De La Rosa Jose - Montañeros 01 - Montañeros Una Especie en Extincion
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J. DE LA ROSA
CAPÍTULO 1
Era la peor nevada de los últimos diez años, si se hacía caso al Great Peak
Chronicles. Nadie recordaba un invierno tan frío en las montañas, a pesar de que
en aquellas cumbres se alcanzaban las temperaturas más bajas del país.
La sala de juntas del Ayuntamiento no era otra cosa que la antigua bodega
de Jack «Salsa de tomate» MacDogerty. Un destartalado almacén que había sido el
único lugar donde comprar provisiones para quienes querían internarse en la poco
fiable placidez de las cumbres nevadas. Desde que a Jack se lo comió el oso era el
lugar donde el Consejo se reunía para tratar los asuntos graves, como aquel.
—El señor Jefferson ha propuesto mandarle una carta al tío Rhett Mountain
y exponerle…
—¿Una carta? —el alcalde se apretó aún más la bufanda. Tenía una
garganta sensible, heredada de su madre, una mujer del sur que sucumbió ante los
rigores de la montaña—. ¿A ese animal? Se limpiará lo que yo sé con ella, después
le prenderá fuego y con las cenizas amasará un bollo y nos lo hará tragar.
—Los Mountain son unos animales salidos del mismo infierno, se creen los
dueños de toda la montaña. Para ellos los habitantes de Great Peak somos
extranjeros. Gente de fuera que estamos aquí para quitarles algo que les pertenece
por derecho. Quizá sea cierto que llegaron los primeros, hace doscientos años,
cuando nadie se atrevía a escalar estas paredes, pero eso no les da derecho a nada.
Solo sobre sus tierras, esos páramos estériles de allí arriba, donde hasta las águilas
se mean de miedo por la altura. Tratar con esa familia de bestias es como hacerlo
con el mismo demonio.
—¡Claro que no! Si hasta hoy en día es heroico que una mujer quiera venir a
vivir aquí. La novia de mi hijo se niega a abandonar la ciudad, a pesar de que en su
cabaña tendría todo lo que necesita.
—Menos la civilización.
—¡Otra vez no! —el alcalde dio un golpe en la mesa—. Todos sabemos lo
que pasa. Es una cuestión de vida o muerte. O esos malditos Mountain o la
supervivencia de Great Peak.
—¿Sería ilegal contratar a alguien que les diera una lección? —la señora
Jefferson solía aportar las ideas más originales.
—Eso ya lo hizo mi abuelo con el viejo Jeff Mountain —le contestó el alcalde
Johnson. Después escupió sobre el suelo de roble—, que el demonio lo tenga entre
sus llamas. Vinieron siete tipos desde la gran ciudad para darle una lección. El
viejo Jeff pudo con todos. Rompió brazos, abrió cabezas, destrozó narices y él salió
únicamente con un arañazo en la mejilla. Dejó a los siete tipos inconscientes a las
puertas de la casa de mi abuelo, como una señal de lo que le pasaría si volvía a
intentar molestarlo. Mi padre decía que es una familia de demonios, que no había
otra explicación. No podemos cometer el mismo error.
—Y están los sobrinos —la señora Foster no quería pasar por alto aquel
punto.
La puerta se abrió de golpe, azotada por una ráfaga de viento más fuerte
que las demás. La ventisca precipitó los copos de nieve al interior, junto con el aire
helado, que provocó que todos los miembros del Consejo se volvieron hacia el
hueco oscuro que quedaba al otro lado.
La señora Foster se llevó una mano a la boca: aquello solo podía vaticinar
problemas. Serios problemas. El alcalde Johnson se removió asustado en la silla.
¿Sería aquel el día en que terminaría en el hospital con la cabeza rota? O´Brian, por
su parte, tomó instintivamente su copa de aguardiente, porque cuando los
Mountain hacían acto de presencia el cristal no estaba seguro. El resto, con el
corazón encogido, permanecieron a la espera de lo que pudiera suceder, pero
tratándose de aquella maldita familia no podía ser nada bueno.
Los miembros del Consejo de Great Peak retrocedieron, aun sin moverse de
las sillas, cuando los tres Mountain estuvieron dentro.
Nadie dijo nada. El aire helado entraba por la puerta y formaba una
corriente con la juntura mal cerrada de la ventana, pero ni siquiera protestaron.
Estaban allí reunidos para sacar adelante una moción contra tío Rhett, y sus
malditos sobrinos acababan de aparecer para oponerse, seguramente, a cualquier
precio.
Suspiró una vez más. Era hora de marcharse. Se ajustó el abrigo de lana y
atravesó el largo pasillo hasta el hueco de ascensores. Ya se habían ido todos. Miró
el reloj. Eran… ¡las cinco! El mediodía se había marchado hacía rato. Otra vez se le
había ido el santo al cielo. Rogó porque el guarda de seguridad no hubiese cerrado
con llave la puerta de personal. La última vez que sucedió tuvo que buscarlo por el
enorme museo mientras él hacía la ronda, lo que le llevó más de una hora de
pasillos interminables y salas de exposición que en la oscuridad de la noche se
mostraban tenebrosas.
—¡Julie!
Richard era todo lo que su hermana hubiera querido para ella: guapo,
elegante y refinado, de excelente familia, y con un futuro prometedor. También era
joven. Veintinueve, solo tres más que ella, y rico, bastante rico.
Llegó hasta ella con una sonrisa de un blanco perfecto y ambas manos
tendidas.
Ella tampoco, pero su cabeza tenía facilidad para perderse en las nubes.
—No quería marcharme sin terminar una de las cajas —se le ocurrió decir.
—¿Vendrás a la inauguración?
—No. A los empleados del sótano no nos han invitado —bromeó—. ¿Y tú?
—¿Te apetece tomar algo? Tenía pensado llegarme a Charlie´s para hacer
tiempo.
—Debo llegar a casa pronto —se excusó—. Tengo muchas cosas atrasadas.
Él recibió la negativa con una sonrisa amable. Cualquier otra cosa hubiera
estado fuera de tono. Seguía a su lado, con el paraguas desplegado, pero no hacía
por marcharse.
Julie se preguntó si lo había oído bien. ¿Aquello era una cita? Lo conocía
desde… ¿desde cuándo? Quizá desde siempre. Era el hijo menor de los Howard,
viejos amigos de sus padre. Se habían visto algunas veces de pequeños, coincidido
en un par de bodas y desde luego parte del buen recibimiento inicial que había
tenido en el museo se lo debía a él, pero… ¿una cita? Nunca había pensado en el
pequeño Richard en otro sentido que no fuera en el de la camaradería. Esas eran
cosas de su hermana y de sus infinitos planes para llevar una vida cómoda.
—Me han regalado entradas para la ópera —su sonrisa era de verdad
deslumbrante—. Otelo. ¿No la estrenaron en la costa este? Mi madre me dijo que se
encontró con tu encantadora hermana.
Allí donde luciera el brillo de los diamantes estaría Hortense. Y la ópera era
uno de sus lugares favoritos.
—Me han dicho que estás haciendo un trabajo excelente con la Colección
Montgomery
¿Estaba intentando romper aquel incómodo silencio? Si era así había elegido
un mal tema de conversación porque estaba hasta las narices de las fichas de
exploración del viejo cocodrilo del Amazonas.
—¿Entonces?
Él se encogió de hombros.
Sonaba a promesa vacía, pero era mucho más de lo que nunca se había
atrevido a hacer. Quizá podrían tacharla de ingenua por pensar que la valorarían
por ella misma, sin tener que recurrir a poner su apellido sobre la mesa del
director. Pero era algo que no pensaba hacer.
—No es necesario.
—Insisto.
Ella asintió con una sonrisa forzada. Coger un taxi significaba no cenar
aquella noche, pero después del espectáculo que acababa de dar, rechazar su
amabilidad era demasiado.
—De acuerdo.
—Y no vayas a cenar —dijo él—. Te recojo a las siete, así que tendrás que
darte prisa.
—¿Perdón?
—Lo repetiré de nuevo: ¿Cómo es que nadie nos ha invitado a esta reunión?
—De acuerdo. ¿Cuál es el orden del día? —tomó el documento sobre el que
escribía O´Brian y lo leyó, arrugando la frente—. Vaya, solo hay un punto:
rechazar la propuesta del tío Rhett.
—No nos precipitemos —dijo abriendo los brazos con amplitud, en señal de
paz. Solía surtir efecto con casi todo el mundo, menos con los Mountain.
El rostro de Johnson estaba tan colorado que parecía que le iba a dar una
apoplejía. Pensó la respuesta con calma. Llevaba en la alcaldía treinta años y eso
era porque nunca tomaba partido claro por nadie, y a la vez lo tomaba por todos.
—No he dicho eso —negó con firmeza, moviendo tanto la cabeza que
parecía poder desprenderse en cualquier momento.
—Si lleva a cabo lo que pretende nuestra vida a va cambiar, y no será para
mejor.
El religioso pareció que lo habían pillado con las manos en la masa, porque
dio un leve respingo.
—¿Nosotros?
Una gota de sudor descendió por la frente del pastor, a pesar del frío que
entraba por la puerta.
—Chicos, dice que les daremos una lección —primero miró a su primo y
después a su hermano—. ¿Qué pensáis vosotros?
—¿Ideas encontradas?
—¿Lo contrario?
El secretario suspiró. Estaba claro que si ese día iba a acabar alguien en el
hospital sería él.
—Hay una sola postura —miró alrededor, pero todos apartaron la vista—.
Nadie quiere que se explote la mina. Queremos mantener nuestra forma de vida tal
y como está.
—Si es necesario.
De nuevo se hizo el silencio. Tan denso, tan incómodo, que hasta pareció
desaparecer el tic tac interminable del reloj de pared.
Los tres Mountain se miraron. Había una sonrisa socarrona que volaba de
uno a otro y que estaba llena de misterio
—A menos —dijo en voz alta Jedidiah—, que esa jodida legislación sea la
soga que estrangule su cuello.
—Lo hemos revisado todo —de hecho llevaban dos horas analizando cada
maldito documento, y dos semanas hablando con abogados de una punta a otra
del país—. Con un buen letrado podrá…
—Pero… ¿cómo?
—Con imaginación, alcalde —su sonrisa se ensanchó hasta dejar ver sus
dientes blancos y perfectos—, con mucha imaginación.
CAPÍTULO 4
Richard detuvo el motor de su cuatro por cuatro. Llegar hasta allí arriba,
hasta Great Peak, había sido toda una hazaña a pesar de la magnífica adherencia al
firme de su coche. No solo porque se trataba de una carretera de una sola
dirección, que serpenteaba por los flancos de la montaña abriéndose a precipicios
de vértigo, sino porque las últimas nevadas lo unificaban todo y hacían imposible
distinguir qué habría unos metros más adelante.
—Esos somos.
Johnson les tendió la mano de nuevo. Parecía muy satisfecho con él mismo.
—Llámeme Julie, por favor. Todo el mundo me conoce así —dijo ella,
incómoda ante tanta formalidad
—¿El qué?
¿Era posible que aquel hombre no supiera qué era un GPS. «¿Dónde nos
hemos metido?», pensó Richard. Echó otra mirada alrededor. Las nube estaban
bajas y no se veía un alma por las calles.
La cara de desconcierto la tuvo ahora Richard. Había dos razones por las
que había aceptado aquel incómodo viaje a las montañas: uno era estar a solas con
Julie, pero el otro pasaba por unos días en un lugar idílico con comodidades, si no
excelentes, al menos sí decentes.
Empezó a explicarles el alcalde Johnson cuando una voz sonó desde atrás.
Ninguno de los tres había oído acercarse a los caballos, pues el sonido de los
cascos había sido amortiguado por la espesa capa de nieve. Sobre uno de ellos iba
montado Jedidiah Mountain. Pantalones recios, abrigo cruzado muy desgastado y
un viejo gorro de lana. Los miraba desde arriba, con una expresión que podría
clasificarse entre altanería y desdén. Sobre todo se había fijado en ella, en Julie. No
era ni espectacularmente botita ni tenía un cuerpo de esos que aparecían en el
almanaque que tío Rhett tenía colgado en su taller. Era una chica de rostro
agradable, con curvas, pelo oscuro y una mirada que llamaba la atención. En
absoluto el tipo de mujer que solía gustarle.
—No hay carreteras para subir a los picos. Solo caballos. Espero que sepa
montar.
—¿Y la mujer?
Hasta ese momento Julie había permanecido callada. Debía reconocer que la
aparición de aquel tipo le había causado cierta impresión. No se parecía en nada a
los hombres que había conocido hasta entonces; en casa de sus padres, jóvenes de
familias adineradas y poco que hacer en la vida más que gastar sus pagas; en la
universidad, divertidos o despistados muchachos obsesionados por la diversión, el
sexo y las notas; o en el museo, intelectuales más preocupados por su carrera
académica que por disfrutar de la vida. El hombre que tenía en frente era
completamente diferente. Había algo salvaje en él, casi animal. Algo que se podía
sentir solo con tenerlo cerca. Un ímpetu, o una fuerza que partía de aquellos ojos
extrañamente azules y se manifestaba en cada uno de sus movimientos vigorosos.
—La mujer tiene boca y opinión propia —dijo Julie al fin, molesta por la
impresión que aquel tipo había causado en ella—. Sé montar, posiblemente mejor
que usted, pero no pienso moverme de aquí hasta saber a dónde vamos.
—Señor Johnson.
Ninguno de los dos dijo nada. Johnson cogió suavemente a Jedidiah del
brazo y lo llevó hasta la parte trasera del vehículo, donde el capó abierto les ofrecía
cierta timidez.
—Aquí abajo solo se entretendrán con las historias de Darius y las comidas
de la señora Foster. Necesitamos que trabajen duro y se larguen cuanto antes. En
los picos es más fácil que se centren en lo que tienen que hacer.
El alcalde Johnson sabía que una vez que un Mountain tomaba una decisión
no había forma humana de que la cambiara. Con enorme dificultad ensayó de
nuevo su sonrisa y volvió a reunirse con los invitados.
Julie era una dama, y una excelente jinete. Solo de pensar que iba a cabalgar
por aquellas montañas pegada a aquel bárbaro… dios había hecho cada cosa para
que estuviera quieta en su sitio.
—¿Te parece bien como dice nuestro anfitrión, querida? —intentó pasarle el
muerto a su compañera.
Julie también necesitaba entrar en calor. Apenas sentía los pies y notaba que
la punta de la nariz empezaba a congelársele. Le daba igual cómo subir a los picos,
pero quería una ducha de agua caliente y una infusión que echara humo.
—Espero que mañana no haga tanto frío —Richard se frotó los guantes,
inservibles con aquellas temperaturas.
—Jedidiah.
—¿Disculpe?
—No soy ningún señor.
—Deme la mano.
Ella le aguantó la mirada. Por un momento sintió que aquel frío se disipaba,
como si una corriente cálida lo quitara de en medio. Al final apartó los ojos y tomó
su mano. Era grande y fuerte, como todo él. La levantó en el aire como si no
pesara, y la acomodó a la grupa. La ancha espalda de Jedidiah lo ocupaba todo. El
caballo se removió incómodo y Julie tuvo que agarrase a su cintura. A pesar del
grueso abrigo era evidente que allí no había una gota de grasa, solo músculo bien
modelado. De nuevo tuvo aquella sensación de calor, que le recordó a lo que le
contaba su madre cuando se alcanzaba cierta edad… «¡Por dios, ¿qué me está
pasando?!», vino a su cabeza.
Por su parte, Julie estaba maravillada y miraba a su alrededor con los ojos
tan abiertos como cuando era niña y su padre le traía un helado por sorpresa. El
bosque vestido de blanco estaba repleto de vida a pesar del frío. Veía el arrullo de
las ramas cuando eran movidas por las águilas de invierno, que bajaban al bosque
a alimentarse. Las huellas en la nieve de los topillos nevares, rebuscando raíces
tiernas. El gemido distante de los alces llamándose unos a otros. También le
fascinaban las formas mágicas que formaban las ramas de los árboles bajo el peso
de la nieve. Y la penumbra de las copas, que se balanceaban como viejos fantasmas
y dejaban juegos de luces cambiantes en el suelo. Pero más que nada le sobrecogía
el corazón la absoluta inmensidad de las montañas cuando salían a un precipicio
que necesitaban bordear. Aquella enormidad, el vacío entre cresta y cresta, abiertas
a un valle tan profundo como inabarcable, era la mejor imagen de la libertad, de un
mundo por el que había renunciado a los planes que su familia tenía para ella, en
busca de un sueño que, hasta ayer mismo, creía imposible.
Y sí. Todo iba bien. Porque su corazón latía con más fuerza que nunca bajo
el bálsamo de aquel aire puro, sus ojos miraban con más viveza de la que habían
mirado desde hacía demasiado tiempo, y su cabeza estaba en paz. Ajena a las
preocupaciones diarias que de pronto se habían convertido en algo lejano,
insignificante. Pero aun así, después de una hora a la grupa, necesitaba estirarse.
Julie no quiso referir nada de esto. Ni siquiera tenía muy claro qué estaba
pasando en su cabeza. Jedidiah era un desconocido, «un tanto salvaje», como decía
Richard, y todo aquello le sonaría a chino. A cosas frívolas de una chica de ciudad.
—Snowy Hill está al otro lado de aquel pico —giró la cabeza, como si así
pudiera verla. Julie reparó en el perfil absolutamente masculino de aquel hombre:
nariz recta y contundente, frente ancha, despejada bajo el gorro, y mentón que
parecía sólido bajo la espesa y cobriza barba—. ¿Está asustada?
—¿Yo?
Julie aguantó las ganas de reír. No, aquel montañés no estaba acostumbrado
a que una mujer no sintiera la necesidad de que la salvaran, de que la protegieran.
Miró hacia atrás. Richard la saludó con la mano. Sintió cierta ternura. Llevaba una
vida de despachos, recepciones, buenos restaurantes y mejores hoteles. No
recordaba haber leído en su currículum ninguna referencia a una expedición
donde no hubiera cerca un Hilton y un Starbucks. Y ahora estaban allí, en la alta
montaña, donde sus modales exquisitos servían de poco y su conversación erudita
no era apreciada.
Media hora más tarde llegaron a un claro del bosque, tan tapizado de nieves
como el resto. La oscuridad había empezado a cernirse a su alrededor, lo que
desdibujaba las formas. En un lateral se alzaba una cabaña de madera. Parecía un
tanto tétrica, muy cerca de los árboles, que la engullían a medias. Como las del
pueblo, tenía un amplio porche delantero bordeado por una baranda. Junto a la
puerta, pegado a la pared, había un banco largo que no parecía cómodo. El tejado a
dos aguas estaba cubierto de nieve. Lo único acogedor era la luz que iluminaba la
ventana y el humo que expelía la chimenea.
—No es necesario.
Él enarcó las cejas pero no dijo nada. Richard también había llegado, pero
desmontó con dificultad. Le dolían cada uno de los huesos del cuerpo.
—¿Hay que hacer este camino cada vez que queramos bajar al pueblo?
—¡Se están matando! —gritó Richard, sin saber si debía poner paz o
quitarse de en medio.
—¿Los chicos?
Bordearon a los dos hombres que, sin prestarles atención, seguían a lo suyo,
dándose puñetazos y patadas, y entraron en la casa.
El calor fue una bendición. Había una enorme chimenea que caldeaba toda
la estancia. Era amplia, con una rústica cocina de leña en el mismo salón, mesas,
sillas y un sofá muy viejo cubierto con una manta de lana.
Supuso que se refería a aquel tipo enorme que estaba de puñetazos al otro
lado de la puerta. Decidió no decir nada. Lo único que quería era comer algo y
dormir profundamente. Mañana, cuando se despertara, ya hablaría con aquel
hombretón y le dejaría claras un par de cosas.
Arriba había dos dormitorios, cada uno con un viejo catre que parecía tener
un colchón de borra. El ropero era enorme y antiguo. Decidió no tocarlo.
Cualquiera sabía qué había allí dentro, quizás un oso. También había una cómoda
con un espejo diminuto encima, y una silla. Junto a la ventana vio un aguamanil de
porcelana blanca. Le pareció un bonito detalle decorativo que casaba poco con el
carácter de aquellos hombres. El otro dormitorio era similar. Quizá más pequeño, y
con una chimenea que en aquel momento estaba apagada. No hacía frío, lo que la
alegró.
Arriba también había un cuarto de baño bastante rústico. Tenía una bañera
con patas y un retrete, nada más. Se preguntó dónde estaría el lavado y por qué no
había espejo. Lo más sorprendente es que no tenía puerta. Se preguntó si habría
otro en la casa, quizás abajo, pero no recordaba haber visto ninguna otra pieza en
la casa.
—El baño no tiene puerta —le dijo plantándose delante, con las manos en
las caderas.
Jedidiah estaba sentado en el sofá, con los pies descalzos encima de la mesa
para calentarlos con el calor de la chimenea. Eran enormes, como todo él. La miró
con aquellos ojos fruncidos que parecían que jamás aprobaban nada.
—Tuvimos que quemarla hace años. Fue un invierno duro y nos quedamos
sin leña.
Él asintió.
—Mi primo Carlisle no duerme aquí. Tiene una cabaña más arriba.
—Insisto —¿se estaba burlando de ella? —. Solo hay dos habitaciones y cada
una solo tiene una cama.
—Chaz dormirá con él —señaló a Richard, que en ese momento bajaba las
escaleras— y usted conmigo. Son grandes. Ni me notará.
—¿Nos disculpa?
—Creo que no hemos hecho bien dejándonos confundir por estos bárbaros
—miró hacia atrás, asegurándose de que el montañés no le escuchaba—. Hagamos
hoy lo que dice y mañana a primera hora volvemos al pueblo.
—¿Y la expedición?
Él se encogió de hombros.
—Como quiera.
Había esperado que le dijera que no, que él dormiría en aquel incómodo
sofá para que ella pudiera descansar en la cama. Pero estaba claro que aquellos
montañeros desconocían los principios básicos de la hospitalidad. Volvió a
ruborizarse cuando descubrió que él la estaba mirando de arriba abajo, como si la
evaluara. Se sintió desnuda y sofocada bajo aquellos ojos tan profundos, y
desamparada cuando él pareció perder interés y volvió la mirada al fuego.
—Ahora voy a darme un baño —bramó de nuevo Julie—, así que, por favor,
que nadie suba.
Había una gran olla de hierro sobre la cocina de leña. La miró un par de
veces, sin comprender.
—¿La olla?
La ducha de la noche anterior había sido terrible. Mientras con una mano
sujetaba una cortina que parecía que no se había usado nunca, y que colgaba de
una barra circular desde el techo de madera, notaba que el agua helada se clavaba
en sus carnes como si fueran flechas envenenadas. Pero no iba a dejar que aquel
individuo se saliera con la suya y la tratara como a una mujer de cristal. No lo era
ni lo había sido nunca. Lo que tenía, para bien o para mal, se lo había ganado ella
misma con su esfuerzo. Había tomado, desde que tenía uso de razón, sus propias
decisiones, y no se había dejado embaucar por el dinero de su familia para tener
una vida que no era la que quería vivir. No iba a venir ahora un rudo montañero a
darle lecciones o a tratarla como si se fuera a partir con solo agacharse.
Había salido del baño aterida y tiritando, con los labios azules por el agua
congelada. Se secó como pudo, sin apartar los ojos del hueco de la puerta. ¿Antes
también estaban cerradas las de los dos dormitorios?, y se puso su pijama de
franela, la cosa menos sexi que existía, pero… ¿por qué estaba pensando en si su
pijama era o no sexi?
Cuando bajó no había visto rastro de ninguno de los dos hombres. Miró por
la ventana pero era noche cerrada. Había una manta gruesa sobre el sofá y le
habían dejado una almohada limpia que olía a jabón hecho a mano. Eso era todo lo
que recordaba. Debía de haberse quedado dormida al instante, porque ni siquiera
se acordaba de cómo se había tumbado en el sofá.
Al abrir los ojos miró alrededor. La luz blanca de la mañana entraba por las
ventanas, inundándolo todo con los colores cálidos de la madera. Aquel salón, que
de noche le había parecido un tanto tétrico, ahora le gustaba. Había algo acogedor,
hogareños, que le provocó una sensación de…
—Buenos días.
Julie apartó la vista, sintiéndose una pervertida. ¿Cómo podía ser tan
inconsciente de estar mirando embobada el cuerpo de un tipo que, hasta ese
momento, solo se había burlado de ella? ¿Tan desesperada estaba por un poco de
afecto?
Cuando esta vez se giró se encontró con Richard. Tenía una pinta terrible.
Su delicado pijama de seda era lo único impecable. Cabello despeinado y
profundas ojeras, ese era su estado.
—Ya estamos todos —Jedidiah apareció vestido por completo con una
camisa de cuadros y un grueso pantalón por dentro de las botas—. Chaz no se
unirá a nosotros. Ayer se pasaron un poco mi primo y él. ¿Les parece si les muestro
lo que tenemos mientras tomamos un café?
—Widows Peak. La primera vez que lo vieron fue en esta zona, cerca del
desfiladero —dijo él—. Todos estábamos convencidos de que ese pájaro ya no
existía. Mi abuelo hablaba de él. Por estas tierras se decía que daba buena suerte,
que si te encontrabas a uno tendrías un buen día.
—El arrendajo rojo se extinguió hace sesenta años según los últimos
avistamientos —Julie se había puesto al día con la bibliografía mientras
preparaban aquella expedición—. Es sorprendente que algunos ejemplares hayan
sobrevivido en estas latitudes.
Jedidiah asintió.
—No tenemos móviles. Aquí apenas llega la cobertura. ¿Para qué los
querríamos? Tenemos un dibujo.
Al menos con un dibujo podría hacerse una idea aproximada de qué tipo de
ave habían avistado, y si se aproximaba a lo que buscaban.
—¿Puedo verlo?
Él asintió de nuevo. Fue al mismo cajón de donde había sacado el mapa y
volvió con un papel sobre el que había unos trazos que podían representar un
pájaro. Julie lo miró con detenimiento. Evidentemente era una obra infantil. Uno
de esos dibujos encantadores que hacen los niños para regalar a sus padres. Sonrió
sin darse cuenta. Le encantaban los pequeños y siempre había soñado con tener
una larga familia, tantos como fuera posible.
—¡Vaya! —dijo sin poder desdibujar la sonrisa de los labios—. No sabía que
había un niño en casa.
—Por supuesto —intervino Richard—. Para eso hemos venido. Si es que ese
espécimen existe, como dicen sus fuentes.
—Se nos hace tarde —fue la escueta frase con la que los recibió Jedidiah.
Miró a Julie de arriba abajo, de un salto subió a su caballo y comenzó la marcha.
El sol lucía brillante en lo alto de un cielo azul, sin nubes. El suelo seguía
tapizado de nieve, que permanecería ocupando cada rincón del bosque hasta la
época de deshielo. No había viento, lo que hacía que los rayos solares casi
calentaran, o al menos fantasearan con aquella posibilidad.
—Debe ser hermoso vivir aquí —lo dijo sin darse cuenta. Era algo que le
ocurría a menudo, que sus labios verbalizaran sin permiso sus pensamientos.
—Porque piensas que todas las mujeres solo somos felices con fiestas,
tiendas, restaurantes y… ¡Ah, sí! Cines.
—Mi madre falleció cuando Chaz era muy pequeño porque todo esto la
asfixiaba. No la culpo. Y si, aunque te pueda parecer extraño, he estado con
algunas mujeres.
La respuesta era evidente. Julie parecía una de esas chicas refinadas, que
saben comportarse en sociedad, que necesita estar rodeada de toda una serie de
comodidades. De caballeros que le abran las puertas y la inviten a buenos
restaurantes. De aduladores que alaben su belleza, su buen gusto y su peinado.
Una chica que jamás comprendería lo que él sentía cuando estaba allí, en sus
montañas, en el silencio interminable de la naturaleza en invierno.
—No soy como él —dijo mirando a Richard, que cabalgaba unos pasos por
detrás, preocupado por encontrar cobertura para su móvil.
—No sé decir cosas bonitas, ni suelo estar seguro de cómo tratar a una
mujer. Me he criado entre hombres duros. No tengo ni idea de cómo tratarte a ti.
Cuando dijo esto último la miró a los ojos y Julie sintió de nuevo que el
corazón le palpitaba con fuerza.
—¿Esos? —sonrió—. Son lo único que tengo. Daría la vida por ellos. Sin
dudarlo. Bueno, y el tío Rhett, pero hace tiempo que no nos dirigimos la palabra.
Cosas de familia.
—No pretendo que des la vida por mí, pero si eres amable las cosas serán
más fáciles.
—¿Un temporal? —Julie también miró hacia aquel cuelo azul y limpio—. Si
no hay una sola nube en el cielo.
—A eso me refería.
—¿A qué?
—No. No sabes.
Julie apretó los labios y decidió que no los abriría mientras permaneciera
cerca de aquel bruto.
—Por aquí —la silueta del montañero apareció ante ellos como una sombra
oscura—. Hay una cueva a unos pocos metros. Permaneceremos dentro.
La miró a ella, esperando ver en sus ojos de nuevo la duda, pero Julie apartó
la mirada y lo siguió sin rechistar.
—Dejaremos aquí los caballos. Más adentro estaremos mejor. Hay rocas
donde sentarse y podremos hacer un fuego para calentar un poco de café. Nos
sentará bien.
Julie intentó que no notara cómo corría en aquella dirección. Estaba a punto
de hacérselo encima, y prefería morirse antes de darle ese espectáculo a aquel
bruto.
Pero fue entonces cuando sintió aquel tacto frío entre sus piernas.
—¡Ah! ¡Hay algo aquí! —gritó sin poder aguantarse, mientras se ponía de
pie.
Se miró la cara interior del muslo. No había mucha luz, pero le pareció
distinguir unos puntos ojos.
—Déjame ver.
—Aquí no hay serpientes, menos con este frío, y menos venenosas. Si tiene
la rabia hay que vacunarla cuanto antes.
Ella asintió. Era la primera vez que no veía aquel rictus de disgusto. Eran
claros, brillantes, expresivos. Le parecieron los ojos más hermosos que había visto
nunca. Cuando Jedidiah clavó la punta del cuchillo en la herida, ella apretó los
dientes, y cerró los ojos.
En un momento dado tuvo que apretar los dientes porque… ¡Dios, aquello
era la cosa más deliciosa que había sentido en su vida! ¿Cómo de trastornada
estaba, cuando lo que hacía aquel hombre era curarle el mordisco de una
serpiente? Lo sintió como un torrente que convulsionó sus músculos y le oprimió
el estómago. Intentó disimularlo, pero ¿cómo hacerlo? Aquella boca experta jugaba
con su piel como si se relamiera, como si chupara un helado, pasando la lengua
húmeda, esponjosa, ampliando el área de acción, mientras los dedos gruesos, de
hierro caliente, apretaban sus muslos para que no se moviera. El sonido de la
succión le erizaba la piel, porque le recordaba algunas cosas que había hecho en
otro momento, con otros hombres, a pesar de que su lista de amantes era
ridículamente corta. En algún momento le pareció sentir el contacto de sus dientes,
lo que la excitó tanto que necesitó encogerse ligeramente. Este movimiento, casi
imperceptible, precipitó la barba del montañés contra la cara interna del muslo, y
entonces…
Julie no contestó, pero Richard tenía razón. Por supuesto que había algunas
especies de sauropsidos que se habían adaptado a vivir bajo condiciones extremas,
pero nada parecido a una sierpe venenosa en aquellos bosques que se helaban en
invierno y eran una torrentera en primavera.
Ella abrió las manos. Tenía ganas de soltar una carcajada pero sabía que su
compañero la encajaría mal.
—No pretendo casarme con él, Richard. Solo he dicho que mi instinto me
dice que sabe lo que hace.
Se sentía incómoda, pero no tenía motivos para ello, así que se encogió de
hombros y sonrió.
—No pasa nada. Te agradezco que te preocupes por mí. Pero sé cuidarme.
—Lo sé. Lo sé —un par de palmaditas sobre aquella mano que no soltaba—.
Es solo que a veces no estoy seguro de que sepas lo que quieres.
Aquello sí le hizo levantar una ceja. Esa frase la había perseguido desde el
mismo momento en que le dijo a su padre exactamente lo que quería. Era curioso
que Richard utilizara la misma.
Julie no entendía por qué estaban hablando de aquello. Solo le había pedido
ayuda a Richard una vez, y era precisamente aquella. La que le había llevado a una
montaña helada, a una cabaña perdida, y a ser mordida por dios sabía qué. ¿Qué
tenía eso que ver con hacer política de pasillos para conseguir un puesto relevante
en el museo? ¿Dónde estaban los méritos? En aquel momento se arrepintió de
haberlo hecho. De haberse traicionado a sí misma, quizá debido a la desesperación,
y haber tenido aquella rápida conversación con él en el vestíbulo, con quien creía
que era solo un viejo amigo interesado por cómo se encontraba.
—Éramos unos niños —no conocía tan bien a Richard como para saber cuál
era su estrategia, pero estaba desconcertada con aquellos saltos—. Y si no me
equivoco estabas enamorado de Hortense.
—Tu hermana es tan… pero en cambio, tú. Tú siempre has sido diferente.
—De eso me acusaba papá. De que nunca conseguía que le hiciera caso.
—Sí. Y ese será solo el principio. Pienso llegar tan alto como me lo permitan
mis fuerzas, y para eso necesito a mi lado a alguien en quien confiar.
Hasta ahí había llegado. Se puso de pie y al fin pudo soltarse. Apreciaba a
Richard. De veras. Pero lo que podía leer entre líneas le desagradaba
profundamente.
—Yo no…
Fue algo muy ligero. Apenas un contacto húmedo en los labios. Un estímulo
al que ella no respondió.
Julie apenas tuvo tiempo de volverse, pero sí de ver el brillo oscuro y turbio
que había en los ojos de Jedidiah.
CAPÍTULO 9
El resto de la tarde había sido tan extraña como incómoda para Julie.
¿Qué diablos le pasaba a Richard? ¿Le había dado alguna señal de que
sentía interés por él? Porque ese no era el caso y de haberlo hecho se debía a algún
malentendido. Siempre había pensado que bebía los vientos por Hortense. Como
todos, por otro lado. Quizá debiera sentirse alagada. Richard era un hombre
encantador, una buena persona, y un tipo muy atractivo. Pero no encajaba en
absoluto con el ideal de hombre con el que le quemaban las venas y se le dilataban
las aletas de la nariz. ¿Poco elegante? Seguro, pero el deseo era así. Además… se
parecía demasiado a su padre.
Cuando llegó arriba descubrió que alguien había colocado una cortina en la
entrada del baño, a modo de puerta. Pensó en Jedidiah, pero no le podía haber
dado tiempo desde que llegaran, y por la mañana, al partir hacia la cumbre,
aquello no estaba allí. Debía haberlo hecho su hermano, Chaz, al que aún no
conocía más que de vitas y en las peores circunstancias.
—Tengo que darle las gracias por lo que ha hecho con la puerta del baño.
Él terminó de masticar y tragar pero, con los codos sobre la mesa, no apartó
la mirada del plato.
Tras otro largo rato sin que nadie hablara, ella probó de nuevo.
—Está bueno.
—Es comida envasada —dijo Jedidiah entre dientes—. Solo cocino cuando
tengo tiempo.
—Es una zona menos accidentada y todo indica que lucirá un día tranquilo.
Quizá tengamos suerte.
No lo dijo con acritud, lo que fue un golpe aún más rotundo para él. Estaba
acostumbrado a que le dieran la razón, a que valoraran sus opiniones acertadas y
lo tuvieran en cuenta. Pero Julie era… era distinta a como siempre había pensado.
Ella lo miró fijamente. No quería hacerle daño pero tampoco podía darle
vanas esperanzas.
—Por hoy creo que hemos tenido suficiente —se levantó y dejó su plato en
el mismo lugar que lo había depositado el montañés—. Eres un buen tipo, y una
buena persona que cualquiera querría tener cerca. Quiero que sigamos siendo eso:
amigos y personas que piensan qué es lo mejor para los demás.
Quizá tuviera razón. Quizá unas horas de sueño le harían ver todo ese
desastre como algo ligeramente civilizado.
—Buenas noches.
Subió las escaleras con paso cansado. Sí que había sido un día lleno de
sorpresas: ver a Jedidiah medio desnudo, la tormenta, la mordedura, el beso. No
recordaba otra jornada tan animada en su vida. Y Richard aún pensaba que las
montañas eran un lugar aburrido. Cuando Julie entró en el dormitorio donde
guardaba su maleta se encontró con Jedidiah arrodillado, encendiendo el fuego de
la chimenea.
—Disculpa —se excusó—. No sabía que estabas aquí, pensaba que tu cuarto
era el otro. Mi maleta…
—Una noche está bien. Dos te romperá los huesos. Necesitas descansar si
mañana quieres subirte de nuevo a un caballo. ¿La herida está bien?
—Está casi cerrada. En verdad fue poco más que un rasguño. Me la curé
antes de cenar. Gracias.
Él no contestó. Fue hasta la puerta, pero permaneció unos segundos bajo el
marco. Parecía indeciso, algo impensable en un hombre como aquel. Entonces se
volvió.
Sin más dio la vuelta y abandonó la habitación, cerrando la puerta tras de sí.
CAPÍTULO 10
Aquella declaración de un hombre taciturno la llenó de confusión. Había
parecido sincera, tan sincera como si ella fuera importante para él. Ella, una
desconocida, alguien que se marcharía en unos pocos días. ¿Eran obsesiones
suyas? ¿Simplemente había sido educado? Estuvo tentada de ir en su busca y darle
las gracias, pero sabía que solo encontraría un rostro circunspecto y una mirada
esquiva. Debía dejar de pensar tonterías. Por alguna razón no le caía bien a
Jedidiah Mountain, y él únicamente había tenido la delicadeza de decirle aquella
frase amable.
Se puso el pijama deprisa y se metió entre las sábanas. Las mantas eran
pesadas, pero deliciosamente cálidas. Buscó una postura cómoda. Estaba tan
cansada que se quedaría dormida al instante. Cuando giró la cabeza sobre la
almohada le pareció percibir el aroma del montañero impreso en la tela blanca.
Aquella percepción fue acompañada por un incómodo cosquilleo en la parte baja
del estómago. ¿Era su olor? Lo había tenido presente mientras cabalgaba con él a la
grupa: un aroma recio, ligeramente picante, como a madera joven, a sabia, a
musgo. Se volvió para mirar fijamente la almohada. Estaba inmaculada.
Posiblemente el montañero había cambiado la ropa de cama antes de ofrecérsela,
pero allí estaba, su olor, impregnado en las mantas y el colchón.
No supo cuánto tiempo había pasado cuando oyó un ruido en el pasillo. Las
contraventanas estaban cerradas por lo que era incapaz de calcular qué hora era.
Podía levantarse a mirarla en el móvil, pero estaba tan a gusto entre las sábanas. El
crujido de madera estaba cada vez más cerca. Se incorporó en la cama. Alguien
necesitaba usar desesperadamente el baño, eso debía ser. Pero entonces vio cómo
el pomo de la puerta giraba y esta se abría, poco a poco.
—Shhhh —la calló él, colocándose su largo dedo índice sobre los labios—.
He venido a darte lo que necesitas.
Aquel hombre enorme se estaba rozando con ella, contra ella, y a cada azote
de su respiración, algo crecía más y más entre los dos.
—Eso no es verdad.
Sintió una mano sobre su muslo. Era grande, y las yemas estaban trazando
ligeros círculos sobre su piel. Aquel contacto empezó a sofocarla.
—No voy a ser tan irresponsable como para no ofrecerte unos primeros
auxilios. Es necesario calentarte. Muy necesario.
Fue lo último que pudo decir, porque él fue directo a su boca y le chupó los
labios. ¡Díos, qué bien besaba! Eso era un beso, no la mortadela seca que había sido
el de Richard. Derrotada, se dejó hacer. La sensación era demasiado deliciosa como
para poder pedirle que parara. Mañana, en cuanto amaneciera, aclararía las cosas
con él. Le diría que ella era una profesional, que no iba a volver a permitir que
entrara en su cuarto, en su cama de noche y le hiciera todas aquellas cosas. Le
diría…
Era una inconsciente. Estaba en casa de aquel rudo montañero para llevar a
cabo una delicada expedición científica, y estaba dejando que él la poseyera en su
segunda noche en las montañas. Eso no era propio de ella. Debía haberle echado
algo en la comida. Debía haberla embrujado de alguna manera, porque lo único
que deseaba en ese momento era que no parara. Que aquella sensación deliciosa,
como nunca antes, no se detuviera jamás.
Ella asintió. Estaba preparada. No, más bien estaba deseosa… y aterrada.
Sentirse cubierta por aquel cuerpo fue como llegar al hogar. El calor que se
desprendía de él era abrasador, y los esfuerzos del montañero por no aplastarla
con su peso hacían que sus pieles se frotaran una contra otra, de una manera que la
volvía loca.
Exhausta, al fin abrió los ojos. Había sido… había sido increíble. La
experiencia más erótica, más sensual que había sentido en su vida.
Miró hacia abajo. Vio una ligera mancha húmeda en su pantalón y sintió
una vergüenza que le tiznó la piel de rojo.
No quería despertarlo. El sueño había sido tan vívido que incluso se sonrojó
al verlo. ¿Sería estúpida? Miró por la ventana. Era muy temprano pero el sol
brillaba tímidamente en un cielo despejado. Decidió dar un paseo. Le vendría bien.
Le encantaba andar y no pensaba apartarse de la casa.
Cuando abrió la puerta, con todo el cuidado del mundo para no hacer
ruido, tardó unos segundos en reaccionar. Ante ella se extendía un espectáculo
maravilloso. La nieve brillaba sobre los árboles, con un fondo de cielo de amanecer
que aún guardaba tintes rojizos. A lo lejos, las crestas nevadas de las montañas que
los días anteriores habían estado ocultas por las nubes, eran ahora visibles,
aportando una inmensidad plateada al horizonte. El aire olía a cipreses y pinos, y
una pareja de águilas reales surcaban los cielos despejados, en un baile pausado y
elegante.
Comprendió entonces por qué Jedidiah amaba aquellas tierras. Por qué no
las había abandonado, cuando los hombres de su edad estaban en la ciudad,
incluso en el pueblo, buscando algo más fácil con lo que ganarse la vida.
Desde donde estaba, desde el largo bancal que recorría el porche, la vista
era sobrecogedora. Imaginó generaciones pasadas y futuras de Mountain en
aquella casa, los niños correteando en el porche mientras sus padres disfrutaban de
una tarde serena, con la única preocupación de aprovechar al máximo aquella
belleza, aquella enormidad que ensanchaba el pecho y provocaba un pellizco de
emoción en el corazón.
Bordeó la cabaña. Era una construcción antigua pero sólida. Al lado había
un granero y unas cuadras. El granero estaba cerrado, aunque le pareció oír jaleo
de aves enfurruñadas. ¿Gallinas, quizá? En la cuadra había cuatro caballos. A tres
los conocía. El cuarto parecía muy viejo, pero estaba bien cuidado. Aún
desprendían calor las ascuas de una fogata que había estado encendida para
caldearla. Era la primera vez que veía algo así y le emocionó. Se había percatado de
lo unido que estaba Jedidiah a su caballo, Hocico Negro. Al parecer estos animales
eran algo importante para los Mountain.
También bordeó las cuadras y subió una loma entre cipreses nevados.
Desde la cima le pareció ver otra cabaña, a lo lejos. ¿Sería la de su primo? ¿Cómo se
llamaba? Carlisle. Allí era donde se estaba quedando el hermano de Jedidiah. Era
difícil decirlo por la distancia pero había dos siluetas que se movían en la nieve,
quizá estaban arrastrando cestas, o jaulas pequeñas. ¿Serían tramperos?
—Durmiendo.
—Aburrida, como siempre. ¿Vendrás este fin de semana? Papá quiere que
estemos todos.
Papá siempre quería que todos estuvieran juntos. Así podía decirles a cada
uno de sus hijos cómo habían llegado a decepcionarle, y en particular a Julie, Julia
en casa, de quien no comprendía qué estaba haciendo con su vida.
—No estamos educadas para eso, hermanita. Y cuando te des cuenta serás
una desgraciada.
—Para una vida cómoda. Una buena casa, coches, criados, y ocio, mucho
ocio. Para eso tendrás tu herencia y si eres lista y sabes elegir, un marido que
pague el resto.
—Como mamá.
—Como mamá.
—No estoy muy segura —dijo al fin Hortense—. Creo que de Anthony,
pero… ¿por qué me lo preguntas?
—No me acuerdo —se notaba que estaba incómoda—. De eso hace dos
años. No tengo memoria para tanto.
Tuvo ganas de reír. Dos años era toda una eternidad para su hermana. Lo
cierto era que cada vez que ojeaba una revista en la sala de espera de su dentista
allí estaba Hortense, con un nuevo novio del que se decía que era el «definitivo».
—Eso es.
La echaba de menos. Más de lo que se atrevía a decir en voz alta. Solo se
llevaban dos años, pero Hortense la había visto siempre como a su hermana
mayor, muy mayor, que era capaz de poner a los chicos en su sitio y decirle a papá
cosas que no quería oír. En cierto modo era la primera persona que había creído en
ella. Muy posiblemente la única que, a pesar de todo, aún creía.
—Te quiero —le dijo, lanzando un beso al teléfono—. Estaré allí cuando
tenga las cosas claras.
Sin más se dio la vuelta y continuó con los preparativos. Él no dijo nada. No
había pasado una buena noche. Por algún motivo ella, aquella mujer que parecía
un brazo de mar entre fogones, no había salido de su cabeza. Tanto que había
tenido que desfogarse para poder dormir.
Julie, que hasta ese momento había estado ocupada azuzando el fuego, se
dio la vuelta con una sartén en la mano y depositó en cada plato varias tiras de
bacón crujiente.
—Nada de eso —no lo miró, pero Jedidiah sabía que se refería a él—. Se van
a quedar a desayunar.
Ella dejó la sartén para rescatar unos trozos de pan frito que ya estaba
dorados y desprendían un maravilloso aroma a canela.
—Nadie diría que fueras el mismo niño que escribió una carta de amor para
declararse a su profesora.
Chaz y Carlisle habían bajado la mirada, como si la cosa más interesante del
mundo estuviera pasando dentro de sus platos.
—Eras muy mono —prosiguió Julie—. Nunca imaginé que pudieras tener el
pelo tan rubio. Es sorprendente lo que hace el aire de las montañas.
—¿Le habéis enseñado… fotos?
Fue Chaz quien contestó. No imaginaba que le fuera a sentar tan mal, pero
el rostro encendido de su hermano anunciaba peligro.
Julie seguía sin mirarlo. Colocó un plato limpio sobre la mesa, cubiertos y
servilleta y sirvió una buena ración de huevos revueltos, bacón y tostadas
francesas.
—Toma —le dijo a Jedidiah—. Con esto tendrás energía para todo el día.
—Habrá que avisar a tu novio y largarnos cuanto antes —dijo Jedidiah, sin
levantar la cabeza del plato—. Hoy tendremos buen tiempo y debemos
aprovecharlo.
Julie, que seguía sin mirarlo, detuvo el vuelo de una espumadera sobre la
mantequilla caliente.
—¿Mi novio?
Dejó el utensilio sobre un trapo seco y bordeó la mesa para enfrentarse a él.
—No es ni mi novio ni mi amante.
Jedidiah soltó el tenedor sobre la mesa y la miró a los ojos. Ella había
levantado una ceja y, aunque intentaba aparentar calma, el tamborileo
incontrolado de su pie indicaba que estaba molesta. Eso le dio fuerzas al montañés.
Con los chicos se habría calmado a puñetazos. Con aquella mujer…
—El beso —dijo sin apartar un ápice la mirada de ella—. ¿O me vas a negar
que estabais besándoos?
—Vaya —dio una palmada y esbozó una sonrisa cínica—. Así que en la
ciudad besáis a cualquiera y no importa.
—Pues te digo algo —la señaló con el dedo, una de las peores cosas que se
podía hacer con Julia Vanderbilt—. En las montañas un beso significa mucho.
Mucho. Si se te ocurre besar a un hombre aquí arriba no digas después que fue un
malentendido ni una tontería.
—No pienso besar a nadie más —estaba tan confusa que casi lo musitó.
—Pues eso.
—Pues eso.
Se hizo el silencio. Los Mountain comían con la mirada gacha y sin hacer
ruido. Sabían que el primero que hablara se llevaría la reprimenda de Jedidiah. El
montañés se puso de pie. Había perdido el apetito de repente. Julie, por su parte,
volvió sobre los fogones. Si su hermana la viera se desmayaría sobre el suelo de
madera.
—Sí.
Sí. Aquel era el instante en que, si no se hacía lo que quería, empezaba a dar
puñetazos. Los dos se pusieron de pie. No había otra posibilidad. Julie le lanzó una
mirada mortal a Jedidiah que, con los brazos cruzados sobre el robusto pecho y la
mirada nublada, estaba allí plantado, con las piernas abiertas, como un lobo alfa en
medio de la manada.
—Habrá que repetirlo —saludó Carlisle desde la puerta, para lanzar una
última mirada a su primo y salir.
Aquel hombre era una verdadera pesadilla. ¿Cómo había podido tener un
sueño tórrido con él? Bueno, estaba claro por qué. Con mirarlo sobraban los
argumentos. Pero era un bruto, un cabezota, y ella era incapaz de comprender
aquellos estados de ánimo que eran tan levantiscos, cuando lo único que había
pretendido era agradecerles con aquel desayuno que la hubieran acogido. Y limar
asperezas. Y no sentirse culpable por haber tenido un orgasmo soñando con él. Eso
también.
Jedidiah seguía allí plantado. Igual de huraño que antes. Ella lo imitó sin
darse cuenta.
En esta ocasión no lo iba a dejar pasar. Era una relación extraña la que tenía
con él. Quizá fuera así con todos los montañeros. Quién sabía. Pero no era mujer de
dejar pasar las cosas sin hablarlas, sin intentar arreglarlas. Si el montañero tenía un
problema con ella, esa mañana lo iba a poner sobre la mesa.
—A ver, cuenta.
Se lo estaba poniendo difícil. Decidió ser ella la que enumerada las razones.
—¿Por qué te caigo tan mal? Me detestas porque te caigo fatal —él no
apartaba la mirada de sus ojos—. ¿Es porque tienes una mala opinión de las
mujeres? ¿Porque alguna te hizo daño y pretendes martirizarme por ello? ¿O
simplemente te desagrado por algo que he dicho o he hecho?
—En primer lugar —dio un paso hacia ella. Era un tipo ante el que había
que tener cuidado, pero Julie no se movió un ápice de su sitio—, no tengo una
mala impresión de las mujeres. Me gustan las mujeres. Me gustan mucho las
mujeres, y normalmente yo les gusto a ellas.
Con el último paso apenas había espacio entre los dos. Casi percibía el calor
que emanaba de la piel del montañero. Y su fragancia. Sintió que se sofocaba.
Aquella noche todo había empezado con aquel olor masculino y salvaje.
—Y en tercer lugar…
—Lo sé.
No le gustaba estar allí. Eran las tierras del tío Rhett. La parte de la montaña
que quería volar para extraer la plata que encerraban sus entrañas. Si los veía en
sus propiedades le pegaría un tiro a cada uno y después les preguntaría que hacían
merodeando. En su caso, además, se mearía sobre su cadáver.
Julie levantó los prismáticos y echó una ojeada. Aquel paisaje llegaba a
cortarle la respiración. Si hasta ahora las altas montañas y los bosques nevados la
habían sobrecogido, esta parte, menos escarpada, era de una belleza abrumadora.
Recorrió despacio el perímetro del bosque a través de las lentes, desde las
altas copas hasta las ramas más bajas. El arrendajo rojo tenía costumbres curiosas.
Anidaba en las zonas más elevadas de los árboles, que también utilizaba para
pernoctar, pero cazaba insectos en las más bajas, cerca del suelo. Sabía que no iba a
ver nada. El ramaje era demasiado tupido. Le pasó los primaticos a Richard, que
también inspeccionó la zona.
—No. Pero la gente de aquí no miente. Si dicen que lo han visto aquí es que
esos pájaros están aquí.
—No he leído nada sobre eso, pero hay pocos estudios sobre estas aves.
—Las montañas nos vuelve locos a todos —dijo Jedidiah—. A esos bichos
también.
Sin más, empezó a preparar los caballos para marcharse. Ya habían visto
sus pájaros así que era hora de volver a la cabaña y largarse de sus montañas.
—Y ese rojo tan intenso —la cabeza de Richard no dejaba de dar vueltas—.
Pensaba que debía ser un tono más discreto. Me intriga.
—¿Tú qué piensas? —Jedidiah se dirigía a ella por primera vez desde que
salieron de la cabaña.
Julie también lo miró. Sabía que algo no cuadraba y que aquel montañero
tenía que ver. Pero un impulso en su interior le decía que debía confiar en él. Que
había algo importante detrás. Le hubiera gustado que se lo contara. Que le dijera la
verdad. «La gente de la montaña no miente», habría dicho. Pero ella era una
científica. Una experta que tomaba decisiones y certificaba acontecimientos a partir
de hechos comprobados, y aquello no se parecía en nada a uno de esos.
Señaló con el dedo un lugar del bosque cerca del claro desde donde había
partido la bandada de arrendajos. Jedidiah le arrancó el prismático de las manos y
lo enfocó en aquella dirección.
—Es un oso —lo dijo sin inmutarse, mientras ataba las correas—. No
estamos preparados para enfrentarnos a él.
—¿Se ha topado alguna vez con una de esas fieras cuando por alguna
extraña razón ha debido de abandonar su cueva?
—¿Julie?
—De acuerdo —Julie no quería discutir hasta no estar segura de qué pasaba
—. Solo si mañana volvemos preparados en busca de restos.
Todo había empezado con un ligero dolor de cabeza que Julie achacó a la
altitud a la que se encontraban. Nadie ignoraba la existencia del llamado «mal de
altura», y para ella, que vivía en una ciudad a nivel del mar, mucho había tardado
en manifestarse. A eso siguieron los escalofríos. A ráfagas, que le recorrían el
cuerpo y la hacían tiritar. Su anorak la había protegido hasta entonces y
precisamente aquel día no era de los peores. ¿Por qué, entonces, le estaba
sucediendo aquello?
Escuchó una voz cercana. Sintió que la cabeza le daba vueltas. Sabía que
Richard le estaba diciendo algo pero era incapaz de oírlo. Se esforzó para
mantenerse en la montura mientras el caballo iba acercándola a la cabaña. Notaba
un dolor severo en las articulaciones y la cabeza estaba a punto de estallarle.
Lo siguiente que recordó fue que estaba tumbada en el sofá, frente a una
chimenea hasta arriba le leña y cubierta con mantas. Aun así sentía escalofríos.
—¿Cómo te encuentras?
—Tienes fiebre.
Lo dijo con una dulzura que, a pesar de la fiebre, a Julie le erizó la piel.
—Necesito que pongas todo de tu parte. Voy a llevarte al pueblo. Tiene que
verte el médico. No será fácil. Lo pasarás mal. Pararemos tantas veces como lo
necesites. Pero tenemos que hacerlo.
Julie sintió y con sumo cuidado se puso de pie. Era como si le clavaran
alfileres en las articulaciones. Aun así le hizo caso. Por alguna razón fuera de toda
lógica creía en él. Si aquel montañero decía que todo saldría bien era que todo
saldría bien. A pesar de lo que Richard siguiera gritando. ¿Lo había dicho? ¿Le
quedaban aún esperanzas?
—¿Vas a sacarla con este frío? —Richard estaba tan aterrorizado como ella.
Tras colocarle los guantes, el montañero pasó un brazo por su cintura y tiró
de ella hacia la puerta, como si no pesara.
—¿Iremos por el mismo camino por el que llegamos o hay algún atajo? —
preguntó Richard.
—Tú no vas a venir —era la primera vez que lo trataba con familiaridad.
Su última imagen fue una mirada vacía de Julie, mientras era arrastrada
hacia la nieve por aquel salvaje, con un pronóstico tan fatuo como la noche.
CAPÍTULO 15
Darius O’Brian, el médico del pueblo, le quitó a Julie el termómetro de la
boca y lo observó a contraluz, alzándose las gafas sobre la nariz.
—Mmm —murmuró.
Llegar hasta el poblado no había sido una tarea fácil. A pesar de que la
suerte les había acompañado librándolos de un temporal, los senderos escarpados
y el hielo que se había formado sobre la roca hacían resbalar a Hocico Negro y eran
tremendamente peligrosos cuando bordeaban los riscos abiertos al abismo.
Durante todo el trayecto ella estuvo recostada sobre Jedidiah. Con la cabeza
apoyada en su pecho, mientras él, guiando la montura desde atrás, intentaba darle
todo su calor. De vez en cuando el montañero le preguntaba, pero solo recibía una
respuesta monocorde: «estoy bien». Jedidiah sabía que no lo estaba y que cuando
antes llegaran a la consulta del galeno, mejor.
—De acuerdo, pero siéntate ahí y déjame trabajar sin molestarme, por favor.
Allí sentado, en una silla minúscula donde apenas cabía, con su viejo gorro
de lana apretado entre las manos y el cabello despeinado, parecía la viva imagen
de la desolación.
—Suéltelo —Jedidiah tenía los puños apretados y el rostro tan lívido que
parecía que le había desaparecido la sangre de un plumazo.
—Tienes un constipado.
—Así es. Es muy molesto. Un cuerpo terrible. Con este frío debe de dolerte
todo. Te voy a recetar unos antipiréticos y debes tomar mucho líquido. Por lo
demás, la enfermedad tendrá su curso. Si descansas y te tomas las cosas con
tranquilidad te curarás antes.
—¿Qué mordedura?
Darius se inclinó, tomó una lupa y examinó la herida, que estaba ya casi
curada.
—Mmm
—Darius, por favor —en verdad quería cogerlo por la solapa estrellarlo
contra la pared, pero Julie lo reprobaría.
—Es terrible.
—Darius.
Jedidiah asintió.
—Sera mejor que hagas lo que dice el doctor. Aquí estarás más cómoda.
—Pero…
—Sí, lo es.
La vuelta a la cabaña, esta vez a la grupa del caballo, estaba siendo más
soportable de lo que había esperado. Jedidiah lo conducía con cuidado, evitando
las cretas pronunciadas, las zonas donde la nieve se amontonaba o los boscajes
demasiado espesos, para que la marcha fuera lo más suave posible.
Había una diferencia con el montañero que había conocido hasta entonces:
estaba especialmente hablador. Durante todo el camino se encargó de explicarle el
nombre de cada pico que aparecía cuando debían bordear la montaña, el río que
había excavado cada valle que circunvalaban y los peces que allí anidaban, las
mejores fechas para lanzar una caña, las aves que colonizaban las copas de los
árboles, la extraordinaria fauna que vivía en la nieve, invisibles con su manto
blanco. El montañero hablaba con entusiasmo de todo lo que le rodeaba, como si se
tratara de un mapa, de un plano esférico que contenía únicamente cosas
maravillosas.
—Mucho mejor.
—¿Siempre has vivido aquí? —preguntó mientras notaba que aquel corto
paseo la llenaba de energía.
—Solo una vez, y te reirás de mí: me encontré tan perdido que empaqué mis
cosas y regresé una semana antes de lo que debiera.
Ella lo hizo, rio, lo que provocó que él también la imitara. Sin darse cuenta
ambos se estaban mirando a los ojos. Ella embelesada porque el rudo rostro del
montañés se transformaba en algo entrañable cuando sonreía. Jedidiah porque
empezaba a darse cuenta de que le gustaba todo de aquella mujer.
—No sé a qué te dedicas —la pregunta fue más para mitigar aquella cosa
extraña que los unía cada vez que estaban a solas.
—Es enorme.
—Pobres excursionistas.
Le hizo gracia que pensara así, pero tenía razón. La primera hora siempre la
pasaban aterrorizados, imaginando que les robaría y los dejaría abandonados en
algún barranco.
Sí lo era.
—¿No eres consciente de que das miedo? Porque eso es aún más terrorífico.
Claro que era consciente. Fue una de las lecciones del gran bisabuelo
«Dientes de ceniza» Mountain. Si querían mantenerse en aquellas tierras agrestes
era necesario que los demás los tuvieran en consideración. Así había comenzado la
leyenda de los montañeros, y ellos tenían la responsabilidad de perpetuarla.
—¿Mi carácter?
—¿No eres consciente de que eres un poco testaruda? Porque eso asusta
bastante.
Él sonrió.
—Sí. Mi familia es del oeste —ella agradeció poder contar algo que la
apartara de lo que estaba pasando pero… ¿qué estaba pasando?—. Cuando decidí
estudiar Biología no les sentó demasiado bien. Tenían otros planes para mí, ¿sabes?
Entonces cambié de costa, pero siempre en una gran ciudad.
—Este es el único sitio —dijo con cuidado—, desde que tengo uso de razón,
donde me siento yo misma.
Nada más decirlo fue incapaz de añadir una palabra más. Sintió un
escalofrío atravesándole la espalda. Era como si se hubiera hecho la luz. Como si
acabara de apartar un antifaz que al fin le dejara ver las cosas como eran. Tuvo que
detenerse. Jedidiah también lo hizo. Se quedó mirándola sin saber qué sucedía.
—Estoy bien —pero no se movió de donde estaba—. ¿Cuáles son tus planes
de futuro?
—¿Planes de futuro?
Tuvo que pensarlo. Hasta entonces su futuro no había sido otra cosa que
presente. De alguna manera había aprendido que mañana sería otro día, con otros
retos, otras dificultades y otra alegría. Lo importante era lo que estaba pasando en
ese momento. Lo demás, o era recuerdo o era un deseo.
Ella asintió. Tenía razón. Le incomodaba pero debía reconocer que tenía
razón. Lo de ahora era delicado, pero tenía que decírselo. Lo necesitaba.
Ella asintió.
—Sí.
—Yo también.
—¿Tú?
Se quitó su viejo gorro. Se pasó una mano por el recio cabello rojizo y volvió
a colocárselo.
—Todo lo que he aprendido desde que eché los dientes —continuó diciendo
—, me decía que solo podía ser una serpiente, pero estabas tan mal que dudé si me
había equivocado.
Era extraño verlos allí parados. El caballo arañaba la nieve con la pezuña,
quizá buscando algún tallo helado.
—Las tierras donde estuvimos esta mañana son de mi tío. De tío Rhett.
—Otro Mountain.
Él asintió.
—Así es.
—¡Vaya!
—¿Estás bien?
Por toda respuesta, Julie dio un paso al frente. Tuvo que alzarse para llegar
a sus labios, y lo besó. Al él lo cogió por sorpresa. Era lo último que esperaba. Pero
cuando sintió los labios de Julie sobre los suyos fue como si alzaran una barrera
anclada desde hacía tiempo. La atrajo hacia sí y se fundió con su boca. Era
deliciosa. Había fantaseado con ella. Ya conocía el sabor de su piel, y le había
dejado trastornado. Sentir ahora su calor indagando en su boca lo volvió loco. Su
lengua intentó conocer cada recodo. Le mordió los labios, le chupó la comisura con
tanta pasión que temió hacerle daño. Fue entonces cuando se dio cuenta de lo que
estaba haciendo. No quería un beso, un polvo, y nada más. No lo quería. Ella se
marcharía en un par de días y él se quedaría, ¿cómo? No. No era aquello lo que
quería recordar mañana.
Ella tardó en reaccionar. No sabía por qué lo había hecho. Por qué lo había
besado. Pero de lo que estaba segura era de que nunca nadie la había besado así.
Había sentido su pasión, su deseo, y, por qué no, aquel había sido el beso más
erótico que le habían dado en su vida.
Ella se giró.
—¿Sí?
Su rostro, amable por lo general, estaba tan crispado que parecía un tanto
perturbado. Quizá que su cabello, habitualmente impoluto, estuviera despeinado,
era una señal de que ya no aguantaba un instante más aquella situación. Una
situación, por otro lado, en la que no había sucedido nada reseñable. Pero para
Richard, acostumbrado a los esplendores del gran mundo, estar encerrado en
aquella cabaña en medio de ninguna parte era peor que una condena a los
infiernos.
Lo dijo como un torrente. Lo mejor era ser paciente. Sabía que las
situaciones extremas terminaban por descentrarlo.
—Tú eres más valiente que un simple catarro, querida —cogió su maleta,
pero volvió a dejarla en el suelo—. Podrás tomarte unos días libres cuando
lleguemos a casa y así te repondrás del todo.
—Yo no…
—No quería llegar hasta este extremo, querida —la forma en que alzaba las
cejas le recordó a Julie a una monja de su infancia, que hacía aquel mismo gesto
antes de castigarla—. Pero soy tu jefe, el responsable de esta expedición, y es a mí a
quien le toca decidir cuándo termina esta desastrosa aventura. Y termina ahora
mismo. En este mismo instante. Nos vamos y no hay nada que discutir.
Era lo último que le apetecía. Pero quizá ese era su destino. Si se quedaba…
¿Qué sería lo próximo? ¿Meterse de noche entre las sábanas de Jedidiah? Ya había
tenido un sueño erótico con él, y lo acababa de besar. Desde que había subido a la
montaña no se conocía. Mal de altura, esperaba.
—No creo que sea prudente que Julie baje de nuevo. Llegar hasta aquí ya ha
sido un esfuerzo considerable para ella.
—Estoy seguro —le animó Jedidiah, tras dar un buche con cuidado.
Aquello no estaba saliendo como pretendía. Por alguna razón había estado
seguro de que si se mostraba firme el montañero no tendría más remedio que
hacerle caso.
—¿Ni siquiera por una buena cantidad nos haría de guía? —las pasta
siempre era la pasta.
—No.
—¿Llevan linternas?
—Se hará de noche en menos de una hora. Hoy no hay luna así que el
bosque estará tan oscuro como un pozo.
Sabía que aquel bárbaro no se lo iba a poner fácil. Lo que no imaginaba era
que disfrutara haciéndoselo difícil. Julie se humedeció los labios. Empezaba a
entender la estrategia de Jedidiah. Tuvo ganas de sonreír, pero eso solo lo
empeoraría todo.
Julie miró a su jefe. Sintió lástima de él. Aquella situación le superaba y sin
embargo aún tenía fuerzas para resistir. Decidió echarle una mano.
—Los lobos. Se quedaron con su olor el día que llegaron. Estarán deseosos
de hincarle el diente.
—Muy gracioso.
Hasta ahí podía aguantar. Julie dio un fuerte golpe sobre la mesa que hizo
que ambos se sobresaltaran y la miraran al unísono.
—Richard. Jedidiah. Basta.
—Nos quedaremos aquí a pasar la noche —le dijo a su jefe, con una firmeza
que no admitía discusión—, y si mañana sigues pensando lo mismo saldremos al
amanecer —se volvió hacia el montañero—, con o sin tu ayuda.
Jedidiah sintió la mirada firme de Julie clavada en él. Estaba claro que
aquello no admitía discusión. Debía dejar de comportarse como un idiota si no
quería que lo trataran así, como a un idiota.
El montañero se puso de pie y fue hasta ellos. Había levantado las manos,
mostrando las palmas, en señal de paz.
—Hagamos mañana una última incursión a las cumbres —la miró a ella y
después a su jefe—. Si no encontramos rastro de ese pájaro, yo mismo os llevaré al
pueblo al atardecer.
Murmuró una excusa y salió de la casa. El cielo sin nubes era ya de un azul
oscuro, impenetrable. En unos minutos se haría de noche. Colocó la silla en su
caballo y enfiló el sendero que subía la montaña. Veinte minutos más tarde estaba
frente a la cabaña de Carlisle Mountain.
Jedidiah cayó pesadamente en el viejo sillón del abuelo. Cuando sus padres
se casaron, el más venerable de los Mountain se había retirado a aquella pequeña
cabaña de caza, que más tarde se había quedado su primo.
—Podías haber dicho que habían sufrido una mutación —propuso Carlisle.
—¿Invisibles? —Jedidiah lo miró con desgana—. Tuve que decir que había
un oso hambriento para que no se acercaran a investigar. Si hubieran bajado y
encontrado la jaula… —el truco de soltar pájaros no había surtido efecto, eso era
evidente—. ¿Los habéis capturado a todos? No quiero que no acusen de maltratar
animales. De eso no.
—A todos —Chaz los había contado una y otra vez—. Seis en total. Con este
frío se posaron en las ramas bajas en cuanto los soltamos. Ya se los hemos devuelto
al alcalde Johnson.
Aquel era un tema delicado. Para un criador como el alcalde, sus pájaros
estaban a la altura de sus hijos.
—Se ha quejado de que hayamos pintado de rojo las alas de sus canarios,
pero descubrir que no se habían escapado, sino que nosotros los habíamos tomado
prestados… bueno, parece satisfecho. ¿Qué harás ahora?
No tenía ni idea. Solo había conseguido ganar tiempo, nada más. Al día
siguiente daría vueltas por la montaña, intentaría despistarlos, pero… no tenía
ningún plan. Richard y Julie tendrían que regresar a la ciudad, redactarían un
informe diciendo que allí no había ninguna especie en peligro de extinción, lo que
aprovecharía tío Rhett para conseguir los permisos de explotación de su mina. Un
desastre. Y el mayor desastre era que Julie se marcharía pensando que aquel
montañés era un desastre.
—Algo se me ocurrirá —se pudo de pie. Debía volver. Solo había necesitado
montar un poco antes del anochecer y saber que los chicos estaban bien. Tampoco
le gustaba la idea de dejar a Richard solo toda la noche—. Vosotros manteneros
apartados de la cabaña.
—¿Y?
Aquello no le sentó nada bien. Una mujer en la montaña era algo tan exótico
como un pavo real en el ártico, pero no iba a dejar que ninguno de esos dos pusiera
sus remilgada sonrisa a disposición de Julie.
—No quiero veros por allí hasta que todo esto termine —señaló primero a
uno y después al otro—. ¿Entendido?
Jedidiah asintió. Se puso de pie y fue hasta la cocina. Cuando volvió, dejó
sobre la mesa dos vasos y una botella de Rompentrañas.
Jedidiah se la estrechó con fuerza. Después sirvió dos nuevos vasos hasta
arriba. Richard se quejó. No podía beber más. Él solo tomaba vino y aquello… pero
el montañero insistió. De nuevo se lo tomaron de un trago, dejando los vasos
vacíos sobre la mesa.
—Se ha dado cuenta, ¿verdad? —se recostó, sosteniendo la bebida cerca del
pecho—. Ella es demasiado inocente. Poco curtida. A veces es posible que
confunda lo que siente. Necesita un hombre fuerte al lado, que la enseñe…
—Nuestros padres tienen negocios juntos —explicó Richard—, así que nos
conocemos de toda la vida. Ellos pertenecen a la buena sociedad de la costa oeste y
ya sabe lo que eso significa….
—Empezasteis pronto.
—Ella siempre ha sido… ¿Cómo decirlo? —su voz empezaba a ser pastosa.
Jedidiah conocía aquellos síntomas. Perdería el conocimiento si seguía bebiendo—.
Poco convencional. Cuando decidió que quería ganarse la vida por sí misma fue
una debacle en su familia. Imagínese. Ni sus hijos ni sus nietos necesitarán trabajar
con lo que ella heredará de sus padres, y elige echar una jornada de ocho horas
donde le toque. Fue bastante incomprensible en nuestro círculo. Mamá dijo que era
una excentricidad más de la gente acomodada de la costa oeste.
No tenía ni idea de a qué se refería. Que Julie fuera una chica trabajadora le
gustaba. De hecho le gustaba mucho.
—Un master y varios cursos me han dado los conocimientos que necesitaba.
Y si se lo está preguntando le diré que sí: sé distinguir a un arrendajo a una legua
de distancia.
—El otro día nos pilló en una situación embarazosa —la lengua le
dificultaba hablar. Ser rio a carcajadas antes de continuar—. Quiero disculparme
también por eso.
Richard se tocó la frente. Todo le daba vueltas. Era una sensación extraña,
pero le gustaba. Pocas veces en su vida se había atrevido a perder el control. Esa
era una de aquellas.
—No se haga el listo conmigo —las «c» se convertían en «g», pero aún era
entendible—. He observado cómo la mira cuando ella no se da cuenta. Se le cae la
baba.
Jedidiah intentó quitarle importancia. Hacerle ver que era una cosa de
hombres.
—En serio.
—Imaginaciones suyas.
—No, no está bien —negó con la cabeza y le sirvió otra copa—. La última y
nos vamos a la cama.
Aquello sonaba interesante. En verdad sonaba fatal. Tan mal que le hacía un
agujero en el estómago. Pero quizá…
—Yo podría haber avistado el arrendajo rojo —le guiñó un ojo—. El otro
día. Cuando vimos volar a esos canarios con las alas pintadas de rojo.
Al fin se decidió por estrecharle la mano. Si tardó un poco más fue porque
Richard se tambaleaba y su mano subía y bajaba como si estuviera en un barco en
medio de una tormenta.
—Como nuevo.
—Descanse.
Bajó dispuesta a emprender camino cuando antes, pero solo se encontró con
Jedidiah, con un exquisito aroma a café y con un par de tostadas en un plato,
dispuestas para ella.
—Pero date prisa —su sonrisa podía ser inquietante—. Un café, algo de
comer y nos largamos. El tiempo cambia de manera repentina en estas montañas.
—Sí… no… —solo quería que aquel dolor de cabeza parase—. No lo sé.
—No podemos dejarlo aquí en esta situación —era su último día en las
montañas y debía pasarlo cuidando de un jefe irresponsable—. Nos quedaremos
hasta que se encuentre mejor.
—Pero…
Ella los miró a ambos. Debía reconocer que el maldito montañero estaba
muy sexi allí apoyado, en el marco de la puerta. Pero… ¿en qué estaba pensando?
—No sé si es correcto.
—Solo necesito estar solo y dormir. Y en eso puedes ayudarme poco. Bueno,
sí, largándote —después se volvió al montañero—. Jedidiah, recuerde que tenemos
un trato. Estoy borracho pero tengo menoría.
—¿No vamos? —preguntó Jedidiah con aquella sonrisa pícara en los labios.
Ella le arrancó la zata de café de las manos y salió de la habitación sin decir
nada más. La terminó de un par de tragos, y mientras se ajustaba el anorak
mordisqueó las tostadas.
—Cosas de chicos.
—Me resulta extraño que bebiera tanto como para estar en ese estado —
continuó Julie—. Él es cuidadoso en todo.
—Si te quedas satisfecha, soy culpable —la miró de nuevo—. Saqué una
botella de licor y él se la zampó. Lo siento.
El silencio se hizo de nuevo entre ambos. Esta vez era incómodo. Julie sabía
que había metido la pata. No esa mañana, el día anterior. Y necesitaba a aclararlo.
No podía marcharse de aquellas montañas sin haber puesto sobre la mesa sus
errores. Nunca había huido de ellos. Enfrentarlos ahora era lo único que la dejaría
en paz.
—¿Por qué?
Él le guiñó un ojo.
—Hiciste bien parándome los pies —dijo tras una sonrisa—. Mal de altura,
¿sabes? Estoy convencida de que…
—Si yo tuviera una proyección profesional como la tuya, contar con alguien
como él a mi lado sería perfecto.
—¿Yo?
—De manera tan clara solo una vez —una nube oscura pasó por sus ojos,
pero fue solo un instante—. Por eso me fui a la ciudad.
—Ella nunca sería feliz aquí, y yo… —confesó él—. Lo intenté, pero
terminaría echándole en cara que no estábamos en las montañas. Fue entonces
cuando decidí que yo formaba un único paquete con todo esto —su mano abarcó
todo lo que tenía alrededor—. Quien me quisiera también tenía que amar estas
tierras y este modo de vida. Y como comprenderás las candidatas desaparecieron
en ese mismo momento.
—No tengo muy claro lo que soy. Llevo toda la vida huyendo de eso, de los
planes trazados desde la cuna, de los convencionalismos, de la comodidad, que no
es otra cosa que una trampa que te obliga a dejar a un lado lo que eres para
convertirte en lo que los demás desean que seas.
—¿Ahora no?
Ahora no. Aunque en verdad sí. Pero no. Había límites y ella debía tenerlos
claros. Jedidiah tenía razón, era una chica de ciudad, y aquellas montañas
deslumbrantes… ¿cuánto tiempo las vería así de bellas antes de que empezara a
darse cuenta de sus defectos? Volvió a mirar alrededor. Aquella sensación apacible
que le producía el impresionante paisaje seguía allí, en su pecho. Pero también
estaba esto otro, el sentirse metida en una conversación que había querido evitar
pero que ella misma había sido la responsable de mantenerla. Un escalofrío le
recorrió la espalda.
Él miró hacia el cielo. Seguía despejado, aunque las copas nevadas de los
árboles se agitaban ahora levemente bajo el azote de una brisa invisible.
—Jedidiah conoce los bosques mejor que nadie —dijo su hermano—. Habrá
encontrado un refugio donde guarecerse.
—Pero la tormenta…
Sí. Quizá Jedidiah sabía qué tenía que hacer en una situación como aquella,
pero Julie… eso era diferente. Ella era una chica de ciudad. Criada entre los
algodones más costosos de la alta sociedad. Era posible que en un primer momento
se hubiera sentido deslumbrada por la sorprendente virilidad del montañero.
Debía reconocer que hasta él mismo se sintió cohibido. Pero ahora, perdida allí
arriba, debía estar dándose cuenta de que aquel infierno helado no era para ella. Y
más teniendo como guía a aquel bruto, que seguro la estaba tratando como si fuera
una mula de carga.
—Ahí arriba hay decenas de lugares donde estar caliente —Chaz dejó la
silla. Aguantaría una temporada si no se usaba para apalearse unos a otros—.
Siempre que se sepan encontrar, claro.
—¿Saben jugar al póquer aquí arriba? —se extrañó—. Pensaba que era un
juego demasiado…
Y era cierto. Uno de los escasos vicios de papá había sido aquel juego. A él
se lo había enseñado desde niño. Pasaban las tardes de verano en el porche de la
mansión playera, jugando al póquer a la espera de que su madre y su hermana
estuvieran lista para volver a bajar a la arena. Apostaban frijoles y garbanzos, y su
padre le dejaba ganar la mayoría de las veces, pero así aprendió las reglas de un
juego que le recordaba a los momentos más felices de su infancia.
—Gracias por avisar —Carlisle sabía ser cortés las escasas veces que lo
intentaba—. Pero si no hay peligro no hay diversión. Venga. Empecemos.
Richard se frotó las manos. Parecía que su preocupación por su amiga había
desaparecido con la misma rapidez que su dolor de cabeza. Se sentó junto a ellos,
en la silla que Chaz acababa de reparar.
Mientras servían los vasos, él volvió a mirar por la ventana. Temía por Julie
y los duros y agrios momentos que debía de estar pasando justo en ese instante,
mientras él se divertía al calor de la lumbre.
CAPÍTULO 21
Julie miraba el fuego de la chimenea, hipnotizada, mientras sentía cómo su
cuerpo iba entrando en calor gracias al café que le había preparado el montañero.
—No tengo hambre —había dicho ella—. ¿Cuánto tiempo crees que durará?
Y había seguido su consejo. Se había deshecho del anorak, del grueso jersey
de lana, de las botas y de los pantalones térmicos. Cuando se volvió, Jedidiah le
tendía una manta. La miró con suspicacia, pero estaba limpia, incluso aún
desprendía un ligero aroma floral a suavizante. Él también se había desvestido,
quedándose en ropa interior y cubriéndose con otra de las mantas.
Desde entonces, había pasado una lenta media hora y aquella era su
segunda taza de café.
—Esa cicatriz…
Ella alargó la mano y la tocó. Era suave al tacto. Y caliente. Aquel cuerpo
marmóreo era de todo menos tibio. Bajos sus dedos notó el escalofrío que recorrió
la piel del montañero.
—Jedidiah…
—Jed.
—¿Cómo?
Julie lo miró con curiosidad. El cabello le caía sobre los ojos, y la luz de las
llamas le arrancaba un tono rojizo.
Aquella respuesta le erizó la piel a Julie. No supo por qué, pero alargó la
mano. Sus dedos apenas acariciaron la piel de su hombro, y descendieron hasta su
antebrazo. Jedidiah no apartó los ojos de los suyos. Ella tampoco, pero sintió bajo
las yemas de los dedos cómo se estremecía.
—Si sigues así, es posible que yo también quiera arrancarte una confesión.
—¿Qué sientes por Richard? —le preguntó, aceptando las reglas de aquel
juego.
Ella se humedeció los labios, y al hacerlo la punta de su lengua rozó
ligeramente aquel dedo.
Esta vez no la tocó. Si lo hacía no tendría más remedio que hacerle el amor.
—Eso no lo sabes
El montañero arrancó las mantas que los separaba y fundió su cuerpo con el
de ella. Cuando Julie gimió cerca de su oído la pasión que sentía por aquella mujer
se desbocó en forma de un beso largo, húmedo, salvaje. Quería abarcar cada
recodo de su boca, de su lengua, de sus labios. Recordaba cada detalle
pormenorizado de aquel beso en la nieve. Pero ahora tenía todo el tiempo del
mundo.
De nuevo la miró.
—¿Estas segura?
—Hazlo.
Entró con cuidado. Se odiaría si le hiciera daño. Ella se encogió brevemente.
Se mordió los labios, lo que aún lo puso más cafre. Ajustó un poco más las caderas.
Notó cómo entraba. Cómo se ajustaba. Cómo iba penetrando poco a poco,
acoplando su envergadura. Cuando ella suspiró supo que todo estaba bien. Fue
entonces cuando solo pudo pensar en ella, en darle placer, en volverla tan loca
como ya lo estaba él.
Cayó sobre ella, sin fuerzas. Sobre sus labios, que besó con una ternura
impensable en un hombre como él.
Ella lo miró. Estaba preciosa después del sexo. Se humedeció los labios y
miró hacia la ventana
Él la besó.
Julie se acurrucó entre sus brazos. Su cabeza era un mar de dudas. Nunca
había sentido nada igual, y no solo se trataba de la maestría de Jed en hacerla
gozar, que era sorprendente, sino en la maraña de sensaciones que la atrapaban
cuando estaba con él. Se apretó un poco más contra su cuerpo. Necesitaba toda su
piel.
—No lo sé.
Ella tampoco.
—No me conoces.
Julie sonrió.
Ella acarició su rostro, su barba. Hacía solo unos días aquel hombre no
existía, y ahora…
—Es posible que me esté enamorando de ti —le dijo muy seria, deteniendo
el vuelo de su mano.
El montañero sonrió y en sus mejillas apareció un leve rubor.
—No sé con qué chicas has tratado, pero yo no soy como ellas.
—Estamos en un lío.
Al girarse se topó con Jedidiah, entre cuyos brazos había estado durmiendo.
La estaba mirando fijamente, con la cabeza apoyada en la palma de la mano y una
amplia sonrisa colgada de los labios.
—Buenos días.
—¿Hambre?
—Mucha.
—Voy a rebuscar en los armarios. Seguro que hay algo más que alubias.
—Prefiero que te quedes aquí —le tendió la mano a Jedidiah para que
volviera a la cama—. Ahí fuera hace frío.
—Mejor que nunca, pero también peor que hace mucho tiempo.
—Me gustan mucho —dijo ella, siguiéndole la broma—. Pero sabes que no
me refiero a eso.
—He estado pensando —se apretó un poco más contra ella—. Llevo
demasiado tiempo desconectado del mundo. Quizá va siendo hora de cambiar de
aires.
—Pero tú no estarás.
—No. No estaré.
—¿Vendrías a la ciudad?
Julie lo miró largamente. Era un hombre guapo. Serio y guapo, como a ella
le gustaban. En verdad, hasta que no había llegado a las montañas no tenía ni idea
de cuál era su tipo de hombre, pero al ver a Jedidiah no tuvo dudas. Su tipo de
hombre era Jedidiah Mountain. No los hombres como él, sino él. Él mismo. El que
la tenía entre sus brazos y estaba confesando que abandonaría lo único que amaba
para irse con ella a un lugar que detestaba. Aquella reflexión la hizo volver a la
realidad.
—Richard sabe que no existe el arrendajo rojo. Solo está aquí porque siente
que yo necesito esta experiencia.
Así que lo besó. Un beso largo y cálido que le encendió una llama bajo el
estómago. Se apartó a regañadientes. Estaban atrapados en medio de la montaña.
Debían pensar en qué hacer.
—Apenas nieva, pero no me fío de estas tormentas. Iremos por la cara este.
Si de nuevo salta la ventisca hay algunos lugares donde refugiarnos —le guiñó un
ojo—. Y ya se nos ocurrirá algo para pasar el tiempo.
—Eres un sinvergüenza.
—Sí, gritas.
—¿Qué te apuestas?
—¡Hecho!
CAPÍTULO 23
Cuando Richard abrió los ojos lo primero que hizo fue tocarse la cabeza.
Entre los sopores del despertar había esperado que los efectos del Rompentrañas
hubieran sido devastadores. Sobre todo porque perdió la cuenta con la tercera
copa. Pero no. Solo sentía un ligero dolor que le recorría de sien a sien, no aquel
martilleo agudo del día anterior. ¿Se estaba acostumbrando a aquel brebaje
infernal? ¿Se había vuelto adicto?
Lo cierto era que se lo había pasado bien. Como hacía tiempo que no
disfrutaba. Con aquellos muchachos las cosas eran más fluidas. Quizá su falta de
unos modales básicos para comportarse en sociedad los volvía espontáneos y
divertidos.
¡Su americana a medida! Eso fue lo primero que perdió. Después sus
magníficas botas de piel vuelta que las confeccionaban en Italia solo para él. A
cambio recordaba haber ganado el mugroso gorro de lana de Chaz y un sucio
pañuelo de cuello de Carlisle.
Pero ¿Dónde estaban los montañeros? ¿Dónde estaban esos dos? Solo tuvo
que mirar hacia la chimenea para darse cuenta. El hermano de Jedidiah se
encontraba repantigado en el sofá, durmiendo a pierna suelta, y tan desnudo como
él. Tenía ambas manos sobre aquel vientre plano y musculado que al parecer
lucían todos los habitantes de aquella maldita montaña, y su sobrada virilidad
desmayada hacia un lado. Carlisle también estaba cerca. Boca abajo sobre la
empolvada alfombra, roncando ligeramente y con dos perfectas nalgas mirando a
la estrellas. Pero… ¿por qué estaba valorando la anatomía de aquellos hombres? Él
no… Que supiera, él no…
¿Qué había pasado?, ¿por qué se habían despertado los tres completamente
desnudos? Una sensación de vértigo lo invadió. Si aquello se llegaba a saber sería
su ruina. Adiós a su sueño de ser alcalde, de presentarse a gobernador, y en un
futuro lejano a presidente si encontraba los avales suficientes. ¡En una sola noche
había dilapidado los fondos del museo, había practicado un juego ilegal con dinero
que no era suyo y había amanecido desnudo como un cunero junto a otros dos
tipos, sin acordarse de nada! Nadie se creería que había sido algo inocente. Un
juego para pasar una noche de tormenta. Una locura de montañeros.
—¿Señor Howard?
—Hay una explicación para todo esto —se tapó sus vergüenzas con
bastante torpeza.
—Quizá no deberías haber usado esa palabra —dijo la aludida en voz baja
—. «Abierta».
—Yo no… —un ataque valía más que una defensa—, han sido ellos, los
Mountain. Pero yo no…
—Vamos a descansar unos minutos —dijo tras echar una larga mirada al
cielo—. Parece que el tiempo nos dará una tregua y los caballos necesitan
recuperar fuerzas.
Ella también se había dado cuenta. Les costaba un enorme esfuerzo caminar
y si no descansaban de tanto en tanto podían lesionarse.
—Los murciélagos —dijo con la sonrisa colgada de los labios a causa de los
recuerdos de hacía solo unos días.
—Yo también —le besó ligeramente el cuello—, pero los cambios dicen que
son buenos.
Julie se volvió sin apartarse y se colgó de su cuello. Los ojos del montañero
eran sorprendentes. Parecían poder leerle el alma. Podría llevarse una vida entera
perdida en ellos.
No, precisamente porque era consciente de que sentía algo muy especial por
Jedidiah Mountain, no iba a permitirle abandonar aquellas montañas. Aunque
tuviera que mentirle. Aunque tuviera que romperle el corazón…
—Se asustan con las serpientes. Por eso nunca los conduzco hasta el interior
de la gruta.
—Claro que las hay —dijo muy serio—. ¿Pensabas que era una broma?
—Por supuesto.
Con la cabeza levantada y el cuerpo en alerta, allí estaba. Una serpiente. Era
pequeña, quizá no llegara al medio metro de largo, y de un color pardo que pasaba
desapercibido entre las rocas. No había nada reseñable en ella. Podría haberse
confundido con un trozo de cuerda abandonado, o con una rama retorcida que
había arrastrado el viento. Pero era una serpiente. ¡Claro que era una serpiente!
—Siempre han anidado aquí —le dijo él—. En este lugar la temperatura no
cambia ni en invierno ni en verano. Supongo que se sentirán cómodas y con las
crías de murciélago tienen alimento de sobra.
Él la miró contrariado.
—¿Por qué lo dices? ¿Ya piensas dejarme cuando aún apenas nos
conocemos?
Por toda respuesta ella se tiró en sus brazos y ambos rodaron por el suelo.
—Si todo sale como espero —lo besó, una, dos veces—, tendrás que cansarte
de mí para que me vaya de estas montañas.
Julie lo abrazó con fuerza. Lo echaría de menos. Cuando eran solo «amigos»
le había parecido un tipo simpático, aunque demasiado estirado. Ahora que eran
«buenos amigos» había aprendido que tras aquella apariencia de frívolo aristócrata
se ocultaba un buen hombre, amable y cariñoso.
—¿Estás segura con lo que vas a hacer? —necesitaba saber que no había
dudas. Que todo era como debía ser.
Ella sonrió. Siempre le había gustado Julie, pero ahora parecía más bonita
que nunca. Más serena. Feliz.
—De pocas cosas he estado más segura en mi vida, Richard, y te lo debo a
ti.
Ambos rieron, aunque en el fondo a los dos les apenaba tener que
separarse.
Tuvo que soportar una larga charla con el alcalde Johnson que solo terminó
cuando le permitió describirle uno a uno los canarios que ocupaban toda una
habitación climatizada de su casa. Y con la señora Foster, el otro miembro
destacado del Consejo que lo había visto en bolas, necesitó tres tarde se té y
pasteles para convencerla de que era un buen chico.
Dos semanas habían tardado en reunir todas las pruebas que serían
necesarias para hacer un estudio a fondo a cargo del museo, y que le permitirían a
Julie quedarse vivir allí una larga temporada.
Durante aquellas dos semanas se había mudado a la cabaña de Carlisle,
para dejar en la casa grande un poco de intimidad para aquellos dos. La vida con
los muchachos había sido todo un descubrimiento. Eran charlatanes, inteligentes,
divertidos y espontáneos. Chaz le enseñó a tallar la madera y Carlisle le dio buenas
lecciones de cómo tocar la guitarra. Según el primo de los Mountain era
imprescindible teñir este instrumento para que las chicas se rindieran a sus pies.
Sí, habían sido dos semanas diferentes, y quizá de las más interesantes que
había pasado en su vida. No podría contarlo en el Club, por supuesto. Lo mirarían
con la nariz arrugada, pero al menos lo guardaría en su corazón, como el recuerdo
de una buena época.
—Jed.
Se la estrechó.
—Richard.
—En las montañas decimos que los mejores amigos se forjan en el yunque.
Eso es lo que ha pasado entre nosotros.
—¿Cuidarás de ella?
—Siempre que me deje, pero me temo que será ella quien cuide de mí.
Y tenía razón. Julie le había dejado claro que no era la damisela al uso: sabía
cuidar de sí misma, no necesitaba una media naranja porque para eso ya se tenía a
ella misma, ni quería que él la protegiera, porque sabía dar un puñetazo si era
necesario. Lo que quería era que la quisieran, que contaran con ella para las
grandes decisiones, y para las pequeñas también, que la respetaran y que
construyeran una vida juntos de igual a igual. Esa era la Julie que conocía y la Julie
que dejaba en aquellas montañas.
—¿Le dirás adiós a los chicos de mi parte?
Jedidiah sonrió.
Tomó del suelo una saca de viaje y se la entregó. Richard la miró extrañado.
Cuando miró en su interior una sonrisa se le formó en la boca. Era su ropa, toda la
ropa que le habían ganado en aquellas partidas de póquer, la noche en que Julie y
Jedidiah se perdieron en las montañas bajo la ventisca.
—En verdad era una pequeña treta —le guiñó un ojo—, por si no
encontrábamos el pájaro poder chantajearte.
—¿En serio?
Richard volvió a sonreír. Nunca lo sabría. Esa era otra de las cosas que
había aprendido de aquellos días en la montaña: las cosas siempre eran como
parecían… o no.
Le dio un último abrazo a Julie, le tendió una vez más la mano a Jedidiah, y
al fin se subió en su coche y enfiló la carretera de salida de Great Peak, que esa
mañana habían despejado el quitanieves.
Julie suspiró. Sí, le echaría de menos. Pero ahora tenía una nueva vida, una
parecida a la que siempre había soñado, y junto a un hombre con el que ni siquiera
se había atrevido a soñar.
—El amor.
—Ya no tenemos prisa, Jed. Voy a estar aquí un par de años, y cuando
pasen… ya veremos qué hacer entonces.
—¿Crees que mi tío se quedará con los brazos cruzados? —era algo que no
lograba sacar de su cabeza. Conocía a Rhett Mountain y sabía lo que era capaz de
hacer.
—No pensemos en tío Rhett ahora. Nos espera un guiso de venado. Por
cierto, ¿Cuándo me lo presentarás?
—Nunca.
Vio cómo los colores aparecían en el rostro de Jed. ¿Era eso posible? Era un
tipo preparado para todo. Incluso había oído que se había defendido del ataque de
un puma solo con las manos.
Y juntos, abrazados, subieron por la calle central de Great Peak, sin otro
objetivo que amarse.