de personas y llevando aun a los propios fariseos a
decir: “Mirad, el mundo se va tras él”.
No es difícil explicar esta aparente incoherencia. Por fin había
llegado el momento de que Cristo muriera por los pecados del mundo.
Había llegado el momento de que el verdadero Cordero pascual fuera
inmolado, de que se derramara la verdadera sangre de la expiación, de
que al Mesías se le quitara “la vida” tal como había anunciado la
profecía (cf. Daniel 9:26), de que el verdadero Sumo Sacerdote abriera
el camino al Lugar Santísimo para todo el género humano. Siendo
conocedor de todo esto, nuestro Señor atrajo la atención pública de
forma deliberada. Al saberlo, se expuso abiertamente a la atención de
toda la nación judía. Era completamente oportuno y correcto que esto
no se hiciera “en algún rincón” (Hechos 26:26). Si alguna vez hubo un
acto en el ministerio terrenal de nuestro Señor que fuera público, este
fue el sacrificio ofrecido en la Cruz del Calvario. Murió en el momento
del año en que todas las tribus estaban reunidas en Jerusalén para la
fiesta de la Pascua. Y eso no era todo. Murió en una semana en que,
gracias a su notable entrada pública en Jerusalén, todas las miradas de
Israel se dirigían de forma especial a Él.
Por un lado, en estos versículos vemos lo absolutamente voluntarios
que fueron los sufrimientos de Cristo.
Es imposible pasar por alto en la historia que tenemos delante que
nuestro Señor tenía una misteriosa influencia sobre las mentes y
voluntades de todos los que le rodeaban cuando consideraba oportuno
utilizarla. Ninguna otra cosa puede explicar el efecto producido en las
multitudes que le acompañaban al acercarse a Jerusalén. Parece como
si les hubiera impulsado un poder oculto al que no podían dejar de
obedecer, a pesar de la desaprobación de los dirigentes de la nación.
En resumen, igual que nuestro Señor podía hacer que los vientos, las
olas, las enfermedades y los demonios le obedecieran, era capaz,
cuando así lo deseaba, de captar la atención de los hombres según su
voluntad.
Porque este caso que tenemos ante nosotros no es una excepción.
Los nazarenos no pudieron detenerle cuando quiso “[pasar] por en
medio de ellos” (Lucas 4:30). Los judíos enfurecidos de Jerusalén no
pudieron agredirle cuando desearon ponerle las manos encima en el
Templo; sino que, “atravesando por en medio de ellos, se fue” (Juan
8:59). Por encima de todo, los mismísimos soldados que le prendieron
en el huerto “retrocedieron, y cayeron a tierra” en primera instancia.
En todos esos casos no puede haber sino una explicación. Se ejerció
una influencia divina. Durante todo el ministerio terrenal de nuestro
Señor, su poder “[estuvo] escondido” de forma misteriosa (Habacuc
3:4). Pero tenía un poder omnímodo que podía utilizar cuando quisiera.
¿Por qué no se defendió, pues, de sus enemigos al final? ¿Por qué
no dispersó el grupo de soldados que vino a detenerle como si fuera
paja movida por el viento? Solo puede haber una respuesta. Sufrió
voluntariamente a fin de procurar la Redención para las almas perdidas
y destruidas. Había determinado entregar su propia vida en rescate
para que pudiéramos vivir para siempre, y la entregó en la Cruz por
deseo absoluto de su corazón. No sangró, sufrió y murió porque le
venciera un poder superior y no se pudiera valer por sí mismo, sino
porque nos amaba y se complació en entregarse por nosotros como
nuestro sustituto. No murió porque no pudiera evitar la muerte, sino
porque deseaba con todo su corazón convertir su alma en una ofrenda
por el pecado.
Descansemos siempre nuestros corazones en este reconfortante
pensamiento. Tenemos un Salvador bondadoso y dispuesto. Se deleitó
en hacer la voluntad de su Padre y en abrir un camino para que todos
los hombres perdidos y culpables pudieran acercarse a Dios en paz.
Amaba la obra que había acometido y al pobre mundo pecador que
había venido a salvar. No cedamos nunca a la indigna idea de que a
nuestro Señor no le agrada que los pecadores vengan a Él y no se
regocija en salvarlos. Aquel que se ofreció en sacrificio en la Cruz por
su plena voluntad es también el Salvador que se encuentra a la diestra
de Dios por su plena voluntad. Está tan dispuesto a recibir a los
pecadores que acuden a Él en busca de paz como lo estuvo a morir por
los pecadores cuando contuvo su poder y sufrió voluntariamente en el
Calvario.
Por otro lado, en estos versículos vemos la exactitud con que se
cumplieron las profecías con respecto a la Primera Venida de Cristo.
A primera vista, la entrada en Jerusalén a lomos del pollino parece
un acto sencillo, nada extraordinario. Pero cuando examinamos el
Antiguo Testamento, descubrimos que el profeta Zacarías había
predicho esto mismo quinientos años atrás (cf. Zacarías 9:9). Vemos
que el Espíritu Santo no solo había revelado a los Padres la llegada de
un Redentor algún día, sino que se revelaron hasta los más mínimos
detalles de su trayectoria terrenal, y se dejó constancia de ellos por
escrito con gran precisión.
Cumplimientos de la profecía como este merecen especial atención
por parte de todos aquellos que aman la Biblia y la leen con
reverencia. Nos muestran que Dios transmitió por inspiración cada
palabra de la Santa Escritura. Nos enseñan a cuidarnos de la perniciosa
práctica de espiritualizar el lenguaje de la Escritura y buscarle
justificaciones. Debemos tener claro que el significado directo y literal
de la Biblia suele ser el correcto y verdadero. Aquí encontramos el
cumplimiento exacto y literal de una predicción de Zacarías. Nuestro
Señor no solo era una persona muy humilde —que es lo que habrían
visto algunos exegetas que espiritualizan las palabras de Zacarías—,
sino que entró en Jerusalén literalmente a lomos de un pollino. Por
encima de todo, estos cumplimientos nos enseñan lo que podemos
esperar de la Segunda Venida de Jesucristo. Nos muestran que
debemos esperar un cumplimiento literal de las profecías que lo
anuncian, y no un cumplimiento figurado o espiritual. Mantengamos
siempre con firmeza este gran principio. Saber que las predicciones
con respecto a la Segunda Venida de Cristo se cumplirán literalmente,
del mismo modo que se cumplieron literalmente las referidas a la
Primera, es el primer paso hacia una comprensión correcta de las
profecías que no se han cumplido aún.

Notas: Juan 12:12–19


V. 12: [El siguiente día]. Este día debió de ser el domingo anterior a
Semana Santa, comúnmente conocido como Domingo de Ramos.
[Grandes multitudes […] venido a la fiesta]. Esto incluye sin duda a
muchos de los judíos que habían acudido desde Galilea para la Pascua y que,
sin lugar a dudas, estaban familiarizados con el ministerio de nuestro Señor y
los numerosos milagros que allí había obrado. Es muy probable que algunos
de ellos hubieran formado parte de la multitud a la que alimentó en el
desierto con unos pocos panes.
[Al oír que Jesús venía a Jerusalén]. Es de suponer que la intención de
nuestro Señor de ir a Jerusalén se difundió o bien porque Él mismo la
comunicó, o porque sus discípulos supieron de ella y la divulgaron. Los que
fueron a Betania el sábado volverían a Jerusalén con la información.
Comoquiera que sea, Betania se encontraba en el camino de Jericó a
Jerusalén y puede que las noticias de que nuestro Señor se acercaba se le
adelantaran varios días.
Piensa Rollock que esta multitud debía de estar compuesta en su mayor
parte por judíos que no vivían en Jerusalén. Piensa que los judíos de Jerusalén
son un ejemplo del viejo proverbio que cita: “Cuanto más cerca está la
iglesia, más lejos se está de Dios”.
V. 13: [Tomaron ramas de palmera y salieron a recibirle]. No se nos
explica el motivo exacto de esta acción. Las comitivas que salían a recibir a
los reyes y los generales victoriosos solían portar ramas de palmera. La
multitud triunfante en el Cielo que vio Juan en su visión estaba compuesta de
personas que tenían “palmas en las manos” (Apocalipsis 7:9). Quizá parte de
la multitud congregada en esta ocasión creyera que Jesús era el Mesías. No
cabe duda que también hubo personas que tan solo imitaron al resto, sin
ningún motivo en especial. Como mucho, podemos imaginar que la multitud
tenía una vaga idea de que Jesús era alguien muy notable —un profeta o
alguien levantado por Dios— y le honraron como tal.
Piensa Rollock que el motivo que había detrás de la conducta de esta
multitud era la costumbre de llevar ramas en la fiesta de los Tabernáculos
como expresión de gozo.
[Y clamaban: ¡Hosanna!]. Esta palabra hebrea procede del Salmo 118:25 y
significa “sálvanos ahora, te ruego”.
Piensa Calvino que esta frase era un testimonio de su reconocimiento de
Cristo como el Mesías y considera que el Salmo 118 hacía especial referencia
a la venida del Mesías.
[¡Bendito […] nombre del Señor, el Rey de Israel!]. Esta frase procede en
parte del Salmo 118:26; pero en ese pasaje solo se dice: “Bendito el que
viene en el nombre de Jehová”, sin mencionar al “Rey”. Solo podemos
conjeturar que algunos miembros de la multitud tenían la vaga idea de que
Jesús había venido para ser un rey terrenal y un Mesías vencedor que
liberaría a Israel de toda opresión extranjera. Estos utilizaron las palabras del
Salmo y contagiaron su clamor a la multitud circundante, quizá sin saber
claramente lo que hacían o decían. Nada es tan contagioso como el clamor
popular. ¡Entre el “Hosanna” y el “crucifícale” solo mediaron unos cuantos
días”! No hay nada tan carente de valor como el aplauso público.
Teofilacto sostiene convencido que la multitud honró a nuestro Señor
como Dios. Pero no me parece factible.
V. 14: [Y halló Jesús un asnillo, y montó […] está escrito]. Por el Evangelio
según S. Mateo, donde se dice que se envió a los discípulos en busca del
asno, sabemos que el hecho de que lo encontrara no tuvo nada de azaroso
(Mateo 21:7). Cada paso de su entrada triunfal en Jerusalén estaba
predeterminado.
Nunca debemos olvidar que cabalgar en un asno no era una forma de
viajar tan ignominiosa y humilde como puede parecernos a nosotros. El asno
oriental es un animal muy distinto del inglés; de mayor envergadura, más
fuerte y mucho más valioso. Los asnos se mencionan específicamente como
parte de las riquezas de Abraham, Jacob y Job (cf. Génesis 12:16; 30:43 y Job
42:12). Salomón tenía un administrador a cargo de los asnos (cf. 1 Crónicas
27:30). Abraham, Balaam, Acsa, Abigail y la rica sunamita tuvieron asnos
como montura. Cabalgar sobre un asno blanco era señal de distinción en los
tiempos de los Jueces (cf. Jueces 5:10). Debemos desechar, pues, cualquier
idea de que montar en un asno tuviera algo de degradante.
Por otro lado, es innegable que un rey o un gobernante nunca utilizaría un
asno en ocasiones públicas para encabezar una comitiva. Siempre se optaría
por el caballo. Es indudable que la utilización del asno tenía el propósito de
mostrar que el Reino de nuestro Señor era completamente distinto de los
reinos de este mundo. ¡Ningún soldado romano de la guarnición de Jerusalén
que viera a nuestro Señor cabalgando sobre un asno desde su puesto o su
garita podía informar a su centurión de que venía con la intención de
arrebatar el reino de Judea a los romanos, expulsar a Poncio Pilato y sus
legiones de la torre Antonia [N. T.: fortaleza palacio construida por Herodes el
Grande al Norte de Jerusalén y que los romanos utilizaron posteriormente
como pretorio] y lograr la independencia de los judíos por medio de la
espada!
La palabra griega que se traduce como “asnillo” es un diminutivo, y
parece utilizarse intencionadamente para denotar que se trataba de un asno
joven o pequeño.
[Como está escrito]. Al cabalgar sobre un asno, nuestro Señor cumplía la
profecía que Zacarías había pronunciado quinientos años antes, en la que se
decía que, un día, el Rey de Sion aparecería “cabalgando sobre un asno”. En
la época en que lo profetizó ya no había reyes en Jerusalén. El reinado había
concluido con la cautividad. Es indudable que esta profecía era conocida
entre los fariseos y los escribas y, junto al hecho de que las setenta semanas
de Daniel tocaban a su fin, la entrada de nuestro Señor en Jerusalén de esta
forma tuvo que llevar a muchos a la reflexión.
Adviértase que muchos acontecimientos parecidos del ministerio terrenal
de nuestro Señor ya eran conocidos y se habían predicho mucho antes de
que sucedieran. Y no solo eso, sino que la minuciosidad de la profecía va en
aumento a medida que se acerca a su fin.
V. 15: [No temas, hija de Sion, etc.]. Obviamente, se puede observar que
Juan no cita literal y exactamente todo lo dicho por Zacarías. Omite varias
palabras. La explicación es sencilla. No es que citara de memoria y olvidara
una parte, sino que citó adrede exclusivamente la parte de la predicción que
se cumplía en especial, esto es, “cabalgando sobre un asno”. La finalidad de
la profecía cuando se comunicó en primera instancia era reconfortar a los
judíos —tristes y desanimados tras su regreso de Babilonia— con la promesa
de un Mesías. De este modo, el Espíritu Santo instruyó a Zacarías para que
dijera cosas que se pueden parafrasear de la siguiente forma: “No temas; no
te desanimes ni entristezcas, llegará un día en el que volverás a tener un Rey.
Vendrá alguien que pasará por las puertas cabalgando ante la mirada de
todos; un Rey que irá a lomos de un asno; no como guerrero que empuña una
espada, sino como Príncipe de Paz, Rey santo y justo, mejor aún que David,
Salomón, Ezequías y Josías, y que traerá consigo la salvación para las almas.
No pienses, pues, que estás desamparada porque ahora seas pobre y no
tengas rey. Espera al Rey que viene”.
Adviértase que la venida de Cristo, ya sea la primera o la segunda, es
siempre el gran tema de consuelo en los textos proféticos.
V. 16: [Estas cosas no las entendieron sus discípulos al principio]. Este
pasaje y otros análogos dejan claro que hasta los seguidores más cercanos
de nuestro Señor tenían un conocimiento muy imperfecto de su persona y
obra, así como del cumplimiento de la Escritura al que estaban asistiendo.
Educados en el concepto judío de un glorioso Mesías terrenal, fueron
incapaces de ver el significado pleno de muchos de los actos de nuestro
Señor.
No olvidemos jamás que los hombres pueden ser cristianos verdaderos y
de corazón recto y, sin embargo, adolecer de grandes lagunas en su
conocimiento. “La fe —dice Zuinglio con respecto a este versículo— puede
tener grados y aumentar”. Al formarnos una idea de otros, debemos tener en
cuenta su educación y trasfondo.
[Pero cuando Jesús fue glorificado]. Como dice Teofilacto, esto debe
referirse a la ascensión de nuestro Señor. Después de ese momento y en el
día de Pentecostés se instruyó grandemente a los discípulos (cf. Juan 7:39:
“Aún no había venido el Espíritu Santo, porque Jesús no había sido aún
glorificado”).
[Entonces se acordaron […] estaban escritas acerca de él]. Es
extraordinaria la capacidad que tiene la memoria para ver las cosas a través
de un nuevo prisma mucho después de que hayan ocurrido y recordarlas
vívidamente. No hay ejemplo más curioso de esto que la rememoración de
textos y sermones que oímos hace mucho tiempo y que en su momento no
parecieron dejarnos huella. Esto puede servir de ánimo para los maestros y
predicadores. No todo lo que dicen se pierde, aunque en el momento sus
oyentes y estudiantes no parezcan prestar atención. Puede que en muchos
casos sus palabras salgan de nuevo a la superficie. Uno de los grandes
motivos de que esto suceda es que parte del oficio del Espíritu Santo consiste
en “recordar” las cosas (Juan 14:26).
[Y de que se las habían hecho]. Mucho después de la entrada triunfal en
Jerusalén, los discípulos descubrieron que habían sido actores inconscientes
en el tremendo cumplimiento de la Escritura. Esta es una reflexión para todos
nosotros. Durante la mayor parte de nuestras vidas no tenemos la menor
idea de la medida en que los grandes propósitos de Dios en la Tierra se están
cumpliendo en nosotros y por medio de nosotros sin que seamos conscientes
de ello. Jamás conoceremos su alcance hasta que no despertemos en el otro
mundo. Entonces comprenderemos con asombro y maravilla el significado
pleno de muchas cosas en las que inconscientemente fuimos instrumentos
durante nuestras vidas.
Comenta Calvino: “Fue entonces, después de la Ascensión, cuando los
discípulos comprendieron que Cristo no hizo estas cosas a la ligera, y que
estos hombres no habían sido utilizados como un entretenimiento ocioso,
sino que todos los acontecimientos habían estado controlados por la
providencia de Dios”.
Observa Poole que, aquí, S. Juan “confiesa su propia ignorancia”. Estaba
presente y vio todo lo que se hizo, pero por aquel entonces no lo entendió.
V. 17: [Y daba testimonio […] Lázaro del sepulcro […] muertos]. No me
cabe duda de que este versículo describe a una parte de la multitud que salió
al encuentro de nuestro Señor y que el siguiente versículo describe a la otra
parte. Una parte, minoritaria por supuesto, estaba formada por los testigos
de la resurrección de Lázaro. La otra, y principal, estaba formada por los que
solamente lo conocían de oídas.
Creo que la expresión “la gente que estaba con él” demuestra de forma
indirecta que había un gran número de personas presentes en el milagro de
Betania.
La expresión “daba testimonio” significa que testificaban que
verdaderamente se había llevado a cabo un gran milagro y que ese mismo
Jesús, que cabalgaba un asno ante la mirada del pueblo, era la mismísima
persona que lo había obrado. No veo que la expresión vaya más allá de eso y
signifique que estas personas daban testimonio de su creencia en el
mesiazgo de Cristo.
Es digna de mención la doble expresión de “llamó a Lázaro del sepulcro” y
“le resucitó de los muertos”. No cabe duda que tiene como finalidad
recordarnos la increíble sencillez de los medios utilizados por nuestro Señor.
Habló y se hizo. “Llamó” a Lázaro para que saliera e inmediatamente este
“resucitó”.
V. 18: [Por lo cual […] la gente a recibirle, etc.]. Este versículo describe el
estado de ánimo de gran parte de la multitud que rodeaba a nuestro Señor a
su entrada en Jerusalén. Estaba compuesta de personas que habían oído la
historia, relatada exageradamente con toda probabilidad, de la resurrección
de Lázaro llevada a cabo por nuestro Señor. La fuerte curiosidad por ver a la
persona responsable de semejante milagro congregaría a una gran multitud
en cualquier ciudad. Pero podemos estar seguros de que entre los judíos,
familiarizados con los milagros del Antiguo Testamento, congregados en gran
número para la Pascua, estimulados por el rumor de la llegada del Mesías, la
noticia de la llegada de Jesús desde Betania reuniría a miríadas de
espectadores con deseos de verle.
Da la impresión de que las palabras griegas que se traducen como “por lo
cual” hacen referencia a la última parte de este versículo, y no al anterior (cf.
Juan 10:17), donde se utiliza la misma forma lingüística.
V. 19: [Pero los fariseos dijeron […] conseguís nada]. Estas son palabras
propias de personas desconcertadas, airadas y exasperadas ante el fracaso
de sus planes. ¡En lugar de ver a personas deseosas de ponerle las manos
encima a Jesús como un malhechor y entregárselo a ellos, presencian una
gran multitud que le rodea aclamándole gozosamente y le recibe como Rey!
Por supuesto, no podían hacer nada más que quedarse quietos y observar. El
menor intento de utilizar la violencia contra nuestro Señor habría ocasionado
una revuelta y puesto en peligro sus propias vidas. Se vieron obligados, pues,
a ver a su enemigo más odiado entrar en Jerusalén triunfalmente, igual que
Mardoqueo conducido por Amán (Ester 6:11).
Creo que “ya veis” se debe interpretar en un sentido imperativo, y no de
forma interrogativa. Suena como el lenguaje de personas que observan
desde los muros de la ciudad o los atrios del Templo cómo la gran procesión
avanza lentamente a través de las puertas de la ciudad. “¡Mirad qué
espectáculo! ¡Observad cómo sois incapaces de hacer nada para detener el
avance de este hombre! Vuestra orden de denunciarle y el intento de
arrestarle no sirven de nada en absoluto”.
Crisóstomo y Teofilacto piensan que los que dijeron esto tenían cierta fe y
unos sentimientos correctos, pero carecían de valor para confesar a Cristo.
Sin embargo, no puedo estar de acuerdo con ellos. En otro sentido, Calvino y
otros reformadores piensan que se trata del lenguaje de los enemigos de
Cristo.
Observa Bullinger que los hombres malos demuestran su maldad
especialmente en su rechazo a la religión verdadera y en su desagrado
cuando, como en el caso que nos ocupa, esta disfruta transitoriamente de
popularidad. El desprecio y el abandono de la religión no les preocupan lo
más mínimo.
[Mirad, el mundo se va tras él]. Por supuesto, es preciso matizar el
lenguaje exagerado de personas enfurecidas y decepcionadas en un arrebato
de apasionamiento. En todo caso, quizá la palabra “mundo” no sea tan
exagerada como parece a primera vista si tenemos en cuenta el inmenso
número de judíos que acudían a la fiesta de la Pascua. Según cálculos de
Josefo, en esas ocasiones se congregaban cerca de tres millones de personas
en Jerusalén. Si esto es así, es comprensible que la multitud congregada ante
la entrada pública de nuestro Señor pudiera ser tan grande como para
justificar la afirmación de “el mundo se va tras él”. Debemos recordar que la
mayor parte de esta multitud no residía en Jerusalén, sino que eran
forasteros, visitantes o viajeros lejos de sus casas que multiplicaban el
número de personas.
Al abandonar este pasaje es imposible dejar de sentir que en la entrada
triunfante del Señor en Jerusalén debió de producirse una influencia soberana
superior en las mentes de los judíos. Es indudable que nuestro Señor ejerció
una influencia milagrosa a fin de atraer la atención de todos los hombres y
convertir su inminente sacrificio en un acontecimiento tan público como fuera
posible.
Observa Rollock: “Un poder oculto que emanaba de una autoridad regia
agitó las mentes de la multitud para recibir a Cristo como Rey”. También
indica que es el mismo poder que Cristo manifestará cuando venga en el día
postrero para juzgar al mundo.

Juan 12:20–26

En la cabeza de algunas personas suceden muchas más cosas de las


que imaginamos. El caso de los griegos que tenemos ante nosotros es
una prueba notable de ello. ¿Quién iba a decir que, durante la estancia
de Cristo en la Tierra, unos extranjeros de un país lejano acudirían a
Jerusalén y dirían: “Señor, quisiéramos ver a Jesús”? Es imposible
saber quiénes eran aquellos griegos, qué propósito tenían, por qué
deseaban ver a Jesús y qué motivos les impulsaban. Quizá les guiaba
la curiosidad, como sucedió con Zaqueo. Quizá, tal como los sabios de
Oriente, habían supuesto que Jesús era el Rey de los judíos prometido,
a quien todo el mundo oriental esperaba. Bástenos saber que
mostraron más interés por Cristo que Caifás y todos los que le
rodeaban. Bástenos saber que sacaron de labios de nuestro Señor
palabras que aún se leen en ciento cincuenta idiomas de un extremo al
otro del mundo.
Por un lado, en las palabras de nuestro Señor en este pasaje vemos
que la muerte es el camino a la vida espiritual y la gloria: “Si el grano
de trigo no cae en la tierra y muere, queda solo; pero si muere, lleva
mucho fruto”.
El propósito principal de esta frase era enseñar a los inquisitivos
griegos cuál era la verdadera naturaleza del Reino del Mesías. Si
pensaban ver a un rey como los reyes de este mundo, estaban
grandemente equivocados. Nuestro Señor quería que supieran que
había venido para cargar con una cruz, y no para llevar una corona. No
vino a fin de vivir una vida de honor, comodidad y lujo, sino para morir
de una muerte vergonzosa y deshonrosa. El Reino que había venido a
instaurar comenzaría con una crucifixión, y no con una coronación. Su
gloria no provendría de victorias obtenidas a fuerza de espada y de la
acumulación de tesoros de oro y plata, sino de la muerte de su rey.
Pero esta frase también tenía el propósito de enseñar una lección
más amplia aún. Por medio de una sorprendente imagen, revelaba la
tremenda verdad fundamental de que la muerte de Cristo había de ser
fuente de vida espiritual para el mundo. De su Cruz y su pasión
brotaría una inmensa cosecha para beneficio de todo el género
humano. Su muerte, como la del grano de trigo, habría de ser raíz de
bendición y misericordia para un incontable número de almas
inmortales. En resumen, una vez más se mostró el gran principio del
Evangelio: que la muerte vicaria de Cristo (no su vida, sus milagros o
su enseñanza, sino su muerte) daría un fruto que sería para alabanza a
Dios y proporcionaría Redención a un mundo perdido.
Esta profunda e imponente frase vino seguida de una aplicación
práctica que nos concierne grandemente: “El que aborrece su vida en
este mundo, para vida eterna la guardará”. El que desee salvarse debe
estar dispuesto a entregar su vida, si es necesario, a fin de obtener la
salvación. Debe renunciar a su amor hacia este mundo con todas sus
riquezas, honores, placeres y recompensas, con la creencia absoluta
de que al hacerlo obtendrá una cosecha mejor, tanto aquí como en el
porvenir. El que ame la vida presente de tal forma que sea incapaz de
renunciar a algo por amor a su alma, verá finalmente cómo lo pierde
todo. El que, por el contrario, esté dispuesto a renunciar a lo más
querido en esta vida si se interpone en el camino de su alma y a
crucificar la carne con todos sus deseos y pasiones descubrirá
finalmente que no sale perdiendo. En resumen, sus pérdidas no serán
nada en comparación con sus ganancias.
Verdades como estas debieran llegar a lo más profundo de nuestros
corazones y llevarnos a examinarnos a nosotros mismos. Es tan cierto
de los cristianos como lo es de Cristo mismo: no puede haber vida sin
muerte, no puede haber dulzor sin amargor, no puede haber corona sin
cruz. Sin la muerte de Cristo no habría habido vida para el mundo. A
menos que estemos dispuestos a morir al pecado y crucificar todo lo
caro a la carne y sangre, no podemos esperar beneficio alguno de la
muerte de Cristo. Recordemos estas cosas y tomemos nuestra cruz
cada día, como hombres. Soportemos la cruz, el desprecio y la
vergüenza por el gozo puesto delante de nosotros, y al final nos
sentaremos con nuestro Maestro a la diestra de Dios. Quizá el camino
de la santificación y la crucifixión de uno mismo parezca necedad y
desperdicio al mundo, igual que enterrar una semilla en buenas
condiciones parece un desperdicio al niño y al necio. Pero jamás ha
habido alguien que no haya visto cómo sembrando para el Espíritu ha
segado vida eterna (Gálatas 6:8).
Por otro lado, en las palabras de nuestro Señor vemos que, si
profesamos servir a Cristo, debemos seguirle: “Si alguno me sirve —se
dice—, sígame”.
La expresión “seguir” tiene un significado muy amplio y nos
recuerda muchas cosas familiares. Como el soldado sigue al general,
como el siervo sigue a su amo, como el estudiante sigue a su maestro,
como la oveja sigue a su pastor, igualmente debe seguir a Cristo el
cristiano profesante. La fe y la obediencia son las señales básicas de
los verdaderos seguidores y siempre estarán presentes en los
creyentes cristianos genuinos. Quizá su conocimiento sea escaso y sus
debilidades muy grandes; quizá su gracia sea débil y su esperanza
muy tenue. Pero creen en lo que Cristo dice y se esfuerzan en
obedecer sus mandatos. Y de tales personas, Cristo dice: “Me sirven;
son míos”.
Esta clase de cristianismo no recibe muchos elogios del hombre. Es
demasiado profundo, demasiado resuelto, demasiado fuerte,
demasiado real. Servir a Cristo nominal y aparentemente es cosa fácil
y satisface a la mayoría de las personas; pero seguir a Cristo fiel y
vitalmente exige más molestias de las que la mayoría de las personas
se toman por sus almas. El escarnio, el ridículo, la oposición y la
persecución son a menudo la única recompensa que reciben del
mundo los seguidores de Cristo. Su religión es una cuya alabanza “no
viene de los hombres, sino de Dios” (Romanos 2:29).
Sin embargo, no olvidemos que el Señor ofrece abundante ánimo
para el que le sigue: “Donde yo estuviere —declara—, allí también
estará mi servidor. Si alguno me sirviere, mi Padre le honrará”.
Atesoremos estas reconfortantes promesas y prosigamos sin temor por
el camino estrecho. Puede que el mundo deseche nuestro nombre
como malo y nos expulse de su sociedad, pero cuando vivamos con
Cristo en la gloria, tendremos un hogar del que jamás podrán
echarnos. Quizá el mundo desprecie nuestra religión y haga escarnio
de nuestro cristianismo; pero cuando el Padre nos honre en el día
postrero ante la multitud de ángeles y hombres, veremos cómo sus
alabanzas compensan todo lo demás.

Notas: Juan 12:20–26


V. 20: [Había ciertos griegos, etc.]. La identidad de estos griegos ha
desarrollado la inventiva cabalística de los comentaristas. La expresión “que
habían subido a adorar en la fiesta” muestra claramente que no se trataba de
simples paganos. No se habría admitido a ningún pagano en la Pascua. En mi
opinión, no eran judíos que hubieran vivido entre los griegos hasta
helenizarse. La palabra que se traduce como “griegos” lo imposibilita. Creo
que eran hombres paganos de nacimiento que se habían convertido en
prosélitos del judaísmo y, como tales, asistían con regularidad a las fiestas
judías. Es un hecho la existencia de muchos de estos prosélitos dondequiera
que hubiera judíos. Así, en Hechos 17:4 leemos de griegos “piadosos”.
Probablemente, la influencia a modo de levadura del judaísmo en todas las
partes del mundo pagano donde hubiera judíos diseminados antes de la
venida de Cristo era bastante considerable. Es digno de reseñar que, igual
que los gentiles, encarnados en la figura de los sabios de Oriente, fueron los
primeros en honrar a nuestro Señor cuando nació, los gentiles fueron los
primeros en demostrar su interés por Él antes de su crucifixión.
No está claro si los acontecimientos documentados en este pasaje
sucedieron el mismo día de la entrada triunfal de nuestro Señor en Jerusalén
o si se produjo un intervalo de uno o dos días. A juzgar por la petición de los
griegos —“quisiéramos ver a Jesús”—, parece improbable que sucedieran el
mismo día. Es de suponer que, en el momento de su entrada en Jerusalén a
lomos del asno y siendo el centro del entusiasmo popular, los griegos habrían
reconocido y distinguido a nuestro Señor. Más aún, es imposible imaginar que
las palabras del siguiente versículo se pronunciaran en un ambiente de ruido
y aclamación popular como el que debía de haber durante la procesión. Estas
razones me llevan a pensar que debemos suponer un intervalo de uno o dos
días entre este versículo y el siguiente.
V. 21: [Estos, pues, se acercaron a Felipe […] Betsaida de Galilea]. No
sabemos a qué atiende el hecho de que los griegos se acercaran a Felipe y no
a otro discípulo. Se conjetura que era probable que Felipe, al vivir en algún
lugar al norte de Galilea, cerca de Tiro y Sidón, estuviera más familiarizado
con los griegos que los demás discípulos. Pero lo mismo se puede decir de
Andrés, Pedro, Santiago y Juan, que eran galileos como Felipe. ¿No es digno
de atención que el nombre de Felipe sea más griego que el de todos los
demás apóstoles? ¿No es indicativo de que probablemente tuviera parientes
griegos y relación con ellos?
La mención de Betsaida explica que Felipe hable a Andrés en el siguiente
versículo. Andrés y Pedro eran oriundos de Betsaida, por lo que Felipe era
conciudadano suyo.
[Y le rogaron, diciendo: Señor]. “Señor” tiene el sentido de un
subordinado dirigiéndose a un superior. Así, el siervo del padre de familia
dice: “Señor, ¿no sembraste buena semilla en tu campo?” (Mateo 13:27); los
fariseos dijeron a Pilato: “Señor, nos acordamos que aquel engañador dijo”
(Mateo 27:63); la samaritana dijo a Jesús en tres ocasiones: “Señor” (Juan
4:11, 13, 19). Aquí, la utilización del término implica respeto de los griegos
hacia nuestro Señor y sus discípulos.
[Quisiéramos ver a Jesús]. No hay nada seguro con respecto a los motivos
para que los griegos solicitaran ver a nuestro Señor. Quizá no se tratara más
que de una curiosidad, como la de Zaqueo, despertada por los rumores
acerca de Jesús y aguzada al presenciar a la multitud con las ramas de
palmeras a su entrada en la ciudad. Solo eso ya era suficiente para llamar la
atención de los griegos, acostumbrados a las demostraciones públicas de sus
compatriotas. Es posible que, como sucedió con la cananita, el centurión de
Capernaum y Cornelio, hubieran comprendido como prosélitos las grandes
verdades subyacentes en el judaísmo y estuvieran buscando realmente a un
Redentor. Pero no lo sabemos.
Piensa Bengel que, en este momento, “Jesús se encontraba ocupado en el
interior del Templo, cuyo acceso estaba vetado a los griegos” y por ese
motivo no podían llegar a Él y mantener una conversación personal.
Debemos advertir que aquellos griegos buscaban ver a Jesús al mismo
tiempo que los judíos buscaban matarle.
V. 22: [Felipe fue y se lo dijo a Andrés]. Esta expresión parece respaldar la
idea de que toda esta situación no se produjo el mismo día de la entrada de
Jesús en Jerusalén. Hubiera sido difícil que ese día un discípulo pudiera acudir
tranquilamente a otro y decirle algo. Ya hemos visto por qué Felipe optó por
decírselo a Andrés. Era conciudadano suyo.
[Entonces Andrés y Felipe se lo dijeron a Jesús]. Esta expresión parece
implicar que hubo un conciliábulo entre los dos apóstoles antes de
comunicárselo a nuestro Señor. Quizá, como judíos que eran, no estaban
seguros de que nuestro Señor se fuera a molestar en tener un encuentro con
unos gentiles, y al principio dudaron en decírselo. Recordaron que en una
ocasión Jesús había dicho: “Por camino de gentiles no vayáis” (Mateo 10:5).
Al reflexionar, probablemente recordaron la amabilidad de nuestro Señor
hacia la madre cananita y el centurión romano y determinaron hacérselo
saber.
Por supuesto, es posible que los griegos solo quisieran mirar a nuestro
Señor y ver cómo era, no hablar con Él. Si eso era todo, quizá los discípulos
dudaron si valía la pena mencionar a Jesús.
V. 23: [Jesús les respondió diciendo]. No sabemos si esto solo se dijo a los
dos discípulos, a ellos y a los griegos mencionados antes o solo a los Doce.
Me inclino a pensar que se trataba de los Doce, y de Andrés y Felipe en
especial.
[Ha llegado la hora […] Hijo del Hombre sea glorificado]. Probablemente,
la clave de este versículo y de los dos siguientes sea esta. Nuestro Señor
advirtió el estado de ánimo en que se encontraban sus seguidores. Los vio
emocionados por su entrada triunfal en Jerusalén y el deseo que tenían de
ver a su Maestro extranjeros como estos griegos. Advirtió que esperaban
íntimamente la inmediata instauración de un glorioso reino en el que
ocuparían los principales puestos y gozarían del poder y la autoridad, de
modo que pasó a corregir sus ideas y recordarles lo que ya les había repetido
en varias ocasiones, su propia muerte:
“Ha llegado la hora definitiva para que sea glorificado. Estoy a punto de
abandonar este mundo, ascender a mi Padre, concluir la obra que he venido
a hacer y ser exaltado hasta lo sumo. Mi ministerio de humillación terrenal
está concluyendo y el tiempo de mi glorificación se acerca. Pero todo eso
sucederá de una manera muy distinta a la que imagináis. Iré primero a una
cruz, y no a un trono. Primero seré condenado, crucificado e inmolado”.
Si tenemos en cuenta textos como Juan 7:39 y 12:16, es imposible admitir
que “glorificado” signifique “ser crucificado”. Creo firmemente que la Cruz
condujo a la gloria y que la glorificación llegó por medio de la crucifixión. Pero
la gloria llegó después del sufrimiento (Lucas 24:26).
Advirtamos que la “hora” o el momento del fin del ministerio de Cristo ya
estaba fijado y determinado. Hasta que hubo llegado, los judíos no pudieron
hacer nada para detener su predicación o dañarle. Y, en un sentido, eso
mismo pasa con su pueblo. Cada uno es inmortal hasta haber concluido su
obra.
¿No da la impresión de que la petición de los griegos tiene mucho que ver
con las primeras palabras de nuestro Señor? “Los gentiles empiezan a querer
saber de mí. Así, ha llegado manifiestamente la hora de concluir mi obra y de
instaurar mi Reino plenamente en el mundo por medio de mi crucifixión, mi
resurrección y mi ascensión”.
V. 24: [De cierto, de cierto os digo]. Esta es una de esas solemnes
introducciones tan frecuentes en el Evangelio según S. Juan que indican la
proximidad de una verdad muy importante. Considero que este “os” no solo
incluye a Andrés y Felipe, sino probablemente a todo el grupo que rodeaba a
nuestro Señor.
[Que si el grano de trigo […]. Nuestro Señor ejemplifica una gran verdad
escrituraria por medio de un hecho muy familiar de la Naturaleza. El hecho es
que, en las plantas y las semillas, la vida se produce por medio de la muerte.
Es preciso que una semilla se introduzca en la tierra, se pudra y muera, si
queremos que fructifique. Si nos negamos a enterrar la semilla y la
guardamos sin plantarla, jamás recolectaremos cosecha alguna. Si deseamos
tener grano debemos aceptar que muera.
Esta hermosa imagen contiene una gran abundancia de verdad espiritual
en ella. La muerte de Cristo constituyó la vida para el mundo. De ella, como
de una fértil semilla, había de brotar una inmensa cosecha de bendición para
las almas y de gloria para Dios. Su muerte sustitutiva y expiatoria en la Cruz
supondrían el comienzo de indecibles bendiciones para un mundo perdido.
Desear que no muriera, rechazar la idea de su muerte (tal como hicieron
manifiestamente los discípulos), era una necedad tan grande como guardar
el grano bajo llave en el granero y negarse a plantarlo: “Yo soy el grano de
trigo —parece decir nuestro Señor—. Independientemente de vuestra opinión
personal, a menos que muera, el propósito de mi venida al mundo no se
cumplirá. Pero si muero, multitud de almas se salvarán”.
Adviértase con atención la inmensa importancia que atribuye aquí nuestro
Señor a su muerte. Nada puede explicarlo a excepción de la vieja doctrina
bíblica fundamental de que la muerte de Cristo en la Cruz como sacrificio es
la única satisfacción y expiación por el pecado del mundo. Ningún defensor
de la muerte de Cristo como un simple martirio o ejemplo de abnegación
puede explicar plenamente un pasaje como este. Era algo muchísimo más
vital e importante que eso. Era la muerte de un grano de trigo a fin de que de
ella brotara una inmensa cosecha espiritual. La muerte vicaria de Cristo
produce la vida del mundo.
Adviértase aquí, igual que en otros pasajes, la sabiduría divina con que
nuestro Señor ejemplificaba la verdad espiritual por medio de imágenes
terrenales. Una imagen elegida con criterio impresiona a los hombres mucho
más que un argumento abstracto. Los ministros y maestros religiosos deben
estudiar cómo “[usar] parábolas”.
Piensa Teofilacto que, con esta hermosa imagen, nuestro Señor quería
animar a sus discípulos para que no se resintieran ante su inminente muerte.
Como sucede en el mundo natural, deben recordar que la vida llega por
medio de la muerte.
Piensa Zuinglio que con el cuerpo de Cristo sucede como con el grano
cuando se siembra. Nos hace bien muriendo por nosotros, y no comiéndolo.
Comenta Gill que, al decir “queda solo” en esta alegoría, Cristo quería
decir que, si no moría, estaría “solo” en el Cielo con el Padre y los ángeles
elegidos, pero sin ninguno de los hijos de los hombres. Scott dice lo mismo.
V. 25: [El que ama su vida, etc.]. Hay pocas afirmaciones de nuestro
Señor de las que el Espíritu Santo haya dejado constancia tantas veces como
este doblete de paradojas. Su repetición muestra su gran importancia. Lo
hallaremos en Mateo 10:39; 16:25; Marcos 8:35; Lucas 9:24; 17:33, al igual
que aquí.
El significado es claro: “El que ame su vida o tenga en mayor
consideración la vida presente que la venidera, perderá la parte más
importante de su vida: su alma. El que aborrezca su vida o se preocupe poco
por ella en comparación con la vida venidera, conservará para gloria eterna
la parte más importante de su vida, esto es, su alma”.
Obviamente, una de las finalidades de nuestro Señor al decir estas
palabras era disuadir a sus discípulos de esperar cosas buenas en esta vida si
le seguían. Debían renunciar a sus ideas judías de honores y recompensas
terrenales gracias al culto al Mesías. Debían comprender que su Reino era
completamente espiritual y que, si eran sus discípulos, debían contentarse
con perder mucho en esta vida a fin de obtener la gloria en la vida venidera.
Lejos de prometerles recompensas terrenales, desea que sepan claramente
que deben renunciar a mucho y sacrificar muchas cosas si desean salvarse.
Al pronunciar estas palabras, nuestro Señor también tenía en mente
enseñar a todos los cristianos de todas las épocas que, al igual que Él, deben
hacerse a la idea de sacrificar mucho y morir al mundo con la esperanza de
una cosecha de gloria en un mundo venidero. Deben buscar la vida por
medio de la muerte. La vida eterna debe ser la gran meta a la que aspira el
cristiano. Para alcanzarla, debe estar dispuesto a renunciar a todo lo demás.
Nunca debemos pasar por alto la condenación que viene a significar este
versículo de la vida que muchos viven. ¡Qué pocos aborrecen sus vidas
presentes! ¡Cuántos las aman y no se preocupan más que por conseguir que
sean cómodas y agradables! A menudo, la pérdida o ganancia eternas se
olvidan por completo.
Agustín hace una sabia advertencia: “Cuídate, no sea que al considerar un
deber aborrecer tu vida en este mundo, acabes por sentir el deseo de acabar
contigo mismo. Así es como ciertos hombres malvados y perversos se
entregan a las llamas, se ahogan en el agua o se despedazan a sí mismos y
mueren. No es esto lo que Cristo enseñó. Si desea seguir los pasos de Cristo,
el hombre solo debe morir a manos de otro y no de sí mismo”.
La palabra “aborrecer” se debe interpretar aquí de manera relativa. Es un
hebraísmo como “a Jacob amé, mas a Esaú aborrecí” o “vuestras lunas
nuevas y vuestras fiestas solemnes las tiene aborrecidas mi alma” (Romanos
9:13; Isaías 1:14).
Piensa Scott que este versículo tenía el propósito de enseñar a los griegos
y a todos los discípulos a adoptar una mentalidad como la de su Maestro si
deseaban seguirle.
V. 26: [Si alguno me sirve, sígame]. Este versículo parece pronunciarse
para información y beneficio de los griegos que deseaban ver a Jesús, así
como para todos los que quisieran convertirse en discípulos suyos. Si alguien
desea servir a Cristo y ser cristiano, debe aceptar seguir a su Maestro, seguir
sus pasos, compartir su suerte, hacer lo que Él hizo y participar del legado de
su Maestro en este mundo. No debe esperar cosas buenas aquí como
coronas, reinos, riquezas, honores y una posición elevada. Igual que su
maestro, debe contentarse con una cruz. En pocas palabras, “tome su cruz, y
sígame” (Mateo 16:24). Como dice S. Pablo: “Herederos de Dios y
coherederos con Cristo, si es que padecemos juntamente con él, para que
juntamente con él seamos glorificados” (Romanos 8:17).
[Y donde yo estuviere, allí también estará mi servidor]. Esto es lo primero
que promete Cristo a los que le sigan. Estarán con Cristo dondequiera que Él
esté: en el Paraíso y en su glorioso Reino. Él y su siervo permanecerán juntos.
Todo lo que tenga el Maestro, también lo tendrá el siervo.
Reconforta pensar que, independientemente de lo poco que sepamos de
la vida venidera y del estado posterior a la muerte, sí sabemos que
estaremos “con Cristo, lo cual es muchísimo mejor” (Filipenses 1:23).
[Si alguno me sirviere, mi Padre le honrará]. Esta es la segunda cosa que
promete Jesús a sus discípulos. El Padre honrará inimaginablemente a los que
aman a Cristo. Quizá carezcan del honor de los hombres en este mundo. Pero
el honor del Padre compensará todo lo demás.
Es imposible pasar por alto en este versículo la intención de nuestro Señor
de disuadir a sus seguidores judíos de tener expectativas carnales y
terrenales y, sin embargo, al mismo tiempo, animarles mostrándoles lo que
pueden aguardar confiados. Si quieren ser verdaderos siervos, deben seguir
sus pasos y, al hacerlo, hallarán una cruz y no una corona,
independientemente de lo que piensen en esos momentos, cuando los
“hosannas” de una multitud enfervorizada resuenan en sus oídos. No
obstante, aunque tengan una cruz, no se quedarán sin una recompensa final
que compensará todo lo demás. Estarán con Cristo en la gloria. Serán
honrados por Dios el Padre.
Por supuesto, las palabras “mi Padre le honrará” también se pueden
aplicar a esta vida en cierto sentido: “Yo honraré a los que me honran” (1
Samuel 2:30). Pero creo que aplicarlas al honor que se dará en el otro mundo
concuerda mucho mejor con el contexto.
La idea más clara que se puede tener del Cielo es la que se expone en
este pasaje. Es estar con Cristo y ser honrado por Dios. Por regla general, el
Cielo se suele describir por medio de negaciones. Sin embargo, esta esa una
es una afirmación excepcional. Es estar “con Cristo” (cf. Juan 14:3; 17:24; 1
Tesalonicenses 4:17).
Adviértase la sabiduría y misericordia con que nuestro Señor enfría y
refrena las expectativas contrarias a la Escritura de sus discípulos. Nunca le
vemos esconder la cruz o sobornar a los hombres para que le sigan —como
hizo Mahoma— por medio de promesas de comodidad y felicidad terrenales.

Juan 12:27–33
Estos versículos nos muestran lo que quería decir S. Pedro cuando
habló de que en las Escrituras “hay algunas [cosas] difíciles de
entender” (2 Pedro 3:16). Hay en ellas profundidades que es imposible
llegar a sondear plenamente. Esto no debe sorprendernos ni ser un
tropiezo para nuestra fe. La Biblia no sería un libro “[inspirado] por
Dios” si no contuviera cosas que sobrepasan la comprensión limitada
del hombre. A pesar de todas sus dificultades, contiene miles de
pasajes que hasta los más indoctos pueden comprender con facilidad.
Aun aquí, si analizamos estos versículos con detenimiento, podemos
extraer lecciones que no carecen de valor.
En primer lugar, en estos versículos se demuestra indirectamente
una gran doctrina. Esa doctrina es la imputación del pecado del
hombre a Cristo.
Vemos al Salvador del mundo, al Hijo eterno de Dios, turbado y
conmovido en su alma: “Ahora está turbada mi alma”. Vemos a Aquel
que podía sanar enfermedades, expulsar demonios con una palabra y
ordenar a los vientos y las olas que le obedecieran, en gran sufrimiento
y conflicto espiritual. Ahora bien, ¿cómo podemos explicarlo?
Decir, como afirman algunos, que la turbación de nuestro Señor solo
se debía a la perspectiva de su propia muerte dolorosa en la Cruz es
una explicación muy insatisfactoria. De ser así, podríamos decir que
muchos mártires han demostrado más calma y valor que el Hijo de
Dios. Como poco, esa es una conclusión repugnante. Sin embargo, esta
es la conclusión a la que se ven abocados los hombres cuando adoptan
la idea moderna de que la muerte de Cristo solo fue un gran ejemplo
de abnegación.
No hay nada que explique la turbación del alma de nuestro Señor,
tanto aquí como en el huerto de Getsemaní, a excepción de la vieja
doctrina de que sentía el peso aplastante del pecado del hombre. Era
el tremendo peso de la culpa del mundo que se le imputaba y caía
sobre su cabeza lo que le hizo sufrir y gemir clamando: “Ahora está
turbada mi alma”. Aferrémonos perennemente a esa doctrina, y no
solo como clave de interpretación de este pasaje, sino como los únicos
cimientos que ofrecen un consuelo sólido al corazón del cristiano. La
única garantía de la paz cristiana es que nuestros pecados han sido
verdaderamente depositados sobre nuestro Sustituto divino, que han
sido cargados por Él y su justicia se nos imputa verdaderamente y se
considera nuestra. Y si alguno pregunta cómo sabemos que nuestros
pecados fueron depositados en Cristo, le remitimos a pasajes como el
que tenemos delante y le pedimos que los explique sobre la base de
algún otro principio, si puede. Cristo llevó nuestros pecados, cargó con
ellos y gimió bajo su peso. Su alma se “turbó” por el peso de nuestros
pecados y los ha quitado de nosotros realmente. Podemos estar
seguros de que esto es sana doctrina: es teología escrituraria.
En segundo lugar, en estos versículos se manifiesta un profundo
misterio. Es el misterio de la posibilidad de un gran conflicto interior
del alma sin pecado.
En este pasaje que tenemos ante nosotros no podemos dejar de ver
un tremendo conflicto mental en nuestro bendito Salvador.
Probablemente no podamos alcanzar a imaginar su profundidad e
intensidad. ¿Pero qué significan su atormentado clamor —“ahora está
turbada mi alma”—, su solemne pregunta —“¿y qué diré?”—, la
oración de su carne y sangre sufrientes —“Padre, sálvame de esta
hora”—, su humilde confesión —“mas para esto he llegado a esta
hora”— y la petición de una voluntad perfectamente subordinada:
“Padre, glorifica tu nombre”? Ciertamente, no puede haber más que
una sola respuesta. Estas frases nos hablan de un conflicto en el
corazón de nuestro Salvador, un conflicto que surgía de los
sentimientos naturales de alguien que era perfectamente humano y
que como hombre podía sufrir todo lo que puede sufrir un hombre. No
obstante, la persona en quien se estaba produciendo este conflicto era
el santo Hijo de Dios: “No hay pecado en él” (1 Juan 3:5).
Aquí tenemos una fuente de consuelo para todos los cristianos
verdaderos que jamás debiera pasarse por alto. Sirva el ejemplo de su
Señor para que aprendan que el conflicto interior del alma no es cosa
intrínsecamente pecaminosa. Creo que son muchos los que, por no
entender esto, recorren con pesadumbre su camino hacia el Cielo.
Piensan que carecen de gracia porque presencian una lucha en sus
corazones. Se niegan a recibir el consuelo del Evangelio porque sienten
que hay una batalla entre la carne y el Espíritu. Que observen la
experiencia de su Señor y Maestro y dejen a un lado sus
desalentadores miedos. Que estudien la experiencia de sus santos en
todas las épocas, de S. Pablo en adelante, y comprendan que, igual
que Cristo tuvo conflictos interiores, los cristianos también debemos
esperar tenerlos. Ciertamente, ceder a las dudas y la incredulidad es
una equivocación y nos priva de nuestra paz. Sin duda existe un
desánimo carente de fe que es censurable y al que es preciso
oponerse, del que hay que arrepentirse y que hay que llevar a la
fuente de todo pecado a fin de que sea perdonado. Pero la mera
presencia de lucha y conflicto en nuestros corazones no es un pecado
en sí. El creyente puede caracterizarse tanto por su paz interior como
por su lucha interior.
En tercer lugar, en estos versículos se muestra un gran milagro. Ese
milagro es la voz celestial que se describe en este pasaje; una voz que
se oyó tan claramente que algunos dijeron que “había sido un trueno”
proclamando: “Lo he glorificado, y lo glorificaré otra vez”.
Esta asombrosa voz se oyó en tres ocasiones durante el ministerio
terrenal de nuestro Señor. Se oyó una vez en su bautismo, cuando los
cielos se abrieron y el Espíritu Santo descendió sobre Él. Se oyó otra
vez en su transfiguración, cuando Moisés y Elías se aparecieron con Él
durante un tiempo ante Pedro, Santiago y Juan. Se oyó una tercera vez
aquí en Jerusalén, en medio de una heterogénea multitud de discípulos
y judíos incrédulos. Sabemos que en cada una de estas ocasiones fue
la voz de Dios el Padre. Sin embargo, no se dice nada con respecto a
las razones de que solo se oyera en esas ocasiones. Se trataba de un
profundo misterio y no podemos explicarlo con detalle en la actualidad.
Bástenos creer que este milagro tenía el propósito de mostrar la
unión íntima y continua que hubo entre Dios el Padre y Dios el Hijo
durante el ministerio terrenal del Hijo. No hubo ningún período durante
su encarnación en que el Padre no estuviera cerca de Él, a pesar de
que no fuera visible para los ojos del hombre. De la misma forma,
creamos que este milagro tenía la intención de mostrar a los presentes
la absoluta aprobación que hacía el Padre del Hijo como Mesías,
Redentor y Salvador del hombre. El Padre se complació en mostrar esa
aprobación tres veces por medio de la voz, así como por las señales y
maravillas llevadas a cabo por el Hijo en su nombre. Bien podemos
creer en estas cosas. Pero, habiendo dicho todo esto, debemos
reconocer que esta voz es un misterio. Podemos leer acerca de ella con
asombro y admiración, pero somos incapaces de explicarla.
En último lugar, en estos versículos se nos da una gran profecía. El
Señor Jesús declaró: “Y yo, si fuere levantado de la tierra, a todos
atraeré a mí mismo”.
Una mente sencilla no puede formarse más que una opinión con
respecto al verdadero significado de estas palabras. No quieren decir,
como muchas veces se piensa, que si los ministros y maestros exaltan
y elevan la doctrina de Cristo crucificado, esto tendrá el efecto de
atraer a la audiencia. No se puede negar que esto es una verdad, pero
no es la verdad del texto. Simplemente significan que la muerte de
Cristo en la Cruz tendría el efecto de atraer a todo el género humano.
Su muerte como Sustituto nuestro y como sacrificio por nuestros
pecados pronto atraería a multitudes de todas las naciones y las
llevaría a creer en Él y a recibirle como su Salvador. Al ser crucificado
por nosotros y no ascender a un trono terrenal, instauraría un reino en
el mundo y congregaría a súbditos para sí.
La historia de la Iglesia es una prueba manifiesta del cumplimiento
de esta profecía durante dieciocho siglos. Cuando quiera que se ha
predicado a Cristo crucificado y se ha relatado toda la historia de la
Cruz, las almas han sido convertidas y atraídas a Cristo en todo el
mundo, así como el imán atrae a las virutas de hierro. No hay verdad
que se ajuste tan bien a las necesidades de los hijos de Adán de todo
color, clima y lengua como la verdad de Cristo crucificado.
Y la profecía no se ha agotado aún. Aún ha de cumplirse de manera
más completa. Llegará un día en que toda rodilla se doblará ante el
Cordero que fue inmolado y toda lengua confesará que es el Señor,
para gloria de Dios el Padre (cf. Filipenses 2:10–11). El que fue
“levantado” en la Cruz se sentará en el trono de gloria y ante Él se
congregarán todas las naciones. Amigos y enemigos, cada uno en su
lugar, serán “atraídos” de sus sepulcros y aparecerán ante el tribunal
de Cristo. ¡Asegurémonos de estar ese día a su diestra!

Notas: Juan 12:27–33


V. 27: [Ahora está turbada mi alma […]. Este extraordinario versículo es
introducido de manera algo abrupta. No obstante, no cuesta demasiado
hallar la relación. Nuestro Señor acaba de hablar de su propia muerte
expiatoria. La idea y la perspectiva de esa muerte parecen engendrar en Él
las expresiones de este versículo que a continuación examinaremos por
partes.
[Ahora está turbada mi alma]. Esta frase implica un intenso y repentino
sufrimiento mental que sobreviene a nuestro Señor y le turba y atormenta.
¿Qué era lo que lo motivaba? No se debía a la mera perspectiva de una
muerte dolorosa en la Cruz y del sufrimiento físico que implicaba. No cabe
duda que la naturaleza humana, aun cuando está libre de pecado, se espanta
ante el dolor. Sin embargo, muchos mártires y hasta paganos fanáticos de la
India han soportado el dolor físico durante semanas sin queja ni lamento. No:
era el peso del pecado del mundo que se le imputaba y que caía sobre su
cabeza lo que le aplastaba haciéndole clamar: “Ahora está turbada mi alma”.
Lo que le pesaba tremendamente a medida que se iba acercando a la Cruz
era la sensación de la carga de la transgresión humana que se le imputaba.
No fueron sus sufrimientos físicos, ya fuera sentidos o anticipados, sino
nuestros pecados los que atormentaron su alma en Getsemaní y en el
Calvario.
Adviértase aquí la realidad de la sustitución de Cristo en nuestro lugar. Fue
hecho “maldición” y “pecado” por nosotros, y durante un tiempo lo sintió de
manera sumamente profunda (cf. Gálatas 3:13; 2 Corintios 5:21). Los que
niegan la doctrina de la sustitución, la imputación y la expiación son
incapaces de explicar satisfactoriamente estas expresiones que tenemos
ante nosotros.
Comenta Poole: “Existe una inmensa diferencia entre la turbación de
espíritu de Cristo y la nuestra. Nuestra turbación se debe a la conciencia de
nuestros propios pecados y a la ira de Dios que acarrean; su turbación se
debía a la ira de Dios por nuestros pecados. Nuestra turbación se debe a que
hemos ofendido personalmente a Dios; la suya se debía a que aquellos que le
habían sido entregados habían ofendido a Dios. Nosotros tememos nuestra
condenación eterna; Él solo tenía el temor natural a la muerte, que aumenta
en correspondencia con el tipo de muerte que morimos. Nuestra turbación es
una mezcla de desesperación, desconfianza y horror pecaminoso; su
turbación carecía de esas cosas. Por tendencia natural, nuestra turbación es
destructiva y perniciosa; solo se demuestra beneficiosa por accidente y por
las disposiciones de la sabia providencia divina, que nos conducen a Él. Su
turbación era por naturaleza pura, limpia y sanadora. Pero lo que es
indudable es que fue genuina, concordaba perfectamente con su oficio como
Mediador y supone una sólida base para nuestra paz, tranquilidad y
satisfacción. Por medio de algunos de estos azotes somos sanados”.
Debiéramos recordar y admirar la oración de la Letanía de la Iglesia
griega: “Buen Señor, libéranos por medio de tus sufrimientos desconocidos
para nosotros”.
Observa Rollock con respecto a este pasaje: “Si se me pregunta qué
estaba haciendo la naturaleza divina en Cristo cuando dijo ‘ahora está
turbada mi alma’ y si estaba separada de su naturaleza humana, mi
respuesta es que no estaba dividida, sino que se refrenó, o estuvo pasiva,
mientras la naturaleza humana sufría. Si se hubiera manifestado en todo su
poder y toda su gloria, nuestro Señor no podría haber sufrido”.
(Todos los comentarios de Rollock con respecto a este difícil versículo son
particularmente buenos y merecen ser estudiados con detenimiento).
Observa Hutcheson: “La causa y fuente de esta turbación fue la siguiente:
La divinidad se ocultó a su percepción humana y el Padre no solo permitió la
aprensión ante los sufrimientos que se avecinaban, sino experimentar el
horror de su ira por causa del pecado del hombre. Cristo quedó asombrado,
perplejo y abrumado ante ello en su humanidad. Y no es nada sorprendente,
puesto que, por imputación, debía sufrir por los pecados de todos los
elegidos”:
Comenta Hengstenberg: “La única explicación de esta extrema turbación
es el significado vicario de los sufrimientos y la muerte de Cristo. Si nuestro
castigo recaía sobre Él a fin de que pudiéramos gozar de paz, entonces tuvo
que concentrarse en Él todo el horror de la muerte. Cargó con el pecado del
mundo, y la paga del pecado era la muerte. La muerte tuvo que suponer para
Él, pues, su manifestación más aterradora. El sufrimiento físico no era nada
comparado con el inconmensurable sufrimiento del alma que pendía sobre el
Redentor y toda la grandeza y profundidad con que lo percibe. De ahí que en
Hebreos 5:7 se describa como “temor” lo que aplastaba a nuestro Señor.
Cuando Dios le libró de eso, le libró de la muerte. De este modo, cuando el
sufrimiento de Cristo se interpreta en clave vicaria y voluntaria, todas las
circunstancias que lo rodean pueden entenderse con facilidad”.
Adviértase la inmensa culpa y gravedad del pecado. No podía ser poca
cosa algo que podía llevar al propio Hijo de Dios, capaz de llevar a cabo obras
que ningún otro había hecho, a gemir y clamar: “Ahora está turbada mi
alma”. Aquel que quiera conocer el alcance del pecado y de la culpa debe
leer con atención este versículo y las expresiones de nuestro Señor en
Getsemaní y en el Calvario.
Es reseñable que este versículo, Mateo 26:38 y Marcos 14:34 son los tres
únicos pasajes donde nuestro Señor habla de “mi alma”.
Tengo la impresión de que la palabra “ahora” es enfática: “Ahora, en este
momento en concreto, mi alma ha empezado a estar particularmente
turbada”.
[¿Y qué diré?]. Algunos —como Teofilacto, Grocio, Blomfield y Barnes—
consideran que estas palabras están mal traducidas. Su traducción sería la
siguiente: “¿Y qué? ¿Cuál es mi deber? ¿Qué exige de mí esta hora? ¿Diré:
Sálvame?”, etc. Prefiero con mucho la traducción habitual. Creo que esta
pregunta ejemplifica muy bien el tormento y el conflicto que atravesaba el
alma de nuestro Señor. “¿Qué diré ante esta turbación opresiva y
abrumadora? Mi naturaleza humana me pide que diga una cosa, actuando
por sí sola y apremiándome por sí misma. El conocimiento que tengo del
propósito de mi venida al mundo me pide que diga otra cosa. ¿Qué diré,
pues?”. Una pregunta como esta es una sólida prueba de la verdadera y
auténtica humanidad de nuestro Señor.
Observa Rollock: “ ‘¿Y qué diré?’ es un lenguaje propio de un estado de
gran perplejidad y preocupación. En la cima de la angustia está la cima de la
perplejidad, de tal forma que un hombre no sabe qué hacer o decir. Nuestro
Señor halló su liberación por medio de la oración. Pero el clamor perpetuo de
los perdidos será: ‘¿Qué diré? ¿Qué haré?’. Y jamás serán liberados de esa
perplejidad y esa angustia”.
Comenta Bengel: “Jesús dice: ‘¿Qué diré?’, no: ‘¿Por qué optaré?’.
Compárese con la diferente expresión que utiliza S. Pablo: ‘No sé entonces
qué escoger. Porque de ambas cosas estoy puesto en estrecho, teniendo
deseo de partir’ ” (Filipenses 1:22).
Piensa Ecolampadio que la pregunta significa: “¿Con qué palabras expresaré
mi dolor o la amargura e ingratitud de los judíos?”. Prefiero interpretarlo
como una expresión de perplejidad y angustia.
Si comparamos el lenguaje de nuestro Señor en este versículo con el de
los capítulos 5 y 7 de este Evangelio, es claro que se nos enseña la presencia
de dos naturalezas en su persona. Aquí vemos la inequívoca humanidad de
nuestro Señor. Allí, por otro lado, vemos de forma igualmente clara su
divinidad. Aquí habla como hombre: allí como Dios.
[¿Padre, sálvame de esta hora?]. Sin lugar a dudas, esta es una oración
pidiendo ser liberado del sufrimiento y el tormento de esta hora. Es el
lenguaje de una naturaleza humana que, a pesar de estar libre de pecado,
podía sufrir y se retraía instintivamente ante el sufrimiento. No habría sido
una verdadera naturaleza humana si no se hubiera retraído y no se hubiera
echado atrás.
La idea de la oración es exactamente la misma que la de la oración de
Getsemaní: “Si es posible, pase de mí esta copa” (Mateo 26:39).
Aprendamos del ejemplo de nuestro Señor en este lugar que no tiene
nada de pecaminoso orar pidiendo ser liberados del sufrimiento siempre y
cuando lo hagamos sometiéndonos a la voluntad de Dios. No tiene nada de
malo que una persona enferma diga “Padre, sáname” siempre y cuando la
oración se ofrezca con las debidas matizaciones.
Observa Rollock: “En el sufrimiento existe cierta tendencia a olvidar todo
lo que no sea el dolor presente. Este parece haber sido el caso de nuestro
Señor aquí. Sin embargo, aun aquí se dirige a su Padre, demostrando que
nunca pierde la conciencia del amor del Padre. Los perdidos en el Infierno
jamás se dirigirán al Padre”.
Es digno de atención que nuestro Señor hable del “Padre” y de “mi Padre”
no menos de 110 veces en el Evangelio según S. Juan.
[Mas para esto he llegado a esta hora]. Esta frase constituye una manera
elíptica de declarar la absoluta sumisión de nuestro Señor a la voluntad de su
Padre en lo referente a la oración que acaba de pronunciar. “Pero sé que para
esto he venido al mundo y he llegado a esta hora, para sufrir, tal como sufro
ahora, y para experimentar esta angustia. No rechazo esta copa. Si es tu
voluntad, estoy dispuesto a beberla. Solo te expongo mis sentimientos con
un sometimiento absoluto a tu voluntad”.
Sin duda, todo este versículo nos muestra que los cristianos no tienen
motivos para desanimarse porque se sientan turbados en su alma, porque se
sientan perplejos y no sepan qué decir en medio del tormento del conflicto
interior, porque su naturaleza se retraiga ante el dolor y clame para que Dios
les libre de él. Todo esto no tiene nada de malo o de pecaminoso. Esto es lo
expresado por la naturaleza humana de nuestro Señor Jesucristo mismo. Y en
Él no había pecado.
Dice Rollock: “Este es el lenguaje de alguien que se recuerda algo a sí
mismo y hace recapitulación de sus pensamientos para recordar algo en
medio de su tormento y su dolor”.
V. 28: [Padre, glorifica tu nombre]. En este versículo parece concluir el
conflicto y el tormento del alma que sobrevino a nuestro Señor en este
momento en concreto. Es como si dijera: “Dejo esta cuestión en tus manos,
oh Padre mío: haz lo que consideres mejor. Glorifica tu nombre y tus atributos
en mí: haz lo oportuno para demostrar tu gloria en el mundo. Si debo sufrir
por tu gloria, estoy dispuesto aun hasta el punto de soportar los pecados del
mundo”.
Considero que los acontecimientos aquí descritos son una reproducción a
pequeña escala de lo que posteriormente acontecería de manera más plena
en Getsemaní. Existen notables paralelismos en cada paso.
a) ¿Dice aquí nuestro Señor: “Está turbada mi alma”? Igualmente dijo en
Getsemaní: “Mi alma está muy triste, hasta la muerte” (Mateo 26:38).
b) ¿Dice aquí nuestro Señor: “Padre, sálvame de esta hora”. Igualmente,
en Getsemaní dice: “Padre mío, si es posible, pase de mí esta copa” (Mateo
26:39).
c) ¿Dice aquí nuestro Señor: “Para esto he llegado a esta hora”.
Igualmente, en Getsemaní dice: “Si no puede pasar de mí esta copa sin que
yo la beba, hágase tu voluntad” (Mateo 26:42).
d) ¿Dice aquí nuestro Señor, al final: “Padre, glorifica tu nombre”?
Igualmente dice nuestro Señor: “La copa que el Padre me ha dado, ¿no la he
de beber?” (Juan 18:11).
Debemos recordar que la breve oración pronunciada por nuestro Señor en
este pasaje es lo más grande y lo más excelso que podemos pedir a Dios. La
cima de la voluntad renovada de un creyente es poder decir siempre: “Padre,
glorifica tu nombre en mí. Haz conmigo lo que quieras, solo glorifica tu
nombre”. Después de todo, la gloria de Dios es el propósito para el que
fueron creadas todas las cosas. Cuando Pablo se encontraba prisionero en
Roma, dijo a los filipenses que su esperanza gozosa era que, o por vida o por
muerte, Cristo fuera magnificado en su cuerpo (Filipenses 1:20).
Dice Rollock: “Este es el lenguaje de alguien que se olvida del sufrimiento
y el dolor, recuerda tan solo la gloria de su Padre y la desea aun cuando
suponga su propia pasión y muerte”. Asimismo comenta que, en un sentido,
la experiencia de los santos de Dios que atraviesan grandes dificultades es
bastante similar. Durante un tiempo olvidan todo lo que no sea el dolor
presente. Pero pronto superan sus sufrimientos y solo recuerdan la gloria de
Dios.
[Entonces vino una voz del cielo]. Sin duda, esta voz fue un gran milagro.
Se oyó a Dios el Padre hablando audiblemente al Hijo con voz de hombre.
Este milagro se repitió en tres ocasiones durante el ministerio de nuestro
Señor: primero, en su bautismo; en segundo lugar, en su transfiguración; en
tercer lugar, justo antes de su crucifixión. La voz de Dios ha sido oída en
contadas ocasiones ante una gran multitud de inconversos. Aquí, en el monte
Sinaí y quizá en el bautismo de nuestro Señor son las tres únicas ocasiones
de las que se deja constancia.
Por supuesto, este maravilloso milagro es tan inexplicable como cualquier
otro milagro de la Palabra de Dios. Lo único que podemos hacer es creerlo
con reverencia y admiración. Una de las muchas ideas que nos vienen a la
mente al considerar este milagro es la gran cercanía entre el Padre y el Hijo
durante todo su ministerio. Nuestro Señor nunca se quedó solo. Su Padre le
acompañaba siempre, aunque los hombres lo desconocieran. ¿Cómo podía
ser de otra forma? En lo que concernía a su naturaleza divina, Él y el Padre
eran “uno”.
Es difícil entender cómo puede haber alguien que niegue que el Padre y el
Hijo son dos personas distintas ante un pasaje como este. Cuando se oye a
una persona hablar a otra, el sentido común parece indicar que hay dos
personas, y no una.
Sostiene Hammond que, además de una voz procedente del Cielo, se
produjo realmente el sonido de un trueno. Burkitt también parece de la
misma opinión y lo compara con el trueno que acompañó a la entrega de la
Ley en el Sinaí.
[Lo he glorificado, y lo glorificaré otra vez]. Esta solemne frase, mucho
más solemne en el expresivo original griego, se puede interpretar de dos
formas, según Agustín:
a) Puede aplicarse única y exclusivamente a nuestro Señor Jesucristo
mismo. De esta forma, sería una declaración especial del Padre al Hijo: “He
glorificado mi nombre en tu encarnación, tus milagros, tus palabras, tus
obras; lo volveré a glorificar en tu sufrimiento voluntario por el género
humano, tu muerte, tu resurrección y tu ascensión”.
Piensa Lightfoot que se hace especial referencia al conflicto de nuestro
Señor con el diablo: “He glorificado mi nombre en tu anterior victoria ante la
tentación de Satanás en el desierto. Glorificaré mi nombre otra vez en la
victoria que obtendrás también en esta batalla”.
b) Se puede aplicar a toda la relación de Dios con la Creación desde el
comienzo. Entonces sería una declaración del Padre: “He glorificado mi
nombre continuamente en todas las dispensaciones que ha habido: antes del
Diluvio, en los tiempos de los Patriarcas, en la época de Moisés, bajo la Ley,
bajo los Jueces, bajo los Reyes. Lo glorificaré una vez más al final de esta
dispensación, con el fin de los tipos y las figuras y cumpliendo la obra de
redención del hombre”.
No puedo decir cuál de estas dos interpretaciones es la verdadera. Ambas
son razonables, coherentes y teológicamente válidas. Sin embargo, no
podemos dirimir cuál de ellas es la correcta. Si debo emitir alguna opinión,
me inclino por la segunda tesis.
V. 29: [Y la multitud que estaba allí, etc.]. Al parecer, este versículo tiene
el propósito de describir las diversas opiniones que había entre la multitud
que rodeaba a nuestro Señor con respecto a la voz que le había hablado.
Algunos que se encontraban a cierta distancia sin prestar mucha atención
dijeron que había tronado. Otros que se encontraban cerca y prestaban gran
atención dijeron que debía de tratarse de algún ser invisible, un ángel, que
había hablado. Ambos grupos estaban de acuerdo en una cosa: había
ocurrido algo fuera de lo común. Se había oído un ruido extraordinario que a
unos les pareció un trueno y a otros unas palabras. Pero nadie dijo que no
hubiera oído nada en absoluto.
La suposición de que era un “trueno” parece demostrar que se había
tratado de una voz muy fuerte. La disposición de algunos a pensar que era un
ángel quien había hablado indica que la realidad y la existencia de los
ángeles formaba parte del acerbo de las creencias populares judías.
Algunos piensan que los susodichos griegos, desconocedores del hebreo
—lengua en la que probablemente habló la voz—, pensaron que la voz era un
trueno; y por su parte, los judíos de la multitud pensaron que era la voz de un
ángel.
V. 30: [Respondió Jesús y dijo […]: esta voz […] mía […], vosotros]. En
este versículo, nuestro Señor comunica el propósito de esta voz milagrosa.
No era por causa suya, para consolarle o ayudarle, sino por causa de ellos:
como testimonio y señal para ellos. La voz no podía decirle nada que Él no
supiera. Tenía el propósito de mostrarles lo que desconocían o aquello de lo
que dudaban. Solo era una prueba pública más de su misión divina y, al
parecer, la última que se dio. La primera prueba fue una voz en su bautismo
y la última fue una voz justo antes de su crucifixión.
Comenta Agustín: “Cristo muestra aquí que esta voz no tenía la finalidad
de hacerle saber lo que ya sabía, sino que era para que ellos supieran lo que
debían saber”.
V. 31: [Ahora es el juicio de este mundo]. Sin duda, esta es una
afirmación difícil. La principal dificultad reside en el significado de la palabra
“juicio”.
a) Algunos —como Barnes— piensan que significa: “Esta es la crisis o el
momento culminante de la Historia del mundo”. No puedo estar de acuerdo.
Dudo que se pueda atribuir el sentido de “crisis” a la palabra griega utilizada
aquí. Es innegable que la muerte expiatoria de nuestro Señor fue una crisis
en la historia del mundo. Pero esa no es la cuestión. La cuestión es: ¿Qué
significan las palabras griegas?
b) Otros —como Teofilacto y Eutimio— piensan que significa: “Ahora es la
venganza de este mundo”; “echaré a aquel que ha tiranizado al mundo”.
Tampoco me convence esta tesis.
c) Otros —como Zuinglio— piensan que el “juicio” representa la
discriminación o separación entre los creyentes y los incrédulos del mundo
(cf. Juan 9:39).
d) Otros —como Calvino, Brentano, Beza, Bucero, Hutcheson, Flacius y
Gualter— piensan que el “juicio” representa la reforma o restauración del
orden del mundo.
e) Otros —como Grocio, Gerardo, Poole, Toledo y à Lapide— piensan que el
“juicio” representa la liberación y la eliminación de las ataduras de este
mundo.
f) Otros —como Pearce— piensan que significa: “Ahora es cuando la
nación o el mundo judío será juzgado por rechazarme”.
g) Otros —como Bengel— piensan que significa: “Ahora es el juicio con
respecto a este mundo en lo referente a quién será su legítimo poseedor en
el futuro”.
Mi interpretación es que la palabra “juicio” no puede significar más que
condenación, y que el significado de la frase es el siguiente: “Ahora llega el
momento en que, por medio de mi muerte, se dictará una sentencia de
muerte a todo el estado de cosas que ha prevalecido en el mundo desde la
Creación. El mundo ya no será dejado así y en manos de los poderes de las
tinieblas. Estoy a punto de destruir su dominio por medio de mi obra
redentora y de condenar y acabar con el oscuro e impío estado de cosas que
durante tanto tiempo ha reinado en la Tierra. Mi Padre lo ha tolerado y lo ha
pasado por alto durante mucho tiempo. Ha llegado el momento en que no se
tolerará más. Esta misma semana, por medio de mi crucifixión, los sistemas
religiosos del mundo recibirán su sentencia condenatoria”. Esta parece la
interpretación de Bullinger y Rollock, y estoy de acuerdo con ella.
Para comprender todo el significado de esta frase, debemos recordar la
extraordinaria situación en que se encontraba todo el mundo, a excepción de
Palestina, antes de la muerte de Cristo. El mundo se encontraba sin Dios
hasta un punto que no podemos imaginar, hundido en la idolatría y el culto a
los demonios: en rebelión abierta contra Dios (cf. 1 Corintios 10:20). Cuando
Cristo murió, este estado de cosas recibió su sentencia condenatoria.
Dice Rollock: “Por este juicio entiendo la condenación del pecado que
tanto abundaba en el mundo a la llegada de Cristo y que había reinado desde
Adán hasta Moisés”. La venida de Cristo acabó con este reinado
ininterrumpido de la idolatría.
Con respecto a este versículo, Agustín dice: “El diablo poseía al género
humano, reteniéndoles como criminales sujetos al castigo de sus pecados,
dominando los corazones de los incrédulos, arrastrándoles, engañados y
cautivos, a la adoración de la criatura por la que habían abandonado al
Creador. Pero por medio de la fe de Cristo, confirmada con su muerte y su
resurrección, a través de su sangre derramada para remisión de pecados,
miles de creyentes alcanzan la liberación del dominio del diablo, son unidos
al cuerpo de Cristo y avivados por su Espíritu, como miembros fieles con esa
gran Cabeza sobre ellos. Esto es lo que Él denominó juicio”.
[Ahora el príncipe de este mundo será echado fuera]. Es indudable que,
en esta extraordinaria frase, “el príncipe de este mundo” hace referencia a
Satanás. En cierto sentido, hasta la obra redentora de nuestro Señor, todo el
mundo se encontraba bajo su dominio. Cuando Cristo vino y murió por los
pecadores, se destruyó el poder usurpador de Satanás y recibió un golpe
letal. El paganismo, la idolatría y la adoración a los demonios ya no reinaban
sobre toda la Tierra como lo había hecho durante 4000 años con la excepción
de Palestina. De manera misteriosa y maravillosa, Cristo en la Cruz,
“despojando a los principados y a las potestades, los exhibió públicamente,
triunfando sobre ellos” (Colosenses 2:15). Nuestro Señor hace clara
referencia a esta victoria. “Ahora, en esta semana, por medio de mi muerte
vicaria como Redentor del hombre en la Cruz, Satanás, el príncipe de este
mundo, sufrirá un golpe mortal y será destronado de su dominio sobre el
hombre y echado fuera. Se herirá a la serpiente en la cabeza”.
Obviamente, nuestro Señor no quería decir que Satanás sería “echado
fuera” del mundo por completo y no tentaría más. Gracias a Apocalipsis 20,
sabemos que eso sucederá en la Segunda Venida; pero no ocurrió en la
primera. Solo significa que se le echaría fuera de gran parte del dominio, el
poder y la autoridad que había ejercido hasta entonces sobre el hombre sin
que nadie se lo impidiera. Quizá los cristianos no tienen lo suficientemente en
cuenta el resultado del cambio producido en ese sentido con la muerte de
Cristo. Probablemente seamos incapaces de imaginar hasta qué terrible
extremo llegaba el dominio de Satanás sobre las almas de los hombres antes
de que se instaurara el “reino de los cielos”. La posesión física, los
encantadores, los hechiceros, los oráculos paganos, los misterios paganos;
antes de la crucifixión de Cristo, todas estas cosas eran mucho más reales y
poderosas de lo que imaginamos. ¿Y por qué? Porque “el príncipe de este
mundo” no había sido echado fuera aún. Tenía un poder sobre las mentes y
los cuerpos de los hombres mucho mayor del que tiene ahora. Cuando Cristo
fue a la Cruz, batalló con Satanás y obtuvo la victoria, despojándole de gran
parte de su poder y echándole de gran parte de sus dominios. ¿No indica eso
toda la visión de Apocalipsis 12:7–17? Lightfoot es de esta opinión.
Esta frase muestra claramente la existencia y el poder del diablo. En vista
de expresiones como “el príncipe de este mundo”, es extraño que alguien
pueda decir que no existe tal cosa como el diablo. Y más extraño aún es que
alguien pueda burlarse de un ser con un poder semejante y tomárselo a la
ligera. Comoquiera que sea, el cristiano verdadero puede consolarse con la
idea de que Satanás es un enemigo vencido. En la Primera Venida de Cristo
se le arrebató gran parte de su dominio. Aún “anda alrededor” en busca de
quién devorar, pero en la Segunda Venida será atado por completo (cf. 1
Pedro 5:8; Romanos 16:20; Apocalipsis 20:2).
Todo este versículo me parece inexplicable a menos que aceptemos y
sostengamos la doctrina de la muerte de Cristo como expiación y satisfacción
por el pecado del mundo y como pago de la deuda del hombre con Dios. Esa
es la idea subyacente en la profunda afirmación que se hace aquí de la
importante obra que estaba a punto de llevar a cabo nuestro Señor contra el
príncipe de este mundo en la semana de su crucifixión. Una vez aceptamos la
idea moderna de que la muerte de Cristo fue tan solo un hermoso ejemplo de
abnegación y de martirio por la verdad, como la de Sócrates, este versículo
pierde todo sentido. Si, por el contrario, sostenemos la vieja doctrina de que
la muerte de Cristo fue el pago de la deuda del hombre y la redención del
alma del hombre del poder del pecado y del diablo, todo el versículo se
aclara y resulta relativamente comprensible.
Observa Agustín que “en este versículo, el Señor estaba vaticinando lo
que sabía; que tras su pasión y glorificación creerían muchas personas por
todo el mundo en cuyos corazones se encontraba anteriormente el diablo y
de las que sería echado fuera tras renunciar a él por fe”. También dice que se
vaticina que lo que anteriormente solo sucedía en unos pocos corazones —
como los de los patriarcas y los profetas— o en unos pocos individuos, ahora
sucedería en muchas personas.
Comenta Eutimio que, así como el primer Adán fue echado fuera del
Paraíso, igualmente, al morir en el madero, el segundo Adán echó al diablo
del dominio que había usurpado en el mundo.
Piensa Bucero que existe una referencia implícita a las palabras que
nuestro Señor había pronunciado anteriormente con respecto al “hombre
fuerte armado [que] guarda su palacio” hasta que llega un hombre más
fuerte que él y le destruye (Lucas 11:21–22).
V. 32: [Y yo, si fuere levantado […], a todos atraeré a mí mismo]. En este
extraordinario versículo, nuestro Señor hace clara referencia a su propia
crucifixión, a su levantamiento en la Cruz. Es la misma expresión que había
utilizado al hablar con Nicodemo: “Y como Moisés levantó la serpiente en el
desierto, así es necesario que el Hijo del Hombre sea levantado” (Juan 3:14).
Considero que la promesa de “a todos atraeré a mí mismo” tiene que
significar que, tras su crucifixión, nuestro Señor atraería hacia sí a hombres
de todas las naciones, razas y lenguas para que creyeran en Él y fueran
discípulos suyos. Una vez crucificado, se convertiría en un poderoso polo de
atracción y atraería hacia sí a grandes multitudes de todos los pueblos y
países para que fueran sus siervos y seguidores, liberándoles del poder
usurpado del diablo. Hasta ese momento, todo el mundo había seguido
ciegamente a Satanás. Después de la crucifixión de Cristo, un gran número
de personas se apartaría del poder de Satanás y se convertirían en cristianos.
No cabe duda que la promesa va más lejos aún. Apunta hacia el momento
en que toda rodilla se doblará ante el Hijo crucificado de Dios y toda lengua
confesará que Cristo es el Señor. Finalmente, todo el mundo se convertirá en
el Reino de nuestro Dios y de su Cristo.
Obviamente, no debemos forzar demasiado las palabras. No debemos
pensar que apoyan la fatal herejía de la salvación universal. No debemos
suponer que significan que la crucifixión de Cristo salvará a todos los
hombres más de lo que podamos suponer que Cristo “alumbra” a todo
hombre (cf. Juan 1:9). Si recurrimos a textos paralelos, veremos que el único
sentido razonable es que la crucifixión de Cristo tendría como efecto “atraer”
a hombres de todas las naciones, tanto judíos como gentiles. Tanto la
Escritura como nuestra propia experiencia nos muestran que Cristo no atrae
a todas las personas. Hay muchos que viven, mueren y se pierden en la
incredulidad.
La palabra “atraer” es exactamente la misma que se utiliza en Juan 6:44:
“Ninguno puede venir a mí, si el Padre que me envió no le trajere”. Sin
embargo, dudo que el significado sea exactamente el mismo. En un caso se
trata de la atracción de la elección, cuando el Padre elige y trae a las almas.
En el otro caso se trata de la influencia de atracción que ejerce Cristo en los
pecadores cargados y fatigados cuando los atrae por medio de su Espíritu
para que vengan a Él y crean. Los sujetos de ambas “atracciones” son los
mismos hombres y mujeres, y en ambos casos la atracción es irresistible.
Todos aquellos atraídos a creer son atraídos por el Padre y el Hijo. Sin esa
atracción, nadie iría jamás a Cristo.
La idea de algunos de que este versículo se puede aplicar al
“levantamiento” o a la exaltación de Cristo por parte de los ministros en su
predicación es completamente infundada y un mero juego de palabras. No
cabe duda que, en mayor o menor medida, la predicación de Cristo siempre
hará bien y atraerá a las almas a Cristo por medio de la bendición de Dios.
Pero esa no es la doctrina de este texto y debe desecharse como una
acomodación injusta del lenguaje escriturario.
Observa Eutimio que la misión de Cristo de atraer almas comenzó de
inmediato, como sucedió en el caso del ladrón arrepentido y del centurión.
V. 33: [Y decía esto dando a entender de qué muerte iba a morir]. Es
obvio que este comentario explicativo de S. Juan tiene como propósito dejar
claro el significado de las palabras de nuestro Señor. Habló de ser
“levantado”, haciendo especial referencia a su levantamiento en la Cruz. Por
supuesto, también es posible que se aluda al hecho de que iba a atraer a
todos y que signifique: “Habló de atraer a todos los hombres haciendo
referencia a su muerte expiatoria y como sacrificio que afectaría a la
situación de todos los hombres”. No obstante, dudo que esta interpretación
sea tan correcta como la otra.
Es curioso que, a pesar de que haya un versículo como este, algunos
como Bucero y Diodati sostengan que, al hablar de ser “levantado”, nuestro
Señor se refiere a su ascensión al Cielo tras su resurrección. Piensan que es
solo a partir de entonces cuando se puede decir que “atrajo” a los hombres.
No le veo sentido alguno. Creo que nuestro Señor enseña claramente que
atraería a los hombres tras su crucifixión y en virtud de su crucifixión. A mi
juicio, Juan 3:15 muestra claramente que este “levantamiento” hace
referencia a la crucifixión.

Juan 12:34–43

En estos versículos vemos el deber de aprovechar las oportunidades


que se nos presentan. El Señor Jesús nos dice a todos: “Aún por un
poco está la luz entre vosotros; andad entre tanto que tenéis luz, para
que no os sorprendan las tinieblas […]. Entre tanto que tenéis la luz,
creed en la luz”. No pensemos que estas cosas solo se dijeron para los
judíos. También se escribieron para nosotros, aquellos “a quienes han
alcanzado los fines de los siglos” (1 Corintios 10:11).
La lección de estas palabras tiene una aplicación general para toda
la Iglesia profesante de Cristo. El tiempo para hacer el bien en el
mundo es corto y limitado. El trono de gracia no siempre estará ahí; un
día será quitado y se colocará el trono del Juicio en su lugar. La puerta
de la salvación por la fe en Cristo no siempre estará abierta; un día se
cerrará para siempre y el número de los elegidos de Dios se habrá
completado. La fuente para limpiar todo el pecado y toda la impureza
no siempre estará a nuestro alcance; un día se cerrará el acceso a ella
y no quedará más que el lago que arde con fuego y azufre.
Estas son ideas solemnes; pero es la verdad. Claman a los
eclesiásticos adormilados y a las congregaciones amodorradas y
debieran llevar a un profundo examen de conciencia: “¿Se puede hacer
algo más para propagar el Evangelio en el país y en el extranjero? ¿Se
han utilizado todos los medios posibles para extender el conocimiento
de Cristo crucificado? ¿Podemos decir con la mano en el corazón que
las iglesias no han dejado nada por hacer en la cuestión de las
misiones? ¿Podemos aguardar la Segunda Venida sin sentirnos
humillados y pudiendo decir que no hemos enterrado los talentos de
riqueza, influencia y oportunidades?”. Preguntas como esas bien
pueden humillarnos cuando miramos el estado de la cristiandad
profesante por un lado y el estado del mundo pagano por otro.
Debemos confesar avergonzados que la Iglesia no está andando en
correspondencia con la luz que tiene.
Pero la lección de estas palabras se aplica especialmente a nosotros
mismos como individuos. Nuestro tiempo para hacer el bien es breve y
limitado; asegurémonos de utilizarlo bien. Caminemos “entre tanto que
[tengamos] luz”. ¿Tenemos biblias? No descuidemos su lectura. ¿Se
nos predica el Evangelio? No vacilemos entre dos opiniones, sino
creamos para salvación de nuestras almas. ¿Tenemos días de reposo?
No los malgastemos ociosa, despreocupada e indiferentemente; sino
pongamos todo nuestro corazón en utilizarlos sagradamente y
obtengamos buenos dividendos de ello. La luz está a nuestro alrededor
y cerca de nosotros, por todas partes. Determinemos andar en la luz
mientras la tengamos, no sea que al final nos veamos arrojados a la
oscuridad de fuera para siempre. Un antiguo teólogo dijo
acertadamente que la esencia misma del Infierno será el recuerdo de
las oportunidades perdidas y mal utilizadas.
En segundo lugar, en estos versículos vemos la extrema dureza del
corazón humano. Está escrito que los que escucharon a nuestro Señor
en Jerusalén, “a pesar de que había hecho tantas señales delante de
ellos, no creían en él”.
Nos equivocamos grandemente si damos por supuesto que ver
cosas maravillosas puede llegar a convertir almas. Hay miles que viven
y mueren en ese engaño. Piensan que, si vieran alguna clase de
milagro o presenciaran alguna manifestación de la gracia divina
ejercida de forma sobrenatural, dejarían de lado toda duda y se
convertirían de inmediato en cristianos convencidos. Es una
equivocación absoluta. Nada a excepción de un nuevo corazón y una
nueva naturaleza implantados en nosotros por el Espíritu Santo podrá
convertirnos en verdaderos discípulos de Cristo. Sin esto, un milagro
podría despertar en nosotros una emoción momentánea; pero, una vez
desvanecida la novedad, nos veríamos tan fríos e incrédulos como los
judíos.
No debiera sorprendernos la existencia de incredulidad e
indiferencia en la actualidad. Solo es una prueba más de esa doctrina
esencial que es la corrupción y la caída absoluta del hombre. Lo
pobremente que entendemos y asimilamos esta doctrina se demuestra
en nuestra sorpresa ante la incredulidad humana. Solo creemos a
medias lo engañoso que es el corazón. Leamos nuestras biblias con
más atención y escrutemos su contenido más cuidadosamente. Aun a
pesar de que Cristo obrara milagros y predicara sermones, bastantes
de sus oyentes permanecieron imperturbables. ¿Cómo vamos a
sorprendernos de que los oyentes de los sermones modernos
permanezcan incrédulos en innumerables casos? “El siervo no es
mayor que su señor” (Juan 15:20). Si hasta los oyentes de Cristo no
creyeron, ¡cuánto más habremos de esperar encontrar incredulidad
entre los oyentes de sus ministros! Que se diga y confiese la verdad.
La obstinada incredulidad del hombre es una de las muchas pruebas
indirectas de la veracidad de la Biblia. La profecía más clara de Isaías
empieza con una solemne pregunta: “¿Quién ha creído?” (Isaías 53:1).
En tercer lugar, en estos versículos podemos ver el asombroso
poder que tiene sobre los hombres el amor al mundo. Leemos que
“aun de los gobernantes, muchos creyeron en él; pero a causa de los
fariseos no lo confesaban, para no ser expulsados de la sinagoga.
Porque amaban más la gloria de los hombres que la gloria de Dios”.
Obviamente, estos infelices estaban convencidos de que Jesús era
el verdadero Mesías. La razón, el intelecto, la mente y la conciencia les
empujaban en lo íntimo de sus corazones a admitir que nadie podía
obrar los milagros que Él obraba a menos que Dios estuviera con Él, y
que el predicador de Nazaret era realmente el Cristo de Dios. Sin
embargo, no tenían valor para confesarlo. No se atrevían a afrontar el
ridículo, cuando no la persecución, que hubiera implicado una
confesión semejante. Y así, como cobardes, se callaron y no hicieron
públicas sus convicciones.
Es de temer que su caso es lamentablemente habitual. Hay miles
de personas que saben mucho más de religión de lo que manifiestan.
Saben que debieran avanzar en su cristianismo convencido. Saben que
no viven en concordancia con su luz. Pero el temor al hombre los frena.
Temen que el mundo se ría de ellos, se burle y los desprecie. Temen
perder el buen concepto que de ellos tiene la sociedad y el juicio
favorable de hombres y mujeres como ellos. Y así pasan los años,
incómodos e insatisfechos consigo mismos en lo más íntimo; sabiendo
demasiado de religión como para ser felices en el mundo y aferrándose
demasiado al mundo como para disfrutar de la religión.
La fe es la única cura para dolencias del alma como esta. Mirar con
fe a un Dios invisible, un Cristo invisible, un Cielo invisible y un día del
Juicio invisible; ese es el gran secreto para superar el temor al hombre.
Para curar la enfermedad hace falta el poder impulsivo de un nuevo
principio: “Esta es la victoria que ha vencido al mundo, nuestra fe” (1
Juan 5:4). Oremos para tener fe si deseamos vencer a esos enemigos
letales del alma: el temor al hombre y el amor a su alabanza. Que
nuestro clamor diario sea: “Señor, auméntanos la fe”. Es fácil que
tengamos demasiado dinero o demasiada prosperidad mundana. Pero
jamás podremos tener la suficiente fe.

Notas: Juan 12:34–43


V. 34: [Le respondió la gente, etc.]. Este versículo nos proporciona una
prueba extraordinaria de la aguda y perversa ceguera de los judíos en
tiempos de nuestro Señor. Se fingían incapaces de reconciliar el lenguaje de
nuestro Señor con respecto a ser “levantado” con las profecías del Antiguo
Testamento acerca de la eternidad y la inmortalidad de Cristo. Parece que
comprendían que ser “levantado” significaba morir en la Cruz. También
comprendían que nuestro Señor, o el Hijo del Hombre, tal como se
denominaba a sí mismo, afirmaba ser el Cristo. Lo que les chocaba era la idea
de que el Cristo eterno pudiera ser ejecutado. Se habían quedado con la idea
de un Mesías glorioso y eterno, no con la de un Mesías sufriente y agónico.
Por supuesto, estaban en lo correcto al sostener que “Cristo permanece
para siempre”. Es la doctrina universal del Antiguo Testamento (cf. Isaías 9:7;
Salmo 110:4; Ezequiel 37:25; Daniel 7:14; Miqueas 4:7). Nuestro Señor no lo
negó jamás. Era el Salvador prometido que, como había dicho el arcángel
Gabriel a María, había de “[reinar] sobre la casa de Jacob para siempre”
(Lucas 1:33).
Por otro lado, estaban completamente equivocados al no ver que su
sacrificio como nuestro sustituto y nuestra Pascua era la piedra angular de la
religión revelada, y que la misma “ley” que en tan alta estima tenían,
apuntaba hacia su sacrificio tan claramente como hacia su gloria eterna.
Olvidaron que Isaías dice que el Mesías sería llevado “como cordero […] al
matadero” y que Daniel dice de Él que “se [le] quitará la vida” (Isaías 53:7;
Daniel 9:26).
Las palabras “nosotros” y “tú” tienen un carácter enfático en este
versículo. “A NOSOTROS los judíos se nos ha enseñado siempre a creer en la
eternidad del Mesías. TÚ, por otro lado, dices que el Mesías ha de ser
ejecutado y levantado en la Cruz. ¿Cómo es esto posible? ¿Cómo se puede
entender?”.
Evidentemente, “la ley” de este versículo se debe interpretar como el
conjunto de las Escrituras del Antiguo Testamento.
Es reseñable que los judíos acusaran a nuestro Señor de decir “que el Hijo
del Hombre sea levantado”. Sin embargo, en el versículo anterior, nuestro
Señor no había mencionado al Hijo del Hombre, sino que tan solo había dicho:
“Yo, si fuere levantado”. También es curioso que nuestro Señor no utilizara la
expresión de “levantado” más que en su conversación con Nicodemo, en Juan
3:14. Debemos suponer, pues, o bien que los judíos hacían referencia a la
afirmación de Cristo cuando habló con Nicodemo (cosa muy improbable), o
bien que la expresión “el Hijo del Hombre sea levantado” solía estar tan
presente en la boca de nuestro Señor, que los judíos la tomaron y utilizaron
aquí en su contra, o bien que nuestro Señor hablaba tan frecuentemente de
sí mismo como el Hijo del Hombre, que cuando dijo “si fuere levantado”, los
judíos pensaron que equivalía a decir: “El Hijo del Hombre sea levantado”.
Difícilmente puede significar la pregunta de “¿quién es este Hijo del
Hombre?” que los judíos desconocieran que Cristo hablaba de sí mismo. Más
bien significa: “¿Quién y qué clase de persona afirmas ser llamándote a ti
mismo Hijo del Hombre y hablando, sin embargo, de ser levantado en una
cruz? Explícanos esa aparente contradicción, porque no podemos
entenderlo”. Es la vieja historia de siempre. Los judíos no podían y no querían
entender que el Mesías fuera a sufrir además de reinar, a morir como
sacrificio además de manifestarse en gloria. No podían y no querían ver que
las dos cosas eran conciliables y podían encontrarse en una misma persona.
De ahí la perplejidad que demuestra la pregunta de este texto.
Encontramos el título “Hijo del Hombre” aplicado por primera vez al
Mesías en Daniel 7:13. Es indudable que los judíos entendían y recordaban
ese pasaje.
Adviértase que gran parte de las equivocaciones religiosas se explican por
un conocimiento parcial de la Escritura, la eliminación de algunos textos y
una aplicación equivocada de otros. De esta forma, a las personas se les
mete en la cabeza una herejía o una creencia equivocada con respecto a
alguna cuestión doctrinal y son incapaces de ver la verdad. No hay herejía
que se defienda con tanta obstinación ni que cueste tanto refutar como la
basada en una interpretación torcida de algún pasaje de la Escritura. Cuando
leamos nuestras biblias, debemos asegurarnos de atribuir a cada parte y
pasaje el peso que le corresponde.
Antes de juzgar con demasiada severidad la ceguera de los judíos en este
pasaje, recordemos que muchos cristianos son tan remisos a la hora de ver la
verdad con respecto a la Segunda Venida de Cristo y su gloria futura como lo
fueron los judíos para ver toda la verdad con respecto a la Primera Venida y
su Cruz. Hay muchos que aplican a la Primera Venida textos que solo hacen
referencia a la Segunda, y hay tantos con prejuicios negativos ante la
Segunda Venida de Cristo en persona para reinar como judíos hubo en contra
de la Primera Venida en persona para sufrir. Me temo que no son pocos los
cristianos dispuestos a decir: “Hemos oído de las Escrituras que Cristo había
de venir en humillación y ser crucificado; ¿cómo, pues, dices tú que Cristo
habrá de venir con poder y para reinar?”.
La expresión “este” tiene un carácter enfático y algo de despectivo.
“Hemos oído de un Hijo del Hombre que es eterno. ¿Quién es ESTE Hijo del
Hombre a punto de ser levantado en la Cruz del que nos hablas?”.
V. 35: [Entonces Jesús les dijo […]: luz entre vosotros]. Es digno de
atención que nuestro Señor no dé una respuesta directa a la pregunta de los
judíos. Solo les advierte solemnemente del peligro en que se hallaban de
permitir que se les escapara el día de gracia sin aprovecharlo. Utiliza la
imagen de la luz del día y la conocida importancia de caminar y viajar
mientras hay luz. Es obvio que, al hablar de “la luz”, se está refiriendo a sí
mismo: “Yo, la luz del mundo, solo voy a estar entre vosotros un poco más. Mi
día toca a su fin. Pronto el Sol se pondrá” (cf. Jeremías 13:15).
Igual que en otros pasajes, aquí vemos cuán clara e inequívocamente
distinguía nuestro Señor su inminente muerte y su partida del mundo.
Piensa Ecolampadio que existe una relación implícita entre este versículo y la
pregunta de los judíos. “¿Preguntáis quién es el Hijo del Hombre? Mi
respuesta es que es la Luz del mundo, como os he dicho a menudo. Igual que
el Sol, está a punto de ser eclipsada, la vais a perder de vista en breve.
Apresuraos y no os demoréis en creer en Él”.
Comenta Gerhard acertadamente con respecto a esta frase lo lejos que
estaba hasta el más destacado de los Padres de ser infalible. ¡Hasta Agustín,
haciendo uso de sus someros conocimientos del griego, le atribuye el
significado de: “Aún hay un poco de luz en vuestros corazones”!
Un comentarista alemán señala que Cristo parece reprender aquí las
objeciones y sutilezas con respecto a sus frases: “No era momento de
sofismas ni de circunloquios. Se trataba de una cuestión solemne. ¡De qué
manera tan distinta tenían que comportarse en el escaso tiempo que les
quedaba en lugar de malgastarlo en supuestas contradicciones! Con qué
fervor debían buscar refugio de inmediato en la luz y protegerse de la
oscuridad venidera”.
[Andad entre tanto que tenéis luz]. Esta solemne exhortación tenía el
propósito de instar a los judíos a hacer por sus almas lo que haría un viajero
inteligente para llegar con bien al final de su viaje: “Entrad por la puerta
estrecha; id por el camino estrecho; huid de la ciudad de destrucción; partid
en vuestro viaje hacia la vida eterna; levantaos y poneos en marcha mientras
tengáis mi Persona y mi Evangelio cerca, brillando ante vosotros y a vuestro
alcance”.
Comenta Hengstenberg que “andar denota aquí actividad, en
contraposición a un descanso ocioso e indiferente”.
[Para que no os sorprendan las tinieblas]. Nuestro Señor advierte aquí a
los judíos de las cosas que debían temer si hacían caso omiso de su consejo.
Las tinieblas llegarían y caerían sobre ellos. Él abandonaría el mundo y
regresaría a su Padre. Quedarían en un estado de ceguera y de tinieblas
judiciales como nación y, salvo que fueran elegidos, conocerían una
dispersión, una desdicha y unas calamidades indecibles. La veracidad de
estas palabras se comprueba en la historia de los judíos tal como la
documentó Josefo tras la salida de nuestro Señor de este mundo. Su relato
del extraordinario estado en que se encontraron los habitantes de Jerusalén
durante el asedio de Tito es el mejor comentario de este texto. La situación
de los judíos como nación durante los últimos días de Jerusalén solo se puede
describir como “unas tinieblas tangibles”.
[Porque […] tinieblas, no sabe a dónde va]. Este argumento se basa en la
conocida imposibilidad del que acomete un viaje difícil de noche. Es incapaz
de ver su camino. Solo tiene dificultades y puede llegar a perder la vida. Esa
era exactamente la situación de la nación judía tras la salida de nuestro
Señor del mundo. Hasta la destrucción del Templo, pareció una nación de
locos, un pueblo cegado judicialmente, consciente de encontrarse en una
situación equivocada, luchando con todas sus fuerzas para salir de ella sin
conseguir otra cosa que hundirse aún más en el fango de la desesperación,
hasta que Tito tomó la ciudad y se llevó a toda la raza cautiva. Al rechazar a
Cristo se habían arrancado los ojos y eran como un forzudo ciego,
enloquecido ante su propia desdicha y, sin embargo, incapaz de escapar de
ella.
V. 36: [Entre tanto que tenéis la luz, creed […] hijos de luz]. Esta frase
significa: “Mientras me tenéis a MÍ, la Luz del mundo, creed”. Es un último
ruego afectuoso a los judíos en el que se repite, con un lenguaje más sencillo,
la exhortación del versículo anterior a “andar en la luz”. Es como si nuestro
Señor hubiera dicho: “Una vez más, os ruego que creáis en mí como la Luz
del mundo mientras sigo con vosotros”. También se añade cuál es la finalidad
y la razón para creer: “Para que podáis convertiros en hijos míos, tener luz en
vuestros corazones, luz en vuestras conciencias, luz en vuestras vidas, luz en
vuestro camino actual, luz en vuestro porvenir”. Es indudable que la
expresión “hijos de la luz” es un hebraísmo que significa “ser puesto muy
cerca de la luz o bajo plena influencia suya”.
Adviértase aquí, igual que en otras partes, que creer es el primer paso: lo
único necesario. Aún hemos de ofrecer esa exhortación a todo pecador de
forma directa y personal: “Cree, para que seas hijo de la luz”.
[Estas cosas habló Jesús, y se fue y se ocultó de ellos]. No sabemos con
exactitud en qué día de la última semana en la vida de nuestro Señor se
pronunciaron las palabras aquí documentadas. Está claro que la frase que
tenemos delante parece marcar una interrupción o un intervalo y difícilmente
podemos suponer que el breve sermón que abarca desde el versículo 42
hasta el final del capítulo se pronunciara el mismo día o fuera una
prolongación directa del sermón que termina en este versículo.
En mi opinión, probablemente nuestro Señor “se fue” a Betania tras el
milagro de la voz del Cielo y la conmoción que acarreó. No queda muy claro
si la ocultación de Cristo se produjo por medio de un milagro como en otras
ocasiones.
Calvino parece pensar que nuestro Señor solo se apartó de los oyentes
inmediatamente contiguos y que se fue al Templo, donde se reunió con otra
audiencia más dispuesta a creer. De la misma forma, Flacius piensa que solo
se trató de una retirada breve y momentánea. Poole, por el contrario, adopta
la misma tesis que yo y dice que nuestro Señor partió a Betania.
V. 37: [Pero a pesar […] tantas señales delante de ellos]. Este versículo
comienza con un largo comentario parentético acerca de la especial
incredulidad de los judíos de Jerusalén. Juan, dictado por la inspiración,
comenta la particular dureza de esta parte de la nación ante las
contundentes pruebas que tenían del mesiazgo de Cristo.
La expresión “tantas señales” parece indicar que S. Juan no documenta de
ninguna forma todos los milagros que obró nuestro Señor en Jerusalén y sus
inmediaciones. Aparte de la purificación del Templo, Juan solo documenta
tres: la curación del paralítico, la curación del ciego y la resurrección de
Lázaro (Juan 5; 9, 11). No obstante, Juan habla expresamente de señales
(tanto aquí como en Juan 2:23) y los fariseos dicen: “Este hombre hace
muchas señales” (Juan 11:47).
El término griego que se traduce como “delante” es de gran intensidad.
Es el mismo que aparece en 1 Tesalonicenses 1:3 y 1 Tesalonicenses 2:19.
[No creían en él]. Al formarnos una opinión de la particular dureza e
incredulidad de los judíos de Jerusalén, debemos recordar que la voz de la
experiencia nos dice que, donde más priman los aspectos externos de la
religión, mayor suele ser la proporción de incredulidad y el formalismo. Los
lugares donde los hombres suelen estar más familiarizados con el ceremonial
y los aspectos externos del cristianismo son precisamente donde el corazón
parece estar más endurecido. Basta con ver el estado de Roma en la
actualidad. Basta con ver el estado de las ciudades catedralicias de nuestro
propio país. No debe sorprendernos el hecho de que el lugar donde se
encontraba el Templo, donde se llevaban a cabo sacrificios diarios y donde se
encontraba el sacerdocio, fuera el lugar de Palestina de más incredulidad.
V. 38: [Para que […] palabra del profeta Isaías, que dijo]. No debemos
pensar que esto significa que los judíos no creyeron a fin de que se cumpliera
la profecía de Isaías. Esto sería una enseñanza absolutamente fatalista y
destruiría la responsabilidad humana. El verdadero significado es: “De modo
que con esta incredulidad se cumplió la palabra de Isaías” (cf. Juan 5:20;
Romanos 5:20; 2 Corintios 1:17).
Observa Crisóstomo: “No es que no creyeran porque lo dijera Isaías, sino
que lo dijo porque no iban a creer”.
Dice Agustín: “El Señor, por medio del Profeta, vaticinó la incredulidad de
los judíos: la predijo, no la ocasionó. El hecho de que el Señor conozca los
pecados futuros del hombre no implica que le empuje a pecar”.
Teofilacto y Eutimio dicen algo muy parecido.
[Señor, ¿quién ha creído a nuestro anuncio?]. Esta pregunta da comienzo
al famoso capítulo 53 de Isaías, que describe con extraordinaria precisión los
sufrimientos de nuestro Señor. Sin duda, es un hecho curioso que el
mismísimo capítulo que los judíos se han negado más obstinadamente a
creer en todas las épocas comience por esta pregunta. Es un hebraísmo que
equivale a decir: “Nadie cree a nuestro anuncio”. La Escritura predice la
incredulidad de los judíos tan claramente como los sufrimientos de Cristo. Si
no hubieran sido incrédulos, las Escrituras no habrían sido veraces.
[¿Y a quién se ha revelado el brazo del Señor?]. Agustín considera que la
expresión “brazo del Señor” hace referencia a Cristo mismo. Puede que así
sea. Si no, sería: “¿A quién se ha revelado el poder del Señor en el
levantamiento de un Redentor y de un sacrificio expiatorio?”. Esto es, el
poder del Señor no se revela a nadie, ni nadie lo acepta. Nuevamente, esta
pregunta es un hebraísmo que equivale a una aseveración.
Observa Bullinger que “quizá algunos se pregunten cómo podían los
judíos no creer que Jesús fuera el Mesías. S. Juan responde a esto que Isaías
profetizó mucho tiempo atrás que demostrarían ser una nación irrazonable e
incrédula”.
La cita de Isaías en este pasaje es una sólida prueba de que el capítulo 53
de su profecía se aplica exclusivamente a Cristo.
V. 39: [Por esto no podían creer, porque, etc.]. Este versículo ofrece una
dificultad innegable. Por supuesto, no puede significar que los judíos fueran
incapaces de creer, aunque en realidad desearan hacerlo, porque la profecía
de Isaías se lo impidiera. ¿Qué puede significar, pues? Esta es una posible
paráfrasis: “Esta era la causa de que no creyeran: se encontraban en el
estado de dureza y ceguera judicial que había descrito Isaías; se les había
entregado justamente a este estado debido a sus muchos pecados: y por esa
causa eran incapaces de creer”.
“Por esto” significa literalmente “debido a esto”. Creo que no se puede
considerar una referencia a lo que le antecede, sino a lo que viene después
(cf. 10 y 17, así como 11 y 18).
“No podían” significa literalmente “eran incapaces”. Describe con
exactitud la incapacidad moral para creer que tiene un hombre
profundamente endurecido y malvado. Se encuentra completamente
sometido a su conciencia cauterizada y, por así decirlo, ha perdido la
capacidad de creer. No tenían la voluntad de creer, por lo que carecían de la
capacidad. Podían haber creído de haberlo querido, pero no habían querido,
por lo que ya eran incapaces de ello. La expresión es análoga a las conocidas
palabras: “Ninguno puede venir a mí, si el Padre que me envió no le trajere”
(Juan 6:44). El significado es: “Ninguno tiene voluntad de venir a menos que
se le traiga, de manera que ningún hombre puede venir”.
A veces la expresión “no poder” se utiliza en el sentido de “no querer”.
Por ejemplo, los hermanos de José “le aborrecían, y no podían hablarle
pacíficamente” (Génesis 37:4).
La palabra “porque” es una traducción innecesariamente fuerte del
griego. Se podría traducir de una forma igualmente correcta por “pues”.
Observa Crisóstomo: “Cristo acostumbra a calificar de capacidad a la
elección: ‘No puede el mundo aborreceros a vosotros; mas a mí me aborrece’.
De la misma forma, se suele decir: ‘Soy incapaz de querer a esta persona o a
aquella otra’, hablando de capacidad cuando se trata de fuerza de voluntad”.
Dice Agustín: “Si se me pregunta por qué no podían creer, respondo en
pocas palabras: Porque no querían”. Asimismo añade: “Se dice del
Todopoderoso que no puede negarse a sí mismo, y se refiere a la voluntad
divina. De la misma forma, ‘no podían creer’ hace referencia a una falta de
voluntad humana”.
También Zuinglio dice que “no podían” significa “no querían”. Observa
Ecolampadio: “No querían creer y, por tanto, no podían. Dios acostumbra a
castigar a los que cometen un pecado entregándoles a otros pecados”. Este,
señala, es el juicio más severo al que se nos puede entregar, esto es, que se
castigue nuestro pecado con pecado; que se nos deje cometerlo.
Dice el obispo Hall: “No podían creer porque, tal como dice Isaías, en justo
castigo por su malignidad y su desprecio, Dios los había castigado con unos
sentidos reprobados, lo cual los dejó ciegos”.
Dice Quesnel con respecto a este pasaje: “Lamentemos esta incapacidad
de la voluntad con que todos nacemos a causa del pecado de Adán y por la
que nuestros pecados aumentan a diario. Recurramos de continuo a Aquel
que dijo: ‘Separados de mí nada podéis hacer’ y ‘ninguno puede venir a mí, si
el Padre que me envió no le trajere’ ”.
V. 40: [Cegó los ojos de ellos, etc.]. Esta cita es una paráfrasis libre de la
idea general del versículo de Isaías 6:9–10. Creo que solo puede significar
una cosa: “Dios había entregado a los judíos a una ceguera judicial como
castigo por el continuado y obstinado rechazo de las advertencias que les
había hecho”. Creo que la Escritura deja bastante claro que, en algunos
casos, como castigo por una incredulidad obstinada, Dios puede abandonar a
las personas a sí mismas, y en ese sentido se le puede considerar con toda
propiedad causante de esa incredulidad. El caso de Faraón es de esta índole.
Rechazó obstinadamente las advertencias de Dios y al final fue abandonado a
sí mismo, y se dice que Dios “endureció su corazón”. Dice Josué 11:20: “Esto
vino de Jehová, que endurecía el corazón de ellos para que resistiesen con
guerra a Israel, para destruirlos” (cf. también Deuteronomio 2:30; 1 Samuel
2:25; Romanos 9:18).
Sin duda esta es una cuestión solemne y terrible. A primera vista parece
como si convirtiera a Dios en el autor de la destrucción del hombre. Pero, si
reflexionamos un poco, veremos que Dios es soberano en su castigo y puede
castigar de la manera que considere oportuna. A algunos los mata en el
momento mismo de pecar. A otros los entrega a una ceguera judicial y deja
de contender con sus conciencias: “El Juez de toda la tierra, ¿no ha de hacer
lo que es justo?” (Génesis 18:25). Siempre veremos que aquellos a los que se
dice que “ciega y endurece” son personas a quienes previamente advirtió,
exhortó y llamó a arrepentirse de forma constante. Y jamás se nos dice que
ciegue, endurezca y entregue a los hombres a una dureza y una ceguera
judiciales hasta después de una larga serie de advertencias. Sin duda, ese
fue el caso de Faraón y de los judíos.
La consecuencia de que Dios ciegue y endurezca a una persona es que no
“ve” su propio peligro ni “entiende” con su corazón el estado en que se
encuentra. Como resultado de esto, continúa siendo inconverso y muere sin
que se haya curado la enfermedad de su alma. “Ver” y “entender” son parte
esencial de la conversión. No se puede dar una razón más sencilla para que
multitud de personas que asisten a la iglesia sigan indiferentes, insensibles,
despreocupadas e inconversas: ni “ven” ni “entienden”. Solo Dios puede
darles ojos que vean y corazones que entiendan, los ministros son incapaces.
Y una solemne razón de que muchos vivan y mueran en este estado es que
han hecho caso omiso de las advertencias de Dios y este les castiga
justamente con una dureza y una ceguera judiciales.
Después de todo, la clave de toda la dificultad reside en la respuesta que
estemos dispuestos a dar a la pregunta: “¿Es justo Dios al castigar al
pecador?”. Al verdadero cristiano y al lector genuino de la Biblia no les
costará dar una respuesta afirmativa. El problema se acaba una vez que
aceptamos que Dios es justo al castigar a los impíos. Dios puede castigar a
un pecador obstinado entregándole a una mente reprobada de la misma
forma que puede sentenciarle al fuego eterno en el día postrero.
Solo hay una cosa que no debemos olvidar jamás. Dios no quiere la
muerte del pecador. Está dispuesto a ablandar hasta el corazón más duro y a
abrir los ojos del mayor de los pecadores. No debemos olvidarlo nunca al
hablar a los hombres con respecto a sus almas. Bien podemos recordarles
que la impenitencia y el endurecimiento pueden llevar a Dios a abandonarlos.
Pero también debemos recalcarles que la misericordia de Dios en Cristo es
infinita y que, si finalmente se pierden, no podrán más que culparse a sí
mismos.
Piensa Burgon que el nominativo de “cegó” al principio del versículo no
hace referencia a Dios sino al “pueblo judío”, y que el significado es: “Este
pueblo se ha cegado a sí mismo”. No obstante, no veo que esa idea pueda
respaldarse con la referencia a Isaías y, a pesar de que allana el camino, no
me atrevo a aceptarla.
Piensa Calvino que este pasaje se aplica a la dureza con que Dios castiga
la maldad de un pueblo ingrato. Se les entrega justamente a un estado de
incredulidad y ceguera judiciales.
Observa Poole: “Este texto, incomparablemente terrible, se cita no menos
de seis veces en el Nuevo Testamento. En todas ellas se menciona como el
motivo de la incredulidad de los judíos ante Cristo (cf. Mateo 13:14–15;
Marcos 4:12; Lucas 8:10; Hechos 28:26–27; Romanos 11:8). No se cita de la
misma forma en todos los pasajes, pero esencialmente es igual. En el original
se convierte a Isaías en la causa instrumental. Mateo, Lucas y Hechos
mencionan al pueblo como la causa. Todos los demás textos hablan de ello
como un acto de Dios. Esto es fácilmente conciliable”. Luego dice: “Los judíos
cerraron sus ojos y endurecieron sus corazones en primera instancia. Al
comportarse de este modo, Dios los entregó judicialmente a sus propias
pasiones, permitiendo que sus corazones se endurecieran y que cerraran sus
ojos de forma que no pudieran arrepentirse, creer o volver atrás. Dios no
infundió maldad alguna en sus corazones, sino que los privó de su gracia”.
Comenta Rollock con sabiduría y profundidad que “no son tanto las
tinieblas las que ciegan a los hombres, sino la luz, a menos que Dios renueve
sus mentes por medio de su Espíritu”.
Por supuesto, es reseñable que esta cita no se ofrezca tal y como aparece
en el Antiguo Testamento. Pero Surenhusius, en su libro sobre las citas del
Nuevo Testamento, hace especial mención de que, entre los doctores
hebreos, era una práctica común abreviar los textos al citarlos y ofrecer tan
solo el sentido general. Por tanto, la abreviación del texto que tenemos
delante no sorprendería lo más mínimo a los contemporáneos de S. Juan.
No debemos dejar de advertir que “ver, entender, convertirse y ser
sanado” van unidos.
V. 41: [Isaías dijo esto […] su gloria, y habló acerca de él]. Si queremos
captar toda la fuerza de este versículo es aconsejable que leamos el capítulo
6 de Isaías en su totalidad. Allí veremos la impresionante descripción de la
gloria del Señor ante la que aun los serafines cubrían sus rostros. Adviértase
su clamor: “Santo, santo, santo, Jehová de los ejércitos”. Adviértase cómo
dice Isaías: “Han visto mis ojos al Rey, Jehová de los ejércitos”. ¡Y luego
recordemos que S. Juan dice: “Isaías vio la gloria de Cristo y habló de Cristo”!
Cuesta entender que haya alguien que, frente a una prueba como esta, sea
capaz de decir que Jesucristo no es Dios mismo.
Piensa Lightfoot que, en este capítulo, Isaías vio la gloria que tendría
nuestro Señor cuando viniera para castigar a la nación judía. Piensa que se
hace referencia a ello con “los quiciales de las puertas se estremecieron”; con
“la casa se llenó de humo” y con “las ciudades estén asoladas” (cf. Isaías 6).
V. 42: [Con todo eso […], gobernantes, muchos creyeron en él]. Aquí, S.
Juan menciona un hecho que desea que tomemos en consideración junto a su
relato de la endurecida incredulidad de la mayoría de los judíos. Había
algunos que no estaban tan completamente endurecidos como los demás.
Tenían una mentalidad distinta: no estaban ciegos, sino convencidos; no
estaban endurecidos contra nuestro Señor, sino secretamente persuadidos de
que era el Cristo. Muchos de los miembros de la clase dirigente de Jerusalén
creyeron íntimamente que Jesús era el Cristo. Sin duda esta solo era una fe
cerebral, y no del corazón. Pero creyeron.
Adviértase que a menudo los predicadores no son conscientes de muchas
de las cosas que ocurren en las cabezas de las personas. Existen muchas
convicciones secretas.
[Pero a causa de los fariseos no lo confesaban]. No se atrevían a confesar
abiertamente su fe en el Señor por temor a la persecución de los fariseos.
Eran cobardes y se guiaban por el temor al hombre. No sorprende que
nuestro Señor hablara con tal intensidad en otros pasajes acerca del deber de
confesarle.
[Para no ser expulsados de la sinagoga]. Lo que más temían era la
excomunión. Quizá nos cueste hacernos una idea del pavor con que un judío
contemplaba la exclusión de la Iglesia judía visible. A diferencia de nosotros,
no conocía ninguna otra iglesia en el mundo. Ser expulsado de esta iglesia
equivalía a ser expulsado del Cielo. Quizá lo que más se parezca en la
actualidad sea el pavor a la excomunión en la Iglesia católica irlandesa.
V. 43: [Porque amaban […] gloria de los hombres […] Dios]. S. Juan nos
dice aquí claramente cuál era el motivo que primaba en las mentes de los
judíos cobardes. Estimaban por encima de todo la buena opinión que de ellos
tuvieran sus congéneres. Tenían en mayor estima la buena opinión de los
hombres que la alabanza de Dios. No podían soportar la idea de que sus
congéneres se rieran de ellos, los ridiculizaran o vilipendiaran. Para
mantenerse a bien con ellos y recibir sus elogios, sacrificaban sus propias
convicciones y actuaban contrariamente a su conciencia. Las palabras de
nuestro Señor en un pasaje anterior muestran cuán dañinos son para el alma
estos sentimientos: “¿Cómo podéis vosotros creer, pues recibís gloria los
unos de los otros […]?” (Juan 5:44).
Recordemos que este mismo motivo mezquino sigue destruyendo
multitud de almas por todo el mundo: “El temor del hombre pondrá lazo”
(Proverbios 29:25). Nada parece tan difícil de superar como el deseo de
complacer al hombre, mantenerse a bien con él y no perder sus alabanzas.
Nada salvo una profunda fe podrá vencerlo: “Esta es la victoria que ha
vencido al mundo, nuestra fe” (1 Juan 5:4). El gran secreto para obtener la
victoria sobre el temor del hombre es la capacidad impulsora que tiene un
nuevo principio que nos hace ver a Dios, a Cristo, el Cielo, el Infierno, el Juicio
y la Eternidad como realidades.
Afirma Poole: “No estaban dispuestos a perder sus influyentes puestos de
gobierno que les reportaban respeto, honor y el aplauso de los hombres. Lo
valoraban más que la alabanza de Dios”.

Juan 12:44–50

Estos versículos arrojan luz sobre dos cuestiones que jamás podremos
entender lo suficiente. Nuestra paz diaria y la práctica de someternos a
nosotros mismos a una vigilancia diaria están íntimamente
relacionadas con una idea clara de estas dos cuestiones.
Una de las cosas que se muestran en este versículo es la dignidad
de nuestro Señor Jesucristo. Vemos que dice: “El que me ve, ve al que
me envió. Yo, la luz, he venido al mundo, para que todo aquel que cree
en mí no permanezca en tinieblas”. En estas palabras se muestran
claramente tanto la unión absoluta del Padre y el Hijo como el oficio de
Cristo.
Con respecto a la unidad del Padre y el Hijo, debemos darnos por
satisfechos con creer reverentemente que somos incapaces de
asimilarla intelectivamente o de explicarla de forma clara. Bástenos
saber que nuestro Señor no era como los Profetas o los Patriarcas, un
hombre enviado por Dios el Padre, un amigo de Dios y un testigo de
Dios. Era algo mucho más elevado y mayor que eso. En su naturaleza
divina era esencialmente uno con el Padre; y al verle a Él, los hombres
veían al Padre que le había enviado. Esto es un gran misterio, pero es
una verdad de inmensa importancia para nuestras almas. Aquel que
deposita sus pecados en Jesucristo por fe construye sobre roca. Al
creer en Cristo, no solo cree en Él, sino también en Aquel que le envió.
Con respecto al oficio de Cristo, no cabe duda que en este pasaje se
compara a sí mismo con el Sol. Igual que el Sol, ha amanecido sobre
este mundo entenebrecido por el pecado iluminándolo con sus rayos
para beneficio de todo el género humano. Igual que el Sol, es la gran
fuente y raíz de toda vida, consuelo y fertilidad espiritual. Igual que el
Sol, ilumina toda la Tierra y nadie pierde de vista el camino al Cielo si
acepta la luz que se le ofrece.
Demos siempre una importancia suprema a Cristo en nuestra
religión. Jamás podemos confiar en Él lo suficiente, seguirle con la
suficiente cercanía o tener una comunión con Él lo suficientemente
incondicional. Él tiene toda potestad en el Cielo y en la Tierra. Puede
salvar perpetuamente a todos los que por Él se acercan a Dios. Nadie
puede arrebatarnos de la mano de quien es uno con el Padre. Él puede
hacer que nuestro camino al Cielo sea claro, luminoso y alegre, como
el Sol matinal alegra al viajero. Al mirarle, iluminará nuestro
entendimiento, veremos luz en el camino de la vida por el que hemos
de viajar, sentiremos la luz en nuestros corazones y los días oscuros a
los que nos enfrentemos en ocasiones perderán la mitad de su
penumbra. Permanezcamos en Él y mirémosle con ojos buenos. Sus
palabras contienen un profundo significado: “Si tu ojo es bueno, todo
tu cuerpo estará lleno de luz” (Mateo 6:23).
Otra cosa que se nos muestra en estos versículos es la certidumbre
de un Juicio venidero. Vemos que nuestro Señor dice: “El que me
rechaza, y no recibe mis palabras, tiene quien le juzgue; la palabra que
he hablado, ella le juzgará en el día postrero”.
¡Hay un día postrero! El mundo no seguirá siempre igual que ahora.
Comprar y vender, sembrar y cosechar, plantar y construir, casarse y
dar en casamiento: todo eso tocará un día a su fin. El Padre ha
acordado un momento en el que toda la maquinaria de la Creación se
detendrá y la dispensación actual será sustituida por otra. Tuvo un
comienzo y también tendrá un final. Entonces los bancos cerrarán sus
puertas para siempre. Los mercados de valores no abrirán más. Los
parlamentos quedarán disueltos. El mismísimo Sol, que tan fielmente
ha llevado a cabo su cometido diario desde el Diluvio de Noé, ya no
saldrá ni se pondrá más. Nos iría mejor si pensáramos más en ese día.
A menudo, los días de bodas y nacimientos o el día del pago del
alquiler absorben todo nuestro interés. Pero nada es comparable al día
postrero.
¡Hay un Juicio venidero! Los hombres tienen días de ajuste de
cuentas y, al final, Dios también tendrá el suyo. Sonará la trompeta.
Los muertos se levantarán incorruptibles. La vida será transformada.
Toda persona de todo nombre, pueblo, lengua y nación se presentará
ante el tribunal de Cristo. Se abrirán los libros y se presentarán las
pruebas. Nuestro verdadero carácter quedará expuesto ante el mundo.
Nada se ocultará ni se encubrirá, nada se podrá camuflar. Todo el
mundo rendirá cuentas ante Dios y será juzgado según sus obras. Los
malos irán al fuego eterno y los justos a la vida eterna.
¡Estas son terribles verdades! Pero son verdades, y es preciso
decirlas. No sorprende que Félix, el gobernador romano, se espantara
cuando el prisionero S. Pablo disertó acerca “de la justicia, del dominio
propio y del juicio venidero” (Hechos 24:25). Sin embargo, el que cree
en el Señor Jesucristo no tiene por qué temer. No será condenado en
todo caso, y el Juicio Final no debe asustarle. Las virtudes de su vida
darán testimonio de él, mientras que sus defectos no le condenarán. El
hombre que rechaza a Cristo y se niega a escuchar su llamada al
arrepentimiento es el que tendrá motivos para temer en el Juicio Final
y sentirse abatido.
Que la idea del Juicio venidero tenga un efecto práctico en nuestra
religión. Juzguémonos a diario con rectitud para que el Señor no nos
juzgue y condene. Hablemos y actuemos como hombres que será
juzgados por la ley de la libertad (cf. Santiago 2:12). Seamos siempre
conscientes de todos nuestros actos y no olvidemos que en el día
postrero tendremos que rendir cuentas por cada palabra ociosa. En
pocas palabras, vivamos como quien cree en la veracidad del Juicio, el
Cielo y el Infierno. Al vivir así seremos verdaderamente cristianos y
podremos tener valor en el día de la Venida de Cristo.
Que el día del Juicio sea la respuesta y la apología del cristiano ante
los hombres que se burlan por ser demasiado estricto, demasiado
meticuloso y demasiado estrecho en su religión. La irreligiosidad puede
tener un resultado relativamente bueno durante un tiempo, mientras el
hombre goce de salud y prosperidad y no piense más que en este
mundo. Pero el que cree que debe rendir cuentas ante el Juez de vivos
y muertos en su Venida y en la instauración de su Reino jamás se dará
por satisfecho con una vida impía. Dirá: “Hay un Juicio. Nunca puedo
servir a Dios lo suficiente. Cristo murió por mí. Nunca puedo hacer lo
suficiente por Él”.

Notas: Juan 12:44–50


V. 44: [Jesús clamó y dijo]. No es fácil entender la relación que hay entre
el sermón que comienza aquí y el versículo anterior.
Algunos piensan que es una prolongación del sermón que concluyó en el
versículo 36 y que el comentario y la explicación de Juan en los siete
versículos posteriores debe considerarse un paréntesis en su totalidad. Esta
es una hipótesis más bien dificultosa si tenemos en cuenta el versículo 36 y
vemos cómo concluye: “Estas cosas habló Jesús, y se fue y se ocultó de
ellos”. A menos que supongamos que mientras se marchaba “clamó y dijo: El
que cree en mí”, etc., la relación parece indemostrable. Sin embargo, parece
muy improbable que nuestro Señor dijera tales cosas mientras se iba.
Otros —como Teofilacto— piensan que el sermón que tenemos delante es
completamente nuevo y distinto, y que fue pronunciado otro día diferente al
del final del versículo 36, esto es, el martes, el miércoles o el jueves de la
semana de la Pasión. Sin duda, esta me parece la interpretación menos difícil
de la cuestión. Entonces significaría que, el día después del milagro de la voz
del Cielo, Jesús apareció de nuevo públicamente en Jerusalén y “clamó y
dijo”.
Comoquiera que sea, no podemos negar la dificultad que supone la
abrupta introducción de este versículo y de los siguientes, que no podemos
explicar del todo. Solo hay una cosa muy clara: probablemente este fuese
uno de los últimos sermones públicos pronunciados por nuestro Señor en
Jerusalén y constituya una especie de conclusión de su ministerio en esa
ciudad. Es una síntesis corta pero solemne de todo su testimonio público a
los judíos.
Es digno de atención que algunos —como Tittman, Stier, Olshausen,
Tholuck, Blomfield y Alford— consideran que todo este pasaje —desde el
versículo 44 hasta el final del capítulo— no contiene palabras de Jesucristo,
sino una declaración del propio S. Juan Evangelista con respecto a la doctrina
que enseñó Jesús durante su ministerio y especialmente en Jerusalén. En
cualquier caso, discrepo profundamente de esa tesis. El comienzo —“Jesús
clamó”, etc.— parece contradecir por completo esta teoría. No parece haber
necesidad alguna en especial de adoptarla. Alguien que leyera este capítulo
sin prejuicios nunca pensaría algo semejante.
Es reseñable que, en el Nuevo Testamento, la palabra griega traducida
como “clamó” se aplica a nuestro Señor en contadas ocasiones. La vemos en
Mateo 27:50, Marcos 15:39, Juan 7:28–37 y aquí. En cada uno de estos casos
habla de un grito como el que se utilizaría para captar la atención con
respecto a lo que uno va a decir.
Piensa Flacius que el sermón que comienza aquí es una especie de
disertación o resumen de toda la enseñanza pública de nuestro Señor a los
judíos. En él repite la proclamación de su dignidad y su oficio divinos; el
propósito para el que vino: para ser una “luz”; el peligro de rechazar su
testimonio; la certidumbre de un Juicio Final; y el hecho de que su doctrina
provenía directamente del Padre.
[El que cree en mí, no cree en mí […], me envió]. Esta extraordinaria
expresión parece tener el propósito de proclamar por última vez la gran
verdad que tanto recalcó nuestro Señor: la absoluta unidad entre Él y el
Padre. Una vez más, Jesús declara que entre Él y el Padre existe una unidad
tan absoluta y misteriosa que el que cree en Él no solo cree en Él, sino
también en el que le envió. Por supuesto, esta frase no puede significar
literalmente que el que cree en Cristo no cree en Cristo. Utilizando una figura
retórica nada infrecuente en el Nuevo Testamento, nuestro Señor enseñó que
todos aquellos que en obediencia a su llamamiento depositaran su confianza
en Él verían que no solo estaban confiando en el Hijo, sino también en el
Padre. En resumen, confiar en el Hijo, el Salvador enviado a los pecadores,
supone confiar también en el Padre que le envió para que salvara. El Padre y
el Hijo no se pueden dividir, aunque sean dos personas distintas en la
Trinidad: y la fe en el Hijo nos crea un interés en el Padre (cf. Juan 5:24 —“El
que oye mi palabra, y cree al que me envió”— y 1 Pedro 1:21: “Mediante el
cual creéis en Dios”).
Dibujar una gruesa línea de separación entre el Padre y el Hijo, como
hacen algunos, y presentar al Padre como un Ser airado al que el Hijo
apacigua, es una teología muy errónea y el camino directo al triteísmo. La
doctrina verdadera es que la divinidad del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo
es una sola, y que en la unidad de la divinidad existen tres personas, aunque
exista una unidad tal entre ellas que el que cree en el Hijo también cree en el
Padre.
Piensa Zuinglio que la idea implícita es: “No tengáis en algo pequeño e
insignificante el creer en mí. Creer en mí es lo mismo que creer en Dios el
Padre, y conocerme a mí es conocer al Padre”.
Bucero parece pensar que el sermón de este versículo tenía el propósito
de animar a los que creían que Cristo era el Mesías pero temían confesarle y
reconocer pública y valientemente su creencia en Él.
Dice Poole que Dios habla de la misma forma a Samuel: “No te han
desechado a ti, sino a mí me han desechado”, con el significado de no a ti
solo (1 Samuel 8:7).
V. 45: [Y el que me ve, ve al que me envió]. Este profundo y misterioso
versículo proclama la unidad del Padre y el Hijo de manera más clara aún que
el anterior. No puede significar que el que viera a Cristo con sus ojos
corporales también estuviera viendo de ese modo a la primera persona de la
Trinidad. Se nos dice inequívocamente que es imposible verle así. Es alguien
“a quien ninguno de los hombres ha visto ni puede ver” (1 Timoteo 6:16). Lo
que nuestro Señor parece querer decir es lo siguiente: “El que me ve no solo
me ve a mí, como un mero hombre o profeta como Juan el Bautista. Al verme
está viendo a alguien que es uno con el Padre, el resplandor de su gloria y la
imagen misma de su sustancia” (Hebreos 1:3). Por supuesto, nuestro Señor
no quería decir literalmente “el que me ve no me ve”, sino que quería decir:
“El que me ve no solo me ve a mí, sino que por medio de mí ve al que me
envió, dado que somos indivisibles”.
Este versículo y el anterior demuestran incontrovertiblemente la divinidad
de Jesucristo. Si creer en Cristo es creer en el Padre y ver a Cristo es ver al
Padre, entonces Jesucristo tiene que ser igual al Padre: eterna y
esencialmente Dios.
Considero que la suposición de algunos de que el primer “ve” de este
versículo no significa más que “ver por fe” no es demasiado factible. De ser
así, no se trataría más que de una repetición del versículo anterior. Prefiero la
idea de que “ve” significa literalmente: “Ve con sus ojos corporales”. No
obstante, Bengel afirma que “ve” hace referencia a la visión que acompaña a
la fe, y lo compara con Juan 6:40.
Da la impresión de que nuestro Señor tenía una doble finalidad en mente
en este versículo y en el anterior. En parte era para proclamar una vez más la
unidad de Él y el Padre. Y en parte era para animar por última vez, antes de
que fuera crucificado, a todos los que creían en Él. Debían saber que, al
apoyar sus almas en Él, no solo se apoyaban en Aquel que estaba a punto de
morir en el Calvario, sino en alguien que era uno con el Padre; y que se
apoyaban, pues, en el Padre.
Observa Crisóstomo con respecto a la expresión “ve al que me envió”:
“¿Qué, pues? ¿Es Dios un cuerpo? En absoluto. La visión a la que hace
referencia aquí nuestro Señor es la de la mente, lo que demuestra la
consustancialidad”.
Observa Barnes que un mero hombre no podría haber utilizado este
lenguaje. Decirlo de Pablo o de Isaías habría sido una blasfemia.
V. 46: [Yo, la luz, he venido al mundo, etc.]. En esta frase, nuestro Señor
proclama una vez más la gran finalidad y el propósito de su venida al mundo.
Lo hace utilizando su imagen predilecta de la luz y comparándose con el Sol:
“He venido a un mundo lleno de tinieblas y de pecado para ser la fuente y el
foco de vida, paz, santidad y felicidad para el género humano; de manera
que todo el que me reciba y crea en mí sea liberado de las tinieblas y camine
a plena luz”.
Adviértase que el tipo de lenguaje utilizado parece enseñar que nuestro
Señor existía ya antes de venir al mundo. Los santos son “la luz del mundo”
(Mateo 5:14), pero no son “la luz, [que ha] venido al mundo”. Esto solo podía
decirse de Cristo, que era la luz antes de su encarnación, igual que el Sol
existe y brilla antes de salir por Oriente.
Adviértase que el lenguaje de nuestro Señor parece enseñar que vino para
ser el Mesías y el Salvador general de todo el género humano, igual que el
Sol brilla para beneficio de todos. Es como si dijera: “He aparecido en el
mundo como el Sol en el firmamento, a fin de que todo el que desee creer en
mí sea liberado de las tinieblas espirituales y pueda caminar en la luz de la
vida espiritual”.
Una vez más, solo alguien que se sabía y sentía Dios mismo podía
describir su misión de forma tan majestuosa. Jamás vemos que Moisés, Juan
el Bautista, Pablo o Pedro utilizaran semejante lenguaje.
Es muy destacable la abundancia de valiosa verdad que este versículo
enseña e implica: El mundo se encuentra en tinieblas; Cristo es la única luz;
la fe es la única forma de participar de Cristo; el que cree ya no permanece
en tinieblas, sino que tiene luz espiritual; el que no cree prosigue y
permanece en un estado de tinieblas, la antesala del Infierno.
La expresión “no permanezca en tinieblas” parece contener una referencia
implícita a los judíos que estaban convencidos del mesiazgo de Cristo pero
temían confesarle abiertamente. A tales personas se las exhorta a no
permanecer ni proseguir en las tinieblas.
Comenta Burgon acerca de este versículo: “Este versículo muestra, en
primer lugar, que Cristo existió antes de su encarnación, así como el Sol
existe antes de aparecer sobre las colinas de Oriente; en segundo lugar, que
Cristo es el único Salvador del mundo, así como solo hay un Sol; en tercer
lugar, que no vino solo para una nación, sino para todos, así como el Sol brilla
para todo el mundo”.
V. 47: [Al que oye mis palabras, y no las guarda]. Después de mostrar el
privilegio de los que creen en Él, nuestro Señor pasa ahora a mostrar el
peligro y la destrucción de los que oyen su enseñanza y, sin embargo, no
creen.
[Yo no le juzgo]. Estas palabras solo pueden significar: “No le juzgo
ahora”. Atribuirles un significado mayor que ese contradiría la enseñanza de
otros pasajes, donde se habla de Cristo como el Juez de todos en el día
postrero. Obviamente, el propósito de nuestro Señor es enseñar que su
Primera Venida no era para juicio, sino para salvación; no para castigar y
golpear como un vencedor, sino para sanar y salvar como un médico.
[Porque no […] juzgar al mundo […], salvar al mundo]. Estas palabras son
una ampliación y una explicación de la frase anterior: “Yo no le juzgo”.
Evidentemente, tienen la intención de corregir la idea judía de que el Mesías
solo iba a venir como juez, para vengarse, destruir a sus enemigos y castigar
a sus adversarios. Esta idea brotaba de una aplicación equivocada de la
Segunda Venida y del Juicio venidero. Por última vez, nuestro Señor declara
que ese no era el propósito de su Venida. Por malvada que fuera la
incredulidad, no venía para castigarla en ese momento. En su Primera Venida
no vino como juez, sino como Salvador.
En cualquier caso, debemos cuidarnos de no malinterpretar esta frase. No
apoya la peligrosa doctrina de la salvación universal. No significa que Cristo
viniera a fin de salvar del Infierno a todos los habitantes del mundo entero.
Ese sentido entraría en contradicción directa con otros muchos pasajes
inequívocos de la Escritura. ¿Qué significa entonces?
Significa que, en su Primera Venida, nuestro Señor no vino para ser juez,
sino para ser Salvador; no para infligir un castigo, sino para ofrecer
misericordia. Vino para ofrecer la salvación a todo el mundo, para que
cualquier persona del mundo pudiera salvarse. Pero solamente los que creen
obtienen beneficio de esta salvación. La verdadera clave para entender el
significado de esta frase es el contraste entre la Primera Venida de Cristo y la
Segunda. La Primera tenía como propósito instaurar un trono de gracia: la
Segunda será para instaurar un tribunal. La expresión de Juan 3:17 es
completamente análoga: “No envió Dios a su Hijo al mundo para condenar al
mundo, sino para que el mundo sea salvo por él”. Si se me permite acuñar un
término, la frase se expresaría este modo: “He venido para que el mundo sea
salvable”.
Pero, si bien digo todo esto, soy incapaz de ver cómo se pueden conciliar
expresiones como esta o la de Juan 3:16–17 con una interpretación extrema
de la redención particular. Por otro lado, que la muerte de Cristo solo es
eficaz para los elegidos y los creyentes es estrictamente cierto. No todos los
hombres son salvados por Cristo al final. Hay un Infierno donde acabarán los
incrédulos y los impenitentes. Pero decir, por otro lado, que Cristo no hizo
nada en sentido alguno por todo el mundo, sino que todo lo hizo
exclusivamente por los elegidos, me parece irreconciliable con este texto. Sin
duda, Cristo vino para ofrecer una salvación suficiente para todo el “mundo”.
Soy consciente de que los defensores de una interpretación extrema de la
redención particular dicen que “el mundo” no significa aquí “el mundo”, sino
los elegidos de todas las naciones, en contraposición a los judíos. Pero esta
interpretación es insatisfactoria y parece más bien un intento de eludir el
claro significado de estas palabras.
No está muy claro por qué los traductores optan por traducir el mismo
término griego como “juzgar” en este versículo y como “condenar” en el
pasaje paralelo de Juan 3:17.
V. 48: [El que me rechaza, y no recibe mis palabras […], le juzgue]. En
este versículo, nuestro Señor declara positivamente el Juicio y la condenación
futuros de aquellos que le rechazan y se niegan a creer su enseñanza.
La palabra traducida como “rechaza” solo se utiliza una vez en todo el
Evangelio según S. Juan. La idea es “despreciar, hacer caso omiso” (cf. Lucas
10:16). La persona que se describe es alguien que desprecia a Cristo mismo,
hace caso omiso de Él tras haberle visto, y rechaza deliberadamente
reconocerle como el Mesías a pesar de todas las pruebas de sus milagros.
También es alguien que no recibe ni acepta en su corazón las doctrinas que
Cristo predica. En resumen, desprecia su persona y se niega a creer en su
enseñanza. “Aunque ahora yo no le castigue, tal hombre descubrirá
finalmente que será juzgado y condenado. Descubrirá que su rechazo e
incredulidad no quedarán sin castigo. Ya tiene un Juez dispuesto. Aunque él
no lo sepa, ya hay alguien que dará testimonio de él y le condenará.
Vemos que las palabras de los que hablan en nombre de Dios no se
pierden, aunque en su momento parezca que nadie cree en ellas. Aunque los
judíos rechazaron y despreciaron las palabras de Cristo, estas no cayeron en
saco roto. A aquellos a quienes no salven, los condenará. Todos los sermones
fieles resucitarán en el día postrero. ¡Grande es la responsabilidad de los
predicadores! Sus palabras hacen bien perennemente o aumentan la
condenación de los perdidos. Son olor de vida para algunos y de muerte para
otros. ¡Grande es la responsabilidad de sus oyentes! Quizá se burlen de los
sermones y los desprecien, pero al final descubrirán a sus expensas que
deben rendir cuentas por todo lo que han oído. Los mismísimos sermones que
ahora desprecian pueden testificar contra ellos para su destrucción eterna.
Adviértase que nuestro Señor habla del Juicio y del día postrero como
grandes realidades. Asegurémonos de considerarlos siempre como tales y de
vivir en consecuencia. La mejor respuesta que puede dar el cristiano a los
que se burlan de su religión es decir: “Creo en un juicio y en un día postrero”.
Adviértase que la condenación se presupone, si es que no se declara
explícitamente, como el destino de algunos en el día postrero. No prestemos
atención, pues, a los que dicen que no existe ningún castigo futuro y que
todas las personas de todas las naturalezas, ya sean buenas o malas, irán
finalmente al Cielo.
Comenta Zuinglio que la expresión “mi palabra le juzgará” es análoga a
expresiones como que “la justicia ejecuta a alguien” aunque no sea la
justicia, sino el verdugo, quien lo hace. La justicia solo muestra que es digno
de morir. Igualmente, las palabras y obras de Cristo mostrarán que los
incrédulos son dignos de juicio y condenación.
V. 49: [Porque yo no he hablado por mi propia cuenta]. En estas palabras,
nuestro Señor declara una vez más, como si fuera la última, la tremenda
verdad que tan frecuentemente hallamos en S. Juan: la íntima unión entre Él
y su Padre. “No he hablado por mi propia cuenta, ni con mi propia opinión, sin
estar de acuerdo con mi Padre en el Cielo”, dice.
La finalidad de esta afirmación es obvia. Nuestro Señor deseaba que los
judíos conocieran la gravedad del pecado de rechazar sus palabras y no creer
en ellas. Al hacer tal cosa, los hombres no rechazaban las palabras de un
mero hombre o de un profeta como Moisés o Juan el Bautista. Estaban
rechazando las palabras de Aquel que nunca hablaba por su propia cuenta,
sino siempre en íntima unión con el Padre. Negarse a recibir las palabras de
Cristo era rechazar no solo sus palabras, sino las palabras de Dios el Padre.
[El Padre […] dio mandamiento […] hablar]. Aquí, nuestro Señor explica y
recalca más plenamente lo que había dicho de que no hablaba por su “propia
cuenta”. Declara que, cuando vino al mundo, el Padre le dio un
“mandamiento” o un encargo de lo que debía decir y hablar a los hombres.
Las cosas que había hablado eran el resultado de los consejos eternos de la
Santísima Trinidad. Las obras que había hecho eran obras que el Padre le
había dado para que hiciera. Las palabras que habló eran palabras que el
Padre le había dado para que hablara. Nada de lo que hacía o de lo que
hablaba era por casualidad, imprevisto o no premeditado. Todo había sido
dispuesto con perfecta sabiduría, tanto sus palabras como sus obras.
Cuando leemos del Padre que “envía” a Cristo y le da un “mandamiento”,
debemos desechar cualquier idea de inferioridad de Dios el Hijo con respecto
a Dios el Padre. Estas expresiones se utilizan condescendiendo con nuestras
pobres facultades a fin de transmitirnos la idea de unidad. No hablamos de la
relación que existe entre dos seres humanos como nosotros, sino entre las
personas de la divina Trinidad. El Hijo fue “enviado” como resultado del
consejo eterno de esa Santísima Trinidad en la que el Padre, el Hijo y el
Espíritu Santo son iguales y coeternos. El Hijo eterno deseaba tanto ser
“enviado” como el Padre deseaba “enviarle”. El “mandamiento” que el Padre
le dio al Hijo con respecto a lo que debía enseñar y hacer no era un
mandamiento en el que al Hijo no le correspondiera más que obedecer.
Simplemente era el encargo o el nombramiento dispuesto en el pacto de la
Redención por las tres personas de la Trinidad, que el Hijo estaba tan
dispuesto a ejecutar como el Padre a dar.
La distinción entre “decir” y “hablar” no está muy clara en el original
griego. Piensa Burgon que la frase tiene el propósito de abarcar “todo tipo de
discurso: tanto las palabras de una conversación informal como los discursos
serios y solemnes”. Pero no estoy seguro de que esto pueda demostrarse. À
Lapide afirma que “decir es enseñar y publicar algo seriamente, mientras que
hablar es pronunciar algo de modo familiar”. ¡Comoquiera que sea, Bengel
las distingue de la manera exactamente contraria!
Sin duda, este versículo parece tener la intención de remitir a los judíos a
las conocidas palabras de Deuteronomio con respecto a un profeta como
Moisés: “Profeta les levantaré de en medio de sus hermanos, como tú; y
pondré mis palabras en su boca, y él les hablará todo lo que yo le mandare”.
Los oyentes de nuestro Señor, familiarizados con la Escritura desde su niñez,
verían de inmediato que Jesús afirmaba ser el profeta prometido. Las
palabras del Padre estaban en su boca. Hablaba lo que se le había mandado
(cf. Deuteronomio 18:18).
V. 50: [Y sé que su mandamiento es vida eterna]. El significado de esta
frase parece ser: “Os guste o no, sé que este mensaje, este mandamiento o
esta comisión que he recibido de mi Padre, es vida eterna para todos los que
lo reciban y crean. Vosotros, debido a vuestra ceguera, no veis la belleza o la
excelsitud del mensaje que traigo y de la doctrina que predico. Pero sé que,
al rechazarlo, rechazáis la vida eterna”. Pedro dice, pues, a nuestro Señor:
“Tú tienes palabras de vida eterna” (Juan 6:68), esto es, sabemos que has
recibido la comisión de proclamar y difundir la vida eterna. Dice, pues,
nuestro Señor: “Las palabras que yo os he hablado son espíritu y son vida”
(Juan 6:63).
Poole y otros afirman que esta frase significa: “Sé que el camino a la vida
eterna es guardar sus mandamientos”. Pero soy incapaz de ver ese sentido.
Hall parafrasea el versículo como: “La doctrina que os predico por
mandamiento suyo es la que os traerá vida eterna con toda certidumbre”.
[Así pues, lo que yo hablo […], Padre me lo ha dicho]. Esta frase parece
tener el propósito de resumir los sermones públicos de nuestro Señor a los
judíos incrédulos de Jerusalén: “Lo que yo os enseño ahora, o lo que os he
hablado durante todo mi ministerio, son cosas que el Padre me ha dado para
que os hable. Solo hablo lo que el Padre me ha dicho. Si rechazáis, pues, mi
mensaje, sabed una vez más, por última vez, que estáis rechazando un
mensaje de Dios el Padre mismo. No hablo más que lo que el Padre me ha
dicho. Si lo despreciáis, estáis despreciando al Dios de vuestros padres, el
Dios de Abraham, Isaac y Jacob”.
Recordemos que la santa osadía de este último versículo debiera ser un
patrón para todo ministro y predicador del Evangelio. Tales hombres debieran
poder decir confiadamente: “Sé, y estoy persuadido de ello, que el mensaje
que traigo es vida eterna para todos los que creen en él; y que al decir lo que
digo no digo más que lo que Dios me ha mostrado en su Palabra”.

Juan 13:1–5

Con este pasaje que acabamos de leer da comienzo una de las


porciones más interesantes del Evangelio según S. Juan. Durante cinco
capítulos consecutivos, el Evangelista deja constancia de cuestiones
que Mateo, Marcos y Lucas no mencionan. ¡Nunca podremos agradecer
lo suficiente que el Espíritu Santo hiciera que se pusieran por escrito
para conocimiento nuestro! A lo largo de todas las épocas, el contenido
de estos capítulos se ha considerado con toda justicia una de las
partes más valiosas de la Biblia. Ha alimentado, fortalecido y
consolado a todos los cristianos sinceros. Abordémoslos siempre, pues,
con especial reverencia. “El lugar en el que estamos tierra santa es”.
En estos versículos vemos por un lado lo paciente e infatigable que
es el amor de Cristo hacia su pueblo. Escrito está que “como había
amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el fin”. A
pesar de saber a la perfección que iban a abandonarlo
vergonzosamente en el plazo de unas pocas horas y que iban a
demostrar su debilidad y flaqueza, nuestro bendito Señor no dejó de
amar a sus discípulos. Los amó pacientemente hasta el fin.
El amor de Cristo hacia los pecadores constituye la esencia y el
corazón del Evangelio. El hecho mismo de que nos amara y se
preocupara por nuestras almas, de que nos amara antes de que
nosotros le amáramos a Él y antes de que le conociéramos siquiera, de
que nos amara hasta el punto de venir al mundo para salvarnos,
adoptar nuestra naturaleza, cargar con nuestros pecados y morir en la
Cruz por nosotros, ¡todo esto es sin duda maravilloso! No hay amor
entre los hombres que pueda compararse con eso. El miope egoísmo
del hombre es incapaz de entenderlo plenamente. Es una de esas
cosas que hasta los ángeles de Dios “anhelan mirar” (1 Pedro 1:12). Se
trata de una verdad que los predicadores y los maestros cristianos
debieran proclamar incesantemente y sin descanso.
Pero, aunque no se piensa tanto en ello, el amor de Cristo hacia los
santos no tiene nada que envidiar al que siente hacia los pecadores. El
hecho de que soporte sus innumerables flaquezas desde su conversión
hasta su muerte, de que aguante sus incongruencias y sus
mezquindades, de que insista en perdonar y olvidar y nunca se vea
tentado a abandonarlos y renunciar a ellos, ¡todo esto también es sin
duda maravilloso! La rebeldía de un niño no pone a prueba la paciencia
de una madre tanto como lo hacen los cristianos con Cristo. Y, sin
embargo, su paciencia es infinita; su compasión es inagotable. Su
amor “excede a todo conocimiento” (Efesios 3:19).
Que todo aquel que desee ser salvo acuda a Cristo sin titubear.
Hasta el mayor de los pecadores puede presentarse ante Él sin miedo
y confiar en que perdone sus pecados. Este Salvador amante se deleita
en recibir a los pecadores (cf. Lucas 15:2). Que nadie vacile en
perseverar en Cristo una vez que ha acudido a Él y creído en Él. No
debe pensar que Cristo le echará de su lado por causa de sus
equivocaciones y le devolverá a su anterior desamparo en razón de sus
flaquezas. No hay nada en las Escrituras que dé pábulo a semejantes
ideas. Jesús no rechazará nunca a ningún siervo por las deficiencias en
su servicio. No deja marchar a nadie a quien haya recibido. A aquellos
a los que ama en un principio, los ama hasta el fin. Jamás quebrantará
su promesa, válida tanto para los santos como para los pecadores: “Al
que a mí viene, no le echo fuera” (Juan 6:37).
En estos versículos vemos, por otro lado, la profunda corrupción
que se puede encontrar a veces en el corazón de alguien que ha
profesado ser cristiano. Está escrito que “el diablo ya había puesto en
el corazón de Judas Iscariote, hijo de Simón, que le entregase”.
Este Judas, no lo olvidemos nunca, era uno de los doce Apóstoles.
Había sido elegido por Cristo mismo junto con Pedro, Santiago, Juan y
sus demás compañeros. Había andado en compañía de Cristo durante
tres años, había presenciado sus milagros, le había oído predicar, había
experimentado numerosas demostraciones de su bondad. Él mismo
había predicado y obrado milagros en el nombre de Cristo; y, sin duda,
cuando nuestro Señor envió a sus discípulos “de dos en dos” (Marcos
6:7), Judas Iscariote formó parte de alguna de las parejas. Y, sin
embargo, vemos a este mismo hombre poseído por el diablo y
precipitándose hacia la destrucción.
No hay faro que advierta a los marineros mejor de lo que advierte
Judas Iscariote a los cristianos. Nos muestra hasta qué punto se puede
llegar lejos en una profesión de fe y, no obstante, resultar ser un
completo hipócrita al final de todo, demostrando no haber
experimentado una verdadera conversión. Nos muestra lo inútiles que
son los mayores privilegios a menos que tengamos un corazón que los
valore y aproveche correctamente. Sin la gracia, los privilegios no
pueden salvar por sí solos a nadie, y solo harán que el Infierno sea más
profundo. Nos muestra la inutilidad del mero conocimiento intelectual.
Saber las cosas con nuestras mentes y ser capaces de hablar y
predicar a otros no demuestra que nuestros pies estén en el camino de
la Paz. Estas lecciones son terribles, pero ciertas.
No nos sorprendamos jamás de presenciar la hipocresía y las falsas
profesiones de fe entre los cristianos modernos. No tiene nada de
nuevo ni de particular, no hay nada que no sucediera entre los
seguidores más inmediatos de Cristo y ante sus propios ojos. El dinero
falso es una prueba incontrovertible de que existe el dinero verdadero.
La hipocresía es una sólida prueba indirecta de que existe tal cosa
como la religión verdadera.
Por encima de todo, oremos a diario para que nuestra vida cristiana
sea genuina, sincera y real. Quizá nuestra fe sea débil, nuestras
esperanzas imprecisas, nuestros conocimientos escasos, nuestras
equivocaciones frecuentes y nuestras culpas abundantes. Pero en todo
caso seamos sinceros y genuinos. Que podamos decir junto con el
pobre, débil y falible Pedro: “Señor, tú lo sabes todo; tú sabes que te
amo” (Juan 21:17).

Notas: Juan 13:1–5


El relato que hace S. Juan del final de la vida de nuestro Señor en la Tierra
ofrece ciertas particularidades que exigen algunos comentarios preliminares
antes de analizar a fondo el capítulo 13.
Un lector atento de los cuatro Evangelios advertirá fácilmente que, en el
relato de S. Juan sobre los últimos seis días del ministerio de nuestro Señor,
se omiten por completo muchas de las cosas mencionadas por Mateo, Marcos
y Lucas.
No se mencionan las parábolas de los dos hijos, del señor que arrendó una
viña, del vestido de bodas, de las diez vírgenes, de los talentos y de las
ovejas y los cabritos. La segunda limpieza del Templo, la maldición de la
higuera estéril, el debate público sostenido con los principales sacerdotes y
ancianos con respecto al bautismo de Juan, la refutación de los fariseos, los
saduceos y legisladores y la denuncia que se hizo de los fariseos y los
escribas ante la multitud son cosas maravillosas que hallamos en uno u otro
de los tres primeros Evangelios, pero que en el cuarto se omiten. No cabe
duda de que esto atiende a sabias razones.
Sin embargo, lo más notable en el relato de S. Juan en este sentido es la
ausencia de toda referencia a la famosa profecía de nuestro Señor en el
monte de los Olivos, así como a la institución de la Cena del Señor. Estos dos
actos de nuestro Señor inmediatamente anteriores a su crucifixión,
prolijamente relatados en los tres primeros Evangelios, se omiten por
completo en el cuarto.
No nos queda más remedio que limitarnos a hacer conjeturas con
respecto a estas dos notables omisiones. Dios “no da cuenta de ninguna de
sus razones” (Job 33:13). Una vez admitido que toda Escritura es dada por
inspiración de Dios, no debe cabernos duda de que los autores del Evangelio
fueron igualmente guiados y orientados por el Espíritu Santo, tanto en lo que
documentaron como en lo que omitieron. No obstante, quizá estos
comentarios sean de interés para algunos lectores.
a) En lo tocante a la omisión de la profecía del monte de los Olivos, podría
conjeturar lo siguiente: Creo que se explica en parte por la época en que se
entregó el Evangelio según S. Juan a la Iglesia. Esa época debió de ser
cercana a la caída de Jerusalén, la destrucción del Templo y el fin del sistema
ceremonial judío. Ahora bien, si S. Juan hubiera incluido esta profecía en su
nuevo Evangelio justo antes de esta crisis, habría confirmado la idea
equivocada que muchos han sostenido siempre de que solo hace referencia a
la destrucción del Templo y no es aplicable a la Segunda Venida de Cristo y el
fin del mundo. Su acusado silencio al respecto sería un testimonio en contra
de esta aplicación equivocada. Considero que el segundo motivo para esta
omisión es el notable hecho de que el autor del cuarto Evangelio recibiera la
inspiración para escribir el Apocalipsis. No sorprende, pues, que se le
instruyera para pasar por alto la profecía de nuestro Señor teniendo en
cuenta que poco después escribiría el libro profético más extraordinario de la
Biblia.
b) Con respecto a la omisión de la Cena del Señor puedo conjeturar lo
siguiente. Creo que tenía la finalidad de ser un testimonio perenne contra la
tendencia de los cristianos a idolatrar los sacramentos. Al parecer, ya en la
Iglesia primitiva había propensión a anteponer al corazón las formas y las
ceremonias y a elevar las ordenanzas externas a un lugar que Dios nunca
quiso otorgarles. Así pues, se utilizó a S. Juan para que testificara. El mero
hecho de que pase completamente por alto la Cena del Señor en su
Evangelio y de que ni siquiera la mencione es una prueba contundente de
que, al contrario de lo que muchos quieren hacernos creer, la Cena del Señor
no es lo esencial ni lo prioritario en el cristianismo. El silencio absoluto de S.
Juan es irreconciliable con esta popular teoría. Se trata de un silencio muy
llamativo que los defensores modernos del “sistema sacramental” jamás
podrán justificar. Si el sacramento de la Cena del Señor es lo más importante
y esencial del cristianismo, ¿por qué no lo menciona S. Juan? Solo puede
haber una respuesta: porque no se trata de algo básico en la religión de
Cristo, sino que es secundario.
Considero que la razón que aducen muchos comentaristas para este
silencio, esto es, que S. Juan consideró innecesario repetir el relato de su
institución al estar ya documentada por los otros tres Evangelistas y S. Pablo,
es completamente insatisfactoria.
V. 1: [Antes […] la pascua]. Adviértase que todos los Evangelistas se
aseguran siempre de mencionar la fiesta de la Pascua como el momento
exacto del año en que Jesús fue crucificado. Dios dispuso que la muerte de
Cristo se produjera en este momento en particular por dos buenas razones.
Por un lado, el cordero pascual era el emblema de Cristo más extraordinario
que había en el ceremonial judío, y toda la historia de la Pascua estaba
eminentemente concebida para explicar la obra de redención de Cristo a los
hombres. Por otro lado, garantizaba que hubiera el mayor número posible de
israelitas que presenciaran la crucifixión de nuestro Señor. En todo el año
judío no había ninguna otra ocasión que congregara a tantos judíos en
Jerusalén. Al regresar a sus hogares en todo el mundo civilizado, los
adoradores judíos hablarían de todo lo que sucediera en la Pascua. Debido a
estas dos razones, provistas por una providencia superior, “el Cordero de
Dios” fue inmolado en esta fiesta a pesar de los sacerdotes, que dijeron: “No
durante la fiesta”.
No olvidemos que la crucifixión de Cristo es uno de los pocos
acontecimientos de su vida fechados con toda certidumbre. No sabemos
nada del momento de su nacimiento o de su bautismo. Pero podemos estar
completamente seguros de que murió en Semana Santa.
[Sabiendo Jesús que su hora había llegado]. Adviértase que nuestro Señor
sabía perfectamente de antemano cuándo y cómo habría de sufrir. Esto,
independientemente de lo que pensemos, aumenta considerablemente el
sufrimiento. Nuestro desconocimiento del futuro es una gran bendición.
Nuestro Señor vio la Cruz ante Él con toda claridad y se encaminó
directamente hacia ella. Su muerte no le tomó por sorpresa, fue algo
voluntario y previsto.
[Para que pasase de este mundo al Padre]. Adviértase la forma en que se
habla aquí de la muerte. Es un viaje: ir de un lugar a otro. En el caso de
nuestro Señor se trataba de un regreso a la casa de su Padre, de volver a
casa después de haber concluido su obra. En un sentido, pues, la muerte del
creyente es “volver a casa”.
Observa Calvino: “Esta definición de la muerte es patrimonio de todo el
cuerpo de la Iglesia. Para los santos es un viaje al Padre, entrar en la vida
eterna”.
[Como había amado a los suyos […] mundo, los amó […] fin]. El
significado de esto parece ser el siguiente: “Como había amado siempre a
sus discípulos y les había hecho abundantes demostraciones de su afecto,
ahora, antes de dejarlos solos como huérfanos en el mundo, les hace otra
extraordinaria demostración de su amor lavándoles los pies y así, la noche
antes de su muerte, les muestra que los había amado hasta el mismísimo fin
de su ministerio y que no renegaba de ellos”.
Sabía perfectamente que lo iban a abandonar y que se comportarían
como cobardes, pero a pesar de todas sus debilidades los amó hasta el fin.
Conocía a la perfección el sufrimiento por el que iba a pasar en el plazo de
veinticuatro horas, pero su presciencia de todo ello no monopolizó sus
pensamientos de tal forma que olvidara a su pequeño rebaño de seguidores.
Muchas veces, los santos que se encuentran en su lecho de muerte piden
quedarse solos; Cristo, aun siendo consciente de la inminencia de su
crucifixión, pensó en los demás y amó a sus discípulos hasta el fin.
El amor de Cristo hacia los cristianos que verdaderamente creen en Él es
sumamente profundo. “Excede a todo conocimiento” (Efesios 3:19). Nuestra
naturaleza pobre y corrupta es incapaz de entenderlo o abarcarlo
plenamente.
La expresión “los suyos” aplicada a los creyentes es digna de atención.
Son propiedad de Cristo, el Padre se los ha entregado y Él cuida de ellos de
una forma especial como miembros que son de su cuerpo. La idea de Tittman
de que la expresión “los suyos” hace referencia a todo el género humano es
absurda y endeble, y cierra los ojos ante los privilegios de los creyentes.
La expresión “que estaban en el mundo” es también muy profunda. Los
creyentes no están en el Cielo aún, y lo experimentan en sus propias carnes.
Se encuentran en un “mundo” frío y cruel que les somete a persecución. Que
la idea de que Jesús los conoce y los recuerda les sirva de consuelo. “Yo
conozco tus obras, y dónde moras” (Apocalipsis 2:13).
Piensa Teofilacto que nuestro Señor aplazó deliberadamente el acto de
lavar los pies de sus discípulos hasta la última noche de su ministerio para
que su amor y condescendencia fueran uno de los últimos recuerdos que
tuvieran de Él.
Melanchton muestra que las tres señales más importantes de piedad y
compasión son: 1) tolerar a los malvados durante un tiempo, 2) abstenerse
en la medida de lo posible de revelar sus pecados, 3) advertirles clara y
amablemente antes de abandonarlos de forma definitiva. Todo esto queda de
manifiesto en el trato que dispensa nuestro Señor a Judas, según vemos en
este capítulo.
V. 2: [Y cuando cenaban]. Adviértase que el ministerio de nuestro Señor
concluyó con una cena, que el último sacramento que se instituyó fue una
cena, que una de las promesas que dejó al creyente es: “Cenaré con él, y él
conmigo” (Apocalipsis 3:20), y que lo primero que se producirá en su
Segunda Venida será “la cena de las bodas del Cordero” (Apocalipsis 19:9).
Todo ello es indicativo de una misma verdad: la íntima unión y familiaridad
entre Cristo y su pueblo. Es algo de lo que se tiene muy poca conciencia.
No se nos dice qué cena fue esta y solo podemos hacer conjeturas al
respecto. Es una cuestión sobre la que hay gran diversidad de opiniones.
Algunos —como Lightfoot— piensan que esta cena es la misma que se
celebró en Betania, en casa de Simón el leproso, dos días antes de la Pascua.
Rollock también es de la opinión de que no se trataba de la Pascua.
Otros piensan que fue la cena pascual que comió nuestro Señor con sus
discípulos la noche previa a su crucifixión. A mi juicio, esta parece sin duda la
interpretación más probable.
En cualquier caso, hay algo muy claro. No fue la institución de la Cena del
Señor. Parece muy improbable que el lavado de los pies de los discípulos se
produjera después de la Cena del Señor. Este bendito sacramento parece
tener después del versículo 20. Brentano es el único que sostiene que se
trataba de la Cena del Señor.
[El diablo ya había puesto en el corazón]. Esto no significa que en ese
momento, por primera vez, Judas abandonara la fe y apostatara. Nuestro
Señor ya había hablado de él mucho antes como uno que era “diablo” (Juan
6:70). Lo que significa es que, por fin, el diablo introdujo en el corazón de
aquel infeliz la atroz idea de traicionar a su Maestro. Fue el paso final y
definitivo de su apostasía.
La persona de Satanás y su vieja naturaleza de padre de toda maldad
queda vivamente reflejada en este versículo.
La palabra que se traduce como “poner” sería literalmente “echar”. Esta
palabra transmite gráficamente la forma de obrar que tiene Satanás. Echa las
semillas del mal en los corazones de aquellos a quienes tienta. El corazón es
el sembrado que cultiva. La insinuación es una de sus principales armas. El
pecado del hombre consiste en abrir su corazón a esa insinuación, en darle
cabida y permitir que se hunda en él. Esto queda patente en la primera
tentación de Eva en el huerto de Edén.
La idea de Tittman de que la expresión “solo es una expresión común” es
completamente insostenible, y es imposible reconciliarla con la enseñanza
general de la Biblia con respecto al diablo.
[Judas Iscariote, hijo de Simón]. Aquí, igual que en otros tres pasajes, se
hace referencia al falso apóstol como “hijo de Simón”. Sin duda, esto tiene
como finalidad distinguirle de Judas el hermano de Santiago e hijo de Alfeo.
No sabemos quién era este Simón. No hay prueba alguna de que fuera Simón
el cananita (véase la nota sobre Juan 6:17).
[Que le entregase]. No parece factible defender que la traición de Judas a
su Maestro fuera otra cosa que el acto malvado de alguien inicuo que
antepuso el dinero a su alma. La teoría de que era un discípulo impaciente y
noble que no deseaba perjudicar a su Maestro, sino acercar su Reino, y que
esperaba que este obrase un milagro y se salvara al final, no carece de
ingenio, pero es infundada. Creo que la utilización de la palabra “diablo” por
parte de nuestro Señor y de “ladrón” por parte de S. Juan en referencia a él
echan por tierra esta teoría por completo. Judas traicionó a su Maestro
porque antepuso el dinero. Probablemente no comprendió todas las
consecuencias de ese acto. Pero a menudo eso es lo que sucede con los
malvados.
V. 3: [Sabiendo Jesús que el Padre, etc.]. No está muy clara la razón de
que aparezca aquí este versículo. ¿Por qué se nos dice que Jesús “[lavó] los
pies de los discípulos” sabiendo todas estas cosas maravillosas? ¿Cuál es el
sentido y el propósito de esta frase?
Algunos piensan que estas palabras significan que nuestro Señor sabía
que el final de su ministerio se acercaba, que toda su obra había concluido y
que ahora el Padre le entregaba toda potestad en el Cielo y en la Tierra, y
que tras haber venido de Dios se disponía a volver a Él en breve. Al saber
esto, aprovechó la última oportunidad que tenía para ofrecer a sus discípulos
un ejemplo práctico de amor y humildad. Sabía que le quedaba poco tiempo
y que solo podía enseñar esa lección esa misma noche.
Otros —como Crisóstomo, Agustín y Zuinglio— piensan que estas palabras
tienen el propósito de mostrar la profundidad de la infinita condescendencia y
el amor de nuestro Señor hacia sus discípulos. Siendo plenamente consciente
de que el Padre le había entregado toda potestad en el Cielo y en la Tierra, de
que había estado con Dios desde toda la eternidad y de que estaba a punto
de volver a Él; siendo conocedor de toda la dignidad y majestad de su
persona y oficio; aun con todo condescendió en llevar a cabo una tarea servil
y ministrar a sus discípulos.
Ambas tesis son sensatas y teológicamente válidas, y una interpretación
admisible de estas palabras. En lo que a mí respecta, prefiero la segunda.
Señala Teofilacto lo improcedente de argumentar la inferioridad de
nuestro Señor con respecto al Padre a partir de la expresión: “Le había dado
todas las cosas en las manos”. Comenta acertadamente que bien podríamos
deducir la inferioridad del Padre con respecto al Hijo por la expresión de
Corintios: “Cuando entregue el reino al Dios y Padre”.
Comenta Bernardo que “Jesús vino de Dios sin abandonarle y volvió a Él
sin abandonarnos”.
V. 4: [Se levantó de la cena, y se quitó su manto, y tomando una toalla,
se la ciñó]. Sorprende la minuciosidad con que se describe cada acto de
nuestro Señor en este pasaje. Se mencionan al menos siete cosas:
levantarse, quitarse el manto, tomar una toalla, ceñírsela, verter agua en un
lebrillo, lavar y enjugar. Esta exactitud confiere realismo a toda la operación,
y es el lenguaje de un testigo asombrado y admirado. S. Juan presenció toda
la operación.
Por supuesto, la expresión “se quitó su manto” se refiere al manto que
llevan puesto encima los orientales y del que es preciso despojarse para
llevar a cabo cualquier tarea física.
Este “ceñirse” hace referencia a la conocida práctica de ajustarse la ropa
antes de llevar a cabo una tarea física.
Llama la atención la semejanza entre el acto de nuestro Señor en este
lugar y sus palabras en Lucas 12:37: “Se ceñirá […], y vendrá a servirles”.
Señala Jansen que el acto de levantarse evidencia que esta cena no podía
ser la cena pascual, dado que esta debía comerse “en pie”.
Es digna de atención la utilización del presente en esta descripción. Nos
presenta toda la operación como un retrato.
Hengstenberg dice al respecto: “Jesús se habría sentado a la mesa y
probablemente Pedro hubiera disfrutado del privilegio de lavarle los pies.
Después de esto, él y los demás discípulos se sentarían a la mesa a la espera
de que el más joven de ellos se encargara espontáneamente de lavar los pies
a los demás. Pero el orgullo engendraba orgullo. Seguramente los apóstoles
más jóvenes también se sentaron a la mesa sin pensárselo dos veces. De
esta forma, esta incómoda situación habría despertado murmuraciones y
rivalidades. ¿Quién sería el primero en levantarse? Jesús zanjaría la cuestión
levantándose y lavando los pies de sus discípulos”. Esto es posible, aunque
solo son conjeturas.
V. 5: [Luego puso agua, etc.]. Por maravillosa que parezca toda esta
operación, y no cabe duda de que lo es si recordamos quién era nuestro
Señor, debemos tener en mente una cosa. Estos actos no resultaban tan
extraños a los discípulos como a nosotros. Simplemente eran gestos de
cortesía de un anfitrión que deseaba demostrar toda su hospitalidad a sus
invitados. Así, Abraham lavó los pies de los tres mensajeros celestiales (cf.
Génesis 18:4, igualmente 1 Samuel 25:41). En una región cálida como
Palestina, donde no se utilizan calcetines y el calor reseca mucho la piel,
lavarse los pies a menudo era una necesidad imperiosa y lavar los pies de los
invitados era un gesto habitual de hospitalidad. Así, en Lucas 7:44, nuestro
Señor dice al fariseo: “No me diste agua para mis pies”. Una de las señales
de las viudas virtuosas era que hubiesen “lavado los pies de los santos” (1
Timoteo 5:10). Lo verdaderamente asombroso era que semejante Maestro
condescendiera en hacer tal cosa por unos discípulos tan débiles. Lo
extraordinario no era tanto el acto en sí como quién lo llevaba a cabo.
Después de todo, era conmovedoramente oportuno que nuestro Señor
optara por hacer algo instructivo en esta solemne ocasión. Sabía que iba a
dejar a sus discípulos para que viajaran por un mundo malvado y extenuante.
Por tanto, les lavaría los pies antes de partir y los revigorizaría y refrescaría
para su viaje.
Se podrá observar que la tarea no quedó a medias o inconclusa. Como un
siervo impecable, nuestro Señor “enjugó” los pies además de lavarlos.

Juan 13:6–15

Estos versículos dan conclusión a la historia del lavamiento de los pies


de los discípulos por nuestro Señor la noche antes de su crucifixión. Es
una historia interesante y conmovedora que, por alguna sabia razón,
ningún otro Evangelista documenta. Difícilmente habrá algún lector
que quede indiferente ante la maravillosa condescendencia de Cristo al
llevar a cabo un acto tan servil. El mero hecho de que el Maestro
lavara los pies de los siervos ya es bastante sorprendente, pero las
circunstancias y las afirmaciones que rodean a este acto son tan
interesantes como el acto en sí. Examinémoslas.
En primer lugar, adviértase la ignorancia irreflexiva del apóstol
Pedro. En un momento lo vemos negándose a que su Maestro
desempeñe una tarea tan servil: “Señor, ¿tú me lavas los pies?”; “No
me lavarás los pies jamás”. Luego lo vemos precipitarse al extremo
contrario: “Señor, no sólo mis pies, sino también las manos y la
cabeza”. Pero en ningún momento vemos que entienda el verdadero
significado de lo que está observando. Ve pero no entiende.
La conducta de Pedro nos muestra que un hombre puede tener
mucha fe y mucho amor y, no obstante, sufrir una lamentable carencia
de conocimiento claro. No debemos equiparar la necedad y la falta de
criterio religioso con la impiedad y la ausencia de gracia. A menudo el
corazón puede estar completamente en lo cierto y la mente
completamente equivocada. No debe sorprendernos el hecho de que la
Caída afectara tanto a los sentimientos como al entendimiento de los
hijos de Adán. Es una lección humillante, y solo una larga experiencia
permite aprenderla. Pero cuanto más tiempo vivamos más podremos
comprobar que, igual que Pedro, un creyente puede cometer muchas
equivocaciones y carecer de discernimiento y, no obstante, como él,
tener un corazón recto a los ojos de Dios e ir finalmente al Cielo.
Hasta en un estado óptimo, muchas veces nos costará trabajo
entender el trato que nos dispensa Cristo en esta vida. A menudo, el
“por qué” y el “para qué” de su providencia nos confundirán tanto
como el lavamiento confundió a Pedro. A menudo no podremos ver la
sabiduría, la conveniencia y la necesidad de muchas cosas. Pero en
esos momentos debemos recordar las palabras de nuestro Maestro y
apoyarnos en ellas: “Lo que yo hago, tú no lo comprendes ahora; mas
lo entenderás después”. No fue hasta mucho tiempo después de la
partida de Cristo cuando Pedro entendió el significado pleno de aquella
memorable noche anterior a la crucifixión. De la misma forma, habrá
un día en que se nos explicarán las páginas más ininteligibles de
nuestra vida y, en presencia de Cristo en la gloria, lo entenderemos
todo.
En segundo lugar, adviértase la clara lección práctica que este
pasaje nos ofrece sin necesidad de profundizar demasiado. Es una
lección que nos enseña nuestro Señor cuando dice: “Ejemplo os he
dado, para que como yo os he hecho, vosotros también hagáis”.
Obviamente, un componente de esa lección es la humildad. Si el
Hijo unigénito de Dios, el Rey de reyes, no consideró que se rebajaba al
llevar a cabo la tarea de un siervo, no hay nada que sus siervos deban
considerar degradante. No hay pecado tan ofensivo para Dios y tan
dañino para el alma como el orgullo. No hay virtud tan elogiada, tanto
de palabra como con el ejemplo, como la humildad: “Revestíos de
humildad”; “el que se humilla será enaltecido”; “haya, pues, en
vosotros este sentir que hubo también en Cristo Jesús, el cual, siendo
en forma de Dios, no estimó el ser igual a Dios como cosa a que
aferrarse, sino que se despojó a sí mismo, tomando forma de siervo,
hecho semejante a los hombres; y estando en la condición de hombre,
se humilló a sí mismo […]” (1 Pedro 5:5; Lucas 8:14; Filipenses 2:5–8).
Mejor le iría a la Iglesia si recordara esta sencilla verdad más a menudo
y la verdadera humildad no escaseara tanto. Quizá no haya nada que
desagrade tanto a Dios como un maestro religioso engreído, petulante
y pagado de sí mismo. ¡Por desgracia no es nada infrecuente! Las
palabras aquí documentadas por S. Juan siguen vigentes. A menos que
se arrepientan, estas palabras testificarán en contra de muchos en el
último día.
Es obvio que la otra parte de esta gran lección práctica es el amor.
Nuestro Señor deseaba tanto que amáramos a los demás que debemos
gozarnos en hacer todo lo que sirva para estimular su felicidad.
Debiéramos regocijarnos en manifestar nuestra bondad hasta en las
cosas pequeñas. Debiéramos considerar un placer aliviar la tristeza y
aumentar la felicidad de los demás aun cuando nos suponga cierta
abnegación y un sacrificio propio. Debiéramos amar tanto a todos los
hijos de Adán que nos alegre ayudarles hasta en lo más nimio. Esta era
la mentalidad del Maestro y este fue el principio que guio su conducta
a lo largo de su vida en la Tierra. Mucho me temo que sean pocos los
que sigan sus pasos, pero estos pocos son hombres y mujeres como a
Él le agradan.
La lección que tenemos delante parece muy sencilla, pero nunca
podremos otorgarle la suficiente importancia. La humildad y el amor
son precisamente las virtudes que las personas del mundo son
capaces de entender aun sin comprender las doctrinas. Son virtudes
acerca de las cuales no hay misterio, al alcance de todas las clases.
Hasta el más pobre e ignorante de los cristianos puede encontrar
oportunidades en su vida cotidiana para poner en práctica el amor y la
humildad. Si queremos hacer el bien en el mundo, pues, y procurar
hacer firme nuestra vocación y elección, no olvidemos jamás el
ejemplo de nuestro Señor en este pasaje. Al igual que Él, seamos
humildes y demostremos amor a todo el mundo.
En último lugar, adviértanse en este pasaje las profundas lecciones
espirituales que se derivan de una lectura más detenida. Son tres, y
constituyen la raíz misma de nuestra religión, aunque solo podremos
considerarlas de forma general.
Por un lado, vemos que todos necesitamos que Cristo nos “lave”:
“Si no te lavare, no tendrás parte conmigo”. Nadie puede ser salvo a
menos que sus pecados sean lavados con la sangre preciosa de Cristo.
No hay ninguna otra cosa que nos limpie o nos haga aceptables ante
Dios. Tenemos que ser “lavados, […] santificados, […] justificados en el
nombre del Señor Jesús, y por el Espíritu de nuestro Dios” (1 Corintios
6:11). Si queremos sentarnos con los santos en la gloria, es preciso
que Cristo nos lave. Asegurémonos de acudir a Él por fe, de lavarnos y
de ser limpiados. Solamente los que creen son lavados.
Por otro lado, vemos que aun los que han sido lavados y
perdonados necesitan acudir a la sangre de Cristo a diario para ser
perdonados. No podemos pasar por este mundo malo sin
contaminarnos. No hay un solo día en nuestras vidas en que no
tropecemos y necesitemos nuevas muestras de misericordia. “El que
está lavado, no necesita sino lavarse los pies”, y lavárselos en la
misma fuente donde halló tranquilidad de conciencia cuando creyó por
primera vez. Utilicemos esa fuente a diario sin temor. Por la sangre de
Cristo comenzamos y por la sangre de Cristo seguimos adelante.
En último lugar, vemos que “no todos” los que acompañaban a
Cristo y fueron bautizados en agua como sus discípulos habían sido
lavados de su pecado. Estas son palabras solemnes: “Vosotros limpios
estáis, aunque no todos”. Cuidémonos, pues, nosotros mismos de que
nuestra profesión de fe no sea falsa. Hay motivos para estar en guardia
si ni siquiera todos los discípulos de Cristo estaban limpios y habían
sido justificados. El bautismo y la pertenencia a una iglesia no
demuestran nuestra rectitud a los ojos de Dios.
Notas: Juan 13:6–15
V. 6: [Entonces vino a Simón Pedro]. No está muy claro si estas palabras
significan que nuestro Señor empezó por Simón Pedro. Comoquiera que sea,
la palabra “entonces” no significa “entonces” en un sentido de orden.
Crisóstomo y Teofilacto sostienen que Jesús lavó los pies de Judas Iscariote
y luego pasó a Pedro. Según se deduce del hecho de que mojara el pan y se
lo diera a Judas, parece muy probable que estuviera sentado muy cerca de
nuestro Señor.
Agustín sostiene que Jesús empezó por Pedro. ¡Belarmino se aferra a esto
y lo ofrece como una de las supuestas veintiocho pruebas de que Pedro
siempre tuvo preeminencia entre los Apóstoles!
[Y Pedro le dijo: Señor]. La palabra “Pedro” no aparece en el original
griego, sino tan solo “él”. Los traductores lo introducen para aclarar su
sentido.
[¿Tú me lavas los pies?]. La traducción pierde algo de la fuerza del original
griego. El significado literal sería: “¿Tú me lavas los pies, a mí?”. ¿Alguien
como Tú le lava los pies a alguien como yo? Es semejante a la exclamación
de Juan el Bautista cuando nuestro Señor se le acercó a bautizarse: “¿Y tú
vienes a mí?” (Mateo 3:14).
V. 7: [Respondió Jesús y le dijo, etc.]. El famoso dicho de este versículo va
mucho más allá de la aplicación literal de las palabras. Por supuesto, en un
sentido básico significa: “Aunque ahora parezca extraño e inadecuado,
explicaré el sentido de este acto en breves momentos”. Pero los verdaderos
cristianos siempre han visto un significado más profundo y elevado en estas
palabras, y a una mente piadosa no le pueden caber dudas de que ese era su
propósito. Proporcionan la clave para entender muchas cosas que nos
parecen incomprensibles en el gobierno providencial del mundo, en la
historia de la Iglesia y en los acontecimientos de nuestras propias vidas.
Debemos hacernos a la idea de ver muchas cosas que no entenderemos por
el momento y cuyo sentido seremos incapaces de comprender. Pero debemos
creer que “entenderemos después” el propósito, la finalidad y la razón de ser
de todo ello. Es una frase muy valiosa que debiéramos atesorar en nuestras
memorias. No se deben olvidar nunca los designios eternos de Dios, la
sabiduría de la gran Cabeza de la Iglesia. Todo funciona adecuadamente
aunque nosotros no lo creamos. Debemos creer aunque no lo veamos. En la
enfermedad, en el dolor, en la pérdida, en la decepción, debemos hacer
acopio de fe y paciencia y escuchar a Cristo diciéndonos: “Lo que yo hago, tú
no lo comprendes ahora; mas lo entenderás después”.
Musculus hace unos felices comentarios acerca de la aplicación de esta
expresión al bautismo infantil que son muy acertados y correctos.
V. 8: [Pedro le dijo: No me lavarás los pies jamás]. Nuevamente, la
traducción no hace justicia a la intensidad del original griego. La traducción
literal de esta frase sería: “No me lavarás los pies en toda la eternidad”.
En este lenguaje de Pedro advertimos que existe tal cosa como una
“humildad voluntaria” que puede llegar a ciertos extremos.
Comenta Hutcheson: “Hay mucha supuesta humildad en las cuestiones de
Dios que no es sino ridícula, pecaminosa y con motivaciones carnales”.
Rollock compara aquí la conducta de Pedro con la adoración católica a los
santos y a los ángeles amparada por una supuesta indignidad para dirigirse a
Dios directamente.
[Jesús le respondió: Si no te lavare, no tendrás parte conmigo]. Esta frase
se pronunció, sin duda, con un sentido mucho más profundo que el de su
aplicación superficial. Resulta muy limitado e insuficiente afirmar que nuestro
Señor solo quería decir: “A menos que tus pies sean lavados esta noche, no
serás uno de mis discípulos”. Significa mucho más. Nuestro Señor parece
querer decir: “No estás siendo sabio al rechazar este acto simbólico que
estoy llevando a cabo. Recuerda que nadie puede salvarse o tener parte
conmigo y con mi obra redentora a menos que lave sus pecados. A menos
que lave tus muchos pecados ni siquiera tú, Simón Pedro, tendrás parte
conmigo. Es preciso que lave toda alma que se salve, y toda alma salva tiene
que haber sido lavada. Sin duda, pues, no te conviene poner objeciones a
que lleve a cabo este acto simbólico con tus pies cuando es preciso que haga
algo mucho mayor con tu alma”.
La frase es de una aplicación muy amplia y general. Es cierta de todos los
cristianos de cualquier clase social. A todos ellos, Cristo les dice: “Si no te
lavare, no tendrás parte conmigo”. No basta con que hayamos hecho una
profesión de fe, seamos miembros de una iglesia y cosas por el estilo. La gran
pregunta que se nos plantea a todos nosotros es: “¿He sido lavado y
justificado?” (1 Corintios 6:11).
Considero infundada la amplia creencia de que este “lavamiento” hace
referencia al bautismo. Por lo que vemos en la Escritura, nuestro Señor nunca
bautizó a nadie. ¿Dónde leemos que bautizara a Pedro? Además, si se hablara
del bautismo se utilizaría el pasado: “Si no te hubiera lavado, no tendrías
parte conmigo”. El lavamiento del que se habla aquí está muy por encima del
bautismo.
V. 9: [Le dijo Simón Pedro, etc.]. Esta exclamación de Pedro es muy
característica de su persona. Impulsivo, excitable, celoso, vehemente, con
más amor que conocimiento y más sentimiento que discernimiento espiritual,
siente espanto ante la sola idea de “no tener parte con Cristo”. ¡Cualquier
cosa antes que eso! Al no entender con claridad el significado profundo de las
palabras de su Maestro, y aún apegado a una interpretación literal y carnal
de la palabra “lavar”, exclama que su Maestro debe lavarle también las
manos y la cabeza si su relación con Cristo depende de eso.
Un gran celo y mucho amor son perfectamente compatibles con la
ignorancia y las tinieblas espirituales, y con la lentitud a la hora de entender
una verdad espiritual.
Comenta Rollock que Pedro se equivocó tanto en un extremo como en el
otro.
Señala Stier que la expresión intensa y apasionada de Pedro en este
versículo es precisamente el lenguaje de un discípulo con un corazón
ferviente, pero en penumbra intelectual, que está empezando a entender,
como si la luz acabara de deslumbrarle.
V. 10: [Jesús le dijo: El que está lavado, etc.]. Esta frase de nuestro Señor
transmite un reproche tácito a la ceguera espiritual de Pedro. Es como si
Jesús dijera: “El lavamiento de la cabeza y las manos del que hablas es
innecesario. Aun suponiendo que solo hablara de un lavamiento literal al
decir ‘si no te lavare’, es de dominio público que el que ya está lavado solo
necesita lavarse los pies después del viaje y que, tras ese lavamiento parcial,
ya está completamente limpio. Pero esto es muchísimo más cierto del
lavamiento del perdón y de la justificación. Todo aquel a quien perdono y
justifico está completamente lavado de todos sus pecados y solo necesita el
perdón diario de la suciedad que le mancha al viajar por un mundo
pecaminoso. Una vez lavados, justificados y aceptados por Mí, estáis limpios
ante Dios, aunque no todos vosotros. Hay una dolorosa excepción”.
Todo creyente debiera advertir con atención la gran verdad práctica que
encierra esta frase. Una vez unido a Cristo y limpio por su sangre, queda
completamente absuelto, libre de cualquier mancha de culpa, y ya no se le
considera culpable ante Dios. Pero, a pesar de todo esto, necesita confesar
sus fracasos y pedir perdón a diario en su tránsito por este mundo. En
resumen, necesita que se le laven los pies a diario además del gran
lavamiento de la justificación que experimenta en el momento de creer por
primera vez. El que descuida este lavamiento diario es un cristiano muy
dudoso y cuestionable. Comenta Lutero expresivamente: “El diablo no
permite que ningún cristiano llegue al Cielo manteniendo los pies limpios
durante todo el camino”.
Este versículo, así como el 7 y el 8, ejemplifican de forma extraordinaria la
profunda carga de significado que suele albergar el lenguaje de nuestro
Señor. Bien podemos creer que sus palabras encierran mucho más de lo que
jamás se haya visto.
Asombra cómo nuestro Señor dice aun de sus pobres, débiles y falibles
discípulos: “Vosotros limpios estáis”.
Observa Bullinger que las palabras de la oración de nuestro Señor
—“perdónanos nuestras deudas”— son una confesión diaria de lo que aquí se
menciona, esto es, de la necesidad de lavar nuestros pies a diario.
Comenta Casaubon que quienes salen de la bañera solo necesitan lavarse
los pies dado que, al pisar la tierra, se ensucian forzosamente. En los países
orientales, donde los baños eran muy comunes, todos podrían verlo
claramente.
Señala Hengstenberg que la “expresión ‘aunque no todos’ tenía el
propósito de hacer que Judas, a quien el Redentor no dio por perdido hasta
que se hubo extinguido su último atisbo de bondad, tuviera remordimientos
de conciencia”.
Creo que la extendida idea de que el “lavamiento” aquí mencionado hace
referencia al bautismo es completamente insostenible. “El que está lavado”
tiene que referirse al “lavado de sus pecados en un sentido espiritual”, como
en el Salmo 51:4. Merece la pena leer el análisis de Hengstenberg al
respecto.
Observa Burgon: “A pesar de que Judas, el traidor, hubiera sido lavado por
Cristo mismo, seguía estando sucio”.
V. 11: [Porque sabía quién le iba a entregar, etc.]. Este versículo muestra
la perfecta presciencia que tenía nuestro Señor de sus sufrimientos y de la
forma en que los experimentaría, así como su discernimiento de la verdadera
naturaleza de todos sus discípulos. No sufrió porque no lo viera de antemano
y le tomara por sorpresa. Se encaminó hacia su muerte sabiendo cuál sería
cada uno de sus pasos.
La frase es un ejemplo de las glosas explicativas que caracterizan al
Evangelio según S. Juan.
Las palabras griegas que se traducen como “quién le iba a entregar”
significan literalmente “la persona que le estaba entregando”, en presente.
V. 12: [Así que, después […] lavado los pies]. Parece que, tras la
conversación entre Pedro y nuestro Señor, el lavamiento prosiguió sin
ninguna otra interrupción. Los discípulos estaban acostumbrados a ver a su
Maestro haciendo cosas que no entendían y se sometieron en silencio.
[Tomó su manto, volvió a la mesa]. Esto hace referencia a la túnica
externa de la que era preciso despojarse para llevar a cabo cualquier tarea
física en los países orientales. Entonces nuestro Señor volvió a ocupar su
lugar en la mesa y dio comienzo a un sermón que aparentemente sirvió de
introducción a la Cena del Señor. No está de más tener en cuenta la idea de
que uno de los motivos del lavamiento de los pies era enseñar la necesidad
de una preparación especial para este bendito sacramento. Sin duda, parece
que fue el último acto de nuestro Señor antes de repartir el pan y el vino.
[Y les dijo: ¿Sabéis lo que os he hecho?]. Esta pregunta tenía el propósito
de despertar la curiosidad en los discípulos con respecto al significado de lo
que acababan de ver. Todo verdadero cristiano debiera intentar comprender y
entender todo lo que se hace en su práctica religiosa. La fe ciega no tiene
nada de religión verdadera. “Qué sentido tiene esto que practico” debiera ser
la pregunta que siempre tuviéramos en mente.
V. 13: [Vosotros me llamáis Maestro, y Señor]. Una traducción más literal
de estas palabras sería: “Vosotros me llamáis, o habláis de Mí como, el
Maestro y el Señor”. La expresión parece denotar que así se expresaban
habitualmente los discípulos durante la estancia de nuestro Señor en la
Tierra. De la misma forma, Marta le dice a María: “El Maestro está aquí” (Juan
11:28).
[Y decís bien, porque lo soy]. La expresión nos acredita maravillosamente
para acudir a Jesús con el apelativo especial de “el Señor”. Él mismo lo
refrendó con las palabras: “Y decís bien”.
[Pues si yo, el Señor, etc.]. El argumento de este versículo es muy habitual
en nuestro Señor: “Si yo hago algo, tanto más habréis de hacerlo vosotros”.
La equivalencia literal sería: “Si yo, la persona de quien habláis como ‘el
Señor’ y ‘el Maestro’, os he lavado los pies y condesciendo en llevar a cabo la
tarea más servil en atención a vosotros, también vosotros debéis considerar
un deber hacer estas mismas cosas entre vosotros; actos tan
condescendientes como lavaros los pies mutuamente”.
La expresión “debéis” es de gran intensidad. Equivale a decir: “Es vuestro
deber; estáis obligados a ello”.
En sus Evidences (Pruebas), p. 2, cap. 4, Paley incluye un notable pasaje
en el que se muestra el parecido entre la conducta de nuestro Señor en estos
versículos y su conducta al tomar a un niño y ponerlo en medio de los
discípulos. En ambos casos enseñó la humildad, esa virtud tan rara, por
medio de un acto.
V. 15: [Porque ejemplo os he dado, etc.]. “Con mi conducta os he ofrecido
un patrón por el que guiaros. El deber que quiero que aprendáis es de tal
importancia que no me he quedado en un precepto general, sino que os he
dado un ejemplo de lo que quiero decir”.
Por supuesto, se plantea de inmediato la pregunta de qué quería decir
nuestro Señor en realidad. ¿Quería decir que debemos hacer literalmente lo
mismo que Él hizo? ¿O solo se refería a que debemos imitar el espíritu que
guiaba sus actos?
De todos es conocido que la Iglesia católica atribuye un significado literal
al lenguaje de nuestro Señor. Una vez al año, cerca de la Pascua, el papa,
como cabeza de la Iglesia católica romana, lava los pies de algunos pobres
dispuestos para la ocasión. Lo absurdo, cuando menos, de esta interpretación
queda patente de inmediato.
¡Se antoja irrazonable interpretar literalmente las palabras de nuestro
Señor y suponer que el lavamiento literal que hace el papa de unos pocos
pies en la Pascua ya cumple el deber de todos los cristianos de hacer lo
mismo! Sin embargo, si somos honrados, deberemos recordar que también
los moravos interpretan literalmente estas palabras hasta el día de hoy, y
tienen una costumbre denominada pedilavium.
En todo caso, es absurdo suponer que nuestro Señor exigiera a sus
discípulos llevar a cabo una tarea que los jóvenes y débiles fueran incapaces
de realizar por sus limitaciones físicas.
No sería coherente con el tono general de la enseñanza de nuestro Señor
suponer que atribuyera tanta importancia a un mero acto corporal. “El
ejercicio corporal para poco es provechoso” (1 Timoteo 4:8). Los actos
formales y corporales en la religión son extremadamente fáciles de imponer a
las personas, pero carecen de valor alguno a los ojos de Dios. Lo
verdaderamente duro —y, sin embargo, lo que se exige—, es el culto del
corazón.
La interpretación correcta de estos dos versículos es la que atribuye un
sentido espiritual a las palabras de nuestro Señor. Es un ejemplo práctico de
Mateo 20:26–28. Deseaba enseñar a sus discípulos que debían servirse
mutuamente, ministrarse entre sí, hasta en las cosas más humildes. No
debían considerar humillante o servil nada que les sirviera para mostrar amor
o condescendencia hacia los demás. Si Jesús, el Rey de reyes, condescendía
en abandonar el Cielo para salvar almas y vivir durante treinta y tres años en
este mundo corrupto, no hay nada que debamos considerar demasiado
humillante.
En este pasaje se condena severamente el orgullo por causa de nuestra
cuna, nuestra clase social, nuestra riqueza o nuestra cultura. El que se
abstenga de cualquier acto bondadoso de baja categoría para con un
cristiano humilde ha leído en vano estos versículos y no imita el ejemplo de
su Maestro.
Solo hace falta recordar una advertencia. No caigamos en la equivocación
de suponer que desvivirse con los pobres de forma ostentosa ya significa una
obediencia plena a la Ley de este pasaje. Son muchos los que incurren en
esta equivocación. Se pasan la vida dando. Olvidan que es relativamente fácil
cuidar de los pobres. Debemos estar dispuestos a llevar a cabo actos
humildes de bondad con nuestros iguales exactamente de la misma forma
que con los pobres. En este pasaje no se dice nada de la pobreza terrenal. Se
nos dice que el deber de los discípulos era de “los unos a los otros”. Esta es
una cuestión sumamente importante. Es mucho más fácil y gratificante
visitar, ayudar y dar limosnas a los pobres que desempeñar el papel cristiano
con nuestros semejantes.
Huelga mostrar la forma en que este pasaje echa completamente por
tierra la reivindicación de los maestros de la sana doctrina de ser
considerados cristianos verdaderos simplemente por sus discursos
puramente intelectuales. La ortodoxia doctrinal sin el amor y la humildad en
la práctica es completamente inservible a los ojos de Dios.
Comenta Bullinger lo particularmente rico en verdad cristiana que es el
pasaje que concluye con este versículo: Cristo nuestro Salvador nos limpia de
todo pecado; a pesar de ser lavados, nos queda un residuo de flaqueza que
nos obliga a lavarnos los pies a diario; el deber de un discípulo es convertir a
Cristo en su ejemplo para todas las cosas. Estas importantes lecciones
destacan de forma prominente.
Observa Gurnall: “El maestro no solo manda aquí un libro al estudiante,
sino que se lo escribe de su propio puño y letra”.
Juan 13:16–20

Si deseamos entender el significado pleno de estos versículos,


deberemos advertir con atención el lugar que ocupan en este capítulo.
Vienen inmediatamente después del extraordinario pasaje en el que
leemos acerca del lavamiento de los pies de los discípulos a manos de
Cristo. Están íntimamente relacionados con su solemne mandamiento
de que sus discípulos hicieran lo que le habían visto a Él llevar a cabo.
Entonces llegan los cinco versículos que examinaremos a continuación.
Por un lado, en estos versículos se nos enseña que los cristianos no
deben avergonzarse nunca de hacer nada que hiciera Cristo. Leemos:
“De cierto, de cierto os digo: El siervo no es mayor que su señor, ni el
enviado es mayor que el que le envió”.
Pueden caber pocas dudas de que nuestro Señor, en su
omnisciencia, advirtió una creciente indisposición entre los Apóstoles a
hacer el tipo de cosas serviles que Él había hecho poco antes. Con el
engreimiento de la vieja esperanza judía de disfrutar de tronos y reinos
en este mundo, y jactándose íntimamente de su amistad con Jesús,
estos pobres galileos estaban desconcertados ante la idea de lavarles
los pies a los demás. No podían aceptar que el servicio del Mesías
conllevara semejantes tareas. Eran incapaces de asimilar que la
verdadera grandeza del cristiano consiste en hacer el bien a los
demás. Y de ahí que necesitaran la advertencia de nuestro Señor. Si se
había humillado al hacer esa tarea humilde, sus discípulos no debían
dudar en imitarle.
Todos necesitamos que se nos recuerde esta lección. Todos
tendemos a sentir desagrado ante cualquier tarea que implique alguna
clase de molestia, abnegación o rebajamiento, y nos apresuramos a
delegar esas tareas en otros y disculparnos diciendo que no son cosa
nuestra. Cuando pensemos eso, haremos bien en recordar las palabras
de nuestro Señor en este pasaje, además de su ejemplo. Jamás
debemos considerar humillantes las demostraciones de bondad para
con los más humildes. No debemos abstenernos de demostrar bondad
simplemente porque su objeto sea ingrato o indigno. Esa no fue la
mentalidad de quien lavó los pies de Judas Iscariote al igual que los de
Pedro. El que sea incapaz de seguir el ejemplo de Cristo en estas
cuestiones no da muchas muestras de ser poseedor de una humildad y
un amor verdaderos.
Por otro lado, en estos versículos se nos enseña la inutilidad de los
conocimientos religiosos si no se ponen en práctica. Leemos: “Si sabéis
estas cosas, bienaventurados seréis si las hiciereis”. Suena como si
nuestro Señor deseara advertir a sus discípulos que jamás serían
felices en su servicio si se contentaban con conocer su deber de forma
meramente intelectual y sin vivir en concordancia.
Esta es una lección que todos los que profesamos ser cristianos
debemos recordar de continuo. No hay nada más común que oír a las
personas decir que ya conocen una doctrina o un mandamiento
mientras que se mantienen en la incredulidad o en la desobediencia.
De hecho, parecen congratularse por el supuesto valor redentor del
conocimiento aun cuando no dé fruto en el corazón, el carácter o la
vida. Sin embargo, lo cierto es precisamente lo contrario. Saber lo que
debemos ser, creer y hacer sin que ese conocimiento nos afecte, solo
incrementa nuestra culpabilidad a los ojos de Dios. A menos que nos
arrepintamos, saber que los cristianos deben ser humildes y amar, y a
la vez seguir siendo egoístas y orgullosos, solo nos hundirá más aún en
nuestra miseria. En resumen, la práctica es la vida misma de la
religión: “Al que sabe hacer lo bueno, y no lo hace, le es pecado”
(Santiago 4:17).
Por supuesto, nunca se debe despreciar el conocimiento. En un
sentido es como comienza el cristianismo en el alma. Obviamente,
mientras no sepamos nada del pecado, del arrepentimiento, de la fe o
de la conciencia, no somos más que paganos. Pero tampoco debemos
valorarlo en exceso. Es completamente inútil a menos que repercuta
en nuestra conducta, influya en nuestra vida y condicione nuestra
voluntad. De hecho, el conocimiento sin la praxis nos deja al mismo
nivel del diablo. Él podía decir a Jesús: “Sé quién eres, el Santo de
Dios” (Marcos 1:24). Los demonios —dice Santiago— “creen, y
tiemblan” (Santiago 2:20). Satanás conoce la verdad, pero no está
dispuesto a obedecerla, y es desgraciado. El que quiera ser
bienaventurado en el servicio de Cristo, no solo debe saber, sino
también hacer.
Por otro lado, en estos versículos se nos enseña el conocimiento
perfecto que tiene Cristo de todo su pueblo. Puede distinguir entre una
falsa profesión de fe y la gracia verdadera. La Iglesia puede ser
engañada y considerar apóstoles a hombres que no son más que
hermanos de Judas Iscariote. Pero a Jesús no se le engaña nunca,
porque Él escruta los corazones. Y aquí lo declara con especial
insistencia: “Yo sé a quienes he elegido”.
Este conocimiento absoluto de nuestro Señor Jesucristo es un
concepto muy serio que produce dos efectos. Al hipócrita debiera
preocuparle y llevarle al arrepentimiento. Debe recordar que el Juez
omnisciente ya le ve claramente y advierte que no lleva vestido de
bodas. Si no quiere quedar en vergüenza en el último día, debe echar a
un lado su falsa profesión de fe y confesar su pecado antes de que sea
demasiado tarde. Por otro lado, los creyentes pueden consolarse con la
idea de un Salvador omnisciente. Cuando este mundo maligno los
malinterprete y vilipendie, pueden recordar que su Maestro lo sabe
todo. Es conocedor de su autenticidad y sinceridad, por débiles y
falibles que sean. Se acerca un día en que los confesará ante el Padre y
los presentará limpios y resplandecientes como el cielo de una mañana
de verano.
En último lugar, en estos versículos se nos enseña la verdadera
dignidad de los discípulos de Cristo. Quizá el mundo desprecie a los
hombres que imitan a los Apóstoles y se burle de ellos debido a que les
preocupa más poner en práctica el amor y la humildad que los afanes
del mundo. Pero el Maestro les pide que recuerden su llamamiento y
que no se avergüencen. Son embajadores de Dios y no deben
desanimarse. “De cierto, de cierto os digo —dice—: El que recibe al
que yo enviare, me recibe a mí; y el que me recibe a mí, recibe al que
me envió”.
La doctrina que se presenta aquí es de gran ánimo. Debiera animar
y estimular a todos los que se proponen hacer el bien, y especialmente
el bien a los pobres y a los humildes. Este tipo de obra no recibe
muchos elogios del mundo, y a menudo los que se dedican a ella son
considerados idealistas trasnochados y se enfrentan a una gran
oposición. A pesar de todo, deben proseguir y consolarse con las
palabras de Cristo que estamos considerando. Gastar y gastarse
intentando hacer el bien es mucho más honroso a los ojos de Jesús que
estar al mando de un ejército o amasar una fortuna. Los pocos que
trabajan para Dios en el camino de Cristo no tienen de qué
avergonzarse. Que no se desanimen si los hijos de este mundo se ríen
de ellos y los desprecian. Se acerca un día en que oirán estas palabras:
“Venid, benditos de mi Padre, heredad el reino preparado para vosotros
desde la fundación del mundo” (Mateo 25:34).

Notas: Juan 13:16–20


V. 16: [De cierto, de cierto os digo, etc.]. Sin duda, esta conocida
expresión se utiliza para recalcar la importancia de las lecciones que nuestro
Señor está enseñando aquí a sus discípulos. Es como si dijera: “No os toméis
a la ligera lo que os estoy enseñando. No se trata de nada banal. En mi
servicio, el amor y la humildad son cosas de mucho peso. Os pido
solemnemente que recordéis que, como a menudo os he dicho, el siervo no
es mayor que su señor, sino que debe seguir su ejemplo meticulosamente. El
mensajero enviado en su misión no es mayor que quien le envía, y debe
asegurarse de hacer todo lo que se le pide. Si Yo, vuestro Maestro y vuestra
Cabeza, he llevado a cabo estos actos de amor y humildad, jamás os
avergoncéis de hacer lo mismo o cosas parecidas. Si de verdad sois mis
discípulos y mensajeros, debéis demostrarlo imitándome sin temor en todo lo
que he hecho”.
La palabra griega traducida como “el enviado” aparece en otros pasajes
como “el Apóstol”. Los traductores parecen haber optado por traducir la
palabra como lo han hecho para mostrar de manera más patente la relación
entre “el que le envió” y “el enviado”, lo cual, a un lector no versado en el
griego, le habría pasado por alto de haber sido utilizado el término “apóstol”.
V. 17: [Si sabéis estas cosas […], hiciereis]. Este versículo parece tener el
propósito de confirmar el anterior: “No os contentéis con conocer estas cosas
de forma intelectual. Aseguraos de ponerlas en práctica. Si de verdad
entendéis lo que quiero decir, seréis bienaventurados si las ponéis en
práctica”. La idea implícita parece ser la siguiente: “Seréis cristianos
desgraciados y desdichados si conocéis estas cosas y no vais más allá, si no
las practicáis”.
Adviértase el solemne principio que encierra este versículo. Hacer el bien
es la única prueba segura de tener vida espiritual. Conocimiento sin praxis es
típico del carácter del diablo. Nadie es más conocedor de la Verdad y hace
mayor mal que él. ¡No lo olvidemos!
V. 18: [No hablo de todos vosotros]. No está muy claro lo que quiso decir
nuestro Señor con estas palabras. Algunos, como el obispo Hall, consideran
que están relacionadas con el versículo anterior y que nuestro Señor quería
decir: “Cuando hablo de bienaventuranza, del conocimiento y de ponerlo en
práctica, no hablo como si no hubiera ningún falso apóstol entre vosotros”.
Otros piensan que el sentido se debe trasladar hacia delante: “No hablo
de vosotros como si todos fuerais igualmente fieles y hubierais sido enviados
por Mí de la misma forma”.
[Yo sé a quienes he elegido]. Nuevamente, esta frase se puede interpretar
de dos formas. Algunos —como Calvino, Poole, Rollock y Hutcheson— piensan
que hace referencia a la elección eterna de los discípulos que eran creyentes
verdaderos: “Sé a quiénes he elegido y llamado verdaderamente para ser
míos por medio de mi Espíritu”.
Otros —como Zuinglio, Musculus, Hall, Whitby, Hengstenberg y Burgon—
creen que solo hace referencia a la elección oficial de los Doce cuando
nuestro Señor los escogió para que fueran sus discípulos, sin ninguna alusión
al llamamiento interior de la gracia. De ese modo, significaría: “Sé cuál es la
verdadera naturaleza de todos aquellos a quienes he llamado para que sean
mis discípulos profesantes”. Sin duda, juega a favor de esta idea el hecho de
que, en Juan 6:70, nuestro Señor utilice precisamente esa expresión: “¿No os
he escogido yo a vosotros los doce, y uno de vosotros es diablo?”.
Todo el que desee un análisis detallado de la cuestión puede consultar la
inteligente exposición que hace Gomarus de ella.
[Mas para que se cumpla la Escritura]. El sentido de lo que nuestro Señor
quiere decir se puede completar de la siguiente forma: “No hablo de vosotros
como si todos fuerais fieles. Sé que no todos estáis limpios y sois fidedignos,
y sé que de esta forma se cumplirán las palabras de la Escritura”.
Aquí, tal como sucede en muchos otros pasajes, cuando encontramos la
expresión “esto sucedió para que la Escritura se cumpliese”, no debemos
imaginar ni por un instante que significa que “las cosas sucedieron a fin de
que fuera posible que la Escritura se cumpliese”, sino “que cuando esto
sucedió, las Escrituras se cumplieron”. “Conozco la naturaleza de todos mis
discípulos —parece decir nuestro Señor— y sé que pronto ocurrirá algo con lo
que se cumplirá la Escritura”.
[El que come pan conmigo, etc.]. Aquí vemos cómo el Salmo 41 se aplica
a uno más grande que David y a otro peor que Aitofel. El versículo 9 aquí
citado reza así: “Aun el hombre de mi paz, en quien yo confiaba, el que de mi
pan comía, alzó contra mí el calcañar”. La expresión hace referencia al acto
de alguien que, igual que un caballo feroz e indómito, se vuelve contra su
amo y le cocea. “Esto —dice nuestro Señor— está a punto de cumplirse en la
conducta de Judas Iscariote hacia Mí”.
Por supuesto, no podemos decir que esta cita sea una prueba
incontrovertible de que Judas comió la Cena del Señor. Pero sin duda inclina
la balanza a favor de ello. Es bastante notable la utilización de las palabras
“el que come pan conmigo” en el contexto de la institución de la Cena del
Señor.
Este pasaje deja muy clara la lección de que no debe sorprendernos que
nuestros amigos y compañeros en esta vida nos decepcionen grandemente.
Cuanto menos esperemos del hombre, mejor.
V. 19: [Desde ahora os lo digo, etc.]. Es indudable que este versículo se
aplica a la advertencia que acababa de hacer nuestro Señor con respecto a la
inminente apostasía de Judas: “Os hablo de la caída inminente de uno de
vosotros antes de que se produzca a fin de que cuando suceda no os extrañe,
sino que tengáis motivos renovados para creer que Yo soy el Mesías
prometido”.
La expresión “yo soy” puede contener una referencia implícita al famoso
“YO SOY me envió a vosotros” de Éxodo 3:14. Va ligada al “enviar” del
versículo siguiente.
V. 20: [De cierto, de cierto os digo, etc.]. Da la impresión de que, en este
versículo, la intención de nuestro Señor es animar y alentar a sus fieles
discípulos. “No desmayéis —parece decir— aunque uno de vosotros sea
desleal y se aparte. Perseverad y no temáis. Recordad la dignidad de vuestro
oficio. Os declaro solemnemente que quien os reciba a vosotros, o a cualquier
otro enviado para predicar el Evangelio, a Mí me recibe, porque sois mis
representantes. El que me recibe, no solo me recibe a Mí, sino a Dios el Padre
que me envió. No tenéis motivos, pues, para avergonzaros de vuestro
llamamiento, por muy indignamente que se comporte alguno de vosotros”.
Adviértase que no es cosa banal rechazar y despreciar a un ministro fiel
de Cristo. Un siervo débil e ignorante puede ser emisario de un señor egregio
y, por razón de su señor, no debemos tomarlo a la ligera. Despreciar a los
ministros de Cristo cuando son verdaderamente fieles es un mal síntoma en
una iglesia o nación.
Sin duda, no es fácil ver la relación de este versículo con el anterior, y
esto ha sido motivo de perplejidad para todos los comentaristas. Algunos —
como Alford— son de la opinión de que nuestro Señor tenía el propósito de
mostrar la maldad de Judas al renunciar a un oficio tan honroso como el del
apostolado. Esto parece un poco rebuscado. Otros lo remiten al mandamiento
de imitar la humildad de nuestro Señor lavándose los pies mutuamente, y
creen que tiene la intención de recordarles que aun ellos son embajadores de
Cristo. Prefiero la idea que ya ofrecimos anteriormente, es decir, que estas
palabras tienen el propósito de alentar y reconfortar a los discípulos. Aunque
no todos eran fieles, los genuinos eran embajadores de Cristo nombrados por
Él.
Dice Stier: “Todo el círculo de los Apóstoles parecía descorazonado por la
traición de Judas y nuestro Señor confirma, pues, a los fieles en su elección, y
lo hace muy oportunamente repitiendo una promesa anterior”.

Juan 13:21–30

El tema de estos versículos es particularmente doloroso. Describen la


última escena entre nuestro Señor y Judas Iscariote antes de que el
falso apóstol le traicionara. En ellos vemos las últimas palabras que
mediaron entre ambos antes de que se separaran definitivamente en
este mundo. No parece que volvieran a reunirse en la Tierra,
exceptuando los sucesos del huerto, cuando nuestro Señor fue
arrestado. Poco después, tanto el santo Maestro como el siervo traidor
habían muerto. No volverán a encontrarse físicamente hasta que
suene la trompeta y los muertos sean resucitados, cuando llegue el
momento del Juicio y se abran los libros. ¡Qué terrible encuentro será
ese!
En primer lugar, adviértanse en este pasaje las aflicciones que
sufrió nuestro Señor Jesús por amor a nuestras almas. Se nos dice que,
poco después de lavar los pies de sus discípulos, “se conmovió en
espíritu, y declaró y dijo: […] Uno de vosotros me va a entregar”.
La mayoría de las personas es incapaz de imaginar los extremos a
los que llegó el sufrimiento de nuestro Maestro durante su ministerio
terrenal. Su muerte y su tormento en la Cruz solo fueron la culminación
de sus sufrimientos. A lo largo de su vida, en parte por la incredulidad
generalizada de los judíos, en parte por el odio enconado de los
fariseos y los saduceos, en parte por la debilidad y las flaquezas de sus
escasos seguidores, fue de forma especial un “varón de dolores,
experimentado en quebranto” (Isaías 53:3).
Pero la aflicción que tenemos delante es de una naturaleza
excepcional. Era la amargura de ver a un apóstol escogido apostatar
de forma deliberada y convertirse en un traidor ingrato. No cabe duda
de que se trataba de un dolor previsto de antemano, pero el dolor no
disminuye porque se prevea. Es obvio que se trataba de un dolor
particularmente hiriente. La ingratitud es lo más duro que puede haber
para la carne y la sangre. Hasta uno de nuestros poetas dijo que “un
niño ingrato es más hiriente que el colmillo de una serpiente”. La
rebelión de Absalón fue lo que más apesadumbró a David, y la traición
de Judas Iscariote fue una de las pruebas más duras para el Hijo de
David. Cuando vio que se acercaba “se conmovió en espíritu”.
Este tipo de pasajes debiera hacernos ver el asombroso amor de
Cristo hacia los pecadores. ¡Cuántas dolorosas copas bebió hasta las
heces para obrar nuestra salvación además de la tremenda copa de
cargar con nuestros pecados! Nos muestran lo poco acreditados que
estamos para quejarnos de las deslealtades de nuestros amigos y las
decepciones que sufrimos por causa de los hombres. No deben ser
motivo de sorpresa si seguimos los pasos de nuestro Maestro. Por
encima de todo, nos muestran lo perfectamente idóneo que era que
Cristo fuese nuestro Salvador. Puede compadecerse de nosotros. Él
mismo sufrió y puede entender a los maltratados y desamparados.
En segundo lugar, adviértanse en estos versículos el poder y la
maldad de nuestro gran enemigo el diablo. Al comienzo del capítulo se
nos dice que “había puesto en el corazón” de Judas que traicionase a
nuestro Señor. Se nos dice que “entró en él”. Primero insinúa; luego
ordena. Primero llama a la puerta y pide permiso para entrar; una vez
que se le deja entrar, se adueña por completo del hombre interior y lo
tiraniza.
Cuidémonos de no “[ignorar] sus maquinaciones” (2 Corintios 2:11).
Sigue andando alrededor, buscando a quién devorar. Ronda nuestro
camino y nuestro lecho, vigila todos nuestros actos. La única forma de
estar a salvo es resistirle desde el principio y no prestar oídos a sus
primeras insinuaciones. Esto es responsabilidad nuestra. Por fuerte que
sea, no puede dañarnos si clamamos a Aquel que es más poderoso y
está en el Cielo y utilizamos los medios que ha puesto a nuestro
alcance. Es uno de los principios fundamentales del cristianismo, y
siempre comprobaremos su veracidad: “Resistid al diablo, y huirá de
vosotros” (Santiago 4:7).
Una vez que se flirtea con el diablo, no se sabe hasta dónde se
puede caer. Quizá muchos se tomen a la ligera el hecho de acariciar
ciertas ideas pecaminosas y malignas cuando hacen acto de presencia
en nuestros corazones y de prestar oídos a la seductora voz de
Satanás y abonar el terreno para las semillas de maldad que deposita
en nosotros. Es precisamente ahí donde a menudo se inicia el camino a
la perdición. Quien permite a Satanás sembrar pensamientos
pecaminosos en él, pronto cosechará hábitos perversos. Feliz aquel
que cree verdaderamente en el diablo y vigila y ora a diario para no
caer en sus tentaciones.
Finalmente, adviértase en estos versículos el grado de
endurecimiento que puede llegar a experimentar el corazón de un
relapso. Esto queda dolorosamente de manifiesto en el caso de Judas
Iscariote. Se podría pensar que el dolor de nuestro Señor y su solemne
advertencia —“uno de vosotros me va a entregar”— harían mella en la
conciencia de aquel infeliz. Pero no fue así. Se podría pensar que
aquellas solemnes palabras —“lo que vas a hacer, hazlo más pronto”—
le habrían detenido y avergonzado de sus intenciones pecaminosas.
Pero parece como si nada le perturbara. Como alguien cuya conciencia
está muerta y enterrada, se levanta y se marcha para llevar a cabo su
malvada tarea, separándose de su Señor para siempre.
Uno de los aspectos más aterradores de nuestra naturaleza es el
grado al que podemos llegar a endurecernos a fuerza de ofrecer
resistencia a la luz y el conocimiento. Podemos insensibilizarnos como
los miembros de un moribundo. Podemos perder todo temor,
sentimiento de vergüenza o remordimiento y tener un corazón duro
como la piedra, imperturbable ante todo llamamiento y advertencia. Es
una dolencia terrible, pero no infrecuente entre los que profesan ser
cristianos. Nadie es tan susceptible de sufrirla como aquellos que,
disfrutando de luz y de abundantes privilegios, dan la espalda
deliberadamente a Cristo y regresan al mundo. No parece que nada
salvo la voz del arcángel y la trompeta de Dios sea capaz de despertar
a esas personas.
Vigilemos celosamente nuestros corazones y evitemos dejar abierto
el camino a la tentación. Bienaventurado aquel que “siempre teme” y
camina humildemente con su Dios. El cristiano más fuerte es aquel
que más siente su debilidad y más a menudo clama: “Sostenme, y seré
salvo” (Salmo 119:117; Proverbios 28:14).

Notas: Juan 13:21–30


V. 21: [Habiendo dicho Jesús esto]. Aparentemente, aquí se produce una
pausa o interrupción en el relato. Este es el punto en el que S. Juan parece
introducir la institución de la Cena del Señor. En cualquier caso, no tiene
sentido comparar su relato de esta noche con los de Mateo, Marcos y Lucas,
donde tan bien encaja. Esta es la opinión de Jansen, Lampe y Burgon.
[Se conmovió en espíritu]. Esta expresión utilizada en referencia a nuestro
Señor es específica de S. Juan. Solamente la encontramos en su Evangelio,
aquí y en los versículos 11:33 y 12:27. Aquí, su significado parece ser el dolor
y la pena que sintió nuestro Señor al ver cómo uno de sus apóstoles estaba a
punto de traicionarle. Además de esto, es probable que también comprenda
el sufrimiento y el tormento de su alma al sentir el peso del pecado del
mundo sobre Él, y que se intensificaría en el huerto de Getsemaní.
Adviértase que, de todos los autores de los Evangelios, Juan es el que más
insiste en la naturaleza divina de nuestro Señor y también el que más
detalladamente describe la realidad de sus sentimientos humanos.
Observemos que una mente atormentada y angustiada no es
necesariamente pecaminosa. Comenta Brentano, citando a Agustín, “lo
necios que eran los maestros estoicos, que enseñaban que un hombre sabio
nunca debe sentirse intranquilo”. Permítaseme añadir que un creyente nunca
debe tener un tono frío y duro. Eso no es imitar a su Maestro.
Musculus piensa que la angustia y el dolor de nuestro Señor ante la
maldad de Judas tuvo mucho que ver con que se “conmoviera en espíritu”.
No hay nada tan triste como la visión de un relapso endurecido e incorregible.
[Declaró y dijo: De cierto, de cierto […] entregar]. Igual que en otros
pasajes, este solemne “de cierto, de cierto” tenía como finalidad llamar la
atención de los discípulos con respecto a la declaración que nuestro Señor
iba a hacer. “Uno de vosotros me va a entregar. Mi última prueba se acerca.
Estoy a punto de cargar con los pecados del mundo en mi propio ‘cuerpo
sobre el madero’ y, mal que me pese decirlo, el primer paso en mi pasión
será la traición que sufriré por parte de uno de vosotros”.
Adviértase la profunda presciencia que tenía nuestro Señor de todos los
detalles de sus sufrimientos, así como del hecho de que habría de ser
inmolado.
V. 22: [Entonces los discípulos se miraban unos a otros]. Parece que el
primer efecto que tuvo la afirmación de nuestro Señor fue el silencio. Los
discípulos se miraron con asombro. Jamás habrían imaginado lo que acababa
de decir.
[Dudando de quién hablaba]. La palabra “dudando” es un pálido reflejo de
la intensidad del original griego. El significado es más bien, como en 2
Corintios 4:8 (LBLA), “perplejos”, “confundidos”.
¡Adviértase que ninguna de las sospechas recae aquí o en otro lugar sobre
Judas! Por lo que se puede ver, parecía tan bueno como Pedro, Santiago y
Juan, e igual de poco susceptible de traicionar a su Maestro. Es terrible hasta
qué punto puede llegar la hipocresía y pasar inadvertida a los hombres.
V. 23: [Y uno de sus discípulos, al cual Jesús amaba]. Es indudable que se
trataba de Juan, el autor de este Evangelio. Es la primera vez que habla de sí
mismo de esta forma, y la expresión se repetirá posteriormente en cuatro
ocasiones: 19:26, 20:2, 21:7, 20.
Es reseñable el término griego traducido como “amaba”. Hace referencia
al amor más noble, elevado y excelso. En el Nuevo Testamento hay dos
palabras griegas que se traducen como “amor”.
Adviértase que el amor general que sentía nuestro Señor hacia todos sus
discípulos no era óbice para que amara de forma especial a un individuo. No
se nos refieren los motivos de este amor especial. En Juan no son tantos los
dones como la gracia lo que se destaca. Pero es digno de atención que Juan
parece caracterizarse por el amor más que ningún otro discípulo y que en
esto mostraba más la voluntad de Cristo. Está claro que el amor especial
hacia un individuo es perfectamente compatible con el amor hacia todos.
Es de reseñar que, de todos los autores del Nuevo Testamento, ninguno se
adentró de tal forma en las cosas ocultas de Dios como aquel que se recostó
en el pecho de Cristo.
[Estaba recostado al lado de Jesús]. Para entender esto debemos tener en
mente las costumbres orientales en tiempos de nuestro Señor con respecto a
la postura y la actitud de los comensales en una comida. No se sentaban,
sino que se reclinaban. El famoso fresco de Leonardo da Vinci sobre la última
Cena transmite una idea completamente equivocada de la escena.
V. 24: [A éste, pues, hizo señas Simón Pedro, etc.]. Este versículo muestra
de forma sorprendente el celo y el fervor característicos de Pedro. Nadie
parece tan agitado por la declaración de nuestro Señor. Nadie está tan
deseoso de saber a quién se refiere. No puede quedarse quieto como los
demás y hace señas a Juan para que pregunte de forma privada quién puede
ser. Al haber sido educado como pescador, al igual que Juan, probablemente
tenían una relación muy personal y se podían entender por señas, como los
pescadores.
Adviértase que toda la situación parece mostrar que Pedro no se sentaba
junto a nuestro Señor, en un lugar de honor. Este lugar correspondía a Juan.
¡Observa Rollock que, lejos de tener Pedro una posición privilegiada entre
los Apóstoles, recurre a la intercesión de Juan!
V. 25: [Él entonces, recostado cerca del pecho de Jesús, etc.].
Obviamente, la idea es de moverse e inclinarse sobre otro para susurrarle al
oído una pregunta de forma inadvertida para los demás. Es evidente que eso
es lo que hizo Juan. No tendría sentido que preguntara en voz alta: “¿Quién
es?”.
V. 26: [Respondió Jesús: […] pan mojado, aquél es]. Probablemente el
gesto mediante el que nuestro Señor indicó a Juan quién era el traidor fuera
tan común en una comida oriental que nadie vería nada de especial en ello.
En Rut 2:14 vemos que era una forma normal de comer: “Moja tu bocado en
el vinagre”. “Mojar”, como hizo nuestro Señor, era probablemente un
cumplido o una forma de distinguir a alguien.
Es obvio que nuestro Señor susurró su respuesta. Nadie salvo Juan parece
advertirla.
Observa Hengstenberg que, con este gesto de bondad, Jesús “habría
tocado el corazón de Judas una vez más, si es que hubiera sido capaz de
sentir algo”.
[Y mojando el pan, lo dio a Judas […] Simón]. En el original, el verbo “dar”
está conjugado en presente, lo que muestra que nuestro Señor lo hizo acto
seguido de responder a Juan.
Es digno de atención que, tal como sucede en otros pasajes, Juan llame a
Judas “hijo de Simón” de forma específica, a fin de dejar claro qué Judas llevó
a cabo este acto despreciable.
Comenta Bengel: “¡Qué cerca estuvo Jesús de Judas en esta ocasión! Pero
poco después, ¡con qué abismo separó la gloria a Jesús de Judas y la
destrucción a Judas de Jesús”.
V. 27: [Y después del bocado, Satanás entró en él]. Por supuesto, esto no
significa que Satanás entrara entonces por primera vez, sino que a partir de
ese momento Satanás se apoderó por completo del corazón de Judas. Hasta
entonces había estado en él, pero ahora hacía su toma de posesión.
Aunque omitida por los traductores, en el griego se introduce la palabra
“entonces” de manera enfática. Debería ser: “Y después del bocado,
entonces Satanás entró en él”.
Adviértanse la existencia, la personalidad y el terrible poder del diablo,
nuestro gran enemigo espiritual. El poder y el dominio que ejerce sobre
nosotros tienen diversos grados. Si no se opone resistencia a sus primeras
tentaciones, puede acabar apoderándose por completo del alma y
convertirnos en esclavos suyos. Esta parece haber sido la historia de Judas.
Toda apostasía se produce de forma gradual.
Observa Musculus que Satanás estuvo presente e intensamente atareado
hasta en la primera celebración de la Santa Cena. Recordémoslo al participar
en la Cena del Señor.
[Entonces Jesús le dijo: […] hazlo más pronto]. Es difícil definir con
exactitud el significado de esta solemne afirmación. Obviamente, se trata de
una afirmación elíptica sobre la que solo cabe conjeturar.
Por supuesto, es inconcebible que nuestro Señor deseara apresurar la
ejecución de un acto malvado ni tampoco es imaginable que exhibiera alguna
clase de impaciencia o de falta de disposición para aguardar la hora de sus
sufrimientos. Debemos recordar que nuestro Señor sabía perfectamente todo
lo que le esperaba en las siguientes veinticuatro horas. ¿No habla entonces a
Judas como a uno de los instrumentos de la gran obra que estaba a punto de
llevarse a cabo? ¿No parece como si le dijera: “Si debes llevar a cabo este
horrible crimen —y sé que el príncipe de este mundo se ha apoderado por
completo de tu corazón—, ve y hazlo. No te retrases. Estoy dispuesto a sufrir
y a morir. Haz tu parte y Yo haré la mía. El sacrificio está preparado para ser
inmolado. Cumple con tu cometido y no pierdas el tiempo
innecesariamente”?
Dice Crisóstomo: “Esta no es la forma de hablar de alguien que ordena o
aconseja, sino de alguien que reprende y muestra que desea corregirle; pero,
puesto que era incorregible, le dice que lo haga”.
Dice Agustín: “Esta es una expresión que denota aceptación más que ira”.
Dice Calvino: “Hasta ahora, Cristo ha intentado disuadir a Judas
infructuosamente. Ahora se dirige a él como a un hombre desesperado:
‘Encamínate hacia tu destrucción, ya que así lo has decidido’. Al hacer esto,
desempeña la tarea de un Juez que sentencia a muerte a aquellos que ya han
destruido su vida por su propia culpa, sin que él los haya llevado a su
catástrofe”.
¡Cirilo plantea la extraña idea de que nuestro Señor dirige estas palabras
a Satanás y no a Judas, y que, por así decirlo, le está desafiando a hacer lo
peor!
Gerhard considera que esta expresión es semejante a las palabras de Dios
a Balaam cuando le dice: “Levántate y vete” (Números 22:20). No
significaban que lo aprobara, sino simplemente que le daba permiso. Sin
embargo, la ira de Dios se encendió cuando Balaam se marchó con los
embajadores de Balac.
Musculus destaca la utilización del presente (RV 1909). No es “lo que vas
a hacer”, sino “lo que haces”. Aun ante la Mesa del Señor, se estaba
desarrollando la maldad del corazón de Judas.
Dice Lightfoot: “Interpreto esta expresión como una amenaza tácita y
severa a la que no le faltaba cierto sarcasmo e indignación: ‘Sé bien lo que
planeas contra Mí. Lo que haces, hazlo rápido o puede que tu propia muerte
lo evite, porque te queda muy poco tiempo de vida. Tu fin se acerca’ ”.
Whitby lo compara con Ezequiel 20:39: “Andad cada uno tras sus ídolos, y
servidles”.
Algunos —como Hengstenberg— traducirían el original griego como “más
rápidamente” en lugar de “más pronto”, como si nuestro Señor deseara que
lo hiciera con mayor celeridad. Pero no veo que sea demasiado necesario.
Después de todo, es digno de atención que ni siquiera los discípulos
supieran a qué se refería; y a Juan mismo, a pesar de escribir cuarenta años
después y por inspiración de Dios, no se le instruyó para que lo explicara, a
pesar de que sí explica las afirmaciones de nuestro Señor en otros pasajes.
No tenemos por qué temer, pues, dejar abierto su significado.
El contexto deja muy claro que nuestro Señor pronunció estas misteriosas
palabras abiertamente y en voz alta para que todos los presentes lo oyeran.
La pregunta de Juan fue un susurro; su respuesta fue otro susurro, y nadie
más lo percibió. Pero las palabras que dirigió a Judas fueron oídas por todos.
V. 28: [Pero ninguno de los que estaban a la mesa, etc.]. Una traducción
más literal de este versículo sería: “Pero nadie entendió, de los que estaban a
la mesa, por qué dijo esto”. La frase confirma lo antedicho con respecto a que
la pregunta de Juan y la respuesta de nuestro Señor fueron pronunciadas en
voz baja sin que nadie más las advirtiera. Estas súbitas palabras de nuestro
Señor a Judas sorprenderían, pues, a los discípulos.
V. 29: [Porque algunos pensaban, etc.]. Todo este versículo es muy
interesante y arroja luz sobre varias cuestiones curiosas.
a) La afirmación de que “Judas tenía la bolsa” muestra la posición que
ocupaba entre los Apóstoles. No era alguien inferior o por debajo de los
demás. Muy lejos de ser objeto de sospechas, él era el encargado de
custodiar el dinero. Bullinger llega a pensar que debió de ser alguien que
destacaba por su sabiduría, sensatez, capacidad de gestión y lealtad.
b) La suposición de algunos de los Apóstoles de que Jesús había dicho a
Judas que “comprara lo que necesitaban para la fiesta” muestra claramente
que nuestro Señor no obraba milagros para cubrir sus necesidades y las de
sus discípulos. Los cristianos deben comprar y vender como los demás y
deben administrarse con sensatez y economizar. También demuestra lo
escasamente conscientes que eran los discípulos de la inminencia de la
muerte de su Maestro.
c) La suposición de los otros de que Jesús había dicho a Judas “que diese
algo a los pobres” muestra claramente que nuestro Señor acostumbraba a
dar limosnas. Santificaba y dignificaba la tarea de ayudar a los pobres por
medio de su propio ejemplo. Debemos examinar con atención este pasaje y
Gálatas 2:10. Cabría plantearse si la Poor Law de Inglaterra no ha contribuido
a reducir las limosnas mucho más de lo que es correcto a los ojos de Dios.
Adviértanse los peligros que encierra la gestión del dinero. El que se
encarga del dinero en el pequeño grupo de seguidores de nuestro Señor es el
mismo que destruye su alma para siempre por amor al dinero. “No me des
pobreza ni riquezas; mantenme del pan necesario”, debiera ser la oración
cotidiana de los cristianos (Proverbios 30:8).
Señala Bullinger que es obvio que la posesión de dinero no es
intrínsecamente maligna y utiliza este versículo para argumentar que los
frailes mendicantes católicos y otros que se someten voluntariamente a la
pobreza se engañan por completo. Lo pecaminoso no es la posesión, sino la
malversación.
V. 30: [Cuando […] bocado, luego salió]. Es fácilmente comprensible que
Judas se marchara apresuradamente después de que nuestro Señor le hubo
dado el bocado de pan y pronunció las singulares palabras que acabamos de
comentar. Supo de inmediato que nuestro Señor era conocedor de su plan y
temió que le dejara en evidencia. Sentía el peso de su conciencia y no se
atrevió a seguir en compañía de nuestro Señor. Aunque nadie más lo hiciera,
él sí que entendió lo que nuestro Señor quería decir. Advirtió que había sido
descubierto y se levantó y salió por pura vergüenza.
¡En todo caso, es curioso y digno de atención que, a pesar de saber con
toda probabilidad que Judas era el traidor por lo que había dicho nuestro
Señor, no da la impresión de que Juan dijera nada a los demás discípulos!
Cuesta trabajo explicar esta parte del relato de esta memorable historia a
menos que aceptemos que Judas Iscariote participó en la Cena del Señor
junto con los demás Apóstoles. El relato prosigue sin interrupción desde este
momento hasta el arresto de nuestro Señor en el huerto, y no veo en qué
otra parte puede encajar la Cena del Señor. Sostengo, pues, con convicción,
que Judas llegó a participar de la Cena. Gerhard, que es de la misma opinión,
analiza esta cuestión a fondo y lo confirma citando a Cipriano, Jerónimo,
Agustín, Crisóstomo, Cirilo de Jerusalén, Teodoro, Eutimio, Lombardo, Aquino,
Ferus, Toledo, Belarmino, Jansen, Baronius, Maldonado, Calvino, Beza, Mártir,
Bucero y Whitaker. Después de todo, considero que la expresión utilizada en
Lucas 22:21 es incontestable.
[Y era ya de noche]. Por supuesto, esta pequeña frase no se introduce al
azar, pero no podemos más que conjeturar con respecto a los motivos.
Quizá tenga la finalidad de mostrar que Judas aguardó deliberadamente a
que se hiciera de noche para llevar a cabo esta obra de las tinieblas. “Esta es
vuestra hora, y la potestad de las tinieblas” (Lucas 22:53).
Quizá tenga el propósito de mostrar que Judas se escabulló cuando nadie
podía ver adónde se dirigía, seguirle u observar lo que hacía.
Quizá solo tenga la intención de señalar el momento exacto en que
nuestro Señor pronunció el exquisito sermón de los tres capítulos siguientes.
S. Juan es muy amigo de indicar los lugares y los momentos en su relato.
En todo caso, hay algo muy claro. La expresión muestra que la primera
Cena del Señor no se celebró de día, sino de noche. Las objeciones que
suelen plantear algunas personas a un sacramento nocturno son tan
completamente insostenibles si se tiene en cuenta este pasaje, que asombra
cómo hombres sensatos pueden llegar a hacerlas. No puede tener nada de
equivocado imitar a la gran Cabeza de la Iglesia.

Juan 13:31–38

En este pasaje vemos a nuestro Señor solo al fin con sus once
discípulos fieles. Judas, el traidor, ya ha salido de la estancia para
llevar a cabo su malvada obra de las tinieblas. Libre ya de su
compañía, que sin duda debió de resultarle dolorosa, nuestro Señor
abre su corazón al pequeño rebaño más de lo que lo había hecho
nunca. Al hablar con ellos por última vez antes de su pasión, comienza
un sermón más conmovedor que cualquier otro pasaje de la Escritura.
Estos versículos nos muestran cómo la crucifixión glorificó a Dios el
Padre y a Dios el Hijo. Resulta imposible evitar llegar a la conclusión de
que esto era lo que nuestro Señor tenía en mente cuando dijo: “Ahora
es glorificado el Hijo del Hombre, y Dios es glorificado en él”. Es como
si dijera: “El momento de mi crucifixión se acerca. Mi obra en la Tierra
ha concluido. Mañana se producirá un acontecimiento que, por muy
doloroso que sea para los que me aman, me glorificará a Mí y
glorificará al Padre”.
Esta era una afirmación oscura y misteriosa y bien podemos creer
que los once no la entendieron. ¡Y no es sorprendente! ¡El tormento de
la muerte en la Cruz, toda la ignominia y la humillación que
presenciaron o de la que oyeron al día siguiente cuando le colgaron
durante seis horas entre dos ladrones no tenía nada de glorioso! Por el
contrario, era un acontecimiento que los desalentaría, avergonzaría y
decepcionaría. Y, sin embargo, lo que nuestro Señor decía era cierto.
La crucifixión glorificó al Padre. Glorificó su sabiduría, su fidelidad,
su santidad y su amor. Mostró su sabiduría al proporcionar un plan para
ser justo a pesar de justificar a los impíos. Mostró su fidelidad al
cumplir su promesa de que la simiente de la mujer heriría a la
serpiente en la cabeza. Mostró su santidad al exigir que nuestro gran
Sustituto satisficiera las exigencias de su Ley. Mostró su amor al
proporcionar un Mediador, Redentor y Amigo al hombre pecador en la
persona de su Hijo eterno.
La crucifixión glorificó al Hijo. Glorificó su compasión, su paciencia y
su poder. Mostró toda su compasión al morir por nosotros, al sufrir en
nuestro lugar, al permitir ser hecho pecado y maldición por nosotros y
al comprar nuestra redención al precio de su propia sangre. Mostró
toda su paciencia al no morir la muerte habitual entre los hombres, al
someterse a un tormento inimaginable del que podía haberse librado
con tan solo llamar a los ángeles de su Padre. Mostró todo su poder al
soportar el peso de todas las transgresiones del mundo, al vencer a
Satanás y arrancarle su presa.
Aferrémonos siempre a estas ideas con respecto a la crucifixión.
Recordemos que ni las pinturas ni las esculturas pueden decirnos ni
una décima parte de lo que sucedió en la Cruz. En el mejor de los
casos, los crucifijos y los cuadros solo pueden mostrarnos a un ser
humano en una terrible agonía. Pero no pueden decirnos lo más
mínimo de las profundidades de la obra que se llevó a cabo en la Cruz;
de cómo se honró la Ley de Dios, de cómo se cargó con los pecados
del hombre, de cómo se castigó el pecado en un Sustituto y se compró
la salvación gratuita para el hombre. Sin embargo, todo eso es lo que
hay detrás de la Cruz. No sorprende que el apóstol Pablo exclame:
“Lejos esté de mí gloriarme, sino en la cruz de nuestro Señor
Jesucristo” (Gálatas 6:14).
En segundo lugar, estos versículos nos muestran la gran
importancia que atribuye el Señor Jesús al amor fraternal. Tan pronto
como se marcha el apóstol traidor, llega el mandamiento: “Que os
améis unos a otros”. Inmediatamente después de anunciar su triste
partida, les ordena: “Que os améis unos a otros”. No se le denomina un
“nuevo” mandamiento porque fuera la primera vez que se ordenara,
sino porque debía honrarse más y ocupar un lugar más elevado que
antes, porque ahora era preciso dar un mayor ejemplo de él que
nunca. Por encima de todo, iba a ser la prueba a que sería sometido el
cristianismo por el mundo: “En esto conocerán todos que sois mis
discípulos, si tuviereis amor los unos con los otros”.
Asegurémonos de poner en práctica esta notoria virtud cristiana y
de no contentarnos con un mero conocimiento intelectual. De todos los
mandamientos de nuestro Maestro, no hay ningún otro del que se
hable tanto y que se cumpla menos. Sin embargo, si queremos que
nuestra profesión de amor hacia todos los hombres no esté vacía de
significado, es preciso que se perciba en nuestro carácter, en nuestras
palabras, en nuestros actos, en nuestro comportamiento en el hogar y
fuera de él, en nuestra conducta en todos los aspectos de la vida. Pero
debería manifestarse de forma especial en nuestra relación con los
demás cristianos. Debiéramos considerarlos hermanos y hermanas, y
alegrarnos de hacer cualquier cosa que redunde en su felicidad.
Debiéramos aborrecer cualquier clase de envidia, de malicia y de celos
para con un miembro de Cristo y considerarlo un pecado sin paliativos.
Eso es lo que nuestro Señor quería decir cuando habló de “amarse
unos a otros”.
La causa de Cristo en la Tierra progresaría muchísimo más si tan
solo se honrara más este sencillo mandamiento. No hay nada que el
mundo entienda mejor y valore más que el amor verdadero. Los
mismos hombres incapaces de entender la doctrina y que carecen de
cualquier conocimiento teológico son capaces de apreciar el amor. Les
llama la atención y les hace pensar. Aunque no sea más que por el
bien del mundo, busquemos poner en práctica el amor “más y más” (1
Tesalonicenses 4:10).
En último lugar, estos versículos nos muestran la mucha ignorancia
que puede tener un verdadero creyente en su corazón acerca de sí
mismo. Vemos cómo Simón Pedro se declara dispuesto a entregar su
vida por su Maestro. Vemos cómo su Maestro le dice que esa misma
noche le “negaría tres veces”. Y todos sabemos cómo acabo el asunto.
El Maestro estaba en lo cierto y Pedro estaba equivocado.
Partamos de la convicción en nuestra vida religiosa de que
desconocemos hasta qué punto son débiles nuestros corazones y que
ignoramos hasta dónde podrían llegar los límites de nuestra caída en
caso de que fuéramos tentados. Igual que Pedro, a veces nos
imaginamos incapaces de hacer ciertas cosas. ¡Nos compadecemos de
los que caen en ciertos pecados y nos reconfortamos pensando que, al
menos, nosotros no habríamos hecho eso! No tenemos ni idea. A pesar
de haber sido renovados, nuestros corazones albergan la semilla de
todos los pecados y solo precisan de la ocasión propicia, de cierto
relajo o de la pérdida de la gracia de Dios durante un tiempo para que
germinen y crezcan en toda su plenitud. Igual que Pedro, podemos
hacer cosas maravillosas por Cristo; e igual que Pedro, podemos
aprender en carne propia que no tenemos ninguna fortaleza en
absoluto.
El siervo de Cristo hará bien en recordar estas cosas. “Así que, el
que piensa estar firme, mire que no caiga” (1 Corintios 10:12). El
verdadero secreto para estar a salvo es advertir humildemente nuestra
debilidad innata, depender siempre del Fuerte para nuestra fortaleza y
orar a diario para que se nos mantenga en pie, porque nosotros no
podemos hacerlo por nuestra cuenta. El gran apóstol de los gentiles
dijo: “Cuando soy débil, entonces soy fuerte” (2 Corintios 12:10).

Notas: Juan 13:31–38


V. 31: [Entonces, cuando hubo salido, dijo Jesús]. La salida de Judas
constituye un punto de inflexión inequívoco en el relato. Inmediatamente, a
partir de este momento, nuestro Señor parece hablar como alguien aliviado
por la ausencia de una persona hostil. Se produce una alteración manifiesta
en el tono de todo lo que dice, como si hubiera subido a otro nivel.
Bengel introduce aquí el intervalo de toda una noche y piensa que aquí
comienza un nuevo discurso, pero parece una idea innecesaria y forzada.
[Ahora es glorificado el Hijo del Hombre, etc.]. Esta es una afirmación muy
profunda, y un factor de peso es el que ambos verbos estén en pasado. La
traducción literal en ambos casos sería “ha sido glorificado”. Esta no es una
forma rara de hablar. La glorificación estaba tan cerca, era tan segura, tan
completa, que habló de ella como si ya se hubiera cumplido. Se había
cumplido de propósito y en unas pocas horas se cumpliría de facto (cf. Juan
17:4). Probablemente, el significado de lo que dijo nuestro Señor se podría
parafrasear de la siguiente forma: “Ahora ha llegado el momento en que Yo,
el Hijo de Dios, seré glorificado muriendo como sustituto del hombre y
derramando mi sangre por los pecados del mundo. Ahora ha llegado el
momento de que Dios el Padre reciba la mayor gloria por medio de mi
sacrificio en la Cruz”.
Adviértase que el Señor considera su propia muerte expiatoria en la Cruz
como la parte más gloriosa de su obra en la Tierra; y no hay nada que
glorifique tanto la justicia, la santidad y la misericordia del Padre, así como la
fidelidad a sus promesas, como la muerte de su Hijo.
Adviértase asimismo que el Señor no habla de su muerte como un castigo,
una humillación o una deshonra, sino como un acontecimiento sumamente
glorioso que le glorifica tanto a Él como a su Padre. Los cristianos debieran
aprender, pues, a “gloriarse en la Cruz” (Gálatas 6:14).
Si no adoptamos esta interpretación y, tal como hace Hengstenberg, nos
ceñimos estrictamente a la traducción en pasado del verbo “glorificar”,
debemos llegar a la conclusión de que significa: “Ahora, por fin, gracias a mi
perfecta justicia en vida y a mi disposición a sufrir en la muerte, Yo, el Hijo del
Hombre, he recibido la gloria y al mismo tiempo mi Padre ha recibido la gloria
a través de Mí”. Pero la otra interpretación, la de considerar que el pasado
equivale a un presente o un futuro, es mejor. “El sacrificio ha comenzado. El
último episodio de mi obra redentora —que nos glorifica de forma especial al
Padre y a Mí— acaba de comenzar o está comenzando”.
Agustín y Ecolampadio sostienen que la expresión “ahora es glorificado el
Hijo del Hombre” hace especial referencia a la gloria que rodea a nuestro
Señor cuando todos los malvados desaparecen de su lado y solo está
acompañado de santos. Tuvo esta gloria específica a la salida de Judas
Iscariote, cuando se quedó solamente con sus discípulos fieles.
V. 32: [Si Dios es glorificado en él, etc.]. Este versículo se puede
parafrasear de la siguiente forma: “Si todos los atributos de Dios el Padre son
glorificados de forma especial a través de mi muerte, me coronará de
inmediato con una gloria especial por causa de mi obra, resucitándome de
entre los muertos y poniéndome a su diestra”. Es como el famoso pasaje de
Filipenses: “Por lo cual Dios también le exaltó hasta lo sumo”. Es la misma
idea que hallamos de manera más completa en el capítulo 17: “Te he
glorificado en la tierra […]. Ahora pues, Padre, glorifícame tú al lado tuyo”
(Filipenses 2:9; Juan 17:5).
Si, por un lado, el Hijo glorifica de forma especial la santidad, la justicia y
la misericordia del Padre al satisfacer todas sus exigencias por medio de su
preciosa sangre en la Cruz, igualmente, por otro lado, el Padre glorifica de
forma especial al Hijo exaltándole “sobre todo principado y autoridad”,
resucitándole de entre los muertos y dándole un nombre que es sobre todo
nombre (Efesios 1:21).
“En sí mismo” tiene que hacer referencia a esa gloria especial que se
confiere al Hijo en los consejos de la Santísima Trinidad por cuenta de su
encarnación, su Cruz y su pasión.
Casi resulta innecesario recordar a los cristianos que “si” no implica duda
alguna, sino que más bien equivale a “puesto que”, igual que en Colosenses
3:1: “Si, pues, habéis resucitado con Cristo”.
Sin duda, ceñirse estrictamente al pasado de “glorificar” ofrece un
significado perfectamente válido. “Si Dios el Padre ha sido glorificado en la
Tierra por medio de mi vida y mi obediencia absoluta a su Ley, también Él me
glorificará en mi propia persona, resucitándome de entre los muertos y
poniéndome a su diestra, y todo ello muy pronto”. Pero dudo que ese sea
todo el significado por las razones que aduje en el versículo anterior.
En este versículo destaca la perfecta armonía y cooperación de las
personas de la Santísima Trinidad. El Hijo glorifica al Padre y el Padre glorifica
al Hijo. Por medio de su muerte, el Hijo muestra al mundo lo santo y justo que
es el Padre y cómo aborrece el pecado. Resucitando al Hijo y exaltándole
hasta la gloria, el Padre muestra al mundo su complacencia en la redención
de los pecadores que ha procurado el Hijo.
Piensa Crisóstomo que “en seguida le glorificará” tiene que hacer
referencia a las señales y maravillas que se produjeron a partir del momento
en que nuestro Señor fue colgado en la Cruz. “El sol se oscureció, el velo del
Templo se rasgó por la mitad, muchos santos resucitaron y el cuerpo de
Cristo resucitó con su sepulcro sellado por una piedra y custodiado por unos
soldados”.
Señala Musculus que aquí vemos el gran principio que siempre se
demuestra cierto: “Los que glorifican a Dios serán glorificados por Él”.
V. 33: [Hijitos]. Esta es la única ocasión en que nuestro Señor llama a sus
discípulos de esta forma. Evidentemente, se trataba de un término afectuoso
y compasivo, como el lenguaje de un padre que habla a unos hijos a quienes
está a punto de dejar huérfanos en el mundo. “Los que me siguen y creen en
Mí, a quienes amo y considero como si fueran mis hijos”.
Adviértase que esta expresión no se utiliza hasta la salida de Judas. No se
debe hablar a los incrédulos como hijos de Cristo.
[Aún estaré con vosotros un poco]. El significado de esto parece ser: “Solo
me quedaré con vosotros un poco más. El tiempo es corto. La hora de
separarnos se acerca. Prestad mucha atención ahora que os hablo por última
vez”.
[Me buscaréis]. No está muy claro lo que esto significa. Por supuesto, no
hace referencia al período posterior a la Resurrección, cuando los discípulos
ya estaban convencidos de que el Señor había resucitado. Y menos aún al
período posterior a la Ascensión. El único significado que se me ocurre es:
“Después de mi muerte os sentiréis perplejos y confusos durante un tiempo,
buscándome, anhelándome y preguntándoos dónde estoy. En cuanto una
madre o una nodriza deja solo a un niño, este rompe a llorar y desea estar
con ella. Lo mismo os sucederá a vosotros”.
[Pero como dije a los judíos, etc.]. El único significado posible de esta
frase es: “Pronto, lo que dije a los judíos también se aplicará a vosotros,
aunque en un sentido muy distinto. A donde Yo voy no podéis seguirme. Me
seguiréis después, pero por ahora hay un abismo entre nosotros, y no me
veréis”.
Por supuesto, si aplicamos estas palabras a los judíos, el significado es
que Jesús iba a ir a un lugar para el que los judíos no estaban preparados ni
física ni moralmente y al que no podían ir si no se arrepentían. Si aplicamos
estas palabras a los discípulos, significa que Jesús partía hacia un mundo
donde no podrían ir hasta haber muerto. Ellos se quedaban en la Tierra y Él
se marchaba al Cielo.
Observa Hengstenberg que este es el único pasaje en que Jesús habla a
sus discípulos con respecto a “los judíos”. En los demás pasajes utiliza esta
expresión al hablar a la samaritana (cf. Juan 4:22) y ante Caifás y Pilato.
V. 34: [Un mandamiento nuevo, etc.]. La forma en que se insta aquí a los
discípulos a amarse demuestra de forma extraordinaria la inmensa
importancia del amor cristiano. Aquí tenemos a nuestro Señor, a punto de
abandonar el mundo, hablando por última vez y transmitiendo a los
discípulos su último cometido. Lo primero que trata y en lo que les insiste es
el gran deber de amarse mutuamente; y no con un amor habitual, sino como
el mismo amor paciente, tierno e incansable con que Él los ha amado. ¡El
amor debe de ser una virtud muy escasa y valiosa como para que se hable
así de ella! Su carencia es una prueba muy clara de que un hombre no es un
verdadero discípulo de Cristo. ¡Qué alcance debe tener el amor cristiano! Su
patrón es el amor con que Cristo nos amó. Fue un amor que llegó a la
muerte.
Señala Melanchton que, al insistir tanto en el amor antes de abandonar
este mundo, el gran deseo de nuestro Señor era alentar la unidad y la
concordia entre los que profesan ser cristianos.
¿Por qué denominó nuestro Señor al amor un “nuevo” mandamiento? Esta
es una cuestión dificultosa y ha generado gran diversidad de opiniones. Solo
hay una cosa clara. Jesús no quería decir que el “amor” fuera una virtud
específica del Evangelio y que no se enseñara en la Ley de Moisés. Decir algo
semejante denota gran ignorancia. Las palabras de Levítico 19:18 lo dejan
claro: “Amarás a tu prójimo como a ti mismo”. ¿Qué significa, pues, la palabra
“nuevo”?
Algunos —como Crisóstomo— piensan que nuestro Señor hace referencia
al grado del amor cristiano: tal como Él los había amado. Era un patrón nuevo
y más elevado de lo que jamás se había conocido. Hasta entonces —dice
Cirilo— los hombres debían amar a los demás como a sí mismos. Ahora
debían amarlos más que a ellos mismos. Algunos piensan que nuestro Señor
hace referencia al gran deber de los cristianos de amarse unos a otros y de
apoyarse con un amor especial por encima del amor general hacia todo el
género humano. En un sentido, esto era novedoso. Algunos piensan que
nuestro Señor solo quería decir que renovaba y recreaba la gran ley del amor
y la elevaba hasta un nivel jamás conocido entre los judíos, de tal forma que
podía denominarse con toda justicia un “nuevo mandamiento”. La parábola
del buen samaritano demuestra lo poco que entendían los judíos el deber de
amar al prójimo. Dicen que nuestro Señor tenía en mente el absoluto
abandono que sufría la ley del amor entre maestros judíos como los fariseos y
que, igual que Isaac al volver a excavar los pozos antiguos, le daría, por así
decirlo, nueva vida.
Otros —como Maldonado y Suicer— piensan que la expresión no es más
que un hebraísmo y que “nuevo”, “excepcional” y “excelente” son sinónimos.
Así, se habla de un nombre nuevo, un cántico nuevo y un vino nuevo (cf.
Apocalipsis 2:17; Salmo 96:1; Mateo 26:29).
Quizá haya lugar para todas estas ideas. Hay una cosa segura: nada podía
exaltar tanto el valor del amor como denominarlo un “nuevo mandamiento”.
Observa Scott que la ley del amor hacia los demás “se explicaría ahora
con una claridad renovada, reforzada por nuevos motivos y obligaciones,
acompañada de un nuevo ejemplo y obedecida de una nueva forma”.
V. 35: [En esto conocerán todos, etc.]. Estas palabras son inequívocas. El
amor debía ser la gran característica, la señal distintiva de los discípulos de
Cristo.
Adviértase que nuestro Señor no nombra dones, milagros o logros
intelectuales, sino el amor —la simple virtud del amor, una virtud al alcance
del más humilde de los creyentes—, como la prueba del discipulado. ¡Sin
amor carecemos de gracia, de regeneración, de cristianismo verdadero!
Observa Musculus con ironía la escasa semejanza que hay entre el
distintivo que establece nuestro Señor con respecto al discipulado y los
hábitos, rosarios, ayunos y sacrificios impuestos a uno mismo que se ven en
la Iglesia católica.
Adviértase la severa condena que pronuncia este versículo contra el
fanatismo, el espíritu partidista, la intolerancia, el odio y las controversias
innecesarias entre cristianos.
Adviértase lo insuficiente del estado en que se encuentran los que se dan
por satisfechos con tener opiniones doctrinales sanas e ideas ortodoxas del
Evangelio mientras en su vida cotidiana se dejan llevar por el mal humor, la
malevolencia, la envidia, las peleas, las disputas, las murmuraciones, la
aspereza, el acaloramiento y un lenguaje brusco y abrupto. Lo crean o no,
esas personas están proclamando que no son discípulos de Cristo. No tiene
sentido hablar de justificación, regeneración, elección, conversión e inutilidad
de las obras a menos que los demás adviertan un amor cristiano práctico en
nosotros.
Señala Whitby que, en la Antigüedad, el amor mutuo de los cristianos era
algo notorio entre ellos. “Ved como estos cristianos se aman entre sí” era un
dicho habitual, según Tertuliano. Hasta Julián el apóstata los elogió ante los
paganos como un modelo en este sentido.
V. 36: [Le dijo Simón Pedro: Señor, ¿a dónde vas?]. Nuevamente, el
espíritu impulsivo y apasionado de Pedro le empuja a preguntar
impetuosamente a nuestro Señor qué quería decir cuando hablaba de irse:
“¿A dónde vas?”. Comoquiera que sea, ¿podemos dudar de que esta
pregunta recoge el sentir de todos?
En este versículo vemos lo poco que habían alcanzado a entender los
discípulos las repetidas afirmaciones de nuestro Señor de que debía ser
llevado cautivo, ser crucificado y morir. A pesar de la frecuencia con que les
había dicho que debía morir, nunca habían llegado a comprenderlo, y ahora
se sorprenden cuando habla de marcharse. Es increíble hasta qué punto
puede llegar la instrucción religiosa de una persona sin que sea capaz de
asimilarla o creer en ella, especialmente cuando entra en contradicción con
ideas preconcebidas.
[Jesús le respondió, etc.]. Nuestro Señor se apiada aquí y explica
parcialmente lo que quiere decir. No le dice explícitamente a Pedro adónde va
a ir, pero sí le dice que se marcha a un lugar a donde por ahora, en vida,
Pedro no le puede seguir. Sí podrá seguirle en cambio a su muerte. Tal como
observa Cirilo, no es improbable que estas palabras —“me seguirás
después”— apuntaran a la muerte por crucifixión de Pedro. Seguiría los pasos
de su Maestro y entraría en el Cielo por el mismo camino.
V. 37: [Le dijo Pedro: Señor, ¿por qué […] seguir ahora?, etc.]. Esta
pregunta demuestra lo poco que entendía Pedro el significado pleno de las
palabras de nuestro Señor y la inminencia de su muerte en la Cruz. “¿Por qué
no te puedo seguir ahora? ¿Acaso hay algún lugar en la Tierra al que yo no
esté dispuesto a seguirte? Te amo tanto y estoy tan resuelto a seguir a tu
lado que estoy dispuesto a perder la vida antes que separarme de ti”.
Estas palabras eran bienintencionadas, y es probable que Pedro jamás
dudara de su cumplimiento. Pero no conocía su propio corazón. Su
declaración era más una cuestión de sentimientos que de principios. No veía
todo su interior.
Adviértase la desgracia de desconocerse a uno mismo. Oremos para que
se nos infunda humildad. Asegurémonos de no confiar en exceso en nuestro
valor y firmeza. “Antes de la caída [es] la altivez de espíritu” (Proverbios
16:18).
V. 38: [Jesús le respondió: ¿Tu vida pondrás por mí?, etc.]. Nuestro Señor
parece querer decir: “¿De verdad entregarías tu vida por Mí? ¡Qué poco
conoces tus debilidades y flaquezas! Te respondo solemnemente que, antes
de que cante el gallo, antes de que amanezca, tú mismo negarás tres veces
haberme conocido. Lejos de entregar tu vida, intentarás salvarla negando
cobardemente tener nada que ver conmigo”.
Adviértase la maravillosa presciencia de nuestro Señor. ¡Qué improbable
parecía que alguien que afirmara eso cayera tan bajo y tan pronto! ¡Sin
embargo, nuestro Señor lo previó todo!
Adviértase la maravillosa bondad y condescendencia de Jesús. Conocía a
la perfección las debilidades y las flaquezas de su principal discípulo y, no
obstante, jamás lo rechazó y hasta lo restauró tras su caída. Los cristianos
debieran compadecerse de los hermanos débiles. Quizá sus incongruencias
sean muy grandes y exasperantes, pero nunca debemos olvidar la forma en
que nuestro Señor trató a Simón Pedro.

Juan 14:1–3

Estos tres versículos que tenemos ahora ante nosotros contienen


verdades muy valiosas. Han sido fuente de ánimo desde el primer siglo
para los siervos de Cristo en todo el mundo. ¡Cuántos lechos de dolor
han iluminado! ¡Cuántos corazones agónicos han alegrado!
Examinemos su contenido.
En primer lugar, en este pasaje hallamos un valioso remedio para
una vieja enfermedad. Esa enfermedad es la turbación del corazón, y
el remedio es la fe.
La turbación del corazón es lo más habitual del mundo. No hay
clase social que se libre de ella. No hay rejas, cerrojos o pestillos que la
mantengan alejada. En parte por causas internas y en parte por causas
externas; en parte por el cuerpo y en parte por la mente; en parte por
lo que amamos y en parte por lo que tememos, la peregrinación por la
vida está llena de preocupaciones. Hasta los mejores cristianos deben
apurar muchas copas amargas antes de llegar a la gloria. Hasta el más
santo de los santos considerará el mundo un valle de lágrimas.
La fe en el Señor Jesús es la única medicina segura para los
corazones afligidos. La receta que ofrece nuestro Maestro a todos sus
discípulos es creer más intensamente, confiar más incondicionalmente
y aferrarse con más firmeza. Es indudable que los miembros de aquel
pequeño grupo que se sentó a la mesa en aquella última cena ya
habían creído. Habían demostrado la autenticidad de su fe al renunciar
a todo por amor a Cristo. Sin embargo, ¿qué es lo que les dice aquí
nuestro Señor? Insiste una vez más en la vieja lección, la lección con
que empezaron: que creyeran en Él y lo hicieran cada vez más.
Jamás olvidemos que existen diversos grados de fe, y que hay una
gran diferencia entre un creyente débil y un creyente fuerte. Hasta la
fe más débil basta para alcanzar la salvación en Cristo, y no debemos
despreciarla; pero no le reconfortará de la misma forma que a alguien
con una fe fuerte. A los creyentes débiles les faltan ideas vagas y
confusas. No entienden con claridad lo que creen y por qué lo creen.
En esos casos, lo único necesario es tener más fe. Igual que Pedro
sobre las aguas, necesitan mirar más fijamente a Jesús y menos a las
olas y al viento. ¿Acaso no está escrito: “Tú guardarás en completa paz
a aquel cuyo pensamiento en ti persevera”? (Isaías 26:3).
En segundo lugar, en este pasaje hallamos una reconfortante
descripción del Cielo, la futura morada de los santos. Poco es lo que
sabemos del Cielo mientras estamos en el cuerpo, y por regla general
la Biblia nos lo enseña por medio de negaciones más que de
afirmaciones. En todo caso, aquí tenemos algunas cosas claras.
El Cielo es la “casa [del] Padre”: la casa de ese Dios de quien Jesús
dice: “Subo a mi Padre y a vuestro Padre”. En pocas palabras, es un
hogar: el hogar de Cristo y los cristianos. Esta es una expresión
conmovedora. Como todos sabemos, el hogar es el lugar donde, por
regla general, se nos quiere por lo que somos, y no por nuestros dones
o posesiones; el lugar donde se nos quiere hasta el fin, donde nunca se
nos olvida y siempre somos bien recibidos. Esa es una idea con
respecto al Cielo. Para los creyentes, esta vida es un país extranjero,
una escuela. En la vida venidera se encontrarán en su hogar.
El Cielo es un lugar de “moradas”: moradas permanentes y eternas.
Aquí, en el cuerpo, nos encontramos en tiendas y tabernáculos y
estamos sujetos a muchos cambios. En el Cielo nos estableceremos de
forma definitiva y ya no nos trasladaremos más. “No tenemos aquí
ciudad permanente” (Hebreos 13:14). Nuestra casa no está hecha de
manos y nunca se deshace (cf. 2 Corintios 5:1).
El Cielo es un lugar de “muchas moradas”. Habrá espacio para
todos los creyentes y para todo tipo de ellos, desde los santos
pequeños a los grandes, desde el creyente más débil al más fuerte. Ni
siquiera el hijo más débil de Dios debe temer por la falta de un lugar
en el Cielo. Nadie más que los pecadores impenitentes y los incrédulos
obstinados se quedarán fuera.
El Cielo es un lugar donde Cristo mismo estará presente. No se
contentará con vivir sin su pueblo: “Donde yo estoy, vosotros también
[estaréis]”. No debemos pensar que estaremos solos y desamparados.
Nuestro Señor, nuestro Hermano mayor, nuestro Redentor, que nos
amó y se entregó por nosotros, estará con nosotros para siempre.
Mientras sigamos en el cuerpo seremos incapaces de hacernos una
idea plena de lo que veremos y a quién veremos en el Cielo. Pero
podemos estar seguros de una cosa: veremos a Cristo.
Que estas cosas penetren bien en nuestras mentes. Quizá para las
personas mundanas e irreflexivas no parezcan tener importancia
alguna. Para todos los que sienten la obra del Espíritu de Dios dentro
de ellos son un consuelo inefable. Si esperamos ir al Cielo, es
agradable saber cómo es.
En último lugar, en este pasaje tenemos razones fundadas para
aguardar bendiciones futuras. Nuestro corazón incrédulo suele
privarnos del consuelo que nos proporciona el Cielo. “Desearíamos
creer que todo eso es cierto”; “nos tememos que no habrá un lugar
para nosotros en el Cielo”. Escuchemos lo que nos dice Jesús para
alentarnos.
Estas son algunas de sus palabras de ánimo: “Voy, pues, a preparar
lugar para vosotros”. El Cielo es un lugar preparado para personas
preparadas: un lugar que Cristo mismo ha dispuesto para los
verdaderos cristianos. Lo ha preparado al procurar el derecho a entrar
a todo pecador que crea en Él. Nadie puede evitar que entremos
diciéndonos que no nos corresponde. Lo ha preparado precediéndonos
en calidad de Cabeza y Representante y tomándolo para todos los
miembros de su cuerpo místico. Como Precursor nuestro, ha entrado
triunfante llevando cautivo al cautivo, clavando su estandarte en la
gloria; lo ha preparado llevando nuestros nombres consigo al lugar
santísimo como nuestro Sumo Sacerdote y avisando a los ángeles de
nuestra llegada. Los que entren en el Cielo no se sentirán como
desconocidos que llegan de forma inesperada.
Otras palabras de ánimo son estas: “Vendré otra vez, y os tomaré a
mí mismo”. Cristo no esperará a que los creyentes vayan a Él, sino que
será Él quien venga a por ellos para resucitarlos de sus sepulcros y
acompañarlos a su hogar celestial. Igual que José salió al encuentro de
Jacob, Jesús vendrá para reunir a su pueblo y guiarlo a su heredad.
Nunca debemos olvidar la Segunda Venida. Es grande la
bienaventuranza de recordar la Primera Venida de Cristo para sufrir por
nosotros, pero no es menor el consuelo de aguardar la Segunda Venida
de Cristo para resucitar a sus santos y recompensarlos (cf. Hebreos
9:25–28).
Dejemos este pasaje con sentimientos de solemnidad y con un
profundo examen de conciencia. ¡Cuánto se pierden aquellos que viven
en un mundo agónico sin saber nada de Dios como su Padre y de
Cristo como su Salvador! ¡Cuánto poseen los que viven la vida de la fe
en el Hijo de Dios y creen en Jesús! Con todas sus debilidades y sus
sufrimientos, poseen algo que el mundo jamás podrá arrebatarles.
Tienen un verdadero Amigo en vida y un verdadero hogar a su muerte.

Notas: Juan 14:1–3


V. 1: [No se turbe vuestro corazón]. No debemos olvidar que no hay
interrupción entre el final del capítulo 13 y el comienzo del 14. Jesucristo
prosigue con el sermón que empezó tras la Cena del Señor y la salida de
Judas en presencia de los once discípulos fieles. Sin duda se produce una
breve pausa, dado que pasa de hablar a Pedro de forma individual a todo el
grupo de los Apóstoles de forma colectiva. Pero el momento, el lugar y la
audiencia siguen siendo los mismos.
El principal propósito de nuestro Señor en todo este capítulo y de los dos
siguientes parece claro. Deseaba alentar, edificar y fortalecer a sus
descorazonados discípulos. Vio sus corazones turbados por diversos motivos:
en parte por advertir que su Maestro estaba conmovido en espíritu (cf.
13:21); en parte por saber de la traición de uno de ellos; en parte por la
misteriosa salida de Judas; en parte por el anuncio de su Maestro de que solo
estaría un poco más con ellos y que no podrían ir con Él; y en parte por la
advertencia hecha a Pedro de que negaría a su Maestro tres veces. Todos
estos motivos llevaban al pequeño grupo de débiles seguidores a estar
intranquilos y descorazonados. Su misericordioso Maestro lo advirtió y se
dispuso a alentarlos: “No se turbe vuestro corazón”. Adviértase que utiliza el
singular cuando dice “vuestro corazón”, no “vuestros corazones”. Significa “el
corazón de cualquiera de vosotros”.
Hengstenberg ofrece la siguiente lista de motivos de consuelo que
hallamos en este capítulo, ordenados de forma sistemática, que bien merece
nuestra atención. a) El primer motivo de ánimo para los discípulos de Cristo
es que el Cielo es seguro (vv. 2–3). b) El segundo motivo de ánimo es que los
discípulos tienen en Cristo un camino seguro al Cielo (vv. 4–11). c) El tercer
motivo de ánimo es que los discípulos no deben temer que la partida de
Cristo implique una interrupción de su obra (vv. 12–14). d) El cuarto motivo
de ánimo es que, durante la ausencia de Cristo, los discípulos disfrutarán de
la ayuda del Espíritu (vv. 15–17). e) El quinto motivo de ánimo es que Cristo
no dejará a su pueblo para siempre, sino que volverá (vv. 18–24). f) El sexto
motivo de ánimo es que el Espíritu enseñará a los discípulos y paliará su falta
de entendimiento cuando queden solos (v. 25–26). g) En último lugar, el
séptimo motivo de ánimo es el legado de paz que les quedará para alentarlos
en ausencia de su Maestro (v. 27). Estos son siete puntos dignos de atención
para todos los creyentes de todas las épocas y son tan provechosos ahora
como cuando fueron pronunciados por primera vez ante los Once.
Piensa Lightfoot que uno de los principales motivos de la preocupación de
los discípulos era advertir cómo se venían abajo sus expectativas judías de
un reino terrenal gobernado por un Mesías terrenal.
[Creéis en Dios, creed también en mí]. Los términos traducidos como
“creéis” y “creed” en este versículo tienen otras traducciones alternativas.
Algunos, como Lutero, piensan que ambos verbos deben conjugarse en
indicativo: “Creéis y creéis”. Algunos creen que ambos deberían ir en
imperativo: “Creed y creed”. Por mi parte, estoy convencido de que la
traducción de nuestra Biblia es la correcta. Considero que expresa a la
perfección el estado de ánimo de los discípulos. Como judíos piadosos que
eran, ya creían en Dios. Como cristianos jóvenes, necesitaban que se les
enseñara a creer en Cristo de manera más decidida.
Entre los que sostienen que ambos verbos son imperativos se encuentran
Cirilo, Agustín, Lampe, Stick, Hengstenberg y Alford. Entre los que defienden
la versión de nuestra Biblia y afirman que el primer “creer” es indicativo y el
segundo imperativo están Erasmo, Beza, Grocio y Olshausen.
Adviértase que la fe es el mejor remedio para las preocupaciones del
corazón, y especialmente una fe más intensa e inequívoca en Cristo. Y no
debemos olvidar que la verdadera fe tiene diversos grados y niveles. Hay una
gran diferencia entre una fe grande y una pequeña.
Comenta Ferus que nuestro Señor no les pide que crean en su divinidad,
sino que crean personalmente en Él.
Observa Toledo que nuestro Señor enseña aquí que la fe judía tenía
ciertas diferencias con respecto a la fe cristiana. El judío, al no ver
claramente la Trinidad, insistía principalmente en la unidad de Dios. El
cristiano debía ver tres personas en la divinidad.
Indica Wordsworth que, en el Nuevo Testamento, el verbo “creer” seguido
de una preposición y un objeto directo, tal como sucede aquí, se aplica
exclusivamente a Dios.
V. 2: [En la casa de mi Padre]. Esta frase solo puede tener un significado.
Es la casa de mi Padre en el Cielo, una expresión adaptada a nuestra débil
comprensión humana. A diferencia de nosotros, Dios no necesita una casa
literal, con techo y paredes (cf. Deuteronomio 26:15; Salmo 33:14; 1 Reyes
8:13, 27; 2 Corintios 5:1). Es conmovedor y reconfortante pensar que el Cielo
al que vamos es “la casa de nuestro Padre”. Es nuestro hogar.
[Muchas moradas hay]. El término traducido como “morada” solo se
utiliza aquí y en el versículo 23. Es indudable que existe un contraste
intencionado entre la casa inmutable del Cielo y las moradas inciertas y
cambiantes de este mundo. Aquí nos estamos moviendo constantemente; allí
no saldremos más (cf. Hebreos 13:14).
Parece que la intención de nuestro Señor es reconfortar a sus discípulos
con la idea de que nada podría dejarlos fuera de la casa celestial. Quizá los
dejara solos en la Tierra, quizá hasta los excomulgaran de la Iglesia judía y no
encontrarán refugio en la Tierra; pero siempre habría sitio para ellos en el
Cielo, una casa de la que jamás podrían ser expulsados. “¡No temáis! Tenéis
un sitio en el Cielo”.
Crisóstomo, Agustín y varios otros autores antiguos sostienen que
“muchas moradas” hace referencia a los diversos niveles de gloria. Pero no
considero satisfactorios los argumentos a favor de esta idea. El obispo Bull,
Wordsworth y un puñado de autores modernos adoptan esta misma tesis. Es
indudablemente cierto que en el Cielo existen diversos niveles de gloria, pero
no creo que esa sea la idea del texto.
No creo que el texto apoye lo más mínimo la idea moderna de algunos
teólogos de que nuestro Señor quería decir que el Cielo era un lugar donde
habría cabida para todo tipo de credos y religiones. A juzgar por todo el
contexto, es obvio que está hablando para consuelo específico de los
cristianos.
La idea de Lightfoot de que nuestro Señor hacía referencia al final de la
dispensación judía y la admisión de todas las naciones en el Cielo por medio
de la fe en Cristo resulta un tanto fantasiosa.
[Si así no fuera, yo os lo hubiera dicho]. Esta es una forma misericordiosa
de asegurar a los discípulos que podían confiar en la veracidad de las
palabras de su Señor. Es la forma delicada en que un Padre se dirige a su hijo.
“No temas porque te deje. Hay sitio de sobra para ti en el Cielo. Al final
llegarás allí sano y salvo. Si existiera la menor incertidumbre al respecto, te lo
diría”. Podemos recordar que nuestro Señor había llamado “hijitos” a los
Apóstoles hacía escasos minutos (Juan 13:33).
[Voy, pues, a preparar lugar para vosotros]. Esta frase tiene el propósito
de ser otro motivo de consuelo. Una de las razones para que nuestro Señor
se fuera —dice— era preparar una morada para sus discípulos. Es la misma
idea que hallamos en la expresión de Hebreos, “el precursor” (Hebreos 6:20;
cf. también Números 10:33).
La forma en que Cristo “prepara lugar” para su pueblo es misteriosa,
aunque no inexplicable. Vuelve al Cielo como su Sumo Sacerdote,
presentando el mérito de su sacrificio por sus pecados. Echa abajo todas las
barreras que se interponían entre Dios y ellos. Actúa en calidad de
representante y reivindica el derecho a entrar de todos sus miembros.
Intercede continuamente por ellos a la diestra de Dios y les hace aceptables
en Él, aunque sean indignos en sí mismos. Lleva sus nombres de forma
mística, como el Sumo Sacerdote, sobre su pecho; y les abre el camino al
Cielo antes de su entrada.
El hecho de que el Cielo sea un “lugar preparado para un pueblo
preparado” es una idea muy alentadora y reconfortante. Cuando lleguemos
ahí no estaremos en un país extranjero. Veremos que se nos conocía y se
pensaba en nosotros antes de nuestra llegada.
V. 3: [Y si me fuere […], vendré otra vez […], a mí mismo]. Estas palabras
también ofrecen un gran consuelo. Nuestro Señor dice que no deben pensar
que su partida es definitiva. Les dice que volverá y los llevará a todos al
hogar, que los congregará a su alrededor en una sola familia que ya no
volverá a separarse.
Comenta Poole que “la partícula ‘si’ de este versículo no denota
incertidumbre de algo, sino que implica ‘a pesar de’, o “después de’ ” (cf.
Colosenses 3:1).
Muchos piensan, como es el caso de Stier, que el “vendré otra vez” del
que se habla aquí significa el regreso de Cristo a sus discípulos tras su
resurrección, o la venida espiritual de Cristo para reconfortar y ayudar a su
pueblo en el presente, o la venida de Cristo para llevárselos por medio de la
muerte. No lo creo así. Creo que, por regla general, cuando Cristo habla de
venir otra vez, tanto aquí como en otros pasajes, se refiere a su Segunda
Venida personal cuando acabe esta dispensación. La palabra griega que se
traduce como “vendré” está en presente, y es la misma que se utiliza en
Apocalipsis 22:20: “Vengo en breve”. La Primera y la Segunda Venidas son los
dos grandes acontecimientos en los que todos los cristianos debieran pensar.
Esta es la interpretación que hacen Cirilo y el obispo Hall de este pasaje.
[Para que donde yo estoy, vosotros también estéis]. Aquí tenemos otro
consuelo adicional. El resultado final de la partida y el regreso de Cristo es
que sus discípulos podrán volver a estar por fin con Él y a disfrutar de su
compañía para siempre: “Nos separamos, pero volveremos a encontrarnos
para no volver a separarnos jamás”.
Adviértase que en este versículo se encuentra una de las ideas más claras
y sencillas con respecto al Cielo. Es estar con el Señor para siempre.
Independientemente de lo que veamos o no en el Cielo, veremos a Cristo.
Independientemente de la clase de sitio que sea, es un lugar donde está
Cristo (cf. Filipenses 1:23; 1 Tesalonicenses 4:17).

Juan 14:4–11

Adviértase en estos versículos que Cristo habla mucho mejor de los


creyentes que ellos mismos. Dice a sus discípulos: “Y sabéis a dónde
voy, y sabéis el camino”. Y, sin embargo, Tomás replica abruptamente:
“Señor, no sabemos a dónde vas”. Es preciso explicar esta
contradicción, que tiene más de aparente que de real.
Sin duda, desde un punto de vista, el conocimiento de los discípulos
era muy reducido. Sus conocimientos antes de la Crucifixión y la
Resurrección eran escasos en comparación con lo que podrían haber
sido y con lo que luego sabrían después del día de Pentecostés. Su
ignorancia con respecto al propósito de la venida al mundo de nuestro
Señor y con respecto a su muerte como Sacrificio y Sustituto en la Cruz
era clamorosa. Bien se podría decir que solo conocían “en parte” y que
eran “niños en el modo de pensar” (1 Corintios 13:12; 14:20).
Y, sin embargo, desde otro punto de vista, los conocimientos de los
discípulos eran considerables. Sabían mucho más que la gran mayoría
de la nación judía y aceptaron verdades que los fariseos y los escribas
rechazaron por completo. En comparación con el mundo que les
rodeaba, eran unos ilustrados en el sentido más elevado del término.
Sabían y creían que su Maestro era el Mesías prometido, el Hijo del
Dios vivo; y conocerle era el primer paso hacia el Cielo. Todo es
relativo. Antes de tener en menos a los discípulos por causa de su
ignorancia, asegurémonos de no subestimar sus conocimientos. Hay
muchos cristianos de los que se tiene un mejor concepto en el Cielo en
vida de lo que ellos imaginan, cosa que descubrirán para su sorpresa
en el último día. El que está arriba tiene mucho más en cuenta el
conocimiento del corazón que el de la cabeza. Muchos van
lamentándose durante todo el camino al Cielo por causa de sus
escasos conocimientos y piensan que se extraviarán por completo y,
sin embargo, Dios se complace con sus corazones.
En segundo lugar, adviértanse en estos versículos los gloriosos
nombres que se atribuye el Señor Jesús. Dice: “Yo soy el camino, y la
verdad, y la vida”. Es probable que jamás lleguemos a comprender
todo el sentido de estas valiosas palabras. El que intente adentrarse en
ellas no hará más que arañar la superficie de un terreno fértil.
Cristo es “el camino”: el camino al Cielo y a la paz con Dios. No solo
es el guía, el maestro y el legislador, como lo fue Moisés; Él mismo es
la puerta, la escalera y el camino a través de los cuales podemos
acercarnos a Dios. Él abrió el camino al árbol de la vida, cerrado por la
caída de Adán y Eva, satisfaciendo nuestra deuda en la Cruz. Por
medio de su sangre podemos acercarnos a Dios confiadamente (cf.
Efesios 3:12).
Cristo es “la verdad”: la esencia de la verdadera religión que
necesita la mente humana. Sin Él, hasta los paganos más sabios
andaban a tientas en tinieblas, sin tener un conocimiento correcto de
Dios. Antes de su venida, hasta los judíos veían como “por espejo,
oscuramente” y no discernían con claridad las figuras, los tipos y las
ceremonias de la Ley mosaica. Cristo es la verdad completa, y
satisface todas las necesidades de la mente humana.
Cristo es “la vida”: es la acreditación del pecador para disfrutar de
la vida eterna y el perdón, es la raíz de toda la vida espiritual y la
santidad del creyente, el que asegura la vida de resurrección del
cristiano. El que cree en Cristo tiene vida eterna. El que permanece en
Él, como el pámpano que permanece en la vid, dará fruto abundante.
El que cree en Él, a pesar de estar muerto vivirá. Cristo es la raíz de
toda vida espiritual y física.
Recordemos estas verdades perennemente. Un cristiano firme y
bien instruido es el que recurre a Cristo diariamente como el camino; el
que cree en Cristo diariamente como la verdad; el que vive por Cristo
diariamente como la vida.
En tercer lugar, adviértase en estos versículos cómo el Señor Jesús
excluye expresamente cualquier otra vía de salvación que no sea Él
mismo. “Nadie —dice— viene al Padre, sino por mí”.
No sirve de nada que un hombre sea inteligente, culto, con
abundantes dones, compasivo, caritativo, amable y celoso con
respecto algún tipo de religión. Todo eso no salvará su alma si no se
acerca a Dios por medio de la expiación de Cristo y convierte al Hijo de
Dios en su propio Mediador y Salvador. Dios es tan santo que, a sus
ojos, todos los hombres son culpables y deudores. El pecado es tan
grave que ningún mortal puede satisfacer la deuda. No podemos
salvarnos a menos que haya un mediador, alguien que pague el
rescate, un redentor entre Dios y nosotros. Solo hay una puerta, solo
hay un puente, solo hay una escalera entre la Tierra y el Cielo: el Hijo
crucificado de Dios. Todo el que entre a través de esa puerta será
salvo; pero la Biblia no ofrece esperanza alguna al que se niega a
utilizar esa puerta: “Sin derramamiento de sangre no se hace
remisión” (Hebreos 9:22).
Si tenemos la vida en estima, evitemos suponer que el mero fervor
puede llevar a un hombre al Cielo a pesar de su desconocimiento de
Cristo. Es una idea letal. La sinceridad no limpiará jamás nuestros
pecados. No es cierto que todo hombre se salvará por medio de su
propia religión, independientemente de lo que crea, siempre y cuando
sea fervoroso y sincero. No debemos hacernos más sabios que Dios.
Cristo lo dijo y Cristo lo cumplirá: “Nadie viene al Padre, sino por mí”.
En último lugar, debemos observar en estos versículos cuán íntima
y misteriosa es la unión de Dios el Padre y Dios el Hijo. Esta tremenda
verdad se nos repite cuatro veces en términos inequívocos: “Si me
conocieseis, también a mi Padre conoceríais”; “El que me ha visto a mí,
ha visto al Padre”; “El Padre que mora en mí, él hace las obras”; “Yo
soy en el Padre, y el Padre en mí”.
Afirmaciones como estas son profundamente misteriosas. No
tenemos la capacidad de entender todo su significado; somos
incapaces de sondearlas; no tenemos palabras para expresarlas;
ninguna mente puede asimilarlas. Debemos darnos por satisfechos con
creer lo que no podemos explicar y con admirar y reverenciar lo que no
podemos interpretar. Bástenos saber que el Padre es Dios y el Hijo es
Dios y que, sin embargo, son uno en su esencia y a la vez dos
personas distintas; inefablemente uno e inefablemente distintos. Estas
son cosas elevadas que no podemos comprender plenamente.
Consolémonos en todo caso con la sencilla verdad de que Cristo es
Dios de Dios, igual al Padre en todas las cosas y uno con Él. El que nos
amó y derramó su sangre por nosotros en la Cruz y nos pide que
confiemos en Él para nuestro perdón no es un simple hombre como
nosotros. Es “Dios sobre todas las cosas, bendito por los siglos”
(Romanos 9:5) y poderoso para salvar perpetuamente al mayor de los
pecadores. Aunque nuestros pecados sean como la grana, puede
emblanquecerlos como la nieve. El que entrega su alma a Cristo tiene
un Amigo todopoderoso, un Amigo que es uno con el Padre y Dios
mismo.

Notas: Juan 14:4–11


V. 4: [Y sabéis a dónde voy, y sabéis el camino]. Es obvio que esta
extraordinaria frase tenía como finalidad reconfortar los corazones de sus
discípulos y recordarles lo que su Maestro les había dicho en repetidas
ocasiones. Es como si nuestro Señor dijera: “No os desaniméis por mi partida,
como si nunca me hubierais oído hablar del Cielo y del camino para llegar a
él. Espantad vuestros miedos y recordad mis enseñanzas. Sin duda veréis, si
tan solo reflexionáis un poco, que os he hablado a menudo de ello”. ¿No es,
como ya he dicho, igual que un padre que habla con ternura a un niño
asustado que le dice que no sabe qué hacer y que está desesperado, y que le
dice: “Vamos, sí lo sabes, solamente tienes que pensar un poco”?
Observa Poole con respecto a este versículo: “Es agradable advertir la
forma en que Cristo prosigue con su sermón a los discípulos como una madre
que habla a un hijo lloroso porque ella se dispone a partir. El niño llora, la
madre le pide que se tranquilice porque solo se marcha a casa de algún
amigo. Él sigue llorando; le dice que solo va a prepararle un sitio allí, que
luego volverá y lo llevará consigo y ya no volverán a separarse. El hijo sigue
impaciente, ella se esfuerza en calmarle y le dice que él sabe adónde va y
por dónde ir en caso de que necesite estar con ella”.
Adviértase que, a menudo, los discípulos saben más de lo que imaginan o
confiesan saber, solo que no utilizan esos conocimientos ni los mantienen
frescos. Ferus los compara con “niños acostados en sus cunas que tienen
padres y riquezas pero lo desconocen”.
Adviértase que Cristo mira con buenos ojos los escasos conocimientos de
su pueblo y los aprovecha al máximo. Puede entender que sus problemas y
su dolor les confundan, no les dejen ver las cosas claras y les impidan
entender la Verdad durante un tiempo.
V. 5: [Le dijo Tomás, etc.]. Este versículo muestra la necedad con que
puede hablar un discípulo en un estado de desánimo. ¡Aquí tenemos a uno de
los once Apóstoles fieles declarando lisa y llanamente que ninguno de ellos
sabía adónde se dirigía su Maestro ni por qué camino lo haría! Se trata de
una afirmación característica de este hombre. Tomás siempre se nos muestra
como un creyente titubeante al que le costaba trabajo entender. Pero no
debemos juzgar a los discípulos de forma demasiado severa por palabras
pronunciadas en medio de una gran angustia. Cuando las pasiones y los
sentimientos están a flor de piel se nos suele ir la lengua, e igual que Job,
tendemos a hablar precipitadamente. Tampoco debemos olvidar que los
discípulos tienen dones muy variados. No todos tienen la misma fe, el mismo
entendimiento y la misma memoria.
Comenta Trapp ingeniosamente que los creyentes semejantes a Tomás
“son como aquellos que andan buscando sus llaves y sus monederos cuando
los tienen en sus propios bolsillos”.
V. 6: [Jesús le dijo: […] camino, y la verdad, y la vida]. Esta maravillosa
afirmación es un notable ejemplo de cómo un comentario necio podía ser
motivo de que nuestro Señor pronunciara alguna verdad de gran importancia.
La parábola del hijo pródigo se la debemos a un comentario malintencionado
de los fariseos (cf. Lucas 15); uno de los textos más grandiosos de la Escritura
se lo debemos a la queja de Tomás. Es una de esas profundas aseveraciones
que jamás podemos exponer en su totalidad.
Cuando nuestro Señor dice que es “el camino”, quiere decir: “Solo se
puede llegar a la casa de mi Padre en el Cielo a través de mi mediación y
expiación. La fe en Mí es la llave para acceder al Cielo. El que cree en Mí se
encuentra en el camino correcto”.
Cuando nuestro Señor dice que es “la verdad”, quiere decir: “Conocerme
es la raíz de todo conocimiento. Yo soy el Mesías verdadero hacia el que
apunta toda la Revelación, la verdad de la que todos los sacrificios y las
ceremonias del Antiguo Testamento no eran más que sombras y tipos. El que
me conoce verdaderamente sabe lo suficiente para llegar al Cielo, a pesar de
que desconozca muchas cosas y se preocupe por su propia ignorancia”.
Cuando nuestro Señor dice que es “la vida”, quiere decir: “Yo soy la raíz y
la fuente de toda vida religiosa, el redentor de la muerte y el dador de vida
eterna. Por muy débil que se sienta, todo aquel que me conoce y cree en Mí
tiene una vida espiritual en el presente y una vida gloriosa en la casa de mi
Padre en el porvenir”.
Algunos son de la opinión de que las tres grandes palabras de esta frase
deben leerse juntas, y que nuestro Señor quería decir: “Yo soy el camino
verdadero y viviente”. Pero la mayoría de los comentaristas son contrarios a
esta interpretación de la frase. En mi opinión mutila y empobrece una
afirmación profunda y grandiosa.
Señala Musculus que ningún profeta, maestro o apóstol había utilizado
jamás palabras como estas. Son el lenguaje de alguien que se sabe Dios.
[Nadie viene al Padre, sino por mí]. Aquí, nuestro Señor enseña que no
solo es el camino a la casa de nuestro Padre en el Cielo, sino que no existe
ningún otro y que, si los hombres desean ir al Cielo, no les queda más
alternativa que hacerlo por medio de la fe en su muerte y expiación vicarias.
El Cielo se limita clara e inequívocamente a los que creen en Cristo. Nadie
más entrará en él. Si rechazan a Cristo lo pierden todo. Todo depende de
esto. Entre el pecador y el Cielo no hay más obstáculo que la incredulidad. Un
hombre puede ser pobre e inculto, pero si tiene fe en Cristo se salvará. Otro
hombre puede ser rico y culto, pero se perderá si no confía en la expiación de
Cristo.
Debiéramos advertir con atención el incontrovertible argumento que
ofrece esta frase contra la idea moderna de que da lo mismo lo que un
hombre crea; que todas las religiones llevan al Cielo mientras haya
sinceridad; que los credos y las doctrinas carecen de importancia; que toda la
Humanidad está destinada al Cielo, tanto los paganos como los musulmanes
o los cristianos; y que, al final, la paternidad de Dios bastará para salvar a
todos, a todo tipo de personas, a los miembros de cualquier secta. Jamás
olvidemos las palabras de nuestro Señor: “Nadie viene al Padre sino por mí”.
Dios es Padre solamente de aquellos que creen en Cristo. En resumen, no hay
muchos caminos al Cielo: solo hay uno.
Es preciso señalar que aquí la expresión “venir al Padre” no solo incluye ir
con Él a la gloria al final, sino acudir a Él en busca de paz y consuelo en esta
vida en el marco de una relación amistosa.
“Por mí” significa literalmente “a través de mí” como puerta, entrada y
camino. Es una expresión que resultaría particularmente expresiva para los
judíos, que habían sido educados desde su infancia para acercarse a Dios
únicamente a través de los sacerdotes.
V. 7: [Si me conocieseis […], mi Padre conoceríais]. Esta es una
afirmación muy profunda, como todas las relacionadas con la misteriosa
unión del Padre y el Hijo en el Evangelio según S. Juan. El significado parece
ser: “Si me conocierais más correcta y plenamente como el Mesías divino,
entonces conoceríais más del Padre al que estoy inseparablemente unido.
Nadie puede conocerme verdaderamente sin conocer al Padre, porque el
Padre y Yo somos uno”.
[Y desde ahora le conocéis, y le habéis visto]. Aparentemente, el
significado de estas palabras es el siguiente: “Entended de ahora en adelante
que al conocerme conocéis al Padre y al verme veis al Padre, en la medida en
que un hombre puede ver y conocer al Padre”. Aunque el Hijo y el Padre son
dos personas distintas en la Trinidad, existe una unión tan misteriosa entre
ellos, que quien ve y conoce al Hijo, en un sentido ve y conoce al Padre. ¿No
está escrito del Hijo que es “la imagen misma de su sustancia”? (Hebreos
1:3).
La gran dificultad de este versículo se deriva de lo misteriosa que es la
cuestión que trata. La relación entre el Padre eterno, el Hijo eterno y el
Espíritu eterno que, a pesar de ser tres personas, son un solo Dios, es una de
esas cosas que ninguna mente puede asimilar y que ningún idioma puede
expresar. A menudo debemos contentarnos con creer en ello y reverenciarlo
sin intentar darle una explicación. Esto es lo único que podemos decir con
certeza: “Cuanto más conocemos a Cristo, más conocemos al Padre”.
V. 8: [Felipe […]: Señor, muéstranos el Padre, y nos basta]. No se nos dice
qué impulsó a Felipe a plantear semejante petición. Quizá, al igual que
Moisés, él y los otros discípulos sentían un deseo piadoso de ver más
plenamente la gloria de Dios para que esto refrendara la misión divina de su
Maestro. “Te ruego que me muestres tu gloria” (Éxodo 33:18). Quizá se deje
constancia de la petición de Felipe a fin de mostrar el poco conocimiento que
los discípulos seguían teniendo de la verdadera naturaleza de su Maestro, y
lo poco que habían comprendido que Él y el Padre eran uno: “Nos bastaría
con ver de una vez por todas al Ser divino a quien llamas tu Padre. Nos
daríamos por satisfechos y todas nuestras dudas quedarían despejadas”. En
cualquier caso, no estamos acreditados para creer que Felipe hablara como
los judíos incrédulos, que tenían el constante deseo de que se les mostraran
milagros y señales. Independientemente del significado que atribuyamos a
estas palabras, debemos abstenernos de juzgar a Felipe de una forma
demasiado severa. Viviendo tal como vivimos en el siglo XIX, con nuestras
biblias, nuestros credos, nuestra educación y nuestros conocimientos, somos
incapaces de hacernos una idea de lo extremadamente difícil que debió de
ser para los discípulos comprender la naturaleza de su Maestro en los
tiempos en que estaba “en forma de siervo” y eclipsado por la pobreza, la
debilidad y la humillación.
Señala Melanchton que la petición de Felipe representa el deseo natural
del hombre en todas las épocas. El hombre siente en todos los lugares un
anhelo de ver a Dios.
V. 9: [Jesús le dijo: ¿Tanto tiempo […] no me has conocido, Felipe?]. No
cabe duda que esto es un reproche delicado. La expresión “tanto tiempo” es
digna de atención si recordamos que Felipe fue uno de los primeros discípulos
a los que llamó Jesús (cf. Juan 1:43). El significado parece ser: “Felipe,
después de tres largos años, ¿no me conoces y entiendes completamente?”.
[El que me ha visto a mí, ha visto al Padre]. Esta profunda afirmación solo
puede significar: “El que me ha visto por completo con los ojos de la fe y ha
comprendido que soy el Hijo eterno, el Mesías divino, ha visto al Padre, de
quien soy la esencia misma, tanto como puede verlo un hombre mortal”.
Entre las personas de la Trinidad existe una relación tan íntima y cercana que
quien ve al Hijo ve al Padre. Y, sin embargo, debemos asegurarnos de que, tal
como sucede con algunos herejes, “no confundamos a las personas”. El Padre
no es el Hijo y el Hijo no es el Padre.
Observa Musculus que una cosa es ver con los ojos físicos y otra muy
distinta ver con los ojos de la fe.
[¿Cómo, pues, dices tú: Muéstranos el Padre?]. Esta pregunta prosigue
con el reproche a Felipe. “¿De qué hablas cuando dices: Muéstranos al Padre?
¿Cómo puedes tener un conocimiento claro de Mí cuando eres capaz de hacer
semejante pregunta?”.
Adviértase cómo Jesús llama a “Felipe” por su nombre. Es indudable que
tiene el propósito de punzar su conciencia. “¡Tú, Felipe, un viejo discípulo, tan
ignorante! Tras escucharme durante tres años, ¿no debieras conocerme
mejor?”.
V. 10: [¿No crees que yo soy en el Padre, y el Padre en mí?]. Esta
pregunta es una prolongación del reproche a Felipe. Significa: “¿Sigues sin
comprender lo que te he enseñado; que existe una unión mística entre el
Padre y Yo, y que Yo soy en Él y Él en Mí?”.
Sin duda, esta pregunta parece indicar que nuestro Señor había instruido
frecuentemente a sus discípulos con respecto a la unión entre el Padre y Él.
Pero, igual que con muchas de las otras cosas que les enseñó, oyeron una
gran verdad que no recordaron hasta pasado un tiempo. ¡Qué pocos motivos
tienen los ministros de hoy día para quejarse por la escasa consideración en
que se tiene su enseñanza cuando esa fue la experiencia de Cristo mismo!
[Las palabras que yo os hablo […], el Padre […], las obras]. Es indudable
que esta es una frase muy elíptica. Su significado se completaría de esta
forma: “Las palabras que yo os hablo no las hablo independientemente del
Padre; y las obras que hago no las hago independientemente del Padre. El
Padre que mora en Mí habla en Mí y obra en Mí. Mis palabras son las palabras
que Él me ha dado para que hable, y mis obras son las obras que me ha dado
para que haga según el consejo eterno del Padre y el Hijo. Tanto en lo que
decimos como en lo que hacemos, el Padre y Yo somos uno. Hablo lo que Él
habla y hago lo que Él hace”.
La dificultad de este versículo surge al olvidar la unión íntima, misteriosa e
indisoluble que existe entre las personas de la Trinidad. ¡Qué poco
entendemos todo lo que conlleva la expresión: “El Padre que mora en mí”!
V. 11: [Creedme que yo soy en el Padre, y el Padre en mí]. Después del
reproche del versículo anterior, nuestro Señor pasa a ordenarles ciertas cosas
directamente. Ya no solo para beneficio de Felipe, sino de los Once, repite la
gran doctrina que tan a menudo les había enseñado: “Una vez más os pido
que creáis, todos vosotros, mis palabras cuando digo que el Padre y Yo
estamos tan íntimamente unidos que Yo soy en Él y Él en Mí”.
El verbo “creer” de este versículo está en plural. Nuestro Señor no solo se
dirige a Felipe, sino a todo el grupo de los Apóstoles.
Qué ejemplo tenemos aquí de la necesidad de enseñar las cosas una y
otra vez. ¡Es obvio que nuestro Señor ya había enseñado estas cosas a los
Once sin que las entendieran ni las recordaran!
[De otra manera, creedme […] obras]. Aquí, nuestro Señor condesciende
ante la debilidad de los discípulos: “Si no creéis de palabra en la íntima unión
que hay entre el Padre y Yo, creedlo al menos por las obras que hago. Son
obras que nadie podría hacer por su cuenta y sin el Padre”.
Adviértase con atención cómo, al igual que en otras partes, nuestro Señor
hace hincapié en sus obras o milagros como testimonio de su misión y
naturaleza divinas. No incluir los milagros en la lista de pruebas del
cristianismo es una gran equivocación.

Juan 14:12–17

Estos versículos son un ejemplo de la delicada consideración de


nuestro Señor hacia la debilidad de sus discípulos. Los ve preocupados
y desalentados ante la perspectiva de que los dejara solos en el mundo
y los anima por medio de tres promesas particularmente adecuadas
para el momento en que se encontraban. “La palabra a su tiempo,
¡cuán buena es!” (Proverbios 15:23).
En primer lugar, en este pasaje tenemos una extraordinaria
promesa con respecto a las obras que pueden hacer los cristianos.
Nuestro Señor dice: “El que en mí cree, las obras que yo hago, él las
hará también; y aun mayores hará, porque yo voy al Padre”.
No debemos limitar el sentido de estas palabras a los milagros que
obraron los Apóstoles tras la ascensión de Cristo. Esa idea no está
respaldada por los hechos. No leemos de ningún apóstol que caminara
sobre el agua o resucitara a alguien que llevase muerto cuatro días,
como en el caso de Lázaro. Lo que nuestro Señor parece tener en
mente es el inmenso aumento en el número de conversiones, la mayor
difusión del Evangelio que se produciría bajo el ministerio de los
Apóstoles en comparación con los tiempos de su propia enseñanza. Por
Hechos de los Apóstoles sabemos que eso es lo que sucedió. No
leemos de ningún sermón predicado por Cristo en el que se
convirtieran 3000 personas en un solo día, tal como sucedió en el día
de Pentecostés. En resumen, “mayores obras” significa más
conversiones. No hay mayor obra posible que la conversión de un
alma.
Admiremos la condescendencia de nuestro Maestro al otorgar más
éxito al ministerio de sus siervos que al suyo propio. Convenzámonos
de que su presencia corpórea no es absolutamente imprescindible para
la propagación de su Reino. Puede alentar su causa en la Tierra
sentado a la diestra del Padre y enviando al Espíritu Santo de la misma
forma que andando por el mundo. Creamos que no hay nada que un
creyente no pueda hacer mientras su Señor interceda por él en el
Cielo. Trabajemos con fe y tengamos grandes expectativas aunque nos
sintamos débiles y solitarios como los discípulos. Aunque no lo
veamos, nuestro Señor trabaja con nosotros y por nosotros. No fue
tanto la espada de Josué la que derrotó a Amalec como la intercesión
de Moisés desde la cumbre del collado (cf. Éxodo 17:11).
En segundo lugar, en este pasaje tenemos una promesa
extraordinaria con respecto a las cosas que pueden obtener los
cristianos orando: “Todo lo que pidiereis al Padre en mi nombre, lo haré
[…]. Si algo pidiereis en mi nombre, yo lo haré”.
Estas palabras son de gran ánimo para el sencillo pero importante
deber de orar. Son una fuente de consuelo para todo el que se arrodille
a diario ante Dios y ore con fervor. Por débiles e imperfectos que sean
sus ruegos, mientras los deje en manos de Cristo y los eleve en su
nombre, no se pronunciarán en vano. Tenemos un Amigo en el Tribunal,
un Abogado con el Padre; y si le honramos haciendo llegar todas
nuestras peticiones a través de Él, se ha comprometido a cumplir su
palabra de que serán escuchadas. Obviamente, se da por supuesto
que lo que pidamos será para el bien de nuestras almas, y no un mero
beneficio terrenal. “Todo” y “algo” no incluyen la riqueza, el dinero y la
prosperidad mundanas. Estas cosas no siempre son beneficiosas, y
nuestro Señor nos ama demasiado como para concedérnoslas. Pero no
debemos dudar que, si lo pedimos en el nombre de Cristo, recibiremos
todo lo que sea verdaderamente bueno para nuestras almas.
¿Cómo es que muchos cristianos verdaderos tienen tan poco?
¿Cómo es que recorren su Camino al Cielo lamentándose, disfrutando
de tan poca paz y demostrando tan poca fortaleza en su servicio a
Cristo? La respuesta es clara y sencilla. “No tienen lo que desean
porque no piden”. Tienen poco porque piden poco. No son mejores de
lo que son porque no piden a su Señor que los mejore. La debilidad de
nuestros deseos es el motivo de la pobreza de nuestra conducta.
Nuestras limitaciones no proceden del Señor, sino de nosotros mismos.
Afortunado el que no olvida estas palabras: “Abre tu boca, y yo la
llenaré” (Salmo 81:10). El que hace mucho por Cristo y deja su huella
en este mundo será siempre el que ora mucho.
En último lugar, en este pasaje tenemos una extraordinaria
promesa con respecto al Espíritu Santo. Nuestro Señor dice: “Yo rogaré
al Padre, y os dará otro Consolador […]: el Espíritu de verdad”.
Esta es la primera vez que se menciona al Espíritu Santo como el
don especial de Cristo para su pueblo. Por supuesto, no debemos
pensar que no habitaba en los corazones de los santos
veterotestamentarios. Pero cuando llegó la dispensación del Nuevo
Testamento, los creyentes lo recibieron con un poder y una influencia
especiales, y esta es la promesa especial del pasaje que tenemos
delante. Nos será provechoso, pues, examinar con detenimiento las
cosas que se nos dicen acerca de Él.
Se habla del Espíritu Santo como de una “persona”. Aplicar el
lenguaje que tenemos delante a una mera influencia o a un
sentimiento es forzar el sentido de las palabras más allá de lo
razonable.
Al Espíritu Santo se le denomina “Espíritu de verdad”. Forma parte
de su oficio específico aplicar la verdad a los corazones de los
cristianos, guiarlos a toda verdad y santificarlos por medio de la
verdad.
Del Espíritu Santo se dice que es alguien “al cual el mundo no
puede recibir […], ni le conoce”. Su obra es, en el sentido más
auténtico de la expresión, “locura para el hombre natural” (1 Corintios
2:14). El sentimiento de convicción de pecado, de arrepentimiento, de
fe, de esperanza, de temor, de amor, que produce siempre, es
resultado de esa parte de la religión que el mundo es incapaz de
entender.
Del Espíritu Santo se dice que “mora” en los creyentes y que ellos lo
conocen. Saben cuáles son los sentimientos que produce, así como sus
frutos, aunque no sean capaces de explicarlos o advertir de dónde
provienen en primera instancia. Pero todos son lo que son —hombres
nuevos, criaturas nuevas, la luz y la sal de la Tierra, en comparación
con los hombres mundanos— debido a que el Espíritu Santo mora en
ellos.
El Espíritu Santo se entrega a la Iglesia de los elegidos para que
“esté con ellos” hasta que Cristo vuelva en la Segunda Venida. Su
propósito es satisfacer todas las necesidades de los creyentes y suplir
todas sus carencias durante la ausencia física de Cristo. Se le envía
para que esté con ellos y los ayude hasta el regreso de Cristo.
Estas verdades son de inmensa importancia. Asegurémonos de
aprenderlas de corazón y no olvidarlas jamás. Después de toda la
verdad con respecto a Cristo, nos conviene entender toda la verdad
con respecto al Espíritu Santo por el bien de nuestra paz y seguridad.
Es preciso rechazar como una equivocación fatal toda doctrina acerca
de la Iglesia, el ministerio o los sacramentos que eclipse la obra
interior del Espíritu o la convierta en una mera formalidad. No
descansemos hasta sentir y conocer que mora en nosotros. “Si alguno
no tiene el Espíritu de Cristo, no es de él” (Romanos 8:9).

Notas: Juan 14:12–17


V. 12: [De cierto […]: obras […] hará también]. Aquí se dirigen nuevas
palabras de consuelo a los discípulos. No debían creer que la partida de su
Maestro supondría el final de las obras milagrosas y que quedarían débiles y
desvalidos, incapaces de hacer nada que despertara la atención de un mundo
incrédulo. Por el contrario, nuestro Señor les asegura con dos enfáticos “de
cierto” que los milagros no cesarían con su partida. Se aseguraría de que los
creyentes pudieran hacer obras como las suyas y confirmar su palabra por
medio de señales.
No me cabe duda de que esta promesa hace referencia a los dones
milagrosos que la primera generación de cristianos pudo ejercer, tal como
leemos por todo Hechos de los Apóstoles. Es claro que los discípulos sanaron
a los enfermos, resucitaron a los muertos y expulsaron a los demonios tras la
ascensión del Señor, y que esto cumplió las palabras que tenemos delante.
No veo motivos para suponer que nuestro Señor haga referencia al
cumplimiento de esta promesa después de la muerte de la generación que
dejó atrás en la Tierra. No estamos acreditados para esperar que se
produzcan milagros en la actualidad. Si en la Iglesia hubiera milagros
constantemente, dejarían de ser milagros. En la Biblia no suceden salvo en
las grandes crisis de la historia de la Iglesia, como fue el caso de la liberación
de Israel de Egipto. Considero que la teoría de Irving en cuanto a que la
Iglesia siempre contaría con dones milagrosos es forzar el texto en exceso.
[Y aun mayores hará]. Estas palabras tienen su cumplimiento en los
milagros físicos y morales que se produjeron tras la predicación de los
Apóstoles a partir del día de Pentecostés. Faltaríamos a la verdad si dijéramos
que los milagros obrados por los Apóstoles en Hechos fueron mayores que los
obrados por Cristo. Pero es igualmente cierto que, tras el día de Pentecostés
y gracias a la bendición de Dios, hicieron obras mucho más maravillosas que
las de nuestro Señor por medio de la bendición de Dios convirtiendo almas.
Nuestro Señor nunca llegó a producir la conversión de 3000 personas en una
sola ocasión y de “muchos de los sacerdotes”.
[Porque yo voy al Padre]. Estas palabras hacen referencia al gran
derramamiento del Espíritu Santo que tuvo lugar tras la ascensión de nuestro
Señor, mediante el cual se obraron los milagros de la conversión.
Recordemos que la ascensión de nuestro Señor estuvo relacionada misteriosa
e inmediatamente con el hecho de que “[tomara] dones para los hombres”.
De no haber vuelto al Padre no se habría enviado al Espíritu (Efesios 4:8).
Piensa Melanchton que la promesa de este texto está claramente unida al
versículo siguiente: “Aun mayores obras hará, porque Yo voy al Padre, y
porque entonces todo lo que pidiereis al Padre en mi nombre, lo haré”.
V. 13: [Y todo lo que pidiereis al Padre […], lo haré]. Aquí vemos otro
motivo de ánimo para los atribulados discípulos, esto es, la promesa de que
Cristo hará por ellos todo aquello que pidan en oración en su nombre. No
importa cuál sea la ayuda, el apoyo o la guía que necesiten, si se lo piden a
Dios en el nombre de Cristo, Cristo se lo concederá.
Este es uno de esos textos que apoya la oración a través de la mediación
de Cristo, tal como aparece en las colectas del Libro de Oración.
Es preciso matizar la palabra “todo”: “Todo lo que me pidiereis que sea
verdaderamente beneficioso para vuestras almas”.
No debemos pasar por alto el vínculo con el versículo anterior: “Cuando
vaya al Padre haré todo lo que me pidiereis”.
[Para que el Padre sea glorificado en el Hijo]. Esta es una frase difícil.
Probablemente, el significado sea: “Haré todo lo que me pidiereis para que mi
Padre sea glorificado a través de mi mediación, al haber enviado al mundo un
Hijo por medio del cual los pecadores pueden recibir esas bendiciones”. El
poder de Cristo para hacer todo lo que se le pide glorifica al que le envió.
V. 14: [Si algo pidiereis […], yo lo haré]. Este versículo es una repetición
del anterior a fin de recalcar la certeza de la promesa. Es como si nuestro
Señor advirtiera la dificultad que tenían los discípulos para creer en la
eficacia de la oración en su nombre. “Nuevamente insisto en que, si pidiereis
algo en mi nombre u oráis por ello, yo lo haré”.
Tanto en este versículo como en el anterior, debiéramos advertir que no
se dice “si algo pidiereis en mi nombre, el Padre lo hará”, sino: “Yo lo haré”.
V. 15: [Si me amáis, guardad mis mandamientos]. Aquí tenemos una
exhortación práctica. “Si de verdad me amáis, no demostréis vuestro amor
lamentándoos y llorando por causa de mi partida, sino esforzándoos en
cumplir mi voluntad cuando ya no esté. La mejor prueba de mi amor es
obrar, no llorar”. Los mandamientos aquí mencionados incluyen toda la
enseñanza moral del Señor durante su estancia en la Tierra, y especialmente
las normas y reglas que estableció en el “Sermón del Monte”.
No puedo evitar pensar que, en este versículo, nuestro Señor tenía en
mente la tendencia de sus discípulos a abandonarse a la tristeza y la
angustia ante su partida, y a olvidar que la verdadera medida del amor no
era un lamento vano y estéril, sino una obediencia práctica a los
mandamientos de su Maestro.
Adviértase que nuestro Señor habla de “mis mandamientos”. Jamás
leemos que Moisés o algún otro siervo de Dios utilizara una expresión
semejante. Es el lenguaje de alguien que es uno con el Padre, y que tiene el
poder para establecer leyes y ordenar los estatutos para su Iglesia.
V. 16: [Y yo rogaré al Padre, etc.]. Este versículo presenta a los Once otro
gran consuelo, esto es, la entrega de otro Consolador que ocupara el lugar de
Cristo, es decir, el Espíritu Santo: “Cuando vaya al Cielo pediré al Padre que
os envíe otro amigo y ayudador para que esté con vosotros y os apoye en mi
lugar y que jamás os dejará como hago yo”. Hay varias cuestiones que
resaltan de forma especial en este extraordinario versículo.
Una cuestión de importancia es la mención de las tres personas de la
Santísima Trinidad: el Hijo que ruega, el Padre que da y el Espíritu que
consuela.
Cuando nuestro Señor dice: “Y yo rogaré al Padre, y os dará”, debemos
considerar que está acomodando su lenguaje a nuestras mentes. Las tres
personas de la Trinidad tienen el mismo poder y la misma autoridad, y no
podemos decir de forma literal que el don del Espíritu Santo dependa de que
Cristo lo pida. Además, en otro pasaje dice nuestro Señor: “Os lo enviaré”.
Señala Burkitt que la utilización del futuro hace referencia a la constante
intercesión de Cristo. A los cristianos no les faltará consuelo mientras Cristo
esté en el Cielo.
Cuando leemos del Espíritu Santo que se “da” no debemos pensar que la
Iglesia no lo disfrutara en ningún sentido antes del día de Pentecostés.
Siempre estuvo en los corazones de los creyentes del Antiguo Testamento.
Desde Abel en adelante, nadie sirvió a Dios de forma aceptable sin la gracia
del Espíritu Santo. Juan el Bautista fue “lleno” de Él. Solo puede significar que
vendría de manera más plena, con más influencia y gracia, manifestándose
más intensamente que antes.
Cuando se dice a los discípulos “esté con vosotros para siempre”, significa
que no volverá al Padre, como sucedió con Cristo después de su resurrección,
sino que estará con el pueblo de Dios hasta el regreso de Cristo.
La palabra “Consolador” es la misma que se traduce como “Abogado” y
que se aplica a Cristo mismo en 1 Juan 2:1. Esto ha sido motivo de
abundantes controversias y diversidad de opiniones. Este término solo se
utiliza en cinco ocasiones en todo el Nuevo Testamento, y en cuatro de ellas
se aplica al Espíritu Santo.
Algunos —como Lightfoot, el obispo Hall y Doddridge— sostienen que esta
traducción es la correcta y que el oficio del Espíritu es consolar y fortalecer al
pueblo de Cristo.
Otros —como Beza, Lampe, De Dieu, Gomarus, Poole, Pearce y Stier—
sostienen que el término debiera haberse traducido como “Abogado”, como
sucede en la Epístola según S. Juan; y que esta palabra expresa de forma
adecuada el oficio del Espíritu de rogar por nuestra causa y de interceder por
los santos y ayudarles en la oración y la predicación (cf. Romanos 8:26;
Mateo 10:19–20). Yo me inclino decididamente por la segunda interpretación.
Los que deseen examinar los argumentos a favor de esta harán bien en leer
la obra de Canon Lightfoot sobre la Revisión del Nuevo Testamento (p. 55). La
pura verdad es que un idioma como el inglés carece de una palabra que
transmita en su totalidad el sentido de la palabra griega traducida como
“consolador”. La propia palabra “consuelo” no significa lo mismo ahora que
hace 250 años.
Comenta Lampe con sensatez que la palabra “otro” invita a pensar en el
término “Abogado” más que en “Consolador”. Todo el mundo acepta que
Jesús es nuestro “Abogado”. “Bien —parece decir nuestro Señor— aquí tenéis
a otro ‘Abogado’ además de Mí”. ¿Qué otro motivo podía haber para que
nuestro Señor utilizara la palabra “otro” si el significado es “Consolador”?
Para ser justos, es preciso decir que los judíos denominaban al Mesías “la
consolación de Israel” (Lucas 2:25) y que algunos piensan que Cristo era un
Consolador y el Espíritu Santo otro. Pero tampoco es un argumento
demasiado sólido.
V. 17: [El Espíritu de verdad]. Probablemente se denomine así al Espíritu
Santo porque hace ver la Verdad a los hombres de forma especial; porque la
Verdad es el gran instrumento que utiliza en toda su obra; y porque da
testimonio de que Cristo es la verdad. En otro pasaje leemos: “El Espíritu es
el que da testimonio; porque el Espíritu es la verdad” (1 Juan 5:6).
[Al cual el mundo no puede recibir […] conoce]. Aquí, la enseñanza de
nuestro Señor es que una de las grandes señales que distingue a los
incrédulos y los mundanos es que no reciben, ni ven, ni conocen nada del
Espíritu Santo. Esto es extraordinariamente cierto. La presencia del Espíritu
Santo es la verdadera línea divisoria entre los malos y los piadosos. Hay
muchos que profesan en falso e inconversos que aceptan el nombre de Cristo
y hablan de Él sin conocer experimentalmente la obra del Espíritu Santo.
Escrito está: “Pero el hombre natural no percibe las cosas que son del Espíritu
de Dios, porque para él son locura, y no las puede entender” (1 Corintios
2:14).
[Pero vosotros le conocéis […] estará en vosotros]. Lo que nuestro Señor
quiere decir aquí es que los once habían conocido experimentalmente la obra
del Espíritu de forma parcial. Quizá no lo conocieran plenamente, pero estaba
en ellos, les convertía en lo que eran; y seguiría en ellos y completaría de
forma gloriosa la obra que había comenzado. “Lo conozcáis plenamente o no,
se encuentra en vosotros y estará siempre en vosotros y no os abandonará”.
Adviértase que, en este versículo y el anterior, nuestro Señor habla del
Espíritu Santo como “una persona”. Jamás debiéramos hablar de Él como una
mera influencia o deshonrarlo aludiendo a Él como “ello”.
No olvidemos jamás que “tener el Espíritu o no tenerlo” es la gran
diferencia entre los hijos de Dios y los hijos del mundo. Los creyentes lo
tienen. Las personas malvadas y mundanas no (cf. Judas 19).

Juan 14:18–20

Este breve pasaje que tenemos delante es particularmente rico en


“preciosas y grandísimas promesas”.
En él vemos que la Segunda Venida de Cristo debe consolar de
forma especial a los creyentes. Les dice a los discípulos: “No os dejaré
huérfanos; vendré a vosotros”.
Ahora bien, ¿cuál es esta “venida” de la que habla? Debemos
reconocer que este es un punto controvertido entre los cristianos.
Muchos la remiten a la venida de nuestro Señor a sus discípulos
después de resucitar; otros muchos la remiten a su venida invisible a
los corazones de su pueblo a través de la gracia del Espíritu Santo;
otros muchos la remiten a su venida por medio del derramamiento del
Espíritu Santo en el día de Pentecostés. Comoquiera que sea, es
cuestionable que cualquiera de estas tres interpretaciones recoja todo
el significado de la palabra “vendré” que emplea nuestro Señor.
Parece que el verdadero significado de la expresión es la Segunda
Venida de Cristo en el fin del mundo. Es una promesa amplia, de gran
alcance, destinada a todos los creyentes de todas las épocas, y no solo
a los Apóstoles. “No estaré en el Cielo para siempre; un día volveré a
vosotros”. Es como el mensaje que llevaron los ángeles a los discípulos
tras la Ascensión: “Este mismo Jesús, que ha sido tomado de vosotros
al cielo, así vendrá como le habéis visto ir al cielo” (Hechos 1:11). Es
como la última promesa con que concluye el libro del Apocalipsis:
“Ciertamente vengo en breve” (Apocalipsis 22:20). Exactamente de la
misma forma, el último consuelo que se ofreció a los creyentes la
noche anterior a la crucifixión es un regreso personal: “Vendré a
vosotros”.
Tengamos claro que todos los creyentes son relativamente
“huérfanos” e hijos menores de edad hasta la Segunda Venida. Lo
mejor está aún por venir. La fe ha de ser transformada en visión y la
esperanza en certeza. En el momento presente, nuestra paz y nuestro
gozo son muy imperfectos: no son nada en comparación con los que
disfrutaremos al regreso de Cristo. Esperemos y anhelemos ese retorno
y oremos por él. Pongámoslo en la primera línea de nuestro sistema
doctrinal junto a la muerte expiatoria y a la vida intercesora de nuestro
Señor. Los cristianos de mayor nivel son aquellos que aguardan con
anhelo la venida del Señor (cf. 2 Timoteo 4:8).
Por otro lado, aquí vemos que la vida de Cristo garantiza la vida del
pueblo de los que creen en Él. Dice que, porque Él vive, también ellos
vivirán.
Entre Cristo y todo cristiano existe una unión misteriosa e
indisoluble. Una vez que un hombre se une a Él por fe, su unión es tan
completa como la del cuerpo a la cabeza. Mientras Cristo, su Cabeza,
viva, también Él vivirá: no puede morir a menos que Cristo sea
arrancado del Cielo y muera, ¡pero, dado que Cristo es Dios mismo,
esto es completamente imposible! “Cristo, habiendo resucitado de los
muertos, ya no muere; la muerte no se enseñorea más de él”
(Romanos 6:9). Lo que es divino, por la naturaleza misma de las cosas,
no puede morir.
La vida de Cristo garantiza la continuidad de la vida espiritual de su
pueblo. No se apartarán, sino que perseverarán hasta el fin. La
naturaleza divina de la que son partícipes no morirá, la semilla
incorruptible que hay en ellos no será destruida por el diablo y el
mundo. A pesar de su debilidad propia, están unidos a una Cabeza
inmortal, y ningún miembro de su cuerpo místico perecerá jamás.
La vida de Cristo garantiza la vida resucitada de su pueblo. Como
resucitó del sepulcro porque la muerte no pudo retenerle más tiempo
del señalado, igualmente los que creen en Él resucitarán el día que los
llame de sus sepulcros. La victoria de Jesús al apartar la piedra y salir
del sepulcro no solo fue una victoria para Él, sino también para su
pueblo. Si la Cabeza resucitó, ¡cuánto más habrán de hacerlo los
demás miembros!
Los cristianos debieran reflexionar con frecuencia acerca de este
tipo de verdades. En su indiferencia, el mundo desconoce por completo
los privilegios del creyente. No ve más que su exterior. No entiende su
fortaleza presente ni su firme esperanza en las buenas cosas que
vendrán. ¿Y dónde reside el secreto? ¡En la unión invisible con un
Salvador en el Cielo! Cada hijo de Dios está unido al trono de la Roca
de la Eternidad. Si alguna vez ese trono tiembla, y no hasta entonces,
tendremos motivos para perder las esperanzas. Pero Cristo vive, y
también nosotros viviremos.
Finalmente, en este versículo vemos que los creyentes no
alcanzarán un conocimiento completo y perfecto de las cosas divinas
hasta que se produzca la Segunda Venida. Nuestro Señor dice: “En
aquel día —el día de mi venida— vosotros conoceréis que yo estoy en
mi Padre, y vosotros en mí, y yo en vosotros”.
Hasta el mejor de los santos tiene un conocimiento muy limitado
mientras está en el cuerpo. Además de nuestras conciencias, nuestros
corazones y nuestras voluntades, la caída de nuestro padre Adán
también corrompió nuestro entendimiento. Aun después de
convertirnos vemos “por espejo, oscuramente”; y no hay nada en lo
que nuestro entendimiento esté tan entenebrecido como con respecto
a nuestra propia unión con Cristo y a la unión de Cristo y el Padre.
Debemos contentarnos con creer humildemente en estas cuestiones y,
como niños pequeños, aceptar confiadamente cosas que no
entendemos.
Sin embargo, llena de alegría y de consuelo pensar que, cuando
Cristo venga, desparecerá cualquier vestigio de ignorancia.
Resucitados de entre los muertos, liberados de las tinieblas de este
mundo, sin ser tentados ya por el diablo ni puestos a prueba por la
carne, los creyentes verán como han sido vistos y conocerán como han
sido conocidos. Un día tendremos luz suficiente. Lo que no
comprendemos ahora lo entenderemos después.
Recordemos esta alentadora idea cuando presenciemos las trágicas
divisiones que desgarran a la Iglesia de Cristo. Recordemos que gran
parte de ellas derivan de nuestra ignorancia: “Conocemos en parte” y
por ello aparecen los malentendidos entre nosotros. Llegará un día en
que los luteranos no contenderán con los seguidores de Zuinglio, ni los
calvinistas con los arminianos, ni los defensores de la Iglesia oficial con
los independientes. Entonces y solo entonces se cumplirá plenamente
la promesa: “En aquel día vosotros conoceréis”.

Notas: Juan 14:18–20


V. 18: [No os dejaré huérfanos]. El término “huérfanos” describe a la
perfección el estado solitario y desvalido en el que quedaron relativamente
los discípulos de Cristo cuando dejaron de ver a Cristo con sus ojos corporales
a su muerte. “No os dejaré —dice Jesús— de esa forma. No quedaréis
huérfanos para siempre”. La belleza de esta expresión queda reforzada con el
recuerdo de que ya los había llamado “hijitos”, lo que hace que la palabra
“huérfanos” sea particularmente adecuada.
[Vendré a vosotros]. El verbo está conjugado aquí en presente: “Vengo”.
Hay gran diversidad de opiniones con respecto al significado de esta frase.
Aun los Padres —como señala Burgon— interpretan estas palabras de
diversas formas. Debemos recordar que entre los Padres no había una mayor
unanimidad que entre los teólogos modernos. “El consenso de la antigüedad
católica” del que muchos alardean tiene más de imaginario que de real.
Algunos —como es el caso de Crisóstomo— creen que este “venir” solo
hace referencia a la reaparición de Cristo tras su resurrección al tercer día.
Otros —como Hutcheson— piensan que nuestro Señor solo está hablando
de su venida por medio de su Espíritu, como señal de su presencia.
Otros —como Agustín y Beda— opinan que nuestro Señor tiene en mente
algo mucho más lejano —su Segunda Venida al final del mundo— y que dirige
estas palabras al conjunto de los creyentes de todas las épocas: “Volveré de
nuevo. Vengo en breve”.
Me inclino claramente por esta última interpretación. Considero que la
primera y la segunda tesis limitan y mutilan la promesa de nuestro Señor. La
última está en armonía con toda su enseñanza. La Segunda Venida es la gran
esperanza de la Iglesia. En el último capítulo de la Biblia, la expresión griega
traducida como “vengo en breve” utiliza exactamente el mismo verbo que
encontramos aquí (Apocalipsis 22:20).
No quiero que se me malinterprete cuando digo esto. Admito
abiertamente que Jesús vino a su Iglesia después de su ascensión, así como
de forma invisible, que viene a su Iglesia continuamente y que está con ella
hasta el fin del mundo. Pero no creo que ese sea el significado del texto.
V. 19: [Todavía un poco […] vosotros me veréis]. Nuevamente, el sentido
de las palabras de nuestro Señor no está demasiado claro. Considero que es:
“Dentro de muy poco el mundo incrédulo ya no me verá ni me observará,
puesto que ascenderé al Cielo. Pero, aun entonces, vosotros seguiréis
viéndome a través de los ojos de la fe”. No creo que la expresión “me veréis”
pueda aplicarse a la Segunda Venida. Sin duda hace referencia a la visión
espiritual de Cristo que solo los creyentes disfrutarían. El mundo no podría
evitar que lo vieran. El término griego traducido como “me veréis” implica
una mirada fija, continua, habitual.
Dice el obispo Hall: “Me veréis y me reconoceréis por medio de los ojos de
la fe”.
[Porque yo vivo, vosotros también viviréis]. Esta profunda afirmación de
Cristo parece tener una aplicación muy amplia y general: “Mi vida garantiza
tanto vuestra vida espiritual presente como vuestra vida eterna en el futuro.
La vida de la Cabeza garantiza la vida de los miembros. Yo vivo, tengo vida
en Mí mismo, no puedo morir, mis enemigos no pueden acabar conmigo, y
viviré para toda la eternidad. Por eso, vosotros también viviréis. Vuestra vida
está garantizada y se prolongará eternamente en la gloria futura”.
La expresión “yo vivo” es una afirmación muy profunda y es imposible
comprender todo su sentido. No significa meramente: “Resucitaré de entre
los muertos”. Sin lugar a dudas es mucho más que un futuro. Implica que
Cristo es el “Dios vivo”, la fuente de toda vida. Es como “en él estaba la vida”
y “como el Padre tiene vida en sí mismo, así también ha dado al Hijo el tener
vida en sí mismo” (Juan 1:4; 5:26).
V. 20: [En aquel día vosotros conoceréis, etc.]. Junto con Cirilo y Agustín,
considero que nuestro Señor se refiere de forma especial al día de su
Segunda Venida. Entonces, y no hasta entonces, tendrán sus discípulos un
conocimiento completo. Ahora ven y conocen en parte y como a través de un
espejo, oscuramente. Entonces conocerán plenamente la unión mística que
hay entre el Padre y el Hijo y entre el Hijo y todos los miembros de su cuerpo.
Considero que limitar este “día” —como hace Crisóstomo— a la
resurrección de Cristo de entre los muertos no abarca todo su significado.

Juan 14:21–26

En estos versículos vemos que obedecer los mandamientos de Cristo


es la mejor demostración del amor hacia Él.
Esta es una lección de inmensa importancia y sobre la que es
preciso insistir constantemente a los cristianos. La prueba de que
somos creyentes verdaderos no es que hablemos de religión y lo
hagamos con soltura y con acierto, sino que cumplamos
constantemente la voluntad de Cristo y sigamos sus caminos. Las
buenas intenciones no sirven de nada si no van acompañadas de
actos. Pueden llegar a ser perniciosas para el alma, al endurecer la
conciencia. Las ideas pasivas que no se materializan en actos van
insensibilizando y paralizando al corazón. La única demostración real
de la gracia es vivir rectamente y hacer el bien. Dondequiera que esté
el Espíritu Santo, siempre habrá una vida santa. Vigilar celosamente
nuestra conducta, nuestras palabras y nuestros actos; esforzarnos
constantemente en guiarnos por el Sermón del Monte en nuestras
vidas; esa es la mejor demostración de que amamos a Cristo.
Por supuesto, no debemos malentender o torcer ideas como estas.
No debemos pensar ni por un momento que “observar los
mandamientos de Cristo” puede llegar a salvarnos. Hasta nuestras
mejores obras son muy imperfectas; aun a pesar de que hagamos todo
aquello de lo que somos capaces, seguimos siendo siervos débiles e
inútiles: “Por gracia sois salvos por medio de la fe […]; no por obras”
(Efesios 2:8). Pero el hecho de que defendamos cierto tipo de verdades
no significa que olvidemos otro. La fe en la sangre de Cristo debe ir
acompañada siempre de la obediencia a la voluntad de Cristo: lo que el
Maestro juntó, no lo separen sus discípulos. ¿Profesamos amar a
Cristo? Manifestémoslo, pues, en nuestras vidas. El apóstol que dijo
“Señor; tú sabes que te amo” recibió este cometido: “Apacienta mis
corderos”, lo que quiere decir: “Haz algo, sé útil: sigue mi ejemplo”
(Juan 21:15).
En segundo lugar, en estos versículos vemos que se ofrece un
consuelo especial a quienes aman a Cristo y lo demuestran
cumpliendo sus mandamientos. En cualquier caso, este parece ser el
sentido general de las palabras de nuestro Señor: “Será amado por mi
Padre, y yo le amaré, y me manifestaré a él”.
Es indudable que esta promesa encierra un significado muy
profundo que somos incapaces de sondear. Nadie puede entenderlo a
menos que lo reciba y lo experimente. Pero no debemos vacilar en
creer que una intensa santidad conlleva un intenso consuelo, y que
nadie disfruta tanto de su religión como aquel que camina junto a Dios,
como lo hicieron Enoc y Abraham. Se puede disfrutar mucho más del
Cielo en la Tierra de lo que muchos cristianos se imaginan: “La
comunión íntima de Jehová es con los que le temen, y a ellos hará
conocer su pacto”; “si alguno oye mi voz y abre la puerta, entraré a él,
y cenaré con él, y él conmigo” (Salmo 25:14; Apocalipsis 3:20).
Podemos estar seguros del valor de estas promesas y de que no se
hicieron en vano.
¿Cómo es que —se suele decir— muchos que profesan ser
creyentes disfrutan de tan poca felicidad en su vida religiosa? ¿Cómo
es que hay tantos que saben tan poco “de todo gozo y paz en el creer”
y se encaminan apesadumbrados al Cielo? La respuesta a estas
preguntas es muy triste, pero es preciso darla. Pocos son los creyentes
que respetan tan estrictamente como debieran los mandamientos y las
palabras de Cristo. Abunda en exceso la laxitud y la despreocupación
en la obediencia a los mandamientos de Cristo; se olvida demasiado a
menudo que, si bien las obras no nos justifican, tampoco podemos
despreciarlas. Aprendamos estas cosas de corazón. Si queremos ser
muy felices, debemos esforzarnos en ser muy santos.
En último lugar, en estos versículos vemos que parte de la obra del
Espíritu Santo consiste en enseñar y recordarnos las cosas. Escrito
está: “El Consolador, el Espíritu Santo, a quien el Padre enviará en mi
nombre, él os enseñará todas las cosas, y os recordará todo”.
Circunscribir esta promesa a los once Apóstoles, como hacen
algunos, es una interpretación demasiado pobre e insatisfactoria de la
Escritura. Su alcance parece ir mucho más lejos que el día de
Pentecostés y la escritura inspirada de los libros de la santa Palabra de
Dios. Es más prudente y acorde con el tenor general del último sermón
de nuestro Señor considerar esta promesa como patrimonio común de
todos los creyentes de todas las épocas de la Historia. Nuestro Señor
sabe lo olvidadizos e ignorantes que somos en cuanto a las cosas
espirituales. Nos declara afortunadamente que, cuando abandone el
mundo, su pueblo tendrá a alguien que le enseñe y se las recuerde.
¿Percibimos nuestra ignorancia espiritual? ¿Sentimos que hasta en
el mejor de los casos vemos y conocemos en parte? ¿Deseamos
entender más claramente las doctrinas del Evangelio? Oremos a diario
para recibir la ayuda del Espíritu y que nos “enseñe”. Su oficio consiste
en iluminar al alma, abrir los ojos al entendimiento y guiarnos a toda
verdad. Puede iluminar los lugares oscuros y allanar los caminos
accidentados.
¿Nos cuesta trabajo recordar las cosas espirituales? ¿Olvidamos con
facilidad lo que leemos y oímos? Oremos a diario para que el Espíritu
Santo nos ayude. Puede hacer que recordemos las cosas. Puede
hacernos rememorar “las cosas viejas” y las “nuevas”. Puede hacer
que tengamos presente la Verdad y cuál es nuestro deber, y
concedernos la disposición para que hagamos buenas obras.

Notas: Juan 14:21–26


V. 21: [El que tiene mis mandamientos […], me ama]. Aparentemente,
nuestro Señor vuelve a la lección del versículo 15 y la repite por causa de su
importancia. Pero ahí hablaba especialmente a sus discípulos, mientras que
aquí establece un principio aplicable a todos los cristianos de todas las
épocas: “El que me ama de verdad no solo conoce mis mandamientos, sino
que también los pone en práctica”. La obediencia, no solo el conocimiento y
las palabras, es la verdadera demostración del amor hacia Cristo. Hay
muchos que TIENEN la voluntad de Cristo pero no la GUARDAN.
Observa Burgon: “Esto equivale a una declaración de que el Señor no
aceptaría los ojos llorosos y los corazones entristecidos de sus discípulos
como demostración de su amor hacia Él. Era la obediencia la demostración
que exigía”.
[El que me ama, será amado por mi Padre]. Aquí se alienta la obediencia
práctica: “El que de verdad me ama y demuestra su amor por medio de su
vida será amado de forma especial por mi Padre. Mi Padre ama a los que me
aman”.
Adviértase con atención que Dios el Padre siente un amor especial hacia
los creyentes aparte del amor y la compasión general que siente hacia toda
la raza humana. En su sentido más elevado, Dios no es un “Padre” más que
para los que aman a Cristo. La doctrina moderna de una “paternidad”
salvadora de Dios para con los que rechazan a Cristo es un engaño absoluto.
[Y yo le amaré, y me manifestaré a él]. Aquí viene otro estímulo para el
que se esfuerza en respetar los mandamientos de Cristo. Cristo le amará de
forma especial y le manifestará una gracia y un favor especiales, invisible y
espiritualmente. Sentirá y conocerá en su propio corazón un gozo y un
consuelo que los malvados y los incoherentes que profesan creer desconocen
por completo. Es obvio que esta “manifestación” de la que habla es
absolutamente invisible y espiritual. Es una de esas cosas que solo se pueden
conocer experimentalmente y que solo un cristiano santo y coherente puede
llegar a comprender y sentir.
Debemos observar con atención que Cristo hace más por consolar a
algunos creyentes que a otros. Los que siguen a Cristo más de cerca y de
manera más obediente siempre recibirán más consuelo y percibirán con más
intensidad su presencia en su interior. Como dice S. Juan, una cosa es
conocer a Cristo y otra saber que le conocemos (cf. 1 Juan 2:3).
V. 22: [Le dijo Judas (no el Iscariote)]. El apóstol que habla aquí es Judas,
el autor de la Epístola y hermano de Santiago. En otros lugares se le llama
Lebeo y Tadeo. Si recordamos que en Gálatas se llama a Santiago “el
hermano del Señor”, debemos llegar a la conclusión de que existió algún
grado de parentesco entre Él y nuestro Señor. Probablemente fuera un primo.
Cabe pensar que quizá tuviera algo de esto en mente al plantear su
pregunta. Estas son las únicas palabras de Judas documentadas en los cuatro
Evangelios.
Debemos percibir con qué cuidado S. Juan nos recuerda que no fue el
falso apóstol quien planteó la pregunta.
Adviértase que cada una de las interrupciones de los tres Apóstoles en el
último sermón de nuestro Señor propició grandes verdades que han resultado
en beneficio de la Iglesia. Por ignorantes e incapaces de entender que fueran,
Tomás, Felipe y Judas fueron el motivo de que nuestro Señor dijera cosas de
gran valor.
[Señor, ¿[…] te manifestarás a nosotros, y no al mundo?]. Esta pregunta
no es más que la búsqueda de la Verdad por parte de alguien que no
entendía con claridad el significado de las palabras de nuestro Señor, si
hablaba de una manifestación visible o invisible: “¿Cuál es con exactitud
nuestro privilegio en comparación con el mundo del que hablas?”.
El original griego de “¿cómo es que?” sería literalmente: “¿Qué es lo que
ha sucedido?”. Con respecto a la expresión “te manifestarás”, literalmente
sería: “Estás a punto de manifestarte”.
Piensa Whitby que Judas, igual que la mayoría de los judíos de su tiempo,
esperaba que el Reino del Mesías fuera un reino visible sobre toda la Tierra.
Era incapaz de entender, pues, una manifestación que se circunscribiera a los
discípulos.
V. 23: [Respondió Jesús […] le amará]. Esta frase supone una repetición
de la verdad que encontramos en los versículos 15 y 21: “Insisto en que
quien de verdad me ama guardará mis palabras y obedecerá mis
mandamientos. Y repito que tal persona será cuidada y amada de forma
especial por mi Padre celestial”.
Adviértase que, en este versículo, nuestro Señor no dice “mis
mandamientos guardará”, sino que hace referencia a su “palabra” en un
sentido general, lo que incluye toda su enseñanza.
[Y vendremos a él, y haremos morada con él]. Estas palabras solo pueden
tener un sentido: hablan de una venida y una estancia invisibles y
espirituales. El Padre y el Hijo vendrán espiritualmente al alma del santo
verdadero y morarán constantemente en él. Nuevamente, esta es una verdad
puramente experimental, conocida solamente por aquellos que la han
experimentado (cf. Salmo 25:14).
Adviértase la condescendencia del Padre y el Hijo, así como los elevados
privilegios del creyente. Por muy pobre y humilde que sea, si tiene fe y
gracia, disfruta de la mejor de las compañías. Cristo y el Padre moran en su
corazón y nunca, pues, está solo ni sufre pobreza. Es templo del Padre, el Hijo
y el Espíritu Santo. Es muy reseñable la utilización del plural “nosotros” en
este versículo. Nadie más que Dios mismo podría utilizar una expresión
semejante.
V. 24: [El que no me ama, no guarda mis palabras]. Nuevamente se
presenta el mismo gran principio que ya se enseñara previamente, esta vez
de forma negativa. Donde no hay una obediencia a Cristo, no hay amor. No
puede haber nada más claro que las continuas advertencias de nuestro Señor
de que la obediencia práctica, respetar sus mandamientos y sus palabras, es
la única demostración segura del amor hacia Él. Sin esta obediencia, la
profesión de fe, los conocimientos y la pertenencia a una iglesia y aun los
sentimientos, la convicción, los lloros y lamentos son cosas inútiles.
[Y la palabra […] no es mía, sino del Padre que me envió]. Esta frase tiene
como propósito recordar a los discípulos la unión del Padre y el Hijo, así como
la consiguiente autoridad y dignidad de las palabras y los mandamientos de
nuestro Señor. No solo son sus palabras, sino las de su Padre. El que las
desprecia está despreciando al Padre; y el que las honra obedeciéndolas está
honrando al Padre.
V. 25: [Os he dicho estas cosas estando con vosotros]. Aquí, nuestro
Señor parece llegar a la conclusión de la primera parte de su sermón. Se
podría cuestionar si la expresión “estas cosas” hacía referencia solo a las
cosas que habló aquella noche o a todas las cosas que había enseñado
durante su ministerio. Prefiero más bien la idea de que esta expresión debe
interpretarse en su sentido más amplio: “Os he dicho estas cosas y muchas
otras mientras estaba entre vosotros. Quizá vuestros corazones estén
atribulados por la idea de que sois incapaces de recordarlas y de entenderlas.
Pero aquí tenéis algunos motivos de ánimo”.
V. 26: [Mas el Consolador, el Espíritu Santo […], mi nombre]. Aquí
tenemos un gran consuelo: “Cuando Yo me vaya, el Espíritu Santo, el
Abogado prometido a quien mi Padre enviará en mi nombre, gracias a mi
intercesión, y para glorificarme, cubrirá todas vuestras necesidades”.
Adviértase cómo se habla aquí del Espíritu Santo inequívocamente como
una persona, y no como una influencia. Adviértase que el Padre envía al
Espíritu, pero que también lo envía en nombre de Cristo y haciendo especial
referencia a la obra de este.
[Él os enseñará todas las cosas]. La palabra que se traduce como “Él” se
aplica inequívocamente a una persona al ser un pronombre masculino. La
“enseñanza” que se promete aquí es, en primer lugar, la instrucción más
plena y completa que, de manera obvia, ofreció el Espíritu Santo a los
creyentes tras la ascensión de nuestro Señor. No se puede leer Hechos sin
advertir que los once Apóstoles fueron personas muy distintas a partir del día
de Pentecostés y que vieron, conocieron y entendieron muchas cosas que
ignoraban anteriormente. Pero, en segundo lugar, es más que probable que
esa enseñanza incluya toda la que imparte el Espíritu a todos los creyentes
verdaderos de todas las épocas. Luz es lo primero que necesitamos, y Él la
proporciona. Es parte de su misión especial el alumbrar “los ojos de nuestro
entendimiento”.
Claramente, debemos circunscribir la expresión “todas las cosas” a la
esfera de las necesidades del alma, sin incluir todo tipo de conocimiento
secular.
[Y os recordará todo […] he dicho]. Este es de especial consuelo para los
discípulos preocupados por sus deficientes memorias. Nuestro Señor promete
que el Espíritu les recordará muchas lecciones, tanto doctrinales como
prácticas, que habían oído de su boca pero que habían olvidado. Esta era una
promesa muy necesaria. Casi huelga señalar cuán a menudo se deja
constancia de la incapacidad de los discípulos para entender las palabras y
los actos de nuestro Señor en el momento en que los presenciaron (cf. Juan
2:22; 12:16).
Algunos aplican estas palabras especialmente a la inspiración bajo la cual
se escribieron las Escrituras del Nuevo Testamento, aunque no estoy de
acuerdo. ¡Esta promesa iba destinada a los once Apóstoles, pero solo cinco
de ellos llegaron a escribir! Alford lo analiza con detenimiento.
Hay otros que aplican estas palabras exclusivamente a los once Apóstoles,
y tampoco puedo estar de acuerdo. En mi opinión parecen una promesa
general, no cabe duda que aplicable en primera instancia a los Once, pero
también dirigida a los creyentes de todas las épocas. He tenido oportunidad
de constatar en mi propia experiencia que el avivamiento de los recuerdos
que experimentan los verdaderos cristianos es una de las obras específicas
del Espíritu Santo en sus almas. Una vez se han convertido, entienden y
recuerdan cosas de una manera desconocida anteriormente.
¿Lamenta alguien su propia ignorancia y desmemoria? No olvide que hay
Uno cuyo oficio es “enseñar y recordar”. Debe orar para que el Espíritu Santo
le ayude.

Juan 14:27–31

No debiéramos terminar este maravilloso capítulo sin advertir una de


sus notables características. Esa característica es la singular frecuencia
con que nuestro Señor utiliza la expresión “mi Padre” y “el Padre”. En
los últimos cinco versículos aparece cuatro veces, y en todo el capítulo
se repite no menos de veintidós. En ese sentido, se trata de un
capítulo único en la Biblia.
La razón de la frecuencia con que se repite esta expresión es una
cuestión muy profunda. Quizá, cuanto menos conjeturemos y
dogmaticemos al respecto, mejor. Nuestro Señor nunca pronunció una
sola palabra sin un motivo para ello, y no cabe duda que aquí también
lo tenía. Sin embargo, ¿no cabría suponer reverentemente que
deseaba dejar grabada en las mentes de sus discípulos la absoluta
unidad que había entre Él y el Padre? Rara vez se atribuye nuestro
Señor tal dignidad y capacidad para alentar a su Iglesia como en este
sermón. ¿No era, pues, particularmente adecuado que recordara
constantemente a sus discípulos que era uno con el Padre en todo lo
que daba y que no podía hacer nada sin Él? En todo caso, esta parece
una suposición razonable y debemos valorarla en su justa medida.
Por un lado, adviértase en este pasaje cuál fue el último legado de
Cristo a su pueblo. Vemos que dice: “La paz os dejo, mi paz os doy; yo
no os la doy como el mundo la da”.
La paz es el don específico de Cristo para su pueblo. Rara vez les
proporciona prosperidad económica o comodidades terrenales. En el
mejor de los casos, estas son posesiones muy cuestionables. A
menudo son más dañinas para el alma que otra cosa. Son como lastres
para nuestra vida espiritual. La tranquilidad de conciencia que brota de
saber que nuestros pecados han sido perdonados y que estamos
reconciliados con Dios es una bendición mucho mayor. Esta paz es
patrimonio de todos los creyentes, ya sean ricos o pobres, humildes o
de posición elevada.
Cristo denomina “mi paz” a la paz que da. Le corresponde a Él
darla, porque la compró con su propia sangre, la adquirió por medio de
la sustitución que llevó a cabo y el Padre le ha nombrado para que la
dispense a un mundo moribundo. Tal como José recibió el cometido de
administrar el grano a los hambrientos egipcios, igualmente Cristo fue
nombrado y recibió el cometido, según los designios de la eterna
Trinidad, de dar la paz al hombre (cf. Juan 6:27).
La paz que Cristo da no es la paz que da el mundo. El mundo es
incapaz de darla en absoluto, y cuando Él la da no lo hace de mala
gana, ni con parquedad o transitoriamente. Cristo está mucho más
dispuesto a dar que nosotros a recibir. Lo que Él da, lo da para toda la
eternidad y nunca lo arrebata. Está dispuesto a dar “mucho más
abundantemente de lo que pedimos o entendemos”. “Abre tu boca —
dice—, y yo la llenaré” (Efesios 3:20; Salmo 81:10).
¿Cómo sorprendernos ante el hecho de que un legado como este
vaya acompañado de esta petición: “No se turbe vuestro corazón, ni
tenga miedo”? En lo que a Cristo concierne, no hay nada que
obstaculice su consuelo si acudimos a Él, creemos y lo recibimos. El
mayor de los pecadores carece de motivo de temor. Si miramos por fe
al único Salvador verdadero, hay remedio para todas las
preocupaciones del corazón. La mitad de nuestras dudas y nuestros
temores proceden de una idea confusa con respecto a la verdadera
naturaleza del Evangelio de Cristo.
Por otro lado, adviértase en este pasaje la perfecta santidad de
Cristo. Dice: “Viene el príncipe de este mundo, y él nada tiene en mí”.
Estas extraordinarias palabras solo se pueden interpretar de una
forma. Nuestro Señor quería que sus discípulos supieran que Satanás,
“el príncipe de este mundo”, estaba a punto de llevar a cabo su última
ofensiva. Estaba haciendo acopio de fuerzas para el más virulento de
sus ataques. Se disponía a utilizar toda su maldad para poner a prueba
al segundo Adán en el huerto de Getsemaní y en la Cruz del Calvario.
Pero nuestro bendito Señor afirma: “Nada tiene en mí”. “No puede
acusarme de nada. No tengo ninguna debilidad, ningún defecto. He
guardado los mandamientos de mi Padre y he cumplido la obra que me
ha dado para que hiciera. Satanás no puede vencerme, pues. No
puede imputarme nada, no puede condenarme. Saldré de esta prueba
más que vencedor”.
Adviértase la diferencia que existe entre Cristo y todos los demás
seres humanos. Es el único en el que Satanás no ha encontrado
“nada”. En Adán y Eva encontró debilidad. Halló imperfecciones en
Noé, Abraham, Moisés, David y todos los santos. Pero en Cristo no halló
“nada” en absoluto. Era un Cordero “sin mancha y sin contaminación”,
el Sacrificio que necesitaba un mundo en pecado y la Cabeza que
precisaba una raza redimida.
Agradezcamos a Dios el tener un Salvador tan perfecto y libre de
pecado, el que su justicia sea perfecta y su vida sin tacha. Todo es
imperfecto en nosotros y nuestros actos, y bien podríamos desesperar
si no tuviéramos más esperanza que nuestra propia bondad. Pero en
Cristo tenemos un Representante y un Sustituto perfecto y libre de
pecado. Bien podemos decir junto con el Apóstol triunfante: “¿Quién
acusará a los escogidos de Dios?” (Romanos 8:33). Cristo murió por
nosotros y sufrió en nuestro lugar. Satanás no puede encontrar nada
en Él, y Él es nuestro refugio. A pesar de nuestra indignidad propia, el
Padre nos ve en Él, y gracias a Él “tiene complacencia” (Mateo 3:17).

Notas: Juan 14:27–31


V. 27: [La paz os dejo]. En este versículo, nuestro Señor ofrece a sus
discípulos un nuevo motivo de consuelo. Les entrega la “paz” como su
legado; no riquezas y honores terrenales, sino paz: una paz del corazón, de la
conciencia, del hombre interior; una paz que deriva de saber que nuestros
pecados han sido perdonados, que tenemos un Salvador vivo y un hogar en
el Cielo.
Comenta Matthew Henry al respecto: “Cristo dejó un testamento al
abandonar este mundo: entregó su alma a su Padre y su cuerpo a José; sus
ropas quedaron en manos de los soldados; dejó a su madre al cuidado de
Juan. ¿Pero qué es lo que iba a dejar a sus pobres discípulos que habían
renunciado a todo para seguirle? No tenía oro ni plata, pero les legó algo
mucho mejor: su paz”.
[Mi paz os doy]. La expresión “mi paz” parece indicativa de una
característica especial en el don que les promete. ¿Acaso no significará “una
percepción de esa paz con Dios que estoy comprando al precio de mi sangre;
esa paz interior y ese descanso del alma proporcionados a los creyentes por
su fe en Mí; esa paz que me corresponde de forma particular otorgar a mi
pueblo”?
[Yo no os la doy como el mundo la da]. El sentido más importante de esta
frase parece estar relacionado con la clase de cosas que Cristo da: “Os doy
posesiones que el mundo no da porque no las posee”. El mundo puede
proporcionar emociones y satisfacciones carnales de forma transitoria, así
como gratificar las pasiones, los sentimientos y el orgullo del hombre natural.
Pero el mundo no puede dar paz interior ni tranquilidad de conciencia.
Comoquiera que sea, otros piensan que el sentido de la frase reside en la
forma que tiene el mundo de dar: transitoria, defectuosa, imperfecta. Pero,
por muy cierto que esto sea, prefiero la interpretación de que se trata de una
referencia a la naturaleza de los dones del mundo en comparación con los de
Dios.
[No se turbe vuestro corazón]. Esta es una repetición de las palabras con
que comenzó la larga lista de consuelos de este capítulo: “Nuevamente os
repito, en vista de todos los motivos de ánimo que acabo de nombrar, que no
os dejéis doblegar por las preocupaciones de vuestro corazón”.
[Ni tenga miedo]. Estas palabras se añaden a la petición inicial de no estar
“turbados”. Van dirigidas al estado de ánimo que nuestro Señor vio que
rondaba a los discípulos: “No cedáis a la cobardía de vuestro corazón. No
tengáis temor”. Este es el único lugar en todo el Nuevo Testamento donde
aparece la palabra que se traduce como “miedo”.
Es indudable que todo el consuelo de este versículo es patrimonio de los
creyentes de todas las épocas.
V. 28: [Habéis oído que yo os he dicho: Voy]. Esta frase hace referencia al
capítulo 13:33–36 y al 14:2, 3, 12. Parece que los discípulos entendieron a la
perfección que nuestro Señor iba a dejarlos y que ese fue uno de los
principales motivos de su turbación y angustia.
[Y vengo a vosotros]. Me reafirmo en mi opinión de que esta venida es la
Segunda Venida de Cristo, y no su resurrección: “Habéis oído claramente lo
que os he enseñado con respecto a mi partida del mundo hasta mi Segunda
Venida”.
[Si me amarais […], regocijado […], voy al Padre]. Estas palabras
significan: “Si de verdad me amarais lógicamente y comprendiendo de forma
completa mi identidad, mi naturaleza y mi obra, os regocijaríais ante mi
partida de este mundo para reunirme con el Padre porque veríais cumplida la
obra para la que Él me envió”. Por supuesto, no tendría sentido que nuestro
Señor quisiera decir que sus discípulos no le “amaran” en absoluto, sino que
no le amaban de forma correcta y lógica; de otro modo se habrían regocijado
ante la compleción de su obra.
[Porque el Padre mayor es que yo]. Esta famosa frase siempre ha sido
motivo de polémica y discusión debido a las dos dificultades que presenta.
a) ¿A qué se refería nuestro Señor cuando dijo: “El Padre mayor es que
yo”? La mejor respuesta la tenemos en las palabras del Credo de Atanasio.
Sin duda, Cristo es “igual al Padre, según su divinidad; inferior al Padre,
según su humanidad”. Podemos admitirlo sin reservas y, a pesar de ello, no
ceder un ápice de terreno a los arrianos y los socinianos, que siempre nos
echan este texto en cara. Los enemigos de la doctrina de la divinidad de
Cristo olvidan que los trinitarios defienden la humanidad de Cristo con la
misma convicción que su divinidad; y nunca vacilan en admitir que, si bien
Cristo es igual que el Padre en calidad de Dios, como hombre es inferior a Él.
Y es en ese sentido en el que dice verazmente: “El Padre mayor es que yo”.
Se refería especialmente a la época de su encarnación y humillación. Cuando
el Verbo fue “hecho carne”, adoptó la “forma de siervo”. Esta fue una
inferioridad transitoria que asumió de forma voluntaria (Filipenses 2:7).
b) ¿Pero a qué se refería nuestro Señor al decir que los discípulos debían
regocijarse ante su marcha al Padre PORQUE “el Padre mayor es que yo”?
Este es un verdadero nudo gordiano que se ha resuelto de diversas formas.
En mi opinión, el significado debe de ser algo parecido a esto: “Debéis
regocijaros de que vaya al Padre, dado que al ir recobraré la gloria que tenía
antes del mundo y que dejé a un lado al encarnarme. Aquí en la Tierra,
durante los treinta y tres años de mi encarnación, he vivido en forma de
siervo y he morado en un cuerpo de alguien inferior a mi Padre. Al abandonar
este mundo recobraré la gloria y el honor que compartía con el Padre antes
de mi encarnación y dejaré atrás la posición de inferioridad en que he
existido aquí abajo. Me voy para volver a ser todopoderoso con el
Todopoderoso y para compartir de nuevo el trono de mi Padre, como una
persona de la Trinidad en la cual ninguno antecede o sucede al otro ni
tampoco es superior o inferior”. Me voy para recibir el Reino y el honor que,
en sus designios eternos, el Padre preparó para el Hijo; y por causa de esto, si
de verdad lo conocierais todo y lo entendierais os gozaríais de mi partida. Si
no me hubiera rebajado voluntariamente ante el Padre al convertirme en
hombre por amor al hombre, vuestras almas carecerían de esperanza alguna.
Pero ahora, la obra se ha completado y regreso al Padre, abandono mi
posición de inferioridad y humillación, y por ello debierais alegraros y
regocijaros”.
V. 29: [Y ahora os lo he dicho antes […], creáis]. Esto parece una
referencia a la partida de nuestro Señor. “Os he dicho claramente que os dejo
y que estoy a punto de morir en la Cruz a fin de que, cuando muera y me
vaya, sigáis creyendo y vuestra fe no se vea afectada”.
V. 30: [No hablaré ya mucho con vosotros]. El significado de esto es que
nuestro Señor no hablaría mucho más antes de su crucifixión. Quedaba poco
tiempo y la traición, la condena y la crucifixión se acercaban. Esto no hace
referencia a los cuarenta días que mediaron entre su resurrección y su
ascensión.
[Porque viene el príncipe de este mundo]. El significado de esto es que
Satanás se preparaba para su ofensiva final contra nuestro Señor, y que no
tendría de qué culparle ni hallaría ningún punto débil en Él.
Llama la atención el hecho de que nuestro Señor no diga: “Vienen los
romanos, Judas y los fariseos”. Solo habla del diablo. Igual que en la Caída, es
él quien está detrás de todo. Los demás solo son instrumentos suyos.
Debiéramos observar cómo se denomina “príncipe de este mundo” al
diablo. Él gobierna y reina en la inmensa mayoría de los corazones de la
Humanidad. “El mundo entero está bajo el maligno” (1 Juan 5:19). Ni siquiera
ahora podemos hacernos una idea de los límites a los que llega la influencia
de Satanás en la Tierra.
Cuando dice que “viene”, no debemos pensar que “viene por primera
vez”. Satanás tentó y atacó a nuestro Señor durante todo su ministerio
terrenal. El significado tiene que ser: “Viene con especial violencia y odio
para lanzar su ataque final contra Mí en el huerto de Getsemaní y en el
Calvario”. Es obvio que la intensidad y la virulencia de los ataques de Satanás
varían según el período.
Cuando dice “nada tiene en mí”, significa que el corazón y la vida de
nuestro Señor estaban completamente libres de pecado. Era consciente de
que Él, el segundo Adán, no tenía nada de lo que Satanás pudiera acusarle.
Nadie más que Cristo podía decir algo semejante. ¡Ni siquiera el más santo
de los santos podría decirlo jamás!
Observa Sanderson: “Alguien había escrutado hasta el más mínimo detalle
de su vida, y de haber existido algo equivocado lo habría detectado y
proclamado a los cuatro vientos. Pero fue incapaz de hallar nada”.
V. 31: [Mas para que el mundo […], así hago]. Estas palabras no están
demasiado claras. Probablemente signifiquen algo parecido a esto: “Hago
todo lo que estoy haciendo ahora y voy a la Cruz deliberadamente a pesar de
mi inocencia, para que el mundo compruebe que amo al Padre que me envió
a morir y que estoy dispuesto a pasar por todo aquello que me ha ordenado.
A pesar de ser inocente, de no tener una sola mota de pecado que Satanás
pueda imputarme, voy deliberadamente a la Cruz para mostrar mi amor a la
voluntad del Padre y con la determinación de cumplirla con mi muerte por los
pecadores”.
[Levantaos, vamos de aquí]. Estas palabras parecen indicativas de un
cambio de posición, y probablemente implican que nuestro Señor se levantó
en ese punto de la mesa donde había pronunciado su sermón y se dirigió
hacia el huerto de Getsemaní. Da la impresión de que el resto del sermón se
pronunció mientras caminaba y sin que ninguno de sus discípulos le
interrumpiera hasta el final del capítulo 16. Probablemente entonces, en
algún punto que desconocemos, se detuvo y profirió la oración del capítulo
17.
Esta es la tesis de Cirilo y Agustín, así como de la mayoría de
comentaristas. ¡Sin embargo, Jansen, Maldonado, Alford y algunos otros
creen que nuestro Señor no llegó a salir de la casa, sino que se levantó de la
mesa en este punto y prosiguió con su sermón de pie!
Lightfoot, casi en solitario, sostiene la extraña e inverosímil idea de que el
lugar donde se pronunció este sermón fue Betania, que aquí se produce un
intervalo de una semana entera, que al final de esa semana se produjo la
cena pascual y la institución de la Cena del Señor y que luego se pronunció el
sermón del capítulo 15. Todo esto me parece de lo más improbable.
Difícilmente habrá algún comentarista que termine este capítulo sin la
intensa sensación de no haber comprendido gran parte de su contenido.
Comoquiera que sea, ¿acaso no podemos achacar en parte su dificultad a la
absoluta incapacidad del hombre para entender el gran misterio de la unión
del Padre, el Hijo y el Espíritu Santo en la Trinidad? Estamos tratando
constantemente cuestiones que no podemos entender plenamente y que, por
ende, tampoco podemos explicar, por lo que debemos contentarnos con
creer humildemente.

Juan 15:1–6

No debemos olvidar que estos versículos contienen una parábola. Al


interpretarla debemos recordar la regla de oro aplicable a todas las
parábolas de Cristo. Lo más importante es la lección general de cada
parábola. No se deben forzar o exprimir en exceso los detalles
secundarios a fin de sacar un significado de ellos. No son leves ni
escasas las equivocaciones en que han incurrido los cristianos por
descuidar esta regla.
En primer lugar, estos versículos tienen el propósito de enseñarnos
lo íntima que es la unión entre Cristo y los creyentes. Él es la “Vid” y
ellos los “pámpanos”.
La unión entre el pámpano de una vid y su tronco es la más íntima
que cabe imaginar. Constituye el secreto de la vida, la fuerza, el vigor,
la belleza y la fertilidad del pámpano. Sin el tronco principal, carece de
vida propia. La savia que fluye del tronco proporciona la energía que
necesitan sus hojas, brotes, flores y frutos. Si se arranca del tronco,
pronto se marchitará y morirá.
La unión entre Cristo y los cristianos es igual de íntima y real. Los
creyentes carecen de vida, fuerza o poder espiritual propios. Toda su
vida religiosa procede de Cristo. Son lo que son, sienten lo que sienten
y hacen lo que hacen porque obtienen de Jesús un suministro continuo
de gracia, ayuda y capacidad. Unidos a Cristo por fe y de forma
misteriosa por medio de su Espíritu, se mantienen en pie, caminan,
corren y perseveran en la carrera cristiana. Pero todo lo bueno que hay
en ellos procede de Jesucristo, su Cabeza espiritual.
Este pensamiento que tenemos ante nosotros es alentador e
instructivo. Los creyentes carecen de motivos para dudar de su
salvación y creer que no alcanzarán el Cielo. Deben tener en cuenta
que no depende de ellos y de sus propias fuerzas. Cristo es la raíz, y
todo lo que hay en ella es para beneficio de los pámpanos. Porque Él
vive, también ellos vivirán. Las personas mundanas no tienen por qué
sorprenderse ante la perseverancia de los creyentes. Aunque son
débiles en sí, tienen su Raíz en el Cielo y esta no morirá: “Cuando soy
débil, entonces soy fuerte” (2 Corintios 12:10).
En segundo lugar, estos versículos nos enseñan que así como
existen cristianos genuinos, también los hay falsos. Hay “pámpanos en
la vid” que parecen estar unidos al tronco y, sin embargo, no dan fruto.
Hay hombres y mujeres que parecen miembros de Cristo y, sin
embargo, al final demuestran no tener una unión vital con Él.
En todas las iglesias hay multitud de personas que profesan ser
cristianas cuya unión con Cristo es meramente formal y externa.
Algunos de ellos están unidos a Cristo por el bautismo y su pertenencia
a una iglesia. Otros van más lejos aún y asisten a la iglesia
regularmente y defienden la religión con orgullo. Sin embargo, carecen
de lo único necesario. A pesar de los cultos, los sermones y los
sacramentos, carecen de gracia en sus corazones, carecen de fe, de la
obra interior del Espíritu Santo. No son uno con Cristo y Cristo con
ellos. Su unión con Él es nominal, no real. Tienen “nombre de que
viven” pero están “muertos” a los ojos de Dios (Apocalipsis 3:1).
A los cristianos de este cuño les va bien la figura de pámpanos de
una vid que no dan fruto. Estos pámpanos inútiles solo valen para ser
podados y quemados. No extraen nada del tronco y no devuelven nada
a cambio del lugar que ocupan. Lo mismo sucederá en el último día
con los que profesan falsamente ser cristianos y con los cristianos
nominales. A menos que se arrepientan, su final será la destrucción.
Serán separados de la congregación de creyentes verdaderos y
echados fuera al fuego eterno como pámpanos inútiles y marchitos.
Independiente de lo que pensaran en este mundo, al final descubrirán
que hay un gusano que no muere y un fuego que nunca se apaga.
En tercer lugar, estos versículos nos enseñan que el fruto del
Espíritu es la única evidencia satisfactoria de que un hombre es un
verdadero cristiano. El discípulo que “permanece en Cristo”, como un
pámpano que permanece en la vid, siempre dará fruto.
El que desee conocer el significado de la palabra “fruto” obtendrá
su respuesta con celeridad. El arrepentimiento ante Dios, la fe en
nuestro Señor Jesucristo, la santidad en la vida y la conducta: eso es lo
que el Nuevo Testamento denomina “fruto”. Estas son las señales
distintivas de quien es un pámpano vivo de la vid verdadera. Es inútil
hablar de una gracia o una vida espiritual “dormidas” cuando estas
cosas brillan por su ausencia. Donde no hay fruto no hay vida. La
persona que carece de estas cosas “viviendo está muerta” (1 Timoteo
5:6).
La gracia verdadera, no lo olvidemos jamás, nunca es ociosa, nunca
duerme. Es una idea fútil pensar que somos miembros vivos de Cristo
si su ejemplo no se percibe en nuestro carácter y en nuestras vidas. El
“fruto” es la única evidencia satisfactoria de una unión salvadora entre
Cristo y nuestras almas. Donde no se manifiesta el fruto del Espíritu, el
corazón carece de una vida religiosa. El Espíritu de vida en Cristo Jesús
siempre se hará patente en la conducta cotidiana de aquellos en
quienes mora. El Maestro mismo declara que “cada árbol se conoce
por su fruto” (Lucas 6:44).
En último lugar, estos versículos nos enseñan que, a menudo, Dios
aumentará la santidad de los verdaderos cristianos por medio de su
disciplina providencial: “Todo aquel que lleva fruto —escrito está—, lo
limpiará, para que lleve más fruto”.
El significado de estas palabras es obvio. Así como el viticultor poda
y arregla los pámpanos de una vid fructífera a fin de que dé más fruto,
igualmente Dios purifica y santifica a los creyentes por medio de las
circunstancias vitales en las que los sitúa.
Por decirlo de una manera más clara, la prueba es el instrumento
mediante el cual nuestro Padre celestial hace más santos a los
cristianos. Por medio de la prueba despierta sus virtudes adormecidas
y prueba si pueden soportar su voluntad además de cumplirla. Por
medio de la prueba los aparta del mundo y los acerca a Cristo, los lleva
a la Biblia y a la oración, les muestra sus propios corazones y les
infunde humildad. Este es el proceso mediante el cual los “limpia” y los
hace más fructíferos. El mejor comentario que se puede hacer de este
texto son las vidas de los santos en todas las épocas. Difícilmente
hallaremos un santo destacado, ya sea en el Antiguo Testamento o en
el Nuevo, que no fuera purificado por medio del sufrimiento, al igual
que su Maestro, un “varón de dolores, experimentado en quebranto”
(Isaías 53:3).
Aprendamos a ser pacientes en los tiempos difíciles si conocemos la
unión vital con Cristo. Recordemos la doctrina del pasaje que tenemos
delante y no murmuremos o nos quejemos por causa de las pruebas
que experimentamos. Nuestras pruebas no tienen una finalidad
dañina, sino beneficiosa. Dios nos disciplina “para lo que nos es
provechoso, para que participemos de su santidad” (Hebreos 12:10).
Lo que nuestro Maestro desea ver en nosotros es el fruto; y no
escatimará poda alguna si considera que la necesitamos. En el último
día veremos que todo se hizo bien.

Notas: Juan 15:1–6


V. 1: [Yo soy la vid […] Padre es el labrador]. En este capítulo y el
siguiente nuestro Señor pasa a instruir, más que a consolar. Tras alentar y
reconfortar a sus vacilantes discípulos en el capítulo 14, ahora les recalca
ciertas verdades que desea que recuerden de forma especial tras su partida.
Empieza por insistir en la necesidad absoluta de una unión y una comunión
íntimas con Él por medio de la imagen de la vid y los pámpanos.
Debemos tener siempre en mente que este pasaje es una parábola y que
como tal es preciso interpretarla. Debemos evitar forzar demasiado cada
palabra y cada frase y, como con todas las parábolas, considerar su sentido
general y la lección principal que contiene, más que cada una de sus frases
por separado. ¡Qué cierto es el viejo dicho de que “ninguna parábola se
sostiene sobre cuatro patas”; y en todas las parábolas hay partes que solo
son el ropaje de la imagen, y no la imagen en sí. Descuidar esta cuestión
conlleva efectos muy perniciosos para el alma de los cristianos y también es
origen de muchas doctrinas equivocadas. ¡En este pasaje debemos recordar
que nuestro Señor Jesucristo no es una vid literal, ni los creyentes son
pámpanos literalmente, ni el Padre es un labrador literal! Estamos ante
imágenes que se utilizan afortunadamente para conveniencia de nuestros
débiles entendimientos, y debemos cuidarnos de no extraer conclusiones
doctrinales que contradigan otros pasajes claros de la Escritura.
Hasta Maldonado, el comentarista católico, comenta a este respecto: “No
siempre se ajustan todos los detalles de las parábolas al significado principal
de la misma. Hay muchas cosas que se introducen a fin de complementar u
ornamentar el relato”. Toledo es de la misma opinión.
Comenta Burgon: “Si queremos entender correctamente cada una de las
parábolas de nuestro Señor, en lugar de confundirnos ante los detalles
secundarios es preciso que tengamos siempre en mente el propósito principal
que tenía nuestro Señor al pronunciarlas”.
El motivo exacto de que nuestro Señor eligiera la imagen de una “vid” ha
sido motivo de muchas conjeturas. Algunos piensan que sacó la imagen de
una parra que trepaba por las paredes y las ventanas del “aposento alto” del
que Él y sus discípulos se estaban marchando. Otros piensan que la sacó de
la famosa vid dorada que ornamentaba la entrada principal del Templo.
Algunos piensan que la sacó de las vides que vio a su paso mientras
caminaba hacia el huerto de Getsemaní. Otros la remiten al “fruto de la vid”
de la Cena del Señor. Por supuesto, todo esto no son más que conjeturas. Es
obvio que cuando nuestro Señor habló era de noche y no se veía gran cosa.
Tampoco es necesario imaginar que nuestro Señor recurriera a algo que no
fuera su mente para obtener este ejemplo.
La expresión “verdadera” aplicada a la vid es un argumento muy utilizado
por los que opinan que nuestro Señor basó su parábola en una vid que tenía
delante. Sin embargo, ¿no es más probable que nuestro Señor tuviera en
mente los pasajes del Antiguo Testamento en los que la Iglesia judía es
comparada con una vid? (cf. Salmo 80:8; Jeremías 2:21; Ezequiel 15:2; Oseas
10:1). De ese modo, significaría: “Yo no soy la Iglesia judía decadente, soy la
verdadera fuente de vida espiritual”. Esta sería una lección muy provechosa
para las mentes judías.
En Juan 6:32 podemos ver cómo se utiliza la palabra “verdadero”
exactamente con el mismo sentido: “El pan verdadero”. Significa la vid
verdadera, original y arquetípica de la que todas las demás no son más que
tipos y sombras.
Dice Lightfoot: “Hasta entonces, Israel había sido la vid en la que era
preciso injertar a todo el que deseara adorar al Dios verdadero. Pero de ahora
en adelante serían plantados en la profesión de fe en Cristo”.
El significado de este versículo parece el siguiente: “La relación que hay
entre vosotros y Yo es la de la vid y sus pámpanos. Yo soy la verdadera fuente
de vuestra vida y vuestro vigor espirituales, y dependéis de Mí tanto como los
pámpanos de la vid dependen del tronco: vuestra unión conmigo es tan
íntima como la de la vid y sus pámpanos. Mi Padre se preocupa por vosotros
con la delicadeza que tiene un viticultor con el pámpano de la vid, y vigila
continuamente vuestra salud, vuestro fruto y vuestra fertilidad. No imaginéis
ni por un momento que mi Padre no se preocupa con la misma atención que
Yo por vuestro crecimiento espiritual”.
Considero que la interpretación que hacen Alford y muchos otros de que la
vid hace referencia a “la Iglesia visible” de la que Cristo forma parte como
Cabeza es completamente insatisfactoria. Nuestro Señor habla de forma
especial a once creyentes y de la relación que tienen con Él. Creo que aplicar
toda esta parábola a un cuerpo tan heterogéneo y defectuoso como la
“Iglesia visible” degrada y devalúa todo el pasaje.
V. 2: [Todo pámpano […] no lleva fruto, lo quitará]. Quizá no haya frase
de ninguna parábola que se haya pervertido, torcido y aplicado tan
equivocadamente como esta. Muchos aseveran que esto nos enseña que
alguien puede ser un pámpano verdadero de la vid, un miembro de Cristo, y
a pesar de ello perder toda la gracia que Él concede y perderse finalmente.
En resumen, se trata de un arma predilecta de los arminianos, de todos los
que defienden una relación indisoluble entre la gracia y el bautismo y de
todos los que niegan la perseverancia de los creyentes en la fe.
No quiero tardar en aducir, a modo de respuesta, que esta interpretación
de la frase es irreconciliable con otros textos más claros de la Escritura que
no son fragmentos de parábolas como este, y que siempre debemos evitar
interpretar la Escritura de forma que una parte contradiga a otra. Basta con
decir que ese no es el sentido más natural de la frase que tenemos delante.
La pura verdad es que este texto es precisamente la parte de la parábola
que no permite una interpretación literal. De hecho, no es cierto que el Padre
“quite” todos los pámpanos que no dan fruto. ¿Cuándo lo hace? ¿Cuándo
elimina de la Iglesia a todos los cristianos incrédulos? Por el contrario, ha
permitido su existencia en la Iglesia desde el siglo I hasta ahora sin quitarlos.
Y tampoco los quitará hasta el día del Juicio. Pero si la expresión “quitará” no
se puede interpretar de forma literal, también debemos evitar una
interpretación literal de la expresión “pámpano en mí”. Igual que una frase
tiene un sentido figurado, lo mismo sucede con la otra. En resumen, no se
puede llegar a la conclusión de que “pámpano en mí” significa forzosamente
“creyente en mí”. No hace referencia más que a “alguien que profesa ser
miembro de mi Iglesia, un hombre que se ha unido a mi pueblo pero no a Mí”.
En mi opinión, el verdadero significado del versículo es el siguiente: “Mi
Padre se ocupa de mi cuerpo místico como un viticultor lo hace de la vid y
sus pámpanos. Igual que hace un viticultor, no permitirá que haya pámpanos
estériles en la vid, tampoco dejará que ninguno de mis miembros sea estéril
y carezca de gracia. Mi Padre se asegurará de que todos los que estén en Mí
demuestren su unión por medio de vidas y conversaciones fructíferas. No
tolerará lo más mínimo que haya alguien tan incoherente como un creyente
estéril. En pocas palabras, el fruto es la gran evidencia de que se es uno de
mis discípulos; y quien no es fructífero no es un pámpano de la vid
verdadera”.
Comenta Calvino: “Hay muchos que supuestamente están en la vid a los
ojos del hombre y, en realidad, carecen de raigambre alguna”.
Piensa Hengstenberg que aquí se está hablando principalmente de la
Iglesia judía como un pámpano estéril en comparación con la Iglesia
cristiana.
[Y todo aquel que lleva fruto, lo limpiará […], fruto]. Por suerte, el
significado de esta parte del versículo está mucho más claro que el de la
otra. “Igual que un viticultor poda y recorta los pámpanos sanos de una vid,
así trata mi Padre a todos mis miembros creyentes. Los poda y los purifica
por medio de la aflicción y las dificultades para que den más fruto de
santidad”.
Procuremos recordar que esta frase arroja luz sobre muchas de las
aflicciones y pruebas del pueblo de Dios. Todas ellas forman parte del
misterioso proceso mediante el cual Dios el Padre purifica y santifica al
pueblo de Cristo. Son la “poda” de los pámpanos para bien, a fin de
incrementar el fruto que dan. Los más grandes santos de todas las épocas
han sido “varones de dolores” que han sufrido frecuentes podas.
Junto con muchos otros autores de todas las épocas, Clemente de
Alejandría señala con respecto a este versículo que el pámpano que no es
podado severamente es especialmente propenso a volverse leñoso y no dar
fruto.
Después de todo, al terminar este difícil versículo no debemos olvidar que
alguien puede parecernos un “pámpano en Cristo” y un creyente verdadero
y, sin embargo, no serlo a los ojos de Dios. El fin de ese hombre será la
muerte. Al final será “quitado” para su castigo. “Todo el que parece un
pámpano de la vid verdadera y en realidad no lo es se perderá”. Hay dos
principios que siempre debemos tener en mente. Uno es que nadie que no dé
fruto puede ser un pámpano en Cristo y un miembro vivo de su cuerpo. Una
unión vital con Cristo que no dé señales de vida es algo imposible, una idea
blasfema. El otro principio es que ningún pámpano vivo de la vid verdadera,
ningún creyente en Cristo, morirá de forma definitiva. Los que mueran quizá
parecieran creyentes, pero en realidad no lo eran.
V. 3: [Ya […] limpios por la palabra que os he hablado]. Tras haber
descrito la relación entre sí mismo y su pueblo de forma general, nuestro
Señor pasa ahora a mostrar a sus discípulos en qué situación se encuentran y
cuál es su deber más inmediato. “Ahora ya habéis sido limpiados y
purificados relativamente por la doctrina que os he enseñado y que habéis
recibido y creído. Pero no os conforméis con vuestros logros pretéritos.
Seguid el consejo que voy a daros”.
Es indudable que, cuando nuestro Señor denomina aquí “limpios” o
“puros” a sus discípulos, utiliza la frase de forma relativa. En comparación
con los escribas y los fariseos incrédulos, hasta comparados con ellos mismos
antes del llamamiento y la enseñanza de su Señor, los discípulos eran
personas limpias y purificadas; limpias de manera muy imperfecta y parcial,
pero limpias.
Debiéramos observar con atención que nuestro Señor habla de su
“Palabra” como el gran instrumento mediante el cual limpia a sus discípulos.
Es el mismo importante principio que encontramos en Juan 17:17; Efesios
5:26 y 1 Pedro 1:22. La Palabra de Dios es el gran medio para convertir y
santificar almas.
Señala Henry con respecto a este versículo: “Los que son justificados por
medio de la sangre y santificados por medio del Espíritu de Cristo ya han sido
limpiados por Cristo a pesar de sus múltiples defectos e imperfecciones”.
V. 4: [Permaneced en mí, y yo en vosotros]. Ahora llega la enseñanza
específica que nuestro Señor deseaba inculcar a los discípulos: “Permaneced
en Mí, aferraos a Mí, no os soltéis de Mí. Vivid una vida de comunión íntima y
cercana conmigo. Acercaos cada vez más, depositad todas vuestras cargas,
todo vuestro peso, sobre Mí. No os soltéis ni un solo momento. Arraigaos en
Mí. Si lo hacéis, nunca os fallaré, permaneceré siempre en vosotros”.
La palabra aquí traducida como “permanecer” se utiliza nada menos que
en diez ocasiones en los once primeros versículos de este capítulo. Implica
proseguir o mantenerse de forma constante en un punto o lugar. Un
verdadero cristiano debe permanecer siempre “en Cristo”, igual que un
hombre que permanece entre los muros de una ciudad fortificada o un
fugitivo que se queda siempre en la ciudad de refugio.
[Como el pámpano […] permanecéis en mí]. Nuestro Señor recurre
nuevamente a la imagen de la parábola: “Así como el pámpano de la vid no
puede dar fruto de forma independiente y por sí mismo, y debe mantener
una unión vital con el tronco y obtener de él su vida y su fuerza, igualmente
no podéis dar fruto cristiano, seguir el camino cristiano y vivir una vida
cristiana a menos que mantengáis una unión y una comunión constantes
conmigo”.
V. 5: [Yo soy la vid, vosotros los pámpanos]. Una vez más, nuestro Señor
repite la idea esencial de la parábola a fin de recalcar la lección que quiere
enseñar a sus discípulos: “Repito la aseveración que ya hice: la relación entre
vosotros y Yo debe ser tan cercana e íntima como la que existe entre una vid
y sus pámpanos”.
[El que permanece en mí […], mucho fruto]. Aquí, nuestro Señor ofrece un
motivo de ánimo para que los discípulos mantengan el hábito de una unión
íntima con Él. Este es el secreto para dar “mucho fruto” y ser un cristiano
santo y útil. La historia de la Iglesia en todas las épocas demuestra la
veracidad de esta afirmación. Los más grandes santos han vivido siempre
más cerca de Cristo.
¿Acaso no vemos aquí que existe una diferencia en la cantidad de fruto
que dan los cristianos? ¿No encontramos una distinción tácita entre dar
“fruto” y dar “mucho fruto”?
[Porque separados de mí nada podéis hacer]. Nuestro Señor indica:
“Separados de Mí, apartados de Mí, no tenéis vigor ni podéis hacer nada.
Estáis tan inertes como un pámpano separado del tronco”.
Es preciso cuidarse de no malinterpretar este texto ni aplicarlo
equivocadamente. Nada hay más habitual que oír a algunos cristianos
ignorantes citarlo de forma parcial como excusa para la indolencia y el
abandono de los medios de gracia. “Es que no podemos hacer nada”,
exclaman muchos de ellos. Esto es extraer una lección del texto que este no
contenía originalmente. Aquel que habló estas palabras a sus once discípulos
elegidos es el mismo Señor que dijo a todos los hombres que deseen
salvarse: “Esforzaos a entrar”; “trabajad […] por la comida que a vida eterna
permanece”; “arrepentíos, y creed” (Lucas 13:24; Juan 6:27; Marcos 1:15).
V. 6: [El que en mí no permanece […] arden]. La consecuencia de no
permanecer en Cristo, de negarse a vivir la vida de fe en Cristo, se describe
aquí por medio de una imagen horrenda. El final de esos falsos cristianos que
profesan serlo será como el de los pámpanos estériles y muertos de la vid.
Tarde o temprano son desechados del viñedo como algo inútil y se recogen
para la quema. Ese será el fin de los que profesan ser cristianos y dan la
espalda a Jesús no dando fruto para la gloria de Dios. Acabarán en el fuego
que no se apaga en el Infierno.
Estas son palabras terribles. Comoquiera que sea, parecen ir
especialmente dirigidas a los que vuelven atrás y apostatan como Judas
Iscariote. Antes de que un hombre llegue al estado aquí descrito debe
aparentar hasta cierto punto que profesa una fe en Cristo. Es indudable que
hay casos en que parece que algunos se apartan de la gracia y renuncian a
su unión con Cristo; pero debemos tener claro que, en esos casos, la gracia
no era real, sino aparente; que no era una unión verdadera, sino ficticia.
Nuevamente debemos recordar que nos encontramos ante una parábola.
Este versículo parece enseñar con toda claridad la existencia del Infierno y
del castigo de Dios.
Es digno de atención que una traducción más literal del griego sería: “Ha
sido echado” y “se ha secado”, en pasado. Piensa Alford que esto se debe a
que se habla como si ya hubiera llegado el gran día del Juicio. Cuando dice
“los recogen” y “los echan” no se hace referencia a una persona en
particular. Se trata de un hebraísmo que también se encuentra en Mateo
5:15; Lucas 16:9 y Hechos 7:6.
Después de todo, la gran lección que nos enseña este versículo es la
destrucción y el castigo final de los falsos cristianos que profesan serlo.
Permanecer en Cristo lleva a dar fruto en esta vida y a disfrutar de una
felicidad eterna en la vida venidera. Separarse de Cristo lleva al fuego eterno
en el Infierno.

Juan 15:7–11
Hay una gran diferencia entre unos creyentes y otros. Todos son
iguales en algunas cosas: todos son conscientes de sus pecados; todos
confían en Cristo; todos se arrepienten y se esfuerzan en ser santos;
todos ellos tienen gracia, fe y corazones renovados. Sin embargo,
difieren grandemente en sus logros. Algunos cristianos son mucho más
felices y santos que otros y tienen una mayor influencia en el mundo.
Ahora bien, ¿cuáles son los incentivos que presenta el Señor Jesús a
su pueblo para que aspire a una vida santa? Esta es una pregunta que
debiera ser de gran interés para toda mente piadosa. ¿A quién no le
gustaría ser un siervo de Cristo especialmente provechoso y feliz? El
pasaje que tenemos ante nosotros arroja luz sobre esta cuestión de
tres formas distintas.
En primer lugar, nuestro Señor afirma: “Si permanecéis en mí, y mis
palabras permanecen en vosotros, pedid todo lo que queréis, y os será
hecho”. Aquí se promete explícitamente que las oraciones tendrán una
respuesta favorable. ¿Y de qué depende? Debemos “permanecer en
Cristo” y las palabras de Cristo deben “permanecer en nosotros”.
Permanecer en Cristo significa tener una comunión constante con
Él; confiar y apoyarnos siempre en Él; abrirle nuestros corazones y
acudir a Él como nuestra Fuente de vida y de fortaleza, como nuestro
mejor Compañero y Amigo. La permanencia de sus palabras en
nosotros significa tener siempre en mente sus palabras y sus
preceptos, y que nuestros actos y nuestras conductas estén
gobernados por ellos.
Se nos dice que los cristianos de este cuño no orarán en vano.
Obtendrán todo lo que pidan siempre y cuando sean cosas del agrado
de Dios. Nada les resultará imposible. Cuando pidan, recibirán; y
cuando busquen, encontrarán. Hombres así fueron Martín Lutero y
nuestro mártir el obispo Latimer. Un hombre así fue John Knox, de
quien María Estuardo dijo que “temía más a sus oraciones que a un
ejército de veinte mil hombres”. Escrito está: “La oración eficaz del
justo puede mucho” (Santiago 5:16).
Ahora bien, ¿por qué hay pocas oraciones que sean tan poderosas
en la actualidad? Simplemente porque escasea la comunión cercana
con Cristo y se cumple poco su voluntad. No se “permanece en Cristo”
y, por tanto, se ora en vano. Las palabras de Cristo no permanecen en
ellos como su patrón de conducta, y por eso parece como si no se
prestara oídos a sus oraciones. “Pedís, y no recibís, porque pedís mal”
(Santiago 4:3). Aprendamos esta lección de corazón. El que desee
recibir respuesta a sus oraciones debe recordar bien las indicaciones
de Cristo. Debemos mantener una amistad muy cercana con nuestro
Abogado en el Cielo si queremos que nuestras peticiones lleguen a
buen puerto.
En segundo lugar, nuestro Señor afirma: “En esto es glorificado mi
Padre, en que llevéis mucho fruto, y seáis así mis discípulos”. Parece
que el significado de esta promesa es que el fruto en la vida cristiana
no solo glorifica a Dios, sino que también nos proporciona la mejor
evidencia de que somos verdaderos discípulos de Cristo.
La certeza de ser cristianos y de la consiguiente vida eterna es uno
de los mayores privilegios de la vida cristiana. No hay nada peor que la
incertidumbre en cualquier cuestión de importancia, y por encima de
todo en lo referente a nuestras almas. El que desee saber la mejor
forma de alcanzar la seguridad de salvación hará bien en estudiar con
atención las palabras de Cristo que tenemos ante nosotros. Que se
esfuerce en dar “mucho fruto” en su vida, en su conducta, su carácter
y sus palabras. Al hacerlo, sentirá el testimonio del Espíritu en su
corazón y demostrará con creces que es un pámpano vivo de la vid
verdadera. Podrá comprobar en su propia alma que es hijo de Dios y lo
evidenciará ante el mundo de forma incontrovertible. Su discipulado
quedará fuera de toda duda.
¿Por qué son tantos los que profesan ser cristianos a los que su vida
religiosa les brinda tan poco ánimo y que recorren con incertidumbre y
temor el camino que lleva al Cielo? Nuestro Señor da respuesta a esa
pregunta con la afirmación que ahora consideramos. Las personas se
conforman con poca vida cristiana, poco fruto del Espíritu, y no se
esfuerzan en ser “santos en toda [su] manera de vivir” (1 Pedro 1:15).
No deben sorprenderse si disfrutan de poca paz y esperanza y dejan
escasas pruebas de su fe tras de sí. La culpa es suya. Dios ha
vinculado la felicidad a la santidad; y lo que Dios ha unido, no lo separe
el hombre.
En tercer lugar, nuestro Señor afirma: “Si guardareis mis
mandamientos, permaneceréis en mi amor”. El significado de esta
promesa está muy relacionado con el de la anterior. El que sigue
diligentemente los preceptos de Cristo sentirá de forma constante el
amor de Cristo en su alma.
Por supuesto, no debemos malinterpretar las palabras de nuestro
Señor cuando habla de “guardar sus mandamientos”. En un sentido no
hay nadie capaz de guardarlos. Hasta nuestras mejores obras son
imperfectas y defectuosas, y tras esforzarnos todo lo posible bien
podemos clamar: “Dios, sé propicio a mí, pecador”. Sin embargo, no
debemos irnos al otro extremo y dar cabida a la perezosa idea de que
no podemos hacer nada en absoluto. La gracia de Dios nos permite
gobernar nuestras vidas por las leyes de Cristo y demostrar a diario
nuestro deseo de complacerle. Si nos comportamos de esa forma,
nuestro misericordioso Maestro nos hará sentir constantemente su
favor y su satisfacción: “La comunión íntima de Jehová es con los que
le temen, y a ellos hará conocer su pacto” (Salmo 25:14).
Quizá algunos consideren que estas lecciones son legalistas y lo
echen en cara a sus defensores. ¡Tal es la estrechez de miras de la
naturaleza humana, que son pocos aquellos capaces de ver más de
una dimensión de la verdad! Que el siervo de Cristo no llame a nadie
maestro. Que siga su camino y jamás se avergüence de ser diligente,
de dar fruto y de obedecer escrupulosamente los mandamientos de
Cristo. Todo eso es perfectamente coherente con la salvación por la
gracia y la justificación por la fe, independientemente de todo lo que
se diga en contra.
Prestemos atención a la conclusión de todo esto. Por regla general,
el cristiano más feliz será aquel que cuide sus palabras, su conducta y
sus actos. Una vida incoherente jamás irá acompañada de “gozo y paz
en el creer”. No en vano, este pasaje concluye con las siguientes
palabras de nuestro Señor: “Estas cosas os he hablado, para que mi
gozo esté en vosotros, y vuestro gozo sea cumplido”.

Notas: Juan 15:7–11


V. 7: [Si permanecéis en mí […] os será hecho]. Por medio de una
misericordiosa promesa, nuestro Señor vuelve a invitar en este versículo a los
discípulos a “permanecer en Él”. Si permanecen en Cristo, sus oraciones
serán respondidas de forma especial y notable. Les será hecho todo lo que
pidan.
La doctrina que hay implícita aquí es de un carácter extraordinario. Las
oraciones de algunos cristianos son más eficaces y poderosas que las de
otros. Cuanto más cerca vive un hombre de Cristo y más íntima es su
comunión con Él, más eficaces serán sus oraciones. Nadie que reflexione al
respecto podrá negar que esta es una doctrina cuya veracidad es más que
razonable y obvia. El que viva más cerca de Cristo será siempre el que sienta
de manera más intensa y ore de forma más ferviente y sincera. El sentido
común nos dice que es más probable que sean esas oraciones las que
reciban respuesta. Hay muchos cristianos que reciben poco de Dios porque
piden poco o piden equivocadamente. Los santos más santos son los que
oran más fervientemente y, por consiguiente, son los que más reciben.
Debiéramos observar que nuestro Señor no solo dice “si permanecéis en
mí”, sino que añade: “Y mis palabras permanecen en vosotros”. Esto
significa: “Si recordáis siempre mi doctrina y mi enseñanza e influye
constantemente en vuestras vidas”. Nuestro Señor nos hace ver que no
debemos pensar que está hablando de permanecer en Él simplemente con
una religiosidad indolente, fantasiosa y mística. Sus palabras deben ser como
un fuego que nos consuma y que afecte constantemente a nuestro carácter y
nuestra vida.
Por supuesto, cuando nuestro Señor dice “pedid todo lo que queréis”
debemos interpretarlo como una promesa que se ciñe exclusivamente a las
cosas que agradan a Dios y son para su gloria. A pesar de que Pablo pidió
que se le quitara “el aguijón en la carne”, su oración no fue satisfecha.
Comoquiera que sea, no debemos dudar en creer que la oración de los
grandes santos es particularmente poderosa: “La oración eficaz del justo
puede mucho” (Santiago 5:16). Los contemporáneos de Lutero, Latimer,
Knox, Welsh, Baxter, Herbert, Romaine y otros grandes santos resaltaban el
poder de sus oraciones.
V. 8: [En esto es glorificado mi Padre […] mis discípulos]. En este
versículo, nuestro Señor ofrece dos razones más para que sus discípulos
permanezcan en Él y se esfuercen en dar abundante fruto de santidad. Una
de las razones es que glorificará a su Padre en el Cielo. Sus buenas obras
refrendarán su religiosidad y harán que el mundo honre al Dios que tiene
semejantes siervos. La otra razón es que evidenciará que son discípulos
auténticos y genuinos. Sus vidas demostrarán rotundamente que son
seguidores de Cristo.
La traducción literal de la expresión “y seáis así” sería: “Y seréis así”. Su
significado es: “Seréis conocidos y reconocidos por todos como mis discípulos
y sentiréis en vuestros corazones el testimonio del Espíritu de que lo sois”.
Comenta Poole: “Frecuentemente, en la Escritura, ‘ser’ equivale a
‘parecer’, tal como sucede en Juan 8:31 y Romanos 3:4”.
V. 9: [Como el Padre me ha amado […], os he amado]. Esta extraordinaria
afirmación parece destinada a mostrar la profundidad y magnitud del amor
de nuestro Señor hacia su pueblo. Es imposible que nos hagamos una idea
del amor del Padre hacia el Hijo. El sentimiento que experimenta una persona
eterna de la Trinidad hacia otra escapa a nuestra comprensión. Sin embargo,
así es el amor de Cristo hacia los que creen en Él: un amor inmenso,
profundo, inconmensurable, que excede a todo conocimiento y que nadie
puede llegar a entender.
[Permaneced en mi amor]. El significado de esto es: “Seguid apoyando
vuestras almas en este amor que siento hacia vosotros y vivid siendo
conscientes de él siempre. Aferraos a él siempre como un refugio o una
ciudad amurallada”. El tremendo amor gratuito y continuado de Cristo
debiera ser el hogar y la morada del alma del creyente.
V. 10: [Si guardareis mis mandamientos […], amor]. Nuestro Señor vuelve
otra vez a la cuestión de la obediencia práctica a sus leyes como el gran
secreto de una vida religiosa feliz y reconfortante. “Si guardáis mis
mandamientos, siempre viviréis siendo plenamente conscientes del amor que
siento hacia vuestras almas y sentiréis en vuestro fuero interno que sois mi
pueblo salvo”. La doctrina que aquí se establece es uno de los grandes
principios del cristianismo experimental. Vivir con santidad y tener la certeza
de ser cristiano son cosas íntimamente ligadas. Nuestra felicidad y el disfrute
de nuestra vida religiosa están unidos de forma inseparable a nuestra vida
práctica y cotidiana. El que espere tener una seguridad de salvación mientras
descuida los mandamientos de Cristo y a la vez vive de forma incoherente en
cuanto a su conducta y sus hábitos se está engañando a sí mismo. “Y en esto
sabemos que nosotros le conocemos, si guardamos sus mandamientos” (1
Juan 2:3). Si alguien quiere tachar de “legalistas” tales doctrinas, que lo
haga. Su veracidad siempre quedará refrendada por los hechos.
[Así como yo […] permanezco en su amor]. Esta es una de esas
afirmaciones que no podemos llegar a comprender plenamente. El hecho de
que Cristo guardó a la perfección los mandamientos del Padre mientras que
nosotros solo podemos hacerlo de forma imperfecta; de que permanece
constantemente y sin defecto en el amor del Padre —mientras que nuestra
permanencia en su amor es, cuando menos, incierta e irregular—, son
verdades que ningún cristiano sensato pone en cuestión. En esto, igual que
en todo lo demás, se nos pide que nos esforcemos en seguir el ejemplo y el
patrón de nuestro Señor, aunque solo sea de lejos y a pesar de que muchas
veces no suponga una gratificación inmediata. No obstante, debemos
recordar que Jesús permaneció en el amor del Padre aun cuando dijo en la
Cruz: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado?”.
V. 11: [Estas cosas […] sea cumplido]. En este versículo, nuestro Señor
ofrece dos razones por las que dirigió a los discípulos todo lo que dijo en sus
sermones. Una era que “su gozo permaneciera en ellos”, que pudieran
participar del gozo de su Maestro por su salvación y su redención. La otra era
que su gozo individual y personal fuera perfeccionado y cumplido. Adviértase
que se mencionan las dos clases de gozo. Uno es el gozo especial que siente
nuestro Señor por la redención de su pueblo y que vemos mencionado en
Hebreos 12:2. El otro es el gozo que experimenta el pueblo de Cristo al sentir
su amor hacia sus almas.
Tal como vemos en otros pasajes, podemos advertir que el gozo de los
creyentes es susceptible de tener diversos grados.
Señala Cirilo con respecto a este versículo que los cristianos con una rica
vida espiritual se caracterizan por regocijarse en lo mismo que Cristo, y que a
eso se refiere especialmente la expresión “mi gozo”: “Que os regocijéis
continuamente en las cosas en que yo me regocijo y así aumente vuestra
felicidad interior”.
Juan 15:12–16

Este pasaje plantea tres importantes cuestiones para nuestra


consideración. El lenguaje que utiliza nuestro Señor Jesucristo en cada
una de ellas es extraordinariamente instructivo.
En primer lugar, obsérvese cómo nuestro Señor habla de la virtud
del amor fraternal.
Vuelve a referirse a ello a pesar de que ya lo mencionó con
anterioridad en su sermón. Quería que supiéramos que jamás
podremos exagerar la importancia del amor o esforzarnos
excesivamente en practicarlo. Toda verdad que nuestro Maestro
considere necesario recalcarnos por medio de la repetición tiene que
ser de una importancia fundamental.
Nos ordena que nos amemos unos a otros: “Este es mi
mandamiento”. Practicar esta virtud es un deber que deja sobre
nuestra conciencia. Es tan importante como cualquiera de los
mandamientos que se dieron en el monte Sinaí.
Nos proporciona el patrón más elevado de todos: “Que os améis
unos a otros, como yo os he amado”. No debemos contentarnos con un
nivel inferior a ese. No se debe despreciar ni al discípulo más humilde,
más ignorante y más imperfecto. Es preciso amarlos a todos con este
amor abnegado y desinteresado. El que sea incapaz de hacerlo o de
intentarlo desobedece el mandamiento de su Maestro.
Un precepto como este debiera impulsarnos a un gran examen de
conciencia. Condena severamente el carácter egoísta, envidioso y
malhumorado de muchos que profesan ser cristianos. Al final, la
corrección doctrinal y nuestra capacidad para salir airosos en los
debates no nos servirán de nada si no conocemos el amor. Es posible
hacerse pasar por miembros de la Iglesia a pesar de no tener amor;
pero sin él —dice S. Pablo—, no seremos más que “metal que resuena,
o címbalo que retiñe” (1 Corintios 13:1). Donde no hay un amor como
el de Cristo, no hay gracia, no hay obra del Espíritu y no hay una vida
religiosa real. ¡Bienaventurados los que tienen presente el
mandamiento de Cristo! Son los que tendrán “derecho al árbol de la
vida, y para entrar por las puertas en la ciudad” (Apocalipsis 22:14). El
cristiano sin amor no es apto para el Cielo.
En segundo lugar, obsérvense los términos en que habla nuestro
Señor de su relación con los verdaderos creyentes. Dice: “Ya no os
llamaré siervos […]; pero os he llamado amigos”.
Sin duda, este es un privilegio glorioso. Conocer a Cristo, servirle,
seguirle, obedecerle y trabajar en su viña no son cosas desdeñables.
Pero que a mujeres y hombres pecadores como nosotros se nos
denomine “amigos de Cristo” escapa por completo a nuestra
comprensión. El Rey de reyes y Señor de señores no solo se
compadece de todos los que creen en Él y los salva, sino que de hecho
los llama “amigos”. Ante semejante lenguaje no debe sorprendernos
que S. Pablo hable del “amor de Cristo, que excede a todo
conocimiento” (Efesios 3:19).
Que esta expresión que tenemos ante nosotros sirva de ánimo a los
creyentes para que tengan una relación familiar con Cristo en sus
oraciones. ¿Por qué habríamos de sentir recelo a la hora de abrir
nuestro corazón ante quien nos considera sus “amigos”? Que esto nos
aliente en todos los dolores y sufrimientos de la vida y sirva para
aumentar nuestra confianza en el Señor. “El hombre que tiene amigos
—dice Salomón— ha de mostrarse amigo” (Proverbios 18:24).
Ciertamente, nuestro gran Maestro en el Cielo no desamparará jamás a
sus “amigos”. A pesar de lo pobres e indignos que somos, no nos
abandonará, sino que estará a nuestro lado y nos protegerá hasta el
fin. David jamás olvidó a Jonatán y el Hijo de David jamás olvidará a su
pueblo. ¡No hay nadie tan rico, tan fuerte, tan independiente, tan bien
provisto como aquel de quien Cristo dice: “Este es mi amigo”!
En último lugar, obsérvese la forma en que nuestro Señor habla de
la doctrina de la elección. Dice: “No me elegisteis vosotros a mí, sino
que yo os elegí a vosotros […], para que vayáis y llevéis fruto”. Es
obvio que la elección aquí mencionada tiene dos aspectos. No solo
incluye la elección para el oficio apostólico, que era específica de los
Once, sino la elección para vida eterna, que es privilegio de todos los
creyentes. Es muy provechoso que consideremos esta última
“elección”, dado que nos concierne particularmente a nosotros.
La elección para vida eterna es una verdad de la Escritura que
debemos aceptar humildemente y creer incondicionalmente. No
podemos explicar la razón de que el Señor Jesús llame a unos y no a
otros, de que avive a quien quiera y deje a otros en sus pecados.
Démonos por satisfechos con saber que sucede. A menos que Dios
comience la obra de la gracia en el corazón de un hombre, ese hombre
jamás se salvará. Cristo debe elegirnos y llamarnos por medio de su
Espíritu en primer lugar para que nosotros podamos llegar a elegirle. Y
no cabe duda que, si no nos salvamos, será enteramente por nuestra
culpa. Pero en caso de que nos salvemos deberemos achacarlo en
primera instancia a la gracia electiva de Cristo. Nuestra canción
durante toda la eternidad será la que brotó de los labios de Jonás: “La
salvación es de Jehová” (Jonás 2:9).
La elección es siempre para santificación. Cristo no solo elige a los
hombres para que se salven, sino para que den fruto, un fruto visible.
Cualquier otra elección que no sea esa es una pura fantasía humana y
un vano engaño. Fue la fe, la esperanza y el amor de los
tesalonicenses lo que llevó a S. Pablo a decir: “Conocemos, hermanos
amados de Dios, vuestra elección” (1 Tesalonicenses 1:4). Podemos
estar seguros de que, donde no aparezca el fruto visible de la
santificación, no ha habido elección.
Pertrechados con principios como estos no debemos sentir temor
alguno hacia la doctrina de la elección. Igual que cualquier otra verdad
del Evangelio, es susceptible de ser torcida y pervertida. Pero, tal como
dice el Artículo 17 de la Iglesia anglicana, para una mente piadosa es
una doctrina “llena de un dulce, agradable e inefable consuelo”.

Notas: Juan 15:12–16


V. 12: [Este es mi mandamiento: Que os améis […] os he amado]. En este
versículo, nuestro Señor retoma la vieja lección que ya enseñó
anteriormente: el gran deber del amor entre los cristianos; y lo respalda con
su propio ejemplo. Su amor incomparable hacia los pecadores debiera ser el
patrón y la medida del amor que sintamos entre nosotros.
La frecuencia con que se repite este mandamiento nos enseña la inmensa
importancia del amor cristiano, así como lo mucho que escasea. Cuesta
entender cómo puede haber alguien que aspire a tener esperanza cristiana
sin amor cristiano. El que piense que Dios le mira con buenos ojos porque su
postura doctrinal es la adecuada mientras que al mismo tiempo tiene un
carácter áspero, malhumorado e irritable, demuestra una triste ignorancia de
los principios básicos del Evangelio de Cristo. La irritabilidad, el rencor, los
celos, la malevolencia y la aspereza general de muchos destacados
profesantes de la “sana doctrina” son un escándalo absoluto para el
cristianismo. Donde no hay mucho amor no puede haber mucha gracia.
V. 13: [Nadie tiene mayor amor […] por sus amigos]. En este versículo,
nuestro Señor enseña cuál debiera ser la medida del amor que los cristianos
debieran tener entre sí. Debiera ser un amor abnegado que llegue aun hasta
la muerte, tal como lo fue el suyo: Él demostró su amor muriendo por sus
amigos y hasta por sus enemigos (cf. Romanos 5:6–8). Es imposible mayor
amor que ese. No existe mayor amor que estar dispuesto a entregar la vida
por aquellos a quienes se ama. Cristo lo hizo, y los cristianos debieran estar
dispuestos a imitarle.
Adviértase que nuestro Señor habla claramente de su muerte como
Sacrificio y Propiciación. Hasta sus amigos necesitaban un sustituto que
muriera por ellos.
V. 14: [Vosotros sois mis amigos […], os mando]. Este versículo parece
estar muy ligado al anterior: “Sois los amigos por quienes entrego mi vida si
hacéis todo lo que yo os mando”. No se nos debe pasar por la cabeza que
somos amigos de Cristo si no ponemos en práctica sus mandamientos de
forma continuada. Sorprende observar la frecuencia con que nuestro Señor
retoma este gran principio de que la obediencia es el baremo más importante
del cristianismo vital y las obras la señal que distingue a la fe salvadora. Los
que dicen ser “el pueblo del Señor” y a la vez viven en pecado y descuidan
los claros mandamientos de Cristo se encuentran en el camino ancho a la
destrucción.
V. 15: [Ya no os llamaré siervos, etc.]. Después de utilizar el término
“amigos”, nuestro Señor dice a los discípulos que lo ha hecho a propósito
para animarlos y alentarlos: “Advertid que os llamo amigos. Lo hago de forma
intencionada. Ya no os llamo siervos, porque el siervo no conoce los
pensamientos del Maestro ni goza de su confianza. Sin embargo, a vosotros
os he revelado todas las verdades que mi Padre me encomendó que
enseñara al mundo, no os he ocultado nada. Puedo llamaros, pues, con toda
justicia, amigos”.
Cuando nuestro Señor habla de “dar a conocer todas las cosas” a los
discípulos, es razonable suponer que se trata de todas las cosas necesarias
para su bienestar espiritual y todo lo que podían asimilar.
Aquí se nos enseña el extraordinario privilegio que disfruta un creyente.
Es un amigo de Cristo, así como un hijo de Dios. Mientras Cristo esté en el
Cielo, nadie podrá decir que no tiene ningún “amigo” a quien acudir. Solo hay
una ocasión previa en que nuestro Señor denomina “amigos” a sus discípulos
(Lucas 12:4).
Es digno de atención que Abraham sea la única persona del Antiguo
Testamento que reciba el apelativo de “amigo de Dios” (Isaías 41:8), y de Él
dice el Señor: “¿Encubriré yo a Abraham lo que voy a hacer?” (Génesis
18:17).
V. 16: [No me elegisteis vosotros a mí, etc.]. No está muy claro el vínculo
de unión que hay entre este versículo y los anteriores.
Piensa Hengstenberg que hace referencia al mandamiento que se acaba
de instituir de amarse los unos a los otros: “Puedo instituir leyes y normas de
comportamiento para vosotros porque os elegí y os llamé en primera
instancia para que fuerais miembros de mi Iglesia”.
Prefiero pensar que el propósito de nuestro Señor era exaltar el privilegio
del discipulado a los ojos de los Once: “Cuando os llamo amigos, recordad
que os llamé para que fuerais miembros de mi pueblo y que os elegí antes de
que me eligierais a Mí. Ved lo grande, profundo y desinteresado que es el
amor que siento hacia vosotros”.
Considero que, cuando nuestro Señor habla de “elegir” en este versículo,
hace referencia a dos cosas, esto es, a su elección de los Once para que
fueran sus discípulos y a su elección eterna para salvación. Esta frase parece
tener un significado muy rico. La idea que nuestro Señor quiere transmitir no
se reduce a la elección del creyente para vida eterna. Por cierta que sea esta
gloriosa doctrina, este versículo no se limita a ella. La “elección” incluye la
elección para un oficio, tal como sucede en Juan 6:70, y parece hacer
especial referencia a la elección de los once Apóstoles fieles para que fueran
los primeros hijos de la Iglesia de Cristo.
Dice Calvino acertadamente: “El tema aquí tratado no es la elección
habitual de los creyentes mediante la cual son adoptados como hijos de Dios,
sino esa elección especial mediante la cual Cristo distingue a sus discípulos
para el oficio de la predicación del Evangelio” (cf. Juan 6:70). Crisóstomo y
Cirilo también son de esta opinión. Pero la mayoría de los Padres latinos
aplica esta “elección” a la elección eterna. Lo mismo hace Lampe. En lo que a
mí concierne, considero que, por una vez, la expresión incluye la elección del
oficio y la elección eterna.
Considero que, cuando nuestro Señor dice “yo os elegí a vosotros, y os he
puesto para que vayáis y llevéis fruto” hace referencia a la obra de la
conversión y de la edificación de la Iglesia en el mundo. “Os elegí y os
distinguí para la gran tarea de recorrer el mundo entero predicando el
Evangelio y cosechando el fruto de las almas salvadas; y para que esta obra
que comencéis perdure y prosiga aun después de muertos”. Y a continuación,
a fin de alentar a los Once, dice: “Formaba parte de mi plan que, al dar ese
fruto, obtuvierais en oración todo lo que necesitéis para vuestra obra”.
Es inútil negar que este versículo es muy difícil tanto en su relación con el
resto del pasaje como por su contenido en sí. Por regla general, sostengo con
convicción que lo que nuestro Señor pronunció en su último sermón no solo
va dirigido a los Once, sino a los creyentes de todas las épocas. Sin embargo,
quizá haya excepciones, y puede que este versículo sea una de ellas. Parece
probable que la expresión “que vayáis y llevéis fruto” está específicamente
dirigida a los Once, que debían “ir” al mundo entero y predicar el Evangelio.
Es como si nuestro Señor dijera: “Reconfortaos con la idea de que os elegí
como mis amigos para esta gran tarea de ir y predicar, de cosechar un
abundante número de almas, de llevar a cabo una obra duradera y de recibir
gracia y ayuda de forma constante merced a la oración. No veo que la
palabra “ir” sea aplicable más que a los Once a quienes hablaba nuestro
Señor; y esto tiene un gran peso en mi interpretación de la frase. Por otro
lado, “vuestro fruto permanezca” es una frase que no se puede aplicar más
que a la obra duradera que llevaron a cabo los Apóstoles en el mundo al
predicar el Evangelio. Pero confieso abiertamente que en este versículo hay
algunas cosas “difíciles de entender”.
Juan 15:17–21

El pasaje que tenemos ante nosotros comienza con una renovada


exhortación al amor fraternal. Por tercera vez en su sermón, nuestro
Señor considera oportuno recalcar a sus discípulos esta valiosa virtud.
¡Poco debía abundar el amor verdadero para que fuera mencionado
tan repetidamente! En este caso debemos prestar atención a aquello
con lo que se contrapone: el odio del mundo.
En primer lugar, en este versículo se nos muestra lo que los
verdaderos cristianos deben esperar encontrar en este mundo: odio y
persecución. Los discípulos se llevarían una amarga decepción si
esperaban hallar amabilidad y gratitud entre los hombres. Tenían que
dar por supuesto que serían maltratados de la misma forma que su
Maestro. “El mundo os aborrece, pero no os sorprendáis por ello. Si a
mí me han perseguido, también a vosotros os perseguirán; si han
guardado mi palabra, también guardarán la vuestra”.
Los hechos, hechos muy dolorosos, demuestran sobradamente que
la advertencia de nuestro Señor no era infundada. La persecución fue
la suerte que corrieron los Apóstoles y sus acompañantes dondequiera
que fueron. Solo uno o dos de ellos murieron sosegadamente en su
lecho. La persecución ha sido la suerte que han corrido los verdaderos
creyentes a lo largo de la historia cristiana. Los emperadores romanos,
los papas católicos, la Inquisición española, los martirios durante el
reinado de María Estuardo, todo ello está marcado por el mismo
patrón. Hasta hoy día, la persecución es la suerte de los que son
verdaderamente piadosos. Las burlas, el escarnio y la incomprensión
siguen siendo el rostro que muestran los inconversos a los cristianos
verdaderos, igual que lo fue en los tiempos de S. Pablo. En la vida
pública y en la privada, en escuelas y universidades, en los hogares y
fuera de ellos, “todos los que quieren vivir piadosamente en Cristo
Jesús padecerán persecución” (2 Timoteo 3:12). Por supuesto, la mera
pertenencia formal a una iglesia es una vida religiosa que no cuesta
nada. Pero el cristianismo verdadero siempre conllevará su cruz.
Conocer y entender estas cosas es de vital importancia para
nuestro ánimo. Nada hay tan pernicioso como el hábito de dejarse
llevar por falsas expectativas. Convenzámonos de que la naturaleza
humana no cambia jamás, de que “los designios de la carne son
enemistad contra Dios” y contra la imagen de Dios en su pueblo.
Tengamos claro que los malvados aborrecerán a los siervos de Cristo
por muy santos y coherentes que sean, igual que aborrecieron a su
irreprochable Maestro. Recordemos estas cosas y no nos llevaremos
decepciones.
En segundo lugar, en este pasaje se nos ofrecen dos razones para
mostrarnos pacientes ante la persecución de este mundo. Ambas son
de mucha importancia y motivo de reflexión.
Por un lado, la persecución es la copa de la que Cristo mismo bebió.
A pesar de ser irreprochable en todo —en su conducta, en sus actos y
en sus palabras—, a pesar de ser incansable en sus buenas obras,
jamás se ha aborrecido tanto a alguien como a Jesús hasta el
mismísimo fin de su ministerio terrenal. Los escribas y los sumos
sacerdotes, los fariseos y los saduceos, los judíos y los gentiles, todos
ellos se unieron en su desprecio y su oposición a Él y no descansaron
hasta verle muerto.
Sin duda, este simple hecho debiera bastar para sustentar nuestros
espíritus y salvaguardarnos del desánimo ante el odio humano.
Tengamos en cuenta que solo estamos siguiendo los pasos de nuestro
Maestro y participando de sus sufrimientos. ¿Merecemos que se nos
trate mejor? ¿Acaso somos mejores que Él? Desechemos semejantes
ideas. Bebamos calladamente la copa que nos tiende el Padre. Por
encima de todo, tengamos siempre presente esa afirmación: “Acordaos
de la palabra que yo os he dicho: El siervo no es mayor que su señor”.
Por otro lado, la persecución contribuye a demostrar que somos
hijos de Dios y que tenemos un tesoro en el Cielo. Proporciona pruebas
de que realmente hemos nacido de nuevo, de que hay gracia en
nuestros corazones y somos herederos de la gloria: “Si fuerais del
mundo, el mundo amaría lo suyo; pero porque no sois del mundo,
antes yo os elegí del mundo, por eso el mundo os aborrece”. En
resumen, la persecución es como el sello real en una carta: es una de
las señales del converso.
Infundámonos valor con este pensamiento cuando estemos a punto
de desfallecer y de ceder ante la persecución del mundo. No cabe
duda de que es difícil de soportar, máxime cuando nuestra conciencia
nos dice que somos inocentes. Pero, después de todo, no olvidemos
jamás que es una buena señal. Es el síntoma de que el Espíritu Santo
ha comenzado en nosotros una obra que jamás podrá ser destruida.
Podemos buscar apoyo en esa maravillosa promesa: “Bienaventurados
sois cuando por mi causa os vituperen y os persigan, y digan toda
clase de mal contra vosotros, mintiendo. Gozaos y alegraos, porque
vuestro galardón es grande en los cielos” (Mateo 5:11–12). Ni siquiera
con sus peores ataques puede el mundo privar a los creyentes de esa
promesa.
Terminemos este pasaje marcados por una profunda compasión
hacia los que persiguen a otros por causa de su religión. A menudo,
muy a menudo —tal como dice nuestro Señor— se debe a que no
saben lo que hacen. “No conocen al que me ha enviado”. Igual que
nuestro Maestro divino y su siervo Esteban, oremos por quienes nos
persiguen y calumnian. Su persecución nos perjudica en contadas
ocasiones y a menudo nos acerca más a Cristo, la Biblia y el trono de
gracia. Si es escuchada en lo alto, puede que nuestra intercesión sea
de bendición para sus almas.

Notas: Juan 15:17–21


V. 17: [Esto os mando: Que os améis unos a otros]. La expresión “esto”
hace referencia o bien a lo que se acaba de decir o a lo que se va decir a
continuación. Prefiero la segunda interpretación: “Os recalco la petición de
que os améis entre vosotros porque del mundo solo debéis esperar odio.
Cuanto más os aborrezca el mundo, más debéis amaros mutuamente y
permanecer unidos”.
V. 18: [Si el mundo os aborrece […], a vosotros]. Este versículo tiene
como finalidad alentar y animar a los discípulos ante el odio y la enemistad
de los judíos incrédulos: “No os sorprendáis y desaniméis ante el odio y la
persecución de un mundo incrédulo. No os sintáis culpables por ello. Sabéis
que ese mismo mundo siempre me ha aborrecido y me ha perseguido antes
que a vosotros, aunque fuera incapaz de imputarme nada; no lo olvidéis”.
Veremos que el principio que encontramos en este versículo es cierto en
todas las épocas. El mundo no aborrece las debilidades y las incoherencias de
los cristianos, sino la gracia. Los cristianos debieran recordar que el mundo
aborreció a su irreprochable e intachable Maestro durante su estancia en la
Tierra y que ellos no deben considerar extraño recibir el mismo trato.
La palabra griega que se traduce como “antes” significa literalmente “en
primer lugar”. Es la misma que se traduce como “antes” en Juan 1:15, 30.
V. 19: [Si fuerais del mundo, etc.]. En este versículo, nuestro Señor
muestra que, por doloroso que sea, el odio del mundo es una prueba
satisfactoria de su estado ante Dios: “Bienaventurados sois cuando por mi
causa os vituperen y os persigan”. “¡Ay de vosotros, cuando todos los
hombres hablen bien de vosotros!”. Esto se percibe mejor al invertir el orden
del versículo: “El mundo os aborrece porque no sois como él, sino que
vuestra fe y vuestra vida son distintas, y porque os he elegido para que seáis
mis discípulos y Apóstoles. El mundo siempre ama lo que se asemeja a él, y
os amaría si el patrón de vuestra fe y vuestra vida fuera como el suyo. El
mismísimo odio del mundo, pues, es una prueba satisfactoria de vuestro
discipulado”.
Comenta Lutero: “En las cosas ajenas a Cristo, las personas del mundo se
llevan como el perro y el gato. En cambio, en todo lo que concierne a Cristo
sienten un odio unánime”.
La expresión “lo suyo” significa literalmente “lo que le pertenece”: su
propio espíritu, su tono, su carácter, su fe y su vida.
Todo este versículo contiene un abundante consuelo para los cristianos
verdaderos. Hay pocas cosas que nos cueste tanto entender como la
enemistad del hombre natural contra Dios y todo lo que lleva algo de su
imagen; con frecuencia, olvidarlo acarrea muchos problemas y mucha
confusión a los creyentes. No esperan el odio del mundo y les sorprende
toparse con él. Este versículo enseña claramente que no debiera tomarnos
por sorpresa.
Cita Burgon un dicho del obispo Sanderson: “Los piadosos son como
extranjeros en el mundo, en un país extranjero, más aún, en un país
enemigo; y miran al mundo y el mundo los mira como extranjeros y son
tratados como tales”.
V. 20: [Acordaos de la palabra, etc.]. En este versículo, nuestro Señor
prosigue con el mismo tema, esto es, lo que deben esperar los discípulos del
mundo. Recuerda a los Once las cosas que les había dicho anteriormente
cuando los envió a predicar (cf. Mateo 10:24; Lucas 6:40). Siempre les dijo
que no debían esperar mejor trato por parte del hombre que el que Él mismo
había recibido. Cita el proverbio de que “el siervo no debe esperar salir mejor
parado que su señor”. “¿Me persiguieron a Mí? Entonces os perseguirán a
vosotros. ¿Se preocuparon de obedecer mi enseñanza y la escucharon? Por
regla general, la mayoría no lo hizo, y eso es lo que debéis esperar”.
Debiéramos observar con atención la firmeza con que nuestro Señor
imparte esta lección sobre el mundo. No cabe duda que se pronunció para la
posteridad, y con particular hincapié en la dificultad que tienen los cristianos
para entenderlo. Si hay algo que los cristianos verdaderos parecen olvidar
incesantemente y que necesitan que se les recuerde de continuo son los
verdaderos sentimientos que tienen los inconversos hacia ellos y la clase de
trato que deben esperar que les dispensen. Las falsas expectativas son uno
de los grandes motivos de la confusión y el sufrimiento de los cristianos. La
palabra “acordaos” tiene una significación muy profunda.
Gataker, Bengel y algunos otros consideran que el término griego
traducido como “guardar” significa “observar malintencionadamente”,
murmurar de ella; pero parece improbable. Comoquiera que sea, cabe la
posibilidad de que la frase contenga un cierto matiz irónico.
V. 21: [Mas todo esto […] causa de mi nombre]. Nuestro Señor dice aquí
que la causa de todo el odio y la enemistad a los que se enfrentarían era Él
mismo. Serían más aborrecidos por causa de su Maestro que por ellos
mismos.
Parece que “esto” hace referencia a la expresión “aborrecer, perseguir y
guardar vuestra palabra”.
Puede ser de consuelo para un cristiano perseguido saber que se le
maltrata por causa de su Maestro. Está cumpliendo en su carne “lo que falta
de las aflicciones de Cristo por su cuerpo” (Colosenses 1:24). Está sufriendo
“el vituperio de Cristo” (Hebreos 11:26).
[Porque no conocen […] ha enviado]. Esta es una frase elíptica. Significa
que la profunda ignorancia de los judíos incrédulos era el motivo que estaba
detrás de su conducta. No conocían correctamente a Dios el Padre, que había
enviado a Cristo al mundo. No sabían que Cristo era el Mesías que el Padre
había prometido enviar. Sumidos en esta ignorancia, perseguían ciegamente
a Cristo y a sus discípulos.
Todos los lectores de la Biblia debieran advertir atentamente la ceguera y
la dureza judiciales de la nación judía en tiempos de nuestro Señor y sus
Apóstoles (cf. Hechos 3:17; 13:27; 28:25–27; 1 Corintios 2:8; 2 Corintios
3:14). Debemos recordar que, como en los tiempos de Faraón, fue una
ceguera judicial a la que toda la nación había sido entregada por causa de los
siglos que habían vivido en la maldad, la incredulidad y la idolatría. Solo esto
puede explicar plenamente la extraordinaria incredulidad de muchos de los
oyentes de nuestro Señor.
Como conclusión de este pasaje, no debemos pasar por alto la llamativa
frecuencia con que nuestro Señor habla del “mundo”. Lo menciona en seis
ocasiones. Asimismo debemos tener en cuenta la llamativa semejanza que
existe entre la argumentación de este pasaje y la de S. Juan en el capítulo 3
de su Primera Epístola. El Apóstol escribe esa parte de su epístola como si
tuviera este capítulo delante.

Juan 15:22–27

En estos versículos, nuestro Señor trata tres cuestiones de suma


importancia. No cabe duda que son cuestiones difíciles, cuestiones en
las que se puede errar con gran facilidad. Sin embargo, las palabras
que tenemos delante arrojan mucha luz sobre ellas.
Por un lado, debemos prestar atención a cómo habla nuestro Señor
de la utilización errónea de los privilegios religiosos. Aumenta la
culpabilidad de un hombre, así como su condena. Dice a sus discípulos
que, si no hubiera “hablado” y “hecho” cosas que los judíos jamás
habían presenciado anteriormente, “no tendrían pecado”. Recordemos
que con esto quiere decir que “no habrían sido tan pecadores y
culpables como lo son ahora”. Ahora ya no les queda disculpa alguna.
Han visto las obras de Cristo y han escuchado su enseñanza y, sin
embargo, siguen siendo incrédulos. ¿Qué más se podía haber hecho
por ellos? Nada, ¡absolutamente nada! Pecaban deliberadamente
frente a la luz más clara que puede haber, y eran los más culpables de
todos los hombres.
Tengamos muy claro que, en cierto sentido, los privilegios religiosos
conllevan un inmenso peligro. Si no nos ayudan a alcanzar el Cielo, no
harán más que hundirnos más profundamente en el Infierno.
Incrementan nuestra responsabilidad: “Al que mucho se le haya
confiado, más se le pedirá” (Lucas 12:48). El que viva en un país donde
la Biblia circule libremente y se predique el Evangelio y, sin embargo,
piense que el día del Juicio estará al mismo nivel que un chino que vive
en la ignorancia, se está engañando terriblemente. A menos que se
arrepienta, descubrirá a expensas propias que será juzgado según la
luz recibida. El mero hecho de que disfrutara de conocimientos y no
obrara en consecuencia será de por sí uno de sus mayores pecados:
“Aquel siervo que conociendo la voluntad de su señor, no se preparó, ni
hizo conforme a su voluntad, recibirá muchos azotes” (Lucas 12:47).
¡Mejor les iría a todos los que profesan ser cristianos en Inglaterra
reflexionar profundamente con respecto a esta cuestión! Nada hay
más extendido que ver cómo las personas se consuelan con la idea de
que “saben” lo que está bien mientras que a la vez son
manifiestamente inconversas y no están preparadas para morir.
Confían en la desafortunada frase “lo sabemos, lo sabemos”, como si
el conocimiento pudiera lavar sus pecados; olvidando que el diablo
tiene muchísimos más conocimientos que nosotros sin que eso le haga
mejor. Aprendamos de corazón las candentes palabras de nuestro
Señor en este pasaje: “Si Yo no hubiera venido ni les hubiera hablado,
no tendrían pecado; pero ahora no tienen excusa para su pecado”. Ver
la luz y no utilizarla, poseer conocimientos y no aprovecharlos, poder
decir que “sé” y, sin embargo, no decir “creo”, nos dejará a la
izquierda de Cristo, en lo más alejado, en el día del Juicio.
Por otro lado, debiéramos observar en estos versículos cómo habla
nuestro Señor del Espíritu Santo.
Se refiere a Él como una persona. Es el “Consolador” que ha de
venir; es el enviado y el que “procede”; es Aquel cuyo oficio consiste
en “dar testimonio”. Estas palabras no se pueden aplicar a una mera
fuerza o a un sentimiento interior. Interpretarlas de tal forma es entrar
en contradicción con el sentido común y forzar lo que de otro modo es
el sentido más claro del texto. La razón y la justicia nos obligan a
considerar que se está hablando de un ser personal, de alguien a quien
se nos enseña a adorar con toda justicia como la tercera persona de la
Santísima Trinidad.
Por otro lado, nuestro Señor habla del Espíritu Santo como alguien a
quien “enviará del Padre” y como alguien que “procede del Padre”. No
cabe duda que estas son afirmaciones profundas, insondables. El mero
hecho de que las iglesias orientales y occidentales de la cristiandad
hayan estado divididas durante siglos con respecto a su significado
debería llevarnos a manejarlas con humildad y reverencia. En todo
caso, hay algo muy claro y obvio. El Padre, el Hijo y el Espíritu Santo
tienen una unión muy íntima y cercana. No podemos saber por qué en
este versículo se dice que el Hijo envía al Espíritu Santo y que este a su
vez procede del Padre. Pero podemos confiar tranquilamente en la idea
que expresa un antiguo credo de que “en esta Trinidad nadie es
anterior o posterior, nadie es mayor o menor”. “Tal como es el Padre,
así es el Hijo y así el Espíritu Santo”. Por encima de todo, tengamos la
reconfortante certeza de que las tres personas de la Trinidad cooperan
por igual en nuestra salvación. Fue el Dios Trino quien dijo “creemos” y
el Dios Trino quien dijo “salvemos”.
Asegurémonos de tener siempre una doctrina correcta con respecto
al Espíritu Santo, su naturaleza y su obra. No es nada infrecuente la
religión que lo desecha por completo y no le concede lugar alguno.
Cuidémonos de ese tipo de religión. “¿Dónde está el Cordero, el Señor
Jesucristo?”; esa debiera ser la primera pregunta con que pongamos a
prueba nuestro cristianismo. “¿Dónde está el Espíritu Santo?”; esa
debiera ser la segunda. Cuidémonos de que la obra del Espíritu no
quede sepultada bajo una serie de ideas extravagantes con respecto a
la Iglesia, el ministerio y los sacramentos y perdamos de vista al
verdadero Espíritu Santo de la Escritura: “Si alguno no tiene el Espíritu
de Cristo, no es de él” (Romanos 8:9). Ninguna religión en la que el
Espíritu no destaque de manera prominente merece el título de
escrituraria o apostólica.
Finalmente, en estos versículos debemos observar cómo nuestro
Señor habla de la misión especial de los Apóstoles. Debían ser sus
testigos en el mundo: “Vosotros daréis testimonio también”.
Esta es una expresión particularmente instructiva y significativa.
Con ella se enseña a los Once lo que debían esperar encontrarse en
sus vidas. Tendrían que dar testimonio de hechos que muchos no
creerían y de verdades que el corazón natural rechazaría. A menudo
tendrían que enfrentarse solos contra muchos, un pequeño rebaño
contra una gran multitud. No debían inmutarse ante nada de esto.
Debían considerar normal la persecución, el odio, el antagonismo y el
descrédito. No debía importarles. Su gran deber consistiría en dar
testimonio, independientemente de que los creyeran o no. Tal
testimonio constaría en el libro de la memoria de Dios y tarde o
temprano el Juez de todo les concedería una corona de gloria
incorruptible.
Como conclusión de este pasaje, no olvidemos jamás que, en cierto
sentido, la posición de los Apóstoles es la misma que deben ocupar
todos los verdaderos cristianos mientras el mundo siga en pie. Todos
debemos ser testigos de Cristo. No debemos avergonzarnos de
defender la causa de Cristo, de proclamar siempre la verdad de su
Evangelio. Debemos aprovechar cada oportunidad que se nos presente
para confesar a nuestro Maestro dondequiera que vivamos, ya sea en
el campo o en la ciudad, en público o en privado, en nuestros hogares
y fuera de ellos. Al hacerlo seguiremos los pasos de los Apóstoles,
aunque sea de lejos. Al hacerlo complaceremos a nuestro Maestro, y
podemos confiar en recibir la misma recompensa que ellos.

Notas: Juan 15:22–27


V. 22: [Si yo no hubiera venido, etc.]. En este versículo y los tres
siguientes, nuestro Señor muestra la gran culpa y maldad de los judíos al no
creerle: “Si no hubiera venido a ellos y no les hubiera hablado ni enseñado
verdades como ningún otro hombre lo ha hecho jamás, no serían tan
culpables como son. Pero ahora carecen de excusas para su incredulidad. No
podrán decir que no se les enseñó de la manera más clara quién soy y quién
me ha enviado”.
¿Acaso no hace referencia nuestro Señor a la famosa profecía (cf.
Deuteronomio 18:18–19) de que se levantaría un Profeta como Moisés a
quien los judíos tendrían que escuchar? ¿No parece como si dijera: “He
venido como ese Profeta y he hablado las palabras de mi Padre y tenían que
haberlas aceptado y escuchado. Rechazar al Profeta prometido ya los
condena y les deja sin excusas”?
Por supuesto, cuando nuestro Señor dice “no tendrían pecado”, no quiere
decir que no habrían pecado en absoluto. Solo es una manera de manifestar
el grado de su culpa: “Serían menos culpables de lo que ahora son. Su
condena será mayor porque me han oído y no han creído” (cf. Juan 9:41).
Adviértase que existen diversos grados de pecaminosidad y que nada
parece pesar tanto en la culpa de un hombre como disfrutar de privilegios y
no utilizarlos correctamente.
V. 23: [El que […], también a mi Padre aborrece]. Este versículo tiene la
finalidad de mostrar la gravedad de la culpa de aquel que oye a Cristo y no
cree en Él. Las palabras de Cristo no solo eran suyas, sino también del Padre:
“El que me aborrece y rechaza mi enseñanza no solo me aborrece a Mí, sino
también al Padre, porque el Padre y yo somos uno”. Nuevamente se nos
recuerda la íntima unión que existe entre las dos primeras personas de la
Trinidad. La idea de que se puede adorar y servir a Dios y a la vez rechazar a
Cristo es una fantasía completamente infundada. Al rechazar a Cristo
rechazamos al Padre (cf. Salmo 59:9).
Comenta Poole: “Es habitual ver en el mundo el error de muchos que
aparentan amar a Dios y, sin embargo, aborrecen evidentemente a Cristo y
su Evangelio. Nuestro Señor dice que eso es imposible: quienquiera que odie
al enviado odiará también al que le envió”.
Observa Hengstenberg: “Los judíos profesaban amar a Dios y aborrecían a
Cristo basándose en ese amor; comoquiera que sea, el Dios que amaban no
era el Dios verdadero, sino un fantasma al que denominaban Dios. El hecho
de que rechazaran a Cristo a pesar de sus palabras verdaderas mostraba que
eran enemigos del Padre”.
V. 24: [Si yo no hubiese hecho]. En este versículo, nuestro Señor ofrece
otra prueba de la enconada maldad de los judíos. Habían presenciado
ocularmente obras y milagros nunca vistos anteriormente que confirmaban la
misión divina de Cristo y, sin embargo, seguían siendo incrédulos. Cuanto
más veían de Él, más le aborrecían; y al aborrecerle, no solo le aborrecían a
Él, sino también al Padre que le enviaba: “Los judíos no serían tan culpables
como lo son de no haber visto mis milagros y oído mis palabras. Sin embargo,
ahora han visto y oído pruebas abrumadoras de mi misión divina y siguen
siendo incrédulos. Han disfrutado de las pruebas más incontrovertibles —la
prueba de mis palabras y mis obras— y, sin embargo, han insistido en
aborrecernos a Mí y al Padre que me envió”.
Comenta Burgon al respecto: “Esto no quiere decir que todos y cada uno
de los milagros que nuestro Señor llevó a cabo superaran en grandeza a
todos los milagros individuales que se documentan de Moisés, Elías o Eliseo,
dado que eso no sería cierto. Sin embargo, la grandeza de las obras de Cristo
provenía de la forma en que las llevaba a cabo. Sin esfuerzo, con una simple
palabra, mostraba que toda la Creación se sometía a su voluntad”.
Observemos con atención la forma en que nuestro Señor apela a sus
milagros como una prueba de su mesiazgo que debiera haber convencido a
los judíos. Constituyen una parte de las pruebas del cristianismo que no debe
ser omitida.
V. 25: [Pero esto es para que, etc.]. La forma en que nuestro Señor cita
aquí la Escritura es tan habitual que no hace falta comentar nada al respecto.
Lo que menciona no sucedió a fin de que la Escritura se cumpliera, sino que
al suceder, la Escritura se cumplió.
“Su ley” es una expresión general que denota toda la Escritura del
Antiguo Testamento.
“Sin causa” significa literalmente “de forma gratuita”. Esta palabra
aparece nueve veces en el Nuevo Testamento. En la mayoría de ellas se
traduce como “gratuitamente”, aunque también aparece como “de balde” o
“sin causa”.
No está demasiado claro qué texto tenía nuestro Señor en mente, algunos
piensan que solo se refería de forma general al testimonio de la Escritura,
como en Mateo 2:23. Comoquiera que sea, otros lo remiten al Salmo 31:19 y
al 59:4.
Adviértase el odio gratuito e incesante al que se enfrentó nuestro Señor
en la Tierra; y sus verdaderos discípulos de cualquier época no deben
sorprenderse si pasan por lo mismo.
V. 26: [Pero cuando venga el Consolador, etc.]. Este versículo parece
tener como fin alentar a los discípulos. No debían desanimarse o
desesperanzarse por causa de la incredulidad y la dureza de los judíos.
Pronto se levantaría un testigo cuya evidencia los judíos no podrían negar.
Vendría alguien que daría tal testimonio de la misión divina de Cristo que, a
pesar de no convertir a los judíos, los acallaría y los desarmaría. ¿Quién era
este testigo prometido? El Espíritu Santo, que habría de venir con especial
poder el día de Pentecostés para quedarse en la Iglesia primitiva. El capítulo
2 de Hechos nos muestra el primer cumplimiento de este versículo. Otro de
sus cumplimientos fue el irresistible influjo que tuvo el Evangelio en Jerusalén
a pesar de la oposición de los sacerdotes y los escribas, de los fariseos y los
saduceos.
Debemos recordar que la “procedencia” aquí mencionada no significa
meramente que el Espíritu sea enviado por el Padre y proceda de Él. Los más
capaces exegetas están de acuerdo en que hace referencia a la procesión
eterna del Espíritu Santo.
Debiéramos advertir atentamente el lenguaje utilizado por nuestro Señor
con respecto al Espíritu Santo. Es el “Consolador” o, mejor dicho, el
“Abogado”, tal como hemos visto anteriormente. Es el “Espíritu de verdad”,
tal como ya hemos visto. Pero debiéramos observar con especial atención
que Cristo dice “os enviaré” y que también dice que “procede del Padre”.
Dice que “procede”, no que “procederá”. Este es, pues, uno de esos textos
que parece apoyar, aunque de forma indirecta, la idea de que el Espíritu
Santo procede tanto del Padre como del Hijo. Comoquiera que sea, toda la
Iglesia griega rechaza que proceda del Hijo y, si somos honrados, tendremos
que aceptar que la Escritura no la asevera de forma tan directa e inequívoca
como el que procede del Padre. Sin embargo, por otro lado, cuesta entender
cómo puede el Hijo enviar al Espíritu y que el Espíritu no proceda en ningún
sentido del Hijo. Esta es una cuestión profunda y misteriosa que escapa a
nuestro entendimiento. Después de todo, es posible que las diferencias entre
las iglesias orientales y occidentales sean más aparentes que reales, y
debemos cuidarnos de no tachar de herejes a personas que quizá han sido
aceptadas por Dios. Pero en todo caso, debemos advertir con atención que
este texto que tenemos ante nosotros es uno de los textos sobre los que gira
la controversia. Asegurémonos de tener el Espíritu Santo en nuestros
corazones; a nuestra muerte ya conoceremos la verdad acerca de este punto.
En cualquier caso, lo que no deja lugar a dudas es la personalidad del
Espíritu Santo. En el griego se advierte claramente por los pronombres
utilizados: La palabra “quien” está en masculino en el original, “el cual” es
neutro, y “él” vuelve a ser masculino.
V. 27: [Y vosotros daréis testimonio también, etc.]. En este versículo,
nuestro Señor sigue alentando a sus discípulos como en el anterior. Aun a
pesar de toda la dureza y la incredulidad de los judíos, hasta los once
discípulos podrían dar un testimonio de la misión divina de nuestro Señor que
ninguno de sus enemigos podría contradecir. En los siete primeros capítulos
de Hechos de los Apóstoles comprobamos la extraordinaria veracidad de
esto. Por ejemplo, el versículo que dice que “con gran poder los apóstoles
daban testimonio de la resurrección del Señor Jesús” (Hechos 4:33) es un
cumplimiento exacto de la promesa de este texto.
Es reseñable que los dos verbos del texto estén en presente. La
traducción más directa sería: “Dais testimonio” y “estáis conmigo”. ¿Es esto
indicativo de la certidumbre del testimonio dado? “Dais testimonio”; estáis
indudablemente capacitados para ello.
Como conclusión de este capítulo, no pasemos por alto cuán
sistemáticamente instruyó nuestro bendito Maestro a sus discípulos en tres
puntos de prioritaria importancia. El primero era su relación con Él: Debían
permanecer íntimamente unidos a Él como pámpanos a la vid. El segundo era
la relación entre ellos: Debían amarse unos a otros abnegadamente, tal como
lo hacía su Maestro. El tercero era su relación con el mundo: Debían esperar
su odio, no debía sorprenderles; debían soportarlo con paciencia y no
temerlo.

Juan 16:1–7

Los primeros versículos de este capítulo contienen tres importantes


afirmaciones de Cristo que merecen ser examinadas con detenimiento.
Por un lado, nuestro Señor hace una extraordinaria profecía. Dice a
sus discípulos que serán expulsados de la Iglesia judía y perseguidos
hasta el punto de la muerte: “Os expulsarán de las sinagogas; y aun
viene la hora cuando cualquiera que os mate, pensará que rinde
servicio a Dios”.
¡Qué extraño parece esto a primera vista! ¡El Príncipe de Paz
vaticina la excomunión, el sufrimiento y la muerte de sus discípulos!
Lejos de recibirlos a ellos y de recibir su mensaje con gratitud, el
mundo los aborrecerá, los maltratará y los matará. Y lo peor de todo
era que sus perseguidores llegarían a pensar que estaban haciendo lo
correcto y les infligirían el daño más terrible en el sagrado nombre de
la religión.
¡Qué cierta ha resultado ser esta predicción! Igual que todas las
demás profecías de la Escritura, se ha cumplido hasta la última letra.
Hechos de los Apóstoles nos muestran cómo los judíos incrédulos
persiguieron a los cristianos primitivos. La Inquisición papista y sus
terribles crímenes escribieron algunas de las páginas más negras de la
Historia. Los anales de nuestro propio país dejan constancia de que
nuestros propios santos reformadores ingleses fueron a la pira por
causa de su religión a manos de hombres que profesaban hacer todo
eso guiados por su fervor y su celo por el cristianismo. Por improbable
e increíble que pareciera en su momento, en esto y en todo lo demás
el gran Profeta de la Iglesia no predijo más que la pura verdad, como
se ha comprobado en todas las épocas.
Jamás nos sorprendamos de oír que se persigue de un modo u otro
a cristianos verdaderos aun en nuestra propia época. La naturaleza
humana no cambia jamás. La gracia nunca es verdaderamente
popular. Aun hoy, la persecución que deben sufrir los hijos de Dios en
todas las áreas de la vida si confiesan a su Maestro es mucho mayor
de lo que irreflexivamente opina el mundo. Solo lo saben quienes lo
experimentan en la escuela, en la universidad, en la oficina, en la
tienda, en las barracas militares y en los camarotes de los barcos. Esas
palabras siempre se demostrarán ciertas: “Todos los que quieren vivir
piadosamente en Cristo Jesús padecerán persecución” (2 Timoteo
3:12).
No olvidemos jamás que el fervor religioso no prueba de por sí que
alguien sea un cristiano recto. No todo celo es correcto: puede ser un
celo sin conocimiento. Nada hay tan pernicioso como un fanático torpe
e ignorante. No todo fervor es digno de confianza: sin la guía del
Espíritu de Dios, puede extraviar a un hombre de tal forma que, como
Saulo, llegue a perseguir a Cristo mismo. Algunos fanáticos piensan
que están sirviendo a Dios cuando en realidad luchan contra su Verdad
y aplastan a su pueblo. Oremos para que nuestro celo vaya
acompañado de luz.
Por otro lado, nuestro Señor explica el motivo específico para
pronunciar esta profecía, así como todo su sermón. “Estas cosas os he
hablado —dice—, para que no tengáis tropiezo”.
Nuestro Señor era muy consciente de que no hay nada tan peligroso
para nuestro ánimo como alimentar falsas expectativas. De modo que
preparó a los discípulos para lo que habrían de encontrarse en su
servicio. ¡Hombre prevenido vale por dos! No debían esperar un
camino llano y un viaje tranquilo. Debían hacerse a la idea de que se
enfrentarían a luchas, conflictos, golpes, antagonismo, persecución y
hasta quizá la muerte misma. Igual que un avezado general, nuestro
Señor no ocultó a sus soldados la verdadera naturaleza de la campaña
que iban a acometer. Les dijo con lealtad y amor todo lo que les
esperaba para que cuando llegara el momento de la prueba recordaran
sus palabras y no se decepcionaran ni se sintieran contrariados. Les
advirtió sabiamente que, para llegar a la corona, debían pasar por la
cruz.
Tener en cuenta el coste es uno de los primeros deberes que se
deben recalcar a los creyentes de todas las épocas. Flaco favor se hace
a los cristianos jóvenes al retratar la vida cristiana de forma colorista e
idealizada y ocultarles la vieja verdad: “Es necesario que a través de
muchas tribulaciones entremos en el reino de Dios” (Hechos 14:22). Es
probable que previendo un porvenir cómodo y clamando “paz”
logremos multiplicar el número de soldados profesantes en el ejército
de Cristo; pero serán soldados que, como oidores de terreno
pedregoso, se apartarán en los momentos difíciles y desertarán el día
de la batalla. No hay ningún cristiano saludable que no esté preparado
para las dificultades y la persecución. El que espere cruzar las
procelosas aguas de este mundo y alcanzar el Cielo con el viento
soplando siempre a su favor vive en la ignorancia más absoluta. Nunca
podremos saber lo que nos espera en la vida, pero podemos estar
seguros de una cosa: tenemos que acarrear la cruz si queremos
obtener la corona. Que este principio quede indeleblemente grabado
en nosotros. Y entonces, cuando llegue el momento de la prueba, no
“tendremos tropiezo”.
En último lugar, nuestro Señor da una razón especial para explicar
por qué era conveniente que dejara a sus discípulos. “Si no me fuera,
el Consolador no vendría a vosotros”.
Bien podemos suponer que nuestro misericordioso Señor vio cómo
su partida sembraba el desaliento entre sus discípulos. Aun a pesar de
que, tal como sucedió en otras ocasiones, no comprendieran
demasiado bien todo lo que quería decir, es obvio que intuían
vagamente que pronto su todopoderoso Amigo los dejaría como
huérfanos en un mundo frío y hostil. Sus corazones se encogieron ante
la idea. Con gran misericordia, nuestro Señor los alienta con palabras
profundas y misteriosas. Les dice que, por dolorosa que parezca, su
partida no solo no era mala, sino que era beneficiosa. De hecho, verían
que no se trataba de una pérdida, sino de una ganancia. Su ausencia
corporal les sería más útil que su presencia.
Es innegable que se trata de una afirmación que entraña cierta
dificultad. A primera vista costaría entender cómo la partida de Cristo
podía ser de algún provecho para sus discípulos. Sin embargo, a poco
que reflexionemos, veremos que, al igual que todo lo que dijo nuestro
Señor, esta es una afirmación sabia, correcta y veraz. En cualquier
caso, los siguientes puntos merecen ser considerados con
detenimiento.
Si Cristo no hubiera muerto, resucitado y ascendido al Cielo, está
claro que el Espíritu Santo no habría descendido con el mismo poder el
día de Pentecostés y no habría concedido sus abundantes dones a la
Iglesia. Por misterioso que parezca, en los designios eternos de Dios
existía una relación entre la ascensión de Cristo y el derramamiento
del Espíritu.
Si Cristo hubiera permanecido físicamente con los discípulos, no
habría podido estar en más de un sitio a la vez. La presencia del
Espíritu que envió llenaría cualquier lugar del mundo donde los
creyentes se reunieran en su nombre.
Si Cristo hubiera permanecido en la Tierra sin ascender al Cielo, no
se habría convertido en el Sumo Sacerdote para su pueblo con la
perfección y plenitud con que lo hizo tras la Ascensión. Se marchó para
sentarse a la diestra de Dios y para representarnos con nuestra propia
naturaleza humana glorificada y ser nuestro Abogado ante el Padre.
En último lugar, si Cristo hubiera permanecido físicamente con los
discípulos, el desarrollo de su esperanza, su fe y su confianza se habría
visto coartado. Sus virtudes no se habrían ejercitado de forma tan
activa y habrían tenido muchas menos oportunidades para glorificar a
Dios y exhibir su poder en el mundo.
Después de todo, los hechos hablan por sí solos. Cuando nuestro
Señor se marchó y descendió el Consolador el día de Pentecostés, la
religión de los discípulos se convirtió en algo radicalmente nuevo. Sus
conocimientos, su esperanza, su celo y su valor se duplicaron e
hicieron mucho más por Cristo en su ausencia que cuando estuvo con
ellos. ¡Qué más se puede pedir para demostrar que era conveniente
que su Maestro se fuera!
Abandonemos este pasaje con la profunda convicción de que para
ser un buen cristiano no se precisa tanto de la presencia carnal de
Cristo entre nosotros como de la presencia del Espíritu Santo en
nuestros corazones. No debiéramos anhelar y desear tanto tocar el
cuerpo de Cristo literalmente con nuestras manos y recibirlo en
nuestras bocas como su presencia espiritual en nuestros corazones por
medio de la gracia del Espíritu Santo.

Notas: Juan 16:1–7


V. 1: [Estas cosas […] no tengáis tropiezo]. El capítulo que ahora
empezamos es una prolongación del capítulo anterior sin que medie una
pausa o una interrupción. El propósito de nuestro Señor en este primer
versículo es alegrar y alentar a sus Apóstoles y evitar que se desanimen ante
la persecución de los judíos incrédulos. “He dicho las cosas que acabo de
hablar a fin de mitigar el efecto desalentador del trato que os dispensarán.
Os he dicho las cosas que acabáis de oír para que la conducta de vuestros
enemigos no os haga tropezar”.
Señala Stier que “estas cosas” incluyen tanto el anuncio del odio del
mundo como la promesa del Espíritu que les dará testimonio. Conocer de
antemano el odio del mundo ahorraría sorpresas y decepciones a los
discípulos. La promesa del Espíritu los alentaría y animaría.
Huelga decir el gran tropezadero que es para los cristianos jóvenes e
inestables la persecución y el maltrato por causa de su religión. Nuestro
Señor lo sabía, y se cuidó de prevenir a los once apóstoles. Nunca les ocultó
la cruz ni escondió las dificultades que hallarían en su camino al Cielo.
V. 2: [Os expulsarán de las sinagogas]. En este versículo, nuestro Señor
dice muy claramente a los discípulos a qué deben atenerse: “Os
excomulgarán y expulsarán de la Iglesia judía y os echarán de sus
asambleas”. El original griego es curioso: “Os convertirán en hombres de
fuera de la sinagoga”. Poca idea podemos hacernos del daño y la pérdida que
suponía esto para un judío a menos que conozcamos la obra del cristianismo
entre los judíos en la actualidad. Nada angustia tanto a un judío como la
expulsión de la sinagoga o la excomunión.
No se indica quiénes lo harán. Es nuevamente un hebraísmo.
Observa Hengstenberg: “Los discípulos no debían abandonar
voluntariamente la sinagoga, sino aguardar las consecuencias de su
proclamación plena del Evangelio. Esto da una clara idea a los fieles en
tiempos de declive de la Iglesia de que no deben dar cabida a la idea de un
cisma arbitrario. La creación de una nueva iglesia solo es correcta cuando va
precedida de la excomunión”.
Comenta Calvino: “No debemos alarmarnos ante las excomuniones con
que nos amenaza el papa por causa del Evangelio. No serán más
perjudiciales que las antiguas excomuniones a las que se sometió a los
Apóstoles”. La maldición no vendrá sin causa (cf. Proverbios 26:2).
[Y aun viene la hora […] os mate […] servicio a Dios]. En esta frase,
nuestro Señor advierte a los Once que no debían sorprenderse si llegaban a
morir por causa de su discipulado. Sus enemigos llegarían hasta los extremos
más inconcebibles en su persecución: “Se acerca el momento en que quien
os mate creerá que rinde un buen servicio a Dios”.
La veracidad de esto se ha demostrado sobradamente en la historia de la
persecución religiosa. ¿A quién le cabe duda de la sinceridad de Saulo antes
de su conversión? “Yo ciertamente había creído mi deber hacer muchas cosas
contra el nombre de Jesús de Nazaret” (Hechos 26:9). Las persecuciones que
han llevado a cabo los católicos romanos contra los protestantes en España,
Portugal, Francia e Inglaterra lo demuestran dolorosamente. Hay hombres
que llegaron a pensar que era un acto piadoso y bueno matar a otros.
La ceguera de un alma puede llegar a tales extremos que considere que
está haciendo una buena obra cuando en realidad está cometiendo un gran
pecado. Muchos de los que quemaron a nuestros reformadores en tiempos de
la reina María eran sinceros y fervorosos. El “fervor” no demuestra lo más
mínimo que la religión de un hombre sea la correcta. Ese es uno de los ídolos
más monstruosos de los tiempos actuales. Este texto demuestra claramente
la necedad de los que se dan por satisfechos con el “fervor” y dicen que los
hombres “fervorosos” van al Cielo.
Comenta Ferus que “las buenas intenciones no son mucho mejores que la
impiedad si no brotan de la Palabra de Dios”.
V. 3: [Y harán esto porque, etc.]. Igual que en el anterior versículo,
nuestro Señor apunta a la ignorancia ciega como la verdadera causa de la
enemistad de los judíos contra Él y sus discípulos: “A pesar de los
conocimientos religiosos que profesan poseer, no conocen bien al Padre ni a
mí, a quien el Padre envió. De ahí su odio y su persecución” (cf. 15:21).
V. 4: [Mas os he dicho estas cosas, etc.]. Nuestro Señor repite aquí
nuevamente sus motivos para decir a los discípulos lo que deben esperar: “Ya
os he dicho cómo os tratarán para que los tiempos de prueba no os tomen
por sorpresa, sino que recordéis que ya lo vaticiné y no os desalentéis. No
nos sucede nada que no supiéramos ya, diréis. Ya lo dijo nuestro Maestro”.
En el original hay un énfasis en el pronombre “yo”. Parece que el
significado es: “Recordad que Yo mismo, vuestro Maestro, os lo dije”.
Nuestro Señor explica además el motivo de que no insistiera en estas
pruebas anteriormente: “No os hablé mucho de estas cosas al comienzo de
vuestro discipulado porque estaba con vosotros y no quería preocuparos
mientras aprendíais los primeros rudimentos del Evangelio. Pero ahora que
estoy a punto de dejaros es necesario advertiros de lo que probablemente
encontraréis en vuestro camino”.
Por supuesto, no podemos afirmar que nuestro Señor no hubiera hablado
nunca de ninguna forma a sus discípulos de la cruz y la persecución que les
esperaba. Significa más bien que no consideró necesario insistir en la
cuestión mientras estuvo con ellos y se ocupó de ellos.
V. 5: [Pero ninguno […] me pregunta: ¿A dónde vas?]. Estas palabras
parecen un reproche a los discípulos por no inquirir más fervientemente con
respecto al hogar celestial al que se marchaba su Maestro. Es cierto que
Pedro había preguntado con una vaga curiosidad: “Señor, ¿a dónde vas?”
(Juan 13:36). Pero esta pregunta no respondía tanto a un deseo de saber el
lugar como a la expresión de su sorpresa ante el hecho de que su Señor se
fuera. Parece como si nuestro Señor dijera: “Si vuestros corazones se
encontraran en el estado correcto intentaríais comprender la naturaleza de
mi partida y conocer el lugar al que voy”.
Adviértase que, a pesar de toda la gracia de que disponían, los discípulos
se mostraban renuentes a aprovechar las oportunidades que tenían y a
buscar el conocimiento que podían haber disfrutado. No tenían porque no
pedían.
Adviértase que nuestro Señor habló de su partida en términos de “volver
al que me envió” una vez cumplida su misión y concluida su obra.
V. 6: [Antes, porque […], tristeza […] vuestro corazón]. Aquí, nuestro
Señor prosigue con el reproche del versículo anterior. Los Once estaban
abrumados por el dolor ante la partida de su Maestro y eran incapaces de
pensar en ninguna otra cosa. En lugar de aprovechar el poco tiempo que
quedaba a fin de aprender de Él con respecto a su lugar y su obra en el Cielo,
estaban completamente embargados por la pena y obsesionados con su
partida.
Haríamos bien en advertir lo dañina que es la pena excesiva y pedir gracia
para mantenerla a raya. Cuando está fuera de control, no hay ningún
sentimiento que perturbe de tal forma las mentes humanas y les impida
cumplir los deberes de su llamamiento.
V. 7: [Pero yo os digo la verdad, etc.]. En este versículo vemos cómo
nuestro Señor condesciende afortunadamente en mostrar a sus discípulos lo
necesaria que era su partida. Si se marchaba era porque les “convenía”, era
para su bien y para el de toda la Iglesia en última instancia. Si Él no se
marchaba, el derramamiento del Espíritu sobre ellos y sobre el mundo que
tanto se había prometido no se produciría. Si se iba, enviaría al Consolador. Si
se quedaba, el Consolador no vendría.
No cabe duda que este versículo es muy profundo y enigmático. Solo
podemos hablar con reverencia de la cuestión que trata. Parece que se deja
claro que la venida del Espíritu Santo al mundo con toda su influencia y
gracia dependía de la muerte y la resurrección de nuestro Señor así como su
ascensión al Cielo. Parece una parte integrante del pacto eterno para la
salvación del hombre el que el Hijo se encarnara, muriera y resucitara; y que
luego, a consecuencia de ello, se derramara el Espíritu Santo con una
tremenda influencia sobre el ser humano, que las naciones gentiles entraran
a formar parte de la Iglesia visible y que el cristianismo se propagara por una
gran parte del mundo. Esto se enseña claramente y debemos limitarnos a
creerlo. Si alguien pregunta por qué no se podía derramar el Espíritu Santo
sin que Cristo se fuera, lo mejor que podemos hacer es decir que no lo
sabemos.
Hay algo muy claro. La presencia universal e invisible del Espíritu Santo en
la Iglesia es mejor que la presencia corporal y visible de Cristo en ella. El
cuerpo de Cristo solo podía estar en un sitio a la vez, mientras que el Espíritu
Santo puede estar en todos. Independientemente de lo que pensaran los
discípulos, era mucho mejor que Cristo ascendiera al Cielo y se sentara a la
diestra de Dios como su Sacerdote y enviara al Espíritu Santo para que
estuviera con su Iglesia hasta su regreso, antes que Cristo permaneciera con
ellos tal como había hecho hasta entonces. Quizá la carne y la sangre
prefieran que Cristo se hubiera quedado en la Tierra, comiendo y bebiendo,
caminando y hablando por Palestina. Sin embargo, era mucho más
beneficioso para las almas de los hombres que Cristo concluyera su obra,
ascendiera al Cielo y ocupara su puesto en el lugar santísimo mientras
enviaba al Espíritu Santo a la Iglesia en la Tierra.
Comenta Calvino: “La presencia de Cristo a través de la gracia y el poder
de su Espíritu es mucho más provechosa que si lo tuviéramos delante de
nuestros ojos”.
Comenta Alford: “La manifestación de Dios por medio de la dispensación
del Espíritu es una bendición mayor aún que la presencia corporal del
Salvador resucitado”.
Señala el obispo Andrews: “Jamás veremos la necesidad absoluta de que
el Espíritu Santo viniera hasta que veamos la inconveniencia de que no
viniera”.
La expresión “yo os digo la verdad” tiene un tono muy solemne y enfático.
Es como si dijera: “De cierto, de cierto os digo que, me creáis o no, es
verdad”.
La expresión “os lo enviaré” parece apuntar de nuevo a la procedencia del
Espíritu Santo tanto del Padre como del Hijo. En otro versículo dice: “El Padre
os enviará”. Aquí dice: “Os lo enviaré”.
Después de todo, no hay ningún texto que arroje tanta luz sobre este
profundo versículo como el Salmo 68:18: “Subiste a lo alto, cautivaste la
cautividad, tomaste dones para los hombres, y también para los rebeldes,
para que habite entre ellos JAH Dios”. Sin duda, estas palabras señalan que la
presencia del Espíritu Santo entre los hombres fue un don comprado por el
Hijo.
¿Acaso no nos enseña este versículo la gran equivocación de los que
defienden la supuesta “presencia corporal” de Cristo en la Cena del Señor y
le dan gran importancia como algo que debemos sostener y creer? Entre la
Primera y la Segunda Venidas hay algo mucho más importante para la Iglesia
que cualquier presencia corporal de Cristo, y es la presencia del Espíritu
Santo. Esta es la verdadera presencia que debiéramos valorar y anhelar
sentir más. No debiéramos preguntar si está con nosotros el cuerpo de Cristo,
sino si está el Espíritu, el Consolador. Un anhelo excesivo de la presencia
corporal de Cristo antes de la Segunda Venida es en realidad deshonrar al
Espíritu Santo, al que debiéramos atribuir una gran importancia.
Señala Ecolampadio: “Los que intentan defender la ingestión de Cristo o
su presencia en el pan sacramental, como si su cuerpo estuviera
simultáneamente con nosotros y en el Cielo, contradicen manifiestamente
este texto”.
Señala Henry: “La presencia del Espíritu Santo es de mayor consuelo y
provecho para nosotros que la presencia de Cristo en carne. La presencia
corporal de Cristo era alentadora, pero el Espíritu es un Consolador más
cercano que Cristo presente en carne, porque el Espíritu puede reconfortar a
todos los creyentes a la vez en todas partes, mientras que la presencia
corporal de Cristo solo puede reconfortar a unos pocos, y eso en un solo lugar
cada vez. Grande fue el beneficio de la presencia de Cristo, pero el provecho
de la renovación del Espíritu y su santa inspiración es mucho mayor”.

Juan 16:8–15

Debemos cuidarnos de no malinterpretar las palabras de nuestro Señor


en este pasaje cuando habla de la “venida” del Espíritu Santo. Por un
lado, debemos recordar que el Espíritu Santo ya se encontraba desde
el principio en todos los creyentes en los días del Antiguo Testamento.
Jamás hombre alguno ha sido salvado del poder del pecado y se ha
convertido en un santo sin el poder renovador del Espíritu Santo.
Abraham, Isaac, Samuel, David y los Profetas fueron lo que fueron por
obra del Espíritu Santo. Por otro lado, nunca debemos olvidar que, tras
la ascensión de Cristo, el Espíritu Santo fue derramado sobre los
hombres de forma individual y sobre las naciones del mundo de
manera general, con muchísimo más poder e influencia que nunca. Es
ese poder redoblado lo que nuestro Señor tiene en mente en estos
versículos. Quería decir que, tras su ascensión, el Espíritu Santo
“vendría” al mundo con muchísimo más poder del que habría tenido si
esa fuera la primera vez que hubiera “venido” al mundo y no hubiera
estado jamás en él.
Las maravillosas palabras de nuestro Señor en este pasaje son de
una dificultad innegable. Bien se puede poner en duda la capacidad del
ser humano para entenderlas por completo y si se ha llegado alguna
vez a lo más hondo de su significado. Difícilmente le bastará a una
persona reflexiva la superficial y popular explicación de que nuestro
Señor solo quería decir que la obra del Espíritu para salvar a los
individuos consiste en convencerles de su propio pecado, de la justicia
de Cristo y la certidumbre del Juicio venidero. Es un simple atajo
insatisfactorio para eludir las dificultades que presenta la Escritura. No
cabe duda de que se trata de una doctrina sana y acertada, pero no
concuerda con el significado pleno de las palabras de nuestro Señor. Es
verdad, pero no es la verdad del texto. Aquí no dice que el Espíritu
vaya a convencer a los individuos, sino al mundo. Veamos si existe una
interpretación más completa y satisfactoria.
Por un lado, probablemente nuestro Señor deseaba mostrarnos lo
que haría el Espíritu Santo con los judíos incrédulos. Los convencería
“de pecado, de justicia y de juicio”.
Convencería a los judíos “de pecado”. Los empujaría a sentir y
reconocer que su rechazo a Jesús de Nazaret había sido un gran
pecado y que recaía sobre ellos la culpa de una terrible incredulidad.
Convencería a los judíos “de justicia”. Les haría ver que Jesús no era
un impostor o un embaucador —como ellos habían dicho—, sino
alguien santo, justo e irreprensible a quien Dios había reconocido como
tal recibiéndole en el Cielo.
Convencería a los judíos de “juicio”. Les forzaría a ver que Jesús de
Nazaret había vencido y condenado al diablo y todas sus huestes y que
había sido exaltado a la diestra de Dios para ser Príncipe y Salvador.
Hechos de los Apóstoles nos muestra claramente que el Espíritu
Santo sí convenció a la nación judía tras el día de Pentecostés. Fue Él
quien proporcionó a unos humildes pescadores galileos tal gracia y
poder en su testimonio de Cristo que acallaron a sus adversarios. Fue
su poder de convicción lo que les permitió “[llenar] a Jerusalén de [su]
doctrina” (Hechos 5:28). No fueron pocos los miembros de la nación
que, como S. Pablo, fueron convencidos para salvación, y “muchos de
los sacerdotes obedecían a la fe” (Hechos 6:7). Hay motivos para
pensar que hubo muchos más convencidos mentalmente que no se
atrevieron a hacer una profesión pública y a tomar su cruz. Hacia el
final de Hechos de los Apóstoles, todo el tono de la nación judía es
radicalmente distinto del que vemos al principio. Aun a pesar de que
no fuera para salvación, parece como si sus mentes hubieran sido
sometidas a un inmenso poder de convicción. Sin duda esto formaba
parte de lo que nuestro Señor tenía en mente en estos versículos
cuando dijo: “El Espíritu Santo convencerá”.
Por otro lado, nuestro Señor probablemente pretendía vaticinar lo
que haría el Espíritu Santo por toda la raza humana, tanto judíos como
gentiles.
Convencería a personas de todo el mundo con respecto a las ideas
vigentes “de pecado, de justicia y de juicio” y les inculcaría ideas al
respecto superiores a todo lo que habían conocido. Haría que los
hombres vieran más claramente la naturaleza del pecado, la necesidad
de ser justos y la certidumbre del Juicio. En pocas palabras,
inadvertidamente se convertiría en un Abogado de Dios ante todo el
mundo y establecería un código moral y un patrón de pureza y de
conocimiento como jamás el mundo había visto.
Que el Espíritu Santo lo hizo a lo largo y ancho del mundo tras el día
de Pentecostés es un simple hecho evidente. Los humildes e incultos
judíos a quienes envió y fortaleció para que predicaran el Evangelio
tras la ascensión de nuestro Señor “[trastornaron] el mundo entero”
(Hechos 17:6) y en dos o tres siglos modificaron las costumbres, los
gustos y los hábitos de todo el mundo civilizado. Se frenó en seco el
poder del diablo. Ni siquiera los incrédulos se atreven a negar que las
doctrinas del cristianismo tuvieron un tremendo efecto en las
conductas, vidas y opiniones de los hombres cuando les fueron
predicadas por primera vez, y que esto no se puede atribuir a la
particular elocuencia de sus predicadores. A decir verdad, el mundo
fue “redargüido y convencido” contra su propia voluntad; y hasta
aquellos que no se hicieron cristianos se convirtieron en mejores
personas. Sin duda, nuestro Señor también tenía esto en mente
cuando dijo a los discípulos: “Cuando él venga, convencerá al mundo
de pecado, de justicia y de juicio”.
Por difícil y profundo que sea, dejemos este pasaje con el recuerdo
agradecido de la reconfortante promesa que contiene. “El Espíritu de
verdad —dice nuestro Señor a sus débiles e ignorantes discípulos—, él
os guiará a toda la verdad”. No cabe duda que esa promesa no iba
dirigida solo a ellos, sino también a nosotros. El Espíritu Santo está
dispuesto a enseñarnos todo lo que necesitemos para nuestra paz y
santificación presentes. Obviamente, esta promesa no abarca toda
verdad en cuestiones de ciencia, filosofía y acerca de la Naturaleza.
Comoquiera que sea, el Espíritu Santo está dispuesto a guiarnos en lo
referente a toda verdad espiritual realmente provechosa y que
nuestras mentes sean capaces de entender y soportar. Nunca
olvidemos, pues, orar por la enseñanza del Espíritu Santo cuando
leamos la Biblia. No debe sorprendernos que la Biblia nos parezca un
libro difícil y oscuro si no acudimos con regularidad a quien lo inspiró
en busca de luz. En esto, tal como sucede en muchas otras cosas, “no
tenemos lo que deseamos, porque no pedimos” (Santiago 4:2).

Notas: Juan 16:8–15


V. 8: [Y cuando él venga]. Una traducción más literal de estas palabras
sería: “Y habiendo venido Él”. Aquí, igual que en otros pasajes, debemos
recordar que la “venida” del Espíritu Santo no es su Primera Venida al mundo.
Ya se encontraba en todos los santos del Antiguo Testamento y jamás hubo
ninguno que creyera en Dios o le sirviera sin su gracia. El Espíritu Santo
siempre ha estado dondequiera que hubiera un verdadero siervo de Dios. La
“venida” aquí mencionada hace referencia a su descenso con mayor poder e
influencia sobre todo el género humano tras la ascensión de Cristo, y
especialmente el día de Pentecostés. A partir de ese día, su influencia y su
obra en la naturaleza humana aumentaron prodigiosamente, llegando a ser
una influencia tan superior a la que había existido anteriormente que se
habla de ella en términos de “venida”.
¡Señala Lightfoot que “el Espíritu Santo llevaba cuatrocientos años
apartado de la nación judía”! De ahí que la expresión “venir” fuera
particularmente significativa.
[Convencerá al mundo […] de juicio]. Quizá esta frase sea una de las más
difíciles de todo el Evangelio según S. Juan. Probablemente nunca se llegue a
un consenso con respecto a su sentido hasta el regreso del Señor. Contiene
algo que parece confundir a todos los comentaristas.
La explicación más amplia es la que considera este pasaje una descripción
de la obra habitual del Espíritu Santo en la salvación del pueblo de Dios. Es Él
quien convence a las personas de que son pecadoras; las convence de que
deben salvarse por medio de la justicia de Cristo y no de la propia; y las
convence de que hay un juicio venidero. Esta es la interpretación que
adoptan Alford y muchos otros. Sin duda no deja de ser cierto, pero no veo
demasiado claro que esa sea la verdad del pasaje. En resumen, puede ser
objeto de fuertes objeciones y considero junto con algunos otros
comentaristas que no es satisfactoria. Puede que sirva para un sermón
superficial, pero me atrevo a pensar que nadie que reflexione detenidamente
con respecto al sentido de estas palabras dejará de ver las graves
dificultades que presenta.
Sin duda, el significado de la palabra traducida como “convencer” no es
“convicción interior”. Más bien habla de refutar por medio de pruebas, de
convencer por medio de argumentos incontestables, tal como haría un
abogado.
No se dice que los creyentes y el pueblo de Dios sean el objeto de la obra
de convicción del Espíritu. Es al mundo a quien se “convence”; y en este
último sermón es este mismo mundo el contrastado continuamente con el
pueblo de Cristo.
Añadamos a esto que difícilmente encajaría este versículo con los tres
siguientes. Si nuestro Señor simplemente hubiera dicho: “El Espíritu
convencerá a vuestros oyentes de sus pecados, de mi justicia imputada y del
día del Juicio”, habría quedado suficientemente claro. Pero, por desgracia, se
añaden varias cosas que no concuerdan con esta interpretación. Repito que,
obviamente, a ningún cristiano inteligente se le pasará por la cabeza negar
que la convicción de pecado forma parte de la obra específica de salvación
del Espíritu Santo en los corazones de los creyentes. Pero eso no implica que
sea la enseñanza de este pasaje. Es verdad, pero no es la verdad del texto.
Considero que el sentido es algo parecido a esto: “Después del día de
Pentecostés, el Espíritu Santo, el gran Abogado Mío y de mi pueblo, vendrá al
mundo con tal poder que convencerá y acallará a vuestros enemigos y los
obligará a formarse una opinión muy distinta de la que tienen ahora con
respecto a Mí y a mi causa. Concretamente, los convencerá de su propio
pecado, de mi justicia y de la victoria que he obtenido sobre Satanás. En
resumen, será un Abogado aplastante al que el mundo no podrá contradecir”.
El hecho de que este fue uno de los efectos del descenso del Espíritu
Santo queda tan claramente reflejado en Hechos de los Apóstoles que casi es
innecesario citar pasaje alguno. La primera parte de Hechos evidencia que,
tras el día de Pentecostés, la obra de los Apóstoles estuvo acompañada de un
poder especial de contención tan irresistible que los judíos incrédulos fueron
incapaces de aplacarlo a pesar de su gran número e influencia. Y esta obra
del Espíritu Santo tampoco se limitó a los judíos. Este poder de convicción
acompañaba a los Apóstoles y sus seguidores dondequiera que iban y
obligaba aun a los paganos a reconocer el cristianismo como un gran hecho,
a pesar de que no creyeran. Un ejemplo notable de esto es la famosa carta
de Plinio a Trajano acerca de los cristianos.
Prefiero esta interpretación a la antedicha, defendida por Alford y la
mayoría de los comentaristas, por dos sencillas razones. Una es que se ajusta
al lenguaje del pasaje y la otra interpretación no lo hace. La segunda razón es
que concuerda con el contexto. Nuestro Señor está animando a los discípulos
frente al mundo con la presencia del Consolador. Y parte del consuelo es que
el Consolador desempeñará la función de un abogado, acallando, refutando y
convenciendo a sus enemigos.
Después de todo, considero que el inmenso cambio que se produjo en el
estado del “mundo” en unos pocos siglos a partir de Pentecostés es una
prueba contundente a favor de la interpretación que defiendo. Aun a pesar de
que no se convirtieran, los hombres cambiaron radicalmente de opinión con
respecto al pecado, Cristo y el Juicio. ¿Y quién lo hizo? El Espíritu Santo. Nada
salvo la milagrosa mediación del Espíritu Santo puede explicar este cambio.
Confieso abiertamente que la mayoría de comentaristas no comparte esta
interpretación del pasaje. Pero en cuestiones como estas no me atrevo a
llamar a ningún hombre maestro, y debo ofrecer mi propia opinión. Los que
deseen una argumentación más pormenorizada de la interpretación que
defiendo harán bien en consultar las Annotations (Anotaciones) de Poole y el
Tesauro de Suicer en lo referente a la palabra griega que se traduce como
“convencer”. También Schleusner parece abogar por esta tesis.
Señala Scott al respecto: “Es digno de atención que, desde que se produjo
el derramamiento del Espíritu Santo tras la ascensión de nuestro Señor, se ha
llevado a un inmenso número de seres humanos a formarse unas ideas con
respecto al pecado, la Justicia y el Juicio venidero que el mundo ni siquiera
había imaginado anteriormente; así, en muchas naciones se ha instituido un
código moral mucho más elevado de lo que jamás se había visto”.
V. 9: [De pecado, por cuanto no creen en mí]. Considero que el significado
de este versículo es: “En primer lugar y antes que nada, el Espíritu Santo
convencerá al mundo en lo concerniente al pecado, obligando a mis
enemigos a ver, aunque demasiado tarde, que su incredulidad fue una
equivocación terrible y que cometieron un gran pecado. Les hará sentir por
fin que, al rechazarme a Mí, rechazaron a Aquel en quien debían haber
creído”.
V. 10: [De justicia […], no me veréis más]. Considero que este versículo
significa: “En segundo lugar, el Espíritu Santo convencerá al mundo en lo
referente a mi justicia de que Yo fui alguien justo, y no un engañador. Esto lo
hará cuando Yo haya abandonado el mundo, cuando los judíos ya no puedan
verme ni formarse una opinión acerca de Mí. Sabéis que voy al Padre y que
ya no me veréis más. Pero una vez que me haya ido, el Espíritu Santo
obligará a mis enemigos a reconocer que fui justo y recto, que fui inmolado
injustamente”. Hasta el centurión que vio a nuestro Señor afirmó:
“Verdaderamente este hombre era justo” (Lucas 23:47).
V. 11: [Y de juicio […], ya juzgado]. Considero que este versículo significa:
“Finalmente, el Espíritu Santo convencerá al mundo con respecto al Juicio y
destronará a Satanás del poder que ha usurpado, estableciendo un nuevo
Reino en todas partes, hasta en mi Iglesia, vaciando los templos paganos de
sus adoradores y debilitando el poder de la idolatría, así como liberando de
su dominio a muchas partes del mundo”.
Por supuesto, “el príncipe de este mundo” es el diablo. Difícilmente
podemos hacernos una idea en la actualidad de lo grande que era su poder
sobre el género humano antes de la Venida de Cristo al mundo y el gran
cambio que supuso su muerte y resurrección en la situación general de la
raza humana. La venida del “reino de Dios” o el “reino de los cielos” fue una
realidad hace 1800 años de la que podemos hacernos poca idea. El Espíritu
Santo produjo una convicción generalizada de que había llegado un nuevo
estado de cosas y de que el viejo rey y tirano del mundo había sido
destronado y despojado de gran parte de su poder.
Esa es la interpretación que hago de este pasaje. No es mi intención negar
las dificultades que presenta. Solo sostengo que estas dificultades son
menores que las que conlleva la interpretación más habitual que se hace de
él.
Quizá las Anotaciones de Poole arrojen más luz sobre el pasaje que
ninguna otra exposición con que me haya encontrado. Pero hasta él dice
cosas que, en mi opinión, no están respaldadas por las palabras del
evangelista.
V. 12: [Aún tengo […] que deciros]. Esta frase parece referirse a ideas
más elevadas y plenas con respecto a la verdad cristiana que, sin duda
alguna, nuestro Señor reveló a sus discípulos durante los cuarenta días que
mediaron entre su resurrección y su ascensión, en los que les habló
constantemente “acerca del reino de Dios”.
Ecolampadio y otros comentaristas protestantes dejan de manifiesto lo
absurdo e irrazonable que es suponer por este pasaje que, tras su
resurrección, Cristo reveló muchas otras verdades a los Apóstoles de las que
no se deja constancia en la Escritura.
[Pero ahora no las podéis sobrellevar]. Este “sobrellevar” no significa
tanto que no fueran capaces de “entender”, sino que aún carecían de
fortaleza suficiente para asimilarlas.
¿No vemos aquí la existencia de etapas y fases en los logros cristianos? Se
puede ser alguien bueno y, sin embargo, no soportar toda la verdad.
Debemos tener paciencia y enseñar a las personas en la medida de lo que
pueden soportar.
V. 13: [Pero […] guiará a toda la verdad]. Aquí, nuestro Señor hace otra
promesa con respecto al Espíritu Santo. Guiará a los discípulos a toda la
verdad. Los guiará y llevará a un conocimiento pleno de todas las doctrinas
del Evangelio y a toda la Verdad que necesiten saber.
Huelga decir que “toda la verdad” no significa aquí toda la verdad
científica. Se aplica específicamente a la verdad espiritual.
No creo que esta gran promesa se refiera a la “inspiración”, o a ese poder
para enseñar y escribir infaliblemente que recibieron los Apóstoles. Prefiero
interpretarlo como una promesa general patrimonio de toda la Iglesia en
todas las épocas. Hace referencia a ese oficio específico de “enseñanza”
mediante el cual el Espíritu ilumina, guía e instruye a todos los creyentes. La
propia experiencia cristiana nos dice que enseña a los cristianos e ilumina a
sus mentes de una manera maravillosa, tanto para ellos como para los
demás. Esa iluminación es un don del Espíritu Santo y el primer paso en la
religión salvadora. Paralelamente, no debemos olvidar que los discípulos
vieron inmensamente incrementado su conocimiento espiritual tras el día de
Pentecostés y comprendieron de manera mucho más clara todo lo referente a
la religión.
Observa Alford: “La promesa que se hace aquí no es de infalibilidad ni de
conocimiento universal, sino que se promete que el Espíritu Santo nos
enseñará y guiará como hijos, haciéndonos saber toda verdad de Dios, no
como niños sometidos a la enseñanza imperfecta de un tutor” (Gálatas 4:6).
Es de reseñar que la expresión griega significa literalmente “guíe a toda
LA verdad”, como si se aludiera específicamente a toda “la verdad
concerniente a Mí”.
Señala Poole que la palabra griega que se traduce como “guiar” es
fuertemente enfática y no solo hace referencia a un guía que revela la Verdad
como algo que comprender, sino a alguien que dirige la voluntad para
ajustarla a las doctrinas de la Verdad.
[Porque no hablará […], sino […] lo que oyere]. Aquí se empieza a
enumerar una serie de cosas acerca del Espíritu Santo que nuestras débiles
facultades apenas pueden asimilar.
El propósito de la frase que tenemos ante nosotros parece ser mostrar lo
íntima y cercana que es la unión entre el Espíritu y las otras dos personas de
la Santísima Trinidad: “No hablará por su propia cuenta, independientemente
de Mí y de mi Padre. Solo hablará lo que oiga de nosotros”.
Las expresiones “hablar” y “oír” son términos acomodados a la debilidad
humana. El Espíritu no “habla” ni “oye” literalmente. El significado tiene que
ser: “Su enseñanza y su guía serán las de alguien con la unión más íntima
con del Padre y el Hijo”.
[Os hará saber […] habrán de venir]. Lo segundo que se dice acerca del
Espíritu es que mostrará las “cosas que habrán de venir”. Solo cabe pensar
que esto hace referencia a la revelación profética del futuro de la Iglesia que
habría de proporcionar el Espíritu a los discípulos. Eso es lo que hizo cuando
inspiró a S. Pablo, S. Pedro, S. Judas y S. Juan para que profetizaran.
Probablemente, esta expresión también comprenda la destrucción de
Jerusalén, el fin de la dispensación mosaica, la diáspora judía, el llamamiento
de las iglesias gentiles y toda la historia de su nacimiento, ascensión y
posterior caída.
V. 14: [Él me glorificará]. Lo tercero que se dice del Espíritu es que
“glorificará” a Cristo. Enseñará y guiará de continuo a los discípulos para que
enaltezcan a Cristo. Toda enseñanza religiosa que no le exalte es
esencialmente errónea y no puede proceder del Espíritu.
[Porque tomará de lo mío, y os lo hará saber]. Esta es la cuarta cosa que
se nos dice aquí acerca del Espíritu. Tomará la verdad de Cristo y la hará
saber o la revelará a los discípulos. No me cabe en la cabeza que la palabra
“mío” haga referencia a ninguna otra cosa. Está en singular —“lo que es
mío”— y no veo que signifique otra cosa más que “la verdad con respecto a
mí”.
Comenta Alford: “Este versículo es decisivo para descartar cualquier
adición o supuesta revelación independiente de Cristo o ajena a Él; se dice
que la obra del Espíritu consiste en testificar acerca de las cosas de Cristo, y
no de ninguna otra cosa nueva o ajena a Él”.
V. 15: [Todo lo que tiene el Padre es mío, etc.]. Parece que la intención de
este profundo versículo es mostrar la absoluta unidad existente entre el
Padre, el Hijo y el Espíritu Santo en la revelación de la Verdad que se hace al
hombre. “El Espíritu Santo os mostrará cosas concernientes a Mí que, sin
embargo, también conciernen al Padre, porque todo lo que es del Padre
también es mío”.
Tanto este versículo como el anterior están concebidos para humillar al
lector de la Biblia y hacerle sentir lo poco que sabe en el mejor de los casos
con respecto al significado pleno de algunos pasajes de las Escrituras. Hay
algunas cosas en ellas ante las que debemos sentir una incapacidad para
comprender. Es difícil ir más allá del principio general de que el Espíritu Santo
tiene el oficio específico de glorificar a Cristo y mostrar a los discípulos toda
la verdad en lo concerniente a Él.
¿No es posible que la frase “todo lo que tiene el Padre es mío” se
introduzca a fin de prevenir contra la idea de que exista alguna separación
real entre lo que es de Cristo y lo que es del Padre? Es como “Yo y el Padre
uno somos” y “todo lo mío es tuyo, y lo tuyo mío”. “No penséis —parece decir
nuestro Señor— que cuando hablo de que el Espíritu os mostrará ‘lo mío’, no
os estará mostrando lo de mi Padre. Eso sería imposible. Hay una unión tan
íntima entre el Padre y Yo, que el Espíritu no puede mostrar ni enseñar nada
de uno sin hacerlo del otro. En resumen: procede del Padre así como del
Hijo”.

Juan 16:16–24

Los discípulos no entendían todas las afirmaciones de nuestro Señor.


En este pasaje lo vemos claramente: “¿Qué quiere decir […]? No
entendemos lo que habla”. Jamás hubo nadie que hablara con la
claridad de Jesús, ni nadie estaba tan acostumbrado a su forma de
enseñar como sus discípulos. Sin embargo, ni siquiera ellos entendían
siempre lo que su Maestro quería decir. Sin duda, no debe ser motivo
de sorpresa que no podamos interpretar las palabras de Cristo. Hay en
ellas profundidades insondables, pero demos gracias a Dios porque
muchas de sus afirmaciones son perfectamente accesibles para toda
persona sincera. Utilicemos con diligencia la luz de que dispongamos y
no dudemos que “a todo el que tiene, se le dará”.
Por otro lado, en estos versículos vemos que la ausencia de Cristo
de la Tierra será un tiempo de tristeza para los creyentes, aunque de
gozo para el mundo. Escrito está: “Vosotros lloraréis y lamentaréis, y el
mundo se alegrará”. Considero que limitar estas palabras a la
inminente muerte y sepultura de nuestro Señor es mutilar su sentido.
Al igual que muchas de las afirmaciones de nuestro Señor en la última
noche de su ministerio terrenal, parecen ser extensibles a todo el
período que media entre su Primera Venida y la Segunda.
La ausencia personal de Cristo debe apenar a todo creyente
sincero: “Los que están de bodas no pueden sino ayunar cuando se les
quita el esposo”. La fe no es visión, la esperanza no es certidumbre,
leer y oír no es lo mismo que ver, orar no es lo mismo que hablar cara
a cara. Hasta en los corazones de los santos más destacados siempre
habrá un resquicio de insatisfacción mientras se encuentren en la
Tierra y Cristo esté en el Cielo. Mientras vivan en un cuerpo de
corrupción y vean como por espejo, oscuramente; mientras observen
la Creación gimiendo sometida al poder del pecado y todo no esté
sometido a Cristo; mientras todo siga así, su gozo y su paz serán
forzosamente incompletos. A esto es a lo que se refería S. Pablo
cuando dijo: “Nosotros mismos, que tenemos las primicias del Espíritu,
nosotros también gemimos dentro de nosotros mismos, esperando la
adopción, la redención de nuestro cuerpo” (Romanos 8:23).
Sin embargo, esta misma ausencia personal de Cristo no es motivo
de tristeza para los hijos de este mundo. No lo fue para los judíos
incrédulos, de eso podemos estar seguros. Cuando Cristo fue
condenado y crucificado, se regocijaron y alegraron. Pensaban que
habían acallado para siempre al que reprobaba sus pecados y su falsa
enseñanza. Tampoco lo es para los irreflexivos y los malvados de
nuestro tiempo. Cuanto más tiempo se mantenga Cristo alejado de
esta Tierra, mejor. “No queremos que este Cristo reine sobre nosotros”,
ese parece ser el sentir de este mundo. Su ausencia no les
apesadumbra lo más mínimo. Su supuesta felicidad es perfecta sin Él.
Quizá todo esto suene muy doloroso y sorprendente. ¿Pero hay algún
lector reflexivo de la Biblia que lo niegue? El mundo no quiere que
Cristo vuelva y considera que le va muy bien sin Él. ¡Qué terrible
despertar se producirá dentro de poco!
Por otro lado, en este versículo vemos que el regreso personal de
Cristo será una fuente ilimitada de gozo para su pueblo creyente.
Escrito está: “Os volveré a ver, y se gozará vuestro corazón, y nadie os
quitará vuestro gozo”. Nuevamente debemos asegurarnos de no
limitar estas palabras a la resurrección de nuestro Señor. Sin duda, su
alcance es mucho mayor. El gozo de los discípulos al ver a Cristo
resucitado de entre los muertos pronto quedó eclipsado por su
ascensión y partida al Cielo. El verdadero gozo, el gozo absoluto, el
gozo perpetuo, será el gozo que sentirá el pueblo de Cristo cuando
regrese en su Segunda Venida con el fin del mundo.
La Segunda Venida personal de Cristo, por decirlo claramente, es la
gran meta en la que nuestro Señor enseña aquí y en otras partes a
todos los creyentes a fijar sus ojos. Debiéramos “amar su venida”,
anhelarla constantemente (cf. 2 Pedro 3:12; 2 Timoteo 4:8). Ese mismo
Jesús que ascendió visiblemente al Cielo también descenderá
visiblemente, de la misma forma en que se fue. Fijemos siempre los
ojos de nuestra fe en esta Segunda Venida. No basta con que volvamos
la vista atrás a la Cruz y nos gocemos en la muerte de Cristo por
nuestros pecados y con que miremos hacia arriba a la diestra de Dios y
nos gocemos en la intercesión de Cristo por todos los creyentes.
Debemos mirar hacia delante, aguardar el regreso de Cristo del Cielo
para bendecir a su pueblo y concluir la obra de la Redención. Será
entonces y solo entonces cuando las oraciones de dieciocho siglos
sean plenamente respondidas: “Venga tu reino. Hágase tu voluntad,
como en el cielo, así también en la tierra”. Es perfectamente
comprensible que nuestro Señor diga que, en el día de la resurrección
y de la reunión, nuestro corazón “se gozará”. “Estaremos satisfechos
cuando despertemos a su semejanza” (Salmo 17:15).
En último lugar, en estos versículos vemos que durante la ausencia
de Cristo, los creyentes deben orar fervientemente. Escrito está:
“Hasta ahora nada habéis pedido en mi nombre; pedid, y recibiréis,
para que vuestro gozo sea cumplido”.
Bien podemos pensar que los discípulos no habían comprendido
hasta ese momento la majestad de su Maestro. Sin duda, jamás habían
llegado a entender que Él era el único Mediador entre Dios y el
hombre, y que habían de elevar sus oraciones en su nombre. Aquí se
les dice con toda claridad que a partir de entonces debían “pedir en su
nombre”. Tampoco puede cabernos duda alguna de que nuestro Señor
deseaba que todo su pueblo entendiera a lo largo de todas las épocas
que la clave de su consuelo sería perseverar en la oración. Deseaba
que supiéramos que, aun a pesar de que ya no le veamos con nuestros
ojos físicos, podemos hablar con Él y por medio de Él disfrutar de un
salvoconducto para llegar a Dios: “Pedid, y recibiréis —proclama a su
pueblo en todas las épocas—, para que vuestro gozo sea cumplido”.
Aprendamos esta lección de corazón. De toda la lista de deberes
cristianos, no hay ninguno al que se inste tanto como la oración. Es un
deber para todos, ya sean ricos o pobres, de clase elevada o no, cultos
o incultos: todos deben orar. Es un deber del que todos son
responsables. No todo el mundo puede leer, oír o cantar; pero todo el
que tiene el espíritu de adopción puede orar. Por encima de todo, es un
deber en el que todo depende del corazón y de los motivos íntimos de
cada uno. Quizá utilicemos palabras inapropiadas e inexactas y
carentes de valor literario, pero todo eso da lo mismo si el corazón es
recto. El que está sentado en el Cielo puede comprender todas las
peticiones que se le hagan en nombre de Jesús y puede hacer saber y
sentir a aquel que las envía que es escuchado.
“Si sabemos estas cosas, bienaventurados seremos si las
hacemos”. Hagamos de la oración en el nombre de Jesús un hábito
cotidiano cada mañana y cada noche de nuestras vidas. Al mantener
ese hábito se nos infundirán fuerzas para cumplir nuestro deber,
recibiremos consuelo cuando atravesemos problemas, seremos
guiados en medio de la confusión, se nos proporcionará esperanza en
la enfermedad y apoyo en la muerte. El que prometió que “[nuestro]
gozo será cumplido” es fiel y cumplirá su palabra si le pedimos algo en
oración.

Notas: Juan 16:16–24


V. 16: [Todavía un poco, y no me veréis, etc.]. Este versículo presenta una
dificultad que debemos considerar. ¿A qué período se refiere nuestro Señor
cuando dice “todavía un poco, y no me veréis” y “me veréis”? Existen dos
respuestas.
a) Algunos —como Crisóstomo, Cirilo y Hengstenberg— consideran que
nuestro Señor solo quería decir: “En unas pocas horas me matarán y seré
sepultado, y entonces ya no me veréis; luego, tres días después, resucitaré y
volveréis a verme”.
b) Otros —como Agustín, Maldonado y Wordsworth— piensan que nuestro
Señor quería decir: “Dentro de poco dejaré este mundo, ascenderé al Cielo,
volveré a mi Padre y no me veréis más; más adelante, tras un intervalo
relativamente breve, volveré al mundo en mi Segunda Venida y me veréis de
nuevo”.
Por mi parte, me inclino decididamente a favor de la segunda de ellas.
Creo que aplicar las expresiones “todavía un poco, y no me veréis” y “me
veréis” a la muerte y resurrección de nuestro Señor es una interpretación
forzada y antinatural. No solo eso, sino que tampoco explica las palabras “yo
voy al Padre”. Considero que, tanto aquí como en todo el pasaje, nuestro
Señor habla para beneficio de toda la Iglesia hasta su regreso, y no
meramente para beneficio de los once Apóstoles en exclusiva. El verdadero
sentido se percibe mejor al invertir el orden de los términos: “Ha llegado el
momento de que abandone el mundo y vuelva a mi Padre. A consecuencia de
ello habrá un breve lapso de tiempo en el que no me veréis con vuestros ojos
corporales, dado que Yo estaré en el Cielo y vosotros en la Tierra. ¡Pero no os
desaniméis! En breve volveré con gran poder y gloria y entonces todo mi
pueblo creyente me verá de nuevo”.
A favor de esta interpretación juega el factor de que la expresión griega
que se traduce como “un poco” es la misma de Hebreos 10:37, pasaje en el
que se habla claramente de la Segunda Venida. No solo eso, sino que la
expresión “voy” suele aplicarse inequívocamente a la partida definitiva de
nuestro Señor de este mundo y rara vez, si es que hay algún caso, a la
muerte de nuestro Señor en la Cruz.
Piensa Alford que el sentido de lo que dice nuestro Señor es múltiple y que
la frase “me veréis” comenzó a cumplirse en la Resurrección, luego se
cumplió principalmente en Pentecostés y se cumplirá definitivamente al
regreso de nuestro Señor”. Esta interpretación me parece completamente
insostenible.
Es curioso que el primer “me veréis” esté conjugado en presente y sea un
término completamente distinto del segundo, que está en futuro. ¡La
traducción literal del primero sería “me veis o me observáis”!
V. 17: [Entonces se dijeron algunos, etc.]. Todo este versículo muestra lo
poco que entendían en aquel momento los discípulos a nuestro Señor cuando
este hablaba de su Segunda Venida. Sin embargo, si tenemos en cuenta lo
ampliamente que difieren las interpretaciones que hacen los cristianos de las
palabras de nuestro Señor hoy día, difícilmente puede sorprendernos que
once creyentes débiles como los Apóstoles fueran incapaces de asimilar el
significado pleno de sus palabras cuando las oyeron por primera vez, la
noche previa a su crucifixión.
V. 18: [Decían, pues […]: ¿Todavía un poco?]. Esta frase muestra que fue
el “tiempo” — “un poco”— lo que confundió a los discípulos. Se podría
conjeturar que eran incapaces de determinar si se refería literalmente a unos
pocos días u horas o bien hablaba de un tiempo relativamente breve en
sentido figurado. ¿Y no es precisamente en esa cuestión donde se produce el
desacuerdo entre los estudiosos de la profecía por cumplir? Curiosamente,
este versículo se puede aplicar a muchas controversias proféticas.
[No entendemos lo que habla]. Una traducción más literal sería: “No
sabemos de lo que habla”.
V. 19: [Jesús conoció que querían preguntarle, etc.]. Al igual que en otros
pasajes, aquí queda de manifiesto el conocimiento absoluto que tenía nuestro
Señor de los corazones y los pensamientos de quienes le rodeaban.
V. 20: [De cierto, de cierto os digo]. Adviértase que nuestro Señor no
responde en este versículo a la pregunta de los discípulos. No les explica a
qué se refería cuando había hablado de “un poco”. La Escritura responde en
contadas ocasiones a las preguntas acerca de fechas y momentos. Más bien
se centra en cuestiones prácticas.
[Vosotros lloraréis y lamentaréis]. Junto con Agustín y Beda, considero que
todo este versículo tiene como finalidad describir de forma general el estado
de cosas que se produciría entre la Primera y la Segunda Venidas de Cristo:
“Amados discípulos, durante mi ausencia de este mundo tras mi ascensión,
todos vosotros y los creyentes que os sucedan tendrán muchos motivos de
tristeza y dolor, como una esposa separada de su marido, mientras que el
mundo se regocijará por ello y no deseará que regrese. Durante este largo y
penoso intervalo, la tribulación y el sufrimiento os azotarán con gran
frecuencia a vosotros y a todos los creyentes que os sucedan; pero
finalmente, cuando regrese, vuestra tristeza se tornará en gozo”. Aconsejo al
lector que estudie Mateo 9:15 como respaldo de esta interpretación. Las
ideas parecen ser idénticas en ambos pasajes (cf. asimismo Isaías 65:14).
Señala Poole: “Para los hijos de este mundo, esta vida es su momento,
mientras que para los que aman y temen a Dios es en su mayor parte el
período del dominio de las tinieblas. Pero así como el gozo de los hijos de
este mundo se convertirá finalmente en tristeza, la tristeza del hombre
piadoso se convertirá en gozo” (Isaías 50:11; Mateo 25:23).
Considero muy insatisfactoria la interpretación de Crisóstomo, Cirilo y
otros de que este versículo halla su cumplimiento en la crucifixión y
resurrección de nuestro Señor. Difícilmente se ajusta al tiempo de lágrimas y
de alegría aquí descrito. Tampoco está muy claro que el tiempo durante el
que nuestro Señor permaneció en el sepulcro fuera un tiempo de regocijo
para sus enemigos, a juzgar por la preocupación que tenían por evitar, si
estaba en su mano, su resurrección de entre los muertos.
V. 21: [La mujer, etc.]. Este versículo contiene una imagen del estado de
la Iglesia entre las dos venidas de Cristo. Sería un tiempo de dolor, angustia y
anhelo de liberación que solo tocaría a su fin con el regreso de Cristo en
persona.
En Romanos 8:22 se nos dice claramente que “toda la creación gime a
una, y a una está con dolores de parto hasta ahora”. Es el estado normal de
cosas durante la ausencia de Cristo. Solo la Segunda Venida del segundo
Adán puede restituir el gozo al mundo. En Apocalipsis 12:2 se compara a la
Iglesia con una mujer que “clamaba con dolores de parto, en la angustia del
alumbramiento”. En Mateo 24:8, las guerras y las crisis del mundo se
denominan el principio de los “dolores”, y el significado literal de la palabra
“dolores” en ese pasaje es el de “dolores de parto”.
La idea de este versículo parece ser que el intervalo entre las dos venidas
de Cristo será un período de dolor, tristeza y angustia para la Iglesia, igual
que lo es el de una mujer que aguarda el alumbramiento; que ese período
concluirá con la aparición de nuestro Señor Jesucristo por segunda vez; y que
cuando nuestro Señor venga por segunda vez, el gozo de la Iglesia verdadera
será tan grande que todos los dolores y sufrimientos anteriores quedarán
relegados a un segundo plano. El gozo de ver a Cristo compensará con creces
toda la tristeza de su ausencia (cf. Romanos 8:18–22; 2 Corintios 4:17).
V. 22: [También vosotros ahora tenéis tristeza, etc.]. Interpreto este
versículo con el mismo principio que he aplicado a los anteriores. Considero
que nuestro Señor habla del dolor y la tristeza que sentirían los creyentes en
el intervalo que habría entre la Primera Venida y la Segunda Venida: “Ahora
tenéis ante vosotros un período de dolor, tristeza y aflicción. Pero no temáis,
no durará para siempre. Volveremos a vernos. Ese día, vuestro corazón se
llenará de gozo, un gozo que nadie podrá arrebataros, un gozo que será
eterno”.
¡Soy incapaz de creer que este “os volveré a ver” pueda referirse al breve
período de cuarenta días entre la Resurrección y la Ascensión! Por encima de
todo, tengo la fuerte impresión de que es imposible aplicar las palabras
“nadie os quitará vuestro gozo” a los tiempos de dificultades y tribulaciones,
de persecución hasta el punto de la muerte, por los que pasó la Iglesia
primitiva en su primera época. Es indudable que la Iglesia primitiva perdió a
menudo el gozo perceptible, tal como sucedió con el martirio de Esteban, la
muerte a espada de Santiago o el encarcelamiento de Pedro. Los cristianos
solo pueden aspirar a ser felices completa e ininterrumpidamente en la
Segunda Venida de Cristo. Ahora estamos en el desierto y aún no hemos
llegado al hogar libre de dolor. Será entonces, y solo entonces, cuando las
lágrimas de nuestros ojos sean enjugadas.
V. 23: [En aquel día no me preguntaréis nada]. Junto con Agustín,
considero que el día del que se habla en la primera parte del versículo es el
día de la Segunda Venida de nuestro Señor. Las “preguntas” mencionadas
son las que los discípulos habían deseado hacer en el versículo 19. “Querían
preguntarle”. El significado de la frase es: “El día de mi Segunda Venida ya no
tendréis que preguntarme nada. Entonces entenderéis plenamente el
significado de muchas cosas que no entendéis ahora”. Igual que en 1
Corintios 13:12, la principal idea de esta promesa es que el día de la Segunda
Venida los creyentes disfrutarán de una luz muchísimo mayor.
No obstante, Cirilo y Crisóstomo aplican “aquel día” a la resurrección de
nuestro Señor y los cuarenta días que le siguieron.
[De cierto, de cierto […] todo cuanto pidiereis […], os lo dará]. En esta
parte del versículo, nuestro Señor renueva y repite su anterior promesa con
respecto a la oración: “Os declaro solemnemente que, hasta el día en que
vuelva, todo lo que pidáis en oración a mi Padre en mi nombre Él os lo dará”.
Es digna de atención la frecuencia con que nuestro Señor incita a la
oración en los Evangelios.
Obviamente, este “todo” se limita a todo lo que sea verdaderamente para
la gloria de Dios, el bien de los discípulos y el interés de la causa de Cristo en
el mundo.
V. 24: [Hasta ahora nada […] en mi nombre]. Esta frase significa que
hasta ese momento los discípulos no habían orado por nada en el nombre de
Cristo y con su mediación. Le habían seguido como a un maestro, se habían
sometido a Él como su señor, le habían querido como un amigo, habían
creído en Él como el Mesías anunciado por los Profetas. Sin embargo, no
habían comprendido plenamente que era el único Mediador entre Dios y el
hombre, el único a través del cual los pecadores pueden recibir la
misericordia de Dios y acercarse a Él. Ahora verían que su Maestro era mucho
más que un profeta, que estaba por encima de Moisés mismo.
La oración de Daniel —“haz que tu rostro resplandezca sobre tu santuario
asolado, por amor del Señor”— es casi el único caso de una oración en el
nombre del Mesías que se documenta en el Antiguo Testamento (Daniel
9:17).
[Pedid, y recibiréis […], gozo sea cumplido]. Esta frase significa: “De ahora
en adelante, adquirid el hábito de pedirlo todo en mi nombre y por mediación
mía. Pedid confiadamente y recibiréis en abundancia. Si pedís de esa forma,
el gozo y el consuelo de vuestras almas aumentarán”.
Señala aquí John Gerhard: “¡Los beneficios de la oración son
inconmensurables! La oración es la paloma que, tras ser enviada, regresa con
la rama de olivo, esto es, la paz del corazón. La oración es la cadena de oro
con que Dios nos sujeta y no nos suelta hasta bendecirnos. La oración es la
vara de Moisés que hace brotar el agua del consuelo de la peña de la
salvación. La oración es la quijada de Sansón que derrota a nuestros
enemigos. La oración es el arpa de David que ahuyenta al espíritu maligno.
La oración es la llave que nos da acceso a los tesoros del Cielo”.
La palabra griega que se traduce como “cumplido” significa literalmente
“llenado”.
Esta frase nos enseña que el gozo y la felicidad de los creyentes pueden
experimentar diversos grados y que pueden ser más completos en unos
momentos que en otros. También enseña que el gozo del creyente depende
mucho del fervor y la sinceridad de sus oraciones. El que ora poco y con
frialdad no debe esperar mucho “gozo y paz en el creer”.
No debe pasar inadvertido que la oración se nos presenta aquí de forma
imperativa como un claro deber de los creyentes, y tampoco lo deseoso que
está nuestro Señor de que su pueblo se regocije aun estando en un mundo
malo. La religión que hace que las personas se sientan tristes y desgraciadas,
y las caras largas muestran un cristianismo muy discutible y muy por debajo
del patrón instituido por Aquel que deseaba que el “gozo sea cumplido” (1
Juan 1:4).

Juan 16:25–33

Este es uno de los pasajes que destaca en la Escritura por dos razones.
Por un lado, constituye una conclusión idónea para el largo sermón de
despedida que dirigió nuestro Señor a sus discípulos. Era oportuno y
adecuado que un sermón tan solemne como ese concluyera
solemnemente. Por otro lado, contiene la profesión de fe más unánime
y general que se documenta de los Apóstoles: “Ahora entendemos que
sabes todas las cosas […]; por esto creemos que has salido de Dios”.
Es innegable que este pasaje contiene cosas difíciles de entender.
Sin embargo, ofrece tres lecciones claras y provechosas que
examinaremos a continuación.
Por un lado, vemos que conocer con claridad a Dios el Padre es uno
de los cimientos de la religión cristiana. Nuestro Señor dice a sus
discípulos: “La hora viene cuando […] claramente os anunciaré acerca
del Padre”. Adviértase que no dice: “Os anunciaré claramente acerca
de Mí”. Es el Padre a quien promete anunciar.
Esta extraordinaria afirmación es de una profunda sabiduría. Hay
pocas cuestiones en las que el conocimiento de los hombres sea tan
escaso en realidad como en lo referente al carácter y los atributos de
Dios el Padre. No en vano se dice: “Ni al Padre conoce alguno, sino el
Hijo, y aquel a quien el Hijo lo quiera revelar” (Mateo 11:27); “A Dios
nadie le vio jamás; el unigénito Hijo, que está en el seno del Padre, él
le ha dado a conocer” (Juan 1:18). Muchos piensan que conocen al
Padre porque le consideran grande, todopoderoso, omnisciente, sabio
y eterno; pero no se plantean nada más. Pensar en Él como el justo y,
sin embargo, el justificador del pecador que cree en Jesús, como el
Dios que envió a su Hijo para que sufriera y muriera, como Dios en
Cristo reconciliando consigo al mundo, como Dios complacido con el
sacrificio expiatorio de su Hijo mediante el cual se honra la Ley; pensar
en Dios el Padre de esta forma no está al alcance de todos los
hombres. No sorprende que nuestro Maestro diga: “Claramente os
anunciaré acerca del Padre”.
Convirtamos en parte de nuestras oraciones cotidianas la petición
de saber más no solo de Jesucristo sino también del “único Dios
verdadero” que le envió. Cuidémonos por igual de los errores que
cometen algunos al hablar de Dios como si no hubiera Cristo y de los
errores que cometen otros al hablar de Cristo como si no hubiera Dios.
Intentemos conocer a las tres personas de la Santísima Trinidad y
honrar a cada una de ellas como se merece. Tengamos siempre
presente la gran verdad de que el Evangelio de nuestra salvación es
resultado de los designios eternos del Padre, el Hijo y el Espíritu Santo;
y que somos tan deudores al amor del Padre como al amor del Espíritu
o al amor del Hijo. Nadie conoce tanto de Cristo como quien se acerca
constantemente al Padre por medio del Hijo, confiando siempre como
niños en Él, comprendiendo de manera cada vez más clara que, en
Cristo, Dios no es un juez airado, sino un Padre amante y amigo.
Por otro lado, en este pasaje vemos que nuestro Señor Jesucristo
valora grandemente la más mínima manifestación de gracia y tiene en
alta estima a los que la poseen. Vemos cómo dice a los discípulos: “El
Padre mismo os ama, porque vosotros me habéis amado, y habéis
creído que yo salí de Dios”.
¡Qué débiles eran la fe y el amor de los Apóstoles! ¡Qué pronto,
apenas unas horas después, se apoderaría de ellos la incredulidad y la
cobardía! Estos mismos hombres a quienes Jesús alaba por amarle y
creer en Él son los que le abandonaron al alba. Sin embargo, por
débiles que fueran su fe y su amor, eran genuinos y verdaderos.
Muchos cultivados sacerdotes, fariseos y escribas jamás llegaron a
albergar semejantes virtudes y murieron trágicamente en sus pecados.
Reconfortémonos con esta bendita verdad. El Salvador de los
pecadores no echará a los que en Él creen porque sean niños en la fe y
en sus conocimientos. La caña cascada no quebrará, el pábilo que
humea no apagará. A pesar de toda la debilidad, puede ver la
veracidad que hay detrás y se complace gracias a Dios dondequiera
que la ve. Los seguidores de un Salvador semejante bien pueden
sentirse seguros y confiados. Cuentan con un Amigo que tiene en
estima hasta al menor de los miembros de su rebaño y no echa fuera a
ninguno de los que vienen a Él si son honrados.
Por otro lado, en este pasaje vemos que hasta los mejores
cristianos conocen muy superficialmente sus propios corazones. Vemos
a los discípulos profesar en alta voz: “Ahora hablas claramente; ahora
entendemos; ahora creemos”. ¡Valientes palabras! Y, sin embargo,
estos mismos hombres que las pronunciaron se desperdigarían poco
después como ovejas asustadizas y dejarían solo a su Maestro.
No se debe poner en duda que la profesión de fe de los Once era
auténtica y veraz, que fueron sinceros al pronunciarla. Pero no se
conocían a sí mismos. Desconocían lo que podían llegar a hacer
sometidos a la presión del temor al hombre y de una fuerte tentación.
No habían evaluado con precisión la debilidad de la carne, el poder del
diablo, la precariedad de sus propias determinaciones y la
superficialidad de su fe. Habrían de aprenderlo en sus propias carnes.
Igual que jóvenes reclutas, les faltaba por ver que una cosa es la
instrucción militar y el uniforme y otra muy distinta demostrar su valor
en el frente.
Tomemos nota de estas cosas y seamos sabios. El verdadero
secreto de la fortaleza espiritual consiste en ser humildes y desconfiar
de nosotros mismos. “Cuando soy débil —dice un gran cristiano—,
entonces soy fuerte” (2 Corintios 12:10). Quizá ninguno de nosotros
tenga la menor idea de las dimensiones que puede alcanzar su caída
de enfrentarse a la influencia súbita de una fuerte tentación.
Bienaventurado el que no olvida jamás las palabras “el que piensa
estar firme, mire que no caiga” y, recordando a los discípulos de
nuestro Señor, ore a diario: “Sostenme, y seré salvo”.
En último lugar, en estos versículos vemos que Cristo es la
verdadera fuente de paz. Leemos que nuestro Señor concluyó su
sermón con estas palabras de consuelo: “Estas cosas os he hablado
para que en mí tengáis paz”. Desea que sepamos que la finalidad de
este sermón de despedida es acercarnos a Él como la única fuente de
consuelo. No nos dice que no tendremos problemas en el mundo. No
promete librarnos de la tribulación mientras nos encontremos en el
cuerpo. Lo que nos dice es que descansemos en la idea de que Él ha
peleado la batalla y ha obtenido la victoria por nosotros. Aunque las
cosas que nos suceden aquí abajo nos angustien y nos confundan, no
podrán destruirnos. “Confiad” es la petición que hace como despedida:
“Confiad, yo he vencido al mundo”.
Confiemos en estas palabras y sírvannos de ánimo. Quizá las
pruebas y la persecución nos aplasten en ocasiones: convirtámoslas en
vehículo de aproximación a Cristo. Quizá los dolores y las pérdidas, los
desengaños y las “cruces” de nuestra vida nos induzcan al desánimo:
convirtámoslas en lazo de unión con Cristo. Armados con esta
promesa, presentémonos valerosamente ante el trono de gracia en los
tiempos de adversidad para recibir misericordia y gracia que nos sirvan
de ayuda. Digamos a nuestras almas con frecuencia: “¿Por qué te
abates, oh alma mía, y por qué te turbas dentro de mí?”. Y digamos a
menudo a nuestro misericordioso Maestro: “Señor, ¿no dijiste que nos
gozáramos? Señor, haz como dijiste y proporciónanos gozo hasta el
fin”.

Notas: Juan 16:25–33


V. 25: [Estas cosas […] en alegorías]. Parece que es aquí donde nuestro
Señor da comienzo a la conclusión de su discurso. Considero que la expresión
“estas cosas” es aplicable a todo lo que había estado diciendo desde la
partida de Judas, durante el tiempo que había estado con los Once. “Todas
estas cosas os las he dicho en un lenguaje que no habéis entendido
plenamente porque he utilizado parábolas o alegorías”. El término griego
traducido como “alegoría” solo aparece en cinco ocasiones en todo el Nuevo
Testamento.
Señala Besser al respecto: “Desde las primeras palabras del sermón de
despedida de nuestro Señor —‘en la casa de mi Padre muchas moradas
hay’— hasta las palabras referidas a la mujer con dolores de parto, el
significado celestial del sermón se presenta en forma de símiles y parábolas”.
¿No nos enseña esto que los ministros no deben abstenerse de referir a
sus oyentes muchas verdades que estos no entenderán plenamente en ese
mismo momento, con la esperanza de que buscarán aumentar sus
conocimientos posteriormente y acabarán entendiéndolas?
[La hora viene cuando […] Padre]. Considero que la “hora” aquí
mencionada es el período entre la resurrección de nuestro Señor y su
ascensión, los cuarenta días en los que enseñó a los once discípulos con más
plenitud de lo que jamás había hecho y les habló más claramente de las
cosas de su Padre. Lo aventuro como una hipótesis. Pero no veo que haya
otro momento al que nuestro Señor pudiera referirse. Obviamente, está
hablando de alguna clase de instrucción personal, y no de la instrucción por
medio del instrumento invisible del Espíritu Santo: “Se acerca el momento en
el que, tras haber llevado a cabo mi sacrificio en la Cruz y haber resucitado,
os mostraré clara y abiertamente lo que concierne a mi Padre, a quién soy y a
cuál es mi relación con Él, y ya no utilizaré parábolas e imágenes para
explicarlo”.
Es POSIBLE que la promesa englobe también la enseñanza continua del
Espíritu Santo que el Señor entregaría a sus discípulos tras la Ascensión, pero
estas palabras parecen referirse más bien a la enseñanza directa de boca de
nuestro Señor. No solo eso, sino que la expresión “la hora viene” en el griego
original no implica un período continuado. Así, en el versículo 32, “la hora” es
un momento inminente.
V. 26: [En aquel día pediréis en mi nombre]. Considero que el significado
de esta frase debe ser: “El día después de mi resurrección, cuando se haya
entendido completamente la naturaleza de mi misión y oficio, empezaréis a
orar en mi nombre. Hasta ahora no lo habéis hecho, pero cuando resucite de
entre los muertos e ilumine vuestro entendimiento, comenzaréis a hacerlo”.
Considero que existe una objeción incontrovertible para cualquier otra
interpretación. El “día” del que se habla no puede ser el de la Segunda
Venida de Cristo, porque en aquel entonces la oración no será necesaria.
Tampoco puede ser todo el período entre las dos venidas de Cristo, porque
este pasaje está específicamente ligado a los Apóstoles (cf. v. 27). A mi modo
de ver no existe ninguna alternativa a la explicación que he ofrecido.
[Y no os digo que yo rogaré al Padre por vosotros]. El significado de esta
frase parece ser: “No es preciso que diga que oraré al Padre para que os
escuche y os conceda vuestras peticiones. Es obvio que lo haré y que mi
Padre escuchará de buena gana vuestras oraciones”. En mi opinión, este es
el sentido más natural del pasaje.
Es curioso que el término griego traducido como “rogar” al final de este
versículo sea el mismo que se utiliza en el versículo 23 con el sentido de
“preguntar”. No obstante, es digno de atención que aparentemente esta
palabra se utiliza de forma especial para hablar de la “oración” de nuestro
Señor al Padre (cf. Juan 17:9; 15:20).
V. 27: [Pues el Padre mismo]. En este versículo se prolonga el aliento
ofrecido en el versículo anterior: “No dudéis que el Padre hará por vosotros
todo lo que le pidáis en mi nombre, ya que os ama porque me habéis amado
y habéis creído en mi misión divina. Ama a todos los que me aman y creen en
mí” (cf. Juan 14:23).
Anton parafrasea el versículo de esta forma: “No debéis pensar que mi
intercesión implica una falta de disposición favorable de mi Padre y que es
preciso instarle a ser bondadoso. ¡No! Él mismo os ama y es Él quien ha
ordenado mi intercesión”.
Adviértase la misericordia con que nuestro Señor reconoce la gracia que
hay en sus discípulos a pesar de todas sus debilidades. Mientras que había
multitud de judíos que le consideraban un impostor, los Once le amaban y
creían en Él. Jesús nunca se olvida de honrar la gracia verdadera a pesar de
toda la debilidad que la acompaña.
V. 28: [Salí del Padre, etc.]. Este versículo parece un resumen final de la
verdadera naturaleza del oficio y la misión de nuestro Señor. Es una
prolongación del versículo anterior: “Habéis creído que salí del Padre. Habéis
hecho bien en creerlo, puesto que así es. Os repito por última vez que mi
misión es divina. Salí del Padre y vine a este mundo para ser el Redentor;
ahora, tras completar mi obra, estoy a punto de abandonar el mundo y
regresar a mi Padre”. Esta profunda afirmación tiene más enjundia de lo que
parece a primera vista. Hace referencia a la persecución que nuestro Señor
había sufrido en el pasado y también a su futura resurrección y ascensión a la
gloria.
Burgon, citando a Agustín, señala: “Cuando Cristo salió del Padre, vino al
mundo sin dejar al Padre; igualmente, al volver al Padre salió del mundo sin
abandonarlo”.
V. 29: [Le dijeron sus discípulos, etc.]. Parece que las palabras de los
discípulos hacen referencia a la afirmación que había hecho nuestro Señor en
el versículo 25: “La hora viene cuando ya no os hablaré por alegorías, sino
que claramente os anunciaré acerca del Padre”. Parece que los Once se
apropian aquí de esa promesa: “Aun ahora ya nos hablas con más claridad
que nunca, sin utilizar un lenguaje figurado”.
V. 30: [Ahora entendemos que, etc.]. Este es un versículo particular.
Cuesta ver qué es lo que contenía la afirmación de nuestro Señor en el
versículo 28 que les hizo ver las cosas de su Maestro con más claridad que
nunca. Sin embargo, el hecho de que unas palabras afecten a alguien y otras
no es siempre un gran misterio. ¡Las mismas verdades que un hombre oye de
alguien sin inmutarse, las oye con tal poder en boca de otro que le llevan a
decir que nunca había oído nada semejante! Y más aún: ¡puede que una
misma audiencia oiga a un orador sin prestar atención un día y que otro día
le oiga enseñando lo mismo y se sienta tan profundamente interesada que te
diga que jamás había oído nada parecido!
Las palabras “ahora entendemos” son literalmente “ahora sabemos”.
Significan: “Ahora sabemos que Tú conoces todas las cosas respecto a Ti
mismo, a tu misión y al Padre”.
Las palabras “no necesitas que nadie te pregunte” significan: “Nos has
dicho tan claramente quién eres y lo que eres que no hace falta que nadie te
pregunte nada ni te pida aclaración alguna”.
Las palabras: “Por esto creemos” significan sin duda: “La afirmación que
has hecho [en el versículo 28] nos ha convencido y persuadido”.
V. 31: [Jesús les respondió: ¿Ahora creéis?]. En este versículo, nuestro
Señor advierte a los Once de su ignorancia. Pensaban que creían. No
dudaban de su propia fe. No debían confiarse demasiado. Pronto verían lo
arraigada que estaba la incredulidad en ellos. Nunca vemos que nuestro
Señor halague a sus discípulos. Es preciso advertir continuamente a los
creyentes del peligro de confiar en ellos mismos. Nada hay tan engañoso
como las emociones en la religión. No conocemos la debilidad de nuestros
corazones.
Piensa Alford que “¿ahora creéis?” no debiera traducirse como una
pregunta, sino como una afirmación. “Sé que ahora creéis”. El griego permite
ambas interpretaciones, pero prefiero la primera.
V. 32: [He aquí la hora viene […], y me dejaréis solo]. En esta frase,
nuestro Señor revela a sus confiados creyentes el asombroso hecho de que
aun ellos le abandonarían en breve y naufragarían en su fe. Comienza
diciendo “¡mirad!” (LBLA) para denotar lo increíble que era: “La hora viene,
sí, y ha venido ya. Va a suceder esta misma noche, antes de que salga el sol.
Os desperdigaréis como ovejas que huyen de un lobo, cada una en una
dirección distinta; todos volveréis a vuestras posesiones, a vuestros amigos,
a vuestros hogares y refugios. Me dejaréis solo. De hecho, permitiréis que sea
prendido por los sacerdotes y Poncio Pilato, y ni uno de vosotros permanecerá
a mi lado”.
¡Qué poco conocen sus corazones hasta los mejores creyentes o llegan a
entender cuál puede ser su reacción en tiempos de prueba! Si hubo alguien a
quien se advirtiera de su inminente caída sin duda fueron los discípulos. Solo
cabe suponer que no entendieron a nuestro Señor o que no fueron
conscientes de la magnitud de la prueba que les esperaba, o que imaginaban
que Él obraría alguna clase de milagro en el último momento para que
pudieran escapar.
La frase griega que se traduce como “por su lado” significa literalmente:
“Sus propias cosas”. Puede referirse o bien a “sus propios asuntos” o a “su
propio hogar”.
[Mas no estoy solo […], conmigo]. En esta instructiva y conmovedora
frase, nuestro Señor recuerda a sus discípulos que su deserción no le privaría
de todo consuelo: “A pesar de que seáis desperdigados y me abandonéis, no
estaré completamente solo, porque el Padre siempre está conmigo”.
Es indudable que uno de los grandes propósitos de esta frase era mostrar
a los discípulos a quién debían mirar ellos mismos cuando experimentaran
sus propias aflicciones en el futuro. No debían olvidar jamás que Dios el Padre
estaría siempre cerca de ellos hasta en los momentos más difíciles. Sentir la
presencia de Dios es una de las grandes fuentes de consuelo de los
creyentes. La última promesa en Mateo antes de la Ascensión fue: “He aquí
yo estoy con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo” (Mateo 28:20).
Se dice que Juan Huss, el famoso mártir quemado en Constanza, se sintió
particularmente consolado por este pasaje durante el encarcelamiento
solitario que precedió a su muerte.
V. 33: [Estas cosas […] tengáis paz]. En este último versículo, nuestro
Señor resume las razones que le han impulsado a decir todo lo que aparece
en su sermón: “Todas estas cosas os las he dicho con este gran propósito:
que tengáis paz al dejar descansar vuestras almas en Mí y manteneros en
íntima comunión conmigo”. Una de las grandes claves para experimentar
consuelo en nuestra vida religiosa es buscarlo en Cristo y vivir confiando en
Él: “Él es nuestra paz” (Efesios 2:14).
[En el mundo tendréis aflicción]. Aquí, nuestro Señor dice a los Once con
toda franqueza que no deben sorprenderse ante las dificultades y la
persecución que hallarán en el mundo. No les oculta que el camino al Cielo
no es un lecho de rosas. Justo lo contrario, “todos los que quieren vivir
piadosamente en Cristo Jesús padecerán persecución” (2 Timoteo 3:12). No
enseñar a los que se acaban de convertir el aspecto de la cruz y la lucha no
se corresponde con la enseñanza de Cristo.
[Pero confiad, yo he vencido al mundo]. Aquí, nuestro Señor llega a la
conclusión definitiva pidiendo a los discípulos que tengan ánimo, que confíen
y no teman. El mundo en el que vivían era un enemigo vencido. Él, su
Maestro, había “vencido al mundo”. Considero que esto no solo significa que
les había dado ejemplo de cómo luchar victoriosamente para vencer el miedo
al mundo y su adulación, sino algo de mucha mayor importancia. Había
vencido al príncipe de este mundo y estaba a punto de alcanzar su victoria
definitiva contra él en la Cruz. De ahí que sus discípulos debieran recordar
que su lucha era contra un enemigo gravemente malherido: “No debéis
temer al mundo, Yo voy a tomar cautivo a su rey y estoy a punto de vencerle
en la Cruz”.
Señala Besser, citando a Lutero: “Así da las ‘buenas noches’ y les estrecha
la mano en señal de despedida. Pero, por fuerza, su conclusión sigue el
mismo hilo argumental que todo su sermón: No se turbe vuestro corazón.
Confiad”.
Creo que ningún comentarista piadoso puede terminar este maravilloso
capítulo sin sentir intensamente cuán poco entendemos las profundidades de
la Escritura. Hay muchas palabras y frases en ella sobre las que no podemos
más que conjeturar y ante las que debemos reconocer nuestra incapacidad
para emitir juicios tajantes. Admito abiertamente que, a mi modo de ver, no
hay otro pasaje en la Escritura sobre el que los comentaristas aporten tan
poca luz en cuanto al texto como en su interpretación de este capítulo.

Juan 17:1–8

Con estos versículos da comienzo uno de los capítulos más


maravillosos de toda la Biblia. Es un capítulo en el que vemos a
nuestro Señor Jesucristo elevar una larga oración a Dios el Padre. Es un
maravilloso ejemplo de la continua comunión entre el Padre y el Hijo
durante el ministerio de este último en la Tierra. Es una maravillosa
muestra de la intercesión que lleva a cabo constantemente el Hijo en
el Cielo como Sumo Sacerdote. Tampoco es un patrón menos
maravilloso de las cosas que debieran mencionar los creyentes en sus
oraciones. El pueblo de Cristo debe pedir para sí lo que Cristo pide
para ellos. Fue un antiguo teólogo quien dijo correcta y acertadamente
que “al mejor y más completo sermón jamás predicado le sucedió la
mejor de las oraciones”.
Huelga decir que el capítulo que tenemos ante nosotros contiene
cosas muy profundas. No podía ser de otra forma. El que lea las
palabras dirigidas por una persona de la bendita Trinidad a otra, del
Hijo al Padre, debe aceptar sin duda la imposibilidad de comprenderlas
plenamente, de penetrar en sus profundidades. En los veintiséis
versículos de este capítulo hallamos frases, palabras y expresiones que
probablemente nadie ha llegado a entender en su totalidad. Nuestras
mentes son incapaces de ello y de comprender los asuntos que
contiene. Pero en este capítulo también hay importantes verdades
manifiestas a las que haremos bien en prestar toda nuestra atención.
Primeramente, adviértase en estos versículos el glorioso testimonio
que nos proporcionan de la misión y la majestad del Señor Jesucristo.
Leemos que el Padre “le [ha] dado potestad sobre toda carne, para que
dé vida eterna”. Cristo tiene las llaves del Cielo en su mano. Él dispone
la salvación de toda alma humana. Además de eso, leemos que “esta
es la vida eterna: que [le] conozcan a [Él], el único Dios verdadero, y a
Jesucristo, a quien [ha] enviado”. No basta el mero conocimiento de
Dios, eso no salva a nadie. Debemos conocer al Hijo, no solamente al
Padre. Conocer a Dios sin Cristo solo nos muestra a un ser temible al
que no podemos acercarnos. Solo “Dios […] en Cristo reconciliando
consigo al mundo” puede proporcionar paz y vida al alma. No solo eso,
también leemos que Cristo ha “acabado la obra” que Dios le había
dado para que hiciera. Completó la obra de la Redención y ofreció una
justicia perfecta para su pueblo. A diferencia del primer Adán, que no
cumplió la voluntad de Dios e introdujo el pecado en el mundo, el
segundo Adán no dejó por hacer ninguno de los cometidos de su
misión. En último lugar, leemos que Cristo tenía gloria con el Padre
“antes que el mundo fuese”. A diferencia de Moisés y David, había
existido desde toda la eternidad, mucho antes de su llegada al mundo;
y esa gloria la compartió con el Padre antes de encarnarse y nacer de
la virgen María.
Cada una de estas maravillosas afirmaciones contiene cosas que
nuestras débiles mentes son incapaces de entender plenamente.
Debemos darnos por satisfechos con admirar y reverenciar aquello que
no podemos entender y explicar en su totalidad. Pero hay algo muy
claro: solo alguien que es Dios mismo puede hacer afirmaciones como
estas. En la Biblia, ese lenguaje no se aplica jamás a ningún patriarca,
profeta, rey o apóstol. Solo es propio de Dios.
Agradezcamos perennemente a Dios que la esperanza del cristiano
descanse sobre un cimiento tan sólido como el de un Salvador divino.
Aquel a quien se nos ordena que acudamos en busca de perdón y en
quien se nos pide que busquemos nuestra paz es Dios además de
hombre. Este pensamiento es de gran consuelo para todos aquellos
que se preocupan por sus almas y no son personas irreflexivas y
mundanas. Tales personas saben y sienten que un gran pecador
requiere un gran salvador, y que ningún redentor humano puede cubrir
sus necesidades. Regocíjense, pues, en Cristo y descansen en Él
confiadamente. Cristo tiene toda potestad y puede salvar
perpetuamente porque es divino. La unión de su misión, su poder y su
preexistencia demuestra que es Dios.
En segundo lugar, adviértanse en estos versículos los términos en
que habló el Señor Jesucristo de sus discípulos. Vemos cómo nuestro
Señor mismo dice de ellos: “Han guardado tu palabra; han conocido
que todas las cosas que me has dado, proceden de ti; las palabras que
me diste, les he dado; y ellos las recibieron; han conocido
verdaderamente que salí de ti; han creído que tú me enviaste”.
Estas son palabras maravillosas si tenemos en cuenta el carácter de
los once hombres a los que hacen referencia. ¡Qué débil era su fe!
¡Qué limitados sus conocimientos! ¡Qué superficiales sus logros
espirituales! ¡Qué poco valor demostraban en momentos de peligro!
Sin embargo, poco después de que Jesús pronunciara estas palabras,
todos ellos le abandonaron y hubo uno que le negó tres veces con
juramentos. En resumen, nadie puede leer los cuatro Evangelios
atentamente sin advertir que nunca hubo un señor tan grande con
unos siervos tan débiles como en el caso de Jesús y los once Apóstoles.
Sin embargo, es de estos mismos hombres de quienes la
misericordiosa Cabeza de la Iglesia habla aquí en términos tan
elogiosos y honrosos.
La lección que tenemos ante nosotros es profundamente
reconfortante e instructiva. Es obvio que Jesús ve muchísimo más en
su pueblo creyente de lo que nosotros mismos u otras personas
podemos ver. La más mínima fe tiene un gran valor a sus ojos. Aunque
no sea mayor que una semilla de mostaza, es un gran árbol en el Cielo
y supone una diferencia inconmensurable entre quien la posee y el
hombre del mundo. Dondequiera que el misericordioso Salvador de los
pecadores ve que hay fe en Él, por débil que sea, la mira pasando por
alto sus múltiples flaquezas y defectos. Eso es lo que hizo con los once
Apóstoles. Eran débiles e inestables, pero creyeron en su Maestro y le
amaron cuando había millones de personas que no estaban dispuestas
a ello. Y las palabras de Aquel que había afirmado que quien diera un
vaso de agua fresca en nombre de un discípulo no quedaría sin
recompensa muestran con claridad que jamás olvidó la constancia de
sus discípulos.
El verdadero siervo de Dios hará bien en advertir esta característica
de la naturaleza de Cristo. Hasta el mejor de los creyentes advierte
una gran cantidad de defectos y debilidades en sí mismo, y se siente
avergonzado por sus limitados logros espirituales. ¿Pero creemos en
Jesús? ¿Nos aferramos a Él y le entregamos nuestras cargas?
¿Podemos decir con toda sinceridad y veracidad: “Señor, tú lo sabes
todo; tú sabes que te amo”, tal como diría Pedro más adelante?
Consolémonos, pues, con estas palabras de Cristo y no cedamos al
desánimo. El Señor Jesús no tuvo en menos a los Once por causa de
sus debilidades, sino que las soportó junto con ellos y los salvó porque
creían. Y Él no cambia jamás. Hará por nosotros lo mismo que hizo por
ellos.

Notas: Juan 17:1–8


V. 1: [Estas cosas habló Jesús]. El capítulo que ahora comenzamos es el
más extraordinario de la Biblia. Es único e incomparable. No estará de más,
pues, hacer algunos comentarios preliminares.
Señala Henry que esta fue una oración después de un sermón, una
oración después de un sacramento, una oración familiar, una oración de
despedida, una oración antes de un sacrificio, una oración que ejemplificaba
la intercesión de Cristo.
Tenemos aquí la única oración larga del Señor Jesús de la que el Espíritu
Santo ha considerado oportuno dejar constancia para instrucción nuestra.
Sabemos que oraba con frecuencia, pero esta es la única oración que se
documenta. Tenemos muchos de sus sermones, parábolas y conversaciones,
pero solo esta oración.
Tenemos aquí la oración de alguien que habló como jamás hombre alguno
había hablado; la oración de la segunda persona de la Trinidad al Padre: la
oración de alguien cuyo oficio, en calidad de Sumo Sacerdote, es interceder
por su pueblo.
Presenciamos una oración del Señor Jesús en una ocasión especialmente
señalada: justo después de la Cena del Señor; justo después de un
extraordinario sermón; justo antes de su traición y crucifixión; justo antes de
que sus discípulos le abandonaran y huyeran; justo al final de su ministerio
terrenal.
Tenemos aquí una oración repleta de expresiones particularmente
profundas, insondables. Hasta el más sabio de los cristianos reconocerá
siempre que hay cosas que no puede entender plenamente.
Sería extraña la actitud de un lector de la Biblia que no atribuyera
importancia a consideraciones como estas.
Comenta Agustín: “Cristo nos dio a conocer la oración que hizo por
nosotros. Al ser un Maestro tan grande, no solo edifica a los discípulos por
medio de sus sermones, sino a través de lo que dice al Padre en oración por
ellos”.
Comenta Calvino: “La doctrina carece de poder a menos que se le otorgue
eficacia desde lo alto. Cristo ofrece un ejemplo a los maestros para que no
solo se dediquen a sembrar la Palabra, sino que también la acompañen de
oraciones, rogando que Dios los ayude para que, por medio de su bendición,
esta labor sea fructífera”.
Señala Bullinger que, entre las tareas del sacerdote judío, no solo estaba
la ofrenda de sacrificios, sino también orar por el pueblo.
Con respecto al lugar en que se pronunció esta oración, no hay nada
seguro. Algunos —como es el caso de Alford— conjeturan que se produjo en
el mismo aposento alto que la Cena del Señor. Comoquiera que sea, esto no
parece concordar con la expresión “levantaos, vamos de aquí” (14:31).
Parece más probable que se pronunciara en algún lugar tranquilo en el
exterior de las murallas, antes de que nuestro Señor cruzara “el torrente de
Cedrón” (Juan 18:1). Al menos hay algo seguro. Es una oración
completamente distinta de la que nuestro Señor elevó en el huerto de
Getsemaní. ¡Ruperto es casi el único que defiende que se trata de la misma!
Con respecto a los oyentes de esta oración, nada invita a pensar que los
once Apóstoles no estuvieran presentes al completo. Todos ellos oyeron los
sermones de los tres últimos capítulos y no veo por qué no habrían de oír la
oración final.
En lo referente al plan general, el orden y la disposición de la oración, me
abstengo de expresar opinión alguna. Considero que es más reverente no
analizar de forma demasiado meticulosa semejante cuestión. Basta leerla
para ver que nuestro Señor ora acerca de sí mismo, acerca de sus discípulos
y acerca de aquellos que les sucederían. Pero es más prudente quedarse ahí
y no diseccionar, analizar y sistematizar en exceso una oración semejante.
Solo se puede señalar una cosa, y es la particular frecuencia con que se
repite la expresión “el mundo”. Aparece nada menos que en diecinueve
ocasiones.
Termino estas observaciones preliminares aconsejando a todos los que
deseen estudiar con detenimiento este maravilloso capítulo de la Escritura
que consulten si les es posible las siguientes obras dedicadas a él: Manton’s
Sermons on Seventeenth John (Los sermones de Manton sobre Juan 17);
George Newton’s Exposition of Seventeenth John (La exposición de George
Newton sobre Juan 17) y Burguess’s Expository Sermons on Seventeenth
John (Los sermones expositivos de Burguess sobre Juan 17). Al ser obras
puritanas de hace dos siglos, hay muchos que las desconocen y otros tantos
que las desprecian. Simplemente me atrevo a señalar que quien se tome la
molestia de examinarlas se verá ricamente recompensado. La obra de
Manton en particular está a la altura de cualquier otra cosa que se haya
escrito sobre este capítulo desde sus días. Es curioso que la otra oración,
comúnmente denominada “la oración del Señor”, haya sido objeto de
numerosos libros y muchas exposiciones, mientras que una “oración” más
larga como es esta ha quedado relativamente desatendida por los
expositores.
Afirma Melanchton: “Jamás se oyó en el Cielo o en la Tierra voz más
sublime, exaltada, santa, fructífera y elevada que la de esta oración”.
Afirma Lutero: “A pesar de que esta oración parezca clara y sencilla, en
realidad es tan profunda y rica que es imposible llegar hasta el fondo de
ella”.
[Y levantando los ojos al cielo]. Esta frase muestra que los gestos
corporales en la oración a Dios y su adoración no carecen completamente de
sentido. Existe un comportamiento gestual decente y reverente apropiado
para dirigirse a Dios. También parece mostrar claramente que esta oración se
pronunció en presencia de testigos. Juan escribe como testigo de lo que vio y
oyó. Quizá sea ir demasiado lejos decir que esta expresión demuestra que la
oración se produjo al aire libre. Se puede mirar hacia arriba y hacia el cielo
aun a pesar de estar dentro de una habitación. No obstante, sí inclina la
balanza a favor de la tesis de que nuestro Señor se encontraba al aire libre.
Afirma Calvino: “Si deseamos imitar a Cristo, debemos asegurarnos de
que nuestros gestos no expresen más de lo que está en nuestra mente, sino
que sean nuestros pensamientos los que guíen nuestros ojos, nuestras manos
y lenguas, y todo nuestro ser”.
Observa G. Newton que, a pesar de que los gestos y ademanes no lo sean
todo en la adoración de Dios, sí tienen su lugar.
[Dijo: Padre, la hora ha llegado]. La “hora” aquí mencionada es la hora
que Dios había señalado en sus designios eternos para el sacrificio de la
muerte de Cristo y el cumplimiento definitivo de la obra expiatoria. Ese
momento, prometido por Dios y aguardado por los santos durante 4000 años
desde la caída de Adán, había llegado por fin; y la “simiente de la mujer”
estaba a punto de herir “la cabeza” de la serpiente muriendo como Sustituto
y Redentor del hombre. Hasta esa noche “no había llegado su hora” (Juan
7:30); y hasta su llegada, los enemigos de nuestro Señor no podrían herirle.
Ahora, por fin, la hora había llegado y el sacrificio estaba preparado.
Dice Agustín al respecto: “No fue el tiempo el que llevó a Cristo a la
muerte, sino que fue Cristo quien eligió el momento de morir. Igualmente
decidió junto con el Padre, de quien había sido engendrado eternamente, el
momento en que habría de nacer de una virgen”.
Recordemos que también los creyentes, aunque en un sentido mucho más
limitado, son todos inmortales hasta que llega su hora; hasta ese momento
están a salvo y la muerte no puede dañarlos.
Adviértase cómo nuestro Señor se dirige a Dios como “Padre”. Nosotros
podemos hacer lo mismo en un sentido más limitado si tenemos el Espíritu
de adopción y somos sus hijos en Cristo. La oración del Señor nos enseña a
hacerlo.
Es digno de atención que nuestro Señor utilice la palabra “Padre” en seis
ocasiones tan solo en esta oración.
[Glorifica a tu Hijo […], te glorifique a ti]. Considero que el significado de
esta frase debe ser el siguiente: “Da gloria a tu Hijo llevándole a la Cruz y al
sepulcro para que cumpla triunfante la obra que vino a llevar a cabo y
poniéndole a tu diestra y exaltándole sobre todo nombre que se nombra.
Hazlo para que te glorifique a Ti y glorifique tus atributos. Hazlo para que
glorifique redobladamente tu santidad, tu justicia, tu misericordia y tu
fidelidad y demuestre que eres un Dios santo, un Dios justo, un Dios
misericordioso y un Dios que mantiene su palabra. Mi muerte vicaria y mi
resurrección lo demostrarán y te glorificarán. Termina la gran obra.
Glorifícame y, al hacerlo, glorifícate a Ti mismo también. Y de forma
igualmente importante, culmina tu obra para que tu Hijo te glorifique
llevando a muchas almas redimidas al Cielo, para gloria de tu gracia”.
Señala Stier: “Estas palabras demuestran que el Hijo es igual que el Padre
en lo referente a su divinidad. ¿Qué criatura podría presentarse ante su
Creador y decir: ‘Glorifícame para que te glorifique a ti’?”.
La gloria de Dios y sus atributos es el gran propósito de toda la Creación y
de todos los planes y la providencia de Dios. Nada glorifica tanto a Dios como
la culminación de la obra redentora de Cristo por medio de su muerte,
resurrección y ascensión al Cielo. Mi opinión es que nuestro Señor estaba
pidiendo que su muerte se produjera de inmediato para, por medio de ella,
ascender a la gloria y que así la justicia, la santidad, la misericordia y la
fidelidad del Padre fueran glorificadas y mostradas a toda la Creación, y
muchas almas se salvaran y glorificaran la sabiduría y el poder divinos.
Señala Agustín: “Algunos consideran que la glorificación del Hijo por parte
del Padre consistió en que no lo libró, sino que lo entregó por todos nosotros.
Pero si se dice que sería glorificado por medio de la Pasión, ¿cuánto más no lo
sería por medio de la Resurrección? Porque en la Pasión se hace más patente
su humildad que su gloria, tal como dice el Apóstol en Filipenses 2:7, 11”.
V. 2: [Como le has dado potestad, etc.]. El original griego de parte de este
versículo es muy particular, dado que contiene un nominativo absoluto y
parece imposible traducirlo literalmente. Sería algo así como: “Para que les
dé vida eterna en todo lo relacionado con ese cuerpo o cosa que Tú le has
dado”. Parece establecerse una distinción entre todo el cuerpo y cada uno de
sus miembros individuales. El cuerpo ha sido entregado en su totalidad a
Cristo desde toda la eternidad. Pero ya en el tiempo, los miembros de ese
cuerpo son llamados por separado, uno por uno, y se les entrega la vida
eterna.
Sin duda, parece que el final del versículo anterior está ligado al comienzo
de este: “Que tu Hijo te glorifique salvando almas tal como Tú decidiste que
hiciera, puesto que le has dado potestad sobre toda carne para que otorgara
vida a todos los miembros del cuerpo místico que le has entregado”.
Cuando leemos que el Padre da “potestad” al Hijo no debemos olvidar que
no se trata del poder que entrega alguien superior a alguien inferior. Hace
referencia a las disposiciones según los designios de la eterna Trinidad
mediante las cuales el Padre encomienda especialmente al Hijo que lleve a
cabo la obra redentora. Piensa Newton que “potestad” incluye el honor del
Juicio en el último día, tal como sucede en Juan 5:22.
Junto con Agustín, Bullinger, Newton y otros, considero que “toda carne”
significa toda la raza humana. No todos son salvos, pero Cristo tiene potestad
y autoridad sobre todos ellos. Algunos lo restringen a los “elegidos”, pero no
veo que su argumentación tenga demasiado peso. En mi opinión es como en
Juan 3:16, donde existe una contraposición entre “mundo” y “los que en Él
creen”. Ese parece ser el caso aquí: “Toda carne” y “los que le diste”.
Piensa Crisóstomo que la frase “toda carne” hace especial referencia al
llamamiento de los gentiles a la Iglesia y que nuestro Señor quería decir que,
a partir de entonces, sería el “Salvador de los gentiles además del de los
judíos”.
La frase “vida eterna” comprende todo lo necesario para la salvación
absoluta de un alma: la vida de justificación y de santificación, así como la
gloria eterna.
El Hijo solo entrega la “vida eterna” a los que le fueron “dados” según los
designios eternos de la Trinidad. El hombre no puede saber quiénes son. “Hay
muchos de estos que le fueron dados —dice Traill— que no lo saben durante
mucho tiempo”. Se invita a todos sin distinción a creer y arrepentirse. Nadie
tiene derecho a decir: “No fui dado a Cristo y no puedo salvarme”. Lo que sí
está claro es que en el último día se verá que solo se salvarán aquellos que el
Padre dio a Cristo.
Comenta Poole: “No hace falta ascender al Cielo para examinar los libros
de los designios eternos. Todos aquellos que el Padre ha dado a Cristo
vendrán a Cristo; y no solo le recibirán como Sacerdote, sino que se
someterán a Él para ser gobernados y avivados. Si recibimos a Cristo de esa
forma, sabremos si pertenecemos a los que han sido dados a Cristo”.
Señala Traill: “Esta entrega de los hombres al Hijo para que sean salvados
y redimidos equivale a la elección y la predestinación”. “El Padre entrega a
los hombres al Hijo de dos formas: Una es eterna, encuadrada en los
propósitos de su gracia y a la que se hace referencia esencialmente en este
pasaje. La otra es en el tiempo, cuando el Padre lleva a los hombres a Cristo
por medio de su Espíritu (cf. Juan 6:44). Todos los elegidos son dados al Hijo
desde toda la eternidad para que sean redimidos por medio de su sangre; y a
su debido tiempo, el Padre lleva a todos los redimidos al Hijo a fin de que
sean guardados para vida eterna”.
V. 3: [Y esta es la vida eterna, etc.]. Nuestro Señor nos ofrece este
versículo afortunadamente como descripción de las almas salvadas. “La clave
para poseer vida eterna; para ser justificado y santificado ahora y glorificado
en el Más Allá; se reduce a esto: tener un conocimiento salvador del único
Dios verdadero y del Cristo a quien ha enviado para salvación de los
pecadores”. En resumen, nuestro Señor declara que quien tenga un
conocimiento correcto de Dios y de Cristo es poseedor de la vida eterna.
Por supuesto, debemos tener muy claro que nuestro Señor no habla en
este versículo de un mero conocimiento intelectual, como es el del diablo. El
conocimiento al que se refiere es un conocimiento que no solo se encuentra
en la cabeza, sino también en el corazón, y que influye en la vida. Un
verdadero santo es alguien que “conoce al Señor”. Conocer a Dios por un
lado (su santidad, su pureza, su aborrecimiento del pecado) y a Cristo por
otro (su redención, su oficio de Mediador, su amor hacia los pecadores) son
dos de los grandes pilares de la religión salvadora.
Después de todo, unos conocimientos correctos son la raíz de todo
cristianismo vital. La luz fue el comienzo de la Creación y la luz es el
comienzo de la salvación de todo creyente (cf. Génesis 1:3). Dios ilumina el
corazón de un hombre y a continuación este cree (cf. 2 Corintios 4:6).
Necesitamos ser “renovados” en nuestro conocimiento (cf. Colosenses 3:10).
Debemos saber lo que creemos, es imposible adorar apropiadamente a un
Dios desconocido. ¿Conocemos a Dios y a Cristo correctamente?, eso es lo
que debemos considerar. Un Dios conocido sin Cristo es un fuego consumidor
que no hará más que llenarnos de temor. Si conocemos a Dios sin Cristo, no
le valoraremos en su justa medida: la Cruz y la Pasión no tendrán sentido
alguno para nosotros. Ver claramente a un Dios puro y santo que aborrece el
pecado y al mismo tiempo a un Cristo misericordioso, amante que expía el
pecado es la clave esencial de una religión consoladora. En resumen, la vida
eterna consiste en conocer a Dios y a Cristo correctamente. “Conocer a Dios
sin Cristo —dice Newton— es no conocerle de forma salvadora”.
Comenta Traill: “El veneno que se oculta en la vida religiosa de muchos es
que no se trata de cristianismo en absoluto. Dios sin Cristo es fuego
consumidor; adorar a Dios sin Cristo no es más que idolatría; toda creencia
en una aceptación de Dios sin Cristo no son más que vanas esperanzas; un
Cielo sin Cristo es poco más que el paraíso musulmán”.
Aunque no debemos convertirlo en un ídolo, tengamos claro que el
conocimiento es lo principal en la vida religiosa. La mayoría de los malvados
lo son por causa de su ignorancia. A menudo, las personas piadosas son
descritas en la Escritura con esta sola frase: “Conoce a Dios”.
Considero que el argumento que han acostumbrado a extraer los arrianos
y los socinianos de este versículo es bastante débil. Su idea de que nuestro
Señor no reivindicaba su propia divinidad porque habla del Padre como “el
único Dios verdadero” es absurda e irrazonable. Crisóstomo, Cirilo, Toledo y
algunos otros señalan con gran sensatez que la palabra “único” no tenía el
propósito de excluir al Hijo y al Espíritu Santo, sino solamente a los ídolos y
los falsos dioses con que habían llenado la Tierra las religiones paganas antes
de la venida de Cristo. El mismísimo hecho de que la vida eterna no solo
consista en conocer a Dios, sino también a Cristo, ya demuestra de por sí la
divinidad de Cristo.
Señala Manton que la expresión de este versículo tiene una doble
finalidad: en primer lugar, excluir a los ídolos y los falsos dioses; y en
segundo lugar, mostrar el orden y la economía de la salvación.
Adviértase que este es el único pasaje del Nuevo Testamento en que
nuestro Señor se autodenomina “Jesucristo”.
V. 4: [Yo te he glorificado en la tierra]. Considero que el significado de
estas palabras es el siguiente: “Te he glorificado durante mi vida en la Tierra
cumpliendo tu Ley a la perfección, de tal forma que Satanás no puede hallar
tacha o defecto en Mí; testificando fielmente con respecto a la Verdad en
contraposición a la falsa enseñanza de los judíos; mostrándote a Ti y tu
identidad de una forma que el hombre jamás había conocido”.
“En la tierra” comprende todo el período de la encarnación de Cristo,
desde su nacimiento hasta su ascensión. Durante todo ese tiempo glorificó al
Padre con una santidad irreprochable.
[He acabado la obra […] que hiciese]. Interpreto el significado de estas
palabras de la siguiente forma: “He completado la obra de redención para la
que me enviaste al mundo; mi muerte y mi resurrección se encuentran ya tan
cerca que, a efectos prácticos, ya están concluidas”.
Comenta Agustín con respecto a la utilización del pasado en este lugar:
“Cristo dice que ha terminado lo que sabe que terminará con toda seguridad.
Así, ya utilizó mucho antes el pasado en las profecías, cuando lo que dijo
habría de suceder muchos años después. ‘Horadaron —dice— mis manos y
mis pies’, no: ‘Horadarán’ ” (Salmo 22:16).
Se ha dicho acertadamente que solo Cristo de entre todos los nacidos de
mujer podía decir literalmente: “He acabado la obra que me diste que
hiciese”. Hizo lo que el primer Adán fue incapaz de hacer, como todos los
santos de todas las épocas: cumplir la Ley a la perfección, y al hacerlo
proporcionó una justicia eterna a todos los que creen. A pesar de haber
nacido de nuevo y ser creyentes, nosotros no podemos hacer nada
semejante. Hasta nuestras mejores obras son imperfectas. Pero este es el
ejemplo que debemos tener siempre ante nosotros. Debemos proponernos
acabar la obra que el Padre nos dé, ya sea grande o pequeña.
Comenta Musculus que la verdadera obediencia piadosa no consiste en
concluir la obra que escojamos arbitrariamente, sino en hacer la obra que
Dios nos ha dado o llamado a hacer.
Se podría plantear si el final de este versículo contiene una referencia
implícita a la profecía de Daniel de que el Mesías “terminaría” la
prevaricación, pondría fin al pecado, expiaría la iniquidad y traería justicia
perdurable (Daniel 9:24).
Adviértase con atención que la obra redentora de Cristo era la “obra que
le había dado que hiciese”. Era la persona nombrada según los designios de
la eterna Trinidad para llevar a cabo esta obra.
V. 5: [Ahora pues, Padre, glorifícame, etc.]. Tras haber hecho un breve
recuento de su obra en la Tierra o, por así decirlo, haber rendido cuentas por
su ministerio, nuestro Señor repite la oración con que comenzó:
“Glorifícame”. Opino que el significado de este versículo es el siguiente:
“Padre, dado que mi ministerio terrenal ya ha concluido, te pido que se me
restituya esa gloria celestial que de forma inefable compartía contigo como
uno de los miembros constitutivos de la Trinidad indivisa, mucho antes de
que el mundo existiera. Puesto que el período de humillación y debilidad que
me impuse ya se ha cumplido, permíteme volver a compartir tu gloria y
sentarme contigo en el trono como hacía antes de la Encarnación”.
Huelga decir que las cosas que se piden en esta oración son muy
profundas y están fuera del alcance del entendimiento humano. La gloria que
el Hijo tuvo “con el Padre” antes de la creación del mundo sobrepasa nuestra
comprensión. Sin embargo, la preexistencia de Cristo y la doctrina de que el
Padre y el Hijo son dos personas distintas con la misma gloria se enseñan
aquí muy claramente. Parece completamente imposible conciliar este
versículo con la teoría sociniana de que Cristo era un mero hombre, como
David o Pablo, y que no existía antes de su nacimiento en Belén.
Aprendamos asimismo la lección práctica de que la oración pidiendo
“gloria” tiene su razón de ser en aquellos que han hecho la “obra” en la
Tierra para Dios. Un deseo perezoso de llegar a la gloria sin hacer nada no se
corresponde con el ejemplo de Cristo. Cantar “gloria, gloria” en el lecho de
muerte cuando se ha vivido una vida incoherente demuestra, cuando menos,
que se es un cristiano muy ignorante.
V. 6: [He manifestado tu nombre]. En esta parte de la oración, nuestro
Señor comienza a hablar de su pueblo creyente: directamente de los once
Apóstoles, pero también indirectamente y en parte de todos los creyentes de
todas las épocas. Y el resto de la oración a partir de este punto se dedica
exclusivamente a la situación de los discípulos.
La frase que tenemos ante nosotros significa: “Te he dado a conocer a Ti,
tu naturaleza y tus atributos, a mis discípulos”. La palabra “nombre” se utiliza
en la Biblia constantemente con este sentido. Así lo vemos en el Salmo
22:22; 52:9; 119:55; Isaías 26:8; Hechos 9:14; Proverbios 18:10. Lo primero
que Cristo enseñó y reveló a sus discípulos fue un conocimiento correcto de
Dios el Padre.
Comenta Burgon: “La palabra nombre se utiliza aquí en ese sentido
amplio que tan bien conocen los lectores de la Escritura, con el que se
designa a Dios mismo. El Salmista dice: ‘El nombre del Dios de Jacob te
defienda’ (Salmo 20:1). El Evangelista dice: ‘Y llamarás su nombre Emanuel’,
con el sentido de que nuestro Salvador sería lo que significa el nombre de
Emanuel, esto es, ‘Dios con nosotros’. Siempre que nuestro Señor hacía saber
a los hombres los propósitos y la voluntad del Padre eterno también
manifestaba su nombre”.
Indica Traill: “¿Cuál es el nombre del Padre? Muchos a los que Cristo jamás
se lo reveló creen conocerlo. Cuando les preguntas si conocen el nombre del
Padre de Cristo, ya tienen la respuesta preparada: Es la primera persona de
la Trinidad. Es el Todopoderoso, el Creador y el Señor del Cielo y la Tierra. ¡Sí,
pero eso no es más que el nombre de Dios y de forma general! El nombre del
Padre de Cristo es el nombre y el descubrimiento de Dios en relación con el
Hijo”.
[A los hombres que del mundo me diste]. En esta frase, nuestro Señor
describe a sus discípulos. Los llama “hombres que el Padre le había dado del
mundo; hombres que eran los hijos escogidos del Padre y a quienes el Padre
le había encomendado y confiado para que cuidara de ellos como el buen
Pastor”. Piensa Lampe que el término “hombres” se utiliza enfáticamente
para excluir la posibilidad de los ángeles. Comoquiera que sea, esto me
parece altamente dudoso.
El Padre “da” a los creyentes a Cristo según un pacto eterno llevado a
cabo y sellado mucho antes de que ellos nacieran y fueran tomados del
mundo por medio del llamamiento del Espíritu. Son propiedad particular del
Padre además de ser propiedad del Hijo. Eran “del mundo”, de ningún modo
mejores que los demás. Aunque ellos mismos no lo sepan, la verdadera clave
de su naturaleza es su llamamiento y su elección del mundo para ser el
pueblo de Cristo, y no un mérito suyo que pudiera haber sido previsto.
Estas son cosas profundas, cosas que deben ser leídas con especial
reverencia, porque son palabras que el Hijo dirigió al Padre con respecto a los
creyentes de las que solo la Trinidad eterna puede ocuparse con seguridad y
certeza. Para saber a quiénes ha entregado el Padre al Hijo solamente
podemos guiarnos por las manifestaciones externas. Lo que no debemos
poner en duda jamás y tenemos que creer con reverencia es que todos los
creyentes son dados por el Padre de esa manera, predestinados, elegidos,
escogidos y llamados por un pacto eterno, y que su número exacto y sus
nombres se conocen desde toda la eternidad. Mientras estemos en la Tierra
debemos limitarnos a las invitaciones, las promesas, los mandamientos, las
evidencias y la fe; y la elección de Dios nunca destruye nuestra
responsabilidad. No obstante, todo verdadero creyente que realmente se
arrepiente, cree y tiene el Espíritu puede extraer consuelo de la idea de que
ya fue conocido, cuidado y dado a Cristo por medio de un pacto eterno
mucho antes de que él conociera a Cristo o se preocupara por Él. Es un
consuelo inefable recordar que Cristo se preocupa de lo que el Padre le ha
dado.
[Y han guardado tu palabra]. Aquí, nuestro Señor prosigue con la
descripción de sus discípulos y cita algunas cosas acerca de ellos que no solo
Dios puede ver, sino también los hombres. Dice: “Han guardado, o respetado,
o cumplido la Palabra del Evangelio que les enviaste por medio de Mí.
Mientras que otros no escuchaban ni guardaban esa Palabra, estos once
hombres abrieron sus oídos y sus corazones y obedecieron diligentemente su
mensaje”. La obediencia práctica es la primera gran demostración de un
discipulado genuino.
V. 7: [Ahora han conocido, etc.]. En este versículo, nuestro Señor pasa a
hacer recuento de los progresos de sus discípulos. El significado parece ser:
“Han llegado a tal nivel de conocimiento, que ahora saben que las palabras
que han oído de Mí y las obras que me han visto hacer son palabras y obras
que Tú me diste para que las dijera y las hiciera”.
La idea es que los discípulos “conocen” que la misión de Cristo es divina:
“Conocen que Tú me has enviado para que sea el Mesías y me has nombrado
para que hable y actúe como lo he hecho”.
Aquí, al igual que en otros pasajes, llama la atención advertir la forma en
que Jesús insiste en un conocimiento correcto del Padre como la gran verdad
que había venido a revelar al mundo.
V. 8: [Porque las palabras que me diste, les he dado]. En esta frase,
nuestro Señor declara lo que había hecho al enseñar a sus discípulos: les
había dado las palabras, las doctrinas o las verdades que el Padre le había
dado para que proclamara al mundo. El Padre le había dado tanto las
palabras que había pronunciado como las obras que había llevado a cabo
según los designios eternos de la Trinidad con respecto a la salvación del
hombre.
En Juan 3:34; 6:68; 12:48 y 14:10 se puede advertir la utilización especial
que se hace del término “palabras” para denotar las doctrinas o las verdades
enseñadas por nuestro Señor. En concreto, adviértase la afirmación que hace
Pedro: “Tú tienes palabras de vida eterna”.
[Ellos las recibieron, etc., etc.]. Nuestro Señor hace aquí tres notables
afirmaciones con respecto a sus discípulos. Habían aceptado y abrazado
voluntariamente las verdades que les había traído del Padre. Habían conocido
y reconocido que su maestro venía de Dios el Padre. Creían y estaban
convencidos de que el Padre le había enviado para que fuera el Mesías. ¡Y
todo ello, cuando la inmensa mayoría de sus compatriotas no reconocía ni
creía nada semejante!
Debiéramos prestar gran atención al elevado rango que atribuye nuestro
Señor a sus discípulos. A primera vista, si recordamos los muchos defectos de
su fe y de sus conocimientos, sorprende que nuestro Señor elogiara el hecho
de que “conocieran” y “creyeran”. Sin duda estas palabras son comparativas.
Sin embargo, si tenemos en cuenta lo inmensamente difícil que era la
situación de los discípulos y la oposición que les presentaban los cultos
fariseos y escribas, y por encima de todo recordamos que Cristo no había
resucitado aún de entre los muertos, veremos que su fe no debía tomarse a
la ligera. Después de todo, es un gran consuelo pensar que nuestro Señor no
desprecia una gracia débil, y que honra la veracidad y la sinceridad de la fe
por pequeña que esta sea. Los creyentes tienen mejor aspecto en el Cielo
que en la Tierra.
Observa Manton: “Los Apóstoles tenían una fe débil. No tenían más que
una idea confusa de la divinidad de Cristo y que había sido engendrado en la
eternidad. Les dominaba la idea de un Reino terrenal y un Mesías lleno de
pompa, sin llegar a entender las predicciones que hacía de su pasión y su
muerte. Aunque sabían que era el Salvador y el Redentor del mundo, seguían
desconociendo lo referente a cómo serían su pasión y su muerte. ‘Nosotros
esperábamos que él era el que había de redimir a Israel’. ¡No obstante,
adviértase la forma en que Cristo elogia su débil fe! Sin duda, cuando elogia
los débiles y titubeantes comienzos de un pobre pecador es porque le
complace animarle”.
Observa Traill: “Cristo habla todo lo bien que puede de sus discípulos y
cubre sus errores. ¡Qué pobremente habían recibido la Palabra de Cristo!
¡Qué débil y tambaleante era su fe! ¡Cuán a menudo les había reprendido
Cristo con severidad por su incredulidad y sus otros errores! ¡Sin embargo,
nuestro Señor no menciona nada de eso al representarlos ante su Padre! Así
es como se dirige siempre nuestro Sumo Sacerdote. No menciona en absoluto
los errores de Israel en el Cielo más que para expiarlos”. ¡Por desgracia, el
hombre hace justamente lo contrario! Habla de los defectos del prójimo y no
de sus virtudes.
Juan 17:9–16

Como todo este maravilloso capítulo, estos versículos contienen cosas


“difíciles de entender”. Pero hay dos cosas que destacan con claridad
en él que todo verdadero cristiano hará bien en advertir. Dejando de
lado esas otras cuestiones, centraremos nuestra atención en estas dos.
Por un lado, se nos enseña que el Señor Jesús hace cosas por los
creyentes que no hace por los malvados y los incrédulos. Ayuda a sus
almas por medio de una intercesión especial. Dice: “Yo ruego por ellos;
no ruego por el mundo, sino por los que me diste”.
El mundo aborrece esta doctrina con especial intensidad. Nada hay
que contraríe a los malvados y despierte tal amargura entre ellos como
la idea de que Dios haga distinciones entre los hombres y ame a una
persona más que otra. Sin embargo, como es habitual, las objeciones
que plantea el mundo a esta doctrina son endebles e irrazonables. ¡Sin
duda, basta reflexionar un poco para advertir que un Dios que tuviera
en igual consideración a buenos y malos, piadosos e impíos, justos e
injustos, sería un Dios bien extraño! La intercesión especial que hace
Cristo por sus santos es acorde con la razón y de sentido común.
Por supuesto, igual que en el caso de cualquier otra verdad del
Evangelio, es preciso definir esta doctrina con precisión y según la
Escritura. Por un lado no debemos limitar en exceso el amor de Cristo
hacia los pecadores, y por otro lado tampoco debemos exagerar su
alcance. Es cierto que Cristo ama a todos los pecadores y que los invita
a todos a ser salvos, pero también es cierto que ama de forma especial
a la bendita congregación de su pueblo fiel, a quienes santifica y
glorifica. Es cierto que ha obrado una redención suficiente para todo el
género humano y que la ofrece libremente a todos; pero es igualmente
cierto que esta redención solo es eficaz para aquellos que creen.
También es igualmente cierto que es el Mediador entre Dios y el
hombre; pero no es menos cierto que solo intercede vivamente por
aquellos que acuden a Dios por medio de Él. De ahí que diga: “Yo
ruego por ellos; no ruego por el mundo”.
La intercesión especial del Señor Jesús es una de las grandes claves
de la seguridad del creyente. Le observa, le vigila y le cuida alguien
que no se adormece ni se duerme. Jesús “puede también salvar
perpetuamente a los que por él se acercan a Dios, viviendo siempre
para interceder por ellos” (Hebreos 7:25). No se pierden jamás, porque
nunca deja de orar por ellos y su oración prevalece. Perseveran hasta
el fin, pero no por sus propias fuerzas y bondad, sino gracias a la
intercesión de Jesús por ellos. Cuando Judas cayó para no volver a
levantarse mientras que Pedro cayó, pero para arrepentirse y ser
restaurado, la razón residía en aquellas palabras que dirigió Cristo al
segundo: “Yo he rogado por ti, que tu fe no falte” (Lucas 22:32).
El verdadero siervo de Cristo debiera confiar en esta verdad y
obtener consuelo de ella. Es uno de los privilegios y tesoros específicos
del creyente y debiera divulgarse todo lo posible. Independientemente
de lo que la tuerzan y perviertan los falsos cristianos y los hipócritas,
todos los que de verdad sientan la obra del Espíritu en su interior
debieran asirse firmemente a ella. Bien dice el juicioso Hooker: “Nadie
se encuentra tan seguro como nosotros; la oración de Cristo es más
que suficiente para fortalecernos independientemente de lo débiles
que seamos y para vencer a todas las autoridades antagónicas,
independientemente de lo fuertes que sean” (Hooker’s Sermons
[Sermones de Hooker]: Nisbet, 1834, p. 171).
Por otro lado, en estos versículos se nos enseña que Cristo no desea
que los creyentes sean quitados del mundo, sino que sean guardados
del mal que en él hay.
No cabe duda que, en su omnisciencia, nuestro Señor detecta en los
corazones de sus discípulos un deseo apremiante de partir de este
mundo difícil y lleno de problemas. Pocos y débiles, acosados por
enemigos en todos los frentes, es perfectamente comprensible que
deseen marcharse del campo de batalla a su hogar. Hasta el propio
David llegó a decirlo: “¡Quién me diese alas como de paloma! Volaría
yo, y descansaría” (Salmo 55:6). Siendo sabedor de todo esto, nuestro
Señor sabiamente dejó constancia de esta parte de su oración para
beneficio de su Iglesia. Nos ha enseñado la gran lección de que
considera mejor para su pueblo que permanezca en el mundo y “que
sean guardados del mal” en lugar de ser tomados del mundo y
sustraídos de cualquier contacto con el mal.
Basta reflexionar un poco para ver la sabiduría de nuestro Señor
para con su pueblo, tanto en esto como en todo lo demás. Por
agradable que parezca a la carne y la sangre ser liberado del conflicto
y la tentación, vemos fácilmente que eso no sería de provecho. ¿Qué
bien haría el pueblo de Cristo en el mundo si fuera tomado del mundo
inmediatamente después de su conversión? ¿Cómo demostraría el
poder de la gracia, su fe, su valor, su paciencia, como formado por
buenos soldados de un Señor crucificado? ¿Cómo serían adiestrados
apropiadamente para el Cielo y cómo aprenderían el valor de la
sangre, de la intercesión y de la paciencia de su Redentor, a menos
que lo experimentaran en sus propias carnes? Preguntas de este tenor
solo tienen una respuesta. Permanecer en este valle de lágrimas, sufrir
pruebas, tentaciones y ataques, y no caer en el pecado a pesar de ello
es la mejor manera de fomentar la santificación de los cristianos y la
glorificación de Cristo. Es indudable que partir al Cielo de inmediato, el
mismísimo día de nuestra conversión, sería muy fácil y nos ahorraría
muchos problemas. Pero el camino más sencillo no siempre es el del
deber. Quien desee la corona debe soportar la cruz y demostrar que es
luz en medio de la oscuridad, sal en medio de la corrupción. “Si
sufrimos, también reinaremos con él” (2 Timoteo 2:12).
Si nos consideramos verdaderos discípulos de Cristo,
contentémonos con saber que Cristo sabe mejor lo que nos conviene.
Encomendémonos a su cuidado y contentémonos con permanecer aquí
pacientemente todo el tiempo que Él desee; por difícil que sea nuestra
situación, siempre nos guardará del mal. No debemos dudar que lo
hará si se lo pedimos, porque Él ora para que se nos “guarde”.
Podemos estar seguros de que no existe nada que glorifique la gracia
de tal modo como vivir a semejanza de Daniel en Babilonia y de los
santos en la casa de Nerón: en el mundo sin por ello pertenecer a él;
tentados a cada paso y, no obstante, venciendo a la tentación;
permaneciendo al alcance del mal y, sin embargo, siendo protegidos
de su poder.

Notas: Juan 17:9–16


V. 9: [Yo ruego por ellos, etc., etc.]. En este versículo, nuestro Señor da
comienzo a la parte específicamente intercesora de su oración y hasta el final
del capítulo irá nombrando las diversas cosas que pide para sus discípulos.
Quizá convenga recordar que las cosas que pide se pueden dividir en cuatro
apartados. Ora por que sus discípulos sean guardados y santificados, por que
estén unidos y para que estén con Él en la gloria. No se podrían desear
cuatro cosas más importantes para los creyentes.
Decir, como han dicho algunos, que la oración intercesora de nuestro
Señor es un ejemplo exacto de lo que hace en el Cielo como nuestro Sumo
Sacerdote es forzar la idea y llevarla demasiado lejos. Suponer que el Hijo
ruega literalmente al Padre en oración en el Cielo es irrazonable a mi modo
de ver, y una idea muy estrecha y limitada de la intercesión de Cristo.
Estamos ante una oración de nuestro Señor durante el período de su
ministerio terrenal, antes de su ascensión y su entronización a la diestra de
Dios; no se nos relata lo que hace por nosotros como Sacerdote al otro lado
del velo. Bástenos creer que la intercesión de este capítulo muestra con
precisión cuál es el pensamiento de Cristo en cuanto a los creyentes, lo que
desea para ellos, el interés activo que se toma en los creyentes y las virtudes
que anhela ver en ellos. Por encima de todo, creamos que, si buscamos
alcanzar las mismas cosas que nombra Jesús aquí, tenemos un amigo en el
Cielo que se ocupará de que no busquemos en vano y hará que nuestra
oración sea eficaz.
Cuando nuestro Señor habla de “rogar” por los discípulos y de no hacerlo
“por el mundo”, se pueden hacer dos interpretaciones distintas.
Algunos —como Bengel y Alford— sostienen que nuestro Señor quería
decir: “Por ahora solo ruego de forma especial por mis discípulos, y no por el
mundo”. No están dispuestos a admitir que nuestro Señor ruegue o interceda
de forma alguna por los malvados e incrédulos; y citan, no sin razón, su
oración por sus asesinos cuando estaba siendo crucificado: “Padre,
perdónalos” (Lucas 23:34).
Otros —como Hutcheson y Lampe— piensan que nuestro Señor quería
decir: “Ruego especialmente por mis discípulos porque ellos disfrutan ahora y
siempre del privilegio de que Yo ruegue e interceda por ellos”. Los defensores
de esta interpretación sostienen que la sola idea de que nuestro Señor pida
algo en vano detrae de su honra, y que su intercesión es patrimonio
específico de “a los que por él se acercan a Dios” (Hebreos 7:25).
Se trata de una cuestión difícil y delicada que probablemente no se llegue
a zanjar nunca. Por un lado, no debemos olvidar que nuestro Señor Jesucristo
sí se toma un interés especial por los que creen en Él y hace cosas especiales
por ellos de las que los malvados y los incrédulos no disfrutan. Por otro lado,
debemos recordar que nuestro Señor se compadece de todo el mundo, se
preocupa por todos y ha provisto una salvación suficiente para todo el género
humano. No se puede eludir el texto que dice de los malvados que “negarán
al Señor que los rescató” (2 Pedro 2:1). La interpretación más justa y honrada
de las palabras “de tal manera amó Dios al mundo” (Juan 3:16) es considerar
“el mundo” como toda la raza humana.
Como en tantas otras ocasiones, el debate gira en torno al significado que
se atribuye a una palabra. Si por “intercesión” entendemos de forma vaga y
general toda la obra de mediación de Cristo por el género humano, entonces
sí es cierto que Cristo intercede por todos, buenos y malos; y este texto
significa, pues: “Ahora ruego de forma específica por mi pueblo y solo pienso
en ellos”. Si, por otro lado, por “intercesión” entendemos la obra específica
que Cristo hace por su pueblo a fin de llevarlos al Cielo tras haberlos llamado,
perdonado, justificado, renovado y santificado, está claro que Cristo solo
intercede por los creyentes y que estas palabras significan: “Ahora, igual que
siempre, ruego especialmente por mis discípulos y no por el mundo”.
Si se me pide una opinión al respecto, reconozco que defiendo
convencidamente la segunda de las interpretaciones que he mencionado.
Creo que, en el sentido más amplio de la palabra, Cristo jamás “intercede”
por los malvados. Considero que tal intercesión es un privilegio específico de
los santos y una de las grandes razones de la perseverancia de estos en la
gracia. Se mantienen firmes porque hay alguien en el Cielo que intercede
activa y eficazmente por ellos.
Considero absolutamente incontrovertible que Jesús ama a todo el género
humano, que vino al mundo por todos ellos, que murió por todos, que
proporcionó una redención suficiente para todos, que llama a todos, que
invita a todos, que exige a todos que se arrepientan y crean, y que se debe
ofrecer a todos libre, plena, directa e incondicionalmente. Si no creyera en
esto, no me atrevería a subir a un púlpito y no sabría cómo predicar el
Evangelio.
Pero si bien creo todo esto, también sostengo convencidamente que Jesús
hace una obra especial que no hace por los demás por todos aquellos que
creen. Los aviva por medio de su Espíritu, los llama por medio de su gracia,
los lava por medio de su sangre; los justifica, los santifica, los salvaguarda,
los guía e intercede constantemente por ellos para que no caigan. Si no
creyera todo esto, sería un cristiano muy infeliz y desdichado.
Dado que esa es la opinión que sostengo, considero que este texto
describe la intercesión especial de nuestro Señor por su pueblo, y que
significa simplemente esto: “Ruego por ellos como pueblo especial mío para
que sean guardados, santificados y glorificados y estén unidos; pero no ruego
por el mundo”.
El famoso texto “Padre, perdónalos” (Lucas 23:34) es, cuando menos,
dudoso. ¿Habrá quien se atreva a decir que aquellos por quienes oró nuestro
Señor jamás llegaron a ser perdonados y salvados? ¿Podemos pasar por alto
que el día de Pentecostés, cincuenta días después de esa oración, hubo 3000
almas que se salvaron y a quienes Pedro dijo: “Prendisteis y matasteis [a
Jesús nazareno] por manos de inicuos, crucificándole” (Hechos 2:23)? ¿Puede
alguien demostrar que no eran los mismísimos hombres que crucificaron a
nuestro Señor quienes se encontraban entre los conversos y que esa no fue
la respuesta a la oración de nuestro Señor? Comoquiera que sea, estas son,
en el mejor de los casos, meras conjeturas. Esta cuestión no es
imprescindible para la salvación y no es obligatorio que todos los cristianos
estén de acuerdo al respecto so pena de excomunión: “Cada uno esté
plenamente convencido en su propia mente” (Romanos 14:5).
Comenta Hengstenberg: “Se puede considerar al mundo de dos formas.
En primer lugar está la posibilidad de gracia que, a pesar de la depravación
pecaminosa de Adán, sigue disfrutando. Así, ese es el sentido en que Jesús
dice: ‘No envió Dios a su Hijo al mundo para condenar al mundo, sino para
que el mundo sea salvo por él’ (Juan 1:29; 3:17)”. Considerado de esta forma,
el mundo es objeto de la intercesión de Cristo. Los discípulos mismos fueron
ganados al mundo. Pero el mundo también puede considerarse dominado
primordialmente por principios impíos. En ese sentido se dice de él que es
incapaz de recibir el “Espíritu de verdad” (Juan 14:27). Visto de esta forma,
rogar por el mundo sería tan inútil como rogar por su príncipe.
Sugiere Manton que debemos establecer ciertas distinciones entre la
intercesión de Cristo como Mediador divino y las oraciones de Cristo como
hombre mediante las cuales se erige en ejemplo para su pueblo. Sin
embargo, por acertado que sea este comentario, difícilmente puede ser
aplicable a esta oración de especial solemnidad.
[Sino por los que me diste; porque tuyos son]. Nuestro Señor repite aquí la
descripción que había hecho anteriormente de sus discípulos. Eran hombres
que “el Padre le había dado” para que los alimentara, enseñara y salvara.
Eran las ovejas de su Padre que le habían sido encomendadas. De modo que
—parece argumentar— “tengo el compromiso de rogar por ellas y pedir por
ellas todo lo que necesiten sus almas. Igual que un buen Pastor, tendré que
rendir cuentas por ellas algún día”.
V. 10: [Y todo lo mío es tuyo, y lo tuyo mío]. Esta frase parece introducirse
de forma parentética, como confirmación de la gran verdad de la unión
perfecta entre el Padre y el Hijo: “Todo lo mío es tuyo y todo lo tuyo es mío.
Igual que todo lo demás, estos once discípulos no son más tuyos que míos ni
más míos que tuyos”. Esta continua aseveración de la doctrina de la unión
absoluta de la divinidad y a la vez de la distinción entre las personas de la
Trinidad es notable e instructiva.
[He sido glorificado en ellos]. En esta frase, nuestro Señor parece regresar
a los discípulos. “He sido y soy glorificado en ellos, gracias a su fe, su
obediencia y su amor, cuando la mayoría de sus compatriotas me ha
aborrecido y rechazado. Me han honrado y me han glorificado al seguir
conmigo en medio de la adversidad. Ahora ruego e intercedo especialmente,
pues, por ellos”.
Adviértase que hasta el amor y la fe más débiles glorifican en cierta
medida a Cristo y no le pasan inadvertidos.
V.11: [Y ya no estoy […] yo voy a ti]. Al comienzo de este versículo,
nuestro Señor describe la situación de los discípulos y muestra cuáles eran
las razones que le impulsaban a orar e interceder de forma especial por ellos.
Por primera vez iban a quedarse solos, como huérfanos, y en cierto sentido
tendrían que depender de ellos mismos. Hasta ese momento, su Maestro los
había acompañado siempre y podían acudir a Él cada vez que tenían alguna
necesidad. Ahora estaban a punto de pasar a una situación radicalmente
nueva. “El momento de mi partida de este mundo se acerca. Pronto habré de
ascender al Cielo e ir a Ti. Pero estas pocas ovejas, estos débiles discípulos,
no me acompañarán. Se quedarán solos en un mundo frío y malvado que los
perseguirá”.
Observa Poole: “Cristo habla aquí de sí mismo como si ya hubiera muerto,
resucitado y ascendido, aunque nada de esto hubiera sucedido aún, porque
estaba a punto de ocurrir”.
No debemos dejar de advertir que nuestro Señor recuerda aquí la
situación de su pueblo en la Tierra; se preocupa tiernamente por ellos y hará
provisión para su bienestar y seguridad: “Yo conozco tus obras, y dónde
moras” (Apocalipsis 2:13).
[Padre santo]. Este es el único lugar en los Evangelios en el que vemos a
nuestro Señor dirigirse a su Padre de esta forma. Es indudable que existen
buenos motivos para ello. Quizá la utilización del término “santo” se
corresponda con la petición al Padre de mantener a los discípulos santos y
libres del dominio del mal: “Así como Tú eres santo, mantén también santos a
estos discípulos míos”.
[A los que me has dado […], tu nombre]. Aquí tenemos la primera petición
que hace nuestro Señor por sus discípulos. Pide que sean guardados y
protegidos del mal, de apartarse, de la falsa doctrina, de sucumbir ante la
tentación, de doblegarse ante la persecución, de toda argucia y ataque del
diablo. El peligro les acechaba por doquier y ellos se caracterizaban por su
debilidad. Cristo pide, pues, que sean protegidos.
La expresión “guárdalos en tu nombre” es digna de atención. La interpreto
como: “Por medio de tus atributos de poder, amor y sabiduría”. Tal como
señalamos anteriormente, el “nombre” de Dios se utiliza con frecuencia en la
Escritura para representar su naturaleza y sus atributos.
[Para que sean uno, así como nosotros]. Aquí, nuestro Señor menciona
uno de los motivos específicos por los que desea que su pueblo sea
guardado, esto es, su unidad: para que sean uno. “Guárdalos para que sean
de un solo sentir, para que luchen unidos contra el mismo enemigo y con el
mismo propósito, para que no se separen, se debiliten y queden paralizados
por culpa de divisiones y de luchas internas”.
Añade el patrón más elevado que existe de unión —” uno, así como
nosotros”—: la unión del Padre y el Hijo. Por supuesto, es imposible que
exista una unión entre los cristianos semejante a la de dos personas de la
Trinidad de forma literal. Pero la unión que Jesús pide en oración que busquen
sus discípulos debiera ser una unión íntima y cercana en sentimientos,
pensamientos, voluntades e ideas.
Señala Burgon al respecto: “En el texto original de este versículo y el 21,
el término ‘como’ no denota una correspondencia estricta, sino tan solo un
parecido general, tal como en el credo de Atanasio, en el que la unión de las
dos naturalezas en la persona de Cristo se compara con la unión del ‘alma
racional y el cuerpo’ en el hombre” (cf. Mateo 5:48; Lucas 6:36).
La importancia que otorga nuestro Señor a la “unión” entre cristianos
queda extraordinariamente ejemplificada en el lugar de preeminencia que
recibe en este versículo. La primera protección que desea para sus discípulos
es que sean guardados de las divisiones. Esto no debe ser motivo de sorpresa
si se piensa en las interminables divisiones que se han producido entre los
cristianos a lo largo de todas las épocas, el inmenso daño que han
ocasionado al mundo y la asombrosa indiferencia con que muchos las
contemplan, ¡como si fueran cosas completamente inocentes y como si la
aparición de nuevas sectas fuera algo digno de elogio!
V. 12: [Cuando estaba con ellos […] guardaba en tu nombre]. Nuestro
Señor detalla aquí lo que había hecho por los discípulos durante su
ministerio: “A lo largo de los tres años que he pasado en la Tierra en
compañía de estos once discípulos, los he guardado de todo peligro por
medio de tu poder y de tu nombre”. No veo ningún motivo para que el
original griego no se traduzca como “por tu nombre”, tanto en este versículo
como en el anterior. En ambos casos, la idea parece la misma: proteger por
medio de la gracia, el poder y los atributos de Dios el Padre.
[A los que me diste […] ninguno de ellos se perdió]. El término que se
traduce como “guardar” en esta frase es completamente distinto de la
palabra así traducida en la primera parte del versículo. Ahí simplemente
significa “he conservado”. Aquí significa “he vigilado”, tal como hace un
pastor con sus ovejas o un guardián que custodia un tesoro: “He vigilado con
tal esmero a los discípulos que me diste, que ninguno de ellos ha perecido o
se ha perdido”.
[Sino el hijo de perdición]. Obviamente, esta extraordinaria expresión
hace referencia a Judas Iscariote, el traidor, el único de los Apóstoles que se
perdió y fue condenado al Infierno. El sobrenombre que se atribuye a Judas es
un hebraísmo fuertemente enfático que significa “una persona digna de la
perdición, que no puede más que perderse y ser condenada por causa de su
maldad”. David le dice a los siervos de Saúl: “Sois dignos de muerte”. En otro
pasaje dice a Natán: “Vive Jehová, que el que tal hizo es digno de muerte” o
“hijo de muerte” (2 Samuel 12:5; cf. asimismo Salmo 79:11; Mateo 13:38;
Lucas 16:8). Es una frase de tremenda dureza para provenir de boca de
nuestro misericordioso y amante Señor. Muestra lo desesperadamente
perdido que está todo aquel que, a pesar de disfrutar de gran luz y de
grandes privilegios como era el caso de Judas, lo desaprovecha y se entrega
deliberadamente a sus inclinaciones pecaminosas. Se convierte en “hijo del
infierno” (Mateo 23:15).
Estas palabras nos plantean una cuestión de extrema importancia.
¿Quería decir nuestro Señor que en un principio Judas pertenecía a los que el
Padre le había “dado” y era realmente un creyente verdadero? ¿Se apartó,
pues, de la gracia? Junto con Hammond, Alford, Burgon y Wordsworth, hay
muchos que sostienen que Judas fue un verdadero cristiano en un tiempo, de
la misma forma que Pedro, Santiago y Juan; que el texto es una prueba
incontestable de que es posible perder la gracia, de que un hombre se puede
convertir y tener al Espíritu Santo y, sin embargo, apartarse al final y ser
condenado al Infierno. Esta doctrina no solo es incómoda, sino que es difícil
conciliarla con muchos textos claros de la Escritura, por no hablar del Artículo
17 de la Iglesia anglicana. ¿Pero demuestra este texto fuera de cualquier
duda que Judas era uno de los que el Padre había “dado” a Cristo? Estoy
convencido de que no es así. Más que presentar una excepción, sostengo
que, el “sino” de este versículo tiene un carácter adversativo. Considero que
el verdadero significado es: “A los que me diste, yo los guardé, y ninguno de
ellos se perdió. Pero hay uno que se ha perdido, esto es, Judas, el hijo de
perdición; no uno que me había sido dado, sino alguien de quien ya dije hace
tiempo que era ‘diablo’, alguien cuyo endurecido corazón le hacía digno de
ser destruido”.
Por supuesto, es fácil decir que esta es una interpretación rebuscada y
forzada. Pido a los que sean de esta opinión que adviertan que las palabras
griegas que se traducen como “sino” se utilizan en otros pasajes del Nuevo
Testamento sin que sea posible atribuirles un sentido de excepción y en los
que solo se puede hablar de un sentido “adversativo”. Desafío a cualquiera a
que niegue que el “sino” de textos como Mateo 12:4 —“sino solamente a los
sacerdotes”—, Marcos 13:32 —“sino el Padre”—, Apocalipsis 9:4 —“sino
solamente a los hombres”—, Apocalipsis 21:27 —” sino solamente los que
están inscritos”—, solo se puede interpretar de forma adversativa, y no como
una excepción (cf. asimismo Hechos 27:22 y 2 Reyes 5:17). Y lo mismo
sucede aquí. Nuestro Señor no quiere decir: “Ninguno de los que me han sido
dados se ha perdido EXCEPTO el hijo de perdición”. Lo que quiere decir es:
“Ninguno de los que me han sido dados se ha perdido. Por otro lado, y como
contraste, Judas, un hombre que no me fue dado, un hombre privado de
gracia, se ha perdido”.
Permítaseme añadir como confirmación de mi tesis que, justo en el
siguiente capítulo, S. Juan hace referencia a esta expresión al relatar el
prendimiento de nuestro Señor. Dice: “Para que se cumpliese aquello que
había dicho: De los que me diste, no perdí ninguno” (Juan 18:9), sin dar a
entender lo más mínimo que nuestro Señor hubiera hecho alguna clase de
excepción a la expresión que le había oído pronunciar anteriormente.
De Dieu, Gomarus, Lampe, Hutcheson y Manton son de la misma opinión
que yo.
Comenta Ford, citando al obispo Beveridge: “Aunque parecía que Judas,
aquí denominado hijo de perdición, había sido dado a Cristo y había ido a Él,
en realidad no era así. Por ende, aunque estaba perdido tal como habían
vaticinado las Escrituras, la afirmación de Cristo de que jamás echa fuera ni
pierde a nadie sigue siendo cierta”.
[Para que la Escritura se cumpliese]. Igual que en muchos otros pasajes,
esto no significa que Judas se perdió a fin de que la Escritura se cumpliera,
sino que la Escritura se cumplió con su perdición. El versículo hace referencia
al Salmo 109:8.
No debemos dejar de advertir la forma en que se honra la Escritura en
este versículo. Hasta en una oración de la mayor solemnidad del Hijo al Padre
hallamos una reverente alusión a la palabra escrita del Antiguo Testamento y
a los Salmos, ese libro tan frecuentemente citado.
V. 13: [Pero ahora voy a ti, etc.]. Este versículo tiene un carácter algo
elíptico. Interpreto su significado como algo parecido a esto: “Pronto
abandonaré al mundo e iré a Ti. Antes de abandonar el mundo pronuncio
estas cosas en alta voz ante los discípulos para su ánimo y consuelo y para
que se cumpla y sobreabunde en sus corazones el gozo que les doy”.
Me cuesta trabajo creer que nuestro Señor esté haciendo referencia al
sermón que antecede a esta oración. Parece más natural aplicar “hablo esto”
a su oración.
La expresión “mi gozo” aparece anteriormente, en el capítulo 15:11.
Significa experimentar ese consuelo interior que Cristo imparte a los
creyentes y que solamente conocen quienes aceptan ese don.
V. 14: [Yo les he dado tu palabra, etc.]. En este versículo, nuestro Señor
parece describir de manera más detallada la situación de sus discípulos a
modo de introducción para una nueva oración en la que vuelve a pedir que se
les guarde. Es como si dijera: “No oro por que se guarde a mis discípulos sin
tener un buen motivo para ello. Les he dado la Palabra del Evangelio y la han
recibido, y eso les ha producido persecución y dolor. En resumen, el mundo
los ha aborrecido desde el mismísimo momento en que se convirtieron en mis
discípulos porque, igual que Yo, no pertenecen al mundo, ni comparten sus
principios ni siguen sus caminos”.
No dejemos de advertir que los creyentes verdaderos deben esperar el
odio y la enemistad de los malvados en todas las épocas. No deben
sorprenderse de ello. Cristo y sus discípulos tuvieron que soportarlo, y todo
cristiano genuino deberá sufrirlo también. Esta enemistad está motivada por
el continuo testimonio que dan los creyentes contra las prácticas y opiniones
del mundo. El mundo se siente condenado y aborrece a aquellos cuya fe y
cuyas vidas lo condenan. Si los creyentes fueran más valientes, más
resueltos y más coherentes, descubrirían estas cosas mucho antes que
ahora. Lo último que un cristiano verdadero debe esperar o desear es una
buena opinión del mundo. Si todo el mundo elogia sus opiniones y su vida
religiosa, bien puede preguntarse si no habrá algo muy equivocado en todo
ello. No debemos alentar la enemistad del mundo. Hacer gala de un espíritu
partidista, estrecho, áspero y hosco es un tremendo error, pero la enemistad
del mundo no debe sorprendernos lo más mínimo cuando la suframos; y
cuanto más santos seamos, más la sufriremos. Cristo era completamente
santo, pero el mundo le aborreció igualmente.
V. 15: [No ruego que los quites, etc.]. En este versículo, nuestro Señor
repite su petición de que sus discípulos sean guardados, aunque esta vez de
manera más detallada. Parece querer decir lo siguiente: “A pesar de la
maldad y la persecución del mundo, no ruego que quites a mis discípulos
inmediatamente de él. Sacarlos de esa forma no solo sería perjudicial para
ellos, sino también para el mundo. Lo que ruego es lo siguiente: que aun
permaneciendo en el mundo, los guardes del mal que en él hay. Aunque
estén en el mundo, no dejes que este los corrompa”.
La profunda sabiduría de esta oración es sumamente instructiva. Pocos
son los cristianos a los que no les gustaría llegar al Cielo sin pasar por
problemas y dificultades. Sin embargo, no redundaría en su propia
santificación y privaría al mundo de su enseñanza y su ejemplo. Los
creyentes no valorarían jamás a Cristo y el Cielo como lo harán un día si no
se los mantuviera durante un tiempo en la Tierra, se les enseñara a conocer
sus propios corazones e, igual que a su Maestro, se les “perfeccionase por
aflicciones” (Hebreos 2:10).
Señala Hutcheson: “Por mucho que debamos fijar la mirada en nuestro
reposo y prepararnos para él, no debemos anhelarlo hasta el momento que
Dios decida, ni tampoco debemos renegar de la vida por causa de los
problemas y la persecución que suframos en su servicio”.
Tal como señalan Bullinger y Gualter, este versículo ofrece un sólido
argumento indirecto contra la popular teoría de que el secreto de una gran
santidad es la vida aislada del mundo en un monasterio o un convento. La
santidad se demuestra venciendo públicamente al mal, y no desertando
cobardemente de nuestro puesto en la sociedad.
Tres de las únicas oraciones de los santos que se documentan en la
Escritura y no reciben una respuesta afirmativa son las peticiones de Moisés,
Elías y Jonás de ser “quitados del mundo”.
Observa Gerhard que los Apóstoles habrían de ser los primeros
predicadores del Evangelio y la luz del mundo. Si hubieran sido sacados de él
inmediatamente después de la partida de su Señor, el mundo habría quedado
en tinieblas. No solo eso, la cruz es la escuela de la fe y la paciencia, y si no
hubieran permanecido en el mundo no habrían llegado a ser santos
eminentes.
Comenta George Newton: “El mundo es el lugar donde glorificamos al
Señor; en el mundo venidero seremos nosotros quienes seamos glorificados
por Él. Seamos tan nobles como para desear encontrarnos durante un tiempo
donde glorifiquemos a Dios en lugar de estar donde seamos glorificados por
Él. No deseemos nuestro salario y nuestro descanso hasta haber concluido
nuestra obra y haber servido a nuestra generación. Cuando lo hayamos
hecho, Dios nos glorificará con Él para siempre”.
La expresión “del mal” recibe múltiples interpretaciones.
Algunos piensan que no se refiere más que al mal abstracto, a toda clase
de mal, como el “líbranos del mal” de la oración del Señor, y consideran que
comprende todo el mal proveniente del mundo, la carne y el diablo.
Otros piensan que estas palabras deberían traducirse mejor como “el
maligno” y aplican la expresión al diablo como el gran causante del mal. Así
es como se traduce en Mateo 13:19–38; 1 Juan 2:13–14; 3:12; 5:18.
Probablemente esta cuestión no llegue a zanjarse jamás, dado que la
frase griega puede traducirse de ambas formas. Comoquiera que sea, estoy
convencido de que la primera traducción es la correcta. Nuestro Señor hace
referencia al “mal” abstracto, y no al diablo. Lo considero así, en parte,
porque no se menciona al diablo en ninguna parte de esta oración, y por otro
lado porque es más coherente y razonable suponer que nuestro Señor
deseaba que se guardara a los discípulos de todo “mal” más que del diablo
exclusivamente. En mi opinión esto queda más claro aún si se tiene en
cuenta que nuestro Señor ha estado hablando del “mundo”, de su odio y su
enemistad, y no del diablo. Comoquiera que sea, reconozco con toda
franqueza que es una cuestión sobre la que caben discrepancias.
V. 16: [No son del mundo, etc.]. Estas palabras son una repetición literal
del final del versículo 14 y no precisan de mayor explicación. Nuestro Señor
parece repetirlas a fin de subrayar la petición que acaba de hacer; y esta
repetición no hace sino reforzar mi tesis de que es del “mal en el mundo” de
lo que desea que se proteja a sus discípulos. “Es preciso que se les proteja y
se les guarde especialmente porque, repito, existe una disonancia absoluta,
un abismo, entre ellos y este mundo malvado en el que los dejo. Son
tremendamente aborrecidos y necesitan también ser tremendamente
guardados”.
Obsérvese que las repeticiones en una oración fervorosa no tienen nada
de malo: el ejemplo de Cristo las legitima. Es contra las “vanas repeticiones”
—tan comunes entre los paganos que repetían las mismas palabras una y
otra vez, sin ninguna clase de pensamiento o de sentimiento— que se nos
advierte en el Sermón del Monte (Mateo 6:7).

Juan 17:17–26

Estos maravillosos versículos son el broche de oro para la oración más


maravillosa que se haya pronunciado jamás en la Tierra: la última
oración del Señor tras la primera Cena del Señor. Contienen tres
peticiones de la mayor importancia que nuestro Señor pronunció a
favor de sus discípulos. Dejando a un lado las demás cuestiones, nos
ceñiremos a estas tres.
En primer lugar, adviértase cómo Jesús ora por que su pueblo sea
santificado: “Santifícalos en tu verdad —dice—; tu palabra es verdad”.
No cabe ninguna duda de que, al menos en este pasaje, la palabra
“santificar” significa “hacer santo”. Es una oración por que el Padre
haga a su pueblo más santo, más espiritual, más puro, más piadoso en
pensamiento, palabra y hecho, en su vida y su carácter. La gracia ya
había obrado eso parcialmente en los discípulos: habían sido llamados,
convertidos, renovados y transformados. La gran Cabeza de la Iglesia
ora pidiendo que la obra de la gracia se amplíe y se extienda más aún,
y que su pueblo sea santificado más profundamente, que sea santo en
cuerpo alma y espíritu, que realmente se asemeje más a Él.
Sin duda no hace falta explicar demasiado la incomparable
sabiduría de esta oración. Se debe desear una mayor santidad para
todos los siervos de Cristo. Una vida santa es la mejor demostración de
la veracidad de un cristiano. Quizá los hombres nieguen la validez de
nuestros argumentos, pero no pueden eludir la evidencia de una vida
piadosa. Una vida así adorna la religión y la convierte en algo hermoso,
ganando en ocasiones a personas a las que no se “gana con la
Palabra”. Vivir santamente prepara a los cristianos para el Cielo.
Cuanto más cerca de Dios viven durante sus vidas, más preparados
estarán para morar eternamente en su presencia cuando mueran.
Nuestra entrada en el Cielo se deberá a la gracia por completo, y no
será por obras; pero el Cielo no sería tal cosa si accediéramos a él sin
un carácter santificado. Nuestros corazones deben estar en
consonancia con el Cielo si queremos disfrutar de él. La heredad de los
santos no solo se reduce a una escritura de propiedad, sino también a
una preparación para recibirla. Solo la sangre de Cristo puede
acreditarnos para acceder a la herencia, pero la santificación nos da la
capacidad para su disfrute.
En vista de hechos como estos, ¿quién puede sorprenderse de que
lo primero que Jesús pida para su pueblo sea una santificación mayor?
¿Hay alguien conocedor de Dios que no sepa que santidad equivale a
felicidad y que quienes siguen a Dios más de cerca son siempre los
que caminan de forma más placentera con Él? Que ningún hombre nos
engañe con vanas palabras en este sentido. El que desprecia la
santidad y descuida las buenas obras con el falaz argumento de que
así honra la justificación por la fe muestra a las claras que no tiene la
mente de Cristo.
En segundo lugar, adviértase en estos versículos la forma en que
Jesús ora por la unidad de su pueblo: “Para que todos sean uno; que
también ellos sean uno en nosotros; para que sean uno, así como
nosotros somos uno” y “para que el mundo conozca que tú me
enviaste”; esta es una petición clave en la oración de nuestro Señor a
su Padre.
Es imposible pedir una prueba mejor del valor de la unidad entre los
creyentes y de la pecaminosidad de la división que la gran prominencia
que otorga nuestro Maestro a esta cuestión en este pasaje. ¡Qué
dolorosamente cierto es que las divisiones han sido siempre la
vergüenza de la religión y la debilidad de la Iglesia de Cristo! ¡Cuán a
menudo han malgastado los cristianos sus fuerzas contendiendo con
sus hermanos en lugar de contender con el pecado y el mal! ¡Con qué
frecuencia han dado motivos al mundo para decir: “Ya creeremos
cuando hayan resuelto sus divisiones internas”! Es indudable que el
Señor Jesús previó todo esto proféticamente. Verlo de antemano fue lo
que le impulsó a orar con ese fervor para que los creyentes fueran
“uno”.
Recordemos continuamente este aspecto de la oración de Cristo y
tengámoslo siempre en cuenta en nuestras conductas como cristianos.
Que nadie se tome a la ligera el cisma, como parecen hacer algunos, o
considere irrelevante la multiplicación de sectas y facciones. Podemos
estar seguros de que estas cosas solo benefician al diablo y perjudican
la causa de Cristo. “Si es posible, en cuanto dependa de vosotros,
estad en paz con todos los hombres” (Romanos 12:18). Antes de llegar
a la secesión y la separación, soportemos y aceptemos mucho. Existen
movimientos en los que suele darse una gran dosis de falso fervor.
Dejemos que los fanáticos que se deleitan en el cisma nos censuren y
critiquen si así lo desean. No debe preocuparnos. Mientras tengamos a
Cristo y una conciencia tranquila, sigamos pacientemente nuestro
camino y esforcémonos en alcanzar la Paz y la Unidad. No en vano oró
nuestro Señor con tanto fervor para que su pueblo fuera “uno”.
En último lugar, adviértase en estos versículos cómo Jesús ora para
que su pueblo esté con Él finalmente y contemple su gloria. “Quiero —
dice— que donde yo estoy, también ellos estén conmigo, para que
vean mi gloria que me has dado”.
Esta es una conclusión especialmente hermosa y conmovedora para
la extraordinaria oración de nuestro Señor. Es de pensar que tenía el
propósito de animar y consolar a sus oyentes y fortalecerlos para el
inminente momento de la separación. No obstante, aun hoy, esta
oración ofrece un inefable consuelo a todos los que la leen.
Ya no vemos a Cristo. Leemos de Él, oímos de Él, creemos en Él y
descansamos nuestras almas en la obra que llevó a cabo. Pero hasta el
mejor de los cristianos anda por fe, no por vista, y a menudo nuestra
pobre y vacilante fe nos lleva al Cielo muy inseguramente. Un día, este
estado de cosas tocará a su fin. Finalmente veremos a Cristo como es y
conoceremos como fuimos conocidos. Le veremos cara a cara y no por
espejo, oscuramente. Estaremos en su misma presencia, disfrutaremos
de su compañía y ya no saldremos más. Si la fe ha sido placentera,
más lo será la vista; si la esperanza ha sido dulce, más lo será la
certidumbre. No sorprende que S. Pablo escribiera: “Alentaos los unos
a los otros con estas palabras” (1 Tesalonicenses 4:17–18).
Sabemos muy poco del Cielo por el momento. Nos cuesta formarnos
una idea de cómo será el estado futuro en que los pecadores
perdonados vivan con una felicidad perfecta. “Aún no se ha
manifestado lo que hemos de ser” (1 Juan 3:2). Pero podemos estar
tranquilos: después de morir estaremos “con Cristo”. Ya sea en el
Paraíso antes de la resurrección o después de la resurrección en la
gloria final, la perspectiva es la misma. Los cristianos verdaderos
estarán “con Cristo”. No necesitamos saber más. Donde esté la
persona que nació, murió y resucitó por nosotros, no puede faltar
nada. Bien puede decir David: “En tu presencia hay plenitud de gozo;
delicias a tu diestra para siempre” (Salmo 16:11).
Concluyamos esta maravillosa oración recordando solemnemente
las tres peticiones que contiene. Tengamos siempre presente la
santidad y la unidad en el camino y la compañía de Cristo al final de él.
Bienaventurado el cristiano cuya principal meta es ser tan santo y
amante como su Señor mientras viva y acompañar a su Señor cuando
muera.

Notas: Juan 17:17–26


V. 17: [Santifícalos en tu verdad, etc.]. En este versículo, nuestro Señor
pasa a plantear su segunda petición a favor de sus discípulos. Lo primero que
pidió fue que fueran guardados; lo segundo, que sean santificados. Pide a su
Padre que haga más santos a sus discípulos, que los haga alcanzar niveles
superiores de santidad y pureza. Le pide que lo haga “en la verdad”;
haciendo que la Verdad resplandezca con más poder y eficacia en sus
corazones y conciencias. Y para evitar malentendidos con respecto a lo que
quiere decir con “verdad”, añade: “Tu Palabra, tu Palabra revelada, es la
Verdad a la que me refiero”.
Algunos —como Maldonado— sostienen que esta frase solo significa
“santifícalos de verdad”, en oposición a la santificación legal de los
sacerdotes que vemos en Éxodo y Levítico. Comoquiera que sea, considero
que esto es atribuirle un sentido muy limitado y pobre.
Por otro lado, hay otros —como Mede, Pearce y Burgon— que sostienen
que nuestro Señor solo ora por que sus Apóstoles sean consagrados,
preparados y apartados para la gran obra del ministerio y que el significado
de “santificar” se reduce a eso. Considero que esa es una interpretación
defectuosa e imperfecta.
Es indudable que el significado primordial y original de la palabra
“santificar” es el de “apartar, separar con una finalidad religiosa”, y se puede
aplicar a un vaso, a una casa o a un animal. Pero, igual que en los seres
humanos esta separación se evidencia esencialmente en la santidad y piedad
de la vida y el carácter, el significado secundario de “santificar” es “hacer
santo”, y las personas santas y piadosas son “santificadas”. Tengo la certeza
de que ese es el significado de este versículo. Es una oración por que el
pueblo de Cristo crezca en santidad y piedad prácticas. En resumen, la
petición viene a ser esta: “Sepáralos más y más del pecado y de los
pecadores haciéndolos más puros, proporcionándoles una mente más
espiritual y haciéndolos más semejantes a ti”. Esta es la tesis de Crisóstomo
y de todos los comentaristas más destacados.
Este texto nos ofrece cuatro grandes principios.
a) La importancia de la santificación y la piedad prácticas. Nuestro Señor
lo pide especialmente para su pueblo. Los que desprecian la vida y el
carácter cristianos y les restan toda la importancia mientras haya una
doctrina sana, saben muy poco de lo que piensa Cristo. Nuestro cristianismo
no tiene valor alguno si no nos lleva a valorar y buscar la santificación
práctica.
b) La inmensa diferencia entre justificación y santificación. La justificación
es una obra completa y perfecta que Cristo llevó a cabo por nosotros y nos
fue imputada, externa a nosotros, tan perfecta y completa en el momento
que creemos como lo será siempre, y sin que exista la posibilidad de que se
dé en diversos grados. La santificación es una obra interior que el Espíritu
Santo lleva a cabo en nuestros corazones y que jamás llegará a ser perfecta
mientras vivamos en este cuerpo de pecado. Los discípulos no necesitaban
que se orase por su justificación, ya habían sido completamente justificados.
Sí necesitaban que se orase por su santificación, dado que aún no estaban
completamente santificados.
c) La santificación puede aumentar, ¿por qué si no habría de orar nuestro
Señor: “Santifícalos”? La doctrina de la santificación imputada no aparece en
ningún lugar de la Palabra de Dios. Veo con toda claridad la justicia imputada
de Cristo, pero no una santidad imputada. La santidad es impartida, y se
crece en ella; pero no es imputada.
d) La Palabra es el gran instrumento mediante el cual el Espíritu Santo
acomete la obra de la santificación interior. Mostrando la Palabra con más
viveza a la mente, la voluntad, la conciencia y los sentimientos, hace que
aumente la santidad del carácter. La santificación desde el exterior por medio
del ascetismo y la austeridad física, por medio de formalismos y ceremonias,
es completamente ilusoria. La verdadera santificación comienza en el interior.
Es ahí donde reside la inmensa importancia de leer la Palabra y escucharla
predicada con regularidad. Aunque no se advierta, sin duda contribuye a
nuestra santificación. Los creyentes que descuidan la Palabra no crecerán en
santidad ni derrotarán al pecado.
Señala Calvino: “Dado que los Apóstoles no carecían de gracia, debemos
deducir de las palabras de Cristo que la santificación no se produce
instantáneamente el primer día, sino que es un proceso que se extiende a lo
largo de toda nuestra vida”.
Comenta Hutcheson: “No basta con empezar la obra de santificación, sino
que es preciso ampliarla día a día. Cristo ora por aquellos que ya han sido
convertidos y santificados”.
Piensa Agustín que “tu Palabra” hace referencia aquí al Verbo
personificado, Cristo mismo. Pero los conocimientos de griego de Agustín
eran bastante rudimentarios, y no he visto que nadie compartiera su postura
a excepción de Ruperto.
V. 18: [Como tú me enviaste, etc.]. Considero que la relación entre el
versículo anterior y este es la siguiente: “Pido una mayor santificación para
mis discípulos debido a la situación a la que deben enfrentarse en la Tierra.
Tal como Tú me enviaste para que fuera tu emisario en un mundo
pecaminoso, igualmente los envío ahora para que sean mis emisarios en el
mundo. Es de suma importancia, pues, que sean santos —emisarios santos
de un Maestro santo— y así acallen a sus acusadores”. Los creyentes son
testigos de Cristo y el carácter de un testigo debe ser irreprochable e
irreprensible. Este es el motivo por que el Señor ora especialmente para que
sus discípulos sean “santificados”.
V. 19: [Y por ellos yo me santifico a mí mismo, etc.]. Este es un pasaje
más bien oscuro. Por supuesto, en un sentido, nuestro Señor no precisaba
“santificación” alguna. Siempre fue perfectamente santo y estuvo libre de
todo pecado. Junto con Crisóstomo, opino que el sentido tiene que ser: “Me
consagro a Mí mismo como sacerdote, me ofrezco en sacrificio por una razón
en especial aparte de todas las demás: para que mis discípulos sean
santificados por medio de la Verdad y lleguen a ser un pueblo santo”. ¿No
equivale a decir: “Mi sacrificio tiene tanto el propósito de la justificación como
el de la santificación. Quiero tener un pueblo que no solo esté justificado, sino
también santificado. Considero que esto es tan importante que es una de las
principales razones que me llevan a morir como sacrificio”? Esa parece ser la
idea del texto: “Jesucristo, quien se dio a sí mismo por nosotros para
redimirnos de toda iniquidad y purificar para sí un pueblo propio”. O por otro
lado: “Cristo amó a la iglesia, y se entregó a sí mismo por ella, para
santificarla” (Tito 2:14; Efesios 5:26; cf. 1 Pedro 2:24).
Señala Melanchton: “No cabe duda que aquí la expresión ‘me santifico’
procede de los sacerdotes y las víctimas”.
V. 20: [Mas no ruego solamente por éstos, etc.]. En este versículo y los
tres siguientes, nuestro Señor pasa a hacer otra petición por su pueblo. Pide
que sean “uno”. Ya había hecho esta petición por los Apóstoles, pero ahora
amplía su oración a otros aparte de ellos: a toda la congregación de futuros
creyentes. “Ahora ruego también por todos los que creerán en Mí gracias a la
predicación de todos mis discípulos en el futuro, y no solamente por mis once
Apóstoles”. Todos los creyentes de todas las épocas necesitan ser guardados
y santificados, pero nadie tanto como los Once, dado que ellos fueron los
primeros en enfrentarse al mundo y soportar el furor redoblado de la batalla.
En un sentido, en los primeros tiempos de la Iglesia era más fácil ser “uno”
que mantenerse “santificado”. A medida que la Iglesia fue creciendo, la
unidad se fue dificultando más.
Adviértase lo amplio que es el radio de acción de la oración intercesora de
nuestro Señor. No solo oró por los creyentes presentes, sino también por los
futuros. Nuestras oraciones deberían ser semejantes. Podemos alzar la vista
y orar por los creyentes que no han nacido aún, aunque no podamos volver la
vista atrás y orar por los creyentes que ya murieron.
Observa George Newton que al orar por los demás, por un niño o un
amigo, puede sernos de gran aliento recordar que quizá Cristo esté
intercediendo justo en ese momento por él o ella. Aquí ora por los que no
creían aún pero habrían de creer un día.
Adviértase cómo la “palabra” predicada se menciona como un medio para
que los hombres crean: “La fe es por el oír”. La Iglesia que antepone los
sacramentos a la predicación de la Palabra no recibirá bendición alguna de
Dios, porque no se somete a su mandato.
Piensa Hengstenberg que la “palabra” mencionada aquí comprende todos
los escritos de los Apóstoles además de sus sermones.
V. 21: [Para que todos sean uno […]; en nosotros]. Considero que el
significado de esta frase es el siguiente: “Ruego por que tanto estos
discípulos como quienes les sucederán sean de un solo sentir, con una sola
doctrina, un solo corazón y una sola conducta, que estén íntimamente unidos
como Tú, Padre mío, y Yo somos de un solo sentir y una sola voluntad a
consecuencia de esa unión inefable mediante la cual Tú estás en Mí y Yo
estoy en Ti”.
Igual que en el versículo 11, no debemos olvidar que los creyentes no
pueden aspirar de forma literal a disfrutar de una unión como la que hay
entre el Padre y el Hijo. Comoquiera que sea, deben imitarla.
El verdadero secreto de la unión entre los creyentes reside en la expresión
“uno en nosotros”. Solo pueden ser profundamente “uno” cuando están
unidos a un solo Padre y a un solo Salvador. Solo entonces serán uno entre sí.
Piensa Ferus que una de las cosas que nuestro Señor tenía en mente al
pronunciar esta frase era la unión de la Iglesia judía y la Iglesia gentil en una
sola, así como la eliminación de la “pared intermedia de separación”.
[Para que el mundo crea […] enviaste]. Aquí, nuestro Señor introduce una
importante razón para orar por que su pueblo sea “uno”. Contribuirá a que el
mundo crea en su misión divina. “Cuando el mundo vea a mi pueblo sin
divisiones, sin contiendas, unidos en su criterio, su corazón y su forma de
vivir, empezará a creer que un Salvador con un pueblo así debe ser
realmente un Salvador enviado por Dios”.
Adviértase con atención lo bien que previó nuestro Señor el efecto que
tienen las vidas, las conductas y las opiniones de los cristianos profesantes
en el mundo que les rodea. La falta de unidad y las consiguientes disensiones
entre los cristianos ingleses en los tres últimos siglos han infligido un daño
incalculable a las almas y han sido un triste ejemplo del enorme daño que
pueden ocasionar los creyentes a la causa de su Maestro al descuidar esta
cuestión. “¡Cuánto —dice George Newton— sufren nuestro Señor y su
Evangelio por causa de las acaloradas contiendas de aquellos que se
autodenominan santos!”.
V. 22: [La gloria que me diste, etc.]. En este versículo, nuestro Señor
repite su profundo deseo de unidad para su pueblo. Declara “que a fin de que
sean uno les ha dado la gloria que el Padre le dio a Él”. Esta es una expresión
de gran dificultad que parece confundir a todos los comentaristas. El nudo
gordiano consiste en saber qué quería decir nuestro Señor cuando hablaba
de “la gloria” que les había dado.
a) Algunos —como es el caso de Calvino— creen que la “gloria” es la
imagen y semejanza de Dios con la que se renovó a los discípulos (2 Corintios
3:18).
b) Otros —como Bengel— piensan que la “gloria” es ese poder, esa
influencia y autoridad que acompañó a nuestro Señor en todo lo que dijo e
hizo durante su ministerio terrenal. Así, Moisés tenía “gloria” en su semblante
al descender del monte (2 Corintios 3:7). Cristo entregó este mismo poder e
influencia a los Apóstoles (cf. Hechos 4:33).
c) Otros —como Zuinglio, Brentano, Gualter y Pearce— piensan que la
“gloria” es la capacidad de obrar milagros, la gloria particular y especial que
caracterizó a nuestro Señor durante su estancia en la Tierra. Así, leemos:
“Cristo resucitó de los muertos por la gloria del Padre” (Romanos 6:4).
d) Otros —como Agustín, Ecolampadio, Bullinger y Manton— consideran
que la “gloria” hace referencia a la gloria celestial y a la inmortalidad que
nuestro Señor prometió a sus discípulos: una gloria de la que disfrutarían tras
haberle servido fielmente en la Tierra (cf. Romanos 8:18).
e) ¡Toledo hace la extraña sugerencia de que la “gloria” es lo que se nos
transmite en la Cena del Señor!
f) Stier y Hengstenberg sostienen que la “gloria” es la unidad de mente y
corazón.
g) Algunos —como Gregorio de Niza, Ammonius, Teofilacto y Bucero—
opinan que la “gloria” hace referencia al Espíritu Santo, al que también se
denomina el “glorioso Espíritu” (1 Pedro 4:14).
Probablemente esta cuestión no se resuelva jamás. Si debo inclinarme por
una opinión, prefiero la última de todas. Nada hay tan adecuado para hacer
que los discípulos fueran “uno” como el don del Espíritu Santo. ¿Acaso no
leemos acerca de “la unidad del Espíritu”? (Efesios 4:3).
V. 23: [Padre, […] mi gloria que me has dado]. En este versículo, nuestro
Señor simplifica sus declaraciones acerca de la unidad y se extiende en ellas
más plenamente con el fin de mostrar enfáticamente la gran importancia que
le otorga a la unidad. Considero que el sentido es algo parecido a esto: “Pido
que mis discípulos estén tan íntimamente unidos —conmigo morando en ellos
y Tú morando en Mí—, que puedan estar compactados y perfeccionados en
un cuerpo, con una sola mente, una voluntad, un corazón y una opinión, a
pesar de la diversidad de miembros; y que entonces el mundo, al ver esta
unidad, se vea obligado a confesar que Tú me enviaste para ser el Mesías y
que Tú amas a mi pueblo como me amas a Mí”.
Al dejar este profundo y difícil pasaje acerca de la unidad, viene bien
recordar que la Iglesia, cuya unidad desea el Señor y por la que ora, no es
una iglesia particular o visible, sino la Iglesia que es su Cuerpo, la Iglesia de
los elegidos, la Iglesia que está formada solamente por los verdaderos
creyentes y santos.
Más aún, la unidad por la que ora nuestro Señor no es unidad de formas,
disciplinas, gobierno y cosas similares; sino la unidad de corazón, voluntad,
doctrina y conducta. Aquellos que hacen de la uniformidad el asunto principal
tratado en esta parte de la oración de Cristo están completamente
equivocados. Puede haber uniformidad sin unidad, como la hay en muchas
iglesias de la Tierra en la actualidad. Puede haber unidad sin uniformidad,
como entre los episcopalianos y los presbiterianos piadosos. No hay duda de
que la uniformidad puede ser de gran ayuda para la unidad, pero no es
unidad en sí.
La unidad que pide nuestro Señor en oración aquí es esa unidad genuina,
sustancial, espiritual, interna y de corazón que sin duda existe entre todos los
verdaderos miembros de Cristo de todas las iglesias y denominaciones. Es la
unidad resultante de que un mismo Espíritu Santo ha hecho de los miembros
de Cristo lo que son. Es la unidad que hace que se sientan más unidos en
mentalidad unos a otros que con otros que profesan ser de su mismo grupo.
Es la unidad que conmueve el mundo y le obliga a confesar la verdad del
cristianismo. Mi parecer es que, en esta oración, nuestro Señor pide
especialmente por la eterna conservación y el incremento de esta unidad. Y
no debe sorprendernos. Las divisiones de los creyentes meramente
mundanos duran poco. Las divisiones de los verdaderos creyentes causan el
mayor daño posible a la causa del Evangelio. Pierden un tiempo precioso y
muchas fuerzas, y dan razones al mundo para la incredulidad. Si todos los
creyentes del momento fueran de un mismo sentir y trabajaran juntos, pronto
trastornarían el mundo. No nos asombra que el Señor orara pidiendo unidad.
V. 24: [Yo en ellos, y tú en mí, etc.]. En este versículo, nuestro Señor
menciona la cuarta y última cosa que desea para sus discípulos en su
oración. Tras la protección, la santificación y la unidad, llega la participación
en su gloria. Pide que estén “con Él” en la gloria venidera, que la “vean” y la
compartan.
Aunque no debemos forzarla en exceso, “quiero” es una expresión notable
(cf. Marcos 10:35). Cuando la hija de Herodías pidió la cabeza de Juan el
Bautista, dijo: “Quiero que ahora mismo me des” (Marcos 6:25). Quizá no sea
más que la expresión de un deseo intenso, pero es el deseo de Aquel que es
uno con el Padre y solo quiere lo que quiere el Padre. Probablemente tenga
como finalidad transmitir confianza a los discípulos. “Quiero” y así se hará.
Dice Hutcheson: “ ‘Quiero’ no implica una orden de carácter imperioso,
contraria al anterior tono de humildad con que ha hecho sus peticiones, sino
que solo implica que con este ruego declara su última voluntad y deja su
testamento, dejando su legado del que estaba seguro que se haría efectivo,
puesto que lo había comprado por medio de sus méritos y lo había pedido
fervientemente en su intercesión”.
Comenta Traill: “Los cristianos debemos observar la asombrosa diferencia
que existe entre la oración de Cristo para ser dispensado de su propio
infierno (si se puede llamar así) y su oración por nuestro Cielo. Cuando ora
por Él mismo, dice: ‘Padre mío, si es posible, pase de mí esta copa’. Pero
cuando Cristo ora pidiendo el Cielo para su pueblo, dice: ‘Padre […], quiero
que donde yo estoy, también ellos estén conmigo’ ”.
Sostiene Stier que este “quiero” no es más que una expresión
testamentaria del Hijo que, en su unión con el Padre, está expresando su
voluntad en ese punto en el que la oración deja de ser una petición”.
Dice Alford que “esta es una expresión de voluntad basada en un derecho
reconocido”.
La expresión “donde yo estoy, también ellos estén” es una de esas frases
profundamente interesantes que muestran cuál será la naturaleza de la
morada futura de los creyentes. Independientemente del lugar en que se
encuentren, ya sea antes o después de la resurrección, será en compañía de
Cristo. Es como “conmigo en el paraíso”, “partir y estar con Cristo”,
“estaremos siempre con el Señor”, (Lucas 23:43; Filipenses 1:23; 1
Tesalonicenses 4:17). Sabiamente, no se nos describe la naturaleza de
nuestro futuro estado en su totalidad. Basta con que los creyentes sepan que
estarán “con Cristo”. Es su compañía, y no el lugar, lo que proporciona la
felicidad.
Comenta Traill: “El Cielo consiste en la presencia perfecta e inmediata de
Cristo. La presencia perfecta es cuando ambas partes están presentes en su
totalidad: la totalidad de Cristo y la totalidad de los creyentes. Pero ahora no
disfrutamos de la totalidad de Cristo ni tampoco estamos todos con Él. Por su
parte tenemos el Espíritu, la Palabra y la gracia. Por nuestra parte están con
Él nuestros corazones, así como las obras de nuestra fe y amor y nuestro
anhelo de Él. Pero esta presencia es imperfecta y está teñida de distancia y
ausencia”.
Por supuesto, no debemos restringir la expresión “vean mi gloria” a la
idea de “observar como espectadores”. Incluye la participación, el compartir
y el disfrute conjunto (cf. Juan 3:3; 8:51; Apocalipsis 18:7).
La expresión “que me has dado” parece aludir a esa gloria particular que
el Padre, en el pacto eterno, decidió otorgar a Cristo como recompensa por la
obra de la Redención (cf. Filipenses 2:9).
[Porque me has amado […] fundación del mundo]. Esta frase parece
insertarse con el propósito específico de mostrar que la gloria de Cristo en el
mundo venidero se había preparado desde la eternidad, antes del tiempo y la
creación del hombre, y que no se trataba meramente de algo que hubiera
obtenido a consecuencia de su fidelidad en la Tierra, como sucedió con
Moisés o Juan el Bautista, sino que lo disfrutaba desde la eternidad en calidad
de Hijo eterno del Padre eterno: “Me has amado y me concediste esta gloria
mucho antes de la fundación del mundo”, esto es, desde la eternidad. Esta es
una afirmación muy profunda que contiene cosas que escapan a nuestra
comprensión.
V. 25: [Padre justo, etc.]. En este versículo, nuestro Señor da comienzo a
la conclusión de su maravillosa oración. Lo hace declarando el estado de
cosas en que estaba a punto de dejar el mundo y sus discípulos. Considero
que el significado es el siguiente: “Vengo a ti desde un mundo que no te
conoce y que se ha negado a conocerte por medio de mi ministerio. Sin
embargo, Yo sí te he conocido y te he sido fiel. Y estos discípulos míos han
reconocido y confesado que tú me enviaste para ser el Mesías”.
No está muy claro el motivo por que nuestro Señor utiliza la expresión
“Padre justo”. Es un caso único. Quizá tenga el propósito de expresar el
contraste entre la maldad de un mundo que “no conoció” al Verbo mientras
este estuvo en Él (cf. Juan 1:10) y la justicia de Dios al castigar a este mundo
que se negó a conocer a Cristo cuando sus discípulos sí lo hicieron.
La expresión “yo te he conocido”, parece hacer referencia al velo de
humillación que cubrió a nuestro Señor durante todo el período de su
encarnación. “Aun entonces —parece decir— no he dejado de conocerte y
honrarte”.
Una vez más, el elogioso testimonio que se da de los discípulos es digno
de atención. A pesar de todas sus debilidades, “han CONOCIDO mi misión
divina”.
V. 26: [Y les he dado a conocer […] a conocer aún]. En esta frase, nuestro
Señor hace un breve resumen de la que había sido su obra hasta el
momento: “Les he dado a conocer tu nombre, tu carácter y tus atributos
como el camino de la salvación para un mundo perdido, y seguiré haciéndolo
tras mi ascensión por medio del Espíritu Santo”.
Aquí, al igual que en otros pasajes, vuelve a declarar que uno de los
grandes propósitos de su ministerio era dar a conocer al Padre.
Como dice George Newton, la expresión “lo daré a conocer” demuestra
que “Jesucristo declarará constantemente el nombre de su Padre a otras
naciones y personas hasta que llegue el fin del mundo. Enseñará siempre a
nuevos eruditos a descifrarla y comprenderla en todas las generaciones
mientras el mundo siga en pie”.
[Para que el amor […], y yo en ellos]. Nuestro Señor concluye su oración
expresando su deseo de que el amor del Padre reine en los corazones de sus
discípulos y que Él mismo también lo haga: “Mi gran deseo es que conozcan
y sientan el amor con que tú me amas y que Yo habite siempre en sus
corazones por fe”.
No olvidemos que uno de los grandes deseos de S. Pablo en su Epístola a
los Efesios era que “habite Cristo por la fe en [sus] corazones” (Efesios 3:17).
También dice a los romanos: “El amor de Dios ha sido derramado en nuestros
corazones” (Romanos 5:5).
La expresión “daré a conocer mi amor” entraña cierta dificultad. Significa
“lo daré a conocer personalmente durante el intervalo que medie entre mi
resurrección y mi ascensión”, o bien “lo seguiré dando a conocer por medio
de la enseñanza de mi Espíritu una vez que Yo haya abandonado el mundo”.
Esto último parece lo más probable.
La expresión “tu amor esté con ellos” también plantea graves dificultades.
O bien es “para que tu amor, el mismo amor con que Tú me amas, también
recaiga en ellos”, o bien “para que perciban en sus propios corazones cómo
es el amor con que Tú me amas”. En lo que a mí concierne, prefiero esta
última interpretación.
Señala George Newton con respecto a este versículo: “Si Cristo está en ti,
permíteme que te aconseje que le dejes vivir con tranquilidad en tu corazón.
No le molestes ni le perturbes; no le enojes. Que no le contraríe permanecer
en Ti. Esfuérzate todo lo posible para complacerle, satisfacerle y contentarle
de manera que la casa que ha elegido no sea un lugar lóbrego y triste, sino
un sitio en que se deleite”.
Comenta Manton: “Cuando un rey terrenal pernocta en una casa un solo
día, ¡cuántas precauciones se toman para que nada le disguste y todo esté
limpio y ordenado! ¡Cuánto más cuidadosos habremos de ser nosotros a la
hora de mantener limpios nuestros corazones, ejercitar la fe, el amor y otras
virtudes, a fin de acoger a nuestro Rey celestial, que convierte nuestros
corazones en su morada!”.
Bien podemos abandonar este capítulo llenos de humildad al pensar en
nuestra ignorancia con respecto al verdadero sentido de muchas de sus
frases. ¡Cuánto hay en nuestra exposición que no pasa de enclenques
conjeturas! Parece como si solo estuviéramos arañando la superficie.
Recordemos al menos que las cuatro peticiones que nuestro Señor hizo en
oración deben ser el deseo diario de todo cristiano: a) ser guardados, b) ser
santificados, c) estar unidos, d) la gloria final en compañía de Cristo.
George Newton concluye su exposición de este capítulo con unas palabras
conmovedoras: “¡Qué ferviente e importuno es Cristo con Dios el Padre para
que seamos uno aquí y estemos en un mismo lugar en el futuro!
¡Escudriñemos el corazón de Jesucristo, abierto ante nosotros de par en par
en esta intercesión, para conocerlo cada vez más hasta que finalmente esa
maravillosa oración se cumpla por completo y seamos llevados para siempre
con el Señor y estemos donde Él está!”.

Juan 18:1–11

Estos versículos son el comienzo del relato que hace S. Juan de los
sufrimientos y la crucifixión de Cristo. Llegamos ahora a la escena final
del ministerio de nuestro Señor y pasamos directamente de su
intercesión a su sacrificio. Veremos que, igual que los demás
Evangelistas, el discípulo amado describe la historia de la Cruz con
todo detalle. Pero si prestamos atención, también veremos que
menciona varias cuestiones de la historia que, por alguna sabia razón,
Mateo, Marcos y Lucas dejan de lado.
En primer lugar, estos versículos nos muestran la extrema dureza a
la que puede llegar el corazón de un relapso. Se nos dice que Judas,
uno de los doce Apóstoles, hizo de “guía de los que prendieron a Jesús”
(Hechos 1:16). Se nos dice que utilizó su conocimiento del lugar de
retiro de nuestro Señor para echarle encima a sus enemigos mortales;
y se nos dice que, cuando el grupo de soldados y alguaciles se acercó
a su Maestro con la finalidad de prenderle, Judas “estaba también con
ellos”. ¡Sin embargo, este mismo hombre había acompañado a Cristo
ininterrumpidamente durante tres años, había sido testigo de sus
milagros, había oído sus sermones y había disfrutado de los beneficios
de su enseñanza personal, había profesado ser creyente y hasta había
trabajado y predicado en nombre de Cristo! Bien podemos decir:
“Señor, ¿qué es el hombre?”. Desde los más elevados privilegios hasta
el más profundo de los pecados no hay más que una serie de pasos.
Los privilegios que se utilizan de forma equivocada parecen tener un
efecto insensibilizador en la conciencia. El mismo fuego que derrite la
cera endurece el barro.
Asegurémonos de no depositar nuestras esperanzas de salvación en
los conocimientos religiosos, por grandes que estos sean, o en las
ventajas religiosas, por muchas que estas sean. Podemos conocer toda
la verdad doctrinal y enseñar a otros y, sin embargo, tener un corazón
corrupto y acabar en el Infierno junto con Judas. Quizá nos bañe la luz
de los privilegios espirituales y oigamos la mejor enseñanza cristiana y,
sin embargo, no demos fruto para gloria de Dios y seamos pámpanos
secos de la vid que solo sirven para la quema: “El que piensa estar
firme, mire que no caiga” (1 Corintios 10:12). Por encima de todo,
cuidémonos de no alentar en nuestros corazones ningún pecado oculto
como el amor al dinero o al mundo. Un eslabón defectuoso en la
cadena puede conducir a muchas catástrofes. Una pequeña vía de
agua puede hundir un buque. Un solo pecado sin contrición puede
llevar a la destrucción a alguien que profesa ser cristiano. Que todo
aquel que sienta la tentación de tomarse a la ligera su vida religiosa
tenga en consideración estas cosas y sea cuidadoso. Que recuerde a
Judas Iscariote: su historia es toda una lección.
En segundo lugar, en estos versículos vemos el carácter
absolutamente voluntario de los sufrimientos de Cristo. Se nos dice
que, la primera vez que nuestro Señor dijo a los soldados “Yo soy,
retrocedieron, y cayeron a tierra”. Sin duda estas palabras iban
acompañadas de un poder invisible y oculto. No se puede explicar de
otra forma que un grupo de curtidos soldados romanos cayera a tierra
ante la voz de un solo hombre desarmado. Se trataba de esa misma
influencia milagrosa que contuvo a la multitud enfurecida en Nazaret,
que refrenó a los sacerdotes y a los fariseos ante su entrada triunfal en
Jerusalén y que detuvo toda oposición cuando Jesús echó a los
compradores y vendedores del Templo. Se llevó a cabo un auténtico
milagro, aunque fueron pocos los que lo advirtieran. Cuando nuestro
Señor parecía débil, demostró su fortaleza.
No olvidemos nunca que nuestro bendito Señor sufrió y murió por
su propio libre albedrío. No murió porque no pudiera evitarlo; no sufrió
porque no tuviera otra escapatoria. Ni todos los soldados del ejército
de Pilato habrían podido prenderle de no haberlo permitido Él mismo.
No podrían haber tocado un solo cabello de su cabeza si Él no lo
hubiera autorizado. Pero aquí, tal como sucedió a lo largo de todo su
ministerio terrenal, Jesús sufrió voluntariamente. Se había propuesto
redimirnos. Nos amaba y se entregó por nosotros deliberadamente y
de buena gana a fin de expiar nuestros pecados. Fue “el gozo puesto
delante de él” lo que le llevó a soportar la Cruz, menospreciar el
oprobio y entregarse a sus enemigos sin oponer resistencia (Hebreos
12:2). Recordemos estas cosas de corazón y sírvannos como tónico
para nuestras almas. Tenemos un Salvador que estaba mucho más
dispuesto a salvarnos que nosotros a ser salvados. Si no nos salvamos
es responsabilidad nuestra por entero. Cristo está tan dispuesto a
aceptarnos y perdonarnos como lo estuvo a entregarse como
prisionero, derramar su sangre y morir.
En tercer lugar, en estos versículos vemos la delicadeza con que
nuestro Señor vela por la seguridad de sus discípulos. Hasta en este
momento crítico, a las puertas de experimentar un sufrimiento
indecible, no se olvidó del pequeño grupo de seguidores que le
rodeaban. Recordó su debilidad. Sabía lo poco preparados que estaban
para afrontar la dura prueba del palacio del sumo sacerdote y el
pretorio de Pilato. Les proporciona, gracias a Dios, una vía de escape:
“Si me buscáis a mí, dejad ir a éstos”. Parece sumamente probable que
estas palabras también fueran acompañadas de una influencia
milagrosa. En cualquier caso, no se toco un solo cabello de las cabezas
de los discípulos. A pesar de que se prendió al Pastor, las ovejas
pudieron escapar indemnes.
Es indudable que este incidente constituye un instructivo ejemplo
de la forma en que nuestro Señor trata a su pueblo aun hoy día. No les
“dejará ser tentados más de lo que [puedan] resistir”. Aplacará los
vientos y tempestades con sus manos y no permitirá que los creyentes
sean destruidos por completo, por muchos golpes y adversidades que
sufran. Vigila atentamente a todos sus hijos e, igual que un sabio
doctor, administra la cantidad exacta de pruebas que son capaces de
sufrir. “No perecerán jamás, ni nadie las arrebatará de mi mano” (Juan
10:28). Acudamos perennemente a esta valiosa verdad. Nuestro Señor
nos observa hasta en los momentos más difíciles y nuestra seguridad
final está garantizada.
En último lugar, vemos la sumisión absoluta de nuestro Señor a la
voluntad de su Padre. Hay un pasaje en el que leemos que dice: “Padre
mío, si es posible, pase de mí esta copa”. Luego, en otro versículo,
dice: “Si no puede pasar de mí esta copa sin que yo la beba, hágase tu
voluntad”. Comoquiera que sea, aquí presenciamos una aquiescencia
aún más profunda: “La copa que el Padre me ha dado, ¿no la he de
beber?” (Mateo 26:39–42).
Consideremos esta forma de pensar un patrón para todos los que
profesen ser cristianos. Por lejos que nos quedemos del ejemplo del
Maestro, hagamos de esto la meta a la que aspirar constantemente.
Una de las grandes causas de infelicidad en este mundo es la
obstinación de salirnos con la nuestra y hacer solamente lo que nos
gusta. En cambio, uno de los grandes secretos para disfrutar de paz es
encomendarnos a Dios en oración y pedirle que sea Él quien decida al
respecto. El hombre verdaderamente sabio es aquel que ha aprendido
a decir en cada momento de su viaje: “Dame lo que desees, ponme
donde desees y haz conmigo lo que desees; pero no sea mi voluntad,
sino la tuya”. Este es el hombre semejante a Cristo. Fue el deseo de
anteponer su propia voluntad lo que llevó a Adán y Eva a caer e
introdujo el pecado y la desdicha en el mundo. La mejor preparación
para ese Cielo donde Dios lo será todo es la sumisión absoluta a su
voluntad.
Notas: Juan 18:1–11
V. 1: [Habiendo dicho Jesús estas cosas]. Considero que “estas cosas” a
las que se hace referencia incluyen el sermón de los capítulos 15 y 16,
después que nuestro Señor se hubiera levantado de la mesa, así como la
oración del 17.
Observa Henry: “El oficio del sacerdote era enseñar, orar y ofrecer
sacrificios. Cristo, después de haber enseñado y orado, se prepara a sí mismo
para la expiación. Ya había dicho todo lo que tenía que decir como profeta.
Ahora pasa a su obra como sacerdote”.
[Salió con sus discípulos]. Esto plantea la pregunta: “¿De dónde salió?”, la
cual ha recibido multitud de respuestas.
Muchos —como Cirilo, Ecolampadio, Maldonado, Doddridge y Ellicott—
piensan que tan solo significa que salió de la habitación donde había
celebrado la Cena del Señor y pronunciado su sermón de despedida y su
oración. Los defensores de esta tesis sostienen que nuestro Señor no llegó a
salir de la habitación cuando, al final del capítulo 14, dijo: “Levantaos, vamos
de aquí” y que probablemente prosiguió con su sermón y oró en pie. Esta,
cuando menos, parece una interpretación bastante antinatural.
Algunos —como Burgon— piensan que nuestro Señor pronunció la última
parte de su sermón y su oración en el recinto del Templo, y que estas
palabras significan que salió de él. Comoquiera que sea, esto parece bastante
improbable. Sabemos que era “de noche” (Juan 13:30). No existen pruebas
de que las personas se reunieran por la noche en el recinto del Templo.
A mi modo de ver, la interpretación más verosímil es que, tras haber
concluido su sermón y su oración y abandonar la habitación donde se celebró
la Cena del Señor al final del capítulo 14, Jesús habló y oró cerca de las
puertas de acceso a la ciudad o en los límites de sus murallas. Cuando dijo:
“Levantaos, vamos de aquí”, abandonó la habitación. Luego, tras llegar a un
lugar tranquilo cerca de las murallas, prosiguió con su sermón y oró. Después
de eso, “salió” de la ciudad. Considero que esta es la explicación más
plausible.
[Al otro lado del torrente de Cedrón]. El Cedrón aquí mencionado es el
mismo que se menciona en el Antiguo Testamento. El término “torrente”
significa en realidad “torrente estacional”, y eso es lo que es el Cedrón,
según los testimonios de todos los viajeros que visitan la zona. Salvo durante
el invierno o en época de lluvias, no se trata más que de un cauce seco. Está
situado al este de Jerusalén, entre la ciudad y el monte de los Olivos. Es el
mismo Cedrón por el que pasó David llorando cuando se vio obligado a
abandonar Jerusalén por causa de la rebelión de Absalón (cf. 2 Samuel
15:23). Es el mismo Cedrón junto al que Asa quemó el ídolo de su madre
Maaca (cf. 2 Crónicas 15:16) y al que Josías arrojó el polvo de los altares
idólatras que había destruido (cf. 2 Reyes 23:12).
Afirma Lampe que el camino seguido por nuestro Señor para abandonar la
ciudad fue el mismo que seguía cada año Azazel, el chivo expiatorio, cuando
era enviado al desierto el gran día de la expiación.
Afirma el obispo Andrews que “la primera brecha que abrieron los
romanos en la toma de Jerusalén por Tito fue en el torrente de Cedrón, donde
prendieron a Cristo”. Comoquiera que sea, esta es una afirmación más bien
dudosa.
[Donde había un huerto […], discípulos]. Pocas dudas pueden caber de
que este huerto es el mismo que el “lugar que se llama Getsemaní”. No
sabemos de qué clase de huerto se trataba, a menos que fuera un olivar.
Probablemente no se tratara de un jardín con flores, sino simplemente una
parcela vallada donde los árboles crecían protegidos del ajetreo de la ciudad.
Tampoco sabemos si se trataba de un lugar público o si era una propiedad
privada. Conjetura Hengstenberg que “el propietario del lugar debía
mantener alguna clase de relación especial con Jesús” y esto explica que lo
frecuentara tanto. También conjetura que el “joven” mencionado en Marcos
14:51–52 debió de pertenecer a la familia del propietario. Comoquiera que
sea, no son más que simples conjeturas.
La mayoría de los comentaristas coincide en señalar el curioso hecho de
que Adán y Eva cayeran en un huerto y que la pasión de Cristo comenzara en
un huerto, su sepultura se produjera en un huerto y fuera crucificado también
en un huerto (cf. Juan 19:41).
Señala Agustín: “Era oportuno que la sangre del Médico se derramara allí
donde comenzó la enfermedad del hombre en primera instancia”.
Señala Gualter que todo lo que rodeaba al primer Adán en el huerto de
Edén era placentero y que, sin embargo, cayó. El segundo Adán estaba
rodeado de una situación difícil y angustiosa y, sin embargo, fue un glorioso
Vencedor.
Debemos tener en cuenta que, en su Evangelio, Juan pasa completamente
por alto la agonía en Getsemaní, y no debemos dudar que esto obedece a
sabios motivos. No obstante, es obvio que se produjo en este punto del
relato. El orden de los acontecimientos es el siguiente: primero la Cena del
Señor; luego el largo sermón que solo Juan documenta; después la
maravillosa oración; a continuación el paso del Cedrón para llegar al huerto;
después la agonía; y finalmente la llegada de Judas y el prendimiento de
nuestro Señor. Está claro, pues, que en el relato del Evangelio según S. Juan
se produce un paréntesis en este punto y debemos suponer un intervalo para
la agonía de nuestro Señor después que “salió” de la ciudad y cruzó el
Cedrón. Esto significaría que la llegada de Judas y los soldados se produjo
bien entrada la noche.
Lightfoot cita un curioso hecho relatado por un autor judío: la sangre de
los sacrificios del Templo fluía por un desagüe hasta el Cedrón y se vendía a
los jardineros para fertilizar sus huertos. Después de haber sido consagrada,
la sangre no podía recibir una utilidad común sin que fuera pecaminoso, de
modo que los jardineros pagaban por ella el equivalente a una ofrenda por el
pecado. De ser cierto, es un hecho curioso.
V. 2: [Y también Judas, etc.]. Este versículo es uno de los comentarios
explicativos propios de Juan. Nos dice que este huerto era un lugar en el que
nuestro Señor y sus discípulos acostumbraban a reunirse cuando subían a
Jerusalén en las grandes fiestas judías. En tales épocas se producían grandes
aglomeraciones de adoradores y muchos habían de contentarse con el cobijo
que les ofrecían árboles y rocas al aire libre. Es a esto a lo que Lucas parece
referirse cuando dice: “De noche, saliendo, se estaba en el monte que se
llama de los Olivos” (Lucas 21:37). Si exceptuamos la institución de la Cena
del Señor, no se hace ninguna mención de que nuestro Señor se quedara en
alguna casa de Jerusalén.
Comenta Crisóstomo: “Esto deja de manifiesto que, por regla general,
nuestro Señor solía dormir al aire libre”.
Piensa Bucero que Judas debía conocer bien el lugar donde nuestro Señor
solía orar. Los hábitos de oración de nuestro Señor eran tan conocidos como
los de Daniel.
El hecho de que Judas el traidor “[conociera] aquel lugar” y nuestro Señor
fuera allí deliberadamente evidencia tres cosas. Una es que nuestro Señor
fue a su muerte de forma voluntaria; fue al “huerto” siendo plenamente
consciente de que Judas conocía el lugar. Por otro lado, que nuestro Señor
tenía el hábito de ir a este huerto con tal frecuencia que Judas sabía a ciencia
cierta que le hallaría allí. Otra es que el corazón de Judas tenía que estar
extremadamente endurecido cuando utilizó el conocimiento de este huerto,
donde tantos momentos de paz espiritual había presenciado, para traicionar
a su Maestro. ¡Lo tenía asociado a cosas espirituales y, sin embargo, utilizó
este conocimiento para fines malignos!
¿No nos muestra este versículo que no tiene nada de malo o vergonzoso
preferir un lugar a otro para nuestra comunión con Dios? Hasta nuestro
bendito Señor tenía un lugar especial, cerca de Jerusalén, al que acudía con
mayor frecuencia que a otros. Difícilmente se puede reconciliar con este
versículo la idea de algunos de que no importa el lugar donde adoramos y
que es erróneo y nada espiritual preferir un asiento en la iglesia a otro.
V. 3: [Judas, pues, tomando una compañía, etc.]. Este versículo da
comienzo al relato que hace Juan de las circunstancias que rodearon el
prendimiento y la posterior pasión de nuestro Señor Jesucristo. Todo lector
atento observará que Juan pasa completamente por alto ciertas cuestiones
de la historia que los otros tres Evangelistas sí mencionan, y la menor de
ellas no es la entrega que hizo Judas de nuestro Señor a los sacerdotes a
cambio de dinero. Pero es obvio que Juan da por supuesto que sus lectores
estaban familiarizados con los otros tres Evangelios y hace especial hincapié
en las cuestiones que no se mencionan en ellos.
La expresión “compañía de soldados” no puede significar más que el
“destacamento de soldados romanos” que Pilato había prestado a los
sacerdotes para la ocasión. Algunos piensan que significa literalmente “una
cohorte”, que era la décima parte de una legión y constaba de cuatrocientos
o quinientos hombres. Comoquiera que sea, esto parece bastante dudoso. Sin
embargo, Mateo habla de la venida de Judas diciendo que había “con él
mucha gente” (Mateo 26:47).
Los “alguaciles” eran los siervos judíos de los sacerdotes y los fariseos
que acompañaban a los soldados romanos. El grupo encabezado por Judas
constaba, pues, de dos partes bien diferenciadas: los soldados romanos
procedentes de la guarnición de Jerusalén y los siervos judíos que habían
reunido los dirigentes judíos. Los gentiles y los judíos estuvieron implicados,
pues, por igual en el arresto. Probablemente se tratara de una partida
bastante numerosa por temor a que los judíos galileos, supuestamente a
favor de nuestro Señor, intervinieran con la intención de rescatarle. En el
momento de la Pascua había un gran número de ellos en Jerusalén, y tras la
entrada triunfal de nuestro Señor en la ciudad es muy posible que los
sacerdotes temieran alguna clase de oposición a su prendimiento.
Señala Crisóstomo que “estos hombres habían intentado arrestarle varias
veces sin éxito. Así, queda claro que esta vez se rindió de forma deliberada”.
A primera vista parecería que las “linternas y antorchas” eran
innecesarias, dado que durante la Pascua había luna llena. Sin embargo, no
cabe duda de que las portaban para buscar a nuestro Señor en caso de que
intentara esconderse entre las rocas o los árboles, y en un valle profundo
habría multitud de lugares oscuros y en sombras.
Las “armas” probablemente hacen referencia a los siervos judíos de los
sacerdotes. Es inconcebible que los soldados romanos fueran desarmados a
alguna parte. Por temor a que se ofreciera alguna resistencia, la facción judía
del grupo también iba armada.
Señala Burkitt la actividad y la energía de los hombres malvados. “Justo
cuando Pedro, Santiago y Juan dormían en el huerto, Judas y sus sanguinarios
seguidores se reunían y maquinaban un asesinato”.
La confianza que tenía Judas en que nuestro Señor se encontrara en el
huerto muestra con claridad lo familiarizado que estaba con los hábitos de
nuestro Señor cuando este visitaba Jerusalén.
V. 4: [Pero Jesús, sabiendo […] le habían de sobrevenir]. Esta frase
muestra la absoluta presciencia que tenía nuestro Señor con respecto a todo
lo que había de acontecerle. Jamás hubo alguien que sufriera de manera más
deliberada y voluntaria que nuestro Señor. Una traducción más literal de la
expresión “las cosas que le habían de sobrevenir” sería “las cosas que le
sobrevenían”, en presente.
Hasta los mejores mártires como Ridley y Latimer no sabían con certeza
cuál sería el momento de su muerte, o si quizá ocurriría algo que hiciera
cambiar de idea a sus perseguidores y les salvara la vida. Nuestro Señor era
plenamente consciente de que su muerte era segura por el consejo
determinado de Dios y su presciencia.
Ford cita la afirmación de Pinart de que “lo más terrible de los
sufrimientos de Cristo era la plena conciencia que tenía de los sufrimientos
que habría de soportar. Desde el primer momento presintió los latigazos, las
espinas, la Cruz y la terrible agonía que le aguardaba. Cada vez que veía un
cordero o un sacrificio en el Templo recordaba que Él era el Cordero de Dios y
que habría de ser ofrecido en sacrificio”.
[Se adelantó]. Esto significa que nuestro Señor salió del lugar del huerto
donde se encontraba y no esperó a que el grupo de Judas lo encontrara. Lejos
de eso, se presentó cara a cara ante ellos. Tan solo el efecto de esta acción
ya debió de sorprender a los soldados. Esto les haría sentir de inmediato que
no se encontraban ante una persona común.
Comenta Henry: “Cuando el pueblo intentó obligarle a llevar una corona y
deseó convertirle en Rey, Él se apartó y se escondió” (Juan 6:15). Sin
embargo, cuando vinieron a llevarle por la fuerza a la Cruz, Él se entregó.
Vino a este mundo a sufrir y se fue al otro a reinar”.
Lampe hace la observación de que el primer Adán se escondió en el
huerto, mientras que el segundo Adán salió al encuentro de sus enemigos. El
primero se sentía culpable, el segundo era inocente.
[Y les dijo: ¿A quién buscáis?]. Jesús mismo fue el primero en hablar y no
esperó a ser desafiado o a que le pidieran que se rindiera. No cabe duda que
esta pregunta dejó estupefacto al grupo de Judas y preparó el camino para el
tremendo milagro que iba a producirse. Sin duda, los soldados tuvieron que
sentir que esas no eran las palabras o la conducta de un malhechor o un
hombre culpable.
V. 5: [Le respondieron: A Jesús nazareno]. Esto se traduciría más
literalmente como “Jesús el nazareno”. Sin duda, cuesta creer que los que
dijeron esto supieran que era Jesús mismo quien les hablaba. Parece que
desconocieran el aspecto físico de nuestro Señor o fueran incapaces de
pensar que aquel valeroso interlocutor era el prisionero que venían a prender.
El hecho de que, tal como relatan Mateo y Marcos, Judas les hubiera dado
una señal, “al que yo besare, ése es”, demuestra que muchos miembros del
grupo eran extranjeros o forasteros y no habían visto nunca a nuestro Señor.
Esta señal, pues, no se había dado aún. Probablemente ni siquiera dio tiempo
a ello. La aparición de nuestro Señor y su pregunta se habían producido tan
repentinamente que tomaron a todo el grupo desprevenido.
Crisóstomo, Cirilo, Teofilacto, Gualter, Brentano, Gerhard y Ferus piensan
que nuestro Señor cegó milagrosamente los ojos de la partida para que no lo
reconocieran, tal como hizo Eliseo con los sirios (cf. 2 Reyes 6:18). Tenían
antorchas y debían haber reconocido su voz, pero parecían incapaces de
reconocerle. Musculus es de la opinión de que no le reconocieron y pensaron
que era algún discípulo.
[Jesús les dijo: Yo soy]. Nuestro Señor reconoce aquí clara y
valerosamente que es la persona que están buscando. Debió de resultar una
afirmación de lo más sorprendente.
Algunos han llegado a creer que se trata de una referencia intencionada al
famoso pasaje de Éxodo donde el Señor dice: “YO SOY me envió a vosotros”
(Éxodo 3:14), a lo que sin duda nuestro Señor hace referencia en Juan 8:58.
Sin embargo, parece muy dudosa una referencia así al hablar a un grupo de
hombres como el que venía a prender a nuestro Señor.
[Y estaba también con ellos Judas]. No está muy claro a qué atiende esta
frase. Quizá tenga el propósito de manifestar la extremada maldad de Judas:
estuvo hombro con hombro con los enemigos de Jesús. Quizá su finalidad sea
mostrar que aun Judas mismo quedó impresionado y desconcertado ante la
valentía de nuestro Señor y no llegó a dar a sus acompañantes la señal
convenida al ser incapaz de reconocerle como le sucedió a los demás: el falso
apóstol se quedó mudo. Quizá el propósito sea mostrar que Judas mismo fue
testigo y objeto de uno de los últimos grandes milagros de nuestro Señor: él
mismo volvería a experimentar que el Maestro al que había traicionado tenía
un poder divino. Considero que esta última idea es la más probable.
V. 6: [Cuando les dijo: Yo soy, etc.]. No me cabe duda que este versículo
relata un gran milagro. No comparto lo más mínimo la idea de Alford y
algunos otros que intentan justificarlo recordándonos la maravilla y la
reverencia que un gran hombre inspira en ocasiones en mentes inferiores.
Semejante teoría no bastaría para explicar el hecho del que aquí se deja
constancia: que los soldados romanos y los siervos de los sacerdotes
“retrocedieron y cayeron a tierra” al oír a nuestro Señor decir: “Yo soy”. Los
soldados romanos en particular no sabían nada de nuestro Señor y no tenían
motivos para temerle. La única explicación razonable es que fue un milagro.
Nuestro Señor ejercitó por última vez ese mismo poder divino con el que
calmó tormentas, echó demonios, curó a los enfermos y resucitó a los
muertos. Y fue un milagro que se obró precisamente en este momento a fin
de mostrar a los discípulos y sus enemigos que nuestro Señor no sería
prendido ni crucificado porque no pudiera evitarlo, sino porque estaba
dispuesto a sufrir y a morir por los pecadores. Vino a sufrir voluntariamente
por nuestros pecados, para que las Escrituras se cumplieran (cf. Mateo
26:53). Da la impresión de que la milagrosa influencia ejercida por nuestro
Señor tuvo como efecto que las personas del grupo de los que habían venido
para prenderle cayeran a tierra como atravesadas por un rayo, aunque sin
morir, quedando así tan completamente impotentes que nuestro Señor y sus
discípulos podrían haber escapado con facilidad de haberlo deseado. No se
nos dice cuánto tiempo permanecieron en este estado, aunque el final del
versículo da la impresión de que se produjo una pausa. En mi opinión queda
claro que este milagro salvó a los discípulos de ser arrestados e impresionó
de tal forma al grupo de Judas que se dieron por satisfechos con prender
únicamente a nuestro Señor y, o bien permitieron deliberadamente que los
Once se marcharan o, en su temor de que se produjera una nueva
manifestación de ese poder milagroso, no les prestaron atención y dejaron
que se escaparan. También es igualmente cierto que dejaron a toda la partida
de Judas completamente sin excusa. No podían decir que carecían de
pruebas del poder divino de nuestro Señor: lo habían experimentado en carne
propia.
Burgon ve en este incidente un eco de las palabras proféticas del
Salmista: “Cuando se juntaron contra mí los malignos, mis angustiadores y
mis enemigos, para comer mis carnes, ellos tropezaron y cayeron” (Salmo
27:2).
Señala Agustín: “¿Qué hará cuando venga a juzgar Aquel que hizo esto
cuando estaba a punto de ser juzgado? ¿Qué poder tendrá cuando venga a
reinar Aquel que tenía este poder cuando estaba a punto de morir?”.
El intento de algunos de atenuar el carácter milagroso de este incidente
citando la clásica historia del soldado lleno de espanto ante la aparición del
general romano Cayo Mario es endeble y parece una excusa. Toda una
cohorte de soldados romanos no caería a tierra sin que mediara un poder
milagroso. Si esto no fue un milagro, se trata de un acontecimiento
completamente inexplicable y contrario al sentido común.
V. 7: [Volvió, pues, a preguntarles, etc.]. Nuestro Señor repite aquí su
pregunta como si quisiera poner a prueba el efecto de la milagrosa
demostración de poder que acababa de hacer a sus enemigos. Pero estaban
endurecidos como Faraón y los egipcios cuando sufrieron las milagrosas
plagas de Egipto. Tan pronto como se hubieron levantado demostraron que, a
pesar de estar asustados, no habían cambiado de intención. Seguían
teniendo el propósito de prender a Jesús de Nazaret.
V. 8: [Respondió Jesús […]: yo soy]. La dignidad y la calma de nuestro
Señor en este punto son ciertamente extraordinarias. Siendo plenamente
consciente de los insultos y el maltrato que había de sufrir en las siguientes
horas, repite su afirmación: “Yo soy a quien buscáis. Observadme: aquí estoy,
dispuesto a entregarme a vosotros”.
[Pues si me buscáis […] ir a éstos]. Esta frase muestra de forma
extraordinaria la delicadeza de nuestro Señor hacia sus débiles discípulos.
Hasta en esta difícil coyuntura pensaba más en el resto que en sí mismo. “Si
solo buscáis prenderme a Mí, si vuestro cometido consiste en apresarme
exclusivamente a Mí, entonces dejad que mis seguidores se marchen y no los
dañéis”. Sin duda, una vez más, un poder milagroso acompañó a estas
palabras y se contuvo de forma inadvertida a los enemigos de nuestro Señor
de tal forma que dejaron escapar a los discípulos.
Aquí se manifiesta con gran belleza el cuidado y la consideración que
demuestra el gran Sumo Sacerdote por su pueblo, lo que sin duda los Once
recordarían mucho después. Les vendría a la memoria que el último
pensamiento de su Maestro antes de ser prendido estuvo dedicado a ellos y a
su seguridad.
Este pasaje enseña claramente el poder protector de Cristo para con todo
su pueblo.
Señala Jansen que la seguridad de Pedro, a pesar de haber atacado con su
espada y haber entrado en el palacio del sumo sacerdote, así como la
seguridad de Juan, a pesar de haber estado junto a la Cruz, se deben a esta
petición.
Besser, citando a Lutero, dice que este fue un milagro tan grande como el
que llevó al grupo de perseguidores a caer a tierra. Paralizar al grupo de
Judas y evitar que tocaran a sus discípulos fue una tremenda demostración
de poder divino.
V. 9: [Para que se cumpliese aquello, etc.]. En este versículo hallamos uno
de esos comentarios parentéticos que tanto se prodigan en el Evangelio
según S. Juan. Nos recuerda que la intervención de nuestro Señor para
garantizar la seguridad de sus discípulos en este momento crítico no hacía
sino cumplir la expresión que había utilizado en su oración: Ninguno de ellos
se perdió.
Hay algunos que ven una dificultad en este pasaje y plantean la objeción
de que, en su oración, nuestro Señor habla de la salvación eterna, mientras
que aquí solo habla de una seguridad terrenal. Sin embargo, se trata de una
objeción infundada. La protección de nuestro Señor a sus discípulos no solo
incluía el fin, sino también los medios. Uno de los medios para protegerlos del
naufragio absoluto de su fe era protegerlos de una tentación superior a sus
fuerzas. Nuestro Señor era consciente de que serían tentados de esa forma y
que sus almas no eran lo suficientemente fuertes como para soportarlo. Si
hubieran sido prendidos y llevados ante Caifás y Pilato junto con Él, su fe se
habría venido abajo. Así, pues, les proporciona una vía de escape y frustra los
planes de sus enemigos para que los “dejaran ir”. De esta manera cumplió lo
que había dicho en oración. No dejó que ninguno de ellos se perdiera. En
términos humanos se habrían perdido de no haber recibido una vía de escape
que les evitara soportar una tentación superior a sus fuerzas. Además del
gran fin de la salvación eterna, el cuidado de Jesús hacia su pueblo le
proporciona también los medios para perseverar en la fe.
Comenta Calvino: “El Evangelista no habla únicamente de la vida física,
sino que quiere decir que Cristo, al librarlos transitoriamente, pensaba en su
salvación eterna. Si tenemos en cuenta su debilidad, ¿qué pensamos que
habrían hecho solos de haber sido puestos a prueba? Cristo decidió que no
sufrirían ninguna prueba que excediera sus capacidades y los rescató de la
destrucción eterna”.
Parece probable que el “beso” de Judas y su saludo a su Maestro se
produjeran en este momento de la historia. En todo caso, cuesta creer que
Judas besara a nuestro Señor cuando este “se adelantó” y sorprendió al
grupo saliendo a su encuentro. No parece que diera tiempo para este saludo
ni es plausible que Judas besara a nuestro Señor antes de caer a tierra. El
hecho de que nuestro Señor les preguntara varias veces que a quién
buscaban tampoco transmite la impresión de que la comitiva le hubiera
reconocido o hubiera recibido alguna clase de señal de Judas. Estas no son
más que puras conjeturas y reconozco que se trata de una cuestión dudosa.
En lo que a mí concierne, me veo impulsado a pensar que Judas besó a
nuestro Señor y que el prendimiento tuvo lugar tan pronto como el grupo de
soldados se hubo recuperado de la conmoción. Este es el orden en que se
produjeron los acontecimientos según Crisóstomo, Cirilo, Teofilacto, Gerhard,
Jansen, Lightfoot, Stier y Alford.
V. 10: [Entonces Simón Pedro, que tenía una espada, etc.]. Los cuatro
Evangelistas dejan constancia de este acontecimiento, pero solo Juan
especifica que fue Pedro quien asestó el golpe y Malco quien lo recibió. Es
probable que la razón que se suele aducir sea la correcta, esto es, que el
Evangelio según S. Juan se escribió con posterioridad a los otros tres, cuando
Pedro y Malco ya habían muerto y sus nombres se podían mencionar sin
ningún problema.
Este acto de Pedro manifiesta su carácter impetuoso. Actúa
precipitadamente, con fervor y celo, sin tener en cuenta las consecuencias;
pero pronto se le enfriarán los ánimos y se acobardará. La religiosidad más
profunda no es la de quienes son más enérgicos y fervorosos. Juan nunca
golpeó a nadie con una espada, pero jamás negó al Señor; y estuvo al pie de
la Cruz cuando Él murió.
La expresión “al siervo” parece indicar que Malco era alguien con cierto
renombre por su trabajo al servicio de Caifás.
No está muy claro si la oreja fue cercenada por completo o si quedó
colgando, lo cierto es que brindó a nuestro Señor la oportunidad de obrar su
último milagro de curación física. Lucas nos dice que “tocó” la oreja y esta
sanó de inmediato. Nuestro Señor hizo el bien a sus enemigos y dio pruebas
de su poder divino hasta el mismísimo fin de su ministerio. Sin embargo, sus
endurecidos enemigos hicieron caso omiso. Los milagros no convierten a
nadie por sí solos. Tal como sucedió con Faraón, parece que con algunos solo
sirven para incrementar su maldad y endurecerlos más.
Sin duda Pedro tenía la intención de matar a Malco con su golpe,
probablemente destinado a la cabeza. Quizá solo su estado de agitación y la
intervención especial de Dios evitaron que le arrebatara la vida y pusiera en
peligro la suya propia así como la de sus condiscípulos. Quién sabe lo que
habría sucedido de haber muerto Malco.
Señala Musculus cómo Pedro parece olvidar por completo las frecuentes
predicciones de su Maestro de que habría de ser entregado a los gentiles y
condenado a muerte, y se comporta como si pudiera evitar lo que se
avecinaba. Está claro que se trató de un acto impulsivo en el que no medió
una reflexión previa. Muchas veces, cuando el celo no está en consonancia
con los conocimientos, las personas se comportan neciamente para luego
tener que arrepentirse de ello.
V. 11: [Jesús entonces dijo […]: vaina]. Esta es una reprensión
contundente y severa. Tiene el propósito de enseñar a Pedro, así como a
todos los creyentes de todas las épocas, que el Evangelio no se debe
propagar o sustentar por medio de armas carnales o por medio de la
violencia. Mateo añade estas solemnes palabras: “Todos los que tomen
espada, a espada perecerán”. ¡Qué reprensión más necesaria y qué veraz ha
demostrado ser esta afirmación en toda la historia de la Iglesia de Cristo!
Rara vez se justifica el llamamiento a las armas, y con frecuencia se ha vuelto
en contra de sus propios promotores. Las guerras protestantes en Europa tras
la Reforma y la guerra civil estadounidense entre el Norte y el Sur son tristes
pruebas de ello. Algunos de los mejores cristianos han muerto en el frente de
batalla. Al tomar la espada perecieron a espada.
Por alguna sabia razón, S. Juan no menciona la curación milagrosa de
Malco. Observa Burgon que, aun en este momento de aparente debilidad,
nuestro Señor hizo una demostración milagrosa a sus enemigos de su poder
y su misericordia: de su poder al hacerlos caer a tierra y de su misericordia al
curar.
[La copa […], ¿no la he de beber?]. Esta hermosa afirmación solo aparece
en el Evangelio según S. Juan. Su intención era mostrar la disposición
absoluta de nuestro Señor a beber la amarga copa de sufrimiento que tenía
ante sí. Esta expresión se debe leer siempre en relación con las otras dos
referencias que nuestro Señor había hecho poco antes a la “copa” en el
huerto de Getsemaní. Primero leemos la oración: “Si es posible, pase de mí
esta copa”. Luego llega la aceptación: “Si no puede pasar de mí esta copa sin
que yo la beba, hágase tu voluntad” (Mateo 26:39, 42). Y finalmente la
decidida aseveración de su disposición absoluta a hacer todo lo necesario:
“La copa que el Padre me ha dado, ¿no la he de beber?”. Tomadas en su
conjunto, estas tres expresiones son profundamente instructivas. Nos
muestran que, en medio de su tormento, nuestro Señor clamó en busca de
alivio. Asimismo nos revelan que, en primera instancia, su oración recibió
como respuesta la capacidad de someterse por completo a la voluntad de su
Padre. La respuesta definitiva sería que mostrase la disposición absoluta a
sufrir. ¡Qué ejemplo es este para todos los creyentes que atraviesan
dificultades! Igual que nuestro Maestro, podemos encomendarnos en oración
y esperar recibir una respuesta tal como le sucedió a Él. Esta es una gran
demostración de la capacidad de nuestro Señor para identificarse con los
creyentes que sufren. Conoció esos mismos conflictos en sus propias carnes.
Comenta Traill: “Si fuera una copa que solo los hombres me dieran a
beber, podría mostrar una renuencia justificada; si fuera una copa que me
diera a beber el diablo, la rechazaría; pero es una copa que el Padre me ha
dado a beber y debo beberla, pues; y la beberé, y además lo haré de buena
gana”.
No hay ningún otro pasaje en el que la naturaleza absolutamente
voluntaria del sufrimiento de Jesucristo por nosotros quede más
extraordinariamente de manifiesto. Reprende el intento de un discípulo
celoso de responder a la utilización de la fuerza con la fuerza. Habla de sus
sufrimientos como de una “copa” que su Padre le ha dado, que se determinó
según los designios eternos de la Trinidad y que Él bebe voluntariamente y de
buen grado. “¿No la he de beber? ¿Acaso quieres que la rechace? ¿Quieres
evitar que muera por los pecadores?”. Es mucho más maravilloso cuando
pensamos que Aquel que sufrió voluntariamente era Dios todopoderoso
además de hombre. Nada salvo la doctrina de la expiación y la sustitución
puede explicar el comportamiento de nuestro Señor en estos momentos
críticos.
Quizá a los ojos de un lector superficial de los Evangelios, nuestro Señor
sufrió obligado a ello por los judíos. Sin embargo, cuando habla de ellos en
este pasaje se muestra muy por encima de su intervención. Dice que sus
sufrimientos son la “copa que le ha dado el Padre”. ¿No debemos considerar
todos los sufrimientos de los hijos de Dios en los mismos términos?
En un comentario a este respecto, Calvino nos advierte que, si bien
debemos beber cualquier copa que el Padre nos dé, “no debemos prestar
oídos a esos fanáticos que nos dicen que no debemos intentar remediar
nuestros problemas y nuestras enfermedades para no rechazar la copa que
nos ofrece nuestro Padre celestial”.
Observa Henry en relación con el término “copa” aplicado al sufrimiento:
“Independientemente de su contenido, no se trata más que de una copa, una
cuestión relativamente secundaria. No es un mar, un mar Rojo o un mar
Muerto, puesto que no es el Infierno; es leve y solo dura un momento. Es una
copa que se nos da: los sufrimientos son dones. Nos la da el Padre, alguien
que tiene la autoridad de un Padre y no nos hace mal alguno: es el afecto de
un Padre que no nos desea ningún daño”.
Comenta Bengel que es obvio que Juan presupone que los lectores son
conocedores de los detalles mencionados por Mateo con respecto a la “copa”
que nombró nuestro Señor en oración. Paley también subraya que esta
expresión es una de esas “coincidencias casuales” de la Escritura.
Juan 18:12–27

En esta parte del relato de S. Juan acerca de los sufrimientos de Cristo


nos ceñiremos a tres cuestiones que destacan por encima de las
demás.
Por un lado, adviértase la asombrosa dureza de los inconversos.
Aquí constatamos la clase de hombres que prendieron a nuestro Señor.
Probablemente algunos de ellos fueran soldados romanos y otros
siervos judíos de los sacerdotes y los fariseos, pero todos tenían algo
en común. Ambos grupos asistieron a una demostración del poder
divino de nuestro Señor cuando “retrocedieron, y cayeron a tierra”. El
Evangelio según S. Lucas nos dice que ambos vieron un milagro
cuando Jesús tocó la oreja de Malco y le curó. Sin embargo, ambos
quedaron impertérritos e indiferentes, como si no hubieran visto nada
que se saliera de lo común. Prosiguieron fríamente con su mezquina
tarea. “Prendieron a Jesús y le ataron”.
En ocasiones, el grado de endurecimiento e insensibilidad al que
puede llegar la conciencia de una persona cuando se viven veinte o
treinta años sin tener el más mínimo contacto con la religión puede ser
verdaderamente espantoso. Parece como si Dios y todo lo relacionado
con Él se perdiera de vista y no se tuviera en cuenta. El mundo y las
cosas del mundo parecen absorber toda su atención. En tales casos,
bien podemos pensar que un milagro sería de poca o nula utilidad, tal
como vemos en este pasaje. Lo ven como un animal observa un
paisaje hermoso sin que este deje la más mínima huella en su corazón.
El que piense que la visión de un milagro le convertiría en un cristiano
convencido tiene mucho que aprender.
No nos sorprendamos ante los casos de dureza e incredulidad que
presenciemos en nuestra propia época. Esos casos se dan
continuamente entre esas personas que, ya sea por su profesión de fe
o su situación, están completamente apartadas de los medios de
gracia. Tras veinte o treinta años de irreligiosidad absoluta, sin la
influencia del domingo, la Biblia o la enseñanza cristiana, el corazón de
un hombre puede quedar duro como la piedra, aparentemente sin
conciencia, sin sentimientos. Por tristes que sean estos casos, no
debemos considerarlos patrimonio exclusivo de nuestros tiempos. Ya
existieron en presencia de Cristo mismo y seguirán existiendo hasta su
regreso. La iglesia que permita el crecimiento de un paganismo
práctico entre sus cristianos profesantes no debe sorprenderse si
presencia una cosecha de incredulidad práctica.
Por otro lado, adviértase la asombrosa condescendencia de nuestro
Señor Jesucristo. Asistimos al prendimiento del Hijo de Dios como si
fuera un malhechor; se le presenta ante jueces malvados e injustos; se
le insulta y se le trata con desprecio. ¡Y, sin embargo, este prisionero,
que no oponía resistencia alguna, no tenía más que desear su libertad
para conseguirla de inmediato! No tenía más que ordenar la confusión
de sus enemigos para que estos le dejaran marchar. Por encima de
todo, era alguien plenamente consciente de que, un día, Anás y Caifás
y todo su séquito tendrían que presentarse ante el trono del Juicio y
recibirían una condena eterna. ¡Sabía todo eso y, sin embargo,
condescendió en ser tratado como un malhechor sin ofrecer resistencia
alguna!
Comoquiera que sea, hay algo muy claro, y es que el amor de Cristo
hacia los pecadores “excede a todo conocimiento”. Sufrir por aquellos
a quienes amamos y que, en un sentido, son dignos de nuestros
sentimientos es un sufrimiento comprensible. Someternos al maltrato
en silencio cuando no podemos hacer otra cosa es una sumisión sabia
y prudente. Sin embargo, sufrir voluntariamente cuando podemos
evitarlo y sufrir por un mundo de pecadores incrédulos e impíos sin
que ellos lo pidan o lo agradezcan es una conducta que escapa al
entendimiento humano. No olvidemos nunca, al leer la maravillosa
historia de la Cruz de Cristo y su pasión, que esta es la belleza especial
de sus sufrimientos. Si fue prendido y llevado a rastras ante el Sumo
Sacerdote no fue por su desvalimiento, sino porque había tomado la
determinación de salvar a los pecadores: cargando con sus pecados,
siendo tratado como un pecador y siendo castigado en su lugar. Se
convirtió en un prisionero por su propia voluntad para que pudiéramos
ser libres. Fue procesado y condenado voluntariamente para que
nosotros fuéramos absueltos y declarados inocentes. “Por amor a
vosotros se hizo pobre, siendo rico, para que vosotros con su pobreza
fueseis enriquecidos”; “al que no conoció pecado, por nosotros lo hizo
pecado, para que nosotros fuésemos hechos justicia de Dios en él” (1
Pedro 3:18; 2 Corintios 8:9; 5:21). Sin duda, si hay alguna doctrina del
Evangelio que se deba conocer es la doctrina de la sustitución de
Cristo. Sufrió y murió voluntariamente, sin ofrecer resistencia, porque
sabía que había venido para ser nuestro sustituto y comprar nuestra
salvación por nosotros.
En último lugar, adviértase la increíble debilidad que puede
demostrar un cristiano verdadero. Esto queda ejemplificado de forma
extraordinaria en la conducta del apóstol Pedro. Vemos cómo ese
famoso discípulo abandona a su Maestro y se comporta cobardemente;
cómo huye cuando tendría que haber estado a su lado; cómo se
avergüenza de pertenecer a Él cuando tendría que haberle confesado;
y en último lugar, cómo le niega en tres ocasiones. Y esto se produce
inmediatamente después de haber recibido la Cena del Señor, después
de escuchar el sermón y la oración más conmovedores que haya oído
un mortal, después de las advertencias más claras que cabe imaginar,
ante una tentación que no era demasiado fuerte. “Señor —bien
podemos decir— ¿Qué es el hombre, para que tengas de él memoria?”;
“el que piensa estar firme, mire que no caiga” (Salmo 8:4; 1 Corintios
10:12).
Es indudable que la caída de Pedro tiene el propósito de ser una
lección para toda la Iglesia de Cristo. Se deja constancia de ella para
que aprendamos y no corramos la misma suerte trágica. Es un faro que
la Escritura erige afortunadamente a fin de evitar el naufragio de otros.
Nos muestra el peligro que entraña el orgullo y confiar en nosotros
mismos. Si Pedro no hubiera estado tan seguro de que, a pesar de que
todos negaran a Cristo, él jamás lo haría, es probable que nunca
hubiese caído. También nos muestra el peligro de la pereza. Si Pedro
hubiera estado en guardia y hubiera orado cuando nuestro Señor le
aconsejó que así lo hiciera, habría disfrutado de gracia con que
enfrentarse a la adversidad. Por último, nos muestra la perniciosa
influencia del temor al hombre. Pocas son quizá las personas
conscientes de que temen más al hombre que ven que al ojo de Dios, a
quien no ven. Estas cosas están escritas para advertencia nuestra.
Recordemos a Pedro y seamos sabios.
Después de todo esto, concluyamos este pasaje con la
reconfortante reflexión de que tenemos un Sumo Sacerdote
misericordioso y compasivo que puede compadecerse de nuestras
debilidades y que no quebrará la caña cascada. No cabe duda que
Pedro cayó vergonzosamente y que solo fue rehabilitado tras un
sincero arrepentimiento y verter amargas lágrimas. Sin embargo, sí fue
rehabilitado. No se le dejó a merced de las consecuencias de su
pecado ni quedó abandonado a su suerte para siempre. La misma
mano misericordiosa que le salvó cuando su fe flaqueó sobre las aguas
volvió a extenderse para rescatarle cuando cayó en el palacio del
sumo sacerdote. ¿Puede cabernos alguna duda de que se reincorporó
como un hombre más sabio y mejor? Si la caída de Pedro ha servido
para que los cristianos vean más claramente su gran debilidad así
como la gran compasión de Cristo, entonces no se dejó constancia de
ella en vano.

Notas: Juan 18:12–27


V. 12: [Entonces la compañía de soldados, el tribuno, etc.]. En este
versículo comienza el relato de lo que aconteció a nuestro Señor una vez que
cayó en manos de sus enemigos mortales. Por primera vez en su ministerio
terrenal no le vemos como un actor libre, sino sometiéndose como sufridor
pasivo y permitiendo que sus enemigos hicieran lo que deseaban. El último
milagro se ha obrado en vano, le han prendido y encadenado como un vulgar
malhechor.
El “tribuno” hace sin duda referencia al oficial romano que capitaneaba la
“compañía”, la cohorte o el destacamento que se envió para apresar a
nuestro Señor. Los “alguaciles” estaban al servicio de los sacerdotes, que los
habían enviado junto a los soldados romanos. Probablemente, con “atar” se
hace referencia a los grilletes o las cadenas con que sujetaron los brazos y
las muñecas de nuestro Señor.
V. 13: [Y le llevaron primeramente a Anás, etc.]. Ningún otro Evangelista,
a excepción de Juan, menciona este hecho. La explicación probablemente sea
esta. Durante la estancia de nuestro Señor en la Tierra, el cargo de sumo
sacerdote entre los judíos se había convertido en algo muy irregular. En lugar
de ser un cargo vitalicio, a menudo se elegía a alguien que lo ocupaba
durante un año o dos y luego era sustituido por otro. A menudo se daba el
caso de que vivían varias personas que habían ocupado el puesto, como si se
tratara de diputados modernos. Parece que en este caso Anás, después de
haber abandonado el cargo, vivió en el mismo palacio junto con su yerno
Caifás para asesorarle y aconsejarle en el desempeño de sus funciones, cosa
que su edad y su experiencia le permitían hacer. Si tenemos esto en mente,
es comprensible que se llevara a nuestro Señor “primeramente a Anás” y
luego se le presentara ante Caifás en segundo lugar. La relación entre ambos
era tan estrecha que en Lucas 3:2 leemos que Anás y Caifás eran sumos
sacerdotes. En Hechos 4:6 se denomina a Anás el “sumo sacerdote”. Sin
embargo, Juan deja claro que el año en que nuestro Señor fue crucificado era
Caifás quien ocupaba el puesto.
La terrible incoherencia de los judíos al darle tal bombo y platillo a la Ley
de Moisés cuando permitían y toleraban semejantes desviaciones de sus
preceptos en lo referente al cargo del sumo sacerdote es un curioso ejemplo
de la ceguera que demuestran muchos inconversos. Con respecto a la
existencia de dos sumos sacerdotes simultáneamente, debemos recordar
que, aun en tiempos del santo David, “Sadoc y Abiatar, [eran los] sacerdotes”
(2 Samuel 20:25). La gran irregularidad en tiempos de nuestro Señor
consistía en haber convertido el cargo en anual.
La finalidad de los judíos al presentar a nuestro Señor ante el sumo
sacerdote y el Sanedrín en primer lugar es obvia: deseaban condenarlo como
hereje y blasfemo para así denunciarle a los romanos.
Piensa Agustín que Caifás dispuso que nuestro Señor fuera llevado a Anás
en primer lugar porque era su suegro. Asimismo piensa que ambos se iban
alternando cada año en el cargo de sumo sacerdote. Calvino considera que
solo se llevó a nuestro Señor ante Anás en primer lugar porque su casa era
un lugar apropiado hasta que el sumo sacerdote y el concilio se reunieran.
Cirilo y Musculus piensan que fue Anás quien urdió y planeó todo lo que se
hizo contra Cristo.
Cirilo ubica aquí el versículo que aparece como el 24 en la mayoría de las
biblias: “Anás entonces le envió atado a Caifás, el sumo sacerdote”. Lutero,
Flacius y Beza se inclinan a favor de ello, pero es preciso decir que este
cambio carece de razones de peso.
Muchos comentaristas son de la opinión de que Jesús fue llevado a Anás
en primer lugar para demostrar a ese viejo “enemigo de toda justicia” el
éxito en el prendimiento de Aquel a quien el Sanedrín había determinado
matar. Piensan que simplemente fue mostrado a Anás y que luego se le llevó
ante Caifás. Sin embargo, lo considero improbable. Junto con Alford y Ellicott,
mi opinión es que nuestro Señor fue interrogado por Anás.
Cornelio à Lapide menciona la posibilidad de que fuera con Anás con
quien Judas acordó entregar a nuestro Señor a cambio de dinero y que,
cuando se produjo el prendimiento, Judas llevó al prisionero a la casa de Anás
para reclamar el pago de sus honorarios. Observa con perspicacia que,
después de esto, Judas ya no vuelve a aparecer en el relato del interrogatorio
de nuestro Señor.
¡Lightfoot, citando a un autor judío, dice que “en el segundo Templo, que
solo duró cuatrocientos veinte años, llegó a haber más de trescientos sumos
sacerdotes”!
Comenta Henry: “La catástrofe de Caifás fue que ocupara el cargo de
sumo sacerdote aquel año y así liderara el juicio y la ejecución de Cristo. Los
ascensos han destruido la reputación de muchos hombres; de no haber
recibido ese ascenso y ese honor, no habría quedado deshonrado”.
V. 14: [Era Caifás el que había, etc.]. Este versículo contiene uno de los
comentarios explicativos propios de Juan y, como tal, se introduce de forma
parentética. Es como si dijera: “No olvidemos que este mismo Caifás fue
quien, tras la resurrección de Lázaro, había dicho públicamente que convenía
que un hombre muriera por el pueblo. ¡Obsérvese cómo se le convierte en el
instrumento inconsciente para cumplir su afirmación, aunque de forma
radicalmente distinta al sentido que él le había dado!”. Calvino lo compara
con el caso de Balaam.
Adviértase que Dios utiliza a los grandes malvados de este mundo —como
Senaquerib, Nerón, Napoleón y María la sanguinaria— como sus hachas,
sierras y martillos a fin de llevar a cabo su obra y edificar su Iglesia, aunque
ellos mismos no tengan la menor idea de ello (cf. Isaías 10:7–15). ¡Aquí Caifás
alienta de hecho el gran sacrificio por los pecados del mundo!
V. 15: [Y seguían a Jesús Simón Pedro, etc.]. Juan pasa completamente
por alto la huida y desaparición de los discípulos. Simplemente menciona que
Pedro “seguía” a su Maestro aunque a cierta distancia, preocupado por lo que
le iba a suceder pero sin el suficiente valor para acompañarle de cerca como
discípulo. Salta a la vista que el pobre discípulo experimentaba sentimientos
encontrados. El amor hacía que la idea de huir le avergonzase. La cobardía le
llevaba a ocultar su verdadera naturaleza y a no mantenerse junto a su
Maestro. Escogió, pues, un término medio: la peor de las decisiones, como
más adelante se demostraría. Después de haber sido orgulloso cuando tenía
que haber sido humilde y de dormir cuando tenía que haber orado, no pudo
hacer nada peor que rondar la fogata, donde era susceptible de ser tentado.
Esto nos enseña la necedad del hombre cuando su gracia es débil. No existe
oración más útil que la clásica: “No nos metas en tentación”. Pedro lo olvidó.
[Y otro discípulo]. Una traducción más literal de esto sería “el otro
discípulo”. Muchos comentaristas opinan que se trataba de Juan. Esta misma
expresión se utiliza en cuatro versículos consecutivos (Juan 20:2, 3, 4 y 8),
donde se hace referencia clara a Juan. Esta es la idea de Crisóstomo, Cirilo,
Alford, Wordsworth y Burgon.
Crisóstomo y Cirilo observan que, tanto aquí como en otros pasajes, fue la
humildad de Juan lo que le llevó a ocultar su nombre. No deseaba proclamar
aquí que se había mantenido fiel mientras Pedro caía. Ferus indica que la
presencia del discípulo se menciona a fin de mostrar que Juan fue testigo
ocular de todo lo que sucedió en el interrogatorio de nuestro Señor.
[Y este discípulo era conocido […] sacerdote]. No se nos dice cómo ni por
qué se conocían, ni tampoco se nos da ninguna pista al respecto. ¡A primera
vista se antoja extraño que un humilde pescador galileo como Juan conociera
personalmente a Caifás! Por otro lado, no debemos olvidar que todo judío
devoto acudía a Jerusalén al menos en las tres grandes fiestas, y en esas
ocasiones era fácil que conociera al sumo sacerdote, máxime si se trataba de
alguien piadoso y diligente. Además, debemos recordar que Juan fue
discípulo de Juan el Bautista y que hubo una época en que “Jerusalén, y toda
Judea” acudían a este. Es posible que se conocieran en aquel entonces.
Edersheim indica que Juan era levita de nacimiento y piensa que en
Apocalipsis hay evidencia interna de ello. De ser levita, sería fácil que el
sumo sacerdote le conociera. Algunos consideran que el trabajo de Juan
como pescador le llevaría a Jerusalén por motivos laborales, donde
fácilmente entraría en contacto con la familia de Caifás. Es preciso reconocer
que todo esto no son más que conjeturas, y quizá la mejor opción sea
reconocer nuestra ignorancia. Bástenos leer que el sumo sacerdote conocía a
Juan, pero no sabemos cómo ni por qué.
Hengstenberg ofrece una explicación tan singular que es preferible dejar
constancia de ella con sus propias palabras: “El carácter de Juan nos empuja
a creer que su conocimiento del sumo sacerdote tenía un trasfondo religioso.
En su búsqueda de perlas de valor, Juan había buscado en el sumo sacerdote
lo que más adelante, tras el ministerio del Bautista, encontraría en Cristo. El
elevado concepto que había tenido del sumo sacerdote queda de manifiesto
en el hecho de que, a pesar de ser un discípulo de Cristo, atribuye un valor
profético a sus palabras (cf. Juan 11:51). En razón de su naturaleza devota,
Juan se había ganado la simpatía del sumo sacerdote de tal forma que no le
expulsó ni aun cuando este le abandonó por el verdadero Sumo Sacerdote.
Juan tampoco había abandonado a Caifás por completo. Es difícil arrancar el
amor verdadero del corazón, y mantener una consideración positiva de sus
anteriores relaciones es algo característico de Juan. Con el amor que todo lo
espera, quizá aún esperara convertir a Caifás a Cristo”. Prefiero no hacer
ningún comentario al respecto. Me parece una teoría completamente
infundada, pero quizá haya otros que, como los atenienses, gusten de lo
novedoso y la consideren más interesante que yo.
Después de todo, es justo recordar que Agustín, Gerhard, Calovio,
Lightfoot, Lampe y muchos otros consideran que la identidad de este
discípulo “conocido del sumo sacerdote” es una incógnita absoluta. Grocio y
Poole opinan que quizá fuera el dueño de la casa donde Jesús celebró la Cena
del Señor. Toledo piensa que era uno de los dueños del huerto. Bengel cree
que se trataba de Nicodemo. Un comentarista alemán indica que se trataba
de Judas Iscariote. Calvino considera sumamente improbable que un
orgulloso sumo sacerdote conociera a un pobre pescador. Sin embargo, por
otro lado, Gualter y otros conceden gran verosimilitud a la teoría de que el
trabajo de pescador de Juan le hubiera puesto en contacto con el sumo
sacerdote. Ciertamente, llama la atención que cuando se presentó a Juan
ante Anás y Caifás poco después, no parece que sepan mucho de él, salvo
que era alguien inculto e ignorante que había estado con Jesús (cf. Hechos
4:13). Es probable que nunca lleguemos a saber con certeza cuál era su
identidad.
[Y entró con Jesús al patio del sumo sacerdote]. Esta frase da a entender
que Juan acompañó a nuestro Señor, ya fuera junto a Él o con la multitud que
le rodeaba, desde el huerto donde le prendieron hasta la casa de Anás y
Caifás. Pueden caber pocas dudas de que, en primera instancia, también él
huyó si tenemos en cuenta la frase “todos los discípulos, dejándole,
huyeron”, pero es de suponer que poco después regresó y se mezcló con la
multitud que acompañaba a nuestro Señor, cosa fácil de hacer de noche y
con toda la confusión que rodeaba al acontecimiento.
Es reseñable que algunos piensen que las casas de Caifás y Anás eran
adyacentes y que compartían un mismo “patio”. Me inclino a pensar que esta
tesis es correcta y, si la tenemos en cuenta, salvaremos las diversas
dificultades que presentan los relatos de los cuatro Evangelistas cuando se
examinan con detenimiento.
V. 16: [Mas Pedro estaba fuera, a la puerta]. Esto parece indicar que, en
un primer momento, Pedro se mantuvo fuera del patio sin atreverse a entrar.
Es un pequeño detalle de la historia de su caída que los demás Evangelistas
omiten. Nuevamente le vemos experimentar sentimientos encontrados, con
una pugna entre el amor y la cobardía. ¡Bienaventurado habría sido si se
hubiera quedado fuera!
Señala Rollock que Pedro no debió quedarse junto a la puerta cuando vio
que estaba cerrada, sino que tenía que haberse marchado. “Formaba parte
de la providencia de Dios que estuviera cerrada; era una advertencia para
que se fuera, pero él no quiso. No debemos pasar por alto los obstáculos que
se interponen en nuestro camino, sino que deben hacernos reflexionar con
respecto a la legitimidad de nuestros actos”.
[Salió, pues, el discípulo […] e hizo entrar a Pedro]. Aquí vemos cómo
entró Pedro en el palacio. Fue gracias a la bienintencionada, aunque no
menos equivocada, intervención de Juan. Debió de entrever la figura de su
condiscípulo en alguno de los momentos en que se abrió la puerta y, con la
mejor de las intenciones, le hizo pasar. Está claro que Juan debía de ser
bastante conocido en la casa del sumo sacerdote, porque de otro modo no
habría bastado con hablar a la portera para lograr que entrara.
Adviértanse las equivocaciones que cometen hasta los mejores creyentes
en su trato con sus hermanos. Juan pensó que sería bueno y positivo
introducir a Pedro en la casa del sumo sacerdote. Estaba completamente
equivocado y, sin saberlo, se convirtió en un eslabón más de la cadena de
acontecimientos que le llevaron a caer. Es posible dañarnos mutuamente con
la mejor de las intenciones.
Quesnel hace este curioso comentario: “En ocasiones se piensa que se
está haciendo un gran favor a un amigo clérigo al presentarle a personajes
importantes cuando en realidad se le expone inintencionadamente al pecado
y la condenación eterna”.
V. 17: [Entonces la criada portera dijo a Pedro, etc.]. Los que están
familiarizados con las costumbres judías afirman que es una práctica común
emplear a mujeres como porteras. Así, fue una muchacha llamada Rode la
que acudió a la puerta cuando Pedro llamó a casa de María tras su milagrosa
salida de la prisión (cf. Hechos 12:13). Esto mismo podemos verlo en algunas
casas prestigiosas de París hoy día.
[¿No eres […] de este hombre? Dijo él: No lo soy]. Esta fue la primera
prueba para el valor y la fe de Pedro. Una mujer le plantea una sencilla
pregunta. No hay nada que dé a entender un tono amenazante, pero el
Apóstol se viene abajo de inmediato. Replica mintiendo lisa y llanamente: “No
lo soy”. ¡Cómo desconocemos nuestros propios corazones! Doce horas antes,
Pedro había dicho que tal mentira era imposible. “¿Qué es tu siervo, este
perro, para que haga tan grandes cosas?” (2 Reyes 8:13). No sabemos qué
impulsó a esta portera a hacer semejante pregunta. Quizá su aspecto y
vestimenta de pescador galileo, como Juan, la hicieron sospechar que
también él era un discípulo. Puede que fuera el comportamiento de Pedro lo
que la hiciera sospecharlo. Quizá el rostro del Apóstol expresara angustia y
preocupación. Quizá la mujer le hubiese visto en Jerusalén junto a Cristo.
Quizá el mero hecho de que Juan le conociera y pidiera que le dejasen entrar
le llevó a suponer que era amigo suyo e, igual que él, discípulo de Cristo.
Quizá los galileos estaban en el punto de mira y no frecuentaban las casas de
los sumos sacerdotes, dado que se les conocía por su apoyo a la causa de
Jesús de Nazaret. Puede que una de estas hipótesis sea correcta o puede que
todas ellas. Comoquiera que sea, la mujer solo planteó una sencilla pregunta,
quizá impulsada exclusivamente por la curiosidad, y el antaño gran Apóstol
cae en el pecado de inmediato. ¡Qué débiles somos cuando se nos permiten
cosechar las consecuencias de la confianza en nosotros mismos, la pereza y
la falta de oración! Vemos que hasta un apóstol fue capaz de mentir
cobardemente.
Observa Crisóstomo: “¿Qué estás diciendo, Pedro? ¿No acabas de decir:
‘Mi vida pondré por ti’? ¿Qué es lo que te ha sucedido para que no resistas ni
la pregunta de una portera? ¿Acaso te está interrogando un soldado? ¿Es uno
de los que le prendieron? No, es una pobre y mísera portera. Tampoco se
trata de un interrogatorio severo. No dice: ¿No eres tú también de los
discípulos de ese impostor? Dice ‘de ese hombre’, lo que más bien expresaba
piedad. Sin embargo, Pedro no pudo soportar ninguna de estas palabras. La
expresión ‘no eres tú también’ se debe a que Juan ya estaba en el interior”.
Comenta Agustín: “Observemos cómo el más firme pilar de la Iglesia se
arredra ante el más mínimo peligro. ¿Dónde han quedado sus valerosas
promesas, esa segura jactancia de sí mismo?”.
Brentano destaca la forma en que se manifiesta aquí el carácter impulsivo
e inestable del apóstol Pedro. Poco antes desenvaina su espada ante toda
una multitud de hombres armados. Ahora reniega de su profesión de fe
cristiana y miente ante una sola mujer.
V. 18: [Y estaban en pie […] alguaciles]. Esto parece indicar que, cuando
Pedro accedió al patio, halló a los siervos comunes y a los ayudantes de más
alto rango del sumo sacerdote en torno al fuego. Está en pluscuamperfecto:
“Habían estado en pie” o “llevaban en pie” un tiempo.
[Que habían encendido un fuego […], y se calentaban]. Todos los viajeros
que visitan Palestina comentan que, en la época de Semana Santa, las
noches en la región son tan frías que se hace necesario un fuego. Los siervos
y alguaciles se estaban calentando cuando Pedro entró.
Es reseñable que el término griego traducido como “fuego” solo se utiliza
aquí y en Juan 21:9, en el maravilloso relato de la aparición de Jesús ante los
discípulos en el mar de Galilea. Algunos, como el Henry Melville tardío,
consideran que nuestro Señor utilizó el “fuego” deliberadamente para
recordar a Pedro su caída.
[Y también […] Pedro en pie, calentándose]. El verbo empleado transmite
la idea de un acto que se prolonga durante un cierto tiempo. El Apóstol
estaba entre la multitud de enemigos de su Maestro y se calentaba como uno
de ellos, como si no tuviera otra cosa en que pensar que su comodidad física;
y mientras tanto, su amado Maestro se encontraba solo al otro extremo del
patio, aterido de frío y recibiendo el trato de un prisionero. ¿Acaso podemos
poner en duda que, movido por su miserable cobardía, Pedro deseaba
hacerse pasar por uno de los miembros del grupo que aborrecía a su Maestro
y pensaba encubrir quién era haciendo lo que ellos hacían? ¿Y quién puede
poner en duda que, mientras se calentaba las manos, sentía el frío y la
desdicha en su propia alma? “El de corazón descarriado se saciará de sus
caminos” (Proverbios 14:14, LBLA).
¡Cuántos hay que imitan a los demás y siguen a la multitud, cuando en su
fuero interno se saben equivocados!
Cirilo opina que quizá Pedro deseaba ocultar su discipulado calentándose
y aparentando comodidad entre los siervos del sumo sacerdote.
V. 19: [Y el sumo sacerdote preguntó […] discípulos y de su doctrina].
Este versículo describe el primer interrogatorio judicial al que fue sometido
nuestro Señor. Aquí se le interroga con respecto a “sus discípulos”, esto es,
quiénes eran, cuántos había, qué posición ocupaban y cómo se llamaban.
También se le pregunta con respecto a “su doctrina”, esto es, cuáles eran las
principales ideas o verdades de su credo, qué era lo que pedía a los hombres
que creyeran. La finalidad de este interrogatorio preliminar parece evidente.
Buscaba arrancarle a nuestro Señor alguna confesión que permitiera plantear
con fundamento una acusación formal por herejía ante el Sanedrín. Este
versículo presenta dos serias dificultades que es preciso considerar.
a) ¿Quién era el “sumo sacerdote” en este versículo? La mayor parte de
los comentaristas considera que se trataba de Caifás. Es el único a quien Juan
denomina el “sumo sacerdote” el año que Jesús fue crucificado. Hay unos
pocos que piensan que era “Anás” porque Juan dice que Jesús fue presentado
ante él (v. 13). A primera vista parece la interpretación más lógica del relato
y lo confirma el versículo 24. Sin embargo, esta teoría se enfrenta a una seria
objeción. De ser cierto, implicaría que Juan afirma que Anás era el sumo
sacerdote y que el Evangelista omite por completo el interrogatorio del Señor
ante Caifás y el Sanedrín. Sin embargo, a pesar de todas estas dificultades,
soy de la opinión de que esa es la interpretación correcta. Agustín,
Crisóstomo, Casaubon, Ferus, Besser, Stier, Alford y Ellicott defienden esta
tesis, aunque la mayoría de los comentaristas no lo hacen. Debemos recordar
que en Hechos se llama a “Anás” inequívocamente “el sumo sacerdote”, y
esto probablemente antes de que hubiera concluido el año de la crucifixión.
Aun en tiempos de David se denomina a Sadoc y Ahimelec “los sacerdotes”
como si ambos fueran sumos sacerdotes (2 Samuel 8:17).
b) ¿Cuál fue el interrogatorio que se documenta en este versículo? Parece
que Mateo, Marcos y Lucas lo pasan completamente por alto. Solo dejan
constancia de lo que sucedió ante Caifás, lo que, por otro lado, es la parte de
la historia que Juan omite. Parece una especie de interrogatorio preliminar
con la finalidad de preparar el caso para el Sanedrín. A pesar de la opinión
más extendida, pues, sostengo convencidamente la teoría de que el
interrogatorio que se relata aquí solo aparece en el Evangelio según S. Juan.
No solo eso, sino que también da la impresión de que fue un interrogatorio
llevado a cabo exclusivamente por Anás, con un carácter radicalmente
distinto del que se produjo “al alba” ante el Sanedrín al completo.
Comoquiera que sea, esta me parece de lejos la explicación más razonable
del pasaje, frente a las dificultades insalvables de cualquier otra.
Comenta Ellicott: “Basta con la suposición sencilla y razonable de que
Anás y Caifás ocupaban una misma residencia común, para conjugar su
testimonio y eliminar las muchas dificultades que presenta este fragmento de
las Sagradas Escrituras. De ser así, como es posible que lo sea, las palabras
de S. Juan en su Evangelio dejan pocas dudas de que hubo un interrogatorio
preliminar en el patio de Anás en el que se preguntó a nuestro Señor, quizá
en el marco de una conversación, con respecto a sus seguidores y su
enseñanza, y con un carácter privado e informal a juzgar por la conducta
brutal de uno de los alguaciles. Parece que las tres negaciones de S. Pedro
también tuvieron lugar allí”.
V. 20: [Jesús le respondió, etc.]. En este versículo, nuestro Señor hace un
retrato general de su ministerio con toda calma y dignidad. No había hecho
nada clandestino ni bajo cuerda. Siempre había hablado abiertamente “al
mundo” y no limitó su enseñanza a ninguna clase de personas. Siempre
había enseñado públicamente en las sinagogas y en el Templo al que acudían
los judíos. No se había reservado nada, como si tuviera algo de lo que
avergonzarse.
Lo más extraordinario de este versículo es la luz que arroja sobre el hábito
continuado que tenía nuestro Señor de enseñar a lo largo de los tres años de
su ministerio. Nos muestra que fue esencialmente un maestro público, que no
escondió ninguna parte de su mensaje a ninguna clase social y que lo predicó
con idéntico valor en todas partes. No había nada oculto en su Evangelio.
Esto es lo que Él dice y sabemos, pues, que es correcto: “He hablado de la
manera más pública posible y he enseñado en los lugares más públicos, no
he hecho nada a escondidas”.
Comenta Calvino: “Cuando Jesús dice que no había hablado nada en
oculto se refiere a la esencia de su doctrina, que siempre fue la misma
aunque adoptara diversas manifestaciones”.
¡Adviértase que nuestro Señor no prescindió del Templo y las sinagogas
por causa de la corrupción de la Iglesia judía! En el Evangelio según S. Juan
leemos que nuestro Señor estuvo presente en Jerusalén en cuatro ocasiones
durante las fiestas (cf. Juan 2:13; 5:1; 7:14 y 10:22) y en cada una de ellas
habló en el Templo.
V. 21: [¿Por qué me preguntas a mí?, etc.]. Este versículo es una
reconvención por la tremenda injusticia del interrogatorio de Anás. Nuestro
Señor le pregunta si es razonable y justo pedir a un prisionero que se
incrimine y ofrezca pruebas que se puedan utilizar en su contra. “¿Por qué
me pides tú, el juez, información a mí, el prisionero, acerca de mis discípulos
y mi doctrina? En lugar de eso, pregunta a los que me han oído enseñar y
predicar con respecto a lo que he dicho. Ellos lo saben a la perfección y
podrán decírtelo”.
Piensa Cirilo que aquí puede haber una referencia a los siervos del
sacerdote, que fueron enviados en otra ocasión para prender a Jesús y
volvieron diciendo: “¡Jamás hombre alguno ha hablado como este hombre!”
(Juan 7:46).
La valentía y la dignidad de la respuesta de nuestro Señor a Anás en este
versículo son dignas de atención. Son un ejemplo para todos los cristianos del
tono valeroso y resuelto que puede adoptar con toda legitimidad un acusado
inocente ante un juez injusto: “El justo está confiado como un león”
(Proverbios 28:1).
Es reseñable la inmensa diferencia que hay entre el lenguaje que nuestro
Señor utiliza aquí y el que emplea ante Caifás y el Sanedrín, tal como se
documenta en Mateo, Marcos y Lucas. Proporciona sólidas pruebas
adicionales de que estamos leyendo el relato de un interrogatorio más
privado ante Anás, completamente distinto del que se produjo ante Caifás. El
lector atento de los otros tres Evangelios advertirá que en ellos no hay
constancia de una sola palabra de todo lo que nos dice Juan aquí.
Bengel y Stier piensan que la expresión “ellos” hace referencia a los
presentes en el tribunal.
V. 22: [Cuando Jesús hubo dicho esto, etc.]. Este versículo menciona un
acontecimiento del que solo Juan deja constancia. Uno de los alguaciles
presentes interrumpe violentamente a nuestro Señor golpeándole y le acusa
ásperamente de faltar al respeto al sumo sacerdote.
Traducido literalmente, el griego viene a decir que “le golpeó en la cara”,
pero no podemos saber si fue con la palma de la mano o con un bastón.
Algunos lo consideran el cumplimiento de la profecía: “Con vara herirán en la
mejilla al juez de Israel” (Miqueas 5:1).
Señala Stier que este fue el primer golpe que recibió el cuerpo santo de
Jesús a manos de pecadores.
Esta circunstancia nos enseña la degeneración y la bajeza a la que tenían
que haber llegado los tribunales eclesiásticos judíos en este período, cuando
se podía golpear a un prisionero en público y se le podía tratar violentamente
por defenderse con valor. El hecho de que esto pudiera suceder ante los ojos
de un juez habla por sí mismo de la decadencia de toda la nación judía. No
hay mejor baremo del verdadero estado en que se encuentra una nación que
el comportamiento de sus tribunales de justicia y el trato justo o injusto que
se dispensa a los prisioneros. Está claro que, si podía ocurrir algo como lo que
dice este versículo, el “cetro” había sido “quitado” de Judá y la nación estaba
corrupta hasta la médula. Es obvio que quien atacó a nuestro Señor
consideraba que un prisionero no debe replicar jamás a un juez por muy
corrupto o injusto que este sea.
Teofilacto indica que quien golpeó a nuestro Señor era alguien que le
había oído predicar y ahora deseaba ahuyentar toda sospecha de ser uno de
sus amigos.
Hay un extraordinario parecido entre el trato que recibió aquí nuestro
Señor y el que recibieron Latimer, Ridley, Rogers y otros mártires ingleses en
su interrogatorio ante los obispos papistas.
Comenta Hutcheson: “Por regla general, los señores corruptos tienen
siervos corruptos”.
V. 23: [Jesús le respondió, etc.]. La respuesta de nuestro Señor a quien le
golpeó es un reproche tranquilo y digno. “Si he dicho algo malo, manifiéstalo
de una manera propia de un tribunal de justicia, pero no me golpees. Si, por
el contrario, he dicho lo correcto, ¿qué motivos puedes aducir para
golpearme, ya sea aquí o fuera del tribunal?”.
Adviértase que la conducta de nuestro Señor aquí nos enseña que su
máxima de Mateo 5:39 —“a cualquiera que te hiera en la mejilla derecha,
vuélvele también la otra”— debe interpretarse con matizaciones y no debe
aplicarse de forma sistemática. Puede haber momentos en los que, en
defensa de la Verdad y para honrar a la Justicia, un cristiano debe protestar
con resolución contra la violencia y negarse públicamente a aceptarla con
sumisa resignación.
Observa Agustín: “Nuestro Señor muestra aquí que su importante
precepto de la paciencia es para ponerlo en práctica no de forma externa y
física, sino con la disposición del corazón. Cualquier persona airada puede
ofrecer la otra mejilla en un sentido literal. ¡Cuánto mejor que eso será decir
la verdad sin alterarse y soportar con tranquilidad ataques más furibundos!”.
V. 24: [Anás entonces le envió […] Caifás, el sumo sacerdote]. Este
versículo es indudablemente difícil. La mayor parte de los comentaristas
parece pensar que hace referencia a un acontecimiento que debería haberse
presentado después del versículo 18, y que el interrogatorio y la agresión de
los últimos cuatro versículos se produjo ante Caifás y el Sanedrín, y no ante
Anás. Algunos piensan que, hasta este momento, Juan solo relata lo que
sucedió ante Anás, y que omite todo lo sucedido ante Caifás dado que los
lectores ya eran conocedores de ello. Indudablemente, se trata de una
cuestión enigmática y ambas posturas tienen argumentos a su favor.
Por un lado, parece curioso que el interrogatorio de nuestro Señor ante
Caifás y el Sanedrín se omitan por completo en el Evangelio según S. Juan, tal
como debemos creer si consideramos que Anás era el sumo sacerdote del
versículo 19.
Por otro lado, no veo por qué Juan habría de preocuparse de especificar
que nuestro Señor fue llevado “primeramente a Anás” si al final este no le
interrogó en absoluto y no hizo más que enviarle directamente a Caifás.
Si se me pide una opinión, diré que estoy de acuerdo con Stier, Ellicott y
Alford, y considero que el versículo 24 describe la primera comparecencia de
nuestro Señor ante Caifás; que por alguna sabia razón Juan omite por
completo el interrogatorio de nuestro Señor ante Caifás y el Sanedrín; y que
el interrogatorio del versículo 19 y los cuatro siguientes fue una especie de
interrogatorio privado preliminar ante Anás que Mateo, Marcos y Lucas pasan
completamente por alto. Me baso en lo siguiente:
a) Todo el tono del relato de Juan haría pensar a cualquier lector normal
que el interrogador y el sumo sacerdote del versículo 19 era Anás, y no
Caifás. La historia se ajusta punto por punto a esta teoría, mientras que la
otra es más conflictiva y en apariencia contradictoria. Además, el versículo
24 parece hallarse en el lugar equivocado.
b) El tono del interrogatorio del sumo sacerdote en el Evangelio según S.
Juan es completamente distinto del de los otros tres Evangelios, y lo mismo
sucede con las respuestas de nuestro Señor.
c) No tiene nada de raro que Juan omita algo relatado con todo lujo de
detalles en los otros tres Evangelios. La institución de la Cena del Señor es un
ejemplo de esto. Su Evangelio tenía un carácter eminentemente
complementario. Al escribir después de los otros, se le inspiró para que se
extendiera más en el relato del interrogatorio de Jesús ante Pilato, el
gobernante gentil, y para que dijera relativamente poco acerca de los
procesos judiciales judíos.
d) Un lector normal pensaría que el término “entonces” implica que, una
vez que Anás hubo preguntado a nuestro Señor con respecto a sus discípulos
y su doctrina y en vista de que no podía utilizar sus palabras para acusarle, lo
envió atado a Caifás. Juan no nos dice NADA acerca de lo que sucedió
ENTONCES ante Caifás y el Sanedrín, sino que nos deja en manos de Mateo,
Marcos y Lucas.
Esas son las razones que tengo para defender mi postura. ¡En caso de que
el lector no las considere válidas tendrá que considerar que el versículo 24 es
uno de los comentarios explicativos de Juan y retrotraer el acontecimiento al
versículo 13, suponer que el interrogatorio de nuestro Señor en el versículo
19 y los cuatro siguientes se produjo ante Caifás y el Sanedrín y que no es
más que otra parte del acontecimiento que describen Mateo, Marcos y Lucas!
¡Y tampoco es desdeñable el hecho de que sea necesario suponer que el
“entonces le envió” del versículo 24 significa “le había enviado” algún tiempo
antes!
Dice Crisóstomo: “Anás interrogó a Jesús acerca de su doctrina y, tras
haberle oído, lo envió a Caifás; este, a su vez, tras preguntarle y no descubrir
nada, lo envió a Pilato”.
V. 25: [Estaba, pues, Pedro en pie, calentándose]. La expresión parece
indicar que, durante todo el interrogatorio de Anás a nuestro Señor, Pedro
estuvo calentándose cómodamente en otra parte del patio junto con los
enemigos de nuestro Señor, como si fuera uno de ellos. ¿No es posible que la
luz del fuego hiciera que el rostro y la figura de Pedro fueran reconocidas?
[Y le dijeron: ¿No eres tú de sus discípulos?]. Aquí llega la segunda prueba
de Pedro. Después de un tiempo, cuando el fuego se hubo consumido y los
presentes ya habían entrado en calor y veían mejor, observaron a Pedro junto
a ellos, y ya fuera porque reconocieron que era galileo por su atuendo y su
forma de hablar o porque su nerviosismo indicaba que era amigo de nuestro
Señor, le preguntaron directamente: “¿No eres tú de sus discípulos?”. Esto
nos muestra las pruebas que puede llegar a soportar una persona por estar
donde no debe.
[El negó, y dijo: No lo soy]. Por segunda vez asistimos a una mentira del
infeliz Apóstol, y en esta ocasión se recalca que “él negó”. Cuanto más
avanza un relapso, más se agrava su situación. Parece como si la primera vez
hubiera dicho “no lo soy” más tímidamente. Ahora le “niega” tajantemente.
Hasta un apóstol puede llegar a ser un mentiroso.
Sugiere Bloomfield que Pedro escuchó el interrogatorio de nuestro Señor y
que fue el pánico al oír que se preguntaba por sus discípulos lo que precipitó
su caída.
V. 26: [Uno de los siervos, etc.]. Aquí Pedro es puesto a prueba por última
vez. Parece como si su viva negación hubiera llamado la atención de quienes
le rodeaban. Así, alguien que le había visto en el huerto y que había
observado cómo destacaba entre los discípulos al utilizar su espada le
plantea la punzante pregunta: “¿No te vi yo?”.
V. 27: [Negó Pedro otra vez]. ¡Gracias a los otros Evangelios sabemos que
esta negación fue más intensa y enérgica que todas las anteriores y que
incluyó maldiciones y juramentos! La caída de un hombre se va acelerando
progresivamente.
Comenta Calvino con respecto al camino que sigue un relapso: “En un
primer momento no será un defecto demasiado importante; a continuación
empieza a convertirse en un hábito; finalmente, después de que la conciencia
haya quedado adormecida, el que se ha acostumbrado a despreciar a Dios no
considerará que haya nada ilegítimo y se atreverá a cometer las mayores
maldades”.
Comenta Henry: “Mentir es un pecado fructífero, que se multiplica. Un
pecado necesita a otro para apoyarlo, y ese otro precisa de otro más”.
[Y en seguida cantó el gallo]. Esto no tiene nada de extraño. Todo el
mundo sabe que los gallos cantan de noche. Sin embargo, no cabe duda de
que el familiar canto del animal sonó como un trueno a los oídos de Pedro al
hacerle ver su pecado y su caída.
Adviértase que, por sabias razones, Juan no dice nada acerca de las
lágrimas de Pedro, acerca de la mirada de nuestro Señor ni acerca de la
salida del discípulo. Parece que abandonó el patio cuando cantó el gallo sin
que nadie intentara detenerle. También PUEDE que esto fuera obra soberana
de su misericordioso Maestro.
Mientras el mundo siga en pie, la caída de Pedro será un instructivo
ejemplo de los extremos a los que puede llegar un gran santo si descuida la
oración y la vigilia, de la misericordia de Cristo al restaurar a semejante
relapso y de la honradez de los autores de los Evangelios al dejar constancia
de una historia así.
Jamás olvidemos que la caída de Pedro es uno de esos pocos
acontecimientos que los cuatro Evangelistas se preocupan de documentar
por igual como lección para nosotros.

Juan 18:28–40

En estos versículos se detallan cuatro importantes cuestiones que solo


hallamos en el relato que hace S. Juan de la Pasión. No debemos dudar
que existen motivos justificados para que no se inspirara a Mateo,
Marcos y Lucas a fin de que dejaran constancia de ellas. No obstante,
debemos estar agradecidos de que S. Juan sí las refiera.
El primer punto que debemos tener en cuenta es la falsa
escrupulosidad de los malvados enemigos de nuestro Señor. Se nos
dice que los judíos que presentaron a Cristo ante Pilato “no entraron en
el pretorio para no contaminarse, y así poder comer la pascua”. ¡Sí que
eran escrupulosos! Estos hombres endurecidos estaban llevando a
cabo el acto más malvado que haya cometido un mortal. Deseaban
matar a su propio Mesías. ¡Y, sin embargo, al mismo tiempo hablaban
de “contaminarse” y se mostraban muy cuidadosos con respecto a la
pascua!
La conciencia de los inconversos es un aspecto muy curioso de su
naturaleza moral. Mientras que en alguna áreas se endurece e
insensibiliza, hay otras en las que se vuelve malsanamente
escrupulosa, como sucede con los detalles más nimios de la religión.
No es raro encontrarse con personas excesivamente meticulosas con
respecto a la observancia de formalismos triviales y ceremonias
exteriores cuando a la vez viven en el pecado y la inmoralidad más
detestables. En algunos países, los asesinos y los ladrones son
extremadamente estrictos en lo referente a la confesión, la absolución
y las oraciones a los santos. A menudo, tras la austeridad y el ayuno
de la cuaresma se cae en la mundanalidad más absoluta. De la
cuaresma al carnaval no hay más que un paso. No son pocos los que
asisten a diario a misa por las mañanas y frecuentan salas de fiesta y
teatros por las noches. Todo esto es sintomático de un malestar
espiritual, de un corazón secretamente insatisfecho. A menudo, los que
son conscientes de su error en una faceta de su vida intentan
compensarlo con un exceso de celo en otra. Ese mismo celo es su
condena.
Oremos por que el Espíritu Santo ilumine siempre nuestras
conciencias y nos proteja de un cristianismo sesgado y desfigurado. La
religión que hace que un hombre se concentre en los formalismos, los
sacramentos, las ceremonias y los cultos públicos en detrimento de las
cuestiones más importantes de la santidad diaria y la separación del
mundo es, cuando menos, muy sospechosa. Quizá se acompañe de
gran celo y fervor, pero es incorrecta a los ojos de Dios. Los fariseos
diezmaban la menta, el eneldo y el comino, luchaban contra viento y
marea con tal de ganar prosélitos y, sin embargo, descuidaban “la
justicia, la misericordia y la fe” (Mateo 23:23). ¡Estos mismos judíos
que ansiaban la sangre de Cristo temían que un pretorio romano los
contaminara y concedían gran importancia a la observancia de la
pascua! Que su conducta sea un aviso para los cristianos de todas las
épocas. Poco valor puede tener una religión que no nos haga decir:
“Estimé rectos todos tus mandamientos sobre todas las cosas, y
aborrecí todo camino de mentira” (Salmo 119:128). De nada sirve el
cristianismo que renuncia a la religiosidad del corazón y la santidad
práctica a cambio de un celo excesivo por las ceremonias humanas y
los formalismos.
El segundo punto que debemos tener en cuenta en estos versículos
es la descripción que hace nuestro Señor Jesucristo de su Reino. Dice:
“Mi reino no es de este mundo”. Estas famosas palabras se han
malinterpretado y desfigurado con tal frecuencia que casi se ha
perdido su sentido original, habiendo quedado enterrado bajo una pila
de falsas interpretaciones. Asegurémonos de conocer su verdadero
significado.
La principal finalidad de nuestro Señor al decir “mi reino no es de
este mundo” era hacer saber a Pilato cuál era la verdadera naturaleza
de su Reino y desmentir cualquier idea equivocada que le hubieran
transmitido los judíos. Le dice que no había venido para instaurar un
reino que interfiriera con el gobierno romano. No se proponía
establecer un poder transitorio con la ayuda de ejércitos y el pago de
impuestos. El único dominio que Él ejercía era sobre los corazones de
los hombres y las únicas armas que empleaban sus súbditos eran
armas espirituales. Los emperadores romanos no tenían nada que
temer de un reino que no precisaba de dinero ni de siervos para
prosperar. Era un reino que no pertenecía “a este mundo” en el sentido
más elevado de la expresión.
Sin embargo, nuestro Señor no pretendía enseñar que los reyes de
este mundo no deban tener nada que ver con la religión y deban
desestimar toda idea de Dios en el gobierno de sus súbditos. Podemos
estar seguros de que no era eso lo que quería decir. Era plenamente
consciente de que estaba escrito: “Por mí reinan los reyes” (Proverbios
8:15) y que se exige de ellos que utilicen su influencia a favor de Dios
exactamente de la misma forma que el menor de sus súbditos. Sabía
que la prosperidad de los reinos depende por completo de la bendición
de Dios, y que los reyes están tan obligados a fomentar la Justicia y la
piedad como a castigar la injusticia y la impiedad. No tiene sentido
alguno pensar que su intención era enseñar a Pilato que, en su opinión,
un incrédulo podía ser tan buen rey como un cristiano, que alguien
como Galión podía ser tan buen gobernante como David o Salomón.
No olvidemos nunca el verdadero significado de las palabras de
nuestro Señor en estos tiempos postreros. Jamás nos avergoncemos de
defender que ningún gobierno puede esperar prosperidad alguna si se
niega a reconocer la religión, si trata a sus súbditos como si no
tuvieran alma y no le preocupa que sirvan a Dios, a Baal o a ningún
dios en absoluto. Tarde o temprano, tal gobierno descubrirá que su
política le lleva a un callejón sin salida y perjudica sus propios
intereses. No cabe duda de que los reyes de este mundo no pueden
convertir a las personas en cristianas por medio de leyes y normativas.
Sí pueden, sin embargo, fomentar y apoyar el cristianismo, y así lo
harán si tienen dos dedos de frente. El reino donde más se trabaje,
donde haya más templanza, veracidad y honradez, será siempre el
más próspero. El rey que desee ver estas cosas entre sus súbditos
debe hacer todo lo que esté en su mano para alentar el cristianismo y
aplacar la irreligiosidad.
El tercer punto que debemos tener en cuenta es la descripción que
hace nuestro Señor de su propia misión. Dice: “Yo para esto he nacido,
y para esto he venido al mundo, para dar testimonio a la verdad”.
Por supuesto, no debemos pensar que nuestro Señor dijo que esa
era la única finalidad de su misión. Es indudable que hacía especial
referencia a lo que sabía que le pasaba a Pilato por la cabeza. No había
venido para crear un reino por medio de la espada y reunir prosélitos
por la fuerza. Su única arma era la “verdad”. Dar testimonio al hombre
caído de la verdad de Dios, del pecado, de la necesidad de un
Redentor, de la naturaleza de la santidad; presentar ante los hombres
esta “verdad” que había caído en el olvido; ese era uno de los grandes
propósitos de su ministerio. Vino para ser un testigo de Dios ante un
mundo caído y corrupto. No vacila en decirle a un orgulloso gobernador
romano que el mundo necesitaba tal testimonio. Y esto es lo que S.
Pablo tenía en mente cuando le dice a Timoteo que Cristo “dio
testimonio de la buena profesión delante de Poncio Pilato” (1 Timoteo
6:13).
Los siervos de Dios de todas las épocas deben tomar como ejemplo
la conducta de nuestro Señor en estas circunstancias. Al igual que Él,
debemos dar testimonio de la verdad de Dios, ser sal en medio de la
corrupción, luz en medio de las tinieblas, hombres y mujeres que no
teman quedarse solos en su testimonio frente al pecado del mundo. Tal
conducta puede reportarnos muchos problemas y hasta persecución,
pero se trata de un deber claro y manifiesto. Si amamos la vida, si
deseamos tener la conciencia tranquila y pertenecer a Cristo en el
último día, debemos ser “testigos”. Escrito está: “Porque el que se
avergonzare de mí y de mis palabras en esta generación adúltera y
pecadora, el Hijo del Hombre se avergonzará también de él, cuando
venga en la gloria de su Padre con los santos ángeles” (Marcos 8:38).
El último punto que debemos tener en cuenta es la pregunta que
hace Poncio Pilato a nuestro Señor. Se nos dice que, cuando nuestro
Señor habló de la verdad, el gobernador romano replicó: “¿Qué es la
verdad?”. No se nos dice qué motivó esta pregunta ni, a juzgar por el
contexto, tampoco parece que esperara una respuesta. Es mucho más
probable que se tratara de una exclamación sarcástica y burlona de
alguien que no creía que existiera tal cosa como la “verdad”. Parecen
las palabras de alguien que desde su más tierna infancia ha oído
tantas conjeturas estériles con respecto a la “verdad” entre los
filósofos griegos y romanos, que ya duda de su existencia misma. “Sí,
claro, la verdad, ¿qué es la verdad?”.
Por triste que parezca, hay muchos en todos los países cristianos
que tienen una mentalidad exactamente igual que la de Pilato. Me
temo que existen miles entre las clases altas que disculpan
continuamente su falta de religiosidad alegando especiosamente que,
igual que el gobernador romano, son incapaces de saber “qué es la
verdad?”. Hacen referencia a las interminables controversias entre
católicos y protestantes, entre clero y laicado, entre unas iglesias y
otras, y aducen que no saben quién está en lo correcto y quién está
equivocado. Parapetándose tras esta excusa, pasan por la vida sin
optar por ninguna religión en concreto y, muy a menudo, mueren en
ese mismo estado infeliz y desventurado.
¿Pero es realmente cierto que es imposible saber la verdad? ¡En
absoluto! Dios nunca deja sin luz ni guía a nadie que busque diligente
y honradamente. El orgullo es lo único que impide a muchos descubrir
la verdad: no se arrodillan humildemente y piden a Dios con fervor que
los enseñe. La pereza es otro de los impedimentos: no se esfuerzan
sinceramente en escudriñar las Escrituras. Por regla general, los
seguidores del infeliz Pilato no se enfrentan honrada y sinceramente a
sus conciencias. Su pregunta favorita —¿qué es la verdad?— no es sino
una excusa. Las palabras de Salomón serán siempre válidas: “Si como
a la plata la buscares, y la escudriñares como a tesoros, entonces
entenderás el temor de Jehová, y hallarás el conocimiento de Dios”
(Proverbios 2:4–5). Todo el que ha seguido ese consejo ha encontrado
el camino al Cielo.

Notas: Juan 18:28–40


V. 28: [Llevaron a Jesús de casa de Caifás]. Ningún lector atento de los
Evangelios dejará de advertir que Juan pasa completamente por alto el
interrogatorio ante Caifás y el Sanedrín judío, descrito con todo lujo de
detalles por Mateo, Marcos y Lucas. Sin duda, la omisión más importante es
la confesión de nuestro Señor de que era el Cristo. Lo da por supuesto y
considera que es de dominio público, y pasa directamente al interrogatorio
de Pilato, el gobernador romano, que fue de mayor importancia. En este,
detalla muchos aspectos notables que, por sabias razones, Mateo, Marcos y
Lucas no documentan. Al escribir mucho después que los otros tres y con
lectores gentiles en mente, es comprensible que otorgara mayor importancia
al proceso judicial ante el gobernador gentil que al del tribunal eclesiástico
judío. Sin embargo, es innegable que la concisión y brevedad en este punto
son muy llamativas. En el griego se dice literalmente “llevan”, en presente.
[Al pretorio]. Esta es una palabra latina y se puede interpretar de dos
formas. Puede tratarse de un tribunal o del “palacio del gobernador”. Según
Schleusner y Parkhurst, esta sería la interpretación correcta. Según Josefo, los
pretores, o gobernadores de Judea, que normalmente vivían en Cesárea,
acostumbraban a utilizar el palacio de Herodes en el norte de Jerusalén
durante sus estancias en la ciudad. Algunos afirman que se trataba de la
famosa torre Antonia.
[Era de mañana]. No podemos saber la hora que era con exactitud. No
podía ser justo al alba, porque Lucas nos dice específicamente que el
Sanedrín se reunió para interrogar a nuestro Señor “cuando se hizo de día”
(Lucas 22:66, LBLA). Si tenemos en cuenta que durante el equinoccio
amanece a las seis, podemos suponer que “de mañana” no podía ser antes
de las siete o las ocho.
[Y ellos no entraron en el pretorio para no contaminarse]. Esta frase
significa que los judíos no querían traspasar la entrada del palacio de Pilato
para evitar quedar ceremonialmente impuros. Pilato era gentil. En Hechos,
Pedro dice: “Abominable es para un varón judío juntarse o acercarse a un
extranjero” (Hechos 10:28). Si los judíos hubieran accedido al interior de la
casa de Pilato, habrían quedado impuros ceremonialmente y se habrían
considerado contaminados.
Esta frase es un ejemplo extraordinario de los falsos escrúpulos de
conciencia que puede mantener una persona malvada en cuestiones nimias y
ceremoniales de la religión mientras comete un terrible pecado al mismo
tiempo de forma completamente deliberada. La conocida costumbre de los
asesinos y los bandoleros italianos de cumplir escrupulosamente con el
ayuno, la cuaresma, la confesión, la absolución, la adoración de la Virgen, los
santos y las imágenes a la vez que disponen sus robos y asesinatos
ejemplifica con exactitud este principio. Asusta pensar en los inimaginables
extremos a los que puede llegar la conjunción de formalismo y maldad. ¡Los
judíos temían contaminarse entrando en la casa de un gentil justo en el
mismo momento en que llevaban a cabo la obra del diablo y asesinaban al
Príncipe de vida! De la misma forma, muchos ingleses atribuyen una
importancia inmensa al ayuno, la cuaresma y los oficios litúrgicos mientras
que al mismo tiempo no ven inconveniente alguno en asistir a las carreras,
las óperas y las fiestas! ¡Hay personas que tienen en muy poca estima el
Séptimo Mandamiento y a la vez te dirán que está mal casarse durante la
cuaresma! ¡Esas mismas personas que pasan completamente por alto el
domingo en el extranjero, celebran extremadamente los santos en su país! A
menudo, una cuaresma absurdamente estricta y el libertinaje más absoluto
en el carnaval van de la mano.
Comenta Crisóstomo: “A pesar de que estaban llevando a cabo algo
ilegítimo y derramando sangre, se muestran escrupulosos con respecto al
lugar y hacen que Pilato salga a recibirlos”.
Señala Agustín: “¡Impía ceguera! ¡Les iba a contaminar la morada de otro
y no su propio crimen! Temían que el pretorio de un juez extranjero los
contaminara y no temían que los contaminara la sangre de un hermano
inocente”.
Observa el obispo Hall: “¡Ay de los sacerdotes, escribas y ancianos
hipócritas! ¿Podría haber un lugar más impuro que vuestro propio pecho? Lo
impuro no son las paredes de Pilato, sino vuestros propios corazones.
¿Cometéis un asesinato y os preocupáis por una pequeña infección? ¡Dios os
golpeará, muros blanqueados! ¿Anheláis mancharos de sangre, la sangre de
Dios; y, sin embargo, teméis contaminaros por tocar el piso de Pilato? ¿Se os
atraganta un mosquito cuando a la vez os estáis tragando un camello de
maldad vergonzante? ¡Salid de Jerusalén, falsos descreídos, si no queréis
mancharos de impureza! Pilato tiene más motivos para temer la
contaminación de sus muros por la presencia de vuestra monstruosa
iniquidad!”.
Comenta Poole: “Nada hay tan común para las personas que muestran un
celo excesivo por los rituales que descuidar la moralidad”.
[Y así poder comer la pascua]. Esta frase entraña una dificultad innegable.
¿Cómo podían comer los judíos la pascua ahora cuando nuestro Señor y sus
discípulos la habían comido la noche interior? Podemos dar por supuesto que
nuestro Señor comió la pascua en el momento correcto, que fue la noche del
jueves. ¿Qué puede significar, pues, que los principales sacerdotes, los
ancianos y las autoridades judías comieran la pascua el viernes? Esta
pregunta ha recibido diversas respuestas.
a) Algunos piensan que, en tiempos de nuestro Señor, toda la Iglesia judía
había llegado a tal caos y se había alejado tanto de su pureza original, que la
Pascua ya no se respetaba estrictamente según la forma en que había sido
instituida y se podía comer cualquier día durante la fiesta.
b) Otros opinan que se consideraba permisible comer la Pascua en
cualquier momento entre el atardecer de un día y el atardecer del siguiente,
siempre y cuando se comiera en el plazo de esas veinticuatro horas.
c) Otros piensan que aquí no se habla de comer el cordero pascual, sino
de la comida de la fiesta de la Pascua, llamada chagigah, que se celebraba
todos los días durante la semana de la Pascua. Esa es la tesis de Lightfoot.
d) Otros consideran que toda regla tiene su excepción y que hasta la ley
de la Pascua permitía ciertos cambios en caso de necesidad (cf. Números
9:11), de forma que los principales sacerdotes tendrían la convicción de que
habían estado ocupados —con la tarea (¡caramba!) de prender a nuestro
bendito Señor— a lo largo de la noche en que debían haber respetado la
Pascua y consideraban justificado un aplazamiento hasta el día siguiente.
Es preciso admitir que esto no son sino conjeturas. Quizá haya alguna
explicación que, con el paso del tiempo, se haya perdido. Considero que, hoy
día, la tercera y la cuarta hipótesis son las más plausibles.
Observa Crisóstomo: “O bien Juan denomina Pascua a toda la fiesta, o
bien quiere decir que en aquel momento estaban guardando la Pascua,
mientras que Jesús lo había hecho un día antes con sus seguidores,
reservando su propio sacrificio para el día de su preparación, cuando también
antiguamente se celebraba su pasión”.
En todo caso hay algo muy claro y digno de atención. ¡Los principales
sacerdotes y quienes les secundaban concedían gran importancia a comer el
cordero pascual y respetar la fiesta justo en el momento en que estaban a
punto de inmolar al verdadero Cordero de Dios, del que esa Pascua no era
más que un tipo! No sorprende que Samuel diga: “El obedecer es mejor que
los sacrificios” (1 Samuel 15:22).
Bullinger hace hincapié en la inmensa diferencia que hay entre la
santificación interior del corazón y una santurronería exterior basada en los
formalismos, los sacramentos y las ceremonias.
Comenta Calvino que una de las señales de la hipocresía es que “mientras
por un lado se muestra muy cuidadosa en la ejecución de las ceremonias, no
muestra escrúpulo alguno a la hora de dejar de lado cuestiones de la mayor
importancia”.
V. 29: [Entonces salió Pilato a ellos, y les dijo, etc.]. Este “salir” significa
que Pilato, al oír que los principales sacerdotes habían traído a un prisionero
a su patio, o a la explanada frente a su palacio, y sabiendo por experiencia
como gobernador de Judea que no entrarían en su palacio por temor a
contaminarse, sino que esperarían que los atendiese fuera, salió y les habló.
Su primera pregunta era la que correspondía a su cargo de juez. Les pregunta
cuál es la acusación o el delito que imputan al prisionero que tiene ante sí.
“¿De qué delito acusáis a este hombre?”.
La conocida ley de Valerio vigente entre los romanos prohibía juzgar o
condenar a alguien sin una acusación formal previa.
V. 30: [Respondieron y le dijeron, etc.]. Tal como la relata Juan, la
respuesta de los principales sacerdotes a la pregunta de Pilato es peculiar y
elíptica. Empezaron por decir que el prisionero era un malhechor según su
Ley y que, de no serlo, no lo habrían presentado ante él. Al interrogarlo ante
el Sanedrín habían dictaminado que era culpable de quebrantar la Ley y solo
venían para que Pilato pronunciara su sentencia. “Si no fuera culpable ni
digno de morir no te lo habríamos entregado. Hemos visto que lo es y ahora
pedimos que lo sentencies a muerte. Le hemos condenado y te pedimos a ti,
como nuestro gobernante, que lo ejecutes”. Se puede observar que esta
respuesta es de un tono altivo, orgulloso y arrogante que probablemente
desagradaría al gobernador romano.
Si lo comparamos con el Evangelio según S. Lucas, está claro que los
judíos añadieron una afirmación que S. Juan omite: “A éste hemos hallado
que pervierte a la nación, y que prohíbe dar tributo a César, diciendo que él
mismo es el Cristo, un rey” (Lucas 23:2). No sabemos qué llevo a S. Juan a
omitirlo, pero es obvio que da por supuesto que sus lectores eran
conocedores de esta acusación cuando en el versículo 33 nos dice que Pilato
le preguntó si era “el Rey de los judíos”.
Señala Tholuck que “si las autoridades no hubieran considerado al
prisionero reo de muerte, no le habrían llevado al procurador, dado que
ningún otro caso precisaba de su confirmación”.
V. 31: [Entonces les dijo Pilato […]: juzgadle […] ley]. Esta frase parece
indicar que Pilato no quería tener nada que ver con el caso. Desde el primer
momento intenta quitárselo de encima y, a ser posible, no tener que
condenar a nuestro Señor. No sabemos a qué respondían estas inclinaciones.
Mateo y Marcos dicen que sabía que le habían entregado a Jesús por
“envidia”. Mateo dice que su esposa le advirtió que no tuviera nada que ver
con ese “justo” (Mateo 27:18; 27:19; Marcos 15:10). Es muy posible que la
fama y la personalidad de Jesús hubieran llegado a oídos de Pilato mucho
antes de que se lo presentaran. Cuesta imaginar que milagros como los que
había obrado nuestro Señor no llegaran a ser tema de conversación en el
palacio del gobernador de Judea. Sin duda, la resurrección de Lázaro debió de
comentarse entre sus siervos. No cabe duda que los soldados y guardias de
Pilato tuvieron que advertir la entrada triunfal de nuestro Señor en Jerusalén,
aclamado por multitudes que decían: “¡Bendito el Rey de Israel!”. “Si, como
decís, es un malhechor, lleváoslo y condenadlo a muerte según vuestra
propia ley. Haced lo que os plazca con Él, pero no me molestéis con este
caso”. El sentido literal del término traducido como “juzgar” es mucho más
fuerte, viene a significar condena a muerte. El único castigo que podían
infligir los judíos, si es que había alguno (cosa que cabría poner en duda), era
la muerte por lapidación.
El carácter lastimoso y mezquino de Pilato, el gobernador romano, queda
de manifiesto a partir de este momento. Vemos a un hombre completamente
carente de valor moral; sabedor de lo que era justo y correcto en el caso que
tenía ante sí y, sin embargo, temeroso de actuar en consecuencia; sabedor
de la inocencia de nuestro Señor, y a pesar de ello incapaz de absolverle por
temor a contrariar a los judíos; sabedor de que se estaba equivocando y, no
obstante, incapaz de hacer lo correcto. “El temor del hombre pondrá lazo”
(Proverbios 29:25). ¡Mezquinos y despreciables son los gobernantes y
estadistas cuyo primer principio es complacer al pueblo aun al precio de sus
propias conciencias y que están dispuestos a hacer algo erróneo antes que
contrariar a la turba! Los gobernantes genuinos y piadosos debieran guiar al
pueblo y no ser guiados por él, debieran hacer lo correcto y dejar las
consecuencias en manos de Dios. Igual que muchos, Pilato se regía por la vil
determinación de complacer al mundo a toda costa y por un temor enfermizo
de la opinión del hombre. Nada hay tan común como ver a los estadistas
eludir su deber e intentar endosar su responsabilidad a otros antes que
contrariar a la turba. Eso es justo lo que hace Pilato aquí. El tono de su
respuesta a los judíos venía a ser: “Preferiría no complicarme con este caso,
¿no podéis resolverlo entre vosotros sin depender de mi mediación?”.
Comenta Ellicott: “Parece claro que el perspicaz romano vio de inmediato
que este caso no correspondía a su tribunal, que esto era una cuestión de
odios y controversias religiosas y el prisionero que tenía ante sí era, cuando
menos, inocente del delito político que se le imputaba con un celo tan
inusitado y sospechoso”. También cita el oportuno y acertado comentario de
un autor alemán: “Pilato conocía demasiado bien la mentalidad judía como
para imaginar que el Sanedrín podía aborrecer y perseguir a alguien que
pudiera librarlos del dominio romano”.
Piensa Calvino que Pilato lo dijo irónicamente, dado que no les habría
permitido aplicar la pena capital. Gerhard también lo considera un
comentario sarcástico y burlón. “Si este prisionero ha hecho algo contrario a
vuestras supersticiones judías, resolvedlo entre vosotros”. Sin embargo, si
tenemos en cuenta el relato de Lucas, no creo que esta teoría sea demasiado
probable. En su Evangelio, los judíos le dicen claramente que Cristo se había
erigido en Rey (cf. Lucas 23:1). Esto, hasta un romano debía considerarlo una
acusación grave.
Henry indica que quizá Pilato no deseaba matar a Jesús en realidad, sino
tan solo castigarle.
[Y los judíos […]: A nosotros no […] muerte a nadie]. Esta respuesta de los
judíos echó completamente por tierra el mezquino intento de Pilato de
quitarse de encima el caso que le presentaban y ahorrarse tener que
juzgarle. Recordaron al gobernador romano que ellos ya no tenían autoridad
para arrebatarle la vida a nadie y que les era imposible resolver el caso de
nuestro Señor tal como él les pedía.
Adviértase aquí la sorprendente confesión que hicieron los judíos, ya
fueran conscientes de ello o no. Venían a reconocer que ya no gobernaban su
propia nación y que se hallaban bajo el dominio de una nación extranjera: ya
no eran independientes, sino súbditos de Roma. El gobernador de un país es
quien tiene el poder para condenar a muerte a un prisionero. “No nos está
permitido —dijeron los judíos— quitar la vida. Solo tú, el gobernador romano,
puedes hacerlo, y por ello te traemos a este Jesús”. Ellos mismos reconocían
que la profecía de Jacob se había cumplido, que sería “quitado el cetro de
Judá”, que ya no disfrutaban de un legislador propio y que, por consiguiente,
tenía que haber llegado ya el tiempo de Siloh, el Mesías prometido (cf.
Génesis 49:10). ¡Qué poco conscientes son los malvados de cumplir la
profecía!
Considero sumamente improbable la idea de Crisóstomo y de Agustín de
que esta frase solo significa que los judíos no podían ejecutar a nadie durante
la Pascua.
V. 32: [Para que se cumpliese la palabra, etc.]. Este versículo es uno de
esos comentarios parentéticos que tanto suele utilizar Juan en su Evangelio.
Como en muchos otros casos, el significado de esta frase es que “por medio
de esto se cumplió la palabra de Jesús”, y no que “esto ocurrió a fin de que la
palabra se cumpliera”. Los comentaristas no logran ponerse de acuerdo con
respecto a cuál es la palabra a la que se hace referencia.
a) Algunos —como Teofilacto, Bullinger, Musculus y Gerhard— piensan que
S. Juan hace referencia a las palabras que se documentan en este mismo
Evangelio (cf. Juan 12:33) y que la expresión “qué muerte” solo indica cómo
habría de morir, esto es, crucificado.
b) Otros —como Agustín, Calvino y Beza— opinan que S. Juan hace
referencia a las palabras de Mateo 20:19, con un sentido más amplio, donde
nuestro Señor no solo predice su crucifixión, sino también su entrega a los
gentiles.
De entre estas dos hipótesis, prefiero la segunda. El versículo anterior
menciona específicamente la incapacidad de los judíos para ejecutar a Jesús
y la necesidad que tenían de que fueran los gentiles quienes lo llevaran a
cabo. Y así, Juan señala que esto era precisamente lo que Jesús había
predicho: que moriría a manos de gentiles. Considero que también se está
hablando de la crucifixión, puesto que este era el tipo de muerte que infligían
los gentiles en contraposición a la costumbre de lapidar que tenían los judíos.
V. 33: [Entonces Pilato volvió a entrar en el pretorio]. Esto tiene que
significar que, decepcionado por no poder quitarse el caso de encima, Pilato
se retiró nuevamente a su palacio donde, a sabiendas de que los judíos no le
seguirían por miedo a la impureza ceremonial, podría hablar a solas con Él e
interrogarle en privado. Está muy claro que la conversación que viene a
continuación, desde aquí hasta la mitad del versículo 38, se produjo entre los
muros del palacio del gobernador romano y probablemente sin que ningún
testigo judío la presenciara. De ser así, Juan solo habría conocido su
contenido gracias a la inspiración del Espíritu Santo. Puede que además
estuvieran presentes algunos soldados de Pilato y unos pocos guardias
encargados de custodiar al prisionero, pero es muy improbable que Juan o
algún amigo de nuestro Señor pudiera acceder al palacio del gobernador. Si
el discípulo amado consiguió entrar y oír la conversación, es un
extraordinario ejemplo de su vínculo con su Maestro. “Fuerte es como la
muerte el amor” (Cantares 8:6).
[Y llamó a Jesús]. Esta expresión significa literalmente que llamó a Jesús a
gritos para que le siguiera al interior del palacio y abandonara el patio hasta
donde le había acompañado el grupo que le había traído prisionero. Es como
si dijera: “¡Ven aquí, prisionero, para que podamos hablar en privado!”.
[¿Eres tú el Rey de los judíos?]. La primera pregunta que planteó Pilato a
nuestro Señor era si admitía la veracidad de la acusación de los judíos.
“Dime, ¿es cierto que eres tú el Rey de los judíos? ¿Verdaderamente profesas
ser el Rey de este antiguo pueblo al que ahora gobernamos mis soldados y
yo?”. No es nada improbable que Pilato, al haber vivido durante mucho
tiempo en Jerusalén, hubiera oído hablar con frecuencia de los viejos reyes
judíos y de su poder. No solo eso, sino que tampoco es desdeñable la
posibilidad de que creyera que tenía ante sí a uno de esos mesías
fraudulentos que surgieron por aquel tiempo, como lo fue Teudas. “Te acusan
de erigirte en Rey. ¿De verdad eres un Rey? ¿Afirmas tener alguna clase de
autoridad regia?”. Difícilmente pudo pasar por alto Pilato el humilde aspecto
de nuestro Señor. “¿Es posible que Tú, un pobre hombre, sin nada parecido a
un reino, seas el Rey de los judíos?”.
Para hacernos una idea correcta con respecto a la pregunta que hizo
Pilato, debemos recordar que Suetonio, el historiador romano, dice
claramente que en torno a esta época circulaba un rumor en Oriente de que
habría de surgir un Rey entre los judíos que dominaría el mundo.
Obviamente, este curioso rumor, derivado sin duda de las profecías judías,
habría llegado a oídos de Pilato, lo que explica plenamente esta pregunta.
Es digno de atención que en cada uno de los cuatro Evangelios se diga
explícitamente que esta fue la primera pregunta que formuló Pilato a nuestro
Señor. Parece demostrar que la principal idea que tenía Pilato de Jesús era
que se trataba de un Rey. Le interrogó como Rey, le sentenció como Rey y
como Rey lo crucificó. Y parece que uno de sus principales objetivos al
interrogar a nuestro Señor era determinar la naturaleza de su reino y si este
podía interferir en el gobierno romano. En términos generales, la pregunta
parece una mezcla de curiosidad y desprecio.
V. 34: [Jesús le respondió: ¿Dices tú, etc.]. Probablemente nuestro Señor
hizo esta pregunta a Pilato con la intención de despertar su conciencia: “¿Lo
dices por tu propia voluntad, a consecuencia de haber oído quejas contra Mí
por sedición? ¿O bien lo preguntas únicamente porque los judíos me acaban
de acusar de ser un Rey? ¿Has oído alguna vez hablar de Mí durante todos
estos años que llevas de gobernador como el dirigente de una insurrección o
como un rebelde contra los romanos? Si nunca has oído nada semejante de
Mí y no tienes conocimiento de que sea un rebelde, ¿no deberías prestar muy
poca atención a la acusación de mis enemigos? Su sola aseveración debería
carecer de peso para ti”.
Grocio parafrasea este versículo de la siguiente forma: “Has sido
gobernador durante mucho tiempo y has custodiado celosamente la
autoridad romana. ¿Has oído alguna vez algo de Mí que implicara un deseo
de usurpar la autoridad de Roma? Si nunca has sabido nada por ti mismo,
sino que han sido otros quienes lo han insinuado, ten cuidado y no te dejes
engañar”.
Sin duda este versículo no está del todo claro y nos conviene examinarlo
con reverencia. Parece una apelación a la conciencia del gobernador romano:
“Antes de responder a tu pregunta, permíteme que te haga otra. ¿Por qué
motivo me preguntas y me interrogas con respecto a si soy un Rey? ¿Puedes
decir que has oído alguna vez hablar de un intento por mi parte de instaurar
un reino? Sabes que no puedes decir nada semejante. ¿Lo dices solo porque
has oído a los judíos acusarme hoy de ser un Rey? Si esto es así, juzga por ti
mismo si el Rey que parezco ser interfiere en tu autoridad”.
Poole dice: “Nuestro Salvador deseaba saber de boca de Pilato si este le
preguntaba en privado por interés personal, o como juez, al haber recibido
esa acusación contra Él. Si le preguntaba en calidad de juez, estaba obligado
a llamar a sus acusadores para que lo demostraran”.
Comenta Burgon que Jesús no necesitaba información alguna al hacer esa
pregunta. Preguntó igual que el Señor preguntó a Adán que dónde estaba (cf.
Génesis 3:9), a fin de hacer ver a Pilato lo injusto de la acusación.
V. 35: [Pilato le respondió, etc.]. La respuesta de Pilato demuestra el
espíritu arrogante y despectivo de un romano del mundo. Lejos de responder
al llamamiento a su conciencia por parte de nuestro Señor, se escandaliza
ante la sola idea de saber algo con respecto al clima de opinión que había
acerca de Cristo: “¿Soy yo acaso judío? ¿Piensas que un romano de la nobleza
como yo puede saber algo de las supersticiones de tu pueblo? Yo solo sé que
tus propios compatriotas y los mismísimos dirigentes de tu nación te han
presentado ante mí como reo de muerte. No me corresponde entenderlos. En
todo caso, supongo que su acusación debe tener algún motivo. Dime sin
rodeos lo que has hecho”.
La respuesta de Pilato parece un reconocimiento de que no veía nada
contra nuestro Señor. Pero, dado que se lo habían presentado como
prisionero y le presionaban para que lo condenara, le pregunta qué ha hecho
para ganarse la enemistad de los judíos.
Para hacerse una idea del sarcasmo que encierran las palabras “¿soy yo
acaso judío?” conviene consultar las obras de Horacio, Juvenal, Tácito y Plinio,
y ver el desprecio con que aluden a los judíos.
Comenta Stier: “A los romanos únicamente les preocupaba lo que se
HACÍA; no los sueños como a los judíos o la filosofía como a los griegos”. La
pregunta de Pilato era típica de su pueblo.
V. 36: [Respondió Jesús: Mi reino no […] mundo]. Con esta famosa frase
comienza la réplica de nuestro Señor a Pilato: “¿Eres tú el Rey de los judíos?”.
“Me preguntas si soy un Rey. Yo te respondo que sí tengo un Reino, pero se
trata de un Reino completamente distinto de los reinos de este mundo. Es un
Reino que no se instaura, ni se propaga, ni se defiende por medio del poder
de este mundo, ni por medio de sus armas o de su dinero. Es un Reino que se
originó en el Cielo, no en la Tierra; un Reino espiritual; un Reino que tiene sus
dominios en los corazones, las voluntades y las conciencias; un Reino que no
precisa de ejércitos o de tributos; un Reino que no interfiere de manera
alguna en los reinos de este mundo”.
La traducción literal sería “de fuera de este mundo”. Sin embargo, es
obvio que significa “no perteneciente, no dependiente, no proveniente”. Es la
misma idea que vemos en Juan 8:23: “Vosotros sois de abajo, yo soy de
arriba; vosotros sois de este mundo, yo no soy de este mundo”.
Considero completamente obvio que ese es el sentido de las palabras de
nuestro Señor en este pasaje. La teoría tan del gusto de algunos cristianos de
que este texto excluye cualquier relación de los gobiernos con la religión y
que condena la unión entre Iglesia y Estado, además de privar de toda
legitimidad a cualquier iglesia oficial es, a mi modo de ver, absurda,
infundada y carente de sentido común. Independientemente de que la unión
entre la Iglesia y el Estado sea correcta o incorrecta, considero absurda la
afirmación de que este texto la prohíbe. Este texto afirma que el Reino de
Cristo no nació del poder de este mundo y no depende de él; pero no afirma
que las autoridades de este mundo no deban tener nada que ver con el Reino
de Cristo. El Reino de Cristo puede apañárselas muy bien sin ellas, aunque
ellas no pueden apañárselas muy bien sin el Reino de Cristo.
Al considerar esta difícil cuestión conviene tener en cuenta ciertos
principios esenciales:
a) Todo gobierno es responsable ante Dios y ningún gobierno puede
esperar prosperar sin su bendición. Todo gobierno está obligado, pues, a
hacer todo lo que esté en su mano para gozar del favor y la bendición de
Dios. El gobierno que no se esfuerce en fomentar la religión verdadera no
tiene derecho a esperar la bendición de Dios.
b) Todo buen gobierno debiera intentar fomentar la verdad, el amor, la
templanza, la honradez, la diligencia, el trabajo y la castidad entre sus
súbditos. La religión verdadera es la única raíz de la que pueden brotar estas
cosas. No se puede calificar de sabio o de bueno al gobierno que no intenta
fomentar la religión verdadera.
c) Decir que el Gobierno no debe interferir en la religión porque no puede
fomentarla sin favorecer a una iglesia en detrimento de otra es simplemente
absurdo. Es como decir que, puesto que no podemos hacer el bien a todo el
mundo, mejor nos quedamos de brazos cruzados y no hacemos bien a nadie.
d) Decir que ningún gobierno puede saber cuál es la religión verdadera y
que, por consiguiente, el Gobierno debería tratar todas las religiones con
igual indiferencia es un argumento propio de incrédulos. En Inglaterra al
menos, la creencia de que la Biblia es cierta forma parte de la Constitución,
cualquier injuria contra ella es un delito punible y el testimonio de un ateo
confeso carece de valor ante un tribunal.
e) Está fuera de toda duda que el Reino de Cristo es un Reino
independiente de los gobernantes de este mundo que ellos no pueden
instaurar, propagar o limitar. Sin embargo, es completamente falso que los
gobernantes de este mundo no tengan nada que ver con el Reino de Cristo,
que puedan dejar la religión de lado sin mayor perjuicio y gobernar a sus
súbditos como si fueran animales y carecieran de alma.
Afirma Crisóstomo que la respuesta de nuestro Señor quería decir: “Soy
un rey, sin duda, pero no un rey como imaginas, sino uno mucho más
glorioso”.
[Si mi reino […] servidores pelearían […] judíos]. Nuestro Señor pasa a
demostrar que su Reino no era de este mundo y que no era susceptible,
pues, de interferir en el gobierno romano. “Si el Reino que encabezo fuera
como los reinos de este mundo y se mantuviera por medio de recursos
mundanos, mis discípulos empuñarían las armas y lucharían para evitar que
se me entregara a los judíos. Esto, como bien sabrás, es justo lo contrario de
lo que hice anoche. Tus propios soldados te dirán que reprendí a un discípulo
por utilizar la violencia y le ordené que envainara su espada”.
Adviértase que un cristianismo que se propague por medio de la espada o
de la violencia no tiene sentido. Las armas en la guerra de Cristo no son
carnales. Muy frecuentemente, hasta los cristianos verdaderos que han
recurrido a la espada para defender sus opiniones han salido perdiendo por
ello. Al tomar la espada han muerto a espada. La muerte de Zuinglio y de los
hermanos escoceses en el campo de batalla es prueba de ello.
¡Piensa Stier que en este versículo, cuando nuestro Señor hablaba de “mis
servidores” estaba haciendo referencia a los ángeles! Comoquiera que sea,
esto es sumamente improbable.
Bullinger hace algunas interesantes observaciones acerca de esta frase en
respuesta a los anabaptistas de su tiempo. Entre otras cosas dice: “Igual que
el que los miembros de la Iglesia seamos de carne y hueso y pertenezcamos
al mundo no implica que la Iglesia sea mundana; nadie en su sano juicio dirá
que la Iglesia es mundana porque en ella haya príncipes y reyes que sirven a
Dios defendiendo el bien y castigando el mal”.
Observa Calvino que esta frase “no impide a los príncipes defender el
Reino de Cristo, en parte por medio de la disciplina exterior y en parte
ofreciendo su protección a la Iglesia contra los malvados”. Beza dice algo
muy parecido.
Observa Hutcheson: “Este texto no debe interpretarse como si Cristo
desautorizara a aquellos a quienes ha dado la espada para que la utilicen en
defensa de su Reino; porque si los magistrados fueran como deben ser,
padres atentos para la Iglesia que glorifiquen al Hijo, entonces emplearían su
poder como magistrados para atajar la idolatría e instaurar la adoración
verdadera de Dios, así como para defenderla de la violencia”.
[Pero mi reino no es de aquí]. No está muy claro qué significa
exactamente esta breve frase. Quizá sea: “Ahora, en esta dispensación, mi
Reino no es terrenal, no pertenece a este mundo. Pronto llegará el día en
que, tras mi Segunda Venida, mi Reino será visible y cubrirá toda la Tierra, y
mis santos gobernarán sobre un mundo renovado”. Quizá esto parezca
demasiado fantasioso, pero creo que ese es el verdadero significado de la
frase.
V. 37: [Le dijo entonces ¿[…], eres tú rey?]. Aquí Pilato vuelve a su
pregunta inicial, aunque la expresa de distinta forma: “¿Eres Rey en algún
sentido, aunque no seas un rey como los reyes de este mundo? Hablas de tu
Reino y de tus siervos. ¿Implica eso que eres un Rey?”. Conviene advertir las
diferencias entre el lenguaje que se utiliza aquí y las palabras del versículo
33. Ahí se decía: “¿Eres tú el Rey de los judíos?”, aquí solo se dice: “¿Eres tú
rey?”.
[Respondió Jesús: Tú dices que yo soy rey]. Con esta frase, nuestro Señor
reconoce abiertamente que es un Rey: un Rey que solo gobierna sobre los
corazones, las conciencias y las voluntades; pero un Rey a fin de cuentas. “Tú
dices” equivale a una afirmación. “Tú dices acertadamente; soy lo que has
preguntado. Reconozco que soy un Rey”.
No cabe duda que esta es “la buena profesión delante de Poncio Pilato”
que S. Pablo recuerda a su tímido discípulo Timoteo en sus Epístolas
Pastorales (1 Timoteo 6:13).
[Yo para esto he nacido […], testimonio a la verdad]. Aquí, nuestro Señor
hace saber a Pilato cuál es el gran propósito de su encarnación: “Es cierto
que soy Rey, pero no un rey como los de este mundo. Solo soy Rey sobre los
corazones y las mentes. La principal obra que me ha traído al mundo es ser
testigo de la verdad con respecto a Dios, con respecto al hombre y con
respecto al camino de la salvación. Esta verdad ha estado largo tiempo
oculta. Yo he venido para manifestarla de nuevo y para ser el Rey de todos
aquellos que la acepten”.
Considero que la palabra “verdad”, en esta frase, debe interpretarse en su
sentido más amplio y pleno. La verdadera doctrina con respecto al hombre, a
Dios, a la salvación, al pecado y a la santidad casi se había perdido para
cuando Cristo vino al mundo. Uno de los grandes propósitos de la misión de
Cristo era avivar la luz que se extinguía y establecer un nuevo patrón de
piedad en un mundo corrupto que ni Egipto, Asiria, Grecia o Roma podían
enmendar. No vino a fin de congregar ejércitos, construir ciudades, amasar
una fortuna y fundar una dinastía tal como quizá Pilato sospechaba. Vino para
ser testigo de Dios y mostrar la verdad de Dios en un mundo en tinieblas. El
que desee hacerse una idea de la escasa verdad que conocen hasta las
naciones más civilizadas sin el cristianismo no tiene más que examinar la
religión y la moralidad de los chinos y los hindúes en la actualidad.
Algunos consideran que “he nacido” hace referencia a la humanidad de
Cristo y “he venido al mundo” a su divinidad.
[Todo […] de la verdad, oye mi voz]. Considero que, en esta frase, nuestro
Señor dice a Pilato quiénes son sus súbditos, sus discípulos y sus seguidores.
“¿Quieres saber quiénes son los miembros de mi Reino? Te digo que está
compuesto de todos aquellos que aman genuinamente la Verdad y desean
saber más de la verdad de Dios. Todos ellos oyen mi voz, se complacen en
mis principios y son súbditos de mi Reino”. Es como nos muestran las
palabras que nuestro Señor dirigió a Nicodemo: “El que practica la verdad
viene a la luz” (Juan 3:21).
Así, nuestro Señor enseña a Pilato que su Reino no era un reino terrenal,
que su cometido no era portar una corona y fundar una monarquía terrenal,
sino proclamar la Verdad; y que sus seguidores no eran soldados y guerreros,
sino ardientes buscadores de la Verdad. Pilato podía, pues, desechar
cualquier idea de que su Reino pudiera interferir con la autoridad de Roma.
Adviértase que todos los cristianos deben adoptar la misma posición que
Cristo en el mundo. Igual que nuestro Maestro, debemos ser testigos de Dios
y de la Verdad ante el pecado y la ignorancia. No debemos temer quedarnos
solos en nuestro empeño. Debemos testificar.
La expresión “todo aquel que es de la verdad” es digna de atención.
Significa que todo aquel que realmente desea conocer la Verdad acepta su
enseñanza y le sigue como Maestro. ¿No nos muestra esto que, cuando
nuestro Señor apareció, congregó en torno a sí a todos los que
verdaderamente amaban la voluntad revelada de Dios y que deseaban saber
más de ella, por muy vacilante que fuera su búsqueda? (cf. Juan 3:20; 8:47).
No cabe duda que había muchos entre los judíos que, al igual que Natanael,
aguardaban con expectación la llegada de un redentor. “Estos —dice nuestro
Señor— son mis súbditos y los que componen mi Reino”. Igual que al hablar
de sí mismo como pastor dice “mis ovejas oyen mi voz”, al hablar de sí
mismo como el mayor testigo de la Verdad de Dios dice: “Todos los amantes
de la Verdad oyen mi voz”.
Cabe destacar la sabia condescendencia de nuestro Señor al adaptar su
lenguaje a la mentalidad romana de Pilato. De haber utilizado expresiones
judías con un trasfondo veterotestamentario, es posible que Pilato no hubiera
sido capaz de entenderle. Sin embargo, todo romano de alto rango había oído
hablar del debate entre los filósofos con respecto a “la Verdad”. Así pues,
nuestro Señor dice: “Soy testigo de la verdad”. Al hablar a inconversos es
aconsejable utilizar una terminología que les sea familiar.
Sugiere Teofilacto que este es un llamamiento a la conciencia de Pilato:
“Si de verdad buscas la Verdad, me escucharás”.
V. 38: [Le dijo Pilato: ¿Qué es la verdad?]. A mi modo de ver, esta famosa
pregunta solo tiene una interpretación posible. Es el comentario frío,
escéptico y sarcástico de un mero hombre del mundo que había llegado al
convencimiento de que no existe tal cosa como la Verdad, que todas las
religiones son igualmente falsas, que esta vida es lo único que importa y que
todos los credos no son más que supersticiones y palabras huecas a las que
nadie en sus cabales debe hacer caso. Esta es exactamente la mentalidad
con que mueren miles de hombres ricos e importantes en todas las épocas.
La pregunta de Pilato se podría parafrasear de la siguiente forma: “¡Claro, la
Verdad! ¿Pero qué es la Verdad? Llevo toda la vida oyendo hablar de diversos
sistemas filosóficos que reivindican la Verdad para sí y que son
completamente distintos entre ellos. ¿Quién puede decir lo que es Verdad y lo
que no?”. La mejor prueba de que esta es la interpretación correcta de la
frase de Pilato es su comportamiento tras plantear la pregunta. No espera
una respuesta, tal como señaló lord Bacon hace dos siglos, sino que
interrumpe la conversación y se marcha. La tesis de que su pregunta era
honrada y deseaba sinceramente una respuesta es demasiado improbable e
inverosímil como para comentarla siquiera. La forma de interpretar
correctamente lo que Pilato quería decir es ponernos en su lugar y considerar
la proliferación de sectas y escuelas de pensamiento que había cuando
nuestro Señor hizo su aparición en la Tierra; algunas eran romanas, otras
griegas y otras egipcias; todas pretendían ser depositarias de la Verdad y
todas eran igualmente insatisfactorias. En resumen, Galión, que opinaba que
el cristianismo consistía en meras “cuestiones de palabras”; Festo, que
pensaba que el rechazo de los judíos a Pablo era atribuible a “ciertas
cuestiones acerca de su religión”, y Poncio Pilato eran muy similares entre sí.
El noble romano de mentalidad mundana habla con el tono de alguien
hastiado de cábalas filosóficas: “¿Qué es la Verdad, a fin de cuentas? ¿Quién
puede saberlo?”. Y, no obstante, tenía la Verdad a su alcance. ¡Si hubiera
esperado, quizá la habría conocido!
Lightfoot es el único que considera que Pilato solo quería decir: “¿Cuál es
el verdadero estado de cosas? ¿Cómo puede alguien tan pobre como Tú ser
Rey? ¿Cómo puedes ser un Rey y no pertenecer, sin embargo, a este
mundo?”.
[Y cuando hubo dicho esto, salió […] judíos]. Esta frase significa que Pilato
“salió” del palacio donde había estado conversando con nuestro Señor
alejado de los judíos y regresó al patio o la explanada donde había dejado a
los judíos en el versículo 33. La conversación queda interrumpida justo en
este punto. Es muy probable que la simple mención de la “Verdad”
despertara su conciencia y considerara oportuno cubrir su retirada con
sarcasmo. Normalmente, una mala conciencia suele rehuir las
conversaciones íntimas con un hombre bueno.
Dice Agustín: “Me imagino que, justo cuando Pilato preguntó ‘¿qué es la
Verdad?’, le cruzó por la cabeza la costumbre judía de liberar a un preso en la
Pascua, y por esto no esperó a que Jesús le dijera lo que era la Verdad, ¡no
había tiempo que perder!”. Comoquiera que sea, esto parece más bien
improbable.
[Y les dijo […]: ningún delito]. En esta frase se manifiesta el verdadero
concepto que tenía Pilato de nuestro Señor. “Tras interrogar a este hombre,
no hallo ningún indicio de delito y por descontado nada que justifique su
condena a muerte. No cabe duda que afirma ser un Rey y lo reconoce
abiertamente. Pero puedo advertir que su Reino no interfiere en la autoridad
del Cesar. A los romanos no nos preocupa este tipo de reyes ni tampoco los
consideramos criminales. En resumen, vuestra acusación se desmorona por
completo y, en lo que a mí concierne, estoy dispuesto a declararle no
culpable”.
Debemos recordar que nuestro Señor vino para ser sacrificio por nuestros
pecados. No podía ser más oportuno que uno de los principales responsables
de su muerte declarara públicamente que, igual que un cordero sin tacha, no
había “ningún delito” en Él.
V. 39: [Pero vosotros tenéis la costumbre, etc.]. En este versículo queda
patente el carácter cobarde y pusilánime de Pilato, así como su doble moral.
Es consciente de la inocencia de nuestro Señor y sabe que liberarle sería lo
único justo. Sin embargo, teme contrariar a los judíos y quiere hacer un
arreglo que los contente. Idea, pues, un plan mediante el cual espera que
Jesús sea inculpado y los judíos queden así satisfechos, y que permita a la
vez liberar a Jesús indemne y así conseguir a efectos prácticos la absolución
que busca para Él. El plan era el siguiente: En la época de la Pascua, los
judíos tenían la costumbre de solicitar al gobernador romano la liberación de
algún prisionero destacado. Astutamente, Pilato sugiere que el preso liberado
en esta ocasión sea nuestro Señor Jesucristo. “Supongamos que Jesús es
culpable —parece decir—. Estoy dispuesto a condenarlo y declararle reo de
muerte y malhechor a fin de complaceros. Pero una vez declarado culpable,
¿qué os parece si lo libero según la costumbre de la Pascua?”. Este juez
cobarde e injusto esperaba complacer así a los judíos, declarando culpable a
un inocente, y a la vez quedar con la conciencia tranquila al librarle de la
muerte. Así se comportan los gobernantes mundanos y sin principios. Entre
un mezquino temor a los hombres, el deseo de complacer a la turba y los
dictados ocultos de su propia conciencia, solo hacen cosas malas y no llegan
a complacer a nadie, y menos aún a sí mismos.
No sabemos nada del origen de esta “costumbre”. El relato de S. Marcos
da a entender que, tan pronto como Pilato salió de su palacio, la multitud
clamó pidiendo que se les hiciera la concesión habitual de la Pascua (cf.
Marcos 15:8). Da la impresión de que Pilato captó la idea de inmediato y
sugirió que fuera Jesús el liberado.
Parece que la expresión de Pilato —“Rey de los judíos”— tiene diversas
connotaciones. Algunos consideran que tiene un matiz sarcástico: “¿Acaso no
dejaréis que este Rey pobre y desgraciado se vaya?”. Otros piensan que
Pilato tenía en mente la afirmación de Jesús de ser el Mesías: “¿No sería
mejor liberar a este hombre que asegura ser vuestro Mesías? ¿No sería un
escándalo para vuestro pueblo matarlo?”. La conducta de Pilato está
marcada por un deseo de liberar a nuestro Señor combinada con un cobarde
temor a ofender a los judíos al hacer lo correcto y lo justo. Es obvio que sabe
cuál es su deber, pero a pesar de ello no lo cumple.
Piensa Henry que Pilato tenía que haber oído hablar de la popularidad de
Jesús entre algunos judíos, así como de su entrada triunfal en Jerusalén unos
pocos días antes. “Le consideraba el favorito de la multitud y la envidia de los
gobernantes. No dudó, pues, que pedirían que se liberase a Jesús, con lo que
se cerraría el caso y todo saldría bien”. Sin embargo, no había calibrado la
influencia de los sacerdotes sobre la veleidosa multitud.
V. 40: [Entonces todos dieron voces, etc.]. Este versículo describe el
rotundo fracaso del notable plan de Pilato con el que esperaba satisfacer a
los judíos y a la vez liberar a Jesús. El grupo fanático y despiadado de Caifás
no le prestó la más mínima atención. Afirmaron que preferían que se liberara
a Barrabás, un destacado prisionero custodiado por los romanos, antes que a
Jesús. No se contentaban más que con la muerte de Jesús. Por S. Lucas
(23:19), sabemos que, además de ladrón, Barrabás era un asesino, de modo
que se pedía a los judíos que eligieran entre la libertad del santo Jesús o del
vil criminal. ¡Tal era su dureza, resentimiento, crueldad y odio hacia nuestro
Señor que prefirieron que se liberara a Barrabás antes que a Él! Nada salvo la
sangre de Cristo podía satisfacerlos. Así, cometieron el gran pecado que
Pedro les imputaría poco después: “Vosotros entregasteis y negasteis [a
Jesús] delante de Pilato, cuando éste había resuelto ponerle en libertad”
(Hechos 3:13). ¡Afirmaron abiertamente que preferían a un ladrón y un
asesino antes que a Cristo!
La expresión “de nuevo” hace referencia o bien al clamor de los judíos
cuando presentaron a Jesús ante Pilato en primera instancia y exigieron que
fuera condenado, o bien a su anterior petición de que se liberara a Barrabás.
Según Mateo, lo pidieron DOS veces con un intervalo de tiempo entre ellas
(cf. Mateo 27:15–26).
Debemos prestar gran atención al carácter singularmente típico de este
acto. Aun aquí hallamos un vivo ejemplo de la gran doctrina cristiana de la
sustitución. Se absuelve a Barrabás, un auténtico criminal, y se le concede la
libertad. Jesús, inocente y libre de culpa, es condenado y sentenciado a
muerte. Lo mismo sucede con la salvación de nuestras almas. Por naturaleza,
todos somos como Barrabás y merecemos la ira y la condenación de Dios; y,
sin embargo, nos ha considerado justos y nos ha concedido la libertad. El
Señor Jesucristo es absolutamente inocente; y, sin embargo, se le consideró
pecador, se le condenó como tal y se le sentenció a muerte para que
nosotros pudiéramos vivir. A pesar de estar completamente libre de culpa,
Cristo sufre para que seamos perdonados. Nosotros somos pecadores y, sin
embargo, somos considerados justos. Cristo es justo y, sin embargo, es
considerado pecador. Bienaventurado aquel que comprende esta doctrina y
se ha asido de ella para salvación de su propia alma.
No podemos abandonar este capítulo sin reconocer las dificultades que
surgen al intentar conciliar las cuatro versiones del interrogatorio y la
posterior crucifixión de nuestro Señor. Por supuesto, estas dificultades tienen
su origen en el hecho de que cada Evangelista hace particular hincapié en
una parte de la historia. Comoquiera que sea, no debe cabernos la más
mínima duda de que todo ello forma un conjunto armonioso y toda
discrepancia nace de las limitaciones de nuestra comprensión. Si cada
Evangelista hubiera relatado la historia utilizando exactamente las mismas
palabras, el resultado global habría sido mucho menos satisfactorio; habría
transmitido una impresión de impostura, de algo amañado. Las variaciones
que hallamos en los cuatro relatos no son más que lo que cabría esperar de
cuatro testigos honrados e independientes y, si se analizan con ecuanimidad,
son perfectamente explicables.
Comenta Agustín: “Quien desee ver la concordancia entre todos los
Evangelistas y la ausencia de toda contradicción, debe estudiar las obras más
profundas, y no afirmaciones superficiales; debe sentarse a un escritorio y
leer o escuchar con atención a quien lo hace en lugar de limitarse a prestar
oídos a un corrillo. Esté firmemente convencido en todo caso de que ningún
Evangelista escribió nada que entrara en contradicción consigo mismo o con
los otros tres”.
Sugiere Melanchton que la parte de la historia de la Pasión que se relata
en este capítulo es un vivo retrato de la historia de la Iglesia en todas las
épocas. ¡Nos pide que prestemos atención a la multitud de retratos que nos
presenta! Santos débiles y fuertes; enemigos de todo tipo: traidores,
hipócritas, tiranos, sacerdotes, gobernantes, turbas; violencia; la huida de los
amigos; las crueles palabras de los enemigos. ¿No es esto una especie de
historia profética de la Iglesia de Cristo?
Ellicott hace un retrato tan preciso del carácter de Poncio Pilato, que
merece ser citado como conclusión de este capítulo: “Pilato era el tipo más
completo del hombre mundano de la Roma decadente. Duro, pero no
implacable; astuto y de vuelta de todo; eficaz y pragmático; de una justicia
arrogante; y, sin embargo, tal como señalan los autores antiguos, cobarde y
ególatra; capaz de advertir lo que es correcto y, sin embargo, carente del
valor moral para hacerlo; el procurador de Judea destaca como un ejemplo
triste y terrible de persona que, al ver peligrar sus intereses propios, no solo
actúa en contra de los dictados de su corazón y su conciencia, sino que
además se comporta de forma cruel e injusta a pesar de las advertencias y
los presentimientos”.
Juan 19:1–16

Estos versículos despliegan ante nosotros un maravilloso retrato que


debiera ser de gran interés para todos aquellos que profesan ser
cristianos. Al igual que todo retrato histórico, contiene ciertos
elementos de especial interés. Por encima de todo, contiene tres fieles
retratos cuyo examen nos será de provecho.
El primer retrato es el de nuestro Señor Jesucristo mismo.
Vemos cómo el Señor de los hombres es azotado, coronado de
espinas, escarnecido, rechazado por su propio pueblo, condenado
injustamente por un juez que no hallaba delito en Él y entregado
finalmente a una dolorosa muerte. Sin embargo, este mismo era el Hijo
eterno de Dios a quien los incontables ángeles del Padre se deleitaban
en honrar. Era el que había venido al mundo para salvar a los
pecadores y el que, tras vivir una vida irreprochable durante treinta
años, había dedicado los últimos tres años de su vida a andar por esta
Tierra haciendo el bien y predicando el Evangelio. ¡Sin duda, el mundo
jamás había visto nada tan maravilloso desde su creación!
Admiremos ese amor de Cristo que, en palabras de S. Pablo,
“excede a todo conocimiento”, y adviértase el insondable significado
de la expresión. No hay amor terrenal que pueda compararse con este.
Es un amor único. Jamás olvidemos, al meditar acerca de esta historia
de sufrimiento, que Jesús sufrió por nuestras iniquidades, el Justo por
los injustos, que fue herido por nuestras rebeliones, molido por
nuestros pecados, y que por su llaga fuimos nosotros curados.
Esforcémonos en imitar el ejemplo de su paciencia ante todas las
pruebas y adversidades que debamos afrontar en la vida,
especialmente aquellas originadas por la religión. Cuando le
maldecían, no respondía con maldición; cuando padecía, no
amenazaba, sino que encomendaba la causa al que juzga justamente.
Tengamos esa misma mentalidad. Pensemos en quien sufrió sin queja
tal contradicción de pecadores contra sí mismo y procuró glorificar a
Dios no solo al hacer el bien, sino también en su propio sufrimiento.
El segundo retrato que se nos presenta es el de los judíos
incrédulos que buscaron la muerte de nuestro Señor.
Vemos cómo insisten en rechazar durante tres o cuatro largas horas
los ofrecimientos de Pilato de liberar a nuestro Señor; cómo se
empeñan en exigir su crucifixión; la forma en que reclaman su condena
a muerte como si fuera un derecho; cómo afirman no tener más rey
que Cesar; y cómo se convierten finalmente en los principales
culpables de su asesinato. Y, sin embargo, estos eran los hijos de
Israel, el linaje de Abraham, los depositarios de las promesas y el
ceremonial mosaico, de los sacrificios y el sacerdocio del Templo. Estos
eran los hombres que profesaban buscar a un Profeta como Moisés, a
un hijo de David que habría de instaurar un Reino en calidad de
Mesías. Sin duda, jamás ha habido una mayor exhibición de las
profundidades de la maldad humana desde la caída de Adán.
Adviértase con temor y temblor el enorme peligro que supone un
rechazo continuado de la luz y el conocimiento. Existe algo llamado
ceguera judicial, y es la última y más terrible de las condenas de Dios.
El que, como sucedió con Faraón y Acab, es reprendido de continuo y
se niega a actuar en consecuencia, acabará teniendo un corazón duro
como la piedra y una conciencia insensible, como si hubiera quedado
cauterizada por un hierro incandescente. Ese era el estado en que se
encontraba la nación judía durante el ministerio terrenal de nuestro
Señor; y la cumbre de su pecado fue rechazarlo deliberadamente
cuando Pilato estaba dispuesto a concederle la libertad. ¡Oremos para
que se nos libre de esa clase de ceguera! No existe peor condena de
Dios que quedar a merced de nosotros mismos, de nuestros malvados
corazones y del diablo. No hay manera más segura de ganarnos esa
condena que insistir en rechazar las advertencias y pecar contra la luz.
Terribles son sin duda estas palabras de Salomón: “Por cuanto llamé, y
no quisisteis oír, extendí mi mano, y no hubo quien atendiese, sino que
desechasteis todo consejo mío y mi reprensión no quisisteis, también
yo me reiré en vuestra calamidad, y me burlaré cuando os viniere lo
que teméis” (Proverbios 1:24–26). Jamás olvidemos que, igual que los
judíos, cabe la posibilidad de que se nos deje caer finalmente en el
gran engaño de creer que estamos prestando un gran servicio a Dios
cuando en realidad no se trata más que de un pecado (cf. 2
Tesalonicenses 2:11).
El tercer y último retrato que tenemos ante nosotros es el de Poncio
Pilato.
Vemos cómo un gobernador romano —alguien que ocupa un puesto
importante dentro de la nación más poderosa de la Tierra, alguien que
tendría que haber sido fuente de justicia y equidad— vacila entre dos
opiniones en un caso claro como el agua. Vemos cómo sabe lo que es
correcto y, sin embargo, teme actuar en consecuencia; cómo está
convencido de que debe absolver al prisionero que tiene delante y, sin
embargo, teme hacerlo y desagradar a sus acusadores; cómo sacrifica
la Justicia al temor más mezquino al hombre; cómo sanciona por pura
cobardía un terrible crimen; y cómo, en su deseo de complacer al
hombre, tolera el asesinato de un inocente. Es probable que la
naturaleza humana no se haya manifestado jamás de una manera tan
despreciable. Nunca ha sido el nombre de alguien tan justamente
denostado por el mundo como ese nombre grabado en todos nuestros
credos: el nombre de Poncio Pilato.
Adviértase qué criaturas tan mezquinas son los hombres cuando
carecen de principios elevados y no creen en la realidad de un Dios por
encima de ellos. Hasta el más humilde campesino con gracia y
temeroso de Dios es más noble a los ojos de su Creador que el rey,
gobernante o estadista cuyo principal objetivo es complacer a los
hombres. Quizá tener una conciencia en privado y otra en público; un
sentido del deber para nuestras almas y otro para las medidas
públicas; ver claramente lo que es correcto ante Dios y, sin embargo,
hacer lo incorrecto por amor a la popularidad, parezca sabio, oportuno
y políticamente correcto para algunos; pero es un tipo de carácter que
no debe inspirar respeto alguno a ningún cristiano.
Oremos para que en nuestro propio país no falten nunca hombres
en los puestos clave que piensen lo correcto y tengan el valor para
actuar en consecuencia, sin doblegarse ante la opinión de los hombres.
Los mejores gobernantes de una nación, y a la larga los más
respetados, son aquellos que temen a Dios más que al hombre. Los
peores gobernantes que un país puede tener son aquellos como Poncio
Pilato, siempre contemporizando, siempre guiados por la opinión
pública en lugar de encabezarla, temerosos de hacer lo correcto en
caso de que ofenda, dispuestos a hacer lo equivocado si es rentable
para su popularidad. A menudo, son el castigo de Dios a una nación
por causa de sus pecados.

Notas: Juan 19:1–16


V. 1: [Así que, entonces tomó Pilato a Jesús, y le azotó]. Probablemente, el
cruel maltrato que experimentó el cuerpo de nuestro Señor fue mucho más
severo de lo que el lector pueda imaginar. Por regla general, entre los
romanos solía ser el castigo que precedía a la crucifixión, y en ocasiones era
tan doloroso y fuerte que el castigado moría a resultas de ello. Muchas veces
se azotaba con varas, y no con cuerdas como suelen representarlo los
pintores y los escultores. Josefo, el historiador de los judíos, menciona
específicamente en sus Antigüedades que se azotaba y atormentaba de
múltiples formas a los malhechores antes de ser ejecutados. El diccionario
bíblico de Smith dice que, en el tipo de azote practicado por los romanos, “se
desnudaba al infractor, se le estiraba con cuerdas sobre una estructura y se
le golpeaba con varas”.
Pueden caber pocas dudas de lo que impulsó a Pilato a infligir este castigo
a nuestro Señor. Albergaba la esperanza de que los judíos se dieran por
satisfechos con estos tremendos azotes al estilo romano y que, tras ver a
Jesús golpeado, desgarrado por las varas y sangrando, aceptarían su puesta
en libertad. Su habitual crueldad, su doble moral y su carácter engañoso
quedan nuevamente de manifiesto. Intentaba complacer a los judíos
maltratando a nuestro Señor todo lo posible y a la vez esperaba tranquilizar
su conciencia eximiéndole de la muerte. Sin duda, tal como leemos en S.
Lucas, manifestó a los judíos sus intenciones: “Le soltaré, pues, después de
castigarle” (Lucas 23:16). Pronto asistiremos al fracaso absoluto de sus
reprobables planes.
Dice Crisóstomo: “Pilato azotó a Jesús con el deseo de aplacar la ira de los
judíos. Puesto que no deseaba un mal mayor, le azotó y permitió que se
hiciera lo que se hizo, que se le vistiera con el manto y se le coronara con las
espinas a fin de apaciguar su furor”. Agustín y Cirilo dicen algo muy
semejante.
La importancia de esta parte en concreto de los sufrimientos de nuestro
Señor se advierte nítidamente en el hecho de que Isaías diga
específicamente que “por su llaga fuimos nosotros curados” y S. Pedro haga
mención específica de este texto en su Primera Epístola (Isaías 53:5, 1 Pedro
2:24). Nuestro Señor mismo predijo que sería azotado (cf. Lucas 18:33).
Quizá huelga decir que Pilato no azotó a Jesús con sus propias manos.
Todo lector atento verá de inmediato que los azotes fueron infligidos por sus
soldados o alguaciles. Sin embargo, el venerable Beda afirma que fue Pilato
mismo quien azotó a Jesús. ¡Y es oportuno recordar que un autor escéptico
moderno ha llegado a argumentar que el libro de Levítico no es inspirado
porque en él se ordena al sacerdote que levante, mueva y ofrezca los
cadáveres de los sacrificios, cosa que él no podría hacer por su propia
cuenta! ¡Ciertamente, podía haber recordado que a veces se dice que alguien
hace algo cuando son sus siervos o ayudantes quienes lo hacen por él! No
cabe duda que fue así como azotó Pilato a Jesús. La palabra “tomó”
probablemente significa “ordenó que tomaran”.
Piensa Hengstenberg que el notable acto de Pilato al “lavarse las manos”
(Mateo 27:24) y declararse inocente de la sangre de Cristo se produjo entre
este versículo y el capítulo anterior. Yo lo introduciría después del versículo
15 de este capítulo.
Según Mateo 27:27, el lugar donde se cometió este acto indigno contra la
santa persona de nuestro Señor fue el pretorio, o el patio común, que
probablemente era una especie de cuarto de guardia donde solían
permanecer los soldados romanos a la espera de recibir órdenes del
gobernador. Ni siquiera pensando en el peor cuarto de guardia de un
regimiento moderno podemos hacernos una idea de la clase de lugar que era
un cuarto de guardia de rudos soldados romanos.
Algunos piensan que nuestro Señor fue azotado en dos ocasiones: una al
comienzo del interrogatorio de Pilato y la otra después de ser condenado.
Comoquiera que sea, lo considero muy dudoso. Probablemente, esta idea
deriva de no observar con atención que solo Juan relata el proceso ante Pilato
tras estos azotes, mientras que el resto de los Evangelistas lo omite.
Comenta Besser: “Antes de que el mensaje de que ‘Cristo nuestra justicia’
reviviera y de que el ‘Cristo por nosotros’ luterano volviera a ser una fuente
para las almas sedientas, los hombres no obtenían gran consuelo de los
azotes de Cristo. Antes de la Reforma, había ejércitos de penitentes
procedentes de Italia que se extendieron por toda Alemania. Se los
denominaba ‘flagelantes’ y, desnudos de cintura para arriba, vagaban por
pueblos y ciudades cantando himnos de penitencia como Dies Irae y
azotándose unos a otros”.
V. 2: [Y los soldados […] corona de espinas, y […] su cabeza]. No puede
cabernos la menor duda de cuál era el propósito de los soldados al hacer
esto. Fue un acto de burla y escarnio contra nuestro bendito Señor y como
desprecio ante la idea de que era un Rey. Estos rudos hombres demostrarían
cómo se trataba a semejante Rey. Podemos estar seguros de que unos
embrutecidos soldados paganos, como era el caso de los legionarios
romanos, eran expertos consumados en la tortura de prisioneros.
Según Tristram, las espinas son tan comunes en Palestina que no les
costaría trabajo alguno a los soldados encontrar la materia prima con que
tejer la corona. El diccionario de Smith, citando a Hasselquist, dice: “La planta
llamada nebk (zizyphus spina Christi) era sumamente apropiada para tal
propósito, dado que cuenta con muchas espinas afiladas y sus ramas
flexibles y curvas se pueden doblar fácilmente en forma de corona; y lo que,
en mi opinión, resulta la prueba definitiva es que sus hojas, de un verde muy
oscuro, son similares a las del laurel. Quizá los enemigos de Cristo eligieran
una planta parecida a la que solía utilizarse para coronar a emperadores y
generales para que hasta el mismísimo castigo fuera una calumnia”. Se
puede imaginar con facilidad lo dolorosas y molestas que debían ser estas
espinas al clavarse en la frente o la cabeza de alguien maniatado.
Aquí, al igual que en todos y cada uno de los pasos de la pasión de Cristo,
vemos su sustitución perfecta y absoluta poniéndole en lugar de los
pecadores. Él, el inocente que cargaba con los pecados, llevó una corona de
espinas para que nosotros, los culpables, pudiéramos llevar una corona de
gloria. ¡Qué inmenso contraste habrá entre la corona de gloria que portará
Cristo en su Segunda Venida y la corona de espinas que llevó en la Primera!
Comenta Lightfoot que “el hecho de que nuestro Señor solo fuera
coronado con espinas, que son la maldición de la tierra, era una muestra
incuestionable de que su Reino no era de este mundo”. No solo eso, sino que
también era un extraordinario símbolo de que las consecuencias de la Caída
estaban siendo colocadas sobre la cabeza de nuestro divino Sustituto. En
Levítico se dice que Aarón pondrá sus manos “sobre la cabeza del macho
cabrío vivo, y confesará sobre él todas las iniquidades de los hijos de Israel,
todas sus rebeliones y todos sus pecados, poniéndolos así sobre la cabeza del
macho cabrío” (Levítico 16:21).
Se cuenta la historia de que, cuando Godofredo Bouillon, el general
cristiano, fue declarado rey de Jerusalén durante las Cruzadas, se negó a ser
coronado con una corona de oro afirmando “que no era apropiado que llevara
una corona de oro en la ciudad donde su Salvador había llevado una de
espinas”.
Observa Rollock: “Vemos que estos soldados eran de una catadura peor
aún que la de Pilato. Se desprende que, si un señor manda que sus siervos
hagan un mal, a menudo estos harán dos”.
Cuando Juan Huss, el mártir, fue llevado a la pira, le colocaron un papel en
la cabeza donde había tres demonios dibujados y se leía el título de
“heresiarca”. Al verlo, dijo: “Mi Señor Jesucristo llevó una corona de espinas
por mí: ¿por qué no habría de llevar yo, entonces, esta ignominiosa corona
por Él?”.
[Y le vistieron […] de púrpura]. Nuevamente, esto se hizo en señal de
burla y desprecio: se colocaba un manto regio burlesco sobre los hombros de
nuestro Señor a fin de mostrar lo ridícula y despreciable que era la idea de
que tuviera un reino. Es indudable que el color “púrpura” iba destinado a
imitar paródicamente el conocido púrpura imperial, color propio de reyes y
emperadores. Algunos creen que no era más que la capa de un soldado como
las que se podría encontrar fácilmente en un acuartelamiento. Otros
consideran, con más indicios a su favor, que este “manto” debía ser la “ropa
espléndida” con que Herodes cubrió a nuestro Señor cuando le devolvió a
Pilato (Lucas 23:11), algo de lo que Juan no deja constancia. En cualquier
caso, no cabe duda de que este manto era alguna prenda desechada y
gastada. Conviene tener en cuenta que el brillante color púrpura o escarlata
haría que nuestro Señor llamara a la atención a todas las personas
circundantes cuando saliera de la presencia de Herodes o fuera presentado
ante la multitud de judíos ante el palacio de Pilato. Nuevamente, debiéramos
recordar la naturaleza simbólica de este acto. Nuestro Señor fue vestido con
un manto de vergüenza y desprecio para que nosotros fuéramos ataviados
con una justicia perfecta y nos presentemos con túnicas blancas ante el trono
de Dios.
V. 3: [Y le decían: ¡Salve, Rey de los judíos!]. Nuevamente, es obvio que
esto se hizo como muestra de desprecio a nuestro Señor. Los soldados
pronunciaron estas palabras como una parodia de las palabras que se dirigían
al Emperador como reconocimiento de su poder imperial: “¡Salve Emperador!
¡Ave Imperator!”. Equivalía a decir: “¡Menudo Rey estás hecho! Tú y tu Reino
sois igual de pobres y despreciables”.
Observa Hengstenberg: “Era el reino de los judíos en sí lo que era objeto
de las risas de los soldados. Consideraban a Jesús la encarnación de las
esperanzas mesiánicas de los judíos. Se burlarían de esas esperanzas regias,
conocidas por todo el mundo pagano, especialmente por su aspiración a
dominar toda la Tierra”.
No debemos dejar de advertir aquí que el ridículo, el escarnio y el
desprecio fueron una parte destacada de los sufrimientos de nuestro bendito
Maestro. Todo conocedor de la naturaleza humana sabe que hay pocas cosas
tan difíciles de soportar como el ridículo, especialmente cuando se sabe
inmerecido y cuando responde a motivos religiosos. Los que deban soportar
semejante ridículo pueden consolarse con la idea de que Cristo puede
identificarse con ellos; dado que es una copa que Él mismo apuró hasta las
heces. También aquí fue nuestro Sustituto. Soportó el desprecio para que
nosotros recibamos alabanza y gloria en el último día.
Comenta Henry: “Si en algún momento se nos ridiculiza por hacer el bien,
no nos avergoncemos, sino glorifiquemos a Dios porque así participamos de
los sufrimientos de Cristo”.
[Y le daban de bofetadas]. El texto original se podría traducir igualmente
como “le golpearon con una vara o un palo”. Si lo comparamos con Mateo
27:27, 30, donde se dice que los soldados tomaron una caña y le golpearon
con ella en la cabeza, la balanza se inclina a favor de esta interpretación.
Según Mateo, los soldados pusieron una caña en la mano de nuestro Señor a
modo de cetro paródico y cuando, como comenta Lampe, “se negó a llevarla
en su diestra, dado que había venido para sufrir indignidades y no para
llevarlas a cabo”, le golpearon brutalmente con ella en la cabeza. Esto me
parece una hipótesis razonable y satisfactoria que indicaría que no fueron
“bofetadas”.
Si los golpes se infligieron contra la cabeza, ya fuera con la mano o con
una caña, se puede imaginar con facilidad el agudo dolor físico que podrían
ocasionar a una cabeza coronada de espinas. Las espinas se hundirían en la
piel hasta que la sangre cubriera el rostro y el cuello de nuestro Señor.
Ciertamente, fue “molido por nuestros pecados” (Isaías 53:5).
V. 4: [Entonces Pilato salió otra vez, etc.]. Este versículo muestra una
nueva escena de la dolorosa historia de la Pasión. Una vez terminados los
azotes y después de que los soldados se hubieran burlado el tiempo que
Pilato consideró oportuno, el gobernador romano salió del palacio donde vivía
y se presentó ante los judíos, que esperaban oír el resultado de la
conversación privada que había mantenido con nuestro Señor. Debemos
recordar que, debido su hipócrita escrupulosidad, no deseaban entrar en la
casa del gobernador gentil para no “contaminarse”, por lo que le esperaban
en el patio exterior. Ahora Pilato sale de su palacio y les habla. Las palabras
de este versículo parecen indicar que Pilato salió primero, seguido por
nuestro Señor: “Mirad que vuelvo a sacarle para que sepáis que no hallo
delito o motivo de condena en Él, y que vuestra acusación de que lidera una
rebelión es infundada. Solo es un fanático débil e inofensivo que no aspira a
ningún reino de este mundo, y os lo traigo como alguien despreciable y digno
de burla, pero no merecedor de una condena de muerte por mi parte. Yo
mismo le he interrogado y os informo de que no he hallado nada dañino en
Él”.
Considero bastante claro que la entrevista privada que Pilato sostuvo con
nuestro Señor le convenció por completo de que era alguien inocente e
inofensivo y le llevó a desear su libertad sin que sufriera daño alguno;
albergaba la secreta esperanza de que los judíos se darían por satisfechos al
ver al acusado azotado y malherido, despreciado y vilipendiado, y que no
llevarían la acusación más lejos. Pronto veremos el desengaño absoluto que
experimentaría este cobarde de doble moral y la forma en que habría de
violentar su propia conciencia.
Es reseñable que Pilato utilice la expresión “yo no hallo delito en él” en
tres ocasiones, con las mismas palabras en el griego, en todo el relato que
hace S. Juan de la Pasión (cf. Juan 18:38; 19:4–6). Era correcto y apropiado
que quien tenía la responsabilidad última de inmolar al Cordero de Dios, el
Sacrificio por nuestros pecados, declarara públicamente en tres ocasiones
que no hallaba defecto alguno en Él. El que lo inmoló le declaró un Cordero
sin tacha o defecto tras examinarlo detenidamente.
V. 5: [Y salió Jesús […], espinas y […] púrpura]. Considero que esta frase
demuestra que, en primer lugar, salió Pilato del palacio para anunciar que iba
a presentar al prisionero, y que luego salió nuestro Señor. Igual que en el
versículo anterior, la palabra “salió” indica literalmente que salió “fuera” o “al
exterior”. Es la misma que se utiliza en los siguientes textos: “Sus hermanos
estaban afuera”, “los perros estarán fuera” (Mateo 12:46; Apocalipsis 22:15).
¡Asombra pensar que nuestro bendito Señor, el Verbo eterno, se
sometiera humildemente a ser presentado de esta forma, como objeto de
burla, con un viejo manto púrpura sobre los hombros y una corona de espinas
sobre la cabeza, con la espalda sangrando por los azotes y la cabeza por las
espinas, para regocijo de una multitud sedienta de sangre! Ciertamente, “por
amor a vosotros se hizo pobre, siendo rico” (2 Corintios 8:9). Nunca desde la
fundación del mundo se había visto una escena que sorprendiera más tanto a
los ángeles como a los hombres.
[Y Pilato les dijo: ¡He aquí el hombre!]. Esta famosa frase —“Ecce Homo”
en latín— se puede interpretar de dos formas. Quizá Pilato la pronunciara
despectivamente: “¡He aquí al hombre a quien acusáis de erigirse en rey!
¡Mirad qué criatura más débil, desvalida y despreciable es!”. O bien Pilato
pudo decirlo en un sentido compasivo: “He aquí al pobre hombre a quien
queréis que condene a muerte. No me cabe duda de que os daréis por
satisfechos con lo que le he hecho. ¿No le he castigado ya lo suficiente?”.
Quizá ambas hipótesis sean correctas. Comoquiera que sea, caben pocas
dudas de que Pilato albergaba la esperanza de que, al ver el patético estado
de nuestro Señor, los judíos se darían por satisfechos y lo dejarían ir.
Nuevamente veremos cómo esta esperanza se frustró por completo.
Es probable que Pilato hiciera un fuerte hincapié en el término “hombre”,
indicativo de desprecio. Quizá fue esto lo que llevó a los judíos a clamar en el
versículo 7 que el prisionero “se [hacía] a sí mismo Hijo de Dios” y que
afirmaba ser divino, y no un mero “hombre” como decía Pilato. Asimismo es
probable que deseara recalcar a los judíos que decía “he aquí el hombre”; no
“vuestro Rey”, sino un mero hombre.
V. 6: [Cuando le vieron los principales sacerdotes […] ¡Crucifícale!]. En
este versículo presenciamos el fracaso absoluto del plan secreto de Pilato
para evitar la condena de nuestro Señor. La penosa visión del prisionero
sangrante y escarnecido no suavizó los sentimientos de sus crueles
enemigos. No se conformarían con nada que no fuera su muerte, y tan pronto
como apareció ante ellos clamaron ferozmente: “¡Crucifícale! ¡Crucifícale!”.
Adviértase que los principales sacerdotes fueron los que encabezaron el
clamor pidiendo la crucifixión. Es una triste realidad que a lo largo de todas
las épocas nunca ha habido perseguidores de los santos de Dios tan duros,
crueles, insensibles y sanguinarios como los ministros religiosos. La conducta
del obispo Bonner con algunos de nuestros mártires reformadores durante el
reinado de María la Sanguinaria es una triste prueba de ello.
Los “alguaciles” aquí mencionados eran los ayudantes y siervos de los
sacerdotes que, naturalmente, imitaron los gritos de sus señores.
La palabra traducida como “dieron voces” hace referencia a un fuerte
grito o clamor, y es propio del relato que Juan hace de esta parte de la
Pasión. Es la misma palabra que se emplea referente a nuestro Señor ante el
sepulcro de Lázaro: “Clamó a gran voz: ¡Lázaro, ven fuera!” (Juan 11:43).
También es la misma expresión que se adjudica a la multitud de Jerusalén
que no quería continuar escuchando a Pablo hablar en las gradas: “Ellos
gritaban y arrojaban sus ropas y lanzaban polvo al aire” (Hechos 22:23).
La palabra “crucifícale” equivalía a exigir que se ejecutara a nuestro Señor
a la manera romana.
Comenta Cirilo: “Cuando quizá la multitud podía haberse avergonzado
ante lo que había hecho con el recuerdo de sus milagros, los sacerdotes son
los primeros en gritar para así agitar a la muchedumbre”.
Quien desee hacerse una idea de la sed de sangre que se puede
despertar en una turba una vez azuzada no tiene más que estudiar la historia
del período del “Terror” en París durante la Primera Revolución Francesa.
[Pilato les dijo: Tomadle […] en él]. Este —como señala Cirilo
acertadamente— es el lenguaje de alguien irritado e impaciente ante la
obstinación de los sacerdotes. “Haced vosotros el trabajo sucio si de verdad
queréis que se haga. Llevaos a vuestro prisionero y no me molestéis más con
el caso. Yo no hallo delito en él y me desagrada convertirme en instrumento
vuestro en esta cuestión”. Parece imposible atribuir algún otro sentido a las
palabras de Pilato. No podía decir con toda seriedad que permitiría a los
judíos ejecutar al prisionero, dado que crearía un precedente en la aplicación
de la pena capital. En sus palabras parece haber un trasfondo de ira,
irritación e ironía, y así es como parecieron interpretarlo los principales
sacerdotes. No puede cabernos la menor duda de que se habrían llevado de
buena gana a nuestro Señor y le habrían crucificado inmediatamente si
hubieran creído que Pilato los estaba autorizando para ello.
Adviértase cómo Pilato vuelve a recalcar por tercera vez: “Yo no hallo
delito en él”. Intentó eludir tres veces la condena de nuestro Señor o disuadir
a los judíos de sus sanguinarios planes sin resultado alguno: una vez pidiendo
a los judíos que eligieran entre Jesús y Barrabás; otra enviándole a Herodes;
otra azotándole y presentándole como un guiñapo ante el pueblo. Las tres
veces fracasó por completo.
Comenta Burkitt: “Los hipócritas en el seno de la Iglesia visible pueden ser
culpables de tales monstruosidades que hasta despierten el desconcierto y el
rechazo de los paganos ajenos a ella”.
V. 7: [Los judíos le respondieron, etc.]. En este versículo vemos cómo los
sacerdotes recurren a nuevos argumentos para acusar a nuestro Señor.
Habían visto que su acusación política se había venido abajo. Pilato no
deseaba condenarle como Rey y se negaba a considerar que hubiera
cometido algún delito en ese sentido. Ahora acusan, pues, a nuestro Señor de
blasfemia y de infringir su propia Ley. Con respecto a las palabras irónicas de
Pilato —“tomadle vosotros, y crucificadle”— no dicen nada al respecto, como
si se dieran cuenta de que no debían tomarlas en serio. El sentido general se
podría completar de la siguiente forma: “No tiene sentido alguno que nos
digas que crucifiquemos a este prisionero nosotros mismos, porque sabes a
la perfección que no estamos facultados para ello; pero, en vista de que no
deseas condenarlo por subversión política, ahora le acusamos de haber
cometido un delito contra nuestra religión que, en calidad de gobernador
nuestro, estás obligado a proteger. Te pedimos que le condenes a muerte por
decir que es el Hijo de Dios, lo cual, según nuestra Ley, es una blasfemia y un
delito merecedor de la muerte”. No cabe duda que esta es una paráfrasis
bastante larga, pero necesaria si queremos llegar al sentido completo del
versículo y entender lo que querían decir los judíos.
Probablemente la “ley” a la que se referían los judíos fuera Levítico 24:16,
pero resulta curioso que en ese texto el castigo sea la muerte por
“lapidación” y que la crucifixión no aparezca por ningún lado. Sin embargo,
eso no se lo dicen a Pilato. Quizá la expresión “una ley” sea mucho más
enjundiosa de lo que parece a primera vista. Puede que signifique: “Nosotros
los judíos tenemos una ley dada por el hombre de parte de Dios que es una
regla de fe en nuestra religión. Sabemos que no es una ley vinculante para
los gentiles, pero nosotros sí tenemos que cumplirla. Uno de los artículos de
esa ley es que ‘el que blasfemare el nombre de Jehová, ha de ser muerto;
toda la congregación lo apedreará’. Te pedimos que apliques ese artículo a
este hombre: ha blasfemado y debe morir. Te pedimos, pues, su vida”. Sin
duda, el griego transmite la impresión de que se hace hincapié en el término
“nosotros”, los judíos, en contraposición a los gentiles.
La expresión “debe” significa literalmente “es deudor” o está obligado a
morir según nuestro código legal.
La expresión “se hizo a sí mismo” significa que se erigió en Hijo de Dios o
afirmó serlo (cf. Marcos 3:14; Juan 6:15–8:53; Hechos 2:36; Hebreos 3:2;
Apocalipsis 1:6).
Para un judío, la expresión “Hijo de Dios” tenía una carga mucho más
fuerte que para nosotros. En Juan 5:18 vemos que, cuando nuestro Señor dijo
que Dios era su Padre, los judíos consideraron que se hacía “igual a Dios” (cf.
asimismo Juan 10:33). En cualquier caso, hay algo muy claro:
independientemente de lo que digan los socinianos, nuestro Señor reivindicó
claramente su divinidad y los judíos comprendieron a la perfección que se
consideraba Dios además de hombre.
Cirilo comenta acertadamente que, si los judíos hubieran sido honrados,
no solo habrían dicho que la persona que tenían ante sí afirmaba ser el Hijo
de Dios, sino que también había obrado numerosos milagros como
demostración de su divinidad.
Observa Rollock: “¡Observemos lo que les ciega! La Palabra de Dios que
debería hacerles ver es lo que les ciega al utilizarla para su propia
destrucción. Las mejores cosas de este mundo, y aun la mismísima Palabra
de Dios, no sirven a los malvados más que para su propio endurecimiento.
Cuanto más leen, más ciegos quedan. ¿Y por qué? Porque utilizan
equivocadamente la palabra y no la convierten en una guía que dirija sus
sentimientos y sus actos”.
V. 8: [Cuando Pilato oyó […], tuvo más miedo]. En este versículo
presenciamos un cambio en la actitud de Pilato. La nueva acusación de
blasfemia contra nuestro Señor le hizo ver las cosas de otra forma. Ahora
empezó a sentirse asustado e inquieto. La idea de que el prisionero manso y
humilde que tenía ante sí pudiera ser después de todo alguna clase de Ser
superior y no un mero hombre alarmó grandemente a su débil e ignorante
conciencia. ¿Sería posible que tuviera ante sí a alguna clase de Dios con
forma humana? ¿Acaso estaría infligiendo un castigo corporal a una deidad?
Es indudable que, como romano que era, había oído y leído innumerables
historias procedentes de la mitología griega y romana acerca de dioses que
descendían a la Tierra bajo formas humanas. ¡Quizá este prisionero fuera uno
de ellos! La idea le llenó nuevamente de temor. Jesús ya le había inquietado.
Es indudable que su comportamiento tranquilo, digno y majestuoso le había
impresionado. Su inocencia manifiesta de cualquier delito, así como la
extraordinaria maldad de sus enemigos cuyo carácter Pilato conocía a buen
seguro, ya habían obrado su efecto. Lo mismo había pasado con el sueño de
su esposa. Aun antes de que los judíos hicieran su última acusación, el juez
romano ya había quedado conmocionado y convencido en su fuero interno de
la inocencia del prisionero, deseaba liberarle y, de hecho, le “temía”. Sin
embargo, cuando oyó que era el “Hijo de Dios”, se sintió más asustado aún.
Comenta Burgon: “Al igual que Gamaliel en Hechos, se sintió invadido por
el temor, no fuera tal vez hallado luchando contra Dios”.
El “esto” hace referencia al “Hijo de Dios”.
La palabra “más” es digna de atención. Muestra claramente que Pilato
había “temido” desde el principio y había tenido la conciencia intranquila.
Nunca le gustó lo más mínimo el caso que le presentaban. Le asustaba que le
presentaran a un predicador tan extraordinario como nuestro Señor, alguien
que había obrado tales milagros; pero ahora que oía de la reivindicación de
su divinidad, tenía “más miedo”. No debemos olvidar que Pilato, como
gobernador romano de Judea, una provincia problemática y difícil, era
cumplidamente informado por espías así como por los oficiales de su ejército
de todo lo que en ella sucedía. ¿Puede cabernos alguna duda de que había
oído muchas cosas acerca del ministerio de nuestro Señor, y especialmente
de sus milagros y del asombroso poder que tenía sobre los enfermos y los
muertos? ¿Podemos poner en duda que oyera hablar de la resurrección de
Lázaro que se había producido a un tiro de piedra de Jerusalén? Si tenemos
en cuenta todo esto, nos costará poco entender que se sintiera
tremendamente preocupado desde el primer momento en que los judíos le
presentaron el caso, y nos parecerá perfectamente comprensible que se
sintiera más inquieto aún cuando oyó que Jesús era “el Hijo de Dios”. Los
gobernantes sin principios se encuentran en una situación muy complicada.
El obispo Hall considera que los temores de Pilato solo respondían a la
creciente agitación del pueblo. ¡Temía que se produjera una revuelta!
V. 9: [Y entró otra vez en el pretorio]. Esto significa que, tras oír la nueva
acusación de blasfemia, Pilato se retiró nuevamente al interior del palacio,
donde había estado hablando con nuestro Señor, dejando a los judíos fuera.
Esta nueva acusación era tan grave que no quiso estudiarla en público, sino
que prefirió interrogar a nuestro Señor en privado.
[Y dijo a Jesús: ¿De dónde eres tú?]. Esta pregunta solo se puede
interpretar de una forma. Significaba: “¿Quién eres? ¿Qué eres? ¿Provienes
del Cielo? ¿Eres uno de esos dioses que descienden a la Tierra de los que he
oído hablar a los sacerdotes? ¿Cuál es tu verdadera identidad y tu origen? Si
eres alguna clase de ser superior y no un mero hombre, dímelo con claridad
para que resuelva el caso. Dímelo en privado, ahora que los judíos no están
delante, para que sepa cómo he de tratar a tus enemigos”. Es de suponer
que Pilato se aferró a la esperanza de que Jesús le dijera algo acerca de sí
mismo que le permitiera adoptar una postura firme y liberarle de los judíos.
Una vez más, las esperanzas del gobernador romano habrían de quedar
frustradas.
[Mas Jesús no le dio respuesta]. El silencio de nuestro Señor ante la
petición de Pilato es digno de atención. Hasta ese momento había respondido
sin reservas a sus preguntas; ahora se negaba a seguir hablando. Debemos
buscar el motivo de este silencio en el estado del alma de Pilato. No merecía
respuesta, por lo que no la obtuvo. Había perdido todo derecho a recibir más
información de su prisionero. Había sido informado claramente de la
naturaleza del Reino de nuestro Señor, del propósito de su venida al mundo,
y se había visto obligado a reconocer públicamente su inocencia. Y, sin
embargo, a pesar de saber todo esto, había sido flagrantemente injusto con
nuestro Señor, le había azotado, había permitido que sus soldados le trataran
de la manera más vil imaginable y lo había expuesto a la burla pública, todo
ello siendo sabedor de su inocencia. En resumen, con su conducta
pecaminosa había malgastado las oportunidades y la misericordia que se le
habían ofrecido, había hecho oídos sordos al clamor de su propia conciencia.
De ahí que nuestro Señor no quisiera tener nada más que ver con él y no
deseara decirle nada más: “No le dio respuesta”.
Aquí, al igual que en muchos otros casos, vemos que Dios no convence a
la fuerza a los hombres y que no obliga a los incrédulos a creer, que no
contenderá para siempre con las conciencias de los hombres. Igual que
Pilato, la mayoría de los hombres tiene su día de gracia y una puerta abierta
ante ellos. A menudo, si se niegan a entrar por ella y prefieren seguir su
camino pecaminoso, la puerta se cierra y no vuelve a abrirse jamás. Existe tal
cosa como el “día de visitación” cuando Cristo habla a los hombres. Con
frecuencia, si no están dispuestos a escuchar su voz y a abrir sus corazones,
se les deja a su merced, se les entrega a una mente reprobada y a las
consecuencias de sus actos. Así sucedió con Faraón, Saúl y Acab; y el caso de
Pilato fue algo parecido. Tuvo su oportunidad y prefirió no aprovecharla, sino
complacer a los judíos a expensas de su propia conciencia y hacer lo
incorrecto. Vemos las consecuencias: nuestro Señor no le dijo nada más.
Aun con todo esto, creo que no debemos olvidar que la malvada negativa
de Pilato a escuchar la voz de su propia conciencia y la consiguiente negativa
de nuestro Señor a seguir hablándole estaban gobernadas por los designios
eternos de Dios para el cumplimiento de sus planes de redención. Debemos
ser reverentes al tratar estas cosas; pero está claro que, si nuestro Señor
hubiera revelado a Pilato su identidad y le hubiera obligado a verlo, quizá la
crucifixión nunca habría tenido lugar y el gran sacrificio por los pecados del
mundo jamás se habría ofrecido en la Cruz. El silencio de nuestro Señor era
justo y merecido, pero también formaba parte del consejo de Dios con
respecto a la salvación del hombre.
Adviértase aquí que existe un “tiempo de callar” así como un “tiempo de
hablar”. Todos debemos orar para ser revestidos de sabiduría en este aspecto
de nuestras relaciones sociales cotidianas. Estar diciendo siempre a todo el
mundo todo lo que sabemos no es una conducta propia de un seguidor de
Cristo.
Adviértase que, si no aprovechamos como es debido las oportunidades de
que disponemos, si ofrecemos resistencia a Cristo cuando habla a nuestras
conciencias, puede que llegue un momento en que, tal como le sucedió a
Pilato, hablemos a Cristo y le pidamos cosas y no recibamos respuesta.
Escrito está: “Ni quisieron mi consejo, y menospreciaron toda reprensión mía,
comerán del fruto de su camino, y serán hastiados de sus propios consejos”;
“entonces me llamarán, y no responderé” (Proverbios 1:24–32).
Observa Crisóstomo: “Cristo no respondió nada porque sabía que Pilato
hacía todas sus preguntas vanamente”.
Comenta Besser: “Aun cuando sea en el lecho de muerte, si se pide luz a
Cristo fervientemente, Él siempre ofrecerá toda la gracia necesaria para
alcanzar la salvación. Sin embargo, en el caso de Pilato, Jesús calla”.
V. 10: [Entonces le dijo Pilato, etc.]. En este versículo vemos cómo aflora
el carácter arrogante, imperioso y altanero del gobernador romano.
Acostumbrado como estaba a ver a sus prisioneros suplicar ante él, era
incapaz de entender el silencio de nuestro Señor. Se dirige a Él con una
mezcla de ira y sorpresa: “¿Por qué no respondes a mi pregunta? ¿Acaso no
sabes que eso constituye una ofensa para mí? ¿No sabes que estás a mi
merced, que tengo la potestad para crucificarte o liberarte según estime
oportuno?”. No veo ninguna otra interpretación verosímil de las palabras de
Pilato. La idea de que solo estaba persuadiendo a nuestro Señor y
recordándole amablemente su propio poder me parece completamente
irrazonable e incompatible con el siguiente versículo.
Los grandes hombres impíos suelen alardear de su poder absoluto. Escrito
está de Nabucodonosor: “Y por la grandeza que le dio, todos los pueblos,
naciones y lenguas temblaban y temían delante de él […]; engrandecía a
quien quería, y a quien quería humillaba” (Daniel 5:19). Sin embargo, como
sucedía con Pilato, por mucho que esos hombres se jacten de su poder, a
menudo no son más que meros peleles en manos de la opinión pública. Pilato
hablaba de su “autoridad para soltar”, pero era consciente de su incapacidad
para ejercerla.
V. 11: [Respondió Jesús, etc.]. La respuesta de nuestro Señor a Pilato en
este versículo es notablemente tranquila y digna, aunque no carente de
dificultades por causa de su naturaleza elíptica. Podría parafrasearse de la
siguiente manera: “Hablas de autoridad. No sabes que tanto tú como los
judíos no sois más que instrumentos en manos de un Ser superior y que no
tendrías autoridad alguna sobre Mí si Dios no te la hubiera dado. Comoquiera
que sea, eres incapaz de entenderlo, por lo que tienes menos culpa que los
judíos. Los judíos que me han entregado a ti saben que toda autoridad
proviene de Dios, de ahí que su conocimiento les haga más culpables que tú.
Tanto tú como ellos cometéis un gran pecado; pero su pecado es un pecado a
pesar de su conocimiento, mientras que el tuyo es relativamente cuestión de
ignorancia. Ambos sois inconscientemente instrumentos en las manos de
Dios, y nada podríais hacer contra Mí si Dios no lo permitiera y lo dispusiera
así”. La relación causal entre la primera parte del versículo y la segunda no
está nada clara. Es difícil explicar cuál es el objeto del “por tanto” y el motivo
de que la providencia rectora de Dios hiciera más culpables a los judíos que a
los gentiles. Sin embargo, considero que la idea tácita de nuestro Señor era
recordar a Pilato la ignorancia con que se estaba comportando y lo poco que
sabía con respecto a Él en comparación con los judíos.
Este versículo parece implicar que la posesión de mayores conocimientos
agrava el pecado de un pecador. Debido a todos sus conocimientos acerca de
la Ley y los Profetas, era un pecado más grave que los judíos entregaran a
Cristo para que fuese crucificado que el de Pilato, un pagano ignorante, al
condenarlo y ejecutarlo.
El término “el” se ha interpretado de diversas formas. Algunos consideran
que tiene que hacer referencia a Caifás, como sumo sacerdote y principal
actor en la trama del asesinato de nuestro Señor. Otros han llegado a pensar
que habla de Judas Iscariote. Lo más probable es que sea una personificación
de todo el pueblo judío, encarnado en la figura de su sumo sacerdote.
Comoquiera que sea, hay algo muy claro. Esto fue lo último que dijo
nuestro Señor durante su juicio. A partir de entonces enmudeció “como oveja
delante de sus trasquiladores”.
Comenta Hengstenberg que, aun en este momento crítico, nuestro Señor
se muestra Juez de la Humanidad al asignar los diversos grados de culpa a
Pilato y los judíos.
Dice Lampe: “El pecado de los judíos era más grave que el de Pilato. Pilato
era gentil, desconocedor del Mesías y de sus señales distintivas; los judíos
habían leído las profecías acerca de Él. Pilato solo podía conocer los grandes
milagros de nuestro Señor de oídas: todos ellos se hicieron ante los judíos.
Pilato injurió a Jesús involuntariamente y por cobardía; ellos le injuriaron por
odio y envidia. Finalmente, Pilato no fue más que un instrumento; los judíos
fueron la causa. Así, nuestro Señor emite su opinión con respecto a sus
jueces, una opinión de acuerdo a la cual los juzgará un día”.
La expresión “por tanto” —o “por causa de esto”, literalmente— entraña
una dificultad considerable. Markland dice que significa: “Dado que no tiene
esta autoridad de arriba que tienes tú, el judío tiene mayor pecado”.
Observa Rollock al hablar de la Inquisición española: “Cuando prenden a
un cristiano que confiesa a Jesucristo, los papistas lo interrogan y después lo
presentan ante el Rey de España. Entonces se lavan las manos, como si no
las tuvieran manchadas de su sangre; ¿quién sino el Rey de España fue el
que le arrebató la vida? Pero la ira de Dios los persigue y la sangre de los
inocentes está sobre ellos, porque fueron ellos quienes los entregaron para
que fueran torturados”.
Comenta Hutcheson que “los mayores grados de impiedad se presencian
en la Iglesia visible”, donde el conocimiento es mayor.
Después de decir todo esto, debemos admitir que este versículo
probablemente contiene algo que no podemos desentrañar. Las dos
proposiciones del versículo son completamente inteligibles; pero el nexo, “por
tanto”, es una dificultad que aún no ha sido explicada satisfactoriamente.
Agustín ofrece la siguiente paráfrasis: “Peca más quien entrega con mala
voluntad a un inocente a las autoridades para que sea ejecutado que las
autoridades mismas que ejecutan a un inocente por miedo a una autoridad
mayor. Los judíos me entregaron a tu autoridad por rencor; sin embargo, tú
estás a punto de ejercer tu autoridad porque temes por ti mismo. No es que
un hombre tenga derecho a ejecutar a un inocente, pero ejecutar a alguien
por odio es mucho más malvado que hacerlo por temor”. Cirilo dice algo muy
parecido.
En todo caso, hay algo muy claro. El pecado tiene grados y no todo el
mundo es igualmente pecador. El siervo que conoce la voluntad de su señor y
no la cumple es más culpable que quien la desconoce.
V. 12: [Desde entonces procuraba Pilato soltarle]. Esta es una frase
notable. Obviamente, significa que, a partir de ese momento, Pilato se
esforzó más en lograr la absolución y liberación de nuestro Señor. Antes las
deseaba; ahora lo intentaba por todos los medios. No sabemos si esto tuvo
que ver con el comportamiento y el porte de nuestro Señor al pronunciar las
palabras del versículo anterior, o bien con alguna clase de sentido que Jesús
atribuyó a esas palabras. Lo cierto es que eso fue lo que sucedió.
Juan no especifica de qué forma “procuraba Pilato soltarle”, pero es obvio
que dejó a Jesús en el pretorio, donde le había preguntado de dónde era, y
salió él solo ante los judíos para decirles que consideraba infundada su
acusación de blasfemia y que deseaba ponerlo en libertad. Esto debió de
suceder en el exterior, dado que los escrupulosos judíos se negaban a entrar
al interior. Además, los judíos no habrían sabido nada de los deseos
renovados de Pilato de liberar a Jesús si este no los hubiera dado a conocer.
Debemos recordar, pues, que en este versículo, Pilato y los judíos están fuera
y nuestro Señor queda en el interior. Pilato propone liberarle y los judíos se
oponen. Luego Pilato volverá al interior y sacará a Jesús por última vez.
[Pero los judíos daban voces […], César se opone]. Aquí vemos cómo los
judíos echan abajo los tímidos intentos de Pilato de liberar a nuestro Señor
con un argumento que sabían que haría mella en un romano. Le dicen
abiertamente que le acusarán ante el César, el emperador romano, de
gobernar contra los intereses del Imperio: “Si liberas a este prisionero no eres
amigo de César. Todo el que se erige en rey, independientemente de cuál sea
su reino, usurpa la autoridad de César y es un rebelde. Si pasas por alto la
afirmación de este hombre de ser un rey y le liberas, protestaremos ante tu
César”. Este fue un argumento decisivo y definitivo. Pilato era plenamente
consciente de que su labor de gobierno en Judea no resistiría el más mínimo
examen. También era buen conocedor del carácter cruel, despiadado y
suspicaz de Tiberio, el emperador de Roma, del que Tácito y Suetonio,
historiadores romanos, hacen mención específica; y era comprensible que
temiera el resultado de cualquier apelación de los judíos. A partir de este
momento, todas sus esperanzas de quitarse de encima este peliagudo caso y
de liberar indemne a nuestro Señor se vinieron abajo. Prefería ser cómplice
de un asesinato con tal de complacer a los judíos antes que ser acusado de
descuidar los intereses imperiales y de no colaborar con el César.
¡Cuesta trabajo dilucidar quién desempeña el papel más mezquino y
despreciable en esta historia, si Pilato haciendo oídos sordos a su conciencia
con tal de evitar el posible descontento de un monarca terrenal, o bien los
judíos fingiendo velar por los intereses del César y advirtiéndole que no
hiciera nada que le contrariase! ¡Por un lado era una trágica exhibición de
cobardía y, por el otro, de doble moral, todo ello con el resultado de un
sórdido asesinato!
V. 13: [Entonces Pilato, oyendo esto, etc.]. Lo que oyó Pilato es la
afirmación de los judíos acerca del César en el versículo anterior. Cuando
Pilato oyó el temido nombre del César y se vio amenazado con una posible
queja ante Roma por descuidar los intereses imperiales, advirtió claramente
que no se podía hacer nada más y que debía ceder a las peticiones de los
judíos de ejecutar a un prisionero inocente. Volvió, pues, al palacio, sacó de
nuevo a Jesús y se sentó por primera vez en el tribunal situado en el exterior
del palacio, en el patio o enlosado adyacente. El caso estaba zanjado; y los
tímidos esfuerzos de Pilato por salvar a un prisionero inocente de una
acusación injusta. Ya no se atrevía a seguir oponiéndose a las sanguinarias
exigencias de los judíos. Ya no quedaba otra alternativa que sentarse
públicamente en el tribunal y pronunciar su sentencia.
Comenta Pearce que “esta fue la quinta salida de Pilato para intentar
hacer cambiar de idea a los judíos con respecto a la crucifixión de Jesús”.
Señala Parkhurst con respecto al “tribunal”: “En las provincias romanas, la
Justicia se administraba al aire libre, en un promontorio con una tarima de
mármol desde la cual el juez presidía el juicio”.
El “enlosado” eran las losas mármol sobre la que se situaba la tribuna del
juez. Afirma Parkhurst que, a veces, los gobernadores romanos llevaban
consigo los materiales que formaban el enlosado.
Según Hammond, la palabra “Gabata” es más siríaca que hebrea; “según
la costumbre del Nuevo Testamento que denomina siríaco al hebreo, la
lengua vulgar de los judíos por aquella época”. Dice Parkhurst que esta
palabra hace referencia literalmente a un lugar elevado, y señala que Juan no
quiere decir en este versículo que Gabata signifique enlosado, sino que el
mismo lugar que se denominaba “enlosado” en griego se llamaba “lugar
elevado” en hebreo.
[Era la preparación de la pascua]. Esta llamativa expresión no puede
significar que “esta era la hora de la preparación de la comida de la pascua”,
porque no lo era. Significa que “esta era la víspera del gran sabath de la
semana de la Pascua, un día que se conocía entre los judíos como la
preparación o el día de la preparación para el sabath de la Pascua, que era un
día muy especial”. S. Marcos lo especifica en su relato de la Pasión (cf. Marcos
15:42). Los autores rabínicos dejan muy claro que todas las fiestas judías
tenían sus “vísperas” o días de preparación.
Adviértase la precisión y exactitud con que Juan delimita el día de la
crucifixión.
[Y como la hora sexta]. Esta expresión genera una seria dificultad que ha
sido motivo de perplejidad para los lectores de la Biblia de todas las épocas.
La dificultad reside en el hecho de que Marcos dice expresamente en su
Evangelio que “era la hora tercera cuando le crucificaron” (Marcos 15:25),
¡mientras que aquí Juan dice que nuestro Señor fue condenado como a la
hora sexta! Sin embargo, ambos Evangelistas escribieron por inspiración
divina y no puede haber equivocación alguna en ellos. ¿Cómo se pueden,
pues, reconciliar estas dos afirmaciones contradictorias? Las explicaciones
para esta dificultad son múltiples y diversas.
a) Algunos —como es el caso de los autores racionalistas— dicen que uno
de los Evangelistas se equivocó y que uno de los relatos es, pues, falso. Esta
es una solución que no satisfará a ningún cristiano reverente. Si los autores
de la Biblia pudieran cometer equivocaciones como estas, no existe tal cosa
como la inspiración y la Escritura pierde toda fiabilidad como guía.
b) Otros —como Teofilacto, Beza, Nonnus (en su paráfrasis lírica), Tittman,
Leigh, Usher (vol. 7, p. 176), Kuinoel, Bengel, Pearce, Alford, Scott y
Bloomfield— sostienen que la discrepancia probablemente se deba a un error
de los copistas y que en S. Juan debería leerse “hora tercera”, y no “sexta”.
Comoquiera que sea, este es un atajo muy fácil y la inmensa mayoría de los
manuscritos antiguos lo contradicen.
c) Otros —como Agustín en un pasaje o Bullinger— dicen “que en la hora
tercera, el Señor fue crucificado por las lenguas de los judíos y en la hora
sexta por las manos de los soldados”. Comoquiera que sea, esta es, cuando
menos, una explicación endeble y pueril. ¡No solo eso, sino que significaría
que nuestro Señor solo estuvo tres horas en la Cruz, y todo ese tiempo a
oscuras, sin por ello ser visto por nadie! ¡De ser así, no habría habido muchos
que pudieran leer la inscripción que le coronaba en la Cruz! “Desde la hora
sexta hubo tinieblas sobre toda la tierra hasta la hora novena”.
d) Algunos consideran que Marcos utilizó el sistema horario judío, que
cuenta las horas a partir de la mañana y en el que las 7:00 equivalen a la
1:00 en Inglaterra; mientras que Juan utilizaba el sistema horario romano,
idéntico al inglés, y su hora sexta equivalía literalmente a las 6:00 de la
mañana. Según esta teoría, en el relato que hace Juan de la pasión de Jesús,
este fue condenado a las 6:00 de la mañana y crucificado a las 9:00 según el
relato de Marcos.
Esta es una explicación muy extendida y cuenta con defensores como
Wordsworth, Lee y Burgon; pero presenta graves dificultades. No veo prueba
alguna de que Juan utilice el sistema horario inglés y romano en lugar del
judío. El pasaje en el que se relata la historia de la samaritana y que suele
aducirse como prueba no demuestra nada en absoluto y, de hecho, si se
analiza con detenimiento, prueba justo lo contrario. ¡Si la “hora sexta” en que
Jesús se sentó junto al pozo (cf. Juan 4:6) significase realmente las 6:00 de la
tarde inglesas, sería inconcebible que la conversación con la mujer, su
regreso a su pueblo de origen, su llamamiento a los hombres del pueblo para
que fueran a ver a Jesús, la acudida de estos y el regreso de los discípulos
con la comida se produjeran en el breve lapso de una tarde! Esto habría sido
imposible. Además se puede objetar que, si Jesús hubiera sido condenado a
las seis, quedarían sin explicar tres largas horas entre la condenación y la
crucifixión. Me veo obligado a decir que, en lo que a mí respecta, esta forma
de solucionar el problema es completamente inútil.
e) Otros —como Calvino, Bucero, Gualter, Brentano, Musculus, Gerhard,
Lampe, Hammond, Poole, Jansen, Burkitt, Hengstenberg y Ellicott—
argumentan que la hora sexta significa cualquier momento después de las
9:00 de la mañana inglesas; de hecho, cualquier momento a partir de la hora
tercera judía. Afirman que los judíos dividían las doce horas del día en cuatro
grandes bloques: de 6:00 a 9:00, de 9:00 a 12:00, de 12:00 a 3:00 y de 3:00
a 6:00. También dicen que cualquier hora después de las 6:00 de la mañana
inglesas se denominaba la hora tercera, y cualquier hora después de las 9:00
de la mañana inglesas se denominaba la hora sexta. De esta forma, llegan a
la conclusión de que tanto la condenación como la crucifixión se produjeron
poco después de las 9:00; con Marcos por un lado que la denomina la hora
tercera porque se aproximaba a nuestras 9:00 y Juan que la denomina la hora
sexta porque el acontecimiento se produjo entre nuestras 9:00 y nuestras
12:00.
Grocio, citado por Parkhurst, dice que la hora tercera, la sexta y la novena,
que eran muy valoradas para la oración y los cultos, se anunciaban con una
trompeta y que, después que hubiera sonado la trompeta en la hora tercera,
se consideraba que la hora sexta ya estaba próxima. Glass y Lampe
defienden esta tesis y Lampe muestra a partir de Maimónides, un famoso
autor judío, que los judíos dividían el día en cuatro bloques. Hengstenberg
comenta además que la hora cuarta y la quinta jamás se mencionan en el
Nuevo Testamento.
Es indudable que esta teoría acerca a ambos Evangelistas, si es que no los
llega a reconciliar del todo.
f) Otros —como Agustín en otro pasaje, y Harmer, citado por Parkhurst en
su misma línea— consideran que “la hora sexta no hace referencia al
momento del día, sino a la preparación de la Pascua”, y que el significado es:
“Era la preparación de la Pascua, y alrededor de la hora sexta desde el
comienzo de la preparación”. Dado que la preparación comenzaba a menudo
muy de mañana, cerca de las 3:00 para nosotros, seis horas a partir de ese
momento nos dejarían en la hora tercera de Marcos, o lo que es lo mismo, las
9:00 de la mañana para nosotros. Lightfoot apoya esta teoría, que sin duda
es muy ingeniosa y despejaría todas las dificultades. Sin embargo, es justo
señalar que un lector normal difícilmente atribuiría a la “hora sexta” el
sentido que indica Harmer.
Esta es una de esas dificultades que probablemente no llegue a resolverse
jamás. Dios se ha complacido en dejarla en la Escritura para poner a prueba
nuestra fe y nuestra paciencia, y debemos esperar a que se resuelva. Las
cuestiones de horas y fechas, como es el caso, son a menudo las más
confusas, dada nuestra incapacidad para ponernos en el lugar del autor y por
las grandes diferencias que se producen en la forma de expresar el tiempo en
las diversas lenguas, naciones y épocas. Quizá esta misma dificultad que
tenemos ante nosotros no planteara problema alguno a los Padres
apostólicos como Policarpo y Clemente. Quizá poseían algún sencillo indicio
que ofrecía la solución y del que nosotros no sabemos nada. Es de sabios ser
pacientes y considerar que existe una explicación, aunque no esté a nuestro
alcance.
Si debo expresar alguna opinión, diré que la quinta y la sexta de las
soluciones que he ofrecido son las más factibles. Aun así, reconozco que la
cuestión no queda zanjada. En todo caso, si somos justos, debemos
reconocer que S. Juan no dice tajante y explícitamente que “era la hora
sexta”, sino “como la hora sexta”. Esto nos permite interpretarlo con cierta
flexibilidad y hace aconsejable no insistir demasiado en la discrepancia
manifiesta que hay entre Juan y Marcos o concederle demasiada importancia.
En cualquier caso, considero que hay algo completamente inadmisible. No
podemos permitirnos creer que Jesús no fue crucificado hasta las 12:00,
momento en el que comenzó la oscuridad milagrosa, y que solo estuvo
colgado de la Cruz durante tres horas.
[Entonces dijo […]: ¡He aquí vuestro Rey!]. Estas palabras debieron de
pronunciarse con amarga ironía, ira y desprecio. “¡He aquí al que acusáis de
erigirse en Rey y ser enemigo del César! ¡Observad a este prisionero débil,
humilde y desvalido! ¡Esta pobre persona inofensiva es a quien teméis y
queréis que yo crucifique! ¿Deseáis que se ejecute a vuestro propio Rey? Por
lo que yo entiendo, eso es lo que queréis. ¡Observadlo y decidlo!”.
V. 15: [Pero ellos gritaron: ¡Fuera […], crucifícale!]. Como en anteriores
ocasiones, el llamamiento público de Pilato no tuvo el menor efecto en los
judíos. Nuevamente volvieron a elevar su obstinado, feroz e implacable
clamor exigiendo la crucifixión del prisionero. Solo se contentarían con su
sangre. Los terribles excesos de las turbas parisienses durante el infame
reinado del Terror en la Primera Revolución Francesa transmiten una vaga
idea del espíritu salvaje que puede apoderarse de una multitud, como un
virus contagioso, cuando se azuza el odio contra alguien.
La palabra griega traducida como “fuera” significa literalmente
“llévatelo”, y suele equivaler a: “Llévatelo para ejecutarlo o acabar con él”.
Comenta Henry que este rechazo público de Cristo cumplía dos profecías
de Isaías: “El abominado de las naciones” y “escondimos de él el rostro”
(Isaías 49:7; 53:3).
[Pilato les dijo: ¿A vuestro Rey he de crucificar?]. Pilato vuelve a preguntar
a los judíos por última vez a fin de darles una oportunidad final de que se
apiadaran. Con amarga ironía les pregunta: “¿De verdad queréis que
crucifique a vuestro propio Rey? ¿Deberé yo, un romano, ordenar que el Rey
de los judíos sea condenado a una muerte ignominiosa? ¿De verdad es este
vuestro deseo?”.
[Respondieron los principales sacerdotes: […] rey que César]. Estas
palabras quedaron para la posteridad como una deshonra indeleble para los
dirigentes judíos y los retrató para siempre como un pueblo caído, ciego,
apóstata, apartado de Dios y abandonado a su vez por Él. Ellos, que solían
decir: “El Señor Dios es nuestro Rey”, renunciaron a la fe de sus antepasados
y declararon públicamente que el César, y no Dios, era su rey. Quedaron en
evidencia y demostraron la falsedad de su jactancia por ser un pueblo
independiente de todo poder extranjero. ¿No habían dicho ellos mismos:
“Linaje de Abraham somos”? (Juan 8:33). ¿No habían intentado tender una
trampa a nuestro Señor para que dijera algo favorable al César e hipotecara
así su propia reputación? “¿Es lícito dar tributo a César, o no?” (Marcos
12:14). ¡Y ahora gritaban: “No tenemos más rey que César”!
Comenta Cirilo que “mientras otras naciones de todo el mundo se aferran
tenazmente a su propia religión y honran a quienes llaman sus dioses, Israel
se rebelaba contra Dios, se sacudía su autoridad y proclamaba al César como
su rey. Con toda justicia, pues, fueron dejados en manos del César y
soportaron las más terribles calamidades”.
Comenta Henry: “No querían tener otro rey más que el César, y no han
tenido a ningún otro hasta el día de hoy, sino que han estado ‘sin rey, sin
príncipe’ durante muchos días (Oseas 3:4) —esto es, sin ninguno propio— y
los reyes de las naciones han gobernado sobre ellos. Dado que no querían
tener más rey que César, esa sería su condena: ellos mismos lo decidieron”.
Compara Lampe la conducta de los sacerdotes en este pasaje con los
árboles de la parábola de Jotam, que dijeron a la zarza: “Anda tú, reina sobre
nosotros” (Jueces 9:14). ¡Los mismos hombres que habían enseñado al
pueblo a aguardar al Mesías renuncian aquí en público al Reino del Mesías y
afirman estar satisfechos con el César!
Considero que el lavamiento de manos de Pilato ante el pueblo y su
afirmación —“inocente soy yo de la sangre de este justo” (Mateo 27:24)— se
corresponden con este punto del relato de S. Juan.
V. 16: [Así que entonces lo entregó, etc.]. Este versículo describe la
conclusión del terriblemente injusto juicio de nuestro bendito Señor, cuando
“en su humillación no se le hizo justicia” (Hechos 8:33). Todo había terminado
ya. Se había llevado a cabo el último llamamiento a los judíos y habían vuelto
a rechazarlo por última vez. Lucas narra lo que sucedió en este momento,
pero Juan lo pasa por alto. “Pilato sentenció que se hiciese lo que ellos
pedían” (Lucas 23:24). Entonces entregó formalmente a nuestro Señor a los
principales sacerdotes y les autorizó para que le crucificaran. Estos hombres
malvados y endurecidos “tomaron, pues, a Jesús, y le llevaron” de inmediato.
Por supuesto, no debemos suponer que fueran los propios “principales
sacerdotes” quienes tomaron a Jesús y se lo llevaron con sus propias manos.
No cabe duda de que fueron los propios soldados romanos quienes se
encargaron de cumplir las órdenes, y de que hubo un centurión que supervisó
la sangrienta ejecución. Pero, puesto que los soldados solo cumplieron los
deseos de los sacerdotes, estos últimos fueron los principales responsables
de este asesinato judicial. Dice Lucas: “Entregó a Jesús a la voluntad de ellos”
(Lucas 23:25).
Cuando leamos que “lo entregó”, recordemos que está escrito
expresamente que fue “fue entregado por nuestras transgresiones” y que
Dios “no escatimó ni a su propio Hijo, sino que lo entregó por todos nosotros”
(Romanos 4:25; 8:32). Cristo fue entregado a la muerte para que nosotros
fuéramos liberados de ella y gozáramos de libertad. Esto es la sustitución.
Cuando leamos que “le llevaron”, recordemos que Isaías profetizó
expresamente que el Mesías “como cordero fue llevado al matadero” (Isaías
53:7; Hechos 8:32).
Piensa Alford que es posible que se volviera a azotar a nuestro Señor en
este punto, pero yo no veo ninguna prueba sólida de ello. Si tenemos en
cuenta el tipo de azotes que infligían los romanos, no es probable que ningún
cuerpo fuera capaz de resistir dos tandas en un solo día.
Adviértase que, según el relato de Juan, parece no mediar tiempo entre la
condenación de nuestro Señor y su crucifixión. Fue de inmediato de Gabata al
Gólgota, desde el juicio a su ejecución. De ser esto así, la teoría que
defienden Burgon y otros de que entre la condena y la ejecución mediaron
tres horas, entre las seis y las nueve, cae por tierra. Si tan solo tuviéramos en
cuenta a Mateo y Marcos, cabría imaginar que Pilato no volvió a saber nada
de nuestro Señor después de que le hubieran azotado y ridiculizado los
soldados; pero considero que, si comparamos con detenimiento el relato de
Juan con el de Mateo y Marcos, salta a la vista que estos últimos no dejaron
constancia de la última comparecencia de nuestro Señor ante Pilato, que Juan
sí relata. Tampoco puede sorprendernos si tenemos en cuenta que, al ir
transcurriendo el Evangelio según S. Juan, se van facilitando datos que los
demás Evangelistas omitieron. Concretamente, relata el interrogatorio ante
Anás y su conversación privada con Pilato cuando los judíos no estaban
dispuestos a entrar en el palacio, y omite por completo el interrogatorio ante
Caifás. Considero que, de la misma forma, describe la última escena del juicio
de nuestro Señor que Mateo y Marcos omiten por completo por alguna sabia
razón. Si nos atenemos a esta hipótesis, que en mi opinión es la explicación
más natural del orden en que se produjeron los acontecimientos, no creo que
sea factible considerar un lapso de tiempo entre la condenación final y la
crucifixión.
Comenta Henry con gran agudeza: “Tan pronto como se pronunció el
veredicto, la acusación se puso manos a la obra, no fuera que Pilato cambiara
de idea y le indultara o que se produjera una revuelta entre el pueblo”.
Nadie que no postule la doctrina de la inspiración plenaria puede explicar
satisfactoriamente la forma en que S. Juan llegó a conocer los detalles del
juicio de nuestro Señor y las conversaciones privadas entre Pilato y Él. Es de
suponer que Juan se encontraba en el palacio del sumo sacerdote y que
estuvo constantemente junto a nuestro Señor desde el momento en que le
prendieron hasta su muerte, pero parece prácticamente imposible que
hubiera alcanzado a oír las conversaciones que Pilato y Jesús tuvieron en
privado. ¿Cómo pudo llegar a conocerlas, pues, y a ponerlas por escrito? Solo
puede haber una respuesta. Las escribió por inspiración del Espíritu Santo.
A primera vista parece incomprensible que el pueblo llano que siempre
“oía [a Jesús] de buena gana” permitiera su crucifixión con semejante
facilidad, sin oponer resistencia alguna. Es obvio que los galileos, que habrían
coronado Rey a Jesús de inmediato, estaban congregados en gran número en
Jerusalén para la Pascua. La entrada triunfal en Jerusalén, cuando una
inmensa multitud clamó: “¡Hosanna al Hijo de David!, ¡bendito el rey que
viene!”, se había producido tan solo unos pocos días antes. Los sacerdotes
mismos temían que se produjera un “alboroto en el pueblo”. Sin embargo, no
vemos la más mínima oposición al asesinato legal que se llevó a cabo. ¿A qué
se debe esto?
Para explicarlo debemos tener en cuenta las siguientes consideraciones.
1) Todos los judíos tenían una reverencia supersticiosa hacia los sacerdotes.
El mero hecho de que los sumos sacerdotes acusaran a Jesús tenía un peso
enorme. 2) El temor a la guarnición romana mantuvo al pueblo a raya. 3) La
gran mayoría de los seguidores de Jesús pertenecían a las clases pobres y
humildes. 4) Toda multitud es voluble y veleidosa.

Juan 19:17–27

Sin duda, el que sea capaz de leer este pasaje sin sentir la profunda
deuda del hombre para con Cristo debe tener un corazón muy duro o
irreflexivo. Muy grande debía de ser el amor del Señor Jesús hacia los
pecadores cuando soportó voluntariamente semejantes sufrimientos
para que se salvaran. Muy grande tiene que ser la gravedad del
pecado cuando fue necesario semejante sufrimiento vicario para
proporcionar la Redención.
En primer lugar, este pasaje nos muestra cómo nuestro Señor tuvo
que cargar con su Cruz cuando salió de la ciudad hacia el Gólgota.
Es indudable que todo ello estaba cargado de un profundo
significado. Por un lado, formaba parte de la humillación a la que se
sometió nuestro Señor como sustituto nuestro. Una parte del castigo
que se imponía a los criminales más viles era que tuvieran que
acarrear su cruz cuando se dirigían hacia su ejecución; y nuestro Señor
tuvo que pasar por ello. Se le consideró un pecador en el sentido más
pleno del término, y fue hecho maldición por nosotros. Por otro lado,
cumplía el gran tipo que era la ofrenda por el pecado de la Ley
mosaica. Escrito está que “sacarán fuera del campamento el becerro y
el macho cabrío inmolados por el pecado, cuya sangre fue llevada al
santuario para hacer la expiación” (Levítico 16:27). Poco podían
imaginar aquellos ciegos judíos que, al hostigar a los romanos para
que crucificaran a Jesús fuera de la ciudad, estaban cumpliendo a la
perfección inconscientemente la ofrenda por el pecado más tremenda
que jamás se hubiera visto. Escrito está: “Jesús, para santificar al
pueblo mediante su propia sangre, padeció fuera de la puerta”
(Hebreos 13:12).
Todo verdadero cristiano debiera tener siempre presente la lección
práctica que nos enseña este hecho. Al igual que nuestro Maestro,
debemos alegrarnos de salir “fuera del campamento” soportando su
oprobio. Debemos salir del mundo, apartarnos de él y estar dispuestos
a quedarnos solos si se da el caso. Al igual que nuestro Maestro,
debemos estar dispuestos a tomar nuestra cruz a diario y a ser
perseguidos tanto por nuestra doctrina como por nuestra conducta.
¡Mejor le iría a la Iglesia si se viera más la verdadera cruz entre los
cristianos! Llevar cruces a modo de adorno, poner cruces en tumbas e
iglesias, todo eso es fácil y sin valor y no supone problema alguno. Sin
embargo, llevar la Cruz de Cristo en nuestras tareas diarias, participar
de sus sufrimientos, llegando a ser semejante a Él en su muerte, haber
crucificado las pasiones y vivir vidas crucificadas; todo eso precisa de
abnegación, y pocos son los cristianos de este cuño. Sin embargo,
podemos estar seguros de que esa es la única forma de llevar una cruz
que redunde en el bien del mundo. Nuestros tiempos precisan de más
cruces interiores y menos exteriores.
En segundo lugar, este pasaje nos muestra que nuestro Señor fue
crucificado como Rey.
El título que se colocó sobre la cabeza de nuestro Señor no deja
lugar a dudas. Ni el lector griego, ni el latino o el hebreo pasaría por
alto que quien estaba colgado en la Cruz central de las tres que había
en el Gólgota ostentaba un título regio. La mano rectora de Dios
dispuso las cosas de tal forma que la voluntad de Pilato se impuso por
una vez a los malvados judíos. A pesar de los principales sacerdotes,
nuestro Señor fue crucificado como el “Rey de los judíos”.
Era correcto y oportuno que así sucediera. Aun antes del nacimiento
de nuestro Señor, el ángel Gabriel declaró a la virgen María: “El Señor
Dios le dará el trono de David su padre; y reinará sobre la casa de
Jacob para siempre, y su reino no tendrá fin” (Lucas 1:32–33). Casi tan
pronto como hubo nacido, llegaron los sabios de Oriente diciendo:
“¿Dónde está el rey de los judíos, que ha nacido?” (Mateo 2:2). La
mismísima semana de su crucifixión, la multitud que acompañó a
nuestro Señor en su entrada triunfal a Jerusalén había clamado:
“¡Bendito el que viene en el nombre del Señor, el Rey de Israel!” (Juan
12:13). La idea imperante entre todos los judíos piadosos era que,
cuando llegara el Mesías, el Hijo de David, vendría como Rey. Nuestro
Señor proclamó a lo largo de todo su ministerio un Reino de los cielos y
un Reino de Dios. Estaba fuera de cualquier duda que era un Rey, tal
como dijo a Pilato, de un Reino completamente distinto de los reinos de
este mundo, pero a pesar de ello un verdadero Rey de un verdadero
Reino, un gobernante de súbditos verdaderos. Como tal nació, como tal
vivió, como tal fue crucificado y como tal volverá para reinar sobre
toda la Tierra, como Rey de reyes y Señor de señores.
Asegurémonos de conocer también nosotros a Cristo como nuestro
Rey y de que su Reino esté emplazado en nuestros corazones. En el
último día, solo será el Salvador de aquellos que le obedecieron como
Rey en este mundo. Paguémosle de buena gana el tributo de la fe, el
amor y la obediencia, que Él valora muchísimo más que el oro. Por
encima de todo, no temamos nunca ser súbditos, soldados, siervos y
seguidores fieles, por mucho que esto nos granjee el desprecio del
mundo. Pronto llegará el día en que el nazareno que fue colgado de la
Cruz vendrá con gran poder para reinar y pondrá a sus enemigos por
estrado de sus pies. Tal como predijo Daniel, los reinos de este mundo
serán deshechos y se convertirán en el Reino de nuestro Dios y su
Cristo. Y finalmente, toda rodilla se doblará ante Él y toda lengua
confesará que Jesucristo es el Señor.
En último lugar, estos versículos nos muestran la tierna
preocupación que demostró nuestro Señor hacia María, su madre.
Leemos que, aun en medio del terrible tormento físico y mental que
soportó nuestro Señor, no olvidó a quien le había alumbrado. Recordó
afortunadamente su angustioso estado y el efecto devastador de la
visión que tenía ante sí. Sabía que, por santa que fuera, solo se trataba
de una mujer y que, como mujer, sentiría profundamente la muerte de
un Hijo así. La encomendó, pues, al cuidado de su discípulo amado con
unas breves y conmovedoras palabras: “Mujer —dijo—, he ahí tu hijo.
Después dijo al discípulo: He ahí tu madre. Y desde aquella hora el
discípulo la recibió en su casa”.
Sin duda, no puede haber prueba más contundente que esta de que
María, la madre de Jesús, nunca estuvo destinada a ser honrada como
divina, a recibir oraciones o ser adorada, ni a que se confíe en ella
como amiga de los pecadores o patrona. ¡El sentido común indica que
quien necesitaba el cuidado y la protección de otro nunca podría
ayudar a los hombres y las mujeres a llegar al Cielo o ser alguna clase
de mediadora entre Dios y el hombre! Por doloroso que resulte, no es
una exageración decir que, de todas las invenciones de la Iglesia de
Roma, nunca ha habido una tan infundada —tanto en términos de la
Escritura como de la razón— que la doctrina de la adoración a María.
Pasemos de estas cuestiones polémicas a un asunto mucho más
importante en la práctica. Consolémonos con la idea de que en Jesús
tenemos un Salvador de incomparable ternura, preocupación y
consideración hacia su pueblo creyente. Jamás olvidemos sus palabras:
“Todo aquel que hace la voluntad de Dios, ése es mi hermano, y mi
hermana, y mi madre” (Marcos 3:35). El corazón que, aun en la Cruz,
se compadeció de María es un corazón inmutable. Jesús no se olvida
nunca de quienes le aman, y aun cuando se encuentren en el peor
estado recuerda sus necesidades. No sorprende que Pedro diga:
“Echando toda vuestra ansiedad sobre él, porque él tiene cuidado de
vosotros” (1 Pedro 5:7).

Notas: Juan 19:17–27


V. 17: [Y él, cargando su cruz]. Era costumbre romana obligar a los
criminales sentenciados a la crucifixión a que llevaran su propia cruz. Nuestro
Señor fue tratado así como el más vil de los malhechores. Furcifer era el
nombre con que se designaba despectiva e ignominiosamente a los peores
criminales. Significa, literalmente, “portador de cruz”.
Observa Besser que nuestro Señor, cuando trabajaba en la carpintería de
Nazaret, había cargado con maderos de buena gana para ayudar a su padre.
Aquí, no menos voluntarioso, lleva hasta el Gólgota el madero de la Cruz a fin
de erigir el altar sobre el cual será sacrificado y cumplir la voluntad de su
Padre en el Cielo.
No se sabe con certeza si la “cruz” que llevó nuestro Señor era un madero
recto con otra pieza transversal donde se clavaban las manos del criminal, o
si se trataba de un árbol con dos ramas en “Y”. La tradición casi universal de
la Iglesia es que fue lo primero, esto es, una cruz de dos piezas. Sin embargo,
merece la pena recordar que era muy habitual crucificar en un árbol como el
que he descrito, que la palabra latina que describe al “portador de una cruz”
significa literalmente “portador de árbol en ‘Y’ ”, y que los traductores hablan
en varias ocasiones de la Cruz en la que fue crucificado nuestro Señor como
el “madero” (cf. Hechos 5:30; 10:39; 13:29; 1 Pedro 2:24). Esta cuestión no
está tan clara como a muchos les gustaría pensar, aunque por supuesto
carece de implicaciones. Ciertamente, una cruz de dos piezas en ángulo recto
es más pintoresca que un simple árbol con forma de “Y”, y la amplia
utilización de la cruz en el arte cristiano, así como la tradición general de la
historia eclesiástica, han contribuido a que la mayoría de las personas lo
consideren algo incuestionable. Sin embargo, no se puede pasar por alto la
innegable utilización de árboles en “Y” para crucificar a los criminales y la no
menos innegable dificultad que constituye cargar con una cruz de dos piezas
en comparación con un árbol en “Y”. Después de todo, esta es una cuestión
puramente cabalística. ¡Pero es bastante discutible, cuando menos, que la
cruz tan familiar en la cristiandad, presente en las iglesias, las tumbas, las
vidrieras, los crucifijos o simplemente de la manera ornamental tan del gusto
de las mujeres, sea auténtica y verdaderamente la Cruz sobre la que Cristo
fue crucificado! Nada nos permite descartar con certeza que toda la
cristiandad esté equivocada. Por supuesto, si se hubiera conservado la Cruz
en sí, la cuestión quedaría zanjada. Sin embargo, no existe la menor razón
para suponer que los judíos, los romanos o los discípulos la conservaran o
trataran respetuosamente. La famosa historia del “descubrimiento o la
invención de la cruz por la emperatriz Helena en el año 326 d. C. no es más
que una mera leyenda apócrifa inventada por el hombre, y no merece más
crédito que todos los supuestos fragmentos de la “cruz verdadera” que se
exhiben en las iglesias católicas romanas como reliquias sagradas.
Ambrosio hace la curiosa observación de que la cruz tiene forma de
espada apuntando hacia abajo; la empuñadura está dirigida hacia el cielo,
como hacia la mano de Dios; abajo está la punta, como si se hubiera clavado
en la cabeza del diablo, la serpiente antigua.
Hay una cosa clara: independientemente de la forma que tuviera la Cruz
donde Jesús fue crucificado, no pudo ser esa gigantesca y pesada pieza que
han representado siempre los pintores y escultores. Suponer que un hombre
pudiera llevar una pieza de madera tan pesada como la que representa
Rubens en su famoso cuadro de “El descendimiento de la Cruz” es absurdo y
ridículo. Es obvio que una cruz no era mayor de lo que una persona podía
levantar y llevar sobre los hombros. Hay algunos que resuelven la dificultad
aduciendo que el criminal solo cargaba con la parte transversal de la Cruz,
pero no hay suficientes pruebas de que esto fuera así.
Es reseñable que Juan sea el único Evangelista que dice que nuestro
Señor cargó con su propia cruz. Tanto Mateo como Marcos y Lucas dicen que
Simón de Cirene fue obligado a cargar con ella. Probablemente la explicación
sea que nuestro Señor cargó con la Cruz durante un breve trecho desde el
tribunal hasta el Gólgota. Su cansancio y agotamiento físico después del
sufrimiento físico y mental que había soportado durante la noche
imposibilitaron que completara el trayecto. Justo cuando le fallaron las
fuerzas, quizá a las puertas de la ciudad, los soldados vieron a Simón
entrando en la ciudad y le obligaron a prestar ayuda. Como en otras
ocasiones, Juan deja constancia de un hecho que los demás Evangelistas
omiten por sabias razones. Es interesante recordar que es sumamente
probable que Juan presenciara este suceso con sus propios ojos.
Si tenemos en cuenta todo lo que había puesto a prueba sus energías y
forzado su sistema nervioso hasta el límite, no debe ser motivo de sorpresa
que nuestro bendito Señor, que tenía un cuerpo como el nuestro y no
contaba con fuerzas sobrehumanas, no fuera capaz de cargar con la Cruz
más que durante un pequeño trecho.
Casi huelga decir que aquí nuestro Señor cumplió el tipo representado por
Isaac cargando con la madera para el sacrificio en el monte Moriah en el que
él mismo habría de ser la víctima. Adicionalmente, resulta curioso el hecho,
citado por el obispo Pearson, de que un comentarista judío diga acerca de
Génesis 12:6 que Isaac llevó la madera para el holocausto “como alguien que
carga con su cruz sobre los hombros”.
[Salió]. Esta expresión muestra claramente que nuestro Señor salió de la
ciudad para ser crucificado. Fue condenado al aire libre, y “salió” no puede
significar fuera de la casa de Pilato, sino fuera de Jerusalén, fuera de la
puerta. Por trivial que parezca este hecho al lector irreflexivo, fue un
extraordinario cumplimiento de uno de los grandes tipos de la Ley mosaica.
La ofrenda por el pecado del gran día de la expiación debía sacarse “fuera del
campamento” (Levítico 16:27). Nuestro Señor vino para ser la verdadera
ofrenda por el pecado, para entregar su alma como ofrenda por nuestros
pecados. Así, pues, Dios determinó que, a fin de que el tipo se cumpliera a la
perfección, sufriera fuera de la ciudad (cf. asimismo Levítico 6:12–21). S.
Pablo hace mención específica de ello cuando dice a los cristianos hebreos,
que estaban familiarizados con la Ley mosaica, que Jesús “padeció fuera de
la puerta” (Hebreos 13:12). Hasta el menor de los detalles de la pasión de
nuestro Señor está cargado de significado.
[Salió al lugar […] la Calavera […], Gólgota]. No sabemos con certeza cuál
es la ubicación exacta de este lugar, por lo que solo se pueden ofrecer
conjeturas. Solo sabemos (merced al versículo 20) que estaba “cerca de la
ciudad”, “fuera” de los muros de Jerusalén cuando nuestro Señor fue
crucificado, y que estaba cerca de alguna vía pública, puesto que en un
Evangelio se hace mención de “los que pasaban” (Mateo 27:39). En el tiempo
transcurrido desde entonces se han producido tantos cambios en los límites y
los terrenos de Jerusalén, que ninguna persona sensata fijaría con rotundidad
la ubicación del Gólgota en la actualidad. Aunque se encontrara fuera de los
muros entonces, no sería descabellado que hoy día se encontrara dentro de
la ciudad.
a) Algunos sostienen que lo más probable es que el Gólgota fuera un lugar
entre la muralla que rodeaba Jerusalén en aquella época y la bajada al valle
del Cedrón, al este de la ciudad y cerca del camino que conducía a Betania.
De ser así, la Cruz sería perfectamente visible desde la torre Antonia, los
patios del Templo o el monte de los Olivos, así como desde la muralla oriental
de la ciudad. Si esto es correcto, sería perfectamente factible que la
crucifixión hubiese sido presenciada por cientos de miles de personas; y dado
que el crucificado se levantaba, por así decirlo, en el aire, debió de ser un
acontecimiento extraordinariamente notorio. Según los defensores de esta
teoría, el lugar se correspondería con lo que tradicionalmente se ha
considerado el Santo Sepulcro.
b) No obstante, hay otros que han examinado meticulosamente la
topografía de Jerusalén y que, desde una postura a todas luces imparcial, han
dictaminado que el Gólgota se encontraba en el lado norte de Jerusalén,
cerca de la puerta de Damasco; y rechazan por completo el lugar que se
atribuye comúnmente al Santo Sepulcro en la actualidad. Un viejo y estimado
amigo que ha visitado esa disputada tierra en repetidas ocasiones dice: “Creo
que la crucifixión tuvo lugar en la parte norte de la ciudad, cerca de la actual
puerta de Damasco, en una plataforma rocosa, justo encima de un valle que
se prolonga en interminables sepulcros cerca de 3 km. Debajo hay un huerto
de olivos lleno de excavaciones. En una de ellas, en mi opinión, estaba el
sepulcro”
c) Otros, y entre ellos otro amigo que ha viajado mucho a Palestina y
publicado los resultados de sus viajes, se inclinan a pensar que el Gólgota
estaba al oeste de Jerusalén, cerca de la puerta de Jaffa. El amigo al que me
refiero me dice, en una carta sobre este asunto: “En mi primera visita a
Jerusalén en 1857 fui testigo de la existencia de unas sorprendentes grietas y
fisuras en las rocas al oeste de la ciudad que hoy día ya han sido rellenadas.
Este fenómeno me recordó la expresión las rocas se partieron (Mateo
27:51)”. En esta cuestión —añade— tiene una importancia capital el hecho
de si Pilato residía en la torre Antonia, y tenía allí su pretorio, o bien en la
torre de Hippicus. Comoquiera que sea, no podemos determinarlo con
certeza.
No me atrevo a tomar partido ante opiniones tan encontradas, de modo
que lo dejo en manos de mis lectores para que juzguen ellos mismos. Está
claro que se trata de una cuestión en la que solo pueden opinar con
fundamento quienes hayan visto Jerusalén con sus propios ojos.
No se nos dice por qué el sitio recibía el apelativo de “el lugar de la
Calavera”, por lo que solo se puede conjeturar al respecto.
a) Algunos —como Gualter, Bullinger, Musculus, Gerhard, Burgon, Alford,
Besser y otros— sostienen que el versículo hace referencia a los huesos, los
esqueletos y las calaveras de los criminales ejecutados que había esparcidos
por el Gólgota, dado que era escenario habitual de ejecuciones. Comoquiera
que sea, esta teoría tiene una seria dificultad, y es que sería muy improbable
que se abandonaran los huesos de los muertos en un lugar tan cercano a la
ciudad, cuando según la Ley mosaica eran fuente de impureza para todo
judío que los tocara. ¡No es muy probable que los fariseos, con su
extravagante escrupulosidad formalista, toleraran semejante fuente de
contaminación en las inmediaciones de la ciudad santa! No solo eso, Juan
dice expresamente que en el lugar donde se crucificó a nuestro Señor “había
un huerto” (Juan 19:41). ¡No da la impresión de que fuera un lugar donde se
abandonaran los esqueletos insepultos de los criminales! La sola mención de
este “huerto” transmite la idea de que no se trataba de un lugar utilizado
normalmente para las ejecuciones, y que los judíos lo eligieron únicamente
porque era especialmente público. Si fue en el lado oriental, bien podemos
creer que sintieron un placer diabólico al atormentar a nuestro Señor hasta el
fin con la visión del Templo, el monte de los Olivos y su amado huerto de
Getsemaní durante su agonía.
b) Hay quienes —como Lampe, Ellicott y otros—, piensan que el nombre
“el lugar de la Calavera” se debía a que la Cruz fue colocada en un pequeño
promontorio con forma de calavera. Algunos viajeros atestiguan que se
pueden observar pequeñas elevaciones calizas en esa zona. Considero que
esta teoría tiene más peso que la anterior. Debemos recordar que el término
“Calvario” no se utiliza nunca en griego.
Solo hay una cosa clara, y es que la popular idea de que nuestro Señor fue
crucificado en una colina o un monte es completamente infundada. La
expresión “monte Calvario”, tan frecuente en himnos y poemas cristianos, es
completamente incorrecta e injustificable, y la popular contraposición entre el
monte Sinaí y el monte Calvario está tan completamente alejada de cualquier
fundamento escriturario que casi resulta blasfema. De hecho, difícilmente se
puede concebir algo más distinto que el Sinaí y el Gólgota.
¡Tanto Orígenes como Epifanio, Agustín, Jerónimo y Teofilacto mencionan
la vieja tradición de que el Gólgota era el lugar donde se sepultó al primer
Adán, nuestro antepasado, y que el segundo Adán fue sepultado cerca del
primero! Esto, naturalmente, es una fábula mentirosa y ridícula, dado que el
Diluvio debió de borrar todo rastro de la sepultura de Adán.
V. 18: [Y allí le crucificaron]. Esta famosa modalidad de ejecución es tan
conocida que casi huelga decir nada al respecto. La manera más habitual de
llevarla a cabo consistía, con toda probabilidad, en desnudar al criminal,
tumbarlo de espaldas sobre la Cruz, clavarle las manos a los dos brazos de la
Cruz y clavarle los pies a la base, levantar la Cruz e introducirla en una
agujero excavado a tal propósito, y finalmente abandonarle a una muerte
lenta y dolorosa. Esta muerte combinaba el máximo de dolor con la mayor
prolongación de la vida. El tormento de tener clavos clavados en partes tan
llenas de nervios como las manos y los pies debía de ser inmenso. Sin
embargo, las heridas en manos y pies no son mortales y no afectan a ningún
vaso capilar vital. Así, un crucificado, aun en un clima oriental y soleado,
podía resistir dos o tres días antes de morir si era alguien sano y fuerte. Eso
es lo que debemos recordar que sufrió nuestro Señor cuando leamos que “le
crucificaron”. Difícilmente podría imaginar una persona sensible y delicada un
castigo más angustioso que este. Esto es lo que soportó Jesús
voluntariamente por los pecadores. Colgado, por así decirlo, entre el Cielo y
la Tierra, cumplió a la perfección el tipo de la serpiente de bronce que levantó
Moisés en el desierto (cf. Juan 3:14).
No podemos saber a ciencia cierta si la persona crucificada era atada a la
Cruz para evitar que se soltara de los clavos en su agónico forcejeo, si se la
desnudaba por completo o se la cubría alrededor de la cintura, si cada pie se
clavaba por separado o se atravesaban los dos pies con un solo clavo.
Algunos —en la línea de Ireneo, Tertuliano y Justino Mártir— consideran que la
Cruz contaba con una especie de asiento o protuberancia a la mitad del
madero principal a fin de apoyar el peso del cuerpo, así como un apoyo en la
base para los pies. El obispo Pearson cita un texto de Séneca que parece
respaldar esta idea. Con respecto a los clavos, Nonnus y Gregorio de Niza
afirman que solo había tres, y que uno de ellos atravesaba los dos pies a la
vez. Cipriano afirma que se utilizaban cuatro. No obstante, estas son
cuestiones acerca de las cuales no sabemos nada en realidad, y no tiene
sentido conjeturar o aventurar hipótesis al respecto. De una cosa podemos
estar seguros: los pies del crucificado estaban mucho más cerca de la tierra
de lo que normalmente se cree, y es muy probable que no mediara una
distancia de más de medio metro. En este aspecto, al igual que en otros, la
mayoría de las representaciones de la crucifixión son crasamente erróneas,
con unas cruces tan largas y gruesas que ningún mortal podría haberlas
transportado.
En lo concierne al sufrimiento físico que implica esta muerte y a sus
efectos exactos en el cuerpo humano, todo lector de la Biblia estará
interesado en la explicación que hace Richter, un médico alemán citado en el
Diccionario Bíblico Smith. Dice: “1) La postura forzada del cuerpo y la tensión
a la que estaba sometido producían un intenso dolor al más mínimo
movimiento. 2) Dado que los clavos atravesaban partes de las manos y los
pies llenas de nervios y tendones que, sin embargo, se encontraban lejos del
corazón, el tormento llegaba a cotas máximas. 3) La exposición a tantas
heridas y llagas generaba una inflamación que a su vez tendía a
gangrenarse, lo que iba agudizando cada vez más el dolor. 4) En las partes
relajadas del cuerpo circulaba más sangre por las arterias de la que volvía
por las venas. De este modo, el estómago y la cabeza se llenaban de sangre
a través de la aorta, lo que oprimía los vasos capilares de la cabeza. La
congestión generalizada de la circulación producía agotamiento y una
angustia más intolerable que la muerte misma. 5) El progresivo aumento del
dolor producía una angustia indescriptible. 6) A todo esto podemos añadir
una sed abrasadora. (Diccionario Bíblico Smith: Crucifixión). Lipstus de Cruce
(editado en 1595) es un libro que trata con el máximo detenimiento todo lo
referente a la Cruz y los sufrimientos de la crucifixión.
Si además de todo esto tenemos en cuenta que la cabeza de nuestro
Señor portaba una corona de espinas, que su espalda estaba desgarrada por
los brutales azotes que le habían propinado y que todo su cuerpo estaba
lastrado por el tormento físico y emocional que sufrió la noche en vela
posterior a la Cena del Señor, podemos hacernos una ligera idea de la
intensidad de su sufrimiento.
Cuando se dice que le crucificaron, no sabemos quién lo hizo
exactamente. No pudieron ser los judíos; ellos solo podían estar presentes en
el lugar y como mucho supervisarlo, dado que los soldados romanos no
dejarían la ejecución en ningunas otras manos que no fueran las suyas
propias. O bien fueron los cuatro soldados quienes se encargaron de ello, o
bien debemos interpretarlo de forma genérica: “Fue crucificado”. Lo más
sencillo es atribuirlo a todo el grupo: judíos y gentiles por igual.
[Y con él a otros dos, etc.]. Gracias a los demás Evangelios sabemos que
estos dos hombres eran ladrones y malhechores. La finalidad de crucificar a
nuestro Señor entre ellos es manifiesta: se trataba de una última injuria. Era
una declaración pública de que no fue considerado mejor que los más viles
criminales.
Aunque sus enemigos fueran inconscientes de ello, esta crucifixión entre
los dos ladrones tuvo dos grandes resultados. Por un lado, cumplía punto por
punto la profecía de Isaías con respecto al Mesías: “Fue contado con los
pecadores” (Isaías 53:12). Por otro lado, dio a nuestro Señor la oportunidad
de obrar otro gran milagro aun en sus últimas horas de vida: la conversión
del ladrón arrepentido al perdonar sus pecados y abrirle la puerta del Paraíso.
De haberse contentado sus enemigos con crucificarle solo, no se habría
ganado este último trofeo y el poder de nuestro Señor sobre el pecado y el
diablo jamás habría quedado de manifiesto. Qué fácil es para Dios obtener
bien del mal y hacer que la malicia de sus enemigos obre en su alabanza.
Comenta Agustín que en las tres cruces del Gólgota colgaban tres
personas muy distintas: una era el Salvador de los pecadores, otra era un
pecador a punto de ser salvado y la última un pecador a punto de ser
condenado.
Cirilo considera que estos dos malhechores son sendos tipos de la Iglesia
judía y la gentil: una incontrita, rechazada y perdida, la otra creyente en el
último momento y salvada.
Muchos comentaristas piadosos señalan que, aun en la Cruz, nuestro
Señor hizo demostración de su poder regio. A su diestra había un alma
salvada a la que admite en su Reino; a su izquierda, un alma perdida a la que
deja sufrir las consecuencias de su rebeldía. Hubo una derecha y una
izquierda en la Cruz, y también habrá una derecha y una izquierda de salvos
y perdidos cuando el último día se siente en el tribunal con su corona.
Solo resta decir que el cruel castigo de la crucifixión fue abolido
oficialmente por el emperador Constantino hacia el final de su reinado. ¡Es un
terrible hecho histórico que, cuando Tito tomó Jerusalén, crucificó a tantos
judíos alrededor de la ciudad que Josefo afirma que no había sitio para
colocar más cruces y que no había suficientes cruces para tantos cuerpos!
Comenta Reland acertadamente: “Los que no tenían más que la idea de
‘crucifícale’ en la cabeza lo acabaron recibiendo en sus propios cuerpos”.
V. 19: [Escribió también Pilato un título […], cruz]. Parece ser que la
colocación de un cartel con una inscripción sobre el crucificado era una
costumbre muy extendida, y los autores clásicos hacen mención de ello.
Algunos afirman que se trataba de una placa cubierta de yeso con letras
negras, mientras que otros dicen que las letras eran rojas. El acto de Pilato no
fue, pues, nada excepcional. Independientemente de que Pilato fuera
consciente de ello, en el caso de nuestro Señor tuvo dos efectos: Por un lado,
proclamaba a todos los transeúntes y testigos de la crucifixión que Jesús sí
sufrió y que no fue liberado en el último momento y sustituido por otro, que
no fue rescatado de sus enemigos por una intervención milagrosa. Por otro
lado, hacía ver claramente a todos los testigos y presentes en qué cruz
colgaba nuestro Señor. Sin esto, una persona que observara desde cierta
distancia tres figuras desnudas colgando de sus cruces podría haber dudado
cuál de ellas era la de Jesús. El título lo dejaba muy claro. Esta inscripción
deja de manifiesto que nuestro Señor no era considerado un vulgar criminal y
que se estimó oportuno que llamara la atención de una manera especial.
[JESÚS NAZARENO, REY […] JUDÍOS]. No podemos más que hacer
conjeturas con respecto a los motivos que impulsaron a Pilato a colocar esta
descripción de nuestro Señor sobre su cruz. Estoy convencido de que, en su
ira e irritación, escogió ese título con la intención de ofender e insultar a los
judíos. ¡Sometía a escarnio público a su Rey, como un pobre criminal de un
mísero pueblo de Galilea, un “rey” acorde con semejante pueblo!
Independientemente de cuáles fueran sus motivos, Dios determinó que aun
en la Cruz nuestro Señor fuera tratado como “Rey”. Vino para ser Rey y como
tal vivió, sufrió y murió, aunque sus súbditos no reconocieran ni honraran su
categoría regia. El término “nazareno” identificaba a nuestro Señor como el
famoso Maestro de Galilea que tanto revuelo había ocasionado entre los
judíos durante tres años. El término “Rey” le identificaba como la persona
acusada por los principales sacerdotes de reivindicar un reino y que habían
rechazado con la afirmación de que no tenían más rey que César. Era un
título muy significativo.
Todo lector atento de los Evangelios no dejará de advertir que cada uno
de los Evangelistas describe el título de forma levemente distinta y que, de
hecho, hay cuatro versiones. Naturalmente, se plantea la pregunta: ¿cuál de
ellas es la correcta? Las versiones no se contradicen en absoluto entre sí,
pero la de Marcos —“el Rey de los judíos”— es mucho más escueta que la de
Juan. En pocas palabras, no hay dos idénticas. Como respuesta, conviene
recordar al lector que la inscripción se escribió en tres idiomas, y que no es
descabellado que estuviera escrita de una forma en un idioma y de otra en
los otros. El único punto en común de las cuatro versiones es la parte de “el
Rey de los judíos”, y probablemente ese fue el único punto que Marcos fue
inspirado a escribir en su breve y condensada historia. Juan ofrece la
inscripción completa porque es el único que relata la discusión entre Pilato y
los sacerdotes al respecto. Si se me pide una opinión, me aventuraría a decir
que Marcos refiere la inscripción latina, Lucas la griega, y Mateo y Juan la
hebrea. Sin embargo, reconozco que no puedo explicar por qué el Espíritu
Santo juzgó oportuno que Mateo omitiera la expresión “nazareno” que Juan sí
documenta. Esta es una de esas cosas en las que lo más sabio es reconocer
nuestra ignorancia y esperar a recibir más luz.
S. Juan es el único que afirma que Pilato “escribió” y “puso” el título en la
Cruz. No es preciso suponer que lo hiciera con sus propias manos. Es casi
seguro que fue él mismo quien lo escribió, pero la colocación del título en la
Cruz probablemente se dejó en manos de los soldados.
Casi con toda seguridad, y como en muchas otras cosas, las
representaciones habituales de la crucifixión que muestran una especie de
pergamino sobre la cabeza de nuestro Señor en la Cruz no se ajustan lo más
mínimo a la realidad. ¡No solo eso, sino que la mayoría de los pintores parece
olvidar que la inscripción estaba repetida tres veces en tres idiomas distintos!
V. 20: [Y muchos de los judíos leyeron, etc.]. Este parece uno de los
comentarios parentéticos de Juan. También parece el relato de un testigo
presencial, tal como sabemos que fue Juan. Estaba allí y vio todo lo que
sucedió. Es como si dijera: “Doy fe de que muchos judíos vieron y leyeron
este título; algunos, cuando pasaban por la carretera adyacente; otros desde
las murallas de la ciudad, puesto que el lugar estaba cerca de ellas. Además,
se trataba de una inscripción concebida de tal modo que difícilmente habría
alguien en Jerusalén que no fuera capaz de entenderla, dado que estaba
escrita en los tres idiomas más comunes: hebreo, griego y latín.
Casi huelga decir que el título estaba en hebreo, el idioma más antiguo
del mundo y el del Antiguo Testamento, porque todo judío lo entendería; en
griego, porque este era el idioma de la mayor parte de los países orientales y
el que utilizaban las personas cultas e ilustradas; y en latín, porque era el
idioma de los romanos, la nación que gobernaba el mundo. Todos los
soldados romanos entenderían el latín; los prosélitos griegos y los judíos
helenizados entenderían el griego; y todos los judíos puros de Galilea y Judea
y de todo el mundo que se habían congregado para la Pascua entenderían el
hebreo. Todos ellos difundirían la noticia de que un tal Jesús, el Rey de los
judíos, había sido crucificado en la fiesta de la Pascua.
Comenta Henry: “La Palabra de Dios se había dejado por escrito en
hebreo; la cultura de los filósofos en griego; y en latín las leyes del Imperio.
Cristo, en quien están escondidos todos los tesoros de la sabiduría y del
conocimiento, es proclamado Rey en cada uno de estos idiomas”.
Hasta el día de hoy no existen tres idiomas cuyo conocimiento sea más
útil para un ministro cristiano que desee conocer a fondo la Biblia que el
hebreo, el griego y el latín.
Quizá solo el último día revele el efecto que tuvo este título en quienes lo
leyeron. Cuando los sacerdotes y sus seguidores lo vieron, se burlaron
diciendo: “¡El Cristo, Rey de Israel, descienda ahora de la cruz, para que
veamos y creamos!” (Marcos 15:32). Sin embargo, hubo uno que
probablemente vio el título con otros ojos. Quizá el ladrón arrepentido se
aferró a la palabra “Rey” y creyó. ¡Quién sabe si no fue eso lo que motivó su
petición: “Acuérdate de mí cuando vengas en tu reino”! (Lucas 23:42). ¡Quizá
el título de Pilato contribuyó a salvar un alma!
Comenta Brentano que, cuando pensemos en la Cruz de Cristo y en la
inscripción que tantos leyeron, debemos recordar que había otra acta clavada
espiritualmente en esa Cruz que ningún mortal podía leer: “Anulando el acta
de los decretos que había contra nosotros, que nos era contraria, quitándola
de en medio y clavándola en la cruz” (Colosenses 2:14).
V. 21: [Dijeron a Pilato los principales sacerdotes, etc.]. Este versículo
muestra los sentimientos que suscitó en los principales sacerdotes la visión
del título de Pilato. Estaban molestos y airados. No les gustaba la idea de que
aquel criminal crucificado ostentara el título de “el Rey de los judíos”.
Captaron la ironía y el desprecio latentes en las intenciones de Pilato. No les
gustaba que se proclamara a los cuatro vientos que habían crucificado a su
propio Rey y que no querían “más rey que César”. Les molestaba la imagen
que daba de ellos. Aparte de esto, es probable que tuvieran la conciencia
intranquila. A pesar de su maldad y de lo endurecidos que estaban, podemos
estar seguros de que muchos albergaban una íntima convicción, que en vano
intentaban sofocar, de que se estaban equivocando y estaban haciendo algo
que pronto serían incapaces de justificar ante ellos mismos o ante los demás.
De ahí que intentaran convencer a Pilato para que modificara el título y así
pareciera que nuestro Señor solo era un rey fingido, un impostor que “decía
que era rey”. Es indudable que pensaron que esto les descargaría de parte de
su culpa y transmitiría la impresión de que nuestro Señor había sido
crucificado por usurpar un título sobre el que se había demostrado
legalmente que no tenía derecho alguno.
No se nos dice cuándo y dónde dijeron esto los principales sacerdotes a
Pilato. O bien fue cuando toda la comitiva abandonaba el tribunal en
dirección al Gólgota, o después de que nuestro Señor fuera clavado al
madero, o mientras los soldados lo clavaban a él. A juzgar por el relato de S.
Juan, se podría pensar que el centurión informó a Pilato de que se estaba
clavando al prisionero en la Cruz y le preguntó qué titulo debía ponerle antes
de levantarla. Si no lo interpretamos de esta forma, debemos suponer que
Pilato acompañó en persona a la comitiva hasta las afueras de la ciudad y
solo se encontraba a corta distancia de los horrendos preparativos. En tal
caso, sería factible que hubiera escrito un título y que los sacerdotes
hubieran estado junto a él. La dificultad reside en saber dónde se
encontraban los grupos cuando los sacerdotes dijeron “no escribas”; y no
queda más remedio que dejarlo en el aire. Comoquiera que sea, parece claro
que no se barajaba la posibilidad de que fuera retirado una vez colocado
sobre la cabeza de nuestro Señor, y que no se solicitó que se modificara una
vez colocado, sino que se redactara otro distinto antes de su colocación.
Observa Bengel que este es el único pasaje del Evangelio según S. Juan
en el que se denomina “los principales sacerdotes de los judíos” a los
principales sacerdotes. Piensa que tiene el propósito deliberado de recalcar el
amargo odio que sentían los sacerdotes de los judíos hacia el Rey de los
judíos.
Podemos estar seguros de que, a menudo, aun el más malvado de los
hombres se siente más incómodo en su fuero interno de lo que aparenta
exteriormente. Probablemente, esto era lo que se escondía detrás de la
protesta de los principales sacerdotes ante el título. La exclamación de
Herodes —“este es Juan”— tras la muerte de este es otro ejemplo de ello.
V. 22: [Respondió Pilato […]: he escrito]. Estas palabras muestran
vivamente el carácter duro, arrogante e imperioso del malvado gobernador
romano. Muestran su desprecio hacia los judíos: “No me molestéis con el
título: lo he escrito y no lo voy a cambiar por complaceros”. Transmiten la
impresión de que deseaba vengarse por la obstinación que habían
demostrado al negarse a satisfacer sus deseos y no acceder a la liberación de
nuestro Señor. Le agradaba la idea de exponerlos al escarnio y el desprecio
como un pueblo que crucificaba a su propio rey. Es probable que, entre su
mujer, su propia conciencia y los principales sacerdotes, el gobernador
romano estuviera molesto, preocupado e irritado, y hubiera adoptado la firme
determinación de no complacer a los judíos en ninguna otra cosa. Ya había
ido lo suficientemente lejos al permitirles asesinar a un justo e inocente. No
cedería un milímetro más. Había tomado una decisión y les mostraría que
podía ser firme e inflexible cuando quería. No es raro ver cómo un hombre
malvado que ha cedido al diablo y ha hecho caso omiso de su conciencia en
un sentido intenta compensarlo siendo firme en otro.
Observa Calvino que, al publicar el título de Cristo en tres idiomas, Pilato
se convirtió “en un heraldo del Evangelio guiado por una mano invisible”.
Contrapone su conducta a la de los papistas que prohíben la lectura del
Evangelio y de las Escrituras al pueblo común. Gualter dice algo muy similar.
Comenta Bullinger que Pilato se comportó como Caifás cuando este dijo:
“Conviene que un hombre muera por el pueblo”, sin saber lo que implicaba.
Igualmente, Pilato no imaginaba el testimonio que estaba dando del oficio de
Cristo como Rey.
Leigh cita una frase de Agustín: “Si un hombre como Pilato puede decir
que lo que ha escrito, ha escrito, y no cambiarlo, ¿podemos acaso creer que
Dios inscribe a alguien en su libro para luego borrarlo?”.
V. 23: [Cuando los soldados, etc.]. Después de que los soldados hubieran
concluido la sangrienta tarea de clavar a nuestro Señor en la Cruz, hubieran
colocado el título sobre su cabeza y hubieran levantado el madero, pasaron a
hacer lo que probablemente era su costumbre habitual: repartirse entre ellos
las ropas del criminal crucificado. En la mayoría de los países, el verdugo
tiene la prerrogativa de quedarse con las ropas del ejecutado. Lo mismo
sucedió con las ropas de nuestro Señor. Lo más probable es que desnudaran
en primer lugar a nuestro Señor antes de clavar sus pies y sus manos en la
Cruz y apartaran sus vestidos hasta haber concluido su tarea. Ahora pasaron
a sus vestidos y, tal como habían hecho tantas veces antes, se dispusieron a
repartírselos. Los cuatro Evangelistas hacen mención específica de ello y es
obvio que le conceden especial importancia.
El reparto en cuatro partes muestra claramente que, además del
centurión, hubo cuatro soldados implicados en la crucifixión. Muchos
comentaristas lo consideran una alegoría de las cuatro partes del mundo
gentil. Comoquiera que sea, esto me parece un tanto fantasioso. En aquellos
tiempos era habitual ver destacamentos de cuatro miembros, el equivalente
a nuestros pelotones actuales (cf. Hechos 12:4).
No se especifica en qué consistían las cuatro partes de los vestidos.
Piensa Hengstenberg que se trataba de la parte que cubría la cabeza, el
cinto, las sandalias y los ropajes ceñidos al cuerpo. El relato que hace Mateo
del Sermón del Monte contiene una distinción clara entre la túnica y la capa
(cf. Mateo 5:40). Es probable que los soldados echaran suertes por estas
cuatro partes para evitar discusiones por las diferencias de valor entre ellas.
Otros piensan que las palabras de S. Juan que dicen que la túnica no se
“partió” demuestran inequívocamente que el resto de las vestimentas de
nuestro Señor sí se partieron en cuatro partes, y que la división que hace
Hengstenberg no se tiene en pie. Debemos reconocer las elevadas
probabilidades de que esto sucediera así. Parece muy improbable que se
mencionara el hecho de que esta túnica fuera de una sola pieza y no se
partiera si las demás partes no se hubieran rasgado al repartirlas.
Con respecto a la “túnica” aquí mencionada, no se puede hablar con
rotundidad de la clase de prenda que era.
a) Algunos afirman que se trataba de una túnica interior ceñida alrededor
de la cintura que llegaba hasta los pies y que constituía la parte principal del
atuendo entre los pueblos orientales; una especie de blusa larga y suelta con
mangas como la que vemos en el famoso fresco de la Cena del Señor de
Leonardo da Vinci. En mi opinión, la dificultad de esta tesis consiste en
explicar cómo era posible que semejante prenda fuera de una sola pieza y no
tuviera costura alguna. En todo caso, no dudo que nuestro Señor la utilizara y
que fue el borde de esa prenda lo que tocó la mujer con el flujo.
b) Hay unos pocos comentaristas que piensan que se trataba de una
prenda exterior, una capa o un manto suelto. Dado que carecía de mangas,
semejante prenda se podía tejer fácilmente sin costuras y quizá solo se unía
por encima de los hombros. No obstante, hay que tener en cuenta que el
término griego traducido aquí como “túnica” suele referirse a una prenda
interior (cf. Suicer y Parkhurst). Comoquiera que sea, las Charicles de Becker
con respecto a esta palabra griega permiten pensar que a veces hace
referencia a una capa exterior.
Esto tendrá que decidirlo el lector por su cuenta. Se trata de una cuestión
sobre la que no podemos ser tajantes, y por suerte carece de importancia. En
mi opinión, la objeción a la primera y popular hipótesis es muy seria, si no
insuperable; sin embargo, quizá otros no lo consideren así. Lo único que
sabemos con certidumbre es que una parte de las vestimentas de nuestro
Señor no se rompió, sino que se echó a suertes entera. En lo que respecta a
la vieja fábula de que María tejió la túnica de nuestro Señor cuando este era
niño y que creció con Él y jamás se desgastó, no son más que pamplinas
apócrifas.
Observa Bengel que nunca leemos que nuestro Señor “rasgara” sus
vestiduras por angustia y desesperación como hicieron Job, Jacob, Josué,
Caleb, Jefté, Ezequías, Mardoqueo, Esdras, Pablo y Bernabé (cf. Génesis 37:9;
Números 14:6; Jueces 11:35; 2 Reyes 19:3; Ester 4:1; Esdras 9:3; Job 1:20;
Hechos 14:14).
Comenta Lutero acerca del incidente documentado en este versículo:
“Este reparto de los vestidos tenía el propósito de indicar que Cristo ya era
cosa del pasado, como alguien que ha sido abandonado o se ha perdido y
que los demás olvidan para siempre”. Aun en la actualidad, la división, venta
o reparto de la ropa de un hombre es señal inequívoca de que ha muerto o se
le da por perdido, igual que entre los soldados y los marineros, cuando uno
de ellos muere o desaparece, sus efectos personales se venden o reparten”.
Piensa Henry que “los soldados esperaban sacar mayor beneficio de los
vestidos de nuestro Señor porque habían oído hablar de las curaciones que
se obraban al tocarlos o por la esperanza de que sus admiradores pagaran
por ellas”. En todo caso, esto parece improbable y fantasioso.
Adviértase que nuestro Señor fue tratado como todos los criminales
comunes: se le desnudó y sus vestidos se vendieron ante sus propios ojos
como si ya hubiera muerto y no fuera contado entre los hombres.
Es reseñable que, también en esto, nuestro Señor fue nuestro sustituto de
forma extraordinaria. Fue desnudado y considerado un pecador culpable a fin
de que nosotros pudiéramos ser vestidos con la túnica de su justicia perfecta
y ser considerados inocentes.
V. 24: [Entonces dijeron entre sí, etc.]. En este versículo se nos dice que
la conducta de los soldados supuso un cumplimiento exacto de una profecía
que se hizo con mil años de antelación (cf. Salmo 22:18). Esa profecía no solo
vaticinó que los vestidos de nuestro Señor serían partidos y repartidos, sino
que también “sobre [su] ropa echaron suertes”. ¡Qué poco sabían los cuatro
rudos soldados romanos que estaban demostrando la veracidad de las
Escrituras! Solo vieron que la túnica de nuestro Señor estaba en buenas
condiciones, por lo que era una pena rasgarla, y prefirieron echar suertes
para que uno de ellos se la quedara entera. Y, sin embargo, al hacer tal cosa,
contribuyeron a aumentar la larga lista de testimonios que demuestran la
autoridad divina de la Biblia. Los hombres tienen muy poco en cuenta que
todos ellos son instrumentos en las manos de Dios para el cumplimiento de
sus propósitos.
Este versículo muestra gráficamente la importancia de interpretar la
profecía literalmente, y no de manera figurada. El sistema exegético que
lamentablemente prima entre muchos cristianos —me refiero al sistema de
otorgar un sentido espiritual a todas las afirmaciones claras de los Profetas y
relacionarlas con la Iglesia de Cristo— nunca se podrá conciliar con un
versículo como este. Es obvio que debemos interpretar todas las afirmaciones
de la profecía veterotestamentaria en su sentido más claro y literal. Por
supuesto, este comentario no es aplicable a las profecías simbólicas, como es
el caso de los sellos, las trompetas y las copas en el Apocalipsis.
El significado típico de la túnica sin costuras e indivisa de nuestro Señor
ha sido objeto predilecto de los teólogos fantasiosos en todas las épocas de
la Iglesia de Cristo. ¡Representaba —según Agustín y muchos otros— la
unidad de la Iglesia y era una alusión al sacerdocio de su divino portador!
Reconozco sin ambages que soy incapaz de creer semejantes ideas y dudo
muchísimo que el Espíritu Santo tuviera el propósito de expresarlas. ¡Sin
embargo, es un hecho —como cita Henry— que “quienes se oponían a la
separación de Lutero de la Iglesia de Roma esgrimían como argumento la
túnica sin costuras, y hacían tanto hincapié en ella que se los denominó
inconsutilistae: los que no tenían costura”!
Con respecto a la engañifa legendaria de que esta túnica se conservó y
pasó a la Iglesia como una reliquia de valor inestimable, no vale la pena
mencionarla más que como trágica prueba de la corrupción humana y de la
apostasía de la Iglesia de Roma. La túnica sagrada de Tréveris y su exhibición
son un escándalo y una vergüenza para la cristiandad. Baste decir que todo
aquel que sea capaz de creer seriamente que, tras haber caído en manos de
un soldado romano pagano, la túnica sin costuras de nuestro Señor se
atesoró finalmente como una reliquia o que la Cruz misma fue conservada y
se salvó de ser destruida debe ser alguien tan crédulo que no merece la pena
malgastar argumentos con él.
Conviene recordar que, cuando el primer Adán cayó por su pecado y fue
expulsado de Edén, Dios le cubrió y le vistió por su misericordia. Cuando el
segundo Adán murió como nuestro sustituto y fue “hecho maldición” por
nosotros en la Cruz, le desnudaron y vendieron sus ropas.
No está muy claro por qué S. Juan concluye este versículo con las
palabras: “Y así lo hicieron los soldados”. Burgon opina que su significado es:
“Ese fue el papel que desempeñaron los soldados en esta terrible tragedia.
Sin que mediara la influencia de los judíos ni bajo órdenes de Pilato, eso es lo
que hicieron los soldados”. Comoquiera que sea, esto no parece demasiado
satisfactorio, porque eso no fue lo único que hicieron los soldados. Prefiero
pensar que S. Juan quiere decir que fue testigo ocular de cómo los soldados
cumplían inconscientemente una antigua profecía: “Yo mismo vi, con mis
propios ojos, cómo los cuatro soldados echaban suertes sobre la túnica de mi
Señor; y puedo atestiguar que asistí al cumplimiento literal de las palabras
del Salmista”.
Piensa Lampe que S. Juan hace este comentario a fin de mostrar lo
literalmente que cumplieron la Escritura unos hombres que la desconocían
por completo. Por supuesto, los soldados romanos no sabían nada de los
Salmos; y, sin embargo, hicieron lo que estos predecían.
V. 25: [Estaban junto a la cruz, etc.]. En este versículo y los dos siguientes
se deja constancia de un maravilloso incidente que no figura en los otros tres
Evangelios. S. Juan nos dice que en este terrible momento María, la madre de
Jesús, y otras dos mujeres al menos, se encontraban junto a la Cruz de la que
colgaba nuestro Señor. “El amor es más fuerte que la muerte”, y aun en
medio de la amenazante multitud de judíos y los rudos soldados romanos,
estas santas mujeres tuvieron el valor necesario para acompañar a nuestro
Señor hasta el fin y demostrarle su inagotable afecto. Si tenemos en cuenta
que nuestro Señor fue condenado como un criminal que era objeto del odio
más encarnizado de los principales sacerdotes y que fue ejecutado por
soldados romanos, la fidelidad y la valentía de estas santas mujeres es
mucho más admirable aún. Mientras el mundo siga en pie, serán una prueba
gloriosa de lo que la gracia puede hacer por los débiles y de la fuerza que
puede proporcionar el amor de Cristo. Cuando todos los hombres menos uno
abandonaron a nuestro Señor, hubo más de una mujer que le confesó con
arrojo. En resumen, las mujeres fueron las últimas en la Cruz y las primeras
en el sepulcro.
Es interesante considerar quiénes se encontraban junto a la Cruz de
nuestro Señor. Sabemos que Juan, el discípulo amado, estaba allí, aunque con
su humildad característica no lo menciona específicamente. Sin embargo, el
versículo 26 nos muestra claramente que era parte integrante del grupo.
Podía ser perfectamente “el discípulo a quien Jesús amaba”. Parece que
ningún discípulo sentía tanto afecto hacia nuestro Señor como Juan. María, la
madre de nuestro Señor (que jamás recibe el apelativo de Virgen María en la
Escritura), estaba allí. Es de suponer que había acudido desde Galilea a la
fiesta de la Pascua en compañía de otras mujeres que ministraban a nuestro
Señor. Debía de ser relativamente mayor, de cuarenta y ocho años por lo
menos. No tiene sentido retratarla como una joven hermosa en el momento
de la crucifixión. Nadie puede poner en duda que, cuando vio a su Hijo
colgando de la Cruz, debió de comprender la veracidad de la vieja profecía de
Simeón: “Y una espada traspasará tu misma alma” (Lucas 2:35). Es
sorprendente e instructivo observar las pocas veces que aparece en toda la
historia del Evangelio. María, la esposa de Cleofás, o Alfeo, estaba presente.
El griego deja abierto el interrogante de si se trataba de su esposa o de su
hija, pero casi todo el mundo se inclina a favor de lo primero. Parece que era
la madre de Santiago y Judas, los Apóstoles, y que tenía alguna clase de
parentesco con María la madre de Jesús, ya fuera como hermana o como
nuera. Asimismo debía de ser tan mayor como ella, a juzgar por el hecho de
que dos de sus hijos eran Apóstoles. También estaba allí María de Magdala,
más comúnmente conocida como María Magdalena. Los únicos datos que
tenemos de su persona son que Jesús había expulsado siete demonios de ella
y que aparentemente ninguna de las mujeres que ministró a nuestro Señor
sintió una gratitud y demostró un afecto tan profundo hacia nuestro Señor. La
extendida doctrina de que era una quebrantadora notoria del Séptimo
Mandamiento carece de base escrituraria. Probablemente era la más joven
del grupo y la que más arriesgaba al estar allí y más tenía que reprimir sus
sentimientos al abrirse paso a través de la multitud de enemigos que se
encontraban al pie de la Cruz.
¿Pero había tan solo tres mujeres junto a la Cruz? Esta es una cuestión
polémica y que no llegará a zanjarse jamás, puesto que la terminología del
versículo que tenemos ante nosotros da lugar a ambas interpretaciones.
a) La mayoría de los comentaristas considera que las palabras “la
hermana de su madre” hacen referencia a “María mujer de Cleofás” y tienen
el propósito de especificar el vínculo que había entre esa María y María la
madre de nuestro Señor.
b) Otros —como Pearce, Bengel y Alford— consideran que “la hermana
de su madre” hace referencia a una cuarta mujer y que esta era Salomé, la
madre de Santiago y Juan. El argumento más sólido a favor de esta tesis es la
clara afirmación que hace Mateo en su relato de la crucifixión de que fue
presenciada por muchas mujeres, “entre las cuales estaban María
Magdalena, María la madre de Jacobo y de José, y la madre de los hijos de
Zebedeo”, esto es, Salomé (cf. Mateo 27:56). Si estaba junto con María
Magdalena mirando de lejos, ¿por qué no habríamos de creer que estuvo con
ella en la Cruz? La supresión de su nombre es algo muy habitual en Juan. Era
su propia madre, y por modestia corre un velo sobre su nombre, al igual que
sobre el suyo propio. No sabemos en qué sentido era la “hermana” de la
madre de nuestro Señor, pero no hay nada que invite a pensar lo contrario.
Según esta interpretación, las mujeres que se encontraban al pie de la Cruz
eran cuatro, es decir: 1) María, la madre de Jesús; 2) la hermana de la madre
de nuestro Señor, esto es, Salomé, la madre de Juan, el autor de este
Evangelio; 3) María, la esposa de Alfeo y madre de dos Apóstoles y 4) María
Magdalena.
El lector deberá formarse una opinión por sí mismo. Por suerte, no es nada
que afecte a nuestra salvación. En lo que a mí concierne, reconozco
abiertamente mi creencia de que la segunda tesis es la correcta, y que había
cuatro mujeres al pie de la Cruz, y no tres. La objeción de que falta la palabra
“y” antes de “María mujer de Cleofas” carece de todo peso. Esta misma
omisión se puede advertir en casi todos los elencos que hacen los Apóstoles
(cf. Hechos 1:13; Mateo 10:2; Lucas 6:14).
La cuestión de si todas las cristianas deben siempre ponerse delante y
situarse en una posición pública tan prominente como adoptaron estas
santas mujeres es algo muy serio que toda cristiana deberá sopesar por su
cuenta. Conviene tener en cuenta consideraciones como la fortaleza física y
el dominio propio. Ninguna de las cuatro mujeres que estaban al pie de la
Cruz se desmayó o sufrió algún ataque de histeria, sino que todas ellas se
dominaron y se mantuvieron tranquilas. Cada uno esté plenamente
convencido en su propia mente. Algunas mujeres pueden hacer cosas que
otras no.
No podemos determinar con certeza por qué los enconados enemigos de
nuestro Señor que había entre los judíos y los rudos soldados romanos
permitieron a estas santas estar junto a la Cruz sin impedírselo. Es posible
que los romanos consideraran justo y oportuno dejar que los parientes de un
criminal estuvieran junto a él cuando ya no era un peligro para el Estado y no
podían rescatarlo de la muerte. Es posible que el centurión que supervisó la
ejecución se apiadara de alguna forma del pequeño grupo de mujeres débiles
y dolientes. ¿Quién sabe si su bondad no fue un vaso de agua fría que se le
recompensó con creces? Antes de que acabara el día dijo: “Verdaderamente
éste era Hijo de Dios” (Mateo 27:54). Es posible que la antedicha relación de
Juan con el sumo sacerdote le procurara a él y sus acompañantes un trato de
favor. Comoquiera que sea, todo esto no son más que conjeturas y no
podemos llegar a una conclusión definitiva.
El término griego que se traduce como “estaban” significa literalmente
“habían estado”. ¿No significará esto que estuvieron presentes desde el
comienzo de la crucifixión?
Vv. 26–27: [Cuando vio Jesús a su madre, etc.]. El incidente que se
documenta en estos dos versículos es maravillosamente conmovedor.
Nuestro Señor no se olvidó de los demás ni siquiera en estos difíciles
instantes de tormento físico y mental. No se había olvidado de sus brutales
asesinos, sino que había orado por ellos: “Padre, perdónalos, porque no
saben lo que hacen”. No se había olvidado de sus compañeros de crucifixión.
Cuando uno de los malhechores crucificados clamó diciéndole: “Señor,
acuérdate de mí”, le había respondido de inmediato y le había prometido que
accedería al Paraíso sin dilación. Y ahora tampoco olvidaba a su madre. La vio
allí junto a la Cruz y supo cómo sufría, y se compadeció tiernamente de su
angustioso estado, sola en un mundo malo tras perder a un Hijo como Él. La
encomendó, pues, al cuidado de Juan, su más amado y fiel discípulo. Dijo a
Juan que la considerara como su madre y a su madre que considerara a Juan
como hijo suyo. No se podían haber dispuesto las cosas de mejor forma que
esa. Nadie podía preocuparse tanto por la madre de Jesús como el discípulo a
quien amaba Jesús y que se recostó en su regazo durante la Última Cena. No
había ningún hogar tan idóneo para María como el hogar de quien, según la
teoría anteriormente mencionada, era hijo de su propia hermana Salomé.
Las lecciones que se desprenden de esta conducta son profundamente
instructivas:
a) Adviértase la profundidad del afecto y la empatía de nuestro Señor. El
Salvador en quien se nos pide que reposemos nuestras almas pecadoras es
alguien cuyo amor excede a todo conocimiento. Todos hemos experimentado
el amor superficial que tanto decepciona y entristece. Sin embargo, hay
Alguien cuyo afecto es inmenso e insondable: Cristo.
b) Adviértase la forma en que nuestro Señor honra el Quinto
Mandamiento. Aun en los últimos momentos de su vida lo reverencia
proveyendo para su madre según la carne. El cristiano que no se esfuerza en
honrar a su padre y a su madre —tanto a uno como al otro— desconoce por
completo el significado de la religión verdadera.
c) Adviértase que, a la muerte de Jesús, José probablemente ya había
fallecido y María no tenía otros hijos aparte de nuestro Señor. Es absurdo
suponer que nuestro Señor habría encomendado a María al cuidado de Juan si
hubiera contado con un marido o un hijo que la ayudara. La teoría de unos
pocos autores de que María concibió otros hijos de José tras el nacimiento de
Jesús es insostenible y sumamente improbable.
d) Adviértase la contundencia con que este pasaje condena todo el
sistema de adoración mariana tal como lo propugna la Iglesia católica
romana. No existe el menor indicio de la doctrina de que María es patrona de
los santos, protectora de la Iglesia y alguien que puede ayudar a otros. ¡Por el
contrario, vemos cómo ella misma precisa de ayuda y se la encomienda al
cuidado y la protección de un discípulo! Comenta Hengstenberg: “La idea de
nuestro Señor no era auxiliar a Juan, sino a su madre”. Observa Alford: “La
idea romanista de que el Señor encomendó a su madre el cuidado de Juan en
representación de todos sus discípulos es simplemente absurda.
e) En último lugar, Adviértase la forma en que Jesús honra a quienes le
honran y confiesan con valor. Es a Juan, el único de los Once que estaba junto
a la Cruz, a quien concede el privilegio de encargarse de su madre. Como
Señala Henry hermosamente, es una señal de gran confianza y honra que
una persona importante nombre a alguien administrador y guardián de
aquellos a quienes deja atrás a su muerte. Jesús otorgó el honor a las
mujeres de ser nombradas específicamente y recordadas por su fidelidad y
amor en un Evangelio que se lee en doscientos idiomas por todo el mundo.
Las palabras griegas traducidas como “su casa” significan literalmente
“sus propias cosas”. Es una expresión muy difusa. Solo cabe pensar que, a
partir de ese día, la madre de nuestro Señor vivió dondequiera que viviese
Juan. En resumen, la casa de él se convirtió en su casa. No hay prueba alguna
de que Juan tuviera una casa en Jerusalén. De poseer alguna, esta se
encontraría en Galilea, cerca del lago de Genesaret.
La expresión “hora” lleva a Bengel, Besser, Ellicott y Alford a suponer que
Juan se llevó a María a su casa inmediatamente para que no viera a nuestro
Señor morir, y que luego regresó a la Cruz. Comoquiera que sea, esto me
parece sumamente improbable. Sin duda, si hubo alguna mujer que se quedó
junto a la Cruz hasta el fin, esa fue la madre del Señor. En mi opinión, Juan no
se apartaría de la Cruz ni un solo instante. Su relato de la crucifixión parece
el testimonio de un testigo ocular de principio a fin.
Hengstenberg es de la misma opinión que yo.
El término “mujer” del versículo 26 es digno de atención. No se debe
forzar tanto que llegue a implicar falta de respeto o de afecto. Toda la
situación lleva a descartar semejante idea. Sin embargo, considero llamativo
que nuestro Señor no diga “madre”. Me lleva a pensar que, aun en este
terrible momento, deseaba recordarle que no debía permitirse a sí misma ni
permitir a nadie presumir de su parentesco con Él, o reclamar alguna clase de
honor sobrenatural por ser su madre. A partir de ese momento debía recordar
a diario que su primera meta era vivir la vida de fe de una creyente, igual
que todas las demás cristianas. Su bienaventuranza no residía en su
parentesco con Cristo según la carne, sino en creer y guardar su Palabra.
Estoy convencido de que, aun en la Cruz misma, Jesús previó la futura herejía
del “culto mariano”. Por ello le dijo “mujer” y no “madre”.
Comenta Besser: “Algunos autores antiguos —como es el caso de
Buenaventura— afirman que quizá Cristo eludió utilizar el dulce nombre de
madre para no herir la sensibilidad de María con tiernas palabras de
despedida. Otros consideran que la forma de hablar de Cristo contiene una
referencia a la semilla de la mujer que habría de herir a la serpiente en la
cabeza. La interpretación más natural es que el Señor, al utilizar el nombre
de “mujer”, deseara dirigir la mirada de su madre a ese amor que ya no
conoce a Cristo según la carne (cf. 2 Corintios 5:16), así como declararnos a
todos en medio de su obra expiatoria que se sentía igualmente cerca de
todos los pecadores y que no estaba más cerca de su madre que de ti y de
mí”.

Juan 19:28–37

Esta parte del relato que hace S. Juan de la pasión de Cristo contiene
puntos de profundo interés que Mateo, Marcos y Lucas pasan por alto.
No se nos dice el porqué de este silencio. Bástenos recordar que, tanto
en lo que documentaron como en lo que no, los cuatro Evangelistas
escribieron por inspiración de Dios.
Adviértase, por un lado, el constante cumplimiento de la Escritura
profética en todo el proceso de la crucifixión de Cristo. Se mencionan
tres predicciones en concreto —de Éxodo, Salmos y Zacarías— que se
cumplieron en la Cruz. Y se pueden añadir otras más, como sabe todo
lector atento de la Biblia. Todas ellas tienen como resultado lo mismo:
demuestran que la muerte de nuestro Señor Jesucristo en el Gólgota
fue algo previsto y predeterminado por Dios. Cientos de años antes de
la crucifixión se dispuso cada elemento de esta solemne operación en
el consejo de la Deidad y se reveló a los Profetas hasta el menor de sus
detalles. Fue algo previsto de principio a fin y todos sus aspectos se
ajustaban a un plan previo y definido. Cuando Cristo murió, murió
“conforme a las Escrituras” en el sentido más estricto de la expresión
(1 Corintios 15:3).
No debemos vacilar en considerar tales cumplimientos de la
profecía como un argumento de peso a favor de la autoría divina de la
Palabra de Dios. Los Profetas no solo predicen la muerte de Cristo, sino
también cada detalle. Ninguna otra teoría puede explicar el
cumplimiento de tantas predicciones. Hablar de suerte, de azar, de
coincidencias accidentales como una explicación satisfactoria no tiene
sentido alguno. La única explicación racional es la inspiración de Dios.
Los Profetas que predijeron los detalles de la crucifixión fueron
inspirados por quien ve el fin desde el principio; y los libros que
escribieron mediante su inspiración no se deben leer como obras
humanas, sino divinas. Grandes son sin duda las dificultades a las que
se enfrentan todos aquellos que niegan la inspiración de la Biblia. En
realidad, hace falta una fe mucho más irrazonable para ser incrédulo
que cristiano. Sin duda, muy crédulo debe ser quien considere que el
detallado cumplimiento de las profecías con respecto a la muerte de
Cristo —tales como las profecías acerca de sus ropas, su sed, su
costado traspasado y sus huesos— es resultado de la casualidad.
En segundo lugar, estos versículos nos revelan las solemnes
palabras que brotaron de la boca de nuestro Señor justo antes de
morir. Relata S. Juan que “cuando Jesús hubo tomado el vinagre, dijo:
Consumado es. Y habiendo inclinado la cabeza, entregó el espíritu”.
Sin duda, no sería una exageración decir que, de las siete famosas
frases de nuestro Señor en la Cruz, esta, de la que solo Juan dejó
constancia, es la más extraordinaria de todas.
El Espíritu Santo no ha considerado oportuno revelarnos el sentido
exacto de la maravillosa expresión: “Consumado es”. Es imposible no
intuir una profundidad insondable en ella. Sin embargo, no creo que
sea irreverente hacer conjeturas con respecto a las ideas que
atravesaron la mente de nuestro Señor cuando la pronunció. La
consumación de todos los sufrimientos conocidos y desconocidos que
nuestro Señor había venido a soportar como nuestro Sustituto; la
consumación de la Ley ceremonial, que vino a cumplir y concluir como
el verdadero Sacrificio por los pecados; la consumación de tantas
profecías que había venido a cumplir; la consumación de la gran obra
de la redención humana, que ya estaba próxima; no debe cabernos
duda alguna de que nuestro Señor tenía todo eso en mente cuando
dijo: “Consumado es”. Por lo que sabemos, es posible que tuviera otras
implicaciones adicionales. Sin embargo, al considerar el lenguaje de un
Ser como nuestro Salvador y en semejante ocasión, un momento tan
crítico en su vida, nos conviene ser cautos. “El lugar en que estamos,
tierra santa es”.
En todo caso, de esta famosa expresión se desprende con claridad
una reconfortante idea. Si descansamos nuestras almas en la obra de
Jesucristo el Señor estaremos descansándolas en una “obra
consumada”. No tenemos por qué temer que el pecado, Satanás o la
Ley nos condenen en el último día; tenemos un Salvador que ya lo ha
hecho todo, que ya ha lo pagado todo, que ya lo ha cumplido todo y
que ha llevado a cabo todo lo necesario para nuestra Salvación.
Podemos aceptar el desafío del Apóstol: “¿Quién es el que condenará?
Cristo es el que murió; más aún, el que también resucitó, el que
además está a la diestra de Dios, el que también intercede por
nosotros” (Romanos 8:34). Es normal que, cuando miremos nuestras
obras, nos sintamos avergonzados de sus imperfecciones; pero
podemos sentirnos tranquilos al observar la obra consumada de Cristo.
Si creemos, “estamos completos en Él” (Colosenses 2:10).
En último lugar, estos versículos nos muestran la autenticidad y la
veracidad de la muerte de Cristo. Se nos dice que “uno de los soldados
le abrió el costado con una lanza, y al instante salió sangre y agua”.
Este incidente, por nimio que parezca, ofrece pruebas de que el
corazón de nuestro bendito Señor fue traspasado y que, en
consecuencia, su muerte era segura. No fue un mero desmayo o una
pérdida de conciencia, como algunos se han atrevido a insinuar. Es un
hecho que su corazón dejó de latir y murió. Sin duda, la importancia de
esto es muy grande. Basta reflexionar un poco para ver que sin una
verdadera muerte no podía haber un verdadero sacrificio, que sin una
verdadera muerte no podía haber una verdadera resurrección, y que
todo el cristianismo sería una casa edificada sobre la arena, sin
cimientos. Qué poco imaginaba aquel inconsciente soldado romano
que estaba siendo un tremendo aliado de nuestra santa religión al
atravesar con su lanza el costado de nuestro Señor.
Difícilmente puede cabernos alguna duda de que “la sangre y el
agua” que se mencionan en este pasaje contienen un profundo
significado espiritual. S. Juan mismo parece hacer referencia a ello en
su Primera Epístola como algo muy significativo: “Que vino mediante
agua y sangre” (1 Juan 5:6). A lo largo de todas las épocas ha habido
unanimidad en la Iglesia a la hora de considerarlos emblemas de cosas
espirituales. Sin embargo, nunca se ha llegado a un consenso con
respecto al significado exacto de la sangre y el agua, y probablemente
no se alcance hasta el regreso de nuestro Señor.
Por muy plausible que sea, es de creer que la popular teoría de que
la sangre y el agua hacen referencia a los dos sacramentos no tiene
demasiados visos de ser veraz. El bautismo y la Cena del Señor eran
sacramentos que ya existían cuando nuestro Señor murió, y no era
necesario volver a instituirlos. Sin duda no es necesario sacar a relucir
constantemente estos dos benditos sacramentos e insistir en
imponerlos como el sentido oculto de todo texto polémico que
contenga el número “dos”. Semejante aplicación obstinada de pasajes
difíciles de la Escritura al bautismo y la Cena del Señor no hace ningún
bien ni honra verdaderamente a los sacramentos. Más bien cabría
dudar si no tiene el efecto contrario y tiende a devaluarlos y hacerlos
objeto de desprecio.
Es probable que el verdadero significado de la sangre y el agua
deba buscarse en la famosa profecía de Zacarías, donde dice: “En
aquel tiempo habrá un manantial abierto para la casa de David y para
los habitantes de Jerusalén, para la purificación del pecado y de la
inmundicia” (Zacarías 13:1). ¿Cuándo hubo un momento en el que se
pudiera decir con más justa causa que se había abierto ese manantial
como cuando murió Cristo? ¿Había algún símbolo de la purificación y la
expiación que fuera más conocido para los judíos que la sangre y el
agua? ¿Por qué, pues, habríamos de dudar en creer que “la sangre y el
agua” que manaron del costado de nuestro Señor declaraban al pueblo
judío que por fin se había abierto el verdadero manantial para el
pecado y que a partir de entonces los pecadores podían acudir a Cristo
sin temor en busca del perdón y la purificación? En todo caso, esta
interpretación merece ser considerada.
Independientemente de la interpretación que hagamos de la sangre
y el agua, asegurémonos de haber sido “lavados y emblanquecidos en
la sangre del Cordero” (Apocalipsis 7:14). En el último día dará lo
mismo que hayamos defendido los sacramentos con la mayor
exaltación si jamás acudimos a Cristo por fe ni tuvimos una relación
personal con Él. La fe en Cristo es lo único necesario: “El que tiene al
Hijo, tiene la vida; el que no tiene al Hijo de Dios no tiene la vida” (1
Juan 5:12).

Notas: Juan 19:28–37


V. 28: [Después de esto]. Considero que las tres horas de tinieblas
milagrosas sobrevinieron cuando nuestro Señor hubo encomendado a su
madre, María, a Juan. En mi opinión, durante esas tres horas nuestro Señor no
dijo nada a excepción de: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has
desamparado?”. Cuando la oscuridad se desvanecía, dijo: “Tengo sed”. Esto y
las dos últimas frases —“consumado es” y “Padre, en tus manos encomiendo
mi espíritu”— fueron lo único que dijo durante las tres últimas horas. De este
modo, de las siete frases que pronunció en la Cruz, tres de ellas las dijo antes
de las tinieblas y las cuatro restantes durante o después de ellas.
El orden de las siete famosas frases es el siguiente:
1. “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen”.
2. “Hoy estarás conmigo en el paraíso”.
3. “Mujer, he ahí tu hijo. He ahí tu madre”.
4. “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado?”.
5. “Tengo sed”.
6. “Consumado es”.
7. “Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu”.
[Sabiendo Jesús que ya todo estaba consumado, etc.]. Para entender este
versículo correctamente debemos tener muy en cuenta una de las cuestiones
concernientes a la muerte de nuestro Señor: fue un acto completamente
voluntario. En este sentido, su muerte fue radicalmente distinta de la de un
hombre común; y no debe sorprendernos si tenemos en cuenta que era Dios
y hombre en una sola persona. En su caso, la separación definitiva entre su
cuerpo y su alma no podía producirse hasta que Él lo deseara; y ni todo el
poder de los judíos y los romanos juntos podía habérsela procurado contra su
voluntad. Nosotros morimos porque no podemos evitarlo: Cristo murió porque
deseó morir y no murió hasta que lo estimó oportuno. Él mismo dijo de su
vida: “Nadie me la quita, sino que yo de mí mismo la pongo. Tengo poder
para ponerla, y tengo poder para volverla a tomar” (Juan 10:18). De hecho,
sabemos que nuestro Señor fue crucificado en torno a las nueve de la
mañana y que murió en torno a las tres de la tarde de ese mismo día. El mero
sufrimiento físico no lo explica. ¡Se sabe que una persona con buena salud
podía seguir con vida hasta tres días crucificada! Es obvio, pues, que nuestro
Señor, por alguna sabia razón, quiso entregar su espíritu el mismo día que
fue crucificado. Es de suponer que esa razón era la de garantizar que su
muerte expiatoria tuviera la mayor resonancia posible. Murió a plena luz del
día, ante una multitud de espectadores; así, la autenticidad de su muerte no
se podría poner en duda jamás. A mi juicio, el propósito de este versículo es
resaltar la elección libre y voluntaria de su muerte.
Teniendo en mente todo esto, considero que este versículo debe
parafrasearse de la siguiente forma: “Después de esto, siendo consciente
Jesús de que todo lo que había venido a hacer al mundo se había cumplido
ya, y de que su muerte debía ser tan pública como fuera posible, dirigió las
últimas palabras que tenía previstas a la muchedumbre que se había
congregado para observar su crucifixión y con ellas cumplió una profecía de
la Escritura, para a continuación entregar su espíritu a las tres”. Nunca
debemos olvidar que ningún detalle en la muerte de nuestro Señor fue
accidental o por azar. Cada elemento del gran sacrificio por el pecado había
sido predispuesto y determinado según los designios eternos de la Trinidad, y
ello incluía hasta las palabras que había de pronunciar en la Cruz.
Creo que la expresión “tengo sed” se utilizó primordialmente para
atestiguar públicamente la veracidad e intensidad de sus sufrimientos físicos
y para evitar que nadie supusiera que, debido a su maravillosa calma y
paciencia, estaba milagrosamente exento de sufrir. Por el contrario, deseaba
que todos aquellos que le rodeaban supieran que sentía lo que cualquier
persona herida, y especialmente lo que cualquier persona crucificada: una
sed abrasadora. Cuando leemos, pues, que “sufrió por los pecados” debemos
comprender que sufrió auténtica y verdaderamente.
Observa Henry: “Los tormentos del Infierno se representan con una
intensa sed en la súplica del rico que pedía una gota de agua para refrescar
su lengua. Todos habríamos sido condenados a esa sed eterna si Cristo no
hubiera sufrido en la Cruz y hubiera dicho ‘tengo sed’ ”.
Observa Scott que Cristo sufrió sed a fin de que nosotros pudiéramos
beber del agua de vida para siempre y no volviéramos a tener sed.
Comenta Quesnel: “La lengua de Jesucristo pasó por su propio tormento a
fin de expiar la perversa utilización que de ella hacen quienes blasfeman,
mienten, injurian, codician, se envanecen y se emborrachan”.
A mi modo de ver, la teoría de que Cristo solo dijo “tengo sed” a fin de
cumplir la Escritura es insatisfactoria e irrazonable. Su expresión “tengo sed”
supuso un cumplimiento de la Escritura, pero no lo dijo meramente para
cumplirla. S. Juan, en consonancia con su forma de escribir, solo se refería a
que, al decir “tengo sed” y ser aliviada su sed con vinagre, se cumplieron las
palabras del Salmo 69:21.
En mi opinión, no está muy claro a qué hace referencia “para que la
Escritura se cumpliese”. ¿Acompaña a las palabras posteriores o a las
anteriores? Indudablemente, la interpretación más común es ligar la
expresión con “tengo sed”. El sentido es entonces: “Jesús dijo: Tengo sed,
para que así la Escritura se cumpliese”. ¿Pero debe ser ese forzosamente el
sentido? ¿No es posible que la frase esté ligada a la anterior? El sentido sería
entonces: “Sabiendo Jesús que ya estaba todo consumado de tal forma que la
Escritura se cumpliese con respecto a Él, dijo: ‘Tengo sed’ ”. Hay otros tres
pasajes de S. Juan donde la expresión “para que así la Escritura se
cumpliese” está relacionada con lo que la antecede y no con lo que viene
después (cf. Juan 17:12; 19:24–36). Semler y Tholuck adoptan la misma
postura. Sin embargo, reconozco que se trata de una cuestión dudosa que
tampoco es de una importancia vital. Solo conviene recordar una cosa.
Nuestro Señor no dijo: “Tengo sed” sin otro propósito que cumplir la Escritura.
Lo dijo por motivos mucho más profundos e importantes; y, sin embargo, con
sus palabras y tras haber bebido el vinagre, se cumplió un pasaje profético
de los Salmos.
V. 29: [Y estaba allí una vasija llena de vinagre]. Lo más probable es que
esta vasija contuviera el vino agrio que solían utilizar los soldados romanos.
[Entonces ellos empaparon en vinagre una esponja, etc.]. Da la impresión
de que las personas aquí mencionadas fueron los soldados romanos que se
encargaron de los detalles de la crucifixión. El vinagre era suyo, y no era
probable que nadie a excepción de los soldados se atreviera a interferir en la
crucifixión. Es preciso diferenciar el acto que se documenta aquí del que
aparece en Mateo 27:34. Este versículo se corresponde con Mateo 27:48.
Nuestro Señor rechazó el primer brebaje de vinagre y hiel que solía ofrecerse
a los criminales a fin de atenuar su sufrimiento. En contra de lo que dicen
algunos autores, este segundo ofrecimiento aquí mencionado se hizo por
bondad y compasión, y nuestro Señor no se negó a aceptarlo. Una esponja
empapada en vinagre y colocada en la punta de un bastón era, de lejos, la
manera más adecuada y fácil de ofrecer bebida a alguien cuya cabeza se
encontraba a unos dos metros de altura y cuyas manos, al estar clavadas en
la Cruz, no podían asir un vaso para llevárselo a la boca. Una persona
crucificada podía sorber algo de líquido de una esponja empapada y así sentir
cierto alivio.
No hay forma de determinar con claridad lo que era este “hisopo” aquí
mencionado. Casaubon lo menciona como una dificultad proverbial. Algunos
consideran que se trataba de una rama de hisopo atada a la punta de una
caña. Esto parece muy improbable si tenemos en cuenta la “esponja”. El Dr.
Forbes Royle sostiene que se trataba de la alcaparra, una planta con un tallo
de un metro de altura aproximadamente. Hengstenberg cita a autores
talmúdicos para demostrar que el hisopo era una de las ramas que solían
utilizarse en la fiesta de los Tabernáculos, y que su tallo tenía una longitud
aproximada de sesenta centímetros. Al igual que muchas otras cuestiones de
la historia natural de la Biblia, no tenemos más remedio que dejarlo en el
aire. Algunos consideran que el hisopo tiene un significado especial, dado
que era la planta que se utilizaba para los rociamientos ceremoniales en la
Ley de Moisés (cf. Hebreos 9:19). Además, el hisopo se utilizaba en la Pascua
para rociar los postes de las puertas (cf. Éxodo 12:22). Sin embargo, esta
asociación no deja de ser dudosa, y no está muy claro que se pueda extraer
un sentido típico de la mención de la planta en este pasaje.
Es muy digno de atención que, aun entre los hombres más toscos y duros,
como era el caso de estos soldados paganos, existen atisbos de compasión y
delicadeza. Según el relato de Mateo, la exclamación “tengo sed” debió de
producirse poco después de que dijera: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has
desamparado?”. A mi modo de ver, esta gran demostración de intenso
sufrimiento físico y mental debió de conmover a los soldados e hizo que uno
de ellos socorriera a nuestro Señor con vinagre. No debemos olvidarlo en
nuestro trato con los hombres. Aun los peores tienen un lado benigno, y no
hace falta más que encontrarlo.
Reconozco que Cirilo sostiene convencido que el ofrecimiento de los
soldados a nuestro Señor de una esponja empapada de vinagre no era un
acto de bondad, sino una burla y un insulto. Comoquiera que sea, no puedo
estar de acuerdo con él. No parece distinguir entre la primera bebida que
rechazó nuestro Señor al comienzo de su crucifixión y la última, que sí
aceptó; sino que habla de ellas como si fueran una sola. Teofilacto es de la
misma opinión que Cirilo.
V. 30: [Cuando Jesús […] dijo: Consumado es]. Tras demostrar claramente
que había experimentado un intenso sufrimiento físico y que, igual que
cualquier ser humano que sufre, podía agradecer que se aliviara su sed,
nuestro Señor pronunció una de sus últimas y más solemnes frases:
“Consumado es”.
En griego, esta extraordinaria expresión está compuesta de una sola
palabra en pretérito perfecto: “Ha sido completado”. Resalta aquí con su
majestuosa sencillez, sin ninguna nota o comentario de S. Juan, y se deja en
nuestras manos que conjeturemos con respecto a su sentido pleno. Los
cristianos llevan desde entonces intentando explicarla como mejor han
podido, y es muy probable que se haya desentrañado parte de su significado.
Sin embargo, no es nada improbable que semejante palabra, pronunciada en
semejante ocasión, por semejante persona y justo antes de su muerte, sea
de una profundidad que nadie haya alcanzado a sondear. Esta expresión
contiene algunos sentidos que probablemente nadie ponga duda y que
detallaré brevemente a continuación. Podemos estar seguros de que esta
expresión no se limita a un solo sentido. Está repleta de profundas y
abundantes verdades.
a) Nuestro Señor quería decir que su gran obra de redención había
quedado consumada. Tal como había vaticinado Daniel, había “[puesto] fin al
pecado, y [expiado] la iniquidad, para traer la Justicia perdurable” (Daniel
9:24). Treinta y tres años después de nacer en Belén, ya lo había hecho todo,
lo había pagado todo y había sufrido todo lo necesario para salvar a los
pecadores y satisfacer la justicia de Dios. Había peleado la batalla y la había
ganado, y dos días después lo demostraría con su resurrección.
b) Nuestro Señor quería decir que el determinado consejo y anticipado
conocimiento de Dios con respecto a su muerte se habían cumplido y
consumado. Todo el sufrimiento que se le había asignado desde la eternidad
ya había tenido lugar.
c) Nuestro Señor quería decir que había consumado la obra de obedecer
la santa Ley de Dios. La había respetado en todo como nuestra Cabeza y
nuestro representante, y Satanás no había hallado imperfección alguna en Él.
Había honrado y magnificado la Ley al cumplir todos y cada uno de sus
requisitos. “¿Qué habría sido de nosotros —dice Burkitt— si Cristo hubiera
dejado un solo céntimo sin pagar? Habríamos pasado el resto de la eternidad
en el Infierno”.
d) Nuestro Señor quería decir que había consumado los tipos y las figuras
de la Ley ceremonial. Ahora, finalmente, había ofrecido el sacrificio perfecto,
simbolizado en todos los sacrificios mosaicos, y ya no había más necesidad
de hacer ofrendas por el pecado. El viejo pacto se había consumado.
e) Nuestro Señor quería decir que había consumado y cumplido las
profecías del Antiguo Testamento. Por fin, como la simiente de la mujer, había
herido a la serpiente en la cabeza y cumplido la obra que el Mesías se había
comprometido a hacer.
f) En último lugar, nuestro Señor quería decir que sus sufrimientos se
habían consumado. Igual que diría su Apóstol, “había terminado su carrera”.
Su larga vida de dolor y contradicción de pecadores, y por encima de todo su
intenso sufrimiento como portador de nuestros pecados en el huerto de
Getsemaní y en el Calvario, habían tocado a su fin. La tormenta había
pasado, lo peor quedaba atrás. La copa del sufrimiento había sido apurada
hasta las heces.
Cuando leo la solemne frase “consumado es”, estas son las ideas que me
vienen a la mente. Sin embargo, lejos esté de mí decir que esta frase no
contiene muchas más cosas. Cuando interpreto esas palabras de nuestro
Señor soy profundamente consciente de que son completamente inagotables.
Estoy convencido de que es mucho más fácil subestimarlas que valorarlas en
exceso.
Comenta Lutero: “Estas palabras —‘consumado es’— me sirven de
consuelo. Debo confesar que toda consumación mía de la voluntad de Dios es
una obra imperfecta e inacabada, mientras que la Ley me exige que se
cumpla cada jota y cada tilde de ella. Cristo es el final de la Ley, Él ha
cumplido todas sus exigencias”.
A la objeción de algunos de que no se cumplió y se consumó todo hasta la
ascensión de nuestro Señor al Cielo, Calvino responde que Jesús sabía que
todas las cosas se habían cumplido ya prácticamente, y que ya no quedaba
nada que entorpeciera la obra que había venido a llevar a cabo.
[Y habiendo inclinado la cabeza]. Este es un acto propio de alguien que
muere. Cuando la voluntad deja de ejercer su poder sobre los músculos y los
nervios, se produce una distensión inmediata en todas las partes del cuerpo
que no son rígidas como los huesos. La cabeza de un crucificado caería sobre
su pecho al perder su cuello las fuerzas para sostenerla. Esto es lo que
parece que le ocurrió a nuestro Señor.
¿No podemos colegir por esta expresión que nuestro Señor había
mantenido hasta ese momento la cabeza firme y erguida, aun encontrándose
sometido a un agudo dolor?
Comenta Alford cómo tuvo que ser un testigo ocular quien dejara
constancia de este pequeño incidente. Las tinieblas milagrosas tuvieron que
desaparecer a fin de que se pudiera observar este movimiento de la cabeza.
[Entregó el espíritu]. Esta es la única ocasión en toda la Biblia en que se
utiliza esta expresión con respecto a un moribundo. Es una expresión que
denota un acto voluntario. Entregó su espíritu por su propia voluntad, porque
había llegado la hora en que deseaba hacerlo. Justo después de decir la frase
“consumado es”, exclamó: “Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu”, y
entonces puso su espíritu en manos de Dios el Padre. La expresión traducida
como “entregó” solo se puede aplicar al Padre.
Observa Agustín: “El espíritu del Salvador no abandonó su carne contra su
voluntad, sino porque lo deseó, cuando lo deseó y como lo deseó. ¿Quién
puede acostarse y dormirse cuando lo desea igual que Jesús murió cuando
quiso? ¿Quién puede desvestirse cuando lo desea igual que Jesús se
desprendió de las vestiduras de su carne cuando quiso? ¿Quién puede salir
por su puerta cuando lo desea igual que Jesús salió de este mundo cuando
quiso?”.
Nuestro Señor nos dejó un ejemplo con su muerte tal como lo hizo con su
vida. Por supuesto, no podemos elegir el momento de nuestra muerte igual
que Él lo hizo; y en esto, igual que en todo lo demás, debemos contentarnos
con seguirle a gran distancia. Hasta el mejor de los santos es un torpe
remedo de su Maestro. Comoquiera que sea, también nosotros —observa
Cirilo— debemos esforzarnos en poner nuestras almas en manos de Dios, si
Dios es verdaderamente nuestro Padre, cuando nos llegue nuestra última
hora; e igual que Jesús, debemos encomendarlas por fe a nuestro Padre y
confiar en Él para su cuidado.
Por encima de todo, no olvidemos jamás al leer de la muerte de Cristo,
que murió por nuestros pecados, como Sustituto nuestro. Su muerte es
nuestra vida, murió para que nosotros vivamos. Los que creemos en Cristo
viviremos para siempre a pesar de ser pecadores, porque Cristo murió por
nosotros, el inocente por los culpables. Satanás no puede arrastrarnos hasta
la muerte eterna en el Infierno. La segunda muerte no puede hacernos daño
alguno. Podemos decir sin miedo a equivocarnos: “¿Quién me condenará o
dará muerte a mi alma? Sé bien que soy merecedor de la muerte por causa
de mis pecados, pero mi bendita Cabeza y Sustituto murió por mí, y cuando
Él murió también se dio por muerto a este pobre miembro que soy yo.
Apártate de mí, Satanás, porque Cristo fue crucificado y murió. Mi deuda ya
está pagada y no puedes exigirla otra vez”. Demos gracias siempre a Dios
porque Cristo “entregó su espíritu” y murió verdaderamente en la Cruz, ante
una multitud de testigos. Esa “entrega del espíritu” es la bisagra sobre la que
gira nuestra salvación. ¡La vida, los milagros y la predicación de Cristo
habrían sido en vano si no hubiera muerto por nosotros! No necesitábamos a
un mero maestro, sino una expiación y la muerte de un Sustituto. Cuando
Jesús “entregó el espíritu”, se produjo el acontecimiento más tremendo que
haya visto el mundo desde la Caída del hombre. La multitud irreflexiva que le
rodeaba no vio más que la muerte común de un criminal común, pero a los
ojos de Dios el Padre se había llevado a cabo por fin el pago prometido por el
pecado del mundo y el Reino de los cielos se había abierto de par en par a
todos los creyentes. Ni siquiera los más logrados retratos de la crucifixión que
se hayan pintado se acercan a reflejar lo que sucedió cuando Jesús “entregó
el espíritu”. Pueden mostrar a un hombre que sufre en la Cruz, pero son
incapaces de transmitir la menor idea de lo que realmente estaba sucediendo
allí: la satisfacción de la Ley de Dios quebrantada, el pago de la deuda de los
pecadores ante Dios y la expiación absoluta por el pecado del mundo.
La causa exacta de la muerte física de Cristo es una cuestión de gran
interés que debe abordarse con gran reverencia, pero es digna de atención.
El Dr. Stroud, en su libro acerca de esta cuestión, adopta una tesis que tiene
el apoyo de tres grandes médicos de Edimburgo: sir James Simpson tardío, el
Dr. Begbie y el Dr. Struthers. Esta tesis consiste en que la causa directa del
fallecimiento de nuestro Señor fue la rotura del corazón. El Dr. Simpson
argumenta que todas las circunstancias que rodearon la muerte de nuestro
Señor, su clamor en alta voz justo antes de su muerte (no como el de alguien
exhausto) y su súbita entrega de su espíritu, respaldan fuertemente esta
tesis. También dice que “en ocasiones, unas emociones fuertes pueden dañar
los tabiques del corazón y llegar a romperlos”. Y añade: “Si alguna vez hubo
un corazón que pudiera desgarrarse y romperse por causa del mero tormento
mental soportado, no cabe duda que sería el de nuestro Redentor”. Por
encima de todo, argumenta que la rotura del corazón sería la mejor
explicación de la sangre y el agua que manaron de su costado cuando fue
atravesado por una lanza. El interesantísimo artículo del Dr. Simpson al
respecto se puede encontrar en el apéndice de Last Days of our Lord’s
Passion (Los últimos días de la pasión de nuestro Señor) de Hanna.
Con respecto a la profunda cuestión de qué sucedió con el alma de
nuestro Señor cuando entregó su espíritu, debe bastarnos creer que su alma
fue al Paraíso, al lugar donde van las almas de los creyentes. Dijo al ladrón
arrepentido: “Hoy estarás conmigo en el paraíso” (Lucas 23:43). Ese es el
verdadero significado de las palabras “descendió a los infiernos” del Credo.
Los “infiernos” de esa frase no son el lugar de castigo, sino el estado o lugar
de los espíritus que han abandonado sus cuerpos.
Algunos teólogos sostienen que, entre su muerte y su resurrección, “fue y
predicó a los espíritus encarcelados” (1 Pedro 3:9) y proclamó el
cumplimiento de su obra de expiación. Esto es, cuando menos, dudoso. Sin
embargo, Atanasio, Ambrosio, Zuinglio, Calvino, Erasmo, Calovio y Alford son
de esta opinión.
S. Juan no dice nada con respecto a las señales milagrosas que rodearon
la muerte de nuestro Señor (las tinieblas desde las doce hasta las tres, el
terremoto, la ruptura del velo del Templo en dos), y no cabe duda que fue por
alguna sabia razón. Bien podemos creer que llenaron a la multitud de
asombro y quizá allanaron el camino para que nuestro Señor fuera sepultado
en el sepulcro de José sin que se produjera oposición alguna.
V. 31: [Entonces los judíos, por cuanto, etc.]. Como en muchos otros
pasajes del Evangelio según S. Juan, estos “judíos” solo pueden ser los
principales sacerdotes y dirigentes de la nación en Jerusalén; los mismos que
habían presionado a Pilato para que crucificara a nuestro Señor: Anás, Caifás
y sus seguidores.
La “preparación” es la víspera del día de reposo de la Pascua. Dado que
ese día de reposo destacaba como un “día de gran solemnidad”, el viernes,
día anterior, se dedicaba a unos preparativos especiales. De ahí que ese día
recibiera el apelativo de “la preparación de la Pascua”. La expresión deja
claro que Jesús fue crucificado un viernes. Los judíos vieron que, a menos que
tomaran medidas para evitarlo, el cuerpo de nuestro Señor permanecería
toda la noche colgando de la Cruz y se quebrantaría la Ley (cf. Deuteronomio
21:23): un cadáver colgaría ante el Templo y cerca de las murallas de la
ciudad. Se apresuraron, pues, a descolgarlo y darle sepultura.
Parece que el “quebramiento de las piernas” de los criminales crucificados
a fin de acabar con ellos con rapidez era una medida común en esta bárbara
modalidad de ejecución cuando se deseaba quitarlos de en medio. Al pedir a
Pilato que se permitiera quebrarle las piernas no solicitaban nada fuera de lo
común. Sin embargo, da la impresión de que esto no se habría hecho de no
haberlo pedido los judíos. Este versículo demuestra maravillosamente la
forma en que Dios puede hacer que hasta el más malvado de los hombres
lleve a cabo sus propósitos inconscientemente y obre a favor de su gloria. Si
los judíos no hubieran interferido la tarde de aquel viernes, cabe suponer que
Pilato habría permitido que el cuerpo de nuestro Señor colgara de la Cruz
hasta el lunes o el martes y quizá llegara a descomponerse. Los judíos
procuraron sepultar a nuestro Señor el mismo día de su muerte y así
garantizaron el cumplimiento de su famosa profecía: “Destruid este templo, y
en tres días lo levantaré” (Juan 2:19). Si no hubiera sido sepultado hasta el
domingo o el lunes, no podría haber resucitado al tercer día de su muerte. Tal
como sucedieron las cosas, los judíos lo dispusieron de tal forma que nuestro
Señor fue sepultado antes de la noche del viernes y pudo así cumplir el
famoso tipo de Jonás y mostrar la señal que había prometido para demostrar
su mesiazgo reposando tres días en la tierra y resucitando al tercer día
después de su muerte. ¡Todo esto no podría haber sucedido sin la
intervención de los judíos, que lo descolgaron de la Cruz y lo sepultaron el
viernes por la tarde! ¡Qué cierto es que los mayores enemigos de Dios no son
más que hachas y martillos en sus manos, herramientas inconscientes en la
ejecución de su obra en este mundo! El hecho de que Caifás y su séquito se
inmiscuyeran afanosamente fue en realidad una de las causas de que Cristo
resucitara al tercer día de su muerte y se demostrara su mesiazgo. ¡Utilizaron
a Pilato, pero ellos a su vez fueron un instrumento de Dios! Es muy probable
que, de haber sido posible, los romanos hubieran dejado el cuerpo de nuestro
Señor abandonado a la intemperie hasta que este se descompusiera por
efecto del sol y la lluvia. Afirma el obispo Pearson que la Ley romana tenía
por regla no permitir la sepultura de los crucificados. La sepultura se produjo,
pues, enteramente a instancia de los judíos. La providencia de Dios dispuso
las cosas de tal forma que los mismos que intervinieron para lograr su
crucifixión fueran los mismos que solicitaron su sepultura. ¡Y al hacerlo, en
realidad estaban allanando el camino para su resurrección!
Adviértase que, en ocasiones, la más mezquina escrupulosidad coincide
con la insensibilidad más absoluta de la conciencia. Así, vemos cómo unos
hombres generan un gran revuelo por el hecho de que un cadáver
permanezca en la cruz durante el día de reposo justo cuando acaban de
asesinar a un inocente de manera terriblemente injusta y cruel. Es un
ejemplo de cómo se puede “colar un mosquito y tragarse un camello”.
V. 32: [Vinieron, pues, los soldados, etc.]. Tras acceder Pilato a la petición
de los judíos, los soldados romanos se disponen a quebrar las piernas de los
criminales y comienzan por los dos ladrones. No está muy claro por qué
comenzaron por ellos. Si las tres cruces se encontraban alineadas, no se
comprende demasiado bien por qué habrían de partirse las piernas de los dos
criminales de los flancos en primer lugar y dejar para el final al del medio. La
explicación puede ser una de estas tres:
a) Es posible que dos soldados se encargaran de romperle las piernas a
uno de los malhechores y los otros dos se encargaran del otro. La razón y el
sentido común hacen pensar que no es preciso recurrir a cuatro hombres
para llevar a cabo una tarea tan brutal como esta con un crucificado
indefenso. De este modo, tras terminar con las dos cruces exteriores,
pasarían finalmente a la central.
b) Es posible que las dos cruces exteriores estuvieran más adelantadas
que la central de forma que los crucificados se vieran las caras entre sí. En tal
caso, los soldados comenzarían por las primeras cruces con que se
encontraron. Quizá esto explicaría que el ladrón arrepentido leyera la palabra
“Rey” sobre la cabeza de nuestro Señor en la Cruz.
c) Es posible que los soldados advirtieran que nuestro Señor ya estaba
muerto aun antes de que se acercaran a Él. En cualquier caso, es probable
que le vieran inerte e inmóvil y, sospechando que ya estaba muerto, no se
molestaran con Él, sino que empezaran con los dos que estaban
manifiestamente vivos.
Es reseñable que, aun tras su conversión, el ladrón arrepentido tuvo que
seguir sufriendo antes de entrar en el Paraíso. La gracia de Dios y el perdón
de sus pecados no le eximieron del tormento de que le quebraran las piernas.
Cuando Cristo salva a un alma no libera al cuerpo de los dolores físicos y la
confrontación con el último enemigo. Tanto los que se han arrepentido como
los que no deben probar la muerte con todo lo que conlleva. Aunque
conduzca a él, la conversión no es el Cielo.
Comenta Scott que quienes quebraron las piernas del ladrón arrepentido y
precipitaron su fin fueron instrumentos inconscientes en el cumplimiento de
la promesa de nuestro Señor: “Hoy estarás conmigo en el Paraíso”.
No sabemos de qué forma se partía las piernas de los criminales
crucificados, pero es probable que se hiciera de la manera más brutal.
Difícilmente les faltaría con qué hacerlo a unos soldados que habían utilizado
martillos para clavar los clavos además de picos y palas para clavar las
cruces en tierra. Debemos recordar que una simple fractura no causaba la
muerte. El término griego que se traduce como “quebrar” significa
literalmente “romper en pedazos”. ¿No es de temer que ese sea el verdadero
significado de la expresión en este pasaje?
V. 33: [Mas cuando llegaron a Jesús, etc.]. Este versículo contiene la
primera prueba de la veracidad de la muerte de nuestro Señor. Se nos dice
que los soldados no le quebraron las piernas porque “le vieron ya muerto”.
Acostumbrados como estaban a ver la muerte en todas sus manifestaciones,
a ver todo tipo de heridas y de cadáveres, adiestrados para matar, los
soldados romanos serían los últimos en equivocarse en una cuestión
semejante. De ahí que se deje constancia expresa de que los soldados “le
vieron ya muerto” y no le quebraron, pues, las piernas. Nuestra salvación
depende tanto de la muerte vicaria de Cristo que basta pensar un poco para
ver la sabiduría divina que hay detrás de tan concienzuda demostración. Sus
enemigos incrédulos nunca podrían decir que no murió realmente, que solo
había sido un desmayo, una pérdida de conciencia. Los soldados romanos
eran testigos de que habían visto un hombre muerto en la cruz central.
V. 34: [Pero uno de los soldados le abrió el costado]. Aquí tenemos la
segunda prueba de que nuestro Señor murió de verdad. Para no dejar lugar a
dudas, uno de los soldados clavó su lanza en el costado de nuestro Señor
casi con toda seguridad apuntando al corazón como órgano vital. Al infligir
esta herida se aseguraba de que la persona colgada de la cruz central ya era
cadáver. Ya habían visto su aspecto de cadáver y quizá lo habían comprobado
con el tacto. Ahora despejaban cualquier duda clavándole una lanza. El
cuerpo de una persona inconsciente habría dado alguna señal de vida al ser
atravesado con una lanza.
Es digna de reseñar la terrible inexactitud de esos retratos que
representan a este soldado como un jinete. Nuestro Señor se encontraba al
alcance de la lanza de un soldado a pie. ¡No hay prueba alguna de que la
caballería romana se encontrara en las inmediaciones de la Cruz!
No creo que tenga mucho sentido la teoría del obispo Pearson de que este
soldado atravesó el costado de nuestro Señor por causa de la frustración que
le había producido hallarle muerto. No es probable que los soldados se
molestaran ante un estado de cosas que no hacía más que facilitarles el
trabajo. En mi opinión, es mucho más factible que esta herida fuese infligida
a consecuencia del acto apresurado e irreflexivo de un rudo soldado que
acostumbraba a cerciorarse así del estado del cuerpo. He oído por boca de
testigos oculares que algunos de los cosacos que seguían a la caballería
británica en su retirada tras la famosa carga en la batalla de Balaklava en la
guerra de Crimea, atravesaban los cuerpos de los soldados caídos con sus
lanzas a fin de comprobar si estaban vivos.
Sugiere Teofilacto que este soldado clavó su lanza en el costado de
nuestro Señor a fin de complacer a los malvados judíos que había alrededor.
Comenta Besser con gran inteligencia: “Hasta la lanza del soldado fue
guiada por la mano del Padre”.
[Y al instante salió sangre y agua]. El extraordinario suceso aquí
documentado ha recibido multitud de interpretaciones.
a) Algunos —como Grocio, Calvino, Beza y otros— sostienen que el detalle
de la sangre y el agua demuestra que se atravesó el corazón o el pericardio y
que la muerte era segura. Dicen que esto mismo sucedería con cualquier
persona que acabara de morir, y que una herida así haría que manara sangre
y agua, o algo muy parecido, de ella. Sostienen, pues, que este hecho no
tiene nada de sobrenatural.
b) Otros —como los Padres, Brentano, Musculus, Calovio, Lampe,
Lightfoot, Rollock, Jansen, Bengel, Horsley y Hengstenberg— sostienen que el
detalle de la sangre y el agua fue algo sobrenatural, excepcional y
extraordinario; que fue un milagro.
Esta es una de esas cuestiones sobre las que probablemente no se llegará
a un acuerdo jamás. Carecemos de la información suficiente para justificar
una opinión categórica. No sabemos con certeza si se traspasó el costado
izquierdo o el derecho; cuánta sangre y agua fluyeron, si fue mucho o poco.
No se puede descartar la posibilidad de que se produjera un milagro con
semejante muerte, en semejante situación y con semejante persona. El
simple hecho de que el Sol se oscureciera cuando nuestro Señor colgaba de
la Cruz o de que el velo del Templo se rasgara en dos, hubiera un terremoto y
las rocas se resquebrajaran cuando entregó su espíritu, deja abierta la
posibilidad de que se produjera un milagro y casi hace esperar que así
sucediera. Quizá lo más sabio sea combinar ambas tesis. La lanza hizo que
manara sangre y agua al clavarse en el costado y demostró que el corazón
había sido traspasado. El extraordinario flujo de sangre y agua fue un
acontecimiento sobrenatural cuyo propósito era el de enseñar lecciones
espirituales.
Si se me permite, diré que he consultado a tres eminentes facultativos de
dilatada experiencia y los tres han coincidido en calificar de inusitado
cualquier flujo abundante de sangre y agua de un cuerpo muerto.
Curiosamente, todos ellos han expresado su opinión de forma independiente,
sin haber mediado contacto alguno con los otros dos.
A lo largo de la historia de la Iglesia han corrido ríos de tinta con respecto
al significado simbólico de “la sangre y el agua”. Las palabras de S. Juan en
su Primera Epístola demuestran casi con total certeza que tenían un profundo
significado espiritual (cf. 1 Juan 5:6–8). Sin embargo, su simbolismo exacto es
una cuestión muy controvertida.
a) La opinión más extendida es que la sangre y el agua simbolizaban los
dos sacramentos: el bautismo y la Cena del Señor, ambos dados por Cristo y
derivados de Él, y símbolos de la expiación, la purificación y el perdón. Esta
es la interpretación de Crisóstomo, Agustín, Andrews y un gran número de
teólogos, tanto antiguos como modernos. En lo que a mí concierne, no estoy
de acuerdo. En cuestiones como estas no me atrevo a llamar a ningún
hombre maestro o a suscribir una interpretación de la Escritura si no estoy
convencido de su veracidad. No veo la necesidad de introducir a presión los
sacramentos en cada exposición de la Palabra de Dios, como hacen algunos.
b) Me inclino a pensar que el flujo de sangre y agua, ya fuera sobrenatural
o no, tenía el propósito de cumplir simbólicamente la famosa profecía de
Zacarías: “En aquel tiempo habrá un manantial abierto para la casa de David
y para los habitantes de Jerusalén, para la purificación del pecado y de la
inmundicia” (Zacarías 13:1). Este hecho declaraba a todos los judíos que con
la muerte de Cristo se cumplía aquella famosa profecía y que la muerte de
Cristo había abierto un manantial para los pecadores y un camino para
alcanzar la expiación y el perdón. Este manantial se abrió y comenzó a fluir
en el momento de su muerte. Sobre el costado sangrante de nuestro Señor
se podía haber escrito: “He aquí la fuente para todo el pecado”. Esta
interpretación tiene a su favor el nada desdeñable hecho de que esta famosa
profecía aparezca apenas cinco versículos después del texto que S. Juan cita
inmediatamente a continuación en este mismo capítulo: “Mirarán al que
traspasaron” (Zacarías 12:10).
¡Agustín cree que la puerta del arca de Noé por donde entraron todas las
criaturas para ser puestas a salvo del Diluvio es un tipo de esta herida en el
costado de nuestro Señor de donde manó sangre y agua! ¡También considera
que la formación de Eva a partir del costado de Adán es otro tipo de ello!
Considero insostenible la idea que defienden algunos de que la “sangre y
el agua” de este versículo autorizan la mezcla del vino y el agua en la Cena
del Señor. Tal como observa Musculus con gran sensatez, no fue “vino y
agua” lo que fluyó del costado de nuestro Señor, sino “sangre y agua”. No
hay la menor evidencia de que Jesucristo utilizara agua en la institución de la
Cena del Señor.
Todo lector atento del Antiguo Testamento sabe que la “sangre”
simbolizaba la “expiación” y el agua la “purificación”. S. Pablo une ambas
cosas en Hebreos 9:19. La peña quebrada de Moisés y el agua que fluyó de
ella también fue un tipo de este acontecimiento. Lightfoot menciona la
tradición judía de que en un primer momento fluyeron sangre y agua de la
peña.
Dice Henry: “La sangre y el agua representaban los dos grandes
beneficios de los que disfrutan todos los creyentes gracias a Cristo: la
justificación y la santificación. La sangre representa la remisión, el agua la
regeneración; la sangre la expiación y el agua la purificación. Ambas deben ir
juntas siempre. Cristo las unió y nosotros no debemos separarlas. Ambas
manaron del costado de nuestro Redentor”.
V. 35: [Y el que lo vio da testimonio]. La opinión generalizada es que este
singular versículo no puede más que hacer referencia a S. Juan. Es como si
dijera: “Vi con mis propios ojos este hecho del que doy testimonio; y mi
testimonio es verdadero, exacto y fehaciente; y sé que digo la verdad al dejar
constancia de este hecho, por lo que quienes me lean no deben vacilar en
creerme. Yo estaba allí, yo lo vi, fui un testigo ocular y no lo digo de oídas”.
La pregunta que surge de inmediato es: ¿a qué hace referencia Juan en
este singular versículo? a) ¿Solo hace referencia al detalle de la sangre y el
agua que brotaron del costado de nuestro Señor como un fenómeno
particularmente milagroso? b) ¿O hace referencia a la lanza clavada en el
costado de nuestro Señor como una prueba fidedigna de que había muerto?
c) ¿O bien se refiere al hecho de que las piernas de nuestro Señor no fueron
quebradas y así se cumplió el gran tipo del cordero pascual?
Sin duda, me inclino a pensar que este versículo hace referencia a las tres
cosas que he mencionado, sin ceñirse exclusivamente a ninguna. Las tres
cosas eran tan extraordinarias, tenían el propósito tan marcado de llamar la
atención de todo judío piadoso e inteligente y sucedieron en tan corto
tiempo, que Juan hace hincapié en el hecho de que vio las tres con sus
propios ojos. Parece como si dijera: “Yo mismo vi que no se quebró un solo
hueso del Cordero de Dios, de tal forma que se cumplió el tipo de la Pascua.
Yo mismo vi cómo le clavaban una lanza en el corazón, por lo que fue el
Sacrificio verdadero y murió genuinamente. Yo mismo vi cómo manaba agua
y sangre de su costado y observé el cumplimiento de la vieja profecía de que
se abriría un manantial por el pecado”. Si tenemos en cuenta la inmensa
importancia de estas tres cosas, no sorprende que se inspirara a Juan para
que escribiera este versículo, en el que recalca a sus lectores que no escribe
más que la pura verdad y que realmente vio estas cosas —las piernas
indemnes, el costado atravesado, el agua y la sangre que fluyeron— con sus
propios ojos.
Pearce y Alford piensan que la expresión “para que vosotros también
creáis” significa “para que vosotros también creáis que Jesús murió de verdad
en la Cruz”. Otros opinan convencidos que significa: “Para que vosotros
también creáis que realmente manaron sangre y agua del costado de Jesús a
su muerte”. Otros interpretan esta frase de forma general: “Para que vosotros
también creáis con más convicción que nunca en Cristo como el verdadero
sacrificio por el pecado”.
Vv. 36–37: [Porque estas cosas sucedieron, etc.]. En estos dos versículos,
Juan explica claramente a sus lectores por qué los dos hechos que acaba de
mencionar, por banales que parezcan a un lector ignorante, son de gran
importancia en realidad. Con uno de estos hechos —que no se quebrara un
solo hueso del cuerpo de nuestro Señor— se cumplió el texto que decía que
no se debía quebrar un solo hueso del cordero pascual (cf. Éxodo 12:46). Con
el otro —el costado traspasado de nuestro Señor— se cumplió la profecía de
Zacarías de que los habitantes de Jerusalén “[mirarían a Él], a quien
traspasaron” (Zacarías 12:10).
Observa Alford que la expresión “mirarán” no hace referencia a los
soldados romanos, sino a los arrepentidos en el mundo, que ya habían
empezado a cumplir la profecía para cuando se escribió este Evangelio; y que
también contiene una referencia profética a la futura conversión de Israel,
principal responsable de que se atravesara el costado de nuestro Señor,
aunque fueran otras manos quienes lo llevaran a cabo.
Casi huelga decir que este pasaje, tal como sucede con muchos otros, no
significa que estas cosas sucedieron para que la Escritura se cumpliera, sino
que la Escritura se cumplió cuando sucedieron, y que se demostraba la
presciencia absoluta de Dios con respecto a los más pequeños detalles de la
muerte de Cristo. No hubo nada en este gran sacrificio que se produjera por
accidente o azar. Todo sucedió de principio a fin tal como se había dispuesto
muchos siglos antes según el determinado consejo de Dios. Caifás, Pilato y
los soldados romanos fueron todos instrumentos inconscientes para cumplir
lo que Dios había predicho tiempo atrás hasta la última jota y tilde.
Adviértase con atención el argumento de peso que proporcionan estos
versículos a favor de un cumplimiento literal, y no meramente espiritual, de
las profecías del Antiguo Testamento.
Observa Rollock: “Si Dios ordena y dice algo, el hombre no puede
contravenirlo. Si Dios dice: ‘No se quebrará un solo hueso de mi ungido’, ni el
César ni todos los reyes de este mundo, el rey de España, el papa y todos sus
acólitos, podrán hacer lo contrario. Confiemos en la providencia de Dios,
pues, cuando sintamos temor y estemos rodeados de peligros”.

Juan 19:38–42

Estos cinco versículos de la Escritura introducen varias cuestiones de


especial interés. Nos presentan a un desconocido del que nunca
habíamos oído hablar. Nos hablan de un viejo amigo conocido por
todos los lectores de la Biblia. Describen el funeral más importante que
jamás haya tenido lugar en el mundo. Todas estas cuestiones nos
enseñan lecciones muy provechosas.
Por un lado, estos versículos nos muestran que hay algunos
cristianos genuinos en el mundo de quienes apenas sabemos nada. El
caso de José de Arimatea es un ejemplo muy representativo de esto.
Aquí se nombra a uno de los amigos de Cristo que no aparece en
ningún otro lugar del Nuevo Testamento y cuya historia previa y
posterior a este momento no se reveló a la Iglesia. Honra a Cristo
cuando los Apóstoles le habían abandonado y habían huido. Se
preocupa por Él y se complace en servirle aun a su muerte, no porque
le viera obrar milagro alguno, sino por un amor desinteresado. No
vacila en confesarse amigo de Cristo en un momento en que los judíos
y los romanos le habían condenado como malhechor y lo habían
ejecutado. ¡Sin duda, un hombre capaz de hacer estas cosas debía
tener una fe muy fuerte! ¿Cabe sorprenderse de que, dondequiera que
se predica el Evangelio, se relate este acto de José en memoria suya?
Confiemos en que haya muchos cristianos en todas las épocas que,
igual que José, sean siervos ocultos del Señor, desconocidos para la
Iglesia y para el mundo, pero muy conocidos para Dios. Aun en
tiempos de Elías había 7000 en Israel que jamás habían doblado la
rodilla ante Baal, aunque el desanimado profeta lo desconociera por
completo. Quizá aun hoy día existan santos en los suburbios de
algunas de nuestras ciudades o en lugares aislados de nuestras
parroquias rurales que, sin tener una presencia muy fuerte en el
mundo, aman a Cristo y disfrutan de su amor. Una mala salud, su
pobreza o los afanes diarios de alguna profesión difícil les imposibilitan
desempeñar un papel público, por lo que viven y mueren
prácticamente en el anonimato. Sin embargo, en el último día, un
mundo asombrado verá que estas personas, como sucedió con José,
honraron a Cristo en la Tierra tanto como cualquier otro, y que sus
nombres estaban escritos en el Cielo. Después de todo, son las
circunstancias especiales las que sacan a la luz a los cristianos
especiales. Los seguidores más leales de Cristo no siempre son los que
más ostentación hacen de ello en la Iglesia.
Por otro lado, estos versículos nos muestran que hay algunos
siervos de Cristo que terminan mucho mejor de lo que empiezan. El
caso de Nicodemo nos lo enseña con toda claridad. El único hombre
que se atrevió a ayudar a José en la santa tarea de sepultar a nuestro
Señor fue alguien que en un primer momento “había visitado a Jesús
de noche” y que no hacía más que buscar la Verdad en su ignorancia.
En un momento posterior del ministerio de nuestro Señor vemos como
este mismo Nicodemo se presenta de manera algo más valerosa y
plantea al Concilio la siguiente pregunta: “¿Juzga acaso nuestra ley a
un hombre si primero no le oye, y sabe lo que ha hecho?” (Juan 7:51).
Finalmente, lo vemos en este pasaje ministrando al cadáver de nuestro
Señor, sin avergonzarse de desempeñar un papel activo en el acto de
proporcionar una sepultura honrosa al vilipendiado nazareno. ¡Qué
gran contraste se advierte entre el hombre que acudió tímidamente al
lugar donde se alojaba nuestro Señor para hacerle una pregunta y el
que trajo cien libras de mirra y de áloes para ungir su cadáver! Sin
embargo, se trata del mismo Nicodemo. Cuánto pueden crecer la
gracia, la fe, los conocimientos y la valentía de un hombre en el breve
lapso de tres años.
Haremos bien en tener siempre presentes estas cosas y recordar el
caso de Nicodemo cuando nos formemos una opinión acerca de la
religión de otros. No debemos tacharlos de impíos e incrédulos porque
no vean toda la Verdad de inmediato y solo lleguen a un cristianismo
convencido tras un proceso paulatino. El Espíritu Santo siempre lleva a
los creyentes a las mismas verdades esenciales y los hace recorrer el
mismo camino hasta el Cielo: se trata de algo invariable. Sin embargo,
el Espíritu Santo no siempre hace pasar a los creyentes por las mismas
experiencias o con la misma velocidad: en esto se producen grandes
diferencias. Quien diga que la conversión es algo innecesario y que un
inconverso puede salvarse comete sin duda una grave equivocación,
pero igualmente erróneo es afirmar que solo es cristiano quien se
convierte en un cristiano maduro de la noche a la mañana. No
juzguemos a los demás prematuramente. Creamos que los comienzos
de un hombre en la religión pueden ser vacilantes y, sin embargo, que
este acabe siendo un cristiano fuerte. ¿Tiene verdadera gracia? ¿Obra
el Espíritu verdaderamente en él? Esa es la pregunta fundamental. En
caso de que la respuesta sea afirmativa, podemos estar seguros de
que su gracia crecerá y deberemos tratarle con delicadeza aunque por
el momento sea un niño en términos de sus logros espirituales. La vida
de un niño desvalido es algo tan real y verdadero como la de un
adulto: no se trata más que de una diferencia de grado: “Los que
menospreciaron el día de las pequeñeces se alegrarán” (Zacarías
4:10). El mismo cristiano que comienza su vida religiosa con una
tímida visita nocturna y una pregunta fruto de su ignorancia quizá
confiese su fe en Cristo públicamente y con valentía a plena luz.
Finalmente, estos versículos nos muestran que sepultar a los
muertos es un acto sancionado y aprobado por Dios. No cabe duda de
que esta es una de las lecciones que pretende enseñarnos este pasaje.
Por supuesto, nos proporciona pruebas incontrovertibles de que
nuestro Señor murió y resucitó realmente; pero también nos enseña
que es plenamente aceptable sepultar a los cristianos de forma
honrosa. No en vano se deja constancia en la Biblia de la sepultura de
Abraham, Isaac, Jacob, José y Moisés. No en vano se nos dice que
pusieron a Juan el Bautista en un sepulcro, y que “hombres piadosos
llevaron a enterrar a Esteban, e hicieron gran llanto sobre él” (Hechos
8:2). No en vano se refiere tan detalladamente la sepultura de Cristo.
El verdadero cristiano no debe avergonzarse jamás de mostrarse
solemne y reverente ante un funeral. El cuerpo puede ser el
instrumento de los mayores pecados o puede utilizarse para glorificar
a Dios grandemente. El Hijo eterno de Dios honró al cuerpo morando
en él durante treinta y tres años y muriendo finalmente en nuestro
lugar. Fue corpóreamente como resucitó y ascendió al Cielo. Es con el
cuerpo como se sienta a la diestra de Dios y nos representa ante el
Padre en calidad de Abogado y Sacerdote. El cuerpo es el templo del
Espíritu Santo durante la vida del creyente. El cuerpo resucitará al
sonido de la última trompeta y, ya reunido con el alma, vivirá en el
Cielo para toda la eternidad. Sin duda, ante hechos como estos, no
debemos suponer que sepultar el cuerpo con reverencia carece de
sentido.
Concluyamos esta cuestión con una advertencia. Cuidémonos de no
pensar que un funeral suntuoso redime una vida despreocupada y
pecaminosa. Podemos sepultar a un hombre con el mayor lujo y gastar
un dineral en su duelo. Podemos cubrir su tumba con una costosa
lápida de mármol y grabar en ella un elogioso epitafio. Pero todo eso
no salvará nuestras almas ni la suya. En el último día, la cuestión
decisiva no será la forma en que fuimos sepultados, sino si fuimos
“sepultados junto con Cristo” y nos arrepentimos y creímos (Romanos
6:4). ¡Mil veces mejor es morir la muerte del justo y tener una tumba
humilde y el funeral de un mendigo que morir en pecado y ser
sepultado bajo un sepulcro de mármol!

Notas: Juan 19:38–42


V. 38: [Después de todo esto, José de Arimatea]. En este versículo S. Juan
comienza a relatar el funeral de nuestro Señor. La forma en que se produjo la
sepultura de nuestro Señor es una de las cosas que profetizó Isaías (cf. 53:9),
en un versículo que no está correctamente traducido. Debería ser: “Se
dispuso con los impíos su sepultura, mas con el rico fue en su sepulcro”. Los
cuatro Evangelistas refieren su funeral con todo lujo de detalles. Todos ellos
mencionan a José como el principal responsable de la operación y, por
curioso que parezca, cada uno de ellos menciona algo que los otros tres
omiten. S. Mateo es el único que dice que era “un hombre rico” (Mateo
27:57). S. Marcos es el único que dice de él que era un “miembro noble del
concilio, que también esperaba el reino de Dios” (Marcos 15:43). S. Lucas es
el único que dice que era un “varón bueno y justo […] que también esperaba
el reino de Dios, y no había consentido en el acuerdo ni en los hechos de
ellos” (Lucas 23:50–51). Aquí, S. Juan es el único que dice que era “discípulo
de Jesús, pero secretamente por miedo de los judíos”. Otro hecho curioso
acerca de José es que no se le menciona en ningún otro lugar salvo aquí, con
motivo de la sepultura de nuestro Señor. Por alguna sabia razón, la Biblia no
dice ninguna otra cosa acerca de él antes o después de este acontecimiento.
Tampoco sabemos el motivo de que un habitante de Arimatea tuviera un
sepulcro nuevo en Jerusalén. Es de suponer que, dado que era un hombre
acaudalado, tenía dos casas o bien que, a pesar de haber nacido en
Arimatea, se había mudado posteriormente a Jerusalén. Lo único que
sabemos es que el artículo en el griego que antecede a “José” y a “de
Arimatea” parece indicar que se trataba de una persona conocida por
motivos históricos para los lectores del Evangelio según S. Juan.
En lo que concierne al lugar de origen de José, “Arimatea”, no se sabe
nada con certeza. Algunos piensan que se trata de Ramá, el lugar donde
había residido Samuel (cf. 1 Samuel 7:17). Es indudable que la traducción
griega de la Septuaginta denomina “Armathaim” a este lugar, lo que es
bastante parecido. S. Lucas lo denomina una “ciudad de Judea”. No tenemos
ningún dato seguro al respecto.
[Discípulo de Jesús, pero secretamente […] judíos]. El término griego
traducido como “secretamente” equivale literalmente a un discípulo
“escondido”, en participio. La expresión nos muestra el interesante hecho de
que había judíos que creían en secreto que Jesús era el Mesías y, sin
embargo, no tuvieron el valor de confesarle antes de su crucifixión. En Juan
12:42 se nos dice que “aun de los gobernantes, muchos creyeron en él; pero
a causa de los fariseos no lo confesaban”. Sin embargo, la descripción que se
hace de ellos de que “amaban más la gloria de los hombres que la gloria de
Dios”, pone en duda que José fuera uno de ellos. Probablemente su problema
era una falta de valor físico o moral. Debemos recordar que, al ser “hombre
rico” y “miembro noble del concilio”, tenía mucho más que perder y debía
enfrentarse a más oposición que un pescador pobre o un publicano. Por
supuesto, su renuencia a confesar su fe en Cristo es indefendible, pero este
caso nos muestra que a veces se produce una obra espiritual en las personas
sin que estas lo exterioricen. No debemos apresurarnos a tachar de incrédulo
e inconverso a quien no se demuestra valiente y decidido en el presente.
Debemos albergar la esperanza de que existen algunos discípulos secretos
que callan por el momento pero que, al igual que José, un día se
manifestarán y serán testigos valientes de Cristo. No es oro todo lo que
reluce, y tampoco es basura todo lo que parece sucio y poco vistoso en el
momento presente. Debemos ser comprensivos y no perder la esperanza. Su
caso también debe hacernos ver lo poderoso que es el pernicioso principio
del temor al hombre. El pecado abierto mata a muchos, pero el temor al
hombre mata a muchos más. Vigilemos y oremos para que se nos proteja de
él. La fe es el gran secreto para vencerlo. Igual que Moisés, debemos vivir
“como viendo al Invisible” (Hebreos 11:27). Y además de la fe, hay que tener
en cuenta el poder expulsivo de un nuevo principio: el temor de Dios: “Temo
a Dios —dijo el santo coronel Gardiner— y no tengo por qué temer a nadie
más”.
[Rogó a Pilato […] llevarse el cuerpo de Jesús]. La conducta de José es
digna de nuestra alabanza y admiración, y la Iglesia de Cristo la honrará
mientras el mundo siga en pie. Independientemente de lo que fuera José en
un principio, al final brilló con fuerza. A veces “los últimos son los primeros”.
Veamos lo que hizo.
a) José honró a Cristo cuando sus discípulos le habían abandonado.
Demostró más fe y más valor que sus seguidores más cercanos.
b) José honró a Cristo a pesar de que fuera algo peligroso. Manifestar en
público el respeto por alguien que había sido condenado como malhechor,
por alguien perseguido por los sumos sacerdotes y los dirigentes de los
judíos; decir prácticamente “soy amigo de Cristo” era algo ciertamente
valiente. S. Marcos especifica que “entró osadamente a Pilato” (Marcos
15:43), lo que muestra claramente que fue un acto de valor inusitado.
c) José honró a Cristo cuando era un cadáver inerte y parecía que ya no se
podía hacer nada por Él. No intervino públicamente cuando estaba obrando
milagros y predicando sermones maravillosos, sino cuando no quedaba de Él
más que un cuerpo exánime.
No hay manera de determinar por qué le abandonó el “miedo” y se
comportó con tan maravillosa valentía. Sin embargo, es lógico pensar que
había sido testigo presencial de todo lo sucedido en aquel señalado día. Es
probable que hubiera estado a corta distancia de la Cruz y hubiera visto todo
lo acontecido y oído las siete frases de nuestro Señor. Las tres horas de
tinieblas y el terremoto debieron de impresionarle grandemente. Sin duda, no
sería una conjetura demasiado arriesgada pensar que todo esto tuvo un
tremendo efecto en el alma de José y le empujó a abandonar todo temor y a
manifestarse públicamente como uno de los seguidores de Cristo. Es casi
seguro que se encontraba cerca de la Cruz a las tres, cuando nuestro Señor
entregó el espíritu, ¿de qué otra forma habría podido saber de su muerte y
tenido tiempo para pensar en su sepultura?
Después de todo, es una gran verdad que las circunstancias hacen aflorar
el carácter de forma extraordinaria. Igual que los líquidos reveladores sacan
una insospechada imagen latente de la placa del fotógrafo, las circunstancias
revelan en algunos hombres un carácter y una determinación que eran
impensables anteriormente.
Comenta Rollock: “Cuando Cristo obraba milagros y hablaba como ningún
otro hombre ha hablado, José no hizo una confesión pública. Sin embargo,
ahora que Cristo está muerto y humillado, se manifiesta públicamente. ¿A
qué atribuirlo? Lo atribuyo a la fuerza que se deriva de la muerte de Cristo.
Jamás ha vivido nadie en el mundo con un poder equiparable al cadáver de
Cristo. Su muerte fue más poderosa que su vida”.
[Y Pilato se lo concedió]. A primera vista, la absoluta ausencia de
obstáculos en el camino de José parece bastante extraordinaria. Es
comprensible que Pilato estuviera dispuesto a satisfacer la petición de José.
No le concedió lo que pedía hasta que el centurión certificó la muerte de
Jesús y se hizo (supuestamente) justicia. Solo entonces le dio permiso.
Debemos recordar que siempre consideró a nuestro Señor libre de culpa y
que, de haber dependido exclusivamente de él, lo habría puesto en libertad.
Además de eso, es probable que estuviera irritado y molesto ante la
obstinación con que los judíos exigieron la muerte de nuestro Señor a pesar
de que él no estuviera de acuerdo y que, como contrapartida, deseara
complacer a cualquier amigo de Él. Sin embargo, también debemos recordar
que los judíos no opusieron objeción alguna a la sepultura en sí de nuestro
Señor y que hasta pidieron que se precipitara la muerte de los criminales
para que se pudieran retirar sus cuerpos. No podemos saber con certeza qué
habrían hecho con el cadáver si José no hubiera intervenido. Lightfoot afirma
que existía una fosa común para los malhechores. En todo caso, no era
probable que la petición de José despertara la oposición de ningún judío o
gentil. Pero, no obstante, no debemos olvidar que esto destruyó su
reputación y le convirtió en enemigo de Caifás y de los principales
sacerdotes.
[Entonces vino, y se llevó […] Jesús]. Algunos —como Tholuck y Ellicott—
son de la opinión de que fueron los soldados romanos quienes descolgaron el
cuerpo de la Cruz. Por mi parte, no veo ninguna prueba sólida de ello y
considero improbable que se molestaran en hacerlo cuando había otros
dispuestos a encargarse de ello. En mi opinión, esto significa que José se
acercó a la Cruz, descolgó el cuerpo inerte de nuestro Señor y se lo llevó para
sepultarlo. No hay forma de saber si esto se hizo por medio de una escalera
apoyada en la Cruz, como se representa en el famoso cuadro de Rubens,
descolgando el cuerpo tras retirar los clavos; o bien si se arrancó la Cruz de
su emplazamiento y se tumbó para retirar los clavos a continuación.
Considero que este último sistema es mucho más probable y que, igual que
la Cruz se levantó con el cuerpo ya clavado en ella, se abatiría con el cuerpo
aún clavado. No obstante, cada lector deberá formarse su propia opinión.
Independientemente de la forma en que se retirara el cuerpo de la Cruz,
todo parece indicar que José se encargó de ello personalmente. Esto resulta
más sorprendente aún si tenemos en cuenta que los judíos se contaminaban
en un sentido ceremonial si tocaban un cadáver y que esta era la tarde
anterior al día de reposo de la Pascua. Comoquiera que sea, no parece haber
motivos para suponer que José lo hizo sin ayuda de nadie. Difícilmente podría
levantar la Cruz o descolgar el cuerpo de un adulto de forma reverente sin
que le ayudaran. ¿Por qué no pensar en la colaboración de Juan y Nicodemo?
Es una curiosa coincidencia, aunque quizá solo se reduzca a eso, que
probablemente fuera un “José” el primero en tocar el cuerpo de nuestro
Señor cuando nació en Belén y fuera otro “José” quien sostuviera y llevara el
cadáver del mismo Señor cuando fue sepultado.
V. 39: [También Nicodemo […], de noche]. El hecho del que se deja
constancia aquí es exclusivo del Evangelio según S. Juan. Por sabias razones,
los otros tres Evangelistas nunca mencionan el nombre de Nicodemo. Juan lo
menciona en tres ocasiones: primero como el que acudió en secreto a
nuestro Señor (cf. Juan 3:1); después como tímido defensor de que se hiciera
justicia con nuestro Señor en el concilio de los judíos (cf. Juan 7:51); y
finalmente en este pasaje. Tanto aquí como en la segunda ocasión se
preocupa de apostillar que se trata del mismo Nicodemo que “antes había
visitado a Jesús de noche”.
Este versículo que tenemos ante nosotros parece mostrar que Nicodemo
se presentó como voluntario y ayudó a sepultar a nuestro Señor, no vacilando
en participar en la buena obra de José. Me cuesta imaginar que acompañara
a José cuando este acudió a Pilato. En ninguno de los cuatro Evangelios
encontramos el menor indicio de ello.
Algunos piensan que se acordó que Nicodemo fuera a buscar las cien
libras de especias (una carga nada ligera) mientras que José iba a hablar con
Pilato.
Prefiero pensar que, cuando Nicodemo vio el valor con que José demostró
su deseo de honrar el cuerpo de nuestro Señor (José, a quien sin duda
conocía como miembro noble del concilio que era), se sintió conmovido, su
apocamiento desapareció de inmediato y ofreció su ayuda. Tal
comportamiento le hace digno de alabanza, aunque en menor grado que
José. Demostró más reverencia y amor hacia nuestro Señor cuando este
había muerto que en vida. Nuevamente vemos cómo las circunstancias
hacen aflorar el carácter de forma insospechada. El que empezó buscando a
Jesús de noche acaba confesándole abiertamente ante el mundo, a plena luz
del día.
El caso de Nicodemo es profundamente instructivo. Nos muestra lo
débiles y titubeantes que pueden ser los comienzos de la religión verdadera
en el corazón de un hombre. Nos muestra que no debemos dar por perdido a
nadie porque empiece buscando a Cristo tímida y ocultamente. Nos muestra
que existe un amplio espectro de tipos de creyentes. Algunos alcanzan la luz
de inmediato y toman su cruz sin dilación, mientras que otros llegan a ella
muy despacio, tras muchas dudas. Nos muestra que, muchas veces, quienes
menos alardes hacen al principio son los que más brillan al final. Nicodemo
confesó su amor a Cristo cuando Pedro, Santiago y Andrés le habían
abandonado. ¡Qué necesaria es la paciencia y el amor al formarse una idea
con respecto a la vida religiosa de los demás! Nicodemo tiene muchos más
descendientes en la Iglesia de Cristo de lo que imaginamos. Quizá
presenciemos cambios maravillosos en algunas personas si vivimos con ellas
unos pocos años. A menudo, los árboles más sólidos y robustos son los que
más tardan en crecer. El que tacha a hombres y mujeres de incrédulos
simplemente porque no hacen una confesión de fe decidida desde el primer
día olvida el caso de Nicodemo y demuestra su desconocimiento de los
caminos del Espíritu. No cabe duda de que todos los elegidos de Dios son
guiados a Cristo, pero no todos a la misma velocidad ni con las mismas
experiencias.
Comenta Calvino acerca de la conducta de José y de Nicodemo: “Aquí
tenemos una extraordinaria prueba de que la muerte de Cristo fue más
vivificadora que su vida. Tan grande fue la eficacia del grato olor de la muerte
de Cristo en las mentes de estos dos hombres, que apagó con rapidez todas
las pasiones de la carne”.
Observa Quesnel: “Tan maravilloso es el poder de la muerte de Cristo, que
proporciona el valor para confesarle en su más profunda humillación a
aquellos que solo acudieron a Él en secreto cuando obraba milagros”.
Observa Henry que José y Nicodemo demostraron una fe débil pero un
fuerte amor: “Una fe decidida en la resurrección de Cristo les habría ahorrado
ese precio”. Sin embargo, demostraron un profundo amor hacia la persona de
nuestro Señor y su enseñanza.
[Trayendo […] mirra y de áloes, como cien libras]. Probablemente se
tratara de una mezcla molida, en polvo. Ambos ingredientes eran muy
aromáticos y antisépticos. Su gran cantidad muestra la riqueza y la
generosidad de Nicodemo, así como su sabia capacidad de previsión. Un
cadáver tan desgarrado y lacerado como el de nuestro bendito Señor
necesitaría una cantidad inusitada de antisépticos para detener el proceso de
descomposición que ocasionaría semejante clima, aun tratándose de la época
de la Pascua. Asimismo, si tenemos en cuenta que todo esto debió de
llevarse a cabo con cierta celeridad, es probable que la gran cantidad de
especias tuviera el propósito de compensar la falta de tiempo para llevar a
cabo la operación con cuidado y meticulosidad.
V. 40: [Tomaron […] con especias aromáticas]. Aquí se especifica la forma
en que se preparó el cuerpo de nuestro Señor para su sepultura. Como era
costumbre en aquella época y en aquel lugar, no se le introdujo en un féretro.
Simplemente lo envolvieron con lienzos sobre los que se había espolvoreado
la mezcla de mirra y áloes. De esta forma, el polvo estaba en contacto con el
cuerpo de nuestro Señor, formando una capa entre el lienzo y su piel. S.
Marcos nos explica el origen de estos lienzos: José “compró una sábana”
(Marcos 15:46). Dado que era un hombre acaudalado, José no tuvo ningún
problema para costearlo.
El término “envolver” significa literalmente “atar”.
Esta frase nos proporciona una prueba más de la autenticidad de la
muerte de Cristo. Es imposible que José y Nicodemo pudieran equivocarse.
Cuando tocaron su cuerpo y lo envolvieron con los lienzos debían estar
convencidos de que su corazón había dejado de latir y de que no había
señales de vida. La “sensación” que produce un cadáver es algo inequívoco.
[Según es costumbre sepultar […] judíos]. Este es uno de esos
comentarios explicativos que S. Juan introduce de vez en cuando en su
Evangelio y que ofrecen sólidas pruebas internas de que escribió para toda la
Iglesia de Cristo por todo el mundo, ya fueran gentiles o judíos, considerando
oportuno explicar las costumbres judías. Da la impresión de que se hace
referencia a la envoltura del cuerpo en lienzos más que a la utilización de
especias. Lázaro de Betania salió de su sepulcro envuelto en vendas.
La sabia previsión del Espíritu de Dios queda completamente de
manifiesto en los detalles que se ofrecen con respecto a la sepultura de
nuestro Señor. La cantidad de especias fue tan grande que desmonta de
antemano la objeción de que el cuerpo de nuestro Señor pudiera “ver
corrupción” antes de resucitar. A la vez, el hecho de mencionar
específicamente que José era un “hombre rico” y que contó con la ayuda de
Nicodemo, que era “un principal”, acalla a todos aquellos que podrían decir
que los seguidores de nuestro Señor nunca podrían haberse provisto de los
elementos necesarios para evitar que su cuerpo se descompusiera. Gracias a
la providencia superior de Dios, que empujó a los ricos a actuar, se salvó esta
dificultad y se dispuso de los medios.
Dice Besser: “Jesucristo fue rico dos veces en los días de su pobreza. Una,
inmediatamente después de su nacimiento, cuando los sabios de Oriente le
ofrecieron oro, incienso y mirra; y ahora, tras su ignominiosa muerte, cuando
un hombre rico provee para su sepultura y un hombre distinguido
proporciona las especias para ungirle. Sí, un José rico ha ocupado el lugar de
aquel José pobre que se encontraba junto al pesebre”.
V. 41: [Y […] sido crucificado, había un huerto]. Este versículo nos refiere
el lugar de la sepultura de nuestro Señor. Se trataba de “un huerto” cercano
al lugar llamado Gólgota, donde había sido crucificado. Tan solo este hecho
ya parece echar por tierra la teoría de que “el lugar de la calavera” recibiera
este apelativo porque los esqueletos y los huesos de los criminales se
hallaban diseminados por allí. La razón y el sentido común indican que,
aunque esta teoría no se pudiera refutar aduciendo las costumbres judías
respecto a los huesos, sería muy improbable que hubiera “un huerto” ubicado
en las inmediaciones de un lugar tan malsano. ¡Difícilmente podía ser el
Gólgota un lugar de ejecución o donde se crucificara a los criminales
habitualmente si había un huerto cerca! Los retratos que suelen representar
el escenario de la crucifixión como una colina rocosa y desolada no son fieles
a la realidad. Era un lugar cerca del cual, o en el cual, había “un huerto”.
Ninguna persona reflexiva puede dejar de sorprenderse ante la curiosa
coincidencia de que la caída del primer Adán, la agonía, la Cruz y el sepulcro
del segundo Adán tuvieran en común un huerto.
[Y en el huerto un sepulcro nuevo […], puesto ninguno]. Aquí se describe
el receptáculo en el que se depositó el sagrado cuerpo de nuestro Señor.
Mateo, Marcos y Lucas nos dicen que estaba “labrado en la peña”: era roca
caliza, la clase del roca del lugar. Juan nos dice que era “nuevo”; y, como S.
Lucas, añade que allí “no había sido puesto ninguno” antes.
Es curioso que solamente Mateo nos diga que este sepulcro “que había
labrado en la peña” era propiedad de José (Mateo 27:60). Comenta Teofilacto
que el hecho de no tuviera una morada propia en vida y que fuera sepultado
en un sepulcro ajeno es una prueba notable de la pobreza de nuestro Señor.
Casi huelga decir que las condiciones del antedicho sepulcro son de gran
importancia y merecen especial atención. a) El sepulcro de nuestro Señor
estaba labrado en la roca. Esto anulaba la posibilidad de que alguien dijera
que los discípulos habían excavado un túnel subterráneo de noche y se
habían llevado el cuerpo. Para sacarlo hacía falta utilizar la misma abertura
que se había utilizado para introducirlo. b) El sepulcro de nuestro Señor era
nuevo y no se había utilizado jamás. Esto anulaba la posibilidad de que
alguien dijera tras la Resurrección que nada demostraba que Jesús hubiera
resucitado de los muertos, que podía tratarse de algún otro. Esto no podía ser
así, dado que su cuerpo fue el primero y el único que se depositó en ese
sepulcro. ¡Qué maravilloso es ver cómo la sabiduría providencial de Dios ha
frustrado e impedido, por medio de sabias provisiones, las objeciones de los
incrédulos en todos los detalles!
V. 42: [Allí, pues, por causa de la preparación, etc.]. Para entender el
significado de este versículo plenamente es preciso alterar levemente el
orden de las palabras y parafrasearlo de la siguiente manera: “En este nuevo
sepulcro labrado en la peña, José y Nicodemo depositaron, pues, el cuerpo de
Jesús, porque estaba cerca y porque el día de la preparación de los judíos, o
la víspera del día de reposo de la Pascua, no les dejaba mucho tiempo y
debían apresurarse”. Bien podemos creer que estos dos santos hombres
tuvieron poco tiempo si tenemos en cuenta que nuestro Señor no entregó su
espíritu hasta las tres y que atardecía a las seis. No hubo, pues, más que tres
horas para que José fuera a Pilato a fin de solicitarle que le permitiera
descolgar el cuerpo de la Cruz y para que luego ambos desclavaran el cuerpo
de la Cruz, lo envolvieran con lienzos cubiertos de cien libras de mirra y áloes
y finalmente lo llevaran al sepulcro y obstruyeran su entrada arrastrando una
piedra gigantesca. Si, además de esto, recordamos que el cuerpo de un
adulto envuelto con lienzos y cien libras de peso adicional por causa de las
especias sería una pesada carga para dos hombres, bien podemos creer que
solo un gran esfuerzo les permitió concluir su amorosa tarea antes de las
seis. Sorprende que llegaran a conseguirlo. Sin duda, habría sido imposible
de no haber estado cerca el sepulcro. En mi opinión, el Espíritu Santo vuelve
a prever la objeción de que no hubo tiempo para sepultar a nuestro Señor y
afortunadamente proporciona la respuesta: “Aquel sepulcro estaba cerca”.
Aun así, difícilmente se puede dudar de que Juan y las galileas prestaron su
ayuda. En cualquier caso, se deja constancia específicamente de que las
mujeres estaban presentes y sentadas cerca del lugar, y observaron dónde se
depositó el cuerpo.
Así concluyó el más maravilloso sepelio que haya visto el mundo. Jamás
ha habido, ni jamás volverá a haber, una muerte o un sepelio semejantes:
tan poco comprendidos por el hombre y tan importantes a los ojos de Dios.
¡Quién puede dudar del amor de Cristo cuando se piensa en la profunda
humillación que sufrió por nosotros! Que llegara siquiera a hacer su
tabernáculo en nuestra carne, que muriera como un hombre, que permitiera
que su santo cuerpo colgara desnudo de la Cruz, que soportara ser tratado y
acarreado como un fardo y depositado en un sepulcro frío, silencioso y
solitario, muestran sin duda que el suyo fue un amor que excede a todo
conocimiento. ¿Qué creyente verdadero tiene ahora motivos para temer al
sepulcro? Por solemne que sea la idea de nuestro último lecho, nunca
debemos olvidar que es “el lugar donde fue puesto el Señor” (Mateo 28:6).
“El aguijón de la muerte es el pecado, y el poder del pecado, la Ley. Mas
gracias sean dadas a Dios, que nos da la victoria por medio de nuestro Señor
Jesucristo” (1 Corintios 15:56–57).
Observa Henry: “La muerte de Cristo debiera servirnos de consuelo ante
el miedo a la muerte. El sepulcro no pudo retener a Cristo durante mucho
tiempo y tampoco podrá hacerlo con nosotros. Antes era una prisión
repugnante, ahora es un lecho perfumado. Aquel cuya Cabeza se encuentra
en el Cielo no debe tener miedo de poner los pies en el sepulcro”.
Todo lector de la Biblia sabe que la famosa profecía de Isaías contiene
estas palabras: “Se dispuso con los impíos su sepultura, mas con los ricos fue
en su muerte” (Isaías 53:9). Sin embargo, no todo el mundo sabe que
algunos consideran que una traducción más correcta de las palabras hebreas
sería: “Se dispuso con los impíos su sepultura, mas con el rico fue su
sepulcro”. Esta es la opinión de eruditos de la talla de Capellus, Vitringa y los
obispos Lowth y Horsley.

Juan 20:1–10

El capítulo que ahora comenzamos nos lleva de la muerte de Cristo a


su resurrección. Tal como hacen Mateo, Marcos y Lucas, Juan describe
estos dos acontecimientos con especial minuciosidad, y no debe ser
motivo de sorpresa. El cristianismo salvador depende exclusivamente
de estos dos hechos: que Cristo murió por nuestros pecados y que
resucitó para justificarnos. Este capítulo que tenemos ante nosotros
merece especial atención. De los cuatro Evangelistas, ninguno
proporciona pruebas tan interesantes de la Resurrección como el
discípulo a quien amaba Jesús.
En este pasaje se nos enseña que quienes aman más a Cristo son
aquellos que más beneficios han recibido de Él.
La primera persona que menciona S. Juan de entre los que
acudieron al sepulcro de Cristo es María Magdalena. Es indudable que
la historia de esta fiel mujer está llena de lagunas. Se ha difamado su
nombre injustificadamente con la idea de que era una quebrantadora
habitual del Séptimo Mandamiento. ¡Sin embargo, no existe prueba
alguna de que fuera nada semejante! Solo se nos dice de ella que era
alguien de quien nuestro Señor había echado a “siete demonios”
(Marcos 16:9; Lucas 8:2) —alguien sometido a una forma concreta de
posesión por Satanás— y cuya gratitud a nuestro Señor por su
liberación no conocía límites. En resumen, de todos los seguidores que
tuvo nuestro Señor en la Tierra, parece que ninguno le amó tanto como
María Magdalena; ninguno se sentía tan en deuda con Él; ninguno
sintió con tal intensidad que jamás se podía hacer lo suficiente por Él.
De ahí que el obispo Andrews lo exprese con esta belleza: “Fue la
última ante su Cruz y la primera en su sepulcro. Se quedó el tiempo
más prolongado en aquella y fue la primera en estar en esta. Le buscó
cuando aun era de noche, antes de tener luz siquiera para
encontrarle”. En pocas palabras, al haber recibido mucho, amaba
mucho; y al amar mucho, hizo mucho a fin de demostrar la veracidad
de su amor.
Este caso que tenemos ante nosotros arroja luz sobre una cuestión
que debiera ser de gran interés para todo siervo ferviente de Cristo.
¿Cómo es que hay tantos que profesan ser cristianos y hacen tan poco
por el Salvador cuyo nombre ostentan? ¿Cómo es que hay tantos cuya
fe y cuya gracia sería inhumano negar y que hacen tan poco, dan tan
poco, dicen tan poco y se esfuerzan tan poco para promover la causa
de Cristo y glorificarle en el mundo? Estas preguntas solo se pueden
responder de una forma: todo se debe a una escasa conciencia de la
deuda con Cristo. Cuando no se siente el pecado en absoluto, no se
hace nada; y cuando el pecado se siente poco, se hace poco. Quien es
profundamente consciente de su culpa y de su corrupción, y está
profundamente convencido de que sin la sangre y la intercesión de
Cristo merecería hundirse en lo más profundo del Infierno, será quien
gaste y se gaste por Él y piense que nunca podrá hacer lo suficiente
para alabarle. Oremos a diario para que seamos capaces de ver la
gravedad del pecado y la asombrosa gracia de Cristo de manera más
clara e inequívoca. Será entonces, y solo entonces, cuando dejemos de
ser templados y perezosos en nuestra obra por Jesús. Será entonces, y
solo entonces, cuando entendamos un celo tan ardiente como el de
María y comprendamos a lo que se refería Pablo cuando dijo: “El amor
de Cristo nos constriñe, pensando esto: que si uno murió por todos,
luego todos murieron; y por todos murió, para que los que viven, ya no
vivan para sí, sino para aquel que murió y resucitó por ellos” (2
Corintios 5:14–15).
En segundo lugar, en estos versículos se nos muestra la gran
variedad de temperamentos entre los creyentes.
Esta es una cuestión que se advierte curiosamente en las
reacciones de Pedro y de Juan cuando María Magdalena les dijo que el
cuerpo del Señor había desaparecido. Se nos dice que ambos corrieron
al sepulcro, pero que Juan, el discípulo a quien Jesús amaba, se
adelantó y alcanzó el sepulcro vacío en primer lugar. Y entonces se
manifiesta la diferencia entre los hombres. Juan, el más amable,
tranquilo, delicado, reservado y con sentimientos más profundos de los
dos, se inclinó y observó el interior, pero no entró. Pedro, más fogoso,
apasionado, impulsivo, ferviente y lanzado, es incapaz de conformarse
con permanecer fuera, sin penetrar en el sepulcro y verlo con sus
propios ojos. Podemos estar seguros de que ambos tenían vínculos
muy fuertes con nuestro Señor. En una coyuntura crítica como esta, las
esperanzas, los temores, las preocupaciones y las expectativas se
mezclaban indistintamente en sus corazones. Sin embargo, cada uno
de ellos se comporta según su personalidad. No debemos dudar que
esto se documenta deliberadamente para que aprendamos de ello.
Que este caso que tenemos ante nosotros nos enseñe a ser
indulgentes con los diversos caracteres de los creyentes. Hacer tal
cosa nos ahorrará muchos problemas en el viaje de la vida y evitará
que nos formemos una opinión excesivamente severa con respecto a
los demás. No juzguemos a nuestros hermanos con dureza ni los
tengamos en menos porque no vean o sientan las cosas exactamente
de la misma forma que nosotros y porque las cosas no les afecten y
conmuevan de la misma forma que a nosotros. No todas las flores del
huerto del Señor son del mismo color ni despiden el mismo olor,
aunque todas ellas hayan sido plantadas por un mismo Espíritu.
Aunque todos los súbditos de su Reino aman al mismo Salvador y
tienen sus nombres inscritos en el mismo libro, no todos ellos tienen el
mismo temperamento. La Iglesia de Cristo tiene a algunos entre sus
filas que son como Pedro y a otros que son como Juan; y hay un lugar y
una tarea para todos ellos. Lo importante es amar a Jesús.
En último lugar, estos versículos nos enseñan que hasta los
creyentes genuinos pueden ser muy ignorantes.
Esta es una cuestión que queda claramente de manifiesto en este
pasaje. Juan mismo, el autor de este Evangelio, dice de sí mismo y de
Pedro, su acompañante: “Porque aún no habían entendido la Escritura,
que era necesario que él resucitase de los muertos”. ¡Que
extraordinario parece esto! Durante tres largos años, estos dos
destacados Apóstoles habían oído a nuestro Señor hablar de su
resurrección como un hecho; y, sin embargo, no le habían entendido.
Una y otra vez había apoyado la veracidad de su mesiazgo en su
resurrección de entre los muertos; y, sin embargo, nunca habían
llegado a saber lo que quería decir. Poco nos percatamos del influjo
que ejerce en nuestras mentes una enseñanza errónea durante
nuestra infancia y los prejuicios de los que nos empapamos en nuestra
juventud. Sin duda, el ministro cristiano no tiene derecho a quejarse de
la ignorancia de sus oyentes si tiene en cuenta la ignorancia de Pedro
y de Juan bajo la instrucción de Cristo mismo.
Después de todo, debemos recordar que lo necesario es la gracia
verdadera, y no el conocimiento intelectual. Nos encontramos en
manos de un Salvador misericordioso y compasivo que perdona la
ignorancia cuando ve “un corazón recto delante de Dios”. Es indudable
que debemos conocer algunas cosas que son indispensables para la
salvación: nuestra pecaminosidad y nuestra culpa, el oficio de Cristo
como Salvador y la necesidad de arrepentirse y tener fe. Sin embargo,
aun sabiendo estas cosas, se puede ser muy ignorante en otros
aspectos. De hecho, uno de los mayores misterios de la religión, que
solo llegará a desvelarse en el último día, es la forma en que pueden
confluir la ignorancia y la gracia y en que, a su vez, unos grandes
conocimientos no la garantizan necesariamente. Busquemos siempre
el conocimiento y avergoncémonos de la ignorancia, pero no
desesperemos por causa de la imperfección de nuestros conocimientos
y, por encima de todo, asegurémonos de tener corazones rectos como
Juan y Pedro.

Notas: Juan 20:1–10


Estos dos últimos capítulos del Evangelio según S. Juan se dedican a
relatar las apariciones de nuestro Señor después de su resurrección. Igual
que Mateo, Marcos y Lucas, S. Juan se explaya en la historia de la Crucifixión
y la Resurrección. Sin embargo, tal como sucede en otras partes de su
Evangelio, también aquí proporciona muchos detalles de gran interés que,
por sabias razones, los demás Evangelistas omiten. Quizá sean pertinentes
unos cuantos comentarios preliminares con respecto a toda esta cuestión.
Este es un asunto acerca del cual todos los cristianos debieran tener ideas
claras y correctas.
a) Es imposible dar la suficiente importancia a la resurrección de Cristo de
entre los muertos. Es un artículo cardinal de la fe cristiana que no se puede
dejar en un segundo plano. Es la gran prueba de que se trataba del Mesías
prometido que vaticinaron los Profetas. Es la gran señal que mencionó a los
judíos cuando estos le pidieron pruebas convincentes de su misión divina: la
señal de Jonás el profeta, la reconstrucción del Templo tras su destrucción (cf.
Mateo 12:39; Juan 2:19–21). Si no resucitaba después de tres días, no debían
creer en Él. Es la consumación de la obra redentora que vino a llevar a cabo
al mundo. Demostró que se había aceptado el rescate y que se había logrado
la victoria contra el pecado y la muerte. Cristo “fue entregado por nuestras
transgresiones, y resucitado para nuestra justificación”; “nos hizo renacer
para una esperanza viva, por la resurrección de Jesucristo de los muertos”
(Romanos 4:25; 1 Pedro 1:3). Si no hubiera resucitado, nuestra esperanza
habría sido terriblemente incierta. Es un hecho íntimamente ligado a la vida
espiritual y la posición ante Dios de todos los creyentes. Dios los cuenta
como “resucitados con Cristo” y deben considerarse partícipes de la vida de
resurrección de Cristo y “sentados en los lugares celestiales”. Tampoco es de
menor importancia el hecho de que sea la garantía de nuestra propia
resurrección en el último día. No debemos temer ni angustiarnos ante el
sepulcro: basta recordar que Jesucristo resucitó corporalmente. Es tan cierto
que los miembros resucitarán como que la Cabeza resucitó. Nunca olvidemos
todo esto. Si pensamos en ello comprenderemos por qué los Apóstoles
conceden tal preponderancia a la Resurrección en las Epístolas y en su
predicación. Sería bueno que los cristianos modernos pensaran más en ella.
Hay muchos de ellos que parecen incapaces de ver otra cosa en el Evangelio
que no sea el sacrificio y la muerte de Cristo, pasando completamente por
alto su resurrección.
b) En lo que concierne a las pruebas de la resurrección de Cristo —las
pruebas que demuestran que resucitó corporalmente del sepulcro—, llama la
atención advertir su abundancia y diversidad. Fue visto en once ocasiones
como mínimo tras su resurrección, a distintas horas del día, de distintas
formas y por diversos testigos. Primero le vio una mujer sola, luego le vieron
varias mujeres juntas, luego un hombre y luego dos; y siempre al aire libre.
Después le vieron nuevamente diez discípulos en una habitación por la
noche, luego once discípulos en una habitación, y luego fue visto otras cinco
veces, en una de las cuales había no menos de quinientas personas
presentes. Aquellos a los que se apareció le tocaron y hablaron con Él,
además de verle comer y beber (cf. Mateo 28:9; Juan 20:27; Lucas 24:42).
Tampoco debemos olvidar que, en un principio, todos los que le vieron se
mostraron renuentes a creerlo y remisos a dar crédito a las noticias de su
resurrección. ¡Sin embargo, al final todos se convencieron de ello! Si hay
algún hecho del cristianismo sólidamente respaldado por pruebas es el de la
resurrección de Cristo de entre los muertos. Es el único hecho al que ningún
incrédulo ha sido capaz de enfrentarse honradamente. Comoquiera que sea,
hay algo innegable que ningún incrédulo puede eludir. Pocas semanas
después de la crucifixión de nuestro Señor, los Apóstoles eran hombres
completamente distintos en todos los sentidos: su celo, su valentía y su
determinación como seguidores de Jesús eran mayores que nunca. ¡Hasta
hombres como los racionalistas alemanes Paulus y Strauss —según Tholuck—
se ven obligados a hacer esta curiosa confesión: “Algo extraordinario debió
de ocurrir”!
c) En lo referente a la mejor forma de conciliar los relatos que hacen los
cuatro Evangelistas de las apariciones de nuestro Señor tras su resurrección
de entre los muertos, es indudable que existen ciertas dificultades. Sin
embargo, probablemente sean más aparentes que reales. Mateo, Marcos,
Lucas y Juan cuentan su propia historia cada uno. Es obvio que no hay
ninguna clase de acuerdo o de connivencia entre ellos. La forma de
reconciliar las supuestas discrepancias que hay entre sus relatos ha puesto a
prueba las habilidades de los comentaristas de todas las épocas. El deán
Alford dice llanamente que “no intenta armonizar los diversos relatos y que
considera estéril todo intento en ese sentido”. No estoy de acuerdo en
absoluto con él, y no creo que sea una frase a la altura de su capaz autor.
Considero que se pueden conciliar los distintos relatos sin forzar
artificialmente los textos de los cuatro Evangelios.
Creo que el orden de las once apariciones de nuestro Señor entre su
resurrección y su ascensión fue el siguiente: 1) a María Magdalena sola (cf.
Marcos 16:9; Juan 20:14); 2) a ciertas mujeres que regresaban del sepulcro
(cf. Mateo 28:9–10); 3) a Simón Pedro solo (cf. Lucas 24:34); 4) a los dos
discípulos de camino a Emaús (cf. Lucas 24:13); 5) a diez Apóstoles en
Jerusalén y a algunos otros discípulos, en ausencia de Tomás (cf. Juan 20:19);
6) a once Apóstoles en Jerusalén con la presencia de Tomás (cf. Juan 20:26–
29); 7) a siete discípulos que pescaban en el mar de Tiberias (cf. Juan 21:1);
8) a once Apóstoles en un monte de Galilea y quizá a algunos otros que les
acompañaban (cf. Mateo 28:16); 9) a cerca de quinientos hermanos juntos
(cf. 1 Corintios 15:6); 10) a Santiago solo (cf. 1 Corintios 15:7); 11) a todos los
Apóstoles, y probablemente a algunos otros, en el monte de los Olivos, en el
momento de su ascensión.
La mayor parte de estas apariciones precisan de poca o ninguna
aclaración. La novena y la décima de la lista solo están documentadas por S.
Pablo; y algunos consideran que la aparición ante los quinientos es la misma
que ante los Once en Galilea, aunque lo dudo. De la aparición ante Pedro no
sabemos nada salvo el hecho en sí; y a mi juicio está claro que no se trata de
la misma aparición que presenciaron los dos hombres de camino a Emaús.
Después de todo, las únicas apariciones que presentan alguna dificultad son
las dos primeras de la lista y, a mi modo de ver, no es en modo alguno una
dificultad insalvable. La dificultad reside en lo siguiente. S. Marcos dice
expresamente que nuestro Señor se apareció en primer lugar a María
Magdalena (cf. Marcos 16:9). S. Juan también describe esta aparición, y su
relato deja bastante claro que María Magdalena se encontraba sola (cf. Juan
20:11–13). Sin embargo, S. Mateo dice que María Magdalena y la otra María
acudieron juntas al sepulcro, que vieron un ángel y oyeron que nuestro Señor
había resucitado, corrieron a comunicar las buenas noticias a los discípulos y
Jesús apareció en su camino, donde ambas le vieron al mismo tiempo. Ahora
bien, ¿cómo se explica esto? ¿Cómo se puede conciliar el relato de los tres
testigos? Intentaré mostrarlo a continuación.
1) Creo que María Magdalena y la otra María no fueron solas al sepulcro la
mañana de la Resurrección. Si comparamos Marcos 16:1, Lucas 23:55 y 24:1
con Mateo 28:1, queda de manifiesto que fueron acompañadas por “otras
mujeres”.
2) Creo que, al acercarse al sepulcro el grupo de mujeres, vieron que la
piedra de la entrada había sido apartada. María Magdalena creyó
inmediatamente que el cuerpo de Jesús había sido retirado del sepulcro y
corrió sin dilación a comunicárselo a Pedro y Juan, tal como se documenta en
Juan 20:1–2. Esta es la tesis de Crisóstomo y de Cirilo.
3) Creo que, mientras María Magdalena corrió a decírselo a Pedro y a Juan,
el resto de las mujeres se acercó al sepulcro, advirtió que el cuerpo había
desaparecido y presenció la aparición de los ángeles, de boca de los cuales
supieron que Jesús había resucitado y recibieron el mandato de
comunicárselo a los discípulos. Unas partieron en una dirección y otras en
otra: María y Salomé con un grupo; Juana con el otro.
4) Creo que, mientras esto tenía lugar, María Magdalena encontró a Pedro
y a Juan, a los que había ido corriendo sola para decírselo, y los tres juntos
fueron al sepulcro poco después de que las otras mujeres se marcharan.
Cabría preguntarse si María llegó tan pronto como Pedro y Juan.
5) Creo que Pedro y Juan vieron el sepulcro vacío y se marcharon, dejando
a María Magdalena sollozando allí.
6) Creo que, tan pronto como Pedro y Juan se hubieron marchado, María
Magdalena vio a los dos ángeles e inmediatamente después a nuestro Señor
mismo, tras lo cual recibió un mensaje para sus hermanos (cf. Juan 20:17).
7) Creo que, mientras tanto, las otras mujeres habían ido en dos o tres
direcciones distintas para decírselo a los demás discípulos, que residían en un
lugar de Jerusalén distinto al de Pedro y Juan. María, la mujer de Cleofás, y
Salomé se encontraban aún de camino cuando Jesús salió a su encuentro,
poco después de haberse aparecido a María Magdalena.
8) Creo que el grupo de mujeres encabezado por Juana no vio a nuestro
Señor, pero fue a los discípulos a transmitirles el mensaje de los ángeles.
9) Creo que, poco después, nuestro Señor se apareció a Simón Pedro, que
probablemente había vuelto al sepulcro al oír la historia de María Magdalena.
10) Creo que, durante ese mismo día, nuestro Señor se apareció a los dos
discípulos de camino a Emaús, que habían abandonado Jerusalén después de
que Juana y las demás mujeres les hubieran informado de la visión de los
ángeles, pero antes de que nuestro Señor se apareciera a Pedro.
11) En último lugar, creo que la noche de ese mismo día nuestro Señor se
apareció a los Apóstoles, en ausencia de Tomás, y a otros que les
acompañaban. Lucas dice: “Los once reunidos”, pero es obvio que se refiere a
los Apóstoles como cuerpo (cf. mi nota sobre Lucas 24:34). Esta fue la quinta
aparición de nuestro Señor el día de su resurrección.
No sé si este intento de conciliar las diversas versiones satisfará a todos
mis lectores. En una cuestión tan controvertida como esta, un comentarista
debe hablar con humildad y cautela. Me limito a decir que veo muchas
menos dificultades en esta explicación que en ninguna otra con que me haya
topado. Además de eso, no veo que tenga nada de irrazonable o que no sea
coherente con las diferencias que se podrían esperar del testimonio de cuatro
testigos independientes.
A quienes deseen estudiar esta cuestión con más detenimiento les
recomendaría encarecidamente que leyeran con calma West on the
Resurrection (La Resurrección por West) y Birk’s Horae Evangelicae (Horae
Evangelicae de Birk).
V. 1: [El primer día de la semana]. Casi huelga decir que esto hace
referencia al domingo, el día del Señor, el primer día después del día de
reposo judío. Debemos suponer que, entre el final del capítulo 19 y estas
palabras, hay un intervalo de treinta y seis horas. Durante estas horas, el
cuerpo de nuestro bendito Señor estuvo en el sepulcro y su alma en el
Paraíso, mientras los discípulos permanecían en sus respectivos hogares y
obedecían el Cuarto Mandamiento. Los principales quebrantadores de este
día de reposo fueron los sacerdotes y los fariseos, que acudieron a Pilato y
pidieron que se hiciera guardia junto al sepulcro y se pusiera un sello en la
piedra que cubría la entrada. Estos mismos hombres que se jactaban de la
Ley la quebrantaron y deshonraron a Dios además de deshonrarse a sí
mismos. Los mismísimos seguidores de aquel a quien habían inmolado
cumplieron la Ley más fielmente que ellos.
[María Magdalena […] aún oscuro, al sepulcro]. S. Juan solo menciona a
María, pero si examinamos los relatos de los otros tres Evangelios veremos
claramente que no acudió sola. Solo era un miembro más de un grupo de
mujeres galileas entre las que se encontraban María (la esposa de Cleofás o
Alfeo), Salomé (la madre de Juan y Santiago) y Juana (la esposa de Chuza, el
intendente de Herodes). Parece que todas ellas se encontraban cerca de
nuestro Señor cuando fue crucificado y presenciaron su sepultura, si es que
no colaboraron activamente en ella. Probablemente habían acordado acudir
al sepulcro temprano la mañana después del día de reposo a fin de hacer
más por el cuerpo de nuestro Señor de lo que había dado tiempo a hacer el
viernes por la tarde. El día de reposo descansaron como era preceptivo.
Ahora venían todo lo temprano que habían podido, aun antes de que saliera
el sol, a fin de dar comienzo a su piadosa tarea tan pronto como dispusieran
de la luz necesaria para ello. María Magdalena era el miembro más destacado
del grupo.
Ruperto y Ferus sostienen que María Magdalena vivía en Betania y que por
ello acudió sola al sepulcro por un camino distinto al del resto. Sin embargo,
esto no parece más que una mera conjetura que probablemente tiene su
origen en una confusión entre María Magdalena y María la hermana de
Lázaro.
[Y vio quitada la piedra del sepulcro]. En mi opinión, estas palabras dan a
entender que María Magdalena fue la primera que percibió en la tenue luz del
amanecer que la piedra del sepulcro había sido retirada. Quizá ella iba por
delante del resto de las mujeres y, por tanto, fue la primera en verlo. Quizá
su preocupación y sus intensos sentimientos la hicieron más perceptiva que
sus acompañantes. No sabemos con certeza si todas las mujeres vinieron
juntas en un grupo. Es muy posible que vinieran por separado, en grupos de
dos o tres, y que María fuera la primera de la comitiva. Sería una suposición
completamente coherente con su carácter. En cualquier caso, su conducta en
esta memorable mañana fue tan destacable, que S. Juan solo habla de ella.
Parece decirnos que todas las mujeres demostraron fe, valor y amor; pero
ninguna de forma tan prominente como María Magdalena. Fue la primera en
llegar al sepulcro, la primera en descubrir que se había retirado la piedra, la
primera en conjeturar que había sucedido algo extraordinario y la primera en
actuar en consecuencia.
Adviértase el valor y el celo de María a la hora de honrar a su Señor
sepultado. No todas las mujeres se habrían atrevido a salir de la ciudad para
ir a un sepulcro de noche, especialmente durante la fiesta de la Pascua,
cuando probablemente había miles de extranjeros durmiendo al abrigo de
cualquier cobijo que hubieran encontrado en las inmediaciones de las
murallas de Jerusalén.
Adviértase cómo S. Juan da por supuesto que sus lectores estaban
familiarizados con los otros tres Evangelios y sabían que se había apartado
“una piedra” de la entrada del sepulcro. Aquí habla de “la piedra”, aunque no
la ha mencionado anteriormente.
Parece haber sólidas evidencias internas de que María y las demás
mujeres que habían acordado acompañarla al sepulcro no podían saber de la
guardia romana que había custodiándola. Parece muy improbable que
hubieran acudido antes del alba si hubieran esperado encontrarse a los
soldados romanos en el lugar. Si, como es probable, estas buenas mujeres
habían santificado el día de reposo y permanecido tranquilamente en sus
hogares, es obvio que no podían saber nada de la guardia que se había
puesto en el sepulcro ese día.
Observa Andrews que se concedieron cuatro favores a María en un solo
día: 1) Ver a los ángeles; 2) Ver a Cristo; 3) Verle la primera; 4) Recibir el
encargo de transmitir un mensaje celestial. ¿Y por qué? Porque le amaba
mucho. Añade: “No podemos decir que creyera mucho. A juzgar por las tres
veces que repite que se habían ‘llevado’ a su Señor (versículos 2, 13, 15),
parece que su opinión era la misma que la del sumo sacerdote y pensaba que
se lo habían llevado de noche”.
V. 2: [Entonces corrió]. Considero que esta expresión significa que, en el
momento en que vio que la piedra había sido apartada de su lugar, corrió
sola a relatarlo a Pedro y Juan. No se acercó más al sepulcro, sino que dejó a
las demás mujeres, que sí se acercaron para ver el interior y, a diferencia de
ella, vieron al ángel. No esperó un segundo más. La piedra no estaba en su
sitio. Se habían llevado el cuerpo, concluyó de inmediato. Giró sobre sus
talones y salió corriendo para referírselo a los dos Apóstoles principales.
Probablemente el resto del grupo se acercó al sepulcro lenta y
vacilantemente, sin saber a qué atenerse, y María ya habría recorrido gran
parte del camino hasta el lugar donde se encontraban Pedro y Juan cuando
las demás se marcharon del sepulcro. Debemos tener esto en cuenta si
queremos conciliar los relatos de Mateo y Juan. Estoy seguro de que la
conducta de María Magdalena aquella maravillosa mañana tuvo algo de
extraordinario y notable, y que S. Juan desea que le prestemos especial
atención en su relato. “María —parece querer decirnos— fue la primera en
llegar al sepulcro, la primera en ver que se había apartado la piedra, y la que
salió corriendo sola para decírnoslo a Pedro a mí. Muchas galileas
demostraron fe, amor y celo aquella mañana; pero ninguna como María”.
[Y fue a Simón Pedro y […] aquel al que amaba Jesús]. Es indudable que el
otro discípulo que se menciona aquí es Juan. Es probable que los motivos de
María para acudir corriendo a estos dos en primer lugar fueran los siguientes:
a) Eran los Apóstoles más importantes. b) Habían sido los que más cerca
habían estado de Jesús hasta el fin, y los que más fe y amor habían
demostrado, por lo que naturalmente eran los que estaban más deseosos de
saber qué había sucedido con su cuerpo. c) María, la madre de nuestro Señor,
se encontraba dondequiera que estuviera Juan. ¿Puede cabernos alguna duda
de que María Magdalena pensó que debía estar entre las primeras personas
que supiera que se había apartado la piedra? No solo eso, también es muy
probable, aunque no se trate más que de una mera conjetura, que Pedro y
Juan estuvieran alojándose en alguna casa cerca del sepulcro. Es muy
probable que los demás Apóstoles se hubieran “dispersado”, según la
profecía de nuestro Señor, por diversos lugares de Jerusalén y que ninguno
de ellos estuviera tan cerca del sepulcro como Pedro y Juan.
Es interesante advertir en los Evangelios y en Hechos la forma en que
Pedro y Juan aparecen siempre especialmente unidos y como amigos y
compañeros muy cercanos. Como pescadores que eran, se nos habla de
Santiago y Juan como compañeros de Simón (cf. Lucas 5:10). El nombre de
Santiago aparece unido al de ellos en tres ocasiones: en el monte de la
Transfiguración, en casa de Jairo y en el huerto de Getsemaní. Sin embargo,
la especial intimidad que había entre Pedro y Juan se manifiesta en la última
Cena, en la casa del sumo sacerdote, en la ocasión que ahora consideramos,
en el mar de Tiberias, al final de este Evangelio y en Hechos 3, en la curación
del cojo. Todo ello indica una misteriosa atracción entre dos hombres de
carácter radicalmente distinto que cualquier persona observadora podrá ver
ocasionalmente en el mundo. De entre todos los Apóstoles, Juan fue el único
en presenciar la triste caída de Pedro en casa del sumo sacerdote y las
amargas lágrimas que vertió posteriormente. ¿No es de suponer que, desde
el viernes por la noche hasta el domingo por la mañana, Juan se hubiera
dedicado a curar las heridas del corazón de su hermano y a referirle las
últimas palabras de nuestro Señor? ¿Se puede poner en duda que la misma
mañana en que María Magdalena apareció súbitamente con sus maravillosas
noticias estaban completamente absortos hablando de su Maestro?
El amor y la delicadeza del carácter de Juan quedan hermosamente de
manifiesto en el afecto que demuestra a Pedro aun después de que este
negara a Cristo. Cuántas iglesias modernas habrían excomulgado a Pedro o le
habrían menospreciado durante largo tiempo. Juan se mantiene a su lado, y
lo tiene bajo su propio techo, dondequiera que este estuviera. Cuando Judas
cayó, no tuvo ningún amigo que le ayudara y le animara. Cuando Pedro cayó,
tuvo a un amigo en tiempos de adversidad que no le despreció.
Piensa Bengel que la repetición de la preposición “a” en griego —” a
Pedro, a Juan”— implica que los discípulos no se encontraban juntos, pero no
lo considero nada probable.
[Y les dijo: Se han llevado […] al Señor, y no sabemos […] puesto]. El
anuncio de María fue muy escueto. Es muy dudoso que hubiera llegado a
observar el interior del sepulcro y advertido que estaba vacío. A juzgar por
los cuatro Evangelios, da la impresión de que solo había visto la piedra
retirada de la entrada. Pero eso le había bastado. De inmediato llega a la
conclusión de que se habían llevado el cuerpo del “Señor” y así lo anuncia.
Después de todo, tenía la razón de su lado. ¿Quién se habría molestado en
apartar la piedra sino alguien que deseara llevarse el cuerpo? Dado que la
piedra había sido retirada, ella llegó a la conclusión más obvia de que el
cuerpo había desaparecido.
Comoquiera que sea, todo el que compare con atención el relato de S.
Juan con el de los otros tres Evangelistas verá algo muy claro: María
Magdalena no vio la “visión de ángeles” que presenciaron las demás mujeres,
o de otro modo se lo habría mencionado a Pedro y a Juan. ¡No dice una sola
palabra al respecto! No había oído las agradables noticias de que el Señor
había “resucitado”, o de otro modo es seguro que lo habría dicho. Está claro
que no sabía nada de ello y a mi modo de ver solo se puede llegar a una
conclusión: que salió corriendo tan pronto como vio que la piedra había sido
apartada y no esperó a nadie.
Hay algo más que debemos tener en cuenta. El relato de S. Juan deja ver
que María Magdalena no fue sola al sepulcro. Porque, ¿qué es lo que dice?
Habla en plural: “No sabemos dónde le han puesto”. Ese “sabemos” no
puede aplicarse más que a ella y las demás mujeres que la acompañaron al
sepulcro.
Adviértase que la dolorosa noticia de María es casi idéntica a la respuesta
que dio a los ángeles cuando le preguntaron por qué lloraba (cf. versículo 13).
Es digno de atención que insista en la desaparición del cuerpo y su deseo de
saber dónde había sido “puesto”. ¿Acaso no nos lleva a sospechar que, a
pesar de su fe y amor, esta santa mujer no había comprendido aún la gran
verdad de la resurrección de Jesús? Habla de su cuerpo y anhela saber dónde
se encuentra; parece pensar que sigue siendo un cadáver frío e inerte al que
honrar. ¡Pero ha olvidado por completo sus repetidas predicciones de que
habría de resucitar! ¡Por desgracia, qué poca enseñanza de Cristo asimila
hasta el mejor de los creyentes! ¡Cuánta de ella pasamos por alto!
Debemos suponer que, cuando dijo “le han”, María se refería a los
enemigos de nuestro Señor: los principales sacerdotes o los soldados
romanos. Quizá no debamos forzar demasiado el significado de estas
palabras. Puede que la pobre mujer, en su agitación y angustia, no supiera
muy bien a quién se refería y hablara de forma indefinida: “Alguien” se lo ha
llevado. Difícilmente habría querido decir que los principales sacerdotes se
habían llevado el cadáver a fin de exhibirlo a modo de trofeo por su victoria
contra el malvado impostor.
¡Ecolampadio llega a pensar que María vio a los ángeles, habló con ellos y
recibió el mensaje para los discípulos de Cristo con la noticia de que este
había resucitado; pero que lo olvidó por completo! ¡Comoquiera que sea, esta
me parece una interpretación bastante descabellada!
V. 3: [Y salieron Pedro y el otro discípulo, etc.]. La noticia de María
Magdalena fue tan sorprendente que los dos discípulos se levantaron de
inmediato y corrieron al sepulcro a fin de descubrir qué significaba el hecho
de que la piedra no estuviera en su sitio y verificar la desaparición del cuerpo
del Señor. No debe cabernos ninguna duda de que le preguntarían a María de
inmediato cómo sabía que el cuerpo había desaparecido y que ella les habría
respondido: “Porque la piedra no está en su sitio”. Al descubrir que María no
había llegado a entrar en el sepulcro para comprobar si estaba vacío,
estimarían oportuno verlo con sus propios ojos. Si tenemos en cuenta que lo
más probable es que María, la madre de nuestro Señor, se encontrara en la
misma casa que Pedro y Juan, podemos imaginar con facilidad su anhelo de
que todo se aclarara tan pronto como fuera posible.
Debemos recordar que S. Lucas solo habla de Pedro en el pasaje paralelo.
Este versículo, pues, completa el relato y nos dice que fue acompañado por
Juan. Dos testigos serían mejores que uno.
V. 4: [Corrían los dos juntos, etc.]. El simple hecho del que se deja
constancia aquí muestra el nerviosismo y la preocupación de los dos
Apóstoles llenos de amor hacia su Maestro. Bien podemos suponer que la
súbita noticia que les dio María Magdalena los abrumó por completo, de
forma que no sabrían qué pensar. ¿Quién sabe si, mientras corrían, no les
pasó por la cabeza la repetida predicción que había hecho nuestro Señor de
su resurrección? ¿Sería cierta? ¿Sería posible que toda su tristeza se tornara
en gozo? No cabe duda que esto no son más que conjeturas. Pero, en
momentos de gran crisis, a un hombre se le pueden pasar muchísimas ideas
por la cabeza en unos pocos momentos. Bien lo saben quienes han escapado
de la muerte por poco.
No sabemos por qué Juan se adelantó a Pedro. La opinión más extendida
es que era el más joven de los dos, y así lo han representado siempre los
pintores en todas las épocas de la Iglesia. Comoquiera que sea, la única
prueba que tenemos de esta diferencia de edad es el hecho de que se dice
que el padre de Juan estaba vivo cuando recibió su llamamiento siendo
pescador, mientras que no se habla de la misma forma de Jonás, el padre de
Pedro. Además, Juan sobrevivió al resto de los Apóstoles durante muchos
años. Quizá fuera, pues, un hombre relativamente joven cuando nuestro
Señor le llamó para que fuera Apóstol.
Después de todo, se trata de una cuestión de escasa importancia. La
agilidad y la fuerza corporal no demuestran que un hombre posea mayor
gracia. A menudo, las personas de mayor santidad han tenido cuerpos
débiles. A pesar de lo santo y celoso que era Juan, no tenemos derecho a
afirmar que sentía más celo que el contrito Pedro cuando le adelantó aquella
señalada mañana.
Lampe baraja la posibilidad de que Pedro tuviera problemas de conciencia
por su reciente caída y por ello fuera al sepulcro más despacio y con paso
vacilante, pero lo dudo.
V. 5: [Y bajándose a mirar, etc.]. La opinión de personas bien informadas
que han visto los sepulcros que hay en las inmediaciones de Jerusalén es que
el sepulcro de nuestro Señor era una especie de cueva excavada en la ladera
de una colina rocosa y que, o bien había una oquedad excavada en el interior
para colocar el cuerpo, o bien la cueva tenía una pendiente al final de la cual
se depositaba el cadáver. En ambos casos es comprensible que la persona
que se acercara a la entrada de la cueva (que tenía que ser pequeña si
bastaba una sola piedra para obturarla) tuviera que “bajar” para observar el
interior, tal como se nos dice aquí de Juan.
Cuando Juan miró dentro, no vio más que el sepulcro vacío y los lienzos
que habían envuelto el cuerpo de nuestro Señor. Dado que no entró, es obvio
que no pudo hacerse una idea exacta del estado de una cueva oscura que
solo tenía una pequeña entrada. Solo vio lo suficiente como para
convencerse de que el cuerpo de Cristo no estaba allí y solo quedaban los
lienzos.
No se nos dice por qué “no entró” el Apóstol amado. Quizá se convenció
de inmediato de la ausencia del cuerpo de su Maestro y eso fue lo único que
le importó. Quizá sintió una santa reverencia hacia el lugar donde había
reposado nuestro Señor y no se atrevió a entrar. Quizá sintió alguna clase de
temor al recordar el terremoto y las piedras partidas del viernes anterior y no
saber qué podía suceder a continuación. Puede que, al ser el más joven de
los dos, esperara al hermano de mayor edad y no hiciera ni tocara nada sin la
presencia de otro testigo además de él. No podemos saberlo. Este incidente
es uno de esos pequeños detalles circunstanciales que manifiestan el
temperamento natural de los hombres.
Es reseñable que Juan mismo sea el autor que deje constancia de que no
“entró”. Independientemente de cuál fuera el motivo, concede
generosamente a su hermano Pedro el honor de ser el primero en entrar en el
sepulcro y examinarlo a fondo.
No debemos olvidar que el simple hecho de que “los lienzos” estuvieran
allí bastaba para hacer ver a cualquier persona reflexiva que debía de haber
sucedido algo extraordinario. Ningún ladrón o enemigo se habría tomado la
molestia de retirar los lienzos del cuerpo de nuestro Señor antes de
llevárselo. El sentido común indica que habría sido más cómodo y rápido
llevarse el cuerpo tal como estaba, envuelto con los lienzos.
Lampe considera posible que Juan no entrara por temor a contaminarse
con un cadáver, pero me parece muy improbable.
V. 6: [Luego llegó Simón Pedro, etc.]. En este versículo vemos cómo
actúan personas diferentes ante una misma situación. La gracia no modifica
el carácter natural cuando cambia los corazones. Pedro sí hizo lo que por
alguna razón Juan se abstuvo de hacer. Nada más llegar, sin más dilación,
entró en el sepulcro. Entonces vio, como Juan, que el cuerpo de nuestro
Señor no estaba allí y que solo estaban los lienzos con que se había envuelto
su cuerpo, tras haber sido retirados de algún modo de Él. No sabemos la
cantidad de lienzo que utilizaron José y Nicodemo; pero si tenemos en cuenta
que se habían utilizado cien libras de especias aromáticas para envolver el
cuerpo, no es descabellado pensar que se utilizaron bastantes metros.
Gracias a las momias sabemos que se utilizaba una cantidad prodigiosa de
lienzo para envolver el cadáver de un egipcio. Es probable que los lienzos que
habían envuelto a nuestro Señor y que Pedro vio “puestos allí” formaran una
pila de un tamaño considerable.
Es digna de atención la utilización de dos palabras griegas distintas en
este versículo y el anterior para explicar la acción de ver. S. Juan “vio” de un
vistazo. S. Pedro “vio” como un espectador que examina su entorno.
V. 7: [Y el sudario, etc.]. Este versículo parece tener el propósito de
mostrar que Pedro halló en el sepulcro la prueba más clara de que la
operación se había llevado a cabo deliberadamente, con tranquilidad y orden.
Los lienzos que habían envuelto a nuestro Señor estaban por un lado y el
sudario que había rodeado su cabeza estaba enrollado y colocado en otro
lugar aparte. No había ninguna señal de miedo o apresuramiento. Todo se
había hecho “decentemente y con orden”. Todo lo que Pedro vio contradecía
la idea de que el cuerpo hubiera sido robado. Ningún ladrón se habría tomado
tantas molestias con los lienzos y el sudario. De hecho, quienquiera que se
hubiera llevado el cuerpo tendría que haber hecho un esfuerzo innecesario
para llevarse solo un cadáver si se dedicó a desenvolverlo de los lienzos con
los que se le había dado sepultura. Lo más fácil habría sido llevarse el cuerpo
tal como estaba, con los lienzos. ¿Por qué le habían quitado los lienzos y los
habían dejado allí? ¿Por qué quienes se habían llevado el cuerpo habían
dejado todo lo demás? Sin duda, en su perplejidad, Pedro debió de verse
asaltado por preguntas como estas. Veía claramente que el cuerpo había
desaparecido, pero había algo en todo aquello que no acababa de encajar.
Observa Crisóstomo: “Los lienzos que había puestos allí eran una señal de
la Resurrección. Porque si alguien se hubiera llevado el cuerpo no lo habría
desnudado primero; y tampoco se habría molestado en retirar el sudario,
enrollarlo y ponerlo por separado. Se habrían llevado el cuerpo tal como
estaba. En este sentido, y previendo lo que acontecería, Juan nos dice que el
cuerpo fue sepultado con abundante mirra, que adhiere firmemente los
lienzos al cuerpo, a fin de que cuando sepamos que el sudario había sido
puesto aparte no prestemos oídos a quienes digan que el cuerpo fue robado.
Un ladrón no sería tan necio como para perder tanto tiempo en una tarea tan
superflua. ¿Por qué habría de desenvolver los lienzos? ¿Cómo habría pasado
inadvertido de haberlo hecho? Probablemente le hubiera costado mucho
tiempo y habría acabado capturado a causa del retraso. ¿Pero por qué los
lienzos estaban por un lado y el sudario enrollado por otro? Para que
sepamos que no fue obra de un hombre en un estado de confusión y con
prisas”.
Teofilacto, como de costumbre, sigue a Crisóstomo, y añade que los
lienzos con mirra que envolvían un cadáver se pegaban a él como la brea.
La palabra que se traduce como “sudario” solo se utiliza en cuatro
ocasiones en todo el Nuevo Testamento. Solo en una de ellas se traduce
como “paño” (Hechos 19:12).
V. 8: [Entonces entró también el otro discípulo, etc.]. Aquí se nos relata
cómo por fin Juan siguió a Pedro y entró en el sepulcro. No parece que entrara
en primera instancia junto con Pedro, sino que esperó fuera hasta que su
hermano Apóstol lo hubiera examinado todo. Entonces, al oír sus
impresiones, decidió entrar y verlo con sus propios ojos. No se nos explica por
qué dudó en hacerlo en un primer momento. Quizá, igual que María
Magdalena, estaba tan perplejo y abrumado ante el hecho de que el cuerpo
de su Maestro hubiera desaparecido, que fue incapaz de prestar atención a
los detalles menores del suceso. Sin embargo, cuando entró en el sepulcro y
vio con sus propios ojos la evidencia de que solo había desaparecido el
cuerpo, y los lienzos se habían dejado allí de forma ordenada, parece que
debió de sacudirle la convicción de que nuestro Señor tenía que haber
resucitado. Se nos dice que “creyó”.
La controversia con respecto al verdadero significado de la palabra
“creer” en este versículo es injustificada. Por supuesto, no puede significar
que Juan se convirtiera en un creyente verdadero en aquel momento. Esa
idea es absurda. Considero que tampoco puede limitarse a significar que Juan
creyó por fin que el cuerpo de nuestro Señor no estaba allí. Esa interpretación
me parece pobre y superficial. Sostengo que solo puede significar una cosa, y
es que cuando Juan vio el estado del sepulcro creyó que Cristo había
resucitado realmente de entre los muertos. En resumen, fue el primer
seguidor de nuestro Señor que creyó en su resurrección.
V. 9: [Porque aún no habían entendido, etc.]. El significado obvio de este
comentario del Evangelista es el siguiente: “Hasta ese momento ambos
discípulos, al igual que todos los demás seguidores de nuestro Señor, no
habían comprendido plenamente el significado de las Escrituras, que
enseñaban que Cristo debía resucitar de entre los muertos tras morir por
nuestros pecados”.
Sugiere Agustín que una de las razones por que los discípulos no
comprendieron la predicción de nuestro Señor fue la costumbre que Él tenía
de utilizar parábolas en su enseñanza. “Al estar acostumbrados a que les
hablara con parábolas supusieron que se refería a otra cosa”. Sin embargo, el
venerable padre de la Iglesia parece olvidar que, a pesar de que nuestro
Señor relatara parábolas a las multitudes, “a sus discípulos en particular les
declaraba todo” Marcos 4:34). No obstante, es una sugerencia que conviene
recordar. Poca idea pueden hacerse los habitantes del Norte frío y prosaico de
la sobreabundancia de lenguaje florido y figurado que se da en los países
orientales. A un inglés que viaje por primera vez a estas latitudes le costará
trabajo discernir si se trata de expresiones floridas que no significan nada o
si, por el contrario, se está hablando de hechos.
Se puede poner en duda que la utilización de la expresión “Escritura” por
parte de S. Juan haga referencia a un texto en concreto. En mi opinión es
mucho más probable que tuviera en mente la enseñanza general de todo el
Antiguo Testamento, tanto en los tipos y en los acontecimientos como en los
textos que lo enseñaban abiertamente. Sospecho que se refiere a cosas como
la devolución de Isaac a Abraham en el monte Moriah después de que este lo
hubiera ofrecido, a la ballena que expulsó a Jonás sobre tierra firme, al ave
que se liberaba tras la purificación del leproso, al chivo expiatorio que se
dejaba marchar vivo el día de la expiación y otras cosas semejantes que
quedaron por escrito para instrucción nuestra.
Debo reconocer que se trata de una cuestión muy profunda. No sirve de
nada negar que la forma de citar textos del Antiguo Testamento en el Nuevo
resulta a veces bastante incomprensible. La actitud más segura y reverente
consiste en creer que la Escritura tiene una plenitud que jamás hemos
abarcado y que existen muchos textos que hacen referencia a la vida, la
muerte y la resurrección de Cristo, aunque no seamos conscientes de ello.
Cuando dice que “era necesario” se refiere a que era necesario para la
culminación de la obra de redención del hombre, así como para la
culminación de la obra que Jesús había venido a hacer como Sustituto y
Representante nuestro. El segundo Adán debía morir y resucitar a fin de
recuperar al primer Adán que se había perdido.
El caso de los Apóstoles es un ejemplo extraordinario de los límites a los
que puede llegar la ignorancia del hombre a pesar de haberse reconciliado
con Dios. ¿Quién se atrevería a negar que Pedro y Juan eran creyentes
verdaderos, que amaban a Cristo y que se encontraban en el camino al Cielo?
¡Sin embargo, se nos dice claramente que hasta ese momento no habían
comprendido que Jesús resucitaría al tercer día tras morir por nuestros
pecados en la Cruz! Sin duda, no debemos apresurarnos a condenar a las
personas como herejes y a tacharlas de incrédulas simplemente porque sus
conocimientos intelectuales sean imperfectos. Después de todo, ¡cuántos
cristianos hay en la actualidad que hablan mucho de la sangre de Cristo y de
su muerte pero que parecen no saber nada de la resurrección de Cristo y
apenas le otorgan en su religión el rango de hecho!
Es digno de atención que, mientras Pedro, Juan y sus compañeros
parecían haber olvidado y pasado por alto las predicciones de nuestro Señor
de que resucitaría al tercer día, había ciertos judíos que no las habían
olvidado en absoluto. ¿Y quiénes eran? Los últimos hombres que cabría
esperar: ¡los principales sacerdotes y los judíos! En Mateo 27:62–64 se nos
dice que fueron a Pilato y dijeron: “Señor, nos acordamos que aquel
engañador dijo, viviendo aún: Después de tres días resucitaré”. ¡Qué hecho
más curioso! ¡Pedro y Juan olvidaron las predicciones de nuestro Señor,
mientras que Caifás y sus malvados compañeros las recordaban!
Burgon, citando a Ainsworth, habla de la afirmación de un judío que
comenta Génesis 22:4: “Hay muchas ternas en la Sagrada Escritura, y una de
ellas es la resurrección del Mesías”. A esto añado que todo aquel que
examine el comentario de Ainsworth sobre este versículo verá que reúne
hasta quince pasajes del Antiguo Testamento donde el número “tres” tiene
una significación mística.
V. 10: [Y volvieron los discípulos a los suyos]. Este versículo describe el
final de la visita que hicieron Pedro y Juan al sepulcro. Habían corroborado
con sus propios ojos la veracidad de las palabras de María Magdalena. El
sepulcro estaba vacío y el cuerpo de su Maestro había desaparecido. Ambos
vieron lo innecesario de quedarse más tiempo en un sepulcro vacío y
decidieron volver a su alojamiento. No serviría de nada quedarse más tiempo,
quizá podrían ser de utilidad si se marchaban. Se marcharon, pues, a los
suyos: Pedro confuso y perplejo, incapaz de explicarse lo que había visto;
Juan convencido y persuadido de la resurrección de su Maestro por causa de
lo que había visto. Es indudable que no podía demostrarlo aún, no le había
visto vivo y no podía convencer a Pedro de ello, pero lo creía a pesar de todo.
A mi modo de ver, “a los suyos” solo puede hacer referencia a su
alojamiento en Jerusalén. Aunque Juan conocía al sumo sacerdote y es
posible que hubiera visitado Jerusalén varias veces cuando trabajaba como
pescador, es sumamente improbable que tuviera una residencia allí.
Independientemente del lugar donde estuviera Juan en Jerusalén, conviene
tener en cuenta al analizar los acontecimientos de esta maravillosa mañana
que María, la madre de nuestro Señor, probablemente se encontrara bajo el
mismo techo en cumplimiento del último mandato de nuestro Señor. ¿No es
de suponer que uno de los motivos por que los discípulos no se demoraron en
el sepulcro, como en el caso de María Magdalena, fue su ferviente deseo de
regresar a su lugar de residencia y relatar a la madre de nuestro Señor lo que
habían visto? No me parece una idea nada descabellada o fantasiosa.
Sugiere Cirilo con verosimilitud que uno de los motivos por que Pedro y
Juan se marcharon tan pronto del sepulcro fue su temor a los judíos. Es fácil
que pensaran en la ira de Caifás y su séquito al descubrir que el sepulcro
estaba vacío y el cuerpo había desaparecido, y en que este tomaría
represalias contra los inermes discípulos. Amanecía, y cuanto antes volvieran
a su alojamiento mejor. María Magdalena corría menos riesgos al quedarse
junto al sepulcro.
Beza piensa que este versículo deja a Juan, Pedro y María con tres estados
de ánimo distintos. Juan estaba convencido de la resurrección de Jesús. Pedro
se sentía inseguro, sorprendido y asombrado. María no podía creer aún en
absoluto.

Juan 20:11–18

La conversación que se describe en estos versículos entre María


Magdalena y el Señor Jesús inmediatamente después de su
resurrección solo figura en el Evangelio según S. Juan. No se inspiró a
ningún otro Evangelista para que dejara constancia de ella. De todos
los relatos de las apariciones de nuestro Señor tras su resurrección de
entre los muertos, quizá este sea el más dramático y conmovedor.
Quien sea capaz de leer esta sencilla historia sin sentir un profundo
interés debe ser alguien muy frío e insensible.
En primer lugar, en estos versículos vemos que quienes aman a
Cristo más diligente y perseverantemente reciben los mayores
privilegios de Él. Es un hecho conmovedor y a tener en cuenta el que
María Magdalena no abandonara el sepulcro cuando Pedro y Juan se
marcharon a su lugar de residencia. El amor a su misericordioso
Maestro le impidió abandonar el lugar donde lo habían depositado. No
sabía dónde podía estar ni qué había sido de Él, pero su amor hizo que
se quedara en el sepulcro donde José y Nicodemo le dejaron por última
vez. El amor hizo que honrara el último lugar donde su sagrado cuerpo
había sido visto por ojos mortales. Y su amor cosechó una rica
recompensa. Vio a los ángeles a quienes Pedro y Juan no vieron, de
hecho los oyó hablar y fue depositaria de sus palabras de consuelo.
Fue la primera en ver a nuestro Señor resucitado, la primera en oír su
voz y la primera en hablar con Él. ¿Puede cabernos alguna duda de que
esto se escribió para instruirnos? Dondequiera que se predica el
Evangelio a lo largo y ancho del mundo, este pequeño incidente da
testimonio de que quienes honran a Cristo serán honrados por Él.
Tal como sucedió aquella mañana, lo mismo sucederá mientras la
Iglesia siga en pie. El gran principio que contiene este pasaje será
válido hasta el regreso del Señor. No todos los creyentes tienen el
mismo grado de fe, esperanza, amor, conocimientos, valor o sabiduría;
y en vano esperaremos encontrarlo. Sin embargo, es un hecho claro
que quienes aman a Cristo más fervientemente y se mantienen más
cerca de Él siempre disfrutan de mayor comunión con Él y sienten con
más intensidad el testimonio del Espíritu en sus corazones. El Señor se
revelará con más plenitud y se dará a conocer de manera más tangible
precisamente a aquellos que, a la manera de María Magdalena,
esperan en el Señor. Conocer a Cristo está bien; pero “[saber] que
nosotros le conocemos” es mucho mejor (1 Juan 2:3).
En segundo lugar, en estos versículos vemos que a menudo la
tristeza y los temores de los creyentes son completamente infundados.
Se nos dice que María lloraba de forma inconsolable junto al sepulcro.
Lloraba cuando los ángeles le hablaron: “Mujer —le dijeron—, ¿por qué
lloras?”. Y su queja es siempre la misma: “Porque se han llevado a mi
Señor, y no sé dónde le han puesto”. Y, sin embargo, durante todo ese
tiempo, su Maestro resucitado estaba cerca de ella, “con carne, huesos
y todo lo que pertenece a la integridad de la naturaleza humana”
(Artículo 4). Su angustia y sus lágrimas eran infundadas. Al igual que
Agar en el desierto, tenía una fuente de agua a su lado pero había sido
incapaz de verla.
¿Qué cristiano reflexivo puede dejar de advertir que este es un
retrato fidedigno de la experiencia de muchos creyentes? ¡Cuán a
menudo nos sentimos angustiados sin que haya el menor motivo para
ello! ¡Cuán a menudo lloramos por la ausencia de cosas que en
realidad están a nuestro alcance y hasta en nuestra mano! La mayor
parte de las cosas que tememos en la vida no llegan a suceder siquiera
y la mayor parte de nuestras lágrimas las derramamos en vano.
Oremos para recibir más fe y paciencia, y demos más tiempo a Dios
para que lleve a cabo plenamente sus propósitos. Creamos que,
muchas veces, cosas que aparentemente solo nos producen amargura
y tristeza obran en realidad para nuestro gozo y nuestra paz. El
anciano Jacob dijo en un momento de su vida, cuando pensaba que
José había muerto: “Contra mí son todas estas cosas” (Génesis 42:36);
sin embargo, vivió para ver a José rico y próspero y para agradecer a
Dios todo lo que había sucedido. ¡Si María hubiera hallado el sello del
sepulcro intacto y el cuerpo de su Maestro exánime en su interior,
habría tenido motivos para llorar! La ausencia misma del cuerpo que la
hacía llorar era un indicio positivo y motivo de gozo para ella y para
toda la Humanidad.
En tercer lugar, en estos versículos vemos cuán indignas y
terrenales pueden ser las ideas que albergue un verdadero creyente
con respecto a Cristo. Parece imposible deducir otra lección de las
palabras que dirigió nuestro Señor a María Magdalena cuando le dijo:
“No me toques, porque aún no he subido a mi Padre”. Es indudable
que se trata de una expresión rodeada de misterio y que debe tratarse
con reverencia y cuidado. Sin embargo, no es descabellado imaginar
que la mente de María quedó abrumada ante la sorpresa y el repentino
paso de un gran dolor a un gran gozo. Aunque fuera una mujer santa y
fiel, solo se trataba de una mujer. Es muy probable que, en su arranque
de gozo, se arrojara a los pies de nuestro Señor y se extralimitara en
sus demostraciones de afecto. Es muy probable que se comportara
como alguien que dependía completamente de la presencia física de
su Señor y para quien su ausencia corporal hacía que todo fuese mal.
Esto no era fe en su máxima expresión. En resumen, su
comportamiento denotaba que había olvidado que, además de
hombre, su Maestro también era Dios. Minimizaba su divinidad y
exageraba su humanidad. Y de ahí que se ganara el delicado reproche
de nuestro Señor: “¡No me toques! No es necesario que hagas
semejantes demostraciones de afecto. No ascenderé a mi Padre hasta
dentro de cuarenta días; tu deber ahora no es quedarte a mis pies,
sino comunicarle a mis hermanos la noticia de mi resurrección. Piensa
en los sentimientos de los demás además de en los tuyos”.
Después de todo, hay que reconocer que los cristianos siempre han
sido propensos a cometer la equivocación de esta santa mujer. A lo
largo de todas las épocas, muchos han tenido la tendencia a
magnificar en exceso la presencia corporal de Cristo y a olvidar que no
se trata de un mero amigo terrenal, sino de alguien que “es Dios sobre
todas las cosas, bendito por los siglos” además de hombre (Romanos
9:5). ¡La obstinación con que los romanistas y sus seguidores se
aferran a la presencia corpórea de Cristo en la Cena del Señor no es
más que otra expresión del sentimiento de María de buscar el cuerpo
de Cristo como si en caso contrario no hubiera Cristo! Oremos para
recibir discernimiento en esta cuestión al igual que en todas las demás
cosas concernientes a la persona de nuestro Señor. Contentémonos
con tener a Cristo en nuestros corazones por fe y con su presencia
cuando dos o tres se reúnan en su nombre, y con aguardar hasta la
venida de Cristo para disfrutar de la presencia real de su cuerpo. No en
vano está escrito: “El espíritu es el que da vida; la carne para nada
aprovecha”; “aun si a Cristo conocimos según la carne, ya no lo
conocemos así” (Juan 6:63; 2 Corintios 5:16).
En último lugar, en estos versículos vemos lo amable y
compasivamente que habla nuestro Señor de sus discípulos. Pide a
María Magdalena que les lleve un mensaje y habla de ellos como sus
“hermanos”. Le pide que les diga que su Padre es el Padre de ellos y
que su Dios también es el suyo. No habían pasado más que tres días
desde que todos ellos le habían abandonado y habían huido
vergonzosamente. Sin embargo, su misericordioso Maestro habla como
si todo hubiera quedado olvidado y perdonado. Su primera idea es
traer de vuelta a los que se habían dispersado, sanar las heridas de
sus conciencias, infundirles valor y restaurarlos a su posición inicial.
Sin duda, este era un amor que excede a todo conocimiento. Confiar
en los desertores y en los relapsos fue un acto de compasión que
escapa al entendimiento humano. Qué ciertas son las palabras de
David: “Como el padre se compadece de los hijos, se compadece
Jehová de los que le temen. Porque él conoce nuestra condición; se
acuerda de que somos polvo” (Salmo 103:13–14).
Dejemos este pasaje con la reconfortante idea de que Jesucristo es
inmutable. Es el mismo hoy, ayer y por los siglos. Tal como trató a sus
equivocados discípulos la mañana de su resurrección, así tratará hasta
su regreso a todos aquellos que crean en Él y le amen. Cuando nos
extraviemos del camino nos traerá de vuelta; cuando caigamos nos
levantará de nuevo. Nunca quebrantará su santa promesa: “Al que a
mí viene, no le echo fuera” (Juan 6:37). Los santos en la gloria tendrán
un himno que entonará toda voz y todo corazón: “No ha hecho con
nosotros conforme a nuestras iniquidades, ni nos ha pagado conforme
a nuestros pecados” (Salmo 103:10).

Notas: Juan 20:11–18


V. 11: [Pero María estaba fuera llorando]. La pregunta que surge de forma
inevitable es: “¿Por qué no abandonó María el sepulcro junto con Pedro y
Juan?”. Probablemente la respuesta a esa pregunta resida en la curiosa
diferencia de carácter que hay entre hombres y mujeres. María se comportó
como una mujer, y Pedro y Juan se comportaron como hombres.
Normalmente, la cabeza de una mujer es más débil, pero por regla general
sus sentimientos son más fuertes. En este caso, el corazón de María estaba
insatisfecho. Su mente no estaba convencida de la resurrección de nuestro
Señor como la de Juan. No le bastaba saber que el cuerpo había
desaparecido, que el sepulcro estaba vacío y que había sucedido algo
extraordinario, tal como le pasaba a Pedro. Su intenso amor y gratitud hacia
nuestro Señor la llevaron a quedarse cerca del sepulcro con la vaga
esperanza de que ocurriera algo que explicara el paradero del cuerpo. En
cualquier caso, era incapaz de apartarse del lugar donde se había visto el
cuerpo de su Maestro por última vez, y cuando Pedro y Juan se marcharon,
ella se quedó como la mujer de corazón apasionado que era y dio rienda
suelta a sus sentimientos llorando. Sentía que tenía que ver algo para darse
por satisfecha y se quedó, pues, junto al sepulcro, quizá sin tener demasiado
claro lo que esperaba ver. El Señor tuvo compasión de ella. Su profundo amor
tuvo su recompensa.
Comenta Andrews con respecto al hecho de que María se quedara en el
sepulcro: “La partida de Pedro y Juan es un elogio para la permanencia de
María. Fue al sepulcro antes que ellos, volvió del sepulcro para contarles la
noticia, regresó al sepulcro con ellos y allí se quedó cuando ellos se
marcharon”. “Quedarse cuando otros lo hacen, cuando la mayoría se queda,
es el amor del mundo. Pero Pedro se ha marchado y Juan también; todos se
han ido y ella se queda sola. Quedarse de esa forma es amor, y un amor
constante”.
¡Heinsius dice que Epifanio, un escritor antiguo (390 d. C.), sostiene la
escandalosa teoría de que la María aquí mencionada es la madre de nuestro
Señor, y no María Magdalena! Es bueno saber que los antiguos Padres no
siempre eran sabios y que, sin duda, no eran infalibles en su exposición de la
Escritura.
Tholuck piensa que María no fue al sepulcro con Pedro y Juan, sino que los
siguió a cierta distancia a un paso más lento. Es posible, pero me parece más
bien improbable.
[Y mientras lloraba, se inclinó […] sepulcro]. No se nos especifica cuánto
tiempo estuvo llorando María tras quedarse sola. Probablemente no fue
mucho. Finalmente se le ocurrió inclinarse para observar el interior del
sepulcro a través de la pequeña entrada anteriormente obturada por la
piedra. Es digno de atención que no se nos dice que hubiera entrado en el
sepulcro o visto su interior previamente. Da la impresión de que hasta ese
momento solo había oído lo que le habían contado Pedro y Juan. Ahora que
estaba a solas, probablemente sentiría un deseo y una curiosidad naturales
de ver con sus propios ojos lo que solo sabía de oídas y, en medio de su
llanto, pues, se inclinó y observó el interior, donde inmediatamente vio algo
maravilloso.
Considero que el caso de María nos enseña que, a los ojos de Dios, el
corazón es más valioso que el intelecto. Los que más sentimientos y amor
experimentan son los que más privilegios reciben. Cuanto más amamos, más
nos asemejamos a Cristo.
V. 12: [Y vio a dos ángeles […], que estaban sentados, etc.]. El incidente
del que se deja constancia en este versículo es muy interesante y llamativo.
María vio a unas figuras de blanco sentadas en el interior del sepulcro. Es
obvio que parecían hombres, pero en realidad eran ángeles: dos de esos
misteriosos “espíritus ministradores” de los que la Biblia nos dice que Dios se
complace en utilizar en ocasiones importantes. Un ángel anunció el
nacimiento de Juan el Bautista y el de Cristo mismo. Los ángeles informaron a
los pastores del nacimiento de Cristo. Los ángeles ministraron a nuestro
Señor después de la tentación y un ángel le fortaleció en el huerto de
Getsemaní. Y ahora también aparecen ángeles el día de la resurrección de
nuestro Señor. Primero anunciaron que había nacido y ahora, treinta y tres
años después, también fueron los responsables de anunciar su resurrección.
Toda la cuestión de los ángeles es bastante profunda y misteriosa, y
debemos abstenernos de afirmar nada que no nos haya sido revelado. Sin
embargo, el caso que tenemos ante nosotros nos enseña una o dos cosas
maravillosas que haremos bien en recordar. Es obvio que estos ángeles iban
y venían, aparecían y desaparecían, de una manera sobrenatural e invisible
que no podemos explicar. Está claro que había ángeles en el sepulcro cuando
llegó el grupo de mujeres, después de que María Magdalena saliera corriendo
para dar la noticia a Pedro y a Juan. Está igualmente claro que no estaban
visibles cuando Pedro y Juan corrieron al sepulcro tras oír la noticia. No
leemos nada que nos indique que los vieran. Sin embargo, está igualmente
claro que, cuando María Magdalena observó el interior después de que Pedro
y Juan se hubieran marchado, vio a dos ángeles y habló con ellos. Estas cosas
son muy profundas. Demuestran claramente que los ángeles de Dios
aparecen y desaparecen, que son visibles o invisibles, repentinos y
sobrenaturales, según lo que Dios les ordena. En resumen, son seres con una
naturaleza radicalmente distinta de la nuestra, completamente distintos de
nosotros en todos los sentidos. Por lo que podemos colegir, se encontraban
en el sepulcro cuando Pedro y Juan lo examinaron; pero en aquel momento
eran invisibles. Por lo que podemos colegir, ahora mismo se encuentran cerca
de nosotros cada minuto de nuestra existencia, cumpliendo la voluntad de
Dios con respecto a nosotros aunque seamos completamente inconscientes
de su presencia. Indudablemente, todo esto es muy misterioso y sobrepasa el
entendimiento humano. Comoquiera que sea, podemos estar seguros de
algo. La Escritura no ofrece aquí ni en ninguna otra parte la más mínima base
para orar a los ángeles, como tampoco lo hace para orar a los muertos, o
para adorarlos lo más mínimo como si fueran divinidades. Después de todo,
al igual que nosotros, no son más que criaturas de Dios.
Sabiamente, el Espíritu Santo se abstiene de especificar el tipo exacto de
vestimentas de los ángeles. El ángel cuya presencia en la Resurrección
menciona Marcos iba vestido con una larga túnica o estola (cf. Marcos 16:5).
Es digno de atención que nuestro Señor fuera vestido de “blanco” en la
transfiguración y que también el blanco sea el color con el que
aparentemente se manifestaron los ángeles. Casi huelga decir que es un
color que simboliza la pureza perfecta, la ausencia absoluta de impureza, que
caracteriza a los habitantes del Cielo. Serán las vestiduras de las almas
salvadas en la gloria (cf. Apocalipsis 3:4; 7:9).
Conviene advertir la actitud de los ángeles que vio María: “Sentados el
uno a la cabecera, y el otro a los pies” del lugar donde había reposado el
cuerpo de Cristo, parecería que Dios los colocó allí como vigilantes del cuerpo
sagrado de nuestro Señor durante el tiempo que estuvo en el sepulcro.
Escrito está: “A sus ángeles mandará acerca de ti, que te guarden” (Salmo
91:11).
Algunos piensan que la posición de los ángeles está relacionada con la de
los querubines, sentados cara a cara en los dos extremos del Propiciatorio
que había sobre el Arca (Éxodo 25:20; 2 Crónicas 3:13).
Piensa Bengel que este “sentarse” tenía el propósito de transmitir la idea
de que la tarea ya se había culminado. Esto me parece dudoso, dado que los
ángeles no necesitan descansar.
Piensa Cirilo que el propósito de la actitud de los dos ángeles era mostrar
a María que habían custodiado el cuerpo de nuestro Señor y que nadie podía
habérselo llevárselo contra su voluntad. Si un solo ángel podía matar a 180
000 soldados del ejército de Senaquerib, ¿qué podrían hacer dos?
Observa Andrews: “Aprendemos que entre los ángeles no hay pugnas por
la posición. El que se sentaba a los pies estaba tan satisfecho con su lugar
como el que se sentaba a la cabecera. Deberíamos aprender de su ejemplo.
Si de nosotros dependiera, ambos ángeles habrían estado a la cabecera y
ninguno a los pies. Si de nosotros dependiera, ninguno estaría a los pies por
su propia voluntad: ¡todos queremos ser ángeles de cabecera!”.
V. 13: [Y le dijeron: Mujer, etc.]. Las palabras que dirigieron los ángeles a
María tenían el tono de una pregunta amable y delicada. Es indudable que
conocían el motivo de sus lágrimas. Su pregunta tiene el propósito de
impulsar a María a plantearse si tenía alguna necesidad de llorar. “¿Qué
motivo hay para semejantes lamentos? Escudriña tu corazón. ¿Estás
completamente segura de que este sepulcro vacío no te muestra que
deberías regocijarte?”.
La respuesta de María a los ángeles repite casi punto por punto lo que le
había dicho a Pedro y Juan, solo que en singular. Muestra claramente que lo
que ocupaba sus pensamientos era la desaparición del cuerpo de nuestro
Señor y su desconocimiento de lo que había pasado con él. Es obvio que en
aquel momento no sabía lo más mínimo de su resurrección. Lo único que
pensaba era que su cuerpo estaba muerto, que se lo habían llevado y
deseaba saber su paradero. Esta es su idea fija y ni siquiera la aparición de
los ángeles le hace cambiar. Y, sin embargo, la pobre mujer debía de haber
oído a nuestro Señor predecir su muerte y su resurrección. ¡Cuánto nos
cuesta renunciar a prejuicios arraigados! ¡Qué renuentes somos a aceptar
verdades que contradicen nuestras ideas religiosas!
Adviértase que María les dijo a Pedro y Juan que se habían llevado “al
Señor”. Cuando habla a los ángeles dice “mi Señor”. En ambos casos habla
indefinidamente de “ellos” sin indicar a quiénes se refiere.
Es imposible no sorprenderse ante la tranquilidad con que habla María a
los dos ángeles. No podía suponer que fueran dos meros hombres, ya fueran
amigos o enemigos. El mero hecho de que Pedro y Juan no los hubieran visto
en el sepulcro ya debió de indicarle que se trataba de ángeles. Sin embargo,
responde a su pregunta sin vacilar, como alguien que, en su preocupación
por su Señor, no temía nada más. Comoquiera que sea, ¿no da esto pie a
pensar que la realidad del ministerio de los ángeles era mucho más común
entre los judíos de lo que luego lo sería entre los cristianos? Quizá creían
demasiado en ellos. Es de temer que nos vayamos al extremo opuesto y
creamos demasiado poco.
Comenta Andrews acerca de las infundadas lágrimas de María: “Todo era
erróneo: eran lágrimas de dolor, pero de un dolor equivocado al pensar en
algo que no era cierto y creer que estaba muerto quien estaba vivo. Llora
porque encuentra el sepulcro vacío cuando debería haberlo encontrado
ocupado, ¡y menos mal que se equivocó, porque si no, Cristo seguiría muerto
y no habría resucitado. Y a menudo el caso de María se repite con nosotros.
Es un error de nuestro orgullo llorar sin motivo y sentir gozo cuando tampoco
lo tenemos. Nuestra vida está llena de falsos gozos y falsas penas, de falsas
esperanzas y falsos miedos. ¡Que Dios nos ayude!”.
V. 14: [Cuando […] vio a Jesús que estaba allí]. No se nos dice por qué
María se giró justo en ese mismo momento. No me cabe duda que atiende a
algún motivo. Los términos del griego son muy enfáticos: “Se volvió a las
cosas o los lugares que tenía detrás”. a) Quizá se deba a que dio la espalda a
los que le interpelaban para dar por concluida la conversación con ellos. b)
Quizá oyó pasos detrás de ella y se volvió para ver quién era. c) Quizá
percibió la sombra de alguien que estaba detrás de ella sobre la entrada del
sepulcro. A esa hora, el Sol estaría al Este; y si el sepulcro estaba orientado
en esa dirección, sus rayos horizontales proyectarían la sombra de cualquier
persona que estuviera detrás de ella. d) Quizá observó algún gesto o
movimiento en los ángeles con quienes hablaba que le indicaron la presencia
de alguien a sus espaldas. Quién sabe si estos santos espíritus, que
indudablemente reconocieron a nuestro Señor, se levantaron en señal de
respeto tan pronto como le vieron aparecer. En lo que a mí respecta, prefiero
esta última alternativa. Me es imposible pensar que los ángeles se quedaran
sentados e inmóviles ante la aparición de Jesús. Y creo que, mientras hablaba
con ellos, María advirtió (por un cambio de comportamiento en ellos) que
tenía a alguien detrás. Esto fue lo que hizo que “se volviera”. A mi modo de
ver, estos pequeños detalles llenan de vida y veracidad todo el relato.
Observa Crisóstomo: “Mientras María hablaba, la súbita aparición de
Cristo detrás de ella llenó a los ángeles de reverencia ante su Señor, lo que
se manifestó de inmediato en un cambio en su conducta. Esto llamó la
atención de la mujer y la hizo girarse”.
Asimismo, esta es la tesis de Atanasio, Teofilacto, Brentano, Gerhard y
Andrews.
[Mas no sabía que era Jesús]. La incapacidad de María para reconocer a
Cristo a primera vista solo se puede explicar de tres formas: a) Estaba
llorando abundantemente y tenía los ojos anegados de lágrimas. Comoquiera
que sea, esto parece bastante improbable. b) Aún no era plenamente de día,
y la luz del amanecer impedía distinguir a alguien con claridad. Esa es la tesis
de Cirilo, pero difícilmente puede ser correcta si tenemos en cuenta todos los
acontecimientos que se habían producido ya aquella mañana dominical. c)
Algún poder sobrenatural veló sus ojos, tal como sucedió con los discípulos
de camino a Emaús, de manera que no reconoció al Señor en la figura que
tenía ante sí. En mi opinión esta es, de lejos, la hipótesis más factible en un
contexto tan milagroso como este. Sin embargo, el estado del cuerpo
resucitado de nuestro Señor era completamente distinto del de su cuerpo
antes de la crucifixión. Es imposible aventurar la más mínima hipótesis con
respecto al lugar donde se encontraba o a lo que hacía en los intervalos entre
sus apariciones durante los cuarenta días que precedieron a su ascensión. No
debemos dudar, pues, en creer que podía adoptar un aspecto que ni siquiera
una discípula como María fuera capaz de reconocer a primera vista o que
pudiera incapacitarla para que esta le reconociera, ni siquiera de cerca.
Después de todo, ¡qué alegoría tan extraordinaria nos proporciona este
pequeño incidente de la experiencia espiritual de cientos de creyentes
cristianos aun hoy día! ¡Cuántos hay que se lamentan constantemente y no
reciben consuelo alguno de su religión cuando en realidad Cristo está junto a
ellos! Sin embargo, no lo saben y, como María, siguen llorando.
V. 15: [Jesús le dijo: Mujer, ¿por qué lloras? ¿A quién buscas?]. La primera
pregunta que hizo Jesús a María fue exactamente la misma que habían
planteado los ángeles: “Mujer, ¿por qué lloras? ¿Estás completamente segura
de que es correcto llorar ante este sepulcro vacío y no regocijarte más bien
por ello?”. La segunda pregunta fue aún más incisiva que la primera: “¿A
quién buscas? ¿Quién es la persona a quien buscas entre los muertos?
¿Acaso has olvidado que Aquel a quien buscas tiene poder para recuperar su
vida y que predijo que resucitaría?”. Me veo empujado a pensar que ambas
preguntas contienen un reproche tácito a esta santa mujer. Por fiel y amante
que fuera, había olvidado por completo la enseñanza de su Maestro con
respecto a su muerte y su resurrección. Estas preguntas tenían el propósito
de hacerle recordar las cosas que tan a menudo había oído de labios de Él.
Por supuesto, nuestro Señor sabía a la perfección por qué lloraba y a quién
buscaba. No tenía la menor necesidad de preguntárselo. Más que para
informarse, la preguntaba para provecho de ella. Sin embargo, un dolor
excesivo tiene efectos narcotizantes en la mente y en la memoria. María no
podía pensar más que en la desaparición del cuerpo de su Señor, y todos sus
pensamientos giraban en torno a eso.
[Ella, pensando que era, etc.]. Aquí vemos qué fue lo primero que le pasó
por la cabeza a María cuando oyó una voz desconocida y vio una figura que
no le era familiar. Su idea es que esta persona era el cuidador del huerto en
el que se encontraba el sepulcro de José y, dado que probablemente había
vigilado el huerto durante toda la noche, quizá supiera lo que había sido del
cuerpo de su Maestro o hasta fuera el responsable de su desaparición. “Señor
—dice—, si eres la persona que se ha llevado a mi Maestro del sepulcro, dime
dónde lo has puesto y yo me lo llevaré”. Nuevamente vemos cómo esta santa
mujer solo era capaz de pensar en su Maestro en términos de un muerto y
que su obsesión era recuperar su cadáver y honrarlo. En lo que concierne a
su resurrección y su victoria sobre la muerte, parece absolutamente incapaz
de entenderlo por el momento. ¡Qué asombroso es ver la forma en que los
discípulos de Cristo pasaron por alto y olvidaron gran parte de su enseñanza!
Los ministros que se quejan de la ignorancia de sus oyentes debieran
aprender a ser pacientes al observar lo imperfectos que eran los
conocimientos de los seguidores de Cristo mismo.
Al igual que en la conversación entre nuestro Señor y la samaritana, este
“Señor” es una señal de respeto, y la forma en que una judía se dirigiría a un
hombre.
Es reseñable que María no nombre a su Maestro en las palabras que dirige
al hortelano. Simplemente habla de “Él”: “Si tú lo has llevado, dime dónde lo
has puesto, y yo lo llevaré”. Es el lenguaje de alguien tan absorto en la idea
de su Señor que considera innecesario nombrarlo y da por supuesto que el
hortelano sabrá a quién se refiere.
Es digno de atención que María hable de “llevárselo”. Por supuesto, es
incomprensible que una sola mujer débil como ella pudiera suponerse capaz
de levantar y acarrear el cadáver de un hombre. Está claro que, o bien quería
decir que encontraría rápidamente a algunos amigos que se llevaran el
cuerpo, o bien habló de forma apresurada, fervorosa e impulsiva, sin pensar
en lo que estaba diciendo. Me inclino a favor de esto último.
Besser, citando a Lutero, comenta acerca de este versículo: “El corazón de
María estaba tan lleno de Cristo y de los pensamientos acerca de Cristo que
no oía ni veía nada que no fuera Él. Está sola junto al sepulcro. No teme la
aparición de los ángeles. Se dirige a Cristo abruptamente con la idea de que
es el hortelano; y si este se lo ha llevado, está dispuesta a acarrearlo para
devolverlo al sepulcro”.
Observa Andrews: “Si se le ama, solo existe Él. ¿Hay alguien que no sepa
quién es aunque nunca digamos su nombre ni añadamos una sola palabra?”.
V. 16: [Jesús le dijo: ¡María!, etc.]. Aquí se relata la forma en que nuestro
Señor se reveló finalmente a su fiel discípula después de que esta hubiera
demostrado sobradamente su paciencia, su amor y su valentía. A pesar de lo
escasamente capaz que se había demostrado de entender la gran verdad de
la resurrección de su Salvador, sí que había dejado claro que nadie le amaba
tanto ni se aferraba a Él tan tenazmente como ella. Y tuvo su recompensa.
Bastó una palabra para que abriera los ojos, para que se percatara
plenamente de toda la verdad y para que se le revelara el gran hecho de que
su Salvador no estaba muerto, sino vivo, y que había vencido al sepulcro. Al
hablarle con su familiar voz, nuestro Señor la llamó por su nombre, el nombre
con el que sin duda se había dirigido a ella muchas otras veces. Esa sola
palabra tocó un resorte en su interior, por así decirlo, y le abrió los ojos. No
debe cabernos la menor duda de que todo debió de parecer trastocado a la
asombrada mujer, y que bajo la influencia de la increíble oleada de
sentimientos que debió de causar aquella voz amada, solo fue capaz de
expresar una sola palabra emocionada: “Raboni”, Maestro.
La expresión “se volvió” de este versículo es más bien llamativa. Gracias
al versículo 14, sabemos que María ya se había girado cuando Jesús apareció
a su espalda. Aquí se nos dice nuevamente que “se volvió”. En principio, la
explicación más sencilla parece ser que, cuando no reconoció a su
interlocutor, al que ella consideraba el hortelano, se giró parcialmente tal
como haría una mujer ante un desconocido, sin apenas mirarle mientras le
hablaba de llevarse el cuerpo. Sin embargo, en el momento en que la voz de
Jesús resonó en sus oídos, le encaró directamente e hizo ademán de
acercarse a Él mientras exclamaba: “Raboni”. De este modo, se produjeron
tres movimientos: primero se giró para ver a quién tenía detrás; en segundo
lugar le dio parcialmente la espalda al no reconocer su voz; y finalmente
volvió a girarse completamente hacia Él cuando oyó la familiar voz de su
Maestro decirle: “María”. Al menos eso es lo que me parece a mí.
Dice Crisóstomo: “Me da la impresión de que, tras haber preguntado que
dónde lo había puesto, se volvió a los ángeles para preguntarles el motivo de
su asombro; entonces Cristo, llamándola por su nombre, la hizo girarse hacia
Él y le reveló su identidad por medio de su voz”.
La ilimitada compasión de nuestro Señor Jesucristo hacia su pueblo
creyente queda maravillosamente de manifiesto en este versículo. Puede
compadecerse de nuestras debilidades. Sabe lo débil que es nuestro cuerpo y
cómo un dolor excesivo puede llegar a narcotizar nuestras mentes. Puede
pasar por alto una gran falta de conocimiento y lentitud de entendimiento
cuando ve un amor hacia Él y su persona genuino, veraz, valiente y
perseverante. Su forma de tratar a María Magdalena cuando se reveló a ella
lo muestra claramente. Perdona, por su gracia, su falta de memoria con
respecto las repetidas ocasiones en que había declarado que resucitaría de
entre los muertos; se compadece de su profundo dolor y recompensa en
abundancia su amor. Estas cosas están escritas para instrucción nuestra.
Jesús nunca cambia. Sigue siendo el mismo que se reveló a María Magdalena.
Según Parkhurst, Raboni “casi se puede equiparar a rabino. S. Juan utiliza
la misma palabra para los dos: maestro. Sin embargo, Lightfoot y otros
consideran que es un término que expresa una mayor reverencia”. Parkhurst
piensa que se deriva del caldeo, y que encierra la idea de “MI Maestro”.
V. 17: [Jesús le dijo: No me toques […], mi Padre]. No cabe duda de que
esta frase de nuestro Señor es muy “profunda” y su verdadero significado ha
sido motivo de gran perplejidad para los comentaristas. Sospecho que es una
de esas cosas que no se dirimirá por completo hasta el regreso del Señor.
Mientras tanto habremos de contentarnos con hacer humildes conjeturas.
Nos será de ayuda recordar que, al decir “no me toques”, nuestro Señor no
podía referirse a que tocar su cuerpo resucitado tuviera algo de erróneo o de
pecaminoso. El mero hecho de que pocos minutos después de esta
conversación con María permitiera que las otras mujeres que habían estado
junto al sepulcro “abrazaran sus pies” (Mateo 28:9) zanja esa cuestión.
Además de eso, una semana después de este día le dice a Tomás: “Acerca tu
mano, y métela en mi costado” (Juan 20:27). Solo esto ya contradice la idea
de que el cuerpo de nuestro Señor no podía ser tocado antes de su
ascensión. Sin embargo, una vez aclarada la cuestión en un sentido negativo,
aún debemos enfrentarnos a la pregunta: “¿Qué es lo que sí quiso decir
nuestro Señor?”.
Para comprender el significado de este “no me toques” debemos intentar
comprender el estado de ánimo en el que se encontraba María Magdalena
cuando nuestro Señor se le reveló. Basta un conocimiento superficial de la
naturaleza humana, y especialmente de la naturaleza femenina, para saber
que el súbito descubrimiento de que Jesús estaba vivo y ante ella le supuso
una violenta conmoción y una incontrolable ola de sentimientos que pasaron
de un desánimo inconsolable hasta un gozo irrefrenable. ¿Acaso no podemos
suponer que, bajo la influencia de este entusiasmo, esta santa mujer se
extralimitó en sus efusiones de afecto y demostró sus sentimientos por
medio de gestos y acciones que nuestro Señor consideró absolutamente
necesario censurar? ¿No podemos pensar que es probable que, a pesar de su
indudable pureza y santidad, esta judía impulsiva y fogosa se arrojara cuando
menos a los pies de nuestro Señor y, en su deleite extático, se aferrara a
ellos y los besara ansiosamente como hizo la mujer en casa de Simón, como
si nunca fuera a dejarle ir? ¿Y no podemos pensar que nuestro sabio Maestro,
que conocía todos los corazones, consideró oportuno frenarla y censurarla
para bien de su alma, y que sin aspereza alguna le dijo: “No me toques”?
Nada más idóneo que la prohibición de “tocarle” para calmar la mente de la
buena mujer y hacerle recordar la reverencia con que debía dirigirse ante su
Maestro. Esa es mi interpretación de esta maravillosa expresión. Considero
que es tremendamente instructiva y que merece especial atención por parte
de los ministros al llevar a cabo su obra pastoral privada entre ciertos
miembros de sus rebaños. No obstante, me contendré. Comoquiera que sea,
no olvidemos jamás (y esto lo digo con la mayor delicadeza y reverencia) que
cuando, tal como menciona S. Mateo 28:9, Jesús permitió que las mujeres le
“abrazaran los pies”, había varias mujeres presentes, y algunas de ellas
madres y de cierta edad. ¡Cuando, por el contrario, le dijo a María Magdalena
que no le tocara, estaba hablando con una mujer probablemente joven y
ambos estaban solos!
Según el lexicón de Liddell y Scott, la palabra griega que se traduce como
“tocar” suele significar “agarrarse o aferrarse a algo, colgarse de”. Homero
suele utilizar este término en ese sentido. Esto es digno de especial atención.
Schleusner y Parkhurst son de la misma opinión que Liddell y Scott.
Las palabras “porque aún no he subido a mi Padre” son más difíciles aún
que la expresión “no me toques”, y la relación entre ambas proposiciones es
la mayor dificultad de la frase.
a) Algunos consideran que su sentido es: “No he ascendido aún a mi
Padre. Hasta que haya ascendido y me haya sentado a su diestra no habré
culminado mi obra como Salvador tuyo. No me toques ni te aferres a Mí,
pues, como si desearas que me quedara en la Tierra para siempre ahora que
he resucitado. Recuerda que mi ascensión es parte integrante de mi gran
obra de redención tanto como lo son mi crucifixión y mi resurrección. No he
subido aún. No te comportes, pues, como si desearas retenerme aquí y que
no volviéramos a separarnos”.
b) Algunos piensan que significa: “No voy a subir al Padre aún; no lo haré
hasta dentro de cuarenta días. Tendrás tiempo de sobra, pues, para verme,
tocarme, escucharme y conversar conmigo. No malgastes, pues, tu valioso
tiempo en esta señalada mañana abrazándome los pies y expresando tu
afecto hacia Mí. En lugar de eso, levántate y corre sin dilación a decir a mis
hermanos que he resucitado. Piensa en los demás y no solo en ti, tal como te
dispones a hacer tocándome los pies y satisfaciendo tus propios
sentimientos. Por natural que sea, hay otras cosas que hacer por el
momento. Ve a hacerlas y no te quedes aquí. No me toques”. Esa es la
interpretación de Beza, Brentano y el obispo Hall.
c) Algunos —como Melanchton— piensan que nuestro Señor pensaba en
su Segunda Venida y el advenimiento de su Reino, cuando todos aquellos que
le hayamos amado en la Tierra vivamos en su santa compañía y no volvamos
a separarnos de Él. Melanchton dice: “Es como si Cristo dijera: entonces me
tocarás, cuando haya ascendido a mi Padre, esto es, cuando os lleve a ti y a
toda la Iglesia al Padre en el último día. Aún queda otra vida y otro Reino por
llegar en los que disfrutarás de comunión conmigo y con el Padre”.
Confieso abiertamente que es casi imposible decidir cuál de las tres
opiniones que acabo de enumerar merece mayor crédito. Si se me obliga a
decantarme por una de ellas, prefiero la segunda, la cual considero más
acorde con la última parte del versículo. El punto débil de esta interpretación
es el sentido futuro que atribuye a las palabras “aún no he subido”. El
término griego se encuentra conjugado en un tiempo perfecto y no cabe
duda de que a veces este tiene un sentido futuro (cf. Romanos 14:23; Juan
17:10; y véanse Jelf’s Greek Grammar, vol. 2, p. 65 y Winer’s Grammar, p.
268, edición de Clark). Sin embargo, el hecho de que “subo” esté conjugado
en presente dificulta las cosas. El lector deberá optar por la tesis que
prefiera.
Dice Crisóstomo: “Pienso que María deseaba seguir hablando con Jesús tal
como hacía antes, y que en su gozo no percibió nada especial en Él, a pesar
de que era mucho más excelente en la carne. A fin de quitarle de la cabeza
semejante idea y para que le hablara con reverencia (porque a partir de este
momento ya no parece tener un trato tan familiar con sus discípulos), hace
que ella eleve sus pensamientos. Si hubiera dicho ‘no te acerques a Mí como
antes, porque las cosas han cambiado; y tampoco estaré contigo de la misma
forma’ habría sido áspero y grandilocuente. Sin embargo, al decir ‘aún no he
subido a mi Padre’, no resultaba tan hiriente, aunque fuera lo mismo. Al decir
‘no he subido a mi Padre’, muestra que ya ha terminado su obra aquí y que
no era apropiado que alguien a punto de irse de este lugar, y que ya no
hablaría más con los hombres, fuera visto a través del prisma de los mismos
sentimientos que antes”.
Dice Agustín: “Estas palabras tienen un trasfondo espiritual. O bien dijo
‘no me toques, porque aún no he subido a mi Padre’, de forma que la mujer
sea una figura de la Iglesia de los gentiles, que no creyó en Cristo hasta
haber ascendido al Padre; o bien Jesús deseaba que los hombres creyeran en
Él, o le tocaran espiritualmente, de tal forma que supieran que Él y el Padre
son uno. María podría creer de una forma en que no le considerara igual al
Padre, y tal pensamiento se lo prohíbe. ‘No me toques’, esto es, ‘no creas en
Mí con la forma de pensar que aún mantienes; no dejes que tu percepción se
quede solamente en lo que me hicieron por ti y no te deje ver aquello que te
hizo a ti. No he subido a mi Padre. Será entonces cuando me toques, cuando
creas en Mí como Dios y no como alguien inferior al Padre’ ”.
Dice Calvino: “El significado de estas palabras es que el estado de Cristo
tras la Resurrección no podía ser pleno y completo hasta que se sentara en el
Cielo a la diestra del Padre. María hizo mal, pues, al contentarse simplemente
con la mitad de su resurrección y no desear más que disfrutar de su
presencia en este mundo”.
Dice Lightfoot: “Estas palabras hacen referencia a lo que Cristo había
dicho anteriormente con respecto a enviar a un Consolador y a que no los
dejaría abandonados. Cristo le dice a María: ‘Antes de concederte las cosas
que te he prometido debo ascender al Cielo. No me toques, pues, ni me
retengas con ninguna expectativa de ese tipo. Espera mejor a mi ascensión y
cuéntale estas cosas a mis hermanos para que les sirvan de ánimo’ ”.
Dice Poole: “La mejor opinión parece la de aquellos que piensan que
nuestro Señor vio a María demasiado orgullosa, como si pensara que había
resucitado para hablar con ellos igual que había hecho antes de su muerte.
Este es el único error que le imputa, no se trata de prohibirle toda clase de
contacto físico con el que comprobara que había resucitado de verdad, sino
de prevenirla contra cualquier idea equivocada. Recuerda a María que está a
punto de subir a su Padre, aunque aún no ha ascendido, y que no podían,
pues, disfrutar de Él con la misma libertad y familiaridad que antes”.
Dice el obispo Hall: “Puede haber cierta especie de carnalidad en las ideas
espirituales: ‘A Cristo conocimos según la carne, ya no lo conocemos así’. Me
alegraría que vivieras aquí, mi Salvador, con esta forma, este color, esta
estatura, esta vestimenta: nada relacionado contigo puede ser inútil. Si
pudiera decir que estás aquí, duermes aquí, aquí fuiste crucificado y aquí
sepultado, con mucho gusto vería esas manifestaciones de tu presencia. Pero
si redujera mis pensamientos a ellas de tal forma que no elevara la mirada al
componente espiritual de esos logros, a la cuestión de tu resurrección, no
serviría de nada”.
Dice Rollock: “El significado viene a ser este. Este no es el momento de
tocarme, sino cuando esté en la gloria y me toques con las manos de la fe
tanto como puedas o te sea dado. Debemos tener en cuenta que estaba
demasiado centrada en su presencia corporal. Pensaba que se quedaría y
viviría en la Tierra tal como había hecho anteriormente. No dejaría, pues, que
se acercara a Él hasta haberla instruido con respecto al contacto espiritual y
enseñado que no se quedaría en la Tierra, sino que subiría a morar con el
Padre. Adviértase esta lección. Algunos aman al Señor plenamente; y, sin
embargo, fracasan estrepitosamente al servirle: tal es la torpeza de nuestra
naturaleza, que somos incapaces de sentir una inclinación hacia el servicio
espiritual que Él exige principalmente de nosotros. El papado peca
grandemente de esa torpeza. No puede hacer nada sin su presencia carnal,
ya sea como Él mismo, en una piedra, un tronco o un pedazo de pan, por lo
que atribuyen su presencia corporal a un sacramento. Toda su religión es
terrenal: no hay gracia ni espíritu en ella. ¿Pero aceptó el Señor la torpe
servidumbre que le ofrecía María? Estoy seguro de que la amaba más que al
papa y todos sus sacerdotes; sin embargo, a pesar de que María era de su
agrado, su servicio no. Le dice: ‘No me toques’. Que el Señor nos proteja de
servirle con torpeza y nos haga tocarle por fe”.
Dice Andrews: “Lo único que podemos suponer es que María se equivocó
en algo. No es que hiciera nada falto de modestia o de forma indecente.
¡Lejos esté de nosotros pensar nada semejante! Sin embargo, puede que
fuera un poco impetuosa, que le faltara el respeto que correspondía”. “Afirmo
sin ambages que me desagrada su ‘Raboni’. No era un saludo de Pascua;
tenía que haber sido un término más apropiado, que expresara más
reverencia”. “La forma de tocarle no fue la correcta, simplemente porque le
faltaba respeto; no porque careciera de él en absoluto, sino porque no tuvo el
suficiente”. “Decir que solo la impulsaba el amor no la exonera de culpa.
Jamás confiemos en eso. Amar a Cristo es bueno. Sin embargo, para que sea
correcto, el amor no debe hacer nada inapropiado o indecoroso, no se olvida
del deber y la decencia, se comporta como corresponde”. “Ciertamente el
amor es extraño cuando, por el propio amor a Cristo, no nos importa la forma
en que le utilizamos o nos comportamos en presencia suya. En el caso de
María oyó, y muy pronto, que se le decía ‘no me toques’: no estarás
preparada para hacerlo hasta que hayas aprendido a tocar de manera más
respetuosa”.
Dice Sibbes: “María estaba demasiado obsesionada con la presencia
corporal de Cristo. Por esto es por lo que se han esforzado los hombres desde
el principio del mundo: por la obsesión con las cosas presentes y tangibles. Sí
adorarán a Cristo, pero les hará falta tener un retrato delante. Sí le alabarán,
pero necesitarán traspasar una parte de su cuerpo al pan: necesitan su
presencia. Así, en lugar de elevar sus corazones hacia Dios y hacia Cristo de
manera espiritual, arrastran a Dios y a Cristo hacia ellos. Y por tanto, Cristo
dice: ‘No me toques de esa forma; las cosas conmigo ya no son como antes’.
Debemos asegurarnos de no incurrir en conceptos de Cristo mezquinos e
indignos”.
En su Trial of the Witnesses (Los testigos a juicio), Sherlock dice: “El
sentido natural de este pasaje es el siguiente: Al ver a Jesús, María
Magdalena cayó a sus pies y se aferró a ellos y los sujetó como si no tuviera
intención de soltarlos jamás. Entonces Cristo le dijo: ‘No me toques o me
agarres ahora, ya tendrás oportunidad de verme, puesto que aún no he
subido al Padre. No te demores y lleva rápidamente mi mensaje a mis
hermanos’ ”.
West, en un comentario sobre la Resurrección, dice: “Interpreto la
prohibición de Cristo a María de tocarle como una manifestación de su deseo
de verla a ella y ver a sus discípulos nuevamente; así como en la vida
cotidiana, cuando un amigo le dice a otro ‘no te despidas, no me voy aún’,
quiere hacerle saber que se propone verle de nuevo antes de partir”.
Lampe menciona una extraña interpretación del “no me toques”
defendida por Bauldry, un profesor alemán. Su idea es que debe haber un
punto después del no y que esta partícula negativa debe ir al principio de la
frase, con lo que el resultado sería este: “¡No! No soy el hortelano. Tócame y
verás que soy tu Salvador resucitado”. También menciona la tesis defendida
por muchos de que significa: “No verifiques mi resurrección tocándome: soy
Yo mismo”. Comoquiera que sea, ambas interpretaciones me parecen de lo
más improbables.
Paulus, el teólogo alemán, sostiene la monstruosa idea de que nuestro
Señor quería decir: “No me pongas la mano encima, porque aún me duelen
las heridas”. Esto es absolutamente ridículo, cuando menos.
Dice Hengstenberg: “La razón de esta prohibición debe buscarse en el
carácter personal de María y en el apasionado contacto físico que brotó de
ella. Pensaría que, ahora que el Señor había pasado a otro plano de
existencia, los límites que habían existido anteriormente entre ella y Él
habían desaparecido (la vieja idea de la confianza es completamente
incorrecta) y que podía dar rienda suelta a sus sentimientos sin temer que se
mezclara nada humano en lo que sentía hacia su Señor. Pero el Señor la
reprendió: No me toques”.
Dice Wordsworth: “El término (en el griego) no solo prohíbe un hecho en
concreto, sino también todo un hábito, esto es, el de aferrarse a Él
corporalmente. Y las palabras “no he subido” contienen un precepto con
respecto al momento en que puede ejercitarse el hábito de tocar a Cristo.
Debe ser tras su ascensión; se le toca de verdad cuando ya no está al
alcance del contacto físico. Y uno de los propósitos de su ausencia y su
ascensión al Cielo fue manifestar y ejercitar ese contacto: el contacto de la
fe”.
Comenta Burgon lo extraño que es que “tanto el antiguo mundo como el
nuevo comenzaran con la misma prohibición: no toques”.
[Mas ve a mis hermanos, y diles]. Esta frase contiene una sabiduría, una
preocupación y una bondad extraordinarias. Sabiamente, nuestro Señor llama
a María a cumplir un deber hacia los demás. No le pide que se dedique a
hacer demostraciones de afecto, sino que se levante y sea útil. La primera
preocupación de nuestro atento Señor es por sus pobres discípulos dispersos.
Seguía amándolos a pesar de su debilidad y de sus equivocaciones, y de
inmediato les envía un mensaje. No tenía intención de abandonarlos o de
olvidarse de ellos. Habla bondadosamente de ellos como sus “hermanos”.
Todo había quedado perdonado. Seguía considerándolos sus queridos
hermanos —habiendo resucitado y vencido al sepulcro como lo había hecho
—, y deseaba que ellos le vieran como un hermano mayor. Esta es la primera
vez que nuestro Señor llamó “hermanos” a los discípulos.
Piensa Bucero que aquí, la expresión “mis hermanos” hace referencia en
realidad a sus hermanos según la carne, esto es, a Santiago y los demás,
cuya fe quizá era más débil que la del resto de los Apóstoles. Sin embargo, la
inmensa mayoría de comentaristas no ve nada semejante en la expresión y la
considera únicamente un término afectuoso aplicado a todos los Apóstoles.
Calvino cita acertadamente el Salmo 22:22: “Anunciaré tu nombre a mis
hermanos” (cf. asimismo Hebreos 2:11).
Comenta Andrews que las palabras “mis hermanos” debían ser algo a lo
que aferrarse y que los tocara. Lo mismo sucedió una vez cuando el siervo de
Ben-adad se aferró a las palabras del rey de Israel: “Mi hermano es” (1 Reyes
20:32–33). Añade que implicaban una expresión de su naturaleza, de la
identidad de su amor y afecto tras la Resurrección, de que no había
cambiado.
Adviértase la prueba incontestable que nos ofrece este versículo del deber
que tenemos de comunicar a otros las buenas noticias del Evangelio. La
primera obra que encomienda el Cristo resucitado al primer discípulo a quien
se reveló es la obra de contárselo a los demás. Los cuatro leprosos dijeron
algo muy profundo: “Hoy es día de buena nueva, y nosotros callamos; y si
esperamos hasta el amanecer, nos alcanzará nuestra maldad” (2 Reyes 7:9).
Comenta Cirilo el honor que se dio a la mujer cuando fue a una de ellas a
quien se le encomendó ser la primera persona en proclamar las noticias de la
Resurrección.
[Subo a mi Padre […] y a vuestro Dios]. El mensaje que encomienda
nuestro Señor a María para que lo comunique a sus discípulos es muy
notable. No le pide que les diga que ha resucitado, sino “subo”. Es obvio que
quería hacerles saber que su resurrección no era más que un paso hacia su
ascensión, y que no había resucitado para quedarse con ellos en la Tierra,
sino para subir al Cielo como vencedor y sentarse a la diestra de Dios como
precursor, sacerdote, abogado y amigo de ellos. Se trata de un mensaje
claramente elíptico. Es como si nuestro Señor dijera: “Diles que he resucitado
de los muertos y que pronto subiré al Cielo con quien es mi Padre y mi Dios y
con quien también es vuestro Padre y vuestro Dios”.
Me da la impresión de que, cuando nuestro Señor insiste más en su
ascensión que en su resurrección, la está nombrando como la gran
culminación y conclusión de la obra que había venido a hacer y la
consecuencia inevitable de su resurrección. Es como si dijera: “Mi obra ha
concluido, he ganado la batalla y ya no permaneceré durante mucho tiempo
con vosotros en el mundo. Preparaos para recibir mis últimas instrucciones”.
Dice Calvino: “Cristo prohíbe a sus discípulos que centren toda su atención
en su resurrección en sí misma y les exhorta a que vayan más lejos, hasta
llegar al reino espiritual, a la gloria celestial y a Dios mismo”.
Comenta Andrews: “Más nos convendría quedarnos en nuestros sepulcros
y no resucitar que resucitar y no subir al Cielo”.
Comenta Flavel: “Si Cristo no hubiera ascendido, no podría haber
intercedido, tal como ahora hace por nosotros en el Cielo. Y sin la intercesión
de Cristo se frustraría la esperanza de los santos”.
Tal como suele ser habitual en Él, cuando nuestro Señor habla de Dios
como “mi Padre y mi Dios” parece hacer referencia a la relación íntima y
cercana que siempre declaró que existía entre Él mismo y la primera persona
de la Trinidad. “El Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo” (1 Pedro 1:3) es
una expresión similar. Adviértase que no dice que fuera a ascender a
“nuestro Padre”, etc., sino a “mi Padre y vuestro Padre”. De este modo, hace
una distinción inequívoca entre su relación con el Padre y la nuestra. Los
creyentes no son hijos de Dios por naturaleza: solo llegan a serlo por gracia,
por adopción y en virtud de la unión con Cristo. Cristo, por el contrario, es
Hijo de Dios por naturaleza y por generación eterna.
Creo que, cuando nuestro Señor habla de “vuestro Padre y vuestro Dios”,
lo dice con el propósito específico de consolar a sus discípulos. Es como si
dijera: “No os preocupéis de que me marche. Aquel a quien voy es vuestro
Padre y vuestro Dios además del mío. Lo que es a Mí, la Cabeza, también lo
es a vosotros, los miembros”.
Bien podemos plantearnos al leer este versículo si, por regla general, los
cristianos atribuyen la suficiente importancia a la ascensión de Cristo al Cielo.
No olvidemos nunca que, si nuestro Señor no hubiera ascendido al Cielo para
sentarse a la diestra de Dios, su resurrección habría servido de poco. El gran
secreto de la consolación cristiana es su partida al Cielo en sí para estar en
presencia de Dios por nosotros. No en vano responde S. Pablo a la pregunta
de “quién es el que condenará” diciendo: “Cristo es el que murió; más aún, el
que también resucitó, el que además está a la diestra de Dios, el que
también intercede por nosotros” (Romanos 8:34). La muerte, la resurrección,
la ascensión y la intercesión de Cristo son cuatro grandes hechos que no
deben separarse nunca.
No debemos olvidar la íntima relación que parece haber entre la
ascensión de Cristo y el derramamiento del Espíritu Santo. Al menos, este
parece ser el significado del texto de los Salmos que cita S. Pablo: “Subiendo
a lo alto, llevó cautiva la cautividad, y dio dones a los hombres” (Salmo
68:18; Efesios 4:8).
V. 18: [Fue entonces María Magdalena para dar, etc.]. En este versículo
vemos el efecto que tuvieron las palabras de nuestro Señor en la amante
discípula que había sido la primera en verlo. Acepta humildemente el
reproche por su excesivo celo al tocarle sin contradecirle lo más mínimo.
Como un buena sierva, hace de inmediato lo que se le dice. La utilización del
presente manifiesta la celeridad de su obediencia. La traducción literal del
original griego sería: “Entonces María Magdalena va, contando o declarando
a los discípulos que ha visto al Señor y que Él le ha dicho estas cosas”; que le
ha entregado este mensaje para ellos y que los llama sus hermanos. La
utilización del participio hace que estas palabras suenen como si hubiera ido
contándoselo a cada discípulo, casi sin tomar aliento y sin detenerse hasta
habérselo dicho a todo aquel con el que se encontrara en Jerusalén. No
debemos dudar que su primer destino fue la casa donde se alojaban Pedro y
Juan, y que una de las primeras personas a las que refirió las gozosas noticias
fue la madre de nuestro Señor. Poco después de que partiera en su gozosa
misión —corriendo, sin duda, igual que había corrido anteriormente—,
nuestro Señor se apareció a las otras mujeres, tal como documenta S. Mateo
(28:9).
Comenta Brentano el honor que otorga este pasaje a las mujeres. El
pecado entró en el mundo por medio de Eva, una mujer. Sin embargo, Dios,
en su misericordia, dispuso las cosas de tal forma que fuera una mujer de
quien naciera Cristo, una mujer la primera en verle tras su resurrección y una
mujer la primera en llevar las noticias de su resurrección. Dice
ocurrentemente: “Jesús hizo que María Magdalena fuese un Apóstol para los
Apóstoles”.
Comenta Cecil: “La fe solitaria tiene reservado un honor especial. María
presencia la primera manifestación personal de Cristo tras su resurrección. Es
el primer testigo de este importante y destacado hecho, y el primer
mensajero en comunicarlo a sus discípulos”.

Juan 20:19–23

Los versículos que acabamos de leer contienen cosas de difícil


comprensión. Al igual que todos los acontecimientos posteriores a la
resurrección de nuestro Señor, están rodeados de misterio y exigen ser
tratados con reverencia. Los actos de nuestro Señor, como su aparición
repentina entre los discípulos cuando las puertas estaban cerradas,
pueden llevarnos fácilmente a conjeturas estériles. En casos como
estos, es fácil oscurecer el consejo con palabras sin sabiduría. Será
más sabio y prudente ceñirnos a las cuestiones claras e instructivas.
Por un lado, debemos observar las notables palabras que empleó
nuestro Señor para saludar a los Apóstoles cuando los vio por primera
vez tras su resurrección. Se dirige a ellos dos veces con las
bondadosas palabras “paz a vosotros”. Podemos considerar
insostenible casi sin miedo a equivocarnos la pobre y fría
interpretación de que solo se trataba de una expresión de cortesía sin
mayor trascendencia. Aquel que “habló como ningún otro hombre ha
hablado”, jamás dijo nada a la ligera. Podemos estar seguros de que
hizo referencia al estado de ánimo de los once discípulos, a los
acontecimientos de los últimos días y al ministerio que tenían por
delante. “Paz”, y no reproches; “paz”, y no críticas a sus defectos; esa
fue la primera palabra que oyó el pequeño grupo de boca de su
Maestro después de que abandonara el sepulcro.
Era correcto y oportuno que así fuera y estaba en perfecta
concordancia con las cosas que habían ocurrido anteriormente. “Paz en
la tierra” fue el canto de las huestes celestiales en el nacimiento de
Cristo. Paz y descanso para el alma fue el tema general de la
predicación de Cristo durante tres años. Paz, y no riquezas, ese había
sido el gran legado que había dejado a los Once antes de su
crucifixión. Sin duda era plenamente acorde con el tenor de los actos
de nuestro Señor que su primera palabra, cuando volvió al pequeño
grupo de discípulos tras su resurrección, fuera “paz”. Era una palabra
que los tranquilizaría y calmaría.
Podemos estar plenamente seguros de que el propósito de nuestro
Señor es que la Paz fuera la idea clave del ministerio cristiano. Esa
misma paz que tan constantemente brotaba de boca del Maestro debía
ser el gran tema de la predicación de sus discípulos: La paz entre Dios
y el hombre por medio de la preciosa sangre de la expiación; la paz
entre los hombres por medio de la dispensación de la gracia y el amor.
Propagar esta paz había de ser la obra de la Iglesia. Cualquier religión,
como la musulmana, que convierta por medio de la espada no es de lo
alto, sino terrenal. Cualquier forma de cristianismo que queme a
personas en la pira a fin de apoyar su causa lleva el distintivo de la
apostasía. La mejor religión y la más verdadera es la que más se
esfuerza en propagar la paz verdadera y auténtica.
Por otro lado, en estos versículos debemos observar la notable
prueba que dio nuestro Señor de su propia resurrección. Recurrió
gracias a Dios a los sentidos de sus temblorosos discípulos. Les mostró
“las manos y el costado”. Hizo que vieran con sus propios ojos que
tenía un verdadero cuerpo físico y que no era un fantasma o un
espíritu. “Mirad mis manos y mis pies —fueron sus palabras según S.
Lucas—, que yo mismo soy; palpad, y ved; porque un espíritu no tiene
carne ni huesos, como veis que yo tengo”. ¡Grande sin duda fue la
condescendencia de nuestro bendito Maestro al rebajarse así a la débil
fe de los once Apóstoles! Pero igualmente grande fue el principio que
estableció para su Iglesia a lo largo de todas las épocas hasta su
regreso. El principio consiste en que nuestro Maestro no nos exige
creer en nada que contradiga a nuestros sentidos. Debemos esperar
encontrar cosas que superen nuestra razón en la religión de Dios, pero
no cosas contrarias a la razón.
Tengamos siempre presente este gran principio y no olvidemos
jamás ponerlo en práctica. Asegurémonos de utilizarlo especialmente
al hacer una estimación de los efectos de los sacramentos y de la obra
del Espíritu Santo. Pedir a las personas que crean que alguien tiene el
poder vivificador del Espíritu Santo cuando nuestros propios ojos nos
dicen que vive en pecado y libertinaje cotidiano, o que el pan y el vino
de la Cena del Señor son el verdadero cuerpo y la sangre de Cristo
cuando nuestros sentidos nos dicen que siguen siendo pan y vino, son
cosas que nos exigen una mayor fe de la que jamás pidió Cristo a sus
discípulos. Es pedir algo radicalmente contrario a la razón y el sentido
común. Cristo nunca hizo peticiones semejantes; no intentemos ser
más sabios que Él.
En último lugar, en estos versículos debemos observar la
extraordinaria misión que encomendó nuestro Señor a sus once
Apóstoles. Está escrito que dijo: “Como me envió el Padre, así también
yo os envío. Y habiendo dicho esto, sopló, y les dijo: Recibid el Espíritu
Santo. A quienes remitiereis los pecados, les son remitidos; y a quienes
se los retuviereis, les son retenidos”. No sirve de nada negar que el
verdadero sentido de estas palabras ha sido motivo de polémica y
controversia a lo largo de los siglos, y quizá sea inútil esperar que esta
cuestión llegue a zanjarse. Todo lo que podemos aspirar a hacer con
este pasaje es exponerlo de la manera más verosímil posible.
Parece muy probable que, en este pasaje, nuestro Señor
encomendara solemnemente a sus discípulos que fueran a todo el
mundo y predicaran el Evangelio tal como Él lo había predicado.
También les otorgó la capacidad de declarar con particular autoridad a
quién se le perdonarían los pecados y a quién no. De hecho, esto es
sencillamente lo que hicieron los Apóstoles, y basta leer Hechos para
verificarlo. Cuando Pedro proclamó a los judíos: “Arrepentíos y
convertíos”; y cuando Pablo declaró en Antioquía de Iconio: “A vosotros
es enviada la palabra de esta salvación”; “por medio de él se os
anuncia perdón de pecados […], en él es justificado todo aquel que
cree”, hacían lo que se había encomendado a los Apóstoles en este
pasaje. Abrían la puerta de la salvación con autoridad, e invitaban con
autoridad a todos los pecadores a que la atravesaran y se salvaran (cf.
Hechos 3:19; 13:26–38).
Por otro lado, parece muy improbable que en este versículo nuestro
Señor tuviera el propósito de sancionar la práctica de la absolución
privada tras la confesión de los pecados en privado.
Independientemente de lo que a algunos les guste pensar, en Hechos
no encontramos un solo caso de algún Apóstol que otorgara semejante
absolución tras una confesión. Por encima de todo, en las dos Epístolas
pastorales a Timoteo y en la dirigida a Tito no se recomienda ni se
considera deseable semejante confesión y absolución. En resumen,
independientemente de lo que se diga acerca de la absolución
ministerial en privado, la Palabra de Dios no ofrece ni un solo
precedente.
Abandonemos este pasaje con una profunda conciencia de la
importancia que tiene el oficio del ministro cuando ese oficio se ejerce
debidamente y de acuerdo con el sentir de Cristo. No se puede
imaginar honor más elevado que el de ser embajadores de Cristo y
proclamar su nombre y el perdón de los pecados a un mundo perdido.
Pero eludamos siempre atribuir al oficio ministerial una sola jota más
de poder y autoridad de los que Cristo le otorgó. Tratar a los ministros
como si de alguna forma fueran mediadores entre Dios y el hombre es
arrebatar a Cristo su prerrogativa y ocultar la verdad salvadora a los
pecadores, así como elevar a hombres ordenados a una categoría que
los supera por completo.

Notas: Juan 20:19–23


V. 19: [Cuando llegó la noche de aquel mismo día, etc.]. Este versículo
describe la primera aparición corporal de Cristo a los Apóstoles tras su
resurrección. Se produjo la tarde del mismo domingo en que se había
aparecido a María Magdalena por la mañana. Entre esa mañana y esa tarde
ya se había aparecido en tres ocasiones: una al grupo de mujeres que volvía
del sepulcro, tal como documenta S. Mateo; otra a Simón Pedro, tal como nos
dicen S. Lucas y S. Pablo; y otra a los dos discípulos de camino a Emaús (cf.
Mateo 28:9; Lucas 24:34; 1 Corintios 15:5; Lucas 24:13, etc.). Esta fue, pues,
la quinta aparición que concedió nuestro Señor en su misericordia. Adviértase
que cada una de estas cinco apariciones tuvo sus propias características y
fue distinta de las demás. No debe sorprendernos que este domingo haya
sido desde siempre un día señalado y memorable para la Iglesia.
No se especifica la hora concreta, pero si tenemos en cuenta todos los
factores, es probable que fuera tras el atardecer, cuando ya era de noche a
fin de evitar ser vistos. Podemos imaginar que la causa de que los discípulos
se hubieran reunido eran las noticias procedentes de cuatro testimonios
distintos de que Jesús había resucitado y estaba vivo. El lugar de reunión de
los discípulos no se menciona. Sin embargo, en la festividad de la Pascua no
sería difícil encontrar un “aposento alto” donde pudieran reunirse diez
hombres. No veo improbable la idea de que el lugar donde los discípulos se
reunieron el domingo por la noche fuera el mismo donde se había instituido la
Cena del Señor la noche del jueves anterior. Las palabras de S. Marcos me
llevan a pensar que el “aposento alto” era propiedad de uno de esos judíos
favorables a Cristo que no se atrevían a confesarle abiertamente (cf. Marcos
14:13–15).
No debe sorprendernos que las “puertas” del lugar donde estaban
reunidos los discípulos estuvieran “cerradas”. Los Apóstoles podían pensar
con razón que sus vidas estaban en peligro después de la suerte que había
corrido su Maestro. No solo eso, sino que la historia contada por la guardia
que custodiaba el sepulcro de que “los discípulos habían robado el cuerpo de
Jesús” podía llevarlos a esperar un posible castigo. Hicieron todo lo posible,
pues, para evitar ser observados y cerraron las puertas de la habitación
donde se reunieron al anochecer.
No son pocas las diferencias de opinión que hay con respecto a la forma
exacta en que se apareció nuestro Señor a los discípulos: a) Algunos —como
es el caso de Calvino y de muchos teólogos del siglo XVII— piensan que hizo
que las puertas se abrieran súbitamente y franqueó la entrada para aparecer
de pronto en medio del grupo de los allí reunidos. b) Otros —como
Crisóstomo, Cirilo, Agustín, los católicos romanos y la mayoría de luteranos—
consideran que las puertas se mantuvieron cerradas y que nuestro Señor
apareció milagrosamente en la habitación donde se encontraban los
discípulos, de forma súbita e inadvertida. No creo que importe demasiado la
interpretación que hagamos: En ambos casos se obró un milagro. Es obvio
que el cuerpo resucitado de nuestro Señor debía tener la facultad de moverse
de un lado a otro y de ser visible o invisible a su antojo y de una forma que
somos incapaces de comprender. En todo caso, debemos tener muy presente
que se trataba de un cuerpo real, material; un cuerpo que podía tocarse,
verse y sentirse y que, sin embargo, era un cuerpo especial y sobrenatural.
Con un cuerpo así, nuestro Señor podía aparecer con toda facilidad en medio
de una habitación con las puertas cerradas o bien abrir las puertas (tal como
hizo con las puertas de la prisión de Pedro) y entrar en la habitación como
otro hombre más. En mi opinión no existe ninguna prueba definitiva a favor
de alguna de las tesis, y cada lector deberá formarse su propia opinión al
respecto. Sin embargo, no debemos olvidar una cosa. Aun cuando nuestro
Señor apareciera en la habitación sin abrir la puerta, no es evidencia de que
esté presente literal, corporal y localmente en la Cena del Señor adoptando la
forma del pan y el vino. Tampoco podemos llegar a la conclusión de que,
dado que podía moverse invisiblemente de un lado a otro, su cuerpo podía
estar presente en más de un lugar a la vez. Cuando resucitó de entre los
muertos, su cuerpo era mucho más espiritual que anteriormente; pero a
pesar de todo eso, era un cuerpo humano real y no una mera aparición
fantasmagórica.
Las primeras palabras que nuestro Señor dirigió a los discípulos
demuestran con gran belleza su amor, misericordia, compasión, gentileza y
ternura. Dijo: “Paz a vosotros”. En mi opinión no debemos considerar esa
frase un mero saludo formal. Tenía el propósito de transmitir confianza y
ánimo a los discípulos al demostrarles cuál era su actitud hacia ellos. A pesar
de toda su cobardía y su huida la noche del jueves anterior, nuestro Señor no
les hace el más mínimo reproche ni les culpa de nada. Todo ha quedado
olvidado y perdonado. Su primera palabra es “paz”. Esta fue casi la última
palabra que pronunció nuestro Señor antes de su oración la noche del jueves:
“Estas cosas os he hablado para que en mí tengáis paz” (Juan 16:33). Este
fue el último legado que dejó a sus discípulos: “La paz os dejo, mi paz os doy;
yo no os la doy como el mundo la da. No se turbe vuestro corazón” (Juan
14:27). ¿Puede cabernos alguna duda de que esta reconfortante palabra
infundiría ánimo y serenidad a la pequeña congregación cuando nuestro
Señor apareció repentinamente? “Nuevamente me encuentro entre vosotros:
nuevamente proclamo paz; no excomunión, ni reproches, ni enemistad, sino
paz”. No podremos hacernos una idea exacta del consuelo que les
proporcionaría esta palabra a menos que tengamos en cuenta los
acontecimientos que se habían producido en los últimos días, y
especialmente la conducta de los Apóstoles la noche previa a su crucifixión
cuando, tras haber profesado en alta voz su fidelidad, todos “dejándole,
huyeron”.
El texto paralelo del Evangelio según S. Lucas da a entender que había
otros presentes además de los Apóstoles. Habla de “los que estaban con
ellos” (Lucas 24:33).
V. 20: [Y cuando les hubo dicho esto, etc.]. Tras hablar, proporcionó
gracias a Dios pruebas tangibles de que realmente había resucitado de entre
los muertos y estaba ante los discípulos con un cuerpo vivo y material.
Cuando se dice que “les mostró las manos y el costado” no cabe ninguna
duda de que les pidió que le tocaran. De hecho, S. Lucas, al describir esta
misma conversación, deja constancia expresamente de que nuestro Señor
dijo: “Mirad mis manos y mis pies, que yo mismo soy; palpad, y ved; porque
un espíritu no tiene carne ni huesos, como veis que yo tengo” (Lucas 24:39).
La mención de “las manos y el costado” hace clara referencia a las
heridas que le infligieron los clavos en unas y la lanza en el otro. Esas heridas
se advertían clara e inconfundiblemente en su cuerpo resucitado, y nuestro
bendito Maestro no se avergonzaba de ellas. Como leemos en Apocalipsis,
aun en la gloria del Cielo, Juan le vio cual “Cordero como inmolado”
(Apocalipsis 5:6). Creo que no debe cabernos duda alguna de que se llevó
esas heridas al Cielo y que son un testimonio perpetuo para los ángeles de su
sufrimiento por los pecados del hombre. Cuando veamos su presencia
verdadera el día de su venida, veremos a “Jesucristo hombre” con las marcas
de su crucifixión. Comoquiera que sea, esto no es más que mi opinión
personal, y debo decir que muchos teólogos tienen una idea distinta. Por
ejemplo, Calvino defiende enérgicamente que “la utilización de las heridas
fue solo transitoria, hasta que los Apóstoles se hubieron convencido, y que su
cuerpo glorificado no está marcado con ellas”. En todo caso, no puedo estar
de acuerdo. Tras una gran victoria, las cicatrices del vencedor son señales
honrosas.
En lo que a las heridas del Señor respecta, conviene hablar con
reverencia. Por supuesto, basta tener unos someros conocimientos médicos
para saber que un cuerpo con una profunda herida en el costado y con
heridas en las manos y los pies infligidas el viernes seguiría estando
inflamado y dolorido el domingo por la noche. Sin embargo, no debemos
olvidar que, a pesar de ser un cuerpo físico y genuino, es obvio que el cuerpo
resucitado de nuestro Señor no estaba sujeto a las características de un
cuerpo humano normal o del suyo propio antes de su muerte. De hecho, era
un cuerpo como el esperamos tener cuando resucitemos. Podemos deducir,
pues, que las heridas que le produjeron los clavos y la lanza no le dolían ni
estaban inflamadas, aunque es igualmente seguro que no estaban cerradas y
tan solo quedaban de ellas las cicatrices.
El hecho de que los dos discípulos que iban de camino a Emaús no
reconocieran a nuestro Señor por las heridas de sus manos y sus pies se
puede explicar de dos formas. O bien debemos suponer que sus ojos
“estaban velados” y fueron incapaces de reconocer por motivos
sobrenaturales a quien caminaba con ellos, ni siquiera por su voz; o bien
debemos suponer que nuestro Señor llevaba las manos y los pies cubiertos
durante el camino y que solo vieron sus heridas cuando partió el pan. El
relato de S. Marcos da a entender que nuestro Señor se complació en adoptar
otro cuerpo en el camino a Emaús. Dice: “Pero después apareció en otra
forma” (Marcos 16:12).
No creo que la expresión “se regocijaron viendo” sea el cumplimiento de
las palabras de nuestro Señor cuando dijo: “Os volveré a ver, y se gozará
vuestro corazón” (Juan 16:22). Considero que ese gozo es el gozo de toda la
Iglesia en la Segunda Venida de nuestro Señor, y aún está por llegar. Es un
gozo del que nuestro Señor dijo: “Nadie os [lo] quitará”. Opino que la frase
que tenemos ante nosotros simplemente significa que los discípulos se
alegraron mucho y se gozaron al ver ante sí a su Maestro resucitado. Alivió su
angustia, les infundió esperanzas y aplacó sus temores. “Nuestro Maestro
vuelve a estar vivo y ha superado la muerte. Ahora todo irá bien”.
No debemos dejar de advertir que nuestro Señor condescendió en
satisfacer los sentidos de sus discípulos —el sentido de la vista y el sentido
del tacto— cuando se manifestó ante ellos tras su resurrección. Si sus
sentidos hubieran entrado en contradicción con las noticias de su
resurrección corporal, no les habría exigido que lo creyeran. A menudo, el
Evangelio nos pide que creamos cosas que escapan a la razón y los sentidos,
pero jamás contrarias a ellos. Esto es justo lo que debemos recordar cuando
el católico romano nos pida que creamos que el pan ácimo consagrado en la
Cena del Señor es el verdadero cuerpo de Cristo. Los sentidos, el gusto, el
tacto y los análisis químicos nos dicen que el pan ácimo sigue siendo pan. No
puede pedirnos, pues, que creamos.
Comenta Rollock: “Cuando leo este pasaje veo cuál será el estado futuro
de los piadosos cuando se reúnan con su Señor. Su primera visión les
extasiará de tal forma que se preguntarán si tal gloria es posible”.
V. 21: [Entonces Jesús les dijo otra vez, etc.]. En este versículo, nuestro
Señor pasa a decir a sus discípulos en términos generales la obra que
deseaba que hicieran. Deseaba enviarlos al mundo como ministros,
mensajeros y testigos suyos, igual que el Padre le había enviado a Él al
mundo para ser su mensajero y su testigo (cf. Hebreos 3:1; Juan 18:37). Igual
que había ido de un lado a otro predicando el Evangelio, testificando contra el
mal del mundo y proclamando el descanso y la Paz a los trabajados y
cargados, así deseaba que fueran ellos de un lado a otro tan pronto como
hubiera ascendido al Cielo. En resumen, los concienció de inmediato para la
obra que tenían por delante. Debían desechar la idea de que, ahora que su
Maestro había resucitado y volvía a estar con ellos, había el llegado el día de
su recompensa y su comodidad. Lejos de ser ese el caso, su verdadero
trabajo aún estaba por empezar. Él mismo estaba a punto de abandonar el
mundo y deseaba que ocuparan su lugar. Y uno de los propósitos por que se
había aparecido entre ellos era encomendarles esta misión.
La repetición del saludo “paz a vosotros” es muy destacable. No me cabe
duda de que tenía el propósito de animar y reconfortar a los discípulos. A
pesar de que se alegrarían por descontado de ver al Señor, es fácil suponer
que estaban asustados y experimentaban sentimientos mezclados; máxime
al recordar su comportamiento la última vez que vieron a su Señor. Jesús
advierte su estado de ánimo y asegura doblemente su confianza repitiendo
las misericordiosas palabras de “paz a vosotros”. Como en el caso de José
ante Faraón, lo hizo “dos veces” a fin de confirmarlo y evitar cualquier
malentendido.
Dice Agustín: “La reiteración es una confirmación. Es la ‘paz’ que prometió
el profeta” (Isaías 57:19).
Es curioso que en griego se utilicen dos palabras completamente distintas
para expresar el “envió” y el “envío” de este versículo. Parkhurst afirma que
la palabra que se utiliza donde nuestro Señor dice “me envió el Padre” es
más solemne que la que se utiliza cuando dice “os envío”. Sin embargo, no
creo que esto esté demostrado; de hecho, Liddell y Scott se oponen a esa
idea. En cualquier caso, S. Lucas utiliza en repetidas ocasiones la segunda
palabra, o la menos solemne, en el sentido más solemne (cf. Juan 5:23, 24,
30). Es precisamente una de esas cosas que debemos tener en cuenta pero
que no podemos explicar. No cabe duda de que estas dos palabras se utilizan
por algún motivo, aunque por ahora no sepamos cuál.
V. 22: [Y habiendo dicho esto, sopló, etc.]. En este versículo, nuestro
Señor otorga un don especial a sus discípulos y los ordena, por así decirlo,
para la gran obra que les había encomendado. Asistimos a un acto de
extraordinario simbolismo y a una afirmación no menos extraordinaria.
El acto de nuestro Señor al “soplar” sobre ellos es un caso único en el
Nuevo Testamento, y el término griego no se utiliza en ningún otro pasaje.
Jamás vemos que nuestro Señor “sople” sobre nadie. Por supuesto, se trataba
de un acto simbólico, y la pregunta que se plantea es: ¿Qué simbolizaba?
¿Por qué se utilizó? En mi opinión, la explicación reside en el relato de la
creación del hombre en Génesis. Allí leemos: “Jehová Dios formó al hombre
del polvo de la tierra, y sopló en su nariz aliento de vida, y fue el hombre un
ser viviente” (Génesis 2:7). Igual que no hubo vida en el hombre hasta que
Dios sopló en él aliento de la vida, igualmente creo que, al soplar sobre sus
discípulos, nuestro Señor les enseñaba que, para estar cualificados para el
ministerio, se precisa el soplo del Espíritu Santo en nosotros; y que, hasta que
el Espíritu Santo no esté arraigado en nuestros corazones, no estamos
debidamente preparados para la obra del ministerio.
En todo caso, no estoy seguro de que el sentido del soplo de nuestro
Señor sobre sus discípulos se agote ahí. No puedo dejar de pensar que todos
ellos habían abandonado a su Maestro la noche que le prendieron, que
habían traicionado su profesión de fe y habían hipotecado su confianza como
Apóstoles. ¿No podemos suponer, pues, de forma razonable que este soplo
era indicativo de un avivamiento de los corazones de los Apóstoles y de una
restauración de sus privilegios como emisarios de confianza a pesar de su
trágica caída? No puedo evitar sospechar que esa es la lección que había
detrás del acto de soplar sobre ellos. No solo simbolizaba la infusión por vez
primera de dones y virtudes ministeriales especiales, sino también la
restauración de su plena capacidad y confianza a los ojos de su Maestro a
pesar de que su fe hubiera estado a punto de expirar y entregar su espíritu.
El primer síntoma de que un hombre ha regresado a la vida es que vuelve a
respirar de nuevo. Que los pulmones respiren, en tales casos, es la primera
meta de un médico competente.
Si recordamos que el viento es eminentemente un símbolo del Espíritu
Santo (cf. Juan 3:8; Ezequiel 37:9; Hechos 2:2), es imposible dejar de ver lo
maravillosamente idóneo que era el acto simbólico que llevó a cabo nuestro
Señor.
Piensa Lampe que nuestro Señor sopló sobre todos sus discípulos a la vez,
y no sobre cada uno por separado. Es probable que así fuera, a mi modo de
ver.
Comenta Hooker: “El motivo de que no soplemos a la manera de Cristo
sobre los discípulos a quienes impartió el poder es que no podemos ser
emisores ni del Espíritu ni de autoridad espiritual, dado que somos simples
delegados a quienes se ha encargado entregar a los hombres la posesión de
su gracia”.
Las palabras “recibid el Espíritu Santo” son casi tan profundas y
misteriosas como el acto de soplar. Solo pueden significar: “Os imparto el
Espíritu Santo”. Sin embargo, es preciso reflexionar sobre el sentido exacto
en el que se impartió el Espíritu Santo a fin de no incurrir en alguna
equivocación.
a) Nuestro Señor no podía querer decir que sus discípulos fueran a “recibir
el Espíritu Santo” por primera vez. No cabe duda de que ya lo habían recibido
cuando se convirtieron y creyeron por primera vez. Lo percibieran o no, el
Espíritu Santo ya se encontraba en sus corazones: “Nadie puede llamar a
Jesús Señor, sino por el Espíritu Santo” (1 Corintios 12:3).
b) Nuestro Señor no podía querer decir que sus discípulos fueran a “recibir
el Espíritu Santo” a fin de poder obrar milagros y hablar en lenguas. Ya
habían obrado muchos milagros anteriormente, y el don de hablar en lenguas
se otorgó posteriormente, el día de Pentecostés, cuando fueron investidos de
poder de lo alto.
c) En mi opinión, lo que nuestro Señor quiso decir tuvo que ser: “Recibid el
Espíritu Santo como Espíritu de conocimiento y de discernimiento”. La idea
era que ahora les otorgaba un grado de luz y de conocimiento de la verdad
divina que no habían poseído hasta entonces. Hasta aquel entonces les había
faltado mucha luz y conocimiento. A pesar de toda su fe y su amor hacia la
persona de nuestro Señor, habían permanecido en una triste ignorancia con
respecto a muchas cosas, especialmente en lo referente al propósito de su
venida y a la necesidad de su muerte y su resurrección. “Ahora —dice nuestro
Señor— os imparto el Espíritu de conocimiento. Ya ha pasado el tiempo de
ver como por espejo, oscuramente; recibid el Espíritu, abrid los ojos y ved
todo con claridad”. De hecho, considero que estas palabras son una
referencia directa a lo que, según S. Lucas, hizo nuestro Señor en esta
ocasión: “Entonces les abrió el entendimiento, para que comprendiesen las
Escrituras” (Lucas 24:45). La luz fue lo primero creado al iniciarse la Creación.
La luz en el corazón es el principio de toda conversión verdadera. Y la luz en
el entendimiento es lo primero que hace falta para facultar a un hombre para
ser un ministro del Nuevo Testamento. Nuestro Señor estaba encomendando
a sus primeros ministros su misión. Comienza por concederles luz y
conocimiento: “Recibid el Espíritu Santo. Hoy os nombro ministros y os
concedo vuestro cargo. Y el primer don que os otorgo es el del conocimiento
espiritual”. A mi modo de ver, la veracidad de esta interpretación queda
corroborada por la extraordinaria diferencia que demostraron los Apóstoles
en su conocimiento doctrinal a partir de ese momento.
Piensa Teofilacto que nuestro Señor solo quería decir: “Os preparo para
recibir al Espíritu Santo”. Esta interpretación es pobre y deficiente.
La expresión que tenemos ante nosotros es una de las sólidas pruebas
indirectas de la doctrina de que el Espíritu Santo no solo procede del Padre,
sino también del Hijo. ¡Considero bien extraño decir que el Espíritu Santo no
procede de nuestro Señor cuando podía decir con autoridad: “Recibid el
Espíritu Santo”! Sin embargo, la Iglesia griega no está de acuerdo con ello.
Hablando en un sentido estricto, solo nuestro Señor podía utiliza esta
expresión. Es obvio que ningún mortal tiene el poder para otorgar el Espíritu
Santo a otro. Esto es prerrogativa exclusiva de Dios y de su Cristo. Cuando el
Libro de Oración de la Iglesia anglicana pone en boca del obispo estas
solemnes palabras —“recibe el Espíritu Santo”— durante el culto de
ordenación de los presbíteros, nunca he pensado otra cosa más que los
recopiladores de nuestra liturgia solo querían que se utilizaran como petición,
como oración: “Oro por que recibas el Espíritu Santo”. En su respuesta a las
objeciones del famoso Cartwright, el arzobispo Whitgift dice: “Utilizar en la
ordenación de ministros las palabras que utilizó Cristo mismo en el
nombramiento de sus Apóstoles no es más ridículo o blasfemo que utilizar las
palabras que utilizó en la Cena del Señor”. “Al pronunciar estas palabras, el
obispo no se hace responsable de entregar el Espíritu Santo, igual que no
remite los pecados cuando pronuncia su remisión; sino que al pronunciar
estas palabras de Cristo, muestra el principal deber de un ministro y le
asegura la ayuda del Espíritu Santo de Dios si lo cumple debidamente” (cf. el
comentario de Blakeney sobre el Libro de Oración Común, p. 513).
Comoquiera que sea, a pesar de decir esto, nunca dejaré de expresar mi
descontento ante el hecho de que los recopiladores del Libro de Oración
incluyeran las palabras “recibe el Espíritu Santo”. No me producen problemas
de conciencia, pero considero que pueden ser un problema para otros y
pienso que habría sido más sabio incluirlas en la forma clara e inequívoca de
una oración. ¡No debiéramos olvidar el simple hecho histórico de que estas
palabras no se utilizaron jamás en la ordenación de ministros hasta 1000
años después de Cristo! (cf. el comentario de Nicholls y Blakeney sobre el
Libro de Oración Común).
En todo caso, esta expresión nos enseña una lección práctica muy clara.
Lo primero que hace falta para que un hombre sea un verdadero ministro del
Evangelio es que el Espíritu Santo more en Él. Los obispos y presbíteros
pueden imponer sus manos sobre los hombres y convertirlos en clérigos, pero
solo el Espíritu Santo puede convertir a alguien en un “hombre de Dios” y en
un ministro de la Palabra de Dios.
V. 23: [A quienes remitiereis los pecados, etc.]. En este versículo, nuestro
Señor concluye el nombramiento ministerial que concede a sus Apóstoles
tras su resurrección de entre los muertos. Su obra como Maestro público
había tocado a su fin. De ahí en adelante serían los Apóstoles quienes
proseguirían con ella. Las palabras que conforman este nombramiento son
muy especiales y merecen particular atención. Considero que el significado
de estas palabras se puede parafrasear de la siguiente forma: “Os otorgo el
poder para declarar con autoridad a quiénes se perdonan los pecados y a
quiénes no. Os imparto el oficio de declarar quiénes son perdonados y
quiénes no, así como el sumo sacerdote declaraba quiénes eran puros y
quiénes impuros en los casos de lepra”. Considero que de estas palabras solo
se puede deducir la autoridad para declarar y rechazo por completo la
extraña idea que defienden algunos de que nuestro Señor deseaba delegar
en los Apóstoles o en cualquier otro la facultad absoluta de perdonar o no
perdonar al alma de alguien, de absolver o no absolver. Las razones que
tengo para interpretar el texto de esta forma son las siguientes:
a) En la Escritura, la facultad de perdonar los pecados siempre se
menciona como una prerrogativa especial de Dios. Los judíos mismos lo
reconocieron al decir: “¿Quién puede perdonar pecados, sino sólo Dios?”
(Marcos 2:7; Lucas 5:21). Es una idea monstruosa la de que nuestro Señor
tuviera el propósito de tirar por tierra este gran principio cuando comisionó a
sus discípulos.
b) El lenguaje del Antiguo Testamento muestra a las claras que se dice de
los profetas que “HACÍAN” algo cuando “DECLARABAN que se iban a hacer”.
Así, el nombramiento de Jeremías contiene estas palabras: “Mira que te he
puesto en este día sobre naciones y sobre reinos, para arrancar y para
destruir, para arruinar y para derribar, para edificar y para plantar” (Jeremías
1:10). Esto solo puede significar para declarar que se arrancaría y destruiría.
Igualmente, Ezequiel dice: “Vine para destruir la ciudad” (Ezequiel 43:3). Es
indudable que los Apóstoles estaban muy familiarizados con el lenguaje
profético y considero que interpretaron las palabras de nuestro Señor en este
pasaje en consecuencia.
c) No encontramos un solo caso en Hechos o en las Epístolas de un
Apóstol que se haga responsable de absolver o perdonar a alguien. Los
Apóstoles y predicadores del Nuevo Testamento declaran inequívocamente a
quién se le perdonan los pecados y a quién se absuelve, pero nunca se
arrogan la facultad de perdonar y absolver. Cuando Pedro dijo a Cornelio y
sus amigos: “Todos los que en él creyeren, recibirán perdón de pecados”
(Hechos 10:43); cuando Pedro dijo en Antioquía de Pisidia: “Os anunciamos el
Evangelio […]. Por medio de él se os anuncia perdón de pecados” (Hechos
13:32, 38); y cuando Pablo dijo al carcelero de Filipos: “Cree en el Señor
Jesucristo, y serás salvo, tú y tu casa” (Hechos 16:31), estaban cumpliendo la
misión encomendada en este texto. Declaraban “a quiénes les eran remitidos
sus pecados y a quiénes les eran retenidos”.
d) No encontramos una sola palabra en las tres Epístolas pastorales que
escribió S. Pablo a Tito y a Timoteo que demuestre que el Apóstol considerara
la absolución como parte integrante del oficio ministerial. De haberlo sido, lo
habría mencionado con toda certidumbre y habría instado a los jóvenes
ministros a que lo ejercitaran para alivio de las almas cargadas y cansadas.
e) La debilidad de la naturaleza humana es tal, que resulta sumamente
improbable que se llegara a conceder a un mortal una facultad tan
importante como el perdón absoluto de los pecados. Sería muy nocivo para
un hombre que se le confiara semejante facultad y supondría una tentación
constante de usurpar el oficio de Mediador entre Dios y el hombre.
f) La experiencia de la Iglesia católica romana, donde prácticamente se
considera a los sacerdotes facultados para absolver a los pecadores y cerrar
las puertas del Cielo a aquellos a quienes no absuelven, proporciona la más
sólida prueba indirecta de que las palabras de nuestro Señor solo podían
tener un sentido “declarativo”. Cuesta imaginar nada más pernicioso ni
terrible, tanto para los ministros como para las congregaciones, que los
resultados del sistema católico de penitencia y absolución. Es un sistema que
en la práctica ha venido a degradar al laicado, ha supuesto el engreimiento y
el perjuicio del clero, ha apartado a las personas de Cristo y las ha mantenido
en esclavitud y tinieblas espirituales.
Este texto plantea una cuestión que no carece de interés y que
convendría considerar. ¿El oficio ministerial que otorgó nuestro Señor a los
Apóstoles en este pasaje era a su vez transferible por ellos a otros con todos
sus privilegios y sus prerrogativas?
Respondo sin vacilar que, en el sentido más estricto, este nombramiento
de los Apóstoles no se transmitió, sino que se limitó a ellos y a S. Pablo.
Desafío a cualquiera a que niegue que los Apóstoles poseían ciertas
atribuciones ministeriales propias e intransferibles: 1) Tenían el don de
declarar el Evangelio sin error y con una precisión infalible, de una forma que
nadie más ha podido emular. 2) Confirmaban su enseñanza por medio de
milagros. 3) Algunos de ellos recibieron la inspiración plenaria del Espíritu
Santo para escribir ciertas porciones del Nuevo Testamento. 4) Tenían el
poder para discernir espíritus y conocer los corazones de los demás hasta
extremos a los que nadie más ha llegado, tal como vemos en el trato que
dispensó S. Pedro a Ananías, Safira y Simón el Mago. En todos estos casos
fueron únicos y no tuvieron sucesores. No existe la sucesión apostólica en el
sentido más estricto de la expresión. Los ministros modernos no son
sucesores de los Apóstoles, sino de Timoteo y Tito. Los Apóstoles recibieron
dones y facultades especiales para la obra que tuvieron que acometer como
primeros fundadores de iglesias. Sin embargo, en el sentido más estricto y
preciso, su oficio no se transmitió. Empezó y acabó con ellos.
No obstante, a pesar de decir estas cosas, sostengo con la misma
convicción que cualquier otro que, en cierto sentido, este versículo es
aplicable a todos los ministros cristianos, y en ese sentido su nombramiento
es semejante al de los Apóstoles. Todo ministro de Cristo tiene como
cometido declarar con el valor, la autoridad y la decisión que le confiere la
Palabra de Dios a quiénes se le perdonan los pecados y a quiénes se les
retienen. Este es un cometido y una obra para aquellos que son ordenados y
llamados. Cuando quiera que un ministro proclama desde su púlpito el
Evangelio de Cristo con fidelidad, lleva a cabo la obra que encomendó
nuestro Señor a los Apóstoles en este versículo y puede reconfortarse con la
idea de que puede confiar en la bendición de nuestro Señor. No puede
hacerlo con el poder infalible de los Apóstoles, pero en un sentido sí es su
sucesor y su seguidor.
Toda la cuestión que plantea este versículo es tan importante en la
actualidad que no vacilo en citar el siguiente pasaje de la Apología del obispo
Jewell, que contribuye a esclarecerlo.
Dice Jewell: “Decimos que Cristo ha otorgado a los ministros la facultad de
atar y desatar, abrir y cerrar. Y decimos que la facultad de desatar consiste
en lo siguiente: que el ministro, por medio de la predicación del Evangelio y
gracias a los méritos de Cristo, ofrece a las personas abatidas y arrepentidas
la absolución y les asegura la remisión genuina de sus pecados y la
esperanza de una salvación eterna; o bien, en segundo lugar, reconcilia,
restaura y acepta en la congregación y la comunión de los fieles a aquellas
personas arrepentidas que, ya sea por algún escándalo lamentable o por
algún pecado público, han ofendido a sus hermanos y se han separado y
alienado de la mancomunidad de la Iglesia y del cuerpo de Cristo. Y decimos
que el ministro ejerce la facultad de atar o cerrar cuando cierra las puertas
del Reino o del Cielo a los incrédulos y los obstinados y les declara la
venganza de Dios y su castigo eterno; o bien excluye del seno de la Iglesia a
los que son excomulgados públicamente; y que Dios mismo aprueba toda
sentencia que impongan sus ministros en este sentido, de forma que todo lo
que se ate o se desate en su ministerio aquí en la Tierra también lo atará, lo
desatará y lo confirmará en el Cielo. Decimos que la llave con que cierran los
ministros las puertas del Cielo es, como dice Crisóstomo, el conocimiento de
la Escritura; como dice Tertuliano, la interpretación de la Ley; y como dice
Eusebio, la Palabra de Dios. Decimos que los discípulos de Cristo recibieron
este poder (de Él) no para escuchar las confesiones privadas de la
congregación y prestar oídos a sus murmuraciones —tal como hacen en la
actualidad los sacerdotes papistas en todas partes, y como si todo el peso y
la utilización de las llaves se redujera a eso—, sino para predicar y proclamar
el Evangelio a fin de que sea olor de vida para vida, para aquellos que crean;
y a fin de que sea olor de muerte para muerte para quienes no crean; para
que por medio de la Palabra de Dios, como una especie de llave, se abran las
mentes de aquellos afligidos por los errores y las maldades de su vida pasada
y hayan visto la luz del Evangelio y creído en Cristo; y para que los malvados
y los contumaces, que no creen o no desean volver al camino, se queden
atrás, se les cierre la puerta y, tal como lo expresa S. Pablo (cf. 2 Timoteo
3:13), vayan ‘de mal en peor’. Esta es la interpretación que hacemos de las
llaves y esta es la forma en que se atan o desatan las conciencias de los
hombres”.
Observa Calvino: “Cuando Cristo insta a los Apóstoles a perdonar los
pecados, no les otorga algo que le pertenece a Él exclusivamente. El perdón
de los pecados es prerrogativa suya. No delega este honor en los Apóstoles
en la medida en que le pertenece específicamente a Él. Solo les insta a
proclamar el perdón de los pecados en nombre de Él, para que por medio de
ellos Él reconcilie a los hombres con Dios”.
Dice Brentano: “Esta es la forma genuina y celestial de remitir los
pecados: la predicación del Evangelio de Jesucristo. Los que no predican el
Evangelio de Cristo no tienen la facultad de remitir los pecados ni de
retenerlos”.
Dice Bullinger: “Los Apóstoles remitían los pecados de los hombres
cuando, por medio de la predicación del Evangelio, enseñaban que los
pecados de los hombres eran remitidos y que se les concedía la vida eterna
por medio de la muerte y la resurrección de Jesucristo. Retenían los pecados
de los hombres cuando anunciaban que la ira de Dios permanecía sobre
aquellos que no creían”.
Dice Gualter: “Hoy día se dice de los ministros que remiten los pecados
cuando prometen su remisión en Cristo a quienes creen, y que retienen los
pecados cuando declaran la condenación a los incrédulos y a los que siguen
sin arrepentirse”.
Dice Musculus que esta promesa no es patrimonio “de todos y cada uno
de los ministros, sino del verdadero ministro del Evangelio, que no enseña ni
promete más que esto: que quienes se arrepienten y creen en Cristo
disfrutan de la remisión de sus pecados y la vida eterna, y que los
impenitentes y los incrédulos permanecen en sus pecados y en la muerte.
Esta doctrina está ratificada y confirmada ante Dios, porque es acorde al
Evangelio del Hijo de Dios”.
Piensa Lightfoot que, al interpretar estas palabras, debemos tener muy en
cuenta que probablemente se pronunciaran junto con las palabras de nuestro
Señor en S. Lucas, cuando dice que “se predicase en su nombre el
arrepentimiento y el perdón de pecados en todas las naciones” (Lucas 24:46).
Piensa que, al oír estas palabras, puede que los Apóstoles experimentaran
ciertos escrúpulos: “¿De verdad es esto así? ¿Debemos predicar la remisión
de pecados en Jerusalén a hombres manchados con la sangre del Mesías?”. Y
pensemos que se pronunciaron estas palabras para animarlos. “Sí: debéis
empezar por Jerusalén. Porque a quienes remitiereis los pecados, les son
remitidos”. En último lugar, Lightfoot pregunta con gran sensatez: “¿Sobre
qué base y con qué confianza podrían haber predicado los Apóstoles la
remisión de los pecados a hombres tan viles como los asesinos de su Señor a
menos que el Señor mismo se lo hubiera encomendado y les hubiera
autorizado para ello?”.
Dice Poole: “La cuestión que se plantea entre los teólogos es si, en este
texto, Cristo concede autoridad a sus ministros para exonerar a los hombres
de la culpa de sus pecados, o solo para declararles que, si se arrepienten y
tienen una fe verdadera, sus pecados serán perdonados realmente. Muchos
defienden la primera idea, aunque no parezca razonable que Dios delegara
en el hombre tal prerrogativa y que Dios, que es conocedor de la falsedad del
corazón humano y la incapacidad del mejor ministro para estimar el
verdadero arrepentimiento y la fe de un hombre, así como de las pasiones a
que estamos sujetos, fuera a dar a ningún hijo del hombre un poder absoluto,
que le pertenece a Él, para exonerar a nadie de la culpa por el pecado. Es
seguro que, sin arrepentimiento verdadero y fe en Cristo, ningún hombre
recibe el perdón de los pecados; así, ningún ministro, que desconoce los
corazones de los hombres puede decir con certeza a nadie: tus pecados te
son perdonados. No podemos saber qué grado de certeza pudieron tener los
Apóstoles mediante el Espíritu de discernimiento, pero lo que es seguro es
que nadie puede tener semejante certeza de la fe y el arrepentimiento de un
hombre hoy día. De ahí que considere manifiesto que nadie recibe otra
facultad de Cristo que la de declarar a los hombres que, si se arrepienten de
verdad y creen, sus pecados serán verdaderamente perdonados. El único
matiz es que, en un ministro fiel y capaz, al ser intérprete y embajador de
Cristo y estar más capacitado para discernir la fe y el arrepentimiento de
otros (aunque no de forma infalible o segura), estas declaraciones tendrán
más peso y autoridad que en otros. Considero que esto es lo máximo a lo que
podemos llegar en esta cuestión”.
Concluyo este pasaje con una advertencia general. Independientemente
del sentido que atribuyamos a estas palabras, asegurémonos de no conceder
a los ministros, de cualquier nombre o denominación, un lugar, un poder, una
autoridad, una posición o unos privilegios que Cristo jamás les concedió.
Poner a los ministros en un lugar que no les corresponde ha sido fuente de
gran corrupción y de innumerables supersticiones en la Iglesia de Cristo.
Considerar a los ministros mediadores entre Cristo y el alma, confesarse en
privado ante ellos y recibir una absolución privada de ellos es un sistema que
carece de todo respaldo neotestamentario y el camino directo a toda clase de
males. Es un sistema tan pernicioso para los ministros como para sus
congregaciones, una subversión absoluta del Evangelio y una deshonra para
el oficio sacerdotal de Cristo.
A mi modo de ver, el propósito de las tres absoluciones que hallamos en la
Liturgia de la Iglesia anglicana —la de la oración matutina y vespertina, la del
culto de Comunión y la de la visitación a los enfermos— es puramente
declarativo. Sin embargo, nunca me canso de decir que la absolución en el
culto de visitación es susceptible de ser malentendida y está expresada de
forma lamentable.
Comenta Shepherd sobre la Oración Común: “La Iglesia anglicana no
defiende ni apoya la opinión de que, en virtud de su ordenación, un sacerdote
tenga la facultad absoluta e incondicional de perdonar los pecados. La
facultad que ha recibido y ejercido el clero es puramente ministerial y está
delimitada y definida por la Palabra de Dios, que declara expresamente las
condiciones en que se perdonarán los pecados y en que serán retenidos.
Suponer que algún ministro de Cristo desde los Apóstoles posea la facultad
de remitir o retener los pecados a su discreción va en contra de todo el tenor
de la Escritura, así como de los dictados de la razón y el sentido común”.
Juan 20:24–31

La historia de la incredulidad de Tomás que se relata en estos


versículos solo aparece en el Evangelio según S. Juan. Por sabias y
buenas razones, Mateo, Marcos y Lucas la pasan por alto, y es
probable que no fuera entregada al mundo hasta la muerte de Tomás.
Este es precisamente uno de esos pasajes de la Escritura que
proporcionan sólidas pruebas internas de la honradez de los autores
inspirados. Si la Biblia hubiera sido confeccionada por impostores y
embaucadores que solo buscaban el beneficio propio, jamás habrían
referido a la Humanidad el comportamiento que tuvo aquí Tomás, uno
de los primeros fundadores de una nueva religión.
Por un lado, estos versículos nos muestran todo lo que pueden
perderse los cristianos al no asistir con regularidad a las reuniones del
pueblo de Dios. Tomás estaba ausente la primera vez que Jesús se
apareció a los discípulos tras su resurrección, y por consiguiente se
perdió una bendición. Por supuesto, no podemos demostrar con
certeza que la ausencia del Apóstol fuera injustificada. Sin embargo, si
tenemos en cuenta el momento crítico en que se encontraban las vidas
de los Once, parece muy improbable que tuviera algún buen motivo
para no estar con sus hermanos, y la balanza se inclina hacia alguna
clase de culpa por su parte. Comoquiera que sea, hay algo claro y
manifiesto. Por haber estado ausente, se mantuvo en la incertidumbre
y la incredulidad durante una semana entera, mientras que todos los
que le rodeaban se regocijaban en la idea de un Señor resucitado.
Cuesta imaginar que esta hubiera sido la situación de no haber
cometido algún tipo de error. Es difícil ahuyentar la sospecha de que
Tomás estuvo ausente cuando podía haber estado presente.
Haremos bien en recordar la acusación del Apóstol S. Pablo: “No
dejando de congregarnos, como algunos tienen por costumbre”
(Hebreos 10:25). La única forma de prosperar en nuestra vida cristiana
es no faltar jamás a la casa de Dios los domingos sin un buen motivo,
no perderse nunca la Cena del Señor cuando se administra en nuestra
propia congregación, no dejar nunca nuestro banco vacío en presencia
de los medios de gracia. Quizá el mismísimo sermón que nos
perdemos innecesariamente contenga una valiosa y pertinente palabra
para nuestras almas. La mismísima reunión de oración y alabanza a la
que no asistimos podría haber sido la que hubiera animado, avivado y
reafirmado nuestros corazones. Qué poco imaginamos la gran
dependencia que tiene nuestra salud espiritual de pequeñas ayudas
regulares y lo mucho que sufrimos si nos perdemos nuestra
medicación. Ningún cristiano debería utilizar el mezquino argumento
de que muchos asisten a los medios de gracia sin que les sea de
ayuda. Quizá sirva para las personas incapaces de ver su propio estado
e inconversas, pero un verdadero siervo de Cristo nunca debería
utilizarlo. El que lo haga debería recordar las palabras de Salomón:
“Bienaventurado el hombre que me escucha, velando a mis puertas
cada día, aguardando a los postes de mis puertas” (Proverbios 8:34).
Por encima de todo, debería marcarse a fuego en su corazón la
promesa del Maestro: “Donde están dos o tres congregados en mi
nombre, allí estoy yo en medio de ellos” (Mateo 18:20). Raro será que
un hombre así quede en la situación de Tomás, afuera, en la
intemperie de la incredulidad, mientras otros se sacian y disfrutan del
calor.
Por otro lado, estos versículos nos enseñan lo bondadoso y
misericordioso que es Cristo con los creyentes tibios y torpes. Quizá no
haya ningún otro pasaje en los cuatro Evangelios que ejemplifique de
forma tan hermosa este aspecto del carácter de nuestro Señor como la
historia que tenemos ante nosotros. Cuesta imaginar algo más irritante
y exasperante que la conducta de Tomás cuando ni siquiera el
testimonio de diez hermanos fieles hizo mella alguna en él y afirmó
obstinadamente: “Si no viere con mis propios ojos y tocare con mis
propias manos, no creeré”. Sin embargo, es imposible imaginar algo
más paciente y compasivo que el trato dispensado por nuestro Señor a
este débil discípulo. No lo rechaza ni lo excomulga. Vuelve de nuevo
tras una semana, y aparentemente para beneficio específico de Tomás.
Le trata en concordancia con su debilidad, como una delicada nodriza
a un niño tozudo: “Pon aquí tu dedo, y mira mis manos; y acerca tu
mano, y métela en mi costado”. Si solamente las pruebas materiales
más toscas y burdas podían convencerle, entonces se le
proporcionarían. Sin duda, este es un amor que excede a todo
conocimiento y sobrepasa todo entendimiento.
No debe cabernos ninguna duda de que un pasaje de la Escritura
como este se escribió para consuelo de todos los verdaderos
creyentes. El Espíritu Santo sabía a la perfección que, en este mundo
malo, los discípulos débiles, torpes y necios son de lejos los más
comunes. El Espíritu Santo se ha asegurado de proporcionarnos
abundantes pruebas de que, además de su compasión, Jesús tiene una
gran dosis de paciencia y soporta las debilidades de todo su pueblo.
Asegurémonos de empaparnos del espíritu de nuestro Señor y de
imitar su ejemplo. Jamás tachemos a las personas de incrédulas e
impías simplemente porque su fe sea débil y su amor tibio.
Recordemos el caso de Tomás y seamos compasivos y misericordiosos.
Nuestro Señor tiene muchos hijos débiles en su familia, muchos
alumnos torpes en su escuela, muchos soldados inexpertos en su
ejército y muchas ovejas renqueantes en su rebaño, pero a todos ellos
los soporta y a ninguno lo echa de sí. Dichoso el cristiano que ha
aprendido a tratar del mismo modo a sus hermanos. En la Iglesia hay
muchos que, como Tomás, son débiles y torpes pero que, a pesar de
todo, también son creyentes verdaderos como él lo era.
En último lugar, estos versículos nos muestran que un discípulo se
dirigió a Cristo como “Dios” sin que este se lo reprochara. La noble
exclamación que brota de labios de Tomás al convencerse de la
veracidad de la resurrección de su Señor —la noble exclamación de
“¡Señor mío, y Dios mío!”— solo se puede explicar de una forma. Era
un testimonio inequívoco de la divinidad de nuestro bendito Señor. Era
una declaración rotunda de que Tomás creía que Aquel a quien había
visto y tocado ese día no solo era hombre, sino también Dios. Por
encima de todo, era un testimonio que nuestro Señor aceptó y no
censuró, y una declaración que no reprochó de modo alguno. Cuando
Cornelio cayó a los pies de Pedro dispuesto a adorarle, el Apóstol
rechazó semejante honor de forma inmediata: “Levántate, pues yo
mismo también soy hombre” (Hechos 10:26). Cuando el pueblo de
Listra quiso dedicar un sacrificio a Pablo y Bernabé, ellos “rasgaron sus
ropas, y se lanzaron entre la multitud, dando voces y diciendo:
Varones, ¿por qué hacéis esto?” (Hechos 14:14). Sin embargo, cuando
Tomás dice a Jesús: “¡Señor mío, y Dios mío!”, sus palabras no
despiertan la más mínima reconvención en nuestro santo y veraz
Maestro. ¿Podemos dudar que esto se escribió para instrucción
nuestra?
Tengamos la firme convicción de que la divinidad de Cristo es una
de las grandes verdades fundamentales del cristianismo y estemos
dispuestos a ir a la pira antes que renegar de ella. A menos que
nuestro Señor Jesús sea Dios mismo, su mediación, su expiación, su
intercesión, su sacerdocio y toda su obra de redención carecen de
sentido. Sin la divinidad de Cristo, estas gloriosas doctrinas no son más
que blasfemias inútiles. Agradezcamos a Dios perennemente porque la
divinidad de nuestro Señor se enseña por todas las Escrituras y se
apoya en pruebas incontrovertibles. Por encima de todo,
encomendemos diariamente nuestras almas pecadoras con plena
confianza a Cristo, como a alguien que es Dios perfecto además de
hombre perfecto. Es hombre, y por tanto sabe lo que es sufrir nuestras
debilidades. Es Dios, y por tanto puede salvar hasta el extremo a todos
aquellos que se acercan a Dios por medio de Él. El cristiano que pueda
mirar a Cristo por fe y decir junto con Tomás “¡Señor mío, y Dios mío!”
no tiene nada que temer. Con semejante Salvador no debemos vacilar
en iniciar una verdadera vida religiosa y proseguir valerosamente en
ella.

Notas: Juan 20:24–31


V. 24: [Pero Tomás, uno de los doce, llamado Dídimo]. La historia de la
segunda aparición de Cristo ante toda la congregación de los Apóstoles y
para provecho especial de Tomas es uno de esos incidentes que solo se
documentan en el Evangelio según S. Juan. Y debiéramos estar agradecidos
de que se dejara constancia de ello. Es precisamente una de estas historias
que proporcionan sólidas pruebas internas a favor de la inspiración divina de
las Escrituras y de la verdadera honradez de los autores de los Evangelios. Un
hombre que no hubiera sido inspirado, por no hablar de un impostor
fraudulento, no nos habría hablado de la incredulidad de un Apóstol elegido.
Además, es una de esas historias que arrojan abundante luz sobre una
cuestión de gran interés: las grandes diferencias de temperamento que se
pueden encontrar entre verdaderos cristianos.
Comenta Crisóstomo: “Observemos la veracidad de los discípulos. No
esconden ningún defecto, ya sea propio o ajeno, sino que dejan constancia
de ellos con gran fidelidad”.
¡Según Gerhard, el cardenal Belarmino llega a decir que la historia de
Tomás, al igual que la de la embriaguez de Noé, el adulterio de David y la
negación de Pedro, justifica que el laicado no lea la Biblia, no vaya a
perjudicarle! El venerable cardenal olvida que necesitamos faros que nos
adviertan del peligro y ejemplos de la misericordia de Cristo para con las
personas torpes y pecadoras a fin de fomentar nuestro arrepentimiento.
Del apóstol Tomás sabemos muy poco. En el Evangelio según S. Juan solo
se documentan dos intervenciones suyas, y ambas denotan el mismo
carácter. Cuando nuestro Señor declara su intención de ir a Betania y dice
abiertamente que Lázaro ha muerto, Tomás dice a sus condiscípulos: “Vamos
también nosotros, para que muramos con él” (Juan 11:16). Cuando nuestro
Señor, en su sermón de despedida a sus discípulos, dijo: “Y sabéis a dónde
voy, y sabéis el camino. Le dijo Tomás: Señor, no sabemos a dónde vas;
¿cómo, pues, podemos saber el camino?” (Juan 14:4–5). Siempre da la
impresión de ser uno de esos cristianos pesimistas y temerosos que lo ven
todo negro sin un solo rayo de luz; que recorren el camino al Cielo con fe y
gracia genuinas, pero tan asediados por dudas y temores que son incapaces
de disfrutar de su vida religiosa y se convierten en un problema para sí
mismos y para quienes les rodean. Creo que esta es la descripción más
precisa de su carácter. La teoría moderna de que era un librepensador de
amplias miras intelectuales que exigía sabiamente una demostración
razonable de todo en su religión y que, con toda razón, se mostraba renuente
a confiar en nada, es una teoría completamente insostenible a mi modo de
ver y que no barajo siquiera. Simplemente era un buen hombre lleno de
dudas y con una tendencia al pesimismo; un hombre que amaba de verdad a
Jesús y que estaba dispuesto a morir por Él, pero que solo veía los peligros
que acechaban a un discípulo en todo lo que hiciera y las dificultades que
rodeaban todo aquello en lo que debía creer. Hay muchos como él.
“Temeroso” y “Desconfianza”, en El progreso del Peregrino de John Bunyan,
tipifican a una amplia clase de cristianos del linaje del Apóstol Tomás.
[No estaba con ellos cuando Jesús vino]. No se nos explica por qué Tomás
no estuvo con los otros diez Apóstoles el domingo por la noche cuando Jesús
se apareció ante ellos, y no se nos ofrece la más mínima pista para
desentrañarlo. La mayoría de los comentaristas considera que tuvo la culpa y
que, por causa de su ausencia, se perdió una bendición y se mantuvo en la
incertidumbre durante otra semana más. Reconozco que esto puede ser
cierto, y creo que este ejemplo enseña de forma indirecta que no es prudente
faltar jamás a las reuniones del pueblo de Dios sin una causa justificada. No
obstante, creo que no debemos llevarlo demasiado lejos y depositar todo el
peso de la culpa sobre el Apóstol sin disponer de pruebas directas de su
culpabilidad. Por lo que sabemos, puede que se alojara a mayor distancia del
lugar de la reunión que ningún otro de los Once, y que, por tanto, no pudiera
llegar a tiempo; o quizá tuviera que llevar a cabo alguna tarea inaplazable.
En todo caso hay algo seguro: los discípulos no culparon a Tomás por su
ausencia cuando le dijeron: “Al Señor hemos visto”. No solo eso, sino que el
Señor mismo, cuando se aparece, no culpa a Tomás por haber estado
ausente la vez anterior, sino que tan solo reprocha su incredulidad. Considero
que la interpretación más sencilla de todo esto es que la ausencia de Tomás
era achacable a su carácter. Además de ser débil y torpe en su percepción, lo
era en sus actos; la clase de persona que siempre llegaría tarde a las
reuniones y a la iglesia. En este caso me atrevo a conjeturar que no tuvo
ninguna mala intención, y que quería estar presente junto con los otros diez
Apóstoles; sin embargo, es probable que saliera tarde, que caminara
despacio y que hubiera estado tan absorto en sus dudas y temores, en sus
preocupaciones ante las perspectivas de los discípulos de Cristo, que no llegó
al lugar de reunión hasta que Cristo se hubo retirado.
Algunos han planteado innecesariamente la cuestión de si, a causa de su
ausencia, Tomás fue privado de los dones y privilegios que fueron otorgados
al resto de los Apóstoles. Responde Lightfoot con sensatez: “Seguro que no:
fue algo común a todo el apostolado y patrimonio de ellos como Apóstoles. S.
Pablo estaba lejos cuando sucedieron estas cosas, tanto del apostolado como
de la religión. Sin embargo, cuando se convirtió en Apóstol fue
inmediatamente investido de estos privilegios”. Algunos piensan que su caso
fue como el de Eldad y Medad, que recibieron el Espíritu como el resto de los
setenta ancianos a pesar de estar ausentes (cf. Números 11:27).
V. 25: [Le dijeron […]: Al Señor hemos visto]. No se nos dice cuándo ni
dónde dijeron esto los discípulos. Me inclino a pensar que fue la misma noche
que nuestro Señor se apareció a ellos por primera vez y que Tomás llegó a la
reunión poco después de la partida de nuestro Señor. En mi opinión parece
como si los diez Apóstoles exclamaran al unísono, llenos de gozo y alegría
por lo que habían visto y oído: “¡Tomás, acabamos de ver a nuestro Señor y
Maestro! Si hubieras venido algo antes también lo habrías visto”. Lo
considero así por dos motivos. a) Las palabras del versículo 26 —“ocho días
después”— parecen indicar que transcurrieron ocho días entre la primera
aparición de nuestro Señor y la segunda, así como ocho días entre la
expresión de incredulidad de Tomas y su convencimiento final. b) Parece muy
improbable que Tomás dejara transcurrir todo un día y una noche a partir del
momento en que se extendió por Jerusalén el rumor de la desaparición del
cuerpo del Señor de su sepulcro sin buscar a los demás Apóstoles para saber
qué estaba ocurriendo. Por débil y torpe que fuera su fe, difícilmente
conciliaría el sueño sin saber nada al respecto. Estas consideraciones me
llevan a pensar que Tomás llegó antes de que los Apóstoles llegaran a
separarse tras la aparición de nuestro Señor. Entonces le dijeron de
inmediato que acababan de ver al Señor y el Apóstol incrédulo replicó con
esta notable frase.
[Él les dijo: Si no viere, etc.]. La incredulidad de Tomás, expresada en esta
famosa frase, fue un triste error en alguien que, a pesar de ser un buen
hombre, no tenía disculpa. Se negó a creer el testimonio de diez testigos
válidos que habían visto a Cristo corporalmente con sus propios ojos. Se negó
a creer el testimonio de diez amigos y hermanos verdaderos que no ganaban
nada engañándole. Les declara apasionadamente que no creerá a menos que
vea y toque el cuerpo de nuestro Señor. Pretende fijar ciertas condiciones que
han de cumplirse para que dé crédito a las palabras de sus hermanos. Utiliza
un lenguaje particularmente enérgico para expresar su escepticismo: “Puede
que otros crean si así lo desean, pero yo no creeré hasta haber visto y tocado
yo mismo”. Todo eso fue muy triste y un grave pecado. Tomás debería haber
pensado que, con esa misma lógica, no se podría demostrar nada por medio
de testigos; y que él mismo, como maestro, no podía esperar que nadie le
creyera. Este caso nos muestra lo necia y pobremente que puede hablar un
creyente en ocasiones y cómo, sometido a la influencia del desánimo y la
duda, puede llegar a decir cosas de las que luego se arrepienta de todo
corazón.
Después de todo, el caso de Tomás no es nada infrecuente. Hay algunas
personas que tienen una forma de ser tan extraña que desconfían de todo el
mundo, consideran a todas las personas mentirosas y no están dispuestas a
creer en nada a menos que lo vean y comprueben por su propia cuenta.
Tienen el arraigado hábito de no aceptar nada por pura confianza o por el
testimonio de otros, y tienen que examinarlo todo ellos mismos. Aunque
estas personas no sean conscientes de ello, muchas veces albergan una gran
dosis de orgullo y arrogancia; y resulta casi ridículo observar la forma en que
olvidan completamente que no podrían hacer nada en sus vidas cotidianas si
dudaran perpetuamente de todo y tuvieran que verlo con sus propios ojos. A
pesar de todo, hay personas así en la Iglesia y siempre las habrá; y el caso de
Tomás nos muestra los problemas que se buscan.
Para ser justos, debemos recordar que hay dos leves atenuantes para la
incredulidad de Tomás. Por un lado, no parece que ninguno de los Apóstoles
de nuestro Señor llegara a entender hasta la crucifixión de Cristo que llegaría
a ser crucificado y sepultado para luego resucitar. Por obvios que nos
parezcan estos grandes hechos en la actualidad, es completamente seguro
que no formaban parte del código de creencias de los Apóstoles mientras
nuestro Señor estuvo con ellos. Esto es cierto por extraordinario que parezca.
Creían que Cristo era el Mesías, pero eran incapaces de entender un Mesías
crucificado. Es preciso recordar al lector que Tomás era uno de estos
Apóstoles. ¿No arroja esto cierta luz sobre su asombroso escepticismo con
respecto a la veracidad de la Resurrección? Por otro lado, debemos recordar
que Tomás, al igual que todos los judíos, creía plenamente en la existencia de
espíritus y fantasmas y en la posibilidad de su manifestación. Aun después de
esto, cuando Pedro fue liberado de la prisión y vino a casa de Juan, llamado
Marcos por sobrenombre, los discípulos dijeron: “¡Es su ángel!” (Hechos
12:15). ¿No podemos considerar factible que Tomás, abrumado y confuso
ante las asombrosas noticias que le llegaban de que Cristo había sido visto,
se aferrara con su incredulidad característica a la idea de que los Apóstoles
solo habían visto el espíritu o el fantasma de Cristo? No ponía en duda que
hubieran visto algo, pero era incapaz de creer que se tratara del cuerpo físico
de su Señor. Conviene ponderar estas cosas. No defiendo ni disculpo a Tomás
en ningún momento. Simplemente recuerdo a aquellos que le condenan
implacablemente y que no escatiman críticas a su incredulidad que, para un
judío piadoso como Tomás, no era tan fácil aceptar la resurrección de nuestro
Señor como una cosa probada, tal como pudiera parecer a primera vista a
una persona moderna.
¡Comenta Musculus lo extraordinaria que parece la incredulidad de Tomás
si se tiene en cuenta que no solo había oído a nuestro Señor predecir su
propia resurrección en numerosas ocasiones, sino que unas semanas antes
también había visto a Lázaro resucitar de entre los muertos en Betania!
Señala Bengel: “No cabe duda de que Tomás consideraba que estaba
experimentando y expresando sentimientos juiciosos. Sin embargo, la
incredulidad, mientras estima defectuoso el juicio de otros, a menudo
descubre y delata una dureza del corazón, y en esa dureza una renuencia a
creer”.
V. 26: [Ocho días después, etc.]. Este versículo describe la forma en que
Jesús se complació por su gracia en aparecer de nuevo ante la congregación
de los Apóstoles con el propósito específico de convencer a Tomás.
Vino “ocho días después”. Esto viene a ser una semana en términos judíos
de expresar el tiempo, que siempre incluyen el primer día y el último. Nuestro
Señor, pues, fue sepultado el viernes por la noche y resucitó el domingo por
la mañana, por lo que en realidad solo estuvo treinta y seis horas en el
sepulcro. Sin embargo, un judío diría que había estado sepultado “tres días”.
Parece entonces que la primera y la segunda vez que nuestro Señor se
apareció a los Apóstoles era domingo. Comenta Poole que aquí vemos el
comienzo de la práctica de consagrar el primer día de la semana.
Vino cuando los discípulos estaban “dentro”. Esto significa que estaban
congregados en una habitación, probablemente en la misma casa donde se
habían reunido anteriormente. El convencimiento y la reconvención del débil
discípulo se llevaron a cabo gracias a Dios en privado y entre amigos.
Además de eso, no debe cabernos ninguna duda de que en aquellos
momentos los discípulos no se atrevían a reunirse al aire libre en ningún
lugar de Jerusalén. Es probable que aún circulara por la ciudad el rumor de
que habían robado el cuerpo de nuestro Señor y tuvieran que andar con
cautela.
Vino cuando estaba “con ellos Tomás”. Esto significa que ajustó su visita
de tal forma que no faltara ningún Apóstol. Sabía exactamente quiénes
estaban reunidos y dónde, y dispuso su aparición en consecuencia. Debiera
ser de gran ánimo para los creyentes recordar que el ojo de su Señor está
perpetuamente sobre ellos, y que sabe con exactitud el lugar donde se
encuentran y con quién están.
Vino “estando las puertas cerradas”. Esto significa que apareció
exactamente en las mismas circunstancias en que había aparecido la semana
anterior, de noche, cuando las puertas se habían cerrado cuidadosamente
por temor a los judíos. Por tanto, tal como había sucedido el domingo
anterior, se presentó de pronto, inadvertidamente, en medio del grupo de los
discípulos allí reunidos.
Vino con el mismo saludo misericordioso con que había aparecido
anteriormente. Una vez más, las primeras palabras que brotan de los labios
de nuestro Señor son: “Paz a vosotros”. Tomás estaba allí. El discípulo que
había declarado enfáticamente su incredulidad bien podía esperar alguna
clase de reproche. Sin embargo, nuestro Señor no hace ninguna excepción.
Vio a Tomás, siendo plenamente consciente de todo lo que este había dicho;
y, sin embargo, vuelve a decir, tanto a él como a los otros diez: “Paz”.
Debemos advertir con atención la asombrosa bondad de nuestro Señor
Jesucristo hacia un discípulo tibio y las molestias que se tomó, si es que
podemos utilizar esa expresión con reverencia, por una sola alma. La
incredulidad de Tomás era sumamente ofensiva e injustificable, y si hubiera
sido expulsado del grupo de los discípulos no podríamos hablar de una
excomunión inmerecida. Sin embargo, nuestro Señor se preocupa por este
débil miembro de su cuerpo místico y aparece específicamente a fin de
sanarlo y restaurarlo. ¡Qué maravilloso ejemplo da a todo su pueblo! ¡Cuánta
bondad debemos mostrar a los hermanos débiles y cuán dispuestos debemos
estar a esforzarnos en ayudarles! El cristiano moderno, dispuesto a
excomulgar a todo aquel que no comparta sus dogmas y tenga las mismas
ideas doctrinales y litúrgicas que él; el cristiano dispuesto a dejar de lado a
todo hermano que cometa un error y a tratarlo como un incrédulo y un impío;
tal cristiano puede presumir de ser muy celoso y fiel, pero no es un cristiano
con el mismo sentir que Cristo. Debemos estar dispuestos a hacer por los
otros lo mismo que hizo Cristo por Tomás.
No olvidemos que Tomás pasó toda una semana de incredulidad y duda
mientras que sus hermanos se estaba regocijando. Podemos estar seguros de
que no fue una semana demasiado dichosa para él. A menudo, el que
siembra una pequeña parcela de escepticismo recoge una gran cosecha de
problemas.
Ruperto, casi en solitario, sostiene que la segunda aparición de nuestro
Señor, para beneficio especial de Tomás, se produjo en Galilea, en Nazaret,
en casa de María. Sin embargo, la gran mayoría de los comentaristas opina
que fue en Jerusalén.
Observa Musculus lo amable y fraternal que fue el trato que dispensaron
los diez Apóstoles a Tomás. No lo excomulgaron ni lo expulsaron del grupo
por causa de su incredulidad, sino que permitieron que se reuniera con ellos
tal como había hecho en anteriores ocasiones.
Observa Rollock: “La amable conducta del Señor hacia Tomás nos enseña
una lección reconfortante. El Señor no es intolerante con las debilidades y las
carencias de los suyos. No se muestra intolerante con las debilidades de su
fe, con sus imperfecciones y con las carencias de sus oraciones y peticiones,
puesto que sus oraciones están llenas de imperfecciones. En lugar de eso,
pasa por alto esas imperfecciones y sus debilidades, hace caso omiso de la
corrupción presente en su fe, sus oraciones y sus deseos, y tiene en cuenta
su fe, por débil que esta sea”.
V. 27: [Luego dijo a Tomás, etc.]. Este versículo es un maravilloso ejemplo
de la compasión y condescendencia de Cristo. Venir al mundo siquiera y
adoptar un cuerpo; permitir que ese cuerpo fuera azotado, coronado de
espinas, clavado en la Cruz y depositado en un sepulcro; todo eso sin duda
demostró una condescendencia asombrosa. Sin embargo, el hecho de que,
obtenida ya la victoria sobre el pecado y la muerte y tras adoptar el cuerpo
de su resurrección, fuera a un discípulo vacilante y escéptico y le pidiera que
tocase su cuerpo, que pusiera el dedo en las marcas de los clavos y metiera
la mano en la gran herida del costado, fue una condescendencia que jamás
podremos llegar a admirar o alabar lo suficiente.
La última frase de este versículo es un reproche y una exhortación a la
vez. No se trata de una mera reconvención a Tomás por su escepticismo en
esta ocasión en particular, sino que se le aconseja apremiantemente que
tenga más fe a partir de ese momento. “Abandona esta costumbre de dudar,
cuestionar y desacreditar a todo el mundo. Renuncia a tu actitud incrédula.
Ten una mayor disposición a creer y confiar y a dar crédito a los testimonios
en el futuro”. Es indudable que la principal finalidad de esta frase era corregir
y reconvenir a Tomás por las escépticas palabras que había pronunciado el
domingo anterior. Sin embargo, considero que nuestro Señor deseaba
corregir además todo el carácter de Tomás y hacerle ver su principal pecado.
¡Cuántos hay entre nosotros que debieran hacer suyas las palabras de
nuestro Señor! ¡Qué incrédulos somos a menudo, cuánto nos cuesta creer!
Como ya se ha señalado anteriormente, adviértase que las heridas del
cuerpo de nuestro Señor debían de seguir abiertas a juzgar por las palabras
que dirige a Tomás, y que la herida del costado tenía que ser bastante
considerable, dado que le dice a Tomás que introduzca su mano.
No debemos dejar de advertir el conocimiento absoluto que tenía nuestro
Señor de todo lo que había sucedido el domingo anterior, de todo lo que
habían dicho los Apóstoles y de la escéptica afirmación que había hecho
Tomás. Tal conocimiento demostraba claramente que era Dios y no hombre.
Oye cada palabra ociosa que decimos y advierte todas nuestras
conversaciones.
Observemos el profundo conocimiento que tenía nuestro Señor de los
defectos y pecados que caracterizan a cada miembro de su pueblo. Vio que el
defecto de Tomás era la incredulidad, de modo que le dice: “No seas
incrédulo, sino creyente”.
V. 28: [Entonces Tomás respondió y le dijo: ¡Señor mío, y Dios mío!]. La
famosa respuesta de Tomás que hallamos en este versículo es una de esas
exclamaciones de sorpresa al ser consciente de haber cometido un error
lamentable y estar abrumado por tal cantidad de sentimientos que es
incapaz de expresarlos con muchas palabras. Es una expresión de asombro,
regocijo, arrepentimiento, fe y adoración en una sola frase.
Si debemos interpretar esta frase en tercera persona, como una
exclamación —”¡es mi Señor y mi Dios!”— o bien en segunda persona,
dirigiéndose a Él con palabras de adoración y amor —”Tú eres mi Señor y mi
Dios”— es una cuestión que el original griego no permite determinar con
certeza. Si se me pide una opinión diré que prefiero la segunda persona. Sin
embargo, el sentido es válido en ambos casos.
El texto que tenemos ante nosotros es uno de los que se citan
acertadamente como prueba irrefutable de la divinidad de nuestro Señor
Jesucristo. Se le llama “Dios” en presencia de diez testigos y acepta tales
palabras sin reconvenir a la persona que las ha pronunciado. A menos que se
esté dispuesto a negar la inspiración de todo el Evangelio según S. Juan o la
autenticidad y corrección de este texto en particular, cuesta imaginar alguna
forma de eludir el peso de esta expresión a favor de la divinidad de Cristo. La
sugerencia de Teodoro de Mopsuestia y de algunos socinianos modernos de
que Tomás solo profirió estas palabras como una especie de juramento o de
exclamación que no iba dirigida específicamente a Cristo es absolutamente
insostenible, por no decir blasfema. No es razonable suponer que un judío
piadoso, como era Tomás, utilizaría el nombre de Dios en vano y quebrantaría
el Tercer Mandamiento, por muy sorprendido que estuviera. No solo eso, sino
que nada demuestra que, a pesar de que un griego, un romano o un inglés
sin escrúpulos puedan decir “Dios mío” en señal de sorpresa, semejante
expresión fuera habitual entre los judíos. En resumen, a mi modo de ver solo
existe una interpretación posible de este texto si lo leemos honradamente. Es
una prueba incontrovertible de que Tomás consideraba a Cristo Dios y le
habló como si fuera Dios, y que nuestro Señor no hizo objeción alguna ni le
censuró por ello.
Comenta Bullinger lo enfáticamente que dice Tomás: “Señor MÍO, y Dios
MÍO”, demostrando la veracidad de su fe.
Dice Rollock: “Si comparamos a Tomás con los otros Apóstoles veremos
que, así como había superado a todos en su incredulidad, también los superó
de lejos en su creencia y su confesión de fe en el Señor”. Pero añade: “Jesús
no elogia a Tomás por su fe, dado que la liga a sus sentidos. No le declara
bienaventurado por ello, mientras que sí lo hace con respecto a aquellos que
crean sin ver”.
No tenemos forma de saber si Tomás llegó a tocar las heridas de nuestro
Señor tal como se le pidió. Ciertamente, tal como observa Agustín, no hay
prueba alguna de que así lo hiciera, y su exclamación parece ser enseguida,
algo repentino, y no el resultado de un examen y una comprobación. ¿Acaso
no podemos creer que el descubrimiento de que nuestro Señor conocía a la
perfección las palabras que había pronunciado el domingo anterior junto con
la prueba ocular de que se trataba de un cuerpo físico y no un espíritu
bastaran para convencerle? Esta es una cuestión incierta y cada lector
deberá formarse su propia opinión al respecto. No se nos dice que Tomás
tocara el cuerpo de nuestro Señor ni tampoco que no lo hiciera. De hecho, en
el siguiente versículo nuestro Señor dice: “Porque me has visto, Tomás,
creíste”.
V. 29: [Jesús le dijo: Porque me has visto, Tomás, etc.]. Este versículo
contiene un serio y solemne reproche a Tomás y una advertencia a todos los
que esperan contar con un número excesivo de pruebas antes de creer. Las
palabras de nuestro Señor se pueden parafrasear y exponer de la siguiente
forma: “Tomás, finalmente has creído en mi resurrección porque me has visto
con tus propios ojos y me has tocado con tus propias manos. Eso está bien.
No obstante, habría sido preferible que hubieras creído hace una semana con
el simple testimonio de tus diez hermanos y que no hubieras esperado hasta
verme. Recuerda de ahora en adelante que en mi Reino son más
bienaventurados y tienen más honra quienes dan crédito a un buen
testimonio sin ver, que quienes insisten en ver en primer lugar y luego
creen”.
Considero insostenible la idea de algunos de que nuestro Señor tenía en
mente a personas concretas como Abraham, Moisés, David, los Profetas y, en
general, a los santos del Antiguo Testamento. Creo que nuestro Señor no
pensaba en ningún caso individual, sino que solo estableció un gran principio
general que Tomás había olvidado, como una lección para él y para toda la
Iglesia en todas las épocas. La construcción griega en una frase como esta
permite una traducción en presente (cf. la Greek Grammar (Gramática
griega) de Jelf, pp. 401, 403; y la Greek Syntax (Sintaxis griega) de Farrar, p.
130).
Bien dice Gregorio: “La incredulidad de Tomás nos ha hecho más bien que
la fe de María”. Quiere decir que, si Tomás no hubiera dudado, no habríamos
disfrutado de tantas pruebas de la resurrección de Cristo de entre los
muertos.
El principio que encierra esta frase es de inmensa importancia en todas
las épocas, y especialmente en la nuestra. En tiempos de escepticismo, de
libre examen y de supuesto racionalismo, cuando se denigran por doquier los
credos, el dogmatismo y el sacerdocio, merece la pena examinar y estudiar
con atención esta frase. No hay nada más común hoy día que oír a las
personas decir que “se niegan a creer cosas que superan a su razón, que en
su vida religiosa no pueden creer nada que no entiendan plenamente, que
tienen que verlo todo antes de poder creer”. Ese tipo de discurso suena muy
bien y tiene su atractivo entre los jóvenes y las personas con una educación
superficial, dado que proporciona una excusa para desechar la religión vital
en su totalidad. Sin embargo, es una forma de hablar que denota una
mentalidad orgullosa, necia o incoherente.
¿Qué persona sensata desconoce que, en cuestiones científicas, es
preciso empezar por creer muchas cosas que no se entienden, adoptar
muchas posturas por confianza y aceptar muchas cosas basándose en el
testimonio de otros? Hasta en la ciencia más exacta, el especialista debe
partir de axiomas y postulados. La fe y la confianza en nuestros maestros son
una condición sine qua non para adquirir conocimientos. El que empiece sus
estudios diciendo que no creerá nada que no se le demuestre claramente
desde el principio, progresará bien poco.
¿Qué persona sensata desconoce que en la vida cotidiana se dan muchos
pasos importantes sin más referencia que el testimonio de otros? Los padres
envían a sus hijos a Australia, a Nueva Zelanda, a China o a la India sin haber
visto siquiera esos países, confiando en que lo que les han dicho de ellos sea
cierto. De hecho, la probabilidad es nuestra única guía en la mayor parte de
las parcelas de nuestra vida.
Ante hechos como estos, ¿qué sentido tiene decir, como hacen muchos
racionalistas y escépticos hoy día, que en una cuestión tan misteriosa como
es la de nuestras almas no debemos creer nada que no veamos y que no
debemos aceptar la veracidad de nada que no se pueda demostrar
matemáticamente? El cristianismo no rehúsa en absoluto a apelar al intelecto
y no nos exige una fe ciega e irracional. Sin embargo, sí nos pide que
empecemos por creer muchas cosas que superan nuestra razón y nos
promete que, si empezamos por eso, recibiremos más luz y veremos todas
las cosas con claridad. El hombre que presume de sabio en la actualidad
afirma: “La religión que tiene alguna clase de misterio me produce rechazo.
Primero debo ver y luego creeré”. El cristianismo replica: “No se puede evitar
el misterio a menos que abandones el mundo. Solo se te pide que hagas con
la religión lo que haces con la ciencia. Primero debes creer y luego verás”. El
clamor de los escépticos modernos es: “Si pudiera ver creería”. La respuesta
del cristiano debiera ser: “Si tan solo creyeras y pidieras humildemente
enseñanza divina, pronto verías”.
La pura verdad es que los librepensadores modernos se parecen mucho a
los judíos, que siempre estaban pidiendo alguna clase de señal visible de que
nuestro Señor era el Mesías y afirmaban que les bastaba verla para creer en
Él. Exactamente de la misma forma, hay muchas personas en estos tiempos
postreros del mundo que afirman ser incapaces de creer nada que supere a
su razón y que desean tener pruebas más sólidas de la veracidad de la
doctrina y los hechos cristianos que la simple probabilidad. Igual que Tomás,
tienen que ver para creer. ¡Pero qué extraordinario resulta que estos mismos
hombres que afirman todo eso, en sus propias vidas se rijan constantemente
por puras probabilidades! Se rigen de continuo por el testimonio de otros y su
confianza en que probablemente sea cierto. ¡Este mismo principio sobre el
que se basan incesantemente en sus cuestiones físicas, familiares y
monetarias es el que se niegan a utilizar en cuestiones relacionadas con sus
almas! En cuestiones de este mundo creen en todo tipo de cosas que no han
visto, que solo saben probables, y actúan basándose en sus creencias. En
cuestiones religiosas dicen no creer en nada que no vean y rechazan por
entero el argumento de la probabilidad. ¡De hecho, nunca ha habido nada
más incoherente e irrazonable que el supuesto racionalismo! No sorprende
que nuestro Señor estableciera, para beneficio de Tomás y de toda la Iglesia,
el gran principio: “Bienaventurados los que no vieron, y creyeron”.
Los comentarios de Richard Cecil sobre esta cuestión son tan apropiados
que no me arrepiento de citarlos. Los hallaremos en sus Original Thoughts
(Pensamientos originales) (Vol. 1, pp. 440–442).
“Cuando un hombre duda y pide más pruebas, Dios lo considera necedad.
Cuando nos quejamos y queremos más pruebas, el error es nuestro y no de
los designios de Dios. Un espíritu humilde aceptará una luz trémula y no se
negará a caminar porque no disponga del sol de mediodía. La incredulidad
con respecto a la verdad divina tiene su raíz en el orgullo y la autosuficiencia,
y lleva aparejada mucha ignorancia e irreflexión. Presume de comprender
todo lo que se le presente. El incrédulo pide una demostración. La débil
criatura, incapaz de explicar su propia constitución, desea que le expliquen
las cosas de forma tan clara como que dos y dos son cuatro. El verdadero
creyente acepta las verdades de la Biblia tal como acepta el Reino de los
cielos: con la sencillez de un niño”.
“Cuidémonos del peligro de seguir nuestras inclinaciones. Un hombre
puede hacer una exigencia tras otra hasta que al final nada le satisfaga; y el
siguiente paso será que, cuando no se dé por satisfecho con lo que Dios le
enseña, se quede en la duda y en la penumbra. Consideremos la naturaleza
del hecho de creer: no es lo mismo que creer que dos y dos son cuatro. ¿No
creen los hombres en otras cosas sobre la base de la probabilidad? Dios ha
proporcionado todas las pruebas que el hombre desea o necesita; y si
tenemos una actitud correcta, le agradeceremos la luz que nos ha
proporcionado, y estaremos dispuestos a andar por fe y no por vista. Si no
avanzamos de esta forma, no avanzaremos de ninguna. La justicia divina
castiga la incredulidad con la credulidad: sometiendo a los incrédulos a un
poder engañoso. Cuando los hombres se vuelven altaneros e incrédulos, Dios
los castiga permitiendo que “crean una mentira”. Cuidémonos de no decir,
como Tomás, que no estamos dispuestos a caminar a menos que disfrutemos
de la luz que consideremos apropiada”.
Me limito a mencionar la opinión que expresa el deán Stanley, en la línea
del Dr. Arnold (cf. Diccionario bíblico de Smith: “Tomás”), de que el Apóstol
incrédulo es un ejemplo destacado de “libre examen combinado con una fe
fervorosa”, con el único propósito de expresar mi absoluta disconformidad.
No veo nada que se parezca al “libre examen” en este Apóstol. No veo que
preguntara nada a sus hermanos. No veo la menor intención de examinar,
ponderar y sopesar el testimonio que le dieron. No aparece por ningún lado
una disposición a ir al sepulcro a examinar los lienzos, a hablar con María
Magdalena, a interrogar a los dos discípulos que salieron de viaje a Emaús.
Todo eso habría sido “libre examen”. Sin embargo, no veo nada por el estilo.
Solo veo una obstinada y pobre afirmación de que no creería nada hasta
verlo con sus propios ojos, independientemente de lo que dijeran sus diez
amigos. ¡Sin duda esto no le hace acreedor del término “libre examen”! En lo
que a la ferviente fe de Tomás concierne, es indudable que, al final, cuando
su misericordioso Salvador casi le obligó a creer apiadándose de su torpeza y
prácticamente imposibilitó toda incredulidad, hizo una hermosa confesión de
fe. Sin embargo, debemos recordar que fue una confesión que solo profirió en
el último momento y que se le arrancó, por así decirlo, por medio de un
misericordioso milagro. Por encima de todo, a pesar de su belleza no evitó
que su Maestro le reprendiera solemne y gravemente. Es indudable que
aquella noche Tomás durmió siendo un hombre perdonado; un hombre
llevado de una incredulidad extrema hasta una fe fuerte. Sin embargo, no
debemos olvidar que, a pesar de ser restaurado, convencido y perdonado, no
se le alabó ni se le elogió por ello. Si nos atenemos al texto, se le reprendió, y
no me cabe duda que lo sintió en lo más hondo. Considero, pues, que
presentarle como un ejemplo de “libre examen y fe fervorosa” es un error
absoluto y una mala interpretación tanto de su carácter como de todo el
sentido de este extraordinario pasaje.
Si, tal como creo, las notables palabras de S. Marcos hacen referencia a
esta aparición de nuestro Señor para beneficio específico de Tomás, solo se
puede considerar el lenguaje de nuestro Señor hacia él como un reproche.
Dice S. Marcos: “Se apareció a los once mismos, estando ellos sentados a la
mesa, y les reprochó su incredulidad y dureza de corazón, porque no habían
creído a los que le habían visto resucitado” (Marcos 16:14). Ciertamente, la
mayoría de los comentaristas son de esta opinión. Crisóstomo dice que
Tomás fue “severamente reprendido”.
Vv. 30–31: [Hizo además Jesús muchas otras señales, etc.]. Los dos
últimos versículos de este capítulo contienen uno de esos comentarios
parentéticos, o glosas, tan propios del Evangelio según S. Juan. Hay que
reconocer que parecen interrumpir el hilo de la narración y que se introducen
de manera más bien chocante. No debe ser motivo de sorpresa, pues, que el
significado de estos dos versículos haya sido motivo de controversia durante
mucho tiempo.
a) Algunos —como Calvino, Ecolampadio, Brentano, Poole, Rollock, Lampe,
Hengstenberg, Pearce y Alford— sostienen que S. Juan hace referencia a toda
la historia del ministerio de Cristo y que compara su propio Evangelio con los
de Mateo, Marcos y Lucas. Parafrasearían los dos versículos de la siguiente
forma: “Hizo además Jesús muchos otros milagros durante todo su ministerio,
en presencia de sus discípulos, que no están documentados en mi Evangelio,
aunque sí aparecen en los otros tres. Sin embargo, los pocos que sí se
documentan en él aparecen a fin de que os convenzáis de que Jesús es el
Mesías, el Cristo de Dios, y que al creer en Él tengáis vida eterna por medio
de su nombre”. Esta interpretación ofrece la seria dificultad de que,
considerados de esta forma, los dos versículos parecen introducidos de
manera algo abrupta y sin demasiada relación con lo que viene antes o va
después. En resumen, no resulta fácil explicar por qué aparecen aquí en
absoluto. Además, cuesta trabajo desentrañar el sentido de la expresión
“señales en presencia de sus discípulos” si tenemos en cuenta que los
mayores milagros de nuestro Señor los hizo ante personas que no eran
discípulos suyos en absoluto. No solo eso, tampoco está muy claro a qué
puede referirse S. Juan cuando dice “otras” señales. El término “otras” parece
aludir a milagros que se llevaron a cabo en aquel entonces; pero aparte de
las milagrosas apariciones de nuestro Señor, no se menciona ningún otro
milagro en especial.
b) Otros —como Crisóstomo, Teofilacto, Ruperto, Beza, Bullinger, Calovio,
Musculus, Gerhard, Ferus, Toledo, Maldonado, Henry, Tholuck, Scott,
Bloomfield y Olshausen— piensan que S. Juan escribe estos dos versículos
para hacer referencia a las maravillosas señales y pruebas que acababa de
dar nuestro Señor de su resurrección de entre los muertos. En su opinión, los
dos versículos se parafrasearían de esta forma: “Dio además nuestro Señor
muchas otras pruebas a los Apóstoles de su resurrección que no se
documentan en este Evangelio, aunque sí figuran en los de Marcos, Lucas y
Juan. Sin embargo, estas tres apariciones que he narrado aparecen a fin de
convenceros de que Jesús es el Mesías verdadero, el Cristo de Dios y que,
creyendo con convicción en Él, recibáis la vida eterna por medio de la fe en
su nombre”. Según esta interpretación, estos dos versículos hacen referencia
exclusiva al capítulo 20 y son un comentario parentético de él. Es como si
Juan dijera: “No supongáis que estas tres apariciones de Cristo son las únicas
señales y pruebas maravillosas de su resurrección. Hay otras que hallaréis
documentadas en el resto de los Evangelios. Sin embargo, he relatado estas
tres a fin de consolidar vuestra fe y para mostraros que, al creer en un
Salvador resucitado, tenéis unos cimientos sólidos”.
De entre las dos interpretaciones prefiero la segunda, dado que conlleva
menos dificultades. Si tenemos en cuenta el estilo narrativo de Juan, es más
probable suponer que hace un breve comentario parentético con respecto a
un capítulo que sobre todo su Evangelio. Por encima de todo, esta segunda
interpretación salva la importante dificultad de que, tras dar conclusión a su
Evangelio con un comentario acerca de él en su totalidad en relación con los
otros tres Evangelios, S. Juan parece comenzar de nuevo en el capítulo 21
con una especie de apéndice o epílogo. En resumen, con la extendida teoría
de que estos dos versículos se aplican a todo el Evangelio, S. Juan concluye
su historia, deja su pluma una vez completa su obra y, de pronto, retoma su
pluma y añade el capítulo 21 como una especie de ocurrencia posterior. ¡Esto
es, cuando menos, una forma un tanto indigna, por no decir irreverente, de
considerar la composición de un autor inspirado! La otra teoría, que restringe
la aplicación de estos dos últimos versículos a las cuestiones del capítulo 20,
esto es, las señales que dio nuestro Señor de su resurrección, está
completamente en consonancia con el estilo narrativo de S. Juan en su
Evangelio. Simplemente comenta entre paréntesis que existen otras pruebas
de la resurrección de nuestro Señor que se hallan en los otros Evangelios, y
que solo ha dejado constancia de lo que el Espíritu Santo le ha guiado a
escribir a fin de confirmar la fe de sus lectores.
Admito abiertamente que, se mire como se mire, este pasaje parece
haberse introducido de forma abrupta, y comprendería que no todo el mundo
aceptara la explicación que he defendido. Si el Evangelio según S. Juan
hubiera concluido con este capítulo 20, quizá habría compartido la teoría de
que los dos versículos tenían la finalidad de constituir una breve nota final
con respecto a toda la obra del Evangelista; y una breve admisión de haber
omitido muchos milagros que sí documentan Mateo, Marcos y Lucas. Sin
embargo, no puedo compartir la teoría cuando veo que S. Lucas pasa a
escribir el capítulo 21. La mera existencia de este capítulo me lleva a pensar
que, en los dos versículos anteriores, S. Juan solo habla de las señales de la
resurrección de Cristo que ha citado y reconoce la existencia de otras en los
demás Evangelios. Aparte de eso, por regla general, cuando veo un
comentario parentético o una glosa en el Evangelio según S. Juan, prefiero
aplicarlo a la cuestión más inmediata que está tratando. El Evangelista tiene
el hábito de hacer un breve aparte y luego retomar el hilo de la narración y
proseguir con la historia. Creo que estos dos versículos son un ejemplo de
esta costumbre. El hecho de que el Espíritu Santo inspirara de forma plena a
los autores de todos los libros de la Escritura, tanto en lo referente a su fe
como a sus palabras, no es obstáculo para que utilizaran su propio estilo
personal.
Independientemente de la tesis que escojamos en la controversia con
respecto a estos dos versículos, hay varias cosas en ellos sobradamente
claras y que jamás debiéramos olvidar. Por un lado, S. Juan reconoce
generosamente la existencia de otros libros aparte del suyo y desecha la idea
de que su Evangelio sea el único que deban leer los creyentes. Dichoso el
autor que puede decir humildemente: “Mi libro no contiene todo lo referente
a la cuestión que trata. Existen otros libros acerca de la materia. Léalos”. Por
otro lado, debemos tener en cuenta la gran finalidad y el propósito para el
que se escribieron este libro y todos los demás del Nuevo Testamento: fueron
escritos para glorificar a Cristo, para hacernos creer en Él como el único
Salvador de los pecadores y para conducirnos a la vida eterna por medio de
la fe en su nombre.
Es interesante recordar el gran número de historiadores eclesiásticos que
atribuyen a Tomás el honor de ser el primer Apóstol que predicó el Evangelio
en la India; y también dicen que allí fue martirizado. Al parecer, en Malabar
sigue habiendo una sociedad cristiana con su epónimo. Por desgracia, la
veracidad de todo esto es muy dudosa y se basa en pruebas muy débiles.

Juan 21:1–14

La aparición de nuestro Señor tras su resurrección que se describe


en estos versículos es un fragmento muy interesante de la historia del
Evangelio. En todas las épocas de la Iglesia siempre se ha atribuido un
componente muy simbólico y alegórico a las circunstancias que la
rodearon. Comoquiera que sea, cabría pensar si los comentaristas y los
exegetas no han ido demasiado lejos en ese sentido. Es posible llegar a
espiritualizar los relatos evangélicos hasta perder completamente de
vista el significado más directo de sus palabras. En este caso será más
prudente limitarnos a las sencillas y grandes lecciones que sin duda
contiene este pasaje.
Por un lado, en estos versículos vemos la pobreza de los primeros
discípulos de Cristo. Los vemos trabajando con sus propias manos a fin
de cubrir sus necesidades terrenales y trabajando en el más humilde
de los oficios: el oficio de pescador. No tenían oro ni plata, no tenían
tierras ni rentas, por lo que no les importó volver al trabajo para el que
se había formado la mayoría de ellos. Sorprende advertir que algunos
de los siete aquí mencionados estaban pescando cuando nuestro Señor
los llamó para que fueran Apóstoles y también pescaban cuando se les
apareció prácticamente la última vez. No debe cabernos ninguna duda
de que para Pedro, Santiago y Juan esta coincidencia tendría cierto
peso.
La pobreza de los Apóstoles contribuye grandemente a demostrar el
origen divino del cristianismo. Estos mismos hombres que se afanaban
toda la noche en una barca arrastrando una red fría y mojada sin hacer
ninguna captura, estos mismos hombres que tenían que trabajar
duramente para ganarse el sustento, estos mismos hombres fueron los
fundadores de la inmensa Iglesia de Cristo que ahora cubre la tercera
parte de la Tierra. Estos fueron los que salieron de un pequeño rincón
del mundo para remover sus mismísimos cimientos. Estos fueron los
hombres incultos e ignorantes que se enfrentaron valerosamente a los
sutiles sistemas filosóficos de la Antigüedad y acallaron a sus
defensores con la predicación de la Cruz. Estos fueron los hombres que
vaciaron de adoradores los templos de Éfeso, Atenas y Roma y llevaron
a multitudes a una fe nueva y mejor. Quien sea capaz de explicar estas
cosas sin reconocer que el cristianismo provino de Dios es sin duda
alguien extrañamente crédulo. La razón y el sentido común nos indican
que esta es la única conclusión a la que podemos llegar: Nada salvo la
intervención directa de Dios puede explicar el auge y la propagación
del cristianismo.
Por otro lado, en estos versículos debemos observar los diferentes
caracteres de los distintos discípulos de Cristo. Nuevamente, en el
marco de esta interesantísima ocasión, vemos a Pedro y a Juan codo
con codo en la misma barca y nuevamente, tal como sucedió en el
sepulcro, asistimos a un comportamiento distinto por parte de cada
uno de ellos. Cuando Jesús se encontraba en la orilla, Juan fue el
primer en reconocerle en la tenue luz del amanecer y en decir: “¡Es el
Señor!”; pero Pedro fue el primero en saltar al agua y esforzarse en
llegar a su Maestro. En pocas palabras, Juan fue el primero en ver; pero
Pedro fue el primero en actuar. El delicado y amoroso espíritu de Juan
fue el primero en discernir; pero la naturaleza arrojada e impulsiva de
Pedro le llevó a reaccionar y moverse el primero. Y, sin embargo,
ambos eran creyentes, ambos eran discípulos genuinos, ambos
amaron a Jesús en vida y ambos fueron fieles a Él hasta su muerte.
Pero a pesar de eso sus temperamentos naturales difería.
No olvidemos nunca la lección práctica que tenemos ante nosotros.
Tengámosla siempre presente al formarnos una opinión de los
creyentes. Jamás tachemos a otros de incrédulos o de inconversos
porque no cumplan su deber de la misma forma que nosotros o no
tengan los mismos sentimientos que otros. “Hay diversidad de dones,
pero el Espíritu es el mismo” (1 Corintios 12:4). Los dones de Dios a
sus hijos no se otorgan en el mismo grado exacto. Unos reciben más
de un don y otros más de otro. Unos tienen dones que destacan más
en público, mientras que otros tienen dones que destacan más en
privado. Unos destacan más en una vida pasiva, mientras que otros lo
hacen más en una vida activa. Sin embargo, todos los miembros de la
familia de Dios le glorifican a su propia manera y en su propio
momento. Marta estaba “afanada y turbada […] con muchas cosas”,
mientras María “sentándose a los pies de Jesús, oía su palabra”. Sin
embargo, llegó un día en Betania en que María estaba desbordada y
desecha por causa de un dolor excesivo y la fe de Marta destacó más
que la de su hermana (cf. Lucas 10:39–40; Juan 11:20–28). A pesar de
todo, ambas amaban a nuestro Señor. Lo único necesario es tener la
gracia del Espíritu Santo y amar a Cristo. Amemos a todos aquellos de
quienes se pueda decir eso aunque no compartan nuestro punto de
vista en todo. La Iglesia de Cristo necesita siervos de todo tipo e
instrumentos de toda clase: cortaplumas así como espadas, hachas así
como martillos, cinceles así como sierras, personas como Marta y
personas como María, personas como Pedro y personas como Juan.
Guiémonos por esta máxima: “La gracia sea con todos los que aman a
nuestro Señor Jesucristo con amor inalterable” (Efesios 6:24).
En último lugar, vemos en estos versículos las numerosas
evidencias que proporciona la Escritura de la resurrección de nuestro
Señor Jesucristo. Aquí, al igual que en otros pasajes, hallamos una
prueba irrefutable de que nuestro Señor resucitó con un cuerpo físico y
genuino, y una prueba que presenciaron siete adultos a la vez. Le
vemos sentado, hablando, comiendo y bebiendo a orillas del mar de
Galilea, y al parecer durante bastante tiempo. El sol matutino y
primaveral brilla sobre el pequeño grupo. Están solos junto al conocido
mar de Galilea, lejos del bullicio y las multitudes de Jerusalén. En
medio de ellos está sentado su Maestro con las huellas de los clavos en
las manos, el mismísimo Maestro a quien habían seguido durante tres
años y al que, al menos uno de ellos, había visto colgado de la Cruz.
Era imposible engañarlos. ¿Puede alguien pedir una prueba más
contundente de la resurrección de Jesús? ¿Puede alguien concebir
mejores evidencias de un hecho? Sabemos que Pedro estaba
convencido. Él mismo le dice a Cornelio: “Nosotros que comimos y
bebimos con él después que resucitó de los muertos” (Hechos 10:41).
Las personas de la actualidad que afirman no estar convencidas bien
pueden decir que están determinadas a no creer a pesar de todas las
pruebas que les den.
Demos gracias a Dios por la existencia de semejante “nube de
testigos” que demuestran la resurrección de nuestro Señor. La
resurrección de Cristo es la gran prueba de su misión divina. Dijo a los
judíos que, si no resucitaba al tercer día, no tenían por qué creer. La
resurrección de Cristo es la cúpula de la obra redentora. Demostró que
había concluido la gran obra que había venido a hacer y que había
vencido al sepulcro como nuestro Sustituto. La resurrección de Cristo
es un milagro que ningún incrédulo es capaz de explicar. Los hombres
pueden buscar explicaciones a la burra de Balaam y a la presencia de
Jonás en el vientre de la ballena, pero no debemos inmutarnos hasta
que demuestren que Cristo no resucitó de entre los muertos. Por
encima de todo, la resurrección de Cristo garantiza la nuestra. Igual
que el sepulcro fue incapaz de retener a la Cabeza, tampoco podrá
retener a sus miembros. Bien podemos decir con Pedro: “Bendito el
Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo, que según su grande
misericordia nos hizo renacer para una esperanza viva, por la
resurrección de Jesucristo de los muertos” (1 Pedro 1:3).

Notas: Juan 21:1–14


El último capítulo del Evangelio según S. Juan precisa de algunos comentarios
preliminares. Se han propuesto ciertas teorías muy cuestionables acerca de
él. a) Algunos —como Grocio— sostienen que Juan no fue el autor del
capítulo, que su Evangelio concluía con el último versículo del capítulo 20 y
que el capítulo 21 es obra de otro autor, ¡quizá de un Juan que era presbítero
en Éfeso! b) Otros no llegan tan lejos, aunque sostienen que este capítulo
debe considerarse un epílogo o apéndice del Evangelio y que probablemente
fue añadido por S. Juan mismo, como algo que se le ocurrió posteriormente,
algunos años después que el resto del Evangelio. Estas teorías se basan
principalmente en la forma en que concluye el capítulo 20. Se nos dice que
los dos últimos versículos de ese capítulo tenían el propósito manifiesto de
dar por concluido el relato de Juan, y que el capítulo 21 se introduce abrupta
y forzadamente.
Me opongo frontalmente a estas teorías y las repudio en su totalidad. No
veo prueba alguna de que los dos últimos versículos del capítulo 20 tuvieran
la intención de ser un epílogo de todo el Evangelio. En mi opinión parecen un
comentario del Evangelista, característico de él, exclusivamente acerca de la
relación que ha hecho en todo el capítulo de las apariciones de nuestro Señor
tras su resurrección. A mi modo de ver, es completamente natural que siga
escribiendo y relate adicionalmente la aparición más instructiva de nuestro
Señor en el mar de Galilea; y no veo que la inclusión del incidente resulte
abrupta o forzada. Por el contrario, considero especialmente afortunada la
elección del tema del capítulo 21. Considero una conclusión idónea para todo
el Evangelio que se nos refieran las últimas palabras de nuestro Señor con
respecto a Pedro y a Juan. Con respecto a Pedro, debemos recordar que
ningún Apóstol hizo una profesión de fe tan convencida como la suya para
luego caer de una forma tan trágica. Juan se asegura de contarnos la
misericordia con que nuestro Señor le vuelve a encomendar su misión y le
pide específicamente que alimente a su Iglesia y cómo le predice su fin. Con
respecto a Juan, conviene recordar que se le había mencionado
específicamente como el discípulo a quien Jesús amaba. Nos dice
humildemente que la única predicción acerca de sí mismo, si es que se puede
llamar así, era que su Señor no aclaró cuál sería su fin. Y así concluye su
Evangelio. No puedo estar de acuerdo con nadie que diga que este capítulo
se introduce de manera forzada y que no es una conclusión adecuada para el
relato de Juan tras el capítulo 20.
Existe una llamativa ausencia de evidencias, ya sean internas o externas,
que lleven a tener en cuenta las teorías que acabo de mencionar. No existe la
menor prueba de que algún autor de la Antigüedad llegara a considerar el
último capítulo del Evangelio según S. Juan menos inspirado y menos genuino
que el resto del libro. No hay nada en el lenguaje o el estilo de este capítulo
que despierte sospechas con respecto a una autoría distinta de la de Juan.
Los que deseen un estudio pormenorizado de esta cuestión harán bien en
consular el apéndice del Comentario al Evangelio según S. Juan de
Wordsworth.
Si a esto le añadimos que, a lo largo de todas las épocas, los más sabios y
santos comentaristas han observado en este capítulo varios símbolos
particularmente profundos e interesantes de la historia y la posición de la
Iglesia en el mundo, considero que ya se habrá dicho lo suficiente como para
que los lectores aborden el último capítulo del Evangelio según S. Juan con
mucha reverencia y con las mismas expectativas de enriquecerse con él que
con cualquier otro capítulo del libro.
V. 1: [Después de esto]. Esta es una expresión indefinida. Solo significa
que la aparición de nuestro Señor que se describirá a continuación en este
capítulo se produjo después de su aparición al octavo día después de su
resurrección. Debemos ubicar este versículo, pues, en algún momento entre
el octavo día y el cuadragésimo, cuando ascendió al Cielo. Sin embargo, no
podemos saber con exactitud de qué día se trataba. Solo podemos estar
seguros de una cosa. No se trataba del día de reposo, o de otro modo los
discípulos no habrían salido de pesca. Aun al día siguiente de la crucifixión,
los discípulos de Cristo “descansaron el día de reposo, conforme al
mandamiento” (Lucas 23:56).
[Jesús se manifestó otra vez a sus discípulos]. Esta expresión nos enfrenta
a una importante cuestión. ¿Dónde estuvo nuestro Señor los días en que no
“se manifestó o se mostró” a sus discípulos? Es obvio que no estaba con ellos
constantemente y que solo los visitaba de forma esporádica. ¿Dónde se
encontraba, pues, mientras tanto? Podemos estar seguros de que no estaba
en el Cielo, porque no había ascendido aún. ¿Pero en qué lugar de la Tierra
estaba? Por supuesto, hablo de su naturaleza humana. Como Dios, está en
todas partes. ¿Pero dónde estaba como hombre? Esta es una cuestión
misteriosa sobre la que no tiene sentido conjeturar. Bástenos saber que,
entre su resurrección y su ascensión, nuestro Señor aparecía súbitamente en
un lugar u otro y adoptaba una forma u otra a su antojo, de una manera que
somos incapaces de entender. Sin embargo, cuando leemos que se les
apareció “durante cuarenta días” (Hechos 1:3) no debemos suponer que
vieran a nuestro Señor cada día. Solo significa que le vieron esporádicamente
durante cuarenta días. Es indudable que cada una de estas apariciones tuvo
su propio propósito y su finalidad.
Comenta Crisóstomo: “Las palabras ‘se manifestó’ dejan claro que, tras su
resurrección, solo se veía a Cristo cuando este condescendía en ello, dado
que a partir de entonces su cuerpo era incorruptible y de una pureza
perfecta”.
[Junto al mar de Tiberias]. Ya hice referencia a esta famosa extensión
acuática, en ocasiones denominada lago de Genesaret y en otras mar de
Galilea, en mi nota sobre Juan 6:1 (“Meditaciones sobre los Evangelios: Juan
1–6”, p. 399). Es un lago de agua dulce a través del cual fluye el Jordán, con
unos 20 km de longitud y una anchura de casi 11 km, con la peculiaridad
geológica de encontrarse a unos 200 metros por debajo del nivel del mar
Mediterráneo. En un sentido teológico siempre debiera ser de gran interés
para un cristiano, dado que algunos de los mayores milagros de nuestro
Señor se obraron en él o en sus inmediaciones. Allí nuestro Señor caminó
sobre las aguas, se acercó a los discípulos afanados en remar y capacitó a
Pedro para que caminara momentáneamente sobre el agua. Allí calmó el
viento y las olas con una sola orden. Allí concedió a cuatro de sus Apóstoles
una captura milagrosa de peces. Allí les proporcionó dinero para el pago de
los impuestos pidiendo a Pedro que pescara un pez en cuya boca hallaría el
dinero. En la ribera de este lago alimentó a una multitud con unos pocos
panes y peces. En un acantilado que daba a este lago expulsó a una legión
de demonios y permitió que arrastraran a una piara de 2000 cerdos al agua.
En Corazín, Betsaida y Capernaum, ciudades a orillas de este lago, obró
algunos de sus mayores milagros. Sentado en una barca en este lago
pronunció la parábola del sembrador. En resumen, de todas las regiones
donde nuestro Señor predicó y obró milagros, ninguna vio y oyó tantas cosas
como la zona del “mar de Tiberias”.
Si tenemos esto en cuenta, ¿puede cabernos alguna duda de que la
aparición de nuestro Señor ante sus discípulos en el mar de Tiberias estuviera
preñada de un profundo significado? ¿Puede cabernos alguna duda de que
deseaba recordarles la sabiduría, el amor y el poder que habían presenciado
anteriormente junto a aquellas aguas? Era plenamente consciente de la
influencia que ejercen los lugares y los paisajes en la mente de los hombres.
Quería que sus discípulos recordaran todo lo que habían presenciado en los
primeros tiempos de su ministerio. Por encima de todo, deseaba tocar los
corazones de Pedro, Santiago y Juan pronunciando algunas de sus últimas
palabras en el mismo lugar donde los llamó por vez primera para que dejaran
sus redes y sus barcas, le siguieran y se convirtieran en pescadores de
hombres. Sostendría una de sus últimas conversaciones con ellos antes de
abandonar el mundo en el mismo lugar donde habían comenzado su camino
juntos.
Por supuesto, desconocemos el lugar exacto del mar de Tiberias donde se
apareció nuestro Señor. Sin embargo, si recordamos que Betsaida, que se
encontraba al extremo norte del lago, era “la ciudad de Andrés y Pedro” (Juan
1:44), podemos conjeturar con ciertas garantías que este capítulo transcurrió
en algún lugar cercano a Betsaida. Es probable que la barca que utilizaba
Pedro para pescar fuera propiedad suya o de algún amigo o pariente de su
ciudad de origen.
[Y se manifestó de esta manera]. Esta es una frase algo curiosa. No creo
que signifique exclusivamente: “La forma que tuvo de aparecer fue la
siguiente”. Sospecho que se introduce para hacer hincapié en todos los
pequeños detalles del acontecimiento, y para recordarnos que hasta los
detalles más nimios contienen un profundo significado espiritual.
V. 2: [Estaban juntos Simón Pedro, etc.]. Este versículo contiene los
nombres de los siete testigos ante los que se produjo la extraordinaria
aparición de Cristo que se relata a continuación. Debemos recordar que el
número siete es el de la perfección y que el testimonio de siete testigos era
la prueba más fehaciente que se podía dar. Podemos observar que no se
especifica el nombre de dos de ellos, cuya identidad no podemos más que
conjeturar. La mayoría de los comentaristas opina que debían de ser Andrés y
Felipe. Andrés porque era el hermano de Pedro, y Felipe porque vivía en
Betsaida junto al lago. Sin embargo, en realidad no lo sabemos y de nada
sirve hacer cábalas.
No se nos dice por qué solo había siete del total de once. No obstante, no
debemos dudar que había alguna buena razón para ello. Es de suponer que,
una vez pasada la Pascua y en obediencia al mandato de nuestro Señor, todo
el grupo de los Apóstoles se marchó a Galilea, y probablemente poco
después de su aparición para beneficio de Tomás. No obstante, no sabemos
dónde se encontraban Mateo, Simón, Jacobo el menor y Judas en ese
momento.
Cabe reseñar que este es el único pasaje de su Evangelio donde S. Juan
menciona el nombre de su propio padre, Zebedeo.
Merece la pena reflexionar sobre los motivos que llevaron a que estos
siete discípulos en particular estuvieran juntos. Es comprensible la presencia
de Simón Pedro, dado que vivía en Galilea y había recibido un mensaje
especial de su Señor en el que este le decía que iba a ir allí. Es probable que
Tomás, tras convencerse de la resurrección de Jesús, se asegurara de estar
cerca de Pedro y Juan. Natanael vivía en Caná de Galilea, como también
Bartolomé probablemente. Comoquiera que sea, Agustín lo pone en duda.
Los dos hijos de Zebedeo eran compañeros de Simón y siempre aparecen
junto a él en las ocasiones importantes.
Conviene recordar que el mensaje de nuestro Señor acerca de Galilea fue
el siguiente: “No temáis; id, dad las nuevas a mis hermanos, para que vayan
a Galilea, y allí me verán” (Mateo 28:10). Esas fueron las palabras de nuestro
Señor mismo. También los ángeles dijeron a las mujeres: “Va delante de
vosotros a Galilea; allí le veréis” (Mateo 28:7). Es normal que hallemos a los
Apóstoles en Galilea después de esto.
Comenta Henry acerca del hecho de que Tomás formara parte del grupo:
“Tomás se nombra junto a Pedro, como si ahora se mantuviera más cerca que
nunca de las reuniones de los Apóstoles. Desperdiciar oportunidades por
causa de nuestra negligencia no es malo si revierte en un mayor cuidado de
aprovechar las oportunidades que se presentan posteriormente”.
V. 3: [Simón Pedro les dijo, etc.]. Algunos destacados comentaristas han
considerado erróneo el comportamiento de Pedro al ir a pescar. Dicen que
demostró una propensión a volver al mundo y a su oficio terrenal de nuevo.
Difiero absolutamente de esta tesis. No veo mal alguno en la conducta de
Pedro en esta ocasión. Sus compañeros y él eran pobres y tenían que trabajar
para ganarse el sustento. El acto de pescar no tenía nada de malo y era
completamente natural que retomaran el oficio con el que más familiarizados
estaban. Su gran obra de mensajeros de nuestro Señor como predicadores
del Evangelio no habría de comenzar hasta después de la Ascensión, y
durante este período era más oportuno practicar un oficio honrado que estar
ociosos. No veo el menor motivo de reproche en la propuesta de Pedro ni en
el consentimiento abierto de sus compañeros. La ociosidad es mucho más
dañina para los cristianos que el trabajo. Independientemente de la clase
social o la posición que disfrutara, todo judío varón debía aprender algún
oficio terrenal.
Comenta Crisóstomo: “Puesto que ni Cristo estaba con ellos de continuo,
ni se había entregado el Espíritu aún, ni tampoco se les había encomendado
nada, volvieron a su oficio al no tener otra cosa que hacer”.
Observa Agustín: “Los Apóstoles no tenían prohibido ganarse el sustento
por medio de su trabajo, legítimo y legal, si en un momento dado no tenían
otra forma de ganarse la vida”. Señala asimismo que tenían exactamente el
mismo derecho a hacerlo que S. Pablo cuando trabajó confeccionando tiendas
con sus propias manos (cf. Hechos 18:3).
Comenta Calvino: “Pedro no había sido llamado aún para que hiciera su
aparición pública a fin ejercer su oficio de maestro, sino que tan solo se le
había recordado cuál habría de ser su llamamiento futuro (cf. Juan 20:21–23),
a fin de que él y otros comprendieran que no habían sido escogidos en vano
desde el principio. Mientras tanto debían hacer lo que tenían por costumbre y
lo que se correspondía a la vida privada de unos hombres”.
Comenta Ferus que el trabajo legítimo no es pecaminoso. Si Mateo
hubiera regresado a su vida de publicano hubiera sido algo muy distinto al
acto de Pedro al volver a pescar.
Comenta Stier que al ir a pescar no hacían más que cumplir las palabras
de nuestro Señor: “Pues ahora, el que tiene bolsa, tómela, y también la
alforja; y el que no tiene espada, venda su capa y compre una” (Lucas
22:36).
La expresión “una barca” se podría haber traducido como “la barca”. ¿No
demuestra la utilización del artículo que esta era la conocida barca que
habían utilizado siempre el Señor y los discípulos cuando se encontraban en
el lago?
El hecho de que “aquella noche no [pescaran] nada” no tiene nada de
sorprendente para un pescador. De todos los oficios con que los hombres se
ganan la vida, ninguno es tan incierto como el de pescador (cf. Lucas 5:4).
Todo el que esté familiarizado con la pesca sabe que la “noche” es el
momento en que más peces se recogen. Confío en poder demostrar cuando
lleguemos al final del pasaje que esto tenía un profundo sentido simbólico.
Considero más oportuno reservar todos los comentarios en ese sentido para
el final y así poder presentarlos al lector de manera uniforme y compacta. Por
ahora, tanto aquí como en todo el pasaje, me limitaré a comentar los hechos
como tales.
Comenta Burgon: “Hay una cosa segura, y es un hecho de gran interés.
Tuvo que ser la necesidad lo que llevara a los Apóstoles a desempeñar el
humilde oficio de pescadores. ¡Y, sin embargo, fueron estos mismos sobre
quienes se edificó la Iglesia! Estos siete se encuentran entre los nombres
escritos en los doce fundamentos de la Jerusalén celestial”.
También opina Burgon que la palabra original para “fueron” apunta a que
los Apóstoles estaban sentados juntos en el interior al atardecer, y muy
probablemente un sábado por la noche.
V. 4: [Cuando ya iba amaneciendo]. Esto probablemente signifique:
“Cuando ya despuntaba el día y se podía ver un objeto a cierta distancia”.
Tan pronto como hubo algo de luz, el grupo de la barca percibió la figura de
una persona en la orilla. En territorios tan sureños como Palestina, el
amanecer es muy breve; el día llega de manera mucho más repentina que en
nuestras latitudes.
[Se presentó Jesús en la playa]. Esto transmite la impresión de una
aparición súbita y repentina como la que se produjo la primera vez que
nuestro Señor se manifestó en medio de sus discípulos. Considero que Jesús
apareció en la playa exactamente de la misma forma, en un abrir y cerrar de
ojos. Debemos recordar que el cuerpo de nuestro Señor aparecía o
desaparecía, estaba presente o ausente, a su antojo en un momento.
Comenta Grocio que nuestro Señor no volvió al mar tras su resurrección
(cf. Apocalipsis 21:1): “El mar ya no existía más”.
[Mas los discípulos no sabían que era Jesús]. En mi opinión, los discípulos
no reconocieron a nuestro Señor porque se manifestó con otro aspecto, tal
como se apareció a los dos que iban de camino a Emaús. Descarto la idea de
que no le reconocieran por causa de la pálida luz del amanecer. Me parece
obvio que, por alguna misteriosa razón, el cuerpo resucitado de nuestro
Señor no llegó a ser exactamente igual en ningún momento al cuerpo que
había tenido antes de su crucifixión. Era el mismo y, sin embargo, era
distinto, si se me permite decirlo de esta forma. ¿Acaso no sucederá lo mismo
con nuestros cuerpos cuando resucitemos en el último día? Seremos los
mismos y, sin embargo, no seremos iguales.
Es digno de atención que los términos utilizados en griego sean
exactamente los mismos que se utilizan con respecto a María Magdalena
cuando pensó que le hablaba el hortelano y “no sabía que era Jesús” (Juan
20:14).
V. 5: [Y les dijo: Hijitos, etc.]. No podemos barajar siquiera la posibilidad
de que nuestro Señor no supiera si los discípulos tenían comida o no cuando
hizo la pregunta de este versículo. Me parece claro que la hizo para llamar su
atención y entablar así una conversación con ellos. Se mostró como un
extraño que se dignaba en hacer un comentario amistoso y amable. ¿No nos
recuerda esto a la forma en que inició la conversación con la samaritana y
rompió el hielo, por así decirlo, entre los dos? “Dame de beber” (Juan 4:7). No
hay nada que haga sentir más cómodas a las personas cuando conocen a un
extraño que una pregunta cortés sobre algún asunto sencillo de la vida
cotidiana.
Considero que el contexto demuestra que la pregunta de nuestro Señor
iba encaminada a conocer el éxito que habían tenido los discípulos en su
jornada. “¿Habéis pescado algo para comer?”. Es obvio que los discípulos lo
interpretaron de esta forma.
Es digno de atención que nuestro Señor tuvo que hablar en alta voz
cuando se dirigió a los discípulos en este versículo. En el versículo 8 se nos
dice claramente que la barca se encontraba a no menos de doscientos codos
—unos noventa metros— de la orilla, y nada indica que no se adentraran más
aún cuando nuestro Señor les dijo que arrojaran su red de nuevo. Hago este
comentario porque algunos —como Gerhard, Henry y Besser— piensan que la
respuesta de los discípulos tuvo algo de áspero y abrupto. Sin embargo,
parecen olvidar que una conversación con noventa metros de agua de por
medio solo podía llevarse a cabo con frases muy cortas y entrecortadas.
El término “hijitos” es una forma amistosa y familiar de dirigirse a alguien.
Equivaldría a decir “muchachos”, sin implicar necesariamente que las
personas a las que se alude sean muy jóvenes.
V. 6: [Él les dijo: Echad la red […], y hallaréis]. Nuestro Señor da un paso
más a fin de que sus discípulos lo reconozcan. Les ordena o les aconseja que
vuelvan a arrojar al agua su red, que al parecer ya habían recogido, por el
lado derecho de la barca. Difícilmente los discípulos no se sorprenderían ante
tal confianza en la promesa de éxito que les hacía un extraño. ¿No haría
sospechar al perspicaz Juan que no se trataba de un extraño corriente? ¿No
recordarían Pedro y él aquella ocasión en que habían estado trabajando “toda
la noche” infructuosamente y, sin embargo, a una orden de su Maestro
habían echado de nuevo sus redes con gran éxito? Considero que sí lo harían.
En mi opinión, es muy probable que nuestro Señor se apareciera y hablara
a los discípulos cuando estos habían concluido su jornada nocturna y
recogido sus redes y estaban remando rumbo a su hogar agotados por su
estéril esfuerzo.
[Entonces la echaron […] gran cantidad de peces]. En cierto sentido, el
hecho de que los discípulos sacaran sus redes repletas cuando actuaron
siguiendo el consejo de nuestro Señor no tenía nada de extraordinario.
Muchos peces nadan en bancos y los pescadores saben por experiencia que
un barco puede irse de vacío mientras que otro a escasos metros hace una
gran captura. El milagro consistía en el conocimiento absoluto que tenía
nuestro Señor del lugar donde se encontraban los peces y a qué lado de la
barca debían echar la red. Solo esto demostraba ya su omnisciencia.
Se podría plantear la duda de si siete pescadores que regresaban
cansados tras una noche de trabajo y que habían recogido ya su red se
detendrían para seguir el consejo de un extraño y arrojar de nuevo su red a
plena luz del día. Tengo la impresión de que las palabras de nuestro Señor
fueron acompañadas de una influencia y un poder ocultos y que, sin saber
por qué, los siete discípulos se sintieron empujados irresistiblemente a
obedecer al misterioso extraño.
V. 7: [Entonces aquel discípulo […]: ¡Es el Señor!]. El primero en
reconocer a Jesús fue el primer discípulo que creyó en su resurrección: el
discípulo amado Juan que, como es costumbre en él, no facilita su nombre.
Con su rapidez y sensibilidad características se convenció inmediatamente de
que el misterioso extraño era su amado Señor. El amor siempre aguza los
sentidos. Súbitamente se percató de que el consejo dado por el extraño y el
resultado que había tenido era el mismo que tres años antes. ¡Sin duda, el
extraño debía saber lo que sucedió entonces y tuvo que estar presente! ¡El
extraño tenía que ser el Señor mismo! Este tipo de ideas debieron de pasarle
por la cabeza con una velocidad vertiginosa; y de inmediato dijo a su amigo
Pedro, que probablemente se encargaba de guiar la barca: “Es el Señor”.
Piensa Rollock que fue la maravillosa captura de peces lo que hizo ver a
Juan que era el Señor. “En ello no solo vio un poder milagroso, sino también
generosidad y liberalidad”, igual que en su divino Señor.
[Simón Pedro, cuando oyó, etc.]. La conducta del apóstol Pedro que se
describe aquí es muy característica de él. Es justo lo que cabría esperar del
discípulo que salió una vez de la barca para caminar sobre las aguas y que en
otra ocasión desenvainó su espada y empezó a asestar golpes cuando
nuestro Señor estaba rodeado de enemigos. Ferviente, impetuoso, impulsivo,
apasionado, irreflexivo, reaccionando ante los estímulos más inmediatos, se
lanza de inmediato al mar cuando oye que su Señor está en la orilla y hace
todo lo posible por acercarse a Él. Independientemente de lo que pensemos
de su precipitado comportamiento, todos debemos admirar su amor. El celo
por Cristo merece nuestro respeto aun cuando lleve a un hombre a
comportarse precipitadamente. Aun cuando vaya a menos, siempre será
mejor el entusiasmo que la indiferencia.
Adviértase la forma en que Pedro se apresuró a actuar en cuanto “oyó” las
palabras: “Es el Señor”. No esperó a ver, como hizo Tomás en otra ocasión,
sino que se dio por satisfecho con la palabra de su hermano Juan. Basta una
chispa para encender la yesca, y una sola palabra para conmover un corazón
de sentimientos profundos.
Esta es la única vez que aparece en todo el Nuevo Testamento el término
griego traducido como “ropa”. Afirma Teofilacto que se trataba de la prenda
superior de los pescadores sirios. El contexto da a entender que era una
especie de prenda de la que se despojaban los pescadores mientras
manejaban sus redes.
No creo que haya motivos para pensar que Pedro se encontraba
completamente desnudo. Considero que el versículo significa que se había
despojado de parte de sus ropas, las más sueltas, tal como haría un pescador
en un clima cálido para manejar las redes mojadas con mayor comodidad. Y
cuando leemos que se ciñó la ropa, considero que simplemente tomó las
prendas exteriores que llevaba cuando salía de pesca al mar y se las ajustó a
la cintura antes de saltar al agua.
No veo motivos para suponer que cuando Pedro “se echó al mar” fuera
nadando a tierra. ¡No es probable que se pusiera más ropa para nadar! Me
inclino a pensar que él y sus compañeros se encontraban en aguas menos
profundas y que vadeó el trecho que le quedaba hasta tierra firme. Sabía que
la barca principal arrastraba demasiada agua para llegar a la orilla y no tuvo
la paciencia para esperar a que botaran la barca auxiliar. No me cabe duda
de que, al saltar al agua, recordaría aquella vez que salió de esa misma barca
y caminó sobre las aguas “para ir a Jesús”.
Para ser justos, hay que decir que Crisóstomo piensa que Pedro fue
nadando. ¡Por otro lado, Brentano, Gerhard y el arzobispo Whately (cf. la
traducción inglesa del Gnomon de Bengel) piensan que caminó
milagrosamente sobre el agua igual que en la otra ocasión!
V. 8: [Y los otros discípulos vinieron, etc.]. Aquí vemos, en fuerte
contraste con la conducta de Pedro, la forma en que los otros seis Apóstoles
llegaron a tierra. Lo hicieron en la barca (una mejor traducción sería “la barca
pequeña”), lo que hace referencia al esquife que llevan la mayoría de los
barcos grandes de pesca. Obviamente, no había calado suficiente para que el
barco de pesca se acercara a la orilla. Podemos estar seguros de que vinieron
despacio, dado que tuvieron que recorrer doscientos codos, o noventa
metros, arrastrando una red repleta de peces con una pequeña barca. Solo
quien haya tenido oportunidad de comprobarlo en la práctica sabe el lastre
que supone una red así para una barca pequeña.
Es digno de atención que no se especifique que Pedro llegara a alcanzar la
orilla con mayor antelación que sus hermanos. Por curioso que parezca, esta
cuestión se pasa por alto. Sin embargo, vadear aguas profundas es una tarea
trabajosa; y el hecho de que Pedro se ciñera la ropa antes de arrojarse al
agua es, en mi opinión, una sólida prueba indirecta de que no nadó, sino que
vadeó las aguas.
Llama la atención que Pedro olvidara los peces, la red, la barca y todo lo
demás en su preocupación por llegar a Cristo. Se comportó como la
samaritana que “dejó su cántaro” (Juan 4:28).
V. 9: [Al descender […] brasas […] un pez […], y pan]. No me cabe la
menor duda de que este versículo deja constancia de un milagro. Nuestro
bendito Señor cubrió las necesidades físicas de sus agotados discípulos y
puso afortunadamente “mesa en el desierto” para ellos (Salmo 78:19). Las
brasas, el pez y el pan fueron creación de quien no tenía más que desear
algo para que sucediera. Siempre atento y compasivo, nuestro Señor
consideró oportuno en su aparición demostrar a sus esforzados discípulos
que no solo se preocupaba por sus almas, sino también por sus cuerpos, y
que recordaba que eran hombres. ¿Quién sabe si este milagro no se produjo
cerca del mismísimo lugar donde había alimentado a los 5000 con un poco de
pan y pescado? Considero indudable que el pan y el pez creados
milagrosamente recordarían a los Apóstoles la multiplicación de “los panes y
los peces”. Una vez más vieron cómo el mismo poder omnímodo de su Señor
proporcionaba la misma comida milagrosa: el pan y el pescado.
El término griego traducido como “brasas” solo aparece en dos lugares
del Nuevo Testamento: aquí y en el relato del interrogatorio de nuestro
bendito Señor ante Anás en la casa del sumo sacerdote (cf. Juan 18:18). Fue
junto a las “brasas” donde se calentaban los siervos del sumo sacerdote y
ante las cuales el Apóstol Pedro negó a su Señor. Algunos piensan que
nuestro Señor dispuso las “brasas” en esta ocasión con el propósito de
recordar a Pedro su caída. Sin embargo, puede que la idea sea un tanto
rebuscada.
Comenta Stier convencido, aunque injustificadamente a mi modo de ver,
que fueron los ángeles quienes proporcionaron el pan y el pescado. En
cualquier caso fue un milagro, un acto creador.
Observa Quesnel: “Aquí vemos un milagro tras otro. El mismo poder que
llenó la red de peces en medio del mar, creó otros en tierra a fin de mostrar a
sus discípulos que Cristo no les había preguntado si tenían algo que comer ni
les había aconsejado que echaran las redes porque fuera incapaz de
conseguir peces”.
V. 10: [Jesús les dijo: Traed, etc.]. En este versículo, nuestro Señor pide a
los discípulos que comprueben que no han arrojado la red en vano. Debemos
recordar que esta fue la segunda frase que pronunció en aquella ocasión. La
primera fue: “Echad la red a la derecha de la barca, y hallaréis”. La segunda
fue: “Traed de los peces que acabáis de pescar”. Considero que nuestro
Señor deseaba mostrar a los discípulos que la clave del éxito era trabajar a
sus órdenes y obedecer incondicionalmente sus palabras. Es como si dijera:
“Sacad la red y ved con vuestros propios ojos lo provechoso que es hacer lo
que os digo”. Ya no necesitaban pescado para comer, puesto que ya lo había
provisto Él. La lección ahora era la demostración del poder de la bendición de
Cristo y la importancia de trabajar obedientemente a sus órdenes, y al sacar
la red la aprenderían.
V. 11: [Subió Simón Pedro, etc.]. No creo que este versículo dé a entender
que Pedro sacó la red él solo. Pienso que es verosímil pensar que se le
nombró jefe del grupo y capitán del barco y que todos los demás le ayudaron.
La expresión “subir” debe de significar que Pedro subió a bordo de la
pequeña barca.
Una vez más presenciamos dos milagros en un versículo. Uno de ellos fue
la particularmente abundante captura de peces que contenía la red, una
cantidad que obviamente superaba la captura normal. El otro milagro era el
curioso hecho de que, a pesar de la gran cantidad de peces, la red “no se
rompió”. Los atónitos discípulos presenciaban un milagro tras otro. ¿Puede
cabernos alguna duda de que recordaron la pesca milagrosa de aquella otra
vez en que “su red se rompía”, y las palabras de nuestro Señor: “No temas;
desde ahora serás pescador de hombres”, así como su afirmación originaria:
“Venid en pos de mí, y os haré pescadores de hombres”? ¿Y podemos dudar
de que algunos de ellos recordarían la parábola del Reino de los cielos como
una “red […] echada en el mar” y llevada finalmente a la orilla? (Lucas 5:10;
Mateo 4:19; 13:47).
No sabemos qué sentido tiene el número ciento cincuenta y tres, y de
nada sirve hacer conjeturas. Algunos consideran que hace referencia a los
idiomas, y otros que es una alusión a las tribus o naciones del mundo; se dice
que ambos rondan los ciento cincuenta. Sin embargo, no está de más
recordar que los extranjeros que empleó Salomón en la construcción del
primer Templo fueron justo 153 600. Sin embargo, no atribuyamos a este
dato más importancia de la que tiene (cf. 2 Crónicas 2:17).
Pearce hace referencia a la afirmación de Jerónimo de que Opiano, un
poeta griego de Cilicia del siglo II que escribió sobre la pesca, “estableció la
cifra exacta de peces conocidos por él en ciento cincuenta y tres especies
distintas”. En todo caso, no deja de ser un dato curioso.
Señala Scott que “esta captura de peces pudo venderse por una suma
considerable de dinero que los Apóstoles necesitarían a su regreso a
Jerusalén antes del día de Pentecostés”. Es una idea a tener en cuenta.
V. 12: [Les dijo Jesús: Venid, comed]. Esta amable invitación parece tener
dos propósitos. Tenía en parte la intención de mostrar la compasión de
nuestro Señor por los cansados cuerpos de los discípulos. Aunque hubiera
resucitado, era conocedor de sus necesidades y les proporcionaría comida
cuando estuvieran cansados y hambrientos. Por otra parte, tenía la finalidad
de mostrar que, a pesar de haber resucitado de entre los muertos con un
cuerpo glorificado, seguía demostrando la misma familiaridad y bondad de
siempre a sus discípulos. No debían sentir temor, no los había olvidado. No
deseaba levantar un muro de separación entre ellos. Seguía siendo alguien
con quien comer y beber, como un hombre come y bebe con sus amigos.
Escrito está: “Entraré a él, y cenaré con él, y él conmigo” (Apocalipsis 3:20).
Dice un viejo teólogo: “A Cristo le gusta tener un trato familiar con los
hombres”.
El término griego traducido como “comed” no hace referencia
necesariamente a una comida de mediodía. Por el contrario, Parkhurst
muestra, citando a Jenofonte, que podía tratarse de un almuerzo matutino.
Obviamente, el significado viene a ser: “Venid y participad de un almuerzo
matutino”.
[Y ninguno […] preguntarle […] era el Señor]. Estas palabras describen el
estado de ánimo en que se encontraban los discípulos en ese momento.
Todos ellos estaban convencidos de que la persona que tenían ante sí era el
Señor. No les cabía ninguna duda de ello; y nadie estaba dispuesto a decir:
“¿Tú, quién eres?”. No obstante, su presencia les infundía un sentimiento de
reverencia y solemnidad. Percibían en lo más hondo de ellos la misteriosa
naturaleza de su Señor tras la Resurrección, y quizá recordaban su cobarde
comportamiento la noche de su crucifixión tras la Cena del Señor, lo cual los
llenaba de una mezcla de sentimientos en la que se alternaban la vergüenza,
la reverencia y el temor. ¡Todos entendemos cómo se sentían! Aun cuando
José habló amablemente a sus hermanos y les reveló su identidad, “estaban
turbados delante de él” (Génesis 45:3). Sentarse a comer y beber en
compañía de alguien que había resucitado de entre los muertos no era de
tomarse a la ligera. ¿Quién puede sorprenderse de que sintieran semejante
reverencia?
Dice Crisóstomo: “Al advertir el cambio en su aspecto sintieron asombro y
reverencia y desearon preguntarle algo al respecto. Sin embargo, el temor y
su conciencia de que no se trataba de alguien distinto, sino del mismo,
inhibía sus ansias de indagar; por lo que se limitaron a comer lo que, con una
demostración de poder mayor aún que la anterior, había creado para ellos.
Jesús ya no alzaba los ojos al Cielo ni llevaba a cabo esos actos humanos, con
lo que demostraba que cuando los hizo anteriormente no fue sino por
condescendencia”.
V. 13: [Vino, pues, Jesús, y tomó el pan, etc.]. Este versículo describe lo
que sucedió en esa comida. Nuestro Señor hizo de anfitrión ante los siete
asombrados discípulos y les entregó el pan y el pescado, tal como sin duda
había hecho en ocasiones anteriores y puede que en aquel mismo sitio. Es
indudable que deseaba proporcionar a los discípulos una nueva evidencia de
su resurrección. Solo, junto al mar de Galilea, al aire libre, a plena luz del día
y sin temor de que hubiera ninguna clase de interferencia, come y bebe en
una comida social. ¿Dudarían a partir de ese día aquellos siete, si es que les
quedaba alguna duda, que Jesús había resucitado de entre los muertos?
Además de eso, deseaba animarlos para que siguieran considerándole un
amigo comprensivo y amable. Aunque hubiera resucitado, deseaba
demostrarles de forma práctica que podía compadecerse de sus debilidades
y preocuparse por sus cuerpos así como por sus almas. De la misma forma,
deseaba que recordaran el gran milagro de la alimentación de la multitud con
unos pocos panes y peces. Les refrescaría la memoria con respecto a aquel
maravilloso milagro y les mostraría que seguiría haciendo por ellos lo que
había hecho anteriormente por quienes le seguían en el desierto.
Comenta Crisóstomo al respecto que no se especifica que Jesús comiera
con los discípulos, pero a juzgar por las palabras de Lucas en Hechos 1:4 es
probable que así fuera. “No nos corresponde a nosotros —señala— explicar la
forma en que lo hizo. Estas cosas sucedieron de manera extremadamente
misteriosa. Su naturaleza no necesitaba de alimento siquiera. Era un acto de
condescendencia en señal de su resurrección” (cf. Génesis 18:8).
V. 14: [Esta era ya la tercera vez, etc.]. En este versículo, S. Juan
concluye la maravillosa historia que acaba de relatar con uno de sus
habituales comentarios parentéticos. A mi modo de ver, la gran polémica que
se ha producido con respecto a la expresión “tercera vez” era innecesaria. Es
innegable que, en un sentido literal, esta no era la tercera vez que nuestro
Señor era visto tras su resurrección. Por el contrario, sabemos de al menos
otras seis apariciones antes de esta, a saber: 1) ante María Magdalena, 2)
ante Juana y las otras mujeres, 3) ante Simón Pedro, 4) ante los dos
discípulos de camino a Emaús, 5) ante los diez Apóstoles reunidos, 6) ante los
Once para beneficio especial de Tomás. Sin embargo, no es menos cierto que,
en un sentido estricto y literal, esta era la tercera vez que Jesús se aparecía
ante un grupo de discípulos reunidos. Y, tal como señala Agustín, también es
el tercer día en que nuestro Señor se complació en aparecer. Las cinco
primeras apariciones se produjeron el mismo día de su resurrección. La sexta
se produjo una semana después, cuando se apareció para reprender a Tomás
por su incredulidad. Y aunque fuera la séptima, la aparición que se
documenta en este capítulo se produjo el tercer día que fue visto por alguien
tras su resurrección.
Ahora queda por considerar la cuestión de si el relato que encontramos en
estos catorce versículos contiene alguna clase de sentido espiritual o
alegórico. ¿Este pasaje se escribió simplemente para ser leído como
descripción de una de las apariciones de nuestro Señor tras su resurrección y
como relato de uno de sus milagros? ¿O bien se trata de un relato simbólico?
¿Tiene este pasaje el propósito de transmitir en forma de figuras y símbolos
verdades proféticas con respecto a la obra del ministerio y a la historia de la
Iglesia en todas las épocas hasta el regreso del Señor? Esta es una cuestión
seria y exige ser considerada con seriedad.
a) Por un lado, buscar sentidos alegóricos y espirituales en hechos
puramente históricos narrados en la Palabra de Dios encierra un peligro
indudable. Podemos llegar tan lejos en ese sentido que, tal como le sucede a
Orígenes y demasiado a menudo a Agustín, perdamos de vista el significado
básico de la Escritura y convirtamos la Biblia en un mero libro de acertijos,
inútil para las personas comunes y solo provechoso para quienes tienen una
imaginación muy fértil y son dados a fantasear. De hecho, si siempre estamos
buscando sentidos figurados en la Escritura, podemos destruir la utilidad de
todo el Libro a la vez. Hay que poner alguna clase de límite al sistema de
interpretación figurada. Por regla general, evito instintivamente atribuir un
sentido a la Palabra de Dios que no sea el más obvio y claro del texto. Las
palabras de Hooker son sabias y acertadas: “Cuando la construcción de un
texto permite una interpretación literal, lo más alejado de la letra suele ser lo
peor”.
b) Por otro lado, es imposible negar que, en mayor o menor medida, todos
los milagros de Cristo tenían el propósito de enseñar grandes lecciones
espirituales por medio de la utilización de imágenes y alegorías; y este pasaje
que tenemos delante relata un milagro. Además de eso, debemos recordar
que el momento en que tuvo lugar este milagro era particularmente solemne;
que los Apóstoles necesitaban que se les recalcaran ciertas grandes verdades
de forma especialmente intensa, por medio de hechos además de palabras; y
que en vísperas de su ascensión al Cielo es tremendamente probable que
nuestro Señor deseara recordarles su deber y su posición como ministros por
medio de lecciones visuales además de instruirles verbalmente. Finalmente,
intentemos ponernos en el lugar de los siete Apóstoles en esta ocasión y
tratemos de imaginar lo que pensaban y sentían con respecto a los
incidentes de aquella extraordinaria mañana. Cuesta imaginar que no vieran
más que un milagro en todo lo que sucedió. No me cabe en la cabeza.
Considero que sus corazones debieron de encenderse y que las viejas
verdades espirituales que habían oído anteriormente cobrarían nueva vida y
quedarían grabadas a fuego en sus almas.
En principio, pues, no puedo evitar llegar a la conclusión de que estos
conocidos versículos que tenemos ante nosotros contienen grandes verdades
espirituales bajo la forma de hechos simbólicos. Pienso que está
razonablemente justificado considerar este pasaje como una gran parábola o
alegoría con el propósito de transmitir lecciones perennes a la Iglesia de
Cristo. Y esta conclusión sale reforzada por el notable hecho de que casi
todos los comentaristas de todas las escuelas y épocas han adoptado esta
interpretación del pasaje. Hasta Grocio, a pesar del tono frío y racionalista
que adopta con demasiada frecuencia en su exposición, atribuye un sentido
figurado a varios aspectos de este pasaje. Otros expositores, con una
mentalidad más imaginativa y dada a las alegorías, llegan a límites que
considero inaceptables. Me limitaré a señalar las lecciones espirituales más
obvias que, en mi opinión, es probable que encierre este pasaje.
a) Considero que la sorprendente aparición de nuestro Señor a los
discípulos cuando estaban pescando tenía el propósito de recordar, a ellos y
a toda la Iglesia, cuál es el deber primordial de los ministros. Estaban
desempeñando una tarea que ejemplificaba de forma extraordinaria su
llamamiento. Debían ser “pescadores de hombres”.
b) Considero que la pesca infructuosa de los discípulos hasta la aparición
del Señor tenía el propósito de enseñar que los ministros no pueden hacer
nada sin la presencia y la bendición de Cristo.
c) Considero que el maravilloso éxito que tuvieron al echar la red cuando
Cristo se lo ordenó tenía el propósito de enseñar que, cuando Cristo se
complace en otorgar el éxito a sus ministros, nada puede evitar que las
almas caigan en la red del Evangelio y sean convertidas y salvadas.
d) Considero que el acto de arrastrar finalmente la red hasta la orilla tenía
el propósito de recordar a los discípulos y a todos los ministros lo que
sucederá al regreso del Señor. La obra de la Iglesia se habrá completado y
llegará el momento de hacer balance de los resultados.
e) Considero que la comida que se preparó y se proveyó para los
discípulos una vez llevada la red a la orilla tenía el propósito de recordar a los
ministros que al final habrá una gran “cena de las bodas del Cordero” en la
que Cristo mismo dará la bienvenida a sus siervos y sus ministros fieles y
“vendrá a servirles” (Lucas 12:37).
f) Considero que, aparte de todo esto, es posible que las posiciones
respectivas de los discípulos y de Cristo cuando le avistaron por primera vez
representen las posiciones respectivas de Cristo y de su pueblo durante esta
dispensación. Ellos estaban sobre el agua del mar. Él los observaba desde
tierra. De la misma manera, Cristo está en el Cielo observándonos y nosotros
estamos navegando sobre las aguas turbulentas de este mundo.
g) En último lugar, considero que la súbita aparición de nuestro Señor en
la orilla al amanecer posiblemente represente la Segunda Venida de nuestro
Señor. “La noche está avanzada, y se acerca el día” (Romanos 13:12). Cristo
aparecerá cuando amanezca.
Concluyo este pasaje con estas conjeturas. Quizá algunos de mis lectores
no las compartan. Solamente digo que merecen ser sopesadas y tenidas en
cuenta.

Juan 21:15–17

Estos versículos describen una extraordinaria conversación entre


nuestro Señor Jesucristo y el Apóstol Pedro. Esta porción de la Escritura
no puede dejar de despertar un profundo interés en todo lector atento
de la Biblia que recuerde la triple negación de Cristo que hizo el
Apóstol. Mejor le iría a la Iglesia si todas las conversaciones “de
sobremesa” entre cristianos fueran tan provechosas y edificantes
como esta.
Lo primero que debemos tener en cuenta en estos versículos es la
pregunta de Cristo a Pedro: “Simón, hijo de Jonás, ¿me amas?”. Vemos
que esta misma pregunta se repite tres veces. Parece sumamente
probable que esta triple repetición tuviera como propósito recordar al
Apóstol las tres veces que le había negado. En una de las ocasiones
advertimos que se añade algo especial: “¿Me amas más que éstos?”.
Es de suponer que las tres palabras “más que estos” tenían la finalidad
de recordar a Pedro el exceso de confianza de su aseveración: “Aunque
todos se escandalicen, yo no”. Es como si nuestro Señor dijera: “¿Te
exaltarás ahora por encima de los demás? ¿Has aprendido ya la lección
de tu propia debilidad?”.
Quizá esta parezca una pregunta sencilla a primera vista: “¿Me
amas?” En un sentido lo es. Hasta un niño puede entender el amor y
decir si ama a alguien o no. Sin embargo, en realidad es una pregunta
muy profunda. Podemos saber mucho, hacer mucho, afirmar mucho,
hablar mucho, trabajar mucho y dar mucho, pasar por muchas cosas y
hacer gran ostentación de nuestra religión y, no obstante, estar
muertos ante Dios por falta de amor y acabar en el Infierno. ¿Amamos
a Cristo? Esa es la gran cuestión. Sin esto, nuestro cristianismo
carecerá de vitalidad: seremos como figuras de cera, como animales
disecados en un museo, “como metal que resuena, o címbalo que
retiñe”. Donde no hay amor no hay vida.
Asegurémonos de que nuestra vida religiosa esté dotada de cierto
grado de sentimiento. Para ser un cristiano verdadero no basta con
tener conocimientos, con ser ortodoxo, con tener ideas correctas, con
asistir a la iglesia regularmente o tener una vida moral respetable. Es
preciso experimentar cierto sentimiento personal hacia Cristo. No cabe
duda de que, por sí solos, los sentimientos son algo inútil y estéril, y
pueden ser flor de un solo día. Sin embargo, la ausencia absoluta de
sentimientos es muy mal síntoma y no habla bien del estado del alma
de un hombre. Los hombres y las mujeres a quienes S. Pablo escribió
sus Epístolas tenían sentimientos y no se avergonzaban de ellos. Había
alguien en el Cielo a quien amaban, y ese alguien era Jesús, el Hijo de
Dios. Si queremos participar de su misma recompensa, esforcémonos
en ser como ellos y en que nuestro cristianismo esté dotado de
sentimientos reales.
Lo segundo que debemos tener en cuenta en estos versículos es la
respuesta de Pedro a la pregunta de Cristo. Vemos que el Apóstol dice
en tres ocasiones: “Tú sabes que te amo”. Se nos dice que en una
ocasión afirmó: “Tú lo sabes todo”. Y además se hace el conmovedor
comentario de que “se entristeció de que le dijese la tercera vez”. Es
indudable que nuestro Señor, como un médico avezado, puso el dedo
en la llaga deliberadamente. Deseaba punzar la conciencia del Apóstol
y enseñarle una lección solemne. Si era doloroso para el discípulo que
le preguntaran, ¡cuánto más doloroso habría sido para el Maestro que
le negaran!
La respuesta que dio el humillado Apóstol es la única que puede dar
el verdadero siervo de Cristo con respecto a su religión en todas las
épocas. Alguien así puede que sea débil, temeroso, ignorante e
inestable y que cometa multitud de errores, pero será genuino y
sincero. Pregúntale si se ha convertido, si es creyente, si tiene gracia,
si está justificado, si está santificado, si es un elegido, si es un hijo de
Dios; ¡hazle una de estas preguntas y quizá responda que no lo sabe a
ciencia cierta! Pero pregúntale si ama a Cristo y responderá: “Sí”.
Quizá añada que no le ama tanto como debiera, pero no dirá que no le
ama. Esta regla tiene muy pocas excepciones. Dondequiera que haya
gracia verdadera habrá una conciencia de amor hacia Cristo.
¿Cuál es, a fin de cuentas, el gran secreto para amar a Cristo?
Percibir en nuestro fuero interno que Él ha perdonado nuestros
pecados. A quienes se les ha perdonado mucho aman mucho también.
Quien ha venido a Cristo por fe y ha probado la bendición de la
absolución gratuita y absoluta es alguien cuyo corazón rebosará amor
hacia su Salvador. Cuanto más comprendemos que Cristo sufrió por
nosotros y pagó nuestra deuda a Dios, y que hemos sido lavados y
justificados mediante su sangre, más le amaremos por habernos
lavado y haberse entregado por nosotros. Quizá nuestros
conocimientos doctrinales sean defectuosos. Quizá nuestra capacidad
para argumentar nuestras ideas sea escasa. Pero no podrán evitar que
sintamos. Y nuestros sentimientos serán como los del apóstol Pedro:
“Tú, Señor, que lo sabes todo, conoces mi corazón; y sabes que te
amo”.
En último lugar debemos tener en cuenta en estos versículos el
mandato que da Cristo a Pedro. Le vemos repetir en tres ocasiones:
“Apacienta mis corderos”; “pastorea mis ovejas” y “apacienta mis
ovejas”. ¿Puede cabernos la menor duda de que esta triple repetición
contenía un profundo sentido? Con ello encomendaba de nuevo a
Pedro la tarea de ser un Apóstol a pesar de su reciente caída. Sin
embargo, eso está lejos de agotar su sentido. Tenía el propósito de
enseñar a Pedro y a toda la Iglesia la gran lección de que ser útiles a
los demás es la gran prueba de amor y trabajar para Cristo es la gran
prueba de que le amamos realmente. La mejor prueba de que se es un
discípulo verdadero no es una profesión de fe ostentosa, ni siquiera un
celo súbito e impetuoso y estar dispuestos a desenvainar la espada y
luchar; la mejor prueba es el esfuerzo continuado, paciente e
incansable en hacer el bien a las ovejas de Cristo dispersadas por este
mundo pecaminoso. Este es el verdadero secreto de la grandeza
cristiana. En otro lugar leemos: “El que quiera hacerse grande entre
vosotros será vuestro servidor, y el que quiera ser el primero entre
vosotros será vuestro siervo; como el Hijo del Hombre no vino para ser
servido, sino para servir” (Mateo 20:26–28).
Recordemos perennemente este último mandato de nuestro Señor y
pongámoslo en práctica en nuestras vidas cotidianas. No en vano se
dejó constancia de estas cosas justo antes de que abandonara este
mundo. Aspiremos a una vida religiosa amante, hacendosa, útil,
esforzada, abnegada, bondadosa y humilde. Que nuestro deseo
cotidiano sea pensar en los demás, preocuparnos por los demás, hacer
el bien a los demás, así como mitigar el dolor de este mundo
pecaminoso y aumentar su gozo. Esto es comprender el gran principio
que nuestro Señor deseaba enseñar a Pedro. Si vivimos de esa forma y
nos esforzamos en comportarnos así, tendremos oportunidad de ver
cuán cierto es que “más bienaventurado es dar que recibir” (Hechos
20:35).
Notas: Juan 21:15–17
V. 15: [Cuando hubieron comido]. Con estos versículos que ahora
comenzamos abandonamos el territorio de la alegoría, la parábola y el
milagro para pasar a una conversación clara e inequívoca entre nuestro
Señor Jesucristo y el apóstol Pedro. Es una conversación que reviste un
profundo interés y cuyas palabras debieran estar impresas en oro. El que
suponga, como han conjeturado algunos, que estos versículos pudieran ser
obra de algún otro “Juan” distinto al Apóstol hace gala de escaso
discernimiento.
Es reseñable que nuestro Señor no comience la conversación hasta una
vez concluido el acto social de la comida. Por banal que esto parezca, es
digno de atención y muy instructivo. Es probable que nada fuera a hacer
sentir a los Apóstoles más cómodos y a disponerlos a escuchar con amor y
afecto cada palabra que brotara de la boca de su Señor, como recibir un trato
familiar e íntimo de Él y “comer y beber” en su compañía.
[Jesús dijo a Simón Pedro]. Debemos recordar cuál era el propósito de
nuestro Señor al dirigir estas palabras a Pedro y no malentenderlo. No me
cabe duda de que tenían la finalidad de destacarlo de entre los siete
discípulos que había sentados en torno a nuestro Señor. ¿Pero para qué? Esta
pregunta solo se puede responder si tenemos en cuenta el carácter de S.
Pedro y su comportamiento durante el último día del ministerio de nuestro
Señor, en vísperas de su crucifixión. Ninguno había hecho una profesión de fe
tan ferviente. Ninguno se había declarado tan seguro de su propia fortaleza.
Ninguno se había demostrado tan inestable en el momento de la prueba.
Ninguno había caído tan trágicamente negando a su Maestro tres veces.
Teniendo todo esto en mente, considero que nuestro Señor tenía una
finalidad especial al dirigirse a Pedro en esta ocasión; y considero de especial
sabiduría que se deje constancia de que la conversación se produjo ante seis
testigos.
a) Considero que el primer propósito de nuestro Señor era recordar a
Pedro su triste caída a causa de un exceso de confianza en sí mismo y a una
falta de oración y de vigilancia. Deseaba que supiera que, a pesar de haber
sido restaurado y perdonado, jamás debía olvidar lo que había sucedido. Tres
veces había negado a su Maestro. Tres veces se le preguntó públicamente si
amaba a su Maestro. Hengstenberg defiende ardientemente que nuestro
Señor no tenía en mente la caída de Pedro en esta extraordinaria
conversación. Sin embargo, no puedo estar de acuerdo.
b) Considero que, tal como señala Cirilo, el segundo propósito de nuestro
Señor era restaurar a Pedro a su posición de Apóstol y ministro de confianza
en presencia de seis testigos. Quizá en el futuro algunos cristianos llegaran a
plantearse que Pedro había renunciado a su derecho a ser Apóstol y dirigente
de la Iglesia al negar tres veces a su Maestro. En su misericordia, nuestro
Señor impide que algo así suceda encomendando a Pedro públicamente una
vez más la obra de ser pastor en la Iglesia.
c) Considero que el tercer propósito de nuestro Señor era enseñar a Pedro
la meta esencial de un Apóstol y un ministro. Debía aprender que el requisito
básico para ejercer el oficio ministerial no era una mayor profesión de valor y
celo que los demás, ni una conducta grandilocuente, ni siquiera una
disposición a luchar; sino demostrar amor y paciencia hacia las almas de los
demás, así como un cuidado diligente de las ovejas del rebaño de Cristo.
Comenta Calvino: “El Evangelista relata ahora la forma en que Pedro fue
restaurado al grado de honor que tenía antes de su caída. Indudablemente,
su traidora negación le había hecho indigno del apostolado, ¿porque cómo
habría de instruir en la fe alguien que se había apartado vilmente de ella?
Había sido nombrado Apóstol, pero estaba del lado de Judas, y desde el
momento en que se comportó cobarde y traicioneramente se le había
retirado el privilegio del apostolado. Ahora se le restituye la libertad, así como
la autoridad para enseñar, ambas perdidas por su propia culpa. Y para que el
deshonor de su apostasía no se interponga en su camino, nuestro Señor
borra cualquier recuerdo de ella. Esa restauración era necesaria tanto para
Pedro como para sus oyentes; para Pedro, a fin de que pudiera desempeñar
su oficio más valerosamente, tras ser reafirmado en el llamamiento que
Cristo le había hecho; para sus oyentes, a fin de que el borrón en su historial
no diera pie a que despreciaran el Evangelio. También para nosotros hoy día
es de gran importancia que Pedro se nos presente como un hombre nuevo
del que se ha limpiado la deshonra que podía haber menoscabado su
autoridad”.
Rechazo de plano como absurda, improbable, irrazonable e infundada, la
teoría católica romana de que nuestro Señor se dirigió especialmente a Pedro
en esta ocasión a fin de nombrarle cabeza de la Iglesia. Ni aquí ni en ninguna
otra parte hallamos el menor indicio que demuestre que se llegara a otorgar
una primacía a Pedro. Por el contrario, el hecho de que nuestro Señor se
apareciera ante Santiago a solas en una ocasión y que posteriormente fuera
el Apóstol que presidió el primer concilio de Jerusalén haría pensar que, si el
Señor otorgó primacía alguna a un Apóstol, fue sin duda a Santiago. Sin
embargo, no hay ninguna prueba de que concediera primacía a ninguno de
ellos.
Dice Burgon: “Las ridículas y blasfemas pretensiones de Roma se basan
en gran parte en las palabras que dirigió nuestro Señor a S. Pedro en este
pasaje. Los papistas presuponen, en primer lugar, que aquí nombró a S.
Pedro vicario suyo en la Tierra; en segundo lugar, que S. Pedro fue el primer
obispo de Roma; y finalmente, que S: Pedro transmitió a los obispos de la
misma sede, en linaje ininterrumpido, su supuesta autoridad sobre el resto de
la cristiandad”. Cada una de estas presuposiciones es simplemente infundada
y falsa, contraria tanto a la Escritura como a la razón, a la historia de la
Iglesia primitiva y a la opinión de los Padres. Comoquiera que sea, con estas
invenciones, los autores romanos desvirtúan la verdadera imagen del
cristianismo, desfigurándola con sus propios comentarios y delatando, con su
temerario fervor al introducir a cada paso su ambiciosa teoría contraria a la
Escritura, sus recelos íntimos con respecto a su verdadero valor”.
[Simón, hijo de Jonás]. Nuestro Señor solo utiliza esta forma de dirigirse a
Pedro en esta extraordinaria conversación (tres veces) y la primera vez que
Pedro acudió a Él (cf. Juan 1:42). No he visto que ningún comentarista lo
explique satisfactoriamente, y no podemos más que hacer conjeturas al
respecto. a) Algunos son de la opinión de que nuestro Señor eludió adrede el
nombre de Pedro a fin de recordar al Apóstol que poco antes no se había
mostrado firme como una “roca” en honor a su nombre, sino débil como una
caña. b) Otros consideran que nuestro Señor deseaba recordar al Apóstol el
memorable día en que comenzó su discipulado, cuando Jesús le dijo: “Tú eres
Simón, hijo de Jonás”. c) Otros piensan que nuestro Señor deseaba recordar
al Apóstol el día que le dijo: “Bienaventurado eres, Simón, hijo de Jonás”, tras
su buena confesión (cf. Mateo 16:17). d) Otros creen que nuestro Señor
deseaba recordar a Pedro sus humildes orígenes como hijo de alguien que, al
igual que Zebedeo, probablemente solo era un pobre pescador. e) Otros
piensan que esta expresión solo se utilizó para distinguir a Simón Pedro del
otro Simón, que quizá formara parte del grupo y fuera uno de los dos
discípulos que no se nombran (cf. 21:2). Si se me pide una opinión, creo que
nuestro Señor deseaba que Pedro se remontara al día en que comenzó a ser
discípulo de Cristo y que recordara los tres años que habían transcurrido. Es
como si dijera: “Simón, hijo de Jonás, recuerda el día que viniste a Mí por
primera vez y creíste en Mí como el Cordero de Dios (cf. Juan 1:35–42). Sabes
todo lo que has sido y experimentado desde ese día. Una vez más, me dirijo a
ti con el mismo nombre con que empecé. Antes de enviarte en tu misión una
vez más, en presencia de estos seis hermanos, como un discípulo restaurado
y digno de confianza, te pregunto: ¿me amas?”. Lo ofrezco como una simple
conjetura, aunque considero que tiene más sentido que ninguna otra tesis.
[¿Me amas?]. La pregunta que hizo Jesús a Pedro era muy sencilla, pero
muy profunda. Era sencilla porque apelaba a sus sentimientos. Hasta un niño
sabe lo que siente y a quién ama. Si nuestro Señor hubiera preguntado:
“¿Crees? ¿Te has convertido? ¿Eres un elegido? ¿Tienes fe? ¿Tienes gracia?
¿Has nacido de nuevo? ¿Tienes el Espíritu? ¿Estás santificado? ¿Estás
justificado?”; cualquiera de esas preguntas quizá habría revestido alguna
dificultad. Pero sin duda Pedro podía decir lo que sentía hacia Cristo. Al
mismo tiempo se trataba de una pregunta muy profunda. Es como si nuestro
Señor dijera: “Simón, conozco toda tu historia. Sé lo que hiciste y cómo te
comportaste durante mi traición y mi crucifixión, y estoy dispuesto a pasarlo
por alto y perdonarlo todo. Sin embargo, sí hay algo que exijo a mis
discípulos, y es un amor sincero. Puedo pasar por alto las carencias
doctrinales y la debilidad en la fe, pero el amor es fundamental. Ahora, ante
estos seis hermanos, antes de comisionarte nuevamente como apóstol
fidedigno y acreditado, te pregunto solemnemente: ¿me amas?”.
Piensa Cirilo que Pedro había recibido una misericordia y un perdón tan
especiales que era razonable exigirle un amor especial.
[Más que éstos]. Esta llamativa expresión, que solo se utiliza en este
versículo, se puede interpretar de tres formas. a) Puede significar: ¿Me amas
más de lo que amas a estos hermanos y amigos que tienes a tu alrededor y
estás dispuesto a renunciar a ellos por Mí y a seguirme si es preciso? b)
Puede significar, tal como dice Whitby: ¿Me amas más que a estas barcas y
estas artes de pesca entre las que te has pasado gran parte de tu vida, de las
que te llamé por primera vez y entre las que te veo hoy? ¿Estás dispuesto a
renunciar a ellas por Mí y dedicarte a la predicación del Evangelio? c) Puede
significar, como opina la inmensa mayoría de los comentaristas: ¿Me amas
más de lo que me aman tus hermanos? ¿Recuerdas el día en que me dijiste
confiadamente: “Aunque todos se escandalicen, yo no”? En aquel entonces
estabas seguro de ser más fiel que los demás. ¿Lo dirás ahora? Después de
todo lo que ha sucedido, ¿estás seguro de que tu corazón es mejor que el de
los demás?”. Me inclino sin dudarlo a favor de esta última interpretación
antes que cualquiera de las otras. Considero que tenía el propósito de
enseñar a Pedro que los dos grandes requisitos para un pastor fiel eran el
amor y la humildad.
Observa Musculus que Jesús no repitió esta pregunta tres veces a Pedro
como por desconocimiento y deseo de saber, sino para recordarle ante los
demás cuál era su deber.
Sugiere Bullinger que una de las razones por que Jesús dijo “más que
estos” fue la forma en que Pedro se apresuró a arrojarse al agua y acercarse
a la orilla antes que los otros seis Apóstoles que estaban en la barca junto a
él.
Observa Rollock la misericordia y bondad con que trata nuestro Señor a
Pedro: “Quien reprende debe amar. Si reprendes a un hombre, ámale; en caso
contrario no digas nada y mantén la boca cerrada. Si no acompañas tus
reproches de ‘amor’, lo que debía ser medicina se convertirá en veneno. Los
que deseen instruir y aleccionar también deben amar. Hagas lo que hagas,
pues, hazlo suavemente y con humildad. Un maestro agrio no sirve para
nada. Esto es lo que manda S. Pablo cuando dice: ‘El siervo del Señor no
debe ser contencioso, sino amable para con todos’ (2 Timoteo 2:24). Todo
debe hacerse con amabilidad: se debe enseñar con amabilidad y se debe
amonestar con amabilidad. ¿Por qué? Porque si falta la amabilidad, no habrá
edificación, ni consuelo, ni instrucción”.
[Pedro le respondió: Sí […], te amo]. La respuesta de Simón Pedro en este
versículo es un hermoso ejemplo de sinceridad y humildad. Apela al
conocimiento que tiene nuestro Señor de su corazón: “Quizá mis
conocimientos, mi fe, mi valor y mi sabiduría sean muy pobres. Soy más
deudor de misericordia y gracia que muchos. Sin embargo, Señor, Tú sabes
que, a pesar de todos mis defectos y debilidades, te amo”. No se atreve a
decir nada acerca de los demás. No aspira a comparar su amor con el de sus
hermanos. Si lo hizo en el pasado, no volverá a repetirlo. “No sé si habrá
otros que te amen más o menos que yo. Solo conozco mi propio corazón, y
estoy seguro de que te amo”.
Adviértase con atención que el amor hacia Cristo es una de las pruebas
más sencillas del verdadero cristiano. Puede no estar seguro de su
conversión, de su arrepentimiento o de que su fe sea correcta. Pero si es
sincero y genuino podrá decir que ama a Cristo.
[Le dijo: Apacienta mis corderos]. Tras oír de Pedro la profesión pública de
su amor sincero, nuestro Señor pasa a decirle la forma en que debe
demostrar ese amor y a encomendarle su misión futura. Le pide que
demuestre la veracidad de su amor apacentando sus corderos. Considero
que, cuando nuestro Señor dijo “apacienta” quería decir que Pedro debía
alimentar a las almas con el valioso alimento de la Palabra de Dios,
proporcionarles el pan de vida que un hombre debe comer si quiere vivir y
velar atenta y diligentemente por sus intereses espirituales, igual que un
buen pastor vela por su rebaño. Creo que, cuando nuestro Señor habló de
“corderos”, se refería a los miembros más pequeños y débiles de ese rebaño
que es su Iglesia. Es como si Jesús dijera: “Simón, si de verdad me amas,
debes saber que la mejor prueba de tu amor es que te dediques a la gran
obra de pastorear almas. Vive para los demás. Preocúpate por los demás.
Ministra a los demás. Haz el bien a los demás. Busca a mis ovejas en este
mundo malo y no consideres degradante atender a las necesidades de las
más débiles de ellas. Recuerda que este es el amor verdadero. No consiste en
hablar, hacer afirmaciones, luchar o intentar descollar sobre los demás. La
mejor forma de verlo es seguir mis pasos. Vine a buscar y salvar lo que se
había perdido. No vine para ser servido, sino para servir. Ve y haz lo mismo.
Quien más me ama es quien más se asemeja a Mí”.
No veo que la expresión “corderos” pueda aplicarse aquí a los niños, como
a menudo suele interpretarse. No creo que ese tipo de interpretaciones sean
más que adaptaciones piadosas del texto. Considero que los corderos, en
contraposición a las “ovejas”, son los jóvenes y débiles en términos
espirituales. Pedro no debía descuidarlos o despreciarlos porque fueran
débiles. Podemos estar seguros de que Pedro recordó estas palabras cuando
escribió en su epístola: “Apacentad la grey de Dios que está entre vosotros”
(1 Pedro 5:2).
Observa Agustín que Cristo, tanto aquí como en los dos versículos
siguientes, dice “MIS” y no “TUS”. La Iglesia es propiedad suya, y no de los
ministros.
Observa Bullinger que Cristo pasa de llamarlo a ser pescador a llamarlo a
ser pastor, como si fueran los llamamientos más representativos: la labor
ministerial.
V. 16: [Volvió a decirle, etc.]. Este versículo solo es una repetición del
anterior salvo por tres excepciones. Por un lado, se omite la expresión “más
que estos”. Por otro lado, se habla de “pastorear”, una palabra que en griego
es más amplia y completa que la empleada en el versículo anterior. Por otro
lado, nuestro Señor habla de sus “ovejas” en lugar de sus “corderos”. Creo
que, al hablar de “ovejas”, nuestro Señor se refería a los miembros de su
rebaño con más experiencia y fortaleza en la gracia que la de aquellos a
quienes menciona en el versículo anterior. Ambas clases precisaban de la
atención de un pastor fiel.
No cabe duda de que la repetición de la pregunta iba destinada a llamar la
atención de Pedro y grabar en su memoria toda esta cuestión.
Piensa Lightfoot que la triple repetición “puede aplicarse a los tres
objetivos del ministerio de S. Pedro, esto es, a los gentiles, los judíos y las
diez tribus dispersas”. Sin embargo, me parece un tanto fantasioso. Bengel
piensa que hace referencia a los tres períodos del ministerio de Pedro.
Observa Whitby: “Los que argumentan la supremacía de Pedro sobre los
demás Apóstoles a partir de este pasaje albergan ideas vanas. Si con estas
palabras Cristo exigía a Pedro que alimentara a todas sus ovejas y a todos
sus corderos, es obvio que incumplió su deber. Jamás ejerció supremacía
alguna sobre los demás Apóstoles; sino que les obedeció al ser enviado por
ellos (cf. Hechos 8:14), calló cuando S. Pablo le redarguyó (cf. Gálatas 2:11–
16) y estuvo tan lejos de alimentar a todas las ovejas de Cristo que no llegó a
alimentar a ninguna de las provincias que pastoreaba S. Pablo”.
V. 17: [Le dijo la tercera vez, etc.]. Nuevamente, este versículo es una
repetición de los otros dos, salvo por dos diferencias. Por un lado se nos dice
que Pedro “se entristeció” al hacérsele la misma pregunta tres veces. Por otro
lado, Pedro utiliza un lenguaje más enérgico al apelar al conocimiento que
tenía nuestro Señor de su corazón. “Señor —dice—, tú lo sabes todo”.
No me cabe la menor duda de que nuestro Señor repitió esta notable
pregunta tres veces a fin de recordar a Pedro las tres veces que le había
negado. A pesar de que nuestros pecados hayan sido borrados del libro de la
memoria de Dios, nunca debemos olvidarlos. La mismísima “tristeza” que
sintió Pedro cuando se le preguntó tres veces por su amor era por su bien.
¡Tenía el propósito de recordarle que, si le entristecía que su Señor le
preguntara tres veces “¿me amas?”, mucho más se habría entristecido su
Señor cuando él le negó tres veces!
Observa Whitby: “Aquí tenemos un argumento de que Cristo era
verdaderamente Dios a los ojos de Pedro. Dice: ‘Tú lo sabes todo’. Solo ante
Dios todos los corazones son un libro abierto”.
En estos tres versículos, el original griego ofrece interesantes matices que
se pierden en la traducción, pero que no dejan de ser dignos de atención. En
el original se utilizan dos términos distintos para la palabra “amor”. Uno de
ellos habla de un amor más elevado, sereno y noble que el otro. Esa es la
palabra que utiliza nuestro Señor en los versículos 15 y 16, cuando pregunta:
“¿Me amas?”. La otra palabra denota un amor más pasional y menos
elevado. Esa es la palabra que Pedro utiliza siempre que responde “te amo”,
y nuestro Señor la utiliza una vez en el versículo 17. También los términos
griegos para “apacentar” y “pastorear” tienen matices diferentes. El primero
significa sencillamente “proporcionar alimento o pastos”, y es el que se
emplea en los versículos 15 y 16. El otro hace referencia no solo a
proporcionar alimento, sino a “gobernar, dirigir, encaminar y, por lo general,
hacer el trabajo de un pastor”.
Algunos autores católicos romanos deducen que, en este extraordinario
pasaje, el término “corderos” representa el laicado, y el término “ovejas” el
clero; ¡y que la intención de estas palabras era otorgar la supremacía de
Pedro y sus sucesores en Roma sobre el clero y el laicado por igual! El
arzobispo Trench (en sus Miracles [Milagros]) condena con razón esta
interpretación como “infundada y banal”. Observa: “El mandato debía haber
sido al menos: ‘Apacienta a mis ovejas y a mis pastores’, si es que se
deseaba sacar semejante conclusión de las palabras de Cristo, aunque aún
así quedaría muchísimo más por demostrar”.
Las lecciones que contiene este pasaje para la Iglesia de Cristo son
muchas y profundas, y han sido terriblemente descuidadas en todas las
épocas. Me limitaré a señalarlas, y que cada lector las elabore por su cuenta.
a) El amor a la persona de Cristo es una de las virtudes más importantes
que puedan adornar a un cristiano, y especialmente a un ministro. Sin él,
unas tesis doctrinales correctas, el celo en la evangelización, los
conocimientos, la elocuencia, la generosidad y la diligencia en visitar a los
enfermos y aliviar a los pobres no servirán de mucho. Si lo tenemos, Dios
pasa por alto muchas debilidades. Un ministro puede tener ciertos defectos
en sus ideas y hasta en sus procedimientos; pero si ama a Cristo y tiene un
corazón vivo, rara vez quedará sin la bendición de Dios.
Señala Hengstenberg perspicazmente que la insistente pregunta de Cristo
acerca del amor a Él mismo y el omitir toda alusión al amor a Dios es una
sólida prueba indirecta de la divinidad de Cristo.
b) El verdadero amor a Cristo se manifiesta principalmente en ser de
provecho para otros y hacer lo mismo que hizo Cristo, seguir sus pasos y
esforzarse en hacer el bien en este mundo malo. Quien habla de amar a
Cristo y pasa por la vida sin intentar ayudar a los demás se está engañando a
sí mismo, y al final descubrirá que mejor habría sido no haber nacido.
c) Hay una gran parte de supuesto cristianismo que es absolutamente
inútil a los ojos de Dios y que solo agrava la condenación de las personas.
Quienes frecuentan las iglesias y se dan por satisfechos con asistir a los
cultos y escuchar sermones pero no saben nada del amor ferviente a la
persona de Cristo y nunca se proponen imitarle se encuentran en el camino
ancho que lleva a la destrucción.
Observa Rollock: “Un impío puede decir que ‘ama a Dios’; pero si no se
manifiesta en sus actos, no es más que un embustero y no le ama realmente.
La fe y el amor siempre deben manifestarse en buenas obras. ¿Tienes
corazón, manos y pies? Haz algún bien. De otra forma, si nunca haces buenas
acciones, tu profesión de fe y tu amor son en vano”.
También dice: “El pastor que no se esfuerza en sentir el amor de Cristo en
su corazón no vale absolutamente nada. Un pastor se encuentra con tantos
obstáculos e impedimentos en el desempeño de su tarea, que jamás podrá
superarlos a menos que ame al Señor y sienta el amor del Señor hacia él. Si
los Apóstoles y los mártires no hubieran amado a Jesús grandemente, habrían
desfallecido muy pronto”.
Observa Leighton: “El amor es la gran cualidad de un verdadero pastor del
rebaño de Cristo. No dice a Pedro: ‘¿Eres sabio, o erudito, o elocuente?’, sino:
‘¿Me amas?’. Entonces ‘apacienta’. El amor de Cristo engendra amor en las
almas de su pueblo, que tan valiosas son para Él, y la preocupación de
alimentarlas”.
Observa Scott: “Por regla general, quienes han sido tentados
grandemente, han sido fuertemente humillados por causa de su
pecaminosidad y han recibido el perdón por muchas cosas, suelen ser
pastores más atentos, delicados y compasivos con los creyentes débiles,
heridos y temblorosos”.
d) La verdadera prueba de la veracidad de nuestra vida religiosa es ser
capaces de apelar confiadamente al conocimiento que tiene Dios de nuestros
corazones. No importa lo que piensen de nosotros nuestros amigos, parientes
y compañeros de banco en la iglesia. Quizá nos elogien cuando no lo
merezcamos o nos condenen cuando somos inocentes. No importa en
absoluto. Si nuestros propios corazones atestiguan que podemos apelar a
Jesús, el que escudriña los corazones, y decir: “Tú, que lo sabes todo, sabes
que te amo”, no tenemos por qué temer.
e) Si de verdad experimentamos amor hacia Cristo, podemos dar gracias
a Dios y llenarnos de ánimo. Somos pobres jueces de nuestra propia fe,
gracia, conversión y santificación. ¿Pero sentimos sinceramente que amamos
a Cristo? Esa es la gran cuestión. La mismísima existencia de tal amor ya es
una buena señal. No tendríamos por qué amar a Cristo si no hubiéramos
recibido nada de Él.
Comenta Brentano que la petición de Pedro a los ancianos en su epístola
muestra con claridad que la triple petición de nuestro Señor no solo iba
destinada a él, tal como afirman los romanistas, sino a todos los ministros de
la Iglesia sin excepción: “Ruego a los ancianos que están entre vosotros […]:
Apacentad la grey de Dios” (1 Pedro 5:1).

Juan 21:18–25

Estos versículos constituyen la conclusión del Evangelio según S. Juan


y dan fin al libro más querido de toda la Biblia. Quien sea capaz de leer
este pasaje sin sentirse invadido por sentimientos graves y solemnes
es alguien digno de compasión. Es como escuchar las palabras de
despedida de un amigo al que quizá no volvamos a ver. Consideremos
reverentemente las lecciones que contienen estos versículos.
Por un lado, estos versículos nos enseñan que Cristo conoce de
antemano el devenir futuro de los cristianos, tanto en la vida como en
la muerte. El Señor le dice a Simón Pedro: “Cuando eras más joven, te
ceñías, e ibas a donde querías; mas cuando ya seas viejo, extenderás
tus manos, y te ceñirá otro, y te llevará a donde no quieras”. Estas
palabras eran indiscutiblemente una predicción de la forma en que
habría de morir el Apóstol. Se cumplieron tiempo después, según la
creencia popular, cuando Pedro fue crucificado como mártir por Cristo.
El Maestro conocía de antemano el momento, el lugar, la forma en que
moriría el discípulo y lo doloroso que sería.
Esta verdad es profundamente reconfortante para un creyente
verdadero. En la mayoría de los casos, la presciencia solo nos
acarrearía dolor. Saber lo que ha de sucedernos y, sin embargo, no
poder hacer nada por evitarlo solo nos haría desgraciados. Sin
embargo, es un consuelo inefable recordar que Cristo conoce y ha
predispuesto todo nuestro futuro. No existe tal cosa como el azar o la
suerte en el viaje de nuestra vida. Todo, de principio a fin, ha sido
previsto y dispuesto por alguien que es demasiado sabio para
equivocarse y demasiado bondadoso para perjudicarnos.
Recordemos perennemente esta verdad y saquemos provecho de
ella en los momentos difíciles que nos queden por delante. En tales
momentos debemos descansar en la idea de que “Cristo lo sabe, y lo
sabía cuando me llamó para que fuera su discípulo”. Es una necedad
quejarse y murmurar por las dificultades que atraviesan quienes
amamos. En lugar de eso, debiéramos consolarnos con la idea de que
todo está bien hecho. De nada sirve revolvernos y rebelarnos cuando
nosotros mismos debamos beber alguna copa amarga. En lugar de eso,
debiéramos decir: “También esto procede del Señor: lo previó y lo
habría evitado de no haber sido por mi bien”. Dichosos quienes pueden
hacer gala del mismo espíritu que aquel viejo santo que dijo: “He
hecho un pacto con mi Señor por el que no consideraré fuera de lugar
nada de lo que me haga”. Quizá en ocasiones debamos pasar por
tramos desagradables en nuestro camino al Cielo, pero sin duda nos
producirá alivio y descanso pensar: “Cristo previó cada paso de mi
camino”.
En segundo lugar, estos versículos nos enseñan que la muerte del
creyente tiene el propósito de glorificar a Dios. El Espíritu Santo nos lo
dice claramente. Interpreta por su gracia las misteriosas palabras que
brotaron de boca de nuestro Señor con respecto al fin de Pedro. Nos
dice que Jesús lo dijo “dando a entender con qué muerte había de
glorificar a Dios”.
Probablemente esta cuestión no se considera con tanta frecuencia
como convendría. Somos tan propensos a considerar la vida como el
único momento para honrar a Cristo y nuestros actos como la única
forma de manifestar nuestra experiencia religiosa, que pasamos por
alto la muerte y la reducimos a una mera conclusión dolorosa de
nuestra vida útil. Sin embargo, esto no debiera ser así. Podemos morir
para el Señor de la misma forma en que vivimos para Él; además de
obrar activamente también podemos sufrir pasivamente. Igual que
Sansón, podemos hacer más por Dios en nuestra muerte de lo que
llegamos a hacer por Él en vida. Es probable que las pacientes muertes
de los reformadores ingleses que sufrieron el martirio tuvieran un
mayor efecto en el pueblo inglés que todos los sermones que
predicaron y todos los libros que escribieron. Comoquiera que sea, hay
algo seguro: la sangre de los mártires ingleses fue la semilla de la
Iglesia en Inglaterra.
Podemos glorificar a Dios con la muerte estando preparados para
ella cuando quiera que nos sobrevenga. El cristiano que está como un
centinela en su garita, como un siervo que tiene los lomos ceñidos y la
lámpara encendida, con las maletas hechas para partir; aquel para
quien, a juicio de todos los que le rodean, la muerte repentina es su
gloria repentina; ese es el hombre cuyo final glorifica a Dios. Podemos
glorificar a Dios en nuestra muerte soportando el dolor que conlleva. El
cristiano cuyo espíritu ha vencido a la carne, que afronta con
tranquilidad el desmantelamiento de su tabernáculo terrenal en medio
de un gran sufrimiento físico, sin quejarse o protestar, sino disfrutando
de paz interior; ese es el hombre cuyo final glorifica a Dios. Podemos
glorificar a Dios en nuestra muerte dando testimonio a otros del
consuelo y el apoyo que encontramos en la gracia de Cristo. Es
maravilloso cuando un mortal puede decir junto con David: “Aunque
ande en valle de sombra de muerte, no temeré mal alguno” (Salmo
23:4). El cristiano que, al igual que Esperanza en El progreso del
peregrino, puede hacer pie en el río y hablar tranquilamente a sus
compañeros y decirles: “Tengo un sólido apoyo: mis días laboriosos
han llegado a su fin”; ese, ese el hombre cuyo final glorifica a Dios.
Este tipo de muertes deja huella en los vivos y no se olvidan con
facilidad.
Oremos mientras tengamos salud para que nuestro final glorifique a
Dios. Dejemos en manos de Dios el cómo, el cuándo y el dónde, y todo
lo relacionado con nuestro fallecimiento. Pidamos tan solo que
“glorifique a Dios”. Sabio es quien sigue el consejo de John Bunyan y
siempre tiene en mente su hora final y la convierte en compañera de
viaje. John Wesley dijo algo de peso cuando alguien halló defectos en
las doctrinas y las prácticas metodistas: “En todo caso, nuestra gente
muere bien”.
En tercer lugar, estos versículos nos enseñan que,
independientemente de lo que pensemos de la situación de otras
personas, debemos pensar en la nuestra en primer lugar. Cuando
Pedro preguntó con curiosidad y preocupación por el futuro del apóstol
Juan, recibió una profunda respuesta de nuestro Señor: “Si quiero que
él quede hasta que yo venga, ¿qué a ti? Sígueme tú”. Por difícil que
parezca de entender una parte de esta frase, contiene una lección
práctica inequívoca. Manda a todo cristiano que recuerde su corazón
en primer lugar y que piense en sí mismo.
Por supuesto, nuestro bendito Señor no desea que descuidemos las
almas de los demás o que no nos preocupe su situación. Semejante
mentalidad sería de un egoísmo atroz y demostraría claramente que
no disfrutamos de la gracia de Dios. El siervo de Cristo tendrá un
corazón generoso y abierto como su Maestro, y deseará la felicidad
presente y eterna de quienes le rodean. Intentará mitigar la tristeza y
aumentar el gozo de quien esté a su alcance y, si es posible, ayudar a
todo el mundo. Pero a pesar de hacer todo esto, el siervo de Cristo no
debe olvidarse nunca de su alma. Tanto el amor como la religión
verdadera deben empezar por uno mismo.
De nada serviría negar que la solemne advertencia de nuestro
Señor a su impetuoso discípulo es muy necesaria en la actualidad. La
debilidad de la naturaleza humana es tal, que aun los cristianos
verdaderos corren continuamente el riesgo de quedar tan absortos en
su propia experiencia interior y en los conflictos de su corazón que se
olviden del mundo exterior. Otros se afanan tanto en hacer el bien por
el mundo que descuidan sus propias almas. Ambos están equivocados
y ambos necesitan encontrar un camino aún más excelente; sin
embargo, quizá no haya ninguno tan dañino para la religión como el
que se preocupa constantemente por la salvación de los demás y al
mismo tiempo descuida la suya propia. ¡Que las vibrantes palabras de
nuestro Señor nos protejan de semejante trampa! Independientemente
de lo que hagamos por los demás (y nunca se puede hacer lo
suficiente), jamás olvidemos nuestro hombre interior. Por desgracia, la
esposa de Cantares no es la única persona que tiene motivos de queja:
“Me pusieron a guardar las viñas; y mi viña, que era mía, no guardé”
(Cantares 1:6).
En último lugar, estos versículos nos enseñan la grandeza y la
abundancia de las obras de Cristo durante su ministerio terrenal. S.
Juan concluye su Evangelio con estas notables palabras: “Hay también
otras muchas cosas que hizo Jesús, las cuales si se escribieran una por
una, pienso que ni aun en el mundo cabrían los libros que se habrían
de escribir”. Por supuesto, no debemos forzar estas palabras con una
interpretación demasiado literal. Obviamente, es absurdo e irrazonable
pensar que el Evangelista quería decir que el mundo no podría
albergar físicamente el número de libros que se podrían escribir. La
única interpretación sensata es la espiritual y figurada.
Solo se dejó constancia del número de actos y palabras de Cristo
que la mente humana podía asimilar. No sería bueno que el mundo
tuviera más a su alcance. La mente humana, como sucede con su
cuerpo, solo puede digerir una cierta cantidad. El mundo no podría
abarcar más porque no podría asimilar más. Se documentan tantos
milagros, tantas parábolas, tantos sermones, tantas conversiones,
tantas palabras bondadosas, tantas obras misericordiosas, tantos
viajes, tantas oraciones, tantas promesas, tantos preceptos y tantas
profecías como necesita el mundo. Si se hubiera dejado constancia de
más habría sido un desperdicio. Hay suficiente para dejar a todo
incrédulo sin excusas, para mostrar el camino a todo aquel que busque
el Cielo, para satisfacer el corazón de todo creyente sincero, para
condenar al hombre que no se arrepiente y cree, y para glorificar a
Dios. Hasta el más grande de los barcos solo puede transportar una
carga máxima. La mente del ser humano no percibiría más cosas con
respecto a Cristo aunque se hubieran dejado por escrito. Hay suficiente
y de sobra. Este testimonio es verdadero. Neguémoslo si podemos.
Y ahora concluyamos el Evangelio según S. Juan con una mezcla de
profunda humildad y profunda gratitud. Bien puede infundirnos
humildad la conciencia de nuestra ignorancia y lo poco que
comprendemos los tesoros que contiene este Evangelio. Pero también
podemos sentirnos agradecidos al reflexionar sobre lo clara y diáfana
que es la instrucción que nos ofrece acerca del camino de la salvación.
Este Evangelio es una lectura provechosa para quien cree “que Jesús
es el Cristo, el Hijo de Dios, y […] creyendo, [tiene] vida en su
nombre”. ¿Creemos de esa forma? ¡No descansemos hasta dar una
respuesta afirmativa a esa pregunta!

Notas: Juan 21:18–25


V. 18: [De cierto, de cierto te digo]. En este versículo, nuestro Señor
previene al apóstol Pedro de la muerte que le esperaba al final de su
ministerio. Tras restaurarle a su oficio y encomendarle que se dedique a
pastorear, le dice claramente cuál será su fin. No le ofrece ninguna
perspectiva de comodidad o riqueza terrenales. Todo lo contrario, le hace ver
la muerte violenta que le espera. Si demuestra su amor apacentando las
ovejas de su Maestro no debe sorprenderse de correr su misma suerte. Y así
fue. Durante toda su vida, Pedro sufriría persecución, golpes, la cárcel y, al
final, la muerte por amor a Cristo. Sucedió tal como su Maestro había
predicho. La mayoría de los historiadores eclesiásticos sostienen que sufrió el
martirio en Roma, en una de las primeras persecuciones, y que fue
crucificado boca abajo.
Señala Melanchton que Pedro, al igual que la mayoría de los judíos,
probablemente esperaba que, tras la resurrección de nuestro Señor, este
tomaría su Reino para sí y reinaría en gloria con sus discípulos. Jesús le
advierte que no debe hacerse esperanzas semejantes. Lo que le esperaba en
este mundo era aflicción, y no la gloria.
Hay que admitir que ciertos autores cultivados niegan rotundamente que
Pedro llegara a estar en Roma y, por consiguiente, también rechazan la
tradición eclesiástica de que fue crucificado allí boca abajo. Calovio cita un
largo pasaje de Casaubon que sostiene esta tesis. Independientemente de
que sucediera así o no, este pasaje sigue siendo válido. En cualquier caso,
independientemente de la forma o el lugar en que murió, no cabe duda de
que Pedro murió de muerte violenta.
La expresión “de cierto, de cierto te digo” es muy característica del
Evangelio según S. Juan. Es indudable que Pedro recordaría la solemnidad de
las otras ocasiones en que nuestro Señor utilizó esta frase y advertiría que
las palabras de este versículo eran especialmente solemnes. Pedro recordaría
particularmente la noche en que nuestro Señor fue traicionado, cuando su
Maestro le dijo: “De cierto, de cierto te digo: No cantará el gallo, sin que me
hayas negado tres veces” (Juan 13:38).
La expresión “cuando eras más joven” suele interpretarse como indicativa
de que Pedro era ya un anciano cuando se pronunciaron estas palabras. Sin
embargo, creo que se fuerza demasiado el sentido de la frase, especialmente
si se tiene en cuenta el contexto. Considero que es más prudente
interpretarlo como: “Cuando eras más joven de lo que eres ahora”.
A mi modo de ver, la expresión “te ceñías, e ibas a donde querías” es una
frase general que denota la libertad de movimiento y la independencia que
disfrutaba Pedro cuando trabajaba como pescador, antes de que fuera
llamado para ser discípulo y Apóstol. No comparto la tesis de algunos
comentaristas que lo consideran una alusión a lo que Pedro acababa de
hacer, cuando “se ciñó la ropa” y se arrojó al mar para vadear la distancia
que le separaba hasta la orilla. Prefiero considerarla una frase proverbial. Un
joven pescador judío que deseara ir de un lado a otro se ceñiría los lomos,
según la costumbre oriental, y saldría de viaje cuando se le antojara. “Esto —
dice nuestro Señor a Pedro— solías hacer cuando eras más joven”.
La expresión “cuando ya seas viejo” parece denotar en todo caso que
Pedro sería un hombre mayor de lo que era por aquel entonces y que sufriría
el martirio en su vejez. Sin duda, echa por tierra la idea barajada por muchos
de que el apóstol Pedro ya era un hombre entrado en años cuando nuestro
Señor abandonó este mundo. En su caso, la vejez se representa como algo
futuro.
La mayoría de los comentaristas considera que la expresión “extenderás
tus manos, y te ceñirá otro” da a entender la forma en que Pedro habría de
morir. Habría de extender las manos siguiendo las órdenes de otro, esto es,
de un verdugo y, con toda probabilidad, ese verdugo le ataría a la cruz donde
habría de sufrir. De ser correcta esta interpretación de las palabras,
respaldaría la idea de que, además de ser clavados a la cruz, los crucificados
también eran “atados” a ella. Probablemente la expresión “ceñir” haga
referencia a la costumbre de ceñir los lomos de una persona y rodear su torso
con cuerdas antes de crucificarlo. De este modo, se establecería un contraste
más natural entre ceñirse los lomos para ponerse en camino y el que otro se
los ciñera para su ejecución.
La expresión “te llevará a donde no quieras” significaría que, tras haber
atado a Pedro a la cruz, el verdugo lo llevaría atado hasta el lugar donde se
levantara la cruz, de una manera físicamente dolorosa y antinatural. Por
supuesto, no puede significar que Pedro rechazaría su castigo y se resistiría a
él. Solo puede significar que su castigo pondría severamente a prueba su
voluntad.
Piensa Brentano que, en esta frase, “otro” hace referencia a “Nerón” o al
“verdugo”.
a) Adviértase en esta maravillosa profecía la rotundidad con que nuestro
Señor habla del porvenir. Era perfectamente conocedor de las circunstancias
que rodearían la muerte de su Apóstol mucho antes de que esta se produjera.
b) Adviértase la franqueza y la sinceridad con que nuestro Señor
comunica a Pedro las consecuencias de su apostolado. No le tienta con
promesas de éxito y gratificaciones terrenales. El sufrimiento, la muerte y la
cruz se le muestran sin tapujos como el final que debe esperar.
c) Adviértase la forma en que nuestro Señor da a entender que el
sufrimiento es doloroso para la carne y la sangre. Habla de ello como algo
que Pedro rehuiría por naturaleza: “Donde no quieras”. Nuestro Señor no
espera que “disfrutemos” del dolor y el sufrimiento físicos, aunque sí nos
pida que estemos dispuestos a soportarlos por amor a Él.
Observa Crisóstomo: “Cristo habla aquí de los sentimientos naturales, de
las necesidades de la carne, y muestra la renuencia del alma a ser arrancada
del cuerpo. Aunque su voluntad fuera firme, su naturaleza seguiría
resistiéndose. Nadie renuncia al cuerpo sin sentirlo, Dios así lo ha dispuesto
sabiamente a fin de que no se multipliquen las muertes violentas. Porque si,
aun a pesar de cómo son las cosas, el diablo ha sido capaz de llevar a miles
de suicidas a los precipicios y las simas, en caso de que el alma no hubiera
sentido este vínculo con el cuerpo muchos habrían seguido la misma suerte
al más mínimo contratiempo”.
Observa Agustín: “A nadie le gusta morir. Es un sentimiento tan natural,
que ni siquiera la vejez fue capaz de despojar de él a Pedro, a quien Jesús
dijo: ‘Te llevarán a donde no quieras’. ¡Si nos sirve de consuelo, podemos
recordar que aun nuestro Salvador mismo experimentó sentimientos
parecidos cuando dijo: ‘Padre mío, si es posible, pase de mí esta copa’!”.
Asimismo añade: “Si la muerte implicara poca dificultad o ninguna, el mártir
no tendría tanta gloria”.
Comenta Calvino: “Esto debe interpretarse como una referencia al
conflicto que hay entre la carne y el Espíritu que sienten los creyentes en su
interior. No podemos obedecer a Dios tan libremente y sin trabas como para
no ser arrastrados con cuerdas, por así decirlo, en la dirección opuesta por el
mundo y la carne. Aparte de esto, debemos recordar que el pavor a la muerte
está implantado por naturaleza en nosotros, dado que el deseo de separarse
del cuerpo es antinatural”. En otro lugar dice: “Aun los mártires
experimentaban un temor a la muerte similar al nuestro, de tal forma que no
pudieron vencer a los enemigos de la Verdad más que contendiendo consigo
mismos”.
Comenta Beza que, en cierta ocasión, cuando Pedro y Juan habían sido
azotados y amenazados por el concilio judío, se marcharon “gozosos de
haber sido tenidos por dignos de padecer afrenta por causa del Nombre”
(Hechos 5:41). La expresión “donde no quieras”, pues, solo puede hacer
referencia a la voluntad natural de la carne y la sangre. La carne siente. El
santo Baxter solía decir en su última enfermedad: “Gimo, pero no me quejo”.
Cuando el obispo Ridley estaba siendo encadenado a la pira, antes de
arder en la hoguera como mártir en Oxford, le dijo al herrero que le ajustaba
los grilletes: “Bien hecho, muchacho, apriétalos bien; la carne querrá salirse
con la suya”.
Ambrosio, citado por Jansen, menciona la leyenda de que, cuando Pedro
se encontraba encarcelado en Roma antes de su martirio, logró escapar y se
disponía a salir de la ciudad. Entonces se le apareció Jesucristo mismo en una
visión y, a la pregunta de Pedro —“¿dónde vas?”— respondió: “A Roma, a que
me crucifiquen de nuevo”. Al oír estas palabras, Pedro volvió a la cárcel. Toda
esta historia es apócrifa y carente de todo fundamento histórico, pero revela
los sentimientos que reinaban entre los cristianos primitivos.
V. 19: [Esto dijo […], qué muerte […] glorificar a Dios]. Aquí tenemos uno
de esos comentarios parentéticos tan propios de Juan y por el que podemos
sentirnos especialmente agradecidos. Quién sabe las conclusiones que
podrían haber sacado los comentaristas de la predicción de nuestro Señor si
Juan no hubiera sido afortunadamente inspirado para decirnos que Jesús
hablaba de su muerte.
La expresión “qué muerte” significa “qué clase de muerte”, y suele
considerarse denotativa de que el versículo anterior describe la muerte por
crucifixión.
La expresión “glorificar a Dios” es particularmente interesante, porque
enseña que un cristiano puede dar gloria a Dios por medio de su muerte,
además de a través de su vida. Lo hace al soportarla pacientemente, sin
murmurar, demostrando una paz sensible, disfrutando de una esperanza
manifiesta en un mundo mejor, dando testimonio a los demás de la verdad y
el consuelo del Evangelio y demostrando probadamente la realidad de la
religión que le sostiene. Quien acaba de tal forma “glorifica a Dios”. Se dice
que las muertes de Latimer, Ridley, Hooper, Bradford, Rogers, Rowland,
Taylor y muchos otros mártires ingleses en tiempos de María la Sanguinaria
hicieron mayor bien aún que sus vidas y que tuvieron una influencia inmensa
en el progreso de la Reforma.
[Y dicho esto, añadió: Sígueme]. No está muy claro el significado exacto
de esta breve y categórica frase.
a) Algunos piensan que se debe interpretar literalmente, y que nuestro
Señor simplemente quería decir: “Sígueme hacia donde voy. Ya hemos estado
aquí suficiente tiempo. Pongámonos en marcha”. A primera vista parece una
interpretación pobre y endeble. Sin embargo, antes de rechazarla de plano,
haremos bien en observar con atención el lenguaje del versículo siguiente.
b) Algunos piensan que “sígueme” debe interpretarse de forma espiritual,
y que nuestro Señor utilizó esta expresión como una especie de consigna
para Pedro en su vida a partir de ese día: “Sigue mis pasos. Haz lo mismo que
he hecho yo. Sígueme dondequiera que te lleve, aunque sea a la cárcel y la
muerte”.
No veo motivos para no adoptar ambas tesis. Las palabras de nuestro
Señor son tan ricas y profundas que podemos hacerlo sin temor a
equivocarnos. Considero sumamente probable, pues, que nuestro Señor no
solo quisiera decir: “Levántate y sígueme ahora”, sino también: “Sígueme
siempre en tu vida, independientemente de las consecuencias”. Después de
todo, las tres grandes indicaciones de Cristo a los cristianos son: Venid;
aprended de mí; y seguidme (cf. Mateo 11:28–29).
¿Acaso no habrá en la expresión “sígueme” una referencia tácita a las
extraordinarias palabras que dirigió nuestro Señor a Pedro la noche que este
le negó tres veces: “A donde yo voy, no me puedes seguir ahora; mas me
seguirás después” (Juan 13:36)?
V. 20: [Volviéndose Pedro, vio, etc.]. Este versículo presenta al apóstol
Juan mismo, descrito con mayor intensidad de sentimientos de lo habitual,
como “el discípulo a quien amaba Jesús, el mismo que en la cena se había
recostado al lado de él”, como para evitar posibles malentendidos.
En mi opinión, las expresiones “volviéndose” y “seguía” dejan fuera de
cualquier duda que nuestro Señor comenzó a alejarse del lugar de la comida
cuando dijo: “Sígueme”. No se pueden explicar de ninguna otra forma. Se
produjo un movimiento en una dirección determinada. Pedro siguió a nuestro
Señor cuando Él comenzó a alejarse. Mientras le iba siguiendo, se giró y vio
que Juan también iba detrás. Creo que, además de Juan, también venían los
otros cinco discípulos, o de otro modo difícilmente habrían oído la notable
expresión de “quede hasta que yo venga”, la cual obviamente oyeron.
Sugiere Tittman que “cuando Pedro vio que Juan le seguía, se sintió
molesto, dado que Jesús solo le había ordenado a él que le siguiera con la
intención de decirle algo aparte. De esta forma, preguntó por qué Jesús
permitía que Juan les siguiera sin recriminárselo”. Guiándose por esta
interpretación, piensa que las notables palabras del versículo siguiente no
significan más que: “Si quiero que él quede con los otros discípulos hasta que
Yo vuelva a ellos no es cosa tuya. Limítate a seguirme”. Comoquiera que sea,
esta parece una interpretación muy limitada e insatisfactoria.
Observa Stier: “El mismo hecho de que Pedro se volviera ya estaba mal.
Jesús le había ordenado que le siguiera, no que mirara alrededor. ¡De esta
forma, se produjo sin duda una mirada atrás nada ingenua, comparándose
una vez más con el resto! Después de haber sido profundamente humillado,
aún había rastros del viejo Simón”.
V. 21: [Cuando Pedro […]: Señor, ¿y […] éste?]. El significado exacto de
esta pregunta ha sido objeto de gran polémica.
a) Algunos consideran que esta pregunta respondía puramente a motivos
de afecto e interés fraternal. La consideran una pregunta nacida al calor de
los sentimientos bondadosos de Pedro hacia Juan, como el discípulo a quien
más amaba de entre todos los Apóstoles. Deseaba saber cuál sería el destino
de su querido amigo y hermano.
b) Otros piensan que la pregunta atendía a una curiosidad impropia.
Consideran que Pedro no debía haberla formulado. Si nuestro Señor no
deseaba vaticinar nada con respecto a Juan, Pedro no tendría que haberlo
preguntado.
c) ¡Otros —como Flacius— piensan que había cierta envidia latente en la
pregunta de Pedro, y que parecía sospechar que Juan, al no haber negado a
Cristo, sufriría una muerte más llevadera que la suya propia! No me cabe en
la cabeza nada semejante.
A mi modo de ver, las dos primeras interpretaciones tienen algo de cierto.
Ciertamente, la respuesta de nuestro Señor a Pedro que se documenta en el
versículo siguiente parece indicar que este no debía haber preguntado con
tanta facilidad. Por otro lado, me cuesta pensar que Pedro solo preguntó
espoleado por la curiosidad, cuando advierto el vínculo que muestra siempre
con Juan en todas las ocasiones y el amor fraternal manifiesto que siente
hacia él. Pedro no era de censurar porque, tras haber oído su futuro, se
preocupara por el de Juan. La gracia no nos exige que seamos fríos e
insensibles con respecto a nuestros amigos. Sin embargo, está claro que la
forma en que Pedro hizo su pregunta sí era digna de reproche. ¿No parece
tener reminiscencias de la vieja propensión a hablar de los demás? Una vez
dijo: “Aunque todos —todos los demás— se escandalicen, yo no”. Ahora
pregunta: “Si yo he de morir de una muerte violenta, ¿qué será de los
demás?”.
Tengo la fuerte impresión de que la pregunta hacía especial referencia al
final de Juan: “Si yo he de morir de una muerte violenta, ¿cuál será el final de
mi hermano Juan?”.
Comenta Leighton, citado por Burgon: “Esto fue un traspié de alguien que,
tras haberse recuperado de una grave enfermedad, aún andaba con paso
vacilante. Sin embargo, la mayoría de nosotros tiene la tendencia a pasarse
la vida haciendo preguntas impertinentes. Por naturaleza, los hombres tienen
el deseo de saber cosas acerca de los demás y descuidar las propias; y de
estar más preocupados por el porvenir que por el presente”.
Comenta Henry: “Pedro parece más preocupado por el otro que por sí
mismo. Somos muy propensos a meternos en los asuntos de los demás y a la
vez descuidar los intereses de nuestras propias almas; muy perspicaces a la
hora de ver al resto y a la vez miopes para vernos a nosotros mismos;
juzgamos a otros y pronosticamos lo que harán cuando ya tenemos suficiente
con demostrar nuestras propias obras y entender nuestra propia conducta.
Pedro parece más preocupado por los acontecimientos que por su deber. Juan
era más joven que él y, por ley de vida, era probable que le sobreviviera.
‘Señor —dice—, ¿hasta cuándo vivirá?’ Mientras que, si Dios en su gracia nos
capacita para perseverar hasta el final y llegar con bien al Cielo, es
innecesario que preguntemos qué suerte correrán los que vengan después de
nosotros. ¿No basta con que haya paz y seguridad en mis días? Debemos
concebir las predicciones de la Escritura como guías de nuestra conciencia y
no como una satisfacción de nuestra curiosidad”.
Es un hecho curioso y digno de atención que Juan fuera uno de los dos
únicos Apóstoles de cuyo futuro Cristo ya había hablado: “A la verdad, del
vaso que yo bebo, beberéis, y con el bautismo con que yo soy bautizado,
seréis bautizados” (Marcos 10:39).
V. 22: [Jesús le dijo: Si quiero, etc.]. En mi opinión, la respuesta de
nuestro Señor a Pedro solo puede considerarse un reproche. Tenía el
propósito de enseñar al Apóstol que primero debía preocuparse por su propia
responsabilidad, ocuparse de su propia alma, recorrer su propio camino, y
dejar en manos de un Salvador sabio y misericordioso el futuro de los otros
hermanos. No debía entrometerse en los designios de Dios con respecto a
Juan. ¿De qué le serviría saber si Juan iba a vivir mucho o poco tiempo, si
moriría de muerte natural o violenta? Parece como si nuestro Señor dijera:
“Deja de preguntar por lo que le depara el futuro a tu hermano. Sabes que es
una de mis ovejas y que, como tal, jamás perecerá y está a salvo. ¿Qué te
importa lo demás? Ten fe y confía en que se hará bien todo lo referente a él.
Preocúpate de tu propia alma y limítate a seguirme”. No puedo evitar advertir
un parecido latente entre este texto y el famoso pasaje al final de la profecía
de Daniel: “Y dije: Señor mío, ¿cuál será el fin de estas cosas? El respondió:
Anda, Daniel, pues estas palabras están cerradas y selladas hasta el tiempo
del fin”; “y tú irás hasta el fin, y reposarás, y te levantarás para recibir tu
heredad al fin de los días” (Daniel 12:8, 9, 13).
Sugiere Teofilacto que nuestro Señor vio el fuerte vínculo que unía a Pedro
con Juan y que se resistía a separarse de él, por lo que quiso enseñarle que
debía llevar a cabo su propia obra y seguir a Cristo, dondequiera que Él le
llevase, aun a pesar de que esto implicara separarse de Juan.
Después de todo, debemos asegurarnos de no pasar por alto la finalidad
esencial de las palabras de nuestro Señor. Lo que nuestro Señor reprende no
es la preocupación general por las almas de los demás, sino el exceso de
preocupación y curiosidad por el futuro de nuestros amigos. Tal preocupación
es indicativa de una falta de fe: debemos estar dispuestos a dejar su futuro
en manos de Dios. Lo más probable es que conocer su futuro no nos aportara
la más mínima felicidad. Me cuesta imaginar algo más trágico que ver de
antemano la tristeza y la aflicción de nuestros amigos y ser incapaces de
impedirlo. ¿De qué le habría servido a Pedro saber que un día su querido
hermano Juan sería arrojado por sus perseguidores a un caldero de aceite
hirviendo en Éfeso durante una persecución? ¿De qué provecho habría sido
para él saber que Juan pasaría diez años de oneroso cautiverio en la isla de
Patmos y que al final sobreviviría a todos los Apóstoles y sería el último en
abandonar las procelosas aguas de este mundo de aflicción? Saber todo esto
no habría redundado en el más mínimo beneficio de Pedro, y es más probable
que solo hubiera intensificado su desdicha. Sabia y acertadamente, nuestro
Señor le dice: “¿Qué a ti?”. Sabia y acertadamente nos enseña a no
preocuparnos excesivamente por el futuro de nuestros hijos, nuestros
parientes y nuestros amigos. Nos será mucho más beneficioso, y nos hará
mucho más felices, tener fe en Dios y no pensar en el gran porvenir
desconocido.
Observa Burkitt: “Existen dos grandes tipos de personas en lo referente al
conocimiento: quien no se molesta en saber lo que debemos saber y quien
siente curiosidad por saber lo que no nos corresponde saber”.
En cualquier caso, la expresión “sígueme” debiera enseñarnos siempre
que nuestro deber fundamental en nuestra vida religiosa es atender a
nuestras almas y asegurarnos de seguir a Cristo y caminar con Dios.
Independiente de lo que hagan o no los demás, de que sufran o no, nuestro
deber es claro. Las personas que siempre se rigen por lo que hacen los
demás y solo piensan en el resto cometen un gran error. ¡De todas las
endebles y necias razones aducidas por algunos que no participan de la Cena
del Señor, probablemente la más débil sea esa tan común de achacarlo a la
conducta de los demás comulgantes! Las palabras de nuestro Señor
resuenan de forma especialmente enérgica para ese tipo de personas: “¿Qué
a ti? Sígueme tú”.
Las palabras de nuestro Seño —“si quiero que él quede hasta que yo
venga”— son muy misteriosas y profundas, y se han interpretado de diversas
formas durante toda la historia de la Iglesia.
a) Algunos —como Gerhard, Maldonado y Wordsworth— sostienen que
Jesús quería decir: “Si quiero que se quede mucho tiempo en la Tierra y
permanezca hasta mucho después de tu partida, hasta que Yo venga a él en
su muerte, ¿qué a ti?”. Comoquiera que sea soy incapaz de barajar siquiera
semejante idea. La muerte y la Segunda Venida de Cristo son dos cosas
radicalmente distintas, y es una equivocación absoluta confundirlas, tal como
hacen algunas personas con la mejor de las intenciones al elegir los epitafios
de las lápidas. No hay en el Nuevo Testamento un solo pasaje en el que se
equipare la venida del Señor a la muerte. Además, el siguiente versículo de
este mismo capítulo parece diferenciarlas y establecer un fuerte contraste
entre ambas.
b) ¡Hay otros que llegan a afirmar que Jesús estaba diciendo que Juan no
moriría en absoluto, sino que seguiría vivo hasta la Segunda Venida!
Comoquiera que sea, esta es una interpretación absurda y descabellada que
no satisfará a ninguna persona sensata. No solo eso, sino que todo el tenor
de la historia eclesiástica lo contradice. Todos los autores primitivos de peso y
con autoridad declaran que Juan murió de muerte natural a una edad muy
avanzada.
¡Teofilacto menciona la extraña tradición de que Juan sigue vivo en alguna
parte y que cuando el Anticristo aparezca le matará junto a Elías!
c) Algunos —como Grocio, Hammond, Lightfoot, Whitby, Scott, Alford y
Ellicott— sostienen que, al hablar de su venida, Jesús no se refería a la
Segunda Venida en el fin del mundo, sino a su venida espiritual, cuando
viniera a juzgar y castigar a los judíos, destruyera el Templo y acabara
definitivamente con la dispensación judía por medio de los romanos. No veo
nada parecido. No encuentro ninguna prueba contundente en el Nuevo
Testamento de que se llame “venida del Señor” al final de la dispensación
judía. No solo eso, sino que es una realidad que el consenso generalizado es
que el Apóstol Juan vivió durante muchos años después de la toma de
Jerusalén y el incendio del Templo a manos de Tito. Gerhard afirma
categóricamente que no hay un solo ejemplo en la Escritura que permita
deducir que la denominación “venida del Señor” sea una referencia a la
destrucción de Jerusalén.
d) Bengel y Stier piensan que esto significa que Juan habría de quedarse
hasta que el Señor viniera para revelarle las visiones que se documentan en
Apocalipsis.
e) Algunos —como Hutcheson y Trench— piensan que Jesús no tenía
ninguna predicción en mente con respecto al futuro de Juan, sino que solo
utilizó una expresión hipotética y general. “Aun en el caso de que se quedara
hasta que Yo venga, ¿qué te importa eso a ti? No digo que deseo que se
quede; pero en el caso de que así fuera, no es cosa tuya, y no tienes derecho
a preguntar nada”.
Esta es una cuestión que no se zanjará jamás, y parece que la frase se
deja rodeada deliberadamente de un aura de misterio. Si se me pide una
opinión, me inclino sin dudarlo a favor de la última de las cinco tesis que he
presentado.
V. 23: [Este dicho se extendió, etc.]. En este versículo, Juan describe
detalladamente el nacimiento de la más temprana tradición eclesiástica.
Afirma que se convirtió en un dicho común entre los hermanos que no habría
de morir. Es muy probable que muchos llegaran a pensar que, tal como había
sucedido con Enoc y Elías, habría de ser llevado a la gloria directamente, sin
morir. El Apóstol hace hincapié en el hecho de que Jesús nunca dijo que no
habría de morir, sino que solo había supuesto la posibilidad de que “se
quedara hasta que Él viniera”. A mi modo de ver, esta forma de presentar la
cuestión respalda la idea que ya he defendido, esto es, que nuestro Señor
solo utilizó una expresión hipotética, y que no tenía intención alguna de
hacer una predicción categórica.
Adviértase con atención en este pasaje la facilidad con que comienzan las
tradiciones y lo pronto que, aun con la mejor de las intenciones, se generan
rumores infundados entre personas religiosas. No hay nada más precario, ni
más dudoso e infundado, que la inmensa pila de cosas que ha amontonado la
Iglesia de Roma, y que profesa respetar bajo el apelativo de “tradición
católica”. En el momento en que el cristiano se aparta de la Palabra escrita
de Dios y concede a la “tradición católica” la más mínima autoridad, se
hunde en una maraña de incertidumbre y podrá considerarse afortunado si
su fe no se viene abajo por completo.
¡Observa Flacius que el simple hecho de pasar por alto la palabra “si” de
nuestro Señor dio pie a una tradición! La omisión de una sola palabra en un
pasaje ya puede ser perniciosa.
Comenta Henry: “Que esto nos sirva para aprender lo incierta que es la
tradición humana y la necedad de basar nuestra fe en ella. Aquí tenemos una
tradición, una tradición apostólica, un dicho que circulaba entre los
hermanos. Eran los primeros tiempos; estaba muy difundida; y, sin embargo,
era falso. ¡Qué poca confianza merecen esas tradiciones orales que el
Concilio de Trento ha decretado dignas de la misma veneración y el mismo
respeto piadoso que merece la propia Sagrada Escritura!”.
Comenta Henry asimismo: “Aprendamos la propensión que tienen los
hombres a malinterpretar las afirmaciones de Cristo. Muchas veces, los más
terribles errores se han amparado bajo el paraguas de la verdad
incontestable, y las Escrituras mismas han sido torcidas por los indoctos e
inconstantes. No debe extrañarnos que se malinterpreten las afirmaciones de
Cristo y se utilicen para apoyar los errores del Anticristo”.
Parece imposible evitar la conclusión de que los otros cinco Apóstoles
escucharon las palabras que dirigió Jesús a Pedro. De otra forma no se explica
que se extendiera el dicho o el rumor del que se habla en este versículo.
V. 24: [Este es el discípulo, etc.]. En este versículo, el apóstol Juan declara
solemnemente su propia autoría de este Evangelio que lleva su nombre, así
como la veracidad de las cuestiones que trata este libro. Como es habitual, y
con su humildad característica, no menciona su nombre, sino que habla de sí
mismo con modestia en tercera persona. Es como si dijera: “En último lugar,
yo, el apóstol Juan, quien estuvo recostado al lado del Señor, declaro que soy
la persona que da testimonio de estas palabras y estos actos de Cristo, y que
los ha escrito en este libro, y sé que no he dicho más que la pura verdad, de
forma que se puede confiar en mi testimonio sin reservas”.
Debemos observar que Juan utiliza aquí la primera persona del plural,
igual que hace al comienzo de su Primera Epístola.
Da la impresión de que este versículo se escribió a fin de despejar
cualquier duda entre los lectores del Evangelio según S. Juan con respecto a
la veracidad y fidelidad del relato que en él se contiene de las cosas que dijo
e hizo Jesús, y que este, el último de los cuatro relatos de la historia de
Cristo, es tan fidedigno, creíble y digno de confianza como los libros escritos
por Mateo, Marcos y Lucas.
V. 25: [Y hay también otras muchas cosas, etc.]. En este versículo, Juan
parece concluir su libro prorrumpiendo en una fervorosa declaración con
respecto a las maravillas que había obrado su Señor y su Maestro. Es como si
dijera: “Aunque concluyo aquí mi Evangelio, no he referido todas las cosas
maravillosas que hizo Jesús durante su estancia en la Tierra. Hay muchas
otras cosas que hizo, y muchas otras que dijo, que no están documentadas
en mi Evangelio, ni tampoco en los Evangelios de Mateo, Marcos y Lucas. Sin
duda, si se escribieran una por una, pienso que el mundo no podría
asimilarlas ni comprender su valor”.
Una traducción más literal de las palabras “los libros que se habrían de
escribir” sería “los libros escritos”.
Brentano indica el vasto número de milagros que, según S. Mateo, obró
nuestro Señor y de los que no se deja constancia específica en ninguno de los
Evangelios (cf. Mateo 4:23–24; 11:5). Argumenta que, si se dejara constancia
de todos y cada uno de ellos, el relato evangélico se prolongaría
grandemente. Lo que tenemos no es más que una muestra de lo que Jesús
hizo.
Observa Henry lo fácilmente que se podrían haber multiplicado los libros
acerca de Cristo: “Todo lo que Cristo dijo o hizo era digno de atención y
susceptible de instruir. Jamás brotó de sus labios una sola palabra ociosa, ni
hizo nunca nada innecesario; tampoco hizo ni dijo nada banal o trivial, cosa
que no se puede decir del más sabio de los hombres”. Pero añade
sabiamente: “Si no creemos lo que está escrito y aprendemos de ello,
tampoco lo haríamos si se hubiera escrito mucho más”.
La expresión que utiliza S. Juan en este versículo con respecto a que “ni
aun en el mundo cabrían los libros” no está exenta de dificultad. Por
supuesto, no puede referirse a que el volumen material de los libros sería tan
grande que el universo entero no podría darles cabida. Esto sería absurdo,
dado que las “cosas” que se mencionan son tan solo las que dijo e hizo Jesús
durante sus tres años de ministerio. ¿Pero qué significa la expresión?
a) Algunos —como Heinsius y Whitby— piensan que significa que “el
mundo, o el porcentaje inconverso de la Humanidad, no podría aceptar,
asimilar o comprender más de lo que ya hay escrito. Ya se ha dejado
constancia de suficientes cosas para convencer a los pecadores y para guiar
a todos los que sientan un deseo genuino de ser salvados”. Esta
interpretación se enfrenta a la seria objeción de que el texto no dice “el
mundo” simplemente, sino “el mundo mismo” (LBLA); pero en justicia
debemos admitir que, en este sentido, la expresión es más bien la de Amós:
“La tierra no puede sufrir todas sus palabras” (Amós 7:10).
b) Algunos piensan que esta frase debe considerarse una descripción
hiperbólica de la cantidad y la calidad de las obras y las palabras de Cristo
durante su ministerio, y que no debemos exprimir un sentido demasiado
literal de la frase. Argumentan que la figura retórica de la “hipérbole” no es
en absoluto excepcional en la Escritura, y que es habitual encontrar este tipo
de lenguaje cuando se intenta transmitir la idea de algo de gran tamaño,
valor, cantidad o número, y que obviamente no se puede interpretar de
forma literal. En términos generales, me inclino a pensar que esta es la
interpretación correcta de esta expresión, y la que mejor concuerda con el
carácter fervoroso y apasionado del Apóstol que se recostó sobre el pecho de
Jesús y a quien se le encomendó la redacción del cuarto Evangelio. Concluye
con un corazón lleno de Cristo, desbordando amor hacia Él y celo por su
gloria, por lo que termina con su estilo habitual.
No considero válida en absoluto la objeción que se plantea en ocasiones
de que el lenguaje hiperbólico no está en consonancia con la inspiración.
Ningún lector atento e inteligente de la Biblia dejará de ver que los autores
inspirados utilizan frases hiperbólicas con frecuencia; frases, quiero decir, a
las que es imposible atribuir un sentido literal, y que se deben considerar una
adaptación condescendiente a las debilidades del ser humano. Por ejemplo:
“Las ciudades grandes y amuralladas hasta el cielo” (Deuteronomio 1:28).
“Tierra que fluye leche y miel” (Josué 5:6). “Sus camellos eran innumerables
como la arena que está a la ribera del mar en multitud” (Jueces 7:12).
Ninguna de estas frases se puede interpretar literalmente, y toda persona
sensata sabe que se trata de expresiones figuradas e hiperbólicas. Nuestro
Señor mismo habla de “Capernaum, que eres levantada hasta el cielo”, y
dice: “Si alguno viene a mí, y no aborrece a su padre, y madre, y mujer, e
hijos, y hermanos, y hermanas, y aun también su propia vida, no puede ser
mi discípulo” (Mateo 11:23; Lucas 14:23). En ambos casos es obvio que su
lenguaje no se puede interpretar de forma literal (cf. asimismo 1 Reyes 1:40;
4:29; 10:24; Lucas 19:40).
Observa Calvino: “¿Debemos sorprendernos por que el Evangelista, al
elevar la vista a la inmensa majestad de Cristo, exclame con asombro que ni
siquiera el mundo entero podría albergar un relato completo de ella? Y
tampoco debemos reprocharle en absoluto que utilice una figura retórica
común a fin de alabar las virtudes de las obras de Cristo. Sabía la forma en
que Dios se adapta al lenguaje común por causa de nuestra ignorancia”.
Esta tesis cuenta con el respaldo de Agustín, Cirilo, Bucero, Musculus,
Walter, Gerhard, Flacius, Ferus, Toledo, Maldonado, Cornelio à Lapide, Jansen,
Pearson, Henry, Pearce, Scott, Tittman, Bloomfield, Barnes, Alford,
Wordsworth y Burgon.
Lampe aduce la escasa reverencia de la hipérbole para oponerse
decididamente a semejante idea. Sin embargo, no veo la solidez de su
argumento.
La palabra griega que se traduce como “caber” es la misma que en Mateo
19:11 se traduce como “recibir”, y con el mismo sentido en que parece
utilizarse aquí: “No todos son capaces de recibir esto”.
No cabe duda de que el cambio que hay del plural “sabemos” del
versículo 24 al singular “pienso” de este versículo es bastante particular. Sin
embargo, Doddridge cita otros casos paralelos (cf. Romanos 7:14 y 1
Tesalonicenses 2:18). Eutimio lo señala y considera que la expresión “pienso”
se introduce a fin de atenuar el efecto de la hipérbole.
Es digno de atención que los cuatro Evangelios concluyan con la palabra
“amén”. Equivale a decir: “En verdad, ciertamente, es así”. Es igualmente
digno de atención que nuestro Señor sea la única persona que utilice esta
palabra al comienzo de una frase.

Epílogo
Aquí concluyen mis notas sobre el Evangelio según S. Juan. He dado mi
última explicación. He recopilado las últimas citas de los diversos
comentaristas. He ofrecido por última vez mi opinión sobre cuestiones
dudosas y controvertidas. Dejo mi pluma con sentimientos de
humildad, agradecimiento y solemnidad. Creo que el lector no
considerará inoportuno que cite las palabras que dan fin al Comentario
a los Evangelios del piadoso Bullinger, resumidas y condensadas, como
conclusión de mis Meditaciones sobre los Evangelios.
”Lector, te he presentado a tu Salvador el Señor Jesucristo, al
mismísimo Hijo de Dios, que fue engendrado por el Padre por medio de
una generación eterna e inefable, con la misma sustancia que el Padre
e igual a Él en todas las cosas; pero que en estos tiempos postreros, en
cumplimiento de las profecías, se encarnó por nosotros, sufrió, murió y
resucitó de entre los muertos y fue hecho Rey y Señor de todas las
cosas. Este es Aquel a quien Dios el Padre designó y nos entregó, lleno
de gracia y verdad, como el Cordero de Dios que quita el pecado del
mundo, como la escalera y la puerta al Cielo, como la serpiente
levantada para anular el poder del veneno del pecado, como el agua
que refresca al sediento, como el pan de vida, como la luz del mundo,
como el redentor de los hijos de Dios, como el pastor y la puerta de las
ovejas, como la resurrección y la vida, como el grano de trigo que
brota y da abundante fruto, como el vencedor sobre el príncipe de este
mundo, como el camino, la verdad y la vida, como la vid verdadera y,
en último lugar, como la redención, la salvación, la satisfacción de la
deuda y la justicia de todos los creyentes del mundo a lo largo de
todas las épocas. Oremos, pues, a Dios el Padre para que, por medio
de la enseñanza de su Evangelio, conozcamos al que es verdadero y
creamos en el único en quien hay salvación; que, creyendo, sintamos a
Dios viviendo en nosotros en este mundo, y que en el mundo venidero
disfrutemos de su bendita y eterna comunión”. Amén y amén.

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