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4.1.a Régimen Político Gómez-Zapata-Henríquez, CEP 2016 125-157

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Cuestión III

Régimen político
Propuesta inicial sobre régimen político
Gastón Gómez

E
ste esquema –muy elemental– debe leerse teniendo en cuenta que todo
análisis prospectivo sobre un sistema de gobierno involucra inevitablemente
otros aspectos que se relacionan directamente. Como demuestran la teoría y
la ciencia política contemporáneas, el tipo y profundidad de la cultura y prácticas
democráticas, el sistema electoral, los tipos, coaliciones y la idiosincrasia de los
partidos políticos influyen e inciden en los sistemas de gobierno. No cabe duda de
que el “régimen democrático” se relaciona –aunque hay desacuerdos en cómo– con
los sistemas de gobierno. Ahora, cuando ese análisis e intento de revisión tiene
que ver con el gobierno de un país, se requiere agudizar esas ideas, porque cada
sistema o régimen posee enormes particularidades derivadas –como es obvio– de
su evolución histórica diversa, posee instituciones que se nutren de la experiencia
de generaciones, tiene una cultura y praxis concretas, etc. Las ideas de la teoría y
la ciencia política en análisis prospectivos orientan, pero el tipo de juicio que se
requiere supone el conocimiento de la realidad de cada sistema, punto de partida
para su revisión.
Como es de perogrullo, este esbozo no pretende hacerse cargo del régimen
político chileno (es decir, de todas las cuestiones que la teoría y la ciencia política
implican). No comparto la idea de que si no revisamos el régimen político (la
totalidad de él) no podemos modificar el sistema de gobierno. La historia política
de Chile demuestra exactamente lo contrario en 1833, 1891, 1925 y 1942, por
ejemplo. Me parece que hay buenas razones para pensar lo contrario: cambios al
sistema de gobierno modifican aspectos fundamentales del régimen político y bien
orientados permiten contribuir a la calidad de la política. En este texto, redactado
para los debates del CEP, y tomando en cuenta nuestra historia institucional y
las ideas teóricas generales, trazaré algunos derroteros y rasgos adversos que pre-
senta el sistema de gobierno presidencialista vigente, para proponer modificarlo
(y ofrecer un esbozo de ello).

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Propuestas constitucionales

Para este esbozo crítico y prospectivo, voy a entender por sistemas, tipos
o regímenes de gobierno, aquellos que se describen como “modelos clásicos” por
los especialistas. Prácticamente todos los países poseen sistemas que varían en
aspectos significativos, pero ellos no alcanzan a constituir un modelo. Aunque los
especialistas no están muy de acuerdo en todo, inevitablemente cada modelo de
sistema posee algunos rasgos adscriptivos y otros específicos. El mejor ejemplo de
lo que quiero decir son las diferencias entre el sistema de gobierno “presidencial”
en EE.UU. y en Chile o en América Latina. En el primero, el sistema descansa
en tres o cuatro supuestos que atenúan los rasgos ejecutivos y autoritarios que
supone el presidencialismo: partidos políticos no ideológicos ni de cuadros, un
Estado federal que admite competencias significativas en los Estados miembros y
la ausencia de “poderes exorbitantes” del Presidente sobre el Congreso. En cambio,
el sistema presidencial en Chile –si es que se le puede llamar genuinamente así–
evolucionó como un reforzamiento de los poderes formales presidenciales, con
facultades no habituales del Presidente sobre el Congreso, y con un sistema de
partidos (de varios y otros en permanente formación) ideológico que nos recuer-
da, tal vez con un énfasis muy significativo en el contexto de América Latina, los
partidos tipo europeos, con un Estado unitario. Es muy difícil, en consecuencia,
asimilar con claridad “el” régimen clásico de EE.UU. con los llamados regímenes
presidencialistas –algo peyorativo–, en particular el chileno. Intentaré, entonces,
que se entienda que estoy haciendo referencias a los aspectos centrales de los
modelos comparados de sistemas de gobierno (no a sus particularidades) y luego,
en el caso chileno, aludo a sus rasgos distintivos, todo esto puesto al servicio de
este trabajo.
Hay muchos especialistas que han criticado con fuerza el tipo de sistema
de gobierno presidencial en Chile (desde Lastarria en adelante). Algunos de
esos diagnósticos, como sabemos, le atribuyen un papel significativo en el tipo
y desenlace de la crisis política de 1973. Valenzuela incluso sugiere que con un
régimen parlamentario la crisis no se habría dejado caer (Valenzuela 1990). De
hecho, la proposición de gobierno del llamado Grupo de los 24 para proponer
cambios al gobierno (por uno mixto) parte de una idea similar: el tipo de gobierno
fue clave en la crisis de 1973, en un contexto de un sistema de partidos plural
que se plasmaría mejor en un modelo de gobierno semipresidencial. En los años
90, a la vuelta de la democracia, se llevó a cabo una intensa discusión de elites
sobre el tema del mejor sistema de gobierno para un régimen político como el

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Régimen político / Propuestas iniciales

chileno, el que se estimaba en diversos aspectos bastante particular en el contexto


continental (lo que era paradojal después de dieciséis años de gobierno militar).
Muchos especialistas participaron en esos debates y se publicaron libros, pero
había otras reformas constitucionales más acuciantes para perfeccionar la naciente
democracia. El tema quedó para otra oportunidad. Desde esa época hasta hoy
no ha habido un intento profundo de revisión del sistema de gobierno, aunque
cada vez más se alimenta la idea de que el régimen presidencialista tiene enormes
limitaciones. Dicho de otro modo, el cambio o la revisión del sistema de gobierno
no ha cautivado mayoritariamente las mentes puesto que la inmediatez y la agonía
de la política diaria no permite advertir sus deficiencias (Godoy 1990), hasta que
estamos de bruces en crisis y brotan con fuerza los deficientes mecanismos con
que el sistema cuenta para salir de ellas. De hecho, las dificultades que el siste-
ma de gobierno presidencial evidenció durante la vigencia de la república de la
Constitución de 1925 fueron leídas en clave presidencialista como un problema
derivado de las facultades excesivas del Congreso y, desde la reforma de 1943 en
adelante, el sistema evolucionó hacia el fortalecimiento del poder del Presidente
de la República en desmedro del Congreso, que era visto como el obstáculo (ini-
ciativa en gasto y potestades legislativas y decretos con fuerza de ley). Después
de la crisis de 1973, que algunos especialistas han atribuido a la carencia de vías
institucionales no plebiscitarias de salida a las crisis representadas por el con-
flicto Presidente-Congreso, la lectura conservadora de nuestra historia (que es
la dominante) ha tejido una verdadera leyenda negra sobre el Congreso y se ha
comprometido con un sistema (en realidad con un régimen político) de Presidente
hipertrofiado con grandes potestades, que luego sólo en parte ha sido moderado
por las reformas a la Constitución que se han implementado desde 1989. A pesar
de que no hay casi ningún estudio serio sobre el funcionamiento del régimen
presidencialista en las últimas décadas, parece ser el correcto, misteriosamente.
Los defectos del régimen presidencialista pueden dividirse. Están, por una
parte, las observaciones críticas que les formulan los especialistas, diríamos, técni-
camente. Y están, luego, los defectos que el sistema presidencialista exhibe en su
funcionamiento en Chile, cuestión que puede o no repetirse en otros países. Estos
últimos defectos son contingentes y dependen de la historia, la cultura política, las
instituciones y la conducta de los gobiernos en cada país. En esta síntesis, veamos:
1. Pienso que es apropiado en este punto efectuar una, llamémosla, “pre-
vención”. Es la que formulan Sartori y Nino al abordar estos temas desde una

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Propuestas constitucionales

determinada cultura. Cuando se analiza el problema de la democracia concreta


institucional, hay que explicitar las consideraciones en las que descansa el régi-
men democrático presidencial en aplicación. La “realidad” política institucional
no es una ventaja argumentativa para nadie (aunque impone condiciones para
cualquier modificación). Los partidarios de las actuales formas institucionales
deben argumentar, también, cuáles son las bases sobre las que descansa el régimen
presidencial o presidencialista y la concepción de la democracia que subyace y su
aporte a la eficacia y estabilidad políticas. Tiende a creerse que los hábitos, prác-
ticas y actitudes que genera un sistema de gobierno son “la realidad”, un especie
de dato fáctico de la política, olvidando la estructura normativa que configura
esa “realidad”. Un ejemplo puede ayudar a entender el punto. Cuando algunos
especialistas desconfían de los partidos políticos chilenos y tienen por ello dudas
sobre la viabilidad del parlamentarismo u otras formas mixtas de gobierno, no
explicitan que las deficiencias que se advierten de los partidos, esas formas, son las
que moldean el régimen presidencialista y su estructura normativa. Si los partidos
exhiben debilidades institucionales ello está vinculado sistémicamente a las funcio-
nes y papeles que en dicho sistema tienen (escasas). Es muy significativo que en
otros sistemas los partidos tienen otra densidad institucional (como el sistema de
partidos español, francés o inglés), y demuestran gran vigor para desafiar el status
quo (Podemos y Ciudadanos en España, la aparición de los Verdes en Alemania,
etc.), aunque presentan otros problemas. De este modo, como diría Nino y Sar-
tori (por nombrar a dos críticos del presidencialismo de orientaciones diversas),
quien defiende “la realidad” también debe explicitar los argumentos normativos
que subyacen a ella; sino, como dice Nino, está confundido.
2. Se critica el régimen presidencialista porque descansa en el principio
de separación de poderes (descartando el principio estructural de coordinación,
propio del parlamentarismo y semipresidencialismo), que “alienta” el conflicto
entre Presidente y Congreso. El régimen presidencialista está diseñado bajo la
idea de dividir y separar los poderes, de controles mutuos, atribuyendo funciones
a éstos que expresan el conflicto sin vías institucionales de salida que no sean
graves crisis no sólo políticas sino institucionales (lo que se evidencia en el caso
de Brasil y lo fue en Chile entre 1970 y 1973). De hecho, la historia institucional
de Chile puede ser leída, en este aspecto, como reflejo de periódicas y profun-
das crisis institucionales entre Congreso y Presidente, acompañadas incluso de
cruentas guerras civiles de por medio como expresión, causa o retroalimentación

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Régimen político / Propuestas iniciales

de esas “crisis institucionales” que amenazan la coexistencia (la guerra civil de


1830 origina el presidencialismo portaliano; la guerra civil de 1891 es la pugna
entre Balmaceda y el Congreso; de la crisis de 1925 entre Alessandri y el Con-
greso surge el presidencialismo moderado que fracasó hasta la reforma de 1943
que fortaleció al Presidente frente al Congreso; la crisis de 1973, expresión del
conflicto entre Presidente y Congreso). Pero el régimen presidencialista no sólo
expresa mal (y las alienta) las crisis institucionales –no hay salida para ellas– sino
también no orienta bien las crisis políticas (ya no institucionales), las que depen-
den de la capacidad del Presidente para maniobrar y evitar el precipicio (Dilma
Rousseff ). En el centro del régimen presidencialista existe una doble legitimidad,
el Presidente y los parlamentarios son elegidos por el pueblo, y lo representan.
Algunos lo han llamado la “disyunción” de legitimidades por el potencial conflicto
latente en “identificarse” con el pueblo y la conducción del gobierno (y la agenda)
(Valenzuela 1990) y legitimidad democrática “dual” (Linz 1990). Esta disyun-
ción se alimenta de un Presidente que concentra un poder formal incontrastable
derivado del carácter de jefe de Estado y de gobierno a la vez. El Congreso –en
síntesis– tiene un rol legislativo y fiscalizador pero no tiene la responsabilidad
institucional de gobernar, de “hacer un gobierno”, como lo ha llamado un experto.
No se refiere a la cooperación contingente para que un gobierno funcione, la que
depende de la evaluación y adhesión que obtiene en la ciudadanía; se trata de que
el Congreso no tiene la responsabilidad de cooperar responsablemente con un
gobierno. Es por ello que el régimen presidencialista se vuelve extremadamente
complejo frente a ejecutivos débiles, mal evaluados, con pérdidas crecientes de
liderazgo y conducción, los que incluso pueden perder la mayoría en las Cámaras
(para qué decir si pierden el tercio que permite bloquear y que obliga a negociar
Congreso-Presidente, como le pasó a Alessandri) y son desafiados por los futuros
líderes presidenciales situados en el Congreso.
3. Hay –sin embargo– que diferenciar claramente entre regímenes presi-
denciales clásicos (EE.UU.) y regímenes presidencialistas. En estos últimos, las
funciones del Presidente se encuentran reforzadas, a extremos difíciles de imaginar
( J. C. Ferrada lo describe bien, en Bassa et al. 2015). El Presidente de la República,
a las facultades tradicionales de conducción política y de jefe de Estado, agrega
poderes de nombramiento determinantes e incontrarrestables en el Estado (jueces,
embajadores, FF.AA., Banco Central, Contralor, integrantes del Tribunal Consti-
tucional, Tribunal Calificador de Elecciones, etc); posee o puede obtener facultades

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Propuestas constitucionales

extraordinarias y estados de excepción; nombra directa o indirectamente a las planas


mayores y directorios de los servicios y empresas públicas; incidencia en la función
judicial; control y manipulación de la función legislativa (veto, iniciativa de ley,
iniciativa exclusiva de ley, urgencias, Ley de Presupuestos y dictación de decretos
con fuerza de ley). Un ejemplo nada más de este poder es la iniciativa, tramitación,
aprobación y luego ejecución cuasi libre (manipulación) de la Ley de Presupuestos,
sin incidencia seria del Congreso (véase Pallavicini 2015). No hay control del gasto
presupuestario (la Contraloría en esto llega muy tarde y selectivamente) y la flexibi-
lidad decretal del mismo le permite al Presidente cambiar los destinos aprobados a
prácticamente cualquier gasto. Es este régimen “presidencialista” o presidencialismo
“reforzado” el que requiere revisión. Tengo seriamente dudas que un régimen pre-
sidencialista clásico sea siquiera posible como fantasía en Chile. De hecho, Nino
sostiene (Nino 1992, pp. 626-627) que los regímenes presidenciales son “extrema-
damente raros” y mucho más raro un “hiperpresidencialismo democrático”; es cierto
que parece referirse a Argentina (Nino escribió esto en 1992; ¿qué diría ahora?).
Pero no es difícil advertir que usando del inmenso poder formal los Presidentes
de estos regímenes presidencialistas, sobre todo en América Latina, han avanzado
hacia las penumbras del poder, apropiándose del Estado, dictando nuevas Cartas
constitucionales ajustadas a sus intereses, prorrogando sus mandatos de gobierno
mediante asambleas formales sumisas y debilitando la democracia y la libertad de
expresión. Este es un riesgo considerable de los regímenes presidencialistas, de los
que creemos estar inmunes.
4. En este sistema de gobierno el Presidente posee un enorme poder formal
para nombramientos, facultades legislativas, de gobierno y conducción del Estado,
poderes de excepción y de iniciativa de reforma. Creo que nadie ha estudiado si
un ser humano está en condiciones (de todo tipo) para ejercer conjuntamente
los roles de Jefe de Gobierno y Jefe de Estado reforzados en las complejas socie-
dades actuales. El riesgo de incapacidad, impericia, desviación y falta de control
son evidentes, y las sociedades actuales no pueden correr estos riesgos originados
en un atávico régimen de caudillos. La restricción a esta dificultad ha intentado
ser constreñida con la duración de los mandatos presidenciales y la prohibición
de reelección. Dado que los mandatos son fijos, la tesis chilena parece ser que
mientras menos tiempo menos riesgo institucional (un verdadero contrasentido).
Así 8, 6 y ahora 4 años; con la preocupación de sincronizar con las elecciones
generales de diputados y senadores. Todo esto provoca complicadas cuestiones

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Régimen político / Propuestas iniciales

relacionadas con los gobiernos exitosos y su continuidad (o el cambio anticipado


de los que son frustrantes). En algunos países de América Latina hemos vivido
la vergonzosa práctica que expresa en toda su magnitud el problema de la conti-
nuidad: el recurso a los apellidos o la mujer del Presidente (Nadine Heredia en
Perú, Kirchner en Argentina), que procuran llenar una necesidad: una gestión
exitosa debe concluir. ¿Cómo salir del paso?
5. A diferencia de lo que se cree, la razón para introducir formas complejas
tipo semiparlamentarismo (u otra forma mixta de gobierno) no es debilitar al
Presidente ante el Congreso sino fortalecer la función o poder ejecutivo (y, en este
sentido, adelgazar al Presidente para fortalecer el ejecutivo), dándole al Congreso
responsabilidad institucional en el gobierno y en las políticas públicas del Estado,
haciéndolo copartícipe de sus éxitos y fracasos. La legitimidad democrática no
parece que deba dividirse, como pensaba Madison en el siglo XVIII. Se trata de
cooperación responsable (porque la reelección de los parlamentarios está fuerte-
mente vinculada al éxito del gobierno y éste a las expectativas e ideas de la ciuda-
danía), o de introducir los principios de coordinación entre los poderes. No es una
revisión del régimen presidencialista para cambiar un sistema por otro –cuestión
impracticable, aunque resulte deseable– sino de introducir algunas instituciones
típicamente parlamentarias cuyo efecto sea mantener la eficacia y la continuidad
del régimen presidencial procurando darle a un Congreso cada vez más fracciona-
do en partidos (que por lo demás demuestran una continuidad histórica notable)
un papel institucional que facilite el liderazgo presidencial con la cooperación
del Parlamento. Se trata de que este último tenga una función institucional y de
responsabilidad, ya no sólo para bloquear al Presidente. El punto es corregir la
deficiencia que presenta el régimen presidencialista (la lógica de división, control
y obstáculo) a través de la introducción de ejecutivos duales. Algún especialista
lo ha denominado conducción como trenes, cuando se debilita al Presidente, el
“carro” lo empuja el Jefe de Gobierno y cuando este último decae, el impulso lo
asume el Presidente, lo que normalmente acarreará un nuevo Jefe de Gobierno,
el que requerirá de la aprobación del congreso.
6. La idea de un ejecutivo monolítico que reúne en un solo cargo las fun-
ciones de Jefe de Estado y Jefe de Gobierno genera una enorme concentración
de poder formal en una sola persona y dificulta la constitución de una política
profesional (amén de los riesgos de que hemos hablado). El grueso de todo el pro-
blema presidencial es quién va a ser Presidente. La apertura del presidencialismo

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Propuestas constitucionales

a reclutar a cualquier tipo de candidato para el cargo implica arriesgar o apostar


al todo o nada la conducción del gobierno y el Estado, a caudillos, personajes
de la farándula, etc., que pueden provenir de cualquier lugar de la sociedad (el
sistema chileno ha reclutado por lo general políticos destacados, aunque no por
ello competentes). Ello estimula –como lo demuestra el caudillismo de América
latina– la falta de profesionalización de la política y de los partidos. Naturalmen-
te, el atractivo que genera el cargo en un contexto como el descrito estimula el
surgimiento de mesías, abanderados de ocasión, ricos tipo Donald Trump u otros
semejantes –ya conocemos varios de ellos en Chile–, caudillos, líderes militares,
etc. El régimen presidencialista se aparta –en el cargo más importante del sistema–
del ideal de profesionalización de la política. En el régimen presidencialista clásico
–EE.UU.– la apuesta es más reducida por el carácter de Estado federal y el rol
genuinamente incidente del Congreso federal en la asignación y fiscalización del
presupuesto y en la legislación, aunque el sistema sufrirá su prueba de fuego en las
próximas elecciones. En los “regímenes presidencialistas” (tipo América Latina y
África, los dos continentes que lo practican) de ejecutivo reforzado, incidencia muy
reducida del Congreso en el presupuesto y Estado unitario, el riesgo y la apuesta
es inmensa; el desafío es incalculable, porque las elecciones tienen un marcado
carácter carismático, escondiendo los debates genuinamente de ideas. Es cierto
que todos los sistemas presentan algunas notas similares, pero sólo en el régimen
presidencialista es tan marcada la necesidad de obtener el cargo, porque casi todo
lo demás cuenta muy poco (en términos de poder).
7. Otra idea crucial (Godoy y Valenzuela) es que dada su naturaleza de todo
o nada que el régimen presidencialista evidencia, el poder acumulado y el período
fijo del cargo, el régimen presidencialista se mueve estimulando una coalición
gestada para la elección del Presidente, pero luego tiende a abandonarlo marcada-
mente en los últimos años para estimular el surgimiento de una nueva propuesta
que en ocasiones traiciona al gobierno que se ha defendido, sin responsabilidad
alguna. Las coaliciones son de mentira o manipuladoras, porque, además, la se-
gunda vuelta no soluciona los problemas.
8. Una de las razones –contingentes– para revisar el régimen presidencialista
es la dificultad estructural para forjar coaliciones de gobierno que aseguren gobier-
nos estables con capacidad y eficacia; gobierno que siempre es cooperativo y de
equipos. Sobre todo en contextos de pluripartidismo. El régimen presidencialista
está pensado bajo la lógica de la separación de poderes, donde el Congreso –que

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Régimen político / Propuestas iniciales

recaba igual legitimidad popular que el Presidente– no tiene responsabilidad


política en la formación ni eficacia del gobierno (en suma, en la gobernabilidad),
aun cuando posee funciones legislativas (atenuadas) y de control, lo que genera
un obstáculo importante a las coaliciones, acarreando complejas dificultades al
ejecutivo cuando éste debe obtener el apoyo del Congreso para su agenda y la
legislación, lugar donde por definición se hayan quienes desafiando al Presidente
intentarán el cargo.
El régimen presidencialista es por esencia una estructura donde gobierna
un líder con sus hombres de confianza, los que por definición no dependen del
Congreso. En un contexto donde el sistema expresa el pluripartidismo, con un
régimen electoral proporcional, es muy probable que exista una compleja y va-
riopinta integración parlamentaria. Una alternativa para obtener gobernabilidad
(seguida por Chile desde 1943) es reducir o atenuar al Congreso por la vía de
darle cada vez más atribuciones formales al Presidente, lo que incrementa la idea
del todo o nada y no logra generar gobiernos fuertes. En este contexto, es muy
interesante abrir formas de cooperación institucional de las coaliciones políticas
que asegure gobiernos con agenda, atenúe el conflicto Congreso-Presidente y
ofrezca gobernabilidad.
9. Un aspecto muy sintomático –tal vez muy contingente al caso chileno–
en esto de las consecuencias adversas de la falta de cooperación institucional en
el gobierno presidencial entre Congreso y Presidente y la ausencia de coaliciones,
lo ofrece el gobierno de Sebastián Piñera. Con un régimen semipresidencial ello
no se habría producido. En aquel gobierno, se debilitó a la elite política de la
derecha al llevarla a cargos de gobierno, renunciando al Congreso. El gobierno
atrajo a líderes como Matthei, Longueira, Chadwick y Allamand (aunque éste
sobrevivió por sus propios medios) como imperativo de sobrevivencia. Consumió
a los mejores líderes políticos forjados durante dos décadas en un sector político.
Ello puede ser entendido como ejemplo de las necesidades que evidencian los
Presidentes formalmente poderosos pero débiles en la conducción del gobierno.
¿Tiene sentido ese despilfarro? Independientemente de lo que opinemos de cada
uno de ellos, una perversión del sistema presidencial es esta imposibilidad de
cooperar, de transitar y utilizar los talentos en pos de conducir y gobernar. De
otro modo, debieron haberse quedado en el Congreso sin poder cumplir su rol de
fiscalizadores. La falta de flexibilidad del régimen presidencialista atenta contra
la calidad de la política, en estas cuestiones.

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Propuestas constitucionales

1. Introducción de algunos aspectos del régimen parlamentario


Cuando Charles de Gaulle impulsó la introducción de algunas institucio-
nes del régimen presidencialista al régimen parlamentario en Francia (como el
fortalecimiento del poder presidencial) no sólo lo hizo –como han creído algunos
historiadores adversos– para abrir espacio a su liderazgo carismático incuestionable
después de la guerra mundial, sino porque pensaba seriamente que el parlamenta-
rismo de la Cuarta República, tipo asambleísta, era incorregible si no se introdu-
cían modificaciones institucionales que se tradujeran en cambios en las prácticas,
los partidos y las formas de hacer política a través de las coaliciones (la cultura).
De Gaulle introdujo la autoridad presidencial para corregir las deficiencias que
advertía en el parlamentarismo de partidos asambleístas. Esto tiende a olvidarse
cuando se piensa en el sistema chileno. Aquí no intentamos corregir los defectos
del parlamentarismo. En nuestro país las propuestas de cambio (como las que aquí
discutimos) pretenden introducir algunas instituciones del parlamentarismo en el
gobierno presidencial para corregir algunas de las deficiencias de este último, para
lograr determinados objetivos, y no para debilitar al presidencialismo. El objetivo
central es fortalecer el régimen presidencial –la función ejecutiva del gobierno,
si se quiere– mas no al Presidente de la República. Subyace a todo ello, como
veremos, una visión crítica de nuestra historia institucional, la que para subsanar
las deficiencias concretas del régimen presidencialista se ha dejado seducir por la
idea autoritaria de fortalecer formalmente los poderes del Presidente en desme-
dro de los restantes poderes (muy particularmente el Congreso), lo que ocasiona,
tomando en cuenta el régimen presidencialista, problemas mayores. El objetivo de
introducir elementos del parlamentarismo al régimen presidencialista es relevante,
puesto que hay pocos ejemplos interesantes en otros países y valiosos que seguir
o que nos orienten, ya que hay muy pocos sistemas en los que se han introducido,
en verdad, instituciones parlamentarias dentro de un régimen presidencialista
con objetivos bien precisos (por ejemplo Perú). Ello nos obliga a ser cuidadosos.

2. La introducción de un Ejecutivo dual


Uno de los aspectos cruciales para fortalecer el régimen presidencialista e
incorporar algunas figuras parlamentarias al régimen presidencialista es la del
ejecutivo dual. Es decir, la función ejecutiva ya no se radicará exclusivamente en el

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Régimen político / Propuestas iniciales

Presidente de la República (y sus colaboradores), de modo que este último no será


más Jefe de Estado (en adelante JE) y Jefe de Gobierno (en adelante JG) a la vez,
sino que la regla nueva admitiría separar esas funciones y encarnarlas en órganos
y personas distintas, que con facultades diversas (aunque relacionadas) “tendrán”
que coexistir. A su vez, el Congreso debiera asumir no solamente funciones de
obstrucción o control (y legislativas) del Presidente sino que una tarea o función
central al sistema: cooperar en la gestión y las políticas públicas, con responsabili-
dad institucional y política. Este nuevo rol debiera expresarse en la estructura del
JG y de los ministros. Un ejemplo de ello es el rol que ha comenzado a cumplir
(aunque sin verdaderos poderes) el ministro del Interior en el ejecutivo, lo que
creo es un signo de una mirada más sofisticada (en ocasiones se la llama “Jefe de
Gobierno”) y da cuenta de las dificultades reales que los Presidentes encuentran
para conducir y dirigir el Estado y el gobierno, exclusivamente con el apoyo de
los hombres (y mujeres) de su confianza, pero sin liderazgo ciudadano ni oficio,
como un todo, y del papel real de los partidos en el Congreso (Bachelet trajo a la
Carolina Tohá, Piñera a todos los líderes de la derecha en el Congreso, Andrés
Chadwick, Pablo Longueira, Andrés Allamand, Evelyn Matthei, y en momentos
difíciles la actual Presidenta ha debido recurrir a un ex parlamentario con oficio,
Jorge Burgos). La tendencia del Presidente a recluirse en su confortable función
de Jefe de Estado incrementa la necesidad de esta dualidad ejecutiva y de lide-
razgo y representación de quien conduce el gobierno. Inevitablemente, entonces,
una reforma así supone hacerse cargo a fondo de las competencias de cada uno
por separado, de aquellas en las que deberán cooperar y las vías de salida para
conflictos importantes.
Este sería, desde ya, un cambio significativo para la cultura y prácticas
políticas nacionales. Su introducción debe justificarse en términos de qué
ventaja tendría para el régimen presidencialista la introducción de un JG con
poderes y responsabilidad política, y ello está relacionado con las críticas o
debilidades que se advierten en el régimen presidencialista. La introducción
de un JG tendría varios propósitos: atenuar una autoridad formal presidencial
sin contrapesos y disminuir los riesgos que ello supone de cara a Presidentes
clientelísticos, autoritarios, carismáticos y con tendencias plebiscitarias (tipo
de Presidentes muy extendidos a lo largo de la historia de América Latina) o
sencillamente débiles, que se apartan de la aprobación ciudadana. No es menor
reducir el poder autoritario del Presidente de la República para fortalecer el

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Propuestas constitucionales

régimen presidencial. Se procuraría (por esta vía) comprometer al Congreso y los


líderes de las mayorías en un programa electoralmente popular, sin que por ello
la calidad y eficacia de la coalición ponga en riesgo el sistema democrático como
un todo. Se busca, además, dar cabida a las coaliciones de partidos en la gestión
y conducción del gobierno con responsabilidad política, y evitar los Presidentes
con Congresos adversos, lugar hacia donde evoluciona naturalmente nuestro
sistema de partidos. Hay que entender que se reduce el poder presidencial pero
se fortalece la función o estructura ejecutiva, con responsabilidad y de cara a
los electores. Esta es la clave: lo que se intenta hacer es que, conforme a lógicas
de cooperación y deliberativas, la función ejecutiva de un paso hacia una forma
compleja de ejecutivo dual pero de responsabilidad de la coalición de partidos
mayoritaria en el Congreso, a fin de que pueda cooperar con responsabilidad
política institucional. Un modelo así admitiría vías de solución a las crisis ins-
titucionales y políticas expeditas, al transformarse el Presidente en un factor de
liderazgo y estabilidad, donde el electorado puede ser convocado a decidir las
tensiones o el fracaso político.

3. De esta manera las competencias resultan decisivas


La introducción de un Ejecutivo dual genera inevitablemente la necesidad de
repensar las atribuciones de este nuevo Ejecutivo dual y del rol del Congreso y los
partidos. Un modelo de repartición de tareas y funciones podría ser el siguiente:

3.1. Los nombramientos de las autoridades ejecutivas. Este es el punto neu-


rálgico del régimen de ejecutivo dual. Para un adecuado equilibrio entre ambas
figuras y poderes, el Presidente debe seguir siendo elegido por el pueblo en vota-
ción directa, lo que le daría un rol clave en la mantención de los equilibrios y un
poder frente al JG, ya que éste último sería elegido por el Congreso o la Cámara
política (a proposición del Presidente y podría destituirlo) y no directamente por
el electorado. El Presidente, además, tendrá –es muy posible– un rol de arbitrador
entre las Cámaras políticas y la ciudadanía. El JG debe ser aprobado o elegido por
el Congreso (la reunión de ambas Cámaras) o por la Cámara política que se de-
termine. El punto en Chile es significativo: la interrogante es cuál de las Cámaras
aprueba o elige al JG, pues si fuera solamente la de diputados se le restaría poder
al Senado, pero no es muy viable una fórmula como ésa. Algunos han propuesto

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Régimen político / Propuestas iniciales

que sea el Congreso. Lo importante son los mecanismos de control que existan
entre ellos ( JE y JG) y entre el ejecutivo y el legislativo ( JG y Cámaras). El JG
debería ser propuesto por el JE al Congreso o Cámara y aprobado por mayoría,
debiendo ser uno de sus miembros, para permitir el control de la ciudadanía
sobre él y la coalición, al menos a través de elecciones (algo que no se podría
lograr si fuera elegido por el Presidente sin apego a las mayorías, resultando una
proyección de la autoridad presidencial). El Presidente debiera tener la facultad
de disolver la Cámara política o el Congreso, sólo una vez en su período, y así
convocar a la ciudadanía a arbitrar cuando ello sea imposible de lograr desde la
Presidencia. Por su parte, el JG debe ser expresión de las mayorías políticas (así
como el conjunto de ministros). Si los Presidentes actuales han debido recurrir
a figuras significativas del Parlamento para llevarlas al gobierno y fortalecer sus
estructuras ejecutivas, liderazgo y capacidad de gestión, es debido a las falencias
del régimen presidencialista y a la necesidad de gestionar políticamente el Estado
de cara a una ciudadanía cada vez más activa (¿podrían haber ministros que no
hayan sido elegidos en el Congreso?). Los mecanismos de control del Parlamento
sobre el JG y los ministros debieran ser los clásicos del gobierno parlamentario,
y viceversa: censura, confianza constructiva estilo español o alemán, y disolución
(validada por el JE). Los ministros centrales del gabinete deben ser miembros
de las Cámaras pero, tal vez, debe considerarse que otros puedan ser reclutados
desde la sociedad civil.
Naturalmente, hay dos preguntas de fondo: ¿cómo se asegura la coope-
ración (y destrabar los conflictos) entre JE y JG? y ¿cómo se construyen incen-
tivos para asegurar la lealtad política razonable de los partidos o la coalición
mayoritaria del JG? Parte importante de la primera pregunta se relaciona con
dos cosas: una, el sistema debe establecer una división del trabajo ejecutivo que
es (o debe ser), en lo medular, lo más clara posible; dos, la potestad del JE de
disolver la Cámara contribuye a alinear los estímulos de cooperación necesarios.
La segunda parte de la pregunta tiene que ver, más bien, con los mecanismos
del régimen parlamentario, los que sitúan a la ciudadanía en posición de decidir
las controversias. ¿Son suficientes estos mecanismos? La idea central es que el
electorado puede, en los dos casos, ser convocado a decidir y con ello atenuara
la rotación y la frivolidad, aunque por cierto, nada puede evitar que el electorado
se equivoque.

— 147 —
Propuestas constitucionales

3.2. Distribución de las tareas y responsabilidades. Como dijimos, buena


parte de la tarea de gobernar (función ejecutiva) supone grados esperables de
confianza y apoyo entre JE y JG, pero el primero debe conservar clásicos roles o
tareas que suponen un visión uniforme y coherente de Estado con las funciones
de gobierno que le correspondan, y que seguirá siendo un poder significativo por
encima de los partidos y sus líderes, algunos de los cuales formarán el gobierno.
Es cierto que la división de funciones de un sistema de gobierno mixto ha estado
muy marcada por la situación concreta francesa, donde la naturaleza de la posi-
ción continental francesa y su poderío en África y su rol en la OTAN marcan la
asignación de roles o competencias exclusivas de carácter presidencial, ninguna
de las cuales tiene en Chile la misma significación. En este entendido el JE –por
ese hecho– debe conducir las relaciones internacionales (en el más amplio sentido
de la palabra), dirigir y ser el jefe superior de las fuerzas armadas y la defensa
(aunque no administrativamente), tener la facultad de indultar, la división política
y administrativa del Estado, encabezar todas las cuestiones protocolares y simbó-
licas del Estado, dictar los estados de excepción constitucional, poner en marcha
los plebiscitos y el impulso de reforma constitucional, donde la iniciativa debiera
ser exclusiva.
3.3. Las zonas de cooperación entre JE y JG. Todos conocemos el funcio-
namiento del sistema francés y sabemos del espacio donde en situación de “nor-
malidad” esa cooperación debe producirse política y jurídicamente (Consejo de
Ministros). Cuando los JE comparten la visión política del JG (sea de partido o
de coalición) el Consejo de Ministros tiene un rol menos significativo, e incluso
el JG puede actuar por delegación. En cambio, en momentos de diferencias y de
“cohabitación” (como, por ejemplo, la que hubo entre Mitterrand y Chirac, co-
habitación que a los franceses, me parece, no les gusta), el Consejo de Ministros
es el lugar –de cara a la ciudadanía– donde se expresarán esas diferencias. Ahora
bien, cómo evitar que este conflicto resulte imposible. La alternativa parece ser que
el Presidente ejerza su rol más allá de los partidos y convoque a elecciones. Pero
aun así, qué sucedería si la mayoría parlamentaria se mantiene. En ese caso, creo
que cada uno tiene que actuar dentro de sus atribuciones generales (una elección
es una señal poderosa incluso para el Presidente acerca de cuál es la orientación
o la opinión de la ciudadanía, colocándose un Presidente lejos de esa voluntad si
persiste) y la prudencia política tendrá un rol decisivo.

— 148 —
Régimen político / Propuestas iniciales

3.4. Las zonas de cooperación entre el JG y el Congreso. En esta materia


me parece que las técnicas del parlamentarismo racionalizado son prudentes, por-
que acumulan la información de varios sistemas y diversos países. Es importante
que el voto de censura (o el rechazo al voto de confianza) suponga de disolución
de la o (las) Cámara (s) política (s), ello, como dijo Loewenstein, como gatillo
al percutor, de modo de evitar las jugarretas y deslealtades. El voto de confianza
podría significar alguna laxitud, en términos que sería necesario sustituir al JG.
Me parece que deben evitarse todas las fórmulas que transitan hacia parlamentos
asambleístas o bajo el control férreo de los partidos (como en Italia) y procurar
modalidades con fortalezas del JG (como en Alemania, España o Inglaterra). De
hecho, el voto de censura constructivo (programa, nuevo JG y gabinete) ha dado
buenos resultados.
3.5. Es importante que el JE –dada su posición y rol– conserve las facul-
tades de nombramiento de Estado en varias esferas, entre las cuales están el Tri-
bunal Constitucional, la Contraloría General de la República, el Poder Judicial,
el Banco Central, las Fuerzas Armadas, embajadores, etc. El Presidente debería
conservar todas las atribuciones relacionadas con los nombramientos de altas
autoridades del Estado. Y en la lógica del régimen, el JG debiera nombrar a las
autoridades del gobierno central o del desconcentrado, de las empresas públicas
y servicios públicos, que corresponda. En el primer caso, los actos debieran tener
la firma del JE y JG, y en el segundo, la firma del JG con el ministro respectivo.
Desde esta perspectiva, el JG, con la firma de todos o algunos de los mi-
nistros, deben poder ejercer la potestad reglamentaria de ejecución y de nombra-
miento (donde ello procede). Asimismo debiera tener iniciativa de ley (la facultad
debiera estar radicada en el JG), en todas aquellas materias vinculadas al gobierno
(aunque con la firma del Presidente), sobre todo en la Ley de Presupuestos. Pero
el JE debiera concurrir en todas aquellas materias que se vinculan con su área de
asuntos reservados.

— 149 —
Propuesta inicial sobre régimen político
Patricio Zapata

S
e me ha pedido que entregue mi opinión sobre cuál debiera ser el sistema
de gobierno a consagrar en una eventual nueva Constitución chilena.

Permítaseme introducir mi respuesta con citas de tres destacados políticos


chilenos: un derechista, un izquierdista y un democratacristiano.

Lamento profundamente la capitis deminutio de nuestra Cámara Alta. Yo


creo que un régimen democrático tiene que fundarse necesariamente en un
razonable equilibrio entre los poderes Ejecutivo y Legislativo, de modo que
no se produzca la dictadura del uno ni del otro.

Francisco Bulnes Sanfuentes, diputado (Partido Conservador) por San


Fernando y Santa Cruz, de 1945 a 1953; senador (Partido Conservador) por
O’Higgins y Colchagua, de 1953 a 1969; senador (Partido Nacional) por Ñuble,
Concepción y Arauco, de 1969 a 1973 (el escrito es de 1986).

El proyecto de reforma implica en el fondo otorgar absolutas facultades al


poder Ejecutivo. Prácticamente el Parlamento abdica de sus derechos en
favor del Presidente de la República. A nuestro juicio si se aplican las facul-
tades tal cual se proponen, la única razón de existir de este Parlamento, de
este Senado, será venir a tomar té y mandar nuestros discursos a El Mercurio.

Carlos Altamirano Orrego, diputado (Partido Socialista) por Valdivia, de


1961 a 1965, y senador (Partido Socialista) por Santiago, de 1965 a 1973 (el
escrito es de 1970).

Todo su contenido (de la Constitución de 1980) revela una confianza ili-


mitada en los mecanismos de concentración del poder, y una desconfianza

— 151 —
Propuestas constitucionales

igualmente ilimitada en el pueblo, en el Parlamento, en los partidos políticos,


en los organismos de base y hasta en los municipios. No desconocemos la
necesidad de una autoridad vigorosa para gobernar. Otra cosa es el cesaris-
mo autocrático. El problema de fondo es que ninguna institucionalidad ni
ley alguna pueden funcionar con normalidad si no representan la voluntad
mayoritaria de la nación, libre y auténticamente expresada.

Eduardo Frei Montalva, senador (Falange Nacional) por Atacama y Co-


quimbo, de 1949 a 1957, y senador (Democracia Cristiana) por Santiago, de 1957
a 1964, y de mayo de 1973 a septiembre de 1973 (dicho en 1980).

Las citas anteriores coinciden en reivindicar el valor democrático del Par-


lamento. Las tres critican, por lo mismo, el presidencialismo exacerbado. Bulnes,
Altamirano y Frei hablan, por supuesto, desde visiones políticas muy distintas.
Convergen, sin embargo, en el rescate y valorización de las asambleas represen-
tativas. Esa circunstancia, me parece, demuestra que la apuesta por un Congreso
Nacional fuerte constituye uno de los elementos centrales de la tradición repu-
blicana y democrática de nuestra patria.
Al mismo tiempo, en todo caso, cabe reconocer que la idea de una Presi-
dencia de la República que no sólo es figura sino que también gobierna, es un
elemento muy característico de los últimos 90 años de nuestra tradición política
y constitucional.
Dicho lo anterior: ¿será necesario elegir entre un Parlamento fuerte, por
una parte, y un Presidente que gobierna, por la otra? Este texto responde nega-
tivamente a esa disyuntiva. Podemos tener ambos. A continuación, mis razones.

1. Desde dónde analizar el problema


El constitucionalismo es una tradición intelectual compleja y dinámica.
Desde siempre ha perseguido no uno sino varios propósitos. En su origen era, a la
vez, a) bandera revolucionaria de una burguesía que quería sustituir la legitimidad
del antiguo régimen por la legitimidad de la soberanía popular, y b) el argumento
racional de esa misma burguesía a la que le interesaba distribuir el poder estatal de
manera limitada y equilibrada. No puede sorprender que haya constitucionalistas
que enfaticen una dimensión más que otra. Y así como hay algunos que priorizan

— 152 —
Régimen político / Propuestas iniciales

derechamente aquella perspectiva del constitucionalismo que dice relación con


la limitación del poder estatal y el aseguramiento de las libertades negativas, hay
otros que rescatan especialmente el compromiso con el autogobierno.
Yo no creo que uno deba, necesariamente, elegir entre el reclamo demo-
crático-plebeyo y la preocupación liberal. Por lo mismo, me parece que nuestra
aproximación al problema constitucional chileno debiera poner atención a los
déficit democráticos, que los hay, y, al mismo tiempo, debiera mirar con recelo
las soluciones de corte iliberal, que también existen.

2. El diagnóstico
El problema constitucional chileno es primero, y principalmente, un proble-
ma de régimen político; y si es –también– un problema de sistema de gobierno,
que lo es, ello es así en la medida que el tipo peculiar de sistema presidencial que
tenemos (hinchado tanto en lo funcional como en lo territorial) impacta negati-
vamente sobre la calidad de nuestro régimen democrático.
Pienso, en efecto, que nuestro sistema constitucional, que gracias al pro-
ceso político post 1988 devino en legítimo, y ha sido calificando, por lo mismo,
en aquello que Robert Dahl llama “poliarquía” o David Held llama “paradigma
pluralista”, no alcanza, sin embargo, a satisfacer los requerimientos de ideales
democráticos más exigentes. Que son, por lo demás, aquellos estándares que
demandan, crecientemente, nuestros tiempos y nuestras sociedades.
El juicio crítico al orden constitucional actual, desde la democracia, no
necesita apelar a una pretendida mejor democracia antes de 1973. Le basta con
observar lo que ha sido el proceso democratizador planetario de las últimas dé-
cadas y lo que son las necesidades y requerimientos de nuestra propia sociedad.
Es frente a esas exigencias que el texto constitucional hoy vigente se mues-
tra crecientemente más desfasado e insuficiente. Cada vez son más evidentes las
limitaciones de un modelo que, estructuralmente, fue pensado y diseñado por
personas que no tenían auténticas convicciones democráticas. Los muchos es-
fuerzos posteriores a 1988 por ir reparando y corrigiendo esta falla estructural no
han llegado todavía a restablecer en plenitud la idea del gobierno de las mayorías,
el principio de la igualdad política, el valor de la deliberación republicana y el
reconocimiento a espacios de participación ciudadana directa.

— 153 —
Propuestas constitucionales

Por eso, afirmo que el corazón de nuestro problema constitucional estriba


en el déficit democrático de la Constitución. Y ese es un problema de régimen
político antes que de sistema de gobierno.
Por régimen político entiendo la forma en que se relacionan el pueblo y el
ejercicio del poder político soberano. Dependiendo del tipo de relación estaremos
ante “democracia”, “autoritarismo” o “totalitarismo”. Enfrentados a esa tríada, no
tengo dudas de que Chile vive hoy en democracia. El problema, sin embargo, es
que hay democracias y democracias. No es lo mismo la democracia entendida
como elitismo competitivo que democracia concebida como pluralismo, o la de-
mocracia vivida como autogobierno efectivamente deliberativo. Es en este terreno,
en el terreno de las democracias, donde se sitúa el nudo de nuestro problema
constitucional. Por lo mismo, si ha de intentar enfrentar con posibilidades de éxito
sus problemas institucionales, Chile necesita más y mejor democracia.
Por sistema de gobierno, en cambio, entiendo el conjunto de reglas institucio-
nales que definen las condiciones bajo las cuales un determinado individuo podrá
detentar la conducción política de los asuntos gubernativos y administrativos.
El sistema presidencial concede, típicamente, la jefatura del gobierno a una
persona que a) ha sido elegida en forma directa por el pueblo, b) por un período
fijo de tiempo, c) se desempeña simultáneamente como Jefe de Estado y d) que
no necesita, para ejercer o conservar dichas dos jefaturas, de la confianza del
Parlamento.
El sistema parlamentario, paradigmáticamente, reconoce como Jefe de Go-
bierno a la persona que logra concitar la adhesión de una mayoría del Parlamento;
quien retendrá, por lo demás, dicha condición mientras mantenga –precisamen-
te– la confianza de tal mayoría. En estas fórmulas, la Jefatura de Estado, que no
ejerce potestades propiamente político-gubernativas, está encomendada a otra
autoridad (ya sea un monarca vitalicio y hereditario, como en España o el Reino
Unido, o a un Presidente elegido por vías indirectas, como en Italia o la República
Federal Alemana).
Los sistemas semipresidenciales o semiparlamentarios serían aquellos que,
entregando la Jefatura del Gobierno al líder partidista que concite la confianza
del Parlamento, retienen, sin embargo, la institución de un Jefe de Estado elegido
por votación popular e investido de una esfera más o menos acotada de compe-
tencias político-gubernativas (por ejemplo, defensa, relaciones exteriores, arbitraje
institucional, etc.).

— 154 —
Régimen político / Propuestas iniciales

Tengo clarísimo que mis socios en este ejercicio de reflexión constitucional


no necesitan que se les explique una clasificación que dominan perfectamente. Si
me he animado, sin embargo, a recordar estas simples definiciones es porque el
hecho de revisarlas una vez más nos permite afinar la puntería respecto de cuáles
son los problemas centrales que están implicados en la adopción de uno u otro
sistema de gobierno.
La discusión sobre sistema de gobierno intenta responder a la pregunta:
¿qué tipo de relación entre mayorías parlamentarias y jefatura de gobierno ase-
gura, o promueve, mayores niveles de eficiencia y estabilidad?
Los partidarios del parlamentarismo siempre han tenido buenos argu-
mentos para sostener que, ceteris paribus, un sistema que vincula flexiblemente
mayorías políticas y gestión gubernativa proveerá, en general y en principio, de
mayor eficiencia y mayor estabilidad que un sistema que garantiza períodos fijos
a gobiernos que no necesitan la confianza de las mayorías.
Los partidarios más entusiastas del parlamentarismo, por supuesto, van
mucho más allá y postulan correlaciones fuertes, verdaderas relaciones causales,
entre dicho sistema y los márgenes de libertad, justicia y progreso de que gozarían
los países. En la medida que las comparaciones en esta dirección pasan por alto
los muchísimos otros factores, institucionales y no institucionales, que explican la
suerte de los países, me parece que ese gigantesco ceteris non paribus torna injustas
las generalizaciones que contrastan, por ejemplo, al presidencialismo latinoame-
ricano con el parlamentarismo nórdico o inglés1.
Vuelvo a la idea inicial. Pienso que el foco principal debe estar puesto en
el déficit democrático y, en segundo lugar, en los problemas de coordinación
gubernativa.
Yo entiendo, por supuesto, que alguien pueda pensar que lo que ha ocu-
rrido con los Presidentes Piñera (en 2011-2012) y Bachelet (en 2014-2015),
en términos que una muy baja popularidad presidencial en las encuestas ha te-
nido varios efectos negativos (potenciado el discolaje, dificultado objetivamente
la adopción de políticas públicas coherentes, tornado difícil abordar grandes

1 No conviene olvidar, por lo demás, que por cada presidencialismo latinoamericano que,
entre 1945 y 1975, desembocó en revoluciones y Pinochets, hay otros tantos parlamentarismos
europeos que, entre 1920 y 1940, terminaron en guerras civiles y Mussolinis/Hitlers. La única
conclusión razonable, obviamente, es que cuando un continente está en el medio de una con-
frontación total, todos los sistemas de gobierno, presidenciales o parlamentarios, van a crujir.

— 155 —
Propuestas constitucionales

cuestiones de Estado y, finalmente, generado serios problemas de eficiencia y


coordinación), debe llevar a mirar con ojos críticos la rigidez del presidencialismo.
Puedo comprender, por lo mismo, y visto lo anterior, a quienes temen que en
manos de un Presidente insensato, o de ideas extremas o populistas, el sistema
presidencial chileno, tal cual es, pueda llegar a constituirse en un elemento que
facilite el abuso o el autoritarismo.
No obstante reconocer que las preocupaciones anteriores son legítimas, me
parece que ellas no se hacen cargo de la magnitud y profundidad del problema
que aflige a nuestras instituciones. Ni el divorcio entre ciudadanía y clase política
ni las profundas desigualdades políticas hoy existentes se resolverán si tomamos
algunas de las prerrogativas de la Presidencia y se las traspasamos a un Jefe de
Gobierno que dependa de la confianza de la Cámara. No me cabe duda de que una
solución como esa podría atender a algunas de las razonables preocupaciones de
elite. No creo, sin embargo, que ella ataque el corazón del problema constitucional.
Mi preferencia, en cambio, supone poner el acento en la necesidad de res-
taurar el valor del ejercicio de los derechos políticos, concebidos, nuevamente,
como deberes cívicos. Para que vuelva a tener sentido el sufragio es indispensable
que los que ganen las elecciones puedan gobernar sin que el 75 por ciento de lo
importante requiera del voto favorable de los 4/7 de los diputados y senadores
en ejercicio.
Hay que darle al Parlamento facultades suficientes que le permitan cons-
tituirse en el espacio donde realmente se toman decisiones y no en el decorado,
feo más encima, de una obra escrita, producida, dirigida, coreografiada y actuada
por otros.
La ley tiene que volver a ser la expresión de la voluntad soberana. Es cierto
que hay varias maneras de hacer la ley. Las puede hacer un órgano administrativo.
Las puede hacer un comité de expertos. Las puede hacer un tribunal. El que las
haga, realmente, una asamblea plural, democráticamente elegida y fuertemente
responsiva a la ciudadanía, hace una enorme diferencia. Hace toda la diferencia.
Invito, en este punto, a volver a leer The Dignity of Legislation de Jeremy Waldron
(Waldron 1999).
De lo que se trata, entonces, es de devolverle a la ley su función expresiva
de la voluntad del pueblo. De restituir a la discusión de la ley la condición de
momento privilegiado para la deliberación cívica (puede que, en los hechos, ello

— 156 —
Régimen político / Propuestas iniciales

nunca haya sido una realidad efectiva, pero es un ideal normativo de la tradición
republicana en el que vale la pena insistir).
El Parlamento es el espacio institucional en que las pretensiones de libera-
lismo y democracia se pueden conjugar. Así lo entendía Hans Kelsen.
Para los liberales del “miedo”, tipo Judith Shklar, el Parlamento tendrá
sentido, principalmente, como instrumento del gobierno limitado. Entendiendo
el papel de “freno al abuso” que pueden y deben jugar las asambleas legislativas,
pienso, empero, que el Parlamento no puede ser visto sólo como un dique. Tiene
que ser, también, un cauce.
Los radicalmente iliberales, tanto los de izquierda como los de derecha,
no le asignan ningún valor al Parlamento. Unos, los demócratas robespierranos,
creen poder sustituirlo por algún tipo de asambleísmo de base o democracia
plebiscitaria. Otros, los autoritarios del orden, siempre preferirán un Führer (no
nos olvidemos que Schmitt despreciaba los Parlamentos, pues ese sería, en su
opinión, el lugar en que se expresa la diversidad que impide la unidad nacional y
donde las clases discutidoras eluden tomar las decisiones difíciles).
En este contexto de fortalecimiento de un Parlamento más representativo,
el principio de reserva legal recuperaría su sentido originario. Estaríamos dando
vida a la idea según la cual existen ciertos asuntos que, por incidir en la situación
de nuestros derechos fundamentales, no pueden sino ser discutidos y resueltos en
un foro donde todos estemos representados y donde los debates de significación
moral se lleven adelante en lógica de “fuego lento”, sin atajos ni decretazos.

3. Ideas
Comienzo anticipando mi conclusión: parece conveniente introducir un
conjunto de modificaciones al presidencialismo chileno que, preservando su
esencia y conservando sus activos fundamentales, propenda, sin embargo, y simul-
táneamente, al fortalecimiento de la institución representativa clásica (Congreso
Nacional), a una profunda descentralización política y a la incidencia ciudadana
directa en las decisiones políticas fundamentales.
Esta propuesta supone, entonces, preservar la esencia del presidencialismo
chileno. Por lo mismo, tanto la Jefatura de Estado como la Jefatura de Gobier-
no seguirán entregadas al ciudadano que triunfe en elección directa y sufragio
universal.

— 157 —
Propuestas constitucionales

4. ¿Qué sería un Congreso Nacional más robusto?


Parto de la base de que la ya aprobada reforma electoral que reintroduce en
Chile la fórmula proporcional moderada mejorará la representatividad del Congre-
so Nacional. También contribuirán al fortalecimiento institucional del Congreso
el conjunto de reformas legales que se han aprobado al alero, y bajo el impulso,
de las recomendaciones del Consejo Asesor Presidencial contra los Conflictos de
Interés, el Tráfico de Influencias y la Corrupción.
Lo que sigue es un conjunto importante de reformas. No me parece co-
rrecto, por lo mismo, compararlo con las tímidas medidas adoptadas en favor del
Congreso en 2005. Lo que sigue no es un incremento formal o leve del poder
del Congreso.

4.1. Un Congreso Nacional Bicameral con Cámaras sujetas a principios


de representación claramente diferenciadas

Los diputados son elegidos por cuatro años en simultáneo con el Presidente.
Una Cámara de Diputados elegida en base a 33 distritos plurinominales que
elegirían un mínimo de tres y un máximo de ocho parlamentarios, adicionándose
un distrito uninominal para la representación de los chilenos que residen en el
extranjero. En total, un diputado por cada 100.000 personas (175 aprox.).
Tendríamos distritos más chicos que con la reforma recién aprobada, man-
teniendo el mismo proporcionalismo moderado.
Un Senado de la República elegido a nivel nacional, en colegio electoral
único, por sistema proporcional y voto de lista. Para tener representación en el
Senado las listas, o candidaturas independientes en su caso, deben obtener más
del 10 por ciento de los votos válidamente emitidos. Total: 30 miembros, elegidos
por parcialidades; 15 en cada elección. Los senadores duran ocho años.
Eventualmente, el Senado podría ser Cámara revisora sólo para algunos
asuntos (por ejemplo, aquellos que irrogan gasto, los que inciden en la división
territorial del país y aquellos que suscitan un debate constitucional).

4.2. Un Congreso Nacional dotado de más recursos

Considerando el último lustro, la partida respectiva ha contemplado gastos


totales autorizados del orden de entre 110 a 120 mil millones de pesos anuales.

— 158 —
Régimen político / Propuestas iniciales

Un programa de fortalecimiento en serio, que considere mejorar la Biblioteca del


Congreso Nacional, crear una potente Oficina de Análisis y Evaluación Presu-
puestaria, establecer un sello editorial propio del Congreso Nacional y proveer de
asesoría profesional de primer nivel a todos los parlamentarios, supone aumentar
dicho presupuesto en al menos un 35 por ciento real.

4.3. Un Congreso Nacional con sede en el edificio tradicional ubicado


en la capital. Lo simbólico también importa.

El nuevo Congreso tiene que reconectarse con la tradición republicana y


abandonar el mamarracho babilónico concebido por Pinochet. A los regionalistas
les diría que la verdadera igualdad territorial se juega en la descentralización política
y no en obligar a la clase política a viajar dos horas adicionales dentro del radio de
la mega metrópolis que pronto será SAVARA (Santiago/Valparaíso/Rancagua).

4.4. Un Congreso Nacional que respecto del 95 por ciento de las


decisiones legislativas adopta sus decisiones por mayoría simple

Por muchas razones, debe suprimirse la categoría de las leyes orgánicas


constitucionales. Puede preservarse la institución de leyes de quórum calificado
(mayoría absoluta en ejercicio) para las normas que establecen las bases funda-
mentales del sistema electoral, del Tribunal Constitucional y del Servicio Elec-
toral. Y nada más.

4.4.1. El Congreso debiera ser quien calificara las urgencias. La otra alternativa
es circunscribir la facultad presidencial de poner urgencia a un máximo
simultáneo de dos proyectos en cada una de las Cámaras.
4.4.2. Los embajadores debieran ser ratificados por la mayoría del Senado.
4.4.3. Los Ministros de la Corte Suprema, el Contralor General de la República
y Fiscal Nacional deben ser ratificados por la mayoría del Senado.
4.4.4. Todos los Ministros del Tribunal Constitucional debieran ser nombrados
por el Congreso Nacional: seis por la Cámara de Diputados y seis por el
Senado. Se eligen de a tres, en una sola votación, y por nueve años.
4.4.5. Mantendría la iniciativa exclusiva presidencial, pero sólo en relación a los
proyectos que directamente irroguen un mayor gasto público o modifiquen
a la baja la recaudación tributaria.

— 159 —
Propuestas constitucionales

4.4.6. Mantendría el veto presidencial, pero sólo como veto total.


4.4.7. Permitiría la reelección indefinida de diputados y senadores. El Pueblo
decide, no la Constitución.
4.4.8. Si un parlamentario muere, su partido designa al sucesor. Si un parlamen-
tario renuncia, lo expulsan de su partido o se sale de su partido, se convoca
a elecciones complementarias para que el pueblo elija uno nuevo o reelija
al incumbente.
4.4.9. Limitaría la posibilidad de control preventivo facultativo ante el Tribunal
Constitucional. Los requerimientos sólo pueden presentarse luego de
haberse aprobado en general el proyecto en el segundo trámite. Ningún
parlamentario podrá patrocinar más de tres requerimientos durante una
legislatura (a menos que se trate de cuestiones que se repitan). El Presidente
sólo podrá presentar requerimientos para impugnar proyectos en que se
vulnera su iniciativa exclusiva, se infringen los quórum en las pocas materias
que lo requieren, o se pasan a llevar, en general, las esferas competenciales
que la Carta Fundamental asigna a cada órgano del Estado. En el caso del
control preventivo, y producido un empate en el Tribunal Constitucional, se
entiende que el proyecto impugnado está conforme a la Carta Fundamental.
4.4.10. Establecería el referéndum revocatorio para que dentro de los 6 meses de
publicada una ley nueva un número suficiente de ciudadanos, por ejemplo
trescientos mil, puedan forzar una votación popular en que se decida si
abrogar o no la ley aprobada por el Parlamento.
4.4.11. Urge, en paralelo a las reformas al presidencialismo explicadas más arriba,
avanzar hacia un sistema de descentralización efectiva, en el cual Gobier-
nos Regionales, encabezados por ciudadanos elegidos en votación directa,
dispongan de un haz relevante de atribuciones y de recursos suficientes.

— 160 —
Otras propuestas sobre régimen político
Miriam Henríquez

1. Forma de gobierno: ¿presidencialista, semipresidencialismo o


parlamentarismo?

S
i se realiza un breve y simple diagnóstico del diseño y funcionamiento del
régimen de gobierno previsto por la Constitución Política, es posible obser-
var una serie de problemas que justificarían introducir cambios al régimen
presidencialista reforzado o hiperpresidencialismo chileno, los que resumiré a
continuación:
1.1. En nuestro régimen presidencialista, el Presidente de la República
concentra en gran medida el poder del Estado por razón de su carácter de Jefe de
Estado y también de Jefe de Gobierno. En contraste con el Congreso Nacional,
quien –como expresó Gastón Gómez– “tiene un rol legislativo y fiscalizador pero
no tiene la responsabilidad institucional de gobernar”. De esta manera, el Con-
greso Nacional aparece debilitado frente al Gobierno, generándose un régimen
de hegemonía presidencial desequilibrado con rasgos más o menos autoritarios.
1.2. En un régimen presidencialista, si el Presidente de la República pierde
apoyo electoral durante el mandato y/o si no cuenta con mayoría parlamentaria,
se genera una crisis y una confrontación polarizada que puede derivar en crisis
institucionales. El bloqueo institucional –o ingobernabilidad– no tiene solución
en el sistema presidencialista.
1.3. En nuestro régimen presidencialista las funciones del Presidente de la
República se encuentran reforzadas y son exacerbadas respecto de las funciones
del Congreso Nacional. Así, a las facultades de Jefe de Estado y Jefe de Gobier-
no, se suman atribuciones de nombramiento de autoridades relevantes (jueces,
embajadores, comandantes en jefe de las FF.AA., ministros del Banco Central,
Contralor General de la República, integrantes del Tribunal Constitucional,
Fiscal Nacional, etc.) y de control de la función legislativa (veto, iniciativa de ley,

— 161 —
Propuestas constitucionales

iniciativa exclusiva de ley, urgencias, Ley de Presupuestos, dictación de decretos


con fuerza de ley, etc.).
Dicho lo anterior, corresponde preguntarse: ¿es posible que un hiperpresi-
dencialismo sea democrático? ¿Cómo pueden corregirse los problemas del régimen
presidencialista reforzado como el chileno?
El debate en ciernes sobre régimen político y nueva Constitución se divide
en las siguientes alternativas: a) mantener el tipo de gobierno presidencialista,
despojándolo de los elementos que concentran el poder en el Presidente de la
República, reequilibrándolo mediante el fortalecimiento del rol del Congreso
Nacional como órgano representativo clásico (tal es la propuesta central de Pa-
tricio Zapata); b) reemplazar el régimen actual por un régimen parlamentario, o
c) rescatar la figura del Presidente de la República, incorporando instituciones
del régimen parlamentario o consagrando un régimen semipresidencial. En este
último sentido se orienta la propuesta de Gastón Gómez, con la que de alguna
manera coincido.
Estimo que el régimen político que se proyecte en la nueva Constitución
debe introducir al actual sistema presidencialista instituciones que permitan que
la tarea de gobernar sea compartida por el Presidente de la República y el Con-
greso Nacional, mediante la introducción de un ejecutivo dual y otras instituciones
propias del régimen parlamentario.
Un ejecutivo dual implica la separación de la jefatura de Estado y de Go-
bierno, reduciendo el poder del Presidente de la República en favor del fortaleci-
miento del gobierno. Esta propuesta exige un diseño predefinido –y explicitado
constitucionalmente– de las funciones del Jefe de Estado y del Jefe de Gobierno.
A su vez, respecto de las atribuciones del Presidente de la República correspon-
dería distinguir las que puede ejercer autónomamente de aquellas que requieren
el refrendo ministerial.
Dentro de las atribuciones del Presidente de la República podrían destacar-
se: conducir las relaciones internacionales, dirigir las Fuerzas Armadas, encabezar
los asuntos protocolares, dictar los estados de excepción constitucional y nombrar
las autoridades relevantes con acuerdo del Senado por simple mayoría.
El Jefe de Gobierno, debiera estar dotado de atribuciones de gobierno y ad-
ministrativas, por ejemplo ejercer la potestad reglamentaria, ejercer las atribuciones
legislativas y constituyentes, proponer ministros de Estado para el nombramiento

— 162 —
Régimen político / Otras propuestas

por el Presidente de la República, etc. El Jefe de Gobierno debiera nombrar las


autoridades del gobierno central y autoridades desconcentradas.
Asimismo, debieran regularse constitucionalmente las relaciones entre am-
bas jefaturas y las soluciones en caso de conflictos de competencias.
También debieran preverse constitucionalmente los mecanismos de control
entre el ejecutivo y el legislativo. El Presidente tendría la facultad de disolver la
Cámara de Diputados por una sola vez durante su mandato y convocar a elec-
ciones anticipadas, a propia iniciativa o a petición del Jefe de Gobierno.
Las relaciones entre la Cámara de Diputados y el Jefe de Gobierno serán
de colaboración, pudiendo la primera fiscalizar los actos del Gobierno y hacer
efectiva la responsabilidad política mediante la censura constructiva. Por su parte,
el Jefe de Gobierno podría disolver la Cámara de Diputados, previa validación
del Presidente de la República.

2. ¿Período presidencial y de los parlamentarios?


¿Posibilidad de reelección? ¿Uni o bicameralismo?
Un ejecutivo dual requiere distinguir, por un lado, el Presidente de la Re-
pública como Jefe de Estado, elegido directamente por la ciudadanía por mayoría
absoluta, y un Jefe de Gobierno elegido por la Cámara de Diputados por mayoría
simple, siendo uno de sus miembros. La elección del Jefe de Gobierno por la
Cámara de Diputados se justifica en la representación de la ciudadanía (Cámara
política) y por la coincidencia del momento eleccionario de los diputados y del
Presidente de la República.
En el esquema propuesto, el periodo presidencial se mantiene en cuatro
años, con la posibilidad de reelección inmediata por una sola vez (ya que no
existiría la concentración que se da en el actual hiperpresidencialismo monista),
coincidiendo las elecciones del Presidente de la República y las elecciones parla-
mentarias de un Congreso bicameral que represente a la ciudadanía (Cámara de
Diputados) y a las unidades territoriales con base a paridad en un Estado regional
(Senado). Los diputados durarían cuatro años en sus funciones y los senadores
ocho años, ambos con posibilidades de reelección indefinida.
Por su parte, debiera constitucionalizarse la habilitación para que los par-
lamentarios puedan ser nombrados ministros de Estado, es decir, eliminar las
incompatibilidades entre el cargo de diputado o senador y ministro de Estado.

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Propuestas constitucionales

3. ¿Algún mecanismo de democracia directa o “participativo”?


¿Referéndum revocatorio?
Robustecer el régimen de democracia participativa con mecanismos de
democracia semidirecta tales como la iniciativa popular de ley y referéndum re-
vocatorio de ley.

4. Distribución de competencias entre las potestades


administrativa y legislativa. Formación de la ley, catálogo de
materias de ley y, por contraste, potestad reglamentaria autónoma.
El Presidente de la República tiene las siguientes potestades normativas: a)
es colegislador, interviniendo decididamente en todas y cada una de las etapas de la
formación de la ley; b) ejerce la función legislativa, previa delegación de facultades
dictando decretos con fuerza de ley; c) conduce la política exterior y por tanto es
quien negocia, firma, somete a la aprobación del Congreso Nacional y ratifica los
tratados internacionales; y d) es titular de la potestad reglamentaria autónoma y
de ejecución. Todo lo anterior es concordante con el presidencialismo reforzado
que diseñó el constituyente de 1980. Sin embargo, tal concentración de facultades
impone pensar una redistribución de las potestades normativas entre el Presidente
de la República –o el Jefe de Gobierno– y el Congreso Nacional.
Con relación a la función legislativa, la nueva Constitución debiera radicar
esta potestad en el Congreso Nacional y en el Jefe de Gobierno. Este último
debiera contar con atribuciones para intervenir en la formación de la ley más
acotadas que las que actualmente ejerce el Presidente de la República como
colegislador. Las limitaciones corresponderían fundamentalmente a reducir las
materias de iniciativa presidencial, circunscribir las oportunidades para decidir
las urgencias y constreñir el alcance del veto sólo al veto total.
A propósito de la celebración de los tratados internacionales, corresponde-
ría equilibrar las competencias entre el Presidente de la República y el Congreso
Nacional (Henríquez 2015, pp. 195-205). Actualmente, el Congreso sólo está
facultado para aprobar o desechar el tratado internacional que el Presidente le
someta a su aprobación y en la medida que el tratado verse sobre materias de ley.
De conformidad con el Art. 54 N° 1 inc. 4, si el tratado es ajeno a las materias
comprendidas en la reserva legal, el Presidente podrá “celebrarlo en el ejercicio
de su potestad reglamentaria” y no será obligatorio someterlo a dicha aprobación.

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Régimen político / Otras propuestas

Entonces, la incidencia del Congreso Nacional está reducida a la aprobación


del tratado que versa sobre materias de ley, no pudiendo formular enmiendas,
adiciones o correcciones, siendo su incidencia en los casos de reserva o denuncia
sólo marginal (Henríquez 2007a, pp. 313-323).
Por otro lado, no parece justificado –salvo en la asimilación del tratado a la
ley– que la Constitución distinga para la intervención del Congreso Nacional si
el tratado regula o no materias del dominio legal. Dispuesto así el diseño consti-
tucional, podría interpretarse que la exclusión del control parlamentario obedece
más a una razón material que a la urgencia de su entrada en vigor o a la necesidad
de una forma simplificada para su conclusión.
Relacionado con lo anterior, es inadecuado afirmar que los tratados los
aprueba el Presidente de la República en el ejercicio de su potestad reglamentaria
cuando no tratan materias de ley, puesto que no es posible que un tratado, en
sí mismo un acto bilateral, sea aprobado a través del ejercicio de una potestad
unilateral de un órgano del Estado. En puridad el Presidente de la República
“aprueba” el tratado mediante la dictación de un decreto supremo que, al no
tratar sobre materia legal, es calificado por la Constitución como emanado de
la potestad reglamentaria autónoma. Esta distinción es relevante a los fines del
control de la infracción constitucional, pues, en definitiva, no se estará contro-
lando el contenido del tratado sino el procedimiento de su celebración, uno de
cuyas etapas se formaliza mediante la dictación de un decreto autónomo, siendo
este el objeto controlado –por la Contraloría General de la República y no por el
Tribunal Constitucional– y no el contenido del tratado (Henríquez 2016).
Se hace, además, imprescindible precisar:
4.1. El procedimiento de incorporación del tratado al derecho interno y
el acto interno que debe cumplirse para considerar válidamente incorporado un
tratado, esto es, la promulgación o la publicación del tratado.
4.2. Si el momento de la aprobación del Congreso es la única oportunidad
para ejercer el control previo de constitucionalidad del tratado, toda vez que esta
oportunidad excluye del control de constitucionalidad a aquellos tratados que no
versan sobre materias de ley, los que quedan exentos del control por el Tribunal
Constitucional.
4.3. La jerarquía que ocupan los tratados en el ordenamiento interno y
si aquellos que versan sobre derechos humanos forman parte del parámetro de
control de constitucionalidad.

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Propuestas constitucionales

Con respecto a la relación ley-reglamento autónomo, la Constitución ac-


tual plantea la duda –principalmente por la redacción de su Art. 63 Nº 20– si
consagra un modelo de dominio máximo legal o de dominio mínimo legal y
cuál es la norma de clausura del ordenamiento jurídico, siendo imperioso que la
nueva Constitución defina este asunto con precisión. En todo caso, si el objetivo
planteado es fortalecer el rol del Congreso Nacional y reducir las atribuciones del
Presidente de la República, el modelo a seguirse debiera ser del dominio mínimo
legal, erigiéndose así la ley como norma de clausura del ordenamiento jurídico.
Resolver constitucionalmente la cuestión apuntada incide en la dilucidación
de cuál de los criterios que enjuician la validez de una norma reglamentaria aplica
el Tribunal Constitucional en la compleja relación ley-reglamento autónomo. ¿Je-
rarquía o competencia? Sin duda, si el dominio se considerara como máximo legal,
existiría un ámbito reservado a la ley y otro reservado al reglamento autónomo,
correspondiendo al órgano de justicia constitucional verificar si el Presidente de la
República o el legislador lo excedió invadiendo el campo reservado al otro, apli-
cando el criterio de competencia. Si se considerara que la Constitución establece
un dominio mínimo legal, la conclusión será en favor de la aplicación del criterio
jerárquico entre la ley y el reglamento autónomo.

5. ¿Quórum diferenciado para las leyes?


El Congreso Nacional debiera aprobar las leyes por mayoría simple, supri-
miendo las leyes de quórum supramayoritario, salvo excepciones tales como las
normas que establecen las bases del sistema electoral que serían aprobadas por
mayoría absoluta de los diputados y senadores en ejercicio.
Justifican la propuesta anterior los siguientes argumentos:
5.1. La exigencia de mayorías cualificadas permite que una minoría haga
triunfar su posición simplemente oponiéndose al cambio y votando la preservación
del statu quo.
5.2. Este tipo de leyes produce una petrificación abusiva en el ordenamien-
to jurídico en beneficio de quienes, en un momento dado, gocen de la mayoría
parlamentaria suficiente.
5.3. La ley orgánica constitucional priva al ordenamiento jurídico de una
equilibrada y conveniente flexibilidad.

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Régimen político / Otras propuestas

5.4. La regla de la mayoría tiene dos implicaciones importantes para los


procesos de decisión: todos los votos tienen igual valor, de tal forma que todos los
votantes son tratados como iguales, además, todas las opciones que se someten
al procedimiento decisorio se someten en pie de igualdad a la consideración de
los votantes. La exigencia de mayorías cualificadas ignora los dos rasgos recién
señalados, puesto que da mayor valor a los votos de la minoría, de modo que los
votantes no son tratados igualmente y se inclina a favor del statu quo, pues la
posición minoritaria puede triunfar contra la mayoría de los votos (Henríquez
2007c, pp. 153-168).

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