John Dewey y La Escuela Progresiva
John Dewey y La Escuela Progresiva
John Dewey y La Escuela Progresiva
Dewey parte de la experiencia; pero ésta no se identifica ni con la conciencia ni con la subjetividad.
La experiencia es mucho más vasta que la conciencia porque comprende también la ignorancia, el
hábito, todo lo que es “crepuscular, vago, oscuro y misterioso” y que como tal no forma parte de la
conciencia. El error del empirismo clásico (cuya tradición continúa el pragmatismo) es
precisamente haber reducido la experiencia a conciencia. Son parte de la experiencia los aspectos
desfavorables, precarios, inciertos, irracionales y odiosos del universo, con el mismo derecho que
los aspectos nobles, honorables y verdaderos.
La experiencia tampoco coincide con la subjetividad porque no es sólo un “experir”, es decir,
una sucesión de sensaciones, imágenes e impresiones personales. Todos los procesos del
experimentar son acciones o actitudes referidas a cosas más allá de tales procesos; por consiguiente,
no son subjetivos. Amar, odiar, desear, temer, creer y negar no son estados del espíritu, sino
operaciones activas que conciernen a otras cosas. Para la reflexión filosófica, la experiencia debe
entenderse en su significado más amplio y comprende el sol, las nubes, la semilla, la cosecha y, al
mismo tiempo, el hombre que trabaja, siembra, inventa, sufre, goza. De tal manera, la experiencia
abraza entero el mundo de los sucesos y las personas y es esencialmente historia.
Dewey insiste en el carácter fundamental de precariedad que presenta el mundo de la
experiencia. La comedia, dice, es tan auténtica como la tragedia, pero da una nota más superficial
de la realidad. La distribución desordenada del bien y el mal en el mundo evidencia el carácter
incierto y precario de la existencia. La filosofía se ha ocupado sobre todo del orden, la unidad y la
bondad del mundo; pero el desorden, la multiplicidad y la mudanza están intrínsecamente
mezclados con sus contrarios y deben considerarse tan reales como éstos. Por otra parte, si la
precariedad de la existencia es el origen de todas las perturbaciones, se debe considerar también
como la condición indispensable de toda idealidad. En efecto, estimula la investigación que en otras
condiciones no tendría sentido. Y tanto el pensamiento como la razón son procedimientos
intencionales para trasformar un estado de confusión e indeterminación en algo más armonioso y
ordenado.
Para Dewey, la lógica tiene un valor instrumental y operativo, pues “la función del pensamiento
reflexivo es... trasformar una situación en la que se tienen experiencias caracterizadas por
oscuridad, dudas, conflictos, es decir, perturbadas, en una situación clara, coherente, ordenada,
armoniosa”.
Toda investigación parte, pues, de una situación problemática de incertidumbre y duda. Una
situación problemática es tal no sólo subjetivamente, ni sólo objetivamente, pues precede incluso a
la distinción entre sujeto y objeto que surge funcionalmente en la investigación y para la
investigación. Por otra parte, la situación problemática no es el caso puro, en presencia del cual no
se emprende una investigación, sino que “se pierde la cabeza”. Dewey considera la situación
problemática como el primer momento de la búsqueda, dado que en alguna forma sugiere, aun
cuando sólo sea vagamente, una solución, una idea de cómo resolverla. El segundo momento de la
investigación es el desarrollo de esta sugerencia, de esta idea, mediante el raciocinio, lo que Dewey
llama la intelectualización del problema. El tercer momento consiste en la observación y el
experimento, o sea, en ensayar las diversas hipótesis planteadas para comprobar o no su
inadecuación. El cuarto momento consistirá en una reelaboración intelectual de las hipótesis
originarias. De esta forma, se formulan ideas nuevas que tienen en el quinto momento su
verificación, que puede consistir sin más en la aplicación práctica o en nuevas observaciones o
experimentos comprobatorios. Como quiera que sea, la situación problemática se supera de tal
modo transformándose en “un todo unificado”.
Salvo alguna oscilación de poca importancia, Dewey se mantuvo fiel a este esquema general de
la manera como debe proceder una investigación y lo aplicó tanto al mundo del sentido común
como al dominio de la ciencia. Estos cinco momentos de la investigación no son otra cosa que una
articulación ulterior del esquema fundamental de todo comportamiento biológico que, en todos los
casos, 1) es estimulado por una situación de desequilibrio, 2) consiste en una serie de actos que
intentan reintegrar la armonía entre organismo y ambiente, y 3) desemboca, si tiene buen éxito, en
una situación de equilibrio restablecido, de la que se eliminan los conflictos.
Ésta es la “matriz biológica” de la investigación. Pero la investigación acontece no sólo en la
dimensión existencial, como la reacción biológica elemental, sino también en una dimensión
intelectual hecha de representaciones mentales de operaciones posibles y de sus resultados (ideas)
previsibles, a menudo indicados por símbolos colegados entre sí. En la investigación, ambos
aspectos, el existencial y el ideacional, están estrechamente “conjugados” y en sus cinco momentos
el acento recae alternativamente sobre el uno o sobre el otro.
Ahora bien, la dimensión de las “ideas” y de los “símbolos” no se puede consolidar y desarrollar
sino en la interacción social. Por lo tanto, la investigación tiene también una “matriz social”, en la
que emerge el lenguaje, que sólo permite la constitución de cuerpos de conocimientos, en primer
término, el conocimiento del sentido común, constituido por las tradiciones, las ocupaciones
técnicas, los intereses y las instituciones de un grupo social.
En seguida, la ciencia procede a liberar lentamente a los significados lingüísticos de toda
referencia a tales o cuales grupos sociales dando origen a nuevos lenguajes regulados
exclusivamente por el principio de la organización más clara y funcional para los fines de la materia
tratada. En el lenguaje científico, los significados de los términos son relaciones con otros términos,
es decir, han dejado de ser cualidades. Por eso la ciencia permite hacer previsiones de gran alcance,
a veces incluso en campos muy distantes (por lo menos en apariencia) de aquel en que se verifican
las observaciones, y por eso recurre mucho al método matemático, que se ocupa de las relaciones
entre relaciones.
Pero, como hemos visto, si bien la investigación culmina en la investigación científica, también
se verifica en el modesto ámbito del sentido común; dondequiera que hay vida consciente, vida
espiritual, hay investigación, o por mejor decir, la investigación constituye el sujeto conociente
mismo, que no es nada sin aquélla y que no existe independientemente de ella. “Una persona, o más
generalmente, un organismo —dice Dewey— se convierte en sujeto conociente, en virtud de su
entregarse a operaciones de investigación controlada.”
Por consiguiente, la posición de Dewey es naturalista, en cuanto percibe una continuidad plena
entre el mundo biológico y el mundo espiritual. Más específicamente, el espíritu es para Dewey el
sistema de creencias, nociones e intereses, aceptaciones y rechazos, que se forma por influencia del
hábito y la tradición. El espíritu existe en los individuos, pero no es el individuo. El individuo, el
sujeto, el yo individual se constituye funcionalmente en el acto por el cual emerge del espíritu de su
grupo y de su tiempo como agente de soluciones originales que superan el hábito y la rutina. La
conciencia individual es como el foco de una situación que exige cambios, es como el punto de
apoyo sobre el cual gira todo un complejo de circunstancias que de otro modo quedarían
bloqueadas.
De esa forma, en el curso infinito de sucesos concatenados e interactuantes que es el mundo de la
naturaleza, algunos de los procesos más sutiles se traducen en orientaciones totalmente nuevas, y de
esa manera el espíritu emerge del mundo natural no para negarlo, sino para darle una cualificación
nueva y esencial. Sin el espíritu, la naturaleza no sería la misma naturaleza.
Por consiguiente, el naturalismo de Dewey es antirreduccionista y no tiene ningún contacto con
ninguna forma de materialismo. Es decir, niega que sea posible reducir lo más alto a lo más bajo, lo
espiritual a lo corporal, lo humano a lo biológico, la vida a la materia inanimada.
Por otra parte, el naturalismo de Dewey es crítico en el sentido de que rechaza las
unilateralidades del positivismo y del idealismo. Si bien es cierto que “la experiencia se da en la
naturaleza”, también lo es que “la naturaleza se da en la experiencia”. O sea: si es justo tratar de
interpretar la experiencia humana como culminación de procesos naturales de carácter biológico,
social, etcétera, es igualmente justo y necesario no olvidar que, incluso nuestro concepto de la
naturaleza, por mucho que esté perfeccionado y enriquecido científicamente, es una construcción
realizada dentro de nuestra experiencia y en función de ella.
Dewey aclara que este “círculo experiencia-naturaleza” no es un “círculo vicioso”, sino más bien
un “círculo histórico”, en cuanto el ahondamiento alterno de los dos aspectos da origen a un
progreso efectivo.
En sus últimas obras Dewey desarrolla a este respecto el concepto de “transacción”, vocablo con
el que designa tanto la estrecha y vital interconexión existente entre todos los aspectos del universo,
inclusive la experiencia humana, como el hecho de que cualquier acto de conocimiento es al mismo
tiempo función de un organismo y un ambiente, de modo que en el acto confluyen no sólo datos
sensoriales y esquemas racionales, sino también expectativas, esperanzas, sentimientos, pasiones,
inclinaciones intelectuales y prácticas del sujeto conociente. Como ya hemos dicho, el sujeto
conociente no existe antes de la investigación, sino que se constituye en ella y para ella.
Precisamente por eso, Dewey distingue entre interacción, que acontece entre entidades definidas y
estables, y transacción, proceso constitutivo de los mismos términos interesados, en particular del
“conociente” y de lo que es “conocido”.
Incluso el acto cognoscitivo más elemental, la percepción, es para Dewey una transacción entre
un haz de expectativas, hábitos, esperanzas y temores, por una parte, y ciertos estímulos sensibles
específicos, por la otra. En efecto, una percepción es una especie de prognosis relampagueante de lo
que acontecerá si se cumplen ciertos actos ulteriores, es decir, interpretaciones de datos en función
de posibilidades vitales. Antes bien, según Dewey, la palabra “datos” es engañosa y habría que
decir más bien “asunciones”, en cuanto en cada situación particular escogemos como
verdaderamente significativos, esto es, como constituyendo “los hechos del caso”, ciertos estímulos
sensibles de preferencia a otros. De tal forma, niega Dewey la existencia psicológica de
“sensaciones” más elementales que las percepciones. En realidad, observa, no hay nada más
complejo que las pretendidas sensaciones simples estudiadas en los laboratorios.
Por consiguiente, también desde este punto de vista el concepto de experiencia en Dewey se
aparta mucho del empirista. La experiencia no es un agregado de sensaciones o ideas simples, sino
un empeño activo y en cierto modo social. También lo puramente “mental” saca todos sus
“significados” de actividades sociales.
El desplegamiento pleno, armonioso, rico en perspectivas y posibilidades ulteriores, de nuestras
facultades activas, es para Dewey el supremo valor. Hay muchas cosas que tienen la virtud de
satisfacernos, que son valores de hecho en un momento determinado, pero los valores más
propiamente humanos, que emergen de la experiencia sometida a una crítica inteligente, los valores
de derecho, son los que prometen de conferir una calidad cada vez más alta y plena a nuestra
experiencia, de volverla más activa, comunicativa, compartida y fecunda.
Por lo tanto, no existen valores o fines absolutos. Al margen de las necesidades biológicas
inmediatas, los fines propiamente humanos, que no sean puras fantasías estériles, son proyectos
construidos en términos de los medios necesarios para su realización y surgen precisamente de esos
medios, es decir, del haz de actividades que prometen actualizar su valor, su cualidad deseable. Para
Dewey los medios son “las partes fraccionarias del fin”. Sólo un loco sacrifica el presente al
porvenir; el sabio elige finalidades que enriquezcan de significados sus actividades presentes y
futuras. Los fines del trabajo tienen en común con los del juego la característica de que se eligen
valuando en lo esencial la cualidad de las actividades por las cuales se logra su consecución; pero
mientras la finalidad del juego (en cuanto finalidad consciente), una vez alcanzada, marca también
el fin de las actividades emprendidas, pues no es otra cosa que el medio procesal por el que se
vuelven posibles esas actividades coordinadas (por ejemplo, las que supone la construcción de un
castillo de arena), la finalidad del trabajo, una vez alcanzada, se trasforma de medio procesal con
funciones análogas, en medio material para nuevas actividades. Quien se construye una casa con las
propias manos, al terminarla empieza por medio de ella las actividades conexas con la posesión de
una casa.
De esto resulta que el trabajo germina del juego como actividad que tiene garantizada una mayor
continuidad, una riqueza más variada y plena de significados personales y sociales. Pero tampoco
en el caso del trabajo se sacrifica el presente al futuro; ese mayor cúmulo de significados y
perspectivas de que se enriquece nuestra actividad actual, nos lleva a poner en ésta un interés tan
grande que nos induce a realizar un esfuerzo más intenso y sostenido.
Dewey esgrimió esta teoría del estrecho nexo entre interés genuino y esfuerzo así contra los
seguidores de Herbart, para quienes sólo el interés (y no el esfuerzo) era fecundo en aprendizaje
efectivo, como contra el hegelismo para el que todas las conquistas efectivas estaban ligadas al
esfuerzo y a la disciplina. El esfuerzo sin interés es práctica de trabajo forzado, pero un interés que
no suscita esfuerzo no es un interés verdadero. El interés auténtico es por naturaleza algo activo y
dinámico. “Todo lo que facilita el movimiento de nuestro espíritu, todo lo que le hace avanzar,
encierra necesariamente un interés intrínseco.”
En Escuela y sociedad, Dewey subraya la importancia que tienen, incluso desde el punto de vista
educativo, las trasformaciones tecnológicas y la llamada “revolución industrial”. En otros tiempos,
cuando los bienes se producían en su mayoría directamente o por lo menos en los talleres
artesanales del vecindario, el niño podía observar los diversos procesos y ofrecer pronto su ayuda,
primero bajo forma de juego e imitación, luego casi como un aprendizaje, en toda clase de
actividades y servicios sociales. Por consiguiente, fuera de la escuela propiamente dicha contaba
con otra escuela de la inteligencia, del carácter y de la socialidad, de tal modo que la primera podía
limitarse a enseñarle las pocas habilidades instrumentales que difícilmente hubiera podido aprender
en modo natural y espontáneo en el ambiente de los adultos o los coetáneos.
La revolución industrial ha eliminado todo esto, y éste es el motivo por el cual la escuela debe
organizarse de manera de ofrecer la variedad de experiencias productivas y sociales que ya no se
pueden recoger fuera de ella.
Por tanto, la escuela debe ser un ambiente de vida y trabajo. Salvo esta indicación general,
Dewey se resiste a formular métodos didácticos precisos. En efecto, el verdadero método de
enseñanza se identifica con el método general de la investigación, según lo manifestado y
especificado por el mismo Dewey en Democracia y educación- En cada uno de los cinco momentos
de la investigación que hemos expuesto arriba, hay implícitas orientaciones didácticas especificas.
En primer lugar, es necesario que el niño pueda adquirir sin apresuramiento y en la
máxima libertad sus experiencias, de modo que en un momento determinado surjan de
éstas situaciones problemáticas que el niño perciba como tales (“algo que presente algo
nuevo [y, por lo tanto, incierto o problemático} y, sin embargo, lo bastante ligado con los
hábitos predominantes como para provocar una respuesta eficaz”). La “asignación de
problemas” es un sustituto harto fácil y con frecuencia dañoso de la labor requerida para
propiciar la génesis de problemas reales, pero el maestro cae en él por el hecho de que “el
instrumental y la disposición material del aula escolar común y corriente son hostiles a la
verificación de las situaciones reales de la experiencia”. Por desgracia, el único tipo (o
casi) de problema que se le plantea al alumno en la escuela tradicional es el de “satisfacer
las exigencias particulares del maestro... descubrir qué quiere el maestro, qué podrá
satisfacerlo al repetir la lección, o en el examen, o en la conducta”.
Dada una situación problemática genuina, debe darse al niño la oportunidad de
delimitarla y precisarla intelectualmente por sí solo (sin que se pretenda, dice Dewey
criticando a la Montessori, “conducir inmediatamente a los alumnos al material que
expresa las distinciones intelectuales realizadas por los adultos”).
Cuando se tienen ideas o hipótesis se parte en busca de datos, de material de
observación y experimento. Al niño debe darse la oportunidad de realizar observaciones e
investigaciones directas, y debe tener a su disposición materiales de consulta. Pero en la
escuela común, observa Dewey, “en general hay demasiada y demasiado poca
información proporcionada por otros”, es decir, hay demasiados libros de texto y
demasiado pocos libros y repertorios de consulta.
El cuarto momento de la búsqueda es el de la reelaboración de las hipótesis originales
y necesitaría que el niño se hubiese formado por sí solo sus “ideas”, en vez de adquirirlas
ya hechas a millares, como suele suceder en las escuelas. “Por lo común —dice Dewey—
no nos preocupamos lo más mínimo de hacer que el alumno se vea comprometido en
situaciones significativas en las que su actividad genere, sostenga o reafirme ideas, es
decir, significados y conexiones percibidas.” Pero esto no significa que el maestro debe
mantenerse a distancia en calidad de observador. “La alternativa del método consistente
en suministrar un argumento ya formulado y escuchar con qué exactitud se le reproduce,
no es ceder al discípulo, sino el participar en su actividad. En esta actividad compartida,
el maestro aprende y el escolar, sin saberlo, enseña y, para decirlo de una vez, mientras
menos conciencia haya de dar y recibir instrucción por una parte y por la otra mejor será.”
En cuanto a la última fase de la indagación, o sea, el restablecimiento de una situación
integrada, mediante la aplicación de las ideas elaboradas o por lo menos mediante su
comprobación, es evidente que parece realizarse en muchos de los métodos actuales que
insisten en que se debe aplicar lo aprendido; pero como no se parte de situaciones
verdaderas, problemáticas para el alumno, esa aplicación resulta exterior y artificiosa y no
enriquece la experiencia ordinaria, ni constituye una novedad vital.
Habiendo hecho estas observaciones críticas, Dewey concluye como sigue: “Si nos
hemos detenido especialmente en el aspecto negativo, ha sido con la intención de sugerir
medidas positivas aptas para el desarrollo eficaz del pensamiento. Cuando una escuela
está dotada de laboratorio, taller y jardín, cuando se usan libremente dramatizaciones,
representaciones y juegos, entonces existe la posibilidad de reproducir las situaciones de
la vida y adquirir y aplicar nociones e ideas al desarrollo de experiencias progresivas. Las
ideas no quedan aisladas, no forman una isla aparte. Animan y enriquecen el curso
ordinario de la vida. El aprendizaje se vuelve vital en virtud de su función, en virtud del
puesto que ocupa en la dirección de la acción.”