Grushenka - Anonimo
Grushenka - Anonimo
Grushenka - Anonimo
erótica, como uno de los libros más misteriosos de la historia del erotismo. Su origen
constituye aún ahora un gran enigma para los estudiosos en la materia. No obstante,
Grushenka se ha situado entre los clásicos del género.
Su supuesto autor, un anónimo ruso, habría escrito, en la segunda mitad del siglo XVIII,
esta biografía de una sierva rusa a partir de unos documentos hallados por él en los
archivos del Departamento de Policía de Moscú.
En la presentación de esta edición se describen los debates suscitados en Occidente en
el momento de su publicación en Europa. Las aventuras eróticas de Grushenka están
estrechamente vinculadas a su condición de sierva en la Rusia del siglo XVIII, así como a
la trayectoria de su esfuerzo, primero por sobrevivir, luego por liberarse y, más tarde, por
independizarse de la esclavitud. Su historia empieza en el momento en que un aristócrata
sin escrúpulos la compra para el servicio de su esposa.
Tras suplantar a esta en la satisfacción de las necesidades sexuales de su amo,
Grushenka, repudiada, emprende una serie de aventuras a cuál más peculiar: desde su
paso por una tienda de modas, que no es más que la tapadera para un negocio mucho
más lucrativo, hasta su empleo en un establecimiento de baños de vapor, donde debe
satisfacer las caprichosas aficiones de clientes de ambos sexos, su vida es un continuo
aprendizaje de las extrañezas sexuales y de la psicología de sus distintos amos.
Esta experiencia la coloca finalmente en situación de emplear toda la astucia de que es
capaz para alcanzar por fin su autonomía: se convierte en dueña de uno de los más
célebres prostíbulos de Moscú.
Anónimo
Grushenka
Tres veces mujer
ePub r1.1
karpanta 05.10.13
Título original: Grushenka
Anónimo, 1933
Traducción: Xavier Rov
Diseño de portada: rosmar71
Memorabilia
Al dorso, en página par, puede leerse, no sin cierto desconcierto, el siguiente texto:
Siguen el prólogo de J.D. y el supuesto prólogo a la segunda edición rusa, fechada en Kiev, en
1879.
¿Quién era J.D.? Según él mismo señala en su prefacio, un joven estudiante de Princeton
(USA), residente en París, ardiente admirador de la narrativa rusa y, al parecer, aún más de la
experiencia vivida por la URSS después de la Revolución de Octubre. Todo ello, lo incita a viajar
a la Unión Soviética a principios de los años treinta, donde aun pequeño grupo de artistas e
intelectuales le recomienda la lectura de Grushenka.
¿Quién era Grushenka? En el supuesto prólogo a la edición rusa de Kiev, nos informan que
Madame Grushenka Pawlovsk fue un personaje célebre en el Moscú mundano de mediados del
siglo XVIII. A raíz de un asesinato, se vio involucrada en un caso que podía comprometer su carrera
como administradora de uno de los más famosos prostíbulos de la ciudad. Para demostrar su
inocencia, narró con todo detalle a la Policía su azarosa vida de sierva bajo el dominio de nobles y
zares. Al parecer, este testimonio, que se conserva todavía, según dicen, en los archivos de la
Policía moscovita, fue recogido por un biógrafo anónimo quien habría redactado la versión que
llegó a manos de J.D. durante su estancia en Moscú.
Ahora bien, nadie en ninguna parte señala cuándo se escribió el libro, dónde, ni en qué
circunstancias se publicó la primera edición. Tampoco se nos informa en qué biblioteca pública o
privada se encuentra en la actualidad el manuscrito original, o bien, de haber sido destruido éste,
algún ejemplar de la citada segunda edición. Por otra parte, eruditos aficionados a la Erótica, tanto
norteamericanos como rusos, han investigado por su cuenta no sólo en los principales catálogos de
obras eróticas, desde el célebre Index Librorum Prohibitorum hasta el Register of Erotic Books,
sino también en las múltiples Bibliotecas Nacionales o universitarias de USA y Europa, sin
encontrar constancia alguna de esta obra.
Algunos de estos mismos eruditos, versados no sólo en literatura rusa, sino también en
historia, han intentado demostrar, poniendo en evidencia graves errores históricos, un gran
desconocimiento de las costumbres rusas del siglo XVIII y las múltiples incongruencias halladas
tras un examen atento de Grushenka, que esta obra no ha podido de ninguna manera ser escrita por
un ruso y menos aún por un ruso del siglo XVIII. Han investigado incluso la genealogía de los
apellidos aristocráticos de los nobles que circulan por la novela sin hallar rastro alguno de su
existencia en la Rusia de la época. Han probado con abundancia de detalles cuáles son estos
errores; por ejemplo, en la descripción de trajes inconcebibles en aquel siglo (y, en cambio,
frecuentes un siglo después) y, sobre todo, del trato entre amo y siervo y de la vida social en
general. Otros añaden a estos argumentos el que la segunda parte del título, o sea «tres veces
mujer», supuestamente inspirado del proverbio ruso transcrito en la portadilla de la edición
inglesa de 1933, no tiene razón de ser, pues este proverbio jamás existió en Rusia.
Pero supongamos, como muchos lo han hecho ya, que Grushenka es un libro erótico de un
autor ruso. Supongamos, como tampoco resulta descabellado suponer, que, debido a la represión y
la persecución de las que han sido víctimas en todos los tiempos las obras de índole erótica, ésta
haya tenido, como tantas otras, que someterse a las leyes de la clandestinidad: reediciones
apresuradas y descuidadas, retocadas, «adaptadas», abreviadas, que acaban por desfigurar el
original. Podemos también suponer que Grushenka, a través del tiempo y de sus posibles
múltiples reediciones, haya sido «modernizada» por sus distintos editores en el intento de que el
lector de su época se sintiera más identificado no sólo con el personaje, sino también y sobre todo
con su entorno. Esto justificaría los errores históricos y las incongruencias. Sin embargo, no
caigamos en el engaño de creer que estas suposiciones son suficientes para asegurar que
Grushenka es una biografía auténtica del siglo XVIII, como lo afirma el prologuista de la segunda
edición de Kiev. Pero sí nos permiten imaginar la posibilidad de una obra de ficción, escrita en
forma de biografía, «truco» por lo demás muy frecuente entre escritores eróticos. Y, como todos
sabemos, la ficción se rige por leyes infinitamente más flexibles y generosas que las que manejan
los eruditos, las ratas de biblioteca y los fanáticos de la Verdad.
Podríamos asimismo suponer otra posibilidad, esgrimida ya por algunos intelectuales ruso-
americanos. Consistiría en imaginar que J.D. fue, de hecho, un joven estudiante norteamericano,
amante de la Erótica y quizás aún más de la Revolución de Octubre; que viajó, efectivamente, a la
URSS donde conoció a ese «grupo de artistas e intelectuales» quienes le incitaron a la lectura de
Grushenka. Si seguimos imaginando, podríamos llegar a creer que, ante el ingenuo doble
entusiasmo del joven norteamericano, sus amigos moscovitas le gastaron una broma muy en la
mejor tradición del humor literario ruso, y le entregaron, como un clásico del erotismo, un texto
escrito por uno o algunos de ellos, o bien inspirado en otra novela ya existente, o bien realmente
original. Según, pues, la misma hipótesis, J.D. podría haber regresado de la URSS convencido de
haber rescatado un texto clásico y lo publica como tal… En cualquier caso, la calidad literaria de
la versión que ha llegado hasta nosotros no sugiere una obra apresurada e improvisada.
En fin, el hecho es que, auténtica o apócrifa, realidad o mixtificación, testimonio o ficción,
Grushenka ha pasado a ser hoy la Fanny Hill de la literatura erótica rusa, un libro indispensable en
cualquier biblioteca erótica rigurosa.
Los editores.
Prólogo a la primera edición occidental (en inglés).
Gracias a mi admiración profunda, sí, una auténtica veneración por los grandes novelistas rusos,
empecé hace mucho tiempo a sentir gran simpatía por Rusia y los rusos. Quizá ese interés por lo
eslavo fuera, sobre todo, el anhelo romántico de un joven estudiante de Princeton por lo lejano, lo
exótico (o mejor dicho, lo erótico). Sin embargo, al ser derrocado el régimen zarista, esa simpatía
aumentó en lugar de disminuir. Porque entonces Rusia pareció ofrecer no sólo incienso a los
sentidos, sino también vitalidad al intelecto y al espíritu. Esa predisposición mía se hizo tan
perentoria que conseguí finalmente arreglar mis asuntos el año pasado en París y volar hacia
Moscú con tanta agitación e ilusión que temía un desengaño.
Mis ilusiones acerca de Rusia no se desvanecieron. Por el contrario, se confirmaron gracias a
una gloriosa realidad. ¡Un pueblo liberado, una nación realmente dedicada a los derechos del
hombre! Pero no es ésta la tribuna desde la que expresaré mis opiniones sobre Rusia; las expongo
extensamente en otro libro que pronto publicaré. Aquí me ocuparé de la biografía de Grushenka, y
su publicación en inglés.
Por lo general la literatura erótica, tal como la conocemos en Europa y América, no encuentra
lugar en los actuales planes soviéticos. Los libros eróticos, como Memorias de Fanny Hill, El
Jardín perfumado, La autobiografía de una pulga textos de hoja dominical comparados con
Grushenka están severamente prohibidos. Y, sin embargo, Grushenka, aunque no esté
oficialmente aceptado por las autoridades soviéticas, no es del todo mal visto. La razón radica, sin
duda, en el indiscutible valor que representa para la propaganda. No puede ignorarse un relato tan
auténtico de los abusos indecibles la licencia total de la Rusia zarista.
Tampoco puede ignorarse Grushenka desde el punto de vista literario. A diferencia de
cualquier otro libro del género, encontramos en éste un admirable testimonio del personaje y de su
vida. No solamente se traza el desarrollo mental y emocional de la sierva Grushenka, sino que
también se describen minuciosamente los cambios de su cuerpo de año en año. Las experiencias y
los abusos sexuales están narrados tal como sabemos que han debido suceder, no como
quisiéramos que hubieran sucedido. Esta asombrosa veracidad, esta sinceridad, esta ausencia de
romanticismo son devastadoras. No olvidemos el tono sostenido de la narración en la que desfilan,
además, las costumbres sociales de la época. Nos encontramos sin duda frente a una auténtica obra
literaria.
Me recomendó la lectura de Grushenka un pequeño grupo de artistas e intelectuales que se
empeñaron en brindarme todas las comodidades que un hombre de mi temperamento considera
necesarias, por encima de cualquier ideología. Mi conocimiento del ruso es rudimentario, y sólo
después de conocer a Tania pude tener una idea del contenido de esta obra. Estaba yo tan intrigado
que Tania y yo nos unimos inmediatamente para traducir a Grushenka al inglés con todos los
cuidados. El experimento fue altamente educativo para ambos, puedo decirlo sin pecar de
inmodesto. Seis meses después, volví a mi apartamento de París con el manuscrito inglés de
Grushenka.
Tomé la decisión de publicar Grushenka cuando uno de mis viejos amigos, un marino con
aficiones literarias, aceptó la delicada tarea de transportar los tomos publicados a Inglaterra y
Norteamérica. Mis relaciones profesionales con editoriales de ambos países me facilitaron el
contacto con intermediarios de confianza para su distribución.
Los beneficios financieros que obtenga con la aventura serán enviados a Tania. Siendo lo que
es, una mujer emancipada de la Rusia roja, entregará sin duda el dinero a alguna guardería pública
o a algún investigador del Control de la Natalidad; ambas causas son buenas.
Ve, pues, Grushenka, hacia tus lectores de habla inglesa. Ojalá te conviertas en un arma en
favor de la U.R.S.S., en un mensaje para Tania, en una aportación a la literatura. Que tu nuevo
auditorio te encuentre tan llena de vida y palpitante como te encontré yo al traducirte.
J. D.
París, 2 de enero de 1933.
Prólogo a la segunda edición rusa
(Petrovsky Editor, Kiev, 1879)
Poca duda cabe ya sobre el hecho de que Grushenka vivió realmente a principios del siglo XVIII, y
de que su vida está narrada con fidelidad en este libro. Múltiples documentos lo confirman.
Grushenka, que era conocida en la sociedad mundana de Moscú como Madame Grushenka
Pawlovsk, se vio involucrada, en 1743, en la muerte repentina del venerable Yuri Alexandrovich
Rubín. Contó entonces la historia de su vida a los funcionarios que llevaban a cabo la
investigación. Un registro completo de su testimonio se encuentra todavía en los archivos secretos
del Departamento de Policía de Moscú. La persona que escribió la biografía de Grushenka se
interesó por ella precisamente al examinar esos expedientes.
Al parecer, Grushenka contó con todo detalle los pormenores de su vida con el fin de
demostrar que era totalmente inocente en la muerte de Yuri Alexandrovich. Y también para
demostrar que una de sus muchachas, de quien se sospechaba de haber envenenado el vino del
occiso, no podía haber cometido semejante acción. Yuri Alexandrovich había sido uno de los
mejores clientes del establecimiento de Madame Grushenka, por lo tanto, ésta alegaba que tanto
ella como sus muchachas tenían el mayor interés en que disfrutara de salud y bienestar.
Es de destacar el que en la declaración de Grushenka no figure la historia de su niñez, su
adolescencia, sus padres, ni sus orígenes. Y, por supuesto, también silencia la segunda parte de su
vida y su fin. El autor no ha podido encontrar el menor rastro de ella, pero nos asegura que ha
localizado y estudiado los expedientes del divorcio de Alexei Sokolov y los documentos
familiares de Asantcheiev, y que esos documentos coinciden y corroboran la citada declaración de
los archivos policiales. También nos dice que leyó y estudió muchas cartas escritas en la época,
así como publicaciones y gacetillas, que atestiguan la exactitud de sus descripciones. Si ha
añadido algunos detalles de su propia cosecha, tenemos que reconocer que sólo han servido para
trazar un cuadro más realista de la vida de Grushenka y la moral de su tiempo.
Queda la cuestión de saber si la historia de la vida de Grushenka tiene en verdad suficiente
interés e importancia como para ser contada. Era, por supuesto, sólo una sierva, una simple
esclava, presa fácil de la clase dominante y las instituciones sociales de su época, abocada a todo
tipo de aventuras que solían concluir con palizas y abusos sexuales. Pero su historia, en el telón de
fondo histórico en que transcurre, demuestra que hasta una sierva, pese a tener en contra suya
todas las circunstancias, podía alcanzar cierta seguridad y cierto poder, si poseía las cualidades de
carácter de una Grushenka.
1
Katerina caminaba con gran desazón por una de las calles sin pavimentar del barrio norte de
Moscú. Tenía muchos motivos para sentirse incómoda y de mal humor. Había llegado la
primavera, pronto la familia y su servidumbre marcharían al campo, y todavía no había logrado
cumplir la orden de su ama, la joven y caprichosa princesa Nelidova Sokolov.
Al principio, la princesa Nelidova no lo había expresado más que como un deseo, como un
capricho. Pero últimamente lo había pedido, más aún lo había exigido. La joven princesa se había
vuelto muy irritable. Siempre estaba agitada, intranquila, no podía siquiera formular un deseo con
serenidad. Y no le correspondía a Katerina discutir las órdenes de su ama. Era la dama de
compañía, una sierva vieja y de toda confianza, endurecida por los trabajos rudos, agobiada ahora
por el peso de dirigir los quehaceres de la casa. La habían educado para obedecer órdenes y
ejecutarlas con rapidez. A Katerina no le preocupaba el castigo. No temía el látigo. No, no era eso.
Sencillamente quería cumplir con su deber, y éste consistía en satisfacer a su señora.
Lo que la princesa Nelidova deseaba era una sierva que tuviera exactamente sus medidas, que
fuera como su doble. Puede parecer extraño que Nelidova abrigara semejante deseo, pero no lo
era. En realidad, le destrozaba los nervios la tortura —eso pensaba ella— de estar de pie, posando
horas y horas en el probador, mientras el sastre, el modisto, el zapatero, el peluquero, y todos los
demás artesanos se afanaban alrededor de su cuerpo. Por supuesto, a cualquier mujer le gusta
adornarse, escoger e inventar lo que mejor le sienta. Pero, de repente, Nelidova tenía prisa, prisa
de vivir, de disfrutar, de jugar a ser una gran dama, de estar en todas partes, de que la vieran, y,
finalmente y ante todo, de ser admirada. Ser admirada y envidiada por las mujeres significaba
trajes y más trajes. Y eso suponía estar de pie, quieras o no, y sufrir que la tocaran las sucias
manos de las modistas. La princesa despreciaba a las modistas como a toda persona que trabajara,
y las trataba con desdén e injusticia. No le gustaba su olor, pero tenía que aguantarlas para parecer
bella y rica.
¡Rica! Esa era la palabra que siempre tintineaba en los oídos de la princesa recién casada.
¡Rica! ¡Poderosa! ¡Una personalidad en la Corte! ¡Dueña de muchas almas! Por supuesto, había
que pagar un tributo cuyas consecuencias adquirían repugnantes matices. El precio consistía en
estar casada con Alexei Sokolov. Era odioso, pero ¿qué remedio? No podía confesarlo ni a sus más
íntimas amigas. Siempre tenía conciencia de porqué tenía que soportarlo, pero no se le había
ocurrido aún la forma de evitarlo.
Porque Nelidova había sido terriblemente pobre. Tan pobre que en el convento en que se había
criado no le habían dado lo suficiente de comer. Las monjas la empleaban de fregona y, en las
grandes fiestas en que las demás jóvenes aristócratas ofrecían cirios a los santos, grandes como
leños, ella no podía comprar ni siquiera una vela. Su padre había sido un gran general y un
brillante aristócrata, su madre una princesa tártara. Pero cuando su padre, en una de sus
acostumbradas borracheras, cayó al Volga, donde se ahogó, la familia quedó sin un penique.
Parientes mal intencionados repartieron su prole en instituciones y fundaciones caritativas.
Al cumplir los veinte años, y sin el menor deseo de hacerse monja, Nelidova fue adoptada por
una tía vieja, medio ciega, que vivía en un pueblo. Allá se encontró atada a una inválida medio
chiflada, que le daba palizas de vez en cuando, como era costumbre entonces con las chicas
solteras, aun cuando fueran jóvenes educadas. Por eso le pareció casi un milagro la posibilidad de
casarse con el poderoso Alexei Sokolov. Era un sueño en el que no podía creer, y, cuando se
convirtió en realidad, Nelidova tuvo que pellizcarse más de una vez para tener la seguridad de que
estaba despierta.
Aquel matrimonio se había concertado por correspondencia, según era costumbre en la época.
En la pequeña ciudad en que vivía Nelidova, un joven veleidoso, hijo del comandante militar del
distrito, se enamoró de tal forma de Nelidova que declaró a su padre que se casaría con ella a
pesar de que era pobre y no tenía posición social. El padre, como suele suceder, no quiso dar su
consentimiento. Por lo tanto, le pareció conveniente alejar a la joven de su hijo casándola con otra
persona. Como era condiscípulo del poderoso príncipe Alexei Sokolov, y había mantenido
correspondencia con él durante largos años, le escribió tales alabanzas de la virtud y el encanto de
Nelidova que consiguió que aquel solterón se comprometiera con la joven por correo.
No cabía la menor duda de que Nelidova no dejaría escapar la ocasión. El ex gobernador,
príncipe Alexei Sokolov era conocido en toda la región como uno de los terratenientes más ricos,
personaje político de la Corte y refinado anfitrión. Era uno de los poderosos de su tiempo, y había
heredado fortunas, que triplicó gracias a golpes audaces cercanos al robo. A Nelidova no le
preocupó en absoluto que le llevara treinta y cinco años. Todo aquello era para ella una suerte
inesperada. Pero que él aceptara casarse con ella la sorprendía.
No podemos decir si Sokolov habría podido obtener la mano de alguna de las ricas damas de la
Corte, pero lo cierto es que tenía sus buenas razones para decidir de pronto casarse con la joven
desconocida. No tenían nada que ver con el hecho de que ella fuera noble, e hija de uno de sus
antiguos amigos. No, la verdad era que Sokolov quería fastidiar a sus parientes. Contaban ya con
su muerte, habían calculado lo que iban a heredar de él, y en realidad les habría encantado
envenenarle. ¡Ahora, que padezcan! Se casaría con aquella muchacha que era joven y saludable, y
tendría hijos. Y toda aquella corte de parientes tendría que alejarse con las manos vacías.
Una vez tuvo aquella idea luminosa, Sokolov actuó con su habitual rapidez. Nadie debía
saberlo de antemano. Escribió simplemente una carta a Nelidova, sin hacer referencia alguna a su
correspondencia anterior con el amigo que la había recomendado; en ella le incluía 5 000 rublos
de dote y una sortija que había pertenecido a su madre; además, le comunicaba que le enviaba un
carruaje y que la esperaba sin falta a su regreso. Le aconsejaba un viaje por etapas con el fin de
que no se cansara demasiado antes de la ceremonia que tendría lugar en cuanto llegara a Moscú.
Y allí estaba el hermoso carruaje, conducido por un enorme cochero y dos lacayos, delante de
su puerta. ¡Y 5 000 rublos!… Nunca en toda su vida había visto tanto dinero. Así se confirmaba la
hipótesis del comandante: todo había sido obra suya. Pues bien, Nelidova subió al coche y no viajó
«por etapas», sino tan aprisa que el cochero tuvo que relevar varias veces los caballos. Nelidova
no sintió el menor cansancio, estaba tan excitada que no sintió ni la falta de sueño ni de comida.
Vivía como en un trance.
Tampoco abandonó ese estado al conocer al novio. Ningún poeta habría podido convertirlo en
un amante atractivo. Tenía entre cincuenta y sesenta años; era bajito, calvo y rudo, con una
enorme barriga debajo de un pecho velludo. Sólo cuando Nelidova se encontró con él en la cama
cayó en la cuenta de la repugnante realidad… pero esa parte de la historia se verá más adelante.
Una vez convertida en esposa de Sokolov, la joven princesa se dedicó de cuerpo y alma a la
diversión y al desenfreno. Tenía que recuperar el tiempo perdido y sacar el máximo provecho de
aquel contrato. Por lo tanto, durante su vida en Moscú, no omitió ocasión alguna de placer.
Trataba a sus sirvientes con cruel brutalidad; se volvió nerviosa, irascible e inquieta. No dejaba de
pensar un solo instante en aquello que podría serle agradable. Había decidido que no quería seguir
probándose vestidos, y tener sustituía. Y por eso ordenó a Katerina a que fuera a comprar a una
doble.
Hacía tiempo que Katerina intentaba contentar a su ama después de que ésta sufriera varias
jaquecas a consecuencia de las últimas sesiones de prueba de los trajes de otoño. Pero hasta ahora
Katerina no había tenido éxito. No porque la figura de la princesa fuera extraordinaria, sino
porque aquellas campesinas esclavas tenían tipos miserables: huesos muy gruesos, espaldas
anchas, caderas voluminosas, piernas y muslos carnosos. Por otra parte, Nelidova tenía pechos
abundantes, ovalados y en punta, que sobresalían por encima de una cintura muy esbelta. Tenía
piernas rectas, bien formadas y manos y pies pequeños y aristocráticos.
Nadie conocía esos detalles mejor que la vieja gobernanta, porque ella misma había tomado
las medidas del cuerpo de Nelidova. La «madrecita», como la llamaban sus siervos, no se había
movido mientras Katerina le medía la estatura, el busto, la cintura, las caderas, las nalgas, los
muslos, las pantorrillas, y también el largo de los brazos y las piernas. Nelidova se había quedado
muy quieta, sonriendo, pensando que era la última vez que tenía que probarse ella.
Katerina había tomado las medidas a su aire. No sabía leer ni escribir, ni podía emplear el
centímetro con la misma habilidad que aquellos modistos franceses de pedante lenguaje. Por lo
tanto, compró cintas de todos los colores, un color para cada medida, y las cortó con precisión.
(Podía recordar sin equivocarse el color que representaba cada cinta, por ejemplo, la muñeca o el
tobillo, porque aquella campesina ignorante, gorda y de cabello algo gris, tenía una memoria muy
superior a la de los instruidos y cultos). Aquellas cintas de colores fueron luego cosidas
cuidadosamente una a otra, formando una única cinta larga, en el orden en que Katerina había
tomado las medidas. Había constituido prácticamente un patrón de las proporciones de Nelidova.
Pero ¡cuántas veces había tratado en vano Katerina de encontrar a alguien que tuviera esas
medidas! Al principio había visitado las casas de otros aristócratas, y, tras una charla amistosa con
el mayordomo o la gobernanta, había pasado en revista a las jóvenes siervas con el fin de adquirir
a alguna en el caso de que ya no hiciera falta en aquella casa o si el amo ya no la quisiera como
amante. Pero ni siquiera entre las doncellas había encontrado una cuyas medidas se parecieran a
las de su ama. Entonces visitó los mercados de siervas, que se organizaban de vez en cuando para
intercambiarlas entre las distintas casas de la aristocracia. Después, visitó a los que podríamos
llamar «traficantes», personas que, en otros tiempos, habían sido mayordomos y que, liberados
por una u otra razón, conseguían una pequeña renta comprando y vendiendo siervos, en particular
mujeres hermosas que vendían a los prostíbulos que habían empezado a proliferar en aquellos
tiempos en Moscú, según la moda recientemente importada de París. Katerina había buscado
durante todo el invierno pero, aunque a veces tropezaba con alguna joven que se aproximaba a los
requisitos, le habían ordenado encontrar a la que los cumpliera exactamente. Pero ¿cómo
conseguirla?
En todo eso iba pensando Katerina aquella tarde de abril —sería probablemente en el año de
1728— mientras se dirigía a la casa de un traficante privado que vivía en el barrio pobre, al norte
de Moscú. La prisa que de pronto se apoderó de ella la impulsó a hacer algo que, en ella, resultaba
extraordinario. Llamó a un droshki estacionado en una esquina, uno de esos coches de caballos sin
garantía alguna de llegar a su destino. El cochero, algo borracho, se puso en marcha de mal humor,
tras haber regateado el precio hasta que a ella le pareciera conveniente. No tardaron en trabar una
animada conversación; al cochero le era tan imposible como a ella estar callado; se rascaba la
larga cabellera mientras su hambriento y cansado caballo iba tropezando en los adoquines.
Como Katerina no estaba acostumbrada a guardar nada para sí, el cochero se enteró en seguida
de que estaba buscando una sierva para su ama. Vio que se le presentaba una oportunidad y le dijo
a Katerina que una de sus primas, que había conocido tiempos mejores, estaba a punto de vender a
dos de sus muchachas, jóvenes, fuertes, trabajadoras, buenas y obedientes. Pero Katerina no quiso
escucharlo. Estaba decidida a llegar a su destino, y allá fueron. Katerina pagó al cochero que se
fue cuando ésta lo despidió sin querer que la esperara a que terminara sus recados.
En casa de Iván Drakeshkov esperaban a Katerina, pues había enviado previamente un mensaje
diciendo que quería ver a las muchachas que tenían, antes de que las vendieran en subasta. La
saludaron con dignidad y casi con respeto, pues un comprador adinerado siempre es bienvenido.
Iván Drakeshkov vivía en una casita de una sola planta, rodeada por un jardincillo mal cuidado
donde unas cuantas gallinas picoteaban la tierra después de la lluvia. Iván la había comprado
cuando era un tallista de ébano muy apreciado. Se casó entonces con la doncella de una gran
duquesa, quien la obsequió con dote y libertad. Pero Iván había empezado a perder la vista, estaba
casi ciego, y su esposa, quien en otros tiempos había sido alegre y generosa, se había vuelto
amargada, una arpía que maltrataba sin piedad a su marido. En realidad, ella fue quien empezó el
negocio de los siervos, y ganaba lo justo para comer y comprar leña, pero jamás para la botella de
vodka que Iván tanto esperaba en vano. «El que no trabaja no bebe» decía ella, y obligaba a su
inútil esposo a fregar los platos.
Ofrecieron un sillón amplio y confortable a Katerina, con exagerada cortesía. La invitaron a
tomar el té que hervía en el samovar. La llevaron a charlar acerca del zar y de su ama. Pero ella
tenía prisa; se sentía incómoda y deseaba ver a las chicas. Madame Drakeshkov se dio cuenta de
que había que hablar de negocios sin más rodeos.
—Verá usted —le dijo a Katerina—, tendré para la subasta a más de veinte muchachas, pero
aún no están todas aquí. Cuanto más tarde lleguen, menos comida tendré que darles. Por eso, si no
encuentra lo que busca, siga en contacto conmigo porque estoy segurísima de poder complacerla.
Nadie conoce tan bien a las esclavas de la ciudad. (De momento sólo disponía de siete, y no iba a
tener más para la subasta, cosa que Katerina sabía perfectamente).
Entonces, la señora Drakeshkov se levantó y fue a otra habitación a buscar a las muchachas.
—Abre las cortinas para que entre algo de luz en la habitación —le gritó a su esposo, que
obedeció dócilmente. Después, éste volvió hacia un rincón oscuro, de cara a la pared; mantenía
siempre la habitación en penumbra debido a su ceguera.
Katerina miró a las siete jóvenes. Estaban quietas en semicírculo; llevaban blusas rusas cortas
y faldas anchas de lana barata. Katerina despidió a cuatro de ellas en cuanto las vio, a pesar de que
la señora Drakeshkov insistiera en la belleza y la salud de todas ellas. Las cuatro, que eran
demasiado bajas o altas, volvieron de mala gana a la otra habitación por orden de Madame, quien
se consoló al acto cuando Katerina pidió que se desnudaran las tres restantes. (Por lo general los
compradores examinaban minuciosamente los cuerpos desnudos antes de comprar).
Estuvieron pronto desnudas. No tenían más que desabrochar las blusas y soltar las faldas, pues
no llevaban nada más. Miraban fijamente a Katerina porque podía convertirse en su ama, ya que,
aun cuando por sus ropas y modales saltaba a la vista que no era más que una sierva, era evidente
que desempeñaba una importante función al responsabilizarse de la compra de nuevas sirvientas.
Katerina contempló aquellos cuerpos desnudos. Dos de las muchachas no cumplían a primera
vista los requisitos. Una de ellas tenía pechos pequeños, casi como los de un muchacho, y caderas
voluminosas, como suele suceder entre campesinas. La otra tenía los muslos tan gruesos y el
trasero tan grande como si ya hubiera tenido un par de hijos. Katerina apartó de ellas la mirada, y,
si se quedaron en la habitación, fue porque a nadie se le ocurrió decirles que se fueran.
Katerina hizo entonces señas a la última muchacha, que estaba cerca de la ventana y, ante el
gran desconcierto de Madame Drakeshkov, sacó la cinta multicolor a la que ya nos hemos
referido. Sin entusiasmo se puso a medir la estatura, que era correcta, el busto, al que le sobraban
más de dos dedos, y finalmente renunció, al ver que las caderas medían más. Suspirando, metió de
nuevo la cinta en la bolsa y se dirigió sin decir palabra hacia la puerta de salida. No hizo el menor
caso del aluvión de palabras que le dirigió, sorprendida, Madame Drakeshkov quien parecía no
haber entendido nada. ¡Medir a una sirvienta! ¿Quién había oído hablar de semejante tontería?
Pero ya estaba Katerina en la calle, indecisa, con la expresión de un perro apaleado.
El cochero del droshki quien había entrado entretanto en una taberna vecina a tomar un trago,
la saludó efusivamente y trató de convencerla de que siguiera contratando sus servicios. Le dijo
que deseaba que las cosas le hubiesen ido bien y que podía llevarla de vuelta a casa a toda
velocidad. Katerina le informó de que había fracasado y que sintiéndolo mucho, tenía que
renunciar. El cochero recordó entonces que buscaba a mujeres y volvió a insistirle que utilizara a
las que tenía su prima. Podía llevarla allá en poco tiempo…
Katerina miró al sol: era temprano todavía. No perdía nada con intentarlo otra vez. Volvió a
subir al coche que resopló bajo su peso.
Poco después, Katerina subía, resoplando a su vez, unas escaleras empinadas y crujientes que
conducían al ático de la prima, una solterona de unos cincuenta años. Era dueña de un pequeño
taller de bordados en el que trabajaban dos obreras, pero quería dejar el taller y Moscú para ir a
vivir con unos parientes suyos en el sur. Como carecía de dinero para pagar el largo viaje, quería
vender a las dos obreras.
Katerina pasó al cuarto contiguo, una sala de ático muy amplia y clara, sin más muebles que
una larga mesa cargada de telas. En un banco frente a la mesa sobre la que se inclinaban, estaban
sentadas dos muchachas. La prima les ordenó que se pusieran de pie, y Katerina dejó escapar un
grito de sorpresa: una de las muchachas era el doble exacto de su princesa; por lo menos el rostro
y los rasgos eran tan parecidos a los de Nelidova que, de entrada, Katerina temió ser víctima de
una alucinación. Pero el rostro no importaba nada, lo esencial eran las medidas del cuerpo. Parecía
adecuarse de formas y estatura, y Katerina pidió que la muchacha de cabello oscuro y ojos azules
brillantes se desnudara a toda prisa.
La otra muchacha era una criatura pequeña y rechoncha por lo que Katerina no le prestó la
menor atención. Pero la prima declaró que de ninguna manera vendería a una solamente: las dos o
ninguna. Katerina masculló que ya se arreglarían pero que deseaba ver a la morena.
Las jóvenes, que no sospechaban que su patrona quería deshacerse de ellas, se sonrojaron, se
miraron, volvieron la mirada hacia la prima y se quedaron quietas, en mansa actitud. La prima le
dio un cachete a la morena, le preguntó si se había vuelto sorda y la conminó a quitarse la ropa.
Con dedos temblorosos, la joven se desabrochó la blusa; apareció entonces un corpiño de lino
corriente, cruzado y adornado con muchas cintas. Finalmente, de una camisa áspera surgieron dos
pechos llenos y duros, con pezones grandes y rojos. Katerina, que nunca sonreía, empezó a
hacerlo: era el busto que buscaba.
Después, la amplia falda de flores y tela barata cayó al suelo, y aparecieron unos pantalones
anchos que bajaban hasta el tobillo. Un mechón de pelos tupidos y negros asomaba por la rendija
abierta del pantalón. (Las mujeres de la época satisfacían sus necesidades por la rendija del
pantalón que se abría cuando se agachaban para hacer lo que debían hacer). Pronto se deshizo
también de los pantalones y de la falda, y Katerina contempló su hallazgo con gran satisfacción.
Dio vueltas y vueltas alrededor de la muchacha desnuda. La cintura era perfecta; las piernas eran
llenas, femeninas y esbeltas, la carne de las nalgas más suave aún que las de su ama.
Katerina se acercó a la joven y la tocó. Estaba satisfecha; no era el tipo de campesina
corriente, no era la típica moza recia y ruda. Tenía las formas de una aristócrata, iguales a las de
su «madrecita».
Katerina sacó las cintas y empezó a comparar. La estatura era casi perfecta —un poco
demasiado alta, pero podía descontarse la diferencia—. El ancho de la espalda, los pechos, la
cintura, el contorno de los muslos eran iguales, o por lo menos así parecían. Hasta los tobillos y
las muñecas eran semejantes. Resultó que las piernas, del pubis al suelo, eran algo más largas de
lo necesario, pero Katerina había decidido ya que compraría a la muchacha.
Cuando tomó la última medida, de las rodillas al suelo, Katerina rozó con los dedos la abertura
de los pantalones y la muchacha retrocedió con irritación. Pero, por lo general, se había portado
muy bien, con esa carencia de vergüenza o con esa timidez característica de las siervas. (Aquellas
muchachas ignoraban la existencia del pudor. Desde la adolescencia sus cuerpos estaban a
disposición de sus amos; sus partes más secretas no lo eran más que sus manos o sus rostros).
Empezó entonces el regateo. Katerina quería comprar sólo a la muchacha morena, y no quería
pagar más de 50 rublos; no quería a la rubia; su amo ya disponía de más de 100 000 almas y no
necesitaba más. La prima se puso a gritar que no le vendería sólo a la morena. Mientras Katerina
defendía con celo el dinero de su amo, la joven rubia se apoyó en la mesa, y la morena, desnuda,
se quedó inmóvil, con los brazos caídos, en medio de la habitación, como si no se tratara de ella.
De vez en cuando el cochero intervenía como moderador desde la puerta, desde donde apreciaba la
escena en espera de una buena comisión.
La prima era estricta y dura. Katerina quería acabar de una vez con aquello y, al terminar la
batalla, la vieja gobernanta metió la mano en el corpiño que cubría su enorme pecho y extrajo una
bolsa de cuero muy fea, de la cual sacó 90 rublos para pagar a la prima. Había conseguido una
rebaja de diez rublos, pero tenía que llevarse a las dos. No, no pensaba enviar un coche a
buscarlas, se las llevaría con lo puesto. Temía perder su precioso hallazgo. Se irían
inmediatamente; las muchachas no tenían nada que preparar, pues no tenían más que unos cuantos
trapos de lana que recogieron en un hatillo a toda prisa.
Una vez que la morena estuvo nuevamente vestida, Katerina se despidió sin por ello dejar
constancia a la prima de que había pagado un precio exagerado. La prima bendijo a las que habían
sido sus siervas. Ellas le besaron el borde del vestido en forma automática, sin sentimiento. No
tardaron mucho las tres mujeres en subir al coche. El cochero las dejó a corta distancia de la casa
de Sokolov y recibió lo que había pedido. No cabe la menor duda de que, con aquel dinero y la
comisión de su prima, anduvo borracho como una cuba durante varios días.
Camino hacia el palacio, Katerina preguntó a la muchacha morena su nombre. «Grushenka»
fue la rápida respuesta de la joven. Era la primera palabra que pronunciaba desde que se había
convertido en uno de los múltiples súbditos del príncipe Alexei Sokolov. Todavía ignoraba el
nombre de su nuevo amo.
2
Recordemos al lector que nuestra historia transcurre poco después del fallecimiento de Pedro el
Grande, y que los cambios revolucionarios que había realizado durante su violenta dictadura
estaban empezando a dar fruto. Pedro el Grande había terminado con la reclusión de las mujeres
que, anteriormente vivían como en Oriente en harenes. Las había obligado a integrarse a la
sociedad; al principio, se habían sentido tan desorientadas que hubo que emborracharlas para
sacarlas de su atolondramiento. Había elevado a los boyardos, la casta aristocrática, a una
situación superior obligando a la clase trabajadora a una servidumbre y a una sumisión jamás
vividas. Mediante las más crueles torturas, en las que participaba personalmente, había edificado
un orden social en que el Poder era Dios, y el siervo un esclavo. Impuso la cultura occidental a los
boyardos y les exigió que construyeran castillos y grandes mansiones.
Alexei Sokolov tenía sólo unos veinte años menos que el gran dictador. Aun cuando anhelara
aprovechar las ventajas ofrecidas a su clase, era lo suficiente astuto como para darse cuenta de que
era más prudente mantenerse alejado de la Corte, donde los más destacados funcionarios y
generales no sabían si acabarían en el potro de tortura, la rueda, o, incluso, decapitados. Por lo
tanto, Sokolov se había establecido en Moscú, y no en San Petersburgo, y allí levantó el magnífico
palacio que todavía hoy puede admirarse.
Katerina despidió al droshki unas calles antes, para que el resto de la servidumbre no la
sorprendiera haciendo uso de un coche público y llevó a las dos desconcertadas siervas hacia la
entrada principal, guardada por dos soldados con mosquetes, aparatosos cascos y botas altas. No
prestaron la menor atención a las tres mujeres que cruzaron el portal y pasaron al patio interior.
Flores, arbustos y césped cubrían el amplio patio. Había mesas, sillas y bancos en el más
completo desorden. Aquel patio solía ser un espacio vacío, empedrado, pero la princesa había
dado una fiesta la noche anterior y con tal motivo habían traído del campo hierba y flores
cultivadas en invernaderos.
Katerina no concedió a las muchachas un solo instante para mirar ni pensar. Se las llevó a
través del patio y escaleras abajo hasta un sótano poblado de vestíbulos, salas y cocinas. Allí,
Katerina dejó a la rubia en manos de una mujer, que parecía ser la superintendente de aquel
laberinto subterráneo, tomó de la mano a Grushenka y se alejó con ella.
La condujo por una escalera de caracol que terminaba en el segundo piso. Espesas alfombras
turcas cubrían el vestíbulo y el pasillo, y ante Grushenka se abrió una habitación que habría de
conocer muy bien. Era el probador de la princesa, amueblado con una enorme mesa de encina en
medio de la habitación, grandes armarios de nogal y cómodas a lo largo de las paredes; en los
espacios libres, espejos de todos tipos y dimensiones.
Obedeciendo a una orden breve de Katerina, la joven se desvistió y, totalmente desnuda, fue
conducida por la vieja gobernanta a través de otras habitaciones suntuosamente adornadas con
sedas y brocados. Por la puerta entreabierta de las estancias privadas de su ama, Katerina
introdujo a la doble sin esperar autorización alguna, llevada de la excitación.
La princesa estaba sentada delante de un espejo, en su tocador. Boris, el peluquero, estaba muy
ocupado peinándole los largos y morenos cabellos. Una joven sierva sollozaba, sin duda acababa
de ser regañada de rodillas en el suelo, mientras pintaba las uñas de los pies de su señora. En un
rincón, cerca de la ventana, estaba sentada Freulein, una solterona de cierta edad que había sido
institutriz de varias familias nobles y que leía en voz alta, seca y monótona, un poema francés. La
princesa escuchaba con poco interés y parecía no entender nada. El poeta francés había
introducido en su fábula personajes de las mitologías griega y latina, que nada significaban para la
caprichosa oyente. Pero la descripción de cómo penetró en la gruta de Venus el asta enorme de
Marte despertó, de pronto, toda su atención.
La princesa Nelidova había visto aparecer en el espejo a Katerina con Grushenka. Hizo una
señal con la mano para indicar que no la molestaran, y así tuvo Grushenka la oportunidad de
apreciar al grupo de personas que se encontraba allí reunido. La princesa no llevaba más que una
bata de batista que apenas cubría su cuerpo; no le importaba que Boris, con el uniforme de la casa
Sokolov y la coleta colgando, pudiera ver su desnudez, porque no era más que un siervo. Había
sido enviado a Dresde años atrás para aprender el arte del peinado con un famosísimo maestro de
la capital sajona. Sokolov había tenido la intención de alquilarlo a una de las peluquerías para
señoras recientemente inauguradas en Moscú, pero la princesa lo había tomado a su servicio
personal. Se encargaba de peinar la caprichosa cabellera de su ama durante el día y las pelucas
empolvadas, adornadas de piedras preciosas, por la noche.
Cuando cesó la lectura del poema, Katerina no pudo dominarse por más tiempo.
—¡La tengo, la tengo! —Gritó y arrastró a Grushenka a los pies de la princesa—. He
encontrado a una doble que se ajusta perfectamente. ¡Ya es nuestra!
—Ya sé que podrías haberla encontrado antes —le dijo maliciosamente Nelidova—. Pero te
perdonaré porque la has encontrado al fin. Vamos, enséñame. ¿Tiene realmente mis medidas? ¿No
me estarás engañando?
Se levantó repentinamente del taburete y el pobre Boris estuvo a punto de quemarla con sus
tenacillas.
—Es tal como la quería —respondió Katerina—. Se lo demostraré.
Y sacó sus cintas de colores, pero a Nelidova no le interesaba aquello: con mirada penetrante
pasó en revista el cuerpo de Grushenka y no se sintió defraudada.
—¡Conque así soy yo! Un buen par de pechos llenos y duros ¿no? ¡Pero los míos están mejor!
—Y, sacando sus propios pechos de la camisa, los acercó a los de Grushenka para compararlos de
cerca—. Los míos son ovalados, y eso no es frecuente; en cambio los de esta cerda son redondos.
¡Y mira sus pezones! ¡Qué grandes y vulgares! —y con sus pezones rozó los de la muchacha.
Había alguna diferencia, pero era insignificante. Nelidova rodeó la cintura de Grushenka y no
la trató con demasiada ternura.
—Siempre he dicho —prosiguió—, que mi cintura es inigualable y aquí está la prueba. Entre
todas las damas de la Corte, ninguna puede compararse conmigo.
No se le ocurrió pensar que no se refería a su propia cintura sino a la de su sierva. Siguió
palpando los muslos, pellizcándolos, sorprendida de la suavidad de la piel de Grushenka.
—Mis piernas —comentó, exponiendo sus propios muslos y apretándolos un poco—, son más
firmes que las de esta perra, pero ya le quitaremos el exceso de suavidad. —Y con risa burlona
ordenó a Grushenka que se pusiera de espaldas.
Tanto Nelidova como Grushenka tenían una espalda notablemente bien hecha: hombros
femeninos, redondos, líneas suaves y amplias hasta el trasero, caderas pequeñas y bien
redondeadas. Pero las nalgas de Grushenka eran demasiado pequeñas, casi como las de un
muchacho y también rectas y lisas hasta los muslos. Tenía pies y piernas normales, rectas, podían
haber servido de modelo a un artista.
—¡Vaya! —Exclamó riendo la princesa—. Es la primera vez que veo mi espalda, y la verdad
es que me gusta. ¿Acaso no es maravilloso que esa inútil tenga la misma espalda que yo? La
próxima vez que mi confesor me castigue con latigazos en la espalda, la reemplazaré por la suya y
no escatimaré los golpes.
Para llevar a la práctica una idea tan luminosa, pellizcó sin reparos a Grushenka debajo del
omóplato derecho. Grushenka torció un poco la boca, pero permaneció inmóvil sin queja alguna.
Estaba aturdida por lo que le sucedía y habría aguantado mucho más sin un solo gesto.
Los testigos de la escena, en especial Katerina, estaban asombrados por la semejanza entre
ambas mujeres, al verlas así, una al lado de otra. Les sorprendía que no sólo el cuerpo, sino
también los rasgos de ambas fueran tan similares hasta el punto de que pasaran por hermanas
gemelas. La naturaleza tiene a veces esos caprichos. Grushenka era más joven; tenía la piel más
blanca y, como le ardían las mejillas, parecía más fresca. También su piel era más suave y algo
más femenina; su tímida actitud la hacía más dulce que la princesa. Pero, por lo demás, eran
extrañamente parecidas, aun cuando nadie se habría atrevido a decírselo a la princesa.
—Estoy contenta contigo —dijo finalmente la princesa. Y agregó, dirigiéndose a Katerina:
Voy a regalarte mi nuevo libro de oraciones con los grabados que admirabas el otro día. Es tuyo.
Ve a buscarlo.
Katerina, con una gran reverencia, besó la mano de su ama. Estaba rebosante de satisfacción
por haberla al fin complacido. Salía de la habitación con la muchacha cuando la detuvo una última
llamada de su ama, quien miraba alejarse a la forma desnuda.
—A propósito, Katerina. Córtale todo el vello de las axilas y de la entrepierna, que no vaya a
infectar mis trajes. Lávala lo mejor posible, ya sabes lo sucias que son esas cerdas.
Katerina le aseguró que se ocuparía de que la joven fuera atendida, y se llevó a Grushenka; le
hizo recoger su ropa, y bajaron juntas al sótano. Sabía que las dos muchachas tenían que ingresar
como siervas, y se ocupó de los trámites con su eficacia habitual.
Poco después, Grushenka y la otra joven estaban bien aseadas, sentadas ante una larga mesa.
Pronto se amontonaron frente a ellas manjares servidos por otras siervas. Un nuevo siervo era
siempre espléndidamente alimentado por el nuevo amo, y las muchachas apenas si podían hacer
honor a los méritos de la cocina del príncipe Sokolov. Su dieta anterior, en casa de la avara prima,
solía consistir de pan duro, cebollas y arroz, y muchos de los platos que ahora les servían les eran
totalmente desconocidos. Comieron cuanto les fue posible, pero tuvieron que renunciar a un
voluminoso pastel de manzana.
Grushenka había permanecido desnuda durante toda la comida. Después de comer, obligaron a
la rubia a que también se quitara la ropa. La mujer encargada del sótano les ordenó que tiraran sus
trapos en la enorme estufa de la cocina, donde se consumieron en seguida. Un amo digno no podía
permitir que una sirvienta llevara ropas de otro amo entre otros motivos porque era sabido que las
ropas solían transmitir gérmenes de enfermedades. Asolaban la peste y la viruela, y no se podía
prescindir de las precauciones necesarias contra las calamidades de la época.
Acto seguido, las jóvenes fueron conducidas al baño de los sirvientes, donde unas jóvenes
especializadas en baños las atendieron. Las enjabonaron de pies a cabeza y las sumergieron en dos
tinas de agua tan caliente que la piel se les puso roja como langostas cocidas. A continuación las
enviaron a un baño de vapor a cuyo cargo había un inválido, manco, antiguo soldado y guardia
personal del príncipe. No miró a las muchachas, tosió y masculló malhumoradamente palabras
soeces, porque también tenía la mente trastornada.
Grushenka se sentó en la desnuda habitación, con paredes de ladrillo chorreando agua y
calderas humeantes, y por primera vez recordó las últimas horas que había vivido. Desde la
vivienda miserable de la delgada y amargada prima la habían transportado al palacio de cuento de
hadas de un príncipe. No alcanzaba a comprender para qué. Y mientras secaba las perlas de agua
que se condensaban en su pecho y su vientre, susurró a su compañera.
—¿Qué quieren de mí? ¿Qué crees tú que quieren?
La rubia le susurró que, pasara lo que pasara, aquello sería siempre diez mil veces mejor que
lo de antes, y que el príncipe Sokolov —se había enterado de quién era por las muchachas que las
habían servido— tenía tantos miles de siervos que, si se portaban debidamente, iban a pasarlo de
lo lindo. De momento, todo resultaba mucho mejor de lo que podían imaginar: una cena
abundante, un baño de verdad, como los que toman sólo las personas elegantes ¡y hasta un cuarto
de vapor para sirvientas! ¿Quién lo hubiera soñado?
En aquel momento las llamaron y aún con la piel humeante las metieron debajo de una ducha
de agua limpia y helada. Se estremecieron y gritaron tratando de evitar los chorros, pero no duró
mucho, y las frotaron con espesas toallas y las secaron bien.
Entonces volvió Katerina y las llevó a sus habitaciones. Los sirvientes vivían en los establos, o
encima de ellos, y las mujeres dormían en la buhardilla de la casa principal, bajo la vigilancia de
una sierva de avanzada edad. Respirando con dificultad, Katerina abría el paso por las escaleras de
servicio, reprochándose interiormente el subir tan pocas veces escaleras. (Ella tenía un cuarto en
el sótano). Sus viejas rodillas se resentían de aquellos cien escalones.
El piso superior del palacio se subdividía en habitaciones y amplias salas en las que se habían
acomodado, en fila, camas de madera y armarios de tablas. La encargada salió de su somnolencia
para recibir la visita inesperada de Katerina, señaló a las muchachas dos camas desocupadas en el
extremo de una de las salas y se alejó en busca de ropa para las recién llegadas. Cuando pudo
recobrar el aliento, Katerina se volvió hacia las muchachas.
—No te he mirado antes de comprarte —explicó a la muchacha rubia—. Era mi deber, pero
espero que estés limpia y no traigas enfermedades a la casa. Déjame mirarte ahora.
La rubia sonrió, pues sabía que era tan saludable como un oso y que su piel sonrosada no se
infectaba fácilmente. Katerina inició la inspección con naturalidad. Abrió la boca de la muchacha
y le miró los dientes, tan puntiagudos como los de un animal. Tanteó los pechos pequeños. (La
muchacha no tenía más de diecisiete años). Miró el vientre, las piernas, la espalda, las axilas y,
finalmente, mandó que la muchacha se acostara en la cama con las piernas abiertas. Entonces
abrió los labios de la tierna cueva y buscó con el dedo la membrana virginal, que todavía estaba
intacta. Katerina entendía de esas cosas. Había ayudado a muchas mujeres a dar a luz y hacía de
comadrona cuando paría alguna de las mujeres de la casa. No descuidó el recto, que podía indicar
alguna enfermedad del tubo digestivo, pero la muchacha estaba en buenas condiciones y soportó
todo el examen con la sumisión obstinada del siervo ruso.
Katerina se dirigió entonces a las muchachas para soltarles un pequeño discurso, como solía
hacerse en aquellas circunstancias. Les indicó que comerían siempre igual que aquel día, que
serían vestidas y alojadas espléndidamente y que debían sentirse orgullosas de servir en casa del
noble príncipe Sokolov. Se les exigía a cambio que fueran obedientes y activas y que hicieran todo
lo posible por su nuevo amo. Si fallaban, serían castigadas con severidad; por lo tanto, les
convenía someterse a las órdenes y a los reglamentos.
Para que todo quedara bien claro, y para celebrar su ingreso en la casa, les daría un castigo
amistoso y liviano, con la esperanza de que jamás tuviera que repetirlo. Ordenó a Grushenka, a
quien iba dirigida ante todo la alocución, que se tumbara en la cama para ser azotada. Mientras
tanto, la mujer había regresado con sábanas y ropa; al oír las palabras de Katerina, trajo del centro
de la sala dos cubos de agua salada, donde estaban en remojo unas varas verdes.
Grushenka se tendió en la cama boca abajo y escondió la cara en sus manos. Por muy
frecuentes que habían sido los castigos recibidos en su vida, no podía soportarlos. Temblaba, y
apretó las piernas, presa de una gran tensión nerviosa.
Aquello no le gustó a Katerina, que lo consideró un acto de rebeldía. Separó con brutalidad las
piernas de la muchacha ordenándole que aflojara los músculos y se quedara quieta, pues de lo
contrario le aplicaría el látigo de cuero, que dolía mucho más.
—¿No oíste lo que dijo la princesa? —agregó—. Vamos a quitarte esa piel suave, perra
cobarde.
Y empezó a disponer el espléndido trasero para el castigo, apretando reciamente la carne llena
y estirando los pelos del monte de Venus que sobresalían entre las piernas.
Ahora Katerina tenía los ojos llenos de maldad: apretaba con fuerza los labios, y las aletas de
la nariz se le estremecían. Aquella picara, una simple sierva, con tantos remilgos porque iban a
azotarla…
Grushenka gimió y trató de no temblar, pero estaba tan asustada que apenas podía controlarse.
Katerina cogió una de las varas y ordenó a la rubia, que contemplaba la ceremonia sin la menor
emoción, que contara en voz alta hasta veinticinco.
El primer azote cayó en la parte derecha del trasero; fue un golpe muy duro, porque Katerina
estaba irritada y era una campesina musculosa. Grushenka chilló y tensó el cuerpo como si fuera a
levantarse, pero volvió a su posición. El segundo azote, así como los siguientes, cayeron sobre el
mismo muslo, donde apareció una marca carmesí que contrastaba con la blancura del resto del
cuerpo. Katerina pasó entonces al otro muslo, que tenía más cerca, y lo azotó sin reparos.
Grushenka gritaba y se retorcía, pero siempre volvía a su posición, sin apartarse. Había
recibido casi veinticinco golpes. Katerina tuvo que cambiar varias veces de vara porque se
rompían.
Cuando Katerina asestó los últimos golpes en el interior de las piernas, que aún no había
tocado, Grushenka no pudo soportarlo. Rodó hasta la pared y aplicó sus dos manos sobre su
trasero, pidiendo clemencia y gritando que no podía aguantarlo.
Pero Katerina no iba a dejar que una sierva joven y obstinada se saliera con la suya. Por lo
tanto, con una energía y una brutalidad insospechadas en una mujer corpulenta y ya canosa, obligó
a Grushenka a volver al centro de la cama, la tendió de espaldas con los brazos doblados debajo de
la cabeza, y abrió con fuerza las piernas de la muchacha.
—Si por atrás no lo aguantas —gritó a la asustada muchacha—, ¡tendrás que aguantarlo por
delante…! ¡Y no te atrevas a moverte porque traeré a los mozos del establo para que te pongan en
el potro y te peguen ellos! Veremos si eso te gusta.
Empezó a azotarla en la parte interior y delantera de los muslos. Grushenka estaba tan
paralizada y aterrada que no se atrevió a cerrar las piernas ni a protegerse con las manos, aun
cuando instintivamente estuvo a punto de hacerlo. Recibió así unos diez golpes y, a pesar de que
Katerina evitó golpear el punto más vulnerable, le pareció a Grushenka una agonía sin fin.
Finalmente se acabó. Los ojos de Katerina seguían fijos en el mechón de pelos del pubis; se le
había olvidado comprobar si aquella muchacha era virgen o no, y se inclinó sin más remilgos para
cerciorarse.
En cuanto sintió que la tocaban, Grushenka volvió a agitarse convulsivamente, en parte porque
esperaba que siguieran castigándola, en parte porque era muy sensible en aquel punto. Katerina la
empujó y metió el dedo en el orificio, donde encontró la resistencia de la membrana.
Grushenka seguía siendo virgen y, según la advertencia de Katerina, debería seguir así. La
vieja había olvidado su propia juventud, y como se había fosilizado, mantenía a sus muchachas
estrechamente vigiladas.
Ya había acabado con Grushenka. Ordenó que se levantara y miró despreciativamente su rostro
en lágrimas y agitado. ¡Qué muchacha más blanda! ¡No resistía ni un pequeño castigo!
Sin mucho entusiasmo se volvió entonces hacia la rubia. Le mandó tumbarse en la cama, de
espaldas, y ponerse de tal forma que los pies le tocaran los hombros. La rubia obedeció sin
vacilar; tenía la piel dura, y unos cuantos azotes no tenían mucha importancia en su joven vida.
Katerina sintió la carne firme de las nalgas que, en aquella postura, estaban a su entera
disposición. No podía pellizcar el trasero porque la carne era demasiado dura y no cedía a la
presión.
Dio a la muchacha unos veinte varazos, no tan fuertes como los que acababa de administrar a
Grushenka, y la rubia los contó en voz algo apagada, pero clara. Fue una de esas palizas rápidas y
sin emoción que no significaban nada, porque a la que pegaba no le interesaba lo que hacía, y la
que recibía estaba más aburrida que dolida. Cuando terminó el castigo, la rubia se frotó el trasero
y nada más.
Katerina obligó a las dos jóvenes a besar el extremo de la vara que tenía en las manos, tras lo
cual dejó que se acostaran hasta que las llamaran a la mañana siguiente para sus respectivas
tareas. La rubia se uniría al equipo de costura, porque después de su educación en casa de la
prima, sabía manejar bien la aguja. Katerina se ocuparía de Grushenka.
Las dos jóvenes se deslizaron entre sus sábanas con poca animación; Grushenka sollozaba, la
otra estaba tan fresca.
—¿Qué quieren de mí? —sollozaba Grushenka—. ¿Qué pueden querer…? —hasta que se
quedó dormida.
3
A la mañana siguiente, muy temprano, gritos agudos despertaron a Grushenka; había dormido
profundamente en la que le pareció la mejor cama de toda su vida. Miró a su alrededor con ojos
llenos de asombro: un centenar de mujeres y chicas animaban el dormitorio, bostezando, gritando,
charlando y riendo alborotadamente mientras se lavaban, se vestían, bromeaban y recibían órdenes
de apresurarse. En realidad, sólo había sesenta y tres sirvientas alojadas allí, y su edad variaba
entre los quince y los treinta y cinco años, más o menos. Las mujeres más jóvenes y más viejas no
vivían en el palacio de la ciudad.
Las muchachas se vestían con toda clase de ropas, según sus funciones; las fregonas llevaban
ropas oscuras de lana; las lenceras y las muchachas encargadas de la plata, un uniforme blanco; el
equipo de costura, vestidos de telas floreadas. Las camareras y doncellas de la princesa, unas ocho
o diez, y las favoritas del príncipe, dormían cerca de los aposentos de sus amos. Algunas mujeres
de edad, privilegiadas, y las cocineras, tenían sus cuartos en el sótano.
Pronto estuvieron en el sótano, sentadas en largos bancos en una sala contigua a la cocina,
sorbiendo grandes cantidades de sopa humeante y de pan blanco. Katerina cuidaba siempre de que
los sirvientes comieran en abundancia; no porque se preocupara por sus deseos y aficiones, sino
porque deseaba tenerlos contentos y saludables para que pudieran cumplir debidamente con sus
obligaciones. Katerina era muy maniática al respecto, y cualquier holgazán podía estar seguro de
ser azotado, o recibir un castigo peor aún.
Después del desayuno, ordenaron a Grushenka que fuera al cuarto de baño, pero no pudo
imaginar por qué. Nunca anteriormente se había bañado más de una vez al mes; el baño era caro,
porque suponía leña para el fuego. Pues bien, ahora la estaban bañando y restregando otra vez con
gran esmero. Las encargadas del baño debían limpiarla cada día detenidamente, después del
desayuno, so pena de ser severamente castigadas.
Las bañeras no quisieron arriesgarse: la restregaron, frotaron y limpiaron por todas partes.
Acto seguido le dijeron a Grushenka que llevara su ropa colgada del brazo y que esperara a
Katerina en el probador. Allí estaba ahora, sentada en un arca de encina llena de sedas y valiosos
bordados, tiritando después del baño, agarrada a su ropa. Muchas doncellas atravesaban de un lado
para otro la habitación; algunas le hacían un gesto amistoso, las más ni se fijaban en ella.
Finalmente apareció Katerina y, al ver a Grushenka, se aproximó a un armario, del cual sacó
una caja de polvos y una enorme borla. Le enseñó cómo debería empolvar todo su cuerpo, sin
omitir parte alguna. Recordó entonces, de repente, que debía afeitarla: mandó a buscar a Boris,
que no tardó en llegar cargado con su equipo de navajas y jabones.
—Ya oíste lo que dijo ayer su alteza —dijo, dirigiéndose al peluquero—. Aféitale los pelos de
las axilas y de la entrepierna. Pero no vayas a cortarla, hemos pagado mucho por esta perra.
Boris le ordenó a Grushenka que sostuviera los brazos en alto, y le enjabonó y afeitó las axilas
muy limpia y rápidamente. Entonces levantó la mirada para ver si Katerina estaba todavía allí;
nunca había afeitado a una muchacha entre las piernas, y quería aprovecharse, pero Katerina
seguía allí, firme, apoyada en un bastón de encina mientras miraba severamente a Boris, quien
desvió su mirada.
A continuación, Grushenka fue tendida en una mesa, con las piernas abiertas. Katerina pudo
comprobar que las marcas de las varas adquirían un color violáceo.
—Tiene la piel más suave que ninguna —pensó la vieja gobernanta, pero sin la menor piedad,
más bien con la decisión de azotar más a menudo a la muchacha, para acostumbrarla.
Grushenka temblaba nerviosamente mientras Boris, con la tijera, cortaba los largos rizos de su
monte de Venus. Luego la enjabonó con la brocha sin cuidar los labios de la deliciosa cueva, y
finalmente estiró la piel con dos dedos de su mano izquierda. Después pasó la navaja suavemente,
cortando el vello junto a la piel blanca. Empezó a meter los dedos entre la abertura como para
tensar mejor la piel, pero Katerina lo golpeó con su bastón, y el hombre renunció. Después, le
aplicó una toalla húmeda y el trabajo quedó terminado.
El nido de amor de Grushenka permanecía abierto. Los finos labios rojos estaban ligeramente
separados, labios más bien largos, con el orificio de entrada muy bajo, cerca del orificio posterior,
que era pequeño y bien contraído. Boris tenía una erección palpitante, y estaba loco por
aprovechar aquel precioso tesoro; hubiera querido besarlo un poco, tocar con su lengua sus bordes
desnudos, pero Katerina lo despidió, y tuvo que solazarse con algo menos tentador. Rondaban por
allí unas cuantas mozas enamoradas de su fuerte verga, y no tardó en encontrar un rincón oscuro y
una joven consentida.
Katerina llamó a un par de muchachas del cuarto de costura contiguo y mandó que vistieran a
Grushenka con ropas de la princesa para comprobar si realmente serviría de modelo para los
nuevos vestidos de verano. Le pusieron largas medias de seda y una camisa con cintas doradas;
después, pantalones largos, ajustados por medio de cintas a los tobillos, un corpiño carmesí sin
ballenas. (Las varillas de ballena se empleaban en aquellos tiempos en Europa occidental, pero no
en Rusia, donde las elegantes preferían mostrar los pechos con los pezones fuera del escote). Una
túnica, que reemplazaba la blusa y la falda le fue ajustada y abrochada, y sobre ella le colocaron
un abrigo largo y flexible, con los brazos desnudos por debajo. Durante todo el proceso las
muchachas del departamento de sastrería habían abandonado sus tareas y contemplaban llenas de
curiosidad. Cuando Grushenka estuvo lista y la mandaron pasear por la habitación dando vueltas y
exhibiendo el traje y a la modelo, las observadoras aplaudieron y patearon.
—¡Es nuestra princesa! —exclamaron—. ¡Es exacta que ella! ¿Cómo es posible?
Katerina oyó las exclamaciones y rebosó de satisfacción. Sí, había encontrado el maniquí para
su ama.
Entonces se le informó a Grushenka que sería empleada desde aquel momento como modelo
de su alteza. Se inició para ella un largo período de espera y sueños, sueños y espera, hasta que
algún modisto llegara y le pusiera algo, dándole vueltas y más vueltas, probando, admirando su
habilidad, o maldiciendo a las costureras que habían hecho mal su trabajo.
Aquellas pruebas le resultaron al principio muy desagradables a Grushenka, porque todos
aquellos artesanos, hombres y mujeres, algunos siervos, otros libres, que se consideraban artistas,
le tocaban todo el cuerpo y se tomaban muchas libertades con ella. Tanto más cuanto que era una
copia perfecta de su señora, ante quien aquellos hombres se arrastraban. Por lo tanto, les resultaba
una broma encantadora sobarle los pechos, pellizcarle los pezones y juguetear como querían con
su nido de amor.
Esto es lo que Grushenka odiaba más que nada, y trataba de apartarlos, pero lo único que
conseguía era que le pincharan un alfiler en las nalgas o el pecho. Por lo tanto acabó
acostumbrándose, sobre todo tras descubrir que, cuando se resistía, la molestaban aún más y,
cuando permanecía quieta, los hombres no se mostraban tan pesados.
Por lo general las cosas ocurrían así: un ayudante de sastrería, que tenía órdenes de probarle
algo, metía los dedos en su nido de amor, diciendo:
—Buenos días, alteza. ¿Qué le pareció ayer noche la polla del príncipe?
Y riendo de su propio chiste, se ponía manos a la obra.
Así pasaron meses y meses, al principio en el palacio de Moscú, después en una de las grandes
propiedades en el campo; meses de espera y sueños. Mientras tanto, por supuesto, Grushenka llegó
a conocer perfectamente a todo el personal. Oía los chismes acerca del príncipe, borracho y brutal,
a quien la princesa odiaba, aunque simulaba lo contrario; del joven amante que había tomado la
princesa; de cómo obligaba a su doncella a hacer el amor con él para satisfacer su insaciable
apetito. Pero Grushenka oía todas aquellas historias sin fijarse demasiado, y al parecer tampoco se
fijaban en ella los demás. Era difícil adivinar en qué estaría pensando; quizá en las nubes que
pasaban sobre ella, o en el pájaro del árbol que asomaba por la ventana.
Pero, un día, cambió toda su vida. La princesa había salido a una fiesta que terminó mal. Hasta
su amante la había descuidado y coqueteado descaradamente con una de sus rivales. La princesa
había bebido demasiado y peleado con otra dama. Su esposo, el príncipe, furioso por sus modales,
la había abofeteado violentamente al traerla a casa en coche.
Nelidova estaba hecha una fiera. Acusaba a todos, menos a sí misma. El látigo caía a placer
sobre las espaldas de las muchachas que la desvestían, y a pesar de todo no consiguió apaciguar su
ira. Al ver en el suelo su vestido de brocado con rayas plateadas, recordó de pronto que Grushenka
lo había probado para que ella lo aprobara la tarde anterior. En aquel estado de delirio, imaginó
que el vestido, y por lo tanto la muchacha que lo había llevado, eran responsables de todas sus
desgracias.
Eran las dos de la madrugada, y Grushenka estaba profundamente dormida cuando la sacaron,
desnuda, de la cama. Ebria de sueño y consciente de que no había cometido falta alguna, la
muchacha compareció ante su ama. La princesa, acostada ya, la acusó en los términos más
rastreros de haberla inducido a ponerse un vestido que no la favorecía. Ordenó que una de sus
camareras azotara a Grushenka en la espalda con el látigo de cuero que siempre tenía a mano
encima del tocador.
Otra doncella se colocó de espaldas delante de Grushenka, cogiéndola por los brazos, y la
levantó sobre sus hombros, arqueándose de tal modo que los pies de Grushenka colgaban,
dejándola indefensa, la espalda expuesta. El castigo no tardó en hacerse sentir.
Los golpes silbaban en el aire. Espaldas, hombros y nalgas recibían una lluvia de latigazos.
Grushenka ignoraba que la muchacha que la azotaba desplegaba toda su habilidad para hacer
mucho ruido con el látigo cuidando de no magullar demasiado la carne, porque estaba furiosa con
su ama y compadecía a la víctima inocente. A pesar de todo, el castigo fue espantoso, y Grushenka
gritó y pateó en el aire todo lo que pudo. La princesa, en la cama, descubría los dientes en una
expresión de rabia y crispaba los dedos con sus largas uñas en forma de garras, como si deseara
arrancar la piel de la muchacha.
Sin esperar órdenes, la muchacha dejó caer el látigo, como si estuviera agotada; Nelidova no le
dijo que siguiera porque de pronto se encontró indispuesta por todo el alcohol que había ingerido.
Entonces bajaron a Grushenka, quien, llevándose las manos a su espalda dolorida, salió del cuarto
caminando con las piernas abiertas.
En aquel momento los ojos de la princesa se fijaron en el hermoso monte de Venus de
Grushenka, que, afeitado como de costumbre, estaba descubierto. La princesa se quedó mirando
porque aquella parte era totalmente distinta de la suya, y aun cuando se suponía que el cuerpo de
la joven era semejante al suyo, aquella hendidura era indudablemente una excepción.
Nelidova no mencionó aquella diferencia, pero siguió pensando en ella. Le habían dicho en
una ocasión que, al parecer, su hendidura no era normal pero no recordaba por qué.
En aquella época, visitaba Moscú un español aventurero que vivía de su ingenio, hidalgo sin
duda, pero de dudosa reputación, y busca fortunas. Lo admitían en la aristocracia porque
representaba la muy admirada cultura occidental, considerada como superior; y también porque
sabía contar historias osadísimas y toda clase de chismes de alcoba de damas y caballeros muy
conocidos en París, Londres y Viena.
Aquel tenorio de ojos brillantes y bigote corto (no llevaba la barba larga como la mayoría de
los rusos) tenía la reputación de besar a las damas en la entrepierna, cosa que un noble ruso jamás
haría, moda que había sido importada últimamente de Italia o París, o por lo menos así decían.
Nelidova se había empeñado en conquistar a aquel caballero con esta finalidad.
Una noche se las arregló para sentarse a su lado ante la mesa de juego y colocó un montón de
rublos de oro entre ambos, empujándolo hacia él con el codo. No reclamó el oro que había dejado
a su lado. Por supuesto, el caballero aprovechó la oportunidad y, más tarde, aquella misma noche,
paseó junto a ella por el parque, donde ambos se sentaron en un banco.
Las palabras de aquel hombre fluían como un río romántico. Según decía, admiraba los
hermosos pies de la princesa, que despertaban su pasión hasta el punto de que debía besarlos allí
mismo. Empezó por los pies y subió tiernamente por las pantorrillas y los muslos, que besó con
fervor. Nelidova, aparentemente subyugada por aquel ardor, se había inclinado hacia atrás
abriendo ligeramente y con aprensión sus bien formadas piernas, de modo que la abertura de sus
pantalones permitiera cualquier deseada penetración.
El hidalgo abrió la rendija con dedos aristocráticos, cubriendo de besos la parte inferior del
vientre y aproximándose poco a poco al blanco. Besando, besando, alcanzó con los labios los
bordes de la entrada.
De repente, se detuvo. Dio un beso rápido al orificio y se enderezó repentinamente sin hacer lo
que ella estaba tan dispuesta a aceptar.
Aquella noche, al volver a casa, Nelidova investigó ante el espejo qué defecto tenía su cueva.
Sí, los labios eran gruesos y fláccidos y dejaban bien abierta la entrada que deberían cerrar; pero
todas las mujeres casadas la tenían así. ¿Qué ocurría, pues, con la suya? En todo caso, aquella
noche Nelidova ordenó que una de sus camareras le hiciera el amor durante horas, y cuando la
muchacha se cansó y dejó de frotarle el clítoris con la lengua con la suficiente rapidez y fuerza, la
amenazó con azotarla, si no actuaba con mayor eficacia.
¿Cómo podía Grushenka tener un nido de amor más hermoso que el suyo? ¿Por qué no le
pareció atractivo a aquel bribón y bellaco aventurero español? Una tarde en que Nelidova estaba
tendida en su sofá, decidió salir de dudas y mandó buscar a Grushenka.
Ordenó a la muchacha que se desnudara y se alegró al ver las marcas azules y violetas de los
azotes, especialmente en el lado del cuerpo donde el látigo había cortado la carne. Le dijo a
Grushenka que se acercara mucho a ella con las piernas abiertas, para que pudiera examinarla.
Sí, su nido de amor estaba muy bien hecho; la princesa tuvo que reconocerlo para sí, a pesar de
la ira que sentía. Los labios eran delgados y rosáceos, y cortaban el óvalo del monte de Venus en
una curva suave que no sobresalía, hinchada, como la suya. Hizo que Grushenka mantuviera
abierto el orificio con sus dedos. El orificio era hondo y de un rojo vivo, y el pasaje tenía su
entrada al lado de un agujerito en la parte inferior del cuerpo, entre las piernas.
Con los ojos fijos en la bellísima cueva, pero sin tocarla, Nelidova empezó a hacer preguntas.
—¿Cuándo te follaron la última vez? —empezó.
Pero Grushenka no entendió el significado de la pregunta. La princesa tuvo que insistir:
—¿Cuánto tiempo hace que te la metieron?
Grushenka entendió por fin lo que le preguntaban, y contestó con firmeza:
—Ningún hombre me ha tocado nunca, alteza. Soy virgen.
—¡Oh! —Pensó la princesa—. ¡Por supuesto! Cuando estaba yo con las monjas, mi nido de
amor era sin duda igual al de ella. Pero desde que ese viejo bastardo (naturalmente, estaba
pensando en el príncipe) me metió su maldito aparato…
Pero dijo, en voz alta, riendo:
—¡Yo te lo arreglo, criatura, y ahora mismo! ¡Con que nunca te han follado! Sigues siendo una
flamante doncella ¿eh? Túmbate ahí y verás qué pronto te lo solucionamos.
Se levantó del sofá algo animada; disfrutaba imaginándolo. Era una idea espléndida y le
ayudaría a pasar el rato entretenida. ¿A quién llamaría para la tarea? ¡Ah, sí! al escudero, ese tipo
de hombros anchos, con el pelo revuelto. Su pelo rubio contrastaría con el negro de Grushenka.
Nelidova había contemplado a ese Iván alguna vez con algo de deseo (llamaba Iván a todos los
sirvientes) y más de una vez había examinado sus brazos y sus piernas musculosos y fijado la
mirada en la bragueta de sus pantalones. Lo habría probado, pero no sentía el menor deseo por un
amor tan bestial como el de su marido. Sin embargo, era el hombre adecuado para violar a la
estúpida masa inerte destartalada en el sofá.
Iván había estado cargando heno. Al llegar con sus pantalones de lino y la camisa abierta,
todavía llevaba briznas de heno enganchadas a la ropa y al cabello y olía a establo. Entre tanto las
cinco o seis camareras que siempre andaban alrededor de su ama no habían perdido el tiempo.
Disfrutaban por anticipado, como ella, del espectáculo que se avecinaba. Habían colocado una
almohada debajo del trasero de Grushenka; con muchas risas la habían untado con pomada
metiendo los dedos en su nido de amor y la compadecían burlonamente, diciéndole que iban a
desgarrarla.
Grushenka estaba inmóvil, cubriéndose el rostro con las manos, incómoda e inquieta. Había
quizás estado soñando con el amante a quien se habría de entregar. Quizás lo había convertido en
un héroe romántico, un hombre de la luna. Y allí estaba, esperando ser seducida por un escudero.
—Iván —dijo la princesa—. Te he hecho llamar porque esta pobre muchacha se ha quejado de
que ningún hombre le ha hecho el amor y de que su virginidad le estorba terriblemente. Te he
elegido para que la desvirgues de una vez. Anda, muchacho, haz feliz a una pobre doncella
anhelante. Saca la polla y fóllatela.
Iván se quedó desconcertado, paseando la mirada de su ama a la forma desnuda en el sofá, y de
ésta a aquélla. Movió los dedos como si tuviera una gorra en la mano y le diera vueltas, pero se
quedó quieto. ¿Sería una trampa, o hablaría en serio? La princesa empezaba a impacientarse.
—¡Bájate los pantalones y adelante! ¿No me oyes? —le gritó.
Iván abrió sus pantalones, que cayeron automáticamente a sus pies, y se levantó la camisa por
encima del ombligo. Los ojos de todas las muchachas, menos los de Grushenka, se clavaron en su
fuerte y bronceado instrumento, que colgaba indiferente, inapto para la tarea que se le
encomendaba.
—Ahora, ve a dar un beso a tu novia —prosiguió la princesa, inclinándose sobre la mesa
tocador y frotándose entre las piernas con la palma de la mano, pues sentía que se excitaba.
Lentamente, Iván avanzó hacia el sofá. Entonces, decidido a seguir adelante, retiró las manos
de Grushenka, que le cubrían la cara, se inclinó y la besó en la boca. Las camareras aplaudieron.
Pero Grushenka yacía tan inerte que Iván volvió a perder todo impulso; cambió de postura,
miró a la joven desnuda y a las demás y no hizo nada, su verga seguía en el mismo estado de
flaccidez.
La princesa fue quien tuvo que volver a levantar los ánimos.
—Móntala, imbécil —le gritó—. Y tú —señalando a una de sus muchachas con el dedo—
sóbalo o bésalo, pero ¡que se le ponga tiesa de una vez al muy cerdo!
Y se hizo según su deseo. Iván, con los movimientos entorpecidos por los pantalones, que le
habían caído a los tobillos, se tumbó sobre Grushenka. Una de las camareras, obedeciendo las
órdenes de Nelidova, le acarició la verga con dedos hábiles. Otra muchacha, atraída por sus firmes
nalgas desnudas, se puso a apretujarlas un poco y le metió un dedo por la entrada trasera, como en
broma.
Iván era un hombre robusto y rudo, por lo que no es de extrañar que su vara empezara a
hincharse y crecer rápidamente con ese trato. Y, de repente, se puso a disfrutar del trabajo que le
había sido encomendado. Su vara se convirtió en dura lanza, sus nalgas musculosas se pusieron en
movimiento y trató de frotar su voluminoso aparato en el vientre de Grushenka, pero la camarera
aún lo tenía en la mano y no parecía dispuesta a desprenderse de tan lindo juguete.
Grushenka mantenía las piernas muy juntas y apretaba con tanta fuerza las rodillas, que le
dolían. Pero Iván luchó por abrirse paso entre sus muslos con su fuerte mano, y con un gesto
brusco le levantó la pierna derecha casi hasta el hombro.
Así llegó a introducir sus piernas entre las de ella, con el arma firmemente dirigida hacia el
blanco. La resistencia de la muchacha lo había excitado pero lo que siguió por poco lo hace
estallar.
En el momento en que la verga tocó a Grushenka, la apatía de ésta desapareció. Con un grito
salvaje, inició su defensa. Iván la tenía rodeada con sus brazos, el izquierdo sobre el hombro
derecho de ella, el derecho sobre el centro de su espalda. El estrecho abrazo y el peso del hombre
impedían que la muchacha pudiera sacárselo de encima, pero la dejaban mover nalgas y piernas, y
así lo hizo cuando la peligrosa verga rozó su nido de amor. La princesa, que habría matado a un
siervo que no cumpliera sus órdenes, estaba encantada viendo aquella lucha, y se metió la mano
por el camisón para acariciar su palpitante clítoris con los dedos.
Iván trataba de abrirse paso; movió su mano derecha bajo las nalgas de la agitada muchacha,
levantó las suyas y trató de encontrar la entrada dando violentos golpes con la verga. Finalmente,
la muchacha que había estado acariciando sus nalgas acudió en su auxilio. Dio la vuelta al sofá y
agarró la otra rodilla de Grushenka, levantándola hasta el hombro: de esa forma el orificio virginal
quedaba sin protección, bien abierto. La otra muchacha cogió el instrumento de Iván y lo enderezó
hacia el orificio rosado.
—¡Ahora! —gritaron todas las mironas; Iván, dándose cuenta de que ya estaba en buena
postura, bajó con fuerza su arma. Apretando con su mano derecha las nalgas de la muchacha y
gracias a un empujón firme y lento metió la verga por el orificio hasta el glande.
Grushenka lanzó un grito terrible, tras lo cual se quedó quieta, como un cadáver. Iván estuvo
avanzando y retrocediendo unos momentos hasta que, gimiendo con pasión, se dio cuenta de que
no podía resistir más, y descargó con arrebato, llenándola de su ardiente fluido. Sus músculos se
aflojaron, y quedó tendido sobre ella, agotado y embrutecido.
La princesa estaba furiosa; las camareras, frustradas. Habían esperado presenciar un buen
encuentro amoroso y todo había terminado casi antes de empezar: sólo quedaban allí dos cuerpos
inertes, uno encima de otro. Aquello no tenía nada de divertido.
—¡Fuera de aquí, bestia! —Ordenó la princesa—. ¡Vuelve a tu establo y no salgas más de allí!
¡Estos siervos son demasiado estúpidos hasta para joder! (Pero contemplaba con interés su verga
aún tiesa, mientras él la sacaba rápidamente de su escondite, cubierta de sangre).
Iván recogió sus pantalones, dejó caer la cabeza y salió de la habitación como un hombre
derrotado. No se atrevió a levantar la mirada hacia Grushenka. Estaba tendida en el sofá, muy
pálida, como un cadáver, con la parte central de su cuerpo arqueada aún por la almohada que tenía
debajo, la sangre brotando de su herida y deslizándose por los muslos y la almohada. Se había
desmayado, y saltaba a la vista que se encontraba en muy mal estado. Desalentada, la princesa
mandó que la sacaran de su cuarto.
¿Qué clase de chica era aquélla, que no soportaba siquiera un coito? Eso lo comentaba más
tarde Nelidova a una dama con quien tomaba el té mientras le contaba la historia, y añadió: ¡Esos
campesinos son demasiado torpes! La dama no estaba de acuerdo. Le contestó que solía organizar
fiestas para algunas de sus doncellas y siervos en las que se producían espectáculos estupendos,
que admitían todas las formas de amar. Y prometió que invitaría a Nelidova la próxima vez, en
calidad de espectadora, cosa que la princesa aceptó con mucho agrado.
Mientras tanto Grushenka estaba en su cama, y Katerina la atendía. Esta se mostraba
aprensiva, pues semejante episodio podía acarrear un embarazo, y, aun cuando conocía el modo de
provocar un aborto, sabía que la silueta de Grushenka podía sufrir algún cambio, precisamente en
el momento en que la muchacha estaba resultando de tan gran utilidad. Las escenas que solía
provocar la princesa después de sus pruebas habían desaparecido desde que Grushenka la había
reemplazado como maniquí. Por lo tanto, Grushenka fue lavada, limpiada y, a pesar de sus
protestas, tuvo que aguantar un lavado de agua caliente con unos polvos disueltos. Después, le
pusieron una toalla húmeda entre las piernas, lo que no menguó el dolor del orificio desgarrado.
Tendría todavía que superar el choque nervioso causado por la violación. La dejaron en cama todo
el día siguiente, y la vieja gobernanta se fue, mascullando:
—¡Qué chica tan blanda! ¡Qué chica tan blanda!
4
Las semanas que transcurrieron después de su violación fueron, quizá, las más felices de la
juventud de Grushenka. Estaba más guapa que nunca y pasó a ser una auténtica belleza. Había
despertado; sus días de ensueño habían terminado dejando lugar a una gran vivacidad y a un
excelente humor. Sentía ganas de divertirse y con frecuencia bromeaba con las demás muchachas
y el personal de la sastrería; a veces la castigaban aún y tenía que quedarse en un rincón oscuro, o
recibir algunos latigazos. No eran castigos severos. La joven tenía tal aspecto de lozanía, alegría y
felicidad, que nadie se enfadaba realmente con ella.
Las razones de su cambio se debían a que pocos días después de perder su virginidad, había
ido a presentar a su ama un traje nuevo —algo azul y vaporoso, con muchos lazos y encajes. La
princesa se mostró complacida, y, como por casualidad, le ordenó que le enseñara su hermoso
nido de amor; quería ver qué cambios había sufrido la linda ciudadela rosada como resultado del
asalto que le habían infligido.
Obediente, Grushenka levantó cuidadosamente su vestido por delante; otra muchacha abrió la
rendija de los pantalones de la bella modelo, y la princesa pudo mirar a gusto: no había habido
cambio alguno. Nelidova pensó que un solo apareamiento no podía causar grandes trastornos; en
cambio, si la florecilla rosada experimentaba con mayor frecuencia el aguijón de la abeja, los
delgados labios rosados se volverían sin duda gruesos y vulgares. Ordenó entonces a Katerina que
a partir de aquel momento Grushenka fuera poseída a diario, y que le facilitara cuantos machos
quisiera, con el fin de que se cumpliera su deseo.
A Katerina le disgustó mucho aquella orden, y no podía comprender a qué se debía. Pero ¿qué
podía hacer? Cambió la cama de Grushenka a un cuarto del sótano y, después de la cena, dio
instrucciones a la muchacha. Le entregó una pomada y le dijo que, diariamente después de la cena,
debería untar con ella el valle donde habría de librarse la batalla. Aquella pomada eliminaría los
agentes de paternidad que pudieran abrirse paso hasta su matriz. Las irrigaciones que se haría
después la preservarían aún más de toda posibilidad de preñez.
Envió al cuarto de la muchacha a un establero, un hombre pelirrojo, cubierto de pecas y de
baja estatura, que sonreía con deleite. Se controlaba el ejercicio amoroso de los sirvientes, pero de
vez en cuando se les daba permiso. Les parecía más que insuficiente y siempre andaban buscando
alguna oportunidad. Cuando se formaba una pareja de siervos, se les permitía casarse; el amo les
concedía entonces una cabaña y un poco de tierra que habrían de labrar sin dejar por ello de
trabajar en la del amo. Cuando aparecía embarazada una de las muchachas, el amo ordenaba que
uno de sus hombres se casara con ella.
Era como una fiesta cuando se les permitía hacer el amor, y por lo general el encuentro se
llevaba a cabo en el heno de los establos, o en algún rincón del campo. Pero ¡un buen asalto en una
cama, con la autorización de llegar al límite, era un auténtico placer! Cuando llegó la noticia al
establo, los hombres echaron suertes, y el pelirrojo fue envidiado por todos.
Grushenka estaba sentada, muy molesta, en su cama. Tapaba con una mano los pechos y con la
otra aplastaba su traje contra su cuerpo. Con voz plañidera suplicó que no la poseyera, que la
dejara tranquila. Aún sentía la impresión que le había causado el trato de Iván.
Pero el pelirrojo opinaba lo contrario. Tiró los zuecos al aire, se quitó la camisa y el pantalón y
aseguró a la asustada muchacha que todo sería como en su noche de bodas y que no iba a necesitar
ayuda, como Iván. ¡Qué va! Haría la tarea él solo, y a conciencia.
Cuando se quedó desnudo ante ella, con su aparato dispuesto para el placer, Grushenka no supo
qué hacer. Se arrodilló a sus pies y le suplicó que la dejara; él la cogió por los pelos y apretó su
cara contra su vara palpitante; rió a carcajadas cuando ella intentó zafarse. Después la levantó en
vilo… y la arrojó sobre la cama.
—Si se tratara de un encuentro furtivo en el bosque —explicó lo haríamos con la ropa puesta.
Pero te quiero desnuda, mi querida novia. Es mucho mejor.
Empezó a desabrocharle la falda y a quitársela. Grushenka se dio cuenta de que la resistencia
sería inútil, y que le rompería la ropa —y eso significaba latigazos—, por lo tanto se quitó ella
misma la blusa y los pantalones, mientras su amante-a-la-fuerza agradecía su cambio de actitud.
Cuando estuvieron pecho contra pecho Grushenka volvió a suplicar e implorar. Era muy
hermosa, y el pelirrojo no tenía por qué lastimarla. Le prometió ser cuidadoso y le explicó que,
como era buen muchacho, no le haría ningún daño, que, en realidad, le iba a gustar y que, si seguía
sus indicaciones, los dos podrían disfrutar de lo lindo.
La asustada muchacha prometió hacer lo que él dijera y el hombre empezó con mucho
cuidado. Acarició un ratito su cueva rosada con la punta de su verga. Luego, fue metiendo
progresivamente el arma, retirándola un poco para avanzar siempre algo más, hasta que su vello
quedó estrechamente unido al bien afeitado monte de Venus de ella. Entonces le preguntó si le
dolía, y Grushenka contestó con voz queda y algo incierta:
—Sólo un poquito. ¡Oh, ten cuidado!
Pero no le dolía nada. No era más que una curiosa sensación no exactamente excitante, pero
casi agradable. El pelirrojo le indicó que moviera las nalgas lentamente hacia arriba y hacia abajo,
cosa que hizo mientras él se quedaba rígido. De pronto, él también empezó a moverse y a empujar,
olvidándolo todo, hasta el punto de buscar frenéticamente su clímax, sin pensar en la satisfacción
de su compañera.
Grushenka no respondió a sus embates. Aún tenía miedo de que le doliera. Pero sostuvo sus
brazos alrededor de la espalda de él y, cuando él llegó al punto máximo de su pasión, se apretó
contra su vientre y sintió algo parecido a la satisfacción cuando su líquido caliente penetró en ella.
El pelirrojo no quedó satisfecho. Permaneció en la cama jugueteando con Grushenka,
tocándole los pechos y el nido de amor, riéndose de verla afeitada y pellizcándole el trasero con
cariño. Ella descubrió que se había puesto nuevamente tieso, y no luchó cuando volvió a meterle
dentro la verga: ya no era tan fuerte y terrible como antes.
Se le había pasado el miedo. Se preguntaba ¿así que a eso le llaman joder?, y pensó:
«Realmente, no es tan malo». Pero no sintió entusiasmo, aun cuando resultara más bien agradable.
Esta vez el pelirrojo tuvo que luchar más para escalar las cimas del éxtasis. Grushenka le
ayudó muy poco, aunque le acariciaba la espalda con la mano, tímidamente, y tratara de
obstaculizar su paso todo lo posible para que el aparato resbaladizo sintiera toda la fricción
posible.
Cuando él hubo terminado, empezó ella a agitarse; ahora quería algo para sí. Pero su
compañero retiró su agotada verga. Cansada, Grushenka se quedó profundamente dormida, y costó
mucho trabajo despertarla a la mañana siguiente.
Todas las noches, después de cenar, un hombre distinto llegaba y se acostaba con ella. A veces
eran de edad avanzada, auténticas bestias que no se desnudaban, la tendían en la cama, le hacían el
amor y se marchaban después de darle una palmada en las nalgas. A veces aparecían muchachos
tímidos, y Grushenka se divertía mucho jugueteando y excitándolos, seduciéndolos finalmente
tantas veces que salían del cuarto con las piernas flaqueantes.
Grushenka aprendió a encontrarle el gusto. No podía decir cuándo llegó por primera vez a la
cumbre del éxtasis que, según le habían dicho, formaba parte del acto. Pero, cuando sucedió, logró
obtener el placer supremo con cada uno de ellos, y hasta media docena de veces, si el compañero
le gustaba.
Aprendió a hacer el amor, y no tardó en convertirse en amante apasionada. Los sirvientes de la
casa que la habían probado la alababan con brillo en los ojos. ¡Qué muchacha! ¡Qué cuerpo! ¡Qué
amante! ¡Un verdadero volcán!
Aquéllas fueron semanas felices, llenas de emoción, semanas en que su cuerpo floreció y su
mente se aclaró; semanas sin sueños, llenas de realidad. Miraba a las demás muchachas con
curiosidad inquisitiva; sabía por ellas que tenían aventuras amorosas y estudiaba a su ama con
miradas calculadoras.
Se preguntaba si no podría arreglárselas para casarse con un buen muchacho, tener una casita
con un poco de tierra y muchos hijos. ¿Por qué no? Se enteró de quién tenía influencia con sus
amos; hizo planes, se fijó en uno de los mejores sirvientes del príncipe y, aun cuando nunca habló
ni tuvo trato con él, creyó haberse enamorado.
Pero todo aquello acabó de repente, y fue otra vez su ama la causante del cambio; aquélla que
por derecho y por ley era el destino de Grushenka.
Nelidova solía empezar muchas cosas, dar muchas órdenes y olvidarse de todas. Su mente
divagaba. Todo lo que no tuviera que ver con su amante (de quien hablaremos más adelante) lo
hacía al azar. Pero Nelidova recordó una noche, al volver del dormitorio de su marido, después de
una prolongada batalla amorosa, que Grushenka le serviría para descubrir en qué forma un nido
amoroso podía cambiar después de repetidas visitas de los pájaros del amor; por lo tanto, la hizo
llamar.
Grushenka había tenido un coito breve y sin interés con un hombre de cierta edad aquella
misma noche, y todavía estaba despierta cuando la camarera de Nelidova fue a buscarla. Se
envolvió en una de las sábanas de la cama y caminó, desnuda y descalza, hasta la alcoba de su
alteza. (Debe recordarse que todo el mundo, nobles y plebeyos, dormía sin camisón en aquel
tiempo, y se cuenta que María Antonieta fue de las primeras en imponer la moda en Occidente,
cincuenta años después).
Nelidova acababa de lavarse y estaba sentada, desnuda, delante del tocador, mientras una de
sus sirvientes le trenzaba los cabellos. Estaba de buen humor y le dijo a Grushenka que esperara
hasta que estuviera peinada. Al cabo de unos minutos, sentó a la muchacha desnuda en sus
rodillas, le preguntó si había jodido a diario y con quiénes, si las pollas habían sido grandes y
largas, si había aprendido a hacer debidamente el amor y si le gustaba. Grushenka contestó
automáticamente que sí a cada pregunta. Entonces, Nelidova abrió las piernas de la muchacha con
suavidad y la examinó detenidamente.
No encontró cambio alguno. El nidito de amor era tierno e inocente, como si jamás hubiera
recibido un aparato varonil. Los labios estaban quizá algo más colorados e hinchados, pero
seguían firmemente cerrados y finos.
La princesa los abrió y tocó a la muchacha que se estremeció con sus caricias. La princesa la
llevó más hacia el extremo de sus rodillas, abrió sus propias piernas y se preguntó acerca de su
propio nido de amor, muy abierto, con labios gruesos y fláccidos. Al parecer no era el acto
amoroso, sino la mano de la naturaleza la que había determinado la diferencia.
Todo parecía haber terminado, y la princesa estaba a punto de enviar a su alter ego a dormir
cuando, en la insatisfacción de una cópula imperfecta con su esposo, se sintió tentada de seguir
jugando con el nido de amor de Grushenka. Su dedo empezó a frotarla con mayor insistencia,
desde la entrada posterior hasta la puerta delantera.
Grushenka se inclinó sobre el hombro de su ama, apoyó el brazo en su hombro y con su mano
libre acarició los pechos y los pezones de Nelidova. Suspiró levemente y se preparó a gozar el
éxtasis, moviendo su trasero lo más posible, sentada en las rodillas de su ama.
En el momento preciso en que Grushenka empezaba a sentirse a gusto, la princesa se irritó al
ver que la muchacha estaba a punto de correrse mientras ella sólo sentía una comezón en su nido
de amor. Con su antigua maldad, pellizcó a Grushenka entre las piernas con sus largas uñas,
haciéndole mucho daño en la parte interior y tierna de los labios.
Sobresaltada, Grushenka saltó con un grito del regazo de la mujer agarrando su parte dolorida
con las manos y alejándose instintivamente. A Nelidova le molestaron los gritos de la muchacha,
sus nervios se desquiciaron y dijo que la culpable debía ser castigada. Al coger una zapatilla de
cuero, tenía en los ojos una expresión horrible; insultó a Grushenka y la mandó tumbarse de
espaldas sobre sus rodillas.
Cayeron ruidosos azotes sobre las nalgas y los muslos de Grushenka. El dolor le recorría todo
el cuerpo a cada golpe, pero la zapatilla seguía, despiadada. Grushenka se retorcía, pateaba,
chillaba y gritaba hasta que empezó a sollozar. Tenía las nalgas y las piernas como si le hubieran
aplicado un hierro candente.
El trasero que se agitaba ante ella no dejó insensible a la princesa; empezó a sentirse a gusto,
sentía que su nido de amor ardía y se puso a actuar en consecuencia. Dejó caer a Grushenka al
suelo, le agarró la cabeza y la empujó entre sus piernas abiertas. Una de sus sirvientas, al ver lo
que ocurría, se colocó detrás de su ama, le abrazó los pechos y, llevándola hacia atrás con los
brazos, la puso en situación de gozar.
Grushenka no sabía qué hacer. Por supuesto, ya había oído decir que a la princesa le gustaba
que sus doncellas la besaran entre las piernas, y sabía que algunas muchachas hacían lo mismo
entre sí. (El «amor entre damas» era algo más corriente en aquella época que en la actualidad. Era
un arte que se practicaba con mucha delicadeza en los harenes, y un hogar ruso se parecía todavía
mucho a un harén). Pero Grushenka no sabía qué esperaban de ella, nadie le había explicado esas
cosas. Estaba medio sofocada por la presión apasionada con que la princesa le sostenía la cabeza
contra el orificio. Besó, o trató de besar, los pelos alrededor de la entrada, pero mantuvo la lengua
dentro de la boca; sólo sus labios frotaron y besaron el campo de batalla.
Nelidova tomó aquello por un acto de obstinada resistencia. Soltó a Grushenka y la empujó de
golpe con el pie descalzo. Una de sus doncellas ocupó inmediatamente el lugar de Grushenka (le
explicó después que lo hizo para evitar un asesinato, tan furiosos estaban los ojos de su ama) y,
con movimientos hábiles y expertos de la lengua, consiguió que gozara la apasionada y joven
princesa. Nelidova llegó a su punto gimiendo y gruñendo, maldiciendo y entremezclando
expresiones tiernas dirigidas a su amante. Finalmente cerró los ojos y cayó exhausta entre los
brazos de la sierva que la sostenía. Las doncellas la llevaron a la cama y la metieron suavemente
entre las sábanas. Grushenka salió de la habitación deseando que al día siguiente quedara todo
olvidado. Decidió mentalmente que preguntaría a una de las muchachas en qué forma debía
satisfacer a la princesa si volvía a llamarla para esa tarea.
La tarde siguiente resultó evidente que Nelidova no había olvidado. Mandó llamar a Katerina y
a Grushenka. La princesa dio instrucciones con brevedad y sin explicaciones:
—Dale a esa muchacha cincuenta latigazos con el cuero y hazlo tú en persona. Y que de hoy en
adelante no vuelva a joder.
Katerina apretó fuertemente los labios. Si obedecía las órdenes de su ama, la muchacha habría
muerto al atardecer. No podría soportarlo. Habían muerto hombres con muchos menos latigazos.
Se llevó a la temblorosa muchacha, que sollozaba ruidosamente, hasta una habitación alejada,
perfectamente equipada con instrumentos de tortura para el castigo de los siervos. Katerina la
llevó al potro de los azotes, y Grushenka, con los ojos llenos de lágrimas, se desnudó y se tendió
sobre el centro del potro, que tenía forma de silla de montar. Katerina la encadenó de manos y
pies. Interrogó a la asustada muchacha, y Grushenka, con la cabeza colgando hasta el suelo, le
relató lo ocurrido la noche anterior.
Katerina pensaba a toda prisa mientras buscaba entre los distintos látigos el más liviano. Vio
el cuerpo blanco, desnudo para el castigo… Entonces miró el látigo y lo tiró.
—¡Escucha! —dijo—. No se puede confiar en una puta como tú, pero te salvaré si eres capaz
de no decir nada. Ahora, irás a la cama, te quedarás allí dos días y te harás la enferma; dirás a todo
el mundo que te he envuelto en un lienzo húmedo para que no se te rompiera la piel. Si haces lo
que te digo saldrás con bien de la aventura, porque no sabías qué hacer y no fue culpa tuya.
Después de hablar, Katerina le dio varias palmadas en las nalgas, cosa que no le dolió menos
que la zapatilla de la noche anterior.
—Algo más. Aprenderás a hacer el amor perfectamente con una mujer, para que no suceda lo
mismo la próxima vez. ¿Entendido?
Katerina tenía algo entre ceja y ceja mientras tomaba su decisión: Nelidova se cansaba de sus
doncellas muy rápidamente, y Katerina tenía siempre que llevarle otras nuevas. La princesa, por
muy cruel y bestial que fuera (como ocurre con mucha gente que de la nada pasa a tenerlo todo),
era también cariñosa y de buen corazón cuando estaba de buen humor. Ninguna de sus doncellas
personales duraba con ella por mucho tiempo. El pequeño látigo con mango de oro siempre estaba
demasiado cerca, y el humor de su dueña cambiaba con demasiada frecuencia. El único medio de
alejarse de ella era casarse. A veces, las chicas se lo pedían directamente y lograban satisfacer su
deseo, incluso con el hombre que habían escogido. A veces hacían lo imposible por quedar
embarazadas, y entonces su ama las regañaba o las recluía en un cuarto oscuro, a pan y agua.
Nunca las castigaba con mucha severidad (las mujeres orientales sienten un respeto casi religioso
por una mujer embarazada) y finalmente les buscaba un marido. Entonces le tocaba a Katerina
encontrar otra sirvienta: guapa, con buen tipo, bien entrenada para bañar y vestir a la señora,
activa, astuta, y algo lesbiana.
Las sirvientas de la princesa vivían en un cuarto muy grande, donde esperaban a que ella las
llamara cuando no tenía nada que hacer. Pasaban el tiempo contándose cuentos obscenos, jugando
unas con otras y entregándose a juegos amorosos. Estaban siempre dispuestas para el amor porque
llevaban ligeras blusas rusas, cuyo escote ancho dejaba a la vista la mitad del pecho y amplias
faldas sin nada debajo. Si se agachaban y se levantaban la falda estaban listas para unos azotes.
Con acostarse y levantarse las faldas ya estaban a punto para un jugueteo de lengua.
Después de que Grushenka hubo pasado dos días solitarios en la cama, fue enviada a una
instructora eficaz en el arte del manejo de la lengua. Tres o cuatro muchachitas, que no tendrían
más de diecisiete años, estaban siendo instruidas por aquella mujer que tenía a su cargo a más de
treinta y conocía bien su trabajo. Las muchachas tenían que lamerse unas a otras y mostrar su
habilidad a la maestra haciéndoselo a ella. De no haber sido por el hecho de que aquella maestra
tenía siempre una vara en la mano, y que la empleaba cuando no quedaba satisfecha, Grushenka se
habría divertido con las clases.
Cuando la colocaron delante del nido de amor de una joven rubia y le dijeron que empezara
lamiendo alrededor de los labios, penetrara después en el orificio y, finalmente, se concentrara en
la ramita que sobresalía en la parte de arriba, le gustó y hasta se sintió excitada por los
movimientos de su lengua. Quizá se debiera a que la muchacha respondía muy bien,
estremeciéndose con deleite y pasión al sentir la lengua tierna de Grushenka.
Grushenka disfrutó también muchísimo cuando una de las muchachas se apoderó de su
hambriento orificio y respondió con tanto deleite que la maestra interrumpió el fuego antes de que
llegara al final. A Grushenka no le importó. Cuando le tocó mostrar su reciente habilidad
haciéndole el amor a la instructora, metió un dedo en su propia hendidura sin que se dieran cuenta
y, mientras se frotaba hasta lograr el clímax deseado, hizo el amor a la mujer con tanta destreza
que la bruja vaticinó que Grushenka se convertiría en una amante famosa. La mayoría de las
campesinas aprendía con el tiempo a satisfacer a una dama refinada, pero lo hacían
automáticamente, sin vigor y sin ese abandono que no puede describirse.
Grushenka no volvería a ser tocada por un hombre. La corta diversión que consistió en
aprender a convertirse en amante de señora también terminó muy pronto. No sabía qué hacer para
satisfacer la pasión que se había despertado en ella. ¿Tomaría un amante en secreto, como lo
hacían muchas otras chicas? Corría el peligro de ser descubierta y de que la castigaran
rompiéndole los huesos en el potro de tortura. ¿Debería iniciar una aventura con otra muchacha?
Eso también era motivo de castigo. Probó con su dedo y hasta robó una vela para jugar consigo
misma en la cama. Pero de nada sirvió: se sintió infeliz al día siguiente y lloró sin razón. Pero si
hasta entonces su vida había sido como la de las demás muchachas, un nuevo y excitante capítulo
de su vida estaba a punto de empezar.
5
Cuando Nelidova se acostó por vez primera con Alexei Sokolov, comprendió de repente lo que
habría de costarle su matrimonio. Sabía que su alteza, el ex gobernador y su eminente esposo
príncipe era rico y que ella tendría posición social y poder. Pero ahí, desparramado junto a ella
como un orangután, estaba el horripilante cuerpo del hombre que ahora, por derecho y por ley, era
su dueño física y mentalmente.
Era calvo, pero tenía una gran mata de pelo alrededor de la parte inferior de la cabeza que se
prolongaba en una barba larga y abundante que le llegaba hasta el pecho, cubierto también de un
espeso vello negro. Su pecho era excesivamente ancho, los brazos musculosos y cortos, con manos
anchas y también cortas; su vientre era enorme, con bañas en la cintura. Su piel era oscura, los
muslos casi morenos. Tenía ojos pequeños, penetrantes, suspicaces y sensuales. Su aparato sexual
era corto y grueso, y sus «almacenes» revelaban a primera vista que contenían suficientes
municiones y que estaban siempre dispuestos a disparar.
Durante la boda, suntuosa y magnífica, con mil rostros nuevos que la felicitaban, todo el
mundo inclinándose profundamente ante el príncipe (que estaba de excelente humor), Nelidova se
había sentido encantada. Su novio hasta parecía guapo en su deslumbrante uniforme azul, cubierto
de brillantes medallas y botones de oro macizo y una peluca blanca con una coleta larga que se
movía con frivolidad sobre el cuello de oro de su traje. Llevaba puestas botas altas de charol y
anillos con piedras preciosas. Así fue cómo la novia, Nelidova, había visto por vez primera a su
futuro esposo. Se asustó cuando los cañones tronaron a su llegada al palacio y se sintió conmovida
hasta el llanto cuando el arzobispo (un verdadero arzobispo, cuando en su pueblo ni el fraile más
insignificante había aceptado escuchar su confesión) les dio la bendición. Lo había relegado todo
dentro de sí, cegada por el esplendor, y se había hecho toda clase de promesas. Se sentía como en
un trance hipnótico y les prometía a sus doncellas el cielo en la tierra mientras la desnudaban
aquella noche y se encaminaba hacia su esposo (totalmente desnuda, de acuerdo con las
consignas) con la sana intención de darle las gracias y decirle que sería su esposa sumisa y fiel.
Pero, cuando se encontró tumbada a su lado y se dio cuenta de que aquel príncipe de uniforme
elegante se había convertido en una bestia odiosa, Nelidova no pudo decir una sola palabra.
El príncipe Alexei Sokolov no esperaba palabra alguna por parte de ella. Jamás había
considerado a una mujer como a algo humano, sino como una propiedad suya más. Poseía muchas
y disponía de docenas de siervas a cualquier hora cerca de su dormitorio; lo acompañaban en sus
viajes, y siempre había sido así desde que su padre le ordenó que hiciera por vez primera el amor
con una muchacha, a los dieciséis años de edad. Nunca había tenido una aventura con una chica de
la sociedad, porque eran propiedad ajena. Aun cuando hiciera cantidad de negocios sucios y se
apoderara de propiedades de hombres condenados por política y otras razones durante sus dos
años de gobernador, las mujeres no podían tomarse ilegalmente. Si le gustaba una hembra, podía
comprarla; tenía siempre un precio, por alto que fuera.
Durante sus viajes por Europa occidental, Alexei se enteró de que había prostitutas que podían
alquilarse por una hora o un día. Hasta se llevó consigo a Rusia mujeres que se portaban muy bien
en la cama. Pero aquello era como tirar el dinero por la ventana, porque sus propias esclavas
podían hacerlo igual, y hasta mejor; eran más rudas, no tenían momentos de mal humor y se las
podía castigar si no se portaban debidamente.
Alexei no tenía costumbres amorosas especiales. No sabía nada de los refinamientos de la
cópula, lo único que quería era quedar satisfecho. Quería joder a gusto, sin ocuparse del placer de
su pareja, y le gustaba que las nalgas de la muchacha subieran y bajaran mientras él permanecía
quieto, moviendo sólo alternativamente los músculos de sus enormes nalgas. También se las
arreglaba para mover su verga de adelante hacia atrás sin levantar las nalgas de la cama, porque
los músculos que rodeaban sus órganos sexuales estaban bien desarrollados.
No le explicó mucho de todo esto a su esposa. Esta tenía un cuerpo que merecía realmente ser
contemplado, y el príncipe estaba contento de haber añadido aquel ejemplar a su surtido harén. No
se había casado con ella por amor y, de no haberle gustado, se habría acostado con ella una o dos
veces (le gustaba desvirgar) y sin duda la habría olvidado después. Pero era un buen bocado, y
estaba dispuesto a hacer uso de él.
Se le acercó sin más preparativos; la tocó por todos lados con sus gruesas manos, metiéndole
rudamente el dedo en el orificio virginal; se la puso encima y le dio unas palmadas en las nalgas;
en resumen: tomó primero posesión de ella con las manos.
Nelidova trató de suavizar un poco las cosas besándole las mejillas (con los ojos cerrados),
estrechándose contra él (con gran repulsión) y renunciando a luchar cuando sintió que su dedo la
penetraba. Entonces él, sosteniéndola por la cintura con las manos, la colocó encima suyo.
Nelidova sabía muy bien de lo que se trataba; se lo había contado una amiga casada y por lo
tanto comprendió que ahora el señor Carajo, acosado entre su monte de Venus y el muro
escarpado de aquella panza, tenía que entrar en su jaula. Y sabía que iba a dolerle, pero no
solamente debía soportarlo, sino que tenía que llevarlo a cabo ella misma; con su propio peso, iba
a tener que rasgar esa pantallita de piel que sólo se aprecia en las doncellas.
No tuvo el valor de hacerlo. Se quedó mirando con ojos fijos a la bestia que yacía debajo de
ella —el que pocas horas antes había sido un perfecto extraño, y que tenía ahora derecho a
desflorarla y tembló.
—Mételo dentro, siéntate encima y muévete de arriba abajo —gritó Alexei.
¡Pobre Nelidova! Agarró aquel tosco miembro grueso, aunque no muy largo, entre sus
delgados dedos. Lo orientó hacia la entrada y con energía lo acercó a su pelvis.
Pero había que hacer las cosas con mayor vigor, y Alexei estaba preparado para hacer frente a
semejante situación. No le agradaba tener que convencer a una mujer de que hiciera esto o
aquello, ni tampoco perder el tiempo. Había poseído a más de una doncella desde que le había
crecido la barriga. Esperaba aún mayor resistencia por parte de su esposa y había ordenado los
consabidos preparativos.
Tocó un pequeño gongo que tenía en la mesilla, y tres sirvientas entraron en tropel. Antes de
que Nelidova se diera cuenta de lo que ocurría, dos de ellas la habían aferrado con manos
expertas; pasando las manos por debajo de las nalgas le agarraron las piernas y las estiraron a los
costados del cuerpo del príncipe; luego, la cogieron por los hombros, la levantaron y la bajaron
cuidadosamente. Mientras tanto, la tercera muchacha asió la cola del amo con una mano, abrió
con dedos hábiles el pasaje que aún no había servido y cuidó de que ambos miembros empalmaran
debidamente; entonces ordenó: ¡Empujen!, y ambas muchachas, sujetando a la princesa, la
empujaron con la fuerza necesaria. El embate fue satisfactorio porque el señor Carajo había
penetrado y perforado la fina membrana.
Nelidova aulló; el príncipe movió las nalgas, las muchachas soltaron las rodillas de la joven y
la cogieron por la cintura y los hombros para moverla de arriba abajo. El príncipe tardó unos cinco
minutos en lograr su propósito. La ceremonia había terminado. Lavaron acto seguido a la princesa
y al amo la sangre. Y ella tuvo que volver a tumbarse al lado de su esposo.
—Ya aprenderás —le dijo—. Ahora te enseñaremos cómo debe llevarse a cabo la segunda
parte.
Le agarró la cabeza y la apretó contra su pecho peludo, le colocó la mano sobre su aparato y le
dijo que se lo frotara cariñosamente. Mientras lo hacía, él gruñía y roncaba, con la mano
rechoncha puesta en las finas nalgas de ella. Le gustaba que tuviera las nalgas pequeñas, rectos y
finos los muslos; cuando las muchachas eran demasiado carnosas le costaba hundir
profundamente su pajarito en el nido.
Al cabo de un rato, se le puso tiesa otra vez. Resonó el gongo, y una sierva, siempre alerta,
penetró en el dormitorio. Ya sabía qué debía hacer. Montó sobre el amo de cara a sus pies y de
espaldas a su enorme barriga. Él colocó más almohadas debajo de su cabeza para poder reclinarse
y tocar las nalgas de la chica que lo cabalgaba con movimientos lentos y firmes de arriba abajo. Él
permanecía perfectamente quieto y, tocando las carrillos de la moza, encontró la entrada posterior
de su trasero y le metió el dedo en el preciso instante en que alcanzaba el orgasmo. Después de lo
cual se quedó inmóvil, y lo limpiaron con una toalla mojada.
Explicó a su esposa que la posición número uno era frontal y la segunda al revés. Le dijo que
tendría que visitarlo tres veces por semana, que debería aprender rápidamente la técnica, y que
ahora podía retirarse a sus aposentos porque él tenía sueño. Ni buenas noches, ni caricias, ni tan
sólo una palabra cariñosa. Pero tampoco ninguna desagradable. Estaba estableciendo una rutina
que se mantendría a partir de aquel momento.
Esa rutina se seguía principalmente porque a Alexei le gustaba Nelidova más que sus esclavas,
y ella aprendió muy pronto a complacerlo debidamente. Debe recordarse también que pagaba más
por su mantenimiento que por el de las demás mujeres.
A Nelidova le importaba un comino su polla; sencillamente cerraba los ojos, trataba de
excitarse y lograr el clímax. Lo que no podía soportar era sentir sus manos sebosas sobre su
cuerpo antes de cada encuentro, especialmente entre la primera y la segunda parte. En ese
momento solía hacerle daño. Jugueteaba con sus pechos, le pellizcaba los pezones y se reía cuando
ella trataba de apartarse. Cuando le tocaba el nido de amor no empezaba con juegos suaves
alrededor de la entrada, calentando las partes para introducirse después por el conducto, sino que
metía toscamente el dedo hasta donde le alcanzaba, lo doblaba y frotaba. Siempre le causaba
dolor, además de sobresalto. Pero no se quejaba, y hasta le decía palabras amables para expresar
su satisfacción. Este era el precio exigido, y ella lo pagaba.
El resto de sus relaciones personales también se regían por normas. Comían cada uno por su
lado, salvo cuando tenían invitados. Iban juntos a todos los actos sociales. A él le gustaba lucirla,
y para esas ocasiones le enviaba joyas de su, al parecer, inagotable caja fuerte.
Le hablaba con cortesía, aunque poco, y nunca le comentaba sus asuntos particulares. Por
ejemplo, ella ignoró que él tuviera extensas propiedades en el sur, hasta que viajaron allí. Él había
confiado sus asuntos a un viejo sirviente de confianza y a muy pocos amigos. Era hombre de pocas
palabras, estaba acostumbrado a mandar y hacía cumplir su voluntad con gran decisión.
Nelidova tuvo que hacer su vida con sus amigas. Charlaba con sus doncellas y se divertía con
lo que estuviera a su alcance y fuera correcto y bien visto en la esposa de un príncipe. Jamás la
pegaba, como hacían muchos maridos con sus esposas, y casi nunca se enfurecía. Había recurrido
al látigo pocas veces en su vida, enviando el culpable al capataz para que lo castigara. Sin
embargo, cuando estaba muy descontento, obligaba al culpable a comparecer ante él y le daba
algunas bofetadas.
Alexei lo hacía alguna vez con su esposa al enterarse de que sus tonterías habían despertado la
burla de sus conocidos. Cuando supo que pegaba a sus sirvientas, o mandaba pegarlas, lo discutió
brevemente con ella. Dijo que tenía derecho a hacerlo, pero que si una de las sirvientas caía
gravemente enferma, o moría, por causa de esos castigos, le infligiría a ella el mismo tormento.
—Son tanto de mi propiedad como tú misma —agregó, y con eso quedó cerrado el incidente,
porque el príncipe recordó que también su madre solía pegar a las esclavas.
Alexei había esperado tener un hijo con la princesa; deseaba un heredero para fastidiar a sus
parientes. Pero ella permanecía estéril. Mandó traer unas cuantas doncellas vírgenes de una de sus
propiedades, tuvo relaciones con ellas y las mantuvo bajo severa vigilancia para que no pudieran
tener contacto con nadie más. De cuatro muchachas, dos quedaron embarazadas. Por lo tanto, la
culpable era Nelidova, y no él. Pero decidió que no tomaría otra esposa. No porque no hubiera
podido deshacerse de ella, ni porque la amara, sino porque al fin y al cabo aquello no tenía mucha
importancia. Allí estaba ella y allí podía quedarse.
Después del primer año de matrimonio, como ya se sentía segura como princesa y esposa de
un hombre poderoso, Nelidova estaba en su punto para tomar un amante. Debía ser muy distinto
de su esposo, algo exótico, quizá francés. Pero resultó ser polaco. Dio a conocer su nombre como
Gustavus Swanderson; llegaba de Varsovia, donde su padre tenía una cadena de prostíbulos.
Gustavus, que por entonces se llamaba Boris, se las arregló, durante una incursión por los
establecimientos de su padre, para hacerse con algún oro que éste tenía oculto. Así, viajó a Suecia,
cambió de nombre, compró un título oficial y se dedicó a las damas. Era decididamente
romántico, con una espesa melena color castaño, movimientos elegantes, carácter emprendedor y
nada malvado. Sentía gran afición por el dibujo, y sus caricaturas de la gente aristocrática eran
muy buenas. Empezó a estudiar arquitectura, primero para divertirse, pero a la larga le interesó
realmente y participó en la edificación de algunos fuertes y estructuras militares. Llegó a Rusia
cuando Pedro el Grande era ya viejo y le ofreció sus servicios como constructor. Aun cuando
Pedro no se sintió muy impresionado por él, lo mandó a Moscú, donde se estaba construyendo un
gran puente, y allí empezó a lograr cierto éxito en su especialidad.
Cuando conoció a Nelidova, Gustavus tendría unos treinta años de edad, diez más que ella. Era
distinto de los demás; tenía el cutis blanco, no era velludo, y sus manos blancas eran casi
femeninas y tiernas. Estaba siempre limpio, correcto, y en su risa se adivinaba cierta tristeza
romántica. Nelidova lo eligió, en cuanto le puso los ojos encima.
El hombre no tenía muchas posibilidades de elegir entre acceder o no. Tenía que conquistarla,
puesto que ella lo deseaba. ¡Oh! lo arregló en forma muy romántica: intercambiaban poemas, se
cruzaban palabras secretas, entendidas sólo por los conspiradores. Nelidova representó
maravillosamente su papel con lágrimas, resistencias y desmayos fingidos.
Lo conquistó y se sintió muy satisfecha. ¡Era tan tierno, tan cariñoso, tan apasionado, tan
romántico! Y, cuando después de mucho besar y juguetear, sentía finalmente su verga palpitante
penetrar en su hendidura hambrienta, se sentía desvanecer de placer. Por supuesto, mientras él
edificaba preciosos castillos de naipes hablando de una fuga y de la felicidad de vivir en París
como tórtolos, escuchaba como una niña feliz, pero ya crecidita, que escucha un cuento de hadas
bien contado. Evitaba decir «no», pero no lo consideró jamás como otra cosa que un amante. Era
necesario en la vida de una mujer, pero no debía mezclarse con la realidad de una princesa.
Por otra parte, esa realidad la fastidiaba tres veces por semana cuando caminaba con sus
zapatillas azules, completamente desnuda, hasta la cama de la enorme bestia que ofendía su
cuerpo y para quien no representaba más que combustible para su sediento aparato amoroso. No
podía fingir tener una jaqueca o encontrarse mal, porque, de hacerlo, su esposo le enviaría un
sirviente con un mensaje lacónico diciendo que no jodía con su cabeza sino con un orificio muy
alejado de la causa de su malestar. Mientras no tuviera la regla, tenía que presentarse; no había
compasión ni tolerancia, y no se aceptaban excusas.
Sobrevino otro incidente fastidioso. Gustavus se enamoró de ella, y cuanto más duraban las
relaciones, más enamorado estaba. Se volvió celoso y así como el viejo príncipe no tenía la menor
sospecha de que su esposa pudiera serle infiel, Gustavus, en su debilidad y su ternura, se volvía
loco de celos.
Nelidova le había explicado una vez en qué forma hacían el amor con su esposo y, aun cuando
aquello fue al principio de su aventura, Gustavus estaba dispuesto a asesinar a su rival.
Últimamente la había estado presionando y rogando para que se negara a representar el papel de
obediente esposa y, con palabras apasionadas, había amenazado con quitarle la vida al príncipe y a
ella. Nelidova le contestó que haría lo que él quisiera y, mintiendo, dijo que ya no tenía que visitar
a su esposo, pues éste estaba encaprichado con una de sus sirvientas.
Gustavus no la creyó del todo y tuvieron varias escenas. Ella no quería renunciar a su amante y
no podía alejarse de su amo. Tendría que pensar algo para salir del apuro.
De pronto, una idea le cruzó la cabeza: ¿no decían todos que Grushenka era igual que ella, no
sólo de cuerpo, sino también de cara? Se murmuraba que eran como gemelas, que nadie sabía
quién era quién. De ser cierto, Grushenka podría ocupar su lugar en la cama de su esposo.
Esa idea era tan atrevida, tan excitante, que Nelidova tuvo que llevarla inmediatamente a la
práctica. Ordenó que compareciera Grushenka, que las vistieran a las dos con ropas idénticas y las
peinaran del mismo modo. Entonces mandó llamar a unas cuantas sirvientas del sótano y una de
ellas preguntó cuál era la princesa. Las sirvientas estaban inquietas, temían equivocarse; trataron
de evitar una respuesta directa y acabaron señalando al azar, acertando tantas veces como se
equivocaban. ¡Era perfecto! Bastaba que la princesa enseñara a Grushenka cómo debía portarse
con el amo.
Despidió a todas las sirvientas, incluyendo a sus doncellas, y se encerró en su dormitorio con
Grushenka. La mandó arrodillarse y jurar solemnemente que jamás la traicionaría. Le confió su
plan y ensayó hasta el último detalle las distintas sesiones amorosas.
Cuando se desnudó Grushenka, se reveló un obstáculo: Grushenka estaba todavía afeitada; no
quedaba más que esperar hasta que el vello le creciera. Por lo tanto, todo estaba decidido.
Mientras esperaba, Grushenka pasó muchas tardes aprendiendo cómo debería portarse durante las
sesiones amorosas, y Nelidova aprovechó también para fijarse detenidamente en todos los detalles
mientras estaba con su marido.
Estaba segura de que todo saldría bien. El dormitorio del príncipe sólo estaba alumbrado por
un cirio situado en un rincón de la cama y por una vela delante del icono. Tan poca luz no le
permitiría detectar diferencias entre Nelidova y Grushenka, aun cuando no hubieran sido tan
parecidas.
Hay que señalar algo respecto a aquellos ensayos confidenciales entre las dos jóvenes:
empezaron a sentir simpatía recíproca. La princesa no había pensado nunca anteriormente en
Grushenka más que como en una sierva. Ahora, la necesitaba; le había ordenado que ocupara su
lugar. Pero Grushenka podía decirle la verdad al amo, y la catástrofe habría sido total. Por lo
tanto, la princesa se mostró amable con la muchacha, charló con ella y trató de descubrir su
carácter. Se sintió cautivada por el encanto y la sencilla confianza de Grushenka. Por otra parte,
Grushenka se enteró también de que la princesa era desgraciada, que no tenía confianza en sí
misma, que había tenido una juventud muy difícil, que anhelaba afecto y que su conducta brutal
no se debía a la maldad, sino a la ignorancia.
Grushenka se convirtió en doncella de su ama; siempre estaba junto a ella, fue confidente de
sus asuntos amorosos y compañera de largas horas en días sin fin. No se le aplicaba nunca el
látigo, no la reñían y dormía al lado del cuarto de su ama; se convirtió en algo así como una
hermana menor.
Una vez que hubo crecido el vello de Grushenka (lo examinaban diariamente), llegó el día en
que un sirviente anunció que su alteza esperaba la visita de su esposa. Grushenka se calzó las
zapatillas azules, y ambas mujeres cruzaron las habitaciones que las separaban del cuarto del amo.
Grushenka entró mientras Nelidova, con el alma en vilo, miraba por una rendija de la puerta. El
príncipe acababa de regresar de una partida de cartas; había bebido mucho y se sentía cansado y
poco lascivo.
Grushenka le cogió la verga con la mano, la manejó con firmeza, montó a caballo y metió el
aparato en su conducto. Durante mucho rato el hombre no pudo llegar al clímax porque había
bebido mucho, pero ella sí lo consiguió dos o tres veces (llevaba mucho tiempo sin contacto
sexual); por fin, él gimió, meneó las nalgas y acabó. Ya tenía bastante para el resto de la noche y
la mandó a su cuarto con una palmada en las nalgas.
Nelidova se llevó a Grushenka a la cama. Estaba excitada, alegremente excitada, pero
Grushenka estaba muy tranquila. Había llevado la tarea a cabo sin vacilar, pues quería ayudar a su
ama. Era su deber; en cuanto a lo demás, no era de su incumbencia.
Nelidova abrazó y besó a la muchacha y, excitada por el encuentro amoroso que acababa de
presenciar, llamó a dos doncellas para que las besaran a ella y a su amiga (lo dijo por primera vez)
entre las piernas.
Así fue cómo Grushenka pasó a ser esposa del amo en lo que a la cama se refiere. Las primeras
veces Nelidova la acompañó hasta la puerta y se quedó mirando. Después, permaneció en la cama
hasta el regreso de Grushenka y, finalmente, dejó de preocuparse por el asunto. Cuando llegaba el
sirviente para avisar que el instrumento del amo estaba listo (éste era el mensaje), Nelidova
anunciaba que en seguida iría, y Grushenka, que estaba tumbada en la cama del cuarto contiguo, se
levantaba, iba a ver al príncipe, llevaba a cabo su tarea, se lavaba y volvía a la cama.
Hasta entonces Nelidova había satisfecho los caprichos de su esposo a pesar de su
repugnancia. Ahora encontraba gran satisfacción con los moderados embates de Gustavus,
mientras Grushenka tenía que contar con la vara corta pero gruesa del amo.
Grushenka nunca había conocido gente de la alta sociedad, por lo tanto la rudeza del príncipe
no la escandalizaba. Por el contrario, su fuerza brutal y su inmensa vitalidad la cautivaban y le
hacían olvidar la repulsión que podía haberle causado su barriga. Le gustaba su cetro; no sólo le
daba masajes, sino que lo acarició, lo besó y acabó metiéndoselo entero en la boca.
Alexei creyó al principio que quería algún regalo, tal vez una de sus propiedades o un
testamento a favor suyo. Pero, al ver que no le pedía nada, sintió el placer de tener una esposa tan
llena de pasión, refinada y amorosa.
Grushenka estaba mucho más a gusto con él de lo que Nelidova lo estuvo jamás. La princesa
solía intentar siempre apartarse con agresividad cuando tomaba posesión de su cuerpo con las
manos. Pero ahora la verga del príncipe se ponía tiesa antes de que Grushenka llegara a la cama, y
ella se sentaba encima de él antes de que pudiera tocarla con las manos. Además, hacía el amor
con tanto apasionamiento, que no le importaba que él le pellizcara los pezones mientras tenía su
aparato dentro de ella. Durante el intermedio, él la felicitaba burlonamente por su temperamento
recién descubierto, pero apenas la tocaba, esperando que volviera ella a apoderarse de su
instrumento.
A veces, ella se tumbaba entre sus piernas, levantándole las nalgas con una almohada, y besaba
con intenso ardor sus bolsas de amor. Su fuerte olor y el de su fluido le hacían aletear la nariz. Se
estremecía entera, se excitaba mucho y disfrutaba restregándose las piernas. Se resistía a subirse y
montarlo; quería llevarlo al clímax con sus labios, bebiéndose su líquido, pero él jamás lo
permitió.
A veces, Nelidova observaba la escena por pura curiosidad, celosa de ver que la muchacha
disfrutaba tanto. Después la pellizcaba y la regañaba por algo, y entonces volvía a besar la boca de
la joven, le lamía los labios y los dientes porque se contagiaba de la excitación sexual que se había
apoderado de Grushenka. A veces, decidía que ella misma iría con su esposo, pero a última hora
cambiaba de opinión y se iba con su amante. Si no lo tenía cerca, ordenaba que una de sus
doncellas satisficiera su capricho.
Todo iba muy bien, salvo algunos pequeños incidentes. Por ejemplo, el amo le decía a
Grushenka que deseaba se hiciera algo muy concreto al día siguiente, y ella, ignorando la gente o
los hechos en cuestión, las pasaba moradas para recordar exactamente qué le había dicho. A veces,
la princesa estaba dormida cuando ella regresaba del lecho del amo, y entonces permanecía
despierta el resto de la noche por temor a olvidar. Otras veces le salía a Grushenka una erupción
en el rostro, y a la princesa entonces temía ser descubierta, a pesar de la escasa iluminación del
dormitorio.
Nelidova le contó a su amante la formidable broma que le estaba gastando a su marido, y lo
llevó a su dormitorio para que pudiera observar el encuentro amoroso de su marido con
Grushenka. Cuando llegó Gustavus, Nelidova lo presentó a Grushenka e insistió en que las
comparara para ver si podía diferenciarlas. Con gran satisfacción suya, el amante no vaciló un
momento, a pesar de que estaban desnudas. (La verdad es que sólo Nelidova tomó la palabra,
mientras Grushenka sonreía calladamente, pues deseaba complacer a Gustavus, de quien tanto
había oído hablar; experimentaba un romántico afecto por él a través de Nelidova).
A Grushenka le gustó Gustavus en cuanto lo vio. Tenía movimientos graciosos, ademanes
elegantes, manos blancas, finas y cuidadas, que contrastaban con las de los hombres rusos.
Él se aplicó a señalar diferencias entre ambas mujeres: un lunarcito bajo el omoplato, la forma
diferente del busto, el aroma del cabello. Por supuesto, su «amor» era más hermosa. Aun cuando
eso la llenara de satisfacción, Nelidova tuvo que mostrarle que ella era el ama y Grushenka la
esclava. Primero le explicó lo cochina que era Grushenka por gustarle la verga del príncipe y por
besarla, después la obligó a dar vueltas y más vueltas para enseñarla por los cuatro costados.
Finalmente pellizcó a la muchacha y sugirió que mostrara su arte besándole la verga a él, pero
Gustavus estaba avergonzado de todo el juego y se negó.
En aquel instante, llegó el mensaje del príncipe. Grushenka se pasó la mano por el busto y el
pecho como si acariciara su propia piel. Frotó ligeramente su monte de Venus con los dedos y
abrió los labios unas cuantas veces para tenerlo todo dispuesto. Después, se puso las zapatillas
azules y se dirigió al dormitorio del príncipe.
Nelidova y Gustavus la siguieron. De puntillas, se apostaron tras el resquicio de la puerta.
Grushenka sabía que allí estaban los observadores, y como se había sentido humillada por
Nelidova, no siguió el comportamiento habitual. Los amantes de la puerta podían ver al príncipe
en la cama con sábanas de seda azul, tendido de espaldas, con los dedos tamborileando el colchón
y los labios cerrados con sensualidad; era la imagen del hombre que sabe que se le va a satisfacer
muy bien y sin demora. La puerta por la que acechaban los amantes daba al pie de la cama, y el
monstruoso cuerpo peludo y la enorme barriga estaban expuestos a la vista.
Grushenka se inclinó y tomó con la mano izquierda aquellos tesoros deleitables que tanto
placer le causaban, acariciándolos al cogerlos por debajo y jugando con el ojete. Mientras tanto,
tenía en la mano derecha el pajarito y lo meneaba.
Este estaba medio dormido, pero dispuesto a despertar; aquel tratamiento suave lo arrancó
pronto de su sueño. Grushenka no lo besó; le enseñó maliciosamente la lengua, se relamió los
labios pero no lo tomó en la boca, sino que montó sobre el príncipe.
Los amantes podían ver perfectamente cómo cogía el instrumento entre los dedos de la mano
derecha, cómo abría el nido de amor con la izquierda y cómo Príapo metía pronto la nariz en él
nido.
Grushenka se inclinó hacia adelante y, ofreciendo sus pechos espléndidos a las manos de
Alexei, hizo unos cuantos movimientos de arriba abajo, con firmeza. De repente, se echó hacia
atrás. Abriendo los muslos todo lo que podía, sumiendo el aparato de él profundamente en el nido
de ella, se recostó tanto hacia atrás, que los codos casi le tocaban los talones.
Por supuesto, el amo obeso apenas podía tocar parte alguna de su cuerpo en aquella postura.
Gruñendo de excitación, echó una maldición y le ordenó que se inclinara hacia adelante. Masculló
todas las blasfemias que conocía, y sus brazos cortos se agitaron inútilmente en el aire.
Era una estampa cómica: la muchacha cabalgaba con decidido empeño, y el monstruo
agarrotado tenía que someterse a su propia excitación, aunque tuviera unas ganas locas de tocarla.
Era tan gracioso que Nelidova y Gustavus no pudieron refrenar su hilaridad. Hasta entonces se
habían mantenido muy juntos, Nelidova con el aparato de él entre los dedos, mientras él le
acariciaba las partes. Cuando Grushenka absorbió el arma del príncipe, ambos se dieron cuenta de
lo excitadísimos que estaban.
El príncipe se sobresaltó. ¿Había alguien detrás de la puerta? Se movió y estuvo a punto de
arrojar a su hermoso jinete para investigar. Grushenka presintió el peligro y se inclinó hacia
delante; acorralándolo con su cuerpo contra las almohadas, empezó a cubrir su rostro y su cabeza
de caricias y besos, y esto provocó su eyaculación.
Él llegó al orgasmo con una fuerza inusitada y no pudo hacer más que verter su líquido
ardiente dentro de ella. Así los amantes tuvieron tiempo de escapar. Por supuesto, en la segunda
parte, cuando Grushenka cabalgaba al revés, Nelidova ya estaba agitándose bajo la presión de su
querido «oficial», sin importarle nada más.
6
Cuando el príncipe Sokolov viajaba a alguna de sus propiedades, la princesa solía arreglárselas
para tener a Gustavus en la casa como invitado.
El príncipe estaba siempre edificando y construyendo, y Gustavus se había convertido en su
arquitecto. Por lo tanto, no había razón alguna para malinterpretar su presencia. La princesa iba al
cuarto de su amante mientras Grushenka estaba con su marido. Tomaban grandes precauciones,
por temor a ver su idilio destruido. Como en Moscú resultaba muy peligroso introducir de noche a
Gustavus en el palacio, éste alquiló un apartamento cerca de los Sokolov, y Nelidova se escapaba
de casa por la noche, pasando por una puertecita trasera, y lo visitaba. Así lo hizo la noche de los
dramáticos sucesos que pasamos a relatar.
El príncipe y la princesa habían ido a un baile. Volvieron juntos a casa, ella charlando
alegremente, el príncipe callado, como de costumbre, pero, al llegar, éste le indicó que fuera a su
cuarto en cuanto pudiera. Al llegar a su dormitorio, la princesa llamó a Grushenka y, mientras ella
cambiaba el vestido de baile por un traje de calle, sin olvidar ponerse perfume en las axilas y la
entrepierna, la sierva se dirigió al dormitorio del príncipe. Poco después Nelidova abandonaba el
palacio.
El primer asalto entre Grushenka y el amo se realizó como de costumbre. Grushenka estaba un
poco desganada y cansada aquel día; había estado durmiendo antes de que la pareja regresara al
palacio, pero besó a Alexei entre las piernas, como a él le gustaba y lo cabalgó vigorosamente
después; una cabalgata bastante prolongada porque ambos parecían faltos de entusiasmo. Después
de haber cumplido con su misión, Grushenka se tumbó al lado del príncipe y empezó a jugar
automáticamente con su miembro, preparándolo para el segundo asalto.
Entonces el príncipe empezó una conversación, mascullando las palabras.
—¿Qué te pareció el collar de diamantes que llevaba puesto esta noche la condesa de Kolpack?
—preguntó.
—¡Espléndido! —replicó con indiferencia Grushenka.
—¿Piensas ir al té de la condesa Kolpack? —prosiguió él.
—No lo sé —dijo Grushenka, tratando de imitar el indolente hablar de su ama y dedicándose
con renovada intensidad a la verga de su amo.
Pero se sintió presa de pánico y horror cuando el príncipe se enderezó de repente, le puso la
mano en la garganta y con la otra la agarró por el pelo.
—¿Quién es la condesa Kolpack? —gritó—. ¿Quién es? ¿Quién es?
En realidad no existía la tal condesa.
—Pues… pues —fue lo único que logró articular Grushenka. Se daba cuenta de que el juego
había terminado, de que le habían tendido una trampa. Sabía que todo estaba perdido.
Así era. Uno de los sirvientes de Alexei se lo había contado todo. El príncipe, que había
llevado a cabo una investigación minuciosa y se había enterado de los detalles, sabía también que
en aquel mismo instante su infiel esposa estaba en brazos de su amante, pero quería asegurarse,
quería saberlo todo de primera mano.
—¿Quién eres? ¡No mientas! —le gritó a Grushenka aflojando la presión para permitir que
contestara.
—¿Que quién soy yo?… —tartamudeó la espantada sierva—. ¿Acaso no reconoces a tu propia
esposa? ¿Has perdido la cabeza? ¡Que Dios me perdone! —y se santiguó llena de angustia.
Se oyó el gong. El sirviente, que ya estaba preparado, entró en el cuarto. Sentaron a Grushenka
en una silla y le pusieron las «botas españolas». Los bordes de madera de aquella tortura,
inventada durante la Inquisición, oprimieron dolorosamente la carne y los huesos de sus pies
descalzos, aun antes de que el sirviente empezara a apretar las clavijas.
El príncipe le interrumpió. Se dirigió a Grushenka casi en forma ponderada, pidiéndole de
nuevo que confesara quién era.
Ella siguió callada, mordiéndose los labios.
A una señal del príncipe, el sirviente dio la primera vuelta y los pies de Grushenka se
entumecieron. A la segunda vuelta el dolor le atravesó todo el cuerpo. Gritando, se retorció en la
silla tratando de liberarse. Estaba loca de miedo y dolor, a pesar de que la madera aún no le había
cortado la piel.
Finalmente cedió. Prometió confesarlo todo. Se aflojó el tornillo, y también su lengua. Entre
raudales de lágrimas, confesó. Al terminar, se arrojó a los pies del príncipe pidiendo misericordia,
no para sí misma, sino para su pobre ama. Alexei se limitó a fruncir el ceño al oír sus incoherentes
exclamaciones. Mandó a sus sirvientes que se la llevaran.
Arrastraron a Grushenka, aullando y gritando, hasta el cuarto de torturas del sótano. Se
encendieron antorchas, la sentaron en una silla sin respaldo, pero con brazos. Le ataron los brazos,
desde la muñeca hasta el codo, a los de la silla y, con una cinta de cuero, la afianzaron sobre el
asiento. Cuando los dos siervos hubieron terminado la tarea, no supieron qué hacer. La
manosearon, se preguntaron si podían meterle las vergas en la boca.
Mientras Grushenka estuvo al servicio de la princesa, ocupando su lugar en el lecho del amo,
ninguno de los siervos se había atrevido a tocarla. Pero ahora, parecía estar ya condenada. ¿Por
qué no le iban a sacar algún provecho aquellos sirvientes antes de romperle los huesos en el potro?
Porque, según ellos, eso era lo menos que podía hacer el amo. Sin embargo, el asunto no estaba
claro, y decidieron echar una cabezada hasta que les dieran nuevas órdenes; ambos se tumbaron en
el suelo, medio dormidos.
Grushenka miró a su alrededor. Tuvo todo el tiempo necesario para estudiar aquella espantosa
sala. A su lado había una silla semejante a la suya. Había todo tipo de manijas y maquinarias
debajo del asiento, pero no podía imaginar para qué servían. En medio de la sala estaba el potro de
azotar, al que había sido atada por Katerina, y que era el instrumento de mayor uso: una especie de
silla de montar asentada en cuatro patas, con anillas y cuerdas para atar al condenado en la forma
más conveniente y fijarlo en la posición adecuada al castigo. Una de las paredes estaba cubierta de
toda clase de instrumentos de azotar: látigos, knuts, cintas de cuero y cosas por el estilo. En otra
pared, estaban los bastidores; eran estructuras en forma de escalera a los que se ataba a la víctima;
alrededor había palos finos y gruesos para romper piernas y brazos. Había cadenas y vigas para
que el hombre o la mujer que iban a castigar colgara de tal modo que los brazos le quedaran
torcidos hacia atrás. Salas como ésta existían en todas las casas de todos los amos de aquella
época.
Mientras Grushenka observaba aquellos horrores, el príncipe Sokolov ponía en ejecución el
resto de su plan. Se puso una blusa rusa y botas altas. Mandó que sus sirvientes hicieran los baúles
y se dirigió a la puertecita trasera, por la cual tenía que volver a casa Nelidova. Se sentó en un
taburete bajo observando la puerta; se quedó allí sentado muchas horas, inmóvil, contemplando la
puerta, sin pegar ojo, ni tan sólo parpadear.
Llegó el alba y con ella Nelidova. Entró caminando ligeramente, con alegría y satisfacción,
después de una espléndida sesión amorosa con Gustavus. En cuanto hubo cerrado la puerta, el
príncipe, bajo, pero extraordinariamente fuerte, se abalanzó sobre ella, la levantó y se la echó al
hombro, con la cabeza y la parte superior de su cuerpo colgándole por la espalda. Ella dio un grito
agudo y luchó por liberarse, sin saber quién la había agarrado. En la llevó rápidamente a la sala en
que se encontraba sentada Grushenka.
—Arrancadle la ropa y amarradla a esa silla —ordenó a los siervos, arrojándola hacia ellos.
El príncipe se sentó en un banco de poca altura y esperó a que se cumplieran sus órdenes. No
fue cosa fácil, pues Nelidova libró una tremenda batalla. Maldijo a los sirvientes, los golpeó con
los puños, los mordió y pateó. Todo en vano. Le arrancaron la ropa; un nombre le sujetaba las
manos detrás del cuerpo mientras el otro le quitaba prenda por prenda. Primero la falda, después
los pantalones y las medias. En cuanto quedó desnuda la parte inferior de su cuerpo, un esclavo
metió la cabeza entre sus piernas y, agarrándola de los pies, se enderezó y se quedó parado,
dejando que ella colgara a lo largo de su espalda, su entrepierna rodeándole el cuello. El otro
hombre cogió un cuchillo corto y le cortó las mangas desde la muñeca hasta el hombro, haciendo
igual con la blusa y la camisa.
Cuando estuvo desnuda, la sujetaron a la silla en la misma forma que a Grushenka, y uno de
los hombres se dirigió al príncipe para comunicarle que ya estaba todo listo. Entonces, éste ordenó
a todos que salieran de la sala.
Para entonces, Nelidova había entendido ya perfectamente la situación, pero exigió con altivez
que la liberara inmediatamente, gritando que Alexei no tenía derecho a castigarla igual que a
aquella perra chismosa que tenía a su lado; que era culpa suya si lo había engañado, porque era
una bestia, un monstruo con quien ninguna mujer decente quería acostarse. Le dijo que era
repulsivo, que lo despreciaba y que, de no haber encontrado sustituía, hubiera tenido que
abandonarlo abiertamente, y siguió así. Ciega de rabia, hizo una confesión total de su amor por
Gustavus y declaró que se casaría con él en cuanto se hubiera desecho de su torturador.
El príncipe no contestó; examinó a las mujeres desnudas, asombrado por su semejanza. No
sentía piedad, ni por ellas ni por él. Sabía todo lo que estaba confesando Nelidova sin tener que
escucharla. ¡Todo era cierto! Lo había engañado. Todo el mundo, excepto él, lo sabía hacía
tiempo. Lo había desafiado doblemente; había puesto a una sierva en su lecho mientras ella se
acostaba con su amante. Una broma colosal a expensas suyas. Había que castigarla debidamente.
Primero se puso detrás de la silla de Grushenka. Dio vuelta a una manija, y el asiento en que se
encontraba la muchacha bajó; por agujeros del asiento salieron clavos de madera con las puntas
hacia arriba. Grushenka sintió que le perforaban la carne de las nalgas. Al mismo tiempo, los
brazos de la silla cedieron al tratar ella, frenéticamente, de apoyarse en ellos. Los brazos de la
silla se hundían y no aguantaban su peso; los pies no le llegaban al suelo y por lo tanto se apoyaba
exclusivamente en los clavos, hundiéndolos en su carne por su propio peso con creciente dolor.
El príncipe se colocó entonces detrás de la silla de su esposa y soltó los pasadores que
sostenían el asiento y los brazos. Después se acercó a la pared y agarró un látigo corto de cuero,
antes de volverse hacia la princesa.
—Debería quemar el orificio que me traicionó y la boca que acaba de insultarme… con hierros
candentes para dejarte marcada por siempre —dijo en voz baja—. No lo haré. No porque te ame o
te compadezca, sino porque comprendo que estás marcada de por vida con un estigma más terrible
aún. Eres una criatura de baja ralea, no has nacido para ser princesa. Fue error mío el haberte
tomado, y te ruego que me perdones. —Y se inclinó profundamente mientras ella lo miraba
despreciativamente—. Pero deberás ser castigada para que sepas quién es el amo. —Estas fueron
las últimas palabras que dirigió a su esposa.
Con sus brazos musculosos se puso a azotarla con fuerza y firmeza. Empezó por la espalda,
desde los hombros hasta la parte más baja del cuerpo. El látigo silbaba en el aire, Nelidova gritaba
y lloraba; no podía estarse quieta. Las puntas de los clavos le desgarraban la carne a medida que se
retorcía bajo los golpes. Su espalda, por la que tanto orgullo sentía, estaba cubierta de llagas.
Pero el príncipe, aún no satisfecho, empezó entonces con la parte anterior del cuerpo de
Nelidova, le azotó los pies y las piernas; se quedó parado frente a ella, e inclinándose hacia un
lado la azotó a lo largo de los muslos. Luego pasó al vientre y, sin ira ni prisa, terminó partiéndole
los pechos con el látigo. Sólo se detuvo cuando comprobó que todo su cuerpo era una sola herida.
Nelidova no paró de llorar y gritar, y Grushenka mezclaba sus gritos a los de su ama, no sólo
porque los clavos le rasgaban la carne, sino también por compasión. Esperaba recibir el mismo
trato, pero Sokolov procedió de otra forma. Tiró el látigo, se acercó a ella, la miró a los ojos y le
dijo:
—Hiciste mal. Yo soy tu amo. Deberías habérmelo dicho desde el principio.
Y le abofeteó la cara, como lo habría hecho con un sirviente que hubiera olvidado algo.
Entonces salió de la sala dando un portazo.
Las dos mujeres se quedaron allí, sentadas en los clavos, sin saber qué les reservaba el
porvenir. Nelidova maldecía a Grushenka y prometía asarla hasta que muriera en cuanto pudiera
ponerle las manos encima. Gemía de dolor y trataba de desmayarse. Grushenka lloraba en silencio
y evitaba mover el cuerpo para aliviar el dolor que le causaban los clavos. Las antorchas fueron
consumiéndose, y la sala quedó a oscuras. Los sollozos y los gemidos llenaban el silencio.
El príncipe pidió un coche y fue a casa de Gustavus; estaba decidido a actuar. Despertó a un
sirviente adormilado, le dio un empujón para abrirse paso, se metió en el dormitorio de Gustavus
donde ya penetraba la luz del amanecer y despertó al dormido adonis con un puñetazo en la cara.
Gustavus saltó fuera de la cama.
El príncipe apuntó con su pistola hacia la silueta desnuda de su rival, y declaró:
—No son necesarias las palabras entre nosotros. Si queréis decir una oración, os daré el
tiempo necesario.
Gustavus estaba ya bien despierto; era un adonis más bien temeroso, pero, al comprobar que
no había salvación, se mantuvo muy erguido, cruzó los brazos sobre el pecho y se enfrentó al
hombre robusto que tenía delante. Su cuerpo blanco y esbelto estaba inmóvil.
El príncipe apuntó cuidadosamente y le disparó al corazón. Al salir, arrojó una bolsa de oro al
espantado sirviente que se encogía de miedo en el vestíbulo.
—Toma —le gritó el príncipe—, con ese dinero dale a tu amo un funeral decente. Los
arlequines de su clase no suelen dejar dinero ni para eso.
Se dirigió entonces a la comisaría de policía. Despertó al adormilado teniente que estaba de
guardia y le informó secamente:
—Soy el príncipe Alexei Sokolov. Acabo de matar de un tiro a Gustavus Swanderson. Era
amante de mi mujer, la ciudad entera lo confirmará, no tengo la menor duda. La policía no debe
perseguirme, pues de lo contrario, soltaré a mis perros. Ya lo sabes. Informa de lo que te he dicho
al jefe de policía. Hoy me marcho a Francia. Espero invitar al jefe de policía a mi regreso.
Infórmale de ello. Antes, visitaré al zar en Petersburgo para que me autorice a ausentarme.
(Entonces la voz del príncipe se hizo amenazadora y el teniente lo entendió perfectamente). Si el
jefe de policía quiere tomar medidas al respecto, que envíe un informe al zar.
Y salió de la comisaría.
A continuación, fue en coche hasta el apartamento de su sobrino, teniente en un regimiento de
caballería. El asistente no quería dejar entrar al príncipe en el apartamento de su superior, pero, en
cuanto Alexei dio su nombre, el soldado retrocedió asustado.
Sokolov abrió las cortinas de la alcoba, y el sol reveló al teniente dormido estrechamente
abrazado a una muchacha. Ella despertó primero, y su aspecto resultó terrible. El maquillaje se le
había corrido durante la sesión de amor nocturna, el pecho se le caía y tenía las piernas arqueadas.
Era una putilla que dormía con el teniente a cambio de unos cuantos kopeks. A él le gustaba hacer
el amor, pero no tenía con qué comprarse una buena compañera de cama. Era un muchacho de
veinticinco años, alegre y algo tonto, de buen tipo y guapo. Estaba agobiado por las deudas; su tío
rico nunca le había dado un céntimo, ni le había ayudado con su influencia porque le resultaba
antipático, igual que el resto de su familia. Pero era su pariente más próximo, y ahora éste iba a
tratarlo de otra forma.
Sin prestar la menor atención a la golfa que estaba en la cama o a las preguntas y objeciones
del teniente recién despierto, el príncipe le obligó a vestirse y a acompañarlo mientras la
muchacha volvía a meterse en la cama con un bostezo. El príncipe se dirigió entonces en coche,
acompañado de su sobrino, a casa de su abogado, donde sonó la campanilla y ordenó al
adormilado sirviente que subiera a decirle al abogado que se vistiera y bajara inmediatamente.
Se quedaron sentados en el coche, esperando; el tío, perfectamente tranquilo, tamborileando
con los dedos, el sobrino nervioso y aprensivo, tratando en vano de enterarse de qué iba todo
aquello. Por fin el abogado se reunió con ellos y todos regresaron al palacio. El príncipe Sokolov
se los llevó a la biblioteca, puso tinta y papel ante el abogado y otorgó plenos poderes a su
sobrino, nombrándolo dueño de todo su patrimonio hasta que dichos poderes fueran anulados.
Exigió que se enviaran ciertas cantidades de dinero a su banquero de París; añadió una cláusula a
su testamento dividiendo su patrimonio y dejando a su sobrino la mayor parte. Este no creía lo que
estaba oyendo. Acto seguido, dictó al abogado el sumario de una demanda de divorcio contra su
esposa, alegando infidelidad y repudiándola por completo. Después, mandó traer vodka y té,
caminó con paso firme de un lado para otro de la habitación, explicando a su atónito auditorio lo
que había sucedido, con todos sus pormenores.
Le dijo a su sobrino que esperaba que en el futuro no siguiera durmiendo con putas tan
execrables, especialmente porque encontraría un estupendo surtido de muchachas a su disposición
en sus propiedades y ya no iba a tener que manchar su cuerpo con prostitutas baratas. Despachó a
los dos hombres, ordenando a su sobrino que se diera de baja del regimiento, pusiera en orden sus
asuntos y regresara inmediatamente para hacerse cargo de todo. Dijo que su patrimonio debía
seguir prosperando y que, si llegaba a descubrir a su regreso que las cosas no eran de su agrado,
desposeería de nuevo a su sobrino. Y se fue, mientras el teniente se quedaba allí parado,
estupefacto, sobrecogido aún de sorpresa y felicidad.
Habían preparado ya dos coches para el viaje. El príncipe bajó al sótano, donde se agolpaba
una multitud de mujeres murmurando agitadas. Todas sabían lo sucedido. Grushenka se había
desmayado, pero Nelidova seguía quejándose, colgada de su silla, destrozada. El príncipe ordenó a
las doncellas que soltaran a las dos mujeres y las llevaran al cuarto de Nelidova. Despertaron a
Grushenka de su desmayo y la enviaron a su cama. El príncipe mandó vestir a la princesa; cuando
trataron de ponerle la camisa y los pantalones gritó de dolor porque su cuerpo lacerado no podía
soportar el contacto de la tela. Pero la vistieron a toda prisa, porque la mirada fija del príncipe las
incitaba a apresurarse.
Cuando estuvo lista Nelidova, la llevaron a uno de los coches. El príncipe ordenó a tres de sus
hombres de mayor confianza que se metieran también en el coche, que la llevaran a la casa de su
tía sin detenerse en el camino, y que le dieran de comer sin apearse.
—Que ensucie sus pantalones —agregó—, pero que no salga del coche ni un segundo. Es
vuestra prisionera, y si no obedecéis a mis órdenes os mataré.
El coche se alejó. Nada más se supo de Nelidova, ni del príncipe, salvo que éste obtuvo el
divorcio y volvió más tarde a sus tierras, como lo demuestran las actas de su divorcio.
7
Leo Kyrilovich Sokolov, el sobrino, dejó el palacio ebrio de felicidad y de dicha. Él, un teniente
insignificante, lleno de deudas, sometido a la disciplina de su regimiento, privado de todo lo
hermoso que la vida puede ofrecer a un joven, pasaba a ser repentinamente rico. Sí, era
independiente, dueño de cien mil, quizá hasta un millón de almas. ¿Cómo podría saber cuántas?
Ahora sería un hombre con un lugar en un consejo, cortejado por las damas, gobernaría un extenso
patrimonio. Por supuesto, el poder de que disfrutaba sería sólo temporal, sólo mientras el tío
Alexei estuviera en Europa occidental. Pero ¿quién sabe? El viejo pícaro podía morir pronto. En
todo caso el presente le era favorable, y había que disfrutarlo.
Las cosas pasaron con tanta rapidez aquel día para el joven, que resulta difícil relatarlas con
detalle. Paul, el asistente, fue besado por su joven amo en las dos mejillas. La putilla fue sacada de
la cama por una pierna, mientras Leo reía como un loco. Después de cubrirse con sus harapos, la
muchacha se dispuso a abandonar aquel cuarto parcamente amueblado cuando sintió que algo caía
en el suelo. Con una blasfemia en los labios, se agachó y lo recogió automáticamente: era una
bolsa llena de rublos; toda la riqueza de que disponía Leo antes de que su tío lo sacara de la cama.
La prostituta salió corriendo del cuarto, apretando sobre el estómago el sueldo inesperado, seguida
de la risa incontenible del joven.
El ayudante del regimiento, el capitán y el coronel fueron informados sucesivamente de que
Leo se daba de baja. Invitó a algunos compañeros a tomar una copa en el palacio aquella misma
noche. Sus escasas pertenencias fueron enviadas al magnífico hogar de los Sokolov.
El nuevo amo se puso inmediatamente a estudiar la organización de la casa, interrogando a
varios de los principales sirvientes. Pidió consejo respecto a la administración de sus propiedades
por lo que convocó en reunión a abogados y funcionarios. Hasta envió mensajeros a los
administradores de las provincias, en su mayoría siervos de confianza, invitándolos a una
conferencia en fecha próxima. En resumen: se dedicó en cuerpo y alma a la tarea de sus nuevas
responsabilidades.
Durante el banquete de aquella noche se emborrachó de tal manera, que cuatro hombres
tuvieron que llevarlo a la cama, donde quedó tendido, inconsciente. Y el palacio habría corrido
gran peligro de ser destrozado por sus amigos, igualmente desmadrados, de no ser que uno de
ellos propusiera visitar un famoso prostíbulo.
Cuando Leo despertó al día siguiente por la tarde, su asistente de confianza estaba a su lado
para cuidarlo y quitarle el dolor de cabeza con hielo y arenque. En aquel momento, toda la riqueza
del mundo carecía de importancia para Leo, cuyo estómago rebelde lo tenía encadenado a la cama.
Pero al día siguiente, muy temprano, ya montaba uno de los magníficos caballos de su tío, para
inspeccionar sus tierras.
Mientras cabalgaba, Leo empezó a recobrar su equilibrio mental. Toda la historia de su joven
tía y de su sustituía era el mejor golpe de suerte que pudiera imaginar, no cabía la menor duda,
pero todavía no resultaba muy clara la forma en que todo aquel lío se había llevado a cabo. Por lo
tanto, en cuanto regresó al palacio, expresó el deseo de cenar aquella noche a solas con Grushenka.
Debía ir vestida exactamente como lo habría estado su tía para una gran fiesta nocturna.
Grushenka, tras haber sido retirada de su silla de clavos, había sido atendida por las demás
siervas. Untaron con crema agria sus lastimadas nalgas, le dieron de beber agua fría y la joven
cayó en un sopor febril que pronto se convirtió en sueño normal y profundo. De hecho, cuando el
nuevo amo la mandó llamar, estaba saliendo de la cama, y sus nalgas, aunque cubiertas aún de
arañazos y pinchazos encarnados, ya no le dolían. Se sentía bien, salvo la angustia de preguntarse
qué castigo le estaría esperando. Sintió mucho la desgracia de Nelidova y Gustavus, así como la
partida del viejo príncipe. El mensaje de su nuevo amo y la descripción que de él le hicieron —un
joven apuesto con bigote negro retorcido, ojos vivaces y cierta inclinación a la bebida— fueron
los únicos temas de conversación entre ella y las demás doncellas.
Ya por la tarde empezaron a preparar a Grushenka, poniéndole la camisa de seda más fina de
la princesa, pantalones de encajes, medias de seda, zapatos dorados de tacón alto y un traje de
noche hecho de brocado azul claro y plata, que dejaba los pechos descubiertos hasta los pezones.
Con mucha seriedad y cuidado, Boris le puso una peluca blanca de ceremonia con muchos rizos.
Tenía las uñas de las manos y los pies perfectamente cuidadas y llevaba un discreto perfume.
Todas las doncellas hicieron lo posible para que Grushenka estuviera tan hermosa como una novia
preparada para su noche de bodas.
Se hacían muchas conjeturas, pero nadie dudaba de que el joven amo le hiciera el amor. Todas
las muchachas de la casa estaban deseosas de enterarse y de convertirse un día en compañeras de
cama del joven príncipe.
Grushenka entró en el comedor sonrojada. Una gran cantidad de cirios arrojaba una luz
resplandeciente desde los múltiples candelabros venecianos. Cuatro sirvientes estaban de pie,
firmes, como soldados dispuestos para el servicio. El mayordomo, en uniforme inmaculado,
esperada al lado de la puerta.
El nuevo amo llegó a paso rápido, por la simple razón de que tenía hambre. Llevaba una
camisa suave, pantalones de estar por casa y zapatillas. Pero se había puesto la guerrera de su
uniforme de ceremonias, en el que había enganchado muchas medallas procedentes del cofre de su
tío. Tan ceremonioso como su uniforme era su estado de ánimo. Se inclinó exagerada y
respetuosamente ante la muchacha, quien respondió con otra reverencia. Él le ofreció el brazo y la
condujo a su asiento con elegancia, pero observó, mientras empujaba la silla levemente por debajo
de ella:
—Tenéis unos pechos muy hermosos.
Durante el primer servicio, Leo la estudió minuciosamente, comparándola con su tía, a quien
sólo había visto en pocas ocasiones. Realmente no estaba seguro de si sería su tía o no,
especialmente al comprobar la distinción con la que Grushenka manejaba el tenedor y el cuchillo.
(Esta tenía miedo de hacer un movimiento en falso, y apenas podía comer, pero estaba
instintivamente de buen humor).
Leo inició la conversación.
—¿Puedo preguntaros, princesa —dijo en un tono nada burlón—, si habéis descansado la
noche pasada, y cómo os sentís hoy?
Grushenka levantó la mirada hacia él, y sus grandes ojos azules expresaban una súplica.
—Que me perdone vuestra alteza —dijo— si me tomo la libertad de comer en vuestra
presencia y en vuestra mesa, pero vuestras órdenes… —y se detuvo.
Pero Leo no prestó la menor atención a sus palabras y prosiguió con el mismo tono
ceremonioso:
—¿Ha paseado hoy mi amada princesa, y está satisfecha con el servicio que le prestan? Si
deseáis algo, tened la bondad de decírmelo, por favor.
—Mi único deseo es complacer a mi amo —fue la respuesta de Grushenka.
—Pues bien, puedes hacerlo —dijo él—. Cuéntame exactamente la historia de cómo tú y
Nelidova habéis engañado al viejo pícaro. No he comprendido aún cómo sucedió realmente. Por
supuesto, ya sabrás que la ciudad entera está disfrutando inmensamente con la historia. Mi tío es
el viejo cerdo más ruin y astuto que haya existido jamás. Debería levantaros una estatua a vosotras
dos. ¡Bravo! —concluyó—. Bebamos a la salud del tío Alexei.
Leo levantó una copa de champán hacia Grushenka, bebió hasta la última gota y la obligó a
hacer otro tanto. Grushenka, que nunca había tomado anteriormente una gota de vino o licor,
empezó muy pronto a sentirse feliz y alegre. Riendo a cada momento, le contó toda la historia del
fraude en la cama, hasta que llegó al terrible final y al castigo. Apenas habló de esto. Mientras
tanto, cenaron una verdadera cena rusa, desde el caviar hasta el ganso, desde el ganso hasta la
carne de res asada, las tartas y las frutas. Comieron y bebieron sin parar, mientras el príncipe
hacía las preguntas más íntimas acerca de la ilustre verga de su pariente y de cómo la utilizaba.
Grushenka le contó todos los detalles con una sinceridad absoluta; no era vergonzosa ni reservada,
y sus palabras reflejaban la verdad.
Cuando hubieron terminado de cenar, Leo se la llevó con toda ceremonia a la sala. La
conversación prosiguió estando ambos sentados en el amplio salón, y por primera vez Leo se dio
cuenta de que ahora él era el amo y podía tomar a cualquiera de aquellas muchachas y usarla como
quisiera. Se enteró de la forma en que Nelidova golpeaba y pellizcaba a sus doncellas; de la
existencia de la sala de torturas, de los reglamentos de la casa, de los chismes, de los deseos de sus
siervos y siervas y empezó a comprender su absoluta sumisión. No se trataba de que el príncipe
Leo no hubiera estado enterado ya de todas esas cosas, sino de que no las había conocido más que
de lejos. Ahora le llegaban directamente a través de la charla de aquella sierva que estaba algo
achispada, pero no ebria.
Ella empezó a adormilarse; era hora de acostarse. Leo la llevó nuevamente del brazo, pero
hacia el dormitorio de la princesa, donde se habían concentrado las doncellas llevadas por la
curiosidad de que Grushenka les contara cómo había transcurrido la noche. Leo contempló con
agrado a todas aquellas criaturas jóvenes de las que podría hacer uso de ahora en adelante. Como
sabía que eran de su propiedad no se tomó la molestia de examinarlas detenidamente. Había oído
hablar tanto de su tía y de la semejanza tan absoluta entre ella y Grushenka que le asaltó la
curiosidad por ver con sus propios ojos cómo era su tía. Por lo tanto, se sentó en un rincón, sobre
una pequeña silla y ordenó a las muchachas que Grushenka representara el papel de Nelidova y se
portara exactamente igual que la princesa a la hora de irse a la cama. También las muchachas
deberían portarse como de costumbre.
Las chicas rieron tontamente y dieron inicio a la pequeña representación. Ayudaron a
Grushenka a quitarse el vestido delante del espejo. Ella hizo movimientos graciosos con los
brazos, se acarició amorosamente los pechos, se frotó juguetonamente entre las piernas con la
palma de la mano y exclamó en un arrullo: «¡Oh, Gustavus! ¡Si te tuviera aquí ahora!»,
observación que Nelidova había dirigido con mucha frecuencia a su nido de amor, y que, por lo
general, era una señal para que las doncellas sustituyeran con besos y caricias la verga del amado
ausente.
Grushenka se sentó. Una muchacha se arrodilló delante de ella y le retiró suavemente los
zapatos. Otra le quitó la peluca, soltó la larga cabellera negra y se dispuso a trenzarlos. Mientras
tanto Grushenka contaba lo ocurrido aquella noche en un baile imaginario. Decía que ella había
sido la más hermosa de todas las damas presentes, que los hombres le dirigían miradas anhelantes,
que otros parecían tener un aparato muy notable oculto en los pantalones… todo igual que
Nelidova. Hasta tomó el látigo y golpeó ligeramente a una sirvienta en las piernas, quejándose de
que la muchacha le había estirado el pelo. Finalmente se levantó de la silla, llegó al centro de la
habitación y con gestos femeninos retiró la camisilla que llevaba puesta. Frotando aún su cuerpo
con voluptuosidad, se dirigió hacia la cama.
Mientras tanto, el joven Leo se había quedado inmóvil, pero no su instrumento que poco a
poco levantaba la cabeza. La «princesa», medio desnuda, sentada ante el tocador, era una buena
presa para aquel Príapo que consideraba que un poco de ejercicio no le vendría mal.
Leo brincó de su silla y detuvo a Grushenka. La examinó detenidamente. Le mandó que diera
vueltas, y sus ojos, se deslizaron a lo largo de la hermosa espalda, donde descubrió las señales
rojas en las nalgas. Esto le recordó el hecho de que era de su propiedad y estaba sometida a su
capricho. Le puso las manos encima, palpó todo su cuerpo y comenzó a pensar en lo que podía
hacer con ella.
Su deseo crecía a medida que pasaban los segundos. Le pellizcó los carrillos y, después,
abriéndole los labios del coño con los dedos, dijo:
—Pues bien, esto ha sido usado alternativamente por mi asqueroso tío y mi infiel tía. Ahora,
por mucho que me guste joder, no voy a meter mi pito donde otras personas han metido los suyos.
Cuando sé que alguien ha tenido a una muchacha antes que yo, no me la follo, y ya está. Podéis
preguntarles a mis amigos si no es cierto. Por supuesto —agregó—, he follado con muchas putas,
y según recuerdo, nunca con una virgen. Pero si no sé quién las ha tenido antes que yo, no me
importa. ¡Qué gracioso! ¿Verdad?
Ninguna de las muchachas que estaban en el cuarto lo entendió, pero muchos hombres son así.
Sin embargo, Leo estaba algo molesto por su propia peculiaridad, especialmente cuando cogió los
pechos llenos de Grushenka y jugó con ellos. Por supuesto, no se detuvo ahí. No tardó su dedo en
penetrar en su cueva y se excitó al sentir que respondía y movía sus nalgas. Ella le rodeó el cuello
con sus brazos, se apretó a él, moviendo los muslos entre los de él, y se sintió recompensada al
sentir su verga erguida. Pero, precisamente porque parecía desearlo ella, Leo se enfrió y la soltó
con una orden seca:
—¡A la cama!
No quería hacer el amor con la compañera de cama de su tío, a quien odiaba. En cambio,
escogería a una de las doncellas y lo pasaría lo mejor posible.
Grushenka se apartó de Leo y se fue a la cama; en el momento de deslizarse entre las sábanas,
su mirada quedó fija en las nalgas desnudas que se alejaban. De repente, tuvo una idea.
—¡Quieta! —ordenó—. Arrodíllate en la cama e inclínate hacia delante.
Grushenka hizo como se le ordenaba, preguntándose con temor por qué iban a azotarla ahora,
pues eso creía. Pero pronto comprendió que se trataba de otra cosa. Leo se acercó a ella, abrió el
pasaje trasero con dos dedos y le preguntó:
—¿Utilizó este pasaje mi tío? —pregunta a la que la joven contestó con asombro:
—¡No, oh, no! —pues jamás había oído hablar de semejante cosa.
Pero Leo sí había deseado hacerlo desde hacía mucho tiempo. Las prostitutas baratas y las
muchachas que cobraban algo siempre se habían negado a hacerlo, pero algunos de sus colegas
oficiales solían presumir de ello. Tenía por fin la oportunidad. Esa chica era suya y podía usarla
como quería.
—¡Magnífico! —exclamó—. He aquí otra virginidad que se acaba. ¡Viva la puerta trasera!
Dicho lo cual, abrió sus pantalones y sacó su verga, que sintió gran satisfacción, pues en los
últimos minutos había estado deseando escapar de la estrecha cárcel de los ajustados pantalones,
para gran satisfacción de las muchachas que miraban, pues la polla de Leo era notable, larga y
gruesa. Sin duda sería el amo indicado para sus cuevas hambrientas, aun cuando las asustaba de
sentirse penetradas por detrás con semejante aparato. Lo cierto es que algunas de ellas se llevaron
rápidamente las manos a las nalgas, como para protegerlas.
Grushenka estaba boca abajo, agachada sobre manos y rodillas, como un perro, apretando los
muslos y temblando. Leo se acercó a ella y le dijo que se apoyara en los codos. Cuando ella
empezó a estirarse, él le levantó el trasero y le apartó las rodillas para que nada pudiera impedirle
penetrarla con facilidad.
—Muchachas, que una de vosotras me ayude a meterla —ordenó el joven, quien se sentía muy
excitado ante aquella aventura erótica totalmente nueva para él—, pero por detrás. De lo contrario,
¡ojo con el látigo!
Grushenka sintió que una mano le abría los bordes y que la punta del poderoso aparato rozaba
el blanco. Estaba inmóvil, pero contraía involuntariamente los músculos de la entrada posterior.
Cuando el príncipe empezó a empujar, no pudo entrar. Trató en vano de lograrlo, mientras
Grushenka no hacía más que gritar y gemir de dolor. Aun cuando todavía no le dolía, adivinaba
que muy pronto le dolería. Todas en la habitación se excitaron por aquella violación no
acostumbrada, y las chicas que presenciaban aquello se encontraban en un estado de gran
inquietud. El joven Leo empezó a impacientarse.
—Esperad un minuto, alteza —dijo la muchacha que había tratado de ayudarle a enfundar el
arma—. Sé cómo hacerlo.
Se levantó rápidamente y cogió del tocador un tarro de ungüento. El príncipe, mirando hacia
abajo, pudo ver cómo la muchacha le untaba amorosamente el instrumento con el ungüento
blanco; después vio cómo lo hacía con el orificio pequeño y contraído de Grushenka, alrededor y
por fuera; luego, le introdujo cuidadosamente un dedo en el tubo, entrando y saliendo, y untándolo
regularmente para suavizar el camino. El joven se sintió terriblemente excitado al ver cómo el
deseadísimo túnel era penetrado ante sus ojos; ya no podía esperar más.
Grushenka sentía una extraña sensación. Aun cuando el contacto con el dedo de la muchacha
no fuera precisamente agradable, sintió como un hormigueo en su nido de amor, y como nadie se
lo acariciaba, metió el dedo y lo frotó al compás de una melodía imaginaria, mientras la carne de
sus ingles y muslos temblaba de excitación. Aquella extraña sensación fue sustituida muy pronto
por un dolor agudo; algo muy grueso la atravesaba y le llenaba por completo las entrañas. Gracias
al ungüento, la dura y larga verga había entrado sin encontrar mucha resistencia.
Leo, una vez enfundado el sable, la embistió con fuerza y, sin tomar en cuenta las reacciones
de Grushenka, siguió embistiendo. Sus manos la aferraron vigorosamente por las caderas y
atrajeron su trasero hacia sus muslos, soltándola un segundo, para volver a atraerla poco después.
En su arrojo, se había ido olvidando de sí mismo. La posición de pie le resultaba ya incómoda, era
un esfuerzo demasiado grande para sus piernas, por lo que arrojó todo el peso de su cuerpo sobre
ella, aplastándola boca abajo, y se tumbó a lo largo de la espalda de Grushenka, oprimiéndole los
pechos. Los pies y la cabeza de ella colgaban a ambos lados de la cama; como él se agitaba con
frenesí encima de ella, la presión en el orificio de ésta se hizo terrible. Los botones y las medallas
del uniforme le arañaban la espalda; la cabeza le daba vueltas. Decidió ayudarle moviendo las
nalgas lo mejor posible, no por deseo, sino para terminar con aquello cuanto antes.
Finalmente lo consiguió: el hombre lanzó a chorro su descarga llenándola por dentro y
gimiendo. Después, se quedó tendido, quieto, preguntándose si no habría hecho el tonto. Pero
cuando retiró su instrumento del cálido abrazo y cayó de espaldas en la cama, vio cómo una de las
muchachas le preparaba una bacinilla de agua para lavarlo con devoción. Recordó que era el amo
y que podía utilizarlas a su antojo. Cansado y agotado, aunque sonriendo con satisfacción, se
incorporó y se alejó de la cama. Dio a Grushenka una buena palmada en las nalgas desnudas y se
retiró a sus aposentos diciendo:
—No has estado tan mal, al fin y al cabo.
Entonces las muchachas se pusieron a limpiar a Grushenka sin parar de hablar del asunto. ¿De
modo que así iba a follarlas ahora? Se frotaban el trasero, asustadas y excitadas porque la pasión
del nuevo príncipe las había impresionado. Grushenka se estiró sobre la cama de la princesa y se
volvió de espaldas, tratando de dormir. Estaba dolorida y se sentía vacía y frustrada. No dijo una
sola palabra. No quería oír una sola palabra.
Leo siguió enterándose de sus obligaciones, y finalmente, decidió el asunto de las mujeres de
su casa. Las antiguas compañeras de cama del príncipe fueron enviadas a las distintas propiedades
de donde procedían. Habían sido las masajistas privadas de la verga de su tío, y Leo odiaba tanto
al viejo que no tenía el menor deseo de ser su sucesor en ese aspecto. Las doncellas de la princesa
pasaron a formar parte de su harén personal. Había visto aquella noche que todas habían sido bien
elegidas. Decidió probarlas una por una, guardar las que le gustaran y reemplazar a las demás.
A la noche siguiente envió a su asistente a buscar una de ellas. El rudo cosaco entró en el
cuarto donde dormían las muchachas y despertó a la primera, dándole golpecitos en un hombro.
Esta lo siguió, desnuda como estaba, pero, pensando con desasosiego en su entrada posterior, se
llevó el ungüento blanco al pasar por el dormitorio de su antigua ama. Era una rubia alta, cuya
carne había incitado a Nelidova a pellizcarla. Sus brazos, sus piernas y hasta su vientre estaban
aún plagados de señales azules y verdes. Se metió dócilmente en la cama y se puso a acariciar y
besar a Leo. Él tanteó su nido de amor y descubrió que era suave y grande. Le pareció saludable,
fresca, alegre y llena de buena voluntad. Le gustó.
La montó y sació con hartura el hambriento nido de amor que tantos meses había anhelado
cobijar un pájaro como aquél. El asalto de Leo le encantó y se entregó a él con entusiasmo.
Repitieron el ritual varias veces, y en honor a la verdad debe decirse que el joven príncipe jamás
volvió a hacer el amor por detrás.
Las doncellas eran felices con Leo y hablaban de él con mucha frecuencia. Como no se había
encariñado especialmente de ninguna de ellas, consiguió un nutrido grupo de compañeras de cama
ansiosas de recibir sus favores. Le querían y hablaban bien de él porque era buena persona y las
tenía satisfechas. Merece, no obstante, la pena destacarse que no podía pasar al lado de una mujer
joven y guapa sin tocarla, deteniéndose especialmente en su nido de amor. Pero puede justificarse
esa costumbre, puesto que durante tantos años había tenido que restringir ese impulso natural, y
no se le podía reprochar ahora por ello.
Grushenka había sido una de las doncellas de Nelidova, y por lo tanto se encontraba ahora al
servicio del príncipe. Allí permaneció durante más de seis meses. Él no volvió a tocarla, ni tan
sólo a hablarle. Ella intentó inducirlo varias veces a que se fijara en ella, hasta se metió una noche
en su cuarto con el pretexto de que la había mandado buscar; pero él no quiso tener tratos con ella.
Debemos señalar que Grushenka, durante ese período de ocio, aprendió a leer y escribir. No se
les otorgaba ese privilegio a los siervos, de ahí que se esforzaran tanto, siempre que podían, por
aprender. Pronto pudo leer Grushenka cuentos sencillos. En realidad, ella —y con ella las demás
muchachas— entraron por primera vez en contacto con el resto del mundo sustrayéndole al
príncipe Leo los periódicos y las revistas que recibía.
8
Habían pasado los días cálidos de verano. Las hojas de las grandes encinas y de los arces que
poblaban los prados de la casa campesina de los Sokolov cambiaban del verde oscuro al amarillo.
Se aproximaba el otoño, y con él todos regresarían a Moscú.
Todos los años, en aquella misma época, la señora Sofía Shukov hacía su aparición. Llegaba
en su pequeño coche de dos caballos seguido por un enorme coche de alquiler vacío, arrastrado
por cuatro caballos. Aquel coche debía volver lleno. La señora Sofía compraba chicas en toda la
región para su célebre establecimiento de Moscú. Aquel año necesitaba por lo menos seis
muchachas, y se detuvo primero en casa de Sokolov, donde solía encontrar a la mayoría de ellas.
El negocio del alquiler de siervas a los prostíbulos se había vuelto tan común, que se habían
creado leyes especiales para regular su comercio. Por ejemplo: ¿qué hacer si una de las chicas
contraía sífilis? En tal caso, ya no serviría ni a su amo ni al prostíbulo. Por lo tanto, la ley
estipulaba que sería enviada a Siberia y que el costo del transporte correría a cargo del amo y de la
madame. O, bien, ¿qué precio habría que pagar por una fugitiva? Las muchachas no eran vendidas,
sino alquiladas, y había que pagar al amo trimestralmente los abonos por su alquiler; el precio era
de cinco a treinta rublos y, al cabo de un año o dos, la muchacha tenía que ser devuelta.
Madame Sofía era una persona delgada y ágil que no paraba de hablar, tanto, que sus clientes
escogían rápidamente a una chica para evitar su parloteo. Era muy elegante; trataba a las
muchachas con palabras suaves y fuertes palizas, y su negocio prosperaba.
La visita de Sofía al palacio de verano era todo un acontecimiento sobre todo para Katerina, a
quien traía muchos regalitos, desde dulces franceses hasta corsés vieneses, y a quien no
abandonaba un instante durante su visita. Katerina esperaba con interés esos encuentros porque
Sofía contaba todos los chismes de los elegantes de Moscú, a quienes observaba durante su
comercio con las muchachas, y de los que sabía más acerca de sus vidas que sus propias esposas.
Durante las comidas, Sofía examinaba la cosecha de siervas en el palacio. No elegía
rápidamente, seleccionaba su presa con ojos penetrantes y las seguía unos días antes de iniciar el
regateo. No era fácil convencer a Katerina de que entregara a una muchacha, pero finalmente
acababa por sucumbir a las astutas razones de Sofía.
Esta había elegido ya a tres muchachas, cuando por casualidad se encontró con Grushenka. No
la había visto antes porque las compañeras de cama del príncipe tenían sus dormitorios y su
comedor aparte. Sofía decidió que, costara lo que costara, conseguiría a Grushenka, aun cuando
tuviera que arrastrarse de rodillas ante el joven príncipe, que estaba muy atareado con sus
cacerías, sus cabalgatas y los problemas con los siervos campesinos. Habló del asunto con
Katerina y se asombró al no tropezar con resistencia alguna.
Katerina sabía muy bien que el príncipe no empleaba a Grushenka. Y Grushenka era una
espina en el corazón de Katerina. Por su culpa, el viejo y legítimo propietario del patrimonio había
tenido que alejarse de la santa tierra de Rusia, y el inútil de su sobrino ocupaba ahora su lugar. Por
eso prometió su ayuda y presentó el caso al príncipe Leo que, tras pensarlo un momento, accedió.
Cuando volviera su tío, ella podría despertar en él el desagradable recuerdo de la sustituta de su
antigua esposa. En la duda de si sería mejor vender de una vez a Grushenka o alquilarla a un
prostíbulo por un par de años, le pareció ésta una buena solución.
Grushenka fue examinada de cerca por Sofía, quien alabó profusamente su belleza y se felicitó
en secreto de su hallazgo. ¡Vaya bocado para sus clientes decirles que podrían hacer el amor con
la chica que había suplantado a la princesa Sokolov! Antes de que Grushenka supiera de qué se
trataba, se encontró sentada en el amplio coche con otras tres muchachas, recorriendo caminos
rurales que, aparentemente, no conducían a ninguna parte.
Después de muchas paradas nocturnas, las cuatro muchachas fueron alojadas en una posada de
relevo de caballos de posta, mientras Sofía visitaba unos días una propiedad cercana donde
proseguiría sus compras. Las muchachas quedaron encomendadas al gigantesco cochero, un
borracho empedernido, que recibió órdenes de azotarlas si no se portaran bien. A Sofía no se le
ocurrió siquiera que pudieran escapar, pues les había contado miles de historias tentadoras acerca
de los maravillosos trajes que llevarían, de los muchos amantes ricos que tendrían, de la comida
que les servirían en vajilla de plata, y cosas por el estilo.
Las demás muchachas la creían y se alegraban de su suerte, pues podrían abandonar las duras
tareas de la casa y convertirse en «damas» por cuenta propia. Grushenka no compartía esas ideas
porque sabía lo que les esperaba. Había oído demasiadas historias de mujeres víctimas de malos
tratos, enfermedades y abusos en los prostíbulos. No le preocupaba el aspecto moral; para ella, era
perfectamente correcto que su amo empleara su cuerpo para ganar dinero, pero como había vivido
cómodamente en la casa Sokolov, abrigaba la idea de escaparse. Por supuesto, sabía que, si la
atrapaban, la marcarían, y que eso no sería más que lo menos penoso del castigo, pero no podía
remediarlo, seguía haciendo planes y reflexionando.
Las muchachas pasaron dos o tres días en la posada, quedándose por las mañanas en la cama
todo el tiempo que quisieran, paseando por el campo, o conversando en la enorme sala que ofrecía
la casa a los viajeros. Por aquella posada pasaba toda clase de gente: ganaderos con su ganado,
funcionarios en coches rápidos, traficantes y frailes. Las muchachas los miraban con ojos
indiferentes; no les interesaba entablar relaciones, ni tener aventuras con ellos; pronto tendrían
montones de vergas que satisfacer y acariciar.
Una noche, cuando Sofía no había regresado aún, un lujoso carruaje entró en el patio. Dos
jóvenes aristócratas iban sentados en los mullidos asientos. No salieron del coche, sino que
apremiaron al cochero para que cambiara los caballos a toda prisa porque deseaban llegar a otra
posada aquella misma noche. Grushenka se había quedado en el patio, evitando así la atmósfera de
la sala llena de gente. Se aproximó lentamente al carruaje. Su rostro y su silueta, que no se
destacaban claramente a la luz crepuscular, ni bajo el reflejo de las linternas del coche, intrigó a
uno de los hombres, el más bajo de los dos.
—¿No querría la señora —le dijo— alegrar a dos viajeros apresurados con un saludo
amistoso? —Y se llevó la mano al sombrero respetuosa y alegremente.
No estaba muy seguro de quién pudiera ser Grushenka. Llevaba un bonito vestido, uno de los
trajes de viaje de Nelidova que Katerina le había dado, porque, de todos modos, las cosas de
Nelidova ya no servían, y tenía buen porte y compostura. Pero ¿por qué había de permanecer de
noche una joven aristócrata en una posada de segunda categoría? Era más bien extraño.
Grushenka avanzó despacio hacia el coche, se inclinó hacia la ventanilla y miró con toda
calma a los dos hombres. El más bajo habló de nuevo, con mayor entusiasmo ahora porque podía
comprobar la belleza de la joven.
—Si podemos hacer algo por vos, señora, que vuestras palabras sean órdenes. Estad segura de
que mi amigo y yo haremos cualquier cosa por una dama tan hermosa como vos.
Y dio un ligero codazo en las costillas a su amigo para que le siguiera el juego.
Pero el amigo estaba absorto en sus pensamientos. No había prestado mucha atención y
parecía algo molesto de que su compañero intentara lanzarse a una aventura. Llevaba, como su
amigo, un amplio abrigo de viaje. Su bufanda blanca de seda fina brillaba a la luz vacilante del
patio. Tenía facciones distinguidas, ojos azules, nariz aristocrática y boca bien delineada, carnosa,
sensual, que indicaba un gran control de sí mismo. Apenas miró a Grushenka; sus ojos estaban
fijos en los movimientos de su cochero y de los estableros. Parecía un conspirador que anhelaba
llegar a tiempo al lugar de la acción. A Grushenka le gustó a primera vista; en realidad, se sintió
tan atraída, que le dolió la indiferencia que le mostraba. Pero la vehemencia de su compañero
abrió otras posibilidades.
—No puedo imaginar, madeimoselle, que paséis aquí la noche por vuestra propia voluntad,
cuando a veinte verstas está el famoso albergue X…, donde los viajeros disfrutan de todo el
confort posible. ¿Se ha estropeado vuestro carruaje, o existe alguna otra razón por la cual no
podáis seguir el viaje?
Grushenka miró fijamente a su interlocutor. Si aceptaba llevarla, estaría en Moscú antes de
que el tonto del cochero hubiera podido informar a Madame Sofía. Antes de eso no intentarían
darle alcance, estaba segura. El joven bajito, al darse cuenta de que ella reflexionaba, prosiguió en
sus esfuerzos.
—Nos encantaría llevaros con nosotros hasta Moscú, o hasta Petersburgo, adonde vamos, si
vos… —y calló.
Grushenka decidió su suerte. Lo haría. ¡Huir! Se inclinó hacia el coche y susurró:
—¿Veis ese roble que está al borde del camino? Allí esperaré. Si vuestro coche se detiene, me
alegrará aceptar vuestra invitación, y no lo lamentaréis —agregó con una ligera sonrisa. Después
de lo cual se dirigió al lugar indicado con paso rápido, sin mirar hacia atrás. Estaba muy excitada.
¿La recogerían, o no?
El joven guapo se volvió hacia su compañero y le recordó que tenían prisa, y de momento no
les interesaban las mujeres. El otro contestó que en momento alguno debían menospreciar al sexo
débil.
Cuando llegaron al roble, el cochero detuvo el coche. Grushenka se deslizó en su interior y se
sentó entre los dos jóvenes en el asiento trasero del coche. El bajito hizo las presentaciones con
mucho protocolo.
—Me llamo Vladislav Shcherementov —dijo—. Él es Mijail Stieven. Viajamos por órdenes
del gobierno con un encargo del que no hablaremos. Nos dirigimos a Petersburgo, como dije antes.
Grushenka asintió con la cabeza y se alegró de que ya entonces Mijail se fijara en ella,
haciendo una corta inclinación y tratando de distinguir sus rasgos a la luz de la luna. Ella
respondió:
—También yo estoy haciendo un viaje cuyo objeto no mencionaré. Voy a Moscú y estoy muy
agradecida de que los caballeros tengan la amabilidad de llevarme. Me permitiréis que no os dé
mi verdadero nombre. Llamadme María, que es uno de mis nombres. No puedo esperar que me
llevéis a Moscú gratuitamente y cumpliré con ambos si así lo deseáis. Es más, tengo que pediros
que paguéis mi alojamiento y mi comida en el albergue; quizás os resulte más barato si comparto
vuestra habitación. Me preguntaréis por qué hablo tan claramente —dijo, y se volvió hacia Mijail
—. Pero veo que vuestros pensamientos están muy lejos de aquí y os ahorraré el trabajo de
averiguar mi historia y de cortejarme. Soy fácil de convencer y estoy dispuesta a todo.
Tomó una mano de cada uno de sus compañeros de viaje y se reclinó hacia atrás en el asiento,
proporcionando a ambos la cálida presión de sus costados.
—En todo caso —dijo Mijail— tenéis manos muy bonitas. —El joven se había sentido
asombrado por la insólita confesión—. No cabe duda de que no sois una joven acostumbrada a
trabajar. No vamos a meternos en vuestros secretos y nos ocuparemos de vuestro bienestar,
aunque me preocupa el hombrecillo que tenéis al otro lado, que no es capaz de dejar tranquilas a
las mujeres. No se fíe de él —agregó sonriendo.
—Entonces, ¡por nuestra buena amistad! —respondió la joven y, volviéndose hacia Vladislav,
le dio un beso amistoso. Hecho lo cual, se volvió hacia Mijail, le puso la mano detrás de la cabeza
y, hasta donde lo permitía el movimiento del coche, lo besó en los labios.
Durante ese beso sucedió algo que no ocurre más que de tarde en tarde: Grushenka se enamoró
violentamente de Mijail. Pasó por su cuerpo como una corriente eléctrica, y lo miró con ojos
vidriosos; no pudo dejar de sentir su cuerpo: acariciándole el rostro, se estrechó contra él y se
sintió tan atraída, que viajó todo el camino como en un trance. Se sentía ligera y feliz, como si de
repente se hubiera repuesto de una grave enfermedad. Se portaba como una joven que ha sido
virtuosa contra su voluntad durante largos meses y que, de repente, se encuentra cerca de un
hombre que la electriza.
Hizo que Mijail le pasara el brazo alrededor del cuerpo, reclinó la cabeza sobre su pecho y
miró la luna nostálgicamente. Sus manos descansaban sobre los muslos de él, pero no se atrevía a
acercarse a su verga que, estaba segura, no se negaría a que la joven la acariciara. Al mismo
tiempo no olvidaba al compañero, cuya invitación la había llevado a aquella situación y a quien
debía igual trato. Por lo tanto, con su mano libre, jugueteaba con su verga que fue despertando,
lenta, pero firmemente.
Grushenka recordó durante el resto de sus días aquel viaje poético a la luz de la luna. Su
primer amor, su primera aventura, que había llevado a cabo por su propia voluntad. El
movimiento cadencioso del coche, el éxtasis de su mente enamorada, el silencio del campo…
Mijail se sentía complacido, pero seguía abrigando sospechas en cuanto al final de la aventura con
la misteriosa joven. Vladislav también estaba satisfecho, porque, aun cuando sabía que no se
comería un rosco, por lo menos lo había logrado para su compañero y superior, y eso era un buen
punto en su haber.
Aparecieron a lo lejos las luces del albergue. Habían llegado a tiempo para pasar allí la noche.
Mijail encargó un dormitorio privado y ordenó al posadero, que se inclinaba profundamente, una
buena comida. Vladislav, al ver que Grushenka estaba tan dedicada a su jefe, preguntó al posadero
si podía enviar a alguna muchacha para hacerle compañía. El posadero, con una sonrisa maliciosa,
aseguró que tenía a mano una hermosísima muchacha a la altura de sus huéspedes y que la
enviaría al instante.
La luz de las velas iluminaba débilmente los comensales: los jóvenes aristocráticos, en
mangas de camisa, hambrientos, perfumados y totalmente desinhibidos, como dos buenos
compañeros; la prostituta, rústica, saludable y regordeta, ansiosa de sacarle todo el dinero que
pudiera a su presa, y Grushenka, elegante como una dama, con modales refinados y aprovechando
cualquier oportunidad para complacer a Mijail, a quien lanzaba ardientes miradas.
Los dos hombres le prodigaban sus atenciones, tratando con displicencia a la putilla. Esta no
entendía nada. Sintió verdadera envidia de Grushenka, que parecía alejar a los dos hombres de
ella, y a quien no sabía cómo catalogar. Hacía todo lo posible para atraer a los dos hombres.
En otras circunstancias quizás Grushenka se hubiera estado quieta y dejado que las cosas
siguieran su curso, pero como se sentía tan feliz por haber huido de la servidumbre, al menos de
momento, y por estar cerca del hombre que parecía ser el amante ideal, mostró gran animación, y
eso fue causa de una batalla silenciosa entre las dos mujeres.
Mientras tanto, los dos hombres comían con gran apetito, y Vladislav alentaba a Grushenka,
siempre que se presentaba la oportunidad. Pero Mijail mantenía una actitud reservada, sobre todo
después de la cena, cuando Grushenka se sentó en sus rodillas y empezó a cubrirlo de besos. Se
apoderó de él, y a pesar de que le complacían sus atenciones, le pareció que se volvía «pegajosa»,
demasiado acaparadora. Antes ya de iniciar el verdadero acto amoroso, se preguntaba cómo se las
arreglaría para deshacerse de ella con elegancia.
Vladislav se quedó en la habitación, manteniendo a la prostituta campesina a distancia; acabó
pidiendo un cuarto contiguo para pasar un momento con ella y dormir después. Tenían por delante
un largo viaje a la mañana siguiente, y se estaba haciendo tarde. Pero tenía los ojos fijos en
Grushenka, y eso no se le escapó a la putilla. Se dio cuenta de que no podía vencer a su rival sino
pasando directamente a la acción. Sin decir palabra se quitó la blusa, soltó los lazos de su camisa
y, volviéndose hacia los dos hombres, exhibió dos pechos grandes y bien formados, con pezones
llenos y rojos.
—Esta es —dijo— la razón por la cual me visitan los hombres, y ningún viajero que pasa por
este albergue olvida llamarme. Que esa joven descolorida (y señaló a Grushenka) demuestre que
tiene algo mejor. Apuesto a que sus pobres tetas se le caen hasta la barriga, pues de lo contrario no
las ocultaría tan cuidadosamente. —Y giró orgullosamente sobre sus caderas.
Vladislav se enfadó, y estaba a punto de regañar a la moza por su repentina agresividad contra
Grushenka, cuando intervino Mijail en una forma que Vladislav no pudo entender.
—Bien, cariño —dijo tranquilamente, dirigiéndose a Grushenka, que le estaba revolviendo el
pelo con malicia—, ¡a ver cómo contestas a ese reto!
Por un momento Grushenka lo miró con ojos inquisitivos. Entonces se incorporó y, con
movimientos lentos, se quitó toda la ropa como si su antigua ama se lo hubiera ordenado. Cruzó
las manos detrás de la nuca y se quedó de pie ante los dos hombres con reposada dignidad. No
había en ella ni un movimiento o pensamiento lascivo, y la belleza cautivadora de su cuerpo hizo
que los hombres se la quedaran mirando con admiración. Los cuatro permanecieron silenciosos
hasta que la prostituta intervino airadamente.
—Mirad su coño —gritó—. Apuesto a que cientos de hombres…
Pero no pudo terminar la frase, Vladislav se precipitó hacia ella y le tapó la boca con la mano.
—¡Sal de aquí! —le gritó—. Sal y quédate fuera.
Y al decirlo la empujó hacia fuera, medio desnuda, como estaba. Arrojó tras ella la blusa y sus
demás pertenencias y concluyó con un rublo de plata que ella agarró al vuelo mientras sus
palabras insultantes resonaban en el vestíbulo. Vladislav sonrió encantado, pues le gustaban las
putas mal habladas.
Se dirigió a su cuarto dando las buenas noches a los otros dos, si bien sus ojos ansiosos
siguieron fijos en Grushenka quien, mientras tanto, se había subido a la cama.
—Ha sido un trato hecho con ambos —le dijo Mijail—. Esta joven irá a verte muy pronto, te
lo aseguro. No te duermas en seguida.
Lo que planeaba Mijail era que, compartiendo a la joven con su amigo, se salvaría de toda
obligación y no temería que aquella criatura le viniera después con exigencias. Se acercó
lentamente a la cama, hurgando en su bolsa de viaje, como si no tuviera ninguna prisa. Grushenka
estaba tumbada en la cama con los ojos cerrados y se decía las palabras de amor más ardientes que
conocía, pero sin mover los labios. No sería de extrañar que mezclara silenciosas oraciones con el
ansia que por él sentía.
Mijail llegó finalmente a la cama. Se tumbó junto a ella, la rodeó con sus brazos, y todos sus
movimientos parecían querer decir: «Bueno, pasemos al asunto».
Esperaba que ella lo acariciara y besara; no se habría sorprendido de que ella misma tomara la
iniciativa, pero sucedió todo lo contrario: apenas se movió. Por supuesto, se quedó pegada a él, su
cuerpo rozando el suyo, pero nada más.
Se volvió hacia ella, frotó su verga contra su cuerpo, y se le puso tiesa, lo cual era natural en
cualquier joven al contacto de una criatura tan hermosa; la montó y empezó a moverse.
Ella lo estrechó entre sus brazos, muy cariñosa. Lo rodeó con sus piernas y levantó tan alto los
muslos que sus talones descansaron en las nalgas de él.
¡Pero no respondió a su asalto amoroso! Estaba como en un trance y no podía moverse; se
había apoderado de ella un enajenamiento pasivo, pero él nada sabía de eso. No obtuvo el menor
placer y se sintió decepcionado al llegar al orgasmo. ¡Qué chica tan sosa! Primero actúa como una
gata enamorada y luego, cuando llega el momento, resulta insensible. Bueno, ya vería Vladislav
qué mala compañera de cama había recogido por el camino.
Cuando hubo terminado, Mijail la conminó tajantemente a que fuera a la alcoba de su amigo.
Grushenka se levantó como una sonámbula, se detuvo en un rincón del cuarto ante una cubeta, se
lavó, vació su vejiga y desapareció tras la puerta del cuarto de Vladislav.
Este quería explicarle que, puesto que amaba a su amigo, era demasiado caballero para tocarla
si ella no lo deseaba. Pero ella adivinó fácilmente que quería poseerla con vehemencia; además,
Grushenka planeaba hablar con Vladislav de su amigo, quería saberlo todo de él. Pero aún había
demasiado de la sierva en ella para que sus pensamientos llegaran hasta su boca. Le habían
ordenado que aliviara de su pasión al joven, y así lo hizo; recordó cómo lo hacía con el príncipe
Sokolov y repitió con él el mismo ritual.
Sin más remilgos, apartó las sábanas del cuerpo del joven viajero, se inclinó sobre él y empezó
a acariciar y besar su verga. Él estaba tendido de espaldas, moviendo de vez en cuando sus nalgas,
hasta que se sintió muy excitado. Entonces ella se encaramó encima de él, insertó su miembro con
habilidad dentro de ella y lo cabalgó con pericia. Ella misma empezó a excitarse. Las ingles de él
se estremecieron, ella se inclinó para sentir las manos de él en sus pechos y contrajo hábilmente
sus músculos, estrechando su abertura alrededor de su arma lo mejor que sabía. Le proporcionó así
una de aquellas extraordinarias experiencias que tanto había admirado el viejo Sokolov. Cuando,
sintió que él estaba a punto de eyacular, le mordió el hombro y, jadeando, se abandonó al mismo
tiempo que él. Pero sólo permaneció unos cuantos minutos sobre el pecho de él; se marchó,
despidiéndose con un ligero movimiento de su cuerpo grácil.
—¡Qué criatura! ¡Qué maravilla! —pensaba Vladislav antes de quedarse dormido. ¡Menuda
felicitación le iba a dar su amigo a la mañana siguiente! Y Morfeo visitó a un joven muy
satisfecho al cabo de pocos minutos.
Mijail ya se había dormido cuando Grushenka regresó. Apenas se atrevió la joven a trepar a la
cama a su lado, pero no lo despertó; ni siquiera se movió.
El sueño no llegó a los ojos de Grushenka; se quedó tendida en la oscuridad del cuarto,
contemplando al hombre que estaba a su lado: su amado, el único. No lloró porque el destino se lo
arrebataría al día siguiente, sólo rezó por él; estaba dispuesta a sacrificarle su vida, lo adoraba, y
se sintió muy feliz hasta que con el amanecer le llegó también el sueño proporcionándole un corto
descanso.
Era una mañana gris, bañada por una lluvia persistente, y los tres estaban cansados y de mal
humor. Apenas hablaban. Los caballos se apresuraban para llegar a la siguiente estación de relevo
mientras el cochero maldecía en voz baja y no se tomaba siquiera la molestia de secar las gotas de
lluvia que le cubrían el rostro. Comieron apresuradamente a la orilla del camino; el espíritu de
aventura y los sentimientos de la noche pasada se habían esfumado por completo.
Cuando Grushenka se separó de ellos unos minutos en una posada, Vladislav quiso recoger los
laureles por lo de la noche anterior. Haciendo un guiño hacia la muchacha que se alejaba, comentó
sus notables cualidades de amante; le sorprendió la respuesta de su amigo, y no pudo entenderlo,
como tampoco aquél pudo entenderlo a él.
—¡Un fracaso! —observó Mijail—. ¡Simplemente un fracaso! Agarra un leño, hazle un
agujero y te lo pasas mejor. ¿Cómo te fue a ti?
Y los dos quedaron asombrados, sobre todo porque Vladislav aseguró que desde aquella sueca
en Estocolmo —de quien tanto le había hablado—, no lo había pasado con nadie tan bien como
con Grushenka.
A lo cual Mijail respondió solamente: «Pfft», y abandonaron el tema.
La noche sin dormir, la separación inminente de su ídolo —sin duda para siempre— y la
incertidumbre de su porvenir entristecían a Grushenka, y la enmudecían. Llegaron después del
anochecer a las torres de Moscú y atravesaron las puertas sin molestia alguna, una vez que Mijail
hubo presentado su pase. El coche traqueteante pasó por las calles mal alumbradas de los barrios
pobres. Entonces pidió Grushenka permiso para bajar. Los hombres se preguntaban qué haría
aquella belleza bien vestida en semejante barrio, pero detuvieron el carruaje, asegurándole que
estaban a sus órdenes para lo que se le ofreciera.
Mijail salió primero del coche y la ayudó a bajar, ahora con gran cortesía, pues comprendía
que no iba a ser molestia alguna para él. Grushenka se inclinó profundamente sobre su mano y la
besó, pero él la retiró como si la hubieran quemado con un hierro candente; besó a la joven en
ambas mejillas y experimentó un repentino afecto por aquella misteriosa belleza. Grushenka
estrechó la mano de Vladislav con efusión y, antes de separarse definitivamente de ellos, sintió
que Mijail le deslizaba algo en la mano:
—¡Un pase para las puertas del cielo y el infierno! —le gritó alegremente, mientras el coche
reiniciaba su marcha a toda prisa.
Grushenka se quedó parada en la banqueta. Tenía en la mano unas cuantas monedas de oro; al
ver lo que era empezó a llorar quedamente. ¡La había pagado! ¡Qué vergüenza! ¡Qué desastre!
Pero no siguió su primer impulso de arrojar el dinero al arroyo. No, lo pensó mejor y lo apretó en
la mano. Sería una tabla de salvación, una verdadera tabla de salvación.
Reaccionó rápidamente; si la encontraban allí, en medio de la calle, un gendarme, o el sereno
que todas las horas hacía su ronda, se la llevarían a la primera comisaría, y ¡adiós la aventura!…
Una mujer sola por la noche no estaba permitido, a menos que tuviera un pase de su amo, o una
buena excusa. Ella conocía bastante bien el barrio y echó a correr por las calles, manteniéndose a
la sombra, atravesando jardines y callejuelas laterales hasta llegar a una casa de dos pisos, vieja y
derruida. La enorme puerta principal estaba cerrada, y no se tomó la molestia de tocar la
campanilla ni de llamar al portero: se encaminó hacia la puerta trasera, que estaba abierta, y subió
por unas escaleras crujientes, que estaban parcamente alumbradas por lamparillas de aceite.
Se detuvo en el último piso y golpeó con los nudillos una de las muchas puertas que daban al
descansillo. Al principio lo hizo suavemente, pero después fue golpeando siempre más fuerte, con
el temor de que su única amiga, Marta, pudiera haberse cambiado de casa. No había vuelto a ver a
Marta desde que entró en casa de los Sokolov; de hecho, nunca había tenido la oportunidad de
contarle su cambio de vida. ¿Qué sería de ella si no podía refugiarse en casa de Marta?
Finalmente se oyó un ruido leve al otro lado de la puerta, y una vocecilla aterrorizada preguntó
quién llamaba.
—Grushenka —respondió la muchacha con el corazón palpitante de ansiedad.
—¡Grushenka! ¡Palomita!
Y muy pronto estaban las dos muchachas abrazadas, besándose las mejillas y llorando para
celebrar el encuentro.
9
La historia de Marta puede narrarse brevemente. Es una historia similar a muchas otras. Su padre
era un granjero rico e independiente; su madre había sido echada de su casa cuando estaba encinta.
Con el tiempo, Marta había sido colocada en casa de una modista, madeimoselle Laura Cameron,
que tenía una tienda de vestidos y de sombreros en una de las pocas arterias elegantes de Moscú.
Marta no tenía todavía catorce años de edad cuando se convirtió en sirvienta de aquella mujer
dulce, pero tremendamente egoísta a la vez, que ejercía derechos maternales sobre la joven, la
explotaba con trabajos duros y la castigaba. A cambio, le pagaba un parco salario que Marta debía
entregar a su madre; ésta recibía el dinero y ponía tres cruces, a modo de firma, en un trozo de
papel; ni la madre ni la hija sabían leer y escribir.
La madre de Marta rechazó algunas ofertas para vender a la muchacha como sierva. Había
tomado una habitación en el barrio más pobre y hacía trabajos propios de su sexo que alcanzaban
apenas para mantenerlas a las dos. Agotada y minada por la angustia, había finalmente muerto,
dejando a su hija sola en el mundo.
Marta no se atrevió a decírselo a su patrona, porque temía que la señora Laura la convirtiera
inmediatamente en una verdadera sierva, llevándosela a su casa con otras jóvenes que ya tenía. En
cambio, siguió percibiendo su pobre salario y firmando con las tres cruces, como si todavía
viviera su madre.
Le contó a Grushenka eso y mucho más, y ésta le narró a su vez toda su historia. Les llevó
varios días, o mejor dicho noches, pues Marta marchaba a su trabajo al amanecer y regresaba con
el crepúsculo. Mientras tanto, Grushenka permanecía en la humilde habitación, dormía en la cama
y no salía a la calle por temor a que la recogiera la policía o la encontraran los hombres de Sofía.
Sin embargo, con las monedas de oro que Mijail le había regalado lo pasaban bastante bien,
comiendo y bebiendo lo que podían comprar con aquel dinero.
Pero saltaba a la vista que esa vida no iba a durar para siempre, por lo tanto decidieron que
Marta le diría a su patrona que una prima suya acababa de llegar a la ciudad y deseaba entrar a su
servicio. Intrigada por la descripción que Marta le hizo, la señora Laura aceptó echar una mirada a
Grushenka; por lo tanto ambas jóvenes salieron una buena mañana y se dirigieron a la tienda de
aquella dama algo arrogante. Marta había comprado algunas ropas para Grushenka, de las que
llevan las campesinas cuando van a la ciudad: una blusa multicolor, una falda plisada, un pañuelo
para la cabeza, todo ello muy favorecedor para Grushenka que, con el color saludable que le había
dado la vida de campo en casa de los Sokolov, estaba muy guapa.
Marta —robusta y pesada, con un rostro redondo y bonachón, no guapa, pero joven y
candorosa— vaciló varias veces en el camino. Por supuesto, había dado a su amiga una buena
descripción de la señora Laura y de su tienda. Por otro lado, Grushenka ya sabía lo que eran los
malos tratos, pues los había conocido durante sus casi veinte años de servidumbre; por lo tanto no
esperaba que la trataran con atención. Pero Marta temía no haberle dado una descripción
demasiado acertada de lo que le esperaba. Para tranquilizar su conciencia le dijo francamente que
había omitido contarle muchas de las cosas desagradables que suponía el trabajo con la señora
Laura.
Sin embargo, Grushenka había decidido aceptarlo. ¿Qué más podía hacer? No había plazas
donde pudiera encontrar un empleo. En las empresas pequeñas, el trabajo se llevaba a cabo entre
los miembros de una familia; las grandes adquirían siervos. Algunas artesanías, que necesitaban a
especialistas, como la carpintería o la alfarería, alquilaban trabajadores, pero sólo a través de los
gremios.
Además, si Grushenka tenía realmente la suerte de que la cogiera la señora Laura ¿no podrían
Marta y ella seguir viviendo juntas y proseguir aquellas deliciosas veladas durante las cuales
Grushenka podía delirar hablando de su adorado Mijail? ¿Trabajo y malos tratos? ¿No estaba
Grushenka acostumbrada a eso desde su primera infancia?
Marta se santiguó, y ambas entraron en la casa de la señora Laura. Por una puerta dorada,
cubierta de guirnaldas de flores frescas, entraron a un enorme salón de ventas con el techo bajo y
muebles elegantes. Los ojos de Grushenka, entrenados por su trabajo de maniquí en casa de la
princesa, reconocieron con agrado en las estanterías las telas caras y las buenas hechuras; aquello
era sin duda una tienda dedicada a gente adinerada.
Cruzaron la sala y entraron en otra, compuesta de un pequeño vestíbulo al que daban media
docena de cuartitos privados equipados de altos espejos, sillas y sofás confortables. A aquella hora
aún no había clientes, pero unas cuantas jóvenes de buen tipo estaban limpiando y quitando el
polvo.
La tercera habitación de la planta baja era la oficina privada de la señora Laura, y estaba
suntuosamente amueblada. La señora Laura no llegaba antes de mediodía, y Grushenka acompañó
a Marta al cuarto de costura, en el primer piso.
Quince o dieciséis muchachas estaban ya sentadas trabajando, cosiendo, cortando y probando
sombreros, ropa interior y vestidos diseñados por dos estilistas de cierta edad, que supervisaban el
trabajo. Marta se reunió con las trabajadoras mientras Grushenka se quedaba sentada en un rincón,
observando, deseando tomar parte en aquel trabajo, tan agradable a su femenino instinto de la
belleza. Finalmente, apareció una muchacha y notificó a Marta y a Grushenka que la patrona las
llamaba.
La señora Laura recibió a las jóvenes con su más dulce sonrisa y las felicitó por ser dos primas
tan guapas. Examinó a Grushenka con ojos perspicaces, preguntándole si había aprendido a coser
con su «querida madre» y haciéndole muchas preguntas respecto a la aldea de Marta y ella, pero
sin dar tiempo a recibir respuesta alguna.
Todo parecía terminar bien; las muchachas, avergonzadas, balbuceaban unas cuantas palabras,
sin atreverse a cruzar sus miradas. Pero el agudo sentido de la señora Laura en el trato con la
gente, que le había proporcionado clientela y fortuna, le hizo sospechar que algo andaba mal. Por
ejemplo, esa muchacha que se suponía acababa de llegar del campo ¿dónde había conseguido esas
medias de seda y esos zapatos? Entonces observó sus manos suaves y bien cuidadas que, sin duda,
no eran las de una chica de aldea.
La señora Laura dio la vuelta a su escritorio para sentarse en un sillón de cuero cuyos brazos
estaban adornados con tachuelas de cobre. Mandó que Marta cerrara la puerta y que Grushenka se
colocara en plena luz, delante de ella. Concentró tanto más su atención sobre aquella recién
llegada, cuanto que la joven parecía tener un cuerpo insólitamente bello, carácter amable y podía
resultar un buen elemento, de ser bien llevado. Quería ver algo más de ella y exigió que
Grushenka se quitara la blusa y la pañoleta, bajo el pretexto de averiguar si podía servir de
modelo.
Grushenka hizo sin vacilar lo que se le exigía, dando así una prueba más de que no era una
torpe campesina. Hizo más, se quitó también la falda y los pantalones, y la señora Laura tuvo que
reprimir su total admiración: un tipo perfecto, piernas rectas, carne suave pero firme; un auténtico
bocado para el más refinado de los hombres.
La señora Laura era conocedora; la alcahuetería era su principal imán para atraerse clientela, y
hacía amplio uso de ella. ¿Quién sería aquella muchacha? De repente, cambió de táctica, borró su
sonrisa y se enfrentó a Marta.
Para empezar, la señora Laura le ordenó bruscamente que dijera la verdad. Pero la gorda
Martita se aferró a su historia aun cuando la señora Laura, pellizcándole las nalgas, le hiciera
gritar más de una vez ¡oh! y ¡ah! En la mano de la señora Laura, Grushenka vislumbró, mientras
se encontraba indefensa en su desnudez, una larga aguja.
Después, la señora Laura siguió con métodos más fuertes; abrió la blusa de Marta, cogió el
pecho izquierdo de la joven y, sacándolo de la camisa, lo apretó fuertemente y lo pinchó con la
aguja; como la chica seguía repitiendo lo mismo, le fue introduciendo poco a poco el acero en la
carne.
Marta trató de reprimir un aullido cuando corrió una espesa gota de sangre por aquel globo de
un blanco lechoso. Pero siguió en sus trece: tenía el rostro desfigurado, las lágrimas le corrían por
las mejillas, pero no se atrevió a huir.
La señora Laura se levantó con impaciencia, cogió de su escritorio un corto látigo de cuero y
exigió que la joven se agachara. Le bajó los pantalones y, cuando las nalgas regordetas de Marta
estuvieron al descubierto, la conminó otra vez a decir la verdad so pena de hendirle la carne hasta
el hueso.
Antes de que la señora Laura pudiera dar el primer latigazo Grushenka se arrojó entre las dos
mujeres exclamando que diría la verdad porque no podía ver cómo sufría su amiga por culpa suya.
Entonces contó toda su historia a la silenciosa señora Laura, quien sabía que, esta vez, se
encontraba ante hechos auténticos. ¡Este era un buen negocio para ella! Pero no dijo una sola
palabra de lo que había tramado. Grushenka cayó finalmente a sus pies y se entregó a su voluntad
implorando que la tomara a su servicio. Pero la señora Laura se mostró furiosa, contestando que
aquella esclava fugitiva la ofendía al pretender hacerla cómplice de su delito, y le recordó que
toda persona que diera alimentos o refugio a un siervo podía ser enviada a Siberia.
Marta, que había intentado detener a Grushenka y que la había suplicado de que la dejara
recibir su castigo, iba a ser castigada la primera. Laura no deseaba dejar a la joven incapacitada
para el trabajo, por lo tanto le dio seis buenos azotes en el trasero y la mandó a trabajar. Marta
besó el borde del vestido de su ama y se fue llorando, lanzando una última mirada lastimera a
Grushenka, que estaba tumbada en el suelo con expresión sombría.
La señora Laura le ordenó que se levantara, aunque no sin darle unos cuantos azotes con el
látigo. Después, la llevó a uno de los vestidores vacíos y la encerró por fuera. Mientras Grushenka,
desnuda y llorando sin poder remediarlo, se preguntaba por su destino incierto entre las cuatro
paredes del cuartito, la señora Laura escribía de su propio puño y letra un falso mensaje galante
que entregó a una de sus muchachas recaderas. (Sabremos algo más de este documento más
adelante).
Con el paso del tiempo, Grushenka dejó de llorar, pues ya se había resignado a su suerte.
Probablemente la marcarían con un hierro candente; si la enviaban a Siberia, la marca sería en la
frente, pero si Sofía decidía llevarla al prostíbulo la marcarían entre las piernas o en un omoplato
para no estropearle la cara. La azotarían, la pondrían en el potro de tortura, le romperían quizás los
huesos… tenía que esperar. Había obrado mal; no debería haberse fugado.
Estaba tendida, inmóvil, en el sofá. Oyó a través de la delgada pared que el establecimiento de
la señora Laura había empezado a animarse. Sin ropa, se levantó lentamente del sofá y se puso a
caminar de un lado para otro en el cuartito oscuro. Un poco de luz se filtraba por las rendijas de
las paredes, y pronto descubrió que procedían de las cabinas contiguas a la suya. Miró por las
rendijas y descubrió que podía ver qué pasaba en los probadores contiguos. Con el temor de
presenciar algo inesperado, empezó a seguir los acontecimientos que se desarrollaban en ambos
lados.
En el cuarto de la derecha estaba sentado un señor anciano, vestido muy correctamente, con un
abrigo negro muy largo, jugando con su sombrero de tres picos. Al parecer estaba esperando algo.
En las sortijas que llevaba relucían piedras preciosas.
Grushenka se acercó a la otra pared. Una anciana estaba sentada inmóvil en una cómoda silla.
Vestía con colores chillones; encajes, lazos y plumas colgaban a su alrededor, como un huevo de
Pascua. Se apoyaba en un bastón de encina, pero, a pesar de su vejez, y de su vestir alocado, su
actitud era impresionante y autoritaria. A su lado, estaba sentada una mujer de aspecto indefinido
que le hacía compañía, mientras la señora Laura y una de sus modelos trataban de venderle un
sombrero.
La modelo y la señora Laura sacaron otros sombreros de cajas blancas y marfileñas y
describieron su belleza con dulces sonrisas y vehementes palabras, pero a la anciana no le gustaba
ninguno. Más aún, aquella arpía rechazaba lo que le ofrecían con palabras tan groseras como las
que podría oírse en boca de un sargento del ejército. La señora Laura, a su vez, daba golpes a la
modelo en las costillas y la espalda y, aun cuando la muchacha conservara su sonrisa, no cabía la
menor duda de que la mano de madame sostenía una aguja para obligar a su vendedora a realizar
todos los esfuerzos posibles para que la anciana se decidiera a comprar.
¡No tuvo esa suerte! La vieja se levantó diciendo que no encontraba nada que alegrara su vieja
cara arrugada y salió del cuartito. Después de que la señora Laura hubo hecho una profunda
reverencia de despedida, se volvió y abofeteó ruidosamente a la modelo, dejándola sola para que
volviera a recoger todos aquellos costosos sombreros. La muchacha estaba acostumbrada al
procedimiento; se restregó la cara con el dorso de la mano y prosiguió su trabajo lenta, pero
obedientemente.
Grushenka se volvió hacia la rendija de la otra pared y, tal como lo esperaba, descubrió a la
señora Laura y al caballero en animada conversación. Al parecer, éste acababa de pagar una cuenta
a la señora. Laura, probablemente por ropas compradas por su esposa, y tenía, además, otras
intenciones.
Ella sabía muy bien de qué iba, pero hizo como si nada y no quiso satisfacer sus deseos con
demasiada prontitud.
El caballero, apoyándose primero en un pie y luego en el otro, y atusándose los bigotes, dijo
finalmente que le gustaría ver algunos modelos, si madame tenía algunas maniquíes que pudieran
pasarle las últimas creaciones.
Madame le preguntó sonriendo si quería ver los mismos que la última vez, y qué le parecería
ver la nueva línea de ropa interior.
El caballero contestó apresuradamente que las modelos de la vez anterior eran preciosas, pero
que no le importaría ver a otras, todas muy amables y encantadoras sin duda, puesto que
trabajaban para la célebre Laura, y que la ropa interior le interesaba mucho.
La señora Laura contestó que iba a mostrarle unas cuantas modelos, que debería portarse como
Paris con las diosas griegas, pero… y la señora Laura se miró las manos que jugueteaban con unas
cuantas monedas de oro.
El caballero sonrió, le aseguró que la delicadeza con que trataba el asunto no podía ser
superada por la dama más refinada —cumplido que ella aceptó con fruición y le entregó
discretamente unos cuantos rublos más.
La señora Laura lo dejó entonces para ir en busca de sus muchachas. El caballero se quitó el
largo abrigo, mostrando un chaleco con botones de plata que hacían juego con las hebillas de los
zapatos. Sin duda aquel hombre era un dandy. Su peluca blanca era inmaculada y sus pantalones y
medias eran de la más fina seda. Se sentó en el sofá y desató el primer botón de sus pantalones con
el rostro resplandeciente del hombre que sabe que pronto se le va a dar satisfacción.
En aquel instante entró la señora Laura encabezando un rebaño de modelos, hermosas jóvenes
de toda clase de tipos, desde la rubia menudita hasta la morena escultural. Las muchachas
llevaban toda clase de ropa interior; sin embargo, eran iguales en un aspecto: no llevaban sostenes,
sino corpiños pequeños que apenas cubrían la parte inferior de sus pechos, dejando los pezones al
aire. Llevaban camisas bordadas y largos pantalones de encaje que les llegaban al tobillo.
Mientras caminaban en círculo, por la rendija abierta de sus pantalones podían adivinarse vellos
rubios, castaños o morenos, un buen truco de la gran modista, que sabía de exhibiciones.
Las jóvenes apenas si miraban al hombre; no querían llamarle la atención porque sabían que
escogería sólo a una de ellas. Él dejó que dieran varias vueltas en círculo, relamiéndose los labios
y examinándolas cuidadosamente. Finalmente, señaló a dos de ellas, muchachas pequeñas no muy
hermosas, por lo menos eso pensó Grushenka mientras espiaba. La señora Laura despidió a todas
las demás que abandonaron el probador con gran alivio y, llevándose a un rincón a las dos
restantes, les susurró una orden en tono enérgico. Las muchachas la miraron ansiosamente, pero
por lo demás no parecieron sorprenderse de lo que les acababa de decir.
Volviéndose entonces hacia el caballero, la señora Laura le comentó que había escogido a dos
muchachas complacientes, pero que, si tenía la menor queja, ella disponía de un buen látigo de
cuero que haría cambiar de idea a cualquier mocosa testaruda. Después, con una inclinación
majestuosa de la cabeza, salió.
Las muchachas se sentaron en el sofá, a ambos lados del hombre, le pusieron los brazos
alrededor del cuerpo y se apretaron contra él con un «Hola, tío» muy desganado. Él, a su vez, las
rodeó con sus brazos, les agarró los pechos y se mostró satisfecho de su conducta.
—Ahora, niñas —comenzó— antes que nada, cerrad las rendijas de vuestros pantalones y no
dejéis que esos odiosos pelitos salgan por ahí. Claro, ahí lleváis vuestros niditos pero ¿a quién le
interesan esas cosas tan cochinas?
Las muchachas se ajustaron bien los pantalones, cerrando las rendijas, y siguieron con su
comedia. Apretándolo y acariciándolo, la mano de una de las niñas pasó por delante de sus
pantalones; entonces él la agarró y le indicó que debía abrírselos. Luchando con los botones, las
muchachas le desabrocharon la bragueta y extrajeron su polla. A Grushenka no le pareció muy
tentadora; era roja, medio tiesa y blanda.
—Bésame —dijo el caballero a la otra chica— y mete tu bonita lengua en mi boca. —
Entonces la besó, chupándola y pegando sus labios a los de ella tan fuertemente, que la joven se
quedó sin aliento, poniéndose roja.
—¡Anda! —Dijo él, interrumpiendo el besuqueo—. ¡Haz cositas con tu lengua, picarona!
Y Grushenka pudo ver cómo la rubia se esforzaba por complacerlo, pero sin conseguirlo del
todo. En la soltó y empezó el mismo procedimiento con la morenita, que tenía entre sus dedos su
verga.
—Veamos si lo haces mejor que ella.
Así fue. Tenía la lengua más ancha y la frotó lenta y firmemente contra la lengua y los dientes
de él; el hombre gimió de placer. Estaba despertando su apetito sexual, pero no así su instrumento,
que permanecía en el mismo triste estado de flaccidez. Ahora habría que ocuparse de él, y así lo
dispuso.
Se levantó, encaminándose hacia el alto espejo que cubría una pared del probador, colocó ante
sí un cojín y otro detrás; situado de perfil ante el espejo, ordenó a las muchachas que se
arrodillaran en los cojines. Por supuesto, ya sabían qué tenían que hacer; por lo tanto, en cuanto
estuvieron de rodillas, le bajaron los pantalones hasta los tobillos, le subieron la camisa de seda
gris por debajo del chaleco y pusieron manos a la obra.
La rubita tenía el pito del viejo delante. Lo cogió con la mano derecha, deslizó la izquierda por
debajo y empezó a lamerle la barriga, de arriba abajo, la parte interna de los muslos, la polla y sus
dos compañeros (en aquella ocasión bastante desnutridos) que le colgaban desanimados entre las
piernas. Finalmente, deslizó la punta del pito en su boca y acarició con los labios de arriba abajo
la verga… que, por cierto, aún no se le había puesto tiesa.
La morenita había abierto con los dedos los carrillos de sus nalgas y, apretando firmemente el
rostro entre ambos, acariciaba el ojete con la lengua. Grushenka admiró su talento; hasta frotó un
poco su nido de amor, imaginando que aquella mujer experta se lo estaba haciendo a ella.
El caballero estaba de pie, con las piernas abiertas y las manos en la cabeza de las muchachas,
admirando el conjunto que formaban los tres en el espejo. Pero no tardó en mostrarse descontento
de la rubia.
—Así no, so perra —le dijo—. Coge justo la punta del pito entre tus labios y acariciara con tu
lengua. —Y así se hizo.
Pasaron muchos minutos, las dos muchachas respiraban con dificultad mientras realizaban su
tarea, pero el hombre no parecía experimentar efecto alguno. La morenita se había detenido ya
varias veces para descansar un poco la lengua; de repente, el viejo dio media vuelta y le hizo besar
a ella su verga inactiva.
La rubia se quedó mirando un momento la cavidad oscura y abierta que se le presentaba. Por lo
visto, jamás había tenido a su disposición un culo de hombre. Pero su rostro expresó resignación
como si pensara: «¿Qué remedio? De todos modos hay que seguir adelante…».
Empezó por frotar el ano con los dedos para sacar la humedad que había dejado su amiga
morena y sacó la lengua como si fuera a descolgarla, cosa que hizo tanta gracia a Grushenka que
estuvo a punto de reír. La muchacha metió entonces su cara en la hendidura y por los movimientos
del cuello pudo comprobar Grushenka que estaba lamiendo; inmediatamente exigió el caballero
que lo hiciera con más vigor.
Ella se inclinó un instante, echó una mirada al espejo y pareció tener una idea. Lo agarró de
nuevo, pero parecía poner tanto empeño, que lo desviaba de su posición, dejándolo casi de
espaldas al espejo. Por supuesto, él protestó y dijo que tenía que enseñarle a hacer esas cosas y que
hablaría del asunto con Laura. Pero ella apretó su rostro contra uno de sus carrillos, le abrió el
orificio con el dedo de la mano derecha y se puso a frotarle el ano con la derecha, que previamente
había mojado.
El resultado fue estupendo: el caballero empezó a gemir, alabando su habilidad, felicitándola
por su lengua y consiguió animarse.
—Lame, lame, so perra. ¡Oh, ahora sí! ¡Excelente! ¿Por qué no lo hiciste antes, zorrita…?
La rubia, con una mezcla de orgullo por estar engañándolo y el temor a ser descubierta, siguió
jugando con su dedo meñique en la entrada del ano, hasta penetrarlo de vez en cuando un poco por
el conducto.
Mientras tanto, la morenita había estado trabajando sin parar, hasta que se dio cuenta de que
iba a lograr finalmente su propósito. No podía decirse que el pito estaba tieso, pero los nervios y
los músculos de su aparato se retorcían y brincaban y, finalmente, surgieron los líquidos… no en
chorro ardiente, sino en forma de unas cuantas gotas.
No era la primera verga que la morenita había manipulado de esa forma. De hecho aquel tipo
de trato amoroso era la especialidad del establecimiento de la señora Laura, y todas sus
muchachas eran expertas. Por lo tanto, a la morenita no le importó beber aquel líquido, apretando
al mismo tiempo la verga y abrazándolo estrechamente entre las piernas para limpiarlo del todo.
—Muy bien —murmuró, rechazando a la muchacha—. Muy bien.
—No os mováis —le dijo la morenita. Trajo una vasija con agua y una toalla, y lo limpió muy
eficazmente, por detrás y por delante; a Grushenka le resultó una verdadera lección, pues nunca
había llevado a cabo ese trabajo.
Entonces las muchachas le colocaron bien los pantalones y hasta lo cepillaron —aun cuando
no había la menor mota de polvo en su ropa—, le ayudaron a ponerse el largo abrigo y, como
buenas sirvientas, le dieron su sombrero de tres picos con las plumas. Habló con ellas con buenos
modales, regañó a la rubia por haberle hecho renegar al principio y bromeó diciendo que debería
decírselo a la señora Laura. Grushenka pudo darse cuenta de que era un caballero muy satisfecho
el que dejó el vestidor caminando con arrogancia, como correspondía a un anciano de su posición.
Antes de salir, dio algo de dinero a cada una de las muchachas.
Apenas hubo salido, y aún se arreglaban las muchachas delante del espejo, cuando entró la
señora Laura como un huracán.
—¡Dadme el dinero! —gritó tendiendo la mano—. ¡Y a trabajar otra vez, antes de que os
despida!
Con gran sorpresa de Grushenka las dos jóvenes entregaron el dinero sin protestar. La señora
Laura lo contó cuidadosamente y quedó satisfecha, pues su visitante era buen pagador. Pellizcó las
mejillas de las muchachas, y les dijo sonriendo:
—Qué pájaro más raro ¿verdad? No puede lograr que se le ponga tiesa, pero todavía le sigue
gustando el asunto. Habéis terminado pronto con él. La última vez las muchachas se las pasaron
moradas.
Y sacó a sus chicas del vestidor.
Toda la escena había resultado una verdadera revelación para Grushenka. Aparentemente, la
señora Laura tenía un negocio secundario que atraía a muchos clientes y que llevaba abiertamente.
Le cruzó a Grushenka por la cabeza la posibilidad de que Martita, la oronda muchacha de nariz
respingada, pudiera servir de amante a la gente de postín. Por supuesto, Marta era sólo costurera.
El que se detuviera en la calle, antes de entrar con Grushenka en la tienda de la señora Laura, se
debió seguramente a que temiera que emplearan a Grushenka como «modelo».
De pronto, Grushenka tuvo plena conciencia del peligro en que se encontraba. ¿Mandaría la
señora Laura llamar a la policía? ¿La llevarían al burdel de Sofía? Pero justo en aquel instante oyó
ruidos en el compartimento vecino y regresó a su puesto de observación.
Vio a una pareja que compraba un vestido de noche; un vestido verde, largo y vaporoso, que
acababa de elegir. La mujer, que tenía el vestido en la mano y estaba ordenando cambios a su
antojo, tendría unos cuarenta años; era de constitución menuda, pero más bien gorda. Sus brazos y
piernas, que parecían estar siempre en movimiento, eran cortos, redondos y sin gracia; su
voluminoso busto, cuya parte superior salía del escote de un magnífico vestido de tarde, era como
rojizo. Tenía ojos negros, penetrantes y poco amables, y sus labios, apretados en una sonrisa
afectada, trataban de disimular su verdadera naturaleza.
Iba acompañada por su marido, un tipo fornido de su misma edad, de hombros anchos, callado
y totalmente dominado por su esposa. Repetía todo lo que ella decía con una risa boba, caballuna,
que él mismo había inventado, y no parecía tener voluntad propia, cosa que sin duda no
necesitaba, dada la que manifestaba su esposa.
Discutían con vehemencia. La señora Laura alababa acaloradamente el vestido, mientras la
mujer pedía un descuento por ser la primera vez que compraba en la célebre tienda de la señora
Laura. Cuando, finalmente, se pusieron de acuerdo sobre la cantidad, la mujer echó una mirada a
las modelos y declaró que le gustaría que una de las modelos llevara el vestido a su casa aquella
misma noche. La muchacha que señalaba era una morenita alta y bien formada. Su cutis
inusitadamente blanco despertó la admiración de Grushenka.
La señora Laura contempló a la muchacha un instante y vaciló. Pero después, con una
reverencia, declaró que la chica estaría en su casa, y a su servicio, aquella noche.
El marido pagó con una risa boba y un comentario de su propia cosecha:
—Una mujer siempre tiene que salirse con la suya.
La mirada llena de humildad de la joven alta siguió a los clientes que se alejaban.
—¿Estás bien, o sigues con la regla? —le preguntó la señora Laura.
La muchacha levantó su vestido con un ¡Oh! de indignación; después, abriendo sus pantalones,
metió el dedo en su nido de amor y sacó un pedazo de algodón que parecía limpio.
Madame tomó un pedacito de tela blanca, envolvió con ella su dedo y lo metió profundamente
por el orificio; al sacarlo, no tenía la menor mancha de sangre.
—¡Mentirosa! —gritó la señora Laura—. La mitad del tiempo me dices que tienes el mes, y la
otra mitad que lo vas a tener. Te estás echando atrás ¿eh? Y eres la más fuerte de todas.
¡Embustera! ¿Cuándo te di una paliza por última vez?
—La semana después de Pascua —contestó mansamente la joven.
—Bueno —contestó la patrona—. Deberías recibir una buena tunda ahora mismo, por haberme
mentido. Pero irás a casa de esa gente esta noche y harás lo que te manden —no sé qué será—, y si
esa señora se queda contenta contigo te dejaré por esta vez. Pero, si me entero de que no te has
portado como Dios manda, no perderé ya mi tiempo ni mis fuerzas con tus espaldas, de todos
modos son demasiado duras para mi látigo. Te enviaré a la comisaría y mandaré que te den
veinticinco latigazos de knut. Eso te curará de tu pereza, so golfa.
(Debe explicarse aquí, para que lo comprenda el lector moderno, que en Rusia los sirvientes
eran enviados a la comisaría más cercana con un mensaje y un dinero; allí se les infligía el castigo
indicado, por lo general con el knut, en la espalda o las nalgas. Luego, el sirviente volvía a casa de
su amo con un recibo por el dinero y el informe del castigo dado. Esa costumbre siguió vigente
todavía en las grandes ciudades hacia finales del siglo XIX).
—¿Para qué cree usted que esa pareja querrá a una chica? —preguntó una de las jóvenes
cuando salían del vestidor; la pregunta quedó sin respuesta.
Grushenka deambuló en la semioscuridad de su jaula. No se atrevía a pedir socorro. Tenía
hambre y sed. Recordó que en el otro vestidor había agua en la mesa del rincón. Tanteó a su
alrededor y encontró una mesa igual y una jarra de plata con agua, bebió largos sorbos y volvió al
sofá.
Los minutos transcurrían lentamente. Oyó voces y risas en los cubículos contiguos, pero ya no
le interesaba seguir mirando. Entonces, para alejar sus pensamientos de su propia angustia, se
levantó y se acercó a una de las rendijas.
La escena merecía su atención. La cliente que había en el vestidor tenía un aspecto extraño. De
unos treinta años de edad, parecía más huesuda que musculosa. Llevaba un traje de montar de
líneas sobrias, con cuello alto y gemelos en los puños. Sus ojos delataban inteligencia, la línea de
la boca era dura y no tenía color en las mejillas, cosa que le daba un aspecto poco atractivo. Había
obtenido de Laura a una hermosa modelo, más que suficiente para entretenerla a ella.
La modelo era una rubia natural de mediana estatura, con pechos grandes y mirada inocente.
Era muy femenina y, aun cuando ya había cumplido los veinte, tenía aspecto infantil.
La mujer se divertía quitándole el corpiño a la chica. Tomó en sus manos huesudas los pechos
blandos y suaves de la joven y admiró los diminutos pezones. Frotándolos contra su mejilla y
besándolos traviesamente, murmuró:
—Eres una buena chica ¿verdad? No permitirás que esos bestias de hombres te toquen. ¿No es
cierto?
—¡Oh, no, nunca! —contestó la muchacha—. ¡Nunca! Sólo voy con mujeres. La señora Laura
no permitiría jamás que un hombre me pusiera los ojos encima.
—Sí, pechos tan suaves, pezones tan pequeños, intactos, preciosa criatura —prosiguió la
cliente.
Abandonándose a la emoción, se arrodilló a los pies de la muchacha, le desató los largos
pantalones y se los quitó con una dulzura que resultaba insólita en una mujer con pies y manos tan
grandes. Entonces se puso a frotar sus mejillas contra el monte de Venus, acariciando las caderas
de la joven con ternura.
La muchacha miraba el espejo sin ocuparse de lo que la mujer estuviera haciendo con ella. Se
tocaba ligeramente el pecho, arreglaba algún bucle en desorden y se mojaba los labios con la
lengua para humedecerlos. Abrió automáticamente las piernas cuando la mujer metió el dedo
índice de su mano derecha en su cueva y empezó a besarle el vientre y el pelo rubio y rizado que
rodeaba la entrada del tentador orificio. Se dejó caer sin ofrecer resistencia cuando la mujer la
tumbó en el sofá; se estiró y se puso un almohadón debajo de la cabeza, dejando colgar una pierna
al suelo y colocándose de forma que su rendija abierta quedara en el ángulo del sofá, dispuesta a
aceptar lo que viniera.
La mujer empezó a hacerle el amor sistemáticamente, interrumpiéndose de vez en cuando,
hurgando con los labios el delicioso orificio con suspiros de placer, como si hubiera encontrado
una joya valiosa. Pero la joven no parecía muy impresionada. Es más, cuando su cliente apretó con
ahínco su boca en aquel lugar y se puso a chupar con más pasión —aferrando al mismo tiempo las
nalgas y empujándolas hacia delante, hacia su lengua agitada—, la rubia se rascó la nariz y se
arregló el pelo, como si no fuera ella la beneficiaría de aquel arrebato. Por supuesto, de vez en
cuando le hacía un poco caso y ponía la mano en la cabeza de la lesbiana, movía las nalgas en
círculos, como en lentas convulsiones y lanzaba débiles gemidos. Pero como su propia conducta le
resultaba aburrida, pronto lo dejó correr.
Grushenka se sentía atónita ante tanta frialdad —o mejor dicho, insensibilidad— por parte de
la rubia. Simpatizaba con la excitada mujer que ahora apretaba sus rodillas, meneaba su trasero, se
ponía colorada y empezaba a sudar dentro de sus ajustadas ropas. Finalmente gimió, y la rubia,
interpretándolo como señal de que se aproximaba el orgasmo, hizo un último esfuerzo para
ofrecerse mejor a los labios ávidos, con suspiros de fingida pasión.
La mujer se puso de pie, con todo el rostro mojado —sin duda por su propia saliva— mientras
la rubia traía con indolencia una cubeta con agua y limpiaba su rostro sudoroso. La cliente había
dejado de considerarla como la encarnación de la belleza.
—Bueno, ya está —dijo la mujer—. Golfa asquerosa, túmbate de espaldas, que voy a pegarte.
Las tías como tú deberían ser azotadas una hora diaria hasta que abandonaran esa vida disoluta y
se negaran a abrirse de piernas ante cualquiera. Eres una zorra y no mereces el pan que te comes.
Bueno ¿para qué digo todo esto? Lo haces por dinero y ahí lo tienes. —Y metió algo de dinero
debajo de la almohada, al parecer lo más lejos posible, para no tocar siquiera la piel de la mano de
la muchacha—. Toma, cochina —dijo y salió de la habitación.
Las palabras habían afectado a la rubia y, mientras secaba su nido, húmedo aún, miró
detenidamente su silueta en el espejo. En aquel momento la señora Laura se precipitó en el
vestidor, hurgó bajo la almohada y recogió el dinero.
—¡Ah! —pensó Grushenka—. Sin duda también espiaba al otro lado del probador.
Laura no se mostró muy contenta con la cantidad que encontró.
—Realmente, te estás volviendo cada día más perezosa —exclamó, volviéndose hacia la
muchacha—. Tienes novio ¿verdad? Y probablemente te folla con ganas. Por lo menos, podías
fingir un poco mejor. ¿Qué será de tu padre y de ti si dejo de pagarle? No tendríais una migaja de
pan para comer. Pero quizá te iría bien, porque estás engordando demasiado. Ahora date prisa,
ponte ropa interior negra y el vestido de noche blanco escotado. Hay unos clientes en el probador
cuatro. ¡Anda, vete ya!
No había nada más que ver en el otro probador. Grushenka volvió a tumbarse en el sofá. Pasó
el tiempo y se quedó dormida hasta que alguien abrió la puerta por fuera y la llamó. Era Marta que
venía a buscarla para llevarla al cuarto privado de la señora Laura. Esta había cambiado de cara;
sonreía y se mostraba afable.
—Querida —dijo sonriendo—, he pensado mucho en tu caso y estoy de acuerdo; has tenido
razón de huir del servicio de Madame Sofía. Te ayudaré y tengo una gran sorpresa para ti. Te
vestirás y volverás a casa esta noche con tu querida amiga Marta. Pero estarás aquí mañana a las
doce en punto, y déjamelo a mí, yo cuidaré de que tengas un buen porvenir. Aun cuando no puedo
permitirme dar refugio a una fugitiva, tengo para ti a partir de mañana un empleo magnífico del
que vivirás como una reina. Tendrás todo lo que puedas esperar; eres tan bella…
Y siguió hablando en este tono. Hasta preguntó si tenían algo decente para cenar aquella noche
y si querían algo. Después de que las muchachas le aseguraran que tenían lo necesario, regaló a
Grushenka un lazo bordado que hacía juego con el vestido de campesina que llevaba.
Las muchachas hicieron una reverencia y abandonaron la casa. Una vez en la calle, Grushenka
contó lo que había visto, pero no le resultó nada nuevo a Marta, que había oído hablar de esas
cosas, aunque no podía comprender realmente lo que significaban, ya que aún era virgen.
Pero Grushenka no pudo dormir y reflexionó mucho toda la noche. Desconfiaba de la señora
Laura y decidió no volver a su casa. Tendría que dejar también a Marta sin decirle adonde iría. Sin
duda la señora Laura la perseguiría, o avisaría a Sofía; por lo tanto, Grushenka debería
desaparecer por completo.
No sabía que la señora Laura había recibido respuesta al mensaje galante y que un anciano le
había contestado que le encantaría adquirir aquella belleza, pero que no podía ir hasta el día
siguiente, a las doce. Se sentiría defraudado al día siguiente, a las doce, y Marta explicaría que
Grushenka había desaparecido y que sin duda la policía la había encontrado.
La señora Laura acabó creyéndoselo; por lo menos, estaba segura de que Marta ignoraba el
paradero de Grushenka. Se sintió muy disgustada porque podía haber obtenido buen precio por la
venta de la muchacha. Pero no quiso investigar demasiado, porque más valía no mezclarse
demasiado en los asuntos de una esclava fugitiva.
10
Grushenka se estiró en la ancha cama de Marta. Ésta le había dado un beso al marcharse,
recomendándole que se personara en casa de la señora Laura a las doce. Grushenka durmió y soñó
despierta. Se levantó perezosamente y se puso el vestido de campesina, dejando su hermoso
vestido de viaje en el armario de Marta. Dejó todo su dinero, menos un rublo, sobre la chimenea,
unas letras de despedida a su amiga, y abandonó la casa despacio.
No quería pensar en el futuro. Caminó tranquilamente hasta las afueras de la ciudad, cruzó la
puerta, donde unos cuantos cosacos pasaban el rato, y siguió su camino hacia el Moscova. Se sentó
a orillas del río, dejó vagar la mirada por la ancha llanura y observó, sin prestarles mucha
atención, a los campesinos que recogían la cosecha. Las aguas del ancho río corrían rápidas. Más
allá, nadaban unos muchachos.
Grushenka estaba soñando como sólo puede hacerlo un campesino ruso, un sueño sin
pensamientos ni palabras, uniéndose a la tierra y convirtiéndose en parte de ella, perdiendo la
noción del lugar y del tiempo. Cuando el sol cayó sobre el horizonte, se incorporó y regresó
lentamente a la ciudad. Se detuvo en una casa pública donde bebió un tazón de sopa, algo de pan y
queso. Los escasos clientes y el posadero apenas se fijaron en la campesina con el rostro oculto
bajo una pañoleta.
De regreso nuevamente a la calle, sacudió la cabeza enérgicamente y echó a andar con paso
rápido hacia la casa de baños de Ladislaus Brenna. Nunca había entrado en el lugar, pero conocía
su reputación.
Ladislaus Brenna tenía un célebre establecimiento de baños frecuentado por gente de la clase
media, y Grushenka había decidido convertirse en sirvienta de baños. Hubiera preferido conseguir
el empleo en una de las casas de baños nuevas y elegantes, frecuentadas por la buena sociedad,
pero no se atrevía por temor a ser descubierta. Nadie iría a buscarla en la de Brenna.
Al abrir la puerta, dio con una enorme sala de baños para hombres. La sala ocupaba toda la
planta baja del edificio. En un entarimado de madera blanca había de cuarenta a cincuenta tinas de
baño colocadas sin orden ni concierto. En las tinas se hallaban sentados los bañistas sobre
banquitos de madera, con el agua hasta el cuello. Unos cuantos parroquianos se bañaban, otros
leían, escribían en tablitas colocadas sobre la tina, jugaban entre sí o simplemente charlaban.
El señor Brenna estaba sentado al otro lado de la sala, detrás de un mostrador alto, con toda
clase de bebidas y refrescos. Grushenka no perdió tiempo; se dirigió hacia él, mientras la seguían
los ojos de todos los bañistas y celadores. Le declaró sin timidez que deseaba convertirse en una
de sus sirvientas.
Brenna la examinó con mirada escrutadora y le dijo que esperara. Parecía una ballena, de unos
cuarenta y cinco años de edad. Su pecho peludo, expuesto a las miradas, y su barba negra y
descuidada fomentaban la impresión de desaliño que se desprendía de toda su persona.
Grushenka se sentó en un banco de madera y miró a su alrededor con curiosidad. Había oído
hablar con frecuencia del establecimiento de Brenna. Era considerado como de los más divertidos
tanto para hombres como para mujeres, pero la mayoría de las esposas miraban con muy malos
ojos el que sus esposos o hijos mayores lo frecuentaran.
La atención de Grushenka se dirigió primero hacia las sirvientas, unas diez muchachas;
algunas estaban sentadas cerca del fuego, otras iban de un lado para otro de la sala atendiendo a
sus ocupaciones. Todas ellas iban desnudas, salvo unos zuecos de madera y a veces un delantalillo
corto, o una toalla alrededor de las caderas. Cualquier vestido habría resultado incómodo en aquel
aire cargado de vapor y humedad.
Las muchachas eran altas y más bien guapas; todas parecían de buen humor y satisfechas.
Llevaban baldes con agua caliente a las tinas ocupadas y vertían agua constantemente para que la
temperatura se mantuviera siempre igual. Llevaban té, cerveza u otros refrescos a los hombres,
reían y bromeaban con ellos y no parecía importarles cuando alguno les tocaba el pecho o la
entrepierna. Cuando uno de los clientes deseaba salir de la tina, retiraban el lienzo colocado en la
parte superior, disponían un banquillo para los pies y lo ayudaban a salir. Luego lo acompañaban a
uno de los muchos reservados dispuestos alrededor de la sala. Las puertas de los reservados se
cerraban al entrar las parejas y, aun cuando Grushenka no veía lo que pasaba dentro, lo imaginaba
perfectamente.
Cuando hubo salido el último parroquiano, empezaron las muchachas a limpiarlo todo
mientras Brenna les recomendaba que tomaran su tiempo y lo hicieran a conciencia. Tenía la voz
áspera, pero por la entonación se notaba que no era mal hombre. Finalmente se volvió hacia
Grushenka y le ordenó que lo siguiera. Subieron al tercer piso, en el cual vivía Brenna con su
familia, pasando por los baños de mujeres en el segundo. Al llegar a la buhardilla, Brenna abrió
una puerta que daba a un cuarto desocupado, amueblado con una enorme cama de madera, un
lavamanos y dos sillas.
—Bueno —dijo—, quiero ver si eres suficientemente fuerte para llevar agua y dar masajes.
Podría emplear a una moza como tú, pero me parece que eres demasiado débil. Veamos qué tal
estás.
Dicho lo cual se acercó a la ventanita y miró hacia el exterior, bañado en luz crepuscular. Su
cuerpo voluminoso oscurecía el cuarto casi por completo. Grushenka se quitó rápidamente la ropa,
esperando su juicio; ahora se sentía algo nerviosa: ¿qué sería de ella si no la contrataba?
Brenna siguió mirando un momento más hacia el crepúsculo. Finalmente dio media vuelta, la
miró, se alejó de la ventana y colocó a la muchacha de forma que la luz menguante la iluminara
directamente. Se quedó atónito ante su belleza; le llamaron la atención sus pechos turgentes,
tanteó los músculos de sus brazos y le pellizcó las nalgas y la carne por encima de las rodillas,
como quien examina a un caballo, mientras ella contraía los músculos lo mejor posible para
parecer fuerte. Volvió a darle la vuelta, sin atreverse a pensar que una joven de cintura tan fina
pudiera llevar a cabo aquel tipo de trabajo; entonces se quedó mirando el monte de Venus.
Grushenka era una muchacha bien formada, más alta que lo normal, pero ante aquel hombre
gigantesco se sentía pequeñita, precisamente cuando tenía que parecer alta y fuerte.
Sin previo aviso la arrojó sobre la cama de modo que cayó atravesada. El hombre se abrió los
pantalones de lino y sacó una verga fuerte y tiesa. Apenas tuvo tiempo Grushenka de darse cuenta
de lo que iba a suceder cuando se inclinó sobre ella, dejó descansar el peso de su cuerpo sobre las
manos, paralelo al cuerpo de ella y orientó su arma hacia su centro.
Ella bajó las manos para meter la verga y se asombró de sus dimensiones; apenas podía
abarcarla con la mano. Quiso meterla con cuidado, pero, antes de conseguirlo, él mismo avanzó
con un poderoso esfuerzo. Grushenka gimió, no porque le doliera realmente, sino porque se sentía
a tope, y su pasaje no estaba en condiciones.
Habían pasado algunos días desde su último encuentro carnal, y las escenas que estuvo
espiando en casa de la señora Laura habían servido para estimular su deseo, por lo que el
inesperado ataque le ocasionó una excitación febril. Levantó las piernas, que aún colgaban hasta el
suelo, sobre los anchos hombros de él, se arrojó contra su instrumento con todas sus fuerzas
rodeándolo con toda la fuerza de su nido de amor. Le hundió los dedos en los músculos de los
brazos y le hizo el amor con todo el furor que sentía.
Cerró los ojos; toda clase de cuadros lascivos le pasaron por la mente. Recordó la primera vez
que la habían azotado en el trasero desnudo cuando tenía catorce años de edad, pensó en el
campesino que la había desflorado y en los múltiples hombres que le habían dado satisfacción;
finalmente, se desataron las facciones angelicales de su Mijail mientras le decía con ternura
cuánto la amaba.
Entre tanto, seguía dando fuertes embates a su pareja, mientras meneaba el trasero como
suelen hacerlo las bailarinas árabes. Poco a poco su cuerpo empezó a contorsionarse; sólo los
hombros reposaban sobre la cama, pues buscaba la mejor postura para lograr una mayor
satisfacción para ambos.
El cuerpo de ella estaba cubierto de sudor, se le soltaron los cabellos y le cubrieron
parcialmente el rostro; se le torcía la boca, sus talones tamborileaban sobre la espalda y las nalgas
de él; finalmente, con un grito llegó al éxtasis, entonces se quedó inmóvil, respirando fuertemente,
con todos los músculos laxos. Sus nalgas cayeron sobre la cama y el inmenso pájaro salió del
nido.
Brenna, apoyado en sus manos, apenas se movía. Estaba satisfecho con la vitalidad desplegada
por aquella joven; tan satisfecho que no estaba dispuesto a dejar que se fuera, sobre todo cuando
aún su instrumento estaba tan hinchado y rojo como antes.
—¡Eh, putilla! —le dijo, interrumpiendo sus ensoñaciones—. No te quedes quieta. Mi pito
sigue tieso y añorante.
Grushenka abrió los ojos y se encontró con un rostro tosco, rodeado de cabellos negros
despeinados. Era una cara totalmente desconocida para ella, con ojos negros, nariz ancha y corta y
labios llenos y lascivos. Pero en todo él había algo que denotaba sentido del humor y que hacía
olvidar lo desagradable de su tosquedad.
Le miró a la cara y recordó cuánto dependía de que satisficiera o no a aquel hombre. Gracias a
la pasión de que había sido capaz le había proporcionado un buen rato; pero ahora se lo haría
mejor aún, gracias a su conocimiento profundo del arte del amor.
Obedientemente, le rodeó otra vez la espalda con las piernas, aún más arriba, de modo que casi
le tocaba los hombros con los talones… y su pito se deslizó nuevamente hacia el interior, de motu
proprio. Ella le agarró la cabeza con las manos y la inclinó hacia abajo, él sintió que se le
escurrían los pies y pronto quedó completamente recostado encima de ella, quien, por lo tanto,
podía menear mejor las nalgas por debajo de él. Entonces ella se arqueó y, llevando hacia abajo su
mano derecha, cogió sus bolsas de néctar: empezó a acariciarlas y sobarlas suavemente,
haciéndole cosquillas al mismo tiempo dentro de la oreja con el meñique de su mano izquierda.
Brenna metió la mano derecha bajo las nalgas de ella —tenía tan grande la mano que podía
abarcar ambas al mismo tiempo— y empezó a moverse lentamente. Introdujo su cetro tan
profundamente que le llegó hasta la matriz, se retiró lentamente y volvió a empujar; ella movía
circularmente sus nalgas con los ojos abiertos; tenía conciencia de cada movimiento y eso le
permitía prestar su más amplia colaboración.
Cuando él se sintió realmente excitado, se olvidó de todo; se puso de pie, cerca de la cama y le
levantó las nalgas de tal modo que la cabeza y los hombros de ella apenas rozaban las sábanas.
Sosteniéndola por las caderas, no les unía más que el contacto de Príapo con el monte de Venus, y
le hizo el amor con toda su fuerza.
Cuando el hombre llegó al orgasmo, sintió que un chorro caliente se esparcía dentro de ella, y,
aun cuando resulte extraño, ella también gozó otra vez.
La soltó tan inesperadamente como la había tomado; las nalgas de ella cayeron en la esquina
de la cama. Brenna metió tranquilamente su arma, tiesa aún, en los pantalones, miró a la
muchacha otra vez y le gustó. Los pies de ella tocaban el suelo, sus piernas estaban todavía
entreabiertas; una de sus manos descansaba sobre su monte de Venus, cubierto de vello negro, y
los labios coralinos sobresalientes. Tenía la boca entreabierta, sus largas pestañas negras
oscurecían sus ojos de un azul acerino, y los cabellos caían alrededor del rostro. La muchacha era
tan bella que tuvo ganas de volver a empezar; se inclinó y acarició de nuevo la carne de los
muslos. Un poco débil, era cierto, pero a sus clientes les gustaría aquella ramera.
—Lávate y prepárate para la cena —le dijo cortante—. Te pondré a prueba; creo que servirás.
Abrió la puerta y llamó a Gargarina. La buhardilla servía de alojamiento para todas las
muchachas que trabajaban en la casa, y ya habían subido todas. Gargarina entró, y Brenna le
ordenó que adiestrara a la nueva en sus tareas; después, se fue sin más explicaciones.
Gargarina era una muchacha de unos veinticinco años, alta, rubia y robusta. Tenía puesta una
camisa y estaba a punto de atar sus largos pantalones de encaje. Se quedó mirando a Grushenka
con algo de curiosidad. Grushenka estaba sentada al borde de la cama, débil, pero no agotada; se
acariciaba inconscientemente el vientre y los muslos. Fue Gargarina quien inició la conversación.
—Bueno, ya te ha probado ¿no es así? No cabe duda de que su pito es el mejor del vecindario,
y eso que nosotras estamos enteradas. Me imagino cómo te sientes. Hace casi cuatro años que
llegué aquí, y por poco me mata. Después me dijo que no podía emplearme; eso pasa con casi
todas las muchachas que solicitan trabajo aquí. A todas las prueba. Creímos que te despacharía a ti
también. Sabes, me quedé tan pancha y me presenté a trabajar a la mañana siguiente. Me dijo que
me fuera, pero ya sé qué pasa con los perros vagabundos. No pudo librarse de mí, y de eso hace ya
cuatro años.
—No sé qué habría sido de mí, porque tampoco tengo adonde ir.
—Ya no te preocupes. Así pasa con la mayoría de las chicas de aquí, con excepción de las que
las han traído sus padres. Una de las chicas vino porque su marido la trajo; lo habían llamado a
filas, y ¿adónde hubiera podido ir la pobre criatura hasta que él cumpliera los siete años de
servicio? No sabía siquiera si volvería algún día. Las últimas noticias que ella tuvo de él venían de
Siberia; él no sabe escribir, y ella no sabe leer.
—¡Oh! —contestó Grushenka con un ligero movimiento de orgullo—. Yo sé leer y escribir.
—¡Magnífico! —contestó Gargarina—. Entonces podrás leernos cuentos y escribir nuestras
cartas de amor. Con eso bastará para tenerte muy ocupada. Pero ahora es mejor que te limpies —y
se quedó mirando el líquido que salía del nido de Grushenka mojándole las piernas—, porque
preñada no podrías servir en la sala de baños.
Gargarina trajo una vasija con agua y una toalla. Grushenka se sentó en el suelo con la vasija,
se metió el dedo en el orificio —después de haberlo envuelto en una toalla— y se frotó vaciando
la vejiga al mismo tiempo. El agua caliente y el masaje la reconfortaron y se sintió a gusto.
Gargarina que la observaba, dijo:
—Mañana te enseñaré una manera mejor de limpiarte, abajo, en la sala de baños. Pero ahora
vístete de prisa, la cena estará lista en seguida.
Cuando llegó Grushenka al piso inferior y entró en el comedor, lamentó haber dejado su
hermoso vestido de viaje en casa de Marta. Todas las chicas vestían con gran elegancia y su
vestido de campesina quedaba fuera de lugar.
Había el doble de muchachas que las que había visto abajo, pues las nuevas procedían de los
baños de mujeres. Todas estaban sentadas alrededor de una mesa muy grande. La señora Brenna
presidía en un extremo, y el señor Brenna en otro. Ella era una mujer pequeñita y delgada; tenía
más de cuarenta años y una nariz aguda y protuberante; parecía una solterona avara y amargada.
Pero, si lo era, no se le notaba en la forma de alimentar a las chicas; dos robustas criadas
sirvieron una comida sabrosa, ni mucho peor ni menos saludable que lo que Katerina solía servir a
las suyas. Las chicas comieron rápidamente, pues sólo una o dos se quedaban en casa aquella
noche; las demás tenían citas o visitaban a sus parientes. Para la identificación policíaca cada una
de las muchachas llevaba un pase firmado por Brenna.
Grushenka se quedó charlando con las que permanecieron en la buhardilla. Se enteró de que lo
único que Brenna pagaba por sus servicios era el cuarto y la comida, pero que obtenían muchas
propinas, y a veces muy buenas. Todas estaban satisfechas y, pese a ser mal habladas y algo
vulgares, parecían llevarse muy bien. Grushenka se acostó temprano y oyó que las demás volvían
a casa bien entrada la noche.
A la mañana siguiente se levantó mucho antes de que llamaran al desayuno. El establecimiento
de Brenna abría después de las doce, y los primeros parroquianos se presentaban después de las
dos o a las tres; a las siete de la noche todo había terminado.
Un muchachito, en la entrada, anunciaba la llegada de los clientes; también se ocupaba del
buen funcionamiento de la caldera del sótano que proporcionaba el agua caliente, la calefacción en
invierno y el vapor. Golpeaba con un palo la puerta; si lo hacía varias veces, significaba un
hombre rico que daba buenas propinas. Todos los hombres eran ya más o menos conocidos.
Grushenka, imitando a Gargarina, se puso en fila junto a las demás muchachas, cerca de la
entrada y empezó a solicitar a los hombres que llegaban. Eso significaba propinas, y cuanto mayor
el número de clientes que pudiera atender una Joven, mejor para ella. A veces se peleaban entre
ellas por los clientes; pero era lo único que Brenna no permitía: era capaz de pegarlas
despiadadamente a puñetazo limpio, y las muchachas lo temían mucho porque se enfadaba tanto
que no miraba dónde pegaba.
El primero en llegar parecía poeta. Tenía una corbata larga y ancha y era joven y rubio.
Gargarina le dijo a Grushenka que no tratara de llamarle la atención porque ya tenía una muchacha
fija, una criatura regordeta, de cabellos negros y pechos grandes y blandos. Aquella muchacha lo
tomó de la mano y se lo llevó a uno de los reservados, donde permanecieron largo rato. Gargarina
le explicó a Grushenka que aquel hombre escribía en una revista y que iba allí todas las tardes
para salvar el alma de la chica morena; sin embargo, sus sermones siempre terminaban en
jodienda.
Detrás de él llegó un cochero rico que tenía muchos coches y daba buenas propinas. Todas las
muchachas lo sitiaron, pero Gargarina y Grushenka no tuvieron suerte.
Entonces entró un maestro panadero, que era cliente fijo de Gargarina. Las dos muchachas
entraron con él en un reservado. Gargarina explicó que tenía que adiestrar a la «nueva».
El panadero era un hombre robusto y bajito, con cabellos de un blanco nieve, pero gruesos y
descuidados. En cuanto se cerró la puerta, Gargarina se puso a hacerle el amor, pero él no quiso.
Las muchachas lo desnudaron despacio, quitándole el abrigo, el chaleco, los pantalones y los
zapatos. No llevaba medias, sino una especie de prenda interior hecha de algodón barato, que él
mismo se sacó. Mientras tanto les decía que estaba «condenadamente rendido». Después del
trabajo, que empezaba a las nueve de la noche y terminaba a las tres de la mañana, su «vieja» lo
había despertado y le había obligado a follar tres veces.
Su verga atestiguaba los servicios prestados, pues colgaba tristemente. A pesar de sus
protestas, Gargarina insistió en darle un masaje, y el hombre se tumbó boca abajo de mala gana,
en la tabla de masaje. Gargarina tomó un puñado de jabón líquido y empezó a amasarle la carne.
Le dijo a Grushenka que hiciera lo mismo y, mientras ella se ocupaba de un lado de la espalda y
de las piernas, Grushenka se puso tímidamente manos a la obra con la otra mitad. Al ver cuánto se
esforzaba su maestra, puso mucho esmero en su tarea y no tardó en sudar. Una vez terminada la
espalda, y estando ya el hombre tendido boca arriba, evitó tocarle la entrepierna. Eso divirtió a
Gargarina quien, tomando el arma fláccida en las manos, le preguntó, entre bromas y chistes a
Grushenka si no quería besarlo.
El panadero no prestaba atención a la charla. Se levantó de la tabla antes de que hubieran
terminado con él y se dirigió a una tina que llenaron de agua caliente. Lo cubrieron con el lienzo,
se recostó y no tardó en roncar aparatosamente. Siguieron echando durante horas, tras retirar cada
vez un cubo lleno, agua caliente en la tina sin despertarlo.
Llegaron otros hombres, pero las demás muchachas se ocuparon de ellos. De pronto, entró un
hombre alto y delgado, al que ninguna de las muchachas quería; Grushenka se quedó atrás,
instintivamente, pero la mala suerte quiso que la escogiera a ella. Gargarina se puso de pie
explicando que la nueva celadora estaba bajo su supervisión, y los tres entraron juntos en un
reservado mientras Gargarina murmuraba al oído de Grushenka que aquel cliente era una lata.
Se portó muy convenientemente mientras lo desnudaban; explicó a Grushenka que era el
escribano del nuevo juez, y que llegaba de Petersburgo, donde la última moda entre las damas era
pintarse los pezones de rojo vivo. Una vez desnudo, abrazó a Grushenka, la estrechó contra su
cuerpo delgado y, pasándole los dedos largos de arriba abajo por la espalda, le dijo que era muy
hermosa y que tenía una piel muy suave. Mientras tanto deslizaba uno de sus muslos entre los de
ella y frotaba su verga contra la carne tierna de su pierna; no tardó su aparato en ponerse tieso, y
Grushenka sintió que era delgado y largo. Luego, el cliente le metió un dedo en el nido de amor y
empezó a moverlo regularmente de adentro afuera.
Mientras tanto Gargarina se había colocado detrás suyo y lo abrazaba frotándole los pechos en
su espalda y la pelvis en sus nalgas. Descansó por detrás la cabeza en el hombro de él, mientras
Grushenka lo hacía por delante, y las dos muchachas se encontraron casi boca a boca. Gargarina le
hacía muecas para indicarle que convenía apresurarse, pero al principio no le importó a Grushenka
que jugara el hombre con ella; tenía dedos hábiles y siempre se las arreglaba para tocar el punto
sensible; a medida que se excitaba, se humedecía su nido de amor; poco a poco, sus nalgas
empezaron a oscilar.
El hombre agarraba con la otra mano las nalgas de Grushenka y en aquel momento se le
ocurrió otra idea; le pidió que lo abrazara por la cintura y, liberando la otra mano, se puso a sobar
también el nido de amor de Gargarina. Ésta, que ya lo conocía, aceptó su dedo y fingió una gran
excitación.
Finalmente, se cansó de aquel juego y quiso otra cosa.
—Ahora acostaos las dos en la mesa de masaje, una al lado de la otra con el trasero al aire. Os
daré un masaje.
Las muchachas obedecieron, y él se puso a frotar y acariciar sus nalgas, estableciendo
comparaciones entre las fuertes y maternales de Gargarina y las de Grushenka, casi masculinas.
Luego, colocándose al pie de la mesa, empezó a urgar el orificio trasero de las muchachas con el
dedo índice.
—Déjalo —murmuró Gargarina colocando un brazo alrededor de Grushenka y cogiéndole un
pecho con la mano—, no te hará daño.
Gargarina sabía que les esperaba una larga fricción con el dedo en su entrada posterior. En
cuanto oyó la advertencia, Grushenka sintió que le insertaba el largo índice por el ano y se ponía a
frotar de arriba abajo una y otra vez, y se quedó quieta. No le dolía, experimentaba la misma
sensación que cuando el príncipe Leo le había hecho el amor por atrás.
Gargarina empezó a moverse, levantando el trasero, y Grushenka, que poco a poco iba
excitándose, se puso a hacer lo mismo. El flaco escribano estaba en cueros con su larga verga al
aire. Con placer creciente contempló los hermosos traseros en movimiento, sus dedos que
aparecían y desaparecían, las rendijas ligeramente separadas y los labios bien abiertos de las
cavernas que se adivinaban debajo.
Gargarina se movía gimiendo, pero tuvo de repente un arrebato como si hubiera alcanzado el
orgasmo y volvió a caer inmóvil. Grushenka repitió el engaño, aun cuando sentía que podía haber
gozado de verdad de haber esperado un poco más. El cliente retiró sus dedos y las chicas se
sentaron al borde de la mesa, contentas de poder enderezarse y no soportar más la dureza de las
tablas. Él estaba de pie delante de ellas, sonriendo, con los dedos sucios extendidos ante él.
—Ahora —les dijo—, me chuparéis los dedos y los limpiaréis con vuestros labios húmedos, os
daré un rublo a cada una.
—¡Ni soñando! —exclamó Gargarina—. Cinco rublos a cada una y por adelantado. Después,
se le olvidaría.
Entonces, empezó un prolongado regateo entre ambos, él protestando que bastaba con un rublo
para vivir una semana (lo cual era cierto) y Gargarina insistiendo que limpiar dedos no era su
trabajo. Finalmente, llegaron a un acuerdo por tres rublos a cada una, y le permitieron que
volviera a jugar con sus traseros.
Mientras sacaba el dinero de sus pantalones, Gargarina se apoderó de unas toallas y murmuró
a su amiga que estuviera preparada. Cuando él hubo pagado, las dos se sentaron en el borde de la
mesa, abrieron las piernas descansando los pies en los extremos de la mesa. Por debajo, él volvió a
meterles el dedo en sus entradas traseras y se entregó otra vez al juego, con gran satisfacción de su
verga larga y delgada, que había mostrado tendencia a ablandarse durante el regateo, pero que
ahora volvía a levantar gallardamente la cabeza.
Grushenka sintió que su nido de amor se humedecía y, viendo el juego de los fuertes muslos de
Gargarina, se dio cuenta de que también la maestra estaba entrando en calor. Mientras tanto, la
boca del escribano se llenaba de saliva e iba murmurando obscenidades acerca de cómo sus bellos
labios habrían de limpiar los dedos que ahora hurgaban en sus sucios culos. Cuando terminó, sacó
los dedos y los acercó a los labios de las muchachas. Rápida como el rayo, Gargarina le cogió la
mano y le limpió los dedos con la toalla, a pesar de sus protestas. Por supuesto, Grushenka fue
igualmente rápida en seguir su ejemplo. Mientras el hombre maldecía, le pusieron los dedos en la
boca y se los chuparon.
Al principio Grushenka sintió náuseas, y jamás lo hubiera hecho de no haberle dado Gargarina
el ejemplo. Pero, cosa extraña, cuando el dedo empezó a moverse en la boca de adentro afuera,
sintió la misma impresión de añoranza y deseo que había sentido antes en el trasero.
El rostro del escribano se puso rojo, y Grushenka, volviéndose hacia la verga, vio cómo
Gargarina la había aprisionado hábilmente con los pies y la frotaba con suavidad. Poco después el
hombre logró repentinamente un clímax, arrojando varias veces un chorro blanco. Inmediatamente
sacó los dedos de la boca de las muchachas, cogió su verga y terminó el trabajo dejando
completamente agotadas sus bolsas.
En cuanto terminó, volvió a hablar del dinero, pidiendo que se lo devolvieran y amenazando
con informar al señor Brenna de que le habían robado. Pero el dinero había desaparecido, y
Gargarina se burló de él. (Lo había escondido en el pelo, de donde lo sacó más tarde, con gran
asombro de Grushenka, para darle su parte, tal como le correspondía por su trabajo).
Lo tumbaron en la mesa para darle un buen masaje. Él luchaba y gritaba bajo sus manos… era
una pequeña venganza por parte de ellas. Cuando se sentó finalmente en la tina, se puso a leer un
enorme manuscrito de asuntos jurídicos, dándose grandes ínfulas. Entonces, las dos chicas
regresaron al banco al lado de la estufa y se pusieron a esperar a otro cliente.
Gargarina explicó a su nueva compañera que el escribano era el peor parroquiano de la casa.
Era difícil tratarlo, pero ¿no le habían sacado diez veces más dinero de lo que nadie solía pagar y
no era eso lo importante? Al ver que Grushenka se frotaba entre las piernas con la palma de la
mano, se rió y le dijo que sin duda tendría más de un buen encuentro antes de terminar el día,
porque la mayoría de los hombres que iban allí buscaban eso precisamente.
Tenía razón. El siguiente fue un joven albañil, y poco después sentía Grushenka las duras
tablas de la mesa de masaje en los hombros y las espaldas, mientras una joven verga la penetraba.
Gargarina contemplaba la escena de buen humor, manoseándole los pechos y las nalgas con sus
dedos expertos.
Después del albañil tuvieron a un posadero de edad madura que deseaba simplemente joder; la
mitad del trabajo lo hizo Gargarina mientras él chupaba los pezones de Grushenka; ésta llevó a
cabo la otra mitad con su propio nido de amor, que cumplió perfectamente en recuerdo de los
ejercicios sobre la gruesa verga de Sokolov. Resultó ser buen pagador, pero tenía una mala
costumbre: les azotaba las nalgas alegremente con sus manos pesadas, y cuando Grushenka
intentó evitarlo le dio una palmada que calificó de «bofetada de amor».
Recibieron a otros hombres… todos muy intrigados por Grushenka porque era «nueva». Pero,
pocas semanas después, Grushenka no fue más que otra de las celadoras del Sr. Brenna, y, aun
siendo hermosa y buena folladora, a veces cuidaba a los hombres sin hacer el amor con ellos; otras
veces, por supuesto, tenía que prestar servicio varias veces. No le importaba.
Sin embargo, tenía diariamente un curioso encuentro sexual, que cabe destacar aquí.
Diariamente, desde que empezó a trabajar para el señor Brenna, en cuanto se habían marchado los
clientes, éste se encaminaba hacia el cuarto de Grushenka y le hacía el amor exactamente igual
que la primera vez. En realidad, estaba enamorado de ella. La observaba constantemente mientras
trabajaba en los baños, hasta el punto de que, a veces, ella se sentía incómoda al sentir aquellos
ojos ardientes fijos en su cono.
Nunca antes había tenido Brenna una favorita entre sus chicas, y pasó a ser comidilla de todo
el establecimiento el que estuviera loco por ella. Él no interfería en sus asuntos, pocas veces le
dirigía la palabra, dejaba que cuidara a los parroquianos, que saliera por las noches, pero siempre,
antes de la cena, la seguía al piso superior y le hacía el amor con su enorme instrumento.
Ella le ofrecía lo mejor que tenía; cuidaba a los clientes de un modo más o menos rutinario,
pero se aferraba al maravilloso pájaro de Brenna con toda la vitalidad y la resignación de su nido
de amor.
En aquella época, también pasó noches divertidas. Las chicas la llevaban a fiestas, por lo
general con chicos jóvenes: marineros, estudiantes y otros por el estilo. Se sentaban en los parques
públicos a oscuras, en escalinatas y a veces en las habitaciones de los chicos donde bebían mucho
vodka, charlaban con entusiasmo del futuro, o sencillamente hacían el amor.
Un joven estudiante, hijo de padres pobres, se enamoró de Grushenka, y ella se sintió muy
halagada porque él era instruido. Él le hablaba de sus estudios y de cómo se casaría con ella en
cuanto tuviera dinero y pudiera establecerse. Por parte de ella no había amor porque seguía
soñando exclusivamente con Mijail. Pero resultaba agradable ser amada por un muchacho tan
decente.
Eso fue más o menos lo único que Grushenka sacó de aquel adolescente, porque tenía manos
grandes y coloradas, era torpe y tímido y ni siquiera se atrevía a besarla. Una vez que ella lo besó,
se sintió tan aterrado que la evitó durante días y después le soltó un largo discurso explicándole
que sólo marido y mujer, debidamente casados, podían besarse. ¡Si hubiera sabido a qué se
dedicaba y cuál había sido su vida hasta entonces!
Grushenka se sentía extrañamente feliz, al olvidar su temor de ser descubierta por Madame
Sofía. Había ahorrado algo de dinero, que guardaba atado en un pañuelo. Compró buenas telas y se
hizo vestidos, abrigos y faldas. Se llevaba bien con las demás chicas y no carecía de nada. Pero
una noche, una vez más, todo cambió de pronto.
Como de costumbre estaba tumbada atravesada en la cama, el señor Brenna tenía su enorme
pito en su debido lugar, y ambos se esforzaban lo mejor que podían cuando se abrió la puerta y
entró la Sra. Brenna. Observó la escena un momento en silencio. Luego, se abalanzó gritando y
chillando y empezó a golpear la enorme espalda de su esposo infiel a puñetazo limpio.
Por supuesto, Brenna soltó a Grushenka y se volvió con su enorme verga erguida. Pero la
delgada y pequeña Sra. Brenna no había terminado aún con él; roja de ira, lo cubrió de golpes,
mordiéndole las manos, que él ponía por delante para protegerse, le arañó el rostro y le desgarró la
ropa.
Podía haberla tirado al suelo con un solo empujón, pero estaba tan asustado ante su esposa que
lo aceptó todo sin protestar. Finalmente, ella lo sacó por la puerta, dándole patadas mientras
bajaba las escaleras y diciéndole que no aguantaría que diera a otra mujer lo que a ella le
correspondía.
Una vez que ambos estuvieron fuera, Grushenka se quedó en la cama, sumida en una especie
de asombro. ¿Qué iba a pasarle? ¿La mataría aquella mujer? ¿Le pegaría sin piedad? ¿Volvería a
encontrarse en la calle? Se preguntaba estas cosas una y otra vez, y no se atrevió a vestirse para la
cena.
Finalmente oyó pasos a su puerta y, cuando se sentó en la cama, entró la Sra. Brenna. Estaba
ya muy tranquila y se mostró casi amistosa.
—No fue culpa tuya —empezó la Sra. Brenna—. ¿Qué ibas a hacer? Tenías que aceptarlo, lo
comprendo. Cuando su padre me empleó aquí hace unos veinte años, y él se metió conmigo,
tampoco pude evitarlo. Entonces se casó conmigo. ¡Qué bestia! Pero que no vuelva a suceder. ¿Me
lo prometes? ¡Júramelo!
Y Grushenka juró.
—Bien; si vuelve a intentarlo, echas a correr y bajas a verme. Ya le ajustaré yo las cuentas.
¿Comprendido? No seguirás trabajando para él en los baños. Mañana empezarás en los de las
mujeres… y no te acerques a él. Si no, la próxima vez te romperé los huesos.
Y con un gesto que significaba que la haría pedazos, la Sra. Brenna salió del cuarto con paso
firme. Tenía más energía de la que hubiera sospechado Grushenka al verla tan delgada y
pequeñita.
11
Al oír el veredicto, Grushenka se sintió deprimida. Habría preferido que le dieran una buena paliza
y seguir trabajando en los baños de hombres. Para empezar, le gustaban los hombres y las mujeres
no; y segundo, la Sra. Brenna era muy estricta con las chicas. Tenía sobre todo siervas que
trabajaban para ella, y las espaldas, nalgas y muslos de éstas solían llevar señales de malos tratos.
¿Qué iba a hacer Grushenka? ¿Marcharse?
Y si no, ¿qué?
Cedió, y al mediodía se presentó en los baños de mujeres. El equipo de aquella sala de baños
era casi igual al de abajo, salvo que en el suelo y los reservados había alfombras. La Sra. Brenna
se encontraba detrás de un mostrador alto donde vendía té y pastelitos, en vez de cerveza y vodka.
Pero no se quedaba detrás del bar como hacía siempre su marido, corría de un lado para otro sin
parar, cuidando de que los reservados quedaran limpios después de la salida de una cliente,
charlando y chismorreando con las mujeres que había en las tinas y regañando sin parar a las
chicas. Solían acompañar sus órdenes un pellizco en el brazo o en las nalgas.
Las muchachas se alineaban cerca de la puerta en cuanto entraba una cliente. Cada una de ellas
trataba de conseguir el mayor número posible de clientes por las propinas. Las parroquianas eran
de la de la misma clase que los hombres: mujeres de todas las edades procedentes de la clase
media. Muchas sólo venían a darse un baño caliente porque en las casas de la clase media de
aquellos tiempos no había instalación sanitaria. Algunas querían masaje y relax, y muchas, que no
tenían siervos en casa, deseaban algo más. Pero todas ellas hacían uso de las celadoras como si
fueran su propiedad privada, sus siervas, alquiladas por un rato, a las que podían someter a sus
caprichos.
Grushenka lo comprendió con su primera cliente. Aquella parroquiana era una joven cuyo
padre había hecho dinero recientemente con un negocio de alfarería. Aun cuando aquel padre
negaba a su familia el derecho de tener una casa elegante con sirvientes y las comodidades de la
clase alta, había suficiente dinero a disposición de su hija para portarse como una señora en cuanto
salía de sus cuatro paredes. Iba emperifollada con un abrigo de tela bordada en oro, llevaba
enormes hebillas de plata en los zapatos, y parecía una auténtica dama.
Cuando entró, contempló a las diez muchachas que allí estaban desnudas y sonrientes. Tomó
los impertinentes y se puso a examinarlas lenta y cuidadosamente. Grushenka se sintió estremecer
cuando la mirada de la joven pasó de sus pechos a su vientre y después a sus piernas. No sintió
satisfacción al ser elegida; no sabía por qué, pues aquella joven tenía un rostro amistoso e
inofensivo, aun cuando alrededor de la boca tenía un rictus de altanería y amargura.
Grushenka condujo a su cliente a un reservado, cerró la puerta y empezó a desnudarla con
devoción. La joven se quedó totalmente quieta y no desató siquiera un lazo, ni se desabrochó una
sola prenda. A Grushenka le pareció conveniente alabar en voz alta todas sus ropas, aun cuando no
obtuviera otra respuesta que un comentario acerca de que todo aquello costaba mucho dinero y de
que Grushenka debía colocar cada una de las prendas con mucho cuidado, o colgarlas
debidamente. La joven quiso que le soltaran y trenzaran el pelo para evitar que se mojara.
Mientras tanto se quedó sentada delante del espejo estudiando su rostro y su cuerpo que,
decididamente, era muy atractivo.
Una vez hubo recogido su pelo, Grushenka le preguntó si deseaba un masaje y de qué forma.
Pero, en vez de contestar, la joven se puso a dar vueltas alrededor de Grushenka, estudiando su
cuerpo y sus facciones. Sintió envidia de los pechos llenos y bien formados de Grushenka, de su
vientre plano y de sus piernas. De repente, metió un dedo en el nido de amor de Grushenka y,
hundiéndolo entero, la atrajo hacia ella y le preguntó:
—Todos los hombres están locos por ti ¿verdad?
—¡Oh, no! —respondió Grushenka instintivamente—. ¡Oh, no! En general los hombres no se
fijan en mí.
—¿Conque no? ¡Mentirosa! —exclamó la hermosa cliente y, sacando el dedo de donde lo tenía
metido, le dio una fuerte palmada en el muslo.
Grushenka se alejó, llevándose las manos al lugar doloroso y gimió:
—No, por favor. ¡No haga eso!
—¿Por qué no? ¿Por qué no puedo yo darte una buena paliza si se me antoja? —contestó
despreciativamente la muchacha—. ¿No te he alquilado para mi placer? ¿Desde cuándo no puedo
hacer con las chicas de la Sra. Brenna lo que me plazca? ¿Quieres que la llame y se lo pregunte?
—Por favor, no llame a la Sra. Brenna —contestó tímidamente Grushenka—. Haré lo que
quiera, pero por favor, no me haga daño. No me pague si no quiere —agregó.
—Ya veremos eso después, pequeña sierva —respondió la parroquiana—. Ahora, ven acá y
date la vuelta… inclínate, así está bien. Y no te atrevas a apartarte porque, si lo haces, ya te
enseñaré yo.
En cuanto calló, empezó a pellizcarle el trasero a Grushenka. Primero en el carrillo derecho;
atrapándola entre el índice y el pulgar apretó con firmeza la carne suave y giró la mano;
Grushenka se llevó la mano a la boca para no gritar. Se inclinó hacia delante con piernas
temblorosas. La muchacha la contemplaba, complacida. El lugar pellizcado se puso primero
blanco como la nieve y después se volvió rojo oscuro.
—Ahora estás asimétrica —observó—. No podemos consentirlo, ¿no crees? —y pellizcó el
segundo carrillo del mismo modo. Pero no se conformó con eso, sino que lo repitió en distintos
puntos, por encima y debajo de la zona dolorida y se apartó un poco para admirar su obra riendo a
carcajadas.
Grushenka sufría con cada pellizco como si le quemaran las nalgas con fuego. Entre pellizco y
pellizco la joven le metía la mano en la entrepierna y le estiraba el pelo del pubis, no muy fuerte,
pero sí lo suficiente para arrancarle alguna queja.
Grushenka tenía ganas de orinar. Pero temía hacerlo en la mano de la cliente… El látigo de la
Sra. Brenna la habría castigado.
Entonces la muchacha se aburrió de sus fechorías.
—Lástima —dijo—, que no tenga un látigo o una vara a mano, pues de lo contrario borraría el
maravilloso dibujo que acabo de hacer en tu trasero.
Grushenka se irguió y se alejó. Los ojos de la joven estaban clavados en sus hermosos pechos.
—¡Cuánto me gustaría azotarte los pechos con la varita que tengo en casa para mi perrito
faldero! —prosiguió—. Sería un placer ver tus pechos, que llevas con tanto orgullo, lacerados por
los golpes. Verás, no me gusta pegar con las manos porque me haría daño, y de todos modos no
conseguiría rasgar tu piel de puta.
Sin embargo, hizo que Grushenka se sostuviera los pechos con las manos para que le diera un
par de golpes con las manos. Grushenka pudo aguantarlo aunque le doliera bastante.
Luego la joven pidió su bolsa, de la que sacó un falo artificial bastante grande. Se tumbó en la
mesa de masajes, abrió las piernas, ordenó que Grushenka se quedara a su lado y le diera la
pseudopolla. Grushenka le abrió los labios del nido de amor con la mano izquierda y, con la
derecha, lo introdujo cuidadosamente en el orificio anhelante.
La joven pareció entusiasmarse. Metió la mano derecha entre los muslos de Grushenka, cerca
de la hendidura, y la aferró hundiendo las uñas en su piel suave. Acariciaba a la vez con la mano
izquierda sus bien formados pechos y movía las nalgas hacia la verga falsa con ritmo acelerado.
Grushenka intensificó el movimiento del instrumento artificial en el nido de amor de la joven.
Esta se agitaba mucho respirando fuerte, suspiraba repitiendo el nombre de un amante
imaginario y movía siempre más las nalgas arqueándose hasta que, cuando alcanzó el clímax, no
se apoyaba más que en las plantas de los pies y los hombros. Entonces cayó en la mesa y se quedó
inmóvil mientras Grushenka sacaba la verga artificial y limpiaba a la muchacha con una toalla
húmeda.
Grushenka se alegraba porque creía que todo había terminado, pero se equivocaba. En cuanto
la muchacha volvió en sí, tuvo otro antojo.
—Dame la polla —ordenó—. Agáchate y lámeme el coño. Y no te detengas hasta que te lo
diga yo ¿entendido? No, así no. Saca bien la lengua, estúpida. Más adentro. Eso es, así.
Grushenka metió la cabeza entre los muslos de aquella nueva rica que se vengaba de su niñez
pobre y de las muchas palizas y humillaciones maltratando a otra mujer. Grushenka había
practicado el uso de la lengua por algún tiempo y, aun cuando recordaba cómo se hacía, trabajaba
con demasiada rapidez y pegaba demasiado la boca al orificio, de tal modo que pronto se quedó
sin aliento y le dolió la lengua.
La muchacha tenía las piernas cruzadas detrás de la nuca de Grushenka y la apretaba
estrechamente contra sí. No estaba excitada aún porque acababa de correrse; con la polla falsa en
las manos, se acariciaba los pechos y lo besaba. Finalmente se lo metió en la boca y lo chupó con
deleite. No se concentraba en las sensaciones de su nido de amor, por agradable que fuera la
lengua de Grushenka.
Grushenka se interrumpió un momento para tomar aliento y para descansar su lengua; mirando
hacia arriba vio que la verga falsa desaparecía y reaparecía en la boca de la muchacha; pero la
hermosa cliente no quería dejarla descansar y le golpeó la espalda con la planta de los pies.
Grushenka reanudó su tarea. Entonces mantuvo abierto el orificio con la mano izquierda y, por
debajo, metió el índice de la derecha en la cueva de amor, dando masaje al conducto hasta que la
matriz secundara los esfuerzos de su lengua lubricándolo e hinchándolo. Al parecer, aquel método
dio resultado, pues las nalgas comenzaron a moverse, lentamente al principio, aumentando el
ritmo hasta el punto de que a Grushenka le costó mucho mantener la punta de su lengua
exactamente en el lugar deseado.
Pero su cliente deseaba prolongar el juego. Se torció, se sacó de la boca la preciosa verga y
ordenó a Grushenka que se detuviera. Esta, sin embargo, siguió: mantuvo la boca pegada al blanco
y le hizo el amor a la muchacha con todas sus fuerzas.
Finalmente, la muchacha renunció a luchar y llegó al orgasmo. Se quedó rendida y jadeante,
mientras Grushenka tomaba una toalla suave y le frotaba piernas, vientre, pecho y brazos,
quitándole el sudor y dándole al mismo tiempo un masaje reparador.
Su cliente tenía los ojos, cerrados y parecía dormir. Grushenka estaba a punto de salir cuando
la muchacha se levantó perezosamente, le echó una mirada maliciosa y se dirigió a la puerta.
Grushenka pensó que había quedado ya satisfecha y que se dirigía a la tina, pero la muchacha
abrió la puerta e hizo señas a la Sra. Brenna quien, como siempre, estaba atenta a todo y no tardó
en acercarse para saber qué ocurría.
—Siempre pago bien, y ya sabe que nunca me quejo —dijo la muchacha—, pero mire esta
sierva. Es tan perezosa que, cuando le digo que me bese un poco, todo lo que hace es hablar. No
me importa lo que haga al respecto, pero ya sabe que hay baños aristocráticos adonde podría ir, en
vez de venir…
—¿Es posible? —preguntó la Sra. Brenna con una sonrisa, antes de mirar severamente a
Grushenka—. Voy a despertar a esa perra, si me lo permite. Ven acá, Grushenka, y túmbate en esa
silla. Sí, con el trasero hacia arriba.
Grushenka hizo lo que le mandaron, con la cabeza colgando y, llena de angustia, se agarraba
con las manos a las patas de la silla.
La Sra. Brenna cogió una toalla, la metió en el agua hasta empaparla bien y colocó firmemente
la mano izquierda en la espalda de Grushenka. Vio las señales de los pellizcos y adivinó el resto
de la historia. Grushenka, temblando, llorando y protestando, perdió totalmente el control de sí
misma. No sólo le entraron ganas de orinar, sino que lo hizo. Un enorme chorro de líquido
amarillo salió de su orificio y corrió por sus muslos hasta la alfombra.
La cliente soltó una carcajada: después de la tristeza y el mal humor que siguieron a sus dos
orgasmos, ahora se sentía dicharachera. La Sra. Brenna, sin embargo, se enfureció.
La toalla mojada resultó mucho más dolorosa que la vara o el látigo de cuero. Mientras éste
hacía el tipo de corte que su sonido silbante sugería, la toalla mojada emitía un sonido sordo al
golpear, pero entumecía la carne y producía el mismo efecto que una contusión. La Sra. Brenna
sabía perfectamente cómo manejar una toalla mojada en las nalgas de una chica desobediente;
había ido perfeccionándose, con los años, y el de Grushenka era un trasero más.
—¡Vaya cochina, echar a perder esta alfombra! —gritó.
Pronto se puso Grushenka de un rojo púrpura desde el trasero hasta los riñones. Aullaba y
chillaba como un cerdo agonizante y se retorcía en aquella postura incómoda. Sus ojos, llenos de
lágrimas, estaban fijos en sus rodillas que veía por debajo de la silla. En su cuerpo, arqueado para
que las nalgas estuvieran en alto, los golpes llovían con una fuerza creciente…
La Sra. Brenna no contaba los golpes. Grushenka la había irritado, y ya sabría ella cuándo
pararía.
La clienta lo miraba todo, divertida. Aun cuando riera porque la sierva había mojado la
alfombra, un destello de pasión perversa brillaba en sus ojos, y por sus ingles corría una sensación
de placer.
«¡Oh, sí sólo mi padre comprara a unas cuantas siervas —pensaba—, les pegaría yo misma,
pero no con una toalla mojada, sino con un buen látigo de cuero!».
Ella misma había sido víctima de la vara y el cuero cuando su padre era todavía pobre y ella
era criada de una rica, esposa de un comerciante. ¡Cuántas veces había lacerado el látigo de cuero
sus pechos! Al recordarlo, acariciaba con ambas manos sus rollizos pechos, tranquilizándose, pues
aquellos tiempos habían pasado.
Mientras tanto, la Sra. Brenna terminó su tarea e indicó a su parroquiana que fuera a la tina.
Grushenka se dejó caer de la silla y, tendida boca abajo, palpó sus nalgas doloridas con mucho
cuidado. Pero no pudo condolerse por mucho tiempo porque la Sra. Brenna estuvo pronto de
vuelta y la obligó a limpiar el reservado. Tomándola brutalmente del brazo, le secó la cara con un
pañuelo y la sujetó por el pelo.
—Ni un sollozo más —le dijo—, o vuelvo a empezar. Contrólate y vete a tu trabajo. Ya ves —
le dijo maliciosamente—, eso te pasa por liarte con el hombre con la mayor polla del vecindario,
no puedes ni aguantar la orina.
Grushenka logró dominar sus sollozos. Siguiendo las órdenes de la Sra. Brenna, llenó de nuevo
las tinas de agua caliente, las limpió y siguió haciendo otros quehaceres. Aun cuando las espaldas
le dolieran terriblemente, no tuvo tiempo para curarse ni para lamentarse de su suerte.
Tuvo además que ocuparse de una cliente muy distinta. La escogió una señora de edad madura
y tipo maternal; era una mujer de mirada amable y cutis rojizo, más fuerte que gruesa, más
voluminosa que alta. Mientras Grushenka la desnudaba, admiraba sus carnes firmes, sus pechos
grandes y duros, sus piernas musculosas. La mujer acarició la cabeza de Grushenka, la llamó con
muchos nombres cariñosos, la felicitó por sus facciones y su cuerpo y no pareció envidiar su
belleza.
Después de quitarse la ropa, le pidió a Grushenka que le lavara su nido de amor. Una vez
hecho lo cual, dijo:
—Ahora, cariñito, por favor, sé buena, y vuelve a lavarme ahí, pero ahora con la lengua. Verás,
mi marido lleva ya cinco años sin tocarme, no sé si podría volver a encontrar el camino si
quisiera, y yo no puedo remediarlo, pero tengo mis necesidades. Verás, de vez en cuando me entra
un comezón y entonces vengo aquí una vez por semana para que me satisfaga una lengüita tan
capaz como la tuya. Y recuerda que disfruto mucho más cuando se trata de una chica bonita y de
buena voluntad como tú. —A continuación, con caricias y mucho cuidado, acercó la cabeza de
Grushenka a su entrepierna.
Grushenka empezó a trabajar. Tenía ante sí un campo de operaciones amplísimo. La mujer
abrió las piernas; la parte baja del vientre, ambos lados de la hendidura, el bien desarrollado
monte de Venus recibieron besos suaves y cariñosas lamidas, mientras las manos bien formadas
de Grushenka le palpaban las nalgas.
Grushenka tomó alternativamente con la boca los labios anchos y largos de la cueva y los
acarició con labios y lengua, mordiéndolos tiernamente de vez en cuando. Entonces encaminó sus
esfuerzos al objeto principal, o sea al fruto de amor ancho y jugoso que allí estaba, dispuesto a
dejarse devorar.
La mujer estaba quieta, sólo sus dedos trataban de acariciar las orejas de Grushenka, pero ésta
se los sacudió. Sin embargo, cuando la lengua se puso a juguetear con el tallo blando de aquel
fruto y lo lamió y frotó más fuerte, la ramita comenzó a enderezarse e inquietarse.
Entonces, la mujer empezó a agitarse y sacudirse apasionadamente, y sus palabras de cariño se
convirtieron en maldiciones. Grushenka no podía entender qué susurraba con tanta grosería, pero
en aquel monólogo se distinguían frases tales como «quita esa maldita cosa», o, «condenado hijo
de puta».
Finalmente, cuando consiguió llegar al orgasmo, la mujer cerró sus fuertes piernas detrás de la
cabeza de Grushenka en forma tal, que por poco ahoga a la pobre muchacha. Soltándola, se sentó
en la mesa, se rascó el vientre sumida en sus reflexiones, y murmuró, más para sí que para
Grushenka:
—Es una vergüenza que una vieja, madre de una hija ya mayor… pero ¿qué le voy a hacer?
Pronto estuvo sentada en su tina: una respetable matrona con aspecto amable y conducta
refinada. Le dio una buena propina a Grushenka.
A su regreso, saludaron a Grushenka con comentarios sarcásticos otras clientes y muchachas.
Su primera cliente había contado que se había orinado en el suelo, y todas las mujeres se morían
de risa. La misma cliente la molestó y la ofendió de nuevo cuando hubo terminado de bañarse.
Después de que Grushenka la hubo secado —operación que no fue de su agrado y durante la cual
la pellizcó con las uñas en las axilas y en la carne suave de los pechos (que tanto envidiaba)—,
tuvo otra de sus brillantes ideas.
—Tú, zorra —increpó a Grushenka—. ¿Sabes de qué puedes servir? ¡De orinal! Ven, siéntate
en el suelo, que orinaré en tu boca.
Grushenka no obedeció. Trajo un orinal de un rincón y lo puso en el suelo. La muchacha la
agarró del vello del pubis y, levantando la mano derecha, amenazó con golpearla. Pero Grushenka
se mantuvo firme.
—Llamaré a la Sra. Brenna —dijo, y no se dejó atemorizar. La cliente vaciló.
—¿Qué otra cosa haces todo el día, sino limpiar mujeres con esa lengua gorda e insolente que
tienes? —preguntó—. ¿A cuenta de qué te niegas ahora a beber un poco de mi líquido?
Grushenka consiguió liberarse y se fue al otro lado de la mesa de masaje.
—Señorita —dijo—, yo creo que otra muchacha sabrá servirle mejor que yo. ¿Puedo llamar a
otra?
—¡No! ¡No! —dijo la joven, encogiéndose de hombros, y se dejó vestir sin más. Cuando
estuvo preparada para salir, sacó de la bolsa un rublo en monedas. Grushenka tendió la mano, pero
la joven había decidido dárselo de otro modo.
—Espera —dijo—. Túmbate en la mesa y abre las piernas. Te las meteré dentro como un
tapón para que tu coño ya no gotee.
Grushenka hizo lo que le pedía, esperando poder librarse más pronto de su torturadora, y
mantuvo el orificio todo lo abierto que pudo para que no le doliera cuando le metieran las
monedas.
La joven, que ya tenía puestos los guantes, abrió la rendija con dos dedos y durante un instante
contempló aquel nido de amor tan bien configurado. Los labios eran ovalados y de color rosa, la
abertura estaba más abajo que la suya y su estrecha vecindad con la entrada trasera se apreciaba
claramente. La funda parecía estrecha, y el clítoris, muy cercano a la entrada, levantaba
atrevidamente la cabeza.
«¡Qué preciosidad! —pensó—. Realmente, nunca le haría yo el amor a una mujer, pero a
ésta…».
Grushenka se agitó; sus partes tiernas estaban expuestas a la agresión de aquella cliente en
quien no podía confiar.
La muchacha fue metiendo las monedas; primero las de plata, pequeñas, que tenían más valor;
después, las grandes de cobre, que sólo valían uno o dos kopeks. Se divertía mucho cuando las
monedas no entraban fácilmente, y Grushenka temblaba de ansiedad; no le dolía, pero estaba
temerosa de lo que pudiera venir después.
Una vez que hubo terminado, la muchacha golpeó a Grushenka con su enguantada mano justo
en el orificio abierto. Grushenka juntó las piernas y bajó de la mesa, mientras la muchacha se reía
y le gritaba desde la puerta:
—¡Guárdalo ahí, y nunca te faltará dinero!
Durante las muchas semanas que trabajó Grushenka en los baños de mujeres, descubrió que
éstas son más crueles y mezquinas que los hombres. Carecían de sentido del humor y no sabían
divertirse; sólo querían que las satisficieran en forma completa y egoísta. Se quejaban sin razón y,
como tenían poder sobre sus celadoras, las atormentaban y ofendían sin motivo, a veces
inesperadamente. Podían ser muy amables y consideradas y, de repente, pellizcaban, o llamaban a
la Sra. Brenna para que las castigara. No daban ni la mitad de las propinas que los hombres y se
jactaban en voz muy alta cuando se desprendían de unos cuantos kopeks. Ninguna de ellas la besó
nunca ni le hizo el amor, pero muchas exigían un orgasmo para sus ancianos clítoris.
A Grushenka no le importaba. Pronto aprendió a trabajar con la lengua sobre cuerpos y nidos
de amor en forma rutinaria, sin reparar en lo que estaba haciendo y fingiendo pasión y anhelo
cuando se daba cuenta de que su cliente estaba a punto de gozar. Pero lo que más nerviosa la ponía
era no saber cuándo la Sra. Brenna la encontraría en falta y la castigaría.
Los castigos eran muy variados. La Sra. Brenna le azotaba la planta de los pies con un látigo
de cuero si consideraba que no se movía con suficiente rapidez; le golpeaba los pechos cuando una
parroquiana se quejaba de que había estado admirándose en el espejo; la azotaba con ortigas en la
parte interna de los muslos o en las nalgas desnudas cuando le parecía que Grushenka estaba
cansada o adormilada.
Aun cuando ninguna de las mujeres le hacía el amor, siempre les agradaba frotar su coño con
dedos torpes, no con cariño y suavidad, sino con saña, como si hubieran querido ensanchar aquel
pasaje maravillosamente estrecho. Quizás, inconscientemente, la envidiaban por tenerlo más
estrecho que ninguna.
Grushenka pensaba que la Sra. Brenna la perseguía más a ella que a las demás porque todavía
estaba resentida por lo del marido. Era un error, pero pronto su conciencia empezó a atormentarla,
y con razón.
Una noche, después de haber pasado varios días en los baños de mujeres, había terminado sus
tareas y acababa de llegar a su cuarto, cuando entró el señor Brenna. Como de costumbre, la
tumbó en la cama y le dio una de sus tremendas sesiones. No se atrevió ella a luchar ni a pedir
ayuda. Cedió, jadeando. No disfrutó con el encuentro, pues estuvo vigilando la puerta, asustada
por la idea de que pudieran descubrirlos.
Al día siguiente, él volvió y, desde entonces, lo hizo diariamente. Como todo pareció
normalizarse, ella dejó de preocuparse y se concentró en sus encuentros que la hacían gozar
ardientemente.
Así continuaron las cosas durante semanas, hasta que, por supuesto, un buen día, la Sra.
Brenna entró en el cuarto y se repitió la escena anterior. Sólo que esta vez, después de golpear a su
marido, la Sra. Brenna echó una mirada asesina a Grushenka, sacó a su marido del cuarto, se fue
dando un portazo y cerró con llave la puerta por fuera.
Por un instante Grushenka quedó aterrada. Se sentó en el borde de la cama, paralizada, incapaz
de moverse ni de pensar. Entonces, cruzó por su cabeza una idea, una idea que la incitó a una
actividad febril.
¡Huir! ¡Marcharse!
¡Cuanto antes! ¡Como un rayo!
Se vistió, juntó sus ropas en un hatillo y metió en su corpiño el pañuelo con el dinero.
¡Huir!
¿Cómo salir del cuarto? La puerta de roble no se movía, pues la cerradura era de hierro.
¡Pero allí estaba la ventana! Por la ventana, pasó al alféizar y de ahí a lo largo de la cornisa de
la casa hasta la ventana abierta del cuarto contiguo. Como una exhalación atravesó el cuarto,
corrió escaleras abajo, fuera de la casa, a la calle, dobló la primera esquina, la segunda, la
siguiente.
Agotada, con el corazón palpitante, Grushenka se apoyó en la pared de una casa. Nadie la
había seguido. Sin recobrar aún el aliento, se obligó a seguir adelante. El crepúsculo daba paso a la
oscuridad. Llegó a casa de Marta, y las dos jóvenes se besaron tiernamente, llorando. Durante
largo tiempo, ninguna de las dos dijo una sola palabra.
12
Grushenka, no permaneció por mucho tiempo en casa de Marta. El poco dinero que tenía
desapareció muy pronto, y no quería ser una carga para su amiga, por lo que debía pensar en
ganarse la vida. Por Marta se enteró de que la señora Laura había tenido un plan para deshacerse
de ella, y decidió probar de nuevo. Sin decirle nada a Marta, se presentó un día al empezar la tarde
y pronto se encontró sentada en el despacho privado de la señora Laura.
Ésta no perdió mucho tiempo en reprocharle su escapada; le preguntó si estaría dispuesta esta
vez a aceptar lo que le propusieran, y Grushenka consintió mansamente. Tras pensarlo bien, la
señora Laura envió otro mensaje galante, pero esta vez a otro caballero.
Grushenka se quedó esperando, sentada en un rincón. Más o menos una hora después, la señora
Laura regresó con un hombre de unos treinta años de edad, vestido como un dandy, con pinta de
italiano; su bigote se erguía audazmente; parecía brusco, vano, y con una falsa alegría. Tenía las
manos cubiertas de diamantes que deslumbraban.
—Es una modelo muy guapa —explicó la señora Laura—. Una de mis siervas. Quiero
deshacerme de ella porque he prometido a una pariente pobre darle su lugar. Si se tratara de una
chica normal no os habría llamado, pero es una de las criaturas más finas y hermosas que he visto.
Como sois conocedor de mujeres y estáis siempre buscando bellezas especiales, pensé que
convenía que la vierais. —Y se quedó mirando al hombre con ojos inquisitivos.
Éste se retorció el bigote con los dedos; apenas si miró a Grushenka.
—Una más, una menos, ¿qué más da? —Parecía aburrido.
—Ven aquí, palomita —dijo la señora Laura, indicando a Grushenka que se levantara y se
acercara—. Que te vea el caballero.
Grushenka se situó frente a él: la señora Laura le acariciaba suavemente el cabello y la hacía
girar. El rostro del hombre no reflejaba la menor expresión; cuando Grushenka estuvo de espaldas,
sintió que la señora Laura le levantaba el vestido y las enaguas y que le aplastaba los pantalones
como para mostrar sus nalgas. Entonces el caballero pareció complacido.
—¡Ah —dijo—, ya conocéis mis gustos! Siempre dais a vuestros clientes lo que piden. Sabéis
muy bien que me gustan los traseros bien formados y pequeños, no esos gordos con esos burletes
que siempre estorban el paso —y rió, con risa de falsete.
Cuando se enteró de que sólo costaba cien rublos, cogió un puñado de monedas de oro de su
bolsillo, arrojó sobre la mesa diez con un movimiento que parecía indicar. «Cien rublos… ¡bah!…
¿Qué son para mí?». Grushenka había sido vendida. Inútil decir que la señora Laura hizo
desaparecer el dinero. Por supuesto, no lo hizo apresuradamente, sino con la suficiente rapidez
como para asegurarse de que había obtenido todo lo que pedía.
En la puerta esperaba un coche principesco. El hombre subió y mandó que Grushenka se
sentara a su lado en el asiento delantero. Grushenka se preguntaba qué amo era aquél que viajaba
en coche por las calles de Moscú, sentado en el asiento del conductor con una sierva a su lado.
No tardó en conocer la respuesta. Grushenka se enteró de todo durante la comida. Sergio —tal
era su nombre— había sido siervo. Ahora era mayordomo del viejo príncipe Asantcheiev… y no
sólo su mayordomo, sino su carcelero y torturador.
El viejo príncipe estaba totalmente a su merced. Prisionero en su propio lecho, no se le
permitía ver a sus parientes ni amigos, y vivía prácticamente incomunicado. Sergio se había
adueñado de todo mediante trampas o a la fuerza, y erigido en amo absoluto del patrimonio del
viejo príncipe. Obligó a su amo a liberarlo y a otorgarle en sus últimas voluntades una finca
importante y algo de dinero. No se había atrevido a estipular un importe demasiado elevado, por
temor a que, después de fallecido el príncipe, los herederos y parientes rechazaran el documento y
se vengaran. Por lo tanto, mantenía con vida al anciano para poder robar todo el dinero posible del
patrimonio antes de su muerte.
Sergio era un excelente administrador. Por medio de tributos e impuestos sabía la forma de
sacarles el último penique a los granjeros-siervos de las propiedades.
Pero en la casa reinaba la desorganización, y cada sirviente hacía prácticamente lo que le venía
en gana. La casa —un inmenso castillo— estaba sucia, las sirvientas vestían harapos, los caballos
no eran atendidos ni debidamente alimentados; toda la comunidad de cincuenta personas, o más,
vagaba de un lado para otro sin plan ni disciplina. A Sergio le importaba un comino. Andaba
siempre maldiciendo y jurando, con un corto látigo de cuero colgado del cinturón y siempre listo
para azotar… porque su comodidad personal era lo único que le preocupaba.
—¿Y qué hace con tantas chicas guapas? —preguntó Grushenka.
—Bueno —le contestaron sonriendo con sorna—, ya lo verás cuando llegue el momento.
Después de cenar y tomar un baño, Grushenka pudo salvar sus ropas. No se las quemaron
como era costumbre, y ella se alegró mucho, pues las había comprado con su propio dinero. La
anciana gobernanta le dijo entonces que tendría que darle la paliza acostumbrada, pero Grushenka
se las compuso para salir de eso también sin perjuicio, adulándola, besando la vara y
desanimándola de usarla con ella. Pero ahora era sierva otra vez, y el precio de su libertad estaba
en los bolsillos de la señora Laura.
Sergio se olvidó de Grushenka en cuanto llegó a la casa, y ella se portó igual que las demás
siervas. Cuando oían que él se acercaba a una de las habitaciones —y solía hacerlo gritando y
berreando—, se escapaban a toda prisa para que no las viera.
No vio al príncipe Asantcheiev. Sólo se permitía entrar a su cuarto a dos ancianas en quienes
Sergio tenía plena confianza porque también ellas estaban citadas en el testamento del príncipe.
Un día, Sergio echó de menos una de sus sortijas y se enfureció. Al parecer, una de las mujeres
había robado la joya (no tenía sirvientes varones en la casa, y nunca recibía visitas). Ordenó que
todas ellas se presentaran en la sala más amplia del sótano y gritó que si no le devolvían la sortija
las mataría a todas para estar seguro de no dejar impune a la ladrona.
Una de las muchachas indicó que había visto la sortija en un armario de arriba, y unas cuantas
muchachas, entre ellas Grushenka, le acompañaron. Allí estaba la sortija.
Pero entretanto Sergio se había fijado en Grushenka, que iba vestida con blusa y falda, sin
enaguas ni pantalones. Tenía las piernas al aire, y llevaba zuecos de madera. Era su ropa de
trabajo.
Al mirarla, le brillaron los ojos a Sergio.
—Tú eres la chica de la señora Laura, ¿no? —dijo, y le metió una mano por debajo de las
faldas para tocarle las nalgas; con la otra, le acarició los muslos y el vientre, pero sin aproximarse
a la entrepierna—. Bueno, bueno; me había olvidado de ti. Pero no hay tiempo mejor que el
momento presente. Arrodíllate en ese sillón con las piernas abiertas y échate hacia delante, pollita.
Grushenka hizo lo que le ordenaban. Puso las rodillas en los brazos del ancho sillón y se
inclinó un poco; esperaba que le metiera la verga.
Las demás muchachas observaban con risas maliciosas. Pero a Sergio no le gustó la posición.
La agarró por el cuello y la inclinó más hacia delante hasta que tocó con la cabeza el asiento del
sillón, doblándola al máximo. Una de las muchachas levantó la falda de Grushenka y se la puso
sobre la espalda. Ésta podía ver por entre las piernas abiertas que Sergio sacaba su voluminosa
verga de los sucios pantalones de lino.
Grushenka se llevó una mano hacia su nido de amor y abrió los labios con un rápido
movimiento de los dedos, esperando el asalto.
—Un trasero lindo y limpio —observó Sergio—. Siento haberlo olvidado tanto tiempo.
Avanzó, la asió por la cintura y, mirando hacia abajo, se acercó a ella con la verga erguida.
Grushenka tendió la mano para cogerle el pito, pero él le gritó que quitara la mano y empezó a
empujar en la entrada posterior.
Sergio era amante de traseros por convicción y por tendencia. Ante todo, no quería que sus
muchachas quedaran embarazadas; además, encontraba que la parte trasera era más pequeña y
estrecha. Finalmente, no quería satisfacer a las chicas; quería todo el placer para sí y prolongar su
diversión a su antojo sin ayuda de su pareja.
Por lo tanto, la cabeza de la verga de Sergio estaba ahora bregando por penetrar en
Grushenka… por detrás. Empujaba, luchaba, se retorcía; a ella le dolía, aunque no fuera la primera
vez; el príncipe Leo había inaugurado aquel orificio y más de un dedo lo había penetrado y frotado
desde entonces. Pero Sergio no empleaba ungüentos, ni dirigía o ayudaba con la mano, mientras
ella gemía y gruñía bajo su ataque prolongado.
El hombre tenía práctica; sabía que el músculo que cerraba aquella puerta estaba arriba y lo
ablandó con su presión; el músculo cedió y su verga entró entera.
Al tenerla dentro, se detuvo un instante, se puso cómodo y emprendió un movimiento lento de
adentro afuera. Grushenka, echando una mirada por entre sus piernas hacia los muslos fuertes,
morenos y peludos y la punta de la verga que aparecía y desaparecía, quiso ayudar un poco y
movió las nalgas. Pero Sergio la golpeó en un muslo y le ordenó que se estuviera quieta.
Ella sintió que el instrumento aumentaba y aumentaba; sentía como si fuera a defecar.
Recorrió sus ingles una extraña sensación a medida que se prolongaban los minutos. Las demás
muchachas estaban sentadas alrededor, cuchicheando.
Finalmente Sergio llegó al orgasmo sin apresurar sus movimientos; no sacó la verga al
terminar, sino que se quedó allí parado, esperando, hasta que el pito se achicó, se ablandó y salió
solo. Entonces abandonó el cuarto sin decir palabra. En cuanto hubo salido, las mozas estallaron
en comentarios y risas. Se cruzaban comentarios de un lado a otro de la habitación.
—Bueno, una virginidad más sin derramamiento de sangre…
—Quiero ser madrina dentro de nueve meses.
—Siempre jugueteo con el dedo mientras él está pegado a mi trasero.
—Conmigo no podría, me sobresale demasiado la chicha —dijo otra, mostrando nalgas
gruesas y musculosas con una hendidura tan apretada, que no se veía la entrada posterior.
—Por lo general, pone en línea a tres o cuatro, nos hace agacharnos como tú antes, y va de una
a otra.
—Ten cuidado y no te muevas; cuando llega demasiado pronto a su objetivo te da una paliza
hasta hacerte sangrar.
—Y no pongas ungüento en tu hendidura. Quiere forzar la entrada y detesta entrar con
facilidad.
—De ahora en adelante, estarás en su lista. Me he dado cuenta de que tu culo le gusta.
—¡Oh, si tuviera yo ahora una buena polla…! ahora mismo… para mí… —Haz que te manden
al establo para una paliza. Los muchachos no te harán daño, pero te harán el amor; eso sí.
—Puedo prestarte mi dedo si eso te ayuda.
—¿Y por qué no una vela?
Y de lo dicho al hecho. Después de ver el asalto de Grushenka, las muchachas estaban
excitadas. Sergio nunca les permitía salir de casa, y les resultaba casi imposible conseguir una
buena jodienda.
La muchacha que dirigía el coro se tumbó en el sofá; otra sacó una vela de uno de los
candelabros y llenó el nido de amor empujando con fuerza. Lo habían hecho ya muchas veces;
sabían cuál de ellas tenía el canal más largo; habían hecho una señal para cada una de ellas en la
vela y se habían entrenado para satisfacerse mutuamente de ese modo.
Grushenka, que las observaba con interés mientras se turnaban en el sofá, se sentía más bien
inquieta.
Había una muchachita muy joven en el grupo; no tendría más de quince o dieciséis años de
edad. No dejaba que la tumbaran en el sofá, pero acariciaba los rostros y los pechos de las chicas
que se complacían con la candela. Grushenka la rodeó con su brazo y le susurró al oído:
—¿Quieres hacer por mí todo lo que yo haga por ti?… ¿Todo?
La muchacha asintió tímidamente; Grushenka entonces la tumbó en la alfombra, le levantó las
enaguas y se puso a besarle el vientre; la muchacha era cosquillosa y se rió.
Grushenka le abrió las piernas y metió su cabeza entre los muslos de la niña. El lindo
montecillo de Venus casi no tenía pelo aun. La muchacha luchaba contra la intrusión y se movía
un poco, pero eso sólo servía para incitar más a Grushenka a poner en práctica lo que había
aprendido durante su estancia en el establecimiento de baños de la señora Brenna.
La muchacha suspiró, arqueó su cuerpo, pegándose a la boca de Grushenka cuando se produjo
el orgasmo. De hecho, la muchachita era virgen, y era la primera vez que obtenía un orgasmo. Se
quedó rendida, sin moverse, con los labios ligeramente entreabiertos, sonriente y agotada.
Grushenka la examinó con una extraña simpatía. Sabía que la niña no se lo haría a ella, y dejó
así las cosas. Su propio nido de amor sólo pudo satisfacerse aquella noche, cuando ella misma se
lo frotó pensando en su amado Mijail.
Sergio no la inscribió en su lista especial. Estaba demasiado ocupado tratando de hacer dinero
y de amontonarlo en su cofre privado. Le gustaba beber y jugar con les mozos del establo y no
solía sentir muy a menudo deseos de desprenderse de su esperma. Siempre que sentía el deseo de
hacerlo agarraba a unas cuantas de las muchachas que había por ahí, descartaba a las que tenían
nalgas voluminosas y hacía el amor con las demás, a su modo.
Pero pronto iba entrar Grushenka en contacto con él en otra forma. Una tarde en que estaba
limpiando el comedor y llevaba una de las sillas con la corona principesca repujada en el respaldo,
Sergio, que atravesaba rápidamente la sala, se dio con la rodilla en la silla, se hizo daño y quiso
castigar al instante a la culpable.
Desprendió el látigo de cuero del cinturón, y Grushenka se inclinó hacia delante poniendo
ambas manos sobre las rodillas. Luego se le ordenó que apretara las rodillas una contra otra y no
se moviera. Le arrancó la blusa por encima de la cabeza y con la mano izquierda la asió por el
pelo, enrollándolo alrededor de su muñeca; y dio comienzo el castigo.
Levantó el látigo y lo hizo girar por encima de su cabeza; el golpe cayó sobre los hombros
desnudos, y el dolor fue peor de lo que ella había previsto; le cortó la respiración y la hizo jadear.
Dio un gran grito, agitándose y retorciéndose en agonía.
Él siguió azotándola lentamente, de tal forma que ella sentía el escozor de cada golpe. Era
como si le pusieran un hierro candente en la espalda y los hombros. Se encogía y retorcía cada vez
que el cuero mordía su carne estremecida. Brincaba alrededor de la habitación con las piernas
apretadas, pero de nada le servía, pues Sergio le daba los golpes de tal forma que la punta del
látigo se enroscaba alrededor de su cuerpo y le mordía los pechos, aumentando así su tortura.
Estaba a punto de desmayarse o de arrojarse al suelo sin pensar más en las consecuencias,
cuando Sergio se detuvo. Le dio una patada en el trasero y le advirtió que tuviera más cuidado la
próxima vez.
Cuando Grushenka, llorando y gimiendo, recobró el sentido, las demás muchachas se habían
marchado. La verdad era que se habían escapado de la habitación en cuanto Sergio se ensañó con
ella, pues a él no le importaba azotar a media docena más de espaldas una vez que había
empezado. Entonces volvieron y se dedicaron a ponerle crema agria en las largas heridas rojas que
le cubrían la espalda, los hombros y uno de los pechos. Pasaron días antes de que Grushenka se
sintiera nuevamente bien y olvidara sus dolores; las marcas tardaron varias semanas en
desaparecer.
Transcurrió el tiempo, y un buen día Grushenka volvió a encontrarse con Sergio. Eso sucedió
cuando ordenó a la vieja y perezosa gobernanta que le enviara a media docena de las muchachas
que tuvieran los mejores pechos; ellas no entendían qué se proponía y estaban muy asustadas, pero
era su deber presentarse ante él.
Grushenka fue, por supuesto, una de las que, vestidas sólo con enaguas y desnudas de la
cintura para arriba, llegaron a su cuarto y se quedaron ante su puerta, esperando. Sergio estaba
encantado escribiendo números en un gran pliego y maldiciendo. Finalmente, tiró la pluma, aspiró
un poco de rapé y miró a las chicas.
Todas tenían pechos grandes y duros, con piel blanca o apiñonada y pezones rosados o
morenos; podía escoger. Se levantó, las tocó, les hizo cosquillas, pesó los pechos y los pellizcó.
Ellas se agitaron un poco y rieron, pero estaban intranquilas.
Naturalmente escogió a Grushenka. Tenía los pechos más bonitos, de un blanco lechoso,
llenos, pero puntiagudos y con pezones anchos y rosados. Le ordenó que se pusiera su mejor ropa,
falda y blusa, pero nada debajo. Grushenka salió corriendo para cumplir sus órdenes.
Al regresar, se encontró con que estaba ocupado con las muchachas. Estaban todas arrodilladas
en hilera sobre el sofá, con el trasero al aire; una de ellas estaba siendo penetrada por Sergio, pero
sin duda todas habían recibido ya su saludo, pues se frotaban la hendidura trasera con los dedos, o
se acariciaban la entrepierna.
Pronto sacó el aparato del orificio en que lo tenía y pasó a la siguiente fisura. Grushenka se
mantuvo cuidadosamente callada y trató de pasar desapercibida, quedándose en el umbral; no
tenía el menor deseo de verse agasajada de aquella forma.
Después de que Sergio hubo concluido con la chica de turno, dio a cada una de las chicas un
manotazo en las nalgas, las despidió, metió su verga tranquilamente en los pantalones, sin tomarse
la molestia de lavarla después de su paso por los callejones traseros y se volvió hacia Grushenka.
Le abrió la blusa por delante, le sacó los pechos y trató de arreglar la blusa de modo que
asomaran.
Pero no pudo lograrlo; la blusa era ancha, con muchos frunces, y de cualquier forma que la
pusiera le cubría todo el pecho. Ordenó a la gobernanta que compareciera y le exigió que
confeccionara un elegante traje de noche para Grushenka, pero que fuera escotado por delante en
forma tal que pasara por debajo de los pechos. Sonrió con aire entendido al dar la orden.
Un brocado azul claro, bordado con flores de plata, apareció en uno de los muchos armarios;
fue cortado y cosido, convirtiéndose en un elegante traje de noche. Grushenka ayudó y supervisó
el trabajo con mucho interés. Sabía, por los sastres de Nelidova, qué le sentaba mejor y cómo
debía hacerse un vestido. Al presentarse ante Sergio unos días después estaba deslumbrante.
Una línea sutil de elegancia y estilo caracterizaba la creación, que terminaba con una larga
cola que nacía de la cintura; la completaban anchas mangas que colgaban hasta las rodillas, todo
ello coronado por los pechos desnudos que sobresalían casi con descaro. Añadamos a todo esto
que Grushenka se había pintado los pezones con alheña (como había visto hacer a Nelidova), que
tenía el cabello peinado según la línea de mayor elegancia en la época y que ostentaba su más
encantadora sonrisa.
Sergio, el rudo campesino y capataz de siervos, no pudo por menos que admirarla y felicitarla.
Por supuesto, había una diferencia muy grande entre la Grushenka en blusa de trabajo, desaliñada
y medio desnuda y la Grushenka arreglada como una gran dama. Más que satisfecho, Sergio la
tomó de la mano y se la llevó al cuarto del viejo príncipe.
El anciano se encogió y se puso a temblar de miedo en cuanto ambos entraron en su cuarto;
estaba a punto de esconderse debajo de las almohadas de su amplio lecho. Tenía el cabello largo,
de un blanco nieve, y la barba blanca descuidada. Sus ojillos estaban entrecerrados y los párpados
enrojecidos e inflamados. Su nariz era pequeña y encogida y parecía un San Nicolás que hubiera
sufrido un accidente y yaciera, helado, en la nieve.
—Bueno, te traigo algo hermoso —empezó diciendo Sergio—, algo que te gustará para jugar.
Y si tratas de esconderte debajo de las almohadas o de mirar a otro lado, te azotaré, bribón.
¿Acaso no te gustaban las chicas con pechos grandes cuando eras más joven, y tenía yo que
limpiarte las botas? Lástima que estés demasiado débil, porque te haría limpiar las mías. ¿No tuve
yo que mirar miles de veces mientras tú metías tu polla de señorito entre sus pechos… en aquellos
días en que tenía yo que elegir para ti las que tenían los pechos más grandes? Pues bien, ya ves
qué bueno soy; te traigo algo para que juegues. Vamos, vamos, toca y juega un poco. Eso te
aliviará, ¿no crees?
La verdadera razón del cambio de conducta de Sergio radicaba en que ya estaba harto del
anciano. Quería que muriera, pero todavía no se animaba a matarlo; había planeado debilitarlo
más aún. Esperaba que el anciano, que no había visto a una mujer en tanto tiempo, se excitara y
sufriera un síncope. Por eso empujaba a Grushenka hacia la cama. El viejo príncipe, tratando de
apartarla, no pudo menos que rozarle los pechos desnudos. Como no le pareció suficiente, Sergio
la empujó hasta que uno de sus pechos se posara en la cara del anciano.
Pero Sergio comprendió que, mientras él estuviera allí, el temor inhibiría al anciano, y los
jóvenes pechos de Grushenka no podrían excitarlo. Contemplando a Grushenka, Sergio consideró
que no sería peligrosa y decidió dejarlos a solas. Ordenó a Grushenka que acariciara el rostro del
anciano cada media hora con sus pezones, lo dejara jugar con ella y hasta hacerle el amor, si así lo
deseaba.
—Después de tanta continencia en estos últimos años, tiene derecho a un poco de placer —
observó y salió del cuarto.
Grushenka se sentó modestamente en el silla y examinó al príncipe: estaba tendido, quieto,
mirando a la nada, con ojos que reflejaban estupidez. Al cabo de un rato, ella volvió la mirada,
compadecida. Sintió que era él, entonces, quien la examinaba a su vez, y, antes de que él pudiera
evitarlo, sorprendió una mirada aguda y llena de inteligencia; comprendió que estaba
representando un papel de tonto y que aún distaba mucho de la locura. Finalmente, el anciano dijo
en voz muy baja:
—No va a matarme, ¿verdad?
—Voy a compadeceros y a ayudaros; odio a Sergio —fue la respuesta de Grushenka.
Pero ambos se cuidaron de decir algo más; quién sabe si el siervo que hacía de amo estaba
escuchando tras de la puerta.
Al cabo de un rato Grushenka se levantó e inclinándose sobre él como para acariciarlo con sus
pechos, le susurró:
—Tengo que hacerlo; quizá esté mirando por la cerradura.
El príncipe representó su papel y le acarició un poco el pecho.
Ella vio que había unos libros sobre la mesa, tomó uno entre sus manos y empezó a leer en voz
alta. Él se quedó asombrado al ver que sabía leer y escuchó la historia con interés. Pero éste se
convirtió en admiración cuando ella empezó a insertar en su lectura frases que no estaban
impresas en el libro. Por ejemplo: «Tened mucho cuidado», o «Tengo que volver a veros», o
«Pensad qué podemos hacer», o «Cuando regrese, comportaros como si no quisierais volver a
verme»… y así durante su permanencia en el cuarto del anciano.
Cuando regresó Sergio en busca de Grushenka, el viejo se quejó estúpidamente de que aquello
le había provocado calor y fiebre, que no quería volver a verla y que le había molestado con su
lectura. Sergio quedó encantado y particularmente complacido cuando Grushenka le dijo, al salir
de la habitación, que el príncipe era un anciano decrépito, que deliraba y que sin duda le faltaba un
tornillo.
Sergio le ordenó entonces que visitara diariamente al príncipe y que le molestara un poco más
cada día.
—Sácale el pito —indicó—, o lo que de él quede, y frótalo o bésalo. Que se excite un poquito
antes de irse de una vez al infierno; al fin y al cabo eres su sierva, ¿no?
Sin embargo, Sergio quiso antes apaciguar su propia excitación, y Grushenka le pareció
demasiado hermosa en su traje de noche para desperdiciarla. En aquel mismo instante, la joven se
vio con la cabeza enterrada en los cojines de un sofá, mientras un dolor agudo en los intestinos le
indicaba que Sergio era rápido en manejar su verga. Cuando él, al levantar la larga cola del
vestido, se encontró con los pantalones, le ordenó que no volviera a ponérselos. También decidió
que, a partir de aquel día le haría el amor cuando saliera del cuarto del príncipe. El vestido
elegante había estimulado en él sus instintos de hombre de baja ralea; también ordenó que sus
demás favoritas llevaran vestidos elegantes siempre que las convocara para su placer.
Mientras tanto, Grushenka tuvo que soportar el embate de su deseo y lo hizo con la convicción
de que su venganza no tardaría en llegar. Sergio hizo uso una y otra vez de su orificio posterior y,
aun cuando parezca extraño, Grushenka acabó por descubrir que al fin y al cabo no era tan terrible.
Por el contrario, aprendió a aflojar los músculos, a entregarse libremente y a disfrutar de esta
forma de excitación erótica. Su única objeción a los encuentros con Sergio era que él exigía que se
mantuviera absolutamente quieta, por muy excitada que se sintiera. ¡Cómo le habría gustado
responder a sus embates moviendo ella también el culo!
La liberación del anciano príncipe Asantcheiev y la caída de Sergio se produjeron mucho antes
de lo que la propia Grushenka había supuesto. Llevó a escondidas papel y lápiz al cuarto del
anciano y, mientras le leía en voz alta, sentada en forma tal que un observador no pudiera verlo a
él por el agujero de la cerradura, él escribía una carta. Muchos días tardó el debilitado anciano en
prepararla. Durante todo ese tiempo tuvo que esconder bajo las sábanas las hojas sin terminar,
temblando de que lo descubrieran, pues eso habría significado su muerte violenta en manos de
Sergio. Dirigió la carta a un pariente lejano que tenía un castillo en la ciudad.
Mientras Sergio estuvo en la casa, Grushenka, quien no confiaba en nadie, no se atrevió a
llevar el mensaje personalmente a su destino. Pero un día que Sergio salió para asistir a las
carreras, se vistió a toda prisa, salió corriendo de la casa, tomó un droshki y atravesó la ciudad.
El pariente no estaba en casa, pero sí su esposa. Grushenka se abrió paso a través de toda una
cadena de sirvientes, compareció ante la dueña, se arrojó a sus pies, contó su historia con mucho
nerviosismo, entregándole a continuación la carta.
Al principio la dama no quiso escucharla. El príncipe les había escrito cartas insultantes pocos
años antes, pidiéndoles que no volvieran a comunicarse con él. Y aquel mayordomo sucio le había
prohibido a su esposo la entrada a la casa, por orden del anciano príncipe. Habían sido apartados
por completo de su vida. ¿Cómo podía esperar que ahora le ayudaran?
Pero Grushenka le suplicó tanto que acabó por leer la carta. Empezó a meditar el caso y pidió a
Grushenka que le repitiera la historia.
De repente, lo comprendió todo; le resultó evidente que el príncipe Asantcheiev era realmente
prisionero de su esclavo, quien lo dominaba con amenazas de muerte, y decidió intervenir.
Pero ¿cómo?
Se lamentó de que su esposo estuviera de viaje y de no saber qué hacer.
Pero Grushenka tenía prisa; había que actuar antes del regreso de Sergio, porque estrangularía
al anciano si tenía la menor sospecha. Sugirió que acudiera a conocidos, que llamara a la policía
y…
Pero la dama recobró la calma y se hizo cargo de todo. Escogió a media docena de sus más
fuertes estableros, y salieron en coche, a gran velocidad, hacia el castillo del anciano príncipe.
Sergio no había regresado aún. Él anciano príncipe se puso histérico al ver a su pariente,
alternando los gritos de alegría con alaridos de terror. Decía que Sergio, a quien llamaba el
demonio, los mataría a todos. Su temor no se mitigó ni tan sólo cuando se llevaron a Sergio
encadenado y esposado.
Resultó tarea fácil. Cuando volvió, los seis hombres se le echaron encima y lo dominaron en
pocos segundos. Mandaron buscar a la policía y, en presencia del teniente, el anciano acusó a su
siervo y pidió que lo colgaran. Así se llevaron a Sergio.
El capitán de policía decidió no ahorcarlo, sino enviarlo a Siberia. Pero Sergio, que al
principio se había quedado como atontado, tuvo una reacción violenta aquella misma noche y trató
de escapar. En castigo, se le azotó con el knut, y el policía que llevó a cabo el castigo lo trató tan
mal que le rompió la columna vertebral.
Sergio murió durante la noche; todo esto puede comprobarse en los archivos de la antigua
familia Asantcheiev. También puede comprobarse que el anciano príncipe concedió a Grushenka
la libertad y una buena dote. Vivió muchos meses en paz y felicidad, y Grushenka lo cuidó
mientras vivió. Al fallecer el príncipe, la pariente que había ayudado a liberarlo recibió en
herencia el castillo, donde residió a partir de entonces; se llamaba condesa Natalia Alexiejew.
Grushenka se quedó con la condesa Natalia hasta que…, bueno, eso lo veremos en el próximo
capítulo.
13
La condesa Natalia Alexiejew y su esposo, el conde Vasilis, eran aristócratas rusos a la vieja
usanza conservadora, un tipo de personas que Grushenka aún no había conocido. Eran religiosos,
rectos y estrictos, pero justos. Se sentían dueños absolutos de sus siervos pero se consideraban
más como padres para ellos que como amos.
El día empezaba temprano con una reunión a la que asistían todos los que formaban parte de la
casa para rezar. Después desayunaban todos alrededor de una larga mesa presidida por los amos.
Cuando no había invitados, amos y sirvientes comían en la misma mesa y de los mismos platos.
Después de lo cual se entregaban todos cada cual a su tarea.
Trataban de corregir al principio la pereza o la estupidez con palabras de advertencia. Sólo en
casos raros y graves se recurría al látigo. Los amos no lo manejaban personalmente; enviaban al
culpable al establo, donde el viejo cochero de confianza. José, tendía al culpable sobre una paca de
heno y le administraba la paliza. (José era un verdadero Judas, y los azotaba más tiempo y más
fuerte de lo que le habían ordenado. Los demás siervos lo odiaban. Cumplían con sus deberes para
mantenerse alejados de sus garras).
En la casa, además, no se cometía abuso erótico alguno. La pareja de aristócratas compartía la
misma cama todo el año. El conde, que tenía más de cincuenta años, había perdido sus inquietudes
sexuales, y la condesa, que tenía diez años menos que él, estaba aparentemente satisfecha con lo
que él le ofrecía. Era guapa y regordeta, con carnes firmes y muchos hoyuelos. Sus modales eran
maternales, aun cuando tendía a soltar prédicas con demasiada frecuencia, pero todos sus
sirvientes la adoraban.
Unas semanas después del fallecimiento del anciano príncipe, se aproximó a Grushenka y le
preguntó qué pensaba hacer. ¿Quería marcharse? ¿Convendría buscarle esposo? ¿No le gustaría
establecerse en una granjita? ¿Qué planes tenía?
Grushenka no supo qué contestar. Después de hablar del asunto, decidieron que por el
momento Grushenka se quedaría en la casa, y la condesa la puso a cargo de la ropa y de la vajilla
de plata.
Ahora Grushenka llevaba una cadena colgada del cinturón con muchas llaves que abrían
armarios y cajones. Se sentía orgullosa de ocuparse de los incontables conjuntos de ropa, desde los
trapos recios empleados a diario por los siervos hasta los finos adamascados que recubrían las
mesas, así como de las piezas de porcelana y demás adornos de plata que se sacaban únicamente
en las grandes ocasiones. Tenía diez muchachas a sus órdenes para limpiar, remendar y coser las
prendas nuevas que habían sido tejidas por otro grupo de mujeres y por las campesinas de una de
las fincas.
Su orgullo la incitó a tener en perfecto estado los objetos que le habían sido confiados. Esa
pretensión suya no siempre era bien atendida por las muchachas que trabajaban para ella,
especialmente al principio, cuando empezaron a limpiar después de los muchos años de desorden
que habían precedido al fallecimiento del anciano príncipe. Las regañó con palabras amistosas,
pero, como era tímida, se reían a sus espaldas. Tuvo que llenarse de valor para pellizcar el brazo
de una u otra y se dio cuenta de que, en cuanto daba la vuelta, le hacían muecas y se burlaban de
ella.
Finalmente, se quejó con la condesa, que pensó seriamente en el asunto y le aconsejó lo
siguiente:
—Lo malo con las campesinas —dijo la condesa— es que no atienden hasta que no se les hace
recapacitar con algún latigazo. No debes informarme a mí y pedirme que yo las envíe al establo.
Sólo servirá para que te consideren una traidora y crean que les tienes miedo; algunas te harán
muchísimas malas pasadas. No. Lo mejor será que tengas a mano unas cuantas varas frescas
mojadas en agua salada. Si las azotas de vez en cuando de modo que les duela, entonces se
portarán como corderitos.
Acatando este consejo, Grushenka consiguió las varas y les hizo a sus muchachas una severa
advertencia, pero de nada sirvió, se lo tomaron en broma y rompieron las varas en cuanto les
volvió la espalda.
Una en particular, una mujer gorda de unos treinta años que había estado casada en dos
ocasiones a dos campesinos; los dos habían fallecido, y siempre había regresado a formar parte
del personal escogido porque había sido una de las últimas favoritas del difunto príncipe. Solía
llamar «nena» a Grushenka y contaba cosas de su vida de casada interrumpiendo el trabajo de las
demás. Ella misma no hacía casi nada durante el día y, cuando Grushenka le pellizcaba el brazo,
solía sonreír diciendo:
—Oh, querida, vuelve a hacerlo, ¡me encanta!
No cabe duda de que no le dolía mucho; tenía la piel dura y morena, propia de su ascendencia
campesina. Sus pechos exageradamente grandes habían llamado la atención del viejo príncipe que
la vio por vez primera nadando en un río de su propiedad. Ella solía arrodillarse a sus pies, colocar
su verga entre los pechos y frotarlo hasta que sentía que el líquido amoroso chorreaba por su
garganta. Creía tener más derechos que Grushenka y por eso molestaba y se rebelaba. De modo
que, cuando hubo irritado en varias ocasiones a Grushenka, ésta perdió la paciencia y la condenó a
veinticinco azotes de vara en las nalgas desnudas.
La muchacha se levantó tan campante, se quitó algunas horquillas del cabello y con ellas se
recogió las faldas a la cintura. Con movimientos lentos y ceremoniosos se tumbó en el suelo con
el trasero levantado y dijo con sarcasmo:
—Por favor, pégame, cariño. Quiero ponerme cachonda.
Grushenka apoyó una rodilla en la espalda de la culpable y atrajo hacia sí el cubo con las
varas. Tenía ante sí dos enormes nalgas: dos inmensos globos, morenos, musculosos y duros como
el acero. La muchacha tenía los muslos muy apretados y se esforzaba por contraer los músculos y
aminorar la fuerza de los golpes; no estaba asustada, porque Grushenka no era muy fuerte.
Grushenka se dio cuenta de que, si no obligaba a la condenada a someterse, perdería el respeto
de todas las muchachas y apretó los labios con rabia.
—Abre las piernas todo lo que puedas —ordenó brevemente.
—Claro que sí, palomita —replicó la otra burlonamente—. Cualquier cosa con tal de
complacer a mi nena.
Separó las piernas todo lo que pudo. Al final de la hendidura se abrió una enorme caverna, una
cueva cubierta de pelos y capaz de recibir cualquier tipo de falo. La carne espesa del final de la
hendidura no parecía musculosa. La parte interior de los muslos, cerca del orificio, llamó la
atención de Grushenka, y dirigió los golpes hacia allí.
Al principio, como estaba muy excitada, golpeó con poca fuerza y mucha rapidez. Pero, al ver
que a la muchacha no parecía importarle y que, además, murmuraba frases irrespetuosas,
Grushenka se puso a azotarla con renovada energía y de un modo que ella misma jamás hubiera
sospechado.
La carne que rodeaba a la cueva se puso de color púrpura, empezaron a aparecer gotas de
sangre, y la moza empezó a agitarse. Las puntas de la vara laceraban la parte interior de los labios
del orificio.
Pronto quedó la vara hecha añicos, y Grushenka tomó otra. Le dolía la mano, pero no le
importaba. Se estaba quedando sin aliento, pero seguía azotando con los ojos fijos en el extremo
de la hendidura, descuidando por completo los gruesos muslos.
Por fin la mujer empezó a sentir el dolor; al principio, lo había aguantado para imponerse a
Grushenka y para demostrarle que no podía hacerle daño. Pero ahora le dolía demasiado y cerró
las piernas.
Grushenka, que presentía su victoria y la sumisión de su enemiga, no quiso permitirlo; le gritó
que abriera las piernas y, al ver que la muchacha no obedecía, se inclinó llena de ira y le golpeó
una de las enormes nalgas.
La muchacha gimió y lloró, pero volvió a abrir las piernas de mala gana. No le bastó a
Grushenka, quien las abrió hasta donde era posible y reanudó su paliza hasta que la muchacha
pidió gracia y perdón.
Grushenka dejó de golpear, pero no había terminado. Le dijo a la muchacha que no se moviera
antes de que ella misma la lavara. Cogió con la mano agua salada del cubo y frotó la carne viva y
dolorida.
El escozor del agua salada hizo brincar a la moza, y, mientras se encogía instintivamente,
Grushenka manoseó su nido de amor, pellizcando alrededor del monte de Venus y estirándole
despiadadamente el vello. Finalmente, le metió las largas uñas en la cueva y, con un último
pellizco que provocó los últimos alaridos de la víctima, la soltó.
Una vez que la mujer estuvo de pie, echó a Grushenka una mirada en que se mezclaban
asombro y devoción. Le hizo una reverencia, le besó la manga y regresó humildemente a su tarea
sin secar las lágrimas que le corrían por las mejillas. Desde aquel día, todas las mujeres respetaron
a Grushenka, y algunas de ellas hasta le dijeron que se alegraban de que hubiera castigado a
aquella zorra impertinente.
La misma Grushenka sufrió un cambio después de esa experiencia. Ahora contemplaba a sus
diez muchachas como si fueran propiedad suya y disfrutaba pensando que podía hacer con ellas lo
que quisiera. Sentía excitación al pellizcarles los brazos desnudos. No se apresuraba Cuando
ordenaba que le enseñaran el interior de un muslo o hasta un pecho, para poder apretar a gusto con
lentitud y saña la carne entre los nudillos de los dedos. Cuando su víctima chillaba o se retorcía de
dolor, lo repetía una y otra vez y se daba cuenta de que eso la excitaba.
Se aprovechó cada día más de sus muchachas, y ellas no se atrevían a quejarse a la condesa.
Grushenka no tenía amante y solía sentirse excitada. ¿Qué hacía Nelidova en esos casos? ¿Para
qué tenían lengua aquellas golfas? Recordando a su antigua ama, Grushenka ordenó que sus chicas
le hicieran el amor. La gorda, que había sido su antagonista, se convirtió en su favorita para ese
deporte. Tenía una lengua larga y potente y la usaba alternativamente delante y detrás sin que
hubiera que decírselo. Pero, si una de las más jóvenes no la satisfacía, Grushenka la azotaba y se
tranquilizaba la conciencia:
—¿Quién me compadecía a mí cuando estaba en semejante situación? —solía preguntarse.
Pero todo cambió el día en que el conde y la condesa dieron una fiesta. Grushenka vigilaba a
las siervas mientras limpiaban los platos del gran buffet, cargado de comida. De repente, sin que
ella sintiera su presencia, Mijail se encontró a su lado.
Vestía el uniforme de gala, elegante de pies a cabeza, vivaz y de magnífico humor. Grushenka
sólo vio sus ojos azules, atrevidos, que la habían cautivado meses antes. Se quedó mirándolo como
si viera a un fantasma y, finalmente, cuando comprendió que estaba realmente allí, delante de ella,
y que era uno de los invitados a la fiesta, lanzó un grito débil y se volvió súbitamente para darse a
la fuga.
Pero él la cogió por el brazo y la atrajo con firmeza hacia sí.
—¡Hola, María! —pues tal era el nombre que ella le había dado cuando él y su amigo la
recogieron en el camino—. Hola, dama misteriosa… No te escapes. Te he buscado por todas
partes. ¡Si supieras cuántas veces hemos hablado de ti, mi amigo Vladislav y yo! El sigue en
Petersburgo. Hasta hicimos apuestas sobre tu identidad. Sigo sin saber qué pensar. No pareces
invitada, pues no llevas traje de noche. Pero no eres sirvienta. (Grushenka llevaba un vestido a la
moda, aunque sencillo, de seda gris, y no llevaba peluca).
—¡Déjeme, suélteme! —Las lágrimas nublaban la vista de Grushenka, que se sentía muy
nerviosa.
En aquel momento pasó la condesa, y Mijail le pidió ayuda.
—Puedo hablaros de mi valerosa amiguita —dijo la condesa—. Es una buena muchacha y, por
si fuera poco, muy guapa.
—Somos viejos amigos —declaró Mijail con un destello en los ojos—, pero ya no me quiere.
Mirad, quiere escapar.
—Por favor, no le diga nada —suplicó Grushenka a su patrona—. Sí… bueno, yo misma se lo
diré todo —y suspiró en forma tan patética, que ambos rieron.
—Está bien —aceptó Mijail—, lo prefiero así.
Grushenka lo tomó de la mano y lo sacó de la habitación, lejos del brillo de las mil velas, de
las risas y de las conversaciones entrecruzadas. Hizo que se sentara en el rincón oscuro de una de
las muchas antesalas y, mientras los sirvientes iban de un lado para otro, entregados a sus tareas,
ella se abandonó a la narración de la historia de su vida.
Se presentó a sí misma en toda su miseria y humildad. Le dijo que era sólo una sierva; que
cuando él y Vladislav la recogieron, huía vestida con un traje robado a su ama; que era una
criatura baja y sucia, que no merecía ni siquiera hablar con él. Cuando hubo terminado, se echó a
llorar, lo abrazó, lo besó y se aferró a su cuello como enloquecida, diciéndole que había sido
liberada y que ahora podía ir adonde él quisiera y que nunca volvería a separarse de él.
Mijail sólo entendió una cosa: que lo amaba y que no había dejado de añorarlo. Era muy
hermosa y, a pesar de sus lágrimas, le pareció una auténtica Venus.
Ella se dio cuenta de que le gustaba y, de repente, se serenó. Se reprochó su estupidez, se
recompuso y le sonrió con mucho encanto.
Él la besó, sin pasión, más bien como un hermano, y le preguntó maliciosamente si volvería a
acostarse con él; le prometió que sería muy cortés y que no roncaría. Luego volvió a la fiesta tras
asegurarle que volverían a verse.
Los informes de la buena condesa no tenían nada que ver con los que Grushenka le había dado.
Por supuesto, la condesa ignoraba por completo el pasado de Grushenka; en su bondad y candidez,
no podía sospechar las aventuras anteriores de su doncella. Suponía que la joven aún era virgen,
que sus padres habían sido gente decente, que ella había nacido libre, pero que se había visto sin
duda obligada a caer en la esclavitud por miseria. Al liberar al viejo príncipe demostró
inteligencia y valor, pues si Sergio hubiera descubierto la confabulación la habría torturado hasta
matarla. En broma le dijo a Mijail que no se enamorara de Grushenka, pues no era para él; el que
pudieran tener una aventura no le pasó siquiera por la imaginación.
Pero eso fue precisamente lo que sucedió. ¡Y qué feliz fue Grushenka! Mijail, con el pretexto
de saludar a la condesa, había cumplido su palabra de que volvería a verla, y se citaron. Grushenka
escapó clandestinamente del palacio aquella noche y ambos dieron un largo paseo en coche. No
tuvieron relación sexual alguna y se amaron como dos jóvenes enamorados.
Pero en la siguiente cita, ella fue a su apartamento y se abrazaron apasionadamente en la cama,
antes de darse cuenta de lo que estaba pasando. Grushenka, presa de exaltantes sensaciones cuando
él apenas la rozaba con la punta del dedo, le entregó su cuerpo joven con toda la pasión y la fuerza
que podía demostrar. Se amaron y se colmaron de besos y caricias hasta quedar totalmente
agotados. Mijail se enamoró más de ella que ella de él; en realidad, no tardó ella en serle
indispensable. Mantuvieron en secreto sus encuentros y disfrutaron más aún de su felicidad.
Se aproximaba el verano, y Mijail, cuyo nombre completo era Mijail Stieven, tenía que
marcharse a una de las propiedades familiares que administraba por cuenta de su padre, pero no
quería separarse de Grushenka. Naturalmente, concibió un plan atrevido para llevarla. Una
mañana, la condesa recibió una carta muy bien escrita de Grushenka, en la que le agradecía todas
sus atenciones y le avisaba de que se marchaba hacia un destino desconocido. La noche anterior
había sacado todas sus pertenencias del palacio y huido con el joven barón Stieven. Ambos
disfrutaron toda la dicha de una aventura.
La luna de miel en el campo fue demasiado maravillosa para ser descrita, por lo menos eso
pensaba Grushenka mientras rezaba en silencio. Para no ofenderla, Mijail la había presentado
como su joven esposa, y Grushenka era la «amada baronesa» y la «madrecita» de quienes la
rodeaban. No debería haberlo hecho Mijail, como se supo más tarde, pero por el momento su
«joven esposa» vivía en plena felicidad.
En su inmensa dicha, Grushenka trataba a todas las sirvientas con gran modestia y
consideración. Era buena con todos, visitaba a las campesinas enfermas, llevaba comida a sus
hijos, y el único inconveniente que le encontraba su amado esposo era el de que se mostrara
demasiado indulgente con todo el mundo.
En la cama, eran los dos insaciables. Ella abrazaba su cuerpo musculoso y firme con todos sus
miembros. Se entregaba a él sin reticencias, conmoviéndolo hasta la médula con su amor
apasionado. No besaba, con frecuencia, su siempre excitada verga, por mucho que lo deseara,
porque no quería recordarle constantemente que lo sabía todo acerca de ese tipo de amor. No se
atrevía tampoco a acariciársela; en cambio, en cuanto se tumbaban en la cama, ella se deslizaba
debajo de él, y su verga encontraba por sí sola el camino. Entonces sí, llevaba a la práctica su arte
moviendo las nalgas en círculos suaves, prolongando los momentos, obligándolo a permanecer
quieto cuando sentía que se aproximaba demasiado al final, acariciando su espalda con las manos
y besándole el rostro, el cuello y la cabeza una y otra vez.
A veces, cuando él estaba ya en la cama esperándola con impaciencia, ella jugaba a ocultar su
nido de amor y sus pechos con las manos, excitándolo con el contoneo de sus caderas. Cuando ella
se acercaba demasiado, él la cogía y no perdía tiempo hasta sentir su anhelante verga en la
ardiente cueva.
Grushenka aprendió a montar a caballo; ambos galopaban por el campo en largos paseos
durante los que hablaban sin parar de todo. La admiración que él sentía por su inteligencia, su
juicio certero y su espíritu alerta fue en aumento; juró no separarse nunca de ella, y Grushenka se
sentía intensamente feliz al comprobar que su amor era auténtico y duradero.
Evitaron visitar a los vecinos para no ofender a los terratenientes con la presencia de ella.
Parecían de tal forma hechos el uno para el otro que el porvenir se les aparecía tan prometedor
como el presente.
Nunca hablaron del pasado de Grushenka; Mijail no quería saber de dónde venía, ni lo que
había hecho. Ella, por el contrario, deseaba saberlo todo de él, y éste tuvo que contarle su vida,
desde su niñez.
Un día, después de darle muchos besos de despedida, Mijail la dejó para visitar a un vecino
con quien necesitaba discutir los precios del grano y demás asuntos relacionados con la
contabilidad que debía presentar a su padre. Llevaba ausente varias horas, cuando regresó el
cochero con un mensaje para Grushenka según el que ella debía ir en coche a reunirse con él en
cierto lugar al que acudiría él a caballo.
Grushenka había estado bordando debajo de un nogal del jardín. Se metió en el coche con su
traje de tarde, sin tomarse la molestia de cambiarse, ni tan sólo de ponerse un sombrero.
El lugar mencionado por el cochero se encontraba dentro de los límites de la propiedad y no
muy lejos. El coche avanzó velozmente por los caminos rurales; el cochero volvió hacia ella la
cabeza varias veces, mirándola a los ojos con una expresión bondadosa que ella sólo supo
comprender más tarde.
Tras recorrer unas cuantas millas, cruzaron una pesada diligencia. El cochero se detuvo; de la
diligencia bajaron rápidamente dos hombres, se apoderaron de Grushenka, la maniataron y se la
llevaron a toda prisa.
Grushenka estaba atónita; su propio cochero, que debería haber defendido a su ama, ni siquiera
había vuelto la cabeza; no cabía la menor duda, aquello era una conspiración.
Sus raptores le habían cubierto la cabeza con una capucha, y toda resistencia era imposible. La
diligencia recorrió millas y millas. Cuando se detuvo, la obligaron a salir, la hicieron subir unos
escalones, la ataron a una silla y le quitaron la capucha.
Estaba sentada en una habitación bien amueblada. Parecía la sala de una posada elegante. Sus
raptores se alejaron inmediatamente, y oyó cómo, en la habitación contigua, informaban de que la
habían entregado sana y salva. Dos caballeros de cierta edad, aristócratas bien vestidos, uno con
cabellos blancos, entraron y la miraron son severidad, especialmente el mayor de los dos, quien lo
examinó con mirada dura y poco amable.
—¿Con que ésta es la zorra que lo ha hechizado? —dijo, rompiendo el silencio—. Bien, vamos
a ocuparnos de ella —y había tal ira en su voz que el otro intervino.
—No sacaremos nada de ese modo —dijo—. Dejádmela a mí, y todo saldrá bien. —Entonces
se dirigió a Grushenka, que estaba sentada, asustada y llena de ansiedad—. ¿Sois la esposa del
barón Mijail Stieven? ¿Cuándo y dónde os casasteis con él?
—¿Quién sois? —contestó Grushenka—. ¿Qué derecho tenéis a interrogarme?… De todos
modos, no soy su esposa —añadió llena de temor.
—¿No sois su esposa? —repitió el hombre—. Pero ¿acaso no vivís con él?
—Lo amo y me ama, y podemos hacer lo que se nos antoje, ¿no?
—Vamos a ver, jovencita, esto es grave. Este señor es el padre de Mijail. Habiendo llegado
hasta él rumores de que su hijo se había casado en secreto, le interesaba, por supuesto, saber quién
era la esposa. Fuimos informados por los siervos de la propiedad. Debéis recordar que no es
propiedad de Mijail, sino de su padre, y por eso os raptó hoy el cochero. También hemos
investigado vuestro pasado; no fue difícil, pues la condesa sospechaba que os habíais fugado con
Mijail… Las muchachas nos contaron que Sergio os compró por intermedio de la señora Laura,
quien, a su vez, nos puso en contacto con Marta. Ella lo sabía todo; no sois más que una esclava
fugitiva de la propiedad de los Sokolov. Habéis engañado al inocente Mijail, que no es más que un
muchacho. No habría vivido con vos como su esposa de haber sabido que erais solamente una
sierva fugitiva que debemos entregar a la policía. Ahora, confesad: ¿cuándo y dónde se casó con
vos y qué sacerdote llevó a cabo la ceremonia? Tenemos medios para haceros hablar —agregó en
tono amenazador.
Grushenka sintió que se le entumecían las manos. Se enderezó como pudo y contestó con
dignidad. Nunca había engañado a su amado Mijail; no se había casado con él, ni siquiera había
pensado en ello. El mismo la había recogido en su coche cuando ella se escapaba de la señora
Sofía. Lo amaba con ternura y sabía perfectamente que no podía pretender a él por su rango.
Estaba dispuesta a convertirse en sierva del padre de Mijail por su propia voluntad, con tal de que
la dejara vivir cerca de su amante.
Sus palabras constituyeron una sorpresa para aquellos señores. Parecían sinceras, y sus
argumentos tenían peso. Los dos hombres hablaron largo y tendido en francés, idioma que
Grushenka no comprendía. El padre de Mijail aún estaba furioso, pero el otro hombre parecía bien
dispuesto hacia ella y lo demostró cortando las cuerdas que la ataban a la silla. Finalmente, el
padre de Mijail se dirigió a ella.
—Tengo otros planes para mi hijo, y no puedo permitir que vuelvas a verlo. Esta es mi
decisión definitiva y él la aceptará porque hace lo que yo le digo. Puedes elegir tu destino. Si estás
dispuesta a sacrificarte y alejarte de él, yo cuidaré de ti. De lo contrario, te entregaré a las
autoridades, para ruina de Mijail y tuya, pues su amante será azotada en la plaza pública, la
marcarán con un hierro candente y será enviada a Siberia, como corresponde a una sierva que huye
de su legítimo amo. Escoge.
Grushenka lloró, lloró por su amante. Los hombres la dejaron sola y cerraron la puerta.
Cuando regresó el amigo del padre de Mijail para convencerla, ella ya había tomado una decisión.
Por supuesto, no podía echar a perder el porvenir de Mijail. Estaba dispuesta a renunciar a él y,
cuando le dijeron que ni siquiera podría despedirse de él, también lo aceptó. Le permitieron que
escribiera una carta y, con su mala letra, expresó todo el amor y los buenos deseos que abrigaba su
corazón, diciéndole al final que debía obedecer a su padre. Nadie supo si aquella carta llegó a su
destino.
Los hombres cenaron con ella en su cuarto; no podía comer, pero pudo acompañarlos y hasta
conversó un poco. La contemplaban ahora con ojos distintos; les pareció bella y atractiva, y el
amigo del padre de Mijail observó que estaba castigando severamente a su hijo al quitarle tan
encantadora compañera.
Pero el anciano se mantuvo firme y anunció cuál sería el destino de Grushenka: tendría que
salir inmediatamente de Rusia. Le proporcionarían ropa de viaje y un pasaporte, y la
acompañarían hasta la frontera sirvientes de confianza. El barón le aconsejó que abriera un salón
de peinados o de trajes con todo el dinero que iba a entregarle. Y también le dijo que, si intentaba
ponerse otra vez en contacto con su hijo, perdería la vida bajo los latigazos del knut.
Lo decía un hombre que estaba en condiciones de cumplirlo y cuya venganza sería sin duda
temible si se mostraba rebelde. Grushenka lo entendía demasiado bien. El destino le había quitado
la felicidad. Había nacido sierva; los poderosos decidían su destino, y sus lágrimas no eran arma
suficiente para poder luchar contra su voluntad.
14
El viaje de Grushenka por Europa es una historia demasiado larga para ser relatada aquí. Era joven
y hermosa, pero estaba triste. Tenía mucho dinero, o por lo menos así lo creía ella. Parecía una de
aquellas viejas rusas con fama, en aquellos tiempos, de organizar orgías desenfrenadas. En vez de
instalarse en alguna parte, anduvo de un lado para otro, hasta llegar a Roma. Aquella ciudad la
impresionó muchísimo por su belleza y su alegría. Con la facilidad que tienen los rusos para los
idiomas, aprendió rápidamente a hablar italiano. Conoció a toda clase de gente: artistas,
estudiantes, mantenidas y, de vez en cuando, hasta gente de la buena sociedad.
Después de superar el golpe que la había abatido, protagonizó incontables intrigas amorosas.
Pero siempre estaba descontenta con los hombres o mujeres con quienes se acostaba, porque su
fuerza y su vigor rusos superaban la capacidad y los apetitos de sus amantes. Tenía momentos de
un total sentimentalismo, para luego entregarse a brutales orgías. Más de una vez, entró en
conflicto con la policía por despertar al vecindario con sus borracheras, o por pegar a sus
doncellas al estilo ruso.
El látigo se usaba por aquel entonces en todo el mundo civilizado, pero las doncellas italianas
que tenía a su servicio eran de constitución más delicada que las campesinas rusas y se
desmayaban a menudo a consecuencia de sus despiadadas torturas. Pero sus rublos la sacaron
siempre de todos los apuros, y muy pronto «la rusa salvaje» fue un personaje conocido en las
callejuelas de la vieja Roma.
Pronto se agotó su bolsa de tanto beber, jugar y malgastar. Entonces siguió el viejo camino que
todas las mujeres suelen seguir: pasó a ser una mantenida, arruinando a sus amantes al cabo de
poco tiempo con sus imprudencias. Se puso a trabajar para una alcahueta que abastecía a
extranjeros de la clase alta y entró nuevamente en conflicto con las autoridades. A consecuencia
de esto, huyó a Nuremberg, que en aquellos tiempos tenía una colonia italiana muy floreciente.
Pero allá no pudo hallar ni los clientes ni el dinero a los que estaba acostumbrada en Roma. Por lo
tanto se casó con un panadero alemán, pero se escapó de su lado sin divorciarse siquiera cuando su
instrumento quedó rendido después de la luna de miel.
Mientras tanto, su nostalgia por Rusia iba en aumento y, al cumplir los veintisiete años,
decidió volver. Su aventura con Mijail, a quien llevaba siempre en el corazón, habría sido
olvidada ya para entonces tanto por él como por su padre.
Decidió que abriría una tienda de modas en Moscú, semejante a la de la señora Laura. Era lo
bastante aventurera como para no preocuparse del dinero necesario para su empresa. Por lo tanto,
robó lo que pudo a su esposo alemán, se vistió con un elegante atuendo de viaje y, con el aspecto
de una mujer de mundo, no tardó en atravesar la frontera rusa. Para presentarse dignamente,
llevaba muchos baúles, aun cuando estuvieran llenos sólo de piedras.
Cuando llegó a las puertas de Moscú en un vehículo público, se apeó y besó los muros del
enorme umbral, tan feliz se sentía de sentirse otra vez en casa.
15
El obeso posadero se inclinó varias veces mientras conducía a Grushenka a «su mejor habitación».
Con frases de bienvenida, alabó la belleza de madame, admiró su nuevo traje occidental de viaje,
y le expresó su honor por albergar a tan distinguida dama.
Pero esa conversación iba mezclada de preguntas veladas respecto de los asuntos privados de
su nueva inquilina. ¿Quiénes eran sus parientes y familiares en la ciudad? ¿Cuál era su posición…
o su ocupación?
Las respuestas superficiales que obtuvo no le parecieron satisfactorias. Su curiosidad no
procedía de una antipatía personal, ni de su ansiedad por saber si podría cobrar o no; se debía a un
ukase muy severo de la policía, que ordenaba vigilar a las mujeres solas y denunciarlas
inmediatamente a las autoridades. Aquel ukase había sido creado por presión de la Iglesia, en una
de esas campañas de depuración que emprenden periódicamente todas las instituciones que velan
por la moral pública.
Naturalmente, Grushenka no sabía nada al respecto. Al dar su primer paseo por las calles
elegantes de Moscú y ser objeto de las miradas de los caballeros, abrigó grandes esperanzas para
su porvenir. Mientras tanto, el posadero registraba su cuarto y examinaba sus pertenencias con
ojos entendidos. Pronto le permitió un cerrajero tener acceso a los baúles, y se santiguó
suspirando; parecía una dama encantadora, pero él no tenía la menor intención de ser enviado a
Siberia por su culpa. ¿Dar posada a una aventurera? No, señor. Valía más avisar a la policía, cosa
que hizo a la mañana siguiente.
Los corpulentos y sucios policías penetraron en la habitación de Grushenka mientras dormía.
No escucharon sus protestas; la obligaron a vestirse a toda prisa y, sin permitirle siquiera que se
compusiera con cuidado, se la llevaron a la comisaría.
Una matrona de seis pies de estatura y tan «dura» como el diablo le sugirió que se quitara «ese
vestido tan limpio y tan mono» antes de entrar en su sucia celda. Cogió las prendas con una prisa
sospechosa y dio un portazo. Allí se quedó Grushenka, sentada en un cubículo, en la
semioscuridad, escuchando los pasos en el pasillo y los gritos y alaridos ocasionales de mujeres
que protestaban.
¿Qué significaba aquello? ¿Por qué la habrían encerrado? ¿Qué había hecho? Se estremeció
dentro de su corpiño y sus enaguas y los cabellos despeinados le cayeron sobre los hombros.
Al cabo de horas de espera, dos alguaciles la llamaron, haciéndola comparecer ante el capitán
del distrito. Era un hombre bajito, de cara redonda y ojos pequeños y penetrantes, que tenía prisa
de acabar con sus tareas. Apenas miró el pasaporte y preguntó de qué se le acusaba.
—Es una puta —dijo uno de los esbirro— y nada más.
Grushenka no se lo esperaba; no tenía ningún argumento preparado para hacer frente a aquella
acusación y, como no podía responder, soltó un torrente de palabras inconexas para refutar la
acusación. Le preguntó entonces el capitán de qué vivía, y la respuesta fue: «De mi dinero». Pero
no pudo demostrar que lo tuviera. Al decir que acababa de regresar del extranjero, las sospechas
aumentaron.
—Quizá sea algo más que una puta —dijo el capitán—. Quizás sea una espía o un miembro de
una de esas sociedades secretas que quieren destronar a nuestro amado zar. En todo caso, que
hable. Llevadla al potro; dentro de una hora nos lo habrá contado todo.
Los policías la arrastraron, a pesar de sus gritos y protestas, hacia el cuarto de torturas y la
golpearon y patearon con saña. Acabó pensando que más valía dejarlos y estarse quieta.
—Así es mejor —dijo uno de ellos—. Pórtate como un cordero y no te morderemos como
lobos —y ambos se rieron del chistecito a carcajadas.
Pero no quisieron correr ningún riesgo con ella. Le quitaron el corpiño y el corsé y le
arrancaron la cinta de la enagua —que cayó al suelo— y le desgarraron brutalmente los largos
pantalones. Entonces, atándole los brazos a la espalda con una cuerda, se quedaron quietos
contemplándola.
La silueta de Grushenka había cambiado mucho durante su estancia en el oeste de Europa. Su
cuerpo esbelto y grácil se había hinchado, volviéndose regordete y robusto. Sus pechos —que se
erguían desafiantes porque tenía los brazos hacia atrás— seguían siendo de una extraordinaria
firmeza; la curva de la cintura se había ensanchado, el monte de Venus parecía mayor y estaba
cubierto de un espeso vello negro; las piernas un poco más gruesas, seguían suaves.
Sin embargo, el cambio más notable se registraba en el trasero; había sido pequeño, pero ahora
era abundante y femenino y se ensanchaba a partir de las caderas en dos florecientes nalgas. Una
mujer en su plenitud estaba allí, frente a los dos alguaciles, con sus largos cabellos negros
cayéndole sobre los hombros, los ojos azules oscilando, llenos de ansiedad, de uno a otro, la boca
sensual suplicándoles que no le hicieran daño.
Uno de ellos, le agarró los pechos con mucha calma y los manoseó; ella no podía protegerse
contra aquellas manos sucias porque estaba atada.
—Creo que voy a tirármela antes de azotarla —dijo—. Es la más guapa de las que pasaron hoy
por aquí.
—Adelante —dijo el otro—. Después me tiraré a la rubita de la celda nueve. Me encanta cómo
chilla en cuanto la acorralo entre la litera y yo.
—No vamos a pelear por eso —fue la respuesta—. A ti te gustan las jóvenes que no tienen
todavía pelos entre las piernas. A mí me gustan más las gorditas, como ésta… —y dio un
manotazo a Grushenka entre las piernas.
—¡Haré lo que queráis! —suplicó Grushenka—. Cualquier cosa, pero por favor, no me hagáis
daño, no puedo soportarlo.
—Eso, ya lo veremos después —contestó el alguacil—. Date la vuelta y échate hacia adelante.
Hizo lo que le ordenaban. El otro, para ayudar a su compañero, se puso delante de ella, le
cogió la cabeza, la metió entre sus piernas y apretó los muslos, sosteniéndola al mismo tiempo por
las caderas.
El primer alguacil había sacado su enorme verga de los pantalones. Agarró las suaves nalgas
con las manos y las separó. No le costó trabajo insertar su monstruoso aparato. La entrada, que
antaño fuera tan estrecha, se había ensanchado notablemente. La cueva estaba húmeda, pero ya no
tenía el encanto del misterio; demasiados la habían visitado, y la propia naturaleza apasionada de
Grushenka había contribuido sin querer a ensancharla.
El alguacil tomó su tiempo. No había nada especialmente excitante en tirarse a una prisionera,
en particular aquella que, al parecer, era puta, y los hombres charlaban mientras se llevaba a cabo
la operación.
—¡Vaya bañera! —decía el que tenía la cabeza de Grushenka entre los muslos—. ¡Ojalá no te
ahogues!
—Bah, siempre es mejor que un agujero en la puerta —murmuró el hombre que se la tiraba.
—No te dejes ni un rinconcito, para que lo recuerde por mucho tiempo.
—Lo recordará, no te preocupes. Ya no follará allá donde la enviamos —y se refería al
reformatorio donde encerraban a las prostitutas.
—Al menos, si la dejas preñada, no la ahorcarán —recordó el otro en relación con la antigua
ley según la cual no se podía ejecutar a una mujer encinta.
Mientras oía éstos y otros comentarios, Grushenka seguía con la cabeza metida entre las altas
botas del policía. El olor de la grasa y del cuero la mareaba, el polvo se le enganchaba a las
mejillas y, en aquella posición, la sangre le bajaba a la cabeza.
Esa fue la primera sesión amorosa a su regreso a Rusia. ¡Cuán distinta de la que ella esperaba!
Quizá como amante de un aristócrata entre sábanas de seda… o llevándose a un ruso cualquiera a
su propia cama. En cambio…
Un policía la tenía cogida por la cintura, mientras otro se agarraba a sus caderas para
embestirla con mayor facilidad. De repente, recordó que tenía que quedar bien con aquellos
hombres y empezó a responder a sus embates, a mover las nalgas con movimientos expertos y a
estrecharle la verga. Trató de pegar su nido de amor a su verga, pero él retiró su instrumento con
toda naturalidad.
Ambos reconocieron que tenía nalgas hermosas y bien acolchadas, más apropiadas para el
látigo de cuero que para el knut; le dieron unos cuantos golpes con la mano y la soltaron.
Ella se levantó lentamente, con el rostro encarnado y manchado de la cera de las botas. Volvió
a implorarles de que no le hicieran daño. Los hombres no la escucharon; tenían que cumplir
órdenes. Había que atarla al potro.
El potro era uno de los más antiguos instrumentos de tortura. Inventado en los países de
Oriente, había sido adoptado por la Inquisición y se había difundido por toda Europa, pues era uno
de los aparatos más baratos y efectivos para las presas. Consistía simplemente en una tabla
colocada de canto sobre cuatro patas altas.
Los policías la empujaron hacia él y la obligaron a subir a una banqueta de madera con el fin
de que pudiera encaramarse a caballo en el borde de la tabla. Mientras un hombre la sostenía por
detrás, aferrándola por la cintura, el otro encadenaba sus pies y colgaba una pesa a los dos lados de
la cadera.
Grushenka se encontró sentada en el filo de la tabla, con las pesas de hierro estirando su
cuerpo hacia abajo. Tal como estaba colocada, quedaba sentada justo sobre la hendidura de sus
nalgas; el borde afilado de la tabla le cortaba pues las partes sensibles.
Sus carceleros ataron además una cuerda que colgaba del techo a la que le sujetaba los brazos
por la espalda, con lo cual le resultaba imposible echarse hacia delante o hacia atrás y aliviar así
su dolor.
Cuando hubieron terminado, los hombres salieron de la sala dando un portazo, sin escuchar sus
súplicas y sus promesas de contarlo todo.
Aquellos primeros momentos le hicieron un daño atroz, aunque creía poder soportar el dolor.
Más, de repente, un dolor agudo le atravesó las ingles, y lanzó alaridos de agonía. Cerraba y abría
los ojos desquiciados, juntaba las manos clavándose las uñas en las palmas, trataba de encontrar
otra postura que aliviara la presión en su hendidura dolorida, pero todo esfuerzo era vano: las
pesas de los pies y la cuerda de la que colgaba no le permitían cambiar de postura, y como más se
movía, más profundamente se hundía el borde de la tabla en su carne indefensa.
No supo cuánto tiempo permaneció en aquella posición en la que se desgarraba. Sus alaridos
pasaron a gemidos, y acabó sollozando débilmente. Estuvo a punto de perder el conocimiento,
pero el incontrolable dolor no se lo permitió.
Entró por fin el capitán de policía y, sin tener en cuenta sus súplicas, cogió un látigo de cuero.
Los golpes cayeron sobre sus muslos, su vientre y sus pechos. Creyó llegar al límite del dolor;
mientras el policía la azotaba, ella retorcía el cuerpo, aumentando así los horribles sufrimientos de
su entrepierna. Sí, estaba dispuesta a decirlo todo: la verdad y nada más que la verdad.
El capitán le quitó las pesas de los pies, sin por ello desencadenarla y, de una patada, le colocó
la banqueta debajo de los pies. Ella los apoyó, quedando de pie, con la hendidura dolorida a pocos
centímetros de la temible tabla. Con otra patada, la banqueta caería y volvería a encontrarse en la
posición anterior. Contó la historia de su vida, sin olvidar un detalle.
El gordo capitán de policía se había sentado en una de las mesas de tortura y escuchaba. Se
rascó la cabeza; era un caso complicado. Por lo que ella contaba, comprendió que había sido
liberada, que era libre, pero, por otra parte, seguía siendo una esclava fugitiva, propiedad de los
Sokolov. ¿A quién pertenecía ahora? ¿A los Sokolov, a madame Sofía, o seguía vigente su
liberación? ¿Debía considerarla libre?
No quería tomar una decisión precipitada. En todo caso, de momento, pertenecía al Estado, o
mejor dicho, a él. Por lo tanto, se quedaría con ella hasta que se aclarara la cuestión.
La dejó de pie en la banqueta y se fue. Al cabo de un buen rato, apareció la enorme matrona de
la cárcel. Retiró las cadenas y se llevó a Grushenka a rastras a su oscura celda. La mujer se negó a
devolverle sus finas prendas interiores y la dejó completamente desnuda. Las protestas de
Grushenka carecían de toda energía; a pesar de que sufría menos, se sentía tan débil y dolorida que
apenas podía caminar.
Estuvo días y días en aquella sucia celda. La incertidumbre era la que más la afectaba. El ruido
y los gritos que oía por los pasillos de la comisaría desquiciaban sus nervios. Se fue cubriendo de
mugre.
Un día, la matrona la sacó de allí, le hizo una limpieza rápida, la vistió con viejas ropas de
presidio y la entregó a un alguacil que estaba esperando y que la condujo por un dédalo de pasillos
y vestíbulos hasta el despacho privado del capitán de policía. Sorprendida, se detuvo en el umbral.
Sentada en el borde de una mesa grande, situada en el centro de la habitación, había una joven
prostituta. No tendría más de dieciocho años, pero era evidente que se las sabía largas y que era
más dura que el cuero. En ropa interior, discutía a voz en grito con el rechoncho jefe del poderoso
departamento de policía. El hombre no llevaba camisa y parecía grotesco. Al parecer, estaba tan
complacido como molesto por la insolencia de la chiquilla que lo trataba como si fuera el polvo de
sus zapatos.
—¡Oye, tú! —gritó la zorrilla dirigiéndose a Grushenka—. ¿Te das cuenta que ese animal
pretende ser quién sabe quién para besarme el coño, mi coño tan mono? ¿Qué te parece? —y le
abrió la bragueta sosteniéndola descaradamente abierta con ambas manos—. Le he dicho que no le
daré nada si no me lo lame como Dios manda. Te ha mandado buscar porque dice que tú entiendes
de esto, a menos que le hayas mentido…
—¡Está bien! —refunfuñó el capitán, ligeramente molesto—. Adelante, y haz lo que ella
quiere. Quizá con eso se quede tranquila, la muy zorra. Pero no la dejes que se corra porque, de lo
contrario, os daré una paliza a las dos, no quiero joder con un cadáver.
Grushenka se acercó y se ocupó de la joven. Esta podía ser una oportunidad para decidir su
destino, y lo mejor era hacerse simpática.
Había aprendido muy bien a hacer el amor a mujeres. En Italia, había invitado con frecuencia a
otras mujeres a su apartamento y había disfrutado mucho haciendo que se corrieran con su lengua.
A menudo, sus doncellas habían tenido que sujetarlas por la fuerza porque se resistían…
Pero aquella putilla barata le resultaba desagradable y no disfrutó lamiendo su nido de amor,
que, a pesar de su juventud, parecía ya bastante usado. Se agachó y abrió las piernas de la
muchacha para trabajar más a gusto. La descarada jovencita inclinó su cuerpo en la mesa y lanzó
una mirada de triunfo a su robusto amante que se paseaba por el cuarto.
La lengua de Grushenka empezó el juego; aquella lengua se había ensanchado, se había vuelto
ágil y conocedora de todos los trucos posibles. El nido de amor, al sentir que allí había una
maestra, se excitó en seguida muchísimo. La rubia había iniciado aquella comedia sólo para
molestar a su amante, pero descubría ahora, con gran sorpresa, que le estaban preparando un
festín; entonces decidió abandonarse. Grushenka notó que el clítoris, antes hinchado y endurecido,
se había ablandado, pero siguió el juego de su lengua para que el capitán de policía no se enterara
de que su amante estaba haciendo lo que se le había prohibido: gozar antes de que él la penetrara.
—Ya basta de tontería —dijo, interrumpiendo a Grushenka y dándole un empujón—. Ahora se
la meteré, le guste o no. —Y procedió a introducir su corta verga en el húmedo canal.
Grushenka dio una vuelta por el cuarto, encontró un lavamanos y se limpió la cara. Entonces,
mirando a la pareja, decidió no salir de allí antes de aclarar su situación con el capitán. Vio que
estaba inclinado sobre la muchacha, con los pantalones cayéndole por los tobillos, sus nalgas
musculosas atareadas dando empujones.
Se le ocurrió una idea: se arrodilló detrás de él, le abrió el ojete y pegó su boca al orificio.
Jamás le habían hecho semejante cosa; sorprendido, interrumpió los movimientos e, inmóvil
frente a su amante, se entregó a su deleite.
La muchacha, que no sabía qué ocurría, le gritó:
—¡Oye, tú! ¿Qué te pasa? ¿Te estás volviendo perezoso? Fóllame, bastardo. —Y movió las
nalgas para obligarle a trabajar.
Le estiró con fuerza los pelos del monte de Venus y le habló con tono tan imperioso que ella se
quedó asombrada.
—¡Quieta cerda! No te muevas, o te doy una paliza.
Grushenka lo acariciaba entre las piernas con los dedos, le frotaba el orificio trasero con la
lengua y finalmente se la metió dentro. Al capitán le temblaron las piernas, se dejó caer sobre los
muslos de la putilla, gimió y gozó frenéticamente.
Al levantarse para vestirse, la prostituta seguía preguntándose qué había sucedido, pero
adivinó lo sucedido en cuanto sorprendió a Grushenka limpiándose los labios con una toalla
mojada, mientras el capitán se lavaba la entrepierna en la palangana.
Grushenka tuvo tiempo de rogarle que se ocupara de ella. El capitán seguía temiendo
comprometerse; llamó a la matrona y, tras tomar una decisión, que para Grushenka no tenía
ningún sentido, la devolvió a su celda.
Aquella misma noche la matrona le comunicó la juiciosa decisión: puesto que actualmente no
pertenecía a nadie en particular y, al parecer, tampoco era mujer libre, pertenecería a partir de
entonces al Estado y pasaría a ser ayudante de la matrona. Naturalmente, la verdad era que el
capitán la quería para él y no deseaba verla morir en su asquerosa celda.
A la matrona no le gustaba en absoluto el giro que habían tomado las cosas. Como pronto
descubrió Grushenka, era muy avara y temía que ella pudiera obstaculizar sus asuntos. Pero tuvo
que obedecer; dio algo de ropa a Grushenka, un alojamiento al lado del suyo y toda clase de
ocupaciones.
Grushenka tuvo que preparar las comidas, una sopa clara, cuyo contenido consistía en un
mejunje de dudosos orígenes, vigilar a las presas mientras limpiaban las celdas y, en general,
ayudar en todo un poco.
Pronto se enteró Grushenka de que existían cuatro tipos de presas para la matrona. Primero:
las que tenían influencia fuera de la cárcel, que serían pronto liberadas y a quienes no debían
molestar. Segundo: las que tenían dinero y podían conseguir más del exterior. Tercero: las que
tenían dinero pero no soltaban un kopek; éstas eran víctimas de despiadadas torturas. Finalmente,
estaban las que no tenían dinero ni influencia y a las que se dejaba pudrir en sus celdas.
No establecía diferencias de edad o de salud entre las mujeres que tenía bajo su férula. No le
importaba en absoluto que fueran criminales, ladronas, putas o envenenadoras, ni que fueran
inocentes y estuvieran presas por error o falsa denuncia. No eran más que máquinas vivientes de
las que podía extraerse dinero y no vacilaba en apretarles los tornillos sin compasión. En cuanto
las entregaban a su custodia, les quitaba todas sus ropas, el dinero, las joyas y demás prendas de
valor. Si era una prostituta vieja, o una mujer que había estado previamente en la cárcel, no
vacilaba en registrarle las partes nobles en busca de algún tesoro oculto. Entonces, las obligaba a
enviar mensajes pidiendo dinero a sus amigos del exterior por medio de los policías. Si llegaba
dinero, la presa tenía algunos días de tregua en forma de alimentos, ropa y aire fresco; el policía
cobraba una propina y la matrona aumentaba su botín. Pero, si el mensaje quedaba sin respuesta,
torturaba a la desdichada, y más de una vez tuvo que ayudarla Grushenka a hacerlo.
La sala de torturas estaba allí para eso, y así fue en casi todos los países del mundo hasta
mediados del siglo XIX, aun cuando la tortura hubiera sido abolida oficialmente en la mayoría de
los países a finales del siglo XVIII. Sin embargo, la matrona recurría a las torturas para que sus
víctimas cedieran, y lo hacía ella misma, pues era una tarea que, por lo visto, le proporcionaba un
extraordinario placer.
Por ejemplo, apareció un día una mujer alta y rubia, de unos treinta años, que parecía tener
dinero, a juzgar por sus ropas. La llevaron allí acusada de robo en una tienda, pero saltaba a la
vista de que era una falsa acusación, pues no compareció siquiera ante el capitán para ser
sentenciada.
Había algo misterioso en aquella mujer. Se negó a comunicarse con el mundo exterior y, sin
embargo, éste era en general el único deseo de las presas. Estaba sentada en su celda, envuelta en
harapos sucios y no decía palabra. La matrona se la llevó a rastras a la sala de torturas, le arrancó
los harapos del cuerpo y la ató a la tabla de azotar.
La mujer tenía hermosas nalgas, una piel muy clara y piernas bien formadas, que se
convirtieron al instante en campo abonado para los malos tratos de su gigantesca torturadora.
Grushenka, que se suponía estaba allí para ayudar a la matrona, permanecía de pie junto a ella. La
vieja y endurecida carcelera no había necesitado ayuda para atar a su víctima; sus brazos fuertes y
musculosos, y su pericia eran más que suficientes.
—Primero, te daré una paliza —le gritó a la rubia— y después charlaremos un poco.
Y cumplió su palabra. Empezó por las rodillas y azotó las piernas estiradas con un bastón de
caña manejado con habilidad. Subió por una pierna hasta llegar a la hendidura, trató del mismo
modo la otra pierna y después descargó su ira en las nalgas.
La mujer no era musculosa; era esbelta, bien hecha y de carnes suaves. Daba alaridos de dolor
y movía desordenadamente los brazos, pero no podía proteger sus nalgas de los golpes. Su cuerpo
se cubrió de morados; lloró y prometió que haría todo lo que le dijeran. La enorme matrona se
detuvo pero metió sus fuertes dedos en la carne dolorida.
—¿Escribirás, sí o no, una carta a un amigo o familiar tuyo pidiéndole cien rublos que serán
entregados al portador?
La mujer accedió; la llevaron entonces de regreso a su celda y le dieron tiempo para sollozar a
gusto hasta que Grushenka le llevó una pluma, tinta y papel.
La carta fue enviada por medio de un policía, pero éste regresó diciendo que en aquella
dirección no vivía nadie con el nombre señalado en la carta. La matrona se enfureció; aquel día no
hizo ni dijo nada. Pero, a la mañana siguiente, después de terminar su trabajo de rutina, volvió a la
carga. Esta vez, Grushenka tuvo que ayudar a transportar a la mujer hasta la cámara de torturas.
Luchaba como una tigresa y juró que le pesaría a la matrona y que le darían una paliza en cuanto
fe soltaran.
Ni el defenderse, o amenazar le sirvieron de nada; la matrona le ató las manos a la espalda y la
colgó de una cuerda atada a las muñecas. Esto le dislocaba los hombros, y el peso del cuerpo,
colgado de los músculos retorcidos de los brazos, le producía un dolor insoportable.
La mujer gritó que la estaban matando. Grushenka, pese a haberse endurecido, sintió lástima.
Pero la matrona no parecía oír, ni sentir la menor compasión. Ató los tobillos de la mujer con una
cuerda tirante a unos aros que había en el suelo, produciéndole un dolor aún mayor en los
hombros.
Grushenka contempló la silueta colgada; el rostro deformado había dejado de ser hermoso,
pero conservaba aún sus bellas facciones. Los pechos, demasiado grandes y pesados, le colgaban,
pero el vientre era liso y no tenía grasa. Lo que mejor tenía eran, sin duda, los muslos firmes y
bien formados. Grushenka no pudo evitar acercarse a la mujer, examinarla y hasta tocar la
hendidura, abierta debido a la posición de las piernas. La mujer había sido colgada de tal forma
que la entrada de su orificio se encontraba justo a la altura de la boca de Grushenka, y ésta no
pudo evitar una observación sarcástica. Mientras tanteaba con los dedos, le dijo a la matrona:
—Apuesto a que abre tanto las piernas para que la besen, ¿no lo cree?
Pero la matrona, que había estado buscando un knut, le dio un empujón:
—Ya verás lo que voy a darle, y puesto que me llamas la atención sobre su coño, recojo la
sugerencia. La azotaré ahí.
El knut, un corto mango de madera con ocho o diez cortas tiras de cuero, silbó en el aire. De
pie y ligeramente ladeada, la matrona empezó a golpearla lentamente y con precisión. Lanzaba el
extremo de las tiras de cuero contra el orificio abierto y la carne que lo rodeaba en el interior de
los muslos. No contaba los azotes, no se apresuraba; apuntaba bien, soltaba el brazo y, ¡zas!, el
knut caía sobre las partes más tiernas de la mujer, que gritaba histéricamente. No fueron muchos
los golpes, sólo diez o doce, pues, de repente, la mujer se puso pálida, y su cabeza cayó: se había
desmayado.
La matrona la soltó con calma, se la echó al hombro como si fuera un hato de ropa y la arrojó
sobre el catre de su celda. Cuando oyó llorar en el interior, la matrona volvió a ocuparse de la
prisionera.
La mujer aceptó escribir otra carta, pero el resultado fue muy distinto al que esperaba la
matrona: el policía permaneció fuera mucho tiempo y, cuando regresó, lo acompañaba un
caballero de aspecto distinguido que traía una orden de excarcelación para la presa. En cuanto vio
en qué estado se encontraba la mujer, juró por el cielo y el infierno que la matrona se las pagaría y
se alejó a toda prisa.
La matrona se encogió de hombros. Que se quejaran, no conseguirían nada, aun cuando el zar
fuera primo suyo, y tenía razón.
Los castigos no solían ser extremadamente crueles, a menos de que se tratara de obligar a una
prisionera a confesar. Sin embargo, ocurría con cierta frecuencia que el capitán, actuando como
juez y carcelero al mismo tiempo, ordenara una paliza de acuerdo con las normas al uso, siempre
y cuando la mujer no permaneciera en la comisaría más de unos cuantos días por delitos menores.
Estas delincuentes no eran enviadas a la cárcel del Estado, ni comparecían ante un tribunal,
sino que cumplían su tiempo, casi siempre inferior a una semana, en la comisaría. Esos casos se
manejaban más o menos como el que pasamos a contar y que fue confiado a Grushenka.
Dos jóvenes prostitutas, de apenas dieciséis años de edad, habían sido recogidas cuando
trataban de conseguir clientes por la calle. Las mujeres podían hacerlo, pero sólo a determinadas
horas de la noche, y en ciertas calles. Quizás aquellas muchachas, que eran amigas, habían
intentado conseguir buenos clientes en las calles principales, que estaban mejor iluminadas; en
todo caso, se habían convertido en presa de la ley, y cada una de ellas fue sentenciada a cinco días
de calabozo en la comisaría. Como castigo adicional tenían que someterse todas las mañanas,
durante una hora, a doce azotes de vara.
Las muchachas no tenían dinero, y la matrona las entregó a Grushenka. Al principio
protestaron mucho, pero al compartir una celda, empezaron a hacer planes para el futuro antes de
cumplir su condena. Sentían más curiosidad que miedo cuando Grushenka las llevó al cuarto
oscuro. Se quitaron tímidamente la ropa y se colocaron solas en las tablas.
Grushenka no las ató más que de manos y pies, cuidando de que las tablas no les dañara la piel.
Estaban sentadas ambas en el suelo, con las manos y los pies atados al otro lado de las tablas. No
parecía importarles que sus nalgas desnudas quedaran aplastadas en el suelo de piedra. Bromeaban
y se decían cosas la una a la otra mientras sus traseros desnudos aguantaban todo el peso de sus
cuerpos. Tenían pechitos redondos, y había en ellas algo de juventud y frescor.
Grushenka, que durante mucho tiempo no había tenido satisfacción sexual alguna, se excitó
ligeramente. Se inclinó y acarició los pezones de las muchachas; sentía curiosidad por sus nidos,
pero ellas apretaron los muslos diciendo:
—No, señora: son cincuenta kopeks si quiere que nos abramos de piernas, es nuestro precio.
Grushenka sugirió que la besaran un poco entre las piernas, pero protestaron diciendo que eso
se lo hacían la una a la otra y que no podían caer en semejante infidelidad. Pero si prometía no
golpearlas con las varas…
Grushenka dijo que tendría que azotarlas un poco para que les quedaran algunas señales, pues,
de lo contrario, la matrona intervendría; llegaron a un acuerdo. Entonces, Grushenka las soltó, se
sentó en la tabla de azotar, y una de las muchachas le besó la entrepierna mientras ella agarró a la
otra; besándola en la boca con creciente pasión, le lamió dientes y lengua y le acarició el cuerpo.
Tras manosearles el trasero, Grushenka empezó a tocar un poco el nido de amor, y la
muchacha no objetó. Pero, después, empezó a tantear la entrada posterior con gran pasión, y eso la
muchacha no quiso aceptarlo. Apartó sus nalgas de las manos de Grushenka, quien deseaba
realmente tocar el perverso orificio erótico. Pero Grushenka obtuvo el orgasmo antes de poder
lograrlo, aunque no por eso renunció a ello.
Entonces mandó que las chicas se sujetaran, por turno, las espaldas y dio seis azotes en las
nalgas de cada una, escociéndoles sólo un poco las carnes. Cuando hubo terminado, las jóvenes
rieron diciendo que podían soportar más que eso.
A la mañana siguiente, Grushenka les ató también la cabeza; esto obligaba a las presas a
mantenerse erguidas, con la cabeza y las manos aprisionadas por encima de sus cabezas en las
tablas. Cuando las tuvo sujetas en esa forma, Grushenka dio la vuelta a las tablas con toda la
calma y empezó a pellizcar y acariciar sus cuerpos desnudos. Finalmente, metió un dedo de su
mano izquierda en el nido de amor de una de las muchachas y se apoderó de su trasero con el
índice de la derecha. La muchacha pateó, gritó y se agitó frenéticamente, pero no pudo evitarlo.
—Tendrás que acostumbrarte algún día —le dijo Grushenka, sonriendo—. Muy pronto verás
cómo te meterán por allí aparatos más gordos que un dedo y cómo te lo dejarán… A algunos
hombres no les gusta más que eso.
Y la embistió con fuerza renovada mientras recordaba a los múltiples italianos, que le habían
enseñado a correrse con la misma facilidad por delante que por detrás. Pero a la chica no le gustó
nada aquello y juró no aceptar jamás semejante barbaridad.
Cuando Grushenka le hizo lo mismo a la otra, se quedó muy sorprendida, pues aquélla sí
parecía conforme.
—Veréis —explicó la joven—, os contaré qué me pasó. Al lado de la tienda de mi padre había
un zapatero, quien me hizo por primera vez el amor. Al principio, sólo tenía que masturbarlo, pero
después quiso más. Tenía miedo de dejarme embarazada porque yo tenía sólo quince años y no se
atrevía a meterme el pito en el coño. Por lo tanto, me hizo el amor por detrás. Chillé un poco, no
demasiado, porque temía ser descubierta, y acabé acostumbrándome. Así que me importa un
bledo.
Al oír esto Grushenka desistió del intento, naturalmente.
Mientras sucedían éstas y otras cosas, el capitán empleaba a Grushenka con frecuencia para
sus propios fines. Siempre que aquella descarada amante suya iba a verlo, obligaba a Grushenka a
lamerle el culo con su lengua de experta. Pero no la dejó volver a hacerle el amor a su putilla, a
quien, en realidad, Grushenka molestaba con su presencia.
Tras unas semanas, un buen día, se rebeló y se negó a dejarse poseer mientras Grushenka
estuviera presente. El capitán juró, maldijo y la pegó, pero ella le respondió con insultos
igualmente refinados y le devolvió los golpes. Durante toda la pelea, la verga del capitán
permaneció tiesa.
Grushenka, al ver qué ocurría, tuvo una inspiración: se quitó la ropa, abrazó al capitán y cayó
agarrada a él en la alfombra. Antes de que el capitán se enterara de qué iba, Grushenka lo había
rodeado con sus muslos, metido su verga en su nido de amor y le hacía el amor con movimientos
circulares de las caderas.
El capitán estaba muy agitado y no tardó en someterse a sus embates. Así se inició un
encuentro asombroso. La golfilla, quien, al principio, creyó que Grushenka iba a ayudarla, se dio
cuenta de repente que le estaba robando a su amante ante sus mismos ojos; entonces, se enfureció
y trató de separarlos. Los hizo rodar por la alfombra, los pateó y los empujó, tiró de sus
extremidades, les pellizcó la espalda y les dio patadas en las nalgas. Pero estaban tan
ardientemente enlazados que siguieron haciendo el amor a pesar de aquella agresión física, y hasta
les sirvió de estímulo. Gimieron al tener el orgasmo. Fue un magnífico experimento.
El capitán se levantó primero, mientras Grushenka se quedaba tendida en el suelo, exhausta.
Ahora, el hombre estaba realmente furioso con su antigua amante; se lo demostró con palabras y
golpes y la expulsó, ordenándole que no volviera.
Grushenka se levantó despacio, abrazó muy coqueta al hombre —cuya ira empezaba a
aplacarse— y lo besó tiernamente en las dos mejillas. El gordo capitán, que no había sido besado
de aquel modo durante años y que acababa de comprender lo extraordinaria que debía ser
Grushenka en la cama, se acarameló en modo insólito en él.
—De nada sirve tenerte aquí de guardia todo el tiempo —murmuró. Te diré lo que haremos: de
ahora en adelante, serás mi gobernanta.
Él vivía en un alojamiento confortable en una ala de la prisión, y Grushenka se trasladó a él.
Pasó a ser más esposa obediente que gobernanta y amante. Limpiaba y guisaba para él, le hacía la
vida más cómoda y satisfacía prudentemente sus apetitos sexuales; nunca lo agotaba y se las
arreglaba para que la deseara siempre. Él, a su vez, la trataba como a un ser humano. La llevaba en
coche, la presentó a sus amigos, nunca la pegó, y se dejó dominar con placer.
Pasaron los meses y Grushenka no había decidido aún si le induciría a casarse con ella. ¿Por
qué no? Tenía muchísimo dinero y cierta posición, y con él disfrutaría de seguridad. Pero
finalmente abandonó la idea.
16
La razón por la que Grushenka no deseaba emparejarse para el resto de su vida con el capitán de
policía radicaba, sin duda, en la repugnancia física que el hombre le inspiraba. Era bajito y gordo;
los brazos, las nalgas y las piernas, realmente, todo en él era repelente, y, por si fuera poco, iba
siempre satisfecho de sí mismo. No era un buen amante y, cuando una o dos veces por semana le
hacía el amor con su verga corta y gruesa, no tenía para nada en cuenta los deseos de ella y se
sentía la mar de contento y despreocupado. Roncaba, no veía la necesidad de lavarse con
frecuencia y escupía en el cuarto como podría hacerlo en una pocilga. Cumplía brutalmente con
sus deberes y no tenía otro concepto de justicia que el látigo. Hasta sus bromas eran pesadas.
Entonces ¿para qué seguir con él?
Para poder alejarse, Grushenka necesitaba dinero. Pero el capitán tenía mucho. Por la noche,
siempre volvía con los bolsillos repletos de oro y plata, y se marchaba a la mañana siguiente sin
un centavo. Las cantidades extraídas mediante soborno eran enormes, pero ¿qué hacía con el
dinero?
Grushenka no tardó mucho en descubrirlo: había en el suelo una caja fuerte de hierro, muy
grande; medía unos tres pies de alto y cinco de largo. No tenía cerradura, y Grushenka no supo
abrirla. Observó al capitán y vio cómo manejaba una clavija en la parte trasera. A la mañana
siguiente, hizo funcionar la clavija y se quedó atónita: la caja fuerte estaba llena casi hasta los
bordes de monedas, miles de monedas de oro, plata y cobre. Las había guardado descuidadamente,
tal y como caían.
Grushenka reflexionó y empezó a meter mano sistemáticamente en el montón de dinero.
Diariamente, cuando el capitán se marchaba, se apoderaba de cientos de rublos de oro, cambiaba
una o dos piezas en monedas de cobre o de plata y las depositaba en la caja fuerte para no dejar
huecos. Lo demás se lo guardaba.
Pronto tuvo acumulados miles de rublos sin que el montón de moneda hubiera disminuido. Un
buen día, transfirió su tesoro a un banco; ya tenía suficiente para empezar.
Lo único que le quedaba por hacer era alejarse del capitán, y lo logró al cabo de semanas de
cuidadosa estrategia. Para empezar, se mostró malhumorada, enfermiza, quejándose de su mala
salud. Después se negó a entregarse a él cuando no tenía ganas de hacerlo. Por supuesto, él no
quiso admitirlo, y la montaba a pesar de sus protestas. Mientras lo tenía encima se ponía a charlar
con él, fastidiándolo todo el tiempo. Le pedía que llegara pronto al orgasmo, o, de repente, sin que
viniera a cuento —cuando estaba a punto de lograrlo— le preguntaba qué quería comer al día
siguiente.
Naturalmente, él, a su vez, tampoco la trataba con mucha amabilidad; a menudo le daba una
bofetada, y eso le proporcionaba a ella otra buena excusa para su mal humor. En una o dos
ocasiones, la agarró boca abajo y le dio una buena paliza con sus propias manos.
Lo aguantó porque sabía que pronto estaría deseando perderla de vista.
Se puso otra vez a hacer el amor con las presas, como solía hacerlo siempre que no disponía de
una puta lo bastante excitante. Grushenka se enteraba de sus infidelidades por supuesto, y le hacía
escenas.
Al mismo tiempo le hablaba de los burdeles de Moscú, de lo excelente que era el negocio y de
lo pequeñas que eran las cantidades que obtenía por dejarse sobornar. Luego, le propuso
abiertamente poner un prostíbulo, darle toda su protección, cerrar todos los demás, y encargarla a
ella de su funcionamiento.
Él no le hizo mucho caso porque no le interesaba aumentar su riqueza. Pero, cuando ella le
hizo ver hábilmente que así siempre tendría a su disposición jóvenes que le organizarían grandes
orgías, sucumbió a la idea y le dijo que podía hacer lo que quisiera, pero que debía comprender
que él no tenía dinero y que ella debía espabilarse por sus propios medios. Grushenka casi sintió
afecto por él y al instante puso manos a la obra.
Lo primero que hizo fue comprar una casa en el mejor barrio de la ciudad, donde nadie se
habría atrevido a abrir un establecimiento de este tipo sin la protección del capitán. La casa,
rodeada de jardín, tenía tres pisos. Los de arriba tenían más o menos doce cuartos cada uno, y la
planta baja consistía en un espléndido comedor y cuatro o cinco salones espaciosos que se abrían
todos al vestíbulo principal. Grushenka planeó toda la casa de acuerdo con la distribución del
mejor burdel de Roma, al que había visitado con frecuencia siempre que deseaba que una joven le
hiciera el amor.
Decidió emplear únicamente a siervas, a las que podría adiestrar a su gusto sin tener que
satisfacer los de ellas. Lo preparó todo a escondidas del capitán y tuvo que realizar más
incursiones a la caja fuerte porque compraba lo mejor para su establecimiento. Disponía ya de un
coche vistoso y cuatro caballos, varios estableros, una vieja gobernanta y seis robustas doncellas
campesinas, buenos muebles y, naturalmente, una colección de camas con baldaquino y sábanas
de seda. Cuando estuvo todo a punto, dejó al capitán, se estableció en el caserón y se dedicó a
comprar con toda la calma a sus muchachas.
Ahora se la podía ver paseando en su propio coche por todos los rincones de Moscú,
examinando rostros y tipos, del mismo modo que Katerina lo había hecho diez años antes, al
comprarla a ella para Nelidova. Pero a Grushenka le resultaba más fácil que a Katerina porque no
tenía que buscar un tipo especial de mujer; necesitaba chicas de todos los tipos y formas con el fin
de satisfacer a sus futuros clientes.
La miseria en los barrios más pobres de Moscú estuvo en el origen de sus mejores hallazgos.
No sólo los padres políticos, sino también los mismos padres le llevaban a sus hijas. Las
muchachas, por su parte, estaban encantadas de entrar al servicio de una dama tan bella y elegante,
donde ya no padecerían hambre.
Grushenka enviaba a su gobernanta a las calles más pobres para que diera voces acerca de su
intención de adquirir chicas entre quince y veinte años para su servicio particular. Entonces, le
indicaban dónde podría examinar la mercancía, por ejemplo en la trastienda de aquélla u otra
posada. Cuando su elegante coche corría por la calle, se producía un gran alboroto, las madres se
arremolinaban a su alrededor, le besaban el dobladillo del vestido y le suplicaban que se llevara a
sus hijas.
Una vez pasado el tumulto que acompañaba a su llegada, conducían a Grushenka a una sala
grande donde esperaban unas veinte o treinta muchachas harapientas, sucias y malolientes. La
charla y los gritos de los padres deseosos de vender no la dejaban escoger a gusto. Las primeras
veces se encontró tan indefensa ante todo aquello que se retiró sin intentar siquiera examinar a las
muchachas. Arrojando al suelo monedas sobre las que se abalanzaron los presentes, pudo retirarse
rápidamente.
Más tarde encontró un sistema más apropiado; sacaba de la sala a todos los padres y, cerrando
la puerta por dentro, se dedicaba a la tarea con la frialdad de un comerciante. Las muchachas
tenían que despojarse de sus harapos. Grushenka eliminaba a las que no le gustaban y se quedaba
con las tres o cuatro que le parecían convenientes. Sometía a éstas al examen más riguroso: los
cabellos largos, los rasgos finos, los dientes perfectos, los pechos bien moldeados y los nidos de
amor pequeños y bien formados no eran los únicos requisitos; ella quería muchachas con vitalidad
y resistencia.
Las sentaba en sus rodillas, las obligaba a abrir las piernas, jugueteaba con sus clítoris y
observaba la reacción. Les pellizcaba con sus largas uñas el interior de los muslos y, cuando se
mostraban blandas, les daba un par de monedas y las despachaba. Regateaba con obstinación por
las que escogía, las vestía con ropas que había traído para el objeto y se las llevaba.
Después de bañarlas y darles de comer en su mansión, les administraba personalmente la
primera paliza y lo hacía muy en serio. Era una prueba más para saber si la muchacha serviría o
no. No las llevaba al cuarto oscuro que había encontrado en la casa del aristócrata al que la había
comprado, ni tampoco las ataba. Las tumbaba en la elegante cama que habría de ser la suya para
sus encuentros y, amenazándolas con devolverlas a sus casas, las obligaba a descubrir las partes de
sus cuerpos a los que deseaba azotar.
Todas las muchachas habían recibido palizas anteriormente, pero casi nunca habían pasado de
golpes y patadas, y sólo unas cuantas habían probado ya una paliza bien dada con el látigo de
cuero. Tras azotarles con dureza las nalgas y la parte interna de sus muslos, Grushenka ordenaba
que se levantaran, se quedaran muy erguidas y se sostuvieran los pechos por debajo para recibir
otro castigo.
Las que aceptaban no eran castigadas, pero las que no estaban dispuestas a obedecer sentían
una y otra vez el látigo en sus espaldas hasta que aceptaran someterse por completo. Grushenka
había dejado de ser blanda, había olvidado el miedo y el terror de su propia juventud; por eso
triunfaba.
Cuando hubo encontrado de ese modo aproximadamente a quince mozas, empezó a instruirlas
cuidadosamente respecto a la forma de conservar el cuerpo limpio y las uñas en perfecto estado; a
sonreír, caminar, comer y charlar. Pronto lo consiguió, especialmente porque ordenó que sus
chicas vistieran siempre magníficas prendas especialmente diseñadas; la ropa elegante provoca en
cualquier mujer una conducta refinada.
Cumplida esta primera etapa, emprendió su instrucción sexual y les enseñó cómo manejar y
satisfacer a los hombres. Estas instrucciones podrían ser motivo de un capítulo más de esta obra.
Se dirigía a jóvenes atentas, pero asombradas. Oían las palabras, pero no entendían totalmente
su significado, pues la tercera parte de aquellas mozas era todavía virgen. Las que habían sido ya
desfloradas, no habían hecho otra cosa que tumbarse y estarse quietas mientras los rudos hombres
de sus barrios se apoderaban de ellas. No comprendían aún que pudiera existir una gran diferencia
entre una cortesana experta y una campesina que sólo sabe quedarse con las piernas abiertas.
Pronto aprenderían.
Cuando Grushenka creyó estar ya preparada, organizó la inauguración de su establecimiento
con gran pompa y ruido. De acuerdo con el uso de los tiempos, mandó imprimir una invitación
que era como un cartel, perfectamente impreso y adornado de viñetas que representaban escenas
amorosas. Allí podía leerse que la célebre madame Grushenka Pawlovsk, de regreso de un largo
viaje por toda Europa en busca de experiencias sexuales jamás soñadas, invitaba a los honorables
duques, condes y barones a la inauguración de su establecimiento. En cuanto cruzara el umbral, el
cliente se vería sumido en un océano de placer. Seguía una invitación que asombró a toda la
ciudad: para el banquete de gala con motivo de la inauguración no se cobraba nada. Aquella
noche, cada una de sus célebres bellezas satisfaría todos los caprichos sin cobrar y habría una
lotería cuyo premio consistía en cinco vírgenes que los ganadores habrían de violar.
De acuerdo con el estilo de la época, también se estipulaba que los ganadores podrían desflorar
a las chicas en cuartos privados o en público. Debe recordarse que la mayoría de los matrimonios
de la época se iniciaban con la desfloración de la recién casada en público, lo cual significaba que
el novio debía hacer el amor en presencia de todos los parientes próximos, a menudo ante los
invitados a la boda, con el fin de demostrar que el matrimonio había sido consumado. Esta
costumbre prevaleció en las familias de las casas reinantes de Rusia durante la mayor parte del
siglo XIX.
La fiesta resultó ser una tumultuosa bacanal. Duró más de tres días con sus noches, hasta que
puso fin a la fiesta la intervención silenciosa y discreta de la policía. Grushenka recibió a los
invitados con un vestido espléndido y muy audaz, como correspondía a la ocasión. De la cintura
para abajo llevaba una falda de brocado púrpura con una larga cola que le daba dignidad al andar.
De la cintura para arriba llevaba sólo un ligero velo plateado que dejaba sus magníficos pechos y
su espalda bien redondeaba a la vista de los admiradores. Iba con una enorme peluca blanca con
muchos rizos que, como aún no tenía diamantes, iban adornados de rosas rojas. Sus muchachas
lucían elegantes trajes de noche que dejaban los pezones al descubierto y que se ceñían a la cintura
para dejar mayor amplitud a la cadera y las nalgas. No llevaban ropa interior de ninguna clase y,
mientras los hombres cenaban, Grushenka las presentó en una plataforma, una detrás de otra,
levantándoles los vestidos por delante y por detrás, revelando sus partes desde todos los ángulos.
Grushenka esperaba unos setenta visitantes, pero se presentaron más de doscientos. Dos reses
fueron abatidas y asadas en el jardín, sobre un fuego al aire libre, pero pronto hubo que enviar a
buscar más comida. La cantidad de botellas de vino y de vodka que se bebieron durante aquellos
días seguirá siendo una incógnita; un pequeño ejército de lacayos se afanaba descorchando
botellas y amontonando las vacías en sus cajas apiladas en un rincón.
Terminada la cena, empezó la función con la rifa de las vírgenes. Después de prolongados
discursos, más obscenos que ingeniosos, los hombres decidieron entre sí que el que no aceptara
joder en público sería excluido de la rifa. Los hombres pertenecían todos a la clase aristocrática,
en su mayor parte terratenientes o hijos de terratenientes, oficiales del ejército, funcionarios del
gobierno, etc. Estaban borrachos y les pareció que aquélla era la ocasión para derribar las barreras
del convencionalismo.
Dejaron libre un espacio en medio del gran comedor y reunieron a las cinco jóvenes en el
centro, donde permanecieron quietas y avergonzadas. Les colgaron números del cuello, y cada uno
de los hombres recibió una tarjeta numerada; los ganadores serían aquéllos que tuvieron los
números correspondientes a los de las muchachas.
Las chicas recibieron órdenes de quitarse sus vestidos, mientras los ganadores se colocaban
orgullosamente a su lado. Los demás participantes estaban tendidos, o sentados, o de pie en forma
de círculo en la sala; algunos se habían subido a las ventanas para verlo mejor.
Las muchachas se sentían asustadas y se pusieron a llorar; la multitud acalló aquel llanto con
aplausos y abucheo.
Grushenka penetró en el círculo y reunió a sus doncellas. Les habló con tranquila resolución,
pero las amenazó en el caso de que no obedecieran de buena gana. Las jóvenes se despojaron de
sus vestidos y se tumbaron tímidamente en la alfombra, cerrando los ojos y tapando con una mano
sus nidos de amor.
Pero sus conquistadores también se encontraron en apuros; lo cierto es que dos de ellos
descubrieron hermosas y duras vergas al abrir sus pantalones, pero los otros tres no sabían cómo
enderezarlas en medio de aquella multitud aullante. Se sacaron las levitas, se abrieron los
pantalones y se tumbaron sobre sus muchachas; muy bien, pero sus buenas intenciones no
bastaban para consumar el acto.
Madame Grushenka entró entonces en acción. Prestó sus servicios a los que ya tenían los
cañones listos para disparar. Muy pronto, se oyó el grito agudo de una de las muchachas, y el
movimiento de sus nalgas anunció que, con sus dedos expertos, Madame Grushenka había metido
la verga del primer cliente en un nido de amor.
El segundo grito llegó poco después. Con el tercero —un joven teniente de caballería—,
encontró mayores dificultades; mientras con su mano izquierda Grushenka le tocaba la hendidura,
su mano derecha de acariciaba el sable con tanta habilidad que no tardó en insertarlo en la vaina.
El cuarto fue un fracaso. El caballero en cuestión estaba demasiado anhelante, con la verga
llena, pero caída. En cuanto la tocó Grushenka, chorreó sobre el peludo montecillo de Venus de la
doncella que yacía debajo. Al levantarse, colorado y avergonzado de su desdicha, la multitud no
entendió qué había ocurrido, pero, cuando se percató de lo que había pasado, se armó un gran
alboroto. Por supuesto, pronto se encontró a un sustituto, y las doncellas de los números cuatro y
cinco quedaron debidamente desvirgadas.
Por un momento, los hombres a medio vestir se quedaron resoplando encima de las formas
blancas y desnudas de las mujeres que cubrían. El aire de la sala era asfixiante; cada uno de ellos,
después del orgasmo, se enderezó y mostró orgullosamente su verga palpitante cubierta de sangre.
A Grushenka le costó muchísimo trabajo sacar de la sala a las muchachas desfloradas, pero
sanas y salvas. Tuvo que abrirse paso entre la multitud de hombres que agarraban y manoseaban a
las niñas espantadas, por cuyos muslos corría la sangre de la violación. Grushenka las entregó a la
vieja gobernanta que se ocupó de ellas en un cuarto del tercer piso.
Cuando volvió Grushenka, se vio metida en otro lío con aquellos hombres excitados: querían
que también se subastaran las demás muchachas. Una sugerencia llegó desde un rincón exigiendo
otro tipo de virginidad, o sea la del culo.
Grushenka no quería saber nada de aquello, y trató de disuadir a sus invitados a fuerza de
bromas. Comenzaron a manosearla y, cuando estaba a punto de salir de la sala, le arrebataron el
velo transparente y su amplia falda, dejándola sólo con sus pantalones de encaje. Todos se
abalanzaron sobre ella, medio en broma, medio amenazadores; Grushenka se asustó y prometió
hacer lo que quisieran.
Llegó con las diez muchachas restantes que esperaban en un cuarto de arriba. Había decidido
meterlas a todas en un coche y sacarlas de la casa, dejando que los borrachos se despabilaran y se
fueran. Pero lo pensó mejor y recordó cuánto dependía su vida del éxito de aquella fiesta; cuando
hubo gastado sus últimos kopeks, había hipotecado la casa para comprar comida y vinos. Además,
quizá fuera conveniente que las chicas sufrieran malos tratos desde el principio; después, no sería
peor.
Les ordenó que se quitaran sus vestidos antes de llevárselas a la sala, donde esperaban los
hombres con impaciencia. No se preocupó por tener torcida la peluca, ni por no llevar más que los
pantalones. Ahora era la personificación de la energía, decidida a jugar y a jugar fuerte.
Los hombres se portaron bien cuando llevó a las chicas desnudas. Habían colocado diez sillas
en medio de la sala y organizado una rifa que tardó un poco. Mientras tanto, contemplaban a las
diez bellezas desnudas. Más de un comentario o un chiste obsceno cruzó el aire. Las muchachas, a
su vez, incitadas por Madame e ignorantes de lo que les esperaba, contestaban a los hombres con
observaciones no menos alegres y lanzaban besos, tocándose los labios, los senos o los nidos de
amor, a los hombres que más les gustaban.
Una vez reconocidos los ganadores, Grushenka escogió para cada pareja dos ayudantes que
estarían a su lado y colaborarían. Se ordenó a las muchachas que se arrodillaran en las sillas y
levantaran el culo, listas para la agresión. Lo hicieron riendo y abrieron las rodillas, pues
naturalmente pensaban que iban a ser penetradas por su nido de amor.
El haber seleccionado a los ayudantes fue una hábil maniobra por parte de Madame. Ahora
estaban a ambos lados de cada pareja, mantenían agachada la cabeza de la muchacha, jugueteaban
con sus pezones y hasta se aventuraban en sus partes nobles. Fue una suerte, porque, en cuanto
cada una de aquellas muchachas sencillas sintió una verga abriéndose paso por su puerta trasera,
se pusieron a aullar y a tratar de escapar. Brincaban en las sillas, rodaban por la alfombra,
pateaban y se mostraban muy dispuestas a ofrecer toda la resistencia posible.
¡Y cómo disfrutó la multitud de mirones! Se cruzaron apuestas respecto a quién sería el
primero en acertar y cuál sería la última muchacha desflorada. Ninguno de los hombres había
presenciado jamás semejante espectáculo, y la fiesta se convirtió en un gran éxito. Los gladiadores
tomaron sus armas en la mano y las frotaron descaradamente. Las inhibiciones y la vergüenza se
habían acabado ya por completo. La propia Grushenka, de pie en medio del círculo, se sintió
contagiada por el ambiente y, si los hombres le hubieran pedido que las mozas fueran azotadas
primero, habría accedido de buena gana, tanto por su propio gusto como por el de sus invitados.
Las muchachas fueron asaltadas en diferentes posiciones: algunas tendidas boca abajo en la
alfombra, otras con la cabeza entre las piernas de un ayudante inclinado sobre ellas, otras sentadas
en las rodillas de los hombres, cogidas por dos ayudantes que le aguantaban en el aire las piernas
para que pudieran ser penetradas.
Sólo una mujer seguía luchando en el suelo; era una muchacha pequeña y joven, muy rubia,
con largos cabellos sueltos y enmarañados sobre los hombros y los senos. Grushenka intervino y
arregló ella misma el asunto. Hizo señas de que se apartara el hombre que la moza se había
quitado de encima con gran destreza, en el momento preciso en que él creía que iba a penetrarla.
Ordenó a la joven que se pusiera de pie y la agarró de los pelos de la entrepierna y de un pecho.
Hipnotizándola con toda la fuerza de su personalidad, le dio unas cuantas órdenes, dominándola
por completo. Hizo que se arrodillara en la silla y se inclinara hacia delante; en esa postura le
abrió la hendidura y manoseó hábilmente el estrecho pasaje durante unos momentos.
Sólo entonces invitó al premiado a que se acercara a tomar lo que era suyo. La muchacha no se
movió ni se atrevió a dar un solo grito al sentir que su entrada trasera se llenaba con la enorme
verga. Fue la única muchacha que desfloraron de rodillas sobre una silla, en la forma prevista y
según todos los hombres habrían querido hacerlo. Pero, a pesar de todo, cada una de ellas fue
enculada.
Cuando terminó este espectáculo, Grushenka ordenó que cada una de las jóvenes se retirara a
su cuarto y esperara a sus visitantes. Cuando las muchachas hubieron desaparecido, invitó a los
hombres a que fueran a las habitaciones y lo pasaran a gusto con las chicas. Calculó que cada una
de ellas tendría que ocuparse de unos diez individuos, cosa que podían hacer en poco tiempo.
Los hombres no esperaron a que se les repitiera y no se fueron de uno en uno, sino por grupos,
juntos amigos y desconocidos. Durante las siguientes horas, ocuparon todos los cuartos de las
muchachas. Mientras uno hacía el amor con una de las chicas, quienes se movían a toda prisa para
terminar cuanto antes, los demás esperaban su turno.
Si los hombres se hubieran marchado después, como lo había planeado Grushenka, todo habría
ido muy bien. Pero, después de lograr lo que se proponían, volvieron al piso de abajo y se
tumbaron o sentaron por los salones, bebiendo. El aire se llenó de canciones, se vaciaron los
vasos, se devoró comida y se contaron chistes. Algunos dormitaron un buen rato antes de
despertar, listos para volver a empezar. Tras descansar y pasar un buen rato abajo, se pusieron a
explorar otra vez la casa mirando cómo otros hacían el amor, o tomando parte en las juergas.
Muchas escenas de lujuria y depravación se llevaron a cabo en los cuartos de las mujeres. Por
ejemplo, un grupo de hombres recordó a las chicas desfloradas; entonces, se abalanzaron a sus
cuartos y obligaron a algunas a dejarse desflorar por detrás, a pesar de sus lágrimas y protestas.
Grushenka estaba en todas partes, al principio animada y alegre, después cansada y abatida.
Dormitaba en un sillón, tomaba una copa o dos, consolaba a sus muchachas o quitaba del paso a
los borrachos. Finalmente envió un lacayo en busca de su capitán quien, con mucho tacto,
consiguió sacar de allí a los invitados borrachos. La mansión era un caos de desorden y suciedad.
Las prostitutas y su Madame, agotadas, quedaron sumidas en un sueño mortal durante cuarenta y
ocho horas.
Pero el esfuerzo, el costo y el cansancio agotadores no fueron en balde. Madame Grushenka
Pawlovsk había conseguido llamar la atención sobre su establecimiento y lo administró con un
ánimo muy beneficioso para su bolsillo. Se hizo rica y famosa, tanto que después de su muerte y
mucho después de que se cerrara su famoso salón, cualquier moscovita podía señalar su casa, del
mismo modo que señalaban en París el famoso establecimiento de Madame Gourdan, conocida en
toda Europa hace ciento cincuenta años como la mejor Madame del mundo, con el apodo de la «La
Condesita».
Cómo terminó Madame Grushenka su vida amorosa es algo que se ignora. Quizás haya
encontrado satisfacción en las lenguas amistosas de sus muchachas; quizás se haya casado con un
hombre joven y formal, del que se haya enamorado sin que nadie lo supiera.
Se supo de ella por última vez con ocasión del documento oficial de la policía que citamos al
principio de la historia, en el cual la describen como una «dama distinguida, en la flor de la edad,
hermosa y refinada, con ojos azules atrevidos y una boca grande y sonriente, capaz de hablar con
habilidad sin salirse del tema». Deseamos que así haya permanecido hasta su FIN.