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EL NACIONALISMO, ENTRE LA PATRIA Y E L ESTADO

POR

ALVARO D'ORS

SUMARIO: 1. Nación y Patria.—2. «Estado nacional».—3. Autonomía y


autarchía.—A. Autodeterminación.—-5. Separatismo.—6. Apropiación del
territorio.—7. «Estado federal».—8, Subsidiariedad foral.—9. Conclusión.

1; «Nación» es un concepto antiguo, difícilmente definible:


ambiguo, precisamente por oscilante. Es claro que se refiere a
«nacer», a un común origen natural, algo así como a una comu-
nidad humana en la que se ha nacido, pero no se puede identifi-
car sin más como una «gran familia», ni mucho menos.
Similar a «nación» es «gente», término que también se refiere
a una comunidad de origen de «engendramiento», aunque no en
un sentido estrictamente étnico, ni mucho menos familiar. Y esta
similitud de «nación» y «gente» es la que ha permitido identifi-
car el antiguo «derecho de gentes» como «derecho Ínter-nacional».
Un uso también muy conocido del término «nación» es el de
las antiguas universidades medievales, que agrupaban a ¡sus alum-
nos por «nationes» —sobre todo cuando no se daba una asocia-
ción más fuerte por «colegios»—, en atención a su procedencia
territorial—los lombardos y los saboyanos, los sajones y los lu-
sitanos, los bávaros y los catalanes—, sin posible identificación
en los modernos «estados nacionales», pues éstos todavía no exis-
tían en esa época.
Lo de la «gran familia» que no es la «nádón» tiene que ver
más con la «Patria», aunque también ésta, por referirse a la pa-
ternidad —«patria», de «padre»—, no es algo absolutamente
natural o biológico, sino afectivo y moral; este desajuste es el

Verbo, núm. 341-342 (1996), 25-33 25


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que lleva a completar la paternidad con la maternidad, es decir,


a hablar de la «madre patria»; no deja de ser algo contradictorio:
como sería la «paternidad» de la «madre», pero esa combinación
de paternidad y maternidad no ha dejado de presentarse en otras
relaciones morales. En efecto, la «maternidad» tiene una certeza
biológica que no tiene la «paternidad», que es algo más referido
al poder —«pater» de «pot», es «el que puede»—, aunque esa
potestad se ejerza sobre los que no son hijos por simple natura-
leza, pues la «paternidad» es algd moral más que biológico. Y
toda «paternidad», como toda «potestad», viene de Dios como
por delegación moral, a modo de un mandato de responsabilidad.
A pesar de no ser un concepto biológico, la «patria» es fa-
miliar. Es, en realidad, la comunidad como «gran familia». Fun-
dada, por ello en vínculos personales de amor, no exclusivistas,
ni, por tanto, polémicos. Porque si «es dulce morir por la Patria»,
no puede negarse el reconocimiento de la virtud de los que, por
el sentimiento de otra patria distinta, exponen su vida en defen-
sa de ella como adversarios.
Es más: esta misma apolémicidad del sentimientó de la Patria
permite la concurrencia, en una misma persona, de sentimientos
de patrias distintas. En primer lugar de varias a la vez, unas me-
nores y otras mayores, en las que aquéllas se integran. Por eso
se habla de «patrias chicas» y otras más amplias, cuyos senti-
mientos afectivos pueden concurrir sin dificultad. Pero puede
darse esta concurrencia incluso entre patrias no coincidentes y de
ámbito similar. En efecto, al tratarse de un sentimiento de «gran
familia», nada impide que una misma persona se sienta vincula-
da a patrias distintas, del mismo modo que suelen concurrir una
«gran familia» de vía materna y otra de vía paterna; de este
modo una misma persona puede sentir como patrias dos ciuda-
des, dos regiones, incluso dos territorios estatales como patrias
suyas, como también «patrias chicas», integradas en otra patria
mayor distinta de la patria mayor que se siente como própia;
por ejemplo, quien se siente vinculado, a la vez, a España y a
Francia, a España y París o a Sevilla y Argentina, sentidas ellas
como patrias concurrentes, aunque sean geográficamente distin-

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EL NACIONALISMO, ENTRE LA PATRIA Y EL ESTADO

tas. Porque el amor personal no tiene por qué ser exclusivista,


ni reducirse a un coto territorial.
Si esas patrias se identifican como «naciones», la «Nación»
adquiere entonces un aspecto afectivo, a pesar de quedar referido
a su comunidad no afectiva, sino política, como es el Estado. A
pesar de esta coincidencia, el carácter afectivo de «Patria» no
desaparece, sino que se yuxtapone, y no sin posible tensión, a la
referencia política. Esta tensión puede producir situaciones con-
flictivas que impiden la subsistencia de la ausencia de exclusi-
vidad ; por ejemplo, cuando el que siente a España y Francia
corno sus dos patrias, tiene que optar, ante el conflicto bélico
entre los respectivos Estados, por alistarse en el ejército de una
u otra, aunque tal decisión le resulte moralmente muy aflictiva.
Y esta misma coyuntura dolorosa puede darse cuando surge un
conflicto armado entre una región que pretende independizarse
de una comunidad mayor, si ambas, la comunidad menor y la
mayor, eran sentidas como patrias propias por el que debe optar
por defender a una contra la otra. Porque el conflicto puede venir
impuesto por circunstancias y personas ajenas a la voluntad del
que se ve afligido por la disyuntiva.

2. Dé hecho, cuando la «Patria» se identifica con la «Na-


ción», resulta difícil superar su identificación también con el «Es-
tado», sea con un «Estado nacional» actual, sea con uno que se
desea constituir por separación de otro en el que se halla actual-
mente integrada esa nacionalidad identificada como Patria. Esto
aparece especialmente claro en el conflicto que surge entre un
«Estado nacional» y el deseado «Estado» de una región que pre-
tende independizarse de él para constituir un «Estado» distinto.
En estos casos de «separatismo», se da un antagonismo polémico
entre dos sentimientos de «Patria» fundados en una contradic-
toria conciencia de nacionalidad.

3. En 1981 (en La Ley, de Buenos Aires, nám. 76) traté


de señalar la perenne actualidad de lá distinción entre la «auto-
nomía» jurídica y la «autarchía» política, entendido este segundó

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término en un sentido político (del griego arcbé «gobierno»), no


en el económico (del griego arke, suficiencia). Con «autonomía»,
nó se trata de «gobierno separado», sino de «derecho propio».
Esta distinción, ya se comprende, no es más que una consecuencia
de la que me parece radical y necesaria distinción entre la potes-
tad del gobierno, y la autoridad del derecho. Si el lector rechaza
esta distinción fundamental, vale más que no siga leyendo estas
páginas, pues todo lo que yo pueda decir presupone que se acepta
esa distinción, y no se quiere seguir hablando vulgarmente de
los «agentes de la autoridad», de la «crisis de la autoridad gu-
bernamental» y de la «autoridad paterna», y otras confusiones
impuestas por la «estatilidad». Recuerdo: el «Estado» no puede
tolerar que haya «autoridad» sin «potestad» oficial. Para entender
esto, hace falta admitir que al «Estado» nace en el siglo xvi,
y... que España nunca llegó a aceptar esa abstracción institucio-
nal, pues, para el español, el poder respetable es sólo el de una
persona; tradicionalmente, un rey, aunque, a veces, haga sus veces
un dictador, un caudillo o un «leader» democrático: lo mismo
da; sólo que, cuando a este último se le llama por un término
inglés, aunque puede tomarse como sinónimo de «Führer» o
«duce», es claro que no puede desvincularse hasta ese extremó
de la tradición liberal parlamentaria, pues no se refiere a condu-
cir al pueblo, sino a un grupo parlamentario.

4. En la actualidad, se ha tomado la palabra «autodetermi-


nación» en referencia a las aspiraciones de regiones más ó menos
secesionistas, aunque ese término se hizo valer en la polémica
anti-colonial, como aspiración de los nacionalismos coloniales a
liberarse del gobierno del colonizador. Y, en este sentido, se pone
de manifiesto que «autodeterminación» equivale a «autogobier-
no» o «autarchta», Este mismo sentido parece conservar en re-
lación con los nacionalismos regionales.
La ambigüedad con que aparece usada a veces la «autode-
terminación» se debe a la intención de paliar lá agresividad del
propósito secesionista de los nacionalismos regionales. Es más:
sé acude a veces al término «autonomía» como si equivaliera a

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EL NACIONALISMO, ENTRE LA PATRIA Y EL ESTADO

«autarchía» y a «autodeterminadón», y se hace así con el mismo


fin de disminuir la agresividad del propósito político, cuando no
se hace por desconocimiento del verdadero sentido del derecho,
al que se refiere la «autonomía».

5. La causa político^moral que provoca los conflictos sece-


sionistas suele ser la de un cambio de intensidad en los senti-
mientos patrióticos: los de la comunidad que pretende separarse
y los de la comunidad más amplia de la que aquella otra trata de
separarse.
El patriotismo, de cualquier ámbito que sea, presupone una
conciencia general de la identidad de un grupo y de las diferen-
cias —el «hecho diferencial»— respecto al grupo mayor en que
venía hallándose integrado. En tanto el patriotismo de este gru-
po mayor, su firmeza en un propio destino histórico —lo que
presupone un cierto orgullo de su historia y su especial cultura--—
es fuerte, el patriotismo menor de una región resulta compatible
como parte integrante; pero cuando la comunidad mayor duda
de sí misma e incluso llega a aborrecer su identidad histórica
—hasta su propio idioma, atraída por otros extranjeros—es
inevitable que la vinculación de la comunidad menor que man-
tiene su propio patriotismo se relaje respecto a aquel grupo ma-
yor, que, precisamente por esa pérdida de la conciencia de su
identidad y de su destino histórico, deja de ser propiamente una
comunidad, aunque conserve la artifidalidad de una estructura
política unitaria, como puede ser el Estado. En ese momento, los
que se oponen a la secesión regional pierden la razón de ser de
su resistencia, por haber quedado su unidad privada de un con-
tenido ético sufidente: por la pérdida de su patriotismo. Se da
entonces el conflicto entre un patriotismo regional y un no-pa-
triotismo estatal. Inevitablemente, cuando las cosas llegan a ese
extremo, la secesión se hace inevitable, pues la unidad por la
mera unidad no merece ya ser defendida. De hecho, nadie se de-
jaría matar por ella. Y dejarse matar por la patria común es la
prueba del patriotismo.
La cuestión podría plantearse así: si no se acepta morir por

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la patria mayor en caso de ser ésta amenazada por un enemigo


exterior, ¿tiene sentido oponerse a la pretensión de independen-
cia de un enemigo regional interior, que sí está dispuesto a morir
por su independencia?
Pero este planteamiento potencialmente bélico nos obliga a
considerar un aspecto esencial del separatismo regional, que es
el del dominio del territorio de la región secesionista.

6« Como ya traté de explicar en mi prelección de 1976


sobre la pretensión de apropiación del suelo por el grupo de po-
blación separatista («Autonomía de las personas y señorío del
territorio», en Anuario de Derecho Foral II, reproducido en mis
Ensayos de Teoría Política [1977] ), no hay una solución jurídica
clara por la que ese grupo que se separa adquiera un dominio
exclusivo sobre aquella parte del territorio en el que se encuentra
preferentemente asentado; sólo preferentemente, porque los que
integran ese grupo humano pueden hallarse en territorios distan-
tes, y, sobre todo, porque siempre se hallan asentados en el te-
rritorio que ese grupo pretende ocupar un buen número de perso-
nas que pertenecen y quieren seguir perteneciendo a la comunidad
mayor de la que aquel grupo se separa. Quiero decir que no hay
un título jurídico para que cese el dominio eminente que la co-
munidad mayor tiene sobre el territorio que los secesionistas pre-
tenden ocupar. Porque la autonomía personal conseguida por el
grupo separatista no implica una apropiación por ese grupo del
territorio que pretende tener como propio. Ni siquiera cabe una
cesión concertada, pues las cesiones de dominio territorial sólo
pueden hacerse a favor de comunidades que cuentan ya con su
propio territorio, incluso no vecino, y ese grupo que pretende
apropiarse de una porción de territorio separado no tiene todavía
territorio alguno y carece por tanto de capacidad para adquirirlo
por cesión. Sólo quien tiene ya un territorio puede adquirir otro.
Naturalmente, la imposibilidad de encontrar un título jurídico
para que la comunidad separada arrebate, a la más amplia de la
que se separa, el dominio eminente de una porción de territorio,
esto no quiere decir que, de hecho, no se pueda llegar a ese re-

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EL NACIONALISMO, ENTRE LA PATRIA Y EL ESTADO

saltado. Pero esto parece difícil de conseguir si no es en virtud


de una victoria militar, aunque el resultado de una victoria mi-
litar, también la secesionista, sea siempre reversible. El mismo
hedió de un conflicto armado viene a suponer que los beligeran-
tes dominan ya una parte del territorio, y esto les permite ex-
tender tal dominio por la fuerza de las normas. Porque la dificul-
tad jurídica es para un tituló derivativo, pero la conquista militar
es un título originario, que puede prescindir de causas conven-
cionales, es decir de una negociación pacífica.
El posible tratado de paz que pone fin a la contienda terri-
torial no hace más que reconocer la ocupación del territorio, y
no es él mismo la justa causa de la apropiación.
La experiencia histórica parece demostrar que tampoco la
independencia de un territorio particular contra la voluntad de
la comunidad de que se separa se consigue sin una guerra que
resulte favorable a la deseada independencia. Que esta guerra
pueda adoptar la forma inferior de terrorismo, es decir, de «gue-
rra sucia», eso no desmiente el principió de que no hay indepen-
dencia si los separatistas no vencen bélicamente a la comunidad
de que pretenden separarse. Esa irregularidad tan sólo desfigura
el principio del previo dominio de un territorio que puede esta-
bilizarse y ampliarse por cesión del beligerante vencido. Esta
ambigüedad de «guerra sucia» sin previo dominio territorial es la
que ha llevado al sorprendente resultado de reconocer interna-
cionalmente a un grupo terrorista la categoría de «Estado» —es
decir, con un ficticio territorio—, con lo cual se facilita que, si
prevalece en la guerra, pueda realizarse la ocupación de aquel
territorio «estatal» tan sólo ficticiamente reconocido desde antes.

7. Sin embargo, el derecho tiene solución para estos con-


flictos secesionistas sin necesidad del juicio cruento de la victoria
militar. Lo que realmente ha dificultado esa posible solución es
la dureza política del «Estado», con la esencial polemicidad tota-
litaria de todo lo «político estatal».
Quizá pueda pensarse que esa solución es la del «Estado fe-
deral». Efectivamente, en ciertós momentos y lugares esa ha sido

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una solución para superar las tensiones regionales internas, pero


no puede valer como solución universal, pues el carácter «estatal»
mantiene la polemicidad exterior, con la consecuencia inevitable
de la guerra. Por eso, aquellos «Estados federales» que han pre-
tendido eliminar el nesgó de la guerra exterior han venido a ser
«imperialistas», por la expectativa de convertirse, de un modo u
otro, en «estados universales», aunque, para conseguir un domi-
nio universal, tengan que valerse de su superioridad bélica. Es la
aspiración al «one World» que, caída la fuerza del imperialismo
soviético, sigue inspirando al americano del norte; pero, en el
fondo, puede ser también, aunque, de momento, en la menor es-
cala europea, el de la nueva «gran Alemania».

8. Una mejor solución jurídica universal es la que resulta


de la convergencia de la doctrina de la subsidiariedad, del ma-
gisterio pontificio, y de experiencia foral de «las Españas». La
foralidad es la solución del tradicionalismo hispánico, claramente
pre-estatal, pero que tiene una nueva actualidad en el actual mo-
mento histórico de agotamiento de la idea moderna de «Estado».
La foralidad parte de un pluralismo jurídico, arraigado en los
principios universales de derecho natural á la vez que en una
concreta realidad histórica particular. Al revés de derivar lo pri-
vado de lo público, como hace el estatismo, para el que todo el
derecho se reduce a la potestad de la legislación estatal, el fora-
lismo parte de la autoridad del derecho privado de las personas,
y los grupos humanos, para sobreconstruir un orden público. La
libertad civil es entonces la dé la autonomía privada, y de ella
deriva la libertad estructural de cada comunidad, y de la comu-
nidad de comunidades a nivel universal.
Aunque este orden foral pueda ser espontáneo, es, por lo
mismo que es natural, profundamente racional, pues en él se van
estratificando las instancias de decisión conforme a la naturaleza
de ellas, dejando para los grupos inferiores las decisiones comu-
nitarias para las que aquellos grupos resultan de suficiente ido-
neidad.
La racionalidad a la que la foralidad renuncia es la del mero

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perfeccionismo tecnocràtico, que exige inevitablemente la concen-


tración de poder, con detrimento de la libertad civil personal y
colectiva.
Claramente se egresa esta relación de lo público como de-
pendiente de lo privado en el lema de Obanos de mantenerse
uno libre para que la patria sea libre. Y esa solución forai es la
que impide el separatismo estatal, como traté yo de formular hace
tiempo, con el lema «Fuero, o fuera». Este lema fue censurado
en aquel momento, no por la censura oficial de Franco, sino por
el timorato responsable de una revista; porque Franco ya dio
buenas pruebas de respetar la foralidad de Navarra, tipo ejem-
plar de lo que yo defiendo como solución universal de hacer com-
patible la nacionalidad regional con una unidad comunitaria su-
perior. En esta lucha seguimos hóy ante el lastimoso espectáculo
de un estatismo sin salida que padece el mundo.

9. Con el planteamiento natural de la foralidad, como prin-


cipio de ordenación universal, el concepto de «nación», lejos de
identificarse con el artificial de «Estado», como inconveniente
«nacionalismo», se viene a identificar con el natural de «Patria».
Es decir, puede fundarse, no en la polemicidad del poder político,
sino en el amor pacífico de la convivencia racionalmente libre:
partiendo del amor familiar, pasando por el de la aldea o ciudad,
luego, la comarca, la región, el territorio ex-estatal, hasta los
«grandes espacios», sirve como principio de ordenación univer-
sal. Un orden que procura la pazf aunque prevé excepcionalmente
la guerra, en tanto el actual orden actual estatal del mundo niega
la guerra però no consigue la paz.

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