Paratexto - Maite Alvarado
Paratexto - Maite Alvarado
Paratexto - Maite Alvarado
Paratexto
PARATEXTO
Maite Alvarado X
Lo que llamamos texto es, en primera instancia, una superficie escrita en la que, a simple vis-
ta, se distinguen zonas o bloques diferenciados. Los títulos se destacan por su ubicación, por la dis-
tancia que los separa del resto del texto y por otras marcas gráficas, como tipo de letra distinto o sub-
rayado. La disposición en párrafos, que pueden estar separados por un interlineado más amplio o em-
pezar con sangría, es otra de las primeras informaciones que el lector obtiene, antes incluso de em-
prender la lectura propiamente dicha, junto con lo escrito en los márgenes, las notas o anotaciones
que no pertenecen al texto sino que son agregados o aclaraciones hechas en un momento posterior. A
estos primeros datos, presentes en casi todos los textos, impresos o manuscritos, pueden sumarse va-
riaciones de tipo y cuerpo de letra, asteriscos o números insertados sobre o al nivel de la línea, comi-
llas, paréntesis, guiones, signos todos que son captados por contraste con la grafía dominante. Algu-
nos de ellos son signos de puntuación, es decir, forman parte del código escrito en su dimensión ideo-
gráfica. Los signos de puntuación, en su conjunto, integran un sistema de señalización del texto es-
crito cuya finalidad principal es organizar la información que este aporta, jerarquizar las ideas e indi-
car la distancia o el grado de compromiso que tiene el que escribe con las palabras que usa. Los sig-
nos de puntuación, por lo mismo, son parte del texto; sin ellos, este sería una masa indiscriminada de
palabras casi imposible de descifrar; es decir, no sería texto.
Pero no todos los signos que se relevan en este “barrido” inicial, previo a la lectura, pertene-
cen al texto del mismo modo que la puntuación. Las variaciones tipográficas y de diagramación o
disposición de texto y gráfica (cuadros, gráficos, ilustraciones, etc.) en la página, son cuestiones mor-
fológicas, que hacen a la forma en que el texto se presenta a la vista. Un mismo texto puede asumir
“formas” (diseños) distintos, sin que el contenido del mismo se modifique sustancialmente. Estos
aspectos morfológicos constituyen un “plus” que se agrega al texto para facilitar la lectura o para fa-
vorecer un tipo de lectura que interesa al autor propiciar. Se trata, entonces, de elementos paratextua-
les, auxiliares para la comprensión del texto.
2. Un aparato de recepción
Del mismo modo, son paratextuales los textos subsidiarios, como notas, referencias bibliográ-
ficas, índices, epígrafes...
“Antes de ser un texto, el libro es, para el lector, una cubierta, un título, una puesta en pági-
na, una división en párrafos y en capítulos, una sucesión de subtítulos eventualmente jerarquizados,
una tabla de materias, un índice, etc., y, desde luego, un conjunto de letras separadas por blancos.
En síntesis, un libro es ante todo un proceso multiforme de espacialización del mensaje que se pro-
pone a la actividad de sus lectores.” (Hébrard, 1983:70)
Si bien el paratexto no es privativo del material impreso, es allí donde se manifiesta en todo
su esplendor. Por una parte, porque a mayor tecnología se multiplican los recursos destinados a faci-
litar la lectura. Por otra, porque los textos impresos, por lo general, van destinados a un receptor plu-
ral -a un público lector- y a un mercado. La mayoría de los textos impresos -no todos, desde luego-
son, además, mercancías, y, para competir en el mercado específico, requieren de un aparato paratex-
tual cada vez más sofisticado. Proliferan, entonces, en el caso de los libros, fundas, bandas, tapas de
colores llamativos, destinadas a captar la atención del lector con un mensaje corto y directo, que se
añade al más clásico de solapas y contratapas. Los medios de prensa, por su parte, compiten en el
diseño de sus tapas y en la ingeniosidad de sus titulares y copetes que anticipan el contenido de las
notas.
Rito de iniciación del texto que ingresa a la vida pública, el paratexto se define como un apa-
rato montado en función de la recepción (Genette, 1987). Umbral del texto, primer contacto del lec-
tor con el material impreso, el paratexto es un instructivo, una guía de lectura. En este sentido, los
géneros escritos1 cuentan entre sus marcas aspectos paratextuales que permiten anticipar, en cierta
medida, el carácter de la información y la modalidad que esta asumirá en el texto. Esto es particular-
mente evidente en el caso de la prensa, donde la sola presencia de un recuadro rodeando un texto fir-
mado indica que se trata de una opinión sobre los sucesos referidos en la página; pero también los
géneros literarios, científicos o de divulgación ofrecen al lector, desde su formato, elementos de reco-
nocimiento y la oportunidad de formular primeras hipótesis sobre el contenido del texto, que la lectu-
ra, a posteriori, confirmará o refutará. Una ojeada rápida a una mesa de librería, sin ir más lejos,
permite discriminar, a partir del diseño de tapa, literatura, ciencia, ensayo, libros técnicos, de auto-
ayuda, etc.
Gérard Genette define el paratexto como lo que hace que el texto se transforme en libro y se
proponga como tal a sus lectores y al público en general (Genette, 1987). Además de los elementos
verbales (prefacios, epígrafes, notas, etc.), Genette incluye manifestaciones icónicas (ilustraciones),
materiales (tipografía, diseño) y puramente factuales (hechos que pesan sobre la recepción, informa-
ción que circula por distintos medios acerca de un autor, por ejemplo. Es el caso del físico Stephen
Hawkins, cuya Historia del tiempo fue best-seller en 1991, en parte debido a la coincidencia, en la
persona del autor, de una extraordinaria capacidad intelectual y una notoria discapacidad física).
Etimológicamente, “paratexto” sería lo que rodea o acompaña al texto (para = junto a, al lado
de), aunque no sea evidente cuál es la frontera que separa texto de entorno. El texto puede ser pensa-
do como objeto de la lectura, a la que preexiste, o como producto de ella: se lee un texto ya escrito o
se construye el texto al leer. Pero ya se considere que el texto existe para ser leído o porque es leído,
la lectura es su razón de ser, y el paratexto contribuye a concretarla. Dispositivo pragmático, que, por
una parte, predispone -o condiciona- para la lectura y, por otra, acompaña en el trayecto, cooperando
con el lector en su trabajo de construcción -o reconstrucción- del sentido.
Desde una perspectiva pragmática, se podría decir que es el objetivo de la lectura el que deci-
de el recorte y, por lo tanto, define el carácter paratextual o textual de algunos elementos. Un prólogo
puede perder su carácter de tal al ser desvinculado del corpus que prologa y analizado en sí mismo
como texto. Pero ese cambio de perspectiva implica su exclusión del paratexto. Lo que relativiza la
definición puramente pragmática y obliga a indagar en lo discursivo si hay rasgos distintivos que dife-
rencien texto de paratexto.
El propio Genette se encarga de precisar que el paratexto es, básicamente, “un discurso auxi-
liar, al servicio del texto, que es su razón de ser”(Genette, 1987:16). En esta misma línea, Daniel
Jacobi lo define como el “conjunto de elementos del cotexto a los que el propio texto puede remitir
por un sistema de referencias señalizadas como “ver fig.” o “Cf.” ”2. Claro que escritores como Ro-
1
Los géneros discursivos, para Mijaíl Bajtín, son tipos relativamente estables de enunciados que comparten ca-
racterísticas temáticas, estilísticas y de estructura. Las distintas esferas de la actividad se organizan alrededor de
géneros discursivos más o menos específicos. Ver Mijaíl Bajtín, “El problema de los géneros discursivos”, en
Bajtín, M., Estética de la creación verbal, México, Siglo XXI, 1982.
2
Se trata de una nota al pie en la que Daniel Jacobi hace referencia a Martins-Balbar. Está en Daniel Jacobi,
“Figures et figurabilité de la science dans des revues de vulgarisation”, Langages Nro 75 (Lettres et ico-
ne),setiembre 1984, p.25.
dolfo Walsh, en su cuento “Nota al pie", y Vladimir Nabokov, en Pálido fuego3, han cuestionado la
extraterritorialidad de lo paratextual y su carácter subsidiario, trasladando a las notas el cuerpo cen-
tral del texto. Pero la literatura, es sabido, gusta de la transgresión.
Lindando con el texto por los márgenes o fundiéndose con él para darle forma, recurriendo al
lenguaje de la imagen o privilegiando el código lingüístico, el paratexto pone su naturaleza polimorfa
a disposición del texto y de su recepción.
Antes de emprender una lectura minuciosa del parágrafo 4, haga una lectura por barrido (recorra la
superficie del texto recogiendo la información que salte a la vista). ¿Cuál es el tema del parágrafo
4?¿Qué sé dice, a grandes rasgos, sobre ese tema?
La categoría de “paratexto” es propia del mundo gráfico, ya que descansa sobre la espaciali-
dad y el carácter perdurable de la escritura4.
Al pasar de un borrador a un texto para ser leído por otro, se ponen en funcionamiento una se-
rie de operaciones destinadas a darle legibilidad a ese escrito. En buena medida, esas operaciones
están orientadas a asegurar la coherencia textual5: a separar lo que no debe estar junto y unir lo que sí,
a indicar cambios de tema, a resaltar los conceptos más importantes, a completar la información que
brinda el texto sin interrumpir su continuidad. Estas operaciones paratextuales implican una, vuelta
sobre el texto, que la naturaleza del código escrito hace posible.
4. 1. El estatuto de la escritura.
Para Ferdinand de Saussure, la escritura era un código segundo, cuya función no era otra que
reproducir el habla (Saussure, 1965:72). Cuando define el signo lingüístico, unidad mínima del códi-
go, Saussure describe el significante como la huella psíquica del sonido, la imagen acústica que
acompaña al significado6. De esta manera, los sonidos se incorporan al código como forma (“La len-
gua es forma pura”). A la escritura, por lo tanto, no le queda otro destino que la transcripción de esos
sonidos. Pero ¿es justo ese destino de mero registro?
3
El cuento de R. Walsh está estructurado en dos niveles: texto principal y nota al pie; esta última se continúa de
página a página y va ocupando cada vez más lugar, hasta desplazar al supuesto texto principal. En el caso de la
novela de Nabokov, en cambio, se trata de notas a un poema en las que el editor ficticio va construyendo una
historia.
4
La cultura electrónica sustituye la noción de texto por la de “hipertexto”: en el hipertexto no existe adentro ni
afuera, principal ni accesorio, ya que se borran las fronteras que separan el centro de la periferia. “(...) El diseño
del hipertexto permite al lector agregar o borrar fragmentos y definir como creación propia el tipo de red articu-
latoria que configurará la lectura a efectuar (...)” (Saccomano, 1993: 57-58).
5
La coherencia, para algunos autores, es una propiedad de los textos, cuyas proposiciones se organizan en torno
a un tema común o macroestructura. Para otros autores, en cambio, es una construcción del lector, que asigna
significado a la información que brinda el texto.
6
Saussure define el signo lingüístico como una entidad de dos caras: significado o concepto y significante o
imagen acústica.
Es evidente que el habla materializa el pensamiento de manera distinta de la escritura, ya que
ésta, por su carácter de marca, permanece más allá de su propia enunciación. La escritura marca un
espacio, deja una huella, un dibujo que se separa del que enuncia y constituye un objeto distinto. Esta
objetivación es ajena al habla: la voz es prolongación del cuerpo y las palabras pronunciadas, como
dice el poeta, “son aire y van al aire". Ese objeto inscripto en una superficie se puede recorrer en dis-
tintas direcciones, tachar, borrar, corregir, e incluso destruir: el sujeto ejerce un control sobre lo escri-
to que no es posible sobre lo oral. Refranes como “el pez por la boca muere” son versiones populares
de esta constatación. Como afirma Roland Barthes, el habla sólo puede corregirse agregando más
habla7. Por oposición, la sujeción de la escritura la vuelve más dócil, más cautelosa, menos apta a los
arrebatos y a las desprolijidades (difícilmente haya en la escritura lugar para el lapsus ni para la es-
pontaneidad que suele generar el contacto interpersonal en la comunicación oral).
El habla se completa con los datos de la situación de enunciación, que llena los sobreentendi-
dos: el hecho de que emisor y receptor compartan un mismo escenario y el tiempo de la enunciación,
autoriza a valerse de índices lingüísticos como los demostrativos, que señalan al contexto, así como
de gestos y ademanes que, sumados a la entonación y a las pausas, completan el sentido de las pala-
bras. En el enunciado escrito, en cambio, el valor semántico de los términos dependerá más del en-
torno verbal que del contexto. Esta mayor independencia se explica porque la comunicación escrita
es diferida, recepción y emisión no son simultáneas sino que media tiempo entre ellas, lo que vuelve
indispensable el llenado de los sobreentendidos a fin de reducir la ambigüedad, dado que tampoco
existe el feed-back que en la comunicación oral funciona como reaseguro de que el mensaje ha sido
correctamente decodificado.
Los elementos que integran el paratexto dependen del carácter espacial y autónomo de la es-
critura: bibliografías, índices, serían impensables en forma oral; así como la objetivación del mensa-
7
“El habla es irreversible, así es: no se puede retomar una palabra salvo aclarando con precisión que se la reto-
ma. Aquí, borrar significa añadir; si quiero borrar aquello que acabo de enunciar, no puedo hacerlo sino mos-
trando la goma (debo decir “o más bien”, “me expresé mal”)...”dice Roland Barthes en “Escritores, intelectuales,
profesores”, en: Roland Barthes, El proceso de la escritura, Buenos Aires, Ediciones Caldén, 1974, pp.11-12.
8
No es otra la función de la firma, atribución de un discurso a un sujeto con carácter probatorio.
je, la distancia que supone la escritura, hace posibles notas y prólogos, en los que el propio autor ana-
liza, critica, amplía o sintetiza su discurso. Además, los elementos del paratexto cumplen, en buena
medida, una función de refuerzo, que tiende a compensar la ausencia del contexto compartido por
emisor y receptor. Es el caso de muchas ilustraciones, y en particular de la gráfica (representación
visual de la información en la superficie de la página).
La comunicación escrita exige la puesta en funcionamiento de un dispositivo que asegure o
refuerce la interpretación del texto que el autor quiere privilegiar. Ese dispositivo actúa, en buena
parte, sobre el componente gráfico del texto, sobre su carácter espacial, reforzando visualmente el
sentido, o bien superponiéndole un segundo mensaje, de naturaleza instruccional: lea A antes que B,
lea C con más atención que B, lea X junto con Y. El texto escrito -impreso o manuscrito- busca evi-
tar, por los medios a su alcance, los efectos del diferimiento de la comunicación.
Pero no es esta, desde luego, la única función del paratexto.
.
5. Paratexto y texto impreso
Según Marshall McLuhan, “el libro Impreso creó el mundo moderno, ya que prolongó la voz
y la mente del hombre y puso fin, psíquica y socialmente, al parroquialismo y al tribalismo en el es-
pacio y en el tiempo” (McLuhan, 1985).
Un libro es básicamente un formato, una disposición de palabras sobre papel, con una tipo-
grafía determinada. La propia palabra “libro”, en distintas lenguas, designa al soporte:
“(... )Biblos, en griego, es la fibra interior de ciertas plantas, principalmente el papiro; liber,
en latín, es la capa fibrosa situada debajo de la corteza de los árboles; book, en inglés, y Buch, en
alemán, tienen la misma raíz indoeuropea que bois en francés; kniga, en ruso, procede probablemen-
te, por conducto del turco y del mongol, del chino king, que designa el libro clásico, pero que en un
principio significaba la trama de la seda(...)” (Escarpit, 1968:16).
Hasta bien entrado el siglo XIV, la forma más corriente de publicación era la lectura pública.
Los autores daban a conocer su obra leyéndola en voz alta -o dándola a leer a un lector- ante un audi-
torio. El auditorio comenzó siendo selecto, pero rápidamente se fue ampliando y diversificando. Pa-
ra el siglo XIII, la lectura pública ya había caído en descrédito entre los sectores ilustrados, que se
inclinan por la lectura silenciosa, en principio en el mundo universitario y eclesiástico; pero a lo lar-
go del siglo siguiente la nueva técnica se extiende a las aristocracias laicas. Este cambio en las técni-
cas de lectura estuvo favorecido por ciertas transformaciones del manuscrito, como la separación de
palabras -que no existía hasta entonces-, y modificó sustancialmente la relación con el libro, ya que la
lectura silenciosa permite operaciones sobre el texto de carácter analítico que de otra manera no ten-
drían cabida; es el origen de notas, índices y otros elementos paratextuales (Chartier, 1985).
No sólo la escritura, entonces, sino también la lectura silenciosa, anterior a la invención de la
imprenta -aunque recién entonces puede decirse que empieza a generalizarse y a extenderse a capas
más amplias de la población-, son condiciones para la aparición y la rápida multiplicación de elemen-
tos paratextuales que tienden tanto a reemplazar la entonación de la voz y el ritmo de la lectura en
voz alta como a favorecer una relación analítica con el texto, que antes estaba reservada exclusiva-
mente a los eruditos.
9
Al respecto se puede consultar la obra clásica de Raymond Williams, Cultura. Sociología de la comunicación y
del arte, Barcelona, Paidós, 1982, pp.44-47.
5.4. Mercados simbólicos.
Resuma, en no más de treinta líneas, lo que ha leído en el parágrafo 5.
1.Parámetros de clasificación
10
“(...) Cualquier situación lingüística funciona como un mercado en el cual el locutor coloca sus productos y
lo que él produzca para este mercado dependerá de sus previsiones sobre los precios que alcanzarán sus pro-
ductos (...)” dice Pierre Bourdieu en “Lo que quiere decir hablar”, en P. Bourdieu, Sociología y cultura, México,
Grijalbo, 1990. El intercambio de bienes simbólicos o mercancías simbólicas, como son los objetos culturales, se
rige por las leyes del mercado simbólico respectivo, que los evalúa y les pone “precio”.
otro. Como se verá, existen notorias superposiciones, casos de anfibología que autorizarían a hablar
de un paratexto mixto o icónico-verbal 11.
Pero no es este el único criterio para clasificar tipos de paratextos. Genette distingue el peri-
texto del epitexto, según se trate de elementos paratextuales que rodeen el texto dentro de los límites
del libro (peritexto) o fuera del libro (epitexto): dentro de este último están los diversos discursos que
la editorial despliega con vistas a la promoción y venta de un libro y que en su mayoría coinciden con
su lanzamiento: gacetillas, entrevistas al autor, afiches, presentaciones, reseñas en medios de pren-
sa; incluso los catálogos pueden considerarse parte del epitexto. En nuestro caso, nos limitaremos a
los elementos paratextuales que se encuentran dispersos en el libro mismo, a lo que Genette denomina
peritexto, y retomaremos, de su clasificación, la distinción entre editorial y autoral, según quién sea el
emisor de este discurso de “transición-transacción”.
G.Genette organiza su descripción de los elementos que integran el paratexto a partir de las
clásicas preguntas:¿quién?, ¿cómo?, ¿dónde?, ¿cuándo?, ¿para qué?
El “quién” corresponde a la enunciación: el paratexto puede ser autoral o editorial. Autor y
editor son los responsables de la publicación, si bien pueden delegar algunas instancias del proceso en
un tercero. Por lo general, los aspectos publicitarios del paratexto corren por cuenta del editor, mien-
tras que su función de auxiliar para la comprensión del texto queda en manos del autor o de un tercero
en quien este la delega. Aunque a menudo se entrecruzan ambos aspectos, ya que un buen aparato
auxiliar de la lectura es un argumento de venta en determinados sectores, y, además, ningún autor es
indiferente al éxito de sus publicaciones. En el caso de ediciones póstumas, el paratexto crítico suele
ser asignado a un tercero por el editor o por el director de colección, figura de peso, que suele repre-
sentar al editor aunque su interés no es sólo comercial (el director de colección suele ser un especia-
lista en el campo que perfila la colección). Roger Chartier diferencia lo que él llama “procedimientos
de puesta en texto” y “procedimientos de puesta en libro”: “( ... ) Se pueden definir como relevantes
de la puesta en texto las consignas, explícitas o implícitas, que un autor inscribe en su obra a fin de
producir una lectura correcta de ella, conforme a su intención(...) Pero esas primeras instrucciones
están cruzadas por otras, encarnadas en las propias formas tipográficas: la disposición del texto, su
tipografía, su ilustración. Estos procedimientos de puesta en libro no dependen de la escritura sino
de la impresión, no son decididos por el autor sino por el librero-editor,y pueden sugerir lecturas
diferentes de un mismo texto(...) (Chartier, 1985:79-80)
El paratexto icónico -y nos acercamos al “cómo”- a excepción de la gráfica (que no siempre
es paratextual), es por lo general responsabilidad del editor (o del director de colección, en represen-
tación suya): él es quien elige al ilustrador, decide la cantidad de ilustraciones, el formato, la tapa, la
tipografía, la diagramación y todos los aspectos que hacen a la composición. El paratexto verbal, en
cambio, se reparte entre el autor y el editor. Y aquí entra a terciar el “dónde”, ya que, por lo común,
el paratexto verbal que es responsabilidad del editor ocupa la periferia del libro, las partes más exte-
riores, como un envoltorio que rodea al texto, mientras que el paratexto de autor acompaña al texto,
como corresponde a su función básicamente auxiliar. Hay, por supuesto, zonas de transición, como el
caso del título, parte del paratexto autoral que, sin embargo, dada su naturaleza ambivalente -ya que
es a la vez expresión del texto y argumento de venta-, suele ser objeto de negociación entre autor y
editor. Existen paratextos, como las notas o los glosarios, que pueden ser autorales o editoriales,
cumpliendo en cada caso una función distinta. Cabe aquí hacer una distinción, que se impone dada la
polisemia del término “editor”. Si bien en primera instancia el editor es, como hemos visto hasta aho-
ra, el dueño de la editorial, representante de los intereses comerciales vinculados con el libro, también
recibe esa denominación el encargado de la edición propiamente dicha, que suele ser el director de
colección o algún especialista en el tema a quien se encarga la tarea de rodear al texto de un paratexto
auxiliar. En este caso, estamos ante un paratexto editorial pero con función de paratexto autoral, co-
mo ocurre frecuentemente con prólogos, notas y glosarios en ediciones especialmente preparadas con
fines didácticos, por ejemplo.
11
En realidad, podría concluirse que lo icónico es la marca distintiva del paratexto, sea este verbal o no: la dia-
gramación y la tipografía diferencian los textos auxiliares del texto principal. Lo paratextual, estaríamos tentados
de afirmar, se define por su iconicidad en distintos grados.
En cuanto al momento de aparición (“cuándo”), Genette toma como punto de referencia la fe-
cha de edición del texto, es decir, la primera edición. Con relación a esa fecha, hay paratextos origi-
nales, ulteriores (que corresponden a ediciones posteriores), tardíos (como su nombre lo indica,
acompañan reediciones muy alejadas en el tiempo de la original) y póstumos (posteriores a la muerte
del autor). Claro que un paratexto puede ser a la vez original y póstumo, si corresponde a la primera
edición de un texto póstumo.
EI “para qué”, finalmente, nos vuelve en principio a la distinción entre paratexto edi-
torial y autoral y a sus funciones diferenciadas. Pero dentro de cada una de ellas se pueden distin-
guir a su vez intenciones diversas: informar (la fecha de publicación, por ej.), interpretar (prefacios),
inscribirse en una tradición (ciertos epígrafes), etc.
Solapas, tapas, contratapas, son lugares estratégicos de influencia sobre el público. Estos
elementos del paratexto son, por una parte, los más exteriores, la cara del libro, y, por otra, en su as-
pecto material-icónico, dependen a la vez de la decisión del editor y de la ejecución del imprentero.
Dentro del paratexto editorial, haremos una primera distinción entre elementos verbales y
elementos icónicos. Dentro de estos últimos se encuentran los que Genette llama elementos “mate-
riales”, que se diferencian del resto de los elementos paratextuales, ya sean icónicos o verbales,
puesto que, si bien apelan a la mirada, también se superponen con los textos: el diseño de las letras
(tipografía) y la disposición del texto en la página (diagramación) dan forma al texto. Diagrama-
ción, tipografía y elección del papel constituyen lo esencial de la realización material del libro.
Las elecciones en este aspecto suelen estar determinadas cada vez más por ciertas es-
tructuras que preexisten al libro: las colecciones. El desarrollo reciente de las colecciones responde,
en palabras de Genette, “(... ) a una necesidad, por parte de los grandes editores, de organizar y
manifestar la diversidad de su producción( ... )” (Genette, 1987:25). El sello de colección, por lo
tanto, indica al lector de qué tipo o género de obra se trata. ¿Cómo se manifiesta paratextualmente la
colección? Por una parte, a través de un formato que identifica los libros que le pertenecen, por un
diseño de tapa que puede incluir algún código de identificación en el caso de haber series (dibujos,
letras, números, formas geométricas, colores diferenciados, etc.) y por una pauta de diagramación y
tipografía común. Las colecciones, fácilmente identificables por un diseño común, introducen un
principio de clasificación en la enorme y variada masa de textos que se ofrecen a la venta (ver fig.
l).
En su conjunto, el paratexto editorial se ocupa de la transformación del texto en mercancía,
y los diversos elementos que lo integran son marcas de ese proceso. Este carácter mercantil, que en
los libros a veces se desdibuja detrás de la sobriedad o el esteticismo, es evidente, en cambio, en los
medios de prensa: el contraste en el diseño de las tapas de los diarios desplegadas en los quioscos
permite apreciar, sin demasiado esfuerzo, la estratificación del público al que apelan, y, por lo tanto,
el intento de ocupar una franja del mercado.
2. l. Elementos icónicos
En sus comienzos, la escritura se manifiesta a través de íconos: los pictogramas primero y los
ideogramas después, constituyen las más antiguas formas de comunicación escrita de la humanidad.
En el caso de los ideogramas, se trata ya de un código compuesto de signos icónicos que se combinan
para transmitir distintos mensajes, como en la escritura china. Si bien la evolución posterior de la
escritura en muchos casos la despojó de iconismo, el origen común de dibujo y escritura los hermanó
a lo largo de la historia, tanto en su acceso a formas mecánicas de reproducción como en su destino
incierto frente al avance de las nuevas tecnologías. El dibujo y la escritura pertenecen al mundo grá-
fico.
Pero a pesar de esta hermandad de origen y destino, presentan más diferencias que semejan-
zas. La semiología clásica distinguía lo “arbitrario”, codificado (como la palabra), de lo “analógico”,
no codificado (como la imagen)12. Para Roland Barthes, si bien la imagen “(...) no es lo real, es su
analogon perfecto (...)” (Barthes, 1970:116). Sin embargo, esa supuesta perfección analógica se ba-
sa, por una parte, en códigos de percepción, que varían según los tiempos y las culturas -no se repre-
senta lo que se ve sino lo que se conoce-, y, por la otra, en los códigos de representación (el “arte” o
la “retórica” de la imagen). Umberto Eco lo sintetiza así: “( ... ) los signos icónicos reproducen algu-
nas condiciones de la percepción del objeto, pero después de haberlas seleccionado según códigos de
reconocimiento y haberlos registrado según convenciones gráficas ( ... )” (Eco, 1972:30).
Si bien existe una diferencia de grado entre el dibujo (más codificado por ser artesanal) y la
fotografía (supuesta reproducción mecánica de lo real), el estilo es ineludible en ambas. Usualmente
se otorga a la fotografía el privilegio documental, testimonial: lo que está fotografiado es “verdade-
ro”. Como la cámara tiene la extraña virtud de fijar la realidad cambiante, se confiere a la fotografía-
como a la escritura- carácter probatorio: creemos más a una fotografía que a nuestros ojos, a un regis-
tro escrito que a nuestros oídos. No obstante, la fijación de la realidad es también su fragmentación,
lo que disminuye el valor documental de la fotografía. En segunda instancia, implica la elección de
un ángulo, de un encuadre: es siempre un punto de vista y una construcción. Ya hemos hablado de la
relatividad analógica de la imagen; en el caso de la fotografía no artística, lo analógico es evidente-
mente más fuerte que en el dibujo, pero la reducción y la bidimensionalidad lo limitan. Por otra par-
te, como sostiene Susan Sontag, “( ... ) el más crudo testimonio fotográfico es indefectiblemente esté-
tico (...)” (Sontag, 1981). De aquí la costumbre de acompañar las imágenes con epígrafes o leyendas
que orienten su interpretación, anclando uno entre los muchos sentidos virtuales, sobre todo cuanto
más apunte la comunicación a la precisión referencial, como es el caso de la prensa 13.
2.1.1. La Ilustración
Claro que en muchos casos se invierte la relación, y es la imagen la que ancla el texto, dando
volumen o jerarquizando ciertos pasajes. Cuando la imagen se vincula de este modo con el texto, se
transforma en ilustración. Hoy en día, aparte de la prensa, las obras documentales y los libros infanti-
les son los más pródigos en ilustraciones, lo que parece coincidir con el “(...) estatuto dominante de
la ilustración en la cultura contemporánea: documental o lúdico (...)”(Gauthier, 1984:9). El término
lúdico puede ser entendido como relativo al juego o a lo estético-poético (de la naturaleza del juego);
el estatuto documental, por su parte, corresponde en la actualidad a la fotografía.
La ilustración cumple distintas funciones. De su significado original de “iluminar, dar luz,
esclarecer”, presente en la denominación que se daba a los ilustradores en la Edad Media –
“iluminadores”- conserva el matiz de “esclarecer” mostrando. Pero la ilustración también es una
forma de embellecer u ornamentar el texto, con lo que se cumple, además, un objetivo comercial:
atraer la atención del público. Esta función de la ilustración es particularmente notoria en las tapas
de libros, que compiten en las vidrieras y mesas de librerías.
La ilustración de libros literarios tuvo su período de gloria con la novela de aventuras, durante
el siglo XIX y parte del XX, cuando no sólo anclaba el texto representando escenarios y personajes,
sino que contribuía a la constitución de un imaginario social del mundo conocido: “(...) La selva afri-
cana, para un lector del siglo XIX, no era otra cosa que un grabado en blanco y negro (...)”
12
El signo lingüístico es arbitrario en tanto no existe una relación natural entre él y el objeto que designa. Se
trata, por lo tanto, de una relación artificial o convencional, sujeta a las leyes que rigen el código lingüístico res-
pectivo. La imagen, en cambio, guarda una relación con el objeto que representa de carácter analógico, que al-
gunos autores califican de “natural”, no codificada.
13
“(...) toda imagen es polisémica; implica, subyacente a sus significantes, una cadena flotante de significados,
entre los cuales el lector puede elegir algunos e ignorar otros. La polisemia da lugar a una interrogación sobre
el sentido (...) Por tal motivo, en toda sociedad se desarrollan técnicas diversas destinadas a fijar la cadena
flotante de los significados, de modo de combatir el terror de los signos inciertos: el mensaje lingüístico es una
de esas técnicas (...)” Roland Barthes, “Retórica de la imagen”, en AAVV, La semiología, Bs.As., Tiempo Con-
temporáneo, 1970, pp. 131-132.
(Gauthier, 1984:15). Estas ilustraciones estaban inspiradas en el modelo fotográfico, que fascinaba
por su exactitud. Hoy, la TV y el cine cubren con creces esa avidez mimética. La ilustración hace
tiempo que desapareció de las novelas y cuentos, a excepción de los destinados a los niños. Allí sub-
siste -y es uno de los argumentos comerciales más fuertes-, pero ha acentuado en buena medida su
función estética en detrimento de su función informativa y de anclaje del texto. Los libros para niños
están ilustrados por artistas plásticos cuya preocupación es más bien contrarrestar el efecto de la ico-
nografía naturalista de los medios audiovisuales en el imaginario infantil y vincularse con el texto a
través de la connotación14. Claro que estas ilustraciones, que hacen retroceder lo analógico, dependen,
para ser comprendidas, de su ajuste a códigos de reconocimiento modelados por los medios (fig. 2).
Las publicaciones científicas y los libros de texto, por su parte, incluyen otros tipos de ilus-
traciones aparte de fotografías y dibujos: esquemas y gráfica. La gráfica exige un tratamiento lógico
de la información que rara vez es tarea del editor; lo más usual es que el autor acompañe el texto con
los gráficos, diagramas y mapas pertinentes. Es, por lo tanto, un elemento del paratexto autoral. Los
esquemas, en cambio, suelen encargarse al ilustrador (fig. 3). El esquema, en palabras de F. Richau-
deau, “(...) especie de dibujo simplificado al extremo y a la vez orientado, deformado con miras a
una mejor comprensión, constituye evidentemente el género de imagen más sencillo, el más claro,
breve y legible (...)”(Richaudeau, 1981:167).
2.1.2. El diseño
Ilustración y diseño están estrechamente vinculados desde los comienzos del libro y en la ac-
tualidad se han transformado en un factor dominante desde el punto de vista comercial.
El diseño se puede definir como el ordenamiento y combinación de formas y
figuras:
14
Es “denotado” el significado definicional de una palabra. Los significados “connotados” son secundarios res-
pecto de aquellos, a los que se subordinan. Los significados connotados son sugeridos y constituyen un “plus” de
información que se agrega a la denotación de una palabra. Cf. C. Kerbrat-Orecchioni, La connotación, Bs. As.,
Hachette, 1983.
ejemplificar, tomaremos un caso extremo, como el del libro de texto. Extremo, porque tradicional-
mente los libros escolares estuvieron en las antípodas de los discursos de los medios: retórica y estéti-
camente conservadores, se definieron siempre por oposición a lo que, desde una visión apocalíptica,
significaban los medios (en particular, la TV). Es, además, en este tipo de textos donde el diseño se
vuelve doblemente significativo, ya que permite jerarquizar la información según grados de impor-
tancia y facilitar la comprensión. Los procedimientos más habituales son la diferenciación de blo-
ques tipográficos (presentación, texto central, resumen, comentarios, ejercicios, epígrafes de las foto-
grafías, etc.), el uso de recuadros para resaltar conceptos o informaciones importantes y los cambios
de grosor (negrita, semi-negrita) o de variante (romana, bastardilla) para destacar palabras clave (Ri-
chaudeau, 1981). En los últimos años, acompañando el proceso de colonización de la comunicación
por parte de la imagen y el ingreso de los enfoques discursivos y comunicativos a la escuela, se ha
producido un “aggiornamento” en el diseño de los libros de texto, como se aprecia en la abundante
ilustración (en muchos casos, privilegiando la fotografía -de ser posible, en color- por sobre el dibu-
jo), en una progresiva sustitución de textos instruccionales por logotipos y en una tendencia a repro-
ducir páginas de diarios y revistas, tapas de libros y todo tipo de materiales escritos, incorporando de
este modo lo paratextual al discurso (fig. 6).
Saliéndonos ya de los libros de texto, algunas colecciones dirigidas preferentemente a público
adolescente, como “Libros para nada”, de la Editorial Libros del Quirquincho, apelan a su lector pri-
vilegiado recurriendo en el diseño a la fragmentación, más cercana al videoclip: en una misma página,
el lector se enfrenta a textos que transcurren paralelamente, en los que sólo la tipografía sugiere cierto
orden de prioridad o jerarquía (fig. 7).
Esta publicación es e1 primer volumen de la Enciclopedia semiológica. Nos interesaría recibir suge-
rencias sobre el diseño de la colección. ¿Qué opina del diseño gráfico y tipográfico? ¿Haría alguna
modificación?
2.2.Elementos verbales
La tapa impresa -que se remonta apenas a principios del siglo XIX-lleva tres menciones obli-
gatorias: el nombre del autor, el título de la obra y el sello editorial, a los que puede agregarse, de
haberlo, el sello de colección. Aparte de estos elementos de tapa, el paratexto editorial verbal ocupa
en general la contratapa, la solapa, las primeras y las últimas páginas.
Lo más frecuente es que la contratapa se ocupe de comentar brevemente el texto: resume el
argumento en el caso de la narrativa, analiza los aspectos más relevantes y emite juicios de valor que
suelen extenderse a toda la obra del autor. Juntamente con tapa y solapa, concentra la función apela-
tiva, el esfuerzo por capturar el interés del público.
La anécdota inicial funciona como argumento de valorización de la obra: la trascendencia del
efecto repercute sobre la causa. El conjunto de esta contratapa constituye una argumentación desti-
nada a persuadir al público del valor literario -e, indirectamente, testimonial- de la novela de Christa
Wolf . A su vez, los adjetivos con los que se califica su estructura (“compleja, sólida y rica”) contri-
buyen a recortar ya, de la masa indiscriminada del público, una franja de lectores para los que la lite-
ratura no es sólo pasatiempo.
David Viñas define contratapa y solapa como “(...) dos formas de un mismo género literario
que funciona de manera lateral y episódica. Y si en términos generales pretenden servir de prólogo,
sus características más particulares apelan a la brevedad para facilitar que las mediaciones de los
libreros resulten eficaces en la orientación de los eventuales lectores. Solapear, como es una prácti-
ca ambigua que oscila entre lo institucional, la fugacidad y lo clandestino, apenas si se convierte en
el merodeo de un texto. La economía de tiempo, por lo tanto, condiciona que este género resulte
inexorablemente 'menor' y sea leído en diagonal o al soslayo (...)” (Contratapa de El sexo del azúcar,
de E. Rosenzvaig, Ediciones Letra Buena).
Las primeras páginas (anteportada, frente-portada, portada y post-portada), por su parte, lle-
van indicaciones editoriales como el título de la colección, el nombre del director de colección, la
mención de tirada, la lista de obras del autor, la de obras publicadas en la misma colección, mencio-
nes legales (copy original, etc.), si es traducción, el título original y el nombre del traductor, fechas de
ediciones anteriores, lugar y fecha de la actual, dirección editorial. Algunas colecciones acostumbran
a traer en las primeras páginas -otras lo hacen en la solapa- los datos bio-bibliográficos del autor,
acompañados o no por una fotografía (fig. 8). Cuanto más masiva sea la obra, más se exacerbará el
aparato destinado a acercar el libro (y su autor) al lector potencial: la foto del escritor y un resumen
bio-bibliográfico en el que la popularidad y el éxito estén relevados. El ejemplo que sigue pertenece
a un libro infantil de ediciones Quipu.
Como es costumbre en los libros para niños, el ilustrador se equipara, en importancia, al autor
del texto, y ambos son presentados a los pequeños lectores, recalcando, en esa presentación, su interés y
su dedicación al público infantil. Las series blanca y negra de Libros del Quirquincho, por su parte,
presentan una novedad en el diseño de tapa respecto de otras colecciones infantiles: lo que equivaldría
al texto de contratapa (por tratarse de libros infantiles, un resumen profundamente adjetivado del texto,
con el que se busca captar al lector a través del absurdo, la intriga, el suspenso) se distribuye entre tapa
y contratapa, superponiéndose a la ilustración (fig. 9).
En las últimas páginas se ubica el colofón, es decir, la marca del trabajo de impresión: nombre
de la imprenta, fecha de impresión y cantidad de ejemplares. El colofón es, básicamente, la carta de
presentación del imprentero.
El paratexto de autor es básicamente verbal (si bien existen autores que ilustran sus libros, co-
mo Saint-Exupery, Oliverio Girondo, Chamico y muchos otros) y consiste en un dispositivo que acom-
paña al texto con la intención de asegurar su legibilidad, ampliarlo, ubicarlo, justificarlo, legitimarlo.
Como se verá, en algunos casos es difícil delimitar si determinados elementos pertenecen al paratexto o
al texto propiamente dicho: es el caso de las notas de autor, las referencias bibliográficas y la gráfica
(único elemento icónico-verbal del paratexto autoral), que, según el grado de necesidad de su lectura
para la comprensión del texto, pueden considerarse parte de este o complemento.
El paratexto de autor es propio del libro y, por extensión, de aquellas publicaciones periódicas
(revistas culturales, científicas, técnicas y de divulgación) que, por el tipo de público al que se dirigen,
por los temas que abordan y por su misma periodicidad, dan al autor el tiempo y el espacio para volver
sobre el texto y operar sobre él metadiscursivamente. Los diarios, en cambio, carecen de paratexto au-
toral, si bien compensan esta carencia exacerbando el paratexto editorial. En este sentido, es interesan-
te comparar elementos paratextuales como títulos o copetes, que en las revistas son producidos por el
autor de la nota, mientras que en los diarios suelen ser obra del jefe de sección.
3. l. Elementos icónicos
3.1.1. La gráfica
Gráfica, co: adj. 1. Perteneciente o relativo a la escritura. 2. Que se representa por medio de fi-
guras. U.t.c.s. 3. fig. Dícese del lenguaje o expresión que hace comprender con toda claridad las cosas
descritas. 4.f. Representación de datos numéricos de cualquier clase por medio de una o varias líneas
que exponen la relación o gradación que entre sí guardan estos datos.
La segunda y la cuarta acepción justifican la inclusión de la gráfica dentro del paratexto llama-
do “icónico”. Recordemos que Charles S. Pierce considera que “(...) la existencia de representaciones
tales como los íconos es un hecho completamente conocido. Cualquier pintura es, esencialmente, una
representación de esa clase. Lo mismo es válido para cualquier diagrama, aun cuando no hubiere pa-
recido sensorial entre él y su objeto, y hubiera solamente una analogía entre las respectivas relaciones
de las partes de cada uno (...)” (Pierce, 1986:48-49).
En cuanto a la primera acepción, echa luz sobre la relación entre esta manifestación paratextual
y la escritura.
La introducción de la escritura implicó, según J. Goody (1 977), un tipo de clasificación siste-
mática que era ajena a las lenguas orales. Podríamos decir, entonces, que lo que se denomina “gráfica”,
es decir, siguiendo a J. Bertin, el universo de las redes, los diagramas y los mapas, “(...) desde la re-
constitución atómica a la transcripción de las galaxias (...)” (Bertin, 1972:216-218), no es otra cosa
que el aprovechamiento máximo de las posibilidades que brinda la escritura de manipular y clasificar
los conceptos.
La imagen visual se crea en tres dimensiones: las dos dimensiones del plano (x e y) y una varia-
ción de color z (del blanco al negro). El objeto de la gráfica es utilizar lógicamente ese poder de la vi-
sión de captar en un mismo instante las relaciones entre tres variables. El tratamiento gráfico consiste
en transcribir cada componente de la información mediante una variable visual, de tal modo que la
construcción sea conforme a la imagen natural (Bertin, 1972) (fig. 10).
En un grado inferior de iconicidad que los diagramas, redes y mapas, se encuentran los cuadros
y otras formas de representar la información aprovechando las dos dimensiones del plano (fig. 1l).
Según F. Richaudeau (1981), la gráfica es una traducción reordenada de un cuadro de doble en-
trada: xy, con respuestas si-no o números en los casilleros (la variable z que será traducida a color o
tamaño).
Todos estos recursos gráficos presentan algunos problemas en cuanto a su inclusión, o no, den-
tro del paratexto. ¿Son parte del contexto, auxiliares del texto a los que este envía para sintetizar, reor-
ganizar o simplemente visualizar la información que brinda? ¿O están integrados al texto, al que com-
pletan? La ubicación es, en este caso, relevante, porque la gráfica puede presentarse a manera de ilus-
tración, incluso en hoja aparte o claramente diferenciada del texto por una indicación del tipo fíg. 23,
por ejemplo, que le confiere cierta autonomía, como parte de un inventario o serie de figuras que ilus-
tran; o bien puede intercalarse en el texto e integrarse a él de tal manera que su lectura sea complemen-
taria o, más aún, determinante para la comprensión del texto.
Daniel Jacobi define como “ilustración” “(...) el conjunto de dibujos, diagramas, fotos, mapas,
gráficos, que se encuentran a la vez en el cotexto y en el texto (...)” (Jacobi, 1984:25). Según este au-
tor, la descripción del dispositivo experimental y la publicación de un gráfico claro son los aspectos
más importantes de un artículo científico. El gráfico, en este caso, no sustituye a la palabra, sino que
“(...) uno y otra corresponden a la misma voluntad de administrar la prueba de verdad. No son dos
estados de un mismo objeto sino trazos distintivos que lo definen como tal (...)”(Jacobi, 1984:35). Por
lo mismo, la gráfica, en los textos científicos especializados o “esotéricos”, no podría considerarse pa-
ratextual, ya que no reviste carácter auxiliar.
Lo que sigue son ejemplos de redes conceptuales sobre distintos temas.
Grafique el contenido del capítulo 1 de este libro en forma de red conceptual.
3.2. Elementos verbales
3.2.1. El título.
Es el elemento más externo del paratexto de autor. Como parte de la tapa del libro, coincide
con el paratexto editorial y, en muchos casos, como ya se dijo, está sujeto a la aprobación del editor o
es fruto de una negociación entre este y el autor. Esto se debe a que el título, como el conjunto de la
tapa, se dirige al público en general; y más aún que la tapa, ya que, por una parte, también figura en el
dorso del libro (lo único visible al colocarse el libro en un estante), y, por otra, circula a través de catá-
logos y también por vía oral: como el nombre de autor, es objeto de conversación. Para Roland Bart-
hes, el título equivale a la marca de un producto comercial y acompaña la constitución del texto en
mercancía (Barthes, 1973). No son pocos los libros que se venden por el título, aunque el comprador
no tenga referencias del contenido ni del autor. El título es, entonces, una especie de bisagra entre el
paratexto de autor y el editorial. Es también la tarjeta de presentación del autor en público, el primer
mensaje que envía a sus lectores potenciales.
Para el lector, el título, en general, es la primera clave del contenido del libro, por lo que -junto
con la ilustración de tapa y el sello de colección- constituye el disparador de sus primeras conjeturas.
Al respecto dice Umberto Eco:
“(...) Por desgracia, un título ya es una clave interpretativa. Es imposible sustraerse a las su-
gerencias que generan Rojo y negro o La guerra y la paz. Los títulos que más respetan al lector son
aquellos que se reducen al nombre del héroe epónimo, como David Copperfield o Robinson Crusoe,
pero incluso esa mención puede constituir una injerencia indebida por parte del autor. Papá Goriot
centra la atención del lector en la figura del viejo padre, mientras que la novela también es la epopeya
de Rastignac o de Vautrin, alias Collin. Quizás habría que ser honestamente deshonestos, como Du-
mas, porque es evidente que Los tres mosqueteros es, de hecho, la historia del cuarto. Pero son lujos
raros, que quizás el autor sólo puede permitirse por distracción (...)”(Eco, 1986: 10)
Según Genette, el título tiene tres funciones: 1) identificar la obra, 2) designar su contenido, 3)
atraer al público. No necesariamente están las tres presentes a la vez; y sólo la primera es obligatoria,
ya que la función principal de un título es la de nombrar la obra. El título puede no ser atractivo, e in-
cluso puede no guardar relación con el contenido del texto, pero siempre será el modo de identificarlo.
Según el género de la obra y el público al que se dirija, desde luego, el título puede variar su función:
los títulos de obras literarias buscan atraer más que los de obras teóricas o científicas, que suelen privi-
legiar la claridad a la originalidad15.
En cuanto a su relación con el texto, se pueden distinguir, en principio, título propiamente di-
cho de subtítulo e indicación de género. A veces se integran o se superponen, como ocurre con La edu-
cación sentimental. Historia de un joven hombre o Los cuerpos dóciles. Hacia un tratado sobre la
moda o Incluso los niños. Apuntes para una estética de la infancia, donde la indicación genérica (His-
toria de..., Hacia un tratado sobre..., Apuntes para ...) es parte del subtítulo, que, en su conjunto, tiene
la finalidad de aclarar el título cuando este es críptico e interesa al autor o al editor dejar claro de qué
tipo de texto se trata. En otros casos, la indicación genérica constituye de por sí el título, como en Ele-
gías, Escritos, Memorias, Confesiones, Poemas, Fábulas, etc. En estos casos, o bien no existe un tema
(o un texto) sino temas (y textos) diversos, o bien se trata de una recopilación póstuma de textos que el
compilador prefiere no nombrar, o bien se privilegia el pacto de lectura (como ocurre en las obras auto-
biográficas, donde el título destaca el imperativo de sinceridad: Confesiones, Memorias ... ).
En una primera clasificación de los títulos, Genette distingue los que designan el con-
tenido o tema del texto, como Madame Bovary, La Peste, El proceso, de los que indican el género, co-
mo Lenta biografía o Historia de la vida del Buscón. Este último es en realidad un título mixto, que
combina un elemento temático y uno genérico, costumbre frecuente en obras científicas o teóricas (Teo-
rías cognitivas de/ aprendizaje; Un estudio sobre esquemas, creencias y teorías pedagógicas de maes-
tros primarios, etc.).
Dentro del primer grupo, los hay de distintos tipos: los literales, como La guerra y la paz, La
metamorfosis, etc.; los metafóricos, como Rojo y negro, Santuario, Cosecha roja, El sueño eterno, Al-
rededor de la jaula, etc.; los metonímicos, como Papá Goriot, El conde Lucanor, La perla del empera-
dor, etc.; los alusivos o intertextuales, como el Ulises, El Imperio de los sentimientos, Retrato del artis-
ta cachorro, etc. En cuanto a los títulos genéricos, Genette incluye en la categoría ciertos títulos más
modernos e innovadores, del tipo de Meditaciones, Aproximaciones, Divagaciones, etc.
Los títulos metafóricos e intertextuales o alusivos, por su parte, se han extendido a los medios
de prensa, como puede apreciarse en los diarios, desde Crónica, que recurre al refranero y a expresio-
nes del acervo popular, hasta Página 12, más pródiga en citas y alusiones literarias.
¿A qué tipo de título pertenece el de esta publicación? Sugiera tres títulos de distinto tipo para reem-
plazar o complementar al actual. Fundamente su propuesta.
3.2.2. La dedicatoria.
Suele ubicarse al principio del libro, antes o después de la página del título. Los destinatarios
pueden ser personas relacionadas con el autor:
A mi mujer
A mis hijas
En memoria de Fuegia Basket,
Jemmy Button, York Mínster
y Boat Memory, que fueron
una vez a Inglaterra. (E. Belgrano Rawson, Fuegia)
15
Esto también depende de la tradición de cada lengua. El título de la obra de Austin How to do things with words
se tradujo al castellano literalmente como Cómo hacer cosas con palabras; al francés, como Quand dire c’est faire
(“Cuando decir es hacer”); y al alemán, como Theorie des Sprechakte (“Teoría de los actos de habla”).
A Alfonsina Storni,
Victoria Ocampo
y Alicia Moreau de Justo,
que abrieron camino.
A María Teresa Gramuglio
y Susana Zanetti,
amigas e interlocutoras. (B. Sarlo, El imperio de los sentimientos)
Analice la dedicatoria al duque de Béjar.
Actualmente, si bien desapareció esa función económica (salvo en las obras científicas, donde
ha sido reemplazada por los “reconocimientos" o “agradecimientos” a las instituciones que subsidiaron
la investigación) y la dedicatoria se desembarazó de la retórica hueca que la caracterizaba, mantiene, en
muchos casos, cierto carácter de padrinazgo intelectual o estético que también viene desde antiguo: el
dedicatario -sea real o simbólica su relación con el autor- es indirectamente responsable del texto que se
le dedica, lo que puede constituir, según los casos, un argumento de valoración de la obra.
La forma más común que asume la dedicatoria es la mención del dedicatario, acompañada o no
de una frase que se le dedica y cuyo sentido no siempre es claro para el lector. Se trata de la segunda
ventana -la primera es la foto de solapa- por donde el lector puede espiar cierta intimidad del autor: si
en aquella podía fisgonear el bigote o los lentes, la actitud displicente o complaciente, en esta podrá
atisbar sus sentimientos, sus costumbres, en fin, algo de su vida cotidiana:
Pero existen dedicatorias que se apartan de la forma más o menos canónica y encierran la refle-
xión y el homenaje bajo el aspecto de un poema o una breve narración. La dedicatoria a Lugones que
hace las veces de prólogo a El hacedor de Jorge Luis Borges es un buen ejemplo.
A LEOPOLDO LUGONES
Los rumores de la plaza quedan atrás y entro en la biblioteca. De una manera casi física siento
la gravitación de los libros, el ámbito sereno de un orden, el tiempo disecado y conservado mágica-
mente. A la izquierda y a la derecha, absortos en su lúcido sueño, se perfilan los rostros momentáneos
de los lectores, a la luz de las lámparas estudiosas, como en la hipálage de Milton. Recuerdo haber
recordado ya esa figura, en este lugar, y después de aquel otro epíteto que también define por el con-
torno, el árido camello del Lunario, y después aquel hexámetro de la Eneida, que maneja y supera el
mismo artificio:
Estas reflexiones me dejan en la puerta de su despacho. Entro; cambiamos unas cuantas con-
vencionales y cordiales palabras y le doy este libro. Si no me engaño, usted no me malquería, Lugo-
nes, y le hubiera gustado que le gustara algún trabajo mío. Ello no ocurrió nunca, pero esta vez usted
vuelve las páginas y lee con aprobación algún verso, acaso porque en él ha reconocido su propia voz,
acaso porque la práctica deficiente le importa menos que la sana teoría.
En este punto se deshace mi sueño, como el agua en el agua. La vasta biblioteca que me rodea
está en la calle México, no en la calle Rodríguez Peña, y usted, Lugones, se mató a principios del trein-
ta y ocho. Mi vanidad y mi nostalgia han armado una escena imposible. Así será (me digo) pero ma-
ñana yo también habré muerto y se confundirán nuestros tiempos y la cronología se perderá en un orbe
de símbolos y de algún modo será justo afirmar que yo le he traído este libro y que usted lo ha acepta-
do.
J.L.B.
Buenos Aires, 9 de agosto de 1960.
En esta dedicatoria atípica, la narración del encuentro con Lugones, que rescata la relación per-
sonal entre ambos autores, da pie para una reflexión en la que Borges reconoce el padrinazgo intelec-
tual de aquél. Las referencias intertextuales del primer párrafo tienen por objeto ejemplificar un tropo:
la hipálage, que condensa, en la descripción de Borges, el clima de la biblioteca (“a la luz de las lámpa-
ras estudiosas”). ¿Por qué la hipálage? Parecería que el “contagio” que caracteriza a esta figura -el
“camello” del Lunario a que alude Borges es calificado de “árido” por contagio del “contorno”- sinteti-
zara una concepción de la dedicatoria: la luz que irradia el dedicatario ilumina al dedicador. Por su par-
te, el topos de la falsa modestia, caro a las dedicatorias desde tiempos inmemoriales (véase la del Quijo-
te en estas mismas páginas), cobra en Borges un nuevo sentido (“usted no me malquería, Lugones, y le
habría gustado que le gustara algún trabajo mío”): verdadero “gesto que enaltece” el de dedicar un libro
a quien, en vida, no supo apreciar la obra del que dedica.
3.2.3. El epígrafe.
Suele estar ubicado en la página siguiente a la dedicatoria y anterior al prólogo, Es siempre una
cita, verdadera o falsa (atribuida falsamente a un autor). También puede ser atribuida a un autor imagi-
nario, o ser anónima:
el buey solo
bien se lame.
(M.Cohen, El sitio de Kelany)
Sólo las personas superficiales no juzgan por las apariencias. El misterio del mundo
es lo visible, no lo invisible. Oscar Wilde, en una carta. (S. Sontag, Contra la interpre-
tación)
2) de comentario del texto, precisando indirectamente la significación (esta función puede su-
perponerse a la anterior):
3) de padrinazgo indirecto (lo importante no es lo que dice la cita sino la identidad de quien lo
dice). En este sentido, afirma D. Maingueneau:
“(...) Todos estos epígrafes están destinados a ligar el discurso nuevo a un conjunto de
enunciados anteriores. Se trata de poner de manifiesto las grandes orientaciones que ha tomado el
libro, de marcarlo, setñalarlo como perteneciente a un conjunto definido de otros discursos (...)”
(Maingueneau, 1980:143)
Esta es, sin duda, la intención que guía a Sarmiento en la elección de los autores con cuyas citas
encabeza los capítulos de Facundo. La abundancia de epígrafes, por su parte, es propia del romanti-
cismo.
El epígrafe, conjuntamente con el título y la tapa si se trata de un libro, estimulan al lector a
elaborar hipótesis sobre el contenido del texto.
... más allá están los Andrófagos, un pueblo aparte, y después viene el desierto total... Heródo-
to, IV, 18 (J.J. Saer, El entenado)
Escriba la contratapa de El entenado de J.J. Saer teniendo en cuenta la información que aportan el
título, la tapa y el epígrafe.
3.2.4. El prólogo.
El prólogo o prefacio es un discurso que el autor u otra persona en quien él -o el editor- delega
esta función, produce a propósito del texto que precede o sigue (en este caso se lo denomina postfacio o
epílogo). Hay prefacios apócrifos o falsos, y también hay prefacios ficticios, como el de Lolita, que se
atribuye al protagonista de la novela, o el de El Lazarillo de Tormes.
La mayoría de los prólogos cumplen con dos funciones básicas, que comparten con las contra-
tapas, aunque la dominancia de una sobre otra es inversa en ambos: una función informativa e interpre-
tativa respecto del texto y una función persuasiva o argumentativa, destinada a captar al lector y rete-
nerlo.
La función persuasiva, que es dominante en el paratexto editorial, es mucho más fuerte en las
contratapas que en los prólogos, sobre todo si estos son escritos por el propio autor (está mal visto que
el autor elogie su obra, por lo que la argumentación se ve obligada a correr por otros carriles en los que
la valoración es más oblicua). El principal argumento de valorización del texto suele ser la importancia
del tema, aunque también puede acompañarlo su originalidad o novedad. En el caso de recopilaciones,
se apela frecuentemente a la unidad, formal o temática, o bien, por el contrario, a la diversidad, como
ocurre con frecuencia en los prólogos de Borges.
En cuanto a la función más autoral del prólogo, este puede informar al lector sobre el origen de
la obra y las circunstancias de su redacción. Puede incluir la mención de fuentes y reconocimientos a
personas e instituciones que han colaborado con el autor en la elaboración del libro. En obras no fic-
cionales, el prólogo puede cumplir una función didáctica: explicar el índice (los contenidos y el orden
de estos en el libro).
La función más importante que le atribuye Genette al prefacio original es la de interpretar el
texto. También la de inscribirlo en un género. Si se trata de obras innovadoras o transgresoras respec-
to de las normas genéricas, el prólogo o prefacio puede transformarse en manifiesto, como es el caso
del Prefacio al Cromwell de Víctor Hugo.
Para evitar condicionar la lectura comentando el texto por anticipado, algunos autores prefieren
postponer el prefacio, renunciando a la función preventiva que suelen tener los prólogos en favor de
una función correctiva.
EPILOGO
Dos tendencias he descubierto, al corregir las pruebas, en los misceláneos trabajos de este vo-
lumen.
Una, a estimar las ideas religiosas o filosóficas por su valor estético y aun por lo que encie-
rran de singular y de maravilloso. Esto es, quizá, indicio de un escepticismo esencial. Otra, a presu-
poner (y a verificar) que el número de fábulas o de metáforas de que es capaz la imaginación de los
hombres es limitado, pero que esas contadas invenciones pueden ser todo para todos, como el Apóstol.
Quiero así mismo aprovechar esta hoja para corregir un error. En un ensayo he atribuido a
Bacon el pensamiento de que Dios compuso dos libros: el mundo y la Sagrada Escritura. Bacon se
limitó a repetir un lugar común escolástico; en el Breviloquium de San Buenaventura -obra de/ siglo
XII- se lee: creatura mundi est quasi quidam labor in quo logitur Trinitas. Véase Etienne Gilson: La
philosphie au moyen âge, pp. 442, 464.
J.L.B.
En este caso, el epílogo se revela como enunciado en un momento posterior al del texto (“he
descubierto, al corregir las pruebas...”) y cumple las dos funciones del prólogo: la informativa-
interpretativa, en este caso enriquecida por la corrección del error (una suerte de fe de erratas), que reú-
ne el gesto de sinceridad (falsa modestia) y la erudición (referencias intertextuales encadenadas). Po-
dríamos decir que este epílogo, en cuanto a su función interpretativa, es doblemente correctivo: porque,
como todo epílogo o postfacio, interpreta a posteriori, y porque corrige y amplía el texto. También
cumple la segunda función prefacial: la argumentativa-persuasiva. Por tratarse de un postfacio, la ar-
gumentación no busca captar o retener al lector, que seguramente ya leyó el texto, sino más bien per-
suadirlo de que, por detrás de la aparente diversidad de los ensayos recopilados, existe cierta unidad
(“Dos tendencias he descubierto, al corregir las pruebas, en los misceláneos trabajos de este volumen”).
El imperativo unitarista, con que Genette caracteriza a los prólogos de recopilaciones, se cumple en este
caso también, pese a que Borges suele apelar más frecuentemente a la diversidad en sus prefacios. Tal
vez por tratarse, en este caso, de un postfacio, de una lectura que no condiciona o interfiere con otras.
Como está escrito por el autor del texto, la valoración se expresa como descubrimiento, casi por azar (la
circunstancia de corregir las pruebas hace posible el hallazgo de la unidad subterránea de los textos).
Pero fundamentalmente es a través de la lítote, de esta figura argumentativa de la que Borges se vale tan
frecuentemente, que logra el efecto de valoración: reconociendo un error que nadie más que él podría
detectar deslumbra al lector con una enciclopedia (en el sentido que le da Eco) inabarcable.
La humildad con que Borges enuncia su interpretación y el gesto que supone posponerla (parte
de esa misma humildad o modestia), le permiten salvar las paradojas a que está sujeto el prefacio de
autor, según Dominique Jullien:
(...) el prefacio ubica al autor en la posición paradojal de lector de su obra. Lector priviIegia-
do e intérprete autorizado (...), en principio porque sólo él tiene el privilegio de una visión totalizante
de la obra. Por lo tanto, se puede establecer una primera relación entre autoridad del prologuista y
unidad de la obra (...) Pero la relación entre unidad y autoridad revela cierto número de paradojas. El
lector no puede más que interrogarse sobre la legitimidad de ese texto, ubicado a la entrada de /a obra
y sin embargo posterior a ella, que le impone al lector -aún presuntamente inocente- una suerte de
cuestión hermenéutica previa, ya que lo que para el lector es una anticipación es para e/ autor una
retrospección. Otra paradoja: si el autor tiene necesidad de interpretar su texto en otro texto, es que
la obra no se basta a sí misma, que es imperfecta (...)(Jullien)
Algunos prólogos a ediciones ulteriores de una obra o a segundas partes son en realidad res-
puestas a la crítica o a la recepción que la edición original o la primera parte tuvo en el público. El pró-
logo que se transcribe a continuación corresponde a La vuelta de Martín Fierro y fue escrito por José
Hernández para la edición original de 1879. Dado que en este caso coinciden la figura del autor y la del
editor (José Hernández editó su libro), es interesante observar la importancia que asume en el prólogo
la argumentación editorial -número de ejemplares vendidos de la primera parte de Martín Fierro, cui-
dado y calidad de la presente edición y de la impresión, idoneidad y competencia de artistas y artesanos
implicados en el proceso- y la valoración directa de la obra por la importancia del tema y la originalidad
del tratamiento.
_____________________
Esto no es vanidad de autor, porque no rindo tributo á esa falsa diosa; ni bombo
de Editor, porque no lo he sido nunca de mis humildes producciones.
Así se empieza.
Las láminas han sido dibujadas y calcadas en la piedra por D. Cárlos Clerice,
artista compatriota que llegará á ser notable en su ramo, porque es jóven, tiene
escuela, sentimiento artístico, y amor al trabajo.
El grabado ha sido ejecutado por el Sr. Supot, que posée el arte, nuevo y poco
generalizado todavia entre nosotros, de fljar en láminas metálicas lo que la ha-
bilidad del litógrafo ha calcado en la piedra, creando ó Imaginando posiciones
que interpretan con claridad y sentimiento la escena descrita en el verso.
Solo así pasan sin violencia del trabajo al libro; y solo así, esa lectura puede
serles amena, interesante y útil.
¡Ojalá hubiera un libro que gozára del dichoso privilegio de circular incesan-
temente de mano en mano en esa. inmensa población diseminada en nuestras
vastas campañas, y que bajo una forma que lo hiciera agradable, que asegurára
su popularidad, sirviera de ameno pasatiempo á sus lectores, pero; -
Enalteciendo las virtudes morales que nacen de la ley natural y que sirven de
base á todas las virtudes sociales -
Recordando á los Padres los deberes que la naturaleza les impone para con sus
hijos, poniendo ante sus ojos los males que produce su olvido, induciéndolos
por ese medio á que mediten y calculen por sí mismos todos los beneficios de
su cumplimiento -
Enseñando á los hijos como deben respetar y honrar á los autores de sus dias-
Fomentando en el esposo el amor á su esposa, recordando á esta los santos
deberes de su estado; encareciendo la felicidad del hogar, enseñando á todos á
tratarse con respeto recíproco, robusteciendo por todos estos medios los víncu-
los de la familia y de la sociabilidad-
Enseñando a hombres con escasas nociones morales, que deben ser humanos
y clementes, caritativos con el huérfano y con el desvalido; fieles á la amistad;
gratos á los favores recibidos; enemigos de la holgazanería y del vicio; con-
formes con los cambios de fortuna : amantes de la verdad, tolerantes, justos y
prudentes siempre.
Un libro que todo esto, mas que esto, ó parte de esto enseñara sin decirlo,sin
revelar su pretension sin dejarla conocer siquiera, seria indudablemente un
buen libro, y por cierto; que levantaría el nivel moral é intelectual de sus
lectores aunque dijera naides por nadie, resertor por desertor, mesmo por
mismo, ú otros barbarismos semejantes; cuya enmienda le está reservada a la
escuela, llamada á llenar un vacio que el poema debe respetar, y á corregir
vicios y defectos de fraseología que son tambien elementos de que se debe
apoderar el arte para combatir y estirpar males morales mas fundamentales y
trascendentes, examinándolos bajo el punto de vista de una filosofía mas
elevada y pura.
Entra tambien en esta parte la elección del prisma á través del cual le es per-
mitido á cada uno estudiar sus tiempos. Y aceptando esos defectos como un
elemento, se idealiza tambien, se piensa, se inclina á los demás á que piensen
igualmente, y se agrupan, se preparan y conservan pequeños monumentos de
arte, para los que han de estudiarnos mañana y levantar el grande monumento
de la historia de nuestra civilizacion.
Canta porque hay en él cierto impulso moral, algo de métrico, de rítmico que
domina en su organizacion, y que lo lleva hasta el estraordinario estremo de
que, todos sus refranes sus dichos agudos, sus proverbios comunes son es-
presados en dos versos octosílabos perfectamente medidos, acentuados con in-
flexible regularidad, llenos de armonía, de sentimiento y de profunda intencion.
Eso mismo hace muy difícil, sinó de todo punto imposible distinguir y separar
cuales son los pensamientos originales del autor, y cuales los que son recojidos
de las fuentes populares.
No tengo noticia que exista ni que haya existido una raza de hombres aproxi-
mados á la naturaleza, cuya sabiduría proverbial tiene todas las condiciones
ritmicas de nuestros proverbios gauchos.
Qué singular es, y qué digno de observacion, el oir á nuestros paisanos mas in-
cultos, espresar en dos versos claros y sencillos, máximas y pensamientos mo-
rales que las naciones mas antiguas, la India y la Persia, conservaban como el
tesoro inestimable de su sabiduría proverbial; que los griegos escuchaban con
veneracion de boca de sus sábios mas profundos, de Sócrates fundador de la
moral, de Platón y de Aristóteles; que entre los latinos difundió gloriosamente
el afamado Seneca; que los hombres del Norte les dieron lugar preferente en su
robusta y enérgica literatura; que la civilizacion moderna repite por medio de
sus moralistas mas esclarecidos, y que se hallan consagrados fundamentalmen-
te en los códigos religiosos de todos los grandes reformadores de la humanidad.
¡Sea el público, indulgente con él! y acepte esta humilde produccion, que le
dedicamos como que es nuestro mejor y mas antiguo amigo.
_____________________
La originalidad de un libro debe empezar en el prólogo.
Nadie se sorprenda por lo tanto, ni de la forma ni de los objetos que este
abraza; y debemos terminarlo haciendo público nuestro agradecimiento hacia
los distinguidos escritores que acaban de honrarnos con su fallo, como el Señor
D. José Tomás Guido, en una bellísima carta que acogieron deferentes La
Tribuna y La Prensa, y que reprodujeron en sus columnas varios periódicos de
la República. -El Dr. D. Adolfo Saldias, en un meditado trabajo sobre el tipo his-
tórico y social del gaucho. - El Dr. D. Miguel Navarro Viola, en la última entrega
de la Biblioteca Popular, estimulándonos, con honrosos términos, á continuar
en la tarea empezada.
Terminamos esta breve reseña con La Capital, del Rosario, que ha anunciado
LA VUELTA DE MARTIN FIERRO haciendo concebir esperanzas que Dios sabe si
van á ser satisfechas.
Cierrase este prólogo, diciendo que se llama este libro LA VUELTA DE MAR-
TIN FIERRO, porque ese titulo le dió el público, antes, mucho
antes de haber yo pensado en escribirlo; y allá va á correr tierras con mi bendi-
cion paternal.
JOSÉ HERNANDEZ.
3.2.5. El índice.
En principio, vale aclarar que lo que frecuentemente- se llama “índice” es en realidad la tabla
de contenidos o de materias: un listado de los títulos del texto por orden de aparición con la indicación
de la página correspondiente, que puede estar al comienzo o al final del libro. Según esta primera defi-
nición, su función sería la de facilitar al lector la búsqueda de los temas de su interés en el texto. Pero
no es sólo eso. El índice refleja la estructura lógica del texto (centro y periferia, tema central y ramifi-
caciones); por lo tanto, cumple una función organizadora de la lectura, ya que arma el esquema del con-
tenido previamente, sobre todo cuanto más articulado esté en capítulos, parágrafos y subparágrafos
(Eco, 1990). En este sentido, es indistinto que esté al comienzo o al final del libro, ya que lo que im-
porta es que el lector acude a él antes de leer el texto -e incluso antes de comprar el libro- para saber de
qué se trata o, aun sabiéndolo, cómo lo trata. De más está decir que esta función es central en los textos
no ficcionales.
En Cómo se hace una tesis, Umberto Eco aconseja que el índice refleje la organización del texto, “in-
cluso en sentido espacial”. En cuanto a la numeración de capítulos y parágrafos, podría hacerse “uti-
lizando números romanos, arábigos, letras del alfabeto, etc.” (Eco, 1990). ¿De qué otra manera podría
organizarse el índice de este libro (puede cambiar la numeración de capítulos y parágrafos)?
En las recopilaciones, lo mismo que en las revistas, el índice se limita, por lo general, a su pri-
mera función: ubicar los textos (y sus autores, en caso de haber varios) en el conjunto de la publicación.
Pero no siempre es así. Algunas recopilaciones están organizadas temáticamente y el índice re-
fleja la hipótesis de trabajo del compilador.
En síntesis, cualquiera sea el tipo de publicación -libro o revista-, una mirada al índice permite
al lector darse una idea general del contenido de la misma y el punto de vista o enfoque privilegiado.
Ahora bien, además de la tabla de contenidos, el índice es también -o fundamentalmente- un lis-
tado de palabras en orden alfabético con la indicación de las páginas en que aparecen mencionadas. El
índice analítico o temático es un listado de conceptos utilizados en el texto.
El índice de autores o de nombres reúne autores mencionados y es característico -aunque no
privativo- de obras que se plantean un enfoque histórico de un tema, una teoría, una ciencia, etc.
Haga un índice de autores mencionados en el texto.
(...) Aunque esas notas, con arreglo a la costumbre, vienen después del poema, se aconseja al
lector consultarlas primero y luego estudiar el poema con su ayuda, releerlas naturalmente al seguir el
texto y quizá, después de haber terminado el poema, consultarlas por tercera vez para completar el
cuadro (...) Permítaseme afirmar que, sin mis notas, el poema de Shade simplemente no tiene realidad
humana alguna, pues la realidad humana de un poema como el suyo (demasiado caprichosa y reticente
para una obra autobiográfica), con la omisión de muchos versos medulosos rechazados por él, tiene
que depender totalmente de la realidad de su autor y lo que le rodea, de sus afectos y así sucesivamen-
te, realidad que sólo mis notas pueden proporcionar ( ... )(V. Nabokov, Pálido fuego, Bs.As., Sudame-
ricana, 1974)
Desde el exilio, las notas responden, disienten, corrigen, aprueban, amplían, ubican, cuestionan.
Las notas de traductor por lo general aclaran la traducción de algún término, citan el original, proponen
variantes, cotejan con otras traducciones. Las notas de editor a veces funcionan como comentarios crí-
ticos al texto o como lugar de encuentro con otros autores a través de títulos o frases citadas.
El autor, por su parte, suele enviar a nota la información que considera accesoria (en este caso,
la nota equivale a un paréntesis extirpado) o que, aun siendo importante, obstaculizaría la lectura por-
que interrumpiría la continuidad del discurso.
El carácter siempre parcial del texto de referencia (las notas se refieren siempre a un segmento
de texto) y, por lo tanto, el carácter siempre local del enunciado de las notas, son, según Genette, la
marca formal distintiva de este elemento del paratexto que lo diferencia, por ejemplo, del prefacio, si
bien en la mayoría de los casos el discurso del prefacio y el del aparato de las notas están en una rela-
ción estrecha de continuidad y homogeneidad.
Más aún que el prefacio, las notas pueden ser de lectura facultativa y dirigirse exclusivamente a
ciertos lectores, a los que interesen consideraciones complementarias o digresivas, cuyo carácter acce-
sorio justifique su expulsión del cuerpo central del texto.
“Las notas”, afirma Eni Pulcinelli Orlandi (1990), “son el síntoma del hecho de que un texto es
siempre incompleto y que se lo puede acrecentar con nuevos enunciados, indefinidamente. Un texto es,
por definición, interminable y las notas procuran ser sus márgenes, sus límites laterales (...)”.
Ahora bien, Genette distingue las notas de autor a ediciones originales -a las que caracteriza
como bifurcación momentánea del texto, ya que le pertenecen tanto como un paréntesis- de las notas de
editor, de traductor o bien de autor pero a ediciones posteriores. Estas últimas son paratextuales, según
Genette, en tanto las primeras serían parte del texto.
Un caso particular de notas lo constituyen las referencias bibliográficas, que serán tratadas en el
próximo apartado.
Dice R. Barthes en “El mensaje fotográfico”:
“(...) ¿Hay siempre un texto en una imagen o debajo o alrededor de ella?Para encontrar imágenes sin
palabras, es necesario sin duda, remontarse a sociedades parcialmente analfabetas, es decir a una
suerte de estado pictórico de la imagen. De hecho, a partir de la aparición del libro la relación entre el
texto y la imagen es frecuente; esta relación parece haber sido poco estudiada desde el punto de vista
estructural. ¿Cuál es la estructura significante de la ilustración? ¿Duplica la imagen ciertas informa-
ciones del texto, por un fenómeno de redundancia, o bien es el texto el que agrega una información
inédita? (...)” (Barthes, 1970)
Redacte tres notas de editor para este fragmento.
3.2.7. La bibliografía.
En principio, habría que distinguir la bibliografía propiamente dicha -una lista ordenada alfabé-
ticamente de autores y títulos de las obras consultadas por el autor, que se ubica al final del libro, antes
del índice, o al final del capítulo- de las referencias bibliográficas, que son una variedad de las notas, ya
que se ubican en relación con un fragmento de texto determinado y se numeran correlativamente, dis-
tribuyéndose a lo largo de todo el texto. Tanto las referencias bibliográficas como la bibliografía pro-
piamente dicha son los enclaves privilegiados del intertexto en el paratexto.
Del mismo modo que la gráfica o las notas de autor, en este caso tampoco es clara la pertenen-
cia al paratexto en todos los casos. En los papers científicos, las referencias bibliográficas son parte del
texto. Hasta tal punto están integradas a este que a menudo resulta imposible entenderlo sin conocer
ese intertexto de referencia, en cuyo entramado se inscribe. Se trata, entonces, de paréntesis extirpados
para facilitar la lectura.
En otros casos, en cambio, la bibliografía es más una sugerencia de consulta o una demostra-
ción de lecturas, que está, en general, destinada a los pares. En estos casos, la bibliografía es paratex-
tual, ya que funciona como complemento no indispensable del texto.
Una mención especial merece la “bibliografía comentada”, es decir, provista de un resumen del
contenido de la obra referida en relación con el tema al que se la vincula en el texto. Del mismo modo
que los glosarios, las bibliografías comentadas tienen una finalidad fundamentalmente didáctica.
***********************************************************************
Bibliografía
Hace ya demasiado tiempo que se mantiene una nociva separación entre los renovados conoci-
mientos y puntos de vista que surgen de la investigación histórica, y los que se encuentran a disposición
del lector. A través de una arraigada tradición ensayística de la literatura de divulgación y, en buena
medida, por intermedio del sistema educativo, se han cristalizado en la conciencia colectiva un conjunto
de estereotipos acerca de nuestro pasado que poco y nada tienen que ver con lo que hoy trabajosamente
estamos comenzando a conocer del mismo.
Este hiato entre el avance del conocimiento profesionalmente elaborado y la memoria histórica
de nuestra sociedad, no obedece sólo a las dificultades mismas que presenta la popularización del saber
científico (actividad que, por cierto, no tiene demasiados cultores en nuestro medio). Tampoco se fun-
da exclusivamente en razones de tipo político ideológico, aun cuando éstas tienen sin duda una podero-
sa incidencia, ya que el poder y la misma sociedad argentina parecen poco propensos a interrogar y re-
cuperar su pasado -remoto o reciente- y estas condiciones no son justamente las más propicias para que
se propague y se estimule la difusión de nuevas y renovadas formas de pensar la historia. Más aún,
cuando la construcción de una visión del pasado nacional y por lo tanto también su apropiación, tuvie-
ron en su momento cierta coherencia con la conformación de un determinado régimen de dominación
social que no termina totalmente de desaparecer. Estos y otros factores no excluyen -todo lo contrario-
la responsabilidad de los propios historiadores, que no hemos podido o sabido hallar los caminos para
que los resultados de nuestras indagaciones, lenta y laboriosamente obtenidos, no finalicen siempre en
los cajones de alguna comisión evaluadora o en las revistas especializadas que sólo son frecuentadas
por los mismos que padecemos esta auténtica pasión intelectual.
Pocos ejemplos quizá puedan dar más claro testimonio de esta escisión que nuestra historia so-
cial colonial. Imágenes rígidas, incuestionables, inmodificables en apariencia, se impusieron sobre ge-
neraciones de argentinos -historiadores o no- dominando la percepción de este denso, conflictivo y mul-
tifacético segmento de nuestro pasado. A fuerza de simplificaciones, a veces burdas y otras veces un
poco más elaboradas, el resultado ha sido la imposibilidad de la sociedad para reconocer una parte im-
portante de sus propios orígenes. La vigencia de una manera de pensar al país y su gente no podía sino
tener una consecuencia precisa. Y la tuvo: la exclusión. La exclusión de temas y problemas que no
podían, o mejor dicho, que no merecían ser indagados. Exclusión de preguntas (y por lo tanto inexis-
tencia de respuestas). Exclusión de una parte relevante de los mismos actores, de los partícipes de esa
historia, de los hombres y mujeres que poblaban, vivían, sentían y trabajaban en estas tierras hace no
mucho tiempo y que, al parecer, habían perdido el derecho a estar dentro de la Historia. Así, con ma-
yúsculas, como se suele enunciar con enfático regodeo.
La solución no podía partir por supuesto del altar del criollismo, impregnado de un pintores-
quismo las más de las veces intrascendente, meramente descriptivo de los aspectos exteriores y más
superficiales. Si bien el mismo cumplió una importante función, como hoy sabemos, en los orígenes de
nuestra constitución como nación, terminó eternizando aquellas imágenes tan caras a los cultores de lo
que se dio en llamar “la tradición”. Basta una recorrida por nuestros anquilosados y desvencijados mu-
seos históricos para percibirlo: su pasión por las cosas muertas (es decir, por las cosas que han sido
despojadas de su contexto y del uso social que les daba sentido) puede permitir que se abandone un an-
tiguo arado a los rigores del óxido y la intemperie en el lugar de los trastos inútiles, mientras las vitrinas
de las salas de exposición están retóricas de males de plata labrada como “fiel testimonio” de los utensi-
lios de uso cotidiano en la época. O las “reconstrucciones” de escenas de la vida cotidiana en las cuales
nunca parece haber lugar para aquellas prosaicas actividades que justamente, desde el fondo de los
tiempos, constituyen la trama que hace inteligible lo cotidiano en la vida humana: el trabajo, el sexo, las
comidas, los nacimientos, la muerte ... 1Para estos angélicos actores de un pasado congelado, nada de
eso parece haber existido.
Hubo, es cierto, algunas excepciones. Algunas páginas de José Torre Revello, Crónicas del
Buenos Aires colonial, Bajel, Buenos Aires, 1970 (la obra fue escrita entre 1955 y 1963 y editada pós-
tumamente) y de José Luis Busaniche, Estampas del pasado, Hachette, Buenos Aires, 1959; ambos eran
autores demasiado encerrados dentro de una visión que hoy llamaríamos tradicional, pero fieles cultores
de un esfuerzo de acercamiento de algunos restos de nuestro pasado a lectores no profesionales. Agre-
guemos el bellísimo libro que Alberto Mario Salas (investigador solitario, silencioso e infatigable) de-
dicó hace poco a las Invasiones Inglesas: Diario de Buenos Aires, Sudamericana, Buenos Aires, 1981.
Todos éstos son quizá los ejemplos más destacados para el período que tratamos en este texto de una
visión más “humanizada” de la vida de los seres que poblaron nuestro pasado.
Sin embargo, aun dentro de la tradición hisioriográfica “clásica” hubo también, indudablemen-
te, obras de real valía que aún hoy son de consulta recomendable para quien quiera profundizar estos
temas. Entre ellas cabe mencionar: Investigaciones acerca de la historia económica del Virreinato del
Río de la Plata, de Ricardo Levene (El Ateneo, Buenos Aires, 1962; 1º ed., La Plata, 1927/28); Sergio
Bagú: Estructura social de la colonia (El Ateneo, Buenos Aires, 1952) y Manfred Kossok: El virreina-
to del Río de la Plata (Futuro, Buenos Aires, 1959), por mencionar algunos de los más importantes.
Influencia decisiva tuvieron tres historiadores no profesionales -casualmente, los tres
son ingenieros- que cimentaron en buena medida nuestros primeros conocimientos sólidos de la historia
rural colonial y poscolonial: Emilio Coni, con sus clásicos El gaucho (Hachette, Buenos Aires, 1969; 1º
ed., Buenos Aires, 1945) y su Historia de las vaquerías del Río de la Plata (Platero, Buenos Aires,
1969; 1º ed., Buenos Aires, 1956); Alfredo Montoya con su Hisioria de los saladeros argentinos (El
Coloquio, Buenos Aires, 1970; 1º ed., Buenos Aires, 1956) y más tarde con Cómo evolucionó la gana-
dería en la época del Virreinato (Plus Ultra, Buenos Aires, 1984) y el libro entrañable de Horacio Gi-
berti Historia económica de la ganadería argentina (Solar/Hachette, Buenos Aires, 1974; 1º ed., Bue-
nos Aires, 1961). Una presentación sintética y actualizada de lo que sabíamos entonces se encontrará
en Assadourian, C. S.; Beato, G. y Chiaramonte, J. C. en el volumen 2 de la Historia Argentina de Pai-
dós (Buenos Aires, 1972), titulado De la conquista a la independencia.
A lo largo de los años sesenta van apareciendo una serie de trabajos de Tulio Halperín
Donghi que rematan en una obra fundamental: Revolución y guerra.Formación de una elite dirigente en
la Argentina criolla (Siglo XXI, Buenos Aires, 1972). Es éste un cuadro aún no superado del espacio
rioplatense colonial tardío, pleno de sugerencias e indicaciones que marcan un punto de inflexión en la
historiografía del período. Si bien desde entonces se ha producido una profunda renovación y se han
multiplicado los estudios de historia económica y social coloniales, muchos de sus frutos han debido
esperar que se superaran condiciones extremadamente adversas a una vida intelectual y creativa libre,
para poder ser percibidos fuera de estrechos círculos.
1
“La vida cotidiana no está fuera de la historia, sino en el centro del acaecer histórico: es la verdadera esencia de
la sustancia social”, Heller, A., Historia y vida cotidiana, Grijalbo, México, 1982, p.42.
Hoy el lector interesado dispone ya de algunas obras que le permiten adquirir una nueva visión.
Para el siglo XVII se obtendrá un sugestivo marco de conjunto en la obra de Zacarías Moutoukias: Con-
trabando y control colonial en el siglo XVII (CEAL, Buenos Aires, 1988). Para el siglo XVIII se puede
ver un panorama de las situaciones regionales y sus modificaciones en la compilación de artículos de
Juan Carlos Garavaglia: Economía, sociedad y regiones (Ediciones de La Flor, Buenos Aires, 1987).
Pese a que poco y nada se ha avanzado en el conocimiento de las vaquerías desde los aportes de
Coni, es importante, en cambio, la renovación operada en los estudios sobre las fronteras hispano-
indígenas. Miguel Ángel Palermo ha presentado un rico análisis de los procesos de intercambio en “La
innovación agropecuaria entre los indígenas pampeano-patagónicos: génesis y procesos”, Anuario del
IEHS, 3, Tandil, 1988. A su vez, los artículos de Raúl Mandrini “La agricultura indígena en la región
pampeana y sus adyacencias (siglos XVIII y XIX)”, Anuario del IEHS, 1, Tandil, 1986 y “Desarrollo de
una sociedad indígena pastoril en el área interserrana bonaerense". ibidem 2, Tandil, 1987, indican el
curso actual. La sociedad de frontera ha sido estudiada por Cados Mayo y pronto verá la luz el libro
escrito por él en colaboración con Amalia Latroubesse. Para un período más amplio se puede consultar,
de Richard Slatta, El gaucho y el ocaso de la frontera (Sudamericana, Buenos Aires, 1984). La aten-
ción puesta en la frontera sur pampeana no se ha repetido en otros casos. Cabe mencionar los trabajos
de Juan Carlos Garavaglia sobre el Tucumán “La guerra en el Tucumán colonial: sociedad y econo-
mía”.
(Nota: el texto anterior se encuentra incompleto en la edición original: Alvarado, M. (1994): Paratexto.
Instituto de Lingüística, Facultad de Filosofía y Letras, Cátedra de Semiología y Oficina de Publicacio-
nes, Ciclo Básico Común, Universidad de Buenos Aires, 1º edición.).
3.2. 8. El Glosario.
Es una lista ordenada alfabéticamente de términos técnicos o que, por alguna razón, puedan
presentar dificultad al lector, acompañados de una definición. Esta lista suele ubicarse al final del libro,
una vez terminado el texto, aunque existen casos, como el de algunos libros destinados a los niños, que
extraen del texto términos considerados difíciles o desconocidos para los lectores y los definen a la ma-
nera de una nota que acompaña al texto en los márgenes.
Algo parecido ocurre con ediciones de clásicos, por ejemplo, en castellano antiguo, donde bue-
na parte de las notas tienen esta función.
Pero el término “glosario” se reserva para la lista ordenada al final del libro.
GLOSARIO NADSAT-ESPAÑOL
* apología: disculpas
bábuchca: anciana
besuño: loco
biblio: biblioteca
bitba: pelea
Bogo: Dios
bolche: grande
bolnoyo: enfermo
brachno: bastardo
brato: hermano
bredar: lastimar
britba: navaja
brosar: arrojar
bruco: vientre
bugato: rico
cala: excremento
* cancrillo: cigarrillo
En todos los casos, no obstante, tiene una función que podríamos llamar “didáctica”: el especia-
lista o el autor definen o explican los términos al lector, cuyo desconocimiento presuponen. Si bien en
la mayoría de los casos esta tarea metalingüística corre por cuenta del autor, a veces se encarga de ella
el editor. Cuando una edición (en general, reedición) se “prepara”, el aparato paratextual editorial con
finalidad didáctica corre todo por cuenta de una misma persona, incluyendo el glosario (son las llama-
das ediciones “a cargo de”, por lo general póstumas).
Busque las definiciones –o intente definir por inferencia- de todas las palabras de este texto que des-
conozca o le resulten de difícil comprensión y elabore un glosario.
3.2.9. El Apéndice.
Textos, cuadros, documentos, testimonios diversos, suelen agruparse en las últimas páginas del
libro como Anexo o Apéndice. Se trata, por lo general, de un complemento del texto que, en razón de su
extensión, no puede incluirse en forma de notas. El texto puede remitir o no al apéndice, pero, en cual-
quier caso, este es de lectura facultativa.
Agregue un apéndice a esta publicación.
Grafique, en forma de cuadro, el contenido del capítulo 2.