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De La Rosa Jose - Montañeros 01 - Montañeros Una Especie en Extincion

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MONTAÑEROS

Una especie en extinción  

Serie Montañeros Libro #1  

J. DE LA ROSA
CAPÍTULO 1
Era la peor nevada de los últimos diez años, si se hacía caso al Great Peak
Chronicles. Nadie recordaba un invierno tan frío en las montañas, a pesar de que
en aquellas cumbres se alcanzaban las temperaturas más bajas del país.

—Cierra esa maldita ventana o moriremos todos de pulmonía —gruñó el


alcalde Johnson, apretándose tanto la bufanda que su rostro estaba adquiriendo un
tono violáceo.

La sala de juntas del Ayuntamiento no era otra cosa que la antigua bodega
de Jack «Salsa de tomate» MacDogerty. Un destartalado almacén que había sido el
único lugar donde comprar provisiones para quienes querían internarse en la poco
fiable placidez de las cumbres nevadas. Desde que a Jack se lo comió el oso era el
lugar donde el Consejo se reunía para tratar los asuntos graves, como aquel.

El secretario, Darius O´Brian, se levantó refunfuñando y fue hasta el


ventanal. Fuera, la nevada arreciaba por momentos y las ráfagas furiosas de viento
impactaban contra la doble hoja, haciéndola temblar. Intentó asegurarlas, pero el
marco estaba desencajado. El viento helado atravesaba la minúscula hendidura
como un cuchillo que se clavaba en la carne con un escalofrío.

—Es imposible —desistió O´Brian—. Desde la última vez que discutieron a


puñetazos esos malditos Mountain no han vuelto a encajar las dos hojas de esta
ventana. La dejaron hecha trizas, y podemos darnos por satisfechos de que hubiera
sobrevivido algo. La mesa que había junto al fuego acabó convertida en astillas.

—Y se abrieron la cabeza —añadió la señora Foster, que jamás se perdía una


reunión del Consejo.

—Esa fue la única noticia buena de aquel día.

—¡Los Mountain! ¡Los Mountain! —el alcalde odiaba cualquier mención a


aquella maldita estirpe—. Estoy hasta las narices de esa familia, y por culpa de
ellos tenemos que reunirnos hoy aquí en vez de estar abrigados en casa en una
noche de perros como esta. ¡Secretario!

Darius se sentó de nuevo y retomó el acta de la reunión. Llevaban cerca de


dos horas discutiendo y no habían alcanzado ningún acuerdo. Tenía sueño, mucho
frío, y lo único que deseaba era estar en su casa, delante de la chimenea, y jugar al
backgammon con sus hijas. Buscó con el dedo la última línea y la leyó en voz alta.

—El señor Jefferson ha propuesto mandarle una carta al tío Rhett Mountain
y exponerle…

—¿Una carta? —el alcalde se apretó aún más la bufanda. Tenía una
garganta sensible, heredada de su madre, una mujer del sur que sucumbió ante los
rigores de la montaña—. ¿A ese animal? Se limpiará lo que yo sé con ella, después
le prenderá fuego y con las cenizas amasará un bollo y nos lo hará tragar.

—No exageres —dijo el secretario sin mucho convencimiento.

—Los Mountain son unos animales salidos del mismo infierno, se creen los
dueños de toda la montaña. Para ellos los habitantes de Great Peak somos
extranjeros. Gente de fuera que estamos aquí para quitarles algo que les pertenece
por derecho. Quizá sea cierto que llegaron los primeros, hace doscientos años,
cuando nadie se atrevía a escalar estas paredes, pero eso no les da derecho a nada.
Solo sobre sus tierras, esos páramos estériles de allí arriba, donde hasta las águilas
se mean de miedo por la altura. Tratar con esa familia de bestias es como hacerlo
con el mismo demonio.

—Cualquiera de nosotros —añadió la señora Foster—, pertenece a familias


que viven aquí desde hace al menos tres generaciones. Tú abuelo, O´Brian, fue el
primer médico de la montaña, el primero que dejó la comodidad del valle para
atender a los recios montañeros. Y tu tatarabuela, Johnson, fue una de las pocas
mujeres que decidieron subir a los picos nevados cuando no había hembras que se
atrevieran a vivir en estas latitudes.

—¿Estás insinuando algo, Rosemary? —gruñó el alcalde.

—¡Claro que no! Si hasta hoy en día es heroico que una mujer quiera venir a
vivir aquí. La novia de mi hijo se niega a abandonar la ciudad, a pesar de que en su
cabaña tendría todo lo que necesita.

—Menos la civilización.

—¿Para qué quieren la civilización? Aquí hay paz, y aire puro.

—Sí —insistió el secretario, porque sabía que la señora Foster hablaría y


hablaría sobre su nuera hasta que el sol volviera a aparecer tras Widows Peack—,
pero los Mountain siguen llamándonos «los forasteros» a todos los demás.

Aquella reunión de urgencia no estaba sirviendo para nada. El futuro de


Great Peak se veía amenazado por culpa de aquella maldita familia y ellos, los
ciudadanos más capacitados de la comunidad, eran incapaces de encontrar una
solución.

—¿Alguna otra idea brillante para desarmar la propuesta de Rhett


Mountain?

—Analicemos los hechos —la señora Foster no se daba por vencida.

—¡Otra vez no! —el alcalde dio un golpe en la mesa—. Todos sabemos lo
que pasa. Es una cuestión de vida o muerte. O esos malditos Mountain o la
supervivencia de Great Peak.

—Pues como no mandemos al ejército, el tío Rhett no va a desistir.

—Quizás un burofax… —propuso el pastor, que hasta entonces apenas


había intervenido.

—Y dale. Esa gente solo conoce el idioma de los puños.

—¿Sería ilegal contratar a alguien que les diera una lección? —la señora
Jefferson solía aportar las ideas más originales.

—Eso ya lo hizo mi abuelo con el viejo Jeff Mountain —le contestó el alcalde
Johnson. Después escupió sobre el suelo de roble—, que el demonio lo tenga entre
sus llamas. Vinieron siete tipos desde la gran ciudad para darle una lección. El
viejo Jeff pudo con todos. Rompió brazos, abrió cabezas, destrozó narices y él salió
únicamente con un arañazo en la mejilla. Dejó a los siete tipos inconscientes a las
puertas de la casa de mi abuelo, como una señal de lo que le pasaría si volvía a
intentar molestarlo. Mi padre decía que es una familia de demonios, que no había
otra explicación. No podemos cometer el mismo error.

—Y están los sobrinos —la señora Foster no quería pasar por alto aquel
punto.

—¡Esos malnacidos! —exclamo otro de los miembros.


—Se han criado como salvajes, al igual que todos ellos, allí arriba, en los
Picos. Con un padre amargado por la trágica muerte de su mujer y sin nadie que
les enseñara la más elemental norma de urbanidad. No hay nada que hacer con
ellos.

—¿Entonces para qué estamos aquí? —insistió el alcalde.

—Porque si Rhett Mountain logra su objetivo se perderá aquello por lo que


nuestros padres lucharon durante toda su vida.

—Eso ya lo sé. Me refiero a qué opciones tenemos, si estamos en manos de


esos malditos Mountain…

La puerta se abrió de golpe, azotada por una ráfaga de viento más fuerte
que las demás. La ventisca precipitó los copos de nieve al interior, junto con el aire
helado, que provocó que todos los miembros del Consejo se volvieron hacia el
hueco oscuro que quedaba al otro lado.

Medio difuminados por la nevada, tres figuras decididas se dirigían hacia la


antigua bodega de Jack «Salsa de tomate» MacDogerty. Antes de poder distinguir
sus facciones, la forma de andar los delató. Pocos hombres caminarían con tanta
determinación, ateridos bajo un temporal como aquel.

La señora Foster se llevó una mano a la boca: aquello solo podía vaticinar
problemas. Serios problemas. El alcalde Johnson se removió asustado en la silla.
¿Sería aquel el día en que terminaría en el hospital con la cabeza rota? O´Brian, por
su parte, tomó instintivamente su copa de aguardiente, porque cuando los
Mountain hacían acto de presencia el cristal no estaba seguro. El resto, con el
corazón encogido, permanecieron a la espera de lo que pudiera suceder, pero
tratándose de aquella maldita familia no podía ser nada bueno.

El mayor de los tres sobrinos de Rhett Mountain, Jedidiah, ocupaba el


centro de esas tres difusas figuras en movimiento, que se acercaban con paso recio.
Con veinte y muchos años, nadie, ni siquiera ellos mismos estaban seguros de su
edad. Era un tipo grande, como todos los hombres de esa familia, de anchas
espaldas y andares sólidos. Llevaba el desgreñado y rojizo cabello cubierto por un
grueso gorro de lana, y la espesa barba parecía empapada de escarcha. Los ojos
fieros, de un azul tan profundo que parecían negros, brillaban en la helada
oscuridad de la noche. Grandes botas, un abrigo de piel y un pañuelo rojo
anudado al cuello. No había señales de que la tormenta de hielo estuviera haciendo
mella en él, a pesar de que era capaz de congelar hasta el mismísimo infierno.

A su derecha caminaba el menor de los Mountain, Chaz «Grizzli» Robert.


Lo de «menor» era porque se llevaban un par de primaveras, ya que le sacaba casi
una cuarta a su hermano. También era más ancho de espaldas y se rumoreaba que
el apodo se lo pusieron cuando malhirió a un oso grizzli usando únicamente sus
manos. Había sacado los colores de su madre: cabello oscuro y ojos de un verde
ambarino que solían mirar con fiereza. Llevaba una simple cazadora de paño
marrón sobre una camisa de cuadros rojos. Ni gorro ni bufanda. Toda una
temeridad con un tiempo como aquél.

El otro lado lo ocupaba Carlisle Mountain, primo de los anteriores, aunque


se habían criado juntos desde que sus padres murieron cuando apenas le habían
salido los dientes. Era diferente, aunque casi tan alto como sus primos. La
complexión robusta de los Mountain daba paso en él a un cuerpo delgado, pero no
por ello menos musculoso. Llevaba el rubio cabello largo y recogido bajo el gorro
de invierno, y usaba un jersey de lana a modo de bufanda. Su aspecto risueño
podía causar un malentendido, ya que a la hora de meterse en problemas pegaba
tan duro como los demás.

Los miembros del Consejo de Great Peak retrocedieron, aun sin moverse de
las sillas, cuando los tres Mountain estuvieron dentro.

Carlisle de quedó junto a la puerta, que no se habían molestado en cerrar,


con un pie apoyado en la pared y la espalda sobre el marco. El pequeño Chaz
atravesó el salón a paso lento, con los pulgares colgando de las trabillas del
pantalón, y ocupó la retaguardia. Jedidiah fue directamente hasta la mesa
quejumbrosa donde se sentaban los miembros del Consejo. Era casi una formación
de ataque, algo instintivo que aquellos salvajes habían aprendido desde niños,
como las hienas.

Nadie dijo nada. El aire helado entraba por la puerta y formaba una
corriente con la juntura mal cerrada de la ventana, pero ni siquiera protestaron.
Estaban allí reunidos para sacar adelante una moción contra tío Rhett, y sus
malditos sobrinos acababan de aparecer para oponerse, seguramente, a cualquier
precio.

Jedidiah Mountain miró alrededor y una sonrisa diabólica se formó en sus


labios.
—¿Por qué nadie nos ha invitado a esta reunión de vecinos, forasteros?
CAPÍTULO 2
Julie bostezó de nuevo. Había pocas cosas más aburridas que clasificar la
Expedición Montgomery. Después de un año midiendo y anotando cada
espécimen que se almacenaba en las grandes cajas de madera del sótano, lo único
digno de reseñar eran un puñado de acontecimientos tan apasionantes como
soporíferos. El viejo explorador había sido capaz de descubrir dos tipos nuevos de
líquenes y hasta tres mutaciones en cierta especie de helechos que solo crecían en
lo más profundo de la selva amazónica.

En un par de meses lo tendría todo clasificado y su trabajo en el Museo de


Historia Natural habría concluido.

Suspiró. Aquella no era la vida que soñaba. No se había preparado como


bióloga y como especialista en ornitología para estar encerrada en los polvorientos
sótanos del museo, a la espera de que pasara algo emocionante, que casi siempre
tomaba la forma de un nuevo descubrimiento o de la aventura intrépida de otra
persona, que nunca era ella misma.

Decidió alejar aquellos pensamientos que siempre la llevaban a sentirse


deprimida: quizá en un futuro podría ocurrir algo fascinante que la alejara de
aquella vida gris y monótona que tanto odiaba.

Era viernes y medio día, así que dejó la bandeja de muestras en el


refrigerador y se quitó los guantes de látex. Había sido una jornada larga, pero ya
no tendría que volver a aquel oscuro sótano hasta el lunes, y mientras tanto…

Suspiró una vez más. Era hora de marcharse. Se ajustó el abrigo de lana y
atravesó el largo pasillo hasta el hueco de ascensores. Ya se habían ido todos. Miró
el reloj. Eran… ¡las cinco! El mediodía se había marchado hacía rato. Otra vez se le
había ido el santo al cielo. Rogó porque el guarda de seguridad no hubiese cerrado
con llave la puerta de personal. La última vez que sucedió tuvo que buscarlo por el
enorme museo mientras él hacía la ronda, lo que le llevó más de una hora de
pasillos interminables y salas de exposición que en la oscuridad de la noche se
mostraban tenebrosas.

Al fin salió al gran atrio, que permanecía en penumbra cuando el museo


estaba cerrado al público. Aquel era uno de esos raros días, pues esa noche se
inauguraba una importante exposición con una velada por todo lo alto. Caminó
con paso apresurado. Fuera llovía de nuevo, como ayer y antes de ayer. Pasó al
lado de los esqueletos fosilizados de enormes dinosaurios, e iba a salir al exterior
cuando una voz la llamó desde atrás.

—¡Julie!

Se volvió, aunque ya sabía de quién se trataba.

Bajando la gran escalera imperial estaba Richard Howard, su jefe de


departamento y la gran promesa del museo que, según los mentideros de la
institución, dirigiría todo aquello en cuanto se jubilara el viejo señor McArthur.

Richard era todo lo que su hermana hubiera querido para ella: guapo,
elegante y refinado, de excelente familia, y con un futuro prometedor. También era
joven. Veintinueve, solo tres más que ella, y rico, bastante rico.

Julie le sonrió y decidió esperarlo. Richard, además, era innegablemente


atractivo. Su rubio cabello siempre estaba perfectamente peinado hacia atrás, con
un corte tan impoluto que sospechaba que se lo repasaba una vez en semana.
Aquel día también llevaba traje. En verdad no recordaba haberlo visto sin él. El de
hoy era marrón, de tweed de lana de excelente calidad, encajado perfectamente en
hombros y cintura, con chaleco a juego e impecable corbata tan azul, como sus
ojos.

Llegó hasta ella con una sonrisa de un blanco perfecto y ambas manos
tendidas.

—No esperaba que te quedaras hasta tan tarde.

Ella tampoco, pero su cabeza tenía facilidad para perderse en las nubes.

—No quería marcharme sin terminar una de las cajas —se le ocurrió decir.

Richard la tomó por los hombros, acompañándola hasta la puerta.

—¿Vendrás a la inauguración?

—No. A los empleados del sótano no nos han invitado —bromeó—. ¿Y tú?

—McArthur no me quiere cerca. Teme que le quite el puesto delante de


mismísimo alcalde —le guiñó un ojo—. ¿Qué tal todo?
—Bien —¿qué otra cosa podía decir?

Él asintió, satisfecho, como si el bienestar de Julie fuera una responsabilidad


personal de la que debía sentirse orgulloso.

La puerta de personal, ubicada justo al lado de la gran cristalera giratoria,


estaba abierta, y ambos salieron al atrio exterior, resguardados de la lluvia por la
enorme columnata de mármol. Richard extendió su paraguas, pero no hizo por
marcharse.

—¿Te apetece tomar algo? Tenía pensado llegarme a Charlie´s para hacer
tiempo.

«Charlie´s», pensó Julie. Aquel no era un lugar al que se pudiera ir sin


reservar. Y la lista de espera era de más de un mes, cosa que sabía por su hermana.
Pero, claro, Richard era cliente habitual y con su cartera y su encanto personal
seguro que sabía ganarse al chef.

—Debo llegar a casa pronto —se excusó—. Tengo muchas cosas atrasadas.

Él recibió la negativa con una sonrisa amable. Cualquier otra cosa hubiera
estado fuera de tono. Seguía a su lado, con el paraguas desplegado, pero no hacía
por marcharse.

—¿Tienes planes para este fin de semana?

Julie se preguntó si lo había oído bien. ¿Aquello era una cita? Lo conocía
desde… ¿desde cuándo? Quizá desde siempre. Era el hijo menor de los Howard,
viejos amigos de sus padre. Se habían visto algunas veces de pequeños, coincidido
en un par de bodas y desde luego parte del buen recibimiento inicial que había
tenido en el museo se lo debía a él, pero… ¿una cita? Nunca había pensado en el
pequeño Richard en otro sentido que no fuera en el de la camaradería. Esas eran
cosas de su hermana y de sus infinitos planes para llevar una vida cómoda.

—Aún no he decidido qué hacer —titubeó.

Él hurgó dentro de su impecable chaqueta hasta sacar dos boletos impresos


en un elegante papel negro satinado.

—Me han regalado entradas para la ópera —su sonrisa era de verdad
deslumbrante—. Otelo. ¿No la estrenaron en la costa este? Mi madre me dijo que se
encontró con tu encantadora hermana.

Allí donde luciera el brillo de los diamantes estaría Hortense. Y la ópera era
uno de sus lugares favoritos.

—Supongo que sí. Ella no se pierde ningún acontecimiento social.

Hubo un silencio incómodo. Julie se colocó la capucha de su abrigo. De


nuevo había olvidado el paraguas y no podía pedirle a Richard que la acompañara
hasta la parada del autobús.

—Me han dicho que estás haciendo un trabajo excelente con la Colección
Montgomery

¿Estaba intentando romper aquel incómodo silencio? Si era así había elegido
un mal tema de conversación porque estaba hasta las narices de las fichas de
exploración del viejo cocodrilo del Amazonas.

—Sabes de sobra que eso lo haría hasta una estudiante de primero —


exclamó sin poder contenerse.

Richard la miró, con un ligero desconcierto reflejado en el rostro. Cerró el


paraguas y se apoyó sobre el pomo, a modo de bastón.

—Así que las cosas no marchan tan bien.

¿Cómo iban a marchar bien? Llevaba un año encerrada en un sótano que


parecía una mazmorra. Le iban a salir líquenes entre las pestañas de aguantar toda
aquella humedad.

—Richard —nunca había hablado con él de aquello, y si Hortense se


enteraba le dejaría de hablar definitivamente, pero era ahora o nunca—, sabes que
soy capaz de hacer algo más en este museo que clasificar especímenes.

—Por supuesto. El señor MacArthur es muy consciente de ello.

—¿Entonces?

Él se encogió de hombros.

—Es receloso a la hora de embarcar a los nuevos miembros del equipo en


expediciones de envergadura.

—No estoy pidiendo liderar un viaje a la Antártida —se quejó—, pero al


menos sí formar parte del trabajo de campo.

Él asintió, mientras se mordía el labio inferior con evidente muestra de


preocupación.

—Déjame que lo hable con el director.

Sonaba a promesa vacía, pero era mucho más de lo que nunca se había
atrevido a hacer. Quizá podrían tacharla de ingenua por pensar que la valorarían
por ella misma, sin tener que recurrir a poner su apellido sobre la mesa del
director. Pero era algo que no pensaba hacer.

—Está bien —se había pasado, y lo sabía.

—Te acompañaré a coger un taxi.

—No es necesario.

Lo cierto era que no tenía dinero para hacerlo. Había renunciado a la


pensión semanal de su padre y el salario del museo le daba para poco más que
alquilar un apartamento en aquella cara ciudad y tirar malamente a lo largo de un
mes infinito.

—Insisto.

Ella asintió con una sonrisa forzada. Coger un taxi significaba no cenar
aquella noche, pero después del espectáculo que acababa de dar, rechazar su
amabilidad era demasiado.

—De acuerdo.

—Y no vayas a cenar —dijo él—. Te recojo a las siete, así que tendrás que
darte prisa.

—¿Perdón?

—Otelo —de nuevo ondeó al viento las entradas.


—¡Ah!.. sí —¿qué estaba pasando? —. Podemos quedar en…

—No te preocupes —Richard le guiñó un ojo mientras bajaban las amplias


escaleras del pórtico, de nuevo bajo el paraguas—. Sé dónde vives.
CAPÍTULO 3
Jedidiah tomó una silla y se sentó del revés, colocando los codos sobre el
respaldo.

—Lo repetiré de nuevo: ¿Cómo es que nadie nos ha invitado a esta reunión?

El alcalde Johnson carraspeó, nervioso.

—Seguramente se perdió la carta antes de llegar allá arriba.

—¡Claro! Eso es —palmeó sonoramente. Demasiado sonoramente—. Me


alegro que me lo hayas aclarado, alcalde. Habíamos llegado a pensar que los
forasteros no querían que estuviéramos en esta reunión.

—No, no, no —intentó desdecirle—. Cómo miembros de esta comunidad,


los Mountain tienen derecho…

—De acuerdo. ¿Cuál es el orden del día? —tomó el documento sobre el que
escribía O´Brian y lo leyó, arrugando la frente—. Vaya, solo hay un punto:
rechazar la propuesta del tío Rhett.

Johnson sintió que algo extraño sucedía en su estómago. Miró a ambos


lados. La señora Foster tenía tan apretado el pañuelo entre los puños que sería
imposible planchar aquellas arrugas. Por su parte, Darius se ajustaba las gafas una
y otra vez, como si aquel gesto repetitivo pudiera calmarlo.

—No nos precipitemos —dijo abriendo los brazos con amplitud, en señal de
paz. Solía surtir efecto con casi todo el mundo, menos con los Mountain.

Jedidiah dejó el documento sobre la mesa con sumo cuidado, como si se


tratara de un objeto delicado. Se rascó la barbilla. Parecía contrariado. Su hermano,
desde atrás, estaba atento a cualquier indicación. Su primo también, aunque su
actitud indolente no lo dejara ver.

—Es un asunto delicado y aún no se ha llegado a ninguna conclusión —


añadió el secretario.

—¿Qué piensas tú, alcalde? —preguntó Jedidiah.

El rostro de Johnson estaba tan colorado que parecía que le iba a dar una
apoplejía. Pensó la respuesta con calma. Llevaba en la alcaldía treinta años y eso
era porque nunca tomaba partido claro por nadie, y a la vez lo tomaba por todos.

—Debemos hablarlo con calma —dijo al fin—. Todos tenemos derecho a


hacer lo que queramos en nuestras tierras, solo que….

—Así que estás a favor de la propuesta de mi tío.

—No he dicho eso —negó con firmeza, moviendo tanto la cabeza que
parecía poder desprenderse en cualquier momento.

Jedidiah sonrió y le mantuvo la mirada. Aquellos ojos de un azul


extrañamente oscuros parecían estar taladrándolo. El alcalde había sentido algo así
una sola vez, cuando era un adolescente y se perdió en los bosques. Aquella noche
lo rondaron los lobos. Los oía subir por los riscos y merodear entre los matorrales.
Solo cuando estaba amaneciendo vio ante sí al jefe de la manada. La forma serena
y desconcertante con que aquel lobo lo miró, aquella manera que significaba que
podía suceder cualquier cosa a continuación, era lo mismo que le sucedía ahora al
ser observado por el mayor de los muchachos Mountain.

Jedidiah pareció perder de repente su interés por él y se volvió hacia otro


lado. El alcalde sintió cómo escapaba el aire contenido en sus pulmones.

—¿Y usted, señora Foster?

La mujer apretó aún más el pañuelo. Parecía a punto de echarse a llorar.

—Te limpiaba los mocos cuando eras pequeño.

—Lo sé —a ella también le sonrió y asintió levemente—, y se lo agradezco,


pero hablamos de mi tío.

La señora Foster se frotó los labios antes de contestar con un torrente de


voz.

—Si lleva a cabo lo que pretende nuestra vida a va cambiar, y no será para
mejor.

Jedidiah amplió la sonrisa.

—Gracias, ha sido usted muy clara —con la misma velocidad de antes se


volvió hacia el sentido contrario—. ¿Pastor?

El religioso pareció que lo habían pillado con las manos en la masa, porque
dio un leve respingo.

—Yo no… la Iglesia no tiene aún un criterio claro.

—Habrá nuevos feligreses si mi tío hace todo lo que se ha propuesto.

—Y siempre serán acogidos en los brazos del Señor, pero nosotros…

—¿Nosotros?

Jedidiah arrugó la frente.

Una gota de sudor descendió por la frente del pastor, a pesar del frío que
entraba por la puerta.

—Tengo que pensar —dijo nervioso—, tengo que pensar.

El mayor de los Mountain aún no estaba satisfecho. Carlisle cambió de


posición desde su puesto, apoyado en el marco de la puerta, lo que atrajo la
atención de todos.

—Darius —Jedidiah se volvió hacia el secretario—, ¿qué opinas tú?

El secretario conocía a aquel muchacho desde que nació. Acababa de volver


al pueblo para colgar el cartel de médico rural, junto al de su padre, cuando lo
llamaron para asistir al parto. Quizá aquella ascendencia hacía que no se sintiera
tan aterrorizado como los demás.

—Creo que si tu tío se sale con la suya, la montaña se convertirá en una


auténtica pocilga.

A su alrededor se hizo un silencio que tenía consistencia. Ni siquiera se oía


el sonido de la madera que debía crepitar en la chimenea. Seis pares de ojos
estaban vueltos hacia él, sobre todo cuando Jedidiah arrugó la frente y se echó
hacia adelante, en una actitud claramente amenazadora.

—¿Eso piensas? —preguntó.


—Sí —el secretario tragó saliva. Había llegado demasiado lejos—, a pesar
de que sé lo que harás ahora.

—¿Qué haré ahora?

—Nos darás una lección.

El rostro de Jedidiah estaba mortalmente serio. Los de los demás, crispados.


Cuando se puso de pie hubo un reguero de movimientos nerviosos.

—Chicos, dice que les daremos una lección —primero miró a su primo y
después a su hermano—. ¿Qué pensáis vosotros?

—Que los forasteros no conocen a los Mountain? —respondió Carlisle, y


escupió sobre el suelo de madera.

Jedidiah empezó a pasear por el salón, con las manos cruzadas en la


espalda. Ninguno de los miembros del Consejo lo perdía de vista. Todos eran
conscientes que la verborrea de Darius los había metido en un problema.

—Vamos a ir por partes —dijo al fin el joven Mountain deteniéndose, con


las piernas abiertas, frente a la mesa de deliberación—. Nuestro tío Rhett ha
encontrado una veta de plata en sus tierras y se ha propuesto explotarla. Si lo hace
todo va a cambiar en Great Peak porque llegará la prosperidad y con ella la
civilización. ¿No dicen que somos unos salvajes? —sonrió, y recibió a cambio un
coro de sonrisas crispadas—. Cientos de mineros necesitarán no solo alojamiento,
también todo lo necesario para subsistir: alimentos, una cantina, y diversión.
Llegará el dinero a raudales y muchos de vosotros os haréis ricos. A cambio, claro
está, habrá que soportar las incomodidades de la mina: la contaminación ambiental
de la molienda, el ruido de los pesados camiones que deberán atravesar el pueblo
para entrar y salir de las tierras de nuestro tío, las voladuras continuas, la
contaminación de la tierra y los acuíferos que volverá estériles los campos e
insalubres los pozos y manantiales. Y por supuesto la transformación del paisaje,
porque habrá que arañar la montaña, en profundidad, para sacar todo ese metal
plateado. Eso sin contar lo que implicará que este pueblo multiplique por seis su
población. Será el precio de la prosperidad, pero ¿quién no quiere prosperidad?

Todos asintieron a regañadientes. La descripción que había hecho Jedidiah


del futuro era la que llevaban dos horas discutiendo.

—Eso es lo que estamos hablando —dijo el alcalde.


—¿Y qué posiciones van ganando?

—Es difícil responder a eso.

—¿Ideas encontradas?

—Más bien lo contrario.

—¿Lo contrario?

El alcalde también empezó a sudar. Si algo odiaba en el mundo más que a


un Mountain era una encrucijada donde tuviera que tomar una postura que le
comprometiera.

—Dilo tú, O´Brian.

El secretario suspiró. Estaba claro que si ese día iba a acabar alguien en el
hospital sería él.

—Hay una sola postura —miró alrededor, pero todos apartaron la vista—.
Nadie quiere que se explote la mina. Queremos mantener nuestra forma de vida tal
y como está.

Jedidiah cruzó los brazos sobre el robusto pecho.

—Así que os enfrentaréis a tío Rhett.

—Si es necesario.

De nuevo se hizo el silencio. Tan denso, tan incómodo, que hasta pareció
desaparecer el tic tac interminable del reloj de pared.

—Bien —el joven Mountain suspiró y relajó la postura—, porque mi primo,


mi hermano y yo tampoco queremos que estas tierras terminen ocupadas por más
extranjeros, no queremos respirar mierda, ni dejar de beber y mear en los
manantiales. Lo que queremos es que las cosas sigan como están, y que mi maldito
tío se pudra en el infierno.

El alcalde parecía no caber en sí de gozo.

—¡Eso! —alzó un puño, triunfal—. Que se pudra en el infierno.


Jedidiah dio un paso en su dirección, con el puño apretado.

—¿Cómo te atreves a insultar a un Mountain, Johnson?

—Tú has dicho… —titubeó el alcalde, confundido.

—Lo he dicho yo, pero tú no puedes.

El alcalde se limpió el sudor de la frente.

—De acuerdo, de acuerdo.

Aquella leve excusa pareció calmar a Jedidiah.

—No le vamos a permitir que abra la mina —añadió Johnson, intentando


ser amigable y respetuoso—. El Consejo emitirá un informe desfavorable.

—Que no tendrá repercusión porque le ampara la legislación estatal y


puede buscar un hueco legal —aclaró O´Brian.

Los tres Mountain se miraron. Había una sonrisa socarrona que volaba de
uno a otro y que estaba llena de misterio

—A menos —dijo en voz alta Jedidiah—, que esa jodida legislación sea la
soga que estrangule su cuello.

—Lo hemos revisado todo —de hecho llevaban dos horas analizando cada
maldito documento, y dos semanas hablando con abogados de una punta a otra
del país—. Con un buen letrado podrá…

—Nosotros nos ocuparemos —le interrumpió el joven Mountain.

—Pero… ¿cómo?

—Con imaginación, alcalde —su sonrisa se ensanchó hasta dejar ver sus
dientes blancos y perfectos—, con mucha imaginación.
CAPÍTULO 4
Richard detuvo el motor de su cuatro por cuatro. Llegar hasta allí arriba,
hasta Great Peak, había sido toda una hazaña a pesar de la magnífica adherencia al
firme de su coche. No solo porque se trataba de una carretera de una sola
dirección, que serpenteaba por los flancos de la montaña abriéndose a precipicios
de vértigo, sino porque las últimas nevadas lo unificaban todo y hacían imposible
distinguir qué habría unos metros más adelante.

—¿Qué te parece esto?

Julie, sentada a su lado, miraba a través de la ventanilla, fascinada por la


majestuosidad salvaje de aquel paisaje agreste, de bosques nevados y altos picos
que se perdían entre las nubes.

Desde luego Great Peak era un pueblo pintoresco. Un puñado de casas de


madera, con afilados tejados a dos aguas y porche delantero. Tenía una ligera
semejanza con los poblados del oeste americano que se veían en las películas de
vaqueros, a pesar de que no había una sola calle que no estuviera en una empinada
pendiente, que los bosques lo rodeaban todo como en un abrazo, y que la nieve
convertía a aquel pueblo pintoresco en una postal de Navidad. ¿Cuántas personas
vivirían allí? ¿Trescientas? ¿Cuatrocientas? Dudaba que muchas más ya que de un
solo vistazo podía ver todas aquellas casitas encaramadas en la ladera de una
montaña. Era un lugar agradable, donde se respiraba aire puro y se vivía en
contacto con la naturaleza.

—Me gusta —dijo ella.

—Pues abrígate y bajemos, porque ahí fuera hace un frío de muerte.

Él ya tenía la mano sobre el pomo de la puerta cuando Julie le detuvo con


un gesto.

—Richard, antes quería darte de nuevo las gracias.

Se volvió. Los ojos oscuros de Julie brillaban. Siempre le habían causado


fascinación, incluso de pequeños, cuando se veían algunos veranos y ella trepaba a
los árboles mejor que cualquiera de sus amigos. Estaban llenos de vida. Y de
desconcierto.
—Te aseguro que son tus méritos los que te han traído hasta aquí. Solo
sugerí al señor McArthur que necesitábamos a una buena ornitóloga —intentó
quitarle importancia.

Ella iba a contestar cuando los sobresaltaron unos golpes en el cristal. Se


volvieron al unísono para encontrarse con la cara sonriente y colorada de un
hombre medio oculto bajo un abrigo de piel, que los miraba lleno de curiosidad.

—Hola. ¿Son los del museo?

Richard bajó la ventanilla. El frío allí fuera cortaba como un cuchillo.

—Esos somos.

El hombre le tendió la mano. Tenía una sonrisa de esas que se contagian.

—Me llamo Johnson, alcalde Johnson.

Richard se la estrechó brevemente para salir del coche a continuación. Julie


hizo lo mismo, ajustándose el anorak y la bufanda. La nieve lo cubría todo y el
cielo estaba encapotado, dándole al poblado un aspecto blanquecino y difuso. La
exclusiva ropa de montaña que llevaba puesta Richard quizá era demasiado ligera
para aquellas temperaturas.

—Soy el doctor Howard, y ella es mi compañera, la señorita Julia


Vanderbilt.

Johnson les tendió la mano de nuevo. Parecía muy satisfecho con él mismo.

—Llámeme Julie, por favor. Todo el mundo me conoce así —dijo ella,
incómoda ante tanta formalidad

—No todo el mundo sabe llegar hasta aquí. Enhorabuena.

—El GPS hace milagros.

El alcalde arrugó la frente.

—¿El qué?

¿Era posible que aquel hombre no supiera qué era un GPS. «¿Dónde nos
hemos metido?», pensó Richard. Echó otra mirada alrededor. Las nube estaban
bajas y no se veía un alma por las calles.

—Nos hemos entretenido más de lo que esperábamos. Pronto se hará de


noche y nos gustaría darnos una ducha caliente y cenar en un lugar tranquilo. Si
nos acompaña a nuestro hotel y nos aconseja un restaurante decente…

El alcalde lo miró, entre estupefacto y desconcertado.

—¿Hotel? ¿Restaurante? —¿aquel tipo se estaba quedando con él?—. No


hay nada de eso en Greak Peak.

La cara de desconcierto la tuvo ahora Richard. Había dos razones por las
que había aceptado aquel incómodo viaje a las montañas: uno era estar a solas con
Julie, pero el otro pasaba por unos días en un lugar idílico con comodidades, si no
excelentes, al menos sí decentes.

—¿Entonces? —empezaba a ponerse de mal humor. Abrió el capó de su


reluciente todoterreno para coger las maletas.

—El doctor se ha ofrecido…

Empezó a explicarles el alcalde Johnson cuando una voz sonó desde atrás.

—¿Son estos dos?

Ninguno de los tres había oído acercarse a los caballos, pues el sonido de los
cascos había sido amortiguado por la espesa capa de nieve. Sobre uno de ellos iba
montado Jedidiah Mountain. Pantalones recios, abrigo cruzado muy desgastado y
un viejo gorro de lana. Los miraba desde arriba, con una expresión que podría
clasificarse entre altanería y desdén. Sobre todo se había fijado en ella, en Julie. No
era ni espectacularmente botita ni tenía un cuerpo de esos que aparecían en el
almanaque que tío Rhett tenía colgado en su taller. Era una chica de rostro
agradable, con curvas, pelo oscuro y una mirada que llamaba la atención. En
absoluto el tipo de mujer que solía gustarle.

—El señor Jedidiah Mountain —lo presentó, obsequioso, el alcalde—. Uno


de nuestros vecinos más destacados.

De un salto bajó del caballo y fue hasta ellos.


—Se vienen conmigo.

—¿A dónde? —el alcalde estaba confundido. Habían acordado que


pernoctarían en casa del doctor y sería la señora Foster quien se encargaría de
hacerles la comida dos veces al día—. ¿No pretenderás llevarlos hasta Widows
Peak?

—¿Eso es el equipaje? —Jedidiah se refería a las dos maletas, una de ellas


voluminosa, que se veían bajo el capó abierto del vehículo—. Habrá que dejarlo
aquí. Los caballos no pueden caminar en la nieve con tanto peso.

—Un momento —Richard levantó una mano—, ¿caballos?

—No hay carreteras para subir a los picos. Solo caballos. Espero que sepa
montar.

—Por supuesto, yo…

—¿Y la mujer?

Hasta ese momento Julie había permanecido callada. Debía reconocer que la
aparición de aquel tipo le había causado cierta impresión. No se parecía en nada a
los hombres que había conocido hasta entonces; en casa de sus padres, jóvenes de
familias adineradas y poco que hacer en la vida más que gastar sus pagas; en la
universidad, divertidos o despistados muchachos obsesionados por la diversión, el
sexo y las notas; o en el museo, intelectuales más preocupados por su carrera
académica que por disfrutar de la vida. El hombre que tenía en frente era
completamente diferente. Había algo salvaje en él, casi animal. Algo que se podía
sentir solo con tenerlo cerca. Un ímpetu, o una fuerza que partía de aquellos ojos
extrañamente azules y se manifestaba en cada uno de sus movimientos vigorosos.

—La mujer tiene boca y opinión propia —dijo Julie al fin, molesta por la
impresión que aquel tipo había causado en ella—. Sé montar, posiblemente mejor
que usted, pero no pienso moverme de aquí hasta saber a dónde vamos.

Él la miró. Parecía desafiante, o desacostumbrado a que le llevaran la


contraria. Allí plantado, con las piernas abiertas y los brazos suspendidos en el
aire, como si fuera a sacar dos pistolas, le recordó a un salvaje vaquero dispuesto a
batirse en duelo.

—Ya se lo he dicho, mujer —su frente arrugada daba muestras de su


incomodidad al tratar con ella—. A los picos.

Richard se volvió hacia el alcalde, buscando una explicación a todo aquello.

—Señor Johnson.

La sonrisa hierática de este no se había perdido en ningún momento. Era


todo un experto en ventear las perores tempestades, pero cuando andaba un
Mountain de por medio, la cosa cambiaba.

—¿Me permiten que hable un momento con nuestro vecino?

Ninguno de los dos dijo nada. Johnson cogió suavemente a Jedidiah del
brazo y lo llevó hasta la parte trasera del vehículo, donde el capó abierto les ofrecía
cierta timidez.

—¿Qué pretendes? —le gritó en voz baja.

—Se vienen a casa.

—¿Allí arriba? —soltó un resoplido—. ¿Estás loco? Esta es gente de ciudad,


y por la ropa que trae el tipo, gente fina. Allí arriba no durarán ni dos minutos.
¿Qué quieres? ¿Que huyan despavoridos?

—Aquí abajo solo se entretendrán con las historias de Darius y las comidas
de la señora Foster. Necesitamos que trabajen duro y se larguen cuanto antes. En
los picos es más fácil que se centren en lo que tienen que hacer.

La voz atiplada de Richard sonó como el cencerro de una cabra.

—Nos estamos muriendo de frío.

El alcalde Johnson sabía que una vez que un Mountain tomaba una decisión
no había forma humana de que la cambiara. Con enorme dificultad ensayó de
nuevo su sonrisa y volvió a reunirse con los invitados.

—Como les decía nuestro vecino, ha habido un cambio de planes y se


alojarán en la residencia de los Mountain —su mano voló en el aire dibujando una
especie de castillo en el aire—. Es un lugar encantador allí… allí arriba. Estarán en
contacto con la naturaleza y nada les entretendrá de su labor.
—Bien —Richard tenía hambre y frío y solo quería quitarse de la intemperie
—, pero no pienso dejar aquí mi maleta.

—En ese caso —Jedidiah empezaba a no poder soportar a aquel individuo


—, las maletas irán en un caballo, el tipo en otro —se giró hacia Julie y la señaló
con el dedo— y la mujer conmigo.

—¡No lo veo oportuno! —exclamó Richard.

Julie era una dama, y una excelente jinete. Solo de pensar que iba a cabalgar
por aquellas montañas pegada a aquel bárbaro… dios había hecho cada cosa para
que estuviera quieta en su sitio.

Jedidiah chasqueó la lengua y escupió sobre la nieve.

—¿Entonces quiere ser usted quien venga a la grupa? —se encogió de


hombros—. A mí me da lo mismo. Es por una cuestión de equilibrio de pesos.

La otra imagen horrible que acudió a la cabeza de Richard era la de él mimo


cabalgando a la grupa de aquel bruto.

—¿Te parece bien como dice nuestro anfitrión, querida? —intentó pasarle el
muerto a su compañera.

Julie también necesitaba entrar en calor. Apenas sentía los pies y notaba que
la punta de la nariz empezaba a congelársele. Le daba igual cómo subir a los picos,
pero quería una ducha de agua caliente y una infusión que echara humo.

—Cuanto antes nos vayamos, mejor.

—Espero que mañana no haga tanto frío —Richard se frotó los guantes,
inservibles con aquellas temperaturas.

—¿Frío? —bufó el montañero—. Cuando estén allí arriba sabrán lo que es el


frío. Lo de aquí les parecerá una playa tropical.

—Creo que el señor Mountain intenta asustarnos —replicó Richard.

—Jedidiah.

—¿Disculpe?
—No soy ningún señor.

—Eso es evidente —farfulló en voz baja.

Aunque lo había oído perfectamente, Jedidiah prefirió no darse por


enterado, porque entonces tendría que romperle la nariz y su plan se vendría
abajo. De un salto subió al caballo, para volverse hacia Julie.

—Deme la mano.

—Sé subir sola.

—Deme la mano —insistió.

Ella le aguantó la mirada. Por un momento sintió que aquel frío se disipaba,
como si una corriente cálida lo quitara de en medio. Al final apartó los ojos y tomó
su mano. Era grande y fuerte, como todo él. La levantó en el aire como si no
pesara, y la acomodó a la grupa. La ancha espalda de Jedidiah lo ocupaba todo. El
caballo se removió incómodo y Julie tuvo que agarrase a su cintura. A pesar del
grueso abrigo era evidente que allí no había una gota de grasa, solo músculo bien
modelado. De nuevo tuvo aquella sensación de calor, que le recordó a lo que le
contaba su madre cuando se alcanzaba cierta edad… «¡Por dios, ¿qué me está
pasando?!», vino a su cabeza.

—Y apriétese contra mí —no parecía que el montañero estuviera incómodo


con la carga—. Hocico Negro es un caballo nervioso.

—¿Cuánto tardaremos en llegar?

—Preocúpese de no caerse —se removió en la silla y ella sintió el cuerpo


pegado al suyo—, porque se quedará atrás y la montaña está repleta de lobos.
CAPÍTULO 5
Subir hasta los picos fue una odisea.

Los senderos, invisibles bajo la nieve, se retorcían como culebras,


abriéndose en la cima de desfiladeros tan profundos como si no existiera un final.
Tenían que viajar despacio porque un paso en falso podría ser fatal. Atravesaban
bosques espesos, donde la luz se opacaba como si acabaran de asfixiar una
hoguera, para salir a la inmensidad infinita de las cumbres abiertas cuando tenían
que deambular por el perfil de la montaña.

Richard aguantó bien el tipo, aunque notaba que, según ascendían, la


temperatura hacía lo contrario, y su exclusiva ropa de montaña era elegante pero
inadecuada para esas alturas. Aun así no se quejó. Apretujado en su anorak gris
ceniza se balanceaba en el caballo intentando seguir el paso de los otros dos. Tras
varias preguntas a su guía, que no fueron contestadas, permaneció callado, atento
a la montura que portaba sus maletas, y a no perderse entre aquella frondosidad
que lo volvía todo idéntico.

Por su parte, Julie estaba maravillada y miraba a su alrededor con los ojos
tan abiertos como cuando era niña y su padre le traía un helado por sorpresa. El
bosque vestido de blanco estaba repleto de vida a pesar del frío. Veía el arrullo de
las ramas cuando eran movidas por las águilas de invierno, que bajaban al bosque
a alimentarse. Las huellas en la nieve de los topillos nevares, rebuscando raíces
tiernas. El gemido distante de los alces llamándose unos a otros. También le
fascinaban las formas mágicas que formaban las ramas de los árboles bajo el peso
de la nieve. Y la penumbra de las copas, que se balanceaban como viejos fantasmas
y dejaban juegos de luces cambiantes en el suelo. Pero más que nada le sobrecogía
el corazón la absoluta inmensidad de las montañas cuando salían a un precipicio
que necesitaban bordear. Aquella enormidad, el vacío entre cresta y cresta, abiertas
a un valle tan profundo como inabarcable, era la mejor imagen de la libertad, de un
mundo por el que había renunciado a los planes que su familia tenía para ella, en
busca de un sueño que, hasta ayer mismo, creía imposible.

—¿Todo bien? —había preguntó Jedidiah en algún momento, al notar que


ella se removía, inquieta, en la silla.

Y sí. Todo iba bien. Porque su corazón latía con más fuerza que nunca bajo
el bálsamo de aquel aire puro, sus ojos miraban con más viveza de la que habían
mirado desde hacía demasiado tiempo, y su cabeza estaba en paz. Ajena a las
preocupaciones diarias que de pronto se habían convertido en algo lejano,
insignificante. Pero aun así, después de una hora a la grupa, necesitaba estirarse.

Julie no quiso referir nada de esto. Ni siquiera tenía muy claro qué estaba
pasando en su cabeza. Jedidiah era un desconocido, «un tanto salvaje», como decía
Richard, y todo aquello le sonaría a chino. A cosas frívolas de una chica de ciudad.

—¿Estamos lejos? —fue lo que preguntó.

Él señaló a un lugar indeterminado al frente. Bajo el azote de la nieve todo


era muy similar. Le maravillaba la capacidad de aquel hombre para orientarse en
un territorio así.

—Snowy Hill está al otro lado de aquel pico —giró la cabeza, como si así
pudiera verla. Julie reparó en el perfil absolutamente masculino de aquel hombre:
nariz recta y contundente, frente ancha, despejada bajo el gorro, y mentón que
parecía sólido bajo la espesa y cobriza barba—. ¿Está asustada?

Aquella pregunta le hizo esbozar una sonrisa.

—¿Por qué iba a estarlo?

—Estamos en medio de la nada. Aunque no los vea, los lobos llevan


siguiéndonos desde que entramos en su territorio al vadear el último arroyo, y si el
caballo se equivoca al pisar es posible que nos despeñemos.

Así que creía llevar a la grupa a una damisela atemorizada y necesitada de


ayuda.

—¿Y tú? —preguntó, cansada de tanto formalismo—. ¿Estás asustado?

—¿Yo?

—Llevas a una mujer a la grupa que ni le asusta estar en medio de la nada,


ni que nos persiga una manada de lobos y está convencida de que si se despeña al
menos no se enterará de nada.

Notó cómo la frente de Jedidiah se crispaba, cómo intentaba digerir aquella


respuesta. Estaba claro que el montañero no estaba acostumbrado a tratar con
mujeres como ella. Eso hizo que, amparada bajo la invisibilidad que le daba su
posición, volviera a sonreír por el impacto que sus palabras le había causado.
Él giró la mirada al frente y espoleó con delicadeza al caballo.

—Será mejor que continuemos en silencio. Esta es zona de avalanchas.

Julie aguantó las ganas de reír. No, aquel montañés no estaba acostumbrado
a que una mujer no sintiera la necesidad de que la salvaran, de que la protegieran.
Miró hacia atrás. Richard la saludó con la mano. Sintió cierta ternura. Llevaba una
vida de despachos, recepciones, buenos restaurantes y mejores hoteles. No
recordaba haber leído en su currículum ninguna referencia a una expedición
donde no hubiera cerca un Hilton y un Starbucks. Y ahora estaban allí, en la alta
montaña, donde sus modales exquisitos servían de poco y su conversación erudita
no era apreciada.

Media hora más tarde llegaron a un claro del bosque, tan tapizado de nieves
como el resto. La oscuridad había empezado a cernirse a su alrededor, lo que
desdibujaba las formas. En un lateral se alzaba una cabaña de madera. Parecía un
tanto tétrica, muy cerca de los árboles, que la engullían a medias. Como las del
pueblo, tenía un amplio porche delantero bordeado por una baranda. Junto a la
puerta, pegado a la pared, había un banco largo que no parecía cómodo. El tejado a
dos aguas estaba cubierto de nieve. Lo único acogedor era la luz que iluminaba la
ventana y el humo que expelía la chimenea.

—Al fin en casa —Jedidiah parecía satisfecho.

Le tendió la mano, para ayudarla a bajar, pero ella lo hizo de un salto.

—No es necesario.

Él enarcó las cejas pero no dijo nada. Richard también había llegado, pero
desmontó con dificultad. Le dolían cada uno de los huesos del cuerpo.

—¿Hay que hacer este camino cada vez que queramos bajar al pueblo?

Pero no dio tiempo a que nadie le contestara, porque en ese momento la


puerta de la casa se abrió, dando un fuerte portazo, y un hombre enorme se
precipitó contra una montaña de nieve, formando una nube que los salpicó a
todos. Sin más, se levantó refunfuñando y se sacudió la ropa. Tenía una ceja
partida y necesitó cabecear para recobrar por completo sus capacidades. Por la
puerta apareció otro individuo, delgado, pero muy musculoso. Llevaba el cabello
crecido y también mostraba heridas de guerra, en este caso un labio abierto del que
manaba un hilo de sangre. Ambos hombres se miraron con furia y fueron uno en
busca del otro para continuar con la pelea, rodando por los suelos helados.

—¡Se están matando! —gritó Richard, sin saber si debía poner paz o
quitarse de en medio.

Jedidiah no le dio importancia y terminó de desatar la silla a su caballo.

—Son los chicos, que se divierten. Nada más.

—¿Los chicos?

—Mi hermano y mi primo —sin prestar atención a la lucha cuerpo a cuerpo


que se desarrollaba unos metros más allá, le indicó al Richard que se encargara de
su caballo—. Deje las maletas junto a la montura. Chaz «Grizzli» Robert se
encargará de ellas cuando termine. Está anocheciendo y querrán descansar un
poco.

Sin más se dirigió hacia la casa, dejándolos a ellos dos atrás.

Richard y Julie se miraron.

—¿Dónde nos hemos metido? —dijo él.

Ella se encogió de hombros.

—Será mejor que le sigamos. Después de descansar lo veremos todo de otra


manera.

Bordearon a los dos hombres que, sin prestarles atención, seguían a lo suyo,
dándose puñetazos y patadas, y entraron en la casa.

El calor fue una bendición. Había una enorme chimenea que caldeaba toda
la estancia. Era amplia, con una rústica cocina de leña en el mismo salón, mesas,
sillas y un sofá muy viejo cubierto con una manta de lana.

Jedidiah se había quitado el amplio chaquetón y el gorro para quedarse en


mangas de camisa. Tenía un espeso cabello cobrizo, que parecía cortado por él
mismo, y que acentuaba aquel aire salvaje que la intimidaba tanto como la atraía.
Estaba desatándose las botas, pero le indicó con un gesto las escaleras que se
abrían en un ángulo de la estancia.
—Arriba están las habitaciones. Mi hermano les llevará las maletas cuanto
termine.

Supuso que se refería a aquel tipo enorme que estaba de puñetazos al otro
lado de la puerta. Decidió no decir nada. Lo único que quería era comer algo y
dormir profundamente. Mañana, cuando se despertara, ya hablaría con aquel
hombretón y le dejaría claras un par de cosas.

Arriba había dos dormitorios, cada uno con un viejo catre que parecía tener
un colchón de borra. El ropero era enorme y antiguo. Decidió no tocarlo.
Cualquiera sabía qué había allí dentro, quizás un oso. También había una cómoda
con un espejo diminuto encima, y una silla. Junto a la ventana vio un aguamanil de
porcelana blanca. Le pareció un bonito detalle decorativo que casaba poco con el
carácter de aquellos hombres. El otro dormitorio era similar. Quizá más pequeño, y
con una chimenea que en aquel momento estaba apagada. No hacía frío, lo que la
alegró.

Arriba también había un cuarto de baño bastante rústico. Tenía una bañera
con patas y un retrete, nada más. Se preguntó dónde estaría el lavado y por qué no
había espejo. Lo más sorprendente es que no tenía puerta. Se preguntó si habría
otro en la casa, quizás abajo, pero no recordaba haber visto ninguna otra pieza en
la casa.

Richard la seguía con la nariz arrugada. Estaba claro que aquello no le


gustaba lo que veía. Era un hombre de gustos refinados y allí no había nada que él
pudiera valorar.

Ella decidió bajar de nuevo y hablar con Jedidiah.

—El baño no tiene puerta —le dijo plantándose delante, con las manos en
las caderas.

Jedidiah estaba sentado en el sofá, con los pies descalzos encima de la mesa
para calentarlos con el calor de la chimenea. Eran enormes, como todo él. La miró
con aquellos ojos fruncidos que parecían que jamás aprobaban nada.

—Tuvimos que quemarla hace años. Fue un invierno duro y nos quedamos
sin leña.

—¿Y cómo se supone que lo voy a usar?


—¿Es necesario que le explique eso?

A Julie le pareció ver una mueca sarcástica en sus labios.

—Muy gracioso —cruzó los brazos sobre el pecho. Tenía la impresión de


que él había dirigido ya un par de veces la mirada justo allí—. Necesito intimidad,
no sé si sabe qué es eso.

Bufó disgustado, y empezó a ponerse unos gruesos calcetines de lana que


parecían tejidos a mano.

—Buscaremos algo —refunfuño—. Mañana miraré en el granero.

Pero Julie aún no estaba satisfecha

—Y otra cosa: solo hay dos habitaciones.

Él asintió.

—Mi primo Carlisle no duerme aquí. Tiene una cabaña más arriba.

—Insisto —¿se estaba burlando de ella? —. Solo hay dos habitaciones y cada
una solo tiene una cama.

La miró como si no comprendiera algo evidente.

—Chaz dormirá con él —señaló a Richard, que en ese momento bajaba las
escaleras— y usted conmigo. Son grandes. Ni me notará.

Julie notó cómo un rubor incómodo se alojaba en su rostro. Se imaginó en


aquel catre, con el cuerpo caliente de aquel hombre a su lado y…

Richard la salvó de aquellos pensamientos, que no tenía muy claro cómo


terminarían, apartándola a un lado, cerca de la cocina. Al pasar junto a Jedidiah le
lanzó una sonrisa helada.

—¿Nos disculpa?

A solas los dos, él le habló en voz baja.

—Creo que no hemos hecho bien dejándonos confundir por estos bárbaros
—miró hacia atrás, asegurándose de que el montañés no le escuchaba—. Hagamos
hoy lo que dice y mañana a primera hora volvemos al pueblo.

—¿Y la expedición?

—Aduciremos problemas técnicos. Si no hay unos mínimos requisitos no


podemos trabajar.

Ella sintió vértigo. Llevaba un año esperando aquella oportunidad. Si volvía


con las manos vacía… si volvía, la encerrarían de nuevo en aquel sótano lúgubre a
clasificar especímenes que otros se habrían encargado de encontrar.

—¿Mi primer trabajo de campo y lo rechazo porque no hay una cama en


condiciones? —respondió también en voz baja—. No, Robert. Me quedo aquí
aunque…

—¿Dormirás con ese tipo..?

Ella no lo dejó terminar. Se sentía furiosa, lo que se traducía en que sus


mejillas estaban encendidas y sus ojos llameantes. De unas pocas zancadas se
plantó de nuevo delante de Jedidiah y volvió a adquirir aquella postura desafiante
de manos en las caderas.

—No voy a dormir con usted —le espetó—, lo haré en el sofá.

Él se encogió de hombros.

—Como quiera.

Había esperado que le dijera que no, que él dormiría en aquel incómodo
sofá para que ella pudiera descansar en la cama. Pero estaba claro que aquellos
montañeros desconocían los principios básicos de la hospitalidad. Volvió a
ruborizarse cuando descubrió que él la estaba mirando de arriba abajo, como si la
evaluara. Se sintió desnuda y sofocada bajo aquellos ojos tan profundos, y
desamparada cuando él pareció perder interés y volvió la mirada al fuego.

—Ahora voy a darme un baño —bramó de nuevo Julie—, así que, por favor,
que nadie suba.

Él levantó una ceja, pero no la miró.


—Allí tiene la olla.

Había una gran olla de hierro sobre la cocina de leña. La miró un par de
veces, sin comprender.

—¿La olla?

—Para calentar el agua —ahora Jedidiah sí se volvió para mirarla


directamente a los ojos. El brillo que reflejaban nadaba entre burlones y satisfechos
—. No tenemos agua corriente, por si no se ha dado cuenta.

Julie miró a Richard, pero no dijo nada. Simplemente subió al baño y se


duchó con el agua helada.
CAPÍTULO 6
Cuando Julie despertó, se dio cuenta de que hacía años que no había
dormido tan bien.

La ducha de la noche anterior había sido terrible. Mientras con una mano
sujetaba una cortina que parecía que no se había usado nunca, y que colgaba de
una barra circular desde el techo de madera, notaba que el agua helada se clavaba
en sus carnes como si fueran flechas envenenadas. Pero no iba a dejar que aquel
individuo se saliera con la suya y la tratara como a una mujer de cristal. No lo era
ni lo había sido nunca. Lo que tenía, para bien o para mal, se lo había ganado ella
misma con su esfuerzo. Había tomado, desde que tenía uso de razón, sus propias
decisiones, y no se había dejado embaucar por el dinero de su familia para tener
una vida que no era la que quería vivir. No iba a venir ahora un rudo montañero a
darle lecciones o a tratarla como si se fuera a partir con solo agacharse.

Había salido del baño aterida y tiritando, con los labios azules por el agua
congelada. Se secó como pudo, sin apartar los ojos del hueco de la puerta. ¿Antes
también estaban cerradas las de los dos dormitorios?, y se puso su pijama de
franela, la cosa menos sexi que existía, pero… ¿por qué estaba pensando en si su
pijama era o no sexi?

Cuando bajó no había visto rastro de ninguno de los dos hombres. Miró por
la ventana pero era noche cerrada. Había una manta gruesa sobre el sofá y le
habían dejado una almohada limpia que olía a jabón hecho a mano. Eso era todo lo
que recordaba. Debía de haberse quedado dormida al instante, porque ni siquiera
se acordaba de cómo se había tumbado en el sofá.

Al abrir los ojos miró alrededor. La luz blanca de la mañana entraba por las
ventanas, inundándolo todo con los colores cálidos de la madera. Aquel salón, que
de noche le había parecido un tanto tétrico, ahora le gustaba. Había algo acogedor,
hogareños, que le provocó una sensación de…

—Buenos días.

Se volvió hacia la escalera y se encontró con Jedidiah. Solo llevaba puestos


unos calzones blancos de algodón que se ajustaban a sus muslos y a su trasero,
marcándolo todo. Julie se ruborizó. Sobre todo cuando se fijó en que no solo tenía
los pies grandes. Apartó la mirada y se sentó como si le hubieran accionado un
resorte.
—¿Café y tostadas? —dijo él, rascándose allí abajo, pero sin mirarla —. Creo
que desayunáis eso en la ciudad.

Abrió un armario de la cocina y sacó un tarro de café, con el que preparó


una cafetera que puso sobre la hornilla. Después rebuscó en los cajones,
desparramando cucharas y cuchillos desparejados. Su ancha espalda era un
espectáculo, musculosa y firme. Su trasero también. Llevaba el cabello igual de
aleonado que el día anterior, cuando se había quitado el gorro, y su color cobrizo,
en contraste con la piel tan blanca, parecía aún más brillante.

—¿No te vas a vestir?

Él se encogió de hombros, sin volverse, mientras encendía la leña de la


cocina.

—La casa está caldeada.

—Pero es… incómodo.

Ahora sí se volvió, con la sempiterna frente arrugada. Se miró, levantando


los brazos, sin comprender muy bien a qué se refería porque había desayunado así
desde que tenía uso de razón. Julie también lo observó de reojo.

Si la espalda era un espectáculo, de frente era como si hubieran alzado el


telón del mejor teatro de Broadway. Tenía un cuerpo cincelado, de amplios
pectorales y bíceps de vértigo. El vientre plano, al igual que el pecho, estaban
cubiertos de una fina capa de vello rubio que descendía en un cordón hasta
perderse dentro de los calzones…

Julie apartó la vista, sintiéndose una pervertida. ¿Cómo podía ser tan
inconsciente de estar mirando embobada el cuerpo de un tipo que, hasta ese
momento, solo se había burlado de ella? ¿Tan desesperada estaba por un poco de
afecto?

—Bien —dijo Jedidiah—, subiré a ponerme algo. Le diré a Chaz que a la


señorita le molesta si no vestimos de etiqueta, no vaya a ser que también se le
ocurra bajar como lo ha hecho desde que era un crío. Supongo que su amigo no…
No. Ese no. Encárguese del café.

Y sin más, subió las escaleras a zancadas


Julie se sintió mejor cuando al fin se quedó sola. Se levantó de un brinco y
fue hasta la cocina. Había una gran cacerola de cobre colgada de la pared, lo más
parecido a un espejo. Tenía un aspecto terrible. Se soltó el cabello y se lo atusó con
las manos. Se pellizcó las mejillas y se dio unos golpecitos en los labios para darles
color. Así estaba un poco mejor. Por último se abrió un par de botones del cuello
del pijama. Cuando terminó de hacerlo se quedó pensativa. ¿Por qué estaba
haciendo todo aquello? Nunca le había importado demasiado su aspecto, y menos
en una cabaña perdida en las montañas.

—¿Cómo has dormido?

Cuando esta vez se giró se encontró con Richard. Tenía una pinta terrible.
Su delicado pijama de seda era lo único impecable. Cabello despeinado y
profundas ojeras, ese era su estado.

—No has podido dormir, ¿verdad?

—Ese gigante ronca, y me he tenido que deshacer de su abrazo dos veces.


Espero que me haya confundido con su almohada, porque no sé si sabes que estos
bárbaros duermen desnudos.

—No, no lo sabía —prefirió mentir.

—Ya estamos todos —Jedidiah apareció vestido por completo con una
camisa de cuadros y un grueso pantalón por dentro de las botas—. Chaz no se
unirá a nosotros. Ayer se pasaron un poco mi primo y él. ¿Les parece si les muestro
lo que tenemos mientras tomamos un café?

La cafetera barbotaba en la hornilla, dejando un aroma maravilloso que


inundaba la casa. Hasta ese momento no había reparado Julie en cuánto necesitaba
esa taza de café.

—Es una buena idea.

Jedidiah pasó junto a ellos y rebuscó tres tazones desparejados. Al parecer


no había leche porque sirvió el espeso brebaje y les tendió uno a cada uno. Julie dio
un sorbo. Estaba amargo pero delicioso. No quiso pedir azúcar. Posiblemente era
lo que aquel tipo quería. Richard lo dejó sobre la mesa. Prefería quedarse dormido
que tomarse ese mejunje.

El montañero fue hasta un aparador y sacó un ajado mapa topográfico que


extendió sobre la mesa de tosca madera. Señaló un punto que Julie identificó como
una de las partes más escarpadas de la montaña, aunque aún lejos de la cumbre.

—Widows Peak. La primera vez que lo vieron fue en esta zona, cerca del
desfiladero —dijo él—. Todos estábamos convencidos de que ese pájaro ya no
existía. Mi abuelo hablaba de él. Por estas tierras se decía que daba buena suerte,
que si te encontrabas a uno tendrías un buen día.

—El arrendajo rojo se extinguió hace sesenta años según los últimos
avistamientos —Julie se había puesto al día con la bibliografía mientras
preparaban aquella expedición—. Es sorprendente que algunos ejemplares hayan
sobrevivido en estas latitudes.

—Aún no sabemos si lo es —Richard prefería ser prudente—. Puede ser un


cacique lomirojo, o un mosquero pintado. Son especies que para alguien no
experto se prestan a confusión. Sería precipitado concluir nada hasta que no
tengamos pruebas. Para eso estamos aquí. Para encontrar esas pruebas. Y si es
cierto, comenzar un procedimiento para proteger su hábitat de cualquier
injerencia.

Jedidiah asintió.

—Había pensado que subiéramos esta mañana a la cara norte. Es de difícil


acceso, pero es donde lo avistaron las otras veces.

—Cuatro según nos han comunicado.

—Todos vecinos del pueblo, gente respetable. Y yo mismo.

—¿Tienes fotografías? —conocía bien la fisonomía de aquel espécimen. De


un simple vistazo sería capaz de decir si era cierto o no—. Aunque sean de móvil.
Alguna imagen que podamos estudiar.

—No tenemos móviles. Aquí apenas llega la cobertura. ¿Para qué los
querríamos? Tenemos un dibujo.

Al menos con un dibujo podría hacerse una idea aproximada de qué tipo de
ave habían avistado, y si se aproximaba a lo que buscaban.

—¿Puedo verlo?
Él asintió de nuevo. Fue al mismo cajón de donde había sacado el mapa y
volvió con un papel sobre el que había unos trazos que podían representar un
pájaro. Julie lo miró con detenimiento. Evidentemente era una obra infantil. Uno
de esos dibujos encantadores que hacen los niños para regalar a sus padres. Sonrió
sin darse cuenta. Le encantaban los pequeños y siempre había soñado con tener
una larga familia, tantos como fuera posible.

—¡Vaya! —dijo sin poder desdibujar la sonrisa de los labios—. No sabía que
había un niño en casa.

—Lo he dibujado yo.

La sonrisa de Julie se borró de un plumazo. ¿Aquel hombretón había


dibujado aquello? Fue incapaz incluso de ser sarcástica.

—¡Ah! Es un buen trabajo —dejó el dibujo a un lado con cuidado y decidió


ser profesional—. Pero necesitaremos fotos, o nidos, o excrementos. Algo que nos
indique invariablemente, que el arrendajo rojo vive en estas montañas.

—Eso tendrán que encontrarlo ustedes.

—Por supuesto —intervino Richard—. Para eso hemos venido. Si es que ese
espécimen existe, como dicen sus fuentes.

Jedidiah se puso de pie y de un trago vació su café. Richard se encogió en su


silla sin darse cuenta ¿Había ofendido al montañero y lo pagaría con él a puñetazos
como había visto hacer a su hermano y su primo la noche anterior? Pero Jedidiah
fue hasta la cocina y sacó una hogaza de pan que cortó en gruesas rebanadas
mientras sus invitados lo observaban sin comprender.

—Café y tostadas —dijo el anfitrión de buen humor—. Un desayuno de


ciudad. Y dense prisa, saldremos cuanto antes. Hay un largo trecho hasta llegar allí
arriba.
CAPÍTULO 7
Mientras Julie y Richard se vestían, Jedidiah había salido a preparar las
monturas. No había carreteras para subir a la cara norte de la montaña, pero los
caballos de los Mountain estaban preparados para aquellas extremas condiciones
meteorológicas, casi tanto como sus dueños.

Julie se puso unos pantalones enguatados impermeables y un grueso


anorak. Guantes, gorro y bufanda, por supuesto. Cuando vio aparecer a Richard
estuvo tentada de decirle que se iba a congelar allí afuera, aunque era un conjunto
elegante, sin duda. Pero prefirió no atentar contra su dignidad, que parecía estar
ofendida desde que habían llegado al pueblo.

—Se nos hace tarde —fue la escueta frase con la que los recibió Jedidiah.
Miró a Julie de arriba abajo, de un salto subió a su caballo y comenzó la marcha.

Los dos hicieron un tanto. Richard, menos acostumbrado a montar, requirió


que ella sujetara las riendas para poder subir. Al poco cabalgaban a través del
bosque, en una mañana muy distinta a como había terminado el día anterior.

El sol lucía brillante en lo alto de un cielo azul, sin nubes. El suelo seguía
tapizado de nieve, que permanecería ocupando cada rincón del bosque hasta la
época de deshielo. No había viento, lo que hacía que los rayos solares casi
calentaran, o al menos fantasearan con aquella posibilidad.

Llevaban un camino en ascenso, aunque el sendero invisible que había


tomado el montañero lo hacía cómodo para los caballos. De nuevo recorrieron las
entrañas del bosque, atravesando minúsculos arroyos que serían torrentes unos
meses más tarde, para bordear el perfil de la montaña ante aquel espectacular
paisaje. Julie se preguntaba cómo sería todo aquello entonces. Cuando no hubiera
nieve, los árboles lucieran en todo su esplendor, los animales despertaran de su
sueño invernal y las flores se abrieran tímidamente al amparo de los rayos del sol.

—Debe ser hermoso vivir aquí —lo dijo sin darse cuenta. Era algo que le
ocurría a menudo, que sus labios verbalizaran sin permiso sus pensamientos.

—Aquí no hay fiestas, ni tiendas, ni restaurantes, ni cines. Solo el bosque y


la montaña. No creo que le gustara a una chica de ciudad.

—Porque piensas que todas las mujeres solo somos felices con fiestas,
tiendas, restaurantes y… ¡Ah, sí! Cines.

—Ninguna ha aguantado aquí arriba.

Ella arreó su caballo para estar a su altura.

—Así que ha habido varias.

Jedidiah la miró con curiosidad. No era un hombre de palabras y nunca


hablaba de él mismo. No estaba muy seguro de por qué lo hacía ahora, pero se
sentía cómodo.

—Mi madre falleció cuando Chaz era muy pequeño porque todo esto la
asfixiaba. No la culpo. Y si, aunque te pueda parecer extraño, he estado con
algunas mujeres.

—¿Por qué me iba a parecer extraño?

La respuesta era evidente. Julie parecía una de esas chicas refinadas, que
saben comportarse en sociedad, que necesita estar rodeada de toda una serie de
comodidades. De caballeros que le abran las puertas y la inviten a buenos
restaurantes. De aduladores que alaben su belleza, su buen gusto y su peinado.
Una chica que jamás comprendería lo que él sentía cuando estaba allí, en sus
montañas, en el silencio interminable de la naturaleza en invierno.

—No soy como él —dijo mirando a Richard, que cabalgaba unos pasos por
detrás, preocupado por encontrar cobertura para su móvil.

—Eso es evidente —Julie tenía ojos en la cara. Pero se arrepintió al


momento porque él podría malinterpretarlo.

—No sé decir cosas bonitas, ni suelo estar seguro de cómo tratar a una
mujer. Me he criado entre hombres duros. No tengo ni idea de cómo tratarte a ti.

Cuando dijo esto último la miró a los ojos y Julie sintió de nuevo que el
corazón le palpitaba con fuerza.

—¿Cómo tratas a tu hermano? —preguntó, intentando disimular aquella


reacción de su cuerpo—. ¿Y a tu primo?

—¿Esos? —sonrió—. Son lo único que tengo. Daría la vida por ellos. Sin
dudarlo. Bueno, y el tío Rhett, pero hace tiempo que no nos dirigimos la palabra.
Cosas de familia.

—No pretendo que des la vida por mí, pero si eres amable las cosas serán
más fáciles.

Él miró hacia el cielo. Ya era suficiente. Aquella era la conversación más


íntima que había mantenido en su vida y lo había hecho con una desconocida que
se marcharía dentro de unos días para contar en los bares de moda de la gran
ciudad cómo de ruda era la vida en la montaña.

—Viene un temporal —dijo, arreando su caballo—. Vamos a desviarnos


hacia el oeste y esperaremos que pase. A esta altura puede ser peligroso.

—¿Un temporal? —Julie también miró hacia aquel cuelo azul y limpio—. Si
no hay una sola nube en el cielo.

—A eso me refería.

—¿A qué?

—A ti. No te fías de mí.

—No es cuestión de no fiarme —¿cómo podía fiarse?—. Es que… ¿cuánto


hace que nos conocemos? ¿Cuatro horas? Porque las de sueño no cuentan. En
cuatro horas me has dejado que duerma en un sofá, me has ninguneado, y te he
visto desnudo. Es todo un record, te lo aseguro.

—¿Ves? —alzó las palmas de la manos en señal de exasperación—. Eso


decían las otras. No sé tratar a las mujeres.

—No. No sabes.

Él gruñó en voz baja y espoleó su montura para apartarse de ella.

—Será mejor que continuemos en silencio. Los lobos, ¿recuerdas?

Julie apretó los labios y decidió que no los abriría mientras permaneciera
cerca de aquel bruto.

Continuaron cabalgando sin decir una palabra. Richard se colocó a su lado


y la entretuvo contándole anécdotas sobre el director del museo. Ella lo escuchaba
con una sonrisa amable en los labios, pero no apartaba los ojos del montañero que,
a una docena de metros de ellos, continuaba su camino como si cabalgara solo.

Al poco, el tiempo cambió de repente. Ráfagas de viento helado empezaron


a soplar y el cielo se cubrió de nubes tan rápido que parecían haber salido de
ninguna parte. Fue entonces cuando comenzó la nevada. Tan intensa que hacía
imposible ver a unos pocos pasos. Cuando perdieron de vista a Jedidiah, Julie
sintió terror. Si aquello continuaba arreciando se congelarían allí parados, porque
los caballos no podían caminar con la cantidad de nieve que se estaba
amontonando a su alrededor.

—Por aquí —la silueta del montañero apareció ante ellos como una sombra
oscura—. Hay una cueva a unos pocos metros. Permaneceremos dentro.

—¿Y si la nieve tapona la entrada?

—Esa entrada nunca se tapona.

La miró a ella, esperando ver en sus ojos de nuevo la duda, pero Julie apartó
la mirada y lo siguió sin rechistar.

Como había dicho, la pared vertical de la montaña apareció ante ellos de


repente, y una boca negra que debía ser la entrada a la cueva. Por alguna razón no
había nieve a su alrededor, como si esta se resistiera a depositarse allí delante.

Descabalgaron deprisa y cuando al fin se pusieron a cubierto Julie lo


comprendió al instante: aguas termales. La temperatura allí dentro era algo más
elevada, como si hubiera una calefacción encendida, pero al mirar alrededor vio el
ligero reguero de agua que brotaba de la roca y salía al exterior seguida de una
nube difusa.

—Dejaremos aquí los caballos. Más adentro estaremos mejor. Hay rocas
donde sentarse y podremos hacer un fuego para calentar un poco de café. Nos
sentará bien.

Volvió a mirarla de arriba abajo antes de volverse y dirigirse hacia las


entrañas de la gruta. Ella sintió aquel ramalazo de rubor que le recorría la espalda
cada vez que el montañés la miraba de aquella manera. No estaba muy segura de
qué se trataba, pero era realmente incómodo.
Al fondo de la caverna, hasta donde aún llegaba la difusa luz del día, tal y
como había dicho Jedidiah, la roca formaba una bancada natural y el reguero de
agua que brotaba de las paredes hacía el espacio más confortable.

Mientras el montañero apilaba trozos de ramas que debían estar


diseminadas por los animales que se refugiaban allí, Julie se removió inquieta,
apretando las piernas. No debía de haber bebido tanta agua después del espeso
café. Siempre le pasaba lo mismo. Respiró hondo a ver si se le pasaba. Había leído
en alguna parte que si no puedes descargar la vejiga, el cerebro recibe la orden de
reaprovechar los fluidos y «vaciarla hacia dentro». Le pareció asqueroso, pero era
lo mejor que le podía pasar en ese momento.

—Detrás de aquella pared.

Era la voz de Jedidiah. Se volvió y lo encontró mirándola, con aquellas cejas


que jamás se desfruncían. ¿Se estaba refiriendo…? ¿Tan evidente era?

—Y no hable en voz alta, o los va a despertar.

Julie intentó que no notara cómo corría en aquella dirección. Estaba a punto
de hacérselo encima, y prefería morirse antes de darle ese espectáculo a aquel
bruto.

No se había percatado de que la pared giraba en el ángulo que le había


indicado Jedidiah, formando un recodo que le daba la privacidad que necesitaba.
Se desabrochó el pantalón sin mirar siquiera alrededor y se puso en cuclillas.
Cuando al fin pudo hacerlo la embargó una felicidad tan grande que le entraron
ganas de reír.

Pero fue entonces cuando sintió aquel tacto frío entre sus piernas.

—¡Ah! ¡Hay algo aquí! —gritó sin poder aguantarse, mientras se ponía de
pie.

—Te dije que no…

No pudo terminar la frase cuando la caverna se llenó de los gritos y el aleteo


nervioso de los murciélagos. Había cientos, volando alrededor de ellos,
enredándose en su pelo, entre sus ropas, ensordeciéndolos con aquel chillido
estridente.
Julie pudo subirse las braguitas, los murciélagos revoloteaban a su
alrededor, y a pesar de que nunca le habían dado miedo, tenerlos tan cerca,
sentirlos en su pelo, rozando la piel de sus muslos, la ponía muy nerviosa. Fue
entonces cuando lo sintió.

—¡Me han mordido!

Se miró la cara interior del muslo. No había mucha luz, pero le pareció
distinguir unos puntos ojos.

—Déjame ver.

Levantó la mirada y se encontró con los ojos preocupados de Jedidiah.

—Estos animales portan la rabia —dijo Richard, que también había


aparecido a su lado—. Es necesario sacarla de aquí y llevarla a un hospital.

El montañero no le prestó atención. Se había puesto de rodillas y examinaba


con cuidado la herida de Julie. Estaba en la zona alta de la cara interior de su muslo
derecho. Notaba la respiración de Jedidiah sobre su piel y no estaba muy segura de
si su corazón acelerado era debido a los murciélagos, a lo que acababa de decir
Richard, o aquella respiración tan cerca de su intimidad.

—No te ha mordido un murciélago —dijo el montañero—. Ha sido una


serpiente venenosa. Hay que sacar el venero cuanto antes.

—Aquí no hay serpientes, menos con este frío, y menos venenosas. Si tiene
la rabia hay que vacunarla cuanto antes.

Jedidiah no le prestó atención. Fue hasta el fuego y pasó la hoja de un


cuchillo por él. Volvió al momento. Los murciélagos se estaba calmando y volvían
de nuevo al techo de la gruta, a intentar conciliar su sueño diurno.

—Te va a doler —le dijo mirándola a los ojos.

Ella asintió. Era la primera vez que no veía aquel rictus de disgusto. Eran
claros, brillantes, expresivos. Le parecieron los ojos más hermosos que había visto
nunca. Cuando Jedidiah clavó la punta del cuchillo en la herida, ella apretó los
dientes, y cerró los ojos.

—Si de verdad ha sido una serpiente, eso solo conseguirá extender el


veneno y provocar una infección. Eso sin contar con que usted mismo termine
envenenado —se quejó Richard.

—En la montaña siempre se ha hecho así —aquel pisapapeles podía tener


razón, pero no podía permitir que la ponzoña actuara—. Solo es cuestión de saber
hacerlo.

Ahora venía la segunda parte. El montañero se humedeció los labios y los


pegó sobre la herida. Ella sintió aquel beso caliente, húmedo, y algo extraño se
formó allí abajo, como una urgencia, como el mismo fuego que ardía unos pasos
más allá.

El procedimiento era simple: chupar la sangre envenenada y escupirla, con


la esperanza de extraer la mayor cantidad de ponzoña posible. Aquella serpiente
no era mortal, pero si no lo hacía podía provocarle una parálisis temporal, y un
dolor tan fuerte que no lo olvidaría.

Richard paseaba nervioso por la gruta, mientras Jedidiah se afanaba en


chuparle la cara interior del muslo para después escupir sobre el suelo de piedra.
Cada vez que los labios y la lengua del montañero entraban en contacto con su
piel, relamiendo con cuidado experto, en grandes círculos para que nada escapara,
para que no quedaran rastros de sangre, Julie sentía aquel ahogo, aquel sofoco que
la obligaba a agarrarse el anorak con fuerza y a apretar los ojos. La imagen era
curiosa, ella con los pantalones bajados, sentada sobre uno de los salientes de roca,
y el rudo montañés de rodillas, con la cabeza enterrada entre sus muslos, tanto que
el espeso cabello libre del gorro le acariciaban cada vez que actuaba, y la sola
imagen de ver a aquel hombre entre sus rodillas separadas, la perturbaba más de
lo que había esperado.

En un momento dado tuvo que apretar los dientes porque… ¡Dios, aquello
era la cosa más deliciosa que había sentido en su vida! ¿Cómo de trastornada
estaba, cuando lo que hacía aquel hombre era curarle el mordisco de una
serpiente? Lo sintió como un torrente que convulsionó sus músculos y le oprimió
el estómago. Intentó disimularlo, pero ¿cómo hacerlo? Aquella boca experta jugaba
con su piel como si se relamiera, como si chupara un helado, pasando la lengua
húmeda, esponjosa, ampliando el área de acción, mientras los dedos gruesos, de
hierro caliente, apretaban sus muslos para que no se moviera. El sonido de la
succión le erizaba la piel, porque le recordaba algunas cosas que había hecho en
otro momento, con otros hombres, a pesar de que su lista de amantes era
ridículamente corta. En algún momento le pareció sentir el contacto de sus dientes,
lo que la excitó tanto que necesitó encogerse ligeramente. Este movimiento, casi
imperceptible, precipitó la barba del montañés contra la cara interna del muslo, y
entonces…

Quedó exhausta y no puedo evitar soltar un suspiro.

Él levantó la cabeza y la miró.

—Me duele —se excusó, intentando parecer convincente, aunque el brillo


febril en sus ojos decía lo contrario.

—Creo que lo he extraído todo y ya no sangras —dijo él, poniéndose de pie


—. Lo sabremos en los próximos minutos. Te va a quedar una marca. Debe
desaparecer el dolor y no tiene que aparecer ningún otro síntoma.

—Le digo que es un murciélago —insistió Richard—. Hay que llevarla a un


hospital.

—No es necesario —Jedidiah parecía turbado. Había algo nuevo en su


mirada que Julia no supo interpretar—. Esperaremos a que pase la tormenta y
volveremos a la cabaña. La expedición se suspende por hoy. Voy a buscar el
botiquín. Está en mi caballo. Hay que desinfectar y taponar esa herida.

—Ya no me duele —dijo Julie.

Pero él había desparecido en dirección de la boca de la gruta.


CAPÍTULO 8
—No hay serpientes venenosas en estas latitudes.

Estaban de nuevo en la cabaña y mientras el montañés había salido para


atender a los caballos, ellos dos intentaban entrar en calor junto a la chimenea.

Julie no contestó, pero Richard tenía razón. Por supuesto que había algunas
especies de sauropsidos que se habían adaptado a vivir bajo condiciones extremas,
pero nada parecido a una sierpe venenosa en aquellos bosques que se helaban en
invierno y eran una torrentera en primavera.

Y aparte de la evidencia científica, estaba el hecho de que Richard se había


dedicado a buscar al dichoso reptil por toda la cueva sin encontrar rastros de él.

Julie estaba preocupada. Habían tenido que esperar hasta pasado el


mediodía para que la tormenta amainara y poder emprender el camino de regreso.
Durante todo ese tiempo no había tenido más síntomas que una ligera molestia en
la herida. Pero si, como Richard sospechaba y ella no tenía más remedio que darle
la razón, se trataba de la mordedura de un murciélago, podía haber dificultades.
La rabia era una enfermedad mortal en el cien por cien de los casos si no se
procedía a la vacunación tras ser atacada por un animal infectado.

Durante el viaje de regreso, bajo una ligera nevada, Jedidiah se había


mostrado taciturno, ligeramente apartado de ellos dos, y apenas había cruzado un
par de palabras. Las advertencias imprescindibles para que no se perdieran ni
pisaran en falso.

—Es necesario vacunarte —insistió Richard.

Ambos estaban sentados en el sofá, tapados con la gruesa manta de lana.


Desde que llegaran estaban ateridos y aún no habían conseguido expulsar el frío
de las montañas del cuerpo.

—Lo haré —dijo ella sin demasiado convencimiento—. Tenemos tiempo.

—Si se presentan los síntomas no hay salvación, lo sabes. Eres bióloga.

—Sé lo que hago.

Richard no estaba tan seguro. No se le había escapado ni la escena de Julie


mientras aquel bárbaro, inclinado entre sus piernas, extraía el supuesto veneno, ni
el brillo que había en sus ojos cuando la miraba.

—Eres demasiado inocente, Julie.

—Quizás, pero algo me dice que debo fiarme de Jedidiah.

—¿Fiarte de él? —apartarse el rubio y cuidado cabello de la cara era su


gesto de preocupación, el mismo desde que eran niños—. ¿Sabes el tipo de
personas que venían a vivir aquí, a estas montañas perdidas? Forajidos, ladrones y
asesinos. Esos fueron los colonos de estas tierras. Gente perseguida por la justicia,
desahuciados por sus familias y amigos, gente que no tenía nada que perder. La
peor escoria. Esa es la estirpe de ese montañero de quien pretendes fiarte.

—Mi padre es banquero, Richard. No estoy segura de que yo tenga una


estirpe más limpia que la suya. Además, no somos responsables de los errores de
nuestros antepasados.

—No estoy de broma, Julie —le advirtió—. Y, no solo es eso, querida —


recuperó su tono condescendiente—. Te has formado en Europa, hablas tres
idiomas a la perfección, eres doctora en biología…

Ella abrió las manos. Tenía ganas de soltar una carcajada pero sabía que su
compañero la encajaría mal.

—No pretendo casarme con él, Richard. Solo he dicho que mi instinto me
dice que sabe lo que hace.

Él la miró fijamente. Julie se sintió confundida porque no sabía cómo


interpretar la preocupación que había en sus ojos. De pronto Richard sonrió, y tras
aquel rostro inescrutable apareció su viejo amigo de la infancia, el niño
excesivamente bien peinado y vestido, que nunca participaba en sus juegos por
estar llenos de riesgos innecesarios.

—Disculpa —la tomó de la mano, en un gesto paternal—. A veces me exalto


demasiado.

Se sentía incómoda, pero no tenía motivos para ello, así que se encogió de
hombros y sonrió.

—No pasa nada. Te agradezco que te preocupes por mí. Pero sé cuidarme.
—Lo sé. Lo sé —un par de palmaditas sobre aquella mano que no soltaba—.
Es solo que a veces no estoy seguro de que sepas lo que quieres.

Aquello sí le hizo levantar una ceja. Esa frase la había perseguido desde el
mismo momento en que le dijo a su padre exactamente lo que quería. Era curioso
que Richard utilizara la misma.

—¿A qué te refieres?

—Al museo, por ejemplo —chasqueó la lengua—. Es necesario que te dejes


ver. No todo es trabajo de campo, como tú pretendes. Hay que hacer política. Estar
con quienes tienen la capacidad de tomar decisiones, porque de lo contrario te
quedarás fuera. Y fuera hace frío, querida.

Julie no entendía por qué estaban hablando de aquello. Solo le había pedido
ayuda a Richard una vez, y era precisamente aquella. La que le había llevado a una
montaña helada, a una cabaña perdida, y a ser mordida por dios sabía qué. ¿Qué
tenía eso que ver con hacer política de pasillos para conseguir un puesto relevante
en el museo? ¿Dónde estaban los méritos? En aquel momento se arrepintió de
haberlo hecho. De haberse traicionado a sí misma, quizá debido a la desesperación,
y haber tenido aquella rápida conversación con él en el vestíbulo, con quien creía
que era solo un viejo amigo interesado por cómo se encontraba.

—No quiero dedicarme a recorrer pasillo adorando la oreja de nadie —


intentó ser prudente—. No es ese mi objetivo en la vida.

—Lo tienes todo: inteligencia, preparación, un apellido que abre puertas en


este país, y belleza. No lo desaproveches.

No. No quería continuar con aquella conversación. Le parecía estar


hablando con su hermana, a la que adoraba pero ante quien sentía que jamás la
había comprendido. Aquel mundo cuantificable, tan propio de Hortense, era
precisamente lo que no quería en su vida.

—Creo que hablamos de cosas distintas, Richard.

—Dentro de unos meses dirigiré ese museo y necesito a mi lado a alguien


como tú.

—¿A tu lado? —¿de qué estaba hablando?


—¿Te acuerdas de aquella vez? Cuando tu padre organizó la fiesta del Club
de Golf. Fuiste a la primera chica que besé.

—Éramos unos niños —no conocía tan bien a Richard como para saber cuál
era su estrategia, pero estaba desconcertada con aquellos saltos—. Y si no me
equivoco estabas enamorado de Hortense.

—Tu hermana es tan… pero en cambio, tú. Tú siempre has sido diferente.

—De eso me acusaba papá. De que nunca conseguía que le hiciera caso.

—No me refiero a eso —ahora le tomó la otra mano—. Ella es caprichosa.


Inconstante. En cambio tú, tienes la capacidad de hacerte oír.

Aquella situación no le gustaba en absoluto. Deberían estar discutiendo


sobre cómo proceder cuando descubrieran un ejemplar de arrendajo rojo y no de…
¿de qué?

—Richard, no tengo ni idea de qué estamos hablando.

—El museo es solo un primer paso. Un trampolín para ser conocido,


respetado, para empezar una carrera política.

—¿Pretendes presentarte a la Alcaldía?

—Sí. Y ese será solo el principio. Pienso llegar tan alto como me lo permitan
mis fuerzas, y para eso necesito a mi lado a alguien en quien confiar.

Hasta ahí había llegado. Se puso de pie y al fin pudo soltarse. Apreciaba a
Richard. De veras. Pero lo que podía leer entre líneas le desagradaba
profundamente.

—Me alegro por ti —dijo con toda la intención—. Porque mi objetivo en la


vida se limita a saber cómo se comportan los animales en su hábitat natural. Vengo
de una familia que ha tonteado con la política desde hace tres generaciones, y
ninguno ha sido feliz, ni ha hecho felices a los suyos.

Él también se puso de pie.

—Hace un momento me has dicho que no somos responsables de los


errores de nuestros antepasados. Con nosotros será distinto.
Si quería acabar con aquello, fuera lo que fuera, debía conocer su
naturaleza.

—¿Qué me estás proponiendo exactamente, Richard?

Él de nuevo le tomó la mano. Julie se descubrió mirando aquella unión,


inerte en el aire, mientras él la atraía con delicadeza.

—Únete a mí —bajó tanto la voz que solo fue un arrullo—. Cuando


MacArthur se jubile te nombraré vocal del Consejo y pasarás a ser mi ayudante
personal. Y con el paso del tiempo quizá podamos dar un paso más entre nosotros
dos.

—Yo no…

Y entonces Richard la besó.

Fue algo muy ligero. Apenas un contacto húmedo en los labios. Un estímulo
al que ella no respondió.

—Si necesitan asearse. Cenaremos en un momento.

Richard se separó al oír la voz del montañero que acababa de entrar en la


cabaña.

Julie apenas tuvo tiempo de volverse, pero sí de ver el brillo oscuro y turbio
que había en los ojos de Jedidiah.
CAPÍTULO 9
El resto de la tarde había sido tan extraña como incómoda para Julie.

Tras ser «pillados» por el montañero, un Richard disgustado había dado


media vuelta para sentarse de nuevo en el viejo sofá al amparo de calor de la
chimenea. Esperaba que ella se le uniera, pero Julie prefirió subir al baño y
refrescarse la cara. Un susto con agua helada quizá le despejara las ideas.

¿Qué diablos le pasaba a Richard? ¿Le había dado alguna señal de que
sentía interés por él? Porque ese no era el caso y de haberlo hecho se debía a algún
malentendido. Siempre había pensado que bebía los vientos por Hortense. Como
todos, por otro lado. Quizá debiera sentirse alagada. Richard era un hombre
encantador, una buena persona, y un tipo muy atractivo. Pero no encajaba en
absoluto con el ideal de hombre con el que le quemaban las venas y se le dilataban
las aletas de la nariz. ¿Poco elegante? Seguro, pero el deseo era así. Además… se
parecía demasiado a su padre.

Cuando llegó arriba descubrió que alguien había colocado una cortina en la
entrada del baño, a modo de puerta. Pensó en Jedidiah, pero no le podía haber
dado tiempo desde que llegaran, y por la mañana, al partir hacia la cumbre,
aquello no estaba allí. Debía haberlo hecho su hermano, Chaz, al que aún no
conocía más que de vitas y en las peores circunstancias.

En su maleta, que había dejado en la habitación de la chimenea, no solo


estaba el pijama, también un pequeño botiquín. Se quitó los pantalones para
curarse la herida. Las dos incisiones con las que Jedidiah había profundizado el
mordisco eran minúsculas, y la herida en general tenía muy buen aspecto. Se
palpó, utilizando la misma gasa que había quitado. No había dolor, lo que era una
buena señal. Después utilizó el aguamanil de porcelana que había en el dormitorio
para coger un poco de agua de la ducha, y sumergió el rostro en el líquido helado.
Supuso que no le importaría a nadie, y si le importaba, ya pediría perdón. Mil
alfileres se le clavaron en la piel, pero notó cómo se le despejaba la mente y cómo
aquella locura de tarde, donde Richard le había estado contando disparates y el
rudo Jedidiah los había sorprendido en un beso más infantil que otra cosa, se iba
disipando.

El beso. ¿Qué habría pensado el montañero al entrar y encontrarlos labio


contra labio delante de su chimenea? Aquello era lo único que la inmersión en
agua helada no había desvanecido de su cabeza y le molestaba bastante, porque
eso quería decir que le importara lo que Jedidiah pensara de ella. Aquello era todo
un descubrimiento ya que, quitando los años adolescentes, donde cualquier crítica
era un drama, la opinión de los demás nunca le había quitado el sueño. Era
consciente de sus limitaciones, de sus debilidades, de las torpezas que solía
cometer, de las meteduras de pata que provocaba a veces su despiste. Pero también
era muy consciente de sus cualidades, de su inteligencia, de su capacidad de ser
independiente, de su valor al enfrentarse a lo desconocido, y de que era una buena
persona. Eso hacía que lo que los demás pensaran de ella no tuviera demasiada
importancia. Sin embargo, con aquel montañés…

Decidió dejar de darle vueltas al asunto y bajar a cenar.

El cuadro que encontró en el salón no era demasiado animado. Sobre la


mesa había un puñado de platos desparejados de los que servirse: pan de maíz aún
medio congelado, puré de patatas de sobre, y albóndigas de lata.

Richard, ya sentado a la mesa, observaba su cena con verdadero horror. Ni


en sus peores pesadillas hubiera imaginado que alguien se atreviera a comerse
aquello fuera de las películas de terror. Ella hubiera preferido algo más ligero, pero
en los últimos años de la carrera sobrevivió con comida de lata como aquella, así
que estaba acostumbrada.

—¿Tu hermano y tu primo no cenan con nosotros? —intentó romper el


hielo, porque Jedidiah se había sentado al otro extremo de la mesa y ni siquiera la
había mirado.

—No —fue su escueta respuesta.

—Tengo que darle las gracias por lo que ha hecho con la puerta del baño.

Él terminó de masticar y tragar pero, con los codos sobre la mesa, no apartó
la mirada del plato.

—Se lo encargué yo. No hace falta que me las des.

Al parecer no estaba de buen humor. Ella insistió.

—¿Vendrán esta noche?

—Se queda con Carlisle en su cabaña —miró a Richard de reojo—. Ayer, al


parecer no lo dejaron dormir.
Su compañero detuvo el vuelo de la cuchara en el aire, ofendido, pero no
dijo nada. Continuaron comiendo en un silencio incómodo que crepitaba como las
brasas de la chimenea. Richard, apretando labios y ojos tras cada cucharada. El
montañés, sin despegar los ojos de su plato, y Julie… sin saber muy bien qué hacer
ni qué decir.

Tras otro largo rato sin que nadie hablara, ella probó de nuevo.

—Está bueno.

—Es comida envasada —dijo Jedidiah entre dientes—. Solo cocino cuando
tengo tiempo.

—¿Te gusta cocinar?

Richard estaba al borde de la arcada.

—Julie, por dios. Es evidente que no.

Jedidiah se tragó sin compasión una gran cucharada de puré y albóndigas,


cuando consiguió deglutirlo la miró un momento, de forma fugaz, para volver los
ojos al plato ya casi vacío.

—Tuve que aprender. Pero no tiene importancia. Si te encuentras bien…

—Me encuentro perfectamente —dijo ella al instante.

Pero Richard no estaba de acuerdo.

—Deberíamos llevarla a un médico en cuanto amanezca, para vacunarla.

El montañero obvió su comentario.

—Si te encuentras bien, mañana deberíamos explorar la cara este.

—Me parece una buena idea.

—Julie… —intentó protestar de nuevo.

—Richard, he dicho que iremos.

Jedidiah continuó, como si el ambiente no estuviera tan tenso que hasta


daba latigazos.

—Es una zona menos accidentada y todo indica que lucirá un día tranquilo.
Quizá tengamos suerte.

—Eso espero —«al parecer la cosa empieza a marchar», pensó Julie.

Pero de un par de cucharadas Jedidiah se terminó lo que había en su plato y


sin más se levantó y desapareció por las escaleras.

—Se agradecería un mínimo de civismo —murmuró Richard al verlo


marcharse—. Jamás se dejan solos en la mesa a unos invitados.

—No seas injusto con él —intentó poner paz, aunque el desplante de su


anfitrión le había dolido más de lo que se atrevía a reconocer—. Somos de mundos
distintos. Aquí las normas son otras.

—No apruebo tu intención de no ir a un médico.

—No necesito que apruebes ninguna de mis decisiones.

No lo dijo con acritud, lo que fue un golpe aún más rotundo para él. Estaba
acostumbrado a que le dieran la razón, a que valoraran sus opiniones acertadas y
lo tuvieran en cuenta. Pero Julie era… era distinta a como siempre había pensado.

—Julie, quizá me he precipitado.

—Me temo que sí.

Después le sonrió con amabilidad, lo que la desconcertó aún más.

—¿Podemos empezar de nuevo? —propuso Richard—¿Cómo amigos?

Ella lo miró fijamente. No quería hacerle daño pero tampoco podía darle
vanas esperanzas.

—Siempre seremos amigos, Richard.

—Si me permitieras explicarme…

—Por hoy creo que hemos tenido suficiente —se levantó y dejó su plato en
el mismo lugar que lo había depositado el montañés—. Eres un buen tipo, y una
buena persona que cualquiera querría tener cerca. Quiero que sigamos siendo eso:
amigos y personas que piensan qué es lo mejor para los demás.

Después se dirigió hacia la escalera.

—¿Te vas tú también?

—Voy a subir a por el pijama. Estoy agotada. Ha sido un día un tanto


extraño. Necesito dormir.

Quizá tuviera razón. Quizá unas horas de sueño le harían ver todo ese
desastre como algo ligeramente civilizado.

—Buenas noches. Subiré enseguida.

—Buenas noches.

Subió las escaleras con paso cansado. Sí que había sido un día lleno de
sorpresas: ver a Jedidiah medio desnudo, la tormenta, la mordedura, el beso. No
recordaba otra jornada tan animada en su vida. Y Richard aún pensaba que las
montañas eran un lugar aburrido. Cuando Julie entró en el dormitorio donde
guardaba su maleta se encontró con Jedidiah arrodillado, encendiendo el fuego de
la chimenea.

—Disculpa —se excusó—. No sabía que estabas aquí, pensaba que tu cuarto
era el otro. Mi maleta…

—Es este. Dormirás aquí esta noche. Yo lo haré abajo.

—No es necesario. El sofá es cómodo.

Él se puso de pie. Tenía la frente arrugada, como siempre, y apenas la


miraba.

—Una noche está bien. Dos te romperá los huesos. Necesitas descansar si
mañana quieres subirte de nuevo a un caballo. ¿La herida está bien?

—Está casi cerrada. En verdad fue poco más que un rasguño. Me la curé
antes de cenar. Gracias.
Él no contestó. Fue hasta la puerta, pero permaneció unos segundos bajo el
marco. Parecía indeciso, algo impensable en un hombre como aquel. Entonces se
volvió.

—No necesitas ir a un médico —dijo mirándola a los ojos—. No ha sido un


murciélago. Si fuera así yo te habría llevado al pueblo, aunque se estuviera
derrumbando el cielo bajo la tormenta.

Sin más dio la vuelta y abandonó la habitación, cerrando la puerta tras de sí.
CAPÍTULO 10
Aquella declaración de un hombre taciturno la llenó de confusión. Había
parecido sincera, tan sincera como si ella fuera importante para él. Ella, una
desconocida, alguien que se marcharía en unos pocos días. ¿Eran obsesiones
suyas? ¿Simplemente había sido educado? Estuvo tentada de ir en su busca y darle
las gracias, pero sabía que solo encontraría un rostro circunspecto y una mirada
esquiva. Debía dejar de pensar tonterías. Por alguna razón no le caía bien a
Jedidiah Mountain, y él únicamente había tenido la delicadeza de decirle aquella
frase amable.

Miró alrededor. El fuego de la chimenea crepitaba con viveza, llenando la


estancia de un agradable calor envuelto en luz dorada. Se sentó en la cama. Era alta
y destartalada, pero parecía cómoda. Afuera apenas nevaba pero hacía un frío
terrible. A lo lejos le pareció oír el aullido de los lobos. En circunstancias como
aquella una cama y un fuego eran lo mejor del mundo.

Se puso el pijama deprisa y se metió entre las sábanas. Las mantas eran
pesadas, pero deliciosamente cálidas. Buscó una postura cómoda. Estaba tan
cansada que se quedaría dormida al instante. Cuando giró la cabeza sobre la
almohada le pareció percibir el aroma del montañero impreso en la tela blanca.
Aquella percepción fue acompañada por un incómodo cosquilleo en la parte baja
del estómago. ¿Era su olor? Lo había tenido presente mientras cabalgaba con él a la
grupa: un aroma recio, ligeramente picante, como a madera joven, a sabia, a
musgo. Se volvió para mirar fijamente la almohada. Estaba inmaculada.
Posiblemente el montañero había cambiado la ropa de cama antes de ofrecérsela,
pero allí estaba, su olor, impregnado en las mantas y el colchón.

Se apretujó en ellos. En cierto modo era como si él la abrazara, porque


aquella fragancia sutil y sensual la envolvió por completo, provocando en Julie una
corriente de calor que le recorrió el cuerpo desde la punta del pie, con especial
insistencia entre sus piernas. Recordó lo que había pasado en la cueva, cuando,
supuestamente, extrajo el veneno de la herida. Aquellos labios, aquella lengua le
habían quemado la piel. Sintió un estremecimiento al recordar la lengua del
montañero sobre su carne. El calor que desprendía, la forma con la que succionaba,
el delicioso cosquilleo que le producía su tupida barba. Se chupó el labio y terminó
soltando una carcajada nerviosa.

—Estás como una cabra —se dijo a sí misma—. Duérmete y deja de


imaginar.
Y así lo hizo. Se giró hasta encontrar la postura más cómoda, cerró los ojos,
e intentó olvidar aquel olor delicioso que le ponía la piel de gallina.

No supo cuánto tiempo había pasado cuando oyó un ruido en el pasillo. Las
contraventanas estaban cerradas por lo que era incapaz de calcular qué hora era.
Podía levantarse a mirarla en el móvil, pero estaba tan a gusto entre las sábanas. El
crujido de madera estaba cada vez más cerca. Se incorporó en la cama. Alguien
necesitaba usar desesperadamente el baño, eso debía ser. Pero entonces vio cómo
el pomo de la puerta giraba y esta se abría, poco a poco.

Julie se quedó muy quieta, expectante, hasta que la enorme figura de


Jedidiah se hizo visible, entrando con cautela y cerrando la puerta tras de sí. Pensó
que se había olvidado algo. Quizá su almohada favorita, u otra manta para cuando
se apagara la chimenea.

—Has olvida… —intentó decir Julie.

—Shhhh —la calló él, colocándose su largo dedo índice sobre los labios—.
He venido a darte lo que necesitas.

Ella lo vio acercarse. Estaba en calzones, como la otra vez. Aquellos


antiguos calzones de algodón que se ajustaban a sus caderas y a sus muslos
dejando poco margen a la imaginación. Era evidente que había un cambio en el
volumen de aquella tela. Un cambio muy, muy evidente. Sintió que se ruborizaba,
pero no dijo nada.

Él se aproximó a la cama y con un movimiento ágil se coló entre las sábanas.

—Esto no es… —intentó decir Julie de nuevo, pero de pronto tenía el


cuerpo del Jedidiah pegado al suyo. El calor del montañés abrasando su piel,
porque aunque lo había imaginado, ahora constataba que la sangre corría deprisa
por sus venas, y aquel torso velludo era tan esponjoso como había sospechado.

—Lo deseas tanto como yo —le susurró él al oído.

Aquel hombre enorme se estaba rozando con ella, contra ella, y a cada azote
de su respiración, algo crecía más y más entre los dos.

—Eso no es verdad.

Sintió una mano sobre su muslo. Era grande, y las yemas estaban trazando
ligeros círculos sobre su piel. Aquel contacto empezó a sofocarla.

—Estás tiritando —volvió a susurrarle.

—No tengo frío.

Ahora la mano le recorrió la piel de abajo arriba, deteniéndose muy cerca de


su intimidad.

—Tienes la piel de gallina —¿por qué su voz era tan excitante?—. Es


necesario que te la caliente.

Julie intentó protestar.

—Debes salir de mi cama. Esto no está bien. Soy una profesional…

—No voy a ser tan irresponsable como para no ofrecerte unos primeros
auxilios. Es necesario calentarte. Muy necesario.

La mano de Jedidiah se escabulló entre sus braguitas, y comenzó a


acariciarla.

—¡Oh! Dios mío.

Fue lo último que pudo decir, porque él fue directo a su boca y le chupó los
labios. ¡Díos, qué bien besaba! Eso era un beso, no la mortadela seca que había sido
el de Richard. Derrotada, se dejó hacer. La sensación era demasiado deliciosa como
para poder pedirle que parara. Mañana, en cuanto amaneciera, aclararía las cosas
con él. Le diría que ella era una profesional, que no iba a volver a permitir que
entrara en su cuarto, en su cama de noche y le hiciera todas aquellas cosas. Le
diría…

Jedidiah sabía lo que tenía entre manos. Mientras trabajaba de forma


experta entre sus piernas, le devoraba los labios con tal maestría que Julie se
derretía en suspiros. Intentaba controlarlos, poner un poco de cordura a aquello,
pero no era capaz. No supo cuánto tiempo había pasado cuando él tiró de sus
braguitas y Julie supo lo que iba a pasar.

Era una inconsciente. Estaba en casa de aquel rudo montañero para llevar a
cabo una delicada expedición científica, y estaba dejando que él la poseyera en su
segunda noche en las montañas. Eso no era propio de ella. Debía haberle echado
algo en la comida. Debía haberla embrujado de alguna manera, porque lo único
que deseaba en ese momento era que no parara. Que aquella sensación deliciosa,
como nunca antes, no se detuviera jamás.

Fue entonces cuando Jedidiah se echó encima de su cuerpo.

—Te va a doler, porque es un poco grande. Al menos eso me han dicho.

Ella asintió. Estaba preparada. No, más bien estaba deseosa… y aterrada.

Sentirse cubierta por aquel cuerpo fue como llegar al hogar. El calor que se
desprendía de él era abrasador, y los esfuerzos del montañero por no aplastarla
con su peso hacían que sus pieles se frotaran una contra otra, de una manera que la
volvía loca.

En efecto, le dolió. Pero fue solo un instante porque, en comparación, el


placer era tan grande que le nublaba la mente, la dejaba sin aliento, y provocaba
continuos espasmos allí abajo, una región de su anatomía apenas explorada y que
hoy estaba siendo plenamente conquistada.

Los movimientos de Jedidiah tenían la misma frecuencia con que ella


vibraba. A veces eran suaves, casi imperceptibles. Después enérgicos, como si
trotara a caballo, para desbocarse más tarde y arrancar de Julie cada retazo de
placer, de gozo, de humanidad.

El orgasmo llegó como si hubieran accionado un resorte y una bañera llena


de agua se hubiera precipitado sobre su cabeza. Fue intenso, muy húmedo y tan
profundo que la dejó sin aliento mientras él gemía en su oído.

Exhausta, al fin abrió los ojos. Había sido… había sido increíble. La
experiencia más erótica, más sensual que había sentido en su vida.

Y entonces se dio cuenta.

Allí no estaba Jedidiah.

Allí no había nadie.

Estaba sola en su habitación, con las mantas arremolinadas a los pies y la


piel de gallina, porque el fuego hacía tiempo que se había ahogado y el dormitorio
se encontraba helado.
Un sueño.

Había sido un sueño.

Miró hacia abajo. Vio una ligera mancha húmeda en su pantalón y sintió
una vergüenza que le tiznó la piel de rojo.

¿Cómo había podido pasar?

Volvió a cubrirse con las mantas, que de inmediato destilaron calor, y no


pudo pegar ojo el resto de la noche, porque lo que acababa de pasar no salía de su
cabeza.
CAPÍTULO 11
Se levantó tan temprano que cuando bajó al salón Jedidiah aún seguía
durmiendo en el sofá, con el torso descubierto y una pierna fuera.

No quería despertarlo. El sueño había sido tan vívido que incluso se sonrojó
al verlo. ¿Sería estúpida? Miró por la ventana. Era muy temprano pero el sol
brillaba tímidamente en un cielo despejado. Decidió dar un paseo. Le vendría bien.
Le encantaba andar y no pensaba apartarse de la casa.

Cuando abrió la puerta, con todo el cuidado del mundo para no hacer
ruido, tardó unos segundos en reaccionar. Ante ella se extendía un espectáculo
maravilloso. La nieve brillaba sobre los árboles, con un fondo de cielo de amanecer
que aún guardaba tintes rojizos. A lo lejos, las crestas nevadas de las montañas que
los días anteriores habían estado ocultas por las nubes, eran ahora visibles,
aportando una inmensidad plateada al horizonte. El aire olía a cipreses y pinos, y
una pareja de águilas reales surcaban los cielos despejados, en un baile pausado y
elegante.

Comprendió entonces por qué Jedidiah amaba aquellas tierras. Por qué no
las había abandonado, cuando los hombres de su edad estaban en la ciudad,
incluso en el pueblo, buscando algo más fácil con lo que ganarse la vida.

Desde donde estaba, desde el largo bancal que recorría el porche, la vista
era sobrecogedora. Imaginó generaciones pasadas y futuras de Mountain en
aquella casa, los niños correteando en el porche mientras sus padres disfrutaban de
una tarde serena, con la única preocupación de aprovechar al máximo aquella
belleza, aquella enormidad que ensanchaba el pecho y provocaba un pellizco de
emoción en el corazón.

Decidió dar su paseo. Quizá tuviera la suerte de cruzarse con un arrendajo


rojo.

Bordeó la cabaña. Era una construcción antigua pero sólida. Al lado había
un granero y unas cuadras. El granero estaba cerrado, aunque le pareció oír jaleo
de aves enfurruñadas. ¿Gallinas, quizá? En la cuadra había cuatro caballos. A tres
los conocía. El cuarto parecía muy viejo, pero estaba bien cuidado. Aún
desprendían calor las ascuas de una fogata que había estado encendida para
caldearla. Era la primera vez que veía algo así y le emocionó. Se había percatado de
lo unido que estaba Jedidiah a su caballo, Hocico Negro. Al parecer estos animales
eran algo importante para los Mountain.

También bordeó las cuadras y subió una loma entre cipreses nevados.
Desde la cima le pareció ver otra cabaña, a lo lejos. ¿Sería la de su primo? ¿Cómo se
llamaba? Carlisle. Allí era donde se estaba quedando el hermano de Jedidiah. Era
difícil decirlo por la distancia pero había dos siluetas que se movían en la nieve,
quizá estaban arrastrando cestas, o jaulas pequeñas. ¿Serían tramperos?

Un ruido desagradable lo inundó todo. Tardó un instante en reconocerlo.


Provenía de su anorak, del interior de uno de los bolsillos. Extrajo el móvil. En la
paz de la mañana aquel chillido que en la ciudad le parecía discreto, era toda una
ordinariez. Descolgó y bajó la voz sin darse cuenta.

—¡Tory! —era la única a quien su hermana Hortense permitía llamar así.

—Julia, ¿Dónde te has metido?

—¿No te lo dijo Richard?

La comunicación era pésima. Había mucho ruido de fondo y su hermana


sonaba como si estuviera a kilómetros del teléfono.

—Conozco a dos docenas de Richard.

—Mi Richard —cayó al instante en el error—, quiero decir, Richard


Howard, mi jefe de departamento.

—Hace tiempo que no le veo. ¿Qué tal está?

—Durmiendo.

—¡Bravo! —hasta le pareció escuchar las palmas que daba su hermana—.


Me preocupaba que tu vida sentimental fuera un desierto.

—Durmiendo solo —aclaró—. En su habitación. No hay nada entre


nosotros.

—Aburrida, como siempre. ¿Vendrás este fin de semana? Papá quiere que
estemos todos.

Papá siempre quería que todos estuvieran juntos. Así podía decirles a cada
uno de sus hijos cómo habían llegado a decepcionarle, y en particular a Julie, Julia
en casa, de quien no comprendía qué estaba haciendo con su vida.

—Me va a ser imposible. Estoy trabajando.

—¿Sigues encerrada en ese oscuro sótano? Me da grima solo de pensarlo.

—Estoy en un trabajo de campo. En las montañas del noroeste.

—No sé qué es peor. La verdad.

La comunicación parecía haberse cortado por un momento. Era como si un


enjambre de avispas estuviera allí metido, dentro de su teléfono, y se empeñaran
en aletear. De nuevo oyó la voz de su hermana, llamándola como ella había hecho.

—Es la cobertura —le aclaró—. Ignoraba que la hubiera. Ha sido una


sorpresa oírte.

—Espero que vuelvas pronto —gritó Hortense—. Mamá se pone muy


nerviosa con tus locuras.

—No son locuras, es mi trabajo.

—No estamos educadas para eso, hermanita. Y cuando te des cuenta serás
una desgraciada.

—¿Y para qué estamos educadas?

—Para una vida cómoda. Una buena casa, coches, criados, y ocio, mucho
ocio. Para eso tendrás tu herencia y si eres lista y sabes elegir, un marido que
pague el resto.

—Como mamá.

—Como mamá.

—Y eso la ha hecho tremendamente feliz.

—Al parecer la depresión es algo congénito en su familia. Imagina si


hubiera sido pobre.
Desde que recordaba su madre era presa de los ansiolíticos y los
antidepresivos. Siempre tenía jaqueca, o dolor de huesos, o intolerancia a todo tipo
de alimentos. Recordaba una infancia sin su madre, porque esta pasaba largas
horas acostada y no podía atender a sus hijos, que se criaron en manos de niñeras
que iban y venían. Su madre lo tenía todo, todo lo que se podía adquirir con
dinero, pero jamás había sido feliz. Le preocupaba que Tory siguiera ese mismo
camino. Había oído decir que antes de la boda su madre era muy similar a como
era ahora su hermana: despreocupada, dicharachera y frívola. Ella no había
conocido a esa mujer, y dudaba que saliera de ese oscuro pozo alguna vez.

Decidió no seguir hablando de aquello. La llenaba de una enorme


amargura.

—Tengo ganas de verte pero no sé cuándo podré pasar por la ciudad.

—Mientras no te quedes ahí —dijo Hortense—, cuando puedas.

Iba a despedirse cuando se le ocurrió… cuando eran niñas hablaban de


todo. Desde que ella decidió seguir un camino que no estaba en consonancia con el
que había elegido su padre por ella, nada había sido igual, pero aun así…

—Tory. ¿Te has enamorado alguna vez?

—A diario, ¿por qué?

—En serio, ¿te has enamorado?

Le pareció oír la maquinaria cerebral de su hermana intentando recordar


algo así.

—No estoy muy segura —dijo al fin Hortense—. Creo que de Anthony,
pero… ¿por qué me lo preguntas?

—Es por… algo del trabajo —salió del paso.

—¿Los bichos esos que estudias también se enamoran?

No quería darle detalles porque Hortense tenía una memoria prodigiosa y


si algo no le cuadraba seguiría el hilo de la sospecha hasta dar con la clave… y no
estaba preparada para un drama familiar.
—¿Qué sentiste? —le preguntó.

—No me acuerdo —se notaba que estaba incómoda—. De eso hace dos
años. No tengo memoria para tanto.

Tuvo ganas de reír. Dos años era toda una eternidad para su hermana. Lo
cierto era que cada vez que ojeaba una revista en la sala de espera de su dentista
allí estaba Hortense, con un nuevo novio del que se decía que era el «definitivo».

—Inténtalo —insistió—. Cuéntame qué sentiste.

—Supongo que quería verlo todo el tiempo, que cuando lo veía no se me


quitaba la sonrisa de la boca, y que nunca desaparecía de mi cabeza.

Todo aquello le sonaba. Le sonaba muy recientemente. Tanto que se


acababa de dar cuenta en ese preciso instante.

—Todo el tiempo —repitió en voz baja.

—Y soñaba con él —añadió Hortense.

—¿Soñabas? —aquello la sobresaltó, como si acabara de lanzarle un


maleficio.

—Cosas que no se pueden decir ni por teléfono ni a una hermana.

Soñar cosas impropias con un hombre era un síntoma de enamoramiento.


¿Estaba enamorada de Jedidiah? Pensaba que solo lo deseaba, pero claro, quién no
deseaba a un hombre así. Tenía que hacer algo. Aquello era una prueba de su
profesionalidad, de su capacidad para el trabajo de campo, de su futuro en una
carrera por la que había renunciado a demasiadas coas… ¿pero en qué estaba
pensando?

—Tengo que dejarte —dijo sin más. Debía volver a la cabaña.

—Regresa pronto —por supuesto Hortense estaba ajena a todo lo que


pasaba en su cabeza en aquel instante—. Me aburro en casa y papá…

—Quiere que estemos todos juntos.

—Eso es.
La echaba de menos. Más de lo que se atrevía a decir en voz alta. Solo se
llevaban dos años, pero Hortense la había visto siempre como a su hermana
mayor, muy mayor, que era capaz de poner a los chicos en su sitio y decirle a papá
cosas que no quería oír. En cierto modo era la primera persona que había creído en
ella. Muy posiblemente la única que, a pesar de todo, aún creía.

—Te quiero —le dijo, lanzando un beso al teléfono—. Estaré allí cuando
tenga las cosas claras.

—¿Qué cosas? —la comunicación de nuevo empezaba a fallar—. ¿Es sobre


pájaros?

—Me parece que sí —gritó, como si así pudiera oírla—. Ya te contaré.

Y, sin más, emprendió el camino de regreso a la cabaña.


CAPÍTULO 12
Lo despertó el aroma a café recién hecho y a… ¿huevos revueltos?

Jedidiah se incorporó en el sofá. Julie trajinaba en la cocina, pendiente del


contenido de la cafetera, agitando una sartén y troceando un pan duro que pasaba
por leche y por huevo para después freír.

—¡Ah! —cuando se volvió a por el azúcar se lo encontró mirándola


fijamente—. Ya estás despierto. Desayunaremos en diez minutos.

Sin más se dio la vuelta y continuó con los preparativos. Él no dijo nada. No
había pasado una buena noche. Por algún motivo ella, aquella mujer que parecía
un brazo de mar entre fogones, no había salido de su cabeza. Tanto que había
tenido que desfogarse para poder dormir.

Se puso de pie pero se cubrió con la manta. No quería que le dijera de


nuevo aquello de que era impropio acostarse como a cada uno le diera la gana.
Además, solía despertarse poco presentable. Cogió los calzones y el resto de su
ropa del suelo y subió hasta el baño. Una de los dormitorios estaba cerrado, el de
Chaz. El suyo, donde Julie había dormido, estaba abierto de par en par. Echó una
ojeada. Todo estaba perfecto. Las maletas de la mujer junto al ropero, fuera del
paso. El aguamanil reluciente al lado de la ventana, y las mantas estiradas.

Necesitaba darse una ducha. Se sentía pegajoso. Pero antes entró en el


cuarto y, sin tener muy claro por qué, pasó una mano por las sábanas. ¿Estaban
aún calientes o eran cosas suyas? Miró hacia la puerta. Aquel tipo seguiría
durmiendo y Julie parecía muy atareada. De un tirón descubrió la cama y hundió
la nariz en la almohada. Sí. Allí estaba su olor. Lo había torturado toda aquella
noche. Su cabello olía así, a lavanda y a flores. No podía sacárselo de la cabeza y le
provocaba un cosquilleo incómodo debajo del estómago.

Enfadado consigo mismo porque era incapaz de comprender la jugarreta


que su cabeza se empeñaba en gastarle, lo dejó todo como estaba y de dos
zancadas entró en el baño. Una larga ducha de agua helada le despejó la cabeza y
le dejó las cosas claras: no podía desviarse de su objetivo. La supervivencia de su
familia y del poblado dependía de él. Quien ahora cocinaba y quien ahora dormía
tenían que ver al jodido pájaro, fuese como fuese y, después, marcharse cuanto
antes. Todo volvería entonces a ser como había sido siempre.
Se vistió a zarpazos. Cuando bajó al salón no le gustó lo que vio. Su
hermano y su primo estaban allí, cómodamente sentados a la mesa, charlando
animadamente con Julie.

—¿Qué hacéis aquí? —gruñó. Les había advertido que no se acercaran a la


cabaña hasta que esos dos no se marcharan. Eran unos metepatas.

—Queríamos ver qué tal va todo —respondió el primo Carlisle.

—Bien —dijo tajante, y señaló la puerta—, así que largo.

Julie, que hasta ese momento había estado ocupada azuzando el fuego, se
dio la vuelta con una sartén en la mano y depositó en cada plato varias tiras de
bacón crujiente.

—Nada de eso —no lo miró, pero Jedidiah sabía que se refería a él—. Se van
a quedar a desayunar.

—Algo rápido y fuera. Tenéis muchas cosas que hacer.

Ella dejó la sartén para rescatar unos trozos de pan frito que ya estaba
dorados y desprendían un maravilloso aroma a canela.

—¿Por qué eres tan gruñón?

—No soy gruñón.

Ella meneó la cabeza. No lo comprendía.

—Nadie diría que fueras el mismo niño que escribió una carta de amor para
declararse a su profesora.

La boca de Jedidiah se abrió sin que él lo pretendiera. Pero cómo…

—¿Le habéis contando eso?

Chaz y Carlisle habían bajado la mirada, como si la cosa más interesante del
mundo estuviera pasando dentro de sus platos.

—Eras muy mono —prosiguió Julie—. Nunca imaginé que pudieras tener el
pelo tan rubio. Es sorprendente lo que hace el aire de las montañas.
—¿Le habéis enseñado… fotos?

Fue Chaz quien contestó. No imaginaba que le fuera a sentar tan mal, pero
el rostro encendido de su hermano anunciaba peligro.

—Estábamos hablando de las montañas —se excusó—, de la familia. Y


hemos llegado a ti.

Julie seguía sin mirarlo. Colocó un plato limpio sobre la mesa, cubiertos y
servilleta y sirvió una buena ración de huevos revueltos, bacón y tostadas
francesas.

—Toma —le dijo a Jedidiah—. Con esto tendrás energía para todo el día.

—No tengo hambre.

—Tu barriga dice lo contrario.

Como si quisiera desmentirlo, su estómago rugió, y fue tan evidente que


hasta él se avergonzó. De mala gana se sentó a la mesa. No. No había dormido bien
y todo indicaba que no sería un buen día. El delicioso aroma de la comida le hizo la
boca agua. Probó un bocado. Hasta tuvo ganas de sonreír. Los huevos estaban en
su punto y las tostadas… No recordaba haber degustado nunca algo así. Eso hizo
que se enfadara aún más consigo mismo. Su hermano y su primo lo observaban a
hurtadillas. Lo conocían bien y sabían que estallaría de un momento a otro.
Cuando algo se le cruzaba allí arriba, en la cabeza, era como un venado, tenía que
cornear para quitárselo de encima.

—Habrá que avisar a tu novio y largarnos cuanto antes —dijo Jedidiah, sin
levantar la cabeza del plato—. Hoy tendremos buen tiempo y debemos
aprovecharlo.

Julie, que seguía sin mirarlo, detuvo el vuelo de una espumadera sobre la
mantequilla caliente.

—¿Mi novio?

—Tu amante, como quieras llamarlo.

Dejó el utensilio sobre un trapo seco y bordeó la mesa para enfrentarse a él.
—No es ni mi novio ni mi amante.

—¡Ah! —Jedidiah seguía sin mirarla—. Entonces debió ser un espejismo.

Ella puso los brazos en jarra. «Mala señal», pensó Carlisle.

—No sé a qué te refieres.

—Lo sabes, claro que lo sabes.

—Pues no, así que dímelo tú.

Jedidiah soltó el tenedor sobre la mesa y la miró a los ojos. Ella había
levantado una ceja y, aunque intentaba aparentar calma, el tamborileo
incontrolado de su pie indicaba que estaba molesta. Eso le dio fuerzas al montañés.
Con los chicos se habría calmado a puñetazos. Con aquella mujer…

—El beso —dijo sin apartar un ápice la mirada de ella—. ¿O me vas a negar
que estabais besándoos?

—Aquello —sus ojos echaban chispas. Si no hubiera dejado la espumadera


se la habría estallado sobre aquella cara de malvado—. Fue una tontería. Un
malentendido.

—Vaya —dio una palmada y esbozó una sonrisa cínica—. Así que en la
ciudad besáis a cualquiera y no importa.

—No he dicho eso.

—Pues te digo algo —la señaló con el dedo, una de las peores cosas que se
podía hacer con Julia Vanderbilt—. En las montañas un beso significa mucho.
Mucho. Si se te ocurre besar a un hombre aquí arriba no digas después que fue un
malentendido ni una tontería.

Aquello la dejó a cuadros. Esperaba otro de sus cínicos ataques intentando


hacerla parecer ridícula. Sin embargo, acababa de hacer… ¿Una declaración de
principios?

—No pienso besar a nadie más —estaba tan confusa que casi lo musitó.

—Pues eso.
—Pues eso.

Se hizo el silencio. Los Mountain comían con la mirada gacha y sin hacer
ruido. Sabían que el primero que hablara se llevaría la reprimenda de Jedidiah. El
montañés se puso de pie. Había perdido el apetito de repente. Julie, por su parte,
volvió sobre los fogones. Si su hermana la viera se desmayaría sobre el suelo de
madera.

Con su mejor sonrisa aparente, se volvió con la sartén en la mano. Eso


enfurecería aún más a aquel tipo testarudo y, por alguna razón, disfrutaba con ello.

—Chicos, ¿queréis repetir?

Ambos levantaron el plato al instante.

—Sí.

—No —Jedidiah lo acompañó con un golpe sobre la mesa—. Os largáis


ahora mismo.

Sí. Aquel era el instante en que, si no se hacía lo que quería, empezaba a dar
puñetazos. Los dos se pusieron de pie. No había otra posibilidad. Julie le lanzó una
mirada mortal a Jedidiah que, con los brazos cruzados sobre el robusto pecho y la
mirada nublada, estaba allí plantado, con las piernas abiertas, como un lobo alfa en
medio de la manada.

—Estaba riquísimo —dijo Chaz, ajustándose el gorro de lana.

—Habrá que repetirlo —saludó Carlisle desde la puerta, para lanzar una
última mirada a su primo y salir.

—Gracias. Venid esta noche a cenar.

—No van a venir a cenar.

Aquel hombre era una verdadera pesadilla. ¿Cómo había podido tener un
sueño tórrido con él? Bueno, estaba claro por qué. Con mirarlo sobraban los
argumentos. Pero era un bruto, un cabezota, y ella era incapaz de comprender
aquellos estados de ánimo que eran tan levantiscos, cuando lo único que había
pretendido era agradecerles con aquel desayuno que la hubieran acogido. Y limar
asperezas. Y no sentirse culpable por haber tenido un orgasmo soñando con él. Eso
también.

Jedidiah seguía allí plantado. Igual de huraño que antes. Ella lo imitó sin
darse cuenta.

—¿Por qué estás de tan mal humor? —le preguntó.

—¿Yo de mal humor? —bufó él—. ¿Yo de mal humor?

En esta ocasión no lo iba a dejar pasar. Era una relación extraña la que tenía
con él. Quizá fuera así con todos los montañeros. Quién sabía. Pero no era mujer de
dejar pasar las cosas sin hablarlas, sin intentar arreglarlas. Si el montañero tenía un
problema con ella, esa mañana lo iba a poner sobre la mesa.

—A ver, cuenta.

—No tengo nada que contar.

Se lo estaba poniendo difícil. Decidió ser ella la que enumerada las razones.

—¿Por qué te caigo tan mal? Me detestas porque te caigo fatal —él no
apartaba la mirada de sus ojos—. ¿Es porque tienes una mala opinión de las
mujeres? ¿Porque alguna te hizo daño y pretendes martirizarme por ello? ¿O
simplemente te desagrado por algo que he dicho o he hecho?

Él arrugó el rostro, como si le hubieran dado un puñetazo. Aquel gesto


reflejaba una incredulidad que a ella le pareció bastante real.

—En primer lugar —dio un paso hacia ella. Era un tipo ante el que había
que tener cuidado, pero Julie no se movió un ápice de su sitio—, no tengo una
mala impresión de las mujeres. Me gustan las mujeres. Me gustan mucho las
mujeres, y normalmente yo les gusto a ellas.

—Vaya, qué modesto.

Otro paso. Más cerca.

—En segundo lugar, cuando te conté que algunas no aguantaron la vida en


las montañas, lo hablamos entre nosotros. Ellas y yo. Intentamos que funcionara, y
cuando no fue así nos despedimos como amigos. Sigo siendo un buen amigo de un
puñado de chicas que han dormido en la misma cama que tú esta noche.
Sintió un escalofrío por la piel al recordar las emociones que le había
provocado aquella cama, que se acentuó cuando él dio un tercer paso.

—Me queda claro —tragó saliva, pero no se movió de donde estaba.

Con el último paso apenas había espacio entre los dos. Casi percibía el calor
que emanaba de la piel del montañero. Y su fragancia. Sintió que se sofocaba.
Aquella noche todo había empezado con aquel olor masculino y salvaje.

—Y en tercer lugar…

—Venga, dilo —lo interrumpió Julie—. Me detestas.

Él le mantuvo la mirada un par de segundos más. Después desistió.


Retrocedió los pasos que lo habían acercado a ella y entonces sí, apartó la mirada.

Julie sintió como si se pronto se extinguiera una hoguera, pero también un


vació extraño, como si le faltara una razón de ser.

—Es imposible —Jedidiah se dirigió hacia la puerta—. Contigo es imposible


hablar.

—¿Porque contesto? —se defendió Julie—. ¿Porque no me dejo apabullar?

—Porque no quieres ver lo que tienes delante.

—¡Vaya! —se oyó desde atrás—. Al fin una comida decente.

Richard acababa de bajar las escaleras, ignorante de lo que estaba


sucediendo entre los dos. Llevaba otro de sus impecables pijamas de seda y estaba
perfectamente peinado. El contraste entre los dos hombres era como la noche y el
día. Como la bondad y el pecado.

Julie y el montañero se observaron un instante. Esta vez fue distinto, porque


cada uno intentaba comprender qué había en el alma del otro. Qué estaba
sucediendo entre ellos dos. Entre una chica de ciudad que venía a pasar allí unos
pocos días, y un rudo montañero que no conocía otra cosa que sus cañadas, sus
valles helados y sus picos escarpados. Fue él el primero en apartar la mirada.

—Voy a preparar los caballos. Os espero fuera.


—Jedidiah, yo… —alargó una mano, pero no se atrevió a tocarlo.

—Será mejor que a partir de ahora solo hablemos de lo que os ha traído


hasta aquí —lo dijo en voz baja, mordiendo las palabras, tan serio que hasta le
provocó un escalofrío—. Encontremos a ese maldito pájaro cuanto antes para que
os podáis marchar también cuanto antes.

Se sintió ofendida. Insultada. Aquel hombre tenía una capacidad innata


para hacerla sentir mal.

—Me parece bien —respondió, tan seca como él.

—Lo sé.

—Saldremos en cuanto Richard coma algo y yo retire la mesa.

—No es necesario. La he retirado desde que tengo uso de razón. No somos


unos salvajes, ¿sabes?

—Nunca he pensado eso.

—¿Queda más café?

Richard trasteaba en la concina, sin saber si decantarse por las tostadas


francesas o por aquel revuelto que olía de maravilla. Miró dentro de la cafetera,
pero estaba vacía.

Él no pudo aguantar más. Estaba claro que Julie pertenecía a un mundo


muy distinto al suyo. Las cosas que le pasaban por la cabeza no eran más que
espejismos provocados quizá por la soledad, y porque hacía demasiado tiempo
que no estaba con una mujer.

—Diez minutos. No podemos esperar más —abrió la puerta. Necesitaba


salir de allí.

Antes de largarse se volvió de nuevo. Ella también le había dado la espalda,


e iba a ayudar a Richard a preparar otra cafetera.

Estaba claro que él le importaba un bledo.

Cerró la puerta a su espalda.


De un portazo.
CAPÍTULO 13
—En esta zona también fueron avistados esos pájaros —Jedidiah señaló el
ramal del bosque que parecía precipitarse sobre ellos—. De hecho, según dicen en
el pueblo, es donde se avistan con más facilidad.

No le gustaba estar allí. Eran las tierras del tío Rhett. La parte de la montaña
que quería volar para extraer la plata que encerraban sus entrañas. Si los veía en
sus propiedades le pegaría un tiro a cada uno y después les preguntaría que hacían
merodeando. En su caso, además, se mearía sobre su cadáver.

Julie levantó los prismáticos y echó una ojeada. Aquel paisaje llegaba a
cortarle la respiración. Si hasta ahora las altas montañas y los bosques nevados la
habían sobrecogido, esta parte, menos escarpada, era de una belleza abrumadora.

Recorrió despacio el perímetro del bosque a través de las lentes, desde las
altas copas hasta las ramas más bajas. El arrendajo rojo tenía costumbres curiosas.
Anidaba en las zonas más elevadas de los árboles, que también utilizaba para
pernoctar, pero cazaba insectos en las más bajas, cerca del suelo. Sabía que no iba a
ver nada. El ramaje era demasiado tupido. Le pasó los primaticos a Richard, que
también inspeccionó la zona.

—¿Has llegado a verlo en esta parte de la montaña? —le preguntó al


montañero.

—No. Pero la gente de aquí no miente. Si dicen que lo han visto aquí es que
esos pájaros están aquí.

La actitud de Jedidiah no había cambiado desde que salieran de la cabaña.


No solo no le había dirigido la palabra a Julie, sino que tampoco la había mirado.
Parecía como si no existiese.

El camino había sido mucho más transitable que el anterior, acompañado de


un día luminoso que convertía la nieve en una nebulosa a su alrededor. Ni siquiera
el mal humor del montañero había conseguido aguar aquella sensación de libertad
que expandía el corazón de Julie. Se daba cuenta de que nunca antes había sentido
algo sí, como si aquellas montañas, los paisajes agrestes, escarpados, estuvieran
pulsando un resorte interno, desconocido, que la conectaba con su propia esencia.
Con algo que había deseado desde siempre pero que ignoraba qué era, y ahora,
por primea vez se daba cuenta.
—¿Qué es aquello?

La voz de Richard la sacó de sus pensamientos. Señalaba un punto entre los


árboles. Algo que se movía.

—¿Puedes apreciarlo con claridad?

—No estoy seguro.

Y entonces lo vieron. La bandada de pájaros. Pasaron veloces por el único


claro de aquel tupido bosque, a una considerable distancia, para perderse de nuevo
en la frondosidad. La visión duró apenas unos pocos segundos, pero Julie pudo
distinguir con facilidad las plumas rojas que remataban las alas de aquella
particular especie de arrendajo y que le daba nombre. No fueron difíciles de
diferenciar en la blancura absoluta que les envolvía, pero durante tan escaso lapso
de tiempo que ambos dudaron de si había sido solo un reflejo en la nieve.

—Ahí tenéis a vuestros pájaros —Jedidiah parecía satisfecho. Como si el


hecho de haber tenido el fugaz avistamiento hubiera supuesto una victoria para él.

—Ignoraba que anidaran en invierno —Richard no había bajado los


prismáticos, aunque era imposible encontrarlos de nuevo una vez que habían
desaparecido en el bosque.

—No he leído nada sobre eso, pero hay pocos estudios sobre estas aves.

—¿No te han parecido demasiado pequeños? —había algo que no le


cuadraba, pero no sabía qué era con exactitud—. Según sabemos, deben tener una
envergadura más amplia que el arrendajo común.

Julie tomó los prismáticos.

—No sabría decirte.

Recorrió detenidamente el bosque con la mirada. En aquella inmensidad


blanca sería visible ese tono rojo sangre de sus plumas, sin embargo no había
señales de las aves. Le pareció ver un movimiento entre las ramas bajas, pero al
observarlo fijamente se dio cuenta de que debía haber sido un soplo de viento.

—En bandada —continuó Richard, rascándose la cabeza para peinarse a


continuación—. Es realmente extraño. Es una de las aves más solitarias del planeta.
¿Cómo es posible que vuelen en bandadas?

—Las montañas nos vuelve locos a todos —dijo Jedidiah—. A esos bichos
también.

Sin más, empezó a preparar los caballos para marcharse. Ya habían visto
sus pájaros así que era hora de volver a la cabaña y largarse de sus montañas.

—Y ese rojo tan intenso —la cabeza de Richard no dejaba de dar vueltas—.
Pensaba que debía ser un tono más discreto. Me intriga.

Julie no había dicho nada. Estaba pensativa, observando aquel nevado


bosque que se abría ante ellos. La asaltaban las mismas dudas que había expuesto
Richard. Si bien en aquella zona y en aquella época del año era imposible avistar
aves como el arrendajo, este espécimen en concreto aprovechaba esta falta de
competencia para cazar en la nieve. Eso era lo único que concordaba con la
información que tenían de un espécimen extinto. Lo demás… estaba llena de
dudas,

—Ya los habéis visto —a Jedidiah solo le faltaba subirse a su caballo y


dejarlos allí—. Ya tenéis vuestras pruebas. Volvamos a la cabaña y haced lo que
tengáis que hacer para proteger estas tierras.

—Precisamente lo que necesitamos son pruebas, señor Mountain, no un


simple avistamiento —Richard no iba a permitir que lo trataran como a un
estúpido.

—La palabra de dos científicos debe ser suficiente.

—Ese no es el procedimiento —insistió—. Necesitamos material fotográfico,


señales de anidación, huellas, restos orgánicos como plumas o excrementos, y si
pudiéramos atrapar a un ejemplar para estudiarlo antes de volver a ponerlo en
libertad, sería perfecto.

—Nadie ha cazado nunca a uno de esos pájaros.

—¿Tú qué piensas? —Jedidiah se dirigía a ella por primera vez desde que
salieron de la cabaña.

Julie también lo miró. Sabía que algo no cuadraba y que aquel montañero
tenía que ver. Pero un impulso en su interior le decía que debía confiar en él. Que
había algo importante detrás. Le hubiera gustado que se lo contara. Que le dijera la
verdad. «La gente de la montaña no miente», habría dicho. Pero ella era una
científica. Una experta que tomaba decisiones y certificaba acontecimientos a partir
de hechos comprobados, y aquello no se parecía en nada a uno de esos.

—Es precipitado sacar conclusiones —era una respuesta esquiva, lo sabía,


pero no quería apresurarse.

—¿Precipitado? —él no abandonaba aquel tono acusador del desayuno,


como si quiera echarle algo en cara pero aún no se atreviera a decir el qué—. ¿Qué
quieres? ¿Qué cace a uno y lo diseque para que me creas?

—Insisto en que eran demasiado pequeños y demasiado rojos —dijo


Richard, que continuaba intentando detectar algo entre las ramas blancas—. Hay…
hay alguien ahí.

Señaló con el dedo un lugar del bosque cerca del claro desde donde había
partido la bandada de arrendajos. Jedidiah le arrancó el prismático de las manos y
lo enfocó en aquella dirección.

—A esta zona no suben los excursionistas.

—Pues esas ramas se han movido y he visto la sombra de algo voluminoso.

Julie analizó el rostro del montañés mientras observaba detenidamente el


bosque. Vio cómo de pronto se desencajaba. Pero solo fue un instante, porque
recuperó su severo aspecto habitual. Bajó los prismáticos y los guardó en una de
las alforjas de su caballo.

—Debemos volver —estaba muy serio, y parecía tener prisa.

—¿Volver ahora que lo hemos encontrado?

—Es un oso —lo dijo sin inmutarse, mientras ataba las correas—. No
estamos preparados para enfrentarnos a él.

Richard miró en aquella dirección. No estaba seguro de si las ramas se


estaban moviendo de nuevo.

—Los osos hibernan, señor Mountain —exclamó—. Deje de tomarnos el


pelo.
Ahora Jedidiah sí se volvió hacia él. Más bien se encaró. Muy cerca, tanto
que Richard tuvo que dar, instintivamente, un paso atrás.

—¿Se ha topado alguna vez con una de esas fieras cuando por alguna
extraña razón ha debido de abandonar su cueva?

—No tengo noticias…

Le golpeó el pecho con el dedo índice. Acompasando cada palabra.

—Se convierten en animales sanguinarios que huelen tu miedo a


kilómetros, están hambrientos, enfadados y de muy, muy mala leche. Si ese oso
nos ha olido vendrá a por nosotros. Nos seguirá allá donde vayamos hasta darnos
caza. Y como le decía, no estamos preparados para enfrentarnos a él. Nos
largamos.

Richard miró a su compañera. Ahora sí que parecía preocupado.

—¿Julie?

Ella observó el rostro de Jedidiah. Él, por supuesto, le mantuvo la mirada.


En aquel momento estaba especialmente fiero. Desafiante, sería la palabra correcta.

—De acuerdo —Julie no quería discutir hasta no estar segura de qué pasaba
—. Solo si mañana volvemos preparados en busca de restos.

—Mañana será otro día —se volvió para subir a su caballo.

—Y el último —advirtió Richard—, porque esos pájaros no eran arrendajos


rojos.

—¿Cómo lo sabe? —ni se dio la vuelta.

—Porque tengo un master en ornitología y ojos en la cara.

Y Julie también. Y las mismas dudas que atenazaban a su compañera no


salían de su cabeza. ¿Era posible que fuera otra especie? No recordaba ninguna
otra ave con aquellas características, que anidara en grupo, viviera en aquellas
altitudes y fuera capaz de resistir los crudos inviernos de la alta montaña. Pero
tampoco quería poner en duda lo que les había dicho su guía sin tener pruebas.
—No nos vamos a precipitar, Richard —fue lo que dijo, aunque se estaba
dirigiendo más a Jedidiah que a él mismo—. Mañana volveremos y saldremos de
dudas. Y si no lo son, pasado estaremos en casa.

—Lo son —dijo el montañero subiendo a su montura de un salto—. Y


debemos darnos prisa si no queremos que nos devoren, porque el oso ha captado
nuestro olor.
CAPÍTULO 14
Los primeros síntomas la asaltaron cuando descendían de las cumbres hacia
la cabaña de los hermanos Mountain.

Como ya les tenía acostumbrados, Jedidiah montaba delante, separado el


grupo que formaban Julie y Richard. No les había vuelto a dirigir la palabra, algo
que, al parecer, formaba parte del carácter huraño del montañero.

Richard, al principio, había intentado profundizar en la discusión sobre la


dudosa naturaleza de lo que acababan de ver. Hablaba en voz baja y no dejaba de
tener razón. Ella misma era consciente de que aquella bandada de pájaros era algo
extraño que, desde luego, poco tenía que ver con el arrendajo rojo. Asintió varias
veces, negó otras tantas, pero no le dio pábulo a su compañero para que
profundizara en aquel asunto por dos razones: la primera, porque no quería dudar
de Jedidiah. La segunda, porque empezaba a encontrarse mal.

Poco a poco Richard fue perdiendo el interés en la conversación y ella


agradeció un poco de paz.

Todo había empezado con un ligero dolor de cabeza que Julie achacó a la
altitud a la que se encontraban. Nadie ignoraba la existencia del llamado «mal de
altura», y para ella, que vivía en una ciudad a nivel del mar, mucho había tardado
en manifestarse. A eso siguieron los escalofríos. A ráfagas, que le recorrían el
cuerpo y la hacían tiritar. Su anorak la había protegido hasta entonces y
precisamente aquel día no era de los peores. ¿Por qué, entonces, le estaba
sucediendo aquello?

Poco a poco, mientras los caballos descendían por la montaña, se iba


encontrando cada vez peor. El dolor de cabeza se había vuelto insoportable y los
escalofríos hacían que temblara tanto que temió que los otros dos se dieran cuenta.
No le apetecía escuchar consejos paternales del tipo «no te has abrigado lo
suficiente», o «las chicas tenéis una salud delicada». Richard era de esos.

Necesitaba llegar cuanto antes. Si la cabaña hubiera tenido agua caliente


estaba segura de que un buen baño acabaría con aquello, pero solo de pensar en
acarrear cubos escaleras arriba se le hacía un mundo.

Fue al doblar el último recodo del bosque y ver al final de la explanada la


cabaña de los Mountain cuando una idea estalló en su cabeza: la rabia. Aquellos
síntomas podían identificarse con las primeras manifestaciones de la enfermedad.

El pánico le atravesó la espalda como un témpano helado. Si era así, si la


mordedura la había infectado con el virus y lo que sentían eran los primeros
síntomas, ya no había salvación. Era mortífera al cien por cien una vez que se
manifestaba.

Escuchó una voz cercana. Sintió que la cabeza le daba vueltas. Sabía que
Richard le estaba diciendo algo pero era incapaz de oírlo. Se esforzó para
mantenerse en la montura mientras el caballo iba acercándola a la cabaña. Notaba
un dolor severo en las articulaciones y la cabeza estaba a punto de estallarle.

Lo siguiente que recordó fue que estaba tumbada en el sofá, frente a una
chimenea hasta arriba le leña y cubierta con mantas. Aun así sentía escalofríos.

—¿Qué ha pasado? —pudo articular.

—Te has caído del caballo.

Era Jedidiah. Estaba de rodillas, junto a ella, mirándola fijamente. Había


preocupación en sus ojos. Unos ojos azules que quizá por segunda vez veía sin
aquel rictus de disgusto que solía mantener cuando estaba con ella. Le gustó.
Aquel rostro hermoso, masculino y, por qué no, amable, le gustó.

—¿Cómo te encuentras?

Julie miró alrededor antes de contestar. Estaban en el salón de la cabaña. En


el confortable salón que solo dos días antes le había parecido el peor sitio del
mundo y ahora le provocaba una cálida sensación de hogar. Richard estaba dando
vueltas por la habitación, con las manos cruzadas y el rostro ceniciento. Se le veía
incluso más preocupado que a Jedidiah. Fue entonces cuando recordó lo que
sucedía. Lo que podía estar pasando dentro de su cuerpo, y la pesada sensación de
pánico lo nubló todo. ¿Cuánto tiempo tardaría en empezar a convulsionar?
Recordaba algunos de sus síntomas: nauseas, vómitos, alteraciones en el estado de
conciencia, pérdida de sensibilidad, fiebre, y lo peor de todo, la terrible
agresividad. Dejaría de ser ella misma para convertirse en un monstruo que poco a
poco se iría apagando hasta que el virus convirtiera en papilla su cerebro. Decidió
no dejarse llevar por aquellos pensamientos. Quizá no fuera la rabia. Quizá
Jedidiah tenía razón y no había sido mordida por un murciélago, sino por una
serpiente, venenosa además, aunque aquello desafiara todas las leyes de la
naturaleza.
—Me duele todo —fue capaz de decir—. Sobre todo la cabeza.

Sintió la fría mano del montañés en su frente.

—Tienes fiebre.

—¡Es la rabia, joder! —estalló Richard. Su rostro estaba congestionado,


fuera de sí—. Si la hubiéramos llevado al pueblo cuando aún era posible. Ha sido
culpa suya, señor Mountain. Y esto no le va a salir gratis.

El rostro de Jedidiah estaba mortalmente pálido. Hasta donde lo conocía


sabía que no dejaría una acusación como aquella sin responder. Sin embargo,
parecía que no había escuchado a Richard. La miraba fijamente. Como si pudiera,
de alguna manera, acceder a una parte de Julie que estaba vedada incluso para ella
misma.

—¿Eres capaz de andar?

Lo dijo con una dulzura que, a pesar de la fiebre, a Julie le erizó la piel.

—Creo que sí.

—Necesito que pongas todo de tu parte. Voy a llevarte al pueblo. Tiene que
verte el médico. No será fácil. Lo pasarás mal. Pararemos tantas veces como lo
necesites. Pero tenemos que hacerlo.

Ella asintió. Iría. Iría con él a donde le pidiera.

—Eso tendríamos que haberlo hecho ayer, no hoy —gritó Richard—. Ya no


hay solución. ¿Lo sabes, grandullón? Una vez que se manifiestan los síntomas no
hay nada que hacer. La has condenado a muerte y tú eres el culpable.

—No creo que escuchar esto sea bueno para Julie.

—No es bueno, ¿verdad? Pues que te jodan, porque ella es mi amiga y tú


eres el responsable de lo que le vaya a pasar.

Jedidiah no le prestó atención, y Richard llegó a pensar que aquel


comportamiento era extraño. Impropio del hombre que había conocido hasta
entonces, que estallaba ante cualquier provocación.
El montañero apartó con sumo cuidado las mantas que la cubrían. Un
escalofrío le recorrió la piel, a pesar de que la chimenea estaba a tope.

—Apóyate en mí —dijo él con aquella dulzura a la que no estaba


acostumbrada—. ¿Podrás hacerlo?

Julie sintió y con sumo cuidado se puso de pie. Era como si le clavaran
alfileres en las articulaciones. Aun así le hizo caso. Por alguna razón fuera de toda
lógica creía en él. Si aquel montañero decía que todo saldría bien era que todo
saldría bien. A pesar de lo que Richard siguiera gritando. ¿Lo había dicho? ¿Le
quedaban aún esperanzas?

Jedidiah fue a por su anorak y se lo colocó con cuidado.

—¿Vas a sacarla con este frío? —Richard estaba tan aterrorizado como ella.

—Voy a llevarla al pueblo. Aquí no tengo medicinas para ella.

—La matarás por el camino. Son dos horas, y en su estado.

De nuevo no contestó. Le cerró la cremallera con cuidado. Buscó el gorro y


se lo ajustó en la cabeza. Tanto que casi le cubrió los ojos. Cuando se dio cuenta le
sonrió, y ella pensó que solo por aquella sonrisa había valido la pena subir a la
montaña, ser mordida por un murciélago rabioso y enterrada entre aquellos robles
centenarios. Le pasó por la mente un epitafio: «al menos tuvo un sueño erótico». Le
entraron ganas de reír, pero le dolía tanto cada centímetro de su cuerpo que fue
incapaz de hacerlo.

Tras colocarle los guantes, el montañero pasó un brazo por su cintura y tiró
de ella hacia la puerta, como si no pesara.

—¿Iremos por el mismo camino por el que llegamos o hay algún atajo? —
preguntó Richard.

—Tú no vas a venir —era la primera vez que lo trataba con familiaridad.

—No puedes prohibírmelo. Ella es mi amiga. Mi responsabilidad.

—Se encuentra mal. Mi caballo conoce el camino. Podemos ir más rápido


que si me tengo que preocupar por ti. Te quedarás aquí y esperarás a que
volvamos.
—Yo no…

—Tú sí —fue tajante. Tanto que Richard no se atrevió a responderle.

Su última imagen fue una mirada vacía de Julie, mientras era arrastrada
hacia la nieve por aquel salvaje, con un pronóstico tan fatuo como la noche.
CAPÍTULO 15
Darius O’Brian, el médico del pueblo, le quitó a Julie el termómetro de la
boca y lo observó a contraluz, alzándose las gafas sobre la nariz.

—Mmm —murmuró.

Aquellos habían sido todos sus comentarios desde que empezara el


reconocimiento. Una cadena de «mmms» y «ajammms» que tenían a Jedidiah
desconcertado.

Llegar hasta el poblado no había sido una tarea fácil. A pesar de que la
suerte les había acompañado librándolos de un temporal, los senderos escarpados
y el hielo que se había formado sobre la roca hacían resbalar a Hocico Negro y eran
tremendamente peligrosos cuando bordeaban los riscos abiertos al abismo.

Aquel no era el mismo camino por el que habían llegado a la cabaña la


primera vez. Pero se acortaba la mitad de tiempo. En el pueblo lo conocían como
Despeñamulas, porque todos los años los buitres anunciaban los muchos animales
que caían desde la cima. Jedidiah solo se había atrevido a tomarlo en invierno
porque Julie se encontraba muy mal y si le sucediera algo…

Durante todo el trayecto ella estuvo recostada sobre Jedidiah. Con la cabeza
apoyada en su pecho, mientras él, guiando la montura desde atrás, intentaba darle
todo su calor. De vez en cuando el montañero le preguntaba, pero solo recibía una
respuesta monocorde: «estoy bien». Jedidiah sabía que no lo estaba y que cuando
antes llegaran a la consulta del galeno, mejor.

El grueso anorak de Julie y su recio chaquetón de rudo paño los separaba.


Aun así notaba el calor de la mujer entre sus brazos, la subyugante fragancia de su
cabello bajo el gorro, y eso le hacía sentirse todo lo bien que aquella situación de
urgencia le permitía.

Cuando llegaron al valle al fin pudo espolear su caballo sobre el camino de


tierra despejado de nieve, sujetando la cintura de Julie para que no callera. Llegar
al poblado y detener la montura ante la residencia del médico fue una exhalación.

—Sujeta mi mano —le dijo—. Te ayudaré a bajar.

—Puedo hacerlo sola —a pesar de lo mal que se encontraba odiaba que


hicieran las cosas por ella.

—Déjate de cabezonerías. Esta vez me vas a dejar hacer.

Al final accedió a regañadientes. Pero tuvo que agradecerlo, porque le dolía


tanto todo el cuerpo que desmontar del caballo se le hacía una tarea imposible. Se
agarró con fuerza a su mano y él la hizo descender con cuidado, tensando los
músculos del brazo para que no tropezara. Después bajó de un salto y le preguntó
por enésima vez cómo se encontraba. Julie simplemente sonrió. Estaba tan
preocupado como ella. Tanto como Richard, y verlo lejos de aquella actitud
arrogante y suficiente con la que se vestía a diario le hizo que se sintiera un poco
mejor.

Por suerte Darius estaba en casa y los pasó enseguida a su consulta.

—Será mejor que esperes fuera —le aconsejó el galeno.

Él asintió, e iba a salir cuando Julie le pidió que se quedara.

—De acuerdo, pero siéntate ahí y déjame trabajar sin molestarme, por favor.

Allí sentado, en una silla minúscula donde apenas cabía, con su viejo gorro
de lana apretado entre las manos y el cabello despeinado, parecía la viva imagen
de la desolación.

El buen doctor le hizo un reconocimiento completo. Cuando le pidió que se


descubriera para auscultarle el pecho Jedidiah bajó la cabeza y fue capaz de vencer
la tentación de mirar algo sobre lo que tenía una enorme curiosidad.

Y ahora, tras los múltiples «mmms» y «ajammms», parecía que el médico


tenía al fin un diagnóstico. Julie se sentó en la camilla, sintiendo que lo que diría
tendría la forma de una sentencia de muerte.

—Lo que voy a decir no os va a gustar.

El montañero sintió una punzada en el estómago. ¿Y si se había


equivocado? ¿Y si en verdad había sido uno de aquellos pestilentes murciélagos?
De ser así la había puesto en peligro, en grave peligro, como había dicho aquel
pisapapeles que en esos momentos estaría horadando el suelo de su cabaña.

—¿Es graves? —se atrevió a preguntar Julie.


—Es terrible.

—Suéltelo —Jedidiah tenía los puños apretados y el rostro tan lívido que
parecía que le había desaparecido la sangre de un plumazo.

Darius guardó el instrumental médico en lo que parecieron una docena de


años. No era hombre de prisas. En la montaña la velocidad no servía para nada.
Cada cosa en su sitio y a su tiempo, ese era su lema. Solo cuando todo estuvo
recogido, impoluto, se volvió hacia los dos y anunció su sentencia.

—Tienes un constipado.

—¿Un constipado? —la pregunta fue unánime, en un coro acompasado


entre Julie y el montañero.

—Así es. Es muy molesto. Un cuerpo terrible. Con este frío debe de dolerte
todo. Te voy a recetar unos antipiréticos y debes tomar mucho líquido. Por lo
demás, la enfermedad tendrá su curso. Si descansas y te tomas las cosas con
tranquilidad te curarás antes.

Julie miró a Jedidiah, boquiabierta. Él parecía que se había quitado un peso


de encima. Ella misma notaba que el dolor de cabeza se le aligeraba, y… ¿pero, y si
se equivocaba? ¿Y si había cometido un error?

—¿Y la mordedura? —preguntó, sintiendo que había sido imprudente al no


referírsela.

—¿Qué mordedura?

Ella se puso de pie de un salto, aunque se mareó un poco, y se bajó los


pantalones. Jedidiah no pudo evitar dirigir la mirada hacia allí.

Darius se inclinó, tomó una lupa y examinó la herida, que estaba ya casi
curada.

—Mmm

—Darius, por favor —en verdad quería cogerlo por la solapa estrellarlo
contra la pared, pero Julie lo reprobaría.

—Es una mordedura.


—Lo sabemos, pero ¿es grave?

—Es terrible.

—Darius.

—Es de serpiente. Pero no veo síntomas de infección y entiendo que


estando en manos de Jedidiah Mountain, si hubiera sido venenosa él se habría
encargado de extraerte el veneno, así que no veo por qué preocuparnos. Sigue con
las curas y bebe agua. Mucha agua. Toma este antitérmico —le tendió la cápsula
con un vaso de agua—. Mañana te encontrarás mejor.

Julie suspiró. Miro al montañero. Se estaba pasando una mano por su


abultado cabello. Parecía más aliviado que ella. Eso la hizo sonreír.

—Supongo que te quedarás en el pueblo, ¿verdad? —ese era el plan inicial,


antes de que los Mountain hicieran lo de siempre, lo que les daba la gana—.
Aunque la fiebre esté empezando a remitir dudo que tengas ganas de hacer un
camino tan incómodo, y con esta nieve, hasta la cabaña. Puedes quedarte aquí. Las
niñas pueden dormir juntas así que hay camas suficientes.

Jedidiah asintió.

—Sera mejor que hagas lo que dice el doctor. Aquí estarás más cómoda.

—No pienso quedarme en el pueblo. Vuelvo contigo a las montañas.

—Pero…

—Gracias, doctor —no lo dejó terminar—. Jedidiah, quiero salir cuanto


antes. Si duermo toda la noche mañana me encontraré mejor.

Y sin más salió de la consulta abrochándose su anorak.

—Es peculiar —comentó Darius, estrechando la mano del montañero.

—Sí, lo es.

Se sonrojó al decirlo, cosa que le llenó de contrariedad. Cuando salió, Julie


estaba apoyada en la baranda de porche. Quizá le había bajado la fiebre pero no se
encontraba bien.
—Podemos quedarnos. Mañana sería un buen día para volver a la cumbre.
El doctor y su mujer son buena gente. Hasta tendrás a alguien con quien hablar
aparte de mí, que no soy precisamente un buen conversador.

—No —no estaba dispuesta a pasar la noche en el pueblo—. Quiero volver a


casa. Dormir en aquella cama y tomarme una infusión caliente. Eso es lo que más
quiero en el mundo.

Cuando dijo aquello, «ir a casa», algo enorme estalló en el pecho de


Jedidiah. Algo que formaba parte de un deseo antiguo, el de oírlo en otros labios,
en los labios de una mujer, de una que le gustara. Pero aquella sensación solo duró
un instante, porque de repente se hizo la realidad: Julie era una chica de ciudad,
con una prometedora carrera por delante y él un simple montañero. Serían unos
días. Con suerte un puñado de días. Y lo mejor que podía hacer era empezar a
olvidarla.
CAPÍTULO 16
Julie se preguntaba si gran parte de lo que le sucedía no era fruto del miedo
que había sentido a tener la rabia, porque con un simple antipirético se encontraba
bastante mejor. No es que estuviera recuperada, por supuesto, pero los escalofríos
habían desaparecido, el dolor articular era más llevadero y la cabeza empezaba a
despejársele.

La vuelta a la cabaña, esta vez a la grupa del caballo, estaba siendo más
soportable de lo que había esperado. Jedidiah lo conducía con cuidado, evitando
las cretas pronunciadas, las zonas donde la nieve se amontonaba o los boscajes
demasiado espesos, para que la marcha fuera lo más suave posible.

Había una diferencia con el montañero que había conocido hasta entonces:
estaba especialmente hablador. Durante todo el camino se encargó de explicarle el
nombre de cada pico que aparecía cuando debían bordear la montaña, el río que
había excavado cada valle que circunvalaban y los peces que allí anidaban, las
mejores fechas para lanzar una caña, las aves que colonizaban las copas de los
árboles, la extraordinaria fauna que vivía en la nieve, invisibles con su manto
blanco. El montañero hablaba con entusiasmo de todo lo que le rodeaba, como si se
tratara de un mapa, de un plano esférico que contenía únicamente cosas
maravillosas.

Julie, abrazada a su cintura, disfrutaba de cada palabra, porque detrás de las


sílabas estaba la pasión y el amor de aquel hombre por una tierra que veneraba,
por aquella montaña, que era su hogar y que parecía querer proteger a toda costa.

En un momento dado se recostó sobre su espalda y apoyó la cabeza.


Jedidiah giró el rostro y esbozó una sonrisa, pero no dijo nada. Notaba cómo la
fiebre descendía y el dolor de las articulaciones iba diluyéndose. Estaba casi segura
de que aquel arrebato parlanchín del montañés tenía mucho que ver con que ella
olvidara que se encontrara mal y el camino de regreso fuera más llevadero. Allí
apoyada, recibiendo el calor de aquel cuerpo con el que había soñado cosas
inconfesables —aquí se había reído—, se sentía como en casa. Esa era la expresión:
«como en casa». Por un lado ansiaba llegar a la cabaña, meterse en aquella gran
cama con un buen tazón de cualquier líquido caliente y dormir a pierna suelta.
Pero por otro, no quería que aquel viaje terminara. No quería dejar de estar a solas
con él. Aunque solo hablaran de árboles y montañas, de valles y arroyos, invisibles
desde donde se encontraban.
—¿Estás bien? —era la enésima vez que se lo preguntaba, y eso la hizo
volver a sonreír.

—Mucho mejor.

—Tras aquellos árboles está la cabaña. ¿Quieres que vayamos caminando?


Quizá te venga bien estirar las piernas.

Le vendría de maravilla. A pesar de lo confortable que era acurrucarse


sobre la espalda de Jedidiah, un corto paseo la despejaría lo suficiente como para
saber hasta dónde se había recuperado.

—Me parece una gran idea.

Esta vez se dejó ayudar a descabalgar. El montañero tomó las riendas de su


caballo y, a su lado, siguieron por el sendero casi invisible, los pocos cientos de
metros que les quedaba hasta llegar a la casa.

—¿Siempre has vivido aquí? —preguntó mientras notaba que aquel corto
paseo la llenaba de energía.

—Los Mountain formamos parte de estas montañas. No sabríamos vivir


lejos de ellas.

—¿No has viajado a la ciudad?

Él miraba al frente. Le sacaba más de una cabeza y Julie no se consideraba


una mujer menuda.

—Solo una vez, y te reirás de mí: me encontré tan perdido que empaqué mis
cosas y regresé una semana antes de lo que debiera.

Ella lo hizo, rio, lo que provocó que él también la imitara. Sin darse cuenta
ambos se estaban mirando a los ojos. Ella embelesada porque el rudo rostro del
montañés se transformaba en algo entrañable cuando sonreía. Jedidiah porque
empezaba a darse cuenta de que le gustaba todo de aquella mujer.

—No sé a qué te dedicas —la pregunta fue más para mitigar aquella cosa
extraña que los unía cada vez que estaban a solas.

Él volvió a mirar al frente. Alzó una mano y señaló a lo lejos, a la montaña.


—¿Ves aquel pico? Mis tierras van desde allí hasta ese otro valle.

Su mano hizo un semicírculo. Casi todo lo que era visible pertenecía a


Jedidiah.

—Es enorme.

El montañero se encogió de hombros. En verdad nunca se le había ocurrido


pensarlo. Lo había recibido de su padre, y este de su abuelo. Era su obligación
mantenerlo como estaba. La montaña solo respetaba a los que la respetaban.

—Nos enseñaron a no necesitar demasiado, y aquí hay suficientes recursos


naturales con los que sobrevivir —le explicó—. Algo de ganado, un poco de
madera, caza, pesca, y hago de guía a los excursionistas que llegan a la zona con el
buen tiempo. Pocos saben moverse por la alta montaña. Fue idea del alcalde,
Johnson, un buen tipo. Le dejé insistir y acepté ayudar a quienes se acercaban.

—Pobres excursionistas.

Le hizo gracia que pensara así, pero tenía razón. La primera hora siempre la
pasaban aterrorizados, imaginando que les robaría y los dejaría abandonados en
algún barranco.

—No soy tan terrible.

Sí lo era.

—¿No eres consciente de que das miedo? Porque eso es aún más terrorífico.

Claro que era consciente. Fue una de las lecciones del gran bisabuelo
«Dientes de ceniza» Mountain. Si querían mantenerse en aquellas tierras agrestes
era necesario que los demás los tuvieran en consideración. Así había comenzado la
leyenda de los montañeros, y ellos tenían la responsabilidad de perpetuarla.

—¿A ti te doy miedo?

Ella se encogió de hombros.

—Por supuesto que no. Me desayuno a dos montañeros como tú cada


mañana.
—Eso me había parecido, por tu carácter.

—¿Mi carácter?

Él se detuvo, como si tuvieran que tratar algo importante.

—¿No eres consciente de que eres un poco testaruda? Porque eso asusta
bastante.

Julie también lo hizo. Se detuvo. El sol detrás del montañero empezaba a


encender el cielo en tonos rojizos con la caída de la tarde.

—Así que Jedidiah Mountain tiene sentido del humor.

Él sonrió.

—Tienes una imagen de mí que no corresponde con la realidad. Soy un tipo


divertido.

—Me empiezo a dar cuenta.

Estaban allí, frente a frente. A su alrededor la naturaleza invernal los


arropaba en silencio. Se miraron uno al otro. Era uno de esos instantes donde
podía suceder cualquier cosa. Julie recordaba algunos momentos así, y solía
identificarlos con acontecimientos que habían puesto su vida del revés. Y aquel no
era un momento en que quisiera que nada fuera distinto a como había planeado.
Su trabajo, su carrera, eso era lo más importante. Decidió romper aquel instante
mágico dando un paso al frente, en dirección a la cabaña. Él la siguió, aunque se
sentía tan aturdido como si acabara de despertar. Avanzaron uno al lado del otro.
Ahora el silencio resultaba incómodo. Era como si alguien hubiera dicho algo
inconveniente.

—¿Tú siempre has vivido en la ciudad? —Jedidiah lo preguntó para escapar


de aquella sensación un tanto asfixiante que había aparecido de repente.

—Sí. Mi familia es del oeste —ella agradeció poder contar algo que la
apartara de lo que estaba pasando pero… ¿qué estaba pasando?—. Cuando decidí
estudiar Biología no les sentó demasiado bien. Tenían otros planes para mí, ¿sabes?
Entonces cambié de costa, pero siempre en una gran ciudad.

—Esto debe ser asfixiante entonces para ti.


¿Asfixiante? La imagen que Jedidiah tenía de ella era bastante frívola, se
daba cuenta. Al parecer ese era su sino; frustrar todas las expectativas que los
demás tenían sobre ella. ¿Tan inaccesible era? ¿Tan poco transparente?

—Este es el único sitio —dijo con cuidado—, desde que tengo uso de razón,
donde me siento yo misma.

Nada más decirlo fue incapaz de añadir una palabra más. Sintió un
escalofrío atravesándole la espalda. Era como si se hubiera hecho la luz. Como si
acabara de apartar un antifaz que al fin le dejara ver las cosas como eran. Tuvo que
detenerse. Jedidiah también lo hizo. Se quedó mirándola sin saber qué sucedía.

—¿Quieres que montemos de nuevo? —quizá la caminata había sido


excesiva—. ¿Estás cansada?

—Estoy bien —pero no se movió de donde estaba—. ¿Cuáles son tus planes
de futuro?

—¿Planes de futuro?

Era la primera vez que le planteaban algo así.

—Qué quieres hacer más adelante, con tu vida.

Tuvo que pensarlo. Hasta entonces su futuro no había sido otra cosa que
presente. De alguna manera había aprendido que mañana sería otro día, con otros
retos, otras dificultades y otra alegría. Lo importante era lo que estaba pasando en
ese momento. Lo demás, o era recuerdo o era un deseo.

—Esperar a que mañana amanezca —contestó con absoluta sinceridad—.


Esos son mis planes de futuro. Prefiero vivir día a día. No sé si la nieve de la
cumbre formará un alud en el deshielo que arrase el bosque maderero. O si los
arroyos se desbordarán dejándonos atrapados. Ignoro si este año las montañas
estarán de moda y se llenarán de excursionistas en busca de guía o si ahora la
gente prefiere ir a la costa. La cordillera se transforma día a día. Es mejor esperar y
ver qué es lo que quiere de ti.

Ella asintió. Tenía razón. Le incomodaba pero debía reconocer que tenía
razón. Lo de ahora era delicado, pero tenía que decírselo. Lo necesitaba.

—Cuando me dijiste que había sido una serpiente… —tuvo que


humedecerse los labios—, te creí a pesar de que todo lo que sé, todo lo que he
estudiado me decía que era imposible. Sin embargo… mientras bajábamos en
busca del médico…

—Has dudado de que tuviera razón.

Ella asintió.

—Sí.

—Yo también.

—¿Tú?

Se quitó su viejo gorro. Se pasó una mano por el recio cabello rojizo y volvió
a colocárselo.

—Todo lo que he aprendido desde que eché los dientes —continuó diciendo
—, me decía que solo podía ser una serpiente, pero estabas tan mal que dudé si me
había equivocado.

—Así que aquí, en las montañas, la realidad es una cosa esquiva.

—También es una cosa que cambia día a día, aunque se aprende, de la


misma manera que uno tiene que curtirte con el frío.

Era extraño verlos allí parados. El caballo arañaba la nieve con la pezuña,
quizá buscando algún tallo helado.

—¿Por qué es tan importante para ti encontrar el arrendajo rojo? —aquella


era la otra gran pregunta que rondaba por su cabeza—. Me he dado cuenta de que
es algo personal.

—Las tierras donde estuvimos esta mañana son de mi tío. De tío Rhett.

—Otro Mountain.

—Ha encontrado plata entre aquellos picos y quiere explotar la mina. Si lo


hace todo esto cambiará. Acudirán trabajadores en tropel, se harán carreteras, se
arrasará el bosque, se contaminará el suelo. Todo aquello que hemos heredado de
nuestros mayores desaparecerá en menos de una generación. Pero si ese maldito
pájaro anida allí…

—Habrá que proteger su hábitat y jamás se emitirá un permiso de


explotación de la mina.

Él asintió.

—Así es.

—¡Vaya!

—¿Estás bien?

Por toda respuesta, Julie dio un paso al frente. Tuvo que alzarse para llegar
a sus labios, y lo besó. Al él lo cogió por sorpresa. Era lo último que esperaba. Pero
cuando sintió los labios de Julie sobre los suyos fue como si alzaran una barrera
anclada desde hacía tiempo. La atrajo hacia sí y se fundió con su boca. Era
deliciosa. Había fantaseado con ella. Ya conocía el sabor de su piel, y le había
dejado trastornado. Sentir ahora su calor indagando en su boca lo volvió loco. Su
lengua intentó conocer cada recodo. Le mordió los labios, le chupó la comisura con
tanta pasión que temió hacerle daño. Fue entonces cuando se dio cuenta de lo que
estaba haciendo. No quería un beso, un polvo, y nada más. No lo quería. Ella se
marcharía en un par de días y él se quedaría, ¿cómo? No. No era aquello lo que
quería recordar mañana.

A su pesar se apartó, con cuidado, intentando no ofenderla.

—Será mejor que nos vayamos —tomó las riendas de su caballo. No se


atrevía a mirarla a los ojos—. Necesitas descansar.

Ella tardó en reaccionar. No sabía por qué lo había hecho. Por qué lo había
besado. Pero de lo que estaba segura era de que nunca nadie la había besado así.
Había sentido su pasión, su deseo, y, por qué no, aquel había sido el beso más
erótico que le habían dado en su vida.

—Sí —contestó, aún confundida—. Será lo mejor.

Jedidiah comenzó a andar. La cabaña estaba a un tiro de piedra. Ella lo


siguió hasta ponerse a su lado. Durante un rato no dijeron una sola palabra, cada
uno perdido en sus propios pensamientos. Antes de entrar él necesitó decirle algo.
—Julie.

Ella se giró.

—¿Sí?

—Aquí las cosas son distintas. Cuando besamos a alguien…

Se lo había advertido y ella no le había hecho caso.

—No volverá a ocurrir —se disculpó.

Jedidiah tragó saliva.

—Vamos —tomó el tosco pomo de madera y abrió la puerta—. Te sentará


bien el calor de la chimenea.
CAPÍTULO 17
Nada más abrir la puerta, Jedidiah se encontró con algo que no esperaba:
Richard estaba justo detrás, con su maleta y la de Julie preparadas.

—No vamos —exclamó en cuando los vio aparecer.

Su rostro, amable por lo general, estaba tan crispado que parecía un tanto
perturbado. Quizá que su cabello, habitualmente impoluto, estuviera despeinado,
era una señal de que ya no aguantaba un instante más aquella situación. Una
situación, por otro lado, en la que no había sucedido nada reseñable. Pero para
Richard, acostumbrado a los esplendores del gran mundo, estar encerrado en
aquella cabaña en medio de ninguna parte era peor que una condena a los
infiernos.

Que ni siquiera se preocupara de cómo estaba su amiga le molestó a


Jedidiah más que su actitud desafiante. Pasó de largo, sin prestar atención a su
gesto de brazos cruzados y boca apretada, y fue hacia la cocina, a calentar agua.

—¿Te encuentras bien? —fue ella quien se lo preguntó, porque Richard


parecía haber olvidado que solo unas horas antes estaba alterado porque pensaba
que Julie estaba a punto de morir.

—No, no estoy bien —consiguió quitarse el largo mechón de pelo que le


caía sobre los ojos—. Estamos atrapados en un cabaña, rodeados de nieve,
comiendo dios sabe qué, siendo ninguneados por estos… por estos montañeros.
No voy a aguantar ni un minutos más aquí. Esta noche dormiremos en el pueblo y
mañana saldremos para la ciudad. He intentado llamarte, diez, quince veces, pero
en este maldito lugar tampoco hay cobertura. Siento que tengas que descender de
nuevo por ese camino repleto de nieve, cuando acabas de llegar. ¿Cómo te
encuentras? ¿Qué te ha dicho el doctor?

Lo dijo como un torrente. Lo mejor era ser paciente. Sabía que las
situaciones extremas terminaban por descentrarlo.

—Un simple catarro, pero necesito descansar, Richard.

—Tú eres más valiente que un simple catarro, querida —cogió su maleta,
pero volvió a dejarla en el suelo—. Podrás tomarte unos días libres cuando
lleguemos a casa y así te repondrás del todo.
—Yo no…

—No quería llegar hasta este extremo, querida —la forma en que alzaba las
cejas le recordó a Julie a una monja de su infancia, que hacía aquel mismo gesto
antes de castigarla—. Pero soy tu jefe, el responsable de esta expedición, y es a mí a
quien le toca decidir cuándo termina esta desastrosa aventura. Y termina ahora
mismo. En este mismo instante. Nos vamos y no hay nada que discutir.

Julie miró al montañero, pero parecía ajeno a aquella discusión, atento a


rebuscar un brebaje que al parecer quería echar en el agua que había puesto a
hervir. Ella estaba allí en nombre del museo y Richard era su jefe. Si él decía que se
había acabado es que se había acabado. Oponerse valdría de poco. Al menos
contaba con la posibilidad de que aquel desastre no le costara tener que volver al
sótano.

—De acuerdo —accedió.

Era lo último que le apetecía. Pero quizá ese era su destino. Si se quedaba…
¿Qué sería lo próximo? ¿Meterse de noche entre las sábanas de Jedidiah? Ya había
tenido un sueño erótico con él, y lo acababa de besar. Desde que había subido a la
montaña no se conocía. Mal de altura, esperaba.

Richard pareció encantado con que ella no discutiera su decisión.


Triunfante, se volvió hacia el montañero.

—Supongo que no podremos contar con su ayuda.

Él se volvió. Tenía los brazos cruzados sobre el pecho y el rostro


mortalmente serio.

—No creo que sea prudente que Julie baje de nuevo. Llegar hasta aquí ya ha
sido un esfuerzo considerable para ella.

—No es eso lo que le he preguntado.

Mantuvo la mirada. Richard también. Sabía que si la apartaba habría


perdido, y le había costado demasiado tomar aquella decisión como para dejarse
vencer. Pero fue Jedidiah quien la apartó. Se sirvió una buena taza y pasó por su
lado hasta sentarse en el viejo sofá.

—Voy a quitarme las botas —dijo—, a tomarme este té muy caliente y a


disfrutar de la chimenea. Ustedes pueden hacer lo que quieran.

Richard titubeó un instante. Miró a Julie, pero ella no movió un solo


músculo de la cara.

—Bien —se frotó las manos—, sabremos llegar al poblado. Simplemente es


cuestión de bajar.

—Estoy seguro —le animó Jedidiah, tras dar un buche con cuidado.

Aquello no estaba saliendo como pretendía. Por alguna razón había estado
seguro de que si se mostraba firme el montañero no tendría más remedio que
hacerle caso.

—¿Ni siquiera por una buena cantidad nos haría de guía? —las pasta
siempre era la pasta.

—No.

Miró hacia el exterior. Las sobras alargadas de los árboles se proyectaban


sobre la nieve en el atardecer. Debía hacer un frío terrible. Perderse allí fuera tenía
que ser una cosa espantosa, pero ahora no podía echarse hacia atrás.

—Bien, querida —de nuevo se frotó las manos—. Abrígate. Dentro de un


rato nos estaremos riendo de todo esto.

Cogió su maleta y fue hacia la puerta. Julie volvió a mirar al montañero,


pero se acababa de quitar las botas y calentaba sus grandes pies con el fuego de la
chimenea. Iba a coger también su equipaje cuando Jedidiah habló, aunque sin
mirarles.

—¿Llevan linternas?

—¿Linternas? —se extrañó Richard.

—Se hará de noche en menos de una hora. Hoy no hay luna así que el
bosque estará tan oscuro como un pozo.

De hecho ya empezaba a anochecer.

—¿Podría dejarnos alguna?


—Me temo que no. Son escasas y muy caras.

Sabía que aquel bárbaro no se lo iba a poner fácil. Lo que no imaginaba era
que disfrutara haciéndoselo difícil. Julie se humedeció los labios. Empezaba a
entender la estrategia de Jedidiah. Tuvo ganas de sonreír, pero eso solo lo
empeoraría todo.

—Bien —la maleta de Richard de nuevo estuvo en el suelo—, azuzaremos a


los caballos para que vayan más rápido.

—¿Mis caballos? —chasqueó la lengua—. Eso no es posible. Jamás los dejo


salir de la cuadra por las noches. No están entrenados. Se despeñarían. No quiero
ser responsable de los que les pase.

Julie miró a su jefe. Sintió lástima de él. Aquella situación le superaba y sin
embargo aún tenía fuerzas para resistir. Decidió echarle una mano.

—Richard, quizá debiéramos…

—Iremos andando —la interrumpió, a la vez que abría la puerta de par en


par.

Una ráfaga de viento helado se coló en la casa, agitando el fuego de la


chimenea. Julie se subió el cuello del anorak. Lo que Richard decía era una locura.
Esperaba que el montañero entrara en razón y lo hiciera desistir de una vez.

—Pero antes suba y dese un baño —le aconsejó Jedidiah—. Atravesar el


bosque de noche y oliendo a perfume es una temeridad.

—¿Me comerán los mosquitos? —preguntó exasperado.

—Los lobos. Se quedaron con su olor el día que llegaron. Estarán deseosos
de hincarle el diente.

—Muy gracioso.

—Crea lo que quiera.

Hasta ahí podía aguantar. Julie dio un fuerte golpe sobre la mesa que hizo
que ambos se sobresaltaran y la miraran al unísono.
—Richard. Jedidiah. Basta.

—Yo… —intentó decir el primero

—Él… —pretendió defenderse el segundo.

—Nos quedaremos aquí a pasar la noche —le dijo a su jefe, con una firmeza
que no admitía discusión—, y si mañana sigues pensando lo mismo saldremos al
amanecer —se volvió hacia el montañero—, con o sin tu ayuda.

Jedidiah sintió la mirada firme de Julie clavada en él. Estaba claro que
aquello no admitía discusión. Debía dejar de comportarse como un idiota si no
quería que lo trataran así, como a un idiota.

—Tengo otro propuesta —intentó pactar.

—Será una trampa —saltó Richard.

El montañero se puso de pie y fue hasta ellos. Había levantado las manos,
mostrando las palmas, en señal de paz.

—Hagamos mañana una última incursión a las cumbres —la miró a ella y
después a su jefe—. Si no encontramos rastro de ese pájaro, yo mismo os llevaré al
pueblo al atardecer.

Era lo lógico, lo coherente.

—Me parece bien —se volvió hacia su amigo—. ¿Richard?

Parecía dubitativo. Le había costado tanto tomar aquella decisión. Estaba


tan seguro de que Julie se quedaría asombrada y caería en sus brazos por el
camino, que… cerró la puerta, y la chimenea se lo agradeció.

—Pero una incursión, y nada más —necesitaba tener la última palabra—. Si


no hay pruebas suficientes de que el arrendajo rojo existe en estas montañas,
mañana dormiremos en el pueblo. ¿Prometido?

Jedidiah sonrió y le tendió la mano.

—Soy un hombre de palabra.


Ambos la estrecharon y los dedos de Richard desaparecieron entre los
largos apéndices del montañero.

Julie se dio la vuelta. Aquellas muestras de testosterona terminaban


aburriéndola. Necesitaba un té, una cama y unas pocas horas de sueño.
CAPÍTULO 18
Lo último que le apetecía a Jedidiah era quedarse a solas con el pisapapeles.

Julie había subido al dormitorio, aún no estaba bien y necesitaba descansar.


Pero Richard no parecía tener la más mínima intención de retirarse.

Murmuró una excusa y salió de la casa. El cielo sin nubes era ya de un azul
oscuro, impenetrable. En unos minutos se haría de noche. Colocó la silla en su
caballo y enfiló el sendero que subía la montaña. Veinte minutos más tarde estaba
frente a la cabaña de Carlisle Mountain.

Mientras su primo sacaba acordes a la guitarra, junto al fuego, su hermano


terminaba de pulir un reno de madera en el que había estado trabajando. En la
mesa que los separaba había una botella de Rompentrañas y dos vasitos pequeños,
a la mitad. Era un licor que destilaban ellos mismo. Con medio vaso se alcanzaba
un sopor muy placentero. Con uno entero perdías la cabeza. Con más de uno…
pocos se habían atrevido con tanto.

—¿Se lo han creído? —le preguntó Chaz.

Jedidiah cayó pesadamente en el viejo sillón del abuelo. Cuando sus padres
se casaron, el más venerable de los Mountain se había retirado a aquella pequeña
cabaña de caza, que más tarde se había quedado su primo.

—No —hasta a él mismo le había parecido absurdo lo que habían formado


—. Al parecer esos pájaros no volaban en bandadas.

—Podías haber dicho que habían sufrido una mutación —propuso Carlisle.

—Y vosotros podríais haber tenido cuidado. Os han visto.

—Imposible —Chaz dejó la pieza de madera sobre la mesa—. En la nieve


somos invisibles.

Los Mountain siempre se habían jactado de eso. De su capacidad de


camuflarse con el bosque. Aquellas tierras formaban parte de ellos de tal manera
que conocían cada recodo, cada pequeña roca que sobresalía de la nieve, cada raíz
de roble que se hundía en la tierra.

—¿Invisibles? —Jedidiah lo miró con desgana—. Tuve que decir que había
un oso hambriento para que no se acercaran a investigar. Si hubieran bajado y
encontrado la jaula… —el truco de soltar pájaros no había surtido efecto, eso era
evidente—. ¿Los habéis capturado a todos? No quiero que no acusen de maltratar
animales. De eso no.

Eran sagrados para él.

—A todos —Chaz los había contado una y otra vez—. Seis en total. Con este
frío se posaron en las ramas bajas en cuanto los soltamos. Ya se los hemos devuelto
al alcalde Johnson.

Aquel era un tema delicado. Para un criador como el alcalde, sus pájaros
estaban a la altura de sus hijos.

—¿Ha puesto reparos?

Carlisle se encogió de hombros, pero no dejó de tocar.

—Se ha quejado de que hayamos pintado de rojo las alas de sus canarios,
pero descubrir que no se habían escapado, sino que nosotros los habíamos tomado
prestados… bueno, parece satisfecho. ¿Qué harás ahora?

No tenía ni idea. Solo había conseguido ganar tiempo, nada más. Al día
siguiente daría vueltas por la montaña, intentaría despistarlos, pero… no tenía
ningún plan. Richard y Julie tendrían que regresar a la ciudad, redactarían un
informe diciendo que allí no había ninguna especie en peligro de extinción, lo que
aprovecharía tío Rhett para conseguir los permisos de explotación de su mina. Un
desastre. Y el mayor desastre era que Julie se marcharía pensando que aquel
montañés era un desastre.

—Si mañana no avistan a ese pajarraco habremos fracasado, chicos —tuvo


que reconocer.

—¿Y cómo pretendes que avisten un bicho que no existe?

—Algo se me ocurrirá —se pudo de pie. Debía volver. Solo había necesitado
montar un poco antes del anochecer y saber que los chicos estaban bien. Tampoco
le gustaba la idea de dejar a Richard solo toda la noche—. Vosotros manteneros
apartados de la cabaña.

Ya se dirigía hacia la puerta cuando su primo habló.


—¿Y la chica?

Lo miró con la frente fruncida. Carlisle seguía ajustando la guitarra, como si


nada, atento a los trastes y al sonido de las cuerdas.

—¿Qué le pasa a la chica?

—Es bonita —corroboró Chaz, aunque su atención estaba en aquel trozo de


madera que de nuevo trabajaba entre sus dedos.

—¿Y?

—No sé —Carlisle se rascó la cabeza—. Si a ti no te gusta, alguno de


nosotros…

Aquello no le sentó nada bien. Una mujer en la montaña era algo tan exótico
como un pavo real en el ártico, pero no iba a dejar que ninguno de esos dos pusiera
sus remilgada sonrisa a disposición de Julie.

—No quiero veros por allí hasta que todo esto termine —señaló primero a
uno y después al otro—. ¿Entendido?

Ambos asintieron. Con Jedidiah era mejor no tener problemas. El


montañero cerró de un portazo y regresó a su cabaña. No estaba de buen humor.
El beso. Aquel beso. Lo había cogido de improviso. Lo último que esperaba era que
Julie se hubiera lanzado a sus labios. Había sido… ¡Uff… esa mujer! No sabía qué
era, pero lo tenía completamente trastornado. Desde aquel momento hasta ahora
su cabeza era un torbellino. Se recriminaba no haberlo terminado en su cama,
como dios manda, para al instante convencerse de que haberse separado de ella a
tiempo había sido lo más cabal. La deseaba. Como a ninguna otra. Pero había algo
más, algo que le dictaba que no debía meter la pata, que no debía comportarse
como de costumbre, de cualquier manera, sin medir las consecuencias.

Cuando llegó a la cabaña, Richard leía junto a la chimenea, y ni siquiera giró


la cabeza al verlo aparecer. El montañero lo pensó un instante antes de sentarse en
el ajado sillón de enfrente, con los codos apoyados en las rodillas.

—No hemos empezado con buen pie usted y yo.

Richard lo miró entre sorprendido e incrédulo. No. No habían empezado


con buen pie, pero tampoco es que se fiara del montañero. Dejó el libro sobre la
mesa, pero se anduvo con cuidado.

—No es culpa suya. Pertenecemos a mundos distintos.

Jedidiah asintió. Se puso de pie y fue hasta la cocina. Cuando volvió, dejó
sobre la mesa dos vasos y una botella de Rompentrañas.

—Eso mismo me decía yo —sirvió dos copas y alargó una de ellas a su


compañero de mesa—. Su trabajo en el museo debe ser… —buscó una palabra que
le gustara a Richard— fascinante.

—Lo es —cuando probó aquel brebaje le ardieron las entrañas, pero no


podía dar muestras de debilidad delante del montañero—. Usted no lo entendería.
Es una alta responsabilidad y se necesita tener todos los sentidos alertas para
llevarla a cabo con éxito.

Jedidiah levantó el vaso y Richard aceptó el brindis. Tras un «salud» a


media voz el montañero vació el suyo de un trago. El otro lo dudó. No estaba muy
seguro de si le produciría una úlcera. Al final se armó de valor e hizo lo mismo.
Fue como si se hubiera metido un palo encendido. Se puso tan colorado que
pensaba que le estallaría la cabeza. Poco a poco, aquella sensación fue dando paso
a otra muy diferente. Cierta paz, cierta alegría. Un estremecimiento que le gustaba.

Ambos hombres permanecieron en silencio hasta que Richard, mirando las


llamas que bailaban en la chimenea, lo rompió.

—Quería pedirle disculpas yo también. Por lo de esta tarde.

—No es necesario —no quería ofenderlo—. Reconozco que le forcé


demasiado. A veces soy así. Demasiado duro con los demás. Y no me doy cuenta.
Quizá yo también deba ofrecerle una disculpa.

—Aceptada —le tendió la mano—. ¿Amigos?

Jedidiah se la estrechó con fuerza. Después sirvió dos nuevos vasos hasta
arriba. Richard se quejó. No podía beber más. Él solo tomaba vino y aquello… pero
el montañero insistió. De nuevo se lo tomaron de un trago, dejando los vasos
vacíos sobre la mesa.

—Ufff… —apenas le llegaba el aire a los pulmones—. Amigos. Pero si


mañana no avistamos un arrendajo, nos marcharemos nada más comer.
—Por supuesto —lleno de nuevo los vasos—. Ya le he dicho que soy un
hombre de palabra. Además, se ve que Julie está impresionada con su
comportamiento de esta tarde.

Esta vez no tuvo que animarlo. Parecía que el haber nombrado a su


compañera lo había confortado. Tomó el vaso y le dio un pequeño sorbo.

—Se ha dado cuenta, ¿verdad? —se recostó, sosteniendo la bebida cerca del
pecho—. Ella es demasiado inocente. Poco curtida. A veces es posible que
confunda lo que siente. Necesita un hombre fuerte al lado, que la enseñe…

—Eso es lo que me ha parecido. ¿Se conocen desde hace tiempo?

Richard vació la copa de un trago. Esta vez parecía que no le había


quemado el esófago. Él mismo se sirvió otra. Jedidiah lo miró hacer, alarmado.
Rompentrañas no era cualquier bebida. Aquello podía tumbar a un bisonte. Sin
embargo no dijo nada.

—Nuestros padres tienen negocios juntos —explicó Richard—, así que nos
conocemos de toda la vida. Ellos pertenecen a la buena sociedad de la costa oeste y
ya sabe lo que eso significa….

Jedidiah no tenía ni idea, pero levantó su copa en señal de complicidad,


dejándola en el mismo sitio, sin probarla. Conocía sus límites; un trago más y
estaría tumbado un par de días.

—Eso es —Richard vació de nuevo su Rompentrañas, como si fuera agua—.


Demasiado dinero antiguo. Fue a la primera chica que besé.

—Vaya, no sabía que lo vuestro iba en serio.

—Teníamos ocho años.

—Empezasteis pronto.

Si le daba un poco de coba quizá llegaran a ser amigos y, de esa forma, a lo


mejor le hacía un pequeño favor con el asunto del arrendajo rojo.

—Ella siempre ha sido… ¿Cómo decirlo? —su voz empezaba a ser pastosa.
Jedidiah conocía aquellos síntomas. Perdería el conocimiento si seguía bebiendo—.
Poco convencional. Cuando decidió que quería ganarse la vida por sí misma fue
una debacle en su familia. Imagínese. Ni sus hijos ni sus nietos necesitarán trabajar
con lo que ella heredará de sus padres, y elige echar una jornada de ocho horas
donde le toque. Fue bastante incomprensible en nuestro círculo. Mamá dijo que era
una excentricidad más de la gente acomodada de la costa oeste.

—Una mujer lista. Su madre.

No tenía ni idea de a qué se refería. Que Julie fuera una chica trabajadora le
gustaba. De hecho le gustaba mucho.

—Sin embargo, a mí no me importó —continuó Richard. Había intentado


coger de nuevo la botella, pero su mano era capaz de encontrarla. Los síntomas de
la borrachera estaban apareciendo a una velocidad pasmosa. Jedidiah se la quitó
de en medio y la dejó en el suelo—. Estudie derecho y economía. Fue un master en
gestión de museos lo que me llevó a dirigir el departamento. Mi familia es
acomodada pero no como los Vanderbilt. ¿Le he dicho que voy a empezar mi
carrera política? Un museo es el lugar perfecto para usar como plataforma de
lanzamiento.

¿Derecho? ¿Economía? ¿A quién le habían mandado para certificar que la


montaña, su montaña, debía ser un espacio protegido?

—Entonces… ¿Usted no entiende de pájaros?

—Un master y varios cursos me han dado los conocimientos que necesitaba.
Y si se lo está preguntando le diré que sí: sé distinguir a un arrendajo a una legua
de distancia.

¡Maldición! Controlaba demasiado para la borrachera que llevaba encima.


Decidió volver a donde estaban. Parecía que Julie era su punto débil, y el abuelo
decía que para conocer a un hombre había que conocer sus debilidades.

—Hablábamos de Julie —recondujo la conversación—. De lo vuestro.

—El otro día nos pilló en una situación embarazosa —la lengua le
dificultaba hablar. Ser rio a carcajadas antes de continuar—. Quiero disculparme
también por eso.

—La pasión de una joven pareja es así.

—En cierto modo —se quedó pensativo, apoyando la mandíbula sobre su


mano, pero el codo se le resbaló y él estuvo a punto de dar con la barbilla sobre el
borde de la mesa—. Aún no hemos formalizado lo nuestro.

—Creo que eso no lo entiendo.

Richard se tocó la frente. Todo le daba vueltas. Era una sensación extraña,
pero le gustaba. Pocas veces en su vida se había atrevido a perder el control. Esa
era una de aquellas.

—Estoy un poco mareado.

De pronto se hizo la luz en la cabeza de Jedidiah. Sonrió de una manera que


si Julie estuviera presente hubiera definido como maligna. Cogió la botella del
suelo y le sirvió otra copa.

—Tome un poco más. Con eso se le pasará.

Richard se lo agradeció. La botella se había perdido y su buen amigo


Jedidiah la había encontrado. Sí, llegarían a ser grandes amigos. Los mejores
amigos.

—Julie es demasiado independiente —continuó—. No comprende el alcance


que llegará a tener una pareja como la nuestra. Mis ideas y su posición.

—Un matrimonio útil. Eso es lo que usted busca.

—Bueno, ella me gusta —le guiñó un ojo—. A usted también. Me he dado


cuenta.

El montañero se encogió de hombros. Le molestaba ser tan transparente.

—Es una chica bonita.

Richard se tomó su copa de un trago y soltó un enorme eructo que le hizo


reír.

—No se haga el listo conmigo —las «c» se convertían en «g», pero aún era
entendible—. He observado cómo la mira cuando ella no se da cuenta. Se le cae la
baba.

Jedidiah intentó quitarle importancia. Hacerle ver que era una cosa de
hombres.

—Richard, se le olvida que vivimos en la montaña y aquí no hay mujeres —


le sirvió más Rompentrañas—. Se nos caería la baba hasta con una osa. No soy un
peligro para usted.

Richard intentó mirarle, imitando aquella frente arrugada que tanto le


impresionaba, pero de pronto había dos Jedidiah. Tres si movía la cabeza.

—¿De verdad? —no estaba seguro de si debía creerle.

—En serio.

—Porque también he visto cómo lo mira Julie.

Aquello despertó su interés, pero si le preguntaba levantaría sospechas y


ese no era el plan.

—Imaginaciones suyas.

—Entorna los ojos y se muerde el labio inferior —la imitó. El montañero


tuvo ganas de reír. Aquel Richard sí le caía bien—. Cuando usted no mira. Y le
observa el trasero. Eso no está bien.

—No, no está bien —negó con la cabeza y le sirvió otra copa—. La última y
nos vamos a la cama.

Le costó trabajo atrapar el vaso. Se desplazaba por la mesa como si fuera un


ratón. Al menos eso le pareció. De pronto se dio cuenta de que tenía mucha
hambre.

—¿No vamos a cenar?

—En la montaña somos frugales.

Frugales. Y él podría ser un montañero si se mantenía frugal. Eso era. Y si se


convertía en un montañero le gustaría a Julie, tanto como le gustaba Jedidiah. No
debía comer. No debía comer nunca más para que Julie cayera a sus pies.

—Podríamos hacer un trato —se le ocurrió de pronto.


—¿Qué trato?

De nuevo se zampó el vaso, sin respirar. El montañero tuvo remordimientos


y quitó una vez más la botella de en medio. No recordaba a nadie que hubiera
tomado tanto Rompentrañas, ni siquiera las aventuras alcohólicas del abuelo
contaban una gesta así.

—Usted podría convencer a Julie de que yo soy un buen partido —hipó—.


Ella le hace caso. Le tiene en un pedestal.

Aquello sonaba interesante. En verdad sonaba fatal. Tan mal que le hacía un
agujero en el estómago. Pero quizá…

—¿Y qué sacaría yo a cambio? —le preguntó.

Richard se hizo el interesante. Intentó acercarse a Jedidíah, como si fuera a


decir una confidencia, pero estuvo a punto de caer sobre la mesa. Se recompuso y
lo intentó de nuevo. Esta vez lo consiguió.

—Yo podría haber avistado el arrendajo rojo —le guiñó un ojo—. El otro
día. Cuando vimos volar a esos canarios con las alas pintadas de rojo.

—Eran arrendajos —sí que le había sido útil el master.

—Entonces no estaba borracho, amigo mío.

El montañero se recostó en el sofá con los brazos cruzados. Aquello no le


gustaba nada, pero podría ser una solución.

—Así que yo la pongo en sus brazos y usted me da lo que busco.

—Así es —por tercera vez Richard le tendido la mano—. ¿Tenemos un


trato?

Jedidiah lo dudó. Si aceptaba y Julie se enteraba de lo que había hecho no se


lo perdonaría. Eso sin contar con que saliera bien. En ese caso iba a arrojar a la
mujer que le gustaba en brazos de otro. Por otra parte estaba la montaña. Si
Richard certificaba que aquel era el hábitat del dichoso pajarraco, su tío las tendría
crudas para encontrar los permisos. Por supuesto era un recurso temporal. No
tardarían en darse cuenta de que allí no había pájaros. Pero para entonces era
posible que tío Rhett hubiera desistido de su idea, o se hubiera atragantado con su
mala uva.

Al fin se decidió por estrecharle la mano. Si tardó un poco más fue porque
Richard se tambaleaba y su mano subía y bajaba como si estuviera en un barco en
medio de una tormenta.

—Usted y yo vamos a ser buenos amigos.

—Ahora me voy a la cama —a Richard le costó ponerse en vertical—. Me


duele la cabeza.

—Un sueño y mañana se levantará como nuevo.

—Como nuevo.

Lo vio enfilar las escaleras dando cambaladas.

—Descanse.

Cuando Jedidiah se quedó solo, se dio cuenta de que se encontraba mal.


Fatal. Acabada de hacer un trato que alejaba de él a la única mujer que le había
gustado en demasiado tiempo, y nadie se lo iba a agradecer.
CAPÍTULO 19
Julie se despertó mejor, mucho mejor. Tan bien que parecía haber
recuperado sus fuerzas. Y aunque no hubiera sido así, de igual modo hubiera
subido a las cumbres aquella mañana.

Al abrir la ventana un rayo de luz blanquísima impactó sobre las sábanas


revueltas. Hacía un día perfecto, despejado, ideal para acometer la última
expedición. Aquella idea la entristeció. Notaba cómo empezaba a forjarse un
vínculo entre ella y aquel paisaje agreste, donde tenía la sensación de sentirse como
en casa.

Ordenó la cama y preparó su atuendo. Apenas había traído un par de jerséis


y otro de pantalones. La ropa invernal era voluminosa y tenía que hacer hueco
para guardar su calzado de nieve.

Cuando entró en el baño para asearse escuchó ruidos en el salón. ¡Qué


madrugadores habían sido los chicos! Haría frío allí fuera, así que se enfundó en
unos pantalones térmicos, se puso las botas y no olvidó el anorak. Se recogió el
cabello en una coleta y se entretuvo en el minúsculo espejo del dormitorio a
retocarse los labios y dar un toque de máscara en las pestañas. No estaba mal. Por
su mente centelleó la idea de por qué estaba haciendo aquello. Maquillarse. De la
misma manera la imagen de Jedidiah en ropa interior apareció en su cabeza. ¡Las
montañas la estaban trastornando! Nunca había sido una mujer especialmente
sexual. Y mucho menos había tenido sueños tórridos con nadie. Lo del montañero
era diferente. No se parecía a nada anterior. Y lo peor de todo era que no era capaz
de darle un nombre sin que un nudo extraño se le alojara en el estómago.

Bajó dispuesta a emprender camino cuando antes, pero solo se encontró con
Jedidiah, con un exquisito aroma a café y con un par de tostadas en un plato,
dispuestas para ella.

—¿Aún no ha bajado Richard? —le esquivó la mirada. Después del


espectáculo del día anterior, besándolo en la nieve, se sentía avergonzada.

—Tu amigo no vendrá.

El montañero le tendió una taza de café. Su estómago rugió. Se acordó de


que la noche anterior no había cenado. Dio un sorbo.
—¿Y eso?

—Se ha levantado con jaqueca.

Ella lo miró, confundida. Después del espectáculo de la noche anterior no


era propio de Richard echarse para atrás. Si lo conocía tan bien como creía se
tomaría muy en serio la expedición y, cuando no encontraran nada, se jactaría ante
el montañero. Dejar pasar una oportunidad así, sin aprovecharla, resultaba del
todo extraño. Dejó la taza sobre la mesa.

—Bien… voy a subir a ver qué tal se encuentra.

—Pero date prisa —su sonrisa podía ser inquietante—. Un café, algo de
comer y nos largamos. El tiempo cambia de manera repentina en estas montañas.

Julie se sentía confusa. Si Richard de verdad no podía acompañarlos, eso


significaba pasar muchas horas a solas con Jedidiah. Sintió un escalofrío por la
espalda, aunque no supo identificar si eran restos de su constipado o de la extraña
sensación que la envolvía cuando estaba cerca del montañero.

Volvió a la planta de arriba y golpeó suavemente con los nudillos en la


puerta. No obtuvo respuesta. Abrió sin hacer ruido. La habitación estaba en
penumbra, pero pudo distinguir el bulto que formaba el cuerpo de Richard bajo las
sábanas y el inconfundible aroma a alcohol que lo ocupaba todo.

—¡Richard! —estaba molesta con él si había tomado la estúpida decisión de


emborracharse.

El enfermo se sentó en la cama, como si un extraño mecanismo se hubiera


accionado, pero se llevó las manos a la cabeza. Tenía profundas ojeras, y el cabello
despeinado le daba un aspecto muy poco amigable.

—No grites —gimió—, me va a estallar la cabeza.

—¿Cómo has podido?

—No lo sé. Tomamos una copa y…ya ves.

—¿Se encuentra mejor?

Jedidiah apareció apoyado en el marco de la puerta. Le tendió de nuevo su


taza de café a Julie, pero esta no la tomó. Estaba enfadada, muy enfadada. Su jefe
acababa de poner en peligro la razón por la que estaban allí, y la sonrisa
disimulada en los labios del montañero le indicaba que no era ajeno a aquella
situación.

—Tú le has emborrachado.

—¿Yo? —cuando levantó ambas manos el café estuvo peligrosamente cerca


de derramarse—. Somos adultos. ¿Verdad, Richard?

—Sí… no… —solo quería que aquel dolor de cabeza parase—. No lo sé.

Julie se sentó en la cama y le tocó la frente. No había fiebre. Después le tomó


el pulso. Estaba acelerado. Cuando intentó mirarle la lengua el olor del alcohol se
hizo insoportable,

—No podemos dejarlo aquí en esta situación —era su último día en las
montañas y debía pasarlo cuidando de un jefe irresponsable—. Nos quedaremos
hasta que se encuentre mejor.

—Carlisle y Chaz vienen de camino —Jedidiah se encogió de hombros—.


Ellos lo cuidarán. Estará en las mejores manos.

—Pero…

—Sí, marchaos —insistió Richard con un hilo de voz—. Esto se me pasará,


algún día. Solo necesito dormir.

Ella los miró a ambos. Debía reconocer que el maldito montañero estaba
muy sexi allí apoyado, en el marco de la puerta. Pero… ¿en qué estaba pensando?

—Sería una irresponsabilidad por mi parte… —intentó decir.

—… No terminar la misión. Lo sé —Jedidiah terminó la frase por ella,


dándole el final que le convenía—. Vámonos ahora que el tiempo es bueno.
Exploraremos los terrenos de tío Rhett que no vimos la última vez.

—No sé si es correcto.

—Julie, ve con él. Es una orden.


—¿Seguro que estarás bien?

—Solo necesito estar solo y dormir. Y en eso puedes ayudarme poco. Bueno,
sí, largándote —después se volvió al montañero—. Jedidiah, recuerde que tenemos
un trato. Estoy borracho pero tengo menoría.

Julie aún lo dudó antes de ponerse de pie.

—Bien. Entonces nos iremos sin ti. Volveremos en cuanto hayamos


terminado. No estarás mucho tiempo con los Mountain.

Richard se tumbó de nuevo y subió las mantas hasta que le cubrieron la


cabeza.

—¿No vamos? —preguntó Jedidiah con aquella sonrisa pícara en los labios.

Ella le arrancó la zata de café de las manos y salió de la habitación sin decir
nada más. La terminó de un par de tragos, y mientras se ajustaba el anorak
mordisqueó las tostadas.

Emprendieron el camino sin hablarse. Cada uno en su caballo, en una


mañana despejada y sin rastro de nubes. Él parecía relajado. Azuzaba al caballo
buscando las mejores sendas de paso, esperándola cada vez que las veredas eran
tan estrechas que tenían que pasar de uno en uno. Por du parte, Julie no conseguía
que su cabeza parara de hilar. Cada vez tenía más claro que no iban a encontrar a
ningún arrendajo, que su jefe no se había levantado de aquella manera por
casualidad ni que Jedidiah no hubiera preparado aquel viaje a solas con alguna
intención oculta. Quizá presionarla para que certificara la existencia de una especie
invisible para todos aquellos que no fueran habitantes de las montañas.

—¿A qué trato se refería Richard? —preguntó de repente. Había estado


recomponiendo la conversación de esa mañana y aquello no le encajaba.

Jedidiah se encogió de hombros.

—Cosas de chicos.

—Me resulta extraño que bebiera tanto como para estar en ese estado —
continuó Julie—. Él es cuidadoso en todo.

—Las montañas trastornan.


—Y tú no tienes nada que ver.

El montañero la miró de reojo. Parecía tan inocente como un cervatillo, pero


Julie sabía que era culpable de aquellos cargos.

—Si te quedas satisfecha, soy culpable —la miró de nuevo—. Saqué una
botella de licor y él se la zampó. Lo siento.

Ella no dijo nada. Podía ser verdad. El comportamiento de Richard el día


anterior había sido desafortunado. El hombre elegante y meticuloso parecía
haberse diluido dando paso a un nuevo Richard, bastante impredecible. Hasta era
posible que el montañero no estuviera mintiendo y su jefe se hubiera apropiado de
aquella botella.

El silencio se hizo de nuevo entre ambos. Esta vez era incómodo. Julie sabía
que había metido la pata. No esa mañana, el día anterior. Y necesitaba a aclararlo.
No podía marcharse de aquellas montañas sin haber puesto sobre la mesa sus
errores. Nunca había huido de ellos. Enfrentarlos ahora era lo único que la dejaría
en paz.

—Jedidiah —le costaba trabajo decirlo—, quería pedirte disculpas.

Él la miró una vez más. Esta vez extrañado.

—¿Por qué?

—Por lo de ayer —sintió que su rostro enrojecía porque el montañero no


apartaba la mirada—. Por el beso.

Él le guiñó un ojo.

—Supongo que soy tan atractivo que no pudiste contenerte.

Su sentido del humor la tranquilizó. Al parecer no había tenido la mejor


importancia.

—Hiciste bien parándome los pies —dijo tras una sonrisa—. Mal de altura,
¿sabes? Estoy convencida de que…

—No te aparté porque no quisiera besarte —la interrumpió él—. De hecho


era lo que deseaba. De hecho es lo que deseo en este momento. Te aparté porque tú
te largarás mañana, o pasado, y los besos son una cosa muy seria en las montañas.
Son un pacto, uno de esos que no se pueden romper.

Aquello la dejó de nuevo confundida. Hubiera sido más cómodo que él


tuviera por costumbre besar a todas las forasteras que se acercaban a Great Peak.
Así al menos le desaparecería la sensación de haberse comportado como una Mata
Hari. Decidió retomar la conversación por donde iba antes de ponerse sentimental.

—¿Y no me vas a decir qué trato tienes con Richard?

—Es un buen tipo.

—Lo sé —aquel hermético montañés tenía mucho de esquivo—, pero no te


he preguntado eso.

—Y está loco por ti.

Eso le había dado a entender, era cierto.

—No estoy muy segura de si lo está por mí o por mi familia entera.

Él la señaló con el dedo.

—Tiene grandes proyectos para vosotros.

—Proyectos que no forman parte de lo que quiero en la vida. Lo quiero


como amigo, nada más.

—Si yo tuviera una proyección profesional como la tuya, contar con alguien
como él a mi lado sería perfecto.

Ahora ella si detuvo su montura. Lo miró con la frente fruncida, imitando


inconscientemente un gesto natural en él.

—¿Estás ejerciendo de casamentera?

Jedidiah hizo lo mismo, pero su expresión era de una absoluta inocencia.

—¿Yo?

—Porque me da la impresión de que hablo con mi abuela.


—¡Claro que no! —parecía escandalizado, pero Julie ya sabía de sus grandes
dotes para la interpretación—. Solo digo que a veces tenemos al lado a la persona
que nos hará feliz y no la vemos.

—¿A ti te ha pasado? ¿La has tenido cerca?

—De manera tan clara solo una vez —una nube oscura pasó por sus ojos,
pero fue solo un instante—. Por eso me fui a la ciudad.

—Cuando volviste con una semana de antelación —recordaba aquella


historia, se la había contado.

Los ojos de Jedidiah, aquellos sorprendentes ojos azules, eran cambiantes.


Hacía un instante estaba cargados de burlas, después de falsa inocencia. Lo de
ahora era más difícil de definir. ¿Transparencia? ¿Sinceridad?

—Ella nunca sería feliz aquí, y yo… —confesó él—. Lo intenté, pero
terminaría echándole en cara que no estábamos en las montañas. Fue entonces
cuando decidí que yo formaba un único paquete con todo esto —su mano abarcó
todo lo que tenía alrededor—. Quien me quisiera también tenía que amar estas
tierras y este modo de vida. Y como comprenderás las candidatas desaparecieron
en ese mismo momento.

Ella también miró alrededor. El soberbio paisaje que los rodeaba


resplandecía bajo los tímidos rayos de sol invernales.

—No es difícil amar todo esto.

Él entornó los ojos. Intentaba creerla.

—Pero tú eres una chica de ciudad.

—No tengo muy claro lo que soy. Llevo toda la vida huyendo de eso, de los
planes trazados desde la cuna, de los convencionalismos, de la comodidad, que no
es otra cosa que una trampa que te obliga a dejar a un lado lo que eres para
convertirte en lo que los demás desean que seas.

Apenas estaban separados por un escaso metro de distancia. Sin embargo,


ella lo sentía muy cerca, tanto como cuando montó entre sus brazos. Sentía el
mismo calor, la misma sensación de hogar alojada en sus entrañas.
—Quizá necesites un cambio de aires —dijo él en voz baja, como si temiera
la respuesta.

—Hasta hace unos días tenía muy claro lo que necesitaba.

—¿Ahora no?

Ahora no. Aunque en verdad sí. Pero no. Había límites y ella debía tenerlos
claros. Jedidiah tenía razón, era una chica de ciudad, y aquellas montañas
deslumbrantes… ¿cuánto tiempo las vería así de bellas antes de que empezara a
darse cuenta de sus defectos? Volvió a mirar alrededor. Aquella sensación apacible
que le producía el impresionante paisaje seguía allí, en su pecho. Pero también
estaba esto otro, el sentirse metida en una conversación que había querido evitar
pero que ella misma había sido la responsable de mantenerla. Un escalofrío le
recorrió la espalda.

—¿Hace más frío o son cosas mías?

Él miró hacia el cielo. Seguía despejado, aunque las copas nevadas de los
árboles se agitaban ahora levemente bajo el azote de una brisa invisible.

—Se avecina un temporal.

—No me digas que debemos volver.

—Quizá no sea fuerte —él tampoco deseaba regresar—. Estamos cerca de


nuestro destino. Echaremos una ojeada y si la cosa se pone fea buscaremos refugio.

Echaron a andar. Ella sonrió sin darse cuenta.

—Así es la vida en las montañas.

—Así es —él le devolvió la sonrisa—. Por eso te digo que Richard es un


buen partido.

—Me lo pensaré —ahora fue ella quien le guiñó un ojo—. Al menos él no


intenta arrojarme en brazos de otro hombre.
CAPÍTULO 20
Richard volvió a mirar por la ventana. Fuera, la ventisca azotaba los
cristales, ululando con un sonido que se metía en la cabeza como un taladro.

—Se está haciendo de noche y el tiempo empeora —apenas veía nada


porque la nieve lo ocupaba todo—. Deberíamos llamar a la policía de montaña, o a
quien quiera que se encargue de esas cosas.

Solo mucho después de que Julie y el montañero se hubieran marchado, se


empezó a encontrar un poco mejor. Primero el dolor de cabeza se fue despejando,
después su boca dejó de ser una lija para empezar a sentir las papilas gustativas, y
por último, la sensación de que su estómago quería escapársele por la boca se
quedó solo en una desagradable fatiga.

Chaz y Carlisle habían llegado temprano a la cabaña. Cuando Richard pudo


al fin levantarse de la cama ya había pasado el mediodía. Se los encontró en el
salón. El pequeño de los Mountain había estado atareado reparando los
desperfectos que la nieve había causado en el portón de madera del establo, pero la
ventisca le obligó a regresar dentro. Desde entonces había estado empeñado en
enderezar las patas de una vieja silla que tenían la costumbre de abrirse. Carlisle,
por su parte, se lo había tomado con tranquilidad. Las órdenes de su primo mayor
eran que no se movieran de allí hasta que él no regresara, y sabía que aquello no
admitía discusión. Jugaba con su pipa junto al fuego mientras terminaba de
engrasar sus botas para mantenerlas impermeables en la nieve.

Los dos Mountain miraron a Richard, que seguía preocupado, atento a


cualquier forma móvil al otro lado de la ventana.

—Jedidiah conoce los bosques mejor que nadie —dijo su hermano—. Habrá
encontrado un refugio donde guarecerse.

—Pero la tormenta…

—Esta tormenta no es nada en comparación con las que tuvimos el año


pasado —le tranquilizó Carlisle—. Y entonces estuvo seis días desaparecido.
Volvió como si nada. Había pernoctado en la misma guarida de un oso mientras
hibernaba.

—Un oso —musitó Richard.


Debía reconocer que aquellos montañeros eran gente sorprendente. Se
habían hecho a sí mismos, forjados con el hielo de las cumbres y el azote de nieve
de las tormentas. En cierto modo los admiraba. Admiraba su rudo estilo de vida,
donde nada era innecesario, donde los días dependían de la clemencia de aquellas
montañas y las noches de la seguridad de una casa de madera.

Sí. Quizá Jedidiah sabía qué tenía que hacer en una situación como aquella,
pero Julie… eso era diferente. Ella era una chica de ciudad. Criada entre los
algodones más costosos de la alta sociedad. Era posible que en un primer momento
se hubiera sentido deslumbrada por la sorprendente virilidad del montañero.
Debía reconocer que hasta él mismo se sintió cohibido. Pero ahora, perdida allí
arriba, debía estar dándose cuenta de que aquel infierno helado no era para ella. Y
más teniendo como guía a aquel bruto, que seguro la estaba tratando como si fuera
una mula de carga.

—Ahí arriba hay decenas de lugares donde estar caliente —Chaz dejó la
silla. Aguantaría una temporada si no se usaba para apalearse unos a otros—.
Siempre que se sepan encontrar, claro.

—Debimos de habernos marchado ayer —musitó de nuevo Richard—.


Cualquiera sabe lo que debe estar pasando la pobre Julie.

En eso quizá tuviera razón. Jedidiah no era, precisamente, un tipo


cuidadoso con las mujeres. Se había criado sin ninguna alrededor, y las pocas
chicas con las que había salido, encajaban mal con su temperamento. Tenía la
malsana costumbre de enamorarse de féminas tan distintas a él que amor y
sufrimiento eran una misma cosa en su vida.

Carlisle decidió que no podía dejar que el pisapapeles entrara en aquella


espiral de auto aflicción. Lo mejor era entretenerlo. ¿No había dicho Jedidiah que
cuidaran de él y no lo dejaran hacer tonterías? Dejó las botas en el suelo. Se limpió
las manos con un viejo trapo y rebuscó en un cajón hasta que encontró una baraja
de naipes.

—Vamos a echar una partida.

A Chaz le pareció una idea estupenda. Su primo le debía una revancha.


Precisamente el día en que los dos invitados llegaron a la cabaña, tuvieron que
despejar a puñetazos quién era el ganador. Había llegado el momento de dejar
claro quién era el mejor jugador de la montaña.
—No sé cómo pueden si quiera pensar en jugar —les recriminó Richard—,
con dos personas perdidas en medio de la ventisca.

Carlisle ya barajaba las cartas mientras Chaz despejaba la mesa.

—Acérquese —dijo el pequeño de los montañeros—. Echaremos una


partida de póquer.

Lo cierto era que la curiosidad de Richard se había despertado desde que lo


había visto manipular la baraja. Aún seguía de pie, junto a la ventana, pero ahora
los miraba hacer junto al fuego, preparándolo todo para pasarlo bien.

—¿Saben jugar al póquer aquí arriba? —se extrañó—. Pensaba que era un
juego demasiado…

—¿Civilizado? —terminó Carlisle la frase por él.

—No quería decir eso —ofender a un Mountain en su propia casa era lo


último que se le pasaba por la cabeza—. Eché los dientes jugándolo. Sería injusto
para ustedes que tuvieran que enfrentarse conmigo.

Y era cierto. Uno de los escasos vicios de papá había sido aquel juego. A él
se lo había enseñado desde niño. Pasaban las tardes de verano en el porche de la
mansión playera, jugando al póquer a la espera de que su madre y su hermana
estuvieran lista para volver a bajar a la arena. Apostaban frijoles y garbanzos, y su
padre le dejaba ganar la mayoría de las veces, pero así aprendió las reglas de un
juego que le recordaba a los momentos más felices de su infancia.

Chaz y Carlisle se habían mirado tras la confesión de Richard. Dudaban de


que aquel pisapapeles supiera jugar. Pero entretenerlo era su objetivo y si, de paso,
sacaban algún beneficio, pues mejor.

—Gracias por avisar —Carlisle sabía ser cortés las escasas veces que lo
intentaba—. Pero si no hay peligro no hay diversión. Venga. Empecemos.

Richard se frotó las manos. Parecía que su preocupación por su amiga había
desaparecido con la misma rapidez que su dolor de cabeza. Se sentó junto a ellos,
en la silla que Chaz acababa de reparar.

—Ustedes lo han querido —parecía bastante convencido—. El que avisa no


es traidor.
Chaz lo miró con los ojos nublados.

—Nosotros echamos a los traidores. No los queremos en las montañas.

—Era un dicho —¿de verdad no lo habían oído nunca?

—Ah, vale —pareció tranquilizarse—. Pero jugaremos con dinero de


verdad. Así será más emocionante.

Aquello era una contrariedad. Siempre se deshacía de la calderilla, ya fuera


dejando una buena propina o ayudando a alguien en la calle. Detestaba que le
abultara en los bolsillos y el ruido que provocaba al andar era… vulgar.

—No sé si tendré monedas —se rebuscó, sabiendo que no había nada.

—Billetes —Carlisle sonrió—. Verdes billetes.

Una sonrisa cómplice empezó a formase en los labios de Richard.

—¡Vaya! Esto se pone interesante.

A Chaz el pisapapeles empezaba a caerle bien, a pesar de que le iban a sacar


hasta la entrañas. ¿En cuánto estarían valoradas aquellas botas de fina piel? En una
pasta, supuso. Cuando no le quedaran machacantes empezarían a desplumarle la
ropa y los objetos personales. Jedidiah no podría enfadarse por ello. Había dicho
que lo entretuvieran, y ellos estaban acatando sus órdenes al pie de la letra.

Carlisle terminó de barajar y dejó los relucientes naipes sobre el tapete.

—Saca la botella de Rompentrañas, Chaz.

Cuando el hermano pequeño dejó el aguardiente encima de la mesa,


Richard no pudo evitar poner un gesto de asco.

—Solo una —dijo— y después la guardan.

Mientras servían los vasos, él volvió a mirar por la ventana. Temía por Julie
y los duros y agrios momentos que debía de estar pasando justo en ese instante,
mientras él se divertía al calor de la lumbre.
CAPÍTULO 21
Julie miraba el fuego de la chimenea, hipnotizada, mientras sentía cómo su
cuerpo iba entrando en calor gracias al café que le había preparado el montañero.

La tormenta les había cogido en mitad de la nada. Cuando estaban


demasiado lejos de su destino como para avanzar, e igual de apartados de la
cabaña como para regresar sobre sus pasos. Había sido tan repentina como la otra
vez: una ráfaga de aire helado, las nubes, que se cernieron sobre ellos, y la nieve,
que había empezado a caer como si quisiera borrar las huellas de un crimen.
Jedidiah había acercado su montura, sujetando las bridas del caballo de Julie
mientras intentaba abrirse paso a través de la ventisca. El bosque había
desaparecido a su alrededor. Estaban inmersos en un torbellino blanco,
inmaculado, que los envolvía como un sudario. Solo la gruesa ropa térmica los
mantenía a salvo. No había nada que les indicara en qué dirección cabalgaban.
Cualquier referencia era invisible bajo la tormenta. Podían estar yendo directos
hacia un precipicio o internándose en los profundos bosques del otro lado de la
montaña, donde no había ningún lugar bajo el que guarecerse. Pero por alguna
razón Julie no había sentido miedo. Jedidiah le había dicho que estaban cerca de un
viejo refugio de caza, que llegarían si los caballos eran capaces de soportarlo, y ella
estaba segura de que sería así.

Cuando el montañero saltó de su montura, ella no supo qué estaba


pasando. Apenas lo distinguía entre los girones de nieve, a pesar de que estaban a
solo unos pasos de distancia. Le había hecho señales para que ella también
desmontara. Como tenían las bocas tapadas por las gruesas bufandas, bajo el
rugido de la tormenta apenas podían entenderse. Le había hecho caso y había
descabalgado con la misma pericia que él. Jedidiah había tirado de las riendas,
recorriendo una ligera pendiente, aunque los animales estaban asustados y
dificultaban la tarea de conducirlos.

La vieja construcción había aparecido ante ellos de repente, como si


hubieran levantado un telón que desvelaba una desvencijada cabaña de madera,
medio escondida entre los árboles del bosque.

El montañero le había indicado con gestos que abriera la puerta mientras él


sujetaba las monturas. No le había costado trabajo hacerlo. Era un sencillo sistema
de pestillos que cualquiera podía abrir. El interior estaba oscuro y casi tan frío
como el exterior, pero al menos desaparecía el azote del viento. Había buscado
algo con que alumbrarse. Un viejo candil sobre la única mesa y una caja de cerillas
al lado le habían indicado que aquel lugar estaba cuidado y se utilizaba
precisamente para casos como aquel. Trasteó hasta poder encenderlo. La luz
dorada había revelado un espacio simple: una cocina muy sencilla, algunas sillas,
un camastro, un sofá reclinable, la chimenea y un buen abastecimiento de madera.
Rogó porque estuviera seca, pero no tardó en encender un buen fuego que empezó
a caldear la habitación.

Jedidiah había entrado entonces.

—Los caballos están bien —la había tranquilizado—. Hay un pequeño


establo detrás, bien abastecido de forraje. La guarda forestal no desatiende estos
refugios durante todo el año. Aquí también debe de haber algo que echarnos a la
boca.

Rebuscó en los armarios y sacó un par de latas de judías.

—No tengo hambre —había dicho ella—. ¿Cuánto tiempo crees que durará?

—Al menos toda la noche. Quiétate la ropa. Está empapada.

Y había seguido su consejo. Se había deshecho del anorak, del grueso jersey
de lana, de las botas y de los pantalones térmicos. Cuando se volvió, Jedidiah le
tendía una manta. La miró con suspicacia, pero estaba limpia, incluso aún
desprendía un ligero aroma floral a suavizante. Él también se había desvestido,
quedándose en ropa interior y cubriéndose con otra de las mantas.

—Siéntate junto al fuego —le había recomendado el montañero—. Entrarás


en calor en seguida. Pondré la ropa a secar y prepararé algo caliente.

Desde entonces, había pasado una lenta media hora y aquella era su
segunda taza de café.

Apenas habían hablado en todo ese tiempo. El fuego crepitaba, lanzando


pequeñas partículas que se apagaban antes de tocar el suelo. Ella ocupaba una
esquina del sofá, cómodamente acurrucada bajo su manta. Jedidiah se había
sentado en el otro extremo, con los codos apoyados en las rodillas, y parecía
arrobado por las llamas.

Julie lo observó. La manta le tapaba las piernas pero dejaba el torso al


descubierto. Su piel blanca, helada, intentaba revivir bajo el azote del fuego. Los
tríceps estaban perfectamente cincelados, arrancados a una pieza de mármol.
También los hombros, que desde su posición marcaban un perfil sólido y
musculado, donde cada retazo de su anatomía se marcaba sobre la piel.

—Richard debe estar preocupado.

Él la miró como si de pronto volviera a aquella habitación después de una


larga ausencia.

—Chaz y Carlisle lo habrán tranquilizado. No te preocupes.

—Esa cicatriz…

Julie estaba mirando la triple línea rugosa que se proyectaba sobre su


espalda, muy cerca del hombro izquierdo.

—En estas montañas hay gatos muy grandes —sonrió.

Ella alargó la mano y la tocó. Era suave al tacto. Y caliente. Aquel cuerpo
marmóreo era de todo menos tibio. Bajos sus dedos notó el escalofrío que recorrió
la piel del montañero.

—Jedidiah…

—Jed.

Ella apartó los dedos.

—¿Cómo?

—Nadie me llama Jedidiah. Es demasiado largo. Bueno, solo los turistas. Da


cierto carácter montañés.

Julie lo miró con curiosidad. El cabello le caía sobre los ojos, y la luz de las
llamas le arrancaba un tono rojizo.

—¿Y cuándo pensabas decírmelo?

Él se encogió de hombros, pero no cambió de posición.

—Te irás mañana. Quizá nunca seamos amigos.

Tenía razón. La única oportunidad de quedarse una temporada la había


arruinado aquella ventisca. Richard no admitiría un aplazamiento. En cuanto
volvieran se empeñaría en regresar a la ciudad, y ella no tendría más remedio que
obedecerle.

—¿Y por qué me lo dices ahora? —le preguntó.

Él se humedecido los labios. Eran jugosos y cálidos. Lo sabía bien. No solo


había soñado con ellos, también los había mordido.

—No lo sé —dijo sin dejar de mirarla—. Quizá porque me has tocado.

Aquella respuesta le erizó la piel a Julie. No supo por qué, pero alargó la
mano. Sus dedos apenas acariciaron la piel de su hombro, y descendieron hasta su
antebrazo. Jedidiah no apartó los ojos de los suyos. Ella tampoco, pero sintió bajo
las yemas de los dedos cómo se estremecía.

—¿Qué nueva confesión me harás ahora?

Él tragó saliva. Notaba cómo el corazón le bombeaba con fuerza en el pecho.

—Tampoco somos tan terribles. Es más una cuestión de apariencias.

Julie se apartó el cabello de la cara. No quería, no podía dejar de reflejarse


en aquellos ojos azules. De nuevo sus dedos acariciaron la piel del montañero. En
esta ocasión empezaron justo detrás de la oreja para recorrerle el perfil del sólido
mentón.

—Si sigues así, es posible que yo también quiera arrancarte una confesión.

Ella no le hizo caso, y su dedo se detuvo un instante en el borde de la


mandíbula para continuar por su cuello, hasta recorrer lentamente el perfil de su
clavícula.

Esta vez Jedidiah no se quedó quieto. Alargó la mano y colocó la palma


sobre su rostro. Sintió que ella se recostaba ligeramente. La yema de su meñique
estaba en contacto con la comisura de su boca. Solo necesitaba moverlo
ligeramente para acariciarle los labios, pero no se atrevió, porque en ese caso no
podría parar.

—¿Qué sientes por Richard? —le preguntó, aceptando las reglas de aquel
juego.
Ella se humedeció los labios, y al hacerlo la punta de su lengua rozó
ligeramente aquel dedo.

—Lo quiero como amigo. Como a un amigo de la infancia. Nada más.


Ahora me toca a mí.

Él suspiró sin darse cuenta. Había estada embelesado con el recorrido


húmedo de sus labios. Cuando Julie colocó una mano sobre su pecho se
estremeció. Ella abrió los dedos, sintiendo el calor del amplio pectoral. Jugaron en
un pequeño círculo, arremolinando el suave vello de su pecho. Cuando la apartó él
la siguió con la mirada.

—¿Qué piensas de mí? —le preguntó Julie.

Tuvo que serenarse antes de contestar. Estaba excitado. Excitado como


nunca. Notaba cómo la sangre bombeaba en su cuello, entre sus piernas. Un solo
movimiento y quedaría en entredicho. Tragó saliva. No se atrevía a moverse. Solo
podía mirarla.

—Creo que… —intentó ordenar su mente— eres inteligente, testaruda,


buena persona, meticulosa, y muy guapa.

Esta vez no la tocó. Si lo hacía no tendría más remedio que hacerle el amor.

—¿Qué piensas tú de mí? —le preguntó.

Ella hizo un mohín con los labios que lo volvió loco.

—Que besas muy bien —contestó.

—Eso no lo sabes

—Nos besamos. ¿Ya no te acuerdas?

Jedidiah se recostó sobre el respaldo. Al hacerlo se acercó


irremediablemente a Julie. Al colocar la mano sobre el asiento sus dedos tocaron su
piel bajo las mantas.

—Aquello no fue un beso —dijo en voz baja, casi un ronroneo—. Te aseguro


que lo hago bastante mejor. Y me gustaría defenderme a ese respecto.
Fue Julie quien se inclinó hacia él, con los labios entreabiertos. Fue aquella
la señal de que, quizá, no lo rechazaría.

El montañero arrancó las mantas que los separaba y fundió su cuerpo con el
de ella. Cuando Julie gimió cerca de su oído la pasión que sentía por aquella mujer
se desbocó en forma de un beso largo, húmedo, salvaje. Quería abarcar cada
recodo de su boca, de su lengua, de sus labios. Recordaba cada detalle
pormenorizado de aquel beso en la nieve. Pero ahora tenía todo el tiempo del
mundo.

Bajó por su garganta. El aroma de su piel lo volvía loco. Forcejeó con el


cierre del sujetador mientras no dejaba de frotarse con ella, con su piel. Necesitaba
su calor, memorizar todos los estímulos que su cuerpo era capaz de
proporcionarle. Cuando al fin pudo quitarle la prenda se apartó un instante para
observarla. Un latigazo de deseo le azotó el vientre. Los calzones le apretaban tanto
que le hacían daño. Se los arrancó a manotazos. Cuando al fin sumergió la boca
entre sus pechos creyó que se derramaría al sentir el contacto de la piel de sus
muslos sobre su sexo inflamado. Pero pudo contenerse. A pesar de que el sabor de
sus areolas y el tacto de sus pezones entre sus dientes era la cosa más deliciosa del
mundo. Julie se retorcía entre sus brazos, y aquellos gemidos agónicos de placer lo
volvían aún más loco. Estaba aferrada a su cabello, intentando controlar las
convulsiones de su cuerpo mientras él degustaba su piel, lamía, besaba, absorbía,
mordisqueaba. Hubiera pasado allí su eternidad, pero la urgencia le llevó más
abajo, atravesando la hendidura deliciosa de su ombligo hasta el borde rosado de
sus braguitas. Antes de atacar la miró a los ojos. Eran brillantes, acuosos,
torturados por el mismo placer que él sentía. Sin más, tiró de ellas hacia abajo. El
aroma del sexo femenino lo terminó de enloquecer. Se sumergió entre sus piernas
con hambre atrasada, lamiendo los pliegues, usando su lengua como un ariete, sus
dedos como un conquistador.

Mientras tanto, sentía allá abajo cómo su sexo palpitaba, salvaje,


manchando las mantas arremolinadas con las primeras gotas de su pasión.
Jedidiah tuvo que dejar aquella maravilla para volver a sus labios: pecho contra
pecho, vientre contra vientre, sexo contra sexo.

De nuevo la miró.

—¿Estas segura?

—Hazlo.
Entró con cuidado. Se odiaría si le hiciera daño. Ella se encogió brevemente.
Se mordió los labios, lo que aún lo puso más cafre. Ajustó un poco más las caderas.
Notó cómo entraba. Cómo se ajustaba. Cómo iba penetrando poco a poco,
acoplando su envergadura. Cuando ella suspiró supo que todo estaba bien. Fue
entonces cuando solo pudo pensar en ella, en darle placer, en volverla tan loca
como ya lo estaba él.

Empezó suave, analizando los cambios imperceptibles en su piel, en sus


pupilas dilatadas, en los jadeos contenidos que se le escapaban. Aceleró cuando se
dio cuenta de que ella se ajustaba a su cuerpo, empujaba con las caderas, le
arañaba la espalda. No supo cuánto tiempo estuvieron cabalgando, primero abajo,
después arriba. Cambiando el ritmo para que no se desbordara. Entrando y
saliendo. Solo se permitió terminar cuando Julie se deshizo entre sus brazos. Fue
con un gemido sordo, convulsionado. Apretó los ojos y se mordió los labios. Al
instante él la acompañó, mientras un torrente cálido lo llevaba a lo más alto del
placer.

Cayó sobre ella, sin fuerzas. Sobre sus labios, que besó con una ternura
impensable en un hombre como él.

El calor de la chimenea volvió a hacerse presente. Eclipsado hasta ese


momento por el fuego de sus cuerpos. Al fin pudo separarse de ella, y colocarse a
su lado, mientras la abrazaba.

Julie tenía los ojos medio cerrados, e iba recuperando el ritmo de su


respiración. Él le acarició el vientre. Aún le costaba trabajo respirar, pero tenía que
decirlo.

—Me gustaría que esta tormenta durara toda la vida.

Ella lo miró. Estaba preciosa después del sexo. Se humedeció los labios y
miró hacia la ventana

—Creo que ha amainado —dijo con una sonrisa cómplice.

Él la besó.

—Rezaremos a algún dios de los truenos para que la desate de nuevo.

Julie se acurrucó entre sus brazos. Su cabeza era un mar de dudas. Nunca
había sentido nada igual, y no solo se trataba de la maestría de Jed en hacerla
gozar, que era sorprendente, sino en la maraña de sensaciones que la atrapaban
cuando estaba con él. Se apretó un poco más contra su cuerpo. Necesitaba toda su
piel.

—¿Qué vamos a hacer? —le preguntó en voz baja.

—No lo sé.

Ella tampoco.

—Tú seguirás en tu montaña y yo regresaré la ciudad.

Él le apartó el húmedo cabello de la cara.

—Quizá pueda pasar contigo algunas temporadas.

Julie le dio un ligero beso en los labios.

—Y querrás regresar una semana antes.

—Estando contigo no —él también la besó—. Me gustas demasiado.

A ella también le gustaba demasiado, pero aquello no respondía a ninguna


de sus preguntas.

—No me conoces.

—Conozco lo que necesito conocer de ti. Ya me gustaste la primera vez que


te vi. Me dejaste sin aliento. Ahora me has dejado sin fuerzas.

Julie sonrió.

—Suena raro llamarte Jed.

—Llámame como quieras, siempre que mi nombre no desaparezca de tus


labios.

Ella acarició su rostro, su barba. Hacía solo unos días aquel hombre no
existía, y ahora…

—Es posible que me esté enamorando de ti —le dijo muy seria, deteniendo
el vuelo de su mano.
El montañero sonrió y en sus mejillas apareció un leve rubor.

—Las chicas no confiesan esas cosas. Esperan a que seamos nosotros


quienes las digamos.

—No sé con qué chicas has tratado, pero yo no soy como ellas.

—Ya lo he visto —le pellizcó el trasero y ella jugó a abofetearlo—. Yo no


creo que me esté enamorando de ti. Estoy seguro de que estoy loco por ti.

Aquella confesión le provocó un estremecimiento. Tuvo que besarlo. Un


largo y cálido beso que encendió de nuevo el fuego en sus entrañas y que hizo que
Jedidiah palpitara sobre su muslo.

—Estamos en un lío.

—En un gran lío —añadió el montañero.

—¿Y qué vamos a hacer?

Él se movió ligeramente y la colocó sobre su cuerpo, como si no pesara.

—El amor. Hasta que me haya aprendido tu piel y nunca se me olvide.


CAPÍTULO 22
Cuando Julie abrió los ojos, la blanca luz de la mañana inundaba el refugio.

Se sentía… se sentía como nunca antes. Llena de energía, de esperanza:


feliz.

Al girarse se topó con Jedidiah, entre cuyos brazos había estado durmiendo.
La estaba mirando fijamente, con la cabeza apoyada en la palma de la mano y una
amplia sonrisa colgada de los labios.

—Buenos días.

Ella se desperezó, sintiendo el duro cuerpo del montañero pegado al suyo.


Estaba agotada, dolorida, e inmensamente dichosa. El sexo había tenido mucho
que ver, por supuesto. Una larga noche de sexo con un espécimen como el que
tenía a su lado ayudaba. Pero era más que eso. Jedidiah era mucho más que eso.
Bajo aquella armadura de tipo duro, salvaje y pendenciero, había un hombre
tierno, sensible y cariñoso. Y lo mejor de todo era que le gustaban las dos
versiones. Se apartó un poco de él para verlo mejor, pero en ningún momento
perdió el contacto de su piel.

—Buenos días —respondió.

El montañero le dio un suave beso en los labios.

—¿Hambre?

—Me comería a uno de tus caballos.

—Hemos consumido mucha energía.

—Mucha.

El montañero retiró las mantas del camastro y se puso de pie de un salto.

—Voy a rebuscar en los armarios. Seguro que hay algo más que alubias.

Ella no pudo evitar morderse el labio inferior mientras lo observaba


rebuscar desnudo en la cocina. Le encantaban sus glúteos. Eran firmen y suaves,
sin rastro de vello. Esa noche los había mordisqueado y se había quedado con
ganas de más. Sintió que se ruborizaba. ¡Se estaba convirtiendo en una vieja verde!
Ese pensamiento, y recordar las cosas que había hecho aquella noche, la hicieron
sonreír. Ni en sus imágenes más febriles había pensado que ella sería capaz de…

—Prefiero que te quedes aquí —le tendió la mano a Jedidiah para que
volviera a la cama—. Ahí fuera hace frío.

Él regresó, obediente, con un paquete de galletas en la mano. La


temperatura era agradable pues la chimenea seguía encendida. Quizá él la había
alimentado durante la noche, mientras ella dormitaba entre sesión y sesión de sexo
salvaje, de sexo tierno, de maravilloso sexo. Jedidiah se metió en la cama y la
abrazó de nuevo. Le apartó el cabello del rostro y le dio otro ligero beso en los
labios. Cuando se apartó creyó ver una sombra difusa que atravesaba los ojos de
Julie. No estaba seguro si era preocupación o tristeza.

—¿Estás bien? —preguntó.

Ella le devolvió el beso, tan ligero y tierno como el del montañero.

—Mejor que nunca, pero también peor que hace mucho tiempo.

—Eso suena… extraño.

Y lo era. Y más aún explicárselo.

—Mañana me iré, pero no quiero marcharme.

—¿Tanto te han gustado mis montañas?

La apretó contra su cuerpo y deslizó la mano por su espalda. Notó cómo se


excitaba de nuevo. Había pensado, en broma, que después de una noche como
aquella no volvería a tener ganas de sexo nunca más, pero allí estaban, sus ganas,
sus enormes ganas de Julie.

—Me gustan mucho —dijo ella, siguiéndole la broma—. Pero sabes que no
me refiero a eso.

No. Se refería a lo mismo que le torturaba a él desde hacía un par de días. Y


que esa mañana, cuando había abierto los ojos, feliz de tenerla entre sus brazos, los
había ensombrecido como una nube pasajera.
Le acarició el rostro. Se llevaría horas mirándola. Horas amándola.

—He estado pensando —se apretó un poco más contra ella—. Llevo
demasiado tiempo desconectado del mundo. Quizá va siendo hora de cambiar de
aires.

—A ti te encanta todo esto. Es tu vida.

—Pero tú no estarás.

¿Sería capaz de abandonar lo único que amaba por… por ella?

—No. No estaré.

—Entonces no quiero quedarme aquí —su voz había tomado un matiz


grave, tremendamente serio—. Si tú no estás, este no es mi sitio.

—No me conoces. No sabes nada de mí.

—Sé lo que necesito saber.

El corazón de Julie palpitó con fuerza. En silencio, había estado


preparándose para la despedida. Sin embargo…

—¿Vendrías a la ciudad?

Él se encogió de hombros. A ella le encantaba aquel gesto tan suyo.

—Puedo vender algunas tierras. Con eso podría sobrevivir un puñado de


meses hasta que encuentre un trabajo.

—¿Harías eso por mí?

—En verdad lo haría por mí. No quiero estar apartado de ti.

Julie lo miró largamente. Era un hombre guapo. Serio y guapo, como a ella
le gustaban. En verdad, hasta que no había llegado a las montañas no tenía ni idea
de cuál era su tipo de hombre, pero al ver a Jedidiah no tuvo dudas. Su tipo de
hombre era Jedidiah Mountain. No los hombres como él, sino él. Él mismo. El que
la tenía entre sus brazos y estaba confesando que abandonaría lo único que amaba
para irse con ella a un lugar que detestaba. Aquella reflexión la hizo volver a la
realidad.

—La ciudad terminaría asfixiándote, Jed.

—Y yo terminaría odiando estas montañas porque te apartan de mí.

—¿Qué te parece si lo pensamos más adelante? Aún debemos regresar, ver


cómo está Richard, y quizá podamos convencerlo de quedarnos unos días más.

—¿Tú crees que accederá?

Ella le acarició el recio cabello. A veces el cazador era cazado.

—Richard sabe que no existe el arrendajo rojo. Solo está aquí porque siente
que yo necesito esta experiencia.

Él arrugó la frente. ¿Todo había sido un paripé? ¿El pisapapeles se había


estado burlando de él?

—¿Desde cuándo lo sabes tú? Lo de esa ave.

Ella intentó no reírse.

—Lo sospecho desde el principio. Lo sé desde que tu hermano y tu primo


soltaron a esos canarios disfrazados.

La expresión adusta de Jedidiah no lograba suavizarse.

—¿Los vistes entre los árboles?

Ella hizo un gesto cómico con los labios.

—Los osos no calzan un cuarenta y cinco.

Él pareció meditarlo. Los prismáticos. Con enfocarlos al suelo, a la nieve,


era suficiente para ver las huellas de aquellos dos zopencos. Julie tuvo ganas de
besarlo de nuevo.

—¿Ves? —dijo él al cabo de un rato—. No hay pájaro y mi tío explotará su


mina. Ahí tienes otra razón para irme contigo a la ciudad.

Así que lo besó. Un beso largo y cálido que le encendió una llama bajo el
estómago. Se apartó a regañadientes. Estaban atrapados en medio de la montaña.
Debían pensar en qué hacer.

—¿Crees que será seguro regresar a la cabaña?

Jedidiah echó un vistazo por la ventana, pero al instante volvió al refugio


cálido de las mantas y el cuerpo de Julie.

—Apenas nieva, pero no me fío de estas tormentas. Iremos por la cara este.
Si de nuevo salta la ventisca hay algunos lugares donde refugiarnos —le guiñó un
ojo—. Y ya se nos ocurrirá algo para pasar el tiempo.

Ella hizo la pantomima de sentirse ofendida.

—Eres un sinvergüenza.

—Y tú estás tremenda —la atrajo hacia sí.

—¿Cuándo crees que debemos partir?

—En cuanto te haya hecho el amor y tú hayas gritado, como ayer.

Le besó el cuello, bajando lentamente.

—¿Yo? —¿cómo se atrevía a decir aquello?—. Yo no grito.

—Sí, gritas.

—¿Qué te apuestas?

Él levantó la cara de su pecho, a donde acababa de llegar.

—Una segunda ronda.

Ella se mordió el labio inferior.

—¡Hecho!
CAPÍTULO 23
Cuando Richard abrió los ojos lo primero que hizo fue tocarse la cabeza.
Entre los sopores del despertar había esperado que los efectos del Rompentrañas
hubieran sido devastadores. Sobre todo porque perdió la cuenta con la tercera
copa. Pero no. Solo sentía un ligero dolor que le recorría de sien a sien, no aquel
martilleo agudo del día anterior. ¿Se estaba acostumbrando a aquel brebaje
infernal? ¿Se había vuelto adicto?

Miró hacia la ventana. La luz blanca de la mañana entraba con timidez, lo


que anunciaba que la tormenta no se había disipado por completo.

Intentó hacer memoria antes de levantarse. Recordaba los naipes. Había


jugado una larga y fructífera partida de naipes con aquellos dos brutos. Pero,
¿había ganado? Eso pertenecía al terreno de los vapores etílicos, donde las cosas
eran confusas, contradictorias. Hizo un esfuerzo por recordar. Habían sido más de
una, ahora lo recordaba. La primera partida la había ganado él. De eso estaba
seguro. Las dos siguientes las había perdido de manos de Carlisle. Había ganado la
tercera y la cuarta mientras que Chaz se había alzado con el trofeo en la quinta y la
sexta.

Lo cierto era que se lo había pasado bien. Como hacía tiempo que no
disfrutaba. Con aquellos muchachos las cosas eran más fluidas. Quizá su falta de
unos modales básicos para comportarse en sociedad los volvía espontáneos y
divertidos.

Entonces, ¿cuántas partidas habían jugado en total? Era incapaz de


recordarlo, pero fueron muchas. Demasiadas. De repente se acordó el dinero.
Había traído efectivo porque, con buen criterio, supuso que en aquellas montañas
iba a ser complicado encontrar un cajero o pagar con tarjeta. ¡Y se lo había gastado
todo! Aquella revelación hizo que abriera mucho los ojos. ¡Todo! Aquellos dos
salvajes lo habían desplumado como a un pardillo. El pánico empezó a subirle por
el estómago, como una serpiente. Y no era su dinero, sino el del museo. Debía…

Pero entonces recordó lo otro. Cuando ya no le quedaba ni una mísera


moneda que apostar, Chaz había dicho aquello: «¿Y por qué no nos jugamos lo que
llevamos puesto?» Y él había aceptado.

Se incorporó, sentándose sobre… ¿El suelo? ¿Se había quedado dormido en


el suelo? En efecto. Solo entonces empezó a notar el dolor de espaldas, una mano
rígida y fría que le oprimía por haber pasado una noche sobre las duras tablas del
entarimado. Pero eso no fue todo: Se dio cuenta de que estaba desnudo. ¡En
pelotas! Tal y como su madre lo había traído al mundo.

Se miró de arriba abajo. Su delgado cuerpo contrastaba con la oscura manta


sobre la que había estado durmiendo. Se cubrió con un extremo de la manta e
intentó hacer memoria de lo que había llevado puesto la noche anterior.

¡Su americana a medida! Eso fue lo primero que perdió. Después sus
magníficas botas de piel vuelta que las confeccionaban en Italia solo para él. A
cambio recordaba haber ganado el mugroso gorro de lana de Chaz y un sucio
pañuelo de cuello de Carlisle.

Pero ¿Dónde estaban los montañeros? ¿Dónde estaban esos dos? Solo tuvo
que mirar hacia la chimenea para darse cuenta. El hermano de Jedidiah se
encontraba repantigado en el sofá, durmiendo a pierna suelta, y tan desnudo como
él. Tenía ambas manos sobre aquel vientre plano y musculado que al parecer
lucían todos los habitantes de aquella maldita montaña, y su sobrada virilidad
desmayada hacia un lado. Carlisle también estaba cerca. Boca abajo sobre la
empolvada alfombra, roncando ligeramente y con dos perfectas nalgas mirando a
la estrellas. Pero… ¿por qué estaba valorando la anatomía de aquellos hombres? Él
no… Que supiera, él no…

¿Qué había pasado?, ¿por qué se habían despertado los tres completamente
desnudos? Una sensación de vértigo lo invadió. Si aquello se llegaba a saber sería
su ruina. Adiós a su sueño de ser alcalde, de presentarse a gobernador, y en un
futuro lejano a presidente si encontraba los avales suficientes. ¡En una sola noche
había dilapidado los fondos del museo, había practicado un juego ilegal con dinero
que no era suyo y había amanecido desnudo como un cunero junto a otros dos
tipos, sin acordarse de nada! Nadie se creería que había sido algo inocente. Un
juego para pasar una noche de tormenta. Una locura de montañeros.

Y estaba Julie. ¿Dónde estaba Julie? La había dejado en manos de aquel


salvaje, en medio de una tormenta, al amparo de la noche. Le asaltaron ideas
terribles sobre las cosas que aquel hombre bárbaro podía haber hecho con ella, con
su Julie, con su tierna e inocente Julie.

Sintió que el pánico trepaba por su estómago, se encaramaba a sus


pulmones y subía a su garganta. Necesitaba respirar. Aire fresco. Aire, de
cualquier manera.
De un salto fue hasta la puerta y la abrió sin prestar atención, porque en el
exterior aún nevaba. Solo cuando sus pies descalzos dieron un par de pasos por la
nieve comprendió que aquello era del todo inadecuado. Pero al menos podía
respirar. Al menos…

—¿Señor Howard?

Aquella voz… alzó la cabeza, que estaba entretenida en la forma que


dejaban sus huellas sobre el suelo nevado, y los vio. Se trataba de un grupo de
personas. Allí parados. A un par de metros. Frente a él. Tres hombres y dos
mujeres. Muy abrigados, que lo miraban atentamente, con las bocas abiertas por la
sorpresa. De par en par. Desencajadas.

—Señor Howard —insistió el hombre—. Soy en alcalde Johnson y estas


personas son los miembros del Consejo de Great Peak. Hemos venido para ver qué
tal se encontraban, pero ya veo que muy bien.

—Hay una explicación para todo esto —se tapó sus vergüenzas con
bastante torpeza.

—Aunque seamos gente de montaña tenemos mentes abiertas, ¿verdad,


señora Foster? Usted puede hacer con su cuerpo y su sexualidad lo que desee, que
por nuestra parte no encontrará crítica alguna. Como le digo, mentes abiertas.

—Quizá no deberías haber usado esa palabra —dijo la aludida en voz baja
—. «Abierta».

Richard sintió que su rostro ardía de vergüenza. Debía buscar alguna


explicación, algo coherente, algo plausible…

—Yo no… —un ataque valía más que una defensa—, han sido ellos, los
Mountain. Pero yo no…

—¡Alcalde! —escuchó a su espada—. Pasen y tomen algo. El viejo Richard y


nosotros nos estábamos divirtiendo.

Cuando se giró, se encontró con Chaz y con Carlisle apoyados en el quicio


de la puerta. Tan desnudos como él.

Miró hacia el estupefacto Consejo. Parecían demudados. De nuevo a los


Mountain. Relajados y tranquilos, como si mostrarse a los demás como vinieron al
mundo fuera lo más natural.

Y en ese momento, en ese justo momento, deseó que la tierra se lo tragara.


CAPÍTULO 24
Los caballos caminaban despacio y, aunque la nevada no era intensa, la
nieve acumulada durante la última noche hacía difícil avanzar porque las patas se
hundían y, en algunas ocasiones, casi desaparecían los zancos bajo aquella manta
blanca que lo ocupaba todo. A pesar de que el montañero conocía bien aquellos
senderos temía que alguno de los dos animales pudiera lastimarse, así que los
conducía con cuidado, despacio, intentando encontrar las zonas donde la capa de
nieve era menos espesa.

Jedidiah no se apartaba de Julia, cabalgando lomo con lomo. Sabía lo


traicionera que podía ser la montaña si no se andaban con cuidado. Había elegido
un camino de regreso más largo, pero más seguro en tanto que ofrecía algunas
posibilidades de refugio si la tormenta volvía a arreciar.

—Vamos a descansar unos minutos —dijo tras echar una larga mirada al
cielo—. Parece que el tiempo nos dará una tregua y los caballos necesitan
recuperar fuerzas.

Ella también se había dado cuenta. Les costaba un enorme esfuerzo caminar
y si no descansaban de tanto en tanto podían lesionarse.

—¿Hay cerca algún lugar donde la nieve no intente asfixiarnos?

—Uno que conoces bien.

No tardaron en ver la entrada de la gruta, sin rastro de nieve por la acción


de las aguas termales. Era allí donde creía haber sufrido una mordedura rabiosa,
allí donde Jedidiah le había extraído un supuesto veneno, allí donde creía haber
visto el cielo bajo el efecto excitante de la lengua del montañero, y allí donde
Richard había perdido los nervios por primera vez.

—Los murciélagos —dijo con la sonrisa colgada de los labios a causa de los
recuerdos de hacía solo unos días.

—No necesitaremos adentrarnos en la cueva. Solo serán unos minutos,


media hora a lo sumo. Son buenos caballos y están acostumbrados a estas
condiciones.

Como la vez anterior, nada más acceder a la gruta el frío desapareció


aunque el ambiente húmedo se hacía más denso, más irrespirable.

Desmontaron y dejaron que a los animales descansaran a sus anchas. En el


exterior la nevada era una bruma difusa, como una explosión primaveral de
dientes de león. Julie no estaba muy segura de si quería que parara de nevar o que
la tormenta arreciara. En cuando estuvieran en la cabaña, Richard le anunciaría
que iban a regresar a la ciudad sí o sí, y Jedidiah… mejor no pensarlo. Sintió que la
abrazaban desde atrás.

—En qué piensas.

Volvió a mirar hacia el exterior, hacia el bosque nevado que se extendía


hasta donde abarcaba la vista. La nieve que caía suave pero incesante, impedía
visualizar las cumbres, pero aún sin ellas aquel paisaje salvaje e inesperado era
sobrecogedor.

—En cómo echaré de menos todo esto.

—Yo también —le besó ligeramente el cuello—, pero los cambios dicen que
son buenos.

Julie se volvió sin apartarse y se colgó de su cuello. Los ojos del montañero
eran sorprendentes. Parecían poder leerle el alma. Podría llevarse una vida entera
perdida en ellos.

—¿Lo decías en serio? —necesitaba saberlo, aunque nunca fuera a ocurrir—.


Lo de marcharte conmigo.

—Los Mountain siempre hablamos en serio.

Y era cierto, pero ella no iba a permitirlo. No iba a desarraigarlo. Sería un


acto demasiado egoísta y el preludio de un desastre entre ellos dos. Quizá una
larga temporada de bonanza, mientras el sexo fuera sorprendente y ambos
tuvieran algo que descubrir del otro. Pero después llegaría la monotonía y él
echaría de menos aquellas cumbres nevadas, aquellos bosques tupidos, o el
milagro de una gruta termal en medio de un paisaje helado. Y entonces vendrían
los reproches. Empezaba a conocerlo y sabía que jamás la tendrían a ella como
objetivo. Pero serían peores porque se reprocharía a sí mismo haberlo dejado todo,
haber vendido sus tierras, un legado ancestral, haberse desnaturalizado.

No, precisamente porque era consciente de que sentía algo muy especial por
Jedidiah Mountain, no iba a permitirle abandonar aquellas montañas. Aunque
tuviera que mentirle. Aunque tuviera que romperle el corazón…

El resoplido inquieto de los dos animales la sacó de aquellos pensamientos.

—¿Qué les pasará a los caballos?

Jedidiah se encogió de hombros.

—Se asustan con las serpientes. Por eso nunca los conduzco hasta el interior
de la gruta.

Ella esbozó un gesto cómico de cansancio.

—No es necesario que sigas burlándote de mí. En estas montañas no hay


serpientes, y menos en invierno.

El montañero pareció ofenderse. Hacía tiempo que no veía aquella frente


arrugada y se dio cuenta de que la echaba de menos.

—Claro que las hay —dijo muy serio—. ¿Pensabas que era una broma?

—Por supuesto.

La miró fijamente por unos instantes antes de cogerla de la mano y llevarla


al interior de la caverna. Ella le siguió sin rechistar. ¿Le haría el amor allí dentro?
¿Sobre las rocas calientes? Decidió apartar aquellos pensamientos. El perfil «vieja
verde» parecía que estaba cuajando allí, en su cabeza.

Llegaron al mismo lugar donde dormían los murciélagos. Jedidiah le hizo


una señal, indicándole que se anduviera con cuidado. No le apetecía despertarlos
de nuevo. Ella imitó su gesto, dando a entender que lo había entendido. Solo
entonces la saltó, y empezó a buscar por los alrededores. Miraba en las grietas de la
pared, seguía el recorrido de alguna hondonada hasta que se perdía en la
oscuridad del techo, levantaba piedras con sumo cuidado.

Debajo de alguna de estas pareció encontrar algo, y entonces le indicó con la


mano que se acercara.

—Mira —dijo casi en un susurro, señalando algo que se retorcía en el suelo.


Julie se inclinó para ver mejor, pues apenas llegaba la luz de la entrada, y se
quedó impactada.

—Pero, cómo es posible…

Con la cabeza levantada y el cuerpo en alerta, allí estaba. Una serpiente. Era
pequeña, quizá no llegara al medio metro de largo, y de un color pardo que pasaba
desapercibido entre las rocas. No había nada reseñable en ella. Podría haberse
confundido con un trozo de cuerda abandonado, o con una rama retorcida que
había arrastrado el viento. Pero era una serpiente. ¡Claro que era una serpiente!

—Siempre han anidado aquí —le dijo él—. En este lugar la temperatura no
cambia ni en invierno ni en verano. Supongo que se sentirán cómodas y con las
crías de murciélago tienen alimento de sobra.

Ella se acercó un poco más. Su cabeza funcionaba a marcha forzada,


intentando clasificar a aquel espécimen. Intentando localizar sus características
diferenciales.

—Yo que tú no me aproximaría ni un centímetro más —le advirtió el


montañero—. Es venenosa y ya conoce una parte de tu anatomía.

Ello lo miró como si no comprendiera. Hizo lo mismo con la serpiente, que


con su diminuta cabecita negra seguía los movimientos de Julie como si la hubiera
hipnotizado. De pronto apareció en sus labios una enorme sonrisa… en los de
Julie.

—Jed, creo que no tendrás que abandonar las montañas.

Él la miró contrariado.

—¿Por qué lo dices? ¿Ya piensas dejarme cuando aún apenas nos
conocemos?

Por toda respuesta ella se tiró en sus brazos y ambos rodaron por el suelo.

—Si todo sale como espero —lo besó, una, dos veces—, tendrás que cansarte
de mí para que me vaya de estas montañas.

—Entonces no te irás nunca.


EPÍLOGO
Dos semanas después.

Richard cerró el capó de su cuatro por cuatro.

—Ya está todo. Hora de marcharse.

Julie lo abrazó con fuerza. Lo echaría de menos. Cuando eran solo «amigos»
le había parecido un tipo simpático, aunque demasiado estirado. Ahora que eran
«buenos amigos» había aprendido que tras aquella apariencia de frívolo aristócrata
se ocultaba un buen hombre, amable y cariñoso.

—¿Llevas la botella de Rompentrañas? —su afición al licor de los Mountain


le preocupaba un poco, pero parecía que había aprendido a controlarse.

—Dos. Y he quedado con Carlisle en que haremos negocios en un futuro


próximo. Un brebaje como este causará furor en una par de clubs que frecuento —
echó una última ojeada a su alrededor. Great Peak, un lugar que hacía un mes ni
sabía que existía y que ahora era un sitio entrañable, de esos que dejan huella en el
corazón. El hombre que volvía a la ciudad no era el mismo que había llegado, y eso
se lo debía a un pueblo como aquel—. Debo marcharme. Intentaré volver en
verano. Chaz dice que no hay nada como un baño en el manantial helado las tardes
de calor.

—Lo mandaremos a la cabaña con Carlisle, así que tu cama te estará


esperando.

La volvió a abrazar. En cierto modo se sentía responsable de ella. Él había


sido quien la había traído, y ahora regresaba solo. Había tenido que soportar las
críticas de Hortense, acusándolo de la decisión que había tomado su hermana. Un
mes antes aquello le hubiera hecho entrar en crisis. Una Vanderbilt de pura cepa
acusándole de cosas horribles por teléfono… Pero ahora le daba igual, casi le
parecía gracioso.

—¿Estás segura con lo que vas a hacer? —necesitaba saber que no había
dudas. Que todo era como debía ser.

Ella sonrió. Siempre le había gustado Julie, pero ahora parecía más bonita
que nunca. Más serena. Feliz.
—De pocas cosas he estado más segura en mi vida, Richard, y te lo debo a
ti.

Él se encogió de hombros, un gesto que se le había pegado de aquellos


malditos Mountain.

—Yo solo he hablado con el señor McArthur, el director del museo, he


intercedido por ti ante la Junta, y he conseguido que te den una beca para estudiar
durante los próximos dos años a la Viperoidea termalis, como la has bautizado…
bueno, es cierto, todo me lo debes a mí.

Ambos rieron, aunque en el fondo a los dos les apenaba tener que
separarse.

Aquellas últimas semanas habían sido una locura.

A Richard le había costado convencer al Consejo de Great Peak de que no


era un pervertido. Al parecer, de Chaz y de Carlisle se lo esperaban todo. O, dicho
de otra manera… ¿Quién se atrevía a juzgar a un Mountain?

Tuvo que soportar una larga charla con el alcalde Johnson que solo terminó
cuando le permitió describirle uno a uno los canarios que ocupaban toda una
habitación climatizada de su casa. Y con la señora Foster, el otro miembro
destacado del Consejo que lo había visto en bolas, necesitó tres tarde se té y
pasteles para convencerla de que era un buen chico.

Al final todo se había quedado en una anécdota graciosa, a pesar de su


orgullo herido. Estaba seguro de que durante generaciones, al calor del fuego del
hogar, los habitantes de aquella montaña contarían a sus hijos y nietos aquella vez
que un estirado individuo de ciudad apareció desnudo ante el Consejo sin saber
qué decir.

Después estaba lo de la serpiente, la que había bautizado Julie como


Viperoidea termalis en honor de la caverna de aguas termales donde vivía. Su
compañera le había enseñado las fotos que había tomado con su teléfono móvil y él
estuvo de acuerdo: era una especie desconocida, circunscrita a un hábitat muy
concreto, y una joya que era necesario proteger.

Dos semanas habían tardado en reunir todas las pruebas que serían
necesarias para hacer un estudio a fondo a cargo del museo, y que le permitirían a
Julie quedarse vivir allí una larga temporada.
Durante aquellas dos semanas se había mudado a la cabaña de Carlisle,
para dejar en la casa grande un poco de intimidad para aquellos dos. La vida con
los muchachos había sido todo un descubrimiento. Eran charlatanes, inteligentes,
divertidos y espontáneos. Chaz le enseñó a tallar la madera y Carlisle le dio buenas
lecciones de cómo tocar la guitarra. Según el primo de los Mountain era
imprescindible teñir este instrumento para que las chicas se rindieran a sus pies.

Sí, habían sido dos semanas diferentes, y quizá de las más interesantes que
había pasado en su vida. No podría contarlo en el Club, por supuesto. Lo mirarían
con la nariz arrugada, pero al menos lo guardaría en su corazón, como el recuerdo
de una buena época.

Se apartó de Julie y le tendió la mano al montañés, que había permanecido


apartado, respetando el momento de intimidad que había tenido con su
compañera de trabajo.

—Jed.

Se la estrechó.

—Richard.

—No empezamos con buen pie tú y yo.

—En las montañas decimos que los mejores amigos se forjan en el yunque.
Eso es lo que ha pasado entre nosotros.

No había mucho más que decir. En aquellas latitudes las cosas no se


transmitían con palabras, sino con hechos.

—¿Cuidarás de ella?

—Siempre que me deje, pero me temo que será ella quien cuide de mí.

Y tenía razón. Julie le había dejado claro que no era la damisela al uso: sabía
cuidar de sí misma, no necesitaba una media naranja porque para eso ya se tenía a
ella misma, ni quería que él la protegiera, porque sabía dar un puñetazo si era
necesario. Lo que quería era que la quisieran, que contaran con ella para las
grandes decisiones, y para las pequeñas también, que la respetaran y que
construyeran una vida juntos de igual a igual. Esa era la Julie que conocía y la Julie
que dejaba en aquellas montañas.
—¿Le dirás adiós a los chicos de mi parte?

Jedidiah sonrió.

—Te mandan esto.

Tomó del suelo una saca de viaje y se la entregó. Richard la miró extrañado.
Cuando miró en su interior una sonrisa se le formó en la boca. Era su ropa, toda la
ropa que le habían ganado en aquellas partidas de póquer, la noche en que Julie y
Jedidiah se perdieron en las montañas bajo la ventisca.

—¡Vaya! Pensaba que la había perdido.

—En verdad era una pequeña treta —le guiñó un ojo—, por si no
encontrábamos el pájaro poder chantajearte.

—¿En serio?

—Claro que no —le quitó importancia—. ¿O sí? Vete a saber.

Richard volvió a sonreír. Nunca lo sabría. Esa era otra de las cosas que
había aprendido de aquellos días en la montaña: las cosas siempre eran como
parecían… o no.

Le dio un último abrazo a Julie, le tendió una vez más la mano a Jedidiah, y
al fin se subió en su coche y enfiló la carretera de salida de Great Peak, que esa
mañana habían despejado el quitanieves.

Julie suspiró. Sí, le echaría de menos. Pero ahora tenía una nueva vida, una
parecida a la que siempre había soñado, y junto a un hombre con el que ni siquiera
se había atrevido a soñar.

Lo tomó por la cintura e introdujo los dedos en la trabilla de su pantalón.

—Qué te apetece hacer.

—El amor.

Ella sonrió. Le encantaba aquel hombre.

—Antes de hacer el amor, me refiero.


Pareció meditarlo. Pocas veces bajaban al pueblo. Estaría bien disfrutar un
poco de la civilización.

—Podemos comer algo. La señora Peterson prepara un venado estupendo


—a ella le pareció una idea perfecta.

—Y después montaremos hasta la cabaña.

—No, después haremos el amor.

Ella volvió a reír.

—Ya no tenemos prisa, Jed. Voy a estar aquí un par de años, y cuando
pasen… ya veremos qué hacer entonces.

Enfilaron la calle central de Great Peak. Las casitas de madera de tejados


empinados y porche delantero flanqueaban la calle. Ya habían aparecido los
primero adornos de navidad. En un par de semanas el poblado reluciría,
iluminado como un joyero oculto en las montañas. Entonces bajarían a pasar
aquellos días con sus vecinos. Tenían una casa al final de la calle. Los Mountain
habían sido los dueños de todo aquello y, como decía el abuelo, era mejor que los
demás no lo olvidaran.

Jedidiah la besó en el cabello. Le gustaba cómo olía, y su suavidad.

—¿Crees que mi tío se quedará con los brazos cruzados? —era algo que no
lograba sacar de su cabeza. Conocía a Rhett Mountain y sabía lo que era capaz de
hacer.

—No tiene margen de maniobra —dijo ella.

—Ya encontrará algún recodo, algo por donde escabullirse. Es más


peligroso que esa serpiente tuya.

—No pensemos en tío Rhett ahora. Nos espera un guiso de venado. Por
cierto, ¿Cuándo me lo presentarás?

—Nunca.

Ella volvió a soltar una carcajada.


—Pero tendremos que invitarlo a nuestra boda.

—¿A nuestra boda?

—¿No te lo he dicho? —se detuvo, para que él se girara y poder abrazarlo


—. Pretendo casarme contigo.

Vio cómo los colores aparecían en el rostro de Jed. ¿Era eso posible? Era un
tipo preparado para todo. Incluso había oído que se había defendido del ataque de
un puma solo con las manos.

—Esto… esto es excesivo para un montañero, Julie. Tenemos costumbres


ancestrales. Soy yo quien tengo…

Le encantaba ponerlo en situaciones comprometidas. Quizá lo supiera todo


de aquellas montañas, de aquellos bosques, pero sabía muy poco de la vida fuera
de aquel paraíso.

—¿Lo harás, Jed?

—Pretendía hacerlo después del venado y antes de llevarte a la vieja casa


del pueblo, donde he mandado que dejen impecable uno de los colchones.

Ella lo besó. Sabía que en el pueblo no estaban habituados a aquellas


muestras de afecto en público, pero ya se acostumbrarían.

—Bien, entonces me lo pensaré.

—Pero si acabas de decir…

—Me encanta la cara que pones.

Le guiñó un ojo y lo besó de nuevo.

Lo haría durante el resto de su vida.

Y juntos, abrazados, subieron por la calle central de Great Peak, sin otro
objetivo que amarse.

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