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Lectura Módulo 1

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Claves para amarse a sí mismo

Por Borja Vilaseca

Para lograr la independencia emocional hemos de aprender a ser felices


por nosotros mismos, disfrutando de nuestra compañía en silencio y
soledad. Esta es la conquista más difícil, pero la más necesaria de todas.

Cuenta una leyenda que en un pasado remoto los seres humanos éramos
dioses. Pero debido a nuestro infantilismo, abusamos tanto de nuestros
privilegios que la vida decidió retirarnos dicho poder, escondiéndolo en un
lugar muy difícil de encontrar. De este modo, la vida quería que no
reconectáramos con nuestra divinidad hasta que realmente hubiéramos
madurado.

“¡Enterremos el poder de la divinidad bajo tierra!”, le sugirió su comité


particular de eruditos. “¡Ya veo que ignoráis hasta qué punto los seres
humanos son tozudos”, replicó la vida. “Explorarán, excavarán y destruirán la
tierra hasta que un día darán con el escondite”. “Entonces, ¡arrojémoslo al
fondo de los océanos”, propusieron los eruditos. “No me convence, pues sé
por experiencia que no saben estarse quietos. Allí también lo buscaran”.

“¿Y si lo escondemos en la Luna?” La vida rió. “Por absurdo que os parezca,


los seres humanos se gastarán una fortuna en naves para intentar conquistar
el espacio”. El comité de eruditos, perplejo, se quedó en silencio, sin saber
qué decir. “Según lo que afirmas, no hay lugar bajo la tierra, en el fondo de
los océanos e incluso en la Luna donde los seres humanos no vayan a mirar
nunca”. Tras escuchar estas palabras, la vida tuvo una revelación. “¡Ya lo
tengo! ¡Esconderemos el poder de la divinidad en los más profundo de su
corazón, pues es el único lugar donde a muy pocos se les ocurrirá buscar”.

¿QUÉ HAY DE NOSOTROS?


“No hay amor suficiente en este mundo capaz de llenar el vacío de una
persona que no se ama a sí misma.”
(Irene Orce)
Muchos de nosotros todavía no hemos encontrado ese poder que andamos
buscando. Al vivir desconectados de nuestro corazón, intuimos que nos falta
algo esencial para ser felices. De ahí que haya personas que no soporten
estar consigo mismas, sin hacer nada, a solas con su vacío interior. Y dado
que la sociedad nos condiciona para creer que el amor hacia nosotros
mismos es un acto de egoísmo, vanidad y narcisismo, solemos esperar que
los demás nos amen para dejar de sentirnos incompletos e insatisfechos.

Pero esta búsqueda está condenada al fracaso, pues es precisamente


nuestra conexión interna lo único que falta en nuestra vida. Más allá del placer
y la satisfacción temporal que nos proporcionan el éxito y la respetabilidad,
así como el consumo y el entretenimiento, lo que en realidad necesitamos
para ser felices ya se encuentra en nuestro corazón. Seamos honestos:
¿cuánto tiempo, dinero y energía dedicamos en conocernos, cuidarnos y
mimarnos? ¿Cuándo fue la última vez que sentimos paz? ¿Qué hemos hecho
recientemente para amarnos?

Como en cualquier otro ámbito de la vida, gozar de un saludable bienestar


emocional es una cuestión de comprensión, compromiso y entrenamiento.
Sobretodo de entrenamiento. ¿Acaso aprobamos la carrera sin estudiar?
¿Acaso nos pagan un salario sin trabajar? ¿Acaso fortalecemos nuestro
cuerpo sin ir al gimnasio? Entonces, ¿por qué damos por sentado que nos
amamos si no hacemos nada al respecto?

DE LA ESCASEZ A LA ABUNDANCIA
“La vida te trata tal y como tú te tratas a ti mismo.”
(Louise L. Hay)
Amarse a uno mismo no tiene nada que ver con sentimentalismos ni
cursilerías. Se trata de un asunto bastante más serio. Al hablar de amor, nos
referimos a los pensamientos, palabras, actitudes y comportamientos que nos
profesamos a nosotros mismos. Así, amarnos es sinónimo de escucharnos,
atendernos, aceptarnos, respetarnos, valorarnos y, en definitiva, ser amables
con nosotros en cada momento y frente a cualquier situación.

El primer paso para amarnos consiste en conocernos, comprendiendo cómo


funcionamos para diferenciar lo que deseamos de lo que verdaderamente
necesitamos para ser felices. Y aunque en un primer momento lo parezca,
este proceso de autoconocimiento no es un fin en sí mismo. Es el medio que
nos permite adueñarnos de nuestra mente, superando a través de la
aceptación y el amor nuestros miedos, complejos y frustraciones.

Emocionalmente hablando, sólo podemos compartir con los demás aquello


que primero hemos cultivado en nuestro corazón. Si no aprendemos a ser
felices de forma autónoma e independiente, es imposible que podamos ser
cómplices de la felicidad de las personas que nos rodean. No en vano, al vivir
tiranizados por nuestras carencias, nos relacionamos desde la escasez,
pendientes de que los demás nos den eso que no hemos sabido darnos. Por
el contrario, al conectar con nuestra fuente interna de bienestar y dicha,
entramos en la vida de los demás desde la abundancia, ofreciéndoles lo mejor
de nosotros sin necesitar ni esperar nada a cambio.

ILUMINAR NUESTRA SOMBRA


“La luz es demasiado dolorosa para quienes viven en la oscuridad.”
(Eckhart Tolle)
Por más buenos que creamos ser, todos funcionamos mediante creencias,
motivaciones, aspiraciones, deseos, actitudes y conductas egocéntricas,
muchas de las cuales no queremos ver ni reconocer. Por eso cuando alguien
señala nuestros defectos y debilidades solemos ponernos a la defensiva. Más
allá de esta reacción infantil, la madurez emocional pasa por comprender y
aceptar nuestro lado oscuro, al que los psicólogos denominan “sombra”.
Paradójicamente, así es como podemos trascenderlo, dejando de proyectar
nuestros conflictos internos sobre los demás y sobre el mundo que nos rodea.

Amarse a uno mismo también consiste en sanar las heridas emocionales


derivadas de nuestros conflictos internos. Dado que somos especialistas en
huir del dolor, al llegar a la edad adulta solemos tapar y protegernos de dichas
heridas tras una máscara del agrado de los demás. Y de tanto llevarla puesta,
corremos el riesgo de olvidarnos quiénes éramos antes de ponérnosla. Así,
para poder ir pelando las capas de la cebolla que nos separan de nuestra
verdadera esencia, es muy recomendable adentrarnos en la meditación.

No en vano, el silencio y la soledad permiten que aflore nuestra verdad. Basta


con que de vez en cuando dediquemos un rato a estar solos, sin ruidos ni
distracciones, observando todas aquellas sensaciones que vayan brotando
en nuestro interior, por muy molestas y desagradables que sean. Esta
incomodidad –a la que solemos etiquetar como “aburrimiento”– pone de
manifiesto que no estamos conectados con nuestro corazón. Y en vez de
evitar a toda costa entrar en contacto con nuestro malestar, el aprendizaje
consiste en armarnos de valentía para traspasar esta cortina de dolor a través
de la aceptación. De hecho, sólo cuando lo canalizamos de forma consciente
y constructiva podemos liberarnos para siempre de su presencia.

DEJAR DE AUTOPERTURBARNOS
“Cuando te amas a ti mismo dejas de encontrar motivos para luchar,
sufrir y entrar en conflicto con la vida.”
(Gerardo Schmedling)
Cuando tomamos el compromiso de amarnos, lo que en verdad estamos
asumiendo es la responsabilidad de crear en nuestro interior los resultados
de bienestar que antes solíamos delegar en factores externos. Y esto pasa
por cuidar nuestro cuerpo y nuestra alimentación. También por encontrar un
sano equilibrio entre la actividad, el descanso y la relajación. E incluso por
elegir con quien nos relacionamos socialmente y a qué nos dedicamos
profesionalmente. El síntoma más evidente de que estamos cultivando el
amor hacia nosotros mismos es un aumento notable de nuestra energía vital,
lo que mejora nuestra salud física y emocional.

Además, al llevar un estilo de vida coherente y equilibrado podemos


enfrentarnos –con mayores garantías de éxito– al mayor reto de todos:
recuperar el control sobre nuestra mente. Sólo así podemos nutrir y reforzar
nuestra autoestima. Es decir, la percepción que tenemos de nosotros
mismos. Y esto pasa por dejar de perturbarnos por no alcanzar el ideal de la
persona que deberíamos ser, al tiempo que comenzamos a aceptarnos y
amarnos por la persona que somos.

Al adueñarnos de nuestros pensamientos, nos convertimos en los creadores


de nuestra experiencia interior. Es decir, de nuestras emociones,
sentimientos y estados de ánimo. Y al adueñarnos de nuestra experiencia
interior, nos convertimos en los amos de nuestro destino. Se sabe que nos
amamos cuando ningún comentario, hecho o situación provoca que
reaccionemos mecánica e instintivamente. Por medio de este entrenamiento
nos liberamos de la “esclavitud psicológica” a la que nos tenían sometidos
nuestro exceso de malestar y nuestra falta de autoestima. Metafóricamente,
a esta “libertad psicológica” también se la denomina “el poder de la divinidad”.

LA VERDADERA RIQUEZA
“Sólo poseemos aquello que no podemos perder en un naufragio.”
(Proverbio Hindú)
Cuenta una historia que un viajero había llegado a las afueras de una aldea
y acampó bajo un árbol para pasar la noche. De pronto, llegó corriendo un
joven que, entusiasmado, le gritó: “¡Dame la piedra preciosa!” El viajero lo
miró desconcertado y le preguntó: “Lo siento, pero no sé de qué me hablas”.
Más calmado, el aldeano se sentó a su vera. “Ayer por la noche una voz me
habló en sueños”, le confesó. “Y me aseguró que si al anochecer venía a las
afueras de la aldea, encontraría a un viajero que me daría una piedra preciosa
que me haría rico para siempre”.

El viajero rebuscó en su bolsa y extrajo una piedra del tamaño de un puño.


“Probablemente se refería a ésta. La encontré en un sendero del bosque hace
unos días. Me pareció bonita y por eso la cogí. Tómala, ahora es tuya”, dijo,
mientras se la entregaba al joven. El aldeano se quedó mirando la piedra con
asombro. ¡Era un diamante! ¡El más grande que había visto en toda su vida!
Eufórico, cogió el diamante y regresó a su casa dando saltos de alegría.
Mientras el viajero dormía plácidamente bajo el cielo estrellado, el joven no
podía pegar ojo. Daba vueltas y más vueltas sobre su cama. El miedo a que
le robaran su tesoro le había quitado el sueño y pasó toda la noche en vela.
Al amanecer, fue de nuevo corriendo en busca de aquel viajero. Nada más
verlo, le devolvió el diamante. Y muy seriamente, le suplicó: “Por favor,
enséñame a conseguir la riqueza que te permite desprenderte de este
diamante con tanta facilidad”.

El club de las buenas personas

Por Borja Vilaseca

Hay personas tan empáticas y solidarias que se olvidan de atender sus


propias necesidades emocionales para resolver compulsivamente los
problemas de los demás.

Hay personas que se pasan la vida pensando más en los demás que en sí
mismos. Personas extremadamente empáticas y solidarias, cuya vocación
consiste en ayudar a otros. De hecho, muchos profesionalizan esta pulsión
innata con la que nacieron, convirtiéndose en médicos, enfermeros,
psicólogos, asistentes sociales o voluntarios al servicio de alguna causa
humanitaria. En muchos casos, incluso dedican sus vacaciones a enrolarse
en alguna ONG, atendiendo a los más pobres y desfavorecidos.

En su ámbito familiar y social, por ejemplo, suelen convertirse en la persona


de referencia a la que el resto de amigos acuden cuando padecen algún
contratiempo, problema o penuria. Son los primeros en ir al hospital cuando
alguien que conocen acaba de ser operado, sufre una enfermedad o ha tenido
un accidente. O en echar una mano cuando alguien se cambia de piso y
necesita ayuda con la mudanza.

Todos ellos suelen tener como referentes a la Madre Teresa de Calcuta o a


Vicente Ferrer. Inspirados por su ejemplo, consideran que lo más importante
en la vida es ser “buenas personas”. De ahí que por encima de todo se
comprometan con la generosidad, el altruismo y el servicio a los demás. Sin
embargo, este comportamiento aparentemente impecable puede albergar un
lado oscuro. Tarde o temprano llega un punto en que su compulsión por
ayudar les termina pasando factura.

FALTA DE AUTOESTIMA
“No hay amor suficiente para llenar el vacío de una persona que no se
ama a sí misma.”
(Irene Orce)
Cuenta una historia que un joven fue a visitar su anciano profesor. Y entre
lágrimas, le confesó: “He venido a verte porque me siento tan poca cosa que
no tengo fuerzas ni para levantarme por las mañanas. Todo el mundo dice
que no sirvo para nada. ¿Qué puedo hacer para que me valoren más?” El
profesor, sin mirarlo a la cara, le respondió: “Lo siento, chaval, pero ahora no
puedo atenderte. Primero debo resolver un problema que llevo días
posponiendo. Si tú me ayudas, tal vez luego yo pueda ayudarte a ti”.

El joven, cabizbajo, asintió con la cabeza. “Por supuesto, profesor, dime qué
puedo hacer por ti”. El anciano se sacó un anillo que llevaba puesto y se lo
entregó al joven. “Estoy en deuda con una persona y no tengo suficiente
dinero para pagarle”, le explicó. “Ahora ves al mercado y véndelo. Eso sí, no
lo entregues por menos de una moneda de oro”.

Una vez en la plaza mayor, el chaval empezó a ofrecer el anillo a los


mercaderes. Pero al pedir una moneda de oro por él, algunos se reían y otros
se alejaban sin mirarlo. Derrotado, el chaval regresó a casa del anciano. Y
nada más verlo, compartió con él su frustración: “Lo siento, pero es imposible
conseguir lo que me has pedido. Como mucho me daban dos monedas de
bronce.” El profesor, sonriente, le contestó: “No te preocupes. Me acabas de
dar una idea. Antes de ponerle un nuevo precio, primero necesitamos saber
el valor real del anillo. Anda, ves al joyero y pregúntale cuánto cuesta. Y no
importa cuánto te ofrezca. No lo vendas. Vuelve de nuevo con el anillo.”

Tras un par de minutos examinando el anillo, el joyero le dijo que era “una
pieza única” y que se lo compraba por “50 monedas de oro”. El joven corrió
emocionado a casa del anciano y compartió con él lo que el joyero le había
dicho. “Estupendo, ahora siéntate un momento y escucha con atención”, le
pidió el profesor. Y mirándole a los ojos, añadió: “Tú eres como este anillo,
una joya preciosa que solo puede ser valorada por un especialista.
¿Pensabas que cualquiera podía descubrir su verdadero valor?” Y mientras
el anciano volvía a colocarse el anillo, concluyó: “Todos somos como esta
joya: valiosos y únicos. Y andamos por los mercados de la vida pretendiendo
que personas inexpertas nos digan cual es nuestro auténtico valor”.

GENEROSIDAD EGOCÉNTRICA
“Si das para recibir es cuestión de tiempo que acabes echando en cara
lo que has dado por no recibir lo que esperabas.”
(Erich Fromm)
Dentro de este ‘club de buenas personas’ hay quienes dan desde la
abundancia y quienes, por el contrario, dan desde la escasez. Es decir,
quienes dan por el placer de dar y quienes, por el contrario, lo hacen con la
esperanza de recibir. Centrémonos en estos últimos, indagando acerca de lo
que mueve realmente sus acciones. Muchos de estos ayudadores se fuerzan
a hacer el bien, siguiendo los dictados de una vocecilla que les recuerda que
ocuparse de sí mismos, de sus propias necesidades, es “un acto egoísta”. No
en vano, están convencidos de que para ser felices la gente les ha de querer.
Y de que para que la gente les quiera y piense bien de ellos han de ser buenas
personas.

Movidos por este tipo de creencias, suelen ofrecer compulsivamente su


ayuda, atrayendo a su vida a personas necesitadas e incapaces de valerse
por sí mismas. Al posicionarse como ‘salvadores’, consideran que los demás
no podrían sobrevivir ni prosperar sin su ayuda. De ahí que tiendan a interferir
en los asuntos de sus conocidos, ofreciéndoles consejos aun cuando nadie
les haya preguntado. Sin ser conscientes de ello, pecan de soberbia,
posicionándose por encima de quienes ayudan, creyendo que saben mejor
que ellos lo que necesitan. Paradójicamente, su orgullo les impide reconocer
sus propias necesidades y pedir auxilio cuando lo requieren.

Detrás de su personalidad agradadora, bondadosa y servicial se esconde una


dolorosa herida: la falta de amor hacia sí mismos, el cual buscan
desesperadamente entre quienes ayudan, volviéndose individuos muy
dependientes emocionalmente. Esta es la razón por la que con el tiempo
aflora su oscuridad en forma de reproches, sintiéndose dolidos y tristes por
no recibir afecto y agradecimiento a cambio de los servicios prestados. En
algunos casos extremos terminan estallando agresivamente, echando en
cara todo lo que han hecho por los demás. También utilizan el chantaje
emocional, el victimismo o la manipulación para hacer sentir culpables a
quienes han ayudado, esperando así obtener el amor que creen que merecen
y necesitan para sentirse bien consigo mismos.

SOLEDAD E INTROSPECCIÓN
“Si no te amas tú, ¿quién te amará? Si no te amas a ti, ¿a quién amarás?”
(Darío Lostado)
El punto de inflexión de estos ayudadores compulsivos comienza el día que
deciden adentrarse en un terreno tan desconocido como aterrador: la soledad
y la introspección, poniendo su empatía al servicio de sus propias
necesidades. Solo así superan su adicción y dependencia por el amor del
prójimo, volviéndose mucho más independientes y autosuficientes
emocionalmente. Solo así logran poner limites a su ayuda –sabiendo decir
“no”–, sin sentirse culpables o egoístas por priorizarse a sí mismos cuando
más lo necesiten.
Antes de volver a ayudar a alguien, puede ser interesante que se pregunten
qué es lo que les mueve a hacerlo, comprendiendo el patrón inconsciente que
se oculta detrás de sus buenas intenciones. De este modo dejarán de
acumular sentimientos negativos hacia aquellos que no les devuelven los
favores prestados. A su vez, también pueden recordarse que cada persona
es capaz de asumir su propio destino, aprendiendo a resolver sus problemas
por sí misma.

En este sentido, es fundamental que comprendan que nadie hace feliz a


nadie, puesto que la felicidad se encuentra en el interior de cada ser humano.
Lo cierto es que este bienestar interno es el motor del verdadero amor, desde
el que las personas dan lo mejor de sí mismas sin esperar nada a cambio. En
vez de comportarse como buenos samaritanos, su gran aprendizaje consiste
en ser personas felices. Es entonces cuando comprenden que dar es la
verdadera recompensa.

Dejar de querer para empezar a amar

Por Borja Vilaseca

Todos los seres humanos desean ser queridos. Pero, ¿cuántos aman
realmente? El verdadero amor actúa como un alquimista, convirtiendo
el egoísmo en altruismo y transformando el sufrimiento en felicidad.

Tal vez sea por la intensidad del frío. O quizás por una simple cuestión de
tradición. Pero lo cierto es que enero es el mes preferido por los españoles
para reflexionar sobre cómo marchan sus vidas. Después del despilfarro y la
resaca navideños, muchos se refugian en el calor de sus hogares para hacer
balance y fijar los clásicos “propósitos de año nuevo”.

Dejar de fumar. Estudiar inglés. Perder peso. Trabajar menos. Ir al


gimnasio… Éstas son algunas de las promesas más comunes que nos
hacemos a nosotros mismos. Y dado lo difícil que nos parece cambiar de
hábitos, damos por hecho que lo más importante es intentarlo. A malas,
siempre podemos repetir el año que viene.

Paralelamente, un nuevo propósito está emergiendo en el corazón de cada


vez más seres humanos. Se trata de una promesa bastante menos concreta
y mucho más intangible. A diferencia de otras, no suele pronunciarse, pues
consiste en una práctica pacífica y silenciosa. Es el mayor de los
compromisos que podemos hacer con nosotros mismos. Y cumplirlo no
requiere de consejos ni estudios. Y mucho menos de datos y cifras. Está por
encima de cualquier otra meta. Ahora mismo, en este preciso momento, al
menos una persona acaba de proponerse aprender a amar.

EL AMOR ES EL CAMINO
“Cuando el sabio señala la Luna, el necio mira el dedo.”
(Proverbio chino)
Que hemos venido a este mundo a aprender a amar es una verdad ancestral.
Se descubrió antes de que comenzara la historia misma de la filosofía.
Zoroastro (630 – 550 a. C.), Mahavira (599 – 527 a. C.), Lao Tsé (570 – 490
a. C.), Buda (560 – 480 a. C.), Confucio (551 – 479 a. C.), Sócrates (470 –
399 a. C.), Jesucristo (1 – 33 d. C.)… Todos los grandes sabios de la
humanidad, cuyas enseñanzas dieron origen a las instituciones religiosas que
conocemos hoy en día, dijeron esencialmente lo mismo: “Amar a los demás
es el camino que lleva a los seres humanos a la felicidad”.

Aunque muchos otros han seguido predicando con su ejemplo sobre el poder
transformador del amor, pasan los años, las décadas y los siglos, y la gran
mayoría de seres humanos seguimos sin saber amar. Por eso la educación
no lo enseña. Aprender a amar no entra en los planes de nuestro proceso de
condicionamiento familiar, social, cultural, religioso, laboral, político y
económico.

Como estudiantes nos hacen memorizar lo inimaginable. Luego nos preparan


para ser profesionales productivos para el sistema. Pero se olvidan de lo más
básico, de lo realmente esencial. Así es como entramos en el mundo: sin
saber gestionar nuestra vida emocional. Y si bien el éxito no es la base de la
felicidad, ésta sí es la base de cualquier éxito. Por el contrario, desde
pequeños nos hacen creer que “el mundo está lleno de gente malvada”. Que
“no hay que confiar en los desconocidos”. Que “lo importante es ocuparse de
uno mismo e ir tirando”. Así, el miedo, la frustración y el resentimiento van
pasándose de generación en generación, creando una cultura basada en la
desconfianza, la resignación y la insatisfacción.

IR MÁS ALLÁ DEL CONDICIONAMIENTO


“No es signo de salud el estar bien adaptado a una sociedad enferma.”
(Jiddu Krishnamurti)
La perversión de la naturaleza humana ha llegado hasta tal punto que a lo
largo de este proceso de condicionamiento también escuchamos que “la
bondad es sinónimo de estupidez”, pues “uno siempre termina por
arrepentirse de sus buenas acciones”. Y que “amarse a uno mismo” es una
conducta “egoísta”, propia de un “narcisista”. De ahí que hablar acerca del
“amor por el prójimo” suene “ridículo”, “cursi” e incluso “sectario”. O que
solamos repetirnos expresiones como “piensa mal y acertarás” y “más vale
malo conocido que bueno por conocer”.

Sean ciertas o no, todas estas creencias moldean nuestra percepción y


comprensión del mundo, influyendo en nuestra forma de relacionarnos con
los demás y con nosotros mismos. Y no se trata de culpar a nadie ni a nada,
sino de responsabilizarnos de nuestro proceso de cambio y crecimiento. Lo
que está en juego es nuestra libertad para decidir quienes podemos ser. Y
aquí no hay maestros, sólo espejos donde vernos reflejados. En última
instancia, dejar de existir como orugas y empezar a vivir como mariposas es
una transformación que sólo depende de cada uno de nosotros.

El reto consiste en cuestionar nuestras creencias, por más que atenten contra
el núcleo de nuestra identidad. Somos mucho más de lo que creemos ser.
Para comprobarlo, no nos queda más remedio que mirar en nuestro interior.
De ahí que este aprendizaje surja como una iniciativa personal, un
compromiso a largo plazo en el que la conquista del verdadero amor se
convierte en el camino y la meta. Y no se trata de una moda pasajera. El
autoconocimiento y el desarrollo personal son procesos cada vez más
aceptados por la sociedad. Al haber tanta oferta y tratándose de un asunto
tan íntimo y delicado, su utilidad dependerá de lo bien que sepamos elegir.

LOS ENEMIGOS DEL AMOR


“El amor es la ausencia de egocentrismo.”
(Erich Fromm)
Según las leyes de la evolución, todo empieza con el conocimiento
(información veraz). Luego viene la comprensión (experiencia personal). Sólo
así es posible aceptar (dejar de reaccionar negativamente frente a lo que
sucede), para poder finalmente amar (dar lo mejor de nosotros en cada
momento). Por el camino hemos de vencer a nuestro mayor enemigo:
nosotros mismos (nuestro mecanismo de supervivencia emocional, más
conocido como “ego”). Para lograrlo, es necesario ser sinceros (no
autoengañarnos), humildes (reconocer nuestros errores), valientes
(atrevernos a enmendarlos) y perseverantes (comprometernos con nuestro
proceso de aprendizaje).

El miedo (a que nos hagan daño), el apego (de perder lo que tenemos) y la
ira (de no conseguir lo que deseamos) nos esperan a la vuelta de la esquina.
Y un poco más lejos se esconde nuestra ignorancia (el desconocimiento de
nuestra verdadera naturaleza), la causa última de nuestro egoísmo
(tendencia antinatural que corrompe la actitud y el comportamiento de los
seres humanos), que es precisamente el que nos impide amar (o ser lo que
somos en esencia).
Igual que no tenemos que hacer algo para ver –la vista surge como
consecuencia natural de eliminar las obstrucciones del ojo–, no tenemos que
hacer algo para amar. Tanto la vista como el amor son atributos naturales e
inherentes a la condición humana. Nuestro esfuerzo consciente debe
centrarse en eliminar todas las obstrucciones que nublan y distorsionan
nuestra manera de pensar, sentir y ser, como el estrés, la negatividad, el
victimismo, el deseo, el odio, la desconfianza, la vanidad, la envidia, la
arrogancia, la preocupación, la gula, la intolerancia, la cobardía, la avaricia,
la indolencia, el orgullo, el resentimiento, la impaciencia, la culpa, la tristeza,
la expectativa…

DIFERENCIA ENTRE QUERER Y AMAR


“El amor es lo único que crece cuando se reparte.”
(Antoine de Saint-Exupery)
Todos los vicios de la mente son fruto de ver e interpretar de forma
egocéntrica la realidad, una actitud impulsiva e inconsciente que nos impide
aceptar lo que sucede tal como viene y a los demás tal como son. Ésta es la
causa real de todo nuestro sufrimiento, que además nos encierra en un
círculo vicioso muy peligroso. Con el tiempo, nuestras creencias van
fortaleciéndose, determinando los patrones de conducta más reactivos de
nuestra personalidad. Al destruir cualquier posibilidad de experimentar un
bienestar duradero, nuestro propio malestar nos esclaviza. Para poder amar,
primero hemos de albergar amor en nuestro corazón.

En este caso, el problema es en sí mismo la solución. Y lo primero que


debemos saber es qué es el amor. No al que estamos tan acostumbrados,
sino al de verdad. Porque una cosa es querer y otra muy distinta, amar.
Querer es un acto egoísta; es desear algo que nos interesa, un medio para
lograr un fin. Amar, en cambio, es un acto altruista, pues consiste en dar,
siendo un fin en sí mismo. Queremos cuando sentimos una carencia.
Amamos cuando experimentamos plenitud. Mientras querer es una actitud
inconsciente, que nos orienta a aquello que está fuera de nuestro alcance,
amar surge como consecuencia de un esfuerzo consciente, centrándonos en
lo que sí depende de nosotros.

Cuando uno ama no culpa ni juzga ni critica ni se lamenta. El amor es


comprender que todo el mundo –incluidos nosotros mismos– lo hacemos lo
mejor que podemos en base a nuestro sistema de creencias y nuestro nivel
de conciencia. De ahí que los que aman intenten dejar un poso de alegría,
paz y buen humor en cada interacción con los demás, por muy breve que sea.
Amar también es aceptar y apoyar a las personas más conflictivas, porque
son precisamente las que más lo necesitan. Amar de verdad es sinónimo de
profunda sabiduría, pues implica comprender que no existe la maldad, tan
sólo ignorancia e inconsciencia. La paradoja es que el amor beneficia
primeramente al que ama, no al amado. Así, el amor sana y revitaliza la mente
y el corazón de quien lo genera. Por eso recibimos tanto cuando damos.

TODOS SOMOS UNO


“Creo que la verdad desarmada y el amor incondicional tendrán la última
palabra.”
(Martin Luther King)
Para saber si hemos aprendido a amar, tan sólo hemos de echar un vistazo
a nuestra forma de comportarnos con los demás. No en vano, la relación que
mantenemos todas las personas que forman parte de nuestra vida es un
reflejo de la relación que estamos cultivando con nosotros mismos. Como
bellamente lo expresa el filósofo Darío Lostado: “Si no te amas tú, ¿quién te
amará? Si no te amas a ti, ¿a quién amarás?”

Al darnos cuenta de que lo que le hacemos a los demás nos lo hacemos a


nosotros mismos primero, tomamos conciencia de lo estrechamente unidos y
conectados que estamos todos los seres humanos. No en vano, las etiquetas
con las que subjetivamente describimos y dividimos la realidad son sólo eso,
etiquetas. Y por muy útiles y necesarias que sean para poder manejarnos en
el día a día, no deben separarnos de nuestra verdadera naturaleza: el amor
incondicional.

Igual que los árboles ofrecen sus frutos cuando crecen y se desarrollan en
óptimas condiciones, los seres humanos emanamos amor cuando nos
liberamos de todas nuestras limitaciones mentales, recuperando el contacto
con nuestra verdadera esencia. De ahí que si queremos saber cuál es la
mejor actitud que podemos tomar en cada momento, tan sólo hemos de
responder con nuestras palabras y acciones a la siguiente pregunta: ¿Qué
haría el Amor frente a esta situación?

Anatomía de la autoestima

Por Borja Vilaseca

Desde un punto de vista emocional, todo lo que una persona no se da a


sí misma lo busca en su relación con los demás: afecto, confianza,
reconocimiento… La independencia pasa por aprender a
autoabastecerse.
Es hora de reconocerlo: por lo general somos una sociedad de “eruditos
racionales” y “analfabetos emocionales”. No nos han enseñado a expresar
con palabras el torbellino de emociones, sentimientos y estados de ánimo
que deambulan por nuestro interior. Y esta ignorancia nos lleva a marginar lo
que nos ocurre adentro, sufriendo en silencio sus amargas consecuencias.

Debido a nuestra falta de conocimiento y entrenamiento en inteligencia


emocional, solemos reaccionar o reprimirnos instintivamente cada vez que
nos enfrentamos a la adversidad. Apenas nos damos espacio para
comprender lo que ha sucedido y de qué manera podemos canalizar lo que
sentimos de forma constructiva. De ahí que nos convirtamos en víctimas y
verdugos de nuestro dolor, el cual intensificamos al volver a pensar en lo
sucedido. En eso consiste vivir inconscientemente: en no darnos cuenta de
que somos co-creadores de nuestro sufrimiento.

Por el camino, las heridas provocadas por esta guerra interna nos dejan un
poso de miedos, angustias y carencias. Y la experiencia del malestar facilita
que nos creamos una de las grandes mentiras que preconiza este sistema:
que nuestro bienestar y nuestra felicidad dependen de algo externo, como el
dinero, el poder, la belleza, la fama, el éxito, el sexo y otras drogas por el
estilo.

ROTOS POR DENTRO


“Sólo si me siento valioso por ser como soy puedo aceptarme, puedo
ser auténtico, puedo ser verdadero.”
(Jorge Bucay)
Bajo el embrujo de esta falsa creencia y de forma inconsciente, vivimos como
si trabajar en pos de lo de afuera fuese más importante que cuidar y atender
lo de adentro. Priorizamos el “cómo nos ven” al “cómo nos sentimos”. Y no
sólo eso. Este condicionamiento también nos mueve a utilizar mucho de lo
que decimos y hacemos para que los demás nos conozcan, nos comprendan,
nos acepten y nos quieran. Así es como esperamos recuperar nuestra
estabilidad emocional.

Pero la realidad demuestra que siguiendo esta estrategia no solemos


conseguirla, y que en el empeño terminamos por olvidarnos de nosotros
mismos. Por eso sufrimos. Al ir por la vida rotos por dentro, nos volvemos
más vulnerables frente a nuestras circunstancias y mucho más influenciables
por nuestro entorno familiar, social y profesional. Lo que piensen los demás
empieza a ser más importante que lo que pensamos nosotros mismos.

No en vano, al desconocer quiénes somos dejamos que la gente que nos


rodea moldee nuestra identidad con sus juicios y opiniones. Es el precio que
pagamos para sentirnos aceptados y consolados por la sociedad. Al seguir
desnudos por dentro, poco a poco nos vestimos con las creencias y los
valores de la mayoría, y empezamos a pensar y a actuar según las reglas,
normas y convenciones que nos han sido impuestas. A través de este
“pensamiento único” es como se consolida el “status quo” establecido por el
sistema.

LA CARENCIA COMÚN ES INVISIBLE


“Uno es lo que ama, no lo que le aman.”
(Charlie Kaufman)
Mientras, durante nuestros quehaceres cotidianos, a veces nos mostramos
arrogantes y prepotentes al interactuar con otras personas, creyendo que
esta actitud es un síntoma de seguridad en nosotros mismos. En cambio,
cuando nos infravaloramos o nos despreciamos, pensamos justamente lo
contrario. Sin embargo, estas dos conductas opuestas representan las dos
caras de una misma moneda: falta de autoestima. Es nuestra carencia
común. Y a pesar de ser devastadora es prácticamente invisible.

¿Qué es entonces la autoestima? Etimológicamente, se trata de una


sustantivo formado por el prefijo griego “autos” –que significa “por sí mismo”–
y la palabra latina “aestima” –del verbo “aestimare”, que quiere decir “evaluar,
valorar, tasar”… Podría definirse como “la manera en la que nos valoramos a
nosotros mismos”. Y no se trata de sobre o subestimarnos. La verdadera
autoestima nace al vernos y aceptarnos tal como somos.

La falta de autoestima tiene graves consecuencias, tanto en nuestra forma de


interpretar y comprender el mundo como en nuestra manera de ser y de
relacionarnos con los demás. Al mirar tanto hacia fuera, nos sentimos
impotentes, ansiosos e inseguros y nos dejamos vencer por el miedo y
corromper por la insatisfacción. También discutimos y peleamos más a
menudo, lo que nos condena a la esclavitud de la soledad o la ira. Y dado
que seguimos fingiendo lo que no somos y reprimiendo lo que sentimos,
corremos el riesgo de ser devorados por la tristeza y consumidos por la
depresión.

COMPENSACIÓN EMOCIONAL
“Si no lo encuentras dentro de ti, ¿dónde lo encontrarás?”
(Alan Watts)
De tanto mirar hacia fuera, nuestras diferentes motivaciones se van centrando
en un mismo objetivo: conseguir que la realidad se adapte a nuestros deseos
y expectativas egocéntricos. Así es como pretendemos conquistar algún día
la felicidad. Sin embargo, dado que no solemos saciar estas falsas
necesidades, enseguida interpretamos el papel de víctima, convirtiendo
nuestra existencia en una frustración constante.

Expertos en el campo de la psicología de la personalidad afirman que este


egocentrismo –que se origina en nuestra más tierna infancia– condiciona
nuestro pensamiento, nuestra actitud y nuestra conducta, formando
lentamente nuestra personalidad. Así, la falta de autoestima obliga a muchas
personas a compensarse emocionalmente, mostrándose orgullosas y
soberbias.

Al negar sus propias necesidades y perseguir las de los demás, son las
últimas en pedir ayuda y las primeras en ofrecerla. Aunque no suelan
escucharse a sí mismas, se ven legitimadas para atosigar y dar consejos sin
que se los pidan. De ahí que suelan crear rechazo y se vean acorraladas por
su mayor enemigo: la soledad. (2)

¡OJO CON EL DIÁLOGO INTERNO!


“Ni tu peor enemigo puede hacerte tanto daño como tus propios
pensamientos.”
(Buda)
En otros casos, esta carencia fuerza a algunas personas a proyectar una
imagen de triunfo en todo momento, incluso cuando se sienten derrotadas.
Cegadas por el afán de deslumbrar para ser reconocidas y admiradas, se
vuelven adictas al trabajo, relegando su vida emocional a un segundo plano.
La vanidad las condena a esconderse bajo una máscara de lujo y a refugiarse
en una jaula de oro. Pero tras estas falsas apariencias padecen un profundo
sentimiento de vacío y fracaso. (3)

La ausencia de autoestima también provoca que algunas personas no se


acepten a sí mismas, y se construyan una identidad diferente y especial para
reafirmar su propia individualidad. No soportan ser consideradas vulgares y
huyen de la normalidad. Y suelen crear un mundo de drama y fantasía que
termina por envolverles en un aura de incomprensión, desequilibrio y
melancolía. Y al compararse con otras personas, suelen sentir envidia por
creer que los demás poseen algo esencial que a ellas les falta. (4)

El denominador común de esta carencia es que nos hace caer en el error de


buscar en los demás el cariño, el reconocimiento y la aceptación que no nos
damos a nosotros mismos. La paradoja es que se trata precisamente de
hacer lo contrario. Sólo nosotros podemos nutrirnos con eso que
verdaderamente necesitamos.
LO QUE PIENSAN LOS DEMÁS
“Cada vez que se encuentre usted en el lado de la mayoría, es tiempo
de hacer una pausa y reflexionar.”
(Mark Twain)
Cuenta una parábola que un hombre y su mujer salieron de viaje con su hijo
de doce años, que iba montado sobre un burro. Al pasar por el primer pueblo,
la gente comentó: “Mirad ese chico tan maleducado: monta sobre el burro
mientras los pobres padres van caminando.” Entonces, la mujer le dijo a su
esposo: “No permitamos que la gente hable mal del niño. Es mejor que subas
tú al burro.”

Al llegar al segundo pueblo, la gente murmuró: “Qué sinvergüenza es ese


tipo: deja que la criatura y la pobre mujer tiren del burro, mientras él va muy
cómodo encima.” Entonces tomaron la decisión de subirla a ella en el burro
mientras padre e hijo tiraban de las riendas. Al pasar por el tercer pueblo, la
gente exclamó: “¡Pobre hombre! ¡Después de trabajar todo el día, debe llevar
a la mujer sobre el burro! ¡Y pobre hijo! ¡Qué será lo que les espera con esa
madre!”

Entonces se pusieron de acuerdo y decidieron subir al burro los tres, y


continuar su viaje. Al llegar a otro pueblo, la gente dijo: “¡Mirad que familia,
son más bestias que el burro que los lleva! ¡Van a partirle la columna al pobre
animal!” Al escuchar esto, decidieron bajarse los tres y caminar junto al burro.
Pero al pasar por el pueblo siguiente la gente les volvió a increpar: “¡Mirad a
esos tres idiotas: caminan cuando tienen un burro que podría llevarlos!”

EL ÉXITO MÁS ALLÁ DEL ÉXITO


“Este gozo que siento no me lo ha dado el mundo y, por tanto, el mundo
no puede arrebatármelo.”
(Shriley Caesar)
Los demás no nos dan ni nos quitan nada. Y nunca lo han hecho. Tan sólo
son espejos que nos muestran lo que tenemos y lo que nos falta. Ya lo dijo el
filósofo Aldous Huxley: “La experiencia no es lo que nos pasa, sino la
interpretación que hacemos de lo que nos pasa”. Lo único que necesitamos
para gozar de una vida emocional sana y equilibrada es cultivar una visión
más objetiva de nosotros mismos. Sólo así podremos comprendernos,
aceptarnos y valorarnos tal como somos. Y lo mismo con los demás.

El secreto es dedicarnos más tiempo y energía a liderar nuestro diálogo


interno. Hemos de vigilar lo que nos decimos y cómo nos tratamos, así como
lo qué les decimos a los demás y cómo los tratamos. Forjamos nuestra
autoestima con cada palabra, pensamiento, interpretación, actitud,
comportamiento… La manera en la que vivimos cada experiencia de nuestra
vida nos nutre y nos compone: nos convierte en lo que somos.

La verdadera autoestima es sinónimo de humildad y libertad. Es el colchón


emocional sobre el que construimos nuestro bienestar interno. Y actúa como
un escudo protector que nos permite preservar nuestra paz y nuestro
equilibrio independientemente de cuáles sean nuestras circunstancias. Los
filósofos contemporáneos lo llaman “conseguir el éxito más allá del éxito”.
Dicen que cuando una persona es verdaderamente feliz no desea nada. Tan
sólo sirve, escucha, ofrece y ama.

Podemos seguir sufriendo por lo que no nos dan la vida y los demás o
podemos empezar a atendernos y abastecernos a nosotros mismos. Es una
decisión personal. Y lo queramos o no ver, la tomamos cada día.

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