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Gamerro Carlos - El Libro de Los Afectos Raros PDF

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c; r u p o

f n ij o jr i A l

norma
CARLOS GAMERRO
nació en Buenos Aires en 1962.
Es licenciado en Letras por la Universidad
de Buenos Aires y ha realizado estudios de
guión cinematográfico en ucla (ee. uu.). S us
publicaciones incluyen la antología sobre
guión Antes que en el cine (1993, en
coautoría con Pablo Salomón) y las traduc­
ciones de Un mundo propio de Graham
Greene, La mano del teñidor de
W. H. Auden, Poesía y represión de Harold
Bloom y Enrique VIII de William
Shakespeare. Colabora regularmente en
los suplementos culturales de los diarios
Clarín y Página/12, y ha escrito numerosos
guiones cinematográficos junto con Rubén
Mira. Ha publicado el estudio Harold Bloom
y el canon literario (2003) y las novelas
Las Islas (1998), El sueño del señor juez
(2000), El secreto y las voces
(Norma, 2002) y La aventura de los
bustos de Eva (Norma, 2004).
colección la otra orilla
El libro de los afectos raros
Carlos Gamerro

El libro de los afectos raros

G R U P O
EDITORIAL
norma
Buenos Aires, Bogotá, Barcelona, Caracas, Guatemala,
Lima, México, Miami, Panamá, Quito, San José, San Juan,
Santiago de Chile, Santo Domingo
www.norma.com
Gamerro, Carlos
El libro de los afectos raros - 1” ed. -
Buenos Aires : Grupo Editorial Norma, 2005.
232 p. ; 21x14 cm.
isbn 987-545-336-6
1. Narrativa Argentina-Cuentos I. Título
CDD A863

©2005. Carlos Gamerro


©2005. De esta edición:
Grupo Editorial Norma
San José 831 (C1076AAQ) Buenos Aires
República Argentina
Empresa adherida a la Cámara Argentina de Publicaciones
Diseño de tapa: Ariana Jenik
Imagen de tapa: “Titania y Bottom”, ele John Henrv Fuseli, 1793-94
Impreso en la Argentina
Prinlerl in Argmtina
Primera edición: agosto de 2005
22128
ISBN: 987-545-336-6
Prohibida la reproducción total o parcial por
cualquier medio sin permiso escrito de la editorial
Hecho el depósito que marca la ley 11.723
Libro de edición argentina
índice

Tarde perfecta con una loca 9


Ella era frágil 33
El cuarto levantamiento 79
Marina en sol y azul cobalto 99
Norma y Ester 147
Fulgores nocturnos 195
Las hamburguesas del mal 209
Epílogo 229
Tarde perfecta con una loca
Los teléfonos en la Argentina, donde viví muchos
años, todavía tienen disco numerado, que a veces se
atasca al hacerlo girar con el dedo índice; un cable
negro y reluciente enrollado en tirabuzón, el cual sue­
le malenroscarse obligando a cambiarlo, y un tubo
con dos discos planos y perforados en los extremos:
por uno se escucha y por el otro se habla. No, no son
intercambiables. Suena un ruido, uno sabe que hay
alguien del otro lado, a una distancia indefinida, que
tiene un aparato igual, que ha levantado el tubo bi-
fronte y ha introducido el dedo índice en los agujeros
del disco -eso me había olvidado de comentarlo, los
agujeros del disco- y lo ha hecho girar varias veces,
seis o siete. No, eso no podría ser, desde acá no se
puede hablar para allá, ni viceversa. El ruido, el rui­
do lo indica. Al escuchar el ruido, se levanta el tubo,
se dice “Hola”, se espera con el tubo temblando en
la mano sudada, un instante interminable. Podría ser
cualquiera. Los primeros meses me despertaba, aquí,
en medio de la noche, creyendo, oyendo casi, creyendo

11
Carlos Gamerro

oír el ruido que hacían los teléfonos de allá en algún


lugar de mi vivienda, acá. Me costaba mucho volver a
dormirme, debía tomar algo, abriendo con dificultad
la rosca del frasco por la mano sudada. Sentí como
un eternamente esperado aflojarse de las entrañas el
día en que comprendí, finalmente comprendí, que
ese ruido ya no iba a sonar más, que no podía sonar
más, que ya estoy en la otra orilla.
Es necesario imaginarlo, para entender, aunque
entiendo que para ustedes debe ser muy difícil. Uno
espera, con las tripas hechas un torniquete alrededor
de una barreta que gira y gira, y del otro lado de repen­
te surge algo: la voz de un desconocido. De alguien
que afirma haberse equivocado. De una persona que
nos conoce pero asegura no querer hablar con noso­
tros. De un enemigo. De una persona demente. Una
llamada telefónica, allá, nunca deja de estar exenta
de peligro.
Podía suceder, también, como de hecho me suce­
dió una vez, que al estar pensando en el teléfono, y a
la vez en la posibilidad de que a través de él hablara
una persona demente, sonara, en su lugar, el timbre.
Y tan enfrascado solía estar en la preocupación del
teléfono que podía suceder que me levantara automá­
ticamente a abrir la puerta, para encontrarme, como
aquella vez, efectivamente con una persona demen­
te, y para peor, conocida. En rigor de verdad, era la
misma, admito, que me había llamado por teléfono
varias horas antes, ese mismo día, un mes antes de mi

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Tarde perfecta con una loca

partida para ser más preciso. Yo había levantado el


tubo y sentido una voz -por los agujeros, la voz sale
por los agujeros. ¿Primitivo, no? No, no son los mis­
mos, por los del disco no sale nada- de mujer, emitien­
do del otro lado sonidos con nada de femenino en su
timbre patológico. No atiné a decir número equivo­
cado -ah, claro, bueno, luego puedo explicar lo que
es eso- y ella ya estaba afirmando cosas sobre mí, al­
gunas de las cuales yo sabía -lo que no es tan asom­
broso como que las supiera ella- como que faltaba
menos de un mes para que me fuera del país, si me
daba cuenta; otras, como si no me sentía nervioso o
emocionado que, de no haberlo dejado yo hacía co­
sa de dos meses, podría haberle mejor preguntado a
mi analista; y por último, a casa de mis padres, don­
de por ahora estaba yo viviendo, puesto que mi de­
partamento se había vendido hacía dos meses -a mi
analista, casualmente- había amenazado con venirme
a visitar, cosa que, dado su estado, aparentemente había
terminado haciendo.
Podría optar por no abrirle la puerta, pensé, hacer
de cuenta que no hay nadie, esperar con palpitaciones
que se canse de tocar el timbre y que no vea nada sos­
pechoso a través de las cortinas de las ventanas y se
vaya. ¿Pero y si no? ¿Cuántos días podría soportar un
asedio semejante? ¿Yademás, si en todo ese tiempo de
cavilación, de alguna manera que ni siquiera puedo
imaginar, idea algún plan exitoso para entrar? Las con­
secuencias serían inimaginables. Mejor era encararla,

IB
Carlos Gamerro

secar el sudor de mis manos agitadas y patear para


silenciarlo al perrito que saltaba entre mis pies ladran­
do, sobreexcitado por el timbre insistente. ¡Cómo
pude olvidarlo, el perrito, el perrito me hubiera de­
latado de todas maneras! ¡Haberle envuelto el morro
con cinta adhesiva! Quizás no sea tan grave, quise
convencerme, puede ser que lo de Roberto efectiva­
mente haya sido sólo un accidente, y puede que des­
pués de eso ella haya efectivamente mejorado, o al
menos empeorado pero perdido esa veta de peligro­
sidad que tenía cuando estaba mejor.
Ni esa mínima esperanza supe que podía abrigar
cuando le abrí. Peor, mucho peor de lo que jamás
podría haber previsto. Tenía la piel de los hombros
bronceada, por haber estado con ellos al sol; una reme­
ra blanca sin mangas que mostraba los brazos, líneas
negras sobre los ojos y dos sandalias en los pies, para
mostrar las uñas y los dedos, éstos apretados para ocul­
tarme los hongos de pileta que seguramente también
portaba. También eran visibles las uñas de las manos,
gracias a la ausencia de guantes, y los dientes, entre
los dos labios abiertos y unidos en las comisuras, con
un lunar cerca de una. Podía imaginarla claramente
ampliándolo con lápiz labial negro, disfrazándolo de
melanoma para un baile.
Me aparté con una contracción involuntaria del
cuerpo que ella tomó como un gesto de invitación,
entrando. Pasó a mi lado, de la luz a la penumbra, y yo
quedé en la luz; ella estaba adentro de mi casa (la casa

14
Tarde perfecta con una loca

de mis padres) y yo estaba afuera. El hecho consumado,


pensé, le dejo las llaves y me voy, desde la vereda le
explico cómo prender el calefón y cuántas veces por día
come el perro. Pensé: no te va a ser tan fácil, todavía
te falta un mes, hay ceremonias, ritos. Solamente un
mes, y después toda la vida para olvidarlo.
Cuando llegué al fondo de la casa (había dejado
la puerta del frente sin llave: nada peor podía entrar,
y así tendría al menos una chance de salir corriendo)
ella ya estaba en el jardín, mirando la pileta con am­
bos ojos. Como un chico, pensé, priman los apetitos
básicos, la entrega irreflexiva a las sensaciones fuertes.
Temí que se arrojara con ropas, sin avisarme, o que
se desnudara ahí mismo, en el jardín, bajo la mirada
atenta de las diversas familias tras las cien ventanas
del departamento que se alzaba junto a la medianera,
y yo, mirando para arriba, adivinándolos sin verlos,
persiguiéndola alrededor de la pileta para cubrirla
con una toalla.
-¿Querés pasar al cuarto a cambiarte? -le dije, tratan­
do de parecer casual- Mientras, yo voy haciendo el té.
Me miró unos segundos en silencio, sin moverse,
y yo pensé: ¿Qué habré hecho? ¿Habré pronunciado
alguna de las palabras prohibidas? Repasé mental­
mente la lista que algunos amigos previsores habían
hecho circular entre la gente que la frecuentaba. No,
ninguna, pero quizás en los últimos días se hubieran
agregado otras, en mi negligencia no la había manteni­
do actualizada. Pensé en repetirle la pregunta varias

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Carlos Gamerro

veces, en situación experimental, cambiando de a una


palabra por vez hasta dar con la culpable, pero antes
de que pudiera intentarlo tomó su bolso de tela de
avión -¡tela de avión, en un jardín!- y se encaminó
hacia la casa, rodeando la pileta para no mojarse.
Mientras hacía el té, hervía el agua, ponía tres cu­
charadas en la tetera -hacer un té que no se llame
Crysf, pensé, hacer un té que no se llame Taragüi, un
té que ni siquiera se llame té- pensaba que en cuestión
de días, de semanas, me pasearía entre cosas con nom­
bres nuevos, sin ningún efecto doloroso asociado a
su pronunciación. Hablaría un idioma dulce, líquido,
con palabras que no cortaran la lengua al pasar, que
no obligaran a los oídos a acurrucarse como perros
apaleados: ceffone, Ceilan, celamento, celare, celcita, celato,
celatore, celebérrimo, celebrábiler, dejándome mecer por
ellas como flotando en una colchoneta sobre el mar
Tirreno, un mar manso y acariciante que no trataría
de arrancarme de la costa, un mar cerradito y conte­
nido, casi sin comunicación con el Atlántico que es
donde ocurren todos los naufragios.
-¿Y? ¿Qué te parece?
Se había sacado hasta la ropa interior, y encima del
cuerpo, directamente sobre la piel, se había colocado
una malla de una pieza, ajustada.
-¿Te gusta?
El muslo derecho estaba descubierto hasta la rodi­
lla, y le había arrancado todos sus pelos. Trata de pa­
recerse a un pollo, pensé, debe saber que les tengo

16
Tarde perfecta con una loca.

horror y trata de parecerse a ellos. Hasta imita un poco


su manera de caminar, pensé, cuando cree que no la
estoy mirando. Pensar que en una época el pollo era
una de mis comidas favoritas, y en este momento el
sólo mirarle los muslos me produce una sensación
nauseosa, como si me hubiera intoxicado con algo
sólido. Pizza y fettuchini, pensé en voz baja, fettuchini
y pizza: no veo el momento. Cosas como ésta todavía
puedo soportarlas; pensé: en el peor de los casos to­
davía me quedan treinta pastillas en el frasco. Uno
puede acostumbrarse a todo, salvo a terminar como
Roberto. No estaré a salvo mientras permanezca acá;
no me encontraría en esta situación si ya estuviera
del otro lado del Atlántico.
Me ofreció acompañarme a la cocina a traer las
cosas del té (té, tetera, cucharitas, masitas -las había
comprado adrede, sabiendo que podían resultarme
útiles si venía-, dos platitos, dos platitos más, dos cu­
chillos romos, una bandejita de cartón, el colador del
té, el agua caliente, dos tenedores, el azucarero, la
bandeja, azúcar refinada, tazas de té) y aproveché
la oportunidad para sugerirle que trajera las tazas, el
azúcar, el agua caliente y el azucarero. No pareció no­
tar nada, o al menos fingió no hacerlo, y me siguió
por el pasillo que llevaba al jardín. Tal como lo había
previsto, no alcanzó a dejar sobre la mesa del jardín
las cosas quede había entregado (como todas las per­
sonas insanas, olvidó enseguida la acción que estaba
llevando a cabo y la reemplazó por otra) y ya estaba

17
Carlos Gamerro

chapoteando en la pileta, sumergiéndose, diciéndome


que fuera con ella (minga) y salpicando todo con
agua, aparentemente sin advertir al can pequeño que
ladraba a su alrededor y trataba de mojarse el morro.
No tiene registro de nada, pensé, podría haberse tro­
pezado con el cuzquito incauto y caído con él al
agua, hubiera seguido nadando de un lado al otro y
yo hubiera tenido que esperar hasta el final de la tarde
-si tenía la suerte de que hubiera partido para enton­
ces- para sacarlo tieso del fondo de la pileta.
-Entonces pasó aquello, y no quise verlo más.
Terminó de tomar su segunda taza de té (su locu­
ra la hacía tomar el té a sorbitos, como si fuese sopa
caliente) y se secó la boca mojada poniéndose una
servilleta doblada entre los labios.
Le sonreí comprensivamente, asintiendo para com­
placerla, tras mi exterior distendido atento al menor
indicio. Apoyaba sus nalgas sobre el asiento de una
silla de jardín y los talones en el borde de otro; las
pantorrillas le colgaban en el aire. Posición de reposo,
pensé, nada que temer mientras no apoye los pies en
el suelo. Controlé con el rabillo del ojo que la tetera
estuviera al alcance de mi mano mientras mantenía
la vista enfocada en el extremo de sus dedos hábiles
que esparcían la manteca (la maniobra se prolongaba
demasiado, era sospechoso) con un cuchillo -se los
había elegido romos, sin filo, en previsión- esperando
la menor crispación de su mano sobre el mango pa­
ra estrellarle la tetera en la cara, arrojarla a la pileta

18
Tarde perfecta con una loca

y sacarla medio ahogada antes de que tuviera tiempo


de reponerse. O dejarla allí, y ver. Si sale viva, bien,
si no... Hago un pozo en un extremo del jardín,
pongo una ligustrina encima, acomodo el pastito
como estaba. Al que se dé cuenta, le mando una pos­
tal desde Capri. ¿Qué van a mandar, la Interpol, a
buscarme?
Pero ya la manteca llegaba al final de su recorrido
y terminaba de derretirse sobre la masa cálida, y ella
apoyó el cuchillo romo sobre el borde del plato. Si
pudiera estar seguro de que llegado el momento lo
usaría exclusivamente sobre su persona, hubiese de­
jado los de punta. Total, estaba untando la miel y se
cortó las venas, sería para su caso una explicación
plausible: nadie creería necesario saber más. Pero
claro, una explicación análoga valdría por igual en su
boca si soy yo el que eviscerado se revuelca mientras
ella mastica la tostada untada, lamiéndose la miel
que le chorrea por los dedos. Un lugar, pensé, donde
los seres humanos estén protegidos por una gruesa
capa de músculos y huesos, donde sean algo más que
una hinchada bolsa de visceras apenas separadas del
pastito del piso por una delgada película de piel y
nervios que se hiende de lado a lado con el gesto ca­
sual de un cuchillo de untar manteca. Falta poco
tiempo, pensé, mientras dejaba que mi mano dere­
cha se aflojara lentamente, relajándose a escasos cen­
tímetros del mango de la tetera. No dejaba de ser un
alivio el poder llegar al final de la tarde sin tener que

19
Carlos Gamerro

golpearla repetidamente. A un mes de mi partida me


importaba, por sobre todo, el evitarme complicaciones.
Pensé que lo mejor era seguir con el tema ante­
rior, como si nada hubiese sucedido.
-Yo decía, ¿no?, pensaba, me miraba y decía: Una
de las razones por las que nunca podría vivir durante
mucho tiempo lejos (palabra que en un mes que­
rría decir acá, donde estoy ahora sentado) es también
la misma.
-Sí, sí, es eso, claro -me contestaba, contenta, re­
flejando sincera mi mentira con ese obstinado entu­
siasmo suyo (parodiándome como nos parodia un
chimpancé de póster disfrazado de humano sentado
en el inodoro leyendo un diario)-. Por eso vas a volver
pronto, ¿no?
-Sí, exacto, entendiste bien. (Si vuelvo, mejor, si
alguna vez decido desde allá conocer la Argentina -fo­
lletos no faltarán que me incentiven, y el cambio es
favorable- me anotaré en algún tour confiable, me pa­
searán cámara en mano en un micro de dos pisos con
aire acondicionado, le sacaré una foto al obelisco, le
preguntaré al guía: ¿Questo pcilazzo tullo rosso, cosa él).
No me contestó, o quizás su voz no me llegó desde
el baño. Probablemente fue la referencia al inodoro,
pensé, una de aquellas palabras. Tenía ciertas ganas
de ir yo también, pero me daba miedo hacerlo después
de ella. Miedo, entre otras cosas, de encontrar que lo
que debiera estar en el inodoro estuviera, por ejem­
plo, en el botiquín. Era un problema considerable;

20
Tarde perfecta, con una loca

no había otro baño. Me pregunté si sería capaz de


aguantarme toda la tarde hasta poder ir a un bar, y
empecé a desear que se fuera. Me desagradaba esa
costumbre suya de usar adrede el baño antes, como
esa gente que, antes de venir de visita a tu casa, come
mucho espárrago para dejarte el olor impregnado.
Volvió con fotos. ¿Dónde las habría encontrado?,
me pregunté, incómodo. Pensé que las había escon­
dido todas bien, debe haber registrado la casa, si me
pregunta qué hago ahí negaré que soy yo el que apa­
rece, argumentaré que estoy fuera de foco.
-Traje las fotos. ¿Te acordás, que te las había pro­
metido?
Respiré aliviado. Eran de ella. Entonces probable­
mente ni siquiera fueran fotos. En todo caso, aunque
apareciera yo en ellas, no podrían comprometerme,
podría argumentar: sí, soy yo, pero no son mías esas
fotos. Son de ella. Y ya sabe, si bien no quiero hacer
ninguna afirmación categórica acerca de su locura,
su cordura...
-¿Esta la habías visto? -me dice.
Me las ofrecía como quien ofrece un sándwich, o un
vale para comer barato en un restaurante vegetariano.
-Mirá, acá estamos nosotros, ¿te acordás?
Le digo que sí. Ya sé de sobra que es inútil tratar
de explicarle: que los que están en la foto no so­
mos nosotros, no soy yo ni es ella, que es más: que
en la foto no hay gente humana. Me pregunto si
no se habrá confundido y piensa que miro otra, o

21
Carlos Gamerro

dos fotos pegadas -uno siempre intenta creer lo me­


jo r- pero no, en la siguiente me dice:
-Mirá, éste es el día de la asamblea. ¿Te acordás,
cuánto habíamos trabajado? Estás vos hablando, mirá
toda la gente que había.
Probablemente la arrancó de una revista. El tipo
de espaldas se parece a mí, claro, salvo por el cuello de
la camisa. Se la devuelvo sonriéndole.
-Linda.
-Hay más. Mirá, acá estamos todos los del grupo.
En el asado, el día después. ¿Te acordás? Vos estabas
como eufórico, festejabas.
Efectivamente, en ésta no se equivoca: el cuadrado
de papel sí muestra varios individuos unos al lado de
los otros. Y a diferencia de las otras, de un interés per­
sonal comparable al de un catálogo comercial de
barquillos de helado -salvo para ella, claro, me la
puedo imaginar señalando con entusiasmo el vasito
de 220 gramos- ésta sí me sorprende. Increíble, lo
que se puede meter dentro de una fotografía. Toda
la humanidad cabría en una, tomada a suficiente dis­
tancia. Intento calcularla mentalmente pero me dis­
trae la letanía de una persona cercana que recita al
azar una serie cualquiera de nombres de hombre y de
mujer. Mejor, me alegro por ella, ya encontró algo
con qué entretenerse.
Si se las tiro a la pileta, si se las arranco de un ma­
notazo y se las tiro, probablemente no se dé cuen­
ta, tararee una melodía absorta, pierda su vista en

22
Tarde perfecta con una loca

la ligustrina tras la pileta y pregunte por mis hermanos


(sólo tengo uno). Seguramente eso sería menos cruel
que dejárselas en la mano. Uno no se acostumbra,
por más que lo intente, a la idea de que a veces a los
seres queridos se los debe lastimar para hacerles un
bien, en algunos casos.
Se las devuelvo todas juntas, a pesar de que ella me
las había entregado de a una.
-No. Las traje de regalo. Para que te las lleves de
recuerdo.
-Gracias. (No es un mal regalo, después de todo.
En el avión, cuando sobre el Aüántico me canse de leer
Le Cittá Invisibili, me servirán para marcar la página.)
-Qué lindo tiempo aquel, ¿no? -me dice, sirvién­
dose de la bandejita de cartón un arrolladito de dulce
de leche.
Sí, le contesto para no contradecirla. Temo que se
atasque con la pastosidad del dulce de leche, a mu­
cha gente le sucede anualmente, aun así la población
insiste en consumirlo. Dentro de un mes estaré libre
de ese peligro también. Sería terrible que se me atore
ahora, pienso; le digo:
-¿Querés otro té?
-Sabés que no está perdido del todo. El otro día
estuve hablando con los chicos, estamos pensando en
reflotarlo, hay posibilidades. Mi abuelo ya dijo que
nos daba una mano. Sería bueno, ¿no? -me sonríe,
busca mi asentimiento, debe esperar que yo también
aporte mi granito de arena a la farsa que le montaron

23
Carlos Gamerro

entre todos para mantenerla contente. Ya no, me digo,


ya no estoy obligado. Dentro de treinta días, sola­
mente treinta, volveré a la tierra de donde mi abuelo
partió, a cerrar este breve paréntesis argentino de
nuestra familia italiana.
-El otro día estuvimos averiguando cosas. Y no es
tan imposible como pensábamos. Ya hay gente inte­
resada y estábamos pensando que lo podemos sacar
para mitad de año.
Allá nadie me obligará a nada, pensé. Tendré la li­
bertad de hacer y decir lo que quiera. Podré decir con
naturalidad “me encontraba en la esquina de Lavalle
y Corrientes” y nadie se acercará a contradecirme.
-Sabés, me cambió la vida desde que empeza­
mos con esto. Me siento de nuevo con ganas, con
fuerzas, vuelvo a ver la luz al final del túnel. Desde
lo de Roberto, pensé que se me había cerrado todo
para siempre, y ahora, en tan poco tiempo... ¿No te
pone contento?
Si se me acerca un español, un hondureño o un
filipino mientras realizo mi paseo matinal por la Via
Veneto, y me pregunta la hora, lo miraré extrañado,
le preguntaré: ¿Cosa diche? ¿Cosa diche? De la lengua
quizás me acuerde todavía de la gramática y de ha­
cer concordar sujeto y verbo, pero nada del sentido.
No me importará haber invertido tanto tiempo y es­
fuerzo en estudiarla en vano. Después de todo, tam­
bién estudié latín durante cuatro años y de poco me
ha servido.

24
Tarde perfecta, con una loca

-Y no te creas que nos vamos a olvidar de vos. Te


vamos a mantener al tanto. Si querés hasta podés par­
ticipar un poco, desde allá. Después de todo, si no
hubiera sido por tu empeño, por la fuerza que pusiste,
por tus ganas...
Voglio. Vuoi. Vuole, vogliavio, volete. Vo... vogliono.
Estaba por tirarse a la pileta, nuevamente, y yo
tomé conciencia de que la malla le dejaba las piernas
y las nalgas al descubierto. También la espalda. Podía
presentir a los habitantes del departamento espiándo­
la invisibles tras las persianas bajas, señalando a una
y a otra alternativamente, llamándose por teléfono.
En cualquier momento podía sonar acá. Alguna vez
yo también había querido jugar con esa locura suya,
hacerle cosquillas allí donde se descubría como un
trozo de piel entre los pliegues de su cordura. Se
había parado en puntas de pie, seguramente para
hacer más ruido al zambullirse, y cuando desapare­
ció bajo el agua sentí que no hay nada más obsce­
no que el cuerpo de una mujer hermosa cuando ya
no nos produce deseo. Nadó mucho, seguramente
para mejor distribuir los hongos de sus pies, así no
me quedaría más remedio que cambiar toda el
agua de la pileta cuando se fuera. Eso implicaría
más o menos tres días sin usarla; podría ser peor.
Por suerte mis padres estaban de vacaciones y no
volvían hasta dentro de un mes. Salió por las esca­
leras, seguramente esperando que yo sólo estuviera
atento al borde.

25
Carlos Gamerro

Mis ojos podrían haberse sentido atraídos por el


rebote del sol sobre su piel mojada, pero en lugar de
eso los convocó una mosca gruesa que caminaba in­
sistentemente por su muslo. No se da cuenta, pensé,
le caminarían por los ojos, la nariz, se acercarían a sus
labios para beberle la saliva. Ahí está la clave, pen­
sé. Tiene un moscardón de cadáver paseándole por
el cuerpo y sonríe, sonríe como si nada. La deben
poner contenta; qué hará con los moscardones cuan­
do estén a solas. Era una mosca con el cuerpo duro
cubierto de cerdas gruesas, como un jabalí; obscena­
mente obesa, con su verde hinchado y cianótico desta­
cándose contra el marrón claro de la superficie pilosa
que husmeaba. Se movía a arranques cortos, haciendo
cada tantos pasos ese gesto de mosca de querer de­
senroscarse la cabeza con las patas, y constantemente
sacando y volviendo a meter ese apéndice semiflácci-
do igual al que te quieren enrostrar en los baños pú­
blicos los degenerados. Siempre me habían parecido
soluciones posibles: una certera patada en los testícu­
los, una navaja afilada apenas apoyada en la raíz para
hacerlos sudar unos minutos, al menos cascarles la
nariz de una trompada; pero nunca había conseguido
más que apartar la vista y poner cara de asco en ningu­
na de aquellas situaciones, ni siquiera en ésta.
Mientras mantenía la vista fija en las actitudes del
insecto y me preguntaba qué gusto podía encontrar
en todo aquello, no dejé por un segundo de percibir
un sonido persistente que provenía de una zona algo

26
Tarde perfecta con una loca

por encima del cuadrado de piel humana objeto de sus


preocupaciones. Había estado resonando en el fondo
de mi mente todo ese tiempo, y recién ahora se abría
paso hasta la atención de mi conciencia:
-¿No es insoportable este departamento acá, en­
cima de tu casa, sacándote todo el cielo?
Esto no convenía. Debía apartarlo de su mente.
-¿Ves? Si te sentás para allá -le indico el lugar-,
mirando para allá, y no te das vuelta.
-Te tapa el sol.
-Verdad. (Era asombroso comprobar que aún
era capaz de ciertos atisbos de lucidez. El sol ya ha­
bía caído, y aun así era capaz de formular una hipó­
tesis que lo considerara presente.) Hacé de cuenta
que estás en...
-En las montañas.
-Eso. Muy justo.
-¿Y no te tiran cosas?
-Un poco. Depende. A veces se tiran ellos.
-¿S í?
-Una chica de quince años. Cumplía ese día. Antes
de la fiesta, se tiró. Cayó en la pileta. Mi padre la sacó
con la red de los bichos.
-¿Hicieron la fiesta?
-Claro. Y nos invitaron. Yo no fui. Mi padre me
llamó por teléfono pero le daba ocupado. Se la pasó
hablándole delúema a todos los invitados. Bebió de
más y quería que la tiraran de nuevo para mostrar có­
mo había sido.

27
Carlos G amerro

Vino el perrillo. Mi madre era dueña de un perrillo


compacto apoyado sobre cuatro patas finitas. El mido
de las patas sobre la baldosa podía alterarla. Tendría
que haberle cortado las uñas después del desayuno hoy,
pensé, recriminándome. Ahora es demasiado tarde.
Le alcanzó una masa de crema pastelera balanceada
sobre la punta del tenedor. ¿Cómo le explico a mi
madre si le atraviesa el gaznate? Me preocupé; pero
el perrillo tomó la masa con la punta de los dientes,
muy delicada -en rigor era una perrilla- y se alejó a
mascar tranquila al otro extremo del jardín.
Advertí que el relato de la piscina la había mante­
nido entretenida. Había empezado a caer la tarde, y
pensé que inventando más historias como aquélla qui­
zás conseguiría llegar hasta su final sin más incidentes;
a no ser, claro, que en lugar de irse esa noche deci­
diera quedarse los treinta días, en cuyo caso tendría
que pensar rápidamente en otro plan. Es como un
animalito, pensé, si le tiran un juguete que destrozar
puede pasarse horas sin morder a nadie.
-Adiviná lo que hice el otro día. Adiviná -le digo.
Estoy por batir palmas, pero finalmente no resulta
necesario, responde al tono de voz- Me hice un asado
en el fondo, acá en la parrilla, solo. Compré el carbón,
lo encendí, me serví un vinito. Nadie dijo “¿te sirvo?”.
Limpié la parrilla con un periódico abollado -después
lo tirás a las brasas, y la propia llama ablanda más la
grasa para limpiarla con otro bollo, y así, te podés pa­
sar el día-, me hice una ensalada mixta, salé la carne,

28
Tarde perfecta con una loca

le chorreé limón por encima, y había un cielo blanco


que amenazó varias veces con chispazos de lluvia fea.
Distribuí la carne, nada de calcular cuántos kilos
por persona, quién come chorizo, apenas los dos o
tres trozos autosuñcientes que me bastaban. Y mien­
tras lo dejé ahí, sin remover el carbón cada medio
minuto o pincharla para ver cómo estaba, prendí el
televisor y me senté frente a él con los ojos blancos,
fumando una interminable posta de cigarrillos sin
gusto. Cuando estuvo listo me lo comí frente al tele­
visor, rápido, como se come una hamburguesa en un
local de comida chatarra. Ya está. El asado no es más
que eso: carne que se mastica y se traga, mientras uno
se interesa en el televisor. ¿No te parece?
-¿Eh? Disculpá. No te estaba escuchando. ¿Vos me
hablabas?
-Te estaba explicando por qué me voy. ¿Querés
más de algo?
-No, gracias, estoy llena. ¿Te ayudo a llevar las cosas?
-Dejá. Puedo solo.
Cargué todo en la bandeja, excepto las masitas que
habíamos comido. Ella sonreía plácidamente, insistía
en juntarme con una cuchara el azúcar derramada.
Está todo muy bien, pensé, está demasiado bien. Tantas
advertencias que me habían hecho debían tener algún
fundamento. ¿No será ésta la calma chicha, pensé, el
agazapamiento antes del salto por sorpresa?
-Qué lindo que se puso, ¿no? Me encanta esta hora,
es la mejor hora del día.

29
Carlos Gamerro

En esa repentina quietud que sucede a la puesta del


sol, y que parece alimentarse de la luz menguante, su
voz sonó con un timbre metálico inusitado, como si
proviniera de las reverberaciones de un extraño gong
golpeado por un lejano chino de película y acercado
por la extraña sonoridad de la superficie del agua.
Era la hora en que la naturaleza toda parece hacer
una tregua entre el trajín del día y los peligros de la
noche, y por primera vez desde que el teléfono me
despertara esa mañana pude llenarme de aire los
pulmones en un suspiro de alivio que no hacía más
que anticipar aquel otro, tanto más profundo y du­
radero, que me permitiría dar cuando, en treinta
días, reclinado en mi mullida butaca al lado de la
ventanilla, escuchara la voz de la azafata anuncian­
do en dos idiomas (Alitalia annunziate - Alitalia an-
nounces) la inminente salida del avión que redimi­
ría, por lo menos en mi persona, la diáspora inútil
de mis ancestros.
-Si yo me quisiera ir, me dijo, serían los momentos
como éste los que más duda me darían. Cuesta pensar
en un lugar más amable para vivir que éste, ¿no?, a
esta hora de la tarde.
A esta hora de la tarde, pensé, pero dentro de un
mes y a diez mil kilómetros de distancia, estaré pa­
seando por hermosas ciudades con dulces nombres
de mujer: Florencia, Venecia, Roma, Milán. Me saluda­
rán los lugareños al reconocerme, alzando el bastón o
el sombrero contra el poniente.

30
Tarde perfecta con una loca

-¿Y vos? ¿No vas a extrañar tardes como ésta, y a tus


pobres compañeros que se quedaron, cuando seas
allá un hombre exitoso y reconocido?
Me llegarán cartas de parientes y amigos y las leeré
como quien lee noticias en el periódico sobre Níger,
Mali. Solamente tendré que remontar la emotividad de
la caligrafía. Poca cosa, eso.
-¿Y de tu amiga, que ya se le está haciendo de no­
che y va a tener que irse despidiendo, eh, te vas a
acordar de ella en alguna avenida sofisticada o en al­
guna playa del Mediterráneo? ¿Y te va a asaltar en el
medio de la calle o en una reunión, cuando menos
te lo esperes, la memoria de esta tarde tan linda que
pasamos juntos?
Algo de razón, pensé, algo de razón no le falta en
todo lo que dice. Esta tarde, que vivida acá fue sólo
una muestra más en el largo catálogo del horror, pro­
bablemente será desde allá un recuerdo dulce, algo
que añorar, nostalgia. Recuerdo, hace ya tantos años,
un mes antes de venirme definitivamente, una tarde
que pasé con una amiga mía, una tarde que por algu­
na razón que no comprendo no consigo olvidar. Pue­
den ustedes creerme, a veces me siento en mi terraza
a contemplar el reflejo del último sol sobre las tejas
del Dtiomo degli Campanille y recuerdo, recuerdo
con tanta nitidez... No, ella ya no, está muerta. Se sui­
cidó, según me contaron. Serios problemas mentales:
allá todavía sucede. Pero que finalmente eso haya pa­
sado no empaña en absoluto el recuerdo tan grato

31
Carlos Gamerro

que quedó en mí por lo menos de esa tarde. Podría


decir, sin temor a exagerar: una tarde perfecta. Juzga­
da por los criterios de allá, claro, los que cada día que
pasa me resulta más difícil revivir. Así recuerdo mi vida
allá, saben, como un desperdigamiento incoherente
de fugaces momentos gratos. Lo otro, lo intolerable, co­
mo que va perdiendo definición, termina por borrarse.
(Allá no, allá se encadenaba según una lógica ineluc­
table.) Como algo que le pasó a otro y nos contó,
y luego nos olvidamos de lo que nos contó. Aquella
tarde, por ejemplo. Sí, ya estaba loca, lo que ocurrió
al poco tiempo podría haber ocurrido esa misma tar­
de, en la pileta de la casa de mis padres, mirándome
con ojos de pescado a través de dos metros de agua
cuando yo volviera con más masas. O podría haber sido
yo, braceando tórpido contra el fondo azul pensando
“No entiendo nada. No entiendo nada” mientras los
borbotones inundaban mis oídos. Y sin embargo...
Pasé una hermosa tarde, una de las más hermosas
tardes de mi vida con una mujer que ya no quería y
que estaba totalmente loca, y allá era eso, la posibili­
dad de que pasaran cosas como las de aquella tarde.
Cosas por las que a veces siento la nostalgia de volver,
cosas por las que nunca volvería.

32
Ella era frágil
A Elsa Drucaroff

-Bueno, pero me imagino que no me habrás hecho


venir para mostrarme tus trofeos, ¿eh, campeón?
-Yo no te estoy mostrando nada, Hernán. Sos vos
el que te fuiste a mirarlos apenas entraste.
-Este fue en Tucumán. Me acuerdo bien. Tu prime­
ro en Juveniles.
-Segundo salí.
-En tu primer torneo. Qué bárbaro. Todavía ten­
go en casa la Apolo. Fuiste tapa. Yo todavía estaba en
Cadetes. No me fue tan mal. ¿Te acordás, Andy, los
nervios? Casi hasta el último momento, los dos juntos,
inflando. Decí que me frenaste, si no yo era capaz de
subirme con las mancuernas al escenario. Dale roboti-
to, largando que empieza, me dijiste, y yo paré. Hay que
endurecerse pero sin perder nunca la plasticidad. Me
lo repetía todo el tiempo mientras estaba arriba.
-Esa no la inventé yo. Es del viejo. Frase célebre.
-Pero a mí me pegaba más cuando la decías vos.
El amigo está más cerca en la preparación. En todo
torneo. Y el viejo está acabado, como vos decís. Che,

35
C arlos Gamerro

mirá cómo los cuidás poco, qué crimen. Apenas se


lee si no le limpio la tierra. “Andrés Martel, segundo
puesto, categoría Juvenil”. ¿Este es Hércules, no?
-No. Sansón.
-Originales, los tucumanos. Mirá, con el pelo así
te descalifican en cualquier torneo. En la actualidad
mi pareja es el Puma Gutiérrez. El Retacón. Buen pibe,
se mata, muy inseguro. Te va a causar gracia, ahora el
que da los consejos soy yo. Mirá, te lo lustré un poco.
¿Qué pasó con los focos que les habías puesto?
-Se habrán quemado las bombitas.
-Te traía, si me avisabas. Hace unos meses salías
corriendo a comprar otras. En pleno día los tenías
prendidos.
-Ahora ahorro energía.
-¿Ya no te sentís orgulloso?
-Negro, soltalo al vasito de lata que me ponés ner­
vioso. Llevátelo a tu casa si te gusta tanto.
-No, cómo. Si te lo ganaste vos compitiendo.
-¿No era que siempre habías querido tenerlo?
-Pero así no. No me cargués. Yo quería ganármelo
yo mismo. Llevarlo con mi apellido puesto.
-Pegale una etiqueta, qué sé yo.
-¿Vos no pensás volver a competir, no? Hoy cuando
me llamaste pensé que...
-No. No fue para eso.
-¿Pero por qué? Al final de cuentas, son sólo
cuatro meses...
-Siete.

36
Ella era frágil

-Bueno, siete. Peor sería si te hubieras enfermado.


Andy, escuchá esto, a fin de año tenemos el Terminator
87. Si empezamos ahora...
-Sin entrenar. Sin tomar nada. ¿Querés que me
saque el pulóver para que veas lo que me hicieron es­
tos siete meses? ¿Te animás a mirar cómo me cuelgan
las tetas? No, Negro, yo ya no corro más en ésta.
-No te creo. No es sólo eso. Conozco casos peores,
y salieron adelante. El otro día me leía Román de la
Muscle, un canadiense. Estaba peor que vos, y ahora
es campeón. Si querés te la traigo.
-No, por favor. Te lo pido de rodillas. De sólo pen­
sarlo me dan ganas de volverme a la cama y dormirme
hasta mañana. Esas epopeyas sobre la recuperación
del ídolo en desgracia deben ser de lo más aburrido
de la literatura culturista. Cuando pienso que yo tam­
bién escribí sobre el tema... Pero en algo tenés razón.
No es el cuerpo. Es lo que lo sostiene, lo que no tengo.
Ni me interesa.
-Yo por tanto tiempo te pensaba invencible. Todos.
Te ponías una meta delante de los ojos y viajabas rec­
to como una flecha, barriendo con todo lo que se te
poníá en medio. No sabés lo que fue en el gimnasio.
El viejo casi se nos va tratando de sacarlo adelante.
Eras el ejemplo. La muestra de lo que podíamos ser.
No entiendo esto que te pasó.
-¿No entendés? Sí. ¿O querés que te dé nombre y
apellido?
-No vas a hablarme de nuevo de esa cuestión.

37
Carlos Gamerro

-¿Por?
-Yo pensé que ya... pasó mucho tiempo. Es pasado.
-¿No supiste nada de ella?
-No, Andy, de dónde voy a saber yo nada. Hace
mucho que se separaron.
-Cuatro meses. Y no nos separamos. Ella me largó.
Es una diferencia importante, ¿sabés? Hay que tenerla
en cuenta. Ayuda a tener las cosas claras.
-Sí, te entiendo. Es un punto de vista. Pero tam­
poco hace falta irse hasta el extremo, exhibirlo como
si fuese un...
-Un trofeo.
-Eso.
-Trofeo al qué. Al boludo. Al cornudo. ¿Eso querés
decir?
-No, Andy, no. Yo no dije para nada eso. ¡Andy!
-Estoy acabado, Negro. Apenas puedo moverme.
Mirá en lo que me convertí.
-Eso es lo que vine a decirte: no. Lo externo es sólo
ilusión. Los verdaderos músculos del culturista están
más adentro. Eso exclamaba Román el otro día. No
has de culpar a los jueces, el aceite, los malos focos,
sino a tu alma. El hablaba en general, de todos, pero
me parece que en la base iba dirigido a vos.
-¿Y para eso te mandó?
-Vos te mezclás todo. Si me llamaste vos.
-Ah. Ah. Es verdad. Se me confunden las cosas. Los
días como hoy, especialmente. Será el tiempo. ¿Está
lloviendo afuera?

38
Ella era frágil

-Estaba chispeando así poco, cuando venía.


-¿Vos no estabas, no? El día en que apareció.
-No. Cuando yo la conocí ella ya estaba trabajando.
-Empezó casi enseguida, un jueves creo, y ella se
había presentado... martes. Yo ya le había dicho a
Mandy: instructor, para eso me contrataste. Los servicios
especiales al final del día vaya y pase, para mí no son
trabajo. Pero recepcionista y secretario entre clase
y clase ya no, así que consegróte alguna que me reem­
place. Entró sacudiendo el paraguas, con el diario en
la mano, y esa fachita suya de pollito mojáu, te imaginás,
ese día estaba mojada en serio. Ni se sentó. Vine por el
aviso del diario, me dijo, y lo tenía aferrado en el pu­
ño como si fuera ya el trabajo conseguido y estuviera
cuidando que nadie se lo saque. Mientras esperaba
que Mandy terminara su clase le di un poco de charla
del gimnasio en general, cómo funciona, la gente. Mi­
raba para todos lados, decía algo y volvía a examinar,
se apartaba el pelo mojado de la cara y me contestaba.
Mientras le hablaba no pude sacar los ojos del diario
hecho un moño que todavía agarraba. Después supe
cómo fue: la casa de los viejos, la mesa de la cocina,
el diario comprado antes de la luz abierto sobre la
mesa. Y ella titubeando ante la página de clasificados
como una nenita que acaba de abrir la puerta y mira
el mundo allá afuera. Un mundo desolado. Hilera tras
hilera de líneas con letras aguzadas como las púas
de un alambre, y vos una judía pequeñita desnuda
en medio de una llanura de barro y nieve pisoteada,

39
Carlos Gamerro

mirando a través del mar de alambrados torcidos que


te separan de la libertad, te lanzás a atravesarlos, con
la determinación de la que no le importa dejarse arran­
car la piel y la carne a jirones con tal de que consigan
pasar los huesos vivos. Y yo, abrigado y con botas, es­
perándote del otro lado.
“Por piedad, Herr Officiel, déjeme pasar, yo no
quiero volver allá. Haré lo que me diga, Signor Capitán,
seré su esclava si así lo desea. Contémpleme, Monse­
ñor, soy sólo una niña, a nadie puedo dañar, deme
una oportunidad.” Casi había soltado su diario para
agarrarme el brazo, fue como si se topara con una
pared de roca. Qué buzón me querés vender, flaquita,
pensaba sin decírselo, mientras me echaba atrás en el
asiento, flexionaba los músculos -acababa de dar una
clase, estaba todo hinchadito y transpirado, le debía
parecer imponente-, ¡Ja! Igual que ahora. Mirá, yo
ya te expliqué, acá la que decide... Yo sólo obedezco
órdenes superiores. Yo te puedo recomendar, claro,
pero eso también me lo pueden pedir las otras. A no
ser que vos me des algún motivo muy especial.
-Bueno, en algo tenías razón. Mandy no es de las
que se dejan conmover fácil.
-Dependía del momento. En horario de trabajo,
y más apenas acababa su clase, no; ahí era la abeja
reina. Pero después del favorcito, cuando se me de­
rrumbaba encima del pecho -nunca me dejaba ir
arriba, la guacha- y todavía el caset seguía sonan­
do y se le movían las caderas al compás era... más

40
Ella era frágil

abierta a las influencias. Pero por lo de Lucía no hizo


falta. Mandy debe haber pensado este piojo a mí no
me va a hacer sombra. Igual Lucía creyó que yo la
había ayudado.
“Aquel día estaba desesperada. Esos últimos meses.
Me llevaba todo el día convencerme de que valía la pe­
na seguir, volver a pegar de a uno los pedazos de mi
cuerpo. Papá repitiendo de la mañana a la noche que
se iba a suicidar, y mi vieja aprovechando que me tenía
de nuevo en casa para echarme la culpa de todo. Te
juro amor, entré rezando, y cuando te vi me asusté,
eras enorme como un sol, con una corte de estrellas
adorándote, y yo me sentí tan chiquitita que pensé que
ni me ibas a ver, estuve a punto de salir corriendo.”
-Vos al principio no le prestabas demasiada aten­
ción. Casi no me hablabas de ella.
-Una cogidita para darme el gusto, y chau, ¿no? No
daba para más. Ahora, cada vez que me hago la paja,
sólo la veo a ella.
-Qué oscuridad. Con la lluvia se incrementa más
temprano. ¿Prendo una de las luces?
-¿Tq acordás las cosas que decía yo por esa época?
Entrar dominando es como estar bien entrenado. Esa
tranquilidad: la minita espera, la minita está engan­
chada, la minita pide. ¡Yvos soberano! El primero en
sentar las reglas es el que domina el juego.
-Y más con un harén como tenías, ¿no? Las clases
de aeróbics eran un jardín de tetas y culos parados
floreciendo para vos.

41
Carlos Gamerro

-¡Yo y mis mancuernas! ¡Yo y mis cuadríceps!


¡Yo y mis mujeres! ¡El pavimento se agrietaba bajo
mis pies! Nunca me habría fijado en ese cuerpito
de rana de no estar todo el día sentadita en su si­
lla haciéndome señas de S.O.S. y agitando bande-
ritas cuando pasaba. ¡Signor Capitán! ¡Signor Of-
ficiel!, me decía. Yo, ni una mirada de reojo. Con
mucha suerte, y si hacés méritos, podrás convertir­
te en una de las elegidas, le contestaba mental­
mente cada vez que le pasaba al lado, o cuando se
asomaba a una de mis clases. Pero una más. Ese es
tu techo.
“Lo primero que me propuse, desbrozar el cam­
po. Fumigar a las rubias taradas. Pincharles sus culos
de plástico. Fue lo más fácil. Casi no me diste trabajo
con eso.”
-En eso erraste, Andy. No debiste permitirle pasarlo.
Yo cuando una mina...
-Me pidió que le enseñara a usar los aparatos,
después de horas. ¿Y vos qué vas a levantar?, le dije.
De caña no tenemos nada. Me pedía que le repitiera
la demostración cada vez. “Mostrame de nuevo. Mos-
trame”, me decía. Después lo hacía mal y me volvía a
pedir. Para mirarme a mí hacerlo. Me ponía frente al
espejo, me esparcía el aceite por el torso. Fue por pri­
mera vez en el banco curvo. En medio del ejercicio,
me la volteé. Tenía los brazos tirados hacia atrás por la
mancuerna de cinco, la soltó al acabar. Todavía está
la marca en el piso.

42
Ella era frágil

-¿Esa marca honda así? ¿La que Mandy se puso


furiosa y te preguntó?
-No sé qué le inventé. Con las alumnas no le im­
portaba, hasta era bueno para el negocio, pero con
Lucía, que era empleada... Bien no le iba a caer.
-Tal vez eran celos. Mandy a vos te quería.
-Me quería explotar bien, exprimirme la carne.
Pero conmigo no pudo. Me escapé a tiempo. Que se
busque otro cerdito.
-Yo por eso sólo de instructor con ella. Correcto
en mi rol.
-No lo dudo. Qué fue lo que me pudo, ya desde el
principio. Porque por después ni pregunto, lo raro
hubiera sido resistirme. Pero al principio. ¿Alguna
vez te miraron como vos te mirás?
-¿Eh? ¿Qué querés decir?
-Alguien que pueda pasarse horas absorto en tu
cuerpo como vos frente al espejo. Que reconozca ca­
da fibra, cada grueso vaso, cada tendón tenso con el
amor de una madre que a cada uno los vio nacer y
convertirse en lo que son. ¿Vos soportarías la mirada
de tus1ojos? ¿Esa pasión?
-Ah, sí. Vos preguntás: ¿la mujer entiende? Les
gustamos, claro. ¿Pero entienden nuestro arte, cómo
modelamos esculturas de nuestro cuerpo vivo? Supe­
riores al deporte, pues es la belleza lo creado; superio­
res al arte, pues no es piedra inerte sino material
humano viviente el formado, forjado, martillado. Vos
lo escribiste, si te acordás: Somos los grandes artistas

43
Carlos Gamerro

incomprendidos de nuestro tiempo. ¿Más allá de


nuestra superioridad potente, ven ellas el espíritu, el
arte propio? A eso apunta tu pregunta, ¿no?
-Casi siempre, cuando terminaba de pasarme la
camiseta por la cabeza y volvía a verla, ella ya me es­
taba mirando. Se estaba absorta, recorriéndome
con la vista los músculos de la espalda, los hombros,
los brazos. Asombrándose como si los viera por pri­
mera vez; no, más, como si nunca antes hubiera vis­
to algo así. Y me los recorría con la mirada, despacito,
como si estuviera pasando la mano, y después sí, se
mordía el labio inferior, acercaba los dedos, los
echaba atrás asustada, los volvía a acercar y me toca­
ba, los pasaba apenas rozando, por los dorsales, los
trapecios, los tríceps, y cuando llegaba al cuello in­
tentaba como apretar, hundía un poco los dedos y
enseguida soltaba, como si le doliera, y de golpe,
cuando menos lo esperaba, me pasaba los brazos ba­
jo las axilas y aplastaba las tetas y una mejilla contra
mi espalda.
“Qué fuerte que sos, Dios mío, qué fuerte que sos.
Podría apretarte los músculos y me partiría los de­
dos. Más fácil ahorcarla a una estatua de bronce.” Y
se aplastaba más contra mí, como si de veras quisiera
partirse, y yo me reía por lo rayada que era pero al
mismo tiempo empezaba a parárseme y no había for­
ma de calmarlo. Bueno, una sí.
-Si querés date una vuelta por el baño. Te espe­
ro. Ja!

44
Ella era, frágil

-Mis mejores artículos, escribí en esa época. Ha­


ciendo estallar la página como el bíceps la camisa.
“Nuestro enemigo es lo posible”, terminaba uno, ése
que se llamaba “Hombres y culturistas”. Yo era más que
humano, ¿entendés? El punto culminante de la evo­
lución. Y ella era un monito subido en mi hombro,
que me dictaba al oído las palabras para grabar en
el bronce de mi gloria.
-¿No resulta curioso? Fue como la cima de la cum­
bre. A partir de ese lugar empezaste a declinar. El
exceso fue de más.
“Quería más, más, más. Me pedía que se lo repitie­
ra cada segundo del día. El único Andy, el increíble
Andy, el gran Andy.”
- “Brazos como montañas”. Ese salió en la Apolo
también, ¿te acordás? Así me sentía todo yo en esa
época. Era una masa inflamada de músculos, venas y
tendones capaz de sostener al mundo sobre mis hom­
bros, como el coloso de Rodas. Ni los hombros: podía
balancearlo sobre la punta de la pija. Yo la levantaba a
Lucía y la hacía volar como un pájaro, la levantaba casi
hasta el techo y la ensartaba al caer. Tenía miedo de que
las tripas se me dieran vuelta como un guante cada vez
que me sacabas, me decía después, mucho después,
cuando caía a tierra defmiüvamente. Nunca me sentí
tan potente como entonces.
“¿A vos te parece que yo lo podía frenar, Erni? Mí­
rame. En aquella época tenía los bíceps del diámetro
de mi cintura. Como vos, ahora. Yo le suplicaba Andy,

45
Carlos Gamerro

por favor, el torneo. Me cago en la preparación, con­


testaba, me paso la noche de polvos y mañana les gano
a todos trabando el dedo meñique.”
-Debe haber sido después de una de esas noches,
¿no? El papelón en el He-Man 86. Pasaste de “Fi­
bra” a “Globo Desinflado” Martel, como te llamó la
Cultura Física.
-Nos tenían mala leche, a los de Apolo. Todavía
no estaba tan mal.
-¿Todavía? ¿Y ahora? ¿Te observaste al espejo últi­
mamente? ¿O ahora sólo lo tenés de adorno? Tenías
el lomo más impresionante de todo el barrio.
“Pero vos... vos no sos una persona, sos... sos como
una fortaleza, como... un glaciar. Un glaciar enor­
me que cruje y retumba y estalla las piedras y los ár­
boles que se meten en su camino. Y yo me acuesto
a tus pies temblando de frío y de miedo esperando
que me pase lo mismo. ¿Eh? Dale, qué te pasa. ¿Tenés
miedo por mañana? Si les vas a ganar a todos con los
músculos del meñique.”
-¿Te acordás? Ahora el tuyo es mejor.
-¿Por qué con esa cara de los buenos tiempos pasa­
dos? “Te acordás”. Así hablan los viejos, Andy. Si sabés
que puede ser recuperado. Seis meses de entrena­
miento a muerte, un régimen de disociación severí-
simo... Yo puedo ayudarte. No me puedo olvidar de
todo lo que hiciste por mí, Andy. Si ésta puede ser la
oportunidad para devolvértelo, podés contar conmigo.
¡No cejaré!

46
Ella era frágil

-¿Devolverme qué?
-Seré el que vos eras para mí antes. Vení, basta de
hablar, a no perder más el tiempo. Sentate acá, sobre
la banqueta, un par de mancuernas y a empezar. Los
dos de nuevo juntos, una serie vos y otra yo, otra vos
y una yo. Como en los buenos tiempos.
-Dejá, dejá. Acá estoy bien.
-¿No podés?
-Vos no entendés, ¿no?
-Qué.
-¿Sabés algo? Estoy cansado de la fuerza de volun­
tad. Me la paso por las pelotas, a la fuerza de voluntad.
-¿Y esto te parece mejor? ¿Vivir como un flan?
-También me lo enseñó Lucía, eso. Es increíble
lo que se puede aprender de ella, si tenés con qué.
Tantas minas por mes, tantos polvos por mina, tantas
series con la de cientocincuenta. Todo lo mismo. ¿No
te vinieron ganas, alguna vez, cuando hiciste veinte y
sentís que se te cortan los tendones y tu compañero
enloquecedor te dice una más, una más, la última, de
aflojarte y soltar todos los músculos a la vez y dejar
que la pesa te aplaste? Ah, esa tentación era nuestro
pánico. Para vos todavía debe serlo. Y es lógico, si
querés seguir siendo lo que sos. “Un segundo de des­
concentración puede arruinar el trabajo de meses.”
Siempre te lo repetía, ¿no? Como si se pudiera vivir
mucho tiempo así.
-Yo leía todo lo que escribías. Lo guardaba. Era
como una biblia para mí.

47
Carlos Gamerro

-Lucía me ayudaba con el idioma, y .yo pirateaba


cachos enteros de la Flex. ¿Te acordás de ése que tanto
me felicitaron? “Del Culturismo como religión”. Casi
textual. Si nadie se dio cuenta es porque en las revistas
en inglés sólo miraban las figuritas.
-¿No querés que salgamos de acá? Vámonos a un
bar, a jugar un pool. ¿Eh? Un poolcito. Esta pieza nos
comprime.
-Estoy esperando, Negro. Hace meses que espero.
Si puede pasar va a pasar acá. ¿Para qué moverme?
-¿Hay algún vaso limpio en algún lado?
-Busca en la pila y lavalo. Eso sí, no sé qué vas a
tomar. Agua de la canilla, es lo único que hay.
-Nunca imaginé esto. ¿Hace cuánto que no hacés
orden?
-Para qué preguntás si ya sabés. Buscá y vas a encon­
trar los manchados de lápiz de labios.
-¿Y ahora? ¿Vas a dormir?
-Estoy bien, en la cama. Para qué te voy a explicar:
los vasos, las sábanas. Sentate en la silla, si querés.
-Y qué hago con esta ropa.
-Tirala en el piso. Me causa gracia, ahora, aunque
no tiene nada de gracioso, acordarme lo que sentía
antes de... Tenía casi miedo de cogérmela-¡miedo por
ella, yo! La fantasía era dejarme caer sobre su cuerpo
y sentir cómo crujía y se quebraba, levantarme sin ha­
berme movido y encontrarla sofocada, sólo por mi pe­
so. La veía tan frágil, tan indefensa. Desnuda, estira­
da sobre la cama que le quedaba demasiado grande,

48
Ella era, frágil

parecía uno de esos pichones de gorrión que de pen­


dejos tirábamos del nido y se quedaban despatarrados
sobre los adoquines, con todos los huesitos rotos, que
cuando bajábamos teníamos miedo de levantarlos y
quedarnos con el pedazo en la mano, pero después
-¿te acordás?- los alzábamos de una pata, los zaran­
deábamos, los tirábamos contra las paredes y no se
rompían, parecían de goma. ¿Por ahí porque eran tan
blanditos, no? Contra esa pared partíamos cascotes y
los pajaritos no se reventaban.
-No me acuerdo. O sí, qué sé yo. No sé por qué me
contás todo esto.
“Haceme el culito.”
“Seguro? Mirá que te va a doler, eh.”
“Por eso.”
-Un mes. Es pasajero, me dije. Es el fervor del prin­
cipio. Tiene que alcanzar un pico, razoné, luego
amaina solo. Inútil imponerse: ya volverá el tiempo
djel entrenamiento equilibrado. Alguno de los dos di­
rá “¡Detente, suficiente!”. Yo no sabía lo que era ella,
¿te das cuenta?
-No, Andy. Y prefiero no seguir. Me paso por el
baño un segundo, eh, y vemos. Me parece que me voy
después.
-Y eso que la zarandeaba, eh. La agarraba bien
fuerte de los tobillos, medio giro hacia arriba y atrás
para tomar impulso como los leñadores, y con el en­
vión la estampaba contra la cama. Rebotaba contra el
colchón, se agarraba chillando, y otro medio giro, esta

49
Carlos Gamerro

vez con sábanas y todo, parecías un bulto de lavandería


volando por el aire. Cinco o seis veces, hasta que yo
me arrodillaba encima tuyo, te sacaba las sábanas de
la cara, te preguntaba: ¿más? Y vos sin aire, moviendo
las manos para ayudarte, al final te salía, apenas au­
dible: más. Y tirando de una punta te desenrollaba
como un trompo, y esta vez sin protección, de nue­
vo contra la cama, pero ya resultaba poco, así que
contra el piso, la primera con miedo, y después otra,
ya menos, y otra, sin. Y esperaba sentir un crujido, y
nada, aguzaba el oído, por sobre mis jadeos al fin me
llegaba: más. Y una contra la pared, y sin dejarte caer
para el otro lado trazando un arco completo contra
la estantería, los trofeos volando por el aire, cruzan­
do varias veces los haces de los spots y desparramán­
dose por el suelo, ahí sí que era imposible oír nada
así que seguí, una contra la puerta de calle, otra con­
tra la banqueta y la barra que casi se caen para atrás,
y cada vez que tomaba impulso el siseo de tu pelo
en el aire y otro siseo casi igual: más. Y abollando la
puerta de la heladera, y más, salpicando la mesada de
la cocina, y más, partiendo en dos la tapa del inodo­
ro, y más. No, no puedo más. ¿Cómo era esa frase
que me leiste una vez de un libro? “No tenés ni la mi­
tad del poder de lastimarme que yo de soportar el
dolor.” Y pensar que en el momento te dije que no la
entendía.
-Bueno, ya está. ¿Vos me hablabas recién? Me pa­
reció desde el baño.

50
Ella era frágil

-Qué cosa elástica el cuerpo humano, ¿no? Apenas


empezás parece que va a quebrarse de nada, como
un fosforito, y después... es el juguete irrompible.
“¿Vos alguna vez viste una patota de nenitos tortu­
rando un gato, Erni? ¿Cómo van inventando experi­
mentos más sádicos para ver si sobrevive? Así jugaba
Andy conmigo. Eso era yo para él. ¿Te extraña que
me haya ido?”
-Ya te lo pedí. Me voy para no hablar de ese te­
ma. Me causa dolor por vos.
-¿Qué? No, Negro. Yo ya no hablaba de Lucía.
Pensaba en nosotros.
-¿Pensás volver entonces? Porque si es por eso... No
me voy, cómo aceptaría irme. Román me dijo, el otro
día: si llegás a verlo, no te olvides... aunque sea a hablar­
nos. Una visita. Pobre viejo. No se resigna, se culpa de
más. Y es de entender, ¿no? Tenía tantas esperanzas
puestas en vos.
-Creí que te había pasado el paquete. Si lo que
busca es sacar un campeón para no sentirse acabado,
debería darle lo mismo.
-No lo sé. Cuando me lo dice a mí siento que es
porque corresponde, como parte del entrenamiento,
fomentar la autoseguridad del competidor, eso. En
cambio a vos...
-Puedo verlo. Viejo hijo de puta. ¿Y también te en­
sarta los esteroides hasta por el culo? ¿Se mete en tu
plato cuando comés? ¿Saca tu pija de la concha donde
estás por meterla?

51
Carlos Gamerro

“Vos sabés que yo te lo iba a contar igual, ¿no,


amor?”
“Lo voy a reventar. Le voy a hundir la cara sucia
de viejo.”
“Dejalo, Andy. Hay algo que le va a doler más. Vos
sabés qué.”
-Entonces dirigite a otro, si Román es el drama. Mil
gimnasios campeones abrirán las puertas al unísono
para vos. Si querés decilo, yo voy y...
-Es todo mentira, Negro. Ni pienso volver.
-Eso significa que me retenés con falsas excusas.
Viste que me iba y...
-Tengo que hablar con alguien, Hernán. Sabés, lo
que te cuento una vez en un ratito de tu tiempo es una
película continua que rueda en mi cabeza todo el día.
-No es eso.
-Sí es. Apenas me despierto a la mañana, cierro
los ojos con fuerza para no verla, pero empieza pun­
tual. Inmóvil me dopo, el techo me anestesia. Si me
salgo de la cama, si me propongo hacer algo, es peor.
Me siento quemado en carne viva, cada movimiento
es agonía.
-Yo no soy capaz de ayudarte en eso. No podés
pedírmelo.
-Escuchar sólo. No puedo hablarles a las paredes.
Aunque hay algo más... pero aún es muy pronto.
Quédate. Al menos son de diversión mis cuentos,
¿no? ¿O todos los días te cuentan historias así de
excitantes?

52
Ella era frágil

-Si pienso que estás hablando de Lucía, que la ex-


ponés a cualquiera de esta manera...
-A cualquiera no, Hernán. Vos sos mi mejor amigo.
-Yo, no. Es por ella que lo digo.
-¿Pero qué te creés que es, vos? ¿La noviecita que
quiero llevar virgen al altar? Es una putita hábil, na­
da más. Y demasiado.
“¿Le creés? ¿Le creés a ese hijo de puta? ¿Sabés lo
que me hizo y encima le creés? No queda duda, seguís
pegado a él, tu ídolo, tu papá. ¿No vas a crecer nunca,
Hernán? Para qué tanto músculo si no le soltás la teta,
ni ahora que las tiene por el ombligo.”
-Me voy ahora. No sigo más.
-¿Te vas? Pará. Una sola cosa antes. Una sola. A ver
si con esto no te quedás.
-¿Qué hacés? ¿Qué tenés ahí?
-¿No ves?
-Sóbala, Andy.
-Qué te pasa.
-Te estoy avisando. Es mejor que la sueltes.
-No., no me digas que... Pensaste que yo, que en es­
te estado me da para... Te agradezco el honor que me
hacés. Pero sólo la saqué para mostrártela.
-¿Y para qué carajo quiero ver yo esa cadena?
-Es la que usaba para atar el volante del Falcon.
¿Te acordás? Antes de que me lo afanaran.
-¿Y?
-Una mañana me hizo salir a buscarla.
“¿Adonde me atarías? ¿A la pata de la mesa?”

53
Carlos Gamerro

“Sí. Del cuello y en bolas. Te tengo ahí en cuatro pa­


tas, y mientras como te tiro las sobras abajo de la mesa.
Y cada vez que se me dé la gana, te culeo.”
“Cuando vos quieras. Sin pedirme. Sin dirigirme
la palabra.”
“Claro. ¿Y a vos te gustaría?”
“Sí.”
“¿Por qué?”
“Porque yo... tendría el día entero solamente para
esperarte, toda desnuda sin nada que hacer excepto
esperarte temblando de deseo, sin saber si cuando
vuelvas me vas a coger -a lo perrito, seguro que me
cogés a lo perrito- o me vas a pasar por al lado sin mi­
rarme y sin darme ninguna comida y hasta sería feliz
si sólo te acercaras a pegarme una patada.”
-Estás inventándolo todo, Andy. Nadie puede que­
rer eso. Ni una mina. ¿Por qué alguien va a querer que
lo tengan encadenado a la pata de una mesa, como
si fuera un perro?
“Porque me harías gozar. Cada noche, al volver, me
harías gozar, y ese goce sería lo único en mi vida. ¿Qué
podría hacer yo, acurrucada sobre el piso de baldosas
heladas, salvo esperar que vuelvas vos para hacerme go­
zar? Porque así, cualquier cosa que me hicieras, hasta
lastimarme si quisieras, me haría gozar.”
-Calíate. No sigas.
-¿Vos sabés lo que es el amor? No, no sabés. Nadie
puede saberlo. Nadie que no haya visto la manera
en que me miró cuando le rodeé el cuello con los

54
Ella era frágil

eslabones y cerré el candado. Todavía me seguía mi­


rando así cuando me asomé desde la puerta para de­
cirle “por ahí vuelvo esta noche, por ahí no. Por las
dudas cerca te dejé un plato con agua. Si querés comer,
vas a tener que esperar”. En marcha hacia el gimnasio
caminaba con paso de conquistador por las calles de
una ciudad arrasada. Nunca hombre alguno tan po­
deroso, nunca tan libre. Con estas botas, que ahora
pisan estos adoquines, pensé, le voy a pisar las manos
cuando vuelva, le pateo las nalgas si me molesta mien­
tras como. Me faltó sin avisar la boluda de Lucía, me
dice Mandy cuando entro, y yo para mí si supieras...
Ustedes, todas ustedes desearían estar ahora estaquea­
das como un chivito a merced de cuanto macho quiera
volteárselas, pensaba mientras hacía mi ronda entre
las máquinas; construía un gimnasio enorme, en un
galdón sin límites, donde hombres especialmente se­
leccionados se entrenaban febrilmente para dar forma
a la raza superior, y sujetas a las máquinas las mujeres, a
ras del suelo, amarradas con cadenas y con la lengua
extirpada, para que nada estorbe nuestro placer. Una
cofradía de puros hombres libres, al fin a salvo de la
debilidad de las mujeres, riéndonos con poderosas
carcajadas y palmeándonos las brutas espaldas como
camaradas de armas, sudando el futuro, construyendo
cuerpos inimaginables para romper cada día los límites
que suponíamos -ellas nos lo hicieron creer- nos había
impuesto la naturaleza. Vos no te lo podés imaginar,
se me ocurría una idea detrás de la otra, no, mejor,

55
Carlos Gamerro

todas juntas, era como una máquina perfecta que ves


funcionando y vos conociendo cada palanca, cada
botón, cada tornillo y sintiéndote dueño de todo, na­
da se te escapa, está todo ahí y vos viéndolo, por fin
entendiendo...
-Yo no. Yo no sé cómo entenderlo.
-¿Qué, lo que te conté hasta ahora? Pero si todavía
no empecé. Esto es sólo el principio, era lo que pen­
saba mientras a una le indicaba por décima vez cómo
usar bien la polea, a otra para qué le sirven los pecto­
rales, y me imaginaba cómo estarían ésas, y otras,
Mandy incluida, cuando les diéramos vuelta la tortilla.
Proclamaba pensando: Eloy les empieza la era de los
cuerpitos abiertos y tiernizados. He dado el primer paso,
y quién osará interponerse. Detenerme. Desviarme.
“Salvo un fuego. Un fuego que se despierta en al­
gún rincón de la casa, como un enano malhumora­
do hablándose a sí mismo, tacaño, agarra más cosas
de su alrededor y se las lleva al pecho. Y el perro ata­
do huele el humo, gime y se revuelve, rasca la made­
ra, ladra por el amo y muere asfixiado alucinando el
ruido de sus pasos en el corredor. Un perro peor, con
piel humana que el calor pone tirante, raja, abre co­
mo flores. Nunca el fuego consumirá antes la pata de
madera. Ni el escape de gas me permitirá arrastrar­
me con mesa y todo hasta la ventana cerrada. Ni un
paro cardíaco se privaría del placer de aflojarme la
mano a infinitos centímetros del teléfono, tratando
de llamarte.”

56
Ella era frágil

-Escapé del gimnasio sin aviso, caminé ofuscado


por imágenes cada vez más rápidas, salté a un colec­
tivo, me bajé a las dos cuadras, corrí barriendo gente,
casi tiro abajo la puerta de calle. Apoyé el peso del cuer­
po contra la de la casa, estaba fría, respiraba el metal
en bocanadasjadeantes, intentando enterarme antes de
verlo. Por el tacto, por un olor, por ruidos: una mesa
arrastrada, un cuchillo serrando madera, una voz de
este lado del teléfono.
-Inventás todo esto, Andy, ¿no? Como todo lo de­
más. Jugás conmigo.
-Estaba acurrucada en un rayito de sol, enroscada
como hacen siempre los perros, tiritando un poco.
Levantó la cabeza cuando entré. Esa mirada...
-¿La desataste?
j -Sí, y le besaba los pies, me tocaba la cara con las
manos y gritaba revuelto perdóname, perdóname
Lucía, no lo voy a hacer más, te lo juro mi amor, mi
vida, no sabés el miedo.
-¿Y ella?
“Ese día que sabés... habíamos discutido, Andy se
enojó mucho, si yo fuera de dejarme casi me pega.
Salió dando un portazo, yo me quedé llorando. Después
volvió, pidió perdón, nos reconciliamos.”
-Me acunaba la cabeza en la falda, me decía pobre
mi chiquito, se asustó. Se preocupó. Yo lloraba como un
loco, me mordía los puños, y sentía tanto alivio. Dijo
menos mal que llegaste, ya no podía aguantar más,
estaba por hacerte pis en las baldosas. Se fue para el

57
C arlos Gamerro

baño moviendo la cola de alegría. Yo me quedé en el


piso agarrando la cadena con las dos manos, no podía
soltarla, y desde el baño me llegó el ruido de su pis y
después ella. Le costó un triunfo lograr que soltara la
cadena y me levantara. Tuvo que llevarme al gimnasio
casi de la mano. Mandy nos vio llegar juntos, había
treinta personas esperando para mi clase, todos se die­
ron cuenta. Hasta ella, de una vez por todas.
-Y cómo. El escándalo que te hizo después. Y yo
defendiéndote. Siempre haciendo de tonto, yo.
-Pobre Mandy. Tan dinámica ella. Tan frontal. Si
tengo algo que decirte, te lo digo. Cara a cara. Tenía
la de pelearnos en nuestro propio terreno. Al mari­
do lo echó a patadas. A mí me echó a patadas. Y así
está, sola. Nunca va a entender que las patadas las da­
mos nosotros.
-Es así entonces, Andy. Pero no quiero pensar que
así fue siempre. Que te apoyaste más en las palabras
que en los hechos, que te supiste mostrar campeón sin
serlo. Sos un culturista de los otros, palabrero. Mandy
te echó a la calle, y es ella la que debe ser compadeci­
da. Es dueña de un gimnasio famoso, maneja grandes
sumas, hace lo que quiere con su vida, y por eso es
una pobre mina. Y lo tuyo es peor porque no te guar­
da rencor, a pesar de todo. Yo no soy el único que se
preocupa por vos. El otro día me dijo...
-Ah, qué bonito. ¿Hablan ahora? ¿Y cuándo lo
hacen, antes o después? Conmigo era siempre des­
pués, el ejercicio empezaba puntual como una clase

58
Ella era frágil

y al final relajábamos cinco minutitos, no más, nunca


había demasiado tiempo para hablar. Pero puede ha­
ber cambiado, cómo no, con este padrillo nuevo que
adquirió. Míralos a los dos.
-Andy, pará.
-Con razón la defendés tanto. ¡Ja! ¡Mirá adonde
llegó el Negrito Hernán! Y seguro que se acuerdan
del loco, ¿no? Pobre loco, mirá cómo quedó.
-Andy, yo te juro.
-¿Te dice que sos el mejor? ¿El más macho? ¿Que
sólo vos pudiste? Es lo mismo que me decía a mí. Y al
marido antes, seguro. Sus torpes mimos al ego del ca­
ballo. ¿O a vos te deja ir arriba?
-¿Cómo llegamos a esto? Debemos parar.
-Igual, aun sin vos Mandy me echaba igual. Porque
no fue sólo lo del día del incendio. Nos cagó a gritos,
seguro, pero nos echó recién al mes. Algo más entró,
sospecho. Otra mano metida. ¿Vos nunca supiste lo
de los recortes, no?
-¿Cuáles recortes?
-Primero me llegaron a mí. Después probaron
suerte con Mandy. Los míos los pasaron por debajo
de la puerta, sin sobre alguno, así, sueltos. Un día en
que sabían que no estaba. ¿Cuántos pueden saberlo?
Crimen en Barrio Norte, exitoso financista amarrado,
complejos nudos técnica S & M, estrangulado en de­
partamento de la amante, sorprendentes testimonios:
las orgías que llevaron a la muerte a Marcelo Márquez.
Sale en libertad por falta de pruebas la, continúa la

59
Carlos Gamerro

policía la búsqueda de los. Pobre el que me los mandó,


si quería asustarme. No entendía realmente nada.
“No, lo de Marcelo no fue como vos te lo imaginás.
Todo el teatro del cuero negro y los corsés con aguje­
ros y las mordazas de seda, y por debajo nada. No le
pasaba nada acá. Eso lo enfermaba cada vez más, se
tiraba de cabeza contra lo más extremo, sin aliento,
no para llegar al límite, apenas para ver si podía em­
pezar. A ver si esta vez, por lo menos esta vez, podía
sentir algo acá, acá. Al final ni siquiera me tocaba, no
quiero tocarte nunca más ni a vos ni a nada, gritaba;
traía a otros, empleados, miraba desde una silla y es­
peraba febril que le pasara algo, algo. Pero todo sólo
en su cerebro, igual que su poder de computadoras
y teléfonos y órdenes dictadas, un cerebro solo aban­
donado en una silla temblando de miedo y dolor.
Sentí... lo que más sentí fue alivio, cuando lo encon­
traron. En mi casa pero no yo, me había escapado
por unos días. Aunque en el fondo me sentía culpa­
ble al final, por no haber podido lograrlo, dárselo y
frenar la carrera. El me lo echaba en cara, pero lo
peor me lo decía yo. Impotente. Insignificante. Ese
mes en cana pasé de mano en mano, jugaban conmigo
a pasarse la mascota, prestársela, venderla, tironearla
una de cada lado. A mí me daba igual, todo el tiempo
pensaba fallé, fallé, no me merezco nada mejor, es el
castigo por mi fracaso.”
-¿Vos me querés insinuar que Lucía, que ella? ¿Sá­
dica y masoquista, criminal, encarcelada, esa Lucía

60
Ella era frágil

que conozco, que era tu novia? Si fuera cierto no me lo


contarías así, sonriente. ¿Qué tratás de hacer conmigo?
-Si lo que querés es que te muestre los recortes...
Están todos en ese cajón. Hasta conseguí algunos nue­
vos después, tuve suerte, armé toda una colección.
Abrilo, si dudás. O pregúntale a alguien que conozcas
que debe tener copias de todos.
-Estoy confuso.
-¿No querés saber la verdad?
-No. Sos vos el que me tirás todo encima. Yo vine
para ayudarte. Y tengo que soportar esto.
-Pensá cómo lo viví yo.
“No, Andy, qué absurdo. Cómo te vas a sentir
menos. Con vos es tan diferente. Vos me querés. Vos
no necesitás usar un látigo para pegarme. Ni meter­
me el mango para no tener que meterte vos. Cual­
quiera gana así. Pero vos no le escapás al cuerpo a
cuerpo.”
-Porque de todos modos el tipo ése lo había con­
seguido, ¿entendés? El único, según ella. Tenía algo
que enseñarme. Porque lo que a mí me pasaba era
que yo me perdía cuando la tocaba. Quise imitarlo
entonces, entendelo: un cambio. Yo en jefe, entro­
nado, ordeno que me diviertan. Con la mano deter­
minando, así, así. ¿Vos viste cómo se masturban las
minas en las películas?
“¿En serio querés que lo haga? ¿Acá, enfrente
tuyo?”
“¿Y dónde si no?”

61
Carlos Gamerro

“¿Seguro? Mirá que cuando empiezo...”


“Uy, mirá cómo tiemblo. Dale flaquita, hacete una
paja, así cuando estés a punto te la meto yo para que
veas la diferencia.”
-No, Andy, no lo vi. O sí. ¿Qué importa?
-Un dedito ahí disimulado, cobijado así bajo un
pliegue del mantel -¿lo tenés?- mientras todos los
demás cenan y ella se da el lujo de sonreír, mantener
una conversación y llevarse una copa de vino blanco
a los labios, con la otra mano. Y por allá abajo, co­
mo quien no quiere la cosa, ese dedito subrepticio,
el meñique casi seguro, el anular como mucho, se
lanza a una exploración suave, delicada, experta, como
el floricultor que de a uno va haciendo a un lado los
pétalos de una rosa. Las rodillas se separan un poco,
los labios se entreabren, pero nada delata el placer
secreto, ni la respiración ligeramente acelerada -¿no
se podría abrir alguna ventana?- ni el brillo exagerado
de los ojos -el vino, claro- ni siquiera el repentino
brote de transpiración sobre el labio superior -¡este
calor!-. Y el clímax, un entornar de ojos... Cuatro
dedos. Con las gambas tirantes de puro abiertas, la
cadera levantada a veinte centímetros del colchón,
empezó a darse con cuatro dedos a la vez. Arriba y
abajo, adentro y afuera, de un segundo para el otro
se puso a funcionar como una máquina automática;
y yo, pobre yo, la miraba hipnotizado, yo, que planea­
ba recostarme contra esta pared y con una sonrisa
desapegada dejarme llevar gradualmente hacia una

62
Ella era, frágil

excitación mental, y ahora no veía cómo parar esta


máquina que por descuido había echado a funcionar.
¿Lo podés ver? Tenés que visualizarlo, para entender
lo que me pasó. Ella acá, donde estoy yo ahora, ves,
en esta posición, con las gambas así, y yo donde estás
ahora vos, igualito, con esas mismas ganas de salir co­
rriendo y atornillado a la silla. Y el ruido. ¿No lo oís?
Como de cincuenta hipopótamos chapoteando en el
barro, una manada de cincuenta hipopótamos hem­
bra que se te viene encima mientras vos con los pies
clavados en el barro agitás los bracitos y sólo te sale
un grito ñnito, desolado.
-¡Basta! ¡Pará! ¡Parala!
'-¿Ah, ves? Igualito. Sabía que me ibas a entender.
También me tapé los oídos con las manos, salté para el
baño a encerrarme, le grité las mismas cosas. Ingenuo,
Negro. ¿Te creés que a vos sí te va a perdonar? La má­
quina no necesita de vos y sigue como si nada y tus
gritos los tapa con el de sus engranajes triturando.
-Andy...
- “Tocarse”, dicen, queriendo decir que una mi­
na se masturba. “Tocarse”, y ésta acaba de partirse el
cuerpo en dos a golpes de puño.
-¿Vos sabés?
-Qué.
-¿Para qué me llamaste?
-¿No te das cuenta? ¿Cuándo vas a entenderlo?
Ellas siempre tienen recursos para todo. Vos le decís:
quiero que hagas eso, y eso, y te contesta: sí, bwana, y

63
Carlos Gamerro

va y hace otra cosa. Siempre hacen otra cosa, nunca ésa.


Amenazá, grítale, patéale los dientes. ¿Ahora, esta vez
sí entendiste? Sí, te dicen con sangre, y van y vuelven
a hacerlo igual. ¡Puta, si hasta un perro, un perro
tonto!
-Lucía no es un perro.
-¡Claro! ¿Yvos sabés bien lo que es, no? ¡Decime!
¡Decímelo si te animás!
-Andy...
-¿Una gata, no? Eso ibas a decir. Una puta gata
que siempre cae sobre las cuatro patas. ¿Sabés qué,
cuando nos echaron? Yo peor que un fardo de ropa
sucia, y ella a flote enseguida. Ayudándome. Si la tiras
desnuda en un callejón, al rato está vendiendo algo
para sobrevivir. Se metió de recepcionista en un sauna
de hombres. Seguirá ahí, supongo.
-Ya no.
-En rigor a la verdad, debo confesar, la última, la
definitiva, fue sólo mía. Ni la mañanita del incendio, ni
los recortes; yo solito conseguí hacernos echar. Me había
tentado, ¿entendés? Y probé aplicárselo a Mandy.
-Qué.
-El método Lucía. Muy bien no anduvo. La pobre
estaba decidida a recuperarme, y yo a mostrarle cómo
era de jinete. Apenas empecé a zarandearla por la sala
de gimnasia, amenazando con estamparla contra la pa­
red si gritaba... No gritó. Se zafó con una llave, me
hundió un codo en el plexo solar, tan pronto como
conseguí despegar el suelo de los ojos para mirarla ya

64
Ella era frágil

la tenía con el chumbo apuntándome a la cabeza. Lin­


da imagen para una película: Mandy en bolas, con ese
cuerpo que tiene, bien desgreñada y con bruto chumbo
en la mano. Lástima que no me pude quedar a verla.
-Entonce fuiste vos el causante. No Lucía. Sin culpa
perseguida.
-¿Pero quién dirigía la película, te crees, quién me
susurraba al oído instrucciones tan seductoras que yo
no podía dejar de seguir? Aunque en algo tenés ra­
zón. La culpa no era de ella. La culpa es siempre del
actor, pobre, la genialidad del otro le va demasiado
grande y la arruina al llevarla a la práctica. Como te
pásaba a vos conmigo. Igual no nos echó enseguida,
Mandy. Se dio el lujo de esperar hasta fin de mes para
no perder días pagos. Mujer dura.
-Hasta en eso, ves, retorcés todo. Te estaba dando
una oportunidad.
-Lo peor fue que después de los últimos torneos
ya se había corrido la bola. Pinchado éste. Nadie me
quería. Salvo Román, claro. Pero quién lo quiere a él.
Salvo vos.
-¿Por eso te fuiste al Roma? ¿Me vas a decir que
no pudiste encontrar nada mejor que ese sucucho de
Herreros quemados, de putitos de medio pelo en bus­
ca de viejas glorias baratas? ¿O fue justo por eso?
-¿Qué decís, que lo hice todo a propósito? ¿Para ter­
minar de una vez? Sí, tiene su lógica, porque des­
pués del Roma qué. Me estás sorprendiendo, Hernán.
A ver si después de todo terminás entendiendo algo.

65
C arlos Gamerro

-¿Total podías recurrir a Lucía para mantenerte,


no? Acosada en ese sauna para vos poder a tu ancho
plácido engordar como un cerdo quieto.
“Me obligaba a darle lo que ganaba. ¿Entendés? Me
amenazaba. Se tiraba en la cama revolcándose con los
billetes en la mano y se reía.”
-De golpe, ya no tenía que entrenar. Ni hacer dietas
inhumanamente rígidas, cálculos de calorías, dinero,
centímetros, gramos, ser el superhombre más pode­
rosamente desarrollado del mundo. Fue una revela­
ción, darme cuenta de que era tal como siempre había
soñado, sin atreverme. Esto tan simplecito de ahora,
mirar el techo hasta el mediodía, matecito y pan, un
buen guiso para almorzar, siesta, sánguches toda la
tarde... Tendrías que probarlo alguna vez, ni te ima-
ginás. Fue nuestra época de oro.
-Decí la tuya. Para vos.
-Los tíos del Roma me hacían propuestas, invita­
ciones. Casi estuvimos a punto de agarrar una, con Lu­
cía, a ver si entre los dos lo podíamos caminar, pero no
dio. Una vez acompañé a uno a hacer unas cobranzas
difíciles, a porcentaje si salían, en el Once. Me mira
el moishe, lo mira de nuevo al putín, y le dice: ¿Y al
gordo para qué lo trajo? ¿Para metérselo en el culo
junto con las ganas de sacarme la plata? Duro, el ru-
sito. Ahí mismo salí, lo dejé al otro que se las arregle
solo, bien se lo merecía por puto.
-¿Eso también, Andy? ¿Tratos con la mafia? ¿Y la
involucraste a ella?

66
Ella era frágil

-Eh. ¿De qué mafia me estás hablando? Si era sólo


un putín asustado. Menos mal que Lucía no se puso
cargosa con lo de la guita, que si no... Jodíamos con
eso, yo era su cafishio, contaba la guita cuando volvía
a casa y le decía: ¿Esto sólo? ¿Dónde escondés el resto?
Y le pegaba un par de bifes, cogíamos, un lujo.
-La degradabas ante tu vista. La hundías en tu
propio pozo.
-Sí. Y no te imaginás cómo le gustaba.
-Yo insisto, insistiré en no entenderlo. ¿Por qué nos
hiciste a todos así? Los que te amábamos, los que te
teníamos allá en lo alto, los que sentíamos como un
trofeo tu amistad, tu contacto. Ay, Andy. Al fin todo
terminó así. Por qué a Lucía, por qué a mí, por qué
a ti. Ninguno lo mereció. Y con qué razón. Buscando
qué final.
-No hay final. Todo sigue. Siempre lo supe, por al­
go alguna vez fui culturista. Buscando un extremo que
está más allá de la perfección, hasta hacerse mons­
truoso, y quién sabe cuándo decir basta. No cuando
llegamos, apenas cuando nos da miedo seguir.
-Tengo ese miedo, Andy.
-Ya falta poco.
“No lo dejés, Hernán. Te está acercando la cabeza a
la tabla, afila el cuchillo. Vos sabés cómo es con las pala­
bras. No lo dejes llevarte a su terreno. Resistite, pataleá.
Tenés que hacerlo por nosotros, Hernán, Hernán.”
-Todo empezó con una pregunta más bien simple.
“¿Me matarías? ¿Serías capaz de matarme?”

67
C arlos Gamerro

-¿Entendés, empezás a ver más claro? No estaba


preparado, a pesar de todo lo anterior no estaba pre­
parado. Pensé: ¿Es en serio o es en joda? No, no puede
ser en serio, decidí, y jodiendo le contesté: sí.
“Contante cómo lo harías.”
-En cuatro patas. Con un brazo mantiene el equi­
librio, con el otro se aparta el pelo de los ojos, las te-
titas le cuelgan. Y yo, para seguirle la corriente sólo,
pensé mirá qué locos a lo que jugamos, que te tapo
la boca, te arranco la blusa de un tirón, todo eso.
-¿Y ella qué?
“¿Eso también? ¿Y después?”
“Después te abro las gambas, bien abiertas.”
“¿Cómo? Mostrante.”
-Ella te acompaña en la película, gimiendo su papel
como real. Sólo que vos sabés seguro que no, ¿no? Es
un juego, y sólo juega bien.
“¿Y si me resisto? ¿Y si te muerdo?”
“Te agarro del pelo y te lo tiro para atrás, así. Hasta
que la nuca te toque la espalda.”
-Te quedaste mudo. A ver... te armo mejor la es­
cena. Le acabás de tirar el pelo hacia atrás con toda
tu fuerza, que no es poca. Tus músculos se abultan
como animales vivos debajo de tu manga, el cuello
de ella se tensa como un arco a punto de dispararse,
sólo allá tras la garganta entrevés que asoma en una
sonrisa la punta de la lengua, que toca un labio y otro
y te dice:

68
Ella era frágil

‘Y mientras tanto me cogés. Me la das... bien fuerte.


Me dislocás las... aay... gambas.”
“Claro. Como estoy haciendo ahora.”
‘Y con la... otra mano...”
“Te agarro del cuello.”
“Y me apretás.”
-Cuando empezó sí fue un juego, vos por eso te
largaste, inocente, un niñito al que un adulto le pro­
pone, en una plaza, cosas. Pero ahora ya estás metido.
Y entonces algo pasa, y algo más, y cuando te querés
acordar...
“Y me apretás.”
“Te aprieto y ya no podés hablar. Mis músculos se
tensan como cables y hundo los dedos en tu garganta.”
“Abrís los ojos y la boca y el aire no entra. Y allá
abajo te sigo dando y no gritás de placer porque no
tenés aire. Y con cada clavada, aprieto un poco más.”
( »
“Te retorcés y estás por explotar y tratás de arañar­
me los ojos, te zampo dos bifes y te cuelga la lengua, te
chorreás.”
u

-Y vos, te das cuenta, te decís todo el tiempo “ahora


paro”. Y te lo decís de nuevo, y de nuevo: “ahora paro -
ahora paro - ahora paro”. Y lo seguís repitiendo, al
ritmo, cada vez más rápido: “ahora paro - ahora pa...”
-¿Vos querés que te rompa el alma, Andy? ¡¿Eso
querés?!

69
C arlos Gamerro

-¿Será parte del plan? ¿Estaría bien, no?


-¡Estuviste a punto de matarla! ¡A Lucía!
-Eso es lo que vos creés. Pero no. Al principio no
le sale ningún sonido, la lengua le gira gorda en la
boca buscando un punto de apoyo, al final escuchás
el graznido:
“¿Por qué paraste?”
“Cómo que por qué. ¿Qué querías, que te matara?”
“Estaba por acabar. ¿Por qué paraste?”
-Ella misma se puso furiosa porque paraste. Te
pregunta “¿por qué paraste?”, y vos medio asustado
por si la llegaste a lastimar, y ella...
“Tuviste miedo. No te animaste.”
“Lucía...”
“Sabía. Sabía que no te ibas a animar. ¡Estaba por
acabar, maldita sea, estaba por acabar como nunca y
lo arruinaste todo!”
-Te dice que le gustaba, hubieras seguido te dice,
fuiste un tonto en parar.
“¡Cagón! ¡Eunuco!”
-Cuando una mina te dice “haceme todo lo que quie­
ras, todo”, y te lo dice en serio, es un riesgo que corre.
Pero un riesgo que vale la pena. De ese juego puede
muy bien salir muerta. Pero si sobrevive, cagaste. Porque
era la última oportunidad que te daba.
-¿Y vos qué querés de mí? ¿Que lo haga yo?
-No, Negro. Sé que si tuviera que pedírselo a alguien
sería a vos. Pero no es eso.
-Qué, de una vez. Qué querés.

70
Ella era frágil

-Debe ser tan fácil conseguir al que disfruta de


dominar, el que empuña la fusta. Somos tan reempla­
zables. Es el que está dispuesto a someterse a todo, a
todo, a siempre más de lo que podes humildemente
ofrecerle, el que es la joya única, el ave inhallada,
inconcebible. Nunca debiera uno, yo, abrir la mano
y soltarla. Me di cuenta demasiado tarde.
-Somos personas, Andy. Seres humanos, nosotros.
-Sólo con apretar un poquito más... Pero no, ya era
cjemasiado tarde. Me habían descalificado. Me arro­
dillaba y le lloraba en la falda, un gusanito de miedo
entre los muslos, yo te quiero Lucía, por qué voy a pe­
garte si yo te amo, dejame que te cuide por favor, ya no
quiero tanto, yo lo que quiero es que seas mi novia.
“Pero... ¿y Andy? Tengo miedo de que se entere él,
Erni, temo por lo que pueda hacernos si se da cuen­
ta. Vos te creés que lo conocés, Erni querido, confuís
demasiado en las personas. No te imaginás lo despia­
dado, lo hábil que puede llegar a ser. Dejarlo casi me
cuesta la vida. Temo por lo nuestro, temo abrirle esta
nueva puerta a su crueldad.”
“Pero no... Andy, mi amor, qué te pasa. Mi Dios,
mi Dios, tenés que poder, parate, erguite, imponé.
No me dejes por favor, no me dejes sola acá arriba,
bajame de un sopapo te lo pido por favor, sola así
otra vez no.”
-¿Eso querés hacerme creer? ¿Que se fue con otro
porque vos ya no podías más lastimarla, violentar su
persona? ¿Eso me querés vender?

71
C arlos Gamerro

-¿Se fue con otro? ¡Qué sabés! Decímelo.


-No, pará. Malentendiste. El punto es otro.
-Cuál otro. Contéstame.
-No sé, no sé nada de ella yo. ¿No te das cuenta?
-Si lo supieras me lo dirías, ¿no?
-¿Eso es lo que querés de mí? ¿Que la vigile, que la
espíe? ¿Tan bajo me buscaste el lugar?
-No te digo con quién coge. Quién podría llevarle
la cuenta ahora, si antes ni yo podía. No, sólo esto. Si lo
que tiene ahora es algo... estable no, qué risa. Fuerte,
digamos, peligroso. Aunque si existiera algo, seguro
me lo daría a saber, lo haría bien evidente para que yo
no pudiera dejar de enterarme. Porque en el fondo
lo hace por mí, ¿sabés?
-Qué. Qué.
-Como antes de largarme. Yo pensaba que bueno,
si lo que quería es doblegarme, y ya lo logró, ahora
se va. Final de la serie. ¡Risible! El juego como ella lo
concibe no tiene final. Siempre hay un lugar nuevo
por donde seguir. Al principio yo la desconcerté. No
hubo cálculo, yo necesitaba parar un poco, pensar,
encontrarle una vuelta a todo esto. Simple abstención.
La exasperó, mi apatía: estaba preparada para cual­
quier cosa menos para ésta. Se ensañaba en paroxis­
mos de vulnerabilidad tales que me aplastaba como
infinita la demanda de llenarlos con mi violencia.
Breve febrilmente, garrapateó técnicas de conflagra­
ción sacadas del manual: plantones, despechos, mohi­
nes, recriminaciones, cuernos. No le hacían justicia.

72
EUa era frágil

Estás en decadencia, le dije. El camino de la tradición


la llevó al previsible desenlace: me dejó. Pero siguió
acuciándome con sus fantasmas: golpes furtivos en la
puerta, siluetas en la esquina, susurros de más en la
lluvia. Ah, sí. Ahora mismo, si te asomás por la venta­
na, vas a ver la mancha blanca de sus nalgas huyendo
hacia la calle. Para montar sus mensajes de entrega
despechada siempre ante la vista del amigo o vecino
que vendrá compungido a contarme: “Mirá, Andy, si
no-fuéramos amigos no te lo diría, pero...” Lucio, Ma-
rito, el Changuito Milflores, Antón... Todos con algo
para denunciar excepto vos, raro, justamente el cami­
no más directo. ¿O comprendiste su trampa y callaste
para preservarme?
-Andy, yo hice lo que pude.
-Cuatro meses. Qué confundida debe haberse
vuelto en estos últimos meses para traerme tal tor­
menta. Y sin preaviso, hace algunas semanas, amaina.
Entonces huelo la calma, me arde en las fosas nasales,
y lo sé. Está preparando algo grande. Reeligiendo
las armas.
-¿Qué querés, eh, qué me demandás? ¿Vas a pe­
dirme que te la traiga acá de los pelos, que la arrastre
hasta tu casa y la pare y le diga “¡Hablá! ¡Hablá!”, em­
pujándole las espaldas con una mano? ¿Sólo así vas a
disipar la figura innoble que querés inventarme? ¿Vas
a dejar de acosarme con ese pájaro?
“Qué suerte que te encontré, Erni mi amor. Yo
pensaba que ya no... Después de Andy, y del anterior

73
C arlos Gamerro

a él, necesitaba tanto un poco de paz, un lugar don­


de me quieran, mé respeten. Siempre me tratan como
un animal, como una cosa. No te das cuenta lo nuevo,
lo increíble que es esto para mí.”
-Pero vos, Negro ilusorio, ¿te creés que me im­
porta la verdad? ¿De qué serviría traerla hasta acá? Es
mi Lucía contra la tuya, a ver cuál gana.
“Hernán, carajo, te avisé. No te dejes. ¿No entendés
lo que está haciendo?”
-Hay gente que un pollo te lo eviscera en dos o tres
movimientos limpios, sin romper nada, sin ensuciar­
se, casi sin esfuerzo. ¿Pero uno no, no? Uno mete el
cuchillo en cualquier lado y corta a ciegas, revuelve
sin saber qué hace y se exaspera, en su desconcierto
hace saltar las patas de sus articulaciones, mete la ga­
rra adentro y tironea, se pasa las manos por la cara
y se enchastra. Uno, uno no sabe qué hacer con ese
revoltijo, uno se arrepiente de haber empezado pero
ya no puede volver atrás, sigue rompiendo, esperando
que en algún momento se termine, que salga todo.
No. Y tener que verlo. ¿Podés mirar, si te lo pon­
go delante de los ojos? Claro, seguro que no, vos sos
de los que se creen que se cogen un montón liso cu­
bierto de pelos, y la pija desaparece en él y vuelve a
aparecer como un conejo en la galera. No te ofen­
das, yo también fui uno de ustedes, y ya ves, no pue­
de decirse que sea una experiencia recomendable,
la otra. Qué harías me pregunto si la vieras a ella,
aunque claro, con eso no basta, tendrías que verla

74
Ella era frágil

como la vi yo, y eso, mi viejo, no creo que sea algo


que vean muy a menudo alguno de los ocho giles que
se coge por semana.
“Estoy abierta, mi amor, estoy abierta para vos,
nunca estuve tan abierta para nada ni nadie nunca
en mi vida, mis rodillas tocan la sábana a cada lado,
si tratara de abrir las gambas así en otro momento
me desgarraría los tendones, no podría caminar. Mirá
lo que te muestro, mi hombre, míralo, si no lo ves bien
lo abro más con los dedos, así. ¿Lo ves? ¿Lo ves? Mi-
ralo bien, sos al primero al que se lo muestro. Estoy
toda mojada, estoy abierta como un mar, quiero una
ola de esperma que me ahogue el corazón. Quiero
sentirla correr por mis venas.”
-¿Estás loca, Lucía? ¿Acá, enfrente de él? ¿Te creés
que no se da cuenta?
“¿Y vos qué te pensás? ¿Que se va a asustar? El no
tiene tanto miedo. Ni necesitaría pensarlo tanto, sa­
bría exactamente qué hacer. Yo le enseñé. ¿Lo ves?
Así como lo ves, a vos que te parece armiñado, no tiene
rival. Es único.”
-Estoy seguro de que todavía no terminó conmi­
go. Estoy seguro de que todavía me tiene reservada
alguna, la peor, la definitiva. Pienso en eso tocio el
tiempo, ¿sabés?
-Yo pensaba decírtelo, Andy, pero ella me pidió que
esperara, dijo que te tenía miedo, que eras capaz de
destrozar todo con dos palabras, que podías inventar...
Yo siempre quise ser como vos, Andy.

75
Carlos Gamerro

-Se me van ocurriendo cosas, y las voy descartan­


do, porque sé: si a mí puede ocurrírseme, ella no lo
va a hacer. Siempre va a ser peor. Mirá, nosotros dos
juntos, poniéndonos a pensar un año seguido, ni
llegamos a imaginar, lo que ella simplemente hace
de un momento a otro. Y lo va a hacer, creeme, por
más que juntemos nuestras fuerzas como antes nos
gana a los dos con los ojos cerrados. Esta vez no va
a ser la excepción.
-¿Querés escucharme un minuto? ¿Querés escu­
charme?
-¿Y sabés por qué? Tardé mucho en darme cuenta,
estos días y meses tardé. ¿Sabés por qué? Porque toda­
vía piensa en mí. Todavía le hago falta. ¿Porque si ya
no le interesara, estaría pensando en qué nueva gua­
chada hacerme? ¿Tendría que serle indiferente, o no?
Decime: vos no sabés cómo es ella, pero por lo que te
conté, ¿no te parece que es la mejor manera de saber
que lo nuestro sigue? Con ella, cualquier otro signo
sería dudoso. Pero esto sí es seguro. Yo también apren­
dí. ¿A vos te parece que si yo ya no le importara seguiría
tratando ele joderme?
-No sé, Andy. No sé.
-Sea lo que sea lo que está tramando ahora, lo
hace para mí, entendés, solamente para mí. Pensó
especialmente esta guachada, a ningún otro le iría,
sigo siendo su único cliente. Quienquiera que sea el
forro que ahora está usando, no se imagina que el
pobre tipo al que le ganó la mina triunfa sobre él, le

76
Ella era frágil

pone los cuernos por detrás aun cuando se la está


cogiendo, lo deja ver la pajita que está metiendo en
el culo ajeno y no la viga en el propio.
-¡Basta!
-Quiero que se lo digas. Es el favor que voy a pedir­
te, como amigo, poique sos mi mejor amigo, ¿sabés?
El único que me queda, el único que no logró quitarme.
Por eso te llamé. Quiero que le digas eso, que estoy
esperando, que estoy listo, cuando ella quiera. Vos la
conoces, sabés dónde encontrarla. Te pido sólo ese
favor. Que vayas y le hables. Porque estoy cansado de
esperar, y ahora vos sos el único que puede hacerlo.
Apurar el trámite.
-No hacía falta tanto. En serio, no hacía falta tanto.
-Es que tenés que saber muy claramente lo que le vas
a decir. ¿Lo entendiste bien? Hace un mes que estoy
acá encerrado como una araña esperando, y ahora vos
sos mi tela. Por eso tenía que verte y contarte todo esto,
por eso te hice venir, hoy. Tenía miedo de que, si no,
no lo ibas a entender.

77
El cuarto levantamiento
A Andrea Rabih

Esa mañana Ana, en contra de lo acordado, me


despertó cuando se iba al trabajo. Era para decirme
que los militares se habían vuelto a sublevar y habían
tomado el Regimiento Primero Patricios de Palermo,
el Edificio Libertador y una fábrica de tanques en
Boulogne. Lo había escuchado en la radio mientras
desayunaba, y le había parecido que valía la pena hacer
una excepción por esta vez.
-¿Qué hora es? -le pregunté.
-Las siete -me dijo-. Esto empezó como a las tres
y media.
Pensar que a esa hora yo todavía estaba levantado.
Si hubiera prendido la radio me habría enterado antes
de ir a dormir, y le hubiera dejado una nota para que no
me despertara. Necesitaba dormir por lo menos cinco
horas y apenas llevaba dos. Bostecé.
-Bueno. Me voy al estudio.
-Escúchame -le dije-. Escúchame.
-¿Qué?
Estaba muy dormido, y no quería despertarme
del todo. Pero algo le quería decir.
81
Carlos Gamerro

-No tomes el ciento cincuenta y dos ni el sesenta,


que van por Palermo. Tomate el ciento sesenta y ocho.
-Bueno. Chau.
-Eh. Pará.
-¿Qué?
-¿Me pusiste el despertador a las once?
-Sí. Chau.
A las once lo apagué y recordé vagamente la conver­
sación. Prendí la radio mientras me duchaba, sacando
la cabeza del agua cada tanto para pescar las noticias
y las declaraciones, pero lo único que saqué en limpio,
además de mi cuerpo, fue que se trataba de un pe­
queño grupo mesiánico que a espaldas del pueblo
intentaba dañar la imagen argentina en el exterior
por lo cual debía procederse con extremo rigor, y
que el presidente había sido claro al respecto de algo,
no entendí bien qué, así que me resolví a apagar la
radio, no sin tomar antes la precaución de secarme
y apoyar los pies sobre el felpudo, para no morir
electrocutado.
Saqué dos medialunas del freezer y mientras se
tostaban me hice un café con leche en polvo, ya que
la heladera nueva llegada hacía apenas dos días an­
daba sólo de la mitad para arriba y la leche fresca se
había cortado. La habíamos pagado en efectivo y tar­
daron diez días en mandarla; la mejor casa de elec­
trodomésticos del país y tuve que ir personalmente a
armar un escándalo y casi agarrarme a piñas con el
jefe de ventas, y todo por una heladera que apenas
El cuarto levantamiento

andaba a medias dos días después de entregada. Me


senté en la cama con el desayuno y prendí la tele, a
ver si pasaban imágenes del conflicto y se me iba un
poco la bronca que empezaba a acumular.
Agarré justo un tiroteo entre el Edificio Libertador
y Prefectura, donde después de jugar un buen rato al
balero el camarógrafo consiguió ensartar la ventana
desde donde salían los fogonazos: se veía un humito
blanco y después se escuchaba un chancletazo, y el
periodista gritaba excitado ahí está, vienen de la Pre­
fectura, son tiros de FAL, desde esa ventana que hemos
localizado, ahí se ve el caño del FAL decía muy seguro,
aunque a esa distancia bien podían estar sacudiendo la
bombilla del mate.
En eso sonó el teléfono. Odio que me interrum­
pan el desayuno y pensé en no atender; al final resolví
irme con todo y bandeja. Era Alejandra, que hacía po­
co se había separado de su pareja y se había puesto
muy llamadora. Me preguntó por Ana. Se fue a trabajar,
a pesar de los combates, le dije. ¿Qué, se estuvieron
peleando?, me contestó, susceptible sólo a todo lo
que se relacionara con su monotema. No, los de afuera,
le digo. Su silencio me aclaró que no entendía. Los
milicos, se están cagando a tiros justo por donde pasa
el colectivo, expliqtié. Todavía seguía un poco decep­
cionada cuando prometiendo hablarnos le corté.
Cuando volví a la pieza había un periodista bañado
en sangre y todos sus colegas intentaban entrevistar­
lo a la vez y entre una pregunta y otra pedían aire y a

83
C arlos Gamerro

los demás que no se agolparan: seguramente los po­


nía perplejos el tener que realizar tantas tareas a la
vez; lo normal es que sean los otros los que hacen de
víctima y de testigo ocular mientras ellos se dedi­
can a bombardear con preguntas. Me enganché un
buen rato y cuando miré el reloj me di cuenta de
que iba a llegar tarde al trabajo si no almorzaba ya.
Apenas me dio tiempo para tostar un pan del free-
zer -era nuestro primer freezer y Ana metía todo lo
comestible en él, para probar- y hacerme un par de
sándwiches.
En el colegio la directora me gritó por llegar tar­
de y los pibes estaban insoportables. Les cuesta más
que a los adultos aislarse de lo que pasa afuera, o qui­
zás ni estaban enterados de lo que pasaba afuera, por
las dudas no se lo mencioné a ver si lo usaban de ex­
cusa para sacarme de tema. Me había quedado hasta
las cinco de la mañana corrigiéndoles sus putas pruebas
y ahora todos chillaban por su nota a la vez. Terminé
echando a dos y dando un portazo y amenazando
al resto con represalias, hasta que se callaron. No con­
testo preguntas, no contesto preguntas, le gritaba con
furia al primero que levantaba la mano, lo que me
proporcionaba un placer muy particular, como el de
tener algo importante para decir. En las empresas
japonesas, dicen, tienen un cuartito con un maniquí
del jefe sobre el cual los empleados descargan tensio­
nes. En los colegios, aun en los privados caros, siempre
hay algún alumno a mano.

84
El cuarto levantamiento

Me había llevado la portátil de los partidos del do­


mingo pero los malcriados retoños empresariales se
complotaron para no darme un minuto de paz. En el
colectivo cacé fragmentos deformados por la estática:
el presidente exigía la rendición incondicional y les
daba plazo hasta las cinco. Faltaba una hora: podía
hacerme un buen té para compensar lo escueto del
almuerzo y sentarme a mirarlo por televisión.
En Palermo había un entrevero de periodistas que
discutía ansioso si los tanques que se acercaban eran
leales o rebeldes; el presentador desde el estudio teo­
rizaba que debía tratarse de los leales pues el gobierno
había anunciado su envío, pero a los diez escondidos
detrás de la columna que apenas alcanzaba para uno
no se los veía demasiado tranquilos: parecían estar
deseando que alguno gritara son rebeldes de puro
histérico para rajar chillando en todas direcciones
dejándoles a las tropas invasoras los micrófonos y las
cámaras como botín de guerra.
Ya en los alzamientos anteriores me había sorpren­
dido cuánto menos impactante resulta la filmación de
un combate real que una película de guerra. Por un
rato lograron enfocar a un cabo bastante fotogénico
que gritaba órdenes a sus hombres y los hacía pasar
corriendo de uno en uno una loma de tierra removi­
da. Lo hacía bastante bien y no miró a cámara ni una
vez, pero al séptimo culo con borcegos que se perdió
tras los terrones resecos del montículo la secuencia
no daba para más. El resto era bastante flojo: algunos

85
Carlos Gamerro

travellings de troncos de árboles con tipos escondidos


detrás, pero mal enfocados: de golpe te encontrabas
en las copas como Tarzán o con una toma de cielo
pelado por los bandeos del camarógrafo que parecía
olvidarse de que corría con una cámara de tevé en la
mano, y desde el canal decían “imágenes en directo
de los episodios” cada vez que se tropezaba. Cada
tanto algún oficial en auto se negaba a contestar pre­
guntas con la ventanilla baja, una ambulancia reculaba
cuando debía avanzar, dos tanques trataban de doblar
la esquina sin subirse al cordón. No mejoró mucho
cuando empezó el ataque final. Los bombardeos, por
ejemplo, eran decepcionantes: si agarraban el dispa­
ro en el tanque se perdía el impacto del proyectil, y
si te mostraban la explosión nunca se sabía de dónde
provino. Lo mismo con los heridos: la cámara nunca
sabe a qué sano seguir y cuando llega lo agarra siem­
pre ya listo.
A eso de las cinco y media volvió Ana y me pre­
guntó cómo seguía todo.
-Va a haber que llamar al Service -le digo-. Se me
cortó la leche.
-¿Ves? Te dije que no enfría. ¿Con qué tomaste la
merienda?
-Con té. Hay hecho si querés.
Miró un poco la tevé desde la puerta del cuarto.
-Casi no puedo llegar al trabajo. Los milicos nos
desviaron en Luis María Campos.
-¿Tardaste mucho?

86
E l cuarto levantamiento

-Como dos horas. Está maldita esa zona, che. El


lunes pasado la inundación y ahora esto.
-El día de la inundación fue peor. Te tuviste que
volver.
-Y metí las patas en el agua. Hasta la rodilla. No me
hablés. Mi único par de zapatos bueno.
Se sacó la camisa, y a la luz virada que el televisor
traía desde los tanques en la esquina de Juan B. Justo
y Santa Fe sus pechos altos y perfectos brillaron en
una breve ráfaga de seducción.
-Mirá lo vacío que está Palermo. No vas a poder
pasar -le señalé.
-¿Te parece que está peligroso para que vaya?
-Y... mirá.
-No me quiero perder la sesión. -Se demoró en
silencio frente al placard pensando qué camisa po­
nerse-. Vos no querés que vaya porque justo estamos
trabajando sobre vos. Raquel me dijo...
-Te pueden pegar un tiro. Dicen que está por em­
pezar el asalto final. Esperá que termine.
-Cuando estás con el tenis me decís lo mismo, y des­
pués siempre hay un set más. ¿A qué hora empiezan?
-El ultimátum era a las cinco. Llevan media hora
de retraso.
-El último tardaron como una semana. ¿Te parece
que me voy a quedar una semana esperando que se
decidan?
-Estás confundida. Ése fue el segundo, porque era
en Entre Ríos y los tanques no llegaban.

87
C arlos Gamerro

-Me cago en si fue el segundo o el décimo. ¿Cómo


sabés que van a atacar?
-Mirá, mirá, ya se están rindiendo.
En efecto, un grupo de personas que podían ser
civiles o militares salía por el portón volado con las
manos sobre la cabeza y trotaba por Cerviño hacia
Santa Fe. Todos tenían la cara pintada con betún de
distintos colores: negro, marrón y verde, seguramen­
te para mejor confundirse entre el follaje si tenían
que replegarse hacia el Botánico. Ahora que estaban
al descubierto, en cambio, cumplía la función opues­
ta de delatarlos y seguramente les impedía mezclar­
se con los leales y tomarse el olivo caminando por
ahí como quien no quiere la cosa. Uno de los perio­
distas nerviosos de antes relataba desde lejos cómo
todos los otros medios convergían sobre el lugar, y
desde el estudio no sabían cómo hacerle las señas
de acércate más cagón sin quedar en evidencia frente
a la teleplatea.
-Bueno, voy a pintarme para estar lista. A las seis
tengo que salir.
-Me lo decís como si yo pudiera hacer algo.
-Che, nene, ¿qué te pasa? ¿Estás con el día mascu­
lino hoy? Yo no tengo la culpa si dormiste poco.
-Tu aporte hiciste.
-¿Qué, preferías que no te avisara?
-Sabías que me acosté tarde.
-Bueno, che, no me reproches. Estaba nerviosa.
Sabés como son los lunes a la mañana.

88
El cuarto levantamiento

Del portón seguían saliendo grupitos escoltados.


El periodista hablaba exageradamente exaltando la
rendición, ahora erguido del todo y hasta moviendo
los brazos como aspas para enfatizar. Decía repetida­
mente “fuego graneado” y “ráfagas de ametralladora”
y “se han apagado los últimos focos”. Estaba tan con­
tento que no escuchó los gritos y los pistonazos que
recomenzaron y los del estudio tuvieron que avisarle
tres veces hasta que se avivó y se volvió a acurrucan
-¿Y?
-Ya casi.
-Yo salgo igual.
-No seas loca. Escuchá. ¿Por qué no la llamás a
Raquel?
-¿Y qué le voy a decir?
-Que no vas.
No me contestó más que el ruido de la puertita es­
pejada del botiquín abriéndose y cerrándose. Las mu­
jeres son como los militares, pensé. Se pintan cuando
quieren guerra.
-Ya palmaron cuatro. Uno civil. Y en la Panameri­
cana un tanque rebelde embistió un sesenta lleno y
mató a cinco. ¿Y vos justo querés tomar el sesenta?
-Yo voy para el otro lado -me llegó su voz resignada,
como si estuviera explicándole algo a un chico-, ¿En
Palermo hay tanques rebeldes?
-No, pero mirá si te embiste uno leal. ¿Vos notarías
la diferencia?
Tiró de la cadena.

89
C arlos Gamerro

Entró abrochándose el pantalón a mirar la televi­


sión como quien mira por la ventana.
-¿Paró ya?
Los subtítulos de la imagen de los sargentos fuman­
do en sus tanquetas rezaban rendición de los sediciosos
en Palermo.
-¿Por qué no me avisabas que ya terminaron? Me
estás haciendo llegar tarde a propósito.
-Recién lo muestran ahora, che. No me diste
tiempo. Igual los colectivos no pasan.
-Si lo tomo ahora para cuando llegue va a estar
despejado.
-Hacé como quieras. Qué loco. Como si viajar en
colectivo acá no fuera ya bastante difícil. En Italia estas
cosas no pasaban.
-En los dos meses que aguantaste antes de volverte
con la cola entre las piernas, dirás. ¿Che, y dijeron por
qué se sublevaron?
-Qué sé yo. Ya sabés cómo es. Empezaron con la
costumbre de las fiestas y se les pegó. Para ellos será
como tirar cohetes. ¿Vos viste, alguna gente, cómo se
pone para las fiestas? Se juntan con toda la familia,
forzados; morían, toman de más, le tocan el culo a la
cuñada y empiezan con las alusiones venenosas: quién
no se ocupó de papá cuando se moría y quién se que­
dó con el auto que había que vender y quién no pu­
so este año la guita del cementerio. Al final terminan
a los tortazos y a los botellazos y encima después
de las doce alguno quiere salir a divertirse y maneja

90
El cuarto levantamiento

desaforado por la calle como un loco y se da contra


un poste. Las fiestas en familia siempre terminan mal.
-Hablarás de la tuya. En la mía no.
-Porque son judíos. Festejan después.
-Antes.
-Es lo mismo. El año da la vuelta. Aunque en el
primer levantamiento coincidimos, porque eran las
Pascuas.
-¿No fue para Reyes?
Habían metido tanques por el boquete de los ca­
ñonazos y ahora dos o tres se paseaban por adentro
del regimiento como taxis acechando a algún pasaje­
ro potencial. El comentario hablaba de “reprimir los
últimos focos de resistencia”. Igual a cuando en la
clase termino con algún acto de indisciplina colecti­
va y le pongo amonestaciones al despistado que se
enteró tarde y seguía jodiendo.
-No, ése fue el segundo -le contesto tratando de
prolongar la conversación lo más posible. Acordate
que estábamos en Bariloche, y el tío de Mario que en
ése era leal nos convidó cerezas negras que le llegaron
del regimiento de Esquel. En el primero estuvimos
los cuatro días con Alejandra y Roberto, ¿te acordás?
Fuimos a la plaza a defender la democracia. Y en la
tele pedían que la apagáramos y saliéramos a la ca­
lle, ¿te acordás? Yo me acuerdo bien porque fue la
primera vez que vi un programa de televisión inten­
tando suicidarse.
-Me acuerdo que hacía mucho calor.

91
Carlos Gamerro

-Seguís confundiéndote. Estás pensando en el


tercero.
-Ah. Hacía frío.
-No, ésos fueron los saqueos. Ahí ya vivíamos en­
frente de la Casa del Angel, de los locales. ¿No te
acordás, que los de New Man y Sisley y Via-Vai vacia­
ron las vidrieras por si venían los pobres a saquearles
ropa cara? Qué poca memoria.
-Vos siempre lo sabés todo, ¿no?
-¿Eh?
-Eso le voy a decir a Raquel. Que no soporto esa
pose de sabelotodo que tenés. Vas a ver que me va a
dar la razón.
-Supongo que sí -le contesté-. Entre camaradas
de armas...
Se fue con un portazo y aproveché para llamarlo
a Mario a lo de Fabián. Se habían reunido ahí para
ver pasar los tanques rebeldes por Cabildo y como és­
tos ni siquiera habían llegado a Martínez estaban todos
bastante decepcionados. En Entre Ríos en cambio
los habían bombardeado con aviones sobre la ruta.
Uno a veces se pierde de cosas por vivir en la ciudad.
Me sugirió que cambiara a Canal 13, que anunciaba
el inminente bombardeo aéreo del Edificio Libertador,
último bastión de la rebelión carapintada en la Capital.
Confiando en que me avisaría si pasaba algo lo dejé des­
granar su ritual relato sobre la penúltima vieja que
trató de levantárselo en la librería y llegué a tiempo
para observar los primeros vuelos rasantes de los

92
El cuarto levantamiento

Canberra, brillantes al sol como peces de plata refle­


jados, sobre el cielo índigo de Puerto Madero.
Supongo que todos los civiles estábamos ansiosos
como chicos esperando los primeros inpactos -así
pronunció la palabra un periodista sobreexcitado-
sobre la fachada brillante del Edificio Libertador, to­
cada por los rayos ponientes del sol de las 19.30 que
en realidad era el ele las 18.30 por el cambio de hora.
En cambio los militares al ser entrevistados ni se inmu­
taban. Uno dijo lacónico “intimidatorio” y el periodista
agradecido recogió la limosna y repitió varias veces
“vuelos intimidatorios, como aquí se dice en la jerga
militar”. Se veía que entre ellos los milicos se conocían
las mañas, como en las peleas de familia o de pareja,
donde los de afuera que no saben bien cuál es el juego
ven la acción donde no está y sonríen incautos durante
los momentos de mayor furia homicida.
Subí el volumen para escuchar los hipados desde
la cocina y me fui a preparar unas galletitas con salame
y pimienta negra para llevarme a la cama junto con
un vaso de coca. Si terminaban pronto por ahí me da­
ban tiempo para cenar y después ver Splash, que estaba
anunciada para las diez. Yo ya la había visto en el cine,
pero como ningún canal ofrecía nada mejor estaba
dispuesto a verla nuevamente. Trata de un muchacho
que conoce a una sirena en la costa y después ella cae
a visitarlo en Nueva York, pero él no sabe que es una
sirena porque cuando sale del agua y se seca le apare­
cen piernas de mujer. Pero después la mojan y todo se

93
Carlos Gamerro

descubre: él creía estar encamándose con una escan­


dinava de aquéllas y en realidad era un besugo o una
merluza. Al final los persigue el ejército y para salvar­
se se arrojan al mar y él se convierte en sireno y se
van nadando hacia el reino submarino y no vuelven
nunca más. Esa era la parte que más me gustaba de
toda la película.
Como Ana regresaba a eso de las nueve y media
pensé que teniendo la cena lista daba el tiempo para
comer y después ver la película desde el principio.
Normalmente el proceso de compatibilizar mis die­
tas carnívoras con sus dietas vegetarianas me lleva
cierto tiempo de deliberación y es fuente de no pocas
discusiones, pero esta vez me decidí casi de inmedia­
to por una ensalada de atún y canturreando de con­
tento me dediqué a prepararla, olvidando que Ana la
detestaba. Fue sólo unos días después, reflexionando
sobre el episodio, que advertí la oculta cadena de
asociaciones inconscientes entre las circunstancias
del momento y mi elección. El funcionamiento de la
mente humana es siempre para mí una fuente de
constantes asombros.
Echando las últimas aceitunas picadas en la fuen­
te me acordé súbitamente del levantamiento y volví
al dormitorio esperando ver más no fuera los últimos
bombardeos. En la pantalla me encontré con un alto
oficial del arma que decía “Se acabó. Tenemos la si­
tuación bajo control”, y después con enojo a los pe­
riodistas “no me atosiguen”. Tuve unes segundos de

94
El cuarto levantamiento

agitación hasta que aclararon que era leal, y los titulares


con fondo del edificio intacto -pero ahora en sombras-
rezaron “la insurrección ha sido dominada en su totali­
dad. El Edificio Libertador fue recuperado sin recurrir
a la Fuerza Aérea”. Por eso no escuché los inpactos
desde la cocina, pensé, tenía miedo de perderme la
derrota y en lugar de eso me perdí la rendición.
Sonó el timbre cuando mostraban a los rendidos.
Estaban sentados sobre canteros de flores y los habían
dejado sin armas y sin botas. Eso me hizo acordar de
una vez que fui al cine en mocasines y me saqué uno
y cuando salí a la calle como tenía el pie dormido no
advertí que lo llevaba descalzo hasta que la gente se­
ñalando burlona me alertó. Pocas veces en mi vida
sentí tanta vergüenza, y supongo que si además de estar
descalzo de un pie lo hubiera estado también del otro
y con el rostro pintado de betún de distintos colores
no me hubiera atrevido a salir del cine, que imagino era
lo que querían los leales con los rebeldes rendidos en
los canteros, dejarlos ahí plantados.
Era Ana.
-¿Viste el final del levantamiento en la tele? -le
pregunté cuando entró.
-Hiciste atún.
-¡Ganaron los leales!
-Sabés que detesto el atún. ¿Por qué hiciste atún?
-No sé, se me ocurrió, así, de golpe. Mi cabeza fue
tomada por la idea, podríamos decir. ¿Sabés lo que
dan por la tele a las diez?

95
Carlos Gamerro

-¿No sos capaz, no? -dijo lloriqueando con ojos de


gato que vio el canario-. Tengo que hacer terapia por
tu culpa y ni siquiera sos capaz de tenerme algo para
comer cuando llego.
Imaginando los inpactos sobre la fachada compuse
una sonrisa.
-No me atosigues, por favor-le pedí de buen modo.
-Y mirá la casa. Mirá que desorden. ¿No podés or­
denar, alguna vez? ¿O siempre tengo que hacerlo yo?
Evidentemente las operaciones se desarrollaban
de acuerdo a lo planeado. Todos los lunes era igual.
Pero quizás todavía fuera posible evitar un ataque
frontal. Intenté negociar.
-¿Te corto una manzanita? -le pregunté, apretando
los dientes hasta que los sentí crujir.
-¡Media! Sabés que estoy a dieta.
-Está bien, media-dije con esfuerzo-. ¿La querés con
azuquítar?
-¡Azúcar no! ¡Sacarina! ¡Cómo vas a ponerme
azúcar!
La manzanita me temblaba en la mano y concen­
trándome para no cortarme hice un último esfuerzo
y le clavé el cuchillo.
-¡Ese cuchillo! ¡Cortaste salame! ¡Cómo me vas a
cortar la manzana con ese cuchillo! -empezó a chillar
con las facciones deformadas por el odio. Los Canberra
giraron como peces de plata en el cielo índigo y se
lanzaron luego en picada ciega sobre la mesa de la
cocina, ametrallando platos y cubiertos, haciendo

96
El cuarto levantamiento

volar la ensalada de atún y papas y aceitunas por los


aires, convirtiendo la manzanita en puré, barriendo
la habitación con una metralla de sacarina, azuquítar
y rodajas de salame. Una serie de explosiones levantó
la mesa por los aires y tres o cuatro ráfagas aisladas die­
ron cuenta de los platos y vasos que todavía seguían en
pie en la mesada. Los tanques luego avanzaron sobre
todo aquello convirtiéndolo en polvo y cuando termi­
né de pisotear lo poco que quedaba mi vista se en­
contró con la figura de Ana, acurrucada detrás de la
mesa volcada tratando de cubrirse la nuca con las dos
manos entrelazadas.
-Qué te pasa, mi amor, qué te pasa -dijo asomando
la cabeza cuando empecé a llorar.
-Estoy harto -le dije moqueando-, estoy harto de
vivir así.
-¿Así, cómo? -me preguntó asustada, pensando que
me refería exclusivamente a ella.
-Así -le dije, señalando con las dos manos como una
brújula loca a mi alrededor. Trataba de encontrar
un gesto o un objeto que pudiera resumirlo todo y no
era capaz de encontrar nada que no estuviera con­
fundido con todo lo demás-. Así -le dije de nuevo,
dándome por vencido- Así.

97
Marina en sol y azul cobalto
\
-Si esta puta ciudad de mierda tuviese al menos
un mar cerca...
-¿Qué te pasa hoy? Estás... ¿No te gustó?
-Sí, sí. Lo único que me tiene mal es que no haya
un mar acá, ahora, debajo de mi ventana. Además, ya
es hora de que te vistas y te vayas. En media hora va a
caer la alumnita nueva. ¿Te das cuenta? Tengo trein­
ta años y todavía tengo que dar clases particulares a
nenitos de primaria para mantenerme.
-¿No decís siempre que es la vida que elegiste? Tu
libertad, tus investigaciones, todo eso.
-Elegí la vida, pero no este país de mierda. En
otra parte... Ay, por favor, siento que esta conversa­
ción ya la tuvimos veinte mil veces. Vestite de una vez,
¿querés?
-Vuelvo esta noche.
-Como quieras. Pero ahora rajá.
• • •

101
C arlos G am erro

No conseguí echarla a tiempo para ducharme pero


al menos sí para ponerme a hacer un café negro bien
espeso y lavarme en el lavatorio del baño, como si con
mucho o poco jabón pudiera borrarme el recuerdo
de una tarde de mal humor y peor sexo. Terminaba
de enjuagarme la otra zona pertinente con el último
trago de café cuando sonó el portero eléctrico.

“For Gódel’s sake. Por favor. Lo único que pido


es que sea calladita y sólo medianamente retrasada.
Sólo eso.”
-Así que vos sos Marina. Me parece que nos vamos
a llevar bien, ¿no?
Mientras me agachaba para pronunciar la frase de
rigor empecé a darme cuenta de que estaba obtenien­
do algo más de lo rogado cuando escuchaba resigna-
damente la subida del ascensor. “Dentro de algunos
años los hombres se van a volver locos por ella”, me
encontré inapropiadamente pensando. Había entra­
do a la habitación como si acabara de atravesar un
cuadro de Bonnard y se le hubiera quedado pegada
toda su luz, rodeándola como un halo. Era alta para
su edad, y en los movimientos tenía mucho de la sol­
tura del adulto. Escuchó mis cortesías insípidas sin
decir una palabra, pero por la forma en que apreta­
ba la boca y le brillaban los ojos no era el silencio del
típico nene tarado, sino el del que sabe exactamente

102
M arina en sol y azul cobalto

qué decir pero duda de la capacidad del otro para


captarlo. “Interesante nena. No parece que me vayas
a resultar una alumnita más.”
-Bueno. Marinita te va a poder explicar mejor que
yo en qué cosas tiene problemas, así que los dejo so­
los. A las seis vuelvo. -Ese era el padre, un cuarentón
simpático que por la efusividad del apretón de ma­
nos se lo veía más de palmear la espalda o besito en
la mejilla, y que insistió desde el primer momento en
que lo tuteara.
-Así que tenés algunos problemitas en matemáti­
cas -empecé, insistiendo en romper el hielo con mis
muletillas de siempre. La nena seguía callada, pe­
ro con los ojos, si era posible, más avivados que antes.
Esos ojos... No podía ser. Al darles la luz... Hay un co­
lor, por sobre todos los colores. Infrecuente de hallar.
A veces en el mar, en ciertas libélulas; nunca, hasta
ahora, en los ojos de una mujer. Azul cobalto, mi co­
lor preferido. La fascinación del descubrimiento em­
pezó a girar en mi cabeza mientras mecánicamente
seguía:
-Por qué no me mostrás tu carpeta del colegio,
así veo...
-¿Cuántos años tenés? -me disparó de repente.
-Treinta. ¿Por qué? ¿Te parezco viejo?
-No. Me parece que sos muy lindo.
• • •

103
C a rlo s G am erro

-No. Pero así es muy aburrido.


“Ay. Ya empezamos. Ya decía yo que esto venía
demasiado bien.”
■ -¿Y cómo querés aprender la geometría, entonces?
-Y qué sé yo. El maestro sos vos. Pensá en algo.
“Apelemos a todas nuestras reservas de paciencia.
Recordemos que son la esperanza del mañana.”
-Mirá, ya sé que la matemática no te gusta. Por
eso estás acá. Pero tenés que hacerte a la idea...
-O si no pensemos los dos. Así a lo mejor se nos
ocurre algo.
-Escúchame, por qué no mejor...
-¿Tenés confites?

-Cien gramos de confites de chocolate. Sí, ésos


de ahí.
-Cien justos. Y tres de yapa para su hija. Tomá,
querida.
-Gracias, eh. ¿Es cuánto?
-Están buenos. ¿Querés uno?
-Después, arriba. Si los comemos todos ahora no
van a quedar para la clase. ¿No te parece?
-Pensó que era tu hija, el viejito.
-Sí, ¿viste?
-¿Por qué no le dijiste que no era?
-Qué sé yo. ¿Te molesta?
-No te veo de papá mío.

104
M arina en sol y azul cobalto

-¿Y de qué me ves?


—¡Uy! -se atragantó con un confite, riéndose.
¿Por qué me parecía que ningún confite podía sen­
tirse tan dulce como esa risa en una boca?-. Mejor
no te lo digo.
-¿Tan mal profesor te parezco?
-No, eso no -me encandiló con una mirada direc­
ta de sus ojos azules, súbitamente sincera, y puso su
manita sobre mi brazo-. Me parece que podés ser
muy bueno. -Agregó pensativa-: Con un poquito de
ayuda, por ahí.
Largué mi primera carcajada del día.

-¡Es paralelogramo! ¡Es paralelogramo!


-No, escúchame, el confite se te fue muy allá. Esto
parece más un rectángulo.
-¿Y no decís vos que todo rectángulo es parale­
logramo?
-Ufa, está bien. Pero tenía que ser un rectángulo-
rectángulo.
-Ah, qué vivo. Bueno, ahora te toca a vos.
-Ahí va. ¡Ay, no! Che, con estos fideos no se puede.
Se quiebran así nomás.
-Si lo preferís, hay otra forma. ¿Tenés un vaso de
agua? Pero te aviso que es más difícil. Ah, que esté
caliente.
-Acá está el vaso. ¿Y ahora?

105
C arlos G am erro

-Meté los fideos adentro.


-¿Qué, hacemos sopa?
-No, tonto. Así los hacemos más parecidos a palos
de hockey, y no se rompen. Mientras, seguimos. Ahí
va. ¡Un romboide!
-¿Pero ahora no te tocaba el rombo?
-Qué hincha. ¿Qué importa el orden? Es un lindo
romboide, ¿o no? Mirá, pongo las diagonales y listo.
Pasame otro fideo. No, de los secos, bobo. ¿Cómo que-
rés que haga las diagonales con un fideo doblado?
Gané, y me como los confites.
-Insisto en que seguía un rombo. Si vos no respetás
lo pactado, yo tampoco.
-¡Pará, qué hiciste! Arrugaste todo el mantel. El
campo de juego se llenó de montañas. Bueno, si sos
machito dale. Te toca a vos. Tirá nomás. Tirá.
-¿Con estos fideos? Se doblan para cualquier lado.
Parecen vivos. Es peor que antes.
-Excusas, excusas. Además, si pasó eso es porque
trajiste el agua demasiado caliente. Así que igual es
tu culpa. Un castigo por protestar:
-Che, ésos son los míos. ¡No te podés comer mis
confites!
-¿Ah, no? Vení. -Con un confite asomado entre
los dientes-: Sácamelos.
-Por eso te ligás un confitazo. ¡Pinn!
-Uy, se fue al suelo. ¡A buscarlo! ¡El que lo encuen­
tra se lo come!
-Te lo gano yo. ¡Te lo gano yo!

106
M arina en sol y azul cobalto

-•Jamás! ¡Marina primero! ¡Acá estáa!


-¡Es mío!
-Nooo, ay, soltame, tramposo. Nooo, cosquillas no,
por favor. Aay, te lo doy, te lo doy, te juro, basta, ¡bastaa!
-¡No hay perdón! Recibirás tu merecido.
-Malo. Le voy a contar a mi papá.
-¿Y qué le vas a contar?
-Que sos un loco. Que no me traiga más.
-Hablando de todo un poco, ya debe estar por
llegar. ¿Te parece si arreglamos todo? No quiero ni
imaginarme lo que va a pensar si ve todo este lío.
-¿Esto, lío? Tendrías que ver cómo queda en casa
cuando jugamos nosotros.
-Dale, ayúdame con los fideos.

-¿Me vas a contar qué pasó? Por tu cara, lo me­


nos es que hayas resuelto tu famosa paradoja de los
conjuntos.
-No, nada que ver. Siempre desfasada vos. Es cu­
rioso, pero ¿sabés? Hoy, por primera vez, me dieron
ganas de ser padre.

El jueves siguiente me encontré esperando


la hora de la clase como si se tratara de una cita. Po­
niéndome nervioso porque la aguja del reloj marcaba

107
C arlos G am erro

más de las cinco. Sobresaltándome ante el chirrido


del portero eléctrico.
-¿Qué le hiciste a Marinita el otro día? -me dice
el padre apenas entra y sigue, sin advertir mi espanta­
da expresión de puedo explicarlo todo-. Estuvo toda
la semana hinchando para venir. Antes a cualquier
profesor la llevaba pataleando. Y ahora mírala.
La miré, y ahí empecé a entender por qué pude
llegar a esperar a esta pendeja para una clase con la
ansiedad con que otras veces esperé a otras minas para
otras cosas.

-Mamá murió cuando yo tenía cuatro años -me


cuenta Marina en un intervalo de la clase, tomando
un vaso de leche tibia-. Papá estuvo tanto tiempo
mal, tuvo que ir a una clínica, yo me acuerdo bien
porque ahí me tuve que ir a vivir con Irene, la mujer
anterior de papá. Y con Edgardo, mi hermano. Sí, es
hijo de papá solo. Pero no se llevan muy bien. “Pobre
Edgardo, por qué lo hablé dejado en sus manos”, di­
ce a veces. No sabés, lo mal que la pasé ahí. Me man­
daba en todo, me decía a todo que no. Yo me quería
escapar. Por suerte papá se puso mejor y me llevó
enseguida. “Nunca, jamás, le vas a poner los dedos
encima”, le dijo a Irene cuando nos íbamos.
No sé cómo pasamos de la clase a hablar de cosas
personales (digo esto y parece que hablara de un

108
M arina en sol y azul cobalto

encuentro entre dos adultos. A veces me olvido de


que es una nena). En verdad, eso me lo pregunté des­
pués. En el momento ni me di cuenta.
-Papá tiene una novia ahora. Se llama Evangelina.
Nos llevamos bien. No, pero viene seguido a quedarse.
No, dice que no. Bueno, con mamá tampoco estaba
casado, pero eso era por el divorcio. Dicen que ahora
va a salir la ley, ¿no?
Termina de tomar la leche. Se limpia la boca con
el dorso de la mano. Fija la vista en mí y se me vienen
encima todos los cielos.
-¿Y vos?
-Cualquier cosa. Algo de vos. Algo debés poder
contarme, ¿o no?

-Vení, dame la bufanda y el saco. ¿Querés tomar


algo?
-Chocolate, ¿hay esta vez?
-Claro. Lo compré especialmente para vos.
-Súper. Haceme uno.
-¿Caliente?
-No, con hielo.
-Bárbaro. Ahora mismo sale.
-No, pará, no seas loco. No se te pueden hacer
chistes, a vos. Ah, si tenés miel en vez de azúcar,
mejor con miel.

109
C arlos G am erro

-No, nene. Si tenes 2/3 y 3/5, no podés sumarlos


directamente. Ya te dije veinte veces que tenés que...
(Cálmate. No le grités. No podés pedirles a los otros
que sean como ella. No podés.)

-Es tu papá. Vamos a tener que interrumpir acá.


-No, no vale, justo ahora que te estaba ganando.
Decile que espere.
-Se va a morir de frío. Che, ¿y si le digo que suba?
Podemos jugar un rato los tres.
-¡Buenísimo! Así les gano a los dos. ¡Marina Ma­
ravilla contra los viejos chotos!
-¿Hola, Edgardo? Te abro la puerta y subí. Me pa­
rece que tenemos que hablar seriamente sobre tu hija.
No, subí y te digo. Ni te lo imaginás.

-¿Qué? ¿Para el jueves a las seis y media? ¿No te


acordás que tengo una clase a las cinco, yo? No llego ni
en pedo. ¿Por qué no me llamaste antes de sacarlas? No,
cancelarla no, ni se te ocurra, ni pasarla de día tampo­
co. Yo vivo de esto, nena, no es un hobby, no puedo an­
dar cancelando las clases así como así. Y, qué sé yo. ¿No
tenés a nadie que te acompañe? Pensá, ya se te va a ocu­
rrir. Sí, a mí también me gustaría, qué querés que le ha­
ga. Sí, seguro. No, dejá, te llamo yo. Que te diviertas.

110
M arina en sol y azul cobalto

¿Eh? Bueh, está bien, entonces no te diviertas. ¿Qué


querés que te diga? No tengo ganas... ¡Hola! (Salva­
do. Bendita ficha de teléfono. Espero que no tenga
otra. ¡Por favor! Dios las cría y ellas se me pegan.)

-No, eso no. Poné otra cosa. Lo que pusiste la clase


pasada.
-¿Cuál? ¿El Brandenburgisches Konzert Nr. 3 G-dur?
-¿Y eso con qué se come?
-Es Bach. Lo que escuchamos.
-¿Y por qué no me decís de entrada? Eso no.
Decía lo otro.
-¿Cuál? ¿El que sonaba...?
-Sí, ése.
-Ah, Die Zauberflóte. \Zauberflóte para dos, marche!

Casi todos los días de la semana me despertaba


entresoñándome rodeado por un extenso mar azul
cobalto (como si yo estuviera en alta mar, y sin tierra
a la vista) iluminado por un sol nuevo e inocente, un
sol como un pajar de Monet, como... Yo flotaba en
ese mar, escuchando música de Mozart, y lentamente
me ahogaba. Todos los días, excepto los jueves. Los
jueves no me hacía falta.

111
C arlos G am erro

Si uno para ser padre pudiera elegir los hijos del


mismo modo en que elige a las mujeres para pareja...

-¿Estás bien? ¿Estás contento?


-¿Por qué no sos hermosa?
-¿Qué decís? No te entiendo cuando hablás entre
dientes.
-¿Por qué no tenés los ojos azul cobalto? ¿Por qué
no se ilumina el mundo con tu risa? ¿Por qué no con­
seguís sacarme ni un cachito de esta angustia del
cuerpo?
-¿No me vas a decir lo que dijiste?

-Lógico. Soy lógico.


-¿Siempre?
-Quiero decir que es mi trabajo.
-Ya sé. Era una broma.
-Es que en cierta manera lo es. ¿Qué quiere decir
ser lógico en este país? Es como decir “constructor de
casas submarinas”. Es ilógico.
-Sí, creeme que te entiendo. ¿Cómo anduvo Ma­
rmita hoy? ¿La ves mejor?

112
M arina en sol y azul cobalto

“En las funciones de segundo grado con un argu­


mento hay que distinguir según que en ese argumento
aparezca una función con uno o con dos argumentos,
pues una función con un argumento es tan radical­
mente distinta de una función con dos argumentos,
que la una no puede aparecer precisamente en el mis­
mo lugar en que puede aparecer la otra.” Ajá. ¿Y con
eso? “Algunas funciones de segundo grado con un ar­
gumento piden, como tal argumento, una función...”

La semana es interminable, y lo único que me


salva, estos jueves de felicidad, tan imposiblemente
cortos.

-Hola, qué tal, habla el padre de Marina. Te lla­


mo para avisarte que Marina no va a poder ir hoy. Se
levantó con fiebre, no fue al colegio. No, nada gra­
ve. Una angina nomás, parece. Sí, ya lo llamé. En un
par de días va a estar bien, dijo. No, no hace falta,
una semana que no vaya no le va a hacer nada. El
jueves que viene, como siempre. ¿Vos todo bien?
Bárbaro. Será hasta el jueves entonces. Ah, me olvi­
daba. Marina te manda muchos besos. La enganchas­
te en serio, parece. Sí, ella lo lamenta tanto como
vos. Bueno, chau.

113
C arlos G am erro

“Una semana. ¿Cómo voy a hacer para aguantar


otra semana?”

-Sí, qué tal, cómo le va. ¿Qué? Ah, sí, perdóna­


me, es la costumbre. No, era sólo para preguntar
cómo seguía Marina. Ah, qué bien. Me alegro. No,
dejá, no la molestes, qué va a querer... ¿Eh? ¡Hola!
Marinita, ¿cómo te va? Sí, claro que te extrañé. ¿Y
vos estás bien?

-Listo por hoy. A bajar que su padre la está espe­


rando abajo. Vamos.
-Ya va, ya va, no me mandés.
-Y abrígate, que está muy frío afuera. A ver si tenés
una recaída.
-¿No pensaste nunca en ser padre? Pasta tenés.
-Y yo que te iba a desear suerte en la prueba de
mañana.
-Gracias.
-¿No hay beso de despedida?
-Por fin me pedís algo que no es de matemática.
¡Mmmmmmmm!
-¿Así besás a todos tus maestros?
-No. Sólo a algunos. ¿Te molesta?

114
M arina en sol y azul cobalto

-Mientras siga en la lista de los suertudos...


-Por ahora sos el único. Chau.
“Un beso de lengua. La pendeja hijadeputa me
dio un beso de lengua. Tengo que estar loco.”

-Listo, ahora sí. ¿Estás ida hoy, eh? ¿No querés un


caramelo para animarte? Te compré especialmente.
Quer... ¿Qué pasa? ¿Llorás? ¡Marina! ¿Te pasó algo?
-No... nada... en el colegio.
-Contame.
-La maestra... Otra vez la idiota de la maestra.
Le gritaba al chico ése que te conté, ése que es me­
dio lelo, que no puede venir al colegio así, que la
próxima vez no le van a permitir la entrada, y le gri­
taba como loca, porque tenía el guardapolvo desco­
sido y un poco sucio, y... Julián, el chico, en vez de
defenderse se hacía chiquito, como si tratara de es­
conderse detrás del banco. Y cuanto más se escon­
día, más le gritaba la otra.
-¿Y por eso...?
-No, pará. Entonces no aguanté, y le grité que lo
deje tranquilo. Qué me chupa si está prolijito o no
prolijito, que si le importan más los guardapolvos
que nosotros.
-¿Así le dijiste?
-No, peor. A vos te lo cuento más lindo. No sabés,
se puso como loca. Me gritó que iban a echarme, y yo

115
C arlos G am erro

mejor, así no te veo más la cara. Se puso tan loca que


me pareció que se me venía encima a pegarme, y le
tiré con un cuaderno en la cara. -En ese punto vi ali­
viado que Marina empezaba a sonreír. Le sequé las
lágrimas y le hice sonarse los mocos con mi pañue­
lo y le acariciaba el pelo mientras terminaba de
contarme- Me parece que no me echan, pero me
cambian de curso. Con la otra maestra, que es más
jovencita. Lo que me jode es que todos mis amigos
quedaron en la otra clase. Sólo los voy a ver en los
recreos. ¿A vos te parece? La vieja hija de puta me
quería pegar. La única vez que me pegaron fue
cuando estuve en lo de Irene.. No me van a pegar
de nuevo. Papá dice que nadie, ni él, tiene derecho
a pegarme.
-Y tiene razón, Marina.
-¿A vos te pegaban cuando eras chico?
-Sí. A veces. Bastante.
-¿Y vos qué hacías?
“¿Qué querés que te diga? ¿Que yo tuve una in­
fancia como todas, es decir, una infancia de mierda?
¿Que yo no era como vos? Para qué te lo voy a decir,
si nadie es como vos. ¿Que recién ahora empiezo a
creer que lo de la edad dorada de la infancia no
siempre tiene que ser una mentira?”
-Nada.

116
M arina en sol y azul cobalto

Esa noche soñé con ella. Soñé como se sueña


con una mujer lícita, como una mujer con la cual ya
es permitido soñar de esa manera. Pero la soñé de
nueve años.

-Suponete que en total son diez dedos. ¿Sí?


-Y, once no son.
-Hago como que no oí nada. Yyo pongo una mano.
¿Cuánto representa?
-Y, la mitad. Cinco décimos.
-Y ahora me das tu mano. Y las juntamos, así.
¿Cuánto?
-Todo. Diez décimos. El total.
-Me pongo triste.

-Che, decime. Vos, de pendeja... ¿tuviste experien­


cias sexuales? Con chicos de tu edad, con adultos...
-¿De pendeja cuánto?
-De nena. No sé, tan chica como quieras.
-Bueno, sí, jugar al doctor, y eso. Como todos los
chicos.
-Y yo vendría a ser la excepción que confirma la
regla. Pero no, me refería a algo más en serio.
-No sé, Luis. ¿Por qué me preguntás? Sabés que
no me gusta hablar de esas cosas.

117
C arlos G am erro

-Al menos tu actitud es honesta. No hablás de lo


que no tenés la más puta idea.

-¿Ésa que llamó era tu novia?


-Qué curiosa. No, era una amiga.
-Dale, era tu novia.
-Si ya te dije que mi única novia sos vos.
-Mentiroso. ¿Y ella?
-Una amiga.
-¿Cogés con ella, al menos?
-¿Ésas son cosas para preguntar?
-Pregunto lo importante. ¿Qué querés que te
pregunte, qué color de zapatillas usa?

“Si un comerciante vende 127 paquetes de azúcar


a 1,5 $ el paquete, y del total le descuentan...” Mari­
na resuelve un problema que le dieron en el cole­
gio. Los rayos del sol nuevo caen en franjas sobre su
mano que escribe y el único sonido dentro de la ha­
bitación es el rasguido de su lápiz sobre el papel del
cuaderno. Más lejos, los ruidos de la calle, nítidos
ahora que las ventanas vuelven a estar abiertas. Des­
de lo alto de la biblioteca, el helécho deja colgar sus
hojas a lo largo de cuatro estantes. Apoyo el men­
tón sobre los brazos cruzados y entrecierro los ojos.

118
M arina en sol y azul cobalto

En cualquier momento, el final de los rasguidos en la


hoja, un ya está fastidiado o satisfecho, un contacto de
su mano sobre mi brazo me harán despertar, de mi
sueño, a otro sueño.
No deseo nada más. No deseo nada más.

“No, ella no. No puedo hacerlo pensando en ella,


me niego a hacerlo. Tengo que pensar en cualquier
otra. Pero no ella. Es el límite de mi cordura. No
quiero pasarlo.”

-Te veo mal, Luis. Y no me llamaste en toda la se­


mana. ¿Por qué estás así? ¿Es algo conmigo? Si es, deci-
me qué, porque yo ya no sé qué hacer. Si no querés
verme más, decímelo. Pero no me tengas así. Yo no me
merezco esto. Decime algo, puteame, pero tu silencio
ya no lo soporto más. Es una tortura.

-Te pago lo del mes, entonces.


-Bárbaro. ‘Y vos no te das cuenta de nada.”
-Te digo que Marinita está mucho mejor ahora.
Especialmente después que le cambiaron la maestra.
Pero sobre todo gracias a vos.

119
C arlos G am erro

“¡Marmita! ¿Qué harías si supieras que me caliento


con tu Marmita? ¿Que mientras le doy clase me la ima­
gino desnuda, haciendo cosas conmigo? ¿Que se me pa­
ra la pija cuando me la siento en la falda? ¿Eh? ¿Qué
harías? Porque menos que matarme, no me sirve.”
-Acá tenés el vuelto. ¿Está bien?

-Te juro que lo pensé, lo pensé más de una vez,


pero me decía no, estás loca, es una nena de nueve
años. ¿Te das cuenta de eso, Luis? Es una nena de
nueve años.
-Sólo porque alguien en algún documento ponga
“edad: nueve años” te horroriza lo que está pasando.
Sólo por eso. Si no estuviera escrito ese dato en alguna
parte, ésta sería una historia de amor como cualquier
otra. Me llamarías hijo de puta, falso, traidor, y no vi­
cioso, pervertido, degenerado. Pero tenés razón. Esas
dos palabras cambian a todas las demás.

“Denunciame, grítame, decí que no entendés lo


que estoy haciendo, llorá. Que nos sorprendan, que
me llamen pervertido, asqueroso, cerdo. Pero estoy
loco por vos, pendejita. Te amo, te deseo. Te tengo
cerca y tu perfume me asfixia. Nada de lo que jamás
hice me importa sin vos, vos, vos.”

120
M arina en sol y azul cobalto

-¿Está bien, el problema?


-¿A ver? Sí, Marinita, está muy bien. ¿Viste que
era fácil?
“Denuncíame, Marinita. Por favor denuncíame.”

-¿Y eso lo jugaban con la maestra del otro curso?


Abrió horrorizándose los ojos, cegándome a pin­
celadas azules. Nunca el mar, en ninguna libélula.
-Nooo, con la vieja chota no. ¿Cómo se te ocurre?
-y repercutió su risa, ¿Kóchel cuánto? ¿Kóchel cuán­
to?-. Eso era con Diana.
-¿Cuál? ¿La que echaron?
-Sí, ella. Con ella era súper. La vieja vino cuando la
echaron. Bueno. Entonces viene el chico corriendo,
moviéndose todo así, como hacen los espermatozoi­
des, ¿viste?, y golpea en la puerta, fuerte: ¡Toe! ¡Toe!
¡Toe! Y la chica, que es el óvulo, pregunta: ¿Quién es?
Soy el espermatozoide, abrime, che. Y ella: no, así a
lo bruto, como si fueras el lobo feroz, no. Si no venís
con amor, dulzura y cariño, no pasás. Mi puerta no se
abre con golpes.
-Qué lindo. ¿Y entonces?
-El se va y vuelve, no tan corriendo, más danzan­
do. Y golpea en la puerta apenas, muy suavecito, con
el borde éste de los dedos. Y entonces el óvulo: ¿Sí?
Hola, soy el espermatozoide, vine a visitarte. ¿Puedo
pasar? Sí, claro que sí, así sí que podés entrar.

i21
C arlos G am erro

-¿Y querés que juguemos a eso? Pero no tiene nada


que ver con la matemática.
-Eso es porque no se te ocurre cómo. Diana de­
cía que todo puede juntarse, aunque sean bien dife­
rentes, y que separar las cosas es matarlas. Que todo
tiene que ver.
“Yyo que en la Facultad siempre ganaba las discu­
siones.”
-Vale. ¿Cómo hacemos?
-Yo me pongo acá. Porque yo hago de óvulo, cla­
ro. Y vos te vas para allá. No, más lejos. Ahora te acer-
cás, moviéndote... No, así no, parecés el oso Yogui.
Ay, qué risa.
-¿Viste que no sirvo para esto? - “Paremos”-. Yo
te dije.
-Sí que servís. Lo que pasa es que no te soltás. Vení.
Agáchate un poco.
Me dio un beso en la boca, revolviéndome el pe­
lo con las dos manos. Juro que me agarró despreve­
nido. Lo juro.
-Empezamos de nuevo. Ahora andá hasta allá y
volvé, pero parecete a un espermatozoide. Aunque
sea un poquito.
“Ella no sabe lo que significa todo esto. Cree que
es sólo un juego.”
Me acerqué contoneándome como una anguila
epiléptica, o algo así, demasiado ansioso para sentirme
ridículo. Golpeé, llamé, me preparaba a regresar y de­
cirle que dejáramos la segunda parte para otro día.

122
M arina en sol y azul cobalto

-¡Entráa! -gritó, y se me colgó del cuello con brazos


y piernas.
-¿Cómo? ¿No era que la primera vez no tenías que
dejarme entrar? -le dije medio ahogado, mientras
trataba de desprendérmela.
-Cambié las reglas -dijo sin soltarme.

-Pero no entiendo, Marinita. ¿Lo que me estás di­


ciendo es que vos... que ya... que vos no sos virgen?
-Te estoy diciendo que cogí. ¿Qué tiene que ver
lo de virgen o no virgen? Las vírgenes están en las
iglesias.
-Y ese chico...
-¿Luisito? Lo conocía de antes. El otro verano
también alquilaban la casa al lado de la nuestra, cer­
ca de la playa. Los padres de él se hicieron amigos de
papá. Y de Evangelina. Por eso este verano volvimos a
alquilar juntos.
-Ylos padres... tu papá, y los padres de ese chico...
¿saben?
-¿Eh? Los de él, creo que no. Papá seguro, y Evan­
gelina también, yo les conté. Ay, a ver, córrete un po­
co, que así estoy incómoda. Así. Te decía, los dos se
mataban de risa, papá decía ya me preguntaba cuán­
to más nos iban a tener esperando. Por ahora no hay
ningún problema, me dijeron, más adelante te vas a
tener que cuidar para no quedar panzona, pero por

123
C arlos G am erro

ahora tenés vía libre. Agradecé, que la mayoría de


nosotras nunca supo lo que es coger sin pensar en
los anticonceptivos, me decía Evangelina, pero
cuando sea tiempo yo te explico, vas a ver que es
una pavada.
-¿Y así nomás?
-¿Así nomás, qué?
-Que...
(¿Celoso? ¿Celoso de un chico de diez años? ¿Ypor
una nena de nueve? Decididamente, los límites del
mundo se van ampliando.)
-¿Y ahora? -le pregunto, imbécilmente anhelante-,
¿Lo ves ahora? -(Qué lindo, poder hacerle una escena,
para completar el cuadro clínico.)
-¿A Luisito? No, no es de Buenos Aires. Aveces le
escribo, pero poco. Solamente cogimos, además. No
pensábamos casarnos todavía.
¿Qué te enmudece? El desparpajo -ay no, desfa­
chatez o tupé irían mejor- con que te dice todo esto,
o las conclusiones que ya querés a toda costa derivar
de las premisas? Cogió. Ya no es virgen. Ergo... No,
¿no? Mejor culpar al desparpajo.
-Te quedaste callado.

-No, así no vale. El juego era que a cada cuenta


que yo sacaba bien, vos te sacabas algo, y si no yo.
-Y bueno.

124
M arina en sol y azul cobalto

-Pero me diste una cuenta de menos. Lo calculas­


te a propósito. Y yo que me maté para hacerlas todas
bien. Ahora me tenés que dar una más.
-Escúchame. Ya me dejaste casi sin nada. ¿Qué
más querés?
-Eso que tenés puesto. Con vos no se puede jugar.
Sos un tramposo. Peor, un cobarde. Un profesor de
matemáticas, eso es lo que sos.
-Bueno, no te enojes tanto. Vení, vení. Decime
que no estás enojada.
-Estoy enojada.
-Vení para acá. ¿Estás bien así? ¿Seguís sin que­
rerme?
-Sí. Bueno, un poco. ¡Uy, cómo te late el corazón!
Bueno, te perdono pero con una condición. Que la
próxima vez no hagas trampa. ¿Prometido?
-Prometido.

-Che, escúchame, hoy no la puedo ir a buscar


a Marinita. ¿Sería mucho pedirte que la acompa­
ñes hasta casa cuando termine la clase? Aunque
ahora ya no oscurece tan pronto, prefiero que no
vuelva sola.
-Dale, Luis, y así de paso nos tomamos un helado.
Decí que sí.
-No seas chantajista, Marina. ¿No te basta conmigo,
que ahora lo enredás también a tu profe?

125
C arlos G am erro

Me sonrió. Le sonreí. Qué increíble cómo hay mue­


cas que pueden pasar por sonrisas. Yo protegiendo a
Marina. ¿Qué más? El lobo a Caperucita. La Madrastra
a Blancanieves. Me dijeron que en el Mundo del Revés...
¿Será un mundo contrafáctico ése?
-No hay ningún problema, al contrario -intervi­
ne, amable, mientras gradualmente desaparecía todo
de mí excepto la sonrisa.

-Dame la mano, no seas bobo. ¿Qué tenés, miedo


que nos vean? Igual, van a pensar que soy tu hija.
-¿Y qué sos mío, Marina?
-¡Qué sé yo! Me querés, yo te quiero. Decí que
soy tu novia. O una de tus novias, está la otra. Vos de
mí sos el único.
-¿Y Luisito?
-¡Pero si eso fue en el verano! Además, él no era
mi novio. Vos y yo todavía no cogimos, pero igual te
quiero más.
“¿Todavía?”
-¡Mirá, ésa es la heladería! -me suelta la mano y
sale corriendo.
Mientras ella come su helado le acaricio la cabeza
de Venus renacentista (con mis torpes dedos escolás­
ticos) y ella levanta la vista y me sonríe, con manchas
de helado de chocolate en el borde de los labios.
Amago limpiarla con el pañuelo doblado ya listo en

126
M arina en sol y azul cobalto

la mano y me da vuelta la cara y se limpia con el dorso


de la suya, y vuelve a mirarme, desafiante, a través del
pelo revuelto. Le saco la lengua y ella hace como que
me devuelve el gesto, pero sólo para lamer su helado
y, cuando esté distraído, pasarme un dedo de crema
rusa por la punta de la nariz.
-¡Epa!
No puede haber otra risa como la suya. A veces
me parece que no puede ser real, que debe haber sa­
lido de una de esas fantasías colectivas con las que se
seduce a los pueblos. Marilyn Monroe no debe haber
sido muy distinta de ella, cuando era una nenita.
-Marinyn Monroe. Marinyn Monroe -le susurro.
-¿Te parece? Y yo que pensé que era más linda -di­
ce, estirando el labio inferior muy por encima del su­
perior, en un típico gesto suyo.
“Si sólo pudieras quedarte así. Que la Tierra deje
de girar, ahora; que vos sigas siempre burlándote de
mí en esa mueca, que yo pueda seguir mirando así tu
cara y acariciando tu pelo por toda la eternidad. Sin
tener que avanzar, sin tener que retroceder. En otro
mundo. Un mundo donde la flecha nunca llega a des­
tino, contenta donde está. Un mundo donde Aquiles
nunca alcanza a la tortuga. Un mundo lógico.”

Si en un pueblo algunas chicas se peinan ellas mis­


mas, y otras van siempre a la peluquería, ¿sí? -Sí, me

127
C arlos G am erro

contesta Marina- Entonces, la peluquera peina sólo a


las que no se peinan a ellas mismas, ¿o no? -Claro -de
nuevo ella-. Ahora la pregunta: La peluquera, ¿se peina
a ella misma o no? -y ahí me mirará como pensando
qué te traés entre manos, a ver, empezá de nuevo.
Puede ser que con esto la próxima clase consiga
interesarla. Nada menos que con mi querida para­
doja... Pero si con todo el tiempo que le dedico no
me sirve para entretener a una nena de nueve años,
entonces, ¿para qué la quiero?

El jueves siguiente, puntualmente, ejecuté paso a


paso la clave que semanalmente me abría las puertas
del paraíso. Escuché el zumbido. Hablé con el padre
por el portero, abrí la puerta de abajo. Me mantuve
atento a la bajada y la subida del ascensor. Me levan­
té a abrir la puerta del departamento. Era él solo. Ha­
bía venido sin Marina. Fue fácil darme cuenta de lo
que pasaba, no necesité ni un segundo. La catástrofe
había finalmente llegado.

-Mirá, yo sé lo que está pasando. Marina me cuen­


ta todo, o casi todo. Todo lo que quiere contarme.
No, dejá, no me expliques nada, no vine para eso.
Ni vos ni Marina tienen por qué explicarle nada a

128
Marina en sol y azul cobalto

nadie. Eso es algo de ustedes. El que ella sea pende-


ja y vos ya no, es algo que me parece te jode más a vos
que a mí, y seguramente más que a ella. Te conozco
lo suficiente como para saber que te matarías antes
de hacerle algún mal, intencionadamente. Eso me
basta. Si todo quedara entre nosotros, podría seguir.
¿Por qué no? Marina está súper bien con vos, y a vos
no parece hacerte mal su compañía. Pero el proble­
ma es que ya no queda entre nosotros. No sé bien
cómo, el hermano se enteró. Parece que los vio la se­
mana pasada, cuando la llevaste a casa: él estaba de
visita. No sé qué estarían haciendo ustedes, la cosa es
que sospechó. Perdóname que use esa palabra, pero
así lo debe haber visto él, caer justo en la escena del
crimen. Te siguió, me parece. Preguntó por vos en el
edificio. Siempre encuentran aliados: una vecina tu­
ya, afecta a escuchar a través de las paredes. “Ay se­
ñor, suerte que llegó, yo no sabía a quién acudir,
pero no podía permitir que eso siguiera. Una nena
tan chiquita, pobre ángel, ese degenerado.” Ya te
lo imaginás. Le contó todo a la madre, fueron al co­
legio, se consiguieron un abogado. ¿Entendés? La
cosa puede ponerse jodida. Lo mejor ahora es parar
un poco, esperar, a ver si todo se calma solo. Lo peor
que podemos hacer es darles más armas. Por eso
no la voy a traer más a Marina a clase. Igual, el año
que viene la cambio de colegio, así que por eso...
No sé, más adelante vamos a ver cómo pueden ha­
cer para encontrarse, en todo caso lo hablamos los

129
C arlos G am erro

tres. Pero por ahora... No puedo obligarte a nada,


pero te pido que entiendas. Entendé cómo viene la
mano. No viene fácil.
-¿Voy a poder llamarla, aunque sea?
-Mejor que te llame ella. Mi hijo viene a casa se­
guido, y si atiende él... ¡Qué hijos de remil puta! ¿Te das
cuenta lo que nos obligan a hacer? Que tengan que
mentir, esconderse, tomar precauciones, darle la idea
a Marina de que está haciendo algo malo. Con o sin
dictadura, reprimir es un deporte nacional, acá.

“Los que nos dedicamos a la lógica pasamos por


seres metódicos, ordenados, grises, temerosos de sa­
lir de la jaula de nuestras tablitas de verdad. Y si lle­
vamos una vida desarreglada -los ejemplos sobran-
es a pesar de ser lógicos (ergo, la vida convencional es
lógica). Y sin embargo, gracias a nuestro método, vi­
vimos en contacto con los límites del mundo (más
aún, el límite de todos los mundos) recorriendo un
camino pausado y rutinario al borde del precipicio.
Ni los artistas, ni los poetas, ni los místicos, ni los cri­
minales conocen nuestro vértigo. Se conciben Ulises
porque vislumbraron los bordes de su mundito par­
ticular y los creyeron los límites del universo. Y si les
preguntamos ¿cuál de los universos?, no entienden.
No a pesar de la lógica, sino por la lógica, pode­
mos ser así. Astronautas de lo posible.”

130
M arina en sol y azul cobalto

¿Esto lo puedo decir en una clase? Decididamen­


te, no es lo habitual. Yjustamente por eso, ¿por qué
no? Que aprendan que la lógica no se termina en la
prueba formal de validez. Que se conecta con todo.
(Por suerte tengo todavía las clases que dar en la Fa­
cultad para mantenerme ocupado. Lo único que me
jode son las horas que paso lejos del teléfono.)

¿Cuántos días van?

3.02 El pensamiento contiene la posibilidad del


estado de cosas que piensa.
Lo que es pensable es también posible.
Decididamente, no era ningún boludo este tipo.
6.422 Debe haber una especie de premio ético y
de castigo ético, pero deben encontrarse en la acción
misma.
6.43 Si la voluntad, buena o mala, cambia el mun­
do, sólo puede cambiar los límites del mundo, no los
hechos.
En resumen, de este modo el mundo se convierte,
completamente, en otro. Debe, por así decir, crecer o
decrecer como un todo.
El mundo de los felices es distinto del mundo de
los infelices.

131
C arlos G am erro

Qué increíble. Todo esto tenía que pasar para po­


der leerlo así. Todo esto para darme cuenta de que era
necesario aprender todo de nuevo. Hasta la lógica.
5.153 Un acontecimiento ocurre o no ocurre. No
hay término medio.

-¡Marina! ¡Mariiinaa!
Estoy en la calle. Estoy aullando. Probablemente
haya gente saliendo a los balcones, pero todavía no
al balcón que a mí me interesa. Sé que es ése. Lo sé
porque me lo dijo. Aquella última vez que la vi, cuan­
do la acompañé hasta acá, y me dijo: “¿Ves? ¿Ves ese
balcón? Ahí está mi pieza. Algún día te invito a cono­
cerla. Hoy no, porque venía mi hermano. Otra vez...”
Esta es la otra vez, y estoy esperando que me abran la
puerta. Mientras tanto, sigo aullando.
No tuve que esperar mucho. Casi enseguida se
prendió la luz en el cuarto, y su silueta se recortó
contra la ventana, seguida de otra. Hubo un force­
jeo, y Marina empezó a gritar. Alguien, agarrándo­
la, trataba de arrastrarla de nuevo para adentro.
Alguien que no era su padre.
Corrí, no me acuerdo si gritando o no. El padre
salió a la puerta de calle, abriéndola de golpe, agitado.
-Luis, aléjate. Andate hasta la esquina al menos.
No cagués más las cosas. Andá, que yo ahora voy a
hablarte.

132
M arina en sol y azul cobalto

-No me voy. Quiero ver a Marina. -Jadeaba, plan­


tado en mi lugar-. ¿Quién la agarró recién? ¡Quién!
-El hermano. No te preocupes, no le va a hacer na­
da. Me conoce demasiado como para atreverse. Pero
no quiero que se encuentre con vos. Por lo que más
quieras, andate.
-Sólo quiero verla. Que me diga que está bien. Que
me diga ella que me vaya. Sólo así.
-Por favor. Te lo pido. Sé razón...
-¡Lo voy a matar a ese hijo de puta, lo voy a matar!
-la voz venía de adentro.
Edgardo padre me clavó una mirada en la que
venían mezcladas demasiadas cosas como para que
pudiera percibirlas todas en ese momento. Muchas
cosas, pero nada de odio.
O tal vez sí, pero no del odio que había sentido en
la voz de adentro. Decidí alejarme. Marina no merecía
esto. No me importaban los otros dos, ni los idiotas
que me miraban, tratando de disimular lo obvio, des­
de las puertas de sus casas. Caminé hasta la esquina,
y ahí me di vuelta.
A la luz de la puerta abierta podrían haber pasado
por dos amigos abrazándose. O padre e hijo. Pero el
foco de la calle los iluminaba mejor. Era el boxeador
que va perdiendo tratando de trabar al otro. O que no
quiere pegar más, a pesar de los silbidos de los espec­
tadores. Los espectadores, que se regodeaban con:
-¡Vos tenés la culpa! ¡Sos peor que él! ¡Prostituiste
a tu hija! ¡Sos peor que él!

133
C arlos G am erro

-Cálmate, Edgardo. Volvamos para adentro. Esto


no se arregla así.
-Sos una mierda. Si no vas vos, ¿por qué no me
dejas a mí que lo cague a piñas? Si vos no te animás,
voy yo. Pero dejame ir. ¡Dejame ir, papá!
La pelea había terminado. Triste y repetida ima­
gen de la audacia y el vigor juveniles derrotados por
la sensata voz de la experiencia, uno de los contrin­
cantes colgaba doblado, y apoyado en el brazo de su
caballeroso adversario se dejó alejar del lugar del
deshonor. Edgardo sénior yjúnior, unidos en el com­
partido deber paternofilial. Conmovedor.
Yo seguí en la esquina. Y ahí pensaba seguir toda
la noche, y el día, y otra noche. No se trataba de fuerza
de voluntad, o de valor. Era simplemente lo inevitable.
La esquina era mi precipicio.
La puerta volvió a abrirse al rato, y de ella emer­
gió sólo papá Edgardo, como esperaba. Se acercó
despacio, ensayando un aire mundano y despreocu­
pado que le sentaba: “Vos dejámelo a mí y quédate
con la nena, que a éste yo sé cómo manejarlo”. Bueno,
vamos a ver.
-Qué tal. ¿Cómo anda, reverendo?
-¿A qué viene eso?
-Dale, como si no conocieras a tus precursores.
¿Te parece si caminamos?
Caminamos. La noche estaba llena de estrellas y
olía rabiosamente ajazmín. Una inmejorable noche del
inmejorable diciembre de Buenos Aires. Una noche

134
M arina en sol y azul cobalto

muy adecuada para cagarse a piñas con el hermanastro


mayor de la nena de nueve años de la cual uno está
enamorado. O con el padre, ya que estamos.
-Me costó trabajo frenarlo al energúmeno de mi
hijo -empezó y terminó.
“¿Y te creés que a vos te tengo más miedo? ¿O más
respeto? ¿O qué? Después de todo, también querés
sacármela. Igual que los demás. ¿O no?”
-¿Sabés, Luis? Esto, lo de vos y Marina, no puede
seguir.
-Ya sé lo que pensás. Y también sé que dijiste que
nadie en la Tierra tenía el derecho de imponerle su
voluntad. De cortarle la libertad. Esa libertad de Ma­
rmita, con la que te llenabas tanto la boca. Y no me ven­
gas con tu tono paternal y tu “yo sé lo que es mejor pa­
ra ti”, que bastante de eso me hiciste tragar la última
vez. Sí, ya sé. El hermanastro sabe, mi vecina sabe y aho­
ra todos tus vecinos también saben. ¿Y a mí qué? Para
una persona tan segura de sus convicciones, te impor­
ta bastante lo que andan diciendo por ahí.
-¿Te puedo hablar de otra cosa?
-Sí, cómo no. ¿Viste el partido el domingo?
-Te quería hablar de Ana María. Ana María, mi
mujer. La madre de Marina. ¿Puedo?
Al principio no le di pelota. Sabía que todo iba a de­
sembocar en un “ahora podrás odiarme, pero a la lar­
ga te vas a dar cuenta de que fue lo mejor”. ¿Y quién
quiere lo mejor? La necesidad ética me la paso por los
huevos. Es la necesidad lógica la que me tiene acá.

135
C arlos G am erro

Algo me hizo prestarle más atención, sin embargo.


Quizás el tono de voz.
-Cuando ella murió, me prometí que su hija iba
a ser un homenaje a nuestro amor, más aún, al amor
que ella sintió por mí. Me prometí que iba a lograr
con nuestra hija el milagro que ella había logrado
en mí: vivir la sexualidad, el amor, la vida entera sin
culpa, sin miedo. Me dije que la primera vez que
reprimiera a Marina, que mutilara en algo esa vi­
talidad o cualquiera de las otras cosas que son la
herencia de su madre, ese día la estaría traicionan­
do a ella, a todo lo que fue y sigue siendo para mí.
No hubo persona con la cual no tuviera que pelear­
me, ni fue mi hijo que viste vociferando allá afuera
de ltjos el peor.
-¿Y qué me querés decir con todo esto? Porque
me parece que estás argumentando para el otro lado.
Dejó de caminar, y se quedó sin decir nada, mi­
rándome. Después:
-Estoy diciéndome estas cosas más a mí que a
vos. ¿A vos te parece que esto es fácil? Vos apenas
hace unos meses que la conocés. Una hora por se­
mana. Soy yo el que tuvo que matarse día a día to­
dos estos años. ¿Con qué cara me acusás? Hice todo
lo que pude.
-No lo dudo -dije, esta vez sin ironía.
-Pero, ¿entendés? Esto no puedo dejarlo. Nadie lo
entendería, nadie querría entenderlo. Me quitarían la
tutela, la tendrían en su poder. Es joven, todavía están
M arina en sol y azul cobalto

a tiempo: la destruirían. Mi primera mujer no está


conforme con lo que hizo con Edgardo. Quiere más.
Tiene sed de más. Los que son como eila no pueden
dormir, comer ni -coger no, cómo se podrá llamar
a eso que hacen- tranquilos mientras haya uno so­
lo que les muestre que se puede vivir de otra ma­
nera. Tengo que protegerla, aunque eso implique
hacerle algo de aquello de lo que trato de prote­
gerla. Nadie puede ser completamente cuerdo en
un mundo de locos.
-¿Y entonces?
-Entonces me la llevo a Marina de vacaciones el
viernes que viene. Este verano nos vamos a una playa
más al sur, no te aclaro cuál pero te aclaro que no es
Gessell, así no sentís celos de tu tocayito.
Se dio cuenta de que no me reía a carcajadas de
su chiste, y siguió:
-Mirá, vos sos un tipo sensato, pero eso sería lo de
menos. Lo que me importa más es que la querés a
Marina, la querés en serio. No podés ponerla en pe­
ligro. Ya sé que esta separación la vas a sufrir mucho
más vos que ella, pero pensá en lo que puede costarle
-a mí y a la larga a vos también, pero sobre todo a ella-
si siguen viéndose. La otra vez apelé a tu comprensión,
pero me parece que subestimé lo que vos sentías. Mi
error fue hacerlo tan de golpe, pero... qué sé yo. Ahora
es todavía peor. Después de lo de hoy... no puedo arries­
garme. Me la llevo. Voy a hablarlo con Marina, pero
creo que va a entender. Aunque no le guste, creo que va

137
C arlos G am erro

a estar de acuerdo. Espero, porque de todos modos no


queda otra. No sé si todo esto te parecerá muy duro,
pero son los hechos. Argumentar más sería hipócrita.
Si querés puteame, si querés cagame a pinas, pero no
vas a cambiar nada. Nada que a vos te importe.

Mañana. Mañana se va de vacaciones. Quiere decir:


mañana se la llevan, la arrancan de mi vida. Quiere
decir: a partir de mañana no voy a poder ir a aullar
bajo su ventana. Aunque quiera. Aunque decida que
vale el precio de volverme loco.
Suena el portero eléctrico. Hoy, y a esta hora. Qué
broma macabra. ¿Con qué inercia me levanto a aten­
der? ¿Por qué mi cuerpo vaciado se obstina en los ac­
tos que hace tanto perdieron sentido?
-¿Quién es?
-Es jueves y son las cinco de la tarde. ¿Quién
puede ser?

-Hoy vamos a jugar. A las cuentas, a los dados, a


lo que sea. Pero hoy jugamos hasta el final. Por eso
vine sola. El juego de hoy nadie lo interrumpe.
-Como usted diga, profesora.

138
M arina en sol y azul cobalto

-Es más grande que la de mi papá -dijo, concen­


trada, sopesándola en su mano-. Qué lástima.
-¿Por qué?
-No va a entrar.
-¿Y cómo sabés que la de tu papá...? -se me escapó
mientras me incorporaba de golpe sobre los codos, y
no tuve que ver la expresión de su cara ni adivinar la
inminente carcajada para sentirme un imbécil.
-No, bobo. Qué pensás. Es mi papá -mostraba
los dientes blanquísimos, me pegó con un puño en
la pierna-. Con mi papá no hago nada, porque es
mi papá.
-¿Y vos cómo sabés?
-¿Qué?
-Que es... más grande... la mía.
-Porque se la vi, tonto. ¿Por qué va a ser? Una vez,
cuando estaba con mamá, dejaron la puerta abierta.
Es una de las primeras cosas que me acuerdo. Con
Evangelina los veo a veces, cuando se bañan o andan
por la casa, pero ahí está chiquitita. Y al dormitorio
no puedo entrar cuando cogen, claro. Después sí.
-¿Quién es Evangelina?
-La novia de papá. ¿No te acordás? Si te conté
que papá tiene novia. Es muy linda, toda de pelo ne­
gro, toda. No como mamá, que en la cachucha tenía
pelos rubios. ¿A vos te parece que a mí me saldrán ru­
bios, como mi mamá? -mientras hablaba entrelazaba
sus dedos de uñas minúsculas en mi vello púbico, dis­
traídamente, como tratando de desensortijarlo.

139
C arlos G am erro

“Que nunca te salgan, ni rubios ni tricolores”,


pensé. “Mantené siempre ese pubis liso y perfecta­
mente blanco de cuadro renacentista, ese pubis que
invade mis sueños y me desasosiega más de lo que
cualquier triángulo de pelos hizo jamás. Tu pecho
plano de muchachito y tus bracitos de rana. No crez­
cas nunca, Marinita.”
Había apoyado el costado de su cabeza sobre mi
vientre, tendida boca abajo, con una mano perdién­
dose entre mis muslos y la otra llegando a mi pecho.
Seguía mirando, quizás desenfocadamente, mi pene
erguido, que en cada contracción le rozaba el dorso
del brazo.
-No va a entrar. Qué lástima. El de Luisito es
mucho más chiquitito, y entra justo. -Lo acariciaba
con la punta de los dedos, rozándolo apenas, y yo
casi no podía escuchar lo que decía, no podía evitar
gemir, retorcer mi torpeza violenta de cuerpo gran­
de, peligroso.
-Tenía tantas ganas... Y es tan lindo.
Lo único que podía ver era la espesa cabellera rubia
cubriéndolo todo, y su espalda de ángel sin alas y mi
pecho a partir de las costillas, pero sentí con nitidez
demencial el primer beso, y el otro, y el otro. Nunca,
nadie, antes, lo había tratado así. Nunca había imagi­
nado que el cuerpo de un ser humano...
-No, Marinita... Por favor, no... No hagas eso.
-¿No te gusta? -dio vuelta la cabeza, me miró a
través del pelo que le cruzaba la cara-. Creí que te

140
M arina en sol y azul cobalto

iba a gustar mucho. -Había estirado la boca en una


trompita de fastidio y subía y bajaba las pestañas.
-Me gusta, me gusta mucho. Pero es que... No sé.
-A veces sos tonto, ¿eh? Parecés las maestras del
colegio. Te daba besitos porque te quiero mucho. A
Luisito...
Traté de hundir la cabeza en la almohada lo más
posible. Darme vuelta no podía, y mucho menos evitar
que empezaran a correr las lágrimas.
-¿Qué te pasa? ¿Llorás? Perdóname, no sabía que
te ibas a enojar. Lo hice para ponerte contento. No
llores, te pido perdón, no lo hago más.
-No, Marinita, no es por eso. “Es por... No lo pen-
sés, no te atrevas a pensarlo ahora. Ya va a haber
tiempo.”
-¿Es algo que dije? -empezó a trepar por mi cuerpo,
acercando su cara a la mía, como un animalito por un
árbol. Me clavaba sus enormes ojos azules, tratando
de entender. Traté de sonreírle. Le acaricié el pelo por
detrás de la nuca, donde a ella le gustaba.
-Fue una cosa que me acordé, Marina, no es nada.
Nada que vos hagas me puede molestar, entendés.
Acordate siempre de eso. No te lo olvides nunca, Ma­
rinita. Mi Marinita.
Aflojó los brazos, dejó que sus rodillas se fueran
deslizando hacia atrás y muy despacio se acostó sobre
mi cuerpo. Me dio un beso más en el pecho, riéndose
por la cosquilla de los vellos, y me dijo muy bajo:
-Te quiero mucho, ¿sabés?

141
C arlos G am erro

Después puso la cabeza de costado, su oído con­


tra mi pecho, y se quedó dormida escuchando los la­
tidos de mi corazón.

El sol entraba a raudales por la ventana abierta y


le encendía con violencia el pelo de oro, cubierto to­
do el radio de mi pecho con su fuego. Con la mejilla
sobre mi pecho, apenas me pasaban las rodillas las
puntas de sus pies. En una perspectiva de sueños veía
un pedazo de sus hombros, la sierra pronunciada de
su columna, su culito blanco y apretado. Toda blanca
y dorada a la luz del sol, destacándose por contras­
te contra mi cuerpo grande, oscuro e hirsuto. A ve­
ces entraba la brisa, acariciaba las hojas de las plan­
tas en la ventana, y hacía estremecerse a nuestros
cuerpos (cómo me atrevo a pronunciar esas dos pa­
labras), el de ella con el doble estremecimiento del
mío y de su sueño. Cada tanto movía la cabeza, en­
cogía una pierna, formaba palabras en sueños. ¿Qué
va a hacer con vos la vida, Marinita? ¿De qué mil ma­
neras se las van a ingeniar para arruinarte, doblegar­
te, traicionarte? ¿Cómo van a tratar después de mí a
tu cuerpo vulnerable, frágil, tan confiado? Le rozaba
la punta de los cabellos apenas; importándome, por
sobre todas las cosas de este mundo, no turbar su
sueño de paraíso milagrosamente todavía no perdi­
do. ¿Quién, cuándo, dónde, se atrevería a arrastrarte

142
M arina en sol y azul cobalto

por el mundo? ¿Quién tendría el valor de cometer


el mayor pecado que cualquiera cometió jamás?
Esa tarde, con la luz haciéndose violeta y lila y azul
sobre el cuerpo de Marina acompasadamente ascen­
diendo y bajando sobre la respiración de mi cuerpo,
me di cuenta de que nunca antes en mis treinta años
de vida me había dado el lujo de ser feliz.

-¿Me atás los cordones?


Estiró una pierna, luego la otra, desde el borde de
la cama. Al terminar de apretar cada nudo, le daba un
beso en la rodilla, que la hacía reír.
-No seas hincha. Mirá que no podemos empezar
de nuevo. Ya es de noche.
-Te voy a acompañar hasta la esquina de tu casa,
Marina. No podés volverte sola a esta hora.
-Yo hago lo que se me da la gana. Vos me acom-
pañás hasta la puerta del ascensor y nada más. Bajo
sola y me voy sola. Y no mires por el balcón. Si te veo
mirando no vuelvo más.
-¿Y cuándo vas a volver? -le dije sonriendo, tra­
tando de que la sonrisa pareciera una sonrisa-. Aho­
ra te vas de vacaciones, y cuando vuelva tu papá no va
a querer mandarte más acá.
-Voy a volver cuando entre. Evangelina me dijo que
cuando crezca se hace más grande, y yo me voy a dar
cuenta si entra o no. Por ahí cuando me empiecen a

143
C arlos G am erro

salir los pelitos rubios y tenga tetas como las chicas


grandes ya va a entrar, y entonces vuelvo. ¿Está bien?
Igual, de la playa te mando postales. Aunque papá no
quiera. Las escondo.
No sabía qué contestarle y, agachado como estaba,
le di un beso en los labios. Me pasó la lengua por los
dientes como ella sabía y después me dio dos besos,
uno en cada ojo. No sabía cómo iba a hacer para vivir
sin ella, y quizás de alguna manera, oscuramente, ella
había intuido que esta esperanza de que volviera era
la única manera de soportar los meses inmediatos de
su falta. ¿Pero era posible un razonamiento así en una
chica de nueve años? Nunca podría, desde mi absolu­
ta inmadurez, llegar a comprender la particular espe­
cie de sabiduría que tenía Marina.
-Te voy a extrañar mucho, Marmita.
-Yo también. Y me voy a acordar siempre de vos.
Hasta que vuelva.
-Claro. Hasta que vuelvas.
-¿Te queda un caramelo?
-Sí, tomá, llevátelos todos.
-Uno solo. Los otros comételos vos. O dáselos a
tu novia.
-Yo no... (¿Como caramelos? ¿Tengo novia? ¿Voy
a poder soportar tu falta? ¿Qué carajo quería decir?)
El ascensor la fue bajando de a poco, mientras me
saludaba con una mano y mordiéndose un dedo de
la otra con los dientes, y me pegué a la reja hasta que
sólo se veía el techo del aparato. Después corrí hasta

144
M arina en sol y azul cobalto

mi departamento, apagué todas las luces y me asomé


a la ventana del dormitorio, donde sería menos visi­
ble que en el balcón. Tardó dos minutos en salir. Su
pelo la distinguía de cualquiera, aun en la oscuridad.
Miró a ambos lados desde el cordón, y cruzó la calle
corriendo, en línea recta hacia el coche que esperaba
estacionado del otro lado.
Quién sabe hace cuánto que estaba ahí. Quién sa­
be si no estuvo ahí toda la tarde, esperando. Con la vis­
ta fija en el balcón. Podía adivinar el rostro de alivio,
los besos, las preguntas, la conversación que la mayo­
ría no imaginaría ni siquiera posible entre padre e hi­
ja. El pensamiento, no pronunciado, pero repetido
una y otra vez. “Tenías razón, Ana María, como siem­
pre. Aunque dé miedo, vale la pena seguir tratando.”
Podía prever, también, tras los primeros segundos,
la doble, súbita mirada hacia uno de los balcones de la
casa de departamentos.
Por no ver el auto partir, cerré la ventana y me
alejé de ella.

145
Norma y Ester
A Leonora Djament

Norma, es en vano, hoy tampoco va a venir Víctor,


pensó Ester en la pieza del fondo mientras trastabi­
llaba tratando de sacar los pies de las perneras de su
jean y estiraba el cuello de la remera para pasársela
por la cabeza sin acogotarse. Eso sí que tendría su
gracia, pensó. Estiró los brazos hacia atrás para de­
sabrocharse el corpiño y antes de sacárselo masajeó
detrás las marcas irritadas que le había dejado. Había
caminado despacio para no agitarse, pero con el ca­
lor de estos días ya estaba mojada de transpiración
apenas empezada la mañana. No es que suba, es que no
baja, decía su mamá abanicándose con el matamos­
cas, no pegué un ojo en toda la noche, y Ester para sí:
yo tampoco, mamá, ojalá fuera del calor solamente.
Dobló con cuidado su ropa de calle, el corpiño den­
tro de la remera y la remera sobre el jean, todo en el
bolso de mano y el bolso bajo el diván, hoy estás peor
que nunca, se dijo mientras fastidiada sacaba todo de

149
C a rlo s G am erro

nuevo hasta encontrar en el fondo el corpiño de encaje


del trabajo. Lo estiró varias veces en distintas direcciones
para desarrugarlo, como le había enseñado su mamá
cuando empezó a desarrollarse, si supieras, mamita que­
rida, para lo que me sirve ahora todo lo que me enseñas­
te, le dijo sonriéndose mientras los dedos abrochaban
de arriba abajo los escasos botones de su delantal. Pero
bien que hoy o mañana o algún día de éstos cuando mi
jefe se decida a pagarme y me aparezca con la plata
no vas a hacer preguntas, pensó mientras llegaban al fi­
nal y controlaban que todo estuviera en su lugar.
El escote me deja ver la puntilla del corpiño, el
delantal te lo adaptás a tu talle pero nada de alargar­
lo, eh, que no es cuestión de taparse de nadie acá, le
había dicho el primer día su jefe, de espaldas a ella y
con las manos atrás, mirando el espejo como si fuera
una ventana, mascullando incómodo las palabras que
no eran de él. Quiero que me los trates bien a los clien­
tes, ¿eh, nena?, que para eso te pago. La que estaba
antes no quiso entenderlo, gracias a eso te regaló el
trabajo, a ver si vos lo cuidás más.
Los alcances y los límites de la consigna los terminó
de entender Ester el día en que la invitó a salir mientras
lo lavaba un gordito petisón al que le habían puesto
-ya me imagino quién, el que más lo repetía- Astrakán
por el casquite de rulos grasicntos que llevaba pegadito
a la cabeza. La orden era clara, le dijo que sí. Lo plan­
tó. Cuando al día siguiente el gordito fue a protestarle
a su jefe, Ester escuchó desde la pieza la contestación:

150
Norma y Ester

-Yo le ordeno que sea amable acá con los clientes.


¿Acá te dijo a algo que no? Bueno. Lo que hizo des­
pués es cosa suya, yo no voy a andar pagándole horas
extras para que vos sacudas la pistolita gratis.
Escuchó las risotadas, imaginó que le pegaban
con dos dedos en los pelos, escuchó: ¡Uy, Astrakán! ¡Te
la dieron, Astrakán! y pensó: bien contestado. Aunque
no podía dejar de preguntarse si a él, justamente a él,
se hubiera atrevido a contestarle lo mismo.
Le había causado gracia el delantal, cuando se lo
dio, aunque Norma le había contado. Era el mismo; al
principio, hasta su olor tenía: un delantal de mucama
de película, pero de película vieja, de las que veía su
mamá en la tele, en blanco y negro, el delantal también,
pero más sexy, demasiado, se me salen las tetas por arri­
ba y las nalgas por abajo, Ester, y con los zapatos de ta­
co aguja que me prestó Leonor es peor, parezco puta,
las uñas largas de colorado como los labios, y los párpa­
dos azul turquesa para combinar con las paredes, y ese
Víctor atrás a las carcajadas, bien, Gordo, dale que vas
bien, las pestañas bien largas y bien negras no te olvidés,
todas instrucciones de Víctor que el día que la tomó le
repitió casi de memoria su jefe a Ester, sin imaginar que
ella ya se las sabía casi casi mejor que él.
No, el gordo no es problema, le tiene pánico a la
mujer, pelás una teta y saca la foto de los hijos, le
contaba Norma, hasta podría ser un tipo decente si
no fuera por el otro, no, el problema no es él, es esa
bestia, esa basura, es esa víbora de Víctor, Ester. Por

151
C arlos G am erro

lo menos vos ves gente todo el día, Norma, en cam­


bio yo... ¿Gente? ¿A eso llamás gente? Tendrías que
ver vos misma lo que son, tendrías que ponerte en mi
lugar para ver, Ester.
Ester se sentó en el diván para ponerse los zapa­
tos, y tentada se tiró. El plush le hizo cosquillas en los
brazos y piernas, y enseguida empezó a darle calor.
Uno de los tubos del techo parpadeaba, y se tapó la
vista con la mano. Bostezó. Acolchadas por la puerta
del cuarto le llegaban desde el salón las modulacio­
nes del dial buscando música en la FM. La verdad es
que no variaba mucho la selección, tirando a aburri­
da, como su jefe, hasta los tropicales resultaban tristes
escuchados por él. De noche, a veces, cuando se que­
daban los dos solos esperando el último cliente que
nunca llegaba, Ester escuchaba desde su piecita algu­
nas de esas músicas exóticas, de la tierra de él o de sus
padres, y cuando ya estaba cambiada y entraba al salón
lo encontraba con las manos atrás y mirando el espejo
como si fuera una ventana. A veces para no interrum­
pirlo salía sin saludar y él ni se enteraba.
Una tarde, un sábado justamente, le encontró los
casets Víctor. Uy, miren lo que tenía escondido el
Turco, música turca tenía, música para el harén. Los
otros vagos que se juntaban en la peluquería cuando
estaba él empezaron a batir palmas con el que la
ponga, que la ponga, y Ester impotente desde la pie­
za de atrás podía escucharlo tarareando una música
turca inventada que no se parecía en nada a la de los

152
Norma y Ester

casets, seguramente meneándose como una odalisca


y trepándose a los sillones, y la voz de su jefe apenas
audible por favor, no, Víctor, si a nadie le gusta esa
música, devolvémelos, hasta que llegó el ruido de al­
go rompiéndose y un silencio pesado y después tí­
pico: Bueno, no era para ponerse así. Es tu culpa,
Turco, si se cayó. Te lo pago. Tomá, no jodás más, ni
que fuera de oro, che.
Y a pesar de todo su jefe Sebastián Djordjalián
no sólo lo aguantaba: lo veneraba, era capaz de cual­
quier cosa por complacerlo. No es mal tipo, o sí, qué sé
yo, es un hijo de puta. De tan cagón con esos amigos
suyos termina siendo peor que ellos, por miedo a de­
fraudarlos: tomando Gancia con soda en la cocina, la
ventana abierta al aire de la noche, febrero pleno, los
nenes dormidos, Eugenio desocupado esperando en el
billar a que alguien convidara, Norma contaba y Ester
escuchaba, como siempre. El ruido de la heladera
arrancando, la casa de Norma. Yo también lo extraño.
Pero falta poco, cualquier día de éstos, hasta hoy pue­
de ser, hoy. Tarde o temprano va a tener que venir a
lavarse. Y ahí va a pagar lo que te hizo, Normita.
Me rajó, Estercita. Me rajó el gordo hijo de puta.
Después de todo lo que me aguanté. Si yo escuchaba
clarito desde ese cuartucho donde me tenía, los co­
mentarios de ese Víctor mientras le cortaba, a todos
les contaba a gritos cómo me había manoseado, a to­
dos que lo conocen a Eugenio cómo me había cogido
en el divancito de atrás: ¡El dogor la tiene clara! ¡El

153
C a rlo s G am erro

Turco pone carne de primera pa la clientela! ¡Coto, le


vamos a decir, Coto! Qué más quería, cinco meses, qué
más quería, en ese divancito, Ester, por qué me echó.
Ester se levantó del divancito de un salto, se mareó,
tuvo que apoyarse en la pared y en la silla para man­
tener el equilibrio. Cuando se amodorraba le venían
a la cabeza pensamientos como éstos, la seguían de los
sueños que cortaba el despertador cuando sonaba,
sueños con la cara de Norma mirándola con asco y su
jefe descubriéndolo todo en el peor momento y el
alambre que giraba y giraba sin ajustarse y Víctor que
se reía a carcajadas y era el despertador.
Se asomó al pasillo, nadie a la vista, avanzó dos
pasos hasta la entrada del salón. Tanta luz de golpe.
En la avenida los dependientes empezaban a abrir los
primeros negocios, sábado, ya había gente, saludos
gritados de una vereda a otra, el ruido de las cortinas
metálicas levantándose.
-¿Necesita algo, don Sebastián?
Medialunas.
Su jefe se sobresaltó y se dio vuelta desorbitado.
Durante un segundo pareció no reconocerla, después
balbuceó:
-No, nada, querida, nada. Volvé a tu trabajo.
Las medialunas. Decile.
Qué trabajo, a esta hora, más que esperar acá me­
tida, sola. Se cepilló el pelo para atrás, tironeando sin
piedad. ¿Me pagará hoy? Qué salto que pegó. Ya es­
tamos a fin de mes, mi primer sueldo, no hay día que

154
Norma y Ester

mamá no me pregunte. ¿Habrá exagerado lo de las


propinas Norma? Porque lo que es a mí...
Tenía la cara gorda, un granito rosado en el men­
tón, la frente aceitosa, se la lavó frotando fuerte con
agua y jabón. Otra vez me estoy inflando como un
globo, pensó; rogó que no me venga justo hoy. ¿Los
habré metido en el bolso? Ayer, sí.
La televisión, nada hasta las diez.
Arriba de la puerta, sobre un soporte colgado de ca­
denas, el aparato la miraba muerto y mudo apoyado so­
bre el plush de leopardo con borlas bordó. Para que
puedan ver mientras los lavás, le explicaba Norma, pe­
ro no parece seguro, tenés miedo de dar un portazo y
que se te caiga en la cabeza. A Ester le había parecido
raro. ¿Por qué el video en la piecita, y en el salón sólo
una radio? A esta altura ya deberías saber, dijo Norma
torciendo en una mueca la boca, todas esas vivezas vie­
nen de Víctor. Y trae sus propias películas. ¿Sabés lo que
es estar lavándole el pelo como si nada mientras en la
pantalla a una sujetada entre dos le chorrea por la cara
la leche de tres y el tipo te dice ¡Mirá eso! ¡Mirá!, como
si fuera una jugada de fútbol entre tres a la vez? ¿Sabés?
-Sus peliculitas acá no. ¿Qué se cree que es esto,
un transitorio?
-Dale, ésta sólita. Así me divierto mientras me lavás.
-¿Le parece poco placer que lo lave Ester? Miran­
do video se lo va a perder.
No, así no, más cortante. Sino parecía darle pie.
¿Y si lo dejo mirar? Por ahí es mejor, lo agarro más

155
C a rlo s G am erro

distraído. Ester acercó la nariz a la rendija de la puerta


y husmeó el chiflete dos o tres veces. Como un perrito.
Pensé que llegaban las medialunas, se explicó, y se
contestó a sí misma, las ganas. Si tuviera una sola ven­
tana, un ventílete, un tragaluz... Era como estar en el
fondo del mar, pero con calor, apresada en una pecera,
sin lugar para nadar, y en cualquier momento mete la
pata el gato.
¿Norma no exagerará? No, si es una bestia, se ve,
lo que le hizo.
Conmigo no se metió.
Será porque no le gusto. También, con las minas
que pone en sus almanaques. Gentileza Casa Víctor,
la mejor del Munro. Gran liquidación: a comprar que
se acaba el Munro. Sus carteles eran los más cotorre-
ros de Mitre, tratando de tapar a todos los otros, sea
dueño del Munro. Como sus chistes, cada vez que
uno le salía bien lo contaba cinco veces y se reía todas.
Y sus amigos con él.
Aguzó el oído. Por encima de los pregúntale pre­
gúntale de Manolo Galván le llegaba un murmullo
de conversación. No, no es. ¿Si hubiese sido? No estás
preparada. Ni tijeras. Mamá, anoche: son mi herra­
mienta de trabajo, hija. No puedo con un par solo.
¿Por qué no te compra unas tu jefe? Si tenés que
aprender... No aprendo nada, lavo pelo, quiso gritarle,
le gritó ma sí, tomá tus tijeras, cometelás. ¿Qué iba a
explicarle? Lo peor era eso, no poder preverlo, tener
que estar siempre lista, esperando una oportunidad

156
Norma y Ester

que podía ser única, y que si la dejaba pasar... Desde que


se había decidido, casi un mes, diez horas por día, seis
días por semana pensando ahora, va a ser ahora, ni
un segundo podés bajar la guardia... Como para no
estar como estaba, peleándose con su mamá todo el
santo día, saltando con cada voz nueva en el salón, sa­
biendo que cualquier minuto...
Cualquier minuto, pero hoy no.
Cagona.
-Norma, esperame, tenés que entender...
-Vos, vos, Ester, mi mejor amiga. Vos.
Prefiero que entre Víctor, Víctor con un látigo
en una mano y la verga parada en la otra, antes que
Norma con los ojos llenos de dolor y acusándome.
Me muero.
Un mes. Y su mamá, a cada rato: Hoy me encontré
a Normita del coreano. Me preguntó por vos. ¿Nena,
no tendrías que decirle? Así es peor. Si son tan amigas,
tiene que entender.
-No jodás mamá. Y cerrá el pico. Ya le voy a decir
cuando sea el momento.
Pero quién iba a pensar que ese Víctor iba a ha­
cerse rogar tanto. Un mes. ¿Y si justo se le ocurrió de­
jarse el pelo largo? Tendría que haber conseguido un
cable, más blando, porque el alambre era más difícil
de ajustar. Claro que, una vez ajustado...
¿Quién?
-Entonces, el Claríny cigarrillos le traigo. ¿Alcanza?
¿No me da de menos?

157
C arlos G am erro

-Vaya tranquilo, y no se me pierda por el camino.


Cuando me venga el primer cliente se lo dejo hojear.
Ah. Claro, es la hora. Las nueve. Nadie. Bueno, don
Amílcar, pero no contaba: su jefe lo dejaba quedarse
a cambio de algún mandado como éste, o las media­
lunas. Total, era muy educado y no molestaba. A él sí,
en cambio, cuando caían Víctor y su barra:
-Entonces la turra le dice a don Amílcar: ¿Cómo que
es muy temprano para la cama? Si yo tengo las diez y
diez. Y don Amílcar le contesta: Eso será en tu reloj.
El mío se quedó en las seis y media. Ja! Ja!
Pobre, se la seguían hasta la hora de cerrar, o has­
ta que se cansaba y buscaba a los otros jubilados en la
plaza. Y papá en esa fábrica: Me parecen años las ho­
ras en ese galpón. Después se van todos y no tengo ni
a quién servirle un cafecito. Por lo menos ahora es
verano. Vigilancia, vigilancia de qué, si lo primero
que hago cuando me quedo solo es sacarle las balas
al revólver y guardarlas en un cajón, no se me vaya a
escapar un tiro, me ponen ahí para que los chorros
de lástima se vayan a afanar a otro lado.
Ester se sentó en la silla y apoyó la nuca en la
muesca de la palangana. Cerró los ojos y bostezó. ¿Se
darán cuenta de lo indefensos que se vuelven, tan
confiados en nuestras manos, con los ojos cerrados y
el cuello expuesto, entregado? Imagínate con la na­
vaja. Yo ni loca. En el salón puro grito, pero en la pie-
cita a veces les agarra la timidez, y si te quedás calla­
da es peor, a veces se los hago a propósito, se ponen

158
Norma y Ester

re incómodos. Víctor no, claro. Víctor no cierra nunca


los ojos y su boca siempre sabe lo que tiene que decir,
nunca se equivoca. ¿Te das cuenta, Ester? Quería
que se la chupara, esa verga sucia, llena de grasa, me
lo decía tan tranquilo sin sacar la cabeza del agua,
me empujaba la mía con la mano. Traté, Estercita,
pero no pude, no soy tan fuerte como vos pensás, los
dientes no se me despegaban. Si sabía que me iba a
hacer echar, Ester, me lo decía tan tranquilo, qué
se hace con un tipo así, Ester, no hay que matarlo,
no hay que matarlo, y Ester no le contestaba, quería
pensar pobre Norma, quién es esta mujer, Norma qué
te pasó, pero lo único que le venía a la cabeza era
Norma te echaron, tu puesto está libre, qué cambia,
dejame salir de ese depósito, tenés razón, hay que,
pero primero yo. Sólo esta vez. Primero yo.
-Yo no sé hacer las cosas, mamá. Norma sabe. Yo
no. Yo soy como vos.
-La seguís demasiado, Ester. Cuando dejaste el
colegio porque ella se fue. Pero ella se casaba. Y vos...
-¿Ves? Ni copiándola me sale. ¿Ves?
Nena, dos cafés. Y rápido el lavado, que hay dos
esperando, escuchó Ester y ya estaba con los dos po­
cilios equilibrados de milagro y empujando con la co­
la la puerta vaivén. Don Amílcar. Renato. Mochuelo.
El quinielero. El pintón, el futbolista, que igual le pa­
ró el carro la vez que le quiso meter mano debajo de
la bombacha. Un chico joven, con cara de asustado.
No, no está.

159
C arlos G am erro

Sin darse vuelta, sin soltar un segundo la tijera y el


peine que sin tocarse giraban con vértigo sobre la ca­
beza del futbolista, desde el espejo su jefe le gritó nena
ahora el pibe, y el otro: Armenio se va al descenso,
Turco, te lo digo yo que algo sé y si no me creés te jue­
go el próximo corte, papá, y Renato al chico: nene,
cuídate de la leona que se quedó con las ganas, con
las ganas te vas a quedar vos, flan de verga, me mordés
una teta y te quedás sin dientes.
En la tevé el grupo Papaya de cumbia colombiana
ponía ritmo y color al mediodía del sábado y Ester le
preguntó al chico si estaba muy caliente el agua, aco­
modándole con cuidado la nuca sobre la muesca.
-No. Así está bien.
-Sos tímido vos. Y lindo, pensó, desmadejando el
largo pelo espeso con cariño en el agua tibia de la
palangana. Le habló ella.
-Qué lástima. Con ese pelo tan lindo que tenés.
-Es por la colimba. No les voy a dar el gusto. Me
lo hago yo.
Mientras se lo estiraba hacia atrás para escurrír­
selo volvió a calcular mentalmente la distancia del
cuello arqueado a la columna de acero que sostenía
la palangana. Le dio bronca, pero no podía evitarlo,
se le había convertido en un reflejo, no te asustes que
a vos no te voy a hacer nada, amor.
-¿Y, pibe? ¿Le viste la cara a Dios? ¿O otra cosa?,
gritó el Renabo y los demás festejándole, menos don
Amílcar y su jefe que sonrió para un lado y miró

160
Norma y Ester

para el otro. El chico se sentó a esperar en el otro si­


llón y lo giró hacia la calle, donde a medida que los
negocios de ropa cerraban el cordón continuo de
gente del mediodía había empezado a ralear. Ma qué
Florida, viejo, ma qué Santa Fe. Dame mi Mitre una
mañana de sábado en la liquidación de verano y yo
te regalo las grandes avenidas del mundo, pichón, ni
en New York ves lo que acá, y el brazo vencedor de Víc­
tor Balvecqui callando a gritos a su oponente inventa­
do abarcaba la avenida de un borde a otro de lo visible,
como si él mismo la volviera a crear con su gesto cada
vez, el dueño del Munro, poco le faltaba, arreglado con
la policía y la Municipalidad y algunos decían que más,
ni un puestito de medias de toalla pisa mi Mitre sin
mi permiso fanfarroneaba, qué puedo hacer contra
un tipo con tanto poder, Norma, hasta que se le ocu­
rrió su idea, colgarlo con su propia soga, ya va a saber
lo que es meterse con una amiga de Ester.
-Querida, qué hacés ahí parada, show para los de
afuera que no pagan, hacés, bárreme un poco esta
pelambre que parece una alfombra, querés.
Sí, claro, qué fácil, con la palita de mango corto
que le eligió Víctor no te queda más que agacharte y
si estás de espaldas te ven hasta la marca de la bom­
bacha y si te ponés de frente las tetas se te salen por
todos lados y el culo te lo ven igual por el espejo, Es­
ter, tendría que barrer sentada en el suelo para zafar.
Y en ese preciso instante entra de la calle ese Ignacio
y hace como que se desmaya y que le den aire.

161
C arlos G am erro

¿No sabés si viene Víctor hoy?, le preguntó su jefe


mientras los demás lo abanicaban con el Crónica recién
comprado. Sí, supongo, muchachos gracias, suspen­
dan esa ambulancia, por ahí más tarde, ahora está to­
do el día con la cabeza metida en sus bombachas.
Cuándo no, este Víctor, cuándo no, ensayó su jefe
uno de sus previsibles chistes que no hacían reír a na­
die. En el cuarenta te cortaban con una máquina de
esquilar ovejas y te hacían el cuerpo a tierra entre los
cardos, le contaba don Amílcar al único que lo iba a
escuchar, pobre chico le debía dar lo mismo viendo
cómo caían al suelo los hermosos mechones que su
jefe le tijereteaba sin piedad, y adentro de la pieza el
brillo y el sabor del auténtico wawancó caribeño rit­
maban con palmeras recortadas y un mar de celofán
el rebuscar fastidiado de Ester en su bolso de playa.
No me los puedo haber olvidado, no puede ser, con
lo que sale el paquete de Siempre Libre, se arrodilló
para revisar bajo el diván, a ver si están.
Así te quería agarrar, así, arremetió a través de
la puerta Ignacio y le agarró las ancas por detrás,
zarandeándolas, y Ester como pudo lo sentó en la
silla, las manos quietas, apretando los dientes para
no gritar. A mí me despreciás, como venga Víctor
vas a ver, tuvo que subir el volumen de la tevé para
taparle la voz, como me jodás más en vez de Víctor la
ligás vos, el pelo era peor que lavar la fuente del po­
llo con agua fría. Ya está, vaya, téngase la toalla que
se le va a caer.

162
Norma y Ester

Si parece a propósito, son como chicos, piensa Ester


mientras corre atrás para recoger la toalla del suelo.
¡Pirincho! ¡Pirincho! Qué le hicistes, nena, le pusistes
los pelos de punta, le pusistes, le gritaron los otros
cuando lo vieron salir, e Ignacio excitado por la hin­
chada volvió a sacarse la toalla de la cabeza y le tiró
un chicotazo a Ester, que tuvo que arquearse como
una bailarina para esquivar. ¡Ooole!, gritaron los de­
más y el más exaltado, el Mochuelo, le sacó la toalla
a Ignacio y saltándole de atrás se la ciñó al cuello,
ahorcándolo jugando. ¡Calma, Nacho! ¡Calma!, di­
jo con su voz de miga en la garganta, y desde la calle
una salva de bocinazos le abrió cancha a una más bra­
va y viril que atravesó el vidrio como una baldosa
arrojada: ¡Tigre! ¡Vos sí que sos un tigre, terror del
sauna! ¡Con vos no hay toallita que valga!, bramó, y
era la voz de Víctor.
Bajó con chomba violeta de su Renault Fuego rojo,
estacionado frente al cartel de no estacionar, y en dos
pasos sin medias de sus zapatos náuticos auténticos
sus vaqueros Calvin Klein atravesaron el umbral y se
clavaron en V invertida en el centro del salón.
Ester aprovechó para pegar el manotazo y apenas
pasó a tiempo por la puerta vaivén. Apoyó las tijeras en
los estantes bajo la pileta y luego manoteó sobre su cabe­
za y dejó sin sonido a la tevé. Cállense, qué dice, shh.
-Ma qué mejores bombachas del Munro, ese esló-
gan ya lo usé. Tanto que se estiró el elástico. Prestá
atención: un aviso en Canal 2, el príncipe buscando

163
C arlos G am erro

a su Cenicienta con un corpino que sólo a ella la con­


vierte en la Chica Víctor, ése para toda la provincia; y
para el barrio dos carteles de tres por tres: desnudi-
ta, tapándose donde ya saben, mi línea de jeans y re­
meras a sus pies. Algo te estaba faltando. Nueva línea
íntima: para estar más cerca de vos. Vestite toda de
Víctor. Otro, más clásico, pa gente de más nivel. Mi
cara en un cartel que tapa el cielo, mirada de general
triunfante sobre la avenida: Veni, Vidi, Víctor.
La cuerda le duró casi dos horas.
Con cada vez menos clientes para lavar, más tiem­
po para pensar lo que le vas a hacer, lo que le vas a
decir, va a ser hoy, Norma, no sé por qué pero estoy
segura que va a ser hoy. Dos horas pegada a la puer­
ta, escuchando cómo pasaban de gritos a risas, a dis­
cusiones sobre fútbol, sobre política, bromas, con­
versaciones desganadas, palabras sueltas, música en
la radio. Cada vez menos, despidiéndose hasta el bar,
hasta la cancha mañana, hasta que sólo quedaron
tres voces, o dos.
-Desde hace un mes. Y todo por vos. Ni entraste
a mirar. Nada, me decís.
Sin sonido, el televisor.
-Víctor.
-Qué.
-Contéstame.
-Che, qué estás ahora, en esposa regluda, dejame
en paz.
-Dale.

164
Norma y Ester

-No.
-Te la traje para vos. Especialmente, te la busqué.
-Te queda feo así.
-Es de mucha desprolijidad.
-Usted siga con su diario, don Amílcar, que siem­
pre puede ser el último. Y vos cambiá la cara. Ma sí.
¿Querés que me corte? Me corto. ¿Querés que me lave?
Me lavo.
¡Norma!
-Las putas ganas que tengo. Pero tampoco tengo
ganas de ninguna otra cosa. ¿Estás contento? Andá,
corré, decile a la putita ésa que se prepare. Que va a
visitarla Víctor.
II
Norma no sabés, esperá que te cuente. Ay, Normita,
tanto tiempo, qué ganas que tenía de verte. ¿Yo? ¿Cómo
se te ocurre? ¿Justo yo? Si yo pensé que vos ibas a ser la
enojada. Claro, otra pensaba mal enseguida, pero vos
confiaste en mí, ¿no? ¿Pero quién te vino con el cuen­
to? Ah, claro, no me extraña, pero pará que te cuento.
Sí. No se puede creer, ¿no? Después de todo lo que te
hizo. Lo vieras ahora. Con ojos de carnero degolláu,
tratando de taparse la tonsura con el poco pelo que
le dejé. ¿Eh? Así sería antes, después del método Es­
ter quedó como un gatito. Y sí, al principio estaba fu­
rioso, pero cuando le expliqué todo entendió. En el
fondo no era malo, sabés, sólo malcriado, demasiado

165
C a rlo s G am erro

acostumbrado a que lo dejaran hacer lo que quería.


Tiene que aprender a querer. No, dejame de joder,
que se lo enseñe otra. Pero hoy recibió la primera
lección: cómo tratar a una dama. En algún momen­
to iba a encontrarse con la horma de su zapato. Así
que sí, sí, lo prometió. En una de sus jeanerías, un
puesto jerárquico. Ya no vas a tener que humillarte.
Claro, tu puesto en la pelu no, me imaginé que no
querrías volver, total yo me las arreglo, los puse a to­
dos en vereda ya. Sí, tan embobado mirándome las
gambas que ni se avivó que había caído en mi red.
¿Qué fáciles de manejar que son, no? Entran como
anillo al dedo. Pará, pará, para que me creas. Tomá.
¿Sorprendida? Adiviná. ¿Cómo de dónde? Es el anti­
cipo de tu futuro sueldo. Para que veas que va en serio.
No lo dejé ir hasta que me lo dio. Agárralo, Norma, es
para vos y los tuyos... Che, no seas tonta, cómo vas a llo­
rar, sonsita. Soy yo, Ester, tu amiga Ester. ¿Creiste que
te iba a dejar sola, en un momento así? Con todo lo
que te debo, Norma, todo lo que soy, hoy apenas em­
piezo a devolvértelo. Te espera el lunes, en su despa­
cho, a primera hora, no vayas a llegar tarde, eh. Por
favor no te rías cuando lo veas, seguro va a tener que
usar peluca. Le va a calmar sus aires de donjuán. Fue
por lana y salió trasquilado, como dicen. Ya te podés
imaginar cómo entró, gallo llegando al gallinero,
qué pasa mi bataraza, y después se sentó confiado, tan
invencible Víctor, sonriéndome como si yo me fuera
a pishar encima por la blancura de su dentadura, se

166
Norma y Ester

sentó en la silla sin sospechar nada y con los ojos ce­


rrados apoyó la nuca en la muesca de la palangana.
III
-Dame la cotorrita, mi amor,
dame la cotorrita,
que yo no sé vivir si no tengo a mano mi cotorrita.
-¡Caliente! ¡Muy caliente! Te dije tibia, tarada.
No hay caso. Le di las mil indicaciones al imbécil de
tu jefe pero este lugar sigue siendo un agujero de
culo. Y vos venís a ser el producto, el resultado lo­
grado, ¿no?
El dueño de la voz que interroga levanta apenas la
nuca goteante del recipiente metálico donde la apoya­
ba (en una muesca dispuesta a tal efecto) y señala la
habitación con cinco dedos unidos por las yemas.
La muchacha parada al costado del hombre sen­
tado, que viste un uniforme de mucama afrancesada,
mira la cabeza enjabonada que protesta enérgica­
mente bajo sus manos.
-¿Eh?
-Qué cuartetera me salió la nena,
qué cuartetera baila por demás,
qué cuartetera no la paro más.
-¿... te digo? Peor el remedio... ¿Qué quiere hacer
tu jefe con la radio a todo lo que da? ¿Poner una bai-
lanta acá en el local? Poco futuro para vos, querida.
Encargada de los baños, y de favor.

167
C arlos G am erro

La muchacha ubicada tras el hombre sentado en­


trama sus dedos en el cabello mojado, enjabonándolo.
-¿No te parece? ¿Eh?
La espalda de ella se tensa sin contestar.
-No te puedo ver ahí. No me gusta, dice él. Quiero
que estés donde te pueda ver. Acá adelante.
-No puedo. No voy a llegar para lavar.
El hombre se da palmadas paternales en la falda.
-Desde acá sí.
-Escúcheme, señor Víctor. Yo quiero explicarle
algo...
-Yo te voy a explicar algo -dice el hombre sin sa­
car la cabeza de la palangana donde su cabello flota
como un aguaviva en el agua tibia-, A ver si lo enten-
dés. Todo lo que hay acá es mío, sabés. La puerta y la
tevé y el diván donde me la bajaba a la que voló sabés
por qué, tus uñas y el color de la pared y el de tu bo­
ca y tu ropa, todo lo elegí yo excepto vos, se nota, el
toque del Turco tenías que ser. Andate tranquilo,
Víctor. Cuando vuelvas de tus vacaciones vas a tener
un pimpollito esperándote. Te lo voy a elegir espe­
cialmente para vos. Hasta el puesto me debés, ves, si
no fuera por mí no estarías aquí. Levanto un dedo y
volvés a la calle. -Lo baja y señala su falda-: ¡Acá! ¡Te
sentás acá!
Erguida como un jockey sobre los estribos la mu­
chacha obedece y se coloca sobre la falda del hom­
bre con las piernas muy arqueadas y los brazos echa­
dos hacia adelante. Su cabalgadura primero la deja

168
Norma y Ester

hacer, y cuando la tiene a la distancia adecuada le


mete el bigote en el escote, se ríe un rato de sus es­
fuerzos por evitarlo antes de tomarla por la cintura y
sentársela abierta sobre las piernas para enseguida si­
mular con ellas un trote saltarín, como suele hacerse
con los niños cuando se les va a contar un cuento, lo
que él seguidamente pasa a hacer.
-Hace poco compré la mayor fábrica de ropa in­
terior femenina de Munro. ¿Sabés por qué? No, sos
demasiado lela, te voy a tener que explicar. -El rostro
invisible de él casi toca el de ella, que está vuelto hacia
un lado mientras las manos intentan seguir lavando lo
que los ojos evitan mirar-. Para ir por la calle con mi
auto y saber que cada mina que miro lleva una bomba­
cha Víctor calzada ahí, como un dedo mío metido en
su raya -dice él y vuelve a levantar uno-. ¿Yvos?
Acordes exóticos del trópico invaden el recinto.
-Los cazadores malos,
le pusieron una bomba,
donde la mona jugaba,
-Vamos a comprobarlo. Vamos a ver si sos fiel a la
casa o otra putita traidora más.
-Pero Chita se salvó,
pues Tarzán así le gritaba:
La mano del hombre se mete jugando bajo la po­
llera de la muchacha y empieza a hurgar en ese lugar,
mientras ella trata de enjuagarle la espuma del pelo
con los ojos hundidos en el azul de las paredes.
-¡Cuidado! ¡Cuidado! ¡Cuidado con la bomba Chita!

169
C arlos G am erro

El hombre extrae de abajo el dedo buceadory co­


mo un catador se lo lleva a la nariz.
-¡Puf, nena! ¿Qué tenés ahí adentro, el puerto de
La Feliz? ¿Hace cuánto que no te lavás? -le dice, ex­
tendiendo el índice rígido hasta casi metérselo en el
orificio derecho de la nariz-. Olé, mirá.
En lugar de obedecer la muchacha grita y hunde
con las dos manos la cabeza del hombre en la palanga­
na llena que se levanta como una catapulta volcándole
encima el volumen completo de agua jabonosa. La
joven salta hacia atrás y comienza a buscar desespera­
da en los estantes bajo la pileta mientras el hom­
bre ruge restregándose los ojos con el dorso de las
manos. Apenas puede abrirlos saltan rojos y furiosos
para gritarle:
-Bailen bailen todos, bailen bailen todos,
Que el baile ha empe.
-Don Sebastián, me ha sacado esa música tan
chévere.
-¿No escuchó, viejo sordo? -Alguien gritó.
-¡Imbécil, no podés tener más cuidado, imbécil!
¡Mirá lo que hiciste! -dice el hombre despegándose del
torso la chomba violeta enchastrada. La joven mur­
mura algo que parece una disculpa, o quizá él la en­
tienda como tal al ver la toalla blanca extendida en
sus manos, y vuelve a la muesca la cabeza cerrando
los ojos para dejarla hacer. Ella le cubre con la toalla
cabeza y cuello y simula frotar con una mano mien­
tras la otra pasa un aro de alambre a la vez sobre la

170
Norma y Ester

palangana y sobre la cabeza tapada y lo apoya delica­


damente donde la toalla cubre la base del cuello. El
hombre murmura algo incomprensible bajo la toalla
mientras la muchacha introduce un palo corto y
grueso en el extremo diametral opuesto del aro de
alambre y con toda celeridad empieza a hacerlo girar
en torniquete, cerrando el cerco al mismo tiempo so­
bre el cuello del hombre y la columna de acero.
-¿Y? ¿Qué esperás para secarme, inservible de...?
-¿No fue Víctor ése?
El hombre se corre la toalla de la boca para gritar­
le y cuando está por sacársela del todo calla. Tiene
que tirar muy fuerte para hacerlo porque el aro de
acero la ha ajustado contra su cuello, y un segundo
demasiado tarde sus manos se disparan tratando inú­
tilmente de interponerse entre la piel tierna del cue­
llo y aquel cerco acogotador. El alambre corta la piel
del cuello en varios puntos y la sangre rojo fuego co­
rre tiñendo la chomba violeta de morado. La boca se
comba toda en O para aullar cuando detrás de la re­
ja roja de sus dedos el hombre ve avanzar una enor­
me V de acero enfilada hacia su cara.
-Un ruido y te clavo los ojos al respaldo.
Los de la joven que sostiene la tijera en su mano
derecha parpadean por el sudor negro y azul que los
inunda. En el silencio que sobreviene sólo se oyen ja­
deos y el zumbido fluorescente del tubo dañado, una
canilla que gotea y voces conversando en una habita­
ción cercana.

171
C a rlo s G am erro

-¿No le parece ir a ver? Digo por la chica -dice


una vocecita. Exageradamente festiva, la otra:
-Ese Víctor, bien qne la debe estar pasando. Y yo
que creí que no le había gustado. ¿Se imagina si en­
tramos y lo agarramos con las manos en la masa? Un
caso este Víctor, eh. No deja títere con cabeza.
-¡Una bomba de tiempo!
¡Este sábado en Terremoto bailable!
¡Hechos, no palabras!
Vuelve a sonar la radio. El hombre ve su oportu­
nidad en el suspiro de alivio de la muchacha, le tira
una patada que la alcanza bajo la rodilla, y con una
mano le manotea el pelo. La muchacha se tira hacia
atrás, tratando de aflojar con las dos manos el tirón so­
bre el pelo que el hombre aferra ciegamente a pesar
del mordisco del alambre que debe resultarle extre­
madamente doloroso. Tanteando su otra mano alcan­
za la cara y busca los ojos, con tan poca suerte que un
dedo por error penetra en la boca abierta y los dien­
tes de la muchacha se cierran sobre él. Aúlla el hom­
bre y vuelve a aullar cuando cuatro uñas postizas se
clavan sobre el dorso de su otra mano, que por acto re­
flejo suelta el pelo, y ya no encuentra qué más agarrar.
El hombre jadea como un perro atorado, tose como
si tuviera algo atascado en la garganta. Sin palabras.
-Sóbame, puta reventada. Soltame -dice casi
llorando.
-La pagarás con creces,
te vas a arrepentir,
Norma y Ester

y sufrirás dos veces,


por lo que yo sufrí.
El hombre trata de incorporarse y sus manos blan­
cas como de mármol se crispan sobre los bordes de la
silla por el esfuerzo del cuerpo para incorporarse y el
alambre se dobla hasta casi fundirse con el acero en
los ángulos rectos de la columna.
-Tú la pagarás, tú la pagarás,
porque mi desquite pronto llegará.
-Soltame. Soltame -insiste redundante.
Su nuca golpea la muesca con fuerza y vuelca la
poca agua que quedaba.
-¿Qué querés? ¿Por qué me hacés esto? -le pregun­
ta agotado al tubo del techo-. Yo no te hice nada. Unos
chistes -dice el hombre, serio- No te vas a enojar por
unos chistes. -La voz se aferra a un tono más grave pa­
ra no quebrarse del todo-. Soltame y hablamos. Solta­
me por favor. ¿Qué querés? Te doy lo que quieras.
-Quizás una explicación,
le dé una solución,
a nuestras vidas.
Con movimientos rígidos la muchacha da la vuelta
a la silla para ver de cerca lo que las manos del hom­
bre ofrecen suplicantes.
-Mirá, no tengo mucho acá. Pero te puedo fir­
mar un pagaré, te puedo dar Bónex, Banelco y dó­
lares también tengo, Argencard -dice desplegando
ante los ojos fijos de ella una ristra de tarjetas co­
mo amuletos contra el maleficio. Va llenando los

173
C arlos G am erro

bolsillos del delantal de la muchacha con bollos de


billetes arrugados, soltándolos apenas entran para
que no vaya a pensar mal. Ella maquinalmente los
toma y se los mete en los bolsillos. El hombre gira
la cabeza para mirarla, muy lentamente para no
cortarse más, su nuez sube y baja como un animal
en un saco, esforzándose por tragar, chocando ca­
da vez contra el alambre y retrocediendo de dolor.
La voz le sale mezclada con la saliva que no puede
sorber.
-Gracias. Gracias, te lo agradezco tanto -dice
lloroso, tendiéndole las manos como un bebé pidien­
do upa-. Tuve un día difícil hoy, malos negocios, es­
tafas. Me van a embargar. Todos piensan que me va
muy bien, pero yo sé que no... -el hombre enmude­
ce, embargado por la emoción. La muchacha como
atrapada en su nicho recula hasta sentarse sobre la
mesada, volcando sobre la pileta y el piso frascos de
champú y crema y abrillantador. El hombre llora.
La muchacha tiene que sentarse sobre el divancito
de atrás para poder sostener el palo y meterlo en el
alambre trenzado. La cabeza del hombre se mueve
para todos lados como la de un pollo asomado fue­
ra de la jaula, tratando de ver lo que hace. Quizás
porque eso la enerva o porque el azul turquesa idén­
tico de las cuatro paredes le ha hecho perder el sen­
tido de la orientación, lo cierto es que la muchacha
comienza a hacer girar a toda velocidad el palo en la
dirección equivocada y en lugar de aflojar el alambre

174
Norma y Ester

lo tensa. El cuerpo del hombre se arquea hacia el te­


cho en un estertor prolongado y cuando baja la silla
cae con él, dejándolo colgado del alambre.
-Con ese short cavado,
tú me estás matando,
qué cosa de locos,
mi... corazón se está parando.
La muchacha asombrada observa como hipnotizada
al cuerpo corcoveante que se arquea hacia el techo en
tres espasmos prolongados y luego cae y permanece
inmóvil.
Al tercer intento la muchacha logra introducir el
palo con las dos manos y vuelve a hacerlo girar, esta
vez en la dirección acertada. La certeza de estar lle­
gando demasiado tarde le da la destreza necesaria, y
apenas el alambre afloja su tenaza el cuerpo del hom­
bre se va deslizando y doblando sobre sí mismo en
pliegues sucesivos. Sólo el lento goteo de la canilla
mal cerrada marca con regularidad de reloj el silen­
cio submarino que sobreviene.
-¿Qué callados que están ahora, no?
-Y... La calma después de la tormenta.
-¿No le habrá pasado algo a la niña, don Sebas­
tián? ¿No habría que...?
-Mire, don Amílcar, le soy sincero. Víctor es un gran
amigo y en esta casa todo es tan suyo como mío, la
chica incluida. -Con una risa de complicidad mascu­
lina, orgullo, alivio-: Tanto tardaba en decidirse que
empecé a pensar que no le gustaba.

175
C arlos G am erro

Sentada sobre el plush del divancito la muchacha


mira con expresión confundida el bulto caído al pie
de la columna de acero.
-Yo me voy, don Sebastián. Se me hace que ahí
adentro pasó algo raro.
Cuando te tenga entre mis brazos ya no te mar­
charás, resucita la radio a través de la puerta, hasta el
amanecer haremos haremos el amor, atruena la mú­
sica a través de la puerta. La muchacha no puede per­
manecer sentada, desesperada se incorpora y arreme­
te a patadas contra el hombre, hunde repetidamente
la punta del único zapato puesto en la masa amorfa
que apenas acusa los golpes con breves sacudidas ina­
nimadas. La muchacha muestra los dientes, se muer­
de las manos retorcidas, vuelve a patear sin calcular
adonde van a parar los golpes.
-¡Vos la estabas buscando!
-¡Ahora la encontraste!
-¡La Ventana, tu programa de la tarde!
-¡Un mundo aparte!
Se alternan anunciando una voz de hombre y una
voz de mujer.
La muchacha agarra al hombre de los pelos y lo
arrastra por la habitación, la lengua morada que aho­
ra combina con la chomba colgando fuera de la boca,
trata de sentarlo contra la pared, superando su asco
pega sus labios a los de él y empieza a inflarlo como
un globo. Una serie de arcadas la acomete cuando
interrumpe y sin contenerse vomita sobre el hombre

176
Norma y Ester

el contenido entero de lo que debe de haber sido un


frugal almuerzo, en el preciso instante en que la boca
de él se abría para aspirar. Al retroceder la muchacha
golpea sin querer la cafetera prendida y vuelca la jarra
llena sobre la cabeza del hombre que aúlla de dolor
con los ojos cerrados.
Como un milagro de vida un par de pupilas sor­
prendidas aparecen en el barro informe y contem­
plan azorados el paisaje de las cuatro paredes y el te­
levisor y el rostro de la muchacha que tambaleando
se limpia la boca con el dorso de la mano. El hombre
empieza a moverse; en cuatro patas avanza sobre la
muchacha, cerrándole el camino de la puerta, obli­
gándola a retroceder hasta la pared del fondo. Dos
garras de hierro se cierran sobre sus tobillos, y como
ha apretado con fuerza los ojos para no ver, la mu­
chacha tarda en advertir que eso que repta allá abajo
ha empezado a cubrirle de besos los pies.
-Perdón, sin ti mi vida no tiene sentido,
gracias, por haberme alumbrado el camino.
Conmovido porque la música lo ayuda a expresar
sus emociones más profundas, el hombre le limpia con
la mano el empeine manchado y levanta hacia la mu­
chacha un rostro gris y viejo, un rostro obsecuente
que se esfuerza por mantenerse sonriente con sólo la
mitad de los dientes en la boca. Trata de incorporarse,
retrocede temeroso de importunar, se atraganta de
emoción procurando hablar. Intentando suplir las
palabras sus manos se estiran hacia las de ella en un

177
C arlos G am erro

ruego impulsivo, y aterrado por su propia temeridad


a medio camino las retrae bruscamente para prote­
gerlas del castigo. Con una expresión extraña en el
rostro la muchacha acerca una mano a la cabeza
hundida entre sus pies y acaricia una sola vez el pelo
inmundo y pegoteado. El hombre solloza como un
niño que nunca recibió cariño, y luego se incorpora.
Sobre piernas temblorosas da dos pasos hacia la puer­
ta de salida y el tercero lo mete en la palangana que
flota vacía sobre un charco de agua jabonosa. La pa­
langana vuela hacia atrás y golpea contra la pared y el
hombre vuela hacia adelante y para detener su caída
sus manos manotean el soporte orlado de borlas y lo
arrancan de las cadenas de la pared. Catapultado, el
aparato de tevé describe un doble salto mortal y con
un estallido ensordecedor cae sobre las dos piernas
del hombre, quebrándoselas y electrocutándolo. Los
tubos del techo estallan al unísono y la habitación
queda a oscuras, salvo por la lucecita roja que todavía
brilla un segundo más en la cafetera sin jarra.
La puerta del cuarto se abre hacia adentro de un
empujón, golpeando al hombre en la cabeza, y queda
abierta al trabarse entre su brazo izquierdo y su cade­
ra. Un gordo azorado aparece en el marco, la luz que
llega desde la calle rodeándolo como un halo.
-¡Dios mío, Víctor, Dios mío, Víctor!
Se lanza sobre él y trata de levantar el rostro tritu­
rado que yace de nariz contra el piso. -Habíame,
Víctor, habíame -le retuerce el cuello hacia el costado,

178
Norma y Ester

como a un pollo, para verle en la cara si continúa con


vida-. Ayúdame, nena, ayúdame -dice y sin esperarla
alza los restos de la tevé en brazos y la arroja hacia un
costado. Intenta levantar al hombre caído, hablándo­
le sin parar-: Víctor, no te me vayas, tú eres mi flor,
niña bonita, ganaste mi amor, Víctor por favor, es mi
culpa, vos me dijiste, aseguré mal el televisor, qué ho­
rror. No te preocupes, te conseguiré el mejor médico
del Munro, nena, vos quédate con él, yo voy a telefo­
near, no voy a tardar.
Lo que queda del hombre caído no es suficiente
para suplicarle aterrado que no lo deje solo con la
muchacha. Parece sorprenderse cuando en lugar de
rematarlo de una buena vez ella le habla con su voz
cansada.
-Si salís de ésta espero que sepas mantener la bo­
ca cerrada, Víctor.
Sin volver a mirarlo empieza a buscar sus cosas a
tientas por la habitación apenas iluminada por la luz
de la calle que entra por la puerta que el cuerpo del
hombre mantiene abierta. Un reloj despanzurrado
entre los restos de la repisa, un bolsito bajo el diván,
billetes de cien dólares, un alambre retorcido, un pe­
dazo de palo de escoba, serruchado por un extremo,
un zapato con el taco roto que yace en un charco de
agua al lado de media dentadura postiza que se ríe
como si lo fuera a morder. Entre los frascos abiertos
y volcados de champú encuentra un espejito de ma­
no, estrellado por un pisotón. De espaldas al hombre

179
C arlos G am erro

inmóvil, sin fijarse si la mira o no, la muchacha se des­


nuda, moja el delantal en la pileta y se lo pasa por todo
el cuerpo, insistiendo particularmente entre las piernas
donde con dos dedos comprueba que la sangre ha co­
menzado a correr. Guarda el delantal abollado en el
bolso y sin secarse se pone la bombacha usada y el cor-
piño de algodón blanco y el jean ajustado y la remera.
Encontrándola así al volver el hombre gordo
piensa lo peor y se arroja sollozando sobre el cuerpo
caído, que lo sorprende abriendo muy grandes los
ojos y contemplando el mundo a su alrededor como
si acabara de llegar a él. Abre la boca varias veces co­
mo para lanzar su primer vagido, pero en su lugar le
sale un croar casi inaudible. El recién llegado asienta
sus nalgas gordas sobre el piso y se aúpa al caído, me­
ciéndolo con suavidad.
-No trates de hablar, Víctor, ya llega la ambulancia,
esperá.
-Ella... la chica...
La muchacha se tensa como un gato a punto de
saltar.
La radio no ha callado, debe de estar funcionan­
do a pilas. El imbatible Riki Maravilla, tal como aca­
ban de presentarlo por la emisora radial, les canta a
los tres desde el salón:
-Yo me subí a un cocotero,
un coco quería bajar.
El hombre caído trata de articular, como si estu­
viera aprendiendo a hablar, ella... no tiene culpa de

180
Norma y Ester

nada, la culpa... ha sido mía, sabía que algún día, re­


pite con los ojos clavados en los pies de la muchacha,
serías tan sólo para... mía, la culpa...
-Cuando toqué algo peludo,
lo comencé a tironear.
El gordo se arrepolla y vuelve a acomodarse al niño
en la falda, lo mira solícitamente tratando de infun­
dirle confianza, le limpia con su pañuelo las secrecio­
nes del rostro, niega con la cabeza indicándole que
no debe volver a hablar.
-Lo peludo no era un coco,
era una mona, señor.
Detrás de la música, muy lejano, llega hasta los oí­
dos de ambos un ulular.
-Lo peludo no era un coco,
Hay un estrépito y la música se corta repentinamen­
te, como si alguien hubiera volteado la radio de un ma­
notazo al pasar. Se escucha el ruido de una puerta
abriéndose sobre bisagras gimientes, y enseguida ce­
rrándose con un tintineo de vidrio flojo en el marco. La
sirena de la ambulancia se escucha ahora con mayor ni­
tidez, y el rostro del hombre gordo sonríe sobre el de su
amigo que ya más tranquilo se ha quedado dormido.
-Estamos salvados, Víctor. ¿Oís? Estamos salvados.
IV
Norma canturreaba un ritmo cuartetero frente al
espejo del botiquín, meneando las nalgas desnudas

181
C arlos G am erro

como un par de bongos, sacudiendo la cabeza hacia


ambos lados, disfrutando con el chasquido del cabe­
llo mojado sobre la cara, tirándoselo luego hacia atrás
y separando con los dedos los mechones con dan ­
tos para que se destacaran más. Demasiado calor pa­
ra usar el secador, total para lo que me puede durar
el peinado, una noche así, miró su reloj. ¡Las nueve
ya! Mirá si llega y te agarra así, le dijo al espejo al­
zándose con ambas manos los pechos desnudos y
brillantes para que pudieran reflejarse en él. Imitó
la miradita ladeada y los mohines escénicos de Gladys
la Bomba Tucumana, preguntando con su misma voz
de mujer sabedora:
¿Dónde está ese lobo?
¿Dónde está ese lobo?
Besó la bombacha antes de ponérsela, enfundó
con esfuerzo las caderas morenas en una minifalda
de raso bordó, se subió a los verticales zapatos de
cuerina blanca con moños de lamé plateado y toda­
vía en tetas comenzó a pintarse.
Había logrado convertir sus labios en dos envol­
ventes ondas de fucsia fluorescente, los párpados en
relumbrantes semáforos verdes, probarse la vincha
dorada para ver cómo le quedaba, ponerse el aro em­
plumado, empezaba a delinearse la ceja izquierda
cuando sonó el timbre de calle. No puede ser, es tem­
pranísimo. Qué hago.
Corrió al dormitorio y trató de ponerse el cor-
piño, se le escapó dos veces el broche y el timbre

182
Norma y Ester

volvió a sonar, más insistente, manoteó la toalla y


tapándose se acercó a la puerta.
-¿Sí? ¿Quién?
-Norma. Norma, abrime. Es Ester.
Norma abrió la puerta del todo. Parada bajo el fo-
quito quemado del frente, con una pierna más baja
que la otra por un zapato roto, el pelo sucio y pegotea­
do a la cabeza y mal teñido como siempre, la cara a
medias lavada y a medio pintar; rascando su puerta
con la misma expresión inconfundible de pedir limos­
na, la expresión de Ester. Norma la saludó sin apartar­
se para dejarla pasar, sin disimular la decepción.
-Hola, Ester.
-Norma. ¿No me dejás pasar?
-Caíste justo mal. Estaba por salir.
-Es un minuto, Norma. Por favor.
Norma se apartó y sin esperarla volvió directa­
mente al baño, tirando la toalla en el camino. Ester
entra y cierra.
-Discúlpame si sigo. Cómo andás, Estercita, tanto
tiempo -le dijo terminando con una ceja y empezan­
do a copiarla del otro lado-. ¿Tu mamá y tu papá bien?
-Sí, bien -contesta Ester parada ante la puerta del
baño-. Norma...
-Eugenio se fue con los chicos hoy, sabés, y
aprovecho para salir. Vení, ayúdame ya que estás
ahí, abróchame el corpiño. ¿Viniste por algo o pa­
saste a saludar? Sabés que yo siempre te escucho,
pero justo hoy...

183
C arlos G am erro

Ester busca en el espejo la mirada de Norma, sin


encontrarla. Le dice a sus espaldas:
-Te juro que es un minutito nomás, Norma. Pero
te lo tengo que contar ahora, sabés, aunque sea rápi­
do. Me pasó algo muy...
Norma giró la cabeza violentamente, el ojo con pes­
taña y el ojo sin clavándose en los asustados de Ester.
-Qué. Te echó el gordo. Y sí. Qué esperabas. Si yo
duré cinco meses, ¿cuánto querías durar vos? Me hu­
bieras preguntado antes y te lo advertía. Pero quisis­
te hacerte la viva, ¿no?
Cada frase golpeó el rostro de Ester como una bo­
fetada, haciéndola retroceder hasta que queda fuera
del baño. Norma volvió la vista al espejo y se puso la
segunda pestaña con el pulso temblando de la rabia
contenida.
-Y ahora que te echaron ya no tenés nada que per­
der y venís a ver si mamita te consuela, eh, a que te
arregle la vida otra vez. Bueno, mamita tiene que salir
y no puede atenderte ahora. Mamita tiene que arreglar
su vida primero que nada.
Ester balbucea incrédula:
-¿Cómo...? ¿Cuándo te enteraste que yo trabajaba
ahí? ¿Quién te dijo?
Norma calculó el efecto de su respuesta, paladeó
los segundos de silencio con que la demoró, sonrien­
do para sus adentros dijo con el tono más casual que
fue capaz de lograr:
-Víctor.

184
Norma y Ester

Miró de reojo por el espejo, y lo que vio pareció


gustarle.
-¿Te sorprende?
-No entiendo -dice Ester sacudiendo apenas la
cabeza-. ¿Qué Víctor?
-Víctor Balvecqui -dijo Norma volviéndose, pro­
nunciando las ves fuerte como una maestra en el dic­
tado, chiste que siempre las había hecho reír a las
dos, hasta esta vez-. Víctor, el villano, el invencible,
el que me hizo echar porque no se la chupaba y a los
cinco días estaba acá pidiéndome de rodillas que me
fuera de vacaciones con él, mandándome todos los
días pinches con regalos, invitándolo a Eugenio al
bar para mamarlo y sacarlo del medio, hasta que el
pobre aprendió a ir solo a beber con el crédito de él
para olvidarse de buscarme al volver. Víctor, Ester, el
que me mantiene a mí y a esta casa, el varón más bus­
cado del Munro, el ex lobo feroz, que ahora no le da
la cara para confesarles a sus amigos que la mulatona
del cuartucho del fondo le echó la soga al cuello, pa­
ra explicarles a los que lo creen el más macho del
Munro cómo le gusta que en la cama se la den por el
orto con un vibrador para morirse de amor y placer.
Boluda que fui, de no darme cuenta antes. ¿Te acor-
dás de Víctor, ése que asustaba a la pobre Normita?
El lobo se volvió perrito faldero.
Norma volvió a mirar a Ester y le dio un poco de
pena lo que vio, e intentó moderar la facilidad de su
triunfo, que poca gracia tenía, así.

185
C arlos G am erro

-Sabés, Ester, no era para nada como yo te decía.


En el fondo es cariñoso, sabés, me lleva a los mejores
lugares, me pregunta siempre por los chicos, a veces
les trae regalos. El mismo tiene una hija de su matri­
monio, me prometió que uno de los días que le toca
me la va llevar a conocer. Cómo una a veces juzga
mal, no, por lo que dice la gente, por quedarse en lo
superficial y no ver más profundo, ¿no?
El silencio atormentado de Ester la inclinó a ser
más compasiva aún.
-Lo digo por vos también, Ester. En un principio
me dio mucha bronca, sabés, que me hicieras esa pe­
rrada, que te aprovecharas así de mi desgracia. Pero
bueno... al fin te salió el tiro por la culata, pobre, te
ligaste la parte de la esclava y yo... Siempre trataste de
ser como yo, lo sé, aunque no tuvieras con qué. Bue­
no, no te guardo rencor, por mí quedátelo todo lo
que quieras al puestito, disfrútalo hasta que te mue­
ras. Digo, si no te echaron.
-Creo que sí -dice casi inaudible Ester.
-¿No te digo? Te lo veía en la cara. Ay, chiquita
mía, si te conoceré. Yo en cambio me quedo con mi
Víctor, ¿sabés? -Norma observó si la labor de su ros­
tro era perfecta y conforme se puso su blusa favorita,
una hermosura fucsia de poplín con volados rega­
lada por él, y se la empezó a abotonar- Como te habrás
dado cuenta me estoy preparando para él, para mi
hombre. ¿Te acordás, las veces que te conté cómo
iba a ser mi hombre? Sólo por rajarme de mis viejos

1K6
Norma y Ester

me pude colgar del cuello a alguien como Eugenio. Y


no te creas que de Víctor sólo espero favores, sabés. Es­
tos días, por ejemplo, lo preocupado, lo angustiado que
está porque su negocio de ropa interior está por que­
brar; hoy me llamó de lo más deprimido, y entonces yo
me pongo especialmente hermosa como ahora para ha­
cerlo olvidar sus penas. -Dio a su voz la insinuación más
directa que pudo-. Ahora está por llegar. ¿Sabés, Ester?
Sin mirarla, Ester murmura:
-Puede tardar un poco.
Norma estiró la camisa metiéndosela adentro lo
más que pudo, hasta que la tela formó una línea rec­
ta casi perfecta entre la punta de sus pechos y la cin­
tura de la ajustada pollera. Se contempló al espejo
con las manos sobre las caderas, echando el torso
más hacia adelante aún. Forzó la indiferencia.
-¿Él te lo dijo?
Ester no le contesta.
Norma se colocó el aro símil cuero, el collar dora­
do con los apliques de strass, las diez pulseras en ca­
da muñeca, antes de girar sobre la punta de sus tacos
y enfrentarse a Ester.
-Mirá Estercita, bastante tolerante estoy siendo
con todo esto. Pero vos no me provoqués. Hay una co­
sa que quiero que me digás claro, que me la contestes
mirándome a los ojos, sin mentirme por una vez. ¿Es
verdad lo que dice Víctor, que nunca te puso un dedo
encima? ¿Eh? ¿Es verdad eso que dice, que al lado mío
vos no sos ni la servilleta para limpiarse después de

187
C a r l o s G am erro

comer? Vos sabés que a mí no me podés mentir, Es­


ter, así que mírame de frente y contéstame la verdad.
Ester la mira de frente. Empieza a hacer crujir los
dientes sin poder controlarlos y antes de que Norma
pudiera abrir la boca para repetir su pregunta la aga­
rra de los pelos y la estrella de frente contra el espe­
jo del botiquín.
Norma retrocedió dos pasos, horrorizada; miró a
Ester, incrédula, después miró el espejo estrellado y
el reflejo de su cara partida en cien pedazos en los vi­
drios del espejo, el trabajo de toda la tarde borrado
en segundos por la sangre que manaba de la frente y
la nariz. Incapaz de creer lo que sus ojos le mostraban,
acercó los dedos temblorosos al espejo y los pasó pol­
los bordes cortantes y los huecos de los pedazos caí­
dos, como si fuera ése el lugar donde recomponer la
imagen arruinada que le devolvía. Encontrándose en
uno de los fragmentos con la mirada de Ester, se volvió
lentamente y le preguntó:
-Pero... ¿Por qué? Ester...
La respuesta que Norma escuchó parecía prove­
nir de una persona desconocida, de alguien que ella
nunca había visto en su vida antes.
-Porque sos muy puta, Norma -dice Ester.
V
Doña Tita, la costurera, termina de lavar los pla­
tos de la cena una vez que su marido, mozo jubilado

188
Norma y Ester

y por necesidad sereno de los galpones de Textilanas


S.A., ha partido hacia el trabajo. Parte de la mesa per­
manece servida para una persona, y doña Tita parece
algo preocupada cuando mira el lugar vacío.
Se demora lo más que puede en su tarea, secando
cada plato más allá de cualquier rastro de humedad
antes de guardarlo en el armario bajo la pileta, fro­
tando los cubiertos de aleación hasta que parecen de
plata, chancletendo finalmente hasta la mesa y sen­
tándose al lado del lugar vacío cuando no encuentra
más excusas para seguir de pie. Lo que más extraña
en ese momento es su viejo televisor en blanco y ne­
gro, que se les fue irremediablemente el día en que
tras el último corte la compañía de electricidad de­
volvió la luz con excesiva convicción. Contempla al
San Cayetano con su espiga en la pared, los veleros
surcando el mar azul del almanaque de la peluquería
con los dos primeros meses arrancados, la botella de
vino y el sifón reforzado y el pan con la servilleta en­
cima. Para ocupar su mente decide seguir un traba­
jo y colocándose una blusa en la falda empieza a
deshilvanar un dobladillo con la punta de la tijera,
meticulosamente, casi al tacto por la escasa luz y su
miopía. Con tanto calor que hace teme en cualquier
momento dejar con un dedo una mancha de sudor
que la obligará a lavar la prenda entera. Además los
mosquitos y las cotorritas entran como locos con la
luz y hace un rato nomás una se le metió en la nariz,
y la hizo estornudar.

189
C arlos G am erro

Cuando vienen tanto es que va a llover, sabía por


experiencia, y en ese galpón la humedad siempre
afectaba la espalda de su marido. Lo que más le gus­
taría en la vida sería volver a tenerlo en la cama por
las noches, porque no termina de acostumbrarse a
dormir sola después de casi cuarenta años de compa­
ñía. Está a punto de encender la radio para saber la
hora -más rápido marcar el 113 pero no vale la pena
gastar una llamada- cuando suena el timbre de calle
y doña Tita eleva los ojos al cielo y agradece con un
movimiento de labios.
-Hija, qué tarde llegaste. Empezaba a preocuparme.
Ester entra en la salita de su casa, pasa a la cocina
y apoya su bolsito sobre la mesa.
-Voy al baño, mamá.
Doña Tita enciende las hornallas y le calienta el
puré y el churrasquito, hablándole a través de la
puerta.
-¿Tuviste mucho trabajo hoy, hija?
-Sí, mamá -le llega tras el ruido de la descarga
del inodoro.
Cuando sale doña Tita ya le tiene la comida servida
y humeante en el plato.
-No tengo hambre, mamá.
Una sombra vuelve a instalarse sobre el rostro de
doña Tita, que trata de disiparla disculpándose.
-El puré se me pegó un poco, pero el bife está
bien. Un poco séquito, eso sí, pero es que pensé que
ibas a llegar para cenar con papá.

190
Norma, y Ester

-No tengo hambre, te dije.


-Tenés de postre queso y dulce.
-No... bueno, dame. Queso y dulce sí.
Algo aliviada retira el plato caliente y lo reemplaza
por el de postre ya servido. Al acercarse sus ojos debi­
litados ven lo que de lejos no habían podido advertir.
-Nena, Ester..., estás golpeada, tenés moretones
por todos lados, nena...
-Me caí en la calle. Casi me pisa un auto -dice Es­
ter mecánicamente. Levanta con el tenedor un borde
del dulce, lo separa del queso y lo vuelve a dejar caer-.
Me voy a dormir, mamá.
-Con tu papá te hicimos la cama acá abajo, Ester.
Con este calor no vas a poder dormir en el cuartito
de la terraza, hija. ¿No me dejás ver lo que tenés? Po-
dés estar más lastimada...
-Voy a dormir arriba. Para qué me hizo papá la
piecita si voy a volver abajo cada dos por tres. No me
habrás deshecho la cama.
-No, hija. Este...
-¿Qué? Dale, quiero irme.
-¿Le dijiste?
-Qué.
-A tu jefe.
Ester la mira extrañada.
-Qué le voy a decir.
-No, si... si te va a pagar. No quiero estarte encima
con eso, pero sabés que...
-No voy a trabajar más ahí, mamá. Me echaron.

191
C arlos G am erro

Doña Tita siente como si el corazón se le salteara


un latido.
-Cómo hija. Si ya contamos con el sueldo de este
mes. Si al coreano...
Ester abre su bolso y de un tirón saca el bollo mo­
jado y pegajoso de su delantal de trabajo, sacudiéndo­
lo para desplegarlo, sacudiéndolo cada vez con más
fuerza hasta que los billetes empiezan a caer, abolla­
dos, doblados, apelmazados, sobre el mantel, las si­
llas, el suelo, la mesa servida. Cuando no cae ninguno
más Ester mete las manos en los tres bolsillos, saca más
billetes, dejándolos caer sobre los demás.
-Ester. Toda esa plata. ¿Qué es toda esa plata, Ester?
-Ya te dije, mamá. Me echaron. Esto es el sueldo
y la indemnización. Quiero dormir, mamá. Quiero
dormir hasta el mediodía. Voy a seguir durmiendo
todo el día mañana, y pasado, y pasado, hasta que se
termine la plata. Y recién después voy a buscar otro
trabajo. Me voy a dormir, mamá.
Doña Tita escucha los pasos de su hija resonando
sobre los peldaños metálicos de la escalera de cara­
col, y después empieza a recoger los billetes del sue­
lo, las sillas, revisa el bolso y encuentra algunos más,
los despliega y alisa y los separa en dos pilas, los dó­
lares de un lado, los australes del otro. Tras contar­
los, y agradecer con lágrimas en los ojos a San Ca­
yetano, hace a un lado la blusa con su montoncito
de hilvanes, enchufa la plancha y canturreando es­
pera que adquiera la temperatura adecuada. Pone

192
Norma y Ester

el indicador en “seda”, para no correr el riesgo de


quemar el papel que se le antoja delicado. El telé­
fono suena en ese momento.
-Sí. No, la mamá. ¿Quién...? Ah, don Sebastián,
mucho gusto, muchísimo gusto. Le habla la mamá de
Ester. Sí. Pidió que no la despertara. Vino muy cansa­
da, sabe, no se sentía... ¿Es algo...? A ver, espere que
anoto. -Sin soltar el tubo se arrima hasta la máquina
de coser y en el cajoncito rebusca hasta encontrar una
tiza bien puntiaguda. Alisando un molde de papel
madera con la mano libre se dispone a anotar-: A ver,
dígame. Clínica Olivos, habitación 311, señor... ¿Bal-
bequi con v o b? Ah, Valbequi. Sí. Mañana domingo
todo el día. Cómo no. Seguramente. El gusto es mío,
señor, muchísimas gracias, no, por favor, gracias.
Corta. Empieza a silbar un tango de sus tiempos
de juventud mientras plancha los billetes, elevando
cada tanto los ojos para agradecerle en silencio a San
Cayetano. La ordenada pila de billetes calentitos y
crujientes ya tiene la altura de una tostada cuando la
acomete un súbito impulso de hablar con su marido.
Tarda en atenderla, y al principio no la deja hablar.
-Bueno, no te preocupés, yo te espero a la mañana
con unas cataplasmas. Escúchame, viejo, que te quiero
contar algo. Escúchame un minuto. No sabés las no­
vedades que tengo. No, de Ester. Escúchate ésta. La
nena tiene novio. Sí, y parece que de plata. Hoy le
dio para todas nuestras deudas. Creeme, creeme, lo
tengo acá enfrente mío. No, ella me contó otra cosa,

193
C arlos G am erro

pobre, es tan correcta. Y, como mil. ¡Un milagro, vie­


jo! La única tristeza es que tuvieron un accidente.
No, ella unos magullones nomás, pero él está en el
hospital. Llamó el jefe de la nena, viste, el señor Se­
bastián. Muy atento. Se está ocupando de todo. Dice
que el muchacho no para de pedir por ella. ¡Mil aus­
trales, viejo! Qué suerte viejo, no, a nuestra edad,
quién lo iba a creer, tener para que nos cuide una hi­
ja como Ester.

194
Fulgores nocturnos
No me molestaría seguir con la duda de si fueron
dos o la misma dos veces, si por lo menos pudiera estar
seguro de si fue un sueño o si pasó. Vos decís que salí
de la Age a eso de las cuatro, que se acuerdan bien
porque tenía el papel de todos en el bolsillo, así que
hasta ahí estamos más o menos bien. Según vos mi au­
to no estaba en la calle cuando salieron a buscarme,
así que manejando salí, vos sabés que esté en el esta­
do que esté con un par de tarjetazos hago como cien
kilómetros. ¿Pero cuatrocientos? No, ya te dije que
con el cuentakilómetros no contamos, si la última vez
que me preguntó el mecánico no supe decirle si trein­
ta mil o cuarenta mil. Incluso al principio llegué a pen­
sar que no había salido de casa en todo el fin de sema­
na, cuando me levanté el domingo a la noche estaban
los diarios de tres días en la puerta pero eso no quie­
re decir nada, en el estado en que habré llegado el
domingo de madrugada les habré pasado por encima sin
verlos. ¿Puede ser que haya manejado cuatrocientos kiló­
metros sin darme cuenta? ¿Puede ser? ¿Eh? ¿Saliendo a

197
C arlos G am erro

las cuatro -¿están seguros de que fue a las cuatro?- y


llegando antes del amanecer? No, las matemáticas
dan, si yo una vez que salgo de la rotonda de Alpar­
gatas no bajo de 180, lo que no me da es la cabeza.
¿Para qué voy a salir yo solo, en el auto, cruzarme me­
dia pampa para ir a dormir a un hotel en Gessell, que
no pisaba desde que me llevaban mis viejos a pasarla
mal? No me preguntes cómo sé, era Gessell y listo, vis­
te que en los sueños los lugares vienen como con eti­
quetas, son, y punto. La Gessell de mi sueño se pare­
cía bastante a la de mi infancia, había un restaurante
con una jirafa azul ¿está todavía? Qué cagada, si se
hubiera fundido o algo daría para pensar que nunca
fui, que lo soñé todo, o al menos que pasó acá. Pero
vos decís que nadie me vio, ¿nadie el viernes, nadie
el sábado? No, qué viva, el jueves sí, hasta yo me vi el
jueves, el silencio de radar fue de cuarenta y ocho ho­
ras justas. Te juro que hasta hice la recorrida al otro
fin de semana, preguntándole a cada uno ¿vos me
viste acá el viernes pasado? ¿Te acordás si estaba?
Anoté los resultados en una servilleta: quince sí ver­
sus trece no. También qué querés, con gente como
ésa, la mitad estaba pasada del todo cuando tendría
que haberme visto o no visto, la otra mitad pasada
cuando le preguntaba si me vio o no. Los que no me
vieron imaginan que me vieron y los que me vieron
se olvidaron de que me vieron, sin descartar los que
se acuerdan pero del fin de semana anterior, si por lo
menos hubiera más de tres lugares de onda en esta

198
Fulgores nocturnos

ciudad la gente podría diferenciar entre un fin de se­


mana y otro en lugar de fundirlos en un mega fin de
semana interminable transcurriendo entero dentro
de un mega lugar de onda compuesto por los tres lu­
gares de onda comunicados entre sí por pasadizos se­
cretos que sólo conocen los habitués; y en un fin de
semana así concebido no habría nadie que no haya
estado, así que ni tendría que preguntar. Igual miento,
por supuesto, no entré a buscarme a mí, entré a buscar­
la a ella, o a ellas. Con una me alcanza. Por supuesto
que no la reconocería, si sólo tengo la imagen de un
torso desnudo, o de dos, ni brazos ni piernas tenía,
pero no sé, tenía la esperanza, que no perdí, de que
ella me reconociera a mí. Así que a todas las miraba,
a todas les sonreía, buscaba contacto visual, cuando
me parecía que había algo -un par de veces estuve ca­
si seguro- la consabida ¿te acordás de mí? Mentían
que sí, estaban con hambre, si les contaba toda la his­
toria habrían jurado sobre la tumba de Madonna, era
yo, era yo, éramos las dos, más sabiendo que yo no te­
nía pruebas en su contra, si eran vivas capaz que me
convencían y todo, debía leerse fluorescente en níi
cara la desesperación. A una me la terminé cogiendo, só­
lo para asegurarme, claro que en el auto mucho no iba
a ver salvo que le enchufara la linterna, cuando me di
cuenta ya era tarde, pensé por ahí al tacto pero me hizo
usar forro y era como leer Braille con guantes, supongo,
nunca fui ciego, a veces me pongo ciego pero ahí gene­
ralmente no se me da por leer. Cómo comparar con

199
C arlos G am erro

ese polvo de sueños uno de forro, la ventaja de coger


en sueños es que no hay que usar forro, no conozco
a nadie que en sueños haya acabado de forro, aun­
que tampoco se me ha dado por hacer encuestas. Así
que me la cogí, la tuve que llevar en auto a la casa de
sus papis -en San Isidro, por qué vienen al centro si
allá tienen el río, tienen Libertador, habría que po­
ner aduana en la General Paz-y ni siquiera pude des­
cartarla, una menos, quedan ciento noventa y nueve
mil novecientas noventa y nueve, no, siguen quedando
doscientas mil. Estuve tratando de pintarlas, mirá, acá
está la última versión. Traté de ponerles caras, pero re­
sultó ser un inútil ejercicio de la imaginación. Mejor
dejarlas así, no forzarlas a que sean... más. Sí, ya sé, ya
adivino, si pudiera ponerle cabeza y brazos y piernas a
ese torso ya no sería hermoso, no, sería una persona.
Los griegos en ésa la tenían clara, torsos y dinteles y ca­
piteles y las cabezas se las tiraban a los romanos, Pla­
tón tenía razón, toda verdadera belleza es inhumana.
Tienen algo de Klimt, ¿no? Especialmente la prime­
ra. Estos firuletitos acá, y el dorado, no me lo digas, fui
y le dije arriba las manos, Gustav. La segunda era más
espigada, muy blanca, con un fantasma de jaspeado
de granito bajo la piel, menos Modigliani que Schiele,
si me hago entender. Y tenía ese lunar ahí ¿lo ves? Ese
es otro de mis miedos. Si no la encuentro enseguida
y deja de depilarse le va a quedar tapado, sería una
catástrofe, ese lunar es clave. No, la primera también
me gustó, ¿por qué me preguntás? ¿Te dice algo lo del

200
Fulgores nocturnos

lunar? Ah. No, pero me pareció que... No importa,


dejá. Como te decía, no tengo preferencias entre la
primera y la... no sé si decir la segunda o la segunda
vez, ya te dije que no estoy seguro de si fueron dos o
la misma dos veces. Sí, pero en el estado en que esta­
ba no te quepa duda de que era muy capaz de con­
fundirme un Modigliani con un Klimt. Qué bueno
que viniste, disculpante si te estoy internando pero no
sabés la falta que me hacía hablar de esto. El martes
por ejemplo no aguanté más, pegué un papel y salí con
el auto a recorrer hoteles. Me hacía el que buscaba
alojamiento y pedía ver las habitaciones, porque de lo
único que me acuerdo es de la habitación, ni el fren­
te ni el lobby ni el ascensor ni los pasillos, sólo la habi­
tación. No me pidas que te la describa, me la acuerdo
como una cara, si la veo la reconozco, pero identikit
no, no. Cada vez que el botones o el conserje o el pro­
pio dueño, dependiendo del grado de tugurización,
me la mostraba y no la reconocía fruncía la cara como
tratando de aguantar el asco y decía gracias, está muy
bien, lo voy a pensar. Avenida de Mayo, Once, Cons­
titución; cuantas más veía más se me mezclaban todas
y se me volvían irreales, como si las hubiera soñado
también, de repente me encontraba diciendo en Cons­
titución sí, era ésta, es igual, igual a qué, a la que vi en
el Once, no en el sueño. Iba por Córdoba cuando tu­
ve la revelación en una palabra no una imagen, Jous-
ten Hotel, pregunté en tres quioscos hasta que me
pudieron decir: Corrientes y Veinticinco de Mayo. A

201
C arlos G am erro

medida que bajaba por la avenida -literalmente, sabes


que ahí empieza la barranca- temblaba de emoción,
voy a pedir que me dejen consultar la ficha, quizás es­
té el nombre, teléfono, la dirección de ella, al menos
de alguna de las dos. Reconocí al soldado romano o
renacentista que meditaba sobre el dintel, remedo
en cemento del Pensador de Miguel Ángel, y tan albo­
rozado estaba -como si nunca lo hubiera visto antes,
yo que paso todos los días por ahí- que ya había cru­
zado Corrientes cuando vi las ventanas tapiadas y las
paredes cubiertas de la costra de siglos de afiches pe­
gados y arrancados. Hace como seis años, pibe, me
contestó el quiosquero cuando le pregunté. De puro
frustrado me terminé el papel ahí mismo, en el auto
mal estacionado, con todo el centro a mediodía hir­
viéndome alrededor. Así que así están las cosas cuanto
más busco menos encuentro, se me perdió un fin de
semana por ahí no sé si salí o me quedé en casa no sé
si fue acá o en la costa no sé si era una o eran dos no
sé si perdí a la mujer de mi vida (o a las mujeres de
mis vidas) y debo buscarla o si la soñé y estoy enloque­
ciendo por nada. Si ustedes por lo menos hubieran
ido a bailar el viernes o el sábado sabrían si estuve o
no, ni siquiera me llamaron, tanto los ofendió lo del
papel, te juro que fue distracción ni sé si me la tomé
quién sabe se la tomaron ellas viste cómo son, moscas
a la miel cuando el papel está lleno y cuando estás por
abrir el canuto al medio para raspar adentro si te he
visto no me acuerdo habrá sido eso se la terminaron

202
Fulgores nocturnos

toda entre las dos pájaro quéjalo voló y yo como un gil


en Gessell despertándome un día y medio después en
la única compañía de un papel vacío la frente hacha­
da al medio saliendo del hotel un esfuerzo sobrehu­
mano entender lo que el conserje me decía contestán­
dole a todo que sí sálvame tarjeta de crédito me dejan
ir y me subo al auto ¿habrá sido así? atravesando ese
tráfico infame de balneario colgado como un Cristo
del volante un milagro que haya logrado salir a la ruta,
otro manejar los cuatrocientos kilómetros de vuelta
¿será posible? Y, ya acá no, uno tiene su cancha, son
años, como el caballo del lechero me sé de memoria
el camino a casa, con los ojos vendados pueden soltar­
me cualquier madrugada en la puerta de cualquier
disco y voy a saber volver. No me acuerdo la verdad
que haya sido nunca de día, así que fue un sueño ín­
tegramente nocturno -o al menos de gente, calles, lu­
ces y árboles nocturnos bajo un cielo diurno, como
esos cuadros de Magritte- o si no será más simple, que
dormía todo el día y me despertaba por la noche, co­
mo cualquier fin de semana, sólo que en la costa. Sol,
nunca hubo sol, de eso estoy seguro. ¿Qué decía el pro­
nóstico del tiempo en la costa ¿cielo despejado? Qué
bárbaro, nunca pensé que iba a necesitar pronosticar
para atrás, igual no cambia nada, si yo de día ni asomo
la nariz. El cielo igual que el de verdad, sí, pero si lo re­
cordara sin estrellas sería igual, las nubes serían las del
pedo, no me garantizaría que soñé. Te agradezco que
me aguantes con esto, ya sé que te estoy internando,

203
C arlos G am erro

qué paciencia me tenés. Es como ese dilema del cuen­


to chino de la mariposa, ¿no? No sé si tuve un sueño
estupendo y ahora estoy despierto o si tuve un pedo
terrible y ahora estoy sobrio. ¿Que qué hicimos? Lo
de siempre: bailamos, chupamos, tomamos pala, cogi­
mos, en ese orden, creo; sólo que si me preguntás con
quién, qué, cuánta, por dónde, ya no te sé decir. Pará,
pará, estoy acordándome de algo, me vino como un
momento de claridad: una imagen. Estoy en el baño ha­
ciéndome pases, me miro en el espejo y atajo dos grani­
tos pegados a los pelitos de la nariz, ningún peligro en
la penumbra pero si te agarra la luz negra parecen Si­
rio, salgo y hay algo, como un show, pará que creo que
lo tengo, lo veo re claro, un brillo de lentejuelas, lente­
juelas verdes, un vestido de lentejuelas verdes largo
hasta el piso centelleando bajo los reflectores y el que
lo viste es un trava, ya lo tenemos, ahora sólo hace falta
averiguar si acá o en la costa hubo el viernes o el sá­
bado un desfile de travas con... ¿Estás segura? ¿Segura,
segura, o lo decís por...? ¿Por qué no lo llamás a Diegui-
to Laín y le preguntás? ¿Eljueves? ¿Yde qué mierda me
sirve si fue el jueves? De tanto escucharla me la sé de
memoria, la historia del jueves. El jueves sólo estaban
ustedes, estábamos en la Age, de repente no estába­
mos más ni yo ni el Fiat Uno ni el papel de todos,
cuando crucé las puertas de la Age se perdió todo
rastro de mí en este mundo y el negro mar de la in­
consciencia me azotó dos días con sus noches hasta
depositarme con la resaca sobre la orilla incierta de

204
Fulgores nocturnos

mi cama. ¿Nadie sabe lo que me pasó, carajo, nadie


me vio, nadie me habló, me volví el fantasma de Can-
terville yo? No sabés cómo te agradezco otros me sacan
de encima con un estás muy pasado tío pero yo sé que
vos sabés lo importante que es esto para mí, me estoy
hundiendo y sé que ésta es mi tabla de salvación, mis
tablas más bien aunque con una me conformo. No las
dos a la vez ni ahí, mi primera cama de tres con dos
minas tendría que acordarme siempre queda algún
virgo por perder, si de algo estoy seguro es que fue
una el viernes y la otra el sábado o la misma los dos
días seguidos pero las dos juntas, no, no. Tendría que
acordarme, ¿no? ¿Qué? Pará, eso no te lo había con­
tado. ¿Cómo supiste que a la segunda la encontré en
el mismo lugar que a la primera? ¿Cómo supiste? No,
estabas segura. ¿Eras vos? Dale, decime. ¿Eras vos, no?
No salí de la Capital en todo el fin de semana, no cru­
cé solo la pampa a ciento ochenta kilómetros por ho­
ra por una ruta recta, nos encontramos el viernes y
nos fuimos a un hotel, y el sábado a otro hotel, un fin
de semana banal. ¿Fuiste vos las dos veces, no? Y qué
sé yo, por ahí te dio vergüenza, después. Vos siempre
me tuviste... me quisiste... Digo, si me agarraste con
la guardia baja y aprovechaste, a mí no me parece
mal, no te juzgo. Lo único que te pido es que ahora
me digas la verdad. Te juro, no puedo vivir con esta
incertidumbre. ¿Eras vos, no? No, no es que no te
crea, pero necesito estar seguro. Y, que me dejes ver.
Pará, no te vayas, qué te pasa. ¿Te ofendiste? ¿Me ves

205
C arlos G am erro

como estoy, y te ofendés por algo así? Aparte, ni que


fuera la primera vez. Sí, pero podés haber cambiado
desde entonces, estar más flaca, depilarte... Vos sabés
lo importante que es esto para mí, no te lo pediría si
no. Sí, me acuerdo, la pasamos bárbaro aparte, pero fue
hace tres años, ah bueno, dos, y yo necesito... la imagen
fresca, de cuerpo presente. Por favor. Está bien, te espe­
ro. Eh, ¿ya estás? Sos rápida para los... A ver, date vuel­
ta. Acércate un poco más. No, así no sirve, hay algo que
me distrae. A ver... ¿Te jodería mucho taparte la cara?
No, tenés razón, no eras vos, ninguna de las dos. Discúl­
pame. Andá vestite ya, si querés. Che, no llores, qué te
pasa, es mejor así, te aseguro, yo mantengo la ilusión y
vos... Te digo la verdad, ahora que puedo, me hubie­
ra hinchado un poco que fueras vos, no que no tuvie­
ras derecho, pero qué sé yo... Y encima después no
decirme. Así es mejor, ¿no? Dale, vas a chupar frío,
vestite de una vez . Hubiera sido gracioso que fueras
vos, ¿no?, la cosa más importante de mi vida que yo
hubiera perdido. No, digo porque a vos te tengo, ¿no?
No te perdí ni nada. No porque seas vos, no hubiese
tenido nada de malo que fueras vos, me entendiste
mal. Es por la ironía de la situación: yo decidido a re­
correrme todos los antros de Gessell ¡de Gessell! para
buscarte y vos acá, enfrente mío, todo el tiempo, toda
mi vida. ¿Hace cuánto que no nos conocemos? Hay
un cuento que habla de eso, no, o una leyenda, o un
libro, o una película. De alguien que busca desespera­
damente algo por comarcas lejanas y siempre lo tuvo

206
Fulgores nocturnos

adentro suyo, o no, afuera pero al alcance de la mano,


etcétera. ¿Es un cuento oriental? Pensé que vos me lo
habías contado. Entonces fue Marité. ¿No sería gracio­
so, si vos eras una y Marité la otra? Lo que me gustaría
es desprenderme de esta sensación de pérdida irre­
parable que me quedó, o como opción de segunda sa­
ber qué es lo que me perdí. ¿Fue algo que nunca tuve,
o algo que tuve y perdí para siempre? ¿Hay diferencia?
Lo único que sé es que no hay momento de mi vida al
que volvería con más ganas, no, ni siquiera mi infan­
cia. Y eso que no hay mucho para contar, eh. Un cuar­
to de hotel, sábanas siempre revueltas, un cuerpo de
mina sin cara que pudieron ser dos... Pero viste cómo
es, hay cosas que no se pueden explicar, las sensacio­
nes por ejemplo, en este caso la sensación de acabar
adentro de ella, o de ellas, era como si mi polvo por
fin estuviera en casa, después de tanto hotel. Paradó­
jico, por otra parte, porque si de algo me acuerdo es
que estaba en un hotel, en el sueño o en la costa o
acá, para el caso da igual, ya sé que nunca lo voy a en­
contrar. Por las calles mejor ni me preguntés, no va a
servir de nada aunque si querés saber nu acá las vi tan
hermosas, con semejante pureza, nada más que un
manto de terciopelo negro extendido y sobre ellas las
joyas de la corona como de un cubilete desparramán­
dose, rubíes huyendo adelante y diamantes atacando
de frente y amatistas titilantes en las esquinas, enormes
esmeraldas en lo alto todo de una belleza sobrecoge-
dora pero eso sí para ayudarme a saber dónde estuve

207
Carlos G am erro

menos útiles que un cartel oxidado y doblado. ¿Nunca


pensaste que en la Antigüedad adoraban las joyas por­
que no tenían las luces de tráfico para amar? En esta
oscuridad de la que hablamos, son lo último en apa­
garse. No me mires así, pepa no tomé, aunque claro,
no soy capaz de acordarme si manejé cuatrocientos
kilómetros ciego y estoy tan seguro de que no me pu­
sieron un papelito en la punta de la lengua. ¿Será
que alguien puso ácido en mi cocaína para llevarme
por el camino de la droga? En fin, otra variable a con­
siderar, a medida que hablamos los interrogantes en
lugar de resolverse se van multiplicando, así que te
dejo en libertad de irte si querés. No, quién te está
echando, siempre la misma paranoica vos. Ahora lo
único que falta es que te vayas ofendida. Te juro que
por un momento pensé que eras vos. Igual te agradez­
co. Es tanto lo que perdí, y tan poco lo que necesito
para recuperarlo: un cartel torcido o un papelito abo­
llado con un número de teléfono anidado adentro o
un recibo de hotel o un ticket de peaje hasta con un
sello en la mano me conformaría pero lo único que
me quedó es un puñado de imágenes cuya belleza
inútil me atormentará mientras viva. A veces pienso
que mientras te quedan otras cosas no apreciás del
todo la belleza, no, para apreciar del todo la belleza
tenés que estar medio hecho mierda, sólo podés
apreciarla cuando es lo único que te queda, ¿no?

208
Las hamburguesas del mal
A Juan Boido

Todo comenzó con un desmayo en la cola de


McDonald’s. Incapaz de decidirme entre el Combo 1
(Big Mac, papas fritas mediana, coca mediana) o el 3
(McDlt, el resto igual) advertí que la pizarra lumino­
sa sobrevolaba amenazadora mi cabeza, que mareada
perdió el equilibrio y cayó como pelota al suelo. Lo
último que vieron mis ojos fueron las facciones metá­
licas de Ray A. Kroc y su sonrisa benévola velando so­
bre mí y sobre un mundo confiable, en cuyos brazos
podía desmayarme sin temor.
No desperté en el lugar de mi caída, seguramente
me habían corrido hacia el costado para no entorpe­
cer la circulación. Un empleado diligente se afanaba
en limpiar con un espeso fajo de servilletas de papel
los restos de lechuga y mayonesa de mi rostro y ropas:
reconocí los sabores combinados del menú porteño
y el Combo 2, que nunca hubiera pedido, y me re­
confortó al menos saber que no había caído sin lle­
varme a varios conmigo. Agradecido me aferré por
un momento al brazo de mi salvador, cuyo rostro me

211
C arlos G am erro

sonreía desde el retrato en la pared, campeando sobre


la leyenda “empleado del mes”. Varias veces, desde mi
mesa de siempre, lo había contemplado en su imper­
turbable eficiencia, su altiva frente de adulto sobresa­
liendo sobre las sudorosas nucas de los indiscernibles
adolescentes malpagos, como un capitán en la cu­
bierta de un barco arrostrando la tormenta -la tor­
menta de clientes del mediodía, oleadas, avalanchas,
vorágines de clientes abatiéndose sobre las cajas que
apenas sostienen sus embates-, infundiendo por su
sola presencia la serenidad necesaria para salir a flo­
te. Y a pesar de que todo contacto personal entre em­
pleados y clientes estaba vedado -salvo la amabilidad,
dulzona como la mayonesa y los pepinillos del Big
Mac, que se le debe dispensar a todos los clientes por
igual-, a pesar de que haciéndolo desafiaba una pro­
hibición que podía costarle si no su puesto al menos
sus honores como empleado del mes desde hace tres
meses seguidos y por lo tanto sus chances cada vez más
seguras de convertirse en empleado del año, siempre
disponía de ese segundo para responder a mi mirada
con una sonrisa breve, fugaz, que era casi un guiño
de complicidad. Cualquiera puede reconocerse con
el mozo en un restaurante tradicional, pero reconocer
a un empleado de McDonald’s, y lo que es más, ser re­
conocido por él, es algo de lo que pocos, creo, pueden
jactarse. Su sonrisa me daba todo lo que necesitaba,
todo lo que había venido a buscar; me aseguraba que
mientras él estuviera allí todo seguiría funcionando

212
Las hamburguesas del vial

como siempre, que aplastando la cara contra el vidrio


de los ventanales el mundo impredecible podía hacer
muecas y rugir pero aquí dentro estábamos a cubier­
to, protegidos, salvados en suma. No puedo, parecía
decirme, hacerme cargo de lo que suceda allá-la pa­
labra contenía entero el terror vago que debieron
sentir los primeros navegantes que se acercaban al
horizonte en un mundo plano- pero una vez fran­
queado el doble arco dorado nada malo puede suce-
derte. Bastaba sentarme con mi Big Mac y mi Coca
Cola y mis papas fritas en mi mesa de siempre y re­
cibir la bendición de su sonrisa -sólo entonces po­
día empezar- para que el mundo desde siempre
hostil a cualquier sentimiento humano e indiferen­
te a cualquier súplica quedara anulado como por
un conjuro que sólo yo, saliendo al exterior, era
dueño de romper -las puertas de McDonald’s, co­
mo las de una embajada en un país atroz, abiertas a
todo refugiado que consiguiera llegar hasta ellas y
no quiera volver a salir.
Se ofrecieron -ya no él, que debía volver a su pues­
to, sino nuevamente empleados anónimos, indiscerni­
bles entre sí como un McPollo de otro- a escoltarme
a una mesa y alcanzarme mi pedido, pero les dije que
prefería ir a sentarme a la isla de juegos, que era don­
de más seguro solía sentirme. Había, especialmente,
un modelo tamaño natural de Ronald McDonald sen­
tado en un banco, acunando un vacío con forma de
niño; pero una niña avispada se me había adelantado

213
C arlos G am erro

acomodándose en el regazo del payaso amarillo y na­


ranja como si se dispusiera a pasar allí el resto de su
infancia, levantando cada tanto el rostro hacia el de
su amigo para comprobar que le seguía sonriendo.
Esa niña, hubiera querido gritarle a la madre que
sentada en una mesa vecina apenas miraba cada tan­
to en su dirección -como si nada malo pudiera pasar
entre una mirada y otra, como si no bastara un se­
gundo de distracción para que el payaso muestre los
colmillos afilados que su bermeja sonrisa oculta-
ocupa un lugar que no es suyo, un lugar que no le
pertenece. ¿Por qué traen a sus hijos aquí? ¿Les pare­
ce un lugar para venir con niños? Aprovechando una
de las siguientes distracciones de su madre -eran
predecibles y regulares como el verde del semáforo-
y ayudado por la naturaleza resbalosa de las piernas
del muñeco, la empujé rudamente y haciendo caso
omiso de sus berridos me acomodé como pude en su
lugar. No fue fácil, por más que me retorciera bus­
cando posturas mi cuerpo de adulto sobraba por to­
dos lados y rebalsaba los brazos de Ronald de modo
tal que en lugar de bebé acunado me sentí el Cristo
de una versión circense de la Piedad, y decidí bajar­
me. Además, la madre de la niña desplazada había
ido a quejarse a uno de esos bulldogs de manga cor­
ta que patrullan los pasillos, y como en un trance así
ni siquiera la solicitud del empleado del mes podría
salvarme decidí escabullirme hacia algún recodo
donde pudiera pasar desapercibido.

214
Las hamburguesas del mal

No era la primera vez que sufría algún incidente


en McDonald’s. Hacía una semana o dos, sin ir más
lejos, encontrando que mi mesa de siempre junto a
la ventana estaba ocupada por una jovencita rubia
con aspecto de morocha teñida, dejé que una de mis
manos soltara el extremo correspondiente de la ban­
deja para que ésta bajara como un puente levadizo,
con tanta suerte que el vaso de coca grande cayó sobre
la mesa y anegó el contenido de su bandeja. Pretex­
tando una excursión en busca de servilletas al dispen-
ser más cercano apoyé mi bandeja vacía y seca junto
a la suya inundada y desaparecí rumbo a las cajas. El
empleado del mes, que lo había visto todo, me dedi­
có una sonrisa cómplice, como si me dijera “sé lo que
estás tramando, y no lo desapruebo”. Argumentando
que la bandeja había resbalado porque estaba mal se­
cada -debido al origen protestante de la empresa
aun en los países católicos los gerentes de McDo­
nald’s responden pavlovianamente a la culpabiliza-
ción individual- obtuve una réplica de mi primer pe­
dido y me dirigí a la mesa, donde apoyé mi segunda
bandeja sobre la primera de manera tal que sólo un
ojo experto podría haber detectado las dos y sospe­
char algo. Por suerte al ocurrir la tragedia la joven
oficinista no había abierto su cajita de acetato, por lo
que su Ensalada del Chef había capeado bien el tem­
poral de Coca Cola. Los anónimos robots con visera
de siempre habían limpiado el suelo, que lucía relu­
ciente como si yo no hubiese pasado por allí.

215
C arlos G am erro

-¿Te sentís mejor? -preguntó ella cuando me sen­


té. No me había equivocado, mi ardid había dado jus­
to en el centro de su instinto maternal. Podía iniciar
el acercamiento erótico con total impunidad.
-¿Cuál es tu hamburguesa preferida? -le pregunté
juguetonamente.
-No pruebo las hamburguesas -replicó- Soy ovo-
lactovegetariana.
-¿Para qué viniste a McDonald’s entonces? -excla­
mé con un principio de alarma.
-Para salvarte.
-¡Salvarme de qué! -le grité incorporándome co­
mo un poseso-, ¡Qué te hace pensar que necesito ser
salvado! ¡Yqué hacés en mi mesa! ¡Quién te dijo que
podés ocupar ese lugar en esta mesa!
Resultó que era evangelista, y que camuflada bajo
su ensalada con huevo y queso se infiltraba en el lo­
cal a repartir folletos. Lo que había hecho conmigo se
lo hacía a todo el mundo, en segundos yo había pasa­
do del orden de lo único e individual al orden de lo
promiscuo e indiferenciado, y cuando se fue para no
volver apoyé la cabeza sobre los brazos y sollocé des­
consolado. Quería gritarme, quería gritarle a los ocu­
pantes ciegos y sordos de las mesas vecinas: ¿Qué esta­
mos buscando acá? ¿Para qué venimos? ¿Escapando de
una tristeza intolerable sólo para hacerla peor?
Porque ésta es la verdad que aquí me dispongo a
confesar públicamente (la oxigenada evangelista te­
nía razón: sí necesitaba ser salvado): yo era un adicto

216
Las hamburguesas del mal

a McDonald’s. Cada vez que se acercaba la hora de


comer caminaba con sudoración nerviosa las calles
diciéndome hoy no, hoy voy a ir a un restaurante nor­
mal, donde un mozo de blanco con moño negro se
acercará a servirme, me enfrentaré con valor a un
menú impredecible y afrontaré la zozobra de elegir,
esperaré minutos largos como días a que llegue el pe­
dido, un pedido del que cabe esperar cualquier cosa,
un pedido cuya coincidencia con idénticos pedidos
en distintos restaurantes no irá a veces más allá del
nombre, y llegado a este punto la angustia podía ser
tal que mis ojos saltaban sobre las copas de los árbo­
les en busca del doble arco dorado, como los peregri­
nos buscarían en el horizonte el primer asomo de la
aguja de la catedral. Y aun así al llegar podía pasar
una, dos, tres veces por delante de la puerta hasta
atreverme a entrar, pugnando luego por adelantarme
en la cola con una impaciencia rayana en el frenesí,
insultando mentalmente a los adolescentes dubita­
tivos o deliberativos y a los empleados lentos como
personas, no pudiendo a veces esperar la mesa para
dar el primer mordisco en la masa gomosa y blan-
duzca, experimentar por un segundo el intenso pla­
cer de la abstinencia satisfecha que antes ya de tragar
se troca en decepción y relajo. Sí, no tengo empacho
en confesarlo: mi conducta era pegajosa y adictiva co­
mo el sabor dulzón del pepinillo y la mayonesa y el
pan de sésamo del Big Mac. Apenas uno hinca en él
los dientes, antes incluso de empezar a masticar, la

217
C arlos G am erro

mente ya te está preguntando cómo puede ser que


hayas caminado especialmente veinte cuadras o aun
dos para comer esto, te mentirá economía y rapidez
(aunque un choripán es más barato y veloz) y dejarás
un último mordisco en el envase reciclable de cartón
jurando es la última vez, esta sí que es la última vez,
pero mañana al mediodía o a lo sumo pasado nueva­
mente el raro anhelo inexplicable de pararte impa­
ciente en la cola buscando el cambio exacto para tardar
menos, la aventura de procurarte vos mismo la pa-
jita gruesa como un caño y las esponjosas servilletas
en los respectivos dispensers y sin detenerte un se­
gundo encarar bandeja en mano la aventura de con­
seguir mesa. Era un hambre como ninguna otra, una
debilidad que me hacía despreciarme y odiar su ob­
jeto, como la sed de Coca Cola que cuando te agarra
ni el agua más pura ni la cerveza más helada pueden
saciar; una memoria molecular atávica quizás de la
época en que llevaba cocaína en la fórmula y que todas
las billones de botellas embotelladas en el mundo
desde entonces guardan en la sangre burbujeante
como un inconsciente colectivo de la marca. Ningún
padre de familia saliendo al anochecer de su encuen­
tro con un travestí -llamó a casa para avisar que iba
a salir tarde de la oficina- se alejó jamás de la sacie­
dad insatisfecha de su placer culposo con más ver­
güenza que la mía al empujar cada noche la puerta
de McDonald’s para salir a la vereda y perderme en­
tre la gente normal. Y eso en los días mejores, en los

218
Las hamburguesas del mal

que no me acometía el anhelo de hurgar en los án­


gulos recónditos de la Cajita Feliz. La Cajita Feliz es­
tá supuestamente reservada a los niños, o sea, no hay
edictos en las paredes ni a uno le piden el documen­
to para comprobar la edad pero ésa es la costumbre,
una costumbre que goza de consenso a lo largo y a lo
ancho del curioso planeta que circundan los dobles
arcos de McDonald’s, que va más allá de las leyes na­
cionales y las idiosincrasias étnicas y religiosas. ¿Có­
mo podía yo, entonces, satisfacer mi anhelo malsano
por la Cajita Feliz, cómo justificarlo? Sobre todo des­
de que su contenido (una hamburguesita de niño,
unas papas fritas de niño, una Coca Cola de infeliz)
se veía enriquecido por los personajes de la última
película de Disney, que los niños habrán visto y pedi­
rán a los padres con esa monótona desesperación
que sólo los niños se atreven a manifestar sin ver­
güenza. Hasta hacía unos meses habían sido los del
Rey León, un leoncito que pierde al padre en una es­
tampida de ñúes de la que se siente de alguna mane­
ra culpable, y como ya había logrado sacarlos todos,
durante algunos meses mi fiebre se aplacó. Pero ahora
habían llegado los del Jorobado de Nótre Dame, y
ansiaba sobre todo poseer la imagen votiva del míti­
co mostrenco para que pudiera con su tullida alegría
y su sonrisa de dentista medieval albergar un poco de
mi alma jorobada y contrahecha.
Tenía mi sistema, es verdad, desarrollado a lo largo
de febriles noches de insomnio en las que me imaginaba

219
C arlos G am erro

abriendo la Cajita de Pandora de la que todo podía


salir, incluso el sueño. Una vez más, me armé de va­
lor y una Cajita Feliz pedí mirando, por encima de
mi hombro y de la cola de adolescentes potencial­
mente burlones que se había formado detrás de mí,
hacia el sector de mesas para dar a entender que es­
taba pendiente de los niños y no les quitaba un ojo
de encima, poseído de histrionismo triunfante habré
incluso impostado con ojos y boca un par de gestos
imperativos que no pasaron desapercibidos a la jo­
ven cajera (un pleonasmo, no hay viejos cajeros en
McDonald’s) que sonriendo me preguntó “¿y para
usted, señor?” y supe que a ella también la había en­
gañado, los había engañado a todos, en verdad, ex­
cepto por supuesto al empleado del mes, que desde
su caja alejada (no había querido poner a prueba
nuestra tácita amistad yendo directamente a la suya)
derramaba su sonrisa de siempre sobre la agraciada
soltura de mi ardid. Con mi Cajita Feliz sujeta firme
en una mano y tambaleando en la otra el menú por­
teño que era lo más barato que podía pedir “para
mí” sin despertar sospechas, y lo más fácil también de
deslizar dentro de la ranura del tacho cuando los en­
cargados de limpieza se distrajeran, finalmente lle­
gué a mi mesa de siempre y me dispuse a abrir la Ca­
jita temblando de incertidumbre. Era Quasimodo,
finalmente. Casi con rabia acometí la pálida ham­
burguesa, me atraganté con las burbujas de la Coca
Cola. Este es el problema, mascullé para mí, con la

220
Las hamburguesas del mal

felicidad; sólo consiste de cosas previsibles, cuando


llega después de tanto esperarla la desazón de no sa­
ber qué hacer con ella impide cualquier disfrute. Si
ofrecieran la Cajita Desgraciada, ahí sí que la cosa an­
daría: el que anticipa desdichas nunca se decepciona.
Como siempre hacía, junto con los restos semiter-
minados de alimento me deshice del muñeco en
uno de los contenedores sin forma, no fuera a que­
dar al alcance de los niños que sin vigilancia alguna
pululaban en el local.
Ayer, o quizás fue anteayer, aquí dentro los días
son tan iguales como las mesas, escuché a un par de
adolescentes hablando a mis espaldas y el chico ru-
liento y tatuado le decía a la chica de pelo corto y aro
en la nariz “a mí no me jode lo que haga, como diche
Niche lo que no me mata me hace más fuerte” y yo
apenas pude aguantar las ganas de darme vuelta y
sacudirle las trenzas rastafari de un sopapo pendejo
de mierda qué sabés vos de la vida, porque no caíste
todavía en la tumba pensás que no vas en camino, te
están empujando adentro y vos te sentís más fuerte
que nunca cuando tus talones están mordiendo el
borde del pozo; que mires para el otro lado sólo
quiere decir que vas a caer de culo. ¿O vos te creés
que el boxeador que a la larga siempre nos tira no sabe
demorar la última trompada, la qué nos saca fuera del
ring, sólo por el placer de vernos caer a sus pies y arras­
trarnos de rodillas, que mientras el referí cuenta los me­
ses o los años no se ríe a carcajadas, señalándote, de esa

221
C arlos G am erro

nueva fuerza que acabás de adquirir? Hubiera querido


pararme sobre la mesa y gritarles a todos: ¿No lo ven?
¿No lo ven? Creen que están a salvo porque no son
capaces de imaginar una vida menos afortunada que
ésta, el reverso oscuro y revuelto de todo lo que aquí
dentro está parcelado y ordenado -en cunetas de
acero pulido el Big Mac, el Cuarto de Libra con
Queso, el McDlt, el Me Pollo, cada uno en su caja de
cartón que lo identifica, nunca la sorpresa de abrir la
caja del Me Pollo y encontrar dentro un Cuarto de
Libra con Queso, por ejemplo- la gaseosa en tres ta­
maños, chico mediano grande como vienen la ropa y
las personas, al igual que las papas fritas todas con la
misma forma y tamaño como cortadas no sólo por
la misma máquina sino de la misma papa, los helados
soft con sus volutas programadas, las ensaladas eter­
namente frescas y rozagantes en sus sarcófagos de
celuloide transparente. Todo esto como venía diciendo
conforma el lado tranquilizador y digamos diurno del
mundo. Pero puertas afuera, en la noche indistinta, ace­
cha una realidad intestinal y temible, dejada de la mano
de Kroc. Allí, en profundas y gruesas bolsas de polie-
tileno que podrían acomodar un cadáver, se mezclan
horriblemente el pastelito de manzana mordido con la
ensalada mustia, se derraman de su cartucho rojo las
papafritas exangües en la boca abierta del vaso gran­
de destapado, ensopándose de espesa gaseosa negra;
usurpa el lugar de la mayonesa entre las tres tapas de
pan el fluido del helado soft derretido, entre las paredes

222
Las hamburguesas del mal

de telgopor prensado del vaso con restos de café se


produce el inconcebible encuentro del pollo semi-
masticado del McPollo con el McTostado mordido y
abandonado. A la hora en que se activan los ejérci­
tos de la noche el McDonald’s luminoso cierra sus
puertas delanteras y otro McDonald’s, nocturno y te­
nebroso como el polietileno del fondo de las bolsas,
abre las traseras. En ese McDonald’s de las tinieblas
seres rotosos y desarrapados se agolpan manoteando
los nudos de las bolsas apenas el empleado las depo­
sita con insolencia en la vereda, enuncian su pedido
con gruñidos y lo reconocen al tacto, sus mesas ocu­
padas son un dintel o un escalón o el cordón de la
vereda, sus combos impredecibles y sujetos a lo que
palpando a tientas su mano pueda encontrar. Y en
esa realidad paralela, en ese reverso de sombra ése,
ése que se aleja exultante sosteniendo en alto para
que no se lo arrebaten el tesoro improbable de un
McPollo intacto de ésos que pasados diez minutos
de preparado un mandamiento de Kroc obliga a ti­
rar si nadie consume, preservado en su envase de
cartón inviolado, un recuerdo que atesorar para no­
ches menos afortunadas, ése que una vez a salvo lo
abre bajo la luz pobre del alumbrado público y da
gracias a Kroc, ése podés ser vos. No es tan difícil
que llegues a conocer ese otro McDonald’s, apenas
un firulete soft del destino, una pirueta ni siquiera
osada, una pata que Niche puso en tu camino para
hacerte más fuerte.

223
C arlos G am erro

-¿Va a pedir algo más, señor? -el empleado se ha­


bía acercado a mis espaldas, subrepticiamente, y su
pregunta en mi oído me sobresaltó.
-¡Ésta es mi mesa, no van a sacármela! -le respondí
aferrándome a sus bordes de fórmica como un surfista
arrastrado al mar abierto a su tabla de surf.
El empleado regresó a las cajas, contestando ape­
nas con un encogimiento de hombros la mirada in­
quisitiva del último gerente de la noche. El local se
había casi vaciado, los empleados se veían sudorosos
y desaliñados y atendían de favor, ni molestándose en
ofrecer, como están obligados a hacer durante el día,
lo que nadie les ha pedido (¿No prefiere el Combo
Grande por cincuenta centavos más? ¿Le gustaría
agregar un helado soft a su pedido?). Sólo el emplea­
do del mes, con su imperturbable sonrisa, permane­
cía fresco e incólume, como si su turno recién empe­
zara -por algo había mantenido invicto su puesto tres
meses seguidos, y la corona anual era prácticamente
suya. Sin disculparse siquiera pasaban los encargados
de limpieza sus estropajos empapados de detergente
por debajo de mi mesa, obligándome a levantar los
pies, otro había retirado rudamente mi bandeja, sin
preguntarme esta vez, y ya se acercaba el momento
más temido de cada noche, cuando me viera nueva­
mente obligado a enfrentar la promiscua oscuridad
que comenzaba más allá de las puertas y el doble ar­
co dorado que las flanqueaba. Entonces sucedió, su­
cedió lo que tantas noches había temido o anhelado,

224
Las hamburguesas del mal.

sin saberlo. El empleado del mes se limpió las manos


limpias en su inmaculado delantal, se lo desabrochó
y dejándolo sobre la caja cerrada salió de la zona de
cajas y vino a sentarse a mi mesa. Nos miramos unos
segundos en silencio, él sonriendo amigable, yo ate­
rrado. Naturalmente, fue él quien comenzó.
-Usted sabe, acá viene toda clase de gente. Un lo­
cal de McDonald’s abierto hasta altas horas de la no­
che es como un faro en la tormenta, un oasis en el
desierto, un templo de la fe en tierra de infieles. Tra­
tamos de dar a todos lo suyo: comida al hambriento,
líquido al sediento, calor al aterido, un lugar limpio
y bien iluminado para todos los que temen volver a
una casa vacía. Y todo lo que pedimos a cambio es
una pequeña contribución, simbólica de tan exigua.
Y a cambio de eso los recibimos a todos, sin distinción:
ricos y pobres, sucios y limpios, felices o desdichados,
solos y acompañados, y a todos los atendemos por
igual, sin importarnos su actitud a veces altiva, sus
injustificadas quejas, los escándalos con los que pre­
tenden alterar nuestra preciosa calma, sus exigencias
desmedidas, su descortesía, su ingratitud. Muchos
vienen a nosotros sin saber lo que están buscando, y
nos culpan por no otorgárselo. También están los
que vienen a buscar algo, y en lugar de encontrarlo
lo pierden. Sin ir más lejos, acá en la vereda. La ni­
ña se había escapado de la isla de juegos, nadie sa­
be cómo, es algo que en teoría no puede suceder.
Sospechamos que nunca estuvo en la isla de juegos

225
C arlos G am erro

en primer lugar, pero el padre porfió, llegó incluso a


iniciarnos juicio por negligencia. Se habrá creído que
estamos en los Estados Unidos. Estaba sentado en
esta misma mesa, y desde acá lo vio Lodo.
Asentí, y con dedos temblorosos saqué un ciga­
rrillo del paquete y conseguí sostenerlo entre mis
labios. Me lo sacó de la boca antes de que pudiera
encenderlo.
-Esta es una mesa de no fumadores. No es fre­
cuente que las motocicletas suban a la vereda, es un
barrio tranquilo, y hay vigilancia; pero a veces sucede
lo inesperado, sobre todo si se trata de jóvenes. Jóve­
nes que suben a la vereda en motocicleta, que la po­
licía logra detener a las pocas cuadras, menores de
edad que al poco tiempo salen en libertad y ahora
mismo estarán en otras motos, subiendo a otras vere­
das. Pero el padre de la niña intenta hacernos juicio, a
nosotros, se tira un lance, quiere sacar una tajada. Claro,
los jóvenes son pobres, insolventes. Por eso apunta a
nosotros, abusando de la misericordia de Kroc. A no­
sotros, que fuimos los primeros en auxiliarlo cuando
gritaba arrodillado sobre la vereda, arrancándose
mechones de la barba. Luego se la afeita, y piensa
que por eso no lo reconoceremos. Debería haberse
afeitado los ojos más bien, aunque difícilmente podrá
borrar lo que vieron.
En un arranque de vergüenza me cubrí el men­
tón y las mejillas desnudas con las manos como si se
tratara de mis genitales descubiertos.

226
Las hamburguesas del mal

-Como le decía, acá viene gente de todo tipo, y


encuentra siempre nuestras puertas abiertas. Pero to­
do tiene un límite. Los que lo han perdido todo ya no
tienen derecho a nada. Mire a su alrededor: en nuestro
local sólo hay lugar para rostros felices. Le voy a decir
la verdad: estamos cansados de su dolor. Lléveselo a
otra parte. En pocos minutos vamos a cerrar nuestras
puertas. Le agradeceremos que salga por ellas, y que
no vuelva.

227
E p ílo g o

Los cinco primeros cuentos de este volumen fue­


ron escritos entre 1987 y 1990, y salvo uno (“El cuarto
levantamiento”) se publican aquí por primera vez. Por
aquel entonces yo solía compadecerme de la suerte
del pobre Joyce, que había tardado diez años en publi­
car sus Dubhneses; jamás se me pasó por la cabeza que
yo llegaría a batir su marca, qué digo, a ganarle por afa­
no. “Marina en sol y azul cobalto” es, de todos ellos,
el primero que escribí, y le tengo especial afecto, por­
que en él escuché por primera vez mi voz.
La larga espera permitió que dos cuentos, de media­
dos de los 90, “Fulgores nocturnos” y “Las hamburgue­
sas del mal”, se agregaran al volumen originario.

229
C A R LO S G A M ER R O
El libro de los afectos raros

De los cariños inquietantes, de las atracciones imposibles, de los imper­


ceptibles desvíos que en el camino del paraíso soñado conducen a los su­
burbios del infierno. Los cuentos reunidos en este libro son historias de
amor, pero están lejos de cualquier romanticismo. Sus protagonistas se
encuentran sumidos en tramas pasionales cuya expresión es la violencia,
las relaciones de domesticación y dominio, las obsesiones y los siempre
necesarios riesgos. Un imponente fisicoculturista vencido por una débil
muchachita o por sus propias fantasías sobre ella, dos amigas que se per­
siguen por los vericuetos de una embarullada venganza, un maestro rendido
a los píes de su pequeña alumna, dos ex amantes que se encuentran en
un día perfecto para los últimos jirones de una conversación distorsionada
por la locura.
El libro de los afectos raros es un compendio de sentimientos secretos, un
conjunto de narraciones provocativas urdidas magistralmente a partir de
las voces y susurros que se entrecruzan en los ritos del amor. Con una
prosa brillante y atenta a las inflexiones de un lenguaje siempre en movi­
miento, Carlos Gamerro ofrece esta serie de intensos relatos que combinan
dosis precisas de delirio, fervor y osadía.

www.norma.com

cc 22128

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