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SEVERINO - El Concepto y El Bien, en La Filosofía Antigua (Sócrates, Apología) (Selección)

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VII

EL CONCEPTO Y EL BIE N

1. «S é que n o s é »

En Sócrates (469-399 a. C.), la crítica de los sofistas a toda


forma de conocimiento se hace radical. Pero, justamente
por esto, Sócrates restablece una relación positiva con la
verdad. Sobre la base de esta relación, después de Sócrates,
el pensamiento filosófico podrá volver a afrontar ese proble­
ma de la conciliación de razón y experiencia que había lle­
vado a la sofistica a negar la existencia de la verdad, o sea
la existencia de una relación positiva del saber humano con
la verdad.
Sócrates insiste en afirmar que no sabe. Pero esta afir­
mación está muy lejos de ser un acto de modestia, aunque
así pueda parecer a los desprevenidos. En efecto, quiere de­
cir que alrededor de él nada hay que le permita saber: ni
leyes, ni costumbres sociales, ni creencias religiosas, ni prin­
cipios morales, ni doctrinas de los filósofos. Ya que el «sa­
ber» es conocimiento en firme, inquebrantable, incontrover­
tible —el «saber» es la verdad— ; y, en cambio, todos los
conocimientos y reglas, una vez examinados, se revelan gra­
tuitos (o sea afirmados y practicados sin que se sepa verda­
deramente por qué se afirman y se practican) o contradic­
torios sin más (esto es, que ellos mismos niegan lo que
creen afirmar).
Para Sócrates, declarar que no sabe significa, pues, que
ninguna de las convicciones humanas que conoce se le pre­
sentan como verdad, ni aun aquellas que de manera explíci­
ta se hacen valer como verdad filosófica contra las opinio­
nes simples, y ni aun aquellas (propias de los sofistas) que
presumen de plantearse como la eliminación definitiva de
toda la verdad. En este sentido, la crítica de Sócrates a la
sociedad es aún más radical que la de los sofistas; y la con­
dena de Sócrates por parte de la sociedad ateniense es la
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natural reacción y defensa de una sociedad que se siente


amenazada de la manera más peligrosa.
No sé. Pero «sé que no sé». La diferencia que Sócrates
coloca entre él y los otros es esta: que los otros no saben
no saber, mientras que él sabe no saber. Sabe, por tanto,
que la sociedad y la cultura en la que vive no corresponden
a la idea de la verdad que los primeros pensadores sacaron a
la luz, y por lo tanto sabe cuál es esa verdad cuya ausen­
cia siente: o sea, tiene presente la idea de la verdad.
Pero saber que no se sabe no significa sólo tener presente
la idea de la verdad, sino estar en la verdad. La verdad re­
nace en un plano diferente, en el acto por el cual se da cuen­
ta de no saber, o sea de no poseer la verdad: la verdad es
ahora la verdad de la crítica y del rechazo de todo lo que
se va descubriendo privado de verdad.
Es una verdad pobre — que consiste justamente en el
simple saber que no se sabe— , pero es también una verdad
que se dispone a hacerse rica, en el sentido en que es po­
nerse en búsqueda de ese verdadero saber que ahora se
sabe que no se posee. El Oráculo había dicho que Sócrates
era el más sabio de los griegos; y Sócrates está convencido
de que su mayor sabiduría consiste en su saber que no sabe:
esto quiere decir que la conciencia de no saber es enten­
dida por Sócrates como posesión de la verdad (el ser sa­
pientísimo entre los griegos expresaba justamente esta po­
sesión): esta posesión que es además la condición de la
investigación de un saber que no sea el simple (pero ineli-
minable) saber que no se sabe.

2. La « mayéutica»

Toda la vida de Sócrates fue la búsqueda de ese saber


del que se sabía privado. No lo encontró, pero estableció
algunas condiciones fundamentales para que el pensamiento
filosófico pudiese ponerse en camino para encontrarlo.
Antes que nada, la verdad no puede ser transmitida por
otros o llegarnos desde el exterior. Gorgias ya había mos­
trado la incapacidad del lenguaje para revelar y transmitir
aquello de lo que habla: esta crítica del lenguaje es acepta­
da y hasta impulsada a fondo por Sócrates. En efecto, de
continuo advierte a sus interlocutores que, al dirigirse a
ellos, nada tiene que enseñarles. Si ellos llegan a descubrir
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la verdad es porque la tienen en ellos, y son ellos mismos


los que la generan: él sólo puede ayudar en esta generación
repitiendo con ellos lo que su madre, partera, hacía con las
parturientas. La «mayéutica» (literalmente: «arte de la obs­
tetricia») es el modo como Sócrates se dirige a quienes aún
no están en la verdad: a ellos les pregunta el significado y
la justificación de lo que cree saber. Pero el interlocutor,
que expresa las diferentes instancias de la cultura o de la
sociedad de su época, termina por no saber qué responder:
porque Sócrates exige de él una respuesta que de ninguna
manera puede ser contradicha o invalidada (y, en cambio,
la respuesta a menudo está en contradicción con ella mis­
ma). Sócrates pregunta la verdad de las convicciones del in­
terlocutor. Y la verdad nace en este último justamente
cuando se da cuenta de que todo el saber que creía poseer
no contiene verdad alguna, o sea, cuando también él llega
a saber que no sabe.
Pero este saber o reconocimiento somos nosotros quie­
nes debemos realizarlo: la verdad existe para nosotros sólo
en cuanto la reconocemos, y este reconocimiento no puede
ser otro el que lo realice en nuestro lugar ni puede sernos
enseñado o transmitido. La tesis de Gorgias de la incomu­
nicabilidad de la verdad sirve a Sócrates no para mostrar
cómo la verdad está ausente del hombre, sino para mos­
trar que ésta reside en una dimensión diferente a la exte­
rior del lenguaje y de la enseñanza. Esta dimensión somos
nosotros mismos: no ya en cuanto cuerpo y sensibilidad,
sino en cuanto conciencia. En este sentido, Sócrates recono­
ce el valor esencial de la invitación escrita en el frontispicio
del templo de Delfos: «Conócete a ti mismo.»

3. L a definición de lo universal

La razón fundamental de la debilidad (o sea de la no


verdad) de toda forma de conocimiento por él conocida la
acepta Sócrates como incapacidad de establecer, antes que
nada, el significado de aquello sobre lo cual se presume sa­
ber algo. Las consecuencias de esta incapacidad se dejan
sentir en el profundo disenso que reina entre los hombres
con relación a las cuestiones de mayor importancia para
ellos: sobre el bien y el mal, lo justo y lo injusto, lo bello y
lo feo. Sócrates acepta sin dificultad que podamos poner­
78 EMANUELE SEVERINO

nos de acuerdo fácilmente sobre tamaño, peso, forma, nú­


mero de los objetos, o sea sobre aquellos aspectos cuantita­
tivos de la experiencia acerca de los cuales el atomismo
llamaba la atención. Pero este acuerdo da lugar a conoci­
mientos que no aclaran el sentido del hombre y de su vida.
Lo que falta a las opiniones concernientes a lo justo e
injusto, el bien y el mal, es antes que nada la capacidad de
definir «qué es» cada uno de estos términos. Por lo tanto,
disiente, por ejemplo, sobre la justicia de una acción sin
haber establecido antes qué es la justicia, o sea sin haber
definido su significado. Todos los interlocutores de Sócra­
tes están convencidos de saber qué es aquello sobre lo que
se discute, pero en efecto no lo saben. Creen saber qué es
la justicia porque saben indicar cierta acción justa (o toda
una serie de acciones justas), o una propiedad de la justi­
cia. Pero la justicia no es ni esta o aquella acción, ni esta o
aquella de sus propiedades, sino lo que hace justa cierta
acción y aquello que posee cierta propiedad; y por lo tanto
aún queda por establecer qué es ese algo.
Si definimos la justicia señalando una acción justa — si,
por ejemplo, decimos que «justicia» es la «restitución de
un préstamo»— se presenta un doble inconveniente. Por un
lado es posible indicar otras acciones justas (por ejemplo,
el castigo de un delincuente) que no podría ser un acto de
justicia si ésta fuese sólo la devolución de un préstamo.
(Este primer inconveniente se presenta también si se define
la justicia por una de sus propiedades.) Por el otro lado es
posible indicar casos en los cuales la justicia consiste jus­
tamente en no restituir un préstamo; por ejemplo, en el
caso en que el deudor supiese que la suma devuelta servirá
para realizar una acción delictiva.
Por lo tanto, hay que proponerse definir qué es la justi­
cia en ella misma y definir qué es lo que al realizarse en
cada acción justa, hace que ésta sea justa. La justicia, en­
tendida de esta manera, es lo universal, respecto de lo cual
las acciones justas son lo particular. Lo universal es la idea
o la regla según la cual cada particular se realiza.

4. L a verdad es concepto

La importancia de la indagación socrática no reside en


haber definido efectivamente lo justo, lo bueno, lo bello o
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cualquier otra determinación, sino haber sacado a la luz


que el saber, del que se ve privado, podrá ser alcanzado
sólo con la condición de que su contenido se presente como
determinación universal. Y por lo tanto como objeto de
pensamiento.
En efecto, lo universal no es algo sensible (o sea que
pueda verse, tocarse, oírse, etc.): sensibles son los detalles,
por ejemplo, las acciones justas individuales, los hombres
individuales, las casas individuales, etc. Pero la definición
de «justicia», «hombre», «casa» (y de esta manera «qué es»
justicia, hombre, casa) no se manifiesta por el tacto, el olfa­
to, la vista, sino por la actividad diferente de los sentidos,
que es el pensamiento. Por lo tanto, la verdad de las cosas
no podrá nunca ser dada por su aspecto sensible, sino por
lo que el pensamiento d;ce de las cosas, o sea de ese uni­
versal que el pensamiento capta en cada sensible y que en
cuanto es captado se llama «concepto». Debe plantearse la
búsqueda de la verdad, plies, con la intención de establecer
un sistema (un organismo) de conceptos.
Hasta que no se sepa elevar hasta el concepto universal
de las cosas, la posición de los sofistas es insuperable: el
conocimiento —como conocimiento de los detalles— es des­
de luego relativo y contradictorio, y el acuerdo y la comu­
nicación entre los hombres, imposible. El aspecto sensible
de las cosas es diferente para cada hombre; y también inco­
municable: ¿cómo puedo hacerte sentir lo que yo siento, si
lo que tú sientes, justamente porque eres tú el que lo sien­
te, es por necesidad distinto de lo que yo siento?
Pero también en esto la crítica al conocimiento de lo
particular y de lo sensible es positivamente aprovechada por
Sócrates: esa crítica no tiene la intención de llegar (como
la crítica sofística) a la declaración del carácter inalcanza­
ble de la verdad y del acuerdo y comunicación entre los
hombres, sino que desea mostrar cómo una verdad, acuer­
do y comunicación deben buscarse en una dimensión dife­
rente de la de lo particular y lo sensible: el diálogo entre
los hombres es posible sobre el concepto de las cosas; y con
relación al concepto puede constituirse entre ellos un acuer­
do en la verdad.
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5. L a verdad y la vida

a) lntelectuálismo y voluntarismo ¿tico. — Buscar la ver­


dad signiñca ir en busca de la misma fuerza suprema que
puede guiar la vida del hombre. La potencia, a la que tien­
den los sofistas después de haber renunciado a la verdad,
en cambio, es sólo aparente.
Si el hombre descubre la verdad, ésta es la fuerza que
vence y domina a cualquier otra que presuma de guiar nues­
tra vida: el manifestarse la verdad nos impulsa necesaria­
mente a vivir de acuerdo con ella. Quien no vive en esta
conformidad no es aquel que, conociendo la verdad, no quie­
ra vivir según ella, sino aquel que no la conoce.
Sócrates contrapone esta tesis suya (que por lo general
es calificada como «intelectualismo ético», o sea como afir­
mación de que basta conocer el bien para que se lo practi­
que) a la tesis comúnmente sostenida: que el hombre pue­
de conocer el bien y, sin embargo, decidir hacer el mal
(«voluntarismo ético»). En esta segunda perspectiva se cree
que las acciones humanas están dominadas por las pasiones
y los instintos, y que el saber (por ejemplo, el saber que es
algo mal) sigue siempre dominado por unas y otros.
Pero ¿qué saber es ese que asi se domina? Sócrates se­
ñala que tal «saber» es en realidad un no-saber, una simple
conjetura, una opinión sin verdad. Muy diferentes son las
cosas si por «saber» se entiende la verdad misma en su ca­
rácter absoluto y en su incontrovertibilidad. Veámoslo.

b ) E l actuar mal es no saber. — Sócrates empieza a esta­


blecer que las cosas que dan placer no son malas porque
lo dan, sino en cuanto van seguidas de dolor e infelicidad:
si no existieran estas consecuencias negativas, el bien coin­
cidiría con el placer. Y viceversa. Las acciones buenas, pero
dolorosas, no son buenas en cuanto dolorosas, sino en cuan­
to van seguidas por la felicidad, el bienestar.y el placer. Así
pues, el bien es placer y el mal, dolor (y se atribuye a los
dos términos «placer» y «d olor» en el sentido más amplio):
digamos, en efecto, que una acción agradable está mal por­
que la sigue un mal mayor que el placer producido por esa
acción; y que una acción dolorosa está bien porque la sigue
un placer mayor que el dolor antes experimentado.
Dicho esto, ¿qué significa afirmar que un hombre, venci­
do por el placer, hace mal aun sabiendo que está mal? Ahora
LA FILOSOFÍA ANTIGUA 81

esta afirmación se presenta como un absurdo porque sostie­


ne lo que los hombres nunca hacen y nunca pueden hacer:
en efecto, dice que un hombre, para gozar bienes menores,
decide soportar males mayores (ya que el placer, por el cual
el hombre es vencido, se llama «m al» justamente porque es
un placer menor que los dolores que le seguirán). Pero nin­
guno actúa para sentir el mayor dolor, sino para gozar el
mayor placer. Así pues, el que hace el mal lo hace porque
no sabe que el placer que gozó será seguido por un mayor
dolor: no lo sabe verdadera, incontrovertiblemente; no posee
la verdad del bien y del mal, sino sólo conjeturas más o
menos arraigadas en él. Si supiese verdaderamente en qué
medida está mal, entonces, al tener delante de él todo el
placer y todo el dolor unidos a lo que está por hacer, nun­
ca haría el mal.

c) La •salvación». — Este «saber verdaderamente» la me­


dida del bien y del mal de lo que hacemos, es exactamente
esa verdad que Sócrates dice no poseer aún y que, por lo
tanto, anda buscando. Cuando la encontrase, sería el poder
y la fuerza dominadora en la vida del hombre — la única y
auténtica «virtud»— porque toda otra fuerza que pretendie­
se guiar nuestras acciones no podría ser, en última instan­
cia, sino portadora del mayor dolor.
Alcanzar la verdad significa, pues, alcanzar «la salvación
de la vida», según la expresión socrática. Con Sócrates, la
filosofía reafirma de la manera más explícita la relación
esencial entre la verdad y la vida.

d) E l «dem onio». — Al saber que no posee la verdad y que


por lo tanto ignora qué es el bien y el mal, Sócrates se de­
jaba guiar en su vida — así lo afirma— por un demonio
\daimon) o sea por una voz divina que lo disuadía de cum­
plir ciertas acciones. En efecto, ésta es la voz de la fe, se­
gún la cual es necesario se rija quien no posee la verdad:
de otra manera (o sea si no existiese un criterio sobre la
base del cual decidirse en un sentido o en otro), ya no po­
dríamos vivir.
El contenido de esta fe socrática es alcanzado sobre todo
por los primeros filósofos, cuya grandeza advertía Sócrates:
un gobierno divino del mundo por el cual el hombre debe
dejarse guiar. Para Sócrates, este gobierno se expresa en
las mismas leyes de su ciudad (para no violar las cuales
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rechaza la propuesta de huir de la cárcel, que le hace su


amigo Critón). En esta fe está presente también la acepta­
ción de la sociedad en la que Sócrates vive: de esa misma
sociedad a la que sin embargo no puede reconocerle un va­
lor de verdad.

6. L as escuelas socráticas menores

Para saber qué es el bien se debe conocer (véase parágra­


fo 5, b) cuánto placer y dolor futuros están unidos, respec­
tivamente, al dolor y al placer actuales. Sin embargo, entre
el presente y el futuro hay una diferencia: el presente es la
experiencia sensible, que en cuanto manifiesta, no puede ser
negada; el futuro, en cambio, es la incertidumbre. De esta
manera, Aristipo pone de relieve cómo el «concepto» es
siempre concepto de objetos sensibles y cómo debe seguirse
atribuyendo a la experiencia sensible ese carácter de crite­
rio de verdad que ya Protágoras le había reconocido. De
esto se desprende, para Aristipo y los otros filósofos de la
escuela de Cirene (siglo v-iv a. C.) que el bien coincide con
el placer presente, o sea con el placer seguro que la expe­
riencia sensible nos ofrece y cómo, pues, la vida humana
debe estar regulada de manera tal que el hombre se con­
vierta en el patrón de su propio placer, el artífice de su pro­
pia felicidad, mediante el abandono de todo ilusorio segui­
miento de un mayor placer futuro.
Pero el hombre puede convertirse en el auténtico artífice
de su propia felicidad sólo si se hace independiente de todo
lo que, desde el punto de vista de la sociedad, se considera
un bien: riqueza, fama, respetabilidad, poder político, placer
de los sentidos, diversión, comodidad. Todas éstas son con­
venciones sociales, y Diógenes, que vive en un tonel, cree
realizar el rechazo más radical de la sociedad en la que vive.
Pero este rechazo no consiste en el propósito de trans­
formar la sociedad (como, en cambio, sucede en Platón)
sino en la tentativa — que luego será particularmente desa­
rrollada por los estoicos— de vivir, fuera de la sociedad,
una vida natural y autosuficiente.
Por otro camino, esta tentativa la retoma una tercera es­
cuela socrática, en Megara. De manera contraria a Aristipo,
que coloca como verdad la experiencia, los megáricos colo­
LA FILOSOFÍA ANTIGUA 83

can como verdad la razón parmenídea, que afirma la realidad


del Uno y la irrealidad de lo múltiple.
Dentro de la problemática socrática se representa de
esta manera el gran conflicto entre la instancia de la expe­
riencia y la de la razón. Pero mientras Platón introduce los
elementos fundamentales de la conciliación de tal conflicto,
estas escuelas socráticas insisten una vez más en la valora­
ción abstracta de uno de los dos términos antitéticos. Los
megáricos identifican el bien con el Ser uno, y el mal con el
no-ser. La autosuficiencia del hombre, que le garantiza la po­
sesión del bien, es de esta manera la referencia del hombre
al Uno, y la sociedad (como aspecto emergente de lo múlti­
ple) es rechazada porque es no-ser.

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