Reflexión Sistemática - El Estado Intermedio
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1. La Revelación de la Parusía
a. La Parusía en el AT
b. La Parusía en el NT
2. La Parusía en la tradición de la Iglesia
a. La época patrística
b. De la patrística a nuestros días
3. Reflexiones sistemáticas
Purgatorio
I. La doctrina de la Escritura
Giménez Luis Escatología
Desde el siglo XVI, las exposiciones católicas del purgatorio se esforzaron por
responder, en defensa, a la opinión de Lutero: «el purgatorio no puede probarse por la
sagrada Escritura canónica» (DS 1487). Se multiplicaron entonces las «pruebas de Escritura»
por parte de los controversistas católicos, a base de textos aislados a los que se imponía una
exégesis acomodada.
Puede valer como ejemplo la apelación a Mt 12,32: «...al que diga una palabra contra
el Hijo del hombre, se le perdonará; pero al que la diga contra el Espíritu Santo, no se le
perdonará ni en este mundo ni en el otro». Se sostenía entonces que hay un pecado que no
puede ser remitido en el mundo futuro; luego algunos pecados pueden serlo. No obstante, el
texto hace referencia a la totalidad por los extremos: ni en este mundo ni en el otro, significa
simplemente nunca. En suma, sería preferible fijarse en ciertas ideas generales, clara y
repetidamente enseñadas en la Biblia, y que pueden considerarse como el núcleo germinal de
nuestro dogma.
Una de ellas es la constante persuasión de que sólo una absoluta pureza es digna de
ser admitida a la visión de Dios. El complicado ceremonial del culto israelita tendía a impedir
que compareciesen ante Yahveh los impuros -incluso si se trataba de meras impurezas
legales-; el terror de ver a Dios (Ex 20,18-19), tan común en el pueblo, procedía de una viva
conciencia de indignidad e impreparación. Is 35,8 y 52,1 hablan de la imposibilidad en que se
hallan los que no están totalmente limpios de transitar por la Jerusalén escatológica. Diversos
pasajes del NT ratifican esta exigencia de total pureza para participar de la vida eterna:
«bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios» (Mt 5,8); «...sed
perfectos como es perfecto vuestro Padre celestial» (Mt 5,48); Otra idea importante, el
verdadero lugar teológico de la doctrina, es la de la responsabilidad humana en el proceso de
la justificación, que implica la necesidad de una participación personal en la reconciliación
con Dios y la aceptación de las consecuencias penales que se derivan de los propios pecados;
en 2 Sam 12 se recoge un caso típico de la separabilidad de culpa y pena: el perdón de Dios
(v.13) no exime a David de sufrir el castigo de su pecado (v.14).
Estas dos ideas nos descubren la posibilidad de que algún justo muera sin haber
alcanzado el grado de madurez espiritual requerida para vivir en la comunión inmediata con
Dios, lo que entrañaría, en consecuencia, un suplemento de purificación ultraterrena. A la luz
de esta posibilidad debe ser contemplada la praxis de la oración por los difuntos a que se
refiere la Escritura en diversos lugares. Además de 2 Mac 12,40ss, ya examinado, hay que
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citar a este propósito dos textos paulinos. En 1 Cor 15,29 el Apóstol argumenta a partir de un
rito de bautismo por los muertos, sin que su alusión aclare el sentido preciso del rito ni el
juicio que éste le merece. Probablemente los fieles de Corinto esperaban que un bautismo
vicario favoreciese a miembros difuntos de sus familias o a catecúmenos a los que la muerte
hubiese impedido recibirlo personalmente. En cualquier caso, esta enigmática referencia
atestigua la convicción de que ciertas acciones litúrgicas pueden aprovechar a los muertos.
2 Tim 1,16-18 contiene una súplica del autor en favor de un cristiano, de nombre
Onesíforo, que le ayudó en momentos difíciles y que, según todos los indicios, ha muerto,
para que encuentre misericordia ante el Señor aquel día (el día del juicio); se trata, pues, de la
intercesión de un cristiano vivo (Pablo) por otro ya difunto.
La legitimidad de los sufragios por los muertos está, garantizada por un uso que se
remonta al judaísmo precristiano (2 Mac 12) y que la Iglesia apostólica conoció y practicó.
Tal praxis es la consecuencia lógica de las ideas bíblicas antes comentadas; una y otras
constituyen el más seguro fundamento bíblico del desarrollo dogmático que conducirá a la
tematización formal de la doctrina.
los griegos que adopten el nombre de «purgatorio», dado que ya creen en la doctrina (DS
838); y en la disputa con los reformadores: los griegos rechazan la doctrina de un castigo y
una expiación en el más allá, pero tienen en común con los latinos la plegaria por los
difuntos, que se puede llevar a cabo con oraciones, limosnas, buenas obras y también, y de
modo especial, ofreciendo la eucaristía por ellos. Por parte de Occidente, el desarrollo
teológico de la noción de satisfacción penal, subrayada por la distinción que formulara P.
Lombardo entre el reatus culpae y el reatus poenae; por parte de Oriente, un recelo creciente
de sus teólogos respecto a los hábitos mentales y al vocabulario de sus colegas latinos. La
oposición a la concepción occidental del purgatorio (a raíz del concilio de Lyon, en 1274, DS
856) se concretó en tres de sus elementos: el carácter local del mismo (los griegos lo
entendían como un mero estado, no como un lugar), la existencia del fuego (recordando la
herejía origenista de un infierno ad tempus) y, sobre todo, la índole expiatoria penal, de un
estado que ellos consideraban más bien como purificatorio, de suerte que los difuntos
maduraban para la vida eterna por los sufragios de la Iglesia, y no por la tolerancia de una
pena.
La cuestión fue abiertamente afrontada en el concilio de Florencia, definida en:
a) la existencia de un estado en el que los difuntos no enteramente purificados son
purgados (purgari);
b) el carácter penal (expiatorio) de ese estado (los difuntos son purificados: poenis
purgatoriis); en este punto la Iglesia no ha creído poder ceder a los requerimientos de los
orientales, si bien no se precisa en qué consisten concretamente las penas;
c) la ayuda que los sufragios de los vivos prestan a los difuntos en ese estado.
Estas tres notas, en suma, y sólo éstas, integran la noción dogmática del purgatorio.
Ratzinger aclara desde la perspectiva en que los concilios tratan de evitar el término «fuego»
y hablan sencillamente de poenae purgatoriae seu catharteriae (castigos purificadores: DH
856, cf. 1304) o también de purgatorium (DH 1580 y 1820; traducido normalmente como
«lugar de purificación», aunque el término ubi falta en el texto latino, pero sí que está
implicado en la expresión: in purgatorio).
El siglo XVI trajo con la Reforma otro período crítico sobre la noción de purgatorio
que contrasta frontalmente con la concepción luterana de la justificación y con el principio de
la sola Scriptura, poniendo en cuestión, la suficiencia de la satisfacción de Cristo y atribuiría
al hombre la capacidad de operar por sí mismo la consumación del proceso salvífico: Si Dios
nos salva es en tanto en cuanto nos imputa la justicia de su Hijo; más es claro que dicha
justicia es sobreabundante y cubre con exceso los más graves pecados. Trento emitió un
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decreto animado por un sano espíritu de autocrítica, en el que se prohíbe exponer la doctrina
del purgatorio recargándola de cuestiones sutiles que no contribuyen a la edificación ni a la
piedad del pueblo, y se sale al paso de los rasgos curiosos o supersticiosos, en los que por
desgracia abundan las representaciones populares (DS 1820).
“La doctrina sobre el purgatorio adquirió su definitiva concreción eclesiástica en los
dos concilios medievales que intentaron rehacer la unión con las iglesias orientales.
La doctrina se volvió a formular resumidamente en el concilio de Trento, al rechazar
los movimientos reformadores.”1
La eficacia del decreto no fue muy grande, y sus disposiciones no han perdido
actualidad todavía. En el Vaticano II, Lumen Gentium contiene varias referencias al estado
de purificación postmortal: hay fieles difuntos que se purifican (purificantur) (n.49); la
comunión de todos los miembros del cuerpo de Cristo fundamenta la costumbre que se
remonta a los primeros tiempos de la religión cristiana, de guardar «con gran piedad la
memoria de los difuntos» y ofrecer «sufragios por ellos»; a continuación se cita 2 Mac 12,46
(n.50). En el número correspondiente a las disposiciones pastorales (n.51), se insiste en la
idea del «consorcio vital con los hermanos... que todavía se purifican (purificantur) después
de la muerte» y se confirman los textos conciliares de Florencia y Trento, antes citados.
La Iglesia ha conservado algo de la idea de la «situación intermedia»: ciertamente que
la decisión tomada en la vida se cierra de modo definitivo con la muerte (DH 1000), pero eso
no quiere decir necesariamente que el destino definitivo se alcance en ese momento. Puede
ser que la decisión fundamental de un hombre se encuentra recubierta de adherencias
secundarias y lo primero que haya que hacer sea limpiar esa decisión. Esta «situación
intermedia» recibe en la tradición occidental el nombre de «purgatorio».
Se trata más bien del proceso radicalmente necesario de transformación del hombre
gracias al cual se hace capaz de Cristo, capaz de Dios y, en consecuencia, capaz de la unidad
con toda la communio sanctorum.
1 RATZINGER, Joseph, Escatologia, la muerte y la vida eterna, Biblioteca Herder, 2ª ed., España, 2007, 235.
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dice de quien lo integra que duermen el sueño de la paz; el elemento de expiación penal ha de
ser equilibrado con la idea de proceso de madurez.
La noción dogmática de purgatorio no conlleva ningún tipo de precisión sobre la
índole de las penas. Sería, por ejemplo, legítimo reducir estas a la simple dilación de la visión
de Dios. Por otra parte, no puede olvidarse que a todo proceso auténtico de purificación o de
madurez es inherente, por su misma naturaleza, un cierto coeficiente de sufrimiento, presente
ya en la propia consciencia de imperfección cuando va acompañada de un sincero anhelo de
perfeccionamiento. De acuerdo con un principio ético cristiano, el pecado crea una situación
real de desorden, cuya consecuencia no pueden ser simplemente cancelada con el perdón de
las culpas, puesto que han trascendido el nivel de las relaciones interpersonales para
inscribirse en el mundo de las realidades objetivas, desde donde han de incidir a través en las
subjetividades responsables del desorden.
Con estas premisas, el lícito concluir que los conceptos purificación-expiación,
manejados en el ámbito de realidades teológica que denominamos pecado y reconciliación,
lejos de ser antitético, constituyen dos momentos inseparables de un único proceso que da al
hombre limitado e imperfecto su acabada reflexión. Es preciso observar, con todo,
expresiones como expiación penal, purgación, etc., evocan un mundo de representaciones
imaginativas deformadoras de la realidad dogmática, máxime si se deja permear por el
significado que tales expresiones reciben en el vocabulario jurídico profano. Sorprende a este
respecto, que el verbo utilizado dos veces en los textos de CVII que hablan del purgatorio sea
purificarse (purificari) y no purgarse o expiar (purgari es el verbo que, por el contrario, se
usa sistemáticamente en el documento del magisterio). Este cambio de vocabulario en
apariencia nimio, es seguramente intencionado, y revela una sintomática mutación de acento
en torno a nuestro tema. El protestantismo actual mantiene la oposición de ellos viejo
reformadores al purgatorio por idénticos motivos: las tesis católicas suponen un intento de
autojustificación del hombre y deroga de mérito sobreabundante de cristo, con cuya justicia
somos justificados. Por el contrario, la verdad del purgatorio supone que el hombre no se
limita a ser salvado también él se salva, debe obrar su salvación. Si la purificación le es
necesaria ella le habrá de consistir no sólo en un ser purificado, sino también en purificarse.
Cabría cuestionar todavía la tesis de una purificación terrenal, podría parecer obvio
que la muerte, fijando al hombre su destino y comunicándole su definitividad, se implica
además su total idoneidad para acceder a la visión de Dios. Sin embargo, tanto la fe como la
teología tiene que habérselas en este punto con el dato revelador de la oración por los
difuntos; la única explicación del mismo, consiste en admitir la posibilidad del estado
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BIBLIOGRAFÍA