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La Voluntad Del Rey Eleanor Rigby

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© 2019 Eleanor Rigby

© 2019 de la presente edición en castellano para todo el mundo:


Litworld

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ISBN: 978-84-17832-66-7

Primera edición: septiembre de 2019

Portada: Litworld

Maquetación: LITWORLD

Corrección: LITWORLD

Reservados todos los derechos. El contenido de esta obra está protegido


por la ley. Queda rigurosamente prohibida la reproducción total o
parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento mecánico,
electrónico, actual o futuro-incluyendo las fotocopias o difusión a través
de internet y la distribución de ejemplares de esta edición mediante
alquiler o préstamo público sin la autorización por escrito de los
titulares del copyright, bajo las sanciones establecidas por las leyes.

Para las mujeres

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CUIDADO CON LO QUE DESEAS

S er amante de las antiguallas empezó a pasarme factura en el momento


en que decidí colocar un reloj de péndulo en mi habitación, la que
también utilizaba de oficina cuando quería sentarme a escribir. Ese
tictac rítmico solo servía para recordarme que, un minuto sentada
frente al escritorio, equivalía a sesenta segundos desperdiciados.

Saber que estaba malgastando mis horas delante de la pantalla del


ordenador, a la que aún no sabía cómo bajarle el brillo para evitarme la
ceguera, me generaba una incomodidad tremenda. Pero me obligaba a
quedarme allí, ya fuera porque acababa de despertarme y era
demasiado pronto para salir a por un café o porque nunca era tarde
para intentarlo otra vez. Intentar recuperar la inspiración.

Así que ahí estaba yo, la vieja gloria Kathleen Priest, tecleando y
borrando. Tecleando y borrando. Era la historia interminable. Solo a
veces alternaba una larga mirada a la única frase que rellenaba la
página en blanco del documento.

Gavin desabrochó mi sujetador con una sola mano. Notaba sus dedos en
la espalda.

Cerré los ojos y me concentré en el inexistente más allá de mi cabeza


Gavin, intentando asociarle la cara de Tom Holland para no empezar a
sudar. Imaginaba su cara de chico de veinte años, sus manos inexpertas
y su sonrisa de «todo saldrá bien», y sí, la ansiedad remitía... Pero no
podía pensar en Tom Holland desnudándome y escribirlo como si fuera
una experiencia extraordinaria. Desgraciadamente para mi vena
artística, los hombres que solían ser mi tipo, o más bien, el hombre que
solía ser mi inspiración, no podía pasearse por mi cabeza más de dos
minutos sin que se me helara la sangre en las venas, y los que ahora
insistía, por supervivencia, en que fueran mi tipo… no inspiraban
descripciones eróticas.

Mi «yo» poético había muerto sin posibilidad de rehabilitación. Y no iba


a ponerme a escribir sobre ángeles y demonios, o sobre vampiros y
lobeznos. La fiebre del romance paranormal ya había pasado de moda.
La gente quería acción y una buena dosis de sexo.

Y yo solo quería seguir durmiendo, pero necesitaba ingresos extra, y un


nuevo pelotazo literario no me vendría mal para recaudar dinero.

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Solté un bufido sonoro, aparté el portátil de una patada y estiré brazos y
piernas hasta abarcar la cama casi en su totalidad. Era una mujer de
extremidades muy largas y, por eso, tenía un colchón más largo y ancho
que la media, pero, aun así, sentía que me asfixiaba allí tendida. Me
asfixiaban las paredes. Me asfixiaba yo misma.

Regodearme en la miseria no me iba a servir de nada, así que después


de cerrar los ojos un momento y, revolcarme con la esperanza de evocar
una escena pasional, me levanté y fui a la cocina. Encendí la radio y
sintonicé una emisora al azar; la primera que reproducía una canción
apropiada para levantarse. Después di una vueltecita pasota por el
recibidor.

Como experta sibarita y fanática de las cosas caras, bonitas y brillantes


—en ese orden—, pasearme por mi apartamento caro con tres pares de
narices siempre me reconfortaba. Por lo menos tenía una bonita guarida
para lloriquear de vez en cuando, lo que siempre era mejor que
una fea guarida en la que lloriquear de vez en cuando.

Esa sensación de tranquilidad se evaporó cuando recordé que eso se


había acabado. Un piso en el sexto distrito de Dublín, concretamente en
el barrio de Rathmines, te podía salir a buen precio si buscabas bien.
Pero cuando me independicé podía hacerme un arsenal de bragas con
billetes de cien, y acabé creyéndomelo tanto, que busqué a conciencia
un casero que se ocupase de atracarme cada mensualidad. Eso hizo
hasta que se llevó todos mis ahorros.

Ya no me podía permitir albergar mi culo de la talla veintiséis en el


salón con tarima flotante sin compartirlo con alguien, de ahí que
invadiera Internet con anuncios desesperados, a los que Sheila Boyd no
tardó en responder. Firmé el contrato después de una entrevista breve
vía Skype. Uno que determinaba que, a partir de entonces no podría
pasearme desnuda por la casa sin temer que me juzgaran por tener las
tetas pequeñas.

Mi futura compañera —que llegaría en unas horas, según el reloj— tenía


una talla de pantalón más que yo y un múltiplo superior a doce de
sujetador. Era toda una diosa voluptuosa de los años sesenta, y yo… una
envidiosa más. Viviría con un ataque a mi autoestima. Con esa clase de
mujer que haría que me comparase continuamente, porque me
recordaría que los palillos de dientes se los metían los hombres en la
boca por el compromiso de la higiene y nada más. Y, bueno, yo era ese
palillo.

Por otro lado, no me molestaba que los hombres malos no se relamieran


conmigo. Al final, los celos hacia alguien más atractivo que yo eran lo
de menos. Lo importante era mi paz y cumplir la recomendación de mi
psicóloga de incorporarme poco a poco a la vida social. Parecía que la
mejor forma de hacerlo era compartiendo baño con alguien. Solo temía
que Sheila Boyd pudiera tener de promiscua solo la mitad de lo que
tenía de guapa, porque en ese caso iba a tener montado el gimnasio de

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sexo en casa. Terrible para mi concentración. Aunque, tal vez, cojonudo
para renovar mis ánimos e inspiración.

Si suponía un problema, podría buscar a otra compañera que se


adaptara más a mi estilo. Rígida, pasota y no muy por la labor de
ejercitar la lengua por aburrimiento. No obstante, siendo aún un
personaje más o menos público, recordado por sus tres o cuatro récords
de ventas en materia literaria, ya tenía que darme con un canto en los
dientes, porque Sheila fuera de esas escasas mujeres que no me
atosigarían con preguntas sobre mi falta de compromiso editorial.
Nunca pensé que lo diría, pero me alegraba que existieran mujeres que
no hubieran leído mis libros, y más, que Sheila formara parte de ese
grupo. Te daba cierto margen para desenvolverte en tu vida diaria sin
que te persiguieran con un «cuándo demonios vas a publicar la
continuación de tu saga».

Mientras daba vueltas a cómo complacer a las lectoras —y cómo poner


a Gavin a hacer guarradas sin temblar solo de pensarlo—, me hice un
café y observé el asombroso desastre en el que consistía el salón. Tuve
que reconocer para mis adentros la jodienda de estar obligada a
recogerlo todo para impresionar a alguien. En la radio estaba sonando,
seguramente de forma irónica, I Want To Break Free de Queen. No me
costó visualizar el videoclip, en el que los artistas se travestían para
hacer las tareas domésticas que yo ya debería haber terminado.

El timbre me libró de la melancolía hacia Freddie Mercury y también de


acabarme un café que sabía a cualquier cosa menos a café. Caminé
arrastrando los pies hasta la entrada, preguntándome quién diablos
tenía la poca vergüenza de plantarse un lunes a las seis de la mañana,
en la casa de un ser humano con necesidades primarias como dormir.
Descubrí que la susodicha tenía el pelo amarillo y un escote que no
dejaba nada a la imaginación.

—¡Hola, compañera! —anunció. Podría haberme caído mal al instante si


la presión social no me hubiera obligado a apreciarla. Era eso o tener
que dejar el apartamento. Eso o decepcionar a la psicóloga—. No te
molesta que haya venido un poco antes, ¿no?

—Unas tres horas antes —concreté—. No me ha dado tiempo a ordenar.


Espero que no te importe.

Realmente no me importaba si le importaba. Ya había pagado la


primera mensualidad. Estaba salvada durante treinta días incluso si
decidía que era demasiado desagradable para su gusto. O si decidía que
prefería no decorar la alfombra con los cojines, o tener media sábana
bajera fuera del sofá, o las emisoras de música ochentera. O setentera.
Siempre he sido muy mala para las fechas.

—¿Quieres algo de beber? —pregunté, yendo a cerrar la puerta. Un pie


se interpuso en el camino, y todo lo que acerté a ver fue una corbata lisa

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que ya me sonaba muy familiar. Sin mirarle la cara, añadí—: No estoy
interesada en biblias, compañías telefónicas o aspiradoras, gracias.

Le cerré la puerta en las narices y me acerqué al salón para repetir mi


humilde pregunta. Sheila me miraba con sus ojos de Bratz —pestañas
kilométricas y preciso delineado— como si acabara de contarle un
chiste.

—Kathleen, le has dado un portazo en la cara a mi novio.

—¿Cómo?

—Mi novio —repitió—. Viene conmigo.

Parpadeé una sola vez, intentando no dejarme impresionar por la


insinuación.

—En esta casa no viven hombres, Sheila. Lo especifiqué durante la


entrevista.

—Y no va a vivir aquí, pero me estaba ayudando con las cajas frágiles.


Había cosas que no quería que transportara el camión. No confiaba
demasiado en ellos.

Ya. Confiar en especialistas del oficio habría sido absurdo.

—Perdona, entonces. He actuado desde la experiencia. Lo de la venta a


domicilio está en auge por la zona, ¿sabes? Vas a tener que andarte con
ojo estando por aquí, todos los días viene alguien intentando hablarte de
los milagros del Señor...

Me acerqué para abrirle la puerta al relegado, mientras seguía con la


cabeza el ritmo de la siguiente canción. Sade entonaba su bonito y
seductor Your Love Is King. Aquella canción tenía el poder de ponerme
de buen humor, pero no de quitarme las ganas de volver a echarme en la
cama.

Bostecé al tirar del pomo. Los ojos se me humedecieron lo suficiente


para nublarme la visión, tiempo que supuse que el invitado invertiría en
cruzar el umbral y dejar la caja. No lo hizo. Se quedó allí quieto, tal vez
esperando una genuflexión o que le echara la alfombra roja.

Dos parpadeos después me libré de la capa de somnolencia y me di


cuenta de, que no era un tal vez, sino un hecho. El hombre tenía pose de
esperar que dijera algo o diera un aplauso. Tenía esa clase de expresión
y, además, me miraba fijamente.

Mi cuerpo se activó en el preciso momento en el que asumí que tenía su


atención. El desconocido desplazó sus inquietantes ojos azules desde mi
cara hasta mis tobillos y desde mis tobillos hasta mi cara. Los hombros
se me tensaron por la repentina corriente de electricidad que se enredó

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en mi estómago. Si no retrocedí instintivamente, fue porque él me
inmovilizó con su voz profunda y masculina.

Entonó con ironía y arrogancia su mensaje.

—La quiera o no, le hace falta una Biblia para aprender que una casa
decente ha de tener las puertas abiertas a todo el mundo.

Solo Dios sabía, y nunca mejor dicho, cómo conseguí reaccionar.

—Esto no es la iglesia —apunté, mirándolo de hito en hito—, y yo no soy


la buena samaritana.

—Eso nos dificultará las presentaciones. —Sin moverse ni cambiar un


ápice de expresión, salvo quizá, por la mirada burlona, me tendió la
mano—. Soy el cordero de Dios que pone el pecado en el mundo.

No sé por qué estiré el brazo y la estreché con solemnidad después de la


payasada que acababa de soltar. Fue lo de menos cuando su roce envió
un soplo de oscuro deseo al centro de mi cuerpo.

Le tuve que conceder que había sido sincero reconociendo el asunto del
pecado. El tipo no era guapo hasta donde pude fijarme, pero sí
escultural. La clase de hombre que hacía honor a la definición en sí
misma, con rasgos demasiado marcados, mandíbula prominente y barba
oscura. Me sacaba al menos media cabeza. Tenía los ojos azules como el
fuego fatuo de la fantasía y una ceja con un gran talento expresivo, que
solo arqueada me hizo cómplice de sus pensamientos.

Retiré la mano enseguida, alterada por su manera de recorrer mi


cuerpo sensible embutido en un camisón de satén. Carraspeé y procuré
que todo pareciese en orden.

—Bienaventurado sea al Reino de los Cielos, cerdo de Dios que pone el


pecado en el mundo.

Él tiró la sonrisa a un lado, dándose un aire de hombre malo que me


revolvió el estómago.

—Por lo que veo ha merecido la pena portarse bien para llegar hasta
aquí.

Me aparté de la puerta y me dirigí a la cocina sin contestar, usando


como excusa para mi cobarde retirada que debía quitar la radio. Me
sentí como Vito Corleone cuando se presentaron en su casa a pedirle
que matara por dinero. Por un lado, ultrajado. Por otro... útil. Necesario.

Extrañamente halagado.

—Las cajas grandes llegan a la hora en la que habíamos quedado, pero


King solo tenía este rato libre para ayudarme a transportar las más

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importantes —decía Sheila—. Espero que no te haya molestado... Si
hubiera tenido tu número te habría llamado.

King... ¿King? ¿Quién se llamaba King?

«Your love is King… Crown you in my heart; you’re the ruler of my


heart».

Él también escuchó el tema de Sade, y decidió interpretarlo a su


conveniencia, porque lo vi girarse hacia mí con esa sonrisa sesgada tan
arrogante.

—Muy apropiada —apuntó. Tuve que esforzarme para ignorarlo y


dirigirme a Sheila.

—No te preocupes. Mi casa es tu casa —le respondí, sin tenerlas todas


conmigo. Iba a echar tanto de menos mi preciada soledad…—. El café
que hago sabe a mierda, pero si quieres puedes darle una oportunidad.

La voz masculina llegó a la cocina con un rastro de incitación y la


extraña sensación de estar siendo observada.

—Yo lo haré.

¿Servir a un hombre atractivo? Bien, eso podía hacerlo. Me coloqué


detrás de la encimera y recalenté el café —un completo atentado— y lo
removí tranquilamente mientras me preguntaba si me alegraba que
Sheila tuviera novio. Eso descartaba la posibilidad de traer a un hombre
diferente cada noche, pero no me aseguraba que no fuera de las que
gemían como urracas y tenían tan buen fondo que podían no salir de la
cama en veinticuatro horas. Tendría que descubrirlo antes de sufrirlo,
porque mi horario de sueño era intocable.

En eso pensaba mientras escuchaba murmullos procedentes del salón.


Me dio la impresión de que decían mi nombre un par de veces, pero lo
deseché enseguida. No parecía que estuvieran teniendo una
conversación secreta, o de lo contrario Sheila no habría levantado la
voz para decir:

—¡¿Eres la autora de El yugo del placer?!

Automáticamente cerré los ojos y lancé un silencioso gemido al viento.


Parecía que me había equivocado con ella, porque no formaba parte de
ese grupo exclusivo de mujeres que no amaba al héroe erótico de mi
condenado primer libro. A juzgar por el tono de su voz, entre incrédulo y
fascinado, comprendí que mi Tyler Fox debía ser para ella como el Kirk
Douglas de Espartaco para mi adolescente interior. O no tan
adolescente. Mi amor por Kirk Douglas y su barbilla había envejecido
tan bien como Kim Basinger.

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Aparecí en el salón con una taza de humeante café asqueroso en cada
mano y una sonrisa de circunstancia. Enseguida me di cuenta de por
qué sabía ahora de mi antigua profesión: la noche anterior, la nostalgia
por el éxito desaparecido me había invadido y pensé que me animaría
releer el libro. Nada más lejos de la realidad, porque acabé metiéndome
entre pecho y espalda una pizza cuatro quesos mientras veía un capítulo
tras otro de Mentes Criminales, con el libro abierto entre las piernas. Si
Morgan había conseguido animarme o no con su belleza arrolladora y
encanto exótico, no era la cuestión, sino que había dejado el puto libro
en la mesilla del salón, y ahora Sheila lo hojeaba con avidez,
sorprendida porque el mismo nombre de su contrato de alojamiento
estuviera grabado en la portada del ejemplar.

Lo más probable era que se lo hubiera descargado pirata en alguna


web, donde ni figuraba el apellido de la escritora. O eso, o era más
despistada que la defensa del Leicester. El Leicester que no ganó la liga,
se entiende.

—Dios mío, ¿cómo no me he dado cuenta? ¿Cuántas Kathleen con


apellidos holandeses puede haber en Irlanda?

La chica supuraba emoción. Me miró con sus grandes, redondos y


femeninos ojos azules. Su novio también me miró con sus rasgados,
ahumados y potencialmente peligrosos ojos azules, lo que solo empeoró
mi humor.

—Siento mucho no haber caído antes. Oh... Es que aún no me lo creo.


¡Voy a vivir con la mujer que creó a Tyler Fox! ¿En qué te inspiraste?
¿Cómo pudiste escribir sobre un hombre tan...? Oh, ¿existen de verdad?
¿Fue una experiencia tuya?

—Cuidado, muñeca. Me voy a poner celoso.

Sheila le dedicó una sonrisa deslumbrante a su novio, que alargaba el


brazo para enrollarlo en su cintura y traerla hacia él. Ella se dejó y
aprovechó el despiste para darle un beso y susurrarle algo cariñoso al
oído.

Podrían haber estado manoseándose en mi sofá —ya no es solo tu sofá,


Kathleen...— todo cuanto hubiesen querido si a cambio hubieran dejado
mi fama a un lado. Lamentablemente no tenía mucha suerte desde un
tiempo atrás.

—¿Entonces? —insistió—. ¿De dónde vino el sexy y arrogante Tyler Fox?

Vino de una época en la que ya no me encontraba en la actualidad, y de


la que deseaba desprenderme a toda costa. Las ganas de contestarle
una grosería que cortarse de raíz su curiosidad estuvieron a punto de
estrangularme, pero no podía hacer eso. Tenía que intentar ser cordial.

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—Del conjunto de las fantasías de una mujer, como cualquier personaje
de ficción erótica. De lo que las mujeres creen desear, en realidad.

Ella parpadeó y casi levantó un viento huracanado. Más que pestañas,


parecían los abanicos con los que las geishas hacían sus bailes exóticos.
¿Serían postizas? Seguro.

—¿Qué diferencia hay entre una cosa y otra?

—Pues una muy grande. ¿Has leído ese poema de Margaret Atwood que
dice que todo está condicionado por las fantasías masculinas? «Sobre
un pedestal o sobre tus rodillas; es una fantasía masculina. Incluso
creyendo que tienes una vida que te pertenece solo a ti, eres una mujer
con un hombre dentro, observando a esa mujer. Eres tu propio voyeur»
—recité—. Quiere decir que lo que nos da morbo, nos lo da porque
históricamente, a los hombres les… Da igual.

Era de esperar que Sheila frunciese el ceño ante mi breve lección y


siguiera parloteando sin descanso sobre mis éxitos basados en el
humillante placer que encontraba la mujer al poner celoso a su hombre.

En cuanto al cordero de Dios... Me echó una nueva mirada de arriba a


abajo, esta vez deteniéndose en los pezones que se marcaban bajo la
tela y la unión de mis muslos. También se interesó por mis piernas a
medio depilar, lo que le arrancó una sonrisa ligera que me cabreó.

Sí, lo reconozco. Yo me cabreaba muy a menudo. Pero ya se verá lo fácil


que le resultaba sacarme de quicio a ese tío en concreto.

—Así que escribes erótica —comentó en voz baja, muy interesado en mí.

Su tono, unido a la profundidad de su mirada, terminaron por


descolocarme. ¿Ese hombre comprometido, y sentado al lado de su
novia, estaba realmente mirándome así?

—¡Sí! —contestó Sheila en mi lugar—. ¡Es el libro del que te hablé! Me


tuvo en vela dos noches...

—Ah, ya sé de cuál hablas.

Sheila esbozó una sonrisa culpable ante la expresión de fingida ofensa


del hombre.

—Le tuve dos noches sin... ya sabes. —Sé que no me importa—. Pero
mereció la pena, porque Tyler... Oh, Tyler. ¿Seguro que no has conocido
a nadie parecido? —Negué con la cabeza, regodeándome perversamente
al aplastar sus expectativas románticas—. Vaya... Tenía la esperanza de
que hubieras escrito desde la experiencia. Eres la mejor en esto. Es
decir... Me pone la piel de gallina cómo lo describes, cómo lo... Es

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increíble, nunca he leído nada igual. Pensaba que era porque tenías a
alguien especial.

¿En qué momento pasamos del «eres la autora de El yugo del placer» a
«tienes a alguien especial»? Me sentía acorralada, como en las cenas de
Navidad que celebraba cuando mi familia todavía era funcional y podía
fingir que no odiaba estar allí: obligada a hablar de mis intimidades.

—Sigue siendo mentira. No te creas nada de lo que has leído en ese


libro, exageré bastante. —Sonreí de medio lado, apoyando la cadera en
la pared—. Ningún hombre podría hacérmelo tan bien.

King soltó una sola carcajada que sonó irónica.

—Cuidado con lo que deseas.

Mi intención fue mirarlo con cara de pocos amigos, pero sus párpados
entornados me dieron a entender que debía tener mucho más que
cuidado.

—¿Querías decir «cuidado con lo que insinúas»?

—Quería decir exactamente lo que he dicho.

—No tengo la culpa de que quieras aludirte por una simple


generalización.

—¿Aludirme? No. Creo que ese comentario dice más de ti que de los
hombres.

Sostuve de mala gana su mirada cargada de intenciones. Yo no era la


alegría de la huerta, y menos a las seis y cuarto de la mañana, pero
aquel hombre me estaba poniendo muy nerviosa. Hacía tiempo que no
me relacionaba con tipos de su talla, o con tíos en general, a no ser que
hablemos de gais, fuese obligatorio por circunstancias profesionales o
se tratara de mi compañero de trabajo, pero eso no significaba que no
supiera captar indirectas, y no me gustaba lo que sugería.

Si no me equivocaba, ese tipo acababa de encender mi luz roja. La que


decía «cuidado, salida de camiones» —o algo así—, y con su novia
delante. Su novia ensimismada con el libro y que no se había dado
cuenta.

«Vaya dos patas para un banco. Tal para cual».

—Simplemente invito a Sheila a no tener muy altas expectativas. El sexo


en mis libros es una idealización de lo que considero un polvo decente.

El tipo apoyó el hombro en el marco de la puerta. La pose le dio un aire


magnético que no sabría describir.

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—¿Y qué es para ti un polvo decente?

Si esperaba sonrojarme le iba a dar el sol. Alcé una ceja y lo miré


fingiendo desinterés.

—¿Por qué? ¿Quieres consejo porque necesitas aplicarte?

King soltó una carcajada ronca y se estiró para toquetearse las solapas
de la chaqueta. Iba vestido de forma impecable, con una americana de
raya diplomática, corbata perfecta y el cabello desordenado. Entre el
desparpajo, la piel bronceada y la sonrisa macarra, se daba un aire
latino irresistible. Solo que yo me podía resistir a cualquiera. Hasta al
chino de El Amante.

Me gustaban las películas antiguas, ¿qué pasa?

—¿No te da miedo que tus sueños se hagan realidad? —volvió a la


carga.

—Acostumbro a soñar con la excelencia, la felicidad y cheques


bancarios con muchos ceros, no con hombres.

—Pues para tenerlo tan claro, parece que dedicas mucho tiempo a
fantasear con ellos.

Presioné los labios.

—Solo es ficción. Fuera de eso no tengo interés alguno. —Por si acaso,


deletreé—: Entretenimiento.

—¿A ti te entretiene?

—Oh, sí. En su momento lo pasaba muy bien.

Él sonrió. A saber, qué imaginó para poner la cara que puso. Con toda
seguridad, a mí, probando el último vibrador del mercado para atraer a
las musas.

—Comprendo. Te dejo con la señorita escritora, Shey —anunció, de


espaldas a su novia y mirándome con fijeza. La gran pregunta de si los
ojos podían o no echar chispas se resolvió en ese momento: podían, y
joder si podían. Lo suyo eran bengalas—. Espero que la aproveches
para pervertirte como es debido.

Sheila dijo algo que se me olvidó en cuanto lo pronunció. Estuve


pendiente de lo que el tipo hacía, preguntándome si escoltarlo hasta la
puerta o señalársela con la barbilla. Al final decidí que no me fiaba. El
problema no era de él, que se notaba que tenía dinero y no le interesaría
robarme, sino de lo bonitas y tentadoras que eran las figuritas de cristal

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del recibidor. Los bolsillos de sus pantalones elegantes eran lo bastante
grandes para birlar dos como poco si les cogía el gusto.

Mantuve la distancia de seguridad durante el camino, abrí la puerta y


señalé el pasillo con un floreo. Él me volvió a mirar de esa manera; no
desvistiéndome, sino como si ya supiera cómo era mi cuerpo desnudo.

Quise decirle algo, pero una parte de mí empezaba a arder en contra de


mis principios. Carraspeé con aire impaciente y crucé un tobillo,
despreocupada. Confiaba en que no supiera qué clase de pensamientos
empezaban a surcar mi mente.

Al final tiró de una comisura de los labios.

—Tu vida es ficción, no tus libros —me dijo, mirándome por encima del
hombro. Otra vez sus ojos quemándome el cuello, las clavículas, el
escote—, y tu drama con los hombres es bastante sencillo. Simplemente
no te han debido de follar bien.

El corazón casi se me salió del pecho de pensar que pudiera irse


teniendo la última palabra, sobre todo porque esa fuera su forma de
zanjar la conversación. Que me llamen como quieran, pero quedarme
con la respuesta en la boca era una de las cosas que no podía soportar...

Y esa vez me tocó dejarlo ganar, porque no se me ocurrió ninguna


manera de defenderme.

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ES QUE KING ES ASÍ

A daptarse a Sheila fue fácil. No pasaba mucho tiempo en casa, y


cuando estaba, intentaba conversar conmigo, tratando temas banales o
introduciendo alguna alabanza sobre mis libros. Luego desistía, por
suerte. Me sorprendió darme cuenta de que no se tomaba como una
afrenta mis cortantes contestaciones al invadir mi intimidad, sino que
las absorbía sin poner ninguna pega. Así era como se desenvolvía en
sociedad la gente feliz… Sin preocuparse por memeces como la
personalidad de su compañera de piso, mientras que yo me pasaba el
día conspirando, convencida de que Sheila me tenía como una imbécil
con complejo de superioridad.

Después me di cuenta de que no podía estar más lejos de dar en el clavo.

—Entonces... —empezó un día, jugueteando con el borde de la taza.


Debía tener alguna clase de trauma familiar. O eso, o muy pocos
amigos, porque a pesar de no tener que trabajar, madrugaba solo para
desayunar conmigo y contarme todo lo que hizo el día anterior—. Ahora
trabajas en un pub.

—Sí, el Rock & Blues. Aunque por el momento está cerrado por una
ampliación y andamos de vacaciones.

Toda su cara sonrió y a mí me dieron ganas de tirarme por la ventana.


Sheila Boyd era la clase de mujer tan perfecta que llegaba un momento
en que mirarla cansaba. Tenía la mirada risueña, los labios carnosos, la
nariz recta y pequeña, y una grandiosa melena rubia platino que le caía
en bucles hasta los costados. No era muy inteligente, pero sí
dicharachera, y se pasaba todo el santo día lloriqueando porque tenía
ganas de sexo y su novio trabajaba mucho. Podía entender
perfectamente por qué un hombre se pelearía a puñetazo limpio para
estar con ella. Fogosa, sexy y adorable. Una coalición de la leche. La
Triple Entente del siglo veintiuno.

Por supuesto, todo eso de detestarla por guapa eran lamentos internos
de los míos para recordarme que no podía tener el ego por las nubes y
de vez en cuando era sano envidiar a alguien. En el fondo no me pasaba
el día mirándola como si quisiera llevar a cabo la película Este cuerpo
no es el mío. Yo no admiraba a Sheila y tampoco habría cambiado mis
piernas sin sustancia por sus pantorrillas de gimnasio, al igual que me
quedaba con mi escaso y fino pelo castaño. Lo de los celos era una

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cuestión de costumbre. Mi psicóloga había hablado suficiente de esto
para que lo tuviera interiorizado.

—¿El Rock & Blues? ¡Ahí he ido yo varias veces con mi promotor! Es
cliente frecuente allí, creo que incluso tiene carné de socio. La verdad es
que es un hombre importante, y muy amable conmigo. Caliente como el
demonio, también. Fue el que me consiguió el puesto como modelo de
King, así que le debo mucho.

—¿Eres la modelo de tu novio? No entiendo.

—Sí. —Se incorporó orgullosa—. Cuando he modelado ha sido con


marcas no muy famosas, o haciendo algunos anuncios de televisión...
Pero he saltado a la fama gracias a King. Él me eligió para lucir su
última línea de pendientes.

Tuve que parpadear veintinueve veces antes de asimilarlo.

—¿Tiene una joyería?

—Tiene un imperio —corrigió—. ¿Nunca has comprado nada en King's


Pleasure? Sus diademas son lo más. Por no hablar de las nuevas
gargantillas en las que está trabajando. Le he suplicado ya mil veces
para que me deje hacer a mí la campaña, pero se niega en rotundo. —Se
llevó una mano insegura a la garganta—. Dice que tengo el cuello gordo.

Aquella anotación me puso de mal humor.

—Qué simpático —comenté inexpresiva—. Y qué estupidez. A mí no me


parece que tengas el cuello gordo. No le hagas ni puñetero caso. Él
puede que sí tenga algo gordo, como el ego.

Ahí fue cuando me di cuenta de la concepción que Sheila tenía de mí. Se


sonrojó y apoyó las manos en los muslos, mordiéndose el labio inferior
como si tuviera algo de lo que avergonzarse.

—Para ti todo esto debe ser cualquier cosa menos impresionable,


incluida mi inseguridad, pero no puedo ganarme la vida de otra manera.

—¿A qué te refieres? ¿Por qué iba a tener en poca consideración tu


inseguridad?

—Es lo que todo el mundo dice, que las quejas de las modelos son una
tontería, y…

—No se me ocurriría banalizar ningún problema de autoestima. Si digo


que es una estupidez es porque a tu cuello no le pasa nada.

—Lo sé, lo sé. Solo quería que supieras que sé que el modelaje es una
estupidez, al menos comparado con lo que haces tú. Y mucho menos
importante. Yo me dedico a hacerme fotos con diamantes en las orejas,

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mientras que tú creas historias increíbles para que la gente sueñe.
Debes pensar que King y yo somos unos materialistas y frívolos, que no
hacen otra cosa que gastar dinero y tener sexo.

Si no lo hubiera llegado a decir tan tranquila, habría pensado que me


estaba tachando de clasista irritante y soberbia sin escrúpulos, pero no
fue el caso. Comprendí que estaba muy condicionada por lo que hacía,
que a pesar de su apariencia de Marilyn Monroe no creía demasiado en
sí misma y, lo más sorprendente de todo: me respetaba y admiraba
inmerecidamente.

A partir de entonces, me esforcé porque la convivencia fuera a mejor.


Las dos seguíamos demasiado ocupadas con nuestras vidas para
pararnos a charlar todos los días, pero teníamos nuestros momentos de
reunión. Aprendí a escucharla sin que me irritase que hablara de la
música pop como si fuera algo excepcional, acepté que trajera
asquerosa comida india todos los jueves sin faltar e incluso accedí a ser
observada como un mono de feria por su grupo de amigas, fanáticas
enloquecidas de Tyler Fox y, por vinculación directa, de mi prosa en
general. Eran todas tan atractivas que decidí apodarlas en secreto The
Pussycat Dolls.

En definitiva, fue cómodo pasar el primer mes y medio con ella a solas.
Lo espantoso, terrible e insoportable era que King venía a visitarla
continuamente y a menudo se quedaba a dormir.

No me molestaba por su sola presencia. Tampoco porque durante sus


maratones de sexo fuera imposible planchar oreja. La cosa venía de que
se creía que estaba en su propia casa. Abría las puertas que quería
cuando quería —la de mi habitación incluida— y me trataba como si me
conociera de algo. Y lo peor era que no podía decirle nada, porque el
cabrón estaba pagando Netflix por petición de Sheila —lo discutieron en
la ducha y luego la puso a gritar como un cerdo en el matadero— y no
pensaba renunciar a Stranger Things plantándole cara.

Pero era inaguantable.

El tercer día después de la mudanza, un grupo de una sede vendedora


de mobiliario invadió mi salón para plantar un ostentoso y caro sillón
que no iba con la decoración. Cuando me levanté a las siete de la
mañana gracias al sexo matutino y ruidoso de mi compañera y su
infecto novio en la encimera de mi cocina y vi aquello, por poco grité.

Miré a Sheila con los ojos entornados.

—¿Has puesto un sillón en el salón sin consultarme?

—En realidad he sido yo —dijo él, mirándome por encima del hombro de
Sheila. Sus ojos brillaron con reconocimiento al verme de nuevo con el
camisón de satén beige. Debía pensar que no me cambiaba de ropa…y a

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mí debería importarme un carajo lo que pensara—. No sabía que fuera
una decisión que requiriese deliberación en junta de vecinos.

—Cuando se trata de mi salón y de cómo encaja con el entorno y el


papel de pared, todo se delibera en junta. Por si no te has dado cuenta,
Sheila no vive sola.

La pobre Sheila hizo una mueca y miró a King a través de sus largas,
espesas, curvadas, magníficas, naturales y envidiables pestañas. No
había adjetivos suficientes en el diccionario.

—Tiene razón, King. Creo que deberías llevártela...

Él no apartó sus ojos de mí ni un momento, ni siquiera al responderle.

—Es un sillón, muñeca. No es como si hubiera plantado una vitrina con


doce tipos de serpientes del Amazonas.

—Una vitrina habría quedado mejor con el ambiente —repliqué.

—Eso es porque es tu animal espiritual, ¿no?

No me pude creer que acabara de decirme eso, aunque tuviera toda la


razón. Se podría recurrir al eufemismo de que no era muy sociable
cuando él andaba cerca, y si se me acercaba, hacía de todo para
sacármelo de encima.

De todos modos, me molestó. Lo miré intentando mantener a la raya el


desprecio, y él, en lugar de devolvérmelo, sonrió ladino. Sus ojos se
concentraron en la curva de mi cintura, donde llevaba anudada la
rebeca para estar en casa.

—Por si no lo he dicho ya, ese sillón se larga. Y la próxima vez que


quieras hacerle algún cambio a mi salón, consúltalo con alguna de
las dos personas que viven aquí.

—¿Cuál es el problema? ¿Es porque lo he elegido yo?

—Es espantoso y no combina con el resto del mobiliario —repliqué, todo


lo tiquismiquis que podía ser y más. No me había pasado años viendo
programas de decoración para que ahora ese capullo trastocara mi
hábitat introduciendo aberraciones del suyo.

—A Sheila no le desagrada —se defendió—, y también puedes usarla tú.

Tuvo que ser su falta de vergüenza, porque en circunstancias generales


no habría reaccionado como si tuviera siete años.

—Pues claro que no la voy a usar. Nadie en esta casa la va a usar.

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Me di la vuelta para regresar a mi habitación, y justo escuché que decía:

—Es una pena, porque tiene incluso la opción de hacer masajes y no le


vendría nada mal probarlo. A lo mejor así podría quitársele el palo que
tiene metido por el culo.

Fue, por supuesto, deliberado. Supo que lo había escuchado y estuve


segura de que después de oír mi portazo, esbozó una sonrisa de truhan.
Pero eso no fue todo, porque al remarcar que la casa era mía y ahora
también de Sheila —nunca de él—, se tomó como un reto demostrarme
que podía formar parte de la familia. A partir de la primera semana,
empezó a venir casi todos los días. Unas veces a desayunar, otras a
cenar y de vez en cuando para echar el polvo de las cinco. Y eso no era
lo único: lo habría soportado si solo se hubiera ocupado de joder a
Sheila. El problema residía en que también quería joderme a mí, aunque
de manera distinta. Por lo menos al principio.

Cuando llegaba, el muy caradura me saludaba con un beso en la mejilla.


Mi mueca de desdén no le paraba, y no iba a empujarlo por el pecho
sabiendo cuán importante era para Sheila que nos lleváramos bien, así
que me tocaba aguantar esa pequeña tortura. Porque lo era. Sus labios
calentaban todo mi cuerpo con ese roce tan inocente, y su mirada antes
de acercarse a mí era el preliminar, donde avisaba que, aunque su
intención era tocarme la mejilla, en el fondo quería colar la mano
debajo de mi camisón. La cumbre del momento venía cuando se
separaba y el azul de sus ojos se derretía sobre mí, un par de tonos más
oscuro, como si el sencillo hecho de tocarme fuera una experiencia
única y jodidamente erótica.

Luego le metía a Sheila la lengua en la boca con un beso de película. Yo


me quedaba ahí como un pasmarote por partida doble: procesando
cómo acababa de mirarme, e intentando no excitarme con el
espectáculo que daban. Aunque a veces, solo a veces, le pillaba abriendo
un poco los ojos durante el contacto y mirándome con deseo ahogado.

En una ocasión estaba en la cocina haciéndome la cena, cuando él


apareció y apoyó la cadera en la encimera. Se quedó observándome
hasta que perdí la paciencia.

—¿Quieres algo?

Me giré hacia él, chocándome de nuevo con sus expresivos ojos. Era
imposible no saber en qué estaba pensando, sobre todo cuando seguía
barriendo mi cuerpo con miradas lánguidas y humedeciéndose los labios
con la punta de la lengua, siendo muy consciente de que me daba
cuenta.

—¿Un autógrafo? —probó.

Volví a mi huevo frito y negué con la cabeza.

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—¿Por qué no? ¿Tienes preferencias con tus fans? ¿Tan feminista eres
que solo firmas a mujeres?

Me hirvió la sangre con ese comentario.

—Preferiría que no te pusieras el feminismo en la boca si lo vas a


entonar así, y menos sin saber de qué va. Y tú no eres mi fan —añadí.

—No soy fan de Tyler, que es distinto. Tú eres fruto de mi devoción y


admiración más absoluta —explicó en voz baja, agachando un poco la
cabeza para quedar a mi altura. La presión de su mirada inspiró un
estremecimiento de placer por todo mi cuerpo—. He leído El yugo del
placer.

No estaba segura de querer hablar de mis libros eróticos con un hombre


—o con ese hombre—, así que me quedé en silencio y continué
escrutando mi huevo frito como si fuera algo verdaderamente excitante.
Lo que sí lo era de veras, en cambio, era la mirada penetrante de King.

—Al principio no me creí que fueras capaz de escribir algo así.

Eso captó mi atención.

—¿Por qué no?

—Tu actitud frígida —contestó sin rodeos. Sonó como un cumplido—.


Pareces una virgen ofendida, y esa prosa parece más de una mujer
voluptuosa sin inhibiciones.

Desencajé la mandíbula.

—Debe ser porque a tu lado cualquiera parece inocente —espeté, sin


saber por qué me ponía tan histérica. Quizá porque era la clase de
hombre por la que habría babeado hacía unos años y ahora constituía
una amenaza directa.

De acuerdo, suprimamos el condicional. Es posible que babease, pero lo


disimulaba muy bien por razones obvias.

—¿Por qué lo dices?

Se acercó un poco a mí, pegando el pectoral a mi hombro. No me moví


un ápice.

—Porque lo único que haces es follar y dar por culo.

—Muñeca... —Sonrió, inclinando la cabeza hacia delante para tocar mi


sien con la nariz—. El vocabulario soez no queda nada bien con tu cara
de Audrey Hepburn.

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—Debo tomármelo también como un insulto, ¿no? —repliqué sin
cambiar de postura. El huevo se estaba friendo tanto que apenas
quedaba clara—. Sheila se parece más a Ava Gardner en rubia.

Nunca supe la respuesta, porque como si la hubiera invocado, Sheila


llamó a King y este se marchó siguiendo su orden. Luego me quedé
preguntándome por qué diablos le había contestado esa estupidez
cuando no me importaban sus preferencias, y también lloré en silencio
porque King Sawyer no valía el último y maldito huevo de la nevera. Al
final tuve que cenar espinacas.

A partir de ese día se tomó más confianzas conmigo. Hubo una vez en la
que le hizo a Sheila el favor de coger la ropa que había puesto a secar
en el tenderete de la terraza común. Cuando lo vi dejando el montón de
su novia en la mesa de la cocina y quedarse con uno de mis tangas en la
mano, por poco me desmayé. Lo estudiaba con una gruesa ceja negra
alzada, las comisuras de los labios rizadas por la risa contenida y los
ojos entrecerrados. Apuntando en mi dirección, claro.

Por obra de un milagro, guardé la calma.

—Eso no es de Sheila.

—Lo sé —dijo enseguida, echándole un vistazo a mis piernas ahora


depiladas—. No sabía que te ponías estos trapitos, muñeca.

—No es que no esté socialmente aceptado ir sin ropa interior, porque


cada uno es libre de hacer lo que quiera, pero es incómodo ponerse
unos vaqueros sin nada debajo —contesté sin levantar la mirada del
libro que intentaba leer. Holden Caulfield tendría que esperar a que
calmara mis hormonas—. No sé de qué te sorprende, porque hasta las
frígidas llevamos tangas. Con mallas blancas no puedes ponerte otra
cosa.

King apoyó un codo sobre la mesa, justo detrás de mí, y colocó el tanga
delante de mis narices.

—Esto no es un tanga. Es una invitación a un pecado capital.

—Menos mal que tú estás curado de espanto.

Me levanté intentando alejarme del perfume masculino que manaba de


su camiseta. Mi objetivo era quitarle el tanga de las manos, pero el muy
desgraciado se lo guardó en el bolsillo trasero del pantalón.

—¿Qué co...?

—Kathleen, esto es impropio de un angelito como tú. No puedo permitir


que te corrompas.

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—¿En serio? ¿El cerdo que pone el pecado en el mundo no va a permitir
que me corrompa? ¿Cuál es tu cometido en la Tierra, entonces?

Me odié por saber que habría dado cualquier cosa por leerle la mente.
Esbozó una sonrisa misteriosa que me puso hasta el último vello de
punta, pero no dijo nada. En su lugar se inclinó sobre mí y me ofreció la
mejilla.

—Paga el peaje y te las devuelvo.

Parpadeé sin poder creerme que ese hombre tuviera treinta y dos años.
Tampoco me aparté. Me quedé mirando los puntitos negros de aspecto
áspero que decoraban sus mejillas, la línea fuerte de su mentón. La idea
de alargar la mano y acariciar esa mandíbula definida me tentó de una
manera que estuve a punto de ceder, de ponerme de puntillas y deslizar
los dedos por su piel...

—Puedo vivir sin ese tanga.

—Vamos, muñeca. Es solo un beso. ¿Tu orgullo vale un trapito tan


bonito?

«Mi orgullo vale todo lo que pueda alejarte de mí».

Pero como acababa de dar donde más me dolía, me puse de puntillas y


fui a besar su mejilla. En el último momento, King giró la cara y acabé
presionando mis labios contra los suyos, suaves y con el dulce sabor a
miel del desayuno. El corazón me empezó a latir a toda prisa, y una
espiral de nerviosismo me abdujo hasta casi doblar los tobillos. Me la
había jugado. El cabrón me la había jugado.

Solo para demostrarle que aquello no significaba nada para mí y no iba


a conseguir alterarme, me aparté enseguida y le saqué el tanga del
bolsillo sin prestar atención al cachete prieto que acababa de agarrar.

¿Es que todo en ese hombre estaba en su sitio, o qué?

Bueno, casi todo. Estaba muy ido de la olla.

—No vuelvas a tocar mi ropa interior.

—Hasta que me pidas lo contrario —me pareció escuchar mientras me


iba.

Apenas una semana después, hubo una noche en la que se presentó en


mi habitación sin avisar.

—Sheila y yo vamos a ver una película. ¿Te hace?

—No.

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Debió hacerle gracia que no hubiera apartado los ojos del ordenador.
Estuve con un nudo en el estómago por culpa de la carcajada
desganada que soltó una semana entera.

—¿Por qué no? Te dejaremos elegir… A riesgo de que te decantes por


una con mucha sangre. Repasando tu estantería de películas, me he
fijado en que solo te gusta la acción y los asesinatos. 

—No —corté otra vez.

—Incluso podrás sentarte en el sillón que te regalé.

Que ese jodido recordatorio de la existencia de King Sawyer siguiera en


mi salón hizo que hirviera de rabia, pero seguí con los ojos pegados a la
pantalla, las piernas cruzadas a la altura de los tobillos y los dedos
sobre las teclas.

—Puedes meterte el sillón que me regalaste por ese culo arrogante que
tienes.

—¿Culo arrogante no es una personificación? —se burló–. ¿Te has fijado


en mi culo, Kathleen?

Kathleen. Sonó como una aventura erótica en un motel de París.

Y yo sonaba como una enferma obsesiva. Genial.

—Alguna vez he pensado en cuánto me gustaría patearlo. Y ahora, si


eres tan amable de dejarme en paz...

—Venga, muñeca, no puede ser tan malo. No ha sido idea mía, sino de
Sheila. Te quiere allí.

—Dile que entiendo que no hay espacio para mí —comenté


desinteresada, entornando los ojos sobre la línea que no había
conseguido ampliar en tres semanas—. Tu ego ocupa ese horrible sillón,
además del resto del sofá y el apartamento en general.

—Entonces sentaré a Sheila sobre mis rodillas para que puedas ponerte
a mi lado.

La idea de ver una película con una pareja activa sexualmente y que
tenía esa desagradable manía de darse muestras afectivas en público
todo el tiempo me llenó de ansiedad. Esperaba no tener que visitar otra
vez al condenado psicólogo, esta vez por culpa de un hombre que no
sabía decir una palabra sin que sonara al argumento de una película
porno.

—O… Te siento sobre mis rodillas para que Sheila pueda ponerse a mi
lado.

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Levanté la mirada sin poder creerme que hubiera dicho eso a tres
metros de su novia. Abrí la boca para preguntarle cómo era posible que
fuera tan sinvergüenza, pero al final solté:

—Puedes sentar a Sheila sobre tu cara si te apetece.

King soltó un bufido que sonó a risa.

—Kathleen, Kathleen... —Chasqueó la lengua. Me pareció que sonaba


más cerca de mí, así que levanté la cabeza del portátil por vez primera y
lo vi sin camiseta. Sin camiseta. En mi jodida casa. Yo no pagaba para
eso—. Que conste que antes de llegar a las malas, lo he preguntado por
las buenas.

—¿Qué...?

No pude decir nada más. Apartó el ordenador con suavidad,


aprovechando que me acababa de quedar en estado catatónico, y
después fue a por mí. Me levantó colocando una mano en mi espalda y
otra detrás de mis rodillas, y viéndose venir que me revolvería hasta
darme con la boca en la tarima, cambió la postura. Acabé colgando de
su hombro.

—¡¿Qué coño haces?! ¡Bájame! ¿Sabes cómo se llama esto? ¡¡Acoso!!

—¿Acoso? A mí me recuerda más al rapto de las sabinas… ¿Sabes que


las secuestraron para aumentar la demografía en Roma? Pues yo quiero
repoblar el salón con tus sonrisas, Kathleen.

—Ah, bueno, ahora eres historiador e incluso poeta… ¡Que me sueltes!

King solo se rio y caminó con la parsimonia característica de un hombre


que se cree el rey del mundo —nunca mejor dicho— hasta el salón. Yo
estaba entre ruborizada, furiosa y repentinamente caliente. Su piel ardía
como una hoguera, y tenía a un palmo de mi cara ese culo que quería
patear. Se movía deliciosamente dentro de unos pantalones de chándal,
al mismo ritmo que se le tensaban los músculos de la espalda. No
respiré en el medio minuto escaso que duró nuestro paseo, y menos mal
que había tenido la amabilidad de ponerme boca abajo, o habría tenido
que dar muchas explicaciones sobre la sangre acumulada en la cabeza.

—Tampoco tenías que obligarla si no le apetecía —se quejó Sheila,


mirándome con compasión. Por lo menos alguien tenía piedad conmigo
—. Lo siento mucho, Kathleen. Es que King es así.

—Así, ¿de qué? ¿Así de gilipollas? —espeté.

—Ya la has enfadado —dijo ella, dándole un pequeño puntapié en la


rodilla.

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Como si nada de eso fuera con él, King me dejó sobre el sofá y se
aseguró de que no me movía pasándome un brazo por el hombro. Por un
momento me planteé quedarme allí en lugar de armar otro follón e irme
a mi cuarto a urdir un asesinato, pero no se le ocurrió nada mejor que
joderlo.

—Era el único final posible entre nosotros. Intentar no enfadar a


Trunchbull es como ver llover en el desierto.

Trunchbull. Acababa de llamarme Trunchbull, la jodida maestra


de Matilda.

Me levanté sin tomarme la molestia de ofrecer una réplica, sin mirarle a


la cara y procurando mantener la cara inexpresiva. Sentí su mirada
durante todo el camino que hice hasta volver a mi habitación, como
también escuché las quejas de Sheila.

—¡Ahí va, el hurón vuelve a su cueva! —gritó desde el salón.

El punto de quiebre vino cuando una noche se presentó sin avisar,


apenas unos días después del último episodio. Dio la casualidad de que
Sheila había salido con sus amigas, así que tuve que enfrentarme a él
sin mi bastón de apoyo. Lo normal hubiera sido que el salón pareciese
mucho más grande de lo habitual al estar sola, pero la presencia
arrolladora de King hizo que disminuyera de tamaño. Vestía una simple
camiseta básica negra y unos vaqueros desgastados.

Lo odié por mirarme de nuevo como si estuviera desnuda. Lo odié por


ser un exhibicionista de encanto matador.

Lo odié porque no había retirado el jodido sillón de mi salón.

—No está —avisé, de nuevo sin apartar la vista de la novela que leía—.
Vuelve más tarde.

Tal y como suponía, los síntomas de la enfermedad «vamos a


contradecir a Kathleen diga lo que diga» volvieron a manifestarse, esta
vez en su acción de dejar la chaqueta en el perchero y sentarse a mi
lado.

—¿Por qué no te tomas conmigo el café de después de la cena? Podemos


ir al Starbucks.

—Es un cliché suponer que toda chica «frígida e inocente» va al


Starbucks.

—Entonces vamos a donde tú quieras.

La promesa implícita en su tono desenfadado hizo que me cosquilleara


el estómago.

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—He quedado.

—Ya veo que tienes una cita con tu imaginación. —Y señaló la novela.

—Sí. Y es bastante tímida, así que no requiere más compañía.

King sonrió y ladeó la cabeza para ver el título.

—Una habitación propia, de Virginia Woolf. Es interesante. ¿Fue ella la


que te impulsó a escribir? —inquirió—. Recuerdo ese libro como un
llamado a las mujeres para que escriban por todo el tiempo en que les
fue negado, y también por la necesidad de que dispongan de una
habitación propia para convertirlo en su vocación.

Lo admito. Me sorprendió que saliera por ahí en lugar de molestarme


con una de las suyas.

—No fue ella quien me impulsó a escribir. La empecé a leer después


de… —«Después de empezar a ir al psicólogo; después de que me
recomendara lecturas de este tipo para activar mi pensamiento
reaccionario»—. Digamos que antes consumía lo que producía. Erótica
en su inmensa mayoría. Habría sido imposible que Virginia Woolf me
animara a redactar novelas de romance básico y manido, plagadas de
micro-machismos. Si la hubiera leído antes seguramente habría
publicado libros con otro tipo de nivel.

—¿Qué quieres decir eso? ¿No estás orgullosa de tu obra?

Esa era una pregunta muy compleja y no me apetecía respondérsela. A


nadie, en general, pero a él en concreto menos aún. Como decía Reese
Witherspoon en Big Little Lies, «adoraba mis rencores y los cuidaba
como si fueran mis pequeñas mascotas». Los que tenía reservados a
King Sawyer no iban a desaparecer porque se mostrara muy agradable.

—Curioso. —No podía quedarse callado—. Nunca pensé que me las


vería con una escritora que se avergüenza de lo que hace y desprestigia
todo su género. No me digas que es porque lo ves de bajo nivel
intelectual.

—Mucho nivel intelectual no tiene, desde luego. Cuando me gustaba el


resultado también lo defendía desde ese punto. No es Crimen y castigo,
pero se lee y se vende porque la gente quiere algo sencillo y entretenido
para matar las horas… Para soñar. Yo ni siquiera ofrecía sueños sanos y
adorables, sino fantasías oscuras muy cercanas al maltrato. Si pudiera
viajar en el tiempo, nunca habría publicado esas historias —añadí, más
para mí misma que para que me escuchara.

—¿Lo dices por el perfil de Tyler, el prototípico dominante y celoso?

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Lo decía exactamente por eso. Tyler tenía la culpa de todas mis
desgracias y odiaba que las mujeres lo adorasen cuando, en la vida real,
tendrían que huir de él. Detestaba mi propia creación porque yo ya no
era la misma cuando lo escribí y ahora que me sentaba a plasmar mi
nueva visión de la vida… No fluía. La base de la erótica era la
dominancia, la sobreprotección, los celos y la pelea constante, al menos
en su inmensa mayoría, y yo no podía inspirarme en detalles que ahora
me aterraban.

—Se me va a hacer tarde. He quedado de verdad en unas horas —dije,


cortando la conversación. Me levanté rápido y me dirigí al pasillo—. Si
quieres esperar desnudo a Sheila, procura cerrar la puerta de su
habitación. No quiero llevarme un susto desagradable.

Me encerré en mi cuarto esperando que no siguiera con el tema, ni


intentara tener la última palabra. Odiaba a la gente que tenía esa
capacidad de responderte a cualquier cosa que le dijeras, y encima sin
posibilidad de replicarle algo mejor. Esos debían ser los descendientes
de la actual orden de primates que definía al hombre, el futuro del ser
humano y la evolución del grano en el culo. Y yo, como seguía siendo
un homo sapiens corriente, prefería no lidiar con gente superior.

Había contado con que querría zanjar la conversación antes de que se


evaporase en el aire, pero no con que abriría la puerta sin ninguna
vergüenza justo cuando estaba en ropa interior.

—¡¿Se puede saber qué coño haces?!

King se metió las manos en los bolsillos.

—No quiero esperar solo, y llevo mucho tiempo pensando que tu


guarida debe ser muy agradable. Ya sabes. —Hizo un gesto elocuente
con la mano, aunque más elocuente fue el vistazo que me echó. No
rápido, sino recreándose en cada parte—. Como pasas todo el día aquí
metida...

—Mira, tío —empecé, perdiendo la paciencia. Olvidando que estaba en


bragas delante de él, precisamente él (y que Sheila podía volver en
cualquier momento y malinterpretar la situación), me acerqué y le
apunté con el dedo—. No tengo ni idea de qué vas, y la verdad es que
prefiero no saberlo, pero sabes muy bien por qué me paso el día aquí
metida. No te soporto.

—Tonterías. Es imposible que alguien no me soporte. —Avanzó hacia mí.


Habría sido bonito que no tuviera en cuenta mi semidesnudez, pero era
la clase de hombre que te hacía consciente de tu cuerpo con solo estar
en la misma habitación que tú. Y ahora estaba en la mía—. Debe de
haber otro motivo por el que me rehúyas.

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Lo miré como si fuera imbécil y decidí que era el momento ideal para
desahogarme.

—¿Tengo que hacerte un croquis? Invades mi intimidad, forzándome a


hacer cosas que no deseo, a pasar tiempo con gente con quien no quiero
compartirlo y entrando y saliendo cada vez que quieres —señalé,
rabiosa—. Haces lo que te sale de las narices en mi casa, como si por el
hecho de salir con mi inquilina te perteneciera todo lo que te rodea. Y no
le tienes ningún respeto a Sheila —añadí sin achantarme—, por no
hablar de que tampoco me lo tienes a mí. No tienes derecho a mirarme
como si quisieras quitarme las bragas. Que, de todos modos, lo hiciste el
otro día. Literalmente.

King pareció sin palabras un momento. Un momento que duró un


nanosegundo o menos, pero fue visible. La diferencia estaba en que
cuando hablaba, él casi se montaba sobre mi frase para soltar la suya,
como si supiera ya lo que iba a decir y estuviera ansioso por
contradecirme. Esta vez pareció dudar.

—En resumen... Te pongo cachonda y no lo soportas porque tengo


novia.

—¿Qué?

—Muñeca... —Me cogió de la barbilla y la levantó para mirarme a los


ojos—. Se te nota en la cara que dejarías que hiciera contigo todo lo que
quisiera. No me eches las culpas de tu deseo insatisfecho o tu escasa
vida sexual. Esta es mi manera de mirar a la gente sea quien sea,
¿entiendes? De arriba a abajo.

No había alucinado tanto en mi vida.

—¿Estás de coña? ¿Vas a intentar convencerme de que estoy loca y me


estoy inventando que intentas algo?

—No intento nada. Eres un cañón y en cualquier otra circunstancia te


habría follado hasta volcarte los ojos. Puede que te mire siendo
consciente de eso. Pero no significa que vaya a meterte mano en contra
de tu voluntad. Prefiero esperar a que abandones esa postura frígida y
seas tú la que me lo pida.

No mentiré. Me quedé en «eres un cañón y te habría follado hasta


volcarte los ojos». Lo dijo con tanta tranquilidad que parecía haber
hecho referencia a la eficacia de la Tierra al ejecutar su movimiento
elíptico, y justamente por eso me excitó tanto.

Nos quedamos en silencio, midiéndonos con la mirada. Me hormigueaba


la piel como si me estuvieran dando pequeños mordiscos. Sentí la
necesidad de apretar los muslos un momento, cuando él intentó

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implantar su falsedad en mi cabeza con persuasivas caricias fraternales
en mi barbilla.

Fraternales... Y un carajo. Yo las interpretaba de otra manera.

Él lo supo por mi mirada determinada a salirme con la mía, así que se


retiró.

Cuando escuché el chirrido de las bisagras de la puerta de entrada,


relajé los hombros y suspiré. Me tiré sobre la cama boca abajo, arrastré
el portátil donde la línea sobre el sujetador condenado a quedarse
desabrochado y nada más seguía llenando un documento en blanco, y
añadí unas palabras.

Gavin desabrochó mi sujetador con una sola mano, se lo guardó en el


pantalón y se marchó.

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CON LA MUERTE EN LOS TACONES

Cuando me di cuenta de que acababa de recuperar la inspiración —o


casi— gracias al novio de mi amiga en potencia, decidí que tenía que
reforzar mis barreras anti-disturbios. Sheila no era nada para mí, eso
estaba claro, pero una humilde servidora aprendió que era importante
tener principios cuando su mejor amiga de la infancia le robó el novio
en el instituto. No pensaba convertirme en esa clase de chica, por
muchas miraditas de soslayo que King me echara al mínimo descuido.
Porque, aunque él viviera en un mundo lejano al mío, en el mío —el real
— esa clase de acercamientos tenían un significado. Ya podía dárselas
de mujeriego, de amigo de todos o de poliamoroso, que era imposible
engañarme. Quería lo que quería: estaba escrito en sus ojos.

De todos modos, me tranquilizó que dejara claro que no iba a tener


nada conmigo. Sabía que ni de rodillas habría accedido a que me
pusiera un dedo encima mientras existieran Sheila y mis problemas para
relacionarme con hombres pervertidos, pero sin duda constituía una
gran ventaja que me diera el «no» desde el principio. Aunque el hecho
de que me lo hubiera dado no significaba nada, porque no cambió de
actitud. El muy cabrón encantador seguía siendo eso, un cabrón
encantador.

La mejor terapia de choque habría sido ponerme a escribir, pero cada


vez que tecleaba una letra pensando en King me daban ganas de tirar el
portátil por la ventana. Era realmente injusto que Tom Holland no
despertara ninguna emoción en mí, porque me pasé los últimos días
viendo películas que protagonizaba —la de Spiderman Homecoming
varias veces, aunque en el fondo para ver al guapísimo Robert Dawney
Jr.— y en lugar de ganar inspiración, me desinflé como un globo.

Entendí que estaba condenada. Todas esas dichosas cadenas de


muertes, karmas y cosas horribles que no reenvié por correo se estaban
cebando conmigo. Si mi yo de diecisiete años lo hubiera sabido, quizá
habría sido diferente. O si mi yo de diecisiete años hubiera acabado la
carrera de Psicología en lugar de dedicarse a escribir. O si mi yo de
veintisiete años hubiera buscado un apartamento en otro distrito de
Dublín. O si mi jodido yo de veintisiete años no se hubiese bloqueado y
pudiera seguir ganando pasta para vivir sola, y no con una rubia

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asquerosamente fascinante y su novio asquerosamente fascinante por
partida doble.

Acabé determinando que lo único que podía subirme la moral eran unos
zapatos nuevos. No era lo mismo enfrentar problemas personales con
unos calcetines —encima mojados, porque Sheila no sabía fregar los
platos sin ponerlo todo perdido— que con unos taconazos.
Concretamente esos que había visto en un escaparate de Grafton Street
yendo con Sheila a hacer la compra.

Me puse un pantalón corto con unas finas medias negras, mis botas de
caña alta por encima de la rodilla, un jersey rojo de cuello vuelto y la
gabardina. Recogí mi dócil y escasa melena castaña en una coleta
despeinada, coloqué un buen par de aros en mis orejas y salí de
compras sin avisar. ¿Que por qué describo mi outfit, si es probable que a
nadie le interese? Porque era la primera vez en muchísimo tiempo que
me arreglaba, y arreglarse era la mejor manera de demostrarle al
mundo que te lo querías comer.

Cuando llegué a la tienda, mi teléfono móvil sonó.

—Hola, jaquetona. ¿Estás libre?

Puse los ojos en blanco.

—¿Serías tan amable de no llamarme así? Me cambió la constitución a


los dieciséis años, ya no tienes derecho a hablarle a mi culo
desproporcionado.

—¿Cuándo podemos vernos? —preguntó mi padre, haciendo caso omiso.


Mientras, sorteé unas cuantas estanterías, buscando con los ojos
entornados los zapatos que quería.

—Podrías fingir que te interesa cómo me va, al menos.

—Sé cómo te va, jaquetona. Te va como una mierda. Por eso nos
tenemos que ver. He vuelto a leer un artículo sobre ti en la prensa
digital. La escritora desaparecida. ¿Por qué no me hablas de esos
gilipollas? Podría hundirles con un solo dedo.

—Porque prefiero que no te la cargues. Escucha: van a hablar de mí


hasta que sepan con certeza que estoy muerta y no puedo continuar la
trilogía —comenté despreocupadamente, mientras me concentraba en
los precios—. Ni se te ocurra meter tus zarpas en eso otra vez, ¿de
acuerdo? Eres reportero de guerra, no la mafia rusa.

—Seré la mafia rusa si joden a mi niña.

Puse los ojos en blanco.

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Jacobus Priest podía ser, ciertamente, la mafia rusa. Era la clase de
padre que odiabas en el instituto porque susurraba a tus pretendientes
que les pondría las vergüenzas como corbata si se propasaban —lo que
hacía que salieran huyendo—, como también del que costaba
enorgullecerse por sus conductas adolescentes. Pero se le quería de
todos modos porque estaba ahí, algo que no podía decir de mi madre.

Jaab vestía como un ochentero cañón, y durante años apareció a la


salida de la escuela con un cochazo que, por supuesto, había alquilado.
Le gustaba pavonearse delante de todas las chicas de instituto y madres
de alumnas, y lo conseguía, pero más por la chupa de cuero y los
veintisiete años que por el Mustang. En sus tiempos fue un picaflor y en
la actualidad lo seguía siendo. Se había casado un total de siete veces,
había engañado a una cifra aproximada de doce mil mujeres bajo la
excusa del poliamor, y se conocía todos los rincones de Europa, que se
había recorrido en compañía de sus múltiples parejas.

—Los paparazzis aún no acampan en mi puerta ni tampoco me


persiguen por la calle, así que puedes estar tranquilo —suspiré—. ¿Has
vuelto ya de Ámsterdam?

—Claro. No te llamaría si no fuera así; las llamadas internacionales me


salen por el cobro mensual. Estoy en Dublín ahora mismo. En el distrito
seis, cerca de tu apartamento. ¿Puedo subir? Está a punto de ponerse a
llover y tengo que hablar contigo.

—Puedes subir, pero no estoy. Bueno, espera —añadí, pensándolo bien—.


Prefiero que no pases. Tengo a dos conocidas allí, y una de ellas es tu
tipo. No quiero que las perviertas con tu labia de viejo verde irresistible.

Mi padre soltó su carcajada ronca y yo suspiré. Era el McSteamy de su


generación, de la anterior y de las doce siguientes. Me lo podía imaginar
plantándose en la habitación de Sheila, llamándola «nena» y
ofreciéndose a hacerle un masaje con final feliz.

Negué con la cabeza enseguida, conteniendo un escalofrío. Una cosa era


tener a King gimiendo en la puerta de al lado: eso era inspirador. Ahora
bien... Los gritos de las jovencitas de mi padre o sus guarradas jadeadas
eran algo que no pensaba seguir soportando en mi madurez.

—Eso era sobre lo que quería hablarte. He dejado a las mujeres... en su


generalidad. Le he pedido matrimonio a Jessamine.

Ni siquiera me tomó por sorpresa. Aparté el teléfono un poco, solté una


maldición, y ya que estaba cerca la encargada le pregunté dónde
diablos estaban los preciosos stilettos rojos.

—¿Quién coño es Jessamine, Jaab?

—Esa boca, jaquetona.

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—Trabajo en un pub de Temple Bar y tengo un compañero que no sabe
hablar sin soltar palabrotas. Y tengo veintisiete años. Tú, por el
contrario, ninguna vergüenza. ¿Te vas a casar con una mujer que ni
siquiera me has presentado, papá? A Rach por lo menos la invitaste a
cenar conmigo una vez, pero...

—La conocí en Ámsterdam hace un par de semanas, no me ha dado


tiempo.

Paré mi trayectoria hacia los gloriosos zapatos y cerré los ojos. Cuando
los volví a abrir me relajé un poco al verlos delante de mí. Parecían los
últimos de la colección, y eran mi número.

—¿Le has propuesto matrimonio en plan Las Vegas?

—Gretna Green, más bien.

—Lo tuyo no tiene nombre, Jacobus Priest... —Arrugué el entrecejo


cuando una mano agarró el tacón expuesto antes que yo. Seguí la
manga ceñida del jersey que trataba de llevarse mi ganga y por poco
vomité el desayuno al verle la cara a mi competidor—. ¿Es una jodida
broma? ¿Qué quieres?

—¿Eh?

—No es a ti, Jaab. Ahora te llamo, ¿de acuerdo? Y vete a casa, o a un


motel. En mi apartamento no te vas a quedar mientras haya mujeres
dentro.

Colgué sin darle oportunidad de responder —por lo que me llevaría una


bronca a pesar de tener una edad— y me giré para enfrentar a King,
que me miraba con una ceja alzada y el zapato en la mano. No me lo
pensé a la hora de agarrarlo también, esta vez por el tacón.

—¿Me has seguido o algo así?

—Siento desilusionarte, muñeca, pero estaba aquí antes de que llegaras


—repuso. No me miró de arriba a abajo, sino directamente a los ojos.
Para mi desgracia, eso fue incluso más excitante que lo que solía hacer
—. Pensaba que ibas a todas partes con ese camisón beige tan sexy, que
es lo único que te pones.

Me froté la sien con la mano libre.

—Mi vida no se reduce a los ratos en los que me buscas la boca.


También salgo a la calle y me pongo otras cosas. Y ahora, por favor,
suelta mi zapato. —No lo soltó, así que me vi obligada a levantar la
mirada para que mi orden sonara más imperante—. El zapato, gracias.
¿O has venido a comprarlo de verdad? Porque no creas que me
extrañaría que ahora hicieras drag solo para molestarme.

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Se rio. No me consideraba una persona divertida, pero a él por lo visto
le fascinaba tanto mi falta de sentido del humor que me había
convertido en su payaso de circo.

—Sheila lleva una semana pidiéndome estos tacones.

Me lo quedé mirando como si me importara.

—¿Y? No te los voy a ceder por buena voluntad. Si se pudiera aplicar la


regla del quién los vio antes otro gallo cantaría, pero no es posible
porque cuando pasó por aquí iba conmigo. Así que… Me los merezco
por haber movido el culo hasta la tienda. No tiene mucha ciencia, King.

En vez de soltar el dichoso zapato que ahora ya no solo quería, sino que
necesitaba más que a mi propia vida, se inclinó sobre mí. Mi espacio
vital fue brutalmente violado por su cara de adonis pervertido.

—Suena bonito.

Lo miré intentando parecer aburrida. Dios sabía que a los hombres


como él les gustaba que les dijeran que no para insistir, y yo no iba a
empezar a ese juego. Serenidad, ignorancia y paciencia: tres claves para
alejar a una avispa o, en este caso, a un moscardón.

—¿El qué?

—Mi nombre en tus labios.

—Dios… —Puse los ojos en blanco—. Cómo se nota que has estado
leyendo mis novelas.

Él se echó a reír.

—Y me he acordado de ti en cada página.

Caí en la trampa. Me perdí en el movimiento de su boca al hablar casi


sobre la mía y solté el zapato en un descuido. Él alzó el brazo antes de
que pudiera agarrarlo otra vez —montando un numerito por el camino—
y luego me dirigió una sonrisa victoriosa.

—Acabas de demostrar que eres de los que le metían la cabeza en el


váter en la escuela al más vulnerable. Y encima te comías su almuerzo
—declaré, haciendo serios esfuerzos para no patear el suelo e irme
dando pisotones—. Espero que Sheila te regale muchos polvos. Es lo
mínimo después de suplicarle a su novio que se gaste doscientos pavos
en unos zapatos.

—¿Estás sugiriendo algo entre líneas, Kathleen? ¿Te revienta que haya
la suficiente confianza entre mi novia y yo como para que me pida
regalos?

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Me puso enferma que se refiriese a ella por su título oficial —tonta,
tonta y tonta—, pero me convencí de que era porque odiaba que su
papel como mujer hubiera quedado reducido a ser su chica.

—Me revienta que me robes el último maldito par de tacones de toda la


tienda —confesé—. No son solo unos zapatos, ¿sabes? Son mi ancla de
salvación.

—¿Por qué? —Su sonrisa se estiró con subrayada arrogancia—. ¿Los


necesitas para correr lejos de mí? No es el calzado más apropiado para
huir. Podrías doblarte el tobillo.

Cerré los ojos un momento. Sabía que abrirlos y comprobar que King ya
no estaba habría sido un milagro, y una parte de mí me dijo que no solo
no habría desaparecido, sino que encima habría aprovechado para
pegarse a mí... Pero no di pie a eso. Giré sobre mis talones, decidida a
patearme todo Dublín —y toda Irlanda si fuera necesario— para
encontrar otros parecidos.

King tuvo que agarrarme por el codo para espantar mis intenciones.

—Muñeca, pasado mañana es el cumpleaños de Sheila y no se me


ocurre nada mejor —admitió en un tono que no le pegaba nada.
Básicamente porque parecía la voz de un hombre corriente, no de una
bestia seductora o un cabrón soberbio—. Si me das otra buena idea
serán tuyos. A fin de cuentas, las mujeres tendéis a prestaros los
zapatos.

Eso era una gran equivocación. Quizá a Gin le dejara las plataformas
elegantes para una ocasión importante, y probablemente le prestaría
cualquier tipo de calzado a Libby si no tuviera el pie del tamaño de un
elfo, pero con Sheila aún no había llegado a ese grado de confianza. No
lo dije. Y tampoco acepté su proposición. Tenía que demostrar que en el
fondo no me importaba, era una mujer madura y sabía actuar como tal.

—No sabía que era su cumpleaños —mentí. Sheila llevaba repitiéndolo


como quien no quería la cosa desde hacía un mes—. Si es así no me
importa que se lo regales. De hecho, podría colaborar y sería un regalo
común. A no ser que te quieras llevar todo el agradecimiento a lo
grande.

Dios, se iba a llevar todo el agradecimiento a lo grande. A mí me daría


un abrazo y a él lo rodearía con sus piernas hasta desmayarse de
extenuación... Y me tocaría escucharlo porque me habían timado con el
apartamento. ¿Paredes insonorizadas? Mis narices. Si algo había más
fino que los tabiques, era mi oído. Y mi paciencia, eso también.

Me di cuenta de que le había sorprendido mi cambio drástico, pero no


dijo nada más al respecto. Tampoco me dejó ir. Eso habría sido mucho

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pedir. En su lugar tiró de mi mano, que agarró con toda la naturalidad
del mundo, y me obligó a acompañarle a pagar.

—Volvemos juntos. —No solo parecía una orden. Lo era. De verdad me


estaba dando órdenes; no soñaba—. Está lloviendo y te ahorrarás el
taxi.

—Descuida, puedo pagar el taxi yo sola.

—Y también puedes vivir sola —cabeceó irónicamente, sin mirarme.


Bien. Era un respiro—. Por eso te has buscado una compañera de piso.

Me giré para mirarlo con cara de pocos amigos.

—Y por eso me iba a comprar unos tacones de trescientos, sí. No


intentes convertirme en la amiga pobretona de tu novia, porque...

—Siguiente, por favor.

Salvada por la campana de decir una de esas guarrerías alarmantes que


Maddox me había enseñado. En el fondo lo tuve que agradecer. No
estaba en mi ADN perder el control, y no pensaba anotarme en el club
de los histéricos solo por invitación indirecta de un tío que iba de
sobrado.

—Oh, son los más bonitos de la tienda —comentó la dependienta,


sonriéndome. Luego le sonrió a King, y después definitivamente me
sonrió a mí—. Es usted una mujer muy afortunada.

—¿Verdad? —mascullé en tono sarcástico—. Los últimos tacones, y


encima de mi talla.

—Y se nota que su novio sabe bien lo que le favorece —sonrió,


terminando de cobrarlas. Yo me la quedé mirando como si le hubiera
salido una segunda nariz en la frente—. No lo superará en altura ni con
estas bellezas en los pies.

Era evidente que esa mujer no había visto nuestro intercambio digno de
gladiadores en la sección de calzado femenino.

—Sus piernas parecerán interminables, ¿verdad? —murmuró King, al


que sí que podría haberle salido toda una tocha en la frente para poder
justificar mi cara de alucinar.

—Sin duda, señor. Gracias por su compra.

King se dio la vuelta, volvió a cogerme de la mano y me sacó a


trompicones de la tienda. Yo seguía en shock.

Antes de entrar en el negocio, tenía la expectativa de comprarme unos


zapatos para compensar el desequilibrio mental de los últimos días y

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sentirme sexy. También tenía un padre que había recuperado su buen
juicio y parecía por la labor de permanecer soltero al menos unos
cuantos jodidos meses. Ahora tenía a un bravucón pegado al culo y el
pelo empapado, cortesía del chaparrón que estaba cayendo. Además de
las manos vacías y un padre esquizofrénico perdido.

La vida no hacía otra cosa que ponerse más y más interesante.

Podría haberme quedado callada. Pero no lo hice.

—¿También sueles convertir a todas las mujeres en tus novias delante de


dependientas? —pregunté con retintín, renunciando al taxi para ir
caminando a casa. No estaba lejos, y no iba a aceptar la caridad de un
millonario pomposo. Si es que era millonario, porque a saber. Sería lo
que le faltaría para cumplir el estereotipo de protagonista de novela.

—Siempre que puedo, sí. Me ha hecho un descuento gracias a ello.

No me sorprendió que hubiera encontrado tangente por la que salirse.


Venía a cuento, era directo y me había dejado en el suelo en un sentido
figurado: justo como le gustaba. Y casi me tiró también en el sentido
literal, porque me resbalé con mis botas de taconazo de vértigo y me
habría matado si no me hubiera agarrado por la cintura.

A pesar de no ser la primera vez que me tocaba, mi cuerpo reaccionó


como si nunca hubiera entrado en contacto con otro ser humano.
Temblé, anhelé y me resentí en cuestión de segundos, lo que habría
nublado el juicio de cualquier mujer por mucha buena voluntad que
hubiera tenido. Eso derivó en un jadeo y una mirada de soslayo, que él
atrapó con sus ojos de nomepierdonada justo a tiempo para saber cómo
me sentía.

Humillante.

Tan humillante que decidí no abrir el pico en lo que quedaba de trayecto.


Agradecí que el agua me calara hasta los huesos: así al menos tenía una
excusa a la que achacar mi creciente mal humor.

Cuando llegamos al pasillo que daba a mi apartamento, me encontré a


la vecina tan empapada como yo.

—Ginebra, ¿qué pasa? ¿Se te ha vuelto a joder la caldera?

—No, es que este mes no he podido pagar el agua y me la han cortado


—contestó sin demasiada vergüenza. Era por la confianza: me costó
unos cuantos años arrancarle un saludo por la mañana, y para
sonsacarle que no tenía un duro necesité varias conversaciones en la
azotea, mientras tendíamos—. Me he empapado bajando a por huevos y
me da miedo cogerme un resfriado. ¿Podrías dejarme tu baño...?
Cuando puedas.

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—Claro, claro. Ven.

Le cedí el servicio de ducha porque, primero: me habían educado bien. Y


segundo: prefería no quitarme la ropa en una casa donde no tenía a
Sheila para escudarme del influjo que ejercía King sobre mí. No
importaba si él estaba en la cocina y yo en el sótano del edificio, que, si
me quitaba las bragas, tenía la sensación de que me estaba observando.
Eso empezaba a entrar en la categoría de perturbada mental, pero
mucho mejor el desequilibrio temporal mientras pudiera mantenerlo a
raya que el vacío existencial en el que había vivido hasta entonces.

—Voy a hacerme un té —anuncié—. ¿Quieres uno?

—Por favor —pidió Gin.

Me deslicé hasta la cocina y allí me quité las botas, las medias y los
pantalones empapados. Rápidamente volví a ponerme los pantalones, y
luego me saqué la chaqueta para quedarme solo con el jersey ceñido. Lo
eché todo a lavar, y cuando me di la vuelta, ya estaba King detrás mía
para atormentarme.

Solo esperaba que no hubiera visto mi nervioso striptease.

—¿Por qué estás a la defensiva conmigo, Kathleen? —preguntó con voz


de perrito abandonado—. ¿No podemos ser amigos?

¿Y eso a qué venía ahora?

Mi respuesta era una rotunda, magnífica y bestial negativa. No era tan


radical como Harry, que le espetaba en las narices a Sally siempre que
podía que hombres y mujeres no podían ser amigos, pero estaba claro
que mientras hubiera atracción por medio sería imposible. Y ya fuera
unilateral por mi parte o no —apostaba porque no—, ahí estaba yo,
temblando por el frío y por el calor. Su magnetismo era asfixiante, y por
Dios que era feo. Tenía la nariz hebraica, el deber de afeitarse
diariamente si no quería parecer un oso y el mentón de Kirk Douglas
que solo le sentaba bien a Kirk Douglas, lo que se contradecía con mi
prototipo de rasgos ideales y no demasiado vello facial.

Pero por Dios que también ponía toda mi sangre a hervir.

—No podremos ser amigos si no te adaptas a mí, porque yo no pienso


adaptarme a ti ni a tus... manías. Jamás me acostumbraré a que te
pasees medio desnudo por mi casa, te comas mis cereales y me
arrastres a ver películas de Jim Carrey. —Pasé por su lado como una
exhalación y añadí en voz baja—: Joder, tengo buen gusto.

Cuando llegué al salón, vi que Gin ya había salido de la ducha y se


desenredaba el largo pelo negro con los dedos. Llevaba una toalla

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minúscula como único vestido, dejando ver sus largas piernas de
gimnasio y un canalillo bastante más sugerente que el mío.

Solo por curiosidad —y por comprobar que lo que King había dicho era
cierto—, me di la vuelta y miré al único masculino de la sala. Él no le
prestaba atención a Ginebra, lo que supuso tanto un shock como una
pequeña victoria. Ginebra era una de las mujeres más atractivas que
conocía y, además, King había mencionado que le gustaban todas.
Parecía que alguien no estaba siendo fiel al noveno mandamiento.

—Gracias, K. Por cierto —añadió, acercándose a nosotros—. ¿No me


presentas a tu nuevo ligue? Me alegra que lo tengas, iba siendo hora de
que volvieras al mercado. Soy Ginebra, encantada. Y también soy
abstemia, por lo que en definitiva soy un contrasentido con patas.

King esbozó una sonrisa sexy, pero porque su sonrisa era


intrínsecamente sexy, no porque la forzase. Y nada: no había deseo en
sus ojos a pesar de estar viéndola casi desnuda.

—King Sawyer. Lo cierto es que sí soy el rey, así que al contrario que tú,
hago honor a mi nombre.

Bizqueé y me refugié en el baño, dejándolos conociéndose y


desmintiendo la información de nuestro noviazgo. Allí me quité toda la
ropa mojada, me solté el pelo y me froté la cara hasta que
desaparecieron todas las manchas de maquillaje. Cuánto tiempo pasé
ahí solamente escuchado el agua correr fue un misterio. Lo que no fue
un misterio fue mi cuerpo, que King casi descubrió desnudo al completo
al abrir la puerta de golpe con mi móvil trinando en la mano.

Habría gritado, le habría arreado un bofetón y le habría echado de mi


casa para siempre, intercediendo incluso por Sheila para evitar volver a
verlo a un radio de veinte kilómetros. Habría hecho eso y mucho más si
no hubiera visto cómo temblaba su nuez de Adán, y si sus ojos, ya no
dueños de sus acciones sino liberados de la socarronería de su amo, se
desplazaban con avidez por mis piernas desnudas y las esquinas de mi
cuerpo que la escasa toalla dejaba a la luz.

Por un momento pensé que se abalanzaría sobre mí y me besaría como


había soñado ya varias veces en los últimos días. Imaginé que me
levantaba por las axilas y me follaba simplemente clavándome contra el
espejo, dándole la espalda a la gravedad y sosteniéndome por los labios
y por nuestra unión.

Y aunque eso no pasó —cerró la puerta cuando me vio despegar los


labios para gritar—, sonreí de todos modos al quedarme sola.

No, era evidente que no era así con todas.

Era así solo conmigo.

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MANIC PIXIE DREAM GIRL

—¿Otra vez esa mierda de canción? Nena, no pienso volver a darte el


mando del equipo.

Me giré y miré a Maddox con los brazos en jarras. Estaba increíble con
la camiseta negra del club ceñida al pecho, enseñando hasta el esternón,
y los pitillos de Danny Zuko con cadenas colgando de los bolsillos.
Siendo simplemente Maddox: el enemigo de toda mujer con sentido
común, el espécimen de ser humano con el superpoder de doblegar a un
ejército con una sonrisa, y el tipo más cañero de todo Temple Bar,
llegando su reputación hasta el último pub de la calle larga. Todos se
disputaban a Maddox como camarero de su club porque era un imán
para las mujeres, pero por suerte, había elegido el Rock & Blues.

—Vuelve a llamar mierda a la música que me gusta y me pongo tu cosita


como corbata.

—¿Cosita? Oh, vamos, estoy seguro de que una escritora de novela


erótica puede decirme un sinónimo mejor. ¿O escribes porno infantil?
¿Narras las aventuras sadomasoquistas del lobo que le metió la
«cosita» a Caperucita en todo el...?

—No, pero tú, con lo ilustrativo que eres, podrías probar suerte.

Como ya se nota, también era el tío más cerdo hablando que había
conocido en toda mi vida, lo que le añadía cierto encanto a su ya de por
sí arrollador carisma. No existía chica en Dublín que no lo adorase con
cada célula de su ser. Yo me hacía un poco más la dura, pero formaba
parte del equipo. O del regimiento.

—Te lo dejo a ti, que se te da todo bien. —Me pasó un brazo por los
hombros y fingió que era porque necesitaba meterle mano a la cámara
refrigeradora a mi espalda—. Excepto el trabajo de DJ. Nena, te lo digo
una sola vez. Vuelve a poner esa grandísima cagada y te juro que
cobras.

—¿Qué voy a cobrar?

Maddox me lanzó esa mirada de actor de cine que hasta hacía poco
lograba ponerme los pelos de punta. Derrochaba la promesa de
aventuras de Indiana Jones, te seducía en silencio como James Bond y
encima tenía esa apariencia de dura estrella de rock machacada por la

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vida que lo acercaba peligrosamente a Kurt Cobain. Tenía su cara. Su
hoyuelo, sus ojos claros y el pelo cortado con el mismo estilo, de la
misma tonalidad.

—No me saltes con esas provocaciones, porque en este juego soy yo el


que manda. Ríete de mí solo si piensas bajarte los pantalones después, o
mi ego quedará hecho polvo.

—Deja de hacer el tonto y atiende esas mesas —intervino Liberty, tan


acalorada como de costumbre. Lanzó a Maddox su mejor mirada
perdonavidas, que tenía el mismo efecto que el aleteo de una mariposa.
Liberty era todo carácter, pero por algún motivo, nunca se imponía—.
No es tan difícil estar cinco minutos sin comerle la oreja a alguien.

Para reivindicar que era del todo imposible, Maddox se inclinó sobre
ella y dio un pequeño mordisco a su lóbulo diminuto. Esta se apartó
sorprendida, y en lugar de cabrearse, soltó una carcajada y lo empujó
por el pecho.

—Sabor a manic pixie dream girl. Suculento...

—Suculento será mi guantazo. ¡Tira!

Maddox la miró con una ceja alzada.

—¿Cómo puede ser posible que no me hayas arreado un bofetón?


¿Algún bichejo pelirrojo ha echado el polvo de su vida en la última
semana?

Liberty solo sabía demostrar su amor de una manera: dándote


despiadados puñetazos en el hombro. No es ninguna clase de
exageración, realmente incrustaba los nudillos en tu pobre bíceps y te
dejaba una bonita colección de cardenales. A fin de mes tenías el brazo
como Avatar.

—Pues sí. Llevo toda la semana quedando con el mismo chico y ayer me
dio la noche —admitió al fin, sonriendo de oreja a oreja. Esa era Liberty
Walsh. Se enamoraba de un hombre en la primera cita—. Y hoy ha
venido al club solo para verme.

Le eché un vistazo sugerente a su escote.

—De ahí que te hayas desabrochado dos botones.

Liberty arrugó el entrecejo y miró hacia abajo. Bufó sonoramente,


hastiada.

—No es lo que parece. Es que he vuelto a engordar y se me están


saltando los botones todo el tiempo. Por favor, abrochadlos —pidió,

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levantando los dos brazos con bandejas para indicar que ella no podía
—, o se va a pensar que soy una fresca.

Yo alcé las cejas y me hice la imbécil cogiendo un par de cubatas,


ignorando su petición. Miré a Maddox con una sonrisa ladina y encogí
un hombro, sabiendo que me odiaría y me querría a partes iguales por
cederle el privilegio.

Además de que la pechonalidad de Liberty dejaba en ridículo a Sofía


Vergara y cualquiera estuviese preparado para un acercamiento con
ella, Maddox llevaba enamorado de la portadora desde que empezaron
a trabajar juntos. Me lo confesó una noche de borrachera, cuando no
podía tenerse en pie y yo estaba preocupada por si tendría que usar el
spray de pimienta con mi compañero de trabajo. Sus sentimientos eran
uno de los motivos por los que, a pesar de su más que evidente
capacidad para bajarle las bragas a un jodido mamut, no constituía
ninguna amenaza para mí.

Tristemente, Liberty no se daba cuenta de nada y él prefería no


decírselo para poder abrocharle los botones del polo sin que ella se
pusiera dramática. Conociéndola, construiría una valla de doce metros
entre los dos solo para evitarle el mal rato.

Maddox suspiró y luego se encargó de los botones de Liberty. Fue ahí


cuando me di cuenta de que el enamoramiento se estaba convirtiendo en
algo difícil. Antes habría aprovechado para meter la nariz en su
canalillo. Ese día lo hizo sin mirar y apartándose rápido. Fue tan obvia
su carita de pena que quise acercarme para preguntarle, pero Liberty se
me cruzó por banda y tiró de mí hacia el palco al extremo derecho de la
pista.

—Ven, por favor. Tienes que verle, es... Es guapísimo. Está en la mesa
seis. Lleva una corbata azul. Ve, sírvele esto y dime qué te parece. Son
las copas equivocadas... Una excusa para que pueda volver a subir.

Muerta de curiosidad por quién sería el hombre ideal esta vez, cogí los
cubatas que me tendía y ubiqué la mesa seis desde el piso de abajo.

El Rock & Blues era un club al que solo se accedía por invitación, uno
de los pocos que había en la calle principal de los pubs y que habían
situado en el centro por pura maldad. Su exclusividad venía de hacía
relativamente poco, y se decía que el jefe limitó las entradas por una
mala experiencia con el antiguo propietario.

La música nunca decepcionaba, en parte porque Maddox se encargaba


del asunto y tenía un gusto muy versátil, además de un oído
superdesarrollado que le permitía entender lo que las mujeres pedían
desde la pista. El local era un dúplex con dos palcos en los cuatro
laterales de la sala principal, cuyas barandas daban a los bailarines. El
hombre de Liberty estaba allí arriba, así que subí las escaleras de neón
rojo procurando contonearme un poco más de lo debido. En los palcos

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estaban los que más propinas soltaban al final de la noche, y yo
empezaba a vivir de esos extras.

Me acerqué a la mesa seis muy pendiente del tipo que observaba su


móvil con las cejas alzadas. Se frotaba la barba con la mano, tratando
de ahogar una risa en vano. A pesar de tener la cara parcialmente
cubierta por la manaza, supe enseguida quién era.

Él también supo quién era yo cuando estampé los cubatas en la mesa.

No me lo podía creer.

Mentira, claro que me lo podía creer.

—Así que te estás follando a Liberty —le solté—, y a mi compañera de


piso al mismo tiempo, solo que a ella le has concedido el título de novia.
Y mientras te lo pasas genial intentando flirtear conmigo. ¿Qué clase
enfermedad congénita tienes, la del infiel compulsivo? ¿Tienes a la
cuarta chica ahí en el móvil, mandándote fotos subiditas de tono? ¿A la
quinta en la casa de la playa? ¿A la sexta debajo de la mesa,
chupándotela? Eres un cabrón.

Seguramente no era un comportamiento muy apropiado para una


camarera, y menos aún, cuando el tipo estaba en el palco de los ricos.
Eso solo hablando de los contras que repercutirían en mi trabajo. Pero
la rabia me subió del estómago a la cabeza y trastocó todos mis
principios. Excepto el del deber.

King no se ofendió demasiado. Al menos eso dio a entender, porque en


lugar de soltarme algo en el mismo tono —o llamar al gorila de la
entrada—, me echó otra de sus miradas de arriba a abajo.

—Y a la séptima soltándome el argumento de su próximo libro, ¿no? —


Alzó una ceja insolente que quise arrancarle de un tirón—. ¿Te has
pasado a la ciencia-ficción?

—Tendría que hacerlo para escribir de ti, porque tu poca vergüenza no


es de este mundo.

—Por supuesto que no, ni la mía ni la de ninguno; ¿no ves que todos los
hombres venimos de Venus?

—¿Y a qué estás esperando para largarte a tu planeta? —Planté una


mano en la mesa y me incliné sobre él—. Si quieres ser infiel, procura
hacerlo lejos de mis amigas.

—¿Cómo de lejos? ¿Lo bastante para quedar más cerca de ti?

Estaba en shock con su caradura.

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—¿Te estás riendo de mí, pedazo de...?

Una corbata de azul se plantó delante de mis narices, al acomodarse


justo al lado del tipo al que estaba amenazando. Cuando el recién
llegado consiguió que le mirase a la cara, por poco se me cayó el alma a
los pies.

Joder, ese era el tipo de Liberty. Rubio, bronceado y tan perfecto como
un dibujo hiperrealista.

—¿Por qué no dejas de joder a las mujeres, King? —preguntó este, con
amabilidad.

—Porque es mi pasión, pero no es como si esta de aquí se dejara —


contestó sin dejar de mirarme—. Muñeca, me halaga que creas que follo
tanto, pero te prometo que últimamente estoy a un paso del celibato.

Eso de que los escritores saben lo que decir en todo momento es pura
basura. Me quedé como un pasmarote, mirando a King sin saber muy
bien por qué diablos había reaccionado de ese modo. Quizá porque me
daba la impresión de que era de los que le ponían los cuernos a su novia
cada vez que plantaban un pie en la calle. Quizá porque me miró como
si llevara un conjunto de lencería de Victoria's Secret. Quizá porque me
molestó pensar que Liberty podría salir con el corazón roto otra maldita
vez. Quizá porque no soportaba a los tíos infieles.

Él tuvo que ver todo ese conjunto en mis ojos, porque la burla en su
expresión rebajó un tanto. Presintiendo que se cocía una respuesta en su
cabeza, cogí los cubatas y me los llevé de allí sin decir mucho más que
un «Liberty se ha equivocado».

Cuando llegué a la barra, Maddox me miró con una ceja alzada.

—Y eso, pequeña zorra, es el karma.

—No sabía que merecía pasar la vergüenza de mi vida por acercarte a


las tetas de tu amor imposible.

—Tú lo has dicho. Amor imposible. Solo me estabas jodiendo


deliberadamente. Eduardo Manostijeras. —Se puso la mano en el pecho,
como si se presentara. Después señaló a una Liberty juguetona con el
cliente con un gesto de barbilla—. Kim.

—Eduardo Manostijeras y Kim acaban juntos.

—Después de los créditos seguro que la dejaba fileteada con sus


manazas, pero qué importa. —Apoyó la cadera en el refrigerador y me
miró a la espera de una explicación—. ¿Y qué ha pasado?

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—Que le he soltado a un tío que es un misógino y un cabrón sin ningún
motivo. Pero eso da igual ahora. ¿Me quieres explicar a qué viene que
no quieras comerte a Liberty de un mordisco cuando llevas queriendo
hacerlo desde que saliste del huevo?

Añadí una serie de quejas mientras me escondía tras la barra. Me


pegaría con celo al dispensador de cerveza si fuera necesario para no
volver a subir al palco.

—Solo me he dado por vencido. —Encogió un hombro y se acercó a una


chica que intentaba llamar su atención. Con su sonrisa de niño malo, le
sirvió su cubata—. Enseguida pongo tu canción, nena.

Todas eran «nena» al abrazo de Maddox.

—Dox, no es por nada, pero Liberty es la persona más fácil del mundo.
—Eso le ofendió por razones obvias: no se había arrojado a sus brazos
en cuatro años—. ¡Vamos! Sabes por qué lo digo. Entrar en su corazón
es tan sencillo que da hasta miedo. Me extraña que no se lo hayan roto
cien veces... —Me quedé pensando—. Solo noventa y nueve.

—Ya, pero yo no le intereso ni le he interesado jamás. Cuando alguien le


gusta se le nota que te cagas. Mira con el tío ese. No puede dejar de
reírse como una gallina clueca.

Sonreí con cariño, mirando a la pequeña Liberty con ojos de madre.

—Adoro esa risa.

Maddox bufó.

—Yo pierdo el culo por esa risa, pero no es el punto. Esto se ha acabado,
joder.

Se pasó una mano por el pelo, intentando prestarle atención a otro


grupo de chicas. Antes de acercarse, lanzó una mirada rápida al trasero
embutido de Liberty en el nuevo uniforme versión Monster High. Luego
me miró con la rabia grabada en los ojos verdes.

—¿Sabes lo que cuesta fingir que no me molesta todo eso? Es inhumano


—exclamó, llevando el drama al siguiente nivel—. Pienso dimitir.

Puse los ojos en blanco.

—¡Por fin pones al orden del día la amenaza de siempre! Empezaba a


preocuparme.

—Hasta que un día la cumpla, nena, y tengas que enfrentarte a todos


esos sobones tú sola.

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Tuve que reprimir un escalofrío, pensando en lo que sería de mí si
Maddox me abandonaba. Era él quien me cedía la barra las noches en
las que todo estaba abarrotado, protegiéndome directa e indirectamente
de los cabrones que intentaban ponerme la mano encima al mínimo
descuido. Hacía de perro guardián con Liberty, conmigo y con la chica
que nos dejó hacía unos meses, Raeghan. Pero sobre todo conmigo,
porque la primera tenía muy buen revés y a Rae no había quien le
vacilase dos veces.

Después de dejar caer la amenaza, nos dedicamos cada uno a lo


nuestro. El Rock & Blues empezó a llenarse de manera que era
imposible respirar sin abrir la boca, y el sudor no tardó en empaparme
las sobaqueras y el cuello. Tuve que hacerme una coleta en lo alto de la
cabeza y abrirme el polo hasta casi el último botón. A excepción de un
pesado trajeado que no dejaba de llamarme, todo fue sobre ruedas.
Muchas propinas gracias a la alegría contagiosa de Liberty y muchas
mujeres pidiendo copa tras copa para llamar la atención de Maddox.
Todo decayó un poco al final, cuando el rubio perfecto se sentó en la
barra y empezó a tontear descaradamente con mi compañera. Como era
lógico, ella se desentendió de todo y se dedicó en cuerpo y alma a reírle
las gracias.

—Cambia la cara —le dije a Maddox en un momento dado, procurando


que nadie nos escuchara—. Tres cuartos de las propinas de este sitio
son gracias a ti y quiero comprarme unos zapatos con lo que me toque.

Le di un codazo para reivindicar mi advertencia. En realidad, se


convertía en un oso de peluche cuando miraba a Liberty. Pero ahora
Liberty estaba con otro hombre, así que el oso de peluche se parecía
más al gorila de El Planeta de los Simios.

—Ese tío no es de fiar —declaró.

—Para ti ninguno es de fiar.

—¿Y quién tiene mejor olfato? ¿Doña Mala Suerte en el Amor... —señaló
a Libby—, o Don Triunfos en la Cama?

—No mezcles la velocidad con el tocino. Sabes mucho de mujeres, no de


hombres.

—Soy un hombre. Sé más de los de mi sexo que ella, y ese capullo de ahí
es un mierda. El tiempo me dará la razón. Ahora… Me voy a casa.

No dijo más. Se dio la vuelta, echándose el trapo de limpiar la barra en


el hombro, y se desplazó hasta la sala de descanso.

En lugar de pedirle a Liberty que colaborase en vez de ponerle el escote


en las narices al rubio, me quedé sola atendiendo a los pocos que
quedaban en el club. Se merecía un descanso. Trabajaba el doble que yo

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y lo hacía con una sonrisa, además de que para un tipo que parecía ir en
serio con ella, no iba a chafarle la ilusión.

—Oye, guapa... —insistió el pesado con traje de antes—. Te he pedido


hace rato que me pongas un...

—Y hace rato te lo he puesto —declaré, cortándole el rollo. Miré la hora


y me fijé de que iba tocando volver a casa, así que rodeé la barra
mientras me secaba el sudor de la frente—. Tienes suerte de que alguien
lleve la cuenta de lo que bebes, o ahora estarías en un aprieto.

Cogí del perchero la chaqueta, guardé el móvil y las llaves en el bolsillo


y avisé al jefe de que había acabado el turno. Mientras me marchaba,
lancé sin querer una mirada al palco donde había tachado a King de
adúltero. Suspiré y salí a la calle, despidiéndome también de los
guardaespaldas de la entrada.

—Eh —me llamó alguien, justo cuando me ahuecaba el cuello de la


gabardina. Me giré y vi al borracho de la barra—. ¿Necesitas que te
lleven?

No contesté. Eché a andar, muy tranquila en principio, pero cuando me


di cuenta de que me seguía empecé a ponerme nerviosa. Tranquila, me
dije. Eso pasaba siempre. Raeghan incluso contaba anécdotas divertidas
al respecto cuando trabajaba aún en el pub.

La voz del tipo volvió a alzarse.

—Te he hecho una pregunta.

—No, no necesito que me lleven —contesté bien alto.

El Rock & Blues era de los pocos pubs que contaban con horario de
after. Estando a punto de amanecer, todo Temple Bar estaba vacío. Lo
único que se escuchaba era el sonido de las cajas arrastrándose y el
tintineo de las botellas vacías al entrechocar. Procuré concentrarme en
ello para tranquilizar el latido de mi corazón.

—¿Estás segura? —insistió el tipo. No me di cuenta de lo cerca que lo


tenía hasta que noté un brazo enroscándose en mi cintura. Me quedé
helada ante el contacto desconocido. Mis ojos se desenfocaron, como si
ya no pertenecieran a mi cuerpo—. Relájate, guapa. Mira... Me llamo
Rick. He estado observándote toda la noche... ¿No te has dado cuenta?
—No esperó una respuesta. Me rodeó con el otro brazo y se pegó a mi
espalda—. Eres realmente guapa, ¿sabes?

Saqué fuerzas de donde no había para susurrar que me dejara en paz.

—¿Qué has dicho? No te he oído bien...

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—Yo la he oído perfectamente —dijo una voz grave. Dentro de mi ataque
de pánico, escuché que unos pasos se acercaban a nosotros—. Suéltala.

El tipo no se apartó de mí. Me sujetó con firmeza, subiendo el brazo


hasta agarrarme uno de los pechos. La intimidad me produjo tantas
arcadas que tuve que hacer un esfuerzo para no vomitar. Pero no pude
moverme. Sentía que mis plantas estaban pegadas al suelo, y los me
brazos pesaban más de lo que los hombros podían soportar.

—¿Y tú eres...? —oí que preguntaba con aire desdeñoso.

—Soy el tipo que te va a romper la cara como no le quites las manos de


encima.

—Permíteme que lo...

Se oyó el sonido de un puño, un tropiezo y luego el estruendo de un


hombre impactando con el contenedor industrial cercano a nosotros. Yo
seguía sin poder moverme: me había quedado en medio de la calle, con
los ojos puestos en Dios sabía dónde y la sensación de que ni siquiera
una ola de diez metros podría arrancarme del sitio. No pude ladear la
cabeza para comprobar que King acababa de cumplir su amenaza. No
pude ver en qué estado se encontraba el desconocido. No pude respirar.

Al principio solo veía las luces titilantes de la ciudad.

Luego solo vi los ojos furiosos de King.

—¿Por qué coño no te has defendido? —soltó a un palmo de mi nariz,


con la cara descompuesta. Si hubiera prestado un poco de atención, me
habría dado cuenta de que estaba mucho más que enfadado. Muchísimo
más que preocupado—. Ven.

Cuando intentó coger mi mano se dio cuenta de mi estado. Estaba tan


rígida que nada ni nadie podría haber deshecho los puños en los que se
habían fruncido mis dedos. Me dio la impresión de que arrugaba la
frente, pero era difícil saberlo cuando no podía salir del shock.

King dio un paso atrás para darme el espacio que necesitaba. Por la
periferia de mi visión observé que hacía unos gestos y gritaba para
llamar a alguien. Luego escuché el frenazo de unas llantas y una puerta
abriéndose.

—¿Qué pasa? —preguntó una voz femenina.

—No te preocupes, yo me encargo —dijo King, acercándose a mí con


cuidado y rozándome el brazo. Estudió mi reacción a ese gesto, y
cuando vio que me relajaba lo suficiente para poder caminar, me animó
cogiéndome con firmeza de la mano—. Conduces tú, ¿de acuerdo?

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Levanté la vista y crucé miradas con una mujer de belleza etérea.
Estaba sentada en el asiento del piloto, con el mango de la puerta en la
mano, y me miraba como si yo fuera alguien para ella.

—Contaba con ello —dijo solamente.

Dejé que King me guiara hasta el interior del coche. Mi ansiedad creció
hasta llegar a un punto insostenible al verme atrapada entre cuatro
paredes, y eso él lo notó. Intentó alargar los brazos para tocarme, quizá
con la intención de ayudarme a encontrar la calma, pero le di un
manotazo antes de que llegara a rozarme. Él desistió enseguida y se
separó de mí todo lo que pudo. Aun así, no dejó de llamar mi atención.
Empezó a hablarme en voz baja con un tono suave que no le había oído
antes, y que poco a poco me fue relajando. Todavía no podía respirar en
condiciones: tenía el puño apretado contra el esternón y los ojos fuera
de órbita, repitiendo una y otra vez el momento y, sobre todo, lo que
podría haber pasado.

Pero no era solo su tono, sino lo que me decía.

—Está todo bien, ¿me oyes, Kathleen? —Mi nombre sonaba tan dulce,
como si fuera otra persona—. Vamos a ir a casa y vas a dormir hasta la
tarde de mañana, ¿de acuerdo? Nadie te va a hacer daño.

No estaba siendo consciente del aspecto que ofrecía, pero cuando ladeé
la cabeza para mirarlo y di de bruces con la compasión en sus ojos, me
di cuenta de que estaba peor de lo que pensaba. Y así era. Alguien
bombardeó mi cabeza con una imagen aérea de mi postura. Me estaba
abrazando las rodillas, tenía el hombro tan pegado a la puerta que
podría haberse caído bajo mi peso y miraba a King con desconfianza,
como si él me hubiera herido alguna vez.

O como si pretendiera hacerlo, que era lo que tenía más presente.

—Es aquí, ¿verdad? —preguntó la mujer, que me miraba a través del


retrovisor con esos grandes ojos tan expresivos.

No me percaté de que el coche había frenado hasta que King salió,


rodeó el vehículo y abrió mi puerta. Estaba acurrucada de manera casi
cómica contra la esquina, por lo que tuvo que tomar la precaución de
cogerme antes de que me cayera de lado. Mi cuerpo seguía agarrotado,
como cada vez que las pesadillas volvían, y él lo tuvo tan presente que
decidió cogerme en brazos. Me subió hasta el apartamiento sin usar el
ascensor; bastó con observar con qué aprensión miré el cubículo para
abandonar la idea.

—Las llaves —susurró con voz queda.

Tragué saliva e intenté moverme. Palpé mis bolsillos en busca de las


dichosas llaves. Temblaba tanto que armé un estruendo en el corredor

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con el tintineo del conjunto. King se apiadó de mí y las cogió para abrir
la puerta. No había nadie. Se adelantó para encender todas las luces a
falta de una, como si también supiera que la oscuridad podría
devolverme los recuerdos.

Al ver que me quedaba parada bajo el umbral, se acercó con ese aire de
«lo tengo todo controlado» que me devolvió el aliento. Cogió una de mis
manos y me miró hasta que yo lo hice de vuelta, con el corazón
encogido y el estómago tan revuelto que solo quería vomitar. Pude
contener las ganas dejando que ese azul brillante me distrajera del resto
de colores horribles del mundo, como los que teñían a menudo mis
pensamientos, o los que habían pintado esa noche.

—Respira, Kathleen. No ha pasado nada. —Alzó la mano libre y me


acarició la mejilla con tanto cuidado que ni siquiera sentí sus dedos—.
No ha pasado nada, ¿a qué no? Y todo lo que haya pasado antes, es allí
donde está: en el pasado.

Mi barbilla tembló antes de que pudiera controlarla.

Llevaba años sin llorar. Ni siquiera lo hacía después de los sueños


angustiosos que aún no dejaban de perseguirme. Tampoco había nada
que pudiera tocarme el corazón. Unas palabras bonitas, una despedida
o una situación injusta. Nada me conmovía porque me había hecho de
hierro, hielo y acero.

Pero rompí a llorar porque King acababa de mentirme, y no había nada


en el pasado. Todo estaba tal cual lo había dejado, o más bien tal cual lo
había querido dejar sin ningún éxito. Era una mancha a veces invisible,
de la que me percataba solo cuando me ponía la camisa al revés, y
últimamente era tal la inquietud que no sabía vestirme en condiciones. Y
siempre, siempre me encontraba con ella. Grande, enorme. No existía
nada salvo ese borrón en medio de lo que creía que podría sentarme
bien.

Esperé que King refunfuñara por lo bajo o se fuera después de darme un


beso en la frente, pero no lo hizo. Se acercó a mí, ahuecó mi rostro con
sus manos y presionó sus labios contra la arruga de mi ceño hasta que
se deshizo. Y ni por esas se separó. Me abrazó tan fuerte, con tanto que
decir, que el silencio se puso de rodillas delante de él. Y yo también,
porque los tobillos me fallaron y habría acabado en el suelo si no me
hubiera sostenido contra su pecho.

—Kathleen... —musitó, acariciándome el pelo—. No pasa nada. Estoy


contigo. Dios... Siento haberte hablado antes de esa manera. No
imaginaba que... —Se calló y aguardó unos minutos en silencio—.
Vamos, ven. Siéntate conmigo.

Me condujo hasta el sofá y allí se acomodó conmigo, sin dejar de


tranquilizarme con caricias en las manos y los brazos. Poco a poco fui
recuperando el ritmo cardíaco habitual. Nunca me había durado tanto

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un ataque de ansiedad. No sé si lo dije en voz alta o él lo averiguó como
todo lo demás, pero al mirarlo a los ojos vi que tenía motivos de sobra
para estar preocupado.

Eso hizo que me solidarizase, respirase hondo varias veces e intentara


encontrar mi voz. Carraspeé sin perderle de vista. Solo cuando la
presión de sus ojos fue demasiado y tuve que esquivarlo para
concentrarme en el roto del sofá, en los dibujos del jarrón de la mesilla,
en el hilo que iba camino de desprenderse de su chaqueta...

—¿Cómo has llegado a mí antes? ¿Me has seguido?

—Sí —admitió sin tapujos. Percibí un gran alivio en su voz—. Estaba


esperando a que terminaras de trabajar para pedirte una explicación
por tu arranque de antes. Pero eso ahora no importa...

—Me equivoqué —susurré, sintiéndome desvalida. Y peor: desnuda. Por


dentro y por fuera—. Era tu amigo quien estaba con Liberty. Aunque si
la mujer del coche...

—Mi hermana. Estábamos celebrando su cumpleaños.

Asentí sin interrogatorios. Lo había sospechado al reconocer en los ojos


de la chica un poco de King: esa clase de alegría perseverante que
nunca dejaba ganar a la tristeza. Ambos tenían la clase de mirada que
me gustaba describir durante párrafos y párrafos en mis libros,
intentando darle una vida que nunca le haría justicia.

—Ese rubio... —empecé, cerrando los ojos. Quise concentrarme en algo


que no fuera el pánico—. ¿Es buen hombre? ¿Podría ser un buen
hombre para Liberty?

—Sí, no veo por qué no. Es buen amigo; sería buen novio. Y la chica le
gusta.

Siguió un silencio en el que ambos nos quedamos mirándonos hasta que


yo decidí apartar la mirada. Me dio miedo lo que vi allí: interés por
descifrar algo que no quería que le perteneciese, y que no debería estar
en poder de nadie. Como la verdad.

—¿Por qué ya no escribes, Kathleen?

No lo miré antes de contestar. Tampoco después.

—No me queda inspiración.

—Pero no solo no escribes... Te has retirado del mundo profesional. No


dejas que nadie te vea. Estás encerrada en tu habitación...

Apreté los labios y lo miré con una advertencia. En el fondo me alegré


de que se inmiscuyera, porque así pude transformar todo el miedo en

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rabia, y toda esa rabia me defendió del dolor que me azuzaba por
dentro.

—Parece que te cuesta entender que hay gente solitaria en el mundo.

—Muñeca... Las personas solitarias no sufren ataques de ansiedad


cuando un tipo las persigue. Al menos no las mujeres como tú, que
saben cuándo sacar las garras.

La puerta del apartamento se abrió en ese preciso momento. Bendije a


Sheila por su sentido de la oportunidad, y por librarme de la penetrante
mirada de King. Me levanté casi en el acto, aún con las piernas
temblorosas. Pronto, toda esa alegría instantánea de haber sido
interrumpida se desvaneció. Sheila estaba borracha como una cuba, y
se dirigía hacia mí con la mandíbula desencajada. Parecía a punto de
vomitar.

Cuando encendió la luz y nos encontró juntos, su expresión dio un giro


drástico.

—¿Qué hacéis aquí solos?

Me costó entenderla, en parte porque arrastraba las consonantes y en


parte porque aún tenía la cabeza embotada. Avanzó hacia nosotros sin
poder tenerse sobre los tacones, y acabó por tropezarse y doblarse el
tobillo. Cayó al suelo a cuatro patas, pero no pudo sostenerse
apoyándose en las manos y acabó retorciéndose sobre la tarima,
soltando improperios que no logré comprender.

King se aproximó rápidamente y la ayudó a levantarse cogiéndola por


los hombros, pero ella se lo impidió agitando los brazos.

—S-suéltame... No me t-toques... Cerdo rastrero.

—¿Cómo dices?

—¿Al final te has acostado con ella? ¿Lo has c-conseguido? —continuó
farfullando—. Es lo que llevas q-queriendo desde que la vis... viste.
Enhorabuena, c-capullo.

—Sheila, no dices más que tonterías.

—Y una mierda... V-vienes a verme porque está ella, y ella se pasea por
delante tuya para p-provocarte. Dilo ya. Por fin ha dejado de hacerse la
d-difícil y ha dejado que te la... —Le dio un ataque de tos que hizo que
me estremeciera—. Sabía que solo iba de interesante para ponerte m-
más cachondo. ¿Frígida? Y un cuerno.

—Sheila —amenazó él—. Basta ya. No sabes lo que ha pasado.

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Sheila soltó una carcajada escalofriante.

—¿Que le has metido la...? —sugirió. No había nada de la Sheila que


había conocido, y eso me asustó. ¿Acaso nunca iba a conocer del todo a
aquellos con los que vivía? —. Tampoco es muy... muy difícil de
averiguar. Las quieres a todas para ti, y ella solo es una…

King la cortó de una.

—Han asaltado a Kathleen en la calle y la he traído a casa.

Sheila, que seguía farfullando cosas sin sentido mientras alejaba a King
e intentaba ponerse de pie, dejó de moverse de repente y me miró con
los ojos salidos de las órbitas. No hubo ni rastro de calidez por mi parte
al mirarla de vuelta.

Entonces, una arcada poderosa la agitó y vomitó en medio del salón. Yo


asistí al espectáculo sin inmutarme. Aún temblaba, pero conseguí sonar
firme al decir:

—Procura que tu mierda esté limpia cuando me levante.

Luego volví a refugiarme en mi habitación.

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EL PRECIO DEL AMOR

La rutina no era tan mala, sobre todo cuando querías olvidar. Retomar
al día siguiente mi vida tal y como la conocía me sirvió para que lo
sucedido el día anterior se convirtiera en un mal sueño; incluida la parte
en la que el novio de mi compañera de piso me abrazaba y me decía que
me protegería de todo. Esa clase de fantasía sobre la que acostumbraba
a escribir, y que una mujer de carne y hueso no podría vivir sin que le
quedaran secuelas de la estúpida enfermedad del amor.

En cualquier caso, despertar al día siguiente, ignorar a Sheila, hacer el


esfuerzo de teclear tres palabras y luego ir al trabajo, me animó a no
regodearme en la insólita ternura de King. A eso también ayudó el
hecho de no querer verme convertida en una imbécil. Odiaba los bajos
estándares en los que nos basábamos algunas mujeres: si un hombre era
agradable con nosotras, había que poner el grito en el cielo y hacerse
cruces en agradecimiento, porque lo normal era justo lo contrario.
¿Tenía que ver a King como mi salvador por intervenir cuando un
baboso estaba a punto de sobarme sin mi consentimiento? Eso era lo
que las personas con dos dedos de frente y un mínimo de corazón
hacían, por el amor de Dios… O eso me repetía para sacármelo de la
cabeza.

Desgraciadamente no sirvió demasiado. E igual que no paré de pensar


en King, no paré de pensar en el borracho que trató de asaltarme.
Entrar en el Rock & Blues trajo a mi mente la posibilidad de que
ocurriese algo similar de nuevo, y lo mantuve tan presente que atendí a
los caballeros con tres ojos puestos en sus manos largas durante toda la
noche.

Liberty estaba ocupada revoloteando de una mesa a otra, pero Maddox


se dio cuenta de mi estado. Tuvo la amabilidad de no sacarlo a colación
hasta que acabamos el primer turno. Después, creyó conveniente
asaltarme en la sala de descanso. Una cutre, escasa y con olor a
desinfectante sala de descanso que era justamente cutre, escasa y con
olor a desinfectante para que a Maddox O’Neil no se le ocurriese meter
allí a sus ligues.

Cosa que hacía igualmente.

Como la confianza siempre dio y siempre daría asco, acabé


contándoselo todo con la boca pequeña. Maddox escuchó con atención y
no movió un músculo hasta que acabé.

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—No vuelves a irte andando a tu casa si yo no te acompaño —zanjó.

Parpadeé y me lo quedé mirando con la frente arrugada.

—La moraleja de la historia no era «saca al capullo protector que llevas


dentro».

—Ni tampoco era «menudo amigo de mierda estás hecho», pero de


todos modos la he sentido así —farfulló, sin dejar de menear la cabeza.
Era una manía que tenía, como si así pudiera alejar los malos
pensamientos. O marearlos—. Me voy un puto día un rato antes, ¡un
puto día! —Levanta el dedo y lo agita—. Y va y te pasa esto.

—No me pasó nada.

—Y seguro que tampoco te importó nada, ¿no? Por eso hoy por poco te
quedas bizca mirando alrededor como una paranoica y has guardado
las distancias todo el rato. Nena, cuando te he escondido la etiqueta del
pantalón, te has girado como si te hubiera metido en su lugar la
antorcha de los Juegos Olímpicos. Así que sí que te ha pasado algo. —
Ahí tuve que contener una mueca de desesperación. Creí que no iba a
notarlo—. A partir de ahora te acompaño a tu casa todos los días.

—No te veo acompañando a casa a Libby, ni tampoco a Rae, cuando


trabajaba aquí.

—Porque Libby sería capaz de noquear a un jugador de la WWE, y Rae


tiene unos reflejos increíbles. La única que se queda paralizada en estos
casos, eres tú. Pero he acompañado a las otras dos a casa muchas
veces, así que no digas gilipolleces.

—Dox. —Lo miré con los ojos entrecerrados. Me crucé de brazos por
dos motivos: para que no se diera cuenta de que me temblaban las
manos, y para reivindicar una postura en la que no creía—. No es
necesario. Si te quedas más tranquilo, me apuntaré a clases de defensa
personal.

Maddox suspiró y se sentó en el banco con resignación. Apoyó el


antebrazo en uno de los muslos y con la mano contraria me atrajo hacia
él, sentándome sobre la pierna libre. Me dejé porque era Maddox, y
porque cualquier mujer mínimamente coqueta —y era el caso— se
sentiría exultante siendo por un momento el centro de su atención. En
ese momento era una cría de ojos brillantes en el regazo de Papá Noel.

—No se trata de que yo me quede más tranquilo, sino de que tú estés


tranquila. —Chasqueó la lengua y me censuró con una mirada cariñosa
—. Y no tienes que tomar el control de la situación. Tienes que tomar el
control sobre ti misma. Estoy seguro de que una vez superes todo eso,
no te va a hacer falta saber meter ganchos para defenderte de un sobón.
Con cuatro palabras bien dichas sería suficiente.

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—Como hace Rae, ¿no?

Maddox esbozó una sonrisa encantadora. Su historia con Rae, la chica


que trabajaba con nosotros, era digna de contar. Primero fueron
amantes, luego pareja oficial, después estuvieron a punto de casarse
estando borrachos... Finalmente apareció Liberty. Y ahora eran mejores
amigos. Solo Maddox podía hacer eso de llevarse bien con sus casi
esposas después de dejarlas por haberse enamorado de otra.

—Como Raeghan, exacto.

—Pues no me está sirviendo poner mi tono de dura para apartar a este


sobón —señalé, dándole un empujón en el hombro y sonriendo como una
idiota.

No me moví. Seguía siendo una niña y seguía queriendo mis regalos.

—Ni tampoco te sirvió para apartar al principito que te rescató, ¿no?


Ah, no, que a ese no te interesaba mandarlo a freír monas… —Levantó
las cejas con aire conspirador. Ahí dejó de fascinarme la idea de estar
atrapada entre sus brazos. Dios sabía que se podía convertir en una
maruja insoportable con el incentivo adecuado, y le había dado muchos
—. No me has comentado que quieres sentarte en la cara del novio de tu
compañera de piso. ¿Para eso somos amigos, K? ¿Para que no me
hables de tus fantasías sexuales?

Intenté mantener el semblante inexpresivo, pero me puse tan tensa que


Maddox tuvo que intervenir.

—No pasa nada, nena. ¿Sabes? Es la ley natural. Hombres y mujeres,


hombres y hombres, mujeres y mujeres… Todos nos queremos follar
mutuamente. Es el pan de cada día.

—Pues si ese es el pan de cada día seré alérgica al gluten.

—En todo caso estás a dieta, pero uno al año no hace daño.

—No digas tonterías. Ese hombre...

—...te pone más caliente que el palo del churrero.

Inspiré bruscamente.

—Maddox...

—Te lo quieres follar, Kathleen. ¿Qué problema hay con ello?

—Mi problema es que no sé de dónde te lo has sacado —bufé,


cortándolo antes de que siguiera desplegando todo su vocabulario

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procaz. Era suficiente para escribir un libro que enseñara
cómo no deberían hablar las personas adultas.

—De tu cara. Cuando lo has mencionado has puesto esa expresión.

—¿Qué expresión?

—La de la chica del anuncio de Herbal Essence. —Y exageró una mueca


muy parecida a la que puso la protagonista de Cuando Harry Encontró
a Sally al fingir un orgasmo. En otras circunstancias me habría reído,
pero yo era una mujer que se regía por unas normas básicas. La más
importante de ellas era que una no andaba por ahí babeando por el
novio de su compañera de piso. Por ningún hombre comprometido, en
general. Un poquito de respeto por las relaciones ajenas, por favor.

—Maddox…

—Nena, asúmelo. —Me dio una palmadita en la espalda, dándome


ánimos—. Y cuando lo hayas hecho, preséntanoslo a tu padre y a mí
para que decidamos si es lo bastante bueno para ti.

Maldito el día en que Jacobus Priest y Maddox O’Neil coincidieron. No


tanto por ellos: para mi padre, Dox era el hijo perdido. Era por mí.
Suficiente tenía con el mujeriego madurito para añadir al mujeriego
versión teenager a la familia.

—¿Cómo te tengo que decir que está pillado?

Maddox sonrió de oreja a oreja, como si acabara de dar en el clavo.

—Cazada.

—¿Cómo que «cazada»?

—Cuando el argumento es «está pillado» en lugar de «no me gusta», es


que estás hasta las trancas.

Envié una mirada desesperada al techo, pidiendo socorro al Supremo.

—Es atractivo y me atrae sexualmente, pero de ahí a decir que estoy


hasta a las trancas, hay un largo trecho. Y para llegar a ese punto creo
que hay que vivir determinadas experiencias que no pienso…

La puerta se abrió de sopetón, librándome de seguir dando unas


explicaciones que acabarían cavando mi propia tumba. Excusatio non
petita, accusatio manifesta, decían por ahí. Gracias a Dios, la melena
roja de Liberty se robó todo el protagonismo al asomar bajo el umbral.
Sus bucles apuntaron en todas partes cuando dejó caer la cabeza hacia
el pecho, con un dramático suspiro de alivio.

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—Aquí estáis… Por fin os encuentro. ¿Qué hacíais aquí solos?

—¿Qué íbamos a hacer, siendo un hombre y una mujer en edad de amar,


guapos a rabiar, encerrados en una habitación con una cama?

—Maddox... —repetí por quinta vez.

—Discutíamos por qué en las comedias románticas todas estas señales


juntas siempre suelen desembocar en un malentendido —se inventó—.
¿Es que dos personas del sexo opuesto reunidas en torno a unas
sábanas tienen que representar necesariamente el amor consumado?
Tonterías… Estaba haciéndole el tarot amor.

—¿En serio? ¿Y qué dicen las cartas?

Me levantó de su regazo y me plantó una palma amistosa en el culo.

—Apuntan que se va a tirar a un tío comprometido.

No puse los ojos en blanco de milagro.

Liberty arrugó la frente.

—K, eso está muy feo.

—Lo han dicho las cartas, no yo. Yo no tengo ni idea de qué está
hablando —me defendí—. ¿Por qué nos buscabas?

Libby se olvidó enseguida del tarot del amor y se estiró un poco. Esbozó
esa sonrisa risueña que concentraba todo lo que, si no tenías de
nacimiento, no podías conseguir después. Ni poniendo todo el empeño
del mundo. Algunos lo llamaban encanto, y otros, magia. Yo lo llamaba
hoyuelos.

—Porque tengo una cita con Dristan esta noche y no sé qué ponerme.
Esperaba que tú me ayudaras porque me da mucha envidia tu estilo
elegante —me señaló. Luego, su dedo apuntó a Maddox—. Y a ti porque
sabes la clase de ropa que te gusta quitar.

Maddox sonrió radiante y se reclinó hacia atrás, estirando los brazos en


el respaldo.

—Es gratificante que te reconozcan por tus conocimientos. Y tus logros.

—Vale, sí... —carraspeé—. ¿Y cómo lo vamos a hacer? Dox y yo


volvemos a nuestro puesto en quince minutos. Y no está la cosa como
para escaparnos para ir a tu...

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Liberty me silenció apartando la puerta del todo y levantando la maleta
que escondía detrás de ella: una más larga que sus piernas. Que
tampoco era muy difícil. Libby era un adorable cupcake de metro
cincuenta; todo rizos rojos y pecas hasta donde no debería haberle dado
el sol.

—Como no he podido decidirme, he traído todos mis vestidos, blusas,


pantalones y faldas preferidos. Tampoco es tanto —se apresuró a decir,
viendo que Maddox fingía una mueca de susto—. La mitad de la maleta
está vacía. Compré esta sabiendo que nunca la llenaría porque había un
dos por uno en el centro comercial... Y no tenemos tiempo para eso. —
Agitó la mano—. He quedado a las nueve. Salgo de aquí ya preparada.

—¿No te vas a duchar? —se metió Maddox—. Llevas toda la noche


sudando como una cerda. Sí que vas a impresionar así a tu chico…

—Cállate, llevo toallitas y siempre huelo bien. —Le sacó la lengua.

Liberty cerró la puerta, abrió la maleta de un par de movimientos


enérgicos y empezó a sacar tanta ropa que parecía un truco de magia.
Yo iba cogiendo las prendas, sacudiéndolas y valorándolas, y luego se
las pasaba a Maddox. Este las extendía delante de él, revisaba que
hubiera o no escote y luego miraba a Libby de arriba a abajo, como si
no pudiera creerse que cupiera allí todo aquello o que, por el contrario,
no se perdiera dentro de la tela. A Liberty le iba lo muy ancho o lo
estrecho en exceso, al igual que los hombres o muy buenos o muy malos.
Jamás encontraba el punto medio.

Pero Maddox y yo tampoco, así que había elegido la compañía


adecuada.

—Necesito saber a dónde vas a ir para elegir lo más adecuado.


¿Cenar...?

—No lo creo —comentó Maddox, doblando una blusa que le había


gustado con cuidado—. Cuando una tía me interesa para cenar, la
recojo a las siete. A las ocho como muy tarde. Si quedo de las nueve
menos cuarto en adelante es para ir directamente a por el postre. Es
decir: un par de copas y al catre.

Lo miré con una ceja alzada.

—Sabrás que no todos los hombres emplean tus reglas de tres, ¿verdad?

—Soy muy consciente. Si no, les iría tan bien que no habría tantas tías
para mí.

Intenté no poner los ojos en blanco. Fracasé. Fui a chincharlo, pero


entonces Liberty intervino diciendo que solo había reserva para esa
hora en el restaurante al que iban.

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—Es un sitio muy elegante —recalcó varias veces, mirándonos con
evidente nerviosismo—. He pasado por ahí varias veces cuando llevaba
a mi madre a ver a Jude: su consulta y el restaurante están en el mismo
edificio. Mientras ella la trataba, cerraba los ojos y me imaginaba que
era una princesa o algo así, y un hombre sexy me llevaba con un vestido
muy bonito. Como el negro de Audrey Hepburn...

—Si te pusieras algo así, ese tío no se pararía a cortar el filete —


intervino Maddox, mirándola con una sonrisa muy escueta—. Te llevaría
en volandas a hacer cosas impropias de un príncipe.

—¿Acaso los príncipes no tienen sexo?

—El cuento acaba antes de que lo tengan, así que yo diría que no.
Seguramente sean impotentes. Si el romanticismo fríe neuronas, ¿cómo
no va a freírte los huevos?

Se giró con gran dramatismo hacia Liberty y tiró de ella para sentarla
sobre él. Ella lo miró con sus ojos enormes, tan expectante que parecía
que fuera a revelarle un secreto de Estado.

—A ver, niña. ¿Qué te pondrías si fueras a salir con Kathleen o conmigo


a ese mismo sitio?

Liberty lo meditó en silencio un momento. Poco a poco fue esbozando


una sonrisa culpable. A Maddox se le contagió al estar mirándola, y fue
a partir de ahí cuando sentí que sobraba. Sucedía más a menudo de lo
que me gustaría admitir.

—Algo cómodo para comer hasta reventar —confesó.

—Pues ahí lo tienes. —Encogió un hombro—. Ve y come hasta reventar


cómodamente vestida.

—No puedo hacer eso —le replicó, poniéndole una mano en el hombro y
separándose para mirarlo bien. La menda seguía sobrando—. Hincharse
a comer delante de un hombre es la regla número uno de las cosas que
no puedes hacer durante una cita... Además de que luego me sentiría
gorda cuando me desnudase, me pasaría todo el sexo pensando que no
le estoy gustando y encima querría vomitar.

—Pues que te sujete el pelo y espere al día siguiente para verte desnuda.
Si te lleva a un buen restaurante, aprovéchalo. Haz que se arrepienta de
pagar la cuenta.

Liberty soltó una de esas carcajadas estridentes y musicales que le


daban un poco de color a mis días tristes. Me miró con los brillantes
ojos castaños encendidos.

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—Kathleen, este tío quiere que mi cita fracase y me ponga más gorda
por el camino.

—Eso a Kathleen no le sorprende una mierda —exclamó Maddox, que no


se cortaba ni un pelo—. Espera, espera, espera… ¿Qué has dicho? —
Maddox puso su cara de ofendido y le pegó la cara al oído. Lo repitió
varias veces, cada vez más alto, y luego le dio un pellizco en la barriga
—. Como vuelvas a decir que estás gorda te voy a echar un polvo que al
final te vas a creer más guapa que Charlize Theron. Lo último en lo que
vas a pensar es en lo mucho que te has pasado comiendo.

Liberty se levantó y se alejó de él, mirándolo tan risueña como de


costumbre.

Yo cada vez sobraba más, pero una parte de mí no se quería marchar. El


amor de Maddox era la única experiencia real de la que me podía nutrir
para no perder la esperanza, más allá de las novelas que solía leer o las
películas que me encantaba ver.

—Nos estamos desviando del asunto principal. Tú mejor que nadie


deberías saber que ser uno mismo no es suficiente para conquistar a un
hombre —le dijo—. Tengo que mostrar mi mejor cara, así que... ¿Con
qué escote te quedas? ¿Y tú, Kathleen?

—Pruébate este par de tops y este vestido. Yo tampoco puedo decidirme.

Maddox asintió conforme con la elección y Liberty se escabulló para


cambiarse al otro lado del biombo. En cuanto la perdió de vista, miré a
Maddox para preguntarle la hora. Las palabras se me atascaron en la
garganta cuando vi que agachaba la cabeza para fijarse en sus manos,
que se frotaba con los labios apretados. No pude verle la cara, oculta
por la melena rubia, pero me pude imaginar cuál era su expresión. Y me
dolió. Me dolió porque cada vez le costaba más.

Le pasé un brazo torpe por los hombros y él se giró hacia mí. «Todo está
bien, no te preocupes», deletreó sin usar la voz.

Cuando Liberty volvió a aparecer, esta vez con un vestido de vuelo azul,
Maddox alzó la barbilla y volvió a sonreír. Los dos observamos cómo
ella giraba sobre sí misma antes de apoyar las manos en las rodillas de
Maddox y mirarlo con su sonrisa más bonita. Y con «su sonrisa más
bonita» había que tener en cuenta que se trataba de un arma mortal.

—¿A que te gustaría más salir con una chica vestida así que con una
camiseta enorme y unos vaqueros que llevaba a los diecisiete? —le
preguntó, ladeando la cabeza. Con el movimiento, un rizo rebelde le
tapó un ojo. Maddox tuvo la amabilidad de apartarlo...

...Y ese fue el momento en el que sobré más que nunca.

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—Tiene que gustarte salir con la persona que hay debajo de lo que lleva
puesto. Si no, no vale. ¿Entiendes, bichejo?

—Pues claro, pero el envoltorio es importante a veces.

—En tu caso no lo es —acotó, sin perder ese tono de sorna que le


salvaba de que Liberty se lo tomara en serio y, por fin, descubriese que
no mentía—. Aunque el azul te queda muy bonito. Te hace las piernas
más largas.

—Ja, ja. ¿Cómo es que eres tan gracioso?

—¿Y cómo es que tú eres tan pequeña? —murmuró, colocándole el


mechón detrás de la oreja, con el que había estado jugando un buen
rato. Su sonrisa fue tan vulnerable que se me partió el alma.

De alguna forma, ese «pequeña» ni siquiera pronunciado como un mote


cariñoso, que no hacía referencia a su tamaño ni era de ningún modo
peyorativo, acababa de convertirse en el amor que Liberty buscaba
desesperadamente y nunca encontraba. Ese «pequeña» recogió todos
los aspectos bonitos que podían englobar a una persona. Ese «pequeña»
sonó a todo lo que significaba para Maddox, y Liberty no se dio cuenta
de nada.

—Está bien, nena —repuso él mismo, antes de que Libby pudiera decir
algo—. Ponte eso. Y ya sabes: ponte protección, espera a que sea
Dristan quien te bese, y si te lleva a beber procura no pasarte de las dos
copas... que nos conocemos.

Fue Maddox quien se levantó y la separó de él con suavidad. Me miró


como si no acabara de pasar nada, cuando yo no podía ni tragar saliva,
y me hizo un gesto para volver al trabajo. Tuve que asentir, desearle
suerte a Liberty y seguirlo de camino a la barra, donde le tomamos el
relevo a la chica nueva que se había sacrificado para darnos un rato
libre.

Quise tener unas palabras con Maddox —un «díselo de una puta vez»
habría estado de maravilla—, pero una cara conocida me distrajo de mi
intención principal e hizo que se me encogiese automáticamente el
estómago.

King se puso de pie en cuanto me vio. Habría parecido un movimiento


nervioso si no hubiera sido tan dueño de sí mismo como dueño de la silla
en la que se había sentado, del suelo que le sostenía y la habitación que
contenía el aire que respiraba. Cuando no sonreía, parecía esa clase de
hombre que imponía tanto respeto que convenía enmudecer y esperar a
que te diera permiso para hablar. Uno de los muchos motivos por los
que debía andarme con cuidado. Muchos. Infinitos. Y la lista solo crecía.

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—Kathleen —dijo. De alguna manera se hizo escuchar por encima de la
música—. Tenemos que hablar.

Su apremio me preocupó, aunque logré fingir lo contrario. Busqué a


Maddox en un arrebato infantil para que me salvara de la situación.
Como estábamos conectados a nivel extrasensorial, dejó de atender a
una rubia con escote exagerado para mirarme. Sus ojos verdes viajaron
de los míos a los de King, y luego a los míos otra vez.

Los dos se me acercaron al mismo tiempo, pero Maddox se colocó en


medio antes.

—Amigo, aquí las camareras son como las obras de arte. Se miran, pero
no se tocan.

King puso una cara que nunca le había visto antes. Mezclaba el alivio
con la irritación, una combinación tan insólita y al mismo tiempo tan
lejana a lo que iba con su personalidad que se me olvidó qué podría
estar haciendo allí.

Solo fueron King y su mandíbula desencajada.

—¿Y tú eres? —preguntó, con una nota despectiva. Luego me miró—.


Puedes poner a todos los tíos que quieras entre nosotros, muñeca, pero
no vas a evitar que hable contigo. Ni tampoco que te saque de aquí.

—¿Cómo dices? ¿Sacarme de aquí?

—¿Quieres que te regañe delante de tu guardián? De acuerdo. —Se


cruzó de brazos—. Sheila me ha dicho que te ha visto salir para venir a
trabajar. Después de lo que te pasó ayer —recalcó. Una sombra
oscureció el azul de sus ojos—. Es evidente que no puedes...

—Espera, espera, espera... ¿Tú eres King? —interrumpió Maddox,


apartándose y mirándonos alternativamente—. ¿Eres King Sawyer?

Él esbozó una sonrisa fría y lo miró de arriba a abajo. No era el


momento para pensar en que parecía cierto que miraba así a toda la
gente, pero lo hice. Y tampoco lo era para regocijarme en el hecho de
que estaba en medio de dos hombres guapos a rabiar, pero también lo
hice. Ni siquiera yo me entendía; no pediré que nadie lo haga por mí.

—¿Por qué? ¿Soy famoso en estos lares?

—No, pero que seas quien eres cambia las cosas. Tío, gracias por lo de
ayer —le dijo, dándole una palmada amistosa en el hombro—. Si quieres
hablar con ella puedes ir llevártela a la sala de descanso. Yo la cubro.

—¿Es que yo no tengo nada que decir respecto a...?

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Maddox me cortó con una sonrisa socarrona, esa made in Tredegar que
se reservaba para sacarme de quicio en momentos puntuales.

—Si King Sawyer quiere hablar, vas a hablar, nena. Ya lo creo que sí.

Con un empujón cariñoso consiguió que diera un par de pasos hacia


atrás y, con ello, estuviera un par de pasos más cerca de la habitación
del personal. Me quedé petrificada, sin poder creerme que Maddox me
hubiera traicionado. King aprovechó esa debilidad para guiarme hasta
el lugar en cuestión, y yo lo permití porque...

En realidad, no tenía ni idea de por qué lo hice. Lo que estaba claro era
que no podía comportarme como una cría de diez años, que no podía
huir de lo que ocurrió el día anterior y tampoco podía olvidar que podía
tener cierta culpa de lo que pudiera suceder entre King y Sheila. Porque
todo apuntaba a que había venido para contarme que, después de la
discusión, la chica lo había mandado a paseo. O no.

—He ido dos veces a tu casa y te he enviado tres mensajes —me dijo,
tomando la precaución de cerrar la puerta.

«Bien hecho, Sawyer. Podría haber huido si te hubieras descuidado».

Se quedó en un pensamiento porque me sorprendió la manera que tuvo


de hablarme, como si estuviera molesto.

—¿Y quién te ha dado mi número? Porque yo no.

—Solo era para saber si te encontrabas bien —prosiguió, ignorándome.

Yo también recurrí a esa técnica, aún sin superar que me hubiera


enviado mensajes. ¿A cuento de qué?

—Eres un encanto.

—Pero no importa que no me hayas respondido: después de verte gruñir


solo por pasearme por tu cocina, imaginaba que reaccionarías de
manera similar.

—Si no te hubieras paseado desnudo por mi cocina...

—Has vuelto a venir aquí, exponiéndote a borrachos con las manos


largas —concluyó, callándome con el filo de su voz. Tragué saliva, no
tan conmocionada por sus palabras como por la emoción salvaje en sus
ojos—, cuando ayer no podías soportar la idea de quedarte sola por el
miedo que pasaste.

Podía negarlo. Podía cruzarme de brazos y alzar la barbilla para retarle


a seguir regañándome como si fuera una adolescente descarriada.
Podía intentar huir... Pero todas esas posibilidades me dejaban en mal

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lugar, y fingir que no me importaba no serviría para tapar el recuerdo
de la noche anterior. Así que simplemente lo dejé fluir.

—¿Y qué quieres que haga? ¿Que me encierre en un zulo y me quede allí
a vivir para siempre? La vida sigue.

Él tenía muy clara la solución, porque respondió de inmediato y sin


parpadear.

—Cambia de trabajo.

Solté una carcajada nasal.

—¿Y por qué no cambias tú de…?

—¿De novia? —propuso.

Por poco me desmayé. Que conste que lo dijo él, no yo.

—No iba a decir eso. ¿Qué te hace pensar que acataré tus órdenes si no
permito ni que pongas un sillón mi sala de estar?

King avanzó unos cuantos pasos hacia mí. Yo retrocedí por instinto. Él
llenaba toda la habitación con su enorme corpachón. Daba la sensación
de presionar las paredes con sus hombros, metidos en un traje de corte
sencillo que le sentaba demasiado bien. Solo a él podían sentarle
demasiado bien las cosas.  Pero hasta que no se probara la soltería, no
me iba a relajar en su única compañía. Aparte de que yo no estaba
preparada para quedarme a solas con un hombre. No cuando ese
hombre era una amenaza en mayúsculas, y me miraba de esa manera
que, además de preocuparme, encendía todo mi cuerpo.

—El sillón sigue allí —fue todo lo que contestó—. Y no es una


imposición, sino una sugerencia. Una que acabarás agradeciendo,
muñeca.

—¿Llamas a todas las mujeres de tu entorno así?

—¿Y tú estás a la defensiva con todos los hombres de tu entorno?

Se le daba bien contraatacar.

—Solo con los que se creen que sus consejos son bien recibidos.

—O con los que te gustan, pero no lo quieres admitir.

—Se te ha olvidado el complemento que especifica dónde te quiero.

King curvó sus labios en una sonrisa cruel.

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—¿De rodillas entre tus piernas? Que conste que eres tú la que me está
tentando a responder de manera explícita. —Dio otro paso hacia mí—.
Me encantaría seguir flirteando contigo, pero voy a tener que insistir en
el detalle de tu ataque de ansiedad de ayer. Deberías dejar tu empleo.
No es el apropiado para una persona con problemas como los tuyos.

Aquello hizo que olvidara pensamientos secundarios. Una oleada de


rabia me obligó a dar un paso hacia delante, de repente ahogada en el
pánico de que pudiera entenderme.

—¿He oído bien? —espeté—. Tú no tienes ni puta idea de cuáles son mis
problemas, así que guárdate los sermones al respecto y no me molestes.

—No he venido con sermones, solo a saber cómo estás, y…

—Pues genial, ¿no me ves? Estoy perfectamente. Vivita y coleando, y


dándote la misma guerra que el primer día. ¿Que me hayas pillado
siendo asaltada por un tío y me haya asustado significa que soy delicada
y necesite protección? Ya te lo digo yo: no. —Lo empujé por el pecho. No
se movió un milímetro, ni tampoco parpadeó—. Fue algo para lo que no
estaba preparada y tuve un mal día. Si le hubiera pasado algo así a
Sheila habría reaccionado igual. Cualquier mujer se preocupa si la
persigue un borracho a las tantas de la madrugada.

—Lo tuyo no fue preocupación. Fue muchísimo más —interrumpió. La


esperanza que me quedaba de que lo dejara estar desapareció de un
plumazo—. Puedes engañarte si quieres, y puedes engañar a tus
amistades, pero a mí no. No solo tuviste miedo cuando ese cabrón te
tocó anoche: tuviste miedo cuando me viste cruzar el umbral de tu
recibidor y supiste que tendrías que verme a menudo. Los hombres te
dan miedo, Kathleen —declaró, avanzando un poco más. Yo retrocedí
hasta chocarme con la pared—. Y creo saber por qué.

Contuve el temblor de mi barbilla apretando los labios.

—Desgraciadamente eso se debe a que tú crees que lo sabes todo, pero


no es real. Cuando te vi, sentí desprecio automático, no miedo. Y si no
hubieras venido a por mí anoche, me habría rescatado a mí misma. Que
mi capacidad de reacción no sea la misma que la de aquí «el señor
Superman» no quiere decir que no...

—Desprecio automático, ¿eh? —cortó, irónico—. Supongo que esa es la


razón por la que el tío de antes sabía mi nombre y mi apellido, y casi me
echa la alfombra roja: porque le has hablado muy mal de mí.

Me callé al momento. Tuve que estirar el cuello para mirarlo a la cara, y


ahí fue cuando me di cuenta de que estaba demasiado cerca de mí. Tan
cerca que su pecho rozaba el mío, y si me estiraba un poco, solamente
poniéndome de puntillas, podía llegar a tocar sus labios.

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Esa idea evaporó mi entereza.

—Desde que te conozco no has hecho otra cosa que mentir —susurró
King, hablándole a mis labios entreabiertos. Reprimir el coqueto
impulso de mordérmelos me tomó una buena pelea con mi voluntad—. Y
debo agradecer que seas convincente negando que me quieres entre tus
piernas, porque no voy a tocarte mientras no me lo pidas verbalmente, y
la tentación de dar el primer paso si no lo fueras sería irresistible... —Se
inclinó sobre mí hasta hablar casi sobre mi boca. Añadió en voz baja—:
Pero no vas a colarme que no te ocurre nada, Kathleen. Te miro lo
suficiente para saber que te puede el miedo.

No me moví por orgullo; para demostrarle que podía respirar su dulce


aliento sin temblar. Y por el camino me demostré a mí justamente lo
contrario, notando los tobillos a punto de ceder y los ojos húmedos por
desear algo que estaba prohibido.

No solo por Sheila. No solo por él.

Era por mí. Yo me lo vetaría hasta el fin de mis días.

—También me miras lo suficiente para que Sheila sufra —espeté—. Así


que deja de hacerlo, si la quieres tanto como afirmas. No te metas en
mis asuntos, no te metas en mi casa y, sobre todo, no te metas en mi
vida. Puedes salir con mi compañera de piso sin necesidad de
entrometerte en mi día a día.

—Puedo hacer ambas cosas a la vez —me soltó.

—Por fin vas a admitir abiertamente que te gusta jugar a dos bandas.
Vas a confesar que tus tonterías sobre que «miras a todo el mundo
igual» no eran más que eso: tonterías.

—¿Qué tiene de malo jugar a dos bandas, si la otra persona está de


acuerdo?

Jadeé de pura incredulidad.

—Sheila no parecía de acuerdo con el hecho de que me abrazaras a


oscuras.

—No por las razones que imaginas.

—Mira, no tengo tiempo para tus acertijos. Ni tampoco quiero saber las
soluciones. Termina lo que quieras decirme y lárgate. Estoy en el
trabajo y el tiempo que pase aquí me lo descuentan del sueldo, y tengo
suficiente con que me hagas perder la paciencia para ahora también
perder dinero.

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Lo solté todo sin respirar, y cuando terminé, me di cuenta de que estaba
sin aliento. King me observaba fijamente.

Por un momento pensé que diría que Sheila ya no importaba porque la


había dejado esa misma mañana... O porque ella lo plantó a él la noche
anterior, justo cuando me marché a mi habitación.

Mantuve ese pensamiento una fracción de segundo, suficiente para que


una ilusión rebelde germinase entre tanta pena marchita y prendiera la
luz dentro de mí. También disparó todas mis alarmas. Temía tanto esa
posibilidad como la deseaba, y era una estupidez porque nunca iba a
tenerlo... Y él nunca me iba a tener a mí.

Aun así, no dijo nada parecido.

—Haz las paces con Sheila. Se siente muy mal por haberte tratado de
esa manera, y no estaba en sus cabales cuando coincidimos. Si puede
ser, hazlo antes de su cumpleaños —añadió. Se separó de mí, lo que
podría haber parecido una claudicación, pero que en su lugar solo fue
un «volveré cuando cargue las pilas»—. Me ha dicho que le gustaría que
fueras.

No dio pie a que pudiera elaborar una respuesta ingeniosa, o a soltar un


sencillo pero muy contundente «que os den a los dos», lo que procedía y
llevaba queriendo gritar desde que invadieron mi apartamento. Por así
lo decidí yo, sí, pero tenía derecho a odiar mis propias decisiones. Si no
lo hacía la que las tomaba, ¿quién?

King se marchó dejando la puerta abierta, y a mí hecha una piltrafa


contra una pared, en una sala que, si antes olía a antiséptico y luego
olió a Maddox queriendo a Liberty en secreto, ahora apestaba a las
futuras derrotas de Kathleen Priest. Porque se fue declarándome la
guerra abiertamente, y yo, contra lo que me hacía sentir, no valía nada.

Como no pude volver a mi puesto hasta pasado un rato, me tomé un


segundo para sentarme y meditar. En un momento dado cogí el teléfono,
tecleé un número que me sabía ya de memoria y me lo coloqué en la
oreja.

Siendo costumbre que no me dejara comunicando más de dos pitidos,


Jaab sonrió al otro lado de la línea casi al instante.

—Te iba a llamar justamente ahora, jaquetona.

—Dime una tontería de las tuyas —pedí—. Lo necesito.

—¿Vendrías conmigo a elegir el anillo para Jessamine?

Suspiré.

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—Esa, por ejemplo, me ha servido.

71/416
***

Debería haber sabido que sería difícil ignorar a Sheila viviendo en la


misma casa, pero guardaba la esperanza de ser lo bastante silenciosa
para que no supiera cuándo estaba y cuándo no. También esperaba que
Jaab me llamara para salir de allí, y así alejarme de una conversación
que no quería tener. Por primera vez en la historia de su poligamia, me
alegraba que mi padre aún fuera incapaz de ir a comprar un anillo él
solo.

Contrariando mis objetivos, Sheila me cazó durante la secreta escapada


al recibidor. Fue en ese momento en el que reparé en lo triste que era mi
situación actual, sintiéndome una extraña en mi propia casa. No podía
una ir de viaje a su nevera sin toparse con una mujer que se la había
llamado zorra, ni tampoco pasearse desnuda por el salón porque podría
encontrarse al novio de la susodicha haciendo también topless. Tampoco
era recomendable que invitara a mi padre a pasar unos días a mi
apartamento como remedio contra la soledad, porque podría espantar a
mi compañera de piso intentando seducirla. Estaba bastante sola en mi
vida diurna —en la nocturna tenía a Dox y a Libby—, y bastante jodida
en general, a excepción de por Gin, que ejercía su labor de buena
samaritana y excelente vecina dejando que me cobijara en su casa
cuando no me apetecía jugar al escondite. Todo muy maduro, como se
puede ver, pero, en fin. Cada uno enfrenta los problemas a su debido
tiempo.

El problema fue que, lista para no llegué a tiempo a la salida, y Sheila se


interpuso entre el pomo y yo con una expresión de lástima que podría
haberme servido para perdonarla. Por desgracia, era una de esas
mujeres que la tenían guardada hasta la próxima reencarnación.

Nunca dije que fuera perfecta.

—Kathleen, tenemos que hablar.

—Eso me suena —mascullé por lo bajo, sin poder evitarlo. Eché un


rápido vistazo a la pantalla de mi móvil, esperando que Jaab fuera lo
bastante perspicaz como para llamarme en ese preciso instante. Los
astros no se alinearon a mi favor esa vez—. Tengo prisa, Sheila. Mi
padre y yo hemos quedado para ir de compras.

—Solo será un momento —insistió, mirándome con esos ojos de muñeca


que ya no me incomodaban tanto como me molestaban—. Por favor.

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Hacía unos años que había olvidado cuáles eran las normas de
convivencia, cómo se trataba a la gente y cuál era el protocolo a seguir
cuando se planteaba una situación del calibre. Es decir: tu compañera
de piso tratándote de puta cuando, por el contrario, siempre hablabas a
su favor cuando su novio te perseguía. Pero siempre podía improvisar y
tomar asiento en ese desagradable sillón beige que se reía de mí;
escuchar lo que tuviera que decirme como si me importara. Acabé
accediendo porque Jacobus Priest tardaba más en acicalarse que una
mujer coqueta, y más si vivía con una con la que se estaba acostando.
Me apostaba cualquier cosa a que estaba entrando a ducharse después
de un polvo.

Seguí a Sheila al salón en completo silencio, teniendo la madurez de no


dar taconazos para evidenciar mi mosqueo, y me senté delante de Sheila
como si estuviéramos a punto de firmar la Paz de Versalles.

Por mi parte estaba claro. Yo jamás olvidaba. Era un defecto que había
heredado de mi familia materna y que se había acentuado al no tener
hermanos que disculpar travesuras.

—Siento mucho haberte tratado así aquel día —empezó, retorciéndose


las manos en el regazo. El demonio de mi hombro me empujó a recordar
que la mayoría de modelos también se dedicaban a la actuación. Podía
estar fingiendo—. No estaba en mis cabales. Había bebido demasiado...

—Dicen que los niños y los borrachos siempre dicen la verdad.

—Ya, eso es cierto, pero en mi caso no fue así. Verás, me... Esa noche
me habían dado una mala noticia, y esa tarde había discutido otra vez
con King por lo de las gargantillas, así que salí por la noche para
despejarme y bebí como desahogo. Estaba enfadada con el mundo antes
de empezar con el tequila, Kathleen, no tuvo nada que ver contigo. Le
habría soltado cualquier barbaridad al primero que se me hubiera
cruzado, incluso si hubiera sido mi ídolo o...

Suspiró al ver que yo ni me movía.

—He estado practicando en el espejo cien veces cómo pedirte perdón. A


simple vista se nota que no eres una persona que tolere esta clase de
cosas, y desde luego no me apreciabas antes lo suficiente como para...
dejarlo estar. Y podrías perfectamente vivir con un regimiento sin
relacionarte con ellos: tienes tu vida fuera, y dentro, no necesitas a
nadie, pero... Yo no puedo estar en un sitio llevándome mal con alguien,
menos aún si ese alguien... —Tragó saliva y me miró directamente a la
cara. Podría haberme fundido con la intensidad con la que lo hizo—. Tú
me gustas, Kathleen.

Nunca fui una persona sensible. De hecho, mi padre se burlaba de mí y


de lo raro que resultaba que me dedicara a escribir novela romántica
cuando había que arrancarme las palabras bonitas con sacacorchos.

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Pero he de admitir que en ese momento me sentí excepcionalmente fría,
porque se notaba que era sincera y seguí sin inmutarme.

—Si cayéndote bien me tratas como a una puta que se da aires de


frígida para hacerse la difícil, no me quiero ni imaginar qué me dirías si
no lo hiciese —comenté con desenfado, aunque tan rígida que no me
sorprendió recordar las veces que King había hecho mención sobre ese
palo incrustado en mi… Ya sabéis, no hace falta ser prosaico cuando él
lo es por todos nosotros—. No es necesario que te disculpes ni que
niegues nada. Tengo muy buena memoria y no se me va a olvidar de
repente lo que dijiste el otro día. Solo ten presente...

Me quedé callada al repetir para mis adentros lo que iba a decir. «Ten
presente que no soy yo la que se pasea delante de tu novio, sino tu novio
quien se pasea por delante de mí». Lo deseché rápido, avergonzada por
haberme planteado siquiera cubrir de mierda a King cuando en el fondo,
¿qué había hecho? ¿Mirarme de arriba a abajo? ¿Forzarme a ver una
película de acción con él y con Sheila? ¿Invitarme al Starbucks? ¿Entrar
en el baño sin llamar...? Lo del sillón era imperdonable, como tantos
otros elementos decorativos que me hacían mugir cada vez que me
chocaba con ellos, pero no merecía que hiciera mala propaganda sobre
él delante de su novia por una mala elección de mobiliario.

Ahora en serio. King no me había dado un beso de película, ni invitado a


un ménage à trois, ni ofrecido un contrato de sadomasoquismo, ni
enseñado su cuarto rojo del dolor…  Daré por hecho que se entiende por
dónde voy. Aquí nadie había hecho nada, y por «nada» no se iba a la
cárcel.

Naturalmente, no habían sido imaginaciones de Sheila —porque en ese


caso también tendrían que ser imaginaciones mías, y no iba a admitir
que estaba loca. Otra vale, pero yo, no, ¿vale? — y también era muy
comprensible que me odiara por la atención que me prestaba King. Pero
no le había dado motivos para que dudase de mí. De hecho, me parecía
tan obvio que quería alejarme de él lo máximo posible, que al final era
un insulto que pensara lo contrario.

—Solo ten presente que no soy esa clase de mujer —dije al fin—. Y
seguro que King tampoco es esa clase de hombre.

Lo de defenderlo había sobrado. Pero bueno, ahí estaba mi buena acción


del día.

—¿A qué te refieres con esa clase de hombre? —inquirió Sheila—. No


importa. No sé qué me pasó, Kathleen, te lo juro. King puede ser un tipo
muy coqueto al que le encanta flirtear con todo el mundo; el típico
hombre encantador que le dedica su sonrisa torcida hasta a las
piedras... Pero sé que jamás haría nada sin comentarlo antes conmigo,
por mucho que lo quisiera. Y estoy segura de que tú tienes mejores
cosas en las que pensar que en nosotros…, ¿no?

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En eso estaba equivocada, pero me pareció excesivo señalar su error y
mantuve el gesto inexpresivo. O no, a lo mejor no estaba equivocada: en
el fondo tenía mejores cosas que pensar. El problema era que mi orden
de prioridades se había visto trastocado por una repentina afluencia de
hormonas.

—Desde luego que sí.

Ella pareció decepcionada.

—Solo quiero aclarar que no fue un ataque de celos. Yo no estoy


enamorada de King; lo que hay entre él y yo es puro pasatiempo. Es lo
que nos gusta a ambos, las relaciones flexibles. Me gusta mucho, es muy
sexy, no tengo palabras para describir el sexo con él, pero... Nunca
armaría un pollo por pillarlo infraganti con otra mujer. Me molestaría
que no me lo hubiese dicho, porque nos lo contamos todos… Pero insisto
en que mi estallido vino del enfado anterior.

Ahí sí cambié de expresión. Repetí su exposición para mis adentros


tantas veces que llegué a pensar que se me habían freído las neuronas,
como un disco rayado.

«Lo que hay entre él y yo es puro pasatiempo», había dicho. «No estoy
enamorada de King».

—¿No quieres a King? —pregunté.

—¡Claro que sí! —exclamó, con una sonrisa—. Le tengo mucho cariño.
Él y yo empezamos porque me dio una oportunidad con su firma, y me
impactó su manera de ser, de mirar... No es un hombre al que se pueda
pasar por alto, ¿sabes? Pero no despierta en mí esa necesidad de estar
solo con él, ni me imagino casándome y teniendo hijos con él, ni en un
futuro a largo plazo, a secas.

—¿Qué? Eh... Llámame anticuada, pero no suelo embarcarme en una


relación si no pretendo estar con esa persona para siempre. Si no te ves
con él en un año, ¿qué sentido tiene...?

Me callé porque hasta una persona con déficit de atención o incluso


mental podría pensar que intentaba decirle algo entre líneas. Y para
colmo parecía que estuviera dándole lecciones de moral.

—Hay muchos tipos de relaciones —me explicó, sin quitarme ojo de


encima. Parecía preocupada por mi reacción—. La nuestra es diferente
a lo típico.

—¿Y qué es «lo típico»? —Hice las comillas con los dedos.

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—Ya sabes… Pareja con expectativas de futuro, con la que pasas por el
matrimonio, los niños, la hipoteca, los perros, etcétera. A nosotros nos
gusta divertirnos. Solos, juntos, en compañía de otras personas…

De acuerdo, era oficial. Mi compañera de piso había armado un


escándalo de proporciones épicas porque me había pillado sentada muy
cerca de su novio, aquel individuo atractivo con el que se divertía
echando cuatro polvos, dos risotadas y nada más. Por lo menos esa fue
mi conclusión, hasta que asimilé la parte chocante y el mensaje que
trataba de trasladarme con la mayor sutileza imaginable.

«En compañía de otras personas».

—¿Tenéis una de esas… relaciones abiertas?

Sheila sonrió, casi emocionada porque lo acabara de pillar, y asintió.

—Exacto. Cero ataduras, cero prohibiciones. Si nos gusta alguien de


fuera, lo hablamos y, si nos interesa hacer un trío, lo hacemos. Si no,
cada uno por su lado.

Parpadeé una sola vez.

—¿No tenéis exclusividad alguna?

—Nope.

—¿Entonces? ¿Por qué salís juntos, si no estáis enamorados, no os


interesa acostaros solo con vosotros, y…?

—Porque nos conectamos muy bien.

«Conectamos muy bien».

Empezaba a marearme.

—No entiendo nada —confesé, fuera de mis sentidos—. Será mejor que
me levante y me vaya… Mi padre me estará esperando.

—Espera, K. —Me cogió de la muñeca cuando ya me había puesto de


pie. Su mano resbaló por la mía y jugó con mis dedos—. No me importa
explicártelo mejor.

Tragué saliva.

—No, gracias. Lo que pase entre vosotros, se queda entre vosotros… Me


marcho. Tengo mucha prisa.

—Pero ¿estamos bien?

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Claro que estábamos bien. Después de haberme dado cuenta de qué iba
toda la historia, lo último en lo que pensaba era en ella o su arranque de
no-celos y no-posesión. La que no estaba bien era yo por el
descubrimiento. ¿Se suponía que King estaba flirteando conmigo porque
realmente esperaba algo de mí? No lo hacía por chincharme, o porque
le gustara como mujer, pero no lo suficiente para dejar a su chica… Lo
hacía porque de veras pretendía llevarme a la cama.

Quizá con Sheila.

Joder, con Sheila.

Solté su mano con una mueca de consternación y estuve a punto de


decir algo de lo que me habría arrepentido. Hoy en día no me siento
muy orgullosa de estos pensamientos que tuve, pero el shock barrió
todo lo que yo tenía por «bueno», «justo» y «real». Sobre todo «real»,
porque yo me había estado moviendo en una realidad alternativa,
mientras los otros… ¿Conspiraban? ¿Se reían de mí? ¿Me estudiaban de
cerca para ver si...? No quería ni saberlo. Lo más probable era que yo a
Sheila no le interesara, o eso me dije al asentir con la cabeza, muda de
asombro. Me lo dije repetidas veces. Pero no me lo creí, porque por fin
comprendí el grandioso interés de King en que los dos, y también los
tres, pasáramos tiempo juntos. Por fin comprendí la gran insistencia por
parte de Sheila en desayunar conmigo, en salir conmigo, en sacarme
conversación…

—Solo tengo una pregunta —balbuceé antes de salir. Me ceñí el bolso al


hombro—. ¿Por qué discutisteis la tarde en la que te emborrachaste?

—Porque dice que no soy la mujer ideal para salir en las fotos de su
nueva línea de gargantillas, esa de la que te hablé hace tiempo. Me dijo
que me dejaría las diademas si al final los colgantes iban a parar a otro
cuello, pero ahora tampoco me quiere con las tiaras. Básicamente me
ha excluido del equipo.

Intenté concentrarme en el tema banal que proponía, y no en rubias y


morenos encima de mí, mirándome con lujuria. Por favor, tened
compasión de mí. Estaba asustada porque no había vivido ni una sola
situación que se saliera de la rutina en los últimos años. Y de repente…

—¿Por qué quieres hacer esa campaña? —solté con voz de pito.
Cualquier cosa para distraerme—. ¿Necesitas dinero?

—No, no. Es solo que me hace ilusión.

Volví a hablar porque quedarse callada no era una opción.

—En realidad sales con él solo por el puesto de modelo, ¿no?

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—¡No! —exclamó de inmediato—. Kathleen, en serio, ¿cómo puedes
pensar así? Surgió empezar una relación de este tipo, y acepté porque
siempre he sido muy liberal, ya está. Es solo mi concepto del amor y el
sexo, ¿entiendes? Hay gente que quiere una pasión destructiva, un
sentimiento eterno, y hay gente que prefiere salir a la calle con alguien
con quien no se cierre ni una puerta, aunque el precio a pagar sea no
morirse de amor por alguien. Yo soy de las segundas.

—Es solo que… No lo comprendo —confesé—. Si no hay sentimientos ni


exclusividad, ni hay nada…

—Claro que hay. Hay muchas cosas. Solo confío en él para experimentar
con mi cuerpo y con otras personas; solo él me hace reír de esa forma.
Solo con él soy yo misma. Lo único distinto es que mi corazón no late
más rápido cuando viene a recogerme, ni me duele la barriga cuando
pienso en sus besos... Y todas esas cosas que tú escribías y que a mí me
hacían soñar. Por favor, no pienses que estoy con él por interés. Él y
yo…

El timbrazo de la puerta cortó de raíz la conversación. Nunca pude


agradecerle lo suficiente a mi padre que me hubiera salvado de
semejante declaración. Casi eché a correr hacia el recibidor, deseando
huir del nuevo concepto que empezaba a tener de la parejita. Antes tuve
que tranquilizarla, diciéndole que no se preocupara por mi
interpretación de su relación. No debía importarle la opinión de nadie. Y
dije la verdad de corazón al echarle ese sermón.

Unos segundos después, recibía a Jaab con mi mejor sonrisa


circunstancial.

—Voy a ponerme la chaqueta y nos vamos, ¿de acuerdo? No te pongas


cómodo.

—Toma. Te la has dejado en el sofá —escuché a Sheila. Me giré para ver


cómo me ofrecía la americana con una especie de sonrisa—. Pásalo
bien... Bueno, pasadlo bien —añadió, echando un vistazo por encima de
mi hombro. Enseguida le tendió la mano a mi padre y se la estrechó—.
Oh, tú debes de ser el hermano de K. Os parecéis muchísimo. Soy Sheila.

—No exactamente, preciosa. —Le guiñó un ojo—. Soy el que ayudó a


traerla al mundo. Jaab.

—Sí, ayudó a traerme al mundo con mucho encanto y carisma. Y ahora


vámonos...

Tiré de él bufando y poniendo los ojos en blanco, y al momento recordé


una de esas escenas de series de dibujos animados en las que había que
arrancar al personaje con los ojos como corazones de los brazos de su
amado.

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—Papá, ¿te tengo que recordar que te vas a casar? —pregunté una vez
estuvimos en el ascensor.

—Por supuesto que no, jaquetona, con la edad uno va madurando. Pero
que yo sepa, casarse no te convierte en un cegato, y esa mujer de ahí...

—No sigas —pedí—. Tienes que aprender a cortarte un poco. No quiero


que al llegar a los sesenta te conviertas en uno de esos viejos verdes que
van tocándole el culo a las quinceañeras en el transporte público. Ni que
te pongan una denuncia por gritarle por la calle a alguna mujer salida
de un pub.

—Yo no he hecho eso nunca —se defendió, cruzando los brazos. Las
puertas del ascensor se abrieron y cruzó el umbral con una sonrisa de
oreja a oreja—. De todos modos, y para evitar pleitos futuros... ¿Por qué
no te echas un novio que sea abogado?

—Jaab.

—Solo es una broma, cariño. —Me pasó un brazo por los hombros y así
me llevó por toda la avenida principal, como si fuéramos colegas de
toda la vida—. ¿Aún no te has dado cuenta de que la mejor forma de
ligar es sacando de quicio a la mujer en cuestión? No con manoseos, así
que cierra esa boquita y olvídate de corregirme. Llevándoles un poco la
contraria ya las tienes en tu terreno.

—A lo mejor eso funcionaba en los ochenta, y gracias a la cantidad de


maestras de parvulario que dejaban que los niños nos levantaran las
faldas solo porque «esa era su forma de demostrar amor», pero ya no
—repliqué—. Y conmigo no tienes que ligar. Es lo que me faltaba, que mi
jodido padre me eche los perros.

Jaab me miró con una ceja alzada.

Mi padre era esa persona que había nacido de buen humor. Era tan fácil
tocarle las narices que nadie sabía si tenía vena en el cuello. También
era ese hombre que no estudió psicología femenina porque vino con ella
instalada en el software. Por eso, tal vez, siempre fue mejor madre que
mi propia madre; siempre sabía lo que pasaba por mi mente, y ese día
no era una excepción. No se le pasó por alto que algo me irritaba.

—¿Estás a la defensiva porque te molesta que me case?

—Claro que me molesta que te cases. Y no por el hecho de que te cases,


sino que lo hagas cuando eres incapaz de prometer fidelidad. ¿Cuánto
tardarás esta vez en vulnerar tus votos? Le diré a Jessamine que ponga
un cronómetro, a lo mejor bates un récord.

—No creo que esa sea la actitud más apropiada para ir a comprar un
anillo.

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—Ni la tuya es la actitud más apropiada para ser un novio decente.

Jaab silbó mientras meneaba la cabeza.

—Cómo estamos hoy, ¿eh, jaquetona?

No dijo nada más. Me distrajo durante todo el trayecto con bromas y


estupideces varias hasta que llegamos a la joyería. A día de hoy no sé
cómo me sorprendió tanto descubrir a quién pertenecía la franquicia.

—¿King's Pleasure?

Me pareció desagradable que, de todas las joyerías de Dublín,


tuviéramos que ir a esa. El Destino insistía en llevarme por el camino de
la amargura, que no tenía otro fin que el dichoso King Sawyer. Desde
que me había levantado, había tenido su nombre en la cabeza, en la
boca, o taladrándome el oído… Y ahora delante de mis narices y mis
ojos, que podrían haber atravesado el letrero con los poderes del
Cíclope de los X-Men. Ni siquiera sabía por qué estaba enfadada esa
vez. Había entrado en un bucle de angustia, me había sentado en el
columpio de la inquietud vital hacia la figura de King, sobre todo ahora
que no entendía qué quería de mí. 

—¿Por qué King's Pleasure? —pregunté, al borde de la agonía.

—Porque es el mejor sitio de la ciudad, y la mejor firma británica. ¿No


crees que debería ofrecerle lo mejor a Jessamine?

No esperó a que respondiera, y mejor, porque la conversación habría


comenzado conmigo despotricando, y con él prometiendo lavarme la
boca con jabón. Así pues, cansada de estar malhumorada todo el día a
causa de la persecución directa e indirecta de un hombre que ni siquiera
era realmente guapo de cara, entré.

Se notaba que el local pertenecía a King por un sencillo motivo: tenía un


gusto muy elegante, algo que había podido apreciar en su manera de
vestir, de caminar, de hablar —excepto cuando mencionaba que me
hacía falta un polvo— e incluso en lo que a mujeres se refería. Yo no era
el ejemplo, que conste, sino Sheila.

El sitio era amplio, estaba muy bien iluminado y gritaba «limpio». En las
vitrinas se exponían toda clase de joyas, en el aparador que servía para
cobrar se exhibían las mejores ofertas y al otro lado del mostrador se
encontraba la clase de mujer con la que King Sawyer se habría
acostado alrededor de diecinueve veces. Una copia idéntica de Sheila
Boyd, con la diferencia de que esta tenía los ojos más verdes y las
caderas menos redondas.

—Buenos días —me adelanté antes de que mi padre pudiera decir lo


mismo, añadiendo un indebido «preciosa»—. Estábamos buscando un

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anillo de boda. Otro más —añadí, mirando a Jaab con los ojos
entornados.

Ella se dirigió a mi padre con amabilidad.

—¿Segundo matrimonio?

—Segunda saga de matrimonios —repliqué, con una fingida mueca


encantadora—. La primera ya está completa, con un total de nueve
entregas.

—¿Y yo qué le hago? —se quejó mi padre—. Soy un romántico que


nunca estará a la altura del género femenino. Hago mi mejor esfuerzo
mientras nos dura el amor, hasta que se dan cuenta de que son mejores
que yo, y me dejan.

Eso fue suficiente para ganarse el corazón de la dependienta, que


anunció que se llamaba Ciarán con una sonrisa de anuncio de dentífrico
y se ofreció voluntaria para hacerle un tour por todas las vitrinas.

Ya no tenía doce años para enfadarme porque mi padre quisiera


compartir su vida con una mujer, pero seguía sin hacerme gracia que se
comprometiese de nuevo. Y no, nunca fui tan estúpida como para pensar
que volvería con mi madre: esas esperanzas murieron en el momento en
que se separaron y la recién desahuciada del corazón del señor Priest
empezó a echar pestes de él. Por este motivo, y porque siempre era
impactante estar entre tus padres cuando discutían, siempre los quise
bien lejos el uno del otro. Por suerte se cumplió. Jaab se podría casar
cien veces, pero nunca sería como Elizabeth Taylor. No se divorciaría de
una para volver con ella años más tarde.

El problema era que mi madre no era la única mujer a la que prefería


manteniendo la distancias con él. Las quería y seguía queriendo a todas
a un radio de diez kilómetros. Y no porque fuera celosa y lo quisiera
solo para mí, cosa que pasaba cuando era una adolescente con un
futuro indefinido y Jaab era lo único que tenía: si esperaba que mi padre
probase el celibato era porque con los años era cada vez más terrible
para comprometerse, y solo sabía hacer daño.

Todos sus matrimonios y relaciones fracasaron porque era incapaz de


mantener la colita en su sitio. Jacobus padecía ese síndrome de
incontinencia sexual llevado a una escala para la que no existía medidor,
y no tenía ninguna preferencia. Si era rubia, oxigenada o natural, no
importaba. Si su acento latino era real o fingido, qué más daba, le daba
el mismo morbo. Alta, delgada, gorda, con sonrisa bonita u ojos claros,
con piernas largas o cortas... Lo único que ponía como condición era
que pudiera llevar falda sin que la retrógrada sociedad la mirase mal. Y
como pocas mujeres había dispuestas a compartirlo como para llevar
una relación abierta, la infidelidad y el corazón roto eran cosa hecha. A
veces a los meses de casarse. A veces, a los días. Sus exmujeres

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hablaban de él como Bianca Pérez-Mora lo hizo de Mick Jagger: «mi
matrimonio finalizó el mismo día de la boda».

Tuve tantas charlas con él en el pasado sobre el amor, la importancia


del respeto y la lealtad, que se me acabaron las palabras. Llegó un
momento en el que decidí dejarlo correr, y no pudo ser peor, porque fue
cuando más se desató. Hubo incluso un año en el que se llegó a casar
tres veces. Pero yo estaba en mi derecho de cansarme de ser la madre
de mi padre.

Romántico, sí era. Por tiempo limitado, y cuando la testosterona se le


subía al pecho y pensaba que el amor le había dado fuerte. Lo de creer
que las mujeres estaban por encima de él... Ya no era verdad, o tendría
la amabilidad de no acostarse con otras a su espalda. Lo único bueno
era que al menos iba por delante y no trataba de esconder las pruebas
de su libertinaje.

—Este no me gusta —señalé, una vez tuvo una selección de seis


posibilidades—. Este es demasiado grande y llamativo, seguro que
alguien lo detecta mientras lo lleva por la calle y capaz es de arrancarle
el dedo para llevárselo... Este es una abominación, la vergüenza de las
alianzas. —No me cortó la cara que puso Ciarán. Lo único que
importaba era preservar el corazón de la tal Jessamine de Ámsterdam,
que sin duda acabaría pisoteado bajo el tango que Jaab bailaría en una
cama con dosel con la primera bailarina que se le cruzase tras la boda
—. Esta gema es muy pequeña, va a pensar que lo has comprado en una
tienda de segunda mano...

—Aquí no tenemos nada de segunda mano. Es todo primera calidad.

—Este es espantoso. Si vas a comprar algo de oro, que sea oro blanco,
no dorado... Es más fácil encontrar accesorios baratos en colores
plateados. ¿Por qué has cogido este? —Cogí otro al azar—. ¿Es que
quieres que se lo ponga en el meñique? Porque dudo que vaya a caberle
en el anular.

—El tamaño se puede ajustar.

—Entonces se gastaría el doble de dinero —contesté, sin mirar a Ciarán


—. Y teniendo en cuenta que os divorciaréis a los cinco meses, no sé yo
si convendría gastarse más de trescientos euros. Podría no tener la
amabilidad de presentarse en tu casa y tirarte el anillo a la cara para
que puedas devolverlo.

—King's Pleasure no acepta devoluciones en anillos de compromiso.

—¿En serio? —Parpadeé—. ¿Por qué? ¿Porque no queréis tener


pérdidas, o es que el propietario cree en el amor eterno?

—Por descontado —intervino una voz grave.

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El vello se me levantó tan bruscamente que acabé estirando la espalda y
la cabeza por la inercia. Los ojos de King estuvieron a la altura de los
míos cuando dejé de fijarme en que tenía los hombros casi encajados en
la puerta que daba a la trastienda. No me avergonzó estar casi segura
de que había presenciado mi episodio de engreída insoportable.

—Si no creyera en el amor, llevar una joyería sería un acto hipócrita —


prosiguió, avanzando—. Solo los hombres románticos o que adoran a
sus madres regalan joyas de mi nivel. Y las mujeres independientes que
no necesitan que las mimen, porque ellas se quieren de sobra, claro.

Seguía siendo un hombre elegante, en forma y de facciones demasiado


marcadas, como la última vez que lo vi. Y eso significaba que seguía
siendo tan atractivo como para prohibirlo, con sonrisa de regocijo y
colmillo torcido, ojos de bravo torero y barbilla de Kirk incluidos. Lo
único que había cambiado era que ahora hacía tríos con su novia. Y,
joder, a mí eso me imponía.

—Querer ponerle precio al romanticismo es hipócrita —repliqué, sin


moverme—. Así que, si tanto confía en la pureza del amor, ¿por qué no
vende sus diamantes en un puesto de Grafton Street a precio de saldo?

Por lo visto, insultar tres pares de anillos, su profesión y a él mismo en


un local de su propiedad no era suficiente para mosquearle. King esbozó
una sonrisa que llegó a atentar seriamente contra el perfecto estado de
revista de mis bragas nuevas. Muerte por combustión.

—Porque para tu desgracia, muñeca, tengo que vivir de algo. Si fuera


posible hacerlo a partir del amor, no estaría ahora ofendiendo tu
exquisito gusto con mis terribles anillos. Aunque seguramente tú sí
estarías aquí si pudieras hacer millones a raíz del desprecio. Y delante
de mí, ya que soy tu víctima preferida.

—¿Os conocéis? —preguntó mi padre, al que tampoco le molestó mi


espectáculo.

—De una de mis estancias en el Infierno —comentó King con


despreocupación. Rodeó el mostrador, calmando a una tensa Ciarán con
una palmada en el hombro, y se plantó muy cerca de mí sin dejar de
sonreír como un condenado—. Kathleen fue la que me recibió con el
tridente.

—¿Seguro? ¿Entonces por qué te veo de una pieza? Lo habría usado.

—Porque hasta el diablo tiene piedad cuando se enamora. —Y me guiñó


un ojo. El misterio de cómo no descolgué la mandíbula se quedó en la
caja de los «no resueltos»; devolvió toda su atención a Jaab—. Soy King
Sawyer, dueño de la marca, novio de la compañera de piso de Kathleen
y por lo visto también su grano en el culo a tiempo completo. ¿Puedo
ayudarle en algo?

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Mi padre hizo honor a su marcada preferencia hacia los hombres
parecidos a él en ego, narcisismo y labia y soltó una carcajada,
declarando con el lenguaje no verbal que era de su agrado. Esperaba
que con Maddox tuviera suficiente, no sabía si sobreviviría como
decidiera reclutar también al rey.

Como éramos pocos…, tuvo que parir la abuela.

—Estoy buscando un anillo. Me caso en unas cuantas semanas en


Gretna Green; quiero algo sutil, pero con significado. Sencillo y
elegante. En un principio no tengo tope de precio, pero preferiría que no
me atracase. Y ya que me ofrece su ayuda en general, podría ayudarme
a convertir a mi hija en una mujer normal, y no una saboteadora de
cuidado.

—Mucho me temo que eso último no está en el catálogo, y no voy


regalando mis técnicas de relajación para las mujeres que viven en el
desengaño… Aunque, si ella quisiera, sería cuestión de contactarme
para disfrutar su mes de prueba —contestó con brío, mirándome por
encima del hombro. No voy a hacer ningún comentario sobre qué cara
se me quedó—. Sobre los anillos, tengo de sobra. Bastante bonitos según
uno de los números de la revista Vogue y también terriblemente
espantosos según Kathleen Priest.

—Por eso no se preocupe. Kathleen Priest no es la que se va a casar, así


que no tiene ni voz ni voto en este asunto.

Sonreí fríamente.

—En ese caso, ¿serías tan amable de explicarme qué hago aquí?

—Alguien tenía que sacarte de tu cueva, jaquetona.

Mi padre se encogió de hombros sin ninguna vergüenza por haber


desvelado mi status quo social. A continuación, King y él se enzarzaron
en una interesante discusión sobre lo que era más conveniente según la
personalidad de la mujer, la importancia de hacer un regalo de
compromiso que combinara pendientes y colgante y la gran ganga de su
dos por uno en bolas de pulseras de Pandora.

Por el camino, Ciarán me preguntó si era la escritora de El yugo del


placer, y tuve que firmarle la portada, contraportada y página del índice
del ejemplar que arrastró desde la trastienda. Fue una suerte que no me
hubiera pedido dedicatoria personalizada, o habría escrito una nota de
suicidio.

—Kathleen, ya lo tenemos. ¿Quieres echarle un vistazo?

Como ya había montado pleito infantil suficiente para el resto de mi


vida, me acerqué sin cambiar de expresión y me quedé mirando la pieza

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de joyería que habían elegido. No hizo falta que levantara la cabeza
para saber que King me estaba mirando a la espera de un comentario.

—El señor Priest dice que Jessamine tiene los ojos color ámbar, así que
hemos acordado que ninguna otra gema podría sentarle tan bien como
esta. No es una piedra ámbar, sino un topacio amarillo distribuido en
varias secciones. El color significa optimismo, inteligencia y calidez, las
tres cualidades que el señor Priest realza de su enamorada. Hay tres
pequeñas piezas por ese motivo: cada una representa una de sus
virtudes.

Miré a mi padre ufana, sin dejar que la voz aterciopelada de King


traspasara mis barreras. Difícil: mi subconsciente se pasó el resto del
día repitiendo su breve disertación, temblando por la entonación, pero
eso es spoiler y muy desagradable de contar, así que lo dejaremos
correr.

—Es admirable lo que es capaz de inventarse un empresario con tal de


vender una pieza. Deberías dedicarte a la venta a domicilio —le dije a
King.

—Uf, no. Me daría miedo que me dieran con la puerta en mis narices.

«He captado esa referencia, idiota».

Me giré hacia mi padre.

—Qué bonito, papá. Pero, ¿estás seguro de que te acordarás de todas


sus virtudes cuando se lo entregues? Mira que a lo mejor las mezclas
con las de Berenice, o las de Olivia, o las de aquella latina tan mona.

Mi padre devolvió la vista a King, suspirando por el camino.

—Kathleen está segura de que todos los matrimonios del mundo están
hechos para fracasar, pero más concretamente los míos. ¡Qué digo! No
ya matrimonios, sino relaciones en general. Y no crea que no tiene
motivos, señor Sawyer, porque lleva la misma razón que un santo. He
pasado por el altar nueve veces, no exagero, y cada matrimonio acabó
peor que el anterior. Kathleen ha tenido que ver cómo el amor quedaba
enterrado bajo el libertinaje cada vez que me pedían el divorcio por una
infidelidad, y me temo que eso la ha afectado hasta el punto de
convencerla de que el amor no existe y una no se puede fiar de los
hombres. Por eso intenta sabotearme, sabotea a los demás y se sabotea
a sí misma...

Parpadeé tantas veces que parecí un parabrisas.

—¿Se puede saber por qué diablos le cuentas todo eso? —mascullé—. Ni
siquiera te has expresado bien. No es que no crea en el amor, es que no

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creo en tu amor. Vas a machacar a esa pobre mujer como lo has hecho
con las demás, y lo sabes tan bien que ni me la has presentado.

—En parte habla en nombre de su madre —prosiguió Jaab, ignorándome


y dejándome de una pieza—. Aunque no hablaran a menudo los años
previos a su muerte, vivieron juntas durante los primeros años de la
separación, y Theresa me odiaba tanto en esa época que necesitaba
desahogarse con alguien. Lo más cercano era su hija de ocho años, así
que envenenó mi recuerdo durante los cuatro que siguieron, de manera
que tuve que invertir todo mi dinero para conquistarla en su época de
adolescente, donde es más fácil ganarse el cariño de un chaval. Las
novelas de Nora Roberts, la discografía de los ochenta y llevarla al cine
a ver las películas de Tarantino sirvieron para compensarla, igual que el
helado de chocolate con almendras y llevarla de viaje a París. Pero aun
así...

—Eso a él no le importa —corté, tensa.

—Al contrario —intervino King, muy pendiente de mi reacción. Me


miraba como si quisiera pulverizarme con su intensidad. Maldito fuera,
era imposible resistirse a esos ojos color índigo de mosaico árabe. Lo
detesté por hacerme vulnerable a su preocupación—. Es agradable
saber un poco sobre la mujer misteriosa. Tarantino, ¿eh?

—¿Qué puedo decir? Adoro ver la sangre correr. De hecho, adoraría


verla correr ahora.

—Debería llevarla a cenar un día, señor Sawyer —comentó mi padre,


ajeno a la amenaza formal—. Cuando está de buen humor es
encantadora, y muy divertida: en vez de usar todo ese sarcasmo para
herir de muerte, arranca unas cuantas carcajadas con su agudo ingenio.
Y de vez en cuando se arregla, dejando en ridículo a...

Miré a mi padre como si se hubiera vuelto loco.

Justo lo que había hecho.

—¿Papá...?

—O no a cenar, si le compromete demasiado. Quizá una merienda...

—¡Papá! —grité, a punto de sacar las uñas.

King rio por lo bajo, con la barbilla casi pegada al pecho.

—La llevaría a cenar si no hubiera riesgo de que me clavara el cuchillo


del pan en la tráquea. Y si no tuviera pareja.

Lo miré, intentando transmitir mi último conocimiento adquirido a


través de Sheila. Podía ser su pareja, pero si no había entendido mal,
podía llevarme a cenar y hacer el helicóptero con la lengua en

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cualquiera de mis orificios si le encartaba. ¿Lo decía porque ya no le
interesaba, o…? Cada vez entendía menos.

Quise olvidar los matices de la conversación sacudiendo la cabeza. No


solo no lo conseguí, sino que me asaltó la gran pregunta: Sheila no
estaba enamorada, pero... ¿Lo estaba King? Si la respuesta era
afirmativa, no me quedaría más remedio que pasarme a su equipo y
solidarizarme con su causa de buscar la atención de otras mujeres.

—Una lástima. Es usted su tipo, ¿sabe?

—¿Se puede saber cuál es mi tipo y por qué podrías saberlo tú? —le
escupí, tan enfadada que necesitaría otro cuerpo para repartir el
mosqueo sin explotar. Estuve a punto de propinarle una bofetada e irme
de allí, pero los beneficios de ser adulta en cuanto a los usos de la
fuerza física eran más bien exiguos. A partir de ahí empezó el problema
de tener que comportarme como lo que era, a lo que inspiré
hondamente—. De acuerdo, Jaab, ya has demostrado un gran punto.
Debería haberme quedado en mi cueva. ¿Hemos terminado?

—Aún falta el regalo de bodas —intervino mi padre, para nada afectado.


Señaló con la barbilla un estuche que King abrió para mostrar una
gargantilla—. Es de la nueva línea, según el señor Sawyer. Sería el
primero en llevármela antes de que las lance a la venta.

Machaqué el enfado para concentrarme en los diamantes que me


guiñaban, tendidos en el terciopelo del estuche. Esos debían ser los
colgantes que había mencionado Sheila con furor, como si el mundo
empezara y acabase en su compra y exhibición.

Podía entenderla hasta cierto punto. Había sido una gran enamorada de
la joyería y los complementos caros hasta que regresé a la soltería, y
hasta que me cerré el grifo dejando de escribir. Pero ser asidua a la
bisutería no había cambiado mi buen gusto, y reconocía una obra de
arte cuando la veía.

No, esa gargantilla no valía una relación sentimental con un hombre al


que no se amaba, pero su valor seguía siendo incalculable.

—¿Cómo piensas costeártelo? —le pregunté a Jaab en voz baja—. Si es


nueva línea y lleva diamantes...

—El señor Sawyer me ha ofrecido pagar a plazos.

—Le habría ofrecido muchas más cosas y de mejor calidad si Kathleen


me hubiera avisado de que os pasaríais por aquí —comentó él, sin dejar
de mirarme.

—Quizá te habría avisado si hubiera sabido que además de empresario


eres dependiente.

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«Y si no fueras un cabrón provocador que hace el combo perfecto con
mi padre, el cabrón provocador número dos».

—No soy dependiente, pero me preocupo por el funcionamiento de mis


franquicias. Suelo pasarme con frecuencia para supervisar. Además de
que, si no me entretuviera por aquí de vez en cuando, no tendría mucho
que hacer en todo el día, y no me gusta estar parado.

—Podrías salir más.

—He intentado llevar a una mujer a ver una película y a por un café al
Starbucks y me ha respondido con un bufido animal. Y como soy tenaz,
pero bajo ningún concepto un acosador, me he retirado,
conformándome con salir menos. Aunque tomaré tu consejo, porque no
me apetece ir por ahí con nadie más —dijo, apoyando los codos en la
mesa. Su nariz casi rozó la mía—. Ya te contaré cómo me ha ido.

—¿Acabas de decir que no eres un acosador? —repliqué con ironía.

—Todavía no me lo ha certificado ninguna orden de alejamiento. ¿No


será que a cierta mujer le gusta que la acosen?

—Eres bastante asqueroso por insinuar eso. No tiene gracia que te


acosen.

—Lo siento, no he pasado el tiempo suficiente contigo para saber dónde


debo dibujar las líneas del humor.

—Te voy a señalar dónde. —Estiré el brazo y dibujé una línea recta en
medio de sus labios, y encima, otra perpendicular. Con esto quedó
trazada una cruz invisible que hizo sonreír a King—. Justo ahí.

—Pues no te imaginas cuántas ganas tengo de que te pases de la raya.

Su respuesta, entonada en voz baja, logró su objetivo: estremecerme.

Me di la vuelta y miré a mi padre.

—La gargantilla es muy bonita. Solo espero que a Jessamine le dé


tiempo a ponérsela un par de veces con el orgullo de que se la haya
regalado su marido, antes de querer ponerla a la venta en Wallapop por
una miseria a modo de venganza.

Dejé de hablar cuando noté una superficie fría envolviendo mi cuello.


Bajé la barbilla en vano, porque no pude ver nada: tuve que llevarme las
manos a la zona para palpar lo que al principio pensé, y al borde del
infarto, que era una mano. En su lugar había un complejo de diamantes
y piedras colgando, justo lo que había acariciado segundos antes al
fijarme en el regalo a Jessamine.

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—¿Qué...?

—Date la vuelta hacia mí —me dijo King en voz baja. Su tono fue tan
convincentemente seductor que mis talones giraron al momento.

Me enfrenté al espejo con el ceño fruncido, y en cuanto choqué con los


ojos brillantes de King al otro lado del cristal, mi expresión se suavizó
sin querer.

No había cálculo en su mirada, tal y como había imaginado teniendo en


cuenta que me lo estaba probando por deleite personal, o para tener
una vista de cómo podría quedarme. En sus ojos brillaba el fuego
floreciente de la primera llama, y pude jurar que incluso salían chispas.
Me estudió desde media cintura hasta arriba, siguió el perfil de mis
brazos y se concentró en el centro de mi cuello, sin hacer ni decir nada,
solo respirar y acariciarme el lateral de la garganta con su aliento del
Sáhara. Empecé a sudar.

—Ahí es donde debe estar —declaró en voz baja.

Luego ladeó la cabeza y me miró directamente. La imagen que ofreció el


espejo de los dos, yo mirándome con los labios entreabiertos y el cuerpo
doloroso por la rigidez a la que me exponía su cercanía, y él
concentrado en mi expresión, hizo que algo dentro de mí terminara por
determinar que mi pasión no era ninguna ilusión.

Él era el doble de peligroso por quedar tan bien a mi lado. Parecíamos


sacados de un anuncio de perfume, o de una fantasía que no me atrevía
a rescatar de alguna de mis últimas noches.

—¿Lo ves, muñeca? Tal y como imaginaba... Está hecho para ti.

—¿Tal y como imaginabas? —repetí, en voz baja. Él contestó en el


mismo tono, de forma que ni Ciarán ni mi padre, que mantenían una
charla alegre en el mostrador, se enteraron de lo que decía.

—Soy un hombre muy original, un amante de la variedad—susurró.


Apoyó un codo sobre la repisa de la ventana junto al aparador, y se
inclinó sobre mí—. No solo iba a soñar contigo en el aspecto sexual,
pudiendo dibujarte en mi mente de mil maneras distintas. Como mi
amante, como mi sumisa, como mi tercera acompañante, como mi
modelo…

Antes de que pudiera apartar la gargantilla con mis propias manos,


rechazando su prueba y todo lo que estaba diciendo, King separó el
broche y volvió a dejar la pieza en su respectivo estuche. Lo cerró y
guardó para que mi padre pudiera llevárselo. No dejó de mirarme en
todo el proceso, como si mi existencia estuviera ligada a sus pupilas y
cupiera la posibilidad de que, al apartar la mirada, me desvaneciera en
el aire.

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—¿Y esto qué significa? —logré articular, haciéndome oír por encima de
mis latidos.

La fútil esperanza volvió a aguijonearme con sus tenacillas puntiagudas


a modo de sermón. Creer que King podría haber cerrado su piquito de
oro y reservarse tanto su opinión como sus intenciones para otro
momento, fue el mayor ejemplo de estupidez supina que podría haber
ofrecido al público.

Porque King no se calló, sino que me sonrió con expresión de


empresario consumado y dijo:

—Significa que ahora no voy a dejarte en paz de ninguna de las


maneras.

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TE VI VENIR DE LEJOS, JUDAS

Después de unos cuantos días pensando en la soledad de mi habitación


—arropada por los gemidos de la pareja, el taladro del vecino y la
música ochentera, que cuidaba de mí para que no me sintiera
demasiado patética—, decidí que tenía que hablar con King. Y con
Sheila. La misma duda me había estado reconcomiendo desde que mi
compañera de piso anunció que mantenían una relación abierta, y no
me gustaba haber perdido el control de mis emociones por posibilidades
e ideas de conspiración.

La única forma que veía de averiguar si me querían incluir en su


relación por una noche, o si solo se estaba burlando de mí, era poniendo
las cartas sobre la mesa… Eso en el remoto y quizá ingenuo supuesto de
que King fuera a coger el guante y responder siendo igual de honesto.
Cosa que no sabía. No sabía nada. Y vivir en semejante estado de
ignorancia e inquietud acabaría con cualquiera. Yo no estaba dispuesta
a permitir que las dudas me aplastaran, así que me puse una fecha
límite para pensar en mi discurso: el cumpleaños de Sheila.

Como si King lo hubiera sabido, me enteré un día antes de que se iba a


celebrar su vigésimo noveno día del nombre en el palco del Rock &
Blues. Esa era la clase de jugarreta que solo se le ocurría a King
Sawyer, y también el tipo de idea que debería haber imaginado que se le
ocurriría desde el principio. Eso me involucraba directa e
indirectamente en una fiesta a la que no tenía pensado ir. No solo estaba
invitada, sino que debía asistir por obligación como camarera. Era un
suplicio del que no podía librarme, por culpa de las normas de
socialización básicas, por un lado, y por la necesidad de tener para
comprar el pan por otro.

A algunas les parecerá halagador que un hombre hiciera y deshiciese a


su antojo para asegurarse de que la menda estaba en su círculo de
amigos… A mí me vomitivo. Pero no era tan terrible porque Liberty
estaba contenta porque iba a cumplir un mes con su novio actual. Y eso
significaba el doble de propinas. ¿He mencionado lo mucho que me
encantaba lo bien hecho que estaba el sistema de reparto de extras?

—Parece que se lo están pasando de miedo —me preguntó Maddox,


apoyando los codos en la barra y mirando sin ninguna vergüenza al
grupo del palco—. ¿Por qué no pides un par de horas libres y vas con
ellos?

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—Porque tengo que trabajar...

—...Y huir de lo inevitable, ¿no? Venga, no me mires así. Visto por el


lado bueno, cuando estás mosqueada sabes pinchar música decente.
¿Sabes que Gravity es de mis canciones favoritas de todos los
tiempos...?

Cuando Maddox se ponía a hablar de música no había quien pudiera


callarle. En esa ocasión me vino bien tirarle de la lengua, porque así
estuvo un rato ocupado hablando del último concierto al que había ido
en lugar de dándome la tabarra con King.

Después, el actual tipo con el que estaba Liberty, apareció para felicitar
a Sheila, y Maddox sustituyó su exposición sobre la supuesta enemistad
ancestral entre los Rolling y los Beatles por un silencio violento. Y fue
silencio de las dos partes, la mía también, porque ambos compartíamos
la preocupación por las relaciones de Libby.

—Parece un tío legal —dije, observando cómo ella se colgaba de su


cuello y le daba un abrazo. Él correspondió su gesto con una brillante
sonrisa de ensueño, característica principal de su atractivo estilo Ken—.
Quizá deberíamos bajar la guardia y dejar de darle sermones sobre lo
que hacer con su vida sentimental... —Me giré para preguntar su
opinión, pero él ya no estaba. Lo volví a ver después de dar varias
vueltas limpiando una de las barras paralelas—. ¿Qué pasa? ¿No tienes
nada que decir?

Maddox se giró hacia mí de mal humor.

—¿Por qué siempre tenemos que hablar de mí, K?

—¿Perdón?

—Lo que oyes. Siempre tienes que redirigir las conversaciones a mí, no
vaya a ser que, sin querer, toquemos algún tema que no te guste y se
pueda enfadar la chica. Sabes de qué va la amistad, ¿no? Es un toma y
daca. Si quisiera desahogarme a diario acerca de mi frustración
amorosa, iría a ver a un psicólogo; tú estás para algo más que eso.

Parpadeé una vez.

—¿A qué viene eso?

Maddox sacudió la cabeza y volvió detrás de la barra. Agarró un paño


aleatorio y se puso a restregar una mancha de cerveza que había
quedado sobre la madera.

—A nada. No me hagas caso, estoy cansado —masculló—. He tenido un


día de perros, Declan ha vuelto a casa, y lo último que necesito es que,
como haces diariamente, me obligues a comentar la situación

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sentimental de la tía por la que ando loco. ¿No podríamos hacerlo al
revés, por una vez? ¿No podrías distraerme tú a mí de mis desgracias
contándome las tuyas? Estoy harto de ser quien te aleje de aquello en lo
que no quieres pensar, sobre todo cuando lo hago reviviendo mis
jodiendas.

No supe qué decir. Me pareció un poco intimidante que conociera una


de las razones por las que me gustaba hablar con él sobre Liberty, o
sobre cualquier ámbito de su vida. Le preguntaba porque me
preocupaba, porque quería que estuviese bien, porque sentía que podía
ayudarle: si en algo era experta, era en amores que salían mal y en
corazones rotos. También me interesaba porque los sentimientos de
Maddox eran una de las cosas más bonitas que había experimentado
desde fuera en muchos años. Pero también le interrogaba para que él no
pudiese interrogarme a mí, y no se me había ocurrido hasta entonces
que pudiera ser rastrero.

—No quieres que te pregunte por Declan, ¿verdad?

—No, es lo último que quiero. He venido a trabajar en mi día libre para


no tener que estar bajo su mismo techo. Mi hermano se ha ido con mi
colega, Theo, y mi madre está en casa de una amiga. Está solo con mi
padre, así que me da igual. ¿Qué pasa? ¿Tú no tienes nada interesante
que contar?

Con la actitud de mierda que estaba teniendo, me dieron ganas de


mandarlo a freír monas con un corte de mangas. Pero lo entendía, y en
el fondo me alegraba que hubiese elegido justamente ese día para
quejarse. Era el momento ideal para contar lo que me atormentaba.

—King tiene una de esas relaciones abiertas. Me lo dijo Sheila el otro


día.

Maddox dejó de frotar como si quisiera encender un fuego y me miró


con ojos redondos.

—No me jodas —exclamó. Soltó una risa sin ganas—. Luego dices que
tienes mala suerte. El Destino se ha dado cuenta de que te interesa
Sawyer y ha favorecido. Es una señal.

—¿Favorecido? Dox, yo no confío en ese tipo de relaciones. Me parece


que la gente que es infiel patológica se escuda detrás de ellas para
pasarlo bien, pero teniendo el polvo asegurado por si les sale mal la
noche de caza.

Maddox puso los ojos en blanco.

—No me seas simple y retrógrada, K. Claro que hay imbéciles que hacen
eso; tu padre, sin ir más lejos, y que conste que yo recibiría una bala por
él… Pero no todo el mundo da asco. Ese es tu gran problema. —Me

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señaló con la bayeta—. Piensas lo peor de todo Cristo. Así, normal que
te dé miedo dar el paso.

—No doy el paso porque me asusta que… —Torcí la boca. Un escalofrío


me obligó a abrazarme los hombros—. No estoy preparada para tener
nada con un hombre, esa es la verdad. Y menos con uno que no sé qué
quiere exactamente de mí.

—Pues abre esa boquita de piñón que te han dado tus padres y
pregunta.

—¿Por qué no abres tú la tuya para decir lo que te mueres por decir?
Exacto, miedo.

—Yo soy un caso diferente, K. Y lo que siento por Kim no es comparable


a lo que tú puedas sentir por ese tipo. —«Kim», el nombre que usábamos
en clave para referirnos a Libby sin miedo—. Llevo años con esto y no lo
digo porque hay muchísimo en juego. Tengo tanto que perder que me
abruma pensarlo. Muchísimo más de lo que podría irse al garete en tu
caso, que solo ganarías. Solo ganancias, K —insistió.

—Tengo miedo, ¿vale? Voy a cumplir un lustro estando soltera y no he


tenido contacto con ningún hombre; tirarme de cabeza a una piscina en
la que ya había dos…

—¡Hola, Kathleen! —El grito de Sheila hizo retumbar mis tímpanos. Di


un respingo y me giré enseguida, con las manos ocultas tras mi espalda.
Luego me di cuenta de que no había nada que ocultar, y las dejé muertas
al lado de mis caderas—. ¿Por qué no subes y estás un rato conmigo?
Vamos a abrir los regalos.

Luego se giró y miró a Maddox. La cara le cambió de manera radical.


No era para menos, pero aun así me molestó. Me daba la sensación de
que, desde mi última pareja, el mundo había cambiado completamente.
La fidelidad y lealtad a los sentimientos de la otra persona parecían no
importar, y eso cuando había sentimientos de por medio. Cosa poco
común en mi entorno. Mi padre, Maddox, King y Sheila…

Y sí, Maddox era un tipo soltero. Estar enamorado no le impedía tener


sus rollos ocasionales. Sí, King y Sheila tenían una relación flexible.
Pero mi cabeza no entraba en esos moldes. No lo comprendía. Solo de
pensar en estar en el lugar de mi compañera de piso, me estremecía.
Saber que, si King salía una noche y le gustaba una chica, no tendría
reparos en acostarse con ella… Me parecía un mundo entero.

—Hola —sonrió Sheila—. Soy...

—La novia de Sawyer, ¿no? —cortó él. No acabé de comprender con qué
sentido lo dijo: por un lado, parecía recalcar que estaba comprometida
y que le fuera a otro con el coqueteo, y por otro, sonreía como cada vez

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que tenía en mente acabar la noche acompañado—. Maddox. Pídeme lo
que necesites, nena.

Se dieron besos en las mejillas. Ella sonrió de esa manera en que le


sonreían todas las mujeres del mundo. Si no puse los ojos en blanco fue
porque la atención volvió a mí y me tocó concentrarme en qué excusa
podría poner para ignorarla en su cumpleaños, cuando estaba a unas
escaleras de diferencia.

—Venga, K. —Maddox me dio un codazo y señaló el palco con un gesto


de barbilla—. Yo te cubro.

Si Sheila no hubiera estado delante —y si hubiera tenido veinte años


menos— le habría escupido un «traidor» de las proporciones de la Gran
Muralla china, que compartía dimensiones con su sonrisa de cabrón. Sin
excusas no me quedaba más remedio que subir, y eso hice, haciendo
oídos sordos a lo que Sheila me contaba. Por lo visto, estar un año más
cerca de la tardía edad adulta era motivo de jolgorio.

«Qué amargada estás, K…». Pues sí, lo estaba. Me era más fácil estar
enfadada con el mundo que admitir que me asustaba cada aspecto de mi
situación de entonces, que todo me venía grande, y que no sabía a dónde
ir. Todos lo tenían todo muy claro, y yo me encontraba en medio de la
nada. No reconocía la naturaleza de mis sentimientos, y mis principios
de toda la vida no encajaban con los de ninguna persona de mi entorno.

Antes de que King pudiera acercarse a mí para desequilibrarme aún


más, Liberty se me echó encima. Tiraba de la mano del tipo rubio, que
se reía contagiado por su entusiasmo.

—¡Kathleen! ¿Te he presentado a Dristan? —preguntaba cuando era


obvio que no, no me lo había presentado. Estaba tan contenta que
parecía que, en lugar de un novio, tenía a su lado el boleto ganador de
la lotería. Bueno, había quienes pensaban que tener pareja era
fantástico—. K, este es mi novio Dristan. Trabaja en una inmobiliaria.
Dristan, esta es mi mejor amiga Kathleen. Es autora de las novelas
mejor vendidas del país. Todo lo que escribe acaba siendo número uno
en el Reino Unido, y unos meses después, en el New York Times.

Dristan me miró muy sorprendido. Se notaba que se juntaba bastante


con King, porque también me echó un rápido vistazo de cuerpo entero.
Se agradeció que en su caso no tuviera connotaciones que pudieran
resultar violentas. O a lo mejor no me resultaron violentas porque
estaba ocupada agradeciéndole mentalmente a Libby que no hubiera
especificado el subgénero de mis obras.

—¿De veras? ¿Tan buena eres? ¿Qué has escrito?

—El yugo del placer es su libro más famoso —sonrió, emocionada—.


También ha escrito otros, como la bilogía de Jasmine.

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Liberty no solo era mi fan número uno, sino que me intentaba llenar la
cabeza con posibles desenlaces sacados de su imaginación, además de
obligarme a escribirle una trilogía hasta al perro del protagonista.
También quería que un personaje inspirado en ella protagonizase alguna
novela. Si no le devolví el gesto, fue porque Dristan empezó a mirarme
con más interés.

Al carajo el secreto del que fue mi género preferido.

—En realidad ahora solo soy camarera.

Dristan sonrió, divertido.

—Un gran currículum el tuyo, Kathleen. Muy variado. Encantado de


conocerte.

Me dio un apretón profesional, y con eso respiré de nuevo.

—Aunque no creas que esto acaba aquí; soy muy fácil de impresionar y
no podría dejarte pasar, siendo toda una celebridad —continuó,
exhibiendo sus dientes perfectos—. Tengo muchas amigas obsesionadas
contigo que me agradecerían que les dijera que sigues viva.

—Mientras no les digas cuál es mi domicilio, ni que es poco probable


que vuelva a sacar algo al mercado, soportaré ser la comidilla.

Dristan me miró con una sonrisa curiosa.

—La verdad es que me suenas de algo más. Te he visto en alguna parte.

La sangre se me congeló en las venas. Intenté mantener la pose.

—No lo creo.

—Sí, de verdad. ¿No has salido alguna vez…?

—¡Oh, Dios mío, Swan! ¡Qué bonitos! —escuché que clamaba Sheila,
abrazando sus nuevos zapatos de tacón. El grito también distrajo a
Dristan y a Libby, que se olvidaron de mí sobre la marcha.

Me tomé un segundo para respirar hondo y sacudir las manos. Falsa


alarma. Ni que fuera la primera persona que me decía que le sonaba mi
cara. Era fácil desviar la atención diciendo que, como escritora famosa,
me habían hecho entrevistas en platós. Pero Dristan no parecía la clase
de persona que se lo tragaba.

Me crují el cuello y traté de concentrarme en otras cosas. Luces. Gente.


El regalo de Sheila… Los tacones tenían estilo y se notaba que eran
caros, pero no eran ni la mitad de bonitos que los que King me había
robado. Ese pensamiento me llevó inevitablemente a mirar a la fuente de

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todas mis desdichas, que también me observaba desde su lugar
privilegiado en el palco.

Se había recortado la barba para el acontecimiento, y tenía el pelo


húmedo. Se había duchado hacía poco rato. Centrarme en eso para
ponerme lejos del alcance de Dristan fue mala idea. Me lo imaginé
desnudándose; los músculos de su espalda flexionados, sus glúteos a la
vista… Levantando las piernas para meterse en una bañera, o bajo el
chorro de agua ardiendo. Fue como si lo tuviera delante de mí, frotando
el gel entre las palmas hasta formar espuma que luego aplicaría a su
entrepierna. Lo visualicé con todo detalle masturbándose, porque ya lo
había soñado así antes durante una de mis siestas… Dándose placer,
respirando a través de los dientes apretados, y jadeando mi nombre. Sí,
maldita fuera, soñaba con que decía mi nombre.

Si supe que me había sonrojado no fue solo porque me ardieran las


mejillas, sino porque King pareció leerme el pensamiento. Me miró con
una ceja alzada.

«¿Quién es ahora la que mira al otro como si quisiera quitarle la ropa


interior?», parecía decir. Y yo no encontré ninguna respuesta, porque mi
demonio interior se regodeaba diciendo: «Eso, Kathleen. ¿Quién es
ahora la obscena?».

Carraspeé y me concentré en el siguiente regalo de Sheila. Al principio


me sentí mal por no haberle pagado a King la cuota correspondiente por
los zapatos —que deberían haber sido míos—, pero cuando vi que había
alguien capaz de regalarle unos pendientes con diamantes, agradecí no
haberle comprado nada. Habría insultado su vanidad.

—¡No me lo puedo creer! ¡Son justo los que quería! —gritó Sheila,
dando saltos. Se giró y le plantó a King un beso en los labios—.
¡Gracias, gracias...! ¡Y dices que hay otro!

—¿Ves por qué no me atrevo a tener novia? —intervino una voz a mi


espalda. Me giré para mirar al interesado Maddox, que no podía
contener la risa—. Tenerla contenta me saldría por lo equivalente al
sueldo. No tendría ni para condones, aunque eso fuera también un
regalo para ella.

—No todas somos así, y tú mejor que nadie deberías saberlo como sex
symbol internacional. ¿Qué haces aquí, por cierto? —Lo miré
esperanzada—. ¿Vienes a ponerme a resguardo obligándome a volver a
mi puesto?

—De eso nada. —Me pasó una mano por la cintura y me pegó a él—. Es
que no quería perderme el espectáculo. Me sorprende que a Sawyer le
vaya una tía como esa y le vayas tú al mismo tiempo. Pensaba que se
podía ser o inteligente o gilipollas perdido, pero se acaba de cargar el
mito.

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—¿A qué te refieres? Sheila es guapísima.

—Y más tonta que un botijo —se carcajeó. Luego me miró con esa
enorme sonrisa de lobo—. Aunque no me importaría follármela. ¿Qué
opinas? ¿La enamoro de mí de un polvo para que deje a tu príncipe, o
esperamos a que lo dejen por causas naturales?

Miré a Maddox como si se hubiera vuelto loco, cosa que en efecto


acababa de ocurrir. O a lo mejor era cosa de una degeneración
progresiva a la que no le había prestado atención para reducirla a
tiempo.

O quizá era porque se juntaba mucho con mi padre.

—Eso que has dicho ha sido asqueroso.

—No te creas, me gusta bastante físicamente. Y si dices que tienen una


relación abierta… Tiene pinta de ser de las que gritan, y me encantan
las escandalosas.

—Entonces es la tuya —sonreí sin humor y quité su brazo de mi cintura


—. Pero si lo haces por mí, olvídalo. ¿Me oyes, Maddox? No necesito que
abogues por mi vida sentimental... O la sexual, que es peor.

Maddox siguió mirando a Sheila.

—¿Y si abogo por mis necesidades primarias?

—Maddox...

Él me lanzó una mirada teatral.

—Kathleen...

Bufé y me desentendí de él, de la fiesta y de los regalos que me


importaban un bledo volviendo a mi puesto. Me encontré a la chica
nueva muy agobiada, atendiendo la barra ella sola e intentando
controlar las mesas al mismo tiempo. Me solidaricé enseguida y la
ayudé preparando algunos cócteles, hasta que una prolongada caricia
en el brazo me distrajo.

No me di cuenta de que había puesto cara de pánico hasta que descubrí


la mirada seria de King.

—Solo soy yo —dijo por lo bajo. Me descolocó que, de nuevo, se hiciera


escuchar por encima de la música con un tono tan comedido. Luego me
recompuse estirando la espalda.

—¿Solo? —repetí, irónica—. Estoy trabajando. Si quieres volver a hablar


de asuntos de mi vida que no te incumben inténtalo más tarde.

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—No deberías estar aquí, Kathleen. No sin supervisión. Estás en tensión.
—Para demostrarlo, me puso las manos en los hombros que le había
ofrecido al girarme y deslizó el pulgar por una de las cervicales,
presionando la cadena de contracturas. Apreté los labios para no
suspirar. ¿En qué momento habíamos pasado al contacto directo? —.
Pero no he venido a insistirte en eso. ¿Por qué no vienes con nosotros a
cenar? Sheila...

La mención de su nombre hizo que me erizara como un gato. Aparté sus


manos y lo enfrenté intentando no exteriorizar lo mucho que me
molestaba el asuntito que se traían.

—¿Qué clase de retorcido placer te produce tenernos a Sheila y a mí en


la misma habitación, sobre todo después de lo que ha pasado entre
nosotras?

—¿No la has disculpado?

—¿No vas a contestarme? —contraataqué—. ¿Qué te propones? ¿Qué


hay en tu cabeza, King Sawyer? Porque no quiero ser tu amiga, ni
quiero ser el foco de tus miradas, ni quiero tu ayuda. Estoy bien —añadí.
Debí haber supuesto que la necesidad de recalcarlo hablaba por sí solo
de la existencia de un problema—. Puedo atender borrachos, servir y
coquetear con tíos sin ningún problema.

—Te has asustado cuando te he rozado el brazo. Eso no es no tener


ningún jodido problema, Kathleen.

—¡Kathleen, por favor! —me llamó la nueva, con marcada


desesperación—. ¡Necesito ayuda con esas mesas!

Agradecí su sentido de la oportunidad y la oleada que me vino de arrojo,


porque mi fijación por hacer morder el polvo a King Sawyer se acentuó
cuando decidí acercarme a la mesa que me señalaron. De una manera u
otra sabía que él me estaba observando al caminar, lo que me produjo
una obsesiva y oscura satisfacción interna que me molestó. Esa molestia
se convirtió en amor propio, y ese amor propio, en determinación. Y fue
la determinación la que habló en el nombre de todos mis miedos cuando
le pregunté qué quería tomar al grupo de cuatro que me tocaba atender.
Lo hice apoyando los codos en la mesa, ofreciendo una buena vista de
mi humilde escote y todos mis dientes con una sonrisa de oreja a oreja.

No debió notarse que estaba nerviosa y me inquietaron sus miradas y


codazos, porque me devolvieron el jugueteo.

—¿Qué nos recomiendas tú? —preguntó uno de ellos.

—No sabría decirte —repuse con brío. Luego le guiñé un ojo—. A mí me


gusta todo.

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Un «oh» que fue creciendo en escala se extendió por la mesa. Uno dio
un golpe incluso, riéndose por el descaro.

—Pues si te gusto yo, podrías sentarte a tomarte algo con nosotros... Te


invitamos a lo que quieras, guapísima.

Compuse una fingida mueca de pena.

—Desgraciadamente tengo que trabajar toda la noche y todo el after, y


luego estaré molida —suspiré, clarificando que no iría con ellos a
ningún lado—. Seré vuestra virgen inalcanzable.

Ellos volvieron a reírse. Estaban borrachos, pero eran unos borrachos


inofensivos, gracias al cielo. Me dijeron de una buena vez qué querían
tomar y lo apunté haciendo varios floreos, intentando escupir así el
temblor de mis muñecas. Sirvió junto con el resto de gestos exagerados,
sonrisas, risitas y guiños, que se esfumaron un instante cuando uno de
ellos me cogió de la mano.

El frío me subió por la espalda, pero no dejé que me dominara. Saber


que King estaba observando, y que si Maddox se daba cuenta podría
atravesar el pub para meterle un derechazo, fue inspiración suficiente
para mantener la calma. Al menos en apariencia.

—Pues por si algún día te cansas de ser virgen... —dijo, muy despacio.
Era el único que no parecía borracho—, aquí tienes mi número.

Me quedé mirando el papelito con cara de circunstancia. Podía


agradecérselo, rechazarlo y marcharme, pero quizá King lo usara en mi
contra y seguir persiguiéndome para sacar a colación cosas de las que
no quería hablar. Por eso sonreí, pagando casi el precio de mi vida, y me
metí el pedazo de papel doblado en el escote.

Regresé a la barra marcando el contoneo de mis caderas, muy


consciente de que el grupo me miraba y King me atravesaba, quieto
como una estatua. Esperé a que fuera él quien se acercara para volver a
hablar.

Le sonreí burlona.

—Ahora tengo un número más en mi agenda. Lo llamaré en cuanto


salga e iremos a cenar. Quién sabe si encartará pasar la noche juntos...
Por si acaso, te agradecería que te llevaras a Sheila a tu apartamento
esta vez. A diferencia de a ti, me gusta tener intimidad.

No me molesté en averiguar su expresión. Me di la vuelta y ocupé mi


puesto en la barra, pasando la siguiente media hora atendiendo a un
grupo de chicas de despedida de soltera. Cuando volví a echar un
vistazo al sitio en el que había dejado a King, él ya no estaba. Tampoco
había nadie en el palco.

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—Se han pirado hace unos minutos. Iban al pub nuevo que han abierto,
ese en el que trabaja Rae. Por cierto.... Eres experta ahuyentando tíos
que se mueren por tus huesos.

No miré a Maddox al responder. El condenado era peor que Pepito


Grillo. Nunca faltaba taladrándome la cabeza en el momento más
indicado.

—Todavía no he conocido a ninguno de esos.

—Joder, nena, eres todo un caso —bufó, entre divertido y mosqueado—.


Si el genio te concediera tres deseos, estoy seguro de que le dirías que
se los metiera por el culo.

—¿Y eso a qué viene?

—A que King podría concedértelos todos. Y si no, te podría dar tres


orgasmos, que es lo más cercano a la magia que he visto desde... Desde
eso de ahí, por ejemplo.

Señaló con la cabeza hacia su derecha. Fue por ahí por donde Liberty
apareció, tan agitada como de costumbre, y con dos bandejas encajadas
bajo cada brazo.

—¡Dox! Jaab está en la puerta, dice que no tardes, y... —Luego puso cara
de circunstancia. Hizo un gesto muy raro, moviendo las caderas—. ¿Me
podéis subir los vaqueros? Tengo la sensación de que los llevo por los
tobillos.

Maddox suspiró con gran dramatismo y se agachó un poco para tirar de


los bolsillos de sus shorts hacia arriba. Se le escapó una carcajada al
levantarle sin querer el polo y ver la tirilla de la ropa interior.

—¿Batman? ¿En serio? ¿Llevas ropa interior de Batman?

Liberty se ruborizó furiosamente.

—Hoy no tenía programado acostarme con nadie, ¿vale? Y la ropa


interior de hombre es mucho más cómoda.

—Será de niño.

—Vete a...

—¿Gotham City? —probó—. ¿Puedo ir en el batmóvil?

—Como quieras —refunfuñó ella, que en el fondo se reía—. Pero siempre


he preferido el Joker a Batman.

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—Me lo figuraba… Los buenos nunca se comen una rosca.

—¿De verdad está mi padre en la puerta? —pregunté, antes de que


Maddox se sincerase más aún. Libby asintió y señaló su espalda en señal
de «me tengo que ir». Puso rumbo a la mesa del tipo con el que
supuestamente me acostaría esa noche—. ¿Y tú en serio vas a salir con
él?

—Sí. Ya sabes: despedida de soltero... ¿Por cuántas va ya? Qué cabrón


—rio entre dientes—. Yo de mayor quiero ser como él.

—¿Una persona incapaz de tomarse algo en serio y abocada al desastre


sentimental? Apuntas muy alto, Maddox.

Me pasó un brazo por los hombros, como acostumbraba a hacer cada


vez que me hacía la ofendida.

—Era una broma, nena. Yo, con suerte, me casaré solo una vez.

A partir de ahí, la noche fue bastante tranquila. En más de una ocasión


me sorprendí echando vistazos al palco, como si allí siguiera la fiesta.
No podía dejar de preguntarme por qué King era tan insistente, si ese
era su modo de ganarse a las mujeres con las que quería echar un
polvo, si tal y como mi padre señalaba formaba parte de su manera de
ligar —sacándolas de quicio— o si de veras estaba preocupado. En
cualquiera de los casos, la conclusión era que tenía que hablar con él.

Como es lógico, no llamé al hombre desconocido ni me planteé pasar


por su lado cuando acabó mi turno. Me desvanecí en el aire después de
que Jaab y Maddox me acompañaran a casa —el segundo insistiendo en
que su palabra iba a misa, y me lo había prometido—. Mi padre avisó de
que a la mañana siguiente iría a verme, ignorando todas mis
prohibiciones y medidas para que evitara a las mujeres de mi entorno.
Su juramento de no contrariarme no sirvió para nada, así que llegué a
casa más frustrada de lo que salí.

Aproveché que estaba sola para ponerme —el ya constituido como una
leyenda— camisón beige. Encendí varias velas aromáticas con las que
decoré la mesilla del salón, me serví Seven Up en una copa elegante —
porque Sheila seguía teniéndole fobia al lavavajillas, y yo no iba a
limpiar cuando no me tocaba— y puse una película en la que volaran
vísceras al azar. Después me hice una bola en el sofá.

Mi paz y tranquilidad no duró más de media hora. El timbre me obligó a


levantarme y perder la parte en la que la protagonista soltaba el
cuchillo con expresión atemorizada.

Imaginé de quién se trataría. King Sawyer con su esplendorosa novia


anudada a la cintura, besándose como si no hubiera mañana y ya de
paso, pasándose por el forro la petición de que me dejara tranquila una

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noche. O al menos eso pensé, porque cuando abrí la puerta no me
encontré con ninguna Sheila borracha y con la libido por las nubes.

King echó un vistazo por encima de mi hombro antes de mirarme a mí.


Fuera porque estábamos solos, por el ambiente romántico de las luces
de Dublín al otro lado de la ventana o porque tenía unos ojos como
zafiros que me perdían, tuve que contener un escalofrío que acabó
mordiéndome el estómago.

—Estás sola. —Y no era una pregunta.

—Ricky se ha ido hace un rato —contesté sin expresión, deleitándome


maliciosamente con la manera en que se le oscurecieron los ojos. Mi
satisfacción se esfumó, sustituida por una revolución de hormonas,
cuando dio un par de pasos al frente, sin dejar de mirarme con los ojos
ahogados en ese deseo evidente que me abrumaba.

—Pues para ser escritora de novela erótica te has tomado muy poco
tiempo para los preliminares.

—¿Qué sabrás tú de cuánto tiempo me tomo para los preliminares? Lo


que hacen mis protagonistas no tiene que ver conmigo, suelo separar la
realidad de la ficción.

—Pues no sabes cuánto me apena en ese aspecto —ronroneó. Cerró la


puerta de un puntapié, sumiéndonos en la oscuridad parcial. La única
luz que llegó fue la de la televisión y la artificial de la calle, que entraba
por los ventanales del salón—. Me ayudaría mucho a concentrarme
saber que estás tan satisfecha como ellas.

Él siguió avanzando y yo seguí retrocediendo.

—¿Y por qué te ayudaría a concentrarte?

—Porque dejaría de pensar en todas las formas que conozco de hacer


que una mujer se corra… para aplicarlas contigo, a quien no parece que
le viniera nada mal.

Me estremecí en medio de la oscuridad, donde él no pudo verme. Pero


sabía que me sentía. Estaba segura de que se había dado cuenta. Igual
que yo sentí su sonrisa vanidosa.

—¿Es un pensamiento recurrente hacia todas las mujeres que te


rodean?

—No, está reservado a un grupo reducido del que solo formas parte tú.
Pareces inaccesible, pero luego leo todo lo que hacen tus protagonistas,
todo descrito con un detalle criminal, y me doy cuenta de que es
imposible que no hayas vivido cada escena tórrida en primera persona. 

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—No deberías creerte todo lo que lees —murmuré.

Retrocedí un solo paso más. Me volvía a impresionar su altura y el calor


que manaba de su cuerpo. King encendió una de las luces más suaves,
una romántica ambarina; con solo echar un vistazo a la mesilla del
salón, comprobó que había mentido y estaba sola. La abandonada y
solitaria copa de vino hablaba por sí sola.

—No lo hago —contestó, avanzando más. Más, siempre más. No me


moví. Dejé que me rodeara con su intenso aroma masculino—. Y para tu
desgracia, tampoco me creo nada de lo que escucho, sobre todo lo que
sale de tu boca.

Intenté tragar saliva de manera imperceptible, pero él supo que el deseo


se me había atascado justo ahí: me rodeó el cuello con los dedos y me
echó la cabeza hacia atrás, impulsando mi barbilla con el pulgar. Todo
mi cuerpo cedió al contacto, tan blando y dispuesto que lo sentí más
suyo que mío.

—¿Tienes idea de cuándo fantaseo con las mujeres que beben vino
cuando están solas; con las que se visten de satén para ellas mismas? —
murmuró, con la voz ronca. Sus dedos pulsaban mi piel en busca de un
punto concreto—. Eres tan sensual sin proponértelo que me dejas sin
aliento.

Su confesión sí que me dejó sin aliento. Busqué la pared a mi espalda a


tiendas, donde apoyé las yemas de mis dedos.

—¿Qué haces aquí? —musité, tratando de alejar la tensión del ambiente


—. ¿Dónde está Sheila?

—¿Por qué preguntas por ella? ¿Te interesa?

Mi corazón se aceleró brutalmente. Había llegado la hora de la verdad.


Era el momento perfecto para soltarlo, para acribillarlo con las
preguntas que me atormentaban. Pero me tenía a su merced. Me veía
incapaz de decir algo coherente cuando me estaba tocando; cuando iba
a aplastarme con su cuerpo contra esa pared.

—No.

—Lo sé —susurró, contra el filo de mi boca—. Sé que te intereso solo yo.


Y eso me complace de una forma que no podrías llegar a mi imaginar…,
lo que quizá me acarree problemas.

Cerré los ojos en cuanto sentí sus dedos acariciando el borde de mi


camisón. No lo levantó, solo apreció su textura, encerrándola entre las
yemas.

—¿Qué problemas? —pregunté, en cuanto mis neuronas conectaron.

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—Ella no soportaría que te tocase.

—Pero… —balbuceé—. Se supone que tenéis…

—Sí. Y desde que te vimos, los dos te deseamos. Pero no para


compartirte, sino en privado. Yo supe que ella no te interesaba, pero
Sheila no acepta negativas e insiste en que acabará convenciéndote.
Está obsesionada contigo… No deja de hablarme de ti y dice que no me
lo perdonará si me acuesto contigo sin ella en medio.

—Yo tengo algo que decir en todo eso, ¿no crees? —atiné a murmurar.
Su voz me estaba hipnotizando.

—Por supuesto.

—Ella no me interesa.

—Lo sé, mi amor —respondió en el mismo tono. Entreabrí los ojos,


acuciada por la ternura pasional encerrada en su voz; lo pillé
observándome con los labios separados, respirando profusamente—.
Pero he tenido que controlarme para no disgustarla. Se tomaría como
una traición que te follase aquí y ahora.

Tragué saliva.

—Estás dando por hecho que yo aceptaría.

Sus caricias en mi cuello cesaron. Las manos descendieron por mi


cintura, a las que se aferraron para dar pie a un cambio de posturas;
King me puso contra la pared. La excitación recorrió mi cuerpo como
una bomba de largo alcance, que explotó primero en mi estómago
sensible. Sus dedos bordearon mi cadera para cerrarse en la tela que
cubría mi bajo vientre; así me convenció de arquear sutilmente la
espalda. A través del finísimo satén, noté el lino de su pantalón de traje.
Al pegarse a mí, sentí también lo que había debajo.

Frotó su caliente erección contra mi trasero. Mi cuerpo reaccionó como


si le hubiera dado un calambre. La electricidad se concentró en mis
terminaciones nerviosas, en mis ahora débiles articulaciones.

—¿No aceptarías? —susurró—. No quiero meter la mano en tus bragas


porque estoy seguro de que sería como ir a la tumba, un viaje solamente
de ida… Pero apuesto mi vida a que estás excitándote. Te excito —
afirmó, con un ronroneo. Sentí su lengua en el cartílago de la oreja, y
también la noté en el centro de mi cuerpo—. Solo yo te excito. Ni ella, ni
ese amigo tuyo del bar…

Jadeé cuando me embistió suavemente con las caderas. Quería su calor,


tan distinto al mío, masculino y estremecedor. Lo quería, Dios mío, y la

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certeza de que no iba a tenerlo esa noche estuvo a punto de partirme el
corazón.

—Nunca accederé a un trío —murmuré, agitada—. Nunca.

—¿Por qué no?

—No me va. No es… No me llama la atención. Solo… Olvidaos de mí


como acompañante.

—A mí tampoco me convence como primera opción. Te prefiero solo


para mí... y es curioso. Nunca me ha pasado nada parecido —confesó.
Su verdad me puso el vello de punta, y que me cogiera por la cintura
para pegarme más a él, aceleró el proceso de combustión—. Pero si
tuviera que compartirte para tenerte, me sacrificaría. Quiero hacerte
tantas cosas, muñeca… Convenceré a Sheila para que olvide esa
estúpida traición que ha levantado en torno a ti.

Cerré los ojos con fuerza.

—No.
Tampoco estaría contigo mientras tuvieras novia. Lo… —Cogí aire—. Lo
siento.

 —No tenemos una relación cerrada.

—Lo sé, pero yo… No soy así. No me gusta. No me convence.

—¿Esto no te convence?

Me cogió la mano y la llevó a su bragueta. Lo sentí en todo su


esplendor; se había bajado el pantalón para que la fricción fuera más
real, y me pregunté si no se podía morir de un exceso de realidad. Lo
noté suave, ardiendo; el relieve del prepucio y las venas de contención
que afloraban sutilmente. Era grande y ancho. Y me aproveché como
una auténtica bruja. Lo toqué tanto como quise. Había entrado en una
especie de trance sexual en el que todo lo que me importaba era tenerlo
en mis manos y masturbarlo.

—Kathleen… —siseó con voz irregular—. Dime que quieres que te folle y
lo haré.

—¿Ahora?

—Ahora mismo. Te llevaré a tu habitación y me pasaré toda la puta


noche complaciéndote. Solo dilo. Si tú lo dices, me dará igual Sheila.

—Sabía que eras uno de esos Judas. Si me tocas… —Lo sentía crecer en
mi mano, bajo mis caricias canallas—. Serás un traidor y un infiel.

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—Pues que me corten la cabeza —susurró en mi oído.

Jadeé.

—No me acostaría con alguien que no es de fiar.

Dejé de sentir el aliento de King en la mejilla. Mi tajante negativa


pareció servir para que me soltara, pero lo hizo tan despacio que me dio
la sensación de que le había dolido. Me giré hacia él, en busca de un
gesto que lo confirmase. No había ni rastro de risa en su mirada,
aunque sí la más absoluta determinación a salirse con la suya.

Me puse en condiciones el camisón y me giré, intentando que no me


restara dignidad que se me marcasen los pezones a través de la tela.
Carraspeé.

—¿Habías venido para algo, o solo buscabas molestar? ¿Por qué no ha


venido Sheila contigo?

—Ha seguido de fiesta con mi hermana y el resto de sus amigos. Iban a


pasar la noche de bares. En cuanto al motivo de mi visita... —señaló una
de las sillas del comedor—. Me dejé el abrigo el otro día.

Me preparé para toparme con un abrigo invisible, pero no era invisible.


De hecho, era tangible. Y para más inri, era suyo. Sabía que estaba
mintiendo como un bellaco, que había venido para asegurarse de que no
había llamado al tipo del pub… Pero igualmente me molestó que su
tapadera fuese tan creíble.

—¿No podrías haber venido por la mañana? —retruqué.

—Sí…, si no hubiera hecho tanto frío esta noche. También podría haber
ido a por otro, pero tu casa quedaba más cerca que la mía.

Se separó de mí y fue a por el anorak con paso ligero. Cuando lo hubo


dejado reposando en su antebrazo, volvió a acercarse, esta vez
quedándose un poco más cerca de mi cuerpo. Fueron mucho más que
sentimientos lo que se me puso a flor de piel. Sentí que flotaba. Pero no
me rendí, porque por una vez pensé que podría atraparlo.

—¿Por casualidad te has dejado una chaqueta aquí para venir a


supervisar?

Me miró con una sonrisa de pirata, aunque se notaba que estaba


afectado.

—Eso nunca lo sabrás.

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ERES UNA PESADILLA DISFRAZADA DE SUEÑO

Me levanté con un dolor de cabeza que parecía que me hubiese pasado


la noche bebiendo. Tenía resaca de King Sawyer. Todo por culpa de mi
subconsciente, que tomó la decisión de soñar con él. Con sus manos.
Con su cuerpo ceñido al mío… Con sus propuestas para nada sutiles.

Yo, en un trío, con Sheila y King. ¿Se habían vuelto locos?

Gracias a Dios que habían esperado a que lo sospechara en lugar de


soltármelo a botepronto, porque no sé cómo habría reaccionado.
Seguramente me hubiera buscado otra compañera de piso. Ginebra, la
vecina, no podía pagar ella sola el alquiler, o sea que no tendría ni que
volver a poner el anuncio en Internet.

Pero no quería ser tan… exagerada. Ni frígida. Estábamos en el siglo


veintiuno, había leído tropecientos libros protagonizados por parejas
bisexuales, sadomasoquistas, asiduas al intercambio y a una larga lista
de fetichismos que me había estudiado hasta yo para describir
determinadas prácticas. Aunque no me llamaban la atención a mí, las
respetaba. Escandalizarme porque aquellos dos me hubieran convertido
en su fantasía era, hasta cierto punto… halagador. Salvo por el pequeño
detalle de que, si ya me costaba lidiar con el interés sexual de King,
evadir a Sheila iba a requerir el doble de mi fortaleza.

O quizá no. El problema principal con King era que yo… lo deseaba
contra mi voluntad. Con tanta intensidad que me preocupaba no saber
mantenerlo lejos. Sheila era harina de otro costal. Ella no suponía
ninguna preocupación.

Pero, aunque estuviese conforme con los sentimientos de esos dos por
mí… no podía evitar sentirme ahora violenta. Me querían desnuda en su
cama. Juntos y por separado. Eso siempre era chocante, y un poco
intimidante cuando no sentías lo mismo.

¿Qué coño iba a hacer?

Esperaba poder hablar con mi padre sobre el asunto. Se suponía que


vendría en unas horas, feliz después de su despedida de soltero. Decidí
esperarle sin salir aún de la cama, haciendo el amago de golpear
algunas teclas.

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Se suponía que Gavin iba a ser el nuevo Tyler Fox, quien me iba a
catapultar a la fama otra vez con su labia, sus manos mágicas y su
belleza innegable... Pero no. El que al principio era el colmo de la
perfección angelical, rubio y educado, ahora era un muñeco de metro
ochenta y cinco, barbilla partida, penetrantes ojos azules y dudosa
belleza… pero atractivo feroz. Un arrogante de padre y muy señor mío.
Un hombre obstinado y pertinaz. Y era el delirio eterno de la
protagonista, una mujer más bien normalita, de pelo y ojos oscuros y
que odiaba depilarse las piernas. 

La relación directa con mi situación actual ya era de por sí


preocupante, pero lo peor era que Gavin no estaba metido en el libro
para quitarle la ropa interior, sino para tocarle las narices y ponerla
histérica por el camino. Mi novela erótica se estaba convirtiendo en algo
entre la persecución y el manual de supervivencia.

No sabía cómo había llegado a eso, y prefería no descubrirlo.

La noche anterior había escuchado cómo Sheila abría la puerta entre


risas y tropiezos, apenas unas horas después de que King se marchara.
Suponiendo que él era quien iba pisándole los talones, decidí que no me
levantaría, aunque tuviera hambre, y me haría la dormida para evitarlos
a ambos. Estaba intentando convencerme de que no pasaba nada
porque me quisieran entre ellos haciendo la «H», pero la verdad era que
no terminaba de sentirme cómoda. Pensando aún en eso, y en cómo
ponerle solución, me quedé dormida.

Cuando el reloj dio las diez de la mañana y mi dolor de cabeza era ya


imposible de ignorar, me levanté de la cama, me puse esa bonita bata
que mi padre me trajo de su tour por China y seguí los murmullos de
Sheila. Iba siendo hora de aclarar algunos asuntos. Antes, revisé los
mensajes: uno de Liberty, que me había pasado una foto muy sonriente
con Dristan, un par de vídeos de Maddox borracho perdido cantando
una canción de feria con mi padre, y...

King: Entonces, ¿qué? ¿Lo pasaste bien anoche?

Parpadeé y me quedé mirando el texto como si me hubiera insultado.


Luego recordé que se suponía que me había acostado con un don nadie,
y todo cobró sentido.

Kathleen: De maravilla. Se ha pasado para desayunar.

Su respuesta fue inmediata.

King: ¿Y no lo has espantado con tu mal humor matutino?

Kathleen: Tú tienes todos los derechos de autor de mi mal humor. Los


demás ni lo huelen.

109/416
King: Ya tengo algo de ti que los demás no.

Antes de escribir mi mensaje, en un arrebato totalmente infantil, le


cambié el nombre.

Kathleen: No es como para sentirse halagado.

Cerdo provocador: Lo siento, muñeca, pero me siento halagado. ¿Te lo


ha hecho bien?

¿Acababa de preguntarme eso? ¿En serio acababa de...?

Kathleen: Es una bestia en la cama. Sensacional.

¿Acababa de responderle eso? ¿En serio acababa de...?

Cerdo provocador: ¿Se tomó su tiempo para los preliminares esta vez,
tal y como Dios manda?

Kathleen: Sí. Es muy bueno con las manos.

Cerdo provocador: ¿De veras? ¿Y con la lengua?

Cerré los ojos y me mordí el labio, preguntándome a qué diablos


estábamos jugando. Él intentando inmiscuirse en mi vida, y yo
disfrutando como una cría vacilándole. Menudas dos patas para un
banco…

Lo peor era que me entusiasmaba imaginarlo celoso. Me estaba


acercando peligrosamente a ese lugar emocional en el que no quería
volver a estar.

Kathleen: Mejor aún.

Cerdo provocador: Ya veo. Dudo que una chica como tú hubiera invitado
a desayunar a un tipo que no supiera unos cuantos movimientos.

Me regañé por empezar a teclear una respuesta absurda y la borré


antes de tener el tino de contestar. No le debía ninguna conversación,
ningunos detalles, pero por algún motivo quería restregarle en las
narices que podía acostarme con un hombre y pasarlo bien. No sabía
cómo se llamaba exactamente esa necesidad de demostrarle algo. Podía
tener muchos nombres: amor propio. Orgullo. Celos. Venganza...

Sí, debía ser eso último. Yo me había tragado muchos gemidos, muchos
azotes, muchos gritos de liberación orgásmica por su culpa. Seguro que
él podría lidiar con una imagen mental.

Salí de mi habitación para desayunar con Sheila, que seguía


susurrando. Rápidamente asocié a King a la charla, y eso me hizo

110/416
fruncir el ceño. Según parecía tenía la poca vergüenza de mandarme
esa clase de mensajes delante de Sheila. Sí, sí, relación abierta, pero un
poquito de respeto, ¿no? Joder, ¿y si me los estaba mandando con Sheila
supervisando? ¿Y si los estaba escribiendo Sheila?

Apreté el paso, lo que hizo que mi frenazo al llegar al salón fuese más
brusco.

No era King Sawyer, pero era un hombre. Uno medio desnudo, que tenía
a una Sheila vestida a juego —o desvestida más bien— entre sus brazos.

Abrí tanto los ojos que estuvieron a punto de caerse rodando. Mi


barbilla casi abrió un boquete en el suelo. La reacción debió ser tan
brutal —yo no lo sabía, mi alma había abandonado mi cuerpo— que
Jaab tuvo que intervenir con actitud apaciguadora.

—Tranquila, jaquetona —pidió mi padre, avanzando hacia mí con una


mano por delante—. Antes de que digas nada, quiero que sepas que…

No sé cómo, pero encontré mi voz.

—¿Cómo se te ocurre...? —empecé, sin voz—. ¡¿Cómo coño se te ha


ocurrido, Jacobus?! ¿Con mi compañera de piso? ¡Te dije que no lo
hicieras! ¡¡Te dije que no te acercaras a mis amigas!!

—Kathleen, cielo, tranquilízate…

—Dios mío, ¿de qué me extraño? —Solté una carcajada vacía—. ¡Es lo
que siempre haces! ¡No puedes parar...! ¿Lo sabe ella? ¿Lo sabes? —
pregunté, mirando a Sheila directamente. La culpabilidad se intensificó
de una manera en su mirada que podría haberme dado pena si no
estuviera sufriendo un ataque de pánico—. ¿Sabías que se iba a...? ¡Te
vas a casar, papá! ¡Te...! Oh, joder, Dios mío.

Me tapé la boca con la mano y retrocedí, sin creérmelo. Fui caminando


hacia atrás hasta que choqué con la pared contraria. Sabía que hacía
cosas así. Sabía que era un infiel, pero nunca había tenido que verlo en
directo.

 —Eres un... Ni siquiera tengo palabras. Te quiero fuera de mi casa


ahora. Y a ti también. —Señalé a Sheila, temblando—. Os quiero muy
lejos de mi vista, de mi vida, os quiero... ¡Fuera! ¡Ahora!

—Jaque...

—Cállate —amenacé, mirándolo con los ojos empapados. No quería


saber por qué estaba reaccionando de ese modo, y por eso no lo analicé.
Simplemente dejé salir toda mi frustración—. ¡En mi cara! ¡En mi
maldita cara...! ¡En mis jodidas narices! ¡Te lo dije, Jaab! ¡Y a ti te hablé

111/416
de cómo me sentaban estas cosas, te dije que no quería presentarte a mi
padre por esto!

—Lo siento, Kathleen. Anoche estaba muy borracha, y…

—Estabas muy borracha —repetí—. Te sirve como excusa para


acusarme de zorra, para tirarte al padre comprometido de tu
compañera de piso... ¿Qué será lo próximo? ¿Estabas borracha cuando
me asfixiaste con la almohada?

Largo. Largo los dos. Ni siquiera quiero saber cómo pasó, ni dónde, ni
por qué... Solo... Iros.

Crucé el salón esquivándolos como si tuvieran la peste y estiré el brazo


para abrir la puerta de entrada. Una ráfaga de aire helado,
acompañado de la humedad que flotaba en el aire los días de lluvia, me
arrancó un estremecimiento. Temblaba tanto, estaba tan asqueada, que
no podía pensar en nada.

Necesitaba estar sola. Necesitaba recuperar el control.

Pero cuando al cruzar el umbral vi que King caminaba por el pasillo en


mi dirección, seguramente para ver a su novia, estuve a punto de
venirme abajo del todo.

¿Relaciones abiertas? Y una mierda. Ya sabía que funcionaban así. Ya


sabía que se usaban como excusa para tirarse a cualquiera, sin ninguna
clase de principios. Le había hablado a Sheila de cómo me hacía sufrir
el comportamiento de mi padre, y de que… ¡Joder, que era mi padre! Y,
aun así, tenía el valor de tirárselo en mi casa.

Pero ver a King descubrió un nuevo sentimiento dentro de mí. Entre el


enfado, la sensación de traición y la tristeza, me sentí injusta. Me sentí
una amargada. Sentí que, como yo no era capaz de hacer lo que quería
porque estaba bloqueada, trataba de detener a los demás cuando
buscaban el placer… y luego los hacía sentir mal por ello. Era una
egoísta. Pero me había estado conteniendo por respeto, King se había
estado conteniendo por respeto, y Sheila no había sido respetuosa
conmigo. Era mi padre… Mi padre.

Salí al pasillo temblando, y cerré la puerta de sopetón. Justo a tiempo


para bloquearle el paso a King, evitando que oliera siquiera el interior
del apartamento. Me daba igual qué tipo de relación tuviesen. No tenía
por qué ver eso. A mí me habría matado ver eso. A mí, una vez, me mató
ver eso.

Estaba tan acalorada, decepcionada y dolida, que apenas me fijé en que


King se había puesto guapísimo. Llevaba su clásica e impoluta
americana azul marino conjuntada con una camisa de rayas verticales
que le hacía parecer aún más alto. Estilo informal, sin mocasines y sin

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pantalones de pinzas, sin corbatas ni pajaritas... Solo él. Un tipo que era
lo bastante hombre para no fantasear con ninguno más.

—Vaya cara, muñeca —comentó—. ¿Un mal polvo matutino? Qué


pregunta… Olvidaba lo que hablamos el día que nos conocimos. Tienes
las expectativas por las nubes.

Me esforcé tanto por sonreír que lo conseguí, y fue tan convincente que
King olvidó su expresión jocosa.

—Entonces esta vez he debido ir sin ellas, porque estoy muy satisfecha.
Y esta cara se debe a que estoy harta de que vengas a racanearme el
desayuno. A partir de hoy... —Tuve que callarme cuando alzó un paquete
que parecía contener cruasanes—. Da igual lo que hayas traído. Vas a
tener que desayunar solo en el pasillo, porque tengo cosas que hacer en
la calle.

—E ibas a hacerlas en camisón.

«Estúpida».

—No sé por qué te sorprendes. A este camisón le falta poco para


consagrarse patrimonio de la humanidad, y le tengo tanto cariño que
podría ir con él a la Met Gala.

Él sonrió muy despacio y se acercó, haciendo que me pusiera en


guardia. El olor a gel y aftershave ejerció un curioso efecto
tranquilizante en mí. Algo se derritió en mi estómago cuando King coló
un par de dedos debajo del fino tirante. Lo acarició con el pulgar y el
índice lentamente, echándolo hacia atrás antes de soltarlo. Aquello me
produjo unas inexplicables ganas de echarme a llorar. Me latía el
corazón muy rápido y no se me daba tan bien fingir que no me pasaba
nada.

—¿Habías venido por algún motivo en especial? —murmuré.

—Hablar con Sheila.

No supe si alarmarme o alegrarme. Según las comedias románticas y el


imaginario colectivo, un «tenemos que hablar» era un sinónimo de
cortar la relación.

Dejé de pensar cuando King hizo ademán de empujar la puerta y pasar.


Me interpuse entre su destino y él casi llegando a estirar los brazos.

—Nunca pensé que llegaríamos a este punto. Sé que odias que dé


vueltas por tu casa, pero de ahí a iniciar unas cruzadas para evitarlo...

King volvió a intentar entrar. Tuve que pegar la espalda a la puerta y


estirarme para imponerme. No sirvió para mucho más que quedarme

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muy cerca de su cara, muy cerca de su nariz y de sus labios, de su
mirada chispeante. Estaba tan alegre como siempre.

—¿Acaso te da miedo que vea a tu noviete? —preguntó, a distancia nula


de mis labios. Cualquiera que nos viera desde fuera pensaría que
estábamos besándonos. La sencilla posibilidad de hacerlo real hizo mi
cuerpo más pesado—. No voy a salir corriendo por ver a un tío
desnudo... —Apoyó una mano en el marco de la puerta—. Debería ser él
quien sale corriendo al verme a mí.

—King...

—Muñeca, voy a pasar.

Me intentó apartar para empujar la puerta definitivamente. No sabía


por qué estaba tan nerviosa. King no era un hombre celoso. Aquello le
daría igual. Pero a mí no me daba igual; yo solo pensaba en esa vez que
metí unas llaves en una cerradura, empujé una puerta, y me encontré
con una escena que aún me atormentaba en pesadillas. Allí nadie se
arrepentía de nada; ni Jaab de hacer daño a Jessamine, ni Sheila de
pasarse por el forro mi promesa… La certeza de que nadie era fiel a
nada me rompió el corazón e hice un puchero.

—Kathleen —llamó King. Sonó preocupado—. ¿Está todo bien?

Me sentí tan frustrada porque todo el mundo actuara así, por el poco
respeto, por la falta de lealtad, porque uno de los dos volviera a ser mi
padre y porque la otra fuera la mujer por la que King no se acercaba a
mí…

Lo miré a los ojos.

—Eh —murmuró. Me cogió de la barbilla—. ¿Qué ha pasado?

Sacudí la cabeza. No me pude resistir y me agarré a sus hombros. Él me


devolvió el abrazo enseguida.

—¿Qué ocurre, corazón? —lo intentó una vez más, con ternura.

Una lágrima corrió por mi mejilla. La sequé pegando la cara a su


americana, y luego levantándola hacia él. Su mirada azul se dirigió a
donde había puesto mis manos, sorprendido por mi atrevimiento. Miró
mi boca entreabierta.

«Te deseo», le quise decir. «Te deseo, pero me harías lo mismo que hace
mi padre. Harías lo mismo que ya me hicieron».

King me acarició la mejilla.

—¿Has tenido una pesadilla?

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—Vivo en una pesadilla —confesé con un hilo de voz.

No sé por qué lo hice. Él me miró con esa seguridad feroz que parecía
decir que haría cualquier cosa para ahorrarme sufrimientos, que me
protegería de mí misma… Y olvidé cómo pensar. Me puse de puntillas y
lo besé. Para distraerlo de mi patética verdad, o para poder respirar
tranquila de una vez; para vengarme de los que preferían la pasión de
una noche al amor de sus mujeres... O porque si no lo hacía acabaría
entrando en un bucle de angustia del que no podría ni sabría cómo salir.

King se puso tenso por la sorpresa. En lugar de apartarme por Sheila,


que era lo que habría procedido, me aplastó contra la puerta con
brusquedad y me obligó a despegar los labios mordiéndome suavemente
el inferior.

No me dio tiempo a procesar nada. Al segundo siguiente, King ya estaba


respondiendo a mi inocente contacto con una pasión irresistible que lo
torció todo, empezando por mí.

Obedecí a la tentativa de sus labios. Me sedujo su sabor a café y a


menta, a algo dulce y también amargo. La presión de su pecho acoplado
al mío me convenció de que encajábamos mejor que bien. Si en algún
momento pensé que aquello podía estar mal, se me olvidó cuando el
roce íntimo de su lengua se hizo con el control de mi boca.

Me sorprendí habiéndolo deseado tanto que todos mis principios, mis


normas y mis reticencias, desaparecieron para concentrarse en una
única cosa. King me puso a su merced con su beso sediento, armado con
una pericia que me derritió hasta la férula de los huesos. Le di la
bienvenida sin saberlo apretándome más contra él, buscando
encontrarme con sus labios cuando me abandonaba brevemente;
arrugando su camisa entre mis dedos para, de alguna manera, dirigir la
tensión a otros puntos en los que fuera más soportable. Pero no era
soportable. Su abrazo era tan intenso que me iba a romper.

El ritmo del beso aumentó junto al agobio de no extraer todo lo que


quería de él… que era, en realidad, todo. Nos besamos y tocamos
rápido, jadeando, frotándonos y empujándonos. Nos negábamos a que
acabara. Yo solo podía pensar en que aquel sería mi último pensamiento
antes de acostarme.

Esperé hasta que me sobrevino el desvanecimiento físico, y entonces me


separé para respirar. King me robó el aliento solo mirándome,
asombrado y también ahogado en un deseo visceral que me dolió.

Con la cabeza dando vueltas y los tobillos flojos, agarré el pomo de la


puerta e intenté escapar de su intenso escrutinio; de mi deseo de volver
a besarlo. Él me cogió de la cintura. Aunque no evitó que me diese la
vuelta, sus labios encontraron el lateral de mi cuello. Jadeé.

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—Nunca beses a un hombre así, si luego pretendes darle la espalda.

—¿Por qué no? —balbuceé, con un puño apretado contra el pecho.

—Porque lo estarías matando.

—¿Y te sorprende? Llevo queriendo matarte desde que te conozco.

King soltó una risilla sofocada.

—Estás de suerte, porque me prestaré voluntariamente a todas las


torturas que se te ocurran. Pero antes bésame otra vez.

Sonó tan desesperado que me conmovió. Ya no sabía qué diablos me


esperaba al otro lado de la puerta, solo importaba lo que había ocurrido
allí, en ese momento. Me di la vuelta lentamente para enfrentarlo otra
vez. Me chocó verlo despeinado, con los labios algo hinchados. El
orgullo más ridículo me invadió.

King envolvió mi cintura con todo el brazo, ciñéndome a su pecho.


Volvió a juntar su boca con la mía, esta vez con suavidad, como si
temiera hacerme daño. Mi corazón dejó de latir desde que nuestras
lenguas se encontraron hasta que selló el beso dándome un pequeño
mordisco en el labio inferior. Ese contacto tan simple quebró una de las
muchas e infranqueables murallas que había levantado para evitarlo.
Me asustó el calor que invadió mi pecho al mirarlo a los ojos, y me
separé rápidamente. 

Me refugié de mi error y del suyo poniendo una pared entre los dos,
teniendo la prudencia de girar la llave. Sin pasar por el salón, me
precipité hasta mi habitación con el corazón en un puño y me encerré.
Apoyada contra la puerta, me palpé los labios colorados y húmedos, y
tragué saliva.

«¿Ahora qué?».

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ENTRE LA ESPADA Y LA PARED

Papá: ¿Piensas perdonarme algún día?

Me quedé mirando el mensaje con cara de pocos amigos,


preguntándome cuál sería la mejor forma de responder.

Llevaba tumbada en la cama cuatro horas, mirando el techo con tanta


mala leche que parecía que estuviera retándolo a derrumbarse sobre
mí. No me había atrevido a salir aún. Sabía que era un comportamiento
infantil, pero estaba tan dolida que no se me ocurría cómo afrontar la
situación. En lugar de responder a los toques en mi puerta, había
llamado a Jude, mi psicóloga. Me dijo justo lo que necesitaba oír: «No te
lo tomes como algo personal. Las relaciones que tiene tu padre no
tienen nada que ver con la que tú tuviste».

Pero me sentía mal, porque por culpa del comportamiento libertino de


mi padre, su matrimonio se fue al garete, y yo pasé toda la infancia y
adolescencia en medio de una pelea. Ahora entendía por qué mi madre
me dejó de hablar cuando decidí irme a vivir con él. Jaab nunca
aprendía. No quería hacer las cosas bien. A lo que Jude insistió: «No
puedes cargar con los errores de tu padre. No debes sentirte mal por
algo que a él no le causa ningún remordimiento».

Los toques en la puerta no eran solo de Jaab, por desgracia. También de


Sheila.

Desde que había mudado, pensé varias veces en ponerle un pestillo a mi


habitación. Más que nada para bloquear las intromisiones de King, que
era muy poco respetuoso con mi intimidad. Si lo hubiera hecho, me
habría ahorrado problemas con King, además de muchas invitaciones a
películas, cenas, meriendas, Scrabble y Sing Star que al final acababa
dándome fatiga rechazar... pero que rechazaba igualmente, sintiéndome
como una mierda asocial después.

Al final no lo puse por, precisamente, consejo de Jude. Tenía que enseñar


a las personas de mi entorno a respetarme, de manera que no me
molestaran cuando no quería que lo hicieran, no encerrarme. Y parecía
que ese día todos aprendieron la lección, porque mi padre se largó

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después de tocar a la puerta tres veces y Sheila abandonó a la quinta,
concediéndome unas horas de sosiego.

Volví al mensaje de texto y lo releí. Después, presa de otro arrebato


infantil, edité el nombre de contacto y tecleé una respuesta lo bastante
contundente para que me dejara en paz.

Kathleen: Tal vez cuando mi vida dependa de ello. Por ahora estoy mejor
enfadada.

Cabrón de mierda: Cómo se nota que has salido a mí en lo de la vena


dramática.

Cabrón de mierda: Vamos, respóndeme, jaquetona. Aunque solo sea


diciéndome que hablaremos un día de estos.

Cabrón de mierda: O insúltame, si lo necesitas.

Cabrón de mierda: Soy tu padre, Kathleen. No puedes odiarme para


siempre por esto.

Cabrón de mierda: Jovencita, coge ahora mismo ese teléfono o te


quedarás sin cena.

Kathleen: No te pongas a bromear, Jacobus, porque entonces sí que me


voy a cabrear.

Cabrón de mierda: De acuerdo, lo cojo. No está el horno para bollos.


Pero dime que aún hay esperanza. Lo siento, ¿de acuerdo?

Kathleen: No lo sentías cuando te tirabas a mi compañera de piso. Sé


que eres un adulto, pero no eres libre, y te advertí para que la dejaras
en paz. ¿Tienes idea de lo imbécil que me siento? Fui a elegir el anillo de
Jessamine, Jaab.

Cabrón de mierda: Solo puedo decir que lo siento, y que debería haberte
respetado. A ti y a Jessamine. Sabes que eres lo único que me importa y
no soporto que nos peleemos.

En eso tenía razón, y lo odié por saber conmoverme cuando yo solo


quería regodearme en mi desprecio. Jaab podía ser un trotamundos
guiado por la brújula de los deseos de Sparrow, esa que siempre
apuntaba a la mujer inalcanzable y que acababa alcanzando tarde o
temprano, pero nunca me había dejado atrás. Nunca se había marchado
de casa sin avisar, sin preguntarme cómo estaba o sin proponerme que
fuera con él a conocer esas culturas que le maravillaban. Nunca se
había desentendido de mí, sino todo lo contrario: cuando mi madre aún
podía inventarse excusas para alejarme de él, Jaab saltaba con pértiga
por encima de esas absurdas historias, de esos insultos, de esos
pretextos, y abría sus brazos para protegerme de todo lo que me daba

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miedo. De todo lo que me hacía daño, Theresa incluida. Por eso mi
madre y yo acabamos separándonos.

Jamás me había cambiado por la compañía de una mujer, y jamás lo


haría. Así se lo expresaba a todos sus ligues, novias, esposas y demás
mujeres que alguna vez fueron algo para él. «Si alguna vez me haces
elegir entre mi hija y tú, ten claro quién va a salir perdiendo», decía.

Eran momentos escasos en los que me sentía orgullosa de tener un


padre así, pero desgraciadamente no solían durar mucho. Aunque a mí
me tratara bien, me costaba pasar por alto su comportamiento, sobre
todo ahora que sabía que yo estuve en el lugar de esas mujeres a las que
engañaba. Lo quería, pero no podía disculpar sus errores en serie
sabiendo lo que dolían.

De todos modos, tras ese último mensaje no pude seguir enfadada.


Entre otras cosas porque ya debería haberlo visto venir, porque era su
vida y yo no tenía por qué meterme, y porque no me daba la cabeza
para seccionarla en partes y mandar a cada una a preocuparse por algo
distinto sin volverme loca. Y prefería volverme loca por las
circunstancias, no por las personas.

En ese momento solo podía pensar en mi frustración, que estaba


compuesta por el desagradable encuentro entre mi padre y Sheila, y
porque casi cinco horas después del beso con King, seguía al rojo vivo.

Tratando de procrastinar un poco más esa inquietud latente, volví a


cambiar el nombre del contacto y respondí.

Kathleen: ¿Tan difícil sería que no te acostaras con mujeres de mi


entorno? Al menos no cuando estuvieras comprometido.

Capullo carismático: Estábamos borrachos, jaquetona. Y no sabía que


era tan importante para ti.

Capullo carismático: Antes de que me digas que me lo repetiste veinte


veces y que no me haga el tonto, lo siento. De nuevo lo siento. Si te sirve
de consuelo, no me casaré con Jessamine después de esto. Puedes
asegurarte de que cumplo con lo que te he dicho acompañándome a
devolver el anillo mañana a primera hora.

Kathleen: No se puede devolver, Jaab. ¿No oíste a la dependienta?

Idealista insoportable: Ahora que conozco a King, seguro que hace una
excepción.

Solo su nombre escrito en una pantalla me arrancó un escalofrío.

Si acepté no fue porque me hiciera especial ilusión hacer el ridículo


delante de Ciarán, que semanas antes había sonreído alegremente por el
ingreso de la exorbitante cifra en la cuenta de la joyería. Lo hice porque

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eso me daba cierto margen de huida, por si a King se le ocurría
visitarme, o por si se le ocurría a su novia y a él discutir delante de mí
sobre algo que me tocaba de cerca.

Esa fue mi primera conclusión tras ejecutar la nefasta idea de besar a


King Sawyer. Debía correr en la dirección contraria. Negarlo. No volver
a repetir.

Intimar con un hombre en su situación era de por sí malo, pero


fantasear con que volviera a suceder y tener que entretenerme
cambiándole el nombre a mi padre en el móvil para no repetir el
momento, una y otra vez... Ya no tenía perdón.

Tal vez él aprovechara para llamarme cobarde o recordarme con


satisfacción que estaba en lo cierto y sí me intimidaban ciertos
hombres... Pero lo que pudiera pensar no tenía nada que hacer frente a
mi decisión.

Debía alejarme de King Sawyer, y por un motivo más que era, muy a mi
pesar, el más importante: había resultado ser la clase de hombre que
era capaz de engañar a su novia. Sabía que Sheila se tomaría como una
traición que intimase conmigo, y lo había hecho igualmente. Yo no
necesitaba a otro tipo así en mi vida. Bastante tenía con mi padre, con
otro Jacobus Priest en potencia —como lo sería Maddox si se
descuidaba u olvidaba sus principios— y con mis recuerdos.

Lo que sí necesitaba era perdonarme a mí misma por haberme dejado


llevar y aclarar unas cuantas cosas con Sheila. Por eso salí de mi
habitación con el móvil en una mano y la rebeca en otra, con la piel de
gallina por el frío que entraba por las ventanas del salón y por los
nervios.

Frené en seco cuando escuché a Sheila hablando en voz alta. Al


principio pensé que estaba discutiendo consigo misma, pero cuando me
asomé a la sala de estar me di cuenta de que peleaba con King. Los dos
tenían el ceño fruncido. Nunca los había visto así. Se notaba que no
gritaban porque no querían que me enterase de lo que estaba
ocurriendo.

—Solo digo que va contra la naturaleza de nuestra relación —decía


King. Por su tono cansado, deduje que llevaba sosteniendo ese
argumento un buen rato—. No puedes prohibirme acostarme con una
persona concreta.

—La naturaleza de nuestra relación es que es flexible, y si nos ponemos


de acuerdo en que no vamos a hacer una determinada cosa, estamos
comprometidos a no hacerla. ¿En serio vas a echarme a mí la culpa de
haberte enrollado con ella? No me lo puedo creer.

—Sabías que iba a suceder. Ella y yo tenemos algo. Lo tenemos desde


antes de que me pidieras que no hiciese nada.

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Sheila soltó una carcajada seca y se cruzó de brazos. Estaba de perfil a
mí, pero podía ver perfectamente su expresión irritada.

—¿Y eso debe consolarme?

—Desde luego. No es como si la hubiera apartado de tu lado para


traerla a mi terreno. Ella no siente nada por ti, Shey —atajó con
sequedad—. Que no quiera nada contigo no tiene por qué detenerme; es
egoísta por tu parte tomártelo de esta manera. ¿No te acuerdas de
Gabriella? Ya nos pasó una vez con ella. Estaba interesada solo en ti.
¿Me viste armar algún numerito? No.

—Fuimos honestos todo el tiempo. Tú te has enrollado con ella a mis


espaldas.

King suspiró.

—He venido a decírtelo el mismo día, y salió de ella. No lo tenía


planeado.

—Me da igual. Me duele, King. ¿Tanto te cuesta entenderlo? Siento algo


por ella y estoy celosa. No quiero que te acerques. Si tengo que dejar el
apartamento, lo dejaré.

—¿En serio llegarías a esos extremos?

—Si me prometes que no vas a acercarte…

No pude seguir escuchando. Di un golpe con la zapatilla contra el suelo


para avisar de que iba a entrar. Los pillé con cara compungida. Sheila
no contenía los pucheros y King no podía estar más lejos del
arrepentimiento.

Inspiré hondo.

—No es muy inteligente ponerse a hablar de alguien que duerme en la


habitación del fondo del pasillo. ¿Qué pasa, es que yo no tengo nada que
decir en todo esto? ¿Os creéis que soy un juguetito que cambia de
manos o se comparte?

—Claro que no —repuso King, con su voz grave—. He venido a decirle a


Sheila lo que ha pasado y cómo lo veo, antes de que lo descubriera y
pudiese tomárselo peor.

—¿Por qué le hablas como si supiera que…? —Sheila me miró


boquiabierta. Luego se dirigió a King—. ¿Le dijiste cómo me sentía?

—Sí. Sabes que soy honesto.

—¡No tenías ningún derecho! ¡Son mis sentimientos!

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King presionó la mandíbula.

—Lo siento por eso. Pero pensé que había que poner las cartas sobre la
mesa. Ella debía saber qué coño estaba pasando y clarificar la
situación.

Me froté las sienes con los dedos y traté de concentrarme en la


conversación, pero me encontraba muy lejos de allí. No estaba
especialmente enfadada. Más bien irritada. Odiaba estar en medio de su
relación, porque no era algo que buscaba. Si lo hubiese sabido antes
habría encontrado la forma de apartarme, o de apartarlos a ellos. Joder,
era muy complicado y nada iba a beneficiar a los tres.

—Basta, no quiero formar parte de nada de esto. No quiero romper


vuestra relación.

—Habértelo pensado antes de besarlo —me espetó Sheila. Parpadeé,


sorprendida.

—No eres la más indicada para hablar de eso. Te has tirado a mi padre,
un hombre comprometido. Lo mío no tiene más delito que lo tuyo, y en
mi caso no me arrepiento de nada.

Sentí que King me atravesaba con la mirada desde su posición. Me costó


ignorarlo.

—Mirad, yo no quiero lidiar con nada de esto. Aprovechando que aún no


me has pagado la mensualidad, me gustaría que te buscaras otro
apartamento —le dije a Sheila—. Si no vivimos juntas nos ahorraremos
problemas mutuamente. No tengo fuerzas para ser el elemento de la
discordia entre dos personas.

—Lo que quieres es quitarme del medio para enrollarte con King sin que
me entere, ¿no? —espetó Sheila—. Pues me enteraré.

—No pienso enrollarme con nadie mientras esté en una relación. Se lo


dije a él y lo vuelvo a repetir… —Me sentí extraña teniendo que hablar
con tanta claridad sobre algo tan íntimo—. Yo no creo en las relaciones
abiertas y no voy a ser la amante de nadie. Seré una frígida, o una
mujer antigua, pero no me va la poligamia ni tampoco las mujeres. Se
acabó. Cada uno que gestione su problema por su lado.

» Me habéis metido en un juego como si a mí me interesara formar


parte de él. No es así. Así que, por favor… —pedí, mirando a Sheila—.
Recoge tus cosas. Es lo mejor.

—No es necesario, K —replicó, mirándome con los ojos húmedos—. Esto


no tiene ninguna importancia.

«Y una mierda».

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—Igualmente será inteligente que te vayas antes de que la tenga. En
serio, no quiero nada de esto en mi vida. No necesito problemas, ni
complicaciones, ni… —Levanté la vista del suelo—. Por favor, haz tus
maletas.

Sheila hizo un mohín con los labios.

—Te recuerdo que necesitabas dinero para mantenerte —balbuceó—. ¿A


quién te vas a buscar ahora? Eres una persona con la que cuesta mucho
convivir, ¿sabes? No todo el mundo va a ser tan amable contigo como yo
lo he sido.

Levanté las cejas, asombrada por su audacia.

—Hasta mi epilady es más amable que tú, Sheila. Al menos ella no me


insulta cuando está borracha, ni se acuesta con mi padre después de
todo, ni manipula a su novio para que no se me acerque —solté—. Y no
te preocupes. Tengo ya una candidata en mente.

—Muy bien. Haced lo que queráis.

Sheila se dio la vuelta y desapareció en el pasillo. Pensé que, para


«tener sentimientos por mí», parecía más bien una niñata consentida
que se había obsesionado con lo que no podía tener. Admito que no me
interesé por su vida lo suficiente para saber si era hija de padres ricos, y
así deducir por qué su comportamiento era el que era. Sin importar cuál
fuese su pasado, se notaba que estaba acostumbrada a tener lo que
quería, y creía que me adoraba solo porque no estaba dispuesta a
entregarme. Reconocía a una persona a la que guiaban los caprichos
porque, sin ir más lejos, mi padre era una. Y tenía bastante con él para
encima mantener en mi vida a otra.

Saber que seguramente no me deseara, sino que solo pensaba que lo


hacía, me dejó más tranquila. A cualquiera afectaría tener que tratar así
a alguien a quien podría dolerle.

Suspiré y decidí apartar el asunto mientras me tomaba un café. En el


camino hacia la radio, con la que pretendía cubrir el silencio, me di
cuenta de que King seguía allí. Mientras sintonizaba la emisora, él se
acercó.

—Sabes que en realidad es buena persona —dijo—. Solo es demasiado


impetuosa, y reacciona mal cuando se siente atacada. En esto se parece
un poco a ti.

—¿Ahora vas a decir que por eso te gustamos? —me burlé. No me salió
del todo bien. Me tembló la voz al recibir en flash unos cuantos
recuerdos tórridos.

—No. En lo demás no podéis ser más distintas.

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Recordé lo que Maddox había dicho. «Me sorprende que a Sawyer le
vaya una tía como esa y le vayas tú al mismo tiempo».

—¿Decías en serio eso de que no crees en las relaciones abiertas?

La pregunta me pilló tan por sorpresa, igual que su cercanía, que dejé
de pulsar botones.

Me giré hacia King.

—Mi padre se ha escudado en ellas durante muchos años para romper


corazones.

—No todo el mundo es como tú padre.

—Pero tú sí. Haber respondido mi beso fue como ponerle los cuernos.
Su reacción lo ha dicho todo. Y no me extraña ni que ella se ponga así,
ni me sorprende que lo hicieras. Sabía que eras esa clase de hombre.

—¿Me estabas poniendo a prueba?

—Sí —mentí.

King sonrió de lado.

—No te lo crees ni tú. ¿Y a qué te refieres con «esa clase de hombre»?

—Infiel —acoté sin mirarlo.

—No me creo que vayas a escudarte en eso cuando el problema que


tienes es que me quieres para ti exclusivamente.

Le devolví la sonrisa, la mía casi venenosa.

—Sé que pedir fidelidad a los hombres es una ingenuidad, y no querría


quedar como una estúpida. Pero tampoco voy a sacrificar lo que
considero que está bien, o por lo menos lo que deseo —aunque sea una
utopía— para acostarme una vez contigo. No me compensaría.

King entornó los ojos y me miró desde su altura.

—Eso ya lo veremos. Puedo hacer que merezca la pena.

—Y a mí no me importa ver cómo lo intentas, pero no quiero que pierdas


el tiempo.

—Cuando haga algo más que intentarlo, te darás cuenta de que eres tú
la que ha estado desperdiciando el tiempo… hasta que llegué yo.

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Me aparté de él con las piernas temblorosas.

—Eres un arrogante, ¿lo sabías?

—Puedo permitírmelo —susurró. Se acercó y me dio un beso en el borde


de la barbilla. Allí añadió—: Igual que tú puedes permitirte ponerme a
rogar como un esclavo. Aprovecha tu dominancia sobre mí cuanto
quieras antes de dar el brazo a torcer… Porque cuando estés en mi
cama, Kathleen, será mi turno. Y no tendré piedad.

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LA REALIDAD SUPERA A LA FICCIÓN

Me di cuenta de que estaba peor de lo que pensaba cuando me alegré de


haber echado a Sheila. Básicamente porque la razón principal era que
no tendría que escucharla gemir, y eso delataba lo celosa que había
estado siempre de ella. En serio, no es nada agradable tener así de
cerca al hombre con el que fantaseas tan... ocupado con otra. Había
intimidades de las que hubiera preferido no enterarme. Gracias a Dios
eso se había terminado. Y no sentía ninguna pena.

¿Me hacía eso una zorra? Quizá. ¿Me daba igual? También.

Una parte de mí estaba radiante. Me enorgullecía haber puesto las


cartas sobre la mesa con entereza. Y me gustaba pensar que, ahora que
King había ordenado sus preferencias, iba a dejar a Sheila para
dedicarse a mí. Eso era lo que ansiaba la Kathleen desesperada por
sexo y atención; atención de ese hombre. Y eso era lo que temía la
Kathleen cabal. No necesitaba ser especialmente paranoica para saber
de antemano que, un tío así de intenso, provocador y seguro de sí
mismo, podría llevarme por delante si se lo propusiera. Me recordaba
demasiado a alguien y yo no era muy fan de la homeopatía. Dudaba que
ciertas heridas pudieran curarse y cerrarse aplicando lo similar.

Mientras me peleaba conmigo misma por este asunto y decidía qué


hacer con el sillón de King, trataba de negociar con Gin para que
ocupase la habitación libre. Sí, Ginebra era a la que tenía en mente.
Ideal para el puesto. Y en el fondo sabía que me estaba aprovechando de
sus necesidades económicas, pero que ella misma lo supiera y no
pusiera ninguna queja, ayudó a mi conciencia. Le faltó tiempo para
aceptar la propuesta de mudarse a la puerta de enfrente.

En otro orden de cosas, no tenía ni idea de por qué Ginebra Foley no


tenía ni un duro cuando trabajaba más de ocho horas al día. Había
llegado a llevar tres empleos simultáneamente, dos de ellos cobrando en
negro y, por ende, ahorrándose impuestos. Imaginaba que era porque
tenía caprichos muy caros, como coches, o zapatos o joyas. No me
extrañaría. Gin era vanidosa y salía siempre a la calle vestida de
manera impecable.

De todos modos, no estaba muy segura, y aunque teníamos mucha


confianza —toda la confianza que podíamos tener dos personas
reservadas—, aún no me atrevía a preguntar por qué llevaba viviendo
en la miseria desde que la conocía.

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—Eres una mujer rara, Kathleen Priest —me dijo después de escuchar
mi amplia disertación sobre los beneficios de vivir en un dúplex con
vistas a la ciudad.

—¿Por qué? ¿Te parece mala idea?

—Desde luego que no. Es la mejor noticia que me han dado. Pero me
sorprende que te hayas plantado en mi recibidor con la propuesta de
vivir conmigo. Hace unos meses valorabas tu intimidad por encima de
todas las cosas.

—Y me encantaría volver a vivir sola, pero no es tan raro. Me he


quedado sin compañera y si el señor Zhang no me ha mentido al
contarme uno de sus cotilleos, sigues con la caldera averiada y...

—Sí, bueno, no hará falta que recites todos los problemas que tengo por
no pagar los recibos. Decías, entonces —continuó, apoyando la mano en
la cadera—, que yo pago la mitad y tú la otra mitad. ¿También
compartimos gastos variables? Luz, agua, Wi-Fi...

Negociamos los detalles del contrato y unos minutos después lo


sellamos con un apretón de manos que poco aire profesional tuvo. Ella
llevaba un espantoso pijama con agujeros y pelusillas y yo un chándal
simple. Parecía sacada de un videoclip de trap, pero no me iba a
cambiar para hacer mis recados. Pretendía escandalizar a la
dependienta de la segunda franquicia de King's Pleasure. Esa que estaba
en la otra punta de la ciudad, pero a la que merecía la pena ir con tal de
evitar al propietario.

—Ahora mismo tengo un asunto que atender, pero si tuvieras la


amabilidad de empaquetar, aunque fuera una caja y dejarla en mi salón,
te lo agradecería muchísimo.

Gin me miró con diversión.

—¿Tan insoportable se ha vuelto el asedio del señor King «hago honor a


mi nombre» Sawyer? ¿O es cosa de la rubia sacada del equipo de
porristas de película americana?

—Es cosa de ambos.

—Lo que son los estereotipos, ¿eh? Nos creemos que los libros
adolescentes y las comedias exageran, pero la realidad supera a la
ficción.

—No es ninguna rubia hueca a la que solo se le ocurren ideas estúpidas.


De hecho, es una persona muy moderna. Lleva su juventud como debe
ser, experimentando y divirtiéndose.

«Como yo debería hacer».

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—¿Es maja? Entonces, ¿por qué la has echado?

—No la he echado de mala manera, solo... La convivencia estaba siendo


un poco violenta últimamente. Algún día te lo contaré. Tú solo pon esa
caja, ¿quieres? —pedí, tendiéndole las llaves y guardándome una copia
en el bolsillo—. Quiero que la vea cuando venga a recoger sus cosas y
así se anime a empaquetar rápido.

Gin sonrió de lado.

—Eso no suena a que hayáis tenido un buen final. Por favor, no me


vayas a poner la excusa de que «sois personas muy diferentes y no
encajáis».

—De hecho, te iba a decir que las dos queremos lo mismo, por eso se
tiene que marchar. Además de otros problemas que no es de Dios
mencionar en medio de un pasillo. ¿Vas a hacer lo que te digo?

—Si pagas el Wi-Fi tú, termino la mudanza esta misma noche —propuso.

—Vale.

Unos minutos después, estaba bajando las escaleras del edificio para
reunirme con mi padre. Jaab me recibió abriendo los brazos, a los que
no me pude resistir. Llevaba histérica mucho tiempo y lo sucedido el día
anterior no mejoraba nada, sino al contrario. Tenía la amenaza sexual
de King muy presente.

Tomamos la calle principal para llegar a la otra tienda de King's


Pleasure, mucho más cercana. Intentó averiguar por qué no quería
volver a la otra, pero no le di el placer de admitir que era por King.

—¿Qué piensas hacer con Jessamine? —pregunté con despreocupación.


En realidad, quería empezar otra lluvia de reproches—. ¿Vas a seguir
con ella, sin formalizar nada?

—Esta mañana le he contado mi desliz. Ella me ha dicho que estaba


dispuesta a perdonarlo. No le da tanta importancia a la fidelidad, dice.
Ha sugerido que tengamos una relación abierta... Pero me he negado.

Lancé una mirada de auxilio al cielo. Por el amor de Dios, ¿qué


pretendía decirme el universo, nada más que arrojándome parejas con
ese tipo de relaciones a la cara?

—¿Por qué? Siempre has querido encontrarte a una mujer como esa.
¿Vas a dejarla marchar ahora que has descubierto que podría encajar
contigo...? —Sacudí la cabeza—. Olvidaba que tú nunca te enamoras de
ninguna, y que el problema es que nadie te gusta para comprometerte,
aunque sea a medias. Que no le da importancia a la fidelidad... Ya no se
le da importancia a nada.

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—Jaquetona, está bien que tú se la des —señaló, con su tono de sabio.
Casi volví a poner los ojos en blanco—, pero no todo el mundo es como
tú, y eso no está mal. Si dos personas están de acuerdo en estar juntas
bajo esas circunstancias, ¿por qué iban a ser menos válidos, o reales,
sus sentimientos?

—Me alegra que la gente tenga la mente abierta, aunque yo no lo


comparta.

—Sé que no crees en las relaciones abiertas, no tienes que fingir


conmigo. Y alguien debería decirte que nadie es mejor que nadie por ser
fiel, todo depende de las condiciones de la relación... A veces parece que
te consideras superior por no vivir el amor más libre.

Eso me cabreó.

—No tiene nada que ver con eso. Estábamos hablando de ti, un hombre
que encuentra placer haciendo las cosas a escondidas, arruinando a las
mujeres. Haciendo que lloren por ti. Fíjate: has dejado a Jessamine
sabiendo que estaba dispuesta a dejarte libre. En cuanto lo has sabido,
te has marchado. ¿Qué pasa? ¿Es que no tiene gracia estar con una
mujer si no puedes hacerle daño con tu inconformismo? ¿No te quedas
tranquilo hasta que una mujer no se siente insuficiente por tu culpa?

» Admítelo de una vez —continué, deteniéndome—. Tú no eres


poliamoroso. Eres una sanguijuela egocéntrica y narcisista. Ignoras el
amor y te quedas con el placer morboso de acostarte con otra
haciéndole saber que estás prohibido, mientras una mujer que moriría
por ti te espera en casa a pesar de estar sufriendo por tus vicios. Odio
decirlo, pero mamá siempre tuvo razón sobre tu forma de vida.

Apreté los labios cuando empecé a perder el aliento.

—Mejor dejémoslo aquí. No estoy de ánimos para pelear, y este asunto...

—Te llega especialmente, lo sé. Y eres hija de tu madre; siempre tienes


ánimos para pelear.

Me sorprendió detectar una nota de decepción en su voz. Me giré para


mirarlo y me topé con una expresión que no supe cómo interpretar.
Parecía triste, aunque era difícil saberlo porque él nunca lo había estado
delante de mí. Así costaba detectarlo.

—También se nota que has vivido con ella. No sabes lo equivocada que
estás, Kathleen. Pero sí, mejor dejarlo aquí. Entremos.

Me molestó que se hiciera la víctima, pero que me llamara por mi


nombre hizo que ese enfado precoz fuera sustituido por preocupación.
Podía contar con los dedos todas las veces que me había llamado por mi
nombre.

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Tuve que dejar el interrogatorio para después al entrar en la joyería. Mi
incomodidad se esfumó para ser reemplazada por el fastidio. Otra
réplica exacta de Ciarán y Sheila estaba detrás del mostrador,
exhibiendo una sonrisa pintada. Gin podía decir que la realidad
superaba a la ficción, pero mi vida y la de King empezaban a parecerse
a la del millonario y la chica humilde. ¿Qué protagonista que levantaba
pasiones solo contrataba a tías buenas? ¿Todos, puede ser?

—Buenos días. ¿En qué puedo ayudarles?

—Venimos a devolver un anillo de compromiso. —Lo dejé sobre el


mostrador sin andarme con miramientos. Cuanto antes volviera a casa,
mejor—. Y también un regalo de bodas. El importe total era de
cuatrocientos cincuenta y seis, por un descuento del propietario.

La mujer me lanzó una rápida mirada de arriba a abajo. Ante mi cara


de pocos amigos, le dio la espalda a la disculpa que habría procedido y
decidió ignorarme para preguntarme directamente si mi nombre era
Kathleen Priest.

—No recuerdo haber pisado esta tienda las veces suficientes para que se
acuerden de mi nombre.

—Un segundo. —La dependienta tecleó unos cuantos números en el


teléfono y se llevó el auricular a la oreja. Pasaron unos segundos hasta
que volvió a hablar—. Señor Sawyer... Sí. De acuerdo...

Esa fue toda la conversación, pero no me hizo falta saber mucha más
para tener claro que había gato encerrado. Me giré para mirar a mi
padre cuando supe que de la dependienta no sacaría mucho más que
una sonrisa de plástico. Mis sospechas se confirmaron no solo porque
Jaab estuviera fingiendo despreocupación mirando a las musarañas,
sino porque King apareció unos minutos después.

—Sabía que me intentarías esquivar viniendo a la otra tienda —dijo,


sacudiendo la cabeza. Mi temperatura corporal descendió de manera
brusca—. Te estás volviendo muy predecible.

—¿Se puede saber qué...?

—Con permiso —dijo, avanzando a grandes zancadas hacia mí y


cogiéndome del brazo para conducirme a la trastienda.

A día de hoy no me explico cómo logró semejante hazaña, cuando me


convertí en piedra después de sorprenderlo tan decidido a arrasar.
Tampoco consigo explicar lo que me motivó a despegar los labios y
hablar.

—¿Qué haces aquí? ¿No se supone que fue una casualidad que
coincidiéramos la otra vez?

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Dejé de intentar vocalizar cuando lo vi acercarse a mí con la
determinación grabada en los ojos. Fuera lo que fuere que se proponía,
hizo que me un estremecimiento me envolviera y sacudiera entera.

—La primera vez fue una casualidad; esta no. Tu padre ha sido tan
amable de sacarte de tu cueva y traerte aquí para que pueda hablar
contigo, algo que rehúsas hacer no contestándome los mensajes. ¿Por
qué no lo haces, Kathleen?

Era verdad, me había estado mensajeando desde que Sheila se marchó


dando un portazo. Pero pensaba que sería inteligente ignorarlo. Mala
idea. Sonó tan ofendido que me olvidé de su estilo informal, su pelo
desarreglado y sus ojos de fuego azul. Me pareció buena idea aferrarme
al sentido común y a la sinceridad para responder.

—¿Y te sorprende que no lo haga? ¿Acaso no he sido sincera en las


otras muchas ocasiones que hemos tenido esta conversación? Ahora
nada nos une. Sabes que no quiero ser tu amiga, Sawyer, ni...

—No sabes cuánto me alegra oírlo, porque yo tampoco. —Dio unos


pasos más hasta que no pude respirar un aire que no hubiera
transpirado él antes. Sin comerlo ni beberlo, de pronto estuve atrapada
entre sus brazos—. Lo que quiero es el derecho a acostarme contigo
donde, cuando y como quiera.

Abrí los ojos como platos. Una parte de mí —esa retorcida y que
despreciaba con todo mi ser— se removió con agitación, ansiosa por
una demostración. Pero eso fue una ínfima y diminuta esquina de mi
lado irracional. El resto de mi cuerpo, cien por cien objetivo, reaccionó
con una mueca desdeñosa.

Aparté sus brazos de mí con un par de manotazos. Me sorprendía


porque eso significaba que había dejado a Sheila... así de fácil. O que no
le importaba su sufrimiento. Y para ser alguien que no quería estar en el
medio, eso me molestaba bastante.

—¿Y te atreves a decirlo tan ancho, después de lo que ocurrió?

—¿Qué ocurrió? Que no terminamos de ponernos de acuerdo —se


respondió a sí mismo—. En algún momento tenía que dejarme de
jueguecitos y planteártelo sin rodeos.

—Pues este no era el ideal. Ni este ni ningún otro. Te lo repito: no se me


ocurriría convertirme en la amante de un tipo comprometido, que
traicionó a su novia...

—Eso ya lo veremos —me replicó. Vi algo tan pecaminoso, oscuro y


enloquecedor en su expresión que no pude apartar la vista—. Muñeca,
no voy a dejar a mi novia por ti. Me parece muy egoísta de tu parte que

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quieras que lo haga cuando, en tus palabras, solo pretendes regalarme
una noche.

Mi gozo en un pozo. La decepción me atacó de tal manera que me quedé


inmóvil. ¿En qué estaba pensando cuando lo veía capaz de dejar a
Sheila? Era obvio que no iba a renunciar a nada mientras pudiera.

—Entonces no tenemos nada de lo que hablar. Conmigo no vas a tenerlo


todo, Sawyer. Y aunque la dejaras, porque parece que piensas que
estando soltero te haría caso, ¿quién te dice que eso fuera suficiente
para que permitiese que me pusieras la mano encima?

—Tu lenguaje corporal —sentenció. Y tenía razón, porque bastó con que
se volviera a acercar, enredando su brazo en mi cintura, para que mis
tobillos se hicieran gelatina. Cuando siguió hablando, fue apoyando los
labios en mi pómulo. Acarició mi piel con nubes de aliento masculino—.
No puedes negar que empiezas a temblar cuando entro en la habitación
en la que estás. Cada vez que te toco sientes la misma corriente que yo...
Es más que energía. Ni siquiera necesitamos tocarnos para que salten
chispas.

«Pero nos tocamos». Nos habíamos tocado, nos habíamos besado,


haciendo sentir mal a Sheila porque yo era lo prohibido, y recordarlo
hizo que la magia de su lenguaje de encantador de serpientes se viniera
abajo.

Reuniendo todo mi coraje y rabia, que juntos no eran poco sino más
bien demasiado para que un hombre pudiera pelear contra ellos sin
armadura, lo empujé por el pecho. Mi cuerpo entero ardía por él incluso
al poner distancia.

—Eres asqueroso. Sigues teniendo una jodida novia, a la que no has


respetado —mascullé, frotándome los brazos como si quisiera quitarme
sus manos de encima. Seguían allí grabadas.

—Cuando me besaste no pareció importante que no respetara su única


condición.

Golpe bajo. Sabía que acabaría sacándolo a colación, y creí estar


preparada para replicar, pero no tenía ninguna respuesta coherente. Lo
besé porque quise, y eso él lo sabía.

—No, muñeca —escuché que decía, mientras me ahogaba en mis


pensamientos. No me di cuenta de que se me habían humedecido los
ojos hasta que no intenté enfocar la vista. Volvía a estar entre sus
brazos—. No estaba intentando culpabilizarte; si todo aquello acabó
sucediendo fue porque yo respondí. Solo pretendo que entiendas que
eres irresistible para mí tanto como yo lo soy para ti...

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—¡Eso no justifica nada! —exclamé, fuera de mis casillas—. ¡Has sido
capaz de hacerle daño a Sheila, sabiendo que le dolería! Los dos
lidiaremos con nuestro arrepentimiento por separado.

—Yo no me arrepiento de nada —dijo, dejándome de piedra—. Volvería a


hacerlo. Y si pudiera, no solo te habría besado, sino que te habría
desnudado y te habría follado como llevas diciendo que nadie te puede
follar desde que te conozco.

Me puso todo el vello de punta.

—Cállate. Me das ganas de vomitar, eres... Eres como todos. Un capullo


que se rige por sus instintos primarios y que no tiene en cuenta los
sentimientos de nadie. Cabrón... ¿Y Sheila? ¿Ella va a seguir contigo
después de todo?

—Sí. Aún está gestionando el enfado, pero entiende que era injusto por
su parte intervenir en algo que solo nos concierne a ti y a mí.
Kathleen..., llevo aguantándome las ganas de meterme entre tus piernas
desde que te vi, pensando que se me pasaría y que no tenía importancia,
que no eras más que un capricho; ese bomboncito que plantan en la vida
de un hombre al menos una vez para poner a prueba su fidelidad.
¿Crees que no habría podido mantenerme lejos un día más apartándote
de mí cuando me besaste? Joder, muñeca, te vi medio desnuda dos veces,
y ese camisón de mierda no deja nada a la imaginación. Si pude
resistirme a eso, podría...

—O sea, que mi echaros de mi vida ha servido para dejéis de sentaros a


hablar de mí —corté, intentando olvidar la segunda parte de su discurso.
No necesitaba oír cuánto me deseaba, eso solo me hacía más débil—. Y
para colmo, de lo que hay entre nosotros...

Él puso una mueca.

—¿Ahora admites que pasa algo entre nosotros? —Sacudió la cabeza,


visiblemente molesto. No lo suficiente para soltarme, porque siguió
teniéndome pegada a su pecho. Y yo seguí dejándome.

—No me gusta que tengas que dar explicaciones a nadie de lo que


sientes por mí. No me gustaría que mi pareja, o mi amante, o lo que sea,
tenga que responder ante alguien si quiere hacer una cosa u otra. No
me gusta que haya otra persona en medio. Se acabó, King.

—Ella no afectaría en nada. En el momento en que te olvide, que va a


ser más pronto que tarde porque no te verá, no le importará nada de
esto. No está enamorada de mí, no pide explicaciones.

Lo miré incrédula.

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—¿Y para qué quieres seguir con ella si no te quiere? ¿Es que tú sí?
¿Estás enamorado de ella?

Me dio tanto miedo la respuesta que podría definir ese momento como
«el punto de no retorno». Ya no podía volver atrás, cuando King solo era
un elemento molesto... si es que fue solo eso alguna vez. Ahora me
importaba. Tanto que esperé que se manifestara con el corazón
encogido, sabiendo que cualquier respuesta me dolería.

—Nunca he estado enamorado, así que no sé cómo se siente —admitió


—. Si sentir simpatía hacia alguien y querer estar con ella es amor,
entonces sí. Pero no creo que signifique solo eso.

—¿Entonces? —jadeé, soltándome de mala manera. Retrocedí.

—Es una cuestión de orgullo. Igual que tú no quieres compartir, yo no


quiero dejar a alguien con quien me lo paso bien solo porque una mujer
me lo pida. Aunque te desee, quiera tu cuerpo encima o debajo del mío y
esté decidido a tenerte en mi cama, no voy a permitir que dirijas mi vida
hasta ese punto.

Despegué los labios. Primero para hacer hueco en mis pulmones para
un poco de aire. Segundo, para hacer el amago de responder a algo así.
Nada salió de mi boca. En realidad, entendía que no quisiera dejarlo
todo por mí. Él tenía algo con Sheila que no tenía conmigo. Tiempo. Una
historia. Se conocían el uno al otro. Él y yo éramos simple atracción y
quizá algo de complicidad, pero no era suficiente para renunciar a
alguien que le hacía feliz.

Aun así, me seguía pareciendo injusto y desagradable que lo quisiera


todo. Mientras trataba de encontrar las palabras, King me miraba
de ese modo. Como solo me miraba a mí.

—No me mires de esa forma.

King chasqueó la lengua y se acercó a mí lentamente. Me sentía tan


pequeña en todos los sentidos que me pareció un enorme lobo negro en
busca de Caperucita. Yo no llevaba nada rojo encima, pero
misteriosamente llamaba su atención igual... Como él la mía.

Seguía siendo feo, lo juro. Un feo tentador con la labia de un príncipe y


los ojos de la ambición, pero feo, al fin y al cabo. Y seguía haciéndome
vibrar con un simple vistazo.

Me puse nerviosa en cuanto frenó delante mía. No, no eran nervios:


reconocería el miedo en cualquier parte, porque al vivir dentro de mí
éramos amigos íntimos; como uña y carne.

El pánico afloró porque, salvo mi testarudez, nada me separaba de


King. Ya no podía engañarme a mí misma porque reconocí unos días

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atrás que me moría por un beso. Ya no podía engañarle a él, porque
había revelado mi posición, y esa era de marcada inferioridad: podría
hacer conmigo y mi cuerpo lo que quisiera. Y ya no podía convencer a
nadie de que estaba mal, porque Sheila no era un obstáculo. Ya no.

Pero seguía estando mal... Hasta cierto punto. Que los temores ganaran
en peso no significaba que no hubiera una fuerza superior que me
arrastraba inexorablemente hacia King. Podía llamarse destino, o deseo,
o que sus ojos no solo parecían especiales, sino que lo eran. Fuera cual
fuere su nombre propio, latía entre los dos, y era innegable.

Desgraciadamente.

—Ahora es cuando puedo mirarte todo lo que quiera.

—Llevas mirándome todo lo que quieres un tiempo, no será nada nuevo.

—Me alegra que lo saques a colación, porque acaba de llegar el


momento en el que yo respondo que ahora es cuando
puedo hacerte todo lo que quiera.

Di un paso hacia atrás involuntariamente. Él avanzó dos, y de golpe y


porrazo ya estábamos de nuevo en la postura de siempre. Yo
acorralada, y King logrando su objetivo. Alterarme.

—Sé que estás de acuerdo conmigo —susurró—. Quieres que lo


hagamos, pero eres demasiado obstinada y orgullosa para reconocerlo.
Quiero empezar ahora mismo, Kathleen. Quiero follarte aquí por
primera vez, en esa misma mesa.

Mi estómago se contrajo tan bruscamente que tuve que abrazármelo,


temiendo que algo se hubiera roto dentro.

—Creo que yo tengo algo que decir sobre eso —me escuché decir de
fondo. La sangre se me había concentrado en los oídos.

—Puedes elegir la postura —propuso, deslizando las manos por mi


cintura y colando las manos debajo de la sudadera. Me mordí el labio
para no suspirar al sentir sus dedos fríos—. Kathleen, Kathleen... Parece
que aún no te has dado cuenta de que acaba de llegar tu Tyler Fox. Yo
cumpliré todas tus fantasías textuales.

A King le sorprendió tanto como a mí la carcajada que solté. No pude


reprimirla: salió sin querer, y él la quiso tanto, que cerró los ojos para
saborearla, con una sonrisa pintada en los labios. Supe que estaba
tomándose un momento para reproducirla de nuevo.

—Te lo habías preparado todo, ¿verdad? —empecé, buscando cualquier


excusa para apartarlo. Bien podía apartarlo, pero no quería irme tan
lejos de él. ¿Quién demonios me entendía? —. Hacerme venir aquí, tu

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discurso, liarlo todo para sacarme de quicio, luego hablar con Sheila y
arreglar las cosas...

—Y después ponerte a gemir.

El karma por ignorar su comentario vino en forma de jadeo ahogado


cuando siguió acariciando el contorno de mi cadera.

—¿Cómo supo la dependienta que era yo? ¿Eso también lo tenías


preparado?

—Por supuesto. Te describí. —Mi ceja alzada le dio una idea, porque
sonrió como el malo de la película—. «Pamela, si pasa por aquí una
mujer de piernas infinitas, ojos castaños rasgados, cuello elegante y
humor de perros, llámame inmediatamente». Podría jurar que no me ha
faltado nada... —Se inclinó sobre mi garganta para dejar un beso
húmedo que me puso delirar—. Y ahora, muñeca, voy a...

—Dejarme tranquila —terminé, separándome de él haciendo acopio de


una fuerza sobrehumana. King no pareció sorprendido por mi reacción:
todo lo contrario. Estaba muy preparado para mi rechazo, porque ni se
inmutó—. Te lo repito por última vez. Que Sheila haya dado su
beneplácito no significa que vaya a abrirme de piernas para ti, Sawyer.
Por si no lo sabes, las mujeres no cedemos a las fantasías de los
hombres solo porque lleguen, se golpeen el pecho como los gorilas y
digan «follar». «Beber». «Follar otra vez». —Eso le hizo sonreír aún
más—. Lo siento mucho, King Kong, pero vas a tener que seguir
soñando.

» Ya te lo dije una vez. No eres la clase de hombre con la que podría


pasar el rato. No confío en ti —señalé, sin necesidad de convencerme de
que era cierto. Lo era.

—Entonces insistes en que no piensas tener nada conmigo.

—Para ser un neandertal lo has cogido rápido. Solo te ha tomado tres


meses.

King estiró los labios en una mueca tan cruel como sexy que me puso el
vello de punta.

—Muñeca... —Me acarició la barbilla antes de tirar de ella para


acercarme a él. Habló contra mis labios al añadir—. Eso significa que
voy a tener que convencerte de que lo valgo, y si debo hacerlo... deja
que te diga que no te dará tiempo a respirar. Tú no sabes de lo que soy
capaz. No vas a poder soportarlo.

Lo tuve claro sin necesidad de que lo dijera. Era cuestión de tiempo que
su pasión me acabara consumiendo. En sus ojos azules estaba escrito el
motivo por el que debía salir corriendo. No iba a darme cuartel, porque

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me quería a mí, y si quería algo, se esforzaba por tenerlo. Y a Kathleen
Priest, en realidad, ya la tenía.

—Eso ya lo veremos —dije, apartándome y dirigiéndome hacia la


puerta. Sabiendo que lo estaba provocando, añadí—: Por si me faltara
mundo para huir de ti, siempre podría recurrir al que solo nos pertenece
a los escritores: la imaginación.

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QUE EMPIECE EL JUEGO

Las cosas de Sheila estuvieron fuera de mi apartamento en cuestión de


un par de días. Ella debía estar muy enfadada conmigo, porque no se
presentó ni para encargarse de esas cajas que tan importantes le
parecieron durante la primera mudanza. 

No podía culparla, tampoco. Me empezó a dar cargo de conciencia la


manera en que la había echado, cuando fui yo quien le alquiló el
apartamento en primer lugar… y cuando ella se sentía de forma especial
por mí. Esa no era la forma de tratar a alguien a quien le gustabas. Pero
ya no podía volver atrás. Me consolaba pensando que mi actitud la
ayudaría a olvidarse de mí bien rápido.

Aunque ya no quedaba ni rastro de su pasión por la decoración árabe —


y que me tuve que tragar durante meses—, lo que sí continuó flotando
en el piso, fue el olor de King. Una mezcla de gel, aftershave, menta y
fresco que tenía la habilidad de cambiar mi estado de ánimo. Estuve
ayudando a Gin a colocar sus cosas con la frente arrugada y una
sensación de pesadez en el cuerpo que tenía todo que ver con él. Si
había un lugar donde se concentraba ese aroma especialmente, ese era
el cuarto de Sheila. El que ahora ocuparía Ginebra, y en el que llevaba
un buen rato metida.

—¿Dónde te dejo esto? —pregunté, señalando unos vestidos y trajes


impecables envueltos en papel transparente—. ¿Lo quieres colgado en el
armario o en la cómoda?

—Ah, eso... No, eso es para devolverlo a la tienda. Déjalo separado de lo


demás, en esa silla.

Me quedé mirando la preciosa chaqueta que pretendía descambiar,


sorprendida al recordar dónde la había visto antes. En su cuerpo.

—Ya te la has puesto. Varias veces —señalé—. ¿A qué tiendas vas, que te
dejan devolver las cosas después de haberlas probado?

—A las mismas que tú, solo que soy lo bastante lista para saltarme las
normas sin que me pillen. Como puedes ver, no parecen ni estrenadas. Y
no les quité la etiqueta; se la cosí con puntos de quita y pon a la manga
para que no se moviera.

—¿Eso no sale en un libro de Moccia? ¿Has sacado la idea de ahí?

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—Mi hermana me contó un chiste hace tiempo en el que se mencionaba
una idea parecida, y me pareció muy interesante. A lo mejor ella la sacó
del libro. Es probable; le gustan todas esas novelitas románticas que son
un éxito en ventas.

Eso respondía a mis dudas iniciales. Ginebra no se gastaba todo su


sueldo en zapatos o vestidos, porque nunca se los quedaba. Debía haber
algo más. Claro que no me lo iba a contar ahora, cuando acababa de
mudarse. Y no cuando parecía ser lo contrario a mi compañera anterior.
El intenso deseo de caerme bien y convertirse en mi amiga de Sheila no
tenía nada que ver con la relativamente cortesía amistosa de Gin.

Dios, debería haberle sugerido antes que se mudara conmigo. Me habría


ahorrado varios episodios desagradables y a un hombre atractivo y
peligroso.

Respecto a eso… Me costaba pegar ojo cuando un tipo había aclarado


que iba a asediarme sin compasión. No me mandaba más de dos
mensajes en un día, pero eran lo bastante contundentes para tenerme
todo el día temblando. Aunque debía admitir que, con esos simples besos
que ponía al final de cada texto, ya estaba delirando.

Me dio dos días de margen para hacerme a la idea de que pronto sería
una cautiva en su habitación: cuarenta y ocho horas que invertí en
imaginación avanzando unas cuantas páginas con el libro de Gavin. Ni
que decir tiene que, a esas alturas, Gavin ya no era Gavin: no como lo
imaginé en su primera definición, al menos. Ahora era la clase de
monstruo seductor que aplaudirían las seguidoras de mi obra.

Justo lo que querían leer. Y justo lo que yo quería evitar cuando decidí
volver al gremio.

—¿A qué te dedicas, Gin? —pregunté cuando acabamos, yendo a la


cocina para preparar uno de mis legendarios y asquerosos cafés.

—A todo y a nada. Trabajo en lo primero que pillo hasta que me llega el


finiquito... Ya sabes. Contratos basura.

—¿Estudias?

—No, ni tampoco he estudiado. Llevo currando desde los dieciséis años.


Por suerte siempre he sido alta y me salieron las tetas a los doce, así
que al margen de lo que pusiera en mi carnet de identidad, me
contrataban en clubes nocturnos. Solo quieren caras bonitas.

No hacía falta que me lo dijera. El señor Brennan nos tenía a Liberty, a


Maddox y a mí en la barra para conquistar al público con nuestro físico.
Había sido un gran jefe de marketing, el muy cabrón, porque se había
cuidado de colocar distintos atractivos para no dejarse ningún sector
fuera. La pelirroja canija y pechugona, la morena estilizada, el cañero

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sexy que era la fantasía de todas... La nueva era una rubia
despampanante, y Raeghan habría cerrado el quinteto con su
aire indie y sus rasgos gatunos. Se había dedicado a engatusar a los
«amantes de la edición coleccionista», como llamaba Maddox a los
pocos que la encontraban atractiva.

—Por cierto —retomó Gin—. ¿Tienes perro? ¿Gato? ¿Canario...?

—No, aunque de pequeña me encapriché con un chucho y me acompañó


hasta que cumplí los diecinueve. Preferiría no hablar de eso, aún duele.

Ginebra sonrió.

—Eso era justo lo que quería oír. Has pasado la prueba.

—¿Qué prueba? ¿Que la gente tuviera mascotas en la infancia significa


que es de fiar?

—No, es solo que tengo una teoría. —Se aclaró la garganta y apoyó una
mano en la cadera. Era un gesto muy típico en ella—. Hace unos años
hice un estudio no-oficial sobre la correlación entre la variable
«gustarte los animales» y la variable «ser buena persona». No me hizo
falta indagar mucho para descubrir que, si tratas bien a los animales,
eres inofensivo.

—No creo que eso sea del todo cierto. Hitler era vegetariano y tenía
perros, creo.

Gin me puso cara rara.

—Si algún día hablo de mis teorías delante de alguien, procura no


mencionar a Hitler. No me gusta que me contradigan.

Me reí.

—De acuerdo, pero a mí llevas conociéndome un tiempo. ¿Por qué


aplicar teorías?

—Porque nunca me habías interesado más allá del saludo y la despedida


cuando nos cruzábamos en el portal. Ahora que voy a vivir contigo
necesitaba la garantía de que no ibas a apuñalarme mientras duermo si
mezclaba la ropa de color.

—Es imposible que mezcle tu ropa de color, porque no voy a


encargarme de tus coladas. Se hacen en el ático gracias a un lavadero
común, cada una puede hacerlo a su bola.

—Otro punto a tu favor. —Me apuntó con el dedo—. Me gusta ese rollito
de «cada uno a lo suyo».

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El timbre interrumpió nuestra charla. Me molestó. Me gustaba su
conversación. Ginebra era una mujer con buen humor y que siempre
sabía lo que decir de manera que le interesara a todo el mundo. Era
como si la hubieran educado para agradar a los demás.

Fui a recibir al tercero en discordia, imaginando que serían más tipos


de la mudanza...

O King Sawyer preparado para sacarme de quicio. En esa ocasión fue lo


segundo.

—Menuda cara —lamentó él—. ¿Hoy también esperabas a los testigos de


Jehová?

—¿Por qué iba a esperarlos?

—Porque cometiste un pecado por el que te gustaría confesarte.

—No sé si conoces a lo que se dedican los testigos, pero no tocan a tu


puerta para hacerte confesar ningunos pecados. ¿Puedo ayudarte en
algo?

—La pregunta es, muñeca: ¿puedo yo ayudarte en algo a ti? ¿A quitar


ese ceño fruncido, por ejemplo...? —Echó un vistazo por encima de mi
hombro y sonrió, tan asquerosamente encantador como de costumbre.
A ese hombre lo parieron riendo—. Hola, Gin. ¿Estás segura de que
quieres vivir en la guarida del lobo?

—Tan segura como tú lo estás de que necesitas pasarte a tocarle las


narices al lobo continuamente —repliqué, agria.

—Yo no he dicho que tú seas el lobo, muñeca. Lo comentaba porque


podría molestarle que nos pongamos a aullar en la madrugada.
Recuerdo que a ti no te hacía mucha gracia, aunque eso podría ser por
otras razones.

Puse los ojos en blanco.

—¿Qué? ¿Quieres? —deletreé.

Se metió las manos en los bolsillos y entró con aire despreocupado.

—Venía a por unas cuantas cosas que me dejé.

—Te llevaste tu chaqueta hace tiempo.

—Esa chaqueta la coloqué ahí para tener la excusa de ir a verte. Me


refería a las cosas que me dejé de verdad.

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En lugar de quedarme boquiabierta, volví a sonreír irónica.

—¿Quieres decir con eso que te vas a llevar de una vez ese jodido sillón?

—No lo creo. Es nuestro sello. Y seguro que le encontraremos utilidad


algún día.

Gin cortó la exposición intencional de King con una sonora carcajada


que casi hizo que se atragantase. Miró al origen del desastre con los
ojos brillantes.

—No tengo ni idea de cómo es que aún se resiste, te lo digo en serio —


declaró Ginebra, sacudiendo la cabeza—. Eso es un asedio y lo demás
son tonterías.

King exageró una reverencia bajo mi mirada perpleja. No me podía


creer que mi vida fuera a seguir complicándose: si antes tenía que
soportar a dos tortolitos magreándose en mi salón, ahora tendría que
andarme con cuidado por si mi compañera y Míster Cumpliré Tus
Fantasías Textuales no conspiraban para hacerme caer en cuanto les
daba la espalda.

Porque estaba claro en qué equipo estaba Ginebra.

—Por cierto, sí que se ha dejado cosas de verdad —añadió ella,


dirigiéndose a una caja mediana que había dejado sobre una silla—.
Aquí están todas las cosas que Sheila se ha olvidado, que no son ni tuyas
ni mías. Supongo que algunas, como el cinturón ancho y el Rolex, son
suyos. También había un par de cajas de pastillas… Aspirinas y ayudas
para dormir.

King me miraba con una sonrisa de canalla. Se acercó a mí hasta que


nuestros pechos casi se rozaron; si no me separé fue por orgullo... Y
porque olía tan bien que la boca se me hizo agua. Ningún hombre debía
oler tan bien si no quería ser la víctima de un sinfín de locuras
femeninas.

—Si quieres las dejo aquí —dijo en voz baja, atravesándome con la
mirada. Logró su objetivo de retenerme en el espacio y parar el tiempo.

—No veo por qué. No necesito ningún Rolex, y odio ponerme cinturón.

King rodeó mi cintura con un brazo y me trajo hacia él. No me di cuenta


de lo grandes que eran sus manos hasta que no logró casi abarcar el
final de mi cadera con una, pero no fue esa zona la que se llevó toda mi
atención. Mis ojos se perdieron en los labios de King, que se movían
lentamente para formar una sonrisa con aire a «he venido a hacer que
creas en la magia».

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—Conmigo cerca no te haría falta... Aunque teniéndome lejos, me
atrevería a decir que lo necesitarías. No me imagino cómo mantendrías
una treinta y seis en su sitio si un día te olvidaras de cenar.

Ignoré también que se sabía mi talla de pantalón.

—Y yo no me imagino cómo te mantendrías sano y salvo sin flirtear con


una mujer durante diez minutos —repliqué, maliciosa—. Ya sabemos que
te encantan las mujeres de la treinta y ocho. ¿Por qué no vas a buscar
una? En este edificio no las hay de tu tipo.

—¿Cuál es mi tipo?

—Las rubias sobradas de arriba y sobradas de abajo.

—Pues cómo se nota que la gente cambia, porque ahora me pirran las
delgaduchas con tetas pequeñas.

—¿Así es como pretendes que me rinda ante ti?

—Bueno, los halagos no sirven… A lo mejor eres de esas a las que les
gusta que las piquen.

Lo empujé por el pecho como si me hubiera sentado mal, y solo para


tener una excusa para alejarme de él, me acerqué hasta la caja que
contenía su reloj, sus pastillas y, esperaba, su sentido común. La cogí
haciendo todo el ruido posible y luego volví para dejarla en sus brazos.
Luego lo guie hasta la puerta a base de empujones, abrí la puerta y lo
eché.

Fue difícil, porque pegó su nariz a mi cara sin dejar de sonreír, y


preguntó:

—¿Entonces no quieres ninguna Biblia?

—¿Te hacen ilusión las referencias religiosas? Pues escucha: lo que


quiero es que caiga el Apocalipsis sobre ti.

—Muñeca, yo soy el Apocalipsis. No vas a sobrevivirme.

Como no hacía falta que terminara de hablar para saber lo que quería
decir, le cerré la puerta en las narices y luego me palmeé los muslos,
satisfecha. Miré a una Gin paralizada y con las cejas en alto, que me
estudiaba a su vez como si fuera un ser mitológico. Ya me imaginaba
qué era lo que se estaba preguntando.

«¿Por qué lo haces?».

—Es una cuestión de orgullo femenino —expliqué—. Está intentando


conquistarme.

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—Pues yo diría que está consiguiéndolo.

Como no tomé la precaución de cerrar la puerta con llave, esta volvió a


abrirse. Un King sin caja en la mano, pero sí con los ojos más azules que
el propio azul, cruzó el umbral sin mi consentimiento.

—¿Qué diablos quieres ahora? —espeté.

—Es que se me ha olvidado otra cosa.

Despegar los labios para preguntar qué era fue un error, porque así
tuvo un mejor acceso a mi boca al besarme. Tomó mi rostro entre las
manos y presionó mi pecho contra el suyo mientras me devoraba con
todo lo que tenía, levantándome los pies del suelo.

Respondí. Respondí porque no haberlo hecho habría sido tarea del


Supremo. La pericia de su lengua y sus labios me sometió. Mi voluntad
fue duramente aniquilada bajo el peso de su resolución y su dulce sabor,
que me puso a delirar de tal modo que llegué a pensar que estábamos
solos.

King bajó las manos de mis mejillas a mis caderas, y rodeó mi cuerpo
para agarrarme de las nalgas, que apretó con tanta fuerza que casi me
volvió a levantar del suelo. Mis brazos ignoraron lo que mi lado racional
gritaba, y lo estrecharon con el ansia más viva. Todo el vello se me puso
de punta, incluido el de la nuca. Cuando sentí su dureza contra mí, supe
que estaba todo perdido, y ahí me abandoné a un beso que se convirtió
en un manoseo frenético y desesperado que acabó conmigo
trastabillando hacia atrás, y con él muy despeinado.

Si Ginebra no hubiera estallado en aplausos no me habría dado cuenta


de que estaba allí. Me dejó tan mareada que solo pude mirarlo sin
pestañear. Su pasión me puso a temblar y me hizo sentir muy viva. Más
viva al sostener su mirada, repleta de promesas igual de sucias que el
beso que me acababa de dar.

—¡Joder! —exclamó Ginebra—. ¿Quién quiere canal porno teniendo a


este hombre por aquí?

King ni siquiera la miró cuando sonrió a modo de victoria. Esa victoria


que habría arrancado de su cara de un puñetazo si no siguiera
jadeando, sin aliento.

Toda su atención recayó sobre mí cuando dejó el apartamento con otro


aviso.

—Vete acostumbrando.

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***

Podía resistir visitas esporádicas de ese tipo siempre y cuando Ginebra


estuviera allí para hacer de muralla entre King y yo. Que, realmente, no
la hacía, porque estaba más que encantada de que el muy cabrón se
paseara a sus anchas por mi pasillo. Y ese «muy cabrón» siempre se las
arreglaba para poner una excusa irrebatible, aunque, siendo sincera, no
tenía ningunas ganas de rebatirle. 

Si no se había olvidado algo, era que lo necesitaba. Si no, que quería ver
un partido de fútbol europeo y había instalado los canales en nuestra
tele en lugar de la suya porque le gustaba verlos con Sheila; y si no, Gin
lo había invitado a tomar algo en casa.

Excepto esos días que quedaban porque se caían bien o porque Gin
necesitaba que le arreglase algo —al tío también se le daban bien los
trabajos manuales—, acostumbraba a dejarnos solos con la ilusión de
que intimáramos. Había declarado en varias ocasiones que, si no estaba
contenta con él, ella se encargaría de redirigir la atención de King a su
persona. Sabía que no lo decía de broma. Se le notaba en la cara que le
encantaría estar con un tío como él. Se pirraba por los hombres ricos. Y
él era rico y atractivo, lo que lo convertía en un hombre de su tipo. Lo
que no sabía era si sería capaz de meterse en… lo que fuera que
tuviésemos King y yo.

—Tampoco me termina de gustar —dijo en una ocasión, cuando aclaré


abiertamente que podía hacer con él lo que quisiera—. Desde que lo
conozco, no ha hecho otra cosa que mirarte como si fueras de otro
planeta. Tengo esa sensación en el cuerpo de que, si por casualidad
acabara en su cama, diría tu nombre en lugar del mío.

—¿Qué tonterías dices?

—De tonterías nada. En serio, Kathleen, no te haces ni una idea de lo


que tienes. A mí nunca me han mirado como ese tipo te mira a ti, y
créeme cuando te digo que he estado con unos cuantos.

—Tiene novia —le recordé.

—¿Qué más da? La mujer impone, pero no impide.

—No me puedo creer que acabes de decir eso.

—Si se hubieran jurado fidelidad no te diría nada… O sí, nunca lo sabrás


—dejó caer, levantando las cejas—. Pero como no lo han hecho, puedes
sentirte libre de hacer lo que quieras. ¡Suelta a tu zorra interior!

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—Deja de insistir o al final pagas el Wi-Fi tú —amenacé—. No me da la
gana de ser la segundona y se acabó.

—Entonces derriba a la novia. Se tumbaron las Torres Gemelas, no se


va a poder tumbar una pareja…

—No me puedo creer que acabes de decir eso —repetí, con los ojos muy
abiertos—. Córtate un poquito con el humor negro, ¿no?

—Ni que la hubiera puesto en Internet. Relájate. Si no puedo hacer


bromas de mal gusto en privado, ¿qué me queda? —suspiró. Hizo
aspavientos para quitarle importancia—. En fin… Me marcho a trabajar.
Con suerte no me despiden.

Para mí era evidente que King había sobornado a Ginebra para que me
hablara bien de él, como si por unas palabras bonitas fuera a cambiar
de opinión. Con lo que no había contado era con que mi padre y Maddox
también me vendrían con la misma perorata: uno mencionando a King
en cada una de sus llamadas, y el otro susurrándomelo al oído cada vez
que pasaba por mi lado.

—Alguien ha venido a verte —canturreó una noche, sonriéndome como


un canalla—. Voy a ambientar un poco el encuentro poniendo una
canción lenta de los Bee Gees.

Le lancé una afilada mirada de aviso.

—Olvídate de los Bee Gees. Y haz el favor de recordar la edad que


tienes.

—¿Qué edad tengo? Nena, yo soy Peter Pan. No pienso crecer para ir a
la par con mis años, y menos para complacer a la amargada que llevas
dentro. Dale una alegría al cuerpo.

No estaba segura de que lo que sentía por King fuera


precisamente alegría. La sensación que me invadía al verlo —y que me
invadió cuando vi que se sentaba frente a la barra— no entraba en la
categoría de lo agradable. Era tan intenso y molesto, que mi cuerpo me
parecía ajeno, dueño de otro. Me hacía consciente de todas mis virtudes,
de todos mis defectos físicos, y eso me creaba tanta inseguridad como
me hacía ver… atractiva.

Era invencible y también muy vulnerable. A la larga terminaría por


volverme loca.

Si es que no lo estaba ya.

—Ya que has venido, podrías haberte traído a Dristan —le dije sin
mirarlo, pasando la bayeta para limpiar la barra—. Libby está
desesperada por verlo.

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King fingió no escucharme y se levantó un poco para pegar la boca a mi
oreja.

—No te oigo, muñeca. La música está demasiado alta.

Había música. Algo de Fifth Harmony, un grupo femenino que le


encantaba a la nueva. La letra decía algo así como «estoy enamorada
de un monstruo». Pero no estaba tan alta.

Fui a mirarlo con sorna. Me quedé congelada.

Llevaba una camisa negra abierta por el cuello, remangada por el codo,
y ese reloj discreto y elegante que se dejó en la habitación de Sheila.
Evité fijarme en sus musculosos y velludos antebrazos devolviéndole la
mirada. Sus ojos brillaban más que los neones.

—¿Es esta la mujer de la que me has hablado? —preguntó el tipo que


estaba a su lado.

—Ah, que le has hablado de mí. ¿No sabes conquistar a las mujeres sin
público?

El tipo se rio. Era solo unos centímetros más alto que King, pero
parecían de la misma estatura por ese aire de arrogancia que le ponía el
cuello tieso. Era menos ancho, pero estaba más fibrado —lo percibí
gracias a la estrecha camiseta de algodón—, y por concluir con las
disimilitudes… No había nada de feo en él. Era una versión de King un
poco menos masculina y menos elegante, pero llena de personalidad y
encanto. Tenía el pelo negro rapado al uno, la barba de dos días y unos
chispeantes ojos claros. Me miraba con interés, entre divertido y
curioso.

Dios los criaba y ellos se juntaban.

—No me extraña que te esté dando calabazas. Eres muy poco para ella.
Debería intentarlo yo.

Lo que yo decía.

Me apoyé en la barra con una sonrisa.

—Os noto un poco necesitados. Aquí se viene a beber, no a ligar con las
camareras. Pero si lo que estáis buscando es un par de chicas, os puedo
recomendar un muy buen sitio en el extrarradio de la ciudad.

El tipo silbó.

—Eso no ha sido nada bonito, preciosa. ¿Por qué iba a pagar por
compañía pudiendo ganármela?

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—No le hagas caso, eso ha sido un simple ejemplo de mecanismo de
defensa —intervino King, quemándome con la mirada—. Lo usa cada vez
que le dicen algo bonito, porque tiene miedo de que la traten como a
una reina.

—Tengo miedo de que me quiten el puesto —corregí—, así que si me


decís qué queréis tomar y me dejáis seguir trabajando, os lo
agradecería muchísimo. Como veis, esto está a rebosar hoy y no damos
abasto.

—¿En serio? —King intercambió una mirada con su amigo. Luego me


miró a mí de arriba a abajo, deteniéndose en el nudo marinero que le
había echado al polo para no pasar calor. Ese que quedaba encima de
mi ombligo, exhibiendo parte de mi abdomen—. Quizá deberíamos echar
una mano, Brayden.

Fruncí el ceño y miré a mi alrededor, algo desorientada. Fue ahí cuando


empezó el juego sucio.

Y tan sucio.

No sirvió de nada que intentara frenar a King. Tanto él como Brayden se


colaron tras la barra con el objetivo de servir sin ninguna experiencia,
sin permiso del jefe y sin darme tregua a mí. Maddox, que era el que
estaba al mando por ser el más antiguo, accedió sin pensarlo dos veces
y encima tuvo la desfachatez de lanzarme un beso, como si tuviera que
agradecérselo. Lo miré con los ojos echando chispas.

—Pero bueno, ¿tú de qué parte estás?

Dox sonrió y me guiñó un ojo.

—De la de King, por supuesto.

—No lo odies por eso —intervino King, sonriendo con arrogancia—. Es


el equipo ganador. Y a todos nos gusta el primer puesto.

Me giré hacia él, dispuesta a olvidar eso y centrarme en lo importante...


Que no era el pecho que King insinuaba con aquellos botones sueltos.
No, no era eso.

—No puedes hacer esto. Me van a echar por tu culpa.

—Claro que no. Si el jefe se enfada, le decimos que hemos bebido


demasiadas cervezas y resulta que, a la hora de pagar, no teníamos la
cartera. Tú, muy amablemente, has ofrecido la alternativa de ponernos
a trabajar para compensar en lugar de llamar a la policía.

—¿Lo tenías planeado?

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—No, aunque reconozco que soy del tipo planificador.

Sacudí la cabeza. Brennan se lo tragaría. Más de una vez habíamos


recurrido a eso del trabajo como pago. Me aferré a un clavo ardiendo
para echarlo.

—¿Acaso tienes idea de cómo se prepara un cóctel?

—Aprendo rápido —me contestó, con su hombro pegado al mío—. No


puede ser muy difícil... Mezclar, agitar y servir.

Me miró con tanta intención que tuve que buscarle el segundo sentido
hasta a mi nombre. Él se rio al verme poner los ojos en blanco.

Durante la media hora siguiente, estuvo atendiendo a un grupo de


chicas que no debían tener ni el mínimo de edad para entrar. Se lo
estaban comiendo con la mirada, y no las culpaba… Pero me molestó la
forma que tuvo de dirigirse a ellas, como si estuviese dispuesto a
aceptar pagos en especie.

—No se coquetea con los clientes — le solté, de mal humor.

—¿No? —preguntó, sin mirarme. Le guiñó un ojo a una de las chicas—.


Porque me acuerdo de que te guardaste en el escote el número de
teléfono de uno. No te preocupes… —Ladeó la cabeza hacia mí—. Ahora
mismo solo tengo ojos para ti.

El «ahora mismo» me molestó tanto por su poca extensión temporal,


pero antes de reconocerlo, me di la vuelta y atendí a uno de los chicos
habituales. Intenté concentrarme en mis tareas, distraerme de las
provocaciones de King sin salir de la barra, preocupada por si la
cagaba; me tocaría a mí responder ante Brennan de ser el caso. Pero
tanto él como Brayden se desenvolvían tan bien que me quitaron parte
del trabajo. El tipo atendía con desparpajo, y parecía tener experiencia
en el sector; King convencía a la gente de consumir más con su encanto.

Cuando el reloj dio las once, me dediqué a limpiar la barra, en la que


habían derramado unas cuantas copas.

—Con permiso —susurró King en mi oído.

Fui a preguntar qué quería, cuando de repente me cogió de la cintura y


me pegó a su pecho para poder meter mano a la nevera que había a mi
espalda. Al principio me creí que de veras lo hacía porque le estaba
obstaculizando el acceso. Luego recordé que se trataba de él y no supe
si tensarme o derretirme. King apoyó la barbilla en mi coronilla
mientras buscaba lo que necesitaba. Aprovechó de la situación
utilizando la mano que me sostenía para acariciar con los dedos la
franja de piel que dejaba al aire.

149/416
Agradecí que Maddox hubiera tomado el relevo a Fiona, la nueva, para
poner la música a toda pastilla. Así, King no pudo escuchar mi suspiro.

Se le cayó al suelo una de las bandejas que Liberty había estado


llevando y trayendo, sospechosamente cerca de mi pie. Lo miré con los
ojos entornados, al estilo «podrías haberme dejado sin dedos, imbécil».
Él sonrió de lado y se agachó bajo mi atenta mirada. Cogió la bandeja y,
tomándose su tiempo, se levantó dando una caricia larga y sexual a toda
mi pierna. Desde el tobillo hasta inicio del pantalón corto. Con una
parsimonia abrumadora. Sus dedos zigzaguearon sobre mi piel y me la
pusieron de gallina al instante. Me agarré a la barra para contener el
escalofrío que estuvo a punto de sacudirme.

Su mano dio por concluida la expedición girando en mi muslo y


colándose bajo mi short, dándome un pellizco justo en la curvatura de la
nalga.

—¿Se puede saber qué estás haciendo? —mascullé, mirándolo


acalorada.

—Creía que ya lo sabías. Soldado avisado no muere en guerra, ¿no es


eso lo que dicen? —ronroneó—. Yo nunca hablo en vano. Pero si crees
que hago más de lo que puedes soportar…, dime que pare.

Abrí la boca para decirlo inmediatamente, pero entonces él se acercó a


mí y me acorraló, apartándome de la vista de todos abriendo la puerta
de la despensa. Su nariz estuvo a mi vista un segundo, y al siguiente me
estaba rozando la línea del mentón.

—Piensa en lo que quieres de verdad. Y piénsalo muy bien, Kathleen.

—No entiendo por qué te tomas tantas molestias —jadeé—. Puedes liarte
con quien te dé la gana. Ninguna de las chicas de antes se opondría.

—No negaré que tu oposición no me parezca divertida, ni que suela ser


de los que se dan por vencidos porque odian perder el tiempo…, pero
contigo podría ser de los que se van y luego vuelven. Pero volvería con
la artillería pesada. Y si ahora no puedes respirar, no quiero imaginar
cómo te pondrías si te volviera a besar.

Me estremecí solo de pensarlo y él sonrió.

—Dime… —susurró, pegando la boca a mi oreja. Sus labios atraparon el


lóbulo y siguieron hacia arriba, calentándome con su aliento—. ¿Quieres
que pare de verdad?

Cometí el tremendo error de apartarlo de mí sin contestar, dedicándole


una mirada que, lejos de parecer irritada, expresó todos mis anhelos. Si
me tocaba, yo respondía desesperadamente. Tenía mi afirmativa y mi

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aceptación no verbal. Yo nunca le diría que me dejase en paz porque una
parte de mí no quería que lo hiciese… Y él lo sabía.

Salvo un momento en el que Liberty lo asaltó para preguntarle dónde


estaba Dristan, que esa noche salía antes y quería darle una sorpresa,
King no se separó de mí. Aprovechaba cualquier descuido para rozarme
la cadera, para besarme el hombro, la mejilla o el cuello, para
rodearme con los brazos, para susurrarme cualquier tontería al oído...
Cuando ya no podía respirar sin notar un bloqueo en el pecho y un
mareo intenso, cuando estaba paranoica, preguntándome dónde
pondría sus dedos a continuación, y peor: cuando ya estaba echando de
menos ese descaro... King pegó su pecho a mi espalda mientras
terminaba de quitar unas copas vacías. Se acopló enteramente a mí,
haciendo que sintiera los botones de su camisa, el calor de su zona
pectoral... Y un bulto.

Contuve el aliento un momento, quedándome muy quieta. Me acordé de


la noche que vino a recoger su chaqueta y mi cuerpo entró en
combustión. Él apoyó las manos en la barra, encerrándome entre sus
brazos. No pude apartarme con la excusa de tener que volver al trabajo,
porque ya no había nadie. Liberty había terminado el turno y Maddox se
había retirado para acompañarla a casa.

El corazón me latía tan rápido que parecía que estaba a punto de caer
por una pendiente.

—Kathleen, date la vuelta —susurró. No le hice caso. Recurrió a su tono


de encantador de serpientes—. Muñeca, gírate.

Tragué saliva y, sin pensar, viré sobre mis talones y lo miré. Lo que vi en
su expresión me dejó fuera de juego. Aquel hombre realmente
quería tenerme. Realmente me deseaba.

Y yo en ese momento solo podía pensar en que me hormigueaba la piel.


Me dolía tanto el estómago por refrenarme que, por un momento, pensé
que iba a devolver.

El impulso de besarlo fue tan intenso que lo aparté con las dos manos y
fui a refugiarme al baño de los empleados, donde si no metí la cabeza
bajo el chorro de agua fue porque no cabía. Me empapé el cuello, el
pecho, las mejillas… Estuve refrescándome hasta que la voz preocupada
de King me llegó desde el otro lado de la puerta.

Podría haber hecho oídos sordos y quedarme allí un rato más, pero
después de tanta provocación… Estaba llena de adrenalina. Me sentía
valiente, capaz de hacer lo que quería. Así pues, con la mano
temblorosa y el corazón a mil por hora, giré el pestillo y abrí.

Nos miramos a los ojos un segundo. Yo respiré hondo e hice el amago de


asentir con la cabeza. Él no necesitó más para entrar en el baño,
bloquear la puerta y me cogiera de la nuca para traerme hacia sí.

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Me agarré a sus tensos bíceps para no caerme mientras me obligaba a
retroceder. En el momento en que mi coxis dio contra el borde y su
lengua alcanzó la mía, inundándome con su sabor ya familiar, King me
elevó por la parte trasera de los muslos y me sentó sobre el lavabo.

Solté un gritito al mojarme el pantalón. Él lo acalló besándome más


profundamente, recorriéndome los muslos desde la rodilla con sus
manos. Mis caderas cobraron vida propia e intentaron contonearse en
su dirección. Animó ese movimiento empujándome por el trasero, hasta
que estuve pegada a su cintura.

Ni corto ni perezoso, King llevó la mano al cierre de mis vaqueros y lo


desabrochó para colar la mano. Presionó mi centro con la base de la
palma mientras sus dedos trasteaban por debajo de mi ropa interior.
Jadeé contra sus labios al sentir el roce de sus yemas. Se me encogió el
estómago de pura necesidad, clamando atención.

—Joder —escuché que mascullaba—. No sabes cuánto llevaba queriendo


tocarte aquí. He soñado con esto, Kathleen.

Le rodeé el cuello con los brazos para acercarlo a mí y lo besé para


callarlo. Mi lado racional no necesitaba que le dedicaran palabras
bonitas. Lo bueno era que mi otro lado romántico, ese difícilmente
desdeñable rincón subjetivo de mi mente, tampoco se habría dado
cuenta de lo que decía porque estaba muy ocupado derritiéndose.

King fue tentándome con los dedos, haciéndome cosquillas al rozarme


las ingles sin querer. No estaba siendo Kathleen, porque Kathleen no se
retorcía, ni murmuraba cosas sin sentido, ni le clavaba las uñas en la
espalda a un hombre al que miraba como si fuera de otro mundo. Pero a
Kathleen tampoco la miraban como si fuera un sueño hecho realidad, ni
la tocaban con la impotencia de haber tardado tanto en hacerlo...

Dejó de investigar y acariciar los pliegues superficiales para introducir


dos dedos. Automáticamente me olvidé de mis pensamientos y me puse
tensa. Él también lo hizo al notar que no podía avanzar a pesar de no
haber estado tan excitada en mi vida, y que yo no daba de mí misma por
culpa del dolor.

—Muñeca —susurró, pegando los labios a mi oreja. Ese roce tan


electrizante incendió mis venas y me hizo apretar los muslos,
comprimiendo su mano traviesa—. ¿Cuánto llevas sin sexo?

Me pasé la lengua por los labios y lo miré a los ojos. En la fracción de


segundo que tardé en parpadear me hice mil preguntas: la más
importante fue si quería contestar a eso, si debía hacerlo.

Era necesario si quería que me tocase.

¿Lo quería? ¿Era imprescindible...?

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Tenía claro que no, pero entonces sostuve su mirada embriagada por la
situación y mi cuerpo recibió un latigazo de deseo a modo de castigo
por haber pensado lo contrario.

Estaba convencida de que ponernos a hablar en ese momento acabaría


enfriándome, pero tuvo el efecto contrario, porque no me soltó, sino que
afianzó la mano en mi cadera y sus dedos siguieron proyectando su
destreza bordeando mi hendidura.

—Mu... cho tiempo.

—¿Cuánto? —Solo se escuchó mi débil jadeo al sentir su lengua en el


lateral del cuello—. Dímelo, Kathleen.

Eché la cabeza hacia atrás para facilitarle el acceso y hacer que se


olvidara de la pregunta, pero no lo conseguí, porque King me cogió de
la mandíbula y me obligó a mirarlo con un tirón suave. Despegué los
labios para contestar, y en su lugar se me escapó un gemido de sorpresa
al sentir un dedo indagando dentro de mí. El roce de su pulgar sobre el
clítoris provocó unas cosquillas irresistibles que se extendieron por todo
mi cuerpo.

—Kathleen.

—Casi tres años —solté de carrerilla. Quise apartar la mirada para


evitar el prejuicio que llevaba proyectando sobre mí desde que me
conoció, pero no vi por ninguna parte que me estuviera juzgando—. Soy
una frígida, como tú decías.

Dejé de hablar cuando esa mano que me sostenía se metió bajo el polo y
trasteó en mi espalda, desabrochándome el sujetador con una sola
mano. Aquello podría haberme hecho reír si su mirada no fuera
solemne. Su enorme palma cubrió uno de mis pechos bajo la ropa. Su
calor casi me hizo cerrar los ojos.

—No eres ninguna frígida —habló, pegado a mí. Como movimiento


involuntario, entreabrí la boca. Él aceptó mi tímido ofrecimiento
succionándome el inferior y tirando de él—. Solo estabas esperando al
hombre correcto... Al momento correcto... Ninguna insensible se
pondría así con un par de besos. —Introdujo aún más el dedo, haciendo
que me revolviese y apretase las pantorrillas contra su trasero—.
Joder... Realmente estás deseando que te folle, ¿no es así? Quiero oírtelo
decir.

Apreté los labios para no gimotear —o peor, cumplir su orden— y dejé


de abrazarlo para apoyar las manos a mi espalda. Él, a modo de
respuesta, pegó su torso a mi pecho y me pellizcó el pezón, que
enseguida se convirtió en otra zona erógena activa.

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Lo último que vi antes de que me besara hasta con los dientes, fue su
sonrisa ladina.

—Kathleen... Quiero que lo digas.

—Eres un prepotente de mierda.

—Pero quieres a este prepotente de mierda entre tus piernas —escuché


en mi oído, con una voz tan visceral que conectó directamente con el
nudo de mis tripas—. Dilo. Lo merezco después de lo mal que me has
tratado estos días…

—Vete al infierno, King Kong.

King se rio contra mi mejilla. Sentí el afilado borde de sus dientes en mi


piel. Su aliento calentó mi rostro con cada carcajada. Fue un sonido tan
especial, en un momento tan íntimo, que se me contrajeron todos los
músculos, impulsándome a estirarme, a cerrar los ojos y rendirme a él.

Pronto reconocí esa sensación como el precedente al orgasmo, unido a


una tensión mental que derivó a la locura de acabar gimoteando:

—Sí, maldita sea. Quiero que me folles. ¿Contento?

Como toda contestación, King me cogió de la mandíbula y se aseguró de


que lo miraba a los ojos un momento antes de besarme muy despacio,
queriendo hacerme consciente de hasta qué punto estaba contento. Lo
estaba tanto, que llevó ese beso al infinito. Lo alargó tanto que sentí que
iba a desfallecer, que como no me soltara, me moriría... Y si lo hacía, me
moriría igualmente.

Abrí la boca para coger aire, pero el orgasmo me lo arrebató antes.


Una fuerza desempolvó todo lo que estaba mal en mí, todo lo que había
contenido, y envió un estremecimiento de la cabeza a los pies. Grité algo
ininteligible y perdí el equilibrio para volver a aferrarme a él enseguida.

—Lo estaré el día en que lo haga... —musitó pegado a mis labios. Me dio
la sensación de que no soportaba la idea de alejarse de mí, aunque solo
fuera para respirar. Yo tampoco quería hacerlo, por eso me dolió que se
fuese apartando lentamente—, pero ese día no va a ser hoy. Tenemos
que disfrutarlo los dos, muñeca, y follarte en un baño sin estar
preparada solo te hará daño.

Abrí los ojos como platos, sorprendida. Desorientada.

¿A qué venía eso? Cualquier otro hombre me habría bajado el pantalón


bajo esas circunstancias. Y bajo cualquiera, en realidad. Cualquier otro
hombre habría ignorado mi bienestar físico o emocional, el lugar, la
hora, mis sentimientos... Él me habría hecho tener sexo, aunque hubiera

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estado una década sin un hombre, aunque no hubiera querido, aunque
no me hubiese encontrado bien.

No miré a King mientras pensaba en todo eso. Me recompuse como


pude, con la cabeza hecha un lío y las piernas temblorosas, me aclaré la
garganta y lo empujé por el pecho para intentar salir del baño.

King no me dejó en un principio, con sus «muñeca, ¿qué pasa?», «¿te


has mosqueado?», «esto es por tu bien. Si por mí fuera...»; por eso tuve
que tomar medidas y escabullirme bajo su brazo para respirar aire
fresco.

Tragué saliva varias veces antes de encerrarme otra vez, como siempre,
intentando ponerme a salvo de lo que me perseguía. Apoyé la espalda
contra la pared de la sala de descanso y traté de acompasar mi
respiración. «Ese día no va a ser hoy». No sonaba nada a «No te quejes,
sabes que te va a gustar».

Cerré los ojos y traté de apartar esos pensamientos. Pero no es que


estuvieran en mi mente; es que formaban mi mente. Estaban pegados a
mi piel. No era un recuerdo porque los tenía presentes. Y de eso no se
podía huir.

Me senté en la cama, aún sudorosa y temblando. No debería haberme


ido así. Era verdad que no era el momento de acostarnos, pero… Me
miré las manos y pensé en escribirle un mensaje. Me temblaban
demasiado para acertar a tocar determinadas teclas.

La lejanía de King tuvo su efecto sobre mí. Poco a poco, esa excitación
se fue evaporando, y en su lugar me invadió el pánico por lo que había
estado a punto de hacer. Llevaba tres años sin dejar que nadie me
tocara, ¿y ahora dejaba que lo hiciese un tipo con los antecedentes de
King, para el que solo sería… un coño al que recurrir de vez en cuando?

La puerta se abrió y un Maddox de ceño fruncido asomó la cabeza.


Nada más intercambiar una mirada conmigo, lo supo. Avanzó hacia mí y
se puso de rodillas para mirarme.

—¿Has acompañado a Libby?

—De ahí vengo —respondió con prudencia. Examinó mi rostro con


preocupación—. Lo siento, K. No sabía que te pondrías así. Si lo hubiera
imaginado, le habría mandado a su puta casa.

Fui a responder que debería haberlo hecho, que King tendría que
mantener distancias, que necesitaba que me dejasen en paz, pero
llevaba así demasiado tiempo y por fin… Por fin quería a alguien cerca
de mí.

—No es eso.

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—¿Entonces?

—Es solo que... —Sacudí la cabeza, nerviosa—. No tiene sentido.


Debería sentirme bien, pero no… No puedo. Él no debería…

Mi voz se apagó.

—No creo que esté preparada para que me traten bien —musité—,
¿entiendes?

Maddox tomó una de mis manos y se la llevó a los labios. Me sonrió con
ternura.

—Claro que lo estás, nena. Nadie te ha tratado mal desde que volviste;
la única que lo hace últimamente… eres tú misma. Deja que la gente te
cuide. Déjanos —corrigió.

Encogida de emoción, lo abracé. Él no tardó en corresponderme.

—Para eso tendría que dejar de estar a la defensiva, y… No sé cómo


hacerlo. No lo sé, Dox.

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QUERER ES PODER

Ya no había vuelta atrás. 

Lo supe al día siguiente de encerrarme en un baño con King: cambió las


visitas inesperadas por mensajitos. Y toda aquella que tuvo una buena
adolescencia, debería saber lo que significaban los SMS. El tipo estaba
interesado de veras.

King: Voy a verte cuando salgas. xx

La friolera que me daba cuando veía esos besos figurados en los textos
rozaba lo surrealista. Esa imaginación que me había abandonado y que
pensé que no recuperaría jamás, había vuelto. No en el sentido en que
yo quería —para ayudarme a escribir de nuevo—: ahora mi lado
fantasioso se dedicaba a reflexionar sobre cómo se las apañaría para
robarme esos besos textuales. 

Y, realmente... ¿Podría hacerlo? ¿Podría resistirme mucho más tiempo?


Porque Kathleen Priest tenía una idea muy firme, y su mente enferma
otra muy diferente.

Kathleen: Eso no parece una petición.

King: Yo soy más de amenazas, muñeca. ¿Aún no te has dado cuenta?

Kathleen: Pues según se dice, con amenazas no se consigue nada.

King: A lo largo de la historia, los grandes reyes y conquistadores han


tenido lo que han querido a través de ellas.

Kathleen: Genial. ¿Vas a pedirme que empiece a llamarte Carlomagno?

King: Claro que no, no me imagino llamándote a ti «la Europa del siglo


VIII».

Enseguida recibí otro mensaje.

King: Te esperaré cuando salgas, te llevaré a casa y te enseñaré cómo


pongo el pecado en el mundo. x

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Agradecí que no anduviera cerca en el momento en que suspiré, porque
ese suspiro no tenía nada que ver con la resignación.

Me ilusionaba. Me aterraba, como a cualquiera que estuviese ante lo


desconocido, pero también me sentía irremediablemente atraída. No
podía recordar la última vez que alguien vino a recogerme para
llevarme a casa, o se hubiera propuesto tratarme bien.

No iba a fingir más que me molestaba su tenacidad. Lo que estaba, era


ansiosa y preocupada como una virgen. Acabaría pasando. Era un
hecho. Ni siquiera pensaba en Sheila ya, porque él nunca la había
mirado como a mí… Y eso, por el momento, era suficiente para
tranquilizarme. También pretendía convencerme de que King no me
interesaba para nada más que una noche, y dejar que me llevase a la
cama teniendo novia sería una señal clara. Me daba igual ser la
segunda porque no quería ser la primera: a eso me refería. Aunque en el
fondo, y no tan en el fondo, no era así.

Esa noche llegué al Rocky Blues preguntándome quién se merecía que


tomara sus horas extra. Quizá, si me quedaba trabajando hasta muy
tarde, King se cansaba de esperar y se iba a casa... 

...O no. 

Seguía siendo King Sawyer, y yo seguía estando lo suficientemente


desequilibrada como para no terminar de decidir si quería o no quería
apartarlo.

Agobiada, entré en la sala de descanso para cambiarme. Allí me


encontré con Maddox y Libby, y no bromeando como de costumbre.
Supe que algo iba mal cuando la vi sentada con la cabeza gacha. Él le
susurraba algo que no alcanzaba a entender, de rodillas frente a ella. 

—¿Qué ocurre? —alcancé a preguntar—. ¿Libby?

Liberty levantó la cabeza y me miró. Tenía los ojos enrojecidos y surcos


en las mejillas de haber llorado hasta quedarse dormida. Enseguida me
puse en guardia, olvidé lo que me preocupaba y me acerqué. Intenté
intercambiar una mirada con él, pero no apartó la suya de la chica, que
arrancaba a llorar de nuevo.

—¿Es tu madre? —pregunté en voz baja. Estaba enferma y la mayor


parte de los días que faltaba al trabajo, era porque debía quedarse
cuidándola. Lo descarté en cuanto ella negó con la cabeza—.
¿Entonces?

—Es una t-tontería. —Trataba de secarse las lágrimas, pero no era lo


bastante rápida para frenarlas todas—. Sabía que acabaría p-pasando.
Debería haberlo visto, o sospechado o...

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—A ver. Lo primero, trata de tranquilizarte. Y lo segundo… No es
ninguna tontería si te ha puesto así. —Miré a Maddox—. ¿Tú lo sabes?

Él asintió sin despegar la mirada de ella. Liberty soltó una carcajada sin
vida que me puso el vello de punta.

—Solo he sido una estúpida… una vez más. Aún no aprendo que no hay
nadie en este mundo capaz de quererme. Ni siquiera respetarme, en este
caso.

—Pero ¿qué dices? ¿De dónde sacas eso? —Desesperada porque no


decía nada, me senté a su lado y le palmeé el muslo—. Libby, venga.
Háblame.

Ella negó con la cabeza de nuevo. Tardó en ordenar sus ideas.

—Anoche le pregunté a King por Dristan, porque estaba muy... No me


llamaba, decía que estaba muy ocupado, y... —Su cara se contrajo en
una mueca de dolor, a lo que siguieron más lágrimas—. Yo me lo creí.
He estado pensando de veras que tenía cosas importantes que hacer, o
que... Él lleva una empresa —intentó explicarse, mirándome en busca de
comprensión—. Lo normal es no tener mucho tiempo libre.

—Claro que sí —asentí enseguida. Le estreché la mano—. ¿Y qué ha


pasado?

Liberty agachó la barbilla.

—King me dijo ayer que podía encontrar a Dristan en un pub con... con
sus amigos. —Despegué los labios para intervenir, pero ella me cortó
enseguida—. Ya sé que todos me decís que no debo estar encima de los
hombres, y que tengo que dejarlos hacer su vida, esperar que me
busquen, hacerme de rogar... Lo sé muy bien, siempre intento ceñirme a
ese patrón de cosas que no hacer, cosas que sí hacer... Pero es que lo
echaba de m-menos. —Se le escapó un puchero—. Así que me salté esa
regla y cuando fui... Tenía... Él... Estaba... Y-yo...

—Había una tía sentada en su regazo —concluyó Maddox, mirándome.


Fue sorprendente el equilibrio entre sus ojos, que echaban chispas, y su
tono modulado al hablar para aparentar calma.

Miré a Liberty horrorizada.

—¿Qué hiciste? Lo dejaste, ¿no? O al menos te fuiste. —Liberty me


devolvió una mirada cargada de humillación—. Oh, joder, Libby.

—Necesitaba una explicación —se defendió, mirándose las manos—.


Soy... Soy una persona... que necesita entender las cosas, por qué la
gente se porta así, o... Y quería que me dijera... Si era mi culpa, o si... Yo
no me quería sentir culpable para siempre, ¿entiendes?

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Se mordió el labio para no romper a llorar de nuevo, pero fue
inevitable.

—Él ni siquiera apartó a la... No la apartó de sus muslos mientras


hablaba conmigo. Me sentí tan... estúpida e insignificante. Pero debería
haberlo visto venir. Los hombres guapos nunca... nunca se fijan en mí.
No valgo la pena. No sé cómo se me ocurrió...

—Eh, deja de echarte la culpa —corté—. Tienes que aprender de una vez
por todas que, si un hombre te engaña, es porque él no vale la pena. Ni
merece tu tiempo, ni tus lágrimas, ni tus pensamientos. No puedes
machacarte a ti misma cada vez que alguien te deja o te cambia. No es
justo para ti...

Liberty ni siquiera asentía, como las otras múltiples ocasiones en las


que había aparecido llorando porque le habían vuelto a romper el
corazón. Normalmente me escuchaba, tomaba mis consejos, me daba
las gracias y pronto volvía a la normalidad, pero ahora... Estaba fuera
de sí. No le importaba.

—Si hubiera sido la primera vez, o la segunda... Te diría que tienes


razón. Pero no es verdad. P-por pura estadística, soy yo el problema. Es
el quinto que me hace esto. El quinto —recalcó, con los ojos inundados
—. Hay algo muy malo en mí.

Sonó tan segura que parecía haber dicho algo tan cierto como que la
Tierra era redonda, y eso me asustó tanto que casi se me contagió el
llanto.

—Algo ho... Horrible e imperdonable —continuó—. O a lo mejor solo soy


la chica a la que follarse y luego mandar a casa. Brian ni siquiera me
dejaba dormir en su cama, no me llevaba a su casa jamás, y Liam
siempre me decía que solo era un buen culo. Los demás no lo han dicho,
pero lo han demostrado. Y tienen razón. Tienen que tener razón, porque
todo el mundo me deja… más temprano que tarde. Lo único que quieren
de mí es un polvo, y como saben que lo que necesito para caer son
palabras bonitas, me hacen creer que valgo la pena y luego... Luego...

Tragó saliva.

—Pero ya está... No pasa n-nada. Supongo que es cierto eso que se dice,
de que hay mujeres que te alegran la piel y otras que te calientan el
alma, y yo solo soy… de las primeras. Un apaño temporal e
intrascendente.

No pudo seguir hablando. La pena la atacó a traición y cada vez que


intentó retomar el hilo se le atascó la garganta. Solo entendía palabras
sueltas por los hipidos. Al final se rindió del todo, encorvando la espalda
y cubriéndose la cara con las manos.

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Yo no sabía qué hacer. Jamás había visto llorar a alguien de esa manera,
completamente destrozado… Excepto a mí misma. Por eso casi me
rompí con ella, porque sabía lo que era estar herido en el único lugar
donde no se podían poner tiritas. Liberty tenía el corazón partido, pero
no porque Dristan la hubiera engañado y despachado. Había muchas
otras cosas detrás de eso. Inseguridad, baja autoestima, desconfianza…
Y eso ya no era un problema externo. Era algo que formaba parte de sí
misma.

Agradecí que Maddox estuviera allí, porque no se me ocurrió manera de


consolarla. Él se sentó a su lado, en silencio en un principio, y la cogió
en brazos con un cuidado reverencial. Liberty, tan deshecha en lágrimas
que nadie se atrevía a decir nada, lo abrazó con fuerza y escondió esa
humillación que solo existía en su cabeza hundiendo la nariz en su
cuello.

Maddox solo aumentó mi impotencia al hablarle con candidez.

—No está hecha la miel para la boca del asno. Todos esos tíos te tienen
miedo. Saben que no están a la altura del amor que les das y se asustan.
—Hizo una pausa, cabreado por no saber qué hacer. Me miró tan
preocupado que por un momento pensé que iba a llorar él también—.
Vamos, bichejo. ¿Quién no iba a quererte a ti?

Me levanté con un nudo en la garganta, sabiendo perfectamente


quien no la quería, y peor aún, quien sí lo hacía. Esa era una de las
grandes injusticias del mundo. Sufríamos por quien no merecía la pena
hacerlo, cuando había una persona en nuestro entorno que estaba
dispuesta a hacernos la vida sencilla.

Después de un pequeño discurso contradiciéndola, tratando de


consolarla, Liberty despegó los labios e hizo el esfuerzo de hilar algunas
palabras seguidas, todas llenas de odio hacia sí misma.

—Son las ocho y media —interrumpí, incapaz de seguir escuchando todo


eso—, pero creo que entre la nueva y yo nos podemos apañar. Quédate
con ella hasta que se tranquilice... Y luego súbela a un taxi. No puede
trabajar así, y ha acumulado horas de sobra para tomarse un descanso.
No la dejes sola hasta que deje de llorar.

Libby no me escuchaba, pero es que no habría escuchado a nadie en ese


estado.

—Eh. —La retuve antes de que salieran—. Tienes tres días para
mejorarte. Uno para llorar, otro para llegar a conclusiones que te
favorezcan, y un tercero para comprarte un vestido bonito. El sábado
iré a recogerte e iremos a bailar, ¿de acuerdo?

Liberty se mordió el labio.

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—En tres días no creo que haya llorado todo lo que necesito.

—Sé que es muy tentador lamerse las heridas, pero no van a curarse
nunca si les metes el dedo. El sábado nos veremos —insistí—. Si no estás
lista, tendré que agarrarte del brazo.

 Le lancé una mirada a Maddox, asegurándome de contar con su


respaldo. Él asintió, aunque no muy convencido. Ninguno lo estaba.
Reponerse le llevaría más de lo normal. Liberty era alegre por
naturaleza, e incluso siendo protagonista de auténticas desventuras, la
contrariedad se le pasaba pronto y a los diez minutos estaba riéndose.
Pero Dristan le había dado fuerte. Demasiado fuerte.

Tener aquello en mente mientras ocupaba mi puesto, me puso de tan mal


humor que no pude pensar en otra cosa. Liberty era enamoradiza,
amable y feliz, y la gente tendía a confundir todas esas virtudes con ser
imbécil. Eran pocos los que no se aprovechaban de eso para hacerle
daño. Quizá ella perdonase a esos desgraciados culpándose a sí misma,
pero yo no pensaba olvidar los nombres de los que la habían herido. Los
que la habían engañado. Los que la habían convencido de que no valía
nada. Ese tipo de cosas las sentía muy personales, y no solo porque se
tratase de alguien a quien quería. Si yo había tenido la desgracia de
pasar por situaciones parecidas, esperaba emplear ahora mi
experiencia y conocimiento para ayudar a los demás.

—Kathleen —me llamó el jefe, como siempre dando vueltas para ver si
todo marchaba correctamente—. ¿Estáis Fiona y tú solas? ¿Dónde
puñetas se han metido los otros dos?

El señor Brennan era un tipo alto que emanaba autoridad. Su gran


atractivo físico eran los penetrantes ojos oscuros. Llevaba escrita la
palabra «americano» en la frente. La ambición constituía su vida entera
y el traje parecía su segunda piel.

—Liberty no se encuentra bien y Maddox está con ella. —Como era


lógico, eso no le convenció. Por eso añadí—: Escuche, es una urgencia.
No creo que pase nada. No hay nadie a estas horas y ambos han echado
suficientes horas extra para permitirse una noche en casa.

Lo bueno de no hablar de urgencias con frecuencia —no como Maddox


— era que el jefe te tomaba en serio cuando lo mencionabas. Brennan
era duro, pero transigía cuando era necesario y no hacía preguntas. Fue
uno de esos casos. Sin pedir explicaciones, asintió.

—¿Os manejaréis bien Fiona y tú solas, o llamo a Red?

Habría sonreído divertida si hubiera estado de ánimos. 

Raeghan había trabajado durante nueve meses en Rock & Blues. Se


quedaba muchas noches fuera de su horario y había hecho tareas que

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no le correspondían, como ayudar a los transportistas o pagar a
proveedores. Pese a eso, Brennan no se había molestado en aprenderse
su nombre. También, quizá, porque Rae no se había molestado en
corregirlo cuando se había dirigido a ella de esa manera. Era de las que
preferían farfullar insultos por lo bajo y hacer cortes de mangas en
cuanto se daba la vuelta.

—Por el momento podemos solas, pero parece que será una noche
larga, así que sería mejor que la llamara.

Brennan no alargó la conversación y desapareció en su despacho. Al


cabo de media hora de reloj, cuando ya no daba abasto, Raeghan hizo
su magnífica aparición con el ceño fruncido y mirando el reloj de
pulsera. 

No se molestó en encerrarse en el baño o en la sala de descanso para


ponerse el polo: se sacó la camiseta detrás de la barra y se cambió bajo
la atenta mirada de un par de borrachos. Esos fueron los únicos que la
vieron, porque era tan pequeña que no habría llamado la atención ni
siquiera con aquel pelo verde que llevaba recogido en una coleta.

—¿Es una broma? —farfulló, mirándome perpleja. Ante mi ceja alzada,


hizo un gesto que abarcaba toda la sala—. Podría haber despachado a
toda esta gente yo sola. Yo sola, Kathleen, y aquí estabais dos. ¿Por qué
le has dicho que me haga venir?

—Porque en un rato, esto se va a llenar. Y no te viene mal cobrar por


horas, ¿a qué no? Sale más rentable que teniendo el sueldo mensual, al
menos en el Rock & Blues. Y yo también me alegro de verte, por cierto.

Raeghan tenía unos cuantos piercings repartidos por la cara, mirada


gatuna y el pelo hecho polvo de los tintes que llevaba echándose desde
los quince. A pesar de su siempre tono molesto y sus expresivas muecas
desdeñosas, era divertida y le tenía muchísimo cariño, aun habiendo
pasado muy poco tiempo juntas. Sabía meterse en sus asuntos y nunca
molestaba con preguntas impertinentes.

—¿Qué ha pasado con Maddox y Libby? —preguntó, mirándome de


reojo—. Ellos trabajan aquí todas las noches, menos un par de días.

Aquello trajo a mi mente de nuevo la situación de Liberty. Aprovechando


que no podría estar de peor humor ni relatándolo de nuevo, le conté la
historia con brevedad. Y me di cuenta de que me había equivocado,
porque sí que podía empeorar. Una suerte que estuviera allí Raeghan
para despotricar conmigo.

Las horas pasaron rápido, en parte gracias a la charla con Rae y los
comentarios que le soltaba a todo el que se atrevía a ponerle una mano
encima. Sobre las dos de la madrugada terminé el turno, molida
físicamente y hecha polvo en el resto de los sentidos. Solo quería llegar

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a mi casa, tumbarme en la cama y llorar porque el mundo era injusto.
Había días que era mejor no levantarse.

Claro que las cosas habían cambiado, y en este caso, me encontré a


King esperándome fuera del pub. El lugar y el interés del susodicho no
era lo único distinto desde que tenía quince años, porque en vez de
alegrarme de verlo, terminé por explotar. 

Cuando ese King sonriente que me sacaba de quicio se acercó a mí, no


me lo pensé dos veces y le di un empujón por el pecho.

—Un
buen amigo, ¿no? —le solté, con la cara descompuesta por la rabia—.
Un buen amigo que sería buen novio, dijiste. Y que la chica le gusta. —
Me reí sin humor, envenenada—. Así es como os lo montáis ahora los
ligones, aunando fuerzas para tener a las mujeres contentas sin levantar
sospechas hasta que las engañáis. Debería haberlo sabido. La palabra
de un tío que traiciona a su novia porque otra lo pone cachondo no vale
nada.

King se me quedó mirando como si no me entendiera. Al margen de su


confusión, era evidente que confiaba en su capacidad de sobrellevar la
situación. Podía estar desorientado, pero también muy tranquilo.

—Si me explicaras las cosas por el principio en lugar de empezar por el


final, quizá...

—Dristan —corté, queriendo irme de allí lo más rápido posible—. Dijiste


que Dristan era de fiar, y resulta que le va el juego a dos bandas. Justo
como a ti… ¡Qué sorpresa! Supongo que ese tal Brayden del otro día
también estará orgulloso de hazañas similares. Os habéis juntado todos
los salidos de la ciudad porque teníais propósitos comunes, ¿no? Si
fuerais un poquito más jóvenes a lo mejor hasta apuntabais vuestras
conquistas en un libro, como en Riverdale.

King arqueó una ceja.

—¿Qué es Riverdale? ¿La serie adolescente? No sabía que te gustaran


esas cosas.

—Y ahora te sales por la tangente para no dar la cara. ¿Qué ganabas


vendiéndome a Dristan como una buena persona, eh? —le increpé,
desesperada—. No iba a caer en tu cama antes porque me asegurases la
relación entre mi amiga y el tuyo.

—Kathleen, escucha. No lo sabía.

—Sí, claro que no…

—Lo juro. —Levantó las manos—. Es un buen amigo mío, sí, pero eso no
significa que sepa cómo trata a sus parejas o cómo se maneja en una

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relación. Me preguntaste si se podía confiar en él y yo dije que sí,
porque puedo hacerlo.

—¿Me estás diciendo que no sabes cómo trata un muy buen amigo tuyo
a las mujeres? Salís juntos, King. Habéis venido cientos de veces al Rock
& Blues junto. ¡Hasta le dijiste a Libby dónde podría encontrar a
Dristan! Sabías lo que estaba haciendo con esa otra mujer, y la enviaste
para que lo viese…

—¿Cómo? Muñeca, creo que te estás poniendo un poco paranoica.

Me tensé de golpe.

—En serio —insistió, aún con una postura defensiva—. Sabía que
Dristan estaría por allí porque me lo dijo. ¿Qué iba a saber yo que
estaría con otra? Me parece ilógico que pagues conmigo lo que le han
hecho a Liberty. Te aseguro que te hablé de corazón cuando me
preguntaste.

Desvié la mirada. Tenía su parte de razón, pero me costaba encajar que


no estuviese tan indignado como yo. Claro, para él debía ser
insignificante todo lo relacionado con poner los cuernos.

—Me largo —musité.

Intenté esquivarlo y doblar la calle, pero King no me lo permitió. Me


puso una mano en el hombro de manera contundente, aunque no con
brusquedad ni para hacerme daño. Aun así, reaccioné mal, dándole un
manotazo y apartándome con la misma rapidez con la que mi corazón
latía.

—He dicho que me largo —repetí entre dientes—. Si quiero irme es


porque me quiero ir, no porque quiera que me retengas y me convenzas,
¿entiendes? Y si te digo que no...

—Kathleen, puedo encajar una negativa —cortó, quitando la mano de mi


hombro—. Puedes irte si quieres, pero creo que esto es injusto. De
hecho, me suena bastante a excusa.

» Si necesitas una para enfadarte conmigo y así mantenerme alejado…,


deja que te diga que puedes decirlo abiertamente. Ahora bien: si hay
algún problema ajeno a mí o necesitas ayuda...

Aquello me puso más a la defensiva.

—No necesito ayuda —ladré, tensa—. El problema es que no confío en ti.


No pretendo acostarme con un tío que me mentirá a la cara, estará
trapicheando con otras a mis espaldas, o...

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—Yo no te he mentido a la cara nunca. Ni a ti, ni a Sheila. Puedo ser
promiscuo, pero no un mentiroso. Son dos pecados diferentes.

—No me importa. Y no es ninguna excusa para enfadarme, porque, de


todas formas, yo iba a… Lo de ayer… Tú… —Me recompuse cogiendo
una gran bocanada de aire—. Me voy a sentir mal si vuelves a
tocarme…

—…estando con Sheila —completó él—. No hace falta que lo repitas, ya


sé que…

—No, no lo sabes. No lo entiendes. Yo no quiero ser… —Me mordí el


labio—. Mira, no estoy preparada para tener nada con alguien que sale
simultáneamente con otra persona. Aún estoy gestionando algunas
cosas… relacionadas con eso. Salía con alguien para quien era la otra y
no voy a pasar por ahí otra vez. Si me meto en la cama contigo voy a
estar pensando en eso.

Eso no era lo que tenía planeado, pero sí lo justo, lo que se correspondía


con mis sentimientos. Había decidido que me metiese en un baño con él
porque estaba caliente y no pensaba. Tampoco pude hacerlo con el
recuerdo vívido y sus mensajes subidos de tono. Pero en cuanto me senté
a meditarlo… Yo no podía. Era tensar la cuerda demasiado.

La expresión de King se suavizó tanto que me arrepentí de haberlo


dicho. No quería compasión, quería comprensión. Eran dos cosas muy
diferentes, aunque pocos supieran diferenciarlas.

—En mi caso no sería como una infidelidad.

—No importa que no lo sea, yo lo siento así de todas formas. Lo siento


sucio y retorcido…

—Ya no estoy con ella.

Levanté la barbilla de golpe. Sus ojos brillaban tanto que deslumbraban.

Me costó seguir hablando. El alivio y el pánico unieron sus fuerzas para


tirarme abajo. Iba a sufrir otro cambio de humor en la noche.

—Vamos a enfocarlo de otra forma —siguió hablando. Dio un paso hacia


delante y me tendió una mano—. Dime qué quieres de mí. Yo he sido muy
claro en ese aspecto y no me importa repetirlo, pero no tiene ningún
sentido, ni ningún futuro, si tú no me hablas con claridad sobre lo que
quieres.

—Solo quería que estuvieras soltero —musité.

—No es cierto. Te acabo de decir que lo estoy y has puesto cara de


pánico.

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Odié que le resultase tan fácil leerme. No supe lo que responder durante
un rato. Esperaba una discusión plagada de gritos, recriminaciones
incluso. Esperaba que King se diera la vuelta, desesperado, y me
mandara al carajo por indecisa y… frígida. Pero no fue así. Había un
hombre interesado en saber qué necesitaba y cómo podía dármelo.

—Solo porque me ha sorprendido. Dijiste que no la ibas a dejar. Que era


una cuestión de orgullo.

—No me avergüenza tragármelo cuando es necesario. Y, después de


ponderar, me di cuenta de que una noche contigo podría valer más que
cualquier cosa que tenga.

King dio otro paso hacia delante, pero yo retrocedí enseguida, tan
contrariada que no sabía a dónde mirar. Era difícil afrontar una
situación que no había vivido antes, o de la que no recordaba cómo
salir. Había estado defendiendo lo que yo quería con absoluta
indecisión, porque ni siquiera estaba segura de que eso importara.
Nunca fue ni remotamente relevante, ¿por qué iba a serlo ahora?

—¿Quieres estar conmigo? —preguntó él, dándome ese espacio—.


¿Quieres que te prometa exclusividad? ¿Necesitas saber que estás en
una relación segura para tener sexo?

—No. No, no —repetí, acongojada solo por la posibilidad.


Definitivamente no necesitaba comprometerme con un hombre. Ni con
nadie, ni con nada—. No confío en ti, eso es todo. La confianza es la
base de cualquier relación —dije, muy segura. Era lo que había
aprendido—, incluso si no es una relación real y solo sexo ocasional.

—No quiero sentir nada por un hombre al que podría encontrarme en


un bar con otra mujer encima, con el que estaría fantaseando en casa
mientras él le hace arrumacos a su novia en un cine… No importa si
solo siento lujuria o deseo sexual. No podría oler otro perfume en tu
camisa.

La sola idea de pasar de nuevo por algo así me dio ganas de llorar.

—Entonces quieres exclusividad —zanjó.

No sabía si era cosa mía o de verdad fue así, pero me pareció que lo
pronunciaba con acritud. Clavé la vista a mis zapatos un momento,
avergonzada por haberle pedido algo así. Darme cuenta de que no sabía
dónde estaba de pies, dónde quería estar o a dónde me llevarían mis
decisiones me hizo experimentar un vértigo que casi derivó en un ataque
de ansiedad.

—Kathleen —susurró él. Se acercó tan despacio que no me dio tiempo a


huir. Sus dedos me acariciaron la barbilla y me la levantaron. Su mirada

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fue más comprensiva y decidida que azul—. Solo responde una cosa.
¿Me deseas?

Inspiré profundamente. Así fue como logré mantener la compostura,


darle una patada a la inquietud y relajarme un poco, todo de la mano de
esa tranquilidad que ofrecía King.

—Sí —contesté con voz queda.

—¿Lo suficiente para arriesgarte?

Eso era más complicado.

—Reformularé: ¿me deseas más de lo que el miedo te frena?

Asentí dubitativa, y luego volví a asentir más segura.

—¿Me quieres solo para ti?

Intenté devolver la vista al suelo, pero no me dejó.

—Sé la respuesta a esa pregunta. Me la has respondido muchísimas


veces. Pero quiero oírtelo decir, y quiero que me digas por qué te cuesta
tanto admitirlo.

—Porque no quiero que pienses que tiene que ver con que… siento algo
por ti.

—Claro que sientes algo por mí, igual que yo lo siento por ti. Por eso te
estoy pidiendo que pongas las reglas. Yo las acataré —prometió,
mirándome con toda esa sinceridad que pesaba más que él—. ¿Quieres
salir conmigo? Saldrás conmigo. ¿Quieres sexo ocasional? Tendrás sexo
ocasional. Solo dime qué quieres que haga —habló muy despacio—, y yo
lo haré.

Me pasé un buen rato buscándole la trampa. No podía ser tan fácil


como eso, dentro de que no era sencillo de por sí en absoluto. Si las
reglas tenía que ponerlas yo, debía pensar en lo que no aceptaría... Y en
lo que sí, donde residía el problema. Sería capaz de aceptar cualquier
cosa, en realidad. La noche anterior podríamos habernos acostado
juntos. Si no ocurrió, fue porque él no quiso. Ya podría haberme tenido.
Mis exigencias no eran más que… tonterías.

Yo no sabía imponerme. Lo único que sabía era que quería


comportarme como una mujer corriente, que no debía darle motivos a
King para pensar lo que venía pensando un tiempo, y que necesitaba
pasar página.

Pasar página ya.

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—¿Me dejarás si te digo que me dejes? —balbuceé.

—Lo haré. Pero solo si me lo dices tú —especificó—, no tu miedo.

—Estoy más hecha de miedo que de mí misma —confesé con un hilo de


voz.

—Lo sé. Y, aun así, te vemos de vez en cuando. Así de fuerte debes de
ser, capaz de brillar en la oscuridad.

King se inclinó para besarme en los labios. Iba a ser un simple sello, una
ofrenda de paz temporal, pero las chispas saltaron en cuanto entró en
contacto conmigo y acabó invadiendo mi boca. Lo hizo muy despacio,
como si quisiera escribir su nombre con la lengua. Me acarició la
barbilla, las mejillas y el pelo con los dedos hasta que me relajé entre
sus brazos.

—¿Quieres que te deje?

—Lo preguntas después de besarme, cuando sabes que no me puedo


negar.

Él se rio suavemente.

—Puedo preguntártelo mañana.

—No —murmuré.

—¿No hace falta que te lo pregunte mañana, o no quieres que te deje?

—Lo segundo.

—Para ser escritora, parece que te cuesta decir algunas cosas. Se te


resisten las frases en estilo directo, ¿no?

—Bueno… Hay cosas que aún no he conseguido volver a escribir desde


que lo dejé. Deben ser esas las que se me atragantan.

King sonrió con ternura.

—Esperemos que pronto recuperes la voz, entonces.

«Eso espero yo también».

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LIKE A VIRGIN

Liberty tenía los viernes libres y el fin de semana le tocaba currar a los
de los turnos festivos, así que estuve sin verla un par de días hasta que
llegó el sábado. En teoría habíamos quedado para salir de fiesta, y
pretendía llevarlo a la práctica, aunque la idea me produjera una úlcera
estomacal. Todo fuera por subirle un poco el ánimo, y también por
evitar un par de días más a King, quien había tenido la amabilidad de
darme espacio mientras le daba vueltas a su proposición.

Me sentía poderosa pudiendo decidir sobre un hombre, sobre todo


porque había dejado a Sheila. Pero sabía que era un privilegio del que
no gozaría por mucho tiempo y que, por supuesto, no tenía ninguna
validez real. Suponía que King no aceptaría ciertas reglas, aunque me
beneficiaran a mí. Tenía comprobado que no existía la gente
desinteresada, y no iba a creer ahora en ello porque el tipo en cuestión
supiera hacer magia con los dedos.

—Guau, estás muy sexy. —señaló Gin, mirándome desde el sofá—. ¿A


dónde vas? ¿Y con quién? ¿A qué hora vuelves?

Toda mi respuesta fue una ceja alzada.

—¿Qué pasa? ¿No te gusta que haga de novio celoso? Mira que aún no
me he metido en faena con los «llevas demasiado escote». Ni lo haré
nunca. Nunca se lleva demasiado cuando se tienen tus tetas.

—¿Mis qué? —me burlé.

—Exacto —apuntó—. Con tu talla puedes abrirte el escote hasta el


ombligo e ir elegante. Las pobres pechugonas no tienen esa suerte; un
poquito de canalillo y ya parecen putillas de esquina en busca de guerra.

—¿Y tú en qué punto estás?

Gin se llevó las manos a las tetas.

—Dímelo tú. —Levantó las cejas seductoramente.

Puse los ojos en blanco. No perdía oportunidad de hacer alarde de su


magnífico cuerpo de modelo. Estaba fibrada, tenía unas piernas
infinitas, y guardaba un parecido escalofriante con Shanina Shaik.

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Siendo una preciosa y exótica mulata de ojos verdes, podría ponerse el
escote que quisiera, cuando lo quisiera, y tener el aspecto de una reina.

Casi podría haberme deprimido que estuviera tan guapa con un pijama,
si no me sintiera invencible con mi Chanel clásico; un vestido negro de
corte por encima de la rodilla y abierto hasta medio pecho. Una de las
pocas cosas que me había permitido conservar de mi… digamos… vida
anterior. Y no hablo de reencarnaciones.

—Tienes unas buenas tetas, pero no necesitas que te lo diga —respondí


—. Voy al DeLuca's. Siempre ha sido el sueño de Liberty que la lleven a
ese restaurante, y creo que no hay mejor momento para hacerlo que
ahora. Dristan le ha salido rana.

Apenas se habían visto un par de veces: se toparon la una con la otra de


casualidad, al ir a por el correo, e hicieron buenas amigas durante los
encuentros siguientes. Eso explicó la mueca de preocupación que hizo.

—Dale un abrazo de mi parte.

Asentí y me puse en marcha antes de que pudiera arrepentirme. Las


pocas ganas de salir de jarana no me venían de hacía poco: jamás fui
una fanática de las fiestas, las luces de neón y el alcohol. Prefería
arreglarme para volver a casa tan guapa como salí, no con el
pintalabios corrido, el pelo pegado a la cabeza y muy probablemente
meada encima, como siempre acababa pasándole a Liberty. De todos
modos, merecía la pena hacer el esfuerzo. Sobre todo, si andaba cerca
Maddox, con quien era imposible pasarlo mal.

Esperé en la entrada del restaurante a que se dignaran a aparecer,


aguantando unos cuantos comentarios voceados de borrachos que iban
a Temple Bar, que volvían, o que simplemente no sabían lo que era la
educación. Cuando ya hube soportado el quinto y empezaba a ponerme
nerviosa, saqué el móvil para llamar. Vi que tenía unos cuantos
mensajes de esa misma noche.

Maddox: Lo siento, nena, me ha surgido un problema. Esta noche no va


a poder ser.

Liberty: No me encuentro nada bien, K. Mejor vamos a dejarlo para otro


día, ¿vale?

Parpadeé, perpleja. Escribí a Dox, porque no creía que Libby fuera


capaz de soportar un reproche.

Kathleen: ¿Va en serio? ¿Y me lo dices ahora? Ya estoy en la puerta de


DeLuca's.

Maddox: Es mi hermano otra vez. No puedo, de verdad… Ya te


compensaré. Sexualmente, si quieres.

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Desencajé la mandíbula y lancé una mirada desesperada al cielo,
preguntándome por qué Dios me había rodeado de hombres con los que
era imposible cabrearse. Muy lejos de forzar mi irritación para darle
una lección por dejarme tirada, le deseé suerte en la tarea de encauzar
el futuro de su hermano problemático. Declan O’Neil coleccionaba
problemas con la ley. Se movía en unos círculos muy poco
recomendados. Sus amigos y él cometían actos vandálicos, además de
delitos —como robos—, y participaba en organizaciones ilegales que
promovían la violencia e incitaban al odio. Pasaba largas temporadas
fuera de casa, lo que era un alivio para la familia, pero cuando
aparecía… Maddox tenía que estar allí para procurar que no se
acercase al pequeño de la familia, ni lo contagiara con su espíritu
antisocial. Lo entendía.

Escribí a Libby mientras volvía a casa.

Kathleen: ¿Todo bien?

Liberty: Sí. No te preocupes.

Era imposible que no me preocupara, aunque era la primera que no


quería hacerlo. Pensé en la noche que me esperaría. Me vi encerrada en
casa dándole vueltas a todo, lamentando mi soledad, por no mencionar
la cara que me pondría Gin al verme regresar a la media hora de haber
salido… y me lo pensé mejor. No me había arreglado para nada, ¿no?

Opté por llamar a Ginebra, decidida a no pasar otro fin de semana más
por la noche en el apartamento. Ella se prestó enseguida a la juerga,
incluso sonó ilusionada por la propuesta. Le di el nombre del Rock &
Blues, el único pub donde me sentiría segura, y declaró que estaría allí
en cuarenta y cinco minutos.

Tenía mis ciertas reticencias sobre quedarme a solas en la barra de un


bar durante tanto tiempo, pero por lo menos era mi club privado de
confianza. Además; una se sentía poderosa consumiendo en el lugar
donde solía servir. Fiona se alegró de verme y me atendió con una
sonrisa. Me preguntó cómo podía ir allí en mi tiempo libre, si no estaba
harta ya de verlo, y me reí cuando me contó una anécdota sobre un
cliente que acababa de despedir. Me tuvo que dejar rápido porque la
requerían en los palcos, momento que aprovecharon algunos borrachos
para intentar invitarme a algo. Algunos no se tomaron bien el rechazo.

—¿Qué pasa? ¿Es que tienes novio, o qué?

—Tan guapa y tan borde, vaya desperdicio...

—A ver si te crees que invito a una copa a cualquiera. Eres muy


afortunada porque te esté prestando atención justo a ti.

—Pues tampoco eres para tanto.

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—Ah, otra frígida. Si no quieres que se te acerquen, no vayas vestida
como una puta.

—Irá vestida como le dé la gana —espetó una vocecita. La dueña del


tono molesto se situó a mi lado con los brazos cruzados—. Y no es una
frígida. Es mi novia. Ya puedes estar perdiéndote.

El pesado número seis se nos quedó mirando con los ojos entornados,
sopesando si creerse lo que acababa de decir o no. Yo aproveché ese
segundo largo para terminar de reconocer el perfil de la susodicha, que
me sonaba bastante. No podría haber olvidado su cara ni queriendo: era
la hermana de King. Me había conocido en unas circunstancias muy
poco favorecedoras, y no solo físicamente; después de trabajar, una no
estaba fresca como una rosa. También en medio de un ataque de pánico.

—Eso es porque no habéis estado con un hombre en condiciones —


terminó por declarar el tipo.

—Oh, ¿y tú eres ese hombre en condiciones? —sonrió ella, encantadora.


Me hizo gracia que tuviera el mismo diente torcido que King; el colmillo
superior—. Por ahora no nos interesa probar. Gracias.

Esperó con una paciencia envidiable a que el tipo bajase del taburete y
se marchara a incordiar a otra. Entonces se colocó delante mía, me
dedicó una sonrisa encantadora y me tendió la mano.

—Eres Kathleen, ¿verdad? Qué agradable sorpresa. Supongo que no me


reconocerás... —Por un momento temí que recordara el terrible episodio
de aquella noche, pero no lo hizo—. No llegué a presentarme cuando
coincidimos. Soy Swan, encantada.

Del mismo modo que el nombre de su hermano hacía honores de sobra


a la actitud con la que afrontaba la vida, el suyo iba que ni pintado con
su apariencia física. Era muy alta y delgada, tan estilizada como una
bailarina de ballet, frágil; con el pelo blanco de los escandinavos y los
enormes ojos claros. Era la personificación del cisne.

Estreché su mano aún sin decir nada, algo recelosa. Si invadía la


intimidad de la gente solo la mitad de bien de lo que lo hacía King,
tendría que sacármela de encima bien rápido.

—¿Qué haces aquí sola? ¿Estás esperando a alguien? —Asentí,


pensando vagamente en lo estúpida que le estaría pareciendo por no
despegar los labios—. ¿Por qué no te vienes conmigo mientras llega?
Mis amigas y yo estamos allí arriba, en el palco. Somos las de la
despedida de soltera.

Levanté la mirada y comprobé que tenía razón. O eso o tenía unas


amigas un tanto excéntricas, porque no me parecía muy normal salir a

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la calle con porras y gorra de policía. Ella no la llevaba, pero en su
lugar colgaba de su cuello un silbato con forma de...

—Yo no he elegido los accesorios —se defendió, riéndose. Sus ojos


brillaban tanto que transmitían buen humor. No pude contener la
sonrisa; era digna de su hermano—. El único hombre que has visto es mi
novio, que es el hermano de la que se casa. Son mellizos y es muy
sobreprotector con ella, así que era o venir a hacer de guardaespaldas o
quedarnos todas en casa. ¿Qué dices? ¿Te vienes? A lo mejor se asoma
King en un rato. Es muy amigo del grupo.

Casi puse los ojos en blanco. 

—King es amigo de todo el mundo —respondí. Ella se me quedó mirando


sin saber cómo tomárselo. Al final se rio.

—Pues no sé si es amigo de todo el mundo, pero es verdad que levanta


pasiones. ¿Vienes, o no? Tiene pinta de esperarte la segunda ronda de
pesados si no pareces ocupada.

Asentí con la cabeza. A pesar de no conocerla de nada, el batiburrillo de


emociones que revolvía mi estómago me empezaba a ser familiar… y ya
no significaba nada necesariamente negativo. También porque estaba
acostumbrada a ver a King a diario, o recibir sus mensajes, y después
de tres días sin tener una pista suya tenía ganas de cruzarme con él. 

—¿No le molestará que me acople cuando no la conozco de nada? —


pregunté.

—Qué va, Caitriona es la mujer más sociable del mundo. Cuanta más
gente haya en una fiesta, mejor para ella.

La seguí hasta el palco. Me fijé en el único hombre que había y en lo en


serio que se había tomado su papel de protector, discutiendo con un tipo
que había agarrado a una de las chicas de la mano.

—Ese es mi novio, Brian.

Brian era de la misma estatura que Swan con las finas plataformas:
rozaba el metro ochenta, pero no llegaba. Tenía un atractivo innegable,
aunque más que pareja, parecían hermanos. Era igual de pálido, con el
pelo casi blanco y los ojos grises.

Swan se pasó un buen rato hablándome de las chicas, presentándomelas


e intentando incluirme en conversaciones que solo me ponían más y más
nerviosa. Me manejaba bien en grupos que conocía, y podía tratar con
desconocidos siguiendo un orden, pero no estaba del todo preparada
para socializar a tan gran escala. Menos cuando se tomaban las
confianzas de preguntarme por mi vida privada, me cogían de la mano y
me animaban a bailar con ellas. Gin apareció pronto, pero era un

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animal social y se dedicó a hacerse amiga de todas las chicas, que
estando borrachas no se negaron a una incorporación.

Justo cuando iba a escabullirme, enfadada conmigo por haber tenido la


idea de unirme, King apareció. Cuando lo vi, él ya me había visto antes.
Mis ojos treparon por su camisa blanca, el cuello y la barba, hasta
encontrarse con una mirada… ¿aliviada? Tanto si lo era como si no, me
derretí antes de poder levantar todas mis defensas al verlo acercarse,
apartando a la gente sin despegar los ojos de mí… como si yo hubiera
sido su destino desde un primer momento.

Me apartó del grupo cogiéndome de la cintura, sin preguntar. Mi


docilidad nos sorprendió a ambos. Era lógico que me tranquilizase estar
lejos del barullo, pero no que encontrase un remanso de paz entre los
brazos de un hombre. 

De ese hombre.

—Eres a la última persona a la que esperaba ver hoy. ¿Crees en el


destino? —me preguntó, entre serio y burlón.

Contuve la carcajada a tiempo, y la cambié por una ceja alzada.

—Definitivamente has leído mis libros… y has visto unas cuantas


películas románticas de más —me burlé—. ¿No tenías nada mejor con lo
que presentarte que una frase mil veces reutilizada en el cine?

King me apretó contra él. Sonreía como un niño risueño.

—No he podido pensar en nada mejor. Ahora mismo me siento como el


protagonista de Big Fish. Justo en ese momento en que Edward vio a
Sandra por primera vez. El tiempo se paró y tuvo que ir apartando las
palomitas que flotaban para llegar a ella.

—No he visto esa película.

—¿Cómo? ¿Lo dices en serio?

—Muy en serio. Me va más la sangre y el misterio. ¿Y por qué tenía que


apartar las palomitas? ¿Se habían caído dentro de la máquina del cine?

—No, pero los cineastas tenían que darle un toque contundente para
hacer épica la escena. Y usar sus efectos especiales, claro. Por eso había
palomitas en el aire —apostilló—. Mejor que no la hayas visto, porque
he hecho un paralelismo bastante cursi y, si lo hubieses entendido,
habrías puesto los ojos en blanco.

La mano que rodeaba mi cintura se deslizó muy lentamente hasta llegar


al final de la cadera. Casi olvidé dónde estaba. Le quedaba tan bien lo
que llevaba puesto… Le quedaba todo tan bien. La chaqueta oscura

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contrastaba con sus ojos, y sus ojos, con su piel, y su piel con la camisa
blanca, y la camisa blanca, con su pelo negro.

Me lo quedé mirando sin parpadear.

—No pareces la clase de hombre que dice cursiladas.

King se inclinó sobre mí y apoyó la mejilla contra la mía.

—¿Y qué clase de hombre parezco?

—De los que no las necesitan para tener a la chica en el bote.

—¿Eso ha sido un halago? Algo me dice que esta noche voy a ser muy
afortunado —rio—. Pues, para tu información, puedo ser cursi. Solo
tendrías que darme tiempo... y una oportunidad —susurró, bajando aún
más la mano y amenazando con colar un dedo bajo el dobladillo de la
falda. Sus labios no se movieron de la punta de mi oreja,
estremeciéndome desde los tobillos—. Sobre eso... ¿Has pensado en mí
estos días?

Tragué saliva.

—Sí.

Aquello tuvo que sorprenderle, porque se quedó un momento en silencio.


O quizá era la sangre agolpándose en mis oídos lo que me impedía
escuchar.

—Ah, ¿sí? Bueno, espero que te haya servido mientras estabas en la


ducha.

Me reí sin saber muy bien por qué. Él me rodeó con el otro brazo. Lo
guio a la parte alta de mi espalda, justo donde acariciaban las puntas de
mi pelo. Enredó los dedos en ellas y tiró con suavidad para que lo
mirase.

—¿Has llegado a alguna conclusión?

El corazón me empezó a latir a toda prisa. Mi cabeza intentó echar


abajo todas las decisiones que había tomado, todas las que lo dejaban
entrar oficialmente en mi vida, pero no se lo permití. Los ojos de King
tampoco lo dejaron pasar. Había adquirido la capacidad de bloquear los
demonios de mi conciencia.

—Solo sexo —declaré, intentando transmitirle con mi lenguaje no verbal


que era una decisión inamovible—. No necesito una pareja estable, ni un
buen amigo con el que divertirme, ni nadie que me acompañe en mis
malas horas. Ni citas, ni quedarme a desayunar. Solo nos acostaremos...
Y seremos sinceros siempre.

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King se pasó la lengua por el labio inferior. Parecía tentado de sonreír,
pero no lo hizo. Afianzó sus manos en mi cintura y me estudió un
segundo, como si no supiera si fiarse del todo, y al fin sonrió de verdad.
No era un gesto risueño o arrogante, como era habitual. Significaba el
cierre de un pacto. Su aire solemne me hizo más consciente de lo que
estaba pasando. De lo que iba a pasar.

—Entonces empieza siendo sincera ahora —susurró—. ¿Quieres que te


lleve a casa?

El vello se me puso de punta en el acto, más por la expectación y el


deseo que por el pánico, aún presente en medio de los dos. Daba gracias
a haberlo conocido en los últimos meses, y daba gracias a que tuviera
ese efecto sobre mí, porque de haber sido cualquier otro, habría salido
corriendo muy lejos.

Asentí con la cabeza y me sacó del local.

***

Pensé que tendría un momento para revisar el entorno. Fijarme en la


decoración. Descubrir si tenía alguna mascota. Respirar, en definitiva, y
reconocer el perfume de King en el aire. Lo habría agradecido. Igual
que una charla tranquila, y, a poder ser, algo insinuante, hasta el
dormitorio, donde me dejaría concentrarme en lo que estaba a punto de
hacer: perder la virginidad por segunda vez.

Porque eso era. Después de tanto tiempo sin un hombre no podía


llamarse de otra manera.

Pero no lo tuve. No tuve ni un solo instante.

Después de conducir en silencio hasta la casa, estudiando la raja de mi


falda a través del retrovisor, y después de seguirme sin decir nada hasta
la puerta del apartamento, King abrió, me dejó pasar, cerró...

...Y, en cuanto me di la vuelta para asimilar que estaba a solas con él,
todo intento de raciocinio desapareció. King lo aplastó al besarme con
urgencia, sin control alguno; como solo besaría un hombre si le dijeran
que es su última vez. Si el tenso y sexual silencio del camino no me había
excitado lo suficiente, sus labios terminaron por convencer a mis
tobillos de ceder. Me abracé a él y lo convertí en mi único punto de
apoyo.

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Me elevó con una facilidad asombrosa. No bastaba con cogerme en
brazos: me echó sobre el hombro, como cuando me obligaba a ver
comedias malas con él.

—¡King! ¿Eso era necesario?

—Sí —escuché que decía—. Me gusta tener tu culo a mi alcance,


Kathleen.

Y me dio un azote inesperado. No encontré nada mejor que decir, así


que dejé que me llevara a su habitación sin preocuparme de dónde
estaba.

Me pareció que caía desde una altura que me pareció vertiginosa sobre
un colchón enorme. No perdí el aliento por el golpe, que fue más bien
suave, sino porque King fue encima para devorar mis labios de nuevo.
Su pecho aplastó el mío y lo único en lo que pude pensar fue en el miedo
a que se percatara de que mi corazón ahora estaba latiendo
desenfrenado solo por él.

—¿Tomas la píldora?

Asentí.

—Por dolores menstruales.

«No tenías que añadir eso».

Le tocó a él asentir. Murmuró un «bien» que me llegó entrecortado.

—Maldita sea... —gruñó, mientras me daba la vuelta para bajarme la


cremallera. No sabía si me preocupaba o me fascinaba ser tan fácil de
manipular por sus manos—. Si no llevaras un vestido caro de cojones
ahora estaría hecho trizas.

Intenté respirar.

—¿Eres siempre así de intenso, o podré ponerme mis vestidos favoritos


cuando andes cerca?

—Siempre preferiré que no te pongas nada... Pero sí, podrás. Nunca he


sido tan intenso como contigo, Kathleen, y tienes toda la culpa. Me has
tenido babeando durante meses.

Ahí iba toda una declaración.

Me habría puesto automáticamente nerviosa —e incluso me habría


retirado— si King no hubiera sabido de antemano cómo iba a
reaccionar y me hubiese distraído con besos húmedos y perezosas
lamidas a lo largo de la columna. Me retorcí e intenté incorporarme

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echando el peso sobre mis rodillas, lo que hizo que elevara el trasero y
acabara siendo el punto de interés de King. Lo supe porque eché un
vistazo por encima de mi hombro y lo vi —y lo sentí— metiendo las
manos debajo de la falda.

Ahuecó los cachetes con las palmas y los pellizcó antes de colar los
dedos en la tira de las bragas e ir deslizándolas poco a poco.

—¿Lo escuchas? —preguntó, en un tono bajo y seductor que me


enloqueció por completo.

Era consciente de que lo miraba con los ojos entornados, los labios
entreabiertos y siendo toda yo el ojo del huracán que era King Sawyer
entre mis piernas.

—¿El qué?

King mantuvo la expectación con una sonrisa torcida. Me levantó la


falda hasta la cintura y dejó caer mi ropa interior hasta que se enredó
en mis rodillas. Ese brevísimo silencio me hizo sentir expuesta, sobre
todo por la postura de estar a cuatro patas y casi mordiendo la
almohada, pero al mismo tiempo era dueña de sus pasiones y eso me
encendía. Me encendió tanto que, cuando me acarició desde la parte
trasera de los muslos hasta la cintura, empecé a temblar como una hoja.

—Se me va a salir el corazón del pecho —susurró—. Tienes que


escucharlo…

Se interrumpió para soltar una blasfemia.

—Si nada me lo hubiera impedido, te habría puesto en esta postura


desde que me dijiste cerdo.

—Entonces tienes una gran fijación por las mujeres que te tratan mal…
y deberías mirártelo.

No dije nada más, porque me dio la vuelta de golpe y terminó de


sacarme el vestido sin contemplaciones. No temí por él, aunque lo
lanzara a Dios sabía dónde. Tener de nuevo sus ojos sobre mí, fue
incentivo suficiente para recordar que había cosas más importantes.
Más primitivas…

King tiró de mi cadera para ponerme bajo él. Se inclinó hasta rozar mi
nariz con la suya.

—Lo que me sedujo no fue el «cerdo», muñeca. Fueron tus tetas


marcándose en ese camisón… Aunque me hiciste reír. Eres muy
ingeniosa.

Sin quererlo, me convenció de que aquel satén raído era mejor que las
telas vaporosas de una diosa. Eso debió hacer brillar mis ojos, porque

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sonrió muy satisfecho y empezó a repartir besos por todo mi cuello, mi
pecho y mis hombros; por mi estómago, por los huesos de mi cadera.
Sus labios tenían un efecto perturbador y sexual. Aunque eran fugaces,
los seguía sintiendo al retirarse, como si me los hubiera tatuado. Sus
besos tenían eco.

—King... —jadeé—. Aún tienes la ropa puesta.

Él levantó la cabeza y me miró con esa sonrisa de canalla consumado


que me molestaba tanto porque no podía enmarcarla en mi habitación.
Lo eché de menos en cuanto se incorporó.

—Entonces quítamela.

Tragué saliva y lo pensé un momento, pero ni toda la meditación del


mundo podría haberme echado atrás. Me incorporé sobre las rodillas,
completamente desnuda, y llevé mis manos inseguras a los botones. 

«No es la primera vez que lo haces. Lo has hecho muchas veces antes»,
me decía mientras intentaba desnudarlo lo más rápido posible. Acabé
sacándole la camisa por los brazos a tirones, poseída por la
impaciencia.

Quise ponerme manos a la obra enseguida con los pantalones. La visión


de su torso desnudo me lo impidió. Me dejó fuera de juego. Sabía que
era ancho y fuerte, pero no esperaba que fuera así. Mis dedos
acariciaron la línea de fino vello oscuro que nacía bajo su ombligo, y
subieron a rodear los pequeños pezones.

Disimulé muy mal la fascinación, porque King tiró de mi barbilla y


susurró, tan despacio que yo misma paladeé sus palabras:

—Si vuelves a mirarme así, te follaré hasta volcarte los ojos. No importa
el lugar, la hora o con quién estemos. Simplemente lo haré, ¿de
acuerdo?

Me mordí el labio y asentí. Dejé de ser un ser humano para convertirme


en un foco de fuego del que escapaban chispas. Estaba calentándome y
King ya ardía; casi me quemé al quitarle el cinturón. Él se bajó los
pantalones sin despegar los ojos de los míos, y, como si más que mirada
fueran manos, lo sentí tan dentro que me estremecí.

King envolvió mi sexo con la mano. Di un respingo, sorprendida por la


humedad que había encontrado. Introdujo un dedo y me exploró,
trazando círculos. Yo, aún sobre mis rodillas, casi cedí al peso de las
sensaciones. Antes de desplomarme, me agarré a sus hombros y lo besé.

Era la primera vez que tomaba la iniciativa desde el episodio en la


puerta de mi apartamento. Quizá por eso gruñó de placer y coló un
segundo dedo, como si quisiera gratificarme de algún modo. Lo
consiguió, aunque le costó que me acostumbrara a la sensación. Tuvo

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que separarme las piernas con la rodilla y sostenerme contra él,
convencerme, profundizando como necesitaba para quitarme el sentido.

—Joder, lo sabía —jadeó contra mi boca. Apreté los muslos para


comprimir sus dedos. Me contoneé contra ellos, jugando con su lengua
—. Sabía que eras pura fachada y en el fondo te morías porque te
tocasen así. Eres fuego.

King volvió a tenderme sobre la cama. Esta vez se ensañó con mis
pechos. Toda mi piel ansió el calor húmedo de su boca. Intenté
concentrarme en cada pequeño mordisco, en cada succión, cada beso,
pero unía y alternaba tan bien unos con otros que no conseguí
diferenciarlos. Empecé a sudar. Todo iba a parar a mi bajo vientre, que
se encogía y dilataba con cada caricia, incapaz de decidir si quería más
o menos. Ahí dentro estaba la pasión que dominaba el resto de mi ser.
Necesitaba algo más, quería algo más: mi cuerpo lo gritaba entre
estremecimientos.

—King, por Dios... —Me mordí los labios para no suplicar entre sollozos
—. Hazlo... Hazlo ahora.

—Muñeca, necesitas mucho más. Te va a doler.

Le clavé las uñas en la espalda, tratando de descargar en vano toda esa


tensión que se concentraba en mis ingles y en mi estómago.

—Me da igual.

—Kathleen... No quiero hacerte daño.

Abrí los ojos y lo miré directamente. No estudié su expresión como vi


que él sí estudiaba la mía.

—Te lo estoy pidiendo.

Sus ojos se oscurecieron. Mi cuerpo se endureció como si acabara de


decirme que sí.

—Quiero oírtelo decir en serio. Pídemelo.

King retorció los dedos dentro de mí, pulsando el clítoris con el pulgar y
frotándolo, llevándome a una nueva dimensión de placer. Seguía
pendiente de mí. Me miraba como si no hubiera nada que le produjese
mayor satisfacción que verme al borde del orgasmo.

—Quiero que me folles —siseé—. Ahora.

Por sus ojos pasó un destello de reconocimiento ante ese lenguaje que a
él le encantaba usar. Mi excitación creció cuando lo vi que levantarse
para quitarse los bóxers, Volvió enseguida para separarme las piernas.
Se colocó entre ellas con la espalda recta y la cabeza alta, mirándome

181/416
con los ojos entornados. Entonces pensé que era invencible e iba a
hacerme invencible a mí.

Desvié los ojos hacia su entrepierna, pero se me secó la boca justo


antes, cuando llegué al nacimiento del vello.

King frotó el prepucio caliente contra mis ingles. Tentándome.


Seduciéndome. Sacándome de quicio. Me pasé la lengua por los labios
cortados cuando sacó los dedos de mi interior y sustituyó aquel vacío
por su miembro. Se introdujo dentro de mí muy despacio. Lo sentí
rompiendo todas las barreras. Y, justo cuando iba a ponerme a suplicar,
se empaló de golpe.

—Dios, joder... —siseó. Me acorraló con los brazos, poniéndolos cada


lado de mi cintura. Se impulsó hacia delante, con la barbilla casi pegada
al pecho y la boca abierta—. Eres tan caliente, Kathleen. Voy a hacer
esto diez veces más esta puta noche.

Y yo no iba a decirle que no, porque mi cuerpo lo había estado


esperando. La ligera molestia al acogerlo se redujo. Se convirtió en una
densa y delirante sensación de placer que casi me aniquila. Elevé las
caderas, buscando un contacto aún más íntimo.

King me cogió de las rodillas y comenzó a balancearse.

—Oh, Dios...

—No, Dios no. King —corrigió, con un amago de risa.

No lo escuchaba bien. La cabeza me zumbaba y los oídos me pitaban.


Tenía los cinco sentidos puestos en el movimiento ondulante de su
cuerpo, en sus uñas clavándose en mis muslos, en su miembro
produciendo una dulce tensión en mi interior. Sus embestidas iban
aumentando conforme yo le pedía, diciendo su nombre. Él me observaba
como si no hacerlo fuera a privarle del placer final.

Supe que estaba corriéndose cuando se le desencajó la mandíbula. Me


arañó las piernas al desplazar las manos hasta mis ingles. Ahí se dedicó
a masajear el clítoris con la yema del pulgar, mientras sus estocadas
eran más y más firmes, más y más inclementes. Lo sentía como nunca
había sentido antes; una parte de mí que me dejaría vacía cuando se
fuera.

—Sí, sí... —me oía gemir en una letanía—. Más fuerte...

—Córrete conmigo. Quiero que sea conmigo, muñeca.

Mis caderas cobraron vida propia hasta que todo mi cuerpo,


paradójicamente rígido y al borde de la saciedad al mismo tiempo, se
hizo de granito para romperse en mil pedazos después. Alcancé el
orgasmo más bestial con las manos de King agarrándome de las nalgas

182/416
y sus ojos puestos sobre mí, empapados de algo muy parecido al orgullo.
Mi visión se emborronó como la pantalla de una televisión antigua. Por
un instante solo vi manchas de colores, solo oí mi incontrolable jadeo, y
después… Volví a la realidad.

King no se apartó de mí enseguida. Se empujó más dentro, más


profundo, como si quisiera averiguar a qué punto no había llegado,
colmándome del todo. Tuve la impresión de que iba a explotar y me
abracé a la cama para que no ocurriese. Entonces, King se retiró. Me
excitó que el semen bañara mis muslos y gotease sobre mi entrepierna,
tanto que envié una mirada nublada a King, pidiéndole sin hablar que
volviera a introducirse. No estaba en condiciones de hablar o pedir más,
pero quería más. Sin embargo, él se tumbó a mi lado, quizás sabiendo
que no soportaría un segundo round tan rápido.

Por un momento no supe qué decir. Necesité un minuto para acompasar


la respiración y asimilar que estaba desnuda en su cama, con las
piernas totalmente abiertas, hipersensible. Mi ritmo cardíaco rozaba lo
preocupante.

Hice un recorrido por lo que acababa de pasar, recordando su


expresión y sus palabras.

—Quién iba a decir que en el sexo serías todo lo serio que no eres
normalmente.

—Quién iba a decir que en el sexo serías todo lo simpática que no eres
normalmente.

Apreté los labios para no sonreír.

—Touché.

—...For the very first time. Y por mí —escuché en mi oído. Su voz sonó
tan ronca y abismal que todo mi cuerpo se encogió, de nuevo
contagiado del ardor que ya debería haber liberado—. Ven aquí. Quiero
que te tumbes sobre mí.

No existía la posibilidad de negarse. Y así fue como conseguí mi


segundo orgasmo, sentada encima de una erección insaciable;
sintiéndome tan dueña de mí misma y poderosa que en ningún momento
pude pensar que podría estar equivocándome.

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TODOS LOS LOBOS SON MALOS SI ESCUCHAMOS A
CAPERUCITA

Cuando me desperté al día siguiente, sola en una cama que no era mía y
en una habitación que no conocía de nada, me extrañó. Me giré con el
ceño fruncido y vi una alfombra Aubusson casi de edición coleccionista.
En cuanto la reconocí, me olvidé de todo lo demás y mi cabeza se
bloqueó. Automáticamente entré en pánico.

Lo bastante despierta para moverme, pero demasiado dormida para


recordar qué me había llevado allí, aparté las sábanas para salir de allí.
Al ver que estaba desnuda, me abracé a ellas y las arrastré en mi
decisión de huir lo más rápido posible.

Me envolví por los hombros y apreté los antebrazos contra los pechos.
Me esforcé por respirar en condiciones. Todo en vano, porque el miedo
y la confusión me paralizaron y tuve que quedarme de pie en medio de
lo desconocido. Cuando se me ocurrió reaccionar, me temblaban tanto
los tobillos que no sabía si aguantaría echando a correr.

Busqué mis cosas por todas partes. No respiré hasta que vi el bolso
tirado sobre la alfombra, donde asomaba el móvil. Me precipité sobre él
y lo agarré con las manos tan dominadas por el ataque inminente que
tardé más de lo normal en teclear un número. Mientras mis dedos
pulsaban, no apartaba los ojos de la Aubusson. Un recuerdo fugaz de
una mujer acorralada contra el suelo me asaltó. Tuve que cerrar los
párpados con fuerza y sacudir la cabeza para apartarlo de mi mente.

—K, nena, son las putas siete de la mañana y ya sabes que los domingos
no me muevo hasta las... Espera, ¿estás llorando?

Maddox hizo una pausa al otro lado de la línea. Escuché el sonido de


unas telas rasgándose, un susurro femenino al fondo y luego un portazo.
Cuando volví a escucharlo, sonaba hueco, como si se hubiera encerrado
en un baño.

—¿Qué ha pasado, Kathleen?

—Yo…

—Por favor, deja de llorar, sabes que no puedo con eso. Háblame.

No me di cuenta de que lo estaba haciendo hasta que no me ahogué con


el propio nudo de mi garganta. Fui a responder, pero el sonido de unos
pasos me aceleró el corazón y tuve que ponerme a resguardo

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encerrándome en la habitación más próxima: un baño sin ducha que,
por suerte, tenía pestillo.

—K, ¿estás ahí? Joder, me estoy acojonando.

—Dox, estoy... No sé dónde estoy —murmuré, encogiéndome sobre la


taza del váter.

—¿Cómo que no sabes dónde estás? Mándame ubicación y voy


enseguida.

—¿Kathleen? —escuché desde la habitación. Me puse tan en tensión que


pensé que me rompería, sobre todo cuando unos nudillos llamaron a la
puerta—. Muñeca, ¿estás bien?

Dejé de aferrarme al móvil como si fuera mi tabla de salvación. Lo


acabé soltando tan de repente que estuvo a punto de caerse al suelo,
pero lo sostuve a tiempo.

«Muñeca», había dicho. «Muñeca».

Repetí la palabra varias veces en mi cabeza. Poco a poco, los recuerdos


fueron viniendo a mi cabeza.

Maddox y Liberty me habían dejado tirada. Decidí llamar a Gin. Coincidí


en una fiesta con la hermana de King. Luego apareció él. Me llevó a su
casa y apenas tuve tiempo de admirar lo que me rodeaba. Nos
acostamos.

Era King. King Sawyer. Y esa era su habitación.

Su rostro apareció entre las tinieblas de mi memoria como un rayo de


sol entre la oscuridad. Era King. Con los ojos azules y la sonrisa
arrogante. King. Con la barbilla partida. King. Con la barba oscura.

King. King. King.

—¿Por qué te has llevado la sábana? —preguntó, con aire divertido.

Tragué saliva y apreté la mandíbula. Intenté abstraerme

«Olvida en lo que estuvieras pensando, deja la mente en blanco como te


he enseñado. Visualiza la ansiedad como una pelota, sostenla en tu
mano y arrójala muy lejos, tan lejos que no puedas verla. Aleja a
quienes haya a tu alrededor y concéntrate en tu respiración. Respira,
Kathleen. Respira poco a poco, y tus músculos se irán relajando».

Mantuve los consejos de mi psicóloga en mi cabeza y los seguí. Tuve que


hacer caso omiso de las voces de Maddox y King, transportándome a un

185/416
paraíso donde solo estábamos yo y el aire que respiraba. Yo y la nada.
Solo yo, tranquila.

—Kathleen, ¿estás bien? —insistió King.

No dejé que la amenaza hiciera mella en mí y me levanté muy despacio.


Podía enfrentar a King y a aquella habitación que me había causado esa
impresión, pero tenía la sensación de que no sería capaz de hacerlo
desnuda. Colgué a Maddox y envié un mensaje que pretendía
tranquilizarlo, sintiéndome profundamente culpable por haberlo
molestado. A continuación, me anudé la sábana al pecho. Tuve la
prudencia de echarme un vistazo en el espejo, encontrando de este
modo el rastro de mis lágrimas. Me lavé la cara rápido, me humedecí la
nuca y giré el pestillo.

King apareció delante de mí con el torso desnudo y mojado, una toalla


anudada a la cintura y expresión de preocupación. Poco a poco se fue
relajando.

Vi que despegaba los labios para decir algo. Intuí que no diría nada, y
no lo dijo. Pareció quedarse sin palabras. En lugar de indagar, se acercó
a mí muy lentamente, como ofreciéndome la posibilidad de apartarme si
así lo quería, y me dio un beso en la frente.

Aquello me dejó tan fuera de lugar que me quedé clavada en el sitio.


Temí que me preguntara qué acababa de pasar. Temí que quisiera
acostarse conmigo en ese momento. Temí que no lo quisiera, y en su
lugar pretendiese averiguar lo que cruzaba mi mente.

Temí que estuviese preocupado de verdad.

—¿Qué quieres desayunar? —preguntó en su lugar.

Agradecí esa pregunta porque era la única que sabía responder.

—Habíamos quedado en que no iba a haber desayunos.

—Mis desayunos también son una manifestación del sexo, Kathleen.


Follo tan bien como cocino, y habíamos quedado en que querías follar.

Lo maldije una vez más por tener respuesta para cualquier cosa, y por
echar por tierra mi esperanza de salir de allí.

—Preferiría irme a casa.

—¿Por qué?

«¿Por qué?». No quería contestar esa pregunta.

186/416
Puse a trabajar a mi cabeza a toda velocidad, maquinando un modo de
huir sin dar explicaciones, sin que volviera a preguntarme si estaba
bien, si necesitaba ayuda...

Y al final di con la clave.

—Vale, probaré uno de esos, pero espera a que me lave.

—El baño está en ese pasillo. Luego ven a la cocina. —Y la señaló.

Estaba justo al otro lado de la puerta de la entrada, si no recordaba mal


el recorrido que hizo King la noche anterior. Esbocé una sonrisa más o
menos creíble y esperé a que se marchara silbando una versión más
cañera de la Marcha Radetzsky.

Cuando lo perdí de vista, empecé a ponerme el vestido a toda velocidad.


No encontré la ropa interior, así que la dejé allí, y en su lugar me abracé
a los tacones y al bolso con las manos. Mis tobillos temblaron.
Reconocía la textura de la alfombra en las plantas de los pies. Me sentí
mucho mejor al salir de la habitación y perderla de vista.

Caminé hasta la puerta con la esperanza de que no me viera saliendo de


puntillas, y sin pensarlo mejor, abrí la puerta y cerré. Una vez fuera, me
calcé los zapatos y empecé a hiperventilar.

Estaba a punto de bajar las escaleras a toda prisa cuando escuché


desde el interior la pregunta de King:

—¿Qué prefieres? ¿Huevos revueltos y bacon, o tostadas francesas?

Me sentí tan mal que la culpabilidad estuvo a punto de asfixiarme. Frené


al pie de la escalera y pensé en darme la vuelta, pero algo me lo impidió.
El pánico era más fuerte que él. Bajé las escaleras a toda prisa,
mientras trataba de concentrarme en la respiración; casi llorando
porque no podía apartar un recuerdo de mi mente. No podía dejar de
temblar. No podía dejar de arrepentirme.

No respiré hasta que la brisa fresca de la madrugada me acarició la


cara.

*** 

Cuando llegué a casa, me sorprendió que estuviera allí mi padre, dando


vueltas de un lado para otro como un loco. Ginebra intentaba
tranquilizarlo. Se notaba que se acababa de levantar, porque su labia y
carisma aún estaban un poco nubladas por el sueño.

Nada más verme aparecer, se lanzó a por mí.

187/416
—¿Qué ha pasado? —preguntó mientras me abrazaba—. Maddox me ha
llamado diciéndome que le has hecho un llama-cuelga muy sospechoso,
que estabas llorando, y Gin me ha dicho que anoche desapareciste de la
nada…

Me abracé a él como si fuese un tablón en alta mar. No supe cómo lo


hice para no ponerme a llorar.

—Estoy bien, solo… No ha pasado nada. No debería haber llamado a


Dox. He pasado la noche fuera. Por favor, no te preocupes.

No me hizo ni caso. Me fue imposible librarme de la lluvia de preguntas,


que vino por parte de los dos: mi compañera y mi padre. En cuanto
mencioné el nombre de King, Ginebra se activó, y Jaab consiguió
relajarse. Gracias al cielo, ambos sabían cuándo no me apetecía hablar
—y, sobre todo, de lo que no me apetecía hacerlo—, así que no tardaron
en darme mi espacio.

Anuncié que iba a acostarme y no quería que me molestasen. Antes


revisé el teléfono, al que Maddox me había escrito las mismas preguntas
que mi padre había formulado. Le hice un resumen rápido y no me tendí
en la cama hasta que estuvo tranquilo. También pedí disculpas por el
susto.

Estaba leyendo cómo se ofrecía a pasar a verme cuando King hizo la


primera llamada que pasé al contestador. Me cubrí con las sábanas
hasta la barbilla y me encogí debajo. La culpabilidad me pesó tanto que
durante un buen rato no pude moverme. Quería responder, pero
entonces tendría que hablar de mi ataque de ansiedad, de un pánico
atroz al compromiso y la intimidad, al rechazo que me producía la idea
de encariñarnos el uno con el otro… Y a su odiosa alfombra, con la que
temí tener pesadillas.

Pero no soñé con mujeres siendo inmovilizadas contra el suelo. Soñé con
él. Por eso me desperté varias veces con una presión en el pecho, sin
aire.

***

Si al principio me preocupó su reacción, cuando un día después observé


que no había llamado, esa sensación se intensificó. Cuando fui al Rock &
Blues para ocupar mi puesto de lunes por la noche y no lo vi pululando
por allí, directamente me convencí de que me odiaba. Eso me
inquietaba.

188/416
Desde el principio de la noche, estuve mirando en todas direcciones,
esperando que apareciese de un momento a otro. Al principio estábamos
solo Liberty, Fiona y yo. La primera seguía estando terriblemente
deprimida, incluso más que el día que la intenté consolar. No lloraba,
pero no levantaba la barbilla del escote y, cuando lo hacía, se veían unas
bolsas oscuras y enormes bajo unos ojos colorados. Estaba apagada. Y
era quien me iluminaba los días.

—Vamos, Libby, anímate —le dije, cansada de sentirme inútil.

Fui a decir algo más, pero en ese momento entró Maddox en el local,
vestido de calle. Le hice una seña que sirvió como saludo y como
interrogación. Se suponía que trabajaba de martes a sábado. Él se
acercó a mí para preguntarme cómo estaba y robarme un beso en la
mejilla. Por su sequedad y su ceño fruncido, imaginé que estaba
enfadado conmigo por lo de la mañana anterior.

No se lo pude preguntar porque se metió directamente en el despacho


del jefe. Me entretuve haciendo los cócteles pendientes hasta que salió,
esta vez acompañado de Brennan. Se estrecharon la mano y luego este
le dio una palmada en la espalda. No vi la cara de Maddox, pero sí que
me fijé en que tenía un sobre blanco en la mano.

Pestañeé una sola vez. Me mareé al comprender lo que significaba.

Intenté llegar hasta Maddox antes de que se largara, pero había tanta
gente en medio que lo perdí de vista. Cuando llegué a la calle, él ya se
había subido al coche e incorporado al tráfico.

Tuve que recurrir al jefe, al que asalté antes de que se volviera a


encerrar en su despacho.

—Maddox me presentó su dimisión el sábado —me dijo. Mi corazón cayó


por un octavo piso—. Lo he arreglado todo en estos dos días para
extenderle el cheque con el finiquito y el cobro del mes. Lo necesitaba
urgentemente por motivos personales.

«Motivos personales».

Me planteé abandonar mi puesto e ir a buscarlo para preguntar el


motivo, pero Brennan debió imaginar mis intenciones: sin molestarse en
gastar saliva, me señaló la barra con un movimiento de barbilla.

Regresé a mi puesto con la cabeza hecha un lío. Allí, Fiona me preguntó


a qué se debía ese comportamiento tan extraño por parte de Maddox. Yo
respondí lo que sabía: nada.

—No es nada típico en él actuar de esta manera. En general es una


persona que cree en la comunicación y va por delante —señalé, irónica

189/416
—. Aunque supongo que todo el mundo se larga por la puerta de atrás
en algún momento de su vida.

«Como yo, por ejemplo».

—Pero él estaba contento aquí, ¿no? A mí me dijo que le encantaba el


trabajo. ¿Por qué querría irse?

Saber que Maddox había estado preocupado por algo en las últimas
semanas y no me había dado cuenta, o quizá no le presté la atención que
debía, me sentó como una patada en el estómago. Había estado tan
preocupada por mis estupideces sentimentales que lo había desatendido.
Intenté ponerle arreglo escribiendo un mensaje rápido.

Kathleen: ¿Tiene que ver con tu hermano?

Esperé a que respondiese mordiéndome las uñas, con los codos sobre la
barra. Ignoré a un cliente mientras escribía mi segundo mensaje, una
hilera de interrogaciones y la amenaza de llamarlo. Di un respingo
cuando un vaso se rompió peligrosamente cerca de mi pie. Levanté la
vista y Liberty rompió a llorar.

—Lo siento —balbuceó—. He perdido el equilibrio.

—No pasa nada —la tranquilicé, ayudándola a recoger los cristales e


intentando no exteriorizar mi verdadero estado de ánimo. Iba a
arrancarme el pelo—. Solo ha sido una copa. A mí se me han caído mil…
Relájate, Libby, por Dios.

—No puedo —murmuró. Lo repitió otra vez, en esta ocasión más alto.
Me miró con los ojos enrojecidos, llenos de tristeza y culpabilidad—. No
puedo, Kathleen.

Cuadré los hombros.

«Paciencia. Ten paciencia. Ella la ha tenido siempre contigo».

—Sé que ha sido un cabrón, y que llevas muchos desengaños amorosos,


pero no se va a acabar el mundo. Tienes que seguir adelante, Liberty,
porque te mereces...

—No es eso —cortó. La aparté con cuidado de la barra para no ofrecer


un espectáculo—. Es por Maddox.

—¿Te ha dicho a ti por qué se va?

Ella sacudió la cabeza.

—No, pero lo sé —sollozó—. Se ha ido por mi culpa.

190/416
Repetí la confesión para mis adentros.

«Maddox se ha ido por mi culpa». No debía extrañarme, porque si el


alegre Maddox podía tener alguna tristeza aparte de con las que
convivía a diario, esa era Liberty. Pero...

—¿Cómo dices?

—No creo que se haya ido por eso —balbució, retorciéndose las manos
en el regazo—. Yo no soy tan importante como para que renuncie a un
buen trabajo, y menos cuando le gusta tanto estar aquí... Pero es posible
que haya dimitido porque me odia.

Solté una carcajada de las de verdad.

—Esa es, con toda probabilidad, la cosa más absurda que he oído en
todos los días de mi vida. Dox te quiere con locura. —Liberty se
estremeció—. Todos lo hacemos, así que…

—No. Él, por lo menos, ya no. —Y me miró con arrepentimiento—. Casi


nos acostamos.

Me quedé mirando a Liberty sin saber qué decir o cómo reaccionar. De


haberse dado otras circunstancias, y de haber sido otra persona, habría
pensado que estaba bromeando. O quizá me habría lamentado. Tal vez
me habría mosqueado...

Me apoyé muy despacio en la pared.

—¿Cómo que «casi os acostáis»?

Liberty se miró las manos antes de concentrarse en mí. Hizo el gran


esfuerzo de recuperar el dominio de sí misma.

—El día que os conté a los dos lo de Dristan... Tú te marchaste a atender


la barra y él y yo nos quedamos en la sala de descanso. Cuando me
relajé un poco me acompañó a pedir un taxi y ahí... se quedó todo.

» Pero cuando llegué a casa y vi... —Negó—. Es una tontería.

—Liberty —hablé bien alto—. Deja de pensar que tus sentimientos son
una tontería.

Aquello no la hizo sentir mejor, pero al menos continuó hablando.

—Es que vi... —carraspeó—. Dristan me consiguió en la feria del puerto


de Brighton un muñequito, y lo puse en la mesilla de la entrada para
verlo en cuanto llegara cuando volviera de trabajar. Y cuando lo vi allí,
yo... Al llegar... Me sentí terriblemente mal. Me puse a llorar otra vez.
Pensé que... Sentí que me iba a morir. Así que llamé a Maddox y le pedí

191/416
que se quedara conmigo un rato. Necesitaba que me ayudara a quitar
todos esos regalos del medio, porque no podía verlos...

» Vino y, entre los dos, fuimos metiendo en una bolsa de basura cada
uno de los ellos. Luego nos sentamos en el sofá. Él me miró muy serio.
Me dijo que, algún día, alguien me trataría bien. Que yo merecía la
pena, que era buena chica...

—Todo cierto —aclaré. En tono lúgubre, añadí—: Pero te conmovió y te


tiraste a sus brazos.

Liberty negó con la cabeza frenéticamente.

—¡Eso no fue así! Seguimos hablando un buen rato, me hizo reír... Se


quedó a cenar. Luego… me dio otro bajón después de comer, como cada
vez que... Bueno, ya sabes que me pongo hasta el culo cuando pido
mexicano. Y él... Pues él... Me dijo que no me preocupase por eso, que
soy muy sexy. Y creo que para demostrarlo me besó.

Parpadeé una sola vez.

—¿Que para demostrarlo te besó?

Ella asintió muy convencida.

—Solo quería hacerme sentir mejor —lo defendió—. Y yo también quería


sentirme mejor, así que lo besé de vuelta. Antes de que pudiera darme
cuenta... Me... Nos...

Apretó los labios y respiró hondo para no llorar otra vez.

—Estábamos casi desnudos, a punto de...

—Acostaros.

—Sí, pero no lo hicimos. Yo me arrepentí en el último momento. Le dije


que no podía, y él… Maddox empezó... Empezó como a decir muchas
cosas. —Hizo aspavientos con las manos. Sus labios se torcieron en una
mueca—. ¿Sabes qué me dijo?

Me lo pude imaginar.

—¿Qué?

Liberty no pudo aguantarlo más y se echó a llorar otra vez. Y ese llanto
no tuvo nada que ver con ninguno anterior. Parecía a punto de
ahogarse, pero más que triste, estaba cabreada. Sus puños apretados
hablaban por sí solos.

—Me dijo que me quería y que él me iba a hacer feliz… Justo antes de
ponerme a cuatro patas, como hacen todos. Como hizo Dristan, y antes

192/416
Brian, y antes Liam, y antes Owen... Como hicieron todos los hombres
que querían acostarse conmigo y sabían que no lo conseguirían si no me
decían cosas bonitas.

—¿Cómo? —tartamudeé, perpleja—. Liberty...

—Él, justamente él... —Señaló la puerta como si Maddox estuviera allí


escondido. La barbilla le temblaba tanto que casi le castañeaban los
dientes—. Él, que sabía que no podría... Que no podría aguantar que me
lo hicieran otra vez. Él, que sabía cuánto me dolía y que ha visto
siempre cómo... cómo he reaccionado... Cómo he sufrido... Iba a hacer
lo mismo.

—¿Cómo que iba a hacer lo mismo? —repetí. Me temía lo peor.

—Lo aparté y me levanté, y... Me encerré en el baño hasta que escuché


que se iba —admitió, bajando la vista—. Kathleen, yo no quería romper
nuestra amistad. Es solo que no sé lo que me pasó. Estaba llorando, y
luego estaba él besándome, y... Lo hacía tan bien... Iba a dejarme llevar,
no me importaba: es Maddox —dijo, como si eso lo explicara todo—. Al
día siguiente me trataría con camaradería, justo como hizo con Rae
después de cortar, o como hace con todas esas chicas con las que
duerme y luego vuelven a por más... Pero es que empezó a decir todo
eso y yo no podía creérmelo. Que él me mintiera cuando vio que no iba a
ser capaz de quitarme las bragas sin un incentivo… No lo soporté.

—¿Por qué iba a mentirte?

—Tú no sabes las cosas que dijo. Tenían que ser mentira. Y me dio miedo
que fuera capaz de llegar a decir que… me quería... No lo habría dicho
si yo no le hubiese cortado, ¿entiendes? Solo quería follarme.

Había estado dispuesta a regañar a Liberty hasta que dijo todo eso. No
podía culparla por huir o por proteger su corazón, aunque por el
camino hubiera destrozado el de otro, y aunque ese otro fuera
probablemente uno de los pocos hombres que la querrían por lo que
era, no por lo que aparentaba.

Quizá las dos éramos estúpidas por reaccionar mal y merecíamos que
nos odiaran para siempre. Quizá debíamos odiarnos nosotras también:
miraba a Liberty y no me cabía duda de que lo hacía. Ella se detestaba y
yo también. Pero no era un consuelo que no estuviéramos solas en eso,
sino un castigo. No éramos tan dueñas de nuestros actos como
queríamos. El miedo nos dominaba.

—Libby… ¿y si Maddox hablaba en serio? ¿Y si era verdad lo que te


dijo?

Liberty ni siquiera cambió de expresión. Incluso me miró como si


estuviera loca.

193/416
—Kathleen, estamos hablando de Maddox. Llevo años viéndole prometer
el cielo sin intención de cumplirlo, solo para echar un polvo.

Me pasé la mano por la cara, agobiada. Maddox no lo había puesto


nada fácil. Y, definitivamente, no había sido el mejor momento para
asaltar a Liberty. Estaba demasiado vulnerable. Pero era ahí cuando se
notaba que estaba loco por ella. Todos esos consejos que daba y que
usaba para nunca meter la pata con una mujer, se le iban al garete
cuando se trataba de ella.

—Pero… ¿Y si te lo hubiera prometido de verdad?

Liberty esbozó una sonrisa triste que me destrozó el alma.

—Sigue siendo Maddox. Los hombres como él nunca se fijan en mujeres


como yo. Solo fui su proyecto de caridad esa noche. Nada más.

—Y si fuiste eso, ¿por qué te sientes culpable? ¿No será que sabes que le
hiciste daño?

—Me siento culpable porque era mi amigo. —Se levantó y se apartó las
lágrimas de la cara para volver a su puesto—. Pensaba que su concepto
de amistad estaría por encima de medio polvo... Pero me equivoqué, una
vez más. Ni siquiera él era lo que parecía.

Me quedé con las ganas de explicarle que le había pasado como a Pedro
con el lobo. Justo cuando era cierto que el lobo venía y quería comérsela
de verdad, hacerla feliz, protegerla de todo, ella ya no se lo creía. Todo
por culpa de todos esos Pedros.

***

Cuando volví a casa estaba tan molida que me tiré en plancha a la


cama. Me planteé llamar por teléfono a Maddox y preguntarle cómo
estaba, pero había muchas cosas en contra de aquella posibilidad. La
primera, que lo había asustado el día anterior para nada; no era un
histérico, pero se habría preocupado y más tarde mosqueado porque
luego ni me molestara en cogerle el teléfono. Pero la segunda era que no
había venido a contarme sobre Libby para desahogarse, y eso debía
significar que no quería hablar de ello. Debía darle su espacio: sabía que
no le gustaba que estuvieran encima de él cuando no estaba bien. Ya
propiciaría un acercamiento cuando hubiera pasado el tiempo de
cortesía.

Revisé mis mensajes y vi que no había ninguno de King. Era un buen


momento para ponerse a escribir, ahora que Gin había salido con su

194/416
pareja, pero estaba bloqueada y sabía muy bien por qué. Eso último no
era ventaja, sino algo terrible, porque entraba en juego la pregunta de
por qué no hacía nada para resolverlo.

«Pues porque no debería importarme».

El problema era que lo hacía. Sí que me importaba que un tipo de metro


ochenta y cinco y unos buenos años se hubiera enfadado porque no
había querido quedarme a desayunar… O porque me había marchado
sin avisar. No conocía la causa concreta.

Así que marqué su número a las tantas de la madrugada y esperé a que


contestara. Justo antes de oír su voz, me di cuenta de que no sabía qué
diablos quería decirle. Presa de un arrebato infantil, colgué antes de que
oyera mi respiración.

Avergonzada, me acurruqué entre las mantas. El móvil se quedó muy


lejos de mi alcance. No necesitaba tenerlo cerca para que me tentase
volver a intentarlo. Estuve planteándome si sería buena idea un buen
rato, hasta que decidí que lo haría cuando estuviese preparada.

En eso pensaba cuando sonó la cancioncita de una llamada entrante.


Ain’t No Sunshine de Bill Withers inundó la falsa calma de mi
habitación.

Me incorporé para ver que, en efecto, era King. Me quedé mirando su


nombre en la pantalla con el estómago encogido, sin entender por qué
demonios me estaba comiendo la cabeza cuando no significaba nada
para mí. Entonces recordé ese fugaz beso en la frente y la pregunta que
me hizo sobre qué quería para desayunar.

Descolgué y me pegué el móvil a la oreja, nerviosa. Esperé que


comprendiera con mi temblorosa respuesta que él no era el problema.

—Prefiero las tostadas francesas.

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LAS DAMAS PRIMERO

Estaba soñando con un hombre de penetrante mirada azul. Me


observaba mientras dormía, con la cabeza descansando en la mano, y
todo el peso sobre el codo. Había una ligera sonrisa en sus labios.
Bueno, quizá no tan ligera como de gallito. Era difícil saberlo, con la
tupida barba oscura cubriéndole medio rostro. Excepto los labios, cuyas
comisuras apuntaban hacia arriba... 

Sí, definitivamente sonreía.

No quería escuchar lo que King me decía. Tenía bastante con sentirme


culpable despierta como para aguantar sus reproches dormida. Unos
que no me merecía. No me los merecía, no me los merecía; me lo había
repetido hasta la saciedad para no hundirme. A lo mejor por eso mi
subconsciente había acabado convenciéndose.

Intenté abrir los ojos. No estaba dormida, en realidad. Estaba en ese


confuso punto entre el sueño y la realidad. Pero igual me sorprendió
toparme de repente con un hombre completamente vestido, tumbado a
mi lado, mirándome con sus penetrantes ojos azules.

Solté un grito y casi salté fuera de la cama del respingo que di. Hice el
amago de rodar por el colchón y alejarme, pero él me cogió de la
cintura y me pegó a su pecho, partiéndose de risa. Parpadeé varias
veces para asegurarme de que era real, que había salido del sueño y
King Sawyer me tenía aprisionada entre sus brazos, siendo todo él la
representación de la alegría que me faltaba. Sus burbujeantes
carcajadas me envolvieron, suavizando parte de mis remordimientos.

—¿Se puede saber qué coño haces metido en mi cama? ¿Cómo has
entrado? ¿Quién...? ¿Ginebra ha permitido que te cueles en mi jodida
habitación? ¿Te has vuelto loco? ¿Y ella acaso es imbécil? —Las
palabras se me escapaban sin que pudiera pararme a pensar en su
significado. Me llevé una mano al corazón y la presioné contra la zona,
esperando sin demasiada emoción que llegara el infarto—. ¡Casi me
matas del susto, gilipollas!

Él seguía partiéndose el culo.

—Para ser escritora, eres muy soez cuando quieres. ¿No habría
quedado mejor un «bastardo arrogante» o «soberbio redomado»? Solo
son sugerencias, claro, luego ya tú haces lo que quieras.

196/416
—Cállate, joder. ¡Y quítate de encima!

King volvió a doblarse de la risa.

—Vamos, muñeca —farfulló, apartándose las lágrimas—. No puedes


decirme en serio que después de llamarme a las tantas y soltarme eso,
no esperabas que viniera a por ti.

—¡Pues claro que no lo esperaba! Te dije mi desayuno favorito, no que la


casa estuviera en llamas o mi vida dependiera de echar un polvo exprés.

—¿Acaso no quieres un polvo exprés?

Apreté los muslos en un movimiento involuntario.

—Quiero que salgas de mi habitación.

No se movió. Sabía que no me lo creía ni yo. El muy canalla se puso


cómodo estirando las piernas. Me miró con la cabeza ladeada.

—Oye, Kathleen. —Por un momento pensé que iba a decir algo con
sentido—. ¿Sabes que el hombre neandertal compartía su cueva con el
resto? Era nómada, pero formaba parte de una tribu.

—¿A qué viene eso ahora? Tú no eres de mi tribu, ni eres un hombre. Tú


eres un cerdo —espeté, levantándome y frotándome los ojos. Quién
sabía si por casualidad no seguía soñando.

Quedó claro que no cuando King rodó sobre la cama hasta llegar al otro
lado —ese donde yo me había cobijado esperando que entendiera la
indirecta— y me guiñó un ojo.

—¿Quieres darme caza?

Apreté los labios para no acabar riéndome.

Yo no me reía, maldita sea. Yo no sabía reírme, y menos todavía con los


hombres. ¿Qué diablos me pasaba? Ni siquiera era excepcionalmente
gracioso, solo un payaso de circo con cuatro frases buenas.

Inspiré y espiré varias veces hasta que mi corazón recuperó el ritmo


habitual... O más bien el ritmo habitual cuando King Sawyer andaba
cerca. Vaya, que estaba al borde del ataque cardíaco.

—King, ¿qué haces aquí? —repetí casi deletreando—. Son las... seis de la
madrugada.

—No he podido venir antes porque tenía un par de asuntos que


resolver...

197/416
—No te estaba recriminando que hayas tardado —corté, frustrada—. Te
preguntaba quién te ha invitado.

King hizo un puchero.

—Kathleen, me estás haciendo sentir inseguro.

—Sería más fácil hacer malabares con erizos que hacerte sentir
inseguro.

Él lo corroboró entrelazando los dedos tras la nuca. Encontró la


postura más cómoda en mi cama, estirándose cuan largo era.

—Si alguien puede lograr lo imposible, esa eres tú.

Me lo quedé mirando con los ojos entornados, en busca de una señal.


Algo que determinase que estaba fingiendo despreocupación cuando, en
realidad, había venido a discutir. Lo entendería, no había estado muy
fina o estable emocionalmente en los últimos días. Pero él estaba como
siempre, y eso me alivió tanto que no supe qué decir.

Al final solté de carrerilla lo que había estado atormentándome.

—¿No estás enfadado conmigo?

Me arrepentí de preguntarlo en cuanto alzó esa ceja arrogante.

—¿Por qué iba a estar enfadado contigo? —Hizo una pausa para
mirarme bien. Me encogí de hombros, tratando de fingir indiferencia,
pero él detectó mi incomodidad. Se incorporó echando el peso sobre el
costado. Tenerlo tumbado en mi cama, completamente vestido, me
produjo una sensación muy… extraña—. ¿Creías que me había enfadado
porque no solo me mentiste diciendo que te quedabas a desayunar, sino
que saliste corriendo sin decir nada, luego no respondiste mi llamada y
después de interrumpir mi sueño, me soltaste dos palabras sin sentido
aparente para finalmente colgarme?

Me tembló la barbilla. Traté de contenerlo mordiéndome el labio


inferior.

—¿Estabas preocupada por si todo eso me había sentado mal? —


inquirió, con voz suave—. ¿Has llorado por mí, o todavía no hemos
llegado a eso?

Apreté los labios.

—Pues claro que no —espeté a la defensiva—. Nunca llegaremos a eso,


bastardo arrogante. —Que utilizara ese insulto en particular hizo que
sonriera de oreja a oreja—. No inventes para ser condescendiente
conmigo. Me importa una mierda si te enfa...

198/416
Antes de que pudiera acabar la frase, King tiró de mi brazo. Y tuve que
agradecerlo, porque ese balbuceo humillante que pretendía servir de
defensa había sido un error.

En cuanto caí sobre él, busqué la manera de escabullirme, pero de


nuevo fue más rápido que yo. Cambió la postura dejándome debajo,
encarcelada entre sus dos antebrazos. Me clavó al colchón con una
mirada brillante, que se intensificó cuando me separó las piernas y se
rozó descaradamente conmigo.

Abrí la boca cuando noté su erección a través de la tela.

—¿Te parezco enfadado? —preguntó, con voz ronca.

Las palabras se me atascaron en la garganta. Mi lado racional estaba


gritando desesperado que dejara de dejarme en evidencia.

—No mucho.

—Eso es porque, en primer lugar… yo nunca me enfado. Soy como Keith


Richards, feliz de estar aquí; feliz en cualquier parte. —Se inclinó para
besarme en el cuello y acariciarme el mentón con la nariz. Antes de
pensar en apartarlo, los párpados se me cerraron y mis uñas se
clavaron su bíceps—. Y, en segundo lugar, sé que hay un motivo. Una
mujer no sale corriendo de mi apartamento de madrugada por capricho.
Supuse que algo pasó.

» Pero esperaré a que me lo cuentes tú —acabó susurrando en mi oído.


Todo el vello se me puso de punta. La tensión de mi cuerpo aminoró
mágicamente, a pesar de haber revelado en voz alta aquel pequeño
secreto.

King dedicó una caricia atrevida en la cara interna de mi muslo.

Carraspeé para mis adentros, buscando una fortaleza que empezaba a


decaer.

—Tal vez me fui porque simplemente no quería desayunar contigo.

—¿Y no te habría gustado quedarte... —empezó, enrollando la tira de las


bragas en los dedos y rompiéndolas de un tironcito. Jadeé por la
impresión. Pellizcó mi clítoris y lo sobó suavemente con los nudillos—
para que te hiciera esto? Porque creo recordar que mi polla dentro de ti
entraba en el acuerdo. Y sin duda habría ocurrido después del desayuno.

Hice el esfuerzo de mirarlo con sorna.

—Muñeco, el vocabulario soez no pega nada con tu cara de Audrey


Hepburn.

199/416
King soltó una potente carcajada. Para castigarme por la burla, me
penetró con los dedos y los retorció hasta que mi espalda se arqueó
hacia él.

—Dios mío —gimoteé—. No puedes llegar a mi casa y toquetearme


porque te apetezca. Dije tostadas francesas, no... Ah...

—A partir de ahora, me tomaré todos tus «tostadas francesas» como


una invitación sexual.

—Tú te lo tomas todo como una invitación sexual.

King me levantó el camisón hasta dejármelo enrollado en el pecho,


descubriendo mis pezones en punta. Antes de inclinarse sobre uno al
azar y rodearlo con su lengua áspera y caliente, me miró con un amago
de sonrisa malvada.

—Cuando se trata de ti, sí.

Sentí que enroscaba los dedos en mi interior para ir a la par con su


lengua, que se retorció en torno a uno de mis pechos. La caliente
succión de su boca envió una sacudida de placer al resto de mi cuerpo.
Tironeó del pezón con los dientes y trazó una línea de besos húmedos
por toda la zona. Le gustaba besarme. Me había dado cuenta de que lo
hacía mucho, estimularme con sus labios; estimular hasta lo que no
pensaba que podría ser estimulado. Cuando posó la boca en el punto
céntrico entre ambos pechos, justo en el esternón, me dio miedo que se
diera cuenta de lo rápido que me latía el corazón.

—Tienes una imaginación impresionante si crees que te pido que me


hagas esto con cualquier cosa que... diga —balbuceé rápidamente,
intentando distraerlo de mi ritmo cardíaco.

—Estamos de acuerdo —jadeó contra mi piel, arañando con los dientes


la elevación del otro pecho hasta llegar a la areola. Delineó su forma
con la punta de la lengua, y cuando temblaba por su seductora tortura,
hizo que me acercara más a la culminación dedicándome una caída de
ojos—. Soy muy soñador. Pero no todo es fruto de mi imaginación entre
tú y yo, muñeca. Me pides y me haces confesiones sin querer. Cada vez
que me miras, me estás retando a demostrar que soy mejor que el
demonio sobre tu hombro.

Me mordí el labio y busqué su pecho de nuevo arqueando la espalda.


Los músculos de mi estómago se contrajeron en un doloroso apretón
cuando encontré sus ojos, empapados en el deleite de tenerme a su
merced.

—Entonces esto… Esto es solo una forma de reivindicar que eres capaz
de conseguir a la mujer imposible. No más que un desafío para ti.

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—No, cielo. Esto… —Volvió a pulsar mi clítoris y frotarlo en círculos—,
eres tú, siendo tocada como necesitas.

Me retorcí entre las sábanas.

—Oh… ¿Se trata solo de mí?

Él sonrió afectado.

—Sabes bien que yo también lo necesito, pero el que ha cogido el


teléfono y ha llamado a las tantas de la madrugada en busca de
atención… no he sido yo. Y no es nada malo. Todos necesitamos
atención.

Un «la llamada no significa nada» murió en mi garganta cuando King


hundió aún más los dedos. El orgasmo salió disparado de mis labios en
forma de gemido. Deliré durante los siguientes segundos, en los que
luché por encontrar el aire que me faltaba.

Me sentí liberada un momento. Al siguiente, empezó a preocuparme lo


que pasaría después. 

Era la tercera vez que teníamos un interludio sexual y, en la primera,


pese a todo lo que King había hecho para excitarme, yo no le di placer
en ningún momento. Ahora tampoco. Todo había sido para mí, por mí.
Debía estar pensando que era una especie de aprovechada, o una
frígida sin opciones.

Eso me hizo sentir acorralada. Rememoré todas esas veces en las que
me había visto obligada a hacer algo que no quería porque debía. La
duda y las palabras de Jude —«No le debes nada a nadie, Kathleen, si
quieres hacer algo; hazlo. Si no, no lo hagas. Ellos actúan conforme a
sus deseos. Tú no has de ser distinta»— me tensaron lo suficiente para
que él se diera cuenta.

—Debes ser la única mujer del mundo que después de un orgasmo sigue
con el ceño fruncido.

Lo miré con... 

Quité el ceño fruncido y lo miré sin más.

Me sentí culpable de nuevo. King estaba fresco como una rosa, vestido
de la cabeza a los pies. Olía a sexo porque yo me había corrido, muchas
más veces que él. Debía estar preguntándose por qué no me bajaba al
pilón, o no tomaba la iniciativa de tocarlo.

Cuadré los hombros.

—Los pantalones. —Señalé con el dedo—. Fuera.

201/416
King arqueó una ceja.

—¿Para qué? Por cómo lo has dicho, parece que pretendes castrarme.

—¿Es esa tu idea de preliminar ideal?

—No exactamente. ¿Quieres hablar de preliminares? No tengo mucho


tiempo, a las seis y media debo estar en el despacho.

Volví a fruncir el ceño. Él me lanzó una miradita que venía a significar


«¿otra vez?», y suavicé el gesto.

—¿Y para qué has venido?

—Si lo preguntas no lo habré hecho tan bien como creía. ¿Has fingido el
orgasmo?

—Claro que no.

—Qué convencida suenas. ¿Nunca has fingido uno?

«Siempre».

—Alguna que otra vez. ¿Vas a bajarte los pantalones, o no?

King sonrió, a caballo entre la curiosidad y la sospecha. Se apartó a un


lado y se tendió sobre el costado, de cara a mí. Me observaba como si
fuese un puzle de mil piezas.

—No me digas que ves el sexo como una cadena de favores. Desde luego
creo que las relaciones deben estar compensadas —continuó. Su mirada
se deslizó de mis ojos a mis pechos, a mi vientre, a la raja del camisón
que me había bajado precipitadamente—, pero mi idea de
«compensación» no es un sinónimo de igualdad.

—¿Qué quieres decir con eso? —pregunté en tono receloso. Me sudaban


las manos entrelazadas sobre el vientre—. ¿Que esto no ha sido un «las
damas primero», sino que tu objetivo es exclusivamente tomar mi
cuerpo? ¿No esperas nada a cambio?

—Uno espera algo cuando se lo deben, o cuando tiene ilusiones y


expectativas. Yo no tengo nada de eso, solo deseos. Te deseo a ti. Todo
placer que te produzca, me lo produzco a mí mismo, no necesito tu
acción directa sobre mi cuerpo. Claro que me entusiasma que las
mujeres me toquen y se aprovechen de él, pero porque les da la gana —
puntualizó—, no porque sienten que hay que estar en tablas.

Me sumí en un silencio meditabundo, ignorando que King me observaba


con interés, como si quisiera descifrar mis pensamientos. No le
convendría descubrirlos. Odiaba hacer comparaciones; odiaba tener al

202/416
otro en mi cabeza limitando mi expresión, coartándome,
avergonzándome de todo lo que hacía y de lo que no hacía.

—Debió ser un hijo de puta —dijo King de repente.

Ladeé la cabeza hacia él.

—No sé de qué hablas. ¿A qué viene eso?

—No te hagas la tonta, no lo eres ni un pelo y te queda muy forzado. Y


no pienses que yo lo soy. Tengo muchas amistades masculinas y sé cómo
tratan a las mujeres, dentro y fuera de la cama; delante y a espaldas de
ellas. Sea lo que sea que estuvieses pensando…

—¿Qué sabrás tú sobre lo que estoy pensando? —mascullé. Me


incorporé de golpe y le di la espalda para levantarme de la cama—. Voy
a hacer un café.

—Dios no lo quiera —suspiró él. Fulminarlo con la mirada fue un error.


Me atrapó con sus ojos expresivos—. ¿En qué estabas pensando,
entonces? ¿Sigues preocupada por si me dolió tu escapada matutina?

Fui a escupirle que no tenía nada que ver, que me daba igual, pero
entonces él se levantó también y aprovechó que la falda del camisón se
me había arrugado para colocármela en su sitio. Como si fuera su
muñeca de verdad.

—Debería haberlo pensado antes de decidir no llamarte. No ha sido mi


mejor táctica, aunque no me arrepiento. Por fin he descubierto que no le
soy indiferente a Trunchbull.

—¿Táctica? —repetí, ignorando la dichosa referencia a Matilda—.


¿Cómo que «táctica»?

King se sumió durante unos segundos en un silencio pensativo. Me miró


con la cabeza ladeada.

—Saliste de mi baño con los ojos llorosos. No sé por qué, ya que no me


lo quieres contar, pero ha sido evidente para mí desde el momento en
que te conocí que no funcionas bien bajo cierta presión. De hecho, no
funcionas bien en ningún caso. No respondes ni cuando insisten, ni
cuando te preguntan de buenas formas; eres reacia a dar pistas de qué
te hace ser así... Pero, al mismo tiempo, necesitas un incentivo para
mostrar, aunque sea, un detalle escaso del problema. Necesitas que te
vacilen y te provoquen. Si no eres observador, si no se te presta mucha
atención, nadie se daría cuenta. Confundirían tu comportamiento con
simple desprecio o soberbia.

» Si te hubiera escondido la ropa esa mañana para que no te fueses,


además de ser una reacción patética, habrías saltado. Si me hubiera
interpuesto entre la puerta y tú, lo que también habría sido estúpido, tu

203/416
reacción habría sido negativa. Si hubiera tratado de convencerte
durante un buen rato, también habrías saltado. Si te hubiera dejado ir y
luego me hubiese enfadado, tú te habrías cabreado más. Y si me hubiera
hecho el loco, llamándote como si nada, quizá habrías huido por la
mañana todos los días. Algo que espero que no vuelva a ocurrir —
apostilló.

» Así que opté por la pasividad. Ni dar a entender que estaba contento,
ni hacerte pensar que no me había hecho gracia. Un punto medio. No
pensé que fuera a dar resultado, la verdad. Los comportamientos
equilibrados por mi parte no suelen ser efectivos contigo. Te cuesta muy
poco ignorarme si te ignoro.

Me quedé mirándolo anonadada. No sabía si ofenderme, asustarme, o


sentirme halagada porque tuviera tanto cuidado al tratar conmigo. Lo
que sí tenía eran miles de preguntas. Seguía con la cabeza embotada
por culpa del orgasmo, pero sabía que, de haberme encontrado en otra
situación, mi reacción habría sido bastante radical. Y no para bien.

—¿No suelen? —repetí—. ¿Me has manipulado otras veces?

—¿Eso crees que hago? ¿Manipularte? Solo intento elegir lo que te hará
sentir mejor sin dejarme pisar por el camino. Resumidamente, me he
comportado de una manera, y tú de otra como respuesta. ¿Te sientes
manipulada?

—Lo juzgaré cuando sepa qué has hecho.

—¿Qué he hecho? —inquirió. Se sentó en el borde de la cama—. Intentar


conocerte y, según creo, ayudarte un poco.

—No necesito ayuda —repetí, erizada. Odiaba esa muletilla. Odiaba esa
palabra.

«Ayuda».

—Tal vez no. Pero el día que nos encontramos por primera vez, intuí que
había un problema. Te pusiste tensa en cuanto me viste. Te asustaste —
acotó—, y yo me pasé todo el rato devanándome los sesos, tratando de
averiguar si te conocía de algo. Quería saber por qué estarías tan
alterada por mí.

—Serían los nervios por la primera invitación sexual —ironicé—. No


estoy acostumbrada a que aparezca un tío en mi casa y me haga
insinuaciones con su novia delante.

Él sonrió perezosamente.

—Eso me quedó claro. Igual que supe que me querías para ti. Pero
encima de todo eso había un fuerte rechazo. Todo eso que dijiste sobre
que nadie podría follarte tan bien, que no creyéramos nada de lo que

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escribías… No sonaba tanto a mujer despechada como a advertencia
desesperada. Y sonaste más despectiva hacia ti misma que hacia tus
personajes. Me dio la sensación de que odiabas todo lo que escribiste, y
eso, sumado al odio hacia mí… Me intrigó. Así que aproveché que me
atraías y me serví de mis sospechas para sacar al cabrón que llevo
dentro. Te alejabas cada vez más.

—Me caías mal.

—Lo sé. Pero tú te caías peor porque sentías algo que no te gustaba.

—A nadie le gusta sentirse atraído por el novio de su compañera.

—No, a nadie le gusta, pero lo tuyo era miedo.  

No iba muy desencaminado, pero no lo dije en voz alta y tampoco lo


saqué de su error.

—¿Recuerdas cuando nos encontramos en la zapatería? Quise averiguar


si tu fobia a los hombres y al sexo venía de una mala experiencia con
algún novio. Le di a entender a la dependienta que éramos pareja, y allí
estuvo de nuevo cuando ella lo mencionó: esa tensión que hace que te
cambie la cara por completo. Odias pensar en tener cualquier intimidad
con otra persona.

» No confirmé lo que me venía oliendo hasta que te asaltaron. Quise


saber hasta dónde llegaba la magnitud del problema, así que fui al
Rocky Blues y te solté todo ese rollo de que no podías trabajar allí.
Estabas cerrada en banda, pero con la presión adecuada te movilizabas.
Bastó con que te soltara a la cara que no estabas bien para que
quisieras demostrar lo contrario. Eres cabezona. Y valiente. Te
acercaste a un grupo de hombres, coqueteaste y volviste de una pieza.

Sonrió casi con ternura. Estiró un brazo hacia mí y me cogió de la


mano.

—Ni tú te lo creías al regresar a tu puesto, muñeca. Tu cara fue una


fantasía.

» Reaccionaste tan mal cuando te dije que seguiría con Sheila... Te hice
recordar algo horrible, lo sé. Y cuando me besaste, te pusiste como si
hubieras cometido un error imperdonable.

Tragué saliva interiormente. Por fuera, me mantuve recta e impávida.


No sabía cómo gestionar que hubiera resultado ser un tipo calculador y
perspicaz. Lo peor de todo era que estaba más interesado de lo que
creía en saber qué pasaba conmigo.

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—¿Tus frases guarras también buscaban una reacción especial por mi
parte, o puedo estar tranquila porque eso haya sido espontáneo? —se
me ocurrió preguntar.

Por culpa de esa sonrisa juguetona que esbozó perdí parte de la


determinación de echarlo.

—Mis frases guarras solo buscan un final feliz para los dos.

Me levanté sin saber muy bien qué iba a hacer. Lo que tenía claro era lo
que no iba a hacer.

—Pues vas a ver tus sueños frustrados si sigues tratándome como a una
rata de laboratorio. No voy a ser conejillo de indias para que puedas
aplicar tus juegos psicológicos, sobre todo porque no tienes ni idea de lo
que has dicho. Estoy perfectamente bien. Si tuviera fobia a los hombres,
al sexo o a relacionarme, no estarías aquí, ahora.

—Follar es fácil. Lo difícil es todo lo demás. Si no te preocupase algo, te


habrías quedado a desayunar.

—Solo es un desayuno, por Dios. ¿Vas a hacer de eso un mundo?

—Solo es un desayuno —repitió él—. ¿Por qué hiciste de eso un mundo?


Lo justo, si tú lo tratas como tal, es que yo haga lo mismo.

No me dio tiempo a replicar.

—Aunque si dices que todo va bien, te creeré. No querer una relación no


significa tener miedo al compromiso, ¿verdad que no?

Se estaba riendo de mí, a pesar de que todo lo que dije tuvo sentido.

—Si te da miedo comer solo, búscate una chica madrugadora y múdate


con ella —contesté sin alterarme—. Esas eran mis condiciones, por los
motivos que fueran. Unos que no te incumben en lo más mínimo, porque
por si no lo sabes, no necesitas conocer el pasado de nadie para
acostarte con él.

—Pero sí para saber cómo necesita que lo traten.

Aparté la vista.

Él aprovechó esa debilidad para tirar de mi brazo. Me dejé guiar adonde


quisiera colocarme. Me capturó entre sus piernas abiertas.

—Lo que quiera que te haya pasado, no es ningún condicionante a mis


ojos —dijo, con la cabeza hacia atrás para mirarme—. Puede que a ti te
haya cambiado, que te esté impidiendo desatarte o incluso ser ese «yo
misma» que más te gusta, pero para mí no significará nada vergonzoso

206/416
ni humillante. Significará lo mismo que tu postre preferido y de qué
color te tintarías el pelo si te diera igual que te mirasen por la calle. No
más que un detalle de ti que me ayudará a evitar que te pongas a la
defensiva. Nunca lo usaría en tu contra, si es eso lo que temes. Lo
prometo.

Quise sonreír fríamente, pero no pude.

—Las palabras se las lleva el viento. No creo en las promesas —dije


inexpresiva—. Pero tampoco necesito tus juramentos. Me gusta cómo
me lo haces tal y como me lo haces, y eso es lo único importante.
Tampoco necesitas saber cuál es mi postre preferido para hacerme
llegar al orgasmo.

—Entonces no quieres que te conozca.

—Yo no quiero conocerte a ti —mentí—. Me parece justo que tú tampoco


te intereses.

Me dio la impresión de que le había dolido mi respuesta. Sonrió, pero


cansado.

También podía tener que ver con la hora. Eran las putas seis y media.

—Te repito lo que te he dicho antes en referencia al sexo. Creo en la


compensación en las relaciones, no en la igualdad, porque es imposible.
Siempre hay uno que quiere más, e interprétalo como te plazca. Lo que
significa que, al final, hacemos lo que queremos sin esperar nada a
cambio. Yo quiero saber qué pasa contigo, aunque a ti no te interese lo
que pase conmigo. —Hizo una pausa—. Si dices que no tienes ningún
problema, de acuerdo. ¿Lo tienes?

Podía decirle que sí, que tenía dentro algo horrible y que me estaba
matando. También podía decirle que se largara de mi casa y no volviera,
porque el trato no era que indagase en mi pasado. Esta segunda opción
la deseché antes de asumir las que podrían ser sus consecuencias.

—Mi único problema —empecé— es que me arrebataras los últimos


tacones de la tienda y se los regalaste a Sheila.

King no dijo nada más. Y gracias al cielo.

Me abrazó por las caderas y metió las manos bajo el dobladillo del
camisón para acariciarme la piel. Lancé un suspiro apenas audible
cuando levantó la falda y me besó, en un punto por debajo del ombligo.

—Puedo probar a compensarte por eso.

207/416
CERRAR CICLOS

Ya había esperado el tiempo de cortesía para invadir la intimidad de


Maddox. Era la sexta vez que lo llamaba por teléfono, y la sexta vez que
no contestaba. Estaba ilocalizable, y no solo para mí. También Rae,
compañera y ex, intentaba ponerse en contacto con él en vano. Parecía
haber apagado el móvil, lo que podía significar dos cosas. Una de ellas
era que, si tan interesados estábamos en hablar con él, fuéramos a
buscarlo. El problema era que no sabíamos dónde estaba trabajando
ahora, ni dónde vivía... a excepción del jefe, quien por supuesto no podía
largárnoslo por el programa de protección de datos de la empresa.

—¿Qué programa ni qué puta mierda? —espetó Raeghan—. Sabe


perfectamente que somos amigos. Kathleen lo es desde hace años, y yo
lo he visto desnudo unas cuantas veces. Me atrevería a decir que no está
entregándole información clasificada a cualquiera.

—Red, váyase a casa y pruebe a relajarse un poco —sugirió Brennan,


inconmovible como de costumbre—. Si quieren saber dónde está,
llámenlo por teléfono y pregúntenle. Tengo políticas de privacidad que
seguir si no quiero que me denuncien por divulgación.

—Se me ocurre por dónde puede meterse sus políticas de privacidad…

Yo pensaba lo mismo que Raeghan, sobre todo después de haber


probado a seguir el consejo de Brennan y haber fracasado
estrepitosamente en el intento de contactar con él. En serio, Maddox
había desaparecido del mapa. Liberty también estaba preocupada. Yo
dormía poco, preguntándome qué estaría haciendo y por qué se marchó
de verdad, y ella se había apagado por completo. A causa de ello, las
propinas habían disminuido y los clientes insatisfechos aumentaron
como la espuma.

Por eso Raeghan estaba de vuelta, para equilibrar la balanza a favor de


lo positivo. Justo por ser tan necesaria, podía permitirse hablarle al jefe
como le salía de las narices. Aunque conociendo la poca paciencia de
Brennan, me extrañaba bastante que no la hubiera sustituido por
cualquier otra.

Al final, Maddox le acabó cogiendo el teléfono a Rae por insistencia. Le


dijo que estaba ocupándose de la empresa de mudanzas de su padre
mientras él descansaba. No tardé ni media hora en vestirme y cruzar
unos cuantos distritos a pie para verlo en persona.

208/416
Maddox estaba cargando unas cajas en el camión cuando lo vi. Iba
acompañado de un tipo de brazos anchos, y al que reconocí como el
hermano mediano.

No me alegré de verlo.

—Vaya, vaya, pero si es Kathleen —comentó desinteresadamente. Se


palmeó los muslos y apoyó en una de las estanterías del enorme
almacén—. ¿Qué te trae por aquí?

Había pocas personas más peligrosas que Declan O’Neil, y yo me había


vuelto bastante prudente desde la primera y última vez que coincidimos
por error. Lo saludé, escueta, esbocé una sonrisa del montón, y lo
esquivé tan rápido como pude para llegar a Maddox. Este hablaba con
su compañero, una auténtica bestia mazada, con el ceño fruncido.

Un ceño que se acentuó cuando me miró.

—¿Qué haces aquí?

El muchacho con el que hablaba se giró y sonrió de oreja a oreja,


después de echarme una mirada de arriba a abajo. Era tan alto que
resultaba desproporcionado e intimidante, tenía los brazos tan fuertes
que la manga de la camiseta le quedaba ridícula y tenía todo el cuerpo
tatuado. Incluso la cara.

—Qué pedazo titi —silbó, torciendo la sonrisa—. ¿Qué tal estás, guapa?

—Podría ser tu madre —le corté.

—Eso lo dudo. Tengo veintidós. —Me guiñó un ojo—. Soy...

—Hombre muerto si sigues diciendo gilipolleces. Es mi mejor amiga —


intervino Maddox, apartándolo a un lado—, así que te quiero unos
cuantos metros separado.

La cara del muchacho cambió tan rápido de registro que podría incluso
haberme reído. No dejó de sonreír, pero su matiz ahora era de disculpa.

—Entonces me olvido. Me estoy olvidando. No he visto nada —repitió,


tapándose los ojos con el antebrazo y retrocediendo, tropezándose
cómicamente con las cajas—. ¡Soy ciego!

Celebré que contara con alguien divertido a su lado. El muchacho tenía


cara de ser buena persona, lo que no le venía nada mal en un momento
tan duro. Maddox estaba tenso, triste… derrotado. Mirándolo, uno
recordaba todas las veces que le habían roto el corazón.

—No le hagas caso, es estúpido. ¿Qué quieres?

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—¿Cómo que qué quiero? —repliqué. Puse los brazos en jarras—. Quiero
que me cojas el teléfono. Eso para empezar. Y luego quiero recuperar a
mi amigo. Ese que me cuenta hasta cuál es su uña del pie favorita, y que
pensé que vendría a decirme cómo le fue cuando se declaró a la única
chica que le ha calado hondo.

Maddox me miró desapasionado.

—No hace falta que hables de Liberty como si fuese la gran cosa. Que
fuera la primera no significa que vaya a ser la última. Ni siquiera que
fuera especial.

Se dio la vuelta y entró en el almacén, dejándome al borde del tropiezo


en medio de la calle. No lo pensé al seguirlo y seguir hablando,
ignorando que el tipo de antes estaba allí. Dentro sonaba una canción
de rock a toda pastilla. No reconocí al grupo.

—¿Es una broma? ¿Cuántos años tienes, Maddox? ¿Quince? ¿Porque


ella te haya rechazado ahora vas a hacer como si no importase?

—Es que no importa. Deberías irte, por cierto; tengo cosas que hacer. Ya
sabes cómo fue aquello, ¿para qué has venido?

—Para conocer tu punto de vista, y para ver si estabas bien. Por lo visto
me he equivocado pensando que necesitarías consuelo. Te veo de
maravilla.

Y era cierto. No tenía ojeras, ni estaba pálido, ni había signos de haber


llorado. En ese momento, Maddox parecía de acero. Por encima de las
emociones mundanas.

—Eso es porque estoy de maravilla. Solo algo preocupado por mi padre.


Se ha puesto enfermo, y ya ves que Declan pulula por aquí. —Envió una
mirada recelosa a la puerta—. Tengo mejores cosas en las que pensar
que en la niñata de Liberty.

Pestañeé una sola vez. El desprecio con el que pronunció lo último me


dejó de piedra.

—¿Niñata? Para serlo, se te vio muy preocupado por hacerle entender


que la adorabas.

—Ya, bueno, son cosas que los tíos hacemos cuando queremos un
revolcón. Y lo tuve, más o menos. Fue bastante decepcionante, si te digo
la verdad. Se suponía que las pelirrojas eran más fogosas.

—Te lanzaste sobre ella cuando estaba débil y deprimida —le recordé,
sin poder creérmelo—. ¿Qué querías? Creo que ya se equivocó bastante
dejando que la tocaras, para que ahora digas que...

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Maddox no apartó la vista de lo que estaba haciendo. Con un cúter, se
dedicó a cortar las tiras de precinto de un montón de cajas.

—Ah, vienes a decirme que he sido un cerdo y un predador insensible —


cortó—. Sí, lo he sido. Pero creía que estaba actuando en nombre del
amor. Ni siquiera yo sabía que solo era una ilusión. Está claro que solo
me gustaba tanto porque no me hacía ni puñetero caso.

Sacudí la cabeza, impertérrita.

—¿Lo dices en serio?

Maddox se encogió de hombros y rajó la cinta adhesiva con los dientes.

—No te creo ni media palabra. Ese no eres tú.

Dejó de sellar las alas y me miró directamente.

—¿Y quién soy? ¿Qué debería estar haciendo, cómo debería haber
reaccionado? ¿Querías que me pusiera a llorar, que fuese corriendo a
tus brazos en busca de consuelo, que le rogase una oportunidad…? —
Extendió los brazos a cada lado del cuerpo—. ¿Qué querías?

—Que te comportases como un adulto. Has dejado el trabajo —señaló—,


y no nos coges el teléfono. ¿A eso lo llamas tú «no tener importancia»?

Un músculo palpitó en su mejilla. Envié una mirada desesperada hacia


el chico que estaba ayudándolo, haciendo justo lo contrario; rasgar los
precintos con un cúter, sin perder detalle de la conversación. Me puso
una mueca de preocupación.

—Mi
padre está mayor y necesita ayuda —explicó Maddox, entre dientes—.
Llevaba tiempo queriendo dejar el trabajo para ayudarlo a jornada
completa. Y no he cogido llamadas porque sabía que me esperarían
conversaciones de mierda como esta.

» En cuanto a Liberty, no me hace ninguna falta. Revoloteaba a su


alrededor por si se presentaba la oportunidad de follármela, pero sin
interés ya no tiene sentido que esté allí, aguantando sus dramas de
adolescente descerebrada.

El golpe de una caja cortó la conversación. Giré la cabeza en la


dirección del ruido.

El ayudante ya no se reía.

—Creo que ya has dicho suficientes gilipolleces por hoy, ¿no crees? —le
preguntó a Maddox. Este le lanzó una mirada hostil.

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—Cállate, Theo.

—No, cabronazo, cállate tú. Y lávate la boca antes de volver a hablar de


esa manera de una mujer que has querido más que a ti mismo —le soltó.
Luego se dirigió a mí—. No le hagas caso. Ha dormido estos días con
ayuda de pastillas, porque de lo contrario se habría pasado toda la
noche deambulando como un alma en pena. Está insoportable desde
aquello. Cuando me contó lo que pasó, justo al día siguiente, se...

—Ha pasado casi un mes —cortó Maddox—. Muchas cosas han


cambiado.

—Desde luego. Antes no eras un gilipollas que se protegería de sus


propios sentimientos echando mierda sobre la otra persona. Acepta lo
que tienes encima, joder, que no eres menos hombre porque te hayan
roto el corazón. Alguna vez tenían que rechazarte, invencible y deseado
Maddox O’Neil.

Theo se retiró, realmente ofuscado. Comprendí, muy a mi pesar, por qué


Maddox había erigido una muralla entre él y el resto del mundo. Tener
que convivir con una persona observadora y preocupada por ti, podía
ser horrible si no querías ayuda. Dox y yo éramos muy parecidos en ese
aspecto. Odiábamos admitir que teníamos debilidades. Antes parecer
despreciables que humanos.

Me acerqué a él con un «¿Es eso cierto?» en los labios. El almacén se


sumió en el silencio cuando Theo se llevó el altavoz de música, y sentí
que no era buena idea romperlo. Maddox se había olvidado de las cajas:
estaba de espaldas a mí, inmóvil. Cuando le puse una mano en el
hombro, percibí que temblaba.

Se me paró el corazón cuando se dio la vuelta y usó la muñeca para


secarse las lágrimas. Me sonrió sin ninguna emoción.

—¿Tan poco creíble soy? —balbuceó.

Me mordí el labio. No supe cómo ni por dónde abrazarlo. Hacía años


que no intentaba consolar a alguien y temí hacerlo mal; temí ofenderlo
con mi torpeza, o empeorar las cosas. Él era muy fiero, no quería
cariño, ni apoyo. Quería que lo dejaran solo.

—A mí casi me has convencido —admití—. Casi me convenció ella


cuando dijo que...

—No, déjalo —cortó—. No quiero saber cómo se siente, ni qué piensa, ni


si se arrepiente. No quiero saber nada. Como me guste un poco su
respuesta… voy a ir como un imbécil tras ella.

—No lo harías.

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—Claro que sí. Liberty es… —Cambió el peso de una pierna y lanzó una
mirada a las altas vigas del techo. Tenía los ojos colorados y lloraba
como si no se diera cuenta—. Es, junto con mi hermano pequeño, lo
único bueno que me ha pasado en la vida. Últimamente todo se ha
estado yendo a la mierda. Declan otra vez metido en problemas, mi
padre empeorando, Liam sufriendo bullying en el puto colegio… Iba al
Rock & Blues feliz a trabajar, porque sabía que allí estaría Libby. ¿No
me ves capaz de ir a buscarla si sé que me echa de menos? Poca idea
tienes de las cosas de las que sería capaz un hombre con tal de
encontrar un poco de paz.

—Siento mucho lo de tu padre, Dox —musité—. Espero que se ponga


mejor.

Me lanzó una mirada lúgubre.

—No se va a poner mejor, Kathleen. Nada va a ponerse mejor. Las cosas


solo empeorarán. Por eso… Se lo dije. Quería, por lo menos, tenerla a
ella como siempre he querido.

Tragué saliva.

—¿Vas a contarme lo que pasó? ¿O lo que le dijiste?

—¿Qué quieres que te cuente? —suspiró, cansado. Se frotó los ojos


enrojecidos—. Le dije que estaba enamorado de ella. Que, si de mí
dependiera, mataría a todo el que le ha hecho daño. Y que me habría
gustado ser el único hombre en su vida, porque la habría tratado tan
bien que jamás hubiera llegado a sentirse como se siente.

Sacudió la cabeza y torció la boca, invadido por un mal recuerdo.

—Y ella se levantó como si acabara de decirle que era una zorra y no


quería volver a verla, o algo así. Me miró con una cara de horror que no
se me va a olvidar en la vida, y luego se encerró en el baño.

—Pero eso lo hizo porque... —Maddox me silenció con una mirada, a lo


que solo pude suspirar—. Libby no es mala. No pretendía hacerte daño.

—¿Y se supone que tengo que ir a buscarla solo porque no era su


intención? Desde que la conozco he estado cubierto de mierda hasta las
rodillas, K. Por eso no he abierto la boca. Ahora que la mierda me llega
a las cejas, es mejor que estemos lejos. La historia legal de Declan va a
oscurecer mucho mi vida… —Exhaló despacio, tratando de calmarse—.
No necesito más preocupaciones. Estoy intentando que Libby deje de ser
una.

—¿Qué significa eso?

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—Que voy a olvidarme de ella, como debería haber hecho hace tiempo.
Ahora tengo razones de sobra para sacarla de mi corazón. No verla ni
hablar con ella me vendrá de maravilla. Me ha estado viniendo de
maravilla, de hecho, hasta que has aparecido a recordármelo.

—Que no lo digan en voz alta o no hables de ello no va a hacer que se


resuelva —señalé—. Jude siempre dice que estas cosas deben
enfrentarse, que hay que ponerles un punto y final. Si no, cuando te
cruces de nuevo con esa persona, estarás en el mismo punto que antes.

Maddox hizo una mueca.

—Me la suda. Me la voy a sacar de dentro haciendo hasta lo imposible.


No me importa si es asqueroso, o injusto. Por el momento me está
sirviendo lo de acumular odio. —Me miró con cansancio y probó una
sonrisa seca—. ¿Qué te ha parecido la práctica?

Negué con la cabeza.

—Dox, ese no es... Da igual, no soy la persona más apropiada para dar
lecciones de este tipo. Pero, ¿qué piensas hacer cuando la veas?

—Con un poco de suerte no volveré a verla. Vive en un distrito de Dublín


que no piso ni por casualidad, y me cuidaré de pasarme por el Rock &
Blues.

Aparté a un lado el hecho de que adoraba que trabajara conmigo, no


solo por la gran compañía, sino porque siempre estaba pendiente de los
hombres que se arrimaban demasiado e imponía el orden con algo tan
simple como una sonrisa. Porque era divertido y la única persona con la
que me relacionaba sin miedo; porque su música alegraba mis días.

—Maddox —intenté de nuevo, cogiéndolo del brazo—, tú sabes que


Libby te adora, ¿verdad? Quizá no de la manera en la que te habría
gustado, pero no por eso debes apartarla para siempre.

—K, no hay vuelta atrás. Yo también la adoraré siempre, pero es mejor


así.

No pude decirle nada más. Si Maddox tomaba una decisión, no había


vuelta atrás. 

Y acababa de tomar la suya.

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EL PLACER DE KING

Tenía que admitirlo. El sillón que King le había regalado a Sheila era
cómodo. Era extremadamente cómodo. Tanto que me arrepentí de
haberlo maltratado por habitar en mi salón sin previa consulta. Era el
lugar ideal para alejarme del mundo, de la culpabilidad, de las tristezas
que azotaban las vidas de otros y a quienes no podía echar una mano…
Perfecto, también, para dejar volar mi imaginación. Llevaba media hora
allí, con el portátil sobre las rodillas, estudiando la página en blanco. Me
tentaba pulsar el botón mágico.

El botón de los masajes.

Desde luego me hacía falta relajarme un poco. Gin me lo había dicho y


no pude rebatirlo. Parecía que tenía un palo metido por el culo. Pero
después de la historia entre Maddox y Liberty, los problemas personales
de mi amigo y las sorprendentes dotes de manipulación de King… No me
imaginaba abandonando mi postura defensiva. Me daban ganas de
borrar la novela que llevaba medio escrita y probar con algo distinto.
Quizá el misterio, la acción y, a lo mejor… los vampiros.

Pero los vampiros ya no daban dinero. A no ser que tuvieran la cara de


King, en cuyo caso sospechaba que se venderían como churros.

Por lo menos, yo lo compraría.

«¿Qué tonterías dices?».

—¿Lo de pasarse una hora delante del ordenador antes de teclear el


número del capítulo es una especie de ritual de escritor? —preguntó
Gin. Se tiró en el sofá con una camiseta de propaganda agujereada y
unos pantalones con pelotillas.

Su pasión por la moda empezaba y terminaba en el umbral de la puerta


de casa. No se le ocurría gastar dinero en cosas bonitas que no verían
la luz del sol. En ese aspecto éramos muy distintas; a mí me gustaba
lucir camisones caros.

«¿Tienes idea de cuándo fantaseo con las mujeres que beben vino
cuando están solas; con las que se visten de satén para ellas mismas?»,
me sopló King al oído en un recuerdo.

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Me estremecí y tuve que frotarme la piel de gallina para suavizar los
vellos.

—Es el ritual del escritor bloqueado.

—Haz ejercicio —propuso—. Yo, cuando tengo un problema, voy al


gimnasio. Corro, doy unos cuantos golpes, me mato a sentadillas…
Descargas toda la tensión, liberas toxinas, te sientes realizada y encima
se te pone un culo como un sol. Deberías hacer lo mismo.

—No voy a pisar un gimnasio en mi vida, pero gracias por la idea.


Aunque la protagonista podría ir en mi lugar.

—¿De eso va ser escritor? ¿De ponerlos a hacer las cosas que no te
gustan?

—Y de hacer las cosas que yo no podría hacer —añadí.

—Ajá. ¿Quién es la protagonista? ¿La conozco?

—No, es una nueva.

Torció el gesto.

—¿En serio? ¿Saltas a otra novela sin más? ¿No vas a darle el final feliz
a Gwen de El yugo del placer? ¿Y por qué no haces un extra de Jasmine?
Todas nos quedamos con ganas de saber más de su vida matrimonial.

Levanté las cejas hacia ella.

—¿Has leído mis libros?

—Pues claro que sí. Mi hermana estaba muy obsesionada con ellos y me
obligó a leerlos, y… Bueno, resulta que me gustaron. —Plantó los pies
sobre la mesilla y cruzó los tobillos—. A ver si te crees que mis estúpidas
expectativas románticas estaban ahí antes de ti. Tyler Fox es el
problema de mi incapacidad de enamorarme de un hombre real.

—¿Gracias? —probé—. O… ¿Lo siento?

—Más bien lo segundo.

—No es tan terrible. «Enamorarse es una locura socialmente aceptada».


Te has librado de una buena.

—Esa frase sale en Her, ¿no?

El sonido del timbre acalló mi asentimiento.

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—Me encanta Joaquin Phoenix —juró, mientras se levantaba para abrir
la puerta. Ya en el pasillo, añadió—: Incluso con bigote haría lo que él
me pidiera.

El timbre sonó una vez más antes de que se oyeran las bisagras, un
intercambio verbal en voz baja y unas pisadas seguras. Esas pisadas
que solo pertenecían a un hombre. Aquel que había puesto en mi salón
un sillón al que se suponía que yo quería prenderle fuego, pero en el que
me estaba restregando con verdadero placer.

Me levanté como alma que llevaba el diablo para acomodarme en el


sofá. No pensaba darle el gusto de verme disfrutar con el trono que
llevaba meses criticando. Así de madura era yo cuando se trataba de él.
Pero el destino quiso que el pie se me enredara con el cable del
cargador del portátil, y no me diese tiempo a sacudírmelo antes de
saltar lejos.

King apareció en mi campo de visión con una sonrisa maliciosa. Metió


las manos en el bolsillo y me lanzó una mirada inquisidora.

—Esto es culpa tuya —se me ocurrió bufar.

Se puso el puño cerrado en el pecho.

—«Por mi culpa, por mi culpa, por mi gran culpa» —pronunció,


engolando la voz. Su sonrisa se ensanchó—. Muñeca, todavía no tengo
poderes mentales para maniatarte en el sillón.

Avanzó hacia mí y yo opté por volver a tumbarme.

—Me divierten las niñerías que haces para que no se note que te gusto.
Parece que no estuvieras preparada para alguien como yo, y eso…

—Te infla el ego. Que es lo que más te gusta que te inflen.

—Por detrás de otra cosa, pero sí. Sabía que acabarías picando —me
confesó—. Resistir la tentación durante mucho tiempo es imposible. Por
no hablar de lo perjudicial que es para la salud.

—¿Estamos hablando del sillón, o de tu culo arrogante?

Él me dio una miradita significativa. Se sentó en uno de los reposa-


brazos, a mi lado, y pasó el brazo por el respaldo. Acercó la nariz a la
pantalla del portátil. Casi me alegré de no haber escrito nada.

—¿Has retomado tu profesión? —preguntó. Una nota de entusiasmo se


le filtró en la voz, y no supe cómo interpretar que le emocionara la idea
—. ¿Tanto te he inspirado?

Lo miré con cara rara.

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—¿Por qué ibas a inspirarme? ¿Quién te has creído que eres?

Se lo pensó poniendo un dedo sobre sus labios. Al final me miró con


fingida confusión.

—¿El rey?

Me aferré a toda mi fuerza de voluntad para no reírme, pero fue inútil.


Apretar los labios hizo que acabara haciendo una pedorreta al soltar
todo el aire. Él me observó con una sonrisa que hizo aparecer unas
arruguitas encantadoras en las comisuras de los ojos.

—Eres tan estúpido.

—No lo niego. Cuando te ríes me parece que estoy soñando —confesó en


voz baja. Alargó un brazo y recorrió mi labio inferior con el pulgar. Se
acomodó en el sillón y echó un vistazo a la pantalla de nuevo—.
Entonces, ¿qué? ¿Has vuelto a escribir?

Desvié la mirada.

—He vuelto a intentarlo. Por el momento... ¡Eh! —Le di un golpe en la


mano, con la que pretendía bajar la barrita del documento—. No puedes
leer esto. Tengo pensado enviarlo a una editorial, y...

—Vamos, Kathleen, solo será una página.

—No —repuse, apartando el portátil de su vista. Mi comportamiento


estaba totalmente justificado, ¿de acuerdo? No hacía ninguna falta que
engordara su ya de por sí turgente ego mostrándole las características
de mi protagonista, que, ¡sorpresa!, encajaban con las suyas—. Se
supone que ya has leído un libro mío, no necesitas catar este para
averiguar qué escribo y cómo.

—No he leído un libro tuyo, los he leído todos. Me costó resistirme


cuando me enteré de que tendría a una novelista erótica tan cerca de
mí. Fue una experiencia única leer todas esas escenas eróticas sabiendo
que las habías escrito tú.

Gracias a Dios que no tendía a ponerme colorada, o en ese momento


habría sido la bandera de Japón.

—¿Se supone que eso es un halago?

—Eso es la pura verdad.

—No me ilusiona que hayas leído mis libros para ponerte cachondo. O
para imaginarme a mí cachonda —apostillé con rencor.

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—La trama policíaca también me gustó. Se nota que te encanta Mentes
Criminales. No pensaba en ti adrede, te infiltrabas en mi pensamiento.
Empezaba a leer y al final acababa preguntándome dónde, cómo y
cuándo escribiste esa escena. Si describías tu cena de la noche anterior,
si acababas de correrte cuando narraste la parte erótica, si sonreías
durante los diálogos divertidos… No es tan raro interesarse en el autor,
¿no?

—A ti no te interesa el autor. Quieres acostarte con el autor —corregí.

—Una cosa bebe de la otra. Tampoco es tan malo tener fantasías, ¿no?
Me gustaba imaginarte escribiendo.

—Muy erótico.

—Y también mamándomela, pero eso ya no es tan romántico, ¿verdad?


—Su mirada se intensificó hasta un punto insoportable. Tuve que retirar
la vista, entreteniéndome con una pelusa invisible—. Kathleen, a mí no
me interesan las mujeres solo para acostarme con ellas. Me interesan
para todo. Quiero conocerlas. Y cuando leía tus libros me preguntaba en
qué estabas pensando cuando ponías esa frase, o si pensabas de verdad
lo que decía un personaje. Los leí porque quería saber quién eras antes
de dejarlo, si habría alguna diferencia esencial.

» Por lo pronto me ha servido para ver que antes no eras tan reflexiva y
creías en el amor que arrasa con todo. Ahora no parece que seas de esa
opinión. Y tus tres años sin sexo coinciden con tus tres años de bloqueo.

Sonrió.

—Comprendo que no pudieras escribir. No tenías nada en lo que


basarte. Una suerte que esté aquí para ayudarte a repasar algunos
conceptos básicos.

El estómago se me encogió cuando su mano se desplazó a mi abdomen.


Sus dedos resbalaron sobre la fina tela de forma tentadora.

—Gin está aquí —susurré—. Vas a tener que conformarte con mi


agradable conversación.

—Adoro tu «agradable» conversación… Pero Gin está en su dormitorio.


La he mandado castigada.

—Se seguirá escuchando. Yo escuchaba a Sheila muy bien desde la mía


—recordé con acritud y amargura.

—No desaprovechas la oportunidad de recriminarme eso. ¿También


tengo la culpa de que las paredes parezcan papel de fumar? —Sonrió de
lado—. Al final va a resultar que estabas un poco celosa.

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—No estaba celosa.

—¿Qué puedo hacer para que admitas que sí lo estabas?

—Nada, porque no lo estaba.

El dedo que trazaba círculos alrededor de mi ombligo subió hasta el


escote de mi camiseta. Uno de los tirantes se deslizó por mi hombro
para casi enseñar un pecho, que él agarró con firmeza y comenzó a
frotar con la base de la palma.

Nos miramos a los ojos.

—No me gustan los celos —dijo—, y a ti no te sientan mejor. Pero si lo


admites, creo que te quedarás tranquila. ¿Te molestaba solo porque no
te dejábamos dormir?

Bajé la mirada a sus dedos, que se infiltraron bajo la tela. Mi piel se


calentó al primer contacto. Adoraba cómo se sentían sus manos. Y sus
labios, que se posaron en el lateral de mi nariz.

—¿Te molestaba solo porque éramos ruidosos? —insistió, con un


ronroneo.

—No tienes que seducirme para que diga algunas cosas.

—¿Y qué tengo que hacer?

—Nada… —Suspiré y cerré los ojos. Oh, ¿qué más daba? —. Me


enfadaba que pudieras flirtear conmigo de esa manera y luego meterte
en el cuarto de Sheila como si nada. Y claro que estaba celosa, pero…
No me gustaba. Te odiaba por hacerme sentir así. Y la odiaba a ella por
ser tan ruidosa, también… Pero podrías haberme dicho desde el
principio que tu relación con Sheila era la que era.

—También podría haberte follado desde el principio. Y no te metas con


ella por ser ruidosa, tú también suplicas y gimes bien alto.             

—Eso es mentira.

—¿Mentira? —Arqueó una ceja. Cuando volvió a hablar, lo hizo


poniendo la voz en falsete—. ¡Oh, sí, King! ¡Dame más fuerte! ¡Dios mío!
¡No pares...!

Le di un leve puñetazo en el brazo para callarlo, un gesto juguetón que


no tuvo nada que ver con mi expresión. Él se dio cuenta de que no me
había hecho ninguna gracia, pero no se podía imaginar hasta qué punto.
No necesitaba que me avergonzaran en ese sentido. La verdad es que ya
me sentía bastante humillada yo sola.

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—Eh... Mírame. —Me obligó a levantar la mirada cogiéndome de la
barbilla—. Podrías gritar el abecedario chino y seguirías poniéndome
como un toro. Solo bromeaba, ¿de acuerdo? Esos gemidos tuyos son lo
último en lo que pienso antes de acostarme.

Aquello me obligó a apretar las piernas. Y me convenció. Sabía que


utilizaba un tono especial cuando quería meterme algo en la cabeza. Era
manipulador, pero no lo hacía por su bien, sino por el mío. Quería que
entendiera cuál era su verdadera posición, al margen de mis neuras.
Era sincero. Justo como le había pedido.

—Como sea —dije, quitándole importancia—. Estaba escribiendo hasta


que has llegado. Si no te importa venir en otro momento…

—No puedes decirme que estorbo. Ahora mismo soy lo que tienes a
mano para inspirarte. ¿Cómo pretendes escribir una escena porno con
el cuerpo tan rígido...?

—No tiene nada que ver con el porno, es literatura... —Su mano trepó
desde mi escote hasta mi cuello. Arañó suavemente el lateral.

—...es más bien inhumano.

Inspiré con brusquedad.

—Dime a qué has venido y terminemos con esto.

A King no le molestó que fuera cortante. Mis intentos por echarlo solo
reforzaron sus simpatías, como siempre. No sabía si me odiaba que
fuera incansable, o me aliviaba. En el fondo de mi corazón no quería
que se fuera, pero tampoco sabía cómo pedirle que se quedara conmigo.
No hacía falta que aprendiera a suplicar, él me entendía. Entendía a esa
parte de mí que estaba en guerra con las demás.

—Había venido a pedirte opinión sobre el catálogo de King's Pleasure.


No puedo ofertar todas las gargantillas que tengo, ni tampoco cabrán
en la página que he comprado en un par de revistas de moda. Esperaba
que me ayudaras a seleccionar las más especiales.

Parpadeé una sola vez.

—¿Quieres que elija yo lo que vas a vender?

—Tienes buen gusto.

—Y tú tienes personal especializado para esa tarea. ¿Alguna vez me has


visto ponerme una joya? No entiendo nada de eso… Además de que el
asesoramiento no entra en nuestro acuerdo de «solo sexo».

—Tranquila. Después del asesoramiento venía todo el asunto de follarte.

221/416
Su rotunda honestidad me hizo flaquear.

—Muy bien, enséñame el catálogo.

King obedeció, y no de cualquier manera. Apartó el portátil de mis


piernas y lo dejó con cuidado sobre la mesilla. Me levantó del sillón
cogiéndome en brazos sin dificultad, se sentó en mi lugar, y luego me
dejó sobre su regazo; todo con una tranquilidad que normalizó la
situación de manera que no pude sentirme incómoda. Viéndome sobre
él, sujeta por las caderas por una de sus manos y observando cómo
trasteaba en su teléfono móvil para mostrarme los ejemplos, tuve el
tonto presentimiento de que aquella era una de esas escenas cotidianas
a las que podría acostumbrarse.

—De aquí hasta aquí —señaló, acercándome el smartphone.

Lo cogí y fui pasando las imágenes tranquilamente. Él apoyó la barbilla


en mi hombro. Su barba pinchaba, pero me gustaba la sensación, igual
que tener su aliento pegado al cuello. Me olvidé por completo de lo que
estaba viendo y me concentré en cómo se sentía su cuerpo recio ceñido
a mi espalda, su brazo posesivo rodeándome…

—Me gustan estas cinco —dije—. Y esta es preciosa. Si yo fuera tú,


pondría esa de ejemplo en grande, como hacen con los relojes. Un fondo
negro. Una mujer con ella puesta… No hace falta que se le vea la cara.
Quizá un vestido escotado y negro, o azul marino. O color champán...
Algo parecido al de Julia Roberts en el anuncio de La vie est belle... —Al
ver que me miraba tapándose la sonrisa con los dedos, fruncí el ceño—.
¿De qué te ríes ahora?

—Bueno, muñeca… Eso no suena a «solo sexo».

—La única persona cualificada en esta relación para repetir las frases
del otro soy yo —declaré, sin darme cuenta de la palabra que acababa
de utilizar para definirnos—. No por nada. Yo las uso cuando vienen a
cuento, no como tú.

—Te he pedido que elijas, no que elabores toda mi campaña publicitaria


—se explicó—. Pero tienes suerte de que tengamos gustos parecidos.

—¿Sí? ¿Desde cuándo me gustan las rubias tetonas de dientes


perfectos?

—...porque te voy a hacer caso. Y en cuanto a las rubias tetonas, no eres


nada rubia, muñeca. En ninguna de tus partes —añadió en un susurro.

Me ruboricé hasta la raíz del pelo. Al final iba a resultar que también
había recuperado mi sonrojo.

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—Fíjate cómo te has puesto, señorita escritora de novela romántica —
rio—. Me gusta tu idea, Kathleen. Pero más me gustaría si fueras tú esa
dama misteriosa vestida de negro, azul marino o champán.

«¿Qué?»

Ladeé la cabeza para mirarlo directamente. Al principio pensé que era


una broma, pero no había ánimos jocosos en ninguna parte.

—¿Quieres que sea tu modelo?

—¿Oficial? No. Quiero hacerte una foto con esas gargantillas. Tal vez
más adelante saque nuevas colecciones que encajen contigo y te quiera
en las revistas, pero por el momento bastará con la que voy a
promocionar ahora. ¿Aceptas?

Los beneficios de ser modelo ocasional eran innegables. Me parecía


mucho mejor que atender a borrachos de los que Maddox ya no podría
salvarme. La variedad, además, añadiría puntos a mi currículum. Me
daría prestigio social. Por no hablar de la garantía económica y lo
sencillo del puesto, que era posar. Pero yo no podía, ni quería, enseñar
mi cara.

Y al margen de esto, mi mente me llevó directamente a Sheila Boyd, la


imagen temporal de King's Pleasure y también novia temporal de su
dueño. Mi mente se centró en que el contrato de su ex había durado lo
mismo que su relación. Mi mente recordó que se habían conocido
gracias al trabajo, y que el día después de probarme a mí una
gargantilla, empezó a plantearse dejar a Sheila para asediarme
cómodamente.

—No —dije con brusquedad. Me levanté del sillón, dolida—. Olvídalo, no


estoy interesada.

—¿Por qué no? Te pagaré bien. Será una vez, y...

—He dicho que no. No me gusta que insistan cuando he dado una
respuesta tajante.

—No insistiría si me la argumentaras. ¿De qué tienes miedo esta vez?

Ese «esta vez» terminó por alterarme, pero retuve a tiempo el impulso
de contestar alguna barbaridad. No lo decía con mala intención; era yo
la que estaba mal, la que se lo tomaba todo como un ataque.

—No quiero exponer mi imagen en público. Es muy mala idea. Y nunca


me ha hecho ilusión trabajar en un empleo de ese tipo.

—¿Y sí te hace ilusión ser camarera? —inquirió, con una ceja alzada—.
Muñeca, no te estoy pidiendo que te pasees en pasarelas, te alimentes a

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batidos proteicos y llores porque no entras en una treinta y cuatro. Solo
son unas fotos.

—¿Te lo tengo que repetir? No me fuerces —intenté que sonara


imperativo, pero en el último momento se torció, convirtiéndose en una
súplica. King se dio cuenta y no tardó en ponerse de pie. Traté de
arreglarlo volviendo a la carga—. Es solo que no me atrae la idea, ¿de
acuerdo? No...

Supe que no iba a conseguir despistarlo cuando logró silenciarme de un


vistazo.

—A ver. —Me rodeó la cintura con el brazo y me atrajo hacia él—. ¿Cuál
es el problema?

¿Estaría muy mal si lo decía? ¿Dejaría demasiado al descubierto si


sacaba a la luz al menos una de mis inseguridades? Ni siquiera era
excesivamente importante, solo una duda. Una pequeña preocupación.
Pero quizá él la usara en su beneficio para atacarme en un momento
crítico. Si algo había aprendido, es que era muy importante ocultar las
debilidades para que nadie pudiera hacerte daño a través de ellas.

Sin embargo, estaba desesperada por un poco de comunicación. Y él


también.

Lo solté tal cual lo sentí.

—¿Es ese el motivo por el que te has acercado a mí? —murmuré—. ¿Has
esperado a ganarte mi confianza y a estudiarme de cerca para valorar
si sería ideal para la imagen de King's Pleasure?

Con un solo pestañeo de su parte, entendí que acababa de preguntar


una estupidez.

—¿Eso es lo que piensas? —Asentí con miedo a que dijera que me había
vuelto loca, pero en su lugar guardó silencio y me miró pensativo—.
Espero no haber sido yo quien te ha dado a pensar eso. Creía que estaba
claro que me he acercado a ti porque me puse cachondo en cuanto me
diste el primer corte.

» De todos modos… Es cierto que eres ideal para la imagen de mi


marca.

—No me parezco a Sheila, que era la última.

—En la variedad está el gusto —repuso—, y aunque siempre haya


preferido a las rubias para mis campañas, creo que cuando se tiene una
empresa es necesario apelar a la diversidad. Y dentro de la diversidad,
más concretamente dentro del concepto de morenas de piernas largas,
tú eres lo mejor que me he cruzado.

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» La cosa es esta: me he acercado a ti porque me divierten tus
ocurrencias. Me gusta acostarme pensando en cómo me lo voy a montar
para hacerte reír la próxima vez que te vea. Estoy aquí porque me
ponen tus tetas pequeñas y porque eres jodidamente inteligente. Y luego,
si aceptas ser mi modelo, bien. Ese es el orden.

—¿Primero mis tetas y luego la propuesta laboral?

—Primero tu risa y luego lo demás.

Cogió mi cabeza entre sus manos y lo volvió a hacer. Me plantó un beso


en la frente que bloqueó todos mis pensamientos. Una sensación de
absoluta calma se extendió por todo mi cuerpo. Solo encontraba esa paz
cuando estaba sola en mi habitación.

—Gracias por ser honesta.

Eso me hizo soltar una carcajada. Una carcajada amarga, pero una
carcajada, al fin y al cabo. Acababa de tratarme como si fuera un perro
amaestrado. Me estaba felicitando por mi buen comportamiento.

—¿Esa ha sido otra de tus manipulaciones para ver cómo reacciono?

—No. Solo creo que, si te hago sentir bien cuando te sinceres conmigo,
lo harás más a menudo. —Y guiñó un ojo—. ¿Puedo aprovecharme de la
situación para hacerte otra pregunta personal, como por ejemplo… por
qué dejaste de escribir?

—No. Ya hemos cubierto el cupo de sincericidios por hoy.

—¿Y puedo aprovecharla para meterme en tus bragas?

«Eso siempre».

King sonrió de esa manera. Esa que me ponía a temblar cuando era un
hombre comprometido, y yo solo la estúpida que soñaba, en su fuero
interno, con que la cogiera en volandas para hacer algo peor que ver
una película. Sonreía muy despacio, seductoramente, con un secreto a
cuestas. Aunque esta vez no había secreto: solo satisfacción, porque
había conseguido que pusiera voz a mis pensamientos.

Antes de entrar en pánico por dar un paso más hacia él, hacia lo que
quería y lo que yo detestaba —decir lo que pensaba sin rodeos—, King
se quitó la camiseta de un solo movimiento y la tiró al suelo. Mis ojos se
quedaron prendados de su torso desnudo, que bajo la luz anaranjada de
la lámpara de mesa lo hacía parecer un guerrero de bronce.

—Tengo un presentimiento —anunció—. Te gustan más mis tetas de lo


que a mí me gustan las tuyas.

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—Es un presentimiento acertado.

Él me miró como llamándome «pillina» y aceptó el cumplido con un


asentimiento. Yo me acerqué y me apoyé en sus pectorales para besarlo
en los labios. Acogió mi iniciativa con un gemido gutural, seguido de un
abrazo desesperado que me levantó los pies del suelo. Rodeé su cintura
con las piernas mientras exploraba su boca con la lengua, atreviéndome
a mordisquear ese labio inferior que siempre lamía antes para
provocarme.

Me cogió por los muslos y se tiró sobre el sillón, donde me acomodó con
un par de gestos sobre su polla pulsante. Jadeé al sentirlo tan vital y
duro debajo de mí. Tuve que contenerme para no sonreír al saberme tan
dueña de su cuerpo como él lo era del mío. Tenía cierta potestad sobre
sus sentidos. Era algo innegable, algo sobre lo que jamás podría
autoengañarme.

—Quítate eso —ordenó, señalando mis shorts. Me quedé tan


ensimismada con su mirada salvaje que no reaccioné—. Muñeca, quítate
eso o me lo tendré que cargar, y no quiero acostumbrarme a romper las
cosas que te gustan.

—¿Tengo que darte las gracias por eso?

—No, tienes que obedecer.

Lo hice. Obedecí como un autómata. Me levanté, trastabillando un poco,


y me quité la camiseta del pijama, luego los pantalones y al fin las
bragas. Meneé mis caderas para que se deslizaran por mis piernas muy
despacio. Él observó el bailecito apoyado en el reposa-brazos, con la
barbilla casi pegada al pecho. Ofrecía una imagen tan imponente,
puramente sexual, tan a merced de lo que pudiera hacerle, que me sentí
lo bastante especial y fuerte para ponerme de rodillas y bajarle los
pantalones.

En cuanto lo vi, se me olvidó que debía incorporarme y sentarme sobre


su regazo. Su miembro semierecto bombardeó mi cabeza con nuevas
ideas. En otras circunstancias me lo habría pensado dos veces, pero
tuve tan claro que quería hacerlo que rodeé la erección con la mano y la
acaricié hacia arriba, presionando un poco el prepucio con el pulgar.
Escucharlo maldecir por lo bajo me animó a repetirlo. Lo masturbé con
una mano mientras con la otra me agarraba a uno de sus muslos.

El calor que desprendía su piel más sensible me excitó más de lo que


habría imaginado. Me deleité con su deleite, con sus gemidos, con la
tensión de su cuerpo. Por curiosidad levanté la mirada y vi que me
observaba con los ojos tan oscurecidos que parecían otros. Estaba
seducido por mí, el deseo lo tenía en la palma de su mano, y no temía
exteriorizar que celebraba estar en posición vulnerable. Su primitiva
emoción era contagiosa. Despertó mis sentidos, poniéndome a temblar.

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Acuciada por la necesidad de llevarlo a otro nivel, me incliné sobre él y
lamí tímidamente su erección desde la base. Recorrí muy despacio el
tallo, notando el leve relieve de las venas marcadas. Su vitalidad me
sedujo y ronroneé al enroscar la lengua en torno al prepucio. Cerré los
ojos un segundo para paladear el sabor salado de su humedad.

—Dios santo. No hagas eso o me matarás.

Lo miré y me mordí el labio. No pude recordar nada que me hubiera


fascinado tanto como sus ojos nublados por la tensión sexual. Sin
perderlo de vista, me lo metí en la boca hasta que rocé el vello con los
dientes. Una arcada intentó derribarme por la sorpresa, pero no lo
permití y me fui separando para succionarlo entre mis labios. Me
invadió el entusiasmo y un tonto orgullo al saber que podía excitarlo así.

No me limité, ni pensé. Sus roncos gemidos conectaban de alguna forma


con partes concretas de mi cuerpo, que se iban calentando con cada
lamida. Mi objetivo era humedecerlo, ponerlo a arder, como él hacía
siempre conmigo. Pero no por agradecimiento. Quería que sintiera lo
que yo sentía cuando me tocaba. Su gozo iba a ser el mío.

Me esforcé por contenerlo entre mi garganta. Cuando sentía que me


asfixiaba, él me devolvía una mirada que hacía latir mi corazón a toda
prisa. Entonces, desinhibida y sudando, me lo sacaba de la boca y daba
una lamida casta de gata perezosa.

Nunca había deseado tanto excitar a alguien. Quería que se deshiciera


en mis manos. Quería mojarme y que él se manchara.

—Kathleen —escuché que decía, sofocado—. Voy a correrme, y no


pienso hacerlo si no es dentro de ti.

Ante eso no tenía nada que decir. Solo acceder. Esperó a que lo soltara
para levantarme por las axilas y sentarme sobre él. Sus dedos hicieron
un reconocimiento lento por mi hendidura, arrancándome un
estremecimiento brutal que me puso los pezones en punta. Tragué saliva
y nos miramos un instante. Él envolvió mi nuca con la mano para
traerme hacia sí.

—Te ha puesto cachonda chupármela. —No era una pregunta.

—Quiero hacerlo otra vez.

Sus ojos destellaron como fuegos artificiales de fin de año. Me trajo


hacia sí y me besó. Me sorprendió la desesperación con la que se metió
en mi boca. Arrasó conmigo. Casi no me dejaba responder, pero su furia
sexual me derritió en todos los sentidos. Me tentó enviar una mano a mi
entrepierna para acariciarme, y como si hubiese leído mi pensamiento,
él la cubrió con la mano entera.

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—No… —jadeé al separarme—. ¿No te da asco? Besarme después de…

King juntó su barbilla con la mía. Me miró con severidad.

—Si un hombre se niega a darte un beso después de una mamada como


esa, no se merece nada de ti. Nada. 

Noté una caricia distinta entre los muslos, y de repente estaba


abriéndose paso dentro de mí. Agarró mis caderas y, de un empuje
crudo, se empaló hasta la empuñadura. Una cadena de
estremecimientos me sacudió desde el coxis a la nuca, por donde
empecé a sudar antes de balancearme hacia delante. La temperatura de
mi cuerpo aumentaba tan rápido que sentí que me mareaba, y me aferré
a sus hombros para no caer. Miré hacia abajo, donde el vello de
nuestros sexos se confundía, y perdí totalmente la capacidad de razonar.
Esa unión desató una repentina y curiosa alegría a la que me aferré con
desesperación. Ella no me abandonó; me acompañó en la iniciativa de
mover las caderas. Tracé una medialuna imaginaria, primero muy
despacio... Y luego, cuando las primeras contracciones de placer
llegaron, con agilidad.

—¿Se siente bien, muñeca? —preguntó él, jadeante. Yo no podía hablar


—. Así, muévete. Házmelo como tú quieras. Soy todo tuyo.

Me agarré al respaldo del sillón para elevar las caderas y dejarme caer.
Yo mandaba. Yo marcaba el ritmo. Él me besaba mientras, trataba de
distraerme, pero estaba sumida en un delirio tan profundo que
seguramente regresaría loca de remate. Lo monté como si hubiera
perdido la cabeza. Rápido. Frenético. Escuchaba el sonido que hacían
nuestros cuerpos al chocar, sentía la profundidad que alcanzaba cuando
estaba dentro. Quería que tocara un punto al que no hubiera llegado
nadie antes.

—Joder… Me vas a matar.

Sus manos presionaron mis nalgas, empujándolas hacia él, y luego


frotaron mi espalda hasta los hombros. Descendió por el torso,
pellizcando mis pezones y llevándose uno a la boca. Lo succionó hasta
dejar una marca rojiza cerca de la areola.

—Dios, joder...

—Dios no —jadeé, abrazándole por el cuello y pegándolo más a mi


pecho—. Kathleen.

Él soltó una potente carcajada contra mi esternón que juro que me


atravesó de parte a parte.

Nuestras miradas colisionaron un instante. El choque fue tan brutal e


intenso que mi primera reacción fue apartar la vista, pero no lo hice: me

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mantuve allí, soportando ese azul marino que iluminaba mis cielos.
Había magia entre sus pestañas, había felicidad, seguridad; un mundo
entero de cosas bellas con las que yo ni me había atrevido a soñar, pero
que ahora deseaba descubrir…

—King...

Tragué saliva cuando él clavó las uñas en mi trasero y me impulsó a


seguir ondulando sobre su miembro. Me sequé el sudor de la frente con
un brazo tembloroso y volví a pegarme a él. Me gustaba así, mojado y
sucio.

—Perdí la inspiración —logré articular—. P-por eso lo dejé.

Él me besó en la barbilla y siguió por la línea del mentón hasta llegar al


lóbulo de la oreja. Me apartó el pelo, echándolo todo a un lado, y
mordió el punto sensible del cartílago. Lancé al aire un suspiro
melancólico que supe que le gustó porque sonrió. O quizá lo hizo porque
acababa de responder a su pregunta.

—¿Por qué, muñeca? —Su aliento me calentó el cuello—. ¿Qué pasó?

No pude responder. Mi visión se volvió borrosa, y estalló ante mí una


revolución de colores que contagió todo mi cuerpo con su maleficio.
King se tragó el aullido de mi orgasmo besándome lentamente;
acariciando aquella zona de mi vientre donde todo estaba sucediendo.

Cuando volví en mí misma, me lo encontré sonriendo. Fue demasiado


para mí pensar en sostenerle la mirada después de un orgasmo tan
intenso, así que aparté la vista.

—¿Has llegado tú también? —murmuré.

—En cuanto estuve dentro de ti.

—¿Eh? No sabía que fueras eyaculador precoz.

—Y no lo soy. Iba sobre-estimulado gracias a tu linda boquita, cariño.

«Cariño».

—Me alegro —comenté como si nada.

Me levanté con las piernas aún temblorosas, a riesgo de darme de


bruces. Mi cuerpo se estremeció dolorosamente vacío sin él. King me
ayudó a mantener el equilibrio mientras intentaba ponerme la camiseta.
Nuestros ojos se encontraron un segundo; los míos descendieron por su
pecho húmedo, por su semierección… Creo que la miré con anhelo.

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—No tienes que apartarte en cuanto lo hacemos —dijo—. Me gusta
tenerte encima.

—Es que… —Me aparté el pelo de la cara con un movimiento nervioso—.


Lo siento, me tengo que duchar.

Él decidió no insistir.

—¿Necesitas que te frote la espalda? —propuso.

—Eso ha sido un cliché incluso para ti.

—Probaré con otra. ¿Necesitas que te folle otra vez?

Lo dejé al aire sin saber que eso revelaba mi interés, y peor: que le
divertía.

—Me las puedo apañar con estas. —Levanté las manos.

—Desde luego que puedes... —Me di la vuelta para ir al baño, pero su


voz me retuvo—. Voy a seguir aquí cuando vuelvas, así que, si es una
excusa para que me largue, no va a surtir efecto.

Parpadeé varias veces, mirándolo sin creérmelo. No porque me hubiera


leído la mente —de un tiempo hasta ese día me había dado tiempo a
acostumbrarme a que lo hacía, y se le daba de maravilla—, ni porque
tenía la desfachatez de auto-invitarse, sino porque me apetecía que se
quedara.

Lo achaqué a que el sexo había sido genial y no estaría mal tener un


maratón aquella noche. Me sentía con fuerzas y tenía ganas.

—Eres consciente de que esta no es tu casa, ¿verdad? Si quieres


quedarte, necesitas una invitación.

—¿Me invitas?

Le eché una mirada de arriba a abajo, esta absolutamente pervertida.


Estimulaba mi mente y mi cuerpo como nadie lo había hecho antes.
Tenía las piernas largas y velludas, de muslos anchos y fuertes, y un
pecho de bronce en el que me moría por dejar mis labios. Pero él no era
un vibrador para mí, ni ningún juguete sexual. Me convencía cómo se
las arreglaría para entretenerme o provocarme, y el colmo fue la
sonrisa humilde que asomó a sus labios. 

—Como quieras —murmuré.

Cuando volví él seguía allí, en la misma postura, solo que con los
pantalones puestos y las piernas sobre la mesa. De nuevo me vino esa

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sensación de familiaridad, como si siempre hubiera pertenecido al
salón. A mi vida.

No me extrañó: llevaba casi cinco meses paseándose por el apartamento


a diario. Lo raro habría sido que me sorprendieran las confianzas que
se tomaba.

Fue su turno para mirarme de arriba a abajo, recreándose en mis


piernas a medio depilar y en el escote de mi pijama limpio. Estiró el
labio con una sonrisa de granuja que me distrajo de lo que iba a hacer:
ir a la cocina a por un café. Enseguida me fijé en que se metía una
cápsula de color en la boca y se la tragaba sin problemas.

Cuando dejó la cajita sobre la mesa, fruncí el ceño.

—¿Te has traído las pastillas para dormir por alguna razón en especial?
¿Tan seguro estabas de que iba a invitarte?

—Son las pastillas que se quedaron aquí —se defendió—. Yo no estoy


seguro de nada contigo. Por eso me gustas.

«Me gustas».

Le gustaba. ¿Cómo podía gustarle?

Tragué saliva.

—Tranquila, muñeca. He dicho que me gustas, no que quiera pasar el


resto de mi vida contigo —exclamó—. Del sillón no puedo decir lo
mismo; pretendo que te lo quedes para siempre, sobre todo después de
haber descubierto lo útil que es. Dime… ¿Te gusta ahora?

Suspiré cansinamente y fui hacia los brazos que extendió en mi


dirección. «Solo será un momento», me dije. Me tendía sobre su pecho
un rato y luego volvería al sofá. Pero en cuanto sus labios entraron en
contacto con los míos, los brazos me traicionaron y se aferraron a él,
como si fuera King el que solía escabullirse.

—Se puede quedar —le dije, mirándolo a los ojos.

Los dos sabíamos que no nos referíamos al sillón.

***

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Como no me hacía especial ilusión estar en mi habitación con alguien, y


ni mucho menos compartiendo la cama, hice todo lo posible para
quedarme dormida en el salón y que King tuviera que volver a casa o
hacerse un ovillo en el sillón.

Pensé que esto segundo sería excesivo, además de un insulto para su


bien considerada persona. Recordando lo muy en alta estima que se
tenía, creí que preferiría planchar oreja en la cama de matrimonio de su
fantástico apartamento.

Me había vuelto a equivocar, porque sí que durmió en el sillón, y a


media noche tuve que solidarizarme para no cargar de por vida con la
culpabilidad de haberle provocado, directa o indirectamente, un dolor
de espalda espantoso.

Así pues, dormimos juntos en el sofá, siendo de todo menos «solo sexo».
O al menos lo hicimos hasta que me agobié y tuve que refugiarme en mi
habitación a solas, de la que emergí al día siguiente con la vana
esperanza de que King no hiciera preguntas sobre por qué se había
despertado solo.

No me esperó ningún treintañero con barbilla de Kirk Douglas


enfurecido por mi última versión de estampida. King estaba de espaldas
a mí, apoyado en la encimera de la cocina, charlando con toda
confianza con una Ginebra en albornoz.

Un albornoz que perfectamente podía tener quince años, lo que


significaba que le quedaba más corto de lo normal. Eso me detuvo antes
de rodear la isla y darles los buenos días. Estaban riéndose por algo que
él había dicho —nada nuevo bajo el sol—. Ella estaba despampanante.
Era tan guapa, recién levantada y sin maquillar, que me sentí un troll a
su lado. Pensé en darme la vuelta y volver a la habitación, pero justo
entonces me detectaron en el pasillo.

—La reina de Roma —comentó Gin—. Justo estábamos hablando de ti.

No me podía imaginar lo insensibles que podrían llegar a ser dos


personas simpáticas y optimistas a primera hora de la mañana. Los que
podrían ser sus siguientes movimientos eran motivos de sobra para
estar tensa, sobre todo cuando ambos estaban medio desnudos.
Aproveché el momento para enviar una mirada escudriñadora a King.
Debía estar disfrutando la charleta con una mulata de su talla. A lo
mejor la estaba acorralando con una de las suyas, insinuando que
quería acostarse con ella. Ya lo había hecho una vez, conmigo, y…

King se dio la vuelta y me miró.  De hecho, me echó una de esas lentas


miradas de arriba a abajo que me activó al segundo.

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—Buenos días, Kathleen —saludó con voz ronca—. ¿No te apetecerán,
por casualidad, unas tostadas francesas?

Mi estómago se encogió ante la expectativa de tener sexo en ese preciso


momento, en esa justa esquina de la cocina. Porque se refería a eso. Ya
había decidido que iba a usarlo como palabra en clave.

Mi cuerpo decidió plasmar su opinión de una manera un tanto retorcida:


poniendo a rugir de hambre mi estómago.

King soltó una carcajada que terminó de desperezarme. Tuve que


preguntarme si sería posible vivir con un hombre como ese sin estar
alerta en todo momento, pendiente de sus movimientos solo por el
placer de verle ejecutarlos.

—Entonces sí que quieres tostadas, pero las de verdad.

—¿Cuáles eran las de mentira? —preguntó Gin, interesada.

—No creo que quieras saberlo —repliqué. Los rodeé para servirme una
taza de café. Noté la mirada penetrante de King durante todo el viaje,
hasta que me cansé y tuve que mirarlo de reojo—. ¿Qué pasa contigo?

—Me preguntaba cómo es posible que me haya provocado una


semierección tu cara de recién levantada.

Gin se atragantó. Yo me atraganté.

—Eres muy directo, ¿no? —comentó ella.

—No te lo imaginas —bufé yo. Luego me giré hacia el susodicho—. No


creo que sea mi cara. Según tengo entendido —empecé, inexpresiva,
dejando la taza en el platillo. Él observó el movimiento de señorita
Rottenmeier con la risa contenida—, los hombres se despiertan
excitados.

—Llevo tres horas en pie.

Pasé por su lado como si tal cosa, llevando mi taza al salón.

—Entonces deja que te diga, King, que tienes un Prince insurrecto que
no te favorece en nada.

El eco de su carcajada me hizo ahogar una sonrisilla detrás de la taza.


Suerte que estaba de espaldas y no me vio.

—Estábamos hablando de ti —repitió Gin, siguiéndome—. Y de que no


quieres modelar temporalmente para una de las mejores joyerías del
país.

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—Ya soy camarera temporalmente en uno de los mejores clubes
nocturnos y más exclusivos de la ciudad.

Gin me miró con los ojos entornados. Si Sheila era tan perfecta que
molestaba, Gin me irritaba el doble. Era mi problema, claro, la gente no
tenía culpa de ser tan guapa. Pero, aunque fuese mi problema, no
dejaba de ser molesto.

—¿Por qué no lo haces, aunque sea por los desfavorecidos?

—¿Te incluyes en eso de los desfavorecidos?

—Por supuesto —bufó—. Ojalá me lo hubiera pedido a mí.

—Ahora me voy a ver las pruebas que le va a hacer Swan a las chicas
en el casting —intervino King, mirándome—. Podrías venir, y si te gusta
la idea, dejar que te haga un par de fotos. Tampoco tienes nada que
hacer, ¿no?

No, no tenía nada que hacer, pero era bastante triste que me lo
recordara. Y, pensándolo bien, estaba un poco cansada de tener tanto
tiempo libre. Me pasaba las mañanas regodeándome en la miseria y
haciendo el paripé de lo mucho que avanzaba escribiendo cuando ya
podía darme un canto en los dientes si pasaba de las quinientas
palabras.

Cualquiera se desesperaría en mi lugar.

Por otro lado, King había sido muy directo. Se suponía que no pasaba el
tiempo conmigo solo porque me quisiera modelando, y que no se había
fijado en mí por ese potencial oculto, pero...

—Tienes que aprender a dejar de pensar tanto las cosas —dijo él de


pronto, mirándome fijamente—. ¿No has oído por ahí que quien da
muchas vueltas, al final no llega a ninguna parte?

—Eso solo me beneficiaría, porque soy bastante vaga.

Gin rodó los ojos.

—Venga, ¿qué es lo peor que podría pasar?

Al final me convenció, y todo porque no pude pensar en nada que


pudiera ser horrible. No conté con que, entre esas posibilidades,
estuviera encontrarme a Sheila, a la que reconocí entre la larga cola de
aspirantes por su preciosa melena rubia platino. Cuando se dio la vuelta
a cámara lenta y me miró, todas mis inseguridades, junto con la
culpabilidad, salieron volando.

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No me hizo sentir mejor que, en lugar de apartar la cara, abandonara
su puesto y se acercara a mí. En lugar de darme un beso, esbozó una
sonrisa educada.

—Eh, Kathleen… ¿Cómo estás?

Habían pasado casi dos meses desde que la vi la última vez. Lo lógico
habría sido pasar página, tal y como ella había hecho... O al menos eso
parecía. Pero por lo visto yo estaba destinada a no perdonar y a no
olvidar, ni con tiempo ni sin él, porque, aunque no me caía mal y ya no
guardaba malos recuerdos con ella, no me hizo ninguna ilusión tener
que ponerme a charlar sobre banalidades.

Enseguida entendí por qué: la publicidad de las gargantillas eran el


proyecto más ambicioso de Sheila, y King me lo había ofrecido a mí.

—¿Has venido a probar en la campaña? —me preguntó.

No tenía sentido que mintiera, aunque me lo planteé.

—Pues… Sí. King me ha pedido que haga la prueba, a ver qué tal.

—Ya veo. Me lo imaginaba. Siempre decía que le gustabas para modelar.


Tienes las medidas, la cara, el cuello, la elegancia…

—¿No te molesta?

Ella compuso una sonrisa de circunstancia.

—No es eso lo que más me molesta.

Me mordí el labio. No quería demostrar que estaba avergonzada por


haberla echado y estar tirándome ahora a su exnovio, pero era
imposible.

—Siento haberte echado de esa manera. Perdí un poco la cabeza al ver


a mi padre…

—No te preocupes, es perfectamente tu punto de vista. Debería haberme


estado quieta. Sabía que no te gustaría y lo hice de todas formas, un
poco por despecho. Odiaba que no me hicieras caso, si te digo la verdad
—suspiró—. Incluso cerré la relación con King para que no pudiese
acercarse a ti. Me comporté como una egoísta. Usé el amor libre para
mi conveniencia y estuvo mal, sobre todo por… cómo ha acabado todo.
Pero da igual, está todo olvidado.

—Me alegro. —Sonreí, aliviada—. ¿Qué haces tú aquí? ¿Vas a aplicar


también para el puesto?

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—¿En vaqueros y sudadera? —Señaló lo que llevaba puesto—. Claro que
no. He venido a ver a King. O lo pillaba aquí y ahora, o ya no podía
localizarlo hasta dentro de dos semanas. Últimamente anda algo
ocupado… Y tengo que darle unas cosas que se dejó anteayer en mi
casa.

Pestañeé una sola vez.

—¿Anteayer? —me oí repetir—. No sabía que fue a verte.

—¿Y por qué no iba a venir a verme? Es mi novio —rio—. La verdad es


que tengo muchas cosas que hacer en la calle y no puedo entretenerme
más. Ya que estás aquí y vas a verlo, ¿te importa si te dejo la bolsa?
Dásela de mi parte y dile que se arregle para esta noche, ¿vale?

Sheila me dejó la bolsa en la mano, que sentía muy lejos de mi cuerpo.


Se despidió de mí aireando la mano. La vi recorrer el pasillo a la salida
contoneándose como siempre. Cuando alcanzó la mitad del trayecto, la
perdí de vista. Mi visión se emborronó. No me di cuenta de que estaba a
punto de llorar; solo fui consciente de que el shock me asfixiaba y se me
había olvidado cómo respirar.

«Es mi novio».

«Unas cosas que se dejó anteayer en mi casa».

El dominio sobre mi cuerpo solo me permitió usar las manos para abrir
la bolsa y sacar unos pantalones y una camisa. Limpios. Lavados por
ella; sabía qué suavizante le gustaba y sabía cuál usaba King. No eran el
mismo, pero sí perfectamente distinguibles.

Empecé a temblar.

—¡Kathleen! —me llamó una vocecita. Tuvieron que llamarme dos veces
más para que me girase, con cara de haber visto un fantasma. Swan me
hacía señas desde la habitación contigua—. Ven, ya está todo preparado.

Me arrastré como un autómata hasta la sala. Estaba oscura salvo por la


lámpara, que proyectaba su luz en un panel blanco. Frente a él había
una silla, en el que Swan me pidió que me sentara.  Estaba tan ocupada
con los botones de la cámara que no se dio cuenta de mi palidez y mi
extraño silencio. Aproveché ese descanso para respirar hondo y
convencerme de guardar la calma. Ella no tenía por qué saber nada.

—¿Eres fotógrafa? —pregunté, con un hilo de voz.

Swan se colocó delante de mí. Llevaba unos tejanos remangados por


encima del tobillo, unas zapatillas de lona y un jersey que mostraba sus
hombros. Me sonrió al mirar a través del objetivo.

236/416
—Soy un poco manitas, más bien. Trabajo de community manager para
mi hermano, entrevisto a las modelos y hago las fotos, las mando a la
empresa de diseño gráfico de mi amiga Cay, me encargo de las
encuestas... Bueno, eso suena a ser una chapuzas, no una manitas —rio
—. Pero no, no he estudiado nada relacionado con eso. No soy fotógrafa
oficialmente. Un par de cursos y nada más. Luego Cay hace la magia.
Estoy terminando el último año en Medicina; me falta presentar el
proyecto y entonces me veré libre de las garras de King Sawyer para
trabajar de lo que me gusta.

—¿En qué te has especializado?

—¿En qué crees que me he especializado?

—¿Pediatría? —pregunté a desgana.

Swan soltó una carcajada.

—¿Por qué todo el mundo dice eso? ¿Tengo cara de madre? —Sacudió la
cabeza—. No. Lo mío es la traumatología.

—¿Te gusta ver... huesos partidos y fuera de las articulaciones?

—Mujer, no todo es devolver un hombro dislocado a su sitio. Pero sí, me


encantan los huesos partidos. Son mi pasión —prácticamente lo
canturreó—. Dicen que no me pega, pero eso es un punto a mi favor.
Siempre está bien sorprender a la gente... ¿Puedes acercarte más al
cobertor y estirarte? Así, bien...

Su sonrisa se desvaneció enseguida. Apartó la cámara y me examinó,


preocupada.

—Por Dios, K, estás muy blanca. Pareces sacada de una película de


terror. ¿Te ha pasado algo?

Un silbido nos distrajo a las dos de lo que estábamos haciendo. King


apareció con las manos en los bolsillos y una sonrisa brillante. Me miró
como siempre hacía, de arriba a abajo.

—Vaya, Swan, qué chica más bonita —comentó, desahogado. Paró al


lado de su hermana y empezó a rebuscar en la chaqueta para sacar una
cajita—. ¿De dónde te la has sacado?

Swan chasqueó la lengua.

—¿Otra vez los dolores de cabeza? —preguntó, fijándose en lo mismo


que yo: cómo se tragaba una pastilla sin agua—. ¿Por qué no vas al
médico?

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—Es algo casual, no crónico. Y viene porque esta noche no he dormido
nada... —Me lanzó una mirada elocuente—. Y con suerte, esta tampoco
lo haré.

«Dile que se arregle para esta noche, ¿vale?».

La sangre me quemó en las venas.

Se acercó a mí con toda tranquilidad. Apoyó las manos en el lateral de


la silla para arrastrarme hacia donde vio conveniente. Me apartó un par
de mechones de la cara, y luego sacó el estuche de la gargantilla para
ponérmela. Lo hizo despacio, sabiendo muy bien que me estaba
poniendo el vello de punta… pero no por lo que pensaba.

—Tengo manos, por si no te has dado cuenta.

Él se agachó un poco más, con las manos a cada lado de mi cuerpo,


poniendo su nariz a la altura de la mía. De nuevo caí en sus ojos azules.
Esos ojos azules que le arrancaban destellos al cielo, al mar y a todo
elemento de la creación que pudiera ser bonito para quedárselos.

Se me partió el corazón de pensar que pudiera mirarme así mientras me


mentía. Me estremecí de puro pavor. Estaba delante de otro mentiroso
patológico, otro animal egoísta y sin corazón.

—Lo sé muy bien, muñeca —susurró con voz ronca—. Estoy deseando
que las uses conmigo otra vez.

—¿Contigo, o contra ti?

King sonrió muy despacio mientras se acercaba a mi boca.

Le hice la cobra. A él no le importó.

—Swan —llamé—. ¿Puedes dejarnos solos un momento? Solo un


momento.

La hermana me lanzó una mirada inquieta. Ella sí se había dado cuenta


de algo no andaba bien. Las mujeres teníamos un sexto sentido, lo
confirmé en ese preciso instante.

—Que sea solo uno, ¿eh? Tengo una cita a las doce y no puedo perder
mucho tiempo.

—Tranquila. No tardaré.

Swan se tomó su tiempo para desaparecer. Con cada paso que dio hacia
la puerta, mi tensión fue en aumento; cuando la puerta se cerró, estaba
tan segura de que explotaría que me sorprendió mi reacción. Ni lloré ni
perdí los papeles. Le asesté una bofetada directa que le giró la cara.

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—«Pon tú las reglas. Yo las acataré» —parafraseé, con un tono
engañosamente suave—. Conque habías dejado a Sheila, ¿eh?

King apartó las manos de los reposabrazos y se estiró. Me miró con el


ceño fruncido.

—Eso hice. ¿A qué viene esto, Kathleen? Encuentro muy excitante


discutir contigo, pero de ahí a golpearme hay un camino que no pienso
recorrer.

Me puse de pie de un salto y agarré la bolsa que descansaba a mis pies.


Entonces sí perdí los papeles, arrojándosela al pecho.

—¡Mentiroso! —espeté, sin aire en los pulmones—. Acabo de ver a


Sheila y me ha dado esto para ti. Espero que lo paséis bien esta noche,
igual que lo hicisteis anteayer. Que te den, Sawyer.

Quería dedicarle insultos peores, pero estaba tan dolida que no


encontraba la voz. Hacía mucho tiempo desde la última vez que me sentí
tan mal. El nudo que se me formó en la garganta al descubrir que
seguía con ella se había asentado en mi estómago, y ahora me
molestaba tanto que estaba segura de que vomitaría. Estaba claro que
Kathleen Priest estaba hecha para ser una mujer de segunda. Porque en
el momento en que un hombre tenía un amante, era la oficial pasaba a
ser «la otra».

Mi objetivo era salir de allí, pero King me detuvo cogiéndome del codo.
Me lo sacudí con tanta violencia que le di un manotazo.

—No me toques —siseé—. Y a ver si te entra en la cabeza que las


mujeres no queremos que nos persigan cuando ya te hemos mandado a
la mierda.

—Las mujeres no deberían dar lugar a que tengan que perseguirlas


cuando hacen una afirmación de ese tipo. ¿Es que no tengo derecho a
defenderme?

—¿Qué vas a decirme? ¿«No es lo que parece»? —me burlé—. No quiero


hablar contigo, ni quiero verte, ni… No me puedo creer que hayas sido
capaz de hacer algo así. Me has distraído con tu palabrería barata para
hacerme daño deliberadamente… Eres un sádico. Y hay que ser muy
poco hombre para tener a dos mujeres engañadas.

King volvió a cogerme de la cintura. Me preparé para pelear con los


puños, pero me clavó en el sitio con una simple mirada directa.

—¿No se te ha ocurrido que la camisa puede ser de hace tiempo? ¿Ni se


te ha pasado por la cabeza que Sheila pueda haber mentido, sobre todo
teniendo en cuenta que la largaste de su casa y su novio la dejó por ti?

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Sheila no te soporta después de aquello, Kathleen. ¿Tan raro te
parecería que hubiera dicho eso solo para molestar?

No dije nada.

King arrojó la bolsa de plástico al suelo y envolvió mis mejillas con las
manos. No me quedó otro remedio que mirarlo a los ojos.

—Puedo ser muchas cosas. Arrogante, pesado, egocéntrico, incluso


manipulador a veces. Pero no soy ningún mentiroso.

Me resistí a asentir. Lo que él me estaba dando era otra visión, no


necesariamente la verdad. Era verdad que Sheila tendía a soltar trolas y
King no. Aun así, me costó creerlo. No se me daba bien leer a las
personas como sí a mi padre, que descubría al vuelo si le estaban
mintiendo o no. Y me convenía saberlo, porque por mi reacción, era
ahora evidente que King tenía mucho poder sobre mis emociones. Nada
bueno.

—Dime lo que piensas. ¿No me crees? Podemos llamarla ahora mismo,


solo que no debería ser así. Está bien que contrastes la información que
te llega, pero no que dudes de mí. Se supone que deberías confiar en mi
palabra, Kathleen. No he hecho nada que demuestre que podría hacer
algo como eso. Además… ¿Cuándo he tenido tiempo para estar con
Shey, si paso el día en tu casa?

Ese era un buen punto.

De pronto me sentí ridícula. Debía estar pensando que era una tarada
de remate. Me carcomía la desazón cuando elucubraba sobre la idea
que tendría de mí. Una mujer que aprovechaba cualquier excusa para
alejarlo, que dudaba de todo, que no confiaba ni en sí misma… Iba por
la vida mirando a todo el mundo de reojo, segura de que acabarían
traicionándome. Y si ya me costaba vivir así, vivir sabiendo que las
personas de mi entorno eran conscientes de mis problemas… Me
afectaba el doble.

—No importa —acoté deprisa—. Ha sido un malentendido.

—Creo que detrás del malentendido hay algo más gordo.

—No es nada, King. Siento lo de la bofetada. Me he pasado de


impetuosa… —Estiré el brazo para acariciar la mejilla. Con la barba era
difícil saber si le había dejado marca—. ¿Te duele?

—Me duele más tu falta de confianza.

Apreté los labios.

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—Mira… Sé quién eres desde hace unos meses, pero no te conozco
demasiado. No sé de lo que eres capaz. No sé si puedo esperar fidelidad
de alguien que llevaba años en una relación sin restricciones. No sé…

—Y dijiste que tampoco querías saberlo. No te interesaba conocerme.

Suspiré.

—No sé por qué dije eso —admití—. ¿Podemos olvidar lo que acaba de
ocurrir? Por favor. Además, estamos aquí para una prueba de
fotografía, no para discutir o abrir nuestro corazón.

Regresé a la silla frente a la cámara y llamé a Swan en voz alta antes de


que King quisiera profundizar. Ahora sí sé de qué tenía tanto miedo,
pero en ese entonces creía que huía de ciertas conversaciones e
intimidades por costumbre. Conocer a alguien casi siempre conllevaba
quererlo. U odiarlo. Y mi corazón no podía permitirse determinados
sentimientos. Había amado tanto hasta que se rompió, y luego odió
hasta quedarse vacío. Entonces solo aspiraba a vivir tranquila, sin
emociones fuertes, al margen de todo.

Swan asomó la cabeza.

—¿Todo bien?

—Sí.

Asintió y cerró la puerta. Sentía los ojos de King sobre mí, a unos
cuantos pasos de distancia. Los dos hermanos se juntaron para
intercambiar unas palabras que fingí no oír acariciando distraídamente
la gargantilla. Era preciosa. ¿La habría diseñado King? ¿O King era
solo el director, el que aportó el capital para que King’s Pleasure fuera
una realidad? ¿Heredó el negocio de su familia…? No sabía nada. Solo
que me gustaba, y que la idea de que pudiera estar con otra no solo era
humillante, sino que me partía el alma.

Lo miré a la cara en busca de alguna respuesta.

Me sorprendía saber tantas cosas de King y, a la vez, ni una sola.

Le daba mala espina el café de máquina y siempre se lo preparaba él.


Le encantaban las series de dibujos animados con humor negro, como
American Dad. Se partía de risa con el alien y el pez, sobre todo con el
pez. Veía la tele con los brazos cruzados —y así se quedaba dormido
siempre— porque a veces se daba cuenta de que se estaba mordiendo
las uñas y, para evitarlo, metía las manos bajo las axilas. Debía
escuchar música clásica; pasaba el día tarareando piezas de grandes
compositores, aunque también subía la radio cuando sonaba Kool & The
Gang, y no tenía reparo en bailar. Detestaba las salsas picantes. Era
alérgico a las picaduras de mosquito. Le gustaban más los zapatos que a

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mí. Le había visto estrenar alrededor de quince pares, todos mocasines
clásicos de Santoni. No creía en los médicos, a los que evitaba a toda
costa. No era exactamente generoso, más bien un derrochador.
Compraba tonterías que luego no usaba, por si acaso. Citaba mucho
aquel discurso que Steve Jobs dio en Stanford; era un hombre al que
admiraba. Se reía de sus propios chistes mientras los contaba, tanto que
nunca los acababa a tiempo…

Podía decir que lo conocía, pero no sabía si tenía una carrera


universitaria, si era creyente, si sus padres seguían vivos, o por qué lo
llamaron King. Si siempre creyó en el amor libre…

Él se dio cuenta de que lo estaba mirando y clavó sus ojos en los míos.

—Muñeca, ríete un poco —me dijo. Fruncí el ceño, a lo que él sonrió con
algo parecido a la ternura—. Estoy empezando a pensar que tienes el
síndrome del crío caprichoso. Haces lo contrario a lo que digo solo para
molestarme.

—Eso es porque yo no tengo por qué hacer lo que tú me digas —


repliqué, sabiendo que en esa ocasión sí tenía que hacerlo—. Y no me río
porque he visto suficientes anuncios de joyerías para asumir que las
modelos no se ríen en estos casos. Siempre ponen cara de orgasmo.

—Para eso vas a necesitar ayuda externa, lamentablemente. ¿O te las


apañas tú sola?

—¿Quieres que ponga cara de orgasmo?

—No, quiero que te rías.

Cruzó la habitación y me rodeó. Lucía la sonrisa traviesa que ponía


cuando entraba en mi habitación para llevarme a ver películas. No le
perdí de vista; me giré hacia él para ver qué se traía entre manos esta
vez. Cuando supe que tenía planeado hacerme cosquillas, fue demasiado
tarde. Ya me estaba doblando de la risa.

—¿Qué co... jones estás hacien... do? —logré articular entre las
carcajadas—. ¡K-King!

—Swan, haz las fotos ahora. ¡Rápido, antes de que la posea el espíritu
de Trunchbull!

Aproveché la excusa de las cosquillas para reírme otra vez. Si no podías


con el enemigo, más te valía unirte a él… Al final me acabarían
gustando sus bromas pesadas sobre mí. Era mi destino. Pero no me
resigné a ser atacada. Intenté levantarme y apartarlo; esfuerzos que
solo me lo pusieron más difícil. King me acorraló contra el panel de
fondo sin dejar de usar los dedos.

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—K-King... P... Por favor...

—No te escucho, muñeca.

—Me estoy... Me estoy agobiando...

King me soltó en cuanto comprendió mi balbuceo. Lo agradecí no


tomando represalias. Cogí una bocanada de aire sin apartar la visa de
él.

—¿Por qué has hecho eso? —jadeé, mesándome el pelo.

—Porque era necesario.

—¿Para mi culo rígido de Trunchbull?

King sonrió.

—No exactamente. Me gusta tu culo tal y como está. Solo me hacía falta
un poco de inspiración. ¿Has conseguido hacer las fotos? —le preguntó
a Swan.

Ella asintió, con una sonrisa bobalicona en los labios. Hice el amago de
acercarme para verlas yo también, pero King chasqueó la lengua en
señal negativa.

—No hasta que no estén impresas —apuntó—. Pierden mucho si las ves
aquí.

—¿Las vas a imprimir todas? Es un malgasto de papel, no deberías…

—Solo las tuyas —cortó.

Levanté las cejas y busqué su atención en vano. Se había quedado


mirando, con una sonrisilla tierna, el contenido de la sesión. Era una
expresión que jamás le había visto y que me impactó, tanto que me
olvidé de Sheila, la gargantilla y el modelaje. Finalmente alzó la vista.
Sus ojos brillaban y se le veía satisfecho.

Apuntó la cámara con el dedo.

—Esto de aquí… es el verdadero placer de King.

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EL REGALO DE LA VIDA

Esa noche, Liberty estuvo especialmente torpe, y sentí que en parte era
mi culpa. Me había asaltado en la sala de descanso, preguntándome por
Maddox, desesperada por saber algo de él. No había podido resistirme a
inventarme cualquier tontería que aplacara su angustia.

Si le soltaba que Maddox había salido de su vida para no volver, estaba


segura de que la hundiría más de lo que ya lo estaba. Su crisis
emocional no era ninguna broma. Y Liberty tenía muy claras sus
prioridades. Dristan había sido importante siendo su novio y por eso
sufrió un desengaño, pero Maddox era su mejor amigo y no podría
encajar su pérdida.

Tampoco podía decirle que Maddox la quería. Liberty no estaba


enamorada de él, pero se desvivía tanto por los demás y dependía tanto
del cariño de la gente, que quizás se hubiera forzado a sí misma a
quererlo. Todo con tal de no perderlo. No quería eso para ellos, además
de que, si Maddox había dicho que no quería que interviniese y lo dejara
que estar, mi deber era obedecer. No era nadie para inmiscuirme en los
asuntos sentimentales del resto. Para colmo, sospechaba que, si Libby se
enteraba de que despachó a Maddox cuando este había sido sincero, se
sentiría tan mal que no habría manera de consolarla.

Así que conté una verdad a medias. Lo necesitaban en el negocio. Pero


igualmente esto tuvo un efecto negativo en ella. Se pasó toda la noche
tropezando, tirando vasos, contestándole mal a los clientes y haciendo
hercúleos esfuerzos para no llorar. Uno de los tipos se quejó y tuvo que
salir el jefe a averiguar cuál era el problema. Nada más vio la cara de
Libby, le hizo un gesto para que lo acompañara al despacho. No me
preocupé: Brennan valoraba muchísimo a Liberty y sabía que era el
motor del Rock & Blues, como Maddox lo fue antes que ella. No la
echaría por tener unos cuantos días malos.

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—A saber, lo que va a hacer con ella —comentó Rae, echando un vistazo
a la puerta cerrada—. Ese tío te ofrece unos tratos que parece que estás
pactando con el diablo.

—¿Quién dice que no lo sea? —provoqué—. ¿Y por qué lo dices?

—Porque a mí por ejemplo ya no sabe qué pedirme para que me quede.


Todavía hoy confunde mi nombre, pero sabe que soy la razón por la que
muchísimos tíos vienen y que tengo unos trucos que le hacen ganar
dinero a montones, así que hace todo lo posible para no perderme.
Cuando ve que estoy molesta, me hace ir a su despacho y negocia. Se
preocupa tanto de tenerme contenta que parece mi abuela.

—Salvo por el minúsculo e insignificante detalle de que no se parece


nada a una abuela —anoté—. Es un hombre bastante atractivo.

—¿Quién dice que mi abuela no sea también atractiva? —repuso—. El tío


no está mal, pero a mí me van de otro rollo. Sin palos metidos por el
culo, algo más rubios, algo más irlandeses...

—...Algo más como Maddox.

Las bromas sobre su supuesto amor inmortal por Maddox eran el pan
de cada día. Hasta el propio Dox le metía caña, sabiendo que, de los
dos, el que estuvo más pillado durante su noviazgo, fue él. En todas las
relaciones que Rae había tenido, el que se había enamorado siempre era
el otro.

—Maddox es de Gales, guapa, no irlandés. Aunque mejor; te suelta unas


palabras en galés durante el sexo... No sabes qué mierda dice, pero qué
sucio y porno suena. —Sacudió la cabeza—. Debería acostarme con él
otra vez.

—¿Y por qué no te acuestas conmigo? —preguntó el cliente de la barra.

Rae se giró hacia el tipo con una ceja arqueada. Estaba colorado de
tanta cerveza. Había perdido la cuenta de las jarras que me había
pedido.

—No lo veo, nene.

—No deberías decir esas cosas en voz alta si no quieres un final feliz,
bonita. Estás provocando.

Rae se apoyó en la barra, se inclinó hacia delante y estiró los labios en


una sonrisa sin emoción.

—Mira, chico. Si quisiera provocar a alguien, no serías tú. —Se encogió


de hombros, quitándole importancia—. No te metas en conversaciones
ajenas.

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El tío la agarró de la muñeca bruscamente y tiró de ella, haciendo que
se clavara las costillas en el borde y soltara un jadeo de dolor.

—Para ser una camarera tienes la lengua muy suelta, ¿no crees? ¿Se te
ha olvidado cómo tienes que tratar al cliente?

—¿Se te ha olvidado a ti que no estás en un puticlub? —siseó.

—¿De verdad? Me habrá confundido el escote y los pantalones que


llevas.

—Me visto como me da la gana. Ser el cliente no te da el derecho a


meterte con mi ropa, gilipollas.

—Repite eso.

—Gilipollas —deletreó.

Estaba segura de que Rae habría dicho algo más si el tío no le hubiera
soltado un golpe en la mejilla. Vi a cámara lenta cómo le giraba la cara,
y ella, con cara de incredulidad, se quedaba inmóvil un segundo.

No supe cómo reaccionar.

—Tú —intervino una voz profunda. Me sentí automáticamente a salvo


cuando escuché la voz de Dos Santos—. Fuera. Ahora.

El tío se dio la vuelta y por poco se cagó encima al encontrarse con el


portero, un tío de dos metros, rapado y mirada penetrante. Tenía el «no
estoy para juegos» grabado en la cara.

—Hijo de puta —escupió Rae cuando volvió en sí misma. La miré y


observé con horror que le goteaba la nariz—. Procura no volver o te
juro que te corto los huevos, cabronazo.

—Déjalo pasar, Rae —cortó Dos Santos—. Yo me encargo.

—¿Qué está pasando...? Red —llamó el jefe, mirándola muy serio.


Acababa de salir con una Liberty desorientada por lo que acababa de
ocurrir—. A mi despacho.

Rae lo miró como si se hubiera vuelto loco.

—¿Cómo? ¿Otra vez? ¿Qué mierda he hecho yo ahora? —espetó,


secándose la sangre—. Iros todos a tomar por culo, joder. Pesado de las
narices.

—Red, he dicho que vengas.

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—Y yo digo que me largo. Dimito.

Y se largó sin dar más explicaciones, dejando a Brennan con la palabra


en la boca después de hacerle un corte de mangas, a Liberty con los
ojos muy abiertos y a mí con el corazón encogido. El jefe tampoco debía
saber muy bien lo que significaba que una mujer se largara, porque
marchó en pos de ella. Dos Santos escoltó al desgraciado a la salida.

—¿Qué ha pasado? —preguntó Libby, acercándose precipitadamente—.


¿Por qué a Rae le sangraba la nariz...?

—Porque... —Fui a responder, pero me fijé en que llevaba un sobre


blanco que me iba siendo familiar. Me quedé sin palabras. Busqué su
mirada, topándome con una expresión culpable.

—Lo siento, K. He dimitido.

No me extrañaba, pero me había pillado con la guardia baja.

—Pero... ¿A dónde vas a ir? ¿En qué vas a trabajar? ¿Cómo...?

—Hay un puesto como friegaplatos en el DeLuca's. Pagan un poco


menos que aquí, pero así podría llevar dos trabajos, y... Bueno, me
buscaré la vida. Te llamaré e intentaré ir a verte a menudo, ¿vale?

—No lo entiendo, Libby. ¿Por qué te vas?

—Es que... —Sacudió la cabeza y clavó la vista en un punto abstracto al


fondo del local—. No puedo estar aquí. Son muchos recuerdos. Y podría
trabajar en cualquier parte como camarera con experiencia de tres
años, así que qué más da.

—Liberty, sé que te sientes culpable, pero no ha de ser así. No tienes


culpa de nada, Maddox se ha ido porque ha querido, tú...

—Yo también me voy porque quiero —insistió—. Déjalo, K, por favor.


Simplemente no puedo. También va siendo hora de que haga algo
diferente con mi vida. No iba a trabajar aquí para siempre…

Me fijé en que había mucho más que tristeza en sus ojos. Algo debía
haber pasado, y no estaba segura de que hubiera ocurrido en un sentido
físico. Liberty había cambiado. Se le había perdido algo por el camino, y
no sabía qué era, pero estaba dispuesta a averiguarlo.

—Hola, muñeca. He venido a por mis tostadas francesas.

Parte de la tensión que acumulaba mi cuerpo se deshizo. Me giré para


comprobar que allí estaba: King apoyado en la barra en una postura
tranquila, mirándome como si se alegrara de verme. Muy seguro de que
yo también me alegraría de verlo a él.

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Le hice una seña a Liberty para que esperase y me acerqué a él.

—Ahora no me puedo ir, ni te puedo atender —le dije con pies de plomo.
Esperé que me frunciese el ceño, o se quejara, pero esperó a que
continuase. Claro, era eso: la dichosa explicación que King Sawyer
necesitaba para respirar—. Liberty ha dimitido, Maddox no está y Rae
se acaba de largar porque ha habido un... problema. Supongo que el
jefe llamará a Fiona y a alguien más, pero mientras no me puedo mover.

King inspiró muy despacio. Se reclinó hacia atrás, agarrado al borde de


la barra.

—Es la primera vez que me argumentas bien una contestación. Te pongo


un diez. Pero no es suficiente para librarte de mí bien entrada la noche.

Eché un vistazo por encima de mi hombro para asegurarme de que


Liberty seguía allí. Parecía Magdalena en el camino de Jesús a la Cruz.
Desamparada y quebrada de dolor.

Miré a King.

—Luego me iré con ella a casa —dije, muy segura de mi decisión, pero
dudando sobre su aceptación—. Creo que… Necesita a alguien.

King ni siquiera miró a Liberty para asegurarse de que era cierto. Su


mirada se intensificó.

—Eres una buena persona, Kathleen. ¿Lo sabías? Porque a veces creo
que se te olvida.

—¿A qué viene eso? —Fruncí el ceño—. No será uno de esos refuerzos
positivos de los tuyos, ¿no?

—Claro que no. —Sonrió sin enseñar los dientes—. Estaré por aquí si me
necesitas.

Me tomó unos segundos de más reaccionar. ¿Ya estaba? ¿No iba a


molestarse porque lo hubiera dejado tirado cuando habíamos acordado
vernos? ¿No iba a... gritar? ¿No iba a victimizarse, a hacerme ver como
si fuera la mala de la película?

«Eres una buena persona, Kathleen».

Había habido momentos, e incluso épocas, en las que no lo había tenido


tan claro. De hecho, nunca me había considerado una. Quizá no era
mala, pero sí una insensible con los demás, y definitivamente no se me
daba bien consolar o preocuparme por los demás.

Joder, ni siquiera había reaccionado rápido cuando le habían pegado a


Rae.

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«No seas dura contigo misma», me decía siempre Jude. «Que una
persona se porte mal contigo no significa que lo merezcas. Y que ocurra
algo terrible a tu alrededor no quiere decir que tengas la culpa. No
tienes el control sobre todas las cosas, Kathleen; ni siquiera sobre tus
propios sentimientos». Eso era cierto.

Acabé sonriendo por el halago. Fuera o no una estrategia calculadora


de las suyas para quitar el peso sobre mis hombros, conocerme o
simplemente hacer un chequeo de mis reacciones, acababa de conseguir
que me relajara.

King no esperó a que le dijera nada más. Me guiñó un ojo y subió al


palco, donde me fijé en que Brayden me observaba con la barbilla
apoyada en la baranda. Después de guiñarme un ojo él también, cada
uno volvió a lo suyo.

—Libby —empecé, tirando de ella para acercarla a la barra. Iba a ser


una conversación muy poco seria si me ponía a agitar cócteles mientras
le hacía preguntas, pero no me quedaba otra—. Creo que no has sido del
todo sincera conmigo.

Aprovechando que necesitaba coger una birra de la nevera, me giré


para mirarla directamente a los ojos.

—Te conozco desde hace unos años, y has salido con toda clase de tíos
desde entonces. Cuando te han hecho daño, te has encerrado en ti
misma un par de días, y luego has vuelto a ser la alegre Libby que todos
conocemos. Supuse que no te repondrías tan rápido de lo de Dristan
porque... en fin, era algo que no te esperabas, y ha acabado siendo el
colmo. Pero nunca te habías planteado antes cambiar tu vida
radicalmente. Llevas trabajando aquí desde que cumpliste los dieciocho,
y te encanta. Y de pronto, cuando te peleas con Maddox, odias esto, no
puedes sujetar una bandeja y a duras penas abres la boca. Así que
dime... —Inspiré profundamente, sabiendo cuánto llegaría a dolerme
una respuesta afirmativa—. ¿Tienes sentimientos por Maddox?

Aquello la pilló de imprevisto. Cuando se ponía nerviosa o no sabía por


dónde coger una situación, se quedaba un rato en silencio con la mirada
perdida.

—Yo... No. Es un gran amigo mío, la gran motivación de venir a trabajar,


y me hace... —Tragó saliva y miró al suelo—. Me hacía mucha ilusión
formar parte de su vida, porque creía que nunca me decepcionaría. Lo
ha hecho, pero ahora me da igual. Solo lo quiero de vuelta. Supongo
que es porque siempre he sido una arrastrada. De todos modos, no...
Desde que lo conocí tuve claro que sería una estupidez enamorarme de
él. Me metí en la cabeza que solo sufriría y creo que por eso empecé a
verlo como un amigo. Aunque... —tartamudeó—. Al principio... El primer
año que estuve aquí... No sé si era amor, pero... Me gustaba mucho.

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En ese momento me creí todos los argumentos de todas las películas
trágicas románticas que había tenido la mala idea de ver. Era real. Era
cierto. La vida podía ser tan enrevesada con sus juegos de tiempo como
lo era en la pequeña y gran pantalla.

No había mucho más que decir. Si quería irse, no iba a interponerme en


su decisión. Cada uno era libre de buscar su felicidad como creyera que
le convenía. Cada uno tenía derecho a decidir por dónde empezar a
hacerlo. Yo era la primera que lo sabía.

La acompañé a la entrada del pub, dejando la barra ahora que Fiona


estaba para encargarse, y me despedí de ella dándole un abrazo fuerte.
Eso la sorprendió, y no pude culparla. Sabía que no se me daban bien
las muestras de cariño a no ser que habláramos de Maddox. Si
hacíamos un recuento, no sería de extrañar descubrir que le había dado
tres abrazos desde que nos conocíamos, y solo para felicitarle la
Nochevieja.

—Me has sorprendido con esa pregunta —admitió—. Tú antes no eras


tan... perceptiva.

Mi corazón se aceleró.

—¿Qué quieres decir con esto, Libby? ¿Era una percepción acertada?

—No, no. No te he mentido. Es solo que… has cambiado un poco en


estos últimos meses. Ahora te veo más contenta.

—Eso es porque antes estaba en mi pompa de mierda, navegando en


eso: en mi propia mierda. Cualquier avance, por mínimo que sea, parece
un gran cambio —Después, como si quisiera demostrarme algo, añadí—:
Pero tampoco ha sido un cambio tan exagerado. Soy la de siempre.

Agradecí que Liberty no lo rebatiera. Debajo de todas esas capas de


ingenuidad, alegría y bondad, había una persona muy prudente que
sabía cuándo hablar, cómo hacerlo, sobre qué y con quién. No me
sorprendía que Maddox se hubiera enamorado de ella: la había visto
tratar con toda clase de gente, y complacer a cada una de esas personas
distintas comprendiéndolas, acercándose a ellas tanto como le dejaban,
jamás presionando, siempre siendo ella la que se adaptaba. Suponía que
eso era la bondad, eso era ser realmente bueno. Simplificarse, ceder sin
que lo pidieran, nunca dar de lado a alguien que estaba sufriendo.
Liberty tenía todas esas cualidades.

Regresé a mi puesto después de acompañarla a la parada del autobús y


avisar de que iría a su casa a verla más tarde. No todos los días se
rompía con un mejor amigo de años. Maddox era su roca. Yo nunca
sustituiría ese lugar, pero podría intentarlo por una noche.

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Antes de llegar a la barra, alguien me dio un par de toquecitos en el
hombro. Me giré casi sonriendo, imaginando que sería King, e intenté
hacer desaparecer esa mueca en cuanto asimilé lo que estaba a punto
de hacer. Demostrarle que tenía un gran poder sobre mí.

No lo logré: esa sonrisa no desapareció hasta que no comprobé que era


otra persona. El tipo que había golpeado a Raeghan.

Automáticamente me estiré y lo miré con dureza.

—¿Qué hace aquí? Creo recordar que el portero le ha dicho que se vaya.
¿Cómo ha entrado de nuevo?

—Una chica muy bonita ha montado un escándalo ahí fuera, en la cola,


y el tipo se ha distraído. ¿Dónde está tu amiga? La del pelo verde... O
azul, no me acuerdo muy bien.

—¿Qué le importa? Lárguese —espeté, atreviéndome a ponerle una


mano en el hombro y empujándolo hacia la salida—. Lárguese o vuelvo
a llamar a...

El tipo me cogió la mano y tiró de mí para pegarme a su cuerpo. Cuando


habló de nuevo, lo hizo asfixiándome con su aliento a ron.

—Dime dónde está y te dejo en paz.

Apreté los labios e intenté hacer oídos sordos a la ansiedad que iba
adueñándose de mí. Eran unas manos desconocidas, unas manos
desagradables, unas manos que no quería que estuvieran en mi cuerpo.
Y ahora me rodeaba con el brazo, trayéndome más hacia él, como si
todavía no fuera suficiente.

Hice acopio de toda mi valentía para pedirle que me soltara, convencida


de que esa vez podría moverme. Había pasado los últimos meses
saliendo y acostándome con un hombre, no sería tan difícil.

Pero no pude.

Comprobé con horror que seguía siendo insuficiente, y que nada podría
devolverme la tranquilidad. Ese «déjame en paz» se atascó en mi
garganta y allí se quedó. Ese que podría haberme librado de un
manoseo desagradable que subió de mis caderas, se recreó bajo el polo
y llegó a jugar con el aro de mi sujetador.

Me sentí impotente, de nuevo inútil porque todo mi cuerpo empezaba a


pesar y nada ni nadie podía moverlo. Al final solo era una muñeca rota
en manos de quien quisiera agarrarme. Más que rabia o decepción, me
carcomía la tristeza.

Seguía perteneciéndole a él. Todos tenían sus dedos y su maldad.

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Excepto...

—Kathleen, joder.

King apartó de un empujón al tipo, pero seguía notando sus manos


sobre mi cuerpo minutos después. Ahogada en mi propia desesperación
y sin poder respirar, me aferré a la chaqueta de King buscando un punto
de apoyo. Él me abrazó y me llevó casi a rastras fuera del local, donde
intenté coger aire en vano.

—Todo está bien, ¿de acuerdo? Todo está bien —repitió, haciéndome
caminar—. Venga, concéntrate en andar. Solo en tus pasos. Hazlo,
cariño. Iré a donde tú me lleves.

Fuimos a donde yo le llevé. Hasta el final de la calle, y luego de vuelta.


En completo silencio. Solo éramos dos personas de la mano.

Después del paseo, King frenó delante de un coche que ya conocía.


Acepté a entrar porque me transmitió toda esa confianza en mí misma
que no sentía.

Yo le seguí... Y fue un gran error, porque de sus preguntas de esa noche


no me pude escapar.

***

King cerró la puerta del piloto y se giró para mirarme directamente. No


había ni rastro en sus ojos de esa emoción viva, esa que desbordaba y
empapaba a todos con su calidez. Había perdido la alegría y las ganas
de ser paciente.

—¿Vas a seguir diciéndome que estás bien? —preguntó. Su tono se


acercaba al enfado. Lo bordeaba, mas no llegaba a tocarlo. Aun así,
presentir que podría ir alzando la voz hizo que me pusiera en guardia y
esperase lo peor.

—Ahora no, King.

—¿Cómo que ahora no? Ahora es el momento perfecto para que lo


sueltes de una vez; ahora, cuando tienes miedo. Ahora es cuando sirve
gritarlo y desahogarte, no luego, Kathleen. Y definitivamente no pienso
esperar un puto minuto más, viendo cómo te mueres de miedo en
situaciones de la vida cotidiana que con un poco de interés y ayuda ya
estarían superadas.

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—Nadie te ha pedido que ejerzas de psicólogo —solté, poniéndome en
tensión—. Déjame en paz, King. No quiero hablar de eso en este
momento, estoy bien.

—¿Que estás bien? —Soltó una carcajada vacía, apenas una exhalación
que me obligó a tragar saliva—. Mira, Kathleen…               Me alegra
que te haya servido rehuir a los demás para no tener que hablar de ello.
Me alegra que hayas tenido la suerte de poder rodearte de gente que no
insiste y te deja hundirte en la miseria. Pero a mí no me vas a pasar por
alto. Así que habla.

Lo miré sin poder creérmelo. De pronto me sentí acorralada. En un


coche que no era mío y que podía arrancar en cualquier momento, con
un hombre que me miraba a un paso del cabreo monumental. Quería
salir corriendo, pero no encontraba mis manos y me temblaban los
tobillos.

—¿Qué vas a hacer si decido no contestar?

—¿Qué clase de pregunta es esa? Kathleen, te estás comportando como


una cría. Solo intento ayudarte, ¿entiendes? No estoy aquí para hacerte
daño, o asustarte, o hacerte sentir indefensa o inútil, o... —Apretó los
labios—. Lo que sea que haya en tu jodida y retorcida cabeza, eso que
desconozco y empiezo a pensar que no voy a descifrar jamás.

Eso me dolió, y no pude fingir lo contrario.

—Pues si soy tan jodida y retorcida, no sé qué haces aquí todavía. No te


estoy obligando a que me insistas, sino todo lo contrario. Yo no soy la
que ha revoloteado alrededor de una mujer, invadiendo su espacio y
llevándola al límite hasta acostarse con ella. O por lo menos no soy yo
quien intenta meterse en la vida de alguien dándoselas de gran salvador.
No hay nada que salvar aquí, King, así que...

—Ni se te ocurra salir del coche —me amenazó. Me quedé inmóvil—. No


te vas a ir hasta que hables.

No aparté la mano del asidero de la puerta, pero lo miré por encima del
hombro. Hice de tripas corazón para esbozar una sonrisa. Estaba
destinada a ser despectiva, o por lo menos indiferente. El problema era
que venía teniendo dificultades con todo desde que King había
aparecido, y al final se torció en una mueca dolida.

—¿Sabes? No se te da nada mal hacerte el comprensivo y cariñoso. Casi


me la cuelas. Mala suerte que casi siempre se os acabe viendo el
plumero, a ti y a todos los que son como tú. Que te vaya bien...

Abrí la puerta y salí antes de que respondiera o intentara retenerme. No


tenía la sospecha de que evitaría que me fuese: estaba tan segura que

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tenía miedo. Sabía cómo reaccionaba un hombre cuando no hacían lo
que le pedía.

La brisa fría aireó mis mechones sueltos y se metió por debajo del poco,
haciéndome estremecer. O eso pensé. Había sido yo misma quien me
había provocado el temblor, y no era uno común por la temperatura,
sino por lo que venía a continuación. Tuve que echarle un nudo mental a
mi estómago y a mi cabeza para retener los pensamientos, y así evitar
romper a llorar.

Por Dios que había intentado no caer en el juego de las palabras


bonitas, los apodos cariñosos, los halagos sin venir a cuento y los besos
robados, pero había mordido el anzuelo como una estúpida pese a mi
desconfianza. Estaba claro que un hombre atractivo, exitoso y
arrogante se acercaba a una mujer como yo por ponerse el reto, y luego
intentaba adueñarse de ella por el placer de verla a sus pies. «Ni se te
ocurra salir del coche». Eso no dejaba lugar a dudas. Debajo de esa
fachada de conmiseración y respeto había otro controlador más.

Cerré los ojos y me apreté el estómago con las manos.

Yo no quería pensar que era malo. No soportaría que otro lo fuera. No


podría con el pensamiento de haber sido el juguete de alguien más.

Unos brazos me envolvieron por detrás muy despacio. Llevé enseguida


las manos a las suyas, intentando apartarlo, pero cuando apoyó la
barbilla en mi hombro y presionó los labios contra mi mejilla no pude
hacer nada. Estaba de nuevo indefensa, a merced de alguien: si me
decía algo malo... ¿Realmente podría pararlo? No era tan sencillo saber
dónde y cuándo poner el freno.

—Lo siento —susurró—. No he estado muy fino... No quería asustarte.


Es que no saber me está matando, pero tienes razón. No puedo
obligarte. Perdóname.

Apreté los labios para no echarme a llorar, pero no sirvió de nada.


Aproveché que King estaba a mi espalda para desahogarme en silencio,
como tantas otras veces había hecho- Estaba entrenada para llorar sin
que nadie se diera cuenta, ni siquiera durmiendo en la misma habitación
que yo.

—¿Por qué insistes? —balbucí—. Esto no te afecta a ti, no... ¿Es que no
ves que son cosas que... que duelen? No puedo decirlo en voz alta y
volver a casa como si nada, King —mi voz tembló—. Es algo que he
estado evitando durante mucho tiempo. No puedo hablar de ello y
esperar... Que no me ataque mientras duermo.

King me apretó contra él.

—Sí que me afecta, Kathleen. Y a Maddox, y a tu padre, y a Liberty;


incluso a Sheila le afectaba. Crees que solo te toca a ti, pero eso es

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falso. Todo aquel que vive cerca de ti, que te tiene en su día a día y se
preocupa por tu bienestar, sufre si lo haces. Y todos te vemos sufrir.
Aunque no hagas ruido o no llores... Es algo que está en ti. Déjalo salir
antes de que te asfixie.

—No. No... —Negué con la cabeza—. No estoy preparada para liberar...


esas cosas. Solo... déjame, por favor. Prefiero llorar en medio de la calle
a que me asedies con tu curiosidad. Es que no entiendo por qué no lo
dejas estar sin más. Nada de esto suena a «solo sexo».

—Olvídate de eso por un jodido momento, Kathleen. Ya no se trata de ti


y de mí, sino de ti. Solamente de ti. Quiero que seas feliz, y creo que tú
quieres serlo, así que no somos enemigos; tenemos una meta común. Por
eso no lo dejo estar. No he podido dejarlo estar desde que te vi
intentando fingir que lo tenías todo bajo control.

—¿Y no has pensado que podrías equivocarte? ¿Nunca te has planteado


que quizá veías fantasmas donde no los había?

—Cada vez es más evidente que los fantasmas son reales, pero no,
nunca he dudado de mí mismo. He vivido durante años con una persona
que se comportaba de una manera muy similar a la tuya, Kathleen.
Reconocería los síntomas en cualquier persona, en cualquier sitio.

Parpadeé varias veces para enfocar la vista y aparté sus brazos para
girarme y mirarlo. No estaba convencida de querer enfrentar sus ojos,
pero cuando lo hice supe que me habría perdido mucho si lo hubiera
ignorado.

—¿De qué estás hablando?

—Mi madre —contestó. Su mirada se apagó—. Cada vez que un hombre


la tocaba, aunque fuera sin querer, se paralizaba. Incluso si estaba en el
supermercado, yo había ido a por cualquier cosa y ella se quedaba sola
en un pasillo con un hombre, se quedaba inmóvil. Cuando algún tipo de
venta a domicilio tocaba a nuestra puerta, no podía abrir si se trataba
de un hombre; lo mismo con el cartero o el del gas. Justo como tú te
quedas cuando un desconocido te pone la mano encima. Te descolocas,
empiezas a hiperventilar, tiemblas, pides ayuda con la mirada: lloras de
miedo. Ella lo hacía también.

» Pero ella aceptó mi ayuda y la de mi padre adoptivo. Tuvo citas con


diversos especialistas, fue a terapia de grupo, se esforzó, se concienció,
y poco a poco... fue siendo ella misma, una que yo nunca había
conocido. Los síntomas iban remitiendo, pero le costaba confiar, como a
ti. No creía en nadie. Ni siquiera en sí misma. Y nunca perdió del todo la
mirada que tú tienes. La de estar repitiendo para tus adentros una y
otra vez todo lo que le pasó.

» Así que, como ves, no es que sea perceptivo. No es que tenga


curiosidad o quiera meterme en tu vida. Ni siquiera soy especialmente

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listo o perspicaz. Solo supe que había algo mal, y necesité —necesito—
erradicarlo.

—¿Qué debo entender con eso? —tartamudeé, negando con la cabeza—.


¿Que en el fondo solo estás aquí, conmigo, porque piensas que soy tu
madre…? ¿Porque quieres ayudarme y crees que la única manera es…?

—Claro que no, por Dios. Perfectamente podría haberte ayudado desde
fuera, recomendándote especialistas o estando a tu lado como un apoyo.
Si estoy aquí, contigo, no es porque quiera ser un héroe. Tampoco
quiero ser tu héroe. Ni la persona que te ha ayudado a crecer, porque
necesitas ser tú la que te salve para nunca depender de nada ni de
nadie... Estoy porque quiero estar contigo. 

» Muñeca, adoro cómo te ríes. Me divierten tus respuestas mordaces.


Eres exitosa, aunque no lo veas, lista y leal a tus amigos. Todos los días
descubro algo de ti. Como, por ejemplo, que de vez en cuando puedo
arrancarte un amago de ternura. No estoy aquí por lo que eres cuando
penas, sino lo que eres cuando estás bien y eres valiente. Y fuerte. Estás
llena de virtudes a pesar de que algo o alguien te las quiso arrancar. Me
inspiras.

Algo dentro de mí se rompió. No supe identificar el qué. Pero si eran los


pedazos de mi corazón, había merecido la pena que se quebrase. Por
una vez lo habría hecho por una persona que tenía derecho a quedarse
todas sus partes.

Inspiré hondo.

—¿Qué le pasó a tu madre? —pregunté en voz baja.

Él no contestó enseguida.

—La violó el director de la empresa para la que trabajaba. Solo tenía


dieciocho años. —Hizo una pausa—. Creo que lo peor para ella fueron
las consecuencias.

El mundo dejó de girar para que solo pudiera escuchar el latir


desenfrenado de mi corazón.

—¿Qué consecuencias?

King ni pestañeó.

—Yo. Pero de nuevo: esto no es sobre mí, ni de ti y de mí, sino solo de ti.

No estaba segura de querer seguir adelante con esa conversación. De


todas las penas o preocupaciones que King Sawyer pudiera haber
tenido, nunca habría imaginado algo así. No era retorcido o increíble.
De hecho, explicaba muchas cosas, como su comportamiento

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preocupado. Tampoco tan triste como desgarrador. Solo era... No sabía
qué era, o cómo tomármelo.

—Puedes estar tranquilo —dije, muy despacio—. No... No me hicieron lo


que sugieres. Solo... Una persona en la que confiaba me hizo daño. —
Esperé que la tranquilidad por la revelación llegara y me colmase, pero
tuvo que perderse por el camino, porque me puse más nerviosa—. Eso
es todo lo que puedo decirte por ahora.

—Es más que suficiente. Sobre todo, por esa promesa en el «por
ahora».

Sonreí por inercia. Era incansable. Siempre tenía que conseguir lo que
quería.

—Ven conmigo, anda. Te llevo a casa.

Accedí porque la sensación de que estaría más protegida con él que a


solas conmigo misma, fue real. Tan real que podría haberme abrazado a
ella. Tan real como la mano de King, que tiró de la mía para conducirme
al coche.

El trayecto fue como siempre. Silencioso. Él estaba centrado en la


carretera, pero me lanzaba miradas de reojo que yo fingía no
interceptar. Me sumí en una meditación que me puso el vello de punta.
Me sorprendía cómo algo tan bonito como King podía ser fruto de algo
tan horrible. Yo no habría tomado la misma decisión que su madre, lo
que me llevó a preguntarme cómo hubieran sido mis últimos meses si él
no hubiese estado aquí.

—Es la primera vez que mencionas a tu familia —apunté en voz baja. Él


aprovechó un semáforo para enviarme una mirada inquisitiva, que me
animaba a continuar—. No lo decía en serio cuando dije que no me
interesaba conocerte.

Él sonrió. No lo comentó, pero porque no hacía falta. Ya lo sabía antes


de que lo admitiera.

—¿Qué quieres saber de mí?

—No lo sé. —Recogí las piernas y me las abracé—. ¿Qué quieres que
sepa de ti?

—No tengo nada que esconder. Podría contártelo todo.

Pensé en una pregunta que hacer, pero no se me ocurrió ninguna.


Estaba bloqueada.

—¿Por qué te llamaron King?

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Él se rio.

—La primera vez que di una patada a mi madre, fue cuando estaba
comprando el último libro de Stephen King. Se acababa de publicar
Misery. ¿La has leído?

—¿La del hombre que escribe novelas románticas victorianas, sufre un


accidente y acaba siendo maltratado por una enfermera que admira su
trabajo?

—La misma. Antes de darle la patada, no es que mi madre me odiase,


pero tenía una carga psicológica encima tan grave, que... no quería
saber nada de mí. Le hizo gracia que llamara su atención justo en ese
momento. Mi abuelo me dijo que fue la primera vez que la vio sonreír
desde aquello.

» A raíz de mi muestra de interés por el escritor, ella empezó a


acercarse a mí. En cuanto llegó a casa, se puso a leer en voz alta. Te
aseguro que cuando nací no me acordaba de nada de la historia, pero
parece ser que era un público entusiasta. Le daba patadas cada vez que
continuaba la lectura.

Sin darme cuenta, acabé con una sonrisa en los labios.

—¿Y por qué King, en lugar de Stephen?

King ladeó la cabeza hacia mí con aire divertido.

—Me llamo Stephen King Sawyer.

—¿Qué dices?

—Lo que oyes.

—No me lo creo.

—Te enseño mi identificación cuando quieras. Me llamo Stephen. Lo que


pasa es que, al poco tiempo de nacer, mi madre conoció a un hombre
que se llamaba así. Y de alguna forma había que diferenciar. —Se
encogió de hombros. Añadió, divertido—: Cuando me llevaba a jugar al
parque, era el rey entre los niños. Todas las madres me miraban con
curiosidad.

Me acomodé en el asiento, sin perder la sonrisa bobalicona. Detrás del


nombre había mucho más. El sufrimiento de una mujer que debió pensar
que lo que llevaba dentro estaría recordándole toda la vida el daño que
le hicieron. Me puse en su lugar y todo rastro de diversión se esfumó.
Quería hacerle preguntas sobre ella, saber cómo lo había superado, y si
ahora era feliz. Pero de mis labios no salió nada parecido, porque antes
me asaltó una duda vital.

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—Ya hemos llegado —anunció King, aparcando justo en la puerta de la
cochera—. Puedo arriesgarme a acompañarte a la puerta. No creo que
a estas horas vayan a multarme por poner el coche donde no debo…

—King —interrumpí.

Él me atendió enseguida.

—Dime.

Me aclaré la garganta.

—El otro día dijiste que, fuera lo que fuese que me pasó… No lo usarías
en mi contra. Y que no sería un condicionante a tus ojos.

Su expresión tierna me desarmó.

—Me alegra que me escuches cuando hablo. A veces pienso que solo te
quedas con lo que podría malinterpretarse para desacreditarme.

A pesar de la amargura en sus palabras y la indirecta afilada, tuve que


contener una sonrisa de satisfacción... Y también resistir el vuelco que
me dio el corazón por la sorpresa.

Se estaba abriendo a mí. No era nada nuevo. King era todo verdad. Pero
hasta entonces, lo había visto como una persona feliz por su
simplicidad. Dudaba que cargara con ninguna tristeza o algo le
preocupara. Nada de eso. Se acababa de presentar ante mí como un ser
humano con sus sombras y miedos, a quien también le mortificaban
algunos aspectos de mi actitud.

—Me preguntaba si no lo usarías para tenerme lástima.

King se tomó un segundo para pensarlo.

—Creo que la gente está muy equivocada con el concepto «lástima» —


empezó, con la vista clavada en el techo—. Se creen que hay que tenerla
hacia alguien porque lo ha pasado mal, por quienes han sufrido una
experiencia traumática. Pero yo siento lástima por los débiles. Por los
inútiles. Por los que no tienen ningún ánimo de mejorar. No me dan pena
aquellos que han sufrido los reveses de la vida, sino los que los han
provocado. Tomo la lástima como algo negativo, y no podría sentir algo
negativo por ti.

—¿Y qué sientes entonces por los que sufren?

—Impotencia, si no puedo hacer nada. Admiración, si siguen en pie.


Empatía, siempre —recalcó, muy serio—. Sin empatía no vamos a
ninguna parte, aunque admito que me cuesta. Pero no se trata de tener
sentimientos hacia nadie, sino de tenderles la mano. Cuando veo a

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alguien pasarlo mal, mi primer impulso no es pensar en qué me
produce, sino ofrecerme a ayudarlo.

No sabía que necesitaba esa respuesta hasta que la tuve. Me alivió hasta
tal punto que por fin me relajé, y unas repentinas e inexplicables ganas
de abrazarlo estuvieron a punto de absorberme. Por primera vez, no me
reprimí. Desabroché el cinturón y me senté torpemente en su regazo. Él
no dijo nada. Solo me ayudó a acomodarme y me rodeó la cintura con
sus brazos.

—Gracias por contarme lo de tu madre —susurré, pegada al lateral de


su cuello.

—No se dan. Este tipo de historias hay que contarlas para que no
queden en el olvido.

Vacilé antes de preguntar, algo tensa:

—¿Terminó queriéndote?

—Muchísimo. El corazón de esa mujer era tan grande que ese cabrón no
pudo romperlo del todo, ni echarlo a perder para mí. Pero si no me
hubiera querido… Lo habría entendido. Todo el mundo aplaude su
decisión, dice que hizo lo correcto, que fue valiente. Lo fue —susurró—,
pero no era su obligación. Si yo no hubiera estado aquí, ahora, me
habría gustado que también se refirieran a ella de esa forma. Y que
nunca la hicieran sentir un monstruo por no haberme tenido.

Me abracé a él como si quisiera fundirme con su piel.

—Suena especialmente duro viniendo de ti —murmuré.

—Todo el mundo me mira mal cuando digo algo así, pero es lo que
pienso. Ser fruto de una violación condiciona tu vida desde que naces.
Mi madre no estaba bien, y no lo estuvo hasta mucho tiempo después,
cuando yo ya la había oído llorar y visto sufrir por esto. Lo pasaba
jodidamente mal por ella, muñeca. Pasamos muchos años visitando un
psicólogo. Podía querer más que a nada en el mundo, pero se alegró
cuando le dije que me independizaba. Yo no dejaba de ser una conexión
al mayor horror de su vida. Y aunque lo hacía bien, aunque se esforzaba
por ser una buena madre —lo ha sido—, me daba cuenta de lo que
estaba pasando. No te imaginas la impotencia que me daba.

Sí que me la imaginaba. Su tono de voz ronco y lejano aportaba más de


una idea. Era estremecedor. Entendía lo que quería decirme y me
sorprendió lo empático que era con la situación de su madre. Y me dolió
el corazón de pensar que toda esa ilusión que tenía por la vida pudiera
ser una fachada.

Pasamos un rato en silencio. Él apoyado sobre mi coronilla, y yo


acariciando los rizos oscuros y cortos de su nuca. Podría haberme

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quedado allí para siempre, pero debía subir a casa y preparar las cosas
para irme con Liberty, o, a lo mejor, llamarla por teléfono para decirle
que había tenido un percance y me aterraba la idea de poner un pie en
la calle.  

—King —musité al fin, preparada para hacer la pregunta que me estaba


atormentando.

—¿Mm?

—¿Eres feliz, o solo finges mejor que yo?

No tuve que esperar mucho hasta que respondió.

—De una manera algo retorcida, creo que es inspirador saber que
podrías no estar aquí. Te motiva a cumplir metas. Estoy muy agradecido
por la oportunidad que se me dio, y quieras que no, eso deriva en la
obligación de ser feliz. Pero no es solo una responsabilidad, sino un
gusto que me doy, un regalo que adoro hacer a quienes me rodean. La
ilusión es contagiosa y me encanta hacer de mi existencia algo
memorable. Así que, sí. Soy muy feliz, muñeca. —Me besó la frente con
cariño—. Y no dudes que te arrastraré conmigo, porque en mi paraíso
personal faltan chicas como tú.

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LOS FEOS TAMBIÉN LO HACEN BIEN

Esa noche tuve un sueño que me obligó a abrir los ojos de sopetón. Por
variar un poco, no fue una pesadilla. Fue la inspiración.

No me acordaba de lo que pasaba más que a grandes rasgos. No tenía


escenas, no tenía las palabras exactas de mis personajes, pero lo sentí
en cuanto desperté.

Mi musa acababa de regresar.

Me incorporé tan repentinamente que, esta vez, pudo haber sido King el
sorprendido. Pero no fue él, porque él ya sabía quién estaba en la cama.
Volví a ser yo la que soltaba un grito ahogado y se llevaba una mano al
corazón por la impresión de verlo allí, de nuevo, tendido sobre su
costado y mirándome con la sonrisa del gato que se comió al canario.

—¡Joder! ¿Quieres que me dé un infarto? ¡Para de hacer eso!

En cuanto hablé, vinieron a mi mente todos los recuerdos de la noche


anterior. La discusión, la confesión; me acompañó a casa y me dio un
beso de buenas noches. Luego llamé a Liberty por teléfono y estuvimos
haciéndonos compañía a distancia, porque ninguna de las dos estaba de
humor de verse. No recordaba la parte en la que se infiltraba en mi
habitación. Básicamente porque no ocurrió. King llevaba una camisa
distinta a la del día anterior, y era demasiado temprano para que le
hubiera dado tiempo a ir a casa, cambiarse y volver a tiempo para
darme un susto de muerte.

Pero eso no era lo importante, sino que algo había cambiado entre
nosotros en las últimas horas. Pensaba que ese cambio se trasladaría a
todos los ámbitos, no solo al vínculo invisible que nos unía, pero estaba
equivocada. King no me miraba diferente y no parecía por la labor de
actuar de manera distinta. Seguía siendo el King de sonrisa arrogante y
mirada lasciva al que le encantaba salirse con la suya.

—Muñeca, tus recibimientos por la mañana dejan mucho que desear —


comentó, como si no estuviera a punto de echarse a reír—. Voy a tener
que empezar a plantearme esto de venir.

—Vaya, no me puedo creer que por una vez hayas captado el mensaje. —
Aparté las sábanas de un movimiento airado e intenté levantarme, pero
King se colocó encima mía antes de que pudiera incorporarme un poco
—. Pero, ¿qué...?

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No fueron sus palabras lo que me silenciaron, sino su mirada. Se
intensificó hasta cambiarle de color los anillos de los iris, pasando por
tantas tonalidades de azul, gris e incluso verde, que parecía estar
contemplando un espectáculo de auroras boreales.

—Tengo que enseñarte las fotos que te hice. Caitriona es rápida. Ya las
ha revelado y editado.

—Seguro que te pusiste a darle latigazos en la espalda obligándola a


hacerlo a la velocidad de la luz. Para poder tener una excusa para venir,
por supuesto. Una coherente.

King sonrió de lado y agachó la cabeza para acariciarme la nariz con la


suya.

—¿De veras piensas que necesito excusas? —Me guiñó un ojo—. Qué
importa. Mi pretexto de hoy es bastante más sencillo. Me he levantado
con ganas de lamerte de arriba a abajo.

Me costó ponerle las manos en el pecho para prohibirle que me besara.

—Se me ha ocurrido una idea —dije, seria—. Necesito escribirla ahora


mismo o se me olvidará.

King tardó exactamente cuatro segundos en apartarse. Me emocionó


que se mostrara tan dispuesto a colaborar, y que pareciera casi tan
entusiasmado como yo misma.

¿Cuándo había llegado a reconocer sus emociones tan bien? King no era
un hombre difícil de leer: no tenía problema en expresarse, y Dios había
visto desde allí arriba cuántas veces había dicho en voz alta lo que
pensaba, escandalizándome o haciéndome temblar por el camino. Pero
seguía siendo curioso, y quizá algo perturbador, que ya supiera sus
formas de reaccionar antes incluso de verlas venir.

—Espero que tu idea merezca la pena, muñeca.

Me tentó contestarle algo cortante, pero al verle tendido en mi cama


con esa familiaridad que llevaba tiempo sintiendo hacia las estampas de
King Sawyer en mi día a día, solo pude probar a sonreír.

—Merecerá pena. El protagonista de mi libro está inspirado en ti.

Su cara fue un poema en todos los sentidos de la palabra. Me regocijé


interiormente por haber sido capaz de desarmar por completo al
hombre que para todo tenía respuesta, y hui de la habitación con el
portátil antes de que pudiera ganarme soltando una tontería, una
guarrada o, peor: algo bonito.

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Me senté en el sofá con el ordenador sobre las rodillas y me puse a
teclear sin parar. No sé cuánto tiempo estuve allí, moviendo los dedos
sobre las letras, sin detenerme a releer. No paré hasta que terminé el
capítulo, momento en el que sonreí, satisfecha, por lo bien que habían
quedado algunas líneas. Escribí diez páginas de un tirón, lo que ya era
decir teniendo en cuenta que hacía años que no podía terminar dos en
un día.

Cuando terminé el capítulo, llevé el portátil a la cocina, lo dejé sobre la


encimera y me estiré mientras buscaba algo en la nevera. Quise darme
prisa para seguir escribiendo el siguiente y todos los que me dieran
después de ese, pero al darme la vuelta, sorprendí a King con los codos
sobre la mesa, echándole un vistazo a la pantalla.

—¡Eh! —exclamé, yendo hacia él—. ¿Qué haces?

—Leer sobre mi personaje. Un poco provocador decirme que te has


inspirado en mí y luego no dejarme leer sobre él, ¿no?

Me guiñó un ojo que me dejó fuera de juego. Tenía razón y, en realidad,


no me importaba que lo leyera. Dejé que husmeara en mi trabajo, cosa
que hizo con una sonrisilla hasta que encontró algo que pareció no
gustarle.

Levantó la mirada de golpe y me miró con fingida ofensa. Me relajé al


ver que se ponía una mano en el pecho.

—¿Feo? ¿Esa es la descripción que haces de mí?

Parpadeé varias veces. Dios, no había leído las páginas nuevas, sino las
antiguas. Esas en las que describía a Gavin a imagen y semejanza de
King, o lo que King me pareció la primera vez que lo vi. Como un
hombre de rasgos demasiado marcados y cuya única característica
atractiva era la barbilla, un plagio de la de Espartaco.

Despegué los labios por inercia, porque no existía defensa alguna. King
se acercó a mí con una caminada de depredador al acecho, mirándome
con los ojos oscurecidos...

No, no estaba enfadado. Y se le daba fatal fingirlo.

Antes de que pudiera apelar a mi libertad y pedirle que me dejara seguir


escribiendo, me vi acorralada por sus grandes manos, que se metieron
bajo mi camiseta para cerrarse en torno a mis pechos. Los frotó y
magreó mientras me pegaba a la nevera, de la que se cayeron unos
cuantos imanes. Ni siquiera escuché cómo se hacían añicos: King me
embistió con las caderas, clavándome su erección en el vientre. Mi
cuerpo reaccionó antes que mi mente, que se quedó en blanco. Suspiré y
me estiré para alcanzar sus labios. Él los mordisqueó sin compasión. Así
me hizo anhelar un trato más rudo.

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—Este feo te está sobando las tetas y estás a punto de desmayarte —
susurró en mi oído—. ¿No te gustaría rectificarlo?

Ah, no. Nadie iba a volver a decirme lo que podía escribir y lo que no.

Roté las caderas hacia él y metí la mano en sus pantalones. Lo miré con
ese desdén que a veces le hacía tanta gracia, y que en ese momento le
excitó.

—No. —Agarré su polla con propiedad, y sonreí despacio, justo como él


hacía, al notar cómo se endurecía bajo mi contacto—. Quiero ser fiel a
la realidad cuando escribo.

—Me rompes el corazón, Kathleen.

—Soy una mujer perversa.

En lugar de mosquearse, se dejó arrastrar por la misma corriente de


poderío sexual que a mí me estaba humedeciendo. Decidió tomar
aquello como una afrenta personal y me cogió en volandas –ignorando
mis gritos– para hacer el trayecto hasta la habitación. Allí me tiró sobre
la cama.

A esas alturas, mi inspiración se había ido a hacer puñetas. Si la musa


se te aparecía y no apuntabas las ideas, se acababan desvaneciendo a
modo de castigo por no prestarles la atención que merecían. Pero no me
molestó, porque King Sawyer en su máxima extensión estaba encima
mía, volviendo a servirse de esa boca milagrosa para hacerme
estremecer de la cabeza a los pies. Y porque esa era otra clase de
inspiración que también necesitaba… Mucho más de lo que pensaba
admitir.

Él debió ver en mis ojos que estaba más que lista y dispuesta a que
hiciera conmigo lo que le diera la gana, porque no se lo pensó dos veces
a la hora de desnudarme muy despacio. Comenzó ese ritual que yo
empezaba a adorar, el de besar y venerar todo mi cuerpo. Sus labios
tenían un don. Encontraban un punto perdido y lo estimulaban con la
dulce presión de besos castos, de sus ardientes lamidas, de sus
mordiscos considerados. Todo hacía eco en mi vientre. Me ponía a
vibrar antes de poder siquiera concienciarme de lo que estaba pasando.

Se detuvo a rastrillar mi cuello con los dientes. Me estiré más,


acariciando los rizos rebeldes que le rozaban la nuca. Mis caderas se
empezaron a mover de improviso, buscando ese final feliz que a él tanto
le gustaba. Y a mí también...

Pero King no me lo dio de primeras. Quería torturarme, y bendita


tortura. Se movía con una delirante lentitud por toda mi desnudez;
desde mis pechos hasta mis caderas, y de ahí, a mi entrepierna. Sin más
entretenimiento inocente, posó su boca a la altura del clítoris y lo atrapó

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con los labios para succionarlo. En cuanto noté la textura ligeramente
rasposa de su lengua indagando sobre mi sensibilidad, mi impulso fue
cerrar las piernas. Él las mantuvo abiertas. Un estremecimiento de puro
placer me atravesó como un rayo. El recorrido de sus uñas, arañando la
cara interna de mis muslos, no tenía nada que ver con la insistencia de
su boca. Me succionaba y me animaba a comportarme con una
pervertida. Mi espalda se arqueó sin que yo se lo pidiera.

Él ronroneó al oír su nombre en mis labios. Dobló y retorció la lengua


dentro de mí, imitando el coito. Sus caricias húmedas fueron
aumentando de ritmo y profundidad. Una tensión imposible, compuesta
por el deseo de que continuase y también se detuviera, se adueñó de
todos mis músculos. Estaba palpitando, sumida en un placer
indescriptible.

—¿Un feo te puede hacer esto? —Su voz ya no era ronca; estaba
quebrada, partida en dos por el deseo. Juré que el sonido de sus jadeos
no viajaba por el aire, sino a través de mí—. ¿Un feo te puede hacer
sentir así...?

—Los feos también… follan bien. N-no seas… desconsiderado.

Agarré las sábanas, gimoteando otra serie de palabras sin sentido.


Cuando supo que mis piernas se habían cansado de pelear, las soltó y
usó los dedos para indagar entre mis pliegues. La palma de la otra
mano me cubrió el pubis; me acarició un instante antes de trepar por mi
torso. Me pellizcó un pezón. Una, dos, tres veces. A la cuarta me dolió,
pero ese dolor se transformó enseguida en una sacudida de absoluta
satisfacción.

Me corrí bestialmente. Balbuceé incoherencias y me aferré a las


sábanas. King siguió buceando entre mis piernas, esta vez sin esa
urgencia violenta, que reemplazó por succiones suaves e incluso tiernas.
Terminó por convencer a mis pobres piernas de rendirse, cayendo,
exhaustas, a cada lado de mi cuerpo.

No me di cuenta de que tenía los ojos cerrados hasta que los abrí y me
topé de golpe con King, que ya se había colocado delante mía con
expresión interrogante.

—Podría editarlo —farfullé, consciente de que en ese momento podría


haber aceptado cualquier cosa que me hubiera pedido.

Él solo se rio.

—Muñeca, es tu libro. Puedes escribir lo que te dé la gana. Como si me


pones un ojo en la frente o un rabo en la espalda. Esta solo era mi nueva
excusa para llevarte al catre. ¿Qué te ha parecido?

—Sabía que era una excusa.

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—No lo he tenido en secreto en ningún momento.

Mi bufido le hizo mucha gracia, porque volvió a sonreír. Me puso en pie


tirándome de la mano. Yo sola no habría podido.

—Vamos, ven. Tengo que irme a entrevistar a las nuevas aspirantes


a community manager y no puedo llegar tarde.

—¿No era tu hermana? —Luego me acordé de lo que me había contado


Swan al respecto y sacudí la cabeza—. Es verdad, se graduaba estos
días... Vale, pero, ¿qué quieres que haga?

—Quiero que veas tus fotos, a ver si por casualidad sientes lo mismo que
he sentido yo y me dejas convertirte en mi musa.

Me reservé la pregunta sobre lo que él pudiera haber sentido al ver mis


fotos, sospechando que podría gustarme demasiado.

Me dejé conducir hasta el salón, donde había dejado el sobre tamaño


A3. Fue difícil mantener la cabeza fría a la hora de enfrentarme a su
exagerada emoción por enseñarme la prueba de obra publicitaria. El
fantástico orgasmo y su conmovedora sonrisa de niño grande no eran
una buena combinación cuando se quería ser firme. No iba a formar
parte de su campaña. Me había hecho esa foto porque le apetecía, pero
nada más.

—Muñeca, no voy a forzarte a hacer nada. Ni quiero —habló muy


despacio, mirándome serio—, pero de verdad me gustaría que fueras la
cara de mi firma. Me va a resultar imposible encontrar a otra mujer
como esta.

Fue sorprendente que comprendiera su desesperación al ver mis fotos.


O no mis fotos, porque no parecía yo. La mujer que sonreía y miraba a
la cámara con los ojos brillantes era feliz, era preciosa, y eso no se
correspondía en absoluto con la Kathleen Priest que yo veía a diario en
el espejo.

En todas esas fotos habían captado algo distinto. Fuera cosa de Swan o
de la editora, había hecho un trabajo que me dejó muda. Sabía que la
hermana de King tenía fotos mías seria, con otras posturas, desde otras
perspectivas, pero él había sido consecuente con lo que buscaba
imprimiendo solamente en las que parecía una niña risueña.

No me gustaron solo porque saliera guapa. Me gustaron porque en esas


láminas había esa versión de mí misma que echaba de menos, que fui
una vez y que todo el mundo quiso. Esa Kathleen que podía hacer felices
a los demás, que era bromista y abierta, que no tenía miedo a
equivocarse, a salir, a coquetear, a reírse en voz alta, a bailar y cantar, a
emborracharse, incluso. Las fotos me parecieron tan personales que me
dejó mal cuerpo la idea de que todo el mundo las viera.

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Estuve un rato callada. Me gustaría complacerlo y complacerme a mí:
era un trabajo que no me vendría mal. Pero no podía arriesgarme. Era
una mujer anónima porque había pasado mucho tiempo desde mi última
aparición en público; porque escribía sin dar la cara, y porque me
preocupé de que mi aspecto cambiara radicalmente para no ser
reconocida. Incluso me mudé para que no me reconociesen por la calle.
Y lo había conseguido. Pasar desapercibida. El «me suena haberte visto
en alguna otra parte» de Dristan fue lo único que logró turbarme en ese
aspecto.

Salir en televisión, o en carteles a lo largo y ancho de Irlanda, si no del


Reino Unido —no sabía qué alcance tenía King’s Pleasure—, podía
darme problemas.

Miré a la sonriente Kathleen de la fotografía y suspiré. Me dio pena


pensar que podría no volver a ser esa chica. Aunque lo había sido. En
los segundos que duraron unas cosquillas a traición, lo había sido...

De repente me sobrevino una certeza desagradable.

Esa Kathleen solo existía cuando King la miraba.

—Estoy empezando a pensar que te enfadas después de un orgasmo


porque quieres otro.

Podría haberme reído si esa nueva verdad no me hubiera robado el


aliento. Los siguientes segundos me quedé callada a causa del asombro,
pero pronto pasé a la preocupación. La voz de Gin acudió a mi mente,
con ese «¿Qué podría salir mal?» que tanto repetía cuando hablábamos
de King.

¿Qué me aterraba tanto? King no parecía ser como él. King tenía en
cuenta mis opiniones, mis deseos; se preocupaba por mí y aseguraba
que pretendía cuidarme. No solo de amenazas externas, sino de mí
misma. Incluso de su propia forma de ser, a veces autoritaria, y de la
arrogancia que me sacaba de quicio. Pero no podía fiarme del todo. No
podía simplemente alegrarme por el descubrimiento. El hecho de que
parte de mi ilusión estuviera en manos de otra persona, nunca sería una
buena noticia. Ni siquiera en caso de que fuera recíproco.

«La pareja es un complemento, Kathleen», recordé. Jude lo había


repetido tanto que lo tenía enquistado en la cabeza. «No la vida entera
de alguien, ni único motor de movimiento».

Sacudí la cabeza, ajena a que King me miraba sin comprender qué


estaba pasando por mi cabeza. Él también había sido como King;
incluso más atento y considerado. Todo un príncipe azul. Era cuestión de
tiempo que se adueñara de mis sentidos e intentara imponer su
voluntad.

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O no.

Yo ya no era la misma. Ya no era sumisa ni obediente, ni aceptaba todo


lo que me echaban en cara. Podía coger al toro por los cuernos. Si me
decepcionaba, no me quedaría a ver cómo lo hacía otra vez. Me largaría
sin mirar atrás. Aunque la idea de dejarlo marchar se sintiera, incluso
en un supuesto, como una puñalada.

—Muñeca, tienes una cara muy rara.

—Me gustan las fotos. De veras, son muy bonitas —dije al fin,
componiendo una mueca con la esperanza de que pudiera hacerlas de
sonrisa—. Pero no voy a trabajar para ti. Y por favor, no insistas. No
quiero ser una imagen pública, ni que me llamen modelo en Internet, ni
que se me hagan fotos a traición en la calle. Quiero y necesito ser una
persona anónima.

Él me miró sin tenerlas todas consigo.

—¿Es tu última palabra? ¿No puedo convencerte de ninguna manera?

—No.

—¿Por qué necesitas ser una persona anónima? La palabra «necesitar»


suena muy fuerte.

Tragué saliva.

—Te lo contaré más adelante, ¿de acuerdo?

—De acuerdo. Pero Kathleen —añadió. Me cogió de la mano cuando vio


que pretendía levantarme. Su mirada cambió del registro divertido de
siempre a uno más serio—. Si estás metida en algún problema, o hay
alguien molestándote…

—No es nada de eso. Tranquilo.

King suspiró y me soltó. Me puse de pie y aproveché que se me habían


formado unas cuantas arrugas en el pantalón para entretenerme
alisándolas, evitando mirarlo a los ojos.

—No te haces una idea de lo frustrante que es tratar contigo —suspiró


de repente—. No me he preocupado tanto por alguien en toda mi vida.
Ni he querido estar en su cabeza para saber qué necesita…

Mi primer impulso fue ponerme a la defensiva, pero enseguida me


obligué a ser empática. Él era comprensivo hasta un punto
incomprensible, valga la redundancia. Debía estar a la altura. Sobre
todo, cuando no hablaba sin fundamento.

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Hasta yo me frustraba a mí misma.

—Lo siento —dije de corazón—. Siento ser tan… neurótica y…

—Eh, no. No lo he dicho para que te disculpes, solo… Necesitaba que lo


supieras. Y no hay que pedir perdón por ser de determinada manera,
sino luchar para mejorarse.

Sonreí sin muchos ánimos. Él tiró de mi mano y me animó a volver a


sentarme en su regazo.

—Quién me iba a decir que ibas a ser todo un pozo de sabiduría.

—Vaya, ¿crees que soy sabio?

—Estos últimos días has tenido unos momentos de reflexión muy


interesantes.

—Será porque estudié Filosofía. —Me guiñó un ojo. Yo alcé las cejas,
sorprendida.

—¿En serio?

—Sí.

—¿Y cómo se pasa del pensamiento reflexivo a King’s Pleasure?

—Bueno… Todos los negocios tienen y siguen una filosofía. Con una muy
bien cimentada no hay lugar para los problemas, al menos, no los
estructurales; pequeños percances surgen siempre. Pero estudié
Economía aparte. Una carrera por gusto, y otra por la salida
profesional. Aun así, no creas que soy un genio de nada, ni que levanté
un imperio de joyerías de la nada. Compré una empresa en bancarrota
con ahorros y una aportación de mis padres, y ambos me ayudaron a
convertirla en lo que es hoy día. Si no hubiera sido por mis
colaboradores y mi familia, dormiría en mi habitación de la infancia,
acompañado de pósters de las Spice Girls.

Solté una carcajada.

—¿Tenías a las Spice Girls en tu pared de verdad? —pregunté, con una


sonrisa tonta—. ¿Cuál era tu preferida? A ver si lo adivino: Emma
Bunton.

—Reconozco que me han ido siempre las rubias, pero en este caso me
moría por Victoria Beckham. 

Me mordí el labio y asentí. Ocupé mis manos abrochándole un botón que


se le había saltado.

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—¿Y siempre te han ido las relaciones abiertas, o también ha habido
excepciones?

—Nunca he tenido una relación cerrada —reconoció. Me costó ocultar


mi decepción—, pero no porque rechace la monogamia, ni me parezca
obsoleta, ni nada. Tengo treinta y dos años, aún me considero joven, y
creo que la juventud es para experimentar. A no ser que estés conforme
con lo que tienes y no sientas la necesidad de buscar más allá de eso,
que también puede ser posible.

—Eso es porque no te has enamorado nunca.

Él me miró como si supiera algo de lo que yo no tenía ni idea.

—Muñeca, no es cuestión de enamorarse o no enamorarse. Hay gente


en cuya vida no caben los celos, en la que reina la confianza y el
respeto, y eso es maravilloso. Tengo un amigo casado que mantiene una
relación abierta con su esposa. La quiere solo a ella, no la cambiaría
por nada en el mundo y, si ella se lo pidiera, cerraría la relación sin
ninguna clase de rencor. Pero lo tienen establecido así y les va bien. Si
les gusta otra persona, se lanzan a por ella. Se trata de no despreciar la
forma de vida de nadie, mientras sea sana y no haga daño a nadie —me
dijo—. No somos nadie para juzgar a los demás. Ni bajo la excusa de
«no entenderlo» o «no compartirlo», ni bajo nada.

—¿Estás diciendo que juzgo a los demás?

King sonrió.

—Tienes muchas virtudes y también unos cuantos defectos, muñeca, no


ibas a ser todo vino y rosas. Se te da muy bien sacar conclusiones
precipitadas, todas ellas negativas, y continuamente desprecias lo que
es ajeno a ti.

Levanté las cejas, sorprendida por el repentino rapapolvo.

—Eso no me lo esperaba —admití.

—Piénsalo. No tiene por qué ser malo lo que tú…

Un portazo airado nos sacó de la conversación. En cuanto vimos entrar


a Gin, supimos que algo había pasado. No hizo falta que le
preguntáramos. Explotó ella sola.

—Otro que me suelta que soy una zorra imbécil y oportunista porque no
tengo estudios —resumió, sacándose los zapatos y tirándolos a ninguna
parte—. Genial; un trabajo a la mierda. Ahora tendré que buscarme
otros dos para compensar el salario de este.

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—¿Cómo? —exclamé—. ¿Tenías dos empleos al mismo tiempo? ¿No
dejaste de hacer eso a los dieciséis?

—No, querida; a los dieciséis empecé a hacerlo. A la mierda —espetó,


encerrándose en su habitación con un portazo.

Me quedé tal cual estaba, sentada en el regazo de King con los ojos
puestos en las fotos. Intercambiamos una mirada rápida.

—¿No se han quedado dos puestos libres en el Rock & Blues? —


preguntó.

—Tres, si cuentas el mío.

King frunció el ceño.

—¿El tuyo? ¿Por qué?

«Porque ya no me siento segura, ni cómoda, y porque tenías maldita


razón. No es el mejor lugar en el que alguien como yo deba trabajar».

—Le queda poco al libro, y la editorial me ha asegurado que mi regreso


será apoteósico. El anticipo me servirá para mantenerme durante tres
meses, y cuando empiece a ganar por las ventas ya podré volver a mi
nivel de vida anterior a Sheila.

No sé si se lo creyó o se esforzó por aparentar que tenía sentido lo que


acababa de decir, pero, en cualquier caso, conseguí que se quedara algo
más tranquilo. Se despidió de mí sin insistir en lo de la campaña, no sin
antes añadir:

—Aunque no vaya a usarlas para publicidad, ¿me dejas quedármelas?

Sonreí como una estúpida.

—Claro. 

Me guiñó un ojo a modo de agradecimiento y se marchó. En el aire flotó


su comentario acertado: «¿No se han quedado dos puestos libres…?».

Seguro que Gin aprovechaba la oportunidad. Le encantaba ese club.

Toqué a la puerta de su habitación y le dije sin rodeos que era muy


posible que la cogieran para la jornada completa. Ella reaccionó como
si acabara de llegar Santa Claus con su cortejo de renos y su escolta de
duendecillos mágicos. Le faltó tiempo para tirarse a mis brazos.

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Esa noche, fuimos juntas al Rock & Blues. Aún no había dimitido
propiamente, y estaba segura de que Brennan agradecería tener a
alguien para esa misma noche.

Todo quedó arreglado rápidamente. Aunque el jefe quiso saber por qué
quería irme, bastó con una respuesta escueta por mi parte para que no
insistiera. Eso sí; esa jornada la tenía que cubrir. Brennan disponía de
una larguísima lista de suplentes a los que podía llamar en cualquier
momento, pero quería que estuviese allí para enseñarle a Ginebra todo
lo que debía saber.

Le hice un tour por el sitio para que se hiciera una idea de dónde
estaban las cosas, qué clientes tenían preferencia, cómo funcionaba el
sistema de propinas —algo que no le hizo ninguna ilusión, quedándome
claro que ella se quedaría lo equivalente a las suyas, mandando a tomar
por saco la igualdad y la justicia económica— y le presenté a las chicas.
A Fiona y a Raeghan, que había vuelto.

—¿Cómo es que estás aquí? —le pregunté, sorprendida—. Pensé que lo


dejarías para siempre, por cómo te fuiste.

Rae se encogió de hombros.

—El Rock & Blues es para mí como el primer amor. Nunca lo dejo del
todo.

—¿El primer amor, o el primer follamigo que tuviste y por el que no


tienes sentimientos pero que te gusta tener ahí por si las moscas? —
indagó Gin.

Rae se dio cuenta de que estaba allí y le hizo su famoso escáner de


cuerpo entero.

—Me gustas. —La apuntó con el dedo—. Soy la más antigua en este
sitio, así que procura que eso siga siendo así. No la cagues, Beyoncé.

—Eso es lo más bonito que me han dicho. Y que me dirán —añadió Gin,
muy convencida.

Más adelante me alegraría de haber sido la madre de aquella relación.


Las dejé conociéndose mientras ocupaba mi puesto por última vez. Me
puse el polo y los pantalones en la sala de descanso y, nada más salir a
atender la barra, un tipo me retuvo.

—Perdona... Kathleen, ¿verdad?

Me di la vuelta y me encontré con un hombre no muy alto, rubio y de


rasgos perfectos. Lo reconocí al instante. La rabia grababa los
recuerdos a fuego en la mente del que odiaba, y yo había llegado a odiar
a ese hombre cuando solo lo había visto una vez.

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—Sí. ¿Qué?

Dristan entornó los ojos ante mi tono hostil, pero no hizo ningún
comentario.

—He venido a ver a Liberty y me han dicho que no está. ¿Podrías


decirme su horario, o dónde puedo encontrarla?

La sonrisa condescendiente se me escapó sin querer, aunque tampoco la


habría retenido de ser posible.

—Lo que también puedo decirte es que te vayas a la mierda —solté sin
ningún reparo—. Estoy segura de que lo último que quiere Libby es
volver a verte, así que ten un poco de vergüenza y olvídate de ella.

Me costó asimilar que le había sorprendido de verdad mi contestación.

—¿Perdón?

—Lo que oyes. Déjala en paz. ¿No crees que ha tenido suficiente?

—Lo siento, guapa, pero no creo que tengas derecho a meterte entre
nosotros. No te he pedido opinión sobre esto, sino que me digas dónde
está.

—Pues muy bien. Y yo te digo que te vayas al infierno, o vas a tener


problemas.

Dristan esbozó una sonrisa de cabrón. Ah, por fin nos entendemos…

—¿Yo voy a tener problemas? ¿Quién me los va a dar? —inquirió, en un


tono engañosamente relajado. Dio un paso hacia mí, con las manos en
los bolsillos—. Ten cuidado, Kathleen. Sé quién eres y con quién estás.
Así que, si no quieres que acabe siendo de dominio público, vas a tener
que decirme dónde puñetas está Liberty.

Lo miré como si fuera un insecto, ignorando lo nerviosa que llegó a


ponerme su amenaza.

—Sigo manteniendo lo mío: que te jodan. Déjala en paz, porque como


me entere de que la rondas, se entere Raeghan o se entere Maddox, te
vas a ver jodido por partida triple. Liberty se merece algo muchísimo
mejor que tú.

Con la adrenalina corriéndome por las venas y la certeza de que Dristan


me miraba mientras salía del local, saqué el móvil y marqué el número
de Jude Murphy, que me lo cogió antes de que me desvaneciera por
haber sido capaz de soltarle esa a un tío que me doblaba en altura… y
que sabía quién era yo.

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PREPÁRATE CONMIGO

Solo iba a ver a Jude en persona cuando la crisis existencial me


superaba y me veía incapaz de gestionarla. Pero, por una vez, quería
adelantarme a los acontecimientos para no sufrir sus consecuencias. Me
las había arreglado para convencer a Liberty de que me dejara
acompañarlas a ella y a su madre a la consulta. Al margen de que Jude y
yo nos lleváramos demasiado bien para tener una relación terapeuta-
paciente, no iba a pasar por alto una lista de vete a saber cuántas citas
para colarme. Entre ellas, las revisiones que tenía la señora Walsh y que
no solían demorarse demasiado por su poca cooperación.

Liberty, la señora Walsh y yo estábamos sentadas en la sala de espera


de la clínica. La doctora Murphy era conocida por haber trabajado a lo
largo y ancho de los Estados Unidos, habiendo atendido a figuras
públicas como Stein Ryder, el cantante de una famosa banda de rock ya
retirado, y por amplios estudios publicados en diversas revistas
médicas.

Aunque contaba que su sueño siempre había sido ir de un sitio para otro
sin sentar la cabeza, recientemente había tomado la decisión de levantar
una clínica y acomodarse en la ciudad donde nació. No se podía decir
que le fuera mal. Era una de las personas más solicitadas del país, y yo
había tenido la suerte de conocerla cuando aún no era una especie de
personaje público por culpa de su marido. Ni cambiando de continente
te libras de que te señalen como «la esposa de Vince Luna», la leyenda
de la guitarra por detrás de Jimi Hendrix.

—¿A qué hora tenías la cita? —le pregunté a Libby, que acariciaba
distraídamente la mano de su madre.

—Pues... Hace unos cuarenta y cinco minutos, pero siempre pasa esto.
Ya sabes cómo es ella. Si hace falta alarga la hora, y parece que hoy era
necesario.

Lo que era necesario también, era sacar a Liberty de la modorra y el


pozo de amargura en el que se había hundido. Estaba a punto de sugerir
que también tuviera una charla con Jude para ver cómo podía ayudarla,
cuando alguien interrumpió.

—Perdona, ¿has dicho que lleváis cuarenta y cinco minutos esperando?


—preguntó una voz masculina. Alcé la mirada para toparme con un
hombre—. ¿Con quién tenéis la cita?

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El tipo era muy guapo, con el pelo rubio rapado al uno, los ojos
almendrados y los labios carnosos. Y mejor aún: parecía digno de
confianza.

Liberty lo miró directamente.

—Con la doctora Jude Murphy.

El tipo enseguida alzó las cejas, sorprendido.

—¿Liberty? ¿Liberty Walsh?

Su registro facial cambió en cuanto volvió a mirarle, esta vez sin


timidez.

—¿Nos conocemos?

—Samuel. Samuel Healy. De la clase de al lado —especificó, sonriendo.


Señaló con el pulgar a su derecha—. Tenía granos... De hecho, tuve una
enfermedad cutánea. Normal que no me hayas reconocido a primera
vista.

Liberty esbozó una sonrisa cortés.

—Sí que te he reconocido, pero ha sido por la cicatriz en la mandíbula.


Te la hice yo con el balón de baloncesto el día de los partidos entre
clases.

—Cierto. Te empecinaste en jugar con los chicos y te saliste con la tuya.

—Y tú saliste con la barbilla abierta.

Después de recordar los buenos tiempos, cómo se conocieron en el


instituto y demás, Samuel le comentó que tenía cita con su madre
porque Jude la había remitido al psiquiatra. Justamente había salido
para buscarla. Tras mostrarle su nombre completo en el cuadernillo, la
invitó a pasar a su consulta. Fue casi cosa del destino que, unos minutos
después, se abriera la puerta de la consulta de Jude y apareciese. Tan
morena como no siempre había sido –hasta hacía poco llevaba canas– y
las gafas de secretaria sexy. Debía tener en torno a cincuenta años, y se
conservaba como si tuviera cuarenta.

—Que sea la última vez que te crees que puedo recibirte en consulta con
un simple «voy a ir a verte» —comentó, haciéndome un gesto para que
pasara—. Tengo una vida y una agenda de pacientes.

Pasé con una sonrisa irónica.

—Solo va a ser un momento.

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—Más te vale. Tienes suerte de que tenga un rato libre… —suspiró. Se
sentó en su sillón con cuidado. Cruzó las piernas, le dio al botón del
bolígrafo y me miró—. Así que has conocido a un hombre.

Abrí la boca para responder, pero se quedó en una mueca de sorpresa.

—No me pongas esa cara. Se pilla antes a una mujer enamorada que a
un cojo.

—No creo que sea así el refrán… Y no he dicho que me haya enamorado
—me apresuré a balbucear. Fue justo el balbuceo lo que supuso mi
perdición—. Solo que... estoy con un hombre. El primero después de...
bueno, del anterior.

—Después de Nolan. Puedes decir su nombre. No se te va a aparecer.


Nolan —repitió. Estudió mi reacción—. ¿Cómo te sienta oír su nombre?

—Me sorprende que lo recuerdes.

—No nos vayamos por otros derroteros, ¿quieres? Tengo como mucho
media hora antes de que vengan a recogerme para ir al aeropuerto. Y
después de años de terapia, creo que tú y yo podemos hablar sin
tapujos.

—¿Dónde vas?

—Reunión de viejos amigos. Vince quiere ver a sus amigos y da una


especie de concierto benéfico en Santa Mónica. —No dio pie a que
hiciese otra pregunta—. Nolan —dijo otra vez—. ¿Qué sientes?

—No he venido a hablar de... Nolan —carraspeé.

Se me olvidó lo que iba a decir después.

—¿Cuánto llevas sin decir su nombre en voz alta?

—Años. Pero no he venido a hablar de eso —repetí.

—Has venido porque te sientes insegura, te invaden los celos con


frecuencia y sin razón aparente y te cuesta abrirte con él, ¿no es
verdad?

—¿Por qué en tu placa pone «psicóloga» en lugar de «vidente»?

—Porque no leo el futuro, ni tampoco las manos. Leo caras y me


conozco muy bien las consecuencias de un maltrato cuando la persona
se embarca en una nueva relación. La mayoría están muy perdidas y
tienen miedo, porque están condicionadas por el pasado.

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» Pero dime. ¿Cómo se llama tu hombre? ¿Cómo es?

—Se llama King.

—Genial. Yo conozco a un Prince. —Me guiñó un ojo—. Háblame de él.


Porque has venido a hablarme de él, ¿no?

—No exactamente. Pero... ¿Qué te digo? Es... Arrogante, prepotente,


manipulador, brusco cuando las cosas no salen como quiere, no suele
respetar mi intimidad, aunque sí mis secretos, es muy cansino de tan
tenaz...

—Entonces lo conoces bien. Lleváis tiempo. Si hubiera sido hace poco,


me habrías recitado sus virtudes.

—Y si hubiera estado enamorada.

—Ahí te equivocas, amiga mía. Esa lista de defectos viene a significar


«dime que es terrible y que tengo que darme la vuelta, porque yo sola no
puedo» —pronunció, con la voz en falsete—. O en última instancia, algo
parecido a «¿ves como no estoy enamorada? ¿Ves? ¡¿Ves?! ¡¡¿Ves?!!»

Jude se sirvió mi significativo silencio en una copa y se lo bebió con una


sonrisa suficiente. No estábamos jugando a los psicólogos. Hacía mil
años desde la última vez que me trató como a una paciente. Después de
dejar la terapia, ella y yo nos habíamos visto para charlar, simplemente.
Era la única persona con la que me atrevía a hablar de estos asuntos, lo
que quizá la hiciera mi amiga. Algo muy poco profesional, pero siendo
sincera, eso, Jude, lo había sido siempre.

—Aparte de venir a jurarme sobre todas las cosas que no estás


enamorada de King, cuéntame a qué has venido.

—A por consejo —suspiré. Ella esperó a que hiciera mi pregunta—.


Quiero contárselo. Pero no puedo. Y mientras no pueda, voy a parecerle
una neurótica de manual, lo que solo va a hacerme sentir mal. Lo que
pasa es que, cuando intento explicarme, me bloqueo.

—Porque tienes miedo —adujo—. La pregunta es… ¿de qué? ¿De lo que
sientes, de su reacción, o de que vaya a hacerte lo mismo?

«¿De lo que siento?», repetí para mis adentros. Desde luego, eso me
tenía acorralada.

—Sabes que no se lo he contado a nadie más que a ti. Debe ser eso.

—Tu padre sí lo sabe.

Sacudí la cabeza.

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—A él nunca le di detalles. Puede sospecharlos, sí… Pero no sabe nada,
en realidad. Solo que la prensa me estaba presionando, y porque sabía
que podría hacer algo para evitarlo.

—A King tampoco tienes que darle detalles. Dale a la gente lo que le


quieras dar, Kathleen, sobre todo en este aspecto. No les debes nada,
igual que ellos no te deben nada a ti. Si crees que te va a sentar bien
relatar la historia con pelos y señales una vez más… adelante, dudo que
vaya a ser contraproducente. Si lo haces solo por complacerlo y
quitarte la etiqueta de «neurótica», ya no me parece tan buena idea.
¿Tenéis confianza?

Lo pensé.

—En algunos aspectos.

—¿Y quieres tenerla con él en ese concreto? Entregarle tu dolor a


alguien, la gran pena de tu vida… es un paso gigantesco. Ya sabes que le
estarías dando una parte importante de ti. Pero no me parece mal, si es
lo que tú quieres. En algún momento tenía que pasar.

—Entonces… ¿Debería decírselo?

—¿Esperas que te dé el visto bueno? Eso solo lo sabes tú, Kathleen.

La conversación no se alargó mucho más y tuve que esperar a que


Liberty saliera durante un buen rato. Samuel se despidió de ella con un
beso en la mejilla que me pareció la introducción a algo; la invitó a
tomarse un café aprovechando que estaba libre, pero Liberty negó
rotundamente y poco le faltó para salir huyendo. Esa actitud me sonaba
familiar.

—Parecía simpático —dejé caer cuando íbamos a salir.

—Por favor, K. Tú no. Cualquiera menos tú.

Tenía más razón que un santo, así que cerré el pico y no lo intenté. No
era la persona más indicada para abogar por el amor o las
oportunidades. Fui a cambiar de tema para suavizar la tensión que se
había instalado entre nosotras, pero no pude porque al cruzar el umbral
de la puerta de salida, una barahúnda de desconocidos con cámaras y
libretas se echó sobre nosotras.

—¡Señorita McGrath! ¡Responda unas preguntas!

—¡Señorita McGrath! ¿Es cierto que ahora sale con el empresario King
Sawyer?

—¿Es verdad que le ha quitado el puesto a la modelo Sheila Boyd en la


campaña publicitaria, y que ahora son enemigas?

280/416
—¿Qué nos puede decir sobre Nolan Sullivan? ¿Sigue en contacto con
él?

—¿Cómo es que ahora se dedica a escribir?

—¿Por qué una clínica? ¿Qué problema tiene?

—¿Es verdad que su padre se acostó con la modelo Sheila Boyd?


¿Podría decirnos su nombre completo...?

Eran tantas preguntas, tanta gente gritando al mismo tiempo... Eran


tantos flashes deslumbrándome, tantos ojos clavados en mí, esperando
una confesión sobre mi vida privada... Era tanto de pronto, sin anestesia
y sin que me lo hubiera esperado, que me vi acorralada y empecé a
temblar. No había manera de esquivar a la horda de periodistas que me
taponaban la salida. Ni siquiera volando.

—K, tranquila —me dijo Liberty, frotándome la espalda e intentando que


la mirase—. Ven, vamos a salir por otro lado... Cálmate. Respira.

Dejé que Liberty me guiara mientras los periodistas iban detrás de


nosotras. Dentro de mi enajenación mental, de la ansiedad que de
repente me nublaba el juicio, la admiré por ser capaz de guardar la
calma y no solo preocuparse por mí, sino llevar también a su madre de
la mano. La señora Walsh… No tenía por qué sufrir algo así.

Salimos por una puerta trasera que nos indicó el recepcionista,


asegurándonos que daba a una calle muy poco transitada. Así fue.
Llegamos a un callejón vacío y silencioso, pero me seguía costando
respirar.

Necesitaba caminar, que el frío me diera en la cara. Si me quedaba


parada, terminaría desmayándome. Y Liberty no tenía por qué ver eso.
Nadie tenía que ver eso.

—¿Estás bien? ¿Pedimos un taxi? Creo que llevo algo encima para
pagarlo.

Sacudí la cabeza y la convencí de que necesitaba caminar, de que tenía


que irme sola por si se les ocurría tirarse encima otra vez: Liberty no
tenía por qué aguantar flashes o preguntas impertinentes. Y yo no
quería responder las preguntas que ella quisiera hacerme.

Me despedí de ella y empecé a andar sin ningún rumbo, muy deprisa. Me


puse la capucha del abrigo y no levanté la cabeza del suelo. Hacía meses
que los periodistas me habían dejado en paz, todo por intervención de
mi padre, que con solo mover un hilo ya tenía la ciudad entera a sus
pies. No entendía a qué venía ese repentino interés, ni cómo era posible
que lo supieran todo. Todo.

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Habían preguntado por Sheila y Jaab. ¿Cómo se habían enterado?
Habría relacionado la amenaza de Dristan con todo si no hubieran
hecho preguntas tan concretas. Hasta donde yo tenía entendido, él no
sabía nada del asunto. La única que sabía tan bien como yo lo que había
ocurrido, era Sheila.

Me quedé un momento parada en medio de la calle, con la mirada


perdida. Había sido Sheila. Se habría enterado de alguna forma de que
solía ser un personaje relativamente famoso en Estados Unidos y
decidió vengarse. Todo fue puro teatro. Por supuesto que no me había
perdonado. Me guardaba rencor y había estado esperando el momento
perfecto para sacarlo a la luz, dándome donde más me dolía: en mi
intimidad. Y en mi inseguridad, mintiéndome sobre King.

Eché a andar de nuevo, asfixiada. La impotencia fue adueñándose de mí


poco a poco. Había confiado en Sheila; la había creído.

No me di cuenta de que lloraba hasta que me paré en el portal y tuve


que parpadear varias veces para ver los números de los pisos. Había ido
varias veces en las últimas semanas, aunque negándome a poner un pie
en el dormitorio mientras la alfombra siguiera allí. Toqué varias veces
hasta que la puerta se abrió sin preguntar quién era, supuse que porque
me había visto gracias a la cámara. Subí por las escaleras, tratando de
contener las lágrimas.

La estrategia era secarme las mejillas antes de que abriera la puerta,


pero se presentó tan rápido que me pilló hipando.

King cruzó el umbral para abrazarme sin decir nada. Sus manos fueron
deslizándose lentamente por mi cintura hasta que me alzó en vilo y me
llevó al interior. Por primera vez, sin hacer una sola pregunta. Y también
por primera vez dando yo el paso de decir en voz alta cuál era el
problema.

Porque por suerte, en esa ocasión, no tenía nada que ver con él.

—Estás temblando —señaló con voz queda. No se atrevió a


interrogarme.

—Los periodistas se me han echado encima. Hacía mucho tiempo que no


me pasaba, y que no… No sé cómo se han enterado de dónde estaba. No
sé cómo ha pasado.

King se me quedó mirando lleno de dudas. Le pedí que me bajara al


suelo, y eso hizo.

—Cuando desaparecí del mapa como autora y como... mujer —empecé,


nerviosa—, se armó un gran revuelo. Mi padre pudo calmar las cosas un
poco con su influencia; es un reputado reportero en el Reino Unido, con
contactos en todas partes. Aun así, pasó un tiempo hasta que dejaron de

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perseguirme o intentar averiguar detalles sobre mi vida. Este ha sido el
primer año que he podido salir a la calle sin que nadie me reconociera,
en parte porque he cambiado mucho físicamente.

—No sabía que a los escritores se les perseguía de esa manera.

—Es que a los escritores no se les persigue de esa manera... Al menos,


no a los que solo son escritores.

King tardó unos segundos en asentir.

—Eres una figura pública.

—No exactamente. Salía con una figura pública. Mi expareja era una de
las más grandes fortunas de los Estados Unidos, aunque se les conocía
más por su personaje que por su dinero. Su familia era muy famosa.
Como las Kardashians, o los Trump. Pero eso no importa ahora —añadí,
intentando concentrarme en la cara de King. Solo la cara de King. Lo
demás era irrelevante—. Lo que me preocupa es que alguien ha contado
que tú y yo podríamos estar saliendo, y tú... Tú sí lo eres. Tú si eres un
personaje importante. Creía que esto no pasaría, porque solo nos
acostamos, no salimos a la calle juntos, ni me llevas a tus cenas de
negocios, ni... —Cogí aire—. Pero ha pasado. Ha pasado, King, y no
puede volver a pasar. No puede volver a pasar, ¿entiendes?

—Quieres tener tu intimidad, lo comprendo. Te gusta pasar


desapercibida.

—No es que me guste, es que lo necesito. Es demasiada presión para mí,


me... me da ansiedad de pensar que saldré a la calle y me lloverán
preguntas personales. No puedo hacerlo. Tengo que llamar a mi
padre.... Él lo arreglará —tartamudeé—. Y necesito ver a Sheila. Ha
tenido que ser ella. Solo ella sabía lo que ocurrió con Jaab, lo nuestro,
y...

Dejé de hablar de golpe. En cuanto mencioné a Jaab, me di cuenta de


que había alguien más que lo sabía. Y era él. King Sawyer había sido
protagonista directo e indirecto de todas esas situaciones sobre las que
me acababan de bombardear.

Lo miré con los ojos muy abiertos.

—Tú también lo sabías —balbuceé, retrocediendo por instinto—. ¿Se lo


has contado a alguien? ¿Has vendido a los reporteros tu historia
conmigo?

—Claro que no, Kathleen.

Apenas escuché su respuesta. Mi pánico no se debía a la desconfianza


de no creerme una palabra: estaba asustada, preocupada y, sobre todo,
sorprendida, porque creía tanto en su inocencia que no había sopesado

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la posibilidad de que hubiera sido él hasta ese instante. Ni me lo había
planteado.

Estaba peor de lo que creía si pensaba que King estaría siempre de mi


parte.

—Kathleen, escúchame. No he sido yo...

—Lo sé —murmuré, contrariada—. Y tampoco ha podido ser Sheila. Me


han asaltado en... en un sitio al que Sheila no sabe que podría ir. —Me
reservé ese «y tú tampoco» que podría haber desencadenado una lluvia
de preguntas. Me cubrí la cara con las manos, presa del pánico a causa
de la incertidumbre. También habían mencionado a Nolan—. Dios mío...
¿Ha sido Liberty? ¿Maddox?

King se acercó al percatarse de que estaba a punto de romper a llorar.


Si alguno de los dos me había traicionado, sabiendo que llevaba mucho
tiempo huyendo por miedo a que volvieran a por mí, me costaría años
reponerme. Quizá una vida entera.

O tal vez jamás levantara cabeza.

—No, muñeca. Ellos no te harían eso —me dijo, levantándome la


barbilla—. Ahora mismo no pienses en quién ha podido ser y
tranquilízate. Ya ha pasado. No hay nadie a tu alrededor acosándote,
nadie persiguiéndote, nadie comiéndose tu espacio vital. Estás sola aquí,
conmigo. Respira hondo e intenta dejar la mente en blanco. Cuando
estés mejor, si quieres, hablaremos. Con la cabeza bloqueada no se
puede llegar a ninguna conclusión. No a una coherente.

Fui a replicar, pero acabé asumiendo que tenía razón e hice el esfuerzo
de relajarme. Por un lado, fue sencillo: el silencio aminoraba la carga
sobre mis hombros e iba despejándome poco a poco. Los brazos de King
me mecían a un ritmo en el que me pude concentrar para dejar de
pensar. Por otro lado…, costó. La cercanía de King era agobiante a su
manera. Era imposible que pudiera calmarme si su cuerpo comprimía el
mío con su fuerza viril. Tuve que aceptar que eso era lo único que
necesitaba para no darle vueltas.

Él. 

Levanté la cabeza y lo miré, esperando que no necesitara palabras para


entender lo que le estaba rogando. King sostuvo mi mirada un momento,
como si quisiera asegurarse de que no cambiaba de opinión tras la
intensidad de su silencioso asentimiento. No lo hice, sino que reafirmé
mis intenciones estirándome. Me apreté contra él y lo besé.

King me sostuvo por las caderas y profundizó dejando su mano trepar


por mi espalda, pulsando con sus yemas calientes mi cuerpo helado.
Siseé contra sus labios y luego gemí al estremecerme por el juego de
temperaturas. King se tragó el aire que expulsé con mis suspiros

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dándome un beso febril, hambriento; un beso que habría sabido a
despedida si no hubiera estado segura de que con él… iba para largo. 

Me dejé llevar en brazos adonde él quisiera llevarme. Se sentó en una


cama que me sonaba familiar, en una habitación de la que me marché
una vez… Cerré los ojos inconscientemente.

—¿Podemos ir al sofá? —murmuré, sin despegar la barbilla de su


hombro.

Él se quedó callado un segundo.

—Hay algo aquí que te altera, ¿verdad? ¿O es solo el hecho de estar en


un dormitorio que no es el tuyo?

—Es la alfombra —admití con un hilo de voz—. Él tenía una igual, y…


Una vez me… Estábamos discutiendo y me…

—No hace falta que lo digas —dijo entre dientes, sin expresión—. Me lo
puedo imaginar.

Lo abracé fuerte para agradecer que no necesitara una explicación. Sin


añadir nada más, se levantó de la cama y fuimos al salón. Se sentó
conmigo en brazos; el sofá era tan grande que podíamos dormir allí los
dos.

—Dime. ¿Quieres hablar, o quieres que te dé un poco de inspiración


para tu libro? —preguntó, pegando la boca a mi sien. Sus labios
entreabiertos recorrieron el lateral de mi rostro, poniéndome la piel de
gallina.

—Esta no es la inspiración —murmuré, con los ojos cerrados. No dejé


que se separase de mí para escucharme o verme la cara mientras me
hablaba; seguí balbuceando estupideces, embriagada por su olor,
pegando los labios a su sien—. No volví a escribir porque me acostara
contigo, ni escribo porque ahora cuente con experiencias recientes. Lo
retomé cuando y porque apareciste en mi vida.

King dejó de acariciarme el cuello con la nariz y se incorporó para


mirarme a los ojos. No pude comparar su expresión con ninguna que
hubiera visto antes. Solo supe que daría cualquier cosa por verla de
nuevo.

—Sabes que eso es lo más cercano a un «te quiero» que me has dicho
nunca, ¿verdad?

Me costó reaccionar. Sus brazos me envolvían, su aliento me ponía a


delirar y su mirada me atravesaba, queriendo anclarme a su regazo, a
su sofá y quizá a su vida, para siempre. Quise replicar que, aunque lo
pareciese, no lo era, pero él se adelantó.

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—Sea cual sea ese «algo» secreto y doloroso que está haciendo que me
mires así, olvídalo y recuerda que yo no lo soy y no te lo voy a hacer —
dijo en voz baja, estrechándome contra su pecho—. Joder, Kathleen... Si
me dejaras, si hablaras; si te abrieras a mí... Te protegería hasta de ti
misma.

—Quiero hacerlo, pero no puedo —admití—. Es difícil. Pero todo el


mundo tiene sus secretos, ¿no?

—Yo no los tengo.

—Pero tú eres una persona y yo... soy otra distinta.

—No. Ya no —negó con suavidad. Parpadeé sin comprender—. Me he


cansado de que recurras a la excusa de «solo sexo», y me he cansado de
que seamos dos personas distintas. Quiero formar parte de mucho más
que tu cuerpo, Kathleen. Ocupar mucho más que unos minutos de tu día,
y significar mucho más que unas sonrisas y un polvo brutal. —Sus ojos
iban desplazándose por mi rostro, nerviosos, queriendo verlo todo para
adelantarse a mi reacción—. Quiero ser la persona más importante de
tu vida... siempre después de tú misma, claro.

—¿Qué? —jadeé. Fue todo lo que se me ocurrió decir—. ¿Por qué?

—¿No es evidente? —preguntó, sin dejarse afectar por mi expresión, que


debía ser de terror absoluto—. Estoy enamorado de ti. No sé desde hace
cuánto. Solo sé que me di cuenta cuando creíste que me había enfadado
por dejarme plantado en el desayuno.

El corazón se me aceleró. Manifesté todos los síntomas de ilusión y de


miedo que conocía, pero no supe reconocerlos ni asociarlos a nada
positivo.

—Pero... —balbuceé, apartándome de su regazo. Busqué la puerta sin


ver nada—. No puedes... ¿A qué viene todo esto? Estábamos... No
puedes simplemente soltar eso y... quedarte tan tranquilo. Tú... Yo te dije
que solo quería sexo —le recordé con rencor.

King se levantó para seguirme.

—Y yo te digo ahora qué es lo que quiero yo. Mira, sé que tienes miedo...

—No es miedo —balbuceé—. Te has salido de lo que estaba buscando.


No puedes pretender que ahora acepte lo que tú dices. No estoy
preparada para eso. Que tú lo quieras no es suficiente para obligarme...

—Nadie te está obligando a nada —cortó con suavidad, envolviéndome


la cintura con el brazo—. Te lo he dicho porque yo también tengo
derecho a ser honesto sobre mis sentimientos. ¿O no?

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—Claro, pero… Yo… —Me mordí el labio—. No lo esperaba. Ahora no.

—No me digas que te ha pillado por sorpresa. Tú y yo siempre hemos


sido algo más que sexo.

—Lo habrá sido para ti, porque para mí...

—Para ti también, Kathleen —interrumpió, dándome la vuelta y


obligándome a mirarlo. Sus ojos hicieron que me lo replantease todo—.
Me quieres, muñeca. Lo he visto. He visto que sentías alivio cuando
dejaba a Sheila y que temblabas de expectación cuando te llevaba a
casa la primera noche. Me has querido cuando te he dado espacio y
cuando follamos en el sillón que odiabas. Puedes fingir que no es
verdad... Pero tengo en mi cabeza todos los momentos en los que te has
enamorado de mí. Y han sido muchos.

Sacudí la cabeza, sin querer dar crédito. Estaba acorralada en un


sentido físico y mental, porque King me sostenía y eso significaba que
me estaba tocando. Si me tocaba no podía pensar con claridad, y él lo
sabía.

—¿Vas a intentar convencerme de lo que yo siento? Si tu arrogancia y tu


ego necesitan creérselo para...

—Mi arrogancia y mi ego no tienen nada que ver aquí. Ni siquiera soy
yo el que necesita creérselo. Eres tú. Me quieres, joder, y no voy a
permitir que me dejes porque te absorbe que así sea. A mí también me
absorbe. No me he enamorado nunca, y me ha tocado hacerlo de una
mujer testaruda como ella sola... Pero estoy preparado para cualquier
cosa. Así que prepárate conmigo.

Puso fin a su alegato aferrándose a mi cintura y besándome con


urgencia. Pensé que querría apartarlo a empellones, al menos al
principio, pero por una vez, mi mente, mi corazón y mi cuerpo se
pusieron de acuerdo para claudicar. Mi cabeza se había quedado con
sus palabras, que fueron como un bálsamo reparador sobre mis heridas
abiertas. Todo lo malo que había dentro de mí se evaporó para
elevarme, y mi cuerpo se rindió a él. Me dejé hacer como solo lo haría
una persona que confía en el otro, que sabe que nunca sufrirá ningún
daño.

A esas alturas ya sabía que yo era el problema de los dos, y aunque no


pude reafirmarlo mientras me besaba, me tendía en la cama y me
desnudaba como si fuera su mayor tesoro, lo sabía de antes y lo
confirmé después. En el fondo, era consciente de que King Sawyer no
había hecho nada mal más allá de manipular su espontaneidad para
llegar a una persona difícil. Era yo quien había escrito el camino de
agravios y amargura basándose en una desconfianza que, aunque
proyectaba hacia fuera, vivía dentro de mí. 

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Sí, yo era el problema. No King. Quizá ni siquiera lo fuera Nolan, quien
a fin de cuentas llevaba años lejos. Quizá siempre fui yo.

Fue ese el pensamiento que rondó mi cabeza después de que King se


quedara dormido a mi lado, susurrándome todas esas cosas bonitas que
probablemente había retenido para él por miedo a asustarme. Eso era
lo que yo era. Eso era lo que me mantenía. El miedo. Y eso era lo que
acabaría sembrando en él. Miedo. 

No se podía vivir con miedo. Pero menos aún con el riesgo de contagiar
a alguien feliz con mi eterna turbación. Si hacía de King alguien triste
no me lo perdonaría nunca.

Solo Dios sabía por qué me había elegido a mí entre todas las mujeres
del mundo. El poder de la atracción era innegable. Nos arrastraba
inexorablemente. Pero no era suficiente para conquistar un corazón. Me
preocupaba que pudiera haberse enamorado de mi fragilidad, porque
esperaba que algún día eso desapareciera. No se sostenía: él había
dicho lo que amaba de mí, y era todo lo que podía encontrar debajo.

Pero era ahí donde estaba. Debajo. Tan debajo que tal vez nunca lograra
salir. Y él se acabaría cansando. Yo misma estaba cansada de mí.

Tragué saliva y aparté el brazo que me rodeaba la cintura,


desplazándome lejos del sofá. Si me hubiera quedado, a la mañana
siguiente habría reconocido perfectamente el salón y a quien estaba en
él, porque empezaba a ser familiar para mí. Pero al igual que la primera
vez, tenía un motivo personal por el que salir volando. Y eran las miles
de cosas que iban a salir mal porque yo estaba mal.

Pensé en escribir una nota, un mensaje. Darle una explicación de esas


que necesitaba como el aire para respirar. Al final decidí que, aunque la
mereciera, acabaría escribiendo que me diera tiempo y no merecía que
le hiciera una promesa que tal vez nunca llegara a cumplir. Porque a lo
mejor el tiempo no lo curaba todo. Yo no estaba preparada para lo que
quería, aunque deseara con todas mis fuerzas creerme su discurso y
asumir que me merecía algo de cariño. Y si no estaba preparada, era
mejor dejarlo donde estaba.

Así que me fui sin decir nada.

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CAITLIN MCGRATH

Llegué a casa sintiéndome vieja y pesada. Nadie podría haber


averiguado que acababa de volver de la habitación de un hombre que
me había recordado que merecía ser amada, pero era mejor así, porque
de ese modo no me harían preguntas. A diferencia de cómo funcionaba
la gente normal, a la que se dirigían cuando se notaba que tenía un mal
día, a mí me asaltaban cuando estaba feliz. Era lo raro. Al contrario de
lo que pasaba con King.

Nuestras diferencias habrían terminado separándonos.

Esperaba que Gin fuera la única en casa para recibirme, pero me la


encontré hablando con Jaab y con Libby. Mi padre no daba muestras de
hallarse maravillado por la escultural mulata, y esta charlaba con él con
verdadero interés, como si en lugar de ser un potencial amante fuese su
propio padre. Liberty era la niña mimada de los dos, así que no había
que preocuparse porque Jaab la asaltara.

—Kathleen, joder, por fin apareces —dijo él en cuanto me vio,


acercándose preocupado—. Liberty me ha llamado por teléfono para
contarme que te han asaltado unos paparazzis. ¿Has visto para qué
revista o blog trabajaban? Voy a hundirles. Voy a hundirles el jodido
negocio, puedes estar segura.

—No es necesario, estoy bien. Solo... Intenta que se olviden de mí por


otra temporada. 

—Haré que se olviden de ti para siempre.

—No hace falta que hagas promesas en vano para hacerme sentir bien;
no funciona desde que cumplí los doce, papá, y sabes que no me van a
olvidar nunca —suspiré. Él sostuvo mi mirada con tristeza, sabiendo que
tenía razón—. Hasta que no estén seguros de que estoy muerta no van a
dejar de chismorrear y buscarme por todas partes. Lo que me extraña
es que sepan que estoy en Dublín.

—Alguien ha debido hacer una llamada, y voy a averiguarlo cueste lo


que cueste.

—Yo creo que sé quién ha sido —intervino Liberty—. Es algo rebuscado


y enrevesado, y vas a soltarme que deje de pensar en él, pero...

289/416
El vértigo hizo que me marease.

—No me digas que ha sido Maddox, porque...

—No, no, no iba a decir Maddox, sino Dris. Dristan —se corrigió
enseguida—. Al escuchar las preguntas que te hicieron... Recordé algo
que me dijo no hace mucho tiempo. 

—Es imposible. Dristan no sabía lo de mi padre...

—Sí que lo sabía. Se lo conté yo —reconoció, angustiada—. Lo siento


mucho, K. En su momento me pareció una anécdota divertida y confiaba
en él, así que se lo dije. Perdóname.

—Tampoco se la puede culpar —comentó Gin, mirando a Jaab—. Es la


clase de historieta enrevesada y perturbadora que pondrías de ejemplo
cuando tu amiga acaba de romper con su novio y está triste. «Bueno,
por lo menos no se ha acostado con tu padre». 

—Bonita, es que yo no soy un padre al uso. Puedo demostrártelo cuando


quieras.

—Ni lo intentes. Sigues pudiendo ser mi padre, y no pareces tener pasta


—señaló Gin.

—Olvidad eso —corté, sacudiendo la cabeza—. Da igual, Libby, no puedo


culparte. Como ha dicho Gin, es un jodido chiste. Yo también se lo
habría contado a cualquiera. Pero eso no solo lo sabía Dristan, lo sabían
muchos más. Jaab, Sheila, Maddox, tú...

—Pero eso sobre el tal Nolan... —empezó Liberty. Mi padre enseguida se


puso en guardia. Buscó mi mirada, muy tenso. Lo ignoré—. Dristan me
dijo que le sonabas, que te parecías a la novia de Nolan Sullivan. Tiene
contacto con él porque le vendió un apartamento por la zona. Me lo
repetía muy a menudo y me pedía que fuéramos al Rock & Blues para
asegurarse.

» Pero no apostaría por ello al cien por cien —añadió—. ¿Por qué iba
Dristan a hacer eso?

—Lo haría —cabeceé—. El otro día se pasó por el club para verte y lo
mandé a casa... entre otras cosas. Insistió hasta que supo que no le diría
dónde estabas, y entonces me amenazó.

—¿Que te amenazó? —repitió Gin, arrugando la frente—. ¿Qué les pasa


a los hombres, joder? Concretamente a los de ese club. Un día le meten
un puñetazo a Raeghan. Otro, intentan meterme mano. Y al siguiente te
amenazan...

290/416
—Cómo se nota que eres nueva —sonrió Libby, afectada—. Yo llevo ahí
cinco años, y hace solo tres que el local fue traspasado y cobró una
fama más o menos decente. Antes lo llevaba un tipo bastante peligroso
que tenía unos amigos con antecedentes penales. Supongo que, por no
perder la costumbre, esos amigos siguen visitando el club. Hasta hace
poco, los clientes se pensaban que las camareras estábamos allí para
frotarnos en sus regazos o ponerles el escote en la cara. Tienes suerte
de que estés viviendo la experiencia del nuevo Rock & Blues con el señor
Brennan. Y con Dos Santos, sobre todo con Dos Santos. Nadie se pasa
ni un poco cuando él anda cerca.

Me llevé las manos a las sienes y las froté con las yemas de los dedos,
esperando que así remitiese la jaqueca.

—Me está dando dolor de cabeza y necesito dormir —suspiré, cansada


—. Mañana seguiremos hablando.

—Jaquetona, estamos hablando de Nolan —me recordó, mirándome con


fijeza—. Es un asunto que conviene resolver cuanto antes. 

—Ya no me importa Nolan, papá. Tarde o temprano todo el mundo lo


acabará sabiendo, y tarde o temprano, todo ese mundo acabará
olvidándolo. Es cuestión de tiempo. Pero si me tengo que mudar de
ciudad para que me dejen en paz, lo haré. A fin de cuentas, si no me
persiguen por Nolan, lo harán por King. 

Mi padre se quedó estático. Entendí su sorpresa. Había pasado años sin


pronunciar su nombre, temiendo que saliera a la luz por diversos
motivos, y ahora de repente todo «me era indiferente». Pero es que ese
día debía llegar, y había llegado en el mismo momento en que había
asumido que todo empequeñecía al lado de King. O, más bien… Al lado
del hecho de que no podía ser feliz con otra persona por culpa de ese
cabrón.

Me despedí del trío y me encerré en mi habitación. Ni siquiera me quité


la ropa: solo me saqué los zapatos de un par de movimientos. Me tumbé
en la cama, y en cuanto toqué la almohada con la cabeza, me sumí en un
sueño profundo.

Cuando me desperté, tuve la sensación de que habría estado durmiendo


durante años si no hubiera contado con una interrupción tan brusca.
Alguien acababa de abrir la puerta de mi habitación, con la misma
camiseta con la que lo había dejado en su sofá.

Aparté la mirada de su expresión furibunda, en parte porque estaba


demasiado adormilada para enfrentar esa intensidad, y en parte porque
necesitaba asegurarme de que era más de medianoche. Así era: el reloj
marcaba las dos de la madrugada. 

291/416
Debía haberse despertado y haber venido en cuanto había visto que no
estaba con él.

—Te he dicho muchas veces que dejes de invadir mi casa, y muchas


otras que pares de entrar en mi habitación...

—Entonces es un problema de repetición. —Entró y dio un portazo. Sus


ojos se clavaron en los míos como dagas—. Debería haberte dicho veinte
veces que no te vayas de mi casa en cuanto me quedo dormido. Así tal
vez me habrías hecho algún puto caso.

—Hasta donde yo sé —empecé, tratando de mantener la calma. Me


incorporé lentamente, como si fuera a espantarlo con un movimiento
brusco—, eso no me lo has comentado ni una sola vez.

No lo vi venir. King se abalanzó sobre mí con una rudeza que me hizo


entrar en estado de alarma. Me sobresalté tanto que me hice un ovillo.
La reacción no le gustó ni una pizca, y enseguida dedujo que era su
culpa. Pero no se apartó ni bajó el tono. Lo único que hizo fue suavizar
la expresión mientras me sujetaba por los hombros.

—Me parece muy bien que te largues porque no quieres desayunar, o


que te pires sin avisar porque tienes cosas que hacer... Mira, de hecho,
me importa una mierda que te vayas, pero no cuando acabo de decirte
que te quiero. ¿Cómo coño tengo que tomarme que desaparezcas en el
aire en un momento así? Kathleen, joder, han pasado meses desde las
putas tostadas francesas. Pensé que habíamos avanzado, aunque fuera
un poco.

Su tono herido me hirió a mí. Pestañeé rápido para contener las


lágrimas.

—Entiendo que estés cansado —musité—. Tarde o temprano te ibas a


hartar y lo sabía. Tienes que olvidarte de mí, King, por eso me he ido.
Así es como debes tomártelo.

King me soltó como si le hubiera dado la corriente.

—¿Qué significa eso? ¿Que no piensas avanzar? Entonces, ¿qué coño


pretendes? ¿Seguir encerrada en tu habitación de por vida, escondida
bajo un montón de edredones y metiendo desconocidos en tu casa para
que te ayuden a mantener ese modo de vida ermitaño? ¿Trabajar en un
bar que detestas porque no puedes superar que un tío que no conoces te
toque? ¿Salir huyendo cada vez que alguien te intenta ayudar? ¿Ser una
jodida amargada?

Retuve a tiempo el temblor de mi barbilla. No sabía cómo explicarme, ni


cómo hacer que me entendiese. Quería avanzar; claro que quería, pero
no podía ir a su ritmo. No podía ser la chica de sus sueños cuando aún
me costaba dormir a su lado.

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—Creía que no te enfadabas nunca —murmuré.

—No sirve ser suave contigo. No sirve ser pasivo. No sirve nada —se
defendió—. Cabrearme es lo único que me queda para hacerte entrar en
razón.

—¿Hacerme entrar en razón? Querrás decir convencerme de que debo


admitir que tú la tienes. Porque tu razón es la única válida, ¿no es
verdad? —Lo empujé por el pecho, esperando poder respirar un aire
que no estuviera afectado por su aliento—. ¿Sabes cuál es tu problema?
Quizá el mío es ser una amargada, pero el tuyo es que te crees que con
un poquito de amor y un toque de varita, la gente puede ponerse a
bailar a tu son. Que basta con un polvo para que una persona resurja de
sus cenizas y haga lo que quieras.

» Te esfuerzas por respetar su silencio, pero en el fondo quieres


romperlo, y te importa una mierda si eso les destruye. Necesitas
adueñarte de la situación y que todo el mundo haga lo que tú digas y
sienta lo que tú quieras. Tiene que cumplirse la voluntad del rey a toda
costa.

—¡Sí, tiene que cumplirse, joder! —rugió, a un palmo de mi cara—. ¡Y tú


no eres la más indicada para decir que actúo desde el egoísmo, porque
la voluntad del rey es hacerte feliz! 

Al intentar cerrar los puños para contener la tensión, arrugué las


sábanas y me clavé las uñas en las palmas. Me aferré al silencio entre
los dos para no romper a llorar, pero acabé haciéndolo igualmente.

—No te has largado porque sepas que vas a sentirte mejor sola —
prosiguió, solo un poco más calmado al ver que estaba por la labor de
escuchar—. Te has largado porque eres una cobarde. ¿Te ha asustado
que te quiera? Pues bien, te voy a acojonar otra vez. Te quiero. Y otra.
Te quiero. Y todas las que haga falta. Te quiero, te quiero y te quiero.

» Sí, me interesa adueñarme de la situación, pero para hacerla mejor.


Nunca adueñarme de ti. Querré romper tu silencio si te hace daño.
Porque me importas, y eso significa que deseo verte bien. Te quiero y
quiero estar contigo. Y, sobre todo, quiero que te quieras y quieras
estar contigo. Porque solo así me corresponderás. Solo así lograrás
quererme a mí y estar a mi lado. ¿Te enteras?

No sé por qué lo hice, pero asentí. Asentí muy despacio, sin saber qué
puñetas significaba ese gesto y sin saber qué iba a ocurrir a
continuación.

—Solo dame una oportunidad, muñeca. Si sabes que te voy a tratar


como una reina —murmuró, rozando su nariz con la mía—. ¿No ves que
lo llevo en el nombre?

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Sin poder contenerla, esbocé una sonrisa temblorosa que él copió.

—No soy una cobarde. Simplemente… No quiero ver cómo te vas


porque ni tú tienes tanta paciencia para tolerar mis neuras —confesé,
mirándolo a los ojos—. Ni puedo quererte como tú quieres… Como tú
me quieres a mí.

—Voy a aceptar todo el amor que me des. No te pido nada imposible,


solo que no me niegues lo que ya es posible: lo que ya está pasando. Y
menos por las razones erróneas. Me desespero porque soy humano,
pero no me cansa. Me entristece. Duele verte así.

King se acercó para abrazarme. Había tanta fragilidad en ese gesto, en


sus brazos rodeándome, que me costó no seguir llorando. 

—No vas a construir Roma en un día —murmuré.

—Pero puedo intentarlo.

Dejé que lo intentara, porque si alguien podía aspirar a lo imposible y


conseguirlo sin esforzarse demasiado, ese era él. King lo supo al
mirarme. Aguantó esa confesión que no hice hasta que terminó de
nutrirse de ella, y luego me besó muy lento, agradecido. 

Pero no estábamos hechos para tener cuidado, porque yo estaba muy


condicionada y siempre terminaba comportándome como si fuera a
perderlo en cualquier momento; y él... Bueno, él me anhelaba mucho
más de lo que me quería, o eso demostró al impulsarse hacia delante y
terminar de aplastarme bajo su peso. Me separó las piernas y se encajó
en ellas mientras devoraba mis labios.

—Lo siento si te decepciono, pero no estoy para preliminares. Necesito


follarte. ¿Tienes lubricantes?

Asentí sin aliento.

—Están en el segundo cajón de la cómoda, debajo de todos los pijamas.


Aunque hace mucho que no los uso, no sé si caducarán, o…

King no tardó ni medio segundo en apartarse, dejando un beso perdido


en mi ombligo antes de ponerse en pie.

—No deberías haberme dicho cuál es el cajón de los pijamas.

—¿Por qué?

—Ya sabes lo cerdo que me ponen. Soy capaz de ponerte a desfilar con
ellos... Aquí no hay nada —bufó, abriendo el último cajón. Empezó a
rebuscar ahí mientras yo me fijaba en cómo se movían los músculos de
su espalda, en los dos hoyuelos sobre su trasero...

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Luego los músculos dejaron de moverse.

King se quedó inmóvil en medio de la habitación, con la cabeza gacha.

—¿King?

Él tardó un momento en darse la vuelta. Cuando lo hizo, me fijé en que


tenía unos papeles en la mano. La expresión divertida y amorosa de su
rostro se había desvanecido completamente, suplantada por una de
incredulidad. Su reacción hizo que entrara en pánico, sospechando qué
podría haber visto.

Estuve en lo cierto. El último cajón a medio abrir era el de mis secretos.

—¿Qué coño significa esto, Kathleen? —preguntó, con una voz


desconocida. Ni siquiera él tuvo que sentirla suya. Sus ojos se
desplazaron ávidamente sobre las líneas del papel—. Son recetas de
antidepresivos. «Trastorno ansioso-depresivo. Fobia social. Principios
de autismo. Androfobia. Agorafobia...» Firmado por la doctora Jude
Murphy.

Bajó los folios grapados y me miró directamente.

No sabría decir qué había en sus ojos, pero me hizo daño.

Es difícil describir cómo me sentí en ese momento. Ocurrió de la misma


manera que en las películas: todo se produjo a cámara lenta, mi visión
se emborronó y lo único que pude escuchar fue el latido de mi corazón
en los oídos, que parecían ser los que bombeaban sangre al resto de mi
cuerpo.

No era una sensación de desnudez, ni tampoco me asaltó el miedo como


esperaba. Por el contrario, asumí lo que estaba a punto de ocurrir y me
concentré en mi respiración. Era algo parecido a la resignación, pero
no con exactitud.  Sabía que iba a hablar por la presión del momento, y,
aun así, en el fondo sentía que quería sacármelo de dentro.

—¿Vas a responder? —insistió King, agitando los papeles—. ¿O esto


tampoco significa nada? ¿Todo está en orden? ¿Resulta que hay otra
Kathleen Priest viviendo en esta casa con trastornos psiquiátricos?

—Sí, voy a responder —corté, antes de que dijera algo que pudiera no
gustarme—. Solo... dame un momento, por favor. Necesito ordenar mis
ideas.

Necesitaba ordenar mucho más que mis ideas: necesitaba ordenar mi


vida y decidir de una vez por todas si King Sawyer iba a ser una
prioridad en ella o no. Bien podía decirle que volviera a guardar ese
informe, saliera de mi casa y no volviera. No tendría que toparme con él
nunca más, o no necesariamente. Él vivía en un distrito muy lejano al

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que yo solía frecuentar, sobre todo porque cuando salía era para
trabajar. No tenía que pisar mi piso porque ya no tenía una novia
viviendo allí, y tampoco un rollo casual. No trabajábamos juntos. No
coincidiríamos en el Rock & Blues... Y tampoco le debía nada. Eso era lo
único de lo que estaba segura.

Jude lo repetía sin cesar y no se cansaba de recordármelo en cuanto me


veía, haciendo especial hincapié en el momento de despedirnos. No le
debía nada a nadie. Ni sexo, ni explicaciones: no si no había afectado a
su vida de manera negativa, y no si aquello no le incumbía. Y
definitivamente, Nolan no era de la incumbencia de King. Ni siquiera
estaba segura de si seguía siendo de la mía.

De todos modos, quería hacerlo. Y si no quería hacerlo, al menos había


conseguido convencerme de que quería, lo que al final del día parecía lo
mismo.

Inspiré hondo varias veces y miré a King, que no se había movido ni un


ápice desde que había abierto el cajón. No soltaba el informe. Y no
bajaba la mirada, lo que declaraba sin necesidad de palabras que no
pensaba marcharse por mucho que tardara en soltar prenda.

—No sé por dónde empezar. Ahora mismo está todo muy confuso en mi
cabeza... Pero creo que sería bueno que supieras que eso que has leído...
—carraspeé—. Tiene una fecha. No es actual. Es el primer diagnóstico
definitivo que me hizo. Por lo que sé, normalmente se anotan los
síntomas. Nunca se llega a hablar de trastornos porque esas palabras
tan grandes causan ansiedades innecesarias. Pero Jude no es una
especialista al uso, y yo se lo pedí para poder presentarlo a la editorial.
Tenía que justificar de alguna manera que no pudiera cumplir con mis
compromisos, y en realidad quería saber hasta qué punto estaba… mal.

King respiraba artificialmente y cambiaba el peso de una pierna a otra


mientras me escuchaba. Por la parte que me tocaba, jamás había estado
más tensa. Tenía la impresión de que, si me movía, aunque solo fuera
para tragar saliva, me rompería por la mitad.

—Lo del autismo, como ves, está en una hoja aparte. Es de anotaciones
que hizo porque yo le conté que a los cinco años estuvieron a punto de
diagnosticarme autismo. Aunque lo descartaron más adelante porque no
llegaba a los mínimos, sino que simplemente era un poco más...
introvertida y asocial que el resto de los niños, Jude lo apuntó para
tenerlo presente —continué, tratando de restarle importancia—. Según
dijo, podía ser posible que lo tuviera y no se hubieran equivocado al
principio. A fin de cuentas, compartía algunos síntomas. Rehuía la
mirada, no tenía ninguna empatía, me aislaba continuamente, ya fuera
encerrándome en una habitación o en mi propia imaginación, y que me
cambiaran las rutinas me causaba una gran ansiedad.

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—Eso te sigue ocurriendo —señaló él, sin expresión—. Eres tú la que
aparta la mirada siempre, tienes ansiedad y vives aislada. Nunca se me
habría ocurrido... —empezó a murmurar.

—Pero un autista suele tener problemas de lenguaje y no es mi caso.


Tampoco suele tener imaginación; es muy repetitivo y ordenado, y yo
soy escritora. O era —corregí con amargura—. Después de unos años,
me hicieron unos test en el colegio y determinaron que no era autismo,
sino superdotación.

—¿Eres superdotada? —preguntó con voz aguda.

—Se supone. Muchas veces se confunde a los superdotados con autistas.


Tener un coeficiente intelectual por encima de la media suele acarrear
problemas sociales. Un estudio afirma que les cuesta más ser felices. —
Sonreí sin ganas, sabiendo lo cierto que era—. En cuanto a la
ansiedad... no viene del autismo, ni de ser superdotada, ni de nada
genético. Solo era víctima de una serie de... —intenté encontrar una
palabra que sonara bien, pero no había ninguna. Al final cerré los ojos
para no tener que verlo—. De traumas.

King asintió en silencio.

—De acuerdo, pero eso no descarta la depresión y todas esas fobias. ¿O


también las arrastras desde que eras una niña? ¿Jude las escribió
dubitativa, o sí es un diagnóstico serio?

La idea de mentirle se me cruzó fugazmente como una alternativa para


salir del paso. Estuve a punto de estirarme para agarrarme a esa
estrella, pero al final la dejé pasar. King se daría cuenta de que le estaba
intentando engañar, y aunque eso no me importaba, sí que tenía claro
que no podría engañarme a mí misma. Y yo misma era la persona a la
que más me interesaba convencer de que todo estaba bien.

—Te repito que todo esto es de hace años —insistí—. Ya no estoy


deprimida, y en cuanto a lo demás, he estado trabajando en ello y
esforzándome para que vaya a mejor. He dejado de ir a las terapias, así
que técnicamente estoy curada.

—No me parece que estés curada. Y eso no responde a mi pregunta.

—Las notas me las llevé cuando terminamos, supuestamente para


deshacerme de ellas. Simbolismo. Lo otro es un diagnóstico serio.

No quería mirarlo, pero percibía sus brazos y sus piernas tensas por el
rabillo del ojo. Al contrario de la rigidez de su cuerpo, su voz fue un
llamado a la suavidad.

—¿Qué ocurrió hace tres años, Kathleen?

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Esa era la pregunta que hacía tiempo desde que nadie me proponía en
voz alta, y que ni yo quería hacerme. Toda mi templanza y tranquilidad
se vino abajo conforme fui revisando determinadas secciones de mi
mente, sacándole el polvo a los recuerdos que, en el fondo, nunca
habían llegado al desván. Siempre habían estado en el pie de las
escaleras, en un punto estratégico para hacerme tropezar.

—En realidad —empecé, concentrándome en las arrugas de las sábanas.


Todo ese blanco me puso nerviosa, así que volví a mirarlo a él. Recordé
quién era, lo que había hecho; recordé que me quería, y que yo acabaría
haciéndolo también... o eso esperaba. No fue suficiente para deshacer el
nudo de mi estómago—, ocurrió hace muchos más. Cuando me fui a
Estados Unidos con una beca para estudiar por plan propio.

—¿Qué edad tenías?

—Diecinueve. Estaba empezando el segundo año de la carrera y tenía


unas notas excelentes, así que aproveché la oportunidad que me dio la
universidad y estuve viviendo en Portland unos meses, en un
apartamento con unas chicas. Sugar y Rachel. Fueron muy buenas
amigas, me ayudaron con mis problemas para relacionarme. —King no
me miró mal ni me espoleó a ir al grano, y yo lo agradecí—. Nunca he
hablado de esto con nadie, es la primera vez que lo menciono, así que...
ten paciencia, y...

—Kathleen, no me voy a ir a ningún sitio. Tómate todo el tiempo que


necesites.

Asentí y esperé unos minutos para calmar el temblor de mis manos.


Para terminar de organizar los acontecimientos de los últimos diez años.
Para hacerme a la idea de que le pondría voz a mi tristeza.

—No es nada sorprendente o especial. Quizá no tengo... no tuve derecho


a estar triste, a llorar o a encerrarme en mí misma. Es una historia más
de cientos, que empieza como cualquiera de ellas. Con un hombre. O
más bien con una mujer que se enamoró de un hombre que no le
convenía.

» He intentado olvidar cómo lo conocí, cómo llegamos a estar juntos y,


sobre todo, cómo se torció todo... pero ha sido imposible. Hasta hace
unos años, pensaba que Nolan era el único hombre para mí. El único del
que podría enamorarme, el único que me haría sentir especial, el único
que me cuidaría y me haría feliz... Estaba convencida de que me pasaría
toda la vida a su lado, y supongo que es porque nunca antes se había
fijado en mí alguien tan inteligente, atractivo y con tantas posibilidades.
Famoso, incluso. Rico. Él... Él podría haber estado con cualquier mujer y
yo era la elegida. ¿Entiendes? ¿Entiendes por qué caí...?

—No tienes que explicarme por qué lo hiciste. Te enamoraste como


cualquiera. Fin de la historia.

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—No es el final de la historia; es el principio. El idílico y engañoso
principio. —Sonreí notando un regusto amargo—. Nolan era el hombre
perfecto. Todo con lo que siempre había soñado. Alto, fuerte, ojos claros
y pelo oscuro, sonrisa matadora; seductor, algo arrogante, con labia.
Comprensivo. Le importaba lo que tuviera que decir. Me trataba tan
bien, me cuidaba, me respetaba... —Levanté la mirada para observarle
un instante. Su semblante se había ensombrecido. Entendía lo que
quería decir. Nolan fue todo lo que era King Sawyer—. Solo era... un
poco celoso, pero comparado con todas sus virtudes, esa empequeñecía.

» No, no cambió de un día para otro. Fue un proceso progresivo. Me


conoció en ese primer año en Portland. Fuimos muy deprisa. Yo caí
rendida y él parecía que también me adoraba, así que cuando venció el
plazo de mi beca, quiso que me quedara allí con él. Yo estaba muy
enamorada, pero prefería volver a casa, a Dublín: echaba de menos a
mi padre y mi vida, mis amigos de allí. Eso no le hacía feliz. Intentó
convencerme diciendo que tendría muchas más oportunidades en lo que
quisiera hacer consiguiendo estudiando en Norteamérica, usando su
dinero y sus contactos. Solo sería un tiempo más. Podríamos vivir
juntos.

» Recuerdo que en una de esas discusiones se enfadó porque insistía en


que quería volver, y me soltó que, si me largaba, que me olvidara de él
para siempre. Luego se retractó, pero eso no me gustó y a pesar de
quererle muchísimo, decidí que volvería a Dublín. Sabes que soy muy
tozuda, y por encima de eso tenía unas metas, unos planes de futuro,
unas ambiciones profesionales...

» Unas semanas antes de mi vuelo, la madre de Nolan murió después


tras una enfermedad horrible y tuvo una bronca espantosa con su
familia. Él se aferró a mí diciendo que, si yo me iba, no le quedaría
nada. Llegó a decirme que... Me juró que se suicidaría si lo dejaba. Y
recuerdo que en ese momento me pareció romántico. Pensé que iba a
vivir una de esas historias de amor que me dejaban con la boca abierta
y lágrimas en los ojos. Intensas... Pero con el tiempo vi que ese solo fue
el comienzo de sus chantajes.

Respiré varias veces antes de continuar, sin atreverme a mirar a King.

—Como ya he dicho, el plazo de la beca se acabó, así que me enfrenté a


la escasez económica. La universidad en los Estados Unidos cuesta una
verdadera fortuna, lo que se traduce en que no pude seguir el tercer
año. Tendría que tomarme un año sabático. Intenté que la idea me
resultara fantástica, pero no quería perder tanto tiempo sin hacer nada.
Nolan fue el que se encargó de convencerme de que debería alegrarme;
ya le gustaría a él tener tantos ratos libres. Era muy afortunada. Y creí
que lo era hasta que se me acabaron los pocos ahorros y tuve que
abandonar el piso de estudiantes, momento en el que Nolan, que
recuperado de ánimos estaba intentando impulsar un proyecto
autónomo, me ofreció vivir con él.

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» No era infeliz. Aunque las cosas no estaban saliendo como quería,
tenía un grupo de amigas, tiempo de ocio para hacer lo que quisiera,
hablaba con mi padre y mis conocidos de Dublín a menudo... y tenía a
Nolan, lo que llegué a considerar más importante que cualquier otra
cosa, así que todo iba sobre ruedas. Simplemente no era mi momento de
brillar en el ámbito profesional. Pero sí el de Nolan, que pronto le dio en
las narices a la empresa de su padre presentando un proyecto increíble.
Se hizo tan famoso que no me lo podía creer, y él tampoco. En cuestión
de meses pasó de ser el Nolan perseguido y machacado por la prensa
por sus problemas personales, al Nolan que acababa de sacar el
teléfono inteligente más competitivo del mercado.

Levanté la mirada para cerciorarme de que no me equivocaba. Ya sabía


de quién estaba hablando. Su nombre había girado alrededor de todo el
mundo.

—Fue un cambio brutal. Pasé de ser el centro de su vida a un elemento


decorativo más en una casa que nunca llegué a recorrer entera. Nolan
se pasaba el día fuera, entre trabajo, cenas y fiestas a las que yo no
quería ir por mi introversión, porque prefería ser anónima, aunque
alguna que otra vez me obligó a acompañarle. Cuando él no estaba y
mis amigos estudiaban o trabajaban, me sentía tan inútil y sola... —
Cerré los ojos, tragando saliva compulsivamente—. Se me ocurrió
trabajar en algún bar, o cafetería... Pero Nolan decía que la novia de
una figura pública no podía caer tan bajo. Tenía que dedicarse a estar
guapa. Y era verdad. Si me hubieras visto, siempre con las mejores
joyas, los vestidos más caros, los zapatos más bonitos... Nadie se habría
creído que tenía el humilde sueño de hacer algo de provecho.

» Nolan me consentía con regalos, pero cada vez pasaba menos tiempo
conmigo. Fue en esos días cuando me afané en escribir para no pensar
que era un estorbo. Me sumergí en un mundo que era solo una copia del
mío. Una mujer más, seducida por un hombre perfecto. Solo que ese
hombre perfecto no era Nolan, porque Nolan era un fantasma al que
veía tres veces por semana.

» Yo entendía que fuera a fiestas y se quedara hasta tarde. El problema


con eso era yo, que no quería que la gente supiera de mi existencia y
que prefería no verme en el mundillo. Y confiaba ciegamente en él, quizá
más por obligación que por instinto. Nolan se cuidaba mucho de
recordarme a menudo que debía estar agradecida por todo lo que me
daba. Primero con indirectas, y luego... directamente. «Cualquier mujer
querría estar en tu lugar»; esa era una de sus frases preferidas cuando
discutíamos por tonterías. Y cuando no quise aceptar más regalos,
admitiendo que yo no quería ser esa mujer tan elegante y prefería ir
sencilla, se enfadó tanto que tuve miedo real a que hiciera una maleta
con mis cosas y la tirase por la ventana. Intenté hacerle entrar en razón:
no necesitaba toda esa parafernalia para saber que me quería. Prefería
que me dedicara un poco de tiempo, o que pasara más que las noches en
casa.

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» Él me miró con los ojos rojos. Estaba encolerizado, quizás porque algo
había salido mal en el trabajo. Fuera cual fuese el motivo, dijo algo que
se me clavó en el corazón y que todavía recuerdo: «Eres mía. Te vestirás
como yo te diga, porque para eso vives bajo mi techo».

» Después de eso, mi primer instinto fue irme. Le dije que sería buen
momento para volver a Dublín y terminar con lo nuestro, ya que le iba
muy bien y hacía casi dos años de la muerte de su madre. Admito que en
realidad mi esperanza era que se arrodillase y me pidiera perdón. Fue
exactamente lo que hizo, así que olvidé aquel... percance, suponiendo
que sería la última vez y que en realidad era bonito que quisiera
considerarme suya. Tenía que ser bonito, ¿entiendes? Si no lo era, todo
mi mundo, mi burbuja, se rompería, y me daría cuenta de que en
realidad no tenía nada. Ni gente que me quería, ni sueños, ni nada.
Tendría que ver que era una mujer florero sin aspiraciones y con la
cabeza lavada.

» Él estuvo más pendiente de mí a partir de entonces, tal vez por miedo


a perderme. Mucho más pendiente. Al principio me gustaba, pero luego
empezó a volverse posesivo. Quería estar todo el rato conmigo, y
cuando no estaba conmigo, necesitaba saber en todo momento dónde
estaba y con quién andaba. Una de mis amigas, Sue, bromeó con que
era un controlador y que debía tener cuidado. Lo dijo cuando estaba al
teléfono con él. Nolan lo escuchó y cuando volví a casa, me prohibió
volver a quedar con ella. Para asegurarse de que no lo hacía, borró de
mi agenda no solo su número, sino el del resto de los del grupo, y para
que no me diera cuenta ocupó todos mis días de manera que no los
echara de menos.

» Fue un error que se me ocurriera comentar en voz alta que quería


verlos. Nolan se victimizó diciendo que no era suficiente para mí, que
anteponía a todo el mundo a él. Quise que entendiera que ellos también
formaban parte de mi vida, pero Nolan no entró en razón y yo me sentí
una auténtica villana. Una novia horrible. Una persona egoísta e
insensible. Declaró que quería que mi vida girase en torno a él, y como
siempre, aunque esta vez tenía mis serias dudas, me pareció que era
romántico y eso solo podía significar que me adoraba.

Sonreí sin ganas.

—Como ves, el romanticismo ha hecho mucho daño —murmuré—. La


línea que lo separa del maltrato, la posesión y los celos, es tan fina que
apenas se puede ver.

» Los celos... —repetí en voz baja—. Nolan consiguió que me quedara


sin amigos. Poco a poco, todos fueron dándome la espalda por solo
verme con él, olvidándome. Llegué a estar completamente sola. No
creas que no intenté esforzarme en volver a ser lo que éramos. Una vez
aproveché un viaje de trabajo de Nolan para ver a Sue. Él me pilló
arreglándome y se puso hecho una furia. Me acuerdo perfectamente de
todo. Del perfume que yo llevaba, el vestido que me quería poner, y

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cómo el miedo casi hizo que vomitara cuando él abrió la puerta y se dio
cuenta de que mi intención era salir.

» Primero me hizo sentir como un engendro por hacer las cosas a


escondidas. Yo me defendí verbalmente. Recuerdo que me envalentoné
porque vi que por una vez tenía la razón, pero la perdí en cuanto me
agarró de la muñeca para que soltara el peine y me zarandeó. Me
golpeó con él. Yo no... No podía creérmelo. Mi dificultad para enfrentar
a un hombre en situación y posesión de poder viene de mucho antes, así
que no me defendí y acabé abandonando la idea de ver a mis amigas.
Prefería hacerle caso a que me hiciera daño, porque como había podido
comprobar, no podía irme de allí sin dinero y sin contactos. Me resigné
a estar sola. Yo y mis libros... contra el mundo.

» Pero mis libros no eran Nolan, a quien yo había empezado a querer y


necesitar de una manera tóxica y enfermiza; a quien creí haber
separado de mí con mi horrible comportamiento, a quien pensé que
había ahuyentado siendo egoísta. Cada noche que Nolan pasaba lejos de
mí era una tortura. Me convertí en sonámbula, y eso cuando conseguía
conciliar el sueño, algo que no pasaba a menudo. El insomnio unido a la
pregunta de qué estaría haciendo y con quién me consumía, porque
cada vez eran más los días que no venía a dormir. Me pasaba horas
llorando... Horas, horas y horas —murmuré—, hasta que me dolía la
cabeza tanto que lloraba por el dolor de la jaqueca, o hasta que por fin
me quedaba dormida.

» No confiaba en él, y tampoco confiaba en mi capacidad como mujer


para atraerlo, para retenerlo a mi lado. Eso se reflejó en mi aspecto
físico. Una vez llegó a preguntarme que cómo era posible que hubiera
envejecido tanto en solo cinco años. Decía que estaba horrible, que
había engordado, que con esas pintas era normal que no quisiera pasar
tiempo conmigo. Yo intentaba arreglarme cuando venía. Me vestía y
maquillaba a conciencia, esperando hacerle feliz, pero no era suficiente.
Nunca lo era.

» Hubo tantos episodios de celos por sus tardanzas... Creo que eso fue
lo que más daño me hizo, lo que mejor recuerdo. Es como si hubiera
ocurrido ayer: como si solo hace diez minutos él acabara de entrar por
esa puerta, y yo, con la ropa del día anterior, unas ojeras horribles y
llorando de impotencia, le asediaba con preguntas. Me estoy viendo
ahora mismo hecha una energúmena, y estoy viendo a Nolan riéndose
de mí, apartándome con manotazos y diciendo que estaba volviéndome
loca. Luego se ponía cariñoso, me liaba y me manipulaba a través del
sexo para convencerme de que me quería a mí y solo a mí. «Yo nunca te
haría eso, mi amor. Yo jamás haría nada para perjudicarte. Eres mi
vida, eres todo lo que tengo, lo más valioso para mí...»

Los ojos me ardían, pero no dejé ganar a la pena o a la impotencia y


retuve las lágrimas hasta el final. Habían pasado años desde que puse a
todo el mundo por testigo de que nunca volvería a llorar por ese
hombre, y pensaba cumplirlo. Aunque solo fuera por mi orgullo

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maltrecho. O, aunque solo fuera para que las personas de mi entorno
dejaran de sufrir por mí.

—No conseguía aplacarme. Yo sabía que me estaba engañando, pero no


tenía pruebas suficientes para incriminarle, así que simplemente lo
dejaba correr.

» Los libros fueron un refugio, porque era lo único realmente mío, lo


único que no le pertenecía, lo único que no podía tocar ni vapulear y que
no había conseguido romper. Había destrozado mi amor propio, mi
concepto de amor, mis sueños y esperanzas, mi pasión por las cosas...
incluso mi instinto de supervivencia y mi deseo de luchar. Pero no pudo
con mi imaginación, a la que fui alimentando para no pensar.

» Tras publicar bajo un seudónimo y ganar cierta fama dejé de sentirme


inservible y gané confianza en mí misma. Los mensajes de la gente
encantada con lo que hacía fueron tan gratificantes que por un tiempo
viví por y para esos comentarios y opiniones, para esos que suplicaban
conocerme, para esos que alababan mi trabajo y me llenaban de
halagos. No me creía que pudieran estar diciendo todo eso sobre mí. 

» Quise hacer el esfuerzo de complacerlos e ir a todas esas librerías,


pronunciarme en público de alguna manera... Y me equivoqué, porque
ahí fue cuando Nolan se dio cuenta de que llevaba una vida paralela.
Quizá fuera a través de los libros; quizá amara a personajes ficticios,
pero también sintió celos de ellos. Recuerdo que lo pillé una vez
husmeando en mi ordenador, leyendo todas esas páginas. Las estaba
borrando. —Levanté la mirada un momento—. Ese libro que todas las
lectoras me están pidiendo, ese que cierra la trilogía de Tyler Fox,
estaba escrito... pero él lo hizo desaparecer delante de mis narices,
apartándome con un brazo para que no lo pudiera impedir.

» Me vio llorar de frustración, buscando por todas partes la manera de


recuperar el documento, pero fue imposible. Darme cuenta de que
disfrutaba de mi sufrimiento en aras de tenerme totalmente controlada
hizo que cambiara mi manera de pensar. Ya no lo quería. Pero seguía a
su merced, porque mi padre estaba en uno de sus viajes y no podía
volver con mi madre después de la pelea que tuvimos por haberle
elegido a él por encima de ella. Porque no tenía amigos... Y no tenía
dinero. Me había acorralado.

» Te preguntarás por qué no cogí mis ahorros y me marché —sonreí


tristemente—. Porque Nolan descubrió la cuenta bancaria secreta a la
que iban a parar todos mis ingresos y la vació. De eso me enteré años
más tarde, puesto que ni siquiera los del banco supieron qué había
pasado y me explicaron que debía haber alguna fuga.

» Pero yo no iba a dejar de escribir por él. Continué haciéndolo, esta vez
a mano, escondiendo las páginas en uno de los compartimentos de un
cajón de la cómoda. Un lugar que se suponía que no debería haber
encontrado jamás. Pero lo encontró. Lo encontró el mismo día que yo

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hallé la prueba irrefutable de que se acostaba con otras mujeres y con
sus mentiras me había vuelto loca, haciéndome creer que siempre fue
problema mío.

» Nunca olvidaré esa discusión. —Clavé los ojos en mis manos—. Nolan
me había zarandeado, empujado e insultado muchas veces. Le
encantaba acusarme de puta por vivir bajo su techo a cambio de polvos,
aunque luego pidiera disculpas. A veces fue tan brusco intentando
separarme de él que me di un golpe en la cabeza con un estante y
tuvimos que ir a urgencias. Allí dijo que me había dado sola... También
pidió perdón. Yo lo excusaba por eso. Porque parecía arrepentido de
veras, porque conseguía hacer, de una manera u otra, que me creyera
todo lo que salía de su boca. Pero esa vez...

» Le eché en cara todo lo que había hecho y que había tenido tan
dentro, tan escondido, que me sorprendí a mí misma recordándolo todo
con detalle. Él contraatacó, de nuevo recurriendo al victimismo, al
chantaje. Me dijo que estaba loca, que era una zorra insaciable, que me
odiaba... «Entonces deja que me vaya», le dije. Nolan me contestó...

Tragué saliva y contuve una mueca de dolor.

—Me contestó que nunca me iría de allí porque prefería que estuviera
muerta a verme lejos de él.

» Intenté marcharme después de eso. Tuve tanto miedo, King. Llevaba


tanto tiempo teniendo miedo... Sentía que, si pasaba una noche más allí,
él me mataría con sus propias manos. —Mi voz tembló—. Intenté
hacerlo después de que saliera dirección solo Dios sabía, pero lo supo y
trató de impedirlo forzándome. No sirvieron los insultos; recurrió a las
palabras cariñosas... Y luego una mezcla de ambas. Me agarró de las
muñecas y me inmovilizó boca abajo contra el suelo. Me... Me empezó a
desgarrar la ropa, a tocarme por todas partes. Me escuchaba llorar y
no le importaba. Tapó mis gritos con la mano, presionándola tanto que
sentí que no podía respirar. Cuando lo recuerdo se hace tan real que yo
misma pierdo el aliento. Es como si aún tuviera sus dedos clavados en
las mejillas, en...

Cerré los ojos para contener las lágrimas, pero eso hizo que la escena
que estaba narrando apareciera ante mí con total nitidez y volví a
abrirlos rápidamente. Me topé por vez primera con King, al que no
había mirado más de dos segundos. Él sí me observaba a mí. Me miraba
como no me había mirado nunca, y no había ni rastro de lástima o
humillación. Quizá había odio y rabia, porque apretaba tanto la
mandíbula que los músculos tensos de su mentón se intentaron
superponer a su piel... Pero no era lo que quería transmitirme. King no
pretendía llenarme de impotencia, ni parecía planear un terrible destino.
Estaba serio, en sus ojos brillaban las lágrimas que no iba a derramar,
pero me miraba...

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King me miraba con amor. Como si yo estuviera por encima de todo lo
que estaba contando.

—Me inmovilizó contra la misma alfombra que tienes tú. Cuando


desperté en tu habitación y la vi, no sé qué me pasó. Supongo que la
relacioné con él, y… No pensé.

» Pero Nolan no lo hizo. Pude pararlo a tiempo... al menos la


penetración —musité, sobrecogida. Parte del dolor de mi pecho
desapareció al sostener su mirada—. Pero nunca lo voy a olvidar.
Nunca.

King inhaló.

—No creo que puedas olvidarlo. Desgraciadamente, pasamos por


horrores que vivirán con nosotros para siempre. Pero debes impedir que
siga haciéndote daño, condicionándote. Y debes entender que ese no es
el final. No es tu final.

—¿Y cuál es mi final? —balbuceé.

Solo Dios sabía cómo había logrado contener las lágrimas durante tanto
rato, y solo Dios sabría que no estaba llorando por pena o por rabia,
sino porque no podía creerme que de verdad lo hubiera soltado de una
vez. Ni que ese hombre siguiera ahí después, acercándose a mí, sentado
a mi lado y besándome las manos.

—Te habría dicho que el final está conmigo, pero eso es lo


que yo quiero, no lo que tú quieres. Intentaré esforzarme para que tu
deseo genuino sea ese, y sea un final feliz, pero si no lo logro, el final
será el que tú decidas. Tu vida no ha empezado con ese hijo de puta, y
desde luego que no ha acabado en él. Porque estás aquí, conmigo, de
una pieza, sexy como el infierno y más fuerte que nadie que haya
conocido antes. —Se le escapó una sonrisa que me conmovió—. Y eso
me lleva a preguntarte cómo y cuándo volviste a Dublín.

—Hace más o menos tres años. Conseguí el dinero suficiente para un


vuelo y me quedé con mi padre, que volvió después de mi llamada. Me
pidió que le contara qué había pasado, por qué había estado años
perdida, por qué había cortado la comunicación entre ambos, y, sobre
todo, por qué parecía que habían cambiado a su hija por otra persona.

» Pero yo no me abrí. Fui un fantasma durante el año que viví con él.
Luego entendí que estaba siendo egoísta reteniéndolo allí cuando
siempre ha estado en su composición lo de salir y entrar, conocer
mundo y el trabajo nómada. Fingí que estaba bien para irme a vivir
sola. Me puse en contacto con la doctora Murphy, y unos meses después
probé a trabajar. Cambié de nombre, me dejé el pelo largo, me teñí de
morena, adelgacé casi quince kilos y desaparecí de la faz de la Tierra.

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—¿Qué? ¿Kathleen Priest no es tu nombre real?

—No. Siempre llevé el apellido de mi madre porque viví con ella hasta
que me marché a Estados Unidos, cosa que en parte hice por esa pelea.
En realidad, me llamo Caitlin McGrath, pero preferiría que no me
llamaras así. Nunca —especifiqué—. Me dan escalofríos cuando me
llaman por mi nombre real.

King asintió y se atrevió a esbozar una minúscula sonrisa.

—Te teñiste de morena —repitió—. ¿Eres rubia natural?

—Tan rubia como mi padre.

—Entonces es cierto y nunca fallo; me van las rubias al cien por cien —
comentó, con el objetivo de suavizar el ambiente.

Alargó la mano para acariciarme el pelo, pero yo me aparté por


instinto. Enseguida le lancé una mirada de arrepentimiento, que él
rechazó negando. Seguía temblando por la historia; necesitaría horas
para concienciarme de que ya no estaba en Portland, no estaba en casa
de Nolan.

—Gracias por decirme la verdad, Kathleen. Ahora entiendo muchas


cosas.

—¿Cómo qué?

—Como que me odiaras nada más verme y me rehuyeras. Tal y como


has descrito a ese cabrón, nos parecíamos cuando fingía que no lo era.
Y físicamente también —añadió con amargura, teniendo en mente su
imagen—. Que te enfadaras tanto con Sheila cuando descubriste que se
acostó con Jacobus estando comprometido, o que te irritara casi hasta
las lágrimas que flirtease contigo estando con otra. Que reacciones así
cuando alguien se acerca a ti de manera brusca, cuando te agarran o
hacen algo que no quieres. Que llevaras tanto tiempo sin acostarte con
alguien. Que seas retraída y esquiva. Que no quisieras ser mi modelo.
Incluso entiendo que hayas salido corriendo cuando me declaré: quizás
lo sentiste como una manera de retenerte a mi lado cuando tú siempre
has dejado claro que no es lo que quieres. Joder... —farfulló, con una
sonrisa sin humor—. La he cagado mil veces y no me he dado ni cuenta.

—No eras adivino, tampoco.

—Desde luego no sabía que tu sufrimiento tenía este alcance. Lo siento,


muñeca.

—¿Por qué?

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—Por presionarte a soltarlo todo, por haberte llamado frígida y no
haber sospechado en ningún momento que tenías motivos por los que
quedarte en casa. Porque tenías motivos y no los tienes ahora, ¿verdad?
¿Ese cabrón...?

—No, no me está buscando ni quiere nada de mí. Sabe dónde estoy, eso
seguro. En cuanto desaparecí, se encargó de hacerme llegar un mensaje
muy claro. Especificaba que, como se me ocurriese contar algo, iba a
hundirme la vida. Por lo demás, prefiere que me pudra. Ahora está
casado y tiene un hijo, según las noticias. Es muy feliz.

King sacudió la cabeza.

—Hijo de puta. Y pensar que financio su miserable vida de lujos


comprando sus productos. A lo mejor no le puedo joder la existencia,
pero ten presente que voy a arruinarle el negocio. Acabaría
agradeciéndolo: parece que es el poder lo que hace de los hombres unas
bestias. Si se lo arranco de cuajo quizá aprenda...

—No puedes hacer nada. Es un hombre muy importante. Y era una


bestia antes de todo eso, solo que sabía ocultarlo —susurré—. Y no es
correcto que generalices. No precisamente tú, que tienes poder y no lo
utilizas contra nadie.

Su expresión se suavizó. Hizo ademán de acercarse más a mí, pero me


separé de nuevo, declarando que estaba demasiado nerviosa y me sentía
muy indefensa como para dejar que me tocara.

Hasta que no tuve claro que no insistiría, no me relajé.

—Háblame de la doctora Murphy. Debió hacer un gran trabajo contigo.

—Lo hizo —contesté, escueta—. Cuando llegué a su consulta, me sentía


como tú me contaste acerca de tu madre. Si me quedaba a solas en
algún sitio reducido con un hombre, empezaba a sudar, a temblar, y me
daban ganas de vomitar. A veces lo hacía. Vomitar, me refiero. Esa es la
androfobia: miedo a los hombres. Al principio estaba muy acentuada, y
vino a raíz de cómo me sentí tras la última noche con Nolan, pero con
los años pude tolerarlos siempre y cuando no me tocaran o no se
acercaran demasiado. Y si podía confiar en ellos o había alguien cerca
para impedir que...

Carraspeé.

—Tenía esa sensación de que me harían daño si me quedaba a solas con


ellos, y solo me sentía a salvo si había una mujer cerca. —No me atreví
a mirarlo—. Seis meses después, pude trabajar reponiendo las botellas
en el Rock & Blues, luego limpiando el local cuando no había nadie, y
más adelante, casi dos años después, atendiendo la barra. Maddox fue
la persona más importante durante ese tiempo. Cuando coincidimos en

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el bar, se aplicó muchísimo conmigo a raíz de que me abrazara por la
espalda y casi me diera un ataque de ansiedad. Tuve que explicarle que
estuve con un hombre que no me trataba bien y que estaba yendo a
terapia para superarlo, que no era su culpa. Él no necesitó nada más, e
hizo de ángel de la guarda manteniendo las distancias. Hasta hace poco
no podía tocarme, y aunque a veces me siento incómoda, ahora puede
abrazarme en casi cualquier momento.

No me di cuenta de lo mucho que echaba de menos a Maddox hasta que


lo mencioné. En parte me ayudó a subirme el ánimo, porque sabía que,
estuviera donde estuviese en ese momento, estaría queriéndome y
apoyándome en todas mis decisiones. Justo como yo a él.

—La madre de Liberty está enferma. Deprimida, justo como yo cuando


conocí a su hija. Libby reconoció en mí los síntomas nada más verme y
siempre me trató con muchísimo cariño y paciencia. No era muy
simpática o sociable cuando entré en sus vidas, ¿sabes? A duras penas
llevaba una conversación. Liberty se ganó mi confianza relativamente
rápido, hablándome de ella, de sus sentimientos, de sus esperanzas, de
sus amoríos, de sus tristezas. Me sorprendió tanto que una persona
alegre como ella las tuviera, que tomé nota. Hablé mucho con Jude
sobre la envidia que me daba y cuánto me habría gustado ser como
Liberty. A ella nunca le habría pasado como a mí. Ese era el
pensamiento más recurrente. Pero con el tiempo pasé de pensar que yo
tenía toda la culpa y de ser dependiente de las noticias o Internet donde
se hablaba de Nolan, a tener claro que solo era la víctima. Le debo
mucho a mis amigos.

—¿A qué te refieres con ser «dependiente de las noticias»?

—Según Jude, tenía una fuerte dependencia emocional hacia Nolan. Y es


cierto. Necesitaba saber lo que estaba haciendo, con quién se veía...
Cuando descubrí que estaba con otra mujer, hace poco más de dos años,
me pasé una semana en la cama. Es muy difícil romper un vínculo con
una persona que ha sido tu vida, aunque hiciera de ella un completo
infierno. Sí, Nolan me lo había quitado todo, pero también era lo único
que tenía —intenté explicar, asustada por su respuesta—. Y aunque lo
quise mal, lo quise. Lo quise más que a mí misma.

—No debes culparte por eso.

—No lo hago —contesté con sinceridad—. Al menos, ya no. Jude,


Maddox y Libby me ayudaron a entender que un maltratador
psicológico se podría meter en la mente del más fuerte y destruirla por
completo sirviéndose de los sentimientos que dicha persona tiene hacia
él. Es lo que él hizo. Me acorraló en un país que no conocía, rompió mis
relaciones familiares, luego me separó de mis amigos, me convenció de
que nada era digno de mí obligándome a quedarme en casa y terminó
por hacerme creer que era suya. Me lo arrebató todo. Todo lo que una
persona puede ser o querer.

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—Pero no tu deseo de luchar. Has dicho antes que sí, pero no estoy de
acuerdo. No rompió tu deseo de luchar, porque luchaste. Seguiste
escribiendo y huiste de él. Eso demuestra entereza y una fuerza
arrolladora.

—No pude seguir escribiendo, King. ¿No lo ves? Todo lo que he


publicado después de Nolan eran cosas que tenía ya escritas. —Sonreí
con tristeza—. No volví a tocar una tecla después de la última noche que
pasé en su casa. Empecé a intentarlo otra vez hace meses, pero no lo
conseguí. Solo pude concentrarme y encontrar la inspiración cuando...

—Puedes decirlo, no voy a usarlo en tu contra.

—Cuando apareciste tú —balbuceé—. Debo agradecértelo, por una


parte, pero... —Era el momento de la verdad. Inspiré hondo y lo miré a
los ojos—. No me ilusiona volver a depender de alguien. No quiero
depender de alguien. Yo no... no estoy preparada para querer y confiar,
¿entiendes? ¿Entiendes que no es tu problema, sino el mío? Eres un
buen hombre. Eres sensacional. La clase de persona que cualquiera
querría a su lado. Pero yo no puedo tener a nadie a mi lado hasta que no
me encuentre a mí misma y sepa lo que es ser feliz sin estar con nadie.

» ¿Entiendes eso? —insistí, desesperada—. Necesito que lo entiendas y


que no me busques, King, porque yo no... Soy muy voluble, y no estoy
curada, no me siento yo misma, aún no... Aún estoy recuperándome.
Aunque haya pasado tiempo, está muy reciente, está en mi mente, está...
—Tragué saliva—. Está en mi cuerpo. A lo mejor ya no lo quiero, y ya no
lo recuerdo como hombre, pero recuerdo el miedo que tengo a que me
hagan daño, me traicionen, me manipulen. Son muchas cosas, y...

—¿Me quieres? —preguntó de pronto.

Parpadeé varias veces.

—Solo responde, K. ¿Me quieres? —repitió, mirándome directamente—. 


No importa si no puedes demostrarlo por ahora. Me contenta con saber
cuál es la contestación. Porque puedo quererte por los dos hasta que
estés lista.

» Yo no puedo entenderte porque no he estado jamás en esa tesitura,


pero puedo hacerme una ligera idea, y, sobre todo, puedo esforzarme
por hacer las cosas bien. Lo que tú tienes que entender es que lo último
que voy a hacer ahora es dejarte.

No supe si ponerme a llorar de frustración o de alegría. ¿Quería que se


quedara conmigo? Sí, demonios; claro que sí. Quería que estuviera
conmigo, me hiciera reír y me ayudara a borrar el rastro de heridas que
me habían dejado. Tanto las que se veían como las que no. Quería
disfrutar de sus respuestas inteligentes. Pero no quería obsesionarme, ni

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enamorarme, ni sufrir por el camino, ni desconfiar, ni temer. No quería
volver a eso.

La cabeza me dolía cada vez más.

—No me siento bien. —Y no mentía—. Solo... vete. Mañana te llamaré y


hablaremos de esto, o llámame tú, pero... Déjame sola ahora. Necesito
tranquilizarme —murmuré.

—No es el momento de que estés sola...

—King, por favor —supliqué, con voz rota—. No puedo pensar en si te


quiero o no, en si quiero o puedo hacerlo, cuando acabo de recordar la
miseria en la que viví la última vez que aposté por alguien.

King sostuvo mi mirada en un silencio que acabó abrumándome. Mi


primer instinto fue apartar la vista, centrarme en el pomo de la puerta,
la manivela de la persiana, el trozo de tarima levantado... Pero King no
dejó que buscara nada más que sus ojos tomándome por la barbilla. Y
allí me ancló: a ese azul brillante que juraba que me quería.

—Eres tan jodidamente fuerte, Kathleen —dijo con voz queda,


conteniendo el aliento. Si hubiera hablado un poco más lento, habría
llegado a deletrearlo. Y ya fuera por la suavidad o el ritmo, porque era
King, por su sinceridad, porque su voz abrazaba mi corazón maltrecho o
porque parecía a punto de llorar… dejé de respirar—. Tanto que echas
por tierra todo lo que yo pensaba que era superación y vitalidad. Crees
que han podido contigo, pero no es verdad. Ten presente esto: no podría
romperte ni aunque quisiera. Nadie podrá hacerlo, porque estás hecha
de otra materia. Eres dura, indestructible, y malditamente complicada.
Admito que no sé qué hacer contigo la mayor parte del tiempo. Pero no
voy a renunciar a ti, porque eres la única persona en el mundo que me
inspira con su valentía y entereza. Porque no cualquiera estaría delante
de mí después de todo eso… Y porque te quiero.

Se levantó. Eché de menos el roce de sus dedos en mi barbilla, un


cosquilleo que subió hasta dominar mis ojos. No lo vi del todo cuando
echaba a andar hacia la puerta por culpa de las lágrimas.

—Me largo porque me lo pides. Solo por eso, ¿de acuerdo? Y no me voy
a cansar de repetírtelo —añadió, antes de marcharse—. Te quiero, y lo
voy a usar como lanza y como escudo contra todo lo que quiera hacerte
daño.

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UNA SEÑAL

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King decidió que era un buen momento para darme espacio,
aunque lo hizo a su manera. Con esto quiero decir que no
desapareció de mi vida sin más, sino que cambió las continuas
visitas por algún que otro mensaje. Yo al principio no le
contestaba para no pensar demasiado en él, pero luego me di
cuenta de que era inútil porque, le respondiera o no, tendría su
nombre en la cabeza. Nos pasamos unas semanas mandándonos
mensajes como un par de adolescentes idiotas. Mensajes sin
mucha coherencia, que a veces se convertían en guerras de a ver
cuál de los dos ponía más corazones.

—¿Te has quedado dormida encima del teclado? —me preguntó Gin sin
acritud, echando un vistazo a la pantalla de mi móvil, donde había una
fila de equis.

King: Te echo de menos, muñeca. x

Kathleen: Estás confundido. Echas de menos las tostadas francesas.

Me gustó pensar que sonrió al leer mi respuesta.

King: Y tú echas de menos la salchicha.

Seguro que él supo que me había reído.

Kathleen: No sé por qué me sigue sorprendiendo tu lado prosaico.

King: No sé por qué me sigue sorprendiendo ponerme cachondo con tus


mensajes plagados de ejemplos de vocabulario culto.

King: Pero te has reído. x

Kathleen: A este paso vas a formar un ejército de equis. ¿Pretendes


convencerme de jugar al tres en raya?

King: En todo caso de hacernos una porno. Por si no lo sabías, significan


besos. Los estoy acumulando para dártelos todos cuando me llames.
Llevo veintisiete. Con este, veintiocho. x

Kathleen: Cuando llegues a cien te regalaré una sartén o una tele de


plasma. Será acumulativo, como los puntos del carnet.

King: Regálame mejor una noche.

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Kathleen: Bonita frase. La usaré como título de un libro.

King: Espero que esa tenga un protagonista atractivo, no como el último


que pretendes sacar.

Kathleen: ¿Sabes que meterte con los personajes de un escritor es una


afrenta personal? Los considera sus hijos.

King: No sé cómo tomarme que ahora me veas como tu heredero.


¿Significa que cuando mueras podré quedarme tus bragas? ¿Tu camisón
beige? ¿Practicaremos el incesto? ;)

Solté una carcajada y negué con la cabeza.

Kathleen: Buenas noches, King.

King: No para mí, Queen.

Kathleen: Eso ha sido un cliché incluso para ti.

King: ¿Un cliché? Siento entonces que haya hombres que se sienten


como yo.

King: Duerme bien, muñeca. Te quiero.

Era absurdo lo que me obsesionaban esas dos palabras. Tenía que


leerlas todas las noches, o no pegaba ojo. Necesitaba asegurarme de
que no se había olvidado de mí en esos días que pronto harían un mes,
de que sus sentimientos no habían menguado. No importaba si habíamos
estado todo el día flirteando por iMessage: si no me decía que me quería
al menos una vez, estaba insatisfecha. Y eso era egoísta, porque cada
vez que yo tecleaba una respuesta cariñosa, me asaltaban las dudas y
tenía que borrarlo.

—Parece que te han pegado el móvil a la mano —comentaba Gin,


cuando me veía borrando y escribiendo de nuevo.

En algún momento de la convivencia, Gin y yo nos habíamos hecho todo


lo amigas que podían serlo dos personas no muy por la labor de
conocerse. Coincidíamos en el desayuno y en la cena, y sin querer,
nuestra comida de lata a medianoche se había convertido en un ritual
inalterable. Ella trabajaba en el Rock & Blues de lunes a sábado, y yo
trabajaba en mi libro, al que cada vez le quedaba menos. Tenía que dar
las gracias al tiempo libre, a que King no estuviera encima y a Gin y
Libby, que habían colaborado bastante a enriquecer las tramas de la
novela con experiencias vividas.

—Un tío me llamaba «coñito» cariñosamente —contó Gin—. No es


broma. Lo gritaba cuando se corría y todo; era algo que hacía sin

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pensar, algo grabado a fuego. Yo no sabía si reírme o llorar. Al final
lloraba, porque rara vez me corría después del tremendo gatillazo.

Fue interesante poder pasar un tiempo entre chicas, sobre todo porque
pude conocer a Gin más a fondo —salía con un tipo bastante
importante, su madre fue actriz de telenovelas cuando era joven y sentía
una peligrosa atracción hacia Vincent Cassel; solo Dios sabía por qué—
hasta el punto de decidir celebrar su cumpleaños con nosotras.

Conmigo y con Liberty.

Libby se quedó unos días en casa porque estaba muy alicaída y porque
yo tenía cosas en las que pensar y prefería procrastinarlo con la excusa
de hacerle compañía. Ambas nos apoyamos mutuamente con lo nuestro,
sin necesidad de hablar en voz alta de ello. Gin mediaba hablando de
estupideces que enterraban más nuestras preocupaciones.

—Cumples veinticinco años, una edad donde la gente sale a discotecas,


¿y lo quieres celebrar aquí? —pregunté, sentándome en el sillón de
masajes con verdadera solemnidad. Aquella zona se había convertido en
mi refugio—. ¿Sin vino, encima?

—Lo de ahorrar me lo tomo muy en serio. Un vino en condiciones no


sale por menos de veinticinco, y yo no bebo vino en condiciones, sino
vino de catador. Doscientos, como mínimo; claro que eso no lo pago yo.
¿El modelito a lucir para la salida? Tendría que alquilar un Gucci para
celebrarlo como Dios manda, y a finales de mes no me queda nada en la
cuenta para eso. En cuanto a la discoteca en sí... No me cabe duda de
que podríamos ponernos como una cuba sin gastarnos un duro con
echarle una miradita interesante al salido de la esquina de la barra. Ese
que va a mirar a quinceañeras mientras su abogado de oficio tramita el
divorcio por haberse acostado con una menor. Pero siempre
correríamos el riesgo de que hubiera echado algo en la bebida y
preferiría no pasar mi cumpleaños en una cuneta con el Gucci que
pensaba devolver hecho trizas.

Liberty parpadeó dos veces. Después se echó a reír.

—Eso no debería haber tenido gracia —se regañó.

—Pero la tiene porque los seres humanos somos repugnantes y nos


encanta el humor negro —acotó Gin.

—No sé si eso es del todo negro... Es humor made in Ginebra. Curioso y


desagradable —definió Libby, que se abrazaba a su bol con palomitas—.
¿Ni siquiera puedes gastarte dos euros en una película?

—¿Para qué, habiendo películas de sobra en la televisión, encima con


anuncios para poder comentarla mientras?

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—Debes ser la única persona en el mundo a la que le gustan los
anuncios —acoté.

Yo sí estaba bebiendo vino. Un vino malísimo y conservado en pésimas


condiciones. Mi apartamento se había convertido en la casa de las ratas
tacañas.

—Con esos anuncios de perfume en los que sale David Gandy en pelotas,
renuncio a la película para conocer todos los números de Chanel que
saldrán estas Navidades. Por cierto, y ya que he mencionado a un tío
bueno… Creo que he conocido al famoso Maddox del que me habéis
hablado mil veces. Vino el otro día al Rock & Blues. Un tipo rubito, no
excesivamente alto, ojos claros...

—Imposible —negué—. Maddox está de viaje. Se ha pagado un interrail


con sus ahorros. Hoy es siete... Así que estará en Praga, o en Roma,
vete a saber. Todas las noches hacemos Skype y me cuenta lo que ha
hecho, en parte porque va con mi padre.

Gin se mostró interesada.

—Conque un interrail. ¿Tiene pasta?

—Está pelado, por desgracia. Pero es muy guapo. Si tanto interés tienes
en conocerlo, puedo llamarlo ahora. Solo habrá un par de horas de
diferencia horaria, y Dox es de los que se acuestan tarde. Se pasa las
noches enteras viendo series.

Soltó una carcajada y sacudió la cabeza.

—Qué bien que se haya ido de viaje —murmuró Libby, lejana. Me miró
con sus ojos avellana, entre triste y curiosa—. Siempre le ha hecho
mucha ilusión viajar por ahí. Íbamos a hacerlo juntos este verano, pero
supongo que es normal que haya cambiado de planes. ¿Has dicho que
está con Jaab?

—Solo una parte del recorrido. Cuando lleguen a Polonia, mi padre coge
un vuelo a la India y Maddox se vuelve.

Liberty no dijo nada más. Poco le faltó para meter la cabeza en las
palomitas. Gin, en cambio, me animó a hacer esa llamada. Decía que
era porque «quería conocer a Dox», pero en realidad lo hizo para que
Libby pudiera enterarse de primera mano qué estaba haciendo. Me
pareció bien hasta que, tras las presentaciones, descubrimos que estaba
acompañado.

—No es por nada, pero las británicas comparadas con el resto de las
europeas... salen perdiendo —comentó, sonriente. Parecía mucho más
contento—. Tu padre se ha encaprichado con la guía de hoy, Kathleen.
He intentado frenarlo, pero no hay manera. Tampoco se le puede culpar.

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Yo he acabado con la que alquilaba las motos, así que voy a tener que
decirte adiós.

Por curiosidad le eché un vistazo a Liberty, que prefirió no asomarse. Vi


que no separaba los ojos de la pantalla, donde el Espartaco de Kirk
Douglas —además de darme una lección irreversible sobre lo fatal que
era el destino— pronunciaba sus palabras finales. Tenía los ojos llorosos
y la mandíbula apretada, y suponía que no era por la escena: la había
visto mil veces y nunca había llorado.

—¿Dónde está mi padre ahora mismo?

—Hojeando el libreto de números nacionales para llamar a la agencia y


preguntar por la guía. En serio... —Sacudió la cabeza, risueño—. Se ha
quedado colgadísimo. Y mira que se ha pillado el viaje a la India para
meditar sobre a dónde le llevará su picha brava...

—Me imagino dónde va a acabar esa meditación. —Todos lo sabíamos,


así que no concluí comentando que lo haría en la cama de una india—.
¿Tú por qué te has ido para allá? ¿Para meditar sobre tu picha brava o
para potenciarla?

Maddox sonrió de esa manera juguetona que me ilusionaba ver.

—Pretendo romper un récord antes de volver el martes que viene.


Deséame suerte, nena.

—¡Suerte! —exclamó Gin—. De parte de Liberty también.

El comentario no había sido premeditado, pero me alegré de que lo


hubiese hecho porque la sonrisa de Maddox decayó de golpe. Se quedó
un momento parado, como si acabara de acordarse de que Libby
existía.

—¿Está ahí? —preguntó, escueto.

—Sí. ¿Quieres ver a Libby?

Hubo una breve pausa en la que me sentí en el ojo del huracán. La


mirada verde de Maddox se intensificó. Liberty giró la cabeza de golpe
para mirarme con una mezcla de horror y esperanza.

Maddox negó con la cabeza y aprovechó que su ligue lo llamaba para


desaparecer sin decir nada, limitándose a poner la pantalla del móvil
boca abajo.

No quise mirar a Liberty.

No lo hice cuando escuché que se levantaba.

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—Voy a hacer más palomitas —murmuró. Desapareció como una
ultratumba en la cocina bajo la atenta mirada de Gin, que luego se
centró en mí.

—Pues sí, nos vienen bien para el drama que se ha montado en cuestión
de minutos. ¿Siguen sin hablarse? —Asentí tristemente—. Joder, pues
menudo niñato está hecho Maddox. ¿Y tú sigues sin ver al rey? Se echa
de menos su alegría y potencia sexual por aquí, me contagia sin querer
con esa testosterona que derrocha.

—¿Por qué? ¿Yo también seré una niñata si no lo traigo?

—Claro que no. Los únicos cualificados para ser niñatos, cabrones, hijos
de puta e incluso zorras, son los hombres. Que no te engañe la
terminación en femenino. —Me guiñó un ojo y se acomodó en el sofá,
sentándose en posición de loto—. ¿Lo habéis dejado?

—No llegamos a empezarlo —contesté después de un rato, incómoda—.


Éramos solo sexo.

Gin soltó una carcajada.

—Y una mierda, Kathleen. No tengo derecho a opinar, lo sé, pero es un


buen hombre. Tengo un olfato infalible para esas cosas.

—Pues el tipo que te llamaba «coñito» no tiene pinta de haber sido un


gran caballero.

—A veces una necesita darse con una pared para encontrar el pasadizo,
¿o no lo viste en Harry Potter, con el andén nueve y tres cuartos y el
callejón interrail? —Negó con la cabeza como si ya tuviera que saberlo
—. Kathleen, no sé casi nada de ti, pero has cambiado desde que te
conocí. Ahora estás más contenta. A lo mejor es por él.

—No tiene mucho que ver con él. Es cierto que ha ayudado —admití—,
pero es porque estoy dejando muchas cosas atrás.

—¿Y no quieres a un rey para seguir adelante? Porque chica... —Apoyó


los codos en el respaldo y me miró con la barbilla alzada—. Yo no
renunciaría al trono.

Suspiré profundamente. Abrirse con los demás formaba parte del


crecimiento como persona, y también colaboraba en la función social.
Jude lo repetía una y otra vez, y sin cansarse. Y aunque no me hacía
ilusión esforzarme en mi propia casa para calarle a alguien o que ese
alguien me calara a mí, tenía razón. Así que le conté en resumidas
cuentas cuál era el problema.

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—No lo conozco, en realidad. No sé casi nada sobre él. Creo que es
demasiado pronto para que me quiera, que es demasiado bueno
conmigo y sin ningún sentido.

—Llámame loca, pero creo que el hecho de que haya vivido con una
persona afectada por un problema de proporciones épicas da por
sentado que no está siendo bueno contigo para meterte la puñalada
trapera. Te trata así porque le sale de dentro, igual que le salen esas
guarradas fantásticas.

» Si no lo conoces, conócelo. Ese hombre te bajaría la Luna y te la


pondría en bandeja de plata a cambio de un jodido escupitajo. Ya te dijo
lo de su madre. ¿Qué no te va a contar?

—Tienes razón. Pero hay una barrera que me impide dar el paso. A lo
mejor necesito una señal, o...

—Acabo de ver este paquete en la entrada —intervino Libby con voz


nasal, acercándose a nosotras. Llevaba una caja en las manos, donde
tenía los ojos clavados. El flequillo en forma de cortinilla impedía que
viera cuál era su estado de ánimo, pero se intuía que había estado
llorando—. Tiene tu nombre, K.

—Es cierto. —Gin chasqueó la lengua—. Esta mañana lo han traído


mientras hacías la compra y se me ha olvidado decírtelo.

—¿Qué es?

—Ábrelo.

Cogí la caja y la agité solo por aumentar la expectación. Luego la saqué


de la bolsa y rompí el papel: papel de regalo negro, sin florituras ni
dedicatorias. Por un momento temí que fuera algo no deseado, pero me
olvidé de ese prejuicio cuando ante a mí aparecieron unos tacones de
ante granate de mi talla.

Me quedé en estado de shock. Eran los tacones que King le había


regalado a Sheila... O que quizá nunca le había regalado a Sheila. O que
tal vez habían renovado y había ido a comprar para mí.

Descarté esa segunda opción cuando vi la fecha en el ticket de compra.


Encima había una pegatina con una nota escrita a mano.

Dijiste que nunca me perdonarías lo de los tacones, y creo que ya ha


pasado tiempo suficiente para que fuera una sorpresa. No iban a seguir
cogiendo polvo debajo de mi cama.

King Kong

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Cuando pude recuperarme de la sorpresa, cogí el teléfono y marqué su


número sin pararme a pensar en las consecuencias. Consecuencias
físicas. Llevaba un mes sin oír su voz, y escucharla de pronto, profunda
y somnolienta, me hizo temblar de inusitada emoción.

—Me suena familiar que me llames a estas horas. ¿Quieres cambiar tu


desayuno preferido?

—Imbécil —farfullé, conteniendo una sonrisa estúpida—. El soborno está


castigado por ley, ¿sabes?

—¿Cómo sabes que era un soborno cuando aún no lo había


especificado? —bromeó.

—Siempre se me han dado bien los reyes; las monarquías históricas


eran mis temas preferidos. —Su risa ronca me elevó a otro nivel de
realidad. Tuve que tragar saliva para no decir una tontería o
atragantarme. Dios, ¿desde cuándo era una niñata hormonada? —. ¿Le
has pedido a Sheila que te los devuelva?

—Ese no es para nada mi estilo. Ya sabes, Santa Rita, Rita... —contestó.


Lo suponía—. Nunca se los llegué a dar.

—¿Por qué?

—Me pareció terrible quitarte algo que querías con tanta ilusión y que
solo era un capricho para ella.

—¿Y no se te ocurrió probar a dejar que me los comprara yo?

—Ni por asomo. Soy demasiado capullo, así que, a poder ser, si sonríes,
me gusta que sea por mí. Además: me pareció que me los habrías tirado
a la cara si te los regalaba en el momento.

—¿Qué te asegura que no te los voy a tirar a la cara ahora?

—Que te los vas a probar y te vas a enamorar de cómo te quedan. Y que


no hay ticket devolución.

—¿Por qué me iba a enamorar de cómo me quedan?

—Porque deberías enamorarte de cómo te queda todo.

Me sonrojé como una estúpida, lo que me recordó que se me estaba


yendo de las manos.

—King, ¿qué significa esto? Este regalo, de repente.

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—Nada. Si crees de veras que es un soborno, no lo es. Aunque si sientes
la dolorosa necesidad enseñarme cómo te sientan desfilando para mí sin
nada encima, no lo voy a impedir.

Negué con la cabeza como si pudiera verme. El gesto no tuvo otro


significado que asumir que no tenía remedio, porque en el fondo, la idea
de ir a verlo me consumía. Quería hacerlo, y no era un capricho, sino
unas ansias aplastantes. Justo lo que me hacía falta para animarme a
dar el paso, y también lo que me asustaba.

—¿Kathleen? ¿Sigues ahí?

—Sí.

—¿Has llegado a alguna conclusión? —preguntó desinteresadamente.


Luego su voz bajó una cuarta, volviéndose necesitada y tenue como la
luz de una vela—. Muñeca, te necesito. Necesito ver tu cara, escuchar tu
risa y estar dentro de ti. No sabes lo que me desespera no saber si un
mensaje te hace sonreír o te molesta. En cualquiera de los dos casos, me
estoy perdiendo tu expresión.

No iba a mentirme. Me sentía de la misma manera. Me había alejado


con un motivo: aclararme las ideas, estar tranquila, tener tiempo para
estar conmigo, para terminar el libro... Y para averiguar si lo que sentía
por él era tan fuerte como para regresar a sus brazos.

Era evidente que había pasado la prueba con creces.

—Quiero conocerte —dije en voz baja—. Creo que necesito saber cuáles
son tus puntos débiles como tú conoces los míos para no sentirme en
inferioridad de condiciones.

—Me parece lícito —contestó en el mismo tono. A pesar de que la


conversación era formal, mi cuerpo se tensó de excitación. Tener su voz
en el oído me llenaba por todas partes—. Solo dime qué te gustaría
saber. Pero dímelo mirándome a los ojos. La noche que tú quieras, a la
hora que quieras.

Saber que estaba realmente desesperado por verme hizo que me


encogiera y creciese al mismo tiempo.

Tenía poder sobre ese hombre. Un gran poder.

Y no era unilateral.

—Creo que podría acostumbrarme a que me suplicaras. Es terrible,


¿verdad?

—En absoluto. A mí me encanta cuando tú lo haces. Así que... ¿Qué tal


mañana? ¿A las ocho?

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—Ocho y media.

—A las ocho.

—¿Por qué? Solo es media hora.

—En media hora puedo hacer que te corras dos veces.

—Joder, King... —mascullé, apretando los muslos.

—Joder, muñeca —farfulló él—. ¿Y por qué no hoy en veinte minutos?


¿Por qué no sexo telefónico? La tengo muy dura ahora mismo. No dejo
de preguntarme qué llevas puesto.

Eché un vistazo a mi camiseta raída y mis shorts, mis calcetines por la


rodilla. Un insulto al erotismo, en realidad.

—¿Qué crees que llevo puesto?

—Por estadística es muy probable que sea el camisón.

—No.

—¿Qué es entonces?

Esbocé una sonrisa maligna que no supe de dónde salió.

—¿Qué te hace pensar que llevo algo? La calefacción está al máximo


porque esta mensualidad la pago yo.

King gruñó.

—Esto es un castigo satánico para mí. ¿Qué estás haciendo? ¿Por qué
estás desnuda? ¿Vas a ducharte?

—Acabo de salir de la bañera —comenté sin expresión, aguantando una


carcajada—. Me estoy secando.

—Joder... —masculló con voz entrecortada—. Déjame ir y hacértelo tan


sucio que tengas que bañarte otra vez.

Contuve una fuerte risotada.

—Eres un salido sin remedio, King Sawyer.

—Y tú eres lo más sexy que he visto.

Chasqueé la lengua como si no me acabara de estremecer.

321/416
—¿Por qué no hacemos una cosa? —propuse—. Anoche vi una película
en la que los protagonistas coincidían en todas partes. Era cosa del
destino, o algo así...

—Muñeca, no te imaginaba viendo ese tipo de películas.

—La puso Libby. Sigue durmiendo en mi casa. A mí me van más las


tripas —repuse—. A lo que iba... Sin planear nada, se tropezaban. Y
entre casualidad y casualidad, fueron forjando un vínculo.

—Quieres que espere que el destino haga de las suyas y te ponga en mi


camino otra vez.

—Así es.

—Kathleen... —La desesperación fue un reclamo en su voz—. Si tengo


que esperar a que algo que no existe me lleve a ti... —Hizo una pausa—.
De acuerdo, todo sea por no matar a ese lado romántico que estás
dejando salir a la superficie. Pero King Kong quiere sexo telefónico.

En esa ocasión sí que me reí, y él se rio conmigo.

—Tendrás que decirme cómo se hace.

***

Apenas unas semanas después, los editores terminaron la revisión del


libro y lanzaron la fecha de publicación. Fue gratificante pasear por la
ciudad, encogida dentro de mi gabardina, y ver que en las vitrinas de las
librerías brillaba por encima de todo el día en que Kathleen Priest
regresaría. No era la historia que esperaban, aquella que Nolan eliminó
y que no tenía fuerzas para reescribir, pero el editor me había
convencido de que era un buen libro y complacería a las fanáticas de
Tyler Fox.

Como era lógico, familiares y amigos quisieron celebrar por todo lo alto
que había conseguido terminar la novela y que se auguraba un gran
éxito. Entre ellos mi padre, que consiguió arrastrar a Maddox a la India
y de la que ambos regresaron con unos días de retraso. Nunca pensé
que pudiera hacerme tanta ilusión una visita inesperada: cuando se
plantaron delante de la puerta de mi casa, bronceados, sonrientes y
decididos a sacarme a bailar esa noche, sentí alivio instantáneo. Alegría.

—Pareces un crío de veinte, papá —comenté, yendo a abrazarlo.

—Es porque me he enamorado.

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Puse los ojos en blanco y me separé enseguida de él. Le lancé una
mirada perdonavidas, esperando que no hicieran falta las palabras.

Yo no era nadie para coartar la libertad sexual o romántica de mi padre,


pero sí me consideraba lo bastante importante en su vida —además de
verme en el derecho— para darle sermones. Yo no era ningún ejemplo.
Había cometido mis errores, y lo seguiría haciendo hasta aprender la
lección. Sin embargo, de cometer un error a reincidir una y otra vez
había un trecho. Y si podía evitarle el corazón roto a una madre soltera,
una divorciada o una treintañera cañón apartando las garras de mi
padre de ella, lo haría.

Siempre.

—Qué casualidad que te enamores semanalmente. ¿Por qué no te


planteas llamarlo «calentón»? Es más breve, más concreto y te ahorra
problemas.

—Nadie diría que somos padre e hija. Me has dado más sermones con
esto de los que yo te he dado en la vida. Aunque eso es porque siempre
has sido una niña rápida. —Me guiñó un ojo—. ¿Cómo han estado las
cosas por aquí? Me he acordado de ti todos los días. He estado
llamando a todas las oficinas de empresas de telecomunicación y
revistas. No ha sido necesario utilizar las amenazas, así que supongo
que no te han vuelto a acosar.

Me costó lo indecible convencerlo de que no podía quedarse en Dublín


resolviendo mis problemas cuando ya tenía un viaje programado. Al
final tuve que echar mano de chantajes y sobornos para que se fuera
con Maddox, y lo hizo tan a regañadientes que parecía que lo estuviera
enviando al patíbulo y no a recorrerse Europa.

—Todo ha estado de maravilla —sonreí, tranquila.

Maddox apareció en ese momento. Apoyó el hombro en el quicio de la


puerta de la cocina. Llevaba una magdalena en cada mano: esas que
Liberty había horneado la noche anterior después de tragarse la tríada
de películas románticas más insufribles del año.

Cada uno se torturaba a su manera. Ella con el Ryan Gosling de La


Land, y yo ingiriendo las calorías de sus gloriosos pasteles.

No supe si reírme o llorar cuando lo vi comiendo a dos manos algo que


Libby había preparado. Parecía una señal del destino, y al mismo tiempo
no: Liberty se había metido en la ducha antes de que Maddox llegara, y
teniendo en cuenta lo que se demoraba allí dentro, no saldría hasta que
pasaran horas. Eso podía significar que el azar no quería que se
cruzaran de nuevo.

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Por eso era hasta gracioso que Dox hubiera ido directo a las
magdalenas.

—Se te ve de puta madre —comentó, mirándome con los ojos brillantes


—. ¿Maratones de sexo?

—He vivido en celibato este mes. ¿Y tú?

Maddox tragó copiosamente antes de contestar.

—Al final no rompí el récord. Me tiré a la de las motos y se acabó. No


me tengas lástima: cuando dejas de pensar en sexo, descubres que hay
cosas alucinantes alrededor. Como, por ejemplo, el Taj Mahal. Fíjate que
estaba tan ocupado que ni me había fijado en él.

Solté una carcajada. Dox se me quedó mirando con una sonrisilla.

—Hacía mucho tiempo que no te escuchaba reír. ¿A qué ha venido eso?


He vuelto tan gracioso como siempre, y ni siquiera he contado uno de
mis chistes.

—Tú eres el chiste —repliqué, robándole una magdalena.

Él frunció el ceño.

—Eh, no me quites mis golosinas o no respondo de mí.

Me encogí de hombros y me senté en el sofá mientras meditaba sobre la


terapia de la risa. Sentía que cada vez que sonreía por algo o me atrevía
a reírme un poco, parte del peso sobre mis hombros desaparecía, y yo
me volvía etérea. Era cierto lo que se contaba en libros de autoayuda.
Reírse aligeraba el alma. Yo no era ninguna excepción.

Estaba mejor, me sentía mejor, y todo el mundo lo llevaba notando unos


cuantos meses. Solo tenía que seguir dejando pasar el tiempo, olvidarme
de lo que pudiera estresarme o generarme ansiedad, decirle adiós a
esos pequeños detalles de la rutina que podían chafarlo todo, y
rodearme de personas con las que me sentía querida. Esto último había
supuesto el gran avance. El interés de Jaab y Dox por mí incluso al otro
lado del mundo me había hecho sentir importante, y que Libby me
acompañara a todas partes, me hiciera cómplice de sus alegrías y sus
penas, me convenció de que era digna de confianza. Ginebra era una
nueva figura en mi vida que había sabido encajar bien, y que le
aportaba color a mi día a día.

En definitiva, me había desenvuelto demasiado bien para lo que


esperaba después de haber traído de vuelta a Nolan.

—Pensabas que decirlo en voz alta lo haría más real —dedujo Jude en
una de mis visitas esporádicas—. No niego que, para algunos pacientes,

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hablar de un suceso traumático puede angustiarles y causar un
retroceso en la curación. Pero estos pacientes suelen ser los que han
sufrido un asalto: algo de una noche, de un instante. Tú has sido víctima
de maltrato psicológico durante años, y ahí la cosa cambia. Creo, y
siempre he creído, que hablar dentro de un margen de lo que viviste te
ayudaría a darte cuenta de que ya no estás ahí, y de que no volverás a
estarlo. Ahora tienes todas las herramientas necesarias para darte
cuenta de cómo funciona un maltratador en caso de volver a toparte
con uno. Ahora tienes otra vida. Ahora eres otra persona. Todo lo que
cuentes será una historia que te pertenece y que te afectó directamente,
pero que ya no tiene nada que ver contigo.

» Los recuerdos formarán parte de ti siempre. El dolor, no. Tenlo


presente.

—¿Kathleen? —llamó Liberty, sacándome de mis pensamientos. Asomó


la cabecita por el hueco de la puerta que daba al salón. Tenía el pelo
empapado y el flequillo sobre los ojos, pero no podía apartárselo porque
tenía las dos manos apretadas contra el pecho, sosteniendo la toalla—.
¿Es posible que Jaab esté aquí? Me ha parecido escuchar su voz.

Mi padre sonrió de oreja a oreja y se plantó delante de ella. Extendió los


brazos, unos brazos a los que Liberty no tardó en correr para cobijarse.

No me preocupó que una jovencita estuviera medio desnuda delante de


Jaab. No era ningún asaltacunas, y la pelirroja era demasiado joven
para él. Además de que la escena me llenó el corazón, haciendo que me
diera cuenta de una realidad a la que no le había prestado atención
antes: Liberty y Maddox adoraban a mi padre, mi padre a ellos, y yo a
todos y cada uno de los citados antes.

Éramos lo más parecido a una familia.

Y eso podría haberme hecho feliz si, al darme la vuelta, no hubiera visto
que Maddox miraba a Libby con la mandíbula desencajada.

—¡Qué moreno estás! —sonreía Liberty, ajena a la presencia del tercero


—. ¿Has ido a tomar el sol, o a meditar? ¿Lo habéis pasado bien?
¿Dónde está Maddox? ¿Ha venido contigo?

Cuando volví a mirar la puerta de la cocina, Maddox se había


desvanecido en el aire como por arte de magia. Mi padre debió
habérselo visto venir sin echar un vistazo antes, porque no se molestó en
girarse para buscarlo.

—Está en casa deshaciendo las maletas, pero esta noche vamos a


celebrar que Kathleen ha acabado el libro y seguramente aparezca.
¿Por qué no vienes?

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Liberty perdió la sonrisa. Su mirada pasó de Jaab a mí, de mí a Jaab, y
al final solo hizo una mueca.

—No quiere verme, ¿verdad? —murmuró. Vio que iba a hablar y me


interrumpió—. No pasa nada, estoy bien. Seguro que él también. Tendrá
mejores cosas que hacer. Ya coincidiremos algún día... Si yo de todos
modos tenía planes esta noche.

No, no los tenía, y yo lo sabía. Aun así, no puse objeciones. Por un


momento odié a Maddox, por otro odié a Liberty, después los odié a
ambos y al final solo me amargué yo sola. Parecía que todo estaba
destinado a ser difícil y enrevesado. Si no por mi parte, por la de los
demás. Pero ya tenía asumido que así tenía que ser cuando uno amaba.

—El sufrimiento es inevitable cuando sientes lejos a las personas que


quieres —decía Jude—. Lo único que se puede moderar es hasta dónde
lo pasas mal, y solo se le puede poner fin cuando sabes que no mereces
perder el tiempo. Cuando sabes que estás por encima de eso.

» Este sufrimiento siempre ha de ser por las circunstancias, Kathleen,


siempre por las circunstancias. Hechos puntuales. Errores,
desavenencias. Amar no duele. Duele hacerlo mal. Duele que alguien
que no lo hace se escude en el amor para hacerte daño.

Jaab aprovechó el silencio para comentar que había traído regalos.


Mientras Liberty se esforzaba por sonreír y dejaba que se la llevara a la
habitación para mostrárselos, yo me levanté del sofá y fui a la cocina.
Por poco me desmayé del susto al comprobar que estaba allí Maddox,
apoyado en la encimera, pensativo.

Me dieron ganas de pegarle una voz, pero al final me calmé y pasé por
su lado tranquilamente.

—Pensaba que te habías ido.

—Me iba a ir ahora.

—Podrías no haber venido, directamente.

Y lo miré de manera significativa, con un «¿Para qué vienes si sabes que


Libby está aquí?» entre líneas. Él sostuvo mi mirada sin expresión hasta
que suspiró.

—Mira, creo que los miedos se enfrentan de cara, y no poniendo espacio


—dijo de repente—. A las guerras se ha ido con lanza y escudo, y se ha
peleado frente a frente con el enemigo. Con distancias no se ha ganado
ninguna batalla. Lo único que hace estar lejos de lo que quieres, es o
darte cuenta de que lo querrás para siempre, o que se te olviden los
motivos por los que te ibas a arriesgar por ese alguien. Lo segundo

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asusta más. Hace que te preguntes qué coño sentiste si ya no puedes ni
recordarlo. Pero tú no estás en ese punto, ¿verdad?

—¿Qué quieres decir con eso? ¿Que tú sí estás en ese punto?

Él negó con la cabeza.

—Sabes muy bien lo que quiero decir con eso. Algo que no va de mí. —
Agarró su chaqueta y se la echó sobre un hombro. Lanzó una rápida
ojeada a la puerta del salón, y luego se acercó a mí para hablarme en
voz baja. Me acarició la mejilla con los nudillos—. No te sabotees a ti
misma, ¿vale, nena? Ese hombre te va a cuidar. Y tú quieres que te
cuide.

—Es que es demasiado bueno para mí —murmuré—. Demasiado bueno,


a secas.

—No lo es. Nadie lo es. Simplemente te quiere, Kathleen, y una persona


que te quiere siempre va a ser buena contigo. Siempre —recalcó—. No
lo cuestiones más y haz lo que te salga del corazón. Es lo único que
merece la pena, aunque luego te la cause.

No pude resistirme a preguntarle.

—¿A ti te sale del corazón irte sin verla, aunque sea para decirle hola?

—Ya veo que nunca vas a dejar de hacer eso.

—¿El qué?

—Desviar la atención a los demás para no tener que hablar sobre ti


misma, aunque no te interese realmente lo que preguntas.

—Claro que me interesa —me quejé—. La quiero y está sufriendo. ¿No te


das cuenta de que das consejos que luego no sigues?

—¿Quién sigue sus propios consejos? —bromeó sin ganas—. No, eso no
me sale del corazón. A nadie le gustaría saber lo que me está pidiendo.
—Estiró una comisura hacia arriba, torciendo la sonrisa—. Nos vemos
esta noche, nena. Ponte guapa.

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Capítulo 26

Estaba en un momento de mi vida en el que convenía que me


preocupase únicamente por mí. Ya habría tiempo de darle vueltas a los
problemas de los demás. Sin embargo, yo no vivía sola. Y esta no era
una de las conclusiones de Jude Murphy, ni tampoco la moraleja de una
de sus monsergas, sino una idea que llevaba tiempo estancada en mi
mente. Yo no sería yo misma si no estuviera rodeada de quienes lo
estaba. Si Liberty no me alegrara los días con sus sonrisas sinceras, o si
mi padre no me sacara de quicio con sus enamoramientos, o si Maddox
no me guiñara el ojo... ¿Realmente sería la Kathleen de hoy? No. Tenía
que cuidar a mis seres queridos tanto como a mí misma.

Siempre lo había visto por el lado contrario, por el pesimista. Era una
Kathleen condicionada por los demás. Una persona que no valía nada
sin Nolan Sullivan. Todo lo que me impedía avanzar y me dolía estaba
ahí por su culpa. Pero también había virtudes en mí gracias a la
presencia de otros en mi día a día, y eso, al final, pesaba mucho más
que la tristeza, el miedo y la preocupación.

Me había sentido sola porque era lo que tenía por acostumbrado. No lo


estaba. Hacía tiempo que personas maravillosas me cuidaban, se
esforzaban en sacarme a bailar y hacerme reír, e incluso maquinaban
entre ellas para devolverme la parte de corazón que había perdido. Era
cierto que un corazón roto no tenía arreglo: no se podía devolver a su
estado inicial. Pero se podía construir sobre él, y yo estaba decidida a
hacerlo cambiando mi mentalidad.

No había nada más difícil que concienciarse. Requería fuerza de


voluntad, ánimos y apoyo. Tenía mucho de esto último, e iba siendo hora
de empezar a trabajar con el resto, así que decidí que a partir de
entonces iba a buscar mi propia felicidad. Nada de pretextos como el
destino o las señales, quienes de todos modos habían hablado
adoptando la forma de unos taconazos.

Solo yo y mi decisión de alegrarme la vida a mí misma.

Me arreglé a conciencia, como si fuera la última noche que iba a pasar


en la Tierra. Tuve la suerte de encontrar un vestido que fuera a juego
con los zapatos nuevos: uno de satén color vino, muy corto, ajustado y
escotado por la espalda. No me lo había puesto por miedo a que me
mirasen demasiado.

—¡Estás guapísima! —exclamó Liberty al verme salir. Ella llevaba un


peto vaquero y unas Converse, y me pareció que estaba igualmente

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preciosa, a pesar de estar cogiendo su chaqueta para irse a fregar
platos al DeLuca's—. Pásalo muy bien, K.

Asentí y, después de pensarlo un poco, le di un beso en la mejilla. Ella se


sonrojó adorablemente, y aprovechó ese acercamiento por mi parte
para retenerme un momento.

—Tengo que darte las gracias por dejarme estar aquí un tiempo...

—No es nada, Libby...

—Y tengo que decirte también que me alegro mucho de que estés


tomando las riendas de tu vida. Hace tiempo que tengo ganas de
conocer a la verdadera Kathleen Priest, y creo que ahora mismo tengo
delante un ejemplo de lo grande y perfecta que puede llegar a ser.

Liberty se me colgó del cuello. Era tan pequeña que me tuve que
agachar para abrazarla de vuelta. Sus rizos me hicieron cosquillas en la
mejilla.

—Te quiero mucho, K. De verdad, pásalo muy bien.

—Tú también —sonreí, apartándome. Una cosa era tolerar el


acercamiento físico, y otra que me encantara, como era el caso de
Liberty. Tenía claro que nunca sería cariñosa, por mucho que me
forzase—. Voy a ver a Dox, ¿quieres que le diga algo de tu parte?

Liberty inspiró hondo.

—He estado pensando, y creo... —Carraspeó y me miró con


determinación—. Las dos sabemos que Maddox es muy radical. Cuando
no quiere a alguien en su vida, simplemente no lo quiere, y ya está, no
hay vuelta de hoja. Es inútil que intente contactar con él. Ya estoy fuera.
Por mucho que me duela, lo superaré. A mí me basta con saber que es
feliz, que le va bien, y aunque no se acuerde de mí... —Su voz flaqueó y
yo tuve que tragarme el nudo que se me había formado en la garganta
—. Yo me quedaré con los buenos recuerdos. Ha sido un buen amigo
para mí.

Tuve mucho que agradecerle a Liberty en ese momento, porque me


demostró su lealtad y me explicó sin darse cuenta lo importante que era
quedarse siempre con lo bueno de cada situación.

La habría abrazado otra vez si no me hubiera sentido violenta la


primera vez.

—Me alegra que sea un capítulo cerrado —asentí, mirándola con una
sonrisa.

Y quizá lo fuera para ellos, pero no para mí. Mientras esperaba el taxi
que me llevaría a Temple Bar, le iba dando vueltas a lo distinto que

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habría sido todo si Maddox se hubiera declarado en otro momento. Uno
en el que la reacción de Liberty no hubiera sido extrema.

Ella había dicho que no. Había negado cuando le pregunté si estaba
enamorada de él, pero no lo tenía del todo claro. Quizá bajo otras
circunstancias habrían tenido otra oportunidad. O quizá no estaban
hechos el uno para el otro, tal y como yo pensaba.

En cualquier caso, trasladaba su situación a la mía, y me servía para


darme cuenta de que no podía perder el tiempo lamentándome. Pronto
harían dos meses desde la última vez que vi a King, y sí, había
progresado como escritora terminando el libro; me había dado cuenta
de varias cosas. No era tiempo suficiente para cambiar toda una
mentalidad, pero ya iba siendo hora de que afrontase la guerra, tal y
como Maddox había dicho.

Así que, en el último momento, envié un mensaje de disculpa a Dox y le


pedí al taxista que cambiara de rumbo y me llevara a la otra punta de la
ciudad. Al barrio de Ballsbridge, ese con el que Gin fantaseaba todos los
días, que podía permitirse con todos sus ahorros, pero jamás pisaría por
decisión propia.

Ese en el que King vivía.

Me asaltó la posibilidad de que no estuviera en casa; de que hubiera


salido con amigos, con su hermana, o con amigas, o con una chica...
Pero eliminé ese pensamiento enseguida, porque King no me había dado
motivos para desconfiar. Solo el asunto concerniente a Sheila, pero me
parecía tan lejano que me costaba incluso traer al presente cómo me
sentí cuando era un hombre comprometido.

Demasiado había llovido desde entonces.

Como si lo hubiera invocado, recibí un mensaje suyo.

King: ¿Herman Hesse o George Orwell?

Kathleen: ¿Vas a pasarte una noche de viernes leyendo en casa?

King: A falta de mi dama...

No tardó ni cinco segundos en llegar otro texto.

King: Cambia la cara. No estaba declarando mi dependencia emocional


ni me hacía la víctima. Puedo vivir sin ti y hacer cosas interesantes para
matar el tiempo.

King: El problema es que no quiero.

No supe si sonreír, suspirar amorosamente o echarle la bronca.

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Kathleen: Me gusta más Hesse. Su crisis espiritual me caló hondo con El
lobo estepario. De todos modos, 1984 es de lectura obligatoria. Es uno
de esos libros que no puedes decir en voz alta que no te has leído, o que
no te gustan, o se te echan encima los listos de turno.

King: ¿Deduzco con eso que a ti no te gustaron?

Kathleen: No me disgustaron, y reconozco que son obras maestras, pero


prefiero leer otras novelas consideradas menos importantes. Incluso
faltas de calidad. ¿No es así como se refieren al género romántico?

King: ¿Alguna novela romántica que quieras que me lea?

Kathleen: Jajajá déjalo, solo estaba victimizándome un poco. Mi género


«es una mierda» pero con el pelotazo que han dado algunas con sus
trilogías eróticas, estarán riéndose de las valoraciones negativas con un
cóctel en cada mano, en una hamaca de las Maldivas.

King: ¿Por qué crees que está tan mal visto?

Kathleen: Porque está enfocado al público femenino y se supone que las


mujeres no tenemos criterio. Lo pasteloso y lo cursi es directamente
vomitivo. Y también se dice que lo comercial equivale a malo. Siendo el
género más vendido del mundo… Se lo ponemos fácil a los críticos.

King: Curioso. Cuando te conocí, no defendías tu género, sino que te


arrepentías de escribir novela romántica.

Suspiré.

Kathleen: Me arrepentía de haber descrito a mi protagonista como a


Nolan, y me asqueaba que mi libro fuera best seller por su personalidad.
No sabes lo doloroso que fue para mí leer que «querían a uno como él
en su vida». Me echaba a llorar. Sentía que estaba arrojándolas a esas
relaciones, a vivir lo mismo que yo viví.

King: Claro que no. Las mujeres van sobradas de capacidad crítica.
Disfrutan lo que leen, y a la vez saben que no querrían algo así en su
vida. Mi hermana, al menos, diferencia. Tiene una estantería solo de
romance adulto y se traga los libros de tres en tres, pero siempre los
comenta conmigo y a veces me suelta que el protagonista era mejor
dejarlo para un solo polvo.

Solté una carcajada.

Kathleen: Tu hermana es adulta y ha vivido unas cuantas relaciones.


Mujeres como ella no me preocupaban. Pero hay chiquillas leyendo mis
libros. Miles de adolescentes tragándose el mensaje equivocado. Un
libro es una responsabilidad muy grande y describí a Nolan como el

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colmo del virtuosismo. Como el hombre ideal. Aún me acuesto pensando
en lo mal que lo hice. Solo espero haberlo arreglado con el desenlace.

King: Eso me he estado preguntando. No me ha dicho cómo lo has hecho


para acabar el último libro de la trilogía.

Kathleen: Tendrás que esperar a que salga. Solo diré que le he dado una
vuelta de tuerca.

King: Venga ya. ¿No me vas a decir qué pasa?

Kathleen: ¿Quieres saberlo?

King: Por favor.

Kathleen: Tyler Fox enseña su verdadera cara, muere y ella se queda


con otro.

King: Jajajá. Muy efectiva.

Kathleen: ¿Efectiva a la hora de perder lectores? Desde luego. Estoy


deseando ver cómo se queja la gente por mi decisión, pero ha sido
terapéutico para mí escribir ese desenlace. Gavin sí que es el hombre
perfecto.

King: Tiene mi barbilla. Por supuesto que es el hombre perfecto.

—Ya hemos llegado, señorita —anunció el taxista.

El estómago se me encogió de emoción anticipada. Con una sonrisa


nerviosa, le pagué y crucé la calle para enfrentarme al enorme edificio
donde vivía King. Dio la casualidad de que una mujer salió en ese
momento del portal y pude colarme, de modo que la sorpresa sería
mayor. A mí no me gustaba que me sorprendieran, y jamás había
intentado hacer algo así —al menos, no lo recordaba—, pero siempre
debía haber una primera vez. Esa sería la mía.

Me planté delante de su puerta con los tobillos flojos y toqué al timbre.


El móvil vibró en mi mano; seguramente acababa de decirme que
esperase, que estaban llamando.

King abrió con una camiseta blanca de algodón, los pantalones del
pijama y los pies descalzos. Me quedé un poco parada, sorprendida por
su naturalidad. Pero me repuse rápido. Justo lo que él tardó en apartar
la vista de lo que parecía un prospecto médico.

Su mirada me llenó en todos los sentidos. Dentro de su asombro


buceaba la ilusión, que hizo brillar sus ojos. Esos mismos ojos se
desplazaron desde los míos hasta mis tobillos para cerciorarse de que
estaba allí. De que iba así vestida.

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Arrugó el papel que tenía en la mano e hizo ademán de cernirse sobre
mí, pero se frenó antes de que la punta de su nariz rozara la mía.

La pregunta que no hizo flotó en el aire.

—Puedes besarme —comenté, intentando sonar despreocupada—, he


venido para eso.

Él levantó una ceja y me lanzó una mirada risueña que acogí con el
corazón abierto.

—Amén.

King me cogió por la cintura, tiró de mí para apartarme de la entrada y


cerrar la puerta, y me levantó del suelo para besarme. Tal y como
sucedía en las películas que llevaba semanas viendo. Un gemido vibró en
mi garganta. Alivio, sentí alivio al reconocerle en mi boca. Me rendí a la
caricia cruda de sus dedos, que se clavaron en mi carne en cuanto
nuestras bocas se enredaron en un beso húmedo y entusiasta.

King me bajó al suelo y se separó para mirarme bien. Fui tan consciente
de mi físico y de mis formas que me ruboricé, y a la vez… Fui más
inconsciente y tonta que nunca, porque no creí que tuviera ningún
defecto. Cuando parecía que King había terminado de revisarme, volvía
a recorrerme con sus ojos, como si no hubiera visto nada igual.

—Muñeca, no sé por dónde empezar.

—¿Cómo es eso posible? —bromeé—. Tienes un amplio recorrido en


esto.

—Habré perdido práctica.

—¿Y qué tal si empiezas por llevarme a la cama? —sugerí, divertida por
su indecisión.

—No tengo tiempo para eso.

—¿Que no tienes tiempo para...? —Parpadeé varias veces al ver que se


ponía de rodillas y me agarraba por las caderas. Deslizó las manos por
el lateral de mis piernas desnudas, que se erizaron hasta las puntas de
los pies—. ¿Qué estás haciendo?

King besó un punto cercano a mi rodilla, otro encima; bajó al lateral del
gemelo y luego subió a la raja de mi falda, que levantó con un par de
dobleces hasta descubrir las bragas de encaje. Se me olvidó cómo se
reía pese a que me encantó que resoplara sonoramente. Su aliento
ardiente contra aquella zona sensible me excitó.

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—Adoro estas jodidas piernas —musitó contra mi muslo, que a esas
alturas ya temblaba de los nervios—. Las aseguraría por un millón de
dólares, como hizo Jennifer López con su culo.

—No digas tonterías, eso solo era un bulo, y... Levántate de ahí... —
jadeé, mirándolo con los ojos entornados.

No me gustaban los recuerdos que me traía eso de tener a alguien de


rodillas, aunque la situación fuera muy distinta. Pero no lo dije en voz
alta, porque el deseo presionaba mi garganta y estaba a punto de
nublarme el juicio. King, en lugar de obedecerme, tiró de mi mano y me
tendió sobre la alfombra de la entrada. Sus dedos me acariciaron el
vello de la nuca, erizándome hasta la médula, y sus ojos siguieron
pegados a los míos hasta que estuvo sobre mí.

—Este no es el destino que merece tu bonito vestido —murmuró—, pero


no puedo hacerlo mejor.

—Oh, ¿no? ¿Ni siquiera merecía una taza de té para contrarrestar el


frío de fuera?

Los ojos de King brillaron al apartarme el pelo de la cara y enrollarlo en


sus dedos.

—Puedo ponerte cien veces más caliente que un té.

—Qué tonto eres.

No tenía nada más que decir contra eso, y King lo supo, porque sonrió
antes de levantarme el vestido hasta el pecho y deslizar las bragas por
mis piernas. No se perdió detalle del recorrido, que él mismo supervisó
acariciándome con la nariz, haciéndome cosquillas y calentándome con
su respiración irregular. Sí que podía. Podía ponerme el vello de punta
con soplarme. Y joder, quién me lo iba a decir...

King ahuecó mi entrepierna con la boca. El repentino y húmedo me


sorprendió y me arqueé, temblorosa. Sus dientes arañaron suavemente
mi clítoris. Su lengua indagaba en lo más profundo. El placer me agarró
y no me soltó hasta que me tuvo hiperventilando, retorciéndome en la
alfombra del recibidor, sorda para todo lo que no fueran mis latidos.

—Oh, joder, Dios...

—Kathleen, ya hemos hablado de eso de mencionar a terceros durante


el sexo.

Mi risa se mezcló con un suspiro doloroso. King aprovechó ese instante


para introducir los dedos con cuidado. Los dobló y agitó imitando un
vibrador.

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—He echado esto de menos todos los días —susurró contra el hueso de
mi cadera, que besó con auténtico fervor—. Me pones tan cachondo.

Movió la mano con más violencia, enroscando los dedos, cruzándolos


dentro de mí. Normalmente era muy difícil de complacer, pero entre el
reencuentro y la pasión con la que me había recibido, estaba a punto de
eclosionar.

—Creo que voy a...

—No sin mí —dijo, apartando los dedos y dejándome vacía. Fui a


quejarme, pero no me dio tiempo porque me cogió por las rodillas y tiró
para pegarme a él. Enrosqué las piernas alrededor de su cintura
mientras se bajaba el pantalón. Su erección apuntó casi hacia arriba. Se
la acarició antes de pegarse a mí—. Podría correrme solo mirándote a
la cara.

—Me alegro, pero yo no, así que si fueras tan amable...

—Tan amable, ¿de qué? —preguntó él, todo provocador. Yo lancé un


débil aullido y contoneé las caderas para acercarme más. El muy
desgraciado no me lo permitió.

—No me puedo creer que me vayas a hacer decírtelo.

—¿Que no te lo crees? No te hagas la sorprendida. No es ni la primera


ni será la última vez... Así que dilo. King, ¿serías tan amable de...?

Balbuceé un insulto mientras me encogía y lo empujaba con las piernas


desde la espalda hacia mí.

—Pensaba que no te gustaba que usara palabras malsonantes.

—Puedes decirlo sin usar palabras malsonantes ¿Y bien?

—King —jadeé. Nada me importó en ese momento tanto como tenerlo


dentro de mí—, ¿serías tan amable, por la gracia de Dios o la tuya…
llevarme al huerto de una vez?

King se rio y por fin presionó su erección contra mi entrada.

—¿Ves cómo la educación abre muchas puertas?

No me dio oportunidad de replicar. Toda mi respuesta fue un gemido de


alivio y placer al ser colmada de golpe. Me embistió tan fuerte que casi
me empujó en la dirección contraria. Me aferré a sus antebrazos y él me
cogió por las rodillas.

Me incorporé un poco, con la garganta seca y el corazón a mil por hora,


buscando sus labios. King hizo el recorrido que faltaba para besarme.

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Lo hizo lenta y seductoramente, nada que ver con el ritmo desenfrenado
que nos mantenía unidos.

Él se corrió antes. Lo supe porque contrajo los músculos y su cuerpo se


endureció sobre el mío antes de retomar las embestidas. Fui
inmediatamente después, explotando con una violencia que me pesó en
el cuerpo. Le clavé las uñas en los antebrazos para descargar la tensión,
pero me consumió desde los tobillos hasta el cuello durante los
segundos del clímax. King me besó y lamió mientras seguía moviéndose
entre mis piernas. Como siempre hacía, se quedó unos segundos más,
intentando llegar mucho más hondo.

Abrí los ojos y, al toparme con su brillante y viva mirada azul, lo supe.
Supe que por fin había llegado tan profundo como quería. Había llegado
a mi corazón. Y de alguna manera, él también se dio cuenta. Mi
estómago se retorció. Me asustó pensar que pudiera hacer algún
comentario al respecto, pero lo descartó. Solo sonrió con levedad, me
levantó de y me llevó a la cama.

Me dejó con cuidado sobre las sábanas y se acomodó a mi lado. Al


ladear la cabeza para mirarlo, me fijé en el parqué reluciente.

—Has quitado la alfombra —murmuré. King se tomó un segundo para


responder.

—A mí también dejó de gustarme.

Le pasé un brazo por los hombros y me acurruqué con él, conmovida


por el gesto. Ni siquiera estaba seguro de que fuera a regresar, de que
fuese a poner un pie en su dormitorio de nuevo, y había guardado en el
desván aquel mal recuerdo. O a lo mejor la había vendido, o tirado a la
basura…

Qué más daba. Me lo tomé como un aviso: no iba a hacer nada que
pudiese herirme.

Nunca.

—Gracias —murmuré.

***

A la mañana siguiente, él ya no estaba en la cama. Escuché el traqueteo


de los cacharros en la cocina. Lo más probable era que estuviese
haciendo el desayuno. Nada más comprometedor que eso. Pero mi

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primer impulso, absolutamente irracional, fue levantarme y dirigirme a
la salida.

Me sorprendió ver que tenía el vestido bien puesto, y como ya hice la


primera vez, llevé los zapatos en la mano para no hacer ruido. No
estaba pensando, en realidad. Fue un acto mecánico, el de desplazarme
a la puerta de entrada. Era como si fuese mi única posibilidad. Mi deber.

Ese pensamiento fue el que me frenó cuando giré el pomo de la puerta.


Mi deber no era huir, y tampoco quedarme. Era libre de elegir y hacer lo
que yo quisiera. Entonces, ¿qué era lo que yo quería? ¿Cuál era mi
objetivo al aparecer en su casa la noche anterior y acostarme con él?
¿Me asustaba un desayuno… o lo que pudiera conllevar?

Una vocecita interna me prometió que saldría bien. No solo eso, sino
que, por primera vez en mucho tiempo, tuve la certeza de que no abrir
la puerta y salir corriendo me traería algo bueno. Estaba allí porque
quería darle esa oportunidad, conocerlo y ver hasta dónde podíamos
llegar. Era innegable que él había formado parte de mi recuperación,
como también que quería que siguiera haciéndolo.

Así que solté el pomo de la puerta, mirándolo con la convicción de que


tenía que quedarse como estaba, y retrocedí. Dejé los tacones en el
suelo, sin emitir un sonido, y me alisé las arrugas de la falda sin
despegar aún la vista de lo que me había separado de la calle, de la
libertad.

Pero la calle no era la libertad. La casa de King no era la


libertad. Yo era la libertad.

Acongojada, seguí una versión tarareada de una pieza de Eugen Doga y


llegué a la barra de la cocina. Al otro lado estaba King buscando algo
en la nevera, con no mucho más que una camiseta y los pantalones del
pijama. Me quedé observando su espalda hasta que se dio la vuelta.

No sé si lo vio en mi cara, si lo dije en voz alta, o si era evidente. El caso


es que supo que me quedaba. Me miró fijamente, como si fuera un
animal asustadizo y no pudiera hacer ningún movimiento brusco si no
quería que saliera huyendo. Y luego, poco a poco, sonrió. Rodeó la
barra de la cocina, se plantó delante de mí y me abrazó. Me abrazó, sin
más, lleno de emoción.

—¿Qué he hecho para merecer tu presencia esta mañana? —preguntó


contra mi pelo.

—Ya me has visto recién levantada varias veces —murmuré, con la


garganta atascada—. Supuse que no sería ningún trauma para ti que
ocurriese otra vez. Y has dicho que se te da bien cocinar.

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King estaba preparado para soltarme un discurso. Se lo vi en la cara.
Pero no me detuve a imaginar qué quería decirme, en parte porque lo
sospechaba.

—Deduzco que quieres tostadas francesas.

—¿A cuáles te refieres? —bromeé, sentándome en uno de los taburetes,


aún temblorosa. Él volvió a su puesto lanzándome una mirada ardiente
por el camino.

—No sabría responder esa pregunta. Ambas se pueden comer.

Puse los ojos en blanco y me refugié de su mirada intensa echando un


vistazo a mi alrededor. Me fijé, aunque vagamente, en los detalles de la
cocina.

Cabría esperar que un hombre soltero tuviera la casa hecha un


desastre, o escrupulosamente ordenada gracias a la ayuda de un
asistente, pero como en tantas otras muchas cosas, King se salía de lo
común y me sorprendía con un ambiente acogedor. Desde la cocina se
veía el resto del apartamento, todo este provisto de detalles personales.
Vi que en las estanterías había series de libros antiguos, cuadros
coloridos y algunos retratos en porta-fotos. Entre las novelas reconocí
el nombre de Agatha Christie, en la decoración, algunas réplicas de
Munch. En uno de esos marcos, reconocí al King niño. En otro, a él
junto a su hermana, con dieciséis o diecisiete años. La tercera retrataba
a una familia de cuatro. En la última, King abrazaba por la espalda a
una mujer de ojos azules. El parecido entre ambos era tal que parecía
que lo hubiera engendrado ella sola.

Me costó decidirme, pero al final pregunté por ella.

—No tengas miedo a ser curiosa. Llevo esperando que me hagas una
sola pregunta personal desde que te conozco —me contestó en su lugar.

Lo miré sorprendida.

—¿Qué? ¿Y eso por qué?

—Quizá porque todas las mujeres con las que he estado antes me han
acostumbrado a interrogatorios. No sé qué placer encuentra el género
femenino en los traumas infantiles o los problemas personales de sus
parejas, pero era como si todas se hubieran puesto de acuerdo para
sonsacarme mi mayor tristeza y luchar contra ella. O quizá quería que
preguntaras solo por ver un poco de interés en ti.

—Que no pregunte no significa que no me interese —me defendí, sin


apartar la vista de aquella mujer que se esforzaba por sonreír a la
cámara—. En general no suelo preocuparme o inquietarme por el
pasado de nadie, lo admito. Pero, aunque lo haga, no me meto en los

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asuntos de los demás. Soy la clase de persona que espera a que se
abran, o que no lo espera nunca y simplemente respeta su silencio.

—Tal vez por eso también quería que te interesaras —comentó, dejando
la sartén sobre el fuego y acercándose para coger el porta-fotos. Por el
camino se metió una cápsula en la boca y se la tragó—. Ya estaba
bastante agradecido con tu silencio y te veía digna de mis secretos.

Dejó en mis manos el retrato.

—Mi madre. Guapa, ¿verdad?

Desde luego, no había nada feo en ella. En la imagen debía rondar los
cuarenta y cinco años, y aunque se la veía descuidada y envejecida, no
era porque su piel se hubiera arrugado o porque estuviese arreglada.
Eran sus ojos. Idénticos a los de King, con una forma más femenina, un
arco de pestañas envidiable... Pero con tanta tristeza en ellos que debía
hacer un esfuerzo por no estremecerme. Aunque solo era una
fotografía, sentí una conexión con ella. Fue eso lo que me permitió
mirarla con detenimiento.

—Lo es. Es preciosa.

—Era, desgraciadamente. Murió hace cinco años. —Levanté la barbilla


de golpe y lo miré horrorizada. Cuando me di cuenta de mi reacción,
aparté la vista—. No te preocupes. Murió feliz. Fue inesperado, pero sus
últimos años fueron fantásticos.

Sentí alivio, y enseguida me di cuenta de por qué.

—Pensabas que se había suicidado —dedujo King, cuya mirada notaba


atravesándome.

Tragué saliva y asentí, aún mirándola. Esa imagen daba todas las pistas
para pensar que quería estar en cualquier otro sitio excepto en el
mundo.

—¿Cómo lo consiguió? —pregunté en voz baja, como si la curiosidad


fuera un crimen—. Ser feliz, me refiero.

—Con tiempo, paciencia, mucho cariño y fuerza de voluntad. Esfuerzo, a


secas.

—No creo que eso sea posible —dije, dejando el portafotos sobre la
mesa—. La felicidad no es algo que puedas meter en tu cabeza a base de
bien.

—Tampoco es imposible concienciarse para serlo. Ser feliz no significa


estar todo el día riendo. Supongo que cada uno tiene su definición, pero

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acostumbro a sugerir que ese cada uno se replantee la suya y la adecue
a lo que le parezca más sencillo alcanzar.

Me giré y lo miré con curiosidad.

—¿Qué es para ti?

King sonrió y se apoyó en la mesa, inclinándose hacia mí. Levantó el


dedo índice.

—La posibilidad de un momento —contestó—. Eso es la felicidad.

—¿Eso no es esperanza?

—¿No nos hace felices tener esperanzas e ilusiones? Hasta donde


entiendo, una persona sin creencias es una persona vacía. Y no hablo de
creencias religiosas, sino de la certeza de que mañana saldrá el sol y
será un día nuevo.

—Eso es optimismo —repliqué.

—¿Y no son los optimistas personas más felices? —contraatacó,


dejándome en silencio—. Mira, Kathleen. La felicidad no es algo aislado
e inalcanzable. No es algo reservado a unos pocos. La felicidad está en
cualquier cualidad, en cualquier virtud: ser optimista, tener esperanzas,
ser de risa fácil. La ingenuidad, incluso. Todo eso tiene como conclusión
o como principio la propia felicidad.

—De acuerdo, puedo concederte eso. Pero a veces sí parece algo


aislado. Hay gente que puede acceder a la felicidad más fácilmente que
otra, ya sea porque tiene todas esas virtudes o porque… no está triste.

—Ahí también te equivocas. Puedes estar triste y ser feliz al mismo


tiempo. ¿Crees que no estoy triste porque mi madre ya no esté conmigo?
—inquirió, alzando una ceja—. Mi madre ha sido y siempre será la
persona que más he querido en este mundo, porque me amó sabiendo lo
que era, a pesar de haber salido de donde salí: del motivo de su eterno
padecimiento, de su dolor más profundo. Y ya no está. —Aquello hizo
que la congoja se instalase en mi pecho. Él, por el contrario, no parecía
afectado. Hablaba con pasión—. Siempre voy a estar triste porque se
fue, pero no puedo dejar que eso lo condicione todo. No se ha acabado
el mundo para mí. Puedo ser feliz sin ella. Soy feliz sin ella —declaró,
estirándose—. No permito que la pena me ciegue y sigo adelante. Y es
siguiendo adelante cuando me encuentro con cosas tan bonitas como
ella. Tan bonitas como tú.

Me guiñó un ojo y yo me ruboricé como una colegiala.

—Pero no tienes la posibilidad de un momento —insistí—. No puedes


verla ni una sola vez.

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—Tengo algo mejor: miles de momentos con ella almacenados aquí
dentro. —Se pulsó la sien, sonriendo—. Muñeca, la vida será tan dura
como tú la dejes. Lo que tú quieras que sea. Porque no es lo que nos
pasa, sino cómo afrontamos las circunstancias. Podemos hacer de algo
terrible, algo realmente bonito. Mira todas esas rosas que florecen en el
desierto. Era lo que mi madre siempre ponía de ejemplo, y que yo
recuerdo todos los días mirando el cambio de esta foto a esa de ahí. —
Señaló el retrato familiar que descansaba sobre el estante, esa donde la
misma mujer sonreía de oreja a oreja—. Mientras tenga la posibilidad
de un momento de risas, de abrazos, de besos, de sexo escandaloso en el
recibidor, voy a ser feliz. Mientras tenga la posibilidad de un momento
contigo, con Swan, con mi padre, con mis colegas... voy a ser feliz. Y tú
deberías serlo también, porque estás rodeada de posibilidades.

Él me dejó a solas con mi silencio, meditando, y terminó de preparar el


desayuno. Mientras tanto, repetí para mis adentros cada palabra que
había pronunciado y la memoricé. Quería que me calase hondo. Quería
que sus conceptos erradicasen los míos, que no eran peores, pero sí
formaban barreras en torno a esa felicidad de la que hablaba y que yo
quería alcanzar.

—¿Por qué le hicieron eso? —pregunté en voz baja, sin poder quitarme
de la cabeza la mirada triste de la señora Sawyer—. ¿Por qué?

—¿Por qué te hicieron daño a ti? —replicó—. No lo sé. Hay gente que es
mala por naturaleza y simplemente no merece vivir.

Sirvió el plato con las tostadas delante de mí y se sentó enfrente. Me vio


con ánimo de responder, a lo que se adelantó mirándome con
intensidad.

—¿Estás segura de que quieres conocer las miserias de Rosyn Sawyer a


las ocho de la mañana? Podría no entrarte bien el desayuno.

—Si puedo tragarme las mías a todas horas, créeme, podré con las de tu
madre —bromeé, cogiendo una tostada y dándole un mordisco. Él
pareció satisfecho con la respuesta, porque se reclinó hacia atrás y miró
al techo antes de empezar a hablar.

—Él estaba... obsesionado con ella. No tiene mucho más. El tipo tenía
fama de hijo de puta en la empresa, pero nadie le paraba los pies, así
que llegó todo lo lejos que quiso.

—¿Por qué no denunció?

—¿Por qué no denunciaste tú?

—Porque tenía miedo y no iba a cambiar lo que pasó.

King cabeceó. «Exacto», quiso decir.

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—¿Y por qué nadie dijo nada, si sabían que era un cabrón? ¿Era el jefe?

—El jefe no, pero se encargaba del departamento y eso le hacía


intocable. Así es como trabaja el mundo, muñeca. La gente, con tal de
no mancharse las manos, hace la vista gorda. Mi madre se sentía
acosada y quería dejar el trabajo, pero tenía problemas con sus padres
y no podía simplemente abandonar y pedir su ayuda para mantenerse.
Aguantó hasta que ocurrió. Estaba tan avergonzada por «haberse
dejado» manchar de esa manera, que no llamó a casa. Me crio sola.

—Eso es admirable. Yo admito que no habría sido... Bueno, supongo que


es cuestión de vivirlo, pero no creo que hubiera sido capaz de...

—¿De tener al hijo de un puto violador? —me ayudó él. Me estremecí


por la forma en que lo dijo. Estaba tan hecho a la idea que ni siquiera
sonaba resignado—. No, muy pocos tienen el coraje. Mi madre formaba
parte de la mayoría, vayas a creerte. Quiso hacerlo. Fue a una clínica
para abortar. Pero en el último momento se echó atrás y, según sus
propias palabras, comprendió que yo no tenía la culpa.

King se reclinó hacia atrás y desvió la mirada a sus dedos. Golpeó la


barra con ellos, improvisando un ritmo.

—Era mentira. Sus padres la obligaron a tenerme. Parece ser que, como
era una adolescente promiscua y le encantaba salir por las noches, no
tenía ninguna credibilidad que la hubiesen forzado. Mi abuelo sigue
pensando que mintió para que le pagasen un aborto. La de mierdas que
tuvo que aguantar mi madre no están pagadas —bufó, con una risa
irónica sin rastro de humor—. Se habla del «regalo de la vida»
continuamente, pero a algunas no les dan la oportunidad de decidir si
quieren otorgarlo o no. En determinados casos deberían llamarlo «la
obligación de dar vida».

» Al final, mi madre llegó a tenerme la misma lástima que se tenía a sí


misma. A fin de cuentas, mi padre, el único que pensó que tendría
jamás, era un desgraciado. Por eso nunca podría haberte tenido lástima
a ti —añadió—. Es un sentimiento mal enfocado.

—¿Por qué dices «el único que pensó que tendrías»? Antes has
mencionado un padre.

—Sí. Seamus. Es un hombre hermético y sin mucho sentido del humor. A


veces me cuesta entenderlo, y muy a menudo se encierra en sí mismo,
pero es porque esa es su personalidad. Pese a ello, es un padre para mí.
Él también es digno de mi admiración. Ha criado a dos hijos que no son
suyos y lo ha hecho con cariño y paciencia.

—¿Swan no es su hija?

—No. Swan es adoptada.

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Fruncí el ceño.

—Te estás quedando conmigo. Tiene tus mismos ojos... —Sacudí la


cabeza al darme cuenta de que lo que tenían en común era el brillo y la
alegría, no la tonalidad o la forma—. ¡Pero si tenéis hasta el mismo
diente torcido!

—Cualquier coincidencia con la realidad es pura casualidad —entonó,


divertido—. Se encogió de hombros—. Swan es finlandesa. Llegó a casa
con once años. Lo mejor que me ha pasado en la vida.

—¿Tan mayor?

—No pretendían adoptar a nadie al principio. Si no, supongo que


habrían buscado una niña más pequeña. No la trataban bien en el hogar
de acogida. Seamus lo detectó en uno de sus viajes y se la trajo —atajó
—. ¿Qué tal las tostadas?

—¿Estás cambiando de tema? —inquirí, con una ceja arriba—. No es


nada tu estilo.

—De vez en cuando me gusta probar cosas nuevas. —Y me guiñó un ojo,


el muy papanatas—. No tengo ningún problema con contarte quién soy o
de quiénes vengo, muñeca, pero la historia de Swan es cosa suya. Yo no
hablaría con nadie lo que a ti te concierne. Son tus tristezas y tus
complejos; eres la única autorizada para abrir tu corazón.

—Lo entiendo, pero...

King levantó las cejas.

—¿Pero? Entiendes a dónde quiero llegar, ¿verdad? ¿O una vez


destapada tu curiosidad no hay manera de frenarte?

Sacudí la cabeza.

—Muy bien, lo entiendo. Nada sobre Swan.

Apoyé la mejilla en la palma de la mano y di un bocado desganado a la


tostada. Sentí su mirada sobre mí durante todo el rato que siguió, en el
que medité largo y tendido. Si Swan también había sufrido, al igual que
King y Rosyn, ¿por qué yo no podía superar lo que me dolía tan rápido y
fácil como ellos? Aunque, ¿quién podía asegurarme que no les había
costado lo mismo que me estaba costando a mí?

«Cada uno tiene su ritmo», decía Jude. «No te sientas peor por tardar
más que los demás en superar un problema».

—Tu padre... —empecé. Enseguida me corregí—. El hombre que le hizo


eso a Rosyn… ¿Sabe de tu existencia?

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King asintió con la cabeza.

—Ha intentado ponerse en contacto conmigo y con mi madre en


múltiples ocasiones. Seamus y yo pusimos una orden de alejamiento. Yo
fui a verle y le amenacé. —Señaló la fina cicatriz que le sesgaba la ceja
y sonrió sin enseñar los dientes—. Nos costó llegar a un acuerdo, pero
creo que le quedó claro el mensaje.

Lo miré con los ojos muy abiertos.

—No pareces esa clase de hombre.

—Con un buen motivo, cualquiera puede volverse una bestia sedienta de


sangre. En mi caso basta con tocar a mis seres queridos.

—Vaya, vaya. Eres una caja de sorpresa. —Me incliné hacia delante y lo
miré a los ojos—. ¿Qué más debería saber sobre ti?

—Hmm… —Se dio unos golpecitos en la barbilla—. Tengo un perro en


casa de mi padre. No lo mantengo aquí porque el apartamento es
pequeño y necesita corretear, aparte de que no podría pasar tiempo con
él. Tomé clases de bailes de salón durante un tiempo; una chica con la
que salía estaba obsesionada con enseñarme. Nunca me he
emborrachado hasta el punto de vomitar. Hice un curso de primeros
auxilios, solo hay una película que me hace llorar, y el mejor recuerdo
que tengo en esta vida es del día en que conocí a Swan.

Sonreí sin darme cuenta.

—¿Qué película es?

—Un monstruo viene a verme. Reconozco que tiene mucho que ver que
sea una película de Bayona y que esté enamorado de Felicity Jones.

—¿Director y actriz preferidos?

—Efectivamente.

—¿Y cómo se llama tu perro?

—Jekyll. El de Swan se llama Hyde. —Le contagié con mi carcajada—.


Los dos son la misma raza. Pastores alemanes. A veces se quieren y a
veces se odian.

—Hay mucha justicia poética en tu vida, por lo que veo.

—Seamus es profesor de filosofía. Era inevitable.

—De ahí tu pasión por ella —deduje.

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—De ahí… Y de que siempre me ha impresionado que la filosofía lleve
siglos plasmando en teorías todas las preguntas que me hago antes de
dormir.

—¿Como cuáles?

El timbre interrumpió una conversación agradable y King tuvo que


levantarse.

—Intenta no escaparte por la ventana aprovechando que me ausento —


dijo, caminando alegremente hacia la puerta.

—Ja, ja. Muy gracioso.

Se asomó antes de perderse por el pasillo.

—¿Es pronto para bromear con eso? —preguntó. Estuve tentada de


asentir, pero acabé negando. King sonrió satisfecho y atendió al
visitante, que tenía voz femenina y una energía arrolladora.

—¡Qué buen aspecto tienes esta mañana! —exclamó a la que reconocí


como Swan. Sus tacones repiquetearon contra el suelo de la entrada.
Parecía que iba acompañada, porque utilizó el plural—. Tendríamos que
haberte llamado, pero sabía que estarías despierto.

—Siempre estoy despierto.

—¿Qué tal el dolor de cabeza?

—Bien, por el momento, aunque creo que me tomaré algo después por si
acaso.

—Deja de automedicarte, King. Incluso si te sientes muy mal, ve al


médico. No estudiamos durante siete años para que la gente se compre
aspirinas y las utilice cuando le sale de las narices —le recriminó. Sus
pasos se escucharon cada vez más cerca—. En cualquier caso, estoy
aquí porque he terminado de arreglar el programa y la página web y ya
he colocado el anuncio de que buscas community manager... Oh. No
sabía que estabas acompañado.

La expresión de Swan me hizo sentir fuera de lugar, pero me esforcé por


esbozar una sonrisa amable y me levanté para saludarla. Me di cuenta
de mi desaliño cuando me acerqué. Llevaba el pelo recogido en un moño
eficiente y se había perfumado.

—Me alegro de verte, Kathleen.

Ahora que estaba despejada, pude darme cuenta de que, aunque al


principio me había caído bien porque me recordaba a Liberty, eran muy
distintas. Liberty aprovechaba cualquier excusa para acercarse

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físicamente a su interlocutor, mientras que Swan, aunque sonreía y
transmitía confianza, evitaba el contacto.

Fui a decir algo, pero al ver al segundo visitante se me olvidó. Me olvidé


casi hasta de mi nombre. Y él, al verme, también pareció irritado. Si
tuve alguna duda, esta voló lejos.

Fue Dristan quien le habló de mí a los periodistas.

Disimuló tan bien que no me costó entender por qué Liberty se creyó su
papel de príncipe azul.

—Hola, Kathleen. ¿Cómo estás?

Se acercó y me besó las mejillas como si nada. El gesto de confianza me


produjo arcadas, pero me quedé quieta porque no me creía su poca
vergüenza. Impotente, me hice esa pregunta que rara vez tenía
respuesta. ¿Por qué?

¿Qué le había hecho yo para que me delatase? ¿Alejarlo de Liberty? No


era como si le importase una mierda, o de lo contrario, no la habría
engañado.

—Muy bien, gracias —contesté con vehemencia.

—Me alegro.

—Oh, ¿sí? ¿Te alegras? Quién lo iba a decir. —Me crucé de brazos para
que no se diera cuenta de que me temblaban las manos—. Y yo que
pensaba que echaste a los periodistas sobre mí porque querías
justamente evitarlo.

King se giró hacia mí.

—¿Cómo?

—¿Tan amigo eres de Nolan? —le pregunté, ignorando al resto. Dristan


me miraba sin expresión—. ¿Por eso me reconociste? ¿O acaso me
buscaste en Google? Fuiste muy efectivo, de verdad. Sobre todo,
utilizando información que Liberty te dio porque confiaba en ti, y que
también usaste en su contra. Elegiste adrede el día en que su madre
tenía cita con la psicóloga, ¿verdad? Querías joderla a ella también. Dos
pájaros de un tiro.

—Eh, ¿qué pasa? —intervino King de nuevo, acercándose—. ¿Cómo


sabes que ha sido él quien...? 

—¿Lo niegas? —le pregunté a Dristan—. ¿Niegas haber sido tú?

—No —contestó él, metiéndose las manos en los bolsillos—. Supe quién
eras en cuanto te conocí. Te había tratado antes. Estuve en una de las

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fiestas de Sullivan. Fui el que le vendió la casa que tiene en el distrito
dos de Dublín. Tú ibas con él. Y cuando coincidimos hace unos meses,
me sorprendí. Verte al otro lado del charco, con otro nombre...

—¿Qué? —espetó King. Se dio la vuelta del todo y lo cogió del hombro—.
¿A qué te crees que estabas jugando? ¿Con qué derecho vendes su vida
privada?

—Eh, cálmate. Tampoco es para tanto.

—¿Que no es para tanto? ¿No se te ocurrió que se había cambiado el


nombre por alguna razón? —siguió King—. Ya puedes estar
arreglándolo para que la dejen en paz.

Dristan levantó los brazos, queriendo restarse culpa.

—No puedo hacer eso, no tengo influencia como para silenciar a todos
los medios.

—Si la tuviste para vender información, debes tenerla para retirarla. Y


si no, usa tu dinero o haberlo pensado antes.

—¿Qué está pasando? —se metió Swan, sin entender—. ¿Quién es Nolan,
y por qué hay paparazzis detrás de Kathleen…?

King se pasó una mano por la cara.

—¿Por qué lo has hecho? —inquirió.

—Porque le dije que Liberty no quería verlo. O porque querías joderme


—respondí, mirándolo—. No hemos hablado más de dos veces, y Libby
te da igual. Solo querías tu momento de gloria, ¿no?

Dristan envió una mirada nerviosa a King, que lo observaba a su vez


con la cara desencajada.

—Los medios pagan muy bien las exclusivas.

King cerró los ojos un segundo y siseó una maldición.

—No me lo puedo creer... —Negó con la cabeza—. ¿Es que no tienes


suficiente dinero?

—No me sobra. La inmobiliaria no va muy bien desde hace un tiempo,


y…

—Lárgate de mi casa. No quiero oír tus excusas. Tienes suerte de que ya


no la molesten, o te obligaría a cubrirle las espaldas hasta que la
dejaran en paz.

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—No te pongas así —pidió Dristan—. Ni siquiera he hecho nada contra
ti. ¿Qué importa esa tía?

King lo cogió por la nuca y lo acercó a él. No podía verlo porque estaba
de perfil y me había quedado bloqueada, pero sabía que sus ojos
echaban chispas.

—Parece mentira que no entiendas la gravedad de la situación. Si «esa


tía» quiere, formará parte de mi familia un día. Lo que le hagas a ella,
me lo haces a mí. Lárgate y no me hagas decirlo otra vez.

Lo soltó de forma brusca y le señaló la puerta con un movimiento de


barbilla. No me gustaban los arrebatos violentos, pero él no lo había
sido. Solo contundente y… justo. Me sentí culpable por haber provocado
que se peleara con su amigo, quizá incluso con Swan, que salió detrás
de Dristan sin entender nada. Cuando se cerró la puerta, nos miramos
un momento. Debió ver en mi cara que no estaba orgullosa de lo
sucedido, porque se dio dos golpes en el pecho, como los gorilas, y soltó:

—Follar. Beber. Follar otra vez.

Solté una carcajada que liberó toda la tensión de mi cuerpo y me dejé


envolver por sus brazos.

—Lo siento —murmuré contra su pecho—. Debería haberme callado. A


fin de cuentas, es tu amigo.

—Lo es, pero últimamente está haciendo muchas gilipolleces. Iré viendo
cómo prospera a partir de esto para decidir qué hacer con él. No me
gusta que haya mala gente en mi vida, aunque sus errores no me rocen.
Nunca se sabe cuándo se van a volver contra ti.

—Buena filosofía —anoté. Me mordí el labio y lo pensé antes de añadir


—. ¿A qué te referías con que si quiero formaré parte de tu familia algún
día?

—A eso mismo. Me gustaría presentarte a mi padre. Y a mi perro —


añadió, con un brillo especial en los ojos—. Pero a tu ritmo.

—No tiene por qué ser siempre a mi ritmo —dije, preocupada—.


También importa lo que tú quieras.

Él comprendió lo que acababa de decir entre líneas. Me daba miedo que


se cansara de estar siempre por mí, mientras que yo no hacía nada para
hacerle sentir mejor. King borró todo rastro de dudas con una sonrisa y
una caricia a mi pelo.

—Ya haremos lo que yo quiera cuando estés preparada, eso no lo dudes.


—Me guiñó un ojo—. Siempre me salgo con la mía, pero no soy ningún

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caprichoso. Sé que algunas cosas toman tiempo… y para mí es un placer
dártelo.

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SIEMPRE ES TAN MALO COMO PARECE 

Los meses siguientes fueron relativamente tranquilos, dentro del ajetreo


que conllevaba publicar un libro y reaprender a lidiar con comentarios
malintencionados. La mayoría de ellos lo eran. Mostraban desacuerdo
con el desenlace y se quejaban por el lamentable final de su héroe
romántico preferido. Tyler Fox había sido una leyenda durante mucho
tiempo, y ahora «un tal Gavin» había reemplazado su lugar. Las lectoras
no acogieron a la nueva pareja de la protagonista con demasiada
ilusión, pero King me animó a ser optimista y concentrarme en las
reseñas positivas, que tampoco faltaron. Fue best seller igual que las
otras dos entregas, lo que me permitía seguir viviendo sola. Sin
embargo, no quise desprenderme de la fantástica compañía de Gin, que
era una inspiración.

—¿Y si escribes una historia de amor sobre el hermano de Tyler? Ya


sabes, aquel al que no paraba de llamar calzonazos y maricón por darle
libertad a su mujer. Lo divorcias de esa perra que le está poniendo los
cuernos, y que encuentre el amor otra vez.

—¿Qué tal una novela sobre la mejor amiga, Danielle? Ahora que eres
una autora comprometida con lanzar un mensaje, creo que podrías
desarrollar muy bien el problema que tiene con su identidad sexual.
Siempre he querido leer una novela con visibilidad transexual.

—¡Estaba en el supermercado y no te vas a creer lo que ha pasado!


Había dos mujeres discutiendo a grito pelado en la caja sobre el final de
tu trilogía, con todo esto de Tyler Fox y Gavin… Se ha metido una
adolescente a decir que Tyler Fox era un maltratador psicológico y un
manipulador, y no veas la cara que se les ha quedado. Hasta a mí se me
ha caído de la vergüenza, coño. 

—Si al final te pones con la historia de Pamela, por favor, dedícamela.


Me siento muy identificada con ella. Líala con un hombre rico que la
mantenga. Las superficiales también tenemos derecho a ser felices con
alguien que nos quiera, no solo las inocentes, virginales, adorables y que
van siempre en vaqueros.

Me hacía mucha gracia que me abordara cada dos por tres con
propuestas. Las anotaba todas —o casi todas— para un posible
desarrollo, y eso que desde el principio decidí tomarme con calma la
escritura. Pamplinas. Apenas días después del lanzamiento oficial del
final de Tyler Fox, me puse con un nuevo proyecto de bilogía que,
efectivamente, iba a dedicarle a Gin. Porque las mujeres superficiales
también tenían derecho a ser felices.

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Por primera vez en mucho tiempo tenía las ideas muy claras en todos los
ámbitos. Pensaba retomar mi oficio en serio, salía oficialmente con un
hombre que hacía más amenos mis días, estaba rodeada por todas las
personas que adoraba... Recibía cariño por todas partes. Tanto que a
veces me saturaba, pero no me quejaba porque sabía que formaba parte
de la terapia de recuperación.

—¿De qué te ríes tanto? —me preguntó King un día, observando que
tenía que hacer serios esfuerzos para no partirme de risa delante del
ordenador.

—Estoy leyendo tweets, reseñas de blogs y comentarios en Amazon… Ya


sabes, mi paseo mensual, a ver qué dicen las lectoras. Hay cada
locura...

King se tiró a mi lado en el sofá.

—¿Qué dicen?

Me aclaré la garganta e hice una rápida selección de los mejores.

—«Kathleen Priest es peor que Hitler. Todavía no me puedo creer el final


de La cura del amor. ¡La odio! Aunque espero que no acabe
suicidándose como el dictador». «¡Kathleen Priest ha vuelto a joderme
la vida! ¡Y ha vuelto a encantarme! ¡Que le den a Christian Grey, yo sí
que soy sado!» —Solté una carcajada—. «Sé que la escritora dice que el
protagonista es moreno, pero yo me los imagino a todos rubios, como
un ejército de Ryan Gosling viniendo hacia mí. Joder, ¿es rubiofóbica?
¿Por qué no hay ningún Ryan en sus libros?» —Hice una pausa—. En eso
tiene razón. Mis protagonistas son siempre morenos. Debería innovar.
Oh, joder, mira esto: «El otro día estaba teniendo sexo con mi novio y
dije el nombre de Gavin Defarge. Estuvo a punto de dejarme porque es
que encima le solté que ni me molestaría en salir con él si tuviera a uno
como Gav. Al final le dije que era broma… Pero no lo era».

King se rio alegremente y dejó la cajita con las pastillas sobre la mesa,
con la que había estado jugando hasta el momento.

—¿Tan intensas son las lectoras?

—Oh, y eso no es nada. Tendrías que verlas elucubrando sobre la pareja


de la bilogía que he prometido sacar en unos meses e indagando sobre
los agradecimientos del libro.

—¿Agradecimientos? ¿Qué tienen que averiguar sobre eso?

—Están intentando descubrir quién usa como apodo «cerdo que pone el
pecado en el mundo».

King me miró a punto de reírse.

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—Muñeca... ¿Me has puesto en los agradecimientos de tu libro como «el
cerdo que pone el pecado en el mundo»?

—Sí, creía que había quedado claro a la primera insinuación.

Sacudió la cabeza y no pudo aguantarse más. Rompió a reír y me pasó


un brazo por la cintura para apretarme contra él.

—No habrás puesto, por casualidad, una dedicatoria especializada para


el sillón, las tostadas, o King Kong...

—No, pero sobre cierta salchicha... —King me silenció tumbándome


boca arriba. No tardó ni medio segundo en quitarme los pantalones—.
Oye...

—Tú la mencionas, y yo la saco. Solo obedezco órdenes. —Me guiñó un


ojo e inspiró hondo—. No me puedo creer que me hayas puesto en los
agradecimientos. ¿Debería sentirme especial?

Adoraba estar con él. Pero cuando insinuaba o insistía en que le


confesara mis sentimientos, me sentía mal porque algo dentro de mí me
presionaba a seguir guardándomelo, a esperar el momento idóneo; a
estar convencida de que lo quería de verdad.

Pero la desconfianza no desaparecía, así como así. Había progresado en


los últimos meses. Ahora bien: eso no quería decir que pudiera airear
mis expectativas y emociones sin miedo a que las usaran en mi contra.
Seguía temiendo salir herida, y una minúscula parte de mí se negaba a
creer que todo pudiera ir tan bien de pronto. Debía tener truco.

Lo había hablado con Gin y con Liberty, quien tomó la decisión de


mudarse a un apartamento más amplio en el barrio de los estudiantes.
Su madre había mejorado también, y Libby pretendía disfrutar de ella
cuanto se lo permitiera su enfermedad compartiendo vivienda. El
psiquiatra de la consulta de Jude Murphy andaba muy pendiente de las
dos, en especial de la pelirroja, a la que llevaba pidiéndole salir cuatro
meses sin ningún resultado.

Liberty estaba decidida a no enamorarse.

—No tienes que agobiarte con eso. Forzar un «te quiero» es, para mí,
uno de los peores delitos que se pueden cometer —me dijo ella—. En un
noventa y nueve por ciento de los casos te acabas arrepintiendo.
Siempre te sientes mal por no haber sido sincera ni contigo misma, ni
con la persona en cuestión.

—Opino igual, aunque bajo mi punto de vista estás más que enamorada
—comentó Gin—. Solo tienes que encontrar el momento de decirlo. Ese
en el que sea o declararte o explotar.

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No pude pedirle segunda opinión a Jaab o a Maddox. El primero se
marchó de nuevo por el mundo por motivos de trabajo. Por fin había
decidido embarcarse en un proyecto algo más personal; quería hacer un
reportaje sobre las distintas culturas del continente asiático. En cuanto
al segundo, estuvo ocupado encargándose de la empresa de su padre,
quien falleció apenas unos meses después de su regreso de la India a
causa de un cáncer muy agresivo. Fue hermético y no habló del tema.
Tampoco buscó consuelo. Se cerró en banda, y aunque lo intenté, fue
difícil ofrecerle apoyo.

—Creo que lo mejor es que lo dejemos a su aire —me sugirió Theo, su


amigo y compañero, cuando tuve que plantarme en el negocio de
mudanzas para pedir una explicación. Allí me enteré de que Maddox no
respondía las llamadas de nadie. Yo no era especial—. Ya sabes cómo es
Dox. Cuando algo le afecta, se quita del medio y pasa mucho tiempo a
solas. Es lo que necesita, además de atender a su familia.

—Pero, ¿cómo está? Quería mucho a su padre.

—No está tan mal como puedas imaginar —me dijo, probablemente para
intentar que me reconciliase con la impresión que tenía de no haber
insistido lo suficiente—. Lo quería, pero sabía en qué desembocaría su
enfermedad. De todos modos, está rodeado de apoyos en casa.

—Declan no es ningún apoyo.

Theo cabeceó, dándome la razón. El hermano de Maddox no era de los


que ofrecían un hombro en el que llorar.

—No, Declan no. Pero Declan está lejos, y así es mejor.

Prácticamente todo estaba en orden. Cada uno seguía con su vida como
consideraba mejor. Así, mi día a día se reducía al trabajo desde casa, a
mis cenas informales con Gin y a King, quien se tomó muy en serio mi
petición de conocerlo.

En Navidad me llevó a terminar de conocer a su familia. Propuso la idea


como si tal cosa mientras desayunábamos, y aunque pude fingir que me
parecía maravilloso, tuve que pasar un rato encerrada en mi habitación
para asumirlo. Eso era compromiso. Compromiso a gran escala.

Pero accedí. Me presentó a Seamus, su padre adoptivo, a quien definió


en su día a la perfección. Se trataba de un hombre no demasiado alto,
encorvado y de unos cincuenta años. Era superdotado y muy culto, cosa
de la que uno se daba cuenta al hablar con él. Durante la tarde me fijé
en que Swan era la mujer de su vida. Se le iluminaban los ojos de
orgullo al mirarla, y no era para menos. Por fin había entrado a
trabajar como traumatóloga en las urgencias del hospital de St.
Vincent's, justo después de graduarse con matrícula de honor en la
Universidad de Dublín.

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No se puede decir que conectamos, pero nos entendimos a primera
vista. Seamus no era una persona muy habladora, sociable o alegre,
como en cambio sí que lo eran Swan o King. Y seguía sufriendo la
muerte de Roslyn: estaba en sus ojos.

—¿Qué le pasó a tu madre? —me atreví a preguntar un día, estando


tumbada sobre King en el sofá—. ¿De qué murió? Era joven, ¿no?

—Tenía cuarenta y tres años. Y murió de hipo —contestó, mirándome


con fijeza. Tuvo que esperarse mi respuesta facial, porque explicó—: Sí,
hay un porcentaje mínimo de casos en los que el hipo puede acabar en
la muerte. No el hipo en sí mismo, sino las complicaciones. Mi madre
tenía dificultades respiratorias y lo supimos gracias a esos ataques cada
vez más frecuentes y molestos. La tuvieron que intervenir
quirúrgicamente. Hubo problemas, y... Murió. Fue una negligencia
médica, pero también tuve parte de culpa.

—¿Que tuviste parte de culpa? ¿Tú? —repetí—. ¿Por qué?

—Porque no lo detecté a tiempo. Me reía porque tenía hipo todo el


tiempo. Hacía bromas sobre ello. «Alguien no deja de pensar en ti, ¿eh?»
—ejemplificó, torciendo la boca—. No supe verlo.

Me apreté contra él, angustiada por su tono de voz desesperado.

—¿Cómo ibas a saberlo? Era hipo. La gente no se muere de eso


normalmente.

—Pero la gente puede morir de cualquier cosa, en cualquier momento —


repuso—. Su muerte repentina me hizo verlo, darme cuenta de que hay
que prevenir toda clase de situaciones. Habiendo tantos fármacos,
pudiendo acudir a revisiones mensuales... ¿Cómo puede morirse uno? —
Sacudió la cabeza, ofuscado.

—Tomarse demasiadas pastillas también es malo.

—No lo es. Puede evitar algo como eso. La muerte de alguien joven, por
algo tan estúpido como el hipo. Con seguimientos y medicamentos a
mano, es imposible.

Me quedé mirando su semblante afectado sin saber muy bien qué hacer.

—¿Por eso tomas tantas pastillas? ¿Para «prevenir»?

—Se han dado casos de gente a la que le ha dolido la cabeza y ha


resultado que tenía un tumor cerebral. Hay ejemplos de muertos por
apendicitis, Kathleen. No es ninguna tontería tener cuidado y medicarse.

Ahí me di cuenta de que King tenía un punto débil; de que era vulnerable
en un aspecto que hasta entonces me había pasado desapercibido, quizá

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porque no hice las preguntas adecuadas, o no me interesé lo suficiente.
Me sentí culpable y estúpida por no haberlo detectado antes.

—Tampoco está bien medicarse día sí y día también —repliqué,


mirándolo a los ojos—. King, los fármacos pueden tener el mismo efecto
que las drogas. Pueden hacerte mucho daño. ¿No ves que son químicos?
Tienes que dejarlo ya. ¿Cuántas pastillas tomas al día?

Él vaciló un instante. Volvió enseguida a su sonrisa de sobrado.

—No las tomo sin más —se defendió—. Solo cuando me duele algo.
Salvo por los relajantes musculares para el estrés, y algunas para
dormir.

—¿Cómo? —Me incorporé bruscamente—. ¿Para qué coño necesitas


relajantes musculares? ¿Y por qué ibas a tener que medicarte para
pegar ojo? King, joder, tienes treinta años y la salud de un toro bravo.
Estoy segura de que puedes dormir como un tronco sin necesidad de
medicarte.

—No son muy potentes, muñeca. Tranquilízate. Se pueden tomar sin


prescripción.

Descolgué la mandíbula.

—Joder. ¿Te las tomas sin receta médica? ¿Sabes lo malo que es eso? —
insistí—. No puedes tomarte una pastilla porque sí. ¿Qué hay de tu
sistema inmunológico? No soy ninguna especialista de la medicina, pero
estoy segura de que…

Esperaba que King me hiciera algún caso, pero como tenían por
acostumbrado los hombres, se quedó con la parte del discurso que le
interesó. Sonrió de oreja a oreja y tiró de mí para sentarme encima
suya.

—¿Es eso que oigo un poco de preocupación? ¿Kathleen Priest está


angustiada por mí?

Quise asentir y darle un sermón. Comparado con los que él me había


echado a mí a lo largo del tiempo que llevábamos conociéndonos, no
sería gran cosa.

No me permitió ni siquiera decir una palabra. Antes me besó y me


desnudó, y ese arrebato de dulzura tan impertinente y sumamente
encantador me hizo perder la cabeza.

—Si tienes que preocuparte por algo, que sea porque no encuentro a
una community manager decente —me susurró en el oído, después de
follarme de espaldas en el sofá—. Mi negocio acabará cayendo en
picado por culpa de lo mal que se me dan las cuestiones de publicidad.

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No puedo hacerlo solo y eso me estresa lo que no puedes imaginarte. De
ahí los relajantes, para la tensión. Y los dolores de espalda…

Pero no tardó tanto tiempo en encontrar lo que estaba buscando,


aunque el proyecto le tomó unos cuantos rechazos. Por lo visto, pocas
merecían su confianza. La que eligió en concreto era ideal para el
puesto.

Como cabía esperar, tenía el mismo físico que el resto de sus empleadas.
Muy rubia, muy bronceada, con los ojos enormes y claros y una talla de
sujetador bastante por encima de la media. Esta se diferenciaba de las
otras en una sola cosa, y es que tenía dos carreras universitarias, un
máster y gran experiencia laboral. Todo eso siendo solo un año más
mayor que yo.

—Eres de novela —le solté un día a King—. Todos los protagonistas


empresarios de tramas románticas tienen rubias guapísimas en
plantilla.

—No sé por qué lo harán ellos en los libros, pero lo mío es pura
estrategia comercial. Sé que no es lo ideal usar a una persona para
atraer clientes, y cuando se descubra otra forma de hacerlo, la usaré;
por lo pronto me ciño a lo que es evidente y casi necesario. Vendo joyas
y las características más representativas de estas. Elegancia, belleza,
riqueza. Las mujeres detrás del mostrador y que prestan su ayuda deben
tener esas cualidades.

No supe que Gabriella era guapa porque King me la describiera, sino


porque coincidí una vez con ella. Y debo reconocer que, en el momento
en que la conocí, no sentí celos. Era educada y cordial, y le
entusiasmaba mi oficio. Pero al conocer su expediente, me invadió la
envidia irremediablemente. Yo no había completado mis estudios y era
una espinita que tenía clavada en el corazón, aunque fuese feliz con mis
libros.

De todos modos, la cosa no fue más allá. Si la confianza en mí misma


decayó, se debió a que unas semanas después de su contratación, fui a
una de las franquicias del sello de King's Pleasure para recoger a King.
Habíamos quedado para almorzar y no me arreglé especialmente
porque tenía ganas de algo grasiento. Como era costumbre, entré por la
trastienda y esperé allí. Una muy mala idea, porque escuché lo que las
dos dependientas hablaban frente al mostrador.

—¿Has visto las últimas fotos de Sheila Boyd? —preguntaba una, a la


que reconocí como Pamela—. Son increíbles. Parece de otro mundo.

—Tienes toda la razón. Ha pasado de King's Pleasure a Tommy Hilfiger,


¡eso sí que es crecimiento profesional! Y pensar que dijimos que cuando
lo dejara con el jefe se quedaría obsoleta… Me da rabia tener que
morderme la lengua.

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—Es normal que lo pensáramos. Una cosa es que te dejen, y otra que te
reemplacen dentro y fuera de la cama… Y por una mujer más fea que tú
—exclamó—. ¿Tú no dejarías tu trabajo por un tiempo y mantenerte al
margen de los medios? Porque yo sí.

—Eso es verdad. Todavía no lo entiendo. Sheila era exitosa, guapísima y


encantadora, y de repente la dejó por esa… don nadie. No me entra en
la cabeza. ¿Qué tiene? ¿Será una guarra en la cama? —Ciarán se echó a
reír y Pamela la secundó—. En serio, es que es una borde insoportable, y
ni siquiera es mona. Las tres veces que la he visto iba en chándal. ¿Es
que no sabe lo que son los vaqueros? Por Dios, está saliendo con King
Sawyer. Él siempre tan arreglado y guapo, y ella… En fin. No debe
darse cuenta del ridículo que hace.

—Ni que lo digas. Si yo fuera él, la tendría en secreto. Fíjate que a ti te


montó el pollo con los anillos, pero yo la escuché gritándole al señor
Sawyer como una histérica, diciendo que, si era un cerdo, o vete a
saber... ¿Tú te crees? ¡Insultar a King Sawyer, cuando sin él no sería
nada! Desde luego, es mucho más hombre de lo que ella será mujer en
su vida.

—Bueno, eso de que sin él no es nada… No exageres. Es escritora. Y


muy famosa.

—¿Y eso se supone que es bueno? —ironizó Pamela—. Escribir no es un


trabajo de verdad. Menos aún si hablamos de novela erótica. A mí me
daría vergüenza pasarme el día encerrada en casa, sin dar ni golpe,
fantaseando con un tío invisible que me mete mano. Pero claro, siendo
una loca y encima borde, dime tú a mí dónde podría trabajar. De cara al
público no, eso está claro. Quizá reponiendo en un supermercado, y ni
siquiera, porque está demasiado delgaducha para cargar nada. ¡En
serio, es que no me imagino por qué cambiaría el señor Sawyer a Sheila
por alguien así!

Oí cómo la puerta se abría y unos tacones avanzaban hasta el


mostrador.

—¿Todavía no ha llegado Sawyer? —preguntó Gabriella. Su voz grave


era inconfundible—. Hemos quedado a la una para comer.

—¿Para comer?

—Ajá. Me ha dicho que quiere hablar conmigo de un tema personal.

—¿Un tema personal? —repitió Ciarán—. ¿Ahora os confiáis secretos?

—Nos llevamos bien. Somos amigos.

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—¿De qué clase de amistad estamos hablando? —inquirió Pamela. Por el
tono que usó, era obvia la respuesta que quería escuchar—. Qué suerte,
y yo que no conseguí nada con él...

—Yo sí —repuso Ciarán con pedantería—. Nos acostamos una vez, no


hace mucho más de un año.

—¿En serio? —intervino Gabriella, incrédula—. Yo tenía al señor Sawyer


por un profesional.

—Oh, lo es, créeme... Con la lengua, sobre todo —rio Ciarán. Pamela no
tardó en secundarla—. En fin, te toca a ti disfrutarlo, Gab... Qué envidia
me das.

—Oye, yo no he dicho nada —repuso ella.

—Pero os traéis algo entre manos, es innegable. Lleváis unos días


saliendo juntos.

—Eso no lo voy a negar. En cualquier caso, no os incumbáis.

—Ah, claro que no, lo quieres para ti solo…

Gabriella se echó a reír.

—No niego que King sea encantador. Quizá en otras circunstancias me


hubiera fijado en él. Pero mucho me temo que…

No pude seguir escuchando. Salí del local silenciosamente, mareada y


con el corazón latiéndome apresurado. Caminé unos cuantos pasos lejos
de la trastienda y desbloqueé la pantalla del móvil para ver que, en
efecto, King no iba a aparecer.

King: Asuntos de trabajo. No voy a poder almorzar contigo. Hasta la


noche. x

Junto con una imagen de los dos pasando la tarde juntos —y no como
amigos—, un temblor trepidante me sacudió de golpe. La bilis me quemó
en la garganta, y acabé vomitando en el callejón paralelo todo el
desayuno.

***

No me había mentido. Gabriella trabajaba para él: ella en sí era un


asunto de trabajo, aunque fueran a tratar «temas personales» que a mí
no me constaban. No terminaba de entender por qué, si tenía un

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problema, prefería tratarlo con su community manager antes que
conmigo. Pero no iba a prender las alarmas. Quería confiar en que,
aunque todas las asalariadas de la joyería lo creyeran, King no estaba
interesado en Gabriella. Eso fue lo que me repetí mientras volvía a casa
con el equilibrio doblado. Me encontraba mal, pero no era su culpa. Fue
doloroso oír cómo me consideraban tan poca mujer que ni respeto
sentían por la elección de King. Se habían dirigido a Gabriella como si
ya lo tuviera en el bote. Como si fuera cuestión de días que me diera la
patada y se fuese con ella. Como si yo no valiera una mierda. Y aún
estaba demasiado sensible para gestionar un ataque como ese a mi
autoestima.

Kathleen: Ok, no pasa nada.

No me contestó, y eso me puso nerviosa. Tenía por acostumbrado que


me dijera que me quería en cada mensaje, o por lo menos me mandara
una de sus equis. A lo mejor estaba muy ocupado y no tenía el móvil a
mano, o quizá, siendo algo más radical, se había cansado de
demostrarme su cariño sin recibir nada a cambio. Quedaba poco para
que hiciera un año desde que se declaró, y yo aún era incapaz de
pronunciar una triste palabra amorosa. Por supuesto, se había
mostrado paciente y comprensivo con el tema. Sin embargo, no dejaba
de ser un hombre que necesitaba atención.

Yo se la daba. De veras que se la daba. Pero bien podía no ser suficiente.


Bien podía haberse fijado en Gabriella a raíz de mi falta de expresión.

Si me estaba engañando —y no quería pensarlo; ni siquiera me lo creía,


pero la duda me había asaltado de repente— esa podría ser una de las
razones. Mi falta de interés.

Pero no me estaba engañando. Claro que no. Había dicho mil veces que
no era de esos. Me quería. Lo demostraba y lo repetía sin cesar.
Lamentablemente, eso no quitaba que fuese coqueto y abierto de mente
por naturaleza, dos cualidades que me encantaban… Y que entonces me
tenían con el corazón en vilo. No me extrañaría que se hubiese cansado
de la monogamia y ahora quisiera probar con otras mujeres. A fin de
cuentas, estaba contento con Sheila y aun así le apetecía acostarse
conmigo.

Entendería que Gabriella estuviese en su punto de mira. Era su tipo.


Mucho más atractiva que yo, igual que Sheila, a la que había dejado
porque... Bueno, estaba de acuerdo con lo que habían comentado
Pamela y Ciarán. No entendía por qué reemplazó a Sheila Boyd por
alguien como yo. Ni siquiera jugábamos en la misma división.

No me había parado a pensarlo hasta ese momento. Y dolía. Me había


dolido de veras darme cuenta de que tenían razón. ¿Por qué King estaba
conmigo? Se había enamorado demasiado rápido, lo que era
sospechoso cuanto menos. Nos conocíamos desde hacía unos meses
para cuando declaró que me quería. Tal vez le atraía mi complejidad, y

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que aún hoy, cuando estábamos juntos, le costaba entenderme. A los
hombres les encantaban los enigmas, las mujeres que se hacían de
rogar…

Quizá solo estuviese conmigo para sentirse el héroe. 

«Estás siendo injusta», me reprochó la vocecita interna. «King te quiere


por lo que eres, y no hay más que hablar».

Claro, pero… ¿Qué era yo? Solo era una mujer corriente. Tal vez poco
más alta que la media, delgada como Kate Moss, y que sabía andar
sobre unos tacones sin tropezarse. ¿Era elegante? Tal vez, pero no podía
competir con la belleza de una modelo, o con la de su jodida community
manager.

Estaba en esas cuando llegué a casa. Se me había quitado el hambre y


todo lo que quería hacer era tumbarme en la cama, ver una película con
mucha sangre o escuchar todos esos despotriques de Ginebra hacia su
jefe el explotador. Cualquier cosa mejor que darme cuenta de que me
estaba volviendo una completa chiflada otra vez. Lo peor era que no
sabía si venía porque de verdad tenía motivos para desconfiar, o porque
el escepticismo seguía instalado dentro de mí. Cualquiera de las dos
opciones me aterrorizaba.

—¿Caitlin? —llamó alguien. Levanté la mirada en dirección a la puerta


del portal con el estómago revuelto. Vi que se acercaban a mí un par de
mujeres con una libreta en la mano—. Caitlin McGrath, ¿verdad?
¿Podría hacerle unas...? 

—No —espeté. Busqué las llaves en el bolso, sin hacer caso—. ¿Qué
demonios hacen en la puerta de mi casa? ¿Es que no tienen respeto por
nada? Voy a llamar a la policía.

—Por favor, solo serán unas cuantas preguntas —machacó una de ellas
—. Nos marcharemos enseguida. Somos una revista muy poco conocida,
y...

—¿Y pretenden hacerse conocidos investigando la vida de una persona


normal y corriente? Lo único que hago es escribir libros. Si tienen
alguna duda sobre eso, envíenle un correo a mi editorial.

—Pero...

—Y no soy Caitlin McGrath. Soy Kathleen Priest.

Les cerré la puerta en la cara y subí las escaleras a trompicones. No era


la primera vez que me asaltaban los periodistas en el último año, y
sospechaba que pasaría otro largo periodo de tiempo hasta que me
dejaran en paz, pero las veces anteriores había ido acompañada de
Maddox, de King o de cualquier otro y había salido airosa en todas. Sin
embargo, ese fue el primer día que me topé de frente con esos

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entrometidos, y me asombró cómo logré mantener la calma. Pero no me
alivió mi reacción. Si pude lidiar con ello fue porque el pesimismo
respecto al tema de King me tenía tan absorbida que ni me di cuenta de
lo que pasaba.

Decidí recostarme en la cama y no hacer nada más en todo el día. King


llegó, como prometió, esa misma noche. Me sentí estúpida al buscar en
su camisa, de forma discreta, algún perfume femenino. No encontré
nada, y no supe si alegrarme o, por el contrario, empezar a
preocuparme en serio.

Odiaba hacerlo, odiaba compararlos, pero Nolan escondía sus rastros


como un profesional cambiándose antes de que lo viera. King podría no
ser tan distinto.

«No ha dado pie a sospechas, Kathleen», me repetía. «Solo ha sido una


conversación entre sus empleadas. Él es bueno».

—¿Por qué has tardado tanto? —pregunté, aun así, tanteando el terreno.

—He pasado por casa antes para dejar el ordenador y toda la


parafernalia —contestó, quitándose la ropa. Se estaba acostumbrando a
dormir en casa, y yo no ponía ninguna pega. Es más: me gustaba que su
olor se quedara en mis sábanas—. ¿Qué tal te ha ido hoy?

—¿Qué tal te ha ido a ti? Eres el que ha estado trabajando. 

King alzó una ceja y se tumbó a mi lado, mirándome con una sonrisilla.

—Como siempre. He tenido una reunión con el equipo a la hora de la


comida, por eso no he podido ir a verte. No estás molesta por eso,
¿verdad?

Una reunión. Había tenido una reunión con el equipo.

Hacía tiempo desde la última vez que una palabra me hizo tanto daño.

—¿De qué iba? ¿Vas a sacar otra línea, o algo así?

—Algo así. —Me acarició la mejilla con cariño. Yo me quedé estática—.


¿Estás bien?

—No, solo me duele un poco la cabeza. ¿Te importa si esta noche me


acuesto pronto?

—Claro que no —repuso, casi con alegría. Que no insistiera, ni hiciera


esas bromas sobre lo mucho que le dolía no tocarme, aunque fuera
superficialmente, también me hizo desconfiar—. Buenas noches,
Kathleen.

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A la mañana siguiente intenté volver a la normalidad. Me olvidé del
tema, pensando que a lo mejor no me lo había contado porque no era
importante, o porque en realidad era una comida general y no en
pareja. A fin de cuentas, Gabriella no había especificado nada sobre que
fueran a solas. Y me sirvió para estar bien durante las semanas
posteriores... Hasta que le pillé una mentira para la que no encontré
explicación. Se suponía que King debía estar en casa de su padre, y en
su lugar me lo encontré en la consulta de Jude, a la que fui para
acompañar a Liberty y a su madre.

Fue evidente que ni King ni Jude se esperaban verme allí, porque sus
caras cambiaron al toparse conmigo. Los dos controlaron su expresión
enseguida, una como buena psicóloga que era, y otro como buen
mentiroso.

—¿No estabas en casa de tu padre? —pregunté con la ceja en alto.

—Iba para allá ahora mismo. Solo había pasado para...

—¿Para saludar a mi psicóloga, a la que no conoces de nada?

King frunció el ceño.

—¿Por qué estás mosqueada? No he hecho nada malo, que yo sepa. Solo
he estado pensando en todo lo que me dijiste sobre las pastillas, y pedí
cita con ella para hablar. 

—¿Justamente con ella?

—Es la mejor de la ciudad, según dicen. Y fue la que te atendió a ti con


resultados milagrosos. 

Inspiré hondo y decidí concederle el beneficio de la duda, pero me costó


tragármelo.

—¿Y qué te ha dicho?

—Va a venir unos cuantos días más —contestó Jude—. Me parece que
este tema de la hipocondría puede desembocar en algo peligroso. Sería
bueno que, aprovechando que casi vivís juntos, lo vigilaras. De todas
formas, estoy empezando a hacerle un seguimiento.

Asentí con la cabeza y decidí, por mi bien, no alargar más la


conversación. Me despedí de King, permitiendo que me besara en los
labios para reafirmar que no me pasaba nada, y me retiré a la sala
contigua a la consulta de Samuel Healy. Era la última revisión de la
señora Walsh —un gran día—, así que me esforcé por fingir que todo
estaba bien. Pero al salir, Liberty, a la que le habían dado toda la
empatía que a mí me faltaba, acabó notándolo.

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—Últimamente estás muy rara. ¿Te preocupa algo? —me preguntó
cuando doblábamos la esquina de la calle—. Sabes que puedes contar
conmigo para lo que sea, ¿verdad?

—Sí, claro que sí. Pero estoy bien —mentí. Mentir: la primera
prohibición de todas las que me impuso Jude al llegar a su consulta, y
que me pidió que practicase de puertas para fuera—. Solo un poco más
sensible. 

—¿Y si estás embarazada?

—Imposible, tomo la píldora y me vino la regla hace unos días. No es


nada, de verdad.

Pero sí que lo era. King no hizo nada raro en las semanas póstumas al
encontronazo en la consulta, y eso me pareció sospechoso. Un día al
azar, y sin pensar en una excusa, fui a la joyería en la que se suponía
que debía estar. El alivio se extendió por todo mi cuerpo al ver que no
me había mentido. Sí, estaba allí... Pero a solas con Gabriella, con la que
hablaba en la trastienda en voz baja. Me asomé por el hueco de la
gruesa tela. Todo lo que vi fue que King jugaba con la mano de la mujer,
mientras que ella sonreía, mirándole con amor y escuchando
atentamente lo que él susurraba. Aquella estampa fue tan romántica y
perfecta que volví a notar esa punzada en el pecho, una que perduró
durante el resto del día. 

No tenía por qué significar nada. Ese era mi mantra. Lo repetía sin
cesar a todas horas, y luego lo desdeñaba porque me parecía terrible
desconfiar de un hombre que había sido tan bueno conmigo. Porque me
estaba desquiciando. Después le echaba la culpa a Nolan por
enloquecerme, y finalmente la tomaba conmigo misma. Por ser tan
débil. King no se merecía que estuviera maquinando contra él, ni que
desconfiase.

Los malos pensamientos me absorbían. Cuando no estaba


martirizándome por lo que pudiera estar haciendo fuera, me
martirizaba por pensar lo peor. Pero las señales estaban ahí. Las
manitas, las sonrisas, lo bien que hablaba de Gabriella, que siempre
pasara por casa antes de volver, las mentiras, el comportamiento
extraño... Todo se hizo una bola y solo se me ocurrió recurrir a una
persona para hablar de King. Alguien que lo conocía mejor que yo.

—Me ha sorprendido que me llamaras —exclamó Sheila—. Una sorpresa


grata, claro. ¿Cómo estás? ¿Cómo te va?

Por muy poco perspicaz que Sheila hubiera parecido al principio,


demostró con el numerito durante el día que devolvió los pantalones a
King que no era ninguna estúpida. Era una conversación que teníamos
pendiente, pero que iba a posponer en pro de mi salud mental. Ella se

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dio cuenta de que había un problema, porque abandonó la costumbre de
contar hasta el último detalle de su vida para escucharme a mí.

—Kathleen, si hay algo de lo que estoy segura, es de que King está


enamorado de ti —dijo muy seria, después de escucharme—. Y King
jamás se había enamorado antes. Me lo confesó. Sin ir más lejos, a mí
nunca me dijo que me quería. Así que no creo que se arriesgase a
perder a la mujer que quiere engañándote con otra. Todo tiene que tener
una explicación, me apuesto cualquier cosa. No es un adúltero, sino
simplemente… cariñoso.

—¿Cariñoso?

—Sí. Es de esos hombres a los que les encanta el flirteo sano. No


necesariamente porque la persona con la que trata le guste, sino porque
está dentro de él. Le gusta mucho el contacto físico. Abrazos, apretones,
besos robados... Tú lo debes saber mejor que nadie. Cuando aún estaba
conmigo, siempre te saludaba con cariño.

—Las dos sabemos por qué me saludaba con cariño.

Sheila se me quedó mirando con dudas.

—¿Crees que quiere enrollarse con Gabriella y por eso es simpático y


tocón? Insisto en que es una persona muy cercana…

Que estuviera tan dispuesta a defenderlo me chirrió.

—Se porta con ella como hacía conmigo al estar contigo.

Ella se tomó un segundo para responder.

—Sigues teniendo la misma opinión sobre las relaciones abiertas —


dedujo Sheila—. Te preocupa que quiera acostarse con ella porque no lo
vas a permitir mientras seáis pareja, ¿no? Mira, a mí no me importó que
saliera contigo y conmigo. Es difícil resignarse a estar con una sola
persona cuando sueles estar con varias, ¿sabes?

—¿Qué dices? Te importó bastante que empezara conmigo. Incluso


viniste al día de las pruebas de imagen con su ropa, diciendo que había
dormido en tu casa, solo para molestarme.

Sheila arrugó el ceño.

—Sí que me jodió al principio, pero porque me gustabas y estaba celosa.


Lo de la camisa fue mucho tiempo después. No tuvo nada que ver con
molestarte. Aún salía con él ese día. De hecho, fue esa misma tarde
cuando me dejó —recordó.

La sangre se me heló en las venas.

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—¿Cómo?

—Salimos juntos un tiempo después de que dejara este apartamento. No


nos vimos mucho, es cierto, y tuvimos poco sexo, pero no puso fin a la
relación hasta el día de las pruebas. Se presentó en mi piso muy
acelerado, como si hubiese venido corriendo, y me dijo que tú querías
una relación distinta y estabas dispuesta a ceder. ¿Por qué lo preguntas?

Hice números mentalmente. La desesperación me jugó una mala pasada


y tuve que iniciar las cuentas varias veces antes de darme cuenta de
que, cuando King me prometió que había dejado a Sheila, aún estaba
con ella. Y siguió con ella hasta que le abofeteé por mentirme.

Me mareé tanto que Sheila tuvo que atenderme. No me alcanzó la voz


para explicarle que me había engañado desde el principio, y ella no
sobreentendió lo que estaba pasando. La despedí un rato después,
temblando.

«En mi caso no sería como una infidelidad (…) Ya no estoy con ella».

«Después de ponderar, me di cuenta de que una noche contigo podría


valer más que cualquier cosa que tenga».

Hijo de perra.

No sé cuánto tiempo pasé recordando, palabra por palabra, cada una


de sus mentiras. Para cuando me llegó un mensaje al móvil, estaba fuera
de mí.

King: Ocupado. Llegaré para cuando estés dormida.

Apreté el móvil, la mandíbula e incluso el estómago se me encogió. Me


dieron ganas de vomitar al pensar en lo que podría estar haciendo a
altas horas de la noche.

Tecleé en un impulso orquestado por la rabia.

Kathleen: Ni te molestes. Puedes dormir en tu casa.

King: ¿Estás cabreada? Tengo cosas muy importantes que hacer,


Kathleen.

No contesté. Me levanté, odiando estar furiosa, y puse el agua de la


ducha a correr. Intenté distraerme con el sonido, y respiré hondo hasta
que el vapor me obligó a salir del baño. Media hora después de haber
transpirado suficiente para marearme, fui a mi habitación para coger
un pijama cómodo.

Allí me topé de golpe con King.

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—¿Puede saberse qué coño te pasa? —preguntó, mosqueado—. Te he
enviado ochocientos mensajes preguntando si me necesitas. Nunca te
interesa si aparezco o no, ¿y ahora ni me respondes los mensajes?

Se acercó a mí, repitiendo sus preguntas. Un perfume femenino me


envolvió.

—Te contestaré si me da la gana —espeté, mirándolo como si me


acabara de apuñalar—. En este caso no tenía nada que decirte. ¿No
tenías cosas que hacer? 

—Sí, tenía, hasta que me he hartado de tu comportamiento. Llevas así


casi un mes, y un mes he estado esperando a que me digas cuál es el
problema. ¿Vas a hacerlo ya? ¿O vamos a tener que esperar a que me
encuentre otro informe psicológico? 

Palidecí y me mordí el labio para contener un puchero. Él mismo tuvo


que darse cuenta de la crueldad de su comentario, porque suspiró y se
pasó las manos por la cara. No quise ni mirarlo; tenía las palabras de
Sheila incrustadas en el pensamiento, y dolían como el infierno. Me di la
vuelta y me puse la ropa interior sin quitarme la toalla.

—Mira, lo siento —musitó él—. Estoy muy agobiado. Las cosas no están
saliendo como quiero últimamente, y veo que te cierras en banda… ¿Qué
pasa? ¿Por qué no me hablas desde hace semanas?

Me rodeó la cintura con los brazos desde atrás. Al principio me dejé


porque lo necesitaba. Necesitaba que me convenciera de que su cariño
era verdadero. Pero el daño que me hizo oler de nuevo el perfume de
Gabriella, y recordar a Sheila…

—Suéltame. Quiero estar sola.

—Kathleen...

Su insistencia y cara de perrito degollado fue superior a todas mis


fuerzas. Mi postura defensiva se fue al garete en cuanto rompí a llorar a
lágrima viva. Él se quedó de una sola pieza.

—¿Cómo has podido mentirme? Te has estado acostando con Sheila


mientras estabas conmigo —le acusé entre hipidos—. ¿Por qué? Sabías
que no iba a poder con eso. Sabías que no te lo perdonaría… Y no te
atrevas a negarlo, porque he hablado con ella y la creo.

King negó con la cabeza. Hizo ademán de acercarse para consolarme,


pero lo empujé al otro lado de habitación.

—Ni se te ocurra tocarme.

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—No me he acostado con nadie estando contigo. Te lo juro por lo que
más quiero, y ella también podrá jurártelo. Desde que estuviste en mi
casa aquella noche no ha habido nadie excepto tú, ni siquiera durante
ese tiempo que pasamos separados a petición tuya.

La barbilla me tembló. La cubrí, como si eso pudiera corregir mi


aspecto vulnerable.

—Me has mentido —balbuceé.

—Kathleen… Te lo dejé claro cuando empecé a perseguirte. No iba a


renunciar a Sheila por ti. Esa era mi forma de mi vida. Hasta que no te
dije que la había dejado, estuve viéndola. Pero pensaba que eso era
evidente. Al principio quería teneros a las dos, lo sabes perfectamente.

—No estoy hablando de eso. Estoy hablando de tu mentira —insistí,


sollozando—. Dilo de una vez. Admítelo.

King asintió de forma casi imperceptible.

—Te mentí. Cuando te dije que ya no estaba con ella, aún éramos pareja.
Y lo seguimos siendo hasta el día de las pruebas de imagen en King’s
Pleasure. Pero desde que dijiste que querías exclusividad, no le he
puesto un dedo encima. Nos hemos visto como amigos. Puedes
preguntarle a ella.

Cogí aire abruptamente y eché un vistazo alrededor sin ver nada más
que manchas borrosas.

—Soy una estúpida —musité para mí misma—. Soy una… estúpida.

—Claro que no lo eres. Ha sido culpa mía. No te lo dije porque no lo creí


necesario; no estaba con ella, Kathleen. Quedábamos para almorzar o
desayunar, un rato al día, sin tocarnos… Solo te quiero a ti.

«Solo te quiero a ti». «Eres la única para mí». ¿Cuántas veces me lo


habían dicho? Era la frase más recurrida de Nolan. Su preferida. Y la
que a mí más me aliviaba escuchar. Por desgracia, dejó de servir para
tranquilizarme mucho tiempo atrás.

Ya no me valía.

—Vete.

—Escúchame…

—No, no quiero. —Lo miré a la cara, rota de dolor—. ¿Y por qué no la


dejaste si estabas solo conmigo? ¿Si solo me querías a mí…? Sabías que
mi única condición era tu soltería y no te importó. No me lo puedo creer.
Quiero que te marches.

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Él no se movió de donde estaba. Iba a gritarle de nuevo que se perdiese,
pero me interrumpió en tono suave y contundente.

—Entiendo que estés enfadada. Te he mentido, pero no te he engañado.


Le di poca importancia y debería habértelo dicho, y lo siento…

—Márchate.

—Lo voy a hacer, pero por favor, no me alejes. Nos ha costado mucho
llegar hasta aquí y no soportaría la idea de perderte, Kathleen —dijo de
corazón. Su voz se quebró al hablar, lleno de emoción—. Sé que la he
jodido en algo básico… No trato de excusarme. Pero déjamela pasar.
Solo esta. Te lo ruego.

Me di la vuelta para no tener que mirarlo.

—Vete, por favor. No puedo ni quiero pensar ahora mismo.

—Te llamaré mañana.

Sacudí la cabeza en lugar de negar en voz alta. No estaba segura de


querer prohibírselo. Y para cuando logré balbucear un «no» poco
creíble, escuché la puerta de entrada cerrarse.

Me mordí el labio y me esforcé por no llorar. Aunque acababa de


ducharme, regresé al baño y me desnudé otra vez. Llorando allí uno se
sentía menos estúpido; más acompañado, por quién sabía qué. Quizá
porque las lágrimas se confundían con el agua. Igual que a veces se
confundían los nombres de King y Nolan, en especial en ese momento.
No sabía por cuál de los dos lloraba esa vez.  

Pronto me daría cuenta de que era por mí.

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COSA DE DOS

A raíz de la discusión, me sumí en una especie de pseudo-depresión que


me era muy familiar. No quise ni pude rendir cuentas a nada ni nadie
durante la semana siguiente. Estuve recluida en mi habitación
intentando teclear, alimentándome a base de Cheetos, palomitas y otra
comida basura edulcorada con aceite de palma. Ignoré los intentos de
comunicación por parte del exterior, mientras trataba de decidir qué iba
a hacer. Había algo que tenía muy claro sobre las relaciones, que había
aprendido con el paso del tiempo y que tenía muy interiorizado. Y es que
para estar en una relación sufriendo y desconfiando... era mejor no
estarlo.

Pero si pensaba en alejarme de King, me daban unas ganas de llorar que


no conseguía sofocar. Cada vez que sentía que me estaba acercando a la
«decisión correcta», me paralizaba la tristeza y la desesperación.
Debías ser especialmente fuerte para dejar a alguien que te había
acercado tanto a la felicidad. Y yo no sabía si lo era. No dejaba de
escudarme en que no podía ser tan radical. King había dejado pasar
toda clase de actitudes y comportamientos por mi parte. Estar dolida o
haber pasado por una relación tóxica tampoco iba a excusar
permanentemente mis neuras, como él y Jude odiaban que las llamase.

King significaba muchísimo para mí. Y era verdad lo que dijo. Estaba
avisada. Sabía que, cuando venía a mi casa a robarme un beso y se
colaba en la barra del Rock & Blues, estaba con Sheila. Eso no me echó
para atrás cuando casi tuvimos sexo en el baño. Lo que me dolía era la
mentira, y él la había reconocido, se había disculpado... ¿Era suficiente
eso para mí? Quería perdonarlo, pero ¿y si lo hacía de nuevo?

Nos habíamos esforzado para llegar donde estábamos. Me costó confiar


en que sería bueno para mí, y lo había sido... Pero ni siquiera había
llegado a entregarle mi confianza antes de que la traicionase. Lo que, en
el fondo, me señalaba a mí también. ¿Por qué no confiaba en él aún?
¿Por qué no le decía cómo me sentía respecto a Gabriella? Porque
entonces descubriría cuán afectada estaba... y cuán celosa era. Y King
no toleraría algo así, del mismo modo que yo no pasaría sus mentiras.

En resumidas cuentas, de golpe y porrazo me encontré en una


encrucijada que me tenía con los nervios a flor de piel. Lo único que me
animó y consiguió sacarme de mi cueva, fue mi cumpleaños. Mi padre

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había pospuesto su viaje de regreso a Ámsterdam para felicitarme e ir a
la fiesta sorpresa —o no tan sorpresa, porque lo sabía— que Ginebra y
Libby habían montado para mí en el Rock & Blues, contando con el
apoyo de Brennan y la ayuda de Rae.

Estaba decidida a que nada ni nadie perturbara mi paz mental durante


un día tan especial. Desde tiempos inmemoriales, mi cumpleaños había
sido el acontecimiento más esperado e importante del año. De niña, por
los regalos: durante la adolescencia, porque mis padres hacían el
sacrificio de compartir la misma habitación sin pelearse para cumplir a
medias el deseo que pedía al soplar las velas; y en la edad adulta...
Quizás por los buenos recuerdos que me traía. En Portland, Sugar y
Rachel, mis amigas, se curraban las salidas ese día como si fuesen
despedidas de soltera. Incluso Nolan se convertía en el príncipe azul
cuando tocaba.

King estaba invitado a celebrarlo. Yo misma se lo dije cuando por fin le


cogí el teléfono y quedamos para vernos. Quiso pasarse por casa, pero
preferí un territorio más neutro. Acordamos que iría a su despacho en el
centro de la ciudad, encima de una de las franquicias de King's
Pleasure. Nunca antes había estado allí; King no tenía tanto interés en
mostrarme su entorno de trabajo como en llevarme con su familia o a
lugares de ocio, y tampoco es que él pasara mucho tiempo en oficina.

Cuando llegué, vestida con un sencillo vestido rojo y una coleta, me


crucé con Gabriella. Esbozó una sonrisa vacilante al verme, como si no
supiera cómo abordarme.

—Kathleen, hola. Qué agradable verte por aquí. Supongo que buscas a
King —comentó—. Su despacho está al fondo del pasillo; ¿por qué no
esperas allí?

Asentí, incapaz de decir otra palabra. Estaba despampanante con su


traje de chaqueta. Llevaba los labios pintados de burdeos y sus
larguísimas pestañas proyectaban una media luna en sus mejillas.
Incluso yo quería rollo con ella.

Hacía un tiempo desde que traté con Jude ese problema tan grande de
«competencia». Decía que las mujeres estábamos enfrentadas
históricamente por diversas razones, y todas ellas bebían del machismo
estructural. Cuando se ponía a hablarme de temas tan concretos de su
profesión, desconectaba, pero confieso que me dio que pensar y desde
entonces no las veía a todas como una amenaza. Gabriella era la
excepción. Me había dado razones.

Tenía cosas que hacer, así que me dejó sola en el pasillo y se dirigió a
hablar con un hombre que la esperaba bajo el quicio de la puerta
contigua. La oficina era preciosa; espaciosa, luminosa, toda hecha de
vidrio azul y baldosas en las que podría depilarme las cejas. Todo muy
moderno y hasta cierto punto minimalista. Nada que ver con su

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apartamento, lo que me llevó a pensar que un especialista se habría
encargado de la decoración.

Accedí a su despacho con manos temblorosas, sin tener muy claro lo


que iba a decir. No había recurrido al comodín de público esa vez. Ni
Libby ni Gin me dieron su opinión, ni mucho menos Maddox, que seguía
desaparecido en combate y ni sabía si acudiría a mi cumpleaños.
Éramos mi opinión y yo contra el mundo. Mi opinión pura, sin
alteraciones ni influencias. Debía bastar. Debía ser la importante.

Inspiré hondo y eché un vistazo al despacho. Tenía un gran escritorio de


madera oscura, iluminado por el gris del cielo dublinés que se advertía a
través de la cristalera. Cuadraba mucho más un lugar así en un edificio
neoyorquino, por el espacio y los ventanales. Por algún motivo, me
parecía que King era demasiado... íntimo y cercano. Aunque le pegaba
la elegancia, me imaginaba otra cosa.

Sobre la mesa había unos cuantos portafotos con imágenes de su


familia. Él de crío, Swan y él en plena adolescencia, su madre y Seamus;
solo su madre, solo Seamus... También tenía dos con sus amigos,
Dristan y Brayden. Ver a Dristan me hizo arrugar la nariz y me giré
para seguir investigando.

En las paredes tenía colgados unos cuantos pósters de publicidad.


Reconocí su carísima colección de diamantes, la veraniega con piedras
de toda clase de colores y plata de ley, y... a mí. Me reconocí a mí en el
póster más grande y céntrico, riéndome porque alguien me estaba
haciendo cosquillas por detrás.

Tenía mi foto colgada en su despacho, tan grande que era lo único que
podía mirar.

Por alguna razón, se me humedecieron los ojos.

—No es esa la reacción que esperaba ver en la gente cuando se me


ocurrió ponerla —se pronunció alguien—. Me parece una sonrisa muy
contagiosa.

Me giré y ahí estaba King. Llevaba su traje sencillo, con la corbata


deshecha y el pelo un poco desordenado.

No supe qué hacer. Me quedé inmóvil en medio del despacho, mirándolo


como si nunca antes lo hubiera visto. Se le veía ojeroso y cansado, pero
también ridículamente entusiasmado por tenerme delante. Sus sonrisas
sí que eran contagiosas, y eso que la que torció sus labios era comedida;
parecía rogarme.

El impulso de echarme a sus brazos estuvo a punto de asfixiarme. No lo


pude evitar. Reduje el espacio que nos separaba, prediciendo que podría
arrepentirme, y me abracé a su cuello con todo el cuerpo tembloroso. Él
me sostuvo enseguida y me besó la mejilla, la sien, la coronilla... Todo lo

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que le quedaba a la vista, como pronto fueron mis labios. Cuando
nuestras bocas entraron en contacto, me dio la sensación de que llevaba
años sin sentirlo tan cerca.

Hay quien no cree en estas cosas, pero su beso me habló. Su beso lento
me pidió perdón y me juró que me quería. Era lo que necesitaba oír.
Lamentablemente, cuando nos separamos, me quedó un regusto
amargo. No me lo había dicho lo suficiente.

—¿Estás bien? —me preguntó en voz baja, mirándome a los ojos. En


cuanto asentí, los cerró y me abrazó más fuerte—. Dios... Te quiero
tanto. Ya estaba pensando que te había perdido.

—No puedes volver a mentirme. Si lo haces voy a tener que dejarte,


King —musité—. No pienso convertirme en la mujer que lo perdona
todo.

—Ni yo en el hombre que nunca deja de cagarla.

Me separé de él. Necesitaba espacio para pensar con claridad. El


silencio se instaló entre nosotros; no queríamos decir nada más.
Estábamos meditando, cada uno por su lado. Tal vez King se preguntó,
igual que yo lo hice, si no me equivocaba al dejar correr el asunto de la
mentira sin más.

—Bueno... —carraspeé—. Solo quería que supieras que estás invitado a


mi cumpleaños. Sin ti no sería lo mismo.

King sonrió.

—Me alegra que lo celebres. No te vi hacerlo el año pasado. Es un paso,


¿no crees? —Su sonrisa se estiró a un lado. Me dio la impresión de que
estaba cansado, y me aterrorizó que fuera de mí—. Intentaré estar allí.
Quiero hablar contigo de un asunto importante.

—¿Qué asunto?

Él sacudió la cabeza.

—Es mejor esperar a que pase tu cumpleaños —murmuró.

No presté atención a su tono de voz solemne y su mirada preocupada,


porque probablemente acarrearía algo horrible. En su lugar me
concentré en que tenía las manos metidas en los bolsillos, y parecía
buscar algo.

—¿Qué tienes ahí? —Él solo parpadeó, a lo que yo le agarré de la


muñeca. Fruncí el ceño al ver que se resistía—. King, no me digas que
sigues... —Separó los dedos y me mostró una cápsula roja. Cerré los

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ojos un momento, conteniendo el enfado, y luego lo miré—. ¿Para qué es
esa pastilla ahora?

—Me duele la cabeza.

—Yo tengo jaquecas constantemente y no me medico. Espero a que se


me pase, y si no lo hace, voy a ver a un especialista que me recete un
medicamento concreto —repliqué, con la mandíbula desencajada—. ¿Es
que no sirvió de nada lo que te dije? ¿Lo sabe Jude? Te estaba haciendo
un seguimiento.

King se inclinó hacia delante y me cogió la cara con las manos.

—No te tienes que preocupar. Llevo tomando pastillas mucho tiempo, y


no me ha pasado nada. No me va a pasar ahora, ¿de acuerdo? Soy el
primero que se modera y no quiere acabar en el hospital.

Su mirada me convenció. Era un hombre de treinta años que vivía solo y


llevaba un negocio exitoso. No le iba nada mal en ningún ámbito de la
vida, y todo era porque tenía buena cabeza y sentido común. En el
aspecto de la medicación no podía ser distinta en ese aspecto. Ni tenía
que serlo en lo que a mí respectaba... pero ese era otro tema.

Estuvimos hablando un rato más. Poco. Él tenía cosas que hacer y yo no


me sentía muy cómoda. No estaba pensando en la mentira cuando lo
miraba y me llenaba la sensación de que burlaba de mí. Teniendo en
cuenta que me costaba no expresar cómo me sentía, él mismo dudaba al
verme tan rara y no sabía qué rumbo seguir en la conversación. Me
marché rápido, aferrándome con optimismo a que esa noche, en mi
cumpleaños, nuestro contacto sería el de siempre.

Pero no apareció.

Como toda fiesta sorpresa, fui la última en llegar. Mi padre me hizo


avanzar por el local con los ojos tapados, que estaba sospechosamente
silencioso. Todos mis seres queridos estallaron en gritos y aplausos
cuando apartó la mano. No había pensado hasta ese momento en lo
afortunada que era. Tenía un buen número de gente a quien le
importaba celebrar mi simple existencia. Gente que se preocupaba por
mí, para la que yo significaba algo. Al recibir un abrazo grupal me
emocioné tanto que estuve a punto de llorar.

Mi padre, Liberty, Gin, Rae. Maddox también, aunque por desgracia


tuvo que irse enseguida. Me abrazó y me entregó un sobre envuelto con
algunas tonterías garabateadas. Sheila también había aparecido. No me
apetecía verla, pero agradecí el detalle y no pensé mucho en ello. Swan
se había unido, e incluso Fiona, con la que no tenía demasiado trato,
había participado en el regalo.

El único que faltaba era King, y aunque me sentí traicionada por haber
roto su promesa, fue tan maravillosa la acogida de mis amistades que

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no le di muchas vueltas. Me di cuenta de que no necesitaba a King. Solo
quería que estuviera allí y compartiera conmigo ese momento tan
especial, pero su ausencia no iba a amargar mi noche. Había un buen
número de gente más que dispuesta a entretenerme y hacerme reír con
sus ocurrencias.

Fui saludándolos uno a uno, contenta, hasta que me topé con una figura
femenina que me resultó familiar. La mujer se dio la vuelta y me miró
con una sonrisa llena de emoción.

—¿Sue? —balbuceé, quedándome estática en el sitio.

Ella avanzó hacia mí sin dejar de sonreír: tan risueña como la


recordaba. Se notaba que habíamos cambiado y crecido. Sugar seguía
llevando un piercing en la nariz; se había cortado la melena castaña,
que ahora llevaba corta y teñida de azul por debajo de la oreja al
estilo garçon, y había sustituido su estilo dejado por algo más elegante,
aunque igualmente desenfadado.

—Me alegro tanto de verte, K. No sabes cuánto. —Me abrazó con fuerza.
Yo no salía de mi asombro—. Estás guapísima.

Abrí la boca para responder lo que procedía. «Tú también», «cuánto


tiempo», «qué ilusión me hace que estés aquí». Pero el shock me pudo y
acabé balbuceando incoherencias, entre las que solo se entendió un
simplón:

—¿Qué haces aquí?

—Me ha invitado tu novio. King. Al menos se presentó así; me lo creí


porque es definitivamente tu tipo. —Me guiñó un ojo—. He aprovechado
unas noches gratis que tengo en hoteles europeos gracias al trabajo, y
algunos días libres acumulados. Me puse tan contenta cuando me enteré
de que estabas viva... Rach acaba de dar a luz y no estaba en
condiciones de venir, pero te manda saludos.

Sue se echó a reír al ver que no reaccionaba.

—Cariño, parece que hubieras visto un fantasma. No será que no te


acuerdas de mí, ¿no? Han pasado años, pero también fueron años los
que pasamos juntas.

—No, no, no, claro que me acuerdo. Yo... Es que no... No te ofendas; sé
que no fue tu culpa, ni la de Rachel, pero creía que no os importaba.

Su expresión se suavizó, adquiriendo un tono maternal.

—Pasamos un tiempo cabreadas contigo hasta que supimos lo que pasó


realmente. No tenía ni idea de que Nolan era un capullo. Me lo crucé
por la calle y me soltó toda la sopa hará unos cuantos meses, pero

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entonces ya no sabía cómo contactar contigo, ni dónde estarías.
Desapareciste del mapa. Saber de ti ha sido... un sueño cumplido.

Cambié de tema enseguida. No quería recordar una época tan amarga


en un día especial, y ella lo entendió. Había conocido a Rachel en el piso
de estudiantes y a Sugar en la facultad, cuando ambas estudiábamos
Filología Inglesa. Ella se quería especializar en Literatura
Hispanoamericana, pero en el último momento la fulminó su verdadera
vocación y cambió la carrera por la cocina. Ahora era una artista
culinaria de renombre en California; estaba a punto de abrir su tercer
restaurante de comida mediterránea, influencia de su madre española.

Fue agradable saber de ella, y me entusiasmó que todo hubiese sido


obra de King. Pasamos un buen rato, tal vez horas, recordando las
travesuras que cometimos y los chicos que nos solían gustar. Me habló
de Rachel, que se había casado con su novio de toda la vida, de Manny y
Dallas y de unos cuantos compañeros más con los que solía salir.

Cuando pasó el rato e imaginé que King estaba demorándose por cosas
de trabajo, me despedí temporalmente de los que estaban en la fiesta y
fui a buscarlo a la oficina. Me moría de ganas de darle las gracias y
preguntarle cómo demonios había conseguido localizarla. Siendo una
celebridad en Los Angeles por su trabajo de chef, imaginaba que no le
habría resultado muy difícil: Sugar había estado enseñándole algunas de
las fotos suyas que aparecían en Internet para que me riera de sus
caras. Era muy poco fotogénica. 

No lo encontré en el despacho, pero uno de sus asalariados me dijo que


había bajado a la cervecería de la esquina con Gabriella. La sonrisa que
llevaba en la cara se me borró de un plumazo. Olvidé mis intenciones de
llamarlo por teléfono, temiendo interrumpir algo que no me gustaría. 

Ya sabía dónde estaba: ocupado. Debería haber dado media vuelta.


Debería haber regresado a la fiesta, con mis amigos. Pero todos
tenemos ese punto masoquista del que es difícil deshacerse. No se me
ocurrió nada mejor que dirigirme a la cervecería que el tipo me había
señalado, sabiendo de antemano que no me iba a gustar. Era mi
cumpleaños y me dijo que vendría; ¿qué hacía con ella en un día
importante para mí?

A los pocos segundos tuve la respuesta ante mis ojos. King estaba
sentado con Gabriella en la terraza del local, pegado a la cristalera que
daba al interior. El barullo generalizado me impidió escuchar su
conversación al detalle, pero su expresión mortificada junto con la
conciliadora de la mujer lo dijo todo. Sus manos estaban unidas por
encima de la mesa.

—Si yo lo tengo muy claro, muñeca —escuché que decía al acercarme


desde atrás—. Pero creo que no es el momento de decírselo. Al menos,
no hoy. Es su cumpleaños. ¿Y si se viene abajo? —Sacudió la cabeza—.

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No sé, debo hacerlo con tacto. Ya te he contado cómo es. Nunca sabes
cómo va a reaccionar, y casi siempre lo hace peor de lo que preveo. 

—Pero no creo que reaccione mal con esto... Ya sabe cómo te sientes,
¿no? Te conoce. 

—No lo entenderá. Sobre todo, teniendo en cuenta todo lo que hemos


pasado.

Me mareé al darme cuenta de que estaba hablando de mí.

—Pero es como tú has dicho, King, lo tienes claro. Deja de pensarlo


tanto y hazlo. Es tu vida, no puedes permitir que condicione lo que
quieres hacer con ella. Díselo. Es madura, sabrá encajarlo.

Tuve que morderme el labio para no gritar de impotencia. Era eso. Bien
podía no estar liado con Gabriella, pero era evidente que ya no quería
estar conmigo y no sabía cómo decírmelo.

—Son tus sentimientos, cariño —decía Gabriella—. No puedes forzarte o


conformarte con algo que no te hace sentir seguro.

Saber que tenía razón fue un duro golpe. ¿Cuándo se había sentido King
seguro conmigo, si nunca le había hablado de mis sentimientos, si nunca
le había dicho que le quería? 

King sacudió la cabeza.

—Creo que debería olvidarme. Últimamente no estamos bien. Ella ha


vuelto a ser la misma que cuando empezamos. A saber, lo que pensará
de mí si se lo comento. Sobre todo, después de lo que ha pasado con
Sheila. Me mandará al infierno.

Con ese comentario me di cuenta de que estaba equivocada. Lo más


probable no era que quisiera dejarme, sino abrir la relación. No podía
conformarse con una, y menos con una que le privaba del cariño que se
notaba que necesitaba. Y yo no podría juzgarlo por eso.

—Una relación es cosa de dos. No puedes estar siempre velando por


ella, ¿es que no te das cuenta? Tú también tienes derecho a poner tus
condiciones. Entiendo que Kathleen no está muy bien, pero no
pretenderás usar eso como pretexto para subordinar toda tu vida a sus
deseos, ¿no? Ya sé que es imposible dar y recibir en la misma medida; lo
has dicho muchas veces. Lo que pasa es que tú no estás recibiendo
nada, y encima te sientes mal si pides. Haz lo que quieras, King. Pero
haz algo, porque esta relación... Lo siento, pero creo que no está
nivelada ni va a ninguna parte. 

Aquello se me clavó en el corazón. No me molestó que otra mujer


estuviera metiéndose en mi relación, seguramente con el propósito de
romperla y enrollarse con King; me molestó que tuviera tanta verdad en

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la boca. King no era perfecto. Me había mentido y presionado muchas
veces, pero la mayor parte del tiempo fue paciente y considerado. Y yo
no había sido capaz de decirle que lo quería. Ni que me importaba. Ni
siquiera sabía expresar mi preocupación en condiciones. En
consecuencia, me encontraba con una situación que no me gustaba. Con
King desahogándose con otra mujer sobre mí durante mi cumpleaños;
quizá meditando cómo y cuándo convendría dejarme. 

Estaba al borde del llanto. Me podía la impotencia. Quería hacer algo;


romper algo. Pero no iba a llorar ni a ensañarme con ningún objeto. Iba
a volver a casa. Iba a pasar la noche pensando en lo que había oído, en
lo que llevaba oyendo desde hacía un tiempo, y sobre eso decidiría mi
siguiente paso. Por desgracia, King me detectó antes, robándome la
oportunidad de meditar en frío.

—¿Kathleen?

Ya me había dado la vuelta para marcharme. Me giré muy lentamente.


King, sorprendido, pero sin ninguna expresión de culpabilidad, se
acababa de levantar de su asiento y se acercaba a mí. Lo hizo con una
sonrisa resignada que me dolió. Me aparté en cuanto observé que tenía
intención de abrazarme.

—He ido al despacho para darte las gracias por lo de Sugar y me han
dicho que estabas aquí. Eso era todo, en realidad; siento haberte
interrumpido. —Me forcé a sonreír con educación—. Muchas gracias,
King. Ha sido un detalle. 

Él frunció el ceño ante mi tono ausente.

—No me las des. ¿Ocurre algo?

Su genuina preocupación me rompió el corazón. Pretendía despacharlo


con cortesía y enfrentarlo al día siguiente o cuando tuviera fuerzas,
pero acabé soltándolo.

—Claro que ocurre algo. Ocurre que somos infelices. 

No movió ni una pestaña.

—¿Cómo? —musitó—. ¿A qué viene eso?

—No te atreverías a decirlo porque no quieres darte cuenta, pero estás


cansado de mí. Fíjate... Tus ojeras, tus hombros hundidos. Cada vez
pasas más tiempo trabajando porque no quieres venir a casa conmigo.
Mientes diciendo que vas a un sitio y te encuentro en otro, como cuando
no me acompañaste de compras porque tenías que ver a tu padre y
estabas con Jude. Estás pasando mi cumpleaños con tu community
manager... —Sonreí con resignación—. No digo que seas un capullo, ni
que me estés poniendo los cuernos, aunque creo que es obvio que
quieres abrir la relación. Sabía que esto ocurriría: que yo no sería

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suficiente y que te hartarías. Te lo dije... Yo no estaba preparada para
este compromiso, igual que no estoy preparada para ver cómo te vas.
Llámame cobarde, pero no soporto pensar que te he convertido en una
persona triste. 

Levanté la mano para impedir que hablase. 

—Estoy segura de que tendrás una buena excusa que explicará por qué
no estabas en el Rock & Blues esta noche, igual que tu visita a Jude y
todo lo demás. Pero no va de eso la conversación. Va de que casi me he
vuelto loca yo sola estas últimas semanas, y tú ya no sabes cómo
dirigirte a mí. Te da miedo mi reacción, y sinceramente... No quiero que
estés asustado por mi culpa. —Se me quebró la voz—. No quiero que
sufras, dudes, o te preocupes por mi culpa. Así que... Hemos terminado.

» Ni siquiera deberíamos haber empezado en primer lugar.

Sorbí por la nariz y me sequé las lágrimas con un par de manotazos. No


esperé a que dijera nada, e hice mal, porque tenía todo el derecho a
replicarme si quería. Sin embargo, estaba tan derrotada que no
aguantaría ni una sola palabra. Eché a andar calle abajo tan rápido
como me lo permitieron las piernas, rogando porque fuese el último
numerito que le montaba Kathleen Priest.

Él reaccionó cuando yo ya me había metido en el taxi. Lo vi correr hacia


mí, diciendo mi nombre, pero el chófer arrancó y lo perdí de vista.
Balbuceé la dirección de un hotel, sin dejar de sollozar, y envié un
mensaje a mis amistades para disculparme. No me veía capaz de pasar
el rato en compañía, ni tampoco de dormir envuelta en unas sábanas
que olían a King. 

Allí pasé la noche, intentando concienciarme de que había hecho lo


correcto.

Lo era. Era lo correcto.

Yo no estaba bien. Mi cabeza no estaba bien. Mi corazón no estaba bien.


Y no tenía por qué ayudarme a levantarme cada vez que me caía, ni
tenía por qué adaptarse a mí. Había sido un error y una tentación
entregarme a King sin estar preparada.

Solo esperaba que no fuera demasiado tarde para él, y pudiera sacarse
de encima la miseria que le había contagiado.

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HABLANDO SE ENTIENDE LA GENTE

Los días siguientes a la ruptura fueron un caos absoluto. Aunque Gin


insistió en saber qué demonios había pasado, no solté prenda. No le dije
a nadie lo que había ocurrido. Así pretendía posponer el momento de
afrontar la decisión tomada, y con ello, bloquear la tristeza que me
acechaba en cada rincón de la casa.

King no parecía haber entendido lo que significaba una ruptura. Sus


llamadas a horas intempestivas estaban a punto de convertirse en una
tradición. Llegó un momento en que empezó a tocar a mi puerta al grito
de «tenemos que hablar». Entonces fue cuando tuve que contarle a Gin
cómo me sentía. Apoyó mi decisión y, dispuesta a echarme una mano,
mintió diciendo que no estaba en casa cada vez que King tocaba.

—Kathleen, la próxima vez vas a abrir tú —me decía todas y cada una
de esas veces, mirándome muy seria—. Soy una tía dura, pero me
pueden los grandotes enamorados que no se avergüenzan de sus
lágrimas… Y, joder, ese está desesperado. Sé que lo de la mentira fue
rastrero; yo no lo habría perdonado. Pero tengo mi corazoncito y me da
pena darle puerta.

Pese a desahogarse y esconderse en su habitación para evitar otras


posibles peticiones, siempre abría ella, y siempre lo encaraba ella. No
me quedó otra que asentir, asumiendo mi culpa, cuando me llamó
cobarde e infantil. Tenía toda la razón, pero tenía miedo de lo que
pudiera decirme. Si por casualidad se le ocurría pedirme que volviera
con él, le diría que sí, y eso no habría estado bien. Tenía que asumir que
lo había dejado y con motivos.

Estaba enfadada. Muy enfadada conmigo misma. Gabriella, hablar de


Nolan, saber que no sabía cómo enfrentarme… todo eso había abierto la
caja de Pandora. La que contenía todos los horrores de mi mundo. Esos
miedos, debilidades y preocupaciones que creí tener superadas. No iba
a decir que estaba en el punto de partida, pero me había devuelto
demasiados recuerdos y no sabía cómo gestionar eso, ni el hecho de
haber hecho infeliz a la definición de felicidad, ni haberme enamorado
de un hombre desde Nolan. Esas últimas semanas, mi vida se pareció

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tanto a la que viví con mi ex —sola en casa esperando llamadas,
preguntándome dónde estaría el otro, comiéndome las uñas— que solo
veía plausible una salida.

Pero igualmente me sentía mal, porque lo quería. Sí, maldito fuera. Lo


quería mucho más de lo que me habría gustado, y a saber desde cuándo
mi corazón le pertenecía. Sospechaba que él sabía el momento justo en
que ocurrió, porque me conocía mejor que yo misma. Ya lo insinuó
cuando anunció con toda su condenada prepotencia que estaba tan
enamorada de su señoría como su señoría de mí. Y qué miedo me había
dado que lo supiera. Y qué rabia me daba no haber estado a la altura.
Lo quería y lo había decepcionado. Y él me había decepcionado a mí con
sus mentiras y su información reservada para otra que no era yo. Me
quedaba el consuelo de que ninguno lo hizo adrede, o eso quería pensar.

Pero pasaban los días y King seguía insistiendo, utilizando todos y cada
uno de los medios que sabía que conectaban conmigo para llegar a mí.

—Me he tenido que enterar de que lo has dejado por él —me recriminó
Maddox en cuanto le abrí la puerta. Entró en mi apartamento con sus
andares de chico malo y desde el salón me lanzó una mirada entre
reprobatoria y preocupada—. Coño, estás hecha un asco.

—Gracias —ironicé, cruzándome de brazos—. ¿Has venido a echármelo


en cara? ¿Tú, señor «estoy triste y me escondo de los demás para que
nadie se entere»?

—Oh, perdona por estar en mi puta casa guardando el luto por la


muerte de mi padre y trabajando en su lugar, en vez de fundiéndote el
teléfono para salir de copas. —Agaché la barbilla, avergonzada por mi
comentario—. Mira, nena. No me molesta que te guardes tus cosas. Me
molesta que tus ex novios se me tiren encima cuando salgo de trabajar y
no sepa qué puñetas decirles cuando me ponen ojos de cordero
degollado.

—A mí me molesta que vengas a mi casa a hablarme en ese tono. Es una


cosa entre él y yo, Dox, nadie más…

—¿Y con qué tono quieres que te hable? —interrumpió—. ¡Si no entiendo
una mierda! King está mil veces peor que tú, y te importa un carajo.
¿Qué coño os pasa a las mujeres? —Extendió los brazos y echó un
vistazo alrededor—. Todas queréis un príncipe azul, pero cuando se os
presenta, lo mandáis al carajo.

—Las cosas son mucho más complejas de lo que estás insinuando. No es


solo encontrar al príncipe, es…

Maddox me apuntó con el dedo.

—Eh, no estoy cuestionando por qué lo has dejado; te estoy


recriminando que no le des ni la oportunidad de hablar. ¿Cómo te

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sentirías tú en su lugar? ¿Vas a ponerte en sus zapatos alguna vez? —
Sacudió la cabeza, nervioso—. Abre los putos ojos, Kathleen, o sácate la
cabeza del culo. No eres la única persona que sufre en el puñetero
universo.

—¿Ahora está prohibido cortar con tu pareja? —mascullé, sabiendo que


él tenía razón.

—No, pero por respeto a lo que habéis tenido, habláis. Habláis —


insistió, casi deletreándolo—. Aunque sea jodidamente difícil, Kathleen.
Quedas con él y escuchas su maldita versión, no te largas sin decir nada
y dejándole con la palabra en la boca. No puedes soltar la bomba e irte
de rositas mientras todo arde a tu alrededor. Es que todavía no me lo
creo… Luego somos los tíos los que no tenemos sentimientos.

Me tragué el nudo que se me había formado en la garganta.

—Podrías llevar razón si no me estuvieras gritando como si fuera Libby.

Maddox inspiró hondo y soltó el aire con un bufido. Cuadró los


hombros. Cuando volvió a hablar, lo hizo en tono comedido.

—Te hemos llevado entre algodones durante mucho tiempo, Kathleen.


Porque lo necesitabas. Ahora bien: que tengas problemas no va a
excusar permanentemente tus actitudes injustas, porque, ¡sorpresa!,
todos los tenemos. Yo no he sufrido lo que tú has sufrido, y King
tampoco, pero hemos pasado por mucho y cuando la cagamos no
decimos «es que me pasó esto». Creo que va siendo hora de que dejes de
mimar a los recuerdos que tanto daño te hacen y mimes a la gente de
carne y hueso que se preocupa por ti. Y que cojas el puto teléfono y lo
llames.

Lo miré a los ojos con el corazón encogido.

—Lo he dejado justo por eso, Dox. Porque no quiero que me siga
excusando.

—Pues a lo mejor él quiere seguir excusándote. A lo mejor él se lo pasa


de maravilla excusándote —bufó—. Haz el favor y no decidas por él. No
sin escucharlo, ¿vale?

Rodeó el sofá para estirar un brazo hacia la mesilla auxiliar; cogió el


teléfono fijo y me lo tendió. Clavé los ojos en el auricular.

—Nena, te quiero —continuó Maddox, captando mi atención—. Te quiero


y mataré a quien te haga daño. Pero la que se está haciendo daño aquí,
eres tú, y evidentemente no pretendo herirte, así que no me hagas
hablarte de esta manera. Coge el puto teléfono y llámalo, y ya decides si
quieres acabar las cosas o no.

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La puerta del cuarto de Gin se abrió muy despacio. Se asomó por el
hueco que había dejado, perfecto para meter su cabeza.

—El chico tiene un punto —dijo.

Volvió a cerrar la puerta, dejándome a solas con el eco del salón, en el


que retumbaban las carcajadas del malo de Drácula por cortesía del
televisor. Maddox seguía allí de pie, mirándome.

—¿Insistes porque sabes que es lo que tú deberías haber hecho, o


porque es lo que te gustaría que Liberty hubiese hecho?

Él bufó otra vez.

—Deja las comparaciones. Tú eres tú y yo soy yo. No me mueve el


resentimiento hacia nada ni nadie, solo la preocupación. Y si tengo la
oportunidad de hacer que seas mejor que yo, de que no dejes las cosas a
medias… Voy a intervenir. Es lo que hacen los amigos.

Pestañeé en su dirección.

—¿Debería haber intervenido entre vosotros?

—Corta el rollo, K. Estamos hablando de ti. —Cogió la chaqueta que


llevaba puesta y había dejado sobre el sofá. Me lanzó una mirada de
aviso—. Llámalo. Te arrepentirás si no lo haces.

A la tercera fue la vencida. En cuanto Maddox desapareció, cerrando de


un portazo enérgico, me fui a mi habitación. Llevaba el fijo en la mano y
las palabras de Maddox seguían dando vueltas en mi cabeza. Todos los
sermones que me habían dado en el último año vinieron a mi cabeza
como un flash, y se pusieron de acuerdo para tumbar mi determinación
a mantener distancias.

Uno podía estar triste, pero no podía permitir que eso intercediera en su
felicidad. La felicidad encajaba con cualquiera; Dios no le tenía manía a
nadie. Se trataba de tener la posibilidad de un momento con tus seres
queridos. El problema iba a ser descubrir en qué momento deseaba yo
vivir, y si tenía posibilidades con ello. La decepción, el miedo y sus
sucedáneos, no justificaban ningún mal comportamiento hacia los
demás, solo explicaban un modo de vida y una forma de sentirse.

Como si con solo pensar en él pudiera establecer un vínculo invisible


entre mi mente y la suya, recibí una llamada entrante que tenía su
nombre.

Inspiré hondo antes de pulsar el botón verde.

—Hola —dije en voz baja.

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Hubo un breve silencio.

—Soy fiel defensor de que las cosas no se deben hablar por teléfono, y
menos algo tan importante como esto. Porque eres importante para mí,
por si en algún momento no lo he dejado claro, cosa que dudo. No voy a
llamar más a tu puerta, Kathleen. No voy a insistir, ni me voy a
arrastrar. Igual que tú no me debes nada, yo tampoco te debo nada a ti.
Pero tengo tus palabras metidas en la cabeza y no pienso dejar que se
me queden grabadas cuando no las merecía. Así que, por mi propia
salud mental, voy a decirte lo que no quieres escuchar.

Tragué saliva y asentí como si pudiera verme.

—No he dejado de estar enamorado de ti en ningún momento. Mis


sentimientos se han ido creciendo desde el día en que me di cuenta de
que te quería hasta el presente martes. —Hizo una pausa—. No sé si
sirve de algo decirlo, porque no sé si te lo vas a creer. Por si acaso, te lo
diré: soy feliz contigo. Hay momentos en los que me frustro y me cabreo,
pero eso forma parte de las relaciones y sabía qué estaba haciendo
cuando me embarcaba en una contigo. Gabriella no es mi amante, ni mi
prospecto de novia, ni es nada salvo una excelente empleada y gran
amiga, a diferencia de lo que parecías insinuar. De hecho, creo que
podría ser muy buena amiga tuya, porque es una persona paciente y
empática.

» Sí, es cierto que he pasado mucho tiempo con ella. Han sido tres
semanas en las que he tenido que escaparme y mentirte para que no
supieras lo que me proponía. Ni se me pasó por la cabeza que pudieras
malinterpretarlo, pero debería haberlo visto, sobre todo teniendo en
cuenta tus antecedentes, así que lo siento. No obstante, no me voy a
disculpar por nada más. Si había perfume en mi camisa no es porque
me haya follado a nadie, y si cenaba con Gabriella es porque de algún
modo tenía que agradecerle todo lo que ha hecho por mí, y también por
ti.

—¿En mi cumpleaños?

—Quería que fuese un día especial e inolvidable para ti, y temía que
conmigo solo te sintieras violenta. Justo como esa misma mañana; nos
vimos en mi despacho y no estabas cómoda. Decidí que lo mejor sería
limitarlo a tus amigos. No pretendía salir con Gabriella ese día, pero me
vio solo a las tantas y me invitó a tomar algo. Acabamos hablando de ti.

—Lo sé. Escuché la conversación. Dijiste algo sobre mí teniendo una


crisis… Y que te daba miedo decirme algo. Querías proponer una
relación abierta porque te gustaría acostarte con ella, ¿no? —Intenté
sonar comprensiva y creo que lo conseguí.

—La conversación que escuchaste no era otra que la de un hombre que


se ha quedado enclaustrado, que no sabe cómo continuar, porque ni
siquiera sabe qué puñetas está pasando —se defendió. Respiró y

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prosiguió de carrerilla—. No, claro que no quiero acostarme con
Gabriella. Sabes que el poliamor era mi forma de vida, y que hasta hace
poco no concebía la monogamia, pero contigo me comprometí a probar
algo distinto y estoy bien con ello. Eres lo único que quiero, ¿entiendes?

» De todas formas, con Gabriella sería difícil enrollarme porque es


lesbiana. Está liada con Sheila. La conocí precisamente por
recomendación suya. Llevan juntas bastante tiempo. Así que ahí lo
tienes. Gab solo es mi empleada, amiga… y la persona que me ha
ayudado a elegir el anillo que quería entregarte. 

» Soy consciente de que es muy pronto. Nos conocemos desde... pronto


cumplirán dos años, pero sentía que no iba a querer a nadie como tú, y
no creo que tenga que explicar nada más sobre eso. Lo he demostrado
suficiente, ¿no crees?

Por puro milagro, conseguí articular palabra.

—Sí. Siempre.

—Una vez preguntaste si creo en el amor eterno. Lo hago. Llevo una


joyería, así que esa iba a ser mi muestra de amor eterno. El anillo y lo
que conlleva. Pero tenía la sospecha de que sería pronto para ti. Por no
mencionar que después de la pelea que tuvimos podrías habértelo
tomado como una especie de reivindicación de culpabilidad por la
mentira de Sheila… y que serías capaz de dejarme por el pánico al
compromiso. Pero soy un tío optimista que sabe de números, y quería
ver cuántas posibilidades había de que saliera bien. Por eso fui a ver a
Jude, para preguntarle qué opinaba. Por eso practicaba a menudo con
Gabriella la manera de preguntártelo, de entregártelo... ¿Y por qué
Gabriella? Porque resulta que estuvo con una mujer que tenía un
problema similar al tuyo, así que encontré a la persona perfecta para
hablar del asunto. Ya ves que mis amigos, Dris y Brayden, no son muy
románticos. Y mi hermana se pasa el día en el hospital.

A esas alturas estaba llorando, sintiéndome tan mal que tuve que ir a la
cocina para conseguirme un vaso de agua. Bebí a sorbos cortos para no
vomitar.

—Las escuché hablando sobre ti —murmuré—. A Ciarán, a Pamela y a


Gabriella. Ciarán dijo que te habías acostado con ella ya una vez, y no
hacía mucho, así que supuse que acabaría pasando lo mismo con
Gabriella o con cualquier nueva.

—Joder, Kathleen. No me he acostado en mi vida con una empleada.


Parece mentira que no me conozcas. Como podrás imaginar no tengo
ninguna prueba para adjuntar en nombre de mi inocencia, pero es
cierto. Aunque Ciarán se me insinuó estando borracha en un cóctel de
empresa e intentó besarme, la aparté, y no la despedí porque me
pareció excesivo para un gesto tan insignificante. De todos modos,
estaba soltero cuando pasó. ¿Cuál habría sido el problema?

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—También dijeron... —balbucí, apretando el teléfono con fuerza.
Recordé que era una estupidez y que sería humillante sacarlo, aunque
viniera al caso, y me quedé en silencio.

—¿Qué dijeron?

—No tiene mucho que ver con esto, pero... Me di cuenta de que
comparada con Sheila no valgo nada. Se refirieron a mí como si debiera
dar gracias de que me dedicaras una caída de ojos, y fue como
despertar de un sueño demasiado bonito para ser cierto. Creo que ahí
empecé a desconfiar y a tomármelo todo como algo personal. Me sentí
tan insignificante que devalué tus sentimientos. Estaba convencida de
que solo un ciego podría enamorarse de mí, y que algún día se te caería
la venda. Ya te la había quitado Gabriella, o eso pensé.

Mi casa estaba sumida en el más absoluto silencio, y al otro lado de la


línea tampoco se oía nada. Cuando habló, me dio la sensación que se
oyó por toda la cocina. De que incluso retumbaba dentro de mí.

—¿Tan raro te parece que te quiera? —musitó, ronco.

El corazón se me aceleró.

Cerré los ojos y no hablé hasta que la última lágrima llegó a mi barbilla.

—No es raro, pero es injusto. Se me hace tan odiosa… y tan estúpida…


la idea de hacerte daño con mis recuerdos o mi concepto de amor —
sollocé, con la vista clavada en el techo—. Siento que no te hago ningún
bien. Y puede que esté equivocada. Sé que hemos pasado más buenos
momentos que malos. Pero no estoy hecha para ti.

Hubo un breve silencio.

—No te hicieron para mí. Nadie nace destinado a nadie. Pero te quiero
para mí, y eso me parece mucho más importante, porque significa que
te elijo. Yo, no una fuerza superior e incomprensible. ¿No es suficiente
para ti? —Inhaló—. ¿Por qué no me dices cómo te sientes en el momento
en que lo sientes? ¿Por qué no me dijiste todo esto entonces?

—Porque me aterraba que te dieras cuenta de que no podía seguir con


lo nuestro, y en consecuencia te alejaras de mí. Quería fingir que todo
iba bien para estar más tiempo contigo. Solo estaba engañando a la
inevitable verdad… porque te quiero y no quiero estar sin ti, pero no
puedo. —Me sequé las lágrimas con los dedos—. Y no soportaba que me
vieras como una loca. Se suponía que iba a ser más fácil tratar contigo
cuando supieras que no estaba bien, pero no lo es. Odio que sepas hasta
qué punto estoy mal. Odio que no puedas ser tú mismo porque temes
hacerme daño. Odio no poder estar a la altura de tu cariño.

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Cuando dejé de hipar al teléfono, los sollozos seguían escuchándose. Y
no eran míos.

—¿Sabes qué odio yo? —murmuró entrecortadamente, con la voz


quebrada. Estaba llorando—. Odio que creas que me haces algún mal.
Haría cualquier cosa por ti, porque sé todo lo que tú haces por mí. Todo
lo que has arriesgado solo estando a mi lado. Y porque te adoro. Te
venero. Te quiero con toda mi alma. Claro que me duele tu desconfianza,
pero me siento feliz siendo tu roca. Y claro que me muestro tal como soy
contigo; incluso me atrevo a ser alguien que no conoce nadie más que
tú.

» No estás loca. Estás enamorada y no sabes qué hacer. Yo tampoco,


solo que supongo que lo llevo con más estilo. —Solté una risa corta y
herida, que él aprovechó para sorber por la nariz y suspirar—. No me
importa repetirte que te quiero todos los días, porque nunca me habría
cansado de demostrártelo. Pero si no te lo vas a creer… Detesto decirlo,
pero no va a servir de nada.

Me mordí el labio inferior. Estaba llorando por mí. Ese hombre lloraba
porque yo era infeliz.

—Siento haber desconfiado de ti. Te prometo no volver a hacerlo... —


inspiré hondo—, pero no puedo prometértelo si estoy contigo. Creo
que… Creo que me precipité al ir a buscarte hace unos meses, porque es
evidente que llevo la toxicidad todavía en el cuerpo. No quiero eso para
ti, King, y solo vas a recibir desconfianza y miedo hasta que no ponga
mis... asuntos en regla.

—¿Y qué propones?

Tragué saliva.

—Mereces una persona que te quiera, confíe en ti y no se envenene con


malos pensamientos cuando no has hecho nada para que los tenga.
Ahora mismo no soy esa persona, así que será mejor que lo dejemos
aquí.

—¿Estás segura de que es eso lo que quieres?

—Sí, es lo mejor para los dos.

El silencio que siguió terminó de romperme el corazón.

—¿Qué debo hacer ahora? —preguntó con voz queda—. ¿Te olvido, o te
espero?

—No lo sé. Quizá debas olvidarme.

Otro silencio.

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—Muy bien —dijo muy despacio—. Pero si estás preparada y cambias de
opinión, ven a buscarme. No importa si han pasado tres semanas,
cuatro meses o dos años. Solo... ven.

Estaba tan desesperada por escuchar algo así, que me reservé lo


egoísta que me parecía aquello y en lo poco que le beneficiaría. Pensar
antes en King en una situación así hizo que me diera cuenta de que
estaba más cerca de él que de mí misma, lo que podía ser muy bueno o
tremendamente malo.

—Kathleen... —me llamó antes de colgar.

—¿Sí?

—¿Te habrías casado conmigo?

Me tomé un instante para pensarlo, aunque ya sabía la respuesta.

—Si hubiera sido la Kathleen de hace años, sí. 

—Espero que la encuentres y algún día vuelvas a ser ella.

«Yo también».

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ME TOO 

No estaba bien, pero tenía la esperanza de que eso cambiara algún día. 

Quería convencerme de que no había prisa, de que tiempo era lo único


que me sobraba. Pero el tiempo nunca te sobra. Y durante las primeras
semanas sin saber nada de King, estuve atemorizada porque se hubiera
deshecho de mi recuerdo. Tardé otro chorro de días en asimilar que mi
recuperación no iba de eso, de pensar constantemente en él, y dejar de
preocuparme por si su amor se desvanecía.

Que pudiera sacármelo de la cabeza era otro tema muy distinto. No


podía. Al principio era incapaz de pensar en otra cosa, y aunque
centrarme en mí y en mis deseos fue cosa de un proceso progresivo, es
cierto que nunca abandonó mi mente. Según Jude era lógico. Había
formado parte de mi vida durante los casi dos años más difíciles y
repletos de cambios en mi vida. De mi día a día. De mí, a secas.

—Intenta llenar tus horarios con actividades. De ocio, de trabajo, lo que


sea. Lo importante es que hagas cosas y sigas tu vida con normalidad
hasta que te des cuenta de que no lo necesitas. Si el amor sigue ahí
después, cuando eres independiente, será cuando puedas volver a él.
Estarás en paz y casi puedo garantizarte que la relación será sana —me
dijo Jude cuando fui a verla—. Me parece que has tomado la decisión
correcta, si es cierto que celabas y lo pasabas mal. El primer paso es
detectarlo, el segundo, darte cuenta de que no es correcto sentirse así, y
el tercero, intentar erradicarlo. No hace falta que te explique lo terribles
que pueden ser los celos, ¿verdad?

—No, lo sé muy bien. Sacan lo peor de uno mismo —contesté, cruzando


las piernas—. Incluso llegué a desconfiar de ti.

Jude alzó las cejas, sorprendida.

—Fue porque vino a verme, ¿no? Todo fue por ti, Kathleen. Pensó que, si
alguien podría darle una respuesta fiable sobre tu reacción a una pedida
de mano, esa sería yo.

—¿Y bien? ¿Qué le dijiste?

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—Que no podía poner la mano en el fuego por ti, pero que, a mí,
personalmente, me parecía una idea pésima. Te quedan muchísimas
cosas por superar, Kathleen. Un matrimonio, aunque sea con el hombre
adecuado, podría haber acabado contigo. Requiere un gran
compromiso, tener las cosas muy claras... Y tú no las tienes.

Jude era la única que estaba conmigo y entendía por qué me


reaccionaba como reaccionaba. La única que me comprendía. Los
demás se esforzaban por empatizar, pero no lo conseguían. Swan era un
ejemplo de ello.

—Pero tú lo echas de menos, ¿no? —me preguntó.

No sabía hasta qué punto. Era muy difícil vivir en un sitio en el que él
podría haber dejado su cepillo de dientes hacía meses. El apartamento
tenía la esencia de King grabada en cada rincón. Los ecos de mis pasos
sonaban a las carcajadas estridentes que hacían refunfuñar al vecino de
al lado, y los recuerdos aparecían cuando menos me lo esperaba.

Había llorado muchas veces, pero cada vez lloraba menos y sonreía
más.

—Solo intento hacerte entrar en razón... —insistió Swan—. Si os queréis,


¿por qué no estáis juntos? No tienes motivos para guardarle rencor, y él
a ti tampoco. Os lleváis bien, os entendéis... Cuando hay amor, ¿qué
importa lo demás?

—A veces es más difícil que eso, Swan. El amor no siempre es suficiente.

—Claro que es suficiente. Somos los seres humanos los que hacemos las
cosas difíciles cuando en su origen no lo son. En vuestra relación está
todo hecho, Kathleen.

Entendía su punto de vista y al principio odiaba no poder compartirlo,


pero con el paso de los días y los meses acabé concienciándome de que
los principios generales no tenían por qué ser los míos. Estaba envuelta
en un proceso de evolución lento, pero con sus avances, y eran esos
avances a los que me aferraba para que la opinión ajena no influyera en
mi pensamiento.

Tenía claro que el problema principal había sido no abrirme. Al contar


mi experiencia con Nolan entendí que, como dijo King, hablando se
entendía la gente. Si hubiera expuesto cómo me sentía al principio todo
habría sido más sencillo. La próxima vez, si había una próxima, lo
tendría presente. Confianza. Eso era la base. Confianza en los
sentimientos del otro, en él, en uno mismo.

Para afianzar esa postura, hice todo lo posible para mirarme en el


espejo y ver a una mujer atractiva, una que comparada con cualquiera
no saldría perdiendo. Me corté el pelo por los hombros y le devolví su

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color natural, un rubio oscuro favorecedor. Según Jude, era una buena
manera de traer el pasado al presente, adueñarme de él y olvidarme de
cómo me hacía sentir para crear a partir de ahí nuevos recuerdos. Unos
agradables.

Fui a comprarme ropa bonita y me gasté una verdadera fortuna. Gin


hizo cuenta de ello, apuntando meticulosamente en la calculadora del
móvil lo que me iba gastando. No me arrepentí en ningún momento,
porque cuando volví a salir a la calle con mis nuevos zapatos y con mi
vestido, sentí que estaba siendo otra. La mejor versión de mí misma.

Pensé en ir a la joyería a escupirles en la cara a Ciarán y a Pamela que


esa poca cosa a la que habían reducido a un monstruo sin virtudes,
empezaba a brillar con luz propia, pero lo rechacé porque no quería
albergar rencor hacia nadie. Y porque, en el fondo, no eran nada para
mí, ni nadie cuya opinión tuviera que tener en cuenta.

El cambio empezó, pues, de fuera hacia dentro. Me sentí mucho mejor


cuando pude ver una película de amor sin enfadarme porque no me
parecía realista; cuando pude salir a bailar con Gin, con Rae o con
cualquier otra sin preocuparme demasiado por quién me estuviera
mirando.

King seguía siendo un pensamiento recurrente. Una pegatina en mi


memoria. No podía arrancarla, pero es que no se podía arrancar a un
ser querido y olvidarlo sin más. Sobre todo, cuando todas las personas
de mi entorno me recordaban que existía, que estaba en alguna parte de
Dublín llevando a cabo sus negocios, saliendo con sus amistades,
haciendo vida normal. Me costaba pasar por el distrito dos, por la calle
en la que vivía, y no podía resistirme a echar un vistazo a la ventana por
si por casualidad el destino nos empujaba a cruzar miradas.

Aunque pensaba que sabía por qué lo había dejado y creí que tenía claro
por qué no era el momento de volver, no entendí del todo cuál había sido
la situación hasta que no la vi reflejada en Liberty. Lo detecté en su
actitud con Samuel, el psiquiatra de su madre. Se notaba que al hombre
le gustaba, y parecía recíproco, pero era difícil cuando Liberty estaba
cerrada en banda.

—¿Por qué no sales con él? —le pregunté una vez, sin poder resistirme
—. No puede ser tan malo. Es decir... Se le nota que es un buen hombre.

—¿Y dices que se le nota porque es amable conmigo? K, todos son


amables contigo al principio. Tú mejor que nadie deberías saberlo.

—Pero si lleva insistiendo tanto tiempo no creo que sea porque quiera
echarte un polvo y luego irse de tu vida. Es bastante tenaz, y te está
pidiendo un café, no que vayas a tomar copas a su casa.

—El café puede derivar en lo segundo, y no quiero.

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—Libby... No me gusta que todo esto de Dristan y Maddox te haya
condicionado —murmuré. Me costó horrores decirlo, en mi línea de ser
pésima expresando mis sentimientos—. Eres una persona maravillosa.
No mereces cerrarte puertas porque te hayan hecho daño.

Ella me miró con su sonrisa preferida. Esa que solo sacaba cuando
estaba cien por cien segura de que tenía la razón y no se iba a
equivocar.

—Lo mismo puede aplicarse contigo.

—Es diferente. El problema es conmigo. Yo sé que King no ha hecho


nada mal. Cuando lo resuelva todo será distinto. Pero tú...

—Yo llevo toda la vida esperando que llegue alguien y me rompa los
esquemas, y al final lo que me han roto es el corazón. Por ahora
prefiero ahorrarme problemas, K. No voy a salir con Samuel, aunque
sea buen chico. Va siendo hora de que aprenda a estar sola y deje de
buscar la aprobación de los hombres para sentirme bien.

Esa breve conversación me abrió los ojos del todo. Si tuve alguna duda
sobre lo que estaba haciendo, si alguna vez casi me pudo el instinto de
llamar a King y decirle que ese tiempo sin él había sido un error, cambié
de opinión. Había hecho lo correcto. Y ahora tenía claro que volvería,
porque, aunque yo sí sabía estar sola —de hecho, la soledad siempre fue
mi amparo—, no iba a estarlo cuando había encontrado a la persona
perfecta para mí.

Lo estuve meditando durante unos días, sopesando las ventajas y


desventajas. Sospechaba que había algo que faltaba. Que aún existía un
gran impedimento, físico o mental, que no me dejaba terminar de dar el
paso. No supe qué era hasta que no se me echaron encima los
periodistas una última vez.

Había estado rehuyéndolos, pero no servía para quitarme del ojo del
huracán. Jaab había hecho un excelente trabajo disuadiendo a varias
revistas. Otras, desgraciadamente, seguían en sus trece. Eran esas las
que me perseguían días aleatorios o me sacaban fotografías. Acabé
comprendiendo que no iban a dejarme en paz nunca si alguien no les
paraba los pies, y si ni Jaab, ni el propio Dristan —quien lo empezó todo
—, habían conseguido frenarlos, no era porque no hubiera solución. 

La solución la tenía una sola persona: esa a la que escucharían antes


que a mí y cuya opinión prevalecería sobre la mía.

Me costó varias semanas de asimilación y meditación. Estaba nerviosa,


preocupada, terriblemente asustada, pero muy decidida a hacerlo. Nada
ni nadie podría pararme los pies. Y cuando lo tuve claro, busqué el
número de su central en las páginas americanas, localicé el de su
secretaria y llamé.

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Sentí que mi mundo empequeñecía y luego explotaba a cada pitido del
teléfono. Tenía el corazón acelerado, y todos los recuerdos acudieron a
mi mente. Estaban más borrosos que de costumbre, pero seguían allí. Y
ya no dolían por un sencillo motivo: había terminado de asumir que
nunca se irían, y los hice míos por la parte que me tocaba. La que no
podría hacerme daño.

«La vida es lo que tú quieres que sea», dijo King. Yo quería que fuera
buena para mí.

—Buenos días, le atiende Monica Ritter, secretaria personal del señor


Sullivan. ¿En qué puedo ayudarle?

—Póngame con él.

—Lo siento, señorita, pero el señor no atiende llamadas personales en el


número de la empresa.

—Me temo que no guardo su número en mis contactos. Pero ¿de verdad
que no me lo va a pasar? ¿Ni siquiera si quien llama es Caitlin? —
pregunté, alzando una ceja. Hubo un breve silencio—. Vamos, Monica;
nos conocemos desde hace tiempo y sabes que algún día tenía que pasar
esto. Pásame con él.

—Antes tendría que consultarlo... —Una pausa. Bajó la voz al añadir—:


Caitlin, no sé si es buena idea que vuelvas a contactar con él. ¿Qué
quieres? ¿Dinero?

—Solo quiero paz. Así que, por favor, pásale mi llamada.

Invertí el breve lapso de tiempo de espera en repetir para mis adentros


el motivo de la conversación. Intentaría que fuera lo más breve posible.
Primero, porque no quería charlar con él. Segundo, porque la factura
telefónica se resentiría al ser una llamada internacional. Tercero...
porque no iba a darle más tiempo.

—Caitlin —escuché su voz, lánguida y profunda al otro lado del teléfono.


Se me puso el vello de punta—. ¿Para los viejos amigos eres la de
siempre? Parece que la influencia de tu seudónimo no cruza el océano.

—Pretendo tener muy bien separadas las dos identidades —concluí,


conteniendo el temblor de mi voz. «Está al otro lado del mundo,
Kathleen», me dije. «No te va a hacer daño. Ya no tiene poder sobre
ti»—. Aunque parece que no me ha servido demasiado. La gente que
cubre las noticias sobre tu familia no deja de perseguirme.

—¿Y?

Agarré el teléfono con fuerza.

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—Hay mucha gente interesada en la relación entre Caitlin y tú. Creo que
los dos estamos de acuerdo en que no nos hace ninguna ilusión hablar al
respecto.

—A ti en concreto nunca te ha hecho ilusión nada —contestó, aburrido


—. ¿Cuál es el objetivo de tu llamada, cariño?

—Quítame a los paparazzis de encima diciendo la verdad —solté de


carrerilla—. Cuenta que estuvimos juntos y se acabó, en lugar de seguir
alimentando mi imagen de zorra que se aprovechaba de tu dinero y
luego te dejó. Arréglatelas para sonar impersonal y así no vengan a mi
puerta a pedir una segunda opinión. Tu palabra es más importante que
la de cualquier pobre mujer anónima. Y como no supondrá un gran
esfuerzo para ti, creo que no te estoy pidiendo gran cosa. Desmiente lo
que dijiste y haz que me dejen en paz.

—¿Por qué iba yo hacer eso?

Inspiré hondo.

—Porque si no lo haces, hablaré yo con la prensa. Contaré todo lo que


me hiciste, cómo me encerraste en tu casa, cómo hiciste que perdiera
comunicación con mi familia, cómo me maltrataste hasta tenerme a tu
merced, cómo disfrutabas con tus putas a mis espaldas, y cómo casi me
violaste en la puerta de tu apartamento.

Nolan suspiró como si estuviese cansado.

—No tienes pruebas de nada de eso.

—Tengo un informe psicológico bastante detallado de las secuelas que


me dejaste. Aún conservo las fotos de los mensajes que te mandabas con
otras mujeres. Sugar y Rachel hablarían en mi favor. Y me respalda
todo un movimiento mundial que lleva mucho tiempo sacando a la luz
casos como este.

» Quizá haya quien no se lo crea —proseguí, forzando el tono


desinteresado—; tal vez sean muchos. Casi todos. Pero tu imagen
quedará manchada, y mi declaración servirá para que salgan a la luz
testimonios similares. Si algo tengo claro es que los maltratadores son
reincidentes; a saber, cuántas mujeres hay repartidas por el mundo
esperando el momento de hablar.

Hubo un silencio que hizo que me lo replanteara todo. ¿Y si me estaba


equivocando? ¿Y si buscaba la manera de hacerme daño?

—¿Dices que solo quieres que desmienta lo que dije?

—Solo eso. Ni dinero, ni fama, nada. Solo vivir tranquilamente.

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—¿Cómo sé que no vas a volver a joderme con esto? ¿Cómo sé que no
me vas a llamar dentro de unos cuantos meses a amenazarme con lo
mismo?

Esbocé una sonrisa trémula.

—Créeme, no se me ocurriría llamarte otra vez.

«No encontraría el valor dos veces».

—Pero que sepas que he grabado esta conversación —añadí—. Si se te


ocurre hacer algo raro o intentar joderme por alguna parte...

—Descuida. A mí tampoco se me ocurriría cogerte otra llamada o


relacionarme contigo de nuevo.

Desencajé la mandíbula. Sonaba como si fuera la víctima.

—Pues para quererme bien lejos, parece que tu única fuente de


divertimento de los últimos años era hablar de mí a la prensa.  

—No seas rencorosa, nena. —Me dieron ganas de vomitar al escucharle


el apodo—. Hace tiempo desde la última vez que te mencioné. Pero no te
preocupes, tienes mi palabra de que acabaré con tu acoso y derribo. Eso
sí… Si vuelves a llamarme, contrataré a un abogado y se terminará esa
gilipollez de las amenazas. Esta agradable conversación es cortesía de
mi buena voluntad. Por los viejos y buenos tiempos.

—Tú y yo no tuvimos buenos tiempos. Estaré esperando tu verdad,


Nolan. Si no la recibo, puedes estar seguro de que apareceré de nuevo
en tu vida… Y con unos abogados mejores que los tuyos. Ya no soy la
universitaria sin un penique que manipulabas tan fácilmente; yo también
me puedo permitir unos buenos profesionales.

No esperé a que se despidiera y colgué de golpe. Luego tiré a la basura


el móvil desechable que había comprado expresamente para la llamada,
temiendo que ubicara mi residencia o utilizara mi número para algún
chanchullo de los suyos. Apagué la grabadora y la guardé a buen
recaudo en la mesilla de noche.

Me senté en la cama, mirando la papelera con los ojos empañados. Los


cerré, me tumbé y, por primera vez, dormí sintiéndome libre y etérea.
Como si fuera solo un alma.

***

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Por milagroso que pareciese, Nolan cumplió su palabra.

Se tomó su tiempo. Tuvieron que pasar unos cuantos días hasta que
anunció en sus redes sociales que su relación con Caitlin McGrath
acabó sencillamente por diferencias y que ahora ambos eran muy felices
cada uno por su lado. Fue tan impersonal como pedí. De todas maneras,
los periodistas no iban a dejar de perseguirme de la noche a la mañana:
fue una suerte que justo saliera a la luz que su hermana se había casado
en Las Vegas para que toda la atención cayera sobre ella.

Mi padre se alegró muchísimo de que nadie me molestara, o al menos,


no tanto como antes. Lo que no le hizo ninguna ilusión fue descubrir que
lo había conseguido por mis propios medios, es decir: poniéndome en
contacto con una persona que llevaba muchos años queriendo evitar.
Una cosa llevó a la otra, y acabó por retomar las preguntas que no
respondí tiempo atrás. Jaab no sabía nada sobre los motivos de mi
estampida, de que dejara la universidad y de que regresara a Dublín con
una depresión de caballo, más que había tenido un problema con Nolan.
Así pues, me hice la promesa de no volver a hablar de ello... pero no sin
antes abrirme con mi padre.

Me costó tranquilizarlo y hacerle prometer que no cometería ninguna


locura. Estuve segura de que lo primero que haría al dejar mi
apartamento sería denunciar a Nolan Sullivan, hasta que le dije que por
fin estaba todo en regla. Hablar con él después de años había abierto
una herida, pero para sanarla de una vez por todas.

—Y ahora, ¿qué vas a hacer?

Inspiré hondo y sonreí un poco.

—Jude siempre dice que no hay mejor manera de evitar la tristeza que
ocupándose con tareas o haciendo planes. He hecho los míos, y la
verdad es que me tienen entusiasmada.

—¿Y cuáles son esos planes?

—Me he matriculado en la universidad otra vez.

—¿En Filología Inglesa de nuevo?

—No. Psicología. —Me miró, interrogante—. Creo que ahora, después de


todo esto, tengo una importante labor y siento que podría ayudar a
mujeres que han estado en mi situación. Sé que es tarde, que ya soy
bastante mayor para juntarme con chicos y chicas de dieciocho años,
pero... Creo que podría hacer mucho por ellas.

—¿Significa eso que vas a dejar de escribir?

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—No, claro que no. Publicaré menos novelas por año, porque me
volcaré en mis estudios, pero no se me ocurriría abandonar a mis
lectoras. Tengo más ganas de escribir que nunca. Estoy llena de ideas.
Quiero cambiar el género… Quiero acabar con el prototipo de hombre
machista y celoso que domina las listas de vendidos. Quiero enviar un
mensaje y para eso no hay nada mejor que un libro.

Mi padre sonreía, tan emocionado como yo. Me cogió de la mano y besó


el dorso con cariño.

—Estoy muy orgulloso, jaquetona.

Puse los ojos en blanco.

—Otro de mis planes es que dejes de llamarme así. Hace siglos que
acabé la dieta para perder las cartucheras. Pero eso no es todo —añadí
muy despacio, mirándolo de hito en hito—. Creo que voy a volver a
relacionarme con la familia de mamá. Quizá, si están abiertos a
recibirme, les cuente todo lo que ha pasado estos años. de cero.
Recuerdo que cuando era una cría los quería muchísimo.

—Claro que sí. Son buena gente, sobre todo la abuela Sophie. Fue un
duro golpe para ella perder a su hija siendo tan joven. Me parece una
gran iniciativa. Son la única que vas a tener, porque por mi parte soy un
perro solitario, y una buena conexión con tu madre… aunque ya no esté.
Nunca me hizo ilusión que os distanciarais —confesó—, y menos que lo
hiciera utilizándome a mí como excusa.

—Es normal que te odiara, papá. Le hiciste daño. —Opté por reservarme
un «como le haces a todas»—. Pero es cierto que no debería haber
permitido que ese rencor hacia ti influyera en nuestra relación.

Jaab sonrió de medio lado.

—¿Piensas de verdad que fui yo el que le hizo daño a ella?

Parpadeé sin entender.

—Le pusiste los cuernos mil veces, Jaab.

Él sacudió la cabeza.

—La verdad es que nunca he tenido intención de contártelo por un


simple motivo: no quería que mirases a tu madre como me mirabas a mí
al principio. No quería envenenarte la cabeza con errores que no tenían
nada que ver con su instinto maternal o su manera de quererte. Y menos
todavía ahora que no puede defenderse. Me gustaría que conservaras
una imagen buena de ella. Pero ahora eres mayor. Una mujer adulta con
las cosas claras. Y yo soy un viejo que se ha cansado de ser sermoneado

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por algo que no hice, así que te voy a hacer un breve resumen de mi
historia con Theresa.

» Principalmente, nunca me acosté con otra estando con tu madre. La


quería mucho, aquí donde me ves.

—Siempre las quieres mucho a todas.

—Pero a ella la quise mejor. Fue mi primer gran amor —reconoció,


sincero—. Ya sabes cómo empieza todo, ¿no?

—Os acostasteis en el baile de fin de curso del instituto.

—Pero hay algo antes de eso, y después. Yo no quería llevar a tu madre


a esa fiesta, Kathleen. Quería llevar a la rarita por la que llevaba colado
desde los doce. Pero me enteré de que un amigo mío se había estado
burlando de mi hermana pequeña: ese amigo que estaba obsesionado
con Theresa McGrath. Así que, para joderle, decidí salir yo con ella y
trabajármela. Y conseguí ambas cosas. 

Suspiré largamente. Mi padre en estado puro.

—Eso no mejora tu reputación, Jacobus.

—Desde luego que no, pero tu madre y yo hemos estado siempre al


mismo nivel. Ella salió conmigo para tocarle las pelotas a su rollo
ocasional. También lo consiguió. El tío se obsesionó con Theresa a partir
de entonces, formalizando su relación, presentándosela a sus padres...
Luego se enteró de que estaba embarazada de mí.

—Y el tío ese la dejó. Es lo que más le duele contar.

—No la dejó. Le dijo que no le importaba criar al hijo como suyo y que
se olvidara de mí, su padre biológico. Yo, como es natural, no iba a
permitir que Theresa se largara a otro país con mi hija sin posibilidad
de verla. Estaba preparado para querer a esa niña, para cuidarla. Me
parecía bien que ella tuviera un novio, no que me apartara de mi
sangre. Y eso le sentó fatal, porque su pareja acabó dejándola. Era o
irse con él o nada.

—Eso no fue lo que ella me dijo.

—Ya, hay muchas cosas que no te ha dicho —suspiró—. Después de eso,


sus padres me obligaron a casarme con ella para formar una familia
«en condiciones». Al principio nos odiábamos, no podíamos estar en la
misma habitación, pero había una gran atracción entre los dos. Cuando
tu madre no estaba enfadada era un encanto, y ya sabes que soy fácil de
conquistar. Acabé enamorándome y cumpliendo esa promesa de
fidelidad.

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» De ella no se puede decir lo mismo. Ese novio del instituto volvió a
buscarla y su primer impulso fue coger las maletas e irse. Y eso hizo. Se
largó dejándome solo contigo. Imagina a un chaval de diecisiete años
con un bebé. No sabía qué coño hacer.

—¿Qué? ¿Se fue?

—Volvió, claro está. Y volvió muy arrepentida, dos o tres meses después.
Pero yo no quise volver con ella. Eso es lo que tu madre nunca me
perdonó. —Se encogió de hombros—. Que yo no disculpase sus errores,
le pidiera el divorcio y rehiciese mi vida.

—Mi versión es muy distinta —repliqué—. Se supone que os divorciasteis


cuando yo tenía siete.

—Es porque intenté estar con ella unos años más, pero no resultó. Soy
un perro rencoroso. —Encogió un hombro—. Y me tomo muy a pecho mi
papel de hombre ofendido.

—No irás a decirme que eres un cabrón putero porque te rompieron el


corazón, ¿no? Esto solo explica que mamá fuese como era y se
comportase como lo hacía, pero no te justifica.

—Por supuesto que no. Soy un cabrón putero porque así concibo la vida
y las relaciones. Pero cierto es que, si las cosas se hubieran dado de
otra manera, quizás no sería como soy ahora. Y tal vez cambie de
opinión otra vez antes de morirme, convirtiéndome en un predicador de
la fidelidad. Nunca se sabe, Kathleen. La vida es el constante cambio.

Tenía razón. Yo era la primera que estaba sujeta a ese cambio del que
hablaba. Lástima que hubiera tardado tanto en comprender que no
convenía resistirse a lo que estaba por llegar, y que el mejor mecanismo
era el de adaptación.

No me extrañó del todo la confesión de mi padre. Sí me sorprendía,


porque toda la vida había estado convencida de algo muy distinto, pero
encajaba. De los dos, y pese a su pasión de ir dando tumbos por el
mundo, el más comprometido con su familia, con las cosas claras y un
deber cumplido era Jaab. Siempre tuve la sensación de que mi madre no
me quería, o no demasiado; o no demasiado bien. No decidí irme a vivir
con mi padre, pese a tener ella la custodia, porque fuese mucho más
divertido. Era mejor en todos los aspectos.

—¿Por qué no me lo dijiste? ¿Por qué dejaste que mamá me mintiera?

—Porque sentía que solo así dormiríais tranquilas.

—¿Y por qué me lo cuentas todo ahora? —pregunté, mirándolo con


seriedad—. Me da la impresión de que tenías preparado el discurso.

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—Lo he preparado —admitió—, y con varios motivos. Uno de ellos,
ejemplificar que nada es lo que parece —y me lanzó una mirada
significativa—. El otro día me llamó Maddox y me contó que lo has
dejado con King por un malentendido.

—No lo hemos dejado por eso, papá. Lo hemos dejado porque no estaba
preparada para una relación, y porque él es una persona que... Siento
que tendré que estar todo el rato histérica y desconfiando. Es así,
¿entiendes? King es así. Flirtea con todo el mundo, tanto que no podría
diferenciar la verdad de las bromas, y eso me aterra.

—Pero bueno, jaquetona, ¿y qué te crees que es estar enamorado? Si es


un sinónimo de vivir con los huevos en la garganta. No porque te dé
miedo que te engañen o te abandonen; lo que asusta es dejar de estarlo
—explicó—. Y es lo que tú has dicho. King es así. Y lo quieres justamente
por eso.

No contesté.

—Los hombres no somos adúlteros por naturaleza. No hay nada


predeterminado en un hombre o una mujer salvo su condición sexual, y
ni siquiera: ¿o no hay hombres que se sienten mujeres, y a la inversa? —
inquirió, alzando una ceja—. Que King se enamorase de ti estando con
otra es una casualidad, y hasta donde sé, Sheila lo sabía. Anunció sin
miedo que te quería. Nunca mintió. 

—Es incómodo hablar de esto contigo.

—Solo piénsalo.

Una llamada entrante lo interrumpió.

—No tengo que pensarlo. Ya he tomado una decisión —repuse,


levantándome para coger el teléfono y poniéndomelo en la oreja—. ¿Sí?

Lo primero que escuché fue una serie de jadeos nerviosos. Fruncí el


ceño y miré la pantalla para ver si reconocía el número: era el de King,
pero no fue su voz la que escuché.

—¿Hola?

—¡Kathleen! —balbució la que parecía ser Swan—. K-Kathleen... Dios


mío... —Apenas podía entender lo que estaba diciendo: estaba teniendo
un ataque de ansiedad. Se ahogaba en sus propias lágrimas y respiraba
irregularmente—. Tienes... Tienes que venir al hospital. ¿Me oyes?
Tienes que venir ya —gimoteó, con la voz desgarrada—. Están
interviniendo a King.

—¿Qué?

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—King —repitió—. Estamos en urgencias. Le ha... Llevaba unos días con
un dolor en el pecho, y… y nada más llegar al m-médico, nos han dicho
que tenía un infarto. Están operándolo.

No pude articular una sola palabra. Un momento estaba agarrando el


móvil con fuerza bruta, y al instante siguiente, se me había resbalado de
las manos. Los sentidos me alertaron de que mi padre se acercaba, de
que me agarraba por detrás y me hablaba, pero todo sucedía a cámara
rápida y no entendía nada.

«Infarto».

Tragué saliva. Lo único que podía escuchar eran mis pulsaciones


aceleradas.

«Infarto».

De mi garganta escapó un sollozo ahogado, pero no lloré. Sacudí la


cabeza e intenté apartar a mi padre. El móvil dejó de estar a mis pies
porque él lo cogió y se lo puso en la oreja mientras yo intentaba hallar
la calma. Me miré las manos, que sentía de otra persona. Me miré los
pies que me sostenían sin entender por qué estaban ahí.

¿Cuándo había pasado todo eso?

Levanté la vista y miré a mi padre. Sus labios se movían, su ceño se


fruncía cada vez más, y luego, abrió mucho los ojos y me devolvió la
mirada horrorizado. Ahí mi corazón cayó por un séptimo piso, pero
seguía sin entenderlo.

Yo estaba en casa conversando con mi padre. Acababa de volver de


matricularme en la universidad. Por fin sabía lo que quería. Y ahora
nada parecía lo mismo. Era un pasado lejano. Solo existían Swan y su
voz entrecortada.

—Kathleen —escuché como en una letanía—. Kathleen, ¿lo has oído?


Tenemos que ir al hospital. 

Sacudí la cabeza. No porque no quisiera ir, sino porque no podía


soportar el dolor. Me estaban aguijoneando las sienes. Tuve que
masajeármelas mientras intentaba asimilarlo. No podía asimilarlo. No
podía imaginar una sola realidad, posible o inventada, en la que un
hombre como King pudiera estar sufriendo un infarto.

—Kathleen, ¿me estás escuchando? —Jaab me sacudió por los hombros.


Casi me caí, pero él me sostuvo—. King no está bien. Tenemos que ir
ahora mismo.

Asentí mecánicamente. Una parte de mí me decía que era una broma.


Estaba soñando. 

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A King Sawyer no le podía pasar algo así. Era King Sawyer. Era el
maldito King Sawyer.

Dejé que mi padre me llevara del brazo, me metiera en el ascensor,


luego en el taxi, y finalmente en las urgencias del hospital. A pesar de no
ver del todo bien, reconocí la melena blanca de Swan, que iba vestida
con el uniforme de traumatología. Reconocí a Seamus. A su amigo
Brayden. A Sheila.

Pero tampoco estando allí pude asociar a King con el ambiente, con las
lágrimas o el olor a antiséptico. La compañía solo me indujo a pensar
que estaba a punto de llegar, que iba a aparecer en cualquier momento
con su sonrisa graciosa, meneando las llaves de casa. Tener eso en
mente me tranquilizó. Liberó un peso asfixiante y lo reemplazó por la
calidez que te hacía cosquillas en el estómago cuando pensabas en
alguien a quien querías.

Respiré hondo.

A King Sawyer no le podía pasar algo así. Él estaba por encima, era
imbatible.

Respiré otra vez, aferrándome a un clavo ardiendo.

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Capítulo 30

Había algo que me impedía digerir lo que estaba pasando a mi


alrededor. Al principio no tenía ni idea de qué era. Solo agradecía no
haber perdido los nervios.

Pensé que debía ser el empecinamiento. Estaba resuelta a no dejarme


arrastrar por malas vibraciones. Había bloqueado el miedo. Por fin,
ante una situación extrema, había aprendido a controlarme. También
podría tratarse de esperanza, o de negación. Esperaba de veras que
King saliera de la habitación, sonriendo de oreja a oreja, y soltara una
de las suyas.

Al final me di cuenta de que estaba equivocada. Simplemente no sabía


qué había ocurrido. Tenía una ligera idea, una sospecha, un
planteamiento que se me antojaba insostenible e increíble. 

Por eso no podía llorar.

Pero entonces el médico de turno salió y la realidad cayó sobre mí como


el caballo de madera sobre los troyanos. Podría haberme desmayado
allí mismo si mi padre no hubiera estado sosteniéndome con fuerza.

—¿La familia del señor Sawyer? —preguntó, mirando un informe.

Swan le dijo algo a Sheila y entró en la sala donde estaba él sin añadir
nada.

Fue Seamus quien se hizo cargo.

—Yo soy su padre.

—De acuerdo... —El médico tragó saliva—. El paciente ha sufrido una


parada cardiorrespiratoria. En un principio no se detectan indicios de
problemas vasculares o en el sistema, aunque sí el corazón algo débil a
causa del abuso de medicamentos. En este caso hemos detectado en su
cuerpo algunas benzodiazepinas, un par de antibióticos y alcohol.

—¿Cree que ha podido...? —Seamus hizo una pausa—. ¿Cree que


pretendía…?

—No, no lo creo. En absoluto. Creo que el señor Sawyer no sabía de las


posibles consecuencias. El paciente parece tener una congestión; de ahí
el uso de los antibióticos. Si tomaba ansiolíticos con regularidad y para

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colmo ha estado de celebraciones... El resultado ha sido una
desafortunada coincidencia.

—Pero... ¿Está bien?

—Sí, la operación se ha resuelto con éxito. Pero debemos trasladarlo a


la unidad de cuidados intensivos. Aunque está estable, tiene el pulso muy
débil. Lo vigilaremos las veinticuatro horas.

Exhalé todo el aire que había estado reteniendo.

—Maldito gilipollas —bufó Brayden, sobándose las sienes—. Todo esto


por las pastillitas de las narices. Se lo he dicho mil veces. No puede
drogarse porque sí. Cualquiera diría que pretende acabar como el
jodido Michael Jackson.

Me estremecí, no sabía si de alivio o aún asustada. Todo se tornó


borroso a mi alrededor. Cuando parpadeé para recuperar la vista, lo
único que acerté a percibir fue una sucesión de imágenes antiguas.

King estaba riéndose delante de mis narices porque había vuelto a


tumbarse a mi lado mientras dormía y me acababa de dar un susto de
muerte. King volvía a insistir para que le contara cuál era mi maldito
problema. King retándome a mandarle más equis de las que él me
enviaba a mí. King llevándome sobre su regazo mientras conducía
camino a casa. King dándome besos en la frente a modo de
agradecimiento. King insistiendo en llevarme a ver una película de Jim
Carrey.

Fueron tantos recuerdos de golpe que estuve a punto de desmayarme


por una bajada de tensión. Pasé por delante de todos y me zafé del
brazo del médico para entrar en la habitación. No fue necesario hacer
oídos sordos a lo que me pedían los especialistas, porque yo ya estaba
sorda. El pitido lento, irregular y débil del corazón de King ocupaba
todo el espacio de mi mente. El alma se me cayó a los pies en cuanto
Swan se apartó de la cama para que pudiera ver a un King vulnerable y
pálido que desaparecía entre las sábanas.

—Estaba en el Rock & Blues, bebiendo y bailando, y de repente se


intensificó el dolor que tenía desde hacía unos días —balbució Swan
mientras le acariciaba la frente—. Riendo, bromeando, y ahora... Ahora
está aquí... Tan débil.

Se me hizo un nudo en la garganta.

—Aquí estás —suspiró un hombre a mi espalda. Llevaba la bata de


médico—. Swan, pequeña... No deberías estar...

—Claro que debo —cortó—. De hecho, es justo lo que debo hacer. Que
esté mal es distinto.

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—Yo no escribo las reglas —se lamentó él—. No puedes estar aquí. Y
usted tampoco.

—Ya lo sé, ya lo sé —murmuró ella.

Se apartó de la cama y se secó las lágrimas con movimientos abruptos.


Cuadró los hombros y miró al médico, luego a mí, y luego otra vez al
médico. 

—...pero si ella quiere quedarse, se va a quedar —declaró. Desvió la


vista hacia mí—. Kathleen... Dios sabe que nunca te he entendido, que no
conozco tu historia. Lo único que tengo claro es que lo quieres. Y por
eso te voy a pedir que estés con él cuando despierte. Se va a poner bien,
yo lo sé. Solo ha sido un susto horroroso. Pero debes aprovechar para
no perder más tiempo. —Me cogió la cara con las manos y luego me
abrazó con fuerza—. Al lado de la muerte y situaciones como esta, todo
pierde su sentido menos el amor.

Swan me soltó y se marchó en pos del médico titubeante, al que


consiguió convencer de que debía dejarme estar allí. Y lo agradecí,
porque, aunque no estaba preparada para poner mis cuerdas vocales en
funcionamiento, habría destrozado el tímpano de todo al que se le
hubiese ocurrido apartarme de él.

Sin respirar, como si eso pudiera molestarle, avancé hasta la cama. Me


senté en el borde a cámara lenta. No me moví hasta que memoricé el
ritmo pausado de su respiración. Parecían haber pasado años desde la
última vez que lo vi.

Me tumbé a su lado con cuidado de no rozarlo, ni a él ni ninguna vía.


Con el peso sobre el costado, lo miré. Lo enfrenté después de meses sin
saber nada de él. Sin saber qué rondaba su cabeza, cómo iba su
negocio, cuáles eran sus tentaciones y si había cumplido alguna de esas
tontas metas a corto plazo que proponía cada desayuno. 

Incluso a pesar de la lamentable situación, me emocionó tontamente


estar a su lado. Me recreé en la cercanía, en el hecho de poder tocarlo y
hablar con él sabiendo que no lo quería dejar marchar.

—No sé si me escuchas —susurré—. No sé si seré capaz de decírtelo


otra vez, porque se me dan mal las palabras si tengo que pronunciarlas
en lugar de escribirlas... Pero sé —recalqué, alargando una mano débil y
ahuecando su mejilla—, y lo sé con toda probabilidad, que tendré otra
oportunidad para repetirlo. Porque tú y yo nunca antes hemos tenido
una oportunidad tan real como ahora, como la que tendremos después
de que abras los ojos... si me sigues queriendo. Y no quiero renunciar a
ella.

Tragué saliva y lo observé. La barba oscura de siempre, quizá mejor


recortada, con esa barbilla de Kirk Douglas que nada ni nadie podía
ocultar y que siempre me había fascinado. La nariz irregular, los rasgos

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duros y muy marcados, el pelo más largo, los surcos de expresión en la
frente y las comisuras de los labios...

Me faltaban sus ojos. 

Le faltaban al mundo entero.

—Estoy aquí porque por fin he aprendido a ser feliz. Porque he


encontrado las claves… Y quería que lo supieras.

» Te gustan más las rubias, ¿verdad? Pues si abrieses los ojos verías que
he regresado a mi color de pelo natural. Te volverías loco. Lo digo en
serio, me queda muy bien. —Probé a sonreír mientras le acariciaba la
mejilla—. También me he comprado ropa muy sexy y bonita, para que
cuando me preguntes por teléfono qué llevo puesto, no te lleve la
experiencia a deducir que es ese horrible camisón beige. Y me he
adaptado a mi entorno. Ahora, si un hombre se me acerca, no siento
miedo. Quizá me pongo un poco nerviosa al principio, y a lo mejor me
aparto rápido, pero puedo mantener una conversación relajada e
incluso reírme. También he aceptado por fin la comida de lata como
suplemento alimenticio: Gin no quiere gastar dinero ni perder tiempo en
cocinar, y me ha arrastrado con ella al club de las ratas. ¿Sabes que
además de eso, convivo felizmente con cierto sillón horrible? Incluso se
ha convertido en mi rincón preferido de la casa, ahí donde me siento
para ponerme a escribir.

Inspiré hondo.

—Pero eso son minucias. Lo importante es que he aprendido a mirarme


en el espejo y ver a una persona edición coleccionista... —Hice una
pausa—. O bueno, quizá no tanto, pero qué menos que sentirme una joya
cuando a ti siempre te han fascinado. He aprendido también a escuchar.
No lo hacía mucho. ¿Sabes cuántos sermones me han dado en estos
últimos meses? Ha sido insoportable… Pero se aprende mucho de las
personas que quieres.

» Dice mi padre que la vida es el constante cambio y que nada es lo que


parece. Maddox me espetó que no estamos solos en nuestro sufrimiento,
y que no podemos permitir que el dolor nos impida ver el del resto. No
voy a decirte nada de la fuerza de voluntad porque tú de eso sabes
bastante, pero yo no sabía que la tenía. Ni que era más importante
quererse a uno mismo que querer a los demás a la hora de empezar una
relación. Eso me lo avisó Jude.

» Sheila me habló de cómo eras. Coqueto y juguetón. Y eso está bien.


Está bien que seas como eres, y que antes prefirieses las relaciones
abiertas. No soy nadie para juzgar. Nadie lo es, ¿no?

» Hasta tu hermana se ha dirigido a mí. Me juró que el amor es


suficiente siempre, y no la creí. No la creo del todo aún. Pero ahora
mismo me ha dicho algo que siempre tendré presente, aunque sea algo

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extremista. Nada tiene sentido al lado del amor. Amor por lo que sea,
supongo. Por ti, por mí, por mi trabajo… Hoy es solo por ti.

Cerré los ojos y apoyé la barbilla en su hombro.

—Fíjate en la cantidad de gente que me acompaña. No estoy sola. Me he


dado cuenta hace poco. Pese a esforzarme por estarlo… eso no es lo que
quería. Todo esto de lo que te he hablado es lo que necesitaba aprender
para estar contigo. Con cualquiera, en realidad. Solo que tú no eres
cualquiera.

» No quiere decir que tú no me hayas enseñado nada, porque tú has sido


la pieza indispensable. Tú has ayudado a que sepa moverme en el
mundo y haya encontrado mi lugar. Seguro que no sabes de qué
manera, porque lo dijiste en una de tus bromas... pero se me quedó
grabado. Puedo vivir sin ti. Puedo vivir sin cualquiera y ser feliz al
mismo tiempo, porque amar a las personas adecuadas te da el poder de
hacerlo sin que duela. Sin sufrir. Sin temer. Sin desconfiar. El problema
es... —Apreté los labios para contener el llanto, pero no pude—. El
problema es que no quiero.

» He estado bien. He salido, reído, bailado y hecho mil cosas más sin
estar contigo, pero en cierto modo tampoco estaba sin ti. Era feliz, King:
lo soy. Pero no habría sido lo mismo si no hubiera sabido que, si quería,
podía volver a tu lado; podía besarte o hacerte reír, o simplemente verte.
Esa era parte de mi felicidad, King. La posibilidad de un momento
contigo. La tenía, aunque no la hiciese realidad.

Parpadear rápido me sirvió para evitar que las lágrimas corrieran. Se


iba a poner bien, pero ¿cuándo? ¿Pasaría algo así de nuevo?

—¿Tanto he tardado en llegar? —musité—. ¿Podría haber evitado esto si


hubiera sido capaz de quererte bien un poco antes?

—¿Qué hace aquí? —No me moví de donde estaba. Ni me giré en su


dirección—. Salga. Tenemos que llevarlo a cuidados intensivos.

Una de las dos enfermeras me cogió del brazo y tiró para sacarme de la
cama. Sacudí la cabeza e intenté apartarme, defenderme, pero ella no
cambió de opinión y me arrastró hasta la puerta.

—Esto lo hacemos por el bienestar del paciente, señorita. Créame que a


mí no me importa que le haga compañía, pero tengo órdenes de arriba.
Ya podrá hacerle una visita cuando despierte.

—¿Cuándo? —pregunté, ansiosa.

—No lo sé, señorita. Sea paciente.

Ser paciente. Ahora me daba cuenta de lo difícil que era.

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***

Todo en mi cuerpo me gritaba que me largara, sin rendir cuentas al


resto de conocidos que estaban sufriendo por King. Yo no era la única
que lo quería, y sería ridículo alejarme de ellos cuando si alguien podía
entender mi estado en ese momento, eran sus seres queridos más
cercanos. No obstante, aunque me quedé, no escuché, ni vi, ni hice más
que temer. Pasé un rato bastante largo en el baño de la primera planta y
allí estuve encerrada un buen rato. El sol se puso dos veces en la sala de
espera. Se me olvidó lo que era dormir. O comer. Me acordé de cuando
King averiguó mi talla de pantalón y me dijo que necesitaría un cinturón
para la treinta y seis y una noche no cenaba. El recuerdo me hizo llorar
y tuve que volver a disculparme para ir al baño. Solo mi padre pudo
sacarme un rato después, y fue porque me dijo que King me necesitaba.
Estaba bien, sí. Pero, ¿y si ocurría de nuevo? ¿Qué haría el mundo sin
King?

No había llorado tanto en toda mi vida. Tenía los ojos tan hinchados que
llegó un momento en el que no pudieron permanecer abiertos. Me quedé
dormida con la cabeza apoyada en la pared, sin dejar de soltar la mano
de King. Incluso en sueños lo tuve tan presente que me desperté después
de una cruda pesadilla en la que todo salía mal.

Ese era el verdadero dolor, entonces. Ese era el verdadero miedo. Haber
querido a una persona que no dejaba de hacerme daño era terrible, un
sufrimiento constante y que no me llegó a aportar nada salvo la gran
lección de no volver a cometer ese error de nuevo. Si ya padecí durante
años el miedo a amar y a entregar mi corazón a causa de la persona
equivocada, ¿qué me habría esperado si hubiera pasado lo peor? ¿Quién
me habría curado de perder a alguien que merecía la pena; de perder
algo de lo que jamás me arrepentiría? 

Se me escapó un gemido lastimero que acabó derivando de nuevo en


lágrimas. No quería dejar de llorar, pero tampoco podía, y llegado el
momento, estaba armando un verdadero escándalo en una habitación
de hospital. Varios intentaron hablar conmigo durante las visitas; no
tenía palabras para nada, ni nadie, durante días. Acabaron
asignándome unas pocas horas diarias para estar a su lado, lo que me
hizo dependiente de esos ratos. No permití que nadie pasara durante mi
horario, poniéndome como una fiera cada vez que alguien se colaba
para intentar consolarme. Incluso llegué a encerrarme con King cuando
querían echarme por haberme pasado unos cuantos minutos de mi
tiempo.

—Déjame en paz —llegué a espetar una vez, mirando a la enfermera. La


pobre no tenía culpa, pero era una de esas mujeres sin escrúpulos ni
empatía, y por mí podía irse al infierno. Me cabreé al escuchar que

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mascullaba por lo bajo que debería buscar ayuda profesional—. Para tu
información, no, no necesito ayuda.

—Ni tampoco estás interesada en biblias, compañías telefónicas o


aspiradoras, ya... —comentó una voz pastosa pero inequívocamente
alegre. Me giré de golpe hacia la cama, con los ojos abiertos como
platos... Y ahí estaba él, mirándome, soñoliento, con la mejilla pegada a
la almohada. Sonreía de lado como un galán. Como lo que era cuando
quería—. Me conozco muy bien tu opinión sobre cualquier ofrecimiento
inesperado.

Intenté tomármelo con calma. Aún estaba débil. Pero me pudo la


emoción y me arrojé sobre él para abrazarlo con toda mi energía
trémula. Hiperventilaba tan fuerte que no escuché que se quejaba y reía
suavemente.

Cómo encontré mi voz fue un misterio.

—Te quiero —tartamudeé. King me separó lo suficiente para mirarme a


la cara. Brillaba tanto que parecía haber renacido—. Quiero que seas un
cerdo y pongas el pecado en mi mundo.

Un destello de ilusión cruzó sus ojos.

—Mi señora... No soy digno de que entres en mi casa, pero una palabra
tuya ha bastado para sanarme.

Solté una carcajada.

—No creerás que ha sido cosa mía lo de despertarte.

—Escucharte gritar me ha obligado a abrir los ojos. Pretendía seguir


durmiendo. Los empresarios no lo hacemos demasiado y debía
aprovechar…

Fui a parpadear frotarme los párpados para calmar la irritación y


secarme las lágrimas, pero temí que fuera una alucinación y King
desapareciese para cuando los abriese de nuevo. No podía parar de
llorar.

—Qué susto me has dado, por Dios. Y ahora te haces el galán como si
nada.

—No me lo hago, muñeca. Lo soy. —Me mordí el labio para no llorar


con más fuerza. Era esa palabra que tanto había detestado al principio
justo lo que necesitaba—. Oh, joder, no llores así. Ven aquí. Abrázame.
Nunca te he visto tan desvalida.

—Porque nunca había estado tan desvalida —admití, volviendo a


acurrucarme cerca de él, con cuidado de no estrujarlo demasiado—. No

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te imaginas la cantidad de cosas horribles que han pasado por mi
cabeza en los últimos días.

Darme cuenta de lo cerca que había estado hizo que me derrumbase del
todo.

—No, no llores así... —suplicó, hablando contra mi pelo—. Estoy bien.


Ha sido duro, pero estoy aquí, contigo. Escuché todo lo que me dijiste.
Cada maldita palabra. Quería volver a ti, e iba a hacerlo a cualquier
precio... Venga, tonta. ¿Cómo me iba a morir sin escucharte decir que
me quieres? Eso jamás.

—No digas esa palabra. Ni siquiera has estado cerca de morir en ningún
momento.

—Yo también tengo derecho a ponerme dramático de vez en cuando.

Me reí y él me secundó. Su aliento contra mi cuello y sus labios


siguiendo las líneas de mis pómulos y de mi mandíbula me ayudaron a
regresar a la realidad, una en la que King estaba conmigo: una en la que
no se iba a ir... y yo tampoco.

Me separé y lo miré con fijeza.

—No vas a volver a tomarte una pastilla si no te la receta el médico —


ordené, sin alterar la expresión.

—Si crees que no he aprendido la lección...

—Ni una pastilla, ni un jarabe, ni un concentrado... Me da igual. Ya te


estés muriendo de fiebre, si el médico de cabecera no te ha dicho nada,
no te vas a acercar a un prospecto. ¿De acuerdo? —King asintió
enseguida, aguantándose la risa—. Prométemelo, King.

—Te lo prometo.

Asentí, tranquila, y reposé otra vez la cabeza sobre su pecho. Escuchaba


los latidos de su corazón, muy cerca de donde estaba mi mejilla. Me
pareció el sonido más bonito sobre la Tierra. Aunque me asaltó la gran
duda, no pude apartarme. Y tampoco dejarlo correr.

—¿La voluntad del rey sigue siendo hacerme feliz?

—No exactamente. Esto de que ahora seas rubia me ha vuelto egoísta, y


quiero más. Quiero que lo seas conmigo.

Estiré el cuello y lo miré esperando que el asentimiento se dibujara en


mis ojos, junto con el júbilo que empezaba a reemplazar mi
preocupación anterior. Él me devolvió la mirada con todo ese amor que
tenía dentro, como siempre había hecho. Lo besé muy despacio,

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temiendo hacerle daño y queriendo que supiera que confiaba en él y
quería todo lo que tuviera para darme.

Luego me separé y le guiñé un ojo. La frase que lo desencadenó todo me


vino a la cabeza y la tentación de recitarla fue demasiado fuerte para
resistirla.

—Cuidado con lo que deseas.

King sonrió de oreja a oreja.

—Por mí no te apures, muñeca. —Me guiñó un ojo—. No te tengo ningún


miedo.

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Epílogo

Siempre me ha resultado curioso que el matrimonio esté aceptado


socialmente, como también permitido por ley, mientras la eutanasia aún
está en proceso de legalización en algunos países. No pensaba en esto
con demasiada frecuencia, pero unos minutos antes de que comenzase
la ceremonia, las clásicas dudas de la novia promedio decidieron
asaltarme. Como si no tuviera suficiente con lo mío: un vestido largo y
ceñido que no me dejaba ni caminar, ni respirar.

Sí, es verdad que las novias tienden a ver su vida pasar por delante de
sus narices antes de dar el sí. Pero apuesto lo que sea a que muy pocas
se habían escondido en un cobertizo junto a la iglesia para ponerse a
meditar. Lo admito: estaba cagada. Y no porque no tuviera claros mis
sentimientos o King no me hubiese convencido de los suyos. Tenía
mucho que ver con eso de «hasta que la muerte os separe». Si todo salía
bien —no me atropellaba ningún coche al cruzar la vía principal y no me
atragantaba con una raspa de pescado en Navidad—, no moriría hasta
pasado un tiempo. Y en todo ese tiempo, que calculaba que serían unos
cuarenta años —treinta si no me ponía tan optimista—, a King le habría
dado tiempo a dejar de quererme alrededor de siete u ocho veces. Era
pura matemática. Y sentido común.

Entre eso y que me había bajado la regla el puñetero día especial, no


pude evitarlo. Me puse a llorar como una estúpida. Si llegaba al altar, lo
haría con una mancha roja del tamaño de una manzana pegada al culo.
Tenía unas reglas muy inestables y no había podido predecir que eso me
ocurriría exactamente el veintiséis de mayo. Después de haber
estropeado un traje de novia de miles de euros y haberme corrido todo
el maquillaje por el llanto, lo normal era ponerse agorera. Era una señal
indicativa de que todo iba a salir como el culo.

Alguien tocó a la puerta.

—No estoy —dije en voz alta.

La risa de King me hizo sentir mejor y me molestó a partes iguales.


Siempre igual. Me costaba creer que le resultara tan malditamente fácil
confiar en mí, incluso cuando yo no lo hacía. Estaba tan convencido de

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que iba a casarme con él ese día que se reía al ir a visitar a su novia
fugada.

—Volvería más tarde, pero hay gente esperando para verte. Y yo


también. Así que voy a pasar.

—¡No! —exclamé—. No puedes verme así. Da mala suerte ver a la novia


antes de la boda, y… y para la novia que tienes, mejor ni te cases.

—¿Otra vez vas a ponerte a hablar mal de mi novia? Si sigues


metiéndote con ella de esta manera, me voy a cabrear, y no te va a
gustar nada ver eso. Ya sé que es un poco desconfiada y tiene un pelín
de mala leche, pero aquí nadie es perfecto.

Sí que me gustaba hablar mal de su novia, sí. Aunque cada día lo hacía
menos, porque por mucho que lo había intentado, no había conseguido
que dejara de quererla. Pero dejaría de hacerlo al verme con las pintas
que tenía. Con el estómago ardiendo y semejante humillación encima, no
habría quien me soportara.

—Muñeca, si no quieres hacerlo... —empezó, aún al otro lado de la


puerta—. Nos largamos de aquí, y a tomar por culo. Tenemos a tu
padre. No creo que le cueste elegir a una soltera y aprovechar la
ceremonia ya organizada para casarse él.

Muy a mi pesar, solté una carcajada. Mi vientre rebotó contra mis


antebrazos, con los que intentaba suavizar el dolor. No había dicho
ninguna tontería. Mi padre seguía casándose y divorciándose según le
pedía el cuerpo, y yo, gracias a Dios, había aprendido a tomármelo con
un poco de filosofía. Mientras él tuviera los dos pies en el mundo, los
caterings y organizadores de boda de Europa tendrían trabajo.

—No es eso.

—No hace falta que me mientas. Es un paso importante y entiendo que


no estés preparada. Ya sé que aceptaste a casarte conmigo porque
pensabas que me iba a morir.

—Pero ¿qué estás diciendo? —bufé—. ¿Me ves como la clase de mujer
que se casa como afición? ¿O para heredar todo tu dinero? Porque te
recuerdo que tengo tanto como tú, y me lo he ganado yo solita con mis
thrillers psicológicos.

King volvió a reírse.

—Ya sé que no me diste el sí por eso, pero estabas bajo mucha presión.
Te digo en serio que, si no quieres salir ahí fuera, no pasa nada. Les
digo que se vayan y nos vamos solos al hotel. Tengo tanta hambre que
no voy a necesitar ayuda para comerme todo lo que sirvan.

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—Deja de decir tonterías y entra. Juzga por ti mismo.

King no se hizo de rogar. Empujó la puerta y cerró. Su sonrisa se


marchitó al verme acurrucada en el suelo, abrazada a mi estómago y
con el rímel corrido. Me dio una rabia terrible no poder lucirme en todo
mi esplendor nupcial. Había pasado meses y meses recorriéndome la
ciudad, con Libby y Gin enganchadas a cada brazo, en busca del vestido
ideal… para que lo peor de mi condición de mujer lo chafara de ese
modo. Para colmo, me sentía timada con la maquilladora. Podría
haberme puesto una máscara de pestañas a prueba de agua, joder.

—¿Qué ha pasado? ¿Estás bien?

—No, no estoy bien. Ha venido la pelirroja.

—¿Libby? Claro. Está al otro lado de la puerta, seguramente pegando


oreja, y tan preocupada como Maddox y los demás.

—No me refiero a Libby, sino… a la mujer de rojo. San Andrés. El


Caballero Rojo. Como lo quieras llamar. —Al ver que King se quedaba
con cara de no entender, suspiró—. Tengo la regla. Acaba de bajarme.
Justo ahora. Tengo una mancha en el culo, me duele todo y ahora me
creo que no me quieres.

—¿Qué tiene que ver eso último con la regla?

—Que cuando me baja la regla, me pongo muy sensible y pesimista.


Llevas casi dos años viviendo conmigo; con sus intermitencias, claro,
pero sí, prácticamente dos años. ¿Cómo no te has enterado aún de lo
que este bicho hace conmigo?

—Me he enterado de lo que hace contigo. De lo que no me he enterado


es de qué tiene que ver con la boda. Ponte otro vestido y se acabó.

—¿Que me ponga otro vestido? ¿Te has vuelto loco?

—Bueno, pues ponte el camisón.

Lo dijo tan convencido que me reí, y él se rio también.

—No es justo —me quejé—. ¿Por qué me tiene que pasar esto en mi
boda? Te juro por lo que más quieres que no pretendía tener un ataque
de pánico, ni echarme atrás, ni dejarte plantado. Lo había planeado
todo para que saliera perfectamente… Y ahora esto.

—Muñeca, no es el fin del mundo. Solo es una mancha. Alguien puede


prestarte un chal o algo así para que te lo enredes en la cintura, darte
un analgésico para el dolor y limpiarte la cara. Yo mismo puedo
limpiarte la cara, ahora.

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—Que me ha bajado la regla —insistí—. ¿Qué vamos a hacer en la luna
de miel? ¿Jugar al parchís?

—¿Por qué no? Si no te puedo comer a ti, pues te como las fichas.

Lo fulminé con la mirada.

—No me hace gracia. Es mi gran día. Si todo sale bien y no me dejas de


querer dentro de cinco o diez años, me habré casado una sola vez, y no
quiero recordar esto como un fiasco. Y no es por nada, pero no te veo
sobreviviendo una semana conmigo en las Maldivas sin ponerme un
dedo encima.

—Pues claro que te voy a poner un dedo encima. Has tenido la regla
todos los puñeteros meses desde que te conozco. Sé tirar de otras
alternativas, por Dios. Y si tienes tanto interés en follar conmigo, que
parece que es lo único que quieres de mí, pues nos vamos la semana que
viene.

—No tengo ningún interés en follar contigo.

—Puedo demostrar que eso es falso. —Me dio un beso en la mejilla y se


incorporó para tenderme la mano—. Si no quieres casarte con un jersey
enrollado en la cintura, ponte cualquier cosa encima. Prometo quitarme
el traje y ponerme un chándal para ir a juego contigo.

Me pareció una aberración. No había estado tan guapo en su vida,


partiendo de lo que ya sabéis, que es que no era muy guapo. El traje le
sentaba como un guante. Pero su idea de estar en igualdad de
condiciones me pareció fantástica.

—También he estropeado la lencería.

—Me da igual.

—Y posiblemente, también el asiento trasero de tu coche.

—Pues vale. Parece mentira que creas que tus fluidos me asustan en lo
más mínimo.

» Venga, arriba. Vamos a casarnos en chándal.

Acepté la mano que me había ofrecido; King tiró con más fuerza de la
necesaria y choqué con su pecho. Me abracé a él y automáticamente me
sentí mejor. Se sentía igual que el día que acepté que lo quería, el primer
día del resto de mi vida. Como un hogar. Pero no el hogar de invierno,
machacado por la rutina, sino la casa de la playa a la que se iba solo en
vacaciones. Era la casa con esa terraza que olía a sol, brisa y salitre, en
la que cerrabas los ojos para saborear la fresca caricia de la brisa.

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Dejé que me envolviera con sus brazos: esos que sabía que siempre me
pondrían en pie si me caía, que me protegerían de mí misma. Esos que
me empujarían a volar lejos para encontrarme y luego regresar a donde
pertenecía.

A mí.

Y a él, por ser parte de mí.

—¿Tengo que recordarte que te quiero? —me preguntó, con la mejilla


apoyada contra la mía.

Sonreí, cerré los ojos, y entonces respiré esa brisa. Esa calma. Esa paz.

—No. —Y lo dije de verdad—. Ya me ha quedado claro.

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