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Enfermedades Que Cambiaron La Historia

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ÍNDICE

Dedicatoria
Prólogo
La neumonía que engañó a los nazis
La muerte súbita que salvó atenas de la destrucción
El jorobado que provocó la derrota de las Termópilas
Una bacteria y el fin de la hegemonía de Atenas
La pancreatitis que acabó con un imperio
Envenenamientos en los inicios del Imperio romano
Angina de pecho en la roma antigua
La peste que puso fin a la Pax Romana
El plomo que diezmó una civilización
Por culpa de unas fiebres los chinos no hablan ruso
La hemorragia que salvó a Europa de los hunos
Las hemorroides y la derrota de Waterloo
La viruela en el Nuevo Mundo
La epilepsia que liberó a Francia del yugo inglés
Alucinaciones en la corte inglesa
Las calenturas que restauraron la monarquía inglesa
Sífilis en la Rusia zarista
La hemofilia que catapultó a Rasputín
Un infarto cerebral dio paso a una dictadura totalitaria
Un reino bien vale una dieta
La peste negra de la edad media
El embarazo fantasma que frustró la unión de dos imperios
La depresión que cambió el mapa de Europa
Dos guerras de sucesión provocadas por envenenamiento
Viagra en la España del siglo XVI
La locura del rey inglés
El médico que modernizó Dinamarca
Guerras bacteriológicas contra los indios de Norteamérica
Impotencia en la corte castellana
La dama española
La enajenación que acabó con un reino
El mal de los franceses
La peste de las naos
El hechizo genético de los Austrias
Cuando David mató a un minusválido
Una tísica en la corte de Luis XV
Bibliografía
Notas
Créditos
A mis padres, a los que debo todo lo que soy.
PRÓLOGO

La mejor señal de que un libro ha gustado es


cuando el lector, nada más acabarlo, busca ávido el
prólogo para ver si se ha perdido algo interesante.

«¿Qué piensa usted de un ministro que recibe a su soberana con


zapatillas y en bata?», escribía avergonzado el ministro inglés Disraeli a lady
Chesterfield. Este político de la época victoriana tuvo que acudir en más de
una ocasión al Parlamento inglés con enormes dificultades respiratorias, a
consecuencia de su asma, y en zapatillas, debido a la gota que padecía. Y es
que las enfermedades no discriminan, no entienden de inteligencia, ni de
talento ni de posición social.
El libro que tiene entre sus manos, querido lector, no es una relación
histórica exhaustiva ni una exposición profunda de la historia universal, no
busque aquí un sesudo ensayo histórico-político ni un compendio de
enfermedades a lo largo de la Historia. Tiene ante usted una obra que analiza
los avatares que ha sufrido la humanidad a través de los siglos desde un
prisma más humano, desde el lado de la enfermedad, entendida como algo
inherente a la vida y que, en ocasiones, ha torcido los renglones de la
Historia, propiciando que esta se escriba de forma diferente. Se trata de un
relato amable, incisivo y, especialmente, curioso sobre los protagonistas de la
Historia y sus enfermedades. Las páginas están sazonadas de anécdotas y
cargadas de humanidad.
Los medios de comunicación nos tienen acostumbrados a que cuando un
personaje famoso fallece se diga que lo hizo «tras una dolencia irreversible»
o «tras una larga y penosa enfermedad», ambas expresiones son eufemismos
con los que se intenta evitar que mentes indiscretas buceen en los
acontecimientos que acabaron con su vida. En este libro se escarba en los
síntomas y en los signos de los protagonistas, buscando la causa última que
modificó el curso de la Historia.
Los médicos que en la actualidad cuidamos de nuestros pacientes
contamos con poderosos medios que nos permiten, en la gran mayoría de los
casos, perfilar un diagnóstico exacto. En algunos casos son heredados de
nuestros colegas en el pasado, en otros son el resultado de los avances
científicos de las últimas décadas. Así mismo, los avances terapéuticos han
permitido no solo mejorar la calidad de vida de nuestros enfermos, sino
también prolongar la esperanza de vida. ¡Qué no habrían dado la mayoría de
los personajes de este libro por haber dispuesto de los tratamientos actuales!
Alban Berg, el compositor austriaco, escribió desesperado en cierta ocasión a
su mujer, Helen: «Me preguntas por mis medicinas, demasiadas para
contártelo ahora, lactosa, codeína, sulfato sódico, una mezcla de morfina,
mentol, aceite de parafina… A veces ni con toda la morfina del mundo me
puedo dormir».
Un refrán español asegura que de médico, poeta y de loco, todos
tenemos un poco. La verdad es que esta expresión tiene mucho de cierto, la
proximidad a la enfermedad, el gusto por la palabra y un cierto grado de
locura son tres características que van implícitas en la condición humana. En
mi opinión, los médicos tenemos mucho de las tres.
En cierta ocasión el doctor Vallejo-Nágera escribió que los mejores
libros son los que se escriben para uno mismo, afirmación que rubrico.
Espero que esto no haya sido un obstáculo insalvable para que el lector
curioso y exigente disfrute con el mismo placer que sentí yo al escribirlo.
LA NEUMONÍA
QUE ENGAÑÓ A LOS NAZIS

La Segunda Guerra Mundial está repleta de nombres de operaciones


secretas de uno y otro bando. Algunas de ellas han sido llevadas en multitud
de ocasiones a la gran pantalla y ya forman parte del imaginario colectivo,
como por ejemplo las operaciones Barbarroja, Overlord, Bagration, Valkiria
o Husky. En otros casos su denominación pone de manifiesto la imaginación
de su creador, como la Operación Canto del Pájaro, Flor de los Pantanos,
Trampa del Salmón, Bobadas o Ratón Mickey. Una de ellas tiene además una
historia y un nombre tan enigmáticos que merece la pena recordarla, y si a
esto le añadimos que tuvo por escenario a nuestro país tiene todos los
ingredientes de una gran película.
Pongámonos en situación. Nos encontramos en la primavera de 1943,
está a punto de llevarse a cabo una de las acciones más espectaculares de la
Segunda Guerra Mundial, el primer desembarco de las fuerzas aliadas en
Europa. En enero se celebró la Conferencia de Casablanca, en la cual Dwight
David, Ike, Eisenhower y Winston Churchill convinieron en la necesidad de
realizar la invasión en julio de ese año. Sicilia se antojaba como un punto
estratégico de primer orden, era el trampolín perfecto para penetrar en el
continente, puesto que desde que el general alemán Erwin Rommel había
sido derrotado en el Norte de África los aliados habían establecido numerosas
bases de operaciones en esta región. Los alemanes eran conscientes de que el
paso de África a Italia sería inminente, y las dotaciones italianas y alemanas
en Sicilia estaban en alerta permanente.
Por todo ello los aliados decidieron llevar a cabo previamente una
maniobra de engaño, la Operación Mincemeat (Carne Picada), con la que
pretendían convencer al alto mando alemán (OKW) de que el desembarco del
grueso de la fuerza naval aliada se realizaría en Cerdeña y en las playas
griegas de Kalamata, en vez de Sicilia.
Con la Operación Carne Picada había que proporcionar información
falsa a los alemanes a través de un oficial que hubiese fallecido en combate.
El capitán de corbeta Ewen Edward Samuel Montagu, de la Royal Navy, fue
el elegido para coordinar la operación.1 La verdad es que su derroche de
imaginación no pudo ser mayor, y Montagu no dudó en adornar la operación
con todo lujo de detalles, como ahora veremos. En primer lugar empezó por
crear la falsa identidad de un oficial británico, miembro del Cuartel General
de Operaciones Combinadas, que supuestamente tenía que servir de enlace
secreto entre el Estado Mayor inglés y el comandante de las fuerzas aliadas
en el Norte de África, el general Alexander. A este correo le asignaron la
identidad de «comandante William Martin», un nombre frecuente en la
Marina Real.
En el maletín del comandante Martin introdujeron una misiva en la que,
de forma expresa, se aludía a Cerdeña como punto del desembarco a realizar
de forma inmediata. Para que la información cayera en manos enemigas el
oficial debería ser víctima de un accidente aéreo sobre el mar, y el cadáver,
junto con la información secreta, tendría que ser capturado por las tropas
alemanas. Para aumentar la credibilidad del falso oficial, la Royal Navy
inventó una extensa biografía: había nacido en Cardiff en 1907, estuvo
destinado en el Cuartel de Operaciones Combinadas, tenía una novia llamada
Pamela, que era funcionaria del MI5, y un número de cartilla de identidad
(148228). El comandante llevaría una serie de adminículos personales
consigo: juego de llaves, fotos, cartas de amor, entradas de teatro, factura de
un club londinense y hasta una airada carta del Lloyds Bank con un
descubierto de más de 17 libras. Todo debía ser realmente convincente.
Para que la operación fuese perfecta tan solo faltaba un «pequeño
detalle», encontrar a alguien que estuviera dispuesto a hacerse pasar por
William Martin y, claro está, que se «dejase matar». Un asunto
verdaderamente complicado; por eso Montagu pidió ayuda a la ciencia.
Contactó con el prestigioso patólogo sir Bernard Spilsbury, y este a su vez
con el doctor W. Bentley Purchase, jefe del Servicio Forense de Londres, al
que pertenecía el Hospital Saint Prancrass. Los dos galenos necesitaban
encontrar el cadáver de un hombre joven que hubiese fallecido a
consecuencia de una neumonía y que además tuviese un derrame pleural
asociado, de tal forma que si los alemanes le hacían la autopsia, al encontrar
líquido en sus pulmones pudiesen llegar a la conclusión de que había
fallecido por ahogamiento tras caer al mar. No se tardó en localizar el cuerpo
sin vida de un joven de treinta y cuatro años cuyo óbito se debió a una
neumonía tras inhalar de forma accidental un raticida. Además el finado tenía
derrame pleural asociado a la infección respiratoria.
Tras conseguir la autorización de la familia, el cadáver fue vestido con el
uniforme de los Royal Marines (fuerzas anfibias británicas), introducido en
un contenedor estanco y sellado para conservarlo en hielo seco. A
continuación fue trasladado a Holy Loch (Escocia), donde se embarcó en un
submarino británico HMS Seraph. El 19 de abril de 1943 el submarino se
hizo a la mar rumbo a la isla de Malta. Acababa de iniciarse la Operación
Carne Picada.
El siguiente problema de la inteligencia británica consistía en elegir el
lugar más idóneo para abandonar el cadáver. Tras muchas deliberaciones se
optó por depositarlo en aguas españolas. A pesar de que España era un país
neutral, por todos era sabido que Franco simpatizaba con las potencias del
Eje y que muy probablemente, como así sucedió, las autoridades de nuestro
país no pondrían mucho reparo en traspasar la información del maletín al alto
mando alemán. Como en aquel momento los vuelos entre Inglaterra y el
Norte de África eran bastante frecuentes, sobre todo entre oficiales británicos
que actuaban como correo de enlace, el elegido era un lugar idóneo que no
levantaría ningún tipo de sospechas.
El submarino navegó hasta una posición situada a una milla al sur de
Huelva y allí, a las 4.30 horas del 30 de abril, se colocó un chaleco salvavidas
al supuesto comandante Martin, le esposaron el maletín con los documentos a
una de sus muñecas y lo lanzaron al agua. Dejaron con él un bote salvavidas
de las Fuerzas Aéreas británicas para dar la impresión de que se había
producido un accidente de aviación. Ahora tan solo había que cruzar los
dedos y esperar. La elección de la costa onubense tampoco fue casual, pues
en esta provincia andaluza estaba el espía alemán con más fama y
credibilidad del sur de Europa, Adolf Clauss.
El cuerpo fue descubierto tres horas después por José Antonio Rey
María, un pescador de Punta Umbría, en la playa de El Portal, junto con los
restos de una balsa neumática de la Royal Air Force (RAF). Tras
sobreponerse al susto inicial, lo recogió, lo llevó a puerto e informó a las
autoridades competentes. Como era de esperar se realizó la autopsia, que
corrió a cargo del forense Eduardo del Torno, quien concluyó que el militar
británico había fallecido ahogado y que el cuerpo debía de llevar en el agua
entre tres y cinco días. Dado que el Estrecho de Gibraltar era un lugar de paso
de la aviación aliada, muy probablemente su avión habría sido derribado y
habría fallecido al caer al mar. A pesar de todo, el forense citó en su informe
que el cadáver carecía de las típicas lesiones por mordedura de pez, lo cual le
llamaba poderosamente la atención. Esta observación estuvo a punto de dar al
traste con la Operación Carne Picada. Al parecer cuando Montagu se
entrevistó con el doctor Bernard Spilsbury pensó en la posibilidad de que los
españoles se dieran cuenta del engaño si realizaban un estudio exhaustivo, ya
que la causa de la muerte de Martin había sido una neumonía. El petulante
Spilsbury le respondió sin pestañear: «No tiene nada que temer de una
autopsia española; detectar que este joven no ha muerto después de un
accidente aéreo en el mar requeriría de un patólogo de mi experiencia y no
existe ninguno en España». ¡Sin palabras!
El comandante Martin llevaba en el cuello una cadena con una cruz de
plata y placas de identificación: «Mayor Martin, RM, R/C», lo cual
significaba «Royal Marine, Roman Catholic». Con esto se garantizaba que
fuese enterrado en un cementerio católico.2 El cadáver fue entregado al
vicecónsul británico, F. K. Hazeldene, y enterrado con todos los honores
militares en el cementerio de Huelva el día 4 de mayo. Al mes siguiente, el
nombre del comandante Martin apareció en las listas de bajas británicas que
publicaba regularmente The Times. Para dar mayor veracidad a los hechos
también aparecieron en el periódico los nombres de dos oficiales británicos
que viajaban a bordo de un avión derribado en las proximidades de la costa
onubense. El 14 de mayo las autoridades españolas entregaron al agregado
naval británico el maletín al que iba esposado el comandante fallecido,
asegurando que estaba tal y como lo habían encontrado. Cuando la
inteligencia británica recibió la información y comprobó que el maletín había
sido abierto envió un mensaje en clave a Winston Churchill, que en aquel
momento se encontraba en Estados Unidos, en el que se decía: «Se han
tragado toda la carne picada».
Como habían supuesto los ingleses, los agentes de la Abwehr (espionaje
alemán) local habían sido fielmente informados, se había procedido a la
apertura del maletín y fotografiado su contenido. A continuación las
imágenes habían sido enviadas de forma urgente a Berlín y evaluadas por la
inteligencia alemana. El alto mando alemán entendió que con aquella
información el desembarco se iba a producir en el Peloponeso y Cerdeña, por
lo que reforzaron inmediatamente sus tropas en las islas de Córcega y
Cerdeña, y el mariscal Rommel se trasladó a Atenas. Esto permitió a los
aliados desembarcar en el sur de Sicilia (Operación Husky)3 con una
resistencia prácticamente nula. De esta forma la neumonía del comandante
Martin ayudó a los aliados a ganar la Segunda Guerra Mundial.4
En este momento el comandante Martin sigue enterrado en el
Cementerio de Nuestra Señora de la Soledad de Huelva5 y en 1996 el
gobierno británico desclasificó algunos documentos relativos al suceso,
gracias a los cuales se ha podido saber que Martin fue realmente un
alcohólico galés llamado Glyndwr Michael. En reconocimiento a su papel,
hace unos años se añadió su nombre al de «William Martin»:
William Martin. Nacido el 25 de marzo de 1907 y muerto el 24 de abril
de 1943. Hijo adorado de John Glyndwr Martin y de la difunta Antonia
Martin, de Cardiff, Gales. Dulce et decorum est pro patria mori. Requiescat in
pace.
LA MUERTE SÚBITA QUE SALVÓ
ATENAS DE LA DESTRUCCIÓN

En el museo de la ciudad de Olimpia se puede admirar un casco que


perteneció a un mítico general ateniense. Su nombre era Milcíades el Joven
(550-488 a. C.). En el año 490 a. C. tuvo lugar una batalla que recordarían los
siglos venideros y que se repite hasta la saciedad en todos los libros de texto,
la que enfrentó a las tropas persas y a las atenienses en la llanura de Maratón,
en la costa este de la península griega de Ática, entre el mar Egeo y las
montañas del Peloponeso. En aquel año diez mil atenienses lucharon sin
cuartel contra más de veinte mil invasores, capitaneados por Mardonio. El
enorme desequilibrio numérico presagiaba un terrible desenlace a favor del
ejército persa, hasta el punto de que los ciudadanos de Atenas estaban
dispuestos a prender fuego a su ciudad antes de permitir que cayese en manos
del rey Darío.
¿Por qué lo atenienses no contaban con la ayuda de otras polis del Ática?
Dos días antes de la contienda los atenienses habían enviado a Esparta un
hemeródromo, es decir, un corredor, llamado Filípides, solicitando ayuda
militar. Los hemeródromos eran individuos sanos, de una edad comprendida
entre los dieciséis y dieciocho años, recién salidos de la pubertad, y que eran
utilizados como mensajeros entre las polis griegas. Que nadie piense que
corrían ligeritos de peso; todo lo contrario, llevaban arco, flechas, espadas y
hondas.
Filípides tardó dos días en recorrer los 1.200 estadios —unos 240
kilómetros— que separaban ambas polis griegas.6 Ahora nos puede parecer
una verdadera gesta recorrer la distancia que separa Atenas y Esparta, y en
realidad lo fue, pero en la Grecia Antigua la educación consideraba
fundamental el deporte y, en especial, las carreras de fondo. Como parte del
entrenamiento militar se practicaba la carrera de hoplitas, en la cual los
soldados tenían que correr llevando todo el equipo (casco, coraza, escudo,
lanza y espada). Los mejores deportistas pasaban a formar parte de un cuerpo
de élite, los hemeródromos, que hacían las funciones de mensajeros en
tiempos de guerra y paz.
Según Heródoto, cuando llegó a Esparta pronunció un emotivo discurso:
«Hombres de Esparta, los atenienses os piden ayudan, y os ruegan que no
permanezcáis de brazos cruzados mientras la ciudad más antigua de Grecia es
aplastada y sometida por un invasor extranjero; Eretria ya ha sido esclavizada
y Grecia se debilita por la pérdida de una buena ciudad». La arenga les debió
de dejar fríos, pues ningún espartano movió un músculo. Y es que, a pesar de
que estaban dispuestos a ayudar a los atenienses, no podían transgredir las
férreas leyes espartanas que dictaban que estaba prohibido entrar en guerra
hasta que no hubiera luna llena. ¡Faltaba un día!
Filípides, decepcionado y desencajado, emprendió la carrera de regreso
y comunicó la situación al general ateniense al mando. Es fácil imaginar la
cara de aflicción que debió de ponérsele al enterarse de la noticia. Era
evidente que no podía esperar más tiempo. Después de una contenida
reflexión, tomó la decisión de partir hacia Maratón y esperar allí a las tropas
persas. Sin lugar a dudas, fue la decisión más complicada que tomó Milcíades
en toda su vida, puesto que con ella ponía en peligro a todos los atenienses.
Milcíades y los otros nueve estrategos no se amilanaron; es más, se pusieron
al frente de las tropas atenienses que marcharon hacia Maratón.
En contra de todo pronóstico, los atenienses vencieron a los persas en
Maratón, poniendo fin a la Primera Guerra Médica.7 Tras la victoria,
Milcíades sintió la ferviente necesidad de anunciar el éxito a sus
conciudadanos. Por ello envió, cómo no, al exhausto Filípides de regreso a
Atenas para que anunciase la buena nueva. Después de su anterior carrera
aquello le debió de parecer un juego de niños. La distancia entre Maratón y
Atenas es de tan solo 42 kilómetros: es plano durante los primeros 9,6 y
escarpado entre los 16 y los 32 kilómetros, para terminar elevándose en los
restantes.
A pesar de todo, cuenta la leyenda que Filípides llegó al Partenón
agotado, cargado con el yelmo de metal, las sandalias hechas jirones, los pies
ensangrentados y la boca seca. Tan solo le quedaron fuerzas para pronunciar
cuatro palabras: «¡Alegraos atenienses, hemos vencido!». Tras lo cual se
desplomó y falleció. Un triste final para alguien que lo había dado todo por su
polis.
Para ser fieles al relato, los historiadores coetáneos a los hechos no
hacen ninguna referencia a la «última carrera» de Filípides, siendo Plutarco,
quinientos años después, el primero que la menciona, y además se la atribuye
a Eucles o Tersipo, y no a Filípides. Será un siglo después cuando el escritor
Luciano de Samosata la relate de la forma que la conocemos ahora, dando el
protagonismo a Filípides. Prefiero quedarme con esta última versión, porque,
como dicen algunos periodistas, «no dejes que la realidad te amargue una
bonita historia».
¿De qué se murió el hemeródromo? Realmente nada se sabe de la causa
de la muerte de Filípides, el primer maratoniano de la historia. Actualmente
la causa más frecuente de muerte súbita en un atleta profesional es una
enfermedad cardiaca conocida como miocardiopatía hipertrófica. Pero ¿fue
esta enfermedad la que propició la muerte del héroe ateniense? La verdad es
que no tenemos forma de saberlo. En cualquier caso los atenienses tuvieron
mucha suerte, porque si Filípides hubiese fallecido antes de llegar a Atenas,
es posible que, ante la ausencia de noticias y pensando en la derrota de
Milcíades, se hubiesen quitado la vida de forma colectiva y, además,
hubiesen prendido a Atenas por los cuatro costados.
En 1879 el poeta Robert Browning escribió el emotivo poema
«Filípides», que inspiró al barón Pierre de Coubertin a instituir la carrera de
maratón e iniciar los Juegos Olímpicos modernos. Como ya se ha señalado, la
distancia que separaba en aquel momento Atenas de Maratón era 42
kilómetros, no los 42,195 que recorren los maratonianos actualmente. Al
parecer esta distancia fue establecida por la reina Victoria en el año 1908,
durante los Juegos Olímpicos de Londres, al ser la distancia que separaba
Windsor del estadio White City de Londres. Los últimos metros se añadieron
para que los atletas pasasen frente al palco presidencial del estadio.
En el año 489 a. C. Milcíades convenció a los atenienses para atacar a
los persas en la isla de Paros, lo cual fue un absoluto desastre para el ejército
griego. Al parecer, en la huida Milcíades saltó precipitadamente un muro y se
golpeó una rodilla, lo cual le produjo una herida, que terminaría infectándose,
gangrenándose y acabando, poco tiempo después, con su vida.
Desgraciadamente antes de fallecer tuvo que sufrir el escarnio de ser detenido
bajo la acusación de traición. Un tribunal ateniense le condenó a pagar una
elevadísima multa que no se podía permitir, por lo que se conmutó la
condena por un encierro en prisión. De esta forma tan triste terminó sus días
el estratega que ganó una de las batallas más recordadas de la historia.
EL JOROBADO QUE PROVOCÓ
LA DERROTA DE LAS TERMÓPILAS

Las denominaciones de los virtuosos del engaño son muchas: pérfido,


ingrato, impío, desleal, alevoso, judas… y lo que inspira la ambición es
también muy variable, desde la venganza hasta el amor, pasando por el odio o
la envidia.
«El infierno» es la primera de las tres cánticas de La divina comedia, la
obra cumbre del poeta Dante Alighieri (1265-1321), en donde narra su
descenso al infierno para buscar a Beatriz Portinari, su gran amor. El
florentino interpreta el averno como una pirámide invertida, separada en
nueve círculos, en donde están agrupados los pecadores según el desliz
cometido. La característica común a todos ellos es sentir la lejanía de Dios
como el mayor castigo. En el noveno círculo se encuentran los traidores que,
lejos de estar ardiendo en las llamas del infierno, están congelados en un lago
de hielo conocido como Cocito. De existir el infierno de Dante, no hay duda
de que el noveno círculo estaría habitado por Judas Iscariote, Marco Junio
Bruto, Mata Hari, Bellido Dolfos, Mordred y Efialtes. Uno de estos traidores
estuvo a punto de cambiar el curso de la historia, hasta el punto de que el
desarrollo de Roma pudo haberse visto estrangulado.
En el siglo V a. C. los persas veían con preocupación la prosperidad de
las colonias griegas en el Asia Menor, en la actual costa turca, por lo que
decidieron engullirlas dentro de su imperio. Cuando estas polis fueron
sometidas a su vasallaje, esto les pareció poco, por lo que se plantearon una
empresa de mayor calado: conquistar toda la Grecia peninsular. Con esta
intención, al tiempo que, para qué negarlo, se quería resarcir de la derrota de
Maratón, Jerjes reunió un enorme ejército.
El rey persa no quería dar un nuevo «gatillazo» con los griegos, por eso
se puso al frente de un ejército compuesto por doscientos mil guerreros,
cincuenta mil de caballería y el resto de infantería. Era la mayor hueste
reunida hasta entonces. Es cierto que eran muchos, pero también es verdad
que estaban muy mal equipados en comparación con los griegos: tenían
escudos pequeños, espadas más cortas que las lanzas enemigas y una
armadura casi inexistente.
Los griegos, viendo la que se avecinaba y siguiendo su costumbre
ancestral, pidieron consejo al Oráculo de Delfos. Una vez más, Apolo
proporcionó una respuesta ambigua en forma de versos hexámetros: «Mirad,
habitantes de la extensa Esparta, o bien vuestra poderosa y eximia ciudad es
arrasada por los descendientes de Perseo, o no lo es; pero en ese caso, la
tierra de Lacedemón llorará la muerte de un rey de la estirpe de Heracles.
Pues al invasor no lo detendrá la fuerza de los toros o de los leones, ya que
posee la fuerza de Zeus. Proclamo en fin, que no se detendrá hasta haber
devorado a una u otro hasta los huesos». Con esta enigmática respuesta el
oráculo dio a entender que Esparta sería conquistada o bien perdería a su rey
en la batalla, algo inaudito hasta ese momento, puesto que ningún rey había
muerto en una contienda. Era preciso que el rey Leónidas de Esparta se
pusiese al frente de un ejército y plantara batalla al multitudinario ejército
persa.
¿Dónde podrían enfrentarse con un ejército de esas dimensiones, para
que el terreno fuera lo más ventajoso posible para los espartanos? El general
ateniense Temístocles (524 a. C.-459 a. C.), un excombatiente de la batalla de
Maratón, dijo que el mejor lugar era el Estrecho de las Termópilas,8 en la
región de Tesalia. El nombre de Termópilas significa en griego Puertas
Calientes, en alusión a unos manantiales de aguas cálidas que por allí había.
Además, para evitar que los persas pudiesen sobrepasar las Termópilas a
través del mar, y sorprender a los espartanos por la retaguardia, la marina
griega bloquearía el paso por vía marítima. En las proximidades del estrecho
había un altar dedicado a Heracles, algo que debió de gustar sobremanera a
Leónidas, ya que se decía que su familia descendía de este semidiós.
El rey Leónidas eligió personalmente a los trescientos espartanos que le
acompañarían a la «gloria».9 Los elegidos tenían entre veinte y veintinueve
años, se les conocía como hippeis (caballeros) y eran considerados los
mejores soldados que podían tener.10 Eran conscientes del «suicidio
colectivo» al que se dirigían, pero lo aceptaron sin pestañear, ya que en la
sociedad espartana no había nada más vergonzoso que ser señalado como un
cobarde. De hecho cuando los espartanos partían para la guerra se sometían a
un ritual familiar en el que la madre entregaba al soldado un escudo al tiempo
que le decía: «Vuelve con él o sobre él». Con esto se daba a entender que si
regresaba vivo tendría que volver con su escudo y su honor, en caso contrario
regresaría muerto sobre su escudo, pero nunca debía regresar sin él, ya que si
perdía su escudo significaba que lo había arrojado para huir más rápido.
Los espartanos eran unos guerreros consumados, conocidos en toda la
Hélade por su ferocidad; luchaban pegados hombro con hombro, cubiertos
con sus grandes escudos (el elemento defensivo conocido como hoplon, de
90 centímetros de diámetro) y sacando las lanzas entre ellos. Es cierto que las
virtudes bélicas de los espartanos eran muy superiores a las de los persas,
pues eran un ejército profesional. Este hecho no pasó desapercibido al rey
Jerjes, que en cierta ocasión se quejó: «Tengo muchos hombres pero pocos
guerreros». De todos los guerreros persas la fuerza de élite más temida y
prestigiosa era el conocido Batallón de los Inmortales, compuesto siempre
por diez mil guerreros.11
Una vez los espartanos llegaron a las Termópilas lo primero que hicieron
fue construir una primera línea defensiva, un muro focense de 7 metros de
anchura, que además de evitar el ataque hacía incómoda la batalla a los
persas, ya que no podían emplear la caballería ni aprovecharse de su
superioridad numérica. El tendón de Aquiles de la estrategia defensiva de los
espartanos era la retaguardia, ya que en las Termópilas había una senda,
llamada Anopea, que permitía rodear el angosto paso y situarse a las espaldas
de ellos.
Parece ser que dos espartanos, Aristodemo y Eurito, mientras esperaban
en las Termópilas para entrar en combate, sufrieron una infección ocular, por
lo que Leónidas les ordenó que regresasen a Esparta. Ambos iniciaron el
camino de regreso, pero Eurito desacató la orden y regresó al lado de los
suyos, muriendo días después con sus compañeros a manos de los persas.
Aristodemo, sin embargo, regresó a Esparta, en donde, como es fácil
imaginar, fue tratado como un cobarde y sometido a la peor de las
humillaciones, la indiferencia. Afortunadamente para él, pudo remediar su
falta tiempo después, en la batalla de Platea (479 a. C.), en donde peleó de
una forma tan valerosa que sus conciudadanos le perdonaron la deshonra de
las Termópilas.
Las fuerzas contendientes se enfrentaron el 11 de agosto del año 480 a.
C. Las tropas de Jerjes I fueron bloqueadas durante siete largos días. La
batalla en sí duró poco, los espartanos infligieron un número elevado de bajas
al enemigo durante los primeros días, pero todo cambió cuando el traidor
Efialtes entró en acción.
Efialtes, que en griego significa «pesadilla», era originario de Tesalia y
se dedicaba al pastoreo en las proximidades de las Termópilas; clásicamente
se le describe como una persona deforme y jorobada, lo cual le impidió
formar parte del ejército espartano, ya que su maltrecho cuerpo no encajaba
en la falange. Este rechazo le disgustó sobremanera, por lo que no tardó en
ofrecer sus servicios a los persas. Les habló del paso de Anopea, el cual les
conduciría a una victoria segura. A cambio le prometieron una recompensa
económica que nunca llegó a cobrar y, quizás lo que más ansiaba, formar
parte de las tropas persas, ya que había sido privado de este mérito a
consecuencia de su deformidad. Fue precisamente la senda Anopea la que
permitió al Batallón de los Inmortales acabar con los aguerridos espartanos,
no sin que antes estos se llevaran por delante a veinte mil persas, además de
haber cumplido su cometido: frenar el avance de los invasores. Poco después
la alianza griega lograría la victoria definitiva en la batalla de Platea, dando
por finalizada la Segunda Guerra Médica.
La deformidad de Efialtes a punto estuvo de entregar las llaves de la
península helena al Imperio persa, el cual quizás no se habría detenido allí.
Lo más seguro es que hubiese seguido su incursión hacia occidente y, quién
sabe, a lo mejor habría ahogado el desarrollo de Roma.
En el año 2007 se estrenó la película 300, dirigida por Zack Snyder y
protagonizada por Gerard Butler, en el papel del rey Leónidas. La cinta está
basada en el cómic homónimo de Frank Miller. El aullido que corean los
espartanos para amedrentar al ejército persa y mostrar su bravura quedó en el
recuerdo tanto de los que vieron la película, como de lo que no la vieron:
«¡Au, au, au!».
UNA BACTERIA Y EL FIN
DE LA HEGEMONÍA DE ATENAS

El mayor auge en la historia del pensamiento y la cultura griega tuvo lugar


en el siglo V a. C., el conocido como Siglo de Pericles. En ese momento la
civilización helénica se desarrolló a una velocidad no vista hasta entonces,
apareció una nueva forma de gobierno (democracia) al tiempo que todos los
géneros literarios y artísticos alcanzaban su plena madurez. En la capital
ateniense tenía cabida la esencia del hombre y su pensamiento.
La batalla de Salamina (480 a. C.) marcó un punto de inflexión en las
Guerras Médicas (499 a. C.-449 a, C.).12 Tras este combate naval entre las
ciudades-estado de Grecia y el Imperio persa, desapareció la amenaza de
invasión por parte de este, permitiendo que los griegos pudieran pasar a la
contraofensiva. Además, Atenas ganó prestigio en el Ática, estableció las
bases de un poderoso imperio y se convirtió en la ciudad más bella del
momento.
Pericles nació en el año 495 a. C., en el seno de una familia aristocrática
ateniense. Su padre, Jantipo, había sido uno de los comandantes que
derrotaron a las tropas persas en Micala; su madre, Agarista, era descendiente
de Clístenes, uno de los principales reformadores atenienses. Durante su
infancia Pericles fue educado de una forma exquisita, como la mayoría de los
hijos de las familias influyentes. Fue iniciado en la musiké, esto es, en la
lectura, la escritura y la música propiamente dicha, bajo la atenta mirada de
Anaxágoras (500-428 a. C.), uno de los filósofos presocráticos. Este maestro
de excepción era un filósofo jónico de renombre, que defendía el nous, la
inteligencia, como fuerza creadora de todas las cosas.
Actualmente sabemos que las ciudades griegas o polis nunca llegaron a
constituir un estado griego, a pesar de que a todas ellas les unía una lengua
común y un panteón mitológico similar. Cada una tenía un sistema político,
un ejército e, incluso, una moneda propia. En el año 478 a. C.,
aproximadamente, doscientos setenta y cinco polis se asociaron y
constituyeron la denominada Liga de Delos,13 cuyo liderazgo ostentó Atenas.
Fue precisamente en ese momento cuando Pericles fue nombrado estratego o
jefe militar, lo que venía a significar que era el dirigente supremo de Atenas.
No cabe ninguna duda de que fue un político carismático. Su destreza
oratoria está fuera de todo lugar y esto le permitió triunfar en la palestra
política, llevando a cabo reformas de enorme calado. Así, por ejemplo, creó
el misthós o salario, que consistía en pagar a los ciudadanos que dedicaban su
tiempo a los asuntos políticos. Fue una medida mal acogida por la
aristocracia, puesto que les impedía controlar la Asamblea en detrimento de
los menos privilegiados, que no se podían permitir el lujo de no trabajar y,
por tanto, nunca llegarían a ostentar cargos públicos. ¡Si Pericles levantara la
cabeza y viera cómo han derivado los misthós!
Pericles se desposó con una joven de su rango social, prototipo de dama
ateniense, esto es, hacendosa, elegante, discreta y dedicada al cuidado del
hogar. Con esta mujer tuvo dos hijos, Jantipo y Páralo. Sin embargo, la vida
en común no les era especialmente «grata», por lo que Pericles entregó a su
esposa, con su consentimiento, claro está, a otro hombre. Una forma muy
civilizada y curiosa de poner fin a un matrimonio. La verdad es que el
verdadero motivo de esta separación amistosa era que Pericles se había
quedado prendado de la belleza de otra mujer, Aspasia (470 a. C.-400 a. C.),
una cortesana procedente de Jonia, concretamente de Mileto. Aspasia era una
hetaira, una combinación de cocotte parisina y geisha japonesa. No solo era
una mujer terriblemente sensual, sino que también era culta y refinada.
Sabemos que por su salón desfiló la flor y nata de la intelectualidad de la
época. Por allí pasaron Sócrates, Eurípides y Anaxágoras. Aspasia no fue la
única hetaira famosa, hubo otras muchas en la Grecia clásica, como por
ejemplo Friné, Clepsidra, Gnatena, Arqueanasa o Teórida. Todas ellas fueron
hetairas y no pornaes, es decir, simples meretrices que vivían en los burdeles
próximos al Pireo.
En el año 450 a. C., en contra de la opinión de los detractores de
Pericles, encabezados por Tucídides, Atenas se aprovechó del tesoro de la
Liga para construir su acrópolis de atenienses. Estamos ante un caso flagrante
de malversación de fondos. Pericles no escatimó gastos para que fuera la más
bella de toda Grecia: encargó la dirección de las obras a Fidias (480 a. C.-430
a. C.), el más refinado de los escultores, el cual construyó los propileos con
mármol rosáceo extraído del Pentélico; un bello templo dórico (Partenón)
dedicado a la diosa Atenea, protectora de la ciudad; y una colosal estatua de
bronce. De esta forma Atenas se embellecía a costa de sus aliados, al tiempo
que Esparta, su eterna enemiga, observaba con inquietud y recelo aquella
febril actividad.
La imagen romántico-liberal de Atenas, como un lugar de sabiduría,
tolerancia y libertad es irresistible, pero también tiene un lado «oscuro» y
enigmático. Hay que tener presente que en aquellos momentos la religión y la
espiritualidad impregnaban la vida de la ciudad, y por ello sobre los
atenienses gravitaba la imperiosa necesidad de estar a bien con los dioses.
Basándose en ello, en el año 2014, la profesora Breton Connelly, de la
Universidad de Nueva York, reinterpretó la escena del friso central oriental
del Partenón siguiendo la obra Erecteo, de Eurípides. Hasta ese momento la
lectura que se venía haciendo del friso era la de una ofrenda de un peplos
(túnica) a la diosa Atenea, en el punto culminante de un festival celebrado en
su honor. Connelly defiende que refleja el sacrificio que se ve obligado a
realizar el rey Erecteo tras consultar al Oráculo de Delfos para salvar a la
ciudad de una invasión. El rey tiene que sacrificar a una de sus hijas a la
diosa Atenea, pero lo más terrible de la historia es que la otra hija del rey
quiso acompañar a su hermana a la muerte. El friso refleja, pues, las mortajas
con los cuerpos de las hijas de Erecteo. De esta forma en el Partenón se nos
muestra una imagen no tan dulce de Atenea como la que estamos
acostumbrados a ver y, por otra parte, se lanza un mensaje sin ambages a los
atenienses: nadie puede ponerse por encima del bien común. Era la
representación física de los ideales que ponían fin a las tiranías.
Los años de gobierno de Pericles fueron tiempos de paz y bonanza, pero
todo tiene su fin y este llegó en la primavera del año 431 a. C. Esparta
declaró la guerra a Atenas, puesto que la polis se negaba a acatar sus
exigencias: cesar a Pericles en su puesto y deshacer la Liga de Delos. Un
potente ejército hoplita-espartano invadió el Ática: era el inicio de la Guerra
del Peloponeso (431 a. C.-404 a. C.), que enfrentó a las polis de la Liga de
Delos con las polis de la Liga del Peloponeso, encabezada por Esparta.14
Los atenienses, sitiados por los espartanos, no tuvieron más remedio que
atrincherarse en su ciudad, donde se creían a salvo. Desgraciadamente se
desató una terrible peste que diezmó la población, tal y como relata el
historiador Tucídides: «En el principio del verano, los peloponesos y sus
aliados invadieron el territorio de Ática (…). Pocos días después sobrevino a
los atenienses una terrible epidemia (…). Jamás se vio en parte alguna azote
semejante (…) el enfermo sentía en primer lugar un violento dolor de cabeza;
los ojos se volvían rojos e inflamados; la lengua y la faringe asumían un
aspecto sanguinolento; la respiración se tornaba irregular y el aliento fétido.
Poco después, el dolor se localizaba en el pecho, acompañándose de tos
violenta…». La mortalidad era muy elevada y, según el historiador, «los
médicos nada podían hacer, pues de principio desconocían la naturaleza de la
enfermedad. Además, fueron los primeros en tener contacto con los pacientes
y morían en primer lugar». La terrible epidemia acabó con la tercera parte de
los habitantes marcando decisivamente el curso de la guerra, entre los
fallecidos se encontraba el propio Pericles. Su último discurso (Himno a la
polis) pretendía infundir a los atenienses el deseo de contemplar la acrópolis
y disfrutar de su belleza.
En 1994 un equipo de arqueólogos descubrió en el cementerio de
Kerameikos de Atenas, una tumba que contenía unos ciento cincuenta
cuerpos. Junto a ellos encontraron vasijas y ofrendas funerarias que databan
del siglo V a. C., más concretamente del año 430. Al analizar los cadáveres y
ampliar las secuencias de ADN los científicos pudieron poner nombre a la
epidemia que asoló Atenas: se trató de una epidemia de fiebre tifoidea, una
enfermedad infecciosa provocada por una bacteria llamada Salmonella
tiphy.15 Se calcula que acabó con la vida de unas trescientas mil personas. El
resultado no es nada sorprendente, dadas las condiciones de superpoblación e
insalubridad que debían de existir dentro de los muros de Atenas, sitiada por
el ejército de Esparta. Era indudable que con en esta situación en Atenas
propició la victoria frente a su atávica enemiga.
Después de la Guerra del Peloponeso nada volvió a ser igual, la
hegemonía de Atenas desapareció, gran parte de su ejército fue destruido y
miles de soldados atenienses se convirtieron en esclavos. La polis se vio
obligada a suspender el régimen democrático y dar paso al gobierno de los
Treinta Tiranos, establecido por Esparta.
LA PANCREATITIS
QUE ACABÓ CON UN IMPERIO

Alejandro III de Macedonia, más conocido como Alejandro Magno, ha


pasado a los anales de la historia como uno de los mejores estrategas de todos
los tiempos. Ninguna figura histórica ha despertado tanta fascinación como
él, su recuerdo dejó motivos de admiración, un eco de romanticismo y, por
qué no, también de aversión. Con tan solo veinte años se convirtió en rey de
Macedonia y sus gestas, en el más amplio sentido de la palabra, lo llevaron a
dominar la mayor parte del mundo conocido del siglo IV a. C. En tan solo
diez años conquistó el mundo antiguo, desde el Danubio al Nilo, y de ahí al
río Indo. Su imperio tenía una superficie superior a la que tuvo el Imperio
romano en el momento de mayor extensión.
Alejandro nació en Pella, la capital del reino macedonio, un territorio
ubicado al norte de la antigua Grecia. Corría por entonces el año 356 a. C.
Desde su más tierna infancia estuvo influido por ideales colonizadores, no en
balde su padre, el rey Filipo II (382 a. C.-336 a. C.), se había convertido en la
cabeza del mundo heleno, dividido hasta aquel momento en las disputas de
dos grandes polis, Atenas y Esparta. Este monarca fue el artífice del poder
imperialista de su reino, un territorio que había sido marginal hasta entonces,
en relación con el resto de las polis griegas. Se cuenta que Filipo, para no
caer en el pecado de la soberbia, ordenó que todas las mañanas un esclavo le
despertase con el siguiente mensaje: «Levántate, rey, y piensa que no eres
más que un miserable mortal».
Alejandro era hijo de Olimpia, princesa de Epiro, una mujer de una
belleza deslumbrante, así como de un fuerte carácter. Además, era una
fanática a ultranza del culto dionisiaco. Fue ella la que inculcó a Alejandro el
concepto de espiritualidad y la que sembró en su mente la idea de que su
verdadero padre no era Filipo sino el mismísimo Zeus. Alejandro, en opinión
de sus biógrafos, mantuvo una relación edípica con su madre.
Su educación no pudo ser mejor, su padre le puso en manos de
Aristóteles, el famoso filósofo griego, el cual le imbuyó la cultura griega y
los ideales panhelenistas. Durante su adolescencia participó en una campaña
contra los tribalos y los lirios, unos pueblos bárbaros asentados al norte de
Macedonia. Posteriormente comandaría la caballería en la batalla de
Queronea (338 a. C.), en la cual los macedonios vencieron a una coalición
formada por tebanos y atenienses. Ya por aquel entonces Alejandro apuntaba
maneras.
La suerte pareció cambiar y darle la espalda cuando Filipo se casó con
una joven aristócrata macedonia llamada Cleopatra16 y mandó al exilio, a
Epiro, tanto a Olimpia como a Alejandro. Filipo no pudo disfrutar de su
nuevo matrimonio, puesto que el mismo día de su boda uno de sus
guardaespaldas, Pausanias, lo asesinó. Fueron precisamente las
desavenencias entre Filipo y Alejandro-Olimpia la razón por la que se
sospechó que ambos pudieron haber urdido el asesinato del soberano. El
círculo aristocrático más próximo al rey apostaba por Filipo Arrideo, fruto del
matrimonio de Filipo con una bailarina de Tesalia, como su sucesor al
trono.17 Sin embargo, su heredero fue, como bien sabemos, el joven
Alejandro. De esta forma en 336 a. C. se convertía en el rey de Macedonia.
A pesar de que algunos aristócratas lo consideraban demasiado novel
para llevar las riendas del reino, se equivocaban. Alejandro había heredado de
Filipo la ambición y los ideales panhelenistas, pero también un ejército fiel,
disciplinado y aguerrido que estaba dispuesto a llegar al fin del mundo para
complacerle. Tan solo dos años después de su llegada al trono inició la gran
empresa, conquistar Asia, arrebatando al enemigo histórico de los griegos, el
Imperio persa, todos sus territorios. No se antojaba que fuera una tarea
sencilla.
¿De dónde surgía aquella idea expansionista? ¿Cuál era la génesis de tan
ambicioso proyecto? Se esgrimen dos razones básicas: expandir el ideal de
panhelenismo, más allá de la Hélade, y el carácter megalómano de Alejandro.
No hay que olvidar que se creía hijo de Zeus.
El soberano macedonio marchó al frente de un ejército formado por siete
mil arqueros, diecinueve mil infantes, cuatro mil jinetes y novecientas
unidades de tropas auxiliares; al otro lado le esperaba el Imperio persa y la
guardia personal del rey Darío III, conocida como los Diez Mil Inmortales.
La leyenda del conquistador macedonio empezó a forjarse con su primera
victoria junto al río Gránico (334 a. C.). Un año después llegaría la batalla de
Issos (333 a. C.), en donde no solo venció al rey persa, sino que se apoderó
de su madre, esposa e hijos, a los cuales, y eso le honra, respetó la vida. Poco
después, cuando visitó Troya, Alejandro depositó una ofrenda en la tumba de
Aquiles, a quien admiraba y reverenciaba.
Después de las dos victorias sobre los persas el macedonio encaminó sus
pasos hacia Palestina y desde ahí alcanzó Egipto, en donde se autoproclamó
faraón y fundó la ciudad de Alejandría, la primera urbe que llevaría su
nombre. En el año 331 a. C. Alejandro midió sus fuerzas nuevamente con el
rey Darío. En esta ocasión el escenario fue Mesopotamia, en donde le volvió
a vencer en la batalla de Gaugamela. Este hecho lo certificaría como uno de
los grandes genios militares de todos los tiempos. Desde ese momento no
paró hasta alcanzar la India18 y construir un imperio como nunca antes se
había visto. El Imperio de Alejandro incluía la totalidad o parte de las
actuales Macedonia, Grecia, Albania, Turquía, Bulgaria, Egipto, Libia, Israel,
Jordania, Siria, Líbano, Chipre, Irán, Irak, Afganistán, Uzbekistán, Pakistán y
la India. No es extraño que su vida haya inspirado best sellers, documentales,
canciones19 y películas. Alejandro y sus hombres llegaron hasta el límite del
mundo conocido, y desde allí, ante la negativa de sus generales no tuvo más
remedio que iniciar, muy a su pesar, el viaje de regreso a Macedonia.
Los macedonios estaban eufóricos por la gesta conseguida. Cuando
llegaron a Babilonia (323 a. C.) decidieron festejar por todo lo alto que
estaban cerca de su hogar. Como era habitual en este tipo de celebraciones, el
alcohol corrió a raudales. A la mañana siguiente Alejandro se levantó
indispuesto, fue el inicio de una breve enfermedad que se prolongaría durante
doce días y que terminaría con su vida. La existencia de ciertos síntomas,
como son el dolor abdominal, los escalofríos, la sudoración y el malestar
general, y el antecedente de una ingesta alcohólica elevada, hacen sospechar
que la causa del óbito hay que buscarla en una pancreatitis aguda.
La inflamación de la glándula pancreática, una enfermedad que a pesar
del tiempo transcurrido sigue revistiendo una enorme gravedad, terminó con
uno de los mayores imperios de la humanidad. Si Alejandro no hubiese
muerto con tan solo treinta y dos años es posible que se hubiese planteado la
conquista del Mediterráneo occidental y, quién sabe, a lo mejor habría
llegado hasta la Península Ibérica. Pero esto nunca lo sabremos.
A partir de ese momento comenzó la leyenda, que sigue vigente
veintitrés siglos después y que no ha sido eclipsada por ninguna otra figura de
la historia. ¿Cómo habría sido el mundo si Alejandro Magno no hubiera
muerto tan joven? ¿Su imperio se habría extendido por el Mediterráneo
occidental? Nunca lo sabremos.
La rapidez con la que se produjo la desaparición de Alejandro Magno
impidió que pudiera designar un sucesor, por lo que el imperio se repartió
entre sus generales, a los que se les denominó diádocos.
ENVENENAMIENTOS EN LOS
INICIOS DEL IMPERIO ROMANO

La revista Time incluyó la novela Yo, Claudio (1934) de Robert Graves en


su lista de las cien mejores novelas publicadas en lengua inglesa desde 1923
hasta 2005. Posiblemente sean muchos los que no han leído la obra, pero no
tantos los que conozcan la miniserie Yo, Claudio, emitida por la BBC inglesa
en 1976. En ella se nos muestra la dinastía Julio-Claudia desde el primer
principado de Octavio Augusto hasta los últimos años de Claudio,
convirtiéndolo en el emperador más famoso de Roma para el gran público.
El imperio20 fue el tercer periodo de la civilización romana en la
Antigüedad clásica —previamente hubo una monarquía y una república— y
es una de las etapas más apasionantes para los amantes de la historia, ya que
ha dejado un legado que persiste en el tiempo. El nacimiento del imperio
estuvo precedido de la expansión de Roma a lo largo del Mar Mediterráneo.
En la época imperial los dominios no cesaron de aumentar hasta llegar a su
máxima extensión durante el gobierno de Trajano, en el año 117 d. C.21 En
ese momento la superficie del imperio era de unos 6,5 millones de kilómetros
cuadrados. Para que nos hagamos una idea de la magnitud de esta cifra,
Estados Unidos tiene una extensión de poco más de 9 millones.
El imperio era un territorio enormemente políglota: se tiene constancia
de que se hablaban más de sesenta lenguas diferentes, y disfrutó de periodos
de paz relativa (Pax Romana) que era algo insólito en aquella época. Es cierto
que los territorios eran conquistados a la fuerza, pero fueron gobernados con
un grado de justicia inusual para la época y se construyeron obras
monumentales (acueductos, circos, anfiteatros, puentes…) que aún persisten.
Los cinco primeros emperadores romanos estaban emparentados con
Julio César y pertenecieron a la dinastía Julio-Claudia,22 que gobernó el
imperio desde el 27 a. C. hasta el 68 d. C. El primer emperador fue Octavio
Augusto (27 a. C.-14 d. C.), el fundador de la dinastía, que había sido
adoptado por su tío-abuelo Julio César. Su gobierno se extendió durante
cuarenta y cinco largos años, tiempo suficiente para que el pueblo romano se
acostumbrase al nuevo orden político. Le sucedió en el trono su hijastro
Tiberio (42 a. C.-37 d. C.).
El segundo emperador era un hombre de temperamento triste y sombrío
que sirvió con dignidad y valentía en las fronteras del imperio, triunfando
donde otros habían fracasado. En el crepúsculo de su vida se retiró a la isla de
Capri, donde dio rienda suelta a sus vicios más inconfesables, disponiendo a
su antojo de una corte en la que tenían lugar desenfrenadas orgías. Además la
corte imperial se convirtió en un lugar terriblemente peligroso, lleno de
intrigas y asesinatos. Así por ejemplo, Nerón Claudio Druso (14 a. C.-23 d.
C.), el hijo de Tiberio, fue asesinado por orden de Sejano, el prefecto del
pretor, esto es, el hombre de confianza del emperador. El móvil del asesinato
fue que Sejano se había convertido en el amante de Livila, la mujer de Druso.
Ella, a instancias del prefecto, le proporcionó un veneno de acción lenta,
elaborado por su médico, que permitiera simular una muerte natural. Esta
acción no se descubriría hasta ocho años después, gracias a Apicata, la esposa
de Sejano. Este fue uno de los muchos casos de envenenamiento que tuvieron
lugar en los primeros años del Imperio romano.
Tiberio no tuvo hijos pero sí un sobrino llamado Germánico, nombre
que recibió tras derrotar a los bárbanos germanos. Germánico fue una
persona muy amada por el pueblo y, en especial, por la soldadesca.
Desgraciadamente falleció siendo muy joven, porque es probable que hubiese
sido un gran emperador. Eso sí, tuvo el tiempo suficiente de dejar un
heredero, un niño llamado Cayo (12 d. C.-41 d. C.), al cual los soldados
apodaron Calígula, que significa «albarcas pequeñas», ya que cuando era
muy pequeño solía caminar con el calzado que llevaban los soldados.
Tras la muerte de Tiberio, y en memoria de Germánico, Calígula fue
nombrado emperador. A los ocho meses de su reinado Calígula enfermó,
perdió la cordura y nunca más la recuperó. Las excentricidades dominaron su
gobierno, hasta el punto de nombrar cónsul a Incitatus, un caballo de carreras
traído de Hispania.23 Las extravagancias imperiales no conocieron límite: el
emperador pensaba que era un dios, tenía extraños caprichos y se deleitaba
ordenando la muerte de los habitantes de Roma.24 Con este comportamiento
psicopático nadie se extrañó cuando una mañana el emperador apareció
asesinado, fruto de una conjura de la guardia pretoriana, la cual a renglón
seguido se dedicó a saquear el Palacio Imperial. Fue precisamente durante el
latrocinio cuando descubrieron los pies de un hombre que se escondía detrás
de un tapiz. Se trataba de Claudio, un miembro de la familia imperial, tío del
interfecto Calígula. Era un hombre débil, feo, despreciable, memo de
solemnidad y glotón impenitente. Era algo así como el «pariente torpe»,
servía de bufón en la mesa imperial porque tartamudeaba con comicidad, y
además caminaba con dificultad y tenía un constante tic en la cabeza.25 Los
soldados, mofándose de él, lo convirtieron en el nuevo emperador.
Tiberio Claudio Druso Nerón Germánico (10 a. C.-54 d. C.), que este era
su nombre completo, descendía de la familia Julia por parte de su abuela
Octavia la menor que era hermana de Octavio Augusto. Claudio nada tenía
que ver con el emperador anterior, no era un sanguinario, sino un erudito, al
que no interesaba la política. En realidad Claudio fue una persona dotada de
una inteligencia superior a la media y de una notable capacidad para el
estudio. A pesar de todo, durante su gobierno —fue césar durante trece años
— se realizó una importante reforma administrativa y se conquistó Britania.
Si en algo tuvo mal gusto Claudio fue a la hora de buscar esposa.
Primero se casó con Plaucia Urgulanila, de la que se divorció tras nueve años
de matrimonio, al descubrir que le había sido infiel y que había intentado
asesinar a su cuñada. Posteriormente, se desposó con Ella Petina, obligado
por su tío Tiberio, de la que se divorció por motivos políticos. La tercera fue
Valeria Mesalina, que fue la madre de su hijo Británico (41 d. C.-55 d. C.).
La verdad es que este matrimonio fue un tanto estrambótico, pues cuando se
casaron ella tenía poco más de quince años y él rondaba los cincuenta.
Cuando Claudio accedió al trono imperial la dulce y pausada niña se
convirtió en una pérfida mujer, que demostró tener una codicia ilimitada. En
muy poco tiempo ordenó el envenenamiento o ejecución de todos aquellos
que pudiesen suponer un peligro para sus ambiciones. A esto había que
añadir otro gran problema, Mesalina era ninfómana. Las intrigas afectivas
eran una constante en palacio y en una ocasión se atrevió a competir con la
prostituta más famosa de Roma para ver quién de las dos era capaz de tener
más relaciones sexuales en una noche. No hace falta decir que ganó
Mesalina. A pesar de todo Claudio la quería y le perdonó sus desmanes, pero
todo tiene un límite y el de Mesalina fue casarse en secreto con el cónsul
Cayo Silio y planear acabar con la vida del emperador. Esto era alta traición.
Claudio le ordenó que se suicidase. Proporcionaron un puñal a Mesalina, pero
ante su incapacidad para usarlo, su esposo ordenó que la decapitasen.
Como no hay tres sin cuatro. Claudio eligió por cuarta y última esposa a
su sobrina Julia Vipsania Agripina. Si Mesalina fue ambiciosa, Agripina lo
fue más. En aquella época la política romana no contemplaba que las
mujeres, aunque fuesen miembros de la alta sociedad, pudiesen desempeñar
cargo político alguno, pero esto no fue un hándicap para su ambición. Lo
primero que hizo fue convencer a algunos senadores para que le ayudasen a
que su tío Claudio la pidiese en matrimonio. Una vez convertida en «primera
dama» no le fue muy difícil conseguir de su esposo que adoptase a su hijo
Nerón, fruto de un matrimonio anterior con Gneo Domicio. Con este gesto
Nerón se situaba al mismo nivel, en cuanto a la línea de sucesión imperial se
refiere, que Británico, el hijo de Claudio.
El emperador tomaba una gran cantidad de medicinas con las comidas,
con las que trataba de controlar sus múltiples tics, sus crisis epilépticas y sus
digestiones pesadas. Sabemos que su glotonería se acompañaba de unos
vapores incontrolables, hasta el punto que el emperador promulgó una ley
según la cual se podía, y además era recomendable, eructar y ventosear
durante los banquetes. ¡Para algo era el emperador!
Suetonio nos cuenta las virtudes y los defectos del emperador. En estas
últimas quizás exagere. Entre sus defectos se cuenta que era de naturaleza
colérica y sanguinaria, mujeriego pertinaz y desmedido en la comida y la
bebida hasta límites pantagruélicos. La verdad es que estos dos últimos
excesos fueron compartidos por un gran número de emperadores romanos.
Uno de los manjares preferidos de Claudio eran las setas y en ellas estuvo su
perdición.
Como cabe suponer en la Antigüedad grecolatina el conocimiento
científico de las setas no era como el que tenemos en este momento, si bien
es cierto que nos han llegado voluminosos tratados de los «científicos» de la
época26 sobre plantas, entre las que se incluían a las setas. Por otra parte, las
nociones micológicas de griegos y romanos estaban cargadas de
supersticiones religiosas carentes de fundamento,27 lo que hizo que no
tuvieran la oportunidad de degustar, por ejemplo, el níscalo (lactarius
deliciosus) o la seta faisán (Lercinum lepidum). Todo lo contrario les sucedía
a las setas que crecían bajo la encina, árbol ligado al culto de Júpiter, y que
eran apreciadas por considerarlas un regalo divino.
Los romanos otorgaron a las setas un alto valor culinario,
identificándolas con una vida placentera y ostentosa,28 por lo que no es de
extrañar que formara parte de los opíparos banquetes imperiales. De todas
ellas la preferida era la amanita caesarea.29
Las fuentes clásicas30 coinciden en afirmar que Nerón murió
envenenado y que la ponzoña se introdujo en un plato de setas, uno de los
manjares predilectos de Claudio. En cuanto a quién suministró el veneno
existen algunas discrepancias. Tácito opina que fue Locusta,31 una mujer que
había sido condenada anteriormente por este delito; otros que el praegustator
Haloto, un eunuco que se encarga de probar la comida imperial, por último,
otros opinan que fue la propia Agripina. La verdad es que es difícil defender
la hipótesis de que Haloto envenenase al emperador motu proprio; lo más
seguro es que siguiese las órdenes de la pérfida Agripina.
El emperador no murió inmediatamente después, quizás por la
inconsciencia o bien por el estado de embriaguez, por lo que su esposa
ordenó a los esclavos que se llevaran a Claudio a sus dependencias una vez
terminada la cena. Parecer ser que tuvo una descomposición que le hizo
vomitar, lo cual estuvo a punto de poner en peligro el resultado final de la
conjura. Sería la «oportuna intervención» de su médico Jenofonte de Cos, que
le aplicó una pluma empapada en veneno en la garganta, lo que provocaría el
desenlace definitivo aquella misma noche.
Hay que señalar que algunos supersticiosos habían vaticinado el deceso
del emperador Claudio unos días antes, basándose en una serie de hechos
anómalos que se habían producido, como por ejemplo que un rayo hubiese
caído sobre la tumba de su padre Druso y que se hubiese avistado un cometa.
El día de su muerte Claudio tenía sesenta y cuatro años, una edad muy
avanzada para la época. Era el 13 de octubre del año 54 d. C. No hay que
pasar por alto esta fecha, ya que casualmente es la época del año en la que las
amanitas caesareas comienzan a aflorar, lo cual nos induce a pensar que fue
la notoria glotonería imperial la que sirvió en bandeja a Agripina la
conspiración.
Algunos estudiosos, como Grimm-Samuel, opinan que Claudio ingirió la
variedad venenosa amanita phalloides, en lugar de la amanita caesarea.32
Ambas variedades de seta crecen en los mismos lugares (bosques de encinas
y alcornoques, bosques de caducifolios…) y en la misma época del año
(otoño).
La dinastía Julio-Claudia terminó con Nerón, el quinto emperador, que
era tataranieto de Octavio Augusto y, al igual que sucedió con Tiberio, fue
adoptado como hijo y heredero por Claudio, que además era su tío-abuelo.
Todo quedaba en familia.
Antes de ser asesinado el emperador Claudio estaba pensando en
nombrar a su hijo Británico como sucesor y heredero imperial, pero
desgraciadamente este hecho no llegó a producirse. Es más, Británico murió
poco tiempo después envenenado, y probablemente también participó en ello
la esclava Locusta, a instancias de Nerón. En este caso las ponzoñas que
emplearon fueron arsénico y sardonia, que produjeron atroces convulsiones
en el joven Británico. Así pues, de no haber sido asesinado Claudio es muy
probable que el quinto emperador no hubiese sido el desequilibrado Nerón,
sino Británico, y con él el curso de la historia habría sido muy diferente.
El envenenamiento de Claudio y otros posteriores, propiciaron que se
dictase la primera ley antiveneno de la historia, la conocida Lex Comelia
Maestration.
ANGINA DE PECHO
EN LA ROMA ANTIGUA

Los franceses tienen la virtud de apropiarse de la gloria ajena, así por


ejemplo hace varias décadas presentaban a Pablo Picasso como un «pintor
francés nacido en España». Algo parecido sucedió con Marguerite Yourcenar
(1903-1987), a la cual se asocia inevitablemente con Francia, a pesar de nacer
en Bélgica, tener nacionalidad norteamericana y morir en Estados Unidos.
Marguerite fue una mujer con una personalidad enigmática y arrolladora, fue
poeta, traductora, historiadora, crítica literaria y novelista; también fue la
primera mujer en entrar en la Academia Francesa. Yourcenar era en realidad
un anagrama de su verdadero apellido, Crayencour. Esta escritora publicó en
1951 sus Memorias de Adriano,33 que llegaría a tener celebridad mundial y
que acercaría al viejo emperador al gran público.
En el año 117 de nuestra era falleció el emperador Trajano (53-117).
Con su muerte terminó el primer gobierno de un emperador no itálico. Había
nacido en Hispania y alcanzó el trono imperial tras ser adoptado por el
emperador Nerva (30-98) y designado como su sucesor al trono. Tras el
deceso de Trajano su hijo adoptivo Publio Elio Adriano (76-138) fue
laureado con la máxima condecoración imperial: princeps. En ese momento
el emperador contaba cuarenta y un años, la mayoría de los cuales los había
dedicado al fortalecimiento del imperio. Al igual que Trajano, Adriano era un
provincial, oriundo de la Bética: había nacido en la actual Santiponce y su
madre, Paulina, era una aristócrata de Gades.
El Imperator era de cuerpo muy alto y bien proporcionado, pero
inclinaba la cerviz un poco, y su nariz era algo roma. Sus cabellos eran
morenos, sus ojos negros y tenía la barba negra y espesa; sin duda, había
heredado los rasgos de su madre. Su conducta estuvo casi siempre marcada
por la equidad y la moderación. Sin embargo, la penosa enfermedad que
acabó con su vida le hizo irritable y cruel.
Adriano fue el tercero de los llamados «cinco emperadores buenos» y
fue el más versátil de todos ellos. Fue culto y viajero, durante su reinado el
imperio disfrutó de paz y prosperidad. Se pasó más de la mitad de los
veintiún años de mandato visitando los rincones de su imperio, desde
Hispania hasta el Oriente griego, pasando por Britania. Se convirtió en el
primer emperador en lucir barba completa, lo que se ha interpretado como
una señal de su afición por la cultura griega. Se rodeó de poetas, filósofos y
eruditos, e incluso llegó a escribir poesía en latín y griego.
En el plano militar Adriano comenzó a fijar los límites del territorio que
Roma podía controlar. Para ello retiró el ejército imperial de Mesopotamia,
tras una grave insurgencia, y abandonó las provincias de Armenia y Asiria,
incorporadas por Trajano. Pasó a la historia por ser el emperador que ordenó
la construcción de un muro de casi 129 kilómetros de largo en Britania (desde
el golfo de Solway hasta en río Tyne, en Wallsend), con el que pretendía
«separar a los bárbaros de los romanos».
Adriano sufrió en los últimos años de su vida una larga y penosa
enfermedad que le cambió de forma considerable el carácter. A juzgar por los
síntomas que padeció es posible etiquetar al emperador de cardiópata. Uno de
los primeros síntomas que sufrió fue falta de aire, lo que en términos médicos
se denomina disnea; la primera vez que lo manifestó fue en una ascensión
nocturna al monte Casio: «Por primera vez durante la ascensión de una
montaña me faltó el aliento». Con el paso del tiempo, y de una forma
progresiva, la fatiga fue in crescendo hasta que el emperador se sintió
incapacitado incluso para subir los tres o cuatro escalones del jardín de su
villa.
También soportó varios episodios de dolor torácico, que aparecían con el
esfuerzo al principio y que, posteriormente, se desencadenaban con el reposo,
y que nos permiten catalogarlos de angina de pecho: «Continuamente notaba
en el pecho la oscura presencia del miedo, una opresión que no era todavía
dolor pero sí el primer paso hacia él…». Asimismo tuvo taquicardias: «Un
breve paseo a caballo (…) por espacio de un segundo sentí que los latidos de
mi corazón se precipitaban y que disminuían luego cada vez más hasta
detenerse». Los problemas cardiacos imperiales se hicieron tan acuciantes
que los últimos meses de su vida se convirtieron en un auténtico calvario,
hasta el punto de tener que acudir a las sesiones del Senado en litera y tener
que pronunciar los discursos tumbado. Para completar la sintomatología el
emperador padeció hinchazón de los tobillos y pies, lo que en términos
médicos se conoce como edemas, de tal forma que la sandalia le dejaba una
impronta en ellos.
El médico personal de Adriano fue Hermógenes, que disfrutó de una
estima imperial incomparable, hasta el punto de que el emperador llegó a
afirmar públicamente que no se podía encontrar en mejores manos. ¡Qué
mejor halago para un médico! El galeno diagnosticó a su egregio paciente de
«hidropesía cardiaca», un juicio enormemente certero a juzgar por los
síntomas que tenía el emperador, pero desgraciadamente el arsenal
terapéutico del que disponía era muy limitado y se componía básicamente, de
plantas procedentes, en su mayor parte, de Oriente, entre las que se
encontraba la digital, un remedio que seguimos empleando en la actualidad
en pacientes con determinados tipos de arritmia.
A pesar de todo, la situación clínica de Adriano se hizo cada vez más
angustiosa, hasta el extremo de que llegó a demandar a Iollas, otro de sus
galenos, que le administrase un veneno que pusiese fin a tanto sufrimiento.
Con esta petición estamos ante uno de los ejemplos más claros de solicitud de
eutanasia activa de la Edad Antigua. La solicitud imperial debió de ser tan
insistente que en un momento dado Iollas tomó una decisión extrema. Aplazó
su administración hasta el amanecer. Es de suponer que el emperador se
acostó pensando que era su última noche de sufrimiento, pero cuál sería su
sorpresa al enterarse a la mañana siguiente de que antes de que despuntasen
los primeros rayos del sol el cuerpo del galeno había sido encontrado sin
vida. De esta forma, Iollas no incumplió su juramento hipocrático que le
prohibía practicar la eutanasia.
Adriano murió a los sesenta y dos años en el puerto de Bayas, en la
bahía de Nápoles, andados ya seis días de julio. Antes de morir mandó que
pusiesen el siguiente epitafio en su sepulcro: Turba medicorum regem
interfecit (Por fiarse de los médicos dio tan presto fin a sus años).
Si observamos con atención algunas esculturas que nos han llegado del
emperador, como las que se encuentran en el Metropolitan Museum de
Nueva York, en el Museo del Prado de Madrid o en el Museo Arqueológico
de Atenas, y prestamos atención a una parte de la anatomía que suele pasar
desapercibida al visitante no advertido, como son las orejas, podremos
comprobar que el lóbulo imperial está «partido», es decir, tiene una línea
diagonal que lo atraviesa. Uno podría pensar a priori que fue un capricho del
escultor, pero este hallazgo es lo que en medicina se conoce con el nombre de
signo de Frank, en alusión al primer médico que lo describió en la década de
los setenta del siglo pasado, el cual lo asoció con la existencia de cardiopatía
isquémica. Este médico norteamericano estableció la hipótesis de que las
personas que tenían el lóbulo de la oreja partido corrían un mayor riesgo de
sufrir esa enfermedad cardiaca (angina de pecho o infarto agudo de
miocardio). Por ese motivo, este hallazgo en las esculturas del emperador
vendría a reafirmar el diagnóstico de la enfermedad que acabó con su vida.
Tras su fallecimiento en Roma se alzaron insultos y protestas contra su
persona, hasta el punto de que tuvo que ser enterrado fuera de la ciudad y en
secreto, su cuerpo fue depositado en una aldea llamada Ciceroniana. Esta
impopularidad contrastaba enormemente con el aprecio que tuvo en toda
Grecia, en correspondencia con el filohelenismo que demostró toda su vida.
Con Adriano el imperio empezó a reducirse, su muerte dio paso al
gobierno de Antonino Pío (86-161), un emperador que se desinteresó
profundamente de los sucesos que tenían lugar fuera de Italia, y precisamente
de esta inactividad se derivaron muchos problemas que tuvieron que afrontar
el emperador Marco Aurelio y sus sucesores a lo largo del siglo III.
LA PESTE QUE PUSO FIN
A LA PAX ROMANA

Una de las películas del género péplum más taquilleras de los últimos años
ha sido Gladiator (2000). Al comienzo del filme se nos muestra a un
emperador viejo y cansado durante el desarrollo de una campaña de las
Guerras Marcomanas. Se trata de Marco Aurelio (121-180), el último de los
emperadores buenos o adoptivos, llamados así por el periodo de paz,
tranquilidad y bienestar económico que les tocó vivir. Al comienzo de la
película podemos ver cómo es atendido por su médico personal, Galeno.
Claudio Galeno (130-200 d. C.) fue uno de los médicos más prestigiosos
de la historia de la medicina, hasta el punto de que su apellido sigue siendo
sinónimo de una profesión, el ejercicio de la medicina, y se emplea el
adjetivo «galénico» para referirnos a ciertas fórmulas farmacéuticas
magistrales. Galeno fue el médico personal de dos emperadores, Marco
Aurelio y Cómodo, su hijo y sucesor; y fue justamente durante ese periodo
cuando fue testigo de excepción de una terrible epidemia, «peste» si
utilizamos la terminología clásica, que asoló el Imperio romano en los años
164-182 d. C., durante el gobierno de Marco Aurelio.34 A esta epidemia se la
ha denominado clásicamente como peste antonina (Marco Aurelio pertenecía
a la familia Antonina) o peste de Galeno.
Marco Aurelio nació durante el reinado de Adriano, en una familia
originaria de Bética. Desde su juventud se interesó por la filosofía,
especialmente por las corrientes estoica y epicúrea, lo cual le permitió
mantener durante toda su vida una enorme serenidad y fortaleza de espíritu.
A este emperador le podemos contemplar a caballo en la Plaza de los
Museos Capitolinos, en Roma. Allí, algo más flaco y espigado que de
costumbre, tiende su diestra desde el lomo de un robusto caballo, que levanta
su pata derecha en un airoso braceo. Al parecer debajo de la pata del corcel se
encontraba un rey enemigo, sometido por las legiones romanas, con las
manos atadas a la espalda. Si nos fijamos con detenimiento observaremos que
el emperador monta su caballo sin estribos. ¿Un descuido del escultor? Por
supuesto que no, pasa simplemente que en el siglo II, que es cuando se
esculpió la escultura ecuestre, todavía no se había introducido el uso del
estribo en el mundo occidental.
Cuando Antonino Pío, su tío, llegó al poder, adoptó a Marco Aurelio y le
nombró su heredero. En ese momento era un adolescente de diecisiete años.
Existen fuertes evidencias de que el gran emperador Adriano había conocido
a Marco Aurelio desde muy joven y se quedó tan gratamente impresionado
de su franqueza e inteligencia, que cuando nombró sucesor a Antonino Pío, le
pidió que a cambió adoptase a Marco Aurelio.
A la edad de cuarenta años fue nombrado césar y, en contra de los
deseos del Senado, escogió a Lucio Vero, el otro hijo adoptivo de Antonino
Pío, para que le ayudara y aconsejará en las labores de gobierno: entre ambos
se repartirían el imperio. Era la primera vez que Roma tenía dos emperadores,
no sería la última.
En el año 145 Marco Aurelio contrajo matrimonio con Faustina la joven,
hija de Antonino Pío. Todo quedaba en casa. De este matrimonio nacieron
trece hijos, siendo los más notables Cómodo y Galeria Lucila. El primero fue
su sucesor y, a diferencia de su padre, sería recordado por su falta de
experiencia, soberbia y crueldad.
Marco Aurelio acometió numerosas medidas legislativas. Entre ellas
destacó la de convertir automáticamente como herederos a los hijos de una
madre fallecida y no a los padres, como venía siendo costumbre hasta ese
momento. Durante su reinado, además, tuvo que hacer frente a todo tipo de
adversidades, tanto internas como externas. Una epidemia de peste asoló
Occidente, aumentando hasta cifras escalofriantes la mortandad en algunas
regiones del imperio; de forma simultánea hubo inundaciones en Roma, las
cuales se tradujeron en una epidemia de hambruna, al agotar los graneros.
En las fronteras del imperio la situación tampoco era muy favorable. En
Oriente tuvo que hacer frente a los partos y en el Danubio los germanos
llegaron hasta Aquilea, a donde acudió personalmente para repelerlos. Se
cuenta que durante la contienda, para llenar las horas de soledad, se dedicó a
escribir un diario de guerra. Sin embargo, la gran obra que nos legó fue una
colección de aforismos, un total de doce volúmenes que llevan por título
Meditaciones. Uno de mis preferidos es: «El verdadero modo de vengarse de
un enemigo es no parecérsele».
En el año 180, durante una campaña militar a orillas del Danubio,
encontró la muerte, víctima de una epidemia de peste. Atrás quedaban
diecisiete años de gobierno, durante los cuales había encarnado el ideal
platónico de rey filósofo. Los restos del emperador fueron llevados al castillo
de Sant’Angelo. Se dice que con la muerte de Marco Aurelio se dio por
terminada la Pax Romana y comenzó la decadencia del Imperio romano.
No fue la primera epidemia que tuvo lugar en el Imperio romano, ya
Plinio nos habla de al menos once en la época de la república; desde Augusto
(27 a. C.) hasta Diocleciano (228 d. C.) hubo epidemias en 23-22 a. C., 65 d.
C., 79-80 d. C. y 90 d. C. En otras palabras, una enfermedad infecciosa que
afectase a un gran número de personas no era algo desconocido en la Roma
antigua.
La peste de Galeno, a la luz del conocimiento actual, debió de iniciarse
en China (durante la dinastía Han), lo cual no debe sorprendernos porque en
los años previos a esta epidemia hay fundamentados al menos catorce
brotes.35 El primer lugar en el que existe documentación veraz sobre el inicio
de la enfermedad fue Seleucia (Mesopotamia), en los límites del Imperio
romano, en 164-165 d. C. Poco después llegó a Egipto, desde donde se
extendió de forma imparable por vía marítima, por el Mediterráneo.36 Las
tropas del coemperador Lucio Vero extendieron la infección hasta Siria, y
con el regreso de esas fuerzas la epidemia alcanzó la capital imperial (166 d.
C.). Por el norte afectó a las actuales Austria, Eslovenia, Rumanía y
Moldavia, lo que en aquellos momentos eran las provincias de Noricum y
Dacia.
Esta enfermedad tuvo una enorme consecuencia en el declive y caída
posterior del imperio. Su daño fue sanitario, económico, político, social y
psicológico. Por una parte causó una elevada mortalidad y una ingente
morbilidad, lo que propició obviamente que la recaudación fuese menor y,
como consecuencia inevitable, tuviesen que subirse las tasas, propiciando una
huida a otras áreas geográficas. Además hay que tener en cuenta que una
epidemia disminuye el reclutamiento de nuevos soldados para el ejército, y
provoca un grave perjuicio en las clases sociales más desfavorecidas, como
son los esclavos. Si tenemos en cuenta que una infección epidémica suele
afectar al 60-80 por ciento de la población y que puede matar a la cuarta parte
de los afectados, es posible que la peste antoniana provocase la muerte de
entre siete y diez millones de habitantes del Imperio romano, lo cual
favoreció la desintegración del mismo.
¿Qué tipo de enfermedad fue la peste antoniana? Durante siglos los
escritores e historiadores han empleado diferentes términos griegos y latinos
(peste, pestilencia, plaga, nosa, loimos) para designar cualquier enfermedad
epidémica que amenazara la vida de la colectividad, sin que se asigne
ninguna característica diferente a «muerte por enfermedad». Las etiologías
que se han barajado para explicar esta peste son muy numerosas y variadas,
la más aceptada en este momento es la viruela, sin bien no se puede asegurar
con total exactitud, puesto que Galeno en sus descripciones nos dejó un
abigarrado conjunto de síntomas37 que hacen difícil establecer un diagnóstico
retrospectivo.
EL PLOMO QUE DIEZMÓ
UNA CIVILIZACIÓN

Los romanos llamaban saturno al plomo, en honor al dios griego, al cual


solían representar como demente y agresivo, y en cuyo honor celebraban las
famosas fiestas saturnales, en las cuales se consumían grandes cantidades de
vino.
Saturno era hijo de Urano y dominó la Tierra tras castrar a su padre
mientras dormía. Posteriormente se casó con su hermana Cibeles. Ambos
consultaron a un oráculo que vaticinó que el dios sería derrocado por uno de
sus hijos. Por este motivo Saturno se hizo la promesa de devorar a sus
vástagos nada más nacer. De esta forma engulló en sucesivos nacimientos a
Vesta, Ceres, Juno, Plutón y Neptuno, ante la desaprobación de Cibeles.
Cuando nació Júpiter su madre trató de evitarle la misma suerte que habían
corrido sus hermanos. Para ello envolvió una piedra blanca y la cubrió con
una toquilla, presentándosela a su esposo, que se la tragó confiado en que
realmente era el recién nacido. Cibeles llevó al pequeño Júpiter a la montaña
Egea, en donde lo cuidaron las ninfas y lo amamantó la cabra Amaltea,
descendiente del Sol. Cuando Júpiter lloraba los Coribantes, unos guerreros
destinados al culto de la diosa Cibeles, bailaban y entrechocaban sus escudos
y armaduras para evitar que los llantos fuesen oídos por el terrible Saturno.
Cuando fue adolescente Júpiter entró al servicio de su padre, siendo el
encargado de escanciar la ambrosía, la bebida de los dioses. Cierto día el
joven dios mezcló el néctar divino con unas hierbas que provocaron un gran
vómito en Saturno, gracias al cual fueron expelidos sus cinco hijos y una
piedra.38 Fue el inicio de una larga guerra que se libró entre Saturno y sus
hijos, acaudillados por Júpiter, lucha que terminó con el cumplimiento del
augurio. Tras la derrota Saturno huyó a un rincón del Lacio, en donde enseñó
a labrar la tierra, sembrar y recoger las cosechas.
El plomo es un metal pesado, altamente nocivo para los animales, que
puede provocar daño en diferentes órganos, entre ellos el cerebro y el riñón,
puede dañar los túbulos renales y esto se traduce en que en los adultos
intoxicados por plomo sea frecuente la «gota». Las primeras extracciones de
plomo de las que tenemos noticia se llevaron a cabo en la región de Anatolia
alrededor del año 3500 a. C. Esto sugiere que la contaminación e intoxicación
por este metal es uno de los primeros riesgos ambientales que ha sufrido la
humanidad. Desde entonces el homo sapiens ha estado expuesto al plomo por
medio de fuentes naturales y desechos ambientales. Hay que tener presente
que la extracción de la plata es una de las formas más frecuentes de
exposición al plomo, siendo la galena la principal mena de plomo y plata,
formada por plomo y azufre. La Organización Mundial de la Salud (OMS)
señala que la exposición crónica a este mineral es un problema de salud y que
se asocia con un incremento del riesgo de desarrollar diabetes mellitus tipo 2,
hipertensión arterial, enfermedad renal crónica y deterioro cognitivo.
La evidencia geológica de la contaminación ambiental por metales, entre
ellos el plomo, en distintas épocas se ha puesto de manifiesto analizando las
secciones de hielo depositadas gradualmente en Groenlandia. Los expertos
han observado que la capa de hielo acumulada año tras año permite estudiar
las sustancias que contaminan la atmósfera depositadas en estas capas. Estos
análisis han demostrado que durante los siglos VI y V a. C. las
concentraciones de plomo en la atmósfera fueron especialmente elevadas, lo
cual sugiere que el plomo fue un problema de salud mucho más importante
de lo que se pensaba.
En las civilizaciones mesopotámica, cretense39 y egipcia no existe
información que nos haga pensar que hubo una exposición sustancial al
plomo. A pesar de todo, en el antiguo Egipto el plomo se utilizaba
fundamentalmente como pesario en las redes para pescar, como polvo
cosmético (kohl) para proteger los ojos, en esculturas y en utensilios para el
culto de la diosa Osiris. Su uso se menciona en uno de los papiros médicos
más importantes (papiro de Ebers) escrito en torno al 1500 a. C. En el siglo V
a. C. vivió Hipócrates (460-370 a. C.), el padre de la medicina, quien en su
Corpus Hipocraticum describió un ataque de dolor abdominal en un hombre
que se dedicaba a la extracción de los metales: es muy probable que pudiese
estar relacionado con la exposición al plomo.
Durante el Imperio romano el contacto y el uso del plomo se incrementó
de forma considerable. Esto se debió a que su densidad, maleabilidad y
resistencia a la corrosión lo convierten en un candidato ideal para fabricar
vasijas, tuberías y otros utensilios. Se calcula que durante el periodo de la
civilización romana se depositaron unas 400 toneladas de plomo en la capa
de hielo de Groenlandia, por la vía de la lluvia y la congelación.
Otra fuente importante de contaminación por este metal procedía de la
preparación del vino. Para conocer las diferentes formas de consumo de vino
en la época romana hay que acudir a los escritos de Marco Gavio Apicio,
gastrónomo40 que vivió en la época del emperador Tiberio y que nos dejó un
inestimable recetario. La adición de plomo al zumo de las uvas mejoraba el
color, proporcionaba un sabor azucarado (bouquet) y además preservaba el
vino. Columela y Marco Porcio Caton explicaron la forma de preparar lo que
se denominaba por aquel entonces vino griego: «Toma 20 volúmenes de
mostum, vacíalo en una copa de cobre y plomo, colócalo sobre el fuego y
luego hiérvelo». Otros señalaban que «el vino debe hervirse a fuego lento en
recipientes de plomo, ya que en las vasijas de cobre toma mal sabor». El
entusiasmo de los romanos para beber el vino es legendario y según Plinio el
Viejo (23-79 d. C.), el gran escritor y naturalista romano, en Roma había más
de ciento ochenta clases diferentes de vino.
El vino que consumían los romanos recibía diversos nombres, según los
tipos: mostum, merum y mulsum. El mostum era simplemente zumo de uva; el
merum era vino puro, zumo de uva fermentado sin ningún tipo de aditivo; por
último, el mulsum era vino endulzado con miel. Por otra parte, había dos
grandes grupos: vina dulcia41 (licores obtenidos en frío) y vina cocta
(resultantes de cocción). En el último caso los vinos podían ser: sapa,
defrutum o carenum. El sapa era un vino que se obtenía al reducir mediante
cocción el mosto hasta dos terceras partes; en el caso del defrutum la
reducción era a la mitad y en el carenum a un tercio. Cuando se ha analizado
la forma de producción de sapa se ha encontrado que la concentración de
plomo en el mosto de la uva era de unos 800 mg/l, lo cual equivale a una
exposición dieciséis mil veces superior a lo recomendado en la actualidad.
Una cucharadita de este líquido tomada diariamente basta para provocar una
intoxicación crónica por plomo. ¡Una barbaridad!
Por otra parte, hay que tener en cuenta que los interiores de las ánforas
romanas usadas para el transporte de vino se impermeabilizaban con una
pasta elaborada con arenas silíceas, plomo y estaño, técnica que desapareció
tras la caída del Imperio romano. Luego el ánfora se cerraba con tapones de
corcho o barro, con el nombre del tipo de vino y el año de su cosecha en el
exterior, una presentación muy similar a la actual. Los cazos que solían
emplear los romanos para servir el vino eran habitualmente de barro, si bien
las clases pudientes empleaban otros metálicos, de peltre —una aleación de
cinc, plomo y estaño— e incluso de plata.42 Cuando se servía se colaba el
vino para evitar que pasaran sólidos, e invariablemente se mezclaba con agua
o miel en la copa. Esto explica que en la época imperial el consumo de vino
estuviese en torno a 1-5 litros por persona y día. Por supuesto, no todos los
habitantes tomaban la misma cantidad: entre la aristocracia el consumo sería
más elevado, representando más del 60 por ciento del total. Según esto los
patricios absorberían unos 250 mg/día de plomo y los plebeyos y esclavos tan
solo 15-30 mg/día. En este momento la OMS recomienda no absorber más de
40 mg/día para impedir el saturnismo. Estos datos permiten explicar que la
gota saturnina, es decir, la gota provocada por el consumo crónico de plomo,
fuese epidémica entre los aristócratas del Imperio romano.
Además, el uso de polvos faciales, ungüentos oculares y colorantes
blancos fue otra causa habitual de exposición crónica al plomo durante el
Impero romano. Sabemos que, incluso, los médicos recomendaban la ingesta
de plomo como anticonceptivo, para tratar algunos tipos de enfermedades
cutáneas y para las arrugas faciales
Fue a partir del siglo I a. C. cuando se describió con profusión la
aparición de síntomas relacionados con la intoxicación por plomo.43 La
toxicidad crónica del plomo no pasó desapercibida, así Vitruvio (80-15 a.
C.)44 desaconsejaba beber agua de pozos cercanos a las minas y condenaba el
uso del plomo para el transporte de agua, y el médico Dioscórides (40-90 d.
C.) describió45 que el plomo hace a la «mente perezosa». Por la misma época,
Plinio nos describe cómo los trabajadores en minas utilizaban unas máscaras
especiales para protegerse de la toxicidad del plomo: «Para propósitos
medicinales el plomo se derrite en vasos de barro, una capa de sulfuro en
polvo se expande con un cilindro de hierro y mientas se está derritiendo, las
vías de la respiración deben ser protegidas (…) de otra forma el destructivo y
mortífero vapor de la cubierta del plomo será inhalado».
La información de la que disponemos en torno al estilo de vida y los
perfiles psicológicos de los emperadores romanos muestran una elevada
prevalencia de gota, trastornos psíquicos y comportamientos anómalos que
podrían ser explicados por una intoxicación crónica por plomo. Es posible
que muchos de los estrambóticos comportamientos de los césares, así como
la sintomatología abdominal (cólicos) y articular (gota) de la que fueron
víctimas muchos de ellos fuesen debidos al saturnismo. Es muy probable que
si el consumo del plomo no hubiese sido tan elevado durante el Imperio
romano los renglones de esta época de la historia se hubiesen escrito de una
forma muy diferente.
¿Qué sucedió con la intoxicación por plomo durante la Edad Media y el
Renacimiento? En el siglo VII Pablo de Egina describió la primea epidemia
por intoxicación plúmbica: «El cólico abdominal intesto se propaga como un
contagio pestilente, que termina en muchos casos con epilepsia y en otros con
parálisis de las extremidades, aunque en ocasiones ambas afecciones se
presentan juntas (…) la sensibilidad de las extremidades se encuentra
conservada». En la Edad Media el plomo fue ampliamente empleado por
alquimistas como uno de los componentes clave a partir de los cuales se
podían obtener otros metales. Al final de este periodo y a lo largo del
Renacimiento el saturnismo fue considerado una enfermedad específica de
orfebres y pintores. Algunos estudiosos están convencidos de que pintores46
de diferentes épocas tuvieron síntomas clínicos que a posteriori permiten ser
diagnosticados de forma inequívoca como intoxicación grave por plomo.
No deja de ser curioso que el médico y alquimista suizo-alemán
Paracelso (1493-1541) incluyera en su farmacopea metales como el plomo, el
mercurio y el arsénico, ya que postulaba que la ingesta diaria y a pequeñas
dosis prevenía la intoxicación por estos metales.47
POR CULPA DE UNAS FIEBRES
LOS CHINOS NO HABLAN RUSO

En la madrileña Plaza de La Paja, en el Madrid de los Austrias, hay una


placa que señala el lugar en el que vivió Ruy González de Clavijo, el Marco
Polo madrileño, un personaje desconocido para muchos y que protagonizó
una epopeya merecedora de recuerdo. Ruy era camarero mayor del rey
castellano Enrique III (1379-1406), el cual le encomendó una misión de gran
valía, viajar hasta la lejana Samarcanda, en la actual Uzbekistán, con el fin de
fijar una alianza con los turcos, en concreto con el Gran Tamerlán, el hombre
más poderoso de su época. Enrique III quería conseguir una alianza para
detener el avance de los turcos, que amenazaban la cristiandad. El nombre de
Tamerlán, a pesar del tiempo transcurrido, resuena todavía como un hito de
poder y grandeza en los valles del Cáucaso. Es sabido que ganó todas sus
batallas, más de doscientas, con excepción de una, la batalla del Mire (1387).
González de Clavijo partió el 22 de mayo de 1403 del Puerto de Santa
María con la única compañía de un fraile48 y un escudero. Tras pasar por
Rodas y Constantinopla arribó a Trebisonda,49 desde donde prosiguió el resto
de su viaje por tierra, atravesando las actuales Turquía, Irak e Irán.50 Después
de sufrir multitud de adversidades, y en contra de todo pronóstico, llegaron a
Samarcanda, que en aquel momento era la capital de la Gran Bukaria, la
actual Uzbekistán.51
La verdad es que el castellano no pudo llegar en peor momento, puesto
que Tamerlán estaba a punto de iniciar su campaña contra China, durante la
cual fallecería en febrero de 1405, tras la cual los bienes y presentes de
González de Clavijo fueron incautados, y se les invitó a volver por donde
habían venido. El castellano, decepcionado por el fracaso de su misión,
regresaría a España, en donde tuvo el tiempo suficiente para rumiar y escribir
sobre lo acontecido en tan singular viaje52 de casi 20.000 kilómetros.
Samarcanda es una de las ciudades todavía habitadas más antiguas del
mundo, una encrucijada de culturas y un punto de encuentro de pueblos
asiáticos y europeos. Su prestigio y su belleza se deben, sin lugar a dudas, a
Tamerlán. Este conquistador nació en Kesh, una ciudad próxima a
Samarcanda, en un momento especialmente conflictivo, en una región
sembrada por valles fértiles y estepas, en donde había multitud de ejércitos
que acariciaban la posibilidad de hacerse con la supremacía militar. Uno de
estos grupos guerreros eran los kanatos. Tamerlán se casó con la benjamina
del jefe de los kanatos, posición que le permitió heredar el liderazgo de este
pueblo algún tiempo después.
La vida de Timur, que este era su auténtico nombre, estuvo plagada de
arcanos. Se hizo célebre entre sus contemporáneos por su terrible barbarie. Se
cuenta que hacía levantar montañas de cráneos en las puertas de las ciudades
rebeldes para minar la moral de sus enemigos. En una de las muchas
empresas militares que llevó a cabo durante su mocedad tuvo la desgracia de
que una saeta se hundiese en su muslo derecho, dejándole a partir de ese
momento una cojera como remembranza. Por este motivo fue conocido como
Timur Lang, es decir, Timur el cojo, de donde procede la occidentalización
de su nombre (Tamerlán).
A lo largo de toda su vida Tamerlán tan solo conoció un adversario
merecedor de su valía, Bayaceto I, el sultán de los otomanos. Estaba a punto
de terminar el año 1360 cuando vino al mundo Bayaceto. Era hijo del sultán
otomano Murad I y de su querida esposa Gulchiek Khatum, una verdadera
beldad a juzgar por las crónicas de la época. Según la leyenda la primera
adversidad que tuvo que vencer Bayaceto fue en el interior del útero materno,
ya que nació con el cordón umbilical enrollado al cuello. Apenas tenía
dieciséis años cuando fue apodado Yidrim, que significa el rayo, en alusión a
la facilidad que tenía para planificar sus campañas bélicas. Lo que hizo que
fuese especialmente temido por sus enemigos. A lo largo de su vida fue un
hombre polifacético. Es sabido que durante la adolescencia mostró gran
inclinación por las letras: pasaba horas leyendo e incluso llegó a componer
algunos poemas. Además, fue un excelente calígrafo y un cocinero
excepcional: como gourmet no habría tenido precio. Según las crónicas de la
época durante mucho tiempo se dedicó a experimentar con cerezas y a él se
debe la creación del sherbet, equivalente a los helados de fruta actuales.
Si nos fiamos de sus contemporáneos Bayaceto era atractivo, de elevada
estatura, rostro redondeado, ojos grises azulados, cabellos rojizos y le gustaba
lucir una tupida barba; en definitiva, un verdadero Adonis. Durante su
adolescencia, siguiendo la costumbre de la época, se desposó con Olivera,
una princesa serbia. Desde el principio el matrimonio estaba abocado al
fracaso, no hubo ningún entendimiento entre los contrayentes, y es que, en
verdad, tenían muy poco en común. La joven trató de solucionar el equívoco
de la forma más sencilla: en más de una ocasión intentó matar a su «adorado»
esposo con setas venenosas. Afortunadamente para él, los proyectos de su
esposa no llegaron a buen puerto y poco tiempo después conoció a la que
sería el gran amor de su vida. Su nombre era Zuleika, una belleza de cabellos
rojizos y ojos negros, de la que se enamoró locamente. La joven además tenía
un intelecto deslumbrante y era una excelente amazona, lo cual propició que
Bayaceto la convirtiera en su lugarteniente, y a su lado combatió en más de
una batalla.
Acababa de cumplir veintinueve años cuando se produjo la muerte de su
padre y, por ende, el inicio de su reinado. En ese momento la supremacía del
Imperio otomano estaba consolidada y se erigía como una de las grandes
potencias mediterráneas. Bayaceto obligó a Serbia a suministrar tropas al
ejército turco y amenazó la región próxima al Danubio, conquistando los
Balcanes y Bulgaria e invadiendo Grecia. Todo parecía indicar que su política
expansionista no tenía fin. En un intento de frenar las conquistas de Bayaceto
se creó una alianza antiotomana, encabezada por el rey Segismundo de
Hungría, en la que participaron tropas francesas, los caballeros de San Juan
de Dios y fuerzas de Valaquia. En contra de todo pronóstico, Bayaceto
infringió una terrible derrota a los aliados en la llanura de Nicópolis, junto al
Danubio, la cual sería recordada durante siglos.
Pero todo tiene un final y este llegó en 1402. Cuando el Imperio
otomano y el mongol se encontraron, se inició un duelo sin cuartel en las
proximidades de la actual Ankara. En esta ocasión la diosa fortuna inclinó su
balanza hacia Timur, que no solo consiguió derrotar a Bayaceto, sino también
capturarlo y someterlo a las más diversas humillaciones, entre ellas encerrarlo
en una jaula de fuertes barrotes. Se cuenta que Timur mandó traer a Zuleika a
su presencia, ordenó que la desnudasen y que unos eunucos la despellejaran
viva ante los ojos del sultán, que no pudo menos que llorar como una
plañidera. A continuación el mongol determinó que quemasen sus restos para
que nunca se pudiese saber dónde estaba su tumba. La prisión de Bayaceto se
prolongó durante ocho largos meses, un verdadero calvario, como es fácil
imaginar. El 8 de marzo de 1403 no pudo soportar un día más la afrenta a la
que estaba siendo sometido, por lo que arremetió con fuerza contra los
barrotes, golpeándose de forma repetida la cabeza con ellos, hasta que acabó
con su vida.53
Tamerlán debilitó el Islam medieval, y retrasó en cincuenta años la caída
de Constantinopla a manos de los turcos, tras su victoria sobre el sultán
Bayaceto el Rayo. Sus conquistas sentaron las bases del poderoso Imperio
mongol, que se prolongó hasta el siglo XIX. Con el único afán de conquistar
Asia se lanzó al frente de su ejército y en poco más de tres décadas ocupó
Siria, Irak, Irán, Pakistán, Rusia, Turquía, Afganistán, parte de la India… en
definitiva creó un vasto imperio. Sus victorias no parecían tener fin. En 1404
Tamerlán se planteó el proyecto más ambicioso de su vida: conquistar China,
engullir en su imperio a este inmenso país. Desgraciadamente no pudo ver
cumplido su sueño, enfermó de fiebre tifoidea y murió a comienzos del año
siguiente, en Otrar, en el actual Kazajistán, a las puertas de China. Sus restos,
en medio de gran dolor y tristeza, fueron trasladados hasta Samarcanda. De
no haber sido por las fiebres que acabaron con la vida de Tamerlán es posible
que actualmente los chinos hablasen ruso. Su muerte fue un punto de
inflexión en la historia de Occidente, ya que fue el último de los grandes
conquistadores «del mundo». Sus hazañas están a la altura de Gengis Khan,
Atila o el mismísimo Alejandro Magno. No habían pasado cincuenta años de
su muerte cuando Portugal y España iniciaron una carrera para descubrir
nuevas rutas comerciales marítimas, que acabaría desembocando en el
descubrimiento de América y en el nacimiento de los grandes imperios
marítimos.
Los enigmas que envolvieron la vida de Tamerlán continuaron siglos
después. Así, en junio de 1941, mientras llegaban a Moscú noticias
alarmantes de un inminente ataque del ejército alemán, Stalin se afanaba en
finalizar una expedición científica que trabajaba en esos momentos en la
actual Uzbekistán. En efecto, allí se encontraba Mikhail Gerasimov, experto
en la reconstrucción de restos humanos, al que el Kremlin había propuesto la
apertura del sepulcro de Tamerlán, que se encontraba en aquellos momentos
en el mausoleo de Guri Emir, en Samarcanda. Desde Uzbekistán se informó a
Stalin de que una tradición local afirmaba que «el dios de la guerra no debía
ser despertado», ya que en caso contrario sobrevendría un desastre, en clara
referencia a Tamerlán, quien regresaría al tercer día. Los altos gerifaltes rusos
sonrieron de forma socarrona ante aquella advertencia y ordenaron a
Gerasimov que continuará con su misión.
Cuando el científico ruso encontró el sepulcro descubrió una inscripción
que rezaba: «Aquel que abra esta tumba se enfrentará a un enemigo más cruel
que yo». A pesar de todo Gerasimov recuperó el cuerpo de Timur,
confirmándose su cojera y su elevada estatura (180 centímetros). ¿Qué pasó
con la advertencia? Pues curiosamente el 22 de junio de 1941, exactamente
tres días después de la apertura del sarcófago de Timur, los cañones alemanes
anunciaban el inicio de la operación Barbarroja,54 con la que empezaba la
invasión de Rusia. Cada cual que saque sus propias conclusiones.
LA HEMORRAGIA QUE SALVÓ
A EUROPA DE LOS HUNOS

A comienzos del siglo V los hunos eran ya viejos conocidos del Imperio
romano. Su origen no está del todo claro, se les relaciona con los xiongnu de
las fuentes chinas, lo más probable es que fuese una agrupación de nómadas,
sin clara filiación étnica y con buena organización militar. Es muy posible
que este pueblo se clavara en el costado del Imperio romano de Oriente como
una daga envenenada tras ser empujados hacia occidente por la presión de los
chinos al construir la Gran Muralla. Fueron considerados por sus coetáneos
como una raza salvaje, desleal, extremadamente cruel y voluble. Dominaban
grandes extensiones entre los ríos Don, Volga y Danubio, y consiguieron
someter a germanos, alanos y sármatas, que habitaban en aquellas regiones.
De ellos se decía toda clase de barbaridades, entre ellas que comían raíces y
carne cruda, que vestían con pieles de ratón y que no tenían dioses. Además
se decía que «para que los dos orificios nasales no sobresalgan de los
pómulos, envuelven la nariz, cuando aún es tierna, en un vendaje para que se
adapte al casco: hasta ese punto el amor materno deforma a los niños nacidos
para guerrear».
En 395 un oficial del ejército imperial, destinado en Tracia, llamado
Amiano Marcelino, los describía de la siguiente guisa: «Pequeños y toscos,
imberbes como eunucos, con unas caras horribles en las que apenas pueden
reconocerse los rasgos humanos. Diríase que más que hombres son bestias
que caminan sobre dos patas». Se creía que comían, bebían y dormían
reclinados en las crines de sus caballos, de los cuales solo descabalgaban para
ir al encuentro de sus mujeres y de sus niños.
En el año 432 el rey huno Rua unificó todas las tribus bajo su poder,
pero desgraciadamente no pudo disfrutar mucho de su éxito, ya que falleció
dos años después, dejando el mando de las tribus hunas a sus sobrinos, Atila
y Bleda. Este último fallecería en el año 445 en el transcurso de una cacería,
dejando a su hermano como único jefe huno. Según el relato de Prisco el
azote de Dios era: «Corto de estatura, ancho de pecho y cabeza grande, sus
ojos eran pequeños, su barba fina y salpicada de canas; y tenía la nariz chata
y la tez morena, mostrando la evidencia de su origen».
En el año 450, Atila (395-453), el rey de los hunos, pactó con el
emperador romano Valentiniano III (419-455), para unirse a él en una
campaña contra los godos, pero un suceso ajeno a la guerra cambiaría el
curso de los acontecimientos. El emperador quería casar a su hermana
Honoria55 con un senador, pero la joven, en un arrebato de locura, escribió
una carta a Atila en la que le pedía que la liberara del compromiso. A cambio
la joven estaba dispuesta a casarse con él y cederle la mitad del imperio. Es
fácil imaginar la cara de sorpresa del rey de los hunos. Tenía en sus manos
entrar a formar parte de la familia imperial. ¡Un bárbaro sentado en la mesa
del emperador! No le debió de costar nada tomar la decisión y declararse
paladín de la joven.
Honoria era una mujer de armas tomar. Viendo el problema que se la
avecinaba, no tardó en dar marcha atrás y negó haber realizado ninguna
oferta al rey de los hunos. Ya era demasiado tarde. Aquello ofendió a Atila,
que decidió cobrarse su parte del trato: sus tropas cruzaron el Rin y arrasaron
varias ciudades sin la menor dificultad, y a continuación puso rumbo a Roma.
Iba a dar un escarmiento que tardarían mucho tiempo en olvidar.
En los Museos Vaticanos se puede admirar un fresco de Rafael Sanzio
titulado El encuentro de León Magno con Atila. Representa el triunfo de la
Iglesia, en la figura del papa León el Grande, frente a los bárbaros, en este
caso Atila, que llegó a amenazar su sede en el año 452. Los libros de historia
nos presentan al huno como un salvaje, ignorante y con una sed insaciable de
sangre. Al parecer había penetrado en la Península Itálica a través de los
Apeninos, destruyendo, como era su costumbre, todo lo que había a su paso.
No en balde decían que por donde pasaba su caballo no volvía a crecer la
hierba.56 Antes de dar el golpe final se estableció a las puertas de Roma, en
donde recibió una visita de lo más excepcional. El papa León I, que debía
pasar a los anales de la historia como el negociador, salió a entrevistarse con
él. Durante unos minutos hablaron en privado, cara a cara, y a continuación el
rey de los hunos ordenó la retirada a sus hombres. No volverían jamás a pisar
Roma. ¿Qué se dijeron Atila y el papa? Desgraciadamente nunca lo
sabremos.
Si alguien hubiese tenido que vaticinar la muerte de Atila no habría
dudado en afirmar que moriría en una batalla a lomos de su caballo. Nada
más lejos de la realidad. El gran rey de las estepas murió consumando el
matrimonio con su última esposa, la número 453. ¡Curiosamente el año que
murió! Los hechos ocurrieron en Hungría, junto al río Tisza. Según cuenta el
historiador Prisco, Atila falleció la noche de bodas, tras casarse con una joven
muy hermosa llamada Ildico, de origen godo. Al rey de los hunos le
sobrevino una hemorragia nasal o quizás una hemorragia digestiva provocada
por varices esofágicas, que le produjo la muerte por ahogamiento. Es fácil
imaginar la cara de espanto y sufrimiento de la viuda, quizás no tanto por el
fallecimiento de su reciente esposo, al que mucho cariño no podía tener,
como por la suerte que correría cuando los soldados de Atila descubriesen el
cadáver. ¡Lo más probable es que la acusaran de asesinato!
Al parecer los hombres de Atila entraron en shock al descubrir el cuerpo
sin vida de su jefe, y a continuación, embargados por la desolación, se
rasuraron el pelo y se lastimaron la piel con sus espadas. Querían llorar a su
jefe, no como mujeres, sino como guerreros.57 Expusieron de forma solemne
el cuerpo de Atila en medio de los campos, en una tienda de seda, para que
pudiese ser contemplado, mientras que los jinetes más diestros corrían
alrededor del paraje y recitaban el siguiente cántico fúnebre: «El más grande
entre los reyes de los hunos es Atila, hijo de Mondzuco. Ha sido dueño de las
naciones más valientes; él solo ha poseído la Scitia y la Germania, reuniendo
sobre su cabeza un poder hasta entonces inaudito. Él también llevó el terror a
los dos imperios romanos; él, quien después de haberse apoderado de las
ciudades, salvó del pillaje el resto, dejándose conmover por las súplicas y
contentándose con un tributo anual. Y después de haber realizado estas cosas,
en medio de su felicidad, ha muerto, no por mano de enemigo, no por traición
de los suyos, sino sin dolor, en medio del regocijo, en el seno de su nación
floreciente. ¿Puede decirse que ha muerto aquel a quien nadie cree que debe
vengar?».
El cuerpo de Atila fue introducido en tres féretros58 de diferentes
materiales, dando a entender con ello que lo había poseído todo, y añadieron
los trofeos de las armas conquistadas al enemigo, piedras preciosas y otros
ornamentos. Para evitar que la tumba fuera saqueada y profanada mataron a
los obreros que habían participado en los funerales. La ubicación exacta de
los restos de Atila sigue siendo uno de los grandes misterios de la historia.
La hemorragia que acabó con la vida del caudillo estepario hundió la
confederación de tribus, ningún guerrero tuvo el suficiente empuje para coger
su relevo y el sueño del Imperio huno se diluyó. Serían otros pueblos,
fundamentalmente los godos, los que se aprovecharían de la situación,
haciendo sucumbir poco tiempo después de la muerte de Atila al Imperio
romano de Occidente.
LAS HEMORROIDES
Y LA DERROTA DE WATERLOO

Si hay una batalla por antonomasia que ha inspirado películas, novelas y


canciones, esa es Waterloo. Esta batalla supuso el final definitivo del general
más portentoso que ha dado la historia, aquel que regresó del destierro y que
estuvo a punto de poner a toda Europa bajo su voluntad.
Todo sucedió en la primavera del año 1815. Una noticia corrió por todas
las cortes europeas como la pólvora: Napoleón Bonaparte (1769-1821) había
escapado de su confinamiento, no se sabía cómo pero había sorteado a los
barcos ingleses que debían impedir que abandonase la isla en la que estaba, y
acompañado de tan solo seiscientos soldados había vuelto a poner a Francia
en pie de guerra. El pánico se adueñó por momentos de las principales
potencias continentales. La diplomacia se despertó de su plácido letargo.
Napoleón, después de la derrota en Rusia, había sido humillado por su
pueblo y confinado por sus enemigos a la isla de Elba. Tras su caída el trono
francés fue asumido por Luis XVIII (1755-1824), pero su gestión fue tan
mala que decepcionó a toda Francia en tan solo unas semanas. Esto propició
que al antiguo emperador no le costase trabajo ganar adeptos en su camino
hacia el norte, hacia París. Luis XVIII, viendo la que se avecinaba, huyó de
forma apresurada buscando la seguridad del exilio. Fue una decisión muy
juiciosa. Europa estaba asistiendo a lo que la historia conocerá como los Cien
Días, un periodo de tiempo en el que se jugó el destino del viejo continente y,
probablemente, del mundo.
Sus enemigos, los de siempre, reaccionaron rápidamente. No podían
permitir que se recompusiese. En un tiempo récord se forma la alianza contra
Francia, sería la séptima en trece años, liderada por Inglaterra y en la que
formaban parte Prusia, Rusia, Austria y algunos países menores. La alianza
pretendía, mediante cuatro potentes ejércitos, meter en un cerco mortal al
emperador. Desde el norte llegó la amenaza de los dos ejércitos más potentes
de esos momentos, el liderado por el duque de Wellington, al mando del
ejército británico, y el del general Blücher, al frente del ejército prusiano.
Desde el este se acercaban los otros dos ejércitos: rusos y austriacos. Era muy
posible que este fuese el final de Napoleón. Sin embargo, sus enemigos son
precavidos, no hay que olvidar que estamos ante un genio militar de enorme
experiencia y ambición, acostumbrado a invadir países y ganar guerras.
Antes de la invasión de Rusia el ejército francés —la Grand Armée—
era el más poderoso de Europa, después de la victoria del «general invierno»
las cosas habían cambiado. ¿Qué quedaba de aquel temido ejército?
Napoleón disponía de tres pilares fundamentales: el cuerpo de caballería, la
artillería y la Guardia Imperial. Los coraceros del mariscal Ney imponían
respeto con sus monturas y sus uniformes; la artillera era la más eficaz y
avanzada del momento. En cuanto a la Guardia Imperial, era la infantería de
élite más temida, se trataba de un cuerpo reducido pero muy seleccionado,59
de aspecto feroz (tocados con gorros de piel de oso) y cuya sola mención
provocaba que muchos soldados enemigos se estremeciesen. ¿Con esto era
suficiente? Probablemente no, Napoleón no podría hacer frente a cuatro
poderosos ejércitos.
Era evidente que no podía vencer a todos los ejércitos simultáneamente,
había que elegir uno. La elección de Napoleón fue enfrentarse al duque de
Wellington: entendió que si conseguía vencer a los británicos el resto de los
países perderían confianza y era probable que pactasen una paz. ¡Había que
vencer a Wellington en Bélgica! El principal problema era que estaba muy
próximo, y por ese motivo el emperador dividió su ejército en dos partes, una
dirigida por él mismo y otra por el mariscal Ney. Ambos penetraron,
utilizando el factor sorpresa, en el centro que separaba a británicos y
prusianos, consiguiendo que se movilizasen y se separasen aún más. Las
tropas francesas colocaron a los británicos cerca de la localidad de Waterloo,
encajonada frente a unas colinas; y a los prusianos en una situación que
impedía acudir a socorrer a Wellington. Se cuenta que el emperador comentó
a sus ayudantes: «Mañana cenaremos en Bruselas».60 Es la víspera de una
gran batalla,61 que todavía no tiene nombre,62 y en la que el futuro de Europa
se va a decidir. A pesar de la creencia popular, la batalla no sucedió
exactamente en Waterloo, se libró a unas tres millas al sur, en las aldeas de
Braine-l’Alleud y Plancenoit.
Casi como una premonición, la noche previa a la batalla los cielos
descargan una tremenda tormenta sobre los campos de Waterloo, sin que
haya lugares para refugiarse, lo que obliga a la infantería a una vigilia
forzosa. Si tuviéramos que buscar tres vocablos para resumir aquella noche
usaríamos insomnio, frío y cansancio, malos compañeros ante lo que se
esperaba pocas horas después.
El «pequeño corso» tiene cuarenta y seis años, los mismos que
Wellington, pero su salud está francamente mermada, está enfermo de
diversos achaques y estos serán decisivos para el desenlace de la batalla. Al
parecer pasó toda la noche con importantes dolores anales, fruto de una crisis
de hemorroides, lo cual le impedirá montar a caballo a la mañana siguiente.
¿Cuál era el origen de la patología hemorroidal imperial? El emperador
tenía varios factores de riesgo para sufrir hemorroides. Por una parte estaba
su afición a la equitación, las crónicas de la época lo describen como un
excelente jinete y se cuenta que más de doce caballos murieron abatidos
mientras él los montaba. La asociación entre hemorroides y equitación se
remonta al siglo V a. C., a la época de Hipócrates, el padre de la medicina.
Sin embargo, en el siglo XIX se debatió hasta la saciedad si la equitación
propiciaba la aparición de hemorroides, hasta el punto de que William
Bodenhamer, en un libro proctológico, escribió un capítulo titulado «La
equitación considerada como causa, cura y prevención de las hemorroides».
Por otra parte, estaba su hábito intestinal estreñido y su alimentación. Es
sabido que Napoleón sufría estreñimiento crónico y que su ayudante de
cámara, Louis Marchand, tenía el honroso privilegio de ponerle enemas,
oficio que ejerció durante largos años. Su alimentación era irregular y
caprichosa, y solía beber poca agua, por lo que las heces debían de ser
bastante compactas.
Al parecer la primera crisis de dolor hemorroidal la padeció en 1807, a
tenor de unos comentarios que su hermano Jerónimo realiza en una epístola:
«Comprendo que sufres de hemorroides. El sistema más sencillo para
deshacerte de ellas es aplicarte tres o cuatro sanguijuelas. Desde que yo he
usado este remedio ya no me atormentan». Sabemos que durante algún
tiempo su médico personal, el doctor Larrey, le recomendó una loción blanca
(agua saturnina), compuesta de subacetato de plomo al 2 por ciento en agua
destilada, aplicada con pedazos de franela.
Al amanecer del 18 de junio de 1815 el suelo estaba embarrado y
mojado, Napoleón vaciló y decidió posponer unas horas el ataque. La crisis
hemorroidal le impedía subirse a su caballo Marengo, con el fin de supervisar
el desarrollo de la batalla. Este tiempo será aprovechado por los soldados
para dormir, intentando recuperarse del cansancio de la noche pasada. Fue
hacia las once y media cuando se dio la orden de atacar. En sus años de
gloria, al contrario que muchos de sus rivales, Napoleón había dirigido
personalmente las batallas en la primera línea, cabalgando de un lado a otro
del frente, y esto le había permitido descubrir el instante propicio y tomar
decisiones audaces que habían desequilibrado la balanza a favor del ejército
francés. En esta ocasión sus achaques le obligaron a ausentarse
prematuramente del campo de batalla, y seguir el combate desde su cuartel
general, dolorido y agotado. Apenas podía caminar y cuando lo hacía era con
las piernas separadas. Sabemos además que Napoleón pasó las horas de la
batalla adormilado y abatido, quizás por el efecto de las gotas de láudano que
utilizaba para calmar su dolor. Dirigía la ofensiva sobre un mapa, era la
primera vez que no formaba parte de ella. Se vería obligado a tomar baños
para aplacar las molestias anales mientras el impetuoso mariscal Ney tutelaba
a la caballería francesa.
Mientras Wellington y Napoleón movían sus piezas en un complicado
tablero de ajedrez, Blücher estaba a punto de entrar en escena. Había sorteado
todo tipo de obstáculos naturales y había engañado al mariscal francés
Grouchy, el cual tenía orden de impedir que los prusianos se acercasen a
Waterloo. El ejército prusiano sorprendió a Napoleón por la retaguardia, tras
tomar el pueblo de Plancenoit. En los minutos siguientes el orden desapareció
completamente en el ejército francés, y los británicos se adentraron en las
líneas enemigas y estuvieron a punto de apresar al propio Napoleón, que no
tuvo más remedio que huir a uña de caballo.
El ejército francés se batía en retirada, en el suelo quedaba un reguero de
cuerpos sin vida. En el ambiente se respiraba una mezcla de olor a pólvora y
sangre. La coalición había ganado por segunda vez, y en esta ocasión de
forma definitiva, al emperador. ¿Qué habría sucedido si las hemorroides
imperiales no le hubiesen impedido estar en primera línea de batalla?
Pocas horas después de finalizar la batalla los lugareños, armados de
valor, además de pertrecharse de martillos y cinceles, se dedicaron a quitar
los dientes a los miles de muertos que había en el campo de batalla.63 Hay
que tener en cuenta que los soldados eran, por lo general, jóvenes y sanos,
por lo que sus dentaduras no debían de tener problemas de caries.
Posteriormente, se dedicarían a vender las piezas dentales, las cuales serían
adquiridas, curiosamente, por una burguesía inglesa naciente. Este preciado
bien se conoció durante mucho tiempo como «dientes de Waterloo», en clara
alusión a su procedencia. Durante años se llamó Waterloo teeth a todas las
dentaduras postizas elaboradas con dientes sanos, con independencia de su
procedencia.
Napoleón se dirigió a Francia y anunció la derrota, a continuación se
marchó a la costa y se entregó a un buque británico. A bordo del
Bellerophon64 llegó prisionero a Plymouth,65 en donde permaneció hasta que
el gobierno inglés decidió enviarle a una isla perdida del Atlántico Sur, Santa
Elena. La elección nada tenía que ver con la plácida Elba, la isla del
Mediterráneo que acogió al francés en su primer exilio. Santa Elena es un
pequeño islote volcánico, tiene apenas 11 kilómetros de ancho y 16,5 de
largo, y se encuentra situado a 1.900 kilómetros de la costa de Angola. Era un
lugar frío, insalubre y húmedo, en donde vivía una pequeña colonia de
pobladores británicos, gobernados por Sir Hudson Lowe, un hombre
despiadado y envidioso.
Napoleón permaneció en Longwood, donde se alojó en una modesta
vivienda de madera. Fue allí donde aprendió algunas palabras en inglés, leyó
libros y revisas, dictó sus memorias y jugó al ajedrez. Fue a comienzos de
1821 cuando comenzó a presentar un dolor abdominal intenso, siendo
atendido por el doctor italiano Francesco Antommarchi, que lo trató durante
semanas con laxantes y tártaro de amonio, mezclado con limonada. Ante la
falta de mejoría consultó a otro galeno, el doctor Arnott, conviniendo entre
ambos que se trataba de una gastritis. A finales de abril al dolor abdominal se
añadirá una hemorragia digestiva, que será el canto de cisne imperial.
Napoleón murió el 5 de mayo de 1821, a los cincuenta y un años de edad. De
esta forma se acabó la vida de aquel oficial de artillería que de la nada66
ascendió al trono de Francia, que derrocó a reyes y dinastías centenarias y
que con la única mención de su nombre provocaba conmoción. A él se
atribuye la siguiente frase: «¡El mundo me suplicó que lo gobernase!».
Al día siguiente del fallecimiento el doctor Antommarchi, en presencia
de varios cirujanos de la marina inglesa, realizó la autopsia, tras lo cual se
hizo una máscara mortuoria y Napoleón fue enterrado debajo de una enorme
roca por encargo del gobernador. Diecinueve años más tarde sus restos serían
traslados a París, y en la actualidad descansan en Los Inválidos.
En la autopsia se concluye que la enfermedad responsable de la muerte
fue una úlcera gástrica perforada con hemorragia digestiva. Algunos
estudiosos han señalado que es posible que el emperador muriese a
consecuencia de un cáncer gástrico, basándose en la epigastralgia crónica que
sufrió a lo largo de toda su vida (empezó a manifestarse cuando apenas
contaba veintiocho años) y en el hecho de que el padre de Napoleón falleció
por dicha dolencia. Sin embargo, en la autopsia no se encontró ninguna masa
gástrica, ni afectación de los ganglios linfáticos regionales ni metástasis,
hallazgos que habrían avalado la hipótesis del tumor gástrico.
LA VIRUELA EN EL NUEVO MUNDO

La conquista de América hace referencia a la exploración, apropiación y


colonización de parte del continente americano por parte de algunas naciones
europeas. Esta acción supuso la invasión territorial y cultural de los pueblos
precolombinos. Tan solo bastó un puñado de españoles para derrotar al
Imperio azteca, una civilización enormemente consolidada y organizada.
Algo parecido ocurrió en el resto del continente. A pesar de que algunos han
defendido la superioridad de las armas españolas, la caballería, el ingenio
militar de Cortés y la valentía de la tropa como los principales factores del
éxito, la realidad es que los conquistadores, sin pretenderlo, contaron con la
ayuda inestimable de un enemigo invisible, agentes biológicos desconocidos
en la América precolombina. Antes de la conquista, América era un
«territorio virgen» para la viruela, el sarampión y la gripe, lo cual no significa
que no hubiera enfermedades infecciosas a ese lado del océano Atlántico, que
sí las había; los indígenas tenían enfermedades producidas por parásitos,
algunas enfermedades bacterianas y ciertas treponematosis.
Fue la falta de inmunidad frente a ciertos agentes virales lo que explica
la aparición de epidemias únicamente entre la población indígena. La primera
de la que tenemos noticia tuvo lugar en el segundo viaje de Cristóbal Colon
(1493), y aunque existe cierta discordancia, todo parece indicar que fue
provocada por la gripe suina o gripe del cerdo.
En la conquista del continente americano hubo varias enfermedades que
jugaron un papel importante, pero, sin lugar a dudas, la que brilló con luz
propia fue la viruela. Se trata de una enfermedad infecciosa cuyo nombre
procede del latín varius, que significa variado, y que hace relación a la
erupción y las pústulas que tienen los enfermos en su cuerpo. Esta
enfermedad se transmite de persona a persona a través de las gotas
procedentes de la mucosa respiratoria del infectado. En el caso de que el virus
caiga sobre una superficie inerte, como puede ser una mesa o una silla, puede
permanecer activo hasta nueve meses. Cuando una persona es infectada
presenta fiebre elevada, malestar general, cefalea y dolores generalizados, a
continuación aparecen unas lesiones en la piel en forma de vesículas, que
evolucionan a pústulas llenas de pus. A lo largo de los días las costras se
secan dejando una cicatriz permanente.67 El miedo de los enfermos no eran
las improntas cutáneas que dejaba, sino que la mortalidad podía alcanzar
hasta el 30 por ciento de los infectados y la ceguera quedaba como secuela en
muchos de los supervivientes.
Se especula con que la viruela apareció entre los primeros asentamientos
agrícolas allá por el 10000 a. C. Se trata de una enfermedad vírica en la que
no existen reservorios animales, por lo que el virus tiene obligatoriamente
que pasar de hombre a hombre para poder sobrevivir. Desde ese momento la
cadena de contagio no dejó de extenderse, convirtiéndose tristemente en la
protagonista de las epidemias más antiguas de la humanidad.
Los investigadores actuales parecen estar de acuerdo en que los primeros
pobladores que llegaron al continente americano lo hicieron por el norte —
hace entre quince mil y treinta mil años—, por la región de Beringia (estrecho
de Bering), y procedían de Asia. Es muy posible que cuando cruzaron los
glaciales que cubrían esa zona, aquellos grupos humanos eran todavía
nómadas y estaban en un paso previo a la domesticación de animales. Por
tanto, emigraron en una etapa en la que todavía no se habían desarrollado
enfermedades epidémicas. Por otra parte, es muy posible que el frío evitase
que ciertos vectores (mosquitos, piojos o gusanos) llegasen al continente
americano. De esta forma los primeros inmigrantes americanos llegaron
vírgenes de enfermedades, y por este motivo, cuando los conquistadores
españoles llegaron a América no había inmunidad.
Se han descubierto huellas de este virus en las momias pertenecientes a
la XVIII dinastía egipcia (1550 a. C.-1295 a. C.), siendo más evidentes en la
época del faraón Ramsés V que falleció en el 1143 a. C. a consecuencia de
esta enfermedad.68 Y es que la infección no respetaba clases sociales, se
colaba tanto en chabolas humildes como en suntuosos palacios. Es muy
posible que desde Egipto los comerciantes llevaran la enfermedad a la India
durante el primer milenio antes de Cristo, y allí se estableció en forma
endémica. En China la infección se conocía mucho antes que en Occidente y
se han descrito casos hacia el año 1100 a. C.
Los médicos de China e India observaron que un ataque de viruela
confería protección, lo que ahora llamamos inmunidad, de por vida contra la
enfermedad. Basándose en esto concibieron la idea de provocar un ataque
leve de viruela para que protegiera contra otro más severo. Para ello molían la
costra de la pústula de un enfermo y soplaban el polvo obtenido por una de
las fosas nasales69 de un sujeto sano, a través de un tubo de plata. Este
proceso no es exactamente una vacuna, pero se le asemeja bastante.70 Los
médicos observaron que después de llevar a cabo este experimento la persona
desarrollaba habitualmente una forma leve de la enfermedad, quedando
protegida contra la viruela. Sin embargo, esta práctica no estaba exenta de
riesgo, ya que a veces la persona desarrollaba una forma deletérea que podía
acabar con su vida.
Más adelante, los árabes llevaron a cabo un método de protección un
tanto diferente, pero basado en la misma idea. Los médicos (hakim)
realizaban pequeños cortes en el brazo sano de una persona y a continuación
lo frotaban con material obtenido de una pústula de un paciente con viruela.
La protección contra la enfermedad era similar y el riesgo también.
Las enfermedades desempeñaron un papel decisivo en el proceso de
conquista, en muy poco tiempo se produjo un colapso demográfico de los
pueblos indígenas a causa de las enfermedades importadas por los
conquistadores. En algunos casos se ha estimado que supuso el exterminio
del 97 por ciento de la población.71 La población americana sufrió una gran
reducción demográfica, solo comparable a la que sufrió el Viejo Continente
durante la peste bubónica.
Se piensa que la viruela llegó a América en un barco portugués, con
esclavos negros africanos, en 1518.72 Ese año se desató una epidemia en la
isla de La Española que diezmó la población, dos años después los hombres
de Hernán Cortés (1485-1547) la introdujeron en el continente. Hernán
Cortés se adentró en México con tan solo ochocientos hombres, fundó la
ciudad de Veracruz, y posteriormente fue hacia el interior, a Tlaxcala, en
donde tuvo lugar una dura batalla que les obligó a pactar con los tlascaltecas.
Con la ayuda de mil tlascaltecas amigos, el conquistador extremeño marchó
rumbo a Tenochtitlán, en donde vivían unos trescientos mil habitantes. La
expedición se vio obligada a retirarse de la capital azteca: el ejército de
Cortés a punto estuvo de ser aniquilado. Tuvieron suerte de que la respuesta
de los aztecas fuese lenta y caótica, debido a que su mentalidad era mucho
menos agresiva y que en pocos meses desapareció casi la cuarta parte de los
aztecas a consecuencia de una epidemia. Esto favoreció que Cortés pudiese
reorganizarse. Cuando regresó a la ciudad de Tenochtitlán no tuvo grandes
dificultades para dominarla, a pesar de tener una escasa tropa.
En 1520 Pánfilo de Narváez (1470-1528) abandonó Cuba y se dirigió a
México, con la intención de apresar a Hernán Cortés. Llevando consigo a
unos africanos, algunos de ellos enfermaron durante el viaje y, por lo menos
uno pisó tierra estando todavía enfermo. Este infectó a otros tripulantes de lo
que bautizaron en aquel momento como «la gran lepra», que se diseminó
como la pólvora entre la población indígena. La descripción de la enfermedad
y la rapidez de la dispersión hacen pensar que no se trataba de lepra, sino de
viruela.
En el verano de 1521 se produjo una terrible epidemia que acabó con
casi la mitad de los habitantes de la capital azteca. Una segunda epidemia,
diez años después, acabaría por diezmar a la población indígena de la zona.73
El panorama que describen los conquistadores no puede ser más desolador:
«Cayeron pues malas de las viruelas, y faltó el pan, y perecían muchos de
hambre. Hedían tanto los cuerpos muertos, que nadie los quería enterrar, y
con esto estaban llenas las calles; y porque no los echasen en ellas, diz que
derribaba la justicia las casas sobre los muertos. Llamaron los indios a este
mal huizautl, que suena la gran lepra. De la cual, como de cosa muy señalada,
contaban después ellos sus años».
La enfermedad se extendió rápidamente por el resto del continente y
entre los años 1528 y 1529 llegó a Perú, donde favoreció la conquista del
Imperio incaico por Francisco Pizarro. La epidemia segó la vida del inca
Huayna Cápac, lo cual supuso el principio del fin, pues tras su fallecimiento
se desencadenó una guerra civil entre sus hijos Huáscar y Atahualpa,
escindiendo el imperio. El emperador inca falleció cuando «se extendió una
epidemia tan grave que fallecieron doscientas mil personas, pues provocó
estragos en todas las partes del reino». Se cuenta que Huayna Cápac, ya
moribundo, se encerró en sus aposentos para que nadie pudiera ver su cara
purulenta.
Habría epidemias posteriores de viruela en los años 1533, 1535, 1558 y
1565, a las que habría que añadir otras: de tifus en 1546, gripe en 1558,
difteria en 1614 y sarampión en 1618. Se ha estimado que el 90 por ciento de
la población del Imperio inca falleció a consecuencia de estas epidemias.
La guerra fratricida entre el ejército de Huáscar y Atahualpa se saldó con
la victoria del segundo. Huáscar fue hecho prisionero por el ejército de su
hermano, y fue conducido, descalzo y atado del cuello, hasta que Atahualpa
ordenó su ejecución en Andamarca.
Así pues, fue el cruel despertar del sistema inmune lo que diezmó en
gran medida a las civilizaciones precolombinas, favoreciendo la conquista de
los españoles.
LA EPILEPSIA QUE LIBERÓ
A FRANCIA DEL YUGO INGLÉS

Nos encontramos a finales del siglo XIV, Europa está en crisis, una crisis
que afecta a todos los ámbitos, tanto el económico, por una sucesión de malas
cosechas y epidemias, como el social y cultural. Se cuestionan muchos
valores que hasta los siglos anteriores habían tenido vigencia, como el papel
de la Iglesia y el de la monarquía. Esta difícil situación provocará a su vez
numerosos conflictos.
Franceses e ingleses se encuentran inmersos en la Guerra de los Cien
Años, la última guerra feudal, que a pesar de su nombre se prolongará algo
más de una centuria (1337-1453).74 La larga duración de la lucha se explica
por la superioridad del ejército inglés y a la obstinada resistencia francesa.
Como más adelante veremos, esta contienda enfrentó a las dos naciones por
la sucesión en el trono francés. La verdad es que la enemistad entre franceses
e ingleses arrancaba desde tiempo atrás; de hecho Flandes, un condado
vasallo de Francia con aspiraciones independentistas, era ayudado por los
reyes ingleses; y los franceses favorecían a los escoceses en sus luchas contra
Inglaterra. Se puede decir que fue la primera gran guerra europea, que
provocó profundas transformaciones en la Europa occidental. Al final de la
contienda nada fue igual desde un punto de vista económico, social y
político, hasta el punto de que podemos decir que esta guerra marcó el final
de la Edad Media y anunció el advenimiento de la Edad Moderna. A pesar de
que inicialmente fue una guerra entre dos naciones, acabó involucrando a la
mayoría de los reinos europeos. Francia fue apoyada por Escocia, Bohemia,
Castilla y el papado de Aviñón; por su parte Inglaterra contó como aliados a
Flandes, Portugal y los reinos alemanes.
En el siglo XIV la suerte se mostró esquiva con la monarquía francesa:
Luis X (1289-1316) murió sin descendencia, por lo que le sucedió su
hermano Felipe V (1292-1322), que falleció también sin hijos varones; tras el
óbito la corona pasó a su hermano Carlos IV (1294-1328), que de igual modo
murió sin descendientes.75 Así pues en 1328, con la agonía de Carlos IV, el
decimoquinto rey Capeto, la monarquía francesa carecía de un sucesor
directo. Esta situación fue aprovechada por Eduardo III (1312-1377) de
Inglaterra, sobrino de los tres últimos reyes, en sus aspiraciones al trono galo.
Los franceses, por razones políticas, entregaron la corona a Felipe VI (1293-
1350) de Valois, primo hermano de Carlos IV. Esto fue el desencadenante de
la Guerra de los Cien Años.
Francia estaba en clara desventaja frente a su enemiga, su ejército estaba
mal organizado y además no podía considerarse «nacional», pues la
economía francesa no estaba centralizada. Por su parte, Inglaterra contaba
con un ejército más poderoso y una fuerte economía, que podría sustentar sin
grandes problemas el conflicto bélico. El inicio de la guerra fue naval, en
muy poco tiempo la escuadra inglesa mostró su supremacía, consiguiendo
que un ejército desembarcase en el continente y que llegase hasta las
proximidades de París. En su retirada fue atacado por los franceses, a los que
el Príncipe Negro derrotó en Crécy (1346).76 A continuación los ingleses
marcharon sobre Calais, plaza que conquistaron meses después, obteniendo
de esta forma una puerta abierta en el continente.
En 1355, cuando la contienda ya se prolongaba durante dieciocho años,
se desató en Europa una epidemia de peste negra. Un año después el Príncipe
Negro venció en Poitiers al rey francés Juan II el Bueno, le hizo prisionero y
antes de liberarle le obligó a ceder todo el oeste francés al monarca inglés. El
desorden se apoderó de Francia, los aldeanos, exasperados por el hambre y la
peste, saqueaban las propiedades de la aristocracia y el preboste de
mercaderes Étienne Marcel, caudillo de la burguesía, se hizo con el poder y
consiguió que el rey galo firmase la Grande Ordonnance, una imitación de la
Carta Magna (1357). Los dos siguientes años fueron realmente sanguinarios,
los nobles recuperaron el poder, asesinaron a Étienne Marcel, sofocaron la
rebelión campesina y llevaron al delfín Carlos a París. Además fue preciso
subir los impuestos para pagar el rescate del rey. Carlos V (1338-1380)
gobernó como rey de Francia desde 1364 hasta su muerte. Durante su reinado
nombró condestable del reino a Du Guesclin, el cual infligió varias derrotas a
los ingleses, reconquistando para Francia Limoges, Poitou y Bretaña.
En 1380, con tan solo once años, subió al trono el primogénito de Carlos
V, con el nombre de Carlos VI. Durante la minoría de edad la regencia fue
asumida por sus tíos: el duque de Anjou, el duque de Borgoña, el duque de
Orleans y el duque de Berry. A la edad de veinticinco años Carlos VI
comenzó a sufrir trastornos graves del comportamiento,77 se cuenta que en
cierta ocasión llegó a olvidar su nombre e incluso que él era el rey; se negaba
a bañarse durante meses78 y una vez apareció ante sus siervos aullando por
los pasillos. Es fácil imaginar la cara de estupefacción de los lacayos.
Para rematar su falta de cordura, durante mucho tiempo el soberano
llegó a pensar que era de cristal, por lo que evitaba el contacto directo con
cualquier persona, y en el caso de que se produjese gritaba ante un simple
roce.79 A pesar de estos ataques de locura asumirá el reinado de Francia
durante veinte largos años. Su reinado estuvo marcado por la continuación de
la Guerra de los Cien Años, si bien es cierto que Carlos hizo un intento de
acercamiento hacia los ingleses al matrimoniar a su hija Isabel, de siete años
de edad, con Ricardo II de Inglaterra, de veintinueve.
Enrique V de Inglaterra venció a Carlos VI de Francia y le obligó a
firmar el Tratado de Troyes (1420), por el cual reconocía como heredero del
trono francés a Enrique V, que se había convertido en su yerno, al haberse
casado con Catalina de Valois, la hija del monarca galo. Con este tratado se
despojaba al futuro Carlos VII de la sucesión al trono francés. Del
matrimonio habido entre Enrique V y Catalina nació el futuro Enrique VI
(1421-1471), heredero de los tronos de Inglaterra y Francia. Dos años
después de la firma del tratado murieron los dos reyes firmantes, dejando
como heredero a un niño de un año, hijo de Enrique V y nieto de Carlos VI.
En definitiva, si la historia y las enfermedades no lo remediasen Francia e
Inglaterra quedarían indefinidamente unidas bajo una misma corona.
El 6 de enero de 1412, en el seno de una familia humilde, nació una niña
que cambiaría el curso de la guerra. Su nombre era Juana, sus padres Jacques
e Isabella eran dos humildes campesinos que ni de lejos podían imaginar que
su hija pasaría a formar parte de los libros de historia. La patria chica de
Juana era Domrémy, una diminuta aldea de la región de Lorena, y no en Arc,
como podría pensarse. Su infancia la pasó en compañía de cabras y ovejas,
descuidando, como era la tónica de la época, su educación más elemental,
hasta el punto de que nunca llegó a saber leer ni escribir. Ni falta que le hizo.
Físicamente Juana era menuda, morena, de ojos profundamente azules y
de complexión frágil. A la edad de trece años sorprendió a sus allegados al
afirmar que era capaz de oír en su jardín las voces del arcángel: San Miguel y
de las santas Margarita y Catalina. ¡Muy normal no era aquello! Juana
explicó que le ordenaban que liberase a Francia del yugo inglés: «Es preciso
que tomes el estandarte de Dios, liberes el sitio de Orleans y conduzcas al
delfín a Reims para su liberación». De este modo, le encargaban una tarea
que se nos antoja titánica para una campesina adolescente.
Ni corta ni perezosa se trasladó a Chinon, en donde se encontraba la
corte de Carlos VII, que por aquel entonces era un rey sin corona, solicitando
ser recibida por el delfín. Tras enormes dificultades consiguió entrevistase
con el soberano y contarle sus extraordinarias percepciones sensoriales. Al
parecer, Juana se vistió para la ocasión con ropas de hombre, jubón negro y
calzas ajustadas, y además se recortó sus cabellos, según los cánones
masculinos de la época.80 Es fácil entender que en la corte se necesitaba una
prueba fehaciente de que aquella mujer no estaba de parte del maligno, ante
lo cual Juana respondió tajante: «En el nombre de Dios, no he venido a
mostrar signos, pero conducidme a Orleans y os mostraré el signo para el
cual he sido enviada». Antes de concederle lo que reclamaba el arzobispo de
Embrun solicitó que se realizase un prolijo examen físico. ¿De qué tipo de
estudio estaba hablando? Básicamente un examen ginecológico, para saber si
era virgen: suponían que si era una enviada del diablo habría perdido la
virginidad. Así se las gastaban los clérigos del siglo XV. Afortunadamente
para ella, Juana superó la prueba con éxito.
En 1429 la joven francesa fue armada caballero y se le concedió un
ejército para que encabezase la liberación de Orleans. A pesar de que la
imagen que tenemos de ella es la de una «guerrera valiente», nunca llegó a
participar de forma activa en ninguna batalla ni mató a ningún enemigo. Se
limitaba a acompañar a sus hombres blandiendo una bandera. Juana se
mantenía a cierta distancia de la primera línea de batalla, lo cual no impidió
que resultase herida en al menos dos ocasiones: una flecha la hirió en un
hombro durante la campaña de Orleans y otra en un muslo durante el intento
de liberar París.
Ante la sorpresa de los más escépticos, Orleans fue arrebatada en un
tiempo récord, tan solo bastaron ocho días para que la ciudad volviera a
formar parte de la corona francesa. Esta hazaña ensalzó el espíritu
independentista de los franceses. Ese mismo año Juana derrotó al general
británico Talbot en Patay y promovió en la ciudad de Reims la coronación del
delfín, con el nombre de Carlos VII. La profecía se había cumplido. Sin
embargo, la buena suerte estaba a punto de abandonarla, ya que fue capturada
por tropas del duque de Borgoña, aliado de Inglaterra, y entregada a renglón
seguido a los ingleses.
Juana fue sometida a un proceso inquisitorial en la fortaleza de Rouen,
en donde se le hicieron setenta cargos, que iban desde brujería hasta el robo
de caballos. En 1431 se le redujeron a tan solo doce, entre ellos herejía,
reincidencia, apostasía e idolatría. Se le preguntó sobre las voces que oía.
¿Cómo eran? ¿Qué decían? ¿De dónde procedían? ¿Desde cuándo? Durante
el juicio Juana se refirió a sí misma como Jehanne a Pucelle (Juana la
Doncella) y declaró que desconocía su apellido. Juana respondió lo que los
acusadores querían oír: Dios hablaba directamente con ella, en ocasiones una
luz brillante acompañaba a menudo sus visiones y oía las voces con mayor
precisión cuando sonaban las campanas.81 Esto era suficiente, no necesitaban
más pruebas para condenarla por herejía (hereje relapsa) y sentenciarla a la
pena capital. El 24 de mayo de 1431 se levantó una enorme pira en la plaza
del viejo mercado de Rouen. En la cúspide de la misma fue atada Juana. En
pocas horas su diminuto cuerpo, de tan solo diecinueve años, fue reducido a
cenizas, que fueron arrojadas a continuación al río Sena.
La doncella de Orleans fue víctima de la época en la que le tocó vivir.
Probablemente el responsable de su éxtasis religioso haya que buscarlo en un
tipo de crisis epilépticas parciales conocidas como crisis de felicidad.82 La
verdad es que la entrada en escena de la enigmática Juana de Arco propició
un cambio de signo en la Guerra de los Cien Años, la liberación iniciada por
ella continuó exitosamente y el año 1453 tan solo les quedaba a los ingleses
el puerto de Calais, el cual acabarían perdiendo definitivamente.
ALUCINACIONES
EN LA CORTE INGLESA

Juego de tronos es una serie de fantasía, aventuras y drama medieval basada


en la serie de novelas Canción de hielo y fuego del escritor George R. R.
Martin. La trama se centra en las sucesiones en el trono, los pactos, las
traiciones, así como las subidas y caídas de diversos reyes para alcanzar el
Trono de Hierro del continente de Poniente. Este argumento está basado en la
Guerra de las Dos Rosas, en la que se englobaron varias guerras dinásticas
que tuvieron lugar en Inglaterra entre los años 1455 y 1485. Así, por ejemplo,
el espectador avisado puede reconocer a Margarita de Anjou en la pérfida
Cersei y a Eduardo de Westminster en el odiado Joffrey.
Para poder entender la génesis del problema debemos remontarnos hasta
la muerte del rey Eduardo III en 1377. Su hijo mayor y heredero, Eduardo,
había muerto el año anterior, por lo que la corona pasó al hijo de diez años de
Eduardo, que se convirtió en Ricardo II (1367-1400). La Edad Moderna de
Inglaterra comienza precisamente con el reinado de este monarca, el cual
estuvo marcado por la impopularidad, puesto que durante el mismo Escocia e
Irlanda obtuvieron una creciente independencia. El descontento generalizado
fue aprovechado por uno de sus tíos, Juan de Gaute, duque de Lancaster, para
desenterrar su derecho a reinar. Serían los sucesores de Juan los que
provocaran el derrocamiento y el asesinato del rey. De esta forma en 1399
Enrique Bolingbroke, hijo de Juan y primo de Ricardo, se convirtió en
Enrique IV (1367-1413).
A Enrique IV le sucedió su primogénito, Enrique V, y a este Enrique VI.
Este último nació en 1421 en el castillo de Windsor y llegó al trono de
Inglaterra siendo muy joven, excesivamente joven, pues tan solo tenía nueve
meses.83 Además, en aquel momento, como hemos visto, también le
correspondía el trono de Francia, como consecuencia del Tratado de Troyes.
La doble corona le duraría muy poco tiempo, porque los franceses, con la
ayuda de Juana de Arco, consiguieron obtener la corona para Carlos VII,
primogénito de Carlos VI de Francia, abuelo de Enrique VI de Inglaterra. En
1442 obtuvo la mayoría de edad, lo que le permitió tomar el control del reino
y tres años después se desposó con Margarita de Anjou (1430-1482), una
mujer dotada de un fuerte carácter que ejerció un dominio absoluto sobre su
esposo, provocando las iras y los celos de gran parte de la aristocracia.
En 1453 terminó la Guerra de los Cien Años con la pérdida de Aquitania
a manos de los franceses. En ese momento los ingleses tan solo conservaban
Calais en territorio francés. Inglaterra se llenó de veteranos de guerra que
regresaban a casa sin otra ocupación que no fuera seguir sirviéndose de las
armas. Ese año Enrique VI empezó a dar signos de desequilibrio mental. No
era consciente de lo que sucedía a su alrededor, ni siquiera del nacimiento de
su hijo y heredero, el príncipe Eduardo. El monarca experimentó
alucinaciones graves, que le llevaban a distorsionar la realidad y a sufrir
delirios religiosos. Es muy probable que Enrique hubiese heredado la locura
por vía materna. Hay que recordar que era nieto del trastornado Carlos VI de
Francia.
La reina vio la gran oportunidad para hacer y deshacer a su antojo, lo
cual sumió al país en la turbulencia política y económica. Fue el detonante
del estallido de la llamada Guerra de las Dos Rosas, en la que la casa de York
y la casa de Lancaster buscaban obtener el derecho a la sucesión real,
justificándose con la locura del rey y la regencia de una intrusa en el trono
inglés. Cada casa estaba representada por una rosa, una rosa blanca para la
casa de Lancaster y una roja para la casa de York. Durante esta etapa hubo un
lógico debilitamiento del poder de la monarquía inglesa frente al resto de
Europa.
El rey se declaró enfermo y los York se infiltraron en la corona a pesar
de los inútiles impedimentos que quiso poner la reina. El duque de York,
Ricardo Plantagenet (1411-1460), fue erigido líder del Consejo Real. Dos
años más tarde el rey se sobrepuso a su enfermedad y volvió a sentarse en el
trono, nombrando a Ricardo como lord protector del monarca. En el año 1460
tuvo lugar la batalla de Northampton, en la cual los York se proclamaron
vencedores frente a los Lancaster y el rey fue encarcelado en Londres. Ese
mismo año también tuvo lugar la batalla de Wakefield, en la que falleció
Ricardo Plantagenet.
La reina, aliada de los escoceses, consiguió devolver el trono a su
marido tras la batalla de San Albano. Sin embargo, este reinado fue muy
corto, puesto que con la batalla de Towton (1461) —que dejó un saldo de
más de veinte mil muertos— los York lograron hacerse definitivamente con
la corona inglesa, respaldando la investidura de Eduardo IV (hijo de Ricardo
de Plantagenet).84 Enrique VI fue encarcelado en la Torre de Londres, en
donde sería asesinado en mayo de 1471, al tiempo que su hijo era ahorcado
en el campo de Tewkesbury. Con la desaparición de ambos se extinguía la
casa de Lancaster, que había gobernado Inglaterra desde 1399.
Eduardo IV falleció en 1483, hecho que fue aprovechado por Ricardo,
duque de Gloucester, para encerrar a los dos hijos del soberano y hacerse con
el trono, iniciando un reinado bajo el nombre de Ricardo III (1452-1485). La
verdad es que se mantuvo poco tiempo en el trono, tan solo dos años, porque
después fue derrotado por Enrique Tudor, un descendiente de Juan de Gante,
en la batalla de Bosworth Field (1485). En esta contienda perdió la vida
Ricardo III, siendo el último rey inglés muerto en el campo de batalla. Las
similitudes de esta etapa de la historia inglesa con la serie Juego de tronos no
pueden ser mayores.
Ricardo III es conocido universalmente gracias a la obra homónima de
William Shakespeare, en donde grita la conocida frase: «¡Un caballo, un
caballo! ¡Mi reino por un caballo!». En ella el bardo inglés nos muestra a un
rey cainita, malevolente, de corazón yermo, un vil jorobado decidido a
vengarse del mundo que lo rechaza por su deformidad. En mayo de 2014 un
grupo de científicos de la Universidad de Leicester, más de cinco siglos
después de que el monarca perdiera la vida en el fragor de la batalla, salieron
en su defensa afirmando que no cojeaba y que mucho menos tenía joroba.
Esta aseveración se deduce de la reconstrucción en tres dimensiones de los
restos óseos de Ricardo III, encontrados en un aparcamiento de la ciudad de
Leicester.85 Los científicos han señalado que el soberano sufrió al menos
once heridas traumáticas, de las que dos, detectadas en el cráneo, fueron
fatales.86 Una tercera, en la zona de la pelvis, también pudo haber provocado
una muerte rápida, si bien piensan que fue provocada por un puñal sobre el
cuerpo ya inerte del soberano.
En definitiva, el desequilibrio mental de Enrique VI fue la justificación
para iniciar la Guerra de las Dos Rosas, un conflicto armado que dio término
al feudalismo inglés, tras el cual la aristocracia quedó sumida en la ruina, los
nobles perdieron tierras y poder, al tiempo que la monarquía se hizo más
autoritaria.
LAS CALENTURAS QUE RESTAURARON
LA MONARQUÍA INGLESA

En el año 2002 la cadena de televisión británica BBC realizó una encuesta


entre más de treinta mil personas para saber qué personaje consideraban los
ingleses como «excelente y notable». Con los resultados publicaron una lista
con los cien ingleses más votados: en la primera posición apareció Winston
Churchill y entre los diez primeros estaban personajes como John Lenon,
Isaac Newton, Charles Darwin, Horatio Nelson y Oliver Cromwell.87 La
verdad es que este último despierta opiniones y sentimientos enfrentados
entre la ciudadanía británica e incluso entre los historiadores más sesudos.
Algunos lo ven como el padre de la democracia británica que derrocó a la
monarquía, otros como un dictador.
Cromwell (1599-1658) fue educado desde su más tierna infancia en la
cultura y el ambiente protestante puritano. A la edad de veintinueve años fue
elegido por vez primera como miembro de la Cámara de los Comunes
(diputado por Huntingdon, su ciudad natal), pero aquella incursión duraría
apenas un año, el tiempo que tardó el rey Carlos I (1600-1649) en disolver el
Parlamento por segunda vez y acaparar todo el poder, y así estuvo la
situación durante los siguientes once años.88 Empujado por la necesidad de
conseguir fondos económicos para paliar el desastre financiero causado por la
represión de la rebelión escocesa (Guerra de los Obispos), el monarca se vio
obligado a convocar de nuevo el Parlamento en 1640 y solicitar la
legitimización de nuevos impuestos, volviendo a disolverlo el mes
siguiente.89
En esta ocasión los opositores a la monarquía no se conformaron como
las veces anteriores y cogieron las armas. Fue el inicio de la Revolución
Inglesa y, con ella, el punto de arranque del actual sistema parlamentario
británico. Cromwell, al frente de los opositores, consiguió derrotar y apresar
al monarca absolutista. Tras un juicio rápido, se acusó al soberano de los
cargos de alta traición y deslealtad, siendo condenado a muerte y ejecutado el
30 de enero de 1649. Era costumbre que el verdugo levantara la cabeza del
ajusticiado y mostrándola al populacho pronunciara las palabras: «¡Miren la
cabeza de un traidor!». En esta ocasión la cabeza se exhibió, pero, por
respeto, hubo un solemne silencio. Oliver Cromwell, en un gesto sin
precedentes, permitió que se cosiese la cabeza del interfecto para que la
familia pudiese rendirle sus respetos. A continuación Carlos I fue enterrado
en el castillo de Windsor.
Pocos meses después de la ejecución Cromwell suprimió la monarquía e
instauró la república, la Commonwealth, la cual se prolongó durante cuatro
años. En 1653 Oliver Cromwell, con la excusa de no poder conseguir algunos
de los derechos que buscaba para los ingleses, adoptó el título de lord
protector de Inglaterra, con lo que acaparaba un poder similar al que disfrutó
Carlos I en vida. Se iniciaba una dictadura de facto.
En 1658 Cromwell sufrió lo que en aquella época llamaban
«calenturas», y probablemente se trataba de malaria crónica, una enfermedad
muy frecuente en toda Europa.90 Etimológicamente el vocablo malaria
procede de la expresión italiana «mala aria», que significa «mal aire». Esta
idea se basa en la teoría miasmática, según la cual los miasmas, que eran
emanaciones fétidas de suelos y aguas impuras, eran la causa de la
enfermedad. A la malaria también se la conoce como paludismo (de paludis,
ciénaga o pantano, e -ismo, proceso patológico).
Un médico veneciano recomendó a Cromwell, con buen criterio, tomar
quinina, un tratamiento en boga por aquel entonces, pero Cromwell, alegando
prejuicios antipapistas, ya que el material para ese tratamiento se conocía por
aquel entonces como «polvo de los jesuitas» se negó a tomarlo. Las
calenturas se complicaron con un fracaso renal y, a la postre, con el
fallecimiento del inglés.
Para comprender este «capricho» de Cromwell debemos remontarnos en
el tiempo. En 1629, durante el reinado del rey español Felipe IV, Luis
Jerónimo de Cabrera y Bobadilla (1589-1647), cuarto conde de Chinchón,
fue nombrado virrey del Perú. Ocho años después de su llegada al Nuevo
Mundo, su esposa91 enfermó de fiebres tercianas o fiebres de los pantanos. A
pesar del tratamiento realizado por los médicos españoles, a base de
sanguijuelas y enemas, la condesa de Chinchón no mejoraba y todo parecía
presagiar que su fallecimiento era inminente. De no haber sido por la
intervención de los lugareños, que le administraron corteza de un árbol
conocido como quina, la hidalga habría pasado a mejor vida.
Agradecida, la condesa alertó a los médicos españoles sobre las
bondades de la planta en el tratamiento de la malaria y aunque ella nunca
regresaría a España, pues cuando viajaba de retorno a la península falleció en
Cartagena de Indias en 1641, lo que sí llegó a nuestro país fue la corteza del
árbol de la quina,92 que comenzó a emplearse como tratamiento de los
pacientes con malaria. En honor a la condesa el tratamiento se llamó durante
un tiempo «polvos de la condesa», pero debido a que la Compañía de Jesús
monopolizó el tratamiento adoptó el nombre de «polvo de los jesuitas»,
hecho que propició que en algunos lugares, como en Inglaterra, no fuese bien
recibido por sus connotaciones religiosas. Posteriormente, el naturalista Carl
von Linnè o Linneo (1707-1778) bautizó como Cinchona93 al árbol de la
quina.
Cromwell dejó establecido en su testamento que su hijo heredaría el
cargo de lord protector, pero tan solo consiguió mantenerse en el poder once
meses, al cabo de los cuales el Parlamento retomó el control, decidiendo, por
sorprendente que pueda parecer, restaurar la monarquía. La corona fue a
parar al primogénito de Carlos I, que subió al trono como Carlos II (1630-
1685). En resumen, la malaria y la «mala cabeza» de Cromwell provocaron el
regreso de la monarquía, que tantos desvelos había dado a los ingleses
durante el reinado de Carlos I.
El nuevo monarca llegó cargado de rencor y con ánimos revanchistas.
Estaba deseoso de vengar la ignominiosa ejecución de su padre, Carlos I.
Debido a que el regicida había fallecido, lo único que podía hacer era castigar
a sus huesos. El monarca ordenó exhumar el cadáver de Cromwell, que había
sido enterrado en la Abadía de Westminster. Decidió que este acto tuviera
lugar el 30 de enero de 1661, cuando se cumplía exactamente el duodécimo
aniversario de la decapitación de Carlos. De esta forma quería otorgar al
castigo el mayor simbolismo posible. Ordenó que los restos del
revolucionario fuesen arrastrados por un trineo por las calles de Londres
hasta una aldea próxima a la capital —Tyburn— en donde era frecuente
realizar ejecuciones públicas.94
En donde ahora se levanta Marble Arch, frente al Speakers’ Corner de
Hyde Park, estaba el Árbol de Tyburn, una horca que permitía realizar
ejecuciones múltiples. Pues precisamente allí Carlos II ordenó ejecutar los
cadáveres de Oliver Cromwell, John Bradshaw, el presidente del tribunal que
condenó a su padre, y Henry Ireton, uno de los más cercanos colaboradores
de Cromwell.
De esta forma el cadáver de Cromwell, fallecido tres años atrás, fue
decapitado y expuesto al escarnio público. Para que nadie se pudiese llevar el
cadáver del dictador, el monarca ordenó que el cuerpo de Cromwell fuese
asegurado con cadenas, al tiempo que mandó que la cabeza se expusiese
pinchada frente a la abadía de Westminster. Allí estuvo durante veinticuatro
largos años, hasta que un día de 1685 una tormenta huracanada hizo que la
testa del que fuese lord protector cayese al suelo. Un soldado de la Guardia
Real se apoderó del cráneo y estuvo desaparecido durante otros veinticuatro
años. La siguiente pista de la cabeza se obtuvo en 1710, cuando formaba
parte de un espectáculo de curiosidades, de allí pasó a manos de un actor,
luego a las de un joyero y finalmente acabó en una exposición. No fue hasta
1960 cuando la cabeza del regicida encontró el ansiado descanso, siendo
enterrada en el jardín del Sidney Sussex College, un colegio de la
Universidad de Cambridge, en donde Oliver Cromwell estudió durante su
juventud.
En 1677 Carlos II enfermó. Tuvo fiebre muy elevada, probablemente se
trataba de un nuevo caso de malaria, que sus médicos eran incapaces de
controlar, y por este motivo tuvieron que llamar a un boticario y charlatán
llamado Robert Talbor, al que se le conocía con el sobrenombre de
fiebrólogo. Este hombre, que por cierto abominaba públicamente del uso de
la quina, trataba las fiebres cuartanas con un remedio «secreto». Talbor trató
con éxito a Carlos II, que consiguió recuperarse sin secuelas. Cuando tiempo
después Talbor falleció, los científicos de la época analizaron los polvos
enigmáticos que empleaba y resultó que se trataba del árbol de la quina.
Sobran los comentarios.
Para finalizar, la verdad es que la vida «después de la muerte» que sufrió
Cromwell no es lo habitual, pero tampoco es totalmente excepcional.
Tenemos otros casos a lo largo de la historia. Así por ejemplo el cadáver del
Cid, atado a su caballo, ganó una batalla; la momia de Evita Perón fue
secuestrada y hecha desaparecer por la inteligencia militar argentina y el papa
Formoso (891-896) fue condenado después de muerto. Este papa sufrió un
proceso ignominioso post mortem, el conocido popularmente como «Concilio
cadavérico».
El paludismo protagonizó otro episodio singular a finales del siglo XVIII.
En 1783 un joyero alemán llamado Johann Jacob Schweppe inventó en
Ginebra un sistema mediante el cual podía añadir anhídrido carbónico al agua
envasada, creando de esta forma una bebida con gas. Schweppe creó su
compañía J. Schweppe & Co y se trasladó a Londres, aprovechando el tirón
que tenían en ese momento las bebidas con gas. Años después decidió
modificar su invento creando un remedio basado en el agua de quinina
(alcaloide que se extrae de la quina): la tónica. Se trataba de una ampliación
de mercado, ya que en aquel momento los súbditos del imperio británico
morían «como chinches» en las colonias a consecuencia de la malaria. La
tónica se perfilaba como un buen candidato a combatir la enfermedad. Sin
embargo, el sabor amargo de la tónica era repulsivo y los soldados no estaban
por la labor de consumir esa bebida. Sería en el siglo XIX, durante la
conquista de la India, cuando se decidió añadir a la tónica un chorrito de
ginebra y una gotitas de lima, para rebajar el sabor. De esta forma nació el
archiconocido gin-tonic, que fue en sus inicios una bebida medicinal.
SÍFILIS EN LA RUSIA ZARISTA

Según San Juan, antes del segundo advenimiento de Jesús se manifestará el


Anticristo, la personificación del mal y el enemigo de la Iglesia católica. Las
profecías bíblicas indican que el Anticristo jugará un papel muy importante
en el final de la Tierra. Pero ¿quién será el Anticristo? ¿Será un individuo
siniestro o una alianza maligna? Si leemos con atención la profecía de Daniel
(7), en ella se señala que un «cuerno pequeño» emerge de la cuarta bestia
(Roma imperial) y logrará la dominación global en el tiempo del fin. En otras
palabras, lo que hay que saber es quién es el heredero del Imperio romano.
Si nos remontamos en el tiempo, el gran Imperio romano se dividió
inicialmente en dos partes, Occidente y Oriente, de las cuales la primera cayó
en el año 476 d. C. Con el paso del tiempo este imperio se dividiría en
territorios más pequeños, pero ninguno de ellos se volvería a llamar «Imperio
romano». La parte oriental mantuvo su continuidad hasta el año 1453, en el
que Constantinopla fue conquistada. El último emperador romano de Oriente
fue Constantino Paleólogo XI (1405-1453). Antes de que Constantinopla
cayese en manos de los turcos este emperador entregó a su sobrina Sofía
Paleóloga95 —según algunos autores en realidad entregó a su hija— al rey de
Rusia, Iván III. De esta forma el rey ruso, al casarse con la descendiente del
último emperador bizantino asumió la tradición imperial y, con ella, el título
de «zar»,96 que sería utilizado por vez primera por su nieto, Iván IV. Por
tanto, los herederos universales del Imperio romano fueron los zares de
Rusia.
Los Paleólogo fueron la primera familia imperial bizantina que utilizó
un escudo de armas a la usanza occidental, en donde aparecía representada el
águila imperial bicéfala, que sería el emblema de los rusos a partir de Iván III.
En Moscú se adoptó además la etiqueta ceremoniosa de Constantinopla y se
intentó que la capital rusa estuviera a la altura de tan alta dignidad. Para ello
se invitó a muchos artistas y maestros extranjeros a trabajar en su
modernización y esplendor.97
Iván IV (1530-1584) gobernó Rusia durante casi cuarenta años, en los
cuales destacó por su crueldad y las atrocidades que cometió; ha pasado a la
historia con el sobrenombre de el Terrible, sin embargo, se trata de una
traducción errónea de su apodo original, Grozny, que significa «duro» o
«severo». Su infancia no fue afortunada, quedó huérfano a muy corta edad y
fue encerrado por los boyardos en una de las torres del Kremlin, en donde
pasó hambre y sufrió numerosas vejaciones. Es muy posible que esa fuese la
semilla de su atormentada personalidad. Se cuenta que durante esta etapa de
su vida se dedicaba a tirar perros y gatos desde la torre donde residía, con el
único fin de verles estrellarse contra el suelo. Su primer crimen político
conocido ocurrió en 1543 —a los catorce años— al ordenar que el príncipe
Andrei Shuiski, jefe del clan boyardo más influyente de Rusia, fuera arrojado
a los perros hambrientos. Cuatro años después fue proclamado zar y comenzó
una breve etapa de prosperidad y aciertos en el plano económico y político.
Fue durante esta época cuando el zar Iván IV extendió el Imperio ruso,
llegando a conquistar la gran Siberia.
En 1555 Iván ordenó la construcción de la bella catedral de San Basilio
en Moscú, ubicada en la actual Plaza Roja. Al parecer se quedó tan
complacido con la construcción que mandó dejar ciegos a los arquitectos,
para que no pudieran proyectar nada más hermoso.
Durante su adolescencia solía tener violentos ataques de ira, durante los
cuales no podía controlarse y parecía transformarse en un animal salvaje.
Algunos de sus colaboradores afirmaban que en esos episodios «echaba
espuma por la boca como los caballos» y que no era raro que se golpease la
cabeza contra la pared o que se arrancase mechones de su larga cabellera.
Una vez pasado el ataque colérico se quedaba varias horas en silencio,
mirando un punto fijo. Con este temperamento la convivencia en su entorno
no debía de ser nada fácil, lo cual no fue óbice para que Iván tuviese ocho
esposas, a pesar de que la Iglesia ortodoxa tan solo permitía tener tres. La
primera —Anastasia Romanovna— fue su gran amor, la única persona que
calmaba su ira y a la que Iván cariñosamente llamaba «mi ternerilla».
Cuando falleció Anastasia en 1560 el zar se convirtió en un gobernante
fanático, autoritario y psicópata. Las alteraciones del comportamiento se
hicieron todavía más notorias, ya no tuvo freno, era frecuente que pasase de
la depresión a la euforia más absoluta en cuestión de minutos. Cuatro años
después abandonó Moscú por la desconfianza que le despertaban los
miembros de su corte. Se retiró a un monasterio, a unos 100 kilómetros de la
ciudad, escondido en el bosque. Regresaría un año después, ante las suplicas
de los aristócratas, persistiendo en la crueldad que le había caracterizado
tiempo atrás.
En 1570 marchó sobre Novgorod al frente de un ejército de quince mil
hombres, arrasó la ciudad y dio muerte a miles de personas (entre veinticinco
mil y sesenta mil), llegando incluso a arrojar a decenas de niños a las aguas
heladas de un río cercano, simplemente para disfrutar con aquel atroz
espectáculo. Su conducta violenta no tenía precedentes en el mundo.
En los últimos años de su vida dio rienda suelta a sus perversiones
sexuales. Según los escritores polacos, nada imparciales y creadores de la
leyenda negra, el zar llegó a desflorar a más de mil mujeres y asesinar a los
hijos resultantes de estas relaciones.
En 1580 mató a su hijo mayor, el zarévich Iván, con un bastón
terminado en punta, cuando los dos mantenían una fuerte discusión. Este
asesinato le provocaría terribles arrebatos de remordimiento, durante los
cuales se tiraba del pelo y arañaba las paredes. En alguna ocasión llegó a
afirmar: «Desde los tiempos de Adán hasta este día, he sobrepasado a todos
los pecadores. Bestial y corrompido, he ensuciado mi alma». Parece que el
zar también tenía su corazoncito.
Los ataques psicóticos sufridos por Iván podrían estar en relación con
los efectos secundarios del mercurio, el tratamiento habitual en aquella época
de la sífilis, una de las enfermedades que sufrió este zar. También se especula
con la posibilidad de que fuese un estadio avanzado de esa enfermedad, lo
que en términos médicos se conoce como neurosífilis. El mercurio puede
provocar daños cerebrales irreversibles que se manifiestan como cambios del
humor, ataques de euforia y tintes psicóticos.
Al final de su vida, sumido en la locura, y al ser consciente de que la
muerte estaba próxima, ordenó llamar urgentemente a su presencia a sesenta
brujas de Laponia para que le alargasen la vida. Parece ser que ellas negaron
que hubiese posibilidad alguna de sanarle y, además, fijaron la fecha de su
muerte: el 18 de marzo. El terrible augurio se cumplió. Iván IV falleció a la
edad de cincuenta y tres años cuando estaba a punto de iniciar una partida de
ajedrez. Actualmente se encuentra enterrado junto a su hijo al lado del altar
de la catedral de San Miguel Arcángel.
Le sucedió en el trono su hijo Fiodor, que sufría una incapacidad mental,
siendo el último miembro de la dinastía. Antes de morir Iván IV, dudando de
su capacidad para asumir el poder, dejó establecido que a su muerte Fiodor
gobernara apoyado por un consejo de «regentes», liderados por Boris
Godunov, cuñado de Fiodor.98 Cuando alcanzó el gobierno Fiodor demostró
poco interés por los asuntos de la política, y se pasaba la mayor parte del
tiempo rezando, meditando y leyendo textos cristianos. Su vida era más
parecida a la de un monje que a la de un zar. Boris Godunov era el que
realmente llevaba las riendas del Estado.
La locura de Iván IV, bien por la sífilis o bien por los efectos del
mercurio, debilitó el poder de Rusia en el complejo tablero europeo, en un
momento en el que los países meridionales disfrutaban de un siglo de oro.
LA HEMOFILIA
QUE CATAPULTÓ A RASPUTÍN

La hemofilia ha recibido el calificativo de «enfermedad real» debido a que


ha sido frecuente en la realeza europea, teniendo enormes implicaciones
políticas. El origen de esta patología hay que buscarlo probablemente en el
periodo Cretácico y se ha observado que, al menos, la padecen tres tipos de
mamíferos placentarios, diferenciados hace unos sesenta y cinco millones de
años: Perissodactyla (ungulados de dedo impar), Carnivora y Primates (se ha
descrito fundamentalmente en caballos, perros y humanos).
En textos de época anterior a Cristo se recoge que en algunas familias de
judíos los niños sangraban en exceso tras ser circuncidados. Por este motivo,
en el siglo II d. C. Yehuda Hanasi eximió de la circuncisión al tercer varón de
una familia en el supuesto de que sus dos hermanos mayores hubiesen
fallecido o presentado severas hemorragias después de la circuncisión.
Entre los siglos X y XIII hubo dos médicos cordobeses que se ocuparon
de la hemofilia, el árabe Albucasis y el judío Maimónides. Fue precisamente
este último el que señaló en sus libros99 que eran las madres quienes
transmitían la enfermedad a la descendencia masculina y que la enfermedad
sanaba con la edad, un hecho que carece de fundamento científico.
El primer antepasado de la realeza española del que consta que sufrió la
enfermedad fue la reina Victoria I de Gran Bretaña (1819-1901), la cual la
transmitió a su hijo Leopoldo y, a través de sus hijas, a las familias reales
española, alemana y rusa.100 Al príncipe Leopoldo (1853-1884), duque de
Albany, no se le permitió representar a su madre en la inauguración de la
primera Exposición Internacional en Australia. En una carta la reina
comentaba al primer ministro Disraeli: «No puede enviar a mi delicado hijo,
que ha estado cuatro o cinco veces en las puertas de la muerte y apenas pasa
un mes sin tener que verse en cama, a un lugar tan lejano, a un clima al que
no está acostumbrado, y exponerle a peligros que quizá no pueda evitar». En
1884, en Cannes, sufrió un accidente al caerse en el Yacht Club, falleciendo
al día siguiente a causa de los efectos de la morfina que le fue administrada.
Las hijas portadoras de la reina Victoria fueron Alicia y Beatriz. La
primera tuvo siete hijos, de los cuales Federico fue hemofílico, y dos hijas
fueron portadoras (Alix e Irene). El varón murió a los tres años, al caerse de
una ventana. Alix se convertiría en zarina de Rusia al casarse con Nicolás e
Irene se casó con su primo Enrique de Prusia, con el que tuvo tres hijos, dos
de los cuales fueron hemofílicos.
La segunda de las hijas portadoras —Beatriz— se casó con el príncipe
de Battenberg y transmitió de esta forma la enfermedad a la familia real
española. Por expreso deseo del rey Jorge V, el nombre de la familia fue
cambiado a Mountbatten durante la Primera Guerra Mundial. Tuvieron cuatro
hijos, uno de los cuales, Victoria, se casó con el rey Alfonso XIII de España,
con el que tuvo cinco hijos y dos hijas. El hijo más joven de este matrimonio,
Gonzalo, fue hemofílico y murió en un accidente automovilístico en el año
1934.
La mayor trascendencia histórica de la enfermedad se dio en la familia
imperial rusa. Uno de los que sufrieron esta enfermedad hematológica fue el
zarévich Alexis, el hijo menor del zar Nikolai Aleksándrovich Romanov y de
la emperatriz Alejandra Fiódorovna Románova, la nieta de la reina Victoria.
El zarévich y gran duque de Rusia, pues tal era su título oficial, nació en
Peterhof, cerca de San Petersburgo, el 12 de agosto de 1904. Fue el quinto
hijo y único varón del zar, por lo que era el heredero del trono según la ley de
sucesión imperial.101 Fue al mes de su nacimiento cuando un sangrado
excesivo en la región umbilical alertó a la familia de la enfermedad que sufría
el heredero. Sin lugar a dudas, Alexis ha sido el niño hemofílico más famoso
de toda la historia.
Debido a que en aquel momento la población rusa asumiría cualquier
tipo de deficiencia como una intervención divina, se decidió mantener la
enfermedad en secreto. La infancia de Alexis estuvo limitada por la
enfermedad. A la edad de ocho años sufrió una de las crisis más graves que lo
colocó en la antesala de la muerte.
Los zares, angustiados y sobrepasados por la situación, decidieron
recurrir a los oficios de un campesino siberiano, de comportamiento
licencioso, con fama de místico y sanador y de aspecto grotesco, llamado
Grigori Yefímovich Rasputín. Una de las primeras medidas que tomó este
personaje fue suprimir la aspirina que administraban los médicos del zar para
aliviar el dolor del zarévich. La verdad es que no pudo entrar con mejor pie
en palacio, ya que este fármaco agravaba el cuadro clínico al afectar a las
plaquetas, lo cual fue interpretado por la corte del zar como que Rasputín
tenía poderes sobrenaturales, ganándose la confianza del zar. La congoja que
la enfermedad causó en la familia imperial desempeñó un importante papel
en la historia de Rusia. Poco a poco el enigmático Rasputín fue adquiriendo
un mayor protagonismo político, lo cual contribuyó a la postre a la caída de
los Romanov.
Los nobles temían que la nefasta influencia del monje sobre Nicolás II
pudiera conducir a la firma con Alemania de un armisticio por separado. Por
ese motivo, en 1916, por Rasputín se desató una conspiración palaciega,
encabezada por el príncipe Félix Yusupov, para acabar con la vida del monje.
Este príncipe invitó a Rasputín a una cena en el sótano del Palacio Moika, al
parecer todos los manjares y bebidas contenían grandes cantidades de
cianuro. Yusupov, al ver que Rasputín comía y bebía sin dar señales de
intoxicación, decidió pasar a la acción, disparándole con una pistola en el
centro del pecho. Mientras el príncipe pedía ayuda al gran duque Purisjkevich
para retirar el cadáver, Rasputín, malherido, consiguió huir por una puerta
secreta. ¡Rasputín parecía inmortal! Los nobles salieron detrás de él,
consiguieron darle alcance y rematarle con tres disparos más. Ahora sí que
parecía que lo habían conseguido. En previsión de que volviese a escapar
decidieron arrojar su cuerpo al río Neva. ¿Qué acabó con la vida de Rasputín?
¿Fue el veneno, los disparos o murió simplemente ahogado?
Tras el asesinato de Rasputín el gobierno imperial comenzó a
desintegrarse con enorme celeridad. Las sucesivas derrotas rusas en la
Primera Guerra Mundial acabaron desencadenando la Revolución Rusa. En
1917 Nicolás se vio obligado a abdicar a favor de Alexis, aunque a renglón
seguido se desdijo y finalmente abdicó sus derechos y los de su hijo, dando
por finalizada la dinastía Romanov. Acababa de comenzar la era de los
soviets.
La familia imperial fue trasladada inicialmente a Tobolsk (Siberia) y
posteriormente a Ekaterimburgo, en donde les asesinaron el 17 de julio de
1918. El zar, su familia y cuatro fieles sirvientes fueron llevados al sótano de
la casa Ipatiev y fusilados. Parece ser que los verdugos tenían instrucciones
de mutilar y esconder los cuerpos de la familia imperial para que no pudiesen
ser reconocidos. Fue precisamente la ocultación de los cadáveres lo que
alimentó las especulaciones sobre la posible fuga del zarévich o alguna de las
hijas del zar. Entre los años 1991 y 2007 se exhumaron todos sus cuerpos y
actualmente se encuentran sepultados dentro de una fortaleza en la Catedral
de San Pedro y San Pablo, en San Petersburgo. En el año 2000 la Iglesia
ortodoxa canonizó a toda la familia real, incluidos el zar y el zarévich.
En el año 2004 se inauguró en San Petersburgo el primer museo del
erotismo, donde se puede admirar una impresionante colección de falos de
cerámica, si bien el principal centro de atracción del museo es el pene de
Rasputín, de 24 centímetros de largo. La pregunta es evidente, ¿cómo pudo
llegar hasta allí el órgano copulatorio del monje? Fue una criada la que
encontró el cadáver de Rasputín, y creyendo que parte de su poder residía en
los genitales, dónde, si no, decidió amputarlos y guardarlos como si de un
amuleto se tratase. Posteriormente, hacia 1920, una parisina lo adquirió y lo
mantuvo guardado, hasta que lo compró Marie, la hija del monje. La
siguiente vez que el pene entra en escena es tras la muerte de Marie Rasputín,
cuando Michael Augustine adquirió un lote de pertenencias de esta mujer. Al
descubrir un «supuesto pene» de Rasputín se puso en contacto con la casa de
subastas Bonhams, la cual descubrió el error. Aquello no era un pene sino un
Geoduck o Panopea abrupta, es decir, una almeja gigante de aspecto fálico
que habita en los mares del Pacífico. ¿Y si lo que tienen en el museo de San
Petersburgo resulta que es una Panopea abrupta?
UN INFARTO CEREBRAL DIO PASO
A UNA DICTADURA TOTALITARIA

Uno de los best seller del año 2015 fue El niño 44, una novela de Tom Rob
Smith ambientada en la época de la Rusia estalinista. En ella se cuenta cómo
Leo Stepánovich, un agente de la inteligencia soviética (MGB) y veterano de
Ejército Rojo, investiga una serie de asesinatos, tras caer en desgracia en el
sistema para el que trabaja. La novela está basada en el mayor asesino en
serie de la Unión Soviética, Andréi Chikatilo, responsable de la muerte de
más de cincuenta personas, la mayoría niños, entre los años setenta y los
noventa del siglo pasado. La novela fue llevada a la gran pantalla por Daniel
Espinosa y protagonizada por el británico Tom Hardy. El estreno de la cinta
fue prohibido por el Ministerio de Cultura ruso por «tergiversar los hechos
históricos».
En el año 2013 el centro de investigación sociológica Levada realizó una
encuesta en la que se preguntaba a los rusos por la opinión que tenían sobre
sus dirigentes del siglo XX. Algunos resultados fueron sorprendentes: el líder
mejor valorado fue Leonid Brezhnev, los encuestados recordaban su mandato
como la época más feliz de la historia de Rusia,102 y la imagen de Lenin y
Stalin fue verdaderamente notable, ya que obtuvieron una valoración positiva
del 55 y 50 por ciento, respectivamente.
El 22 de abril de 1870 nació Vladimir Ilich Ulianov, más conocido por
Lenin, el que con el paso de los años sería el líder del Partido Bolchevique y
fundador de la Unión Soviética y del leninismo, ideología que derivaría del
marxismo leninismo. Vladimir era hijo de María Alexandrovna Blank, una
mujer dotada de una fuerte personalidad y con ideas antizaristas, y de Ilia
Nikolayevich, un funcionario ruso, que ejerció de director de escuelas y,
posteriormente, como consejero del zar Nicolás II (1868-1918). ¡Las vueltas
que da la vida!
Durante su juventud Vladimir destacó en el estudio de las lenguas
clásicas, traducía con soltura del griego y del latín, y su expediente está
plagado de brillantes calificaciones. En 1887 su hermano Alexander fue
detenido tras un atentado fallido contra el zar Alejandro III (1845-1894), y
sometido a un juicio relámpago en el que, por supuesto, no se permitió a
ningún letrado defenderle. Fue acusado de alta traición al régimen y
condenado a la pena mayor, el fusilamiento. Este hecho quedará grabado en
la retina de Lenin el resto de sus días y muchos biógrafos lo consideran la
semilla revolucionaria.
En 1891, a la edad de veintiún años, obtuvo la licenciatura de derecho,
profesión que ejercería durante un breve periodo de tiempo en Samara, en
donde se dedicó a defender a personas que carecían de recursos económicos.
Con el paso del tiempo se implicó, de forma exponencial, en las revueltas
estudiantiles, lo cual propició que en 1895 fuese detenido y exiliado a la
gélida Siberia. Allí se casaría, tres años después, con Nadezhda Krupskaya
(1869-1939), más conocida como Nadia, una activista socialista que le
ayudaría a perfilar su ideología revolucionaria. Tras su liberación viajará por
diferentes países europeos, donde tendrá ocasión de entrevistarse con las
grandes personalidades socialistas del momento.
En 1900 fijó su residencia en Suiza, siendo uno de los fundadores del
primer periódico clandestino marxista: Iskra (La chispa).103 Será
precisamente durante este periodo cuando adopte su célebre pseudónimo:
Lenin. La elección del sobrenombre se debe a Plejánov, uno de los ideólogos
del marxismo, que usaba como pseudónimo Volgin, en alusión al río Volga;
Vladimir eligió Lenin, derivado del río Lena, que es más largo y que además
tiene un sentido contrario.
En 1917, tras haberse entrevistado con el alto mando alemán en
Finlandia, viajó a Petrogrado, en donde llevaría a cabo, meses después, la
Revolución Rusa, entre febrero y octubre de ese año, que terminó con el
derrocamiento del zar Nicolás II y la implantación de un nuevo sistema
político, basado en la primacía de los soviets. Una vez en el gobierno, Lenin
optó por firmar la paz, bastante desventajosa para Rusia, y abandonar de
forma definitiva la Gran Guerra por el Tratado de Brest-Litovsk.104 Esta
decisión política obtuvo numerosas críticas dentro de los bolcheviques más
exaltados, ya que por el tratado Rusia renunciaba a Finlandia, Polonia,
Estonia, Livonia, Curlandia, Lituania, Ucrania y Besarabia. La verdad es que
muy ventajoso no fue para los rusos.
Poco tiempo después Fanya Kaplan, una activista judía revolucionaria,
atentó contra Lenin tras pronunciar un discurso en una fábrica de armamento
de Moscú. La joven le disparó a quemarropa con una pistola. Dos balas
impactaron en sus pulmones y una tercera en un hombro. De forma milagrosa
el dirigente soviético consiguió salvar la vida, a pesar de negarse a ser
atendido en un hospital, puesto que temía ser asesinado dentro de él, y
ordenando que le trasladasen a sus aposentos del Kremlin. El estudio
radiológico que se llevó a cabo certificó que una de las balas estaba próxima
al canal espinal, pero se optó por no realizar ningún tipo de intervención,
puesto que las técnicas quirúrgicas del momento no aseguraban una
extracción libre de complicaciones.
En 1919 el periodista norteamericano John Reed escribió el libro Diez
días que estremecieron el mundo, en el que, en clave de reportaje, narra los
acontecimientos de la Revolución de Octubre. El libro gustó tanto a Lenin
que prologó la primera edición norteamericana: «Recomiendo esta obra con
toda el alma a los obreros de todos los países. Yo quisiera ver este libro
difundido en millares de ejemplares y traducido a todos los idiomas, pues
ofrece una exposición veraz y escrita con extraordinaria viveza de
acontecimientos de gran importancia para comprender lo que es la
revolución».
En mayo de 1922 Lenin sufrió un accidente cerebrovascular. En ese
momento tenía tan solo cincuenta y dos años. Le dejó como secuela una
pérdida de la movilidad del lado derecho del cuerpo, lo que en términos
médicos se conoce como hemiparesia derecha. Como es fácil suponer, esta
incapacidad le hizo delegar gran parte de las labores de gobierno en personas
de su confianza. En octubre un segundo accidente cerebrovascular le obligó a
abandonar la política activa. Por si esto no había sido suficiente, en marzo de
1923 un nuevo evento cerebrovascular le dejó postrado en la cama y sin
poder hablar. La aterosclerosis, esto es, el endurecimiento de las arterias,
estaba consiguiendo lo que no habían hecho sus enemigos: doblegarle. Su
deterioro neurológico fue acentuándose hasta que en enero de 1924 se
produjo el esperado exitus. Nada pudo hacer el equipo médico —compuesto
por veintisiete facultativos— que le atendió durante la larga agonía. En honor
a Lenin la ciudad de Petrogrado fue llamada Leningrado, nombre que
persistió hasta 1991. Tras la caída de la Unión Soviética pasó a llamarse San
Petersburgo.
Lenin dejó establecido en su testamento que no se construyeran
monumentos en su nombre y que sus restos fueran enterrados en Petrogrado,
en donde descansaban los de su familia. En contra de sus deseos, se
levantaron numerosas estatuas en su honor, no dejaron de hacerse memoriales
y fue inhumado en la Plaza Roja de Moscú, junto a los muros del Kremlin.
No serían las únicas disposiciones testamentarias que se incumplieron.
Tras sufrir su primer infarto cerebral había dejado escrita una serie de
directrices políticas para el correcto gobierno de la nación. La más famosa
fue bautizada como «Testamento de Lenin». En este codicilo alertaba al
Comité Central sobre las insanas intenciones políticas de algunos compañeros
de partido, entre los cuales se encontraban León Trotsky (1879-1940) y Josef
Stalin (1878-1953), en ese momento secretario general del Partido Comunista
de la Unión Soviética. Asimismo, solicitaba un mayor respeto de sus
coetáneos hacia las naciones no federadas en la Unión Soviética, puesto que
fácilmente se podía derivar hacia una actitud de tintes imperiales, incoherente
con el régimen que defendía. Su mujer fue la encargada de leer ante el
Comité Central este testamento. La historia nos demostró que sus
disposiciones principales cayeron en saco roto. ¿Habría sido distinta la
historia de la Unión Soviética si Lenin no hubiese enfermado? Es posible que
si el dirigente político no hubiese tenido infartos cerebrales a una edad tan
precoz los desmanes que cometió Stalin al sucederle no se hubieran
producido.
Tras el óbito, se procedió a realizar la autopsia al alto mandatario. La
empresa corrió a cargo del patólogo Alexi Abrikosov, al que se aleccionó
desde el partido para que demostrase que Lenin no había muerto de sífilis.
Espinosa labor tenía por delante el anatomopatólogo, puesto que su informe
sería mirado con lupa por la comunidad científica. La autopsia se realizó en
presencia de veintisiete médicos, entre los que se encontraba el alto comisario
de Sanidad, el doctor Nikolai Semashko y, para evitar miradas indiscretas, se
desestimó invitar a compañeros críticos con el gobierno, como el profesor
Vladimir Bekhterev, el célebre director del Instituto Neurológico de
Petrogrado. Como era de esperar, Abrikosov concluyó su informe con un
escueto juicio diagnóstico: «Arterosclerosis difusa, más marcada a nivel
cerebral». Por supuesto, omitía el término «sífilis» en su informe.
El cambio de régimen traicionaría el patriotismo del patólogo. Tras la
caída de la Unión Soviética fueron desclasificados los documentos oficiales y
las memorias de los médicos que atendieron a Lenin en sus últimos meses de
vida, mostrando que fue tratado con arsénico y yoduro potásico, fármacos
empleados en la época para combatir al Treponema pallidum, la bacteria
causante de la sífilis. El estudio de estos informes ha revelado que el 18 de
julio de 1895 Lenin tuvo que ser ingresado durante dos semanas en Suiza, en
una clínica especializada en el tratamiento de esta enfermedad venérea; y que
años después fue tratado en el hospital berlinés de Moabit por razones
desconocidas, al tiempo que su esposa sufría los efectos de «una enfermedad
femenina».105 Sobran los comentarios.
Tras la autopsia y antes de que el cuerpo fuese embalsamado, se extrajo
el cerebro para analizar cuáles eran las células neuronales de su genialidad
política. Con este propósito se inauguró el Instituto del Cerebro de Moscú,
cuya dirección fue encomendada a Víctor Kogt, un renombrado científico
alemán. Hasta la fecha, al menos que se sepa, las uniones cerebrales
(sinapsis) responsables de su valía política todavía no han sido descubiertas.
El icono por excelencia de Rusia es la Plaza Roja, uno de los espacios
más reconocibles del mundo. En sí misma es una necrópolis, en la que hay
cuatro tipos de formas funerarias, la primera y más llamativa, la que atrae a
todos los turistas, el Mausoleo de Lenin. La segunda se encuentra por detrás,
y allí están los enterrados de forma individual. Entre el Mausoleo de Lenin y
la muralla del Kremlin, cuentan con su tumba y un busto, entre otros, Stalin,
Brezhnev y Andropov. La tercera forma funeraria es la de los que también
están enterrados entre el mausoleo y la muralla pero carecen de busto, tan
solo tienen una pequeña lápida común; por último están los restos mortales
de los que descansan en la propia muralla y que tienen una pequeña placa-
lápida individual. Entre los así enterrados destacan Nadia y Yuri Gagarin.
Tan solo los turistas advertidos buscan entre la tercera forma funeraria la
tumba de un norteamericano, la de John Reed. En ella hay una lápida común
y una escultura de color rojizo de mármol y granito en forma de corona de
flores. ¡Un americano enterrado en la Plaza Roja!
UN REINO BIEN VALE UNA DIETA

La palabra obeso procede del latín obedere que significa literalmente


«alguien que se lo come todo». La primera vez que se utilizó esta palabra fue
en 1651, en un libro de medicina inglés. Durante la Prehistoria la incidencia
de obesidad, por razones obvias, debió de ser prácticamente nula; la única
constatación de la misma serían las estatuas de la Edad de Piedra que
representan a las diosas de la fertilidad. La más conocida es la Venus de
Willendorf,106 en la que aparece con un abdomen distendido, pechos
voluminosos y pendulares, y muslos abultados. En el siglo V a. C. la gran
figura de la medicina griega, Hipócrates de Cos, hizo algunas oportunas
consideraciones que a pesar del tiempo transcurrido siguen siendo válidas:
«La muerte súbita es más frecuente en los obesos que en los delgados».
A lo largo de la historia ha habido muchos ejemplos de obesidad en las
casas reales; quizás el más antiguo del que tenemos constancia fue el de la
reina Ati del reino de Punt. En la Antigüedad existió un lugar remoto,
actualmente desconocido, en donde los egipcios se abastecían de riquezas que
no poseían, era el lejano reino de Punt. Para ellos era el auténtico El Dorado,
un escenario de leyendas y oscuros relatos mitológicos, desde donde llegaban
jirafas, pieles de leopardo, ébano, perros, marfil, maderas perfumadas… La
reina Hatshepsut decidió realizar una expedición a este territorio en el noveno
año de su reinado (1494 a. C.). Después de unos meses de viaje llegaron a la
tierra de Punt, en donde fueron recibidos por el rey Perehu, su obesa mujer
Ati y tres de sus hijos. La reina de Punt aparece representada en uno de los
relieves del templo de Hatshepsut en Deir-el-Bahari. Se trata de una extraña
mujer, contrahecha y evidentemente obesa.
La Edad Media fue un periodo de grandes hambrunas y la gordura se
convirtió en la condición visible de la riqueza. De esta época tenemos varios
ejemplos de obesos en las cortes europeas: el rey normando Guillermo el
Conquistador, el emperador carolingio Carlos III el Gordo, Luis VI el Gordo
de Francia, Alfonso el Gordo de Portugal, Enrique I el Gordo de Navarra y
Sancho I el Craso, que se vio obligado a seguir una dieta de adelgazamiento
para recuperar su trono.
Corría la primera mitad del siglo X cuando nació Sancho I de León (935-
966), hijo de Ramiro II y de su segunda esposa, la reina Urraca Sánchez, y
nieto de la omnipotente reina Toda de Navarra. Decir que el infante Sancho
era orondo es decir poco: su obesidad era monstruosa, mórbida si utilizamos
el término médico actual. No en balde los cristianos y los moros le conocían
por el sobrenombre de el Craso (el gordo). Este hecho es bastante llamativo,
ya que en la España cristiana de la época la alimentación era sobria por
razones de escasez. Las crónicas nos cuentan que llegó a pesar 21 arrobas,
una medida de peso castellana que traducida a kilogramos daría algo más de
240 kilos. ¡Una barbaridad! De haber vivido en el siglo XIX el rey Sancho
pudo haber formado parte del Club de los Cien Kilos, un selecto club parisino
cuyos miembros se congregaban para celebrar banquetes.
Al rey Ramiro II le sucedió su hijo mayor Ordoño III (951), fruto de un
matrimonio anterior. Sancho intentó arrebatarle por la fuerza el trono, pero su
obesidad se lo impidió, ya que no solo era incapaz de montar a caballo, sino
que ni siquiera podría empuñar la espada. La obesidad le había transformado
en un auténtico inválido. La culpa de la obesidad radicaba en la falta de
voluntad. Según las crónicas de la época Sancho era insaciable y sus comidas
eran pantagruélicas. Al parecer hacía diariamente siete comidas con diecisiete
platos diferentes, compuestos principalmente por carne de caza.
La fortuna sonrió al Craso, ya que el reinado de su hermanastro duró tan
solo cinco años, al cabo de los cuales Sancho subió al trono leonés en el
verano de 956. Gobernó su reino no sin cierta dificultad, ya que su gordura
era pasto de las críticas y de la desesperación de buena parte de la nobleza.
Para colmo de males, una de las primeras medidas que tomó el bueno de
Sancho fue deshacer su relación de dependencia con su tío, el conde
castellano Fernán González, lo que era una forma de afianzar su autoridad
como rey. La verdad es que la jugada no pudo ser más desafortunada. Al
conde le faltó tiempo para mover las fichas en contra del soberano: se dedicó
a malmeter en contra de Sancho, desprestigiando su autoridad, puesto que ni
siquiera era capaz de valerse por sí mismo para levantarse de la cama y para
andar. Fernán González incluso fue más allá, poniendo en duda la
continuidad dinástica, puesto que la obesidad le impedía demostrar
públicamente que había consumado el matrimonio. El malestar fue en
aumento y un día del año 957 Sancho I fue depuesto sin más miramientos por
las tropas del conde castellano, las cuales colocaron en el trono al yerno del
conde, que comenzó a reinar con el nombre de Ordoño IV. De esta forma
todo quedó en familia. Este nuevo soberano era un individuo contrahecho, de
escasas cualidades humanas y dotado de una protuberante joroba. Pasaría a la
historia con el sobrenombre de el Malo.
Sancho I de León acababa de perder el reino por culpa de su
desmesurada obesidad; suponemos que refunfuñando y maldiciendo al conde
y a su yerno por partes iguales, huyó a Navarra a refugiarse en las faldas de
su abuela la reina Toda. La soberana, que estaba a punto de ser octogenaria,
era una mujer de armas tomar, excepcionalmente culta e inteligente para la
época. En lugar de amilanarse y dedicarse a consolar a su voluminoso nieto,
decidió tomar cartas en el asunto para que recuperase el trono con la mayor
celeridad. Había que dar un golpe de efecto. Lo primero que Sancho tenía que
hacer era perder kilos y tener una presencia más respetable. Eso sí, ¿dónde
encontraba en el siglo X una clínica de cirugía estética? La reina Toda lo vio
claro, en Córdoba. Allí se encontraba Abderramán III, el primer califa omeya
y el enemigo número uno de la cristiandad, al frente de una corte de sabios
difícilmente igualable en otro punto del territorio peninsular.
La reina Toda solicitó ayuda al califa, el cual no dudó un instante en
mandarle a su médico personal, el judío Hasday Ibn Saprut. Es fácil imaginar
que esta decisión debió de agradar al soberano musulmán, puesto que era una
forma de convertirse en árbitro en un conflicto entre monarcas cristianos. El
físico y políglota judío era un individuo de escasa estatura, según las crónicas
poco más de un metro. Había nacido en el año 915 en Jaén y ha pasado a la
historia como el principal impulsor de la edad de oro de la cultura judía en
España. Destacó como médico en Al-Ándalus, en donde se le tenía por
descubridor de un remedio universal, al que había bautizado como el nombre
de Al-Faruk, que era una especie de antídoto contra todo tipo de venenos.
Cuando Hasday, al que apodaban el Jienense, se entrevistó con Sancho,
debió de quedarse asombrado. Aquello era algo fuera de lo común, es muy
probable que no hubiese visto cosa igual. Allí, alejado de sus remedios y sus
pócimas, nada podía hacer; era necesario que Sancho viajase a Córdoba para
someterse a un tratamiento adelgazante. En caso contrario se veía incapaz de
devolver a Sancho «la primitiva astucia de su ligereza».
Poco tiempo después la reina Toda, su nieto Sancho y una delegación de
navarros, compuesta por la flor y nata de la nobleza y la Iglesia, emprendió el
viaje hacia la capital omeya; el cual no pudo ser más esperpéntico, puesto que
como Sancho no podía cabalgar se vio obligado a recorrer los más de 700
Kilómetros en parihuelas.
En Córdoba había una gran expectación, ya que era la primera vez que
dos monarcas cristianos visitaban la ciudad en son de paz y reconociendo el
enorme prestigio del califato cordobés. Abderramán III les ofreció una
fastuosa recepción, en donde no faltó de nada, en su palacio de Medina
Azahara. La delegación cristiana intentó que Sancho entrase en la ciudad
subido a lomos de un burro, pero el pobre animal era incapaz de soportar el
peso del leonés, por lo que finalmente tuvo que sufrir la humillación de entrar
a pie.
Fue en Medina Azahara donde se acordó que Hasday se aplicaría en
cuerpo y alma para conseguir que Sancho tuviera un aspecto lozano y
saludable, y que luego las tropas de Abderramán III le ayudarían a conseguir
el ansiado trono leonés. Estaba claro que esta ayuda tendría su
contraprestación: los musulmanes conseguirían diez fortalezas en la ribera del
Duero, puntos estratégicos para el ataque y la defensa del califato.
Una vez instalado, Sancho se sometió a un verdadero calvario; por orden
del físico Hasday le encerraron en una habitación y le amarraron pies y
manos a la cama. Tan solo le sacaban de su cautiverio para obligarle a dar
largos paseos, en los que era tirado con cuerdas por esclavos, mientras
Sancho caminaba sujeto a un andador. Cuando el ejercicio terminaba, le
obligaban a tomar interminables baños de vapor, los cuales eran, si cabe, un
sufrimiento mayor para el leonés. A pesar de todo, este ejercicio físico no era
nada en comparación con los hábitos dietéticos que le obligaban a seguir.
Para evitar que pudiera ingerir alimentos Hasday mandó que le cosieran la
boca y que dejasen tan solo un pequeño hueco para que pudiera absorber con
la ayuda de una paja unas infusiones que lo mantenían en una constante
diarrea.
Con el paso de los días su cuerpo adquiriría la flacidez propia de los
adelgazamientos. Los colgajos de carne campaban a sus anchas por todos los
rincones de su cuerpo, por lo que Sancho tuvo que ser sometido a unos
terribles masajes para que la piel recuperase la firmeza.
Toda no tardó en regresar a Navarra, puesto que era la reina regente tras
la muerte de su marido, dejando a su nieto en manos de los médicos árabes.
El resultado de la dieta y el ejercicio físico no se hizo esperar. Después
de someterse durante cuarenta largos días a esta estricta y nociva dieta,
consiguió rebajar su peso a 120 kilos y caminar durante marchas de más de 5
kilómetros sin necesidad de tener que ser tirado por cuerdas ni usar andador.
Además consiguió montar a caballo, alzar la espada y, quizás lo que más le
animó a nivel personal, yacer con una mujer. ¡Ya estaba en condiciones de
recuperar el trono!
Un día del año 959 Sancho abandonó Córdoba y al frente de huestes
musulmanas y navarras puso rumbo a su querido León. Las ciudades se
fueron rindiendo a su paso hasta llegar a la capital, en donde no encontró la
más mínima resistencia. Ordoño IV, en un alarde de falta de cortesía y
cobardía, huyó a Asturias, luego a Burgos y finalmente a tierra mora,
buscando la ayuda de Abderramán III. Sin embargo, el califa era hombre de
palabra y mantuvo su alianza con Sancho. Lo cual no se vio correspondido
por el leonés, que nunca pagó al califa las fortalezas prometidas. Es más,
cuando en el año 961 Abderramán III falleció, Sancho dio la cuenta por
zanjada, hecho que no aceptó su sucesor, Al-Hakam, que obviamente estaba
al tanto de las cosas de su padre y de forma reiterada exigió a Sancho el
cumplimento del trato. El leonés, afianzado en el trono y arropado por la
reina de Navarra, se reiteraba en su negativa.
Poco tiempo antes de conseguir el trono había fallecido la reina Toda, a
la que tanto debía Sancho. Tenía ochenta y dos años cuando un día de octubre
del año 958 se empeñó en subir a la torre del homenaje del castillo de Olite,
en donde vivía, para contemplar el color de los chopos. A la bajada tuvo un
traspié, rodó y las heridas acabaron causándole la muerte pocos días después.
Es fácil imaginar lo mucho que le habría gustado ver el desenlace final de tan
esperpéntica empresa.
En el año 960 Sancho, ya recuperado, se casó y tuvo dos hijos,
asegurando la continuidad dinástica. Su reinado no estuvo exento de nuevos
conflictos. Sissando II, el obispo de Iria Flavia, y el conde Gonzalo
Fernández, que tiempo atrás se había puesto del lado de Fernán González, se
rebelaron contra el monarca. Sancho demostró una fortaleza inaudita, no solo
hizo frente a los sublevados, sino que derrotó y encarceló al obispo Sissando.
En cuanto a Gonzalo Fernández, decidió optar por la vía diplomática. Al
parecer se reunió con él y durante la entrevista comió una manzana que le
ofreció el conde. Horas después de este encuentro el monarca enfermó, ante
la sospecha de que hubiese sido envenenado se puso camino a León, con el
fin de ser atendido por sus médicos de confianza, pero el destino quiso que no
llegase. Tres días después fallecía en el monasterio de Castrelo de Miño
(Orense). Era noviembre del año 966, curiosamente una pieza de fruta
ponzoñosa acabó con la vida del hombre que perdió su trono por culpa de su
descomunal obesidad.
LA PESTE NEGRA DE LA EDAD MEDIA

A mediados del siglo XIV, entre 1346 y 1347 estalló la mayor epidemia de
peste de la historia de Europa, tan solo comparable con la que asoló el
continente en tiempos del emperador Justiniano (siglos VI-VII). Desde ese
momento la enfermedad se convirtió en una inseparable compañera de viaje
de la población europea y no nos abandonó hasta comienzos del XVIII.
Es muy posible que la epidemia se originase en el norte de la India,
probablemente en las estepas de Asia central, y desde allí los ejércitos
mongoles la llevasen hacia el oeste, hasta la Península de Crimea.
Precisamente en ella era donde los genoveses tenían una colonia, en la ciudad
de Caffa (actual Feodosia), a orillas del Mar Negro. En 1346 Caffa fue
asediada por el ejército mongol, en cuyas filas hubo casos de peste negra. La
incapacidad de conquistar la ciudad se tradujo en odio hacia los genoveses y
eso se plasmó en el lanzamiento de los cadáveres de guerreros fallecidos por
la peste mediante catapultas al interior de los muros de la ciudad. Es cierto
que tampoco se puede descartar que la bacteria penetrase en el interior de
Caffa a través de ratas infectadas.
Sea como fuere, la peste se propagó con enorme celeridad por la colonia
genovesa y cuando algunos mercaderes consiguieron escapar en barco de la
ciudad se la llevaron consigo hasta Génova, desde donde se extendió por toda
Italia en 1347. Al año siguiente la peste se había propagado ya por casi toda
Europa,107 asolando además Asia y África.
Boccaccio, el autor florentino del Decamerón, nos explica en diez
cuentos las historias de siete mujeres y tres hombres que huyen de la peste
que asola Florencia. En las primeras páginas de su libro nos cuenta por qué
los protagonistas abandonan sus casas, siendo una de las mejores
descripciones de la epidemia: «Esta peste cobró una gran fuerza; los
enfermos la transmitían a los sanos al relacionarse con ellos, como ocurre con
el fuego a las ramas secas cuando se les acerca mucho (…). Casi todos
tendían a un único fin: apartarse y huir de los enfermos y de sus cosas;
obrando de esta manera, creían mantener la vida. Algunos pensaban que vivir
moderadamente y guardarse todo lo superfluo ayudaba a resistir tan grave
calamidad y así, reuniéndose en grupos, vivían alejados de los demás,
recogiéndose en sus casas (…). A la vista de la cantidad de cadáveres que día
a día y casi hora a hora eran trasladados, no bastando la tierra santa para
enterrarlos, ni menos para darles lugares propios, según la antigua
costumbre…».
El índice de mortalidad a consecuencia de la peste negra fue muy alto y
pudo llegar a alcanzar incluso el 60 por ciento en el conjunto de Europa, ya
como consecuencia directa de la infección, ya por los efectos indirectos de la
desorganización social provocada por la enfermedad, desde las muertes por
hambre hasta el fallecimiento de niños y ancianos por abandono o falta de
cuidados.108 Se estima que unos veinticinco millones de personas fallecieron
tan solo en Europa, a lo que habría que sumar de cuarenta a sesenta millones
de muertos en Asia y África.
Algunos estudiosos proponen que la modalidad mayoritaria fue la peste
neumónica o pulmonar, y que su transmisión a través del aire hizo que el
contagio fuera muy rápido. Sin embargo, cuando se afectaban los pulmones y
la sangre la muerte se producía de forma segura y en un plazo de horas, de un
día como máximo, y a menudo antes de que se desarrollara la tos
expectorante, que era el vehículo de transmisión. Por tanto, dada la rápida
muerte de los portadores de la enfermedad, el contagio por esta vía solo podía
producirse en un tiempo muy breve, y su expansión sería más lenta.
En la Edad Media había un desconocimiento absoluto del mecanismo de
transmisión de las enfermedades infecciosas, lo cual no debe extrañarnos
porque todavía no se habían sentado las bases de la ciencia moderna. Los
científicos del momento habían elaborado diferentes teorías, a cada cual más
absurda, para poder explicar este tipo de patologías. Algunos pensaban que se
producía por los miasmas, a través de la corrupción del aire provocada por la
emanación de materia orgánica en descomposición, los cuales se transmitían
a través de la respiración o por contacto con la piel. Otros pensaban que el
origen era astrológico (conjunción de determinados planetas, los eclipses o
bien el paso de cometas) o geológico (erupciones volcánicas y movimientos
sísmicos que liberaban gases y efluvios tóxicos), e incluso se llegó a pensar
que el contagio se producía a través de la vista. También se desconfió de
todos los extranjeros y de los peregrinos, y se buscaron chivos expiatorios, lo
que propició que algunas ciudades cerraran sus murallas para protegerse de la
enfermedad. Todos estos hechos se consideraban fenómenos sobrenaturales
provocados por la cólera divina como castigo por los pecados cometidos por
la humanidad.
El principal problema al que se enfrentaban los médicos era
proporcionar un tratamiento adecuado a los enfermos y, sobre todo, evitar
que la enfermedad se propagase. Los médicos adoptaron una serie de
medidas higiénicas, además del aislamiento, destinadas a evitar el contagio:
huir de la región afectada,109 purgarse con aloes, realizar sangrías y purificar
el aire con fuego. Los médicos recomendaban que los bubones se madurasen
con cebollas e higos cocidos, que a continuación se abriesen y se curasen. Se
pensaba que existía «algo» desconocido que era capaz de atravesar el aire
desde el enfermo hasta el sano, y que pasaba desde los objetos inanimados a
las personas. Por este motivo, cuando un apestado moría se ordenaba quemar
todos los objetos que hubieran estado en contacto con él y se enjalbegaban las
paredes de los edificios en los que había estado albergado. Estas medidas
motivaron que se perdiesen muchas obras de arte que tenían por soporte los
muros de los edificios.
De forma paralela en toda Europa se llevaron a cabo las llamadas
«procesiones de los flagelantes», que cruzaron regiones y países en actitud
penitencial. Estas procesiones fueron prohibidas por el papa Clemente VI,
quién acusó de fanáticos a los flagelantes y los condenó como herejes.
En los años 1575-1577 la ciudad de Venecia sufrió una epidemia de
peste. Para combatirla los venecianos crearon dos islas-hospital: el Lazaretto
Viejo (se llevaban enfermos y objetos contaminados) y el Lazaretto Nuevo
(con personas y objetos sospechosos de estar contaminados). El magistrato
della sanitá realizó por vez primera una estadística médica para constatar la
gravedad de la epidemia. Además, fue precisamente durante esta epidemia
cuando los médicos adoptaron por vez primera una vestimenta especial para
atender a los pacientes con peste: guantes de cuero, gafas, sombrero de ala
ancha y un enorme abrigo de cuero encerado que les llegaba hasta los
tobillos.110 Los galenos usaban una máscara en forma de pico de ave, el cual
se rellenaba de plantas aromáticas para mitigar los malos olores; la máscara
incluía ojos de cristal para salvaguardar los globos oculares.111 El
estrambótico vestuario se complementaba con una vara que utilizaban los
médicos para apartar a aquellos enfermos que se acercaban demasiado.
Asimismo, se iniciaron medidas de aislamiento, siendo las autoridades
de Marsella las primeras que las adoptaron. Establecieron que todo barco que
llegase a su puerto con un enfermo o con una persona sospechosa de padecer
la enfermedad debía permanecer a bordo durante treinta días antes de bajar a
tierra. Los venecianos prolongaron este periodo a cuarenta días, lo cual dio
lugar al término cuarentena, vocablo que se sigue empleando para referirnos
al periodo de observación al que se somete a una persona para detectar signos
o síntomas de una enfermedad infecciosa.
EL EMBARAZO FANTASMA QUE
FRUSTRÓ LA UNIÓN DE DOS IMPERIOS

El 23 de abril se celebra el Día del Libro en muchos países, debido a que se


cree que dos grandes de las letras —Miguel de Cervantes y William
Shakespeare— fallecieron ese día del año 1616. La verdad es que esta
coincidencia presenta dudas nada desdeñables. Por una parte, el bardo inglés
murió realmente el 23 de abril del citado año, pero del calendario juliano, ya
que en aquella época Inglaterra no se regía por el calendario gregoriano, por
lo que realmente sucumbió en mayo y no en abril. Por otra parte, Cervantes
murió el 22 de abril de 1616, lo que sucede es que fue enterrado al día
siguiente, el día 23. Por tanto, ni uno ni otro fallecieron el Día del Libro. El
que sí que murió el 23 de abril de 1616 fue el historiador y también escritor
Gómez Suárez de Figueroa, apodado Inca Garcilaso de la Vega. Los tres
escritores pudieron haber tenido el mismo soberano si un embarazo fantasma
no hubiera frustrado la unión de dos imperios enemigos, el español y el
inglés.
La dinastía Tudor gobernó el reino de Inglaterra entre los años 1485 y
1603. Su emblema era una rosa de diez pétalos, cinco blancos y cinco rojos
en el borde exterior: de esta forma se simbolizaba la unión de la casa de York
y la casa de Lancaster, las cuales disputaron una de las guerras civiles más
sangrientas del siglo XV. El primer miembro de la dinastía fue Enrique VII,
que puso fin a la Guerra de las Dos Rosas al vencer a Ricardo III. Le
sucedería su hijo Enrique VIII, que reinó entre los años 1509 y 1547 y que
tuvo seis esposas: Catalina de Aragón, Ana Bolena, Juana Seymour, Ana de
Cléveris, Catalina Howard y Catalina Parr. Una de las hijas de Enrique VIII,
María Tudor, le sucedió en el trono de Inglaterra. María nació en el palacio
de Greenwich el 18 de febrero de 1516 y fue la única hija habida en el
matrimonio entre Enrique VIII de Inglaterra y Catalina de Aragón. Por tanto,
era nieta de los Reyes Católicos y prima hermana de Carlos I de España.
La infancia de María en la corte inglesa no fue precisamente fácil. Su
padre se enamoró de Ana Bolena (1501-1536), una joven aristócrata, morena,
de rostro largo y ovalado, de figura elegante, glamurosa, que cuidaba en
grado extremo la estética.112 Sus contemporáneos la definieron como
hipnótica, apasionada, impulsiva e irracional. Con todos estos calificativos no
es de extrañar que Enrique VIII enloqueciese cuando el papa Clemente VII le
negó de forma reiterada el divorcio.113 ¿Qué opción le quedaba entonces a
Enrique VIII? Hacer caso omiso. El arzobispo de Canterbury anuló el
matrimonio y casó a Ana Bolena con el orondo monarca, convirtiéndola de
este modo en reina de Inglaterra. A renglón seguido Clemente lo excomulgó,
a lo que Enrique respondió con un órdago a la grande: dejó de reconocer la
autoridad papal, aunque no los ritos católicos, y se proclamó jefe de una
nueva Iglesia —por el Acta de Supremacía Real que aprobó el Parlamento
—;114 de esta forma nadie podría negarle sus propósitos matrimoniales. A
grandes males, grandes remedios. No deja de ser curioso que años atrás otro
papa, León X, le había declarado «defensor de la fe», gracias a sus ataques a
la Reforma protestante.115
Cuando la reina dio a luz a una niña, la que se convertiría años después
en Isabel I (1533-1603), arremetió contra su hijastra, la pobre María, hasta el
punto de intentar que pasase a formar parte del servicio de cámara de la
princesa Isabel.
Todo este tipo de situaciones forjó un carácter enigmático, reservado,
desconfiado y tremendamente introvertido. María temía ser envenenada, por
lo que tan solo probaba aquellos alimentos que habían sido previamente
probados por otros comensales. En 1536 la suerte, que había sido tan esquiva
con María, concedió una pequeña alegría a la joven inglesa. Ana Bolena cayó
en desgracia en la corte; su esposo, decepcionado por la falta de un hijo
varón, la acusó formalmente de adulterio, la hizo torturar para que confesara
y, a continuación, la decapitó. Los prelados declararon, por iniciativa real, la
nulidad matrimonial.
A reina muerta, reina puesta. Tan solo veinticuatro horas después de la
ejecución Enrique VIII contraía nuevas nupcias. En esta ocasión la
afortunada era Juana Seymour (1508-1537). A la tercera va la vencida, el
soberano consiguió con su nueva esposa lo que no le habían dado las
anteriores: un heredero varón. Con el nacimiento del enfermizo príncipe de
Gales, el futuro Eduardo VI, la posibilidad de alcanzar el trono quedaba
truncada para María Tudor. Al menos de momento.
En 1547 Enrique VIII se despidió de sus contemporáneos, siendo
enterrado en la capilla de San Jorge, en el castillo de Windsor. A lo largo de
la siguiente década sus tres hijos se sentarían en el trono de Inglaterra. El
primero fue Eduardo VI, el primer monarca protestante inglés, que falleció a
los quince años de edad a consecuencia de la tuberculosis. Le seguirían
María, la hija de Catalina de Aragón, e Isabel, la hija de Ana Bolena.
En 1553 María Tudor, con la ayuda de un fiel ejército, se hizo con el
trono inglés. Este suceso ponía fin a una vida plagada de sufrimientos y
humillaciones. En ese momento contaba treinta y siete años, y era defensora a
ultranza del catolicismo, la religión de su madre y de sus abuelos. La
cristiandad europea no pudo disimular la alegría con su llegada al trono,
poniendo fin a un paréntesis de anglicanismo. Además la reina no conocía
varón, estaba soltera, por lo que Inglaterra se presentaba como un plato
político apetitoso, al menos en la teoría, porque la verdad es que María era
una mujer poco agraciada. En un retrato de Antonio Moro se nos muestra de
estatura media, cuerpo rechoncho, frente despejada y pelo ralo, diríamos que
casi calva; para disimular la pérdida capilar María se vio obligada a utilizar
pelucas de diferentes colores. Sus ojos carecen de brillo y en el retrato se
adivina la pérdida de piezas dentarias.
A pesar de todo, el emperador Carlos I mandó activar todos los
engranajes de la política española y propuso el enlace entre su primogénito
Felipe y la reina inglesa. Debido a que en el siglo XVI las posibilidades de
realizar un viaje a una corte vecina para conocer al posible pretendiente era
una empresa muy costosa y arriesgada, se optaba por el retrato. Los reyes
encargaban a un pintor de la corte que les hiciese un retrato, que luego se
enviaría a la nación amiga. Esto fue precisamente lo que hicieron María y
Felipe. El príncipe español recibió el cuadro de Antonio Moro, el cual no
debió de entusiasmarle. No es difícil imaginar la cara de Felipe, un joven de
veintisiete años, al ver semejante adefesio. Peor suerte no podía haber tenido.
Sin embargo, y por razones de Estado, acató la decisión de su padre: «Pues
que V. M. piensa como me dice y desea arreglar el matrimonio conmigo, ya
sabe que soy su hijo obediente y no tengo más deseos que el suyo».
A María de Hungría, la tía del príncipe español, le correspondió enviar
el cuadro de Felipe. Mandó uno realizado por Tiziano, en donde se mostraba
a un joven agraciado, de cabellos rubios y barba majestuosa. María no podía
aspirar a un mejor galán en aquel momento; inmediatamente se quedó
prendada de Felipe, hasta el punto que mandó acelerar los trámites
matrimoniales.
Previo al compromiso, se firmó un contrato por el que se establecía que
María Tudor nunca se vería obligada a seguir a su esposo al extranjero y que
el hijo que naciera de la unión heredaría la corona de Inglaterra y la de los
Países Bajos, y en caso de que falleciese el primogénito de Felipe, como así
fue, también la corona española. En otras palabras, el matrimonio entre María
y Felipe sentaba las bases de una enorme nación que abarcaría las actuales
España, Holanda, Bélgica y Reino Unido. Es fácil imaginar la cara que se les
quedó a los franceses cuando se enteraron de la noticia.
Una vez se hubieron firmado las capitulaciones, se celebró la boda por
poderes. El escenario elegido fue Londres. El príncipe Felipe fue
representado por el conde de Egmont, que, siguiendo el estricto protocolo del
momento, se tendió en el lecho nupcial junto a la novia. Pero que nadie se
alarme, lo hizo vestido con una aparatosa armadura. Seis meses después de la
ceremonia, en julio de 1554, el príncipe Felipe partió hacia la capital inglesa
a bordo del Espíritu Santo.116 El 23 de julio María y Felipe se conocieron en
el palacio de Winchester. Al parecer, y siguiendo las costumbres inglesas del
momento, ella le besó la mano a él, mientras que Felipe, un poco más
lanzado, «la besó en la boca que es uso de la tierra». Al día siguiente tuvo
lugar una gran recepción pública, en la que Felipe fue investido rey de
Nápoles,117 para que pudiera estar en igualdad de condiciones.
A pesar de la falta de atractivo de la reina inglesa, el príncipe cumplió
con sus deberes conyugales y a finales de 1554 la corte londinense anunciaba
a bombo y platillo el embarazo regio, María estaba embarazada. Como toda
gestante, durante las siguientes semanas la reina se quedó sin menstruación y
el abdomen empezó a crecer. María, que estaba a punto de cumplir su mayor
deseo, ser madre, se retiró a Hampton Court a preparar con todo tipo de
detalles los juguetes y la ropa del futuro príncipe. En las crónicas de la época
se recoge que en más de una ocasión refirió a sus damas de compañía los
movimientos fetales: «Una criatura se ha movido en mi seno».
Los galenos de la corte estimaron que el parto tendría lugar para finales
del mes de mayo de 1555. Por aquellos días el embajador Michelli escribía:
«Ese parto, el cual según dicen (…) dentro de dos días (…) el vientre de S.
M. ha bajado grandemente, un dato más de que se aproxima el término». Sin
embargo, mayo terminó sin novedad alguna y junio finalizó de igual forma.
Ruy Gómez da Silva, secretario de Carlos V, escribió una epístola a su señor:
«Aunque su vientre abulta tanto como el de Gutiérrez López, todavía sigo en
mis dudas de que esté encinta». Razones no le faltaban, puesto que durante
las semanas siguientes los cortesanos asistieron estupefactos a la pérdida de
volumen del abdomen de su soberana: poco a poco se fue desinflando. La
reina había sufrido una infrecuente enfermedad conocida como embarazo
fantasma o pseudociesis, que aparece en algunas mujeres que tienen deseos
imperiosos de quedarse embarazadas. Las pacientes, tal y como le sucedió a
María Tudor, presentan una sintomatología que no ofrece dudas en cuanto a
que se trata de un embarazo, pero al final del mismo la clínica desaparece tal
y como se había iniciado.
Felipe debió de quedarse estupefacto ante el desarrollo de los hechos, no
debía dar crédito a lo sucedido. A finales de agosto de ese año, ante el
requerimiento de su padre, partió hacia Flandes. Estaba a punto de heredar un
vasto imperio, en el cual «no se ponía el sol». Poco después de producirse la
abdicación imperial Francia declaró a España la guerra, y esto obligó a Felipe
a regresar al lado de su esposa, puesto que era menester involucrar a
Inglaterra en la contienda contra los franceses.
Felipe se encontró a María aún más desmejorada si cabe. Durante su
ausencia había envejecido a pasos agigantados. El soberano pasaría en la isla
desde mayo hasta julio de 1557.118 La brevedad de la estancia no fue óbice
para que la pareja retomase sus quehaceres matrimoniales, y la verdad es que
debieron hacerlo con buena letra, ya que poco tiempo después María escribía
a su esposo para informarle de que había fundadas sospechas de encontrarse
embarazada. Felipe, en vista de lo sucedido meses atrás, se debió de tomar
esta información con una natural reserva. Es más, no se planteó retornar a
Inglaterra al lado de su esposa.
En efecto, la reina mostró nuevamente una distensión abdominal, que se
acompañó de un enorme cansancio, pérdida de apetito y malestar general. Su
médico personal, el doctor Wuit, nada pudo hacer sino asistir a un
agravamiento progresivo e imparable de su situación física. A finales de
octubre la reina apenas podía pasear por sí misma por los jardines de palacio
y a duras penas podía levantarse de su lecho. La situación se hizo
insostenible, teniendo que abdicar en su hermanastra Isabel, la hija de Ana
Bolena. Doce días después encontró el descanso eterno. Los funerales de
María Tudor tuvieron lugar en la Abadía de Westminster y fueron los últimos
de un soberano inglés siguiendo la liturgia católica.
María fue reina de Inglaterra durante tan solo cinco años y soberana
consorte de España durante tres, tiempo en el cual no llegó a pisar suelo
español. Con su embarazo fantasma se truncó la posibilidad de que un rey
hubiese tenido súbditos que hablasen la lengua cervantina y súbditos que
recitasen en la lengua shakespeariana.
Cuando uno visita el mausoleo de Felipe II en el monasterio de El
Escorial, realizado por el escultor Pompeo Leoni, se muestra extrañado al
observar al monarca acompañado únicamente de tres de sus esposas (María
Manuela de Portugal, Isabel de Valois y Ana de Austria). ¿Por qué no está
María Tudor?
LA DEPRESIÓN QUE CAMBIÓ
EL MAPA DE EUROPA

En el año 1500 el rey Manuel de Portugal (1469-1521), conocido como el


Afortunado, tras enviudar de Isabel, se desposó en segundas nupcias con la
benjamina de los Reyes Católicos, la infanta María. Con ella tendría diez
hijos: Juan —el heredero de la corona—, Isabel, Beatriz, Luis, Fernando,
Alfonso, María, Enrique, Eduardo y Antonio. El sobrenombre del monarca
nada tiene que ver con su fortuna para buscar esposa, puesto que enviudó en
dos ocasiones, sino que hace relación a los grandes logros y acontecimientos
políticos que sucedieron durante su reinado, entre los cuales cabe destacar el
descubrimiento de Brasil y la ruta Atlántica hacia las Indias por el Cabo de
Buena Esperanza.
Pongamos nuestra mirada en Isabel, la segunda hija del rey luso. La
infanta nació en la madrugada del 25 de octubre de 1503, en la capital
portuguesa; de su infancia poco sabemos, suponemos que transcurriría entre
risas y juegos, lo propio de las infantas de la época. En 1517, cuando tan solo
contaba catorce años, su vida cambió bruscamente. El fallecimiento de su
madre la convirtió de la noche a la mañana en madre y hermana del resto de
los infantes. Tres años después su padre, el rey, se casaría por tercera y última
vez. En esta ocasión la elegida fue Leonor, la hermana de Carlos I de España.
Este nuevo matrimonio sería efímero, apenas duraría dos años, al cabo de los
cuales la infanta Isabel quedaba bajo el amparo de su madrastra. Leonor, lejos
de perjudicarla, favoreció el enlace entre su hermano y ella, robusteciendo de
esta forma los lazos entre las naciones vecinas.
Isabel llegó a España en 1526, tras haber obtenido la dispensa papal que
autorizaba la boda entre Carlos e Isabel, que eran primos hermanos.119 Isabel
fue acompañada por dos de sus hermanos hasta la frontera hispano-lusitana:
«A unos treinta pasos antes de la raya salió la emperatriz de la litera en que
venía…».120 La comitiva haría un alto en Badajoz, desde donde puso rumbo
a Sevilla, el lugar elegido para el encuentro nupcial. Si la joven esperaba ser
recibida por el apuesto monarca estaba muy equivocada, ya que Carlos se
encontraba enfrascado en ese momento en un asunto sumamente espinoso;
por aquel entonces Francisco I de Francia se encontraba preso en Madrid,
concretamente en la Torre de los Lujanes.121 Las condiciones de la liberación
del monarca galo fueron las responsables de que la llegada del apuesto novio
a la capital andaluza se demorase unos días.
El encuentro se produjo finalmente el 10 de marzo, el rey presentó sus
respetos a la infanta portuguesa todavía cubierto «por el polvo del camino».
El mismo día del encuentro, teniendo por escenario el actual Salón de los
Embajadores del Alcázar, se ofició la boda. La rapidez debió de pillar a todos
por sorpresa, a juzgar por los comentarios del cronista Oviedo: «Estuvieron
en la misa muy pocos caballeros, porque fue cosa no pensada sino ansí fecha
de improviso». Tras la fiesta los soberanos se retiraron a sus aposentos y
después de consumar el matrimonio mostraron, como marcaba el protocolo,
las sábanas del tálamo nupcial. En junio la pareja imperial se trasladó a
Granada, en donde gozaron de una larga y merecida luna de miel. Allí Carlos
mandó construir un palacio —el Palacio de Carlos V— con la intención de
trasladar la corte a esa ciudad.
Isabel era una mujer de una belleza extraordinaria, de rostro ovalado,
labios carnosos y nariz afilada; en el plano psíquico era «mansa y retraída
más de lo que fuera menester, honesta, callada, discreta no entrometida». A
diferencia de su esposo fue moderada en el comer y en el beber. Fray Antonio
de Guevara122 nos cuenta cuáles fueron los alimentos favoritos de la
soberana: «Los manjares que le sirven a la mesa son muchos, y de los que
ella come son muy pocos, y de flaca complexión. De lo que más come es
melones en invierno, vaca salpresa, sopas avahadas, palominos duendos,
menudos de puerco, ansarones gruesos y capones asados».
En el verano de 1538 la emperatriz anunció que se encontraba
embarazada. La gestación transcurrió con total normalidad y la reina disfrutó
de una excelente salud, pero a mediados de abril del año siguiente enfermó:
«Sintió a las siete de la tarde una mala disposición de frío (…) que después
por el proceso de la noche, sintió calor, más no pensó que era enfermedad
sino accidente de la preñez». El día 21 se produjo el parto de un «hijo
muerto». El alumbramiento se precedió de abundantes hemorragias uterinas,
lo que hizo que doña Quirce de Toledo, su fiel matrona y la que la había
asistido en partos anteriores, se alarmase de forma ostensible. De nada
sirvieron sus súplicas para que la emperatriz permitiese la entrada de los
médicos de cámara —Ruíz y Ontiveros Saavedra—, que se encontraban al
otro lado de la puerta. La reina se limitó a decir: «Si Dios quiere curarme lo
hará sin necesidad de médicos; y si tengo que morir es inútil su
intervención». ¡Alea iacta est! Pocos días después la reina entregaba su alma
entre terribles calenturas. Isabel tenía en aquel momento treinta y seis años,
llevaba trece felizmente casada.
Carlos, abatido por la muerte de su esposa, con la que había compartido
los momentos más dichosos de su vida, no tuvo fuerza ni siquiera para
presidir la comitiva fúnebre. Se retiró al monasterio jerónimo de Santa María
de la Sisla,123 próximo a Toledo, en compañía de su confesor, al tiempo que
ordenaba al duque de Gandía que acompañase el cortejo fúnebre desde
Toledo hasta Granada, ciudad en la que Isabel había pedido ser sepultada. La
comitiva fúnebre pasó por Orgaz, Yébenes, Malagón y Jaén. En Granada el
féretro se abrió para hacer acto de entrega. El duque de Gandía, al ver el
rostro de la emperatriz, exclamó una frase que ha pasado a la posteridad:
«Nunca más servir a señores que se pueden morir». Poco tiempo después
cumpliría su palabra, renunciaría a su puesto en la corte e ingresaría en la
Compañía de Jesús. Eran los primeros pasos de san Francisco de Borja.124
Los restos de la reina permanecieron en la Capilla Real de la Catedral de
Granada hasta 1574, fecha en la que su hijo Felipe II ordenó su traslado al
monasterio de El Escorial, en donde reposan en la actualidad.
La muerte de Isabel sumió a Carlos en una profunda melancolía: «El
dolor de Carlos fue terrible. Sin comer ni beber permaneció horas arrodillado
junto al lecho absorto en el rostro de la hermosísima mujer. Se retiró después
a un monasterio de jerónimos, cerca de Toledo, y allí pasó ocho semanas
meditando». El emperador escribió desconsolado a su hermana María: «Estoy
con la angustia y tristeza que podéis pensar, por haber tenido una pérdida tan
grande y extrema». Fue en este momento cuando encargó al pintor Tiziano
que hiciese un retrato de Isabel a partir de una miniatura que tenía en su
poder. Durante ocho largas semanas Carlos desatendió sus labores de
gobierno e inició una respuesta biopsicosocial que conocemos como duelo.
Se trata de una respuesta emocional que todo ser humano presenta ante una
pérdida, en este caso de una esposa; se inicia con la muerte del ser querido y
finaliza con su aceptación.
En 1540 Carlos se vio obligado a trasladarse a Flandes, en donde una
serie de disturbios políticos reclamaban de forma urgente su atención. Antes
de abandonar suelo español hizo un nuevo testamento125 y pasó por
Tordesillas para despedirse de Juana la Loca, su madre. Los siguientes años
estuvieron plagados de acontecimientos políticos de enorme calado: guerra
con Francia (1542), Concilio de Trento (1545) y guerra contra la Liga de
Schmakalda (1546). Carlos se encontraba en la cima de su trayectoria
política. Es más, en los años siguientes se produjo el fallecimiento de sus
principales adversarios políticos: Barbarroja, Francisco I y Enrique VIII.
¿Qué más se podía pedir?
Fue en 1548 cuando el césar decidió dar un giro de ciento ochenta
grados a su testamento político: Fernando, su hermano, heredaría el Imperio
alemán, y su hijo Felipe heredaría el resto. Hasta ahí sin cambios, pero a
partir de ese momento dejó establecido que tras la muerte de Fernando el
imperio retornaría a Felipe y, de este, a Maximiliano, el primogénito de
Fernando. A renglón seguido Carlos ordenó que Felipe se trasladase a
Alemania, para ganarse el afecto de los súbditos teutones. Este «plan
imperial» no gustó lo más mínimo al hermano del emperador, que
consideraba que su primogénito salía perjudicado.
En 1550 los súbditos alemanes firmaron la Liga de Konigsberg, en la
que proclamaban su deseo de defender el protestantismo. Por todo el imperio
se extendió un descontento generalizado que vaticinaba una rebelión. Los
siguientes años fueron realmente duros para el emperador. En 1552 Francia
firmó un tratado con Mauricio de Sajonia y otros príncipes alemanes para
oponerse a la política imperial. A comienzos de 1553 Carlos decidió
abandonar suelo alemán, nunca más volvería a pisarlo, y dirigirse a los Países
Bajos. Un sentimiento de culpa y desamparó inundó su alma. ¡No había
podido imponer la religión católica en Alemania! Sentía que había fracasado.
Durante los meses siguientes se encerró, al igual que había sucedido tras
la muerte de Isabel, aislándose del resto del mundo. El lugar elegido fue una
pequeña casa en el Palacio Real de Bruselas. Los embajadores británicos
describieron magistralmente la situación del emperador: «Se pasaba largas
horas sumido en cavilaciones y llorando como un niño; nadie se atrevía a
prodigarle consuelo alguno o tenía autoridad bastante para disipar sus tristes
ideas, tan perjudiciales para la salud». Su única ocupación fueron los relojes:
se pasaba largas horas tratando de conseguir que todos funcionasen al
unísono: «Como no puede dormir por la noche, convoca con frecuencia a sus
sirvientes y asistentes, les ordena que enciendan antorchas y le ayuden a
desmontar algunos de sus relojes y a volver a montarlos de nuevo». No hay
ninguna duda al respecto, el emperador estaba deprimido.
Su situación anímica, unida a las dolencias físicas, llevaron al emperador
a renunciar paulatinamente y de forma inexorable a todos sus reinos:
comenzó cediendo Nápoles y el ducado de Milán a su hijo Felipe, con motivo
de su matrimonio con María Tudor. En 1555 el fallecimiento de Juana, su
madre, recrudeció su enfermedad mental: «Le molestaba aun el firmar.
Permanecía largas horas de rodillas, en una estancia cubierta de negro y
alumbrado con siete hachones. Cuando murió su madre creyó oír alguna vez
la voz de la difunta que lo llamaba para que le siguiera». Curiosamente, con
este fallecimiento, Carlos se convertía, por derecho, en el único rey de
Castilla y de León, de Valencia, de Aragón… ¡En el rey de España!
Carlos reclamó la presencia de Felipe, que en ese momento se
encontraba en Inglaterra, a su lado, en Flandes, puesto que pretendía
renunciar al gobierno de sus estados. Fue a las 16.00 horas del 25 de octubre
de 1555, en un acto solemne, celebrado en el salón del palacio de Bruselas,
cuando Carlos, con los ojos empeñados en un mar de lágrimas, abdicó en su
hijo Felipe. El emperador vestía de luto, en señal de duelo por el
fallecimiento de su madre, sobre su pecho tan solo lucía el collar del Toisón
de Oro. En la ceremonia estuvieron presentes su hijo Felipe; sus hermanas
Leonor y María; sus sobrinos, el duque Filiberto Manuel de Saboya y el
archiduque Fernando de Austria, y su sobrina Cristina, duquesa de Lorena.126
El discurso de Carlos comenzó con un giro retórico: «Os quiero decir
algunas cosas por mi propia boca…». Tuvo palabras para la enfermedad de
su madre: «Porque mi muy amada madre, que ha poco que murió, desde la
muerte de mi padre quedó con el juicio destrozado (…) de manera que nunca
tuvo salud para gobernar». Era su forma para justificar por qué le había
arrebatado el trono español. Reconoció haberse equivocado en sus labores de
gobierno: «Confieso que he errado muchas veces, engañado con el verdor y
brío de mi juventud y poca experiencia, o por otro defecto de la flaqueza
humana». En la ceremonia cedía el gobierno de los Países Bajos a Felipe, la
abdicación del resto del imperio llegaría meses después. Tuvo unas palabras
para su primogénito, al que le encomendaba que tratase bien a sus súbditos y
que defendiera con saña la fe católica.
Durante la ceremonia Carlos permaneció en pie; al finalizar, agotado por
el esfuerzo, se dejó caer en el sillón. A continuación Felipe se arrodilló ante
su padre, le agradeció la confianza y volviéndose hacia la asamblea se
disculpó por no hablar flamenco ni francés, por lo que pasaba la palabra al
cardenal Granvela, el cual pronunció unas palabras tranquilizadoras.127 En
enero de 1556 Carlos renunció por separado a las coronas de Castilla y
Aragón.128 A partir de ese momento Felipe iniciaba su reinado como rey de
España.
La abdicación de Carlos V en Felipe II tuvo una base clínica, la
depresión imperial, que duraba por aquel entonces dos años, y con ella se
produjo un cambio notorio en el mapa del Viejo Continente.
DOS GUERRAS DE SUCESIÓN
PROVOCADAS POR ENVENENAMIENTO

Sobre una muerte repentina en ocasiones sobrevuela la sombra de la duda


del envenenamiento. Es muy probable que la ponzoña haya protagonizado a
lo largo de la historia asesinatos encubiertos que nunca se han podido
resolver. El envenenamiento, que algunos no han dudado en calificar como
«el arma del cobarde», ocupa un lugar privilegiado en las formas de morir a
manos ajenas. Lo que ha cambiado con el paso del tiempo ha sido el
componente principal de la pócima o el bebedizo empleado. Las víctimas han
sido personas influyentes y poderosas de su tiempo, cuya personalidad era
envidiada por mentes retorcidas que acabaron con su vida mediante planes
maquiavélicos.
El veneno es un arma recurrente también en la literatura, porque otorga
matices de terror y tragedia a la historia, y además lleva implícito otro
concepto, la traición. Tres ingredientes que aseguran que se va a captar la
atención del lector y con ella el éxito del libro. Entre los numerosos ejemplos
tenemos el envenenamiento de la dulce Blancanieves; el de Campanilla para
evitar la muerte de Peter Pan o el del icónico padre de Hamlet. Incluso
Homero, en la Ilíada, hace uso del veneno. Los arqueros colocan sustancias
ponzoñosas en la punta de las flechas, con el fin de favorecer la muerte del
adversario en el supuesto de que la herida no consiga su objetivo.
La cicuta129 era la ponzoña más empleada en las ejecuciones de la
Atenas posterior a Pericles, hasta el punto de que los griegos le otorgaron el
calificativo de «muerte dulce». Con ella envenenaron, entre otros, a Sócrates
(470-399 a. C.), al que se le acusó de corromper a la juventud y de inducirla
al culto de nuevas deidades. Su discípulo Platón escribe en Fedón130 que el
filósofo continuó paseándose hasta que el veneno le hizo efecto y se le
durmieron las piernas: «Sócrates se palpó y dijo: “Cuando el veneno llegue al
corazón será el fin”. Pronto empezó a ponerse frío de las caderas, y
descubriendo entonces la cabeza, que ya se había tapado, dijo: “Critón, ahora
me acuerdo de que debo un gallo a Esculapio”.131 “Se pagará no lo dudes —
díjole Critón—. ¿Quieres algo más…?”. Pero Sócrates ya no respondió…».
Curiosamente la cicuta fue también el veneno elegido por otro filósofo, en
esta ocasión Séneca (4 a. C.-65 d. C.), para poner fin a su vida tras ser
condenado a muerte por Nerón. El hispano había sido acusado de confabular
contra el poder imperial —la célebre conjura de Pisón—.132 Séneca no solo
se limitó a tomar el veneno, sino que, para evitarse el sufrimiento, se cortó las
venas.
Un monje dominico inventó el veneno conocido como arsénico (no
confundir con el elemento químico de igual nombre), que se obtiene por la
fusión de una serie de minerales (cobre, plomo, cobalto y oro). Este
compuesto se asimila inmediatamente tras su ingesta y provoca en el
envenenado diarrea, vómitos y terribles dolores abdominales. Fue el veneno
preferido por la escritora Agatha Christie (1890-1976).133 No deja de
sorprender que cuando se analizan con una visión científica los detalles de los
envenenamientos que aparecen en sus novelas, se descubre que la
sintomatología es fiel a la que provoca la sobredosis.134 El arsénico también
aparece en las novelas de Georges Simenon (1903-1989) y con esta ponzoña
Gustave Flaubert (1821-1880) puso fin a la vida de Madame Bovary,135 tras
una agonía lenta y dolorosa.
Robert Carr, consejero del rey Jacobo I, sucesor en el trono inglés de
Isabel I, participó en un original y sonado envenenamiento: el del poeta Sir
Thomas Overbury, un literato inglés de comienzos del siglo XVII que fue
asesinado con un enema que contenía un «sublimado corrosivo». Al parecer
todo empezó cuando el joven escritor se licenció en bellas artes en Oxford y
decidió continuar con su formación en Londres estudiando derecho. En 1601
conoció al conde Robert Carr, un político que por aquel entonces contaba con
la amistad del rey Jacobo I (1556-1625). El aristócrata contrató al joven poeta
como secretario personal y siete años después el monarca, influenciado por el
conde, le nombró caballero. Fue precisamente por aquella época cuando el
aristócrata se convirtió en amante de la condesa Frances Howard, que estaba
casada con el conde de Essex. Esta situación era inasumible para Overbury,
un hombre de profundas convicciones éticas y morales, por lo que trató por
todos los medios de convencer a Carr para que cesara en aquella relación
adúltera. El político, lejos de hacer caso al poeta perseguía la nulidad
matrimonial, alegando impotencia del cornudo marido, lo cual acabaría
finalmente consiguiendo. Fue entonces cuando Overbury pasó a la acción
publicando un poema titulado Una esposa (1613), en donde describía las
virtudes que un hombre debería encontrar en una mujer. Esta publicación le
llevaría a la tumba.
Los amantes se tomaron el poema como una ofensa personal y fueron al
rey con el chisme, convenciendo al ingenuo Jacobo I de que el poema era una
crítica encubierta a la monarquía. El soberano, enfurecido, decretó una orden
de arresto, por lo que el poeta fue conducido a la Torre de Londres, donde
estaba previsto que pasase el resto de sus días. Aquel escarnio lejos de
apaciguar los ánimos de Robert Carr y su amante encendió aún más el deseo
de venganza, y poco tiempo después idearon una estratagema para envenenar
a Overbury.
El envenenamiento no fue tarea fácil. Al principio probaron con
arsénico, pero tras varios intentos frustrados decidieron cambiar el arsénico
por cloruro de mercurio. Al principio lo mezclaron con una tarta, pero como
tampoco dio resultado, decidieron envenenarle con un enema. ¡Hay veces que
la realidad supera la ficción! Con el enema de mercurio consiguieron su
objetivo y una vez que el poeta había desaparecido para siempre de sus vidas
se dispusieron a disfrutar lo que las lides del amor les tenía reservado.
Desgraciadamente para ellos, dos años después del homicidio uno de los
guardias de la prisión confesó lo sucedido. Había ayudado al conde y a su
amante a acabar con la vida del preso. Jacobo I, para evitar que el escándalo
le salpicase, no tuvo más remedio que procesarles. Entre 1616 y 1617 un
tribunal presidido por Francis Bacon acabó declarando culpable a Carr y a
lady Frances, junto con otras cuatro personas más, que habían actuado como
cómplices.136 Como a veces sucede, la justicia no fue ciega y actuó de forma
desigual sobre los condenados, los cuatro cómplices fueron colgados en el
árbol de Tyburn, y al que ya por entonces era matrimonio Carr, a pesar de
declararles culpables, un indulto real les permitió que pudieran salvar sus
vidas.
Dejemos la monarquía inglesa y centrémonos en la española. En el año
1696 Carlos II (1661-1700) entendió que su vida estaba dando los últimos
coletazos y que el ansiado heredero nunca llegaría, por lo que decidió, por vía
testamentaria, dejar el trono en un miembro de la familia real. La suerte
recayó en el joven José Fernando de Baviera (1692-1699), que por aquel
entonces tenía tan solo cuatro años y al que nombraba heredero universal.
¡Menudo regalo de cumpleaños! El agraciado era hijo de la archiduquesa
María Antonia de Austria, hija a su vez de la infanta Margarita Teresa de
Austria y, por tanto, sobrino nieto del rey Carlos II de España. Dos años
después de nombrarle heredero, a comienzos de 1698, el rey reafirmó el
«testamento bávaro», tras consultar su decisión con el papa Inocencio XII:
«Declaro por mí legítimo sucesor en todos mis Reinos, Estados y Señoríos al
príncipe electo Joseph Maximiliano».
Mientras tanto, Luis XIV de Francia, temiendo la reintegración del
bloque hispano-alemán, acordó en La Haya con las potencias marítimas el
reparto de la corona española en el supuesto de que Carlos II de España
falleciese. El tratado, por ridículo que pueda parecer, ya que suponía el
reparto de un país ajeno, fue firmado por Inglaterra y las Provincias
Unidas.137 Según lo estipulado en este acuerdo, el reparto se haría de la
siguiente guisa: los reinos peninsulares (a excepción de Guipúzcoa) más las
Indias sería para el príncipe José Fernando; el archiduque Carlos de Austria
recibiría el Milanesado, mientras que el delfín de Francia se quedaría con los
reinos de Nápoles y Sicilia, así como los Presidios de Toscana y el
Marquesado de Finale.138 Pobre Carlos II, sus enemigos se repartían su
imperio a sus espaldas.
Todos los planes políticos se vieron frustrados, la muerte repentina del
príncipe elector José Fernando de Baviera, con tan solo siete años, truncó el
reparto del reino español. El futuro de nuestra monarquía volvía a ser
incierto. La causa exacta de la muerte del príncipe sigue siendo un misterio.
Sabemos que sufría epilepsia, vómitos y pérdidas inexplicables de
conocimiento. A pesar de tan nutrido historial médico, la duda del
envenenamiento siempre estuvo presente entre sus contemporáneos. Hay que
tener presente que con su fallecimiento el Imperio español volvía a ser un
apetitoso bocado para las cortes europeas.
Pocos meses después del óbito del príncipe de Baviera, le siguió Carlos
II, iniciándose la Guerra de Sucesión española, en la que había dos aspirantes
al trono, por una parte estaba el bando francés —que defendía la candidatura
del futuro Felipe V— y por otra el bando austriaco, que quería poner en el
trono español a Carlos VI (1685-1740). Carlos, más conocido en nuestros
libros de historia como el archiduque Carlos de Austria,139 era emperador del
Sacro Imperio Romano Germánico con el título de Carlos VI; rey de Hungría
como Carlos III y rey de Bohemia como Carlos II. Y aspiraba a ser Carlos III
de España. ¡Qué afán por coleccionar coronas!
¿Qué habría sucedido si no hubiese muerto el príncipe elector? ¿Se
habría evitado la Guerra de Sucesión española? ¿Se habrían salido con la
suya los franceses y se habría desmembrado el Imperio español? De lo que no
cabe duda es de que fue una guerra innecesaria que llevó el luto a muchos
hogares españoles, que finalizó con el Tratado de Utrecht y que tuvo como
principal consecuencia la instauración de la casa de Borbón en el trono
español.
El 20 de octubre de 1740 falleció el archiduque Carlos. Al parecer sufrió
una terrible indigestión después de comer un plato de setas salteadas,
probablemente a consecuencia de la temida amanita phalloides. ¡Una vez
más las setas! Debido a que Carlos falleció sin descendencia, el óbito fue el
desencadenante de otra guerra, en este caso la Guerra de la Pragmática
Sanción austriaca, que se prolongó por espacio de ocho largos años. En
España y Gran Bretaña este conflicto se entroncó con la llamada «Guerra del
Asiento».140 Sería por todo esto por lo que Voltaire afirmaría: «Este plato de
setas cambió el destino de Europa». En verdad así fue. El Tratado de
Aquisgrán puso fin a la contienda en 1748, cambiando parte del mapa de
Europa y devolviendo Louisbourg (Canadá) a Francia y entregando Madrás
(India) a los británicos.
VIAGRA EN LA ESPAÑA
DEL SIGLO XVI

Desde el comienzo de la humanidad los hombres hemos tratado de paliar


aquello que la naturaleza no tuvo a bien proporcionarnos, a través de diversos
remedios, más o menos naturales. El listado de los afrodisiacos a lo largo de
la historia sería interminable. Entre los más empleados se encuentran el
aguacate, la manzana, el azafrán y la vainilla.
El aguacate fue uno de los frutos que trajeron los conquistadores
españoles del Nuevo Mundo, los aztecas le llamaban ahuacatl, que quiere
decir testículo, con lo cual prácticamente todo está dicho. En las cortes de los
incas, aztecas y mayas esta fruta era conocida por sus propiedades
«estimulantes».
Muchas culturas antiguas (hititas, hurritas, caldeos, sirios y babilonios)
ensalzaban las cualidades afrodisíacas de la manzana, bien en forma de fruta
o en sus derivados (mermeladas, compotas, sidras o licores, como el
calvados).
El azafrán fue durante algún tiempo el producto más caro del mundo y
sus virtudes eróticas eran conocidas desde tiempo remoto, los griegos eran de
la opinión de que una dieta rica en esta especia volvía locas a las mujeres, les
nublaba el entendimiento y las «ponía cariñosas».
En cuanto a la vainilla, su nombre es un diminutivo de vulva, y su
reputación como afrodisiaco se la debemos a Madame Pompadour, la favorita
de Luis XV. De todos estos afrodisiacos, ninguno fue el elegido por Fernando
de Aragón (1452-1516), el Católico, tras el fallecimiento de Isabel.
La reina Católica se despidió de este valle de lágrimas en noviembre de
1504, a la edad de cincuenta y tres años, después de treinta de reinado. Al día
siguiente de su fallecimiento el cadáver partió desde Medina del Campo,
según sus instrucciones, en dirección a Granada, a donde llegó tras veintidós
días de viaje. Su muerte sumió a Fernando en una gran desolación.141 No
obstante el mismo día del fallecimiento de Isabel, lo cual hace sospechar que
estaba premeditado, se hizo pública una carta fechada en Medina del Campo
y firmada por su hija Juana —la que pasaría a la historia como la Loca— en
la que se convocaba a las Cortes con carácter de urgencia. Fernando, no nos
vamos a engañar, era un hombre ambicioso y no podía dejar escapar la
oportunidad de convertirse en el dueño y señor de Castilla. A pesar de que el
matrimonio con Isabel se remontaba a 1469, los nobles castellanos lo seguían
viendo como «un extraño en sus tierras», preferían que Juana asumiera las
riendas del reino antes que el aragonés.
¿Qué estrategia debía seguir Fernando para luchar contra los grandes?
La solución no se le debió de antojar sencilla, pero era la única viable: tener
un heredero varón, con ello podría gobernar en solitario como regente hasta
su mayoría de edad. Y es que Fernando hizo bandera de la expresión «el fin
justifica los medios».142 La razón de Estado se impuso sobre lo personal y la
maquinaria diplomática se volcó en buscar una esposa digna para el momento
político. La elección no debía demorarse lo más mínimo, hay que recordar
que el rey frisaba los cincuenta y tres años, una edad avanzada para la época.
Entre las cortes europeas había una corona que se antojaba como
favorita para los intereses de Fernando, la francesa. Una alianza con el país
vecino (Segundo Tratado de Blois) equilibraría la balanza frente a su yerno,
Felipe el Hermoso, el cual aumentaba por momentos su popularidad en
tierras castellanas. El rey galo Luis XII aceptó la invitación y ofreció la mano
de una de sus sobrinas, Germana, al aragonés.
La joven respondía al nombre de Úrsula Germana de Foix, había nacido
en 1488, por lo que era «tan solo» treinta y seis años más joven que
Fernando, y era hija de María de Orleans, hermana del soberano galo. La
verdad es que la francesa no era muy afortunada físicamente, más bien todo
lo contrario, y además era coxa. En el plano psíquico era frívola, ostentosa,
amiga del placer y la ociosidad, y tenía por principal divertimento el
yantar.143 Los excesos gastronómicos, como suele suceder, provocaron que
su figura, que nunca había sido esbelta, se desdibujase y mostrase las curvas
de una obesidad imparable. En la corte castellana, siempre tan dada a las
habladurías, circulaba la siguiente comidilla: «Una vez la reina se cayó de la
cama y en su caída hundió el suelo de la habitación y aplastó a dos pajes que
dormían en la recámara de abajo».
Fue Valladolid, la misma ciudad a la que llegó años atrás Fernando
disfrazado de arriero cuando se desposó con Isabel, la elegida para
matrimoniarse. Es fácil suponer que Fernando, apremiado por el tiempo, puso
todo su interés en las labores del tálamo. El 3 de mayo de 1509 el matrimonio
real obtuvo el fruto deseado: nació un varón al que bautizaron con el nombre
de Juan, en recuerdo del padre de Fernando. Desgraciadamente la alegría
duró poco en palacio, puesto que «en acabándose de bautizar murió
luego».144 Lo que habría cambiado la historia de nuestro país si este heredero
hubiese sobrevivido. Muy posiblemente se hubiera destruido toda la labor
unificadora de los Reyes Católicos, ya que habría accedido al trono de la
corona de Aragón y del reino de Nápoles, por lo que la unión entre Castilla y
Aragón habría sido provisional.
En 1506 se produjo la muerte prematura de Felipe el Hermoso, que los
libros de historia clásicos atribuían a un corte de digestión tras jugar al
frontón, y que probablemente estuvo en relación con una epidemia de peste
que se desencadenó en la capital burgalesa el año del óbito. Juana no pudo
superar la desaparición de su esposo y tras el fallecimiento tuvo un brote
psicótico que obligó a Fernando a recluirla de por vida en Tordesillas
(Valladolid). El escenario no podía ser más favorable para los intereses del
aragonés, que regresó a Castilla para iniciar una segunda regencia. Aun así,
por su cabeza seguía rondando la idea de un heredero varón.
A pesar de los lances amatorios, la llegada del vástago, para disgusto de
los monarcas, se hizo esperar. Los galenos reales decidieron ayudar a
Fernando en aquello que la naturaleza le negaba, aconsejándole que tomase
afrodisiacos. Sabemos que el rey utilizó diversas sustancias, entre ellas
«potaje de turmas de toro» y cantaridina.145 Esta última es lactosa de ácido
cantaridínico, no se trata de una hierba —si bien se podía tomar mezclada con
hierbas—, sino de un insecto molido. Es un constituyente activo de las
moscas españolas (Lytta vesicatoria) o cantáridos; la emplean determinados
insectos para proteger a sus huevos de los depredadores, como medio de
defensa, puesto que si un depredador la ingiere se intoxicará y fallecerá. Por
ese motivo tiene una coloración llamativa (aposemática), con la que advierte
claramente de su peligrosidad, ahorrándose el ataque de los que han recibido
el aviso.
A pesar de su nombre, ese insecto ni es una mosca ni es española. Se
trata de un coleóptero, de color verde intenso, metalizado, de la familia
Meloidae. La sustancia afrodisiaca se obtiene mediante la desecación de los
insectos, a los que posteriormente se pulverizaba para obtener una «materia
mágica» (el viagra de la Edad Media)146 que supuestamente aumenta la
potencial sexual. Actualmente, con la ayuda de la ciencia, sabemos que
provoca un intenso efecto irritante en la vejiga urinaria y que favorece la
erección, al producir la entrada de sangre en los cuerpos cavernoso del pene.
Aparte de las erupciones que provoca cuando se aplica sobre la piel, cuando
se ingiere esta sustancia puede causar dolor abdominal, sangre en la orina,
alteraciones gastrointestinales y daños renales permanentes. La dosis letal
humana es muy pequeña, una persona de 80 kilos necesitaría tan solo cuatro
centésimas de gramo de cantaridina para tener un 50 por ciento de
probabilidades de fallecer.147
Es evidente que todos estos datos eran desconocidos por los médicos de
Fernando, que no tuvieron el más mínimo reparo en proporcionársela. Al
parecer el responsable fue un físico judío converso que presumía de «ser
mago y conocedor de filtros y maleficios». La reina debía estar al tanto de la
situación, porque era conocido que se desvivía en agradar a su esposo y
«deseaba mucho parir del rey por haber la sucesión de los reinos de Aragón».
En 1513 el deseado embarazo no hizo su aparición, pero sí los efectos
nocivos de la cantaridina. La salud de Fernando entró en declive, nunca más
volvería a recuperarla. Tres años después el monarca acabaría falleciendo, y
según las crónicas de la época durante los últimos meses no podía caminar, se
hacía llevar en silla de mano y tenía una retención de líquidos generalizada,
lo que en términos médicos se denomina hidropesía. Es muy probable que la
cantaridina provocase una inflamación crónica e irreversible a nivel renal
(nefritis).148
Tras la muerte de Fernando, en enero de 1516,149 el panorama político
no podía ser más ambiguo. ¿Quién le sucedería en el trono? ¿Juana, la
princesa trastornada? ¿La contrahecha Germana de Foix? Afortunadamente
en lo referente a la sucesión el soberano fue claro y conciso: «En todos
nombra por su heredera a la reina doña Juana, y por gobernador a su hijo, el
príncipe don Carlos». En su testamento había una referencia explícita a su
viuda, solicitaba a su nieto Carlos que cuidase de ella «pues no le queda,
después de Dios, otro remedio sino solo vos».
LA LOCURA DEL REY INGLÉS

Los efectos beneficiosos de la leche de burra para nuestra salud pueden


disfrutarse actualmente en una reducida gama de productos que van desde las
cremas hasta los jabones, basándose en sus reconocidos efectos antioxidantes
y regeneradores, capaces de eliminar, al menos sobre el papel, manchas y
cicatrices cutáneas. En este sentido la reina egipcia Cleopatra fue una
visionaria, ya que es conocida su inclinación por sumergirse regularmente en
baños de leche de burra, para que su piel fuese más tersa. Al parecer, para
cada baño que se daba la reina se necesitaba la leche de casi setecientos de
estos mamíferos. Lo que quizás no sea por todos conocido es el hecho de que
un monarca europeo del siglo XVIII también recurrió a los efectos terapéuticos
de la leche de burra, pero en este caso no para rejuvenecer su piel, sino para
tratar su locura.
El tercero de los Jorges ingleses pasó a los anales de la historia con el
sobrenombre de el Loco y la verdad es que, como veremos ahora, fue una
elección muy acertada. A pesar de la falta de cordura su reinado —que se
prolongó durante sesenta años—, no fue de los peores de la monarquía
británica; es más, el suyo fue un periodo de gran expansión imperialista150
durante el cual se puso fin al dominio napoleónico en la batalla de Waterloo.
Para entender cómo su familia llegó al trono inglés debemos retroceder
en el tiempo. El último soberano de la familia Estuardo fue Jacobo II (1633-
1701), derrocado151 en 1689 por su yerno el holandés Guillermo de Orange
(1689-1702). Tras ser depuesto152 su hija María y Guillermo reinaron durante
cuatro años —como María II y Guillermo III—. Fue una situación bastante
delicada, ya que María era la única formalmente elegible para asumir el trono
y Guillermo ejercía de rey, pero como consorte. El único precedente en la
monarquía británica se remontaba al siglo XVI, cuando María I se casó con el
rey Felipe II, quedó establecido que el español sería rey únicamente mientras
viviese su esposa, una situación que Guillermo aspiraba a cambiar, ya que
ansiaba continuar en el trono incluso tras la muerte de la reina. Fue
precisamente esta presión la que hizo que se aprobase el Acta de Derechos
(1689), uno de los documentos constitucionales más importantes de la
historia inglesa, en el que se regulaba la sucesión a la corona: Guillermo III
seguiría reinando a pesar de que se quedara viudo, le sucedería la siguiente en
la línea sucesoria y sus descendientes y, por último estarían los hijos que el
rey Guillermo pudiera tener de un matrimonio posterior. María falleció en
1694, a consecuencia de la viruela, y dejó a su esposo como gobernante en
solitario hasta 1702, año en que moriría a consecuencia de una neumonía. Ese
mismo año fue proclamada reina otra hija de Jacobo II, Ana, la que sería la
última soberana de la dinastía de los Estuardo en el trono inglés y la que
unificó Inglaterra y Escocia, creando la Gran Bretaña.
Merece la pena que nos detengamos brevemente en el historial
ginecológico de la reina, ya que tuvo consecuencias importantes para la
historia de Inglaterra. Ana se casó con Jorge de Dinamarca, un príncipe
protestante, una unión que fue terriblemente impopular entre los súbditos,
pero muy feliz en el plano doméstico. En esta unión la soberana se quedó
embarazada en dieciocho ocasiones, de las cuales diez terminaron en aborto.
Los hijos nacidos de los ocho embarazos restantes fallecieron todos menos
uno antes de cumplir los tres años de edad.153 Si a este aparatoso historial
médico unimos que tuvo en repetidas ocasiones lesiones dermatológicas y
que falleció a consecuencia de un infarto cerebral con tan solo cuarenta y
nueve años, la posibilidad de que tuviese lupus es muy elevada.
En 1714, tras el óbito de la reina, y ante la ausencia de un heredero, el
Parlamento inglés, temiendo que pudiera estallar la guerra civil, resolvió que
el sucesor de la reina Ana fuese la protestante Sofía, nieta de Jacobo I, el
primer rey Estuardo de Inglaterra, la cual estaba casada con Ernesto Augusto,
elector de Hannover. De esta forma su hijo Jorge I (1660-1727)154 fue el
primer rey de la familia Hannover en sentarse en el trono inglés. Sus
sucesores fueron su primogénito —Jorge II (1683-1760)—155 y su nieto
mayor —Jorge III—. Este último ostenta el récord de ser el primer rey
británico de la casa Hannover nacido en la isla y el primero en tener la lengua
de Shakespeare como idioma materno.
Ya durante la infancia Jorge III mostró dificultades en el aprendizaje,
hasta el punto de que a los once años todavía no sabía leer ni escribir,
situación que mejoró solo parcialmente durante los siguientes años, ya que a
los veinte su escritura seguía siendo muy infantil. Era sabido que cuando
estaba nervioso hablaba de forma atropellada: probablemente este trasfondo
psicopático fue el germen de sus futuros «ataques de locura».
El soberano se casó con la princesa Carlota de Mecklemburgo-Strelitz
(1744-1818), a la que conoció el día de la boda, y cuya falta de atributos
físicos no fue óbice para que la pareja real tuviese quince hijos que alegraron
la monotonía palaciega.
Fue en la primavera de 1765, a la edad de veintisiete años, cuando el
monarca perdió por vez primera la cordura, hasta el punto de que en los
medios oficiales se barajó la posibilidad de que su tío Guillermo Augusto
ejerciese la regencia. Para explicar este episodio de locura se han postulado
problemas políticos, económicos y familiares como desencadenantes.
Después de mucho matizar los síntomas, su médico personal emitió el único
veredicto posible: «No cabe duda, nuestro rey está loco». En fin, un juicio
clínico de este calado lo podría haber emitido cualquier de los súbditos
ingleses, sin necesidad de haber pasado por la universidad. El galeno optó por
utilizar un tratamiento de moda, obligó a su egregio paciente a ingerir
grandes cantidades de leche de burra, lo cual, evidentemente, no le ayudó
nada.
Jorge III había adoptado la sana costumbre de escribir un diario, gracias
al cual hemos tenido acceso a mucha información, tanto relacionada con su
enfermedad, como de tipo político. El día 4 de julio de 1776 escribió una sola
entrada, y en ella se puede leer: «Nada importante ha sucedido hoy». Esto
sucede por no tener WhatsApp, Internet o simplemente una televisión, ya que
ese mismo día las trece colonias británicas firmaron la Declaración de
Independencia de los Estados Unidos.
En 1788 le sobrevino lo que los galenos llamaron un «ataque de biliar»,
caracterizado por violentos dolores abdominales, que los médicos atribuyeron
al hecho de no cambiar las medias húmedas al regresar de la cacería. De
forma casi simultánea sobrevino un segundo ataque, precedido de una crisis
epiléptica: después de una crisis convulsiva, tenía los ojos inyectados, echaba
espuma por la boca, se quejaba de calambres, estaba inquieto y en ocasiones
la excitación llegaba al delirio. La situación se hizo verdaderamente
alarmante porque el rey tenía un comportamiento estrambótico: gemía y
aullaba como un perro, hablaba sin cesar y, probablemente lo más
preocupante para el ministro Pitt, revelaba los secretos de Estado. El galeno
real, el doctor Baker, describe que los pies del soberano se hinchaban, sus
ojos se volvieron amarillos y su orina biliosa. Las convulsiones se volvieron a
repetir, lo cual hacía sospechar un sombrío pronóstico a corto plazo. El
monarca fue sometido a un curioso tratamiento, a base de tártaro emético,
aceite de castor y vesicantes en las piernas. Para controlar sus estados de
agitación no hubo más remedio que recurrir a una camisa de fuerza: le ataban
con correas a la cama o a una silla metálica, que el mismo Jorge bautizó
como «mi silla de coronación». Al cabo de unas semanas la salud empezó a
dar muestras de recuperación, tan solo mortificada por episodios
incontrolables de dolor abdominal.
En 1801 se inició el «tercer ataque», que debutó con fiebre, delirio y
taquicardia; a las dos semanas la sintomatología, lejos de mejorar, se agravó
y el monarca entró en un estado comatoso, que hizo temer lo peor. Poco a
poco fueron alternando leves mejorías y periodos de agravamiento, hasta que
el monarca se recuperó milagrosamente. Durante los episodios de agitación
fue menester recurrir de nuevo a la camisa de fuerza para salvaguardar la
integridad física de Jorge III.
Tres años después un resfriado desencadenó un nuevo episodio, con la
conocida sintomatología. Los médicos, desesperados ante la falta de mejoría,
decidieron recurrir a la administración de sanguijuelas en la cabeza. El
soberano pasaba horas y horas diciendo incoherencias, cazando desnudo por
los jardines de palacio.
A partir de ese momento hubo varios años de relativa calma, que
desapareció en 1810, cuando llegó el quinto y último «ataque», en el que
predominaron la agitación, el delirio y las alucinaciones. Jorge hablaba en
ocasiones durante horas sin parar, otras veces conversaba con los ángeles y
más de una vez se detuvo para saludar a un roble, que según él era el rey
Federico Guillermo III de Prusia. Además el equipo médico constató la
presencia de un color subido de la orina. En 1811 se decidió confinar al rey
en el castillo de Windsor hasta su muerte. El príncipe de Gales actuó como
regente hasta el fallecimiento del monarca.
Pese a la gravedad del monarca, la primera en fallecer fue la reina
Carlota (1818), a la que siguió su maltrecho esposo poco más de un año
después. En la Navidad de 1819 estuvo hablando de forma ininterrumpida
durante cincuenta y ocho horas, tras las cuales paró exhausto y entró en
coma, situación en la que estuvo hasta que falleció un mes después. Un
lacónico informe médico constató el exitus del monarca a modo de
certificado: «Su Majestad expiró a los 32 minutos después de las 8 pm, 29 de
enero de 1820».
¿Qué enfermedad sufrió el rey inglés? A juzgar por la sintomatología es
muy probable que el soberano sufriese una enfermedad metabólica llamada
porfiria aguda intermitente, caracterizada, entre otros síntomas, por trastornos
del comportamiento, dolor abdominal y orinas de coloración más oscura.
Afortunadamente es una enfermedad muy infrecuente, en la que está alterada
la síntesis de la hemoglobina.
Al rey le sucedió su hijo Jorge IV, al que seguiría otro hijo, Guillermo
IV, que al morir sin descendencia dejaría el trono a una sobrina, Victoria I
(1819-1901), la última monarca de la casa de Hannover.
EL MÉDICO
QUE MODERNIZÓ DINAMARCA

La película danesa más taquillera de todos los tiempos es, con diferencia,
Un asunto real, un filme del director Nikolaj Arcel, que estuvo nominada al
Oscar, en la categoría a la mejor película de habla no inglesa, en el año 2012.
La cinta describe una historia de amor enmarcada en dos polos opuestos, el
absolutismo, ciego a las necesidades del pueblo, y la Ilustración, el aire fresco
del siglo de las luces. La acción transcurre a finales del siglo XVIII cuando las
monarquías absolutistas europeas comienzan a tambalearse y dan paso a los
ideales de la Ilustración. Esto fue precisamente lo que sucedió en Dinamarca,
en donde el pueblo comenzó a hartarse de su rey, Christian VII, sumido en la
locura, y de las extravagancias de la reina Carolina Matilde y su amante, el
médico real Johann Friedrich Struensee. Son precisamente el drama y el
romance, los dos principales ingredientes de esta historia, los pilares de la
modernización de Dinamarca.156
Christian VII (1749-1808) era hijo del rey Federico V y de Luisa de
Gran Bretaña; perdió a su madre cuanto tan solo contaba dos años de edad,
criándose en un ambiente triste y lúgubre, marcado por la desidia de un padre
alcohólico y la educación de un profesor perverso y cruel. No es de extrañar
que con semejante escenario la inseguridad y el miedo fuesen los rasgos más
característicos de su insana personalidad.
A la edad de dieciséis años asumió el trono de Dinamarca y fue entonces
cuando se casó con la princesa de Gales, Carolina Matilde de Gran
Bretaña.157 Christian nunca mostró gran interés por el gobierno de su país. Al
igual que había sucedido con su padre Federico V, dejaba las
responsabilidades propias de su cargo en manos de los ministros. El rey
prefería dedicarse a otros eventos más lúdicos. Se sabe que pasaba largas
horas en compañía de Anna Cathrine Benthagen, una prostituta y amiga, con
la que se dedicó a corretear por los principales burdeles de Dinamarca,
provocando más de un incidente con la policía. En un intento por mantener el
orden los ministros deportaron a Anna Cathrine a Wandsbek (Alemania),
pero las alteraciones del rey no habían hecho nada más que comenzar.
Se cuenta que era usual que en grandes fiestas y reuniones palaciegas
arrojase restos de comida a la cara de sus invitados más distinguidos,
tampoco era infrecuente que abofetease sin razón alguna a las personalidades
mientras mantenía una conversación o simplemente que se les subiese «a la
chepa» cuando se inclinaban para mostrar su reverencia. La verdad es que las
recepciones de palacio debían de ser todo un espectáculo. Por si esto no era
suficiente, el rey comenzó a presentar episodios de masturbación crónica, en
una época en la que se pensaba que esa práctica podía dañar el desarrollo
normal de una persona.
Con este panorama la administración y la política del país, como no
podía ser de otra forma, estaban en manos de los ministros, que se servían del
rey tan solo para que estampase la firma en los documentos. De esta forma
funcionaba la nación, con un sistema de gobierno basado en una monarquía
absoluta. Ante el hartazgo que estaban generando en el pueblo danés las
correrías del monarca, el conde de Bernstorff, el hombre fuerte del momento
y jefe del gabinete, instó al rey a alejarse temporalmente de la corte y a
emprender un viaje por Europa. ¡Esta fue su gran equivocación!
En 1768, en su viaje al extranjero, el rey conoció a un médico alemán, el
doctor Johann Friedrich Struensee, un personaje enigmático, ególatra y
excéntrico, pero de una personalidad arrolladora, al que no tardó en convertir
en amigo personal, e hizo que le siguiera durante su largo viaje por Alemania,
Holanda, Francia e Inglaterra. El galeno no solo le acompañó, sino que se fue
con el rey a su palacio danés al finalizar el viaje, en donde se ganó la amistad
de la reina tras «vacunar» al príncipe Federico, el primogénito de los
soberanos, evitando que fuese víctima de una epidemia de viruela que azotó
Copenhague en el año 1768. En muestra de agradecimiento fue honrado
primero con el título de conde y, posteriormente, con el de secretario de
gabinete, sucediendo al conde de Bernstorff.
Por aquel entonces la debilitada salud mental del rey se deterioró aún
más a pasos agigantados, las alucinaciones se repitieron y en ocasiones
incluso llegó a dudar hasta de cuál era su origen. Se sabe que era frecuente
que apareciese en palacio dando saltos en el aire, golpeándose contra las
paredes e incluso corriendo a destiempo por los jardines. En algunos
momentos descargaba su agresividad arremetiendo contra los muebles de
palacio y los vidrios de las ventanas. Tan solo encontraba momentos de
calma cuando se dedicaba a pintar cuadros. Sus apariciones en público fueron
cada vez más escasas, las hacía cuando los intereses de Struensee lo
requerían, para mostrar al pueblo danés que su rey seguía vivo.
Como es fácil suponer, el meteórico ascenso del galeno no agradó nada a
la aristocracia danesa. Por una parte el doctor Struensee no sabía danés, por
otra traía consigo unos ideales que ponían en peligro la monarquía. En efecto,
el galeno era un científico ilustrado, admirador de los principios políticos y
morales de Rousseau y Voltaire, y aprovechó su privilegiada posición en la
corte para realizar algunos cambios sustanciales, de carácter liberal, tanto a
nivel político como económico. Entre las numerosas reformas que llevó a
cabo estuvo la abolición de la pena de muerte por robo y la eliminación de
abusos desmoralizantes como el lacayismo en la designación del personal
doméstico de hombres poderosos. También declaró la libertad de prensa,
abolió el tráfico de esclavos y estableció impuestos para productos de lujo.
Además llevo a cabo una reforma de la justicia, el ejército y la sanidad. De
esta forma, impuso muchas reformas populares semejantes a las que llevaría a
cabo la posterior Revolución Francesa. Así pues, gracias a la locura del
monarca en Dinamarca se produjo el nacimiento inesperado de la Ilustración
y se llevaron a cabo un buen número de reformas liberales. A los ojos de los
ministros todas estas medidas solo podían traer problemas para el estado, no
se podía permitir que el imperio de las tinieblas se doblegara ante la luz.
En un terreno más personal, Struensee comenzó a realizar visitas
inesperadas y frecuentes a los aposentos de la reina, mucho más asiduas de lo
que requería su cargo, y es que el médico alemán no pasó desapercibido a la
soberana. Era alto, esbelto y de cautivadores ojos azules. Hacia 1770 el
médico y la reina se hicieron amantes y cuando un año después nació una
princesa —Luisa Augusta— nadie en la corte, salvo el rey, dudó que el padre
fuera Struensee. Este escándalo fue aprovechado por la nobleza para catalizar
una serie de intrigas y conjuras que, a la postre, provocarían la caída y muerte
del galeno alemán.
En 1772 Struensee fue acusado de ofender a la monarquía y de mantener
una relación extramarital con la reina, y sentenciado a muerte. La reina
Carolina Matilde no tuvo más remedio que confesar su culpabilidad, por lo
que el matrimonio real fue anulado y se la obligó a abandonar el país, siendo
desterrada a la ciudad alemana de Celle, sin sus dos hijos, quienes, según la
sentencia de divorcio, deberían permanecer en Dinamarca, al ser
considerados legítimos.
Struensee fue ejecutado a finales de abril de 1772. Con su desaparición
Dinamarca perdió el tren de la luz, la ilustración y el progresismo, si bien
había dejado una semilla que germinaría en los hijos del rey, en especial en el
primogénito, que reinaría con el nombre de Federico VI. Durante su reinado
hubo un cambio silencioso y expeditivo, que devolvió al país parte de las
leyes dictadas por el médico alemán, eliminando el poder de la nobleza y el
clero.
GUERRAS BACTERIOLÓGICAS CONTRA
LOS INDIOS DE NORTEAMÉRICA

«Capítulo uno: él adoraba Nueva York. La idolatraba


desproporcionadamente… no, no, mejor así... Él la sentimentalizaba
desmesuradamente... eso es... para él, sin importar la época del año…». Es un
comienzo grandioso, arrollador, la narración se funde con los primeros
compases para clarinete de «Rhapsody in blue» de George Gershwin, y con
ello Woody Allen consigue su objetivo, atraparnos y hacernos soñar con la
ciudad en la que vive un guionista televisivo divorciado, Isaac Davis, el
protagonista de los restantes noventa y seis minutos de Manhattan (1979).
Cuando uno contempla el skyline de Nueva York no puede por menos que
pensar lo curiosos que fueron sus inicios. El primer explorador que atisbó la
isla de Manhattan fue el navegante Giovanni da Verrazzano (1485-1528) en
el año 1524, que a pesar de su apellido, de clara procedencia italiana,
defendía los intereses de Francisco I de Francia. A la zona, recién
descubierta, la bautizó con el nombre de Nueva Angulema. Allí vivían los
indios algonquinos y los iroqueses. El segundo en adentrarse en la bahía fue
un británico, Henry Hudson (1565-1611), al servicio de los Países Bajos, y
fue él quien dio nombre al río. Los holandeses fueron los primeros en
instalarse (1614) y construyeron Fort Manhattan. Doce años más tarde Pierre
Minuit, gobernador de la Compañía Holandesa de las Indias Occidentales,
compró la isla de Manhattan a los indios por 24 dólares y creó una colonia
estable a la que bautizó como Nueva Ámsterdam. Este asentamiento se
especializó con el paso del tempo en el comercio de pieles con los indios.
Los lenape constituyen una de las 564 naciones indígenas
norteamericanas actuales. Originariamente vivían en la zona conocida como
Lenapehoking, entre el río Delaware y el Hudson.158 Estos amerindios
estaban especializados en la venta de pieles de castores y nutrias, por lo que
su contacto con los europeos fue intenso. El comercio propició que la
población de castores y nutrias se redujese de forma importante en poco
tiempo en la zona; de forma paralela, la población de los lenape menguó a
consecuencia de las muertes provocadas por la aparición de nuevas
enfermedades infecciosas, importadas por los colonos, y contra las que los
indios carecían de defensas.
En 1758 llegó a la actual Nueva York Jeffrey Amherst (1717-1797),
como comandante en jefe en América del Ejército Británico. Gracias a la
correspondencia que mantuvo con su subalterno, Henry Bouquet, sabemos
que sugirió el uso de un «arma bacteriológica» para acabar con los lenape.
Propuso que se repartieran mantas contaminadas por enfermos que habían
sufrido viruela a los indios que asediaban el fuerte de Fort Pitt, en la actual
Pennsylvania, con el fin de que contrajesen la enfermedad. En su misiva se
puede leer: «Haríais bien en intentar infectar a los indios con mantas, o por
cualquier otro método tendente a extirpar a esta raza execrable». El resultado
fue la aparición de una epidemia entre los indios y el fallecimiento de más de
cien mil personas. Es bastante probable que el uso de estas «mantas
contaminadas» fuese un método habitual en la colonización de América del
Norte. En la conquista de América del Sur el virus de la viruela también fue
un ayudante incondicional de los conquistadores españoles, pero no tenemos
evidencia de que hubiera contagios intencionados para acabar con la
población.
El nombre de la enfermedad lo acuñó en el año 540 el obispo Mario de
Avenches y hace alusión a sus manifestaciones cutáneas, ya que la palabra
«viruela» procede de latín varius, que significa manchado. La enfermedad
debió de surgir en torno al año 10000 a. C. y durante siglos ha habido
sucesivas epidemias, que han devastado poblaciones enteras. Los estudios
paleopatológicos han mostrado que momias de la XVIII Dinastía egipcia ya
sufrieron viruela. La primera epidemia conocida de la que tenemos
constancia sucedió en el año 1320 a. C., durante las guerras entre hititas y
egipcios. Al parecer fueron los prisioneros egipcios los que contagiaron a
soldados y civiles hititas, extendiéndose la enfermedad como una verdadera
maldición. La viruela era una enfermedad tan letal que en algunas culturas
antiguas estaba prohibido dar nombre a los niños hasta que contrajesen la
enfermedad y sobreviviesen a ella, y es que se estima que la tasa de
mortalidad llegó a ser hasta de un 30 por ciento de los pacientes
infectados.159
Son numerosos los testimonios dieciochescos que narran la desaparición
de aldeas enteras de indios norteamericanos como consecuencia de esta
enfermedad. Uno de los casos más ilustrativos fue el de los indios mandan,
nombre que significa «gente del río». En 1837 sufrieron una terrible epidemia
de viruela, que provocó que su número pasase de mil ochocientos a ciento
veinte y, poco después, a veinte. La muerte del jefe Four Bears es
especialmente elocuente: «Este hombre de calidad estaba sentado en su
wigwan, y veía a todos los miembros de su familia, a sus mujeres y a sus
hijos pequeños, muertos a su alrededor… Cubrió los cadáveres con telas,
luego salió y fue a sentarse en una colina (…) decidido a dejarse morir. Al
sexto día tuvo todavía suficientes fuerzas para volver a su tienda, echarse
junto a los cadáveres, cubrirse con la manta y esperar la muerte, que le llegó
al noveno día de su ayuno». Esta sería la última epidemia, ya que el gobierno
de Estados Unidos emprendió en 1832 un programa de vacunación masiva,
disminuyendo de forma drástica la mortandad. En aquellos momentos la
vacuna tan solo tenía treinta y seis años de vida.
El progreso más importante de la medicina del siglo XVIII fue la
introducción en Europa de la primera vacuna. Se trataba de una vacuna
efectiva y segura contra la viruela (small pox). Como ya hemos visto, desde
hacía muchos siglos en la India se empleaba un proceso de «vacunación»
conocido como variolización.160 Se trataba de introducir parte del líquido de
las vesículas de un paciente con viruela en las fosas nasales de una persona
sana. Este método originaba en la mayoría de los pacientes una forma leve de
la enfermedad, si bien tenía un riesgo elevado de provocar la aparición de la
viruela, con todas sus consecuencias. Un método totalmente seguro y
revolucionario fue el descubierto por Edward Jenner (1749-1823), un médico
rural inglés. Este galeno observó que las mujeres que ordeñaban vacas con
vaccina o vacuna (cow pox), una enfermedad benigna propia de estos
animales, caracterizada por la existencia de lesiones similares a las de la
viruela humana, se infectaban y desarrollaban una enfermedad parecida a la
viruela de las vacas y, milagrosamente, quedaban protegidas de sufrir la
viruela humana en el futuro. Si este método era efectivo podía inmunizar a
personas sanas y evitar que desarrollasen la enfermedad; y no se corría
ningún riesgo, a diferencia de lo que ocurría con la variolización. El 14 de
mayo de 1796 Jenner pasó a la acción al inocular a un niño sano —James
Phipps— con líquido de una vesícula de una mujer afectada con lesiones de
vaccina (Sarah Nelmes). Para comprobar que el niño estaba protegido, días
más tarde dio un paso decisivo al inocularlo con líquido de una lesión de un
paciente con viruela. Tal y como Jenner había previsto el niño no enfermó. El
tratamiento era efectivo.
Jenner repitió este procedimiento, al que llamó vacunación, con
similares resultados. La efectividad del método fue reconocida en toda
Europa, hasta el punto de que la familia real inglesa se hizo vacunar. En
algunos estados de Alemania se declaró festivo el día del cumpleaños de
Jenner, y en Rusia apareció un nuevo patronímico: Vacunnoff. En
agradecimiento, el Parlamento inglés dio un subsidio a Jenner y en 1803 se
fundó en Londres la Sociedad Jenneriana. El éxito de Jenner terminó con la
peligrosa práctica de la variolización.
Algunos años después en nuestro país se llevó a cabo la Real Expedición
Filantrópica de la Vacuna, que dio la vuelta al mundo entre los años 1803 y
1806, con el objetivo de vacunar a los súbditos españoles de todos los
rincones del imperio contra la viruela. La historia de la expedición fue una
mezcla de filantropía y aventura militar.161 El punto de partida fue La
Coruña, desde donde el doctor Francisco Javier Balmis,162 a bordo del navío
María Pita, se dirigió hasta Puerto Rico con veintidós niños huérfanos,163
«las neveras biológicas» de la vacuna. Inicialmente se barajó la posibilidad de
llevar vacas enfermas, pero Balmis propuso ingeniosamente el uso de niños
de corta edad, ya que la vacuna prendía en ellos con más facilidad y, por otra
parte, hacer una travesía de circunnavegación con vacas acarrearía grandes
problemas. Con una lanceta impregnada del líquido de las vesículas se les
realizaba una incisión en el hombro y unos diez días después surgían un
número variable de granos vacuníferos que exhalaban el fluido antes de
secarse definitivamente. Ese era justo el momento de traspasar la vacuna a
otro niño. De esta forma, los niños fueron el verdadero motor de la
expedición.
Desgraciadamente, una vez vacunados, los niños ya no podían emplearse
de nuevo en la cadena de transmisión, por lo que, en cada nueva etapa,
Balmis se veía obligado a reclutar a más de ellos. Ahora bien, ¿qué padre de
familia en su sano juicio estaría dispuesto a dejar que sus hijos formasen
parte de esta empresa? Lógicamente, ninguno. El único recurso era buscar
expósitos en las casas de huérfanos.
Desde Puerto Rico la expedición recorrió Venezuela, Cuba, Yucatán,
México y Filipinas, para después arribar a Macao y Cantón antes de regresar
a España. Al alcanzar el Nuevo Mundo se partió en dos. Un grupo al mando
del subdirector de la expedición, el cirujano José Salvany, prosiguió las
labores de vacunación en el continente, recorriendo toda la cornisa occidental
de Suramérica. La Real Expedición Filantrópica de la Vacuna no tiene
precedentes en toda la historia de la humanidad.
IMPOTENCIA
EN LA CORTE CASTELLANA

El 22 de abril de 1451, festividad de Jueves Santo, nació en Madrigal de las


Altas Torres (Ávila) una niña de cabellos rubios y piel nacarada, le pusieron
por nombre Isabel y daría mucho que hablar durante los siglos siguientes.
Esta niña fue fruto del matrimonio habido entre el rey Juan II de Castilla
(1405-1454) y la princesa Isabel de Avis de Portugal (1428-1496). Juan II se
había desposado en primeras nupcias con María de Aragón, hija de Fernando
I de Antequera, y de esta unión había nacido un niño, el primogénito, al que
bautizaron con el nombre de Enrique.
El príncipe Enrique, el que estaba llamado a ser rey de Castilla, de
Toledo, de León, de Galicia, de Sevilla, de Córdoba, de Murcia, de Jaén, del
Algarbe y de Algeciras y señor de Vizcaya y de Molina, había nacido el 5 de
enero de 1425 en Valladolid. Los cronistas de la época164 lo describen como
un joven de «elevada estatura, piel blanca, pelirrojo, pecoso y de frente
ancha».165 Al parecer sus miembros eran grandes y su apariencia leonina, y
en su rostro destacaba una mandíbula prominente con dientes mal
enfrentados, lo que en términos médicos llamamos prognatismo. En el plano
psicológico era tímido, débil de carácter, abúlico, misántropo, ciclotímico y
amante de los placeres de la vida, del buen yantar, de la caza y de la música.
En septiembre de 1436, tras cumplirse seis años de la Treguas de
Majano, Juan II de Aragón, rey también de Sicilia y Navarra, propuso un
acuerdo de paz entre navarros y castellanos, que se formalizaría con el
compromiso matrimonial entre Blanca, una de sus hijas, y Enrique, el
príncipe castellano. Blanca había nacido en Olite (Navarra) unos meses antes
que Enrique y los lazos de consanguineidad que había entre los contrayentes
obligaron a que el papa Eugenio IV emitiera una dispensa, algo bastante
habitual durante siglos.
Al año siguiente, Enrique, un crío de doce años, recibió a su prometida
en matrimonio. Tras la celebración religiosa, y tal y como ordenaban las
buenas costumbres de la época, los jóvenes esposos fueron separados, en
espera de que alcanzaran la edad permitida para consumar el matrimonio. El
fogoso primer encuentro tuvo lugar tres años después, la noche del 15 al 16
de septiembre, cuando Enrique cumplió los quince años. Tras una opípara
cena los jóvenes esposos se encerraron a cal y canto para disfrutar lo que les
había estado vedado; mientras tanto, al otro lado de la puerta, estaban los
heraldos y tres notarios esperando a que les fueran entregadas las sábanas
manchadas, las cuales atestiguarían el desfloramiento de la princesa.
Lo que sucedió en el primer envite real trascendió y las crónicas no
pueden ser más explícitas al respecto: «La boda se hizo quedando la princesa
tal cual nació, de que todos ovieron grande enojo».166 En otras palabras, el
príncipe había tenido un fracaso estrepitoso en su primera cópula con la
princesa, lo que actualmente llamaríamos gatillazo. Ahora nos puede
sorprender, pero empaticemos por un momento con los príncipes: son dos
adolescentes, desconocidos, tan solo existe constancia de que se habían visto
antes en dos ocasiones, ahora encerrados en una alcoba y con un grupillo de
cotillas al otro lado de la puerta deseosos de saber lo que ha sucedido y
esperando a que se les entregue la dichosa sábana. Este primer «fiasco» dio
origen a la leyenda negra que acompañaría toda su vida al pobre Enrique.
Las burlas y descalificaciones se sucedieron, el que más y el que menos
ponía en duda su hombría y se llegó incluso a afirmar que el heredero había
mantenido en alguna ocasión relaciones contra natura. La verdad es que
pocas figuras de la historia han sido tan vilipendiadas y ultrajadas como este
monarca.
Enrique intentó buscar solución a su problema urológico en diferentes
frentes, por una parte recurrió a los «auxilios espirituales» (oraciones y
ofrendas), por otra a los remedios que ofrecía en aquel momento la ciencia
(brebajes y pócimas con efectos vigorizantes). Se llegó a financiar, incluso,
una expedición a África para localizar un cuerno de unicornio, al que se le
atribuían por aquel entonces propiedades afrodisíacas. Todo fue infructuoso.
Un médico alemán, el doctor Hieronymus Münzer, exploró al egregio
paciente y emitió un prolijo diagnóstico en el que señalaba que a Enrique le
era difícil mantener la erección167 como consecuencia de los problemas
anatómicos que sufría. Las crónicas de este galeno teutón nos cuentan que
empleó como remedio a la dolencia el uso de lo que ahora etiquetaríamos
como fecundación in vitro. Al parecer fabricó una cánula (caña) de oro que
introdujo en la vulva de la reina y a través de la cual intentaron verter el
semen de Enrique. El proceso no produjo ningún efecto en la reina, por lo
que tuvo que desecharse finalmente.
La situación entre Blanca y Enrique no pudo ser peor, hasta el punto de
que Enrique solicitó la anulación matrimonial, la cual le fue concedida en
1453. ¡Trece años después de la boda! No nos engañemos, la nulidad tenía,
fundamentalmente, una base política, Enrique buscaba zanjar su alianza con
Navarra y acercarse a Portugal. Ahora viene una cuestión de especial
importancia, ¿qué alegaron para anular lo que Dios había unido? Era preciso
argüir que Enrique no había mantenido relaciones con su esposa, pero que sí
era lo suficientemente hombre para mantenerlas con otras mujeres. Por ese
motivo adujeron que un «ligamento» o «hechizo» impedía a Enrique
mantener relaciones con la pobre Blanca: «Impotencia recíproca debida a
influencias malignas».
Poco tiempo después de la nulidad matrimonial Blanca regresó a
Navarra, quedando nuevamente a merced de su padre, que intentó por todos
los medios utilizarla de peón político y casarla en segundas nupcias con el
duque de Berry, un adolescente de dieciséis años. La verdad es que la joven
navarra tuvo una vida muy desdichada.
Ahora bien, ¿era realmente impotente Enrique de Castilla? Sabemos,
gracias a varios cronistas de la época, que antes del matrimonio con Blanca
de Navarra había tenido una intensa vida sexual.168 Vamos, que de
impotencia, nada de nada. Por otro lado, existen pruebas suficientes que
atestiguan que mantuvo relaciones sexuales con numerosas prostitutas: de
hecho, tras la anulación matrimonial un sacerdote abrió un proceso
inquisitorial por el cual se preguntó a numerosas mujeres de vida disipada
que habían pernoctado bajo el mismo techo del monarca acerca de sus
«habilidades talámicas». Según se recoge, las meretrices no tuvieron ningún
problema en afirmar que Enrique «tenía una verga viril firme y daba su
débito y simiente viril como otro varón».
En 1454 Juan II de Castilla se despidió de este mundo a la edad de
cuarenta y nueve años; a renglón seguido Enrique, el primogénito, que en
aquel momento tenía veintinueve años, accedió al trono castellano. A
continuación eligió como esposa a Juana, hermana del rey Alfonso V de
Portugal.169 Es de imaginar el miedo que tendría el soberano a un nuevo
gatillazo, y por ese motivo previamente había derogado la ley que obligaba a
consumar el matrimonio ante testigos. De esta forma, tan solo Enrique y
Juana supieron lo que aconteció en su primer encuentro en el lecho real.
El reinado de Enrique, al igual que había sucedido con su padre, estuvo
presidido por la abulia y el desinterés por los asuntos de Estado, lo que
favoreció que las riendas de Castilla fueran asumidas por su valido, Beltrán
de la Cueva. Y al parecer, eso al menos decían las malas lenguas de palacio,
el lecho de la reina era frecuentado con cierta asiduidad por el valido. Lo que
pudo haber sido un mero cotilleo palatino acabaría convirtiéndose en una
razón de Estado con dimensiones internacionales, como luego veremos.
En 1930 el prestigioso médico Gregorio Marañón trató de desenredar el
ovillo y dar una visión científica a la enfermedad de Enrique IV. Le
diagnosticó una patología endocrinológica, concretamente una displasia
eunucoide o un tumor hipofisario. Ambos podrían explicar desde un punto de
vista médico la impotencia real.170 Otros médicos, como el doctor Maganto
Pavón, son de la opinión de que el origen de la impotencia hay que buscarlo
en otro tipo de dolencias, como puede ser el síndrome de neoplasia endocrina
múltiple (MEN), provocado por un tumor hipofisario productor de hormona
de crecimiento y de prolactina.
Dejemos estos matices médicos y regresemos al hilo de nuestro relato.
En el verano de 1461, cuando ya habían celebrado las bodas de hierro, la
corte castellana anunció que la reina se encontraba en estado de «buena
esperanza». Es fácil imaginar la sonrisa que debió de aparecer en el rostro del
monarca. A partir de este momento nadie pondría en duda su impotencia.
¡Qué equivocado estaba!
El 28 de febrero de 1462 tuvo lugar el parto. El escenario elegido fue el
Alcázar de Madrid; allí la reina dio a luz a una niña, a la que se bautizó como
la madre, Juana. Enrique mandó llamar inmediatamente a su hermanastra
Isabel para que amadrinara a la neófita. El nacimiento de esta niña había
alterado de forma notable el orden sucesorio. La recién nacida era la primera,
seguida del infante Alfonso (hermano de Isabel y hermanastro de Enrique) y,
en tercer lugar, la infanta Isabel. Nadie podría imaginar en aquel momento
que Isabel se sentaría en el trono de Castilla.
Muy poco tiempo después se cuestionó la legitimidad de la paternidad
de la infanta. En 1464 lo más selecto de la nobleza castellana, mediante un
manifiesto, atribuía la paternidad de la pequeña Juana al privado, a Beltrán de
la Cueva. A partir de ese momento la princesa pasó a conocerse como Juana
la Beltraneja. Asimismo, los nobles solicitaban la anulación matrimonial,
puesto que los monarcas eran primos hermanos y no habían pedido la
dispensa papal. Además demandaban la exclusión de la infanta en la línea
sucesoria. ¿Qué hizo Enrique IV? ¿Acalló las protestas y castigó a los
rebeldes? Pues no, optó por una solución más fácil y menos conflictiva:
desheredó a su hija y destituyó a Beltrán de la Cueva, nombrando a Juan de
Pacheco, líder de la facción política belicosa, como nuevo valido. La
explicación esgrimida para desheredarla no era su condición de bastardía,
sino la dudosa legalidad del matrimonio de su madre y el mal
comportamiento reciente de esta (se la acusaba de infidelidad). De esta
forma, el infante Alfonso se convertía en el heredero del trono castellano. Sin
embargo, en 1468 la línea sucesoria se vio alterada cuando el infante Alfonso
falleció en Cardeñosa (Avila), víctima de una epidemia de peste que en
aquellos momentos asolaba Castilla, desapareciendo de esta forma el que
habría reinado con el nombre de Alfonso XII. Este deceso propulsó a la
adolescente Isabel a la escena política castellana, convirtiéndose en la
heredera del pusilánime de su hermanastro.171
A continuación se planteó la necesidad de desposar a Isabel, puesto que
ya estaba en edad casadera. Inicialmente se barajaron tres candidatos:
Alfonso V, rey de Portugal,172 el duque de Guyena, hermano del rey francés
Luis IX, y Fernando, hijo del rey de Aragón. Isabel optó por el tercer
pretendiente, el aragonés. ¿Por qué? Probablemente por varios motivos,
siendo el de más peso que era un joven de una edad igual a la suya y que era
el heredero del trono aragonés. Además de esto, que nadie se venga a
engaños, el físico debió de jugar una baza importante en la elección, puesto
que los cronistas de la época describen a Fernando como un Adonis.173 La
elección de la novia no contaba, desgraciadamente, con el visto bueno de su
hermanastro, el rey. Para complicar más aún el proceso, a mediados de
octubre de 1469 el aragonés llegó a Dueñas (Valladolid) disfrazado de arriero
y cinco días después, en la capital vallisoletana se desposó con Isabel, a
escondidas y sin el consentimiento de Enrique IV. Los jóvenes, para que no
hubiera ningún tipo de dudas, decidieron restaurar el ritual de las sábanas de
la noche nupcial.174
Como es fácil imaginar, cuando el soberano castellano se enteró de lo
sucedido a sus espaldas montó en cólera y lo primero que hizo fue reconocer
nuevamente a su hija Juana como heredera del trono, al tiempo que acordaba
su matrimonio con el duque de Guyena.175 La polémica estaba servida y la
sombra de la guerra civil se cernía sobre los campos castellanos. En ese
momento la infanta Juana tenía tan solo ocho años de edad.
En 1474 Enrique IV, a la edad de cincuenta años, falleció en Madrid, sin
testamento político. Tan solo dejaba establecida una serie de disposiciones
relacionadas con su enterramiento en el monasterio de Guadalupe, en donde
descansa actualmente. Al parecer los días previos a su muerte presentó
abundantes vómitos y «cámaras», nombre con el que se conocía en aquella
época a la diarrea sanguinolenta, lo cual ha hecho pensar a algunos
estudiosos176 que el soberano pudo morir a consecuencia de un
envenenamiento por arsénico.
La muerte de Enrique IV de Castilla y la sombra de su supuesta
impotencia marcó el inicio de cinco largos años de guerra civil, entre los
partidarios del bando de Juana, y los partidarios de Isabel,177 que terminaría
como todos sabemos con la victoria de la Católica. En 1479, con la firma del
Tratado de Alcaçovas se reconocía a Fernando y a Isabel como reyes de
Castilla y se obligaba a Juana a renunciar a su derecho al trono y a
permanecer de forma indefinida en Portugal.
La verdad es que durante mucho tiempo el reinado de Enrique IV ha
sido catalogado por la mayoría de los historiadores como uno de los más
calamitosos de Castilla a lo largo de su historia, pero en este momento se
tiende a pensar que esa situación ha estado sobredimensionada gracias a una
campaña de desprestigio político auspiciada por los Reyes Católicos.
Quedaría por resolver, finalmente, una cuestión: ¿era Juana la Beltraneja
hija de Enrique IV? Desgraciadamente nunca podremos saberlo, debido a que
sus restos se han perdido y no es posible realizar una prueba de ADN.
LA DAMA ESPAÑOLA

En el año 2014 España tuvo el lamentable honor de ser el primer país


europeo con un enfermo que había contraído el ébola en su territorio. Muchos
se llevaron las manos a la cabeza por este hecho, pero si hay una enfermedad
que aparentemente nos hace los responsables de la mayor mortandad del siglo
XX es, sin duda, la denominada gripe española. Una pandemia que mató, al
menos, a cincuenta millones de personas en el mundo en 1918. Una
mortalidad cinco veces superior a la Primera Guerra Mundial. Para que
comprendamos la magnitud del problema, baste un dato: las bajas militares
del ejército de Estados Unidos fueron de casi cuarenta y nueve mil en acción
y más de sesenta y dos mil a consecuencia de la gripe.
Se estima que en total pereció el 2,5 por ciento de la población mundial
y que un 20 por ciento fue infectado por el virus de la gripe, conocido por la
terminología científica como H1N1. La India fue el país con mayor número
de muertes registradas: se calcula que superaron los doce millones. Si
analizamos las principales causas de muerte de civiles en el siglo XX, en las
primeras posiciones, tras el Holocausto, las matanzas de Stalin y los
genocidios de Camboya y Ruanda, tenemos, entre otras, el genocidio
armenio, cometido por los turcos, el éxodo de los serbios tras la invasión
austriaca, y el virus de la gripe.
El virus de la gripe es el peor asesino en los registros epidemiológicos.
Sin embargo, la epidemia de 1918 no fue la primera pandemia de la gripe, de
hecho tenemos constancia de otra epidemia especialmente virulenta que azotó
nuestro país hacia 1580. Entre los afectados de esta epidemia estuvo el rey
Felipe II, que se contagió en Badajoz cuando se dirigía a tomar posesión del
reino portugués. La situación clínica del soberano fue tan grave que se vio
obligado a dictar testamento. Afortunadamente se pudo recuperar sin
secuelas. Muy diferente fue lo que le sucedió a su cuarta esposa, Ana de
Austria, que además se encontraba embarazada, y que falleció a consecuencia
de esta epidemia.
La «madre de todas las epidemias» fue denominada «gripe española» o
«dama española» (spanish lady) debido a que nuestro país, al no estar
implicado en la Primera Guerra Mundial fue la nación que más reportó los
casos de este virus.178 Los otros países involucrados en la guerra temían
desmoralizar a la población informando sobre el número de fallecidos por la
enfermedad, por lo que los altos mandos impusieron una censura que
impidiera airear noticas que desalentaran a la tropa. De esta manera, ante los
ojos del mundo, España parecía ser el epicentro de la enfermedad.179 En los
periódicos españoles de la época (El Sol, ABC o La Vanguardia) llegó a
haber secciones fijas dedicadas a la gripe. No deja de ser curioso que en
nuestro país la bautizásemos con el apelativo de «el soldado de Nápoles»,
debido a que apareció cuando en los teatros se representaba la zarzuela La
canción del olvido, con música del maestro José Serrano. Ahora sabemos que
el inicio de esta pandemia no estuvo en España, pues el paciente cero ha sido
registrado en Kansas (Estados Unidos), el 11 de marzo de 1918.180 Desde allí
la llevaron los soldados a Francia.
En mayo de 1918 hubo una epidemia especialmente virulenta y letal en
Madrid, hasta el punto de que enfermaron el rey Alfonso XIII, que por aquel
entonces tenía treinta y dos años, el presidente del gobierno —Eduardo Dato
— y dos de sus ministros, y es que aquel virus no entiende de clases sociales.
También sufrieron la enfermedad el presidente norteamericano Woodrow
Wilson, el futuro presidente Franklin D. Roosevelt, el káiser alemán
Guillermo II y el primer ministro británico David Lloyd George.
El mes con mayor mortandad, a nivel mundial, fue octubre de 1918,
hasta el punto que se estima que el 45 por ciento de los fallecidos en España a
consecuencia de la gripe murieron ese mes, siendo la provincia de Burgos la
que presentó la mayor tasa de mortalidad. En nuestro país se tomaron algunas
medidas de calado internacional para reducir el número de muertos. Entre
ellas el cierre de la frontera con Portugal y la prohibición del paso de algunos
trenes procedentes de Francia.
Hay que tener presente que las circunstancias de la Gran Guerra eran un
terreno abonado para favorecer la morbimortalidad de la enfermedad: el
hacinamiento en las trincheras, la existencia de ratas y parásitos y la
desnutrición de la tropa. Por este motivo, la enfermedad alteró de forma
manifiesta el curso de las operaciones militares durante la Primera Guerra
Mundial. Así, por ejemplo, el general alemán Erich Ludendorff se quejó del
fracaso de su ofensiva en la Segunda Batalla del Marne porque la gripe había
debilitado a gran parte de su tropa.
Ahora bien, ¿por qué fue tan mortífera esta pandemia? Hasta hace muy
poco no lo sabíamos. Fue la llegada del virus a los lugares más recónditos lo
que permitió reconstruirlo en el año 2005. Johan Hultin, un médico retirado,
y los científicos militares al mando del genetista Jeffery Taubenberger,
lograron rescatar los genes del virus de los pulmones de una de sus víctimas,
una mujer que había muerto en 1918 en un poblado esquimal de Alaska. Allí
el frío había preservado el material particularmente bien. Se supo así que el
virus de 1918 no tenía ningún gen de tipo humano: era un virus de la gripe
aviar, sin mezclas. Además se pudo saber que tenía veinticinco mutaciones
que lo distinguían de un virus de la gripe aviar típico, y entre ellas debían de
estar las que le permitieron adaptarse al ser humano.181
La epidemia de 1918 inició un ciclo que luego se ha repetido,
afortunadamente con menor impacto, en 1957 y 1968, es decir, una epidemia
de media cada veinticinco años, la siguiente debía de haberse producido en
1993. Fue precisamente esta huella epidemiológica la que provocó que la
Organización Mundial de la Salud alertase en 2009 sobre la llamada gripe A.
Una alarma que resultó ser a todas luces desproporcionada.
Una de las características de la «dama española», a diferencia de otras,
fue la afectación y la mortalidad de personas menores de sesenta y cinco
años: esto favoreció que segara la vida de un gran número de artistas
contemporáneos. Entre los desaparecidos se encuentran figuras como Gustav
Klimt, Kolo Moser, Otto Wagner, Egon Schiele y Guillaume Apollinaire,
entre otros.
LA ENAJENACIÓN
QUE ACABÓ CON UN REINO

Una costumbre bávara muy extendida es el llamado brotzeit, que en alemán


significa «tiempo de pan». Se trata de una expresión antigua utilizada para
indicar un periodo de tiempo comprendido entre el desayuno y el almuerzo
en que se servían rebanadas de pan (brot) con salchichas, queso o ahumados.
Pues bien, ha persistido el brotzeit en la mayoría de los imbiss (una «parada»
a media mañana), momento en el que los alemanes disfrutan de un aperitivo.
¡Para que luego digan de los españoles!
Baviera, Bayern en alemán, es el mayor de los dieciséis estados
federados de Alemania y, como la mayoría de los aficionados al fútbol saben,
su capital es Múnich. Quizás lo que no todos conocen es que hasta hace
menos de un siglo, era un territorio independiente, el reino de Baviera, creado
en el año 1806 por Maximiliano I.
Uno de los bisnietos de Maximiliano I fue Ludwig Otto Frederik
Wilhelm von Wittelsbach nacido el 25 de agosto de 1845 en Nymphenburg.
Con tan solo diecinueve años tuvo que hacerse cargo de la corona,
sucediendo a su padre Maximiliano II y pasando a los anales de la historia
como Luis II de Baviera. Durante su adolescencia se comprometió con la
princesa Sofía, su prima y hermana menor de la célebre Sissi, la futura
emperatriz. El enlace fue pospuesto por Luis en numerosas ocasiones, sin dar
explicación alguna, lo cual ya dejaba entrever el trastorno del
comportamiento que experimentaría tiempo después. Al final, la joven,
cansada de tanto esperar, le dejó con la miel en los labios y se desposó con el
duque de Alençon.
Tras la derrota de la Guerra austro-prusiana los estados del norte se
unificaron en la Confederación Alemana del Norte, bajo el liderazgo del rey
de Prusia. En 1870 Luis firmó una alianza con Prusia y poco tiempo después
Baviera se unió a Alemania, y poco a poco Luis II se fue desligando de los
asuntos políticos del reino.
A la edad de veintinueve años comenzó a escribir un diario, gracias al
cual hemos podido saber que su vida estuvo plagada de altibajos
sentimentales, que tuvo tendencias que hoy calificaríamos de homosexuales y
que fue un hombre muy enamoradizo. Tenía un carácter romántico y soñador
que le llevó a encerrarse en un mundo de fantasía. Su personalidad era muy
diferente de lo que se estilaba en las cortes europeas de la época, no estaba
interesado en las labores de Estado y no quería saber nada de las luchas de
poder ni de las interminables alianzas. A Luis tan solo le gustaba vivir solo y
para el arte, así como para la construcción de suntuosos castillos. Con la
ayuda del diseñador Christian Jank mandó levantar tres grandiosos castillos,
siguiendo el estilo historicista de la época: Linderhof, Neuschwanstein, y
Herrenchiemsee.182
El monarca se convirtió en el mecenas de uno de los compositores más
geniales de toda la historia de la música, Richard Wagner.183 La admiración
y, por qué no, la obsesión por el compositor le llevó a atraerle hacia Múnich,
para que allí compusiese y pudiese estrenar sus obras; con ello ensalzaría la
grandeza del reino de Baviera. Wagner, que en aquellos momentos era
perseguido por maridos cornudos y acreedores indignados, aceptó encantado.
Sin dudarlo un instante se trasladó a Múnich, junto con Hans von Bülow, el
director de sus obras, y la mujer de este, Cosima, que era además era la hija
de Liszt. Wagner acabaría enamorándose de Cosima, haciéndola su amante y,
finalmente, casándose con ella.
En agradecimiento por fijar su residencia en Múnich, Luis colmó todos
los caprichos de Wagner, le otorgó un sueldo desorbitado y le construyó un
nuevo lugar de representaciones, el teatro de Bayreuth.184 Además, sabemos
que el monarca le ayudó económicamente en la composición de obras tan
célebres como El anillo del nibelungo y Tristán e Isolda.
A la edad de cuarenta años el rey comenzó a presentar los primeros
síntomas de una enfermedad psiquiátrica. Se pasaba el día dormitando,
mientras que de noche salía a pasear en solitario por las nieves alpinas, en un
trineo tirado por cuatro caballos blancos. ¡Con el frío que tenía que hacer!
Además, con cierta frecuencia oía voces dentro de su cabeza y conversaba de
forma animada consigo mismo. El trato con el personal de palacio tampoco
era normal: tan pronto departía de forma animada y sosegada como tenía
arrebatos de furia incontrolable. En más de una ocasión mandó azotar,
torturar y encarcelar a algunos de sus servidores por cometer lo que él
llamaba «descuidos imperdonables». Durante los últimos meses de su reinado
prohibió terminantemente que nadie se le acercase a menos de treinta
centímetros.
En 1886 los síntomas psiquiátricos de Luis II, lejos de mejorar, se
acentuaron hasta límites insospechados, siendo necesario tomar medidas de
excepción. Se consultó al psiquiatra Bernhard von Gudden, al que
persuadieron previamente para que redactara un informe clínico en el que
dictaminase que el rey estaba loco. El galeno redactó un voluminoso informe
en el que de forma categórica diagnosticaba esquizofrenia paranoide a su
egregio paciente. Terminaba su redacción de la siguiente guisa: «Su Majestad
está en una fase avanzada de desorden mental (…) debe ser considerado
incapaz para ejercer el gobierno». ¡Más claro imposible!
Resulta al menos curioso que el doctor Von Gudden emitiese un juicio
clínico de esa trascendencia sin llegar nunca a examinar personalmente al
paciente, fiándose sin más de los testimonios de terceras personas. Por este
motivo, cuando Luis II conoció el dictamen no pudo por menos que preguntar
indignado: «¿Cómo puede dictaminarse de loco sin examinarse antes?».
A petición del psiquiatra, Luis II fue trasladado al castillo de Berg, el
cual se convirtió en una verdadera prisión real: las ventanas de los aposentos
reales fueron cerradas con herrajes y se taladraron mirillas en las paredes.
Contra todo pronóstico, Luis se tomó la nueva situación con absoluta
serenidad, a pesar de que entre las medidas prescritas por el médico se le
prohibía realizar cualquier tipo de paseo, así como asistir a la misa dominical.
El soberano pasó sus últimos días bajo una estrecha vigilancia, la cual no
pudo evitar una muerte trágica. Su fallecimiento se produjo en el lago
Starnberg, a poco más de 25 kilómetros de Múnich, el 13 de junio de 1886.
Al parecer aquella tarde Luis solicitó al doctor Gudden permiso para pasear
por su orilla en su compañía. El galeno alemán aceptó de buen grado,
ordenando a los dos guardias de palacio que no le acompañasen, pues nada
hacía presagiar que el soberano intentara fugarse. Fue la última vez que se les
vio, puesto que ni el monarca ni el psiquiatra regresaron a palacio. Sus
cuerpos fueron encontrados sin vida flotando en el lago. ¿Murió ahogado el
rey? Parece poco probable, puesto que era un nadador consumado. Por otra
parte su cuerpo tampoco presentaba señales de agresión que hiciesen suponer
que había sido asesinado. Por el contrario, el cuerpo del psiquiatra tenía
numerosos rasguños y una lesión en una de las cejas, probablemente la
impronta de un contumaz puñetazo, y además tenía marcas que hacían
sospechar que había muerto estrangulado. Nunca sabremos qué sucedió
aquella aciaga tarde de primavera.
Tras la muerte del Rey Loco la corona pasó a su hermano Otón I, que
tenía en su haber un largo historial de enfermedades mentales, por lo que no
parecía el candidato óptimo, por este motivo el tío de ambos, el príncipe
Leopoldo, asumió una larga regencia. La verdad es que el reino de Baviera
estaba sentenciado a muerte: el fin de la Primera Guerra Mundial supondría
su disolución definitiva.
En este momento Baviera cuenta con una de las rentas más elevadas de
la Unión Europea, posee numerosas industrias, tiene leyes propias, un
Parlamento propio, una policía propia y un prestigioso club de fútbol.
Además hablan de forma diferente al resto de los alemanes y su religión
también es distinta. Los bávaros son católicos mientras que la mayoría de los
alemanes son protestantes. Se distancian del resto de los teutones afirmando
que son más alegres y dicharacheros, ya que por sus venas corre sangre
latina, y no les falta razón, ya que los romanos los colonizaron tras establecer
su centro de mando en Ratisbona.185 Vamos, que un bávaro y un alemán se
parecen menos que un catalán y un andaluz. Si con todas las diferencias
enunciadas algún lector sagaz ha encontrado algún paralelismo próximo a
nosotros le voy a dar una última pista para que no quede ninguna duda, en el
siglo XX se declaró una república independiente en Baviera, que fue aplastada
a sangre y fuego por el ejército alemán.186
EL MAL DE LOS FRANCESES

Si hay una enfermedad con mala prensa esa es la sífilis, que podría ser
considerada algo así como el sida del Renacimiento. Pero que nadie piense
que es una enfermedad del pasado, porque no lo es. En 2010 los casos de
sífilis en nuestro país aumentaron un 16 por ciento en relación con los del año
anterior. Durante mucho tiempo se echó la culpa de que Europa estuviese
infectada de sífilis a uno de los compañeros de Colón, a Martín Alonso
Pinzón.
Martín Alonso Pinzón nació en Palos de la Frontera allá por el siglo XV.
Pertenecía a una familia con buena situación social, de origen aragonés.
Cuando tenía cincuenta y dos años, una edad avanzada para la época, tuvo la
suerte de formar parte de la expedición colombina que acabaría descubriendo
el Nuevo Mundo. Martín fue el capitán de la Pinta, mientras que su hermano
Vicente estaba al mando de la Niña. Además de estos dos hermanos, había un
tercero, que no es tan conocido. Se llamaba Francisco y era el maestre de la
Pinta. Tras el descubrimiento Martín Alonso Pinzón fue el primero en volver
de América, arribó en Bayona antes que Colón lo hiciera en Lisboa. Parece
ser que ya regresó enfermo de allende los mares, por lo que rápidamente se
dirigió a Palos, en donde falleció al poco de llegar. Y ahí precisamente está el
origen del sambenito: Martín Alonso Pinzón trajo de América la sífilis y de
eso murió.
Bueno, esto no es del todo cierto. Por un lado, Martín Alonso Pinzón no
tuvo tiempo suficiente para desarrollar la sífilis, en el caso de que la tuviera;
por otro lado, y esto es lo más contundente, en el año 1999 un equipo de
científicos de la Universidad de Bradford, en el Reino Unido, encontró
doscientos cuarenta y cinco esqueletos con sífilis. Los cuerpos habían sido
enterrados en una abadía agustiniana en el puerto de Kingston upon Hull, al
noreste de Inglaterra. Cuando fecharon los cuerpos con carbono 14 se
constató que habían fallecido entre 1300 y 1450. En otras palabras, el
marinero Pinzón quedaba libre de acusaciones, no fue el primer europeo con
sífilis, aunque les pese a muchos.
Se empezó a utilizar el término sífilis como consecuencia de una gran
epidemia, aunque realmente habría que hablar de pandemia, que asoló Europa
a finales del siglo XV.187 Durante mucho tiempo tuvo varios nombres: Morbus
italicus, hispanus, germanicus o gallicus, en función de quiénes fuesen los
que daban la denominación. Así, los ingleses la llamaban Morbus gallicus,
los portugueses Morbus hispanus y los franceses Morbus italicus.188
La explosión de la epidemia de la sífilis se fecha en 1495, durante el
asedio de Nápoles, una ciudad italiana rica en conventos y burdeles. Hasta
allí llegó el rey galo Carlos VIII (1470-1498) con un ejército de unos 40.000
hombres, formado en su mayor parte por mercenarios suizos, franceses y
alemanes. En aquella época estos ejércitos tan numerosos eran seguidos de
cerca por otro regimiento, el del amor, constituido por meretrices de las más
diversas procedencias, que proporcionaban alegrías y pasión a los necesitados
soldados.
El monarca francés era en sí mismo una curiosidad anatómica:
enfermizo y de constitución frágil, sus pies tenían seis dedos, por lo que tenía
que caminar como un pingüino, con un balanceo constante hacia los costados,
y por si esto no fuera suficiente, además tenía un tic permanente en la cabeza.
En otras palabras, era un adefesio de monarca.
Alfonso II de Nápoles se rindió a las primeras de cambio, sin presentar
batalla a las tropas francesas, de forma que Carlos VIII entró triunfante en la
ciudad el 22 de febrero de 1495, a las 16.00 horas, la «hora natal de la
epidemia». Ante esta afrenta se formó la Santa Liga para combatir a los
intrusos. Fernando el Católico envió a Gonzalo Fernández de Córdoba, un
segundón de la nobleza castellana, al frente de una fuerza expedicionaria, con
el objetivo de frenar las ambiciones galas. El Gran Capitán en un alarde de
estrategia arrebató Nápoles a Carlos VIII, obligándole a regresar a Francia.
En la retirada, las tropas francesas propagaron la enfermedad por Italia,
Francia y Alemania. En Inglaterra se detectaron los primeros casos de sífilis
de esta epidemia en 1497.
Siglos después Voltaire resumió la incursión de Carlos VIII en suelo
italiano: «Cuando los franceses de cabeza loca se fueron a Italia ganaron
torpemente Génova, Nápoles y la sífilis. Luego los echaron de todas partes.
Les quitaron Génova y Nápoles. Pero no perdieron todo, porque les quedó la
sífilis».
De esta forma, y antes de que finalizase el siglo XV, la sífilis campaba a
sus anchas por toda Europa. A lo largo del siglo siguiente se convirtió en un
azote para la humanidad, se la consideraba un estigma vergonzante, un
castigo divino por ceder ante los placeres de la carne. Era tan común padecer
sífilis durante el siglo XVI que Erasmo de Róterdam, sarcásticamente, decía:
«Un hombre noble sin sífilis o no era noble o no era demasiado hombre». La
sífilis afectó a muchos personajes ilustres de los siglos XV y XVI, como los
reyes de Francia Carlos VIII y Francisco I; los papas Alejandro VI, Julio II y
León X; César y Lucrecia Borgia, Erasmo de Róterdam y Benvenutto Cellini,
entre otros.
El nombre de «sífilis» se lo debemos al médico y poeta veronés
Girolamo Fracastoro, que lo utilizó por vez primera en una publicación que
realizó en el año 1530. Dado que Verona era en ese momento enemiga de
Francia, luchaba al lado de Venecia, Nápoles, el Sacro Imperio Romano y el
Vaticano, el patriotismo de Fracastoro influyó en el título de su poema
Syphilis sive morbus gallicus» (Sífilis o la enfermedad francesa).189 En la
tercera parte de su libro incluyó a un personaje de nombre Syphilis o
Syphilus, en lugar del pastor del mito clásico Ilceus, el cual acabaría dando
nombre a la enfermedad. Syphilus y otros probables descendientes de los
hombres de la Atlántida, habían matado unas aves sagradas y Apolo los había
maldecido y envió una horrible enfermedad contra él y su pueblo. En esta
parte Fracastoro mencionaba las bondades terapéuticas del guayaco, planta
procedente del Nuevo Mundo. La teoría de Fracastoro chocaba frontalmente
con el concepto de que la enfermedad se produce por un desequilibrio entre
los humores. Años después (1546) Fracastoro reconoció el origen venéreo de
la sífilis en su obra De contagione et contagiosis morbis et eorum curatione
(Del contagio y de las enfermedades contagiosas y su tratamiento). En ella se
disculpaba por algunos aspectos médicos que aparecían en su poema anterior,
señalando que habían sido fruto de su juventud. En una de las partes de su
obra se podía leer: «La infección ocurre solamente cuando dos cuerpos se
unen en contacto mutuo intenso como ocurre en el coito».
Tras abandonar suelo italiano, Carlos VIII regresó a Francia, en donde se
entregó a la tarea de embellecer el castillo de Amboise. Fue precisamente allí
donde a comienzos de abril de 1498, mientras se dirigía a presenciar un juego
de pelota que iba a tener lugar en los jardines palatinos, el monarca se golpeó
fuertemente la cabeza con el dintel de la puerta. Inicialmente el golpe no
pareció tener importancia, pero mientras disfrutaba del espectáculo y
conversaba con su confesor, el obispo de Angers, perdió súbitamente el
habla, se desplomó y falleció pocas horas después. Para los médicos de
palacio que le atendieron el diagnóstico estaba claro: había sufrido un
«catarro», esto es, la salida de líquido cefalorraquídeo por la nariz. Un
diagnóstico muy acertado, aunque ahora lo llamamos de otra forma,
hematoma subdural, provocado por un traumatismo craneoencefálico. Debido
a que el rey no tenía descendencia, la corona pasó a un primo suyo, que subió
al trono francés con el nombre de Luis XII.
LA PESTE DE LAS NAOS

El 10 de agosto de 1519 una pequeña flota española formada por cinco


barcos con doscientos treinta y siete hombres a bordo, al mando de un
portugués, Fernando de Magallanes (1480-1521), partió del puerto de Sevilla.
Tres años después un único barco —la nao Victoria— y diecisiete tripulantes
regresaron a Sevilla. Al mando estaba un vasco de Guetaria, Juan Sebastián
Elcano. Por vez primera el mundo fue global y ya no había océanos
inexplorados plagados de supuestas criaturas misteriosas. Durante el viaje los
marineros se tuvieron que enfrentar a naufragios, combates, hambrunas,
motines y mil adversidades más, pero la principal fue una enfermedad, la
peste de las naos o escorbuto. Esta enfermedad había imposibilitado durante
siglos que se pudiese circunnavegar el globo terráqueo.
Antonio Pigafetta (1491-1534), explorador, geógrafo y cronista de la
república de Venecia, formó parte de la expedición de Magallanes y describió
de forma magistral los estragos que causaba la enfermedad en los marineros:
«Nuestra mayor desgracia era vernos atacados de una especie de enfermedad
que hacía hinchar las encías hasta el extremo de sobrepasar los dientes en
ambas mandíbulas, haciendo que los enfermos no pudiesen tomar ningún
alimento».
La alimentación en las grandes travesías marítimas era un problema. El
alimento principal a bordo era el bizcocho190 —una masa de harina de trigo
cocida varias veces para que se mantuviera más tiempo—, la carne o el
pescado salados, el agua y el vino. Se cocinaba, en el mejor de los casos, una
vez al día. El horno de panificar y la cocina solían estar situados a popa, en la
cubierta del combés. El acto de cocinar durante las travesías era un riesgo que
había que sopesar, pues por una parte había que tener una considerable
reserva de leña y por otra había que mantener el fuego encendido, lo cual
hacía correr el riesgo de un incendio. Los alimentos frescos como la fruta, la
verdura o la carne se agotaban rápidamente, y eran los que se consumían
cuando se realizaban escalas. Era precisamente la falta de frutas y verduras lo
que ocasionaba el escorbuto.
Era una enfermedad bastante corriente en los países del norte de Europa.
Olao Magno refiere que aparecía con frecuencia en las plazas sitiadas y la
llamó scorbok, que significa «úlceras en la boca». Durante doscientos
cincuenta años el escorbuto fue tratado como una enfermedad contagiosa y se
atajaba con remedios de lo más peregrinos: comer luciérnagas, café
concentrado191 o helechos. Pasarían muchos siglos hasta que se supiese que
la enfermedad estaba causada por una insuficiente ingesta de ácido ascórbico.
En las guerras marítimas fallecían más marineros por escorbuto que por
los combates. Así, por ejemplo, durante la Guerra de los Siete años (1756-
1763) entre Inglaterra, España y Francia, hubo miles de muertos por esta
causa. La marina inglesa reconoció que hubo más pérdidas humanas a
consecuencia de esta enfermedad que por los combates librados contra las
naciones enemigas.
Por este motivo no es de extrañar que los oficiales de la marina británica
tuvieran que recurrir a las llamadas patrullas de leva para conseguir
completar su tripulación. Estas patrullas estaban formadas por hombres
armados que golpeaban, arrastraban a bordo y enrolaban a marineros que
encontraban en los puertos. Una vez a bordo no tenían más remedio que
someterse a las leyes del derecho marítimo, y si intentaban desertar eran
castigados con la muerte. Se estima que hasta una tercera parte de las
dotaciones de una embarcación podía estar formada por aportaciones de la
patrulla de leva.
En 1753 el doctor James Lind (1716-1794) hizo pública una experiencia
personal con extremado rigor científico, hasta el punto de poder considerar su
experimento como el primer ensayo médico de la historia. El galeno inició la
experiencia el 20 de mayo de 1747 con doce enfermos de escorbuto, que iban
a bordo del Salisbury. Todos tenían síntomas muy parecidos: encías
fungosas, petequias, cansancio y debilidad en las rodillas. Lind sometió a
todos ellos al mismo régimen alimenticio y fueron tratados, por pares, de la
siguiente forma: a dos de ellos se les dio un cuarto de galón de sidra al día;
otros dos recibieron veinticinco gotas de elixir de vitriolo, tres veces al día;
dos tomaron dos cucharadas de vinagre, tres veces al día; dos marineros
fueron sometidos a un tratamiento con medio cuartillo de agua de mar; dos
enfermos comieron diariamente dos naranjas y un limón, aunque tan solo lo
hicieron durante seis días porque se les agotó la reserva de frutos. Los
últimos dos enfermos recibieron además un electuario compuesto por ajo,
granos de mostaza, goma de mirra y bálsamo del Perú. El resultado del
estudio fue espectacular: al cabo de seis días uno de los enfermos que había
recibido naranjas y limón pudo reanudar su trabajo y el otro que recibió el
mismo tratamiento tuvo una recuperación rápida y completa. El resto de los
marineros empeoraron, a excepción de los dos marineros que habían recibido
sidra, que también mejoraron. La conclusión de Lind fue que los cítricos
ayudaban a combatir el escorbuto. En 1770 el célebre capitán de navío James
Cook (1728-1779) logró por vez primera realizar un largo viaje, a bordo del
HMB Endeavour, sin que su tripulación fuese diezmada por el escorbuto.
Este éxito lo consiguió al hacer ingerir a sus marineros un preparado de
vinagre de manzana, zumo de limón, melaza y coles fermentadas.192
EL HECHIZO GENÉTICO
DE LOS AUSTRIAS

El domingo 6 de noviembre de 1661 España se vistió de gala. No era para


menos, el rey Felipe IV había tenido un heredero. La Gaceta de Madrid
describía al recién nacido de la siguiente guisa: «Un robusto varón, de
hermosísimas facciones, cabeza proporcionada, pelo negro y algo abultado de
carnes». La verdad es que esta descripción no encaja con la que hizo el
embajador de Francia a Luis XIV: «El príncipe parece bastante débil; muestra
signos de degeneración, tiene flemones en las mejillas, la cabeza llena de
costras y el cuello le supura (…); asusta de feo». ¿A quién creemos?
Desgraciadamente, al francés.
De esta forma comenzaba la biografía del que sería el último de los
Austrias, con el que desaparecería el linaje en nuestro país. Lo cierto es que el
pobre no tenía la culpa, era el fruto de repetidos matrimonios consanguíneos.
De hecho su padre estaba casado con una hija de su hermana, por lo que era a
la vez, tío segundo de su hijo, y su madre era prima de su propio hijo. Si se
calcula el coeficiente de endogamia resulta que Carlos tenía un 25 por ciento,
lo cual equivale a ser el fruto de un incesto entre hermanos o entre padres e
hijos. Un coeficiente tan elevado predispone a padecer enfermedades
causadas por genes recesivos, que podrían explicar algunos de los síntomas
que sufrió el hijo de Felipe IV.
El neófito recibió las aguas bautismales en la capilla de palacio y fue
bautizado con dieciséis nombres, los primeros fueron Carlos José Joaquín.
Con la intención de que aquel engendro humano sobreviviese, se le alimentó
con catorce amas de cría diferentes durante los cuatro primeros años de vida.
Muchas mujeres se ganaron la vida ejerciendo la lactancia mercenaria,
una profesión que, por cierto, estaba sometida a unos rigurosos controles
médicos. Ser nodriza no estaba al alcance de cualquiera, había una serie de
requisitos que se debían cumplir. Así por ejemplo, su edad no podía ser
superior a los cuarenta años ni inferior a los veinte, no debía ser pelirroja,
puesto que se creía que estas mujeres tenían un carácter agrio que ejercería un
efecto nocivo sobre el recién nacido; debía estar sana, ser de buena estatura y,
obviamente, tener un amplio pecho, porque se pensaba que con esto la
lactancia estaba garantizada. En cuanto a los pezones, no podían ser ni
demasiado grandes ni demasiado pequeños; la mujer debía ser madre de más
de un niño pero de menos de seis y se requería que no hubiese abortado y no
tuviera halitosis. Los médicos de la época no se conformaban con estos
aspectos físicos, se exigía además que su castidad y su limpieza de sangre
estuviesen aseguradas.
Cuando el heredero cumplió los cuatro años su padre falleció. En el
testamento real dejó establecido que mientras durase la minoría de edad la
regente sería la reina Mariana de Austria, ayudada por una junta de
gobierno.193
El príncipe sobrevivió, no sin esfuerzo, a las múltiples enfermedades
infantiles, que no hicieron otra cosa que cebarse con su débil constitución. Es
muy posible que el infante Carlos sufriera raquitismo infantil194 y que esta
fuera la causa por la que no caminase hasta que cumplió los seis años.
Cuando tenía que recibir a algún embajador era preciso que las meninas,
mediante un complejo sistema de cordones, le mantuviesen en pie, en caso
contrario se caía al suelo. Se puede afirmar que uno de los grandes éxitos que
tuvo Carlos en su vida sucedió el día 26 de julio de 1667, cuando por vez
primera pudo caminar por sí mismo.
La familia real estaba tan preocupada por la supervivencia del príncipe
que su enseñanza se descuidó, hasta el punto de que a la edad de nueve años
todavía no sabía leer ni escribir. Durante los años siguientes la situación no
cambió sustancialmente. Apenas recibió la educación necesaria para ejercer
el oficio de rey, y su carácter siempre fue voluble e irresoluto. Sus principales
virtudes, que también las tenía, fueron la religiosidad y la piedad.
En 1675, con motivo de su decimocuarto cumpleaños, el príncipe
alcanzó la mayoría y se convirtió en rey de España con el nombre de Carlos
II. En aquel momento Nicolani, el secretario del nuncio, lo describió de la
siguiente forma: «El rey es más bien bajo que alto, flaco, no muy mal
formado, es feo, en su conjunto, el rostro, tiene el cuello largo, la cara y la
barbilla largas, con el labio inferior típico de los Austrias, ojos no muy
grandes, de color azul turquesa y el cutis fino y delicado». El estigma de los
Austrias, el prognatismo, alcanzó su máxima expresión en Carlos, lo cual le
provocaría trastornos digestivos al no poder masticar correctamente los
alimentos.
El pobre Carlos envejeció a pasos agigantados, sin solución de
continuidad. Se puede afirmar que pasó de la infancia a la senectud sin
transición. Este hecho se puede constatar cuando se contempla la evolución
física de Carlos II a través de los cuadros que le hicieron los pintores de
cámara. Así, por ejemplo, disponemos de uno realizado por Juan Carreño de
Miranda, a la edad de doce años, en donde se nos muestra a un joven de
aspecto feliz y agradable; este cuadro es diametralmente opuesto a otro del
mismo autor realizado siete años después. Entre ambas obras hay un claro
deterioro físico, impropio de un adolescente de su edad. Es lo que en
términos médicos denominamos envejecimiento prematuro o senescencia. A
esto hay que añadir que sufría problemas gastrointestinales frecuentes,
infecciones urinarias de repetición y cálculos renales.
Una vez alcanzada la adolescencia se planteó en la corte madrileña la
necesidad de matrimoniarle de forma urgente, para resolver el problema de la
sucesión. Tras largas deliberaciones el Consejo de Estado aprobó el enlace de
Carlos con María Luisa de Orleans (1662-1689), sobrina de Luis XIV, el Rey
Sol. Pobrecilla, no sabía lo que se le venía encima.
A pesar de que Carlos se enamoró locamente de María Luisa, nunca
pudo llegar a consumar el matrimonio, según contó la reina a su camarera
mayor. Una apendicitis aguda acabó de forma inesperada con la vida de la
reina, dejando a Carlos nuevamente solo en el trono y sin heredero.
Con la rapidez de un rayo la diplomacia española encontró una nueva
esposa para nuestro soberano, Mariana de Neoburgo (1667-1740), que tenía
unos antecedentes fértiles acreditadísimos: su madre había tenido veintitrés
hijos. A pesar de todo, y como era de esperar, la descendencia seguía sin
llegar a la corte madrileña, por lo que se empezó a barajar la posibilidad de
que Carlos hubiese sido hechizado, y esto le impidiese engendrar. Tan
espinoso asunto se puso en manos del inquisidor general, el cardenal
Rocaberti, en el año 1698. Después de minuciosos y estrambóticos peritajes
se concluyó que, en efecto, el rey había sido víctima de un hechizo: «Se lo
habían dado en una taza de chocolate, en la que habían disuelto sesos de un
ajusticiado para quitarle el gobierno; entrañas para quitarle la salud y riñones
para corromperle el semen e impedir la generación». Ya conocido el
diagnóstico de su infertilidad, había que poner tratamiento, y así se hizo.
Carlos II fue exorcizado mediante una serie de pócimas, entre las que
figuraban pichones recién muertos, que se colocaban sobre la cabeza, y
entrañas calientes de corderos. A pesar de todo, la reina seguía sin dar
muestras de embarazo. Mientras tanto la salud del monarca seguía su camino
inexorable hacia la muerte. En 1698 el marqués de D’Harcourt escribía a Luis
XIV: «Es tan grande su debilidad que no puede permanecer más de una o dos
horas fuera de la cama (…). Cuando sube o baja de la carroza siempre hay
que ayudarle».
En 1700, después de varios días en coma, con fiebre elevada y
respirando fatigosamente, Carlos II entregó su alma a Dios. Sus tres últimas
palabras, en respuesta a una pregunta de la reina, resumen a la perfección sus
últimos años de vida: «Me duele todo».
Al monarca le realizaron la autopsia, la cual esclareció la falta de
descendencia: «No tenía el cadáver ni una gota de sangre; el corazón apareció
del tamaño de un grano de pimienta; los pulmones corroídos; los intestinos
putrefactos y gangrenados; un solo testículo, negro como el carbón, y la
cabeza llena de agua».
A la luz de esta autopsia es posible que Carlos II tuviese una enfermedad
cromosómica, concretamente un síndrome de Klinefelter, caracterizado por
tener un cariotipo 47,XXY, en lugar de 46,XY. En estos pacientes suele
haber testículos pequeños y atróficos, y escasa longitud del pene; suelen
presentar azoospermia, lo cual explica que en ocasiones acudan a las
consultas médicas por infertilidad. Además los afectados presentan estatura
elevada, ginecomastia y déficit del vello facial y leve discapacidad mental.
Dado que Carlos II no tenía estatura elevada ni ginecomastia, es posible que
pudiera presentar lo que en términos médicos se llama mosaicismo
(46,XY/47,XXY) o lo que es lo mismo «una mezcla».
Así pues, pudo haber sido una enfermedad cromosómica la que puso fin
a la dinastía de los Austrias en España. Lógicamente en aquellos tiempos
nadie podía suponerlo y lo único que preocupaba era la incapacidad de Carlos
II para proporcionar un heredero que perpetuara la dinastía, por lo que fue
etiquetado de «hechizado», sobrenombre con el que ha pasado a la historia.
CUANDO DAVID MATÓ
A UN MINUSVÁLIDO

Los filisteos fueron un pueblo de la Antigüedad que se menciona en algunos


documentos egipcios sobre los «Pueblos del Mar». Tras enfrentarse a ellos se
establecieron en la costa suroeste de Canaán, es decir, en la actual Franja de
Gaza, desde donde se extendieron hacia el norte, cerca de la actual Tel Aviv
(Israel). En su territorio había cinco grandes ciudades: Gaza, Ascalón, Asdod,
Ecrón y Gat. Durante el periodo de los Jueces hubo numerosos
enfrentamientos entre filisteos e israelitas. Inicialmente las batallas fueron
favorables para los filisteos, que alcanzaron su punto máximo con la victoria
de Afec.
Los Libros de Samuel hacen referencia a un periodo importante y largo
de la historia de Israel que abarca el fin de la época de los Jueces y la
finalización del reinado de David. Se trata de una etapa de transición, en la
que se pasa de un régimen tribal a un estado monárquico. Los hechos que allí
se relatan giran en torno a tres personajes: Samuel, el último de los jueces;
Saúl, el primer rey de Israel, y David, el elegido. Este último fue el que
consiguió la adhesión de las tribus y el que acabó definitivamente con los
filisteos.
En Samuel (17, 1-58) se cuenta una de las hazañas mejor conocidas de la
Biblia, aquella en la que el menor de los hijos de Jesé de Belén, un pastorcillo
llamado David, derrotó al gigante filisteo Goliat en el valle de Elah, una
historia que sucedió hace más de tres mil años. La pugna se presentaba
desigual, se mire por donde se mire, pero el uso experto de la honda y una
enfermedad desconocida en aquellos momentos propiciaron la victoria del
pueblo de Israel.
Los hechos sucedieron cuando los filisteos reorganizaron su ejército y
atacaron Israel. Los israelitas bajaron entonces de las montañas para hacerles
frente. Los dos ejércitos se atrincheraron uno enfrente del otro y durante
semanas se observaban sin atreverse a dar el primer paso. Unos estaban
agazapados en la cresta sur de la montaña y los otros en la cresta norte, y
dado que ninguno se decidía a atacar acordaron resolver el conflicto haciendo
uso del «combate individual», es decir, un representante de cada ejército se
enfrentaría en un cuerpo a cuerpo, y el vencedor daría la victoria a su pueblo.
Se trataba de una forma muy común de zanjar disputas en aquella época, sin
provocar derramamiento de sangre. «Salió de entre las filas filisteas un
guerrero llamado Goliat. Era de la ciudad de Gat y medía alrededor de tres
metros de altura». Lo más probable es que midiese entre 206 centímetros (4
codos y un palmo) y 290 centímetros (6 codos y un palmo), personalmente
pienso que debía estar más cerca de lo primero.
Además de su estatura, Goliat tenía una fortaleza física envidiable. Era
monstruosamente fuerte, tenía una imagen dominante y avasalladora; luchaba
protegido por una malla de metal de 50 kilos y portaba armas pesadas y
resistentes (espada, jabalina, lanza y escudo). No cabe duda de que la
estrategia de Goliat era buscar la lucha cuerpo a cuerpo.
De las filas israelitas salió David, carente de armas y prestancia física.
¿Qué podía hacer el pequeño pastor? Básicamente, evitar el contacto físico.
Su única oportunidad estaba en utilizar la astucia. Para ello recogió piedras,
probablemente de forma ovalada, y con la ayuda de su honda las lanzó con
una trayectoria de abajo-arriba, a seis o siete revoluciones por segundo.195
Sabemos que en aquel tiempo los honderos adiestrados podían hacer blanco a
una distancia de 180 metros y que, por otra parte, las piedras que había en el
valle de Elah eran de sulfato de bario, un mineral con una densidad muy
elevada. El científico Malcolm Gladwell, teniendo en cuenta la velocidad, la
distancia aproximada y la densidad de la piedra, ha llegado a la conclusión de
que el proyectil de David equivalió a una bala del calibre cuarenta y cinco.
Por otra parte, es muy posible que Goliat sufriese gigantismo,
enfermedad que suele ser debida a un exceso de la hormona de crecimiento, a
una secreción exagerada por un tumor hipofisario o a una hipertrofia de la
hipófisis, glándula tremendamente compleja que produce, entre otras
hormonas, la de crecimiento. La glándula está en vecindad con el quiasma
óptico, lugar en el que se cruzan las señales ópticas en su recorrido desde los
ojos al cerebro, para ser interpretadas allí correctamente. Pues bien, si la
glándula crece en exceso puede comprimir al quiasma óptico y producir un
defecto visual, que se podría manifestar en el hecho de que Goliat no
advirtiese la presencia y situación exacta de David, a lo que contribuiría
además su baja estatura. Mucho menos habría podido ver la piedra lanzada.
En este sentido, la Biblia nos cuenta que Goliat necesitaba de un escudero
para desplazarse en el campo de batalla y cuando se dirigió a David,
desafiante, le dijo: «Crees que soy un perro que vienes a mí con estos
bastones». De donde se deduce que tenía problemas de visión, ya que David
llevaba un solo bastón.
En el Libro de Samuel se puede leer: «Cuando estuvo a buena distancia,
puso un guijarro en la honda; restalló un trallazo en el aire y Goliat cayó de
bruces en la tierra. Le había herido y clavado la piedra en la frente. Corrió
David y con la espada del mismo Goliat le cortó la cabeza. El ejército filisteo
se batió en retirada. Saúl los persiguió y consiguió una nueva victoria. Ello
supuso una liberación para el pueblo judío y la demostración de la
superioridad de alguien que representaba al “pueblo elegido”».
En otras palabras, David se aprovechó, sin saberlo, de un problema
endocrinológico que le ayudó a vencer al gigante Goliat desde un punto ciego
en su ángulo visual, y de esta forma libró a su pueblo de la amenaza filistea,
comenzando un periodo de estabilidad y riqueza.
UNA TÍSICA
EN LA CORTE DE LUIS XV

Bella, refinada, inteligente, educada, elegante y divertida. ¿Quién se puede


resistir a tantos encantos reunidos en una sola mujer? Probablemente nadie,
ni siquiera un rey. Esto fue justamente lo que le pasó a Luis XV de Francia
(1710-1774), el Bienamado, quien no pudo por menos que doblegarse a
madame de Pompadour (1721-1764), la favorita por antonomasia.
Jeanne-Antoinette Poisson, que este era su verdadero nombre, fue la
primera mujer en la historia de Francia que perteneciendo a la burguesía,
entró en el Palacio de Versalles por la puerta grande. Dos siglos y medio
después de su muerte madame de Pompadour sigue fascinando a propios y
extraños. Incluso ha dado nombre a un estilo de muebles y a un corte de pelo,
similar al tupé de los rockers.196
El padre de Jeanne-Antoinette era Carlos Francisco Le Normant de
Tourenhem, un hombre de finanzas que durante su juventud fue acusado de
cometer prácticas ilícitas y se vio obligado a huir a Alemania. Se cuenta que
en cierta ocasión Le Normant llevó a su hija a una de las más afamadas
pitonisas de París, Madame Lebon, la cual sentenció que aquella niña de tan
solo nueve años estaba predestinada a convertirse en la amante de Luis XV.
Su madre comenzó a llamarla a partir de ese momento Reinette, convencida
del glorioso futuro que esperaba a Jeanne-Antoinette.
En 1741 casó a su hija de veinte años con su sobrino, Charles-Guillaume
Le Normant d’Etiolles, a quien, por carecer de descendencia masculina,
nombró su heredero universal.197 Jeanne-Antoinette, convertida en una dama
de la sociedad burguesa parisina, comenzó a frecuentar los salones más
importantes, en donde tuvo la ocasión de conocer a personajes de la talla de
Voltaire o Montesquieu. A pesar de disfrutar de una posición económica
holgada y socialmente privilegiada, su ambición no estaba colmada: se
propuso nada menos que conquistar el corazón del rey galo. ¿Cómo podía
una dama no perteneciente a lo más selecto de la aristocracia entablar una
relación con Luis XV? La verdad es que no era tarea fácil, lo más sencillo
sería… hacerse la encontradiza. ¡Dicho y hecho! En 1745, la que por aquel
entonces era madame d’Etiolles se cruzó «de forma casual» con el monarca
en una de sus salidas cinegéticas al bosque de Sénart. Tal y como ella había
previsto, su belleza impresionó al monarca, consiguiendo magnetizarle como
no podía haber imaginado; antes de que terminase el año Luis XV tuvo un
encuentro privado con ella. La relación se consolidó a un ritmo vertiginoso,
hasta el punto de que pocos meses después el desolado y enamorado marido
no tenía más remedio que aceptar la separación legal de su esposa, a la que,
por cierto, el rey había honrado con el título de madame de Pompadour,
nombre con el que pasaría a los anales de la historia.198
El 14 de septiembre de 1745 madame de Pompadour era presentada
públicamente en Versalles; casi medio siglo antes de que estallara la
Revolución Francesa un miembro del tercer estado se instalaba en el lecho
del monarca francés. ¿Cómo reaccionó la corte? Como era de esperar, se
opuso frontalmente a la advenediza amante. A reglón seguido los hijos de
Luis XV se negaron a dirigir la palabra a la favorita y los confesores reales
llamaron al orden al soberano, el cual se mantuvo en sus trece.
Con la velocidad de un rayo empezaron a circular por la capital francesa
una serie de sátiras maledicentes llamadas poissonades, en alusión a su
apellido (Poisson). Versalles era un escándalo y el soberano estaba en boca
de todas las cortes europeas. Aquellos que pensaron que sería flor de un día
se equivocaron. Madame de Pompadour pasó casi veinte años al lado del
monarca, tiempo durante el cual disfrutó de una buena relación con la reina
Marie Leszczynska. Esto ahora nos puede parecer irracional, pero debemos
retrotraernos al siglo XVIII, donde lo habitual era que los matrimonios reales
se dirimiesen en función de la política ideal. Que la casadera fuese del gusto
del soberano era algo accesorio. Por eso en algunas cortes surgió la figura de
la maîtresse en titre, es decir, una amante real, elegida por el rey y reconocida
por la corte como tal. Este hecho estaba tan asumido que la favorita era
introducida en palacio como la dama de honor de la reina, aunque todos,
incluida la soberana, conocían la función que desempeñaba en palacio. En el
caso de madame de Pompadour se cuenta que la reina dijo en cierta ocasión:
«Si mi marido ha de tener una amante, prefiero que sea ella». La amante real
debía ser inevitablemente una mujer casada, de esta forma se evitaba que el
monarca tuviese la tentación de repudiar a la reina. Además era deseable que
contase con una «madrina», una mujer perteneciente a la nobleza y que la
introdujese en la corte.
La favorita real contaba con una serie de privilegios. Tenía derecho a
una residencia propia, cuyo mantenimiento corría a cargo de las arcas del
Estado, y podía asistir a recepciones y fiestas oficiales, en las cuales ocupaba
un lugar próximo al monarca. Además, en caso de que el rey tuviese
descendencia con ella, los hijos ocupaban el lugar inmediatamente posterior a
los nacidos de la reina.
En 1750, cinco años después de su llegada a Versalles, las relaciones
íntimas entre monarca y favorita cesaron, debido a una serie de trastornos
ginecológicos que sufría la joven francesa. Madame de Pompadour se
encargó a partir de ese momento de introducir nuevas amantes,199 incapaces
de hacerle sombra, en el lecho real, con lo que la favorita pasó a jugar un
papel destacado como estadista, amiga y confidente, cosa notable en una
época en la que la mujer era considerada un simple mueble decorativo. Es
sabido que madame de Pompadour instaló en una casa de un barrio de
Versalles —Parque de los Ciervos— a un grupo de mujeres para saciar los
deseos carnales del Borbón. Muchas de estas mujeres tuvieron hijos con el
monarca, por lo que en ocasiones se buscaba un matrimonio como salida a
situaciones complicadas. Habitualmente el marido buscado era un miembro
del Ejército Real, que asumía la paternidad.200 Luis XV, agradecido, regalaría
a su favorita el Hotel d’Evreux, el actual Palacio del Elíseo, en donde ella
residió durante largas temporadas.
A la marquesa se le puede acusar de muchas cosas, entre otras de
entrometerse en los asuntos de la monarquía y de ejercer una clara influencia
en la toma de decisiones reales, pero también influyó de forma positiva en la
corte parisina, en especial en todo lo relacionado con la cultura. Madame de
Pompadour fue una mecenas del arte y la literatura. En este sentido ejerció su
mecenazgo sobre las obras pictóricas de Boucher, los monumentos de la
Plaza de la Concordia201 y la Enciclopedia de Dennis Diderot. Con la ayuda
de su hermano, el marqués de Marigny, transformó París y la convirtió en una
metrópolis digna de elogios unánimes. A ella se debe el traslado de la fábrica
de porcelanas de Meissen a Sévres, convirtiéndola en el referente de los
artículos de decoración de toda Europa. Fue precisamente allí donde se creó
un color en homenaje a ella, el color Rosa Pompadour.202 Fue durante este
periodo cuando el gusto por el arte se generalizó y el estilo rococó se impuso
en toda Europa, al tiempo que Francia se convertía en el centro estético del
Viejo Continente. Se construyó en Versalles un nuevo palacete, que más
adelante sería bautizado como Petit Trianon.
A lo largo de los siguientes años el poder de la favorita se hizo cada vez
más patente, convirtiéndose en una de las mujeres más poderosas del siglo
XVIII, hasta el punto de que jugó un papel relevante en la firma del Tratado de
Versalles (1756).
En 1756 se inició la conocida Guerra de los Siete Años (1756-1763), en
la que Francia se alineó del lado de Rusia y Austria, contra Prusia e
Inglaterra. Durante la contienda hubo una serie de conflictos internaciones
para establecer el control sobre Silesia, así como por la supremacía colonial
en la India y América del Norte. Madame de Pompadour negoció de forma
secreta con Wenzel Anton Graf Kauntiz, canciller y ministro austriaco, para
pactar una alianza con este país. Este gesto nunca se lo perdonaría la
aristocracia parisina, tradicionalmente contraria a la política austriaca.
El Tratado de París (1763) puso fin a la Guerra de los Siete Años, el cual
fue tremendamente favorable para Inglaterra y Prusia; mientras que para
Francia supuso la pérdida de la mayor parte de sus posesiones americanas y
asiáticas. Este desastre hizo que la favorita fuese insultada, humillada y
denostada. Francia al completo acusaba a Pompadour de todos los males.
Poco tiempo después del cese de la guerra, madame de Pompadour, que
por aquel entonces tenía cuarenta y dos años, falleció víctima de una
tuberculosis pulmonar. El amor de su vida, Luis XV, observó apenado cómo
el cortejo fúnebre salía desde palacio y conducía el cuerpo exánime de su
favorita hasta el convento de las Capuchinas de la Plaza Vendome, en donde
fue enterrada. Con su muerte desaparecía el único personaje carismático de
un Versalles decadente.
Luis XV la sobreviviría diez años más, al principio apenado y cabizbajo.
Pero ya se sabe, a rey muerto, rey puesto. El monarca Borbón cambió a
Madame de Pompadour por otra amante, madame du Barry, su perdición.
Esta mujer era el fruto de una relación carnal entre una costurera de gran
belleza, Anne Bécu, y un monje, Jean-Baptiste Gomard de Vaubernier.
Jeanne, la futura amante del monarca, nació en 1743, y durante su infancia
estuvo internada en un colegio, a fin de que recibiera una correcta educación
académica. A los quince años abandonó los estudios para trabajar como
lectora de madame Legardère; luego ejercería de bordadora, modista y
sombrerera, seduciendo en sus ratos de ocio a militares, pintores, escultores,
financieros y cortesanos. En su lecho hubo sitio para todos.
Fue en 1764, tras el fallecimiento de madame de Pompadour, cuando
decidió dar el gran salto. Su objetivo era aliviar la pena del desolado
monarca. Una vez más el Borbón se rindió ante la belleza de una dama. Las
hijas del rey pusieron el grito en el cielo, no solo sacaron a la luz el
escandaloso pasado de la amante, sino que anunciaron a los cuatro vientos
que no existía monsieur du Barry.
A grandes males, grandes remedios, Jeanne no estaba dispuesta a perder
lo conseguido, así que rápidamente encontró un esposo, un hombre que
accedió a casarse con ella a cambio de una suma de dinero. Una vez
celebrado el enlace el consentidor marido se retiró a Toulouse, para dejar
despejado el terreno a la ambiciosa Jeanne. Ahora sí, madame du Barry podía
ejercer de amante real, y como tal se instaló en Versalles. Pocos meses
después, al igual que había sucedido con su predecesora en tan «honorable»
puesto, fue presentada en sociedad. A cambio de una considerable suma de
dinero, Madame de Béarn, una aristócrata viuda y arruinada, aceptó
representar el papel de madrina, tal y como marcaba la etiqueta palatina.
A partir de ese instante madame du Barry se convirtió en la verdadera
reina de Francia, aunque desgraciadamente le faltaban el refinamiento, la
elegancia y la inteligencia de su antecesora. Una de sus primeras medidas fue
destituir al ministro Choiseul (1719-1785)203 y atraer hacia ella a algunos de
los hombres más influyentes de la corte.
En 1774 una infección por viruela, enfermedad que hacía estragos en la
Europa del siglo XVIII, acabó con la vida de Luis XV. Antes de su
fallecimiento tuvo el tiempo suficiente para prohibir que su amante entrase en
las habitaciones reales, y para confesarse, comulgar y pedir perdón por su
«escandalosa conducta».
El desinterés por el gobierno y la debilidad constante en la toma de
decisiones propiciaron la impopularidad que tuvo el monarca durante los
últimos años de su vida. No cabe duda de que su reinado contribuyó a sentar
las bases de la Revolución Francesa. Es muy posible que si madame de
Pompadour no hubiese fallecido tan joven la situación hubiese sido muy
diferente.
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Notas
1 Pertenecía al Comité de los Veinte, un grupo del MI5 especializado en contraespionaje y
operaciones de engaño.
2 En el de Huelva, que estaba controlado por el espionaje alemán, y no en la colonia inglesa de
Gibraltar.
3 El desembarco se inició el 9 de julio y se completó el 9 de agosto.
4 Esta historia fue llevada a la gran pantalla en 1956 por Ronald Neame con el título El hombre
que nunca existió.
5 En la tumba número 14 del sector de San Marcos.
6 Desde 1982 una carrera anual —el espartatlón— entre Atenas y Esparta homenajea este
episodio.
7 A partir de ese momento se recordó a Milcíades con el sobrenombre de Maratonómaco.
8 Un desfiladero de unos 1.300 metros de longitud y una anchura no superior a 30 metros en la
zona más amplia.
9 Realmente hay que matizar esta cifra, porque los espartanos no luchaban solos, les
acompañaban setecientos tespios, cuatrocientos tebanos y mil hoplitas.
10 Leónidas, para seleccionar a sus hombres, acordó que, al menos, ya tuvieran un hijo varón
que les permitiera perpetuar su linaje.
11 Si había alguna baja era inmediatamente reemplazada por otro soldado, pero nunca podía
superar la cifra de diez mil.
12 Los griegos se refirieron a ellas como «asunto medo» en alusión al Imperio aqueménida, el
enemigo, que anteriormente era conocido como Medo o Media, debido a una región contigua a Persia,
situada entre el mar Caspio y los ríos de Mesopotamia.
13 Su sede estaba en la isla de Delos e integraba a Atenas, las islas del mar Egeo y los griegos
de las costas de Asia Menor.
14 También formaban parte las ciudades-estado de Corinto, Elis y Argos.
15 Se detectó en la pulpa dental de algunos de los cuerpos rescatados en el cementerio de
Kerameikos.
16 Era hija de Atalo, uno de los compañeros predilectos de Filipo.
17 Este personaje era deficiente mental y acabaría sucediendo a Alejandro Magno tras su
fallecimiento, como Filipo III.
18 Hay una ciudad llamada Bucéfala, en honor al caballo de Alejandro Magno (Bucéfalo).
19 El grupo de heavy metal Iron Maiden tiene una canción titulada «Alexander the Great», en
la que se narra la vida del rey macedonio.
20 Proviene de la expresión latina Imperirum Romanum que significa literalmente «el dominio
de los romanos».
21 Se extendía desde el océano Atlántico, al oeste, hasta el Mar Caspio, el Mar Rojo y el Golfo
Pérsico, al este; desde el desierto del Sahara, al sur, hasta las orillas de los ríos Danubio y Rin, y la
frontera con Caledonia, al norte.
22 Sus miembros descendían de dos familias de añeja ralea: los Julios y los Claudios.
23 Parece ser que Incitatus tan solo perdió una carrera en toda su vida, tras la cual el emperador
ordenó que matasen lentamente al auriga.
24 En cierta ocasión afirmó que le gustaría que todos los habitantes de Roma tuviesen un solo
cuello para poder cortar sus cabezas con un único golpe.
25 Su abuela Livia, la madre de Tiberio, decía de él que era un ser monstruoso surgido del
interior de la Tierra.
26 Teofrasto, Dioscórides, Aristóteles y Plinio.
27 Creían, por ejemplo, que la sombra del pino y del ciprés era perniciosa.
28 Juvenal critica el comportamiento de los ricos señalando que se gastan el dinero en todo tipo
de lujos, entre los que destaca las trufas y las setas.
29 En algunos lugares de España se la conoce como huevo de rey, oronja y tana. Esta seta es
especialmente abundante en la comarca de la Sierra de Gata (Cáceres).
30 Los relatos de Tácito, Suetonio y Dion Casio.
31 Sería condenada años después por Galba por cometer más de cuatrocientos asesinatos.
32 También podría confundirse con la variedad amanita muscaria, una seta tóxica que puede
ocasionar trastornos gastrointestinales pero no la muerte.
33 Tras quince años de preparación.
34 Sorprende que Galeno no hiciese una obra específica sobre esta enfermedad.
35 Roma siempre mostró su interés en comerciar con China, si bien la barrera impenetrable de
los partos dificultaba las relaciones comerciales. Por otra parte, se ha documentado la presencia en
China (166 d. C.) de un enviado de Marco Aurelio, lo cual demuestra el contacto que existió entre las
dos civilizaciones.
36 Un estudio reciente ha constatado la existencia de la epidemia en una fosa común de la
época de Marco Aurelio en Glevum (Britania).
37 Señala que los afectados tenían lesiones cutáneas que cubrían todo el cuerpo, fiebre
pestilente, diarrea con heces negras que llamó colicuescencia, vómitos, malestar, aliento fétido,
catarro y tos.
38 La roca sería fijada tiempo después por Júpiter en Delfos, en las montañas del Parnaso.
39 Los únicos hallazgos relacionados con el plomo se han encontrado en el palacio de Knossos.
40 En su obra De re conquinaria nos dejó unas quinientas recetas en las que cita casi
trescientas veces al vino.
41 Los solían consumir las mujeres.
42 No utilizaban cazos de cobre porque dejaban mal sabor.
43 La intoxicación crónica por este metal puede producir dolor abdominal, estreñimiento,
parálisis de las extremidades y palidez cutánea.
44 Aparece recogido en su libro De architectura.
45 En su libro De materia medica.
46 Michelangelo Merisi da Caravaggio, Piero della Francesca e, incluso, Francisco de Goya.
47 A él se debe la frase: dosis sola facit, ut venenum not fit (todo es veneno y nada es veneno,
solo la dosis permite que algo no sea veneno).
48 El culto y políglota dominico Alfonso Páez de Santamaría.
49 Ubicada junto al mar Negro.
50 Hasta 1935 Irán fue conocido oficialmente como Persia.
51 Este país tiene una ciudad llamada Madrid, en honor a González de Clavijo, y Taskent
(capital de Uzbekistán) tiene uno de los metros más lujosos del mundo, que nada tiene que envidiar al
moscovita.
52 González de Clavijo relató el viaje que realizó entre los años 1403 y 1406 en su libro
Embajada a Tamerlán, una verdadera joya literaria, comparable en muchos aspectos al Libro de las
maravillas escrito por Marco Polo.
53 Cuando los guardianes se encontraron el cuerpo de Bayaceto, que en ese momento tenía tan
solo cuarenta y tres años, tenía el cráneo destrozado. La muerte del sultán figura entre los suicidios
más escalofriantes de la historia.
54 Nombre en clave dado por Adolf Hitler a la invasión de la Unión Soviética por las fuerzas
del Eje.
55 Hija del emperador Constantino III y Gala Placidia.
56 El caballo de Atila se llamaba Othar y era de la raza tarpán (equus ferus), un caballo salvaje
eurasiático. El último ejemplar de esta especie murió en un zoológico moscovita en 1875.
57 Una de las tradiciones más antiguas de los hunos era llorar de sangre ante la muerte de un
jefe.
58 El primero de oro, el segundo de plata y el tercero de hierro.
59 Los hombres debían tener unas características determinadas: estatura elevada, complexión
fuerte, experiencia probada y carácter combativo.
60 Napoleón instaló su cuartel general en una posada de la zona, La Belle Alliance.
61 Nunca antes se habían juntado tantos soldados en un campo tan reducido: doscientos mil
entre británicos y franceses.
62 Sería el duque de Wellington el que la bautizaría algún tiempo después con el nombre de
Waterloo, básicamente porque era un nombre fácil de pronunciar para los anglosajones.
63 Se calcula que en el campo de batalla quedaron si vida unos cincuenta mil soldados de
ambos ejércitos.
64 Al mando del capitán Maitland, que era el comandante de una escuadrilla de naves que
bloqueaba Rochefort.
65 Tuvo la consideración de prisionero político, de acuerdo con el Congreso de Viena.
66 Su carrera militar fue fulgurante: a los dieciséis años era teniente segundo, a los veinticuatro
brigadier general, a los treinta primer cónsul y, tan solo cinco años después, emperador.
67 De aquí procede la expresión «picado de viruelas».
68 La momia presenta en su piel las trazas de haber sufrido la enfermedad.
69 Al hombre en la fosa izquierda y a la mujer en la derecha.
70 Se conoce con el nombre de variolización.
71 Aproximadamente el 90 por ciento de la población caribe y arawak murió en los veinte años
siguientes a la llegada de Cristóbal Colón.
72 Los esclavos fueron víctimas de enfermedades y, a su vez, fueron portadores involuntarios.
Su procedencia africana les hace ser candidatos a estar colonizados por protozoos, como por ejemplo,
plasmodium, el agente responsable del paludismo o malaria.
73 Se ha calculado que entre 1520 y 1523 provocó la muerte de 3,5 millones de indígenas en
esta zona.
74 La expresión «Guerra de los Cien Años» surgió a mediados del siglo XIX.
75 Estos tres reyes eran hijos del rey francés Felipe IV el Hermoso.
76 La batalla duró pocas horas y en ella murieron cuarenta arqueros ingleses y cuatro mil
soldados franceses.
77 Parece ser que su primer episodio de psicosis lo sufrió en 1392, cuando un amigo suyo
(Olivier V. de Clisson) fue víctima de un intento de asesinato.
78 Su falta de aseo llegó a tal grado que sus sirvientes debían cortarle la ropa para vestirlo
nuevamente.
79 Miguel de Cervantes escribiría muchos años después El licenciado vidriera (1613), basado
en el mismo trastorno psiquiátrico. René Descartes menciona esta alteración en Meditaciones
metafísicas (1641), el texto en el que demuestra la existencia de Dios.
80 Aseguraba que las voces que oía le ordenaron usar ropa de hombre y cortarse el pelo al
estilo «paje». En 1909 un peluquero de origen polaco (Monsieur Antoine) empezó a realizar un corte
de pelo a sus clientas al que bautizó bob, citando como fuente de inspiración a Juana de Arco. Este
peinado se pondría de moda en los locos años veinte.
81 Basándose en estos hechos se ha sugerido que sufría algún tipo de trastorno neurológico que
le provocaba alucinaciones.
82 Este tipo de epilepsia también la sufrieron, entre otros, San Pablo y Santa Teresa de Jesús.
83 El gobierno fue asumido por un consejo compuesto por sus tíos y con la estrecha vigilancia
del Parlamento.
84 Los York probaron mediante acta (1460) la potestad de aspirar al trono inglés acreditando su
descendencia de Eduardo III.
85 Los expertos sostienen que sufrió escoliosis, una desviación lateral de la columna vertebral,
pero que esta deformidad no se corresponde con la fisonomía de un jorobado.
86 Provocadas por una espada u otra arma de infantería de la época medieval, como puede ser
una alabarda.
87 Es curiosa la ausencia de artistas visuales, como Turner o Henry Moore.
88 El primer Parlamento lo había disuelto en 1625.
89 Este Parlamento pasaría a la historia como el «Parlamento corto».
90 Otros estudiosos señalan a la fiebre tifoidea como la responsable de su muerte.
91 Francisca Henríquez de Ribera.
92 La primera planta que llegó a España del árbol de la quina desde Perú está en el Herbario
del Real Jardín Botánico CSIC, en Madrid.
93 El nombre se debe a un error, ya que debería haberse llamado Chinchona.
94 Hasta el punto de que se había creado un lenguaje popular en torno a esta aldea, así el
verdugo recibía el nombre de «lord de Tyburn» y el hecho de ser ejecutado se expresaba como «bailar
al compás de Tyburn».
95 También se la conoce por su nombre griego y ortodoxo original, Zoe.
96 Zar deriva etimológicamente de césar.
97 Uno de ellos fue Ridolfo di Fioravanti, llamado Aristóteles, que construyó varias catedrales
y palacios en el Kremlin.
98 Fiodor estaba casado con Irene Fiodorovna Godunova, hermana de Boris Godunov.
99 Guía de perplejos y Mishné Torah.
100 De los nueves hijos que tuvo uno fue hemofílico y dos portadores de la enfermedad. Siete
de los nietos de la reina heredaron este defecto, los cuatro varones fallecieron y las tres mujeres
propagaron la enfermedad a sus descendientes.
101 Establecida por el zar Pablo I en 1797 y basada en la Ley Sálica.
102 Su mandato ha pasado a la historia como la «época del estancamiento soviético».
103 El 24 de diciembre se publicó el primer número en Leipzig.
104 Se firmó en 1918, en esa ciudad bielorrusa, entre el Imperio alemán, Bulgaria, el Imperio
austrohúngaro, el Imperio otomano y Rusia.
105 Nadezhda Krupskaya escribió en sus memorias: «Al finalizar 1902 Vladimir sufría una
enfermedad nerviosa. Después de la aparición de una erupción cutánea yo consulté un tratado de
medicina y llegué a la conclusión que tenía trichophitosis».
106 Está expuesta en el Museo de Historia Natural de Viena.
107 Ciudades como Florencia, Venecia o París perdieron alrededor de la mitad de sus
habitantes. En la Península Ibérica afectó especialmente al reino de Castilla, provocando incluso la
muerte del rey Alfonso XI, durante el cerco de Gibraltar (1350).
108 En las ciudades los cuerpos de los fallecidos se amontonaban en las calles.
109 Cito longue et tarde (cuanto más lejos mejor, y volver lo más tarde posible).
110 Esto se debe a que en aquel tiempo se pensaba que la peste se contagiaba a través del aire y
que penetraba en el cuerpo de la persona a través de los poros de la piel.
111 Esta máscara causa furor actualmente y se la conoce como la máscara de Il dottore della
peste.
112 Se dice que en una mano tenía seis dedos, lo que en términos médicos se denomina
polidactilia, y que tenía tres pechos, lo cual no ha podido ser demostrado.
113 La verdad es que inicialmente estuvo a punto de concedérselo, sería la presión que ejerció
Carlos I de España, sobrino de la esposa de Enrique VIII, la que le haría oponerse de forma firme a las
peticiones del soberano inglés.
114 En 1534 creó una Iglesia desligada de la católica y sometida a la autoridad real, aunque sin
renunciar a los dogmas católicos y condenando la «desviación» de la Reforma. En mano de sus
sucesores, la Iglesia de Inglaterra se hizo además de cismática, heterodoxa.
115 En defensa de Enrique VIII hay que señalar que no abandonó los ritos católicos, que fue su
hijo Eduardo VI el que se apartó del cristianismo y se aproximó al protestantismo, y que finalmente su
hija Isabel I apartó doctrinalmente al anglicanismo del catolicismo.
116 Salió del puerto de La Coruña y siete días después atracó en Southampton.
117 Carlos I había renunciado a este reino previamente a favor de su hijo.
118 El 10 de agosto de 1557, festividad de San Lorenzo, asistió en persona a la batalla de San
Quintín frente a las tropas de Enrique II de Francia. Fue la única batalla a la que el soberano acudió
personalmente.
119 Carlos e Isabel eran nietos de los Reyes Católicos por línea materna.
120 Durante los siglos XVI y XVII el sistema métrico castellano era absurdo y complejo. En
Castilla se empleaba la legua (5 km), la milla (1/4 de legua), los pies (28 cm), los pasos (1,393 m), la
braza (1,67 m) y la fanega (32 m).
121 Había sido capturado en la Batalla de Pavía (1525).
122 Escritor y eclesiástico renacentista.
123 Fue el segundo convento de la Orden de San Jerónimo en España. Se construyó en 1384 y
desapareció en 1835, cuando la orden fue extinguida.
124 En 1671 el papa Clemente X le canonizaría.
125 Establecía que su enterramiento se realizase en Granada.
126 Ante el emperador se encontraban reunidos los representantes de los Estados Generales de
las diecisiete provincias de los Países Bajos, los miembros del Consejo Privado, los caballeros del
Toisón de Oro, los grandes príncipes de su corte, los embajadores extranjeros y todos los súbditos que
quisieron asistir, puesto que se permitió la libre entrada.
127 «Obrará con vosotros como excelente príncipe, del mismo modo que vosotros habéis
prometido al emperador obrar con él como vasallos leales».
128 Al parecer en la abdicación de la Corona de Aragón se expresó en latín y para los
territorios de Castilla utilizó el castellano.
129 Se emplea por vía intravenosa en algunas ejecuciones por inyección letal en Estados
Unidos. En Holanda está regulada en la eutanasia activa.
130 La obra está ambientada en las últimas horas de Sócrates.
131 Dios de la medicina griega.
132 Fue una conjura dirigida para acabar con la vida del emperador en el año 65. De ella
formaban parte varios instigadores; su nombre hace alusión a uno de ellos, Cayo Calpurnio Pisón, que
era quien supuestamente ostentaría el trono imperial tras el asesinato de Nerón.
133 De las casi trescientas víctimas que aparecen en las más de setenta novelas de la «reina del
crimen» la mayoría fallecen con la «ayuda» de una sustancia tóxica.
134 Parece ser que el conocimiento de los venenos arranca de la Primera Guerra Mundial,
época en la que la escritora trabajó de enfermera en la farmacia de un hospital de Torquay, en el
suroeste de Inglaterra.
135 La protagonista se suicida desesperada por todos los gastos que ha hecho en sus
infidelidades y aterrorizada ante el inminente descubrimiento de su marido.
136 El carcelero y el alcaide de la Torre, junto con la viuda de un médico y un farmacéutico.
137 Estaban formadas por las siete provincias del norte de los Países Bajos: Frisia, Groninga,
Güeldres, Holanda, Overijssel, Utrecht y Zelanda.
138 Antiguo estado italiano situado en la Liguria.
139 Era hijo del emperador Leopoldo I y de su tercera esposa, Leonor Magdalena de
Palatinado-Neoburgo.
140 El nombre hace alusión al pretexto que originó la contienda: el apresamiento en el Caribe
por el guardacostas español del navío contrabandista Rebecca, capitaneado por el pirata Robert
Jenkins. Al parecer el capitán español Juan León Fandiño apresó la nave y le cortó una oreja al pirata
al tiempo que le decía una bravuconería: «Ve y dile a tu rey que lo mismo le haré si a lo mismo se
atreve». Jenkins compareció en la Cámara de los Comunes con su oreja en un frasco y obligó al
parlamento a declarar la guerra a España por considerar la frase como un insulto a la monarquía
británica.
141 «Su muerte es para mí el mayor trabajo que en esta vida me pudiera venir, y por una parte
el dolor de ella y por lo que en perderla perdí yo e perdieron todos esos Reinos me atraviesa las
entrañas».
142 Esta frase ha sido atribuida a Nicolás Maquiavelo, pero en realidad la cita procede del texto
en latín Medulla theologiae moralis (1645), obra del teólogo alemán Hermann Busenbaum.
143 Según el cronista Sandoval era «poco hermosa, algo coja, amiga de mucho holgarse y
andar en banquetes, huertos, jardines y fiestas».
144 Sus restos fueron depositados inicialmente en el convento de San Pablo de Valladolid,
posteriormente se trasladarían al monasterio del Poblet.
145 Hipócrates describió en el siglo V a. C. este compuesto para el tratamiento de las úlceras
cutáneas y los chinos lo emplearon como uno de los componentes de la primera bomba fétida.
146 A mediados del siglo XVIII volvería a estar de moda en Francia, donde se la conoció como
los «caramelos Richelieu» (pastilles Richelieu).
147 A finales del siglo XVIII el marqués de Sade organizó una orgía en Marsella en la que
utilizó cantaridina como afrodisiaco; la dosis empleada debió ser elevada a juzgar por el elevado
número de muertos y enfermos tras la velada.
148 La literatura moderna ha retomado los terribles efectos de la cantaridina: en El general en
su laberinto (1989) Gabriel García Márquez describe los últimos momentos de Simón Bolívar: «Este
tratamiento consistía en un parche de cantaridina, un insecto cáustico que al ser molido y aplicado
sobre la piel producía vejigas capaces de absorber los medicamentos». Chester Himes, en Violación
(1980), cuenta cómo la señora Hancock fue asesinada empleando esta sustancia: «Se sabe desde el
principio del relato, ha muerto por la ingesta abusiva de cantaridina. El análisis de sangre y las
muestras tomadas de los órganos vitales mostraron una dosis mortal de polvo de cantaridina…».
149 En cierta ocasión un vidente predijo que el rey Fernando el Católico fallecería en la misma
villa que había visto nacer a Isabel la Católica. La verdad es que poco erró el nigromante, pues
Fernando falleció en Madrigalejo e Isabel nació en Madrigal de las Altas Torres.
150 Gran Bretaña conquistó Canadá tras las Guerra de los Siete años.
151 Se conoce popularmente como la Revolución Gloriosa.
152 Jacobo pasó los últimos años de su vida en Francia, en el chateau real de Saint-Germain-
en-Laye, al oeste de París.
153 El príncipe Guillermo Enrique fallecería antes de cumplir los once años.
154 Es recordado por la historia británica por no hablar una palabra de inglés.
155 Nombró a Handel músico de cámara. Al parecer, y según pudo revelar la autopsia, falleció
tras la ruptura del ventrículo derecho mientras estaba sentado en el váter.
156 La película se ajusta a la realidad histórica y está perfectamente contextualizada.
157 Hermana del rey Jorge III de Inglaterra, apodado el Loco.
158 En lo que ahora son los estados de Nueva Jersey, Pensilvania oriental, el sur del estado de
Nueva York y Delaware.
159 A finales del siglo XVIII solo en Europa morían cuatrocientas mil personas al año y un
tercio de los sobrevivientes quedaban ciegos a causa de las úlceras corneales.
160 La variolación por inoculación debajo de la piel fue conocida en Europa a principios del
siglo XVIII por una comunicación del médico italiano Timón e introducida en 1717 por lady
Montagu, esposa del embajador inglés en Constantinopla, quien hizo variolizar a sus hijos por un
médico griego. Esta mujer difundió la variolización entre numerosas familias de la nobleza,
extendiéndose el procedimiento en Inglaterra, donde se instalaron casas especiales para la
variolización.
161 Es considerada la primera expedición sanitaria internacional de la historia.
162 Cirujano honorario de cámara de Carlos IV.
163 Con edades comprendidas entre tres y nueve años. Además viajaban dos médicos
asistentes, dos practicantes, tres enfermeros y la rectora del orfanato Casa de Expósitos de La Coruña,
Isabel Sendales y Gómez.
164 Diego Enríquez del Castillo (1443-1503), capellán, cronista y consejero real de Enrique IV.
165 Del estudio realizado por el doctor Marañón se deduce que su altura debió de estar entre
182 y 185 centímetros.
166 Mosén Diego de Valera señala que «la princesa quedó tan entera como venía».
167 «El órgano copulatorio es débil y escuálido en su base, con frágiles tejidos ahí, pero luego
se ensancha hacia una longitud considerable y una desproporcionada cabeza. Esto último impide que
la erección se complete, pues el resto del órgano no puede sostener tamaño peso».
168 «Se dio algunos deleites que la mocedad suele demandar y la honestidad negar».
169 Como la leyenda negra había sobrepasado la frontera, el rey luso exigió al castellano que le
entregase como depósito cien mil florines de oro, una cantidad que fue satisfecha al día siguiente de la
firma de las capitulaciones.
170 Hay que tener en cuenta que Marañón, para llegar a su diagnóstico se guio
fundamentalmente por la Crónica de Alfonso de Palencia, el principal difamador de la figura de
Enrique IV.
171 En el Tratado de los Toros de Guisando se reconoció a Isabel como heredera de Enrique
IV.
172 La opción preferida de Enrique IV.
173 Un cronista contemporáneo lo describió de «mediana estatura, tenía todos los miembros
bien proporcionados, blancos de color, los cabellos llanos y de color castaño, la frente serena, pero
calva hasta media cabeza. La voz, aguda, la lengua, desenvuelta, gracioso en el hablar».
174 Juan Gutiérrez de Toledo, el médico de cámara, hizo de notario de la coyunda: «Se mostró
cumplido testimonio de su vergenidad e nobleza en presencia de jueces e regidores e caballeros».
175 El 26 de octubre de 1470 se celebraba en Valdelozoya la ceremonia de esponsales entre
Juana y el duque de Guyena, al que se concedía el título de príncipe de Asturias.
176 Gregorio Marañón.
177 Dos días después de la muerte de Enrique IV se proclamaba reina de Castilla en la iglesia
de San Miguel de Segovia.
178 El 29 de junio de 1918 el doctor Martín Salazar, director del Departamento de Salud,
informaba a la Real Academia de Medicina de Madrid que no tenía ninguna información sobre una
epidemia de gripe en el resto de Europa.
179 Solo en octubre de 1918 más de trescientas mil personas murieron en Estados Unidos a
causa de la gripe.
180 En Camp Devens, Massachusetts, seis días después de comunicarse el primer caso, ya
había 6.674 contagiados.
181 Se supo así que el virus de la gripe española se multiplica cincuenta veces más que la gripe
común tras un día de infección, y treinta y nueve mil veces más tras cuatro días. Mata a todos los
ratones de laboratorio en menos de una semana.
182 En este momento el castillo de Neuschwanstein es uno de los destinos turísticos más
visitados de Alemania.
183 Parece ser que la admiración se inició cuando el rey escuchó siendo un niño Lohengrin.
184 Actualmente el festival de Bayreuth sigue siendo un referente mundial de la música
wagneriana.
185 Allí transcurren los primeros minutos de la película Gladiator (2000), de Ridley Scott,
cuando las tropas imperiales acaban con el último escollo germánico.
186 Fue la denominada República de los Consejos de Baviera o República Soviética de
Baviera, formada entre finales de 1918 y comienzos de 1919, tras la derrota del país en la Gran
Guerra.
187 La enfermedad no respetó clases sociales y la sufrieron ricos y pobres por igual. Papas,
poetas, artistas y pintores se cuentan por docenas entre los convalecientes.
188 El que predominó en los textos latinos fue el de Morbus gallicus. En el año 1498 el médico
español Francisco López de Villalobos escribió: «Fue una pestilencia no vista jamás/ en metro, ni en
prosa, ni en ciencia ni estoria/ muy mala y perversa, y cruel sin compás/ muy contagiosa y muy sucia
en demás».
189 La composición literaria constaba de tres partes. En la primera defendía la tesis del origen
francés de la enfermedad y su relación con la guerra, y rechazaba que la epidemia tuviera su origen en
las naves españolas que retornaban del Nuevo Mundo, porque, según él, se produjo y se difundió con
demasiada rapidez. En la segunda parte consideraba que la salvación estaba en el conocimiento y el
buen vivir. Fracastoro recomendaba realizar ejercicios vigorosos, dietas saludables y frugales, así
como la privación de la actividad sexual. Curiosamente, esta recomendación la relacionaba con el
gasto de energía que se produce al mantener relaciones sexuales y no como fuente de contagio.
Además recomendaba el empleo de sangrías, baños de vapor y purgantes. Por último, exaltaba las
virtudes del mercurio como factor de equilibrio humoral (emplastos, ingesta, vapores), el cual era
fundamental para la curación. Ambas partes las describía poéticamente, empleando temas mitológicos.
Señalaba que Ilceus, un cazador, había matado al venado sagrado de Diana, y que Apolo, el hermano
gemelo de la diosa, lo había castigado enviándole el humor de la enfermedad. Más adelante, otra diosa
se había apiadado del cazador y le había enseñado los poderes curativos de los metales, en especial los
del mercurio.
190 Significa literalmente pan dos veces cocido.
191 En 1677 se abrió en Hamburgo el primer café del mundo basado en esta creencia.
192 En este viaje Cook arribó en Australia, a la que bautizó como Nueva Gales, y fue el primer
europeo en contemplar un canguro. La palabra canguro deriva de un vocablo yimidiro que significa
«no te entiendo», que fue la respuesta que dio el aborigen australiano cuando James Cook y el
naturalista Sir Joseph Banks le preguntaron acerca de cómo se llamaban aquellas extrañas criaturas.
193 Los miembros del órgano consultivo serían los presidentes de los consejos de Castilla y
Aragón, el arzobispo de Toledo, el inquisidor general y un grande de España.
194 Un diagnóstico que se confirma con algunos cuadros de Claudio Coello y de Juan Carreño
de Miranda, en los que existe una clara desproporción entre el tamaño de la cabeza y el del resto del
cuerpo.
195 Según los expertos en balística, a 35 metros una piedra puede alcanzar una velocidad de 34
m/seg, es decir, a más de 120 kilómetros por hora, suficiente como para noquear a un oponente.
196 Consiste, básicamente, en la formación de una masa de cabello sobre la frente, creada a
partir de la extensión del flequillo. Generalmente suele ser fijada aplicando productos cosméticos.
197 De este matrimonio nacieron dos niños, un varón que falleció prematuramente y una niña
que moriría a los diez años, víctima de una peritonitis.
198 El hecho de que madame d’Etoilles fuese plebeya era un escollo insalvable en la hipócrita
corte parisina, ya que para ser amante real era condición sine qua non ser aristócrata, puesto que este
título estaba reservado a las mujeres de origen aristocrático.
199 Madame de Pompadour se encargó de que fuesen jovencitas, puesto que por su juventud e
inexperiencia nunca serían rivales para ella.
200 Se calcula que por esta casa pasaron casi mil mujeres en el transcurso de diez años. Esto ha
propiciado que la expresión Parc-aux-cerfs (parque de los ciervos) se emplee como sinónimo en
Francia de burdel.
201 En aquel momento conocida como Plaza de Luis XV.
202 Madame de Pompadour puso de moda la combinación del rosa y azul claro, colores típicos
del rococó.
203 Fue el encargado de dirigir la diplomacia francesa en la Guerra de los Siete Años.
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