De Wit Chris - El Legado de Damian PDF
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Chris de Wit
1.ª edición: marzo, 2017
Portadilla
Créditos
Dedicatoria
El legado de Damián
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20
Capítulo 21
Capítulo 22
Capítulo 23
Capítulo 24
Capítulo 25
Capítulo 26
Capítulo 27
Capítulo 28
Capítulo 29
Capítulo 30
Capítulo 31
Capítulo 32
Capítulo 33
Capítulo 34
Capítulo 35
Capítulo 36
Capítulo 37
Capítulo 38
Capítulo 39
Capítulo 40
Capítulo 41
Capítulo 42
Capítulo 43
Capítulo 44
Capítulo 45
Capítulo 46
Capítulo 47
Capítulo 48
Capítulo 49
Capítulo 50
Capítulo 51
Capítulo 52
Capítulo 53
Capítulo 54
Capítulo 55
Capítulo 56
Capítulo 57
Capítulo 58
Capítulo 59
Capítulo 60
Epílogo
Promoción
El legado de Damián
Aarhus, Dinamarca
Las luces de la disco de Aarhus giraban y cambiaban de color al compás
de la música que aturdía los sentidos de la gente. El calor del lugar, si bien
era insoportable, también invitaba a moverse con mayor frenesí y sensualidad
como si el recinto, súbitamente, estuviese empotrado en una playa de Ibiza o
de Cancún. Hombres y mujeres reían y bebían casi de manera descontrolada,
festejando el ritmo intenso de la noche. Y Jackie Thygesen no era la
excepción. La joven bailaba, con sus shorts de jeans, a un ritmo febril que la
envolvía como los brazos de un amante insaciable.
Hacía horas que disfrutaba de la energía burbujeante que su contoneo
generaba, sonriendo traviesamente a los ocasionales compañeros y
compañeras de turno que querían danzar con ella. Al no tener suficiente con
el ritmo exaltado que la rodeaba, aumentó el bamboleo de sus caderas tal
como había aprendido en las bailantas argentinas al lado de sus amigas Aniel
y Maia. El movimiento sensual marcaba aún más la pequeña cintura que se
había ganado con los años de entrenamiento de wrestling y kickboxing, lo que
generaba un impacto infartante entre los hombres, que la devoraban con la
mirada. Levantó hacia un costado su increíble cabellera, una masa salvaje de
bucles de color del fuego que le caían hasta las nalgas, por el terrible calor
que sentía. Sorpresivamente, una mano fuerte la tomó del brazo y la sacó de
la pista para acorralarla contra un muro de piedra. Sin inmutarse, Jackie miró
al tipo que tenía enfrente: un vikingo enorme y musculoso de cabello corto,
rubio y perfectamente peinado con gomina hacia un costado, la miraba
obnubilado. Al clavarle la mirada para evaluarlo mejor, se detuvo en la
indumentaria y la cabellera, que le recordó al cantante rapero que volvía locas
a todas las mujeres de Dinamarca en ese momento: L.O.C.1
Por la manera de observarla, Jackie se dio cuenta de que el vikingo se
creía irresistible. Era muy buen mozo, pero demasiado arrogante para su
gusto. En realidad, su arrogancia le recordaba a otro tipo que venía
persiguiéndola desde hacía tres meses por todo el mundo, obligándola a
gastar casi todos sus ahorros en transportes y hostales para evitar caer en sus
redes.
Una sonrisa despampanante surgió de sus labios y miró al rubio que la
mantenía presa contra la pared. Si debía ser honesta, el tipo estaba para
comérselo, pero se sentía tanto el rey del universo que le recordó a un pavo
real.
—¿Eres de aquí? —le preguntó sensual al oído.
—Sí.
—Te he visto un par de veces y me dejas siempre sin aliento.
—¿Ah, sí? ¿Y qué haces al respecto?
—Varias cosas que quisiera compartir contigo.
—Me parece que te has apresurado, tonto—contestó y amagó con irse.
—¿A dónde vas? —le preguntó asombrado, mientras la tomaba del codo.
Jackie sonrió. Este tipo era enorme, pero a ella individuos como él no le
daban miedo. Era una experta luchadora y había vencido a varios hombres en
su carrera deportiva. Además, se venía enfrentando al insufrible del
silverwalker Metanón Lemark desde hacía demasiado tiempo, humillándolo
en cada ocasión. Y este grandote no sería la excepción.
—Suéltame —exigió.
—No, chiquita —le dijo el vikingo negando con la cabeza—. Te quedas
aquí.
—¿Ah, sí? ¿Y quién lo ha decidido?
—Yo. —El tipo se le había acercado tanto a la cara, que casi la volteaba
con el olor a alcohol.
—Eres más atrevido que el normal de los hombres daneses, pero como
estás intoxicado de alcohol y te considero el tipo más patoso que he visto en
toda la noche de hoy, te perdono. Ahora, déjame en paz.
—Jamás, dulzura.
Cuando Jackie se prestaba a voltearlo al suelo con una de sus técnicas de
defensa, una voz gentil preguntó en español:
—¿Quieres quitar tus manazas del cuerpo de mi amiga, troglodita?
Jackie se dio vuelta sin dar crédito a la melodía que escuchaban sus oídos.
Allí estaba ella, radiante con su cabellera caoba, los ojos color café, las cejas
gruesas del mismo color y los labios anchos, afrodisíacos, como los de la
modelo portuguesa Sara Sampaio: la fabulosa y genial Brenda Mori, una de
sus queridas amigas del alma.
El tipo, que por lo visto no entendía ni jota de español, comenzó a
ronronear como un gatito al imaginarse que pasaría la noche en la cama con
dos felinas impresionantes. Feliz de la vida, intentó abrazarlas a las dos, pero
las chicas, acostumbradas al acoso masculino, sabían lo que tenían que hacer.
Jackie empujó con todas sus fuerzas al tío, que comenzó a tambalearse hacia
atrás haciendo un esfuerzo para recuperar el equilibrio. Brenda, entre tanto, le
calzó una zancadilla que lo arrojó de bruces sobre un sofá. De inmediato y sin
ningún tapujo, levantó un pie revestido en unas botas impactantes de
Alexander McQueen, que provocarían la envidia de cualquier mujer de la
realeza de Dinamarca, y lo apoyó sobre los testículos del vikingo. El tipo
comenzó a sudar al darse cuenta del peligro en el que se había metido, pero
sonrió cuando la musa de cabellos color caoba se inclinó sobre él y dejó a la
vista la parte superior de unos pechos escandalosamente bellos, que le
pusieron la polla demasiado dura. La chica le sonrió tan sensualmente que no
le importó nada más, ni siquiera lo que le susurraba al oído en aquella lengua
extraña:
—Tú te quedas en tu lugar, amorcito—le dijo suavemente la numen,
acariciándole la mejilla con las uñas largas de color turquesa y acero—. A ver
si alguna danesita te congela lo que tienes entre las piernas —y miró en esa
dirección— que, a propósito, no parece demasiado interesante.
Jackie sonrió, recordando lo extravagante que era su amiga. El tipo intentó
levantarse, pero Jackie y Brenda lo miraron de tal manera que permaneció
sentado en el sofá viendo como las dos chicas, abrazadas, lo dejaban solo y se
perdían en el segundo piso de la disco.
Las dos amigas subieron las escaleras y agradecieron hallar un poco de
paz. Allí no había pistas de baile, sino diferentes barras para beber. En ese
punto, las jóvenes se miraron y se enredaron en un abrazo anhelado por años.
—¡Brenda! —exclamó Jackie absolutamente feliz—. ¡Dios mío, estás
aquí!
La amiga se apartó un poco y, con la sonrisa apabullante que la
caracterizaba, respondió:
—Siempre les advertí a ti, Aniel y Maia que aparecería cuando menos lo
esperasen.
—Nuestra queridísima amiga fantasma —dijo Jackie, haciendo referencia
al apodo con que todas ellas habían bautizado a Brenda, por su hábito de
aparecer y desaparecer cuando menos lo imaginaban—. Me siento tan
afortunada… —Y volvió a abrazarla, pasándole el brazo por el hombro,
mientras la dirigía hacia una mesa—. Ven, sentémonos.
Cuando se ubicaron alrededor de una pequeña mesa redonda, Jackie miró
a su amiga.
—Sigo sin poder creer que has venido —dijo asombrada.
—Te sorprendí, ¿no?
Jackie asintió sonriendo.
—Sí, es verdad. Es que en este largo año y medio en que no te hemos
visto, las chicas y yo hemos intentado llamarte a tu teléfono móvil y
escribirte mensajes, pero tú nunca respondes.
La carcajada de Brenda inundó el lugar.
—Soy un desastre con la comunicación. Pero sé muy bien cuándo alguien
me necesita, en especial cuando se trata de ti. Y aquí estoy.
De repente, la alegría de Jackie se vio opacada por una mueca adusta.
—Y has llegado en el momento justo, Brenda. Quizás puedas ayudarme.
—¿Qué sucede, amiga? —El semblante de Brenda pasó de la alegría a la
preocupación.
—Se trata de Aniel y Maia.
—Dime que están bien.
Jackie negó con la cabeza.
—Estoy muy alarmada por las dos. A Aniel debo ir a buscarla a Argentina
lo antes posible. Estoy juntando dinero para pagar un pasaje y permanecer los
días necesarios para rescatar a nuestra amiga.
—¿Rescatarla? —Los ojos de Brenda se abrieron aún más—. Esto no me
gusta nada. Y me asusta.
Jackie suspiró.
—Pues yo también estoy asustada. Por ello debo viajar de inmediato, pero
me he demorado por el dinero.
—¿Qué dinero?
—Estoy casi en la ruina.
—Pero… —murmuró Brenda perpleja—, ¿cómo es posible? Siempre
estuviste orgullosa del manejo de tus finanzas.
—Es que hay tanto para contarte, Brenda. ¡No sabes!
—Por favor, habla. ¡Me estás poniendo nerviosa, amiga!
Jackie sacudió su larga cabellera roja y entornó los ojos.
—Aniel ha caído prisionera en manos de unos tipos terribles y temo que se
ha enamorado como una pajarita de uno de ellos.
—¿Prisionera? Dios mío, ¡no! —exclamó Brenda y se le llenaron los ojos
de lágrimas—. No me digas que son los mismos desgraciados que atacaron la
casa de sus padres hace siete años, el día de su cumpleaños.
—No. Esos son los caídos, cuyos ojos negros terroríficos y de ultratumba
son imposibles de olvidar. El jefe de ellos es Sácritos.
—Ese hijo de puta… —siseó Brenda con odio, mientras se limpiaba las
lágrimas de los ojos con los dedos.
—Aquel fatídico día del cumpleaños, Aniel logró escapar de los caídos —
continuó Jackie su relato— y, si bien estos jamás dejaron de ir tras ella, en
realidad ahora Aniel ha sido secuestrada por otra organización cuyos
integrantes son unos tipos tan abominables como los otros. Se llaman
Silverwalkers.
—Nunca escuché sobre ellos —dijo Brenda, atenta a lo que Jackie iba
relatando.
—Yo tampoco hasta hace unos pocos meses. También se hacen llamar los
caminantes. Son enemigos implacables de los caídos.
—¿Y qué quieren de Aniel?
—Lo mismo que los caídos: el símbolo al cual ella está ligada.
El brillo en la mirada de Brenda desapareció ante el comentario de su
amiga.
—Entonces, ¿cómo puede ser que nuestra amiga se haya enamorado de un
tipejo de estos? Además, ella jamás se fijaba en ningún chico. Recuerdo
cómo la perseguían sin éxito.
—Pues ese tiempo ha llegado a su fin, porque te aseguro que ella cree
sentir algo por este tío.
—¿Y cómo lo sabes?
—Porque la última vez que Aniel logró escapar de las garras de ese sujeto,
hace un mes, yo pude dar con ella y, entre otras cosas, me explicó de la
tremenda atracción que había existido entre ella y su carcelero. Esto sucedió
poco antes de que el maldito la atrapase de nuevo.
—¿Conoces su nombre?
—Gabriel Trost. Como verás, han sucedido muchas cosas durante el
último año y medio en que no te hemos visto, algunas difíciles de creer.
Brenda asintió, perpleja y frustrada ante todo lo que sus amigas habían
vivido sin que ella hubiese captado que requiriesen de su ayuda.
—¿Y los padres de Aniel?
—Luego de la masacre ocurrida en su hogar hace siete años, ambos
desaparecieron, aparentemente apresados por los caídos por separado. Pero
nunca más se supo de Ronan Mitchels. En cambio, la señora Ana ha
regresado.
—¿Cómo? —preguntó Brenda asombrada.
—Sí. La madre de Aniel se presentó en la fundación donde Maia vive en
México para hablar con ella.
—¿Y la señora Ana manifestó saber algo del señor Ronan?
—No.
—Quizás haya muerto aquel día.
—Es factible. Dicen que él y Sácritos se enfrentaron en un duelo a espada
hasta que una bomba estalló en la casa, y el señor Ronan obligó a Aniel a
escapar. Después no se supo nada más de él.
—¿Y cuándo exactamente se presentó la señora Ana en la fundación?
—Hace alrededor de dos meses. Maia quedó impactada cuando la vio
frente a ella después de tantos años. Dice que está igual de hermosa y
amorosa, aunque más precavida. Y en medio de la charla que mantuvieron, la
señora Ana le hizo prometer a Maia que no le diría nada a Aniel de su regreso
ya que ella misma, aseguró, se presentaría ante su hija el día que esta
cumpliese los veintitrés años. Obviamente, ninguna de las dos sabía en ese
momento que Aniel era prisionera de los silverwalkers.
Brenda entornó los ojos.
—Aniel acaba de cumplir los veintitrés años, Jackie.
—Sí, pero me temo que si ella sigue prisionera, entonces madre e hija no
deben haber podido reunirse.
El semblante de Brenda se mostró visiblemente afectado.
—Si no lo han logrado, entonces Aniel desconoce que su madre está viva.
—Lo sabe.
Brenda la miró perpleja.
—Se lo conté yo el mismo día que Aniel me explicó sobre su atracción por
Gabriel Trost. —Su amiga meneó la cabeza de un lado a otro, evidentemente
absorta por su relato—. ¡Ponte en mi lugar, Brenda! Después de que la señora
Ana se hubo retirado de la fundación tras hablar con Maia, esta me telefoneó,
muy asustada y afligida por la conversación que ellas habían mantenido, y no
pudo evitar confesarme, entre lágrimas, la promesa que le había hecho a la
señora Ana y lo mal que se sentía por ello. Cuando encontré a Aniel en
Buenos Aires y me contó de su apresamiento y de cómo finalmente había
logrado escapar, no pude con mi genio y terminé revelándole todo. —Brenda
la miró con un brillo de ternura en la mirada—. Es que una cosa llevó a la
otra, amiga, y no pude dejar de decirle la verdad. Y como te podrás imaginar,
Aniel se sintió muy apenada ante el hecho de que su madre, después de todos
estos años, hubiera regresado para hablar con Maia y no con ella.
—Es absolutamente comprensible —dijo Brenda en un susurro.
—Entonces, Aniel viajó a México para encontrarse con Maia. Allí, nuestra
querida amiga, rompiendo la promesa que le había hecho a la señora Ana, se
sinceró con Aniel. Lamentablemente, cuando esta regresó a Buenos Aires,
Trost la capturó de nuevo en el mismo aeropuerto. Es lo último que sé y,
sinceramente, no tengo la menor idea de si ha conseguido escapar
nuevamente y reunirse con su madre, o no.
—Dios mío —murmuró Brenda y volvió a sacudir la cabellera caoba
brillante, como si con ello tratara de ordenar en su cabeza los diferentes
hechos de aquel relato—. Pero, a todo esto, ¿cuál era la finalidad de la señora
Ana al presentarse ante Maia, si no quería que esta le contara nada a Aniel?
¡No tiene mucho sentido!
Jackie asintió.
—Ella necesitaba prevenir a Maia de la existencia de los símbolos.
—¿Símbolos? Siempre supe del que está ligado a Aniel, pero ¿hay más?
¿Y qué tiene que ver Maia en todo esto? —preguntó Brenda estupefacta.
—Ya te contaré sobre ello.
—Está bien. ¿Y qué más dijo la señora Ana?
—Advirtió a Maia sobre la intención de los silverwalkers y de los caídos.
—Explícate mejor, por favor.
—Estos dos bandos no solo querían atrapar a Aniel, sino también a Maia y
a mí.
—¿QUÉ? —exclamó Brenda fuera de sí.
—Sí. Aniel ha caído, ahora faltamos nosotras dos.
—Pero, ¿por qué?
Jackie volvió a suspirar profundamente. Brenda desconocía demasiadas
cosas, y ella debería informarle todo esa noche.
—Aquí es donde aparecen los otros símbolos.
Brenda levantó una de las cejas y su rostro adquirió, de repente, una
expresión aguerrida.
—Por favor, lárgalo ya.
—Aniel está ligada al primer símbolo, mientras que Maia y yo lo estamos
con otros dos.
Brenda se echó levemente hacia atrás y la miró intrigada. Rápidamente
pareció comprender lo que aquello significaba para todas sus amigas.
—¡Dios! —murmuró perpleja.
—Los caídos y los silverwalkers saben fehacientemente que Aniel y Maia
son las depositarias de dos de ellos, mientras que de mí sospechan que lo soy
de un tercero. Por eso hay uno de los silverwalkers que me sigue los pasos
desde hace tres meses y, para huir de él, he gastado casi todo mi dinero.
—¿Quién es? —preguntó Brenda cada vez más asustada.
—Metanón Lemark.
Brenda sacudió la cabeza de un lado a otro.
—Jackie, realmente estoy aterrada con todo lo que me estás contando —
susurró—. ¿Y cuántos símbolos existen?
—Cinco.
—No sé cómo asimilar todo lo que me dices.
—Pues a mí me afligen nuestras dos amigas, Brenda. En especial Maia.
Por eso me urge viajar a Buenos Aires apenas junte el dinero. Primero debo
encontrar a Aniel y luego viajar a México para chequear que Maia está bien.
—Escúchame, Jackie. Te daré el dinero que necesitas para viajar de
inmediato.
—¿Estás loca?
—No. Tengo algunos ahorros y te los doy con todo gusto.
—Pero…
—Jackie —interrumpió su amiga—, las cuatro hemos sido inseparables
desde niñas, y nos hemos acompañado y protegido las unas a las otras en las
buenas y en las malas, así que acepta el dinero que te ofrezco. No podré ir
contigo a Buenos Aires de inmediato porque estoy en una misión secreta muy
especial, pero me uniré a ti lo antes posible.
—¿Sigues trabajando de incógnito? —preguntó Jackie, que ya conocía la
respuesta. La vida de Brenda y su trabajo eran un permanente secreto para
todas las amigas, pero ellas habían aprendido que la amistad con Brenda era
de este modo. Por algo le decían la amiga fantasma. Y el amor que ella les
brindaba a las tres les alcanzaba y lo agradecían.
—Sí. Pero no me preguntes más. Lo que sí, sabes que cuentas conmigo
para todo, Jackie. Y al igual que tú, la que más me preocupa es Maia…
¡siempre ha sido tan frágil!
—Pues ese es el punto. Le he enseñado algo de defensa personal, pero tú
sabes que ella piensa en la danza antes que en la lucha libre. No es parte de su
naturaleza. Pero igual debemos aunar esfuerzos entre nosotras para
protegerla.
—Pues aquí estoy. Nuestras amigas son nuestra prioridad —dijo Brenda
levantando los brazos.
Jackie le tomó las manos, se las estrechó fuertemente y le regaló una
sonrisa radiante:
—Querida Brenda: bienvenida, una vez más, al mundo de tus amigas.
—¡Gracias, tesoro! Pero ahora cuéntame acerca de la importancia de los
símbolos y también del crápula que te persigue.
Buenos Aires
El ruido de la puerta que se abría la sacó del letargo en el que había caído.
Observó la figura alta y elegante que se acercaba y se inclinaba hacia ella con
un vaso entre las manos para arrimarlo con delicadeza a sus labios.
—Ana. Beba —escuchó decirle a Lautaro con una voz fría y lejana, como
si se hallase a muchos kilómetros de allí. Hacía dos días que yacía en aquella
cama de la casa del doctor y no había probado bocado ni bebido siquiera una
gota de agua. La vida iba escapándosele sin remedio a través de agujeros
interiores que el dolor lacerante de la muerte de su esposo y su hija había
abierto en su alma.
—Ana, por favor…, me preocupa —le suplicó el doctor con un dejo de
insistencia. Ese hombre parecía decidido a perturbar su pesar. ¿Por qué no la
dejaba tranquila? Lo miró desde el lecho donde yacía, con los ojos
entornados.
—Se lo ruego… déjeme sola —imploró en un murmullo.
Él se acercó un poco más, todavía con el vaso en la mano, y le susurró:
—Ana, no puede seguir con este ayuno de dos días. No me iré hasta que
no haya bebido aunque sea un sorbo de agua.
Cerró los ojos, sabiendo que ese hombre lo decía en serio. El doctor
Lautaro Suárez había sido el amigo incondicional de la familia desde
siempre, en especial de su esposo, y en su fuero más íntimo sabía que no
podía someterlo a esa carga. No era justo delegarle tanta responsabilidad y,
menos aún, arrastrarlo a la tortura interior que se libraba en su corazón.
—Beberé… un poco de agua… Se lo prometo.
Lautaro la ayudó a incorporarse en la cama y logró que diera los primeros
sorbos de líquido. Ana observó la expresión de alivio en los ojos del hombre,
que irradiaron un halo de complacencia.
—Gracias —le agradeció él con voz grave y suave.
—¿De qué? Soy yo la que le agradece a usted, Lautaro.
—Para mí es un honor tenerla aquí, en mi casa. Ronan fue mi mejor amigo
de toda la vida y le hice la promesa de que si algo llegaba a sucederle a usted
o a Aniel, me encargaría de ustedes. Y es lo que he intentado hacer en estos
años, Ana. Primero, cuando me hice cargo de su hija Aniel durante un año
luego de que Ronan y usted desaparecieran aquel día del ataque y, después,
dándole refugio a usted cuando así me lo ha permitido. Como ahora. Jamás
me habría perdonado dejarla sola.
Los ojos de Ana, cuajados de lágrimas, lo contemplaron con
reconocimiento y, a continuación, lo tomó de la mano para apretársela
fuertemente entre las suyas.
—No sé cómo agradecerle…
Lautaro le envolvió los dedos con los suyos.
—Póngase bien, Ana. Es lo único que le pido.
—Me pide mucho. Quiero morir. No puedo imaginarme la vida sin ellos.
—Se echó hacia atrás sobre la almohada. Se cubrió el rostro con las dos
manos y ya no pudo detenerse. Lloró desconsoladamente una vez más.
Lautaro se sentó junto a ella, recostándose sobre el respaldo de la cama, y
la volvió hacia sí para abrazarla. Le permitió llorar nuevamente sobre su
hombro, mientras le acariciaba el cabello y el rostro.
La arrulló por horas, hasta que logró hacerla dormir. Permaneció junto a
ella sin moverse, manteniéndola abrazada, con el semblante serio como
esculpido en granito.
De repente Ana, en su sueño, le envolvió la cintura y acomodó la mejilla
sobre su pecho. Y por primera vez en años, el rostro de granito evidenció una
pequeña rajadura.
Cerró los ojos y respiró profundamente. Al otro día le diría la verdad.
Ciudad de México
Parada frente a la fundación Arco Iris, Ana intentaba tomar coraje para
llamar a la puerta que la separaba del mundo de su supuesta hija. Lautaro y
ella habían viajado en el avión de la noche desde Buenos Aires con el firme
propósito de ubicar a Maia.
«Maia Serrano».
Ana no pudo evitar estremecerse al recordar cómo se había desmayado en
los brazos de Lautaro, cuando este había pronunciado aquel nombre. Y desde
el mismo instante en que se había despertado, no pudo dejar de pensar en las
vueltas del destino. Maia, Jackie y Brenda habían sido las mejores amigas de
su hija Aniel. Se conocían desde pequeñas y entre todas se habían ayudado a
encausarse en la vida. Jackie y Brenda habían nacido en circunstancias muy
duras, cada una a su manera y Maia… Dios, Maia. Suspiró profundamente y
los ojos se le llenaron de lágrimas.
Ana había trabajado durante años en diferentes orfanatos de la ciudad de
Buenos Aires y su hijita Aniel, desde pequeña, había expresado su deseo de
acompañarla para ayudarla con los niños. Y así lo habían hecho. Y en uno de
esos orfanatos habían encontrado a Maia cuando recién había sido recogida
por la policía de las calles de Buenos Aires, sola, sin nombre, sin padres y
con tan solo diez añitos de edad. La gente del orfanato la había bautizado con
un nombre que la misma niña había elegido y con un apellido otorgado por
una de las monjitas ancianas, que murió al poco tiempo.
Sacudió la cabeza y con los dedos se limpió las lágrimas que le caían por
las mejillas.
Necesitaba verla y, sobre todo, sentirla. Pero ahora que estaba tan cerca de
ella, perdía el coraje. ¿Y si Lautaro se había equivocado? Se le hizo un nudo
en la garganta, recordando la mezcla de emociones que la habían asaltado
durante el vuelo. Por un lado, se sentía aterrada de que todo fuera un
tremendo error pero, por otro, una pequeña llama de esperanza en su corazón
iba iluminando, poco a poco, la densa oscuridad en la que había caído desde
la noticia de la muerte de su hija Aniel y de su esposo.
Recordó el color del cabello de Maia, y no pudo dejar de pensar en Ronan.
El brillo que emitían sus cabelleras se parecía tanto… y los ojos… Por
primera vez se daba cuenta de que el color de ojos de Maia y de ella misma
era casi idéntico. Es más, dos noches atrás, en medio de uno de los tantos
desvelos en los que había caído desde que Lautaro le había confesado quién
podía ser Maia, recordó las pocas veces que había creído captar un extraño y
suave brillo, apenas plateado, en los ojos de la niña cuando la había visto bajo
estados emocionales fuertes, lo mismo que en sus lágrimas. Pero Maia era
una niña que apenas lloraba, así que pocas veces se había detenido a
observarlas. Se le erizaba la piel al recordar cómo el corazón había
comenzado a palpitarle. ¿Podría ser que Maia llevara la carga genética de la
Estirpe evidenciada por ese particular brillo plateado que sus miembros
emitían de los ojos y del cuerpo, cuando tenían sus emociones a flor de piel?
¿Había tenido a su hija al alcance de su mano todo el tiempo y jamás se había
dado cuenta de ello? Las lágrimas comenzaron a caerle por las mejillas una
vez más. ¿Acaso Ronan la había detectado en sus videncias, pero jamás se lo
había dicho, por las razones que Lautaro había explicado?
Aspiró profundamente otra vez. Solo había una manera de hallar las
respuestas.
Dio un paso hacia adelante y tocó el timbre de la puerta. Al instante, unos
pasos sigilosos que bajaban por una escalera, acompañados por el ruido del
roce de una falda contra unas medias gruesas de nylon, se acercaron a la
puerta. El ruido de la puerta abriéndose suavemente anunció la aparición del
rostro de una monja a través de la hendija.
—Bienvenida, señora Ana Mitchels —dijo alegremente la mujer, a la vez
que abría las puertas de par en par—. Un placer tenerla por aquí nuevamente.
Soy la hermana Lucía —se presentó, extendiendo la mano hacia ella, y Ana
pensó que nunca había visto a esta religiosa, que parecía saber quién era ella.
—Gracias, hermana. He estado en otras oportunidades en la fundación,
pero no había tenido el placer de conocerla —dijo Ana, contestando el saludo
con un apretón de manos.
—Soy la administradora de la institución. Debido a que tengo mi despacho
al fondo, no es frecuente que esté visible ante los demás. Hoy ha sido una
excepción. —La miró y sonrió—. Maia me ha hablado muchas veces de
usted y también la he visto de lejos cuando usted vino a visitarla hace un
tiempo. Pero perdóneme, por favor. ¿Desea pasar? —preguntó la religiosa
con una sonrisa.
Ana tragó en seco, nerviosa ante el posible encuentro con su hija. Volvió a
respirar hondo, tratando de hallar algo de equilibrio en su interior.
—Me gustaría ver a Maia —logró decir muy quedamente, sin hacer
intento de ingresar al recinto.
—Lamentablemente, la niña ha viajado. No sabemos adónde, y de esto
hace alrededor de tres semanas. Suponemos que la habrán llamado para
alguna presentación de danza. Maia es muy reservada y no es la primera vez
que desaparece sin aviso. Pero siempre regresa. —Y le regaló una sonrisa aún
más resplandeciente, como si con ella tratara de tranquilizarla. Ana
contempló a la monja y tuvo la sospecha de que le ocultaba algo. Quizás
sabía, en realidad, dónde estaba Maia, pero no quería revelárselo. ¿Qué podía
hacer?
—Necesito hablar con Maia de inmediato, hermana; le ruego que, apenas
se comunique con usted, le diga que me llame. Le dejaré el número de mi
teléfono móvil. Lo tengo encendido constantemente.
—Por supuesto, señora.
Ana tomó las manos de la hermana entre las suyas.
—No sabe cuánto se lo agradezco…
La monja respondió al gesto de las manos con un apretón fuerte,
transmitiéndole seguridad y confianza. ¡Cuánto la necesitaba!
—¿Estará en México durante mucho tiempo? —preguntó la religiosa, sin
dejar de sonreír.
—Hasta que pueda hablar con Maia.
—Entonces no se preocupe más. Confiemos en que el mismísimo Dios la
traerá de vuelta lo antes posible.
—Gracias, hermana.
Luego de escribir su número telefónico y despedirse de la hermana con un
abrazo, Ana volvió al aire fresco de la tarde en Ciudad de México. Mientras
caminaba, pensaba sobre su intuición de que la hermana Lucía no había
querido decirle el paradero de Maia. Quizás estaba equivocada, pero algo
muy dentro de ella insistía en ello. De todos modos, no podía hacer otra cosa
que esperar. Se abrió un poco más el cuello de la camisa, ya que se sentía
sofocada. Debía llamar a Lautaro, pero sinceramente no sentía ganas.
Necesitaba digerir, de algún modo y sola, los hechos que venían
sucediéndose de manera tan vertiginosa en su vida. ¿Cómo podía aceptar la
idea de que cuando había ido a ver a Maia, un par de meses atrás, en realidad
había tenido enfrente, sin saberlo, a su otra hija? ¡Dios!
Las lágrimas amenazaron con estallar nuevamente. Aunque Lautaro
afirmaba que la chica era su hija, sentía la imperiosa necesidad de
confirmarlo de algún modo. Debía hacer un estudio de ADN y quería creer
que Lautaro la ayudaría a llevar la muestra que ella consiguiese de su hija, a
los laboratorios de la Estirpe para hacer los análisis correspondientes que
confirmaran lo que él aseguraba. Sabía, por lo que alguna vez Ronan le había
comentado, que estos los laboratorios de la Estirpe tenían un banco de datos
de todos los genomas de los miembros de la Estirpe, así que confiaba en que
existiese una lectura del ADN de Ronan.
Comenzó a caminar con pasos apresurados, con el corazón latiéndole
deprisa.
Lo que no comprendía era por qué Ronan le había ocultado la desaparición
de la pequeña. Entendía lo que Lautaro le había explicado y, si bien era
verdad que su esposo había sido un compañero tremendamente protector, no
le quedaba la menor duda de que ella habría detectado señales en su esposo
que revelaran que algo no estaba bien. Ronan y ella siempre se habían
apoyado mutuamente y, aunque era cierto que ella había caído en una
profunda depresión al enterarse de la muerte de la niña, también estaba
segura de que si hubiese habido un mínimo indicio de que la hija de ambos
podía estar viva, habría sido motivo suficiente para que Ronan y ella
hubiesen luchado juntos para encontrarla. Por ello, no entendía por qué en esa
oportunidad, él había elegido callar.
Cuando levantó la mano para detener a un taxi, una figura enorme, de al
menos dos metros de estatura, apareció ante ella. En un primer momento,
pensó que era alguien que intentaba apropiarse del mismo taxi, pero cuando
elevó la mirada y se topó con un rostro tatuado y un par de ojos negros
rasgados, que la miraban intensamente emitiendo un brillo plateado muy
especial, abrió la boca, confundida y temerosa.
—¿Señora Ana Mitchels? —preguntó el gigante parado frente a ella, cuya
presencia la hizo temblar.
—¿Quién es usted? —contestó cautelosa con otra pregunta.
—Me llamo Damián Di Mónaco —dijo el sujeto, que hablaba con cierta
suavidad, aunque eso no impedía que todas las alarmas interiores de Ana se
encendiesen.
—Perdone, pero no lo conozco.
—Soy miembro de la Estirpe de Plata. —El corazón de Ana se detuvo.
¿De dónde había salido este hombre? ¿Sería en verdad quién decía que era o
en realidad era el ejecutor de una emboscada de los caídos? Lo contempló
con intensidad, pero no percibió la energía oscura que generalmente estos
irradiaban. Había algo en él… no sabía. Esos ojos, el brillo que conocía tan
bien, pero que a la vez era diferente…
—Usted busca a Maia Serrano y yo también.
—Yo...
—Además, tengo información sobre su esposo Ronan y su hija Aniel. —
Al decir esta frase, Ana cerró los ojos y se tambaleó, por lo que el joven se
apresuró a sujetarla por el brazo—. Usted está muy débil, señora. Por favor,
permítame acompañarla.
Ana abrió los ojos y lo miró. El muchacho era enorme y no debía de tener
más de treinta años, y aunque el enorme tatuaje que tenía en el cuello y en el
rostro lo hacían temible, una extraña e inexplicable sensación en su interior le
indicaba que parecía ser sincero.
—Solo necesito descansar.
—Dígame adónde la llevo.
—Estoy viviendo en un loft cerca de aquí —explicó tratando de parecer
más firme—. He venido con un amigo. —Ana observó que el joven fruncía el
ceño—. Es el amigo incondicional de la familia, íntimo amigo de mi esposo.
—Aunque no tengo nada contra su amigo, señora, permítame llevarla a su
domicilio, donde me gustaría hablar a solas con usted. Es más, si está
demasiado agotada para hacerlo ahora, puedo pasar a recogerla mañana por la
mañana.
Ana volvió a contemplar la robustez del sujeto quién, si quisiera, podría
quebrarle el cuello de un soplido; pero también podía ser aquel que le diera
alguna pista sobre Maia.
—No. Ya me siento mejor. Vayamos a un café o a algún sitio donde las
paredes no escuchen.
—¿Puede confiar en mí? —le preguntó, serio.
—No lo sé —contestó Ana con sinceridad.
El gigante sonrió y la miró con un profundo respeto.
—La llevaré a un lugar donde estaremos protegidos de cualquier persona
extraña. Usted debe saber acerca de los caídos.
Ana titubeó. El muchacho la llevaba por un terreno del que desconocía
muchas cosas, ya que solo Ronan había sido miembro de la Estirpe de Plata.
Ella era tan solo una humana.
—Sí —susurró.
Damián se dio cuenta de que, súbitamente, el semblante de la mujer se
tornaba más triste y desconsolado. ¿Cómo diablos podría transmitirle la
noticia de las muertes de Ronan y Aniel? Hacía unos pocos días que él se
había enterado de lo acontecido con su amigo Gabriel y el trágico resultado
de su enfrentamiento con Sácritos, lo cual, de inmediato, se había convertido
en secreto de estado para la Estirpe y, por ende, tan solo unos pocos estaban
enterados.
—Yo la cuidaré.
Ana lo miró y pareció dudar un momento, pero al rato la escuchó decir:
—Iré con usted.
Damián la contempló con admiración y susurró:
—Gracias.
La guio hasta un coche aparcado no muy lejos de donde ellos se
encontraban y, abriendo la puerta del acompañante, la invitó a ingresar a su
interior. Cuando él también lo hizo, se dio cuenta de que la mujer parecía
claustrofóbica. A pesar de que el vehículo era enorme, sabía que el tamaño de
su cuerpo intimidaba a la mayoría de las mujeres, por lo que se obligó a ser
muy cuidadoso.
—Quiero que sepa que estuve buscándola por un tiempo, sin éxito —dijo,
mientras ponía en marcha el coche.
—¿A mí? —preguntó Ana con recelo.
—Sí. Usted no es fácil de rastrear, señora —dijo con una leve sonrisa—.
Habíamos logrado dar con usted cuando fue a la fundación para entrevistarse
con Maia Serrano hace un par de meses, pero usted es muy buena para
escabullirse. —Los ojos de Ana se oscurecieron y lo miraron con seriedad—.
Pero al fin la tengo frente a mí —concluyó—. ¿Sabía usted que hace
alrededor de un mes hubo un enfrentamiento entre las fuerzas de los caídos y
de la Estirpe de Plata en esta ciudad, debido a que ambos grupos estaban
interesados en Maia?
—No, no lo sabía —contestó la mujer casi en un susurro.
—¿Por qué buscó usted a Maia?
Los ojos de Ana se abrieron enormes.
—¿Pretendes que yo te responda a esa pregunta cuando nos has estado
siguiendo? ¿Por qué habría de confiar en ti? —preguntó Ana por primera vez
tuteándolo.
—Nuestros agentes las han seguido—contestó Damián sin amilanarse—.
Y debería confiar en mí porque, tanto usted como su hija Aniel y las amigas
de ella, han estado expuestas a un gran peligro que aún persiste.
—Entiendo. Pero no preguntes demasiado. ¿Acaso no me habías invitado
para darme información?
Esa mujer era inteligente, reconoció Damián. Y aunque se sintiera
amilanada, estaba seguro de que no le revelaría nada que ella no desease.
Cuando él había decidido ir tras sus pasos, lo había hecho con el firme
propósito de averiguar el paradero de Maia. En un primer momento, la chica
había desaparecido luego del cruento enfrentamiento entre los caídos y los
guerreros de la Estirpe en Ciudad de México y, si bien no habían habido
señales de la joven durante unos días, finalmente un agente de la Estirpe la
había localizado en la fundación Arco Iris de esta ciudad y le había dado
aviso a él de inmediato. Apenas arribado a México, Damián se había
acercado a la fundación para poder hablar con Maia, pero la joven, al verlo,
había salido huyendo desesperada.
Lo había reconocido.
Así que, luego de una tremenda persecución entre ambos, Maia había
vuelto a desaparecer hasta el momento. Y por ello, era decisivo poder
aprovechar este encuentro con Ana Mitchels.
Pero lo que no había esperado era que el aura de tristeza que la rodeaba
impactase en él de la manera en que lo estaba haciendo en ese momento. Por
eso, cuando había utilizado la excusa de darle información sobre la hija y el
esposo, por temor a que ella se le escabullera y a no poder lograr su objetivo,
supo de inmediato que había caído en un dilema. Transmitirle la verdad a la
señora Mitchels significaría sumirla en una congoja permanente, que podía
acabar con ella. Y él sería el responsable. Pero ¿qué otra cosa podía hacer?
¿Mentir y perder su confianza? No. Su objetivo principal era encontrar a
Maia.
Y Ana Mitchels podía conducirlo a ella.
—Le pido disculpas. En verdad quiero hilvanar retazos de esta historia que
solo usted conoce —contestó.
Escuchó la respiración profunda de la mujer. Sabía que ella también estaba
metida en un dilema.
—Necesitaba hablar con Maia —la oyó decir finalmente— porque debía
advertirle de algo muy importante que no puedo revelarte en este momento.
—Damián no pudo evitar apretar la boca, en un evidente gesto de
disconformidad. Esta mujer sabía mucho más de lo que él creía. Y decidió
arriesgarse aún más.
—Sabemos que usted debía encontrarse con su hija Aniel cuando ella
cumpliese los veintitrés años. —«Bingo», pensó Damián, al ver como el
semblante de la mujer palidecía. A esa edad era cuando los poquísimos
miembros de la Estirpe de Plata que la naturaleza había escogido a través de
un rigurosísimo mecanismo de selección natural se transformaban en
silverwalkers. Si Aniel Mitchels hubiese permanecido con vida, habría sido la
primera mujer en la historia de su raza en llegar a serlo. Por la expresión en el
rostro de la mujer, a Damián no le cupo la menor duda de que la madre de
Aniel era conocedora de aquello.
—Yo deseaba que mi hija cumpliese los años sabiendo que su madre
estaba viva pero, finalmente y debido a un mandato que recibí de los jerarcas
de la Orden Superior de la Estirpe, no pude hacerlo.
Entonces Ana sabía también sobre la Orden, pensó Damián. Seguramente
su esposo Ronan la había instruido sobre ellos. Los jerarcas eran los ancestros
superiores de la Estirpe de Plata, encargados de su gobierno. Hacía ya mucho
tiempo que Damián y el resto de los silverwalkers se habían lanzado a la
búsqueda de cinco símbolos que llevarían a su grupo a la conquista de su
propia paz. Estos símbolos no se encontraban a simple vista, sino que estaban
custodiados por cinco mujeres guardianas. La existencia de estos y otros
presagios había sido revelada a través de unas profecías que los jerarcas de la
Orden tenían como misión guardar celosamente e ir transmitiendo, poco a
poco y en el momento adecuado. El hallazgo de los símbolos sería la clave
maestra para que la casta de los silverwalkers pudiera elevar la frecuencia
vibratoria de la Estirpe y así alcanzar un nuevo estadío evolutivo de toda la
raza.
—¿Puedo saber a qué mandato se refiere? —preguntó Damián.
—Los jerarcas opinaban que mi hija Aniel debía transitar este momento de
su vida sola. Era un proceso fundamental y necesario para su crecimiento y
ellos consideraron que mi presencia habría podido entorpecer lo que ella
debía vivir por sí misma. Por lo tanto, Aniel no debía saber de mi existencia
hasta que cumpliese los veintitrés años.
—O sea que usted se entrevistó con Maia para advertirle de algo pero, al
hacerlo, se puso en evidencia, y le pidió a ella que no le contase a Aniel que
usted estaba viva.
—Sí. Yo solo debía esperar un poco más… —balbuceó apenas en un
susurro—… para presentarme ante mi hija. Pero llegué tarde.
Damián contempló cómo el rostro de la mujer palidecía otra vez. Aparcó
el coche y se bajó, para rodearlo por la parte delantera, abrirle la puerta y
extender la mano para ayudarla a descender. Cuando lo hizo, el joven la guio
al interior de un café poco concurrido.
Sentados uno frente al otro, y luego de pedir dos capuchinos, Ana
preguntó en voz muy baja:
—¿Eres un silverwalker?
—Sí.
—Mi esposo me habló algunas veces de ustedes. Son apenas unos pocos y
emiten una vibración diferente al resto de los miembros de la Estirpe.
—Somos cinco en total —contestó Damián, impactado de que Ana
hubiese podido reconocer su naturaleza silverwalker.
—¿Puedo saber cómo se llaman los demás?
Damián la observó durante un rato, sabiendo que necesitaba apostar a todo
para lograr que esta mujer confiara en él.
—Gabriel Trost, Ruryk Vólkov, Metanón Lemark y Triel Di Mónaco. Este
último es mi hermano.
—¿Son todos tan enormes como tú?
Damián sonrió apenas.
—Sí. —Y agregó, ahora serio nuevamente—: ¿Su hija sabía de nuestra
existencia?
—No. Aniel creció ajena a todo lo referente a la Estirpe de Plata.
—¿Para protegerla?
Ana asintió con la cabeza.
—Cuando Aniel nació, Ronan y yo acordamos que le contaríamos a
nuestra hija acerca de la Estirpe tres meses antes de que cumpliese los
veintitrés años —explicó casi en un susurro—. Pero jamás pudimos hacerlo.
De repente, Ana desvió la mirada por encima del hombro de él y la
mantuvo detenida en alguna parte, como si de repente se hubiese ausentado
de allí. La esperó en silencio, sabiendo que aquella mujer luchaba contra sus
propios demonios.
—Recuerdo a Ronan contar sobre una misión muy especial que ustedes,
los silverwalkers o caminantes de plata, desempeñan —dijo, de repente. El
guerrero levantó una ceja, expectante—. Una que siempre me pareció
fascinante.
—¿A cuál se refiere? —interrogó intrigado.
—Ustedes caminan, como guardianes, junto al alma de la Estirpe que ha
fallecido, para ir hacia los planos más sutiles y elevados de la
multidimensionalidad. Y lo hacen a través del llamado camino de la
ascensión. Por eso se los llama caminantes. ¿Me equivoco?
Damián sonrió.
—No, señora Ana, no se equivoca. Y, en realidad, es un traspaso al plano
superior de conciencia.
—¿Que sería…?
—Donde la vida de las almas continúa luego de su paso por el plano de la
materia.
—¿Es solo un plano?
—Sería como una rejilla de energías de diferentes niveles.
—Si hiciéramos un paralelismo con los humanos, ¿sería como si ustedes
ayudaran a las almas humanas a morir? ¿Algo así como los ángeles
protectores de los que hablan algunas religiones?
—Como dije antes, las almas de la Estirpe no mueren —aclaró Damián—.
Continúan su avance espiritual en otras dimensiones.
—Algunos humanos creen que las suyas hacen lo mismo.
—Nosotros no nos involucramos con las creencias humanas.
Ana asintió, pensativa.
—Ronan me dijo también que la gente de la Estirpe podía solicitar
abandonar el plano de la materia si así lo deseaba.
—Correcto. Y es la multidimensionalidad la que decide si acepta dicha
solicitud o no. Debido a que nuestra raza puede vivir tantos siglos, hay
miembros de la Estirpe que llegan a un momento de sus vidas en que
necesitan una renovación, un nuevo comienzo. Y es allí cuando nuestras
leyes honran el pedido de traspaso. Si la multidimensionalidad acepta el
pedido, el alma deja el cuerpo en paz y sin ningún tipo de daño, y somos
nosotros los que venimos a buscarlas para guiarlas a los diversos planos de
conciencia para continuar con sus destinos.
—¿Qué sucede con los cuerpos?
—Se desintegran al instante.
Ana asintió pensativa.
—Y no siempre las entregas son fáciles, ¿no?
—No, sobre todo cuando las almas han dejado la materia en circunstancias
trágicas. Nuestra misión es darles mayor claridad y así ayudarlas a encontrar
el regreso al hogar.
—¿Entonces los miembros de la Estirpe pueden ser asesinados? .
—Sí.
Y era verdad. Los miembros de la Estirpe podían morir o ser asesinados
por quebradura de cuello, decapitación o por mutilación extrema. En el caso
de los silverwalkers, solo por las últimas dos razones, lo cual era casi
imposible porque eran expertos luchadores.
En ese instante, el camarero se acercó con los dos capuchinos humeantes,
que colocó frente a ellos. Cuando se retiró, Ana estaba pálida y miraba a
Damián intensamente.
—Pero ahora es tu turno, Damián. Dime lo que sepas sobre mi hija y mi
esposo.
El guerrero la observó y notó el parecido de su cabello con el de Aniel. Y
los ojos…
—Me temo que no tengo muy buenas noticias.
—Están muertos.
Damián no pudo contener su sorpresa. Ella lo sabía.
—Lo siento muchísimo. De verdad.
—Mi hija y mi esposo no decidieron el traspaso de sus almas, ¿verdad?
Fueron asesinados.
Damián asintió sin emitir una palabra. ¿Qué podía decirle?
—Aún no puedo creer todo esto —susurró la mujer con los ojos ahora
desbordados de lágrimas.
—¿Por qué aceptó hablar conmigo si ya conocía la realidad de los hechos?
—Porque necesito saber más.
El guerrero se asombró de la valentía y fortaleza que desplegaba esta
mujer humana.
—¿Puedo preguntarle quién se lo ha dicho?
—Ya te dije que preguntas demasiado.
Damián comprendió que había llegado el momento de poner todas las
cartas sobre la mesa.
—En realidad, estoy buscando a Maia, señora Ana. Yo ya no puedo hacer
nada por su esposo ni por su hija Aniel debido a que ellos, al morir, ahora
están bajo la tutela de los jerarcas de la Orden. Pero Maia es mi gran
preocupación. Y usted es la última persona que pertenece a nuestro grupo que
habló con ella. Necesito que me diga lo que sabe para ayudarme a
encontrarla.
—¿Cómo murieron mi esposo y mi hija?
Damián suspiró. Ana no le diría nada hasta que se sintiera segura con él.
—¿Su amigo jamás se lo dijo?
—Nunca pregunté.
—Pero me lo pregunta a mí.
—Quizás porque ahora soy un poco más consciente de toda esta tragedia.
Después de que me reveles lo sucedido, prefiero odiarte a ti y no a Lautaro.
Al escuchar aquel nombre, Damián se dio cuenta de que Ana se refería al
doctor Lautaro Suárez. Había leído sobre él en los informes que la
organización de la Estirpe había hecho sobre Aniel y que le habían sido
entregados a Gabriel cuando este se autodesignó guardián de la joven ante los
jerarcas de la Orden.
—¿Está segura de que quiere saberlo?
—Déjame esa responsabilidad a mí, hijo.
Damián volvió a sentir una profunda admiración por ella. Era, en verdad,
una mujer increíble.
—Su hija Aniel fue asesinada por su propio padre, Ronan, y este murió a
manos del silverwalker Gabriel. —En un primer momento, el rostro de la
mujer pareció detenerse en el tiempo, sin ningún tipo de expresión pero, al
instante siguiente, las dos manos de la mujer lo cubrieron y comenzó a llorar
desesperada. Damián se sintió torpe e inseguro—. Escuche, Ana —intentó
explicar para consolarla—, Ronan estuvo preso en manos de los caídos en
todos estos años. Durante ese tiempo y bajo las órdenes de Sácritos, ellos
habían intentado transformarlo en un caído. Pero su esposo resistió.
—Dios mío, Ronan, mi amor… Aniel…, mi hija —murmuró la mujer
entre sollozos angustiados.
—Aunque jamás cayó del todo en poder de esos desgraciados —prosiguió
—, Ronan igualmente se había convertido casi en un animal.
Desgraciadamente, en medio del enfrentamiento entre Gabriel y Sácritos, su
hija, presa de la desesperación por sacar a su padre de una jaula en la que los
caídos lo mantenían encerrado, logró liberarlo; pero Ronan no reconocía a
nadie, ni siquiera a su propia hija. Y acabó con su vida.
—No... —balbuceó Ana con la voz agónica.
—Mi amigo Gabriel, que amaba profundamente a Aniel, al ser testigo de
lo que Ronan había hecho con ella, perdió la cabeza y lo mató. Lo siento
mucho, Ana.
No sabía si la mujer le había prestado atención, pero lo desarmaba el tener
que transmitir semejante tragedia. Cuando esta estalló, su hermano Triel lo
había llamado para comunicarle lo sucedido. Se sintió fatal al saber que
Gabriel había enviado, en plena confrontación a muerte con Sácritos,
mensajes telepáticos a ellos cuatro pidiéndoles que acudiesen a él
inmediatamente. Pero Damián jamás los había captado. Seguramente Gabriel
había estado muy débil a la hora de transmitirlos y él, focalizado en encontrar
a Maia. Sin embargo, Triel y Ruryk habían logrado detectarlos de manera
lejana, y habían podido llegar a tiempo para ayudar a Gabriel. Este finalmente
había logrado asesinar a Sácritos, pero demasiado tarde para hacer algo por
Aniel y Ronan.
Respiró profundamente. Ahora, más que nunca, él era consciente de que
debía encontrar a Maia para evitar que corriera la misma suerte que Aniel.
Lamentaba profundamente no poder acompañar a su gran amigo en este
instante pero, al menos, lo consolaba saber que Triel y Ruryk no se habían
movido del lado de Gabriel, quien, en esos momentos y de acuerdo a lo que
su hermano le había explicado, se encontraba desesperado por la pérdida de
su señora álmica pero, aun así, intentaba entregar su alma al plano superior de
conciencia. Del alma de Ronan no había recibido ninguna información, pero
estaba seguro de que Gabriel también se encargaría de ella.
Detuvo sus pensamientos para concentrarse nuevamente en la mujer que
seguía sollozando a su lado.
—Ana, por el amor de Dios, dígame qué quiere que haga.
—¿Las almas de mi hija y mi esposo…?
—Quédese tranquila. Gabriel está ayudándolas.
Ana no dijo nada, completamente inmersa en su propia desdicha. Pero de
repente lo miró y sus ojos le recordaron otros por los cuales él habría
entregado el alma para tener la oportunidad de volver a verlos.
—¿Eres tú el que persiguió a Maia cerca de la fundación, hace unas
semanas?
Damián se quedó absorto ante aquella pregunta inesperada.
—Sí —contestó molesto.
Aún recordaba la manera humillante en el que aquel episodio había
culminado. Cuando había tenido a Maia al alcance de las manos, ella había
logrado escapar al interior de la fundación, donde las monjas y los niños lo
habían enfrentado con tal violencia que, al final, Maia había conseguido
escapar—. Maia y yo nos hemos enfrentado dos veces —prosiguió—. Una, la
vez que usted menciona y otra… —Se detuvo abruptamente. Esa noche de
hacía meses atrás era un tema prohibido que no deseaba recordar—... fue
hace bastante tiempo.
—Entonces, ¡tú también la asustas! ¿Cómo puedo confiar en ti?—exclamó
Ana, enfadada.
Damián bajó la mirada y revolvió el capuchino que aún no había probado.
—Entre Maia y yo existe una historia que debe esclarecerse —explicó y
alzó la mirada—. Jamás fue mi intención hacerle daño. Al contrario, solo he
pretendido protegerla. Soy su guardián. Pero ella no lo sabe.
—¿Los jerarcas te designaron?
—Yo mismo me presenté ante ellos y exigí serlo.
—¿Y cómo puedo creer que lo que dices es verdad?
El brillo acerado de los ojos de Damián se volvió más nítido. Esa pregunta
lo había afectado.
—Solo su intuición le responderá, Ana —contestó con voz grave.
Damián contempló el juego de emociones que atravesaba aquellos ojos
increíbles, cuajados de lágrimas, y contuvo la respiración.
—No puedes ayudarme a recuperar a mi hija, Damián —la oyó decir de
repente, mientras se limpiaba las lágrimas con la yema de los dedos—. Pero
quizá podrás ayudarme a recuperar a la otra.
—¿A qué se refiere? —preguntó Damián, circunspecto.
—Supuestamente tengo otra hija. —Damián se quedó sin aliento,
consciente de que aquello era algo nuevo e inesperado. No existía ningún
informe de la familia Mitchels en el que se mencionase dicha posibilidad.
Pero entonces, ¿cómo conocía Ana sobre la existencia de esta otra posible
hija? Y como si le leyera el pensamiento, la escuchó susurrar—: Lautaro me
lo ha informado hace unos días y jura y perjura que es así; pero yo necesito
constatarlo.
Damián contuvo la respiración otra vez. Una idea descabellada tomaba
forma en su cabeza. ¿Podría ser posible?
—¿Maia? —se aventuró a preguntar.
—Sí.
Se le hizo un nudo en la garganta. Esto sí que no se lo había esperado.
—¿Por qué el doctor Suárez tiene esa seguridad? —Sabía que preguntaba
porque necesitaba decir algo, pero en realidad no era descabellado pensar en
la veracidad de lo que el amigo de la familia afirmaba. Apenas había visto a
Ana, había comparado sus ojos con los de la muchacha que había anhelado
en todos estos meses hasta la tortura. Y no conocía a nadie más que tuviese el
mismo color de ojos. Solo dos mujeres. Quizás madre e hija.
Ana contestó en voz baja.
—Parece ser que mi esposo siempre supo que nuestra niña estaba viva. —
Damián levantó la ceja interrogante—. Déjame explicarme mejor: cuando
Aniel tenía tres años, di a luz a otra niña que, según los médicos, murió a las
pocas horas de nacer. De acuerdo a lo que Lautaro me explicó, mi esposo
descubrió que la niña, en realidad, estaba viva pero había desaparecido.
Como yo caí bajo los efectos de una espantosa depresión durante mucho
tiempo, Ronan no se habría atrevido a revelarme la verdad por temor a que yo
me sumergiera aún más en mi desdicha, por lo que juró a Lautaro que
solamente me lo diría el día que él diera con la pequeña.
—¿Qué pasó con la niña, Ana?
—Aparentemente fue secuestrada de la clínica por los caídos e
intercambiada con el cuerpo de otra niña que había fallecido ese mismo día.
—¿Por qué secuestraron a la pequeña? ¿Qué querían a cambio?
—Es un secreto entre la Estirpe y mi familia.
«El símbolo», pensó Damián.
—Sin embargo, ya me ha dicho tantas cosas… —insistió.
—Sí, pero nada que comprometa a mi hija.
Ana tenía razón. Ella le había dicho muy poco y nada que expusiera a
Maia.
—Acepto su desafío. Llegará a confiar en mí, se lo prometo —afirmó
Damián, sin dejar de observar como Ana suspiraba profundamente y, como
una autómata, bebía un sorbo del capuchino que humeaba frente a ella—. ¿Y
cómo hará para constatar que Maia es su hija? —preguntó, sabiendo la
respuesta.
Ana se detuvo un momento y finalmente contestó:
—Deseo hacer un análisis de su ADN, aunque desconozco si existe un
registro del de mi esposo Ronan.
—Déjeme ayudarla, Ana —pidió Damián decidido—. Estoy seguro de que
existe una lectura del ADN de Ronan en los laboratorios de la Estirpe. Usted
debe focalizar ahora toda su energía en Maia. Ella está viva y ambos
queremos encontrarla. Apoyémonos mutuamente y tendremos éxito.
—¿Por qué deseas, en realidad, encontrarla, Damián? —preguntó Ana con
el semblante serio. Su papel de madre ya comenzaba a perfilarse. El rostro de
Damián también se cubrió de una aureola de frialdad, que evidenciaba el
verdadero guerrero que era.
—Ahora me toca a mí callar.
—Me debes una respuesta. Puedo ser su madre.
Se puso nervioso ante su pedido, pero luego de un rato, finalmente decidió
contestar:
—Maia es importante para mí.
Como si aquella frase la hubiese sacudido, Ana volvió a cubrirse el rostro
con las manos y se quedó en silencio durante lo que pareció una eternidad.
—No sé cómo sobreviviré a todo esto, Damián. Mi esposo muerto, mi hija
Aniel también y, lo que es peor, a manos de él. No sé, estoy hecha pedazos…
Quise morirme de verdad, hijo. Pero la existencia de Maia me pide a gritos
que vaya por ella. No sé qué podré ofrecerle, pero con seguridad solo podré
averiguarlo si me siento fuerte de nuevo. Y mi mente y mi corazón aún no
están claros en medio de toda esta tragedia. Me parece estar viendo una
película infernal y sin fin, que se proyecta delante de mí y sobre la cual no
ejerzo ningún tipo de control.
—Usted puede recuperar a Maia, Ana.
—¿La quieres?
Damián se perdió en aquellos ojos, incapaz de expresar lo que sentía en su
corazón.
—Prefiero no hablar de eso —dijo de forma categórica.
—Entonces háblame, por favor, de Gabriel —rogó, cambiando
súbitamente de tema, lo cual tranquilizó a Damián.
—Como ya le dije, es el silverwalker que amó a Aniel. El encuentro de
ellos fue duro y repleto de conflictos, pero finalmente se enamoraron
perdidamente el uno del otro.
Ana bajó los ojos y se quedó en silencio durante un rato, pensativa.
—Mi esposo era clarividente, Damián —dijo casi en un susurro—. Tú
sabes que la gente de la Estirpe tiene diferentes dones. Él era un poderoso
psíquico, y recuerdo que hace mucho tiempo, cuando Aniel apenas era una
bebé, Ronan vaticinó que un joven que amaría profundamente a nuestra hija
vendría hacia ella, antes de que cumpliera sus veintitrés años, para rescatarla
de los peligros a los que se enfrentaría y para acompañarla durante toda la
vida. Eso nos había dejado tranquilos, pero jamás imaginé… —Se le quebró
la voz—. ¡Dios! Mi esposo y mi hija muertos, y Gabriel sin poder hacer nada
por ella —murmuró mientras se limpiaba nuevamente las lágrimas de los ojos
—. Algo de la clarividencia de mi esposo debió fallar. Tampoco sé por qué su
don no funcionó con nuestra otra hija. Es algo que Ronan se ha llevado junto
con su alma y nunca lo sabré.
—Ana. —La voz decidida de Damián la obligó a mirarlo nuevamente—.
Déjeme ayudarla. Estoy dispuesto a todo y más para encontrar a Maia. Usted
y ella necesitan de alguien que las proteja de los caídos. Y le juro que nada ni
nadie les harán daño mientras yo esté a su lado.
—Yo…
—Haremos el análisis de ADN que verifique lo que me está diciendo y
ello le dará las energías necesarias para salir adelante —interrumpió el
caminante, concentrado en su objetivo—. ¿Tiene usted algún plan para
encontrar una muestra de Maia que permita hacer el análisis?
Damián esperó un rato, hasta que captó una leve sonrisa en aquel rostro
que podría enajenar a cualquier hombre, como sus hijas habían hecho con
Gabriel y con él.
—Sí —respondió Ana, a la vez que se levantaba de la mesa del bar y cogía
la cartera—. Me voy, pero te llamaré apenas tenga en mis manos lo que
necesitamos.
CAPÍTULO 7
Maia corría a toda velocidad por delante de él, con la larguísima melena
negra agitándose al compás de sus piernas. Por el frenesí de la persecución, el
pelo de la chica se había soltado de su cola, de la misma manera que el
casquete de él había desaparecido, por lo que la trenza pendulaba por su
espalda.
Volvió a perderla de vista, pero al llegar al borde del edificio de turno,
comprobó que la musa había saltado a otra azotea a unos cuantos metros por
debajo de él. Sin perderle pisada, repitió la acción de ella. Maia era agilísima
y en varias oportunidades logró sacarle algo de ventaja. Continuaron
corriendo durante un buen tiempo, desplegando velocidad y saltando como
dos gamos en la naturaleza.
Al caer sobre la terraza de un nuevo edificio, la vio ingresar a su interior a
través de una puerta que alcanzó a cerrar y trabar frente a él, deteniéndolo.
Maldijo, sabiendo que esto le costaría unos segundos. Arremetió contra la
puerta con todas las fuerzas de su cuerpo y, en medio del estruendo que hizo
al destrozarla, se lanzó por la escalera escuchando los pasos vertiginosos de
Maia sobre los peldaños de metal. Se asomó al hueco de la escalera, y la
contempló saltar por encima de la baranda hacia el siguiente nivel inferior, en
un intento por ganar tiempo. Damián hizo lo mismo y, por el tamaño de su
cuerpo, acortó una buena distancia entre ambos.
Cuando Maia lo miró por sobre el hombro, fue tal el miedo que reflejaron
sus ojos que Damián se sintió un animal. En realidad no estaba muy lejos de
serlo, ya que se sentía territorial y dominante. Cuando la tenía a tan solo unos
dedos de distancia de él, la puerta de un apartamento se abrió y una anciana
salió a sacar la basura. La chica aprovechó la oportunidad para ingresar al
interior de la vivienda, con él por detrás. La mujer los miró absorta y luego de
unos segundos empezó a gritar pidiendo auxilio. En medio del griterío, Maia
llegó al balcón del apartamento desde donde se lanzó al vacío. Con el
corazón palpitándole a mil, Damián suspiró aliviado cuando la vio aterrizar,
como una paloma, varios metros más abajo.
«¿Cuándo se cansará, por Dios?», se preguntó sudoroso. Indudablemente
era una mujer entrenada, porque hacía ya bastante tiempo que corrían como
dos salvajes y ninguno aflojaba.
De repente, la joven saltó por encima de una baranda de mayor altura que
las anteriores, para columpiarse con las manos y propulsarse, mientras giraba
el cuerpo a noventa grados, hacia un nuevo tejado. Damián sonrió admirado.
La pequeña diabla había cambiado abruptamente la trayectoria de la huida,
queriendo engatusarlo. Indudablemente le había ganado otros segundos más,
pero él era rapidísimo y sabía que solo era una cuestión de tiempo el poder
atraparla.
Sin detener el ritmo de la persecución, Maia volvió a cambiar el ángulo de
huida y, súbitamente, se le escabulló de la vista. Jurando por lo bajo, Damián
se dio cuenta de que la chica se había introducido, a través de un ventanal, en
el interior de otro apartamento. Al hacer él lo mismo, los gritos de unos niños
asustados le perforaron los oídos. Como si fueran dos caballos de carrera en
plena puja por alcanzar la meta, atravesaron la puerta y continuaron corriendo
por unas escaleras, saltando de lado a lado por las barandas hasta llegar a la
planta baja, desde donde se lanzaron hacia el exterior por el parque Lincoln.
Siguiendo la dirección de los lagos artificiales que hacían tan popular a
este lugar, se precipitaron entre los árboles a toda marcha, en medio de la
noche cerrada, única testigo de lo que sucedía entre los dos. El corazón de
Damián bombeaba a todo galope por el esfuerzo que llevaba a cabo y admiró
a su señora álmica, increíblemente veloz a pesar de lo pequeña que era. Pero
él no solo lo era más, sino que tenía la ventaja del espacio abierto. Imprimió
una última acelerada a sus piernas y, finalmente, supo que había llegado el
momento. Maia era diminuta en comparación con él, por lo que tendría que
ser muy cuidadoso para evitar lastimarla.
Sudado como si hubiese pasado horas sentado en un baño sauna saltó,
estirando el cuerpo como si fuera una jabalina, para enlazar a la elfa de la
cintura cuando esta pegaba un salto formidable. Sin apenas poder creerlo, la
atrapó como si fuera un pájaro en pleno vuelo, haciendo realidad el primer
contacto físico entre ellos. La envolvió entre sus brazos, azorado de lo
estrecha que era su cintura y se obligó a caer de espaldas para amortiguar la
caída de su cautiva.
Buenos Aires
Aniel se levantó sensualmente de la cama del hotel, como una leona que
acababa de despertar. Miró por encima del hombro y contempló al increíble
ejemplar masculino que yacía acostado sobre las sábanas, cuan largo era,
sonriente y satisfecho. Ella le devolvió la sonrisa, pensando en lo maravillosa
que había sido la noche durante la cual Gabriel y ella habían disfrutado
haciendo el amor incontables veces. El día anterior, habían festejado el tercer
mes de casados y se habían regalado una íntima cena en un gran hotel de
Buenos Aires y una noche en una suite deslumbrante.
Se dirigió al cuarto de baño para darse una ducha después de tan intenso y
fascinante ejercicio físico, y se relajó al sentir el agua caliente que suavizaba
las zonas doloridas de su cuerpo. En ese instante, no pudo dejar de
estremecerse de felicidad por todo lo fascinante que venía viviendo junto a
Gabriel desde que había regresado a la vida. Toda la vieja pesadilla había
quedado atrás, y no podía creer que finalmente ambos estaban vivos, en carne
y hueso, y felizmente casados.
Pero no todo se iba desarrollando como ella hubiese deseado, lo cual la
apenaba y enturbiaba la enorme felicidad que sentía al lado de Gabriel.
La boda había sido muy íntima y secreta y solo habían estado presentes los
silverwalkers. Su padre, apenas había regresado a la materia, había salido de
misión y no había vuelto a saber de él. Y su madre seguía desaparecida. Aniel
le había transmitido a Gabriel su sospecha de que Damián sabía dónde estaba
su madre, pero su esposo se negaba a profundizar en ese tema.
—Cree en Damián —le había dicho al oído en la noche de bodas mientras
la abrazaba con ternura. Gabriel no dejaba de acariciarla y mimarla, como
queriendo recuperar todo el tiempo que habían perdido cuando habían estado
separados.
—Es fácil para ti, Gabriel … —había balbuceado ella con los ojos
cuajados en lágrimas—. Pero no para mí. Y mi padre parece aceptar el
silencio de Damián.
—Solo te pido que confíes en mi palabra, mi amor —le dijo el guerrero,
mientras le limpiaba las lágrimas con una seguidilla de pequeños besos—.
Deberías hacer lo mismo que tu padre. Él es consciente de que Damián
hablará cuando llegue el momento.
Indudablemente, Gabriel confiaba en que su amigo tenía razones para
callar, así que el único consuelo que ella y su padre tenían era saber que
hallar a Ana era una cuestión de tiempo.
También había extrañado enormemente a Maia, Jackie y Brenda.
Maia… su hermana. Aún le parecía increíble lo que Damián había
confesado en la multidimensionalidad. Si bien sentía una profunda felicidad
al saber que Maia era su hermanita pequeña, también la aterraban las palabras
del caminante acerca de la intención de los caídos para con ella. Suspiró
profundamente. Ninguna de ellas tenía un destino fácil. En el pasado, las
cuatro habían fantaseado acerca de permanecer juntas para siempre. Habían
imaginado muchas maneras de hacerlo, ya que todas coincidían en que era un
hecho imposible el que alguna vez ellas se casasen con alguien. Ahora Aniel
entendía por qué. Ella jamás se había sentido atraída por ningún chico, hasta
que conoció a Gabriel. Desde que el guerrero había posado los ojos en ella,
Aniel había tenido que librar una batalla encarnizada para no enamorarse de
él, pero al final no pudo resistir más el empeño y el amor con que Gabriel la
había enfrentado, y su corazón cayó rendido ante él.
Suspiró y sacudió la cabeza.
Hubiese deseado con todas las fibras de su corazón que las chicas
hubiesen sido partícipes de la felicidad que los bendijo a Gabriel y a ella en
ese maravilloso día. Pero era consciente de que, en parte, la ausencia de sus
amigas se debía a ella misma. Durante un tiempo, Aniel había creído
fehacientemente que los silverwalkers eran sus enemigos y había ayudado a
crear en Jackie y en su hermana una imagen tan diferente de ellos, que las
chicas no solamente huían de los guerreros, sino que también creían que ella
era su prisionera. Y no dudaba de que Brenda, si aparecía, se sumaría a esta
idea.
Se le hizo un nudo en la garganta. No quería ni pensar si ellas, además,
algún día descubriesen que ella había estado muerta. ¡Dios!
Y existía otro hecho que le generaba un profundo dolor. La promesa que
ella y Gabriel le habían hecho a la Orden de los Jerarcas antes de regresar a la
materia: no entrometerse ni influir en las decisiones de los caminantes y sus
señoras álmicas. Las parejas debían permanecer juntas por propia decisión y
no porque estuviesen obligadas a hacerlo. Y para ello, Aniel debía
mantenerse alejada y callar.
Aún le resultaba difícil comprender aquello de las señoras álmicas de
plata. Gabriel le había explicado que el destino de la Estirpe era regido por
unas profecías, cuya revelación había comenzado a ser transmitida por los
Jerarcas de la Orden desde hacía más de cien años en forma gradual. En ellas
se hacía mención a los señores álmicos, que representaban a las hembras y
machos de la especie emparejados en una unión ideal, que garantizaba el
amor único e incondicional entre ellos. Estos señores álmicos jamás habían
existido en la casta de los guerreros silverwalkers, ya que nunca en la historia
de la Estirpe habían nacido mujeres con la misma genética particular, un
tanto diferente a la del resto de los miembros de la Estirpe, que caracterizaba
a los caminantes. Pero hacía pocos meses, los jerarcas habían revelado algo
nuevo y sorprendente que echaba por tierra lo anterior: la existencia de cinco
mujeres llamadas señoras en la tierra o señoras álmicas de plata ahora era
una realidad. Cada una de ellas estaría destinada a un guerrero silverwalker,
su señor álmico de plata, para que juntos atravesaran el llamado camino del
reconocimiento. Este camino era una metáfora del encuentro de los señores
álmicos y su libre aceptación mutua; una reunión de almas complementarias
que generaría una unidad de conciencia superior no solo dentro de la casta de
los silverwalkers, sino de toda la Estirpe.
El reconocimiento mutuo entre los señores álmicos de plata permitiría a
cada guerrero silverwalker alcanzar un estado de completitud tal que lo haría
más eficaz en sus misiones y elevaría su poder como guía de traspaso de
almas al plano superior. También se garantizaba el acto sublime de la
procreación; una nueva raza de silverwalkers nacería, con una nueva
conciencia y comprensión, más un nuevo modo de trabajo. Para ello se
requeriría por parte de cada silverwalker la búsqueda y reconocimiento de su
señora álmica de plata.
Y hacía poco, Gabriel le había confesado que Maia era la señora álmica de
Damián. No solo eso, sino que también existía la sospecha de que Jackie y
Brenda pudiesen pertenecer a la Estirpe de Plata. Al principio, a ella le había
parecido una verdadera locura, pues no existía ninguna prueba de ello, a
diferencia de Maia y de ella, cuyo padre, como Gabriel le había confesado en
su momento, era miembro de la Estirpe. Pero después, recapacitando sobre
esto, se había dado cuenta de que quizás, y solo quizás, Jackie y Brenda
podían, en realidad, ser miembros de la Estirpe. Apenas se habían visto por
primera vez, todas ellas se habían vuelto inseparables porque algo único y
especial que jamás habían sabido explicar las había unido y marcado a fuego
vivo. Si la sospecha era realidad, entonces existía la posibilidad de que
Brenda y Jackie pudiesen ser señoras álmicas de Triel, Ruryk o Metanón. Y
por lo que hasta el momento sabía, Metanón sentía una poderosa atracción
por Jackie que, a su vez, era responsable del tercer símbolo. El círculo se
estrechaba y, con ello, la posibilidad de presentarse ante su hermanita y sus
queridas amigas.
Incapaz de resolver tantas cuestiones, Gabriel y ella habían decidido
casarse al lado de un arroyo muy especial en el delta del río Paraná, donde su
abuelo Johan, hacía mucho tiempo, había plantado los árboles de plata, que
solo los miembros de la Estirpe podían percibir. Si bien para los ojos
humanos su follaje era de color verde, para ellos era de un color plateado
iridiscente que se tornaba más brillante con el reflejo de la luna. Ese arroyo
había sido testigo del primer encuentro entre Gabriel y ella, y del
enfrentamiento entre Gabriel y Sácritos con sus traumáticas consecuencias
pero que, al final, había sido el suceso clave para que su amado guerrero y
ella hubiesen podido dar el sí frente a un sacerdote de la Estirpe aquel día.
Con la cabeza llena de pensamientos, y cuando comenzaba a enjabonarse
el cabello, se vio envuelta por unos brazos y unas manos fuertes que la
abrazaron desde atrás y comenzaron a acariciarle los senos húmedos. Aniel
sonrió ante la idea de que Gabriel hubiera venido para invitarla a hacer el
amor una vez más.
—Insaciable —le dijo riendo en el mismo instante en que se volvía hacia
él para recibir un beso aplastante en la boca. Las manos fuertes pero suaves
de su esposo comenzaron a acariciarla por todo el cuerpo, y la obligaron a
arquear la espalda para permitirle a la boca de él descender por la garganta y,
finalmente, comerle los pechos sabrosos como si fueran gelatinas. Los chupó
y lamió a su gusto, provocando una profunda excitación en el centro íntimo
de Aniel. Gimiendo, Aniel observó maravillada como la polla de Gabriel
crecía voraz. Obnubilada de placer, forzó a su esposo a abandonar el ataque a
sus senos para poder ella invadirle la boca con un beso glotón. Al morderle
suavemente el labio inferior, Aniel escuchó que Gabriel se enardecía y, al
instante siguiente, la levantaba bruscamente y la apoyaba contra la pared,
obligándola a envolver su cintura con las piernas.
—No tengo suficiente de ti —susurró hambriento, mientras la penetraba
con frenesí. Las estocadas bravas crecieron en intensidad a medida que los
gritos de placer de Aniel lo impulsaban a acelerar el ritmo. Los dedos de la
joven luchaban con la cabellera de su esposo, que parecía la de un león.
Siempre le había fascinado ese pelo abundante, color caramelo, al que
atacaba con salvajismo cada vez que se sentía próxima a estallar.
Al ruido del agua de la ducha que caía sobre el piso, se sumaron los
gemidos de ambos, que moviéndose al ritmo frenético de las caderas,
llegaron al punto culminante y explotaron en un solo grito ahogado.
—Te amo, mi amor —le dijo Gabriel mientras le recorría la mejilla
tiernamente dejando un racimo de besos a su paso.
—Y yo a ti —respondió Aniel abrazándolo. El caminante volvió a llenarla
de atenciones pero, al notarla fatigada, la depositó en el suelo, la envolvió en
una toalla y la llevó a la cama nuevamente en brazos. La acostó con
delicadeza y, con extrema suavidad, le desenvolvió la toalla para secarle
primero el cuerpo y después continuar con el cabello.
—Tenemos que hablar, Gabriel —dijo Aniel.
Gabriel, al captar la seriedad en la voz de su esposa, la miró y dejó la
toalla a un lado, curioso acerca de lo que ella querría transmitirle.
—Te escucho —la alentó.
Cuando parecía que Aniel tomaba coraje, la puerta de la habitación se
abrió de golpe, provocando un estruendo al golpear contra la pared.
Gabriel y Aniel abrieron los ojos grandes al ver la figura que se alzaba
ante ellos.
CAPÍTULO 11
Abrió los ojos lentamente, sintiendo los párpados pesados como piedras.
Se sentía fatal. Parecía que la cabeza le iba a estallar y le costaba enfocar la
mirada. Tenía la boca seca y la sensación de que hacía varios días que
dormía. Todo a su alrededor permanecía a oscuras, y la visión nocturna tan
peculiar que ella poseía y que le permitía ver en plena oscuridad, aún se
manifestaba difusa; era raro no escuchar las voces y las risas de los niños y
las monjas. La fundación se había sumergido en un silencio absoluto. Maia
agudizó los sentidos, y lo único que escuchó fueron los golpes cada vez más
fuertes de los latidos de su corazón. Miedo. Otra vez. Abrió las aletas de la
nariz y las manos comenzaron a temblarle, como cuando...
«Dios mío, no», gimió sin completar la idea ni emitir sonido alguno. Abrió
los ojos grandes y el corazón le retumbó. Giró la cabeza, frenética, en todas
direcciones. Se incorporó abruptamente, constatando que yacía en una cama
y en una habitación desconocidas. Aterrada, se abalanzó hacia el respaldo de
la cama, y se aferró a las mantas que la cubrían, levantándolas hasta la mitad
de su rostro en un vano intento de sentirse protegida. Activó su mente como
si fuera un escáner y trató de hacer memoria. Poco a poco vinieron a ella las
imágenes donde se veía corriendo por los tejados con la más feroz de las
pesadillas persiguiéndola por detrás.
Tenía tanto frío y tanto miedo. Y súbitamente lo supo. Había alguien allí,
una figura enorme que se alzaba atemorizante frente a ella. El sudor comenzó
a correrle por las sienes, presa del pavor que le provocaba la silueta muda y
letal que se acercaba con sigilo a través de la oscuridad solo interrumpida por
el pálido reflejo de la luna.
—No voy a hacerte daño —dijo la voz grave y profunda. Su cabeza se
llenó de un zumbido que se hacía cada vez más intenso y amenazaba con
perforarle el cerebro; se tomó las sienes con las manos temiendo que el
cerebro le fuese a estallar y aspiró con fuerza el aire que, a duras penas,
ingresaba por sus pulmones. El silbido se volvió tan intenso que no pudo
dejar de cerrar los ojos y presionar con mayor fuerza las sienes, en un intento
de que desapareciera. Jamás había experimentado semejante dolor en la
cabeza, el cuerpo y el alma.
—Maia…
Al escuchar su nombre en labios de aquel psicópata, abrió los ojos grandes
y tomó bocanadas de aire; se sentía asfixiada y desolada. ¿Hasta cuándo
soportaría esa tortura? Su particular visión se lo mostró: él había regresado, la
tenía a su merced y, sin ninguna duda, la mataría.
El instinto de supervivencia la hizo reaccionar como un volcán y,
súbitamente, comenzó a gritar, mientras apartaba las mantas y se abalanzaba
fuera de la cama. Debía encontrar una salida o moriría. Chocó violentamente
contra unos muebles, lo cual provocó un estruendo de objetos que caían al
piso. Mirando como una loca hacia todas direcciones, detectó una ranura por
donde se filtraba luz y dedujo que podía ser una puerta. Corrió hacia ella e
hizo un amago por abrirla, pero algo enorme se lo impidió enlazándola por la
cintura; de inmediato fue arrastrada hacia atrás y levantada salvajemente del
suelo mientras pataleaba y gritaba enloquecida. Arqueó el cuerpo, intentando
clavar las uñas en el rostro oculto, pero lo que encontró fueron unas orejas.
Las retorció con frenesí al mismo tiempo que escuchaba el quejido de dolor
de los labios del maldito, cuyos brazos enormes no aflojaban la presa
alrededor de ella. Maia contraatacó con todas las fuerzas de la que fue capaz
y gritó tantas veces como pudo, en una lucha abrumadora por escapar del
encierro. Las lágrimas le inundaban las mejillas y escuchó sus propios
sollozos en medio de los gritos. Cuando el sujeto logró rescatar las orejas con
movimientos bruscos de la cabeza, Maia buscó, con desesperación, aferrarse
a su cabellera, pero la cabeza casi rapada le dificultaba el intento.
Súbitamente, su carcelero le colocó una mano en la boca, tratando de
ahogarle los gritos; fuera de sí, lo mordió con todas las fuerzas de su alma, y
le pateó las piernas. Pero él sabía cómo evitarla. Maia captó el sabor de la
sangre entre los dientes, lo que la enardeció aún más, haciéndola retorcerse
como una fiera.
Aunque la pelea que le ofrecía a su carcelero era descomunal, este logró
desplazarla hacia la cama; Maia quiso gritar con las fuerzas que le quedaban,
pero lo único que salió a través de sus labios fue un quejido lastimoso. A la
vez que sacudía violentamente la cabeza, clavó las uñas y abrió heridas
sangrantes en los brazos que la mantenían apresada. Pero todo era inútil: el
sujeto era inamovible e irreductible.
Al instante siguiente, se encontró de espaldas sobre la cama.
«Me violará».
Muerta de pánico, intentó levantarse, pero fue arrojada nuevamente hacia
atrás. El hombre se abalanzó sobre ella, con el torso inclinado sobre su
cuerpo. Maia le atacó los ojos, pero las manos brutales le apresaron las
muñecas y las clavaron sobre la cama por encima de su cabeza. Se revolvió
como jamás en la vida lo había hecho, temiendo quebrar su cuerpo en varias
partes. Mordió, pateó y golpeó todo lo que pudo alcanzar de la figura de
hierro, que ahora trataba de colocarse a horcajadas sobre ella. Probó detenerlo
girando el cuerpo de costado, pateándolo incansablemente, pero los brazos no
la soltaron y las piernas musculosas envolvieron súbitamente las suyas
impidiéndole seguir lanzando puntapiés. La masa de músculos caía
pesadamente a lo largo de su cuerpo, aprisionándola por completo. Cuando
pensaba que ya no podía hacer más por salvar la vida, logró erguir la cabeza
y morder la nariz del malvado. Escuchó el grito de dolor, que le dio mayor
coraje para apretar más fuertemente los dientes; el hombretón se revolvió y
las manos de Maia quedaron libres para atrapar la trenza y tirarla hacia atrás
con todo el vigor que le quedaba. El cuerpo que la apresaba se movió un
tanto, lo suficiente para que Maia, pequeña y ágil como era, le diera un buen
rodillazo en la entrepierna. El tipo expulsó el aire de los pulmones y aflojó el
agarre, dándole a Maia la oportunidad que tanto había estado esperando.
Libre del encierro, se abalanzó a toda velocidad hacia la puerta, escuchando
los gritos del cazador que bramaba algo acerca de una traba y una puerta.
Salió como una bala de la habitación y cuando llegó a una sala enorme, se
detuvo, lo mismo que la sangre que corría por sus venas. Ante ella había tres
sujetos del mismo porte que el que acababa de dejar atrás, y que la miraban
uno sorprendido, otro sonriente y el último, furioso.
Enajenada ante los tres colosos, escuchó que su atacante emergía de la
puerta, medio encorvado y agarrándose la entrepierna.
—Casi me deja estéril —gruñó mientras la escrutaba enojado. La risa de
uno de ellos se hizo evidente y la sacó del estupor en el que había caído—.
Retírense todos —ordenó el carcelero con ira contenida. Los tres gigantes
obedecieron y desaparecieron al instante. Maia alcanzó a escuchar una
especie de traba pesada que se activaba, y se volvió iracunda, tratando de
hallar alguna salida. Otra vez estaba encerrada con este lunático.
«Ahora sí me mata», pensó desesperada al verlo avanzar, inconmovible.
Decidida a defenderse como fuese, comenzó a lanzar contra el sujeto objetos
pesados que fue encontrando a medida que retrocedía, pero él los esquivaba
con tal agilidad que pasaban volando a su lado para terminar estrellándose en
el suelo o en las paredes. Cuando ya no le quedaba nada al alcance de la
mano, corrió hacia la parte de atrás del sofá, poniendo mayor distancia entre
ellos. El tipo se detuvo y sin dejar de mirarla, le advirtió:
—Lo que estás haciendo es absolutamente innecesario. Para aquí o te
podrías lastimar.
Esas palabras, pronunciadas como una letanía, provocaron en ella el efecto
contrario. Giró y corrió hacia un pasillo mientras escuchaba por detrás el
sonido de las pisadas ágiles, primero sobre los almohadones del sofá, y luego
sobre el piso. Frenética, tiró algunas sillas al suelo en un nuevo intento de
frenar aquellas zancadas que la aterraban, pero nada parecía detenerlas. Sin
aliento, ingresó al interior de una habitación a través de una puerta
semiabierta, que cerró y trabó con las manos temblorosas. Al volverse, se
encontró con una biblioteca imponente cuyos estantes cubrían las paredes
desde el suelo al techo y se le cruzó momentáneamente la idea de que jamás
había visto tanta cantidad de libros juntos en una misma habitación. Se
abalanzó hacia un ventanal, que intentó abrir, empujando y sacudiendo el
picaporte y arqueando el cuerpo para hacerlo con mayor fuerza; pero todo fue
inútil. Un estallido terrible acompañó su grito de sorpresa cuando vio ingresar
por la puerta destrozada al sujeto que se movía de manera acechante y sin
emitir una palabra. La intensidad de su mirada le advirtió lo que ella ya sabía:
tenía los minutos de vida contados. Se volvió y corrió hacia los estantes de la
biblioteca, a los que trepó ágilmente para comenzar a lanzar libros de
diferentes colores y tamaños, a toda velocidad contra su carcelero. Diez,
veinte, treinta, cincuenta libros... y él los esquivaba como si fuera un bailarín
de salsa, excepto la biblia que acababa de arrojar y que impactó en el rostro
gélido. Sin hacer caso al gruñido que el individuo emitió como advertencia,
lanzó una enciclopedia de tapas duras contra uno de los hombros fuertes pero,
en el último instante, con un medio giro del cuerpo, el sujeto logró sortearla.
Aún colgada de los estantes, Maia iba desplazándose hacia uno de los
costados de la biblioteca, sin dejar de arrojar con todas sus fuerzas todos los
libros que encontraba en el camino.
Súbitamente, escuchó un bramido furioso y una sentencia:
—Ahora sí me has colmado.
Maia no pudo dejar de contemplar, absorta, como el individuo esquivaba
algunos libros con cara decidida y amenazante, y a otros los golpeaba y
destrozaba, desparramando las hojas por toda la habitación.
Cuando llegó a la esquina final de la estantería, Maia se arrojó al suelo y
se abalanzó sobre el escritorio que la separaba de la puerta, deslizándose por
la lustrosa superficie de la mesa, como una bola de bowling. Al llegar al
hueco de la puerta, los brazos enormes del gigante le rodearon el torso desde
atrás, impidiéndole la salida. Maia gritó y dobló el cuerpo hacia adelante,
tratando de desprenderse de aquellas tenazas de hierro, pero el hombre le
impedía la huída acompañándola en los movimientos. Atormentada, luchó
aún más fieramente contra él, pero lo único que consiguió fue que la mano
del intruso resbalara por uno de sus senos; atónita, escuchó el sonido extraño
que salió de los labios de su agresor, quién apartó la mano de su cuerpo como
si lo quemara. Sintiéndose enferma del asco, volvió a debatirse; pero las
fuerzas comenzaron a flaquearle. Estaba agotada de tanto luchar, correr y
tener el corazón a mil.
Gritó como una poseída cuando el mastodonte, súbitamente, la colocó bajo
el brazo como si fuera un paquete y comenzó a desplazarse hacia algún lugar.
Pataleando desesperada, se asió a las cortinas del ventanal del pasillo en
un intento de evitar que la llevara con él, pero las garras del sujeto
desprendieron sus manos de las cortinas, así como de todo aquello a lo que se
fue aferrando en el camino. Cuando Maia divisó la puerta de la habitación de
la que ella había logrado escapar, mordió con crudeza el muslo del gigante,
que emitió un gruñido sordo de dolor. Al instante siguiente, la alzó y se la
echó al hombro, para aferrarla luego por una de las muñecas. Maia se sintió
sofocada ante la falta de aire, pero igualmente con la mano libre golpeó y
trató de arañar la espalda del gigante, pero era tan musculosa que sus uñas
parecían rebotar.
«Estoy perdida», pensó desesperada cuando cayó botada, una vez más,
sobre el colchón de la cama.
Sin dejar de observar al captor y respirando desenfrenada, se lanzó hacia
atrás incrustando la espalda contra la cabecera de la cama. El tipo la miraba
desde las alturas, también agitado. Al cabo de un rato, retrocedió lentamente,
sin dejar de quitarle los ojos de encima, ni siquiera cuando llegó a la puerta y
la abrió para llamar a alguien. Maia tuvo la leve esperanza de que él
desapareciera de la misma manera que había llegado pero, agobiada,
comprobó que, luego de hablar con alguien en el pasillo, volvía a cerrar la
puerta y permaneció dentro de la habitación, que pareció volverse aún más
pequeña. El cuerpo enorme y el pánico que ella sentía llenaban el recinto.
Apoyó las rodillas sobre el pecho e intentó hacerse un ovillo, tratando de
que el calor de su cuerpo pudiese calmarla un poco. Aun temblando y con el
cuerpo zumbándole como millones de abejas a su alrededor, contempló esos
ojos negros que en la oscuridad de la habitación se veían más grandes y
hacían juego con el dragón impreso en la mitad del rostro bronceado. No
podía dejar de mirar a su enemigo, atenta a sus movimientos. Él también la
escudriñaba con intensidad, por lo que se sintió tan intimidada que no supo
de qué manera todo aquello podría culminar. Las lágrimas afloraron, otra vez,
de sus ojos y descendieron por las mejillas. Las percibió cálidas al principio,
frías después, dejando una estela a su paso.
Ciudad de México
—Jamás pensé que me atrevería a decirle esto, Ana.
—¿A qué se refiere? —preguntó Ana a Lautaro, ambos sentados en el
amplio sofá de su loft.
Este la miró insondablemente, como tratando de elegir las palabras que
diría.
—Hemos pasado por mucho —comenzó a exponer con un tono bajo de
voz—, tratando de que usted encontrara un poco de paz ante tanta tragedia y
también ante la verdad de la existencia de su hijita pequeña. En todo este
tiempo, hemos compartido muchas cosas, que me han resultado imposibles
pasar por alto.
—No entiendo bien a dónde quiere llegar —susurró Ana, mirándolo con
tristeza, consciente del sudor y la tensión del hombre—. Expláyese, por favor
—lo instó con amabilidad. Quizás de esta manera, Lautaro, que tanto la había
ayudado, finalmente podría decirle lo que parecía carcomerlo por dentro.
Él clavó la mirada en ella y la contempló con una expresión diferente en
los ojos. Ana, en ese instante, se dio cuenta de que las palabras sobraban y
que todo en ella ya había comprendido el mensaje. Al minuto siguiente, lo
tuvo sobre ella, besándola enfebrecido. La envolvió entre los brazos fibrosos
que siempre había escondido bajo la ropa de médico y lo escuchó gemir
como un niño, atacando sus labios e intentando ingresar al interior de su
boca. Contrario a lo que Ana alguna vez supuso que haría, le permitió a
Lautaro entrar a donde solo su esposo Ronan había tenido derecho. Le
devolvió el beso con pasión. Estaba tan agotada de sufrir, de esconderse, de
tratar de encontrar sentido a todo lo que sucedía en su vida, que el contacto
con Lautaro pareció surgir de la nada como una tregua. Su corazón seguiría
perteneciendo para siempre a Ronan pero, en este momento, sentirse deseada
y querida, le dio un poco de paz. Una paz que necesitaba como un bálsamo
capaz de dar vuelta los acontecimientos de su vida. Y el contacto con un
hombre bueno, que parecía quererla a su manera, que había querido también
a Ronan y a Aniel desde siempre, no podía ser inapropiado.
Se besaron desfallecientes. Lautaro desplazó las manos hacia sus mejillas
y las cubrió para profundizar el beso. Parecía loco por ella, y le gustaba. Su
corazón, muerto de tanto dolor, parecía recobrar un poco de vida ante este
regalo que el mejor amigo de su esposo le ofrecía.
—Ana, Ana… ¡por Dios! —le susurró dentro de la boca para volver a
besarla como un enfermo que necesitaba de ella para sanar. La recostó sobre
el sofá, mientras él doblaba el cuerpo robusto sobre el suyo y continuaba
besándola, presionándole la cabeza contra el apoyabrazos. Se sentía preciosa,
viva, deseada. Ese hombre no cesaba de decirle cosas hermosas y la
conmovía con la pasión con que la tocaba. Súbitamente, Lautaro se detuvo y
se echó un tanto hacia atrás para devorarla con la mirada, y acariciarle el
cabello. Ana se perdió en el calor del brillo plateado de sus ojos. No quería
pensar, solo sentir. ¡Hacía tanto que no lo hacía! Había sido su defensa para
soportar los siete años en que había vivido como una zombi sin Ronan ni
Aniel. Y ahora estaban muertos. ¡Dios, necesitaba el calor humano otorgado
por alguien! Solo resistía porque sabía que debía encontrar a su otra hija. Una
hija con la que había compartido pocas cosas, pero que serían las que
forjarían una plataforma de aprendizaje para ambas.
—Ana, permítame por favor… —le pidió Lautaro con lágrimas en los
ojos. Ana cerró los suyos, incapaz de sostener aquel dolor que se reflejaba en
los del hombre que tenía enfrente y que siempre le había parecido
inconmovible.
—No sé si podré permitir algo, Lautaro. No estoy preparada para nada…
—Lo sé. Solo le ruego que acepte un poco de este amor que me agobia
desde hace años. —Ana abrió los ojos y lo miró desconcertada—. Siempre…
siempre la quise, Ana. Pero en silencio. Jamás, jamás habría traicionado a
Ronan, se lo juro.
—Pero…
—No, escúcheme —la interrumpió colocándole las yemas de los dedos
sobre los labios. La humedad de sus ojos los volvía más brillantes, reflejando
el dolor que emanaba del alma de él—. Siempre la respeté, Ana. Y créame,
usted jamás se hubiese enterado de esto si las cosas no hubiesen sucedido de
la manera en que lo han hecho.
—Pero Ronan…
—Él lo sabía, Ana. Siempre lo supo. Una vez me lo preguntó y se lo
confesé, pero jamás volvimos a hablar del tema. Él era mi gran amigo, Ana.
Y usted, su mujer. Yo no podía ser rival de Ronan; primero, porque yo lo
amaba como a un hermano, y segundo, porque usted siempre lo amó a él
como mujer. Y me consta.
—No puedo prometerle nada, Lautaro.
—Lo sé. Yo solo le ruego que me conceda una noche, esta, de la manera
que quiera. Si lo desea, solo la mimaré con mis manos y mis labios, pero no
me diga que no. Es un sueño con el que he soñado tantas veces y del que
siempre me obligué a despertarme. Pero ahora usted está aquí, conmigo, sola.
Ronan se ha ido y yo… —cerró los ojos y las lágrimas cayeron a raudales—.
Yo la amo. —Y un gemido ahogado salió de su garganta. Ana intentó
abrazarlo, pero él no la dejó y la miró atormentado—. Él siempre fue mi gran
amigo, casi un hermano —prosiguió—. Él me entendía, me comprendía.
Sabía todo de mí, así como yo de él. No había secretos entre nosotros. Yo…
¡Dios! cuánto lo extrañaré.
Ahora sí logró abrazarlo. Y lo hizo sin tapujos. Eran dos almas heridas,
unidas por el amor a un hombre al que habían amado de diferentes maneras.
¡Se sentía tan identificada con él! Ambos habían perdido en este juego, y
ahora trataban de sobrevivir de la manera que podían.
Súbitamente, se vio envuelta en una pasión intensa, donde los besos y los
abrazos de Lautaro eran los de Ronan. Ella solo podía florecer en las manos
de su esposo, pero Lautaro le ofrecía un poco de agua en este desierto duro y
áspero en el que se había transformado su vida. Se sentía tan vacía que ya no
recordaba lo que era ser mujer. Hacía años que lo había olvidado y, por eso,
ya no tenía ganas de cuestionarse nada más.
No esta noche.
Y como si viviera una loca alucinación, se vio zambullida en una montaña
rusa de suspiros y roces de bocas, manos y piernas que avivaron ese viaje,
haciéndolo más intenso y demoledor. No supo cuándo ni de qué manera su
blusa y el sujetador desaparecieron, pero esas manos cálidas sobre sus pechos
llenos y pálidos la arrebataron. La boca ávida envolvió sus pezones con
adoración, y la lengua los atormentó, humedeciéndolos junto con las lágrimas
que aun caían de los ojos de ese hombre que parecía amarla. Se sintió
enaltecida por las caricias que descubrían su cuerpo, envolviéndola en un
anhelo palpitante que la hacía resurgir a la vida.
Ana no supo durante cuánto tiempo se acariciaron, se besaron y se
reverenciaron. Los labios y las manos de aquel hombre eran los de un artista,
que parecía ir tejiendo una telaraña cristalina, repleta de estrellas que
brillaban en medio de la oscuridad amarga emanada de sus almas. Sí, ella
necesitaba un poco de amor. Y este hombre, de repente, parecía la respuesta a
su pedido.
—Ana, querida Ana. Te amo —lo escuchó susurrarle al oído.
Y Ana se rindió.
CAPÍTULO 17
Maia lo observaba tiesa y sin emitir sonido alguno, como una preciosa
estatua de sal.
¿Cómo podía haber adivinado este intruso lo que ella sabía de sí misma y
que casi nadie conocía? Había hablado algunas veces con Aniel acerca de los
reflejos plateados que captaba en unas pocas personas y de su facilidad para
ver en la oscuridad, pero nunca le había contado la manera en que su cuerpo
vibraba cuando los tipos que la buscaban estaban cerca. Y jamás olvidaría
aquella noche en la que ella, presa y atada semidesnuda a una camilla en el
laboratorio de los caídos, había detenido su visión en la aureola plateada que
rodeaba completamente al cuerpo del silverwalkers que ahora tenía frente a
ella, como una manera de evadirse de la crueldad a la que la estaban
sometiendo. Su sangre era de un color rosado muy suave con destellos
plateados, de ahí su permanente palidez. Pero nunca se enfermaba.
Comenzó a sudar del pánico. ¿Cómo sabía tantas cosas de ella? Él había
nombrado un par de veces a Aniel cuando había intentado persuadirla, y ella
lo había tomado como una celada. Pero... ¿podría ser verdad que su amiga
hubiese caído prisionera de ellos? Y si era así, ¿habría Aniel revelado a estos
tipos alguna información sobre ella? Este tipo, por lo visto, no conocía el don
de sanación que ella llevaba en las manos, pero le había dicho claramente que
podía ser sanadora. Y era verdad. Ella había podido curar, en algunas
ocasiones, algunas enfermedades menores en la gente con un suave toque de
las manos sobre sus cuerpos, pero no se atrevía a hacerlo muy seguido porque
le generaba temor.
—Lo que acabo de decirte hace que te encuentres dentro de un nuevo
orden de cosas —prosiguió el gigante—. Eres una de los nuestros y, por lo
tanto, tú y tus dos amigas son blanco de los caídos. Y yo soy quien debe
cuidar de ti.
—¿Y quién… cuida de Aniel?
—El silverwalker Gabriel Trost.
Maia se sintió morir. Era el mismo del que Aniel le había hablado y del
cual huía en aquel entonces. ¡Entonces la había atrapado nuevamente!
—¿Y de Jackie?
—Metanón Lemark.
—¿También un silverwalker?
—Sí.
Maia sintió náuseas. Cada una de ellas era la presa de cada uno de estos
enfermos.
—¿Dónde… está Aniel? —quiso saber de nuevo. Estaba segura que él
captaba el terror que la invadía.
—Te he dicho que ella está bien.
—No… me contestas.
—No puedo decirte dónde está, pero sí puedo asegurarte que Gabriel la
protege con su vida.
—Necesito verla, por favor.
—Ahora no.
Maia contuvo el aliento y le pareció que el sujeto percibía que su miedo
era remplazado por un profundo dolor.
—¿Cómo puedes pretender que te crea cuando sé de lo que eres capaz? Yo
solo quiero regresar a mi hogar y hacer como si todos estos días en realidad
no hubieran existido. Quiero estar entre los míos y estoy segura de que Aniel,
muy pronto, se pondrá en contacto conmigo.
El tipo sacudió la cabeza de un lado a otro.
—No puedo dejarte ir. Este es tu nuevo hogar.
Maia sintió que algo estallaba dentro de ella. ¿Su nuevo hogar? Estaba
atrapada en medio de una sarta de chiflados y debía encontrar alguna manera
de huir.
—Sé lo que estás pensando, pero te prevengo que es inútil —advirtió el
individuo con voz firme.
—Mi único hogar… está en México —respondió—. Debes dejarme ir.
—No puedo.
—Por favor —rogó y los ojos se le llenaron de lágrimas. Estaba
desesperada, negociando el futuro de su vida con un loco. Él la miraba
seriamente, aunque por un instante a ella le pareció detectar en los ojos
negros un atisbo de ternura, que desapareció de inmediato.
—No —lo oyó decir con voz gélida.
El corazón de Maia comenzó a galopar desenfrenado. Sentía un espantoso
dolor en las sienes y, de repente, todo su mundo se volvió negro. Estaba
sofocada y un deseo intenso de matar a ese tipo se apoderó en ella. La furia
asesina que estalló en su interior le recordó aquello que ella jamás había
podido gobernar y que tanto la asustaba.
«Escapa, escapa, escapa ».
Sin esperar un segundo más, saltó de la cama y corrió hacia la puerta que
no pudo abrir por la traba especial que tenía. Se volvió como un torbellino y
corrió hacia el vidrio de la ventana, pero en pleno salto y antes de golpear
contra él, los brazos fuertes de su carcelero la envolvieron. Maia apoyó las
manos en el pecho enorme tratando de mantener el equilibrio y quedó
atrapada en los ojos negros que la escrutaban enojados a tan solo unos
centímetros de distancia.
—No permitiré que te hagas daño.
Maia lo atacó con una furia atroz. La respiración agitada de él se unía a los
espasmos entrecortados de ella hasta que, sin saber cómo, fue lanzada contra
la pared con las muñecas apresadas a los costados de la cara y todo su cuerpo
cubierto por el de aquella mole. Se sacudió como una endemoniada, atrapada
en una cárcel de músculos y huesos. Le clavó las uñas en las manos que
seguían sujetándola de las muñecas como dos grilletes de acero.
—¡Déjame… ir! —gritó sin dejar de debatirse.
—No puedo —escuchó que el tipo le decía con suavidad. Si hasta parecía
triste. Un actor de primera.
—¡Por lo… que más quieras, suéltame! —chilló Maia, a la vez que un
sollozo quebraba su voz. Casi no podía respirar del esfuerzo que hacía por
escapar.
—Aquí está tu hogar ahora.
—¡Jamás! —volvió a gritar, con las lágrimas llenándole la boca—. Mi
hogar… es con aquellos que me aman, no aquí… donde me quieren para los
beneficios de tu Estirpe. Y tú… —Le clavó los ojos, captando la mirada
oscura y torturada—. ¡Te desprecio! —escupió entre sollozos. Y de repente
quedó libre. El gigante se había movido hacia atrás, con una mezcla de furia y
dolor en la mirada. Sin detenerse a pensar en por qué la había dejado libre,
Maia se lanzó contra la ventana contra la cual rebotó y cayó de espaldas al
suelo, pero se incorporó salvajemente dispuesta a intentarlo otra vez. Cuando
lo hizo, una mano enorme la enlazó de la cintura y otra le sujetó la barbilla,
obligándola a mirarlo.
—Ya es suficiente.
Y, nuevamente, quedó sumergida en una profunda oscuridad.
CAPÍTULO 19
—Está furioso.
—Totalmente loco.
—Nunca pensé verlo así.
—Yo tampoco.
Ruryk y Triel no podían dar crédito a lo que sucedía en el interior del
cuarto de Damián. Hacía diez minutos que este había llegado a la
organización y se había encerrado en su habitación. Al instante, había
comenzado un ruidoso jaleo que evidenciaba la cólera terrible que Damián
sentía y que trataba de apaciguar destrozando los muebles de la habitación a
golpes.
—Es lo mismo que vivimos con Gabriel. ¿Te acuerdas de aquella vez,
cuando Aniel escapó a México? La mesa y las sillas de roble del living
quedaron pulverizadas. Esta noche Damián no tendrá lecho donde dormir.
—¡Uy! —exclamó Ruryk mientras cerraba los ojos y levantaba un poco
los hombros al escuchar el ruido de un espejo hacerse trizas—. ¡Eso costará
una fortuna!
—No quisiera estar en el pellejo de los guerreros que armaron semejante
jaleo en el día de hoy, y que dieron a Maia la oportunidad de escapar. Damián
no tendrá piedad de ellos.
—Se lo merecen. Entrenamos a los jóvenes para que lleguen a ser los más
eximios guerreros de la Estirpe con el objetivo de destruir a los caídos, y no
para pelear entre ellos.
—Pero el idiota que olvidó colocar la traba en la puerta de la habitación de
Maia es el que recibirá el peor castigo de mi hermano.
—No es para menos. Fue la primera vez que Damián no pudo llegar a
tiempo para darle de comer a Maia y delegó, a regañadientes, esa
responsabilidad a este tío.
—¿Y el motivo de la pelea?
Ruryk se encogió de hombros.
—Mucha testosterona en poco espacio.
Triel miró a su amigo y gruñó.
Un nuevo estallido resonó en el interior de la habitación. Los caminantes
quedaron paralizados ante el ruido ensordecedor.
De repente, la puerta se abrió y Damián salió a toda prisa para dirigirse al
exterior de la casa. Triel y Ruryk lo siguieron.
—¡Hey, viejo! —gritó Ruryk— ¿Adónde vas?
Damián se dio vuelta y los miró con furia asesina.
—Voy a hablar con Gabriel.
Ruryk amagó con ir tras Damián, pero Triel lo detuvo por el brazo.
—Dejémoslos solos.
Ruryk se volvió y lo miró.
—Sería mejor estar seguros de que va hacia la cabaña. Nunca se sabe con
Damián.
—Si lo deseas, ve tú. Yo voy al gimnasio.
Sin emitir una palabra más, Triel se volvió y entró en la casa.
Ruryk dudó. Toda esta cosa del emparejamiento lo estaba empezando a
alarmar. Si bien Gabriel ahora era feliz, no podía olvidar lo que tuvo que
padecer para tener a Aniel finalmente en sus brazos. Metanón era un signo de
preguntas; estaba casi seguro de que su amigo sentía algo por la bruja de
cabellos rojos, pero ni qué decir de lo mal que la venía pasando al no poder
atraparla. Jamás había visto a un guerrero ser humillado de tal manera por
una mujer, aunque admiraba la persistencia titánica de Metanón en no
capitular. Y ahora Damián estaba hecho una furia porque la diminuta elfa se
le había escapado. Realmente, toda esta situación era una verdadera locura.
Al menos se sentía tranquilo de que nada de ello le sucedería a él. A
diferencia de Triel, que hasta el día de hoy se negaba a aceptar que alguna
vez estuvo muy enamorado de una mujer, él nunca había doblegado la pasión
que tenía por todas las mujeres para ir tras una sola. Y jamás lo haría. Menos
que menos después de ver lo que sucedía con sus amigos. Era consciente de
que la relación entre Aniel y Gabriel era impresionante, pero ese universo era
absolutamente desconocido para él y jamás sabría cómo manejarlo. Y lo
asustaba.
No, él jamás dejaría su libertad por nada ni por nadie y tampoco
comprometería su corazón. ¡Qué joder!
Con una sonrisa, se volvió y siguió a Triel hacia el gimnasio. Que los
demás los hicieran partícipes del juego cuando tuviesen ganas.
—No las pierdas de vista, Metanón —ordenó Damián a través del tablero
del helicóptero, que comunicaba su teléfono con el del otro caminante, lo que
le permitía tener las manos libres para pilotear.
—¿Estás loco? Esto se ha transformado en una rutina para mí.
—Evita que te detecten.
—Llegar hasta Santa Fe, después de correr por casi el mundo entero tras la
pelirroja, ha sido una verdadera odisea, así que no voy a permitir que se me
escape de nuevo. Apresúrate, porque cuando esto estalle, necesitaré
refuerzos.
—¿Y Logan?
—No lo he visto aun, pero ya aparecerá. Pronto se dará cuenta de que la
palomita se esfumó. —Rio por lo bajo—. Aún no sé cómo la bruja logró
sacarla del hotel.
—¿Cómo está Maia? —preguntó Damián casi sin escucharlo.
Metanón entendía la preocupación de su amigo, porque Logan era famoso
por su salvajismo con las mujeres. Aún recordaba la mezcla de furia y alivio
que se había apoderado de Damián cuando él le había telefoneado para
informarle del paradero de Maia.
—Se la veía un tanto debilitada —contestó Metanón, atrapando su
atención nuevamente—. Jackie la sostenía de la cintura cuando la llevaba
hacia el coche, y la ayudó a subirse y sentarse. Incluso le abrochó el cinturón
de seguridad. —Metanón percibió el silencio sepulcral que se instaló al otro
lado de su teléfono móvil. Su amigo volvía a estar furibundo y no había nada
que lo pudiese apaciguar. Lo conocía demasiado bien, sobre todo cuando se
ponía protector—. Escucha, tu chica está bastante bien, no te preocupes.
—Cuídala, Metanón, o te cocino las pelotas en agua hirviendo.
—Déjate de tonterías, Damián. Las polluelas parten ya.
Cortó y puso de inmediato en marcha el motor para salir tras el Audi A1
que Jackie manejaba; contempló fascinado como la majestuosa melena roja
se asomaba a través de la ventanilla del coche, como si bailara arrullada por
la brisa de la madrugada.
Apenas él había arribado a Dinamarca, había recibido el mensaje de uno
de los agentes de la Estirpe de ese país de que debía regresar a Argentina, ya
que su presa había sido detectada en las cercanías de la ciudad del litoral.
Estaba agotado de viajar y de ser parte de esta patética persecución, en donde
su orgullo de cazador había sido pisoteado de la cabeza a los pies por esta
sinvergüenza. Los aviones se habían transformado en su segunda casa, así
como los trenes, buses, ferris y demasiados autos.
Sonrió. Pero ahora la tenía al alcance de la mano.
Enfocó su atención nuevamente en la carretera. Apenas comenzaba a
amanecer, y las luces de los autos aún eran muy visibles, por lo que tendría
que ir a una distancia prudencial para no alarmarlas. Cuando Jackie había
ingresado al hotel buscando a Maia, él había colocado un detector en su
coche para rastrearlas en el caso de que se esfumasen.
No se sorprendió de que Jackie tomara la ruta que iba hacia la provincia de
Entre Ríos y no hacia la autopista de la provincia de Santa Fe, que las llevaría
mucho más rápido a Buenos Aires, ya que seguramente era una decisión
estratégica para confundir a Logan y sus hombres, cuando saliesen tras ellas.
Harían un viaje más largo, pero un poco más seguro.
Atravesaron la ruta que unía Santa Fe con Paraná e ingresaron en la
hermosa ciudad entrerriana. Algunos la llaman Paraná, la linda,
especialmente por la belleza de las barrancas que bordeaban las playas del río
Paraná, asiduamente visitadas por los naturales del lugar y los turistas.
Cuando habían manejado unos kilómetros por la costanera de la ciudad,
las jóvenes detuvieron el coche en una gasolinera. Metanón siguió de largo
con la intención de girar en la esquina y estacionar en una cuadra paralela a la
gasolinera, desde donde podría apreciar todos los movimientos que
realizaban las mujeres.
Cuando detuvo el motor, Metanón vio descender del vehículo la
imponente figura de Jackie, que se dirigió al empleado que había venido a
ayudarla a cargar gasolina. El tipo la miraba embobado. Una oleada de celos
inundó a Metanón y le resultó frustrante. No podía dejar de pensar en ella y
en lo que le generaba y, menos que menos, apartar las ganas tremendas de
despedazar a ese tipo que le sonreía libidinoso.
Movió las piernas, incómodo. Prendió la radio, tratando de encontrar
alguna música que lo aplacara. Aquella sonrisa no podía ser más cautivadora.
¿Cómo mierda podía esa mujer tener tanto poder sobre él y sobre todo el
género masculino?
Respiró hondo y comenzó a contar hasta mil; cuando iba por el número
treinta y siete, la vio dirigirse hacia el kiosco de la gasolinera moviéndose
como una pantera. Y como esperaba, al ingresar en el negocio, provocó un
verdadero impacto en la poca gente que había. Al igual que él, la
contemplaban con detenimiento, mientras ella, ajena a todos, adquiría un
termo para agua caliente, un mate y un paquete de yerba mate. Metanón no
pudo dejar de emitir una risa baja. La reina Jackie iba a tomar mate3, la
bebida que los argentinos amaban. No existía en ese país una persona que no
hubiese probado alguna vez esa bebida tan especial. Donde un grupo de gente
se reunía, el mate siempre estaba presente; era parte de la identidad de la
gente de esa tierra. Y no dejó de sorprenderle el hecho de que Jackie, siendo
danesa, gustara de algo tan típico de ese pueblo.
Atento a lo que Jackie originaba en el interior del recinto, captó por el
rabillo del ojo un movimiento del lado del acompañante del Audi. En efecto,
la puerta del vehículo se abrió y Maia descendió del coche con cuidado. No
cabían dudas de que la chica estaba afectada por algo, ya que se la veía muy
debilitada. Así y todo, no podía ocultar la perfección de sus rasgos. Ingresó al
kiosco y se acercó a Jackie, quien le pasó un brazo por los hombros.
Metanón miró su reloj pulsera y calculó que había pasado más de una hora
desde que habían salido del hotel de Santa Fe. Esperaba que Logan y sus
secuaces siguiesen durmiendo, así ellos podían sacarles la mayor ventaja
posible hasta que llegase Damián.
—Hablando de Roma… —susurró Metanón cuando leyó en la pantalla del
tablero del coche el nombre de su amigo. ¿Pensaba llamarlo cada hora?—.
Dime.
—Te estoy rastreando. No estoy demasiado lejos; te has detenido desde
hace un buen rato.
—Las diosas están cargando gasolina. Viajarán por la ruta de Zárate-Brazo
Largo.
—Han descartado la autopista.
—Se imaginan que Logan y sus hombres irán por allí cuando descubran
que se marcharon.
—Mejor entonces. Esa ruta no es tan transitada como la autopista, por lo
que podremos
atraparlas fácilmente donde tú y yo nos encontremos.
—Perfecto. Debo irme. Ahí regresan.
Y cortó. Observó a Jackie despedirse del muchacho que la había ayudado
con la gasolina, que respondió casi tropezando de la emoción.
«Bienvenido al club», pensó Metanón.
Antes de ingresar al auto, Jackie le entregó el equipo de mate a Maia, a la
vez que le daba unas indicaciones, y ella afirmaba con la cabeza, mostrando
que sabía cómo cebar mate4.
Cuando salieron de la gasolinera, el cielo se había hecho más claro y el
tránsito de vehículos comenzaba a ser mayor, dándole mejores posibilidades
a Metanón de pasar inadvertido. Comenzó a canturrear la canción que se
escuchaba en la radio. Se sentía contento: hoy tenía que ser su día. El día que
pudiese ganar a la pelirroja.
Cuando empezaba a degustar el sabor de un posible triunfo, se sorprendió
al ver al Audi acelerar a toda marcha, haciendo chirriar los neumáticos. Giró
la cabeza hacia atrás, sin detectar la presencia de Logan y sus hombres.
Tampoco el sistema de alarmas le avisaba de nada sospechoso. Golpeando
con las manos el manubrio del auto, aceleró a fondo y salió tras el vehículo,
sin importarle un carajo lo que pasara de ahí en más; bajo ningún aspecto
permitiría que la bruja lo humillara nuevamente, esto ya se había
transformado en una cuestión personal.
Con una orden de voz, se comunicó con el teléfono de Damián.
—¡Me han reconocido! —gritó furioso.
—No les pierdas el rastro.
—Coloqué un detector en su auto.
—Mantenme informado. Llegaré en breve.
Antes de interrumpir la conexión, Metanón preguntó confundido:
—¿Cómo mierda se dio cuenta de que venía tras ella? —Había sido tan
cauto y prudente.
—¿Acaso no es tu señora álmica?
La pregunta de Damián le dio de lleno en el estómago, dejándolo sin
respuestas.
«El Audi rojo se lleva el premio», pensó Damián cuando vio los cinco
vehículos corriendo desaforadamente por las calles de la periferia de la
ciudad de Paraná, tratando de evadir los autos que venían de la mano
contraria. Cuando Damián, desde las alturas, había alcanzado a divisar el
coche de Metanón, que circulaba a toda velocidad tras el de las chicas, tres
coches de los hombres comandados por Logan se habían sumado a la
persecución. De alguna manera, habían logrado localizar a Maia y a Jackie. Y
esta última, indudablemente, era una excelente conductora, ya que exigía a un
grupo de hombres expertos en persecuciones mostrar sus habilidades de
conducción al máximo.
Estaba enfermo de los nervios sabiendo que Maia iba en el interior del
pequeño auto, que corría zigzagueando como una serpiente. Metanón le había
asegurado que ella no se veía bien y eso acrecentaba la enorme frustración
que sentía. Pero ya en el escenario de la carrera, tenía carta libre para
accionar contra los enemigos.
—Me alegro de verte —exclamó Metanón.
—Te cubro.
—Van hacia la ruta 11, Damián. A pocos kilómetros de aquí se encuentra
la Ciudad Universitaria de Oro Verde; es el lugar ideal para… ¡Mierda!
La comunicación se interrumpió por el estallido de balas proveniente de
los vehículos que conducían los enemigos. Damián escuchó maldecir a su
amigo, que trataba de eludir las balas.
—Protege a las mujeres —siseó Damián con la voz ronca—. Yo me
encargo de estos tipos.
—Logan está entre ellos. Destrózalo.
Un fuego abrasador explotó en su interior. Cuando lo había encontrado
junto a Maia en el Delta, no le cupo la menor duda de que ese desgraciado la
quería para él. Y la única manera de evitarlo, era sacarlo del juego
definitivamente.
—Dame esa oportunidad, hijo de perra —siseó furioso.
Aceleró el helicóptero y se lanzó hacia los tres automóviles que circulaban
a toda velocidad. La reacción de los vehículos fue inmediata y comenzaron a
dispersarse.
En medio de la batalla, detectó a Logan asomarse por la ventanilla del
acompañante de la camioneta Land Rover y, cargando un arma en cada mano,
comenzó a disparar sin interrupción contra él.
—Espérame, maldito. Primero iré por tus amigos, y tú serás el postre —
prometió Damián con una sonrisa glacial.
Consiguió acercarse a una camioneta Nissan X –Trail, que venía a toda
velocidad un poco más atrás del resto y en cuyo interior, según el sistema de
detección del tablero, viajaban tres hombres. Cuando tuvo la camioneta en la
mira, observó el coche de Metanón girar ciento ochenta grados y arrancar a
toda velocidad contra los vehículos que venían hacia él.
«Tiene agallas», pensó admirado.
Volviendo a focalizarse en la camioneta, colocó el helicóptero paralelo a
ella y, sin perder un instante, tomó con una mano una ametralladora ligera sin
apoyo, y comenzó a disparar. El resultado fue instantáneo. La camioneta
entró en ignición y al tocar las ruedas la banquina, por la velocidad que traía,
salió expulsada de la ruta dando tumbos en el aire.
—Uno menos —murmuró Damián.
El coche de Metanón, mientras tanto, mantenía un duelo con el tercer
vehículo de los hombres de Logan, al que golpeaba fieramente con el costado
del chasis intentando hacerle perder el control.
—Ya lo tienes, amigo —dijo sonriendo Damián, que conocía la
persistencia del guerrero rubio.
—Dame dos minutos —contestó Metanón.
—Voy tras Logan —avisó Damián.
—Termino con estos imbéciles, y me uno a ti.
Damián volvió a girar en el aire y se dirigió hacia la camioneta de Logan.
No pudo evitar sonreír al ver al Audi rojo dándole una buena pelea. La
pelirroja no solo era buena manteniendo la velocidad máxima, sino que
también manejaba de una manera precisa y calculadora.
«Pobre Metanón. Lo que le espera», pensó riendo por lo bajo.
Observó al Audi saltar las lomadas de la ruta y caer pesadamente sobre el
pavimento.
—Maia —siseó preocupado mientras contemplaba la camioneta de Logan
llevar a cabo el mismo salto, a menos de cien metros por detrás. Al instante
siguiente, Logan volvió a asomar el cuerpo por la ventanilla y descargó una
batería de balas contra él.
—¿Así que quieres pelea, gallito?
Colocó el helicóptero muy cerca de la camioneta por detrás, sacó la
ametralladora y disparó. Logan respondía sin pausa, mientras circulaban a
toda velocidad. Súbitamente, la camioneta saltó por encima de unas vías de
tren que atravesaban la ruta, y aterrizó del otro lado con tal brusquedad, que
Logan perdió el equilibrio y detuvo el ataque. Damián aprovechó este
instante para acelerar el helicóptero y colocarlo a la altura del techo de la
camioneta para intentar apoyar los patines de aterrizaje sobre el mismo.
—Logan está histérico. ¿Qué le has hecho al pobre muchacho? —preguntó
muerto de risa Metanón, que se había sumado a la persecución.
—¿Qué pasó con tus amiguitos?
—¿Qué crees tú?
Damián sonrió. Metanón era implacable en las luchas contra sus
enemigos. Se volvía tan sanguinario que lo asombraba. Con su aspecto de
chico elegante y soberbio, representaba a un típico snob, pero cuando se
trataba de pelear, era de temer. También poseía el poder de rastreo natural
más desarrollado de los cinco caminantes, y la única que había logrado
sortearlo, hasta ahora, era la bella pelirroja que manejaba el Audi como una
piloto de Fórmula 1.
Damián arremetió nuevamente contra la camioneta de Logan y logró esta
vez golpear el techo con los patines. En ese instante, Logan volvió a
asomarse por la ventanilla y las miradas de ambos se encontraron,
confirmando que uno y otro se consideraban enemigos a muerte.
Sin dejar de mirarlo, Damián volvió a embestir contra la camioneta, que se
sacudió y perdió el equilibrio. Logan gritó aún más enardecido y comenzó a
disparar sin ton ni son, con tal suerte que logró hacer estallar el parabrisas del
helicóptero. Furioso, pero con un absoluto autocontrol, Damián echó
nuevamente mano al arma y a continuación descargó una cinta de
ametralladora completa contra los desgraciados. Instantáneamente, la
camioneta comenzó a escupir llamas y se desvió de la ruta para detenerse a
corta distancia de donde se había prendido fuego.
—Ayúdame a cazar a la bruja y a Blanca Nieves, ahora que eliminamos a
los siete enanitos —dijo Metanón, que frenaba su coche a un costado.
—¡Cuidado! —gritó Damián, sorprendido. Como de la nada, el Audi rojo
emergió embravecido dirigiéndose a toda marcha contra el coche de
Metanón, e incrustándose contra él, se detuvo. Damián alcanzó a divisar una
figura que salía expulsada del Audi antes de que se produjera el impacto.
—¡Maia! —gritó.
—¡De verdad me odia la muy maldita!—interrumpió la voz del caminante
rubio. Y a continuación, su risa se alzó por el altavoz.
Damián buscó desesperado la imagen de Maia, temiendo que hubiese sido
ella la que había salido despedida del coche; pero a la que divisó fue a Jackie,
que tras caer en una cuneta, ahora se levantaba con la agilidad propia de los
gatos. Esa mujer debía tener genes felinos. Pero, ¿dónde estaba Maia, por
Dios?
Se encontraban en el área circundante a la zona de la Ciudad Universitaria
de Oro Verde, a la salida de la ciudad de Paraná, y el terreno de vegetación de
escasa altura ofrecía buen espacio para aterrizar. Mientras lo hacía, divisó a
Jackie corriendo a toda velocidad, con Metanón por detrás, pisándole los
talones. Quizás esta vez su amigo conseguiría lo que hasta ahora había sido
imposible.
Descendió embravecido del helicóptero y se dirigió a toda velocidad hacia
el Audi que humeaba; se asomó al interior del vehículo temiendo lo peor,
pero no había rastros de Maia. Damián respiró profundamente, de alguna
manera aliviado. La pelirroja seguramente había dejado a Maia en algún lugar
seguro antes de impactar contra el automóvil de Metanón.
Giró el rostro tratando de detectar algún movimiento o sonido proveniente
de su chica, pero lo único que captó fueron los gruñidos furiosos de Metanón,
que continuaba persiguiendo a Jackie.
En ese momento, lo único que podía hacer era utilizar el olfato y la
vibración de su cuerpo. Si bien el exceso de adrenalina le estaba jugando una
mala pasada y le costaba hacerlo, logró finalmente visualizar la imagen de
Maia en su mente y la buscó en diferentes partes, tratando de captar el aroma
que lo embriagaba. De repente, su cuerpo comenzó a vibrar y ya no tuvo
dudas. Echó a correr sigilosamente hacia un grupo de casas ubicadas sobre la
ruta y que parecían desiertas, rodeadas por una enorme arboleda. Se desplazó
con cuidado, porque sabía que Maia estaría absolutamente atenta a él, por lo
que su cuerpo lo detectaría.
Un ruido extraño interrumpió el silencio e instintivamente apoyó la mano
sobre su Glock 23, temiendo que algún enemigo se hubiese unido a la
búsqueda de la chica. Pero en su lugar, el perfume a lilas impregnó el espacio
a su alrededor y se sintió perdido; la vio salir huyendo del interior de una de
las casas con un vestido blanco y lánguido que la hacía parecer una virgen
vestal.
—¡Maia! —bramó, saliendo tras ella a toda velocidad, pero cuando estaba
a punto de alcanzarla, fue lanzado al suelo. Alguien lo había tacleado desde
atrás. Al girarse para atacar a su agresor, se encontró con Jackie enroscada en
sus piernas. Damián gruñó y bramó furioso—: Si el idiota de mi amigo no
puede contra ti, te advierto que te has topado justamente con aquel que te
pondrá en tu lugar de una vez por todas. —Cuando la iba a tomar de las
muñecas, Jackie se alzó ágilmente ante él y colocó las piernas y los brazos
como si fuera una boxeadora, lista para la pelea. Mientras se levantaba del
suelo, Damián no pudo evitar pensar que esa mujer era mágica.
—¿Tú y quién más, tontito? —lo desafió.
—Yo —bramó la voz de Metanón por detrás; llevaba el pelo revuelto, la
marca de un puño en uno de los ojos y un arañazo en la mejilla.
Jackie le sonrió glacial.
—¿Tú? —preguntó en un siseo y enseguida rompió en una carcajada baja.
El rostro del caminante se transformó y Damián supo que, esta vez, la
muchacha había ido demasiado lejos.
—Ya vas a ver la que te espera, bruja. —Y amagó con lanzarse hacia ella,
pero una voz suave lo detuvo.
—No se te ocurra tocarla.
Para sorpresa de todos, Maia estaba parada allí, increíblemente pálida y
cansada, con un arma en las manos que apuntaba al pecho de Metanón.
Damián observó preocupado su aspecto. El cuerpo le temblaba y apenas si
podía sostener el arma. Pero era valiente, de eso no cabía la menor duda.
—Baja el arma, Maia —dijo Damián con voz grave, observando como los
miraba alternativamente a su amigo y a él.
—Metanón, déjala… en paz… de una buena vez —la escuchó
tartamudear. Sabía que Maia se sentía vulnerable, ya que hablaba
entrecortadamente. Se sintió mal. Necesitaba sacarla de allí y llevársela con
él.
Su amigo interrumpió sus pensamientos cuando con una media sonrisa
contestó:
—Esto es entre ella y yo, Maia.
—No. Esto… es entre ustedes y nosotras. —Su ninfa tomó aire en un
intento de llenar los pulmones de la fortaleza que necesitaba—. Y…
queremos paz —prosiguió—. Estamos hartas de escapar. Yo… yo ya no
quiero más… —Y una lágrima descendió barriendo su mejilla plateada.
Damián estaba furioso. Maia sufría, y ahora estaba allí, chiquita como era,
erigida como una diosa guerrera tratando de enfrentarlos a ellos. Observó que
su amigo la miraba con un dejo de admiración. Maia lograba derretir el
corazón de una piedra.
Quería abrazarla, pero aquí estaban, enfrentados como enemigos,
separados por el cañón de una pistola.
—No lo hagas más difícil, Maia —susurró Damián.
—Jackie. Ven… aquí, por favor —fue su respuesta. Era evidente que
estaba asustada pero también dispuesta a ser desafiada.
—Deja de jugar a los cowboys, Maia, por el amor de Dios —exigió
Metanón con un tono casi conciliador. Pero ella, en vez de escucharlo,
disparó el arma apuntando hacia arriba. Y el silencio reinó nuevamente entre
ellos.
Jackie se acercó a Maia y le susurró algo al oído. A Damián le pareció oír
un «gracias» de parte de la pelirroja. A continuación, Jackie tomó el arma que
Maia le cedió y los apuntó a ambos con una mirada letal, que les aseguraba
que no dudaría en apretar el gatillo si alguno de ellos intentaba cualquier
cosa.
—Ahora continuaremos con el plan original, chicos —dijo Jackie muy
suelta. Metanón la miraba de tal manera que Damián supo que su amigo
sellaba una promesa implacable consigo mismo respecto a esa mujer—. Nos
vamos —continuó diciendo la joven con la sonrisa hechicera que la
caracterizaba y que hacía que cualquiera de ellos se sintiera insignificante—.
Ustedes pueden regresar a dedo o caminando.
Y, sin decir más, Jackie miró a Maia, que asintió con la cabeza, y ambas
comenzaron a retroceder hacia el helicóptero, sin que la pelirroja dejara de
apuntarles.
—Solo es cuestión de tiempo, te lo aseguro, Jackie —siseó Metanón.
Pero la única respuesta que obtuvo de ella fue su dedo del medio
apuntando hacia arriba. Cuando ya estaban cerca del helicóptero, ambas
jóvenes se lanzaron hacia él. Sin ninguna duda, Jackie había destruido los
automóviles de ella y Metanón para evitar que alguno de ellos los utilizara
para perseguirlas. Esa mujer era temeraria: confiaba plenamente en ella
misma y no tenía dudas de alcanzar sus objetivos.
Furioso por el tiempo precioso que ambas chicas habían ganado sobre
ellos, Damián se puso en movimiento, pero Metanón lo detuvo y ordenó con
voz glacial:
—Sígueme y no discutas.
Aunque Damián tuvo el impulso de protestar, recordó el agudo cazador
que su amigo era y obedeció. Con velocidad sobrenatural, ambos se
escondieron tras unos árboles a una buena distancia del helicóptero.
Súbitamente, un grupo de cuatro hombres armados, entre ellos Logan,
emergieron de la nada y apuntaron a las jóvenes con unas Magnum 44
cuando estas ingresaban a la cabina del helicóptero. Una vez más, Metanón,
con su olfato prodigioso, había detectado a los enemigos antes de que estos se
hiciesen visibles, por lo que su amigo y él gozaban de una pequeña ventaja,
que debían aprovechar.
Lenta y sigilosamente, Damián tocó con los dedos su Glock 23 para
desenfundarla, pero la voz de su amigo lo detuvo.
—Aguanta, amigo. No es el momento de salir a la palestra —musitó
Metanón.
—¡Alto ahí, Maia! —escucharon gritar a Logan.
Las jóvenes se detuvieron ante el despliegue de armas que las apuntaban.
Damián gruñó, pero Metanón se llevó un dedo a los labios, pidiendo
silencio. Se sentía fuera de sí observando a Logan acercarse, lentamente y
con una mirada glacial, a su señora álmica. Aun peor, podía percibir la
vibración incontrolable del cuerpo de ella, que se parecía a la suya propia. Si
bien estos tipos no eran caídos, los cuerpos de Maia y de él respondían a las
emociones intensas, como en ese instante. Pero Metanón tenía razón: debían
esperar para atacar. Desquiciado, accedió a aguzar su audición sobrenatural,
para oír con claridad la conversación de Logan con las chicas.
—¿Y tú no eres el que iba a ayudar a Maia? ¿Por qué nos apuntas? —
preguntó Jackie con sorna.
La mirada de Logan seguía detenida en los ojos de Maia, que miraban el
suelo.
—Escuchamos el sonido de un disparo ¿Dónde están los otros guerreros?
—preguntó a la chica, ignorando la pregunta de la otra. Pero Maia seguía en
silencio.
Jackie, que parecía ser consciente de que Maia no respondería, alzó los
hombros y contestó indiferente:
—Parece que se han esfumado.
Con renuencia, Logan separó la vista del cuerpo de Maia y emitió una
orden silenciosa con un gesto de la cabeza a dos de sus hombres, fuertemente
armados, que desaparecieron en un instante entre la vegetación. De
inmediato, volvió a posar la mirada en Maia.
—Quizás estén cerca, así que no perdamos tiempo. Maia, tú te vienes
conmigo.
—¡Déjala en paz! —gritó Jackie—. Ella viene conmigo.
Logan, que seguía ignorando absolutamente a la pelirroja, se paró frente a
Maia. La sangre de Damián volvió a hervirle cuando contempló la mirada
hambrienta del hijo de puta sobre el rostro de su chica. Ella no correspondía a
su mirada, sino que permanecía con los ojos mirando hacia abajo.
—Sé que le quieres comer la yugular como yo —susurró Metanón sobre
su oído—, pero nos conviene actuar estratégicamente. —Sabía que su amigo
tenía razón, pero le costaba demasiado no abalanzarse contra su rival para
destrozarlo—. Ese idiota no sabe con quién se está metiendo —agregó
Metanón en medio de una carcajada baja, sacudiendo la melena rubia.
Indudablemente se refería a Jackie. Esa mujer era un problema para
cualquiera que la enfrentase: era avispada, letal y absolutamente leal con la
gente que quería—. Ojalá algún día me defienda como a la amiga —masculló
Metanón sonriente.
Damián volvió a gruñir cuando Logan tomó un mechón de la cabellera de
Maia entre los dedos.
—Tranquilo, viejo —le ordenó el caminante rubio por lo bajo,
deteniéndolo otra vez del brazo—. Déjalo que juegue. Total, el premio mayor
te lo llevas tú.
—No soporto que la toque —siseó Damián.
—Aguanta un poco más. Da una oportunidad a las chicas.
Damián tragó en seco y volvió a respirar hondo. La vibración de su cuerpo
y del de Maia era tan intensa que estaba bañado de sudor. Si el idiota se
acercaba un paso más…
—Sigamos escuchando —murmuró Metanón, señalando con la barbilla
hacia adelante y aferrando su brazo con mayor fuerza.
—¿A dónde pensabas irte, Maia? —preguntó Logan, mientras jugaba con
el mechón de cabello entre los dedos. Ella seguía sin contestar y tampoco
levantó la mirada del suelo.
—¿Por qué no la dejas en paz? —preguntó Jackie con sorna—. ¿No te das
cuenta que ella tiene vida propia y que no depende de ti ni de nadie para ir
adonde le plazca? —agregó furiosa.
De repente, pareció que Logan fue consciente de que alguien más, aparte
de Maia, existía en su universo. Desviando la vista, detuvo los ojos en el
rostro de Jackie.
—Ahora eres tú el que tiene que aguantárselas —advirtió Damián a
Metanón, que emitió un bufido bajo al observar como Logan miraba a la
pelirroja. Pero no era una mirada de deseo, sino de rabia asesina.
—Maia viene conmigo —replicó Logan, con excesivo autocontrol—. Si
quieres, puedes venir con nosotros. Eres amiga de Maia y, por lo tanto,
bienvenida.
—Yo no voy a ninguna parte contigo. Y Maia tampoco.
—Me temo que estás haciendo las cosas demasiado difíciles —contestó
Logan con una sonrisa irónica.
—¿Por qué no le preguntas a ella? —desafió Jackie, poniéndose a pocos
centímetros del rostro del hombre, con las manos en las caderas. Metanón y
Damián no pudieron dejar de admirar a aquella mujer. Se enfrentaba sola a
quien fuese que tuviese delante.
Logan la observó como si fuera una mosca molesta zumbando delante de
él.
—Ya dije que Maia viene conmigo.
—Escucha, pedazo de goma…
—Jackie… detente, por favor —rogó la voz de Maia—. Déjame… hablar
con él.
—Pero…
—Por favor… —insistió, mirándola con los ojos inmensamente celestes.
Ante esa mirada, Jackie claudicó.
—OK, tú ganas.
Maia se volvió hacia Logan y, por primera vez, le clavó la mirada. La
rabia y la frustración se apoderaron de Damián. Quería protegerla de ese tipo,
sacarla de allí de inmediato, pero aquí estaba, escondido como un cobarde,
dejándola librar su batalla sola.
—No iré contigo.
—No sabes lo que dices —exclamó Logan con una sonrisa.
—Porque lo sé, te repito: no iré contigo. Me voy con Jackie.
—¿Y ella te defenderá del miserable de Di Mónaco?
Al escuchar su apellido de labios de su enemigo, Damián se movió
nervioso detrás de los árboles.
—No te atrevas a atacarlo ahora, o estamos perdidos —le volvió a decir
Metanón al oído—. Deja que ella aclare la cuestión con ese hijo de perra.
Maia merece esta oportunidad.
Metanón tenía razón otra vez, pero le pedía casi un imposible. ¡Joder que
le resultaba difícil soltar el control sobre ella! Pero debía hacerlo. La
inseguridad de Maia era tan obvia, que si salía victoriosa de este encuentro
con Logan, quizás eso le permitiese adquirir más confianza en sí misma. Al
menos, la había escuchado hablar con Logan casi sin entrecortarse y esa era
una buena señal.
Damián asintió con la cabeza, indicándole al caminante rubio que, por esta
vez, le daría una oportunidad a su elfa.
—Eres una maravilla, dragón —bromeó con voz muy baja Metanón.
—Jackie y yo podemos defendernos la una a la otra —escucharon decir a
Maia.
Logan estalló en una carcajada.
—No digas disparates, Maia. Si no vienes conmigo, tampoco te irás con tu
amiga —continuó Logan, empecinado.
—Pensé que eras distinto, pero me equivoqué. Eres de la misma calaña de
aquellos de los que escapo.
—Escúchame, Maia...
—¡No! Escúchame tú, Logan —gritó fuera de sí, señalando con un dedo
hacia el helicóptero. Si bien parecía aún debilitada, una fuerza inexplicable
que provenía de su interior la mantenía en pie, lista a enfrentar lo que fuese
—. Jackie y yo nos hemos ganado este viaje y partiremos hacia Buenos Aires
apenas termine de hablar contigo. Te estaré infinitamente agradecida toda mi
vida por lo que has hecho por mí, pero ahora es el momento de decirnos adiós
para siempre. No eres ni juez ni jurado de mis acciones, menos que menos el
dueño de ellas. Jamás te elegí como mi guardaespaldas, ni como mi
francotirador personal; tampoco eres el guía de turismo de mi vida, ni mi
tutor, ni mi marido o amante. Ni siquiera eres mi amigo. Así que, por favor, y
te lo pido por última vez: vete en paz y déjanos a Jackie y a mí acabar con
esto. Es mi derecho. Es nuestro derecho.
Todos se quedaron en silencio. Incluso Jackie se había quedado con la
boca abierta. La pequeña había puesto en vereda a uno de los guerreros más
poderosos del séquito de Gustav Chavanel; el poder de la chica se había
hecho evidente ante todos.
Damián confirmó una vez más que Maia encerraba mucha más fuerza de
la que todos ellos creían. No era una simple niña, de poco carácter, que
necesitaba de la ayuda de todos para sobrevivir. Ella poseía un fuego interior
que podía arrasar a quien tuviese enfrente. Incluido a él mismo. Nunca se
sintió más orgulloso de ella, ¡si hasta Metanón la miraba asombrado! Y como
nunca antes, pensó que su chica era lo más adorable que existía en la vida.
Súbitamente, el cuerpo de Logan se sacudió emitiendo una carcajada
amarga. Damián juró por lo bajo, sabiendo que el desgraciado reaccionaba de
esta manera para no demostrar que su orgullo de macho había sido
abofeteado por una chiquilla.
Tragó en seco y esperó, ya que temía la reacción del hombre. Y como si
este le hubiese leído el pensamiento, en un abrir y cerrar de ojos cogió a Maia
de la cintura y se la cargó al hombro, mientras ella gritaba y se retorcía como
una salvaje.
El grito de Damián se elevó, desafiando abiertamente al macho que se
apropiaba de su mujer. Y al instante siguiente, el caos se apropió del lugar.
Por su parte, Maia se puso como loca cuando vio a Metanón atrapar a su
amiga y a Logan intentar sacarla a ella fuera del helicóptero.
—¡Jackie! —gritó desaforada, pateando los brazos de Logan que
intentaban aferrarla de las piernas. Por el rabillo del ojo observó a Jackie, que
había logrado escabullirse de las garras de Metanón y peleaba furiosamente a
puños contra él.
—¡Te vienes conmigo! —le gritó Logan fuera de sí.
—¡No tienes derecho! —bramó Maia tratando de alcanzarle las espinillas.
Pero con la agilidad propia de guerreros entrenados, Logan la asió
fuertemente de los brazos y la arrastró fuera del helicóptero. Al depositarla en
el suelo, la giró hacia él para que lo mirara y también para aferrarla mejor,
pero Maia, con toda la rabia acumulada, le pegó un tremendo puñetazo en la
mandíbula con las dos manos unidas. Ella misma se asustó de la fuerza que
descargó en aquel rostro. El guerrero trastabilló hacia atrás, sin llegar a caerse
desplomado sobre el suelo, pero fue suficiente para que Maia se librara de él
y saliera corriendo a ayudar a Jackie, que rodaba con Metanón en el suelo.
Maia se abalanzó sobre ambos, tratando de doblegar al caminante rubio, pero
no duró mucho, ya que Logan la tomó por el cuello del vestido desde atrás y
la levantó. Maia se giró e intentó pegarle de nuevo pero Logan, harto del
juego, le calzó un puñetazo cerrado en el rostro.
—Maestro, por favor, libéreme —gritó el niño con las mejillas repletas de
lágrimas—. No soporto más —gimió apesadumbrado, contemplando las
llamas del fuego que crepitaba delante de él.
El rostro bronceado de ojos verdes lo miró con compasión.
—¿Recuerdas demasiado?
El niño rompió a llorar; imágenes embebidas en matices naranjas, rojos y
amarillos circulaban delante de sus ojos como si danzaran, y cada una de
ellas representaba episodios contundentes de su vida que justificaban su
decisión.
—¿Sabes por qué estás aquí? —preguntó el Maestro, que resplandecía en
su túnica verde, impregnado en aroma a mirra.
El chico, que ya no era un niño sino un adolescente, lo observó desde sus
profundos ojos oscuros como la noche que se cernía sobre ambos.
—No quiero recordar más.
—Podrías hacerlo.
—Lo intento, pero al final no puedo.
—Sucederá cuando perdones.
—Es imposible.
—Entonces más difícil te será alcanzar tus sueños.
—No creo en ellos. Son artimañas creadas por mentes idealistas y
perezosas.
Su Maestro sonrió.
—Incluso los idealistas y perezosos tienen derecho a perdonar y ser
perdonados.
—Quiero que me arranque de esta oscuridad.
—Entonces ilumínate.
—¿Cómo puedo hacerlo? Llevo demasiadas marcas de mi pasado.
—Solo hay una manera.
—¿Cuál?
—Amándote.
El joven, que ahora era un adulto, rompió a reír.
—No sé lo que es el amor. Jamás lo tuve.
—Está presente en ti, pero has priorizado tu ceguera. —El joven quiso
gritarle, pero se detuvo al observar a su Maestro acercándose con un cáliz
en la mano—. Entonces aquí está lo que buscas. Has elegido el camino más
duro —dijo gravemente el Maestro, extendiendo la copa hacia él.
—Que así sea —contestó. Y bebió.
Un grito de furia aplastante provocó el estallido de unas llamas,
elevándolas a las alturas; la oscuridad fue envuelta por un abrazo granate
cuando un mar de lava comenzó a caer desde la cúspide y pudo ver en él el
reflejo de su propia imagen. Un dragón. Con cada rugido que la bestia
emitía, las llamas de fuego escupidas de su boca incrementaban la bravura
de la corriente abrasiva que pulverizaba lo que se interponía en su cauce.
A lo lejos, divisó una figura recubierta por un manto oscuro que le gritaba
rogando que la rescatase. Corrió hacia ella, estirando las manos para
hacerlo. Cuando contempló aquel rostro, un dolor agónico retrajo su
corazón y se apartó, dejando que la lava la sepultara en un abrazo eterno.
Cubrió los gritos desgarradores con sus propios bramidos y se alejó
corriendo de aquel lugar lleno de tinieblas.
Había salido a toda prisa esa mañana a buscar a Astos. Había dormido
muy poco y necesitaba hallar nuevas respuestas después de la extraña charla
que había tenido con Maia y esperaba que Astos, finalmente, se las diera sin
utilizar ninguno de sus subterfugios.
Mientras conducía, Damián no podía quitarse de la cabeza la noche que
había pasado con Maia. Se le erguía la polla de nuevo cuando volvía a
recordar las caricias sensuales de su señora álmica y el gusto de su cuerpo.
Era bellísima. Jamás antes había sentido tal placer y devoción por una mujer,
y sabía que se debía a lo que las profecías habían anunciado. Ya no cabía la
menor duda de quién era ella. Aún recordaba la enorme eyaculación que
había desbordado de él al contemplarla dormida a su lado y evocando la
increíble entrega que Maia había hecho de su cuerpo. Si bien existía en ella
un miedo permanente y latente hacia él, por un instante mágico, él había
logrado traspasar la muralla inquebrantable que se alzaba entre ambos. Aún
se excitaba terriblemente recordándola desnuda, sentada a horcajadas frente a
él, que había permanecido completamente vestido. Suspiró profundamente.
Su corazón latía descontrolado, como ahora, cuando volvía a recordar los
pechos redondos y erguidos que llenaban sus manos y el perfume delicioso
de su femineidad. Dios mío, y esa boca apetitosa… Mataría a quien tuviese
adelante por aquellos besos. Sin ninguna duda, por esos minutos, se había
creado una comunión tan intensa entre ambos que destrozó sin miramientos
todas las barreras que hasta ese momento se habían interpuesto entre ellos. Y
había surgido esa leve esperanza en su corazón que le susurraba que quizás,
poco a poco, podría ir ganándola.
Maia, de alguna manera, había permitido que su terror hacia él se tomara
una tregua. Y él necesitaba ganar cada segundo posible de tiempo para
conquistarla.
Porque su corazón seguía siendo inalcanzable.
Estacionó y bajó del coche. La puerta del santuario se abrió antes de que
Damián golpeara y el rostro sonriente de Astos lo recibió.
—Te esperaba —le dijo sin quitar la sonrisa de sus labios—. Ven, pasa —
lo invitó.
Cuando ingresó a la habitación lo recibió el característico perfume de las
esencias y hierbas que Astos siempre utilizaba. Tampoco faltaba el fuego en
su altar.
—Has materializado la entrada al santuario un poco lejos —se quejó
Damián.
—No te quejes. Tienes vehículo. Peor hubiese sido que hubieses venido
caminando. Aparte, necesitaba las hierbas que crecen en este lugar para
preparar una nueva medicina que he descubierto. ¿O crees que tú eres mi
permanente prioridad?
Damián sonrió. Sabía que la única prioridad de Astos era conservar el
equilibrio de la Estirpe, y era muy bueno en llevarlo a cabo.
—He tenido una charla muy extraña con Maia y necesito que me aclares
un poco lo que sucede.
Astos emitió una carcajada y le palmeó el hombro.
—Antes permíteme que te felicite.
Damián lo observó sin comprender lo que su Maestro le quería decir en
tono jocoso.
—Explícate —ordenó.
—La niña está dejando de serlo —dijo con picardía.
Damián comprendió en el acto a lo que Astos se refería. Un calor
arrollador lo envolvió.
—No te atrevas a espiarnos —siseó furioso.
—¿Pero quién te crees que soy? ¿Un mirón? Estás loco. Pero no pude
dejar de captar el enorme caudal de energía vaporosa que, súbitamente, los
envolvía a ambos. No me culpes por mi hipersensibilidad ante ti y tu destino.
—¿Quieres decir con ello que jamás seré dueño de mi privacidad? —
preguntó irritadísimo.
—Por supuesto que sí, lo que sucede es que no estaba preparado para lo
que sucedió. No esperaba una entrega de la joven hacia ti en este momento.
—Te recuerdo que me ha costado muchos meses de dolores de cabeza
conseguir un poco de cariño de Maia.
—A partir de ahora desconectaré cualquier vínculo contigo cuando te
perciba cachondo.
Damián no sabía si golpearle la cara o reír junto a su Maestro.
—He venido por otra cosa.
Inesperadamente, el semblante de Astos cambió. De parecer un joven
sonriente ahora se había transformado en la autoridad suprema que era. Si
bien casi nada de lo que proviniera de su Maestro asombraba a Damián, la
frialdad de su mirada cuando debían hablar de cuestiones importantes, aún lo
hacía. Y esta era una de ellas.
—Maia me ha dicho que ha percibido los gritos de una bestia en su
interior.
La expresión del rostro de Astos le indicó a Damián que el sanador iba
decodificando cada una de las palabras que él emitía.
—Merece la oportunidad de enfrentarse a ello —replicó luego de un rato.
—Y también dice que ella puede curarla.
Astos lo observó con los ojos entornados. Damián conocía esa expresión
al dedillo: estaba buscando la respuesta más adecuada.
—En tu señora álmica hay una complejidad genética que me imposibilita
darte una respuesta precisa.
—Ya sabes que es híbrida como su hermana Aniel.
—A ello me refiero. Pero ten paciencia porque ella es como tú.
—¿A qué te refieres? —quiso saber.
—¿No te has dado cuenta aún? —preguntó su Maestro, asombrado.
—¿Es Maia una silverwalker?
—Esa no es la verdadera pregunta.
—Astos, no empieces…
—Pregunta lo que de verdad quieres saber.
—Ya lo he hecho.
—No. Tú sabes la respuesta acerca de la pregunta que aún no has
formulado.
Damián no comprendía bien lo que Astos intentaba decirle; otra vez
intentaba desafiarlo a ir más adentro de sí mismo para hallar las respuestas.
—Dame otra pista, por favor.
Astos lo miró detenidamente, como evaluando si hacerlo o no. Finalmente,
murmuró:
—Maia es tu señora álmica, pero está unida a ti por algo más.
Damián chasqueó irritado. Este tipo le hacía siempre lo mismo: usaban
una enormidad de tiempo para descifrar las cosas de las que hablaban.
—Astos, he venido a ti porque temo que lo que existe en mí perjudique el
camino del reconocimiento. Si bien es verdad que he logrado que ella se
acerque mínimamente a mí, sé que se alejará de la misma manera todas las
veces que sean necesarias.
—Sé concreto, Damián.
Este suspiró.
—¿Qué pasará con la bestia que hay en mí si reclamo a Maia como mi
señora álmica?
—Nunca antes te habías cuestionado esto, Damián. Pensé que era un
hecho para ti que contigo venía el paquete completo y que ella debería
aceptarlo tal cual.
—En ese momento no me sentía de esta manera.
—Ahora el que debe explicarse eres tú.
—Estoy enamorándome sin remedio de Maia.
Astos lo observó detenidamente durante un rato hasta que finalmente
susurró:
—A ti y a tu bestia les pasará lo mismo que a ella.
—¿De qué hablas, por Dios?
—¿Cómo puedes no darte cuenta de lo que tienes al frente de tus narices?
—interrogó Astos, levantándose impaciente. Era casi de la misma altura que
Damián, aunque de una estructura muscular más delgada, pero cuando lo
miraba de aquella manera, Damián se sentía un insecto—. Me defraudas,
caminante.
Damián se inclinó y aferró un pedazo de leña, que arrojó al fuego. Debía
tener las manos ocupadas, o de lo contrario las usaría para retorcerle el cuello
al tipo que tenía adelante. No lo soportaba cuando jugaba el papel de
enigmático.
—Tú ganas, Astos. Lo intentaré.
Su Maestro sonrió. ¡El muy desgraciado! Damián evaluó mentalmente la
charla que habían tenido.
—¿Estás queriendo decir que Maia tiene algo que ver con la bestia que
hay en mí, Astos? —Este volvió a remover el fuego, y las llamas fuertes y
coloridas se volvieron más intensas y el aroma a mirra le impregnó las fosas
nasales—. ¿Quizás ella me ayudará a vencerla?
—Quizás, pero no es eso a lo que me refiero. Hay algo más por lo que
deberán atravesar.
—Si yo la reclamo, temo que huya de mí definitivamente cuando me vea
transformado. Debo vencer a la bestia antes.
El semblante de Astos se volvió duro.
—Otra vez te alejas de lo verdadero. Tu bestia no tiene límite de tiempo,
Damián. Nadie sabe cuándo será el momento en que estés listo para
eliminarla de tu vida. Pero tu señora álmica está ahora frente a ti. Y es ahora
cuando debes enfrentarte a lo que está sucediendo.
Damián se pasó la mano por la cara y la detuvo sobre la barbilla. Había
algo que debía entender y no sabía por dónde mierda empezar.
—Dame más pistas.
Astos suspiró.
—¿Qué sabes tú de la vida de Maia, aparte del hecho de que sus padres
están vivos y que su hermana es Aniel?
Damián le explicó sobre lo que la señora Ana le había transmitido: el rapto
de Maia recién nacida en manos de los caídos, la pérdida de su memoria y el
estado en que la policía la había encontrado siendo apenas una niñita.
—Y si bien manifiesta tener una personalidad absolutamente vulnerable
—continuó—, a tal punto de tartamudear cuando se siente insegura o
nerviosa, puedo asegurarte que ella es un espíritu fuerte, que ha logrado salir
adelante.
—O sea que estuvo en manos de los caídos durante mucho tiempo —dijo
Astos. No era una pregunta, sino una afirmación.
—Así parece. —Al contestar, recordó cuando él había estado presente y
empalideció.
—¿Qué crees que ello signifique?
—Dolor. Mucho dolor —siseó con furia.
—O sea que siendo una niña no solo podría haber sido torturada, sino que
también es posible que haya sido violada.
—¡Estaría muerta! Tú sabes que nadie puede tener relaciones sexuales con
nuestras señoras álmicas, o ellas morirían.
—Hay diferentes maneras de violar.
Damián lo miró estupefacto.
—¿A dónde quieres llegar?
—A la misma conclusión que tú: tu señora álmica ha sido expuesta a
mucha brutalidad.
—Entonces tú también lo captas.
—Claro que sí.
De repente, Damián sospechó lo que Astos evitaba decirle directamente.
El miedo lo atrapó, paralizándole los latidos del corazón. No, no podía ser…
—¿Me estás diciendo que ella…?
Astos lo miró con cierta tristeza.
—Es muy probable, amigo mío.
La expresión de Damián se transformó en furia. No podía ser.
—Dilo —ordenó el guerrero con la mirada glacial.
Cuando Astos lo miró con un dejo de compasión, el caminante supo al
instante que aquella mirada confirmaba lo que sus palabras expresarían a
continuación.
—Temo que lleva un legado en ella misma, Damián.
El guerrero se pasó una mano por la cara, desesperado.
—¡No! —bramó.
—Ella es una sanadora, Damián. Y quizás una silverwalker. También es
responsable de uno de los símbolos. Toda esta combinación, asociada con el
flagelo interior que ella acarrea, eleva las probabilidades.
—¡Los legados son solicitados libremente, Astos! Si ella lo hubiese hecho,
tú lo sabrías porque eres quien los otorga.
—Lo que ha venido sucediendo en los miembros de la Estirpe durante
centenas de años se ha visto modificado por la llegada de estas mujeres,
Damián. La hermana de Maia también manifestó diferencias extraordinarias
con respecto al resto de todos nosotros.
Damián comenzó a caminar alrededor del fuego, con una mano en la
espalda y la otra en la barbilla. Si lo que Astos sospechaba era cierto,
entonces, ¿qué sería de la vida de Maia?
—¡Hijos de puta! —estalló colérico, pateando algunas brasas del fuego.
Respiraba agitado, con la mirada perdida en el baile incansable que
ejecutaban las llamas. Pero de repente, sus ojos irradiaron un halo de
esperanza—. ¡Un momento! —exclamó mirando a su Maestro a la cara de
nuevo— … ella no lleva ninguna marca, ningún tatuaje en el cuerpo como mi
hermano y yo —explicó, confirmando ante su Maestro que la había visto
completamente desnuda. Pero en ese momento no le importó un bledo. La
seriedad de lo que se estaba hablando merecía la revelación de cualquier
intimidad.
—No te equivoques, Damián. Maia es una híbrida y puede que lleve
impreso el legado de otra manera.
—¿Puedes confirmar lo que sospechas? —preguntó el guerrero
evidenciando el temor que lo embargaba.
—¿Quieres de verdad que lo haga?
Damián lo miró, sabiendo que, si asentía, debería enfrentarse a una verdad
que podía ser crucial para su destino y el de Maia. Y muy dolorosa.
—Sí —contestó.
Astos cerró los ojos y comenzó a cantar en voz baja. El canto parecía un
lamento. Entró en una especie de trance y el caminante esperó.
«Por Dios, que no sea cierto», rogó mientras su Maestro elevaba más alto
la voz al cantar. De repente abrió los ojos y lo miró. Sus ojos verdes
resplandecían como lámparas de neón y el semblante tenso le dio la respuesta
que tanto temía.
—Su alma me habla, Damián. El legado fue impreso en tu señora álmica a
los pocos días de nacer. No me he equivocado.
—¡No puede ser! —exclamó choqueado.
—Pues deberás aceptar esta verdad, guerrero.
—Un bebé jamás podría haber solicitado un legado, Astos.
—Te niegas a escuchar, Damián. El legado la eligió a ella.
—No es cierto … —murmuró enajenado.
—Pues lo es. El legado eligió a Maia para ayudarla a protegerse. Todos
ustedes han tenido una Estirpe que los respaldaba en sus vidas, incluso Aniel
creció en una familia sólida, con un padre guerrero por excelencia de la
Estirpe y una madre humana que ha sabido ser estupenda. Maia, sin la ayuda
de una Estirpe por detrás, jamás podría haber sobrevivido demasiado tiempo.
Por ende, el legado debe de haber sido su verdadero guía.
—Maia ha tenido gente que la ha apoyado y la ha amado de verdad. Y no
te olvides de su propia fortaleza.
—Esa gente que mencionas llegó a la vida de Maia a sus diez años,
Damián. ¿Cómo pudo sobrevivir los años anteriores? ¡Era tan solo una
chiquilla! Coincido en que Maia es más fuerte de lo que parece, pero la
situación en la que se hallaba era desesperante.
—Sabemos que hay un caído que se hizo cargo de Maia cuando fue
secuestrada siendo un bebé. Quizás ella no sufrió tanto como creemos…
—Sí, el mismo que está reorganizando a los caídos para volver a atraparla.
—Astos sacudió la cabeza de un lado a otro—. ¿Ahora quieres hacerme creer
que ese caído o cualquier otro pudo haber sido un buen padre o una buena
madre para ella? ¡Ellos nos cazan para alimentarse de nuestras energías,
Damián! Y a Maia, con más razón, por el símbolo a la que está ligada. Me
sorprende tu negación, guerrero.
Damián respiró hondo y asintió finalmente. Era un imbécil al negarse a
aceptar lo que era innegable, pero aquella verdad lo aterrorizaba.
—Tienes razón, Astos. Igualmente, aunque el legado haya sido el gran
escudo protector de Maia, nada garantiza que se active alguna vez —expresó
Damián con la voz fría y afilada como la hoja de una navaja.
—Es verdad, pero un legado jamás ha dejado de activarse desde que yo
tengo memoria. Y si bien ella es una híbrida con una genética diferente del
resto, no creo que logre detener la manifestación de aquello que ha existido
desde milenios en nuestra raza.
—Dios —susurró.
Astos dejó que Damián jurara y descargara su impotencia. Aquello
complicaba el camino del reconocimiento aún más.
—Escucha, Damián. Más allá de todo, eres el señor álmico de Maia y tú
más que nadie debes estar a su lado si la activación se lleva a cabo.
—¿Y qué pasará con nosotros si llega a ocurrir?
—Es algo que no puedo responderte, caminante, pero vale la pena
averiguarlo. Lo único que te pido es que luches ante lo que se avecina y que
salgas adelante.
—Lo haré, pero hasta entonces, te ruego que olvidemos esta conversación.
Astos sonrió.
—Como quieras, caminante. Pero tarde o temprano tendrás que recordarla.
Ciudad de México
¿Cuánto tiempo más debía esperar?, se preguntó Ana mientras caminaba
de un lado al otro del loft, como una leona enjaulada. Necesitaba encontrar
finalmente respuestas. Habían pasado meses desde que había visto por última
vez a Damián y él aún no había dado señales de vida. Si bien ella le había
prometido esperar su llamada, ese era uno de esos días en que Ana tenía
esperanza de que algo sucediese porque, de otra manera, corría peligro de
perder irremediablemente la cordura.
La relación con Lautaro era ambivalente después de aquella noche donde
ella se había otorgado algunos permisos con él; por momentos eran muy
buenos amigos y en otros se habían prodigado algunos besos y caricias
sutiles.
Lautaro se alojaba en un hostal a pocas cuadras del loft donde ella residía,
y venía a verla todos los días. Ana le había dado un juego de llaves del
apartamento, por lo que podía entrar y salir a su voluntad. Era un ser precioso
con ella: la atendía, la cuidaba y la devoción que le prodigaba era genuina.
Pero ella aún no estaba preparada para una nueva relación y era lo que había
intentado explicarle al amigo de su esposo. Él la comprendía y le había
prometido ir con cuidado y, sobre todo, esperarla el tiempo que fuese
necesario hasta que ella les permitiera a ambos intentar construir una
relación. Entre sonrisas, Lautaro le había dejado claro que él la había
esperado toda la vida y, por ende, esperar un tiempo más no le afectaría en
absoluto.
Pero ella no podía prometer nada.
Además, ahora el problema era otro. Uno contundente y que la tenía casi
sin dormir de preocupación. Cuando tres semanas atrás, la hermana Lucía le
había telefoneado para avisarle que Maia, finalmente, había regresado esa
tarde a la fundación y le había asegurado que la chica estaba bien y que, en
ese mismo instante, se encontraba dando clases de danza en una academia
ubicada en Barrio Polanco, ella, apenas había colgado, comenzó a debatir
consigo misma acerca de respetar el pedido que Damián le había hecho o no,
ahora que tenía a su hija al alcance. Mientras lo hacía, había recibido un
nuevo llamado de la religiosa, esta vez desesperada, en el cual le había
explicado que Maia, en la academia, se había visto envuelta en una tremenda
pelea con un hombretón con un extraño tatuaje en la cara. El hombre había
perseguido a Maia fuera del edificio y, desde ese momento, no tenían noticias
del paradero de la joven. La hermana le aseguró que la descripción que el
personal había hecho de ese hombre coincidía con la de un sujeto que había
perseguido a Maia un tiempo atrás, pero en la fundación; y a quien los niños
y las monjas habían atacado de tal manera que Maia había logrado escapar.
« Damián », pensó Ana.
Tuvo que recurrir a todo su aplomo para calmar a la hermana y preguntarle
si ya había telefoneado a las autoridades. La hermana le aseguró que no lo
había hecho aún, porque primero había querido hablar con ella, ya que
abrigaba la esperanza de que supiese algo de Maia.
Ana se valió de las palabras de la religiosa para distorsionar la realidad. Le
explicó que Maia la había llamado por teléfono y le había asegurado que no
solo había conseguido escapar del hombre sino que estaba perfectamente
bien.
—¡Oh, gracias a Dios, señora Ana! —había exclamado la hermana, llena
de júbilo—. Por lo visto, la niña consiguió su número de teléfono, ya que yo
jamás llegué a entregárselo.
—Seguramente gracias a alguna de las amigas, hermanita. Todas ellas me
conocen, y también mi número telefónico, aunque yo desconozca los de ellas
—dijo Ana, mortificada por mentir tanto.
—Me deja tranquila, entonces. Yo había salido a visitar unos hospitales de
niños en el mismo momento en que Maia llegó a la fundación y luego partió a
dar clases. Seguramente, cuando ella regrese, nos pondrá al tanto de todo.
Las alarmas interiores de Ana comenzaron a sonar de nuevo. No sabía
dónde estaba su hija y Damián aún no se había comunicado con ella. ¿Y si
Maia no volvía a la fundación? ¿Y si lo hacía y la hermana se enteraba de que
ella había mentido tan inescrupulosamente?
Consciente de que un llamado de la hermana a las autoridades complicaría
el trabajo de Damián y, por ende, la reunión de ella con su hija, Ana se había
visto obligada a mentir de nuevo y a confiar en el desempeño del
silverwalker.
—Maia viene camino hacia mi loft, hermana, así que no se preocupe. Ella
está en buenas manos —le había respondido. Tenía que ganar tiempo como
fuese y, cuando llegara el momento, ya vería como arreglar todo este lío.
Apenas había cortado la comunicación, Ana estuvo tentada de llamar a
Damián, pero al recordar cuán terminante él había sido con respecto a la
comunicación entre ellos, finalmente no lo hizo.
Los llamados de la hermana habían continuado durante esas semanas,
porque Maia jamás había retornado a la fundación y ella ya no sabía qué otra
mentira inventar para evitar que la religiosa avisara a la policía. Pero, ¿dónde
estaba su hija? ¿Y si Damián le había hecho daño? Negó con la cabeza
rotundamente. Conocía a la gente de la Estirpe de Plata y sabía del honor y
los valores en los que se apoyaban. Y Damián no sería una excepción.
Paradójicamente, el silencio de Damián era lo único que la consolaba. Si
algo le hubiese sucedido a su hija, estaba segura de que él la habría llamado
de inmediato. Entonces, lo único que se le ocurría pensar era que Maia debía
estar escondida en algún lugar y Damián esperaba el mejor momento para
atraparla. ¡Dios! Casi no comía ni dormía esperando escuchar la bendita voz
del guerrero.
En ese preciso instante, el sonido de su teléfono móvil la sacó de sus
pensamientos. Lo extrajo de la cartera y cuando miró la pantalla, se le cortó la
respiración.
—¡Te he estado esperando por siglos! —dijo nerviosa cuando contestó la
llamada.
—Necesito que viaje a Buenos Aires, señora Ana —contestó la voz ronca
de Damián.
—Dios mío… Maia…
—La encontré. Y está aquí.
Se le llenaron los ojos de lágrimas y las piernas le temblaron; se obligó a
sentarse en el sofá para no caer.
—Dime que está bien.
—Lo está.
—¿Cuándo la encontraste?
—Hace tres semanas.
—¿La misma noche que la perseguiste fuera de la academia de danzas?
Damián no contestó enseguida. En su lugar, escuchó su respiración fuerte.
Estaba claro que el caminante no se había esperado su pregunta.
—Sí —respondió molesto.
—Entonces, ¿por qué no me llamaste antes, por Dios? —preguntó casi
gritando—. Creí morir ante tu silencio, y sin saber dónde podía estar mi hija.
Además, casi me vuelvo loca mintiendo a la hermana Lucía para que no
acudiese a las autoridades.
—Todo estaba demasiado complicado, Ana; pero ahora el camino está un
poco más despejado. O, al menos, es lo que creo.
—Escucha, ya mismo voy al aeropuerto y tomaré el primer avión que
salga para Buenos Aires.
—Llámeme antes de que salga el avión y deme los datos del vuelo, así la
espero en el aeropuerto. Y por favor, señora Ana, no le diga nada a su amigo.
Debe venir sola.
—No te preocupes.
—Venga preparada y fuerte porque hay muchas cosas que poner en su
lugar.
—Hoy me levanté sabiendo que este día debía traer respuestas, hijo. Y no
me he equivocado.
—La espero, entonces. No demore un minuto más.
Ana voló a su dormitorio y empacó una muda de ropa, al mismo tiempo
que hablaba con la hermana Lucía para avisarle que Maia y ella viajaban a
Argentina. Era la primera vez en todo este tiempo en que mentir no le
generaba culpa porque, si bien lo que comunicaba no era cierto, tampoco
estaba demasiado alejado del hecho de que ella y su hija finalmente estarían
juntas.
Suspiró y se secó las lágrimas de las mejillas. A continuación, tomó una
hoja de papel y un bolígrafo para escribir:
«Querido Lautaro: viajo a Buenos Aires. Me comunicaré con usted cuando
sea el momento oportuno. Y por favor, no me busque. Le estoy
profundamente agradecida por todo, y quiero que sepa que sinceramente lo
quiero mucho».
Colocó la hoja de papel en el centro de la mesa y, sin demorar un segundo
más, partió al encuentro de su hija.
Buenos Aires
La figura descomunal de Damián sobresalía entre las personas que iban de
un lado a otro en el Aeropuerto Internacional de Ezeiza. Ana sonrió. Era
imponente, no solo por la cabeza casi rapada y por la trenza que le caía por la
espalda, sino también por la mirada fría y oscura que destacaba de su tatuaje
y que parecía escanear cada rincón del lugar y cada rostro que se cruzaba en
su camino. Iba vestido de negro, como era su costumbre, y parecía ajeno a las
miradas, mezcla de temor y fascinación que, sobre todo las mujeres, le
enviaban.
Cuando la vio, se acercó a ella y le tomó la maleta de la mano.
—Venga conmigo, por favor —le dijo en tono severo. Aunque había
incluido el “por favor”, Ana sabía que lo hacía solo por respeto. El caminante
no toleraba nada que no se hiciese como él deseara.
—Cuéntame de ella —pidió Ana, sin poder controlar su ansiedad.
—Aquí no. Vayamos al coche.
Ana lo siguió casi corriendo debido a las zancadas que daba el caminante.
Una vez en el estacionamiento del aeropuerto, Damián le abrió la puerta del
acompañante y la invitó a subir al vehículo. Mientras Ana se ubicaba,
Damián rodeó el coche por delante para hacer lo mismo. Y al instante partían
raudamente.
—La llevo a un hotel de Capital Federal, Ana.
—¿Está Maia allí? —preguntó ella con ansiedad.
Damián negó con la cabeza.
—Está en nuestra guarida del Delta.
El semblante de la mujer se volvió taciturno.
—Entonces llévame allí.
Damián volvió a negar.
—No puedo. Hay muchas cosas que debemos aclarar primero.
—Entonces ponlas en claro ahora, porque yo no pienso separarme de mi
hija ni un minuto más —replicó Ana, molesta.
—Usted no comprende…
—El que no comprende eres tú —lo interrumpió Ana, haciendo evidente
que su umbral de paciencia había sido traspasado—. Solo podrás hacerlo
cuando algún día seas padre.
Damián juró por lo bajo; necesitaba que la mujer entendiese.
—Ana, escuche, todo está muy complicado y necesitamos un poco de
tiempo. La llevaré al hotel hasta que las circunstancias vuelvan a la
normalidad. Le prometo que solo serán unos días.
La mujer lo miró con sorna.
—¿Como cuando me dijiste que habías encontrado a Maia hacía tres
semanas? Damián, te esperé desesperada durante todo este tiempo. No puedo
esperar más.
—Pero ahora todo es diferente porque Maia está conmigo y no
desaparecida. Necesitamos encontrar el momento oportuno para que ustedes
se reúnan. Además, no solo es eso.
—¿Qué me quieres decir?
El sonido del teléfono de Damián interrumpió la conversación. Apenas lo
hubo atendido, su semblante cambió y, luego de emitir unas pocas palabras
con voz glacial, cortó. Al instante, clavaba a fondo el acelerador.
—¿A dónde vamos, Damián? —preguntó Ana, preocupada.
—Escuche, sus deseos se han cumplido porque no puedo llevarla al hotel.
Los caídos están atacando nuestra guarida en el Delta, por lo que no debo
perder ni un instante. La dejaré en la casa de un amigo.
—¡Yo no me muevo de aquí! —gritó Ana fuera de sí.
Damián la miró con una mirada tan letal que la mujer palideció.
—Si la llevo a la guarida, complicará todo.
—¡Allí está mi hija!
Damián golpeó el volante con furia.
—¡No puedo arriesgarme a llevarla conmigo, Ana! Los caídos podrían
atraparla a usted también y no podemos permitirnos ese lujo. La casa de mi
amigo queda muy cerca de la guarida, por lo que cuando todo haya
terminado, la buscaré.
Ana colocó sus dos manos sobre el rostro, desesperada. Quizás debía hacer
caso al caminante. Pero su hija, por Dios, quería estar con ella.
—Está bien, Damián —aceptó de mala gana quitándose las manos del
rostro—. Tú ganas. Pero búscame inmediatamente después de que toda esta
locura haya culminado. No te perdonaría que me privases un segundo más de
estar al lado de mi hija.
—Es una promesa.
Ana corría con todas las fuerzas de su cuerpo, esperando salvar a sus hijas.
—¡Mis hijas no, Dios mío! ¡Otra vez no! —gimió desesperada en medio
de un humo agobiante que comenzaba a extenderse por todas partes, producto
de las explosiones emitidas por las poderosas armas de ambos bandos. Hacía
tan solo un instante que había visto la imagen de Aniel, y Astos le había
gritado que ella estaba viva. ¡Virgen Santa! Un sollozo ahogado salió de su
garganta, mientras miraba hacia todos lados esperando encontrar algún rastro
de Aniel y Maia. Tenía que hallar a sus dos hijas o se volvería
irremediablemente loca.
Una bomba, o algo parecido, detonó cerca de ella, y la obligó a
abalanzarse al suelo. Lentamente, levantó la cabeza y le resultó casi
imposible distinguir nada delante de ella debido al resplandor de las llamas
embravecidas y al humo que se le metía en los ojos. Se pasó el dorso de la
mano por los párpados mientras escuchaba los gritos agónicos de los heridos
que parecían provenir de todas partes. Sin poder evitar un sollozo ahogado,
Ana se levantó tambaleante y se echó a correr nuevamente. Escuchó los pasos
de alguien que la seguía y la adrenalina de su cuerpo le dio un nuevo impulso
a sus piernas. Estaba aterrada. Ella no era una mujer entrenada, pero el
instinto de madre la ayudaría a enfrentarse contra lo que fuese para salvar a
sus dos cachorras.
Farfulló furiosa mientras seguía corriendo; escuchaba los pasos que se
acercaban a ella cada vez más. Atravesó el descampado sin hallar señales de
sus hijas e incapaz de llamarlas por temor a que quien la perseguía se lanzara
sobre ellas. Primero debía deshacerse de esa sombra siniestra que iba por ella.
«¿Qué hago?», se preguntó atormentada por los pasos ágiles y flexibles,
que se hacían más pesados a medida que se aproximaban.
Y ella era la presa.
Aterrorizada, siguió corriendo hasta que detectó unas figuras que luchaban
furiosas unas contra otras.
«¡Por Dios, caminantes, vengan!», gimió en su interior.
Cuando se aproximó al escenario de la pelea, se topó nuevamente con
Aniel, que luchaba intensamente contra una mujer y un hombre enormes. Al
mismo tiempo y, sin esperarlo, surgieron entre las llamas que abrasaban el
lugar un grupo de alrededor de diez caídos. Era el final de ellas. ¿Qué podía
hacer?
«No me importa morir, pero a mis hijas nadie las toca», se prometió.
Se detuvo un instante y emitió un grito, que salió de la furia de una madre
que protege a sus vástagos. Atacaría a esos desgraciados con las únicas armas
que tenía: las uñas, los dientes y todo lo que fuera posible usar de su cuerpo.
Se abalanzó sobre uno de los caídos que luchaba contra Aniel; cayó sobre
su espalda y le envolvió la cintura con las piernas, como si fuera una mochila,
y se aferró a la cabellera. El caído comenzó a girar sobre las piernas tratando
de sacársela de encima, pero Ana estaba decidida a destrozarle la cara. El
sujeto se sacudía como si fuera un caballo cuyo jinete lo intentaba domar,
pero Ana se aferraba a su cuello con todas las fuerzas de su alma. Y sin
piedad, le mordió la oreja. El tipo gritó desaforado de dolor, ya que Ana
estaba dispuesta a comerse la oreja completa si era necesario.
Mientras libraba la batalla con el caído que seguía gritando, escuchó un
estallido de látigos acompañado de alaridos furiosos. Por el rabillo del ojo
detectó a un joven de cabello aleonado, a otro de aspecto realmente temible
con el pelo sostenido en una media cola de caballo y una serpiente tatuada en
la mejilla izquierda y, finalmente, a Damián, que se sumaban a la pelea. Ana
sonrió. El de la media cola llevaba un par de látigos en sus manos, mientras
que el de pelo aleonado y Damián iban armados con navajas y, sabía Dios
qué más llevaban bajo sus chaquetas.
Repentinamente, el caído que ella montaba logró aferrarla del cabello y
tiró de ella hacia adelante con tal fuerza, que Ana no pudo aguantar más. Le
debilitó el abrazo y fue la oportunidad que el caído necesitó. La tomó del
cuello y la volteó por delante de él. Ana impactó en el suelo, de espaldas, con
toda la fuerza que el caído había imprimido en el envión, y quedó aturdida.
Súbitamente lo tuvo a horcajadas sobre ella, chorreando sangre por la oreja.
Ana reaccionó con salvajismo y se abalanzó contra él con los ojos cerrados.
Y ya no fue consciente de lo que sucedió. Lo único que percibió fue la
respiración del tipo sobre ella, y una fuerza brutal que se descargaba sobre su
cuerpo. Se sintió inmunizada, totalmente ajena a cualquier dolor.
Un bramido estridente y escalofriante de algo muy poderoso, que advertía
sobre su llegada, se escuchó en medio de los alaridos de los combatientes.
Al instante, el peso sobre ella desapareció y oyó el ruido de unos
puñetazos que hacían crujir huesos humanos. Alguien la había ayudado. Pero
cuando abrió los ojos, lo único que pudo distinguir fue un fuego, de una
envergadura como nunca antes había visto, que avanzaba destruyendo todo lo
que se interponía a su paso, indiferente a los hombres y mujeres que corrían
en diferentes direcciones para evitarlo.
¿Qué era aquello, por Dios? Rodó sobre su cuerpo y se enderezó sabiendo
que no tenía mucho tiempo, ya que los rugidos de ese algo se oían cada vez
más cercanos.
—¡Aniel! ¡Maia! —llamó desesperada en medio de los gritos de la gente.
Las flamas bravas y crecientes del fuego comenzaban a extenderse a un radio
cada vez mayor, impidiéndole distinguir hacia dónde debía ir.
Se lanzó, atormentada, hacia algún lugar confiando en que Dios la
ayudaría a encontrar a sus pequeñas. Pero no llegó lejos. Unos brazos fuertes
la envolvieron y la alzaron desde atrás, provocando que su espalda se
incrustara contra un pecho de mármol. Gritó como una loca, retorciéndose
violentamente, pero una mano enguantada y poderosa le cubrió la boca y la
alejó del lugar.
—¡Mis hijas! —intentó decir, pero lo único que salía de su boca eran unos
pobres sonidos guturales detrás de aquella mano espantosa que la
amordazaba. Se volvió a sacudir con todas las fuerzas que le quedaban e
intentó agarrar el cabello del tipo que no podía ver. Este era implacable, de
una fuerza extrema, y se sintió como un ratón luchando contra un elefante.
Logró morderle la mano, pero con la protección del guante, poco daño pudo
hacer. Pataleó en el aire, tratando de pegarle en las piernas, pero era como
combatir contra una muralla de hierro que, rápidamente, la alejaba cada vez
más de sus hijas. No supo durante cuánto tiempo la transportó de esta
manera, pero lo que sí pudo ver fue que el escenario ante ella había cambiado
y un arroyo increíble se asomaba entre los árboles.
«¡Mis hijas, por Dios! ¡No podré volver a verlas porque este infame me
ahogará!», gritó por dentro, completamente desesperada. Ante esta terrible
idea, Ana adquirió una fuerza extraordinaria que desconocía en ella misma y
comenzó a luchar de manera feroz. Peleó como una leona contra el cuerpo del
hombre que la retenía con una fuerza superior y que seguía caminando
apresuradamente con ella entre sus brazos, intentando neutralizar su ataque.
Aumentó las embestidas y, sin saber cómo, de repente estaba libre.
Giró iracunda sobre los talones y se abalanzó sobre el pecho enorme,
cubierto con una chaqueta de cuero negro. Atacó a la figura siniestra
sabiendo que era su fin. Jamás podría vencerlo pero, al menos, le libraría la
mejor pelea de su vida, defendiendo a sus hijas.
Quiso arañar el rostro oculto por la noche pero, en vez de ello, se encontró
sumergida en un abrazo descomunal y atacada por una boca llena, que la
besaba con un calor absolutamente demoledor. Intentó luchar, pero no pudo.
Todo su cuerpo se había detenido, salvo su corazón, que palpitaba
descontrolado.
Cerró los ojos y se dejó llevar.
No comprendía lo que sucedía, salvo que, de repente, se sentía segura. El
tipo la besaba enfebrecido, reclamándola, y ella, simplemente, no podía
resistirse a lo que se hilaba entre ella y el sujeto. Y lo que en principio fue
terror, de repente se transformó en certeza: Ana había regresado a casa.
La besó como un loco. Había soñado con este momento desde hacía más
de siete años. Se la veía tan hermosa, tan increíblemente feroz defendiendo a
sus hijas, que lo conmovió sobremanera. Él había destrozado la mandíbula y
el cuello del caído cuando lo había visto golpearla de manera salvaje. Pero
ella no se había amilanado y hasta lo había enfrentado a él. Era la primera vez
que habían medido las fuerzas uno contra otro, y había sido una adversaria
digna de respeto.
—Ana, mi amor —susurró y la besó otra vez, goloso, insaciable—.
Nuestras hijas están completamente a salvo. No te preocupes. —Ella no abría
los ojos, pero el miedo había dado lugar a una paz que se transmitió en los
labios rojos y, súbitamente, en aquella mirada celeste, casi transparente, que
ahora atravesaba su alma.
Ronan Mitchels sintió que su interior se derretía y todo el fuego del amor
que tanto había deseado volvía bravo, imparable. Las compuertas del dique
emocional que había construido en estos años, tratando de frenar la bravura y
la intensidad de lo que su corazón alguna vez había sentido, se abrieron
feroces.
—Ana, soy yo, Ronan —volvió a susurrar mientras le envolvía las mejillas
con las manos y la miraba con lágrimas en los ojos—. Estoy aquí, mi amor.
He regresado —murmuró. Le acarició las mejillas con los pulgares, y se
atrevió a recorrer el hematoma que se había formado debajo de uno de los
ojos.
«Maldito hijo de puta», juró por dentro. La besó con delicadeza,
abarcando con los labios cada parte del rostro afectada. Esperaba una
respuesta, pero Ana se encontraba en un estado de trance profundo. Sabía que
ella pensaba que él estaba muerto y no podía asimilar su presencia allí. E hizo
lo que mejor se le ocurrió: la abrazó nuevamente contra su pecho, con la
calidez de su amor, intentando llegar a su conciencia para que esta aceptara lo
que en verdad estaba sucediendo. Le acarició el cabello y siguió aguardando,
pero Ana se mantenía en silencio.
—Mi amor, he vuelto por ti y nuestras hijas —le dijo, apartándose un tanto
y mirándola con ternura y devoción. Al terminar de pronunciar la última
palabra, ella gritó. Y lo hizo una y otra vez.
Ronan la abrazó con fuerza y la estrujó entre sus brazos, sabiendo que Ana
necesitaba descargar todo aquello que fluía de su alma. La dejó llorar
mientras se aferraba a él clavándole las uñas en los brazos. Y los gritos se
transformaron en sollozos fuertes, bravos, amortiguados por la chaqueta que
presionaba su boca. La llenó de palabras dulces y la acompañó con su propio
llanto. ¡Dios! Cuánto amaba a esta mujer, la madre de sus dos hijas, la única
dueña de su corazón. Su señora álmica.
—¡Papá! —escuchó la voz de Aniel que lo llamaba. Ronan la observó
venir caminando apresuradamente hacia ellos, iridiscente, con toda la
adrenalina de la lucha y por haber estado intentando hallar a su madre. Al
instante surgió Gabriel, también iluminado con un brillo incandescente, que
miró aliviado a su esposa y la tomó de la mano para acompañarla.
A medida que se acercaban, Ronan miró a ambos para transmitirles que
fuesen con cuidado, ya que Ana estaba bajo los efectos de un profundo shock.
Cuando llegaron a su lado, Ana seguía llorando desconsoladamente. Aniel se
desprendió suavemente de la mano de Gabriel y se detuvo frente a ellos. Con
lágrimas derramándose por las mejillas, Aniel tomó la mano de su madre y
entrelazó sus dedos con los de ella, para acercarlos a sus labios y besarlos.
—Madre querida —susurró Aniel con un sollozo ahogado. Ana se
desprendió de los brazos de Ronan y fue a los de su hija, para romper
nuevamente en un llanto desgarrador. Aniel la abrazó con fuerza, tratando de
transmitirle todo el amor que drenaba de su alma. Ronan se sumó al abrazo y
lloró junto con ellas por tantos años de búsqueda, destrucción y sueños
quebrados por la mano de hierro de un enemigo despiadado; un enemigo que
no había contado con la supervivencia del profundo amor que existía entre
ellos y que los volvía a reunir en este instante.
Una vez más, el amor y el anhelo irrevocable de cada ser viviente
demostraba ser la fuerza de atracción más poderosa del universo.
No sabían cuánto tiempo había pasado desde que se habían perdido en esa
energía curativa, pero al volver en sí estaban seguros de algo: hacía mucho
tiempo que no se sentían tan bien como en ese instante.
—Vean… —murmuró Gabriel, que apuntaba con el dedo. Donde Maia
había yacido con el dragón, ahora lo hacía con Damián, desnudo, ambos
dormidos uno en brazos del otro.
—Damián regresó—murmuró Ruryk absorto—. La transformación se está
llevando a cabo sin ningún tipo de dolor. Tampoco tiene una gota de sangre
mercurial en el cuerpo o el rostro…
—Maia es una sanadora, Ruryk —susurró Astos, sumándose a la
conversación—. No hay duda de ello. Se lo aprecia completamente tranquilo
y en paz.
—Pero entonces…
—Ella es la cura de Damián —dijo Gabriel en voz baja, sin dejar de
observar a la pareja. Eran testigos atónitos de los cambios que se llevaban a
cabo en el caminante.
—No… no puedo creer lo que mis ojos ven… —balbuceó Ruryk—. Solo
tengo memoria del sufrimiento que Damián debía atravesar cada vez que las
escamas le desaparecían del cuerpo y los músculos volvían a su tamaño
normal. Hoy ha sido diferente.
—Entiéndanlo, amigos —exclamó Gabriel—. Nuestras mujeres nos
completan y nos elevan, así como nosotros a ellas.
—Exacto —asintió Astos—. Fíjense en lo que ha sucedido: Maia no solo
logró que el dragón la esperase para transformarse en caminante, sino que
además, como Ruryk ha dicho, su presencia ha evitado la agonía que siempre
ha precedido a la transformación.
—¿Y ahora? —preguntó Triel.
—Yo me retiro de este jardín —contestó Astos—. Maia y Damián tienen
que decidir qué hacer el uno con el otro.
Los caminantes lo miraron por un rato y finalmente asintieron. Y lo último
que observaron, antes de que la figura virtual desapareciera, fue al caminante
oscuro envuelto en los brazos de la ninfa blanca.
CAPÍTULO 35
—¿Por qué estabas tan enojado conmigo cuando te dije que te respetaba?
—preguntó Maia en voz muy baja, mientras Damián y ella degustaban el
placer que sobrevenía a la culminación del mutuo deseo. Yacían acostados en
el jardín de Astos, lleno de flores y estrellas, al lado de una cascada de agua
donde habían nadado un rato y vuelto a hacer el amor. En realidad, lo habían
hecho tantas veces durante la noche que estaban completamente agotados.
Pero Maia no descansaba. Necesitaba saber más.
—Porque cuando te quedaste en silencio ante mis preguntas, pensé que me
estabas rechazando. La ira surge del miedo, Maia. Y yo tenía miedo de que
me abandonaras.
—Lo dije en serio, Damián.
—Ahora lo sé.
Maia le dio un beso en la mejilla que le produjo al caminante un profundo
bienestar. Ella era el ser más dulce que había conocido.
—Debo hacerte… una pregunta.
Damián le dio un beso en la punta de la nariz.
—Adelante, soy todo tuyo.
Maia apoyó la mejilla en su pecho, pero ninguna palabra salió de sus
labios. El cuerpo de Damián se tensó. Aquello era una señal de que Maia
intentaba tomar coraje para hacer la pregunta, y un escalofrío recorrió su
cuerpo.
—¿Por qué… estabas allí… aquella noche? —Lo dijo apenas en un
murmullo, mientras le acariciaba el bello del pecho con los dedos. Damián
hacía lo mismo con la cabellera tupida de ella, que envolvía, como un manto,
el costado de sus cuerpos. Más de diez meses, pensó Damián. Había llegado
el momento más temido, y no estaba preparado para responder. Pero le debía
a Maia las respuestas que buscaba.
—Hacía tiempo que sospechaba de la existencia de traidores de la Estirpe
y había decidido investigar por mi propia cuenta la veracidad de esta
sospecha. Esa noche, me infiltré entre los caídos sabiendo que si había algún
traidor, lo más probable era que lo encontrase en una de las guaridas de
nuestros enemigos. El único objetivo de mi misión era constatar que mis
dudas eran ciertas, por lo que no podía detenerme a rescatar a ninguna
víctima. De haberlo hecho, habría originado una batalla innecesaria a los
objetivos de la misión. Lo que menos me imaginé fue que precisamente esa
noche la víctima que tendría ante mis ojos serías tú. —Damián captó al
instante cómo el cuerpo de su señora álmica se tensaba y supo que debía ir
con cuidado. Si lograban atravesar este momento, quizás ellos tuviesen,
finalmente, la posibilidad de sanar el pasado y comenzar a construir el futuro
que él tanto anhelaba—. Lamentablemente, en ese momento yo no sabía nada
acerca de las profecías y lo que estas revelaban en torno a nuestras señoras
álmicas.
—No… comprendo—dijo Maia con el cejo fruncido.
—Por favor, permíteme seguir explayándome.
—Por… supuesto.
—Esa noche, al no dar con ningún miembro de la Estirpe entre los caídos,
debía apresurarme a darme a la fuga. Pero al verte en la camilla donde te
tenían atada, sentí un dolor profundo que me laceró el pecho. Ni siquiera
cuando rescatamos a mi hermano Triel sentí aquella agonía. Esa agonía de la
que te hablo me ha perseguido desde ese macabro instante en que debí dejar
aquel lugar sin poder llevarte conmigo, hasta que te encontré de nuevo. Al
principio no podía explicar la razón de esa obsesión. Estabas en mí a cada
instante, no podía sacarte de mis pensamientos y, por más que lo intentaba, tu
imagen se había imprimido en mi mente y en mi alma como una huella
digital. En un primer momento pensé que estaba loco y no me atreví a
hablarlo con ninguno de los otros caminantes, pero cuando los jerarcas de la
Orden Superior se expidieron, explicándonos de la existencia de las mujeres
que serían nuestras señoras álmicas, la duda se instaló en mí. ¿Y si tú eras
una de esas mujeres? ¿Y si eras la mía? Una angustia visceral se plasmó en
mí cuando me di cuenta de que quizás tú no habías podido sobrevivir a la
cámara de tortura de los caídos.
En medio de mi desesperación, Aniel apareció en nuestras vidas y, cuando
ayudé a Gabriel a investigar sobre ella, llegué inexorablemente a ti. Al
reconocerte y enterarme de que habías logrado escapar de los caídos, me sentí
profundamente aliviado. Pero el alivio fue momentáneo, ya que tú habías
desaparecido y nadie conocía tu paradero. Y en medio de esa incertidumbre,
sucedió aquello que confirmó quién eras tú.
—¿Qué… quieres decir? —preguntó Maia insegura. Damián sabía que era
un tema delicado, pero necesitaba expulsarlo.
—Tuve acceso a muchos videos en los cuales danzabas en diferentes
teatros de México. Los observé cientos y cientos de veces, memorizando cada
rasgo de tu imagen. Pero no solo eso, sino que además me conecté con tu
esencia de una manera indescriptible. No podía dejar de observarte. He visto
esos videos tantas veces que me los sé de memoria. Cada paso, cada salto,
cada movimiento de tus brazos, piernas, torso e incluso de tu cabeza, los
conozco. Y a esa altura te habías transformado en algo más que una obsesión.
Eras un éxtasis para mis sentidos. Y un día, cuando danzabas de manera tan
bella y deslumbrante… sucedió lo que jamás me había pasado… Yo… —
¿Cómo podía decir aquello con palabras que no resultasen vulgares?
—¿Qué? —preguntó Maia insistente, ajena a todo.
Damián la miró y sonrió apenas.
—¿Cuál es la evidencia física de un orgasmo en un hombre, Maia?
La respuesta a aquella pregunta hizo que Maia abriera los ojos aún más.
—¿Es que … o sea … nunca te había pasado antes? —la escuchó
balbucear—. ¿Jamás habías estado con otra mujer antes que yo?
Damián sonrió ampliamente. Se sentía torpe e inseguro, pero no podía
seguir postergando la explicación más importante que le debía a Maia.
—Cuando los machos de nuestra casta copulamos, no podemos eyacular a
menos que estemos junto a nuestra señora álmica. —Observó el rostro de
Maia volverse aún más pálido que nunca antes—. Pero al hacerlo mientras
miraba tus videos —prosiguió con voz pausada—, confirmé quién eras tú. Y
entonces creí perder la razón. No tenía idea de dónde estabas y qué había sido
de ti. Lo único que sabía por Aniel era que estabas viva, pero enfrentarme al
hecho de que justamente tú eras mi señora álmica, y que habías estado a
punto de morir frente a mí sin yo haber hecho nada, casi me destruye. ¿Cómo
podía hallarte? Era como buscar una aguja en un pajar. Pero justo en ese
instante surgió una increíble posibilidad para recuperarte, ya que un agente de
la Estirpe de Ciudad de México me llamó para informarme que te había visto
ingresar en el edificio de una fundación destinada a ayudar a niños de la calle
y que era manejada por religiosas. Aparentemente vivías allí, y contribuías
con dinero ofreciendo en forma gratuita galas de ballet a beneficio. Así que
viajé a México de inmediato y, al dar contigo, se produjo aquella persecución
que culminó en el interior de la fundación con la humillante batalla con las
monjas y los niños.
—¿Por qué… sospechabas que había traidores dentro de la Estirpe?
¿Tenía ello algo que ver conmigo?
Damián suspiró.
—Aunque mis sospechas comenzaron a gestarse de a poco en mí, la
noticia de un enfrentamiento entre los caídos y miembros de la Estirpe
acaecido en Ciudad de México sin que nosotros hubiésemos dado la orden,
prácticamente confirmó mis sospechas. Y el motivo del combate habías sido
tú.
Maia levantó por primera vez la cabeza y lo miró asustada.
—¿Yo? —balbuceó.
Damián la abrazó fuertemente.
—Tú eres la encargada del segundo símbolo. Y si bien los silverwalkers
somos los únicos guerreros de la Estirpe a los que se les está permitido
hallarlos, hubo alguien dentro de la Estirpe que dio la orden a nuestras tropas
de salir a buscarte, sin consultárnoslo. Y, por lo visto, los caídos habían
tenido la misma intención.
—¿Pero… cómo sabían ustedes que yo… soy la encargada del segundo
símbolo?
—Es una larga historia que se remonta a mucho tiempo atrás. Alguien de
la Estirpe, que conocía sobre la existencia de los símbolos y sus depositarias,
cayó preso en manos de los caídos. Luego de ser sometido a una cruel tortura
durante demasiados años, finalmente confesó.
«Tu propio padre, Maia», pensó Damián para sí.
—Me asusta pensar que ha habido tanta gente que sabía de nosotras y de
los símbolos durante tanto tiempo, cuando nosotras estábamos ajenas a todo
ello.
Damián suspiró y la acomodó mejor entre sus brazos para tenerla más
cerca.
—Lo sé.
Un silencio inmaculado se instaló entre ambos. Maia ya no lo acariciaba,
sino que su mano descansaba lánguida sobre su pecho, como si tuviese temor
de moverla.
—¿Y tú… crees que soy… tu señora álmica?
Damián guardó silencio por un instante. Maia había decidido incursionar
en el tema que a él tanto le preocupaba.
—Lo eres, Maia. Por ende, tu presencia en mi vida es demasiado
importante.
—¿Puedes… ser más claro? —preguntó apoyando la mejilla nuevamente
sobre su pecho.
—Antes de hacerlo, necesito que haya paz en nuestras almas y, en
especial, necesito redimir la mía.
La escuchó respirar profundo, pero permaneció callada. Damián continuó
jugando con el pelo suave que envolvía entre sus dedos. Maia necesitaba
tiempo para reflexionar. Al menos ella ya no salía corriendo de su lado
apenas lo veía, y además conocía el terrible secreto que lo acompañaba.
Había sido tan valiente que se sentía conmovido.
—¿Acaso crees que no te he perdonado? —murmuró finalmente sobre su
pecho.
—¿De verdad me lo preguntas? —contestó emitiendo una suave sonrisa.
La acercó más a él, para apoyar el mentón sobre su cabeza y así estrecharla
más fuertemente—. Claro que no. No sé si yo hubiese podido hacerlo. Pero
pídeme lo que quieras, incluso que desnude aún más mi corazón. Si ese es el
precio de tu perdón, lo haré todas las veces que sean necesarias.
La mano de Maia había comenzado a acariciarle nuevamente el pecho con
suavidad mientras él hablaba.
—No quiero… que haya un precio en todo esto que ha sucedido entre
ambos, Damián, ni pretendo que lo pagues, pero es importante para mí saber
qué es lo que en verdad deseas de mí. Me has dicho muchas cosas, algunas
muy confusas, y realmente no logro comprender qué es lo que te une a mí y
por qué luchas para que yo te libere de tu agonía interior.
—¿Te olvidas de tu rechazo?
—En un principio fue así, pero ahora es diferente. Yo no sabía quién eras
y solo me inspirabas temor y mucho dolor. ¿Qué esperabas? Cuando te vi,
solo supe que quería estar a miles de kilómetros de ti.
—Lo sé. Y soy consciente de que hay fuertes escollos entre nosotros, pero
deseo superarlos y llegar a la meta final.
—¿Cuál es esa meta final, Damián?
—Nuestra unión.
Maia volvió a levantar la cabeza y lo miró con la transparencia sublime de
sus ojos que lo dejaba sin aliento. Y percibió nuevamente su inseguridad.
—Damián… yo… no creo que estemos destinados a estar juntos. Hay…
demasiado que sanar y curar, y nos llevaría toda la vida hacerlo. Hay… una
atracción poderosísima entre tú y yo, lo sé, pero… no es suficiente.
—O sea que jamás me perdonarás.
—Puedo perdonarte… ya mismo, pero así y todo no sería suficiente para
curar el desastre ocurrido en nuestras vidas.
—Si me perdonaras, comprenderías que aquel día, en aquella precisa hora,
en aquel exacto lugar, te encontré para ser testigo de la terrible agonía que
has vivido desde que los caídos ingresaron en tu vida. Yo soy aquel que
puede comprender como nadie lo que te carcome interiormente. Si huyes, sé
por qué lo haces y, si odias, también. Sé lo que te pasa y lo que luchas por
encontrar. Si hallas paz y alegría, también mi corazón lo siente. Lo mismo si
te percibo amar. Soy tu señor álmico y todo esto que te describo ratifica que
lo soy. Pero lamentablemente, aquella noche yo no lo sabía. Los jerarcas aún
no se habían explayado sobre el tema de nuestras señoras álmicas y, por ende,
no asocié lo que sentía en ese momento al hecho de quién eras tú en realidad
para mi vida. Solo era consciente de que me sentía peor que cuando mi
hermano cayó víctima de los caídos.
—Dios mío… tu hermano…
—Fue hace mucho tiempo, pero jamás olvidaré lo que debió padecer. Nos
llevó demasiado tiempo encontrarlo. Ellos tuvieron a Triel en su poder
durante tres años. No puedo explicarte por el tormento que lo hicieron pasar.
Quedó tan destruido que aún hoy no puedo creer que esté llevando su vida
medianamente bien. Cuando lo encontramos, estaba tullido, muerto de
hambre, flagelado y lacerado, tan acabado física y psicológicamente que no
sabíamos cómo podríamos salvarlo. Era la expresión de la máxima
degradación humana. No ha sido fácil su recuperación, pero hoy en día Triel
ha salido adelante. Y tú me recuerdas todo aquello que no pude hacer por mi
hermano en su momento. ¡Qué ironía!
Damián sintió el pecho húmedo y, cuando bajó la vista, observó que las
lágrimas de Maia eran las responsables.
—No sientas pena por mí o por Triel —la consoló con una caricia en la
mejilla—. Lo hemos superado juntos.
—Tu hermano… ¿también puede convertirse?
—Triel lleva un legado como yo, pero el de él aún no se ha activado. —La
estrechó más fuertemente—. Lo venimos superando juntos. Y, de la misma
manera, quiero eliminar lo que me separa de ti. Tu perdón sincero sería un
comienzo.
—Pero yo…
—¿Qué, Maia? —le preguntó con suavidad. Aunque dudaba, la sentía más
entera y fuerte.
—Damián… comprende que no es suficiente… con mi perdón. Se trata de
que yo… yo no podría responderte como una señora álmica de verdad. —Se
enjugó las lágrimas de las mejillas con el dorso de la mano y miró hacia el
firmamento—. Solo quiero tener una vida tranquila donde pueda danzar para
los demás —prosiguió—. Es lo único que en verdad amo. Si no hubiese
tenido la danza como profesión, jamás habría podido superar lo que he
padecido. Ha sido la catarsis que me ha permitido seguir avanzando. ¡Y los
niños! Amo a esos chiquillos de la fundación. Me gusta compartir mi vida
con ellos, acompañarlos en su crecimiento y ayudarlos a abrigar sueños y
desear un futuro próspero. Y Rosarito… tú sabes… —Lo miró—. ¡Mi tarea
me completa! ¿Dónde podrías encajar tú en ese estilo de vida? Eres un
guerrero dedicado a cazar caídos, y supongo que te has confundido con
respecto a mí. Yo no puedo ser tu señora álmica si he entendido bien a lo que
te refieres. Te lo juro, Damián… —Se detuvo y las lágrimas volvieron a caer
por las mejillas, esta vez sin descanso—. No soy yo la que debe formar parte
de tu vida —susurró—, sino una mujer que comprenda lo que haces, y sobre
todo… que te acepte tal cual eres.
—¿Te parece imposible hacerlo?
—En realidad… no entiendo tu secreto pero, aunque parezca una locura,
no me asusta ni me aleja de ti. Lo que no acepto… —Se detuvo otra vez y
volvió a limpiarse las lágrimas que abrasaban su piel. Lo contempló desde
una profundidad dolorosa, palpable y visceral—… lo que no puedo aceptar es
lo que representas —concluyó, sabiendo que le hacía daño—. Y quizás
pienses que soy una persona sin corazón al decirte esto, pero no es así. No
quiero mentirte… ni quiero perjudicarte.
—Pero reconoces que te sientes atraída a mí.
—Sí.
—¿Y no te has preguntado si quizás todo es más fácil de lo que crees?
—No.
—Escucha y, por favor, no hables hasta que termine. Después podrás dar
tu veredicto.
Maia lo miró con ternura.
—Está bien —susurró.
—Comprendo lo que me dices, pero entre ambos hay mucho más. —La
vio negar con la cabeza, casi con desesperación—. Te dije que me
escucharas… —insistió con voz grave mientras le tomaba suavemente el
rostro entre las manos—... y te ruego que tu mente no distorsione lo que tu
corazón dice. —La observó mirarlo con recelo, pero luego de un instante ella
asintió suavemente. Le soltó el rostro para tomarla de los hombros con
delicadeza—. La conexión que nos une es inquebrantable, al menos si
decidimos luchar por ella. Me has visto convertido en una bestia, Maia, y en
vez de salir huyendo me abrazaste y me diste sanación. Captas mis
sentimientos de una manera apabullante, así como yo capto los tuyos. Puedes
percibirme en cualquier tiempo y lugar, como yo a ti. Podemos percatarnos
de nuestras esencias de manera única. Y cuando nos vemos y estamos cerca
el uno del otro, nos sentimos febrilmente atraídos físicamente. ¿Has
experimentado esto con algún otro hombre?
—Yo…
—Contéstame.
—No. Pero tampoco tengo experiencia, Damián. He vivido casi oculta
toda mi vida, salvo cuando he tenido que bailar en los diferentes teatros o en
la fundación. No tengo parámetros para comprender lo que podría sentir por
otro hombre.
—Entiendo. —Trató de decir esto con el mayor aplomo posible pero,
interiormente, y ante la imagen de que Maia pudiese compartir algo con otro
macho, enloquecía de celos—. Pero desde que me conoces —continuó,
intentando parecer neutral—, si bien has intentado huir, todo te ha traído
hacia mí.
—Pero no desde mi libertad, Damián. Yo no regresé por mí misma, sino
porque me obligaste.
—Lo sé. Pero también sé que mientras estábamos separados, pudimos
percibirnos. Te sentí, Maia. Te mirabas al espejo y reconocías lo que has
visto hoy en carne y hueso.
La joven lo miró estupefacta.
—¿Cómo…?
—Por eso hoy no huiste de mí. Al mirar a la bestia, reconociste lo que
habías visto en tu interior frente al espejo tantas veces.
—Me asustas… —balbuceó apartándose un poco de él.
—No te alejes y enfréntalo de una vez. Tú y yo tenemos una conexión
indestructible, salvo que uno de los dos se niegue a aceptarla.
—Pero… —farfulló—, ¿cómo sabes… lo del espejo?
—In Lak’ech Ala K’in5.
—¿Sabiduría maya?
— Yo soy otro tú y tú eres otro yo.
—Pero, Damián, no puede ser. Yo… yo … no siento esa clase de amor del
que tú me hablas.
Escucharla decir aquello fue como recibir una trompada demoledora en el
centro del alma. Pero jamás se rendiría.
—Ese amor se expresará, Maia. Está dentro de ti, pero necesitas tiempo
para reconocerlo y, sobre todo, para abrazarlo.
—Los miembros de una pareja saben… si podrán estar juntos, Damián,
pero todo en mí… siente que no es así. No puedes obligarme a sentir algo…
que no existe.
—No lo haré. Pero nada ni nadie me convencerá de lo contrario: ese amor
que te une a mí sí existe. Y también sé que, de a poco, como el río que
desemboca en el mar, llegará a manifestarse en toda su bravura y esplendor.
Y en ese instante, recuerda mis palabras, por favor, porque será sublime.
Prepárate.
—Es… imposible. No puede ser verdad.
Damián la miró y sin darle tiempo a nada, la besó. Acalló su boca con la
suavidad de besos sabrosos, tiernos y húmedos. La abrazó y rodó con ella
para quedar encima de su cuerpo, al que comenzó a reverenciar con las
manos, la boca y el calor de su alma.
—No puede ser… —insistió Maia en un susurro con los ojos cargados de
perlas líquidas que amenazaban con fluir nuevamente mientras intentaba
detenerlo.
—Díselo a tu cuerpo.
—¿Pero no comprendes que…?
—Shhh… calla, mi amor —susurró sobre su boca—. La que tiene que
comprender y aceptar lo que ya es suyo eres tú.
5 Saludo maya de honor y una declaración de unidad: Yo soy otro tú, y tú eres
otro yo. Es un saludo similar a Namasté, de India
CAPÍTULO 36
Ana suspiró, envuelta en las sábanas blancas del lecho donde había
descansado junto a su esposo luego de haber pasado horas gloriosas al lado
del arroyo. Escuchaba el ruido del agua de la ducha y aún no podía creer que
aquello de verdad estuviese sucediendo.
Ronan y Aniel estaban vivos.
Entonces ¿por qué Lautaro y Damián suponían otra cosa? ¿Qué es lo que
había sucedido en realidad? ¿Tendría algo que ver con las palabras finales
dichas por Damián en su loft: «Creo que lo que Ronan había vaticinado
respecto a Aniel y Gabriel se ha cumplido»?
Se le llenaron los ojos de lágrimas una vez más, absolutamente conmovida
por el regalo que la vida le había ofrecido. No conocía todas las respuestas,
pero sí la más importante: los Mitchels volvían a estar juntos.
Se llevó las manos a la cara y sonrió con anhelo. Solo faltaba que Maia se
enterase de a dónde pertenecía.
Apenas despertó esa madrugada, había intentado levantarse para saber de
Maia, pero los brazos de Ronan la habían envuelto para retenerla contra él.
—Nuestra pequeña hija está bien, mi amor. Ella está con quien debe estar
—le había susurrado al oído.
—¿Damián?
—Sí, su señor álmico.
—¿Es él? —preguntó apabullada ante la revelación de su esposo.
—Sí, mi amor. Por eso se ha afanado tanto por encontrar a Maia.
Damián nunca le había confesado nada de esto, pensó Ana, pero ahora
todo quedaba claro. A pesar de sus dudas iniciales, ella siempre había intuido
que el guerrero era un aliado y no un enemigo para su hija. Ahora sabía por
qué. Damián quería a su hija y la defendería con su vida hasta el último
instante. Era lo que ella había vivido con Ronan durante tantos años y era lo
que esperaba que sus dos hijas también experimentaran.
Luego de la revelación de Ronan, Ana se había quedado tan tranquila que
disfrutó gustosa de las varias veces más que hizo el amor con su esposo,
como si fueran dos adolescentes. Era que en realidad, después de tantos años
separados y tanto sufrimiento, así se sentían. Necesitaban recuperar el tiempo
que la vida les había quitado, y la manera más gloriosa de hacerlo era a través
de expresar de todas las maneras posibles el amor que se tenían.
—Estás preciosa —le dijo Ronan, que había salido de la ducha y estaba
completamente desnudo delante de ella. Ese hombre era hermoso, con un
aura real que lo hacía parecer de la nobleza.
Ana sonrió y extendió los brazos hacia él, que aceptó gustoso. Cayeron en
la cama y sonrieron encantados. Ronan la abrazó y la besó nuevamente como
lo había hecho durante toda la noche y toda la madrugada.
Se sentaron uno frente al otro para mirarse fijamente durante un rato largo.
Mientras lo hacían, se acariciaron, sonrieron, y volvieron a besarse.
—No puedo creer que estés aquí —le dijo Ana mientras le sostenía la cara
con las dos manos y se acercaba para sobarle el labio inferior que tanto
adoraba.
—Ni yo —contestó Ronan, que abrió la boca para devorar la de ella.
Luego de un rato, separaron las cabezas y volvieron a detener la mirada de
adoración el uno en el otro.
—¿Dónde has estado? —preguntó Ana con los ojos húmedos, sin dejar de
acariciarle la mejilla con los nudillos de la mano.
Ronan suspiró.
—Vivo y muerto.
Ana lo abrazó con fuerza.
—Jamás permitiré que nuestra familia sea destruida otra vez —exclamó
con la boca apoyada contra el pecho firme de su esposo. Ronan la mantuvo
sujeta contra él, devolviéndole el abrazo con todas las fuerzas de su alma.
—Ninguno de los dos lo permitiremos. Fui muy ingenuo cuando creí que
los caídos buscarían a Aniel después de que cumpliera sus veintitrés años.
Nunca imaginé que Sácritos se me adelantaría siete años. Además, nunca lo
vi en mis videncias, Ana. Jamás. No es una excusa porque me resulta difícil
disculparme ante semejante estupidez de mi parte. Debería haber estado
preparado, atento a un posible ataque de los caídos.
—Hemos aprendido, mi amor. Por eso, más que nunca necesitamos estar
íntegros para cuidar a nuestras hijas.
—A Dios gracias, Gabriel está junto a Aniel. No sabes la felicidad que me
produce que se hayan encontrado. Él es un muchacho excelente y adora a
nuestra hija. Jamás en mi vida la he visto más feliz.
—¿Cómo hallaste a Aniel? —preguntó Ana con la voz ahogada por el
pecho de su esposo.
Ronan suspiró y revolvió el cabello suave de su esposa con los dedos. Era
hora de que ella también supiese algunas verdades.
—Aniel y yo nos topamos hace pocos meses… —comenzó a relatar
Ronan, cuando se vio interrumpido por un golpe en la puerta, a la que él
había cerrado con traba unos instantes antes de que Ana y él continuaran con
lo que habían iniciado a la orilla del arroyo.
—Un momento —exclamó y tanto Ana como él se apresuraron a colocarse
sus respectivas batas para después abrir la puerta.
—¡Mamá! —exclamó Aniel, que luego de dar un beso a su padre en la
mejilla, corrió al encuentro de su madre. Se abrazaron con una alegría tan
profunda que el cuarto pareció llenarse de sol.
—Aniel, mi amada hija —susurró Ana con su mejilla apoyada en la
cabeza llena de bucles. Cuando Aniel irrumpió en lágrimas, ya ninguna pudo
detenerse.
Gabriel abrió la puerta preocupado, porque había captado el vaivén
emocional de su mujer, pero la escena que se erigía ante él le reveló lo que en
realidad sucedía.
Ronan lo miró y asintió con la cabeza, asegurándole que podía
comprender lo que él sentía y Gabriel le agradeció con un gesto similar. Con
una sonrisa, cerró la puerta y dejó a la familia disfrutar de su reencuentro.
Ciudad de México
Maia se sentía radiante. No podía creer que este milagro había sucedido,
pero aquí estaba, camino hacia la fundación, sentada con Damián en un taxi
en la Ciudad de México. Se le iluminaban los ojos al recordar la conversación
que habían tenido unos días atrás.
Había ocurrido después de la noche en que Damián y ella se confesaron
muchas cosas en el santuario. A pesar de que había sido una situación en un
principio atemorizante para ella, luego se había sentido diferente, como si
dentro de ella hubiera surgido una fuerza encantadora, capaz de revertir
cualquier situación por más difícil que fuese. Había sido un instante, pero
había significado el inicio de todo lo que en este momento ambos estaban
viviendo. Si bien para ella Damián seguía siendo un gran signo de pregunta,
no podía dejar de reconocer que la presencia de él le generaba profundos
cambios interiores que jamás había experimentado. Damián la había
enfrentado a costados de ella que desconocía y, por ende, comenzaba a
admirarlo y a añorarlo. Esto último le preocupaba porque ella jamás podría
ser la pareja de nadie, pero los sentimientos que el caminante le despertaba la
inquietaban y la dejaban noches enteras sin dormir.
Y lo que más la había apabullado fue lo que sucedió después.
Al día siguiente de descubrir el secreto del caminante, Damián había
pedido hablar con ella. Se habían encontrado en el patio interior hexagonal,
que estaba repleto de sol y fresco por el aire acondicionado. Se sentaron en el
mismo banco donde habían vivido un momento intenso y sensual hacía unos
días.
—Quiero conocer tu mundo —le había dicho el caminante sin preámbulos.
—No entiendo.
—Te llevaré a México.
Maia ahogó un grito en la garganta colocándose una mano en la boca y
otra en el corazón. ¿Podía ser verdad lo que estaban oyendo sus oídos?
—¿En serio… me lo dices?
Damián la miró seriamente y un fulgor plateado inundó las pupilas
oscuras.
—Absolutamente. ¿Estás de acuerdo?
—¿Irás… conmigo?
—Sí. No hay otra posibilidad.
Maia lo había observado con recelo. Él iría porque no confiaba en ella lo
suficiente como para creer que no escaparía. Si bien hacerlo había sido su
meta al principio, hoy en día no sentía ningún deseo de llevarlo a cabo. Casi
sin darse cuenta, Damián había comenzado a significar un soplo de paz y
tranquilidad que pocas veces había sentido en su vida. Pero no había querido
hablar de ello con él, porque sabía que corría el riesgo de que él intentara, una
vez más, plantear el tema de los señores álmicos y ella no estaba preparada
para ello. Iba descubriendo lentamente todo lo que se erigía en torno a
Damián y cada día que pasaba se sentía más unida a él. Tenían muchas cosas
en común, ya que habían sido dos almas torturadas por las circunstancias, y
eso era una plataforma fuerte como para que ella comenzara a admirar la
verdadera personalidad de él.
Suspiró con felicidad. Habían viajado el día anterior desde Buenos Aires y
ya estaban camino a casa. No sabía cómo explicaría a las monjas de la
fundación la presencia de Damián, sobre todo porque la única vez que lo
vieron, hacía varios meses, él había entrado al edificio corriendo como un
desaforado, persiguiéndola a ella. La hermana Fátima había golpeado a
Damián con una fregona y los niños habían corrido tras él e incluso alguno de
ellos hasta lo habían golpeado para defenderla.
Sonrió.
A Dios gracias, la idea de que Damián era un enemigo que intentaba
atraparla para torturarla había quedado atrás, y hoy en día se sentía segura
con él.
Luego de bajarse del taxi, tocaron el timbre, y Maia contuvo la
respiración, mientras esperaba que alguien les abriese la puerta ya que había
perdido sus llaves. Damián le tomó la mano con la suya y se la apretó con
suavidad.
—Tranquila. Todo estará bien —le dijo con una sonrisa.
Ella asintió en silencio con la cabeza y esperó. La puerta de madera vieja
con las bisagras crujientes se abrió ante ella y la hermana Lucía surgió como
la imagen de un ángel.
—¡Maia! ¡Qué alegría verte! —gritó abrazándola—. ¡Esta vez nos habías
preocupado de verdad! —exclamó la religiosa. Maia le retribuyó el abrazo y
cuando se separaron, señaló a Damián.
—Hermana Lucía, quiero presentarle a…
La religiosa se puso pálida como la nieve y Maia se apresuró a explicar.
—Hermanita, espere. No es lo que cree.
Impotente, miró de reojo a Damián, que parecía divertido y curioso por
saber cómo ella salvaría la situación.
—Pero… este hombre es… —dijo la monja titubeando.
—Ha sido todo una gran equivocación, hermana. Y permítame subsanar
semejante error.
Maia sabía que si Damián no podía alojarse en la fundación, ella tampoco
podría hacerlo. Él había sido terminante con las dos cláusulas decisivas para
que el viaje a México pudiese ser realizado: él se quedaría al lado de ella todo
el tiempo, y ella, bajo juramento, se comprometía a no intentar escapar. Por
supuesto, ella había aceptado sin dudarlo un instante.
Por ello, Maia tomó a Damián del brazo y dijo con toda seguridad:
—Hermana Lucía, permítame presentarle a mi primo Damián.
Cuando Maia se dio cuenta de que él hacía esfuerzos por contener la risa,
le dio un pequeño codazo en las costillas.
—¿Tu… primo? Nunca nos dijiste que tenías parientes —preguntó la
monja, azorada.
Maia contuvo la respiración. Tenía que improvisar algo de inmediato.
—Bueno… en realidad… yo no lo sabía, pero él sí —contestó mirando al
gigante como si necesitara de su ayuda, pero él parecía ocupado observando
detenidamente la reacción de la hermana Lucía—. Aquella vez que él vino a
la fundación, había sido con la intención de explicármelo, pero yo no le di la
oportunidad y hui, porque lo confundí con esos tipos que usted sabe.
—¿Y este muchacho es el mismo que salió corriendo detrás de ti cuando
fuiste a dar clases a la academia de danzas?
—Sí —se aventuró a contestar. ¿Qué más podía decir?
—¿Entonces este pobre chico… fue castigado por todos nosotros por
equivocación? —preguntó la monja, afligida.
—Es que su apariencia es un poco extraña, ¿no le parece, hermanita? —
preguntó Maia con la mirada llena de consternación, mientras señalaba con
un dedo el tatuaje en el rostro de Damián.
—Sí…, sí, hija —contestó la hermana sin dudar.
—Pero es muy bueno, hermanita. Créame.
—Sí…, sí, claro. ¡Si tú lo dices!
—Pero ahora hemos aclarado todo y somos una pequeña familia —
terminó de explicar Maia, sin dejar de sonreír, mientras mantenía a Damián
sujeto del brazo con sus manos. Él sonrió como un niño inocente y estiró la
mano hacia la monja, que seguía mirándolo con cierto recelo, aunque menos
pálida. De repente, la mujer extendió la mano y le devolvió la sonrisa con
otra radiante.
—Disculpe usted, señor Damián. Si no hay rencores por lo que pasó
aquella vez, es muy bienvenido a la fundación.
—Muchas gracias, hermana. Nada de rencores, al contrario, me siento
muy honrado de estar entre ustedes.
—¡Pero pasen, por favor! —dijo presurosa la monja a la vez que se
apartaba hacia un costado y los dejaba entrar.
Mientras se dirigían al departamentito de Maia, con la hermana Lucía
acompañándolos a su lado, Damián captó la increíble y profunda alegría de
su chica, lo cual lo llenó de regocijo. Habían pactado llevar a cabo este viaje
para hacerse a la idea de las posibilidades que ambos tenían. Necesitaba
conocer cómo era Maia realmente, descubrir el ámbito que la rodeaba y todo
aquello que colaboraba para que ella fuese la chica que él tanto adoraba y a la
que necesitaba entender para darles una posibilidad a ambos.
—¿Y tus llaves, Maia? —preguntó la hermana, cuando se detuvieron
frente a la puerta de su departamento.
—Las perdí. Disculpe que no le avisé antes, pero pensé que usted llevaba
la copia consigo.
—¡Ay, hija! Entonces debemos darte una nueva llave. ¡Ya sabemos que no
es la primera vez que sucede!
—Se lo agradezco, hermana —asintió Maia con una amplia sonrisa.
Si bien Damián también sonrió ante la simpatía de la monja, sabía que
aquellas pérdidas se debían a todas las persecuciones en las que Maia se
había envuelto con los caídos y también con él. De repente, se sintió un
desgraciado, pero recuperó la compostura enseguida.
—No tengo las llaves de tu apartamento aquí conmigo, así que vuelvo en
un minuto —escuchó decir a la monja—.Traeré la copia y te la daré de
inmediato.
Apenas la hermana había desaparecido, un griterío se elevó en el aire.
Damián se volvió impactado hacia la dirección de donde provenían los
alaridos y observó que una bandada de niños corría hacia ellos con los brazos
abiertos.
—¡Maia! ¡Maia! —escuchó que los pequeños chillaban con una sonrisa
enorme en la cara. Miró a su señora álmica y esta, con los ojos repletos de
lágrimas y una sonrisa tan radiante como la de los niños, se hincó sobre una
rodilla para recibir el saludo más maravilloso que cualquier ser viviente
pudiese desear. Al menos quince niños estrechaban fuertemente a Maia,
como si jamás quisieran volver a dejarla ir. Damián no pudo evitar
conmoverse ante el enorme amor que esos chicos brindaban a Maia. Decidió
mantenerse como espectador, disfrutando de aquel recibimiento. Admiró
cómo Maia abrazaba a todos los chiquilines, los llenaba de atenciones,
caricias y besos para, a continuación, incorporarse suavemente. Mientras lo
hacía, los niños no dejaban de rodearle las caderas con los brazos. Una niñita
de cabellos negros como Maia y ojos pardos, enormes, se acercaba a ella más
que los demás niños y la ceñía con ahínco. No debía de tener más de cinco o
seis años. Y entonces, supo quién era. Sonrió. La niñita, que Damián no tenía
dudas que era Rosario, alzó sus manos hacia ella y Maia se agachó para
levantarla. La niña apoyó su carita en el hombro de Maia y esta comenzó a
acunarla, a la vez que los demás niños continuaban apiñados alrededor de
ella.
Así que este era el mundo de Maia. Damián se sintió de repente fuera de
todo aquello, porque en un segundo se había dado cuenta de la realidad
diametralmente opuesta a la de él, que su señora álmica vivía. Si bien no
había tenido una familia, Damián podía comprender que Maia luchara con
ahínco para regresar a este lugar, donde el amor de los niños debía haber
curado muchas de sus heridas. ¿Quién podía resistirse al encanto de estas
criaturas, a sus mimos y a su dulzura? Él mismo habría luchado con todas sus
fuerzas si hubiese sido salvado por ese mundo de niños maltratados y
marginados y, sin embargo, tan repletos de ganas de enfrentarse a una nueva
posibilidad que la vida les daba. Y Maia pertenecía a esa posibilidad.
Sacudió la cabeza. ¿Acaso era su intención luchar contra esta realidad para
tener a Maia a su lado? Damián supo que, si lo intentaba, saldría destrozado,
porque ni siquiera el amor de él podría opacar lo que estos niños brindaban
con tanta incondicionalidad. Súbitamente, entendió que él debería compartir
de alguna manera esta vida con ella si deseaba tenerla a su lado, sino todo
sería imposible. Necesitaba comprender más, buscar por todos los rincones
para llegar al corazón de Maia. Y de a poco, lo lograría. Estaba seguro.
—Niños, niños —exclamó la voz de la hermana Lucía, que se acercaba
hacia ellos con la llave—. ¡Abran paso, por favor! —elevó la voz para que
los mocosos reaccionaran—. ¡Dios mío! Siempre es lo mismo contigo, mi
niña —le dijo la hermana a Maia con una sonrisa. Ella respondió con otra
más deslumbrante mientras continuaba acariciando la espalda y el cabello de
Rosario. La hermana abrió la puerta del apartamento y los invitó a pasar.
—¡Ah, no, no! —gritó con un tono un poco imperativo a los niños,
mientras levantaba una mano hacia ellos—. Ustedes, mis pequeñuelos, no
pueden entrar, ya que deben ir a clases. Aparte, Maia necesita descansar.
—¿Pero quién es él? —preguntaban algunos de ellos señalando con
curiosidad a Damián, quien observaba deslumbrado cómo los niños lo
miraban sin temor.
—Es el primo de Maia.
—¡Aaaah! —dijeron al unísono—. No sabíamos que Maia tenía
familiares.
—Bueno, ella tampoco lo sabía —se apresuró a contestar Damián.
—¿Y cómo puede ser eso? —preguntó una niña que lo miraba con los ojos
café más hermosos que Damián había visto en su vida.
—Hemos descubierto que somos familia hace poco.
—¡Pero tú eras aquel tipo que corría tras ella aquel día! —gritó un niño un
poco mayor que los demás. No debía tener más de doce años.
—Sí —contestó Maia por él—. Sucede que esa vez yo lo confundí con
otra persona que me asustaba y resulta que en realidad me había equivocado.
Ahora estamos en paz, y espero que ustedes le brinden el mismo respeto que
me dan a mí.
—Sí, pero no lo querremos como a ti —murmuró Rosario, que ahora lo
miraba con esos ojos pardos increíbles. La mocosa era preciosa y
enormemente sincera. Damián sonrió ante el comentario.
—No osaría jamás pretender que me quieran como a ella, porque Maia es
única.
Ante este comentario, los niños rieron y aceptaron con gusto lo que él
decía. Al menos estaban todos de acuerdo.
—Pero tío, ¡mírate el tatuaje que te has echado! —exclamó un niño—. ¡Si
pareces uno de esos matones que se ven en la tele! —Damián emitió una
suave carcajada ante el comentario.
—¿No te dolió cuando te lo hicieron? —preguntó una niña deslumbrada
por la imagen del dragón en su cara.
—En realidad, no —contestó Damián. Y era la verdad. El tatuaje no había
sido hecho con agujas, sino con la energía del mismo legado que se había
autoimprimido en su cuerpo. Si bien el sellado del mismo le había provocado
un escozor lacerante durante unos pocos segundos, no había durado lo
suficiente como para transformarse en algo verdaderamente doloroso.
—Bueno, niños. ¡A las aulas! —ordenó la hermana Lucía palmeando las
manos. De inmediato, los niños desaparecieron saludándolos con la mano y
con las caras llenas de sonrisas de felicidad. La única que continuaba en
brazos de Maia era la pequeña.
La hermana miró a Maia y a Damián, y sonrió.
—¿Dónde quieres que descanse tu primo?
Maia tosió y se aclaró la voz de inmediato.
—Somos familia, hermana, así que puede dormir en el sofá de la sala de
mi apartamentito.
La monja la miró con los ojos abiertos.
—Pero es un hombre, hija. ¿Estás loca?
—Perdone, entonces decida usted dónde lo quiere alojar.
—Es que no tenemos habitaciones vacías.
—Entonces haga una excepción, hermanita.
Esta los miró durante un rato y, al final, se encogió de hombros.
—Eres adulta, mi niña, así que solo te pido que, cuando te vayas a dormir,
cierres con llave la puerta de tu dormitorio. —Damián emitió una sonrisa con
cara de inocente ante este comentario—. Bueno, hijos. Entonces confío en
ustedes. Ya no estamos en las épocas antiguas donde un hombre encerrado en
la habitación de una mujer sola comprometía la reputación de ambos. Así que
los dejo tranquilos. Por favor, Maia, encárgate de Rosarito.
Y, sin más, se retiró.
—Rosario, mi amor, debes irte al jardín de infantes—susurró Maia al oído
de la niña. Esta la miró colocándole los brazos alrededor del cuello.
—No quiero que te vayas más, Maia. —Damián observó la expresión del
rostro de la joven y supo que se hallaba en aprietos. Aquella pequeña podía
pulverizar con una caída de pestañas hasta el más acérrimo corazón de piedra.
—Lo sé, Rosarito —contestó Maia mirándola con sus ojos celestes, más
transparentes que nunca. Damián observaba azorado el vínculo entre ambas.
—Me lo prometiste la última vez —le dijo en apenas un susurro.
—También lo sé, mi cielo. Lamentablemente, no puedo prometerte
quedarme siempre, porque de vez en cuando tendré que hacer algunos viajes,
pero te avisaré con tiempo, ¿quieres?
La niña asintió con la cabeza y la besó en la mejilla.
—Ahora ve al jardín, que te están esperando tu maestra y tus
compañeritos.
—Está bien —accedió la pequeña y se bajó de los brazos de Maia. Cuando
pasó al lado de Damián, se detuvo y lo miró con audacia:
—Si eres bueno con ella, puedes ser mi amigo.
Damián se sintió invadido por una profunda ternura y se agachó a la altura
de los ojos de la niña.
—Entonces tú y yo seremos los mejores amigos.
La niña sonrió y le acarició la figura del dragón en la cara.
—Quizás algún día me gustaría que me grabaras un dragón en mi corazón
—le dijo con voz serena.
—¿Por qué allí? —preguntó Damián fascinado.
—Bueno, así no tiene frío y siempre está calentito.
Fue en ese instante cuando Damián comprendió que se había enamorado
por segunda vez en su vida. Esa niña era increíble. La estrechó contra sí y le
dio un beso en la frente.
—Gracias, pequeña —le dijo casi en un susurro.
La niña se apartó, lo miró y, sonriendo, se retiró corriendo del lugar.
—¿Ahora entiendes lo que te he querido decir respecto a este lugar? —
escuchó que Maia le preguntaba. Damián, aún en cuclillas, volvió el rostro
hacia ella, y la miró detenidamente.
—Absolutamente —le respondió levantándose con agilidad y tomándola
de los hombros—. Y ahora entiendo por qué has sobrevivido, mi amor —
murmuró envolviéndola entre sus brazos. Maia le devolvió el abrazo y
Damián supo, con alegría, que haber venido a México había sido una
excelente idea. Comenzaba, en pocas horas, a comprender muchas cosas de
Maia que eran fundamentales. Y él no le quitaría nada, al contrario, pretendía
sumar en su vida. Y para demostrárselo, la tomó de la mano y la llevó al
interior del apartamento.
Cuando Damián cerró la puerta con llave, Maia lo miró y, regalándole una
enorme sonrisa, susurró:
—Gracias.
Damián la tomó de los hombros y la acercó suavemente hacia él. La miró
a los ojos con una expresión que la hizo languidecer.
—Gracias a ti por permitirme ingresar en tu mundo. Y para que sepas que
quiero quedarme en él, te lo demostraré a mi manera.
Y la besó. Con anhelo y una pasión abrumadora. Maia le devolvió el beso
con las mismas ansias, mientras caían despatarrados sobre el sofá. Damián,
con urgencia, colocó a Maia a horcajadas sobre él y le abrió la chaqueta con
tal prisa que los botones fueron arrancados de cuajo. Cuando se topó con el
top de seda sin breteles, lo bajó y descubrió los senos que tanto adoraba.
Atacó los pechos con desesperación y los veneró con la boca abierta y
sedienta. Los gemidos de Maia lo calentaron a tal extremo que la polla se le
irguió como un mástil. La abrazó con ansias, sin dejar de mamar sus pechos,
primero uno y después el otro. Al instante siguiente, arrastró las manos para
sumarse a las caricias de la boca. Esos montículos redondeados eran tan
suaves que Damián creyó volverse loco. Con un brazo la enlazó más
estrechamente de la cintura y profundizó el contacto de la lengua húmeda con
los pezones enhiestos. Maia se sacó la chaqueta de un tirón y se incorporó un
tanto para sacarse el top por la cabeza y tirarlo a sus pies. Desnuda de la
cintura para arriba, volvió a sentarse sobre el regazo de Damián para
permitirle recorrer con la lengua la línea entre sus dos pechos y, a
continuación, volver a cubrir cada uno de ellos al mover la cabeza de un lado
a otro sin descanso. El placer de Maia era tan intenso que echó la cabeza
hacia atrás con los ojos cerrados. Alzó las manos y atrajo la cabeza de
Damián para volver a enterrarle el rostro en la anhelante plenitud de sus
senos. Mientras el caminante se daba un festín con ellos, Maia arrastraba las
caderas sobre el miembro de Damián. Se tocaron por todas partes, hasta que
las manos del caminante subieron por debajo de la falda de Maia y le acarició
las nalgas, una y mil veces, acercando ambos sexos. De repente, con un
movimiento rápido la levantó y la colocó de pie sobre el sofá, con ambos pies
a cada lado de los fuertes muslos de él. Le quitó la falda y las bragas al
mismo tiempo que él se deshacía de la camisa y el pantalón. Completamente
desnudos, él, sin dejar de mirar a Maia a los ojos, hundió la boca en su centro
más íntimo y lo llenó con la lengua una y otra vez, provocando el contoneo
de las caderas de la joven.
Gimiendo a viva voz, y con las piernas que le flaqueaban, Maia se inclinó
hacia adelante y acarició la espalda enorme y llena de músculos con las uñas.
En esa posición, Damián no solo podía beberse los jugos de Maia, sino
también los senos llenos que se erguían por delante de su nariz. Y así pasaron
un tiempo largo, olvidándose del resto del mundo y de que aquel lugar estaba
habitado por religiosas y niños.
Cuando ninguno de los dos podía aguantar más, Damián acostó a Maia de
espaldas sobre el sofá y, apoyando una rodilla sobre los almohadones, se
inclinó y le abrió los muslos para continuar su ataque con la boca. Maia, casi
llorando de tanto placer, arqueó la espalda y permitió que las manos fuertes
se colmaran de aquello que ella ofrecía tan generosamente. Un momento
después, Damián se humedeció las palmas con la lengua y lubricó los
pezones de uno y otro pecho, al mismo tiempo que las manos de Maia
envolvían el pene erecto con un movimiento ascendente y descendente que
provocó que Damián cerrara los ojos y gruñera. La temperatura del ambiente
y de los cuerpos era tan elevada que ambos sudaban sin parar. De repente,
Maia elevó las caderas hacia arriba, curvándose como un junco. Damián la
sostuvo por las nalgas, mientras le introducía dos dedos en la vagina.
Comenzó a frotar los dedos de adelante hacia atrás con frenesí, hasta que el
flujo femenino comenzó a emanar casi sin control; Damián se agachó y
comenzó a degustar nuevamente de esa humedad, al mismo tiempo que Maia
le acariciaba el miembro con mayor ímpetu. Con la pasión del encuentro, la
espalda de Maia comenzó a deslizarse por el borde del sofá al suelo, hasta
que Damián logró detenerla cuando la cabeza casi tocaba el suelo; Maia
gemía y se retorcía, totalmente expuesta a las manos y la boca de Damián.
Súbitamente y con los brazos, él la elevó y la apoyó de rodillas sobre el
sofá con el rostro mirando contra el respaldo. Damián se colocó por detrás de
ella, embelesado con la melena que cubría la espalda nívea y con las nalgas
que se alzaban provocadoras hacia él en toda su magnificencia. Se agachó y
las acarició con las manos y las elevó, obligando a Maia a apoyar la mejilla
sobre los almohadones, para poder acceder con la lengua a sus pliegues más
íntimos. Maia emitió un chillido bajo, plena de pasión. Al sentirla tan abierta
y cálida, Damián se irguió y apoyó el pene contra la línea que separaba las
nalgas y le abarcó los pechos desde atrás. Maia se incorporó, le rodeó la nuca
con los brazos y se arqueó hacia atrás para acceder a su boca hambrienta. Las
lenguas se abrazaron en una danza frenética, mientras Damián amasaba sin
descanso los pechos inflamados de tantas caricias. Al ver a Maia arquear las
caderas hacia adelante para acceder al contacto de sus manos, Damián la alzó
entre sus brazos y aprovechó para acostarse de espaldas a lo largo del sofá y
colocar el cuerpo de Maia sobre él, con la espalda de ella contra su pecho
fuerte. Besó el lóbulo de las orejas, el cuello y el hombro suave, mientras sus
manos viajaban de arriba hacia abajo y de un costado al otro por el cuerpo de
la joven. Cuando los dedos de una mano acariciaron la cavidad húmeda,
Damián volvió a introducir dos de ellos en su interior y comenzó a friccionar
sin descanso. Acariciada desde tantos frentes, Maia volvió a aferrarse al
miembro caliente que sobresalía de entre sus muslos y aumentaba, a cada
instante, de grosor. Cerró los ojos, embriagada de placer y, al escuchar el
gruñido ronco de Damián en su oído, un espasmo ardiente en su interior
comenzó a elevarse como una espiral de fuego ascendente que, de manera
irrefrenable, culminó en una poderosa explosión, que fragmentó su cuerpo en
miles de pedazos, a la vez que otra similar estallaba en el de Damián.
Ambos gritaron bajo, para evitar ser escuchados, pero los gruñidos de
placer continuaron por un buen rato y, después, durante toda la noche.
CAPÍTULO 38
Ciudad de México
Recostada en el sofá y envuelta en una bata blanca, Maia miraba absorta el
cuadro de su pintor favorito que descansaba en la pared y que había sido un
regalo de la señora Ana.
Habían pasado ya veinte días desde que Damián y ella habían arribado a la
fundación y, cada vez que contemplaba el cuadro, sentía un mayor embeleso.
Al verlo por primera vez, aún bajo los efectos del último orgasmo al que
había llegado en aquel tórrido encuentro con Damián en el sofá, se había
quedado pálida de la impresión. Al instante siguiente, estaba dando saltos de
alegría, desnuda, por toda la habitación, mientras leía la tarjeta que la señora
Ana había dejado.
Apenas había bajado a cenar con Damián, la hermana Lucía le había
explicado sobre la visita de la mamá de Aniel, y Maia no podía dejar de
sentirse maravillada por semejante atención de la señora Ana. Igualmente,
sabía que la aparición de la señora Mitchels generaba un gran interrogante,
máxime luego del último encuentro que ellas habían mantenido.
Lo que la había confundido enormemente fue la pregunta de la hermana
Lucía acerca de un supuesto viaje a Buenos Aires de la señora Ana junto con
ella, pero cuando iba a responder, la mirada seria de Damián la había
detenido y prefirió callar. ¿Había mentido la señora Ana? ¿Y por qué había
ido a verla de nuevo? Ya buscaría tiempo para encontrar estas respuestas.
Ella necesitaba reponerse del trajín de los últimos días, en los que había
estado completamente ocupada con la organización del espectáculo a
beneficio de los niños de la fundación. Si bien era un compromiso que ella
había adquirido desde hacía meses con el Teatro de la Ciudad de México, su
desaparición repentina había preocupado a los organizadores del evento, por
lo que aunque en un principio le habían negado el permiso para llevarlo a
cabo, finalmente habían accedido. Indudablemente, la otra cara oculta de su
vida provocaba este tipo de reacciones por parte de la gente que contrataba
sus espectáculos, pero era algo sobre lo que ella no tenía ningún tipo de
control. Y para su satisfacción, la función de la noche anterior había sido el
último compromiso adquirido por ella para los siguientes seis meses, ya que
necesitaba un descanso después de tanta presión y locura.
Se levantó y se dirigió a la cocina para prepararse un té. Colocó el agua a
hervir y preparó las hebras de té con cuidado. Aún le dolían los músculos por
la exigencia de la función, pero había valido la pena. Recordó cómo Damián
la había esperado en el camerino repleto de rosas color salmón que ella tanto
adoraba y que él había encargado a una florería importante de Ciudad de
México. Apenas ella había traspuesto la puerta, él la había abrazado,
regalándole la sonrisa más hermosa que le había visto jamás.
—Estuviste magnífica —había susurrado, y a continuación la besó hasta
hacerla desfallecer—. Estoy tan orgulloso de ti, mi ángel —dijo conmovido,
casi dentro de su boca y acariciándole las mejillas con los nudillos de una de
las manos—. Eres única, mi amor. —Y volvió a besarla hambriento, jugoso y
profundo.
Luego de un rato y al separarse un poco, Damián apoyó la frente sobre la
de ella, sin dejar de mantenerla sujeta entre sus brazos.
—Bailé… para ti, Damián —susurró Maia casi sin aliento, mientras los
ojos oscuros metalizados la escrutaban como queriendo llegar al fondo de su
alma.
—Me siento honrado, mi amor —contestó besándole el labio superior con
anhelo—. Estabas tan preciosa, y te han aplaudido de pie tantas veces con
esos saltos mágicos que das, que ya he perdido la cuenta. Eres impresionante.
Había adorado que Damián hubiese ido a verla al espectáculo. Siempre
había bailado para los niños, pero anoche lo había hecho en especial para él.
Había podido captar la emoción del caminante con las piruetas y los famosos
saltos que ella daba.
Al final de la función, ella había salido a saludar al público, que se había
puesto de pie aplaudiendo y vitoreando con todo ahínco, y había visto a
Damián hacerlo también desde la primera fila del teatro, donde ella lo había
ubicado junto a Rosarito y la hermana Lucía. Sus ojos estaban febriles, llenos
de respeto y fascinación por lo que ella había entregado en el escenario, y el
reflejo plateado la envolvió como un arrullo, provocando que cada una de sus
miradas se imprimiera para siempre en el fuego sagrado de su corazón.
El ruido del calentador de agua la volvió a la realidad y, aún sonriente por
los recuerdos de la noche, se sirvió el agua caliente en la taza con las hebras,
dos cucharaditas de miel y jugo de limón.
Regresó a la sala y volvió a recostarse en el sofá. En todo este tiempo se
había sentido respaldada por Damián, maravillada por la ayuda incansable
que le había otorgado. Él se había hecho pasar por su primo y mánager y, con
una fiereza y efectividad desconocidas por ella, el caminante se había
transformado en un implacable hombre de negocios, llevando a cabo
entrevistas con los organizadores, que cayeron rendidos ante su presencia y
aceptaron, finalmente y sin un ápice de duda, la ejecución del espectáculo.
Ella todavía no se explicaba cómo lo había conseguido. Que la bailarina
principal del evento hubiese aparecido a tan solo veinte días del estreno era
impensable para los organizadores. Habían buscado una bailarina
reemplazante para ella, pero Damián se había encargado de que aquello
quedara en la nada y que Maia recuperara su posición. Presentaron la obra El
cascanueces y el éxito fue rotundo.
Sorbió el té caliente que sabía exquisito. En todo ese tiempo, Damián
había dormido en el sofá, que era enorme y, salvo la noche anterior, en la que
la había llenado de besos, no había intentado hacerle el amor, ni nada que se
acercase a la intimidad que habían disfrutado el primer día que habían llegado
a México. Aun cuando le sorprendía y le generaba un cierto dolor
inexplicable, al mismo tiempo se lo agradecía, porque necesitaba enfocarse
en el espectáculo, las clases, los niños, y, después de mucho tiempo, en ella
misma. Y eso se lo había pedido él mismo.
—Quiero que aproveches este tiempo para que te reencuentres con todo
aquello que anhelas y disfrutas. Vive el ahora, Maia y olvídate del pasado y
del futuro. Sé tú misma en este instante y vívelo a pleno —le había dicho una
noche en que compartían una comida. Esas solas palabras la habían
descomprimido completamente. A partir de ese instante, había enfocado su
atención en todo lo positivo que había detrás de lo que se presentaba ante ella
y se había prometido disfrutar de cada segundo de su vida. Y así hizo.
Percibir tan intensamente cuán orgulloso Damián había estado de ella, la
había hecho darse cuenta de que, por primera vez, ella aceptaba que la
opinión de él le importaba sobremanera. No quería analizar sus sentimientos
pero, cada día que pasaba, Damián se le iba metiendo en el interior de su
alma con una fuerza que la abrumaba.
Y la hacía sonreír como ahora.
Apenas habían regresado de la función, habían ayudado a las monjas a
acostar a los niños y Damián había participado activamente en ello, lo cual la
sorprendió. Él era, ante todo, un guerrero, pero existía en él un costado
servicial y paternal que desplegaba con los niños y con ella, que admiraba.
Había caído rendido ante la dulzura e inocencia de Rosarito, y la niña
disfrutaba jugando y hablando con él. Los muchachitos de la fundación ya lo
idolatraban porque jugaba al fútbol con ellos, y les enseñaba técnicas de
defensa personal que disfrutaban plenamente. Con las niñas bailaba, o les leía
cuentos y alababa los dibujos que hacían, muchos destinados a él.
En muy poco tiempo, Damián había pasado de ser el primo de Maia a ser
Damián, el ídolo entre los niños.
El estómago se le llenaba de maripositas cuando pensaba en él. Sutil pero
a la vez firmemente, Damián había logrado que ella comenzara a ubicarlo en
un lugar especial de su corazón. Le había pedido disculpas infinidad de
veces, la había protegido, la había salvado de Logan, y la había tratado con
infinito cuidado y respeto. A pesar de que le había llevado tiempo aceptar que
él había estado presente aquella famosa noche nefasta, todas sus acciones
posteriores consiguieron derribar el dolor y el odio acumulados contra él. Y
se sentía bien, más liviana. También la conmovía profundamente que él
estuviese intentando comprender el mundo de ella, su realidad, su diario
vivir.
Sonrió. Damián en un principio no se había alejado de su lado ni un
minuto por temor a que ella escapara pero, poco a poco, fue otorgándole más
espacio. Y cuando la dejaba en el apartamentito y cerraba la puerta con llave,
aquello se había transformado en un acto más bien simbólico, ya que él sabía
que apenas ella solicitase a las religiosas o a los niños una copia de la llave,
inmediatamente quedaría en libertad. Por ende, no solo ella estaba
aprendiendo a confiar en Damián sino que también él en ella, y era una
sensación única y maravillosa.
Así que ese día, frente al cuadro maravilloso de Quinquela Martín, se
sentía plena.
Escuchó el ruido de las llaves en la puerta y se levantó para recibir al
objeto de sus pensamientos.
—Hola, preciosa —saludó el caminante con la sonrisa radiante que no se
le borraba desde que habían llegado a México. Luego de dejar una pequeña
bolsa sobre la mesita del sofá, se acercó a ella y le dio un beso muy tierno en
la boca.
—Se te ve muy contento —dijo Maia, casi sin respiración al verlo tan
guapo. Vestía un vaquero negro y una remera azul eléctrico debajo de un
chaleco de cuero térmico del mismo color que los vaqueros. Los borceguíes
eran también negros y, por supuesto, llevaba anteojos de sol para esconder la
expresión del tatuaje. Era tan alto y musculoso que apenas si podía pasar por
la puerta, y su presencia llenaba la habitación de tal manera, que Maia
muchas veces necesitaba abrir la ventana para tomar un poco de aire. Damián
era impresionante en su aspecto y en la irradiación implacable que emitía.
Muchas veces se preguntaba cómo ella podía sentirse tranquila en esos brazos
tan llenos de músculos y fuertes como el acero. Y la respuesta era siempre la
misma: Damián tenía la capacidad de hacerla sentir como su igual.
—Vamos a salir a divertirnos esta noche.
—¿A dónde? —preguntó Maia con entusiasmo.
—A comer a un buen restaurante y después a un bar donde podremos
bailar.
Maia sonrió fascinada.
—Me encanta la idea. ¿Quieres un lugar casual o elegante? Puedo
ayudarte a encontrar lo que tengas pensado.
—Ya tengo todo reservado.
—¿En serio?
Maia estaba deslumbrada. Damián se acercó y la abrazó.
—Ponte bellísima, si es que puedes lograrlo aún más. Después de lo
fantástica que has estado anoche, quiero regalarte un momento inolvidable
conmigo.
—Gracias —le dijo dándole un beso en los labios y Damián se lo
respondió con toda su pasión contenida.
—Dios mío, necesito parar o te voy a devorar —le dijo el gigante
mordiéndole el lóbulo de la oreja. Maia emitió una pequeña carcajada.
Damián le dio un último beso en los labios y se apartó.
—Tengo algo para ti —dijo de repente.
Maia sonrió desconcertada. Al instante siguiente, Damián tomó la bolsita
de la mesa del sofá y se la entregó.
—¿Qué..?
—Espero que te guste —le susurró el caminante al oído.
Dentro de la bolsa Maia encontró un pequeño paquete que desenvolvió
con delicadeza. En su interior había un perfume de Prada. Maia miró a
Damián con sorpresa y una enorme sonrisa se dibujó en sus labios. Al
destapar el elegante frasco y absorber la fragancia increíble que emanaba de
él, Maia le dirigió una mirada tan apasionada que Damián supo que ese
instante quedaría grabado en su mente el resto de sus días.
—Gracias —susurró conmovida.
—Lamentablemente debo dejarte ahora, ya que tengo trabajo que hacer —
dijo el gigante interrumpiendo el momento—. Te pasaré a buscar a las nueve
de la noche en punto. Tengo mesa reservada para media hora más tarde.
Maia lo miró y sonrió de manera deslumbrante.
—Te espero.
El gigante la miró largamente y, finalmente, salió del cuarto con una
sonrisa.
Buenos Aires
Unos golpes a la puerta del apartamento que Ana y Ronan habían
alquilado en el barrio de San Isidro de Buenos Aires les advirtieron acerca de
quién llegaba. Al abrir la puerta, Ronan se topó con la figura de su amigo y
su voz se llenó de emoción:
—Lautaro.
—No puede ser… —balbuceó este con el cuerpo estático, mirándolo sin
pestañar, circunspecto y sobre todo pálido, muy pálido. Ronan emitió una
pequeña carcajada y exclamó:
—Te juro que no soy un fantasma.
En ese instante, Ana entró con una bandeja de café y se detuvo,
estupefacta, al observar la escena entre ellos.
Ronan prestó atención al rostro de Ana, que al ver a su amigo se ponía tan
pálido como el de él. Algo siniestro atravesó su corazón, pero no se detuvo en
lo que creía haber intuido porque, de repente, se hallaba sumergido en el
abrazo que Lautaro le daba.
—Has vuelto… —le dijo con la voz quebrada—. Gracias a Dios.
Lautaro y Ronan continuaron abrazados por un rato, sumergidos en el
dolor de la ausencia y de las pérdidas que ambos habían vivido. Ana apoyó la
bandeja en la mesa y los contempló con lágrimas en los ojos, cuando,
súbitamente, comenzaron a reír casi descontrolados, como en los viejos
tiempos.
Al separarse del abrazo, Ronan condujo a su amigo al interior de la sala.
—Mire la sorpresa maravillosa que ha llegado a mi puerta —dijo Ana
señalando con la mano a su esposo—. Siéntese que le serviré una taza de
café.
—Gusto en verla, Ana. Y muchas gracias —agradeció el doctor, que
miraba absorto el rostro de su amigo, mientras se sentaba en un sillón
alrededor de la mesita de café—. Y, Dios mío, Ron, esto es absolutamente
increíble —dijo moviendo la cabeza de un lado a otro, como si con ello
intentara salir de su arrobamiento—. ¿Dónde has estado en todos estos años?
—¿Qué crees tú? —contestó Ronan que se arrellanaba en el sofá al lado de
Ana—. En diferentes guaridas de los caídos.
Aun cuando Lautaro era su amigo incondicional de siempre, no podía
explayarse más y confesar su resurrección a la vida. Debía aguardar hasta
sentirse plenamente seguro de que su amigo estuviese en condiciones de
comprender los secretos que él guardaba, sobre todo los relacionados con los
dos primeros símbolos, con los cuales sus dos hijas estaban involucradas. Por
ende, no descartaba tener que distorsionar un poco la verdad en sus relatos
frente a su íntimo amigo.
—Escuchamos que habías muerto, Ron. ¿Qué sucedió en realidad? —
preguntó Lautaro, volviéndolo a la realidad de ese instante.
—Estuve a punto de morir en medio de un enfrentamiento entre los
silverwalkers y los caídos. Pero me salvé por milagro. —Gracias al amor
entrañable entre su hija mayor y el caminante de cabello de león, pensó para
sí—. También debes enterarte de otras noticias —agregó sonriente. Lautaro
lo miró curioso—. Aniel está viva y hemos recuperado a nuestra otra hija.
—Dios bendito —susurró el doctor.
—Ana me contó todo lo que has hecho para ayudarla. No sabes cuán
agradecido estoy.
—Yo… yo solo cumplí con mi deber, Ron. Te lo había prometido —
murmuró en voz baja.
—Lo sé, y por ello estaré en deuda contigo siempre. —Mientras decía
esto, abrazó a Ana para acariciarle el cabello y sostenerla contra el pecho—.
Ahora tú y yo estamos juntos otra vez —musitó mirándola; y con un leve
tono territorial que a Ana no le pasó desapercibido, enfatizó—: Lucharemos
por recuperar lo que nos corresponde, mi amor.
Ana lo miró con ternura y asintió. A continuación, se desprendió
suavemente de su abrazo, y se levantó para dirigirse hacia Lautaro.
—Gracias —dijo cuando se detuvo a poca distancia de él, que se levantó
para quedar frente a ella—. Sin usted… yo jamás habría sobrevivido. Por eso,
merece ser el primero en saber que mi hija y mi esposo están vivos. —
Lautaro asintió con una mirada de admiración y agradecimiento—. Tampoco
olvidaré cómo usted me ayudó a creer en la existencia de nuestra otra hija.
Gracias… —Y acercándose, le dio un beso en la mejilla.
Ronan se sintió inquieto al percibir el lazo que Ana y su amigo habían
desarrollado en esos años, pero no podía culparlos, ya que se habían apoyado
mutuamente y era algo que él debía aceptar. En realidad él había muerto, y
solo porque había sido un gran afortunado, había podido regresar a la vida.
Cuando Ana se apartó de Lautaro, retornó al lado de su marido y se sentó
en el sofá, enjugándose las lágrimas.
—Por favor… —solicitó Lautaro, que, desde el sillón, los miraba con los
ojos húmedos—, me gustaría saber cómo está Aniel.
Ronan contempló a su amigo, consciente de que el beso de Ana lo había
conmovido insondablemente. No sintió celos enfermizos, sino un profundo
respeto, volviendo a reconocer al amigo de siempre, protector y atento a su
familia y a él.
—Muy bien, rodeada del amor de un muchacho que la adora —contestó
Ronan con una sonrisa.
—¿Quién es ese joven?
—Un silverwalker.
—Y a nuestra hija Maia la hemos recuperado gracias a otro silverwalker
—dijo Ana feliz.
—No saben la alegría que me dan —exclamó Lautaro asombrado—. Y tú,
Ronan, tendrás que contarme detalles acerca de lo sucedido.
—Prometo hacerlo en otro momento, pero ahora quiero disfrutar de
nuestro reencuentro. —Al decir esto, el guerrero tomó a Ana entre sus brazos
y le dio un beso tierno en los labios, provocando en ella una pequeña
retracción del cuerpo, como si se sintiera tímida ante la presencia de Lautaro.
Ronan se volvió hacia este mientras envolvía nuevamente a su mujer por los
hombros y manifestó:
—Si no hubiese sido por el recuerdo de Ana y de mi hija Aniel, jamás
podría haber sobrevivido a la furia de los caídos. Créeme, amigo mío, el
poder del amor es lo más milagroso de la vida y esta no ha podido negarme el
derecho a recuperar a los míos.
Ronan observó cómo la mirada de Lautaro se ensombrecía, y supo con
seguridad que los sentimientos profundos que este había albergado por Ana
desde siempre habían vuelto con asombrosa intensidad en su ausencia. Y de
una cosa estaba absolutamente seguro: aunque su regreso había dado una
gran alegría a su amigo, también significaba que perdía irremediablemente
las esperanzas con respecto a ella.
Ana le tocó suavemente la mejilla con la mano, sacando a Ronan de sus
reflexiones. Él se la estrechó y besó, mientras contemplaba embelesado la
sonrisa que se desprendió del rostro más bello que él hubiese visto jamás. La
amaba con locura y, de la misma manera, se sentía correspondido.
—Estoy feliz por tu regreso y por lo de tus hijas —expresó Lautaro con
una sonrisa, a la vez que miraba a Ana con febril admiración—. Es que
durante muchos años no supimos con certeza si estabas vivo —comentó
dirigiendo nuevamente la mirada a él—, pero desde hacía un tiempo me había
llegado la confirmación de que habías sido asesinado.
—¿Cómo te enteraste? —preguntó Ronan con curiosidad. Lautaro había
librado sus mismas batallas, sobre todo las estratégicas, y lo había ayudado a
salvar a Aniel de la persecución implacable de Sácritos. Si bien no era un
guerrero adiestrado como él, era igualmente un macho de la Estirpe de
enorme inteligencia, en quien había podido confiar la seguridad de su familia.
—Informantes de la Estirpe, Ronan —contestó Lautaro.
Ronan lo miró a los ojos emitiendo un brillo plateado de los suyos.
—No me alcanzará la vida para agradecerte lo que has hecho por nosotros.
Pídeme lo que quieras y será tuyo —dijo y desvió el tema de la conversación.
La expresión de los ojos de Lautaro se volvió taciturna y sin miramientos
le respondió:
—Lo que yo deseo, amigo mío, no puedes otorgármelo.
La mirada de Ronan se volvió más profunda, en el mismo instante en que
Ana comenzó a toser, interrumpiendo la conversación que mantenían.
Ronan y Lautaro se acercaron a ella rápidamente.
—Enseguida te traigo agua, mi amor —dijo Ronan con tono de urgencia,
mientras se levantaba del sofá y desaparecía hacia la cocina.
Ana interrumpió su ardid, se levantó y miró a Lautaro, de pie frente a ella:
—Discúlpeme por despedirme de usted con una nota. Yo debía estar aquí
—susurró sin poder evitar sentirse invadida por una profunda pena hacia ese
hombre, que la observaba con el dolor que solo ella podía percibir. Él había
sido su amigo, su confidente, su gran apoyo en este tiempo. ¡Y le debía tanto!
—. Buscaré el momento oportuno para decirle a Ronan lo que sucedió entre
nosotros.
—Ana, escúcheme —pidió Lautaro mientras la tomaba de las manos—.
Por favor, no se lo diga. Le haríamos mucho daño. Lo importante es que él
está vivo, y que ustedes han recuperado a sus hijas.
Ana lo observó un poco confundida pero, luego de un rato, asintió
suavemente.
—Es verdad… —murmuró mirando en derredor. Ronan y sus hijas
estaban bien y no había nada en el mundo que pudiera darle mayor felicidad.
Una felicidad que se había visto coartada durante demasiados años. Alzó los
ojos y se encontró con aquella mirada tierna, sensible y llena de amor… por
ella. ¡Dios! Se sentía miserable al ser la causante de tanto dolor en aquel
hombre, pero ella jamás se atrevería a herir a Ronan. Eso era imposible, por
lo que debía actuar con cautela pero también con absoluta claridad—. Ronan
es un hombre de enorme sabiduría, Lautaro.
Este la miró y sonrió:
—No cuando se trata de usted, Ana —aseveró mientras le daba un beso en
cada mano—. Guarde nuestro secreto y todo irá mejor.
—Usted sabe que yo amo con toda mi alma a Ronan y que jamás me
separaré de él. En mi corazón no hay lugar para nadie más.
Ana fue consciente de que sus palabras habían herido irremediablemente
al hombre parado frente a ella, que la miraba con una profunda agonía. Pero
él, más que nadie, siempre había sabido la verdad.
—Jamás me interpondría entre usted y Ronan, Ana. Nunca osaría ser rival
de mi mejor amigo y, además, sería una pelea perdida desde el comienzo. Sé
que para usted el único hombre que ha existido y siempre existirá es Ronan.
Solo me atreví a amarla de nuevo cuando usted estaba tan sola y
desprotegida. Ahora que Ronan está vivo y ha regresado, me abro de su vida.
—La miró con ojos anhelantes. Y con una sonrisa apenas insinuada, continuó
—: Gracias, Ana. Gracias por haberme dado esa noche que jamás olvidaré.
Ana le acarició la mejilla.
—Gracias a usted por haberme dado todo su apoyo y su… amor. —Lo
miró con la ternura de la cual Lautaro se había embebido aquella noche y que
jamás le permitiría volver a ser el hombre que había sido. Fueron
interrumpidos por la voz de Ronan que gritaba desde la cocina:
—¡No puedo encontrar un maldito vaso!
Ana sonrió y miró a Lautaro:
—Debo ir con él. Aún no se ha familiarizado con este apartamento.
Lautaro la observó con los ojos húmedos y murmuró:
—Vaya, Ana. Vaya con Ronan.
Cuando la vio entrar en la cocina y desaparecer, un dolor abrasador que
apenas le permitía respirar irrumpió en su pecho ante la verdad que se erigía
frente a él: en ese fatídico instante, Ana había dejado de ser suya para
siempre. Como un autómata, se dirigió al bar y se sirvió un whisky. Se apoyó
en uno de los taburetes y revolvió el líquido en el interior del vaso con el
movimiento de su muñeca. Sonrió. Y sin dejar de mirar hacia la puerta por
donde había desaparecido el amor de su vida, permitió que las lágrimas se
derramasen de sus ojos por última vez.
CAPÍTULO 41
Ciudad de México
—Tengo curiosidad por algo —dijo Maia casi en un susurro, mientras
Damián degustaba su bisque de langosta en el exclusivo restaurante, famoso
por la vista espectacular del lago.
—Dime.
—¿Por qué cuando intenté escapar de ti en el arroyo no pude detectar tu
cuerpo en el agua?
Damián sonrió.
—Gabriel —contestó.
Maia lo miró sorprendida.
—¿Cómo?
—Gabriel maneja el elemento agua. De la misma manera, yo puedo
controlar el elemento fuego, aunque no tan fuertemente como Gabriel con el
suyo. Cuando yo te perseguía en el arroyo, le envié un mensaje a Gabriel
telepáticamente, pidiéndole que me ayudase a crear un muro de protección en
el agua que evitara la conducción de la vibración de mi cuerpo a través de
ella, así tú no podrías captarla. Lo habíamos hecho varias veces antes cuando
nos habíamos enfrentado a los caídos, pero no sabíamos si daría resultado
contigo.
—Chico listo —contestó Maia y sacudió la cabeza de un lado a otro,
impactada. Lo miró intensamente, y Damián pensó que su cuerpo se
derretiría. Aquellos ojos lo sublimaban. Se obligó a salir del embrujo, ya que
era el turno de él de preguntar.
—¿Nunca has tenido algún mínimo indicio de tu pasado anterior a tus diez
años?
—Solo lo que mis sueños muestran de vez en cuando.
—¿Y cómo sabes que son verdaderos?
—No son sueños como lo demás —contestó Maia, revolviendo
suavemente los espaguetis con mejillones—. Son especiales, de una nitidez
diferente, y donde puedo observarme a mí misma de una manera
absolutamente real. Siento y escucho de manera más contundente y hasta
percibo el olor de las cosas y los ambientes. No sé cómo explicarlo mejor.
—Te comprendo.
—¿Tu sueñas también de la misma manera? —quiso saber Maia con una
expresión de ansiedad en su rostro.
—A veces. Hay un sueño que se repite constantemente desde que recibí el
legado de la bestia.
—Entonces hay un mensaje que debes descifrar.
—Ya sé de qué se trata, pero no puedo enfrentarme a ello.
—Quizás por eso se repite.
Damián se quedó en silencio un instante, reflexionando acerca de lo que
Maia le había dicho.
—Entonces tendré que seguir así toda mi vida —contestó tomando un
sorbo de champagne.
—Pero tú eres valiente, Damián.
—Tú también, y por eso no entiendo por qué a veces retrocedes ante
algunas cuestiones. ¿Por qué no permites que busquemos a tus padres? Ellos
pueden ser tu nueva realidad.
Damián sabía que se arriesgaba al tocar ese tema otra vez, pero necesitaba
encontrar algo en Maia que le permitiese acercarla a su familia.
—No —contestó negando con la cabeza—. Yo ya he apostado, y perdí. He
aprendido a aceptar que la vida no siempre entrega aquello que uno desea, y
yo he esperado demasiados años por mis padres. Ahora es demasiado tarde.
—Nunca es tarde para que ellos regresen.
—Eso jamás sucederá en mi vida y, aunque suene increíble, admitirlo me
ha devuelto una cierta paz.
—¿Y si mañana la vida te los depositara frente a ti?
El rostro de Maia se puso níveo.
—No quiero ni imaginarlo. Es un tema que he tachado de mi vida y no
pienso volver a detenerme en él.
El tono en la voz de Maia le demostró a Damián, una vez más, que ella
seguía sin estar preparada para enfrentarse a la realidad que la esperaba.
—Ahora me gustaría preguntarte a ti por tus padres —dijo Maia con
cuidado—. ¿Cómo te sientes frente a todo lo que ha sucedido con ellos?
—Parece que tú y yo tenemos problema con nuestros padres. Tú, porque
nunca los conociste y yo, porque lo hice.
—Pero tu madre era una persona muy buena.
—Sí —asintió Damián—. Pero también muy débil. Ello nos afectó a Trial
y a mí demasiado. Nadie podía contra nuestro padre, y mi madre aguantó
durante demasiado tiempo sus maltratos.
—Cuando apareció su señor álmico, ¿pensaba ella dejar a tu padre?
—Era un hecho. Si bien jamás lo dijo, la atracción de los señores álmicos
es única. Era cuestión de tiempo que ella abandonase a mi padre. Pero de la
manera más terrible, él no lo permitió.
—¿Has logrado perdonarlo? —preguntó Maia mirándolo con ternura.
—No.
—¿Lo has intentado?
—No. ¿Acaso tú lo has hecho con los tuyos?
Maia lo miró, sorprendida porque él parecía molesto.
—¿Qué puedo decirte, Damián? Ni siquiera sé si tengo algo que perdonar.
No existe en mí un lazo que me conecte a mis padres, por lo que ni siquiera
sé cómo se siente ser hija de alguien o amar y ser amada como tal. No sé
cómo se construye una relación de ese tipo. Llegué a querer mucho a la
mamá de Aniel. Ella se preocupó por mí en su momento, pero después
desapareció, lo mismo que mis padres.
—¿Imaginabas, en tus fantasías, que ella era tu madre?
Maia pareció detenerse un instante para reflexionar. Finalmente, murmuró:
—A veces sí. Fue una de las pocas personas, aparte de mis amigas, por la
que sentí verdadera devoción escondida. —Sonrió con los ojos llenos de
fulgor plateado—. Ese tiempo fue maravilloso. Ella visitaba el orfanato
donde yo vivía, y siempre me prodigaba enormes muestras de cariño y
respeto. Me ayudó también con la escuela y, sobre todo, cuando tomé la
decisión de ser bailarina de danzas clásicas. Jamás vi a una persona más feliz
cuando le comuniqué mi decisión. Y gracias a su apoyo, logré ser alguien en
la vida.
—Quizás deberías acercarte a Ana de nuevo —dijo el guerrero, insistiendo
en abrir alguna grieta en el muro firme que Maia había construido en torno a
su corazón. La mirada de ella se opacó.
—No, Damián. No quiero unirme otra vez a nadie que vuelva a
abandonarme.
El guerrero la miró asombrado.
—La señora Ana no lo hizo. Los caídos no le permitieron llegar hasta ti y
Aniel.
—Lo sé, te lo juro. Y me apena muchísimo todo lo que ella ha debido vivir
como consecuencia de las acciones de esas personas tan perversas. Pero todos
aquí somos el resultado de un intenso instinto de supervivencia, y cada cual
lo ha hecho de la manera que pudo. Pero eso no quiere decir que los lazos
afectivos restaurarán lo que ya está perdido. Lo mejor para mí es aceptar que
la vida sigue su curso, y que yo soy la que debe timonear su propio barco en
estas aguas, a veces iracundas y otras veces calmas, de nuestra existencia.
Damián la miró profundamente, consciente de la determinación de Maia
de no abrirse a nadie que pudiese afectar sus sentimientos, salvo los niños de
la fundación y sus amigas. Los niños jamás le harían un daño premeditado a
su corazón y, con sus amigas, Maia había logrado entretejer una historia que
se había mantenido estable en el tiempo, por lo que le inspiraban seguridad.
El resto eran para ella solo aves de paso y eso lo preocupaba.
—Entonces nadie más podrá llegar a ti, Maia —dijo con voz grave.
—No es… así.
Damián captó de inmediato la inseguridad que comenzaba a adueñarse de
ella.
—Dame un ejemplo —quiso saber.
Maia bajó la mirada.
—Tú —musitó tímidamente.
Un brillo plateado iluminó sus pupilas al escuchar aquella respuesta.
—Hasta donde me dejas.
—Sí —contestó levantando los ojos hacia él.
—¿Acaso crees que yo también te dejaría?
—No quiero… hablar de ello. —La expresión de Maia se volvió
nuevamente sombría y apartó la mirada.
Damián no permitiría que ella se alejara otra vez, por lo que tomó su mano
y se la estrechó.
—Maia, yo estoy dispuesto…
—Calla —le dijo casi en un susurro, colocándole los dedos sobre los
labios.
Damián la miró y finalmente asintió. Con una sonrisa y como si nada,
Maia cambió de tema abruptamente—: ¿Por qué crees que la señora Ana le
dijo a la hermana Lucía que ella y yo viajaríamos a Buenos Aires? Tú
parecías muy determinado a que yo no hablase. ¿Sabes algo?
El semblante de Damián se tornó serio. Obviamente su señora álmica tenía
toda la intención de evitar el tema de sus padres, por lo que decidió que esta
vez la dejaría ganar. Pero ahora debía evaluar bien qué contestar a la pregunta
que le había hecho.
—Simplemente no quiero que haya nuevas cosas que perturben y
confundan más tu vida. Tienes suficientes por ahora.
Maia asintió con la cabeza y sonrió. Parecía satisfecha con su respuesta.
—Entonces… me gustaría que me contaras sobre lo que haces como
silverwalker —expresó. Ahora fue Damián el que sonrió. Cuando se lo
explicó, Maia lo miraba con estupefacción.
—¿Te gusta esto de entregar las almas? —preguntó curiosa.
—Mucho.
—¿Por qué?
—Porque me da paz.
—¿De qué manera?
—Nos comunicamos con planos sutiles que no hacen ruido, donde la
mente se aquieta y solo es posible sentir. Es en el único espacio de toda mi
existencia donde me he atrevido a sentir. Hasta ahora.
Maia sacudió la melena de su rostro y sonrió una vez más.
—Tú te defiendes de la misma manera que yo—expresó—. Somos dos
seres amputados afectivamente.
Damián le devolvió la sonrisa y la miró intensamente, consciente de que
ella había evitado hacer un comentario a la última parte de su frase.
—Sin embargo, yo percibo tu amor.
—El que brindo a los niños, a las hermanitas de la fundación y a mis
amigas.
Damián calló. Si bien no lo había incluido, sabía que ella sentía algo por
él. Hacía unos momentos se lo había dicho sutilmente. Y lo palpaba, pero
Maia estaba demasiado asustada para abrirse a sentir. Él sería paciente. Tarde
o temprano, Maia sería suya.
—¿Y la bestia, Damián? ¿Cómo convives con algo tan…?
—¿Monstruoso?
—Bueno… tú lo has dicho.
Damián rompió en una carcajada justo cuando el camarero trajo como
postre un moelleux de chocolate y frambuesas para cada uno.
—No me ofendes, de verdad. Ha llevado tiempo, pero, de a poco y con la
ayuda de mi Maestro, he logrado hacerlo.
—¿Todos los silverwalkers se convierten en … algo?
—No. Solo Triel y yo. Y como ya sabes, el legado de mi hermano aún no
se ha activado. Igualmente, hay otros miembros de la Estirpe que también
han recibido legados a lo largo de la historia de la Estirpe, aunque han sido
pocos.
—¿Qué es lo que los activa?
—Cualquier situación que nos supere.
—Pero, ¿y por qué ustedes dos lo llevan y los demás silverwalkers no?
—Porque hemos pasado por demasiadas miserias y es hora de
enfrentarnos a ellas. Es un llamado de nuestra existencia que nos recuerda
que debemos superar aquello que nos limita.
Maia lo miró perpleja.
—¿Por qué de manera tan drástica?
—Porque así lo solicitamos.
—¿Ustedes… ustedes estuvieron de acuerdo?
Damián asintió como si aquello fuese lo más normal del mundo.
—Por supuesto. Nadie nos obliga a nada.
—Pero…, ¿no había otras maneras de aprender?
—En momentos de desesperación, solo se desea atravesar las torturas
interiores de la manera más aleccionadora posible. Y aquí estoy.
—Yo, en vez de llamar legado a lo que tu hermano y tú han solicitado, lo
habría llamado estigma. Pero, por lo visto, no es así para ustedes. ¿Te sirve
de algo convertirte en una bestia?
—Me miro al espejo de mi alma con toda crudeza y he crecido mucho
interiormente desde que mi legado se ha activado.
—¿De qué manera?
—Nuestras miserias se manifiestan de diferentes maneras, Maia. La gente
puede matar, lastimar, herir, mancillar a los demás y a sí misma; pero en mi
caso, quiero vivir en mi propio cuerpo y alma el precio de mis acciones.
—¿Eres… un masoquista?
El guerrero no pudo evitar volver a sonreír ante la pregunta honesta de
Maia.
—Quizás. Pero de otra manera habría sido muy difícil para mí observar mi
propia alma luego de tanto odio y rencor que he acumulado por siglos.
Maia se detuvo un instante para sorber de la copa de champagne. Al
dejarla sobre la mesa, continuó interrogándolo.
—¿Tan difícil ha sido tu vida?
—Sí. Pero por fin he decidido enfrentarme a mí mismo.
—Todo me parece tan…
—¿Extremo?
—Sí.
—Pero funciona. Al menos en mí lo hace. Veremos qué sucede en mi
hermano cuando el legado se active.
—Triel parece más enojado con la vida que tú.
—Tiene más motivos que yo para hacerlo.
—¿Y cuándo se activó tu legado?
Damián palideció. Observó el postre que tenía enfrente y sonrió con
ironía. Cuando alzó la mirada, se le veía triste.
—Hablemos de otra cosa.
Maia lo miró preocupada.
—Me gustaría que me lo dijeras —insistió casi en un susurro.
—¿Para qué?
—Porque… quiero comprenderte más.
Damián respiró profundamente y se recostó sobre el asiento,
apesadumbrado.
—No querrás saberlo, Maia.
—Quiero… hacerlo.
Damián la observó y se quedó como detenido en el tiempo. Maia lo
observaba decidida, inquebrantable.
—Tú lo has pedido.
—Sí.
—Se activó… aquella noche.
En un primer momento lo miró pareciendo no entender, pero al instante,
su rostro empalideció y los ojos se le cuajaron de lágrimas.
—Me estás diciendo…
—Sí, Maia. La misma noche que tanto tú como yo queremos olvidar —
contestó por ella.
—¿Por… qué?
—Porque cuando salí de aquel lugar, me sentí morir.
—No puede ser…
—No podrás comprender lo que te digo hasta que no aceptes lo que
somos.
—¿Pero… entonces yo… soy la responsable de que te convirtieras?
—No. Tú no eres responsable de nada —respondió Damián con firmeza y
con ternura a la vez—. El único responsable de mi propia vida soy yo. Y
elegí el legado, porque de otra manera habría cometido un acto peor.
—¿De qué hablas?
—De lo peor que un ser puede hacer con su vida.
—¿Habrías atentado contra tu propia existencia? —le preguntó Maia con
las lágrimas al borde de derramarse.
—No. Ahora lo sé, pero en aquel momento estaba absolutamente fuera de
mí y pensé hacerlo. Cuando mis amigos me encontraron, ya me había
transformado a mi estado natural, pero estaba lleno de las heridas que me
había hecho a mí mismo. Solo quería morir.
—Damián…
—Han ocurrido muchas cosas en mi vida y, como pude, siempre me
enfrenté a ellas. Comprende que llevo muchos, muchísimos años viviendo
una vida vacía, basada en la muerte y el terror, y he ido acumulando durante
demasiado tiempo una oscuridad cerrada que ha envuelto mi alma de tal
manera que cuando te vi aquella noche, me sentí… absolutamente perdido.
—Pero tú… no sabías quién era yo en ese momento. Tú… me lo dijiste.
—Es verdad. Pero mi corazón, aquella noche y por primera vez en toda mi
vida, escuchó algo diferente. Al principio no sabía qué era, pero cuando salí
de aquel lugar dejándote en manos de aquellos tipos, creí volverme loco por
el vacío interior que se apoderó de mí.
—Pero…
—Mira, dejemos esta conversación. Aún no estás lista para comprender.
—Realmente… me gustaría poder hacerlo.
Damián le tomó la mano y se la estrechó con delicadeza.
—Lo harás a su debido momento. Pero hoy no.
—Me siento… culpable.
—No es la idea. Quisiste saber sobre el legado, y me atreví a contarte
algunas cosas. Pero ahora confío en tu sensatez y te pido que no hagamos
más duro todo esto. No quiero que proyectes en ti lo que no corresponde. Si
bien he sido un necio en muchas cosas de mi vida, ten por seguro que hoy,
más que nunca, he aprendido que soy el completo y absoluto responsable de
ella. Por ende, chiquita, te ruego que olvidemos esta conversación y sigamos
disfrutando de la noche, que es bellísima.
Maia lo observó durante un instante y, finalmente, asintió. Al mismo
tiempo, Damián le soltó la mano.
—Quiero decirte que estoy loco por Rosarito. —El guerrero sabía
perfectamente que aquella frase cambiaría el humor de Maia. Al instante, un
reflejo de alegría se manifestó en aquellos ojos cautivadores—. Es única y te
adora —agregó.
—Créeme. Es mutuo —contestó con los ojos más celestes que nunca—. Y
ella te tiene una enorme simpatía.
—Increíble.
Maia emitió una carcajada que provocó que Damián también lo hiciera.
Súbitamente dejaron de reír y quedaron detenidos mirándose como si
quisieran comerse con los ojos.
Damián volvió a estirar la mano y tomó la suya.
—Salgamos de aquí —expresó con voz ronca y llena de deseo.
CAPÍTULO 43
Ana, fuera de sí, intentó dirigirse hacia la dirección donde Maia y Damián
habían desparecido, pero Ronan la detuvo:
—No, Ana.
—Pero Ronan…
—Su esposo tiene razón, Ana —interrumpió Astos con ojos comprensivos
—. Ha llegado el momento de la verdad para Maia y Damián. Su hija
pequeña necesita experimentar este momento por sí misma. Nuestra
intervención solo postergaría lo que de una u otra manera debe suceder.
Aniel asintió.
—Mamá, no podemos hacer nada —susurró acercándose a su esposo, que
no había dejado de abrazarla.
—Pero…
—Ana —dijo Ronan tomándola de los brazos gentilmente para que lo
mirara—. Ellos vivirán lo mismo que tú y yo. y lo que los une es algo que va
más allá de las circunstancias. Tú lo sabes bien.
Ana bajó la cabeza derrotada.
—Tienen razón —dijo suavemente—. Solo nos queda esperar. Pero es que
entre tú y yo jamás existió violencia, solo deleite y mucho amor. No puedo
ver a mi hija así de furiosa con su señor álmico. Me destroza.
—No te preocupes, mi amor. Damián no le hará daño. —Y le acarició la
mejilla con los nudillos.
—No lo sé, Ronan. Él es un guerrero acostumbrado a pelear, pero ella es
apenas una criatura —susurró.
Astos se acercó a Ana.
—No subestime el poder de su hija, Ana. El compañero de su hija
desempeñará los roles necesarios para ayudarla. Él, más que nadie, desea que
ella crezca y se fortalezca.
—Pero… ¿esta es la manera? —gimió.
—Más allá de las apariencias y de lo que nosotros creamos, Ana, existe
una unión única entre ellos, que hará que ambos se expandan más allá de sus
propias limitaciones. Confíe en ese poder. Y también confíe en Damián. Él
sabe quién es su hija, y dará su vida para que ella entre en razón. En este
momento hay un enfrentamiento de voluntades basado en el desconocimiento
de Maia. Ella no sabe quién es, ni tampoco a dónde pertenece. Damián
tratará, por todos los medios que conoce, de mostrarle el camino, aunque a
veces haya enfrentamientos fuertes. Maia cree que él es su carcelero, cuando
en realidad es quien ha venido a liberarla.
—Pero si la ama, ¿por qué la expone a esto?
—Porque es probable que su hija sea una silverwalker, como su hermana
Aniel —explicó Astos—. De la misma manera, aunque Maia haya crecido
pensando que es una tierna e insegura palomita, en realidad es una mujer
cuya genética está preparada no solo para ser una guerrera, sino también para
ser una sanadora. Maia debe comprender su rol en la vida, y es Damián quien
está tratando de demostrárselo. Él necesita no solo a la mujer suave y
delicada, sino también a la guerrera y a la sanadora que lleva en su interior,
las cuales han estado clamando por salir desde hace mucho tiempo, aunque
recién ahora estén atreviéndose a hacerlo.
—Pero si él la tratara con dulzura, estoy segura de que obtendría de Maia
mucho más.
—Ana, Damián ha tratado a su hija de todas las maneras posibles, créame,
y se ha mostrado absolutamente devoto a ella; pero Maia aún no ha
comprendido quién es ella. Está confundida, y con razón. Nunca tuvo a nadie
que la guiara realmente en la vida. Y muchas veces, como los humanos,
debemos enfrentarnos a nuestros temores para poder abrazar nuestras
verdades. Y si no, observe a Gabriel y a Aniel.
Gabriel, que seguía detenidamente la conversación entre Astos y Ana,
miró a su esposa y le acarició el rostro con suma ternura:
—Tú y yo lo logramos, mi amor. Ahora es el turno de ellos.
Aniel asintió con lágrimas en los ojos, incapaz de hablar. Se apoyó en el
pecho de su esposo y rogó a Dios para que el precio del mutuo
reconocimiento entre Damián y su hermana no fuese tan elevado como el que
ella y Gabriel habían debido pagar.
CAPÍTULO 45
Maia estaba como suspendida en el cielo, sostenida por alas que surgían de
las caricias de Damián. Sus besos la llenaban de vida, la hacían florecer y le
gritaban con descaro que sabían que ella, en realidad, quería sentirse amada
por él. Sus caricias la hacían renacer de las cenizas, la elevaban al nirvana,
como en ese instante en que él, hambriento, devoraba sus pechos. Lo dejó
degustarlos y apretujarlos como él amaba hacerlo y se sintió, como nunca
antes, libre. Y en medio de su resquebrajada torre de seguridad, que había
amenazado con desmoronarse del todo, él se alzó exigiéndole la entrega de su
corazón y mostrando la decisión férrea de luchar por lo que los unía.
—Es así —le susurró Damián lamiéndole el pezón enhiesto, mirándola
con los ojos entornados y emitiendo el brillo plateado iridiscente que la
desarmaba. Maia se perdió en esa mirada refulgente, respirando agitada y
perturbada. No podía emitir una palabra—. ¿Sabes por qué? —le preguntó
alzándose sobre ella y acercándose nuevamente a su boca, desafiándola a
responder, escudriñándola exhaustivamente, tratando de percibir lo que ella
no se atrevía a manifestar—. Te pregunté si sabes por qué —volvió a
interrogarla exigente, envolviéndole las mejillas con fuerza e inclinándole la
cabeza hacia atrás para evitar que escapara de su mirada. Pero la boca de
Maia permanecía sin emitir una palabra. Le parecía estar parada al borde de
un precipicio y, si caía, se estrellaría para romperse en mil pedazos.
Los ojos de Damián se habían acercado tanto que Maia podía distinguir
sus pupilas. Estas se suavizaron al percibir la emoción que la embargaba. Y le
dio un beso primero en la nariz, luego en los párpados, después en la frente y
las mejillas. Se detuvo y la volvió a observar, ahora con los ojos expectantes.
Maia supo de inmediato lo que esa mirada revelaba. Era lo mismo que había
percibido en el corazón de Damián aquella vez en la orilla del arroyo, cuando
había intentado escapar de él, que la había dejado abrumada y… necesitada
de todo.
—Entonces te lo diré yo—dijo el caminante—. Porque tú y yo
expandimos nuestras existencias con la presencia del otro. —Y le humedeció
los labios con la punta de la lengua, en una suave caricia—. Porque hay una
verdad inmaculada e inalterable —musitó sin dejar de atormentarle la boca
con su roce—. La única que me impulsa a seguir corriendo tras de ti para
gritarte con todas las fuerzas de mi alma que abras las puertas de la tuya. —
La miró con los ojos húmedos, sin dejar de abrasarle las mejillas—. Porque te
amo, mi amor.
Maia cerró los ojos y creyó morir en ese instante. Las lágrimas
comenzaron a derramársele por las mejillas, y no le importó mostrarse tan
vulnerable ante él. Se sentía mortalmente desbastada. Abrió los ojos,
revelando el torbellino interior en el que se hallaba sumergida.
Damián, con infinita suavidad, le enjugó las lágrimas con los pulgares.
—Te amo como jamás imaginé poder hacerlo —volvió a susurrarle con
los labios pegados a los de ella—.Y te amaré día tras día, momento a
momento. Para siempre, mi amor.
Una fuerza suprema atravesó el pecho de Maia y ensartó su corazón,
haciéndolo estallar en miles de emociones desconocidas, que la ayudaron a
embriagarse de aquella mirada intensa, de las manos cálidas, de su pasión y
aunque pareciese una locura… de su amor. Cerró los ojos y comenzó a llorar
desesperadamente, arrojándose a los brazos que la envolvieron con tanta
fuerza que casi le quitaron la respiración.
—Te regalo mi corazón y mi alma —le dijo el caminante con el rostro
sumergido en su cabellera—. Nunca te dejaré ir de nuevo, por Dios. Y
jamás…—se interrumpió para tomarla de las sienes y la obligó a mirarlo
nuevamente—escúchame bien: jamás… Jamás volverás a sentirte sola.
La acostó sobre el suelo suavemente, se ubicó entre sus muslos y la besó
enardecido, mientras con los dedos suaves le acariciaba su humedad más
escondida. Maia se sintió reverenciada. Abrió las piernas y tomó las nalgas
fuertes del guerrero entre sus manos, tal como las imágenes borrosas de la
noche le insinuaban cómo hacer. Acercándolo a ella, el miembro enarbolado
de Damián se ubicó en la entrada de su deseo más íntimo. Si bien él siempre
se había prometido hacer el amor con Maia, de manera completa, cuando ella
finalmente lo hubiese reconocido como su señor álmico, ahora aquello era
imposible, debido a que la bestia se le había adelantado y ahora él debía
culminar lo que su dragón había iniciado.
Cuando Damián la miró, una energía prístina los envolvió y, mientras
yacía preso en aquellas pupilas transparentes, comenzó a penetrarla con
delicadeza. Cerró los ojos, enajenado por aquel calor apabullante. Comenzó a
sudar por el autodominio que debía ejercer para evitar dañarla. Quería ser
cuidadoso, porque aun cuando la bestia había derribado su virginidad, no
sabía cómo la transformación había operado en los tejidos más tiernos de su
señora álmica.
La escuchó gemir y sintió temor pero, al mirarla, Maia le respondió con
pasión, disfrutando de lo que él le hacía. Envalentonado, siguió ingresando
con delicadeza, consumido en el calor que le provocaba su canal tan estrecho.
Maia parecía casi virgen.
—Por favor, mi amor. Dime si te hago daño —susurró Damián con el
miembro palpitándole de un deseo abrumador.
—Sigue así… te lo ruego —suplicó Maia como sumergida en un trance.
El sudor le empapaba las sienes y el pecho, mientras continuaba llenando
aquel interior tan deseado y amado. A medida que entraba más
profundamente, se dio cuenta de que la película virginal, en efecto, ya no
existía, y un nuevo gemido de gozo de Maia lo llenó de alegría. Le acarició
con los dedos de una mano los costados aterciopelados de su cavidad cálida y
mojada, y con los de la otra, un pezón. Enfebrecido por la respuesta de su
señora álmica ante sus caricias, Damián no pudo más y llenó con una
profunda estocada todo su interior. Maia arqueó la espalda y gritó satisfecha.
Damián la besó enloquecido moviendo lentamente las caderas hacia adelante
y atrás, abriéndole más y más los tejidos delicados de las paredes de su
femineidad. Cuando la escuchó gemir en el interior de su boca, empujó las
nalgas perfectas hacia arriba con las manos, elevándole las caderas y,
enfervorizado, comenzó a embestir a ritmo creciente e incansable en su
interior.
Los labios de Maia se apartaron de su boca y ella emitió un resuello de
pasión exaltada, a la vez que lo tomaba de la nuca y dirigía su rostro hacia sus
senos. Mientras Damián glotoneaba los pechos henchidos, Maia arqueó el
cuerpo de tal manera que Damián pensó que su pene atravesaría su cuerpo
como una espada. Era tal la delicia del encuentro entre ambos que se sintió
completo, vivo, listo para lo que fuere que la vida les deparara. Con los
cuerpos sudados y con él enterrado en ella hasta el fondo de su alma,
contempló, embelesado, aquellos ojos cristalinos que no mostraban ningún
destello de miedo o de rencor, lo que generó en él una profunda conmoción.
La lucha había sido larga y pareja pero, por fin, su chica parecía quererlo
de alguna manera. Con un nudo en la garganta, la besó largamente en la boca,
con el alivio y gozo de sentirse aceptado. No sabía cuán profundamente había
podido quebrar sus barreras afectivas pero, al menos, había abierto una
pequeña pero valiosísima puerta hacia su corazón.
Empujó las caderas a toda velocidad y, cuando ambos ya llegaban al
éxtasis máximo, Damián gritó, como un recordatorio:
—Te amo.
Y el gigante se abalanzó nuevamente sobre la doncella rendida para
expresar con el cuerpo lo que acababa de pronunciar con la fuerza implacable
de su corazón.
CAPÍTULO 48
Buenos Aires
—¿Cómo que se van a México? —gimió Ana, afligida por lo que Aniel y
Gabriel les habían informado por teléfono desde el Delta.
—Ya deben de estar en el aeropuerto, desde donde tomarán el primer
vuelo a México —respondió Ronan—. Triel va con ellos.
—¡Ronan! —exclamó Ana desesperada y colocó las dos manos sobre el
rostro. Sacudió la cabeza de un lado a otro—. Otra vez no, por Dios.
Debemos ir con ella.
Ronan se acercó y la tomó de los hombros con dulzura, obligándola a
mirarlo.
—Damián y Triel la protegen.
Ana volvió a sacudir la cabeza.
—Pero, ¿qué haremos nosotros? No podemos quedarnos de brazos
cruzados.
—Gabriel y Ruryk están discutiendo los pasos a seguir; debemos actuar
con cautela, pero también con efectividad. Llamé a Lautaro y viene hacia
aquí.
Cuando Ana iba a contestar, se escuchó el sonido del portero eléctrico.
Ronan se alejó de ella, miró el intercomunicador con pantalla y apretó el
botón de acceso. Al cabo de un minuto, escucharon un suave golpe a la
puerta.
—Gracias por avisarme —dijo Lautaro, mientras se sacaba la chaqueta
liviana y la colocaba en un perchero ubicado al lado de la puerta.
—¿Has podido averiguar algo? —preguntó Ronan con el semblante serio.
—Mis contactos en la guarida de la Estirpe de Ciudad de México me
dijeron que Damián los llamó y consultó sobre la posible implicación de los
caídos en la desaparición de la niña Rosario Fuentes —contestó—. Al
parecer, no se ha registrado ningún movimiento en el último mes, Ronan. El
jefe de nuestras tropas en México es amigo mío y sabe de la amistad que nos
une a ti y a mí, así que me llamó de inmediato para expresarme su deseo de
colaborar en la búsqueda de la niña y también garantizar la protección de tu
hija.
—Te lo agradezco, Lautaro. Estoy realmente preocupado. Anoche tuve
una videncia que revelé solo a medias a Ana.
Al decir esto, su esposa lo miró afligida.
—¿Qué me has ocultado, Ronan?
Este hizo una mueca con la boca.
—No solo veía a nuestra hija desconsolada sino también en peligro, y
temo que esté relacionado con lo que sucede con la desaparición de la niña.
—Una vez más, Ronan, te lo ruego. Vayamos tras ella —solicitó Ana con
los ojos brillantes y a viva voz.
Ronan le dirigió una mirada infinitamente tierna.
—Triel y Damián prometieron tenernos al tanto de lo que sucede en
México, mi amor. Gabriel, Ruryk y Aniel están en el Delta y tú, Lautaro y yo
aquí en Buenos Aires. Debemos cubrir todos los costados. Apenas nos
avisen, salimos hacia México.
—Ronan, por favor. Escúchame a mí esta vez —exigió Ana—. Partamos
ya. Podemos ayudar. Yo siento que es lo correcto. Tus videncias han
mostrado algo sobre lo que debemos estar atentos, pero yo también me rijo
por mi instinto de madre y sé que lo mejor es ir con los chicos a México.
—El avión ya debe estar por salir, Ana.
—Entonces vamos en el próximo.
El guerrero miró a su esposa con adoración. Ella había pasado de ser una
maravillosa ama de casa dedicada a su familia a actuar como una verdadera
guerrera. Y este costado de Ana provocaba en él un profundo orgullo. Y
también lo excitaba sobremanera.
—Yo iré con ustedes —dijo Lautaro, interrumpiendo sus pensamientos.
Ronan respiró hondo y contempló a su mujer, que lo miraba expectante.
—Tú ganas, mi amor.
CAPÍTULO 51
Ciudad de México
Habían llegado muy temprano a la fundación luego de volar durante toda
la noche, y ahora esperaban a la hermana Lucía en su despacho. El edificio
parecía vacío por su silencio ya que los niños aún descansaban. Solo dos
religiosas se habían cruzado en su camino al despacho y habían saludado con
cariño a Maia y a Damián, y con extrema reserva a Triel.
Maia detuvo su mirada en este que observaba detenidamente cada rincón
del despacho. Damián le había explicado que había convocado a su hermano
porque era el mejor de los silverwalkers para ayudarlo en posibles
enfrentamientos con los caídos. Si su legado se activaba por alguna razón,
Triel era el único que podía comunicarse con Astos y sus portales.
—¡Hermana Lucía! —exclamó Maia al ver a la monja que entraba en la
oficina.
—¡Mi niña! —gritó la hermana y se abrazó a ella con un sollozo
angustiado. Triel y Damián observaban la escena con semblantes pétreos.
—Hermanita… No puedo creer lo que ha sucedido. Rosarito… —dijo
Maia en un gemido, con las lágrimas cayéndole por las mejillas.
—Ay, hijita —expresó la monja, que se apartaba de ella y la miraba
desesperada—. ¡Imagínate cómo estamos! La policía no ha podido hallar
ninguna huella. ¡Nada!
Maia se giró y señaló a los silverwalkers con la mano.
—Damián y yo hemos traído a su hermano, mi primo Triel.
La monja miró al joven parado al lado de Damián y pareció quedarse sin
aliento ante la imagen descomunal que conformaban los hermanos enormes y
tatuados; pero de inmediato se repuso.
—Damián querido, ven aquí —susurró la hermana, dándole también un
gran abrazo. Apenas se separó del silverwalker, miró a Triel—. Siendo
hermano de Damián y primo de Maia, eres muy bienvenido —dijo la
religiosa sin atreverse a acercarse.
Triel asintió con la cabeza, consciente del rol que debía desempeñar.
Damián y Maia le habían explicado la pequeña mentira que habían erigido en
torno a la identidad de su hermano, por lo que se veía en la obligación de
acompañarlos en la piadosa farsa.
—Por favor, hermana Lucía —solicitó Damián con un tono de voz que no
dejaba lugar a dudas de que él sería quien se haría cargo de la investigación
—, necesitamos que nos explique los detalles de lo sucedido.
—Por supuesto, hijo. Verás, hace tres días…
Ya no sabía cuántas veces lo había intentado pero, cada vez que creía
haber abierto el portal, este volvía a desintegrarse. Podía escuchar con su
audición sobrenatural la conversación que se mantenía no muy lejos de allí, y
también detectar la angustia de Damián al no poder deshacerse de las
cadenas.
Triel sacudió la cabeza con la intención de despejarse, pero solo logró que
le doliese más. Sentía el cuerpo como si se hubiese despertado de una gran
borrachera.
Respiró hondo. Si bien él no lograba desprenderse de las cadenas, no
entendía cómo la bestia, que poseía una fuerza increíble, seguía atada a ellas.
Algo diferente y superior debía mantenerlas inquebrantables. Estaba harto de
no poder ayudar. Había mandado órdenes mentales a Gabriel, a Ruryk, y
también a Aniel pero no sabía si ellos las habían recibido.
Juró por lo bajo. La droga bloqueaba la comunicación telepática, pero,
como ya había pasado bastante tiempo desde que los caídos se la habían
aplicado a él y a Damián, confiaba en que el efecto estaría ya comenzando a
mermar. Pero tenía miedo de que para cuando él pudiese recuperar las
facultades al máximo, fuese demasiado tarde para ayudar a los Mitchels. Y
para colmo de males, hacía un buen rato que no escuchaba a la bestia; no
sabía si esta se mantenía en una actitud alerta, dispuesta a atacar cuando
llegase el momento oportuno, o si yacía en medio del proceso de conversión
a la normalidad.
Volvió a concentrarse en Astos.
—Ya estoy aquí. No insistas más —lo escuchó decir, divertido.
Triel abrió los ojos y se sorprendió de ver al sanador frente a él.
—Por fin lo he logrado —susurró aliviado.
—Pues hace bastante que estoy aquí.
—¿Y por qué no te hiciste notar antes? —preguntó Triel, azorado—. Me
has tenido de idiota intentando comunicarme contigo. ¿No ves lo que está
sucediendo?
—No era el momento, Triel —contestó el sanador que se acercaba a él con
una sonrisa en los labios—. Algún día aprenderás que todo sucede en el
instante adecuado, ni antes ni después.
Y dicho esto, los grilletes que sujetaban los brazos del caminante se
abrieron. Triel se levantó aturdido, mientras se refregaba las muñecas.
—Tienen maniatado a Damián del otro lado. Debemos ir en su ayuda —
dijo con voz gélida.
Astos le clavó la mirada y, a la vez que extendía los brazos hacia arriba,
murmuró:
—¿Pero qué acabo de decirte?
Triel lo observó sorprendido.
—¿Y qué esperas que haga? ¿Que me quede de brazos cruzados?
—No. Tú ve y ayuda a los padres de Maia, pero lo que la chica y Damián
deban vivir es un proceso que les compete solamente a ellos. Yo estaré allí
para vigilarlos. Ya sabes cómo funciona esto, Triel. Ni antes ni después. Y
debo mantenerme firme en ello.
El guerrero lo miró con desconfianza.
—Cuando te pones de esta forma, Astos, es porque algo huele mal.
El sanador volvió a sonreír.
—Quizás es porque puedo ver un poquito más allá de lo que ustedes
pueden ver. Damián y Maia no pueden escapar a lo que la naturaleza de sus
almas ha establecido.
Los ojos de Triel brillaron, pero enseguida volvieron a su aspecto frío, casi
sin vida.
Sin contestar, salió corriendo de la celda, dejando al sanador atrás.
Mientras tanto, Ana luchaba a brazo partido contra Brad, quien parecía
resuelto a llevársela de allí, hasta que Gabriel, Aniel y Ruryk, junto a varias
docenas de guerreros de la Estirpe de Plata aparecieron en el recinto para
sumarse a la pelea. Ana no tenía idea de cómo ellos habían podido
localizarlos, pero estaba profundamente agradecida de que lo hubiesen hecho,
ya que los caídos parecían multiplicarse. Sintió un temor visceral por su hija
mayor, pero de inmediato lo disipó porque debía aprender a aceptar el destino
de ella.
Estimulada por el ataque sorpresa de los guerreros de la Estirpe, Ana
comenzó a luchar con tal violencia contra Brad que este, imposibilitado de
retenerla un momento más, la soltó.
Libre, Ana salió detrás de Maia, ignorando los gritos de su esposo que la
llamaba por su nombre a viva voz. Se le oprimió el corazón. Sabía que Ronan
estaría furioso con ella, pero él contaba con el apoyo de los silverwalkers y de
los demás guerreros de la Estirpe, y Maia no.
Corrió hacia la dirección por donde su hija menor había desaparecido y se
internó en una secuencia de pasadizos interminables. Podía escuchar los
pasos de Maia cada vez más lejos y, de repente, otros que venían por detrás.
Aumentó la velocidad de su carrera pero, súbitamente, fue derribada al suelo
sin miramientos, golpeándose la barbilla. A pesar del agudo dolor, luchó con
desesperación para tratar de desembarazarse del agresor que la sujetaba desde
atrás, pero el acero de la hoja de una navaja apoyada sobre su garganta
detuvo sus movimientos.
—Al fin te tengo donde siempre he deseado —susurró la voz de Laura en
su oído. Si bien no podía verle la cara, era evidente, por el tono de su voz,
que disfrutaba de tenerla bajo su merced. Estaba despechada y, sin ninguna
duda, podía llegar a ser más sanguinaria que el peor de los asesinos—. Por fin
podré deshacerme de ti —la escuchó musitar con desdén mientras apretaba
aún más la hoja afilada contra su garganta—. Brad ha sufrido demasiado por
amarte con una pasión enferma y fuera de todo límite. ¡Qué patético! —
exclamó indignada—. Aunque en el fondo lo comprendo, ¿sabes?, porque yo
vivo lo mismo con respecto a él. Por eso, tú desaparecerás de nuestras vidas
y, por fin, él será mío. ¡Despídete, maldita!
Ana cerró los ojos y pensó en Ronan y en sus hijas, sin poder creer que el
destino nuevamente insistiera en separarlos. Esperó el dolor lacerante de la
navaja pero, en su lugar, un grito furioso estalló en sus oídos y, al instante, el
peso del cuerpo de Laura había desaparecido. Ana giró el rostro y contempló
absorta las dos figuras que forcejeaban en silencio delante de ella, como si
estuviese viendo una película de cine mudo, hasta que una de ellas cayó al
suelo, con el cuello quebrado.
—No escuchaste mi advertencia, puta —siseó Brad al cuerpo sin vida de
Laura.
Ana apartó la mirada, asqueada de tanta matanza. En el mismo instante,
las manos fuertes que tanto amaba la levantaron del suelo y la tomaron de las
mejillas, obligándola a alzar la mirada. Él también estaba allí. Y a su lado,
Ruryk.
—Vete, mi amor —susurró Ronan y señaló con la cabeza a Brad—. Yo
debo encargarme de él. —Y la besó en los labios.
—No…
—Vete —ordenó.
—Ronan…
Pero se detuvo. En ese instante, Ana supo que jamás, por el resto de sus
días, olvidaría la expresión del rostro de su esposo cuando clavó la mirada en
Brad, que lo observaba con un desafío abierto en las pupilas. Eran como dos
leones enfrentados a muerte, y ella sabía que era una pelea que su esposo
debería librar, no solo por el honor de la familia y de la Estirpe sino, más que
nada, por el suyo propio.
—¡Ruryk! —lo escuchó gritar—. Hazte cargo de mi esposa.
Ana retrocedió, pero no tuvo oportunidad ante Ruryk. En un instante,
yacía en brazos de él y era transportada fuera de aquel lugar de muerte.
CAPÍTULO 55
—Y lo puedes hacer porque eres dueña de algo aún más bello —musitó
Damián.
—Te juro por lo más sagrado, que te encontraré.
Abrió los ojos, aturdido. El sonido de aquella voz era inconfundible. Pero
había dejado de percibir a Maia desde hacía un buen rato y, sin su señora
álmica, nada tenía sentido.
Sin embargo, seguía vivo. La bestia iba desapareciendo; los músculos y
huesos volvían lentamente a su tamaño natural, sin dolor, luego de los
efluvios curativos que la dragona le había entregado.
Giró el rostro lentamente y observó a Maia, semiconvertida, envuelta entre
sus brazos, casi sin vida. Respiraba con dificultad, pero su alma se había ido.
—Por Dios, regresa. No me dejes —susurró devastado.
Los ojos se le cuajaron de lágrimas y sacudió suavemente el cuerpo
desfalleciente que yacía sobre su pecho. No podía ser verdad lo que estaba
sucediendo. Había luchado tanto por conseguirla, que ahora…
—No se te ocurra desaparecer de nuevo —siseó furioso, y rompió a llorar.
La abrazó con fuerza y, al hacerlo, escuchó el sonido quejumbroso de las
cadenas que lo retenían. Enfurecido, descargó un puñetazo contra la pared de
atrás, desmoronando una parte de ella.
—¡Damián!
Levantó la cabeza y supo que esta vez había escuchado bien.
Miró el rostro tan bello de su mujer, y comprendió que ella, de alguna
forma, intentaba comunicarse con él. No se había ido, sino que había venido
a buscarlo.
—¿Dónde estás, mi amor? —preguntó y cerró los ojos para intentar
transportarse a la multidimensionalidad como tantas veces antes había hecho
al acompañar las almas de la Estirpe. Pero inmediatamente se dio cuenta de
que su debilidad extrema se lo impedía —. ¡No puede ser! —exclamó con
furia. No podía fallar. Esta vez no. Volvió a intentarlo varias veces, sin éxito
—. Por Dios, debo lograrlo. ¡Ella me espera! —gritó lleno de frustración. Las
lágrimas le caían por el rostro, testigos de su desesperación.
Cuando se dio cuenta de que las fuerzas le flaqueaban cada vez más,
emitió un bramido de angustia y sollozó desconsolado.
—¡Damián! —volvió a escuchar. Movió la cabeza y gritó atormentado:
—Maia, ¡no puedo perderte ahora!¡Tengo que encontrarte! Pero no puedo
llegar hasta ti… —Consciente de su impotencia, sacudió las cadenas que
atenazaban sus miembros, como si con ello intentara lograr conectarse a la
multidimensionalidad. Pero todo era en vano. Apenas si podía sostener su
vida y Maia estaba perdida en algún lugar de aquellos planos sutiles. Quizás
muerta—. Maia, ¡por Dios! ¡Ven a mí! No me dejes…, por favor —gimió.
¿Es que acaso en verdad aquello era el final? ¿Toda la lucha que había
llevado a cabo para que Maia y él tuviesen una oportunidad había sido en
vano? Rio en medio de las lágrimas que cubrían sus mejillas.
Esperó lo que le pareció una eternidad con la esperanza de que, de alguna
manera mágica, su compañera se hiciera presente ante él. Pero no. Ni ella
apareció ni volvió a escuchar su voz. Tampoco la captaba. Y eso solo podía
significar que ella lo había abandonado.
—Los caídos han ganado. Y Logan, hijo de puta, tú también… —susurró
con furia. A continuación, gritó con toda la ira y el dolor que aquello le
provocaba. Volvió a sacudir las cadenas, consciente de que este mismo pesar
era el que había llevado a muchos miembros de la Estirpe de Plata a lo largo
de su historia a elegir un futuro que continuaría en la multidimensionalidad y
ya no en la materia.
Sin Maia, él solo deseaba la muerte. Y hacia allí iría. Los jerarcas de la
Orden encontrarían a otro silverwalker para reemplazarlo, pero él… Él ya no
quería la vida sin su señora álmica. La había perdido y, con ella, también su
alma.
Se recostó contra la pared, y cerró los ojos. Solo era cuestión de esperar.
Su resolución ya había sido liberada a la multidimensionalidad.
Y muy pronto, llegaría su final.
—¿Te has dado cuenta de lo que hemos recibido? —susurró Maia entre
los brazos fuertes de Damián.
—Aún estoy perplejo —contestó este mientras le daba un beso en la frente.
De regreso a sus cuerpos naturales, ambos amantes yacían recostados al
costado del camino en la multidimensionalidad, absortos por lo que acababan
de experimentar —. Y tú, mi amor, eres una silverwalker, cuya
transformación se llevó a cabo antes de tus veintitrés años, al serlo, el
símbolo se puso en evidencia.
—Me hubiese gustado hablar con mi abuelo.
—Como jerarca máximo de la Orden, solo puede presentarse
esporádicamente.
—¿Por qué?
—La energía que transmite no es tolerada por todos.
Maia asintió. Había demasiadas cosas para aprender.
—¿Y Jackie también es una silverwalker?
—No necesariamente. Ella puede ser la guardiana del símbolo, pero no
significa que sea la que lo activará. Solamente una mujer silverwalker puede
hacerlo.
—Pero entonces, ¿qué sentido tiene que haya una mujer responsable del
símbolo por un lado y otra que lo active por el otro?
—No tengo respuestas. Esto es muy nuevo para todos nosotros. Lo único
que sabemos es lo que tú también conoces. El tiempo nos dirá si el resto de
las mujeres que son guardianas del símbolo también serán las silverwalkers
que los activen o no.
Maia se acurrucó más sobre el hombro de Damián. Se sentía confusa ante
las nuevas revelaciones así como con su nuevo rol, pero no dudaba de que
Damián y ella dilucidarían con el tiempo lo que todo aquello implicaba.
—Hizo falta tu presencia para que el segundo símbolo se activara.
Damián asintió con la cabeza.
—Es lo que ocurrió también con el primero. Solo se activó cuando Aniel
reconoció su amor por Gabriel y ambos se unieron para darle la bienvenida.
—Como hice yo hoy contigo —susurró Maia.
Damián la abrazó con fuerza.
—Sí, mi amor. Y este símbolo es una enorme responsabilidad, ya que
debemos estar seguros de que quien solicite el pedido de sanación sea
merecedor de ello, y haya hecho un profundo examen de conciencia sobre el
perdón.
—Pero todos van a solicitar la sanación del legado que llevan sobre sí,
Damián.
—No es tan así, mi amor —contestó el guerrero, que le acariciaba la
espalda suavemente—. Los legados nos hacen aprender muchísimo de
nosotros mismos. Yo lo hago continuamente y fíjate también cómo tu alma se
ha fortalecido.
Maia asintió sin dejar de acariciarle el vello del pecho.
—Quizás podamos ayudar a Triel.
—Su legado aún no se ha activado.
—¿Crees que la cura no funcionará si aún no está activado?
—Sí, porque yace latente pero sin manifestarse. Diría que no necesita de
nosotros hasta que ocurra. Quizás nunca se active.
—Astos te ha dicho que un legado jamás ha dejado de hacerlo.
—Es verdad. Por eso, nos preocuparemos de Triel cuando llegue el
momento.
—¿Pero cuál es el sentido de que un miembro de la Estirpe pida un
legado para que luego no sepa si se activará?
—Saber que el legado existe desencadena en el portador del legado
procesos psicológicos y emocionales necesarios para que su alma se
confronte consigo misma. Es como una campana de largada de una carrera
que tiene como meta final sanar las miserias que dicha alma acarrea.
—O sea que aunque no se active, el legado es algo así como un
catalizador para que el alma vea y experimente aquello que debe aprender.
—Sí. Igualmente un legado activado debe ejercer un impacto muchísimo
mayor que uno que no lo ha hecho. Nuestras bestias, aunque a simple vista
no lo parezcan, son enormemente sabias.
—Pero ¿crees de verdad que puede haber un legado que nunca llegue a
activarse?
—No lo sé. Lo único que Astos me ha comentado es que aquello que antes
era predecible ahora podría no serlo más.
—¿Por qué?
—Por la mezcla genética que se está llevando a cabo en la Estirpe. Tu
hermana y tú son híbridas y comienzan a manifestar características que son
nuevas para todos nosotros. Astos me comentó que incluso tiene sospechas
de tu madre y sus orígenes.
—¿Cómo?
—Tu madre ha sido la primer mujer humana que ha tenido hijas con un
guerrero de la Estirpe. Nunca antes había sido posible, al menos hasta donde
sabemos. Quizás haya algo en su ADN que no es del todo humano y que
proviene de la Estirpe, ¿no te parece?
—No sabía nada acerca de lo que me comentas. Pero ahora que lo dices,
tiene cierto sentido. ¿Mi padre nunca se interesó en este hecho?
—Según tengo entendido, tu madre siempre se ha negado a que la
investiguen genéticamente. Si bien hay pruebas del genoma de Ana
guardadas en el laboratorio de la Estirpe de Ciudad de México, tu padre nos
ha prohibido investigar más profundamente su ADN hasta que ella lo
permita.
—O sea que si de verdad existiese una genética diferente en mi madre,
entonces ella podría no ser la única que la portase. Según Aniel, nuestra
madre nunca ha hablado de su familia. Quizás tengamos abuelos, tíos y
primos.
—Es posible. La fecundidad de tu madre, constatada con la llegada al
mundo de tu hermana y de ti, echa por tierra la genética que se creía que
siempre había existido en la Estirpe. Hay muchas respuestas que
desconocemos y que, quizás, podrían dar algún indicio sobre la activación de
los legados o no. Igualmente no lo sabremos hasta que se tengan más
pruebas. Pero ello será posible cuando tu madre apruebe las investigaciones.
—¿Por qué mi madre se niega a la investigación de su ADN? Podría
ayudar a toda la Estirpe.
—No lo sé, Aniel. Si bien en la Estirpe bregamos, antes que nada, por el
bien común, por alguna razón, la Orden de los Jerarcas respeta lo que tu
padre ha ordenado. Igualmente, la Estirpe ha venido manejándose con las
revelaciones de las profecías, que a la Orden hasta ahora, y al parecer, le
alcanzan. No sé si alguna vez presionarán a tus padres para que se permita
llevar a cabo mayores estudios genéticos.
—Los genomas de Any y mío bien podrían ser investigados. Revelarían
mucho del de mi madre.
Damián la miró y sonrió.
—¿Lo harías cuando tu madre se ha negado?
Maia no contestó enseguida. Al final, movió la cabeza de un lado a otro.
—Solo lo haría con el consentimiento de ella.
—Me imaginé que llegarías a esa conclusión. Igualmente, Astos
investigará más sobre la historia de los legados para verificar si realmente
alguna vez hubo alguno que dejó de activarse.
Maia se arrellanó más en los brazos de Damián y disfrutó de sus caricias.
Y de repente, levantó el rostro y lo besó. El guerrero le devolvió el beso
enfervorizado y, para hacerlo más profundo, colocó una mano detrás de la
nuca de Maia y la otra en su barbilla.
Cuando se miraron a la cara, la expresión de Maia se volvió
apesadumbrada.
—¿Qué pasará con tus cadenas, Damián?
Damián le sonrió y con las manos enormes cubrió los senos para
acariciarlos con devoción. La escuchó jadear y se sintió feliz. Así la quería
ver, no inquieta o preocupada.
—Astos dice que están tratadas con una magia oscura y milenaria —
contestó, bajando una mano desde uno de los opulentos senos al centro
cálido, y se detuvo allí para entregar suaves caricias de regalo.
—O sea que cuando regresemos a la materia, tus muñecas y tus tobillos
seguirán apresados en ellas —dijo súbitamente llena de tristeza.
—Lo resolveremos, mi amor —susurró Damián y la miró con intensidad,
confiando en que su mujer comprendiese lo que ansiaba transmitirle—. Tú y
yo lograremos todo aquello que nos propongamos si estamos juntos. —Los
ojos de él descendieron sobre sus labios y enseguida la besó enfebrecido. No
podía dejar de tocarla y se volvía loco por estar dentro de ella nuevamente.
Cubrió su cuerpo con el suyo, y ambos comenzaron a explorarse con ansias.
—Te amo —le escuchó decir a Maia mientras le lamía el lóbulo de la
oreja. Damián se estremeció y abarcó los senos con las manos abiertas. Se
sentó a horcajadas sobre el cuerpo suave y colocó su grueso pene a las
puertas del centro cálido que lo llamaba a gritos. Maia emitió un gemido
profundo y arqueó la espalda hacia él, ofreciéndole la carne suave y
marfilada.
—Y yo a ti, por Dios… —susurró Damián con un pezón entre los labios y
el pene en las puertas del paraíso. La cópula salvaje de la
mutidimensionalidad volvía a llamarlos y se dejaron atrapar entre sus brazos.
CAPÍTULO 59