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Ascención en Mateo Y Lucas

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Ascensión: Estoy con vosotros hasta el fin de

los tiempos
XABIER PIKAZA Mateo y Lucas

Cristo en el cielo, Cristo en la tierra 29.05.2019

MATEO

 Ascensión del Señor. Mt 28, 16-20. Culmina el tiempo de pascua con la fiesta


de la Ascensión, que puede celebrarse en jueves (30.5.2019), a los cuarenta días
del domingo de resurrección o el domingo siguiente (2.6.19). Culminan así las
fiestas de Pascua que hemos venido celebrando en los días anteriores. Aprovecho
la ocasión para desear a todos mis lectores y amigos un feliz final de pascua.

Hoy desarrollo el tema del evangelio de Mt 28, 16-20, aunque este año se lee el
de Lucas 24, 46-53, que presentaré mañana. Según Mateo no hay ascensión
propiamente dicha, sino revelación y presencia del Señor Jesús en la Montaña del
Amor cumplido y el envío. 

Pascua y Ascensión (sin ascensión) en Galilea.

En el comienzo de pascua hemos escuchado muchas veces la promesa: ¡id a


Galilea, allí le encontraréis! (cf. Mc 14, 28; 16, 7), que también había repetido
el evangelio de Mateo (cf. Mt 16, 32 y 28, 7-10). Todo el evangelio de Mc se
encontraba construido sobre esa certeza: los discípulos han ido encontrando al
Jesús de la pascua en el camino de su seguimiento en Galilea. Pero sólo Mt 28,
16-20 ha narrado de forma especial esa aparición de Jesús resucitado en la tierra
y montaña donde había expandido en vida su mensaje.

Esta es la aparición única y universal de Jesús según Mateo, una


“ascensión” que no es subida a otro cielo, sino presencia en esta tierra,
hasta el final de los tiempos. Esta “aparición” (que es presencia) tiene valor
definitivo: no termina, perdura para siempre. Ella sigue, no ha tenido ni tendrá fin,
hasta el día en que acabe la historia. Eso significa que el tiempo de los hombres
(discípulos del Cristo) está marcado por la permanencia y frutos de esa gran visión
que funda toda su existencia.

Sabíamos por Mc 16, 7 y Mt 28, 7.10 que los discípulos del Cristo debían dirigirse
a Galilea, para encontrar en plenitud al Señor resucitado. Galilea significa vuelta
hacia el pasado de la historia de Jesús: allí se escucha su palabra, allí se cumple
su mensaje. Pero, al mismo tiempo, Galilea es como punto de partida de un
camino que debe dirigirse ya al conjunto de los hombres.

Esta elección de Galilea puede resultar extraña para un buen judío, pues va
en contra de las expectativas de la historia oficial israelita: según esa
esperanza, el reino ha de irrumpir en la ciudad de las promesas (Jerusalén);
allí se expresará triunfante el Rey Mesías, elevando su trono sobre el mundo.
Lógicamente, para resaltar la continuidad con Israel, el evangelio de Lc y, en algún
sentido, Jn han situado las apariciones de Jesús y el comienzo de la iglesia en
Jerusalén. De allí deben salir los discípulos del Cristo, llevando su mensaje a las
naciones de la tierra. Pues bien, rompiendo esa visión, Marcos y Mateo han
colocado la experiencia pascual en Galilea, para iniciar desde allí el camino del
reino. 

Esta elección de Galilea es, por lo menos, muy provocativa: ella supone que
tenemos que dejar de lado la esperanza propia de Israel, centrada en pueblo y
templo. De esa forma abandonamos las promesas que están relacionadas con el
triunfo nacional del pueblo santo; en contra de lo que parecen decir algunas
profecías, el nuevo reino empieza a revelarse en Galilea. Así, desde la oscura
provincia de Jesús se expandirá un camino salvador universal que está fundado
en la experiencia de su pascua.

Montaña de pascua, montaña de Ascensión (es decir, de Presencia).

Mc 16, 7 había dicho que Jesús os precede a Galilea, el nuevo centro de la


historia salvadora, para iniciar desde allí su camino de expansión universal. Mt 28,
7.10 repetía el mismo dato. Pues bien, cuando narra el cumplimiento de esa
palabra, el evangelio ha introducido un rasgo nuevo: dice que Jesús había
convocado a sus creyentes sobre una montaña (Mt 28, 16). En el centro de Galilea
se eleva la montaña de la nueva y definitiva revelación de Dios en Jesucristo; esa
montaña es corazón y centro permanente de la tierra.

Recordemos el valor de las montañas como espacios de revelación en las


viejas tradiciones de los pueblos y en el mismo Antiguo Testamento
(Sinaí). Mateo ha destacado el tema al situar el gran mensaje de Jesús sobre un
lugar que llama la montaña (Mt 5, 1). Pues bien, reasumiendo el valor de aquel
pasaje y del lugar donde Jesús ha vivido la experiencia pascual de la
transfiguración (Mt 17, 1-8; cf Mc 9, 2-8), nuestro texto afirma que los discípulos
hallaron a Jesús en la montaña del mandato de Jesús, en Galilea (28, 16).

No hace falta precisarla. Esa montaña es el nuevo y conclusivo Sinaí de la Biblia:


es lugar y signo de revelación de Dios para los hombres, esta montaña es el
mismo Cristo. Como verdadero y nuevo pueblo israelita, el grupo de los
seguidores de Jesús, dirigido por las mujeres que llevan el anuncio, ha subido a la
altura de Dios, para encontrar allí al Señor pascual. Esta ha sido la peregrinación
definitiva, el gran ascenso que define y discierne la historia de los hombres.
Aquí acaba todo, para empezar de nuevo todo, en forma renovada. El camino
de Jesús, culminación de la historia israelita, ha venido a desembocar en
este gran ascenso. Intentemos fijar la imaginación: un grupo de discípulos van
subiendo y subiendo. Se han liberado de todo; han dejado que el mundo quede a
sus pies, se vaya perdiendo allí abajo. Conforme a la palabra de Jesús, guiados
por la experiencia y ministerio de unas mujeres, ellos van subiendo, en gesto que
condensa y culmina nuestra historia.

Esta es montaña de siempre: es el monte de los viejos recuerdos de Israel (el


Sinaí), puede ser también la sede del misterio que han soñado muchos pueblos.
Pero es, al mismo tiempo, montaña del mensaje y fidelidad de Jesús hacia los
pobres (bienaventuranzas y sermón de Mt 5-7). Saliendo del sepulcro vacío,
dirigidos por mujeres, suben allí todos los discípulos.

El Señor de la montaña.

Los viejos mitos dicen que Dios mora en las alturas. Sobre el Sinaí tronaba el Dios
israelita. Pues bien, cuando sus creyentes suben al monte nuevo de la revelación
pascual, los discípulos encuentran al Cristo. resucitado.
Jesús no tiene que aparecerse: espera allí, les está aguardando, para mostrarles
la verdad y plenitud de amor sobre la tierra. Allí se les muestra como Señor
universal. Allí les encomienda su tarea y les ofrece su promesa:

Los Once discípulos fueron a Galilea, a la Montaña que les había mandado
Jesús. Y viéndole le adoraron, aunque algunos dudaban.
Y Jesús, adelantándose a ellos, les habló diciendo: -Se me ha dado todo
poder en el cielo y sobre la tierra; id, pues, y haced discípulos a todos los
pueblos, bautizándoles en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo,
enseñándoles a guardar todo lo que yo os he mandado y he aquí que yo
estoy con vosotros todos los días, hasta la consumación de los tiempos (28,
16-20).

La experiencia pascual se interpreta, según eso, como extensión de la gran


soberanía de Dios, una soberanía que es libertad y amor universal. Los hombres
se encontraban antes ciegos. Los mismos discípulos del Cristo se hallaban
confundidos: no encontraban el misterio de Dios en Jesucristo. Ahora, en cambio,
ellos descubren la verdad de Dios y adoran al Señor resucitado.
La pascua es, por lo tanto, un misterio teológico: es la manifestación plena de
Jesús como Señor, Hijo de Dios resucitado (en la línea de lo que ha dicho Pablo
en Rom 1, 3-4).

La pascua es experiencia de soberanía universal del Cristo, constituido Señor de


cielo y tierra. Por eso dice se me ha dado, es decir, Dios me ha concedido todo su
poder en cielo y tierra.

A través de la pascua se realiza aquello que había prometido Dan 7, 13-14: el


Anciano de días (=Dios) ofrecerá al Hijo del Hombre todo poder y toda gloria,
de forma que habrán de servirle todos los pueblos y naciones de la tierra, en
reinado que no tiene fin, en gloria que no conoce ocaso. Pues bien, el
verdadero Hijo de Hombre es ahora Jesús resucitado. Él posee (ha recibido, se le
ha dado) todo poder en cielo y tierra. Sobre la cumbre de la montaña de la gran
revelación, se manifiesta Jesús a sus discípulos, haciéndoles participantes de su
gozo, portadores de su vida, realizadores de su obra sobre el mundo, no para
servirle a él, sino para amarse entre ellos en libertad plena.

Pascua/ascensión y envío

Jesús resucitado instaura su reino abriendo su palabra todos, ofreciendo un


camino salvador universal por medio de aquellos que le acogen: Id y haced
discípulos a todos los pueblos (Mt 28, 19). No se impone por fuerza. No
transforma las cosas con violencia sino que expresa y realiza de verdad su
señorío a través de los discípulos, de modo que ellos sean portadores de su
acción sobre la tierra. El Señor no se va: se queda, está presente desde la
Montaña del Amor en el camino de los hombres. Eso significa que la resurrección
se da aquí mismo, en el camino de la fidelidad al evangelio y del envío a todos los
pueblos.

Esto significa que la pascua es experiencia de responsabilidad para los


seguidores que han hallado a Jesús en la montaña: ellos reciben el encargo
de expandir la obra del Cristo, en camino que les abre a todos los pueblos
existentes. Jerusalén ha perdido su antiguo privilegio, ya no es centro de todas
las naciones; por su parte, Israel deja de existir como pueblo peculiar de Dios y
centro de su alianza. El Dios de Jesucristo ha de expandirse, desde el monte de
su manifestación pascual, hacia todos los pueblos de la tierra. De esa forma se
han unido dos términos que antes ser parecían contrarios y que ahora son
complementarios.

– Por un lado, Jesús manda a sus discípulos que vayan a todos los pueblos,
para transmitirles su evangelio: la pascua es, por lo tanto, don universal de Dios
en Cristo; palabra y gesto de amor que vincula a las naciones y personas de la
tierra, superando todo particularismo antiguo.
– Pero, al mismo tiempo, Jesús quiere que todos los humanos se vuelvan
discípulos, vinculándose en el camino y comunidad de amor mutuo que es la
iglesia. Esa misma iglesia concreta, centrada en los Once y abierta a todos los
pueblos de la tierra, viene a presentarse como signo y sacramento de la pascua
de Jesús para los hombres.

Por eso dice el texto: bautizad (a todos los pueblos) en el nombre del Padre, del
Hijo y del Espíritu Santo (Mt 28, 19). En la tradición de Juan Bautista (cf Mt 3), el
bautismo era señal de conversión, gesto que prepara al iniciado para el bien morir,
liberándole así de la ira venidera. Ahora el bautismo se interpreta como nuevo
nacimiento. Los mismos pueblos (y personas) que se hallaban antes encerrados
en sus ritos y violencias, pueden renacer, en fraternidad universal, fundada en
Cristo.

Pascua es por lo tanto una experiencia de nuevo nacimiento. Los discípulos del
Cristo ya no anuncian muerte sobre el mundo: no profieren amenazas, no juzgan
ni se imponen por encima de los hombres. Ellos van ofreciendo por la pascua de
Jesús nueva existencia, un bautismo que se expresa en el misterio del Padre, el
Hijo y el Espíritu Santo.

De esa forma se vinculan apertura universal (el mensaje se ofrece a todos los
pueblos) y hondura teológica (ese mensaje pascual contiene la revelación del
Padre, el Hijo y el Espíritu). La misma pascua se convierte de esa forma en signo
trinitario: Jesús resucitado se presenta como epifanía suprema, manifestación del
Dios que es Padre y que en el Hijo (el mismo Jesucristo), ofrece salvación a todos
los humanos, vinculándoles en el amor del Espíritu Santo.
La unidad entre los hombres está garantizada así por la misma Trinidad, es decir,
por el misterio de la unión intradivina, por la comunión del Dios que es Padre, Hijo
y Espíritu Santo. De esa forma se vinculan, en un mismo contexto y vivencia de
pascua, las dos formas supremas de la universalidad y plenitud humana:

– La pascua implica revelación plena de Dios. Hasta ahora no le habíamos


conocido, no habíamos llegado a su misterio: no sabíamos que es Padre, no le
habíamos visto como Hijo, en el Espíritu. Ahora conocemos de verdad a Dios, nos
bautizamos (nos introducimos) en su misma comunión intradivina.
– Al mismo tiempo, la Pascua es revelación plena del hombre, es decir, de la
comunión interhumana, en gesto de nuevo nacimiento. La experiencia de Jesus
resucitado se abre a todos los humanos, ofreciéndoles nuevo nacimiento
(bautismo), en gesto que puede vincularse al signo de los panes, es decir, a la
comunión eucarística.
– La misma presencia pascual de Jesús es Ascensión: no es irse, sino
quedarse con los suyos, en amor y en presencia transformadora

Enseñanza de la pascua/ascensión

La pascua implica una enseñanza. Los discípulos se comprometen sobre la


montaña de la resurrección de Jesús a ir ofreciendo su palabra a todos los
pueblos de la tierra. Sólo allí donde los hombres escuchan y cumplen el mensaje
del Sermón de la Montaña pueden descubrir la presencia y fuerza del Señor
pascual. Aquí viene a fundarse lo que algunos llaman la ortodoxia completa que
vincula fe y costumbres, el nuevo conocimiento de Jesús y el compromiso de
seguir su vida.

Sólo aquel que acoge y cumple de verdad la palabra del Sermón de la Montaña,
viviendo asumiendo su camino de gracia, puede subir a la Montaña de la
Resurrección. Así cuando pregunten ¿dónde están los signos de que el Cristo ha
triunfado de la muerte? debemos responder: mirad cómo creen y actúan los
cristianos; sus obras de amor son reflejo de la vida de Jesús, son expresión
intensa de su pascua.

De esa forma, la enseñanza pascual se traduce como experiencia de


gratuidad y donación de vida. Allí donde los hombres se ayudan a vivir
gratuitamente unos a otros, en solidaridad que se abre hasta la muerte, pueden
confesar que Jesús ha resucitado.
Este es un camino que no acaba, esta es una experiencia pascual que continúa.
Conforme a la versión que ofrece Lucas en Hech 1 (que veremos mañana), Jesús
resucitado sube al cielo y así acaba su tiempo de pascua sobre el mundo. Pues
bien, en contra de eso, el Jesús de nuestro texto no se ha ido, ha quedado para
siempre. Jesús no se ha elevado al cielo, sino que se ha introducido en la
profundidad de nuestra decisión pascual, dentro de la historia, diciendo: y yo estoy
con vosotros todos los días hasta el final de los tiempos (Mt 28, 20). Estos pueden
ser los rasgos o momentos de su presencia pascual:

– A nivel ministerial, Jesús resucitado está presente en sus misioneros, en


aquellos que extienden su palabra por el mundo. Así podemos decir que los
servidores de la iglesia (en sus diversas funciones) son eucaristía y pascua de
Jesús sobre la tierra: los que extienden por el mundo el evangelio son
continuación de pascua.
– Pero, al mismo tiempo, a nivel de expansión sincrónica, Jesús está presente
como Señor (¡se me ha dado todo poder!) en el conjunto de los pueblos de la
tierra: ellos son destinatarios de la gracia de Jesús y su palabra. Así podemos
afirmar: la tierra entera es campo de Pascua de Jesús, espacio donde tiene que
expresarse su misterio.
– Finalmente, en perspectiva diacrónica o sucesiva el Cristo pascual se hace
presente en el transcurso de los tiempos. Por eso dice a sus discípulos: estoy con
vosotros todos los días, hasta la culminación del siglo. En el mismo camino de la
historia, en el proceso de misión que dura hasta el final del mundo, se manifiesta
Jesús sobre la tierra.

Difícilmente podía haberse hallado una visión más completa y honda de la pascua.
En aquellos Once apóstoles primeros, catequizados por las mujeres de la primera
experiencia de Jesús, junto al sepulcro, nos hallamos reflejados todos los
cristianos.
Conforme a Mt 28, 16-20, Jesús sigue presente en medio de los hombres, en el
monte de la iglesia, invitándonos a realizar su acción (a reflejar la gloria de su
pascua) sobre el mundo. Eso significa que el signo primordial de su resurrección
de Jesús es la misma vida y tarea misionera de la iglesia abierta a todos los
pueblos de la tierra. Cristo asciende y nos hace ascender a la vida plena, en este
mismo mundo, en el camino de la Iglesia.

Esta elección de Galilea es, por lo menos, muy provocativa: ella supone que
tenemos que dejar de lado la esperanza propia de Israel, centrada en pueblo y
templo. De esa forma abandonamos las promesas que están relacionadas con el
triunfo nacional del pueblo santo; en contra de lo que parecen decir algunas
profecías, el nuevo reino empieza a revelarse en Galilea. Así, desde la oscura
provincia de Jesús se expandirá un camino salvador universal que está fundado
en la experiencia de su pascua. 
Ascensión: el cielo de Jesús es la vida de los hombres

Lucas

Antes presenté el tema de la Ascensión de Jesús desde el evangelio de Mateo.


Hoy quiero completar su texto con el de Lucas (tomando elementos y reflexiones
de mi Diccionario de la Biblia y de las 40 Palabras originarias de Jesús, cf.
Imagen). Tres son las ideas que desarrollo en lo que sigue:
Jesús sube al cielo... Eso significa que se introduce de forma radical en la
historia de los hombres, que son (somos) la gloria y cielo de Jesús.
El cielo de Jesús en Mt 28 es la misión y presencia de sus discípulos en el
mundo. Por eso, él les dice "estoy con vosotros todos los días" hasta la
consumación de lo alto.
El cielo de Jesús en Lc 24 y Hch 1 es la presencia de su vida (de su fuerza
recreadora) en la misión de los discípulos... que recibirán así la fuerza del Alto
(Dios), serán revestidos del Espíritu Santo.

1) Mateo 28,16-20
En aquel tiempo, los once discípulos se fueron a Galilea, al monte que Jesús les
había indicado. Al verlo, ellos se postraron, paro algunos vacilaban. Acercándose
a ellos, Jesús les dijo: "Se me ha dado pleno poder en el cielo y tierra. Id y haced
discípulos de todos los pueblos, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y
del Espíritu Santo; y enseñándoles a guardar todo lo que os he mandado. Y he
aquí que yo soy/estoy yo estoy con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo.

Con estas palabras culmina no sólo la revelación pascual de Jesús a sus


discípulos (Mt 28, 16-20), sino todo el evangelio de Mateo, entendido como nueva
ley cristiana. Conforme a los relatos de Lucas (Lc 24, 44-53 y Hch 1, 1-14), Jesús
se manifestó durante cuarenta días de Pascua a sus discípulos, tras su
resurrección, para después “elevarse al cielo”, visiblemente, desde el Monte de los
Olivos (junto a Jerusalén), prometiéndoles la venida del Espíritu Santo, que les
transformaría, haciéndoles capaces de anunciar el evangelio en todo el mundo.
Pero aquí, según el evangelio de Mateo, Jesús se despide de sus discípulos
desde el monte de Galilea, enviándoles al mundo entero y quedándose con ellos.
A diferencia de Lucas, Mateo afirma que Jesús se apareció a sus discípulos en el
Monte de Galilea (no en Jerusalén), para transmitirles su encargo definitivo de
misión, diciéndoles al fin que no se iba, sino que se quedaba con ellos para
siempre. Estamos pues ante dos montes y dos perspectivas distintas: en un caso
ante un monte concreto del entorno de Jerusalén, en el otro ante “el Monte” de
Galilea. En un caso, ante un tipo de “marcha” de Jesús (a quien sustituye el
Espíritu Santo, enviado por Dios); en el otro, ante una presencia distinta de Jesús,
que así aparece como “Dios con nosotros”.

En este contexto se marca, mejor que en ningún otro, el carácter simbólico y plural
del único testimonio de Jesús. Ni Mateo ni Lucas exponen de manera física
aquello que pasó en cada caso, sino el sentido y actualidad de lo sucedido, desde
una perspectiva de catequesis posterior de las comunidades. Ambos están
convencidos de que Jesús murió y resucitó, apareciéndose a sus discípulos (como
afirma Pablo en su testimonio más antiguo: 1 Cor 15, 3-9); pero después
interpretan el sentido más profundo de su Pascua y de sus apariciones desde la
perspectiva de su propia iglesia.

Estas palabras finales de Mateo retoman y llevan a su cumplimiento el sentido del


pasaje central de la Anunciación (Mt 1, 18-25; cf. tema 1), y todo el evangelio de
Mateo, que define a Jesús como Dios con nosotros (meth’êmôn ho Theos, 1, 23,
con cita de Is 7, 14), de manera que le dan así el hombre de ‘immanu-el. Pues
bien, este “Dios con nosotros” ha sido y sigue siendo el protagonista o "sujeto" de
la historia/biografía de Mateo, y de la confesión de fe cristiana.

El enviado de Dios no es un Logos eterno y externo, separado de la historia, sino


el mismo Jesús que nace, vive y muere entre los hombres, de tal forma que sólo
así, en su vida entera, podemos llamarle Cristo, Señor, Hijo de Dios. Por otra
parte, este Jesús, Dios-con-los-hombres, aparece radicalmente unido al Padre
Dios, pues nadie conoce al Hijo, sino el Padre; y nadie conoce al Padre, sino el
Hijo… (Mt 11, 27). Jesús se muestra así como Hijo de Dios, y de esa forma
empieza diciendo en este pasaje se me ha dado, es decir, edothê moi, que en su
forma de pasivo divino significa Dios me ha dado.

El evangelio de Mateo termina así con una confesión monoteísta, pero de tipo
mesiánico: Por eso en la raíz de las palabras de Jesús no está el “yo” (ni un yo de
él, ni de Dios), sino el “pasivo divino”, se me ha dado, en la línea de Mt 11, 27,
donde el mismo Jesús confesaba “todo me lo ha dado mi Padre”. Pero hay una
diferencia: La palabra de Jesús en Mt 11, 27 podía parecer “eterna” (intemporal),
sin necesidad de historia (nadie conoce al Padre, sino el Hijo…). Por el contrario,
esta nueva palabra (edothê: se me ha dado) ha de verse como final de un proceso
histórico, centrado en la cruz y en la pascua, dentro de eso que pudiéramos llamar
la historia divina de Jesús.
Esta palabra “se me ha dado” traza la más honda confesión monoteísta, en
línea israelita. Jesús no quiere usurpar el lugar de Dios, ni disputarle su poder,
sino que lo recibe y acoge agradecido, diciendo “todo se me ha dado”. En esa
línea, su resurrección viene a mostrarse como su más hondo nacimiento
“mesiánico”. Sólo después de haber entregado su vida en manos de Dios,
perdiéndola en un sentido (sin dejar nada para sí), Jesús puede decir y dice “todo
se me ha dado”, no sólo mi “yo” (lo que soy) sino todas las cosas del cielo y de la
tierra.

Dios Padre le ha dado a Jesús todo poder (pasa exousia), que es la


autoridad de regularlo todo y de esa forma organizarlo. Le ha dado no sólo el ser
(ousia) como algo abstracto y separado, sino la capacidad activa de expandirse,
de expresarse (exousia): Le ha dado un ser que actúa, que se expande y
manifiesta, no en gesto de dominio impositivo, sino de creación, de despliegue
vital.

Ésta una expresión clave del pensamiento hebreo, que no significa “dominar”,
como derecho de usar y de abusar (ius utendi et abutendi), sino más bien
“organizar, regular”, a fin de que todos (todas las cosas) tengan un sentido, un
lugar en el conjunto donde se hallen amparadas. Ésta es una autoridad de pacto,
en la línea del “yo estoy con vosotros”, no para suplantaros ni para imponerme
desde arriba, sino para compartir todos los que somos.

De esa autoridad que Dios ha concedido a Jesús deriva todo lo que existe, la
misma creación de cielo y tierra, como indican los textos que hablan de su función
creadora/mediadora (desde Jn 1, 1-18 hasta Hbr 1, 1-3, pasando por Col 1, 15-
20). Ese poder de Jesús tiene aquí un sentido histórico: El mediador entre Dios y
los hombres es el mismo Jesús crucificado, que ha buscado siempre un lugar para
todos, partiendo de los más pobres. Con estas palabras ( egô meth’hymôn eimi, yo
soy/estoy con vosotros) culmina en Mateo la biografía mesiánica de Jesús.

Sólo en este momento final Jesús puede decir y dice yo (egô), de un modo
enfático, presentándose así como el “yo humano”, o mejor dicho el yo pascual de
Dios. Este “yo” de Jesús es un yo-con ( meth’ hymôn), es decir, un yo-pacto. No
un yo-frente y sobre el mundo (yo puedo), ni un yo-razonante cartesiano (pienso,
luego soy), ni un yo-conquistador (domino y por eso existo), ni un yo-voluntad de
poder (F. Nietzsche), ni un yo abandonado, arrojado en el mundo (M. Heidegger),
sino un yo-alianza (ser-con) que puede vincular y vincula a los hombres abriendo
para ellos y con ellos un pacto definitivo, que se extiende a todos los pueblos
hasta la consumación del tiempo (synteleia tou aiônos: 28, 20; cf. 13, 39. 40; 24,
3), hasta el fin de este ‘olam es decir, hasta que el mismo eón actual acabe y
sea sólo Dios, todo en todos (1 Cor 15, 28).

2) Lucas 24, 46-52


El Mesías padecerá, resucitará de entre los muertos al tercer día y en su nombre
se predicará la conversión y el perdón de los pecados a todos los pueblos,
comenzando por Jerusalén. Vosotros sois testigos de esto. Yo os enviaré lo que
mi Padre ha prometido; vosotros quedaos en la ciudad, hasta que os revistáis de
la fuerza de lo alto. Después les hizo salir hacia Betania y, levantando las manos,
los bendijo. Y mientras los bendecía se separó de ellos, subiendo hacia el cielo.
Cristo sube al cielo... (es decir, se hace presente de forma nueva en los hombres,
a los que reviste el poder de lo alto...)

Al final de su trayecto, según Mt 28, 18-20, Jesús enviaba a sus discípulos al


mundo entero, desde la montaña de Galilea, prometiéndoles que estaría presente
con ellos hasta el fin de los tiempos. Lucas, en cambio, supone que Jesús se
despidió de sus discípulos cerca de Jerusalén, precisamente en el Monte de
los Olivos por donde, según la tradición de Zac 14, 4, debía volver el mismo
Dios (o su Mesías) para instaurar el Reino sobre el mundo. Allí les prometió
la presencia del Espíritu, mostrando así que él mismo vendrá de otra
manera.

Conforme a su propia visión del tema, Lucas afirma que, después de


haber estado con sus discípulos cuarenta días (cf. Hch 1, 1-11), Jesús fue a
despedirse de ellos precisamente sobre el Monte de los Olivos, pero, antes de
hacerlo y de subir al Cielo de Dios (=Ascensión), les pidió que volvieran a
Jerusalén y esperaran allí un tiempo, hasta que fueran revestidos con el
Poder de lo Alto (el Espíritu Santo), en el día de Pentecostés, para iniciar así,
desde entonces, la misión universal de la Iglesia, hasta que llegara el Reino.
Jesús se va (ya no le podemos ver, tocar y escuchar como antes), pero les
ha dejado su Poder, es decir, su Espíritu Santo, que vendrá sobre ellos
precisamente en Jerusalén (cf. Hch 2). Por eso les manda que esperen
(esperemos) allí hasta recibirlo:

‒ Hasta que seáis revestidos de lo alto (eôs hou endysêsthe...) El Espíritu Santo
aparecía en otros pasajes fundamentales del Nuevo Testamento como “unción”,
es decir, como un aceite divino (crisma) que unge y fortalece a Jesús, que se
llama precisamente por eso Cristo, Ungido, Masiah/Mesías). Según eso, el
Espíritu ya no aparece como aceite, sino como vestido. Por eso dice Jesús a sus
discípulos que queden en Jerusalén, hasta que reciban su nueva identidad es
decir, hasta que sean “revestidos”, para salir después y dirigirse a todo el mundo.

Esta palabra, revestirse, se dice en griego endynô o endyô, cf.2 Tim 3,6;
Mc 15,17 y en hebreo labash , y puede tener un sentido material, cuando se dice,
por ejemplo, de Juan Bautista, que vestía un tejido de pelo de camello. Pero ella
ha recibido pronto un sentido espiritual o simbólico, como allí donde Pablo ruega a
los romanos que se revistan con las armas de la luz (Rom 13, 12) o de la
inmortalidad (1 Cor 15, 53). Pues bien, Jesús dice a sus discípulos ahora que ellos
serán revestidos con la dynamis o fuerza de lo alto.

El vestido no se entiende aquí ya como algo externo, una ropa material, sino como
un valor o una virtud, en el sentido que toma de ordinario la palabra “hábito”, que
no evoca ya un simple indumento, sino una forma de ser y/o de actuar (como en el
caso de las virtudes, que son hábitos buenos). Este es el tema: Acabada su tarea,
Jesús pide a sus discípulos que permanezcan en Jerusalén, que no comiencen su
misión cristiana, hasta que Dios mismo les revista, les transforme.

‒ Con el poder del alto (dynamis). Esa palabra, que ha sido muy elaborada por el
pensamiento griego, ha servido para traducir en la Biblia griega de los LXX varios
nombres y símbolos hebreos, entre los que destacan hayil, que es poder-riqueza,
gebura, que es potencia en su sentido más alto, en la linea del Dios que es el
Gibbor por excelencia, tsaba, que es el poderío militar etc. En nuestro caso, la
palabra que la traducción hebrea utiliza para evocar esa “dynamis” que recibirán
los discípulos de Jesús, como un poder intenso, que les capacitará para vencer
todos los peligros y para superar todas las adversidades.

Así concibe Lucas este poder que recibirán los discípulos de Jesús, en sentido
personal (como un hábito del que se visten por dentro), de carácter milagroso. No
se trata, pues, de una sabiduría meramente intelectual, de una capacidad
discursiva para argumentar mejor y defenderse de los adversarios en un plano de
razonamiento, sino de un poder de transformación humana, que se expresa en
forma de dominio sobre los poderes satánicos y de capacidad de curación de los
enfermos (cf. Lc 9,1).

Los creyentes reciben, según eso, una nueva dimensión vital, vinculada con la
experiencia de la resurrección de Jesús (1 Cor 15,56; Flp 3,10), y así aparecen
como renacidos, dotados de la fuerza de Dios, como los ángeles, a los que se les
llama precisamente dynameis, poderes. Entendido de esa forma, el cristianismo
no surge como consecuencia de una renovación intelectual, en la línea de la
argumentación y el razonamiento, sino más bien, como un poder más alto de
transformación y curación, que se expresa en lo que normalmente se llaman
milagros (cf. 1 Cor 2, 4).

Esto significa que los seguidores de Jesús recibirán una autoridad superior que
les sobre-viene, les marca, les define… Se han preparado para ello durante
mucho tiempo, a lo largo de los dos o tres años en los que han estado con él; han
superado la crisis de la muerte de Jesús, y a pesar de haberle abandonado por un
tiempo, han vuelto a seguirle. Por eso, ahora deben terminar su preparación,
quedando así en manos de Dios, para que les les unja, les selle y les revista con
su poder más alto, de manera que ellos sean ungidos, sellados, revestidos
Un tipo de cristianismo helenista, vinculado al conocimiento teórico, ha marginado
este aspecto de revelación del poder de Dios en la vida humana. Ciertamente, una
pretensión carismática simplista, muy difundida entre algunos grupos, ha
terminado banalizando esa acción del Espíritu Santo, y convirtiendo el cristianismo
en una especie de teatro vacío de poderes Pero, en contra de eso, el verdadero
cristianismo sólo puede entenderse y expandirse como una experiencia activa de
transformación humana.

No se trata simplemente de organizar lo que existe ya, sin más, con un pequeño
barniz de espiritualismo, ni de dominar espiritualmente a los “devotos”, creando así
una especie de imperio religioso, sino de algo mucho más profunda: de vivir
alimentados por una potencia que viene de lo alto (ex hypsous), es decir, del Dios
que se revela a través de Jesús crucificado. Ésta es una experiencia radical de
“elevación”, como un ascenso de nivel, en la línea de eso que pudiéramos llamar
un “ruptura antropológica”. El hombre no es aún lo que puede ser, sino que debe
cambiar por dentro, desde la altura del Dios de Jesucristo, que ha penetrado en la
ambigüedad y violencia humana, para revitalizar a los creyentes mi-marôm, es
decir, desde lo alto.

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