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La Educación en La Argentina - Cap-03

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LECCIÓN 3

El momento ilustrado: la educación entre las reformas


borbónicas y las luchas por la independencia

Los acontecimientos de Mayo nos colocan frente a las puertas de un nuevo


ciclo histórico. Los períodos revolucionarios suelen ser propicios para generar nuevas
categorías culturales, fundar instituciones o ensayar soluciones inéditas. En el contexto
de una revolución, la introducción de cambios y el desarrollo de nuevas estrategias en
la transmisión de la cultura ocupan un lugar central en los discursos del grupo que
toma el poder. Para Elsie Rockwell, “todo proceso revolucionario identifica a la
educación, tarde o temprano, como un instrumento clave para la transformación
social”; en buena medida, porque la educación es considerada un medio privilegiado
para implementar los cambios que exige la ideología del nuevo régimen. Sin embargo,
concluye, “los estados posrevolucionarios casi nunca han logrado lo que prometen”.
Abril en Caracas, mayo en Buenos Aires, julio en Bogotá, septiembre en
Santiago de Chile y Quito. Después de una revolución, ¿cuáles son los nuevos perfiles y
objetivos asignados a la educación? ¿Cuáles son las formas educativas que declinan? Y
si los estados posrevolucionarios no siempre logran su cometido y los cortes no son tan
abruptos como suele creerse, ¿qué se cierra y qué se abre en el horizonte educativo a
partir de las revoluciones independentistas? Para abordar estas preguntas y
comprender su alcance, comencemos por ubicar las transformaciones ocurridas en las
últimas décadas de la etapa colonial.
Entre las transformaciones más importantes del período comprendido entre
fines del siglo XVIII y principios del siglo XIX, se puede identificar un doble proceso de
“occidentalización” de las sociedades hispanoamericanas: por un lado, algunos sectores
de la sociedad experimentaron una creciente autonomía con respecto al control de la
esfera religiosa y, por el otro, tuvo lugar una paulatina declinación de las formas y
estructuras jerárquicas del orden colonial. Es importante advertir que la noción de
“occidentalización” remite a un proceso que se inicia en Europa y tiene como propósito
la asimilación cultural de las regiones ultramarinas. La primera etapa de este proceso
se inicia en el siglo XV para justificar la anexión de las “Indias Occidentales” y la
conversión a la religión católica de los indígenas. La segunda etapa presenta otros
matices, fundamentalmente relacionados con la gestación de nuevas ideas en los
ámbitos de la filosofía y la economía. Así, desde fines del siglo XVIII, la secularización
de la sociedad colonial se vio influenciada por la corriente de pensamiento ilustrado,
mientras que la crisis del modelo social estamental derivó del cada vez más expandido
ideario liberal. Pero el pasaje de una sociedad tradicional y estamental hacia una
sociedad secularizada y organizada en torno a clases no se produjo de un día para el
otro, ni estuvo exenta de contradicciones.
En efecto, a estas transformaciones hay que sumar una perspectiva más: el
desafío que representó para los grupos independentistas justificar la disolución del
vínculo colonial. Según Carlos Monsiváis, abordar este asunto exige tener en cuenta
que “independizarse de España es tarea que lleva a la invención de las nacionalidades,
estrategia que se presenta como elección del Espíritu, tributo a la geografía y la historia,
decisión de la comunidad de los semejantes”, pero sin perder de vista que, a pesar de
los cambios, en las nuevas formaciones políticas se conservaron “las grandes
instituciones formativas: el idioma español, la religión católica [...] el autoritarismo y
los reflejos condicionados ante la autoridad”, enmarcadas por “las peculiaridades de
cada virreinato y la perseverancia (menospreciada y perseguida) de las culturas
indígenas”. Las perspectivas de Rockwel y Monsiváis ofrecen matices para pensar el
cambio y la resignificación que hizo la cultura de cada región sobre el proceso
independentista, introduciendo el problema de la tensión entre las marcas culturales y
políticas locales y los procesos globales. Recién en los albores del siglo XIX, entre las
“gentes de saber” se problematizará la relación entre los enunciados universales y las
realidades particulares, resaltando la capacidad y el valor de las culturas locales
criollas, mestizas, morenas, aindiadas.
En este proceso, ¿qué papel desempeñó la educación y cuáles fueron las
características que dieron forma al ideario pedagógico de la época? Para ensayar una
respuesta, en esta lección tomaremos como punto de partida las reformas promovidas a
partir de la creación del Virreinato del Río de la Plata en 1776, presentando los cambios
introducidos en la sociedad y en los espacios educativos durante el último cuarto de
siglo. Luego cambiaremos de registro, para abordar los proyectos, debates y
experiencias presentes en los idearios pedagógicos de tres referentes centrales de este
período: Mariano Moreno, Manuel Belgrano y José Antonio de San Alberto. De esta
manera ensayaremos un recorrido que va desde las instituciones y las prácticas a las
ideas y los proyectos, reconociendo que ambos registros mantienen múltiples
relaciones y se determinan mutuamente.

La reacción ilustrada

La creación del Virreinato del Río de la Plata en 1776 formó parte de un


importante proceso de reformas político-administrativas de las colonias españolas en
América. Desde comienzos del siglo XVIII, la monarquía española -gobernada por la
Casa de los Barbones- inició un ciclo de renovación de las estructuras de gobierno, con
el objetivo de acrecentar el control político, intensificar la defensa militar y fomentar el
crecimiento económico en sus colonias ultramarinas. Los cambios se orientaron a
fortalecer la centralización del poder sobre el extenso territorio americano, frente al
incesante avance de los imperios portugués y británico. En el Cono Sur, las primeras
medidas fueron la fundación -en 1726- de la ciudad de Montevideo y la asignación -en
1740- del Estrecho de Magallanes y el Cabo de Hornos como ruta para los navíos de
registro que se dirigían hacia los puertos del Pacífico.
En simultáneo, los reyes barbones impulsaron una renovación cultural de la
sociedad colonial. Para ello, el “buen gobierno ilustrado” -también denominado
“despotismo ilustrado”- buscó en los principios de la Ilustración los fundamentos sobre
los cuales sentar las bases de una nueva concepción de la prosperidad de la nación. ¿En
qué consistió la Ilustración? Según Roger Chartier, el movimiento de la Ilustración
reunió un amplio espectro de ideas filosóficas y culturales articuladas en torno a una
serie de principios fundamentales:

la crítica al fanatismo religioso y la exaltación de la tolerancia, la confianza


en la observación y en la experiencia, el análisis crítico de todas las
instituciones y costumbres, la definición de una moral natural y la
reformulación del vínculo político y social a partir de la idea de libertad.

En un primer momento, las ideas ilustradas se difundieron en América en


algunos círculos sociales -especialmente urbanos- y en algunas universidades. Su
recepción no significó un cambio inmediato en las concepciones sociales de la época,
aunque despertaron entusiasmo y controversias. Vale preguntarse entonces qué
características y qué alcances tuvo la renovación de las ideas en el ámbito intelectual
hispanoamericano del siglo XVIII. Para respondernos, debemos considerar que una
época no presenta fronteras precisas y que, en general, los cambios de mentalidad de
una sociedad se producen de manera paulatina, presentan vicisitudes y contradicciones
internas. Para Luis Villoro, “la figura del mundo” que postula el discurso ilustrado “no
reemplaza abruptamente a la antigua”, aunque es el discurso Ilustrado “el que está
preñado de futuro, es él el que termina dando su especificidad a la nueva época”, José
Carlos Chiaramonte refuerza este enfoque, afirmando que “El pensamiento ilustrado no
surge bruscamente, en la forma antimetropolitana y librepensadora que adquirirá
frecuentemente en vísperas de la independencia”.
Por el contrario, la coexistencia de ideas que generó la Ilustración católica
promovió - según Chiaramonte- un “movimiento intelectual” que, paradójicamente, se
mostró entusiasmado por “la seducción del espíritu del siglo”, pero reafirmó “su
adhesión a los dogmas de la Iglesia y su fidelidad a la doctrina del origen divino del
poder real”. Por esta razón, entre los difusores de las ideas ilustradas en América
encontramos férreos defensores de la monarquía y las jerarquías eclesiales junto a
funcionarios que promovían la renovación de las prácticas culturales y educativas o
cuestionaban algún aspecto del orden establecido. Según Dorothy Tanck, las
autoridades coloniales en general aceptaron “los aspectos de la ilustración que
revigorizaban la forma existente de gobierno” y que, al mismo tiempo, permitían
introducir cambios económicos y sociales. Por eso, concluye, la Ilustración “significaba
para España una restauración y no una revolución de la vida nacional”.
La presencia, a través de libros y periódicos, de las ideas ilustradas en
Hispanoamérica condujo a repensar el valor asignado a las distintas áreas del saber.
Los diarios y las gacetas fueron uno de los principales medios para poner en
conocimiento del público las novedades y los progresos en materia educativa. En el
Correo de Comercio, Belgrano instó a revalorizar la formación del artesanado; a través
del periódico Los Amigos de la Patria y la Juventud, el ingeniero Felipe Senillosa
propuso la apertura de una academia de matemáticas y, en el Semanario de
Agricultura, Industria y Comercio. Vieytes publicó un catecismo sobre agricultura para
la formación de los labradores, solicitando a la Casa de Niños Expósitos que realizaran
una encuadernación adecuada para que los maestros de primeras letras pudieran
utilizarlos y difundirlos.
El desarrollo de la ciencia durante los siglos XVII y XVIII, la paulatina
incorporación de las lenguas vulgares -incluso en los ámbitos académico y científico-, el
creciente interés por las disciplinas físico-matemáticas y la promoción de los viajes
exploratorios del territorio volvían cada vez más inadecuado un modelo de enseñanza
caracterizado por la defensa de los valores y conocimientos tradicionales. En
consecuencia, la educación pasó a constituir un campo cargado de tensiones y disputas
donde lo que se debatía era la legitimidad de los viejos saberes, las condiciones y
atributos que debía reunir quien los enseñase y, fundamentalmente, los lugares
institucionales desde donde podían impartirse.
En aquel contexto, algunos hombres vieron la oportunidad de impugnar los
programas de enseñanza escolásticos y de fomentar, en cambio, la enseñanza de la
física y de la economía política renovando, de este modo, las bases sobre las que se
asentaba la enseñanza del derecho y de la filosofía, Había quienes buscaban, lisa y
llanamente, recusar las tradiciones pedagógicas. Desde las páginas del Telégrafo
Mercantil, por ejemplo, se cuestionaban las “voces bárbaras del Escolasticismo” que
descalificaban la introducción de los saberes científicos y cargaban de prejuicios la
formación práctica de los individuos. Por esa razón, su editor -Francisco Cabello y
Mesa- convocaba a desprenderse de los viejos saberes y a romper lazos con España, a la
que consideraba “un país que no existe sino en la memoria”.
La crítica de Cabello y Mesa no era ajena a las dificultades con las que
tropezaban los ensayos modernizadores, La enseñanza de la ciencia y de la técnica
ocupó un lugar destacado en el discurso ilustrado, que veía en ellas los principales
medios para el fomento de la economía. En aquellos años, Buenos Aires fue el epicentro
de una serie de experiencias educativas que, si bien atravesaron innumerables
dificultades, permitieron plasmar en la práctica algunas de las ideas que circulaban en
los escritos de la “gente de saber”. Así, a partir de 1798 se fundaron diversas
instituciones educativas, entre las que podemos destacar las siguientes.

La Academia de Náutica

Fue creada en 1799 por el Real Consulado y dirigida por Pedro Cerviño y Juan
Alsina, quienes accedieron a sus cargos tras un concurso de oposición y antecedentes.
La comisión que evaluó a los postulantes estuvo presidida por Félix de Azara, un
destacado navegante que realizó tareas de cartografía y dirigió expediciones de
reconocimiento en el territorio rioplatense. El propósito de la institución era formar
jóvenes capaces de proyectar, construir y conducir embarcaciones. Sin embargo, las
controversias signaron la historia del establecimiento: mientras que para Cerviño la
Academia debía formar ingenieros navales -resaltando el valor de los saberes teóricos y
fundamentalmente de las matemáticas-, para Alsina la escuela debía imprimirle un
perfil práctico a su plan de estudios, emulando el modelo de enseñanza de la Escuela de
Pilotaje de Barcelona, cuyo propósito principal consistía en formar pilotos capaces de
navegar y fomentar el comercio ultramarino. Tras la renuncia de Alsina, Cerviño quedó
al frente de la institución.

La Escuela de Geometría, Perspectiva, Arquitectura y toda especie de dibujo

Fundada en 1799 por el Consulado, quedó bajo la dirección del escultor Juan
Antonio Gaspar Hernández. Esta escuela fue originalmente concebida por Belgrano
para complementar la formación de los aprendices de artesanos, quienes incorporarían
en sus aulas las técnicas indispensables para mejorar su oficio. Funcionaba de noche y
prohibía el ingreso de los aprendices negros y mulatos. La escuela permaneció abierta
durante poco tiempo y fue clausurada por una Real Orden en 1800 por considerarla un
“gasto lujoso” para la ciudad. Recién en 1815, por obra del padre Castañeda, se
establecieron dos escuelas de dibujo en el Convento de la Recoleta que fueron, en aquel
entonces, las dos únicas de Buenos Aires. El plan de la primera escuela de dibujo era
sumamente amplio e incluía formación en geografía, historia, geometría, náutica,
arquitectura civil, militar y naval. Su primer maestro fue el platero lbáñez de Iba, quien
afirmaba ser natural del Río de la Plata y un grabador aficionado. La modalidad de
enseñanza en las escuelas de dibujo fue objeto de un intenso debate en las páginas de la
Gazeta de Buenos Aires entre Camilo Hernández y el padre Castañeda, quienes
planteaban dos concepciones del dibujo: el primero sostenía que su enseñanza debía
estar fundamentalmente orientada al disegno, concibiendo al dibujo como un requisito
para poder trazar planos y diseñar maquetas, mientras que el segundo entendía al
dibujo como grafidia, conectando su aprendizaje con el desarrollo ulterior de las artes
liberales, como la pintura o la escultura.
El Protomedicato

Creado en 1798, fue dirigido por Miguel O'Gorman y contó con la colaboración
de Francisco Argerich y José Capdevilla. Esta institución tenía un antecedente: la
creación, en 1640, de un protomedicato en Córdoba, a cargo de Gaspar Cardozo
Pereyra. Entre otras funciones, el protomedicato se encargaba de evaluar las aptitudes
de médicos, cirujanos, sangradores, parteras y farmacéuticos, al tiempo que impartía
clases de medicina, cirugía, farmacia y flebotomía. El primer curso de medicina se dictó
entre 1801 y 1807 y contó con 13 alumnos.

La Escuela Militar de Matemáticas

Fundada en 1810, estuvo a cargo del teniente Felipe Sentenach. En ella se


buscaba formar a los oficiales de infantería, porque se consideraba que la matemática
era “la ciencia más útil para un militar” y el medio más eficiente para formar “militares
inteligentes en el arte de la defensa”. Para ingresar, era requisito dar muestra de
“honradez, aplicación, celo, aptitud y demás apreciables circunstancias que deben
distinguir a un militar”. Según Nicolau, en aquella institución los oficiales “aprenderían
a efectuar el cálculo de la dirección de los proyectiles de artillería, las máquinas a
utilizar en la defensa de los sitios fortificados y en las partes esencialísimas de la ciencia
de la guerra”. En 1813, el Triunvirato aprobó la apertura de una nueva Academia donde
se enseñaría arquitectura civil, ingeniería naval y matemáticas. Tres años más tarde se
fusionó con otra academia, cuyo director y preceptor fue Felipe Senillosa. En sus clases,
éste procuraba que los alumnos cultivasen “la razón más que la memoria” para que no
se transformaran en “cerviles copistas de los autores que han leído”.

Todas estas instituciones presentaban rasgos en común. El principal era, sin


duda, que sus programas de estudio se orientaban según el principio de utilidad. En
ellos se presentaba una decidida revalorización de la técnica, procurando acercar la
teoría a las necesidades del ámbito productivo.
La creación de ámbitos donde pudiesen cursarse estudios superiores también
cobró relevancia durante este período. Sin dudas, los antecedentes más importantes en
este sentido (como mencionamos en la lección 2) fueron el colegio de Monserrat y la
Universidad de Córdoba. Los esfuerzos destinados a fundar los Estudios Reales en
Buenos Aires y el establecimiento de un Colegio para la formación de la juventud se
registraron en 1771, por iniciativa del gobernador Juan José Vértiz. Ese año, Vértiz
redactó un plan para erigir una Universidad y un Colegio en la ciudad de Buenos Aires.
Quienes adherían al proyecto esperaban que en estas instituciones los maestros no
tuvieran la obligación de seguir el modelo escolástico -especialmente en la enseñanza
de la física, que se efectuaba por medio de silogismos y sin emplear las matemáticas-;
anhelaban, por el contrario, que aquellas instituciones se distanciaran de los principios
de enseñanza propios de la cosmología aristotélica, para destinar más tiempo al estudio
de los principios de Descartes y Newton. Pero la creación de la Universidad no llegó a
concretarse. El fracaso en su implementación fue producto de los dilatados tiempos de
la burocracia colonial y, en menor medida, de las resistencias generadas en el seno de
los grupos eclesiales, en cuyas manos estaba buena parte de la educación rioplatense.
En cambio, sí pudo fundarse un Colegio en las antiguas aulas del de San
Ignacio, en 1783, La institución estaba a cargo del clero secular y dependía
directamente del Virrey. Disponía de cuatro becas de gracia para hijos de “pobres
honrados” y otras dos destinadas a descendientes de empleados militares. El Colegio de
San Carlos -así se llamaba, en honor al rey- estaba regido por un reglamento que
tomaba com referencia las constituciones del Colegio de Montserrat. Sus alumnos
concurrían a las clases diarias denominadas “estudios públicos de Buenos Aires”.
Cornelio Saavedra, Manuel Belgrano y Bernardino Rivadavia, entre otros, asistieron a
sus aulas. En 1807, durante las invasiones inglesas. el Colegio fue utilizado como
cuartel. Tras la declaración de la Independencia, su situación no alcanzó a mejorar. La
Gaceta del 13 de septiembre de 1810 se refirió al estado deplorable de los estudios
públicos, justificando su decadencia en los intereses de los jóvenes, quienes
“empezaron a gozar una libertad tanto más peligrosa cuanto más agradable, y atraídos
por el brillo de las armas que habían producido nuestras glorias, quisieron ser militares
antes de prepararse a ser hombres”. Recién en 1818 el Colegio fue rebautizado con el
nombre Colegio Unión del Sud y sus puertas reabiertas con un total de 48 alumnos
inscriptos.
Las acciones educativas en el interior del virreinato fueron dispares. En 1786,
el intendente de Córdoba Marqués Sobremonte impulsó la escuela gratuita y en 1791
expidió circulares ordenando que se establecieran escuelas de primeras letras en todos
los partidos y parroquias. Las escuelas estaban bajo el cuidado de las autoridades
pedáneas, quienes determinaban, junto a los sacerdotes, el lugar donde debía
edificarse. En Santa Fe, por el contrario, las pocas escuelas de primeras letras que
existían se encontraban dentro de los conventos de las órdenes religiosas. Sin embargo,
fue la escuela de San Carlos, fundada por los franciscanos en la localidad de San
Lorenzo -siete meses después de la revolución-, la primera en denominarse “escuela de
la Patria”.
Por su parte, los cabildos asumieron una mayor actividad en la regulación de la
educación, Desde 1771, para ser admitido como maestro, el candidato debía resolver,
ante las autoridades del Cabildo, un examen de doctrina cristiana, lectura, escritura y
aritmética; además debía presentar una constancia de buena conducta y limpieza de
sangre. A partir de 1810, los controles del Cabildo se intensificaron. En La Gazeta de
Buenos Aires del 3 de noviembre, las autoridades del Cabildo informaban que se había
enviado a dos regidores a visitar las escuelas para “observar su método y circunstancias
e informar en el acto a los preceptores (...) la necesidad de uniformar la educación y
organizar un método sistemático”. En el mismo periódico, el 26 de junio de 1811 el
maestro José Cirilo Conde ponía en conocimiento de los vecinos que

con permiso del Excelentísimo Cabildo, ha hecho apertura de una escuela de


primeras letras, para niños hijos de padres decentes. Los que gusten fiar la
enseñanza de sus hijos a este profesor, lo podrán hacer bajo el seguro, que
por su parte nada omitirá para lograr el mayor progreso y adelantamiento
de los jóvenes.

Quienes solo quisieran aprender a leer, debían abonar un peso fuerte por mes,
y dos para leer, escribir y contar. El maestro José también aceptaba pupilos “corriendo
de su cuenta toda mantención y asistencia, excepto el lavado” por una onza al mes.

Fervor de Mayo
En 1810 se inauguró en el Río de la Plata un nuevo estilo político, destinado a
satisfacer exigencias ideológicas también nuevas. Para Osear Terán, el esfuerzo por
significar la Revolución de Mayo tenía entre sus desafíos pensar una revolución “que
nació sin teoría”. Halperin Donghi refuerza esta imagen afirmando que la gesta de
Mayo es una “revolución que se hace de sí misma”. Si adscribimos a esas posiciones,
¿cuál fue el peso que las ideas ilustradas tuvieron en el proceso independentista?
Como mencionamos al comienzo de esta lección, es importante matizar la idea
de cambio que trae aparejado el discurso ilustrado. Agreguemos aquí que las
transformaciones sociales no tienen una única explicación, sino que están
determinadas por múltiples factores. En las últimas décadas del siglo XVIII, la
independencia norteamericana primero y la revolución francesa después,
contribuyeron a conmover los cimientos del antiguo régimen europeo y trasatlántico.
Sin dudas, el hecho desencadenante fue la invasión napoleónica a la península ibérica,
en 1808, que culminó con la sustitución de Fernando VII por José Bonaparte.
Pero el destino de las colonias americanas no sólo se jugaba allende el océano.
Las tensiones entre criollos y españoles iban en aumento, principalmente, por las
enormes dificultades que tenían los primeros para acceder a los cargos de la
administración colonial. Para José Luis Romero, esas tensiones condujeron a que,
hacia finales del siglo XVIII, se sobreimprimieran en América dos proyectos de ciudad
antagónicos: la ciudad hidalga, organizada en torno a un criterio jurídico que establecía
desigualdades entre los blancos y el resto de los sectores sociales (negros, mestizos,
extranjeros, indios) y la ciudad criolla, que postulaba la igualación jurídica entre
criollos o hijos de españoles nacidos en América y españoles europeos. En ese contexto,
la recepción del movimiento de la ilustración encontró en los criollos un público
interesado en conocer, debatir y difundir sus ideas.
El sujeto criollo desempeñó un papel central en los acontecimientos que se
desencadenaron a partir de 1810, Según Dardo Scavino, el criollo presentaba una
ambivalencia afectiva: “Es el aliado de los conquistados en la recuperación de sus
tierras y el descendiente del conquistador en su linaje”; cuando se los escucha, incluso
en los discursos educativos, “hay que constatar quien está hablando: si el americano o
el hijo de españoles, si el nacido en América o el oriundo de Europa, si quien defiende
su tierra o quien venera a sus ancestros”, Cuando los criollos hicieron suyos los
intereses de los americanos, priorizaron la “hermandad de suelo” y contribuyeron a
interpretar y elaborar un relato que Scavino denomina “la epopeya popular
americana”; en cambio, cuando se auto-percibían como “españoles americanos”, sus
reflexiones tematizaban la “novela familiar del criollo”. Esta es, para Scavino, la
contrariedad irresoluble presente en el discurso criollo.
¿Por qué traemos a colación esto? Pues porque en los siguientes apartados
abordaremos las ideas de dos criollos que se colocaron al frente del proceso
revolucionario, promoviendo la creación de instituciones culturales y educativas. Junto
al obispo José Antonio de San Alberto, Mariano Moreno y Manuel Belgrano
desarrollaron sendos idearios educativos para desandar una época de
transformaciones, polémicas y fuertes contrastes. Se trata de posiciones que presentan
puntos de convergencia, como el fortalecimiento de los vínculos entre educación y
trabajo, y puntos de divergencia, como los que se pueden verificar en los nuevos usos
políticos de la educación y la transmisión de la cultura.

Educación, religión y retórica ilustrada


Hacia el final del siglo XVIII, hubo quienes proponían una renovación
educativa de signo conservador. Las Cartas Pastorales redactadas por el obispo de
Córdoba del Tucumán, José Antonio de San Alberto, entre 1778 y 1790, resumen esa
posición. A través de esas misivas. San Alberto elaboró una imagen de la situación en el
Virreinato del Río de la Plata bajo el signo de un fuerte deterioro cultural y moral,
¿Cuáles eran esos males y cómo remediarlos? Según el obispo, los tres mayores males
que aquejaban algunas regiones de la colonia eran “la falta de una verdadera religión,
de una educación cristiana y de una ocupación honesta”.
El obispo atribuía a la extensión territorial la principal dificultad para
desplegar acciones educativas. Las enormes distancias entre los parajes poblados
impedían que sus habitantes incorporasen hábitos de trabajo o se preocupasen por la
educación de sus hijos: “Acabamos de visitar y ver nuestra numerosa feligresía,
esparcida en seiscientas u ochocientas leguas, y dividida en cincuenta y ocho Curatos.
[...] Toda esta extensión la ocupan de trecho a trecho los feligreses, viviendo en casas
pobres, reducidas y separadas unas de otras”.
Al problema de la distancia, San Alberto agregaba tres dificultades más: en
primer lugar, “a de hallar preceptor con aquella ciencia, conducta y cualidades, que son
tan precisas para enseñar a niños”, ya que “En el campo no abundan estas gentes, o
bien no querrían abandonar sus ocupaciones para desenvolverse como preceptores”. El
segundo impedimento tampoco resultaba menor: “si se hallase un Preceptor, faltarían
los arbitrios y un salario correspondiente a su trabajo”. Si fuesen vencidas estas dos
dificultades, el tercer problema consistía en definir “el lugar o paraje donde haya de
establecerse esta escuela con alguna comodidad, para que puedan concurrir
diariamente los niños”.
Una vez superados estos problemas, la obra educativa debía apuntar a
reafirmar las bases morales y espirituales sobre las que descansaba la autoridad del
Rey, San Alberto entendía mejor que nadie que, mientras los vasallos viviesen en un
estado de aislamiento, no podía esperarse de ellos amor y respeto hacia la figura del
monarca. A través de sus Cartas Pastorales propuso una renovación del contrato
pedagógico colonial, sobre la base de una aceptación voluntaria y consciente a la
autoridad del monarca por parte de los vasallos. La vía elegida para concretarla contuvo
elementos que expresaban una cierta renovación de corte ilustrado (por ejemplo, el
empleo del castellano en sus escritos en lugar del latín, o el fomento de la enseñanza de
los oficios mecánicos), articulados a una ortodoxia sin quiebres; condensando
elementos de dos universos discursivos: la concepción de la educación ligada a la
formación del vasallo y el repertorio de ideas educativas de cuño ilustrado.
En efecto, San Alberto no sólo se preocupaba por el lugar que debía caberle a
la enseñanza de los preceptos cristianos, sino por el lugar asignado a la formación en
oficios mecánicos. Él mismo preguntaba:

¿qué opulencia o felicidad no pueden esperarse en una ciudad, en una


provincia, en un reino, donde están florecientes las artes, la agricultura, el comercio y
el tráfico de gentes que lo habitan? Pues todo ello se halla donde los jóvenes, desde sus
primeros años, se aplican a la honesta ocupación de un oficio.

El obispo señalaba -en sintonía con otros hombres ilustrados de la península


ibérica, como Jovellanos y Campomanes- que la ociosidad era la fuente de las
desgracias sociales y que urgía disponer de todos los recursos para erradicarla. Para
combatirla, no dudaba en apelar a un lenguaje cargado de metáforas bíblicas: “La mano
débil y ociosa, dice el Espíritu Santo, causa pobreza y necesidad, así como la fuerte y
laboriosa produce abundancia y felicidad”. El eje puesto en el trabajo productivo y el
combate contra la ociosidad: he allí el factor ilustrado más saliente de su discurso.
Además, en las Cartas Pastorales, San Alberto incluyó las constituciones para
la creación de los Colegios de Niños y Niñas huérfanos y la redacción de un Catecismo
Cívico para ser enseñado en las escuelas de primeras letras. A través de estas
instituciones, buscaba difundir un nuevo modelo de enseñanza de la fe iluminada por la
razón. La fundación de dos Casas de niñas huérfanas (1782-1783) en las ciudades de
Córdoba y de Catamarca fue su obra educativa más importante. La instrucción estaba
dirigida a que “las niñas o niños criados en esas casas, después de saber las
obligaciones, que por Christianos deben a Dios, aprendan también las que por vasallos
deben a su Rey”. Los niños que formasen parte de estas Casas y que, a juicio del rector y
maestro de la Casa sobresaliesen, serían enviados a estudiar al Seminario. A los que “no
fueren de tanto talento”, se los retendría en la Casa hasta que aprendieran
perfectamente la Gramática. Finalmente, a los que no demostraran aptitudes para las
letras, se los destinaría al comercio, ubicándolos en la tienda de un mercader o de un
comerciante. En las constituciones se reglamentaba la aplicación de los castigos
corporales: “No dudamos que el castigo se hace preciso muchas veces para la crianza y
educación de los Niños, pero al mismo tiempo queremos y exhortamos al rector y
Maestros que cuando usen de él, sea atemperándolo con mucha misericordia”. Las
constituciones le sugerían al director que explorase otras alternativas “como es la
reclusión, el cepo, la privación de pitanza o la separación del trato de los demás”. Si con
ello el niño no escarmentaba, debía dársele noticia al obispo, quien tomaría las medidas
correspondientes, “pues no es razón permitir en este pequeño rebaño del Señor ovejas
roñosas, capaces de inficionar y perder a las demás”.

La fuerza de la industria

La figura de Manuel Belgrano convoca la atención por razones que convergen


en un punto central de nuestra tradición pedagógica: la importancia que otorgaron sus
escritos a la educación de los distintos sectores que integraban la sociedad colonial. En
un ámbito que había estado fuertemente subordinado a los debates de la cultura
católica, Belgrano introdujo una serie de propuestas inéditas relacionadas con el
desarrollo de la agricultura, la industria y el comercio, el mejoramiento de las escuelas
de primeras letras y la ampliación del derecho al acceso a sectores marginados de ellas.
¿Dónde radicaba el interés que demostró Belgrano por la educación? ¿Es
posible atribuirlo a la renovación de las ideas que produjo la corriente de pensamiento
ilustrada? Y si no fuera así, ¿dónde se forjó aquella sensibilidad? Un rasgo central del
ideario educativo belgraniano fue el de ubicarse entre dos tradiciones culturales y
educativas. Por un lado, Manuel Belgrano efectuó en sus escritos duras críticas a la
educación escolástica por “estar vendiendo doctrinas falsas por verdaderas, y palabras
por conocimientos”; por el otro, sugirió que no existía -para los maestros- objeto más
digno de enseñanza que “los fundamentos de nuestra Santa y Sagrada Religión en una
sociedad como la nuestra, donde todos profesamos la misma Religión”. ¿Se trata acaso
de una contradicción entre ideas ilustradas y preceptos religiosos?
Su formación intelectual estuvo marcada por la importancia cada vez mayor
que tuvo la economía política en la enseñanza superior hispanoamericana. La primera
experiencia en este sentido data de 1784, cuando se inauguró la cátedra de Economía
Civil en la Sociedad Económica Aragonesa, que a partir de 1787 se implementó en la
Academia de Leyes de la Universidad de Salamanca. El período en que se dictó esta
última coincide con la estancia de Belgrano en aquella ciudad. Allí, Belgrano tomó
contacto con las ideas de economía política que enseñaba uno de sus principales
promotores, Ramón de Salas y Cortés. Según Pastore y Calvo, a lo largo de cinco cursos,
el catedrático se propuso incorporar en la enseñanza “una dimensión histórica del
derecho explicando y enseñando en ella la Economía Política y la Práctica Forense, con
el propósito de instruir y formar políticos”.
Al retornar a Buenos Aires, Belgrano se desempeñó como secretario del
Consulado durante 16 años, entre 1794 y 1810. Su función consistía en velar por el
desarrollo económico del Virreinato, lo que le permitió poner de manifiesto un
programa de gobierno ilustrado teñido por las premisas de la economía política. Esas
ideas, difundidas a través del Correo de Comercio -diario del que fue cofundador- y de
las Memorias Anuales, aportaron a la configuración de una nueva concepción del
desarrollo productivo y moral de la patria. Pero la materialización de esas ideas no
resultó una tarea sencilla y la aceptación que ellas tuvieron debe ser ligeramente
matizada. El mismo Belgrano advertía que buena parte de sus propuestas encontraron
obstáculos insalvables que impidieron su implementación. En lo que concierne a sus
iniciativas educativas, vale mencionar que la escuela de Matemáticas propuesta por él
fue clausurada por la Corte, pues los españoles se oponían a su erección. La escuela de
Dibujo, en cambio, fue desmantelada ya que la Corte consideraba -según expresó
Belgrano en sus memorias- que “todos estos establecimientos eran de lujo y que Buenos
Aires todavía no se hallaba en estado de sostenerlos”.
Belgrano también elaboró un diagnóstico sobre la situación que atravesaban
las escuelas del Virreinato, presentando algunos puntos de contacto con el de San
Alberto, Llamaba a tomar conciencia sobre el estado de precariedad de la educación,
afirmando que las “escuelas de primeras letras, sin unas constituciones formales, sin
una inspección del Gobierno, y entregadas acaso a la ignorancia misma, y quién sabe, si
a los vicios” tenían que despertar la conciencia de las autoridades, quienes debían
“reunirse a poner remedio a tamaño mal, y prevenir las consecuencias funestas que
deben resultar de estado tan lamentable”, llegando a sostener que, en aquella situación
“Casi se podrá asegurar que los [indios] Pampas viven mejor”.
En particular, le preocupaba la situación que atravesaba la educación de las
mujeres, El 21 de julio de 1810 planteaba, en el Correo de Comercio, que las niñas de
Buenos Aires sólo contaban con una escuela pública, el colegio de huérfanas de San
Miguel, fundado en 1755, mientras que las demás recurrían a maestras particulares “sin
que nadie averigüe quiénes son y qué es lo que saben”. Para Belgrano, darle un impulso
a la educación del “bello sexo” era más perentorio que edificar una universidad, donde
habrían “aprendido algo de verdad nuestra juventud en medio de la jerga escolástica, y
se habría aumentado el número de nuestros doctores”, para afirmar preguntando:
“¿pero equivale esto a lo que importa la enseñanza de las que mañana han de ser
madres?” El problema en torno a cómo generalizar las buenas costumbres y la
moralidad encontraba una respuesta en la educación de las mujeres.
Entre sus lecturas, el joven secretario ponderaba especialmente las ideas del
Conde Pedro Rodríguez de Campomanes. No era el único: de hecho, existía un
significativo número de los escritos del asturiano -como el Discurso sobre la educación
popular de los artesanos, y su fomento (1775)- disponibles en las librerías de Buenos
Aires y en las bibliotecas de algunos porteños. La atracción que ejercían las ideas de
Campomanes residía en su capacidad de tender puentes entre las ideas elaboradas por
el sabio en su gabinete y la resolución de las necesidades concretas de labradores,
comerciantes y artesanos.
En efecto, un rasgo saliente que presentó el ideario educativo de Manuel
Belgrano fue el peso otorgado a la formación de hombres industriosos -un arco
temático que incluye desde la formación del artesano, hasta la del labrador, la hilandera
y el comerciante-. En sus escritos, sostuvo una decidida valorización de la formación
manual. En su condición de secretario del Consulado de Buenos Aires dispuso la
creación de las escuelas de dibujo, de náutica, de agricultura, de hilanzas de lana y de
comercio. En la Memoria del Consulado del 15 de julio de 1796, Belgrano expuso los
fundamentos que justificaban su creación. Sostenía que, para resguardar las artes y
fábricas establecidas en el país, era preciso suministrar los adelantos que permitieran
“animarlas y ponerlas en estado más floreciente”. El secretario del Consulado se
preguntaba: “¿Cómo pues, la pondremos en este estado? Con unos buenos principios
[...] Los buenos principios los adquirirá el artista en una escuela de dibujo... “El peso
otorgado a la formación profesional en sus escritos es tan significativo que, según
Rafael Gagliano, si tomáramos el conjunto de su obra, esta podría ser considerada “el
inicio moderno del pensamiento y la acción política tendiente a la articulación entre
formación, trabajo y mundo productivo”.
Pero sus ideas renovadoras se entremezclaron con las prácticas educativas
heredadas. En los reglamentos elaborados por Belgrano para la academia de dibujo,
donde se establecía que las clases se dictaban desde el 1º de noviembre hasta fin de
marzo -con excepción de la canícula- y desde abril hasta finales de octubre, también se
especificaba que el ingreso de aprendices negros y mulatos a sus aulas estaba
prohibido, estableciendo como requisito ser español o indio neto. Para ingresar a la
escuela los aspirantes debían tener por lo menos 12 años, no asistir con sombrero ni
fumar en la sala de enseñanza. Estas líneas de continuidad con las prácticas educativas
previas también pueden encontrarse en el reglamento de las escuelas del Norte,
redactado por Belgrano.
Las escuelas se crearían en las ciudades de Tarija, Jujuy, Tucumán y Santiago
del Estero empleando para ello el premio de 40.000 pesos que la Asamblea General
Constituyente le otorgaría por su desempeño al mando del Ejército del Norte. A pesar
de que Belgrano no alcanzó a ver las escuelas fundadas (una de ellas recién se edificó
191 años después, en la provincia de Jujuy), redactó su reglamento limitando el empleo
de castigos corporales (los azotes se reducían al número de 12 para faltas graves y sin
que fueran presenciados por los compañeros), estableciendo que los maestros de
primeras letras accederían al cargo a través de concurso y que durante las funciones del
Patrono de la ciudad, del aniversario de nuestra regeneración política y obras de
celebración”, al maestro se lo ubicaría en un sitio distinguido entre las autoridades
locales, “reputándolo como un padre de la patria”. Además, la puerta de la escuela
estaría precedida por el escudo con las armas de la soberana Asamblea General.
En suma, su ideario educativo combinó las concepciones religiosas propias de
la época con el reclamo de la ampliación del acceso a los estudios formales para sujetos
que hasta entonces no habían recibido instrucción alguna. En ese sentido, sus ideas
sobre educación fueron más originales que disruptivas, imbuidas de un eclecticismo
que navegaba entre las lecturas de Condillac y Smith y un respeto explícito -aunque por
momentos ambivalente- por la enseñanza escolástica. Los vientos de reforma que
soplan en sus escritos también dejan traslucir una genuina preocupación por un
modelo educativo que incluyera a las mujeres y a los pardos y morenos en las escuelas
de primeras letras.

Pedagogía y revolución
Mariano Moreno fue el principal referente del pensamiento ilustrado de tinte
revolucionario en el Río de la Plata. Como secretario de la Primera Junta de Gobierno,
exaltó la educación como vía privilegiada para la transformación de la sociedad. Lo hizo
a través de un doble exhorto: procurando extender los beneficios de la educación hacia
los diferentes sectores de la sociedad y sustituyendo un modelo educativo basado en la
obediencia al Rey por otro que profesaba el amor a la patria.
A los 12 años, Moreno ingresó en el Real Colegio de San Carlos. Según Jorge
Myers, cuando San Alberto visitó Buenos Aires, los protectores eclesiásticos locales de
Moreno lograron que el obispo asistiera a su examen final en el Colegio de San Carlos.
Tras escuchar la defensa pública y oral del joven Moreno, San Alberto ofreció a la
familia convertirse en su protector, y financiar el viaje a Chuquisaca.
La universidad de Chuquisaca, fundada por los jesuitas en 1552, era la
institución más prestigiada para realizar estudios jurídicos entre el Río de la Plata y el
Virreinato del Alto Perú. En 1799 -cuando alcanzó los 18 años- el joven Moreno partió
hacia allí, con el propósito de continuar sus estudios. Primero obtuvo el título de doctor
en teología y luego se incorporó a la Academia para el estudio del derecho, donde
obtuvo el grado de bachiller. Su objetivo consistía en incorporarse al círculo de
dirigentes que conformaban la administración colonial. Recordemos que, por ser
criollo, Moreno no era un “candidato natural” a ocupar un cargo en la administración
colonial, cuyos puestos estaban reservados para los hombres nacidos en la península
ibérica.
El viaje a Chuquisaca fue durísimo, demorándose dos meses y medio en cubrir
el recorrido. Su estadía en la ciudad andina fue costeada por Felipe Iriarte, un
eclesiástico del Alto Perú. Para ser admitido en los claustros universitarios, Moreno
debió presentar ante las autoridades un documento donde constaba su “limpieza de
sangre”, esto es, debió demostrar que entre sus antepasados familiares no había
presencia de negros o mulatos. A la universidad que lo recibió concurrían 500 personas
-entre docentes y alumnos- que se mantenían gracias al aporte de las rentas
eclesiásticas.
En aquel ámbito universitario, Moreno tuvo la posibilidad de leer a Rousseau,
Montesquieu, Filangieri y Jovellanos. Durante los cinco años que duró su estadía, la
sensibilidad de Moreno respecto de la situación a la que eran sometidos los indígenas
se intensificaría; el lujo Que caracterizaba la vida de un clérigo contrastaba con los
infortunios que debían atravesar los aproximadamente 15.000 indígenas que eran
explotados para extraer minerales de las minas de Potosí. Entre los habitantes de la
ciudad, todavía resonaban los ecos de la rebelión de Tomás Katari, el líder
insurreccional indígena que se había levantado en contra de “corregidores y curas
doctrineros”, y que concluyó con su asesinato.
Con el propósito de arrojar luz sobre esta situación de injusticia, en 1802
Moreno redactó su Disertación jurídica sobre el servicio personal de los indios. Según
Oscar Terán, en aquel escrito, el joven Moreno no hizo recaer sus críticas en la figura
del Monarca -a quien denomina “Padre clementísimo de los indios”-, sino en sus
delegados y vicarios presentes en América. Moreno elogiaba a la Corona, al tiempo que
exigía la abolición de los servicios forzados y lanzaba una acusación contra los
funcionarios coloniales que explotaban a los indígenas, recordando Que en ninguna
guerra europea se habían cometido crímenes tan aberrantes como los que los españoles
infligieron en América.
Tras la abdicación de Fernando VII en favor de José Bonaparte en 1808, los
acontecimientos tomaron un giro que hubiera sido inimaginable en los meses previos,
Moreno aprovechó la ocasión para tensar aún más las relaciones entre criollos y
españoles. En su Representación de los labradores y hacendados (1809), exclamó
“¡viva el Rey y muera el mal gobierno!”. Bajo esa consiga, Moreno disociaba la figura de
los reyes de la explotación avasallante que ejercían sus representantes en las colonias
sintetizando su apoyo al Rey y, simultáneamente, su repudio a quienes tergiversaban
las leyes de la Corona.
Como el cautiverio de Fernando VII se extendía, Moreno comenzó a poner en
duda la legitimidad de una Corona que estaba ausente de hecho. La necesidad de suplir
al Rey hizo de la soberanía un problema candente que desató un intenso debate
político. La creación de las Juntas de Gobierno en España -designadas como órganos de
gobierno legítimos durante la ausencia del Rey- habilitó la posibilidad de hacer lo
propio en América. Moreno buscó apoyarse en los argumentos de la teoría social clásica
-fundamentalmente en Rousseau- para otorgar sustento a las nuevas fuentes de
legitimidad.
¿Cuáles son los argumentos generales sobre los que se fundamentaba la
legitimidad en la teoría social clásica? El pensamiento de Rousseau se ubica, en
términos generales, en la matriz del pensamiento moderno. Sus ideas están
indisolublemente ligadas a la forma capitalista de organización de la producción y, por
ende, a una progresiva desaparición de los órdenes estamentales de la sociedad. El
pensamiento rousseauniano buscó establecer la igualdad jurídica entre las personas.
Para el “legislador de las naciones”, el único elemento natural que componía una
sociedad eran los individuos. ¿Cómo es posible la sociedad? A través de un contrato
social entre quienes la componen. Muy sucintamente, mencionemos que el contrato
social no es una hipótesis empírica, pues no postula que haya existido un momento
histórico donde los hombres llegaron a un acuerdo de convivencia. En cambio, llama la
atención sobre los problemas que conlleva carecer de un consenso básico que resguarde
la convivencia. Moreno comprendió que ese momento había llegado con la ruptura del
vínculo colonial y resumió su convicción afirmando, en la Gazeta de Buenos Aires:
“Estamos ciertos de que mandamos en nuestros corazones”.
En este contexto, pensar lo educativo no resultaba una tarea menor. Entre las
funciones asignadas a la educación proyectadas por Moreno, destacaba la intención de
construir un nuevo sujeto pedagógico: el ciudadano activo, en reemplazo del vasallo
fiel. Moreno no sólo se interrogaba sobre la naturaleza de la ligadura que uniría a los
hombres, sino sobre las prácticas y los rituales a través de los cuales se forjaría dicha
unión. Para ilustrar el problema, Moreno relataba una escena ejemplar: la jura de
Fernando VII.

Un bando del gobierno reunía en las plazas públicas a todos los empleados y
principales vecinos; los primeros, como agentes del nuevo señor que debía
continuarlos en sus empleos, los segundos por el incentivo de la curiosidad o
por el temor de la multa con que seria castigada su falta; el Alférez Real
subía a un tablado, juraba allí al nuevo monarca, y los muchachos gritaban:
¡viva el Rey! poniendo toda su intención en la moneda que se les arrojaba
con abundancia, para avivar la grita. Yo presencié la jura de Fernando VII,
y en el atrio de Santo Domingo fue necesario que los bastones de los
ayudantes provocasen en los muchachos la algazara que las mismas
monedas no excitaban. ¿Será éste un acto capaz de ligar a los pueblos con
vínculos eternos?

A través de esta imagen, Moreno ilustraba la importancia de cimentar un


nuevo pacto social a través de fundamentos y acciones más trascendentales que los
palos y las monedas. Entendía que la educación constituía la piedra angular para
consolidar la identidad de las nuevas repúblicas, asumiendo la dimensión política del
proceso educativo, sin que ello conllevase necesariamente a romper con los vínculos
establecidos por la religión.
Podemos distinguir tres grandes acciones de Mariano Moreno en el plano
educativo. La primera fue la creación de la Gazeta de Buenos Aires, el 7 de junio de
1810, que iba unida a la libertad de imprenta, sancionada el 22 de abril de 1811. La
publicación de un periódico promovía nuevas formas de sociabilidad, a través de la
producción del escrito y la lectura. El reglamento de libertad de imprenta establecía en
su artículo 1º que “Todos los cuerpos y personas particulares de cualquier condición y
estado que sean, tienen la libertad de escribir, de imprimir y de publicar sus ideas
políticas, sin necesidad de licencio, revisión y aprobación alguna anteriores a la
publicación”, aboliendo los juzgados de imprenta, pero conservando, a través de su
artículo 6, la censura de los ordinarios eclesiásticos en los libros que abordasen temas
religiosos.
La segunda medida educativa se dio a conocer, precisamente, a través de aquel
periódico. Allí se informó que la Junta había decidido fundar una Biblioteca Pública. En
el artículo, Moreno sostuvo que “Los pueblos compran a precio muy subido la gloria de
las armas” y que “Buenos Aires se halla amenazado de tan terrible suerte [...] minado
sordamente la ilustración y virtudes que las produjeron”. Por esta razón, resultaba
urgente establecer una biblioteca que resguardase y difundiese la cultura. En la nota,
Moreno exhortaba a los “buenos patriotas” a que se suscribieran a ella, para costear los
gastos que permitiesen dotarla de un mobiliario adecuado. Asimismo, nombró como
bibliotecarios a Saturnino Segurola y a Fray Cayetano Rodríguez. En aquel contexto, la
fundación de la biblioteca surgió -según Horacio González- “de una noción de peligro”,
que tuvo su origen en “la desesperación y su contrario, la absurda fe en la ilusión del
conocimtento”. El artículo de Moreno al que hacemos referencia, lejos de ser un decreto
de creación, adquiere -para González- “la textura de un manifiesto liminar”.
La tercera medida que emprendió Mariano Moreno fue traducir y publicar el
Contrato Social de Rousseau, pues consideraba que esa obra era el exponente de un
avanzado espíritu político. Aun más, propuso que se distribuyera en las escuelas de la
Patria. Se trataba de una medida novedosa, si consideramos cuáles eran las pautas de
lectura que guiaban la enseñanza en las escuelas de primeras letras. Para Rubén
Cucuzza, la distribución del libro de Rousseau en las escuelas de primeras letras no sólo
resultaba significativa por las ideas del autor, sino porque planteaba un nuevo
“contrato de lectura” que reemplazaría la lectura coral y a viva voz por una lectura
individual e interiorizada.
El 22 de diciembre de 1810, Moreno mandó imprimir 200 ejemplares. La
portada del Contrato Social traducido por el secretario de la Primera Junta presentó
tres aspectos llamativos, que lo distinguen del original: en primer lugar, se refería a
Rousseau como “el ciudadano de Ginebra “, sugiriendo que aquel libro debía ser leído
por sujetos que reportaban un status social equivalente. En segundo lugar, la impresión
del ejemplar estaba especialmente dedicada a los “jóvenes americanos”, a quienes
buscaba sumar a la causa emancipatoria. Finalmente, se indicaba que la impresión se
había realizado en la Casa de Niños Expósitos, dejando en evidencia que la imprenta,
originalmente concebida por el Virrey Vértiz como instrumento de gobierno y
evangelización, se colocaba ahora al servicio de los ideales revolucionarios.
Existen controversias sobre el destino final de los ejemplares del Contrato:
para algunos, estos nunca llegaron a manos de los alumnos, mientras que, para otros,
apenas circularon en las aulas, ya que fueron considerados inadecuados para la función
que debían desenvolver y cancelados por el Cabildo el 5 de febrero de 1811. En cambio,
fue utilizado con fruición el Tratado de las obligaciones del hombre, del sacerdote
español Juan Escóiquiz -que ya había sido recomendado en 1771-, para que fuese
repartido gratis por única vez entre los niños pobres. El Cabildo imprimió 1.000
ejemplares del libro en cuestión. Ese mismo año, también se adquirieron 268
ejemplares del Compendio de gramática castellana dispuesto en diálogo que también
debían repartirse entre los niños que asistían a las escuelas de la patria.
En suma, las iniciativas educativas de Mariano Moreno chocaron con una
situación política inestable. Los ideales educativos que buscaba difundir requerían un
tiempo con el que no se contaba. Probablemente, los apremios de la guerra, las
enormes dificultades para aunar voluntades y recursos económicos constituyeron el
mayor obstáculo de los nuevos grupos dirigentes para impulsar el nuevo proyecto
educativo.

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