La Crucifixión Vista Por Un Cirujano
La Crucifixión Vista Por Un Cirujano
La Crucifixión Vista Por Un Cirujano
“O Bone et dulcissime Iesu, Tú que los has soportado, ayúdame para que sepa explicar tus
padecimientos”.
Cada hilo de lana se ha hecho una sola cosa con la superficie desnuda y al arrancarlo lleva
consigo innumerables terminaciones nerviosas dejadas al aire en la herida. Estos millares de
shocks dolorosos se aumentan y multiplican, aumentando cada uno la sensibilidad externa del
sistema nervioso. No se trata de una lesión local, sino de casi toda la superficie del cuerpo y,
sobre todo, de su desgarrada espalda.
Los verdugos, apurados, proceden rudamente. Quizás así sea mejor. Pero, ¿cómo ese dolor
agudo, atroz, no le produce un síncope? Es patente que Cristo dirige su Pasión, desde el
comienzo hasta el fin.
Los verdugos miden. Una vuelta de taladro para abrir el agujero a los clavos, y la horrible
operación comienza. Uno de los ayudantes alcanza uno de los brazos con la palma para arriba.
El verdugo toma el clavo (un largo clavo puntiagudo, que en la parte cercana a la cabeza mide
más de 8 milímetros), lo apoya sobre la muñeca, en la hendidura que él bien conoce. Un solo
golpe de su grueso martillo: el clavo ha entrado en la madera. Dos golpes más y quedará fijo
sólidamente.
Jesús no gritó pero su Rostro se contrajo horriblemente. Sobre todo yo he visto en ese instante
su dedo pulgar, con un movimiento violento, nervioso, clavarse en la palma: su nervio mediano
había sido herido. Siento lo que Él ha debido sufrir: un dolor indecible, lacerante, que se ha
desparramado por sus dedos, ha corrido como una flecha de fuego hasta su hombro y ha
estallado en el cerebro. Es el dolor más intolerable a un hombre, el que proviene del corte de los
grandes núcleos nerviosos. Casi siempre trae consigo el síncope. Jesús no quiso perder el
conocimiento. ¡Si hubiera quedado cortado del todo el nervio! pero no, lo sé, sólo fue destruído
en parte. La herida del manojo de nervios está tocando el clavo y sobre él, enseguida que sea
suspendido el Cuerpo, será terriblemente extendido, como se extiende una cuerda de violín
sobre su puente. Vibrará a cada sacudida, a cada movimiento, renovando el horrible dolor. Y
eso durante tres horas.
Le extienden el otro brazo; los mismos gestos se repiten, los mismos dolores. Pero esta vez -
fíjese bien- Jesús ya sabe lo que le espera, lo acaba de experimentar en la otra Mano. Ya está
clavado en el patíbulo (el travesaño horizontal de la Cruz), al que se adaptan sus dos Hombros y
sus dos Brazos. Ya tiene forma de cruz.
¡Vamos, de pié! El verdugo y su ayudante sostienen los extremos del patíbulo y enderezan al
Condenado. Lo hacen retroceder, lo apoyan al poste, desgarrando sus Manos perforadas (¡ay de
sus nervios medios!). Con un último esfuerzo, a pulso, pues el poste no está muy alto, rápido,
porque pesa, enganchan con certera maniobra el Patíbulo en lo alto del poste. En su cima dos
clavos fijan el título trilingüe: "Jesús Nazareno, Rey de los judíos".
El Cuerpo colgado de los Brazos que se extienden oblicuamente es agobiante. Los Hombros
heridos por los latigazos y el peso de la Cruz, han raspado, dolorosamente, el áspero madero. La
Nuca que sobrepasa al patíbulo, ha golpeado contra él al pasar, para terminar apoyándose en lo
alto del poste. Las puntas afiladas del gran casquete de espinas, ha desgarrado el Cráneo más
profundamente aún. Su pobre Cabeza cuelga hacia delante, pues el grosor de la corona le impide
reposar sobre el madero; y cada vez que la endereza renueva sus punzadas.
El Cuerpo pendiente no está sostenido más que por los dos clavos hincados en los dos carpos
(¡ay de los nervios medios!). Podría quedar así. El Cuerpo no se inclinará adelante, pero la
costumbre es fijar también los pies. El Pie izquierdo de plano sobre la Cruz. De un sólo golpe de
martillo el clavó se hunde por medio (entre el segundo y el tercer metatarsiano). El ayudante
endereza la otra Rodilla y el verdugo, acercando el Pie derecho sobre el izquierdo, que el
ayudante mantiene plano, con un segundo golpe en el mismo lugar, perfora este Pie. Todo se
ejecuta con facilidad; luego con fuertes mazazos el clavo penetra en el madero. Aquí, gracias,
mi Dios, nada más que un dolor bien banal, pero el suplicio no ha hecho más que comenzar.
Entre dos hombres, el trabajo no ha llevado más que unos minutos y las heridas han sangrado
poco. Pasan, luego, a los dos ladrones; y los tres patíbulos se levantan frente a la ciudad deicida.
Jesús al comienzo sintió algo de alivio. Después de tantas torturas, para un cuerpo agotado, esa
inmovilidad le fue casi un descanso, que coincidió con una bajante de su tono vital.
Pero tiene sed. Hasta ahora no la había manifestado. Ha rechazado la bebida calmante,
preparada por las caritativas mujeres de Jerusalem. Su sufrimiento lo quiere íntegro. Tiene sed,
pero sabe que la superará. Tiene sed: nada ha bebido ni comido desde ayer por la tarde. Y
estamos al mediodía. Tiene sed, lo manifestará para cumplir las Escrituras. Un alma buena entre
los soldados, ocultando su compasión con una bufonada, mojando una esponja en su vino
acidulado “acetum", dicen los Evangelistas, se la presenta en el extremo de una caña. ¿Tomará
solamente una gota? Cualquier bebida significa para un ajusticiado un síncope mortal.
¿Dominará su sed? Ha de morir a su hora; le falta hablar dos o tres veces.
Al poco rato se produce un fenómeno extraño. Los músculos de sus Brazos se ponen rígidos, en
una contracción que se acentúa por momentos. Sus deltoides, sus bíceps distendidos, se
enmarcan en la piel desgarrada. Sus Dedos se curvan como garfios. ¡Calambres! Usted ha
experimentado ese dolor agudo y progresivo, en una pierna, entre las costillas, en cualquier
parte del cuerpo. Entonces haciendo caso omiso de lo demás, sólo nos ocupamos en relajar los
músculos contraídos.
Pero contemplemos: ahora los muslos y las piernas, muestran esos rasgos rígidos. Los dedos de
los pies se arquean, como si el tétanos hubiera hecho presa en Él con una de esas terribles crisis
de las que uno jamás se olvida. Es lo que nosotros llamamos “la tetanía”. La generalización de
los calambres en todo el cuerpo. Comienza por los músculos del vientre, luego los intercostales,
los del cuello, por fin los respiratorios.
Su hálito se va haciendo cada vez más corto, más superficial. La tensión muscular se ha
duplicado en las costillas ya levantadas por la fracción de los Brazos. El aire entra silbando,
pero ya casi no sale. Respira ansiosamente, inspira un poco, pero ya no puede inspirar más.
Tiene sed de aire (está como los asmáticos en los momentos más agudos del ataque).
Su Rostro pálido ha enrojecido poco a poco, ha pasado al púrpura, al violeta, por fin al azul. Se
asfixia. Sus pulmones repletos de aire no pueden vaciarse. Su Frente está cubierta de sudor. Sus
Ojos desorbitados bailan inyectados en sangre. ¡Qué horrible dolor debe martillear su cráneo!
Va a morir. Quizá sea mejor: ¿No ha sufrido ya demasiado?...
Pero aún no ha llegado su hora. Ni la sed, ni la hemorragia, ni el dolor, acabarán con el Hombre
Dios. Morirá con esos síntomas, pero morirá porque Él lo quiere.
¿Qué ocurre? Lentamente, con un esfuerzo sobrehumano se ha apoyado sobre el clavo de los
Pies. Sí, sobre sus llagas, los Empeines y las Rodillas se extienden poco a poco y el Cuerpo se
alza despacito aliviando la tensión de los Brazos.
Entonces, por sí mismo, comienza a ceder el terrible fenómeno. La tetanía disminuye. Los
músculos se aflojan, al menos los del Pecho. La respiración se hace más fácil y profunda; los
pulmones se renuevan, enseguida el Rostro adquiere su palidez de antes.
¿Para qué todo ese esfuerzo? Cristo nos va a hablar: “Padre, perdónalos porque no saben lo que
hacen”. ¡Oh, sí! perdónanos a nosotros, sus verdugos. Pero su Cuerpo nuevamente baja. La
tetanía empieza de nuevo... Y cada vez que habla, (siete palabras conservamos) y cada vez que
quiere respirar, tiene que apoyarse nuevamente sobre el clavo de sus Pies.
Y cada movimiento repercute en sus Manos, con dolores atroces (¡ay de sus nervios medios!).
Es la asfixia periódica del desgraciado a quien se estrangula y luego se deja volver a la vida,
para sofocarle una y otra vez. Cristo no puede escapar de esta asfixia sino a costa de horribles
dolores y mediante un acto voluntario.
Pero mi pobre Cristo, -perdona a este cirujano-, todas tus llagas están infectadas. Veo
claramente salir de ellas una linfa clara y transparente.
Jesús sigue luchando; de cuando en cuando se yergue. Todos sus dolores, su sed, sus calambres,
la asfixia y las vibraciones de sus dos nervios medios, no le han arrancado ni un sólo gemido.
Por fin han pasado las tres horas largas. Sabe que ya es la hora de partir, exclama: “Todo está
consumado”. El Cáliz ya esta vacío. La tarea acabada.
Jesús está en agonía hasta el fin de los tiempos. Es justo, es bueno sufrir con Él y agradecerle
cuando nos envía el dolor, asociándose al suyo.
¡Oh Jesús! ¿Quién no hubiera tenido compasión de Ti? Tú que eres Dios, ten también
compasión de mí, que soy un pecador.
Cuando un cirujano ha meditado los sufrimientos de la Crucifixión, cuando ha analizado los
tiempos y las circunstancias fisiológicas, cuando se ha dedicado a reconstruir metódicamente
todas las etapas de ese martirio, de una noche y un día, puede, mejor que el más elocuente de los
predicadores, compadecer los dolores de Cristo. Yo le aseguro a usted que es algo terrible; y de
mi parte le confieso que he resuelto, a veces, no volver a pensar más en ellos.
LA FLAGELACIÓN DE JESÚS
“El paciente desnuda la parte superior de su cuerpo y atadas las manos era sujetado a un pilar
poco elevado o a una columna baja, con la espalda encorvada, de modo que al descargar sobre
ésta los golpes nada perdiesen de su fuerza.
Recibida la orden del que presidía el suplicio, dos lictores por lo menos y a veces cuatro y
hasta seis, hombres vigorosos, hechos a manejar el látigo horrible (“horrible flagelum” como lo
llama Horacio), golpeaban con todas sus fuerzas, sin compasión. A los primeros azotes
rasgábase la carne y la sangre salía de las venas a borbotones.
Usábanse para la flagelación látigos hechos de cuerdas o correas en cuyos extremos se solían
poner huesecillos o pedacitos de hierro o plomo. Aunque los golpes se descargaban
directamente sobre la espalda, los extremos de las cuerdas, enroscándose al cuerpo, iban a herir
el pecho o el vientre. Después del suplicio quedaban a veces al descubierto las venas y aún las
entrañas del flagelado. El rostro mismo quedaba desfigurado por los golpes.
Muchos de ellos eran retirados medio muertos y no tardaban en sucumbir y hasta se daba el caso
que la muerte del azotado pusiese fin a la flagelación”.