Ascención en Mateo Y Lucas
Ascención en Mateo Y Lucas
Ascención en Mateo Y Lucas
los tiempos
XABIER PIKAZA Mateo y Lucas
MATEO
Hoy desarrollo el tema del evangelio de Mt 28, 16-20, aunque este año se lee el
de Lucas 24, 46-53, que presentaré mañana. Según Mateo no hay ascensión
propiamente dicha, sino revelación y presencia del Señor Jesús en la Montaña del
Amor cumplido y el envío.
Sabíamos por Mc 16, 7 y Mt 28, 7.10 que los discípulos del Cristo debían dirigirse
a Galilea, para encontrar en plenitud al Señor resucitado. Galilea significa vuelta
hacia el pasado de la historia de Jesús: allí se escucha su palabra, allí se cumple
su mensaje. Pero, al mismo tiempo, Galilea es como punto de partida de un
camino que debe dirigirse ya al conjunto de los hombres.
Esta elección de Galilea puede resultar extraña para un buen judío, pues va
en contra de las expectativas de la historia oficial israelita: según esa
esperanza, el reino ha de irrumpir en la ciudad de las promesas (Jerusalén);
allí se expresará triunfante el Rey Mesías, elevando su trono sobre el mundo.
Lógicamente, para resaltar la continuidad con Israel, el evangelio de Lc y, en algún
sentido, Jn han situado las apariciones de Jesús y el comienzo de la iglesia en
Jerusalén. De allí deben salir los discípulos del Cristo, llevando su mensaje a las
naciones de la tierra. Pues bien, rompiendo esa visión, Marcos y Mateo han
colocado la experiencia pascual en Galilea, para iniciar desde allí el camino del
reino.
Esta elección de Galilea es, por lo menos, muy provocativa: ella supone que
tenemos que dejar de lado la esperanza propia de Israel, centrada en pueblo y
templo. De esa forma abandonamos las promesas que están relacionadas con el
triunfo nacional del pueblo santo; en contra de lo que parecen decir algunas
profecías, el nuevo reino empieza a revelarse en Galilea. Así, desde la oscura
provincia de Jesús se expandirá un camino salvador universal que está fundado
en la experiencia de su pascua.
El Señor de la montaña.
Los viejos mitos dicen que Dios mora en las alturas. Sobre el Sinaí tronaba el Dios
israelita. Pues bien, cuando sus creyentes suben al monte nuevo de la revelación
pascual, los discípulos encuentran al Cristo. resucitado.
Jesús no tiene que aparecerse: espera allí, les está aguardando, para mostrarles
la verdad y plenitud de amor sobre la tierra. Allí se les muestra como Señor
universal. Allí les encomienda su tarea y les ofrece su promesa:
Los Once discípulos fueron a Galilea, a la Montaña que les había mandado
Jesús. Y viéndole le adoraron, aunque algunos dudaban.
Y Jesús, adelantándose a ellos, les habló diciendo: -Se me ha dado todo
poder en el cielo y sobre la tierra; id, pues, y haced discípulos a todos los
pueblos, bautizándoles en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo,
enseñándoles a guardar todo lo que yo os he mandado y he aquí que yo
estoy con vosotros todos los días, hasta la consumación de los tiempos (28,
16-20).
Pascua/ascensión y envío
– Por un lado, Jesús manda a sus discípulos que vayan a todos los pueblos,
para transmitirles su evangelio: la pascua es, por lo tanto, don universal de Dios
en Cristo; palabra y gesto de amor que vincula a las naciones y personas de la
tierra, superando todo particularismo antiguo.
– Pero, al mismo tiempo, Jesús quiere que todos los humanos se vuelvan
discípulos, vinculándose en el camino y comunidad de amor mutuo que es la
iglesia. Esa misma iglesia concreta, centrada en los Once y abierta a todos los
pueblos de la tierra, viene a presentarse como signo y sacramento de la pascua
de Jesús para los hombres.
Por eso dice el texto: bautizad (a todos los pueblos) en el nombre del Padre, del
Hijo y del Espíritu Santo (Mt 28, 19). En la tradición de Juan Bautista (cf Mt 3), el
bautismo era señal de conversión, gesto que prepara al iniciado para el bien morir,
liberándole así de la ira venidera. Ahora el bautismo se interpreta como nuevo
nacimiento. Los mismos pueblos (y personas) que se hallaban antes encerrados
en sus ritos y violencias, pueden renacer, en fraternidad universal, fundada en
Cristo.
Pascua es por lo tanto una experiencia de nuevo nacimiento. Los discípulos del
Cristo ya no anuncian muerte sobre el mundo: no profieren amenazas, no juzgan
ni se imponen por encima de los hombres. Ellos van ofreciendo por la pascua de
Jesús nueva existencia, un bautismo que se expresa en el misterio del Padre, el
Hijo y el Espíritu Santo.
De esa forma se vinculan apertura universal (el mensaje se ofrece a todos los
pueblos) y hondura teológica (ese mensaje pascual contiene la revelación del
Padre, el Hijo y el Espíritu). La misma pascua se convierte de esa forma en signo
trinitario: Jesús resucitado se presenta como epifanía suprema, manifestación del
Dios que es Padre y que en el Hijo (el mismo Jesucristo), ofrece salvación a todos
los humanos, vinculándoles en el amor del Espíritu Santo.
La unidad entre los hombres está garantizada así por la misma Trinidad, es decir,
por el misterio de la unión intradivina, por la comunión del Dios que es Padre, Hijo
y Espíritu Santo. De esa forma se vinculan, en un mismo contexto y vivencia de
pascua, las dos formas supremas de la universalidad y plenitud humana:
Enseñanza de la pascua/ascensión
Sólo aquel que acoge y cumple de verdad la palabra del Sermón de la Montaña,
viviendo asumiendo su camino de gracia, puede subir a la Montaña de la
Resurrección. Así cuando pregunten ¿dónde están los signos de que el Cristo ha
triunfado de la muerte? debemos responder: mirad cómo creen y actúan los
cristianos; sus obras de amor son reflejo de la vida de Jesús, son expresión
intensa de su pascua.
Difícilmente podía haberse hallado una visión más completa y honda de la pascua.
En aquellos Once apóstoles primeros, catequizados por las mujeres de la primera
experiencia de Jesús, junto al sepulcro, nos hallamos reflejados todos los
cristianos.
Conforme a Mt 28, 16-20, Jesús sigue presente en medio de los hombres, en el
monte de la iglesia, invitándonos a realizar su acción (a reflejar la gloria de su
pascua) sobre el mundo. Eso significa que el signo primordial de su resurrección
de Jesús es la misma vida y tarea misionera de la iglesia abierta a todos los
pueblos de la tierra. Cristo asciende y nos hace ascender a la vida plena, en este
mismo mundo, en el camino de la Iglesia.
Esta elección de Galilea es, por lo menos, muy provocativa: ella supone que
tenemos que dejar de lado la esperanza propia de Israel, centrada en pueblo y
templo. De esa forma abandonamos las promesas que están relacionadas con el
triunfo nacional del pueblo santo; en contra de lo que parecen decir algunas
profecías, el nuevo reino empieza a revelarse en Galilea. Así, desde la oscura
provincia de Jesús se expandirá un camino salvador universal que está fundado
en la experiencia de su pascua.
Ascensión: el cielo de Jesús es la vida de los hombres
Lucas
1) Mateo 28,16-20
En aquel tiempo, los once discípulos se fueron a Galilea, al monte que Jesús les
había indicado. Al verlo, ellos se postraron, paro algunos vacilaban. Acercándose
a ellos, Jesús les dijo: "Se me ha dado pleno poder en el cielo y tierra. Id y haced
discípulos de todos los pueblos, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y
del Espíritu Santo; y enseñándoles a guardar todo lo que os he mandado. Y he
aquí que yo soy/estoy yo estoy con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo.
En este contexto se marca, mejor que en ningún otro, el carácter simbólico y plural
del único testimonio de Jesús. Ni Mateo ni Lucas exponen de manera física
aquello que pasó en cada caso, sino el sentido y actualidad de lo sucedido, desde
una perspectiva de catequesis posterior de las comunidades. Ambos están
convencidos de que Jesús murió y resucitó, apareciéndose a sus discípulos (como
afirma Pablo en su testimonio más antiguo: 1 Cor 15, 3-9); pero después
interpretan el sentido más profundo de su Pascua y de sus apariciones desde la
perspectiva de su propia iglesia.
El evangelio de Mateo termina así con una confesión monoteísta, pero de tipo
mesiánico: Por eso en la raíz de las palabras de Jesús no está el “yo” (ni un yo de
él, ni de Dios), sino el “pasivo divino”, se me ha dado, en la línea de Mt 11, 27,
donde el mismo Jesús confesaba “todo me lo ha dado mi Padre”. Pero hay una
diferencia: La palabra de Jesús en Mt 11, 27 podía parecer “eterna” (intemporal),
sin necesidad de historia (nadie conoce al Padre, sino el Hijo…). Por el contrario,
esta nueva palabra (edothê: se me ha dado) ha de verse como final de un proceso
histórico, centrado en la cruz y en la pascua, dentro de eso que pudiéramos llamar
la historia divina de Jesús.
Esta palabra “se me ha dado” traza la más honda confesión monoteísta, en
línea israelita. Jesús no quiere usurpar el lugar de Dios, ni disputarle su poder,
sino que lo recibe y acoge agradecido, diciendo “todo se me ha dado”. En esa
línea, su resurrección viene a mostrarse como su más hondo nacimiento
“mesiánico”. Sólo después de haber entregado su vida en manos de Dios,
perdiéndola en un sentido (sin dejar nada para sí), Jesús puede decir y dice “todo
se me ha dado”, no sólo mi “yo” (lo que soy) sino todas las cosas del cielo y de la
tierra.
Ésta una expresión clave del pensamiento hebreo, que no significa “dominar”,
como derecho de usar y de abusar (ius utendi et abutendi), sino más bien
“organizar, regular”, a fin de que todos (todas las cosas) tengan un sentido, un
lugar en el conjunto donde se hallen amparadas. Ésta es una autoridad de pacto,
en la línea del “yo estoy con vosotros”, no para suplantaros ni para imponerme
desde arriba, sino para compartir todos los que somos.
De esa autoridad que Dios ha concedido a Jesús deriva todo lo que existe, la
misma creación de cielo y tierra, como indican los textos que hablan de su función
creadora/mediadora (desde Jn 1, 1-18 hasta Hbr 1, 1-3, pasando por Col 1, 15-
20). Ese poder de Jesús tiene aquí un sentido histórico: El mediador entre Dios y
los hombres es el mismo Jesús crucificado, que ha buscado siempre un lugar para
todos, partiendo de los más pobres. Con estas palabras ( egô meth’hymôn eimi, yo
soy/estoy con vosotros) culmina en Mateo la biografía mesiánica de Jesús.
Sólo en este momento final Jesús puede decir y dice yo (egô), de un modo
enfático, presentándose así como el “yo humano”, o mejor dicho el yo pascual de
Dios. Este “yo” de Jesús es un yo-con ( meth’ hymôn), es decir, un yo-pacto. No
un yo-frente y sobre el mundo (yo puedo), ni un yo-razonante cartesiano (pienso,
luego soy), ni un yo-conquistador (domino y por eso existo), ni un yo-voluntad de
poder (F. Nietzsche), ni un yo abandonado, arrojado en el mundo (M. Heidegger),
sino un yo-alianza (ser-con) que puede vincular y vincula a los hombres abriendo
para ellos y con ellos un pacto definitivo, que se extiende a todos los pueblos
hasta la consumación del tiempo (synteleia tou aiônos: 28, 20; cf. 13, 39. 40; 24,
3), hasta el fin de este ‘olam es decir, hasta que el mismo eón actual acabe y
sea sólo Dios, todo en todos (1 Cor 15, 28).
‒ Hasta que seáis revestidos de lo alto (eôs hou endysêsthe...) El Espíritu Santo
aparecía en otros pasajes fundamentales del Nuevo Testamento como “unción”,
es decir, como un aceite divino (crisma) que unge y fortalece a Jesús, que se
llama precisamente por eso Cristo, Ungido, Masiah/Mesías). Según eso, el
Espíritu ya no aparece como aceite, sino como vestido. Por eso dice Jesús a sus
discípulos que queden en Jerusalén, hasta que reciban su nueva identidad es
decir, hasta que sean “revestidos”, para salir después y dirigirse a todo el mundo.
Esta palabra, revestirse, se dice en griego endynô o endyô, cf.2 Tim 3,6;
Mc 15,17 y en hebreo labash , y puede tener un sentido material, cuando se dice,
por ejemplo, de Juan Bautista, que vestía un tejido de pelo de camello. Pero ella
ha recibido pronto un sentido espiritual o simbólico, como allí donde Pablo ruega a
los romanos que se revistan con las armas de la luz (Rom 13, 12) o de la
inmortalidad (1 Cor 15, 53). Pues bien, Jesús dice a sus discípulos ahora que ellos
serán revestidos con la dynamis o fuerza de lo alto.
El vestido no se entiende aquí ya como algo externo, una ropa material, sino como
un valor o una virtud, en el sentido que toma de ordinario la palabra “hábito”, que
no evoca ya un simple indumento, sino una forma de ser y/o de actuar (como en el
caso de las virtudes, que son hábitos buenos). Este es el tema: Acabada su tarea,
Jesús pide a sus discípulos que permanezcan en Jerusalén, que no comiencen su
misión cristiana, hasta que Dios mismo les revista, les transforme.
‒ Con el poder del alto (dynamis). Esa palabra, que ha sido muy elaborada por el
pensamiento griego, ha servido para traducir en la Biblia griega de los LXX varios
nombres y símbolos hebreos, entre los que destacan hayil, que es poder-riqueza,
gebura, que es potencia en su sentido más alto, en la linea del Dios que es el
Gibbor por excelencia, tsaba, que es el poderío militar etc. En nuestro caso, la
palabra que la traducción hebrea utiliza para evocar esa “dynamis” que recibirán
los discípulos de Jesús, como un poder intenso, que les capacitará para vencer
todos los peligros y para superar todas las adversidades.
Así concibe Lucas este poder que recibirán los discípulos de Jesús, en sentido
personal (como un hábito del que se visten por dentro), de carácter milagroso. No
se trata, pues, de una sabiduría meramente intelectual, de una capacidad
discursiva para argumentar mejor y defenderse de los adversarios en un plano de
razonamiento, sino de un poder de transformación humana, que se expresa en
forma de dominio sobre los poderes satánicos y de capacidad de curación de los
enfermos (cf. Lc 9,1).
Los creyentes reciben, según eso, una nueva dimensión vital, vinculada con la
experiencia de la resurrección de Jesús (1 Cor 15,56; Flp 3,10), y así aparecen
como renacidos, dotados de la fuerza de Dios, como los ángeles, a los que se les
llama precisamente dynameis, poderes. Entendido de esa forma, el cristianismo
no surge como consecuencia de una renovación intelectual, en la línea de la
argumentación y el razonamiento, sino más bien, como un poder más alto de
transformación y curación, que se expresa en lo que normalmente se llaman
milagros (cf. 1 Cor 2, 4).
Esto significa que los seguidores de Jesús recibirán una autoridad superior que
les sobre-viene, les marca, les define… Se han preparado para ello durante
mucho tiempo, a lo largo de los dos o tres años en los que han estado con él; han
superado la crisis de la muerte de Jesús, y a pesar de haberle abandonado por un
tiempo, han vuelto a seguirle. Por eso, ahora deben terminar su preparación,
quedando así en manos de Dios, para que les les unja, les selle y les revista con
su poder más alto, de manera que ellos sean ungidos, sellados, revestidos
Un tipo de cristianismo helenista, vinculado al conocimiento teórico, ha marginado
este aspecto de revelación del poder de Dios en la vida humana. Ciertamente, una
pretensión carismática simplista, muy difundida entre algunos grupos, ha
terminado banalizando esa acción del Espíritu Santo, y convirtiendo el cristianismo
en una especie de teatro vacío de poderes Pero, en contra de eso, el verdadero
cristianismo sólo puede entenderse y expandirse como una experiencia activa de
transformación humana.
No se trata simplemente de organizar lo que existe ya, sin más, con un pequeño
barniz de espiritualismo, ni de dominar espiritualmente a los “devotos”, creando así
una especie de imperio religioso, sino de algo mucho más profunda: de vivir
alimentados por una potencia que viene de lo alto (ex hypsous), es decir, del Dios
que se revela a través de Jesús crucificado. Ésta es una experiencia radical de
“elevación”, como un ascenso de nivel, en la línea de eso que pudiéramos llamar
un “ruptura antropológica”. El hombre no es aún lo que puede ser, sino que debe
cambiar por dentro, desde la altura del Dios de Jesucristo, que ha penetrado en la
ambigüedad y violencia humana, para revitalizar a los creyentes mi-marôm, es
decir, desde lo alto.