Maldicion Intergeneracional
Maldicion Intergeneracional
Maldicion Intergeneracional
VUESTROS HIJOS
José Antonio
FORTEA
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ÍNDICE
Prólogo
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PRÓLOGO
Aunque mi campo teológico es lo relativo al demonio, durante años, tras mis conferencias, muchas veces
alguien formulaba una pregunta: qué pensaba yo acerca de las maldiciones intergeneracionales. Mi respuesta,
durante más de diez años, siempre ha sido que ese no era un tema de mi especialidad. Durante este largo
tiempo de reflexión, he leído sobre este asunto y he preguntado a las personas que realizaban este tipo de
oraciones de quebrantamiento de cadenas intergeneracionales. Tras darle muchas vueltas al tema, en este
escrito ofrezco, por fin, mi opinión sobre esta cuestión teológica.
Al tratar este tema, puedo estar en lo cierto o equivocarme, como en todo lo que es opinable, pero lo que aquí
expongo no es resultado de la improvisación. No se me puede pedir más cautela (una cautela que ha durado un
decenio) antes de afrontar esta cuZestión y abrir la boca para decir algo.
En la primera parte de este opúsculo, voy a analizar la entera cuestión de modo global. En la segunda parte,
analizaré los pasajes bíblicos relacionados con este asunto. Prefiero hacerlo así, y no al revés, como parecería
más lógico, porque considero más útil leer los versículos teniendo la visión panorámica de todo el problema ya
planteado de un modo teórico. Acabaré con algunas consideraciones más en la parte de conclusiones.
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PRIMERA PARTE:
EXPOSICIÓN GENERAL DEL TEMA
Aquí, ahora, podría emplear varias páginas para desplegar los versículos que nos hablan de los tipos de
maldición, de cuándo Dios escucha la maldición de alguien y otros muchos asuntos menores que solo servirían
como un largo homenaje a la erudición, pero que no añadirían nada al propósito de esta obra. En todo este
escrito, hago un esfuerzo por refrenarme y no perderme en los detalles enciclopédicos, minuciosidades que
implicaría aducir páginas y más páginas, pero lo que debo hacer es centrarme en la médula de la cuestión.
Frente al tema tan repetido en las páginas de la Biblia acerca del castigo de Dios por los grandes pecados, ha
aparecido en la segunda mitad del siglo XX el concepto de maldición intergeneracional. Nunca hay definiciones
del todo claras acerca de en qué consisten este tipo de maldiciones concretas. Siempre se habla de que hay un
“algo” que provoca en los hijos depresión, enfermedad, ruina económica, alcoholismo, etc y que este “algo”
tiene su raíz en el pecado de los padres o de los abuelos. Pero no queda claro qué es ese “algo”. Se habla de
maldiciones, de cadenas, de ataduras heredadas que hay que romper, pero su naturaleza metafísica siempre
queda imprecisa en estos autores. Insisto en que la mayoría de los grupos que oran para romper este tipo de
cargas generacionales también les culpan a estas maldiciones de enfermedades físicas como el asma, el
cáncer, la migraña. En general, se puede culpar a la maldición de cualquier mal físico. Cierto que, en este
campo, hay grupos más maximalistas y grupos más minimalistas. La mayoría de los seguidores de esta teoría
son evangélicos pentecostales (aunque muchos protestantes rechazan este esquema), pero estas ideas
también han penetrado en cierta medida en algunos grupos carismáticos católicos.
Quede claro, desde el principio, que cuando en este escrito estamos hablando de “maldiciones
intergeneracionales” me estoy refiriendo a lo que he descrito (que se ha convertido en un concepto técnico), y
no meramente al hecho de que algunas consecuencias de pecados muy graves tienen influencia en la
descendencia.
Hoy en día, se ha extendido mucho la mentalidad de que, como Dios es amor, lo que hagamos no importa. Es
como si la mera existencia de la misericordia de Dios vaciara de trascendencia nuestras acciones. Tanto para la
realización del bien, pues ellos no creen que haya grados de felicidad en el cielo; como para la realización del
mal, pues piensan que, al final, dará lo mismo si has sido muy bueno o muy malo. En esta forma de pensar,
Dios todo lo arregla, y, prácticamente, Dios te perdona tanto si te arrepientes como si no.
Frente a esta mentalidad moderna relativista, la Biblia nos advierte con toda seriedad de las consecuencias
objetivas de nuestras acciones que, en ocasiones, pueden afectar a nuestra existencia con un castigo
ultraterreno, pero, a veces, también, afectan a nuestra existencia terrena. Las Sagradas Escrituras nos enseñan
que hay pecados cuya gravedad es de tal peso que, al ser cometidos, atraen el castigo de Dios sobre el
culpable: por ejemplo, el asesinato.
Bien es cierto que, normalmente, ese castigo consiste en que recaen sobre nuestra cabeza las consecuencias
naturales de nuestros actos. Es decir, rara vez Dios actúa directamente de un modo extraordinario, como
cuando se abrió la tierra para tragar vivos a la casa de Coré (véase Números16, 32-33) o como cuando
Herodes Agripa cayó herido por el dedo de Dios y murió comido en vida por gusanos (Hechos 12, 22-23).
La mayor parte de las veces, Dios castiga a través de las causas y efectos de este mundo. Castiga
dejando que recaigan sobre nosotros los efectos naturales de nuestras acciones. El Todopoderoso, muchas
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veces, interviene para detener los efectos naturales que nos perjudican. El castigo de Dios consiste en que llega
un momento en que su mano no interviene y permite que caigan sobre nuestras cabezas lo que merecemos, es
decir, aquellas malas consecuencias que nosotros mismos hemos causado con nuestras malas acciones:
enfermedad, deshonor, problemas económicos, ser abandonados por la familia.
Cuando Dios deja de intervenir en nuestro bien, el castigo es el merecido: porque sabíamos cuáles
podían ser las consecuencias y, aun así, aceptamos realizar esa acción. Dios nunca nos castiga más de
lo que merecíamos: sabíamos lo que hacíamos y, a pesar de los avisos de nuestra conciencia,
aceptamos hacer aquello que sabíamos que podía conllevar esas consecuencias. Cuando Dios decide
castigar a alguien, ese es el modo como sucede. Rara vez, le caerá al culpable un rayo del cielo que lo
fulminará, o le sucederá al culpable de sembrar la división como le ocurrió a Miriam, que quedó repentinamente
cubierta por la lepra: Cuando la nube se marchó de encima de la tienda, Miriam había quedado leprosa, blanca
como la nieve (Números 12, 10).
El modo en que esa cosa se rompe es del todo similar a los exorcismos. EL PROBLEMA ES QUE NI UNA
CARGA GENERACIONAL NI UNA MALDICIÓN SON SERES PERSONALES. Dirigirse a ellos, cuando
realmente no nos escuchan, no niego que se pueda hacer. Es cierto que Jesús se dirige directamente, por
ejemplo. a la tormenta para calmarla:
Y llegándose a El, le despertaron, diciendo: ¡Maestro, Maestro, que perecemos! Y El, levantándose, reprendió
al viento y a las olas embravecidas, y cesaron y sobrevino la calma. (Lc 8, 24).
El verbo epetimesen se puede traducir por la “rechazó”, la “reprobó”. Exactamente, el mismo verbo se repite
cuando Jesús rechaza la fiebre que padecía la suegra de Pedro (Lc 4, 39). Pero esos pasajes se pueden
interpretar como cuando Jesús le habla a la higuera estéril: Y Jesús, hablando a la higuera, le dijo: Nunca
jamás coma nadie fruto de ti. Y sus discípulos le estaban escuchando. (Mc 11, 14)
Evidentemente, Jesús sabía que la higuera no le escuchaba, ese árbol no es persona. Por lo tanto, no hay
alguien que escuche. Se trata de una enseñanza que se hace acción. La higuera simboliza una persona
que no produce frutos espirituales. Y recibe el castigo que recibiría una persona espiritualmente estéril.
Que esa es la razón de tal acción de maldición, se ve en que el evangelista hace la siguiente observación: “ Y
viendo de lejos una higuera con hojas, fue a ver si quizá pudiera hallar algo en ella; cuando llegó a ella, no
encontró más que hojas, porque no era tiempo de higos.” (Mc 11, 13).
No era tiempo de higos, luego toda esa acción era una enseñanza. Por eso SE DIRIGE DIRECTAMENTE A LA
TORMENTA O A LA FIEBRE, COMO UN MEDIO PARA MOSTRAR SU SOBERANÍA SOBRE TODO. Dirigirse
a la enfermedad o la pobreza o el pecado de forma directa, rechazándolos, no sería una parte problemática
respecto al modo en que muchos obran para destruir una ligadura generacional.
Pensar que vamos cargados de cadenas ancestrales que tienen que ser rotas por oraciones concretas
veo que, en la práctica, implica disminuir el poder del bautismo. Y si uno pecó mucho después del
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bautismo, significa pensar que la gracia no es suficiente. Significa que a la gracia hay que añadirle oraciones
concretas y específicas, procedimientos, fórmulas, y que sin ellas la gracia sería insuficiente. Si esto fuera así,
¿por qué no se dice ni una palabra acerca de ello en todo el Nuevo Testamento?
La doctrina de las maldiciones heredadas no niega formalmente el poder del bautismo (o de la gracia),
pero en la práctica sí que implica un debilitamiento de lo que significa este.
PECADO Y ATADURAS
En la mentalidad de las cargas generacionales este sencillo concepto del vicio y la virtud pasa claramente a un
segundo plano: se piensa que las cadenas heredadas son las que no dejan vivir la vida cristiana, se
piensa que hay una razón externa por la que uno no puede seguir el camino de los mandamientos.
Aunque, habitualmente, se hable de dificultad extrema para no tener que negar la verdad bíblica de la libertad
humana. Esa forma de ver las luchas del alma resulta ajena al espíritu del Nuevo Testamento. Los
impulsores de la doctrina de las cargas generacionales tratan de mitigar y reconducir todo este
esquema para no caer en la idea de la falta de libertad. Pero solo se mitiga a nivel del lenguaje, porque,
en la práctica, se piensa que, si la cadena existe, uno no podrá vencer al pecado.
El esquema neotestamentario de virtud y vicio, de pecado, esfuerzo y gracia para vencer al pecado, es un
esquema sencillo y basado en la experiencia. El esquema teórico de las cadenas que proceden de
nuestros padres es oscuro y hay que hacer un acto de fe en las personas que afirman ver esas ataduras
gracias a supuestos dones. Por supuesto que los que creen en esas ataduras no dicen que haya que sustituir
el viejo esquema bíblico por el nuevo de la herencia ancestral. Pero, en la práctica, el sujeto no puede llevar
una vida cristiana hasta recibir esas oraciones concretas. En teoría ellos no niegan la libertad. Pero, de
hecho, no puedes seguir el camino de los mandatos de Dios hasta que ellos han realizado las oraciones
específicas que precisaba el sujeto.
¿Qué han hecho los cristianos hasta que han llegado estos quebrantadores de cadenas? ¿Todos estaban
atados hasta la segunda mitad del siglo XX que es cuando apareció este nuevo esquema de entender las
cosas?
En este errado esquema, resulta habitual perder tiempo en examinar el árbol genealógico para descubrir
de dónde vienen los problemas. El tiempo dedicado a eso, por supuesto, es completamente inútil. Pero
ellos insisten mucho en términos como “línea de sangre”. Así como los predicadores obsesionados con la
acción del demonio siempre están hablando de las cosas que “contaminan”: personas y objetos que producen
una contaminación maléfica; los predicadores obsesionados con estas maldiciones están obsesionados con la
“línea de sangre”.
Ambas obsesiones tienen mucho en común. Los unos se centran en una contaminación externa, los otros
se centran en una contaminación interna. Frente a unos y otros, no se puede menos que recordar las
palabras de Nuestro Maestro cuando enseñó: “Pero lo que sale de la boca proviene del corazón, y eso es lo
que contamina al hombre. Porque del corazón provienen malos pensamientos, homicidios, adulterios,
fornicaciones, robos, falsos testimonios y calumnias. Estas cosas son las que contaminan al hombre; pero
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comer sin lavarse las manos no contamina al hombre.” (Mt 15, 18-20).
Que la enseñanza de Jesús respecto a las cosas que contaminan vale para este campo salta a la vista.
Cualquier lector del Evangelio puede comprobar que sus páginas no dedican ningún espacio a las
contaminaciones ni externas ni de la línea de sangre.
Todo lo dicho no significa que, de forma absoluta, no haya actos tan graves que no tengan repercusiones en la
descendencia. El hombre que, por una vida de pecado y vicio, dilapida entera una fortuna heredada y vende las
casas y terrenos recibidos de su padre, evidentemente deja en la miseria a sus hijos. Este es un ejemplo de
cómo hay actos que conllevan repercusiones en una segunda generación. Otro ejemplo es la madre
embarazada que sigue tomando droga a sabiendas de los efectos irreparables que eso tendrá en el feto.
Podrían ponerse más ejemplos de cómo hay decisiones lo suficientemente graves como para trascender el
ámbito personal del sujeto que comete ciertas iniquidades. Pero estos casos no son excepciones a lo dicho.
Una cosa es la evidencia de que determinados actos son causas cuyos efectos afectan a los demás, y
otra muy distinta el esquema teológico de las cadenas generacionales. Lo uno se basa en la evidencia, lo
otro se basa en misteriosas cadenas invisibles. Lo uno se basa en lo externo y comprobable, el otro esquema
se basa en lo invisible y misterioso, normalmente visto por personas con supuestos dones.
He puesto el ejemplo de los padres creando males que implicarán en sus efectos a los hijos. Del mismo modo,
también los grandes gobernantes ejercen una cierta paternidad sobre los pueblos. El presidente de una nación
puede tomar deliberadamente decisiones que provocarán mucho dolor y sufrimiento sobre millones de
personas. Hay jefes de estado que son una bendición para sus naciones: promoviendo el progreso, fomentando
unión, armonía, justicia. Mientras que otros jefes de estado son una maldición para los países sobre los que
consolidan su autoridad: siendo causa de represión, corrupción, dividiendo a la nación, favoreciendo que la
riqueza se acumule en pocas manos.
Hay progenitores que son una bendición para sus hijos, y hay gobernantes que son una bendición para
sus pueblos. Este sentido de bendición y maldición sí que es bíblico. En una nación oprimida por el
demonio, se puede hablar de “cadenas del Mal” en un sentido poético. Esas cadenas son las decisiones
que llevan a crear estructuras de pecado: policía que tortura, prisiones sin derechos, instituciones que
oprimen económicamente al pueblo, etc. Pero lo que llamamos poéticamente “cadenas del Mal” son
estructuras concretas, materiales, no lazos de oscuridad al estilo del poder de Mordor en El Señor de
los anillos, al estilo del poder de oscuridad que se arroja sobre reinos enteros en los cuentos de
fantasía.
Todos entendemos lo que es el alma, el demonio, el pecado. Pero no podemos reificar esas cadenas como
si fueran “cosas” invisibles. Lo único invisible son las almas y los malos espíritus que pululan tentando. No
hay más realidades malignas sobrevolando las casas y las regiones. Insisto en que no me parece mal en que
un predicador hable de cadenas espirituales en sentido poético, pero es una metáfora, solo una metáfora.
Jesús dijo que le entregaría a Pedro las llaves del reino de los cielos. Pero no existen esas llaves del Reino de
los cielos, entendidas las tales como objetos materiales. Tampoco existen como dos llaves de luz o algo de ese
tenor fantástico: son una metáfora de la autoridad apostólica y de la potestad sacramental. Del mismo
modo que Jesús nunca entregó ninguna llave material al apóstol Pedro, tampoco hay que romper
ninguna cadena ancestral, porque no existen. Lo que sí que existen son el pecado, los demonios, los
vicios.
Si algo hay que romper, sería el pecado. Pero el pecado no existe como una cosa fuera del alma, es una
deformación del alma. La única cadena que existe es el vicio que es algo totalmente personal e
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intransferible, no se hereda: está en el alma y se la lleva la persona consigo al morir, porque es una
característica propia.
El vicio es fruto de nuestras decisiones, no de las de otros. Dentro del alma, el pecado. Fuera del alma, lo
que existen son los demonios. Entre el demonio y el alma, está la tentación, es decir, las especies inteligibles
que el mal espíritu pone en nuestra mente. Pero la tentación es algo puntual. Es como la luz: apagada la
vela, se extingue su luz. Si se va el demonio, su acción tentadora cesa. El vicio sería la única cosa parecida a
esas cadenas de las que hablan los defensores de estas maldiciones. Pero ellos, claramente, no se están
refiriendo a algo tan sencillo como los vicios, sino a cargas en que son transmitidas por las líneas de sangre. De
ahí que el remedio tampoco sea el remedio sencillo contra los vicios, sino métodos más complejos que, con
frecuencia, tienen que ser explicados en libros o cursos.
Alguien para salvar el esquema de las maldiciones intergeneracionales alegará, tras leer lo que he escrito, que,
entonces, esas cadenas son los demonios. Pero si se acepta ese cambio, entonces ¿para qué hablar del
oscuro asunto de las cargas ancestrales como “cosas” si nos estamos refiriendo a la doctrina de toda la vida de
que hay demonios que nos tientan? Tal cambio sería un intento de salvar a toda costa un esquema inadecuado.
Es cierto que me he encontrado con exorcistas que tienen esa mentalidad de que casi todo el mundo tiene
demonios “pegados” que, en el fondo, actúan como cadenas. Esta tesis es metafísicamente más razonable:
ya no estamos hablando de cadenas como cosas, sino de demonios pegados, demonios insistentes,
demonios que acompañan a alguien de forma pertinaz. Pero la razonabilidad de este nuevo esquema
depende de la cantidad. Verdad es que hay personas que tienen un demonio que tienta insistentemente a
alguien y, en ese sentido, se puede decir que está “pegado”. Pero sería un error pensar que todo el mundo tiene
demonios pegados. Y más errado sería pensar que esos espíritus impiden de forma absoluta seguir el camino
de los mandamientos de Dios.
Algunos dirán que no lo impiden de forma absoluta, pero que ejercen una influencia grandísima. Ya he dicho
antes que todo depende de la cantidad a la hora de considerar esta tesis de los demonios pegados como algo
razonable o no. Si el esquema neotestamentario de virtud, vicio, gracia, lucha, lo vamos a cambiar por la
mentalidad de que casi todo el mundo lo que precisa no es el esfuerzo, sino las oraciones exorcísticas, sería un
error de enfoque.
Los demonios existen, pero nos equivocaríamos si pretendiéramos mantener la construcción teórica de las
maldiciones intergeneracionales simplemente cambiando “cadenas” por “demonios”. El mensaje del Nuevo
Testamento se centra en la conversión, no en romper unas cadenas que son cosas dotadas de
existencia independiente de las almas, ni en expulsar demonios pegados como si esto fuera lo
realmente esencial para quienes escuchan la Buena Nueva.
Como se ve, si queremos hablar de demonios, lo razonable dependerá de una cuestión de cantidad. Y, además,
los demonios no se heredan. Si reducimos todos los excesos de ese esquema generacional (bien sea con
cadenas o con demonios), si reconducimos todo a límites razonables, al final, nos queda el Evangelio, es decir,
la vida tradicional cristiana con los consejos habituales de los párrocos y confesores dados a sus fieles durante
siglos, la vida tradicional cristiana sin esquemas raros.
Si reconducimos todo este asunto a unos límites razonables, lo que he dicho no significa que algunas personas
no puedan sufrir la tentación pertinaz procedente de los demonios, demonios muy insistentes que es como si
estuvieran pegados. Todo lo dicho tampoco significa que no haya vicios que sean como cadenas. Tampoco
hay nada de malo en predicar que hay demonios que tienen atadas a algunas almas con las cadenas del
pecado. Nada de malo hay ni en la metáfora ni en la idea de demonios que nos tientan. El problema viene
cuando la metáfora se cosifica y se empieza a construir un esquema teológico del cual nace una praxis
nueva, no conocida en veinte siglos. El problema viene cuando lo que se predica es que lo que
realmente importa no es el esfuerzo por seguir los consejos de Jesús, sino exorcizar demonios.
Esta obra no es un escrito de divulgación. Deseo analizar la cuestión en toda su profundidad. Así que no
quiero dejar de mencionar una posibilidad teológica que habría que añadir a lo ya dicho: ¿y si las cadenas de
las que se habla en estos grupos son, en realidad, almas perdidas? Para entender lo que son ese tipo de
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almas del purgatorio que he mencionado como “almas perdidas” habría que leer mi libro Tratado sobre las
almas perdidas.
Sin entrar aquí a explicar ese otro asunto escatológico, que no es sencillo, sí que hay que dejar claro que
la teoría de las maldiciones intergeneracionales no se salvaría cambiando “cadenas” por esas determinadas
almas del purgatorio, un tipo muy específico de almas que precisan de nuestra ayuda. Es el esquema general
de esa teoría del lastre generacional heredado el que falla.
Ahora bien, para nada pongo en cuestión la buenísima voluntad de esos grupos que han creído estar
rompiendo maldiciones. Quizá esos grupos han estado orando por sujetos que, en realidad, lo que tenían eran
unos demonios que les tentaban; quizá otros lo único que sufrían eran vicios personales, quizá otros sufrían
inclinaciones meramente psicológicas. Sin ninguna duda, sus oraciones les han ayudado, toda oración para
ayudar a alguien es escuchada por Dios. No pongo en cuestión que su dedicación a este campo haya cambiado
la vida de personas que necesitaban ayuda. Lo que pongo en cuestión es si el esquema general era el
adecuado. En mi opinión, no.
Si yo oro con perseverancia y fe por un alguien que considero que sufre una depresión provocada por el
demonio, no será raro que mejore, aunque su depresión para nada esté causada por un mal espíritu. Si yo oro
mucho por alguien que considero que tiene un espíritu de ruina económica, su situación financiera puede
mejorar, aunque para nada existan ese tipo de espíritus. (Sea dicho de paso, yo no creo que existan. No está
en manos de un espíritu maligno hundir la economía de alguien, solo pueden tentar). Con lo cual, la mejoría de
esos individuos no constituiría, realmente, una prueba de la verdad de esa hipótesis.
No hay que dudar de que muchas personas han mejorado sus vidas radicalmente al recibir las oraciones de
liberación intergeneracional: esas oraciones han alejado a los malos espíritus que les tentaban y han recibido
gracias para vivir más rectamente. Incluso si oramos con mucha fe por alguien con un problema psicológico, no
es de extrañar que mejore, porque Dios le va a ayudar. Y eso sin contar con los buenos consejos que se le
darán en el grupo, y el mismo esfuerzo de ese sujeto que se siente querido y acompañado.
Insisto, cuando con apertura de mente, he hablado con individuos que realizaban este tipo de oraciones estas
dos han sido las únicas razones que me han ofrecido: casos indudables de herencia maligna y la mejora de
esas personas al orar por ellas. No dudo que en una familia haya tres generaciones que han sufrido cáncer, por
ejemplo. Pero que, tras orar, alguien siga (de momento) sin contraer cáncer no prueba este esquema de
maldición.
Si no hay pruebas, si no hay base bíblica clara (como expondré más adelante), si es algo ajeno a la tradición
cristiana, considero que es mejor prescindir de él y quedarse con el esquema tradicional. Esquema tradicional
en el que las enfermedades se deben a causas biológicas y los problemas económicos, por ejemplo, a
causas naturales. Otra cosa distinta es que las cosas de este mundo las podamos leer bajo los criterios de
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castigo, bendición o prueba que nos santifica. Pero el criterio de lectura es el que se nos ofrece (a grandes
rasgos) en el Libro de Job, no el de una carga heredada incluso en el caso de no conocer quienes han sido los
padres.
Pero, aunque esto, en teoría, no es rechazable, ¡resulta tan difícil saber si es así! Vemos a hijos buenísimos de
padres muy malos, y al revés. Sin duda, cada alma es una tabula rasa creada por Dios. Pero, en este panorama
esencial (cada alma es como una hoja en blanco al ser creada), es posible que alguna vez alguna
característica de los padres aparezca en los hijos: un hijo que hereda el sentido del humor del padre o su
inteligencia o su mal genio.
El problema es saber si esas características específicas son fruto del ambiente, del trato, de la educación o de
algo más íntimo como son los rasgos del alma.
Adán y Eva
Algunos apelan al pecado original como argumento a favor de las maldiciones intergeneracionales. Pero no
olvidemos que, al hablar de los niños, lo que hemos dado en llamar el “pecado original” se denomina “pecado”
por proceder de ese pecado. Pero lo heredado no es un pecado, porque el pecado no se hereda. El pecado
es siempre, absolutamente siempre, algo personal, nunca se puede transmitir. Nadie puede pecar por
otro. Por eso prefiero hablar de “pecado original” para referirme al pecado de los primeros padres, y de
“mancha original” a lo que reciben sus descendientes.
La mancha original de los niños consiste en una ausencia de gracia santificante y en la presencia de la
concupiscencia. Así que la existencia de esa mancha heredada como argumento para las maldiciones no es
del todo claro. Y digo que “no es del todo claro” en vez de afirmar que “no es un argumento válido”, porque
hay dos formas de entender esa mancha heredada: una es entenderla como mera ausencia, la otra como
transmisión de algo negativo.
En mi reflexión personal sobre el pecado original, llegué a las mismas conclusiones que monseñor Ladaria,
teólogo al que sinceramente admiro. Su posición la veo sintetizada en estas palabras:
No parece que se trate de afirmar que la generación como tal es el instrumento de la transmisión del pecado,
sino que este se contrae por el hecho de venir al mundo, por el nacimiento por medio del cual se entra en este
mundo y en esta historia marcada por el pecado (Luis F. Ladaria, Teología del pecado original y de la gracia,
BAC, Madrid 1993, pg 100-101).
Es decir, el pecado original sería solo ausencia de gracia y nada más que ausencia. Pero reconozco que la
expresión de Trento1 de que el pecado de Adán se contrae por la generación y no por la imitación enseña que
aquí hay algo más profundo, de naturaleza misteriosa, que no conocemos con nuestras fuerzas naturales:
Por más vueltas que le he dado a la expresión de Trento, veo claro que se enseña que aquí hay algo más. Y
ese algo más es lo que menciona el Catecismo de la Iglesia Católica: Por esta "unidad del género humano",
todos los hombres están implicados en el pecado de Adán, como todos están implicados en la justicia de Cristo.
Sin embargo, la transmisión del pecado original es un misterio que no podemos comprender plenamente
(Catecismo de la Iglesia Católica, n. 404).
Concluyendo, el esquema teológico de las maldiciones intergeneracionales me parece errado. Pero esto no
significa que en la generación de las almas humanas haya algo misterioso que se nos escapa, que sí que
pueda existir una cierta herencia buena o mala.
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Si alguno niega que hayan de ser bautizados los niños recién salidos del seno de su madre, aun cuando procedan de padres bautizados, o dice que son
bautizados para la remisión de los pecados, pero que de Adán no contraen nada del pecado original que haya necesidad de ser expiado en el lavatorio de la
regeneración para conseguir la vida eterna, de donde se sigue que la forma del bautismo para la remisión de los pecados se entiende en ellos no como
verdadera, sino como falsa: sea anatema. (Concilio de Trento, sesión V).
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NACIONES QUE YACEN BAJO MALDICIONES
Es cierto que la acumulación de pecados gravísimos en una nación provoca que haya pueblos que parezcan
estar bajo el férreo yugo de una maldición. Países que sufren de forma endémica la violencia, la opresión, la
miseria. Pero esa carga se perpetúa por los mecanismos ordinarios por los que se transmite el pecado: el mal
ejemplo, el ambiente corrompido, la educación en el vicio, las estructuras de pecado. No es que en esos países
se cometan pecados personales y a eso se añada una carga invisible. Esa carga solo consiste en el pecado.
La única herencia es el aprendizaje del pecado, las estructuras sociales que perpetúan la injusticia, la
violencia, la corrupción de los funcionarios.
El remedio contra esto es el que han usado los misioneros de Europa en el siglo V, los de Latinoamérica en el
siglo XVI, o los de África en el XIX. Jesús nos dijo que debíamos ser la sal del mundo, la levadura, semilla. Pero
ni una palabra sobre las cargas misteriosas, ni una palabra sobre qué hacer para quebrantarlas.
Pero si prescindimos del esquema de las maldiciones intergeneracionales, sí que haremos bien en considerar a
los países de la tierra no solo en su producto nacional bruto u otras características sociales o económicas, sino
también y sobre todo en su aspecto de carga de pecado. Hay naciones de la tierra lastradas por una carga
invisible que las encadena y oprime.
Hay pecados personales tan graves que atraen de forma objetiva el castigo divino. Entendido ese castigar
divino del modo que ya he explicado: el Omnipotente deja actuar los efectos de nuestro obrar para que
aprendamos la gravedad de la causalidad que hemos puesto en marcha. Pues bien, en ese sentido se
puede decir que hay iniquidades que provocan la maldición.
Muchísimas iniquidades de la mayor gravedad (asesinatos, brujería, esclavitud), cometidas por una colectividad,
atraen la maldición sobre esa ciudad, región o país. De ahí que podemos decir que hay naciones que parecen
estar bajo una maldición: LA MALDICIÓN DEL PECADO. El cristianismo viene a romper esas cadenas, a
liberar de esa carga, a anular esa maldición. Pero hay que entender todas estas realidades espirituales al modo
del Evangelio, con esa simplicidad. Reificar esas realidades espirituales, entenderlas de un modo cuasimágico,
no es la enseñanza que se desprende ni de las parábolas ni de la glosa que suponen las cartas de san Pablo.
Incluso san Juan, que tanto se extenderá en el Apocalipsis en describir la acción del Dragón y las Bestias, no
ofrece ningún fundamento al esquema de las maldiciones intergeneracionales.
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SEGUNDA PARTE:
PARTE BÍBLICA
Sé que parece ilógico tratar este tema primero en su vertiente especulativa y colocar después el análisis bíblico.
Pero considero que es preferible. Porque ahora, con ojos libres de esquemas previos, podemos analizar con
calma los textos bíblicos. Por supuesto que los presupuestos previos que he expuesto pueden calificarse de
prejuicio. Pero es un esquema sencillo, el del Evangelio.
1o. “No los adorarás ni los servirás; porque yo, el SEÑOR tu Dios, soy Dios celoso, que castigo la iniquidad de
los padres sobre los hijos hasta la tercera y cuarta generación de los que me aborrecen,” (Ex 20, 5)
2o. “el que guarda misericordia a millares, el que perdona la iniquidad, la transgresión y el pecado, y que no
tendrá por inocente al culpable; el que castiga la iniquidad de los padres sobre los hijos y sobre los hijos de los
hijos hasta la tercera y cuarta generación.” (Ex 34, 7).
3o. “No los adorarás ni los servirás; porque yo, el SEÑOR tu Dios, soy Dios celoso, que castigo la iniquidad de
los padres sobre los hijos, y sobre la tercera y la cuarta generación de los que me aborrecen,” (Dt 5, 9)
4o. “El SEÑOR es lento para la ira y abundante en misericordia, y perdona la iniquidad y la transgresión; mas
de ninguna manera tendrá por inocente al culpable; sino que castigará la iniquidad de los padres sobre los hijos
hasta la tercera y la cuarta generación." (Nm 14,18).
No solo la enseñanza de la existencia de esta praxis punitiva se repite cuatro veces, sino que, en dos de ellas,
es Dios es el que habla en primera persona. Toda la Biblia es Palabra de Dios, pero no en toda ella habla en
primera persona. Otro detalle que no deja de ser digno de interés es que, de las cuatro veces que se da esta
enseñanza, tres se otorga formando parte de los Mandamientos de Dios, es decir, forma parte del contenido
esencial que fue inscrito sobre las tablas de piedra. Los versículos que enseñan la maldición divina aparecen en
los dos juegos de tablas: tanto en las que se inscribieron originalmente, como en el segundo juego de tablas.
Queda claro que Dios no trata este asunto como una cuestión menor.
¿Son estos versículos una prueba de que Dios castigó el pecado de idolatría de los padres en los hijos? Sin
ninguna duda, esos textos sagrados son la prueba de que hubo un momento histórico en que Dios decidió obrar
de esa manera. En un primer momento, con un pueblo tan primitivo, tan rudo, Dios optó por castigar de
forma muy evidente, muy patente, los pecados. El Señor, de un modo muy pedagógico, quiso hacer
manifiesta su ira contra aquellos que trasgredían sus órdenes. Estamos hablando, por tanto, de una praxis, de
un modo determinado en que Dios actuó.
Esta es una época en la que, por ejemplo, castigó la rebelión de Coré, no solo castigándole a él, sino también a
toda su familia: “Se retiraron, pues, de los alrededores de las tiendas de Coré, Datán y Abiram; y Datán y
Abiram salieron y se pusieron a la puerta de sus tiendas, junto con sus mujeres, sus hijos y sus pequeños. … y
la tierra abrió su boca y se los tragó, a ellos y a sus casas y a todos los hombres de Coré con todos sus bienes.
Ellos y todo lo que les pertenecía descendieron vivos al Seol; y la tierra los cubrió y perecieron de en medio de
la asamblea.” (Nm 16, 27 y 32-33).
Hubo un tiempo en que Dios castigaba los pecados gravísimos del modo más diáfano y evidente posible para
establecer su soberanía sobre el pueblo que había creado. El Señor determina un modo de adoración a través
de sacrificios realizados de forma muy concreta y específica, porque era un lenguaje cúltico entendido por ese
pueblo: muchos elementos fueron podemos pensar que fueron tomados del culto egipcio. Se adorará al Único
Dios, pero asumiendo vestiduras sacerdotales y sacrificios que habían sido aprendidas en la estancia en Egipto.
También los cristianos asumirán lo mejor de la filosofía griega para explicar la naturaleza de Dios. Del mismo
modo, Dios castiga las peores transgresiones de un modo comprensible y aceptado por parte de ese pueblo. En
esa época lo acostumbrado era que la ley de la venganza recayera sobre padres e hijos. Castigar de un modo
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más suave esas iniquidades hubiera implicado que ellos entendieran que esos actos eran menos
graves. Es decir, Dios asume un lenguaje punitivo aceptado y comprensible para que se entienda su
mensaje acerca de la importancia que tiene una transgresión.
Por eso, porque hay un plan, un plan que quiere progresar en el tiempo, pero que hay que comenzar por el
fundamento, se amenaza con esos castigos la idolatría. Y no, por ejemplo, la opresión de la mujer, o la situación
de discriminación de los esclavos. Hay que comenzar a edificar por el fundamento. El castigo de los hijos y
nietos se usa únicamente para amenazar el pecado de idolatría. Esa era la parte que había que consolidar
en ese momento, en esa situación de rudeza. El mensaje no podía ser más sencillo: obediencia al mandato
conllevaba bendición material de forma visible, la transgresión de la idolatría conllevaba el peor castigo
posible. No hay lugar para los matices, para los espacios grises: o se obedece o no se obedece.
Pero si esta praxis punitiva hasta los tataranietos continuara siendo una enseñanza esencial después de Jesús,
¿por qué ya no se menciona en el Nuevo Testamento? De hecho, la praxis punitiva generacional desaparece
incluso de las enseñanzas de los profetas.
Si Dios siguiera actuando así, hasta hoy día, sería una verdad relevante que convendría que fuera
conocida. En san Pablo y en el Apocalipsis, la enseñanza de que el pecado conlleva el castigo se mantiene en
el mismo marco teológico que observamos en las enseñanzas de los profetas.
Obsérvese, además, que una cosa es la praxis punitiva generacional enseñada en tiempos de Noé, y otra cosa
distinta es el esquema teológico que subyace en la teoría de las maldiciones intergeneracionales. En la primera
praxis punitiva estamos hablando de decisiones divinas de castigo. Decisiones divinas ante las que, como se
enseñará después (véase el caso del pecado del rey David con Betsabé), solo cabe el arrepentimiento para
revertirlas. Mientras que en el esquema teológico de las maldiciones intergeneracionales estamos hablando de
una reificación que conlleva una praxis de quebrantamiento específica y que cambia nuestro modo de entender
la causalidad en este mundo: enfermedades, ruina económica, etc.
Con lo cual no es que en tiempos de Moisés sí que fuera verdadero el esquema teológico concreto propugnado
por los que ahora creen en las maldiciones intergeneracionales. No. Ese esquema teológico concreto no existía
ni entonces ni ahora. Lo que sí que existió fue una praxis punitiva en tiempos de Moisés. Pero no hay que
caer en el error de identificar lo uno y lo otro. Por eso en este escrito siempre distinguimos entre la praxis
punitiva generacional (lo que existió en tiempos de Moisés y después de él) y las maldiciones
intergeneracionales, que es un esquema teológico.
Nunca se había afirmado de forma general que todas las transgresiones se iban a castigar siguiendo esa praxis
punitiva que involucraba a la familia entera: la amenaza era para los pecados de idolatría. Pero qué duda cabe
que el espíritu de esa amenaza se podía aplicar a otras transgresiones graves. En el tiempo de la caída de
Jerusalén ante Babilonia, Dios, de forma expresa, emanará una enseñanza que no deje lugar a la duda. Y así
Dios dirá en tiempos del profeta Ezequiel: “Y vino a mí la palabra del SEÑOR, diciendo:
Eze 18:2 ¿Qué queréis decir al usar este proverbio acerca de la tierra de Israel, que dice: "Los padres comen
las uvas agrias, pero los dientes de los hijos tienen la dentera"? (Ez 18, 1-2).
La misma nueva praxis será reafirmada por el profeta Jeremías: “desterrados, diciendo: "Así dice el SEÑOR
acerca de Semaías el nehelamita: 'Por cuanto Semaías os ha profetizado sin que yo lo haya enviado, y os ha
hecho confiar en una mentira', (Jr 31, 29-30).
O sea, en tiempos de Moisés, ciertamente, cuatro veces se afirma una determinada praxis punitiva. Pero
después dos veces se afirmará la nueva praxis del Señor. La segunda enseñanza deja sin efecto lo anterior,
porque así lo decide el mismo Señor. Antes había hablado Dios en primera persona, y eso otorga una gran
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autoridad a esa enseñanza, pero ahora el profeta Ezequiel dirá: La palabra del Señor vino a mí (Ez 18, 1).
Así como vivo, dice el Señor Dios, este proverbio no será usado ya más por vosotros en Israel (Ez 18, 3).
No es una contradicción de la Palabra de Dios frente a la Palabra de Dios, sino que es una decisión que Dios
había tomado por razones pedagógicas, en un momento dado, en un tiempo fundacional. Decisión que
después es cambiada, porque es lo que más se adecúa a lo que deben ser las cosas. La verdad nunca puede
ser cambiada. Pero una decisión del Señor sí que puede ser cambiada por otra decisión del Señor. La verdad
no se decide, la verdad es. Las decisiones siempre tienen que ver con el obrar.
Pero no solo eso, sino que el mismo profeta Ezequiel, tras dejar clara la nueva decisión (decisión de que ese
proverbio no será dicho más), añade una explicación de parte Dios que no deja lugar a dudas acerca de cuál
será, a partir de ese momento, el modo de actuar de Dios. Ese texto del profeta lo he colocado en el apéndice,
porque es un poco largo y no deseaba detener aquí el curso de la argumentación. Pero, en definitiva, reitera,
que ya no castigará a los hijos por la falta de los padres, ni a los padres por las faltas de los hijos.
La decisión del Señor no deja lugar a dudas. Ya nadie puede apelar a esos versículos de Moisés, los cuales
fueron dados para un pueblo determinado en un tiempo histórico concreto. Del mismo modo que también para
ellos dijo: Ojo por ojo (Éx 21, 24). Mientras que en otro momento histórico ya habían evolucionado lo suficiente
como para enseñar: Si alguien te pega en una mejilla, vuélvele también la otra (Lc 6, 27). Nadie puede apelar al
“ojo por ojo” de Moisés, para no seguir la nueva enseñanza de Jesús.
No hay mala voluntad en los que apelan a los cuatro pasajes mencionados para defender su tesis de la carga
de cadenas generacionales. Pero Dios advierte de que aplicará un tipo de castigo que, expresamente, siglos
después, determina que no continúe. Cuatro veces se afirma, en tiempos de Moisés, la praxis del castigo de los
hijos para el pecado de idolatría, y varias veces se afirma que se anula esa praxis en tiempos de la caída de
Jerusalén. La nueva praxis acaba en Ezequiel con esas palabras conclusivas: “Pues yo no me complazco en la
muerte de nadie —declara el Señor DIOS—. Arrepentíos y vivid.” (Ez 18, 32).
Se observa no solo la negación de la anterior praxis del castigo ejemplificador que implica también a los hijos,
sino que, además, hay un nuevo estilo, un nuevo enfoque por parte de Dios. Todavía no se ha llegado a afirmar
que se ponga la otra mejilla, pero se va caminando lentamente en esa dirección.
Claro que este cambio era lógico. Porque Dios se había reservado esa capacidad de castigar a los bisnietos y
tataranietos. Los hombres no podían hacer tal cosa. Era una prerrogativa divina. Por eso, había ordenado en
tiempos de Moisés: “Los padres no morirán por sus hijos, ni los hijos morirán por sus padres; cada uno morirá
por su propio pecado.” (Dt 24, 16).
Era natural, por tanto, que el Señor acabase acoplando su obrar, en el castigar, a lo que era lo ideal. Dios
adaptó sus castigos, en un primer momento, a lo que era más beneficioso para ese pueblo. Pero después
lo mejor era adaptar los castigos a lo que era más adecuado en sí mismo. No siempre lo más adecuado en
un momento dado es lo ideal en el campo de lo objetivo. El Todopoderoso sabe muy bien qué es lo ideal,
pero lo que hace, en cada momento, es lo más adecuado. Dios siempre hace lo que es más beneficioso
para las personas, lo cual no es siempre lo ideal en el plano teórico.
Antes de acabar este apartado, vamos a detenernos un momento en el paso referido al ciego de nacimiento
“Al pasar Jesús, vio a un hombre ciego de nacimiento. Y sus discípulos le preguntaron, diciendo: Rabí, ¿quién
pecó, éste o sus padres, para que naciera ciego?
Jesús respondió: Ni éste pecó, ni sus padres; sino que está ciego para que las obras de Dios se manifiesten en
él. (Jn 9, 1-3).
Jeremías y Ezequiel habían sido claros en que no se castigaría a los hijos por los pecados de los padres. Pero
ya se ve que la mentalidad punitiva generacional pervivía. Es cierto que Jesús no enseña directamente contra la
maldición, porque dice que este hombre… Es decir, su enseñanza queda circunscrita a ese hombre. Pero no
deja de ser significativo que la única vez que se menciona en los Evangelios algo relativo a la praxis punitiva
generacional sea para negar que exista en ese caso. Frente a la mentalidad del castigo de Coré se afirma la
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enseñanza de Job.
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TERCERA PARTE:
ÚLTIMAS CONCLUSIONES
Las conclusiones esenciales, las que son fundamentales en todo este asunto, han ido siendo desgranadas a lo
largo del presente escrito. Pero creo que ha llegado el momento de dar otra vuelta de tuerca a toda la cuestión.
Este apartado, por tanto, no es la exposición sistemática de las conclusiones de esta obra, sino la añadidura de
ciertas conclusiones adicionales que se superponen a las ya expuestas que son las esenciales.
Ciertamente el pecado es algo personal, ciertamente los hijos y la esposa pueden ser totalmente inocentes de
esa profanación, pero, en un caso concreto, Dios puede determinar que las causas y efectos confluyan para
producir algo que sea una enseñanza para los que viven en esa localidad. No estoy diciendo que este sea el
modo habitual de obrar de Dios, solo estoy exponiendo que, en un caso determinado, Dios puede decretar algo
excepcional.
Cuando yo era párroco de un pequeño pueblo, otro párroco me contó cómo un hombre, durante la guerra civil
de 1936, entró en su iglesia y dio la Eucaristía a un burro para que se la comiera, lo hizo de forma pública.
Quería reírse de los curas, de las monjas, de la religión y de Dios. Pero, desde entonces, todos sus hijos
nacieron con el paladar hendido. Donde debía haber un paladar entero que cerrara la boca en su parte superior,
había una abertura. Ahorro al lector describir los desagradables detalles de lo que eso significaba para los
pobres niños. Evidentemente, este hecho fue comentado con horror en el pueblo. Horror que se repetía cada
vez que ese hombre tenía otro hijo. Ni entre los ascendientes del padre ni en los de la madre se había dado tal
deformidad, solo tras la profanación. El mismo culpable, durante toda su vida seguro que no pudo dejar de
pensar que había una relación entre su tremenda profanación y esa enfermedad concreta.
La enseñanza de Jeremías y Ezequiel ha quedado clara. Ahora bien, ¿Dios alguna vez, como excepción, puede
aplicar la praxis de un castigo tan tremendo que se desborde más allá de la persona? La respuesta es sí. Dios
nos ha dicho a través de esos profetas lo que va a hacer. Pero no se ha comprometido a no hacerlo nunca más.
La enseñanza de Ezequiel ya estaba en vigor cuando, por los pecados de los padres, Dios decreta la
destrucción de Jerusalén en el año 70, en tiempos de Vespasiano. Bien sabía el apóstol san Juan que la
enseñanza de Ezequiel seguía en vigor, cuando en su Apocalipsis describió cómo los pecados de una
generación harán recaer la ira de Dios sobre toda la sociedad: sobre los culpables y sobre sus hijos inocentes.
Es decir, hay pecados tan grandes que, en ocasiones, sus efectos arrastran a todos los que forman una unidad
con el que los comete. Solo unas pocas personas de la élite decidieron en Japón invadir otros países. Pero su
pecado arrastró a muchos otros en el castigo. En una familia, un padre que comienza su camino de
consumo de drogas es consciente de que su pecado puede cambiar radicalmente la vida de su mujer e
hijos que viven con él. Si peca de esa manera, su pecado no quedará, tal vez, confinado en él.
La doctrina de la responsabilidad personal es clara. Solo peca el que comete la acción. Pero, en el caso
de los pecados gravísimos, en ocasiones, los efectos no se circunscriben a la persona culpable, sino que como
ondas expansivas inciden en los que conviven con él. En ocasiones, repito, no siempre.
En ese sentido, solo en ese sentido, el mensaje que Dios transmitió a Moisés sigue siendo válido. En la Biblia
no hay pasajes inútiles. Esos cuatro pasajes siguen siendo una enseñanza verdadera y terrible, que (como se
dice en esos versículos) no se aplica a todos los pecados. En esos pasajes se amenaza a los idólatras, pero,
por extensión, se podría aplicar, en cierta medida, a los peores pecados, solo a los peores. Los pequeños
pecados tienen unas ondas expansivas muy pequeñas; muchas no salen de la persona. Pero otros pecados,
como el gobernante que declara la guerra a una nación inocente, contienen la capacidad de generar ondas
expansivas espantosas que no podrán ser contenidas en el culpable. Ondas que se extienden incluso en la
Historia: pecados que provocan otros pecados, pecados que conllevan castigos. Un ejemplo de este sentir
natural se refleja en este versículo: “Nuestros padres pecaron, ya no existen, y nosotros cargamos con sus
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iniquidades.” (Lm 5, 7).
Incluso muerto el dictador que invadió otro país, los ciudadanos y sus descendientes deben llevar sobre sí las
consecuencias de la iniquidad del gobernante fallecido. Como se ve, lejos de mí afirmar que esas cuatro
enseñanzas de la Biblia de tiempos de Moisés son unos versículos que nos avergüenzan y que mejor sería que
no existieran. La trascendencia de algunas acciones debe ser tomada en toda su seriedad. Y la gravedad de
toda acción perversa no hay otra forma de medirla más que a través de sus frutos.
Praxis y doctrina
La Biblia nos enseña una doctrina que es eterna e invariable, la verdad que es perfecta. Junto a los flancos de
esa doctrina hay praxis, decisiones, actuaciones para un momento concreto: como un demócrata que, en un
momento determinado, considera que para salvar a su país de la anarquía es preferible apoyar un golpe de
estado. No reniega de su amor a la libertad y la democracia, pero, dadas las circunstancias, un golpe de estado
puede ser el único modo de detener una situación en la que las instituciones ya no funcionan y hay, de hecho,
un total vacío de poder. Dios conoció la verdadera doctrina incluso en los tiempos de mayor oscuridad, pero
determinó lo más prudente en cada momento, lo más beneficioso.
Una vez comprendida la verdadera naturaleza de las maldiciones bíblicas, resulta fácil entender cómo algunas
personas han cosificado esas maldiciones: convirtiendo lo que son decretos de Dios (respecto a alguien) en
“cosas”, reificando lo que son determinaciones de la voluntad divina. Este fallo era comprensible. Era natural
que, antes o después en la Historia, algunos creyentes cayeran en él.No solo eso, una vez que se cosificaron
las decisiones de Dios, se pasó a pensar que se destruían de manera muy parecida a como se expulsaban los
demonios. En la praxis que se derivó de esto, no hay tanta diferencia entre el esquema del exorcismo y el de las
maldiciones. Solo que uno es bíblico y el otro carece de base. Pero allí no quedó todo, el siguiente paso fue
hacer de esas cadenas algo habitual: todo el mundo iba heredando esas cadenas en mayor o menor medida.
Este esquema puede seguir desarrollándose con los años: añadiendo más complejidad, más elementos,
creando una teología que lo avale, releyendo más pasajes escriturísticos bajo un enfoque muy determinado. Por
eso se hace necesario reconducir las cosas ahora que se mantienen en un estadio teórico inicial, apenas
esbozado, casi reducido a la praxis de algunos grupos pentecostales y carismáticos.
Si hemos entendido bien la doctrina correcta acerca de la maldición de Dios, ¿qué sentido tiene que un acto
ejemplificador divino actúe en la más estricta intimidad, provocando en los nietos depresión o miedos o crisis de
angustia? El sentido de aquellos castigos del tiempo de Moisés era, precisamente, su carácter
ejemplificador.
Por eso, la doctrina de las maldiciones intergeneracionales no es que precise de correcciones, sino que debe
ser abandonada entera, aplicando la sencillez bíblica de los pasajes que nos hablan de bendición y castigo, sin
entrar en particularidades que son imposibles de averiguar en esta tierra, pero que las veo desprovistas de
sentido y sin base bíblica.
Algunos intentarán salvar la teoría de las maldiciones intergeneracionales afirmando que lo que heredamos son
malas tendencias de nuestros padres. En esta versión, la teoría de las cadenas queda ya muy disminuida. Pero
recordemos lo que enseña san Pablo: “De modo que si alguno está en Cristo, nueva criatura es ; las cosas
viejas pasaron; he aquí, son hechas nuevas.” (2 Co 5, 17).
Bien es cierto que siempre existe una cierta tensión teológica entre la verdad de la nueva creación, una
recreación esencial, y la permanencia de elementos del hombre viejo, elementos accidentales en una nueva
situación. El hombre lleno de fe que se ha entregado totalmente a la obediencia a Dios y al Evangelio puede
mantener vicios, y eso no significa que su fe sea falsa, ni que no tenga verdadera voluntad de seguir a Jesús.
En la existencia de esta tensión teológica entre lo nuevo y la permanencia de lo viejo, es donde era natural que
alguien apelara a la existencia un “algo” que impide que esa vida en Cristo sea perfecta a pesar de la voluntad
decidida de seguir el Evangelio. Ese algo era cadena, carga, ligadura de pecado en sentido metafórico. Antes o
después, alguien iba a acabar cosificándolo y actuando sobre él con los esquemas del exorcismo.
17
precedente.
Es decir, los cuatro pasajes eran verdad en tiempos de Moisés y ahora, tan verdad entonces como ahora. La
esencia del mensaje que contienen es que el mal, cuando alcanza cierta masa crítica, se expande, afectando a
los que están alrededor. Con lo cual, de forma estricta, no es que Dios pueda hacer excepciones ahora, sino
que, incluso ahora, la iniquidad cuando alcanza ciertas cotas se vuelve tóxica para todos los que están
alrededor y, por tanto, especialmente para la familia.
Esto no cambia lo más mínimo la doctrina de la responsabilidad personal. Esos cuatro versículos lo que nos
muestran es la diferencia cualitativa de la toxicidad de ciertos frutos del mal.
Esto que acabo de decir no niega el hecho de que en un momento de la Biblia Dios quiere que sus castigos
sean muy patentes; y, en otro momento, quiere insistir en la doctrina de la responsabilidad personal; por otra
parte, nunca negada. El versículo este proverbio no será usado ya más por vosotros en Israel implica un
cambio, qué duda cabe. Pero, en realidad, los versículos se superponen sin negarse. Esta armonía de las
Escrituras es admirable: la Biblia no da pasos atrás.
Sigo negando el esquema de las maldiciones intergeneracionales, pero en la visión armónica de los cuatro
pasajes unidos a los textos de los dos profetas hay una verdad profundísima que no podemos olvidar y que es
la que aquí he tratado de mostrar. No todo pecado produce maldición divina, solo algunos. Hay un modo
bíblicamente correcto de considerar el concepto de maldición divina y hay otro modo que la cosifica y la rodea
de una teoría teológica desenfocada.
Dios nunca se ha desdicho de los cuatro versículos mosaicos. Esto implica que hay un modo sano de entender,
por ejemplo, la caída de Jerusalén en el siglo VI antes de Cristo, viéndola como la acumulación de una carga
generacional de pecado. Se trata de una imagen metafórica que trata de expresar que el apartamiento de una
sociedad respecto a Dios y sus mandatos puede crecer hasta llegar a un punto en el que Dios tome decisiones
punitivas. Bajo esos mismos criterios teológicos se puede interpretar la caída de Jerusalén en el año 70
después de Cristo, la división de la Iglesia en el 1054 o la posterior división en tiempos de Lutero.
Hay una herencia material y una herencia espiritual. Esa interpretación sana nos permite construir una teología
de la Historia. Es decir, que por debajo de las razones económicas, sociales y culturales, existen también
razones espirituales que provocan bendición o castigo. Negar el esquema concreto de lo que se han conocido
como las maldiciones intergeneracionales no implica negar una interpretación teológica de la Historia. Tanto
Daniel en su visión de las cuatro bestias, como san Juan en el Apocalipsis, por solo citar dos ejemplos, nos
muestran una interpretación espiritual de lo que parecerían meras causalidades políticas y militares.
Pero el esquema teológico concreto como se ha articulado el asunto de las maldiciones intergeneracionales me
recuerda a aquellos que creen que los problemas de nuestra sociedad se resolverán haciendo un gran
exorcismo sobre la sociedad. Cierto que si se realiza un exorcismo magno sobre todo un país, eso tendrá
consecuencias: se alejará a algunos demonios de ese lugar, al menos por un tiempo. Pero pensar que la
solución de todos los problemas de una sociedad radica en un gran exorcismo, en unas fórmulas concretas,
sería un error. Pensar que, una vez realizado ese acto, ya todo está resuelto y las tinieblas se retirarán significa
haber desenfocado el mensaje de conversión de la Buena Nueva.
Hay una traslación de la mentalidad exorcística al tema de las cargas generacionales. En el fondo, es la
sempiterna tensión teológica que existe en el cristianismo entre lo externo y lo interno, entre el espíritu y la
fórmula; entre la simplicidad de la fe que lleva a la conversión, y la complejidad de pasos, técnicas y métodos.
En el fondo, todo esto es la tensión existente entre la sencillez de las tablas de los Mandamientos de Dios, por
un lado; y, por otro, una maraña de ligaduras, cadenas, cargas y maldiciones que requieren de actuaciones
especializadas por parte de un “conocedor” del tema. El lado de la complejidad siempre se enmascara
diluyendo un esquema que, en estado puro, sería inaceptable por su heterodoxia. Pero, en definitiva, subyace
en todo esto una pugna entre la visión sencilla de las parábolas (que adora a Dios en espíritu y en verdad) y
una mentalidad cuasimágica que trata de contaminar esa pureza.
Apéndice
La enseñanza de Ezequiel respecto al castigo generacional
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Permítaseme compartimentar bajo distintos epígrafes las afirmaciones del profeta Ezequiel en ese capítulo 18
en el que se observa la enseñanza de que los hijos no morirán por los pecados de los padres.
La compartimentación la ofrezco para que se vea con toda facilidad la insistencia que hay en corregir la
mentalidad anterior. Este cambio no solo queda afirmado, sino repetido varias veces, desplegando todas las
posibilidades. Veamos los versículos tras el proverbio mencionado de las uvas verdes y la dentera. El proverbio
es el siguiente: “Y vino a mí la palabra del SEÑOR, diciendo: ¿Qué queréis decir al usar este proverbio acerca
de la tierra de Israel, que dice: "Los padres comen las uvas agrias, pero los dientes de los hijos tienen la
dentera"? (Ez 18, 1-2).
Reconozco que, durante la escritura de esta obra, he experimentado un cambio de opinión. Voy a explicar lo
que yo pensaba del pecado original hasta escribir este capítulo, y después explicaré mi cambio de postura.
El niño nace con la inclinación al pecado. Es decir, sin la gracia de Dios, el ser humano tiende a lo cómodo,
a lo fácil; a lo deleitable, aunque sea perjudicial. No es que se transmita la inclinación al pecado como algo
añadido al alma. Es que eso existe en nosotros como tendencia, salvo que la gracia actúe. No es que se
transmita una deformidad (la inclinación al pecado), sino que cada niño nace con su ser animal y espiritual,
y salvo que actúe la gracia, ese niño tenderá al pecado. Hay una tendencia-inclinación- facilidad al pecado
tanto en nuestra naturaleza corporal, como en nuestra naturaleza espiritual. Ahora bien, ¿existe en ese niño sin
bautizar una tendencia al bien? Por supuesto. Con lo cual, en el niño sin bautizar, existe una tendencia al
pecado, por supuesto, pero también hacia lo bueno.
¿Si Adán y Eva no hubieran pecado, hubiéramos nacido en gracia de Dios? ¿O más bien, aunque ellos
hubieran sido fieles, hubiéramos nacido sin gracia de Dios, es decir, solo poseedores de nuestro ser natural? Si
es lo segundo, hubiera sido la educación, el ambiente en el que hubiéramos crecido, el que hubiera propiciado
que Dios concediera la gracia a nuestras almas desde la más tierna infancia.
Dicho de otra manera, dado que el alma proviene de Dios, el pecado o la fidelidad de los primeros padres no
transmite ni una mancha ni una gracia de Dios al nacer. Pero el pecado de Adán y Eva creó una sociedad en la
que se transmitía el mal. Mientras que la fidelidad a Dios hubiera propiciado la aparición de la gracia
sobrenatural, pero esta hubiera provenido de Dios, no de la generación.
[Ya he dicho, al principio, que en mí hubo un cambio de opinión. Pero, al escribir la presente obra, pensaba:] En
fin, esta es mi opinión sobre la transmisión del pecado original (en nuestro orden actual de cosas) y la
transmisión de la gracia (si Adán y Eva hubieran sido fieles). En ambos casos, se hubiera transmitido lo uno y lo
otro, pero no por la generación, porque el alma entera procede de Dios. Los padres realizan un acto corporal
del que surge un cuerpo: es pura biología. Es Dios el que otorga el espíritu. La gracia o don divino que es
derramada en un alma no es como el fuego: como si un padre pudiera hacer que algo ardiera al acercarlo. La
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gracia solo procede de lo alto.
Es la idea de mancha, de deformación, incluso de “deuda”, la que ha complicado un esquema que, por otra
parte, veo sencillo: generación del cuerpo, creación del alma, concesión de la gracia. Esta explicación de
cómo yo entiendo el pecado original de los niños (igual a carencia de origen) no es ociosa, porque si la
entendemos bien, se ilumina enteramente el tema de las maldiciones. A mi entender, cada niño es una nueva
creación. Cada niño, incluso antes del bautismo, está limpio de toda mancha. Eso sí, solo tiene su ser
natural, en su alma espiritual no hay nada sobrenatural.
Al leer las palabras de Trento, por propagación, no por imitación, me di cuenta de que mi postura no era
congruente con esa enseñanza, se tomara como se tomara. El tenor de lo que se expuso en el concilio era
claro. Eso me planteó una cuestión: ¿podía deslizarse un error en una enseñanza de un concilio ecuménico? La
respuesta es no. Podía un concilio expresarse mejor o peor, pero no enseñar el error. Creo en la asistencia del
Espíritu Santo. La Tercera Persona de la Santísima Trinidad pululaba entre ellos y el Dios Omnipotente hubiera
impedido que se enseñase el error.
Así que, a partir de entonces, consideré que el alma de un niño podía ser como una hoja en blanco al salir de
las manos de Dios. Pero que en la generación o en la gestación podía darse algún tipo de contaminación y de
herencia positiva y negativa. El alma procedía de Dios, pero los padres podían añadir algo a ese campo
recién nevado. Insisto, no solo se añaden tendencias malas, también características humanas positivas. Para
los párrocos que hemos tenido centenares de niños en catequesis resulta patente que hay niños muy pequeños
que tienen un natural bueno, dulce, religioso, plácidamente alegre. Mientras que otros niños, desde muy
pequeños, están nerviosos, se enfadan con facilidad, etc. Pero no solo se hereda alguna tendencia mala, sino
también algunas tendencias buenas. Y no siempre se heredan ni las unas ni las otras.
Esto no debía ser excesivamente importante, no debía pasar de constituir la presencia de ciertas tendencias, a
juzgar por el silencio de la Sagrada Escritura. En la Palabra de Dios se observa no solo un silencio respecto al
ser de las cosas (si existen o no estas herencias), lo cual sería poco probativo, sino también respecto a la praxis
(¿hay que hacer algo concreto?), lo cual resulta más relevante: pues, en las Escrituras, a la hora de sanar un
alma se presta atención a muchos aspectos, pero nada en cuanto al campo de la herencia.
Así que el presente opúsculo combate el esquema de las maldiciones intergeneracionales como algo
desenfocado. Pero no niego que no pueda existir un algo misterioso heredado en el alma de la persona
como tendencia, procedente de los padres. Si bien, el ejemplo de los padres, la acción de la educación, de
los buenos amigos, será más importante que esas inclinaciones previas. Esta concepción misteriosa de la
mancha original y de la herencia de los padres dota de sentidos desconocidos a la acción de los sacramentos,
de todos los sacramentos y no solo del bautismo. Quizá allí hay una actuación mucho más compleja de lo que
pensamos.
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