Erika Hav - Lorna PDF
Erika Hav - Lorna PDF
Erika Hav - Lorna PDF
Erika HAV
Primera edición: febrero 2014
© E-dítaloContigo, 2014
www.editalocontigo.es
info@editalocontigo.es
ISBN: 978-84-942221-7-7
Capítulo 1
Levanté la cabeza y dejé que el sol
calentara mi rostro. Me encantaban
esas frı́as mañ anas de invierno con
aquel cielo despejado de un azul
intenso y un sol radiante. Me detuve
al lado del semá foro y subı́ el
volumen de la mú sica mientras
esperaba luz verde para cruzar la
avenida, sonaba una de mis
canciones favoritas de Anastacia. Lo
cierto era que no existı́a cantante en
el mundo que me gustara má s que
ella. Siempre que podı́a,
especialmente cuando salı́a a la calle,
llevaba mi iPod para escuchar a todo
volumen sus canciones. Sentı́a tal
pasió n, que incluso cuando cogı́a la
moto camu laba bajo el casco los
auriculares a escondidas de mi
madre. Eso fue hasta el dı́a que me
pilló , entonces me castigó sin cogerla
un mes y amenazó con quemarla. No
con venderla o regalarla, como
hubiera dicho otra madre, sino con
quemarla delante de mı́. De buena
gana me consta que lo hubiera hecho.
No le gustaban las motos y mucho
menos que yo montara en ellas. Aú n
no sé có mo conseguı́ que me
comprara una despué s de lo que
ocurrió aquella tarde en la que me
encontré con ella en la puerta de casa.
Yo conducı́a la moto y mi amiga
Martina, propietaria del ciclomotor,
iba de paquete. Frené tan
bruscamente al darme cuenta de que
aquella mujer que nos miraba era mi
madre, que estuve a punto de perder
el equilibrio.
Recuerdo que al principio no me
dijo nada, se limitó a saludar a
Martina y despué s se giró
desapareciendo tras la verja, no sin
antes lanzarme una mirada de
desaprobació n que capté sobre la
marcha. Me despedı́ de mi amiga y
seguı́ sus pasos, sabiendo lo que me
esperaba en cuanto entrara en casa.
—¿Desde cuá ndo sabes llevar una
moto?
—Desde hace unos meses. Le pedı́ a
Martina que me enseñ ara y de vez en
cuando me deja que la lleve, pero no
es su culpa, soy yo la que me pongo
muy pesada.
—Por supuesto que la culpa es tuya
—asentı́ y me acordé de la frase que
solı́a repetirme: no trates de
justi icar tu mal comportamiento
basá ndote en el mal comportamiento
de los demá s. Cada uno es
responsable de sus propios actos—.
Para conducir la moto solo de vez en
cuando... ¡qué mala suerte has tenido,
hija mı́a! —me sonrió iró nica. ¡Desde
luego!, pensé para mı́—. En un
ciclomotor no pueden ir dos
personas.
—Lo sé.
—Pues no lo parece —me replicó
dirigiéndose a su habitación.
Yo tambié n me fui a la mı́a. Sabı́a
que estaba enfadada conmigo, era
pá nico lo que le daban las motos. Y
por encima de todo eso, sabı́a que lo
ú nico que realmente temı́a era que a
mı́ me ocurriera algo. Yo era todo lo
que tenı́a. Sus padres habı́an muerto
en un accidente de coche cuando yo
contaba con seis meses de vida. Me
tuvo con veinte añ os, y lo hizo porque
me quiso desde el primer momento
que supo que estaba embarazada.
Siempre me lo decı́a, a veces
consideraba que en demasiadas
ocasiones, lo que originaba que de
vez en cuando me pasara por la
cabeza la idea de que tal vez en algú n
momento valoró la posibilidad de
abortar. No me importaba en exceso
aquel pensamiento, aunque
ló gicamente preferı́a creer la versió n
que siempre me habı́a dado. Al in y al
cabo, pensara lo que pensara, si es
que alguna vez lo hizo, su decisión
de initiva fue tenerme y ella, mi
madre, era lo ú nico que yo tambié n
tenía.
Nunca me habló mal de mi padre, lo
cierto es que apenas hablaba de é l.
Segú n ella, no pudo ser. Yo sé que no
quiso saber nada de mı́ y lo que eso
conllevaba, tampoco quiso saber
nada má s de mi madre. Nunca me
importó no tener padre y jamá s sentı́
carencia afectiva de ningú n tipo por
su ausencia. Creo que má s bien fue
todo lo contrario, tenı́a una madre
que valı́a por un milló n de padres, y
como hija ú nica que habı́a sido ella y
como hija ú nica que era yo, a menudo
me sobreprotegı́a y cuidaba má s de
lo que yo hubiese deseado.
Salı́ de mi cuarto en su bú squeda y
la oí en la cocina.
—¿Está s enfadada conmigo? —
pregunté para mi propia sorpresa,
cuando realmente lo que querı́a
decirle era que me perdonara y que
no lo volverı́a a hacer si a ella no le
gustaba.
—Sí.
—¿Me das un beso?
Pensé que me iba a decir que no. Sin
embargo, se acercó a mı́, se puso de
puntillas para alcanzar mi cara y me
dio un beso cariñoso en la mejilla.
—¿Sigues enfadada conmigo? —
pregunté riéndome.
—Sí.
Solté una carcajada.
—Yo no le veo la gracia.
—Anda mami, perdó name —le dije
abrazá ndome a su cintura—. No
volveré a subirme a una moto si eso
es lo que quieres.
—Lo que me gustarı́a es que fueras
tú la que no quisieras hacerlo —¿qué
podı́a decir?, me volvı́an loca las
motos—. ¿No podrı́as esperar a tener
dieciocho y conducir un coche como
todo el mundo? —preguntó.
—¡Hombre, por poder...!
—¿Tanto te gustan las motos? —yo
asentı́ vigorosamente—. Lo pensaré ,
pero mientras lo pienso no quiero
que mires a una ni de lejos. ¿Queda
claro?
Ası́ lo hice. No volvı́ a ir con Martina
en la moto y varios meses má s tarde,
cuando cumplı́ los diecisé is, me
regaló la Yamaha.
Miré impaciente el semá foro, que
continuaba dando paso a los coches,
asegurá ndome de que no hubieran
colocado uno de esos botones que
hacen apretar al peató n para
conseguir la maldita luz verde del
viandante. En moto tardarı́a menos,
pensé . Pero habı́a prometido a mi
madre que no la cogerı́a durante los
cinco dı́as que estuviera fuera con su
novio, hoy era el primero. De hecho,
habı́a salido pronto de casa con la
excusa de comprar el perió dico para
no tener que saludar a Israel, que ası́
se llamaba.
Estaban juntos desde hacı́a algo
má s de un añ o. No era santo de mi
devoció n, lo admito. Ningú n hombre
lo era. A mı́ me gustaban las chicas y
no podı́a comprender por qué a mi
madre no le gustaban tambié n.
Hubiera dado todo por tener una
madre lesbiana o al menos bisexual y
ası́, de vez en cuando, tendrı́a la
alegrı́a de verla en compañ ı́a de una
mujer.
Era sá bado, 26 de diciembre má s
concretamente, y mi madre se iba esa
misma mañ ana a pasar unos dı́as con
Israel. Yo me habı́a negado durante
casi mes y medio a ir con ellos a
esquiar a no sé cuá l conocida
estació n. Convencı́ a mi madre para
que me dejara sola en casa y
disfrutara por su cuenta, que ya iba
siendo hora. Solo me faltaba tener
que ver a Israel las veinticuatro horas
del dı́a. Ella aceptó al in y quedamos
en que volverı́a el dı́a 31 para pasar
juntas la Noche Vieja.
Por in el semá foro me dio paso.
Bajé de un salto la acera y avancé con
determinació n, pensando que quizá
despué s de comprar el perió dico me
tomarı́a un café . De pronto, un
intenso olor a goma quemada
impregnó el aire. Miré de reojo a mi
izquierda descubriendo que algo
oscuro y potente se abalanzaba sobre
mı́. Antes de tener tiempo para
reaccionar, sentı́ un impacto contra
mi cuerpo con tanta fuerza que me
levantó por el aire, estrellá ndome
má s tarde contra el frı́o y duro
asfalto. Quedé boca abajo y escuché
gritar a la gente. Aprovechando la
postura, traté de incorporarme, pero
no tuve é xito. Enseguida un calor
lı́quido corrió por mi rostro y
observé la gravilla teñ irse de rojo
oscuro. Un hombre me pidió que no
me moviera al tiempo que me
abrigaba. Pasados unos minutos el
sonido de una sirena ensordeció la
calle. Me dieron la vuelta
tumbá ndome sobre una camilla y me
colocaron un colları́n. Allı́ mismo me
cortaron la hemorragia. Les dije que
me dolı́a mucho la pierna y la mano
izquierda. Empujaron la camilla hacia
dentro de la ambulancia y vi por
ú ltima vez el intenso azul del cielo. Mi
vista se nubló , los oı́dos me pitaban
intermitentemente, empezaba a
marearme y creı́ que iba a vomitar.
Agradecı́ el frı́o en mi cara, supe que
acababan de abrir las puertas de la
ambulancia. Seguı́a sin ver ni oı́r bien
cuando me sacaron y la camilla
comenzó a rodar por el suelo.
Entonces noté el calor del tacto de
una mano sobre mi frente.
—¿Puedes oı́rme? —preguntó la
voz de mujer má s bonita que jamá s
se hubiera dirigido a mí.
—Sí, pero no veo bien. No veo nada.
—No te preocupes, te pondrá s bien.
¿Cómo te llamas?
—Denise, ¿y tú?
Me pareció que sonreía.
—Lorna, me llamo Lorna —
respondió acariciándome la frente.
Esto fue lo ú ltimo que pude oı́r y
sentir antes de perder el
conocimiento. Miento, tambié n sentı́
que acababa de enamorarme.
Capítulo 2
Abrı́ los ojos y encontré a mi madre
con el rostro desencajado, hinchado
de haber estado llorando,
conservando lá grimas que segundos
má s tarde derramarı́a sobre mı́ al ver
que habı́a despertado. No dejaba de
darme besos mientras repetı́a que no
pasaba nada, que me iba a poner
bien. En realidad no ocurrió nada
grave, aunque sı́ molesto. Tenı́a rota
la muñ eca izquierda y el pulgar
derecho, igualmente tenı́a el pie
izquierdo fracturado y contusiones
por todo el cuerpo, incluida la cara, y
una ceja partida. Mi estado era un
cuadro. Como iba a permanecer
setenta y dos horas en observación,
me colocaron una vı́a con suero y
calmantes, aunque la que
sinceramente necesitaba calmantes
era mi madre.
—Mamá , por favor, cá lmate y deja
de llorar —murmuré.
Enseguida vi a Israel. No me habı́a
dado cuenta de que estaba allı́
tambié n. Claro que era prá cticamente
imposible ver algo con el rostro de mi
madre sobre el mı́o. El se acercó a mı́
con aspecto templado y posando su
mano sobre mi frente dijo:
—¿Cómo te encuentras?
En ese instante, el recuerdo del
tacto de aquella mano y aquella
preciosa voz vinieron a mi cabeza.
—¡Como si me hubiera atropellado
un coche!
Escuché reı́rse a una mujer que me
resultó familiar.
—Veo que el sentido del humor lo
mantienes intacto —dijo una voz—.
Ahora está s un poco magullada, pero
pronto estarás bien —sonrió.
No tardé en reconocer su voz.
—Lorna… —susurré cuando se
detuvo a mi lado.
Su ceñ o se frunció ligeramente y
miró con sorpresa.
—Y tú eres… Denise, ¿verdad?
Asentı́ embobada contemplando su
rostro anguloso y su pelo rubio
oscuro, que caı́a sobre una impoluta
bata blanca. La placa de
identi icació n asomó entre su cabello
ondulado y traté de ijar la vista para
leerla, su propio pelo me lo impidió .
Sus dedos se deslizaron suaves y
irmes sobre mi cuello. Alcé de nuevo
la vista hacia sus ojos, cuando sentı́
las tibias yemas presionando mi piel.
Durante un momento, su mirada
color miel se mantuvo en la mı́a, pero
despué s bajó la vista hacia el reloj.
Mientras me tomaba el pulso,
aproveché para estudiarla má s
detenidamente; la cara, el cuello y la
parte de piel dorada que asomaba
bajo su camisa perfectamente
desabrochada hasta un pudoroso
tercer botó n, que tan solo dejaba
intuir el comienzo de su pecho. El
reloj de cerá mica blanca y acero
brillaba ajustado a la muñ eca y sus
dedos lucı́an unas uñ as cortas,
perfectamente cuidadas. Me pregunté
qué edad tendrı́a. Era má s joven que
mi madre, seguro. Aunque la hubiera
situado en los veinte y muchos, la
seguridad que transmitı́a en sus
movimientos me decı́a que
posiblemente ya hubiera cumplido
los treinta.
—El pulso está perfecto. Ahora
vamos a ver la tensión, ¿de acuerdo?
—De acuerdo —dije a la vez que
percibı́a la presió n que el
tensió metro comenzaba a ejercer
sobre mı́. No podı́a dejar de mirarla,
por lo que continué admirando sus
rasgos, ahora que se hallaba má s
cerca.
Supe que era consciente de mi
insistente mirada. Aú n ası́, no levantó
la vista hasta el inal, cuando me
dedicó una breve mirada al retirarme
el aparato.
—Tambié n perfecta —dijo
dirigiéndose a mi madre.
Despué s, la conversació n se
mantuvo entre ellas, totalmente ajena
a mı́, como si yo no estuviera
presente. La recorrı́ con la mirada
para observar su silueta bajo aquella
bata blanca; los vaqueros azules que
asomaban por debajo y unas
preciosas botas de piel clara bastante
puntiagudas. Era má s alta que mi
madre, que hacı́a tantas preguntas,
que a cualquier otra persona le
hubieran sacado de quicio.
—No se preocupe, de verdad. Se va
a poner bien. Es joven y fuerte.
Afortunadamente no hay lesiones en
ningú n ó rgano, tan solo preferimos
mantenerla en observació n para
descartar la má s mı́nima incidencia.
Sin embargo, no le miento al decirle
que es muy posible que surjan
nuevos hematomas pasadas las
primeras veinticuatro horas.
—Mamá por favor, no seas pesada,
estoy perfectamente, no me duele
nada —interrumpí.
Lorna se giró hacia mı́ y sus labios
sonrieron discretamente.
—De todas formas, lo mejor será
que vean al doctor Kling. Les está
esperando.
Cuando la puerta se cerró detrá s de
Israel, hablé.
—¿Quién es el doctor Kling?
—El dueñ o de esta clı́nica y, hasta
nueva orden, el mé dico que va a
supervisar tu absoluta recuperació n
—respondió caminando hacia mi
cama.
—Pensaba que mi médico eras tú.
—Ası́ es, pero bajo la supervisió n
del doctor.
—¿También hasta nueva orden?
Me observó brevemente.
—Supongo que no habrá nuevas
órdenes al respecto.
—Eso espero —confesé.
Su mirada, ahora intrigada, volvió a
pasearse por mi rostro. Le sostuve la
mirada hasta que decidió apartarla
de mí.
Una vez má s, me di cuenta de que
tanto mi actitud como las miradas
que le dirigı́a le incomodaban. Desde
luego que aquello no era mi
intenció n, y aunque nunca antes me
habı́a comportado ası́, no podı́a dejar
de mirarla. El silencio que yo misma
provoqué se rompió cuando alcé la
mano para alcanzar mi ceja.
—No te la toques, por favor. ¿Te
duele?, ¿te pica? —me preguntó
acercándose más a mí.
—Las dos cosas, pero estoy bien.
—Dé jame ver. No te preocupes, te
quedará perfecta. Cuando te quite los
puntos ni siquiera te va a quedar
cicatriz.
—¿Me has cosido tú?
—Sí —respondió expectante.
—¿Tienes un espejo?
—¿Para qué?
—Para verme.
—¿No te fı́as de mı́? Soy muy buena
suturando, cré eme —añ adió con
simpatía.
—¿Tengo la cara muy mal?
En ese preciso instante caı́. Yo no
estaba allı́ pasando precisamente
unas vacaciones. Un coche me habı́a
llevado por delante y ló gicamente eso
tenı́a que tener consecuencias en mi
aspecto fı́sico. Desde que habı́a
abierto los ojos, y Lorna habı́a
aparecido en mi campo de visió n,
habı́a olvidado por completo mi
verdadera y nueva situación.
—Muy mal no, te lo aseguro. Tal vez
un poco contusionada, pero la
hinchazó n bajará y todo volverá a su
estado normal.
—Entonces no hay motivo para que
no me dejes un espejo —insistí.
—Te aconsejo que no te mires,
Denise, al menos hasta pasados unos
dı́as —dijo suavemente. El sonido de
su voz pronunciando mi nombre me
emocionó , haciendo que desistiera
del intento por conseguir uno—. Que
lo decidan tus padres —volvió a
hablar.
—Israel no es mi padre, tan solo es
el novio de mi madre.
—Perdona, no lo sabía.
—No pasa nada. ¿Có mo ibas a
saberlo?
Me devolvió una sonrisa de disculpa
al tiempo que el silencio volvı́a a
inundar aquella habitació n tan
blanca.
La puerta se abrió y entró mi madre
acompañ ada de Israel. Volvieron a
intercambiar opiniones, despué s de
que mi madre me achuchara, como si
hubiera pasado un añ o desde que no
me veı́a. Lorna contempló la escena
hasta que se dirigió a mı́ para indicar
el botó n que debı́a apretar en caso de
necesitar cualquier cosa.
—Procura descansar, ¿de acuerdo?
Asentı́ siguié ndola con la mirada
para ver su bata blanca desaparecer
tras la puerta. Cuando se cerró detrá s
de ella, su ausencia invadió la
habitació n. Estuve a punto de apretar
el botó n que acababa de mostrarme,
preguntá ndome si la necesidad de su
compañía se halları́a dentro de sus
tareas de trabajo.
Má s tarde, supe que la persona que
me habı́a atropellado se trataba del
mismı́simo doctor Kling, que a modo
de compensació n habı́a desplegado
todos los servicios necesarios de su
propia clı́nica para mi cuidado y
recuperació n. Entre ese despliegue
de atenciones exclusivamente para
mı́ se encontraba Lorna. Supe
tambié n que ademá s de medicina
Lorna habı́a estudiado enfermerı́a, de
ahı́ que el bueno de Kling, en su deseo
por ofrecernos la mejor atenció n
posible, le habı́a asignado a ella mis
cuidados, al ser la persona má s
cuali icada por sus conocimientos en
ambas materias.
El doctor habı́a propuesto a mi
madre una cuantiosı́sima
indemnizació n, porque deseaba
evitar los tribunales y estaba seguro
de que podrı́an llegar a un acuerdo
amistoso sin que el incidente
trascendiera má s de lo
rigurosamente necesario. Mi madre
lo pondrı́a en conocimiento de su
abogada y tomarı́amos una decisió n
basada en mis resultados mé dicos y
mi estado de recuperació n. Me
preguntó mi opinió n, despué s de
contarme có mo aquel hombre alto y
fuerte con lá grimas en los ojos y voz
quebradiza, se disculpaba y
aseguraba que no habı́a visto la luz
roja del semá foro, debido a la
espesura de los árboles.
Empecé a sentirme somnolienta y
cerré los ojos conservando el
recuerdo de Lorna. Israel habı́a ido a
nuestra casa y nos trajo ropa y varias
cosas má s que mi madre pidió . Entre
ellas estaban varios de los DVDs de
Anastacia en concierto, que yo
guardaba como si de un tesoro se
tratara. Mi madre anunció que podrı́a
verlos cuando Lorna lo aprobara.
Pensé para mı́ que serı́a la ú nica vez
que acatara una negativa sobre ese
tema sin que me sentara mal.
Estaban disponiendo la ropa en los
armarios cuando escuché un leve
toque en la puerta. En cuanto oí la voz
de Lorna abrı́ los ojos y miré en su
dirección.
—Pensé que te habı́as dormido —
dijo en voz baja, caminando hacia mı́.
Debı́ de sonreı́r como una tonta
mientras la miraba, porque ella
recompuso la expresió n de su rostro
al reparar en el mı́o iluminado por su
presencia—. ¿Qué tal te encuentras?
—Muy bien.
Lo cierto es que siempre me
encontraba bien cuando Lorna estaba
conmigo en la habitación.
Informó a mi madre e Israel de que
el restaurante ya estaba sirviendo la
cena y que podı́an bajar cuando
gustaran. Mi madre no quería
dejarme sola y ordenó a Israel que
bajarı́an por turnos. No pude dejar de
intervenir en la conversació n. No me
hacı́a ni pizca de gracia tener que
quedarme a solas con Israel.
Entonces, Lorna interrumpió.
—No se preocupe —habló
dirigié ndose a mi madre—. Yo me
quedo con Denise para que puedan
cenar tranquilamente. Les vendrá
bien airearse un poco.
Cuando por in la puerta se cerró y
en la habitació n nos quedamos Lorna
y yo a solas, esta se acercó de nuevo a
mí.
—Sigue mi dedo —me dijo
suavemente.
Seguı́ con la mirada el movimiento
de su dedo ı́ndice. Primero de
derecha a izquierda y despué s de
arriba abajo. Repitió el movimiento
en un par de ocasiones, lo que estuvo
cerca de provocarme la risa. Despué s
sacó del bolsillo superior de su bata
un tubito metá lico. Era una pequeñ a
linterna. Cuando encendió la luz la
dirigió a mis ojos, cegá ndome por un
momento. Entonces aprecié el tacto
de sus dedos sobre mi rostro. Me
abrió los ojos con un delicado toque,
acercá ndose má s a mı́. En ese
instante, fue cuando pude respirar la
maravillosa fragancia que desprendı́a
su piel. La contemplé embelesada
cuando dobló la sabana que me
cubrı́a y sus dedos me abrieron el
camisón.
—¿Está todo bien? —pregunté ,
tratando de controlar las
palpitaciones que me habı́a
provocado su proximidad. Mientras
tanto ella observaba mi torso
desnudo.
—¿Te duele? —me preguntó con
dulzura.
—No —respondı́ con la garganta
agarrotada.
Mi vista volvió a ijarse en el trozo
de placa de identi icació n, pero una
vez má s su propia melena no me
permitı́a leerla con claridad. Antes de
darme cuenta de lo que hacı́a alcé mi
mano escayolada, y con los dedos que
me quedaban libres retiré
cuidadosamente su cabello. Ella no se
movió . Siguió el movimiento de mi
mano y despué s me miró
directamente a los ojos.
—Lorna Honefoss —leı́ en voz alta,
como si quisiera asegurarme de que
no habı́a ningú n error en lo que
estaba escrito. Disfruté del suave
tacto de su pelo entre mis dedos y
levanté la mirada para reunirme con
la de Lorna, que me observaba de
nuevo con un ligero gesto de
sorpresa en el rostro—. Bonito
nombre.
—Gracias —murmuró tras girarse,
alejá ndose hacia el extremo de la
cama.
La observé caminar por la
habitació n hasta que se detuvo frente
a una mesa.
—¿Te gusta Anastacia?
Deseé responder que ya no, aunque
mis labios pronunciaran un sí.
—A Lorena, quien será tu
enfermera de noche, tambié n le gusta
mucho.
—¿Y a ti? —pregunté mientras
asimilaba con tristeza que,
ló gicamente, Lorna no podrı́a estar
cuidá ndome las veinticuatro horas
del dı́a, que cuando su turno acabara
otra persona ocuparı́a su lugar. La
imaginé saliendo de la clı́nica sin su
bata blanca, subié ndose al coche y
conduciendo con ganas de llegar a
casa. Y lo peor de todo, la imaginé con
ganas de abrazar a esa persona que,
seguramente, la esperaba para
compartir una cena.
—Sı́, a mı́ tambié n me gusta. Estuve
en el concierto que dio en julio.
¿Fuiste? —sentı́ có mo se me encogı́a
el corazó n al imaginarla deslizá ndose
en la cama con aquella persona que,
obviamente, no era yo—. ¿No fuiste?
Su sonrisa interrumpió mis
pensamientos.
—¿Dónde? —pregunté abstraída.
—Al concierto de Anastacia.
—Estuve en el que dio en julio. ¿Tú
fuiste?
—No me está s escuchando,
¿verdad?
—Parece que no, perdona.
—Yo también fui —habló de nuevo.
—¿Y cómo es que no te vi?
—Quizá nos vié ramos y no lo
recordemos.
—Si te hubiera visto te aseguro que
te recordaría.
—¿Nunca olvidas una cara? —su
tono sonó ligeramente burlón.
—Como la tuya no, jamá s —
confirmé clavándole la mirada.
En esta ocasió n mantuvo mi mirada
durante más tiempo.
—Espero que eso sea un piropo.
Ignoré la obviedad de su
comentario y volví a la carga.
—¿Está s casada? —pregunté bajo
los efectos de su hipnotizadora
mirada color miel.
—No —respondió sonrié ndose—.
¿Y tú?
—Tampoco —dije no sin reparar en
el retintı́n de su respuesta—. ¿Tienes
hijos?
Mi segunda pregunta pareció
divertirla aún más.
—No, por Dios. ¿Y tú?
Me hizo gracia la mueca de
aburrimiento que se dibujó en su
rostro.
—¿Yo?, pero si solo tengo diecisé is
años...
—Cierto, por un momento lo habı́a
olvidado...
—¿Entonces tienes pareja? —
pregunté otra vez, haciendo oı́dos
sordos a la sutil ironı́a que habı́a
vuelto a albergar su voz.
—Ya no. ¿Y tú?
Negué con la cabeza.
El tamborileo de unos dedos en la
puerta nos hizo mirar a las dos en esa
direcció n. Una melena morena
asomó , precediendo a una cara
ovalada que saludó alegremente.
—Hola —respondí.
—Hola Lorena —dijo Lorna casi al
unı́sono y alejá ndose de mı́ para
reunirse a mitad de camino con la
morena, que avanzaba con paso
decidido—. Mira, te presento a
Denise.
—Sí, lo sé. ¿Cómo estás, bonita?
—Bien, gracias, ¿y tú ? —reconozco
que me gustó su estilo informal al
dirigirse a mí.
—Y ella es Lorena, quien cubrirá el
turno de noche —continuó
presentá ndonos—. Cualquier cosa
que necesites no tienes má s que
pedírsela, ¿de acuerdo?
—De acuerdo, gracias —asentı́ con
la cabeza.
Mi madre e Israel no tardaron en
llegar y Lorna volvió a hacer la ronda
de presentaciones. En seguida
anunció que vendrı́an a preparar el
sofá cama para mi madre y que lo que
yo necesitaba era tranquilidad.
—Bueno, creo que ya ha llegado la
hora de que descanses. ¿Qué tal te
encuentras? —preguntó, acercándose
a mí de nuevo.
—Bien.
—¿No sientes ninguna molestia?
—No, por ahora no.
—Lorena está aquı́ para cuidarte y
asistirte en todo lo que necesites, ası́
que a la má s mı́nima molestia, por
normal que te parezca, quiero que le
avises. Lo harás, ¿verdad?
—Sí, no te preocupes.
Me brindó una sonrisa al tiempo
que revisaba que todo estuviera en
orden.
—Hasta mañana entonces.
—¿A qué hora vienes? —necesitaba
saber.
—A las ocho en punto estaré aquı́
de vuelta.
—Vas a tener que madrugar.
—No hay problema, estoy
acostumbrada.
—Entonces ven a las siete o a las
seis incluso...
—A las siete deberı́as estar
durmiendo y a las seis ni te cuento.
Buenas noches, Denise.
—Buenas noches, Lorna, que
descanses.
—Descansa tú tambié n —
respondió apartando la vista.
La seguı́ con la mirada mientras
caminaba hacia la puerta donde mi
madre, Lorena e Israel esperaban a
que un par de auxiliares terminaran
de preparar el sofá cama. Ni siquiera
me habı́a dado cuenta de cuá ndo
habı́an entrado aquellos dos chicos
en la habitació n ni si Lorna se
percató de ello. Pensé en ese juego
infantil de que si se daba la vuelta, y
me miraba antes de cruzar el umbral
de la puerta que nos separarı́a hasta
el dı́a siguiente, es que tenı́a alguna
posibilidad con ella. Esperé a que
acabara de hablar con mi madre, y
cuando estaba a punto de perder toda
esperanza de volver a encontrarme
con su mirada, Lorna se giró y sus
ojos me miraron.
—Dué rmete ya —exclamó
apuntándome con el dedo.
Capítulo 3
Empezaba a clarear cuando abrı́ los
ojos. Una mano me acariciaba el
brazo y miré , encontrá ndome con mi
preocupada madre.
—Buenos dı́as, cariñ o. ¿Te
encuentras bien?, has pasado la
noche quejándote.
—¿No te he dejado dormir? —según
terminaba de pronunciar esas
palabras sentí unas terribles náuseas.
—No te preocupes por eso. ¿Te
duele?
—Tengo ganas de vomitar.
Lorena se personó con una
palangana y me pidió que girara la
cabeza hacia un lado. Cuando levantó
el cabecero de la cama para facilitar
mi postura un grito de dolor se ahogó
en mi garganta. Apenas podı́a
respirar, una tremenda presió n en el
pecho me lo impedía.
—¿Qué le ocurre? —preguntó
angustiada mi madre, a la vez que yo
trataba de reprimir las arcadas que
crecı́an desde la boca del estó mago.
Cada vez que el estó mago se me
contraı́a por las ná useas, el dolor se
intensificaba.
—Aú n no lo sé . ¿No ha comido
nada? ¿No ha bebido nada? ¿Ni
siquiera agua? —no dejaba de
cuestionar Lorena.
—No, no, con total seguridad.
Una figura apareció en la puerta.
—Buenos dı́as... —interrumpió y
avanzó corriendo hacia mı́. Aú n
llevaba la gabardina puesta cuando
alcanzó mi cama—. ¿Qué ha
ocurrido? —sus ojos me miraron.
Mi madre y Lorena hablaron
atropelladamente. Lorna se quitó la
gabardina y la lanzó sobre una butaca
sin retirar la vista de mı́. Cuando la
gabardina aterrizó sobre la butaquita
me arrancó una sonrisa. Menuda
punterı́a, ¿có mo demonios lo habı́a
hecho sin dejar de mirarme?
—Sra. Ystad, dé jeme a mı́ por favor
—dijo tomando la palangana de las
manos de mi madre—. Será mejor
que espere fuera. Lorena, comprueba
las vías, por favor.
—Ya lo he hecho, están bien.
—Cambia la bolsa y enséñamela.
Cuando su mano se posó sobre mi
frente hallé un gran alivio. Mi madre
tambié n solı́a ponerme la mano en la
frente siempre que vomitaba cuando
era pequeñ a, y bueno, no tan
pequeñ a. Yo le decı́a que se fuera y
que no se preocupara por mı́, pero
ella siempre se quedaba y me
sujetaba. La mano de alguien
sujetando tu frente cuando uno se
encuentra en esa situació n es
probablemente una de las
sensaciones má s reconfortantes que
puedan existir. Mientras agradecı́a el
calor que desprendı́a la mano de
Lorna, yo continuaba reprimiendo las
ná useas. Se liberó de la palangana,
situá ndola en el trozo de cama que
quedaba entre las dos y su otra mano,
se deslizó sobre mi cuello. Noté có mo
sus yemas me presionaban
ligeramente la piel y supuse que
estaba tomá ndome el pulso, pero de
pronto, su mirada se congeló y sus
dedos descendieron por la base de mi
cuello abriéndome el camisón.
—¡Dios mı́o! ¿Qué es eso? —oı́
exclamar a mi madre.
—Un hematoma —respondió
Lorena, que sostenı́a en su mano la
bolsa que contenía mi orina.
—Gabriela, por favor, espere fuera.
Era la primera vez que oı́a a Lorna
llamar a mi madre por su nombre de
pila, y en cierto modo me sentı́ un
poco celosa de que sus labios
pronunciaran un nombre, que no
fuera el mı́o, con tanta
espontaneidad. La noche anterior,
cuando Lorena entró en la habitació n
y Lorna la llamó por su nombre, me
habı́a sucedido lo mismo. No quise
pensar en lo que sentirı́a cuando
fuera el nombre de Israel el que
saliera de su boca, no alcanzaba a
imaginar la posibilidad de que Lorna
pudiera ser heterosexual.
Cuando su pulgar acarició mi frente
mis atormentados pensamientos se
detuvieron de golpe. La observé
avergonzada mientras estudiaba la
bolsa, que Lorena le mostraba, con
aquel líquido amarillo en su interior.
—Que lo analicen. Y, por favor, trae
inmediatamente pomada anesté sica,
guantes, esponjas desechables, jabó n,
una cuñ a, gasas, agua tibia y toallas.
En ese armario hay antiemé tico —
señaló con la cabeza—, alcánzamelo.
Luego se dirigió a mí.
—¿Te duele mucho, verdad? —
preguntó.
—Un poco —mentí.
Lorena abrió el armario con una
llave.
—¿Solución oral o rectal?
—Supositorios no, por favor —
alcancé a decir.
Lorna me sonrió y volvió a
acariciarme la frente.
—¿Crees que podrás tragarlo?
Asentı́ en esta ocasió n porque las
náuseas me impidieron hablar.
—El inyectable —le dijo a Lorena—.
Acé rcame tambié n guantes,
jeringuilla, algodón y alcohol.
La observé mientras se enfundaba
los guantes y manipulaba la ampolla.
Despué s, seguı́ el recorrido de la
aguja hacia mi brazo, hasta que
atravesó mi piel y la jeringuilla se
vació por completo dentro de mí.
—Veo que las agujas no te dan
miedo —comentó al retirar la
jeringuilla bajo un algodó n. Negué
con la cabeza. Ella permaneció a mi
lado, sujetando el algodó n contra mi
brazo estirado—. Enseguida te
sentirá s mejor. En cuanto remitan las
ná useas te dolerá menos el tó rax, ya
lo verás.
—Gracias.
—De nada, bonita. Te vas a poner
bien.
Posó suavemente su mano libre
sobre mi bı́ceps, por encima del
algodó n que aú n sostenı́a en la otra
mano. Sus manos quedaron cruzadas
sobre mi brazo y levanté de nuevo la
vista, coincidiendo con la de ella,
cuando percibı́ sus dedos a travé s del
látex de los guantes, acariciándome la
piel muy despacio. Cerré los ojos. Las
ná useas comenzaban a remitir y mis
cinco sentidos viajaron hasta la zona
de piel que el calor de su mano me
habı́a revivido. Y allı́ me quedé ,
quieta y concentrada en el
movimiento de sus dedos. Deseé que
aquel momento no terminara jamá s.
La sensació n era tan placentera que
casi rozaba el dolor. Nunca antes
habı́a experimentado ese tipo de
deseo y mi piel no tardó en
reaccionar a su cálido tacto.
—¿Tienes frı́o? —susurró ,
inclinándose hacia mí.
El aroma de su piel y de su pelo me
envolvió por completo. Reconocı́ el
maravilloso perfume del dı́a anterior
y la piel me ardió.
—No —musité.
—Tienes la piel de gallina.
Abrı́ de nuevo los ojos, pero ignoré
sus palabras. ¿Qué podı́a responder?
No era precisamente el frı́o lo que me
habı́a puesto la piel de gallina. La
encontré mirando mi otro brazo. Si
no hubiese sido porque al rato le vi
alternar la mirada entre ambos
brazos hubiera creı́do que se habı́a
quedado pensativa, con la mirada
perdida, como cuando uno mira y no
ve. Parecı́a absorta. Sus ojos
volvieron a cambiar de brazo y ahora
los paseaba desde la escayola de mi
mano hasta mi hombro. Continuaba
acariciá ndome y mi piel seguı́a
ponié ndome en evidencia. No
obstante, ella parecı́a distraı́da y yo
aproveché para mirarla. Volvı́ a su
mano oculta bajo el guante sobre mi
brazo y seguı́ su movimiento. Traté
de imaginá rmela sin el lá tex de por
medio. Mis ojos viajaron má s arriba,
admirando el leve movimiento que se
producı́a en su pecho cada vez que
inhalaba y expulsaba aire. Era
perfecta. Creo que fue en ese
momento cuando comprendı́ la
belleza de estar vivo. Es curioso
como todos respiramos
instintivamente y ninguno de
nosotros le damos la má s mı́nima
importancia a ese acto.
Contemplando a Lorna, me pareció
maravilloso, sobrecogedor. Me perdı́
en el ritmo de su respiració n y de sus
caricias. Cuando levanté la vista hacia
su rostro la descubrı́ mirá ndome.
Habı́a perdido la noció n del tiempo y
no sabı́a cuá nto rato podrı́a haber
pasado en ese estado. Y mucho
menos podı́a adivinar desde cuá ndo
me observaba. De pronto, me
avergoncé de mi actitud y retiré la
mirada de sus ojos por respeto. No
querı́a que pensara que era ası́ como
le devolvı́a sus reconfortantes
atenciones. Yo entraba en un estado
de é xtasis, mientras ella me regalaba
el calor que cualquier otra persona en
mi situació n necesitaba. Y tambié n
entendı́ que Lorna no tendrı́a por qué
haberlo hecho. Sus atenciones
podrı́an haber inalizado tras cubrir
mis necesidades estrictamente
mé dicas, sin embargo, no lo hizo. Una
nueva caricia en mi brazo hizo que la
mirara de nuevo, y a pesar de que
querı́a ocultar lo que mis ojos
re lejaban me sumergı́ en la miel de
los suyos.
—¿Está s un poco mejor? —
preguntó cuando Lorena apareció
empujando un carrito con todo el
material que había solicitado.
—Sí, mucho mejor. Gracias.
Se deshizo el contacto entre
nosotras, tiró el algodó n que habı́a
estado presionando contra mi brazo
y tambié n los guantes. Lorena y yo la
miramos mientras se quitaba el
jersey y lo dejaba sobre la gabardina,
que con punterı́a certera habı́a
lanzado cuando llegó . Luego, se puso
la bata blanca y se recogió el pelo con
una goma que debı́a llevar oculta en
la muñeca.
—Ahora voy a necesitar que nos
ayudes —me miró de nuevo—.
Vamos a bañ arte y hacer todo lo
posible para aliviarte el dolor del
tórax.
Se me paralizaron los mú sculos de
la cara y comencé a sentir una
vergü enza espantosa pensando en el
proceso de higiene personal. No
querı́a que justo ella me tuviera que
bañ ar como a un crı́o. Bajaron el
cabecero y retiraron entre las dos la
sá bana y la manta que me cubrı́an.
Miré mi cuerpo tendido con aquel
ridı́culo camisó n y despué s bajé la
vista a los dedos de mi pie izquierdo
que asomaban por la escayola.
Advertı́ de nuevo el guante de lá tex
sobre mi frente.
—No fuerces el cuello, por favor —
me pidió Lorna, y suavemente me
hizo reposar la cabeza, ahora sobre el
colchó n, ya que Lorena habı́a hecho
desaparecer la almohada.
Traté de volver a mirarme el
cuerpo, pero desde mi nueva
posició n ya no alcanzaba a ver nada
que no fuera el techo o el rostro de
ambas. La elecció n no fue difı́cil. Miré
a Lorna y a sus manos dirigirse al
comienzo de mi cuello, exactamente
donde su mirada se habı́a congelado
con anterioridad. Presencié có mo su
gesto se endurecı́a y sus ojos se
oscurecían recorriendo la piel que iba
quedando desnuda, tras abrirme
pausadamente aquel horrible
camisó n. El color miel de su iris se
habı́a esfumado, en su lugar habı́a un
marró n opaco que ya no me permitı́a
diferenciar su pupila.
Inevitablemente, miré a Lorena. La
encontré aú n má s paralizada
observando mi cuerpo, pero regresé
a Lorna cuando la oí hablar.
—Lorena, pásame unas tijeras.
Esta tardó en reaccionar, hasta que
Lorna no dejó de mirarla con
insistencia no las obtuvo. Me dirigió
una cá lida mirada antes de comenzar
a cortar la tela desde la manga hasta
el cuello. Despué s, hizo lo mismo con
la otra manga. Cuando se deshizo de
los dos trozos de tela, mi cuerpo
quedó totalmente desnudo y
expuesto. Enseguida me cubrió con
una toalla de cintura para abajo y yo
agradecı́ que preservara ası́ mi
intimidad. Aú n re lejaba la tensió n
que se habı́a apoderado de mı́, por la
breve exposició n de la desnudez de
mi cuerpo ante la presencia de Lorna,
cuando noté la suave humedad de
una esponja sobre mi rostro. Traté de
relajarme, refugiada en el calor
hú medo que desprendı́a aquella
esponja, mientras Lorna me lavaba la
cara, el cuello, los brazos y los dedos
que asomaban de mis dos escayolas.
Ahogué un quejido cuando el agua
cayó sobre mi pecho.
—Lo siento mucho, Denise. Voy a
hacerlo lo má s despacio y suave que
pueda, pero me temo que incluso ası́
te va a doler.
—¿Tan grande es el hematoma? —
pregunté asombrada por el dolor que
me habı́a provocado el simple
contacto con el agua. Lorna me miró ,
pero no respondió . Realmente
tampoco mintió , de sus labios no
salió una respuesta, aunque de sus
ojos sı́—. No te preocupes que yo
aguanto.
Me miró con tanta dulzura que me
dio fuerzas para soportar el dolor que
vendrı́a a continuació n. La observé
depositar jabó n lı́quido sobre su
guante de lá tex, frotá ndolo para
formar espuma. Acto seguido, sentı́
su mano por debajo de mi clavı́cula,
pero cuando empezó a descender por
la separació n de mi pecho apreté los
dientes para contrarrestar el dolor
que me producı́a. Ló gicamente, habı́a
evitado utilizar la esponja
directamente sobre mi piel y ası́ no
añ adir má s sufrimiento a aquella
tarea. Su mano pasó prá cticamente
inadvertida sobre mi pecho, despué s
sobre el otro. Me pareció casi una
caricia si no hubiese sido por el dolor
que aú n padecı́a en el tó rax. Los
pinchazos volvieron a aparecer
cuando su mano se deslizó por mi
estómago hasta las caderas.
—¿Puedes levantar los brazos? —
me preguntó.
Lo intenté , pero a medio camino
descubrı́ que efectivamente no podı́a.
La piel me tiraba y el dolor
reaparecía.
—No te fuerces, solo sepá ralos un
poco.
La vi examinarme las axilas y a
continuació n las jabonó de nuevo con
su propia mano, por lo que deduje
que el hematoma habı́a ido comiendo
más terreno del que pensaba.
Contemplé a Lorna mientras volvı́a
a cambiarse de guantes.
—Esto va a hacer que te sientas
mucho mejor pero...
—Pero me va a doler, ¿verdad? —
interrumpí.
Asintió levemente con una
compasiva sonrisa en los labios.
—Haré todo lo que esté en mi mano
para que te duela lo menos posible.
La miré a los ojos y le devolvı́ la
sonrisa para que supiera que podı́a
continuar con su labor. Perdı́ su
contacto visual tan pronto como
comenzó a aplicarme la pomada
sobre la piel. Aquello dolı́a mucho
má s que cuando me estaba lavando.
La espesura impedı́a que se deslizara
con facilidad sobre mi piel, por lo que
percibı́a la presió n de su mano con
mucha má s intensidad que antes.
Reprimı́ el dolor sin quejarme y sin
gritar, aunque mis ojos no tardaron
en llenarse de lá grimas. No quise
pestañ ear para evitar que una de
ellas rodara por mi rostro. Me mordı́
el labio inferior y cerré los ojos con
fuerza para que las pestañ as
absorbieran la humedad de mis
lá grimas. No lo conseguı́. Cuando una
de ellas cayó inevitablemente, Lorna
la detuvo a la altura de mi mejilla.
—Lo siento, de verdad. Vamos a
dejar que vaya haciendo efecto y
luego continuamos.
Se hizo con un pañ uelo de papel y
comenzó a secarme la cara con
suavidad. La miré mientras lo hacı́a,
hasta que la cara de sorpresa con la
que me observaba Lorena llamó mi
atenció n. Cuando la miré ella desvió
la vista, conteniendo una risa.
Aunque no mostrara señ ales, hubiera
jurado que Lorna se percató del
motivo que le habı́a provocado la risa
a Lorena. No me importó . Yo
tampoco hacı́a nada por disimular mi
creciente atracció n por Lorna y, por
otro lado, tampoco conseguı́a apartar
mis ojos de ella cuando estaba
conmigo. Fijaba la mirada en su
rostro y la estudiaba sin descanso.
Sabı́a tambié n que Lorna era
consciente de ello, especialmente
cuando retiraba sus ojos de mi
incesante mirada.
Pidió a Lorena que trajera má s agua
caliente porque la que estaba allı́ ya
se habı́a enfriado. Volvió a dirigirse a
mí cuando nos quedamos a solas.
—¿Te duele menos?
—Ya no me duele nada.
Era casi verdad. Aquel ungü ento
habı́a empezado a hacer efecto y el
dolor del tó rax iba desapareciendo.
Me pidió una vez má s que separara
los brazos. Sabı́a que la miraba
mientras hacı́a su trabajo, aunque su
mirada no se desviara en ningú n
momento de la piel que iba cubriendo
cuidadosamente. Parecı́a
imperté rrita. Me pregunté en qué
estarı́a pensando, si es que pensaba
en algo. Su guante de lá tex se deslizó
por mi costado a la altura de las
costillas y mi piel reaccionó
involuntariamente.
—¿Cosquillas?
—Un poco —mentí.
Comencé a darme cuenta de que mi
cuerpo reaccionaba, por primera vez,
de una manera diferente a como lo
habı́a estado haciendo hasta el
momento. Lo que Lorna me hacı́a
sentir solo con mirarla era
indescriptible. Anhelaba
constantemente su proximidad física.
Al má s mı́nimo roce mi piel ardı́a y
mi corazó n se desbocaba. Hacı́a ya
tiempo que habı́a descubierto el
modo de darme placer a mı́ misma.
Pero una vez má s, en esas sesiones
de masturbació n, jamá s deseé que
fueran otras manos en lugar de las
mı́as las que me llevasen a aquellos
maravillosos orgasmos. Y sin
embargo ahora, mientras sentı́a la
mano de Lorna enfundada en el lá tex
sobre mi piel amoratada y dolorida,
deseaba que no parara nunca.
Demasiados deseos y sentimientos a
lor de piel para y por alguien a quien
acababa de conocer hacı́a apenas
veinticuatro horas. Nunca habı́a
creı́do en el destino, pero de pronto,
el nombre de Kling me vino a la
cabeza. Si no hubiese sido por é l es
posible que, incluso viviendo en la
misma ciudad, nunca hubiera tenido
oportunidad de conocerla. ¿Qué
habrı́a sido de mı́ entonces? ¿Podrı́a
haber conocido a otra persona que
me hubiera hecho sentir lo que
Lorna, tan solo con su presencia,
conseguı́a? Lo dudo, otra opció n que
no fuera ella no hubiera tenido cabida
ni en mi vida ni en mi corazón.
Inesperadamente, la sentı́
extendié ndome crema sobre el
pecho. Se movı́a muy despacio,
haciendo cı́rculos desde el exterior.
Lo hacı́a en direcció n a las agujas del
reloj e iban cerrá ndose en cada
vuelta. Mi cuerpo se tensó al instante
y mis sentidos se sumieron bajo sus
dedos. A pesar de mis esfuerzos por
controlar las emociones noté que el
cuerpo actuaba por su cuenta. No
respondía a las señales que el cerebro
le enviaba y mi pecho se endureció
con su tacto. Fijé una mirada tensa en
su rostro, preocupada por lo que
pudiera pensar. Pero ella ni se
inmutó , mantuvo el mismo ritmo con
el que habı́a llegado hasta allı́, y ni su
cara ni sus ojos re lejaban la má s
mı́nima sorpresa o rechazo. Pensé
aliviada que posiblemente habrı́a
sido una sensació n derivada de mi
atracció n por ella. Al in y al cabo, mi
cuerpo, extremadamente
contusionado, era difı́cil que pudiera
responder a nada que no fuera dolor.
Sin embargo, cuando sus dedos
alcanzaron la cima, comprobé la
dureza de mi propio pezó n contra sus
yemas, ocultas como siempre bajo el
lá tex. Mantuve la respiració n
tratando de averiguar lo que le
pasaba por la mente. Una vez má s
Lorna no mostró el menor sı́ntoma
de irregularidad. Era obvio que se
habı́a dado cuenta. Estaba justo allı́,
delante de mı́ y con sus ojos posados
en mı́. Desgraciadamente la erecció n
de mis pezones era difı́cilmente
disimulable a la vista, y desde luego
no pasaba precisamente inadvertida
al tacto. Entonces lo comprendı́. Ya
podrı́a haber ocurrido lo que fuera
que pudiera ocurrir durante los
cuidados a un paciente, que ella
jamá s reveları́a signos de ninguna
clase de emoció n. Todo era natural,
cualquier reacció n que una persona
pudiera tener formaba parte de su
trabajo diario y todo, por
desagradable que pudiera llegar a ser,
quedarı́a siempre entre el rostro
impá vido del mé dico y su paciente.
Continué observá ndola y un mechó n
de pelo se desprendió , cayendo sobre
su cara. Permanecı́ mirá ndola e
indecisa durante un momento.
Despué s, alcé mi mano escayolada y
lo coloqué lentamente detrá s de su
oreja. Sufrı́ un dolor agudo por el
movimiento, pero antes de bajar la
mano rocé suavemente el contorno
de su oreja. La vi cerrar los ojos un
instante ante mi leve caricia.
—Gracias —dijo sin levantar la
vista.
—A ti por cuidarme tan bien.
Sonrió sin mirarme y continuó con
su tarea.
—¿Có mo es posible que te
acordaras de mi nombre al
despertar? —preguntó de pronto,
comenzando de nuevo la labor sobre
mi otro pecho.
—Es fá cil, tienes una voz muy
bonita.
—No, no es fá cil. Especialmente en
las condiciones en las que llegaste —
respondió obviando mi cumplido.
—No te veía pero sí te oía.
—Aún así, no es fácil.
—Lo que no es fá cil es olvidar tu
voz, la tienes preciosa.
Alzó la vista para mirarme y
despué s volvió a su cometido con
rapidez. Seguı́ contemplá ndola en
silencio, pero en esta ocasió n la
expresió n de su rostro sı́ habı́a
cambiado.
—Bueno, esto ya está —anunció —.
En cuanto vuelva Lorena terminamos
de bañarte.
—Eso lo puede hacer mi madre —
repuse con rapidez.
—Sı́, seguro que puede. Pero lo voy
a hacer yo —concluyó.
No insistı́. Aunque su tono de voz
fue amable, tambié n fue lo
su icientemente rotundo, dando
aquella conversación por finalizada. A
in de cuentas, lo que estaba por
llegar no podrı́a ser mucho peor de lo
que ya habı́a pasado. Quizá má s
ı́ntimo, pero no mucho peor. Al
menos eso es lo que pensé . Cuando
regresó Lorena, Lorna me cubrió de
cintura para arriba y me descubrió de
cintura para abajo. El calor hú medo
de la suave esponja resbaló ahora
sobre mis piernas.
—Denise, voy a necesitar que
eleves la pelvis —me pidió Lorna al
tiempo que apoyaba su mano sobre
mi cadera.
Flexioné la pierna derecha y levanté
las caderas. Al hacerlo advertı́ la
sonda sujeta en la cara interna del
muslo y Lorna deslizó la cuñ a debajo
de mı́. La vi manipular suero
isioló gico, ası́ que supuse que la
lavarı́a para posteriormente
desinfectarla. Empecé a sentirme
incó moda. Recordé cuando me dijo
que llevaba una sonda vesical, sin
embargo, en aquel momento no le
concedı́ importancia. Obviamente, la
sonda no habrı́a llegado allı́ por arte
de magia y me pregunté si fue ella
quien me la facilitó . Seguro que sı́. No
querı́a ni pensarlo. Mi cuerpo se
tensó ante el agua tibia corriendo por
mi pubis. Cuando lo que sentı́ era
có mo me lavaba me quise morir. Me
agarré con fuerza a la sábana de abajo
y por primera vez aparté la vista de
Lorna, dirigié ndola al techo blanco de
aquella habitació n. No soportaba
mirar a Lorna mientras yo yacı́a
incapacitada de cuidar de mi propia
higiene personal. Debı́ de haber
insistido en que querı́a a mi madre
para hacer aquella labor, aunque la
decisió n hubiera molestado a Lorna.
La preferı́a molesta conmigo que
bañ á ndome como a un recié n nacido.
Aú n me dolı́a la mandı́bula de la
tensió n cuando me cubrió de nuevo
con una toalla. Pero todavı́a aquella
pesadilla no había terminado.
—Denise, ¿crees que puedes
ponerte de lado? —preguntó
amablemente.
No contesté , ni siquiera pude
mirarla. Me giré como pude dá ndole
la espalda y quedé frente a Lorena. Y
todo el proceso volvió a comenzar de
nuevo. Má s tarde, aprovechando mi
postura, cambiaron la sá bana de
abajo y volvı́ a quedar en decú bito
supino.
—¿No le ponemos un camisó n? —
preguntó Lorena.
—No, vamos a evitar movimientos
innecesarios.
—Sı́, mejor sin ese camisó n, es
espantoso —por fin hablé.
Las dos se rieron a pesar de que mi
tono de voz no fue divertido. Desde
luego que no pretendı́ ser graciosa
con el comentario. El maldito
camisó n era horrible y no querı́a
poné rmelo. Bastante humillación
habı́a pasado ya. Solo querı́a que me
dejaran sola. Sabı́a que ambas me
estaban observando aunque lo
disimularan. Cuando recogieron todo,
pensando que ya se marchaban, solo
Lorena desapareció tras la puerta.
—Si esta tarde te encuentras mejor
igual puedes ver alguna pelı́cula o
algú n concierto de Anastacia —
anunció Lorna caminando hasta el
borde de mi cama.
—Gracias —respondı́ aú n sin
mirarla.
—Y yo creo que mañ ana podrá s
recibir visitas, lo digo por si te
apetece avisar a alguien.
—Genial, gracias —mi tono sonaba
monocorde, no habı́a un á pice de
alegría en él.
De repente, su mano envolvió los
dedos que asomaban de mi escayola.
Agradecı́ el calor de su tacto, ahora
por in sin guantes, pero no me movı́.
Dejé la mano tan inmó vil como lo
estaba hasta ese momento. Supuse
que buscaba una reacció n en mı́,
porque empezó a presionarme los
dedos intermitentemente. Parecı́a
Morse. Permanecı́ quieta y sin
mirarla. Sabı́a que estaba haciendo
esfuerzos por ser amable conmigo,
por quitarle hierro a la situació n que
tanto me habı́a incomodado. Siguió
insistiendo con su có digo en Morse
sobre mis dedos al ver que yo no
reaccionaba. La presió n se habı́a
acentuado y el movimiento era ahora
má s corto y seco. Se echó a reı́r
cuando su insistencia me venció y le
devolvı́ exactamente el mismo
movimiento y presión a sus dedos.
—Buscaré una solució n, ¿de
acuerdo?
—No te preocupes. De verdad, no
importa.
—Es que está s sondada Denise, y
hay que hacerlo con sumo cuidado,
¿lo entiendes?
—Da igual, en serio. Peor de lo que
lo he pasado hoy no creo que se
pueda pasar —respondí resignada.
Bajó la vista cuando retuve su mano
en la mía.
—Dame un par de dı́as y retiramos
la sonda. Entonces puede encargarse
tu madre.
—¿Me sondaste tú, verdad?
—Sí.
—Me lo temı́a —suspiré —. Menos
mal que estaba inconsciente...
—No es para tanto, Denise —dijo
suavemente y retiró su mano con una
leve caricia.
Aquella mañ ana conocı́ al doctor
Kling. Creo que no eran má s de las
diez cuando apareció en la
habitació n. Vestı́a tambié n una bata
blanca y llevaba en la mano una
carpeta con mi historial, que
consultaba a menudo mientras
hablaba con mi madre. Efectivamente
era alto y fuerte, como lo habı́a
descrito mi madre el dı́a anterior. Se
intuı́a perfectamente su desarrollada
musculatura bajo aquella bata. Se
apreciaban las incipientes entradas
en la frente, aunque aú n conservaba
un cabello fuerte y estilosamente
cortado. La verdad es que tenı́a una
cara agradable. A pesar de tener
aspecto de haber cumplido ya los
cincuenta, su porte todavı́a podı́a
resultar atractivo a muchas mujeres
heterosexuales. Se me encogió el
estó mago cuando me pregunté si
Lorna serı́a una de esas mujeres.
Kling abandonó por in la habitació n
y yo volvı́ a quedarme a solas con mi
madre. Estaba impaciente por ver de
nuevo a Lorna. La espera comenzó a
hacerse demasiado larga, y aunque
trataba de atender a la conversació n
que me daba mi madre, mi cabeza
estaba en otra parte. Con ella, má s
concretamente. ¿Qué estarı́a
haciendo? Tal vez estaba atendiendo
a otros pacientes y quizá prefería
atenderlos antes que a mı́. Le recordé
a mi madre que Lorna habı́a dicho
que si estaba mejor por la tarde
podrı́a ver la tele o recibir visitas. Me
corrigió enseguida. Las visitas serı́an
como pronto al dı́a siguiente. Me
con irmó que habı́a hablado con
Martina y que ella y Saú l, otro amigo
de clase, querı́an pasar a verme, pero
que les habı́a pedido que esperaran
un dı́a má s. Acepté la decisió n sin
rechistar. Me apetecı́a ver a Martina,
pero si con alguien deseaba pasar el
tiempo era con Lorna, y para verla no
necesitaba horario de visitas ni
encontrarme mejor o peor. De hecho,
parecı́a tener má s posibilidades de
hacerlo si mi estado empeoraba. Lo
que realmente necesitaba era que
cruzara la puerta, que estaba
empezando a convertirse en un muro
infranqueable que separaba
inevitablemente mi vida de la de ella.
No recuerdo cuá ntas veces pude
preguntarle la hora a mi madre. Solo
recuerdo su cara de desesperació n
cuando lo pregunté por ené sima vez.
Me acordé entonces de la letra de la
canció n Hung Up de Madonna. El
tiempo pasa tan despacio para los que
esperan… Desde luego que pasaba
despacio, má s bien parecı́a que no
pasaba en absoluto. Clavé la vista en
la está tica puerta blanca y esperé .
Pasaba el tiempo y allı́ no aparecı́a
nadie, ası́ que volvı́ a atender a mi
madre en su conversació n. De pronto,
unos golpecitos suaves en la puerta
hicieron que mi corazó n pegara un
vuelco. Cuando la puerta se abrió , un
enorme ramo de rosas rojas entró
con Israel.
—Espero que os gusten —exclamó
como un niño pequeño.
Observé a mi madre besarle en los
labios en agradecimiento por su
encantador detalle. Se acercó a mı́
sosteniendo su sonrisa infantil y las
rosas.
—¿Qué tal te encuentras hoy?
—Mejor, gracias —respondı́
admirando las rosas—. Son
preciosas, muchas gracias.
—Os he traı́do un ramo a cada una
—dijo separando los brazos.
—Voy a ponerlas en agua
inmediatamente —anunció mi madre
desapareciendo de la habitación.
—¿De verdad te gustan?
—De verdad, me gustan mucho. Son
muy bonitas, muchas gracias.
—No estaba seguro de que te
fueran a gustar. Luego he pensado
que a casi todas las chicas os gustan
que os regalen flores, ¿no es así?
—Sı́, supongo que sı́ —contesté no
sin pasar por alto el modo cauto en
que lo dijo.
—Te iba a haber traı́do bombones
porque sé que te gusta mucho el
chocolate, pero sabiendo que aú n no
ibas a poder comerlos he decido
esperar hasta que puedas. Lorna me
ha dicho que lo má s seguro es que
pasado mañ ana puedas comer,
aunque no la caja entera...
—¿Lorna? ¿Es que has visto a
Lorna? —pregunté celosa.
—Sı́, me la he encontrado en el
pasillo —dijo indicando con el pulgar
—. Tambié n te he traı́do otra cosa —
añ adió , metiendo la mano dentro del
bolsillo del abrigo.
Cogı́ expectante la caja que me
extendió . Fui deshacié ndome del
bonito papel que la envolvı́a, sin
embargo, mi postura en la cama y mis
dos manos escayoladas no me
facilitaban la tarea.
—¿Te ayudo? —se ofreció
amablemente.
—Sí, gracias.
—¡Es un iPod Touch! —exclamó
enseñ á ndomelo—. Como el tuyo se
estropeó ayer he pensado que te
harı́a falta uno y este tiene capacidad
para video y un montó n de cosas. Es
má s, me he tomado la libertad de
cargá rtelo con canciones de
Anastacia y algunos vı́deos. Aunque
también puedes ver películas.
Le miré asombrada. El pobre se
habı́a tomado no solo la molestia de
ir a comprarlo, sino de traé rmelo
preparado para que pudiera disponer
de él.
—Es genial, pero genial.
Muchísimas gracias, Israel.
—De nada. Me alegro de que te
guste. Es mejor que las rosas, ¿no
crees?
—Bueno para mi madre no.
—¿Y para ti?
—Las rosas son preciosas tambié n
—respondı́ diplomá ticamente—. En
serio, muchı́simas gracias —dije de
nuevo—. Me han encantado los dos
regalos.
Le contemplé mientras me sonreı́a
como un niñ o ilusionado.
Inexplicablemente, vi en é l algo que
hasta la fecha habı́a querido evitar.
Parecı́a una buena persona y lo ú nico
que trataba era de agradarme.
—Denise —titubeó—, sé que para ti
no es fá cil, pero yo quiero a tu madre,
estoy enamorado de ella. Entiendo
que eso no signi ique mucho para ti,
porque aú n eres muy joven, solo
pretendo hacerla feliz...
Le observé con má s detenimiento,
pensando en las palabras que me
decı́a. Si esa misma declaració n la
hubiera oı́do simplemente dos dı́as
antes no la hubiera comprendido de
la misma manera que la comprendı́a
en aquel instante. Desde que habı́a
conocido a Lorna algo habı́a
cambiado en mı́, y comenzaba a
comprender el signi icado y
dimensiones que podı́a adquirir la
palabra amor.
—No te preocupes, ella te
corresponde —dije cogié ndole la
mano.
Miró sorprendido y agradecido
nuestras manos unidas y me la
sostuvo con fuerza.
—Entonces, ¿crees que tengo
posibilidades con ella? —bromeó.
—Yo creo que sı́ pero… ¿por qué no
te la llevas a comer y lo compruebas
tú mismo?
—Otro día, no vamos a dejarte sola.
—No estoy sola, me quedo con el
iPod.
—Y las rosas.
—Y las rosas —repetí riéndome.
Cuando regresó mi madre
acompañ ada de una auxiliar y con
sendos jarrones de cristal portando
las rosas nos pilló bromeando, aú n
cogidos de la mano, y no pudo
disimular su sorpresa.
—Mamá , Israel te lleva a comer
porque quiere contarte no sé qué ...
alguna cursilada creo...
—¿Ah, sı́? —nos miró risueñ a—.
Perfecto, me encantan las cursiladas.
—¿En serio, nos vamos a comer?
Pensé que no querrı́as dejar sola a
Denise…
—Y no quiero, pero me acaba de
decir Lorna que le tiene que dar la
pomada otra vez. Ası́ que podemos
aprovechar para comer rapidito.
Ahora fui yo quien sonrió como una
niñ a pequeñ a. Por in iba a ver a
Lorna otra vez.
—¿Qué pomada? —preguntó Israel.
—Ahora te cuento —respondió mi
madre mientras miramos a Lorna
caminar hacia nosotros empujando
un carrito.
Tenı́a el corazó n a mil por hora.
Cuando nos quedamos solas creı́ que
se me salía por la boca.
—¿Qué tal estás?
—Mucho mejor, gracias.
—¿Te duele menos?
—Casi ni me duele.
—¿Y las náuseas?
—Estoy muy bien, de verdad.
—Me alegro —sonrió
observándome.
Reparé en que se dio cuenta de lo
tensa que estaba. Me sentı́a tan
nerviosa que no alcanzaba a
responder a sus preguntas de una
manera espontánea.
—¡Anda! —exclamó —. ¡Menudo
iPod!
—Sı́, me lo ha regalado Israel —dije
mostrá ndoselo—. Como el mı́o se
rompió ayer... pero este es mucho
mejor.
—Ya veo —lo miró detenidamente
—. ¿Este es el famoso iPod Touch?
—Sı́, aparte de escuchar mú sica
puedes ver vı́deos y pelı́culas, grabar
en alta definición…
Su mirada y su belleza atendiendo a
mis alabanzas a las nuevas
tecnologı́as empezaban a resultarme
irresistibles. Se habı́a soltado el pelo
otra vez y estaba tan guapa que casi
me costaba mirarla.
—¿Qué tal la mañ ana? ¿Mucho
trabajo? —pregunté.
—En absoluto. Tengo una paciente
má s fuerte que un roble que no se
queja nunca. No me da nada de
trabajo.
—¿Y qué le ha pasado?
—Hablo de ti, Denise.
Sonreí aturdida.
—Ah, pero yo sı́ que te doy trabajo,
del peor además.
Una mueca divertida se describió
en su rostro.
—¿Podría ver tu pecho?
—Bueno...
—Con tu permiso —dijo cogiendo
el iPod de mi mano—. Te lo dejo en la
mesilla.
—Kling ha estado aquı́ esta
mañana.
—Lo sé. ¿Y qué tal?
—Bien. Tambié n ha estado viendo
mi pecho, aunque no estoy segura de
que haya reconocido el dibujo de su
parachoques.
—Pues debería.
La miré al tiempo que se enfundaba
los guantes. Su tono de voz se habı́a
vuelto más seco.
—Era una broma.
—Ya, pero a mí no me hace gracia.
—En realidad, si no llega a ser por él
no te hubiera conocido.
—Eso no lo digas ni en broma.
No dije nada má s. Era obvio que a
ella no le hacı́a gracia el tema y que
no consideraba, como yo, que no
habı́a mal que por bien no viniese. Si
para conocerla tenı́a que pasar por
ser arrollada por el coche de Kling, a
mı́ no me suponı́a el má s mı́nimo
problema. Era capaz de volver a
ponerme delante de un coche si me
garantizaban que ası́ podrı́a verla
todos los dı́as. Decidı́ estar callada y
dejarle tranquila mientras hacı́a su
trabajo. Pero no pude evitar sentirme
dolida al ver que ella no le habı́a dado
importancia al hecho de haberme
conocido.
—¿Te hago daño?
—No, tranquila, puedes seguir.
—Eres muy fuerte, ¿lo sabías?
—Sí, como un roble, ¿no?
Se sonrió con mi ironía.
—Más que un roble.
—Es verdad, má s que un roble —
repetí aceptando la puntualización.
—Puedes quejarte si te duele.
—De acuerdo, gracias.
Paseó sus ojos por mi cara y luego
continuó con su labor.
—Tengo un perió dico de hoy —
habló despué s de un largo rato en
silencio—. Luego te lo traigo.
—Muchas gracias —me agradó que
se acordara de que lo leía.
Mi madre tambié n tenı́a uno, pero
no quise decirlo y estropear el detalle
que acababa de tener conmigo.
—¿Puedo preguntarte desde
cuándo lees el periódico?
—Desde los diez u once —tardé en
responder.
Volvió a estudiar mi rostro.
—¿Qué CI tienes?
Me sorprendió que tomara en serio
mi respuesta.
—Solo leo la cartelera y el
horó scopo —ella arqueó una ceja con
escepticismo—. Muchas gracias —
dije mientras me cubría.
—Un placer —me miró —. Pero aú n
no hemos terminado, falta una cosa
más.
—¿El qué ? —pregunté rezando que
no tuviera nada que ver con la otra
mitad de mi cuerpo.
—Los dientes. Esta mañ ana te he
perdonado porque estabas con
ná useas, pero si ya está s bien... Si
pre ieres que lo haga tu madre no hay
problema.
La observé aprovechando que
escribía en mi historial.
—Eso no me importa. Lo puedes
hacer tú, si a ti no te importa claro.
Cambió el bolı́grafo de mano y me
cogió el moflete cariñosamente.
—¡Pero có mo me va a importar,
Denise! —exclamó volviendo a su
escritura.
Entre las dos manos escayoladas y
la escasa resistencia que me quedaba
en los brazos debido a las
contusiones, Lorna tuvo que hacer el
trabajo prácticamente sola.
—Pues no te pega nada leer el
horóscopo —espetó de pronto.
Me reı́ con el cepillo de dientes
dentro de la boca.
—Pues lo leo —pronuncié como
pude.
—Pero no te lo crees, ¿verdad?
Negué con la cabeza.
—¿Qué signo eres? —me animé a
preguntar.
—Adivı́nalo, tú que eres la experta
—respondió burlona.
Me secó los labios suavemente con
una toalla y comenzó a recoger todo
el material, ordená ndolo en el carrito.
La vi mirar el ramo de rosas que se
encontraba en mi mesilla y luego
dirigió la mirada al otro ramo, sobre
la mesita frente al sofá cama.
—Estas rosas son realmente
bonitas —exclamó al tiempo que se
aproximaba a olerlas.
—No a tu lado —no pude evitar
afirmar.
Se quedó paralizada un instante
antes de inclinarse ligeramente sobre
el ramo para aspirar su aroma.
Despué s, volvió a su carrito y retiró el
envoltorio a una barra de cacao y se
dispuso a aplicá rmela. Era notorio
que habı́a preferido ignorar por
completo mi cumplido. Ni siquiera
me miró a los ojos cuando lubricó
mis labios.
—¿Qué vas a hacer ahora? —me
atrevı́ a preguntar a pesar de su
silencio.
—Comer.
—¿Y comes sola o acompañada?
—Depende del día.
—Si pudiera te acompañaría.
—Gracias.
—Si me consigues una silla de
ruedas podría ir contigo.
—Prefiero que descanses.
—Y yo prefiero estar contigo.
Me clavó la mirada durante unos
segundos.
—Tienes que descansar, está s aquı́
para ponerte bien.
—Pero si ya estoy muy bien, con la
crema esta ya no me duele nada.
—Me alegro de que te encuentres
mejor, pero no estás bien, Denise.
—Me aburro.
—Ahora tienes un iPod nuevo y hoy
puedes ver la tele si quieres.
—A la que quiero ver es a ti. Me
aburro sin ti.
—Por favor... no sigas por ahí.
—Perdona, lo siento —me disculpé
al ver que la incomodaba con mis
apasionadas declaraciones.
Su mirada vagó por mi rostro de
nuevo.
—Perdonada. ¿Te paso el iPod?
—Gracias.
Se sonrió con mi tono de
resignación.
—¿A qué hora vuelves? —
necesitaba saber.
—En un par de horas.
—Bueno... pues aquı́ estaré ...
esperándote.
—De acuerdo —dijo en voz baja.
Se oyó un suave toque en la puerta y
entró mi madre.
—Te echaré de menos —susurré
evitando que mi madre pudiera
oírme.
Volvió a mirarme ijamente y yo le
mantuve la mirada hasta que decidió
girar sobre sı́ misma y encaminarse
hacia la salida. En un segundo
desapareció con su bata blanca tras la
puerta y su ausencia trepó por mi ser,
como lo hace la hiedra en las paredes.
Capítulo 4
Jugueteé con el iPod entre mis manos
y observé a mi madre manipulando
unos libros que acababa de sacar del
armario.
—Mamá , ¿echas de menos a Israel
cuando no estás con él?
Se giró y me miró con verdadera
sorpresa.
—Cuando estoy contigo no.
—En serio mamá —insistı́—. ¿Le
echas de menos?
—Sí, claro que le echo de menos.
—¿Está s deseando que acabe de
trabajar para verle?
Asintió con una sonrisa.
—¿Estás enamorada de él?
—¿A qué viene tanta pregunta?
—El lo está de ti, me lo ha dicho
hoy. ¿Y tú de él?
—Sı́ —me respondió en voz baja—.
Pero lo má s importante de mi vida
eres tú, ya lo sabes.
—Mamá , no es un reproche. Solo
quiero saber si tú tambié n le quieres.
No hay nada de malo en ello.
—Sí. Sí le quiero.
—¿A mi padre también le querías?
—¿Qué te ocurre, cariñ o? —me
preguntó con preocupació n
acercándose a mi cama.
—Nada, no me ocurre nada. ¿Le
querías?
—Ha pasado mucho tiempo, pero
sí, sí le quería.
—¿Y él a ti?
—A su manera supongo que sı́. Pero
a ti siempre te ha querido mucho.
Me quedé helada.
—Nunca me habı́as dicho eso...
Siempre pensé que no quiso saber
nada de ti cuando te quedaste
embarazada.
—No, no fue así.
—Apenas me has contado cosas de
mi padre, y como las pocas veces que
yo te he preguntado veı́a el dolor en
tu mirada... siempre lo he dejado
pasar.
—Nunca te he contado lo que
ocurrió porque no quería mentirte.
—¿Tan horrible es la verdad? —
pregunté con cautela.
—No, no es horrible. Solo que te
veía muy joven como para contártela.
—¿Y aún me ves así?
—Siempre te veré como a una niñ a.
Pero supongo que ya no lo eres...
tanto. Y por otro lado, tienes todo el
derecho del mundo a saber quié n es
tu padre.
—Sé quié n es Jonathan Katz, el
chico moreno que aparece contigo en
toda esa cantidad de fotos que
guardas con tanto recelo.
—Efectivamente.
—En realidad yo solo querı́a saber
si querı́as a Israel. Ya sabes que me
cuesta creer que una mujer se pueda
enamorar de un hombre... Como yo
no les encuentro nada atractivos...
—Lo sé.
—Ya sé que lo sabes, eres mi madre.
Se echó a reı́r y acercó una silla
junto a mi cama.
—¿Quieres saber lo que ocurrió?
—Solo si tú me lo quieres contar.
No necesito un padre, y mucho
menos a estas alturas...
Me acarició la mejilla y tomó
aliento. Después comenzó a hablar.
—Conocı́ a tu padre en mi primer
añ o de carrera. Tenı́amos la misma
edad, solo que é l estudiaba
telecomunicaciones y yo... bueno eso
ya lo sabes, arquitectura. En aquella
é poca se hacı́an muchas iestas los
ines de semana, donde se reunı́an
estudiantes de diferentes facultades.
En una de esas iestas fue donde le
conocı́. Me llamó la atenció n su forma
de ser. Era... diferente. La mayorı́a de
los hombres, y en eso te doy la razó n,
hija mı́a, son imbé ciles, y con
dieciocho añ os son paté ticos. Sin
embargo, é l no era ası́. Era tı́mido,
educado, respetuoso y no iba de
machito fanfarró n por la vida. Tenı́a
mucha má s conversació n que el
fú tbol y las mujeres. Enseguida
encajamos y nos hicimos muy
amigos. Aquella amistad nos llevó a
una etapa má s y comenzamos a salir
juntos. Má s tarde pasamos a
mantener relaciones. Ya llevá bamos
juntos un tiempo cuando, un mes de
octubre, descubrı́ que no me venı́a la
regla. Enseguida supe que estaba
embarazada. Lo supe porque lo
sentı́a en mi interior. Fui a una
farmacia y me hice con un test de
embarazo. Y efectivamente, estaba
embarazada de ti —dijo cogié ndome
de la mano—. Con la con irmació n del
embarazo me acerqué a su casa para
darle la noticia, pero no habı́a nadie.
Sus padres viajaban mucho y era
habitual que no estuvieran, y como
en aquella é poca no habı́a mó viles a
los que llamar, me volvı́ al coche y me
quedé allı́ esperando, pensando en
que no tardarı́a en regresar de donde
fuera que hubiera ido. Ya llevaba un
tiempo en el coche esperando cuando
otro coche apareció y estacionó
enfrente. Habı́a oscurecido, pero
pude ver al chico rubio que conducı́a.
Permaneció allı́ un rato, hasta que me
di cuenta de que habı́a alguien má s
con é l y que se estaban besando y
abrazando. Cuando la puerta del
copiloto por in se abrió , y supongo
que esperaba encontrar a una chica
saliendo de é l, no pude creer lo que
estaba viendo... Era mi novio quien
cerraba la puerta y corrı́a hacia su
portal desapareciendo de mi vista en
unos segundos.
—¿Mi padre era gay? —pregunté
tratando de no reı́rme por respeto a
mi madre.
—Sí, es gay.
—Lo siento mamá —dije
acariciándole la mano.
—No, por Dios, no lo sientas por mı́.
Yo solo lo sentí por ti.
—Pues por mı́ no lo sientas. De
hecho me acabas de dar una alegría...
Siempre pensé que habı́a sido un
cerdo asqueroso contigo.
—No, no lo fue. Desde luego que no
hizo las cosas bien y que me engañ ó ,
pero má s tarde entendı́ que é l solo
habı́a tratado de vivir una vida que
no le correspondı́a. Las cosas antes
no eran como lo son ahora. Supongo
que nunca es fá cil ser gay, pero hace
casi dos dé cadas aquello podı́a
suponer el rechazo de todos, incluida
la familia, amigos, compañeros…
—¿Y qué ocurrió entonces?
Respiró con profundidad y despué s
continuó.
—Me armé de valor y subı́ a su casa.
Le dije que habı́amos terminado, que
me habı́a mentido y que le habı́a
visto con otro chico. Lloró
desesperado durante horas y me
rogó que le perdonara, que no se lo
contara a nadie. Y ası́ lo hice. Nunca
jamás le conté lo sucedido a nadie.
—¿Pero no le dijiste que estabas
embarazada?
—No. Despué s de la larga
conversació n que mantuve con é l
aquella noche decidı́ que lo mejor era
no decir nada. Sin embargo, é l lo supo
meses despué s. Trató de mantener el
contacto conmigo, pero yo lo evitaba
siempre que podía. Una tarde, cuando
ya estaba embarazada de seis meses,
coincidimos por casualidad en la otra
punta de la ciudad. Iba a ver a mi
amiga Myriam y é l... no recuerdo qué
hacı́a por allı́. Cuando vio que estaba
embarazada supo enseguida que era
de é l. Yo traté de negarlo, pero
terminé por admitirlo. Me dijo que se
casarı́a conmigo y que cuidarı́a de las
dos. Se puso tan contento como un
niñ o y deseaba responsabilizarse de
sus actos, pero no se lo permitı́. Le
dije que yo habı́a cumplido mi parte
del trato y que su secreto estaba a
salvo conmigo, pero que no querı́a
que mi hija tuviera un padre gay. Me
dijo que cambiarı́a y todas esas cosas
que uno llegar a decir... como si fuera
posible evitar la erupció n de un
volcá n... Llegamos a un acuerdo. El
participarı́a en tu manutenció n,
estudios, etc., y yo le dejarı́a verte a
menudo mientras fueras pequeñ a.
Despué s, le mantendrı́a informado y
le enviarı́a fotos de ti. Tambié n le
hice jurarme que jamá s te contarı́a
que él era tu padre.
—Bueno hasta ahora lo ha
cumplido, jamás he tenido noticias de
él.
—Lo sé.
—¿Y le sigues manteniendo
informado?
—Sı́, claro que sı́. Le veo dos veces
al mes, má s o menos. Fue é l quien me
convenció para que te dejara ir en
moto.
—Ya decía yo...
—En realidad te la regaló él.
—¿En serio? —pregunté
sorprendida.
—Sı́, a é l tambié n le encantan. En
eso sois iguales.
—¿Me parezco a él?
—Muchı́simo. La inteligencia, la tez
morena, el cuerpo fuerte y atlé tico, la
estatura… ¿O es que crees que la
estatura la has heredado de mí?
—Ya imaginaba que no, es que eres
muy pequeñ ita mami —dije
cariñosamente.
—Para mi é poca no soy tan baja —
protestó.
—¿Qué é poca es esa?, ¿el
Pleistoceno?
—¡Será posible...! —dijo
levantá ndose de la silla y
achuchándome como a un bebé.
—¿Le vas a decir que me lo has
contando?
—No, si tú no quieres. Pero si
quieres conocerle, por mı́ no hay
problema.
Me quedé un tanto pensativa.
—Aú n no lo sé . Por ahora no le
digas nada.
—Como tú quieras. ¿Estás bien?
Le di un beso en la mejilla.
—Muy bien, gracias por
contá rmelo. ¡Ves como no era para
tanto!
—Supongo que no.
—Así que tengo un padre gay...
—Eso parece.
—Podrías tomar nota.
—Sí, ya sé que te gustaría.
—¿Lo sabes? —hubo cierto tono de
sorpresa en mi pregunta.
—Soy tu madre, ¿recuerdas? —se
rio.
Una vez má s la espera se hizo
larguı́sima. El vacı́o que sentı́a en mi
interior por la ausencia de Lorna no
era capaz de llenarlo con nada.
Repasé los vı́deos de Anastacia que
Israel habı́a cargado en mi nuevo
iPod, pero ni siquiera ella y su
magnı́ ica voz consiguieron
distanciar mis pensamientos de lo
ú nico que, empezaba a darme cuenta,
me importaba. Comprobé de nuevo la
hora en el iPod. Habı́an pasado ya
má s de dos horas desde que cruzara
la puerta de mi habitació n para no
regresar. Tampoco el hecho de que
mi madre me hubiera puesto al
corriente de la verdad sobre mi
padre, habı́a calado en mı́ de una
manera especial. Reconozco que me
sorprendió y me agradó conocer que
tambié n é l era gay, pero no habı́a
despertado en mı́ el interé s que
pienso a otra persona le hubiera
surgido tras averiguar la verdadera
historia de su padre bioló gico. Al in y
al cabo, eso era precisamente todo lo
que representaba para mı́, biologı́a.
No era má s que una cuestió n de ADN.
Fijé la vista en el picaporte de la
puerta relucientemente blanca, con la
esperanza de verlo girar hacia abajo.
Pero aquello se hizo esperar. Y la
espera trajo consigo tristeza,
inevitablemente me dejó una
profunda tristeza. Mi madre se
incorporó de un salto cuando sonó su
mó vil y me indicó con un gesto que
salı́a fuera a atender la llamada. No
estaba segura, pero me pareció que
era Israel. Me dio un vuelco el
corazón cuando Lorna cruzó la puerta
que mi madre habı́a dejado abierta,
apareciendo inesperadamente frente
a mí.
—¿Qué tal sigues? —preguntó.
—Bien, gracias, ¿y tú?
—Yo también. ¿Te duele?
Lo que me dolía era el corazón.
—Apenas, solo molestias, pero
estoy bien —respondı́. Posó una
mirada silenciosa en mı́ durante unos
instantes. Sospeché que fue porque
soné seca y distante. No tenı́a ganas
de hablar. Una extrañ a mezcla de
sentimientos se habı́a adueñ ado de
mi voluntad durante la larga espera
que me habı́a supuesto verla de
nuevo aquella tarde—. Cuando
quieras —dije retirando con torpeza
la sábana que me cubría.
—Mañ ana o pasado te consigo sin
falta un pijama —comentó
examinando mi cuerpo desnudo.
—Muchas gracias, pero no hace
falta, el camisón está bien.
—¿No me digas que te empieza a
gustar?
—En realidad no, pero da igual, no
te molestes.
Sus ojos me mantuvieron la mirada
aunque no dijera nada. La estudié
durante un segundo mientras se
ponı́a los guantes de lá tex, despué s
desvié la vista al techo para que
pudiera hacer su trabajo sin sentirse
observada. Permanecimos en silencio
durante mucho tiempo. De hecho, el
silencio era tal, que de vez en cuando
se oı́a a mi madre hablar al otro lado
de la habitación.
—No creas que me he olvidado de
tu perió dico —dijo de pronto—. ¿Eso
lo quieres o tampoco?
Me sonreı́ y cuando bajé la vista me
encontré con su mirada burlona.
—Si tú ya no lo quieres...
—No, ya he leı́do mi horó scopo. Y el
tuyo también —añadió.
—¿Y cómo sabes cuál es el mío?
—Tengo tu ficha.
—Eso no vale, juegas con ventaja —
se encogió de hombros sonriente—.
¿Y qué decı́a mi horó scopo? —quise
saber yo—. ¿Que tuviera cuidado al
cruzar la calle?
—No, tenı́a que ver con rechazar
algo, no lo recuerdo bien...
—¿Un pijama, tal vez? —le seguı́ el
juego.
—Sı́, algo ası́... Ya te digo que no me
acuerdo bien... —me guiñó un ojo.
—¿Y qué decía el tuyo?
—Que iba a conocer a una chica que
con tan solo diecisé is añ os ya
estudiaba en la Facultad de Medicina.
—No me lo puedo creer —murmuré
molesta—. ¿Ya te lo ha contado mi
madre?
—A mí me parece admirable.
—Tú tambié n has estudiado
medicina.
—Sı́, por eso lo digo —se rio—.
Pero yo comencé a los dieciocho.
—Tampoco hay tanta diferencia.
—Empecé la carrera como el resto
del mundo, a los dieciocho —
puntualizó.
—Bueno, pues yo empecé un poco
antes.
—Bastante antes, me parece a mí.
—Antes, simplemente antes.
—¿Cuánto antes?
—A los catorce —me rendí.
—O sea que estás en tercero.
—Sí.
—¿Sabes ya que especialidad te
gustaría hacer?
—Oncología, creo.
Levantó la cabeza para mirarme.
—Excelente elección.
—Gracias —respondı́ intrigada por
su forma de mirarme—. ¿La tuya cuá l
fue?
—Urgencias.
—Excelente elecció n tambié n, yo
aún no la he descartado.
—Aú n tienes tiempo para elegir y
ver qué te gusta más.
—¿Si volvieras a empezar qué
elegirías ahora?
—Oncologı́a —respondió sin
titubear.
—Urgencias es duro, ¿verdad?
—Todas son duras. Al inal siempre
ves dolor. En muchas ocasiones será s
capaz de aliviar ese dolor y en otras
no —me quedé callada observá ndola,
porque el corazó n se me hizo un
nudo. No por lo que me dijo sino por
có mo me lo dijo. Volvió a alzar la
cabeza para mirarme—. Tranquila,
gracias a Dios nunca he perdido a
ningú n paciente —sonrió con aquella
sonrisa que me cortaba la
respiración.
—¿De un infarto tampoco?
—No. ¿Por qué de un infarto? —
preguntó distraída.
—Por lo guapa que eres —confesé
mirando có mo apretaba el tubo en
busca de más sustancia blanca.
Se sonrojó levemente, pero
continuó con su trabajo sin mirarme.
Nos quedamos en silencio otra vez
y oı́ a mi madre hablar al otro lado de
la puerta, se me habı́a olvidado por
completo que habı́a salido a atender
la llamada. Me pareció extrañ o que
tardara tanto si se trataba de Israel,
por lo que pensé que igual tenı́a que
ver con su trabajo.
Sin decir nada, cubrió mi cuerpo
con una gasa y subió la sá bana para
taparme.
—¿Has podido comer? —hablé para
romper el silencio.
Por in me miró , y cuando lo hizo
parecı́a abstraı́da, como si su mente
estuviera regresando de un lugar
muy lejano.
—Una ensalada y pollo asado.
—¿Y qué tal?
—Vaya… ya me lo dirá s tú cuando
te toque comer la comida de aquí.
—¿Un asco?
—No, tan mal tampoco. ¿Cuá l es tu
comida favorita?
Me hizo gracia su pregunta.
—No sé , tengo varias, pero si algo
me encanta son los langostinos.
Asintió con la cabeza.
—A mí también me gustan mucho.
—¿Voy a volver a verte antes de que
acabe tu turno? —me decidı́ a
preguntar.
—Lo siento en el alma, pero sı́, me
vas a tener que ver otra vez. Voy a
terminar convirtié ndome en tu peor
pesadilla, ya lo verás.
—No es verdad, me encanta verte.
—Eso sı́ que no es verdad. A veces
me da la sensació n de que cuando
vengo estás enfadada conmigo.
—Porque no te veo —murmuré.
—O sea, que lo admites.
—Sı́, bueno, un poco. Pero luego se
me pasa.
—¿Pero por qué te enfadas?
—Pues por eso, porque no te veo.
—Pero sí que me ves.
—No lo su iciente. Antes me has
dicho que en un par de horas volvı́as
y has tardado má s, porque he estado
mirando la hora en el iPod.
Soltó una carcajada.
—Pues toca el timbre.
—Pero eso es para una emergencia
—repliqué.
—De la forma en que lo has dicho a
mí me suena a una emergencia.
—Pues sí que lo es.
—Pues llámame.
—Pues lo haré.
—Hazlo, me parece bien. Pre iero
venir cuando tú me avises a venir
diez minutos más tarde de lo previsto
y encontrarte enfadada conmigo.
El resto de la tarde transcurrió
vacı́a, tediosa y aburrida, como
siempre que no contaba con la
compañ ı́a de Lorna. Cuando cruzó la
puerta con su bata blanca, sin saber
exactamente cuá nto tendrı́a que
esperar para volverla a ver, la
pesadumbre me golpeó de lleno.
Israel regresó con su cará cter natural
y alegre. Lo cierto era que siempre
estaba contento. Supuse que serı́a
por volver a ver a mi madre. A mı́ me
ocurrı́a exactamente lo mismo
cuando veı́a a Lorna, aunque ella
pensara que en ocasiones no lo
demostrara. Estuvimos de charla los
tres y me di cuenta de que era la
primera vez que eso ocurrı́a. Siempre
desaparecı́a cuando Israel venı́a a
casa y apenas habı́amos compartido
alguna comida o cena durante el
tiempo que llevaba vié ndose con mi
madre. Traté de disimular el vacı́o
que me provocaba la ausencia de
Lorna y aparenté estar interesada en
la conversació n que mantenı́amos,
aunque mi cabeza estuviera al otro
lado del pasillo, con ella, có mo no, con
Lorna.
Alcé la vista cuando tocaron a la
puerta. Me sobresalté cuando
descubrı́ que era ella la que entraba
en la habitación.
—Hola, buenas tardes —saludó en
general aunque su mirada se centró ,
un poco má s de lo que me hubiera
gustado presenciar, en Israel.
Israel se puso en pie para recibirla.
Era siempre tan atento... Con mi
madre lo hacı́a constantemente y
conmigo tambié n, aunque nunca le
habı́a ofrecido muchas posibilidades
de mostrarme su buena educació n,
porque siempre encontraba una
excusa para salir por la puerta por la
que é l acababa de entrar. Yo tambié n
lo hubiera hecho si mi cuerpo me lo
hubiese permitido. Si alguien
merecı́a ese recibimiento desde
luego era Lorna, y no toda esa gente
de la realeza que estaba
acostumbrada a ver en la televisión.
—No, por favor —dijo Lorna con
amabilidad haciendo una señ al para
que volviera a sentarse—. Solo venı́a
a decir que ya han abierto el
restaurante, por si les apetecı́a cenar.
Yo me quedo con Denise y ası́
aprovecho para examinarla.
Cuando los dos desaparecieron, no
antes de que mi madre me besara
unas cuantas veces como si partiera a
un lejano destino, hablé.
—Yo también me hubiera levantado
para recibirte si este hematoma me
dejara moverme —confirmé.
—Gracias —sonrió —. No te
preocupes que dentro de poco
estará s mucho mejor. Aquı́ tiene su
perió dico de hoy, señ orita —anunció
alargando el brazo hacia mı́. Cuando
fui a cogerlo lo retiró burlona—. Pero
pre iero que sigas sin leer por lo
menos hasta mañ ana. Ası́ que te lo
guardo aquı́ —añ adió abriendo el
segundo cajón de la mesilla.
La observé mirar las rosas mientras
empujaba el cajó n. Me gustaba có mo
las miraba. Se las hubiera regalado
todas, si no hubiese sido porque
semejante gesto delatarı́a en exceso
mis sentimientos por ella, y eso
hubiera provocado con absoluta
seguridad su rechazo.
—Muchas gracias por acordarte.
—No hay de qué . ¿Quieres que te lo
lea?
—No, muchas gracias, solo te
faltaba eso. Pero me puedes hacer un
resumen, en realidad con tu opinió n
me basta.
—Un horror, el mundo está hecho
un verdadero horror.
—Y a mı́ que ahora me parece el
lugar má s maravilloso que se pueda
habitar…
—Hablaba en general.
—Y yo en particular. ¿Y tu mundo
cómo está? —quise saber.
—Si lo comparo con todo lo que
está ocurriendo ahı́ fuera,
maravilloso.
—¿Y si no lo comparas?
Me miró ijamente a los ojos con
aire pensativo.
—Desconcertado —tardó en
responder.
—¿Siempre escoges las palabras
cuidadosamente antes de hablar?
—Cuando hablo contigo… sí.
Me impactó su sinceridad.
—¿Para no dar pie a nada?
—No lo sé.
—Tranquila, no he usado el timbre
y no lo voy a usar —con irmé —.
Aunque me esté muriendo de ganas
por verte.
—Lo sé —dijo ruborizá ndose
ligeramente.
—¿Venías a tomarme la tensión?
—Sı́, pero tambié n para ver có mo
estabas.
—Pues estoy como siempre, mucho
mejor cuando te veo que cuando no
te veo.
—Lo apuntaré en tu hoja de
seguimiento —murmuró
ajustándome el tensiómetro.
—Apú ntalo, me parece bien —dije
estirando el brazo para alcanzar su
barbilla.
Alzó la vista y me miró
intensamente. Despué s, rodeó con su
mano libre mis dedos y bajó mi brazo
hasta apoyarlo de nuevo sobre la
cama.
—Te va a doler, y má s con el
tensió metro puesto —habló sin
soltarme la mano.
—No me importa.
—Pero a mí sí.
—Estoy bien.
—Lo estará s, pero ahora no lo está s
—estiró los cuatro dedos que la
escayola me dejaba libres,
sosteniendo el peso de mi mano
sobre su palma. A continuació n los
rozó suavemente con el pulgar—.
¿Qué tal llevas las escayolas?
Sentı́ có mo se deshacı́a el contacto
entre nosotras cuando se disponı́a a
retirarme el tensiómetro.
—Bien, a veces me pica, pero hasta
el momento es soportable. ¿Tengo las
manos hinchadas?
Se giró de nuevo hacia mı́ y deslizó
su mano bajo mis dedos para
elevarlos sobre el colchó n,
observándolos un instante.
—No, que va, las tienes muy bonitas
—dijo con una naturalidad
asombrosa.
No pude evitar sonreı́r. Era la
primera vez que oía a Lorna decir que
le gustaba una parte de mi cuerpo.
Aunque en realidad, no habı́a dicho
que le gustara. Solo habı́a
mencionado que las tenı́a bonitas.
Como siempre, escogı́a una
cuidadosa forma de hablar que
dejaba abiertas muchas
posibilidades, pero nada en concreto.
—Gracias. Tú tambié n las tienes
muy bonitas.
Se sonrió para sı́ y caminó hacia el
extremo de la cama.
—Va a ser mejor que me vaya —me
costó entenderla por el tono tan bajo
que había empleado.
—Hasta mañ ana entonces —
murmuré.
Giró la cabeza en mi direcció n y me
miró de nuevo.
—Trata de descansar.
Asentı́ como si nada. No querı́a que
viera mi decepció n tras su repentina
decisión de salir a toda prisa de allí.
—Tú también.
—Lorena habrá llegado ya —volvió
a hablar mirando su reloj—. Si
necesitas cualquier cosa…
—Sí, lo sé, no te preocupes. Tengo el
timbre —la interrumpí.
—Sí… —titubeó— el timbre.
—Tranquila, vete ya, estaré bien.
—Buenas noches —se despidió
posá ndome brevemente la mano
sobre el brazo desnudo.
—Buenas noches —respondı́
lexionando el brazo para tocarla,
pero mis dedos apenas rozaron su
codo bajo la bata blanca.
Capítulo 5
Aquella noche soñ é con Lorna. Era
muy temprano cuando me desperté
con su recuerdo. Era demasiado real.
Miré a mi madre, que seguı́a
durmiendo, y cerré los ojos tratando
de sumergirme de nuevo en aquel
sueñ o que continuaba latente en mi
cabeza. Un suave y cá lido tacto
envolvió los dedos de mi mano
derecha. Giré la cabeza en esa
direcció n y abrı́ los ojos. Cuando vi a
Lorna junto a mi cama pensé que
aquella visió n era parte del sueñ o,
luego empezó a hablar y fui
consciente de que aquello estaba
pasando en realidad.
—Buenos dı́as —susurró —. ¿Has
dormido bien?
—Buenos dı́as —la miré con los
ojos entreabiertos—. Sı́, muy bien, ¿y
tú?
—¿Qué tal te encuentras hoy?
—Mucho mejor —dije acariciando
su mano instintivamente. Cuando me
di cuenta de mi propia muestra de
cariñ o, me quedé paralizada
pensando en que quizá mi gesto la
habrı́a molestado. Sin embargo ella
solo sonrió y continuó con su mano
en la mía.
—Siento haberte despertado, pero
son casi las nueve y hay que darte la
pomada. Tendrı́amos que habé rtela
dado a las ocho pero me daba pena
despertarte. Cierra los ojos —añ adió
alejándose y abriendo las cortinas.
La luz del dı́a me cegó unos
instantes. La observé mientras ella
miraba por la ventana. Su pelo
parecı́a má s rubio bajo los rayos del
sol. Llevaba una camisa negra y un
pañ uelo alrededor del cuello, que
contrastaban impactantemente con
su melena rubia y el color de su piel.
Me quedé hipnotizada por aquella
espectacular belleza. Cuando sus ojos
me miraron el pulso se me aceleró.
—Tu madre ha ido a desayunar,
subirá en un rato.
Asentı́ a modo de respuesta. Me
habı́a quedado sin voz. Sentı́a la
garganta seca y no pensaba que
pudiera pronunciar una sola palabra
sin que se notaran mis palpitaciones.
—¿Te ha comido la lengua el gato?
Negué con la cabeza y apreté con
fuerza los dedos contra las escayolas
en un intento por controlar el
temblor.
—¿Te encuentras bien, Denise? —
preguntó acercá ndose a la cama otra
vez.
Asentı́ una vez má s porque seguı́a
sin poder hablar. El pulso me latı́a
descontroladamente en el cuello,
como jamás me había ocurrido antes.
—Está s temblando —observó
cuando estuvo a mi lado—. ¿Tienes
iebre? —su mano se posó en mi
frente—. No lo parece —la oı́
murmurar—. Tienes el pulso a mil
por hora —habló otra vez.
Su mirada se movió rá pida. Analizó
las vı́as, despué s el gotero y de un
solo golpe retiró la sá bana y observó
bajo la gasa. Estudió mi cuerpo
desnudo y me separó el muslo
derecho suavemente para mirar
entre mis piernas.
—¿Te molesta la sonda? —volvı́ a
negar con la cabeza—. ¿Te duele el
pecho? ¿Tienes ganas de vomitar?
Háblame, por favor, Denise.
—Estoy bien. No me duele nada —
me tembló la voz. Sentı́a mucho calor
y el sudor me empapó las sienes.
Me cubrió de nuevo cuando reparó
en la tensió n de los mú sculos de mi
rostro. Se apoyó contra la cama y
pasó los dedos por mi sien,
secándome el sudor.
—¿Qué te ocurre?
Cuando volvió a acariciarme me di
cuenta de que sus dedos se habı́an
humedecido con mi propio sudor.
—Nada, de verdad. Estoy bien —
respondí sin mirarla.
Bajó la mano y me cogió de la
barbilla girá ndome la cara para que la
mirara.
—Me has asustado, ¿lo sabes?
—Lo siento —murmuré , pero no la
miré.
Tragué saliva cuando su mano
volvió a dirigirse a mi cuello. Todos
los esfuerzos que habı́a hecho para
controlarme se desvanecieron para
volver a sentir có mo el pulso
golpeaba contra las yemas de sus
dedos.
—Tranquila —susurró , y dejó
apoyada la mano sobre mi cuello.
Apenas podı́a apreciar el peso de
esta pero sı́ su calor, y de vez en
cuando, el suave roce del pulgar
contra mis palpitaciones.
—Hay que bañ arte —dijo en voz
baja cuando esperó a que me
tranquilizara.
Antes de que me diera tiempo a
reaccionar habló otra vez.
—Por cierto, ¿has ido al baño?
—No.
—Pues tienes que ir.
—Aquí no puedo.
—¿Quieres un laxante?
—No, gracias.
—Denise, tienes que ir.
—Lorna, no. No pienso hacerlo en
tu turno.
—Me da igual que sea en el mı́o o en
el de Lorena, pero lo tienes que hacer.
—Si quieres que vaya al bañ o iré ,
pero a ese de ahı́ —dije señ alando la
puerta que había detrás de ella.
—Aún no puedes levantarte.
—Haz que alguien me ayude y lo
haré.
—Te morirı́as de dolor, Denise —
suspiró.
—Pre iero morirme de dolor a que
me pongas una cuña.
—¿Pero por qué eres tan cabezota
con ese tema?
—¿De verdad hace falta que te lo
explique?
Me miró fijamente a los ojos.
—Entonces no me dejas otra opción
que delegar mi trabajo en otra
compañera.
—¿Me está s haciendo chantaje? —
le sostuve la mirada.
—No, en absoluto. Pero yo soy tu
mé dico y tú mi paciente, y si no me
dejas hacer bien mi trabajo lo mejor
será que lo haga otra persona. Tú
estás aquí para ponerte bien.
—Y yo quiero que lo sigas siendo,
pero no me pidas eso.
—¿Sabes lo que tardarı́a cualquiera
de mis compañ eros en ponerte un
enema? —me preguntó sin apartar la
vista de mı́—. Es que ni siquiera te
darı́an la posibilidad de hablar, como
te la estoy dando yo.
—De acuerdo —suspiré —. Luego,
en el turno de Lorena.
—¿En el de Lorena? —preguntó
llevándose las manos a las caderas.
—Sı́ —respondı́ asintiendo al
mismo tiempo.
—¿En el mı́o no? —sonrió
incrédula.
—No.
—Esto es increı́ble —exclamó —, en
mi vida he conocido a alguien
parecido…
La observé con aquella expresió n
de asombro re lejada en el rostro y
los brazos en jarra. Me encogı́ de
hombros y sonreí.
—A mí no me hace gracia.
—¿Qué quieres que te diga? Pues sı́,
tengo estreñ imiento psicoló gico, a
todo el mundo le pasa. Ademá s, para
que salga tendrá que entrar, y no he
comido nada desde el sá bado por la
mañana.
Su mirada se dulcificó.
—En el turno de Lorena —con irmó
—. Ahora vamos a bañ arte. ¿O
tambié n vamos a tener un problema
con eso?
No me atrevı́ ni a respirar, y negué
con la cabeza.
Cuando Lorna regresó a la habitació n
llevaba puesta su bata blanca y lo
hizo acompañ ada de una chica muy
joven. Nos presentó y nos saludamos.
No quise preguntar por Lorena. Daba
por hecho que su turno habı́a
terminado y estarı́a en casa
descansando. La noche anterior,
despué s de que se fuera Lorna y
antes de la hora de dormir, Lorena
apareció para hacerme la cura. Me
dolió que no lo hubiera hecho Lorna
antes de acabar su turno como habı́a
ocurrido el dı́a anterior, pero sabı́a
que habı́a preferido marcharse.
Hablamos durante todo el proceso.
Me contó que tenı́a veintinueve añ os
y que actuaba con su grupo muchos
ines de semana en un local llamado
Havet. Ella era la cantante, aunque
tambié n tocaba en ocasiones la
guitarra y los teclados. El grupo lo
formaba ella con cuatro amigas má s.
Quise saber si Lorna era parte de la
banda, aunque algo me decı́a que no.
Tenı́a aspecto de pertenecer a
muchas cosas, pero desde luego no a
una banda que tocaba en locales
nocturnos. Luego supe que en Noche
Vieja tambié n les habı́an contratado
para actuar, por lo que le habı́a
pedido el cambio de turno a Lorna.
Havet era un local que yo conocı́a, no
precisamente por haber acudido,
sino porque se encontraba en el
barrio gay de la ciudad.
Efectivamente, era un local con
mú sica en directo por las noches, y
aunque no era el ú nico de la zona sı́
uno de los má s famosos, antiguos y
prestigiosos, especialmente entre las
mujeres. Segú n habı́a leı́do, era un
local exclusivo para chicas, aunque
viendo có mo habı́a cambiado el
barrio gay, donde ahora los heteros
paseaban su amor sin complejo por
las calles de lo que en un tiempo se
consideraba la zona prohibida, era
muy posible que hoy en dı́a
admitieran la asistencia masculina
ademá s de la heterosexual. No
pregunté . Sin embargo, sı́ pregunté
por la asistencia de Lorna a sus
conciertos. —Sı́, ha venido un
montó n de veces. Le gusta mucho —
me con irmó Lorena—. Y tú tambié n
puedes venir siempre que quieras.
Estás invitada —añadió.
El corazó n me dio un vuelco. Acepté
la invitació n encantada.
Especialmente, sabiendo que ese
serı́a un posible lugar donde volver a
ver a Lorna cuando saliera del
hospital. Entonces, me di cuenta de
que la noticia sobre mi alta mé dica
no me harı́a la misma ilusió n que a
otro paciente comú n, que estarı́a
encantado de haberse recuperado de
cualquiera que fuese su dolencia y de
volver a casa con los suyos. Para mı́
solo signi icarı́a distanciamiento,
vacı́o y sensació n de pé rdida
absoluta de lo que, cada segundo que
pasaba iba siendo má s consciente,
era lo ú nico que me importaba de
verdad en el mundo: ella, Lorna
Honefoss.
La miré y vi que conservaba el
semblante serio mientras hacı́a su
trabajo. Habı́a terminado por in el
proceso de higiene personal, que
cuando le tocaba el turno a la mitad
sur de mi cuerpo, mis mú sculos se
tensaban como barras de hierro.
Aunque reconozco que habı́a algo en
mı́, que no le disgustaba del todo
tener el cuerpo desnudo y expuesto a
la vista de Lorna, hubiera deseado
que ese momento se produjera en
otra situació n má s ı́ntima y
romá ntica, donde yo no hubiese
tenido problemas de movilidad. En
cuanto terminaron de cambiar las
sá banas, Lorna le comunicó a la joven
enfermera que podı́a retirarse. La
chica ası́ lo hizo. Le di las gracias y
nos despedimos la una de la otra. De
nuevo me quedé a solas con Lorna.
Fijé los ojos en ella cuando empezó a
aplicarme delicadamente la crema.
Sin embargo, no me devolvió la
mirada. Retiré la vista y la dirigı́ al
techo, como siempre que pasá bamos
por aquello y me constaba que
ninguna de las dos estaba de humor
para tonterı́as. Cuando terminó me
cubrió con una gasa enorme que me
tapaba hasta la mitad de los muslos.
—Ahora el pelo —anunció.
La miré empujar un lavabo portá til
que no recordaba có mo habı́a llegado
allı́. Desapareció con é l por detrá s del
cabecero de la cama. Despué s me
colocó una toalla por los hombros y
bajó há bilmente el cabecero. Sujetó
mi cabeza con una mano y má s tarde
la dejo reposar sobre el lavabo.
—¿Estás cómoda?
—Sí, gracias.
—¿La altura también?
—Sí, perfecto, muchas gracias.
No tardé en sentir el agua caliente
mojá ndome el cabello y los dedos de
Lorna deslizá ndose entre ellos. Cerré
los ojos y me dejé llevar por el calor
del agua y de su tacto.
—¿Está s enfadada conmigo? —
pregunté rompiendo el silencio.
—No.
Sus manos comenzaron a
jabonarme y la ligera presió n que sus
yemas ejercı́an sobre mi cuero
cabelludo me puso la piel de gallina.
Traté de obviar el placer que me
provocaba, pero el constante y sutil
movimiento de sus dedos
intensi icaron mi estado de
excitación.
—A mı́ me parece que sı́ —
murmuré y abrí los ojos para mirarla.
Se inclinó sobre mı́ y su suave
cabello me cayó sobre el rostro
hacié ndome cosquillas e
impregnando el aire de su inolvidable
aroma.
—Pues no, no lo estoy —me
susurró al oído.
La proximidad de su rostro junto al
mı́o, su pelo acariciá ndome y su
aliento rozá ndome la oreja me
obligaron a reprimir un gemido, al
tiempo que un fuego recorrı́a todo mi
cuerpo y no dejaba ni un solo poro de
la piel libre de las brasas.
—Es que está s muy callada —hablé
con la respiración entrecortada.
—Tal vez —dijo incorporá ndose de
nuevo—. Pero eso no signi ica que
esté enfadada.
Regresé al reconfortante calor del
agua y de sus dedos recorriendo mi
melena para deshacerse del champú
que conservaba. Nos mantuvimos en
silencio hasta que comenzó con la
aplicación del suavizante.
—Lorena me contó ayer que toca en
el Havet los fines de semana.
Asintió no sin cierta sorpresa.
—Tocan muy bien, ella tiene una
voz muy bonita.
—Me ha invitado a ir una noche —
quise que supiera.
—Me alegro, seguro que te gusta.
—¿Vendrías conmigo?
—¿No crees que deberı́as ir
acompañada de alguien de tu edad?
—No, no lo creo —manifesté con
rapidez—. Un buen momento
hubiese sido Noche Vieja, pero como
tienes que trabajar he decidido
quedarme aquı́ contigo para hacerte
compañía —bromeé.
—No lo hagas por mı́, puedes ir si te
apetece. Ademá s, estoy pensando en
que aú n estoy a tiempo de encontrar
a alguien para que cubra mi turno esa
noche.
—¡Nooo, por favor!
—¿Pero no querı́as ir en Noche
Vieja? ¿En qué quedamos entonces?
—comentó divertida, envolvié ndome
la cabeza con una toalla.
—Quiero pasar contigo la Noche
Vieja, el sitio me da igual.
—Me alegro de que te apetezca el
plan, porque me temo que no tienes
muchas má s opciones en esta
ocasión.
—Ni las quiero si tú no formas
parte de ellas.
—Denise… —suspiró.
—No he dicho nada malo —me
defendí.
El silencio es lo que obtuve por
respuesta. Frotó suavemente la toalla
contra mi cabeza y a continuació n
comenzó a peinarme.
—¿Entonces no vas a venir conmigo
al Havet? —insistí.
—Creo que con la que tienes que ir
es con Lorena. Al in y al cabo es ella
quien te ha invitado.
—Pero yo quiero ir contigo.
—Pero a mı́ no me parece
apropiado.
—¿Qué hay de malo en ir contigo?
—Nuestra diferencia de edad. ¿Te
parece poco?
Caminó por el lateral de la cama
hasta el carrito y la vi coger un
secador. Luego, regresó a su puesto
justo detrá s de mı́. No tardé en
escuchar el motor del secador. Era
una tarea imposible tratar de
continuar la conversació n con aquel
ruido, ademá s sabı́a que Lorna no
deseaba que siguiera insistiendo. Me
callé y nos mantuvimos en silencio
incluso cuando terminó de secarme
el pelo y se dispuso a recogerlo todo.
Me brindó una mirada como
despedida antes de empujar el carrito
y, como siempre, la vi desaparecer
tras la odiosa puerta blanca.
Pasaban muy pocos minutos de las
doce de la mañ ana cuando Martina y
Saú l aparecieron en la habitació n
para mi sorpresa. Esperaba verlos
aquella misma tarde, especialmente a
Martina, pero cuando les vi de pie
frente a mı́, antes de lo previsto,
agradecı́ que hubieran decidido
hacerlo y que mi madre no hubiera
puesto ningú n obstá culo al repentino
cambio de planes. Venı́an cargados
de chocolates Cadbury, que
repartieron entre la mesita que
continuaba luciendo las rosas de mi
madre y mi mesilla. Aunque aú n no
podı́a comerlos, se me hacı́a la boca
agua solo con ver el caracterı́stico
envoltorio morado que los recubrı́a.
Les invité a que comieran y me
conformé con observar có mo el
chocolate se deshacı́a en sus bocas y
entre sus dedos. Saú l era el tercero en
concordia. Era muy alto y delgado,
con una nuez prominente. Las patillas
le llegaban siempre a la altura de los
ló bulos de las orejas, ni un milı́metro
má s ni uno menos, siempre
perfectamente recortadas. El no lo
habı́a pasado nada bien,
especialmente en el primer curso de
la carrera. Sus ademanes afeminados
y sus caminares saltarines habı́an
provocado desde un principio el
menosprecio de muchos, má s
ferozmente el de nuestros
compañ eros masculinos
heterosexuales. Sı́, esos tan
socialmente respetables que no
dudan un instante en pagar dinero a
cambio de sexo. Y si ademá s
consiguen que la chica má s joven del
local o de la calle sea quien tenga que
hacer de tripas corazó n para saldar la
deuda, mejor que mejor. Esos de los
que vivimos rodeados los carentes de
respetabilidad social. Sin embargo,
reparé en Saú l desde el primer dı́a en
la facultad, cuando un corrillo de
estudiantes se deshizo para cederle
el paso en las escaleras que llevaban a
las gradas del aula. Todos le
observamos mientras bajaba los
escalones, y todos se rieron cuando
alcanzó la primera ila, todos menos
nosotras dos. Ese fue el preciso
instante en que Martina y yo nos
conocimos. Sus ojos me miraron
perplejos despué s de observar la
reacció n de aquellos que nos
rodeaban. Caminó directa hacia mı́ y
se presentó . Seguı́ su melena
pelirroja hasta situarnos al lado de
Saú l. No tardamos nada en conectar.
A lo largo de los casi tres añ os que
habı́amos compartido entre libros,
horas de estudio y prá cticas,
habı́amos a ianzado nuestra amistad
consiguiendo un nivel de complicidad
que en ocasiones me asustaba.
Estuvimos los tres con mi madre
durante un largo rato, hasta que ella
misma decidió concedernos un poco
de intimidad para hablar de nuestras
cosas. En el momento en que se cerró
la puerta, me apresuré a hablar.
—Tené is que hacerme un favor —
rogué.
—¿Cuál? —preguntaron al unísono.
Les señ alé las rosas de mi mesilla y
les indiqué el lugar para ir a
comprarlas. Habı́a conseguido
preguntar a Israel dó nde se ubicaba
la loristerı́a a escondidas de mi
madre.
—Pero necesito una cosa má s —
añ adı́—, que se pague en efectivo
para que no quede rastro. Os lo
pagaré en cuanto salga de aquí.
—¿Y por qué tanto misterio? —
quiso saber Saúl.
—Porque no quiero que sepa que
vienen de mí.
—Ya, ¿pero quién?
Tragué saliva.
—Lorna Honefoss.
—Lorna Honefoss —repitió Saú l—.
¿Y a qué dirección enviamos las flores
a Lorna Honefoss? —preguntó
reprimiendo una risita.
—Aquı́, a esta clı́nica —tuve que
confesar.
—¿Quié n es, tu enfermera? —habló
Martina.
—Eso no importa, solo os pido que
lo hagá is. Sin preguntas, por favor —
supliqué.
—¿Alguna nota? —preguntó
Martina.
—No —respondı́ sin pensar. En
realidad no habı́a caı́do en el detalle
de la nota, y cuanto má s lo pensaba
menos me gustaba la idea de que las
rosas no fueran acompañ adas de al
menos unas breves palabras.
—Que diga… Feliz Navidad —
cambié de opinión.
—Pero eso se le dice a un empleado
o a algú n cliente, no a alguien que te
gusta —argumentó Saúl.
Le miré a los ojos pensativa.
—No puedo poner nada má s. Es lo
mejor, créeme.
En esta ocasió n aceptaron mi
decisión sin rechistar.
Se acercaron má s a mı́ y
comenzaron a examinarme.
Deformació n profesional… pensé
para mı́. Me acordé del mismo dı́a en
que habı́a ingresado y pedido a Lorna
un espejo para mirarme. Ella se negó
y tuve que aceptarlo. Pero mientras
ellos observaban mi rostro y mis
brazos desnudos con ambas manos
escayoladas, entendı́ que era mi
única oportunidad para conseguir ver
mi imagen re lejada. Querı́a saber
có mo tenı́a la cara, có mo estaba el
rostro al que Lorna hablaba y visitaba
desde el sá bado. Titubeé antes de
hablar, pero inalmente les pedı́ que
me consiguieran un espejo.
—No creo que sea buena idea —
comentó Martina.
—Ya me he visto —mentı́—. Solo
quiero ver si he mejorado desde ayer.
Saú l salió del bañ o con un espejo
enmarcado.
—He tenido que descolgarlo —dijo
como un niñ o despué s de hacer una
trastada.
Compartieron el peso del espejo
cada uno desde un lado de la cama y
lo alzaron para que pudiera mirarme.
De pronto, las palabras de Lorna, que
me aconsejaban que no me mirara,
me vinieron a la cabeza. Aú n ası́,
levanté la vista para ver mi aspecto,
no sin temer en cierto modo que
pudiera encontrarme con algo que no
estuviera preparada para ver. Suspiré
con alivio cuando reconocı́ mi rostro
en el espejo. Los puntos de sutura de
mi ceja resaltaban sobre la piel, que
habı́a palidecido por lo menos dos
tonos de mi color habitual, incluso en
invierno. Conservaba la hinchazó n en
esa zona, pero no me pareció
exagerada. Se habı́an formado
algunas costras dispersas del roce
con el asfalto y el morató n de mi
mejilla izquierda habı́a comenzado a
amarillear. Con todo, no estaba tan
horrible como habı́a llegado a pensar.
Miré de nuevo el espejo y me di
cuenta de que tambié n mi cuerpo se
re lejaba en é l y quise averiguar má s.
Retiré la sá bana y bajé la gasa que me
cubrı́a, no sin antes emitir un quejido
de dolor por el precipitado
movimiento.
—Joder, Denise —fue lo que oí decir
a Martina cuando mis ojos
descubrieron el porqué de su
exclamación.
Me quedé paralizada observando la
mancha negruzca que cubrı́a mi
tó rax. Me asusté con el color de
aquella piel tan oscura. Parecı́a
gangrena. Ni siquiera podı́a
distinguir mi propio pecho ni mis
pezones. Toda la piel habı́a sido
invadida por el hematoma. Me
consolé cuando vi que en el estó mago
el hematoma comenzaba a adquirir el
color amarillento indicativo de su
pronta desaparición.
—Denise, ¿se puede saber qué
hacéis? —preguntó una voz.
Nos sobresaltamos los tres a la vez.
Al girar la cabeza para descubrir a
Lorna con los brazos cruzados bajo
su pecho y el gesto má s serio y duro
que jamá s le habı́a visto, volvı́ a
sobresaltarme. Ni siquiera le habı́a
oı́do entrar ni caminar por la
habitació n ni habı́a reconocido su
voz cuando habló. Estaba tan inmersa
e impactada con la visió n de mi
cuerpo que habı́a olvidado por
completo dónde me encontraba.
—Lo siento, solo querı́a verme —
me tembló la voz.
Sus ojos se movieron rá pidos entre
Martina y Saúl.
—¿Y vosotros le dejáis?
—Ha sido culpa mı́a, ellos ni
siquiera lo sabı́an. He sido yo —me
apresuré a defenderlos.
Martina y Saú l agacharon la mirada
bajo los ojos escrutadores de Lorna.
—¿Y el espejo tambié n lo has traı́do
tú ? —preguntó dirigié ndose a mı́ en
esta ocasión.
—No, pero he sido yo quien les ha
pedido que me lo alcanzaran.
Me escuchó con el semblante serio
y la mirada ija en mis ojos. Despué s,
dio un paso má s hacia mı́, obligando
a Saú l a retirarse de su camino.
Volvió a cubrirme, primero con la
gasa y después con la sábana.
—Gracias —murmuré.
—Hay que darte la pomada —
anunció —. Chicos si me permitı́s… —
volvió a mirarles.
—En realidad está bamos a punto
de irnos —habló Martina.
—Entonces os dejo para que os
despidáis.
Nos mantuvimos en silencio
mientras se alejaba. Cuando cerró la
puerta los dos hablaron a la vez.
—¿Es Lorna?
Asentí con la cabeza.
—Es muy guapa pero… ¿no es un
poco mayor para ti? —observó Saúl.
—Tambié n lo es el de Anatomı́a
Patoló gica y yo no te digo nada —
espeté.
El corazó n me dio un vuelco cuando
unos breves golpes sonaron en la
puerta despué s de que se marcharan
los chicos. Supuse que era Lorna y
efectivamente no estaba equivocada.
—Hola —saludó desde el umbral de
la puerta clavá ndome la mirada.
Luego la cerró con lo que me pareció
un leve portazo y caminó con paso
decidido sin apartar la vista de mí.
La observé en su recorrido hasta la
cama. Sabı́a que estaba enfadada
conmigo.
—Hola —respondı́ cuando estuvo a
mi lado.
Dobló la sá bana cuidadosamente
por encima de mi pubis y má s tarde
se deshizo de la gasa que me
protegı́a. La vi sacar el tubo del tercer
cajó n de la mesilla y enfundarse los
guantes de lá tex. Como siempre que
habı́a que aplicarme aquel ungü ento,
su mirada se apartaba de mi rostro y
se concentraba en toda la piel que
tenı́a que cubrir. Mi cabeza no dejaba
de dar vueltas, buscando algo que
decir para romper el silencio que ella
estaba empeñada en mantener.
—¿Te apetece chocolate? —
pregunté con cautela.
—No, gracias.
—¿No te gusta?
—Te lo han traído a ti.
—Pero yo no puedo comerlo.
—¿Desde cuá ndo eso es un
inconveniente para ti?
No contesté . Apenas me miró
cuando me hizo aquel reproche.
Imaginé que pensaba que era una
niñ a mimada que hacı́a siempre lo
que me venı́a bien. Me mantuve en
silencio, pero no podı́a apartar mi
vista de ella. Al inclinarse má s sobre
mı́ para alcanzar mejor mi lateral
izquierdo, su bata abierta me rozó la
mano y sin pretenderlo atrapé un
botó n entre mis dedos para
acariciarlo. Me quedé allı́ sintiendo el
suave tacto del botó n bajo la yema
del pulgar. A cualquiera le podrı́a
haber parecido una tonterı́a, sin
embargo, a mı́ me hacı́a sentir má s
pró xima a ella. Se incorporó antes de
que pudiera desprenderme de su
bata y dirigió la mirada hacia donde
habı́a advertido que le oponı́an
resistencia. Solté el botó n despué s de
que me viera aferrada a él.
—¿Te estoy haciendo dañ o? —me
miró.
—No —negué avergonzada—,
perdona.
—No importa. ¿Seguro que no te
duele?
—Seguro.
—¿Sabes?, eres la persona con el
umbral del dolor má s alto que
conozco.
—Y tú con el de la belleza.
Por in sonrió . Empezaba a echar de
menos su sonrisa.
—¿Siempre haces y dices lo que te
da la gana?
—Sé que es lo que crees, pero
tampoco es ası́. Solo querı́a verme la
cara, era lo ú nico que me preocupaba.
Pero al darme cuenta de que el
tamañ o del espejo dejaba verme el
cuerpo no he podido evitar mirarme
el hematoma. Ha surgido sobre la
marcha, no era mi intenció n inicial.
De todas formas…
—No me vengas con el rollo de que
es tu cuerpo y haces con é l lo que te
da la gana —me interrumpió
cortante.
—No iba a decir eso —me defendı́
sorprendida y dolida por su reacció n
—. Solo iba a decir que en cualquier
caso deberı́a haberte hecho caso
porque, aunque la cara la he
encontrado mejor de lo que esperaba,
el hematoma me ha impactado.
—Lo siento —se disculpó.
En ese momento no supe qué me
habı́a impactado má s, si el
espeluznante color del enorme
hematoma que campaba a sus anchas
por la mitad de mi cuerpo o su
hiriente comentario, del que deducı́a
claramente que solo me consideraba
una niñ a má s de mi generació n,
jugando a ser mayor y a seducir a un
adulto, sin importarme para ello
desprenderme de mi dignidad y amor
propio.
—No importa —dije desconcertada.
—Solo lo he dicho porque estaba
enfadada. No quería que te vieras así.
La miré , pero no dije nada. Me
empezaba a costar mucho mantener
una conversació n con ella obviando
el dañ o que me habı́an hechos sus
palabras.
—Gracias —dije cuando volvió a
cubrirme con una gasa limpia.
—De nada, no tienes por qué
dármelas.
Sentı́ que me observaba durante
unos instantes antes de despedirse y
abandonar la habitació n. No la miré
en ningú n momento. Cuando oı́
cerrarse la puerta me entraron ganas
de llorar y cerré los ojos con fuerza
para reprimir el llanto. Todavı́a me
encontraba evitando mis propias
lá grimas cuando mi madre apareció
anunciando que Israel estaba de
camino. Hice esfuerzos por hablar
con un timbre que no denotara que
en cualquier momento podrı́a
romper a llorar. Le dije que estaba
cansada y que querı́a dormir. La
convencı́ para que me dejara sola y
que aprovechara para estar con
Israel. Me alcanzó el iPod y echó las
cortinas, dejá ndome prá cticamente a
oscuras. Después deseé que la música
me transportara fuera de allí.
Giré la cabeza hacia mi derecha y
vislumbré una igura en la penumbra
de la habitació n. Adapté la vista y
adiviné la silueta de Lorna. No la
habı́a oı́do entrar, sin embargo, no
me asusté al verla de pie junto a mi
cama.
—¿Te he despertado? —preguntó
suavemente.
—No, tranquila, no estaba
durmiendo.
—Creı́a que sı́. Tu madre me ha
dicho que querías dormir.
—Mi madre se pone muy pesada a
veces —suspiré—. ¿Hora de la cura?
—En unos minutos. Tambié n venı́a
a ver cómo estabas.
—Estoy bien, gracias. ¿Qué tal tú?
—¿Y por qué está s aquı́ tan sola en
la oscuridad escuchando música?
Me encogí de hombros.
—Porque era lo que me apetecı́a.
No querı́a má s visitas ni má s
conversaciones.
—¿Eso va por mí también?
—Va por mi madre e Israel. Es un
encanto, pero es su novio y no el mío.
—¿El tuyo es el de esta mañana, no?
—¿Me tomas el pelo, verdad? —se
echó a reı́r—. Si quieres puedes
encender la luz.
—Mejor abro las cortinas. ¿Te
parece bien? —la seguı́ de reojo
mientras rodeaba la cama—. Ya lo
hago yo —dijo cuando al girarse de
nuevo hacia mı́, me descubrió
tratando de quitarme los auriculares
de los oídos.
Nuestras manos se rozaron al darle
e l iPod y la seguı́ otra vez con la
mirada de vuelta al otro lado de la
cama.
—Te lo dejo aquı́ —añ adió cuando
alcanzó la mesilla.
—Gracias.
—¡No te lo vas a creer! —exclamó
de pronto.
Levanté la mirada hacia ella y la
encontré inclinada sobre las rosas
oliendo su perfume.
—¿El qué?
—Acabo de recibir un ramo enorme
de estas preciosas rosas rojas —
respondió acariciando un pé talo—.
¡Qué casualidad! ¿No te parece? —me
preguntó mirá ndome a los ojos con
una deslumbrante sonrisa.
—Me alegro —murmuré , tratando
de mantenerme lo má s serena
posible. Notaba que el corazó n
comenzaba a precipitarse y que me
dejarı́a en evidencia en cualquier
momento.
Apoyó la cadera contra mi colchón.
—Dime, ¿no te parece una
casualidad?
Le brillaban los ojos y seguı́a
manteniendo esa sonrisa que me
volvía loca.
—No lo sé . Rosas hay muchas… y
todas tienen espinas…
Su mirada me observó
detenidamente.
—A mí me han encantado.
—Me alegro —volví a decir.
—Yo tambié n, pero me alegrarı́a
má s si supiera quié n ha sido para
poder darle las gracias y decirle que
son preciosas.
—¡Ah!, ¿pero que no lo sabes?
Negó con la cabeza.
—La nota no venía firmada. Solo me
deseaba «Feliz Navidad», con una
letra muy bonita, por cierto.
Pensé en Saú l, tenı́a una letra
preciosa hasta en los apuntes que
cogíamos a toda prisa.
—Eso se le dice a un empleado o a
algú n cliente —repetı́ con exactitud
las palabras de este.
—¿Tú crees? —dudó unos
instantes.
—Igual ha sido tu jefe —sugerí.
—Entonces lo hubié ramos recibido
todas. Ademá s, los regalos de
Navidad nos los dieron la semana
pasada.
Creı́ por un momento que habı́a
colado, pero me rebatió demasiado
rá pido el motivo por el que no podı́a
ser un regalo de la clı́nica. Me estaba
dejando sin argumentos y sabı́a que
sabía que había sido yo.
—No lo sé . Será un anó nimo
entonces.
—O anó nima —me corrigió
rápidamente.
—Vamos, un admirador secreto, es
lo que quiero decir.
—O admiradora —volvió a
corregirme—. ¿Por qué tiene que ser
un hombre? ¡Qué antigua eres…!
Sonreı́ al in. Me habı́a venido abajo
desde que me hablara como lo habı́a
hecho.
—Porque tal vez es lo que pre ieres
—murmuré apartando la vista hacia
la ventana.
Su mano se movió para cogerme la
cara y con suavidad la giró hacia su
lado.
—Tal vez no —me acarició la
barbilla con el pulgar.
Sentı́ que se me ponı́a la piel de
gallina.
—Lo que tú prefieras.
—¿Es que puedo elegir remitente?
—Creo que ya es un poco tarde para
eso.
—Qué pena —se lamentó —. Si no,
habrı́a tenido muy claro quié n me
hubiera gustado que fuera.
—¿Quié n? —no pude evitar querer
saber.
—Me temo que eso es un secreto, al
igual que lo es la identidad de mi
misteriosa remitente —dijo
deslizando los dedos por el comienzo
de mi pelo.
Me eché a reı́r. El cielo se habı́a
oscurecido considerablemente desde
que abriera las cortinas y ya apenas
entraba luz en la habitació n. El rostro
de Lorna se iba desdibujando por
momentos en la penumbra.
—Vuelves a reı́rte —murmuró , yo
asentı́ ligeramente. Seguı́a
acariciá ndome el pelo y mi cuerpo
reaccionaba demasiado rá pido a su
tacto—. Me gusta cuando te ríes.
Estuve a punto de decirle lo mismo,
pero en su lugar cerré los ojos y me
concentré en el movimiento de sus
dedos cosquilleando mi cabeza.
—¿Me perdonas por lo de antes? —
susurró.
—Claro, no te preocupes.
—Ha sonado horrible lo que te he
dicho, y creo que ha dado lugar a que
pensaras algo que te aseguro no
pienso.
—No importa, de verdad. Está
olvidado.
—Te hubiera matado cuando te he
visto mirá ndote en el espejo. Os
hubiera matado a los tres. Estaba tan
enfadada contigo porque te hubieras
visto así…
—Lo siento.
—¿Te has asustado mucho?
—Un poco.
—Sé que…
—Parece gangrena —le interrumpí.
—Sé que tiene un color muy oscuro,
pero te garantizo que no se parece en
nada a la gangrena. Dentro de poco,
empezará a remitir —me dijo
cariñ osamente al tiempo que
deslizaba el dedo con suavidad
acariciando el contorno de mi rostro.
Encendió la luz de la mesilla y me
miró.
—Tengo que darte la pomada o…
¿prefieres que lo haga Lorena?
—Como quieras.
—No, lo que tú prefieras.
—Vete a casa, ya llevas muchas
horas aquı́ —respondı́ sin sentir lo
que decía.
—Qué manera má s elegante de
decir que tienes ganas de perderme
de vista…
—Ya sabes que eso no es verdad.
Enarcó la ceja izquierda por
respuesta.
—Pre iero que me la des tú —
admitı́. Ella sonrió satisfecha por mi
confesió n, yo la miré mientras se
ponı́a los guantes de lá tex y se hacı́a
del espeso ungü ento—. En el fondo te
gusta que te pre iera a ti —no tardé
en comentar tras advertir su regocijo
—. ¿No me digas que eres celosa? —
su sonrisa se transformó entonces en
una carcajada—. No pasa nada, yo
también lo soy.
—¿Y de qué tienes tú celos? —
preguntó.
—Hasta del aire que respiras.
Aprecié que se ruborizaba aunque
continuara con la aplicación.
—Ven conmigo al Havet —susurré
—, por favor —supliqué cuando no
obtuve respuesta—. Me portaré bien,
te lo prometo. Me mantendré a un
metro de ti en todo momento.
—¿Pero qué te ha dado ahora con el
Havet?
—El Havet me da igual, solo quiero
seguir viéndote cuando salga de aquí.
—Denise… —suspiró.
Su bata abierta me rozó de nuevo
los dedos y agarré el botó n como lo
habı́a hecho antes. Se sonrió cuando
lo hice. Volvió a mirarme mientras
cerraba el tubo y desechaba los
guantes de látex.
—¿Puedo preguntarte có mo se
llama tu ex?
—¿Por qué quieres saberlo? —
terminó de abrocharme los botones
de la chaqueta del pijama que me
habı́a traı́do en lugar del habitual
camisón.
—Por saber si es chico o chica.
—¿Acaso importa?, lo que má s te
guste.
—Me gustarı́a má s que fuese una
chica.
—¿Y eso por qué?
—¿Porque aumentarı́an mis
posibilidades de tener algo contigo?
—Interesante argumento —arqueó
las cejas—. Hora de que descanses.
La miré en silencio. Sin embargo,
ella se acercó má s a mı́ y deslizó
suavemente un mechó n de pelo
detrás de mi oreja.
—En serio, muchas gracias por las
rosas, son preciosas, me han
encantado —dijo rozá ndome el per il
de la oreja.
El vello del cuerpo se me erizó
cuando sus dedos descendieron
hasta el ló bulo para atraparlo con una
ligera presión.
—¿Por qué está s tan segura de que
he sido yo?
—Porque esas rosas vienen de la
persona má s encantadora que he
conocido en mi vida —me respondió
acariciándome la mejilla.
La seguı́ con la mirada cuando se
dio la vuelta encaminá ndose hacia la
puerta.
—Denise —me llamó.
—¿Sí?
Se giró hacia mı́ cuando su mano
alcanzó el picaporte.
—Feliz Navidad para ti tambié n —
dijo con ternura.
Capítulo 6
Me desperté muy pronto aquella
mañ ana. El cielo seguı́a tan oscuro
como lo estaba cuando Lorna salió de
la habitació n la noche anterior. Ni
siquiera se apreciaba en é l un atisbo
de luz que me diera un indicio de que
el amanecer estaba a punto de llegar.
No sabı́a qué hora era. Lo ú nico que
sabı́a era que me morı́a de ganas por
que dieran las ocho en el reloj para
poder verla cruzar aquella puerta. Ese
anhelo fue lo que me mantuvo en vilo
sin permitirme que volviera a coger
el sueñ o. Miré a la derecha en busca
de mi madre y comprobé que seguı́a
durmiendo plá cidamente. No podı́a
quitarme a Lorna de la cabeza. El
recuerdo de su rostro, su sonrisa y
sus manos, no dejaban de latir en mi
mente. Giré levemente la cabeza para
poder tener una mejor perspectiva de
la puerta. Y allı́ me quedé expectante,
hasta que la luz del dı́a fue
iluminando la habitació n, haciendo
que mi madre se despertara. Cuando
Lorna entró en la habitació n lo hizo
acompañ ada de Lorena. Iba vestida
completamente de blanco. Era la
primera vez que la veı́a vestida con el
uniforme de mé dico, incluyendo los
graciosos zuecos. Nuestras miradas
se cruzaron y me guiñó un ojo a modo
de saludo antes de que ambas se
detuvieran ante mi madre. La
observé mientras formaban un
corrillo. Afortunadamente, Lorna
habı́a quedado frente a mı́, lo que me
permitı́a admirarla sin ningú n tipo de
disimulo. Sus labios no tardaron en
sonreı́r brevemente cuando se
percató de mi insistente mirada.
—Lorna, ¿puedes venir un
momento, por favor? —interrumpı́
impaciente por tener su compañ ı́a
solo para mí.
Las tres me miraron a la vez, pero
solo ella se encaminó hacia mí.
—Hola, ¿cómo te encuentras hoy?
Movı́ la mano escayolada para
poder tocar la suya, que acababa de
apoyar sobre el colchó n. Clavó sus
ojos en los mı́os cuando acaricié
suavemente el dorso de su mano.
Nadie podı́a vernos. Ella habı́a
quedado de espaldas a mi madre y
Lorena, que continuaban charlando
en la entrada de la habitación.
—Tenı́a muchas ganas de verte —
susurré dejando mi mano sobre la
suya, pero esta vez sin acariciarla.
Advertı́ que su mirada se
solidi icaba y retiré mi mano por
respuesta.
—Hoy te voy a quitar la sonda —
habló otra vez—. ¿Has ido al baño?
—No voy a hacer nada en una cuñ a.
Va en serio.
—¿Quieres que te ponga un pañal?
—Ponme lo que quieras, pero no
voy a hacer nada —persistí.
—Lo harás, créeme.
Mi madre nos comunicó que bajaba
a la cafeterı́a a desayunar cuando
Lorena se situó a los pies de la cama.
—Ahora misma vuelvo —anunció
Lorna desapareciendo tambié n junto
a Lorena tras la puerta.
Pensé que a su vuelta vendrı́a
acompañ ada de otra de las
enfermeras que habitualmente le
ayudaba en aquella tarea, sin
embargo, en esta ocasió n apareció
ella sola con el carrito. La observé
mientras me desabrochaba la
chaqueta del pijama. En aquel
momento, la cercanı́a de su cuerpo y
sus manos deslizá ndose por el suave
tejido a punto de descubrir mi
anatomı́a me excitaron. Un escalofrı́o
me recorrió de norte a sur y sentı́ el
cá lido tacto del pijama sobre mis
pezones erectos. Me miró cuando me
mordı́ el labio inferior al tratar de
aplacar mis estimulados sentidos.
—¿Te duele?
—No —respondı́ con la voz ronca
por la excitación.
Cuando me abrió la chaqueta y fui
consciente de la desnudez de mi
cuerpo ante su presencia, la extrañ a y
a la vez excitante situació n se
transformó en una placentera
humedad entre mis piernas.
—Esto va mejor —la oí decir.
Forcé el cuello para poder mirarme
y vi mi cuerpo desnudo. No me ijé en
el hematoma sino en mi pecho
coronado por unos pezones
insistentemente erectos. El dı́a
anterior no habı́a sido capaz de
reconocerme, sin embargo, en ese
instante era lo ú nico que era capaz de
distinguir.
—¿Hoy no vienes con nadie para
que te ayude? —no era que me
importara estar a solas con ella, má s
bien era todo lo contrario, pero
reconocı́a que la presencia de otra
enfermera cuando tenı́a que lavarme,
hacı́a que estuviera má s relajada y mi
cuerpo, desde luego, no reaccionaba
del modo en que lo estaba haciendo.
—Si prefieres, aviso a alguien.
—No, no he dicho eso.
Levantó la vista para mirarme.
—No me apetece compañ ı́a, eso es
todo.
—Si quieres hablar con Kling
porque consideras que no te permito
hacer tu trabajo y quieres dejarlo
para volver a tu turno de ocho horas
lo entenderé.
—No, no quiero. Me gusta cuidar de
ti.
La miré detenidamente y un tanto
incrédula por su afirmación.
Volvió a mirarme directamente a
los ojos.
—¿Qué ocurre? ¿No me crees?
Me encogı́ de hombros. No sabı́a
qué contestar.
—¿Estás enfadada por lo de la cuña?
—No sé de dó nde te has sacado que
esté enfadada. No lo estoy. Y lo de la
cuñ a ya es historia. Te voy a quitar la
sonda para que puedas pasar tú sola
al baño.
—¿Y ese cambio tan radical a qué se
debe?
—A nada. A mı́ tampoco me
gustarı́a tener que usar una cuñ a, ası́
que entiendo tu postura.
—¿Antes me amenazas con
ponerme pañ ales y ahora todo te
parece bien?
—Lo de los pañ ales era una broma.
Me hace gracia lo testaruda que eres.
Me miré el cuerpo una vez má s
cuando advertı́ que estaba
analizando el hematoma.
—¿Está todo bien?
—Sı́, la verdad es que es un milagro
que no se te haya roto ni una costilla.
Eres increı́blemente fuerte. ¿Haces
mucho deporte?
—El que puedo, pero no es mucho.
—¿Qué prácticas?
—Creo que no te va a gustar la
respuesta.
—¿Por qué? —me miró.
—Parkour.
—¿Parkour? Bueno, no sé de qué me
sorprendo… viniendo de ti no podrı́a
ser otra cosa.
—¿No te gusta?
—Me encanta, pero es muy
arriesgado. ¿Lo haces en la calle?
—A veces.
—O sea, sí —sonrió.
—Tambié n lo practico en casa y en
el gimnasio, porque a mi madre no le
gusta que vaya por ahı́ saltando
mobiliario urbano.
—Ló gico —asintió —. ¿Sabes quié n
es Ruth York? —preguntó tras hacer
una pausa.
—Sı́, ha ganado varios premios
locales de Parkour.
—Es prima de Lorena.
—¿En serio?
—¿Te gustaría conocerla?
—Bueno…
—¿Eso qué signi ica? ¿Sı́ o no? Es
una chica muy guapa.
La miré molesta.
—Conozco a Ruth. La he visto
muchas veces por mi zona
practicando y aunque sea
espectacular ver có mo salta y se
desplaza, no es a ella a quien me
gustarı́a conocer —me mantuvo la
m i ra da y enseguida regresó a su
cometido—. Si tan guapa te parece,
queda tú con ella.
—Gracias, pero no es mi tipo —
aclaró, echándose a reír.
—¿Demasiado joven, quizá ? —
pregunté irónica.
La vi girarse hacia el carrito y
ponerse los guantes de lá tex. Cuando
se volvió hacia mı́ me enseñ ó la cuñ a
que habitualmente utilizaba para
aquella tarea con un simpá tico gesto
dibujado en la cara. Sonreı́ a
regañ adientes y antes de que me
dijera que levantara las caderas lo
hice yo, para que pudiera colocarla
debajo de mí.
—Gracias. Veo que te sabes el ritual.
Voy a quitarte la sonda, ¿de acuerdo?
Asentı́ y miré de nuevo en direcció n
sur para ver có mo de ridı́culo yacı́a
mi cuerpo en aquella situació n. Vi
que me habı́a cerrado la chaqueta del
pijama, pero sin abotonar, lo que me
dejaba la piel del estó mago en
adelante a la vista. Empezaba a
ponerme tensa con la maniobra y
Lorna se percató.
—Tranquila, Denise —dijo
apoyando su mano izquierda sobre
mi cadera—. No te va a doler, solo es
ligeramente molesto.
—Lo sé.
Me miró con sus ojos de color miel y
sentı́ que me acariciaba suavemente
la piel de la cadera.
—¿Sabes?, Ruth va mucho por el
Havet a ver a Lorena.
—No es con ella con quien quiero ir
allí, es contigo.
—Pensaba que conmigo el sitio te
daba igual.
—Y es verdad. El sitio no me
importa, yo solo quiero verte.
—Y yo solo necesito que separes
má s las piernas y que respires hondo
—me pidió acariciá ndome de nuevo
la cadera.
Sentı́ sus dedos sobre mi pubis
deslizá ndose hacia abajo. Despué s,
me separó cuidadosamente los labios
e irrigó mis genitales con solució n
antisé ptica. Conectó una jeringa y
vació por completo el contenido del
baló n. A continuació n, retiró la sonda
tan despacio que apenas notaba
cómo salía de mí.
—Ya está. ¿Te he hecho daño?
—No, muchas gracias.
—De nada, chica guapa —me guiñ ó
un ojo sonriente—. Ahora vamos a
tener que controlar la orina para
asegurarnos de que está todo bien.
Voy a necesitar que hagas pis en un
tubo medidor. Es muy posible que
durante unos dı́as sientas ganas de
hacerlo muy a menudo y luego no
hagas tanto como crees —me
advirtió —. Es absolutamente normal.
Tú avísame siempre que lo necesites.
Me gustaba la idea de tener que
avisarla cada vez que necesitara
levantarme para ir al cuarto de bañ o.
Algo me decı́a que las secuelas de
haber llevado una sonda iban a
durarme más de la cuenta.
Me liberó del suero y calmantes que
colgaban del soporte y manipuló el
mando a distancia que controlaba el
sistema electró nico de la cama para
disminuir la altura con respecto al
suelo. Luego, elevó el cabecero hasta
que quedé prá cticamente
incorporada.
—¿Te duele?
—No —mentí.
Sentı́a la piel tirante y por primera
vez era consciente del peso de mi
propio pecho. Deseaba levantarme de
aquella cama y sobre todo querı́a
evitar una situació n que cada dı́a veı́a
má s inevitable. No me gustaba la idea
de que los cuidados de Lorna
incluyeran mis necesidades
isioló gicas. No iba a permitirlo bajo
ningú n concepto. Costara lo que
costara.
Me ayudó a mover las piernas y
colocarlas sobre el suelo.
—¿Cómo te sientes?
—Mejor que nunca.
—Qué date ahı́ y no intentes
levantarte por tu cuenta, por favor.
Voy a por una silla de ruedas.
Aunque hubiera querido, me sentı́a
demasiado entumecida como para
intentarlo. Me miré los pies y movı́
los dedos para acelerar el riego
sanguíneo.
—Espero no tener que usarla —dije
cuando apareció empujando la silla.
—¿Có mo lo ves? ¿Quieres que lo
intentemos ahora o pre ieres
esperar?
—Intentémoslo.
Situó la silla de ruedas a un lado, lo
su icientemente cerca por si la
necesitá bamos. Me deslicé
lentamente hasta el borde de la cama
para evitar un esfuerzo innecesario
con la parte superior de mi cuerpo.
Alcé la cabeza para mirarla cuando
sus manos me sujetaron por encima
de los codos.
—Es que no sé por dó nde agarrarte
para no hacerte dañ o y a la vez
ayudarte.
—No te preocupes, no me haces
dañ o —dije, y con las mismas me
puse en pie en un solo movimiento.
Aú n sentı́a sus manos sobre mis
brazos cuando me encontré frente a
ella. Nos habı́amos quedado muy
cerca y su proximidad me aceleró una
vez más los latidos del corazón.
—¡Qué alta eres! —exclamó con
sorpresa.
—Y tú qué guapa eres.
—Lo digo en serio. Ya me parecı́a
que eras alta pero no sé si tanto. Será
que al cambiarme la perspectiva…
—Es posible. Yo también desde esta
perspectiva te encuentro aú n má s
guapa si cabe.
—Y yo que tenı́a esperanzas de que
eso cambiara una vez te levantaras
de la cama…
Bajé la vista tratando de camu lar la
desilusió n que me ocasionó aquel
apunte, pero pronto advertı́ que
quiso compensarme con el modo
afectuoso con que rodeó mi cuerpo
mientras me ayudaba a caminar
hasta el cuarto de bañ o. Cuando
entramos me pareció el paraı́so. Era
muy grande y tan blanco como lo era
la habitació n. Habı́a barras de
sujeció n por todas partes. Estaba
encantada. Iba a poder cuidar de mı́
misma sin necesidad de mucha ayuda
extra. Me paré ante el espejo que Saú l
habı́a descolgado el dı́a anterior bajo
mi petición.
—¡Menuda pinta! —murmuré tras
observarme unos segundos. Despué s,
busqué el re lejo de Lorna en el
espejo, que se habı́a quedado un par
de pasos detrás de mí.
—¡Qué boba eres! —sonrió—. Estás
perfecta.
Avanzó hacia mı́ y se detuvo a mi
lado, colocando las manos sobre el
lavabo. Nuestros brazos se rozaban
ligeramente y deseé que se acercara
más.
—¿Sabes?, te queda muy bien el
pijama.
—Gracias. Es porque los pijamas
son muchos má s bonitos que los
camisones, ¿no crees?
—Sı́, pero en este caso es por la
percha.
—¿Me está s haciendo la pelota? —
le golpeé suavemente con mi brazo.
—No, en absoluto.
—No te creo. Te estás riendo.
—Me río porque me haces gracia.
—Te rı́es porque te he pillado.
Como consideras que solo soy una
crı́a, piensas que con cualquier
piropo me vas a subir la moral, ¿no es
verdad?
Me dedicó una sonrisa desdeñ osa
por respuesta.
No tardé en descubrir en el espejo
la piel oscurecida por el hematoma
entre la abertura del pijama, lo abrı́
para verme mejor.
—No te mires, Denise —me sugirió
en voz baja.
—No te preocupes, ya he superado
el shock de ayer —le guiñé un ojo.
Eché una ojeada rá pida a mis
pechos, que tenı́an una apariencia
nada recomendable, y la volvı́ a
buscar en el espejo. Encontré a Lorna
con la mirada posada en el mismo
lugar que yo misma acababa de
abandonar y me sentı́ ridı́cula por el
aspecto magullado de mi cuerpo.
Cerré el pijama con un gesto abrupto
que me dolió.
Me acarició el brazo.
—Te pondrás bien, ya lo verás.
Giré el tacó n de la escayola para
poder quedar frente a ella.
—Necesito ir al baño.
Efectivamente, la consecuencia de
haber llevado la sonda empezaba a
hacerse notar.
—¿Crees que podrá s sostenerlo tú
sola? —me preguntó señ alando el
tubo donde me habı́a pedido que
orinara a partir de ese momento.
Asentı́ aunque no lo tuviera nada
claro. No sabı́a si iba a ser tarea fá cil
con las dos manos escayoladas, pero
desde luego que no me habı́a
levantado de la cama para que
tuviera que ser ella la que sujetara
por mí aquel recipiente.
—Si veo que no puedo esperaré a
que suba mi madre.
—Supongo que yo no te puedo
ayudar, ¿verdad?
—No, muchas gracias.
—Estoy aquí para eso.
—No, para eso no.
—En realidad, sı́. Estoy justo para
eso —me replicó.
—Conmigo no, Lorna —suspiré —.
No quiero discutir má s sobre ese
tema, por favor.
Capítulo 7
Desperté melancó lica a pesar de ser
el ú ltimo dı́a del añ o. No habı́a
conseguido dormir profundamente.
Me habı́a estado despertando
continuamente a lo largo de la noche.
Mi cabeza no dejaba de recordar
momentos vividos con Lorna,
detalles triviales y otros que no lo
eran tanto. Perduraba en mi cabeza,
especialmente, el instante en que la
habı́a visto a travé s del espejo del
bañ o, contemplando mi cuerpo
desnudo cuando me deshice de la
chaqueta del pijama. No podı́a
quitarme aquella mirada de la cabeza.
Habı́a sido fugaz, pero
maravillosamente intensa al mismo
tiempo. Su breve y penetrante mirada
me habı́a abrasado la piel dejá ndome
el corazó n en llamas. No conseguı́a
describir con palabras la expresió n
de su rostro y sus ojos mientras me
observaban. Sin embargo, sı́ que me
atrevı́a a asegurar por presuntuoso
que pudiera sonar, que le gustaba lo
que estaba viendo. Y a mı́ me gustó
que le gustara. Me gustó en exceso el
deseo que contenı́a aquella mirada
posada sobre mi piel desnuda. Me
habı́a despedido de Lorna a las ocho
de la tarde del dı́a anterior y no
volverı́a a verla hasta las ocho de esa
tarde. Era la primera vez que tenı́a
que esperar un dı́a completo para
poder estar cerca de ella. Por otro
lado, me hacı́a especial ilusió n que le
hubiera cambiado el turno a Lorena
aquella noche. Iba a pasar la Noche
Vieja con Lorna. Cambiar de añ o al
lado de la persona que má s me
importaba era una de las situaciones
má s ansiadas que habı́a vivido hasta
el momento. Cuando dieron las ocho
en el reloj, apareció Lorena con su
melena oscura y su habitual simpatı́a.
Le devolvı́ la sonrisa. Sin embargo,
nunca habı́a sido tan consciente de lo
que podrı́a llegar a echar de menos a
Lorna hasta aquel preciso instante,
aquel en el que otra persona ocupaba
su lugar. El hecho de encontrar a
Lorena en el horario al que me tenı́a
acostumbrada Lorna no ayudó en
absoluto. El dı́a anterior mi madre le
habı́a pedido permiso para traer una
cena especial para aquella noche. De
hecho, la habı́a invitado a que se
uniera a nosotros, aunque ella
denegara amablemente la invitació n
alegando que cenarı́a con el resto de
sus compañeros del turno de noche.
Aquella mañ ana fue Lorena quien
me ayudó a ducharme, como lo hizo
Lorna los dos días anteriores. Aunque
habı́a logrado evitar a mi enemiga la
cuñ a, no habı́a conseguido una total
privacidad en el bañ o. Aú n ası́,
empezaba a acostumbrarme a la
desnudez de mi cuerpo frente a los
demá s. Ya casi no le daba
importancia. Entre las curas y los
bañ os, a veces pensaba que me
pasaba má s tiempo descubierta que
cubierta. Sentada en la cama devoré
los perió dicos que Lorna me habı́a
estado trayendo junto con alguna
otra revista que mi madre tenı́a por
allı́. Leı́a demasiado rá pido para lo
lento que pasaba el tiempo en aquel
dı́a sin ella. Era curioso, cuando
Lorna estaba allı́, el tiempo volaba y
siempre me parecı́a que las ocho de
la tarde llegaban demasiado pronto,
nunca estaba preparada para dejarla
marchar. A primera hora de la tarde
recibı́ una visita sorpresa. Martina y
Saú l vinieron para desearnos un feliz
añ o a todos. Apenas pudimos hablar
de nuestras cosas, ya que mi madre e
Israel continuaron apalancados en el
sofá viendo no sé qué en la televisió n.
Hablamos entre gestos y frases
impersonales, y antes de que se
fueran a ir quise darles las gracias
por haberse encargado de las rosas.
—Os debo pasta —confirmé.
Vi que Martina señalaba a Saúl.
—Sı́, bastante pasta por cierto —se
rio este.
Miré la hora en mi iPod cuando se
marcharon y descubrı́ que aú n
faltaban un par de horas para que
Lorna cruzara aquella puerta. Traté
de darle un respiro a mi propia
cabeza y decidı́ unirme a mi madre e
Israel, que parecı́an estar
pasá ndoselo muy bien con lo que
estaban viendo. Era el tı́pico
programa có mico de Noche Vieja,
donde uno de los mejores imitadores
del paı́s habı́a preparado una serie de
sketches imitando al presidente del
gobierno y a la consabida oposició n.
Francamente, le imitaba muy bien, y
alguno de los diá logos era realmente
ingenioso. No tardamos mucho en
reı́rnos los tres a carcajadas. Pero ni
las risas conseguı́an apartar mi
mente de Lorna y del tiempo que aú n
faltaba para verla. Se me aceleró el
pulso cuando al in escuché su
característico repiqueteo en la puerta
y apareció radiante frente a nosotros.
No tenı́a ni idea de lo que habı́a
deseado oı́r, durante todo el dı́a,
aquel inconfundible modo de llamar.
—Buenas tardes —saludó.
—Hola, Lorna —exclamaron al
unísono mi madre e Israel entre risas.
—Hola —sonreı́ en respuesta al
cariñ oso guiñ o de ojo que me brindó
de camino hacia la cama.
—¿Có mo está s hoy? —me susurró
para no interrumpir el programa.
—Mejor, ¿y tú?
Desvió la vista a la televisió n
cuando mi madre le anunció que
estaba a punto de terminar, y
enseguida se rio con una tonterı́a de
conversació n que estaba
manteniendo el imitado presidente
por telé fono. Me recosté má s
có modamente en la cama y
aproveché para contemplarla con
má s detenimiento mientras ellos
seguı́an pendientes del especial.
Desde mi nueva posició n apenas
podı́a verle la cara. Me detuve a
admirar su pelo rubio, que caı́a sobre
una camisa roja con rallas blancas,
detalles en azul y cuero en los puñ os.
Su melena ondulada le cubrı́a los
omoplatos y su cercanı́a hacı́a que
cada vez me costara má s no perder el
control. Deseaba tocarle el pelo y
acariciar aquella espalda que se
dibujaba perfecta bajo la camisa, pero
me limité a seguir mirá ndola
ensimismada. Podrı́a haberme
pasado una vida entera solo
mirándola.
—¿A ti no te hace gracia? —me
sobresalté cuando caı́ en que la
pregunta iba dirigida a mı́, que sus
ojos me miraban.
Asentı́ tratando de regresar a toda
prisa de la galaxia a añ os luz a la que
habı́a viajado fascinada por su
belleza. Comprendí que se había dado
cuenta de mi embobamiento en el
instante en que se sonrió , antes de
volver a centrarse en la pantalla de
televisió n. Me alegré cuando el
programa llegó a su in y apagaron la
tele. Aunque estaba encantada con la
proximidad de Lorna, la presencia de
mi madre y su novio empezaba a
incomodarme.
—Mamá , ¿por qué no os vais a
tomar algo?
El rostro de Israel se iluminó con mi
sugerencia. El pobre pasaba
demasiadas horas en aquella
habitació n. Lorna continuaba de pie
junto a mi cama cuando ambos
cerraron la puerta y por in nos
dejaron a solas.
—¿Qué ? —me reı́ cuando sus ojos
me miraron fijamente.
—Desde luego que lo tuyo no es la
sutileza —respondió sin moverse de
su sitio, como si estuviera anclada al
suelo.
—¿No has visto la cara de Israel?, lo
estaba deseando. Tiene que estar
harto de pasar todo el dı́a aquı́
metido. No soy su hija. Mi madre
tambié n tiene que estar agotada,
aunque jamás lo reconocería.
—Eres de lo que no hay —exclamó
metié ndose las dos manos en los
bolsillos del vaquero.
—Está s muy guapa —dije despué s
de observarla unos instantes—. De
rojo en Noche Vieja… ¿eres
supersticiosa?
—No especialmente. ¿Por qué ? ¿Te
parecería mal? —musitó burlona.
—Siento decepcionarte, pero no
hay nada de ti que me pudiera
parecer mal.
Sacudió la cabeza, pero no pudo
evitar esbozar una sonrisa.
—¿Qué has hecho hoy? —pregunté
al tiempo que me rascaba la ceja.
—No mucho, dormir y hablar por
teléfono. ¿Y tú?
—Echarte de menos.
—Denise…
—Era broma —me burlé —. Me he
leı́do todos los perió dicos que me
trajiste y tambié n las revistas de mi
madre, todo eso para tratar de no
pensar en ti —añ adı́ tras una pausa,
llevá ndome una vez má s la mano a la
ceja.
—Denise por favor… —volvió a
suspirar—. Y deja de rascarte la ceja,
te vas a hacer dañ o. ¿Qué te ocurre?
¿Te pica mucho?
—Hoy sı́, me lleva picando todo el
día.
—Dé jame ver —dijo acercá ndose a
mı́ agarrá ndome de la barbilla para
levantarme la cara.
—Qué bien hueles siempre —
murmuré cuando su rostro estuvo
frente al mío.
Sonrió levemente y continuó
mirándome la cicatriz.
—Está todo bien, es porque está
cicatrizando. Dentro de muy poco te
quitaré los puntos.
La miré aprovechando que se
encontraba muy cerca. Sus ojos color
miel, que seguı́an inspeccionando mi
ceja, desprendı́an de vez en cuando
destellos verdes bajo la luz de la
lá mpara. No me cansaba nunca de
admirar su belleza. Para mı́ era como
estar contemplando una escultura de
Miguel Angel. Siempre descubrı́a algo
nuevo en ella, algo en lo que no habı́a
reparado en otras ocasiones debido a
la falta de luz o de proximidad, algo
que me arrastraba a un abismo de
sentimientos en el que no podı́a
pensar y solo me permitía sentir. Bajé
la vista por su recta nariz y me detuve
en sus labios. Estaban ligeramente
entreabiertos, casi
imperceptiblemente. Los tenı́a tan
cerca que podı́a distinguir con
claridad las inı́simas lı́neas que los
adornaban. El deseo de besar
aquellos labios actuó por mı́ y antes
de saber lo que estaba haciendo me
acerqué má s para besarlos. Justo
antes de alcanzarlos, ella detuvo mi
recorrido con un elegante
movimiento de cabeza y frenó mi
trayectoria, apoyando su frente
contra la mía.
—Denise, no —susurró
suavemente.
Quedamos tan cerca que sentı́ su
aliento sobre mi piel cuando habló.
—Lo siento —dije
entrecortadamente. Percibir su
aliento sobre mı́ me habı́a desbocado
el corazón.
—¿Tienes idea de cuá ntos añ os
tengo? —susurró otra vez sin
cambiar de posición.
Volvı́ a sentir su aliento una vez
más y me ardió la piel.
—No me importa.
—Pero a mı́ sı́ —en esta ocasió n se
separó , perdiendo el contacto con su
frente—, podría ser tu madre.
—Pero no lo eres.
Me cogió de nuevo de la barbilla y
me obligó a mirarla.
—Pero podrı́a serlo —dijo clavando
su mirada en la mı́a—. ¿No quieres
saber qué edad tengo?
Negué con la cabeza.
—No me importa.
—Treinta y nueve.
—Me da igual. Ademá s, no los
aparentas.
—Ni siquiera te has sorprendido —
exclamó.
—Pensaba que tenı́as treinta o
treinta y dos, pero te repito que no es
algo que me importe en absoluto.
—Pues deberı́a —replicó —.
Deberı́as buscar a alguien de tu edad
—añ adió , retirando la mano de mi
barbilla.
—Las de mi edad no me gustan, y
Ruth York tampoco. Ademá s, ella no
es que sea de mi edad, es más mayor.
—Pero la diferencia con ella es
mı́nima si la comparamos, ¿no te
parece? —dijo caminando hacia la
puerta.
—Dejemos el tema —murmuré.
Se giró y me miró antes de
abandonar la habitación.
—Me parece bien. Voy a traerte aloe
vera a ver si te alivia el picor.
Miré en direcció n a la puerta cuando
oı́ que tocaban y Lorna entró con un
dispensador y unos guantes de lá tex
en la mano. Caminó hacia mı́ con sus
vaqueros y camisa roja. Era tan
atractiva… Permanecı́ inmó vil esta
vez, para que no pensara que iba a
intentar algo, dado que volvı́amos a
estar exactamente en la misma
posició n que cuando tuve la brillante
idea de intentar besarla. Me deslizó
los dedos por la melena evitando
mancharme el pelo y se dispuso a
aplicarme el gel verde sobre la ceja.
—¿Está s enfadada conmigo? —
pregunté al ver que no hablaba desde
que había vuelto.
—No —me miró —. Que una chica
de diecisé is añ os tan guapa como tú
me quiera besar me halaga. ¿A
cuá ntas cuarentonas crees que les
pasa algo parecido?
—A muchas.
—¿Eso crees?
—Desde luego. Y no utilices el
término «cuarentona», no me gusta.
Me sonrió . Despué s, recogió los
bá rtulos dejá ndome sola y pensativa
en la habitació n. Lo cierto era que
entre ella y yo existı́a algo que habı́a
rebasado sutilmente la frontera entre
mé dico y paciente. No tenı́a dudas de
lo que ella signi icaba para mı́, sin
embargo no podı́a decir lo mismo de
lo que yo pudiera signi icar para
Lorna. No sé si solo se preocupaba
por mı́, y por el estado en que me
encontraba, o si algo dentro de ella
habı́a cambiado respecto a mı́ desde
que ingresara por urgencias aquella
mañ ana de sá bado y compartié ramos
todas esas horas juntas. Fuera lo que
fuera lo que estuviera naciendo en su
interior, me constaba tambié n, que
era en contra de su propia voluntad.
Sus recientes y constantes alusiones
a nuestra evidente diferencia de edad
le preocupaban en exceso y a mı́ en
defecto. No obstante, era capaz de
comprender que si fuera ella la que
estuviera yaciendo en la cama y yo la
doctora encargada de sus cuidados,
tambié n me halları́a perdida entre los
lı́mites de lo que pudiera
considerarse correcto y lo que no lo
era. O como ella misma lo habı́a
cali icado en una ocasió n, lo que era
apropiado y lo que no. En cierto
modo, algo dentro de mı́ podrı́a
haberle concedido la razó n, pero no
querı́a hacerlo. Me negaba a admitir
que un puñ ado de añ os pudiera hacer
naufragar mis sentimientos con tanta
facilidad, como lo hace la ira del mar
con un barco surcando sus aguas.
No volvı́ a verla durante lo que
quedaba de tarde, tampoco durante
la suculenta cena que habı́a
encargado mi madre para recibir el
nuevo añ o. Pasaban unos pocos
minutos de las doce cuando pensé
que igual no volverı́a a verla hasta el
dı́a siguiente. Aunque me habı́a dicho
que no estaba enfadada conmigo, yo
no tenía la misma sensación.
Ya nos habíamos besado y abrazado
los tres para desearnos lo mejor en el
añ o que estrená bamos, y ella, Lorna,
la ú nica persona que podrı́a
garantizar mi felicidad durante los
pró ximos doce meses, no aparecı́a.
Estuve pendiente del reloj y vi con
tristeza como los minutos pasaban
sin noticias de ella. A las doce y media
en punto, mi deseo de verla una vez
má s se hizo realidad. Llevaba puesta
la bata blanca sobre su camisa roja y
en su cara se dibujaba esa sonrisa
perfecta que tanto me gustaba. Mi
madre se levantó de un salto y se
besaron, felicitá ndose el añ o
mutuamente. Luego le tocó el turno a
Israel. Me incorporé en la cama tan
rá pido como pude. En cuanto Lorna
me vio caminó apresuradamente
hacia mí.
—No, no te levantes —susurró con
una sonrisa—. ¡Feliz Añ o, Denise! —
sus ojos me miraron profundamente,
asegurá ndose de que comprendı́a
que de verdad sentía lo que decía.
—Igualmente —le devolvı́ la misma
mirada cargada de sentimiento.
Alzó la mano y la posó sobre el
lateral de mi cabeza. Con un
movimiento rá pido me acercó a ella y
me besó inesperadamente cariñ osa
en la mejilla. Era la primera vez que
me daba un beso y mi ritmo cardiaco
se aceleró al sentir la intensidad de
sus labios sobre mi piel. Cuando le
devolvı́ su cariñ oso beso su mano se
tensó , retenié ndome contra su suave
mejilla durante un instante. Sin
embargo, ese instante se grabó en mı́
para siempre.
—No quiero ser agua iestas, pero
Denise tiene que dormir —anunció a
mi madre y su novio.
Su mano habı́a abandonado mi pelo
y ahora reposaba junto a mı́ sobre el
colchó n. Recogieron los restos de
comida, guardá ndolos en las mismas
bolsas en las que habı́an llegado allı́.
Cuando terminaron, Israel rodeó mi
cama y me despedı́ de é l con un beso
antes de que mi madre le
acompañara hasta su coche.
—¿Puedo hacerte una pregunta
personal? —dijo Lorna cuando
ambos salieron de la habitación.
—Sí —asentí.
Seguı́a estando a mi lado y no se
habı́a movido desde entonces. Su
mano continuaba junto a mı́, aunque
no me tocara.
—¿A tu padre le ves mucho?
—No, no le veo nada. Ni siquiera le
conozco.
—Vaya, lo siento —me miró a los
ojos pensativa.
—No pasa nada —dije quitá ndole
importancia—. ¿Qué tal tu cena?
Se encogió de hombros.
—Bien —no sonó muy convencida.
—Menuda gracia trabajar en Noche
Vieja, ¿verdad?
—No creas, esta vez no me ha
importado. Para ti sı́ que es una
gracia tener que pasarla aquí.
—Que va, es la mejor Noche Vieja
que he pasado —con irmé
fundiéndome en sus ojos.
Sonrió rehuyendo mi penetrante
mirada.
—Es muy tarde, tienes que dormir,
y aún tengo que darte la pomada.
—Tengo que lavarme los dientes
primero.
Me ayudó a levantarme y me dio
soporte mientras caminá bamos
juntas hasta el cuarto de bañ o. Dejé
que me ayudara cuando mi empeñ o
por ser lo má s autosu icientemente
posible empezó a pasarme factura y
no pude mantener mi brazo alzado el
tiempo su iciente para cepillarme
bien los dientes.
—Gracias —le agradecı́ cuando
cogió mi cepillo.
—De nada —respondió con dulzura
—. El otro dı́a me ijé en que eras
zurda.
Asentí con la cabeza.
—Los zurdos sois más inteligentes.
—Eso no está demostrado.
Tambié n dicen que morimos una
media de nueve añ os antes que los
diestros.
—¡Por Dios!, eso sı́ que no está
demostrado. De todos modos, ese
jamás será tu caso.
—No importa. En realidad eso me
convierte en alguien nueve añ os
mayor. Ası́ que ahora mismo tengo
veinticinco, ¿lo verías mejor así?
Se echó a reír como respuesta.
De vuelta en la habitació n me ayudó
a tumbarme en la cama. Se habı́a
puesto los guantes de lá tex y
comenzaba con la cura cuando habló.
—He estado pensando durante la
cena que me gustarı́a verte hacer
Parkour. Cuando estés recuperada del
todo, claro, y en el gimnasio, nada de
en la calle.
La miré sorprendida pero feliz.
—¿Has visto a Ruth alguna vez?
—Sı́, he acompañ ado a Lore a un
par de competiciones.
—Entonces olvı́dalo, yo no soy ni la
mitad de buena que ella.
—Eso no me importa.
—Ruth es de lo mejor que puedas
ver por aquí. Lo mío es puro hobby.
—Pero yo te quiero ver a ti.
—De acuerdo, pero solo si tú lo
haces conmigo.
—Qué má s quisiera yo… Ya soy
muy mayor para eso.
Deslicé mi mano y la cogı́ por el
codo.
—Tú no eres mayor. Ademá s, hay
un par de movimientos bá sicos que
no son difı́ciles de aprender. Solo hay
que practicar.
—¿Cuáles?
—El pasa-vallas y el del gato.
—¿Tú quieres que me parta la
crisma o qué?
Me reí con ella.
—El pasa-vallas sı́ que puedes
conseguirlo, te lo aseguro —la
observé unos instantes mientras se
reı́a. Me pregunté en ese momento
qué iba a ser de mı́ sin ella, todo
habı́a cambiado tanto en mi vida
desde que la conociera. Levanté la
mano y le acaricié la cara muy
despacio—. Si no quieres no tienes
por qué intentar nada.
Mi repentino gesto hizo que
interrumpiera su labor para mirarme.
Despué s acaricié su pelo bajo su
inquieta mirada.
—Si crees que puedo, lo intento —
habló con la voz ronca y bajó la vista.
—Pensaba que esta noche no te iba
a volver a ver —pasé nuevamente
mis dedos por su rostro.
—¿Por qué? —me miró otra vez.
—Porque tardabas mucho en volver
después de las doce.
—Querı́a dejaros má s tiempo por
ser Noche Vieja.
—El ú nico tiempo que me importa
es el que paso contigo —regresé a su
pelo.
—Por favor… Denise.
—Ya sé que no quieres oı́rlo, pero
es verdad. No soporto estar sin verte.
Cuando no está s aquı́ porque no es tu
turno lo llevo mal, pero cuando sé que
está s al otro lado del pasillo y sigo sin
verte me pongo fatal. Esta noche he
estado a punto de tirar la puerta
abajo.
—Denise… yo no puedo trabajar así.
¿No te das cuenta? —volvı́ a acariciar
su piel antes de reposar el brazo en el
colchó n. Ni siquiera deseaba
disculparme esta vez. No consideraba
que tuviera que pedir disculpas por
decir lo que sentı́a. Sus ojos
avellanados me miraron y regresó a
mi tó rax con premura. Cuando apretó
el tubo descubrı́ que le temblaban
levemente las manos. Exhaló aire al
ver que me habı́a dado cuenta y
agachó ligeramente la cabeza. Deslicé
los dedos entre su cabello, a la altura
de la frente—. No podemos seguir ası́
—murmuró . Me mantuve en silencio
y seguı́ cosquilleando su cabeza—.
¿Tú me escuchas cuando te hablo? —
me preguntó suavemente al tiempo
que levantaba la vista para mirarme.
Esbocé una frá gil sonrisa ignorando
su pregunta y abrı́ la mano para
cogerle el rostro.
—¿Mañ ana a qué hora vienes? —
pregunté en su lugar.
—Mañana no vengo.
Algo se me quebró por dentro, pero
continué acariciándole la cara.
—¿Y el sábado tampoco?
—El sá bado sı́ —sonrió vencida por
mi insistencia, por primera vez desde
que le acariciaba mientras
hablá bamos—. Vendré a las ocho,
como siempre.
—Te voy a echar mucho de menos
mañana.
No me miró y terminó de cubrir mi
tó rax con una gasa. Se quitó los
guantes dá ndoles la vuelta y los dejó
a un lado de la cama. Deslicé una vez
má s mi mano por un lateral de su
rostro y para mi sorpresa se apoyó
durante un instante sobre ella. Otro
instante fugaz, ya que al momento me
rodeó la escayola y retiró mi mano de
su cara.
—En serio, no podemos seguir así.
Me desperté con ná useas y un dolor
de tripa que hacı́a que me retorciera
bajo las sá banas. En seguida noté la
espesa humedad entre mis piernas.
Avisé a mi madre que tuvo la genial
idea de tocar el timbre de emergencia
a pesar de mis negativas. Nunca
habı́a visto a Lorna aparecer con
tanta rapidez en la habitación.
—¿Está s bien? —me preguntó
desde el umbral de la puerta.
—¿Me puedes dar algo para el dolor,
por favor? Me ha venido la regla —
dije tratando de levantarme de la
cama.
Caminó rápidamente hacia mí.
—Por supuesto, ahora mismo.
¿Dónde vas?
—Al baño.
—Vué lvete a acostar —me pidió
posando la mano en mi hombro.
—Me he manchado —volvı́ a
encogerme por el dolor.
—No te preocupes por eso —dijo
retirándome el pelo de la cara.
Observé , sin cambiar de posició n,
có mo se hacı́a de una ampolla y una
jeringuilla y otros utensilios del
armario que colgaba en la pared.
—Túmbate otra vez, por favor.
Iba a hacerle caso en esta ocasió n,
pero al separar las piernas para
volver a acostarme me ijé en la
mancha oscura que habı́a en mi
entrepierna. Miré la sá bana y
descubrı́ que tambié n la habı́a
manchado.
—Lo siento, lo he puesto todo
perdido.
Bajó la vista siguiendo mi mirada.
—No pasa nada, Denise —sonrió —.
Primero vamos a quitarte el dolor,
después hacemos todo lo demás.
Asentı́ y dejé que me inyectara la
ampolla.
—Esto es lo má s rá pido que hay.
¿Te duele mucho, verdad?
—Un poco.
—Con lo que tú aguantas el dolor,
me temo que es má s que un poco.
¿Siempre te duele tanto?
—Sı́, siempre —hablamos a la vez
mi madre y yo.
—Y en ocasiones ha llegado a
vomitar —continuó informando mi
madre a mi pesar.
—¿Tienes ganas de vomitar ahora?
—la palma de su mano me cubrió la
frente.
—Apenas. Se me ha adelantado, no
tendría que haberme venido hoy.
—¿Cuá ndo te tocaba? —preguntó , y
su mano se deslizó por debajo de la
cinturilla de mi pantalón de pijama.
Tenı́a la mano caliente y no pude
ignorar su tacto directamente sobre
mi piel.
—El día nueve.
—¿Cada cuá nto reglas? —su mano
se movió despacio palpá ndome la
tripa.
—Cada veinticuatro días.
—¿Es la primera vez que tienes un
desarreglo?
Asentí con la cabeza.
—¿Es normal? —preguntó mi
madre.
—Sı́, tranquila —miró a mi madre y
sentı́ su mano masajeando
suavemente mis ovarios—. Me
hubiera inclinado a pensar que
probablemente tendrı́as un retraso o
incluso que no la tuvieras este mes,
pero aú n ası́ es absolutamente
normal —añ adió dirigié ndose a mı́
en esta ocasión.
El calmante comenzaba a hacer
efecto, y aunque el dolor era agudo se
habı́a vuelto má s intermitente. A
pesar de los pinchazos que aú n
sentı́a, era incapaz de pensar en otra
cosa que no fuera su mano
desplazá ndose sobre mi piel.
Exactamente en el espacio de piel
que limitaba con el comienzo del
pubis. El calor de su mano iba
aliviando mi dolor y avivando mi
corazó n. No conseguı́a entender qué
pasaba por la cabeza de Lorna. Horas
antes habı́a desaparecido de la
habitació n con una frase tajante
acerca de mi actitud hacia ella. Sin
embargo, en aquel momento volvı́a a
estar cariñ osa conmigo y no dudaba
en hacer todo lo que estuviera en ella
por evitar mi malestar. No es que no
quisiera aquellas atenciones, pero no
las comprendı́a. Me pregunté si
Lorena hubiera actuado exactamente
igual que ella si aquel accidente me
hubiera ocurrido durante su turno.
Un no es lo que hallé por respuesta.
—¿A qué edad te vino la regla? —su
pregunta hizo que dejara de darle
vueltas a la cabeza.
—A los once.
Su mirada se dulci icó y volvió a
acariciar con una ligera presió n mi
tripa.
—Demasiado joven —suspiró.
La miré y sonreí con su exhalación.
—Ya apenas me duele, muchas
gracias.
—Me alegro.
No deseaba dejar de sentir su mano
desnuda sin el habitual guante de
lá tex sobre mı́, pero empezaba a
notar una excesiva humedad entre
mis piernas.
—Necesito ir al bañ o —dije cuando
vi a mi madre entrar en él.
—¿A qué?
—A cambiarme. Estoy empapada,
estoy manchándolo todo.
—No te preocupes, yo me encargo.
—No, tú no —susurré.
—¿Por qué no? —susurró también.
—Porque no quiero que tú tengas
que hacerlo.
—¿Por qué nunca me dejas cuidar
de ti?
Bajé la mano y la coloqué sobre la
suya, que aún seguía dándome calor.
—Siempre te dejo, pero esto no.
—¿Y si te digo que quiero hacerlo?
—Lorna, por favor —rogué.
—Solo es la regla, Denise. Yo
también la tengo.
Su apunte me hizo reír.
—¿Có mo es que eres tan
vergonzosa para unas cosas y tan
poco para otras?
Capté su directa sobre la marcha.
—No es lo mismo.
—Son casi las cinco de la mañ ana,
es Añ o Nuevo y no quiero discutir
más sobre este tema.
—Yo tampoco quiero discutir, por
eso lo mejor es que dejes que me
levante, si necesito ayuda se la pediré
a mi madre.
Volvió a acariciarme la tripa bajo mi
mano, que aún seguía sobre la suya.
—Creo que no me has entendido, lo
voy a hacer yo.
—Lorna, no.
—Si quieres te lo digo de otra
manera para que me entiendas
mejor. Aquı́ mando yo y se hace lo
que yo diga.
—Pı́deme otra cosa. Hasta que te
deje en paz de una vez, pero esto no
por favor —supliqué.
—Cuando quiera eso lo haré ,
mientras tanto solo quiero que me
dejes cuidar de ti.
Me incorporé en la cama. No estaba
segura de haber comprendido lo que
me acababa de decir. No parecı́a
estar tan molesta entonces con mi
actitud hacia ella. Desde luego,
reconocı́a que yo habı́a cruzado el
lı́mite en incontables ocasiones. Lo
habı́a estado cruzando sin ningú n
tipo de pudor desde el dı́a que me
ingresaron. Incluso habı́a intentado
besarla unas horas antes, y sin
embargo, ni una sola vez se enfadó
realmente conmigo. No sé si era
porque en el fondo sentı́a que lo tenı́a
todo controlado. Sabı́a que yo no
suponía ningún peligro y siempre que
recibı́a una negativa recapacitaba y
volvı́a a comportarme. Seguramente
le resultaba má s có modo de ese
modo que haberse enfrentado a mı́
seriamente. Despué s de todo, yo era
una paciente que le habı́an asignado
de una manera temporal ante un
contratiempo. Por primera vez me vi
como lo que realmente era, parte de
su trabajo. Lo había estado ignorando
porque yo me habı́a enamorado.
Pero, ¿y ella? Con treinta y nueve años
ya se habrı́a enamorado varias veces
en su vida y no iba a ser yo, una chica
de diecisé is, la que volviera a
despertar ese sentimiento. Se me
encogió el corazó n del dolor que me
provocaron mis propios
razonamientos.
—Denise —sentı́ su mano sobre mi
mejilla—, ¿en qué está s pensando? —
sonó sorprendida.
Se me habı́an empañ ado los ojos y
retiré la vista para que no me viera.
—En nada.
Se acercó más a mí.
—¿Por qué te cuesta tanto creer
que me guste cuidar de ti? —me
susurró al oído.
Apoyé instintivamente mi cabeza
contra la suya mientras me hablaba y
volví a respirar su perfume.
—No lo sé —murmuré.
Me acarició la mejilla con el pulgar y
antes de alejarse sentı́ sus labios
besándome la otra mejilla.
Capítulo 8
Las dos semanas siguientes
transcurrieron con demasiada
normalidad, para sorpresa de Lorna.
En repetidas ocasiones me habı́a
preguntado si estaba bien, y aunque
no lo estaba siempre a irmaba que sı́.
Me habı́a propuesto dejar de revelar
mis sentimientos, a pesar de que mi
corazó n se desbocara cada vez que
aparecı́a frente a mı́ y mi cabeza no
dejara de pensar en ella, cada noche,
en el turno de Lorena. Tan solo una
vez no pude evitar decirle que tenı́a
una sonrisa preciosa. Ese extrañ o
distanciamiento que yo misma me
habı́a impuesto me estaba
deprimiendo. No sabía cómo iba a ser
capaz de vivir cuando saliera de allı́ y
ya no pudiera verla todos los dı́as. A
mediados de enero mi madre regresó
a su trabajo a tiempo parcial. Solı́a
marcharse por las mañ anas y
regresaba para la hora de comer.
Entonces fue cuando Lorna comenzó
a visitarme. No estaba segura de si lo
hacı́a porque mi madre se lo habı́a
pedido o porque ella querı́a hacerlo.
Jamá s se lo pregunté . Temı́a que la
respuesta tuviera que ver má s con mi
madre que con su propia voluntad.
Nunca má s volvı́ a cruzar la lı́nea
manifestá ndole lo que sentı́a por ella
o incomodá ndola con mis halagos. A
veces, me sorprendı́a
contemplá ndola desde el silencio,
pero tan pronto como me descubrı́a
apartaba mi vista y regresaba a mi
lectura. La noche antes de que me
dieran el alta mi madre e Israel
invitaron a Lorna y a Lorena, ante mi
estupefacció n, a comer en casa como
agradecimiento por sus maravillosos
cuidados. Pensé que me iba a morir
de vergü enza cuando ella se adelantó
a Lorena y declinó en nombre de las
dos la invitació n. No querı́a que
pensara que habı́a sido idea mı́a. Por
una vez no conocı́a, ni siquiera
sospechaba, las intenciones de mi
madre. La mañ ana del lunes 1 de
febrero me sentı́a má s triste que
nunca. El doctor Kling habı́a
aparecido a primera hora de la
mañ ana, con todos los informes en
orden para entregar a mi madre.
Tambié n nos proporcionó varios
tubos de la pomada, que debı́a seguir
aplicá ndome hasta la total
desaparició n del hematoma. El color
negro habı́a comenzado a disiparse,
pero aú n mantenı́a diversas
tonalidades de morado en el tó rax. Le
acompañ amos hasta su despacho,
que se encontraba un par de plantas
má s abajo. Allı́ me retiró la escayola
de la mano derecha. Todavı́a tenı́a
que llevar cuatro semanas má s la de
la izquierda y ocho má s la de la
pierna. En mi camino hacia su
despacho busqué a Lorna, pero no la
vi. Y tampoco lo hice en el camino de
vuelta a la habitació n. Me senté en el
sofá mientras mi madre terminaba
de recoger todas nuestras
pertenencias. Despué s de treinta y
siete dı́as viviendo en aquella
habitació n, habı́amos conseguido
acumular bastantes cosas,
especialmente mi madre. Eché un
ú ltimo vistazo a la habitació n y
despué s miré hacia la izquierda, para
observar detenidamente la cama
donde habı́a yacido tantas horas. Se
me llenaron los ojos de lá grimas. En
aquella cama articulada habı́a
comenzado todo. Todo lo que me
habı́a hecho feliz y, en otras
ocasiones, como en aquel mismo
momento, infeliz. Me sobresalté al
percatarme de una igura bajo el
marco de la puerta.
—¿Te he asustado? —preguntó
Lorna con su atrayente sonrisa y su
impecable uniforme blanco.
—No —agaché la cabeza para que
no me viera la mirada humedecida.
Pensaba que no estaba en el
hospital. Eran casi las doce de la
mañ ana y no la habı́a visto aú n. La
noche anterior sı́ nos despedimos de
Lorena, dando por hecho que en mi
ú ltimo dı́a los turnos se mantendrı́an
como de costumbre. Sin embargo,
aquella mañ ana solo el doctor Kling
hizo acto de presencia y a pesar de la
ausencia de Lorna, desde que me
despertara, no quise preguntar por
ella.
—Te han quitado la escayola. ¿Qué
tal lo tienes?
—Bien —respondı́ mostrá ndole la
mano mientras mantenı́a la mirada
clavada en el suelo, tratando de que
no resbalara ninguna lá grima—. La
siento muy ligera.
Caminó hacia mı́ y saludó a mi
madre, que aú n seguı́a liada con los
armarios. Se agachó para quedar a mi
altura y me cogió la mano. La
examinó durante unos instantes y me
rodeó el pulgar suavemente con un
leve masaje.
—¿Puedes moverlo bien? ¿Te duele?
—No, está perfecto, mira —dije
abriendo y cerrando la mano al
tiempo que mi madre me avisaba que
bajaba a guardar cosas en el coche.
—Parece que sı́. ¿Y tú qué tal está s?
—su mirada recorrió mi rostro,
ligeramente congestionado.
—Bien, esta —levanté el brazo
izquierdo— aú n tengo que llevarla
cuatro semanas má s y la de la pierna
ocho.
—Lo sé —sus labios sonrieron
brevemente—. ¿Pero tú qué tal estás?
—Bien —me encogí de hombros.
Se puso en pie otra vez y acto
seguido se sentó a mi lado en el sofá .
Se habı́a situado tan cerca que casi
nos rozábamos.
—¿Está s contenta de irte por in a
casa? —me miró.
—Sı́ —a irmé , aunque mi voz me
traicionara y sonara tan entristecida
como me sentía.
—A mí no me lo parece.
Bajé la vista al suelo, pero no tardé
en bromear.
—Aunque solo sea por recuperar la
intimidad en el cuarto de bañ o, me
compensa —dije y levanté la vista
para mirarla.
Sin embargo, Lorna no sonrió . Al
parecer mi comentario no le habı́a
hecho gracia.
—Lo de la comida fue idea de mi
madre, no mía —hablé de nuevo.
Me estudió tan intensamente que
me hizo apartar la mirada de sus ojos.
—Tampoco hubiera pasado nada
porque hubiese sido tuya —apuntó
en voz baja.
—Solo pretendı́a que lo supieras,
eso es todo. No querı́a que pensaras
que habı́a utilizado a mi madre de
excusa para poder verte otra vez.
—Tranquila —suspiró
recostá ndose en el sofá —. No lo
había pensado.
—Creı́a que no estabas, que te
habías tomado el día libre.
—Te lo hubiera dicho ayer, Denise.
Yo tambié n pensaba que iba a estar
contigo hasta que te fueras, pero
segú n he entrado por la puerta Kling
me ha mandado a la UCI. Me he
escapado un momento para venir a
verte. Quería despedirme de ti.
—Gracias. ¿Querı́as asegurarte de
que me iba de una vez de aquı́? —me
reí y esta vez sí la miré.
Me impactó su mirada
observá ndome tan de cerca. Sobre
todo porque continuaba sin sonreír.
—No, querı́a despedirme de mi
paciente favorita.
—No te creo, pero gracias —dije
tímidamente.
—Pues lo eres —me pasó la yema
del pulgar suavemente por la ojera,
secando la leve humedad que mis
ojos no habı́an logrado retener—. Ası́
que imagı́nate có mo han sido el
resto…
Me reí otra vez.
—¿Has vuelto a tu turno de
siempre?
Asintió con la cabeza.
—Me alegro por ti, pensaba que no
te iba a volver a ver —le confesé tras
hacer una pausa.
Me mantuvo la mirada pensativa.
—¿Qué vas a hacer esta tarde?
—Estudiar, supongo.
—A mı́ me apetece ver el mar —dijo
de pronto—. ¿Me acompañ arı́as?
Trá ete los libros, conozco un sitio
tranquilo donde puedes estudiar.
Me brillaron los ojos y se me
iluminó la cara de alegría.
—Claro que te acompañ o, pero sin
libros.
—No, trá etelos, en serio. Ası́ no me
siento mal por interrumpir tus
estudios.
Sonreı́ como una niñ a. Me sentı́a
feliz.
—De acuerdo.
—¿Te viene bien sobre las cuatro y
cuarto?, ¿y veinte? Hoy no salgo hasta
las cuatro.
—A la que te venga bien a ti. ¿En
dónde?
—Lo má s cerca posible de tu casa
—se incorporó en el sofá —. No
quiero que tengas que caminar con la
pierna escayolada.
—Mi madre no va a estar, va a ir a
trabajar —anuncié insegura al
comprender lo que signi icaba para
las dos que yo revelase esa
información.
—Entonces te recojo en tu casa, ¿te
parece bien?
Asentí efusivamente.
—Te doy la dirección.
—La tengo, sé dónde vives.
La miré con sorpresa. No recordaba
habé rselo dicho nunca, posiblemente
se lo hubiera comentado mi madre.
—Tengo tu icha, ¿no te acuerdas?
—me rodeó la muñ eca con la mano
—. Tengo que irme ya.
Me puse en pie de inmediato.
—Muchas gracias por haber venido
—le acaricié el pelo aprovechando
que aú n seguı́a sentada. Despué s,
aunque vacilé , me incliné y le di un
beso suave en la cabeza—. Y muchas
gracias por todo lo demás.
Alzó la vista sonriente.
—Un placer —susurró
levantándose del sofá.
No me dio tiempo a dar un paso
atrá s para dejarle espacio y nos
quedamos muy cerca.
—Todavı́a me sorprendo de lo alta
que eres. ¿Cuá nto mides? —preguntó
frente a mí.
—¿No viene en tu ficha?
—No, no viene.
—Tampoco soy mucho má s alta
que tú —dije comprobando, como ya
lo habı́a hecho en ocasiones
anteriores, que la altura de sus ojos
quedaba claramente por debajo de la
mía.
Subió la mano para tomar medidas.
—Por lo menos cinco centímetros.
Flexioné un poco las rodillas para
quedar a su altura.
—Problema solucionado.
—No es ningú n problema, me
encanta.
—¿El qué te encanta? —pregunté
perdida en su belleza.
—Que seas más alta que yo.
—Me alegro, ası́ compensamos lo
de la edad, que eso sí te lo supone.
Sonrió desviando su mirada.
—¿Sabes? Te voy a echar de menos
—habló en voz baja y me miró de
nuevo.
—¿Eso signi ica que ya no
quedamos? —se me hizo un nudo en
el estómago.
—No, signi ica que voy a echarte de
menos cuando venga a trabajar y no
esté s aquı́ —me rodeó el cuello
cuando enrojecı́, abrazá ndome
cariñ osamente— pero me alegra
mucho que ya estés casi recuperada.
Instintivamente, le devolvı́ el
abrazo acercá ndola má s a mı́. No
pude ignorar su espalda bajo mis
dedos y su pecho aplastá ndose
ligeramente contra mi cuerpo. La
sostuve un momento entre los brazos
hasta que se separó besá ndome la
piel bajo la mejilla.
—Te veo luego —susurró.
Cuando llegamos a casa la encontré
enorme y en cierto modo extrañ a.
Tantos dı́as sin haber estado allı́ me
habı́an distanciado de la rutina diaria
en aquel espacio. Era la primera vez
que habı́a permanecido tanto tiempo
fuera de casa. El jardı́n estaba
especialmente frondoso, lo volvı́ a
observar tras las cortinas blancas de
mi habitació n. Aproveché para
meterme en el bañ o mientras mi
madre deshacı́a el equipaje y
preparaba la comida.
Aquella tarde iba a pasarse por el
estudio, le dije que yo probablemente
iba a salir tambié n. Me sentı́ mal al
pronunciar el nombre de Martina en
lugar del de Lorna cuando me
preguntó por lo que iba a hacer. Era la
primera vez que le mentı́a. Supongo
que hasta entonces nunca habı́a
tenido la necesidad de hacerlo.
Siempre decı́a la verdad en todo, ni
siquiera traté de disimular en ningú n
momento mi orientació n sexual. Me
di cuenta de que en mi vida no habı́a
habido nada, hasta entonces,
susceptible de ocultar. Las palabras
de Lorna sobre nuestra diferencia de
edad me vinieron a la cabeza. Mi
manera de comportarme sugerı́a lo
mismo que ella habı́a dicho alto y
claro. No me sentı́a bien mintiendo,
pero no hubiera soportado que me
alejaran de Lorna. No tenía elección.
Llamé a Martina en cuanto se fue mi
madre, pero no me cogió el telé fono.
Imaginé que estarı́a en clase, por lo
que le pasé un mensaje al mó vil
avisá ndole de mis intenciones de
utilizarla como coarta. Enseguida
encendı́ el ordenador y busqué a
Lorna en la guı́a de telé fonos de
Internet. No tardé nada en dar con su
nombre. No habı́a otra Lorna
Honefoss en toda la ciudad. No me
extrañ ó , ella era ú nica. Me dio un
vuelco el corazó n cuando comprobé
que la direcció n que iguraba apenas
se hallaba a unas manzanas de mi
propia casa. De hecho, pasaba a
diario por la avenida que cruzaba su
calle de camino a la facultad. Solı́a
seguir el mismo recorrido que el
autobú s, aunque fuera en moto, los
dı́as que no llovı́a o no hacı́a excesivo
frı́o. Utilicé el street view para
situarme en el nú mero siete de la
calle Klekken, pero todo lo que
encontré se mostraba en
construcció n. Me ijé en el añ o de las
imá genes que se leı́a junto al
copyright.
—Mierda —exclamé en voz alta,
eran de hacı́a tres añ os y no lo habı́an
actualizado aú n. El recuerdo de unas
excavadoras me vino de golpe a la
cabeza. Estaba segura de haberlas
visto allı́, de repente recordé que
construyeron un pequeñ o complejo
de casas con jardı́n. Me desplacé
entonces a la avenida que cruzaba su
calle con la esperanza de que desde
esa nueva perspectiva las imá genes
con irmaran mi recuerdo. Sin
embargo, tambié n desde allı́ se
observaba la explanada en
construcció n. Me harté de probar con
todos los á ngulos posibles, tratando
de obtener una imagen má s actual.
De initivamente, todas ellas fueron
tomadas hacı́a tres añ os, ni siquiera
concretaba el mes. Miré el reloj en el
ordenador y vi que aú n faltaba media
hora para que Lorna llegara. Hojeé
entonces varios de los libros que
conformaban mis asignaturas ese
añ o y me decidı́ por meter en la
mochila el de Patologı́a General y
Propedé utica. Al in y al cabo era la
asignatura que má s cré ditos valı́a ese
curso. A las cuatro en punto no podı́a
parar de lo nerviosa e impaciente que
me sentı́a. Habı́a dejado hasta la
muleta apoyada contra la pared,
moviéndome por la casa con bastante
agilidad sin ella. Comprobé una vez
má s que todas las luces estaban
apagadas y que mi madre habı́a
cerrado la llave de paso del gas. Volvı́
a dirigirme a mi habitació n para
ponerme la cazadora y recoger la
mochila. Me aseguré de que llevaba la
documentació n y dinero, cogiendo
dudosa la muleta. Seguro que Lorna
me preguntarı́a por ella, ası́ que
mejor la llevaba conmigo aunque
ralentizara mi movilidad. Caminé por
el sendero de piedra y me apoyé en la
verja para verla llegar. Hacı́a un dı́a
precioso. Parecı́a primavera en lugar
de invierno. El sol aú n calentaba
bastante, a pesar de que su posició n
indicaba que no tardarı́a mucho en
irse a dormir, en poco má s de dos
horas comenzarı́a a anochecer. Me
encantaba sentir los rayos del sol en
mi rostro y levanté la cara para que
me dieran de lleno. Cuando cerré los
ojos me acordé de aquella mañ ana
junto al semá foro, la mañ ana en que
unos minutos má s tarde de que
hiciera el mismo gesto el coche de
Kling me llevara por delante,
cambiando mi vida como jamá s
podrı́a haber imaginado. Las secuelas
del accidente eran fá ciles de superar,
pero a la secuela de haber conocido a
Lorna era imposible de sobrevivir.
Fui incapaz de imaginarme en un
mundo sin ella. Ni siquiera supe
có mo pude vivir diecisé is añ os, seis
meses y nueve dı́as sin haberla
conocido. Ese era el tiempo exacto
transcurrido hasta que el destino me
llevó en camilla hasta la clı́nica donde
trabajaba.
Iba comprobando la hora en el reloj
a cada minuto. Jamá s pensé que
sesenta segundos pudieran tardar
tanto en pasar. Mi calle era tranquila,
como la de Lorna, no es que fuera un
lugar de paso. Resultaba difı́cil
encontrar un coche que pasara por
allı́ y no se dirigiera a una de las casas
que se alineaban a lo largo de las
aceras. Si alguna vez ocurrı́a, por lo
general se debı́a a que se habı́an
perdido. Estaba atenta al murmullo
de los coches que se escuchaba a lo
lejos. Volvı́ a mirar la hora en mi reloj
y descubrı́ que en ese momento
daban las cuatro y cuarto. Sentı́ que
se me aceleraba el pulso al pensar
que estaba a punto de llegar. Asomé
má s la cabeza por encima de la verja
cuando el rumor de un motor se oyó
no tan lejos como el de los otros. Fijé
la vista en un coche grande y blanco
que avanzaba hacia mı́. Una sonrisa
enorme se dibujó en mi cara al
reconocerla a travé s del parabrisas.
Estacionó frente a la verja y bajó la
ventanilla del copiloto, dejando que
se oyera la mú sica que sonaba
dentro.
—Hola —saludó con una sonrisa
que le marcaban unos preciosos
hoyuelos a cada lado de la cara.
—Hola —respondı́ sin aliento.
Estaba tan guapa que se me cortó la
respiració n. Llevaba puestas unas
gafas de sol espejadas. Le sentaban
tan bien que pensé que me iba a caer
redonda al suelo. Me quedé entre
paralizada y extasiada observando
có mo se bajaba del coche y se
encaminaba hacia mı́. Vestı́a una
chaqueta de piel color camel que
resaltaba su piel y su melena. Tenı́a el
corazó n a mil por hora cuando se
paró frente a mı́, al otro lado de la
verja.
—¿Te vas a quedar ahı́ toda la
tarde? —me preguntó apoyá ndose
sobre ella y acortando nuestra
distancia.
Observé que podı́a distinguirle los
ojos a travé s de las gafas de piloto. De
cerca, los cristales no eran tan
espejados como me habían parecido.
—No, claro que no.
Debı́a de estar ridı́cula, ası́ inmó vil,
al otro lado de los barrotes de hierro,
por lo que traté de abrir la verja con
el pulso tembloroso. Vi que se habı́a
dado cuenta de que estaba
temblando.
—¿Te ayudo? —dijo cogiendo y
apretando un instante mi mano para
calmarme.
Dejé que me ayudara con la verja y
enseguida cargó ella con la mochila.
—Gracias, pero no hace falta que la
lleves.
—Apenas pesa, ¿has cogido los
libros?
—Uno.
—¿Seguro?, ¿cuál?
—Luego te lo enseño.
—¡Qué casa tan bonita!
—¡Qué coche tan bonito! —
hablamos las dos a la vez.
Miré hacia atrá s porque se habı́a
quedado rezagada y la encontré
observando por encima de la verja.
—Pero si no se ve —exclamé
con irmando que desde la entrada
solo se divisaba parte del jardín.
—Por eso lo digo, las casas que no
se ven desde fuera son las má s
bonitas.
—Bueno, la casa es de mi madre,
pero gracias.
—Y por consiguiente tuya, ¿no?
—No, hicimos separació n de bienes
—bromeé.
—No me gustan las separaciones de
bienes, las cosas está n para
compartirlas.
—¿Ah, sı́? ¿Supongo que entonces
no te importará dejarme las llaves de
tu precioso coche?
Caminó acercándose a mí.
—Te las dejarı́a si no fuera porque
no tienes carnet, eres menor de edad
y encima tienes una pierna
escayolada —sonrió expectante
levantando las cejas por encima de
las gafas.
—Te lo recordaré cuando tenga
carnet, sea mayor de edad y no tenga
la pierna escayolada.
Soltó una risotada, echando la
cabeza hacia atrás.
—A saber dó nde estaremos
entonces…
—Espero que juntas.
Volvió a reírse.
—La verdad, te deseo algo bastante
mejor que eso.
—¿Es que puede haber algo mejor
que estar contigo?
—Ya lo creo.
—Lo dudo —murmuré
contemplá ndola mientras abrı́a la
puerta de atrá s y dejaba mi mochila
en el asiento trasero. Despué s abrió
la puerta del copiloto, hacié ndome un
gesto simpá tico con la cabeza para
que entrara.
—Muchas gracias —dije robá ndole
un beso rá pido en la cara al pasar por
su lado.
—¿De verdad crees que no te
dejarı́a el coche? —preguntó
divertida—. Pues estás equivocada.
—¿De verdad crees que lo que me
interesa es tu coche? Tú sı́ que está s
equivocada.
Se echó a reı́r y cerró la puerta. La
seguı́ con la mirada cuando dio la
vuelta por el capó para tomar asiento
a mi lado.
—¿Qué tal tu día?
Apoyó la mano sobre la palanca de
cambios y me miró.
—Aburrido —suspiró.
Rodamos con la mú sica de fondo
por las calles de la ciudad. No estaba
segura de qué direcció n tomarı́a
hacia la costa. El mar nos rodeaba,
encontrá ndonos má s o menos
equidistantes de los lugares
habituales a los que la gente se
desplazaba en busca de algo de
tranquilidad. Seguía nerviosa sentada
a su lado, y aunque trataba de no ijar
la vista en ella, no podı́a evitar
mirarla de reojo. Conducı́a de
maravilla, la mayorı́a de los giros los
hacı́a solo con una mano. Me ijé en
que se dirigı́a al oeste y permanecı́
atenta a los diferentes carteles que
iban apareciendo. Estaba claro que
sabı́a dó nde querı́a ir, por lo que si
ese era el sitio que le gustaba, yo
querı́a saber có mo llegar a é l. Me
acordé de que habı́a estado con mi
madre por aquella zona, pero no
recordaba concretamente el lugar. A
mi madre le gustaba mucho una
localidad que se ubicaba al sur,
siempre que hacı́amos una escapada
nos ı́bamos allı́. Miré el cambio de
rasante al que nos acercá bamos y
cuando alcanzamos la cima, el
horizonte se abrió frente a nosotras
ofreciendo una vista espectacular
sobre el mar azul.
—Ahí tienes tu mar —la miré.
—Sí —sonrió.
La estudié durante un instante. Se le
había iluminado la cara con el paisaje.
El re lejo del sol hacı́a que millones
de destellos dorados brillaran sobre
el agua. Me pregunté si alguna vez ella
me mirarı́a de aquel modo. A mı́
tambié n me encantaba el mar, pero
por primera vez me sentı́ celosa de
aquel centelleante manto azul.
—Es preciosa la vista desde aquı́ —
la miré de nuevo, aunque en realidad
no me refería al mar sino a ella.
—Me alegro de que te guste, ya
verás el atardecer, es impresionante.
Continué observándola y me reí.
—¿De qué te ríes?
—De nada.
—Te estás riendo de mí, ¿es eso?
—En absoluto —negué con la
cabeza.
—¿Qué pasa que lo del atardecer te
ha parecido una cursilada o algo ası́?
—sonrió también.
—No, no es eso.
Retiró la mano del volante y la
apoyó sobre la escayola de mi mano
izquierda, tamborileando los dedos
sobre ella.
—¿Entonces qué es?
—No es nada, solo una bobada.
—Pues dímela.
—Mejor que no, no vaya a ser que te
enfades.
—Prueba a ver —insistió.
Detuve el movimiento de sus dedos
sobre mi escayola cubriendo su mano
con la mía.
—Prefiero no probar.
La vi señ alizar a la derecha y me dio
tiempo a leer el cartel antes de que
tomara la salida para entrar en Kray.
Nunca antes habı́a estado allı́ y puse
especial atenció n a las calles llenas de
palmeras y casas blancas ajardinadas
que aparecı́an en cada esquina.
Liberé su mano sin darme cuenta
para abrir la ventanilla. El olor del
mar se coló dentro del coche. La brisa
era frı́a, se notaba que está bamos en
febrero a pesar de la cá lida
temperatura que se alcanzaba bajo el
sol, especialmente al mediodı́a. Se
dirigió hacia el mar, pero evitó un
camino que llevaba a la playa y en su
lugar subió por una carretera,
estacionando má s tarde en un
aparcamiento frente a una enorme
casa de madera, totalmente
acristalada. «Bou-Azzer», leı́ para mı́.
Parecía un restaurante.
—¡Qué sitio tan bonito! —dije
cuando tiró del freno de mano.
—¿Te gusta?
—Mucho, pero pensaba que querı́as
ir a la playa.
—No creo que puedas caminar bien
con la escayola por la arena.
—Pero puedo intentarlo si es donde
te apetece ir.
—No hace falta —comentó
colocá ndome el pelo detrá s de la
oreja—. Ademá s, hay una vista muy
bonita al otro lado que quiero que
veas.
Me ayudó a salir del coche a pesar
de mis intentos por valerme por mı́
misma. Subimos por una rampa en
lugar de por los escalones de madera.
Cuando entramos una mujer muy alta
nos miró ijamente desde el otro lado
de la barra. Sus labios no tardaron en
sonreı́r y caminó apresuradamente
hacia nosotras, abrazando a Lorna. La
voz sonó grave cuando habló . No
pude evitar ijarme en su prominente
nuez en el instante en que sus ojos
me buscaron, esperando que nos
presentaran.
—Hola —dije al ver que Lorna no
decía nada.
—Hola, soy Blyth —contestó la
mujer besándome las dos mejillas.
No me dio tiempo a hablar antes de
que por fin lo hiciera Lorna.
—Ella es Denise.
Los penetrantes ojos azules de
aquella mujer volvieron a pasearse
discretos pero interrogantes por mi
rostro. Despué s, su mirada bajó a mi
mano escayolada terminando sobre
el calcetı́n negro que cubrı́a mi pie,
también escayolado.
—Mejor no pregunto por lo que te
ha ocurrido, ¿verdad?
—Un pequeño accidente, pero estoy
bien.
—Me alegro.
Caminé detrá s de ellas entre las
mesas y sillas perfectamente
alineadas, preparadas para la hora de
la cena. Las paredes estaban forradas
de madera y los grandes ventanales
ofrecı́an una vista ú nica sobre el mar.
Cuando llegamos al fondo, Blyth abrió
una puerta corredera que daba paso a
otro ambiente. Aquel lugar era
enorme. Los sofá s y butacas
formaban cuadrados y rectá ngulos
alrededor de mesitas que sostenı́an
los vasos y tazas de las diferentes
consumiciones. Aquella zona estaba
prá cticamente llena de gente. Habı́a
un acceso al exterior donde se
divisaba una terraza para quien
deseara tomar algo al aire libre.
Reparé en la pared de espejo cuando,
al doblar la esquina, Blyth presionó
sobre él. Una parte del espejo se abrió
dejando ver un teclado numé rico. La
observé tecleando la contraseñ a.
Tenı́a las manos grandes, pero muy
cuidadas y con unos largos y inos
dedos. Llevaba las uñ as pintadas de
rojo. Una puerta que se escondı́a,
disimulada por aquel espejo, se abrió
y entramos en un singular estudio.
Era una especie de o icina, pero en
versió n confortable, rectangular y de
generosas dimensiones. La propia
puerta de entrada dividı́a la estancia.
Frente a nosotras se hallaba la
cristalera que dejaba admirar la
preciosa vista sobre la playa, a la
izquierda se encontraba un escritorio
enorme con varias sillas a su
alrededor y un ordenador, detrá s, las
estanterı́as blancas repletas de
archivadores formaban un á ngulo
recto. A la derecha, sin embargo,
habı́a un par de sofá s color arena y
una butaca con su correspondiente
reposapié s, que conformaban un
saloncito frente a un televisor. Me ijé
en que aquella parte de la pared era
cristal y dejaba ver el otro lado del
local.
—¡Qué pasada! —exclamé —. Esto
es lo que utiliza la poli para la ruedas
de reconocimiento, ¿no? —las dos se
echaron a reı́r—. ¿Ası́ que no pueden
vernos pero nosotras a ellos sı́? —
insistí.
—Efectivamente —dijo Lorna, que
se habı́a situado a mi lado—. ¿Qué
quieres tomar?
—Un café latte, por favor —pedı́
absorta, con la mirada ija en aquel
cristal.
—¿No quieres comer nada?
—No, muchas gracias. Ya he
comido, pero come tú si tienes
hambre.
Le oı́ pedir los café s a Blyth y có mo
esta, antes de abandonar la
habitació n, le informaba de que tenı́a
el correo sobre la mesa. Dejé de
prestar atenció n a aquella inusual
panorá mica y me volvı́ con sorpresa
hacia Lorna.
—¿Este lugar es tuyo? —sonrió por
respuesta—. Es impresionante. ¿De
dó nde viene entonces el nombre de
Bou-Azzer?
—En honor a una espectacular
cobaltocalcita que me regaló mi
madre y que procedı́a de las minas de
allí. Está en Marruecos.
—¿Te gustan los minerales?
—Me encantan.
—¿La tienes aquí?
—No. La tengo en casa, ¿por?
—Me gustaría verla. ¿Cómo es?
—Tiene forma de montañ a y en las
cavidades se han formado cristales
de color rosa violá ceo. Es difı́cil de
explicar, es mejor verla , un dı́a de
estos te la enseño.
La miré má s detenidamente cuando
dijo aquello. Supuse que eso
signi icaba que iba a haber otro dı́a
como aquel y que quedarı́a conmigo,
aunque no volviéramos a Bou-Azzer.
—¿Tu madre vive aquı́? —pregunté
acercá ndome a la cristalera que daba
salida a la terraza exterior privada.
—Mi madre ya no vive, pero sí, vivía
aquí.
Me quedé helada con su respuesta y
me giré de inmediato hacia ella.
—Perdona, lo siento mucho —me
disculpé alargando el brazo para
acariciar el suyo.
—Gracias, no pasa nada —me
sonrió , pero noté que el brillo de sus
ojos se había apagado ligeramente.
Me acerqué má s a ella y acaricié su
cara. A continuació n, deslicé mis
dedos por su pelo y la rodeé
abrazándola.
—Lo siento mucho, de verdad, no
tenía ni idea —hablé en voz baja.
Me gustó que no rechazara mi
abrazo sino todo lo contrario. Apoyó
suavemente la cabeza contra mi
cuello y sentı́ sus brazos rodearme
por la espalda.
—No pasa nada, en serio —susurró.
Olı́a tan bien… Me mantuve quieta,
simplemente disfrutando de su
proximidad y del ligero peso que
ejercı́a contra mi cuerpo. Aú n
llevá bamos las cazadoras puestas y
eso hizo que aumentara mi sensació n
de calor.
—Blyth viene con los café s —hablé
cuando la vi caminar desde el fondo
sosteniendo la bandeja con una sola
mano.
Levantó la cabeza y observó a
travé s del cristal que dejaba ver lo
que ocurrı́a al otro lado. Despué s me
miró ijamente a los ojos sin cambiar
de posició n. La miré tambié n, aunque
no estuviera segura de lo que
signi icaba aquella intensidad en su
mirada.
—Voy a abrir.
Se separó lentamente de mı́ y
caminó hacia la puerta. Se movı́a
despacio, como si le pesaran los pies.
Giró la cabeza en mi direcció n y
nuestras miradas volvieron a
coincidir antes de que abriera la
puerta. Me quedé allı́ parada, en
mitad de aquella estancia, sin saber
bien qué decir o qué hacer. Quizá era
mejor no decir ni hacer nada. Su
forma de mirarme me habı́a vuelto a
acelerar el corazó n y tenı́a la
sensació n de que me faltaba el aire.
Blyth dejó los café s sobre el
escritorio siguiendo las indicaciones
de Lorna. Al instante desapareció tras
la puerta. Vi a travé s del cristal có mo
ella y su melena oscura se alejaban de
aquella habitación oculta.
—¿Nos tomamos el café ? —me
preguntó Lorna cuando me topé con
sus ojos que me miraban—. Por
cierto, ¿no eres muy joven para beber
café?
Caminé hacia el escritorio donde se
encontraba apoyada. Advertı́ que uno
de los café s tenı́a en el plato un sobre
de edulcorante. Lo abrı́, lo eché y lo
removí.
—Me temo que para ti soy muy
joven para todo —dije ofrecié ndole la
taza.
Me miró antes de aceptarla.
—Gracias.
Abrı́ el sobre de azú car y lo vertı́ en
mi café , despué s bebı́. Aú n estaba
bastante caliente, me gustaba así.
—Eres la primera persona
superdotada que conozco, ¿lo sabías?
Negué con la cabeza antes de seguir
bebiendo.
—Nunca me has dicho qué CI
tienes.
—No el suficiente, desde luego.
—¿No me lo vas a decir?
Terminé el poco café que me
quedaba en la taza, ella bebió del
suyo mientras me observaba.
Permanecı́ indecisa porque no me
gustaba hablar de aquello, pero luego
me decidí.
—En el ú ltimo test que me hicieron
el resultado fue ciento sesenta y
siete.
—¡Es extraordinario! —exclamó.
—Es un nú mero, hay muchos tipos
de inteligencia. Esa es solo una, me
faltan otras.
—¿Cómo cual?
—La más importante, la emocional.
—¿Crees que no la tienes?
—Ya te lo diré en un tiempo.
—¿Qué significa eso?
La cogí de la mano y tiré de ella.
—Anda, vamos fuera y ensé ñ ame
este sitio.
En cuanto se incorporó la solté .
Obviamente, tampoco respondı́ a su
pregunta. Estaba claro que tarde o
temprano terminarı́a llorando por
ella, por lo que mucha inteligencia
emocional no demostraba tener,
empeñ ada como estaba en pasar mi
tiempo con alguien por quien me
constaba terminaría sufriendo.
Me cedió el paso en la puerta
despué s de que previamente se lo
cediera yo.
—La belleza antes que la edad —
dijo.
—En cualquiera de los dos casos tú
irı́as primero —la cogı́ del brazo para
que pasara delante de mí.
—No, la bella eres tú y la vieja yo —
insistió.
—Tú no eres vieja —murmuré . Me
molestaba profundamente que
utilizara esa palabra.
—Debes de ser la ú nica chica de
diecisé is añ os que opina eso. El resto
o me llaman señ ora o me tratan de
usted.
—¿De verdad te consideras vieja?
—levantó las cejas con aire pensativo
—. ¿Si yo tambié n tuviera treinta y
nueve añ os considerarı́as que lo
eres?
—No.
—Entonces, olvı́date de la edad que
tengo por favor. Para charlar un rato
no creo que haya que estar todo el
tiempo recordando nuestra
diferencia de edad.
Se apoyó contra la barandilla de
madera y me miró durante un
instante, luego dirigió la mirada hacia
el mar.
Aquel lugar era precioso. Las vistas
sobre la playa eran espectaculares,
ofreciendo una maravillosa
sensació n de paz y tranquilidad. La
terraza se extendı́a grande. Colindaba
por el lado de la derecha con la parte
destinada al uso pú blico. A pesar de
oı́rse a la gente al otro lado no se
podı́a ver nada y disponı́a de total
privacidad. Reparé en las escaleras
que habı́a a la izquierda y caminé
hasta ellas. Al menos sumaba unos
veinte escalones de madera, que
llevaban a una puerta que delimitaba
el comienzo de la playa. El resto del
terreno lo marcaba una valla alta,
tambié n de madera oscura. Desvié la
vista hacia el horizonte, donde el sol
se iba aproximando, y me concentré
en el rumor de las olas rompiendo
contra la orilla.
—Este sitio es realmente bonito —
dije.
Se acercó al borde de las escaleras
donde me encontraba.
—Me alegro de que te guste.
—¿Quieres bajar a la playa?
—Má s adelante, cuando no tengas
la escayola vamos —respondió
rozá ndome al sentarse en el primer
escalón.
Contuve la alegrı́a que me produjo
escuchar por segunda vez que al
parecer iba a verla de nuevo en algú n
momento. Bajé un escaló n y me senté
en el segundo de la escalera, en el
extremo opuesto que habı́a ocupado
ella. Noté que me miraba y escuché el
leve suspiro que dejó escapar. Antes
de que sonara, sentı́ la vibració n del
mó vil dentro del bolsillo. Lo saqué y
miré la pantalla para ver quién era.
—Perdona, tengo que cogerlo, es
Martina.
Apenas hablé unos minutos con
Martina supo que tenı́a a Lorna al
lado. Despué s de comentarme un par
de detalles sobre las prá cticas en el
hospital quedamos en que me
pasarı́a a buscar en coche a la
mañ ana siguiente, para ir a la
facultad.
—¿Vuelves a clase mañ ana? —me
preguntó unos segundos despué s de
colgar.
—Sí.
—¿Te apetece?
—Bueno, no está mal. ¿Te apetece a
ti ir mañana a trabajar?
—No.
Sonreı́ por la rotundidad de su
negativa.
—Pensaba que te gustaba tu
trabajo.
—Y me gusta, lo que no me gustan
son los pacientes.
—Vaya, gracias.
—Ya no te tengo a ti allı́, ası́ que ya
no me gustan los pacientes.
La miré incré dula mientras
enrojecı́a. No estaba segura de qué
querı́a decir exactamente. Empezaba
a hacer má s frı́o y se levantaba algo
de viento. Hundı́ las manos en los
bolsillos de la cazadora y disfruté del
color rojizo que iba tomando el cielo
en el atardecer.
—¿Te importa si fumo?
—Para nada, me gusta el olor del
tabaco.
—¿Tú no fumarás, no?
—No, tranquila, pero mi madre
fuma de vez en cuando también.
Sentı́ que se levantaba y miré hacia
atrá s al oı́r sus pasos sobre la
madera. Cuando regresó traı́a un
cenicero en la mano.
Bajó hasta el escaló n donde estaba
sentada.
—¿Puedo? —preguntó señ alando el
espacio libre que había a mi lado.
—Sí, claro.
Se sentó a mi derecha, muy cerca.
Habı́a sitio su iciente como para que
se sentaran cuatro personas y me
gustó que buscara mi proximidad.
—Si no, parece que estamos
enfadadas. ¿Lo estás?
—No, ¿por qué iba a estarlo?
—¿Por qué te sientas entonces en la
otra punta?
Flexioné la pierna derecha y apoyé
la barbilla sobre la rodilla. Pensaba en
qué responder. Si me habı́a sentado
lejos no era porque realmente lo
quisiera, sino porque sentı́a que de
vez en cuando le agobiaba con mis
evidentes sentimientos hacia ella.
—¿Hace mucho que tienes Bou-
Azzer? —observé có mo se encendı́a
el cigarrillo.
Dio una calada y expulsó el humo
antes de hablar.
—Desde el verano pasado.
—¿Te gustaría dejar la medicina?
Giró la cabeza para mirarme.
—Quizá , no lo sé aú n. ¿Te parecerı́a
mal?
—No, creo que uno tiene que hacer
lo que le haga feliz. ¿Era ası́ cuando lo
compraste?
—Parecido, lo reformé un poco.
—¿Estaba lo del cristal de la poli?
—Qué va, eso fue idea de Blyth, que
lee demasiadas novelas policiacas.
—¿Venı́as por aquı́ antes de
comprarlo?
—En realidad lo descubrı́ un dı́a por
casualidad. Hubo una é poca en que
cuando me apetecı́a ver el mar, para
estar tranquila y no encontrarme con
gente conocida, comencé a visitar las
distintas localidades de la costa
donde pensaba que habrı́a menos
posibilidades de que eso ocurriera.
Una mañ ana llegué hasta aquı́,
cuando vi este lugar me enamoré . En
verano los dueñ os lo pusieron a la
venta, yo tenı́a un dinero ahorrado
despué s de vender la casa que
compartı́a con mi ex y la verdad, no lo
pensé mucho, lo invertí aquí.
—Me parece perfecto. Yo tambié n
creo en el amor a primera vista.
Ahogó la risa al tiempo que el humo
de su ú ltima calada salı́a de entre sus
labios.
—Tienes frı́o —con irmó cuando
vio que me acurrucaba dentro de mi
chaqueta.
Se levantó al instante y volvió a
desaparecer tras el crujir de la
madera. El cielo estaba totalmente
rojo y el sol lotaba sobre el mar
iluminando el horizonte.
Efectivamente, era uno de los
atardeceres má s bonitos que habı́a
visto nunca. Reconocı́ que la
presencia de Lorna tenı́a mucho que
ver con aquello. Ella hubiera
convertido en maravilloso hasta el
paisaje má s apocalı́ptico descrito en
cualquier libro. No tardé en escuchar
sus pasos de vuelta hacia las
escaleras.
—Toma, ponte esto —me dijo
cubriéndome con una manta.
—Gracias, podemos compartirla.
—No te preocupes por mı́, estoy
bien —me frotó la espalda para que
entrara en calor.
—Te vas a resfriar.
—Tampoco pasaría nada, así no voy
mañana a trabajar.
Extendı́ el brazo a pesar de sus
negativas y pasé la manta por sus
hombros para protegerla del viento,
que cada vez era más frío.
—Diles que está s mala y no vayas
mañ ana si no te apetece, pero no
hace falta que cojas un constipado
para hacer pellas.
—¿Me lo dices por experiencia? —
comentó agarrando la manta por un
extremo y arrimá ndose má s a mı́
para taparse mejor.
—Yo no suelo hacer pellas.
—Por supuesto que no, tú eres una
empollona.
—Eso cree todo el mundo, pero la
verdad es que no estudio tanto.
—¿Có mo fue tu primer dı́a en la
facultad siendo tan joven? —ladeó la
cabeza para mirarme.
—No mucho peor que un dı́a
cualquiera en heterolandia —la miré
tambié n y sonreı́ cuando soltó una
carcajada con mi comentario—. No
fue para tanto. Tampoco dije que
tenía catorce años.
—¿Tienes amigos de tu edad?
—Ya sé que es lo que te gustarı́a,
pero no, nunca los he tenido.
Bajó la vista, dirigié ndola despué s
hacia el atardecer frente a nosotras.
No dejé de mirarla ni un solo
instante. Estaba tan guapa con la
mirada pensativa y el viento
despeinando ligeramente su melena
que era imposible retirar la vista de
ella.
—¿Sales con Martina? —preguntó
con la mirada aú n en el rojizo
horizonte.
—No, solo somos amigas.
—¿Y con alguna otra chica?
—Tampoco.
Sonrió brevemente y volvió a
buscar mi mirada.
—Yo mejor no te pregunto lo
mismo.
—Puedes preguntar, si quieres.
—Prefiero no saberlo.
—Tampoco ha habido tantas.
—Hablas en femenino, ¿te re ieres a
mujeres o a relaciones?
—A las dos cosas —con irmó
mirándome fijamente a los ojos.
Se me aceleró el corazó n al
constatar mis sospechas acerca de
sus preferencias.
—Me alegro de que sea ası́, pero
pre iero seguir viviendo en la
ignorancia.
—¿Qué tal va esa mano? ¿Te
molesta? —preguntó cogié ndome la
mano derecha tras compartir un
largo silencio.
—No —respondı́ abrié ndola
lentamente con la palma hacia arriba.
—La tienes helada.
Deslizó sus manos para cubrirla,
dejá ndola atrapada entre las suyas
para darme calor. Tampoco las tenı́a
especialmente calientes aunque su
tacto resultara cá lido y suave. El
corazó n se me desbocó en aquel
instante y respiré hondo tratando de
mitigar mis incontrolables latidos.
—¿Mejor así?
—Sí, gracias.
Apenas podı́a hablar. Aú n sentı́a el
latir de mi pulso en el cuello y
empezaba a ser demasiado
consciente de su proximidad y del
contacto con su piel.
—¿Y el pecho qué tal va?
—Bien tambié n, gracias —
balbuceé.
—¿Te ha dado tu madre la pomada?
—No, me la he dado yo y tambié n
me he vendado. Lo ú nico que veo es
que falta mucho para que pueda
volver a ponerme un sujetador.
—Lo sé , pero mı́ralo por este lado…
a ti precisamente no te hace falta.
¿Ves?, yo no podrı́a permitirme ese
lujo…
La miré directamente a los ojos,
pero no le devolví la sonrisa.
—No empieces, por favor —
murmuré.
—Qué poco sentido del humor
tienes.
—Sı́ que lo tengo, pero ese tema no
me hace gracia.
—¿Qué tema?
—Las constantes alusiones a tu
edad.
—Es una realidad, cuantos má s
añ os tienes la fuerza de la gravedad
comienza a ganarte la partida.
—Gana la tuya y la de todos, la de
las mujeres y la de los hombres, que
de eso nunca se habla, pero tambié n
se les caen los pectorales y lo que no
son los pectorales. Al menos a las
mujeres no se nos cae ni se nos
descuelga nada de entre las piernas.
—Pues eso digo —se rio.
—No, tú lo dices porque no puedes
dejar de recordarme nuestra
diferencia de edad.
Miré nuestras manos unidas
cuando lo hizo ella. El cielo estaba
cada vez má s oscuro y ya no se veı́a
con excesiva claridad. Me ijé en algo
que asomaba por el puñ o de su
chaqueta de piel y deslicé la mano
hasta su muñeca para tocarlo.
—¡Qué pulsera tan bonita! —dije
comprobando que estaba hecha de
cuero trenzado de color rojo.
Se subió la manga, lexionando la
muñ eca para verla mejor, como si no
se acordara de que la llevaba puesta.
—¿Te gusta?
—Me encanta, es preciosa.
La observé mientras manipulaba el
cierre de color acero con una sola
mano, hasta que consiguió abrirlo.
No le presté mi ayuda porque no
estaba segura de lo que pretendı́a
hacer. Retiró despué s la manga de mi
cazadora, rodeá ndome la muñ eca con
la pulsera.
—A ti te queda mucho mejor —dijo
abrochando el cierre—. Quédatela.
La miré agradecida por el detalle.
—Muchas gracias, pero no puedo
aceptarla.
—Por supuesto que puedes —
sonreı́ y no dije nada—. Quiero
regalá rtela, ¿cuá l es el problema? —
preguntó al ver que la observaba sin
mediar palabra.
Aprovechando su proximidad me
acerqué aún más a ella.
—Es preciosa, muchas gracias —
dije dándole un beso en la mejilla.
Me miró de nuevo con aquella
intensa mirada que ya habı́a visto en
otras ocasiones.
—De nada, a ti por la compañía.
Nos quedamos en silencio
observando el cielo hasta que
oscureció por completo.
—Tenı́as razó n —dije cuando
volvimos a entrar—, es el atardecer
más bonito que he visto nunca.
Me sonrió irónica.
—¿Entonces no te ha parecido una
cursilada?
No sé qué le hacı́a pensar que
disfrutar de una puesta de sol tendrı́a
que parecerme una cursilada. Era
verdad que hasta entonces pocos
atardeceres me hicieron sentir tan
viva como este, pero tambié n era
verdad que nunca antes me habı́a
sentado expresamente a contemplar
uno al lado de la persona de la que
estaba enamorada. Y tambié n era
cierto que por primera vez me sentı́a
así.
Separó una silla del escritorio
invitándome a sentarme.
—Tienes que estudiar y yo revisar
facturas.
Cogı́ la mochila y me encaminé
hacia donde me había indicado.
—¿Qué libro te has traído?
—El de Patologı́a General y
Propedéutica.
Lo hojeó con curiosidad cuando se
lo enseñ é . Luego levantó la vista y me
miró sonriente.
—La verdad, no puedo dejar de
sorprenderme y de pensar que es
admirable que siendo tan joven esté s
ya estudiando medicina.
Rehuı́ su mirada y la dirigı́ al libro
cuando lo dejó de vuelta en la mesa.
Siempre me resultaba difı́cil
contestar a las alabanzas que recibı́a
por aquel hecho, incluso cuando
venían de ella.
—¿Por qué no te quitas la cazadora?
¿Sigues con frío?
Me ayudó a quitá rmela y se
encaminó hacia el corto pasillo que
se situaba tras la zona acondicionada
para trabajar. La miré cuando se
detuvo ante la puerta del armario en
el que habı́a reparado al entrar en
aquella estancia. Colgó mi cazadora
en una percha de madera y volvió a
doblar la manta, colocá ndola má s
tarde sobre una balda. No pude evitar
observar su cuerpo cuando se
deshizo de su chaqueta de piel.
Llevaba un polo negro de manga larga
q u e resaltaba sobre el cinturó n de
piel clara ajustado a su cadera, que a
su vez contrastaba con los vaqueros
negros que tan bien le sentaban.
Regresé a su melena rubia y
ondulada, que caı́a por debajo de sus
hombros, a su espalda y su cintura,
hasta que mis ojos se detuvieron un
poco má s abajo. Se me nubló la vista
por el deseo y me descubrı́ a mı́
misma, una vez má s, haciendo algo
que nunca antes habı́a hecho con otra
persona. Disfrutaba contemplando su
cuerpo y aquello me llevaba a un
estado de excitació n sexual que cada
vez se volvı́a má s incontrolable. El
deseo de acercarme a ella y abrazarla
se desvaneció de pronto, cuando vi
que se daba la vuelta en mi direcció n.
Bajé la vista abruptamente y la ijé en
la mesa.
—¿Qué haces todavı́a de pie? —
preguntó mientras caminaba hacia
mı́. No contesté porque no podı́a
hacerlo. El corazó n me latı́a a mil por
hora y no querı́a que se diera cuenta
de mi estado—. Puedes sentarte —
dijo cuando se detuvo a mi lado.
Tampoco levanté la vista de la mesa
cuando volvió a hablarme.
—Gracias.
—¿Estás bien?
Asentı́ con la cabeza agachada y
tomé asiento antes de que se me
notara que me temblaban las piernas.
Se apoyó en la mesa justo a mi lado.
—¿Seguro?
—Sı́ —miré de reojo sus piernas
enfundadas en los vaqueros y subı́
hasta el cinturón de piel.
Se inclinó hacia delante hasta que
su cabeza quedó a la altura de mi
hombro. Me quedé quieta, con la
mirada en la portada de mi libro de
texto y esperando a que hablara. Su
persistente silencio hizo que por in
girara la cabeza para mirarla. La
encontré con sus ojos clavados en mi
rostro y una sonrisa pı́cara en los
labios.
—¿Qué? —sonreí inevitablemente.
—Eso mismo digo yo, ¿qué?
—Nada —me encogí de hombros.
—Yo tampoco —se encogió
tambié n de hombros, imitando mi
gesto.
Me reí y volví a la portada del libro.
—¿Por qué tema vas?
—Por el treinta, supongo que hoy
habrá n empezado el treinta y uno —
me tembló la voz. Martina y Saú l se
habı́an preocupado de pasarme los
apuntes y mantenerme al dı́a con el
temario de cada asignatura durante
mi larga estancia en la clı́nica. Yo
habı́a aprovechado las horas muertas
que transcurrı́an entre una y otra
visita de Lorna para estudiar.
Volvió a coger el libro y pasó las
páginas con agilidad.
—Aquí está, ahora a estudiar.
La miré cuando rodeó la mesa y se
sentó frente a mı́, ante su ordenador.
Leı́ las primeras lı́neas del temario y
levanté la vista al notar que abrı́a un
cajón.
—Presbicia —me sonrió
ponié ndose unas gafas—. Ya sé que
tú no quieres oı́rlo pero estoy
haciéndome vieja.
—Pues te sientan muy bien, está s
muy guapa —sonrió má s
abiertamente y la observé con
detenimiento desde el otro lado de la
mesa—. ¿Lo haces para fastidiarme?
—¿El qué?
—Referirte a ti misma como vieja o
cuarentona constantemente.
Me sostuvo la mirada con la sonrisa
todavı́a dibujada en sus labios, pero
no me respondió.
—Aú n eres joven para la presbicia.
¿Eres hipermétrope?
—No.
—¿Pasas muchas horas delante del
ordenador?
—No —negó con la cabeza— no
muchas, seguro que ni la mitad que
tú.
—¿Y qué dice tu oculista?
—Que tengo presbicia.
—Pues eres muy joven para la
presbicia —insistı́—. ¿No te ha hecho
pruebas para saber el porqué del
origen tan prematuro?
—Igual pre ieres hacé rmelas tú .
Ninguna respuesta parece
satisfacerte.
—Te las harı́a encantada si supiera
có mo. ¿Cuá ndo te toca la pró xima
revisión?
—¿Por qué?
—Para acompañ arte y preguntar
por lo que tú no preguntas.
Soltó una risotada antes de hacerse
con un abrecartas y abrir uno de los
sobres que Blyth le habı́a indicado
que tenía sobre la mesa.
La observé mientras leı́a con sus
gafas el papel que acababa de extraer.
Regresé a mi libro cuando supe que la
conversació n sobre su vista cansada
ya le habı́a cansado. No tardé en
desviar la mirada hacia la pulsera de
cuero rojo que me habı́a regalado.
Era preciosa. La estudié
detenidamente aprovechando en esta
ocasió n la luz que me habı́a faltado
cuando me la colocó alrededor de la
muñ eca. La giré suavemente y de
pronto reparé en las dos pequeñ as
muescas que lucía el cierre.
—Lorna, esta pulsera es de oro.
—Tranquila, si hubiera sido de
platino y diamantes tambié n te la
hubiera regalado.
Sonreı́. Cuando querı́a era un
encanto.
—Lo digo en serio, es oro blanco,
pensaba que era de acero —me miró
expectante por encima de las gafas—.
Es muy cara.
—Tambié n lo eran las rosas que tú
me regalaste y nunca te he dicho
nada. Dime, ¿durante cuá ntos añ os te
has quedado sin paga?
—Te las regalé porque te gustaban.
—Lo mismo te digo. Te he regalado
la pulsera porque me has dicho que te
gustaba. Ahora, si no es ası́ o no la
quieres puedes devolvé rmela, no hay
problema —dijo extendiendo la
mano.
—Claro que la quiero, Lorna. ¿Có mo
no iba a quererla?
—Entonces quédatela.
—Muchas gracias.
Asintió desde el otro lado de la
mesa. Despué s continuó abriendo el
correo.
—¿Cuá nto te costaron las rosas? —
preguntó de pronto tras un largo rato
compartiendo silencio.
Levanté la cabeza del libro y la miré.
—¡Lorna!
—¿Te parezco una maleducada por
preguntártelo?
—No, en absoluto. Pero la verdad es
que ni siquiera lo sé.
—¿Cómo que no lo sabes?
—Mandé a Martina y Saú l a
comprarlas. No me han dicho aú n
cuá nto fue. Mañ ana lo sabré y les
pagaré sin falta.
—¿Necesitas dinero?
—No, muchas gracias. Tengo dinero
ahorrado.
—Eran preciosas, me encantaron.
—Me alegro.
Dejé que Lorna continuara
revisando su correo mientras yo
traté de concentrarme en mis
estudios. Por primera vez me costaba
retener lo que estaba leyendo. No
podı́a obviar su igura sentada frente
a mı́. Estaba tan guapa que no
conseguı́a leer un par de lı́neas sin
volver a mirar su rostro con las gafas
de lectura. Alargué el brazo hacia una
pila de folios que habı́a en la
impresora.
—¿Me prestas un poco de papel, por
favor? —pregunté antes de coger un
montoncito.
Asintió complaciente.
—¿Tienes un lá piz? —volvı́ a
preguntar.
Abrió un cajó n e hizo rodar dos
lápices sobre la mesa en mi dirección.
—¿Puedes escribir?
—Con la derecha.
—¿Eres ambidiestra?
—Más o menos.
Alineé los folios y comprobé la
punta de los lá pices. Me decidı́ por el
que parecı́a que le acababan de sacar
punta. Miré a Lorna, que se habı́a
girado ligeramente hacia la pantalla
de su ordenador, y comencé con
trazos suaves a dibujar su rostro.
Descubrı́ que no era tan fá cil dibujar
con la derecha como lo hacı́a con la
izquierda, cambié el lá piz de mano
para probar si era capaz de hacerlo a
pesar de la escayola.
Afortunadamente podı́a sujetarlo con
irmeza y solo encontraba problemas
cuando necesitaba tomar un á ngulo
má s inclinado, porque la escayola no
me permitı́a alcanzarlo. Fui
cambiando de mano para dar forma a
su rostro sobre el papel y me ayudé
de los dedos para suavizar los trazos
y las sombras.
—¿Está s estudiando? —me
preguntó sin retirar la vista del
ordenador.
Supuse que era consciente de mi
persistente mirada.
—Sí.
—¿Ah, sı́? Pues no me lo parece —
dijo girándose hacia mí.
—No, no te muevas por favor.
—¿Por qué no?, ¿qué está s
haciendo? —la vi echar un vistazo
rá pido al papel y lo levanté para
impedirle la visión.
Sonrió ante mi actitud infantil.
—¿Qué tienes ahí?
—Nada.
—¿No me lo vas a enseñar?
—Luego. Anda, sigue como estabas.
—¿Me estás dibujando?
—Sí.
—¿En serio?
—En serio. ¿Te importa?
—No —dudó al responder—, solo
que es la primera vez que alguien me
dibuja. ¿Y qué tengo que hacer?
—Sigue con tus cosas y olvida que
estoy aquí.
—Eso no va a ser fá cil. Posar no
creo que se me dé bien, nunca he
posado para nadie.
—Si te quedas ası́ todo el rato vas a
terminar agotada, está s demasiado
rı́gida. ¿Por qué no te reclinas en el
sillón y apoyas la cabeza?
Hizo exactamente lo que le dije.
Comprobé el dibujo dá ndome cuenta
de que con la nueva postura que le
habı́a hecho adoptar lo que avancé
hasta entonces no me servı́a de nada.
Retiré el folio y comencé de nuevo
con suaves trazos. Los ojos de Lorna
se movieron con rapidez hacia el
papel desechado.
—¿Puedo verlo?
Le alcancé el folio para evitar que
volviera a cambiar bruscamente de
posición.
—No está terminado, aú n le falta
mucho.
Sus ojos se iluminaron cuando vio
su rostro.
—Es una maravilla, soy yo.
—Sí —me reí—. ¿Quién si no?
—Quiero decir que me reconozco,
que no hay duda de que soy yo.
¿Dónde aprendiste a dibujar tan bien?
—No lo sé , siempre me ha gustado.
Tambié n di clases para perfeccionar
la técnica y esas cosas.
—¿Dónde diste las clases?
—En la escuela de arte.
—¿Ya no vas?
—Lo dejé en Navidad.
—¿Qué te enseñ an allı́
exactamente?
—A pintar al ó leo, pastel, acuarela,
retratos, anatomı́a, bodegones… Odio
los bodegones, por cierto.
—A mı́ tampoco me gustan —dijo
ella.
—¿Ves? Ya tenemos algo en comú n
a pesar de nuestra diferencia de edad
—le guiñé un ojo.
Sonrió y continuó observá ndome
mientras la dibujaba. Me costó
acostumbrarme a su mirada
pendiente de cada uno de mis
movimientos. Cada vez que alzaba la
vista y me encontraba con sus ojos se
me aceleraba el corazó n. Jamá s habı́a
conocido a alguien por quien me
sintiera tan atraı́da. Poco a poco fui
abstrayé ndome de las mú ltiples
sensaciones que me provocaba su
mera presencia, logrando
concentrarme en sus facciones, como
si estuviera en una clase nocturna
má s de todas a las que habı́a asistido.
Comencé entonces a re lejar su
mirada sobre el papel. Realmente es
la parte má s difı́cil de un retrato. Si
no consigues captar la mirada no
consigues nada.
—¿Puedo pedirte que no me dibujes
las arrugas, por favor?
—¿Qué arrugas?
—Estas —frunció los ojos y se las
señaló.
Me levanté de la mesa y me acerqué
a ella.
—Eso no son arrugas —pasé las
yemas de los dedos suavemente para
que dejara de forzar la piel—. Son
ligeras lı́neas de expresió n y a mı́ me
vuelven loca.
Me reı́ cuando apartó la vista
aturdida por mi apasionado
comentario. Se habı́a puesto
ligeramente colorada, pero volvió a
mirarme.
—Si no quieres que te diga esas
cosas deja de hablar sobre tu edad. Ya
me ha quedado claro que me sacas
veintitré s añ os. Por cierto, ¿cuá ndo
es tu cumpleañ os? —llevaba tiempo
queriéndolo saber.
—Como tú , el diecisiete, pero de
septiembre.
Sonreı́ encantada con la
coincidencia.
—Eso son solo veintidó s añ os y
nueve nueves.
—¿Solo?
—Solo —confirmé antes de darle un
beso en la mejilla.
Volvı́ a mi asiento frente a ella y
estudié el retrato que habı́amos
interrumpido. El folio yacı́a inerte
sobre la mesa, sin embargo, el
precioso rostro de Lorna ya habı́a
tomado vida. Supe que si me
concentraba podrı́a terminarlo en
algo má s de media hora. Advertı́ que
sus ojos me seguı́an cuando deslicé la
yema del dedo meñ ique, para
suavizar una sombra sobre su frente.
—Es increı́ble. ¿Sabes que podrı́as
dedicarte a esto, verdad?
La miré y asentí.
—Podrı́a pasarme la vida entera
dibujándote y no me aburriría.
Se sonrojó y bajó la vista de nuevo
hacia el retrato.
—Me referı́a a que podrı́as hacer de
esto tu profesión.
—A ti es a la ú nica que quiero
dibujar.
Rehuyó otra vez mi mirada, en esta
ocasió n tardó un poco má s en volver
a levantarla.
Me hubiera pasado la vida entera
contemplá ndola, dibujá ndola, no solo
limitá ndome precisamente a su
rostro. Cogı́ el lá piz y me propuse no
volver a hacer un comentario que la
incomodara. Me centré en ella y en el
retrato. Sus ojos me observaban de
un modo diferente. No tenı́an la
misma expresió n que cuando habı́a
comenzado a dibujarlos. No quise
decir nada y me dediqué a su pelo.
Pasaron muchos minutos hasta que
abandonaron la incertidumbre y
volvieron a recuperar ese brillo tan
caracterı́stico que tanto me gustaba.
Regresé entonces a sus ojos y me
esmeré en captar aquella mirada
sobre el papel. Pasó mucho má s
tiempo del que esperaba hasta que
me di por satisfecha con el resultado.
Acentué sombras y difuminé otras,
repasando cuidadosamente sus
facciones antes de dar el retrato por
terminado.
—A ver qué te parece —le dije
empujando el folio hasta la mitad de
la mesa.
Se incorporó con rapidez y se
inclinó para alcanzarlo. Detuvo las
manos justo antes de tocarlo y se
puso en pie de pronto.
—Es impresionante, Denise.
—¿Te gusta?
—¿Qué si me gusta? ¡Me encanta! —
se echó a reı́r—. Es tan real que
parece una foto.
—Me alegro, puedes cogerlo, es
tuyo.
—¿Es para mí?
—Es para ti —dije divertida.
Por in lo cogió entre sus manos.
Continuó estudiá ndolo un buen rato
antes de rodear la mesa para
dirigirse hacia donde yo estaba
sentada.
—Si me lo vas a regalar al menos
dedı́camelo —dijo dejando el retrato
frente a mı́ y apoyando su mano en
mi cabeza.
Me sorprendió su contacto, pero no
hice ningú n movimiento que me
delatara. Miré su rostro dibujado
antes de hablar.
—Lo siento, pero no me gustan las
dedicatorias —volvió a reı́rse y noté
su mano acariciando mi pelo—. Lo
digo en serio, eso sı́ que es una
cursilada. ¿Qué quieres que te ponga?
—Puedes irmarlo al menos, ¿o eso
tampoco? —pasó su mano a lo largo
de mi melena.
Suspiré suavemente antes de tomar
el lá piz. Escogı́ la parte inferior
derecha, como lo hacen casi todos,
para escribir mis iniciales. Jamás
habı́a irmado un dibujo que hubiera
hecho, tampoco me gustaba estar
hacié ndolo en aquel momento. No
quise negarme otra vez por
educación y por ese motivo me decidí
por las iniciales. Era lo má s
impersonal.
—¿No pones la fecha?
—¿Quieres la hora tambié n? —
pregunté no sin cierta ironı́a
mientras escribı́a la fecha debajo de
mis iniciales.
—No, dé jalo —su mano alcanzó mi
barbilla, girá ndome la cara,
levantá ndola para que la mirara. Se
inclinó sobre mı́ y apoyó la mejilla
contra la mı́a antes de darme un
suave beso que me puso la piel de
gallina.
—Muchas gracias.
—De nada —respondı́, pero no le
devolví el beso.
—Lo voy a enmarcar —dijo
pasando el pulgar por encima de la
piel de mi barbilla.
—Un folio no es para enmarcar. Si
quieres enmarcarlo te dibujo en un
Canson.
—¿Y para qué quiero papel Canson
si no quiere firmarlo la autora?
—Firmar pase, dedicar no.
—Nada de dedicatorias —sonrió y
yo negué con la cabeza—. No te
gustan.
—No.
—Qué poco romántica.
—¿Para qué escribir lo que se
puede decir?
—Para que perdure.
—¿Y para qué quieres que perdure
algo que las dos sabemos que en
realidad no te importa?
Su mirada se cristalizó al instante.
—Quizá sı́ me importe, pero quizá
no pueda ser.
—¿Qué pasó con tu ex? ¿Por qué lo
dejaste? —al inal me venció la
curiosidad. Se sorprendió
ligeramente con mis preguntas—.
¿Cuá nto tiempo llevabais? —cogı́ su
mano cuando noté que me liberaba el
rostro con intenció n de separarse de
mí.
—Nueve añ os —se me encogió el
estó mago y bajé la vista al suelo—.
Denise… —susurró con dulzura.
—¿Sigues enamorada de ella?
—No —negó con rotundidad.
Volvı́ a mirarla. Sonó sincera y
aquello hizo que sintiera cierto alivio
tras la punzada de dolor.
—¿Y ella de ti?
—Tampoco. ¿A qué viene tanta
pregunta?
—Yo ya he respondido a las tuyas.
¿Cuánto hace que lo dejasteis?
Resopló antes de contestar.
—Unos dos añ os —tuvo que
recordar.
—Pensaba que era mucho má s
reciente —confesé —. ¿Entonces hay
alguien nuevo ahora? —soné abatida.
—No —sonrió abiertamente.
Sostuve su mano con una ligera
presió n y le acaricié los dedos con el
pulgar.
—Dime la verdad.
—Te la estoy diciendo, no sé por
qué no me crees.
—¿Pero lo ha habido?
—No.
—¿Desde que rompiste con ella no
has salido con nadie? —pregunté
extrañada.
—No —negó con la cabeza.
—Eso es imposible. No me puedo
creer que con lo increíble que eres, no
hayas encontrado a alguien entre las
miles de mujeres que deben estar
haciendo cola para pasar,
simplemente, un segundo contigo.
—Muchas gracias, pero ni tengo a
miles de mujeres esperando por mí ni
tampoco me gustarı́a que fuese ası́.
Sencillamente no he conocido a
ninguna que me gustara, por lo tanto
no he vuelto a salir con nadie.
—¿Ni siquiera un tiempo, unos
meses? —negó otra vez con la cabeza
—. ¿Ni una semana?, ¿ni una noche?
—No, por Dios, yo ya no estoy para
relaciones de una noche —suspiró—.
Y tampoco ha sido nunca mi estilo —
añ adió posando cariñ osamente su
dedo ı́ndice sobre la punta de mi
nariz.
Capítulo 9
Al dı́a siguiente la rutina volvió a mi
vida. Sin embargo, no me sentía como
siempre. Habı́a amanecido con Lorna
en mi pensamiento y mi cabeza no
dejaba de pensar en ella, en lo que
estarı́a haciendo en ese momento.
Cuando Martina bajó por la avenida,
miré en direcció n a la calle de Lorna
con la esperanza de poder verla o
adivinar cuá l de todas serı́a su casa.
Pero no tuve suerte, no habı́a ni
rastro de ella ni de su coche. Busqué
la hora en el reloj del salpicadero,
eran las ocho menos cuarto de la
mañ ana. Perfectamente podrı́amos
haber coincidido. Ella tambié n
entraba a las ocho y tendrı́a que
tomar la avenida en la misma
direcció n que nosotras para llegar a
la clı́nica. Me ijé en los coches de
alrededor y agudicé la vista en el
horizonte, por si se hallaba varios
metros por delante. Martina se
desvió poco despué s hacia la facultad
y perdı́ la esperanza de encontrarla
en alguno de los coches que nos
rodeaban.
El dı́a transcurrió lento y pesado.
Aunque me gustaban las clases, y por
encima de todo las prá cticas en el
hospital, me sentı́a inquieta ante la
incertidumbre de cuá ndo volverı́a a
verla. La tarde anterior no me atreví a
pedirle su nú mero de mó vil y ella
tampoco preguntó por el mı́o. Habı́a
memorizado el telé fono de su casa,
pero lo consideraba demasiado
personal como para marcarlo. A las
seis de la tarde, mientras cambiaba la
bata blanca por el abrigo, me sentı́
triste. Hacı́a ya dos horas que Lorna
habı́a salido de trabajar y
posiblemente se hubiera acercado a
su local de la costa. Durante unos
instantes, la idea de preguntarle a
Martina si me llevaba en coche hasta
Kray pasó por mi cabeza, pero desistı́
cuando imaginé la cara que podrı́a
poner Lorna si me veı́a aparecer por
allı́, acompañ ada de otra crı́a como
yo. Y tampoco querı́a desvelar la
parte de su vida que quiso compartir
conmigo. Me senté en el coche
resignada a volver a casa, como lo
hacı́a casi todas las tardes de
entresemana antes de que ella
apareciera en mi vida. A dos
manzanas de mi casa estallé.
—¡Martina, necesito decir que voy a
estar contigo! —espeté.
—¿Lorna? —preguntó con la
mirada ija en el coche que nos
precedía.
—Sí.
—¿Estás con ella?
—No —suspiré.
—¡No me digas que vas en serio con
esa mujer!
—Solo necesito verla.
—¿Qué edad tiene, Denise? —se
detuvo ante un semáforo en rojo y me
miró.
—No lo sé —mentı́—. No se lo he
preguntado.
Me escudriñ ó con la mirada y
sonrió ligeramente.
—¿Y ella sabe la edad que tienes tú
o tampoco te la ha preguntado?
—Lo ú ltimo que necesito es un
sermón, en serio.
—¿Te das cuenta de en dó nde te
estás metiendo?
—No ha pasado nada.
—Pero tú quieres que pase.
—Sí, pero ella no.
—Pues pasará.
—Lo dudo, ella no quiere.
Soltó una risotada antes de meter la
primera y poner el coche en
movimiento de nuevo.
—Para no querer que pase nada te
ve muy a menudo… ayer, hoy…
—Hoy no ha quedado conmigo, soy
yo la que quiero verla.
—¿Dó nde te dejo entonces? —sonó
como si se rindiera.
—Sé lo que estás pensando.
—¿El qué?
—Si hubiera querido acostarse
conmigo podrı́a haberlo hecho ya. Te
aseguro que se lo he puesto muy fácil.
—¿Por qué la de iendes? Yo no he
dicho nada.
—Porque no quiero que pienses lo
que no es.
—Tranquila, en absoluto pienso
que sea una pervertida o algo así.
—¡Joder, Martina! ¡Por supuesto
que no lo es!
Me puso la mano sobre la pierna.
—Anda, no te enfades. ¿Dó nde te
llevo?
—A casa por favor.
—¿Pero no querías ir a verla?
—Sí, pero iré en autobús.
—¿Con la escayola?
—Sı́. Lo ú nico que te pido es que si
te encuentras con mi madre o vienes
a casa hagas ver que has estado
conmigo. Mi madre no te va a llamar,
siempre me llama a mí, confía en mí.
—Hasta que deje de hacerlo…
—¿Crees que me gusta mentirle?
—No, ya sé que no, pero se
terminará dando cuenta.
—Me he pasado la vida estudiando.
Tengo diecisé is añ os y lo ú nico que
he hecho es eso, estudiar. Estudiar
medicina, estudiar dibujo, mú sica,
piano… Cuando salgo no bebo, no
fumo, no voy a llegar a casa
embarazada porque
afortunadamente no me gustan los
tı́os. Soy la hija perfecta. Tampoco le
he reprochado nunca no tener un
padre y apenas saber nada de é l. Ella
ha vuelto a enamorarse, entra y sale
con Israel cuando quiere. Ahora soy
yo la que se ha enamorado. Ahora me
toca a mı́. ¡Que Lorna no tiene mi
edad! No, no la tiene. Y si solo por ese
motivo alguien cree que debe
protegerme, alejá ndome de ella, está
muy equivocado. Serı́a capaz de
muchas cosas si pretendieran
separarme de ella, y te aseguro que
dejarı́a de ser esa hija perfecta. La
ú nica persona que puede alejarme de
Lorna es ella misma, sé que
terminará hacié ndolo, pero hasta que
ese momento llegue solo quiero
verla. Tampoco pido tanto.
Me miró fijamente sin pestañear.
—¿Dónde te dejo?
—En casa.
—No me importa llevarte —insistió
—. Tienes razón.
Denegué su ofrecimiento porque
tampoco querı́a que nadie supiera
dónde vivía Lorna. Antes de dirigirme
a la parada de autobú s comprobé que
mi madre no había llegado aún a casa.
En realidad era pronto para ella.
Difı́cilmente conseguı́a llegar antes
de las ocho de la tarde. Caminé todo
lo deprisa que pude hasta la parada y
deshice parte del camino que recorrı́
en el coche con Martina. Toqué el
timbre cuando nos aproximá bamos
al cruce con Klekken. No estaba
segura de la altura a la que se situaba
la parada má s cercana. Para mi
sorpresa, se encontraba en la misma
esquina. Dejé atrá s la avenida y
avancé por el comienzo de la calle de
Lorna. Su casa no podrı́a estar muy
lejos, era el nú mero siete. El paseo
tenı́a las aceras anchas y estaba lleno
de á rboles que ya no conservaban ni
una mı́sera hoja en sus ramas. El frı́o
del invierno habı́a acabado con ellas.
Sin embargo, ese invierno habı́a
provocado en mı́ justo lo contrario
que en la naturaleza; estaba brotando
un mundo de sentimientos,
absolutamente desconocido hasta
entonces, que me hacı́a sentir viva
por primera vez, receptiva con todo
lo que me rodeaba. Me ijé en el color
claro que lucı́an las cortezas de los
á rboles. Eran chopos. Lo sabı́a no
porque fuera una experta en
botá nica, sino porque el sonido de las
hojas de los chopos movié ndose con
el viento me encantaba. Caminaba
por la acera opuesta a la que sabı́a se
situaba la casa de Lorna. Querı́a ver la
numeració n con claridad, sin
necesidad de pasar justo por delante
de su domicilio. Cuando la manzana
estaba llegando a su in el nú mero
siete se dibujó frente a mı́. Brillaba
resplandeciente bajo la luz de las
farolas. El corazó n me pegó un vuelco
y comenzó a latirme a toda velocidad.
Aú n era incapaz de controlar mi
sistema nervioso cuando algo
relacionado con Lorna aparecı́a
delante de mı́. Observé su casa desde
la acera de enfrente. La luz estaba
apagada. No parecı́a que hubiese
alguien, aunque la puerta del garaje y
la de la entrada peatonal eran
demasiado altas como para ver má s
allá . Me armé de valor y crucé al otro
lado. Las puertas que de inı́an su
propiedad no eran tan altas a pie de
calle y me asomé para ver el interior.
Tenı́a un porche muy bonito y un
frondoso jardı́n. Supuse que habrı́a
ido a Bou-Azzer y que no volverı́a
hasta má s tarde, ya que su coche no
se encontraba allı́. Me decidı́
entonces a rodear la casa, que hacı́a
esquina y colindaba por el lateral
derecho con otra vı́a delimitando la
manzana. Los altos y apretados setos
no me dejaron ver absolutamente
nada. Solo pude intuir que aquel
jardı́n tenı́a unas buenas
dimensiones. Volvı́ a la entrada y
todo permanecı́a con la misma
quietud de antes. Reparé en la baja
repisa que se formaba junto a la
puerta peatonal y me senté ,
apoyando la espalda contra la
alambrada que sostenı́a la
vegetació n. Dejé descansar la muleta
a mi lado y aproveché la iluminació n
de una farola cercana para leer los
apuntes del dı́a. Ya llevaba bastante
tiempo allı́ y el frı́o de la noche
empezaba a notarse. Habı́a hecho un
dı́a tan bonito y cá lido como el
anterior, pero una vez se ponı́a el sol
la temperatura caı́a
precipitadamente, recordá ndote que
está bamos en invierno. Compaginé la
lectura con el deseo de que fuera
Lorna quien condujera alguno de los
coches que contemplaba rodar ante
mı́. El tiempo pasaba, los coches
también, pero ninguno era el suyo.
Llamé a mi madre para mentirle
una vez má s. Me atendió desde el
coche, activando el manos libres del
telé fono. Se encontraba de camino a
casa y habı́a invitado a cenar a Israel.
Le dije que no me esperara, que
seguramente comiera en casa de
Martina y que si no era ası́ yo misma
me prepararı́a algo cuando llegara.
Me aseguró mi plato de comida ante
la duda, aunque creo que pensó que
me quedarı́a a cenar con Martina,
debido a que Israel iba a casa aquella
noche. Pobre, por una vez no era su
novio el culpable de mi absentismo.
Levanté el cuello de mi abrigo para
protegerme del frı́o. Llevaba mucho
tiempo sentada sin moverme y la
humedad comenzaba a calarme el
cuerpo. Acaricié impaciente la
pulsera de Lorna, como lo habı́a
hecho la noche anterior hasta que me
quedé dormida. No me la quité desde
que ella misma me la pusiera, a
excepció n de cuando entré en la
ducha por la mañ ana. No querı́a que
se mojara y tambié n pretendı́a que
preservara su olor. Olı́a a ella. Me la
v o l v ı́ a llevar a la nariz para
asegurarme de que aú n persistı́a su
aroma, a pesar de haber transcurrido
un dı́a entero fuera de casa. Empecé a
tiritar ligeramente. Habı́a pasado
bastante má s de una hora desde que
me sentara en la dura repisa, no má s
alta que un escaló n, y el frı́o del
asfalto comenzaba a congelarme los
pies. Volvı́ a mirar la hora en el reloj.
Posiblemente se habı́a marchado a
Bou-Azzer y quizá cenara allı́, con
Blyth, quizá habı́a quedado con
alguien, quizá me habı́a mentido con
respecto a que no habı́a otra persona
en su vida. Me pasaron demasiadas
posibilidades por la cabeza y cada
una me ponı́a má s triste que la
anterior. Quizá , simplemente, hacı́a
su vida, como lo habı́a estado
haciendo hasta antes de conocernos.
Quizá yo me creı́a importante en su
vida porque ella era lo má s
importante en la mía.
Era yo la que no podı́a vivir sin ella
y temı́a que aquel sentimiento no era
recı́proco. Guardé de nuevo los
apuntes en la mochila y me abracé a
ella para que me diera calor. No sabı́a
qué hacer. Todavı́a me sentı́a con
fuerzas para aguantar el frı́o de la
intemperie, sin embargo me
derrumbarı́a como un castillo de
naipes si recibı́a el frı́o rechazo de
Lorna al verme allı́, ante su casa, sin
previo aviso. ¿Y si volvı́a a casa
acompañ ada? Pegué un respingo al
pensarlo. Volvı́ a sobresaltarme
cuando me di cuenta de que un coche
blanco se habı́a detenido frente a mı́.
Reconocı́ las ruedas al instante, por
sus llantas de aleació n, y levanté la
vista para encontrarme con Lorna.
Tenía la ventanilla del copiloto bajada
y me miraba ijamente. Estaba tan
absorta en mis pensamientos,
pasaban tantos coches en la
oscuridad de la noche, que no me ijé
en el ú nico que me importaba. No sé
por qué motivo habı́a pensado que
accederı́a a su casa desde la otra
direcció n en lugar de por mi
izquierda, como se hallaba en aquel
momento. Probablemente fue eso lo
que hizo que no le prestara excesiva
atención.
—Eres tú —sonó sorprendida, pero
enseguida me brindó una de sus
sonrisas.
—Sı́, soy yo —se me quebró la voz y
el corazó n empezó a latirme
demasiado rá pido en cuanto me puse
en pie.
—Hola Denise —continuaba
mirándome.
—Hola —me tembló la voz —la
observé entumecida bajarse del
coche y rodearlo para llegar hasta mı́
—. Lo siento, necesitaba verte —
espeté sin saber lo que decı́a—. Pero
ya me voy.
—¿Por qué? —preguntó impidiendo
con su cuerpo mi intenció n de huir de
allí.
—Porque igual no ha sido una
buena idea —bajé la vista al suelo.
—Pensaba que eras el cobrador del
frac —me pasó la mano por el brazo.
—¿Tienes deudas? —sonreí.
—¿Conoces a alguien que no las
tenga? Hasta tú las tienes. ¿Has
pagado ya las rosas?
—Sí —admití, echándome a reír.
—¿Cuánto te han soplado?
—Eso no importa, te lo aseguro.
—Creı́a que venı́as a pedirme el
dinero que te han levantado por las
rosas —bromeó—. ¿Has cenado ya?
—No.
—¿Cenas conmigo entonces? —se
me iluminó la cara y asentı́—. ¿Aquı́ o
te apetece ir a algún sitio?
—Donde tú prefieras.
—Estoy un poco cansada, ¿te
importa en casa?
—Si está s cansada mejor me
marcho.
—Tampoco estoy tan cansada —
volvió a mirarme con ternura—.
Anda, vamos —tiró suavemente del
puño de mi abrigo.
Esperé a que abriera la puerta del
garaje y caminé despacio detrás de su
coche. No merecı́a la pena montarme
con ella con la escayola, la mochila y
la muleta a cuestas.
—¿Qué tal la vuelta a la dura
realidad? —me preguntó cerrando la
puerta del coche con má s fuerza de la
que pretendía.
—Dura.
—¿Has tenido un mal día?
—Digamos que el hecho de no verte
se convierte en un mal día.
Mi respuesta hizo que se detuviera
antes de llegar hasta mı́ y me mirara
durante un instante con aire
interrogante.
Me quedé inmó vil. No podı́a evitar
decir la verdad cada vez que me
preguntaba, pero me dije a mı́ misma
que tenı́a que ir con má s cuidado si
no quería que me echara de su vida.
—¿Qué tal tu dı́a? —me anticipé a
preguntar para no darle margen a que
me dijera algo que no quería oír.
—Digamos que me alegro mucho de
que hayas venido a verme.
—Puedo venir siempre que quieras.
—¿Hasta cuá ndo?, ¿hasta que te
aburras? —preguntó no sin cierta
ironía.
—Dudo mucho que me aburra.
—Por supuesto que sı́, terminará s
aburriéndote.
Negué imperceptiblemente con la
cabeza, optando por permanecer
callada. La seguı́ en silencio hasta la
puerta de entrada y me situé detrá s
de ella mientras metı́a la llave en la
cerradura.
—Ya sé que me ves como a una crı́a,
pero tú no eres ningú n capricho para
mı́ —volvı́ a hablar má s de la cuenta,
no podía evitarlo.
—El problema es que ya no sé có mo
te veo —suspiró.
—¿Prefieres que me vaya?
Miró hacia atrá s por encima de su
hombro.
—No, pre iero que te quedes a
cenar conmigo. Por cierto, no sé qué
tengo para comer.
—Da igual, tampoco tengo mucha
hambre. Lo que tengo es frío.
Giró sobre sı́ misma en el amplio
hall y me cogió los dedos, que
asomaban por la escayola,
atrayé ndome hacia ella para que
entrara.
—Está s helada —exclamó cuando
tocó mi mano—. ¿Cuá nto tiempo
llevas ahí fuera?
—No lo sé, un rato.
—¿Cuá nto es un rato para ti? —
comprobó la hora en el reloj.
—No importa.
—¿Có mo que no? ¿Quieres pillarte
una pulmonía o qué?
Me encogí de hombros.
—Si me ingresan y me cuidas tú , no
me importarı́a. Ası́ te verı́a todos los
días.
—Ya me ves todos los días.
—No lo suficiente.
—¿No lo suficiente para qué?
—Para no echarte de menos.
Clavó sus ojos del color de la miel en
los míos.
—Dime, ¿qué voy a hacer contigo?
No pronuncié una palabra, aunque
pensé —lo que quieras—. Sin
embargo, no conseguı́ evitar que mi
propio pensamiento se re lejara en
mi cara.
—No hace falta que contestes. Era
una pregunta retó rica —aclaró con
rapidez en cuanto interpretó mi
mirada.
—No iba a hacerlo —me reí.
—Denise…
Me desprendı́ de la mochila y le
entregué mi abrigo cuando me hizo
una señal para que me lo quitara.
—La verdad que tienes mé rito.
Nunca te he oı́do quejarte y aú n no sé
có mo puedes ir a clase escayolada,
cargando con la mochila y la muleta.
—Es fá cil. Que me atropellara Kling
es lo mejor que me ha pasado en la
vida, te conocı́ a ti. Y si me quedo en
casa convaleciente no podrı́a estar
ahora contigo. ¿De qué iba a
quejarme? Todo es perfecto.
—De initivamente, lo tuyo es
increíble —suspiró.
Miré a mi alrededor. Desde el
recibidor se divisaba el amplio saló n
y un pasillo grande con muchas
puertas. Las molduras eran blancas,
al igual que las puertas, que
contrastaban con el azul grisá ceo de
las paredes.
—Tienes una casa preciosa, en
consonancia con la dueñ a —añ adı́
con cautela—. ¿Podrı́a ir al cuarto de
baño, por favor?
—En consonancia con la invitada,
dirı́a yo —precisó señ alando la
puerta más cercana.
Salı́ del cuarto de bañ o y vi la luz de
la cocina encendida. Avancé hacia allı́,
detenié ndome en el umbral de la
puerta. La visió n de Lorna en su
propia casa me habı́a vuelto a cortar
la respiració n. La observé en silencio.
Apoyada en el fregadero frente al
grifo abierto, parecía ausente además
de cansada. Se llevó una pastilla a la
boca y bebió un largo trago de agua,
del que la habı́a visto servirse en un
vaso directamente del caño.
—¿Te duele la cabeza? —entré en la
cocina. Se sobresaltó ligeramente
cuando me oyó y miró en mi
dirección—. Perdona, te he asustado.
—No pasa nada —sonrió.
—¿Te duele la cabeza? —volvı́ a
preguntar, cuando estuve a su lado.
—Un poco, pero no es nada.
Me fijé en la piel oscurecida bajo sus
ojos. La luz de la cocina era blanca e
intensa, permitié ndome verla con
nitidez por primera vez aquella
noche.
—Está s cansada, es mejor que me
vaya.
—No, de verdad, me apetece que te
quedes.
—Yo preparo la cena entonces.
—La preparo yo, tú eres la invitada.
—¿No te fı́as de mı́? Cocino mejor
que en tu clínica, ya lo verás.
—Eso no es difícil de superar.
—Lo sé —me reı́—. Por eso lo digo,
ven conmigo —cogı́ su mano y la guié
fuera de la cocina.
—¿Dónde me llevas?
—Al salón, ¿es aquí, verdad?
Encendió la luz con la mano que le
quedaba libre antes de cruzar la
entrada. Aquella sala era
espectacular, pero mis ojos se
dirigieron al piano negro de cola que
lucía poderoso en una esquina.
—Guau, ¿es un Steinway & Sons? —
exclamé.
Me miró con sorpresa.
—¿También sabes de pianos?
—¿Lo es? —insistí.
Asintió con una sonrisa.
—Era de mi madre.
—¿Tocaba el piano?
—Sí, era pianista.
—¡Qué pasada! ¿Tú lo tocas? —
pregunté cuando llegamos junto al
sofá blanco en forma de ele.
—No. Siempre quiso que
aprendiera, pero yo nunca tuve
mucho interé s. Apenas recuerdo lo
que me enseñ ó cuando era pequeñ a y
ahora, cada vez que lo miro, no sabes
cuá nto me gustarı́a haberle hecho
caso.
—Esas cosas pasan. Pero tiene fá cil
solución, puedes aprender ahora.
—¿Ahora?
—Sı́. Y no empieces con que
también eres muy mayor para eso.
—No he dicho nada —se defendió.
—Tú mbate y descansa un rato en lo
que yo preparo la cena.
—¡Pero que estoy bien! —protestó
—. ¿Có mo voy a dejar que prepares tú
la cena?
—Dejá ndome —le empujé
suavemente los hombros para que se
tumbara.
—¿Y ahora qué haces? —preguntó
dejándose caer en el sofá.
—Quitarte las botas —se echó a
reı́r, contagiá ndome la risa a mı́
también—. ¿Puedo ver el piano?
—Por supuesto.
Caminé hasta é l todo lo rá pido que
la escayola me permitió y lo admiré
detenidamente.
—Es precioso.
—Puedes abrirlo, incluso puedes
tocarlo si quieres. ¿Tambié n sabes
tocar el piano, verdad?
Levanté la vista un instante y la
miré desde el otro extremo del saló n.
Volvı́ al Steinway y lo rodeé para
apreciarlo desde todos los á ngulos.
Lorna continuaba tumbada en el sofá ,
pero se habı́a acostado de lado para
seguirme con la mirada.
—Voy a preparar la cena —anuncié
encaminándome hacia ella.
—No —alcanzó mi mano desde su
posició n y tiró de mı́ para que no me
fuera—. Ven, siéntate.
Me giré para buscar asiento en el
otro sofá , pero me lo impidió de
nuevo tirando otra vez de mi mano.
—Aquı́, conmigo —se movió para
hacerme sitio y me senté despacio
evitando tocarla. No querı́a que
pensara que aprovechaba la má s
mı́nima oportunidad para buscar lo
que estaba deseando en todo
momento, su proximidad. Los latidos
del corazó n se me habı́an vuelto a
acelerar desde que sintiera su mano
en la mı́a y ahora, sentada junto a ella,
me era imposible obviar su cuerpo
tumbado a tan corta distancia—. La
llevas puesta —dijo pasando el dedo
ı́ndice por encima de la pulsera que
me había regalado el día anterior.
Bajé la vista a su mano sobre la mía.
—Solo me la he quitado para
ducharme. Aún huele a ti.
—Mira.
Por in tuve el valor de mirarle a los
ojos desde que me sentara a su lado.
—Detrá s de ti —levantó las cejas
indicándome el lugar—, tus rosas.
Efectivamente, el enorme ramo de
rosas presidı́a la mesa situada detrá s
del sofá, en un jarrón blanco opaco.
—No es posible que aú n no se
hayan secado todas. ¿Cuá nto tiempo
ha pasado?
—Hoy hace exactamente treinta y
seis dı́as. No he dejado de echarles
aspirinas para que duraran lo
máximo posible.
—Parece que lo has conseguido.
—¿Te gustan? —me preguntó con
una mirada pícara.
—Sí, son muy bonitas.
—Mentirosa —rio—, a ti no te
gustan.
—Sı́ me gustan —me reı́ tambié n—.
Tal vez me gusten má s otras cosas,
pero son bonitas.
—¿Qué cosas?
—Tu pulsera, por ejemplo.
—¿Y qué más?
La miré otra vez. Ella, a su vez, me
contemplaba mientras esperaba a
que le contestara.
—No lo sé . Me gustan muchas, casi
tantas como las que detesto.
—Hummm, no está mal. Yo detesto
muchas más de las que me gustan.
—¿Y cuá les te gustan ademá s del
mar, la playa y los minerales? —quise
saber.
—Tus manos.
—Gracias —murmuré con timidez.
Deslizó su mano debajo de la mía.
—¿Qué tal llevas las escayolas?
—Bien —estaba má s pendiente del
movimiento de sus dedos sobre mi
piel que de la conversación.
—¿Y el pecho?
—Bien también, gracias.
—¿Te has echado la pomada?
—Sí, esta mañana.
—Tienes que echá rtela tres veces al
día por lo menos.
—Ya, pero es que he ido a clase y
luego tenía prácticas.
—La cuestió n es que creo que no
deberı́as estar yendo a clase todavía.
Que te den el alta no signi ica que
estés recuperada del todo.
—No me quiero quedar en casa.
—¿Por qué no?
—Ya sabes el motivo.
—No, no lo sé. Dímelo.
—Porque en ese caso no podrı́a
verte.
—No me parece razón suficiente.
—A mí sí —repliqué.
—Dé jame ver có mo lo tienes —dijo
incorporándose en el sofá.
—Lorna… no…
—No seas boba.
—¿Qué tal va tu dolor de cabeza?
Sonrió ante mi estú pida forma de
tratar de distraerla de su propósito.
—Perfectamente. Anda, dé jame
verlo.
—No, por favor.
—Como quieras… —suspiró y se
levantó del sofá , abandonando el
salón al instante.
Escuché sus pasos hasta que
dejaron de oı́rse tras una puerta y al
rato volvı́ a oı́rlos de vuelta al saló n.
Me giré cuando entró.
—Toma, al menos date esto
mientras preparo la cena —me dijo
alcanzá ndome una cajita rectangular
de color amarillo.
La acepté por el respaldo del sofá.
—No te enfades, por favor.
—Ya sabes dó nde está el bañ o —
dijo antes de volver a salir por la
puerta del salón.
Seguı́ sus pasos hasta la cocina,
donde la encontré con la puerta del
frigorífico abierta.
—¿Me ayudas por favor? —cambié
de opinió n tan rá pido como supe que
le había molestado mi negativa.
—No —respondió sin ni siquiera
mirarme y continuó revisando las
existencias de su nevera.
Di media vuelta de inmediato y salı́
por donde habı́a entrado para
dirigirme al cuarto de baño.
—¡Denise! —noté que corrı́a detrá s
de mı́. Reconozco que me encantaba
cuando me llamaba por mi nombre.
Me giré para mirarla—. ¡Claro que te
ayudo!
—Muchas gracias —esperé a que
me alcanzara.
—De nada —cogió la caja de mi
mano y me llevó al fondo del pasillo.
Entramos en una habitació n.
Supuse que era la suya, pero no hice
preguntas. Habı́a una cama muy
grande de madera blanca, que
resaltaba con las patas de aluminio
pulido y un par de mesillas a juego. A
un lado se encontraba un sofá de tres
plazas tapizado en blanco frente a
una mesa baja, al otro lado aparecı́a
un espejo, en el que nos re lejá bamos
y que compartı́a la pared con un
armario. Pensé que me llevarı́a al
cuarto de bañ o de dentro de la
habitació n, pero se detuvo al borde
de la cama. Reparé de nuevo en una
de las mesillas. Una funda de plá stico
transparente protegı́a el retrato que
le habı́a hecho a lá piz la tarde
anterior en Bou-Azzer.
—Aú n no he tenido tiempo de
enmarcarlo —me habı́a seguido con
la mirada.
Estaba claro que era su habitació n.
No es que hubiera muchas dudas,
pero aquello lo con irmaba. Me quité
el jersey y me desabroché los botones
de la camiseta hasta que se abrió por
completo, dejando ver la venda que
cubrı́a mi tó rax. Luego, me deshice
también de la camiseta.
—Buen vendaje, ¿es tuyo?
Asentı́ con la cabeza. Tiré del
esparadrapo sujeto a mi hombro
izquierdo para liberar la venda. Fui
desenrollá ndola al tiempo que
trataba de enrollarla en mi mano,
pero no conseguı́a hacerlo bien y
aunque me ayudaba de mi otra mano,
la escayolada, comencé a sentir los
brazos excesivamente cansados.
—¿Me ayudas, por favor? —me
rendı́ y la miré . Ella me observaba sin
mediar palabra, supe de su
disconformidad por su mirada—. No
te enfades, por favor —susurré.
Sacudió la cabeza sin disimular su
absoluta desaprobació n. Despué s,
tomó la venda en sus manos y fue
dejando mi piel al descubierto.
—Joder, Denise —musitó tambié n,
cuando ya no quedó venda que
ocultara mi estado. Me miré , despué s
levanté la vista hacia ella con reparo
—. Esto no está bien, ¿te duele?
—No.
—No me mientas.
—Un poco.
—Anda, sié ntate —dijo apoyando
su mano en mi hombro.
Me senté despacio en el borde de la
cama.
—Quiero que dejes de ir a clase
hasta que no te hayas recuperado —
suspiré y bajé la vista al suelo—.
Tienes que cuidarte.
—Estoy bien.
—No, no lo está s. No puedes ir por
ahı́ haciendo tu vida normal como si
no te hubiera ocurrido nada.
—Solo estoy un poco cansada, eso
es todo.
—¿Cuá nto tiempo has estado ahı́
fuera esperá ndome? ¡Y no me
contestes que un rato!
—Una hora y media, quizá algo más.
Suspiró.
—¿Dó nde has conseguido mi
dirección?
—En la guía telefónica de Internet.
—¿Cómo has llegado hasta aquí?
—En autobú s. No le he dicho a
nadie dó nde vives, Martina me ha
dejado en casa y allı́ he cogido el
autobús.
—¿Por qué no te has quedado en
casa entonces?
—Porque querı́a verte —respondı́
sin levantar la vista del suelo de
madera de abedul.
—¿Por qué ? —me encogı́ de
hombros, pero no hablé —. ¿Por qué ?
—volvió a preguntar, aunque su tono
se había suavizado.
Apoyé los codos en las rodillas y
hundı́ la cabeza entre las manos. No
sabı́a qué contestar má s que la
verdad que ella misma conocı́a de
sobra. Pero eso prefería no hacerlo en
aquel momento.
Se acercó a mı́ y posó su mano en
mi cabeza acariciándomela.
—Te propongo un trato —su voz se
había dulcificado aún má s—. En lugar
de ir a clase vas a venir aquı́ y vas a
dejar que te cuide de una vez por
todas. Vas a hacer exactamente lo
que te pida, sin rechistar. Cuando te
diga que comas, comerá s; cuando te
diga que duermas, dormirá s; cuando
te toque la cura, no pondrá s excusas
que retrasen el proceso. Mañ ana
tengo que ir a trabajar, pero intentaré
coger el jueves y el viernes libres para
estar aquı́ contigo. Me deben dı́as.
Mañ ana a primera hora te paso a
buscar y te traigo aquı́. Estaré de
vuelta sobre las cuatro y media como
muy tarde. Durante mi ausencia
quiero que descanses, que no fuerces
el tó rax caminando. Si te aburres,
estudias. ¿Ha quedado claro?
—Cları́simo —me apresuré a
contestar. Me sentí feliz.
Me cogió de la barbilla,
levantá ndome la cara para mirarme a
los ojos.
—¿Me lo prometes?
—Te lo prometo —aseguré —. Haré
todo lo que tú me digas, te lo juro.
—Má s te vale —dijo—. Ahora
túmbate.
La miré tı́midamente mientras se
sentaba a mi lado sobre la cama.
—¿Por qué tampoco dejas a tu
madre que cuide de ti?
—Para aparentar que estoy bien y
que no me deje encerrada en casa.
Sonrió para sí extrayendo el tubo de
la caja.
—¿Está s obsesionada con el hecho
de quedarte en casa o me lo parece a
mí?
—Estoy obsesionada con cualquier
cosa que me impida verte.
Levantó la vista y me miró . Tenı́a la
mirada serena, como jamá s la habı́a
visto antes. Me estudió unos
instantes en silencio. Le mantuve la
mirada con apuro, pero conseguı́ no
apartarla de aquellos ojos que
asimilaban mis sinceras palabras, sin
enjuiciarlas ni rechazarlas. Continué
observá ndola cuando se centró en
extender la pomada por mi piel
amoratada. El tacto suave del
edredó n bajo mi espalda desnuda me
daba calor y compensaba la mitad de
mi cuerpo, desvestido en mitad de su
habitació n. Miré su pelo ondulado,
que caı́a cubrié ndole casi la mitad del
pecho. Despué s regresé a su rostro.
Habı́a desaparecido la piel oscura
bajo sus ojos y parecı́a menos
cansada que cuando la vi en la cocina.
Trataba de no pensar en su mano,
libre de guantes por primera vez,
sobre mi dolorida piel. Pero no me
resultaba fá cil abstraerme, a pesar de
que el tacto directo habı́a
desaparecido por la espesura del
ungü ento. Contemplé sus labios
carnosos, perfectamente dibujados, y
no pude evitar pensar en lo
afortunadas que fueron cualquiera de
sus amantes anteriores teniendo el
privilegio de besarlos. Era consciente
de que no dejaba de mirarla. Lo habı́a
hecho siempre que me cuidaba
mientras yacı́a en la cama de la
clı́nica privada. Al menos esta vez
ocurría en su propia cama.
La situació n habı́a cambiado
favorablemente hacia mı́. Hice un
esfuerzo por ignorar sus dedos
movié ndose por la parte inferior de
mi pecho. No querı́a que mi cuerpo
reaccionara al estı́mulo, aunque lo
estuviera deseando. Hasta aquel
instante habı́a esquivado há bilmente
esa zona. Siempre lo hacı́a. Esa parte
de la piel la cubrı́a cuando la
aplicación estaba llegando a su fin.
—¿Has ido hoy a Bou-Azzer? —
quise romper el silencio que
compartı́amos y desviar ası́ su
atenció n sobre mi cuerpo, empeñ ado
en responder a su tacto.
—No, he estado en casa y luego he
salido a hacer un recado —respondió,
sus ojos no me miraron.
—Espero que no se manche el
edredó n —hablé otra vez, cuando sus
dedos resbalaban ahora por encima
de mi pecho.
—Si se mancha se lava, es una
funda.
No habı́a manera de que levantara
la vista de su cometido.
—Tienes una habitació n muy
bonita y la cama mola mucho —me
tensé tan pronto terminé de
pronunciar estas palabras. No quería
que pensara en una connotació n
sexual cuando le mencioné su cama.
—¿Mola? —sonrió.
Parecı́a medio idiota con mis
comentarios, pero la situació n no me
dejaba discurrir hacia nada
inteligente.
—¿Tú tambié n ves la tele desde la
cama? —otra vez volvı́ a pronunciar
la maldita palabra cuando vi el LED
re lejado en el espejo—. Lo digo
porque yo sı́ que lo hago. No te creas
que desde hace mucho, solo desde
que Israel pasa má s tiempo en casa.
No me suele apetecer verla con ellos
en el salón.
Sus ojos me miraron al in, a pesar
de haber comenzado ya con mi otro
pecho.
—¿No te llevas bien con él?
—No lo sé , no me llevo
sencillamente. Quizá estos dı́as en la
clínica hemos mejorado.
—No era un reproche, tan solo una
pregunta —aclaró interrumpiendo la
aplicación.
—Lo sé —dije—. Tampoco me llevo
mal. Es el novio de mi madre y yo les
dejo a su aire. Pero no puedo verlo
como a un padre, si es lo que
pretenden. No necesito uno y menos
a estas alturas. Aunque en realidad
tampoco es que lo pretendan, no lo
sé . Es un poco confuso todo. Supongo
que querrá n casarse, formar una
familia y que yo sea parte de ella. Ahı́
es donde no sé có mo lo voy a hacer.
Bueno, sı́, yé ndome de casa, pero
entonces mi madre me dirı́a que no
se casa y yo tampoco quiero eso,
porque tiene todo el derecho del
mundo a hacerlo y ser feliz, infeliz o
lo que sea… Total, un rollo.
—Un rollo —repitió . Sin embargo,
sonó afligida.
—Toda esta movida por no ponerse
una goma aquella noche.
—¡Denise! —exclamó , pero una risa
escapó de su garganta.
—Es verdad lo que digo. Con un
condó n todo se hubiera solucionado.
Yo no estarı́a aquı́ y ya no serı́a ni un
problema ni una carga.
—No digas eso, me apuesto el
cuello a que tu madre jamá s lo ha
pensado. Ademá s, de ser ası́, yo
tampoco te hubiera conocido —dijo
terminando de cubrir la piel de mi
pecho.
—De eso que te libras tú también —
me reı́—. ¡Por Dios, ya está la crı́a
esta quedada conmigo por aquı́ otra
vez…! —puse los ojos en blanco,
como si imitara su reacció n cuando
me veía aparecer.
—Yo no pienso eso —negó con la
cabeza, una sonrisa de medio lado se
dibujó en su rostro mientras me
observaba.
—¿Ah, no? ¿Y entonces qué piensas?
—Que eres preciosa, inteligente y
divertida. Y que no tienes ni idea de
lo que me alegro de que tus padres no
utilizaran anticonceptivos aquella
noche —dijo mirá ndome ijamente a
los ojos. Despué s, besó mi hombro
desnudo y se levantó de la cama.
El suave beso sobre mi piel me
habı́a erizado el vello. Giré la cabeza
para seguirla con la mirada hasta que
entró en el cuarto de bañ o. Oı́ correr
el agua. Tenı́a la mirada ija en el
marco blanco de la puerta y me
encontré con la suya cuando apareció
de nuevo en mi campo de visió n,
secá ndose las manos con una toalla.
Apoyó el hombro en el marco sin
dejar de mirarme.
—Y tambié n pienso… que por qué
demonios no tengo veinte añ os
menos…
Lo sabı́a. No pude quitarme aquella
frase de la cabeza durante toda la
noche, tampoco pude olvidar la
sensualidad que contenı́a su beso
acariciando mi piel desnuda.
Capítulo 10
Me instalé en el saló n a pesar de que
Lorna me dijera que me moviera con
libertad, que podı́a utilizar cualquiera
de las habitaciones, incluida la suya.
No quise hacerlo. No querı́a abusar
de su hospitalidad ni que tuviera que
preocuparse por alguien merodeando
por la casa y sus cosas mientras ella
trabajaba. El saló n me parecı́a el
territorio má s impersonal, al in y al
cabo en esa estancia se recibı́a a las
visitas. Algo parecido a eso era yo.
Una visita dispuesta a quedarse el
resto de mi vida si ella me lo pedı́a,
pero una visita a in de cuentas. Me
dispuso un almohadó n y una manta,
dejando tambié n el telé fono
inalá mbrico en la mesa, frente al sofá ,
junto a un juego de llaves de la casa.
—Supongo que no hace falta que te
diga que no abras la puerta a nadie.
Sea quien sea, te cuenten lo que te
cuenten.
—Tranquila, no lo haré —contesté
sonriente.
—Bien —dijo pensativa—. Al
cartero tampoco, no espero nada, ası́
que tampoco le abras. Si viniera con
algo no importa, siempre se puede ir
luego a recogerlo a la o icina de
correos.
Me recordó a mi madre, solo que
con ella ya tenı́a superada esa fase de
advertencias cuando me quedaba
sola en casa.
—No te preocupes, no le abriré la
puerta a nadie, ni a la ancianita má s
desvalida ni a una mujer dando a luz
en la mismı́sima puerta de tu casa. De
ser ası́ llamo a la policı́a, a la
ambulancia en este ú ltimo caso y
luego a ti —bromeé.
Se echó a reı́r y me agarró del
moflete.
—Efectivamente, pero llá mame
tambié n si simplemente necesitas
algo. Tienes mi mó vil apuntado en
una libreta en la mesa del salón.
—Lo sé —ya me lo habı́a aprendido
de memoria—. Vas a llegar tarde a
trabajar.
Salió corriendo cuando supo que
tenı́a poco má s de diez minutos para
llegar a la clı́nica. La observé
mientras se montaba en el coche y
abrı́a la puerta automá tica. Cuando
su coche giró a la derecha esperé a
que la puerta volviera a cerrarse
antes de que yo cerrara la de casa.
Cuando lo hice, sentı́ de golpe el vacı́o
que dejaba con su marcha.
Volvı́ al saló n y me senté en el sofá
donde Lorna había estado tumbada la
tarde anterior. Acaricié la tela
suavemente, como si fuera su piel la
que estuviera bajo mis dedos. Cogí mi
mó vil y la llamé , necesitaba oı́r su
voz, acababa de irse y ya la echaba de
menos.
—Hola, soy yo —dije cuando
descolgó el telé fono, nada má s sonar
la primera señal.
—Hola, ¿está s bien? —se oyó el
habitual eco del manos libres.
—Sı́, solo querı́a darte las gracias
otra vez por dejar que me quede aquí.
—No hay por qué darlas.
Me quedé callada un instante. Era la
primera vez que hablaba con ella por
telé fono y el mero hecho de escuchar
su voz me habı́a vuelto a desbocar el
corazón.
—¿Hay mucho tráfico?
—No, estoy a mitad de camino. Si
no se me cierra ningú n semá foro lo
consigo.
—Entonces te dejo para no
distraerte. Que tengas un buen día.
—Denise.
—Dime.
—Gracias por llamarme.
—De nada —sonreí.
No eran ni las ocho de la mañ ana y
ya me morı́a de ganas por que dieran
las cuatro en el reloj, para que
pudiera regresar de donde aú n no
habı́a llegado. Me sentı́ celosa de los
pacientes que tendrı́an la
oportunidad de verla en pocos
minutos. No le volvı́ a preguntar si
seguı́a destinada en la UCI. No es que
no me interesara, sino que trataba de
hacer las menos preguntas posibles
sobre su vida cotidiana. Ya le habı́a
frito a preguntas personales el
primer dı́a y ahora trataba de
compensar aquella acosadora
actitud. Ni siquiera me atrevı́ a
preguntar qué le ocurrió a su madre,
si era muy mayor, si tuvo un
accidente o contrajo alguna
enfermedad. Busqué en Internet la
noche anterior, despué s que Lorna
me dejara en casa, pero por el
apellido Honefoss no iguraba nadie.
Seguramente usara un pseudó nimo.
Tampoco conocı́a su nombre de pila,
lo que di icultaba aú n má s la
bú squeda. Revisé noticias del
fallecimiento de pianistas, pero lo
poco que encontré no parecı́a encajar
con la posibilidad de que alguna de
ellas fuera su madre. Nunca hablaba
de su familia, ası́ que desconocı́a si
tenı́a padre o hermanos. Miré el
Steinway y me levanté para
admirarlo de cerca una vez má s. Era
espectacular. Me dieron ganas de
acariciarlo por la belleza de su
diseñ o. No lo hice. Tenı́a los pedales
dorados, a juego con las ruedas. El
bastidor lucı́a tambié n detalles en
oro, como las bisagras que sujetaban
el atril. El emblema de Steinway &
Sons estaba grabado en el mismo
color tambié n en el frontal y el lateral
de aquel escultural piano de cola, que
rebasaba los dos metros setenta
centı́metros de longitud. Nunca tuve
la oportunidad de ver aquel modelo
en persona. Si su madre tocaba ese
piano debı́a de ser muy buena
pianista. Era un modelo para
profesionales, carı́simo. Caminé
hacia las cortinas blancas, que
dejaban ver el jardı́n. La noche
anterior la oscuridad no me habı́a
permitido verlo, y aunque tuve la
tentació n de abrir la puerta que daba
acceso a aquel verde y frondoso
jardı́n, tampoco lo hice. No querı́a
tocar nada. Preferı́a que todo
permaneciera exactamente igual a
como lo habı́a dejado Lorna antes de
irse a la clı́nica. Miré la piscina, que se
encontraba cubierta por una lona,
como lo estaban casi todas en aquella
estació n del añ o. Tenı́a escaleras
romanas en los dos extremos y
medirı́a unos quince metros de largo.
La mitad de esos metros,
aproximadamente, con iguraban el
ancho. Lo cierto es que tenı́a una casa
preciosa. Habı́a algo en ella que me
gustaba especialmente, y es que no la
habı́a compartido con su ex,
precisamente justo lo contrario, la
habı́a comprado despué s de deshacer
su vida con aquella mujer, aú n sin
nombre para mı́. Me giré y volvı́ a
contemplar el diseñ o escandinavo de
los muebles del saló n. Todo parecı́a
muy nuevo. Recordé su habitació n y
me vino la misma sensació n. Sonreı́
para mı́ misma. Si estaba en lo cierto
y Lorna no conservaba nada de su
vida anterior, decorando aquella casa
despué s de su adquisició n y, lo má s
importante de todo, no me habı́a
mentido con respecto a no haber
tenido ninguna relació n tras su
ruptura, la cama donde me habı́a
tumbado solo habı́a sido ocupada por
ella. Se me seguı́a encogiendo el
corazó n cada vez que pensaba que
otra persona pudiera besarla, tocarla
o probarla. Cosa que ya habı́a
ocurrido en demasiadas ocasiones y
que yo llevaba francamente mal. No
sabı́a qué me pasaba. Del mismo
modo que Lorna habı́a despertado en
mı́ el amor, la compresió n, la lealtad,
la idelidad y el deseo de convertirme
en alguien mejor, tambié n se habı́a
despertado en mı́ unos celos
irracionales. La otra cara de la
moneda era que me estaba
convirtiendo en una persona
injusti icadamente posesiva. Llegué a
sentir celos de sus propias manos
cuando se retiraba el pelo porque le
molestaba o porque las descansaba
en sus muslos o en las caderas. Sentı́a
celos del vaso que envolvı́a, de las
migas de pan sobre el mantel, con las
que habı́a jugueteado durante la cena
la noche anterior y del cigarrillo que
se llevó a los labios despué s de la
misma. Deseaba convertirme en todo
lo que ella tocaba. Querı́a ser su pelo,
su cuerpo, el vaso, el cigarrillo y el
humo que expulsaba. Y aquello no
podı́a ser. Yo no podı́a seguir ası́. Al
menos era consciente de que estaba a
punto de caer enferma. Cualquier
psicó logo hubiera dicho que era un
buen comienzo para la rehabilitació n.
Existı́an centros de rehabilitació n
para muchos problemas, como el
alcohol, las drogas, la anorexia…
Hasta los putos violadores contaban
con un centro donde pretender que
se rehabilitaban. ¿Pero, y yo? ¿Qué les
iba a responder cuando me
preguntaran por mi dolencia? Que
estaba enferma de amor era
posiblemente la respuesta má s
acertada. Caminé de vuelta al sofá y
me tumbé . Me cubrı́ con la manta y al
apoyar la cabeza sobre el almohadó n
el olor de Lorna impregnó el aire.
Hundı́ la cara en é l y cerré los ojos,
respirando aquel perfume que me
volvía loca.
Me sobresalté cuando sonó mi
mó vil. Me habı́a quedado dormida.
Fijé la vista en la pantalla que vibraba
sobre la mesa y leı́ aturdida el
número que aparecía. Era ella.
—Hola —contesté tan rá pido como
pude.
—Hola, ¿cómo estás?
—Muy bien, ¿y tú?
—Bien, en el descanso, por eso te
llamo.
—¿Qué hora es?
—Las doce, ¿estabas durmiendo?
—No —mentı́, porque no querı́a
que pensara que habı́a interrumpido
mi sueño.
—¡Sí!, te he despertado, lo siento.
—No, que va, me encanta.
—¿El qué, que te despierten?
—Que me llames —confesé.
—Si quieres te dejo para que sigas
durmiendo.
—No, no quiero. ¿Tienes que irte
ya?
—No, tengo tiempo hasta las doce y
media.
—Entonces qué date conmigo al
teléfono, por favor.
—De acuerdo —su voz se habı́a
vuelto más dulce.
—¿Has llegado bien al final?
—Sı́, aunque tampoco hubiera
pasado nada por llegar tarde. Serı́a la
primera vez en mi vida, tenı́a un buen
motivo.
Sentí un cosquilleo en el estómago.
—¿Vas a poder coger mañ ana y
pasado libres?
—¿No pre ieres quedarte por tu
cuenta? —dijo con voz amable.
—No, ya sabes que no.
—Pensaba que sı́. Estarı́as sin nadie
que te diga lo que tienes que hacer,
cuá ndo lo tienes que hacer, tendrı́as
la casa para ti sola.
—Eso nunca me ha importado. Tu
casa me encanta, pero me gusta
mucho más contigo dentro.
—Entonces tendré que cogerlos.
—¿Pero puedes o no?
—Sí, claro que puedo.
—¿Y para qué me cuentas toda esa
pelı́cula? Luego te quejará s de que no
dejo de decirte cosas y querrá s
deshacerte de mı́. Lo haces a
propósito.
—Tal vez —se rio.
—Te gusta provocarme.
—Es posible.
—¿Y por qué?
—Porque me gustan tus respuestas.
Siempre dices lo que sientes.
—Eso no es verdad. Ni te gustan
todas mis respuestas ni nunca te he
dicho todo lo que siento. Si lo hiciera
saldrı́as corriendo, y eso es lo ú ltimo
que quiero que hagas.
Hubo un instante de silencio hasta
que volví a oír su voz.
—¿Por qué no pruebas?
Su voz sonó tan sensual como el
beso que me dio en el hombro
desnudo provocando un escalofrı́o
que me recorrió la piel.
—¿Por qué quieres oı́rlo?, lo sabes
de sobra.
—Porque quizá me guste oı́r las
cosas que me dices.
—¿Quizá o te gusta?
—Me gusta —admitió para mi
sorpresa.
—Pero a la vez piensas que no
deberı́a gustarte, ¿no es verdad? —le
rebatí.
—Sí.
—Entonces te contaré todo lo que
siento cuando cambies de opinión
sobre ese tema, mientras tanto
puedo esperar. Yo no tengo prisa y
ası́ te demostraré que no eres el
antojo pasajero de una adolescente
vı́ctima de los cambios hormonales,
que es má s o menos lo que llevas
pensando desde diciembre.
—Ese es el problema, que no
pareces una adolescente.
—¿Preferirías que lo pareciera?
—A veces sı́, me lo pondrı́as má s
fácil.
—¿Má s fá cil para mandarme a casa
con mi mamá ? —el silencio fue su
respuesta—. Van a ser y media —dije
cuando vi la hora en el reloj—, y
tienes que volver —supe que asentı́a
aunque no la viera—. Lorna —la
llamé.
—¿Sí?
—Gracias por llamarme.
A las cuatro de la tarde abrı́ la puerta
principal y me senté en el porche de
entrada a esperarla, me morı́a por
verla. Me aseguré de coger las llaves
por si una corriente de aire cerraba la
puerta de golpe. Ya me pasó en una
ocasió n en mi propia casa y tuve que
ir a la de la vecina de al lado para
pedir que me dejara llamar a mi
madre. Le pareció la excusa má s
genial que podı́a dar para abandonar
su puesto de trabajo al instante, de lo
increı́blemente estú pida que sonaba.
Volvı́ dentro a por el anorak que
Lorna dejó colgado en el armario del
hall. El sol ya no daba en la parte
delantera y enseguida sentı́ frı́o. Creo
que aú n conservaba el frı́o de la tarde
anterior. La quietud de mi cuerpo, sin
resguardo durante la larga espera, me
habı́a dejado destemplada. Regresé al
escaló n del porche y me senté . Como
siempre que la esperaba, los minutos
se hacı́an horas y agudizaba el oı́do
en busca del motor de su coche. Para
mi sorpresa, la puerta automá tica
que daba entrada a los vehı́culos
comenzó a abrirse antes de lo que
esperaba. Inmediatamente vi el
potente morro blanco de su coche. La
busqué rá pidamente a travé s del
cristal del parabrisas. Sonreı́ cuando
nuestras miradas se encontraron. La
escayola hizo que me levantara
torpemente del escaló n, pero caminé
a su encuentro. Se rio cuando empujé
la puerta impidiéndole que saliera del
coche. Iba a detener su segundo
intento de abrirla, pero en su lugar la
abrí yo.
—¿Has comido ya? —pregunté.
—No. Espero que tú sí.
Negué con la cabeza.
—Te estaba esperando. Ya está lista
la comida.
—¿Has cocinado? No deberías…
—No te esperes gran cosa, no soy
tan buena como tú.
—Seguro que está muy bueno, y si
no, no pasa nada, nadie es perfecto.
Me giré para mirarla.
—Tú sí.
Rehuyó mi mirada y sentı́ su mano
en mi espalda cedié ndome el paso en
la puerta de entrada. Nos deshicimos
de la ropa de abrigo y caminé tras ella
hasta el salón.
—¡Has puesto la mesa y todo! Qué
encanto.
—Ven, sié ntate —le dije
ofrecié ndole la silla que habı́a
ocupado la noche anterior.
—No, siéntate tú. Yo me encargo.
Noté que estaba un poco tensa.
Evitaba el contacto visual siempre
que podı́a. Aú n ası́, su voz y sus
formas eran amables e incluso
cariñ osas. Tomé asiento como me
dijo. No querı́a llevarle la contraria.
Le habı́a prometido que harı́a cuanto
me dijera, y creo que pensaba que el
hecho de haberme metido en la
cocina a preparar unos simples
espaguetis con verduras no era la
mejor forma de descansar.
—Tiene muy buena pinta. Muchas
gracias —me dijo cuando regresó con
el bol de espaguetis.
—Yo de ti los probarı́a primero. Es
muy posible que luego no esté s tan
agradecida.
Sonrió y esta vez sı́ me miró desde
el otro lado de la mesa.
—Seguro que sí.
—Son los primeros espaguetis que
preparo en mi vida —preferı́
advertirla.
Cogió el tenedor y enrolló un
montó n de espaguetis directamente
del bol. Se los llevó a la boca. Creo que
se pasó con la cantidad. Me miró
sonriente mientras masticaba. Al
instante, asintió con la cabeza a
modo de aprobación.
—¡Está n muy ricos! —por in habló
después de tragar.
—Mentirosa —me reí.
—Te lo juro, está n buenı́simos. Son
los mejores espaguetis que he
comido en mi vida.
—Sí, seguro —me reí aún más.
—¿Acaso los has probado? —se reı́a
ella también.
—No.
—Toma, pruébalos.
Me llevó un tenedor a la boca con
bastante menos cantidad que con la
que se habı́a atrevido ella. Me encogı́
de hombros después de saborearlos.
—Comestibles, pero la zanahoria
está dura.
—Bobadas, está n perfectos. Ven,
que te sirvo.
Levanté la mano antes de que me
sirviera demasiado y observé
asombrada el plato que se puso para
ella. Estaba a rebosar.
—Lorna, estos espaguetis no está n
como para comerse esa cantidad —
señalé con el dedo su plato.
—Me gustan mucho, me gustan
mucho tus primeros espaguetis y
tengo hambre. ¿Cuál es el problema?
—Que lo haces por ser amable, por
educación.
—Si ası́ lo crees será porque lo
mereces.
La miré detenidamente antes de
empezar a comer.
—Gracias.
—A ti por preparar la comida —me
guiñó un ojo.
Me pareció increı́ble, pero
consiguió vaciar el plato que se habı́a
servido. Pensé por un momento que
igual reventaba, pero todo lo que hizo
fue no comer fruta cuando terminó .
Yo sı́ que la comı́. Apenas habı́a
comido si lo comparaba con las
raciones a las que estaba
acostumbrada. Lorna desapareció del
saló n y yo me senté de vuelta en el
sofá . En esta ocasió n escogı́ el otro, el
que formaba la ele junto al que
quedaba de espaldas a la entrada. No
estaba segura, pero pensaba que el
otro era su sitio habitual y no quería
invadirlo. El olor del café recié n
hecho llegó hasta allı́. Vi a Lorna
aparecer de nuevo en el saló n. Desde
ese sofá podı́a observar la puerta
doble de entrada. Se habı́a cambiado
de ropa. Iba totalmente de negro. Me
encantaba como le sentaba aquel
color. Contrastaba con su pelo y su
piel. Llevaba una camiseta de manga
larga y unos pantalones holgados.
Cuando se acercó me ijé en que
tambié n la camiseta le quedaba un
poco grande.
—¿Derecha o izquierda? —
preguntó , detenié ndose frente a mı́
con aire interrogante.
Entonces reparé en que no le veı́a
las manos. La observé tratando de
descifrar en su mirada qué mano
debía escoger.
—Derecha.
Me extendió un envoltorio morado.
—¡Chocolate Cadbury! —sonreı́
cuando vi lo que era.
—¿Te gusta, verdad?
—Me encanta, muchas gracias.
—Y en la izquierda tambié n —dijo
mostrando otra chocolatina en esa
mano.
—¿Dos? Muchas gracias otra vez.
—De nada —me pasó la mano por
la cabeza—. Y en el centro… —
anunció de nuevo.
Me reı́ cuando se levantó la
camiseta y me mostró el tubo de la
pomada sujeto con la cinturilla del
pantalón contra su piel.
—Me apetece ver una pelı́cula —dijo
cuando estuvimos de vuelta en el
salón—. ¿Y a ti? —me miró.
—Sı́, lo que te apetezca —respondı́
tímidamente.
Por in habı́a vuelto a mirarme a la
cara otra vez. Desde que nos
fué ramos a su habitació n para que
me hiciera la cura habı́a estado
esquivá ndome. Ni siquiera nos
dirigimos la palabra, a excepció n de
cuando le di las gracias una vez hubo
finalizado.
—¿Buscas algo? —me pidió
ofreciéndome el mando a distancia.
—¿Qué te gustaría ver?
—Lo dejo a tu elecció n. ¿Quieres
café?
—No, gracias, pre iero el chocolate
que me has traído.
Asintió y volvió a salir del saló n.
Parecı́a inquieta, casi má s de lo que
estaba yo. Regresó con una taza de
café y un paquete de cigarrillos.
—Puedes sentarte —me dijo
cuando dejó ambas cosas sobre la
mesita frente al sofá.
—Gracias —dije
imperceptiblemente. Por su posició n
deduje que iba a sentarse donde se
habı́a tumbado el dı́a anterior, ası́
que tomé asiento en el otro sofá .
Cuando lo hice me miró —. ¿Este es tu
sitio habitual? —pregunté
rá pidamente, porque no fui capaz de
interpretar su mirada.
—No, pero aunque lo fuera no
pasarı́a nada. Puedes sentarte donde
quieras —se dejó caer en el otro sofá.
No dije nada y continué buscando
en la guı́a de informació n algo que
pudiera estar bien.
—¿Has visto En la tiniebla?, está a
punto de empezar —la miré y me
encontré con sus ojos que me
observaban.
—Creo que no, pero tú sı́, ası́ que
busca otra cosa.
—Esta está bien y hace ya tiempo
que la vi. No me importa volver a
verla. Ademá s, trabaja Demi Moore y
sale muy guapa.
—¿Tambié n te gusta Demi Moore?
—la volví a mirar un instante, pero no
hablé . No estaba segura de qué
querı́a decir con aquel «tambié n»—.
¿Te gusta igual porque estaba casada
con un hombre bastante má s joven
que ella? —bebió de su café.
—Tambié n me gustaba cuando
estaba casada con Bruce Willis. Me
cae bien, eso es todo.
—¿Qué edad tenı́as tú entonces? —
soltó una risita irónica.
—Tambié n me gusta Helen Mirren.
Lo digo por si eso te hace má s gracia
aú n —ya habı́a conseguido que me
pusiera a la defensiva.
Sabı́a que me estaba analizando,
pero continué buscando en la guı́a
otra pelı́cula donde los protagonistas
no alimentaran má s aquella estú pida
conversació n. Resoplé cuando vi que
estaban echando Algo casi perfecto.
—¿Quieres ver Algo casi perfecto?
Tambié n me encanta Madonna y ella
sı́ que sale con un hombre bastante
má s joven. Creo que le saca unos
veintiocho o veintinueve años.
—¿Pero a que é l es mayor de edad?
—habı́a formulado la pregunta en un
tono provocador. Estuve a punto de
decirle que parara, que lo dejara ya,
pero volvı́ a callarme—. ¿Lo es o no?
—insistió.
—Sı́, por supuesto que lo es. Una
mujer multimillonaria como ella no
puede permitirse una demanda por
falso estupro, aunque existan
millones de adolescentes locos por
estar con ella —me escudriñ ó con la
mirada—. ¿No es eso lo que querı́as
oı́r? —me levanté del sofá cuando
detecté displicencia en su mirada.
—Pon En la tiniebla. Vamos a ver lo
guapa que está Demi Moore —dejó la
taza de café en la mesa y se tumbó.
—Tambié n hay unos paisajes de
mar muy bonitos, por eso lo decı́a —
puse el canal donde la iban a emitir y
le dejé el mando en la mesa.
—Empieza ya, ¿no vienes? —me
preguntó cuando vio que abandonaba
el sofá y me dirigía hacia la salida.
—No, vela tú. Me voy a casa.
—Denise, no —salió corriendo
detrá s de mı́ y me alcanzó antes de
que me diera tiempo a cruzar la
puerta del salón.
—Lorna, sí —la imité.
—Por favor, no. Quédate.
—¿Para qué ?, si no me soportas…
—continué caminando en direcció n
al armario del recibidor.
Me agarró del brazo obligá ndome a
girarme.
—¡Joder! ¿Có mo puedes decir eso?
—me encogı́ de hombros ató nita.
Igual todavı́a necesitaba una
explicació n—. Por favor, perdó name.
Quiero que te quedes.
—Está s perdonada. ¿Puedo coger
mi anorak, por favor?
—No —sonrió.
—Pues lo cojo yo.
Corrió delante del armario
impidiéndome el acceso.
—Tampoco te dejo —se rio.
Caminé con paso decidido tratando
de intimidarla para que ası́ se
retirara de mi camino, pero lo ú nico
que conseguı́ fue que aú n se riera
má s. Colocó sus manos en mi cintura
cuando me detuve frente a ella. Me
situé tan cerca que la obligué a
apoyar la espalda en el armario. Me
empujó suavemente para que me
separara. No dejaba de reı́rse.
Forcejeé con ella en broma. Cada vez
que me empujaba le quitaba las
manos de mi cuerpo.
—Te vas a hacer daño.
—Dé jame coger el anorak entonces
—detuve el forcejeo.
Se agarró a mi jersey por la parte
delantera y agachó la cabeza.
—No.
—Pues me voy sin él.
Me cogió los brazos obligá ndome a
rodearla y se abrazó a mi cuello con
fuerza.
—No. Quiero que te quedes
conmigo.
Sentı́ su aliento sobre mi cuello y el
cosquilleo me recorrió el cuerpo. El
tejido de su camiseta era tan ino y
suave que su espalda se dibujó como
si estuviera desnuda bajo mis dedos.
Se me aceleró el corazón al instante.
—¿Qué te ocurre? —quise saber.
No me contestó . Permaneció
abrazada a mı́ sin moverse. No quise
repetir la pregunta. Estaba claro que
me habı́a oı́do. Si no contestaba era
porque no querı́a. Deseaba
acariciarla, pero no me atrevı́ y me
quedé tan quieta como lo estaba ella,
temiendo que decidiera deshacer
nuestro abrazo si lo hacía.
—Te late muy rá pido el corazó n —
susurró . Su observació n hizo que aú n
me latiera má s rá pido, y me movı́ con
intención de separarme—. No —supo
que me querı́a ir porque me daba
vergü enza—. Me encanta oı́rlo —
volvió a susurrar y me abrazó má s
fuerte. Me quedé aú n má s paralizada.
Estaba tan rı́gida que parecı́a una
estatua de bronce—. ¿Está s bien? —
asentı́ porque no me salı́a la voz—.
No, no lo está s —dijo cariñ osamente
y apretó su cara contra mi cuello.
Debı́a de estar pensando que era
medio idiota de lo inmó vil que me
encontraba—. ¿Quieres irte?
—No —por fin hablé.
Deslizó sus dedos hasta mi cuello y
presionó levemente sobre el pulso
acelerado.
—¿Y de aquí?
Comprendí su pregunta al instante.
—Tampoco. No querı́a que dejara
de abrazarme, aunque la rigidez de
mi cuerpo pudiera manifestar lo
contrario.
—¿Está s segura? —asentı́ otra vez
—. ¿Sigues enfadada?
—¿Y tú contigo misma? —al in
recobré la voz.
—Yo he preguntado primero —se
echó a reı́r, separá ndose li geramente
de mí.
Estuve a punto de recuperar la
corta distancia que habı́a vuelto a
quedar entre nosotras, sin embargo,
desistí sin ni siquiera intentarlo.
—No estoy enfadada Lorna…
¿Vemos la película?
Me siguió de cerca de vuelta al
saló n. Hubiera jurado que pareció
sorprenderse cuando di, muy a mi
pesar, por finalizado nuestro abrazo y
me senté una vez más en el otro sofá.
—¿Te vas a sentar ahı́? —suspiró
antes de volver a tumbarse en el
mismo lugar de donde se vio obligada
a levantarse cuando tuve la intenció n
de irme.
La miré y me puse en pie al
instante. Desvió la vista hacia la
pantalla de televisió n cuando me
acerqué despacio y me senté a su
lado. Me miró de nuevo al quitarme el
jersey y deshacerme de la ú nica bota
que llevaba puesta.
—No, mejor aquı́ contigo —
respondı́ a su reproche tumbá ndome
a su lado.
Pegó la espalda al respaldo del sofá
para hacerme sitio. Me acosté de lado
para poder ver la televisió n y ası́
ingir que la pelı́cula me interesaba
má s que la mujer que se encontraba
tumbada detrá s de mı́. No duré
mucho pretendiendo ignorarla y
busqué su brazo para que me rodeara
la cintura. Respiré aliviada cuando no
solo no rechazó mi gesto, sino que se
acercó má s a mı́, reposando parte del
peso de su cuerpo sobre el mı́o.
Arrastré entonces su mano, dejándola
aprisionada contra mi pecho. Querı́a
que supiera que estaba receptiva a
sus muestras de cariñ o, por si la
pasividad que habı́a mostrado antes,
mientras me abrazaba, le habı́a
dejado alguna duda sobre si me
gustaba o no sentirla cerca. Hacı́a
rato que ya anochecı́a y el saló n iba
oscurecié ndose por momentos
dejando a la televisió n como ú nica
fuente de iluminació n. Cerré los ojos
y comencé a tomar conciencia de su
cuerpo, que se habı́a amoldado al mı́o
a la perfecció n. Hundió el rostro en
mi pelo y me besó suavemente. No
me movı́, aunque hubiera deseado
darme la vuelta y que el siguiente
beso aterrizara en mis labios. En su
lugar le devolvı́ su beso en la mano, a
la que habı́a convertido en mi rehé n.
Sonrió sonoramente y volvió a
besarme donde ya lo hizo antes, pero
con má s fuerza. Me reı́ y una vez má s
imité su cariñ oso gesto e intensidad.
El siguiente beso se tornó sensual,
ponié ndome la piel de gallina. Su
proximidad empezaba a hacerse
latente en mis cinco sentidos y besé
sus dedos cuando pasaron
imperceptiblemente sobre mis
labios. Liberé su mano cuando la
desplazó , abrigando con su calor el
hombro que me dejaba al aire la
camiseta de tirantes. Su caricia
resbaló por mi brazo desnudo hasta
el codo, pasando por la escayola para
alcanzar mis dedos.
—¿Tienes frı́o? —susurró ,
besá ndome la piel de detrá s del
hombro. Me giré acurrucá ndome
contra su cuerpo y oculté la cara en
su cuello. No me atrevı́ a mirarla, no
quise que viera el deseo que
anunciaban mis ojos—. ¿Eso es un sı́
o un no?
—Un no —murmuré.
Me rodeó acercá ndome má s a ella.
Yo no habı́a tenido el valor de
abrazarla cuando me giré y mis
brazos habı́an quedado aprisionados
contra su tó rax, como si deseara
mantener una barrera de contenció n
entre ambas. No tardé en sentirla de
nuevo acariciá ndome el pelo y
cosquilleando mi cabeza. Me atrevı́
entonces a abrazarla y enseguida
reaccionó a mis caricias recorriendo
su espalda. Su respiració n, tan
errá tica como la mı́a, junto al aroma
de su piel que todo lo envolvı́a,
nublaron mi razó n. Besé su cuello,
insegura al principio, pero cuando
apretó su rostro contra el mı́o la
intensidad de mis besos cambiaron,
también lo hizo su recorrido.
—No podemos —la oı́ musitar
antes de que alcanzara sus labios. Su
aliento me acarició la piel e incendió
mi cuerpo como si hubiera prendido
una mecha. Habı́a escuchado sus
palabras, pero no las asimilé y
persistı́ en mi deseo de besarla—.
Denise, no podemos —volvió a
musitar entrecortadamente. Sus
dedos se habı́an posado sobre mis
labios, impidiendo ası́ que diera
alcance a los suyos.
Entreabrı́ los ojos y me encontré
con su mirada entornada que me
observaba. Nos miramos tratando de
contener nuestras agitadas
respiraciones, pero no pude evitar
besar aquellas yemas empeñ adas en
poner un obstá culo entre nuestras
bocas. Bajó la vista hacia mis labios
cuando volvı́ a besar sus dedos y otro
escalofrı́o me recorrió cuando se
movieron lentamente
acariciándomelos.
—Eres preciosa —susurró con los
ojos fijos en mi boca.
—Parece que no lo su iciente —
suspiré.
Sus caricias se detuvieron al
instante y levantó la vista buscando
mi mirada.
—Sı́, eres preciosa —a irmó —. Y yo
soy demasiado mayor para ti —
añadió acariciándome la cara.
—Eso no es verdad —repliqué no
sin cierto temor a su reacción.
—Denise, por favor…
—No estamos haciendo nada malo.
—Tú no, pero yo sí —pronunció con
seriedad, incorporándose en el sofá.
—No, no te vayas por favor —
detuve su intenció n de huir de allı́
agarrá ndola del brazo—. Qué date
aquı́ conmigo —le rogué . Cubrió mi
mano, la que la retenı́a, con la suya y
se giró para mirarme—. Me portaré
bien —aseguré mientras me
contemplaba sumergida en un
desasosegante mutismo—. Te lo juro,
solo quiero estar tumbada aquı́ a tu
lado. Eso no es ningún delito.
Sus ojos descendieron por mi
cuerpo con rapidez. Se me escapó un
suspiro cuando solté su brazo,
consciente de que quería irse.
—Solo voy a coger la manta.
Sus palabras me aceleraron el
corazó n. La observé gatear y estirar
el brazo para alcanzar la manta que
me habı́a dejado por la mañ ana, y que
ahora yacı́a en el otro sofá . Me giré
hacia la televisió n antes de que
volviera a mi lado y me cubriera. Le
di las gracias cuando lo hizo, ella me
acarició el pelo como respuesta.
Tenı́a los ojos clavados en la pantalla,
pero todos mis sentidos se
encontraban a mi espalda, con Lorna.
Nuestros cuerpos apenas se rozaban
ya, sin embargo, era capaz de sentir el
calor que desprendı́a el suyo en la
proximidad.
—¿Lorna? —la llamé despué s de
permanecer en silencio, haciendo que
veía la película durante un largo rato.
—¿Sí?
Me sobresaltó su voz. Pensé que se
habı́a quedado dormida. La quietud
de su cuerpo desde que volviera a
tumbarse junto a mı́ habı́a sido
constante.
—Tú no has hecho nada malo —dije
sin mirarla.
Como era habitual en ella, cuando
no quería hablar de algo, el silencio se
convertı́a en su respuesta favorita.
Eso fue lo que hallé , un silencio tan
sepulcral como el que habı́amos
estado compartiendo en la ú ltima
media hora.
A pesar de ello continué hablando
desde mi posición.
—No ha ocurrido nada Lorna, y si
hubiera ocurrido, te aseguro que no
hubiese sido nada que no quisiera.
Ademá s, soy yo la que no te dejo en
paz.
—Me gusta que no me dejes en paz,
como tú dices… —reveló para mi
sorpresa.
Se me desbocó el corazó n con su
confesió n. La cabeza me iba a mil por
hora descartando distintas opciones
para responder a aquella declaració n,
pero no me atrevı́ a llevar a cabo
ninguna. Me quedé quieta, sin
cambiar de postura, tratando de
dominar mi acelerado corazó n. El
silencio volvió a invadir aquella
estancia tan grande, a excepció n del
sonido de fondo de la pelı́cula, a la
que ninguna de las dos habı́amos
prestado la má s mı́nima atenció n.
Tardé mucho tiempo en reunir el
coraje necesario para girar la cabeza
y saber qué era de la mujer que
permanecı́a tumbada detrá s de mı́ en
la penumbra. Cuando lo hice, la
encontré con los brazos cruzados
bajo su cabeza y mirando en mi
direcció n. No se habı́a movido en
ningú n momento, por lo que supuse
que habı́a adoptado aquella re lexiva
pose desde que se tumbara de nuevo
a mi lado. Vacilé ante su penetrante
mirada, pero aú n ası́, el deseo de
volver a sentir su cuerpo junto al mı́o,
aunque supiera que no podı́a cruzar
la lı́nea, me venció y apoyé la cabeza
en su hombro rodeá ndola con mi
brazo. Advertı́ que se tensaba cuando
mis dedos rozaron sin querer la piel
del estó mago, que habı́a quedado al
descubierto. Estiré rá pidamente su
camiseta y la atrapé bajo la cinturilla
del ino pantaló n para cubrirla.
Querı́a que se sintiera tranquila, que
supiera que podı́a con iar en mı́,
independientemente de nuestra
proximidad y del deseo que ardı́a en
mi interior. Tenı́a claro que un nuevo
movimiento en falso por mi parte
harı́ a que Lorna pusiera distancia
entre las dos. Mi brazo había quedado
reposando sobre su estó mago, pero
evitaba con mi mano tocar su cintura
y en su lugar, era el tejido del sofá el
que apreciaba bajo los dedos.
—Gracias —susurré cuando dejó de
utilizar los brazos como almohada y
me abrazó.
Me besó suavemente la cabeza,
abrazá ndome má s intensamente,
sujetá ndome con fuerza contra su
cuerpo. Despué s, cerré los ojos y me
concentré en el placer que me daba el
tacto de sus manos acariciá ndome
bajo la manta.
Capítulo 11
No me llevó mucho tiempo convencer
a Lorna para que me dejara ir con ella
a Bou-Azzer, el sá bado por la noche,
cuando supe que Lorena y su grupo
tocarı́an allı́. Lorena le habı́a llamado
por telé fono el jueves a media
mañ ana y Lorna le atendió desde su
tumbona, pró xima a la mı́a. Volvı́a a
hacer un dı́a inusual para ser pleno
invierno y Lorna querı́a disfrutarlo al
aire libre. Le dije que podı́amos ir a la
playa por si le apetecı́a darse un
paseo, pero me dijo que no. En su
lugar dispuso las tumbonas con las
mullidas colchonetas en mitad del
jardı́n y allı́ pasamos prá cticamente
todo el dı́a. Tambié n comimos en el
jardı́n, aprovechando la sombra que
nos ofrecı́a una palmera. Cogió mi
libro de texto y comenzó a leer un
nuevo temario en voz alta. Llevaba
toda la mañ ana estudiando conmigo,
repasando temas ya dados y
explicá ndome dudas que surgı́an en
los nuevos por no haber asistido a
clase.
—¿No está s cansada? —pregunté
aprovechando una pausa.
—¿Lo está s tú ? —me miró con sus
gafas de lectura. Volvı́ a sus piernas
cruzadas, al hipnotizador balanceo de
su pie descalzo mientras le
escuchaba—. ¿Quieres dormir un
poco?
—Contigo.
—De acuerdo, duerme un rato y
luego seguimos.
—Contigo —repetı́ con la vista
posada sobre su precioso pie y el
dibujo de su puente.
Su silencio hizo que mis ojos
ascendieran por su cuerpo tumbado
hasta encontrarme con los suyos.
—¿Eso es un no?
—Eso es que tú duermes un rato, yo
me callo y te dejo dormir.
—O sea, un no —con irmé . Sus
labios estuvieron a punto de sonreı́r,
pero logró controlarlos. Recorrı́ de
vuelta el camino por su cuerpo hasta
el pie, que continuaba con aquel
balanceo—. Sigamos entonces.
—Me parece bien que quieras
descansar, llevamos todo el día.
—Te vas a quedar sin voz —apunté
antes de recostarme de lado, dá ndole
la espalda. Cerré los ojos. Echaba de
menos su proximidad, que me
abrazara como el dı́a anterior, pero
era obvio que ella a mı́ no me echaba
de menos. No obstante, habı́a
dedicado todo el dı́a a estudiar
conmigo, empeñ ada en que no me
quedara rezagada por mi ausencia a
la facultad—. Lorna —la llamé
cuando la oı́ levantarse de la
tumbona.
—¿Sí?
—Muchas gracias por estudiar
conmigo.
—De nada, boba.
Supe que se alejaba cuando escuché
sus pisadas sobre el cé sped. Despué s,
sus pasos se perdieron dentro de la
casa y dejé de oírla.
—¿Está s dormida? —preguntó
cosquilleándome la cabeza.
Entreabrı́ los ojos y la vi a mi lado.
Era la primera vez que Lorna me
tocaba desde que llegá ramos a su
casa por la mañana.
—Anda, ven, é chate mejor en la
cama.
—Aquı́ estoy bien, gracias —volvı́ a
cerrar los ojos.
—Aquı́ te vas a enfriar. ¿Tienes
mucho sueñ o? —asentı́ perezosa—.
Ojalá pudiera llevarte en brazos, pero
no puedo. Haz un esfuerzo, yo te
ayudo —negué con la cabeza—. Aquı́
no puedes quedarte —susurró
retirándome el pelo de la cara.
—Sí que puedo.
—¿No querías dormir conmigo?
—Sí —abrí los ojos de golpe.
—Pues ven.
—Pero tú no querı́as, ¿no te
acuerdas?
—He cambiado de opinión.
—No te creo —comenté escé ptica,
ponié ndome en pie. Caminé agarrada
a su mano, que tiraba de mı́ y me iba
dirigiendo por toda la casa. Entramos
en su habitació n. Habı́a abierto la
cama y varios almohadones
esperaban acogedoramente contra la
cabecera—. ¿Tanto se me nota? —
pregunté adormilada cuando me
senté en el extremo de la cama al que
me había llevado.
—¿El qué?
—Lo loca que estoy por ti —un velo
de rubor cubrió su rostro, incluida la
mirada. Me fundı́ unos segundos en
aquellos ojos que me miraban
penetrantemente—. Supongo que
tanto como a ti todo lo que pasas de
mı́ —me respondı́ a mı́ misma,
dejá ndome caer de espaldas sobre la
cama.
—Eso no es verdad —suspiró.
Cerré los ojos y me deslicé hacia la
mitad de su inmensa cama. Una
sonrisa, mezcla entre incredulidad y
resignació n, se asomó a mis labios
sin que lo pretendiera.
—Te aseguro que eso no es verdad
—dijo de nuevo. Entreabrı́ los ojos y
la miré un instante. Sonreı́ soñ olienta
antes de darme la vuelta y quedar de
espaldas. Se acomodó a mi lado en la
cama, pero no me movı́. Me sentı́
reconfortada por el calor de su
cuerpo en la proximidad, aunque no
me tocara—. ¿Está s có moda? —
susurró.
Alcancé su mano y tiré de ella para
que me abrazara.
—Ahora sí.
Me besó cariñ osamente la cabeza y
apreté su mano contra mi pecho
como respuesta.
Capítulo 12
—Puedes tocarlo —me dijo desde el
sofá cuando volvı́ a mirar el Steinway
al pasar una vez más por su lado.
Ignoré su ofrecimiento y respondı́ a
la pregunta que me habı́a hecho.
Desde que terminá ramos de
desayunar, Lorna se habı́a instalado
en el sofá con mi libro y no dejaba de
asegurarse de que me sabı́a la
lecció n. Llevaba demasiado tiempo
contestando a su improvisado
examen y su belleza, mientras
formulaba nuevas preguntas, me
estaba volviendo tan loca que me
levanté para pasear por su saló n
tratando de ahuyentar mi deseo de
besarla.
—De hecho, me gustarı́a que lo
tocaras —sonrió con amabilidad —
retiré mis ojos de los suyos
tı́midamente—. Me encantarı́a oı́rte
—insistió.
—No sé tocar el piano —murmuré.
—Cariñ o, si con diecisé is añ os
reconoces un Steinway & Sons es
porque sabes tocarlo.
Sonreı́ avergonzada y tensé el brazo
sobre la muleta.
—Es demasiado bueno para que lo
toque cualquiera.
—Tienes razó n, precisamente por
eso te pido a ti que lo hagas.
—Gracias —musité enrojeciendo
más de lo que ya estaba.
Sonrió desde el sofá y sus ojos me
estudiaron intensamente.
—Eres la primera persona a la que
le dejo tocarlo. Ni siquiera lo he
tocado yo —asentı́ agradecida, pero
enseguida rehuı́ su mirada otra vez.
Se me habı́a acelerado el corazó n
cuando me miró de aquel modo—.
¿No quieres? —preguntó
suavemente.
Caminé hacia ella y su mirada me
recorrió de arriba a abajo.
—Tú primero —me tembló la voz.
—¿Yo? Yo no sé tocar el piano,
Denise.
—Me dijiste que tu madre te enseñó
algunas cosas.
—Pero eso fue hace mil añ os, era
una cría, ya no me acuerdo.
—Sigues siendo una cría.
—Sí, claro.
—En ocasiones te comportas como
tal —apunté.
—¿Ah, sí?
—Sı́ —con irmé —. Inventarte lo de
Greta para averiguar hasta dó nde
habı́a llegado en mis supuestas
relaciones sexuales a mı́ me parece
bastante infantil, ¿no crees?
—A eso se le llama tacto.
—¿Ahora se llama ası́? Si lo hubiera
hecho yo…
—Tú ya lo has hecho —contestó
con cierta arrogancia en esta ocasión.
—¿Cuándo?
—El otro día, sin ir más lejos. Por no
mencionar tambié n el mismo dı́a que
nos conocimos —sus ojos se posaron
triunfantes sobre mí.
—Pero yo solo te pregunté si habı́a
alguien en tu vida.
—Y yo solo te pregunté a ti si no lo
habı́a habido en la tuya —repuso con
rapidez—. Pero tú me respondiste
que nunca te habı́as acostado con
nadie. Y como no me quedó clara tu
respuesta, maticé sobre el asunto.
—Vale, tú ganas —suspiré
resignada—. Pensaba que era eso lo
que querías saber.
Me sujetó la muleta impidiendo que
me alejara.
—En realidad, sı́. Ası́ que ganas tú
—me guiñ ó un ojo con aquella
sonrisa que cada dı́a me enamoraba
más.
Desistı́ en mi intento de que tocara
algo de lo que le habı́a enseñ ado su
madre y ella no volvió a insistirme a
mı́ tampoco. Continuamos con su test
y pasamos el resto de la mañ ana
estudiando. Me llevó a la habitació n
donde guardaba su colecció n de
minerales cuando pregunté por la
cobaltocalcita que le habı́a regalado
su madre. Me quedé boquiabierta
cuando descubrı́ la estancia llena de
expositores, parecı́a un museo, era
espectacular. No sé cuá ntos
minerales podrı́an encontrarse allı́,
los habı́a de todos los tamañ os,
formas y colores posibles. Mis ojos
buscaron con rapidez los de color
rosa, pero existı́an demasiadas
vitrinas que lucieran aquel color en
sus diversas tonalidades. Los vi
desde el rosa má s pá lido al fucsia
má s intenso. Me acerqué y descarté
las rodocrositas, al ver que cada
mineral estaba correctamente
etiquetado con su nombre y
procedencia. Pasé por las rodonitas y
rubelitas hasta que di con las
cobaltocalcitas. Las miré
detenidamente, pero aú n ası́
quedaban má s expositores con aquel
impactante mineral. Continué
buscando la pieza con forma de
montañ a de la que me habı́a hablado.
Se rio cuando señ alé a una que
brillaba bajo los rayos del sol que
entraban por la ventana, tenı́a
cristales rosas violáceos.
—Es preciosa, casi tanto como tú —
murmuré sin mirarla.
—Tú sı́ que eres preciosa —
respondió a mi lado en voz baja.
Enrojecı́ levemente y el corazó n se
me aceleró otra vez. Nuestros brazos
estaban tan cerca que casi se
rozaban, enseguida tomé conciencia
de su proximidad. No la miré y ella
tampoco a mı́. Permanecimos quietas
y en silencio contemplando la
maravillosa pieza. Me negué a cogerla
cuando deslizó el cajó n dá ndome
acceso a ella. Lorna la cogió por mı́ y
me abrió la mano depositá ndola en
mi palma.
—A ti te dejo —dijo con dulzura.
Pesaba y agradecı́ que lo hiciera,
porque el pulso me temblaba
ligeramente. La admiré má s de cerca,
girá ndola para verla desde todas las
perspectivas. Advertı́ que no todos
los especı́menes que tenı́a de aquel
mineral provenı́an de Marruecos.
Tambié n los habı́a de la Repú blica
Democrá tica del Congo, el antiguo
Zaire. Sin embargo, me contó que las
cobaltocalcitas de mejor calidad, por
su grosor y su color, provenı́an del
yacimiento de Peramea, en la
provincia de Lé rida, en Españ a. Me
enseñ ó el ú nico ejemplar con el que
habı́a logrado hacerse. Las minas ya
estaban cerradas desde hacı́a mucho
y era prá cticamente imposible hallar
alguna en el mercado. Ella la habı́a
conseguido, hacı́a añ os, de un
coleccionista que vendı́a parte de su
colecció n privada en un mercadillo.
La pieza no llegaba a los cuatro
centı́metros, no obstante lucı́a un
color fucsia tan fuerte que llamaba la
atenció n. Me dejó en la habitació n,
rodeada de aquellas curiosas formas
e intensos colores, cuando se fue para
preparar la comida. Entonces
aproveché para estudiar su
impresionante colecció n con má s
calma, aunque la echara de menos.
Me senté en el extremo del sofá con el
libro sobre las piernas y me empezó a
entrar sueñ o inmediatamente. Habı́a
comido mucho y eso no ayudaba, la
culpa la tenı́a Lorna por cocinar tan
bien. La oı́a merodear por la casa y
me pregunté cuá ndo dejarı́a de hacer
cosas para sentarse conmigo. En
cuanto pasaba un rato sin verla me
ponı́a fatal, bastante me costaba ya
despedirme de ella cada tarde, tener
que esperar hasta el dı́a siguiente
para poder contar con su compañ ı́a.
Tardó un largo rato en aparecer otra
vez por el saló n, cuando al in lo hizo
traı́a consigo un libro. La miré de
reojo al sentarse en el extremo
opuesto del sofá que habı́a ocupado
yo. Me molestó la distancia que dejó
entre ambas. Querı́a tocarla o al
menos sentirla má s cerca de mı́. Miré
su mano cuando, al acomodarse, la
dejó reposada a medio camino entre
las dos. Me encantaban sus manos, no
podı́a dejar de contemplarlas. Giré la
cabeza para saber si se estaba dando
cuenta de la insistencia de mi mirada
y la encontré absorta en el libro.
Traté de averiguar qué tı́tulo le tenı́a
tan ensimismada, pero no pude ver la
portada. Regresé a su mano durante
un tiempo pero cuanto má s la miraba
má s deseaba tocarla. Estiré la mano
acercá ndola a la suya y le rocé
suavemente el dorso, bajando por sus
dedos. Me sobresalté cuando la giró y
me atrapó el dedo ı́ndice con el que la
acariciaba. Reı́ cuando su mano se
cerró sobre mi dedo, aprisioná ndolo
con fuerza en su interior. La miré
pero ella no se reı́a, sino que
continuaba con su lectura como si
nada. Traté de liberar mi dedo
cuando lo sujetó para que no
escapara. Volvı́ a mirarla y Lorna
seguía a lo suyo, inmersa en su libro.
—¿No me vas a devolver el dedo?
No me contestó , solo movió la
cabeza al pasar a la pá gina contigua.
Hubo un momento en que dudé de si
en realidad estaba leyendo, aunque
de no ser ası́ lo parecı́a. Noté que su
mano se relajaba alrededor de mi
dedo y me quedé quieta, sin poder
evitar la sonrisa, esperando el
momento oportuno para sacarlo.
Solté una carcajada cuando en el
siguiente intento por soltarme, su
mano se cerró con fuerza
impidiéndomelo. No había manera de
pillarla desprevenida. Sus labios
esbozaron una mueca que
inmediatamente logró reprimir.
—Te estás riendo —dije.
Trató de mantenerse indiferente,
pero vi que cada vez le costaba má s
aguantar. Hice un esfuerzo má s por
escapar y tampoco lo conseguı́ en
esta ocasió n. Lo volvı́ a intentar
varias veces má s, pero no habı́a
forma de que me dejara. De pronto,
su mano se abrió liberándome.
—¡Nooo! —protesté.
No querı́a que dejara aquel juego y
mucho menos perder su contacto.
Movı́ mi dedo sobre su mano para
que me lo atrapara de nuevo, pero
esta vez permaneció impasible a mi
provocació n. Le rasqué la palma de la
mano, sin embargo ella siguió
ignorándome.
—Anda, có gemelo otra vez, por
favor —le rogué.
Se echó a reı́r sin levantar la vista
del libro. No estaba segura de lo que
le hizo tanta gracia. Quizá tenı́a que
ver má s con algo que acababa de leer
que con mi súplica.
—¿Pero no querías que te soltara?
—Lo que quiero es que me hagas
caso —respondı́ incliná ndome sobre
ella, hasta que apoyé la cabeza sobre
sus piernas.
—¿No te hago caso? —sonrió
abandonando su lectura para
mirarme.
—No el su iciente —negué con la
cabeza.
Cerró el libro y lo dejó a un lado.
Despué s, sus dedos se colaron entre
mi pelo cosquilleándome la cabeza.
—Claro que te lo hago.
Sus caricias me pusieron la piel de
gallina.
—No me importa que leas mientras
me hagas caso.
Su mano se movió descansá ndola
sobre mi frente. Mi mente viajó a la
primera vez que sentı́ esa misma
mano sobre mı́ para preguntarme
có mo me llamaba. Su voz y su calor
hicieron que me enamorara de ella a
pesar de que no pudiera verla. Jamá s
habı́a sentido algo parecido y todo el
tiempo que compartimos juntas tras
aquel instante seguı́a a ianzado mis
sentimientos, haciendo que ya no
pudiera vivir sin ella.
Su mirada se posó sobre mi ceja
cuando la acarició con el pulgar.
—Tenı́as razó n. No me ha quedado
cicatriz, gracias —dije dá ndole un
beso en la tripa.
—De nada, preciosa —su caricia se
movió hasta mi sien.
Reclinó la cabeza hacia atrá s
acomodá ndose en el sofá . Desde esta
posició n ya no le veı́a la cara. Mis ojos
se dirigieron a su barbilla y bajé por
la piel dorada de su cuello hasta que
la ropa me impidió seguir
recorrié ndola. Sus caricias habı́an
vuelto a mi pelo, pero cada vez eran
má s espaciadas. Reparé en que ahora
respiraba de forma má s profunda y
regular, parecı́a que se estaba
quedando dormida. Me incorporé
despacio y le quité suavemente las
gafas. Abrió los ojos cuando lo hice.
Las dejé en la mesita con cuidado, al
girarme hacia ella otra vez me topé
con su mirada adormilada que me
observaba.
—Ven, túmbate —le dije.
Se movió lentamente sobre el sofá
estirando su cuerpo por delante del
mı́o y dejá ndome sin salida contra el
respaldo. Estaba dispuesta a
levantarme para que tuviera má s
espacio y pudiera descansar, pero
preferı́ que no me dejara otra opció n
que permanecer allí. Me tumbé detrás
de ella, quedando muy cerca, pero no
lo su iciente, porque ni siquiera la
rozaba. Aproveché para contemplarla
mientras yacía ajena a mi mirada.
Pasado un rato, giró la cabeza hacia
mı́ y sus ojos entornados se
encontraron con los mı́os. No me dio
tiempo a retirar la vista. Como
siempre, me pilló mirá ndola a
escondidas.
—¿Y ahora quié n es la que no hace
caso a quié n? —murmuró
volvié ndose otra vez, arrastrando mi
mano escayolada para que la rodeara.
—No es verdad, siempre te hago
caso —repuse con rapidez
acercándome más a ella.
—No, no me lo haces —murmuró
de nuevo.
—Es lo ú nico que quiero hacer,
pero nunca sé si quieres o no —
confesé dándole un beso en la cabeza.
Volvió a sonreı́r, empujando su
cuerpo hacia atrá s y pegá ndolo al
mı́o. Mis caderas temblaron
involuntariamente al sentir el calor
de sus glú teos presionando contra mi
pubis. Creo que en ese momento se
percató de no haber calculado bien su
trayectoria, ya que solo pretendı́a
aprisionar cariñ osamente mi cuerpo
contra el sofá . Pensé que no tardarı́a
en separarse y me encantó cuando no
lo hizo. Permanecı́ inmó vil,
abrazá ndola, tratando de no pensar
en el placer que me daban sus glú teos
presionando mi sexo, aunque no lo
consiguiera.
Capítulo 13
Aquel sá bado quedé con Lorna por la
tarde, aunque eché de menos no
haberla visto desde primera hora de
la mañ ana, cosa a la que me tenı́a
acostumbrada durante los dı́as que
pasé con ella en su casa. Muchos
sá bados los pasaba con mi madre
hasta mediodı́a, en que comı́amos
juntas. Era el rato que dedicá bamos
para vernos los ines de semana.
Despué s, cada una hacı́a su vida, ella
salı́a con Israel o sus amigas y yo
hacı́a lo mismo por mi cuenta. Pero
eso ocurrı́a antes de que apareciera
Lorna. Ahora deseaba estar con ella
cada segundo del dı́a, y cualquier otro
plan que inter iriera en retrasar el
momento de verla ya no era de mi
agrado. De todas formas, fue ella
misma quien propuso que nos
vié ramos a ú ltima hora de la tarde.
Podrı́a haber cambiado mi habitual
rutina con mi madre, cosa que ya
había hecho en múltiples ocasiones si
algo me surgı́a, pero esta vez ni
siquiera hizo falta. No quise
quejarme cuando sugirió la hora el
dı́a anterior, aunque fuera bastante
má s tarde de lo que yo esperaba y
deseaba. Despué s de todo me iba a
llevar a Bou-Azzer y era la primera
vez que saldrı́a con ella por la noche.
Aú n faltaban veinte minutos para
verla, pero ya no aguantaba má s en
casa y decidı́ encaminarme hasta la
avenida principal, donde habı́amos
quedado. Me apresuré cuando vi su
coche aparcado en la esquina con las
luces de emergencia encendidas.
Como siempre, los latidos del
corazó n se aceleraron. Me asomé por
la ventanilla del copiloto pero
descubrı́ que no estaba dentro. Miré a
mi alrededor en su bú squeda y no la
encontré entre la gente que paseaba
arriba y abajo en la acera, ni entre las
que se agolpaban frente a los
escaparates de las tiendas. Apoyé el
brazo sobre la barra embellecedora
del techo de su coche y dirigı́ la
mirada a la acera de enfrente, por si
la veı́a. Bajé la vista cuando oı́ el
caracterı́stico ruido que hacı́an las
puertas al abrirse con el mando a
distancia.
—Hola, chica guapa. ¿Esperas a
alguien?
Reconocí su voz de inmediato.
—A ti —me di la vuelta.
Tropecé con sus ojos, que me
observaban sonrientes. Como cada
dı́a, no pude evitar sentir aquel
flechazo que me atravesaba cuando la
veı́a por primera vez. Incluso me
pasaba cuando llevaba horas con ella
y de pronto la miraba.
—Llegas pronto.
—Tenı́a ganas de verte —confesé .
Su sonrisa se dibujo más amplia en su
rostro y sus ojos me miraron
penetrantes—. Tú tambié n llegas
pronto.
—Será porque yo tambié n tenı́a
ganas de verte.
—Lo mı́o no es una suposició n, sino
una con irmació n —dije dá ndole un
beso en la mejilla.
Giró mi cara con la suya mientras la
besaba y me devolvió el beso, pero
con mayor intensidad.
—Lo mı́o tambié n —susurró en voz
baja junto a mi oído.
Bromeó bloqueá ndome las puertas
del coche cuando me disponı́a a
entrar en é l. Aquella noche parecı́a
especialmente contenta. Observé su
juego atontada aú n por el cosquilleo
que me habı́a producido su beso, su
aroma y su voz en tono confidente.
—¿No ı́bamos a Bou-Azzer? —
pregunté , acomodada al in en el
asiento del copiloto cuando vi que
tomaba otra dirección.
—Luego, ahora vamos a otro sitio.
¿Te parece bien?
Me pareció perfecto. Habı́a sonado
ligeramente misteriosa y no quise
preguntar má s para no estropear la
sorpresa, si es que habı́a una.
Entramos en el club ná utico y
recorrimos la calzada, adornada con
plantas y palmeras, hasta que
llegamos al aparcamiento. Hacı́a una
noche tan buena que parecı́a
primavera. El cielo estaba totalmente
despejado y las estrellas brillaban
junto a una luna en fase de cuarto
creciente. Caminé a su lado entre la
gente que tambié n habı́a aparcado y
se dirigı́an ahora hacia el edi icio
principal. La seguı́ cuando todos
entraron, y ella continuó el camino
bordeando la inca. Me rodeó el brazo
al doblar la esquina y la acera se
convirtió en un sendero de pizarra
que nos abrı́a paso a travé s de un
jardı́n iluminado tenuemente con
farolillos. En ese instante, solo fui
consciente del calor de su mano y la
leve presió n que ejercı́a a travé s de la
manga de mi abrigo.
—Está s increı́blemente guapa esta
noche, ¿lo sabías?
—Gracias —me tembló la voz y el
corazó n se me desbocó . No tuve valor
para mirarla cuando me dijo aquello y
continué con la mirada en el suelo,
para asegurarme de no tropezar con
algún saliente.
—No, no lo sabes —dijo, apoyando
cariñ osamente su cabeza en mi
hombro.
La tensió n apenas me dejó hablar, y
agradecı́ como nunca la falta de luz
para que no pudiera ver mi rostro
enrojecido. Su mano resbaló por mi
brazo en una caricia hasta alcanzar la
mı́a y entrelacé mis dedos con los
suyos a pesar de la escayola.
—Estás muy callada —musitó.
—No —es todo lo que alcancé a
decir tras la descarga de electricidad
que recorrió mi cuerpo con el roce de
sus dedos.
Se detuvo y tiró de mi mano
levemente para que me detuviera
también.
—¿Está s segura de que te apetece
estar conmigo? —me preguntó con
dulzura buscando mis ojos que aú n la
rehuían.
—¿Có mo puedes dudarlo? Yo
siempre quiero estar contigo —al in
la miré , aunque no pudiera ver su
cara con excesiva claridad.
Se acercó despacio a mı́,
aproximá ndose tanto sin apartar sus
ojos de los mı́os, que por un instante
pensé que iba a besarme. Dejó
escapar un suspiro y apoyó la frente
sobre mis labios en su lugar. La besé
suavemente, descendiendo por el
lateral de su rostro.
—Hoy te he echado mucho de
menos —susurró entrecortadamente
al tiempo que sus dedos se
deslizaban entre los mı́os con una
sensualidad estremecedora.
—Y yo a ti —le respondı́ al oı́do con
un hormigueo en el estómago.
Mi respiració n se agitó cuando su
cara acarició la mı́a. Rocé con los
labios su cuello antes de besarlo y me
dejé llevar por su aroma. En esta
ocasió n no se retiró . Ahogó un
gemido cuando mis besos se
tornaron hú medos, recorrié ndole la
piel. Me perdı́ en su ardiente acogida
y mi propia excitació n me llevó en
busca de sus labios. Me detuve antes
de alcanzarlos al oı́r la risa de una
mujer. El leve jadeo de su aliento
sobre mi boca me abrasó la piel, pero
di un paso atrá s, separá ndome de ella
tras escuchar que se acercaban. Nos
miramos en silencio, con la
respiració n acelerada. Aú n apreciaba
el pecho de Lorna ascender y
descender por la falta de aire cuando
la pareja pasó junto a nosotras. Clavé
enfurecida la mirada en sus espaldas
mientras se alejaban.
—Ven, vamos —dijo cogié ndome
de la mano otra vez.
Caminamos detrá s de la pareja,
manteniendo la distancia. No podı́a
dejar de mirarles, de contemplar que
tonteaban entre ellos. Me pregunté
có mo les sentarı́a que les
estropearan aquel momento, del
mismo modo que habı́an arruinado el
mı́o, cuando por in parecı́a que
Lorna iba a permitir que la besara.
—¿Estás bien?
Su pregunta hizo que dejara de
maldecir mentalmente a la pareja,
aunque siguiera observándoles.
—Sı́, bueno… no —corregı́
enseguida.
Se echó a reı́r y tomó mi rostro,
girándolo para que la mirara.
—Déjales, los vas a fulminar.
Sonreı́ a regañ adientes y desvié la
vista de la pareja para prestarle
atención a ella.
—Cué ntame entonces, ¿dó nde
vamos?
—Allı́ —señ aló hacia el fondo del
muelle.
Levanté la vista para mirar el lugar
que apuntaba su dedo.
—Pero allı́ solo hay barcos
atracados.
—¿No me dijiste que te gustaba
navegar? Es lo má s parecido a eso
que he encontrado para una noche de
sábado.
—¿Vamos a dar una vuelta en
barco? —me brillaron los ojos.
—Y de paso cenamos —añ adió
ilusionada mientras me contemplaba.
La abracé en mitad del muelle sin
importarme la gente que nos
rodeaba. Estaba feliz cuando subı́ por
la pasarela accediendo a la cubierta.
La miré en el momento en que un
camarero se acercó a nosotras
ofrecié ndonos copas de champagne,
cogı́ una cuando me guiñ ó un ojo, a
modo de aprobación.
—Es Moët & Chandon, no se sube.
—¿Y eso qué es? —reprimió la risa,
haciendo chocar su copa contra la
mı́a—. ¡Ah, el champagne ese tan
caro!, ¿no?
—Es la mejor de inició n que he
oı́do en mi vida de un Moë t &
Chandon —rio con una carcajada.
—Lo siento —me reí yo también.
—¿Por qué ?, me ha parecido genial
—dijo rozá ndome la mejilla con un
dedo.
Caminé hacia la proa y ella me
siguió de cerca. Querı́a que viera el
mar cuando zarpá ramos. La gente se
nos habı́a adelantado y no quedaba
hueco ni en la barandilla ni en los
distintos asientos distribuidos por la
zona. Me dirigı́ a uno de los solitarios
laterales y encontré con rapidez un
pequeñ o hueco entre dos jardineras.
Me senté y la arrastré conmigo para
que se sentara sobre mí.
—Te voy a hacer daño, peso mucho.
—No pesas nada, y al revé s no
podemos porque yo sı́ que peso má s
que tú —dije rodeá ndole la cintura y
sentá ndola sobre mis piernas. Apuré
la copa cuando vi que ella bebı́a de la
suya—. Está muy bueno. Es francé s,
¿a que sí?
Se giró para mirarme con ternura.
—¿Te refieres al champagne ese tan
caro? Sí, es francés.
Le di un beso en la espalda sobre su
gabardina.
—¡Anda!, perdona mi ignorancia.
Se dio la vuelta sobre mis piernas,
sentándose de lado.
—Es una broma, boba —dijo
quitá ndome la copa de la mano y
dejá ndola junto con la suya sobre la
jardinera—. Me importa un bledo si
lo sabes como si no —añ adió
rodeá ndome los hombros con su
brazo.
Permanecimos allı́ hasta que el
barco zarpó y nos alejamos mar
adentro, dejando las luces de la
ciudad a lo lejos. Estaba tan guapa
sentada sobre mı́, con la mirada
pensativa contemplando el oscuro
mar que se escuchaba rompiendo
contra el casco del barco, que solo
deseaba besarla. Pero no me atrevı́, a
pesar de que la falta de luz en la
cubierta jugara a mi favor. Ni
tampoco lo intenté cuando decidió
levantarse, preocupada por su peso
sobre mis piernas y llevá ndome
dentro para que cenáramos.
—¡No me lo puedo creer! —
murmuré má s alto de lo que
pretendı́a al ver a la pareja que habı́a
interrumpido mi beso apenas un rato
antes, aparecer detrás de Lorna.
—¿Qué ocurre?
—Nada —aseguré bajando la vista
al suelo del pasillo que dividı́a las
mesas a uno y otro lado del comedor.
Al comprobar que ella calzaba
zapatos de tacó n alto decidı́ cambiar
mi objetivo. La rubia caminaba
airada detrá s del camarero y su
pareja le seguı́a a muy corta
distancia. Dejé que alcanzaran
nuestra mesa, cuando é l estuvo a mi
lado deslicé la muleta haciendo que
tropezara empujando torpemente a
su pareja, aunque eso le ayudara a
recuperar el equilibrio evitando la
estrepitosa caída al suelo.
—Lo siento, se me ha resbalado, ¿te
has hecho dañ o? —me disculpe
cínicamente.
—No, tranquila —respondió el
hombre rubio clavá ndome sus ojos
azules, sin dar señ ales de
reconocerme.
Le mantuve la mirada hasta que
continuó su camino y volvı́ el rostro,
encontrá ndome con los ojos de Lorna
que me observaban interrogantes.
—Lo has hecho a propó sito —
apuntó en voz baja, no pudiendo
evitar sonreír.
—Para nada, ha sido un accidente.
—Denise…
—Bueno… tal vez —me venció la
risa.
—Pero no se puede ir por ahı́
poniendo la zancadilla a la gente.
—A los inoportunos sı́. Ellos han
empezado primero.
—¿Y qué se supone que tengo que
hacer yo entonces con el morenito
que no deja de mirarte desde que
hemos entrado?
—Usa la muleta —respondı́
despreocupadamente.
—¡Ah!, ¿pero sabes de quién hablo?
Me encogí de hombros.
—Si te molesta te dejo la muleta o si
prefieres lo hago yo.
—¿Pero lo sabes o no?
—Qué má s da, mientras no te mire
a ti no me preocupa.
—Pues ahora me está mirando a mí.
Giré de golpe la cabeza y choqué
con los ojos claros del chico moreno
que me miraban desde el otro lado
del pasillo. Observé que se
ruborizaba al verse descubierto y
rehuyó mi mirada dirigiendo la suya
hacia la mesa. Aparté la vista yo
tambié n, porque me recordó a mı́
misma cuando contemplaba a Lorna
sin que ella lo supiera.
—Te pillé —me susurró Lorna—.
Lo sabías.
—Pobre, no tiene gracia.
—¿Si quieres le invito a que siente
aquí con nosotras?
—No, gracias. Me gustarı́a estar
contigo a solas.
—Es a ti a la que mira sin descanso.
A mı́ solo me mira cuando trata de
dilucidar quié n demonios puedo ser
—comentó en voz baja y mirá ndome
fijamente a los ojos.
—No empieces, por favor, Lorna —
le rogué incapaz de disfrazar el gesto
que acababa de alterar mi semblante.
Hacı́a dı́as que habı́a conseguido que
nuestra diferencia de edad no saliera
a relucir a cada instante, y de pronto
me vi al comienzo del camino, sin el
más mínimo vestigio de lo avanzado.
—Có mo no te va a mirar si eres una
auténtica belleza —dijo con dulzura.
Paseé mis ojos por su rostro,
intrigada por si lo habı́a dicho en
serio o tan solo era su sutil manera
de suavizar su comentario anterior, a
sabiendas de lo que me habı́a
fastidiado. Pero me quedé igual que
estaba porque no conseguı́ hallar la
respuesta en sus brillantes ojos color
miel. Desvié la vista hacia el
camarero cuando apareció con
nuestra comida, aunque percibiera
que Lorna no dejaba de observarme
al ignorar su cumplido.
—¿Te ha molestado lo que te he
dicho? —me preguntó suavemente
cuando desapareció el camarero.
—No —negué con la cabeza—. Y tu
indirecta sobre nuestra diferencia de
edad tampoco. Es má s, lo echaba de
menos.
Deslizó su mano lentamente sobre
la mesa hasta cubrir la mía.
—Tendrı́a que haberse caı́do
encima de su novia por inoportunos,
¿no te parece? —dijo con una sonrisa
traviesa.
—Pues sı́, entre lo nerviosa que me
pongo yo y lo mal que lo llevas tú , ha
sido justo lo que nos faltaba.
—¿Tan mal lo llevo yo? —preguntó
con una carcajada.
—Mal es poco, lo llevas fatal —
con irmé divertida, aunque no
tuviera gracia.
Le dije que salié ramos cuando
terminamos de cenar y sacó su
paquete de cigarrillos ponié ndolo
sobre la mesa. Olvidó reservar en
zona de fumadores y donde nos
encontrá bamos sentadas estaba
prohibido hacerlo. Su cigarrillo de
despué s de cenar me sirvió de excusa
para quedarme con ella a solas y
abandonar al in el restaurante, que
se habı́a vuelto un lugar un tanto
incó modo para mı́. El chico moreno,
que cenaba con sus padres y una
chica que parecı́a su hermana,
persistió con sus miradas, y aunque
Lorna no volviera a hacer ningú n
comentario al respecto, sabı́a que era
totalmente consciente de que no
cesaba de mirarme.
—¿Hace cuá nto que dejaste de
fumar? —le pregunté contemplando
có mo encendı́a el cigarrillo,
cubrié ndose con la mano para evitar
que el aire apagara la llama del
mechero.
—No lo he dejado, sigo fumando
como puedes ver.
—Ya, pero fumas como una ex
fumadora. A veces sacas el tabaco y ni
siquiera te enciendes uno, nunca te
he visto fumar más de dos al día.
—¡Qué observadora! —apuntó con
gesto simpático.
—No, lo digo porque mi madre se
trae el mismo lío que tú con el tabaco.
Me rodeó el brazo mientras
paseamos recorriendo la cubierta. La
gente aú n cenaba dentro del
restaurante y por in tenı́amos
primera lı́nea para contemplar el mar
con la tenue luz que proyectaba la
luna. La observé cuando se detuvo
ante la barandilla de proa, con la
mirada perdida en el horizonte.
—Muchas gracias por la cena y la
vuelta en barco, me ha encantado —
susurré apoyando la barbilla en su
hombro.
—De nada, preciosa, no tienes por
qué dá rmelas. Te he tenido toda la
semana encerrada en casa
estudiando, es lo mı́nimo que podı́a
hacer.
Está bamos tan cerca que no dudé
en darle un beso en la mejilla cuando
giró su rostro para mirarme.
—¿Cuá ndo me vas a dejar que
pague algo?
—Nunca.
—¿Pero por qué?
—Porque no. Y eso te garantizo
desde ya que no es negociable —
anunció con firmeza.
—¿Eso significa que hay otras cosas
que podrían serlo?
—Depende, depende de lo que se
trate.
—Me lo temía… —resoplé.
Me coloqué detrá s de ella cuando
advertı́ que tiritaba ligeramente. Se
habı́a levantado viento y la noche
cada vez era má s hú meda. Estuve a
punto de decirle que volvié ramos
dentro, pero sabı́a que querı́a
continuar mirando su mar y yo
tampoco deseaba que se
interrumpiera aquel momento.
Parecı́a que estuvié ramos solas en el
mundo. En la quietud de la noche solo
se escuchaba el sonido del mar, el
aire me traı́a el aroma de Lorna,
impregná ndome de é l. Acerqué mi
boca a su espalda y soplé sobre el
tejido de su gabardina para darle
calor con mi aliento. Se tensó cuando
me sintió , pero un leve gemido me
indicó que le gustaba y continué
recorriendo la parte de atrá s de los
hombros con mi aliento, para que
entrara en calor. Me excité cuando su
cuerpo se movió sinuoso
respondiendo a mis atenciones. Abrı́
mi abrigo y acerqué mi cuerpo al
suyo para envolverla con él.
—Gracias —musitó.
—De nada. ¿Tienes menos frío?
Alzó la mano acariciá ndome el
rostro.
—No.
—Vamos dentro entonces.
Negó con la cabeza.
—Lo decı́a para que siguieras
haciéndome eso —susurró cariñosa.
Rocé con los labios el contorno de
su oreja antes de separarme para
volver sobre su espalda y calentarla
con mi aliento.
—Hoy la casa estaba muy vacı́a sin
ti.
Su confesió n hizo que me detuviera
un instante.
—Puedo ir siempre que tú quieras,
Lorna —respondı́ besá ndole el
hombro.
Se dio la vuelta y abrió mi abrigo,
abrazá ndose a mi cuerpo con una
intensidad que me estremeció.
—¿Y si quisiera a todas horas? —
me preguntó hundiendo la cara en mi
cuello.
—Me tendrı́as a todas horas. Lo
ú nico que quiero es estar cada
segundo del día contigo.
Sus manos me acariciaron la
espalda y yo la envolvı́ de nuevo con
mi abrigo, abrazá ndola con má s
fuerza contra mí.
—No me apetece ir a Bou-Azzer —
murmuró al cabo de un rato.
—Pues no vayas, ¿qué te apetecerı́a
hacer entonces?
—Quedarme ası́ contigo toda la
noche.
Deslicé mis dedos entre su pelo, al
tiempo que se me erizaba el vello del
cuerpo al sentir sus labios
besándome el cuello.
—Pero tengo que ir, esta noche van
las chicas, Blyth me llamó anoche. Le
dije que iría.
Cuando llegamos a Bou-Azzer el lugar
estaba abarrotado de gente. La
mú sica sonaba alta y el gentı́o se
movı́a de un lado a otro. Parecı́a muy
diferente a como lo habı́a conocido.
Ahora era un local nocturno donde la
gente bailaba, cantaba y reı́a entre
vasos de tubo que lucı́an bebidas de
todo tipo de colores. Blyth me saludó
tan cariñ osamente que dudé de si
Lorna le habrı́a hablado de mı́.
Cuando me preguntó por lo que me
apetecı́a tomar Lorna se adelantó ,
informá ndole que nada de alcohol.
Nos reı́mos cuando interceptó la
copa, adornada con una sombrilla de
papel y azú car en el borde, que Blyth
me ofreció.
—Que no lleva alcohol —protestó
Blyth al ver que la estaba oliendo.
—Por si acaso —dijo
extendiéndomela.
Lorna saludó a varias de las
camareras que aparecı́an y
desaparecı́ a n detrá s de la barra,
luego anunció que nos ı́bamos dentro
hasta que llegara Lorena. Respondı́ a
Blyth con el mismo gesto cuando me
guiñ ó un ojo antes de seguir a Lorna
entre la multitud.
—¡Qué locura! —exclamó frente al
cristal de su o icina, que permitı́a ver
a la gente divirtiéndose fuera.
—A mí me gusta.
Se giró hacia mí.
—Sı́, a mı́ tambié n me gustaba a tu
edad, ahora prefiero el sofá de casa.
—Bueno, tambié n me gusta mucho
el sofá de tu casa —con irmé
bebiendo de la copa.
Consiguió controlar la sonrisa que
comenzaba a formarse en sus labios
cuando comprendió por qué lo decía.
—¿Qué lleva eso?
—Tequila —bromeé —. No lo sé ,
pero está muy bueno. Toma, prueba.
La contemplé mientras bebı́a un
sorbo de mi bebida de color naranja.
Bajé la vista a su boca cuando pasó la
lengua por su labio superior
limpiándose los restos de azúcar.
—Demasiado dulzó n —comentó
devolvié ndomela, absolutamente
ajena al deseo de besarla que me
había provocado aquel gesto.
La seguı́ con la mirada cuando se
alejó hacia la mesa y encendió el
ordenador. Me senté en el sofá y giré
la copa para beber por donde lo habı́a
hecho ella. Aú n se apreciaba la huella
de sus labios y sentı́ que el grosor del
azú car habı́a disminuido, cuando los
mı́os cubrieron la zona que habı́a
cubierto ella con los suyos.
—¿Te ayudo? —le pregunté cuando
oı́ que se quejaba porque no le salı́an
las cuentas.
—Sı́, por favor —rogó con
desesperació n—. A ver si tú eres
capaz de saber por qué el extracto del
banco no coincide con mi Excel. Las
cantidades son iguales, sin embargo
no suman lo mismo.
—Quizá alguna celda no esté en
formato de nú mero sino de texto, y
no te la esté sumando.
—Eso me imaginaba, pero acabo de
seleccionar todo dá ndole un mismo
formato. Sigue igual.
—Es que Excel hace esas putadas, a
veces no te lo recoge cuando se hace
de golpe.
—Entonces olvı́dalo. No voy a ir
ahora una por una, hay demasiadas.
—¿Puedo? —pregunté señ alando la
pantalla del ordenador.
—¡Có mo no! —se levantó
ofreciéndome su sillón.
Recorrı́ las cantidades sumá ndolas
mentalmente, mientras Lorna
bordeaba la mesa y cogı́a otra silla
para sentarse a mi lado.
—Esto deberı́a sumar 126.889, sin
embargo, suma 124.368. Te faltan…
2.521, ¿es correcto?
—¿Có mo has dicho? —me miró
perpleja y se abalanzó sobre el
extracto del banco para comprobarlo
—. No es posible, ¿puedes sumar má s
de noventa celdas de cabeza en
segundos?
Me reı́ buscando la cantidad que
faltaba por si pertenecı́a a un solo
concepto, aunque no recordaba haber
pasado por una celda con ese
importe. Ló gicamente, no tuve suerte
y repasé las cantidades buscando las
que pudieran sumar el dinero que
faltaba.
—Esta, esta y esta… suman 2.521 —
dije coloreándolas en rojo.
—Eres un auté ntico genio —su
mirada aú n me contemplaba ató nita
—. En mi vida habı́a visto algo
parecido. ¿Cómo lo haces?
Me encogı́ de hombros y le di un
truco para que no tuviera que ir celda
por celda, en caso de que le volviera a
ocurrir lo mismo. Bajé la vista a su
mano al ver que anotaba algo.
—¿Cuá nto es 1.158.357 má s
222.501 más 17.229?
—¿Me está s escuchando? —
protesté cuando vi que no me estaba
haciendo caso.
—¿Cuánto?, por favor —me rogó.
—1.398.087 —respondí.
Miró a su calculadora y levantó la
vista sorprendida.
—¡Joder! ¡Es impresionante! —
exclamó paseando los ojos, aú n
asombrados, por mi rostro. Se reclinó
acomodá ndose en la silla y continuó
observá ndome con satisfacció n—.
¿Cuál es la raíz cuadrada de 39.016?
—¡Lorna!
—Dímela —dijo suavemente.
—197,52 —tardé un poco má s en
responder.
—¡Espectacular! —susurró
comprobá ndolo en su calculadora—.
¿A qué edad aprendiste a leer?
—A los tres ya leía.
—¿Te enseñó tu madre?
—No, aprendı́ sola, con las revistas
de mi madre. Creo que siempre he
sabido leer —respondı́ al tiempo que
me daba cuenta de lo raro que sonaba
aquello.
—Asombroso —exhaló posando la
mano en mi rodilla.
Nos sobresaltamos cuando sonó el
telé fono. Lo atendió a mi lado y
percibı́ a travé s del pantaló n que sus
dedos me acariciaban mientras
hablaba.
—Era Blyth, Lorena ya está aquı́ —
me informó.
—Antes no me has escuchado, hay
un truco para que no tengas…
—Control + Y —me interrumpió —.
Claro que te escucho. Muchas gracias.
Por cierto, estás contratada.
—No quiero un contrato.
—¿Entonces, qué quieres?
—Que me quieras —murmuré
poniéndome en pie sin mirarla.
—Eso ya lo hago —dijo en voz baja
cuando pasé por su lado.
Mi mó vil sonó mientras me alejaba
de la mesa con el corazó n acelerado.
Vi que era Martina y contesté
enseguida.
—¿Te importa si vienen Martina y
Saú l? —pregunté cubriendo el
altavoz.
Negó sonriente desde el otro lado
de la mesa y yo le di a Martina las
indicaciones para que pudieran
llegar.
—Gracias —dije cuando colgué —.
Ultimamente no nos hemos visto
mucho.
—De nada. ¿Está s segura de que tus
amigos no me odian?
—¿Y por qué iban a hacerlo? —
cuestioné sorprendida.
—No fui especialmente simpá tica
con ellos el día que nos conocimos.
—¡Ah! —exclamé recordando el
memorable momento—. No te
preocupes por eso. Te dieron la razó n
en cuanto saliste por la puerta.
—Bueno… es que la tenı́a —
confirmó presuntuosa.
Lorena me recibió con un abrazo y
tan extrañ ada de verme allı́ que
busqué a Lorna antes de contestar,
pero se habı́a quedado rezagada
saludando a un grupo de personas,
dejándome sola ante el peligro.
—Me encontré con Lorna el otro dı́a
por casualidad y me dijo que hoy
tocabas aquı́. He venido con unos
amigos para verte —mentı́
irremediablemente ante la presencia
de Blyth.
—Genial. ¿Conoces ya a Blyth?
—Sı́, nos acaban de presentar —
mintió Blyth por mı́ en esta ocasió n, y
nuestras miradas coincidieron
brevemente.
—Ven, que te presento a las chicas
—dijo tirando de mi ropa.
Dediqué a Blyth una sonrisa de
agradecimiento, que me devolvió
antes de que siguié ramos a Lorena
hasta la barra principal. Mi cara se
convirtió en una mueca cuando fue
pronunciado el nombre de sus
amigas: Laia, Laila, Leila y Lara.
—Puedes reírte —dijo Lorena.
Estaba haciendo unos esfuerzos
impresionantes por no hacerlo allı́
mismo, pero solté una carcajada
cuando vi que todas se reían.
—¿Qué tiene tanta gracia? —
preguntó Lorna detrás de mí.
—Te has perdido la cara de Denise
con el nombre de las chicas —le
informó Blyth.
—Lore, ¿por qué siempre te
adelantas? Quería verlo…
—Ahora comprendo el nombre del
grupo. L’s —con irmé —. ¿Es tambié n
en honor a L, la serie?
—¿Tú ves esa serie? —me preguntó
Lorna en voz baja, no sin cierta
sorpresa.
Asentı́ tı́midamente al percatarme
de la complicidad en el rostro de
Blyth. Reparé en que la mirada de
Lorena se posaba detrá s de mı́ y me
di la vuelta para saber qué observaba.
Tropecé con el azul profundo de los
ojos de Ruth York y noté que las dos
nos azoramos ligeramente al
encontrarnos inesperadamente cara
a cara. Me acordé de que Lorna me
habı́a dicho que era prima de Lorena,
hasta aquel instante lo habı́a
olvidado por completo. Era la ú ltima
persona que esperaba ver allí.
—Hola Ruth —tardé en saludar,
aunque lo hice antes que ella.
—Hola. Me estabas pareciendo tú …
¿Qué te ha ocurrido? —le tembló la
voz y recorrió mi cuerpo hasta mi pie
escayolado.
—Me atropelló un coche, pero ya
estoy bien.
—¿Os conocé is? —preguntó Lorena
sorprendida.
—Sı́ —contestamos a la vez y vi que
Ruth me miraba desviando con
rapidez la vista hacia su prima.
Desvié la vista yo tambié n y choqué
con los ojos de Lorna, que me
observaban intrigados en silencio.
Supe que nuestra extrañ a reacció n
habı́a captado el interé s de todas, y el
de Lorna, sin la menor duda. Me sentı́
incó moda y rehuı́ sus ojos sacando el
mó vil para comprobar que no me
hubieran llamado los chicos, que no
estuvieran perdidos en algú n lugar.
Con la mú sica tan alta era imposible
oı́rlo, sin embargo, sı́ oı́a a Ruth
decirle a su prima que me conocı́a de
cuando practicá bamos Parkour, y
tambié n cuando quiso saber de qué
me conocı́a ella a mı́. Reconocı́
enseguida a las dos chicas que
acompañ aban a Ruth y las saludé
también.
—¿Por qué no me lo has contado?
—me preguntó Lorna al oı́do cuando
caminá bamos hacia el otro lado del
local.
—¿El qué ? ¿Qué nos conocı́amos?
Lo hice.
—No, lo que hay entre tú y ella.
—Entre ella y yo no hay
absolutamente nada.
—Pues no es lo que me ha parecido.
—¿Y por qué iba a mentirte? Si te
digo que no hay nada es porque no lo
hay.
—¿Pero lo hubo?
—No —negué —. Nunca ha habido
nada.
Me miró ijamente a los ojos y tuve
la certeza de que trataba de leer en
mi mirada si le mentı́a o no. Me
quedé de pie apoyada en la muleta
cuando todas fueron acomodá ndose
en los sofá s y butacas frente al
escenario. No conocı́a aquella parte
del local. La tarde que estuve las
puertas correderas estaban cerradas
impidiendo el acceso a aquella zona
reservada para las actuaciones en
directo. Bajé la vista al suelo cuando
Ruth se acercó a Lorna.
—Ven, sié ntate conmigo —me
indicó Blyth desde uno de los sofás.
Agradecı́ que me invitara a
sentarme con ella. Aú n me sentı́a un
tanto molesta ante la descon ianza de
Lorna, y comenzaba a ponerme
celosa la proximidad de Ruth
hablándole al oído.
—Lorna me ha dicho que estudias
medicina.
—Sí.
—¿En qué curso estás ya?
—En tercero.
—Lorna tambié n me ha dicho que
tocas muy bien el piano.
—Eso lo veo difı́cil, jamá s me ha
visto tocar.
—Sı́, eso me lo ha dicho tambié n —
se rio abiertamente.
—¿Entonces có mo puede saberlo?
—pregunté , y mis ojos buscaron a
Lorna, que me contemplaba mientras
Ruth continuaba con con idencias a
su oído.
—Precisamente por eso, porque
nunca quieres que te vea.
—Tal vez sea porque lo que no
quiero es que vea cómo lo aporreo.
—Ven conmigo —dijo cogiendo mi
mano y obligá ndome a abandonar el
sofá.
La seguı́ sin saber dó nde ı́bamos.
Entramos por una de las puertas de
acceso exclusivo para el personal, y
tras caminar por un pasillo con má s
puertas aparecimos detrá s del
escenario. Vi que todo estaba
dispuesto para la actuació n de las
chicas. La baterı́a, los teclados, la
guitarra elé ctrica, el bajo y hasta una
trompeta esperaban en la oscuridad.
Blyth encendió dos focos y se sentó
frente a un piano digital situado
contra una de las paredes.
—Sié ntate aquı́ conmigo —me
señ aló el espacio que habı́a dejado a
su derecha en el banco.
Se oı́a la mú sica, el golpeteo de los
vasos al chocar y el barullo de la
gente al otro lado del teló n. Me senté
a su lado y la miré cuando levantó la
tapa, dejando ver las relucientes
teclas blancas y negras.
—¿Empiezo yo? —preguntó con
amabilidad.
Asentı́ y observé sus manos
deslizarse sobre las teclas.
—Pasacalle, de Hä ndel —murmuré
cuando tocó las primeras notas.
—Genial, la conoces.
—Sí —confirmé.
—¿Lo intentamos juntas?
Aunque dudara de que la escayola
me dejara hacer el juego de muñ eca
que necesitaba para alcanzar sin
problemas todas las teclas no quise
negarme. Apenas nos llevó unos
segundos acompasarnos, a pesar de
que hacı́a un mes y medio que no
tocaba el piano.
—Tocas de maravilla, Denise —
susurró.
—Y tú.
—¿Desde cuándo tocas?
—Los cuatro añ os, ¿y tú ? —quise
saber.
—Los seis. ¿Más rápido?
—Más rápido —afirmé.
Los dedos de Blyth volaron sobre el
teclado y yo la seguı́ hasta que
terminamos muertas de risa.
—Absolutamente espectacular —
dijo una voz a nuestra espalda.
Blyth y yo nos giramos a la vez.
Sabı́a que era Lorna, aunque su voz
sonara má s grave y profunda de lo
habitual. Estaba apoyada en la pared
de la entrada con un vaso de tubo
entre las manos.
—¿Puedo quedarme? —nos
preguntó sin cambiar de posición.
—Por supuesto —dijo Blyth—. Yo
tengo que regresar a mis quehaceres,
pero cuı́dame a Denise, es la mejor
compañ era de piano que he tenido en
mi vida.
Advertı́ la pierna de Blyth
golpeando la mı́a disimuladamente
antes de levantarse y caminar hacia
la puerta, dejá ndome a solas con
Lorna.
—¿Quieres? —me ofreció la bebida
cuando se detuvo a mi lado.
—No, gracias.
—Es Coca-Cola, te la traía a ti.
—Muchas gracias —dije
aceptándola en esta ocasión.
—¿Puedo? —señ aló el espacio que
había ocupado Blyth. Asentí al tiempo
que bebı́a un trago. Me miró y luego
dirigió la vista sobre las teclas—.
¿Tocarías otra vez?
—Yo es que soy de mú sica má s
contemporánea.
Se echó a reír.
—Toca lo que quieras, solo quiero
oírte.
Me decidı́ por una pieza del
compositor Greg Maroney. Lo habı́a
descubierto en YouTube y habı́a
aprendido a tocarla de oído.
—Preciosa, ¿cómo se llama?
—Breathe.
—Justo como me siento yo ahora.
Me he quedado sin respiració n al
oírte tocar.
—Gracias.
—A ti por tocar tan
maravillosamente bien —susurró
tomando mi mano izquierda para
besarla.
Un escalofrío me recorrió el cuerpo.
—Tó cala otra vez, por favor —me
pidió.
Volvı́ a tocar Breathe y la miré
cuando su mano se deslizó
suavemente acariciando mi espalda.
La encontré con los ojos cerrados
sintiendo la mú sica. Bajé la vista a
sus labios y volvı́ al teclado con
rapidez, cuando el deseo de besarlos
estuvo a punto de hacer que perdiera
la razó n. Aú n me temblaba el cuerpo
cuando volvimos con el resto de las
chicas.
Aquella noche Lorena y yo nos
conocimos un poco má s a fondo.
Con irmar sus propias sospechas, o
las que Ruth le habı́a infundado,
sobre cuá les eran mis preferencias,
hizo que ella se abriera conmigo.
Supe entonces que habı́a algo má s
que le unı́a al Havet, que no solo eran
los conciertos de los ines de semana,
el objetivo principal de pasar tantas
horas en aquel local. Lorena estaba
enamorada de una de las propietarias
de la sala. Mejor dicho, de la pareja de
la dueñ a de la sala. Al parecer, habı́a
bastante diferencia de edad entre
Alejandra y su novia, Maika. Lorena
mantenı́a que era imposible que
Alejandra aú n la quisiese. Me
pregunté qué consideraba Lorena por
bastante diferencia de edad. A mı́ me
volvı́a loca Lorna, y era obvio que
entre nosotras habı́a una
importantı́sima diferencia de edad,
pero eso no hacı́a que mis
sentimientos por ella se vieran
resentidos. Me animé a preguntar
cuá ntos añ os suponı́a aquella
diferencia y me respondió que unos
catorce. Alejandra tenı́a treinta y seis
y Maika alrededor de los cincuenta, si
no los habı́a superado ya. Me pareció
insigni icante si lo comparaba con la
que existı́a entre Lorna y yo. Sobre
todo porque en nuestro caso se verı́a
acrecentada, ante los ojos de los
demá s, debido a que yo aú n era
menor de edad.
Me habı́a quedado en la cabeza la
conversació n mantenida con Lorena,
incluso cuando Martina y Saú l por in
aparecieron y coreaban como locos
las canciones junto a las L’s. Aunque
sabı́a que Lorena no lo tenı́a fá cil con
Alejandra, me hallaba en desventaja
ante la similar tesitura que ambas
vivı́amos. En cierta manera, me
sentı́a demasiado cercana a aquella
situació n que me habı́a descrito.
Horas y horas compartidas con
alguien a quien no sabes si realmente
le importas.
—¿Sabes có mo se llama la morena?
—me preguntó Martina al oído.
Seguı́ la direcció n que apuntaba su
dedo y vi que se referı́a a la chica que
tocaba los teclados y hacı́a los coros a
Lorena.
—Laia, Laila, Leila o Lara.
—¿Me estás tomando el pelo?
—Te juro que no, se llaman así. Creo
que es Laia, pero espera.
Vi que me hacı́a una mueca cuando
me volvı́ para con irmarlo con Lorna,
pero no le hice caso.
—Es Laia —me confirmó.
—¿Sabes si tiene novia? —le volvı́ a
preguntar.
Sonrió y se acercó más a mi oído.
—No, que yo sepa. ¿Por qué tanto
interés?
—No soy yo la interesada.
—¿Seguro?
—Segurı́simo. A mı́ quien me
interesa es otra.
—¿Ah, sı́? No tenı́a ni idea, ¿la
conozco?
—No creo —me reı́ siguié ndole el
juego.
Noté que me sujetaba de la manga
de la chaqueta atrayé ndome má s
hacia ella.
—Tal vez sí. ¿Cómo se llama?
Me separé ligeramente y le dediqué
una mirada de complicidad antes de
girarme para informar a Martina. La
gente se agolpaba a nuestro
alrededor y los cuerpos se pegaban
unos a otros, confundié ndose bajo la
ú nica fuente de luz proveniente del
escenario.
—¿No me vas a decir su nombre? —
me susurró de nuevo al oído.
No contesté , pero busqué su mano
disimuladamente, aprovechando el
tumulto que nos rodeaba. En cuanto
la rocé, sus dedos se entrelazaron con
los mı́os. Dejé de prestar atenció n a
las L’s y me centré en nuestras manos
unidas, que se devolvı́an las caricias a
escondidas de los demá s.
Permanecimos ası́ hasta que las
chicas abandonaron el escenario y la
mú sica volvió a sonar en los
altavoces. Le di las gracias despué s
de que tomara la iniciativa de
presentar a Martina y Saú l a las
chicas. Nadie pudo sospechar que el
verdadero motivo de su repentino
gesto fuera la creciente atracció n que
se re lejaba en los ojos de Martina
ante la presencia de Laia. Volvimos a
ocupar nuestra zona de sofá s y Lorna
se unió a Blyth y a mı́ en nuestra
conversació n. Hablando de todo y
nada, descubrı́ que el padre de Lorna
habı́a fallecido tambié n. Hacı́a ya
muchos añ os de aquello, y al parecer
ya estaba divorciado de su madre
cuando un fulminante ataque al
corazó n lo desplomó en plena calle.
Aunque Lorna no sonó afectada
cuando relató brevemente lo
ocurrido, me pareció muy joven para
haber perdido ya a sus dos padres.
Seguı́a sin saber qué le habı́a pasado
a su madre, pero ló gicamente no
pregunté.
Casi ni reparé en los tres chicos que
saludaron al grupo hasta que la
mirada de Saú l y la mı́a se cruzaron.
Percibí un brillo especial en sus ojos y
miré al rubio de pelo muy corto con el
que estaba hablando. Me di cuenta de
que le gustaba. Dirigı́ la mirada a
Martina para saber qué era de ella, y
la encontré haciendo reı́r a Laia.
Cuando querı́a era muy divertida, me
pregunté qué ané cdota le estarı́a
contando. Mis ojos tropezaron sin
querer con los de Ruth, pero desvié la
vista tropezá ndome ahora con los de
Lorna, que me miraban. Levanté la
mirada frente a mı́, cuando una mano
de mujer se posó , por detrá s del sofá ,
en su hombro y se deslizó hasta
alcanzarle el rostro, obligá ndole a
echar la cabeza hacia atrá s. Apenas
pude ver su cara antes de que se
agachara y la besara cariñ osamente
en la mejilla. Su pelo, aunque má s
rubio, se confundió enseguida con el
de ella cuando sus cabezas se
juntaron. La observé al incorporarse
para saludar a Blyth. Parecı́a má s
mayor que Lorna, aunque
posiblemente tendrı́a la misma edad.
Lorna no aparentaba su edad ni de
broma, y perfectamente podı́a
sostener que tenı́a treinta sin que
nadie lo hubiera dudado jamá s.
Poseı́a una piel magnı́ ica, sin
arrugas, por má s que ella pensara lo
contrario. Miré sus ojos cristalinos
como el agua y le devolvı́ el escueto
saludo que me dirigió educadamente.
Supe al instante que era su ex, pero si
aú n albergaba alguna duda en mi
interior, Lorna la disipó cuando
rehuyó mi mirada y se puso en pie,
alejando a la mujer de donde nos
hallá bamos sentadas. La seguı́ con la
mirada mientras bordeaba el sofá
para reunirse con ella. Cuando la
alcanzó , me ijé en que Lorna era un
poco má s alta. Bajé la vista a su
cintura en el instante que la mujer la
rodeó , al tiempo que se alejaban aú n
má s entre la gente. Regresé a mi
conversació n con Blyth, tratando de
ignorar aquella mano que rodeaba a
Lorna de un modo que me dolía.
—No es lo que parece —le oı́ decir a
Blyth en voz baja cuando volvı́ a
mirarlas y vi que la mujer rubia aú n
mantenı́a su mano en la cintura de
Lorna mientras hablaban, ahora,
frente a frente.
Bajé la vista tı́midamente al suelo al
sentirme descubierta, pero no tardé
en levantarla para mirar a Blyth, y
esbocé una sonrisa que se dibujó
triste, en agradecimiento por sus
palabras.
—En serio, no lo es —me dijo otra
vez.
—Tampoco pasarı́a nada aunque lo
fuera. Es lo que hay. Y lo que hay es
nada aunque yo me niegue a
reconocerlo.
—Dudo mucho que no haya nada.
—No, no lo hay —aclaré con
rapidez ante el temor de que pensara
que Lorna y yo habı́amos ido má s
allá . No me importaba lo que los
demá s pudieran pensar de mı́, pero
no estaba dispuesta a tolerar que
alguien pensara de Lorna lo que no
era.
—No hablo de nada fı́sico, sino
emocional —habló como si hubiera
sido capaz de leerme el pensamiento
—. Jamá s en mi vida habı́a visto a
Lorna tan feliz como la veo
últimamente.
Miré sus ojos azules detenidamente
y sentı́ que sus palabras habı́an sido
sinceras.
—Gracias.
Cuando una de las camareras
reclamó la atenció n de Blyth, no me
apeteció quedarme allı́ ni unirme a
los chicos, que parecı́an encantados
con sus respectivas compañ ı́as. Al
menos, alguien era feliz aquella
noche. Yo tambié n lo habı́a sido,
hasta que aquella mujer rubia me
recordó con su presencia que no
tenı́a nada que ofrecer a Lorna. Me
escabullı́ entre la gente y salı́ a la
terraza. Necesitaba respirar. Me
separé del cristal para que la tenue
luz de los focos no iluminara mi
cuerpo en la noche. No habı́a nadie
fuera má s que yo y el murmullo del
mar que se oı́a a lo lejos. Oculta en la
oscuridad, busqué la mejor
perspectiva para observar a Lorna y a
aquella mujer sin ser vista. Las
atenciones de la rubia iban cada vez a
má s y sus miradas y gestos hacia
Lorna eran, sin lugar a dudas,
excesivamente cariñ osos. Me pareció
advertir, en la distancia, que Lorna
comenzaba a mostrarse incó moda,
pero no estaba del todo segura.
Permitı́a que la rubia le acariciara el
rostro y tocara su pelo. Retiré la vista
al volverse borrosa a travé s de las
lá grimas cuando la mujer la abrazó y
Lorna le devolvió el abrazo. Oı́a mi
propia respiració n, de lo profunda y
di icultosa que se habı́a vuelto tras
presenciar aquello. Volvı́ a mirarlas y
descubrı́ que Lorna rehuı́a el beso
que la rubia pretendió darle en los
labios, en su lugar le besó la mejilla
antes de separarse de ella. Se me
habı́a encogido el corazó n
contemplando la escena y me dirigı́
hacia el extremo de la terraza con
intenció n de esconderme al ver a
Lorna encaminarse de vuelta a donde
habı́amos estado sentadas. Me apoyé
en la barandilla, pegada a la parte que
colindaba con la terraza de su o icina
y dirigı́ la mirada al mar, aunque no
consiguiera distinguirlo. Necesitaba
calmarme y dejar de sentir esa
extrañ a mezcla de celos, dolor y rabia
que desató en mí la visita de su ex. No
miré cuando, pasados unos cuantos
minutos, oı́ que se abrı́a la puerta que
daba acceso a la terraza.
—¡Por in! ¡Está s aquı́! Llevo un
rato buscá ndote —dijo caminando
hacia mí.
Reconocı́ la voz de Lorna antes de
girarme.
—Sı́. Me apetecı́a tomar un poco el
aire, pero ya estaba a punto de entrar.
¿Ha vuelto Blyth? —pregunté
dirigiéndome a su encuentro.
—Está en la barra principal.
No dije nada y pasé de largo sin
mirarla cuando llegué a su altura,
pero su mano agarró la mı́a,
obligándome a darme la vuelta.
—No es lo que crees —me dijo
suavemente.
Me encogí de hombros.
—Yo no he dicho nada —murmuré
sin levantar la vista del suelo.
Volvió a tirar de mi mano,
impidiendo que continuara
caminando.
—Solo es una amiga.
—No tienes por qué darme
explicaciones.
—Pero quiero dá rtelas, porque
pienso que te estás equivocando.
—Como quieras. Aunque en
realidad, puedes hacer lo que te dé la
gana, conmigo no tienes nada.
—¿Có mo que no tengo nada
contigo? No deberı́a tenerlo, pero lo
tengo.
—No, no lo tienes.
—¿No tengo nada con alguien con
quien me paso horas abrazada?
—Si es por eso, a ella tambié n la
abrazas y dices que tan solo es una
amiga. ¿Entonces?, ¿qué soy yo? —al
fin la miré.
—Tú eres lo mejor que me ha
pasado en la vida —susurró
acercá ndose a mı́ y rodeá ndome en
un abrazo.
—¿Por qué no deberías?
—Porque tú tendrı́as que estar con
alguien de tu edad, como tus amigos.
—Quizá tambié n serı́a mejor estar
con alguien del sexo opuesto —dije
deshaciendo nuestro abrazo.
—No es lo mismo —me retuvo
entre sus brazos.
—¿Por qué no?
—Porque si no te gustan los chicos,
no tienes por qué salir con ellos. Hoy
en dı́a uno puede elegir con quié n
quiere estar.
—Al parecer, yo no —repuse antes
de encaminarme dentro del local.
Capítulo 14
Despué s de aquella maravillosa
semana que pasé a todas horas con
Lorna, las dos tuvimos que regresar a
nuestros deberes. Ella a su clı́nica y
sus pacientes y yo a la facultad y mis
prá cticas. Sin embargo, cada tarde
tan pronto terminaba en el hospital,
me acercaba a su casa y pasá bamos
un rato juntas. Era incapaz de pasar
un día completo sin verla. Necesitaba,
al menos, aquellas dos horas diarias,
aunque estuvieran siempre
centradas en mis estudios. Lorna
siempre me ayudaba y yo agradecı́a
que lo hiciera, porque cada vez me
costaba má s concentrarme en algo
que no fuera ella. Solo me dejaba
libres los viernes por la noche y los
ines de semana. En ocasiones ni eso.
Estaba tan empeñ ada en que no
descuidara mis estudios, que era casi
peor que mi madre. Muchı́simo peor,
fui descubriendo con el tiempo.
Comenzamos a frecuentar el Havet
las noches de los ines de semana,
aunque yo pre iriera estar a solas con
ella. Martina me rogaba por ver a Laia
y ası́ yo podrı́a ver tambié n a Lorna.
Era la excusa perfecta, segú n ella. Lo
que Martina no sabı́a, es que yo ya la
veı́a y no necesitaba aquellas noches
en compañ ı́a de tanta gente, que lo
ú nico que hacı́an era distanciarnos
má s. Me veı́a obligada a cambiar mi
actitud frente a los demá s. Ya no
podı́a abrazarla en pú blico y echaba
dolorosamente de menos su
proximidad fı́sica. Aú n ası́, entendı́a a
Martina cuando me decı́a que
necesitaba ver a Laia, yo misma
habı́a experimentado el vacı́o y la
angustia cada vez que pensaba que
algo pudiera alejarme de Lorna.
Martina era mi amiga y estaba
dispuesta a mantener esos
encuentros por ella. No obstante, me
negaba a revelar a nadie la extrañ a
pero especial relació n que existı́a
entre Lorna y yo, aunque nunca fuera
má s allá de simples abrazos y
caricias. Me conformaba con aquello
a pesar de que deseara mucho má s.
Saú l tambié n se unı́a a aquellas
noches de música con la esperanza de
ver a Robby, el rubito amigo de Lara
que habı́a conocido en Bou-Azzer. Y
lo conseguı́a, porque aquel chico
aparecı́a con sus amigos, aunque Saú l
mantuviera que era por las L’s. Ya me
habı́a dado cuenta de que Robby
mostraba un claro interé s por Saú l y
que las L’s tan solo se habı́an
convertido en una coartada. Sin
saberlo, el grupo se habı́a convertido
en la coartada perfecta para todos.
Cualquier excusa era buena con tal de
no revelarnos, los unos a los otros,
nuestros verdaderos sentimientos.
Ruth York tambié n se dejaba caer por
allı́ con sus amigas. Una noche, en la
que habı́a bebido un poco má s de la
cuenta, se acercó a mı́ iniciando una
conversació n. En realidad, no me
apetecı́a entablar conversació n con
nadie que no fuera Lorna, pero no
quise mostrarme maleducada y
disimulé prestá ndole atenció n.
Cuando al rato, mi mirada se cruzó
con la de Lorna, volvı́ a ver en sus
ojos aquel brillo en el que ya habı́a
reparado el in de semana anterior.
No me gustaba lo que leı́a en sus ojos.
Estoy segura de que pensaba que ella
estaba fuera de lugar y que yo tendrı́a
que estar, como en aquel momento,
divirtié ndome con la gente de mi
edad. De una manera sutil, me
empujaba para que así lo hiciera.
—Buenos días —saludó reflexiva.
Me esperaba apoyada en la puerta
que sostenı́a abierta para mı́ y su
presencia me dejó sin aliento. No
pude evitar recorrerla con la mirada y
me pregunté si tendrı́a idea de hasta
qué punto la querı́a. La observé de
cerca cuando estuve a su lado. Tenı́a
el pelo oscurecido por la humedad y
sus ojos del color de la miel
desprendieron, como siempre,
destellos verdes bajo la luz del sol.
—Buenos dı́as —respondı́
acariciándole la mano al pasar.
Me acomodé en el asiento del
copiloto y la seguı́ con la mirada
mientras rodeaba el coche. Nuestros
ojos se encontraron a travé s del
parabrisas, no desvié la vista, aunque
me hubiera descubierto atenta a cada
uno de sus movimientos.
—Te invito a desayunar —dijo bajo
mi incesante mirada.
—Te invito yo.
—No, invito yo. Tú ahorra el dinero.
—¿Y para qué quiero hacer eso?
—Para tus cosas, no sé . Para lo que
te guste.
—Bueno… tú eres lo que má s me
gusta en el mundo.
Una extrañ a expresió n se dibujó en
su rostro y permaneció con la mirada
ija en la carretera. No sabı́a si estaba
haciendo esfuerzos por obviar mi
comentario o estaba pensando en
qué responderme. No conseguı́a
descifrarlo, sin embargo, por una vez,
no me sentı́ temerosa de su posible
reacció n. Me relajé cuando por in sus
labios sonrieron levemente.
—Invito yo o doy media vuelta y te
vuelvo a dejar en tu casa —pretendió
sonar amenazadora, pero no lo
consiguió.
Estiré el brazo izquierdo, por in
liberado desde el lunes de la escayola,
hasta alcanzar su pelo. Aprecié la
humedad de su melena entre mis
dedos y le retiré un mechó n,
colocá ndoselo detrá s de la oreja para
poder ver mejor su cara. Volvı́ a su
oreja y acaricié el contorno, bajando
despué s por la suave piel de su cuello.
Se tensó ligeramente cuando mis
caricias se tornaron sensuales, pero
continué con ellas.
—En serio, ¿quieres que te lleve a
casa?
Me acerqué a ella.
—A la tuya, sı́ —le susurré al oı́do
antes de besar la tensa mandíbula.
—¡Denise! —exclamó en voz baja.
Volvı́ a alcanzar su cara y le di un
beso suave en la mejilla. Deslicé la
mano desde su hombro hasta su
mano, apoyada en la palanca de
cambios, cubriéndola con la mía.
—¿Cómo quieras que vea mal lo que
siento por ti? Es imposible.
Tardé en conseguir una reacció n
por su parte. Giró al in la mano sobre
la palanca y entrelazó sus dedos con
los mı́os. La apreté con fuerza e hice
resbalar despué s mi pulgar por su
palma. Volvı́ a besar su rostro antes
de separarme de ella. Cuando lo hice
arrastré su mano conmigo y la
coloqué sobre mi regazo. Parece que
era todo lo que me quedaba en aquel
momento. Al menos, que le cogiera la
mano era algo que aú n no le parecı́a
mal y colé los dedos bajo su jersey de
lana para acariciarle la muñeca.
—¿Dó nde vamos? —pregunté
cuando divisé el mar a lo lejos—. ¿A
Bou-Azzer?
—No, a la competencia.
Le besé la mano antes de dejá rsela
libre. Ella me miró por un instante
cuando lo hice.
—Te devuelvo la mano, por si la
necesitas.
Lo cierto era que necesitaba saber
si ella deseaba el contacto tanto
como lo deseaba yo. Lorna sabı́a que
si se acercaba yo jamá s me separaba,
que siempre era bienvenida cuando
invadı́a mi espacio personal. Sin
embargo, no siempre recibı́a la
misma bienvenida cuando era yo
quien invadía el suyo. Presté atención
a sus maniobras y a la direcció n que
tomaba. Dejamos atrá s la salida hacia
Bou-Azzer y continuó por la autopista
un par de kiló metros má s. Aparcó en
una carretera estrecha que
conservaba arena en el asfalto y salı́
del coche antes de darle tiempo a que
me ayudara. Observé el restaurante
de camino hacia é l. Recordaba al de
Lorna en la madera y las grandes
cristaleras, pero ni era tan grande ni
parecía tan nuevo.
—Es má s bonito el tuyo —
murmuré mientras la camarera
caminaba hacia nosotras.
Lorna me miró cuando aquella
mulata de proporciones atlé ticas nos
preguntó dó nde deseá bamos
sentarnos.
—Aquı́ mismo está bien —señ alé
una mesa vacı́a rodeada de otras
mesas abarrotadas de gente.
—Allı́ por favor —corrigió Lorna,
señ alando a su vez una mesa al fondo
junto a la cristalera sobre la playa.
Me reı́ para mı́ misma porque lo
habı́a hecho a propó sito. Sentarnos
en aquella mesa hubiese sido como
asistir a un bodorrio. Hubié ramos
disfrutado de cualquier cosa menos
de intimidad, y despué s de todo,
parecı́a que Lorna tambié n la
buscaba.
—¡Si quisiera hijos los habrı́a
tenido yo! —espetó de pronto, al
tiempo que examinaba el menú.
Solté una carcajada y miré hacia la
mesa que no habíamos ocupado.
—Perdona, igual ha sonado un
poco…
—Tranquila, ha sonado genial —le
interrumpı́—. A mı́ tampoco me
gustan los niñ os. De hecho, creo que
ese rollo de tener hijos y formar una
familia está sobrevalorado. Yo
tampoco quiero hijos —pronuncié
bajo su atenta mirada.
—Igual cambias de opinió n con el
tiempo.
Le mantuve la mirada un instante y
volvı́ a observar a los integrantes de
aquellas familias.
—Tal vez o tal vez no —con irmé
antes de saber qué posibilidades
ofrecía la carta.
Sabı́a que me estudiaba mientras
leía el menú.
—Lo sé Lorna, para ti soy muy
joven como para saber aú n lo que
quiero y lo que no —dije sin levantar
la vista de aquella cartulina
plasti icada. La miré cuando se rio y
dirigı́ la vista una vez má s hacia
aquellos niñ os hiperactivos de caras
pegajosas—. No querrı́a un hijo ni
teniéndolo contigo.
—Bueno saberlo, te agradezco tu
sinceridad.
Buscó sus gafas para continuar con
la lectura de la carta.
—Está s… —me callé cuando alzó la
vista.
—¡Qué! No te cortes, dime.
—Solo iba a decir que está s muy
guapa con gafas. Siempre me ha
encantado como te quedan.
—No hace falta que me adules, no
me ha molestado lo que me has
dicho.
—A mı́ tampoco me molesta que no
quieras nada conmigo —dejó escapar
una risita dejando ver su maravillosa
dentadura, tan blanca como la
espuma de las olas.
Desayunamos prá cticamente en
silencio, apenas la miré . Su belleza a
la luz del dı́a me dolı́a como si me
clavaran puñ ales, recordá ndome que
jamás conseguiría que me viera como
una posible opción en su vida.
—Me encanta esta mú sica —dijo en
voz baja.
—A mí también me gusta.
—¿La conoces?, ú ltimamente no
dejo de oírla.
—Es Requiem por un sueño.
—¿De quién es?
—El compositor es Clint Mansell,
pero esta versió n es la de la violinista
Kate Chruscicka.
—¿Y cómo sabes tú tanto?
—Porque me encanta Kate. No
tiene má s de veinte o veintidó s añ os.
Hace fusió n y es espectacular verla
tocar. Tiene un violı́n elé ctrico que se
ilumina cuando lo toca, una pasada.
Asintió imperceptiblemente y su
mirada se volvió má s profunda
mientras me observaba.
—Otra niña prodigio, como tú.
Arqueé las cejas no sin cierta ironı́a
en mi rostro.
—Con tu permiso, tengo que ir al
baño.
—¿Quieres que vaya contigo?
—No, gracias —respondı́ antes de
abandonar la mesa.
De camino al cuarto de bañ o me
encontré con la camarera y
aproveché para pedirle que me
preparara la cuenta para cuando
volviera. Era la ú nica manera de
poder pagar algo y tenı́a que ser a
escondidas de Lorna. Disimulé
cuando me percaté de que Lorna nos
miraba desde la mesa por lo que le
pregunté por las escaleras en las que
habı́a reparado durante el desayuno.
Efectivamente, aquellos peldañ os
concedı́an un acceso directo a la
playa. Salı́ del bañ o escabullé ndome
entre la gente para evitar que Lorna
m e viera. Logré alcanzar la barra y
dejar un billete que cubrı́a de sobra la
cantidad que la morena me mostró.
—Ası́ está bien —le con irmé antes
de encaminarme hacia la mujer má s
guapa de aquel local. Oí que agradecía
mi generosa propina, y sin mirar
atrá s levanté la mano para quitarle
importancia.
—¿Vamos a la playa? —pregunté un
par de pasos antes de llegar a la mesa
donde me esperaba.
Bajó la vista hasta mi escayola.
—No puedes caminar ası́ por la
arena.
—Sı́ que puedo, ya lo verá s —tiré
del puñ o de su jersey para que se
moviera.
—Espera, hay que pagar esto.
—Nos ha invitado la camarera.
Claro que ha sido a cambio de tu
nú mero de telé fono. Espero que no te
importe, como es má s o menos de tu
edad…
Sacudió la cabeza y una sonrisa
desdeñosa se dibujó en sus labios.
—No te creo. Has pagado tú , te he
visto hablando con ella.
—Venga, vamos.
—No me gusta que pagues tú ,
Denise —replicó bajando los
escalones de madera detrás de mí.
—Relá jate, yo nunca te pedirı́a nada
a cambio.
—Pues justo a ti es a la ú nica que se
lo concedería.
—Sı́, seguro… —mi timbre de voz
rozó el aburrimiento.
—Prueba.
Me giré para mirarla.
—Te encanta vacilarme, ¿verdad?
Abrió el portó n de madera y pasé al
otro lado delante de ella. La playa era
extensa y estaba prá cticamente
desierta a excepció n de algunos
ancianos que se divisaban a lo lejos,
paseando junto a la orilla.
—En absoluto. Dime, ¿qué me
pedirías?
Tenı́a la mirada felina. El color
á mbar de sus ojos era intenso y
profundo y por unos instantes me
perdí en ellos.
—Nada, no quiero nada que te
tenga que pedir porque tú no me
quieras dar.
Cogió mi mano deteniendo mi
intención de adentrarme en la playa.
—¿Qué crees que es lo que no te
quiero dar?
—La misma oportunidad que en su
día diste a otras.
La expresió n de su rostro se
dulci icó al instante. Me miró
ijamente, paseando despué s sus ojos
por mi cara detenidamente.
—Es que pienso que esa
oportunidad te la deberı́a dar otra
persona.
—La quiero de ti, Lorna. El resto del
mundo me importa una mierda —
solté su mano y me encaminé en
dirección al mar.
Me siguió de cerca y no tardé en
sentir su mano de nuevo, rodeando
mi brazo para ayudarme a caminar
por la arena.
—Puedo sola, gracias.
—Anda, no te enfades —se rio
apoyando la cabeza en mi hombro.
—No estoy enfadada, pero puedo
sola, gracias —insistí.
Ignoró mis palabras y continuó
dá ndome soporte en cada paso que
daba. Sus labios sonrieron cuando la
miré ante su persistente actitud. Me
hizo gracia, pero giré la cara para que
no me viera. Tenı́a razó n, caminar
por la arena con la escayola era
agotador. Me hacı́a ilusió n
acompañ arla porque sabı́a que le
encantaba la playa, pero estaba claro
que no iba a poder pasear por ella en
aquel estado. Hice un esfuerzo má s y
avancé todo lo que pude hasta que
me rendí.
—Te espero aquı́ —anuncié
detenié ndome en seco tras atravesar
unas dunas. Aú n nos encontrá bamos
a una larga distancia de la orilla, pero
no podía más.
—No tendríamos que haber venido.
—¿Por qué no?, te gusta la playa.
Date un paseo y disfrútala.
—No te voy a dejar aquí sola.
—No me va a pasar nada —dije
utilizá ndola de apoyo para poder
sentarme en la arena. Se sentó a mi
lado y levantó la vista en direcció n al
mar—. En serio, ¿por qué no te das un
paseo con las de tu generació n? —
señ alé a un grupo de señ oras
mayores ataviadas de ropa deportiva
que pasaron a lo lejos, frente a
nosotras.
Soltó una carcajada y me miró.
—Pre iero seguir en mi papel de
niñera, si a ti no te importa…
—Como quieras —sonreı́ a
regañ adientes—. Pensaba que igual
preferı́as la compañ ı́a de alguien má s
de tu quinta. Como no te gustan los
niños…
Esta ocasió n no respondió a mi
provocación.
Hacı́a un dı́a precioso. Apenas
corrı́a brisa en la playa y el sol
comenzaba a calentar en exceso.
Parecı́a increı́ble que estuvié ramos
en marzo. Me quité la cazadora y me
acomodé sobre ella, utilizá ndola de
almohada. El mar tenı́a un azul
intenso y el sonido de las olas
rompiendo contra la arena me
produjo una extrañ a sensació n de
tranquilidad y nostalgia a la vez. Miré
a Lorna, que continuaba sentada
contemplando el mar que tanto le
gustaba. Podı́a pasarse horas ası́, al
igual que yo podı́a pasar una
eternidad haciendo lo mismo con ella
sin aburrirme. Echaba de menos su
contacto y sentı́a ganas de tocar la
melena rubia, que caı́a por su jersey
de lana gruesa color hueso. Sin
embargo, me quedé quieta,
observá ndola desde atrá s y
reprimiendo las ganas de abrazarla.
Me dio un vuelco el corazó n en el
instante en que nuestras miradas
tropezaron, cuando giró la cabeza en
mi direcció n. Me habı́a sorprendido
tantas veces observá ndola en el
silencio, que tampoco me importó
que me descubriera una vez má s. Se
dio la vuelta tumbá ndose a mi lado
con los codos clavados en la arena.
—¿Sigues enfadada? —me preguntó
apoyando la barbilla en mi hombro.
Negué con la cabeza. Está bamos tan
cerca que se me desbocó el corazó n
sin que pudiera hacer nada por
impedirlo.
—¿Me perdonas por lo de antes?, no
lo he dicho en serio.
Sonrió fijando la vista en mis ojos.
—¿Crees que harı́a buena pareja
con alguna de ellas?
—No, por Dios —exclamé —. Lo he
dicho para fastidiar, porque siempre
está s con lo de nuestra diferencia de
edad.
—¿Y có mo crees que se nos verı́a a
nosotras dentro de veinte años?
Me quedé atónita ante su pregunta.
—¿Estarı́as tanto tiempo conmigo?
Siempre he pensado que me dejarı́as
mucho antes.
—Me dejarı́as tú , por alguien má s
joven.
—Eso no es verdad.
—Sı́, sı́ lo es. Buscarı́as en otra lo
que yo ya no te pudiera ofrecer. Ni
siquiera te lo puedo ofrecer hoy en
día…
—¿Y segú n tú qué es lo que no me
puedes ofrecer?
—Lo mismo que tú me ofreces a mí.
—¿A qué te refieres?
—A la igualdad de condiciones.
Me quedé pensando en aquella
respuesta. No estaba muy segura de
si se referı́a a lo que me temı́a, que se
refería.
—¿Entiendes de lo que te hablo?
—No sé si quiero entenderlo —
admitı́. Alcé la mano y acaricié su
cara.
Bajó la vista, pero no se movió.
—Pues es muy importante que lo
hagas.
La atraje má s hacia mı́, hasta que
nuestros rostros se rozaron.
—¿Me está s diciendo que serı́a
mejor que estuviera con alguien de
mi edad a quien no quiero, en lugar
de estar con alguien que no es de mi
edad pero a quien quiero? —le
pregunté al oído.
—No, pero encontrarı́as a alguien
de tu edad a quien querer.
—Eso es imposible. Te seguirı́a
queriendo a ti —confesé antes de
abrazarme a ella.
Capítulo 15
Deshice mis planes habituales con
Martina y Saú l tan pronto supe que
Lorna no se encontraba bien y no irı́a
al Havet aquella noche de sá bado.
Como no quise que sospecharan
cuando llegaran allı́ y vieran que
tampoco ella aparecı́a, les dije que
Israel nos llevaba a cenar a mi madre
y a mı́ muy cerca del local,
asegurando ası́ la credibilidad de mi
pequeñ a mentira para que no
relacionaran mi ausencia a la de
Lorna. Incluso les insinué que
tuvieran cuidado con lo que hacı́an
por si coincidı́amos. Ni siquiera
estaba segura de que Lorna estuviera
enferma de verdad o tan solo me
habı́a enviado aquel mensaje al mó vil
para que yo saliera por mi cuenta.
Fuera lo que fuera, no importaba, no
me apetecı́a estar en el Havet, ni en
ningú n otro lugar, si ella no estaba
conmigo. Me sentı́ mal cuando me
abrió la puerta de su casa envuelta en
un grueso albornoz y con la mirada
vidriosa, aunque la sonrisa que me
dedicara mejorara su aspecto.
—No, no quiero contagiarte —
susurró cuando me acerqué para
darle un beso.
No le hice caso y la besé igualmente,
abrazándola cariñosamente.
—Tienes iebre —dije al notar el
excesivo calor que desprendı́a la piel
de su mejilla bajo mis labios. Asintió
bajo mi atenta mirada, que recorrı́a la
palidez de su rostro—. Te he sacado
de la cama. Lo siento.
—No importa, pero no deberı́as
estar aquı́. ¿Por qué no está s
divirtiéndote?
Me molestó lo que me dijo, pero me
callé y tomé su caliente mano para
llevarla de vuelta a la cama. No
encendı́ la luz cuando vi que la
televisió n iluminaba la habitació n
como para no tropezar con algo. Me
gustó del modo en que me miró
cuando tiré del cinturó n de su
albornoz y lo deslicé por sus hombros
para quitá rselo. Abrı́ má s la cama e
hice que se metiera dentro.
—¿Cuá nto tienes? —pregunté
reparando en el termó metro sobre su
mesilla.
—Treinta y ocho.
—¿Qué estás tomando?
—Un antigripal.
—¿Has vomitado?
—No —sacudió la cabeza.
—¿Has cenado algo?
—No tengo hambre. ¿Y tú has
comido?
—Al menos tienes que beber
lı́quidos. ¿Qué te apetece? ¿Una
manzanilla?
—No, qué asco, eso sı́ que me da
ganas de vomitar.
—A mı́ tambié n —admitı́—. ¿Un
zumo de naranja?
Vi que se le iluminaban los ojos.
—Pero puedo prepará rmelo yo
perfectamente.
—No, tú te quedas en la cama.
Déjame que cuide de ti por una vez.
—Es sá bado, tendrı́as que estar con
tus amigos pasándotelo bien.
—Tranquila, te preparo el zumo y
me largo —dije cortante ante su
segunda invitació n a que me fuera de
allí.
Advertı́ que me observaba cuando
me giré , desapareciendo de su
habitació n. Hallé la nevera llena de
existencias. Por lo menos, la gripe le
habı́a pillado con la compra de la
semana hecha. Al ver la cantidad de
verduras que tenı́a, me pregunté si
podrı́a hacer una sopa. A in de
cuentas, era lo que siempre me
preparaba mi madre cuando estaba
enferma. Usé el mó vil para consultar
las recetas de sopa de verduras en
Internet. Como siempre, cada una
tenı́a su toque personal y todas eran
igualmente vá lidas. Me decidı́ por la
que creı́a que se parecı́a má s a la que
me preparaban a mı́ en ocasiones
como aquella, y que iguraba en la red
como la receta original.
—Muchas gracias —me dijo cuando
aparecı́ frente a ella con un vaso
recién exprimido de naranjas.
—De nada.
—¿Has quedado en el Havet?
—No, no he quedado —respondı́
aproximándome a la ventana.
—¿Puedo preguntar entonces a
dónde vas?
—A casa.
—¿No te apetece salir?
—No.
—Sé de una que le va a dar algo
cuando vea que no apareces. —Sabı́a
que se estaba re iriendo a Ruth, pero
no dije nada—. Está loca por ti —
habló otra vez.
—No —negué con la mirada
clavada en el jardı́n, que se dejaba ver
a travé s de las cortinas—. Está loca
por follarme, pero solo porque debo
ser la ú nica chica de su zona a la que
no se ha tirado. Hay una enorme
diferencia. —Me di la vuelta para
mirarla cuando su silencio inundó la
habitació n. La encontré
observá ndome con los ojos abiertos
como platos—. ¿Qué te sorprende
tanto? ¿Lo que te he dicho o có mo te
lo he dicho?
—Las dos cosas.
—Bueno, podrı́a decı́rtelo de una
manera má s ina, pero ya no eres una
niña, ¿verdad?
—Está claro que no, pero tú sı́ lo
eres.
Me reí sin ganas.
—A veces tienes gracia, Lorna —
resoplé.
—¿Por qué dices eso?
—Te preocupa enormemente
nuestra diferencia de edad, sin
embargo, no dudas un instante en
lanzarme a los brazos de cualquiera
con tal de que sea má s o menos de mi
edad, aunque yo no le importe una
mierda y solo me quiera llevar a la
cama para escribir un nombre más en
su larga lista de conquistas.
—Yo no he dicho eso.
—Por supuesto que no, tú nunca
dices nada —noté que su rostro se
ensombrecı́a—. No es un reproche —
con irmé —. Aunque no lo creas,
entiendo tu dilema conmigo, pero
solo te pido que no me busques rollos
absurdos. No estoy buscando un
polvo, si quisiera eso ya me lo habrı́a
echado. No me han faltado
candidatas aunque suene
asquerosamente pretencioso. Y no
hablo precisamente de Ruth.
—Lo siento, no he pretendido en
ningún momento que sonara así.
—Venga, dué rmete, te vendrá bien
dormir. Si mañ ana necesitas algo,
dame un toque si quieres. Que te
mejores.
—No te vayas —susurró.
—¿Quieres que te traiga algo antes
de irme? —le pregunté admirando,
como ya lo habı́a hecho en otras
ocasiones, lo bien enmarcado que
habı́a quedado el retrato que le
dibujé con aquel paspartú blanco.
—No, muchas gracias. Lo que
quiero es que te quedes un rato má s.
Aún es pronto.
Sentı́ que se me llenaban los ojos de
lá grimas y di media vuelta para salir
de allı́. Lo ú ltimo que querı́a es que
me viera llorar.
—Denise, no te vayas así, por favor.
—Enseguida vuelvo —acerté a
decir antes de abandonar la
habitación.
Me rodaron algunas lá grimas de
camino a la cocina y aú n me rodaron
má s mientras cortaba la verdura para
prepararle la sopa. Me molestaba la
intensa luz blanca, encendı́ en su
lugar la que se encontraba en el
extractor, su iciente para controlar la
sopa mientras hervı́a. Sentada en una
silla, fui comprobando el tiempo de
cocció n en el mó vil. Me empezaba a
doler mucho la cabeza y el hecho de
que al inal hubiera roto a llorar hizo
que los pinchazos aú n fueran a má s.
La menstruació n me vendrı́a al dı́a
siguiente y aquel era el habitual
modo en que mi cuerpo avisaba de
ello.
—¿Puedo pasar?
—¡Solo faltaba! Es tu casa, si
alguien sobra aquı́ soy yo —respondı́
sin mirarla.
—Tú nunca sobras.
—Vuelve a la cama, Lorna —
suspiré.
—¿Qué estás haciendo?
—Una sopa de verduras.
—¿Para mí?
—No, para mi padre, ¿a ti qué te
parece?
—Muchas gracias, no tendrı́as que
haberte molestado.
—No es molestia, solo es una sopa.
No es ni comparable a todo lo que tú
haces por mı́. Me das de comer, de
cenar, estudias conmigo, me das la
pomada… ¡Hasta me has tenido que
limpiar el culo!
—Y lo volverı́a a hacer un milló n de
veces má s —dijo suavemente antes
de acariciarme la melena.
Me tensé cuando posó su mano
sobre mi cabeza, y aú n má s cuando la
deslizó acariciá ndome el rostro.
Apartó la mano cuando giré la cara
ligeramente, rechazando su contacto.
—¿No puedo?
—Vete a la cama.
—¿Tanto te ha molestado que te
diga que le gustas a Ruth?
—No, es por lo que se desprende
cuando me dices que le gusto a Ruth
—levanté la vista al in y la miré
dolida—. Joder, Lorna, ¿precisamente
tú tenı́as que convertirte en mi
celestina?
—Eso no es verdad.
—Sı́ que lo es. Hace semanas que
me he dado cuenta. Otra cosa es que
no diga nada. ¿Me has visto cara de
idiota?
—No, tienes una cara preciosa —
sonrió y alzó la mano con intenció n
de tocarme.
Levanté el brazo y detuve su
trayectoria antes de que me rozara.
Retiré la vista de su rostro al ver la
turbació n que le causó que la
rehuyera de aquel modo.
—Te lo he dicho porque nunca me
has contado lo que pasó —dijo
intentando acariciarme una vez más.
—Dé jame, en serio —murmuré
agachando la cabeza, aunque en esta
ocasión sí permití que me tocara.
—Y tambié n te lo he dicho porque
estoy celosa.
—¿De qué ? —pregunté sorprendida
al tiempo que luchaba por controlar
mis lá grimas, que amenazaban con
empañarme los ojos otra vez.
—Que nunca hables del tema me
hace pensar que ahora que os veis
con má s frecuencia, podrı́a surgir
algo y quizá ya no le dirı́as que no
esta vez.
Apoyé la frente en su estómago.
—Si no hablo es porque me parece
ridı́culo andar contá ndolo por ahı́, y
más a ti. Pero si quieres te lo cuento.
—Sı́ que quiero —me con irmó
deslizando las manos por mi espalda.
—No sé qué te contó Ruth pero en
realidad, tampoco pasó nada. Nos
veı́amos a menudo porque yo iba al
parque a practicar Parkour. Como era
muy buena siempre pululaba cerca
para aprender. El añ o pasado
empezamos a hablar má s, yo seguı́a
igual de pendiente de ella y tal vez
eso le hizo pensar que me pudiera
gustar, cuando tan solo estaba
interesada en su té cnica. Total un dı́a
intentó darme un beso y le dije que
no. Fin de la historia. Ya ves tú…
—¿Eso es todo?
—Sı́. Má s tarde nos vimos unas
cuantas veces en el parque y ya
apenas hablá bamos. Bueno, má s bien
era ella la que no me hablaba a mı́.
Luego me atropelló Kling y despué s
volvimos a coincidir en Bou-Azzer —
sentı́ que me daba un beso en la
cabeza antes de que le quisiera
puntualizar un tema má s—. Y si le
dije que no, no fue porque tuviera una
novia diferente cada mes, sino
porque no me gustaba. Nunca me ha
gustado. Lo otro me parece genial, ası́
compensa conmigo y mi falta de
relaciones.
—Y la mía —se rio.
—Si tú no tienes es porque no
quieres.
—Lo mismo podría decirte yo.
—No, yo sı́ que quiero —confesé
abriéndole el albornoz.
—Denise…
—¡Có mo puedes estar tú celosa! —
exclamé obviando su leve protesta y
besá ndole el estó mago por encima
del pijama—. Si estoy loca por ti
desde el dı́a que te conocı́. Y desde
entonces, no he podido dejar de
pensar en ti ni un solo instante. Odio
los dı́as de diario porque solo puedo
verte un rato, y cuando por in llega el
in de semana para poder estar
contigo, tú me dices que me vaya con
mis amigos. ¿Por qué no te quieres
enterar de que es contigo con la ú nica
que quiero estar? Que si tú no está s
conmigo, yo ya no me divierto ni
quiero hacer nada ni nada me
interesa. Yo solo quiero estar donde
tú estés.
—Denise, por favor…
Levanté la chaqueta del pijama para
acceder a la piel de su estó mago sin
nada de por medio. Tembló bajo mis
labios cuando la besé y comencé a
recorrerla lentamente. Sentı́ que se le
moteaba la piel y el febril calor que
desprendı́a hizo que aú n la deseara
más.
—Por favor —me rogó alcanzando
mi barbilla.
—A ti nunca te dirı́a que no, ¿lo
sabes, verdad?
—Por favor, no me hagas esto.
—¿Qué te hago? —quise saber.
Esquivó mi interrogante mirada
por respuesta. Bajé la vista por su
cuerpo y contemplé un instante su
pecho, que subı́a y bajaba con la
respiració n tan agitada como la mı́a,
antes de cerrarle el albornoz. Acarició
mi cara suavemente para darse la
vuelta, dejá ndome sola en la cocina.
Esperé un rato má s hasta que la sopa
estuvo hecha y apagué el fuego,
dejando el recipiente con el calor que
le quedaba. La cabeza estaba a punto
de estallarme, no dejaba de darle
vueltas a la espiral de
contradicciones que habı́a dicho
Lorna desde que entrara por la
puerta de su casa. Localicé
paracetamol junto a unas cajas de
vitaminas en una repisa y me tomé
una pastilla, antes de volver a su
habitación.
—Dime que no sientes nada por mı́
y me iré , me iré para siempre y te
dejaré en paz —dije detenié ndome
junto a su cama. Ella estaba tumbada
de lado y sus ojos se apartaron de los
mı́os cuando llegó su turno de
respuesta—. ¿No me vas a contestar?
¿Vas a desaprovechar la oportunidad
de librarte de mı́ de una vez por
todas?
Sus ojos buscaron los mı́os durante
unos segundos y volvió a desviar la
vista sin decir nada. Me quedé de pie
donde estaba, contemplá ndola unos
instantes por si decidı́a abandonar
aquel mutismo y hablar.
—Como quieras. Cambiaré la
pregunta entonces —anuncié ante su
persistente silencio—. ¿De verdad te
gustarı́a verme con Ruth o con alguna
otra chica?
—No —respondió mirá ndome
ijamente a los ojos. Mantuvimos la
mirada mientras me deshacı́a del
jersey y la bota. Antes de deslizarme
junto a ella bajo las sá banas me abrió
la cama dá ndome la bienvenida. Se
me aceleró má s el corazó n cuando se
acercó rodeá ndome con sus brazos
tan pronto me tuvo frente a ella—. Es
má s, como intente besarte de nuevo,
la mato —me susurró al oı́do—. A ella
y a cualquier otra.
—Lo mismo digo yo con tu ex. Ella
sı́ que intentó besarte. Te aseguro
que Ruth no se acercó tanto, tampoco
le hubiera dejado que lo hiciera —
a irmé con una punzada de dolor al
revivir la imagen en mi cabeza.
Estaba acurrucada contra mi
cuerpo y mantenı́a la cabeza bajo mi
barbilla. Me besó la base del cuello
cuando supo que las había visto.
—Te garantizo que no tienes por
qué preocuparte por ella —dijo,
volviéndome a besar la piel del cuello.
—¿Te duele? —le pregunté al oı́r el
leve quejido que emitió cuando pasé
la mano por su espalda, al abrazarla
con más fuerza contra mí.
—Me duele todo el cuerpo —sonrió.
Me separé de ella para que tuviera
más sitio.
—Ven —hice que se tumbara boca
abajo y me apoyé sobre un codo,
pegá ndome a su cuerpo cuando se
acomodó . Le retiré el pelo,
colocá ndoselo detrá s de la oreja para
poder ver el per il de su rostro.
Despué s, acaricié la larga melena y
descendı́ por su espalda dá ndole un
masaje.
—Gracias por haber venido —
susurró.
—De nada.
—Estaba deseando verte —volvió a
susurrar.
Bajé la vista para verle la cara. Tenía
los ojos cerrados y sus dedos
formaban un puñ o que le tapaban los
labios.
—¿Y có mo es que a mı́ no me lo ha
parecido?
Me agarró del pico de la camiseta,
se acercó aú n má s a mı́ y hundió la
cara en mi pecho, besá ndome la piel
que dejaba al descubierto mi escote.
El corazó n se me colapsó al sentir el
calor de sus labios.
—Es porque no me gusta que te
tengas que quedar aquı́ encerrada un
sá bado por la noche, cuando deberı́as
estar por ahí distrayéndote un poco.
—Pero si lo estoy deseando —
confesé con la voz ronca por la
excitació n—. Estoy harta del Havet,
no puedo má s. Lo hago por Martina
para que vea a Laia. No me puedo
creer lo que está tardando en decirle
que le gusta… No lo entiendo —
re lexioné má s para mı́ misma que
para compartirlo con Lorna—. No
tiene mi problema porque las dos son
mayores de edad. No tiene el de
Lorena porque Laia no tiene novia.
No sé a qué está esperando…
—A veces a la gente le da miedo
revelar sus sentimientos.
—¿Por qué ? ¿Por si les dicen que
no?
—Supongo —murmuró.
—Pues tampoco es para tanto.
Mı́rame a mı́, tú llevas casi tres meses
diciéndome que no y aquí sigo.
Se echó a reír.
—Ya, pero como tú no hay dos.
—Ni como tú tampoco, ese es mi
problema —dije besándole la sien.
Sus dedos me acariciaron la piel y
subieron hasta mi clavı́cula cuando
seguı́ besando el contorno de su
rostro.
—Al final, te voy a pegar la gripe.
—Lo dudo, pero aunque fuera ası́
no me importa nada en absoluto —le
confesé al oído.
—Entonces… sigue —murmuró
cariñ osa antes de besar mi corazó n
acelerado. Continué recorriendo con
los labios el per il de su cara cuando
sentı́ su mano tensarse en mi cuello
retenié ndome contra ella—. A veces
el miedo es a que te digan que sı́ —
susurró.
Aquella tarde de viernes no habı́a
tenido prá cticas en el hospital, ası́
que me fui directamente a casa de
Lorna. Ló gicamente, no me iba a dar
un respiro y segú n llegué me instaló
en el saló n para que siguiera
estudiando. La verdad es que no me
importaba mientras ella estuviera
conmigo. Ademá s, aquella noche
parecı́a que no ı́bamos a ir al Havet.
Martina tenı́a un cumpleañ os y Saú l
ya habı́a empezado a quedar con
Robby por su cuenta, aunque se
pasaran por allı́, cuando ı́bamos
todas. Era lo que má s me gustaba de
los chicos. Ellos se decidı́an mucho
má s rá pido que nosotras. Sin
embargo, tengo que reconocer, en
este caso, que Martina y Laia cada vez
andaban má s de cerca de empezar a
hacer su vida juntas, sin que las
actuaciones de las L’s fueran ya la
excusa.
Creo que Lorna tambié n estaba
encantada con que nos tomá ramos
una noche libre fuera del Havet.
Aunque no lo expresara abiertamente
con palabras, su rostro se iluminó tan
pronto se lo comuniqué . Me pareció
ademá s, que se encontraba cansada
por má s que ya se hubiera
recuperado de la gripe. Yo solo
deseaba cenar con ella a solas y
despué s tumbarnos para ver una
pelı́cula. Por in, iba a tenerla para mı́
sola una noche de viernes.
—Lorna, ¿puedo hacerte una
pregunta personal? —hacı́a rato que
habı́a abandonado el saló n y la
echaba de menos. Se hallaba en la
cocina preparando la cena y levantó
la vista con aprensión—. Tranquila —
me reı́ desde el marco de la puerta—,
no es sobre tu vida sentimental. No
me interesa en absoluto —ella enarcó
una ceja y me mantuvo la mirada—.
En serio —insistı́ avanzando hacia
ella— me pongo del hı́gado cuando te
imagino haciendo el amor con otra
persona, que no sea yo obviamente,
ası́ que no quiero saber nada de
ninguna de tus amantes y mucho
menos de tus relaciones sexuales con
ellas.
Sentı́ como la tensió n congelaba su
rostro y la mirada se le agrietaba. Me
quedé petri icada. Bajó la vista y
volvió a alzarla. Se produjo un
silencio tan intenso que parecı́a que
se acababa el mundo. Sus ojos
volvieron a recorrerme hasta que al
fin habló.
—No vuelvas a decirme una cosa
así en tu vida.
—Lo siento —murmuré impactada
por la seriedad de su voz y la
severidad de su mirada.
—Sigue estudiando —me dijo, pero
esta vez ni siquiera me miró.
Enterré la cabeza en el libro, pero
no pude estudiar. La sentı́a trajinar
en la cocina y podı́a percibir su mal
humor cada vez que abrı́a y cerraba
un cajó n. Jamá s la habı́a visto ası́ de
enfadada conmigo. Ni siquiera
cuando me descubrió examinando mi
propio hematoma en el hospital. No
sabı́a qué hacer. Me hubiera vuelto a
levantar en su busca para
disculparme un milló n de veces si
hubiera sabido que con eso bastaba.
Pero sabı́a que no. Ya no era una
cuestió n de pedir má s o menos
disculpas. Oı́ que salı́a de la cocina y
que se alejaba por el pasillo. Despué s,
escuché un leve portazo. Pasé
bastante má s de una hora sin saber
nada de ella. Intuı́ que se habı́a
refugiado en su habitació n porque no
tenı́a ganas de verme. Empezaba a
sentirme excesivamente incó moda,
sentı́ que tenı́a que irme de allı́. No
me gustaba la sensació n de que el
invitado hubiera usurpado el terreno
del an itrió n expulsá ndolo de su
propiedad. Me recordaba a la trama
de muchas pelı́culas de terror, y yo
parecı́a estar interpretando el papel
de la mala y perversa visitante. En
ese momento sonó el mó vil de Lorna.
Me levanté deprisa y la llamé en voz
alta, pero no obtuve respuesta.
Caminé hasta la mesa donde el jarró n
blanco que habı́a exhibido las rosas
que le regalé , continuaba
presidié ndola, aunque ya no luciera
ninguna en su interior. Helena, leı́ en
la pantalla del mó vil cuando volvió a
vibrar sobre el cristal. Se me encogió
el estó mago, pero tomé el mó vil y me
apresuré a salir fuera del saló n. La
volvı́ a llamar desde el hall. Avancé un
par de pasos má s por el pasillo y grité
su nombre, pero Lorna seguı́a sin
oírme o al menos sin responderme. Al
in, la insistente llamada se cortó .
Caminé de vuelta y dejé el telé fono
exactamente donde estaba. Arranqué
una hoja de mi cuaderno y le escribı́
una nota avisá ndole de que le habı́an
llamado. Ignoré el nombre de Helena,
no querı́a que supiera que lo habı́a
visto. Le di las gracias por todo y
volvı́ a disculparme, aunque me
constara que ya no servirı́a de
mucho. Descolgué mi abrigo del
armario principal, donde Lorna lo
habı́a colgado. Sentı́ una presió n en el
pecho al ser consciente de que solo
quedaba un dudoso in de semana a
la vista, que la despiadada realidad se
impondrı́a como cada lunes,
separá ndonos durante interminables
horas con su habitual rutina.
No tuve noticias de ella en lo que
quedó del dı́a, y lo que fue peor,
tampoco las tuve durante el in de
semana. Apenas dormı́ y apenas comı́
durante lo que fue el in de semana
má s largo de mi vida. Ni siquiera se
habı́a molestado en enviarme un
mı́sero mensaje al mó vil. ¿Tanto le
habı́a ofendido mi comentario? Al
parecer sí.
Tuve que mentir a Martina y Saú l.
Utilicé una vez má s el nombre de mi
madre y el de Israel como excusa
para no vernos el sá bado. No tenı́a
ganas de ver a nadie y tampoco de
hablar, no me apetecı́a compartir lo
que habı́a sucedido. No querı́a
consuelo ni que me recordaran que
yo misma lo habı́a jodido todo. Solo
deseaba saber de una ú nica persona
en todo el mundo, de la que no
llamaba.
El lunes amanecı́ tan triste y gris
como el dı́a. Habı́a vuelto a pasar la
mayor parte de la noche llorando. En
esta ocasió n, el silbido del viento y la
gruesa lluvia me habı́an acompañ ado,
azotando mi ventana. Parecı́a que al
in habı́a llegado el invierno. Anuncié
a mi madre que no irı́a a clase, que no
me encontraba bien. No lo dudó en
cuanto me vio la cara y se aseguró
rápidamente de que no tuviera fiebre.
Conseguı́ que se fuera a trabajar, no
sin antes mantener una discusió n
que lograrı́a agotarme del todo. No
tenı́a fuerzas para discusiones
estú pidas y me encerré en el bañ o.
Pasé el resto de la semana
atrincherada en mi habitació n. No
querı́a salir, no podı́a comer y apenas
conseguı́a dormir. El rostro de mi
madre se iba desencajando má s cada
dı́a, al tiempo que mi dolor se
incrementaba con cada noche que no
sabı́a nada de Lorna. El viernes por la
tarde vino Israel y por primera vez,
desde que salı́a con mi madre, se
quedó a dormir en casa durante todo
el in de semana. Sabı́a que mi madre
lo habı́a hecho a propó sito despué s
de nuestra ú ltima discusió n.
Prá cticamente le habı́a echado de mi
habitació n cuando me hizo llorar una
vez má s, preguntá ndome por lo que
ocurrı́a. No querı́a contá rselo a nadie
y menos a ella, por mucho que
pensara e insistiera que podı́a
hacerlo. Ninguna madre estaba
preparada para oı́r que su hija de
diecisé is añ os estaba enamorada de
una mujer que tenı́a incluso má s añ os
que ella, y que habı́a pasado casi dos
meses viéndola a diario y en secreto.
Capítulo 16
—Es por Martina, ¿verdad? —
preguntó mi madre mientras
aparcaba en la clínica.
Me encontraba fatal, peor que
nunca. No habı́a pegado ojo en toda la
noche pensando en la posibilidad de
coincidir con Lorna aquella mañ ana,
en la que iban a retirarme la escayola
de la pierna izquierda. Me
tranquilizaba pensar que ella no
tendrı́a ganas de verme y que harı́a
todo lo posible por evitarme. Me
habı́a ijado en todos los coches
estacionados, cuando buscábamos un
sitio donde aparcar y no habı́a visto
el suyo. Ya eran las ocho y veinte, ası́
que posiblemente se hubiera cogido
el dı́a libre, sabiendo que aquel lunes
yo tenía cita con el doctor Kling.
—No, mamá —suspiré.
—¿Os habéis peleado?
—No.
—¿Estabas saliendo con ella y lo
habéis dejado?
—Mamá , por favor —apenas podı́a
respirar. Sentı́a un nudo en el
estó mago que me estaba provocando
náuseas.
—No entiendo por qué no quieres
hablar conmigo.
—Eres mi madre no mi amiga —
espeté de mal humor saliendo del
coche.
—Y no pretendo serlo, pero sé un
poco de mal de amores.
—¿Y qué vas a decirme?, ¿que aú n
soy muy joven?, ¿que se me pasará ?
—elevé el tono de voz y noté que un
corrillo de gente me miraba.
—Se te pasará , cré eme. Y un dı́a te
acordarás de esto y te reirás.
—Mañ ana vuelvo a clase, si es lo
que te preocupa —dije cruzando la
puerta automá tica de entrada a la
clı́nica y sentı́ que se me aceleraba el
corazón.
—No me preocupa que no vayas a
clase. Sé que tienes capacidad
su iciente para recuperarlo, y si no es
así no pasa nada.
—Efectivamente, porque si soy
muy joven para una cosa, lo soy para
todo.
—¿Quieres dejar la carrera?
—No he dicho eso —respondı́
entrando en el ascensor. Me quedé
impactada con mi propio re lejo en el
espejo. Tenı́a la cara tan demacrada
que parecı́a que acabara de salir de la
cárcel.
—Tampoco pasarı́a nada, podrı́as
tomarte un tiempo. ¿Te gustarı́a ir al
extranjero unos meses?
—Lo que me gustarı́a es que
dejáramos el tema.
Caminé detrá s de ella por el largo
pasillo. Levanté la vista por encima
de su cabeza para asegurarme de que
Lorna no estuviera al fondo, hacia
donde nos dirigı́amos. Tuve que
mirar detenidamente porque habı́a
demasiada gente en el pasillo aquella
mañ ana. Pero ella no estaba, la
hubiera reconocido a la legua.
Hallamos un par de asientos libres
frente a la consulta de Kling. Tenı́a la
puerta cerrada y leı́ la reluciente
placa con su nombre. Me pregunté
cuá nta de esa gente, que ya espera
allı́ cuando llegamos, tendrı́a cita con
é l tambié n. Seguro que nos atendı́a
con retraso. Mi madre detuvo el
nervioso movimiento de mi pierna.
—Bebes demasiado café —
murmuró acariciándome la rodilla.
Bajé la vista a su mano, que la habı́a
dejado reposada sobre ella. Agradecı́
el reconfortante calor que me daba y
la cubrı́ con la mı́a. Me miró con
cierto aire de sorpresa cuando lo
hice.
—¿Qué? —protesté.
—Tienes unas ojeras que te llegan
hasta los pies.
Me sobresalté cuando la puerta de
Kling se abrió frente a nosotras.
—Señ ora Ystad —estrechó
afectuosamente la mano de mi
madre.
—Denise, ¿cómo estás?
—Bien, gracias. ¿Y usted? —
estreché tambié n la mano que me
ofrecía.
Desvié la vista hacia la puerta
abierta detrá s de é l, cuando sus ojos
me observaron más de cerca.
—Bueno, voy a… ¡Ah no, por ahı́
viene! —exclamó mirando detrá s de
mí en esta ocasión.
Giré la cabeza y me dio un vuelco el
corazó n cuando mis ojos chocaron
con los de Lorna, que me miraban
desde el fondo del pasillo. Hacı́a diez
dı́as que no la veı́a y su visió n me
encogió el alma. Sonrió , dejando ver
su preciosa dentadura. Sentı́a los
latidos del corazó n en mis propios
oı́dos, ensordeciendo todo lo que me
rodeaba. El sudor impregnó mis
manos y resbalé sobre la muleta.
Venı́a vestida de calle, como si
acabara de llegar. Cuando se abrió
paso entre la gente reconocı́ la
chaqueta de piel color camel. El
taconeo de sus andares me hizo
mirar hacia el suelo. Los vaqueros
desgastados contrastaban con las
botas de piel natural con las que le
habı́a conocido. No se las habı́a
vuelto a ver desde entonces. Observé
su belleza y su igura mientras se
aproximaba, y no pude evitar que los
ojos se me llenasen de lá grimas. Bajé
la vista y los cerré con fuerza antes de
que me viera. ¿Có mo pretendı́a que la
olvidara si volvı́a a aparecer en mi
vida? Era obvio que habı́a sabido
aprovechar la oportunidad que yo
misma le puse en bandeja el dı́a que
me marché de su casa. Se lo habı́a
puesto demasiado fá cil con mi
espantada. No le obligué siquiera a
pensar en có mo decirme que tenı́a
que olvidarme de ella, que lo nuestro
era imposible. Ni siquiera tuvo que
buscar el momento má s apropiado,
ya lo habı́a hecho yo por ella. Se
agarró a aquella estú pida confesió n
que le hice como a un clavo ardiendo.
Quizá mi comentario fue atrevido,
pero aú n le daba vueltas a la cabeza
buscando dó nde se encontraba la
ofensa. Volvı́ a levantar la vista
cuando sus pasos sonaron má s
cercanos y su silueta se volvió nı́tida
frente a mí.
—Hola —me tembló la voz. Sentı́ la
humedad en mis ojos y recé para que
ella no la advirtiera.
—Hola, Denise —aú n conservaba la
sonrisa que me dedicó mientras
sorteaba a la gente en el pasillo hasta
alcanzarnos. Noté que su brazo me
rodeaba cariñ osamente la cintura—.
¿Cómo estás?
Aprecié que su sonrisa se quebraba
cuando vio mis ojos y mi rostro en la
proximidad.
—Bien, gracias. ¿Y tú ? —me volvió a
temblar la voz y besé sus mejillas
cuando ella lo hizo en las mías.
Su mano se tensó en mi cintura
cuando saludó a mi madre.
—¡Por in la ú ltima escayola!
Tendrá s ganas, ¿verdad? —trató de
sonar simpá tica y sus ojos volvieron
a estudiar mi rostro.
—Sí —asentí agachando la cabeza.
Era incapaz de mirarle a los ojos
má s que en instantes muy precisos.
Podı́a oler su aroma y recordé las
veces que habı́a estado abrazada a
ella, sintiendo su calor y su cuerpo
contra el mı́o. ¿Có mo iba a ser capaz
de olvidarme de aquello?
Avanzamos detrá s de mi madre y el
doctor Kling. Me temblaban las
piernas y las manos, sabı́a que Lorna
notaba mi temblor. Cuando su mano
acarició mi espalda las lá grimas
volvieron a brillar en mis ojos. Apreté
la mandı́bula con fuerza y tragué
saliva.
—Lo siento —anuncié
detenié ndome en el umbral de la
puerta, tratando de controlar la voz
para que no sospecharan que estaba
cerca de romper a llorar—. Necesito
ir al cuarto de baño.
—¿Ahora mismo?, ¿no puedes
esperar? —preguntó mi madre
girándose hacia mí.
Se produjo un silencio, porque ya no
me salı́a la voz necesaria que no
delatara mi estado. Mantuve la vista
clavada en el suelo aunque se
dibujara borroso bajo mis pies.
—Por supuesto, no hay ninguna
prisa. Yo le acompañ o —Lorna se
apresuró a llenar el silencio.
—No, está bien, gracias. Puedo
esperar —con irmé recuperando de
nuevo la voz.
Me senté en la silla que me
indicaron al lado de mi madre. Hice
un esfuerzo descomunal y alcé la
vista para mirar al doctor Kling
mientras nos hablaba. No estaba
segura de hasta qué punto mi extraño
comportamiento fuera, habı́a hecho
sospechar a alguien que el verdadero
motivo de mi penoso estado era
Lorna. No querı́a que se sintiera
incó moda, y mucho menos ponerla
en evidencia. Respondı́ a las
preguntas del doctor y hasta me reı́
cuando hizo una broma sobre mı́ y
mis ojeras, relacioná ndolas con un
exceso de vida nocturna. Sentı́a la
mirada de Lorna, aunque yo no
desviara la mı́a del rostro de Kling.
Bajé la vista cuando sus dedos
tamborilearon la mesa. Llevaba las
uñ as cortas, como siempre, pero se
las habı́a pintado de color rojo
oscuro. Seguro que aquella tonalidad
tenı́a nombre propio, aunque yo lo
desconociera. No era precisamente
muy amiga de los esmaltes de uñ as.
Reconocı́ que le favorecı́a mucho,
tenı́a las manos preciosas. Observé
detenidamente sus dedos, y las venas
y tendones que se marcaban en el
dorso. Por mucho que le molestara
oı́rlo, se me seguı́a encogiendo el
corazó n cada vez que imaginaba sus
manos tocando a alguien que no
fuera yo. Levanté la vista al in y la
miré . En esta ocasió n, le sostuve la
mirada que no fui capaz de mantener
desde que la viera en el pasillo. La
sorpresa brilló en sus ojos,
regalá ndome una sonrisa. Bajé de
nuevo la vista y la posé sobre su
mano. Volvı́ a mirarla cuando sus
dedos se recogieron en un puñ o.
Negué imperceptiblemente con la
cabeza para que no me la ocultara.
Recorrı́ una vez má s el camino hacia
su mano y me estremecı́ cuando sus
dedos temblaron levemente al
estirarlos sobre la mesa. Alcé la vista
y sonreı́ brevemente en
agradecimiento. Aquella intensa
mirada que en otras ocasiones me
brindara, se asomó a sus ojos y me
fundı́ en ellos durante unos instantes.
Regresé a su mano y a los cinco dedos
que me apuntaban sobre la mesa,
para memorizar cada detalle. Supe en
ese momento a qué iba a dedicar el
resto del dı́a, a dibujarla de memoria.
Pasé con Lorna y Kling a la habitació n
de al lado, ya la conocı́a. Habı́a
pasado por lo mismo con las otras
dos escayolas. Me tumbé en la
camilla, esta vez, para que Kling
pudiera cortarla. La sensació n de
ligereza cuando me puse en pie de
nuevo me resultó familiar. Aú n la
sentı́a entumecida y me ijé en el
color de la piel por la falta de
oxigenació n. Dejé que Kling me
examinara mientras me hacı́a
caminar. Despué s, me pidió que me
desnudara de cintura para arriba,
porque querı́a ver mi tó rax. Me puse
nerviosa otra vez ante la presencia de
Lorna. No es que fuera a ver nada que
no hubiera visto con anterioridad,
pero yo no me hallaba en mi mejor
momento para desnudarme delante
de ella. Aú n ası́, hice un esfuerzo y me
desabroché la camisa, dejando ver el
vendaje. La deslicé hasta descubrir
los hombros, esperando con todas
mis fuerzas que aquello le bastara a
Kling.
—¿Podrı́as quitá rtela, por favor? —
dijo amablemente.
Se me erizó el vello del cuerpo
cuando sentı́ a Lorna detrá s de mı́ y
sus manos resbalaron por mis brazos
ayudá ndome a desprenderme de la
camisa.
—Gracias —murmuré sin mirarla.
—De nada —respondió posando su
mano un segundo sobre mi espalda.
—Tiene muy buen aspecto, veo que
has estado cuidá ndotelo —comentó
Kling cuando me retiró el vendaje.
Asentı́. En realidad habı́a sido
gracias a Lorna, pero no la miré
porque seguı́a detrá s de mı́ en algú n
punto de aquella habitación.
—Date la vuelta, por favor —habló
de nuevo Kling.
No me lo podı́a creer, justo cuando
comenzaba a relajarme, porque
Lorna habı́a decidido quedarse en un
segundo plano fuera de mi campo
visual, lo que agradecı́a
enormemente, aquel hombre me
pedı́a aquello. Me di la vuelta, pero
bajé la vista al suelo. Veı́a su igura
frente a mı́ aunque no la mirara. Me
sentı́a tan ridı́cula como la primera
vez que me bañ ó . Las manos de Kling
palparon mis costillas y noté que la
camisa se movı́a. Levanté la vista lo
su iciente para ver las manos de
Lorna jugueteando con la etiqueta del
cuello. Estaba apoyada sobre una
mesa y sostenı́a mi camisa, que caı́a
cubrié ndole gran parte de las piernas.
Alcé aú n má s la vista hasta alcanzar
su rostro. Tenı́a la mirada ausente
mientras pasaba los dedos por la
trabilla de tela que permitı́a colgarla.
Me sobresalté ligeramente cuando
sus ojos me miraron de pronto y me
descubrieron observá ndola. Esbozó
una sonrisa triste y su mirada
recorrió mi piel desnuda durante un
instante, detenié ndose sobre la
pulsera que me había regalado.
—Perfecto —dijo Kling—. Lorna,
¿puedes vendarla otra vez?
Me giré con sorpresa hacia é l, pero
este ya se habı́a dado la vuelta a su
vez. Observé con pavor có mo cerraba
la puerta tras de sı́, dejá ndome a
solas con Lorna en aquella
habitación.
—Puedo hacerlo yo misma, no te
preocupes —me tembló la voz.
Hubo un pequeñ o silencio hasta
que habló.
—¿Ya no quieres que lo haga yo?
—¿Dó nde me pongo? —pregunté
con la misma suavidad con la que ella
me habı́a formulado la pregunta.
Desistı́ sobre la marcha ante la duda
de que otra insistencia por mi parte
pudiera molestarla.
—En la camilla, por favor.
Giré la cabeza hacia el lado donde se
encontraba la camilla. Ella aú n seguı́a
detrá s de mı́, apoyada sobre la mesa,
intuı́a, ya que no habı́a sido capaz de
mirarla desde que Kling abandonara
la habitació n. Me sentı́a tan estú pida
y expuesta, que me cubrı́ el pecho con
el brazo izquierdo antes de darme la
vuelta para dirigirme a donde me
habı́a dicho. Me apoyé en la camilla al
advertir que se encaminaba hacia la
puerta. Pensé que se marchaba
cuando posó la mano en el picaporte.
Sin embargo, bloqueó el pestillo, dio
media vuelta y vino hacia mı́. Bajé la
vista al suelo antes de que me viera
pendiente de lo que hacı́a. Sentı́ su
mano sobre mi cabeza, deslizá ndose
después por el lateral de mi rostro.
—¿Có mo está s? —susurró antes de
besarme en el nacimiento del pelo.
—Bien, gracias —se me habı́a
hecho un nudo en la garganta cuando
me tocó cariñosamente.
—Estás más delgada —suspiró, y su
mano se tensó en mi rostro
acariciándome.
Se me llenaron los ojos de lá grimas
y me llevé la mano derecha para
presionar mi sien, en un intento por
controlar el llanto. Bajó la suya hasta
mi barbilla e intentó levantarla, pero
opuse resistencia. No querı́a que me
viera llorar. Agaché aún más la cabeza
al tomar mi cara entre sus manos.
Traté de separarme cuando las
yemas de sus pulgares resbalaron
bajo la humedad de mis ojos.
—No llores, por favor —susurró
con dulzura, y me besó la piel
humedecida por mis lágrimas.
—No tendrı́as que estar hoy aquı́ —
le reproché ante la rabia que sentı́a
por no haber conseguido retenerlas.
—Quería verte.
—No tendrı́as que haber venido —
insistí.
—¿Por qué no?
—Porque no me gusta hacer el
ridículo delante de todo el mundo.
—Tú no haces el ridı́culo —volvió a
besarme donde lo había hecho antes.
—No eres tú la que te pones a llorar
en mitad del pasillo —le reproché de
nuevo, antes de secarme los ojos con
el dorso de la mano.
—Nadie se ha dado cuenta.
—Tú sí.
Alzó mi cara y al in la miré . Tenı́a
las pupilas dilatadas. Su pierna se
hizo sitio inesperadamente entre mis
muslos cuando se acercó má s a mı́.
Sus ojos recorrieron mi rostro y se
detuvieron en mis labios cuando
apoyó su frente contra la mı́a. Mi
respiració n sonó má s fuerte cuando
respiré la suya en la proximidad. Me
ardió la piel cuando sus labios
rozaron imperceptiblemente los
míos.
—Te he echado tanto de menos…
¿Lo sabı́as? —susurró . Negué con la
cabeza, porque no me salı́a la voz.
Traté de besar sus labios, pero se
separó lo justo para que no les diera
alcance—. ¿Hoy sales a las seis? —
preguntó con la voz ronca.
—Hoy no voy a clase —respondı́
entrecortadamente.
Tenı́a el corazó n fuera de control
palpitá ndome a toda velocidad. Me
tembló el pulso cuando apreté el
botó n del interfono a pie de calle.
Habı́a quedado con Lorna en que me
pasarı́a por su casa, tan pronto mi
madre me llevara de vuelta a la mı́a y
se marchara a trabajar. Durante el
trayecto en coche con mi madre y el
que realicé en el autobú s de camino a
su casa, no habı́a podido dejar de
pensar en el roce de sus labios y lo
cerca que estuvieron de besarme. Me
seguı́a estremeciendo cada vez que
revivı́a una y otra vez, aquella imagen
en mi cabeza.
—Pasa, está abierto.
Empujé la puerta y la encontré con
medio cuerpo dentro del maletero.
En el suelo junto a sus pies, esperaba
una maleta, mientras estibaba otra
dentro del coche. Al parecer se iba de
viaje y sentı́ un dolor agudo en la
boca del estó mago. ¿Me habı́a pedido
que fuera para despedirse? Ahora
entendı́a la razó n por la que no
trabajaba aquel dı́a y solo habı́a ido a
la clı́nica para verme a mı́. Se habı́a
cambiado de ropa. Estaba má s
delgada tambié n y me extrañ ó no
haberme dado cuenta en ningú n
momento durante el tiempo que
compartı́ con ella en la consulta de
Kling.
—¿Te vas de viaje? —soné abatida.
Se incorporó y se dio la vuelta.
—Hola, Denise —sonrió.
Me sobresalté y di un paso atrá s
cuando vi su rostro.
—¿Qué te ocurre?
—Perdona, pensaba que eras Lorna.
—¿Cómo dices?
Estudié estupefacta su rostro y su
melena, el parecido era asombroso,
como dos gotas de agua.
—Pensaba que eras Lorna —repetí.
—Y lo soy. ¿Te encuentras bien?
—No, tú no eres Lorna.
—¿Có mo que no? ¿Está s bien? —su
mano se alzó tratando de alcanzarme,
pero la esquivé antes de que me
tocara—. Buenos re lejos —sonrió
otra vez.
—¿Dónde está Lorna?
—Me está s empezando a
preocupar.
—¿Esto es una broma, no?
—Lo tuyo es una broma, querrá s
decir.
Bajé la vista por su cuerpo. Llevaba
un jersey ino de cuello alto color azul
marino y unos pantalones safari, del
mismo color. Calzaba botas de
montañ a. Reparé enseguida en sus
uñ as pintadas de aquel rojo oscuro
que habı́a visto en Lorna hacı́a un
rato.
—En serio, ¿dónde está Lorna?
—Me está s asustando, Denise, ¿qué
te pasa?
Di un par de pasos atrá s sin dejar de
mirarla y me asomé por el lateral del
coche para tener una mayor
perspectiva del entorno. La puerta de
la casa estaba abierta y agudicé el
oı́do en busca de algú n ruido en el
interior.
—¡Lorna! —la llamé todo lo alto
que pude.
Se echo a reı́r y recortó nuestra
distancia.
—¿Qué haces?
—¿Dónde está?
—Yo soy Lorna, ¿pero qué te
ocurre? —volvió a acercar su mano y
dejé que me tocara.
Sabı́a que aquella mujer frente a mı́
no era quien decı́a, el tacto de su
mano sobre mi piel lo confirmó.
—Tú no eres Lorna.
—¿Ah, no? ¿Y entonces quién soy?
—Por el parecido tan idé ntico
deduzco que su hermana gemela. La
otra Gioconda.
—¿Cómo?
—La otra Mona Lisa, como la del
Museo del Prado de Madrid.
—Impresionante —esbozó otra
sonrisa, tan exactamente atractiva a
la de Lorna—. ¿Có mo puedes estar
tan segura?
—Tengo mis motivos.
—Dime alguno.
—Tú está s má s delgada y ella tiene
más pecho.
Cierta sorpresa se re lejó en su
mirada.
—No tenı́a ni idea de que hubierais
intimidado tanto.
—Ló gico, porque no lo hemos
hecho, solo me da clases particulares
—me giré un poco para que viera mi
mochila.
—¿De qué?
—¡Helena ya!, dé jala tranquila —
surgió Lorna como una aparició n de
detrás del coche.
Suspiré aliviada y me reı́ cuando
reconocí su preciosa cara. Mis ojos no
dejaron de saltar de una cara a la otra.
—¡Gemelas idénticas! ¡Alucinante!
—Te ha llamado gorda, por cierto
—se rio Helena mirando a su
hermana.
—No, no lo he hecho.
—Pero tu pecho le gusta má s que el
mío —volvió a reírse.
—Tampoco he dicho eso —me
defendı́ enrojeciendo cuando los ojos
de Lorna me miraron.
Ası́ que aquella era Helena. No
habı́a conseguido quitarme el
nombre de la cabeza durante los
largos dı́as que no supe nada de
Lorna. Estaba segura de que aquel
nombre pertenecı́a a su ex. Nunca me
habı́a alegrado tanto de estar tan
equivocada.
—No ha sido idea mı́a, te lo
prometo —me dijo Lorna cuando
Helena entró en casa riéndose.
—¿Có mo no me habı́as dicho que
tenías una hermana… gemela?
—No lo sé , nunca me lo preguntaste
—la observé un instante. Aquello era
justo lo que iba a preguntarle el dı́a
que se enfadó tanto conmigo,
desencadenando un dolor y una
tristeza que aú n me acompañ aban—.
¿Qué ocurre?
—Nada.
—No, dime —insistió acercá ndose
a mí.
—No tiene importancia. ¿Te vas de
viaje con ella?
—No, yo me quedo aquı́ contigo —
dijo con dulzura—. ¿Me acompañ as al
aeropuerto?
—Claro —respondı́, y me di la
vuelta para que no viera que las
lá grimas habı́an vuelto a empañ ar
mis ojos.
Me instalé detrá s y estiré la pierna
izquierda, que aú n sentı́a extrañ a,
sobre el asiento para demostrarle a
Helena que allı́ irı́a má s có moda,
puesto que no me sentı́a bien
usurpando el asiento del copiloto,
que consideraba le correspondı́a a
ella. Volaba de vuelta a Colombia, ası́
que le esperaba un largo viaje. Helena
era mé dico tambié n y desde hacı́a
tres añ os trabajaba para Mé dicos sin
Fronteras, en el Hospital San
Francisco de Ası́s, en Quibdó .
Siempre me habı́a fascinado aquella
organizació n y sentı́a un especial
interé s por su labor humanitaria. Se
produjo un breve silencio cuando
quise saber qué hacı́a ella allı́
exactamente.
—De todo un poco —respondió.
Mis ojos se encontraron con los de
Lorna en su retrovisor y supe al
instante que aquella vaga respuesta
tenía un porqué.
—En el programa de asistencia
mé dica y psicoló gica a vı́ctimas de
violencia sexual —me dijo Lorna.
Asentı́ agradecida por no haberme
ocultado la verdad. De hecho, fue
precisamente en algo ası́ en lo que
pensé tras la imprecisió n de sus
palabras. No volvı́ a hacer má s
preguntas y me mantuve ajena a su
conversació n mientras contemplaba
el paisaje de la autopista que nos
llevaba al aeropuerto. Les ayudé
divertida a plasti icar las maletas
bajo las protestas de Helena ante la
insistencia de Lorna. Tampoco me
pronuncié , pero efectivamente, Lorna
tenı́a razó n. No costaba tanto hacerlo
y garantizaba cierta tranquilidad con
la cantidad de gente que las
manipuları́an hasta la llegada a su
destino. Me despedı́ de Helena y me
alejé unos pasos para dejarlas a solas.
Al mirarlas mientras se abrazaban,
me pregunté si Helena tendrı́a pareja.
Yo no hubiera sido capaz de dejar
marchar a Lorna y continuar con mi
vida a miles de kiló metros de ella. No
me hubiera quedado má s remedio
que convertir su vocació n, fuese la
que fuese, en la mía.
—¿Está s bien? —le pregunté a
Lorna cuando su hermana
desapareció tras pasar el control de
seguridad.
—Sı́, no te preocupes, ya estoy
acostumbrada.
Caminamos de vuelta al parking en
silencio, pero nuestras miradas se
buscaban cada vez que la gente nos
separaba al interponerse en nuestro
camino.
—¿Có mo has sabido que no era yo?
Eres la primera persona que se da
cuenta sobre la marcha —me dijo
dentro del coche.
Me encogí de hombros.
—No lo sé.
—Es porque yo estoy gorda, ¿eh? —
bromeó dándome un suave codazo.
—No, tú no está s gorda, pero
aunque lo estuvieras seguirı́a igual
de… —me callé antes de terminar la
frase.
—¿De…? —me miró para que
continuara.
—Ha sido todo y nada —cambié mi
respuesta— no sé có mo explicarlo,
una sensació n muy extrañ a, veı́a tu
cara pero sabía que no eras tú.
—¿De…? —volvió a preguntar.
—¿Qué?
—No has terminado la frase.
—Ah… no sé que estaba diciendo.
—Seguirı́as igual de… —me la
recordó ella.
—Ah… —sonreí—. Es que no quiero
terminarla.
—¡Ah! —exclamó , pero ella ya no
sonrió.
Desvié la vista de sus ojos color
á mbar, que me observaban en la
proximidad.
—Tambié n ha sido por el tacto, tú
no tocas así —dije sin mirarla.
—¿Y cómo toco yo?
—Tú sabrá s Lorna —vi la expresió n
de su rostro y me di cuenta de que le
habı́a dolido mi desairada respuesta
—. En realidad, no estoy segura —
hablé de nuevo suavizando el tono de
voz—. Solo sé que cuando ella me ha
tocado no he sentido nada y no ha
habido una sola vez que haya pasado
eso cuando eres tú la que me tocas.
Sus ojos brillaron otra vez y deslizó
la mano por el lateral de mi rostro
acercá ndome a ella. Me miró
fijamente a los ojos. No sé si esperaba
una reacció n por mi parte o estaba
pensá ndose dos veces lo que iba a
hacer. A mı́, desde luego, me
abandonó el valor para besarla,
aunque no hubiera nada que deseara
más.
—¿Qué te apetece comer? —su voz
sonó grave.
—Lo que te apetezca a ti, yo no
tengo hambre.
—Tienes que comer —dijo, y besó
la piel de debajo de mi mejilla antes
de separarse.
Rodamos de vuelta por la autopista.
Habı́a má s trá ico de entrada a la
ciudad que en sentido contrario.
Conducı́a tan pendiente del trá ico
como de mı́, que la miraba de reojo,
pretendiendo estar atenta a la
carretera.
—¿Por qué no viniste al Havet el
sá bado por la noche? —preguntó
rompiendo el silencio que
compartíamos.
Dudé antes de contestar y sus ojos
me miraron por mi silencio.
—Porque pensé que no querı́as
verme.
—¿Y por qué te fuiste de casa?
—Por el mismo motivo.
—Pues estabas equivocada.
—A mı́ no me lo pareció en ese
momento.
—¿Por qué dices eso?
—Si te encierras en tu habitació n
durante má s de una hora mientras yo
estoy en el saló n de tu casa, está claro
que lo ú ltimo que tienes es ganas de
verme.
—Me di una ducha.
—¿Otra? —sonreı́ escé ptica—.
¿Para qué , para relajarte y ası́ no
echarme tú misma de tu casa? Te
ahorré el trabajo.
Vi que la mirada se le apagaba.
Volvimos al silencio y yo volvı́ a
contemplar la autopista frente a mí.
—¿No vas a preguntarme por qué
no te he llamado yo? —habló de
nuevo pasado un rato.
—No —respondı́ sin dudarlo. Giró
la cabeza en mi direcció n y me miró
sorprendida—. Y tampoco quiero
oı́rlo ahora, gracias. Dejé moslo en
que no pudiste, habı́a venido tu
hermana Helena a visitarte, ¿no te
acuerdas?
Asintió perpleja y el silencio volvió
a reinar en el habitáculo del coche.
—Sigues enfadada conmigo,
¿verdad?
—No, no estoy enfadada. ¿Crees que
lo estoy porque no quiero saberlo? Lo
que ocurre es que no quiero que me
mientas y tampoco quiero oı́rte
dicié ndome la verdad. Sé de sobra
por qué no lo has hecho. Pre iero
dejarlo como está . Ademá s, no tienes
por qué llamarme, yo tampoco lo he
hecho.
—¿Y por qué no?
—Porque ya no voy a seguir
persiguié ndote, Lorna —suspiré —. Si
quieres que desaparezca de tu vida,
lo haré . Empiezo a sentirme como
una puta acosadora.
Sus ojos se helaron mientras me
miraban.
—¿Te has parado a pensar có mo
coñ o me siento yo persiguiendo a
una chica de diecisé is añ os? ¿Te has
parado a pensar qué nombre tiene
eso?
La miré atónita tras sus palabras.
—No el que está s pensando. Joder,
Lorna, eso dé jalo para los hijos de
puta que violan y abusan de las niñ as
que luego tiene que atender tu
hermana, a las ma ias y chulos que
tra ican con ellas y a los pedó ilos del
mundo.
Su mirada se enturbió antes de
regresar a la carretera, y ya no
pronunció ni una sola palabra más.
Ocupamos una mesa al fondo del
restaurante, junto a la cristalera
sobre la playa. Eramos las ú nicas en
el comedor. Aú n era pronto para que
se produjera el bullicio de la hora
punta de la comida. Me ijé en que los
ojos de Lorna saltaban sin cesar de
una pá gina a otra de la carta, abierta
entre sus manos. Ni siquiera estaba
leyé ndola. Levantó por in la vista
hacia mı́ cuando el camarero nos
preguntó si nos habíamos decidido.
—Nada, gracias —respondı́—. No
tengo hambre.
—Yo tampoco voy a comer.
Trá igame una copa de vino tinto, por
favor. ¿Quieres beber algo o
tampoco? —volvió a mirarme.
—Una Coca-Cola, gracias.
Miró al camarero asegurá ndose de
que habı́a oı́do mi petició n y despué s
dirigió la vista al mar. Me recliné
sobre el respaldo al ver que no tenı́a
ganas de conversació n y aproveché
para contemplar sus manos,
apoyadas sobre la mesa. La miré
cuando bebió de un solo trago la
mitad de la copa que le acababan de
traer. Despué s, encendió un cigarrillo
y expulsó el humo con aire ausente.
—¿No vas a hablarme? —pregunté
en voz baja, despué s de que
continuara un largo rato con la
mirada fija a través de la cristalera.
—Sı́ que te hablo Denise… —
suspiró y vació la copa de vino en un
segundo trago. Se giró en busca del
camarero, pero reparó rá pido en el
avisador que habı́a en la mesa—.
Esto es un invento, ¿no te parece? —
comentó apretando el botó n de
llamada—. Ya era hora de que a
alguien se le ocurriese…
Sonreı́ con el sopor que habı́a
desprendido su voz con aquella
observació n y vi al diligente
camarero aparecer detrás de ella.
—Otra copa de vino, por favor. ¿Tú
quieres otra? —señ aló con el dedo mi
bebida, que prá cticamente se
encontraba intacta.
—No, gracias.
—Bueno, cué ntame. ¿Qué tal todo?,
¿qué tal las clases?
—No he ido a clase.
—¡Ah! —exclamó con sorpresa—.
Bueno… —dudó —. ¿Y qué has hecho
entonces?, ¿has ido a algún sitio?
—No, en realidad no he hecho nada.
¿Y tú ? —pregunté mientras el
camarero dejaba la segunda copa de
vino sobre la mesa—. No bebas má s,
por favor, Lorna —susurré cuando vi
que volvı́a a dejar el contenido de la
copa a la mitad de su capacidad.
—Tranquila, ahora en un rato llamo
a un taxi y te vas con él.
—No quiero irme, quiero estar
contigo.
Sus ojos me observaron
detenidamente desde el asiento de
enfrente.
—Es para que no te pase nada y
llegues bien a casa, si es lo que te
preocupa.
—No me preocupa eso. Pre iero
matarme contigo que vivir sin ti.
Vi que la mirada se le humedecı́a y
bajó la vista a la mesa con rapidez.
Despué s, agachó la cabeza,
apoyándose sobre la mano.
—No digas esas cosas ni en broma
—murmuró.
—Lorna, no, no llores, por favor —
susurré otra vez, y me incliné
acercá ndome a ella. Le rodeé la
muñ eca para apartar su mano, pero
no me dejó . Me colé entonces por un
lateral y acaricié su rostro. Cuando
mis dedos ascendieron por su piel me
detuvo, llevá ndose mi mano a los
labios. Sentı́ que me besaba los dedos
suavemente y la acaricié en
respuesta. Me levanté y me senté a su
lado. Continuaba ocultá ndome el
rostro y apoyé la barbilla en su
hombro, abrazá ndola. Acaricié su
melena y bajé por su espalda hasta la
cintura. Se tensó bajo mi mano e
intenté con la otra retirarle la suya
una vez más, pero tampoco me dejó.
—Ya he llorado yo su iciente por las
dos estos dı́as, ası́ que no llores tú ,
por favor —confesé besá ndole la
sien.
Su mano se movió al in,
sujetándome contra ella.
—Te aseguro que no tienes motivos
por los que llorar —habló en voz baja.
—Yo creo que sí.
—No —negó con la cabeza.
—Entonces no vuelvas a decirme en
tu vida lo que me has dicho en el
coche —giré su cara y por in pude
verle los ojos. Los tenı́a enrojecidos, y
las pestañ as mojadas parecı́an casi
tan negras como las mı́as. Le sequé
las lá grimas y me acerqué . Bajó la
vista a mis labios cuando me
aproximé aú n má s, no se separó . Se
me aceleró el corazó n, y aunque dudé
un momento, esquivé aquellos labios
que tanto deseaba besar, para
hacerlo en la mejilla—. Me parece
bien si quieres beber, pero entonces
come algo —dije cogiendo su copa y
apurando el vino que quedaba en ella
de un trago.
—¿Qué haces? —miró estupefacta.
Sacudí la cabeza cuando lo tragué.
—Yo también quiero beber.
—Ya —sonrió incré dula—. Pero tú
no puedes.
—No me digas… ¿Y qué vas a
hacer?, ¿llamar a la poli?
Se echó a reír.
—Creo que puedo yo sola contigo,
mi amor…
Claro que podı́a conmigo ella sola, y
má s si volvı́a a llamarme aquello que
me habı́a derretido. Notaba el calor
del alcohol en mi cuerpo y la
agradable sensació n de relajo que
conllevaba. Creo que fue la primera
vez, despué s de tanto tiempo, que
conseguı́a estar con ella sin que se
me disparara el corazó n ni me
temblara el pulso. Pedimos mucha
comida, demasiada tal vez. Lorna se
habı́a empeñ ado en que probara
varias especialidades de aquel
restaurante portugués.
—Da gusto verte comer —me dijo
ofrecié ndome el ú ltimo langostino
que quedaba en la bandeja.
—Como mucho, lo sé.
—Me encanta, por in una mujer
que no está a dieta.
—¿Desde cuándo soy yo una mujer?
—¡Boba! —sonrió , pasá ndome la
yema del pulgar por la ojera.
—Apenas has comido langostinos,
pensaba que te gustaban —comenté
tratando de obviar la descarga de
electricidad que me habı́a producido
su roce.
—Me gusta mucho má s ver có mo
los disfrutas tú.
Me sonrojé ligeramente y pinche el
langostino con mi tenedor
ofreciéndoselo.
—No —sonrió otra vez— es para ti.
Negué con la cabeza y se lo acerqué
más.
—Insisto, es tuyo.
Bajé la vista a su mano cuando me
rodeó la muñ eca, me acordé de aquel
momento en la consulta de Kling en
que habı́a accedido a mi petició n y
habı́a vuelto a abrir la mano,
dejá ndome que la mirara. Sentı́ una
punzada de deseo recordando el
juego de miradas y la complicidad
que compartimos en silencio.
—Te queda muy bien. Tienes unas
manos preciosas —murmuré.
—Ha sido cosa de mi hermana, yo
no suelo pintarme las uñ as. Pero si
vas a mirarme ası́, creo que lo haré
más a menudo.
Me ardió la cara y levanté la vista
con reparo. Me fundı́ en la
profundidad de sus ojos dorados que
me miraban. Noté que me robaba el
tenedor. Supe que no me saldrı́a la
voz, ası́ que ni lo intenté y acepté el
jugoso langostino que me llevó a la
boca.
—Gracias.
—De nada —me guiñó un ojo.
Desvié la vista hacia el mar porque
me costaba mantener su mirada.
Hubiera bebido má s vino, pero Lorna
no habı́a vuelto a pedir má s desde
que yo vaciara de golpe lo que
quedaba en su copa.
—¿Qué te apetece hacer ahora? —
pregunté temiendo que quizá nuestro
encuentro estaba llegando a su fin.
—Que me digas que hoy tambié n
quieres dormir conmigo. Solo, si tú
quieres, claro.
—¿Cuá ndo no quiero hacerlo? —no
me atreví a mirarla.
—Estos diez últimos días.
—Eso no es verdad —bajé la vista a
la mesa—. Pensaba que querı́as que
desapareciera de tu vida.
—Sería lo más sensato, ¿no crees?
—No, aunque lo haré si tú me lo
pides —hice una pausa porque se me
hizo un nudo en la garganta y las
lá grimas emborronaron mi vista—.
Pero ya te lo dije, no me pidas que vea
mal lo que siento por ti, eso es
imposible.
Se acercó besándome en la mejilla.
—¿Por qué yo? —me preguntó al
tiempo que cubrı́a mi mano con la
suya.
—¿Por qué estoy enamorada de ti?
¿Es eso lo que me estás preguntando?
—¿Lo estás?
Agaché la cabeza y me cubrı́ los ojos
con la mano que tenı́a libre. Asentı́
mientras me secaba las lá grimas,
impidiendo que se derramaran.
—Ni te imaginas hasta qué punto
—me reı́ con mi propia confesió n y
percibı́ el calor lı́quido de mi llanto
rodando por mi cara.
—Denise, no llores por favor, no
soporto verte llorar —advertí que sus
labios se humedecı́an cuando me
besaron cariñosamente.
—No estoy llorando —me reı́ otra
vez entre lágrimas.
—No lo entiendo, eres guapı́sima,
inteligentı́sima y tienes un cuerpo
espectacular… Podrı́as tener a quien
tú quisieras.
Al in giré la cabeza y la miré . Yo sı́
que no entendı́a por qué le costaba
tanto comprender que ella era a la
única que deseaba tener.
Capítulo 17
Aú n seguı́a dá ndole vueltas a lo que
me habı́a dicho en el restaurante
mientras cambiaba mi ropa por un
pijama, que me habı́a prestado para
que durmiera más cómoda.
—¡Ves como no te queda pequeñ o!
—exclamó cuando abrió la puerta del
cuarto de baño de su habitación.
Levanté la vista despacio,
recorriendo su cuerpo frente a mı́,
hasta alcanzar sus ojos. Encontré un
atisbo de sorpresa en su mirada y
supe que se debı́a al deseo que
manifestaba la mı́a. Caminó hacia mı́
descalza y me ijé en que las uñ as de
sus pies lucı́an el mismo esmalte que
las de sus manos. Todavı́a llevaba
puesta la camisa, pero se habı́a
cambiado los vaqueros por unos
pantalones de satén color burdeos.
—Tienes que dormir un poco, el
aspecto de tus ojeras empieza a
preocuparme —me dijo al pasar por
mi lado, rozá ndome ligeramente el
rostro.
La rodeé por la cintura impidiendo
que se alejara y la atraje hacia mí.
—Es a ti a la ú nica que quiero —
murmuré abrazándola.
—Y yo a ti, mi amor, ¿aú n no lo
sabes? —susurró y sus brazos me
rodearon.
Su respiració n se agitó cuando me
deslicé bajo el ligero tejido de su
camisa. No tardé en apreciar có mo se
moteaba la suave piel bajo el
recorrido de mis yemas. El tacto de
su mano al alcanzar mi rostro, hizo
que detuviera mis caricias. Supe que
estaba a punto de decirme que
parara, sin embargo, no lo hizo. La
miré insegura cuando su rostro
quedó frente al mı́o, a escasos
centı́metros. Bajó la vista lentamente
y antes de darme cuenta, sentı́ el
calor de sus labios besando los mı́os.
Me ardió la piel cuando mi labio
superior quedó dulcemente atrapado
entre la calidez de los suyos, durante
unos intensos segundos que me
desbocaron el corazó n. Se separó de
mı́ y la miré con la vista nublada por
el deseo. Vacilé antes de deshacer el
corto espacio que habı́a vuelto a
quedar entre las dos, fundiendo mis
labios con los suyos en mayor
intensidad.
—¿Está s segura, Denise? —me
preguntó suavemente al arrastrarla
en mi abrazo hasta la cama.
—¿Todavı́a me lo preguntas? —
asintió sin mirarme—. Nunca he
estado má s segura de algo en toda mi
vida —le confirmé.
La besé de nuevo, no sin cierto
temor a que me rechazara, pero
merecı́a la pena intentarlo.
Respondió a mi suave beso con la
misma suavidad que le ofrecı́ yo,
despué s se intensi icó lentamente,
torná ndose deliciosamente sensual.
Reanudé mis caricias sobre su
espalda desnuda y la sostuve contra
mı́, cuando apoyé la cabeza sobre la
almohada. No querı́a, por nada del
mundo, renunciar a su calor y que
dejara de besarme de aquel modo.
Ahogué un gemido cuando sus labios
se fueron abriendo camino entre los
mı́os. Di la bienvenida a aquel beso
ardiente y profundo, a aquella lengua
hú meda y caliente que me acariciaba
con una exquisita habilidad.
Gemimos al mismo tiempo cuando
atrapó mi lengua y la disfrutó
despacio. Su jadeante aliento empapó
mi sexo y mis caderas saltaron en
busca de un contacto má s directo con
su anatomı́a. Me movı́ debajo,
entrelazando las piernas, y jadeé
cuando acogí el peso de su cuerpo.
—Te voy a hacer dañ o —susurró
sin aire, separándose un poco de mí.
Tenı́a la mirada teñ ida de deseo.
Alcé la mano y pasé unos dedos
temblorosos por sus labios,
lubricados por mis propios besos.
—No me duele —mi voz sonó ronca
por la pasión.
La acerqué a mı́ para besarla.
Resurgió mi estado de excitació n
cuando mi lengua se fundió con la
suya de nuevo. Me perdı́ en el
recibimiento que me dio su boca y
apreté mi sexo involuntariamente
contra su muslo. Volvı́ a acariciar su
tersa espalda, tratando de recuperar
el control y olvidarme de la necesidad
que latı́a entre mis piernas. Deslicé la
mano bajo la tira del sujetador en
esta ocasió n. Me molestaba todo lo
que se interponı́a en el contacto
directo con su piel. Estuve a punto de
desabrochá rselo, pero me faltó valor.
Me dirigı́ entonces a su cintura,
ascendiendo por su costado. Tenı́a la
piel de gallina y los mú sculos de su
estó mago se tensaron cuando lo
acaricié . Atrapé su lengua entre mis
labios y al instante escuché su
respiració n tornarse má s sollozante,
advirtiendo la tenue presió n de sus
caderas contra mi pierna. Nuestros
gemidos no tardaron en confundirse
y mis caderas volvieron a buscarla
con deseo, olvidando los ligeros
balanceos anteriores. Me separé de
ella jadeante y tomé su rostro entre
mis manos, tratando de recuperar la
respiración.
—Eres preciosa —me besó.
Su lengua volvió a invadirme por
completo, me di cuenta de que estaba
peligrosamente cerca de no poder
controlar el orgasmo que sentı́a
cómo iba creciendo en mi interior.
—Lorna —dije en un murmullo.
Me acarició el rostro con ternura y
la miré . Me encontré con sus ojos
avellanados, no estaba segura de si
comprendı́a que hacı́a rato que habı́a
sobrepasado el punto de no retorno y
que si volvı́a a besarme me
precipitarı́a a lo inevitable. Pero sus
labios cubrieron los mı́os y me dejé
llevar otra vez por la pasió n. Me
resultaba mucho má s difı́cil eludir el
beso de Lorna que el orgasmo al que
estaba a punto de llevarme. Y la
verdad es que tampoco querı́a que se
detuviera. La deseaba mucho má s de
lo que ella misma pudiera imaginar.
Su dulce y hú meda lengua se adentró
desbordante de sensualidad en mi
boca, arrancá ndome otro gemido de
placer que me curvó la espalda,
apretá ndome contra su pecho. Gimió
conmigo rodeá ndome la cintura. Su
mano permaneció al inal de mi
espalda, aguantando mi peso contra
su cuerpo antes de tomar mi lengua
para chuparla con fruició n. Me
abrasaba la boca y volvı́ a presionar
mi sexo contra su muslo. Me separé
tan pronto supe que el placentero
roce me habı́a llevado hasta la cresta
de la ola. La siguiente presió n, por
leve que fuera, harı́a que sucumbiera.
Apoyé la frente contra la suya para
tomar aliento. Jadeaba
descontroladamente y el corazó n me
palpitaba como si estuviera a punto
de saltarme del pecho. Estaba tan
excitada que ni siquiera traté de
disimularlo. Percibı́a la sangre
latiendo en mi pubis, desesperado
por que le aliviara de la presión.
—Denise —susurró mi nombre y
asintió imperceptiblemente mientras
sus labios volvı́an a besarme. Supe
entonces que sabı́a perfectamente
que ya era incapaz de aguantar
mucho má s. La cabeza me dio vueltas
cuando su beso se volvió voraz,
salvaje y profundo. Me volvı́a loca
cuando me besaba ası́ y dejé que se
adentrara cuanto deseara. Ya era muy
tarde para mı́. Mi cuerpo reaccionaba
con excesiva avidez a los estı́mulos
de Lorna. Traté de controlar mis
propias caderas, que buscaban
incesantes las suyas, hasta que un
nuevo y excitante roce de su lengua
hizo que desistiera. Mi cuerpo se
curvó vencido por el placer y me froté
contra su muslo dejando que brotara
aquel maravilloso orgasmo. Me sentı́
derramarme incontrolablemente en
la siguiente contracción de placer que
me produjo Lorna apretá ndose
contra mı́. El incontenible lı́quido
luyó empapando mi sexo y resbaló
placenteramente humedecié ndome
el ano.
—Estoy loca por ti —gimió entre
mis labios, mientras las ú ltimas
oleadas de placer caliente manaban
recorriendo de nuevo mi entrepierna.
Apenas podı́a responder a su beso
mientras me agitaba abrazada a ella.
Cuando el cuerpo de Lorna volvió a
moverse, acompasado con el mı́o, me
di cuenta de que la humedad habı́a
traspasado mi pijama y el de ella
tambié n. Apreciaba có mo palpitaba
mi sexo contra su pierna,
recordá ndome en cada latido el
exorbitante orgasmo al que me habı́a
llevado. Supe que ella tambié n lo
sentı́a latir cuando ahogó un gemido
y se estremeció apretá ndose
suavemente contra mí.
—Dios, eres preciosa —musitó
entrecortadamente.
Era la primera vez en mi vida que
experimentaba un orgasmo hú medo
de aquella magnitud. En ese
momento aprendı́ que no tenı́a punto
de comparació n. Volvı́ a besar sus
labios cuando buscaron los mı́os
cariñ osamente. Aú n temblaba y me
faltaba aire para seguirla, pero luché
contra la lasitud que habı́a invadido
mi cuerpo tras el orgasmo. Estaba
sudando y jadeante cuando saboreé
la sal que resbalaba por su piel. Tenı́a
la mirada intensa, el sudor brillaba en
sus sienes y sobre su labio superior.
Su melena rubia caı́a sobre mı́, su
aroma había impregnado mi piel.
Casi no podı́a creer que fuera Lorna
la que yaciera allı́ sobre mı́, que fuera
ella con quien hubiera compartido lo
que acababa de suceder. Me parecı́a
un sueño.
Noté bajo mis dedos el pulso que
latı́a en su cuello y descendı́ por é l
hasta la clavı́cula. Al adentrarme
lentamente en su boca en busca de su
lengua, me excité de nuevo y una
punzada de placer latió otra vez entre
mis piernas. Volvı́ a descender
lentamente por su escote hasta que el
botó n de la camisa me impidió el
paso. La abrı́ ligeramente y acaricié
con mi mejilla la piel donde se
dibujaba su pecho. Despué s lo
hicieron mis labios. La agitada
respiració n hacı́a ascender y
descender su pecho contra mi rostro
y el perfume maravilloso que
desprendı́a revivió todos mis
sentidos. La besé mientras mis dedos
desabrochaban aquel primer botó n.
No pude apartar mis ojos de la piel
dorada, que contrastaba con el encaje
blanco del sujetador. Suspiré ante
aquella visió n antes de hacer rodar
mis labios por ella, deseando el
contacto con aquella parte de su
cuerpo, que por primera vez
expuesta, me llevó a besar la tierna
piel donde nacı́a su pecho. Cuando
volvı́ a besarla, acariciá ndola con la
lengua en esta ocasió n, se separó de
mı́ aunque sus labios buscaran los
míos.
—No —jadeó con los ojos cerrados
en un leve susurro.
—Lo siento —me disculpé.
—No, Denise —negó con dulzura y
tomó mi rostro entre sus manos,
volviéndome a besar.
Me sumergı́ de nuevo en su boca y
en la destreza de sus labios. Protesté
cuando se tumbó a mi lado y dejé de
sentir su cuerpo sobre el mı́o. Sonrió
ante mi decepció n y me rodeó la
cintura, atrayé ndome hacia ella en un
abrazo.
—Estoy agotada —exhaló relajando
su brazo alrededor de mí.
Era cierto, Lorna llevaba mucho
tiempo soportando parte de su
propio peso para no aplastar mi
tó rax. Quedamos de lado, frente a
frente, y rehuı́ su penetrante mirada
tímidamente.
—Está s má s preciosa si cabe
cuando tienes un orgasmo —susurró
antes de acariciarme con suavidad
los labios.
Me sentı́ un tanto avergonzada de la
reacció n que habı́a tenido mi cuerpo
ú nicamente por un beso. Aquel habı́a
sido el primero, y a pesar de no
contar con otro momento parecido
en mi vida con el que compararlo,
sabı́a que era difı́cilmente superable.
Supuse que aquella era la enorme
diferencia de besarme con una mujer
y no con otra adolescente como yo,
por mucho que cualquiera hubiera
sugerido, incluida Lorna, como la
forma má s apropiada de estrenarme
en aquella materia.
—Ha sido espectacular —confesé ,
ocultando la cara en su cuello.
—¿De verdad?
—Lo sabes de sobra —me reí.
Se rio tambié n ante la indiscutible
obviedad. Estaba segura de que ella
no habı́a conseguido tener un
orgasmo, aunque el estremecimiento
de su cuerpo y sus gemidos me
hicieran dudar un instante mientras
yo alcanzaba el mı́o. La abracé con
má s fuerza, su mano se tensó de
inmediato en mi espalda
respondiendo a mi abrazo. Subı́ por
su cuello y en cuanto rocé sus labios
mi piel ardió y mi beso se tornó má s
atrevido. Deslicé mis dedos y vibró
bajo mi tacto. Me detuve antes de
llegar al lugar de donde me habı́a
pedido que me retirara y lo salté ,
apoyando la palma de la mano sobre
su estó mago. Ralentizó nuestro beso
y su lengua rozó muy despacio la mı́a.
Arrugué la camisa bajo mi mano
hasta que pude tocar su piel. Levanté
el algodó n y me deslicé bajo é l en la
siguiente caricia. Ascendí
desabrochando los botones de la
camisa, pero no me atrevı́ con el
ú ltimo, el ú nico que mantenı́a su
pecho aú n cubierto bajo el tejido.
Abrı́ la tela suelta de la camisa y
acaricié la curva de su cintura,
desplazá ndome despué s hacia la
espalda. Tenı́a la piel caliente y sus
caderas se estremecieron sutilmente.
Mi mano ascendió rozando toda la
piel expuesta de su estó mago hasta
sus costillas. Topé con el sujetador y
tuve que hacer un esfuerzo por
abandonar aquella carne, que
comenzaba de nuevo a agitarse
descontroladamente. Modelé con una
caricia su costado, siguiendo las
curvas de su cuerpo hasta su cadera.
Descubrı́ en ese momento que no
llevaba ropa interior bajo el ino
pantaló n, suave y liviano como la
seda. Su boca aceleró el movimiento
con un gemido, reclamando mayor
profundidad sobre mi lengua. Un
grito ronco de placer salió de mi
garganta y mi mano descendió por el
per il de su muslo. Bajé ligeramente
sus pantalones, descubrié ndole la
cadera, y toqué la tré mula piel sin
nada de por medio. Deseaba hacer el
amor con ella, pero no me atrevı́a a
decı́rselo ni a ir má s allá con mis
caricias. Me sobraba la ropa con cada
oleada de calor que emanaba su boca,
me molestaba especialmente la suya,
que se interponı́a constantemente en
el contacto directo entre nuestra piel.
La habitació n me daba vueltas
mientras su boca me besaba con
apremio y su cuerpo respondı́a con
claros signos de excitació n a mis
caricias. Me tumbé boca arriba y la
arrastré conmigo, para que quedara
de nuevo sobre mı́. Ya no soportaba
su ligero contoneo y me deslicé en
busca de má s. Gemı́ cuando nos
rozamos y vi que se estremecı́a en el
momento en que empujé sus caderas,
haciendo que su sexo cubriera el mı́o
por completo. Se separó jadeante y
perdı́ el calor de su boca. Levanté la
cabeza en busca de sus labios otra
vez.
—Bésame —rogué.
Tomó mi rostro entre sus manos y
sus labios me besaron con pasió n. Me
apreté contra su sexo y mi cuerpo se
curvó al sentirlo latir sobre el mı́o,
percibiendo su caliente humedad a
travé s del inı́simo pantaló n. Le
temblaban los dedos cuando
desabrochó los botones de mi
chaqueta del pijama. Me incorporé
para que pudiera quitá rmela y la
prenda voló por encima de su cabeza.
Su beso se volvió lento de pronto,
como si buscara cierto control tras su
repentina reacció n de comenzar a
desnudarme.
—Quiero hacer el amor contigo —
jadeé bajo su boca. Querı́a que
supiera que yo lo deseaba má s que
ella, que me morı́a por que
continuara deshacié ndose de mi
ropa.
Sus ojos entreabiertos me miraron.
Su mirada se volvió má s profunda
mientras me contemplaba. Acarició
mi piel desnuda, alcanzando el
vendaje que cubrı́a mi pecho. Dejé de
contar con su suave tacto durante un
instante, y lo recuperé otra vez, sobre
el inal de la venda que protegı́a mis
costillas. Temblé cuando recorrió mi
estó mago, descansando despué s, la
mano sobre mi cintura para tomar
aliento. Sus dedos no tardaron en
reactivarse y descendieron
acariciá ndome bajo el pantaló n hasta
llegar a mi cadera. Busqué su lengua
con urgencia, apretá ndome con la
misma urgencia contra su hú meda y
palpitante carne tan perfectamente
acoplada a la mía. Me sacudí de placer
y necesidad bajo su cuerpo,
frotá ndome sin descanso contra su
sexo que me devolvı́a las caricias
siguiendo un enloquecedor compá s.
De pronto, su contacto resbaló entre
mis piernas y Lorna se separó de mı́
cortando nuestro beso. La miré
desorientada en la proximidad. Tenı́a
los ojos cerrados y la respiració n tan
agitada que sollozaba. Comprendı́
demasiado rá pido su debate interior
en la expresió n de su rostro y no
quise ingir que no habı́a reparado en
él.
—Ven, olvida lo que he dicho —
susurré sin aire, rodeá ndola con los
brazos y apoyándola sobre mí.
Capítulo 18
—Gracias —dije a la corpulenta
mujer vestida de negro de cabeza a
los pies, que sujetaba la puerta por
mí.
Me detuve un instante tras entrar y
observé el local por si veı́a a Lorna,
pero estaba demasiado concurrido.
Habı́a gente por todas partes reunida
en corrillos mientras charlaban. Me
dirigı́ al fondo, donde se alzaba el
escenario, y lo hice atravesando un
lateral que colindaba con una barra
que con inaba má s gente bebiendo y
pidiendo nuevas consumiciones.
Utilicé la rampa que descendı́a a una
segunda altura y mis ojos chocaron
de frente con una mujer morena,
vestida de blanco. Bajé la vista al
suelo, asegurá ndome de no resbalar
sobre la goma, por si alguien hubiera
derramado alguna bebida, y volvı́ a
mirar al frente. Sentı́ su mirada
clavada en mı́ y no pude evitar
desviar la mı́a hacia ella, que
continuaba observá ndome
detenidamente. Calculé las
posibilidades de mi trayectoria para
llegar al escenario, pero aquella
mujer se situaba en el ú nico lugar que
podı́a dar acceso a mi destino, si es
que no querı́a dar la vuelta y rodear
todo el mirador. Al volver a mirarla,
un breve gesto se dibujó en sus
labios, como si acabara de adivinar
mis intenciones para esquivarla. Su
mirada recorrió mi cuerpo con el
mismo sosiego de antes, parecı́a
estar memorizá ndome. Levanté la
vista hacia las luces de color añ il, que
se iluminaron en ese preciso
momento sobre el escenario,
permitié ndome leer el ró tulo que
daba nombre al local desde donde me
encontraba, Havet. Mis ojos volvieron
a aquella mujer mientras me
aproximaba y enseguida estudié a
sus acompañ antes, eran todas
mujeres. Las cuatro charlaban ajenas
a su amiga y a las miradas que me
dedicaba. La rehuı́ otra vez. Cuando
me acerqué aú n má s alcé la vista lo
su iciente para ver sus piernas
descruzarse, ponié ndose en pie
frente a mí.
—Hola —dijo la mujer, como si su
cometido fuera salir a recibirme.
Observé su impecable traje de
pantaló n blanco, que resaltaba su
esplé ndida igura, sus ojos negros,
tanto como los míos.
—Hola —respondí.
Sonrió má s abiertamente, sin dejar
de estudiar mi rostro con
detenimiento.
—¿Cuántos años tienes?
—¿Cuántos tienes tú?
Una discreta risa escapó de su
garganta.
—Cuarenta y ocho, pero no lo
comentes. Suelo decir que rondo los
cuarenta y dos.
Sonreı́ ligeramente ante aquella
confidencia.
—Yo tengo alguno menos.
Noté el tacto de una mano en mi
espalda, antes de girarme para
comprobarlo, supe que era Lorna.
—Hola —dijo posando sus ojos en
la mujer frente a mı́ con tanta rapidez
que apenas coincidieron nuestras
miradas—. Te espero allı́ —añ adió
señ alando con su dedo ı́ndice el
escenario, no sin antes dirigirme otra
breve mirada.
Se me habı́a acelerado el corazó n.
No habı́a visto a Lorna desde el lunes,
y como siempre, su simple presencia
desataba en mı́ demasiados deseos
poco apropiados, al parecer, para mi
edad.
—Dime que eres modelo o que te
gustaría serlo.
—¿Có mo dices? —me acerqué
porque no estaba segura de haber
oído bien con la música.
—¿Eres modelo? —preguntó
elevando el tono de voz.
—No —respondí sorprendida.
—¿Te gustaría serlo?
La miré intrigada por la pregunta.
—No, creo que no.
—¿Por qué ? ¿Te parece una
frivolidad?
—En absoluto —respondı́ cargada
de ironía.
Sus ojos volvieron a examinarme.
—Solo un anuncio, nada má s. Te
quitas esos vaqueros, te pones otros
y caminas exactamente igual a como
lo has hecho ahora.
—Me temo que no estoy interesada.
—¿No quieres ganar dinero?
¿Cuánto quieres?, todo es negociable.
—En serio, no se trata de dinero,
tan solo no quiero hacerlo.
—Al menos piénsatelo.
La miré cuando se inclinó sobre su
bolso para sacar una tarjeta de visita,
que luego me extendió . La leı́ para mı́
delante de ella: Face It. Agencia de
Publicidad. Greta Gray. Directora
General. No pude evitar leer su
nombre dos veces y busqué con la
mirada a Lorna, pero no la encontré.
—Quizá cambies de opinió n. Si es
así, llámame —habló otra vez.
—No creo que lo haga.
—Dos semanas, pié nsatelo durante
dos semanas, y si luego no quieres no
me quedará má s remedio que
aceptarlo.
Guardé la tarjeta en el bolsillo
trasero del vaquero.
—Si en dos semanas no te he
llamado, ya sabrás la respuesta.
Se limitó a mirarme mientras me
alejaba.
—¿Vienes mucho por aquí?
Me giré y la descubrı́ mirá ndome el
trasero.
—No —la miré con descaro, hasta
que sus ojos volvieron a los míos.
—¿Có mo te llamas? —volvió a
preguntarme, sin el menor asomo de
rubor despué s de que le pillara de
aquel modo.
Me di la vuelta y no contesté.
Vi a Lorna tan pronto me abrı́ paso
entre dos mujeres que charlaban de
pie. Me esperaba con la cadera
apoyada en el respaldo de un sofá . Su
visió n me cortó una vez má s la
respiració n. No pude apartar la vista
de ella mientras caminaba a su
encuentro. Me detuve tan cerca que le
obligué a alzar la mano para detener
mi trayectoria. Creo que pensó que le
iba a besar allı́ mismo, en mitad del
local. Efectivamente, no se
equivocaba, solo cuando advertı́ su
mano en mi clavı́cula reaccioné
dá ndome cuenta de en dó nde me
encontraba. La observé de cerca,
tenı́a el gesto serio y la mirada
penetrante.
—Hola —dije dá ndole un beso
cargado de sentimiento, muy
próximo a la comisura de sus labios.
—Denise, por favor… —susurró
agachando la cabeza. Di un paso atrá s
separá ndome de ella. Levantó la vista
al instante y me miró—. ¿La conoces?
Supe enseguida a quién se refería.
—No, ¿tal vez tú sı́? Casualmente…
se llama Greta —respondı́, aú n dolida
por su reacció n cuando intenté
besarla.
Desvió la mirada, buscándola detrás
de mí.
—No la he visto en mi vida. ¿Qué
quería?
—Nada —me encogí de hombros.
—¿No me lo vas a contar?
—No hay nada que contar.
—¿Y qué es lo que te ha dado
entonces?
—¿Cómo? —pregunté incrédula.
—¿Qué es lo que te has guardado en
el bolsillo? —su tono sonó
impaciente.
—No son drogas, Lorna, si es eso lo
que estás pensando.
—Entonces, ¿por qué no me dices lo
que es?
—¿De verdad piensas que soy tan
estú pida como para aceptar drogas?
—estudié su rostro cuando me miró
ijamente—. Parece que sı́ —admitı́
molesta.
Deslicé la mano en el bolsillo del
vaquero y saqué la tarjeta. Le abrı́ la
mano depositá ndola en el centro de
su palma.
—Toma, las drogas —dije de mala
gana.
Bajó la vista y miró lo que le habı́a
dado.
—¿Qué es esto?
—Una tarjeta, su puta tarjeta.
La movió bajó la luz y vi que la
alejaba de sus ojos tratando de leerla.
—No leo una mierda sin gafas —
protestó —. ¿Para qué ? ¿Para que la
llames cuando tengas un rato libre?
Má s que a una pregunta me sonó a
una acusación. Aparté la vista furiosa,
dolida por su frı́o recibimiento y su
falta de confianza en mí.
—Toma —me tocó el brazo.
Vi que me extendı́a la tarjeta entre
los dedos.
—Qué datela, quizá deberı́as
llamarla tú . Seguro que a alguien
como ella sı́ le permitirı́as que te
tocara —una leve sonrisa se per iló
en sus labios y enfurecı́ má s todavı́a
—. Es una estupidez que te quedes a
medias por elegir en la cama a una
niña sin experiencia en lugar de a una
mujer.
Su penetrante mirada me fulminó .
Agradecı́ que se apagaran las luces y
se encendieran las del escenario.
Apenas pude ver a las chicas que
tomaban posiciones ante sus
respectivos instrumentos cuando
percibı́ su mano tirando de la mı́a. La
seguı́ entre el gentı́o, que se agolpaba
para acercarse al escenario. Caminé
agarrada a su mano incluso cuando
me arrastraba por la calle,
imponiendo un paso má s rá pido. Me
acomodé en el asiento del copiloto y
la seguı́ con la mirada mientras
rodeaba el coche. Nuestros ojos se
encontraron a travé s del parabrisas y
ninguna de las dos desviamos la
mirada. No hablamos durante el
trayecto. Conducı́a deprisa, no sabı́a
dó nde ı́bamos, pero intuı́ que me
dejarı́a en casa, harta de mı́, cuando
cogimos la avenida. De pronto, giró a
la izquierda en su calle y supe
entonces que el destino parecı́a ser
otro. Observé nerviosa có mo se abrı́a
la puerta automá tica. Salı́ del coche
cuando tiró del freno de mano con
tanta fuerza, que pensé que se
quedaría con é l en la mano. La noche
fuera estaba clara, y aunque no habı́a
luz en el porche, la luna llena
iluminaba la entrada.
—¿Está s enfadada conmigo,
verdad? —pregunté con temor
cuando abrió la puerta.
Se dio la vuelta y cogió mi mano
metié ndome en casa de un tiró n.
Cerró la puerta de un manotazo y me
empujó contra ella.
—No, pero está s equivocada en un
par de cosas. Tú eres la ú nica que
deseo que me toque y a la ú nica que
deseo en mi cama. Ese es mi
problema —susurró
entrecortadamente antes de cubrir
mis labios con los suyos.
Gemı́ ante aquella sensació n, que
tanto había echado de menos durante
aquellos dı́as sin verla. Su beso se
tornó ansioso con rapidez, salvaje
incluso, cuando buscó mi lengua
encajando su sexo sobre mi muslo. Se
apretó contra mı́ en un gemido y su
lengua entró hasta el fondo de mi
boca. Me sujetó por las caderas
cuando me tambaleé por el placer.
Tomó mi lengua entre sus labios y la
chupó con voracidad, al tiempo que
retiraba mi mano de su cintura,
guiá ndola inesperadamente hasta
cubrir su entrepierna. Gemimos a la
vez cuando frotó su sexo hú medo y
caliente contra mi mano. Sentı́ de
inmediato una respuesta de su
propio placer en mi clı́toris. No
estaba segura de cuá nto aguantarı́a
sin alcanzar el clı́max antes que ella.
Me agarró por las solapas de la
chaqueta y me giró sin dejar de
besarme. Quedamos al revé s. Lorna
apoyada contra la puerta y yo frente a
ella.
—Tó came —jadeó entre mis labios,
llevando nuevamente mi mano a su
sexo.
Se apretó contra ella cuando la
acaricié y sus caderas comenzaron a
moverse con má s fuerza, frotá ndose
con mayor intensidad. Tenı́a la
respiració n sofocada y me sentı́a
mareada por el deseo. Bajé la vista
por su cuerpo al reparar en sus
manos abrié ndose camino entre
nosotras. La vi soltarse el botó n de su
propio pantaló n, bajá ndose a
continuació n la cremallera. Me
estremecı́ cuando cubrió mi mano
con la suya y me deslizó bajo el
pantaló n abierto. Temblé al acariciar
su vello, despué s me empujó má s
abajo, guiando mis dedos por su
aterciopelada humedad hasta la
entrada de su vagina.
—Entra, Denise —jadeó con
dulzura, besándome de nuevo.
Mis dedos temblorosos resbalaron
con la caliente humedad y ella volvió
a dirigirlos a su vagina.
—Quiero sentirte dentro de mı́ —
gimió y los presionó para que lo
hiciera.
Otro escalofrı́o recorrió mi piel. A
pesar de la presió n que ejercı́a su
mano sobre la mı́a, me pareció
advertir cierta resistencia y retiré
uno de mis dos dedos, penetrá ndola
lentamente.
—No quiero hacerte dañ o —me
titubeó la voz.
Apoyó la cabeza contra la puerta,
dejando a la vista su cuello, a pesar de
toda la ropa que aú n llevá bamos
encima. Jadeaba agitadamente y una
sonrisa se dibujó en sus labios antes
de mirarme.
—Tranquila, mi amor —acarició el
dorso de mi mano entre sus piernas y
alzó la otra cubriendo mi mejilla—.
Te aseguro que no me lo haces en
absoluto.
Tensó su mano sobre la mı́a una vez
má s, y mis yemas volvieron a
empaparse con su calor lı́quido
cuando empujó con irmeza mis
dedos dentro de ella. Resbalé por su
lisa y hú meda vagina hasta que mis
dedos quedaron totalmente
cubiertos por su carne, hinchada y
palpitante. Levanté la vista para
mirarla, pero me dio un vuelco el
corazó n al descubrir que era ella
quien me miraba a mı́. Tenı́a la
expresió n felina, sus ojos entornados
me contemplaban en la proximidad.
—Te quiero —jadeó.
Sentı́ la emoció n de sus palabras y
no conseguı́ impedir que mis ojos se
llenaran de lágrimas. Me dolió cuando
tragué saliva, haciendo lo imposible
para que no rodaran estropeando
aquel momento.
—Y yo a ti —se me quebró la voz en
la respuesta, pero la besé antes de
darle tiempo a que cayera en el
porqué de mi voz rota.
No fue una buena idea besarla para
ahuyentar mis lá grimas. La emoció n
aú n ahogaba mi garganta, luchaba
contra el dolor agudo que me
as ixiaba en el intento por devolverle
sus besos y la atenció n que
solicitaban sus caderas. Esquivé su
roce cuando se quiso acercar a mis
ojos, hundiendo mi cara en su cuello.
—¿Qué te ocurre? —susurró
suavemente.
—Que estoy loca por ti —esos
segundos de respiro sobre su cuello
hicieron que pudiera recuperar parte
de la voz.
—Bésame —susurró otra vez.
Besé su cuello y al instante mi beso
se tornó húmedo sobre su piel.
—Mírame —jadeó con dulzura.
Ascendı́ hasta que alcancé sus
labios. Su lengua entró en mi boca sin
preaviso, al tiempo que sus caderas
empujaron con fuerza sobre mis
dedos, hundié ndome completamente
dentro de ella. Gemimos al unı́sono.
Sentir mis dedos rodeados y
aprisionados por su cuerpo hizo que
olvidara todo, que me concentrara en
saber lo que deseaba siguiendo las
señ ales en su respiració n y sus
jadeos. Me movı́ con ella en cuanto su
cuerpo buscó mayor presió n. Doblé
los dedos y cubrı́ con la palma su
clı́toris, arrancá ndole otro gemido.
Salı́ de ella, y con mis dedos
lubricados le acaricié haciendo
cı́rculos sobre su latiente ó rgano.
Podı́a sentir có mo vibraba cada vez
que se apretaba contra mi mano. En
realidad, lo que deseé en ese
momento fue sentirla en mi boca,
pero algo me decı́a que no me dejarı́a
hacerlo. Atrapó mi lengua entre
gemidos y la chupó , acompasada a
mis caricias sobre su clı́toris. Deslicé
la mano por su piel lisa y resbaladiza,
cubriendo completamente su sexo.
Querı́a sentirla en su totalidad a falta
de no poder acariciarla con mi boca.
Volvió a gemir cuando mi dedo
corazó n le rozó el ano. Acaricié
lentamente el anillo de mú sculo
prieto, notando que se relajaba bajo
mi yema, que lo iba lubricando. La
agitació n de ambas aumento
considerablemente y dejé que se
frotara a su antojo. La excitació n que
rezumaba hizo que quisiera darle
má s placer, tirando de sus pantalones
para bajarlos un poco má s. Fundı́ de
nuevo mi lengua con la suya
buscando con la otra mano el inal de
su espalda, colá ndome bajo su
pantaló n tambié n. Acaricié su suave
piel y la recorrı́ por completo,
mientras sentı́a sus glú teos tensarse
bajo mi tacto. Advertı́ la leve rigidez
de su cuerpo cuando deslicé
atrevidamente mis dedos entre ellos,
tomando el relevo de mi otro dedo.
Cubrı́ de nuevo su ano y presioné
levemente acariciá ndolo en cı́rculos.
Gimió echando la cabeza hacia atrás y
percibı́ una vez má s que el apretado
aro se relajaba y se tensaba bajo mis
caricias, al tiempo que sus caderas
saltaban contra mi otra mano,
estimulá ndose con má s fuerza su
palpitante clı́toris. Me aparté
ligeramente al darme cuenta de que
se encontraba muy cerca de alcanzar
el orgasmo. Protestó
imperceptiblemente, por lo que mis
dedos recorrieron su lubricado sexo
hasta la entrada de la vagina. Resbalé
con facilidad dentro de ella, pasando
sobre la parte de piel rugosa de la
cara delantera. No me detuve allı́,
continué hasta que mis dedos
quedaron totalmente cubiertos con
su calor. Ella se curvó , separando má s
las piernas, descolgando su cabeza
hacia delante, apoyando su frente
sobre mis labios.
—Sí —jadeó.
Alzó la vista con un movimiento
pesado, mirá ndome con deseo antes
de besarme. Lo hizo de la misma
forma autoritaria con la que embistió
contra mis dedos, llevá ndome tan
dentro que mi clı́toris latió
alarmantemente. Pensé que
alcanzarı́a irremediablemente el
orgasmo en ese mismo instante.
Me excitaba y me estremecı́a ver a
Lorna salvaje, desbocada e insaciable.
Apoyé la muñ eca en mi pierna en
busca de mayor resistencia y estiré
los dedos dejá ndolos rı́gidos.
Agradecı́ que comprendiera mis
deseos, sin necesidad de palabras,
cuando sus manos buscaron apoyo
contra la puerta y una de ellas se
aferró al pomo, hallando estabilidad y
fuerza para empujar. Querı́a que
Lorna tomara el control de la
penetració n y que me enseñ ara có mo
le gustaba. Se retiró lentamente, y
antes de que su vagina liberara mis
yemas, su lubricada carne volvió a
resbalar, cubriendo mis dedos en su
totalidad.
—Eres preciosa —musité despacio
cuando repitió aquel excitante
movimiento.
Incrementó el ritmo
paulatinamente, buscando en cada
penetració n un contacto má s
profundo e intenso que el anterior.
Volvı́ a estimular su ano y su cuerpo
se tornó exigente, embistiendo
descontroladamente su vagina contra
mis dedos.
—Denise —gimió mi nombre y noté
que las paredes de su vagina se
tensaban para obtener una fricció n
mayor en la penetración.
Fundimos nuestras bocas, pero
descubrı́ que le costaba responder.
Tomé entonces su lengua y la chupé ,
enseguida su cuerpo se curvó ,
adelantando aú n má s las caderas y su
cabeza cayó hacia atrás.
—Má s —murmuró entre gemidos,
rodeándome el cuello con los brazos.
El hall se desvaneció bajo mis pies
cuando apoyó los hombros contra la
puerta, invitá ndome a que fuera yo
quien tomara el control. Retomé el
enloquecido compá s, recorriendo la
lubricada vagina en toda su
profundidad.
—Má s —me rogó al oı́do en un
quejido.
En aquel momento entendı́ lo
excitada que estaba, su deseo de
mucho má s. Dudé un instante, pero
salı́ de ella y añ adı́ un tercer dedo a la
penetración.
—Sı́, mi amor —gimió ante la nueva
intensidad.
Su cabeza rodó de un lado a otro
sobre la puerta, me sorprendió lo
inerte que permaneció su cuerpo
cuando aceleré el ritmo,
penetrá ndola con má s fuerza, má s
profundamente. Tan solo gemı́a
inmó vil mientras me recibı́a. Cuando
alcancé el fondo en mi siguiente
penetració n, enmudeció un segundo
y sus constantes gemidos anteriores
se convirtieron en un grito ronco, que
explotó en su garganta antes de
balbucir mi nombre. Sentı́ que se
contraı́a alrededor de mis dedos, que
sus caderas se reactivaban
empujando posesivamente la vagina
contra ellos, bajo otra mezcla de
gritos y gemidos que me
estremecieron. Utilicé la longitud de
mi pulgar y acaricié con una ligera
presió n su clı́toris, arrancá ndole otro
profundo quejido que me llegó al
alma. Su cuerpo se sacudió
violentamente, despegá ndola de la
puerta. Los espasmos y
contracciones de su vagina volvieron
a envolver mis dedos. Su caliente
lı́quido corrió mojá ndome la mano y
su cabeza se desplomó contra mi
hombro entre sollozos.
—Te quiero —dijo con apenas un
hilo de voz.
—Y yo a ti —respondı́ sintiendo en
mi corazó n las convulsiones de su
orgasmo.
La sujeté contra mı́ por la cintura,
cuando se tambaleó perdiendo el
equilibrio. Temblaba y la rodeé ,
maravillada por la belleza de su
rostro y de su cuerpo durante el
orgasmo. Aú n sentı́a las
contracciones de la vagina alrededor
de mis dedos, el palpitar caliente de
sus paredes contra ellos.
—No —sollozó cuando traté de
abandonar suavemente aquella
posició n—. Me gusta tenerte dentro
de mı́ —su voz sonó tan dé bil como la
vez anterior.
Permanecı́ quieta, sintié ndome má s
enamorada que nunca, disfrutando
del peso de su cuerpo contra el mı́o,
de los latidos internos de su orgasmo.
Todavı́a gimoteaba jadeante,
temblando contra mı́. Le acaricié la
espalda y besé la piel de su cuello,
dejando que su respiració n fuera,
poco a poco, recuperando la
normalidad junto a la mía.
—Lorna, vayamos a la cama —
susurré despué s de que pasá ramos
un buen rato abrazadas contra la
puerta.
Su mano se tensó , en un intento de
sus dedos por acariciar mi melena.
—No puedo —sonrió —. No puedo
caminar —añ adió con una risa loja
que me contagió.
—Tendrı́amos que haber ido a la
cama desde un principio.
—Estaba muy lejos —continuó
riéndose.
—¿De dónde?, ¿de la puerta?
—Desde el Havet, bastante he
hecho aguantando hasta llegar aquı́.
Durante un momento pensé en
llevarte al camerino de las chicas
cuando vi que salı́an al escenario —
me reı́ con su confesió n. Levantó la
cabeza y al in volvı́ a ver su preciosa
cara. La echaba de menos desde que
se apoyara en mi hombro para
reponerse de la energı́a consumida.
Me miró con complicidad y se acercó
a mis labios—. Está s tan guapa
cuando te enfadas… —dijo en voz
baja.
Me aproximé má s y rocé sus labios
antes de besarla. Lo hice muy
despacio, porque querı́a disfrutar de
su boca con calma. Aú n recordaba
estremecida su deseo, sus hú medos
besos y el modo en que se movı́a
mientras hacı́a el amor conmigo.
Especialmente recordaba cuando
gritó mi nombre entre gemidos, en el
instante en que estallaba en un
orgasmo. Me ardı́a la piel con cada
roce de sus labios, aunque no
aumenté el ritmo de mi beso ni
siquiera cuando gimió al acariciarle
la lengua lentamente ni cuando sentı́
que se humedecı́an de nuevo mis
dedos dentro de ella.
—Bé same ası́ otra vez —exhaló
cuando me separé.
—En la cama.
—Ahora, por favor. Me ha
encantado.
Deshice el mı́nimo espacio que
habı́a quedado entre nuestras bocas
y tomé su labio superior entre los
mı́os, otra vez. Lo acaricié con la
lengua en toda su super icie, despué s
hice lo mismo con el inferior. Me abrı́
paso en su boca entreabierta y volvı́ a
rozar su suave lengua. Me abrasaba
con cada pausada caricia que me
devolvı́a. El placer me recorrió la piel
desde la nuca hasta la punta de los
pies. Capturé la punta de su hú meda
lengua y la cubrı́ con mis labios. La
chupé despacio, mantenié ndome en
la super icie, y sentı́ que la vagina de
Lorna se volvı́a tan resbaladiza como
la mı́a. Empezaba a dejarme llevar
por la pasión, quise más.
Temblé cuando Lorna encajó su
muslo contra mi entrepierna. La
placentera presió n sobre mi clı́toris
hizo que mi cuerpo se adelantara en
busca de má s, y ella se apretó contra
mí otorgándomelo.
—No —me aparté , deslizando
cuidadosamente los dedos fuera de
su vagina—. Quiero ir a la cama.
Sus caderas se movieron
ligeramente cuando salı́ de ella y sus
ojos me estudiaron silenciosos en la
proximidad.
—¿Por qué nunca me tocas? —
pregunté.
Ahogó un suspiró y rehuyó mi
mirada, desviando la vista hacia
abajo.
Observé su rostro y la extrañ a
expresió n que se habı́a marcado en
é l, igual que el dı́a que le confesé que
deseaba hacer el amor con ella. Como
respuesta decidió detenerse antes de
que fuera demasiado tarde. Al menos,
aquella noche me ha habı́a hecho una
enorme concesión.
—Da igual, no tienes por qué
hacerlo si no quieres.
Me sujetó , impidiendo que me
separara de ella.
—¿De verdad crees que no quiero?
No hay nada en el mundo que desee
má s, Denise. Me pasarı́a el resto de
mi vida haciéndote el amor.
—Pues hazlo, yo quiero que lo
hagas. ¿Por qué es un problema para
ti si yo también quiero?
Me besó con ternura.
—No tienes ni idea del esfuerzo
sobrehumano que tengo que hacer
para no perder el control.
—Quiero que lo pierdas, como esta
noche. Me gustas mucho má s cuando
está s salvaje y te dejas llevar, cuando
no piensas y solo actúas.
—¿Salvaje? —rio contra mi cuello.
—Sı́, me ha encantado. Aú n estoy en
estado de shock de lo impresionante
que me ha parecido —confesé
fundiendo mis labios en los suyos, en
un apasionado beso.
—¿Cuá ntos añ os vas a necesitar
que tenga para que consideres é tico
hacer el amor conmigo?, ¿veinte
quizá ? —pregunté porque necesitaba
saberlo.
Sonrió a pesar del desconcierto que
le ocasionó mi pregunta.
—¿Qué tal dieciocho?
—Diecisiete, ni un dı́a má s —me
contempló lejos del convencimiento
—. En serio, ni un minuto má s. Vete
pidié ndote el dı́a de mi cumpleañ os
libre. Mejor aú n, la vı́spera tambié n la
quiero para mı́. A las doce en punto
de la noche tendré o icialmente
diecisiete, a esa hora te quiero
desnuda en la cama —cogı́ su mano y
tiré de ella para llevarla a la
habitación.
—¿Y dó nde te gustarı́a que lo
celebráramos?
—En la cama, a ser posible en la
tuya, porque en un hotel ı́bamos a
levantar sospechas. No pienso
dejarte salir de ella en todo el día.
Me rodeó la cintura abrazá ndome
por detrá s cuando entramos en su
habitación.
—Me parece perfecto, porque yo
tampoco a ti —me susurró al oído.
Cubrı́ sus brazos con los mı́os y
apoyé la cabeza en su hombro.
—Acepto propuestas por debajo de
los diecisiete, lo digo por si en algú n
momento cambias de opinión.
—¿A qué hora tienes que volver a
casa? —preguntó ella con una sonrisa
desoyendo mi proposición.
—A la que quiera, mi madre no está.
—Qué date a dormir conmigo
entonces, ¿puedes?
Asentı́ mientras me perdı́a en el
cosquilleo que me provocaba su boca
sobre el cuello. Las manos treparon
por mi cuerpo y dejé que me quitara
la chaqueta. Noté que tambié n se
desprendı́a de la suya, aunque no me
diera la vuelta para mirarla. Se
sumergió enseguida bajo mi
camiseta acariciándome el estómago.
—Ya no llevas la venda —descubrió
cuando sus dedos rozaron mis
costillas.
—No —respondı́ antes de girar la
cabeza para besarla.
Sus dedos se colaron bajo la
cinturilla de mi vaquero en la
siguiente caricia y gemı́ al sentirla
tan cerca de mi pubis. Tenı́a el
corazó n tan acelerado como la
respiració n, solo era consciente del
tacto de su mano, que me recorrı́a
quemá ndome la piel. Bajó por mi
pierna y se deslizó suavemente entre
mis muslos. Advertı́ que se
humedecı́a má s mi entrepierna
aunque sus caricias no terminaran de
alcanzar mi sexo. Me excité aú n má s
cuando gimió en el momento en que
mi lengua profundizó en su boca. Me
quité la camiseta con un movimiento
rá pido, dá ndome la vuelta entre sus
brazos con urgencia.
—Denise… —jadeó cuando aplasté
mi pecho contra el de ella.
Hice caso omiso de su leve protesta,
encajando mi sexo sobre su muslo y
obligá ndola a apoyarse en el brazo
del sofá . Tomó mi rostro tratando de
controlarme, pero la besé con
decisió n al tiempo que mis caderas
se movı́an buscando su cuerpo,
apretándola contra mí.
—Tó came —dije con el placer que
me produjo el roce de su muslo.
—Denise, por favor…
—No es la primera vez, lo has hecho
muchas veces, solo que esta vez no
hay guantes ni pomadas de por
medio.
—Denise…
—Ası́ por una vez no tendré que
disimular lo mucho que me gusta que
me toques —confesé
desabrochándome el sujetador.
Sus ojos bajaron por mi torso
desnudo cuando dejé que este cayera
al suelo. Su mirada se volvió
abrasadora y recordé aquel dı́a que vi
en ella la misma intensidad
contemplando la desnudez de mi
cuerpo. Habı́a pasado mucho tiempo
desde aquello, y yo habı́a empleado
mucho tiempo pensando en aquello.
Me acerqué má s, aú n sujetaba mi
rostro entre sus manos, aunque no
tardó en ceder, respondiendo con
apremio a la profundidad de mi beso.
El calor de su boca y el contacto con
su lengua me estaban volviendo loca.
Cada vez me excitada má s, cada vez
querı́a má s. Solo deseaba que me
tocara, pero Lorna no lo hacı́a. Rodeé
sus muñ ecas y guié sus manos,
deslizá ndolas por mi piel. Gemı́
cuando me cubrió con ellas los
pechos y las yemas de sus pulgares
acariciaron imperceptiblemente mis
pezones. Aplasté mis pechos contra
sus manos para sentirla mejor.
—No, mi amor —sus manos
resbalaron hasta mi cintura.
Me detuve en seco ante su rechazo,
no me lo podı́a creer. Jamá s pensé ,
hasta aquel preciso instante, que
pudiera volver a sentirme má s
ridı́cula en toda mi vida que cuando
cuidaba de mı́ en la clı́nica. Desde
luego, estaba muy equivocada si en
algú n momento creı́ que la vergü enza
vivida con anterioridad era
difı́cilmente superable. No podı́a
sentirme má s estú pida y expuesta,
con la mitad de mi cuerpo desnudo
ante ella y la respiració n tan agitada
que llenaba el silencio de la
habitació n. Me separé y me giré en
busca de algo con lo que cubrirme.
—Denise —me llamó . No contesté ,
no porque estuviera enfadada sino
porque no me salı́an las palabras.
Posó su mano en mi espalda cuando
me agaché para recoger la camiseta
del suelo—. Entié ndelo, por favor —
susurró , besando mi espalda desnuda
cuando me erguı́. A pesar del
estremecimiento que me produjo el
roce de sus labios y el calor de su
mano sobre mi piel, me puse la
camiseta tan rá pido como mis
temblorosas manos me lo
permitieron—. ¿Podemos hablar un
segundo?
—No —hablé al in—. Ya me ha
quedado claro. Tranquila, no volverá
a pasar.
—Yo no he dicho eso —suspiró.
Recogí mi sujetador y mi chaqueta y
me encaminé hacia la puerta.
—No te vayas, por favor, qué date
conmigo —me rogó , volviendo a
posar su mano sobre mi espalda.
Me quedé paralizada ante su ruego.
Habı́a sonado tan sincero que no
supe qué hacer. Me sentı́a ridı́cula,
pero no querı́a volver a irme de su
casa. Sabı́a que me dolerı́a má s esa
decisió n que aceptar su constante
negativa sobre aquel tema. Me di la
vuelta y la miré.
—¿Me prestas un pijama y un
cepillo de dientes, por favor?
Sonrió con sorpresa y sus ojos
brillaron en la penumbra de la
habitación.
Ignoré su sonrisa y busqué mi móvil
en los bolsillos. Me senté en el sofá y
escribı́ un mensaje a mi madre,
dicié ndole que me quedaba a dormir
en casa de Martina. Otra mentira má s
viajó por la red, pero no me invadió la
culpa.
—Gracias —murmuré sin mirarla
cuando dejó lo que le habı́a pedido
junto a mí en el sofá.
—De nada —respondió
acariciándome el pelo.
Obvié su cariñ oso gesto y mantuve
la mirada en el mó vil, esperando
alguna respuesta. Siempre respondı́a,
ası́ que aquella noche no iba a ser
menos. Lorna seguı́a de pie frente a
mı́, pero no la miré . Todavı́a me
costaba mirarla a la cara despué s de
lo sucedido. Leı́ el mensaje de mi
madre, que no tardó en llegar. Decı́a
entre otras cosas que la llamara al dı́a
siguiente cuando me levantara. Le
hice saber que ası́ lo harı́a y guardé el
mó vil de nuevo en mi chaqueta, bajo
la atenta mirada de Lorna. Cogı́ el
pijama y el cepillo de dientes y me
puse en pie con intenció n de ir al
cuarto de bañ o a cambiarme. No se
retiró cuando lo hice y quedamos
muy cerca. Tenı́a ganas de tocarla,
pero esquivé su cuerpo para salir de
la habitación.
—Puedes usar este bañ o —dijo en
voz baja.
—Voy al otro, gracias.
Abrı́ el grifo, y cuando el agua mojó
mis manos, los restos de mi
apasionado sexo con Lorna cobraron
vida entre mis dedos. Retiré
rá pidamente la mano izquierda del
chorro, acariciando mis propios
dedos con la yema del pulgar,
disfrutando de la resbaladiza
sensació n entre ellos. Permanecı́
mucho rato ası́, hasta que por in,
muy a mi pesar, dejé que el agua
borrara la huella de su orgasmo en mi
piel. De regreso a la habitació n,
encontré a Lorna metida en la cama,
recostada contra los almohadones y
saltando de un canal a otro con el
mando a distancia de la televisió n.
Estaba tan guapa que me hacı́a dañ o
mirarla. Rehuı́ su mirada, dejando la
ropa en el sofá.
—Estaba a punto de ir a buscarte —
me dijo abriendo la cama a modo de
bienvenida cuando caminé hacia ella.
—He tardado un poco, perdona.
—Puedes tardar todo lo que
quieras, lo decı́a porque te echaba de
menos.
Bajé la vista y me deslicé bajo las
sá banas, sabiendo que me miraba
cuando apoyé la espalda sobre los
almohadones, en la esquina de la
cama que habı́a abierto para mı́. Se
acercó sin dudarlo y recostó la cabeza
en mi hombro.
—¿Puedo? —preguntó . Asentı́ sin
mirarla. Me besó el cuello y su brazo
me rodeó . Aunque permanecı́
inmó vil, permitı́ que me abrazara—.
Puedo oír tu corazón —susurró—. Me
encanta, siempre late tan rá pido… —
yo misma podı́a oı́rlo, ası́ que no era
de extrañ ar que lo hiciera ella con el
rostro apoyado sobre é l—. No esté s
así conmigo, por favor.
—Duérmete —dije suavemente.
Tanteó el edredó n y cuando halló el
mando a distancia lo dejó en mi
regazo.
—Buenas noches —suspiró
besándome en el corazón.
No exterioricé lo mucho que me
gustó su beso por encima de mi
pecho y continué mirando la
televisión.
—Buenas noches —respondı́ y bajé
aú n má s el volumen para no
molestarla.
Me mantuve tan quieta como antes,
disfrutando de su respiració n y del
calor de su cuerpo junto al mío.
—Tienes razó n. Ha sido
impresionante —murmuró y su
aliento acarició mi cuello, moteando
toda mi piel. Me sobresalté
ligeramente al oı́r su voz despué s de
tanto tiempo en silencio. Sabı́a que
aú n no se habı́a quedado dormida,
pero no esperaba que me hablara
despué s de mi distante actitud hacia
ella. Me sentı́ idiota de nuevo, pero
esta vez por mi estú pido orgullo. Giré
el rostro en su direcció n y la abracé
por in. Se apretó cariñ osa contra mı́
y me besó —. Gracias —susurró
agradecida por que hubiera
abandonado mi fingida indiferencia.
Me tumbé de lado para quedar
frente a ella y la abracé con má s
fuerza, hundiendo mi rostro en su
cuello.
—¿Si ya me hubiera acostado con
alguien te lo pondrı́a má s fá cil? —le
pregunté al oído.
—No —tardó en contestar—. ¿Por
qué me preguntas eso?
—Porque eso tendrı́a una rá pida
solución.
Levantó la cabeza y me miró
fijamente.
—¡Ni se te ocurra! —me advirtió
antes de besarme.
Me reı́ con su tono autoritario pero
su beso se tornó exigente con
rapidez, adentrá ndose
posesivamente en mi boca. Parecı́a
celosa, y aunque habı́a sido una
broma por mi parte, me encantó que
se mostrara ası́. Retiró la sá bana y el
edredó n de un tiró n y se tumbó sobre
mı́, deslizando una pierna entre las
mı́as. Descubrı́ entonces que no
llevaba pantalones de pijama, solo
vestı́a una chaqueta larga. Un enorme
placer resurgió cuando su muslo me
presionó el sexo, recordá ndome lo
excitada que llevaba toda la noche
desde que llegá ramos a su casa. Bajé
las caderas a propó sito, porque me
encontré demasiado cerca de no
poder aguantar el siguiente roce sin
alcanzar el clímax.
—Quiero sentirte, quiero que
tengas un orgasmo —susurró
jadeante con dulzura.
Me excité aú n má s con sus palabras
y tomé su rostro entre mis manos
buscando unos segundos para
reponerme.
—Contigo. Quiero que lleguemos a
la vez —confesé entrecortadamente.
Me movı́ bajo su cuerpo buscando
su sexo con el mı́o. Querı́a sentirla a
ella. No habı́a sido capaz de olvidar la
increı́ble experiencia de dı́as atrá s,
aunque despué s decidiera
interrumpir aquel intenso instante.
Comprendió enseguida lo que
deseaba y se deslizó entre mis
piernas concedié ndomelo. Le devolvı́
el beso con urgencia cuando su
hú medo sexo se apretó contra el mı́o.
Bajé las manos por su espalda,
acariciá ndola por encima de la suave
chaqueta. Cuando alcancé el inal
con irmé que estaba en lo cierto,
tampoco llevaba ropa interior.
Efectivamente, mi apreciació n habı́a
sido correcta a travé s de mi ino
pantaló n. Subı́ por su cintura y me
sumergı́ bajo la chaqueta. Mis dedos
rozaron levemente la curva de su
pecho, pero la extrema rigidez de su
cuerpo en aquel instante me hizo
desistir de mi intento de acariciarlo.
Querı́a tocarla y por un momento
estuve a punto de decı́rselo. Estaba
harta de tanta ropa y tan excitada que
deseaba mucho más. Hice resbalar mi
mano por su estó mago hasta que mis
yemas rozaron su pubis. Sus labios
descendieron por mi cuello y la
humedad de su lengua fue cubriendo
mi piel. Descansé los dedos sobre su
vello, acariciá ndolo suavemente
antes de deslizarme entre las dos.
Gimió má s fuerte cuando sintió mi
mano bajo su sexo. No entendı́ por
qué me permitı́a aquello y sin
embargo, no me dejaba que
acariciara su pecho. Consideraba que
existı́a mayor intimidad en aquel
acto, mucho má s aú n cuando deseó
sentirme dentro de ella. Tal vez no le
gustara que le tocaran ahı́, y desde
luego, aquel no era el momento para
tratar de averiguar si solo eran
imaginaciones mı́as o habı́a algo que
le incomodara al respecto. Aú n era
capaz de sentir el cá lido tacto de sus
manos y el placer que me produjeron
cuando se tensaron sobre mis
pechos. Habı́a durado tan solo unos
segundos pero se habı́a grabado a
fuego en mi mente de tal manera, que
no comprendı́a có mo aquello no le
pudiera gustar a alguien. Apenas
tardé unos instantes en apartar aquel
pensamiento de mi cabeza. Su sexo
humedeciendo mi mano, cada vez
que se frotaba contra ella, me llevó al
borde del precipicio. El olor de su
pelo, que caı́a sobre mi rostro, y sus
gemidos contra mi cuello, me estaban
haciendo perder la razó n. La
creciente presió n de su sexo contra
mi palma repercutı́a directamente
sobre mi clı́toris. Supe que no
aguantaría más.
—Bésame —gemí.
Cuando su lengua volvió a fundirse
con la mı́a comenzó la primera
punzada de placer de mi orgasmo.
Retiré la mano y la sujeté por las
caderas, apretá ndola contra mı́. Grité
cuando me froté descontroladamente
contra su sexo, perdié ndome en el
estallido de placer contra su carne.
Mis gemidos se confundieron al
instante con los de Lorna y supe que
ella tambié n estaba teniendo un
orgasmo conmigo. Sentir su propio
orgasmo en el momento en que lo
estaba teniendo yo hizo que se
prolongara el mı́o. Mi cuerpo siguió
movié ndose acompasado al ritmo
que marcaba ella. Sus caderas fueron
perdiendo empuje hasta que se
derrumbó exhausta sobre mı́. La
abracé sin fuerza, porque yo tambié n
me habı́a quedado agotada. Sin
embargo, respondı́ a las leves
presiones que espaciadamente
ejercı́a su sexo contra el mı́o y que
hacı́a que nos sintié ramos
mutuamente. Jadeá bamos al unı́sono
y cerré los ojos, inmersa en el peso y
el calor de su cuerpo, al tiempo que
íbamos recobrando la respiración.
No conseguı́a conciliar el sueñ o
porque no podı́a dejar de besarla y
acariciarla mientras yacı́a abrazada a
mı́, en la quietud de la noche. De vez
en cuando mis ojos se cerraban, pero
enseguida su calor y su respiració n
contra mi cuello me despertaban,
haciendo que regresara a mis caricias
sobre su piel.
—¿No puedes dormir? —susurró.
—Ya dormiré cuando no esté
contigo.
Sus dedos se tensaron sobre mi
cuello y ascendieron, acariciá ndome
el rostro. Despué s, lo hicieron sus
labios buscando los mı́os. Me besó
lentamente, tomá ndose su tiempo, y
con una dulzura tal, que me dejó
jadeante cuando se separó de mí.
—Ven —me dijo haciendo que me
acurrucara a su lado.
Me apoyé sobre su pecho y cerré los
ojos, concentrá ndome en los
acelerados latidos de su corazó n. Me
rodeó con los brazos, sujetá ndome
contra ella y me perdı́ en el recorrido
de su mano acariciá ndome la espalda
bajo la chaqueta del pijama.
Capítulo 19
La luz del dı́a hizo que me despertara.
Cuando abrı́ los ojos encontré el bello
rostro de Lorna junto al mı́o y el
corazó n, como siempre que la veı́a,
me dio un vuelco. Me sentı́ má s feliz
que nunca. Era la primera vez que
pasaba la noche entera con ella. Aú n
dormı́a profundamente, por lo que no
me movı́ para no despertarla, solo me
dediqué a contemplarla en la
proximidad, sabiendo que nadie, ni
siquiera ella, interrumpirı́a aquel
momento durante un largo rato.
Parecı́a una niñ a, casi tan crı́a como
yo. Hasta su cuerpo parecı́a má s
pequeñ o de lo que en realidad era.
Respiraba con regularidad y su peso
sobre el mı́o me hacı́a pensar que aú n
se hallaba lejos de despertar. Una de
sus manos reposaba en el comienzo
de mi pecho, dá ndome calor, y una de
sus piernas descansaba entre las
mías. Me hubiera quedado así el resto
de la vida. Deseé tocarla, pero no lo
hice y permanecı́ quieta, admirando
sus facciones. Pasé mucho tiempo
ası́, y enseguida reparé en que cuanto
má s la miraba má s la deseaba. Querı́a
besarla y acariciarla. Mi respiració n
se agitó demasiado rá pido, para mi
propia sorpresa. Lo mejor era que me
levantara y le dejara dormir, y ası́
para cuando se despertara podrı́a
llevarle el desayuno a la cama. Me
movı́ muy despacio para que no me
sintiera.
—No —murmuró abrazá ndose a mı́
por detrás—. No te vayas.
—¿Te he despertado?
—Ya dormiré cuando no esté
contigo —me susurró al oı́do. Sonreı́
al reconocer mis propias palabras de
la noche anterior—. Es una de las
cosas má s bonitas que me han dicho
nunca —volvió a susurrarme. Tiró del
cuello de mi chaqueta y sus labios
besaron mi piel hasta la nuca. Su boca
descendió hasta el inal de mi
espalda. Cuando la alcanzó , levantó la
chaqueta dejá ndomela al aire—. No
sabes cuánto me gusta despertarme a
tu lado —dijo moteá ndome la piel
con su aliento.
Volví a sentir sus labios recorriendo
mi espalda lentamente, pero esta vez
sin el ino tejido de por medio. Bajó la
mano hasta la parte de atrá s de mis
muslos, deslizando los dedos entre
ellos. No pude pensar en otra cosa
que en aquel movimiento entre mis
piernas, que a cada caricia iba
acercá ndose peligrosamente a mi
sexo. Sus labios se dirigieron a mi
cintura y su brazo me rodeó las
piernas, acariciá ndome ahora los
muslos por delante.
—Tienes un cuerpo precioso —
jadeó descansando su rostro en la
curva de mi cintura.
Permanecı́ quieta, con la
respiració n desbocada, esperando su
siguiente movimiento. Quería que me
tocara, pero no iba a pedı́rselo esta
vez. El ridı́culo que habı́a hecho la
noche anterior me habı́a bastado
para el resto de mi vida. No iba a ser
yo quien le volviera a poner alguna
parte de mi anatomı́a má s ı́ntima
directamente en sus manos, para que
me tocara de una vez por todas. Me
acarició la cintura con la mejilla y su
boca volvió a humedecerme la piel a
besos. Sus labios regresaron al inal
de mi espalda, tirando del pantaló n y
descubriendo ligeramente el
comienzo de mis glú teos. Posó un
jadeante aliento sobre ellos y el
cuerpo me ardió en llamas. Ahogué
un gemido cuando la excitació n de su
boca recorrió aquella pequeñ a zona
de piel dejada al descubierto. Sus
manos me guiaron para que me diera
la vuelta. Volvı́ a quedar de lado, pero
en esta ocasió n mirando hacia ella.
Temblé bajo su aliento cuando cubrió
la piel de mi estó mago al tiempo que
su mano ascendı́a. Apenas sentı́ su
roce en la curva donde se me
per ilaba el pecho, antes de que se
retirara a mi costado. Me subió aú n
má s la chaqueta del pijama, cuando
sus labios ascendieron hasta donde
lo habı́an hecho sus dedos hacı́a un
instante. Pensé por un momento que
al in iba a abandonar aquel pudoroso
comportamiento conmigo, pero una
vez má s me equivoqué . Volvió a
descender por mi estó mago una vez
hubo alcanzado el lı́mite de piel que
ella misma se habı́a marcado. No
protesté , aunque no estuviera de
acuerdo con ella, tampoco permitı́
que mi cuerpo mostrara deseo por
que continuara. Dejé que se deslizara
por mi piel a su gusto, incluso cuando
aquellos dedos me bajaron el
pantaló n, descubrié ndome las
caderas para cubrirlas con la
humedad de sus besos. Podı́a
escuchar sus jadeos, que se
solapaban con los mı́os, y que
sonaron má s fuertes cuando cedió un
poco má s mi pantaló n, hasta el
comienzo de mi pubis, incendiando
mi cuerpo. Se detuvo, como siempre,
y yo permanecı́ sin aliento esperando
a que se decidiera. Sentı́a el calor de
su boca, ahora inmó vil, contra mi piel
y yo misma decidı́ separarme
tumbá ndome boca arriba. Noté el
suspiró que dejó escapar y cogı́ su
barbilla levantándole la cara.
—Buenos dı́as —dije acariciá ndole
el rostro, agachándome para besarla.
—Buenos dı́as, mi amor —me
respondió con sorpresa, y me
devolvió el beso con una intensidad
que agradecí, pero que no esperaba.
—Qué date aquı́, vengo ahora —
anuncié . Me sentı́ mareada por el
deseo cuando me puse en pie y me
tambaleé al caminar, al tiempo que
recomponía mi pantalón de pijama.
—¿Qué mirabas antes?
Me giré sorprendida y la encontré
apoyada sobre un codo
contemplá ndome desde la cama con
una sonrisa en los labios.
—Lo increı́blemente guapa que
eres y lo locamente enamorada que
estoy de ti.
Esta vez fui yo quien sonrió al ver
que rehuı́a sonrojada mi mirada y
mis palabras.
Descubrı́ que la nevera estaba llena
de chocolate Cadbury. No sé en qué
momento se hizo con semejante
provisió n, pero me encantó que se
acordara de mı́, de que me gustaba
frı́o. Preparé huevos y bacon, tosté
pan y exprimı́ naranjas hasta que
obtuve dos vasos llenos. Dejé el café
hacié ndose y dispuse todo en una
bandeja para llevarlo a la habitació n.
No querı́a que se enfriara la comida y
ademá s ya la echaba de menos, me
morı́a de ganas por verla. Me
apresuré por el largo pasillo cargada
con la bandeja. Se incorporó de un
salto cuando me vio aparecer bajo el
marco de la puerta.
—¿Has preparado el desayuno?
—Te prometo que esto está mucho
má s bueno que mis espaguetis, es lo
ú nico que sé preparar, huevos con
bacon.
—Tus espaguetis estaban
deliciosos —repuso con dulzura
caminando hacia mı́—. Y tu sopa de
verduras tambié n —me ayudó con la
bandeja, tomá ndola por el otro lado y
estiró el cuello para besar mis labios
—. Muchas gracias. No me lo
merezco.
—Si hay alguien que se lo merece
eres tú , que te pasas el dı́a
cuidándome y cocinando para mí.
Aproveché para contemplar sus
bonitas piernas desnudas mientras
ella dejaba la bandeja en la mesa de
madera blanca, frente al sofá.
—Me preparas el desayuno y me lo
traes a la cama… cá sate conmigo —
rio antes de volver a besarme.
Me abrazó con má s fuerza contra su
cuerpo cuando perdı́ ligeramente el
equilibrio, debido a su apasionado
beso. Cuando su lengua rozó la mı́a,
renació el estado de excitació n al que
me habı́a llevado en la cama y que
habı́a tratado de olvidar preparando
el desayuno.
—Me parece una idea genial. A ver
si ası́ conseguimos consumar —
bromeé cuando se separó.
Soltó una carcajada echando la
cabeza hacia atrás.
—En serio, casé monos. Pero te
recuerdo que a partir de ese
momento, tendrá s deberes
conyugales de obligado
cumplimiento.
Tiró de mi mano entre má s risas,
dirigiéndome al sofá.
—Es perfecto —comenté
sentá ndome allı́—. No sé có mo no se
me ha ocurrido a mı́ antes. Tú
dejarı́as de vivir bajo esa absurda
dicotomı́a, porque tendrı́as el
beneplá cito de un juez, por
consiguiente, tambié n del resto de la
sociedad, y yo serı́a la persona má s
feliz del mundo.
Me observó con un ingido aire de
asombro, ya que aú n mantenı́a la
sonrisa en los labios.
—¿Eso crees? ¿Qué necesito el
consentimiento de los demás?
—Bueno… —la miré dudosa— el
mío ya lo tienes.
Sonrió con dulzura.
—¿Y qué hay del mío propio?
—Ah… no habı́a pensado en eso —
confesé desanimada.
Me tomó de la barbilla elevando mi
rostro y se inclinó para besar mis
labios. Cuando lo hizo, la chaqueta de
pijama que vestı́a se despegó de su
piel, dejando ver el interior. No pude
evitar aquella visió n y mi mirada se
posó sobre sus pechos desnudos. Me
encogı́ de dolor cuando mis ojos
detectaron con rapidez la cicatriz que
se dibujaba en su pecho derecho.
Todo cobró sentido abruptamente y
el puzle se completó
desgarradoramente en mi cabeza.
Aquella era la ú ltima pieza que
conformaba el cuadro, un cuadro que
jamá s pensé que contempları́a tan
cerca, mucho menos en la mujer que
má s querı́a en el mundo. Miles de
momentos vividos con ella pasaron
por mi mente como una pelı́cula.
Detalles insigni icantes, en aquellos
momentos, me golpearon de lleno,
arrancá ndome de la nube en la que
vivı́a para estrellarme contra la cruel
realidad. Pude sentir el vé rtigo de la
caı́da libre de mis propias emociones
antes de que el mortal impacto me
reventara, partiendo en dos mi
corazó n. ¿Có mo era posible que no
me hubiera dado cuenta antes de que
algo estaba ocurriendo? Mi cerebro
recordó las ocasiones que la descubrı́
llevá ndose una pastilla a la boca, las
veces que se ausentaba, sin motivo,
cuando comı́amos juntas. Su
constante rechazo a desprenderse de
la ropa y a que mis caricias se
desplazaran sobre su pecho tenı́an la
ú nica explicació n que jamá s deseé
escuchar, un cáncer de mama.
—¿Está s bien? —me preguntó ,
besándome la frente.
Me abracé a sus piernas y apoyé la
mejilla en su vientre. Los ojos se me
habı́an llenado de lá grimas, sabı́a que
estaba a punto de romper a llorar.
—Compré ndelo, Denise —dijo
suavemente, acariciá ndome la
melena.
Reparé en que ella seguı́a
enfrascada en nuestra conversació n
anterior, ajena al dolor que me habı́a
roto por dentro, atribuyendo mi
abrazo a su persistente aplazamiento
cuando se trataba de hacer el amor
conmigo.
—No me importa —me apresuré a
contestar—. Yo solo quiero estar
contigo, no tenemos que hacer nada
que no quieras.
Deslizó sus manos por mi espalda.
—¿Y ese cambio de opinió n? —rio
ligeramente.
—Voy a por el café —es todo lo que
alcancé a decir mientras deshacı́a
nuestro abrazo, rehuyendo cualquier
tipo de contacto visual. Apenas logré
cruzar el umbral de la puerta cuando,
incapaz de retenerlas, mis lá grimas
se derramaron por mi rostro. Me
alejé deprisa con la vista borrosa y
me cubrı́ la boca para silenciar el
llanto, pero el angustioso dolor dobló
mi cuerpo haciendo que me apoyara
en la pared para no caer al suelo. El
largo pasillo se desdibujó a travé s de
mis lá grimas y supe que Lorna no
podı́a verme ası́. Alcancé el cuarto de
bañ o y me encerré en é l. Abrı́ el grifo
del agua frı́a y sumergı́ la cara,
tratando de calmar mi estado. A los
pocos segundos el llanto me ahogó
bajo el agua, dejá ndome sin oxı́geno.
Cerré el grifo y me senté en el helado
borde de la bañ era. No podı́a dejar de
llorar, permanecı́ allı́ un buen rato
dejando que el dolor luyera a travé s
de mis ojos. No conseguı́a reponerme
ni apartar de mi mente su cicatriz, el
porqué le habı́a tenido que pasar a
Lorna. El cá ncer de hı́gado que habı́a
acabado con la vida de su madre me
hizo recordar que era uno de los
ó rganos má s comunes donde solı́a
diseminarse el cá ncer de mama. Pero
cuando Lorna me lo contó , una tarde
en la que al in tuve valor para
preguntá rselo, no me habló de que su
madre hubiera desarrollado una
metá stasis en el hı́gado, tras padecer
inicialmente un cáncer de mama.
—Denise, ¿dónde estás?
Su voz llamá ndome me alarmó y
cogí el papel higiénico para sonarme.
—En el baño.
—No sé por qué siempre usa este
bañ o —murmuró para sı́, me pareció
—. ¿Por qué nunca utilizas el de la
habitación?
—Me gusta este.
La oí reírse.
—Se está quedando frı́o el
desayuno. ¿Te falta mucho?
—Come tú . Yo no tengo hambre —
respondí sucintamente.
—¿Có mo que coma yo? Me gustarı́a
desayunar contigo —su voz sonó más
cerca al otro lado de la puerta.
Me miré en el espejo. Tenı́a la cara
enrojecida por la congestió n y los
ojos hinchados por la llorera. Iba a
necesitar bastante má s tiempo para
lograr borrar las huellas de haber
estado llorando.
—Voy a ducharme.
Hubo un silencio demasiado largo y
sentí que se acercaba más a la puerta.
—¿Estás bien?
—Sı́ —respondı́ al tiempo que má s
lágrimas rodaron por mi cara.
—¿Podrı́as dejar la ducha para
luego y desayunar conmigo ahora?
—No tengo hambre —se me quebró
la voz.
—Denise… ¿Te encuentras bien?
—Sí —tardé en contestar porque no
me salı́a la voz, intentando acallar
mis sollozos.
—¿Puedo entrar?
—Está cerrado.
—Pues ábreme.
—Estoy desnuda.
—¿Y cuá l es el problema? No serı́a
la primera vez que te veo desnuda, mi
amor…
—Enseguida salgo.
Me pareció que al in se alejaba y
abrı́ el grifo otra vez para lavarme la
cara, pero ni el agua helada conseguı́a
que mi llanto cesara. Estaba tan frı́a
que me dolı́an las manos bajo el
chorro. Necesité otro largo rato para
que mis lá grimas dejaran de caer. Me
lavé la cara tantas veces que se me
irritó la piel, pero al menos logré que
la hinchazó n de mis ojos disminuyera
ligeramente. El agua habı́a empapado
los puñ os de la chaqueta del pijama y
traté de secarlos con una toalla.
Respiré hondo y alboroté mi pelo
para cubrir mi rostro en la mayor
medida. Cuando salı́ del bañ o di
gracias de no coincidir con Lorna en
el pasillo. Me encaminé hacia su
habitació n tomando aire y haciendo
un esfuerzo por apartar aquella
cicatriz de mi cabeza. Necesitaba
aparentar que estaba bien cuando la
viera.
—Estoy aquí —la oí detrás de mí.
Me di la vuelta despacio y la
encontré con un hombro apoyado en
el marco de la puerta que daba acceso
al saló n. Se habı́a puesto una bata de
corte masculino y tenı́a las manos
hundidas en los bolsillos delanteros.
—¿Desayunamos allı́? —indiqué
con un dedo el lugar donde se hallaba
ella, pero no me moví.
—El desayuno se ha quedado frı́o
—dijo suavemente y sus ojos me
estudiaron en la distancia.
—Lo siento, ahora mismo lo
caliento.
—No importa. ¿Qué te ocurre,
Denise?
Su voz sonó tan dulce que no
conseguı́ evitar que mis ojos se
llenaran de lágrimas otra vez.
—Nada —sonreı́ a duras penas,
rehuyendo su mirada.
Su hombro se despegó de la puerta
y se encaminó hacia mı́. Agaché la
cabeza y me sequé las lá grimas antes
de que estuviera tan cerca, que no
tuviera forma de disimular mi
tristeza.
—Nadie llora por nada —
indudablemente, tenı́a razó n y su
modo de decirlo hizo que rompiera a
llorar. Me cubrı́ el rostro tratando de
controlarme pero cuando me abrazó ,
el llanto me venció —. ¿Qué es lo que
ocurre, Denise? —habı́a una mezcla
de confusió n y preocupació n en su
voz.
—Nada, en serio. No es nada —
respondı́ entre lá grimas, abrazá ndola
con fuerza contra mí.
—¿Es porque anoche te dije que
no?, ¿por lo de esta mañana?
—No, por Dios.
—¿Te duele algo? ¿Te encuentras
mal? —su mano se deslizó por mi
cuerpo hasta mi abdomen —negué
con la cabeza y acaricié su pelo, que le
caı́a por la espalda—. ¿Está s bien
conmigo? ¿Quizá ya no esté s tan
segura de que quieras estar aquí?
Su pregunta me impactó , pero
sobre todo me dolió llená ndome de
dudas.
—¿Eso te ocurre a ti? —pregunté
entre sollozos.
—No, mi amor —susurró
besá ndome el cuello—. ¿Crees que
hubiera dejado que todo esto
ocurriese si no fuera porque estaba
absolutamente segura, aunque sea
una locura? Solo quiero asegurarme
de que no es eso lo que te ocurre a ti,
porque si fuera ası́ no pasarı́a nada,
¿de acuerdo?
—No, no estoy de acuerdo. Si te
ocurriera a ti, a mı́ sı́ me pasarı́a, me
pasarı́a mucho —repuse deteniendo
mis caricias sobre su melena.
—Y a mı́ tambié n, Denise —suspiró
y sus labios subieron por mi cuello
hasta alcanzar los mı́os. Me besó
despacio al tiempo que secaba mis
lá grimas con sus dedos—. Dime qué
te pasa, por favor.
Tomé su rostro entre mis manos y
la besé otra vez.
—Nada, de verdad.
Pasé el resto del dı́a abrazada a su
cintura y sin dejar de llorar. Cada vez
que me calmaba un poco negaba
todas las posibles opciones que
Lorna iba preguntá ndome para
averiguar el origen de mi
desconsolado llanto. Me sorprendió
cuando nuestro apasionado sexo
contra la puerta de su casa salió a
relucir. Le juré hasta la saciedad que
me habı́a vuelto loca, que me habı́a
encantado, aunque ella pensara que
tal vez se habı́a excedido. Supuse que
pensó aquello al considerar que había
sido mi primera vez. Si hubiese
tenido treinta añ os estoy segura de
que jamá s hubiera dudado de lo
mucho que me gustó . Me preguntó
por la mujer del Havet y le conté
nuestra conversació n, para que se
quedara tranquila. Mi empeñ o en no
revelar que habı́a visto su cicatriz
provocó que su mente se disparara,
preguntá ndome por todo tipo de
terribles situaciones que, por
desgracia, demasiada gente contaba
en su haber. Me sentı́ mal cuando sus
preguntas fueron tomando un cariz
tan serio. Estuve a punto de
confesarle la verdad cuando llegó a
dudar de si me habı́a acostado con
alguien, atribuyendo el hipoté tico
suceso al ú nico propó sito de
facilitarle una relació n sexual
conmigo. Me di cuenta de que mi
estú pida pregunta de la noche
anterior habı́a calado en ella de un
modo que no esperaba. Me eché a
llorar otra vez cuando vi el dolor en
su mirada. Un dolor que no era
necesario y que provoqué por
comportarme como una crı́a. No dejé
de negarlo, ni tampoco dejé de decirle
que la quería, que estaba loca por ella,
mientras la besaba. Lo hice sin
descanso durante tanto tiempo que
nos olvidamos de todo, dejá ndonos
llevar por el deseo. Ni siquiera dejé
de besarla cuando sus labios ya no
me respondieron, vencidos por el
placer del orgasmo.
Capítulo 20
Pasé la peor semana de mi existencia.
Aú n peor que aquellos dı́as en los que
Lorna no llamaba y pensaba que no
querı́a volver a verme. Ojalá hubiera
sido esa la causa de mi llanto, que
todo hubiese terminado en que lo
nuestro no podı́a ser, si con eso
hubiera borrado el paso del cá ncer
por su vida. Rompı́a a llorar en cada
esquina, durante las clases e incluso
durante las prá cticas. Martina y Saú l
dejaron al in de preguntar qué me
sucedı́a, limitá ndose a cubrirme
cuando las lá grimas inundaban mis
ojos. Me hice de tantos libros sobre el
cá ncer de mama como habı́a
disponibles en la biblioteca. Tambié n
compré otros, escritos por mujeres
que lo habı́an padecido. Leı́ cuanto
pude, tanto como mis lá grimas me
permitieron hacerlo antes de que me
emborronaran la vista.
Hablaba con Lorna cada noche, y
aunque me hacı́a feliz escuchar su
voz a falta de verla, aú n tenı́a que
hacer esfuerzos por no echarme a
llorar por telé fono. Cuando llegó el
viernes, ya no aguantaba má s.
Llevaba toda la semana sin poder
verla, porque al parecer debı́a
ocuparse de unos asuntos. Me ofrecı́
voluntaria a ayudarla con lo que fuera
un milló n de veces, pero siempre me
decı́a que no, alegando que me
dedicara a estudiar.
Faltaba una hora para que
terminasen las prá cticas de la
semana en el hospital cuando, sin
pensarlo dos veces, me escabullı́ y
salı́ de allı́ a toda prisa. Subı́ a la moto
y conduje todo lo rá pido que pude,
sorteando los coches de los
habituales atascos del comienzo del
in de semana. Aparqué frente a la
puerta de su garaje y me asomé para
cerciorarme de si estaba. Cuando vi
su coche estacionado en el porche me
dio un vuelco el corazó n. Trepé por la
puerta saltando al otro lado y corrı́
hacia la entrada para llamar al
timbre. Habı́amos quedado aquella
noche, pero no podı́a pasar un
segundo más sin verla.
—¿Está s sola? —pregunté con la
mirada nublada por el deseo, sin
siquiera responder a su saludo,
cuando abrió la puerta sorprendida al
verme allı́, frente a ella, antes de lo
previsto.
—Sí, tranquila, ¿estás bien?
—No —respondı́ antes de abrazarla
y besarla con toda mi alma. Gemı́ con
el calor de su boca y al instante gimió
ella cuando mi lengua se fundió con la
suya. La empujé hacia dentro y cerré
la puerta de golpe. Volvió a gemir
cuando le saqué la camisa del
pantaló n de un solo tiró n, deslizando
las manos por debajo para sentir su
piel. Me excité aú n má s al deshacerse
ella de mi cazadora con la misma
rapidez, colá ndose bajo mi camiseta
hasta acariciarme la espalda.
Caminamos con urgencia hasta su
habitació n mientras nos besá bamos
desesperadamente. Se apretó contra
mi cuerpo y mis manos resbalaron
por su espalda. Acaricié sus glú teos al
tiempo que ayudaba a sus caderas a
moverse contra mı́. Me arrodillé
entre sus piernas obligá ndola a
sentarse en el borde de la cama—.
¿Por qué ya no te veo? —pregunté al
tiempo que la descalzaba. Tomó mi
rostro entre sus manos y lo levantó
para besarme de nuevo—. Antes te
veı́a todos los dı́as y desde que estoy
contigo solo te veo los ines de
semana. No puedo estar sin ti.
Sonrió entre jadeos y me arrastró
sobre ella, tornando
abrasadoramente profundo su beso.
Se movió buscando mi sexo y empujó
mis caderas para frotarse con é l. La
placentera y constante presió n
contra mi clı́toris hizo que me
detuviera al poco tiempo y tomara
aire, tratando de retrasar el orgasmo
que sabı́a que alcanzarı́a con su
siguiente roce.
—Sigue —pronunció entre mis
labios.
Me reunı́ con su mirada y me di
cuenta de que era la primera vez que
yo yacı́a sobre Lorna. Hasta aquel
momento, siempre me las habı́a
arreglado para que fuera al revé s. Me
encontraba má s có moda cuando
dejaba que ella marcara el ritmo,
puesto que no necesitaba má s
estı́mulo que su boca besá ndome
para tener un orgasmo. De lo que no
estaba tan segura era de que eso le
bastara a ella tambié n. Mi falta de
experiencia me llenaba de dudas y
me hacı́a sentir que no estaba a la
altura de poder satisfacerla. De
hecho, fui incapaz de volver a
penetrarla despué s de nuestra
primera y ú nica vez. En aquella
ocasió n Lorna me guio, haciendo
prá cticamente todo el trabajo. Tan
solo me sentı́a má s segura de mis
habilidades cuando estimulaba su
clı́toris manualmente, má s aú n
cuando dejaba que ella tomara el
control frotá ndose contra mi mano.
Aquello me encantaba, pero solo
podı́a hacerlo cuando era Lorna la
que reposaba sobre mí.
En mi nueva posició n toda la
destreza dependı́a de mı́, y aunque
deseara usar mi mano para tocarla
directamente, no lo hice temiendo
que mi presió n y mis caricias no
fueran las adecuadas para llevarla al
orgasmo. Me desplacé ligeramente
para evitar un contacto tan directo
con mi clı́toris, y ası́ ser capaz de
resistir más tiempo.
—No —protestó , volviendo a
colocarme sobre su sexo, al tiempo
que me besaba ardientemente.
—No aguanto má s —me vi obligada
a confesar cuando comenzó a
frotarse enérgicamente.
—Yo tampoco —gimió antes de
tomar mi lengua para chuparla con
fruición.
Apenas unos segundos despué s, su
cuerpo se curvaba y sus labios me
liberaban para dejar escapar un grito
de placer. Cuando comenzó a
sacudirse contra mi sexo, fui yo quien
estallé en un orgasmo, unié ndome al
de ella. Me estremecı́ cuando sus
manos descendieron por mi cuerpo
acariciá ndome los glú teos, al tiempo
que me apretaba con má s intensidad
contra ella. Era la primera vez que me
tocaba y el calor de sus manos
recorrié ndome, traspasaba el
desgastado tejido de mis vaqueros
quemá ndome la piel. La besé
sumergida en el placer de los ú ltimos
coletazos de nuestro orgasmo, en el
placer de sus manos acariciá ndome
de aquel modo.
—Me gusta tanto cuando me
tocas… —susurré en busca de aliento
cuando sus caricias bajaron por la
parte de atrá s de mis muslos para
volver a ascender cubrié ndome los
glú teos. No tardó en activar su
movimiento sobre ellos y sus dedos
se tensaron masajeá ndome
sensualmente.
—Tranquila, descansa —me dijo al
tratar de seguir besá ndola. Cerré los
ojos y fue ella la que deslizó sus
labios sobre mi cuello, besá ndolo
lentamente, mientras me acariciaba
la espalda bajo la camiseta,
ayudá ndome a recuperarme.
Después, su beso me buscó.
—Te he traı́do una cosa —dije
jadeante cuando terminó nuestro
lento y largo beso.
—¿Ah, sí?, ¿qué es?
—En cuanto me pueda mover, te lo
traigo —sonreí.
—Lo puedo traer yo —anunció tan
ilusionada como una niñ a pequeñ a—.
¿Dónde está?
—En mi mochila.
—¿Traías mochila?
—Sí, está fuera, en la entrada.
—¿Y qué hace fuera tu mochila?
—No sé —respondı́ sin dar mayor
explicaciones.
No quise decirle que tenı́a tantas
ganas de verla y de estar con ella, que
me molestaba cualquier cosa que se
interpusiera entre las dos cuando me
abriera la puerta. Tambié n habı́a
dejado el casco fuera para tener las
manos libres y poder abrazarla.
Sonrió con dulzura.
—¿Cómo has entrado, por cierto?
—Saltando —me reı́—. Pero no me
ha visto ningún vecino.
—Es verdad —rio—. A veces se me
olvida que tienes diecisé is añ os y que
eres más ágil que un gato.
—En la cama no —repuse con
rapidez. Sonrió a regañ adientes
apartando la vista y giré su rostro
para que mirara—. Es una broma.
Ademá s, hoy se te ha olvidado un
poco. Hemos hecho un gran avance.
Ha sido increı́ble —dije besá ndola de
nuevo.
Permanecı́ un buen rato mirá ndola
a los ojos de color miel, que
contrastaban con sus pupilas
dilatadas y que miraban los mı́os en
la proximidad.
—Aú n tienes la mirada triste —dijo
pasando la yema del pulgar sobre la
piel bajo mis ojos.
—Las ojeras me han salido por otro
motivo —comenté con una sonrisa,
desviando la conversación.
—Lo sé, pero no hablo de eso.
—¿Có mo quieres que no esté triste
si llevo cinco días sin verte?
—La tienes má s triste aú n que
aquella mañ ana cuando te vi en la
consulta de Kling.
—No verte siempre me pone así.
—¿Me vas a contar alguna vez el
motivo por el que llorabas el
domingo pasado?
Agaché la vista al sentir que
empezaba a emocionarme. Habı́a
tratado de concienciarme que lo
ú ltimo que necesitaba Lorna a su
lado, era una persona que llorara por
su cá ncer. Ya habrı́a llorado ella lo
su iciente cuando conoció el
diagnó stico, cuando tuvo que
enfrentarse a la traumática operación
y al agresivo tratamiento. Y como
habı́a leı́do en un libro, el cá ncer es
un tipo de enfermedad que nadie
puede olvidar. El miedo se adormece
despué s de acabar el tratamiento,
pero no desaparece. Debı́a afrontar a
diario una constante incertidumbre
sobre su salud y convivir con ello,
revivir todo lo ocurrido con una
mezcla de esperanza e intranquilidad
ante la posibilidad de que pudiera
volver a aparecer en cada control
semestral o anual. Yo misma tenı́a
que aprender a vivir con la misma
fortaleza que demostraba Lorna, y
aunque aú n me faltara mucho para
conseguirlo, desde luego no podı́a
permitir que fuera ella la que me
tuviera que consolar a mí.
—Lo haré , pero no hoy —se me
rompió la voz y oculté mi rostro en su
cuello.
—¿Por qué hoy no y otro dı́a sı́? —
me preguntó suavemente,
levantá ndome la barbilla para verme
la cara.
—Porque como ves, aú n no puedo
hablar sin ponerme a llorar —confesé
al no lograr impedir que viera mis
ojos llenos de lá grimas—. Y no quiero
llorar má s. Cuando sea capaz de
hablar sin hacerlo, te lo contaré —
con irmé secá ndome la humedad de
los ojos antes de que resbalara por mi
rostro.
Le devolvı́ el beso cuando sus labios
me besaron con dulzura.
—¿Es por algo que te ha ocurrido?
Conté stame solo a eso, por favor —
me rogó.
—Ojalá me hubiera ocurrido a mı́,
pero no, no es a mı́ a la que le ha
sucedido nada.
—¿Entonces a quién?
—A la persona que quiero má s que
a mi vida… —tardé en contestar, tras
ver en su mirada la imperiosa
necesidad de saber de una vez la
razón de mi tristeza.
La confusió n brilló en sus ojos ante
mi respuesta y su mirada se paseó
interrogante por los míos.
—Te quiero —le dije antes de
besarla y levantarme de la cama—.
Voy a por tu regalo.
—¿Le ocurre algo a tu madre?
Me giré para mirarla.
—No, no me re iero a esa clase de
amor.
—¿Entonces de quié n hablas? —
preguntó despacio y no sin cierto
temor.
Pude leer en sus ojos el esfuerzo
que realizaba su mente buscando
algo, una prueba que con irmara la
posibilidad de que yo supiera lo que
ella, hasta el momento, se habı́a
propuesto ocultarme.
—¿De verdad no sabes de quié n
puedo estar hablando?
—No lo sé —dudó.
Me acerqué de nuevo a la cama y me
incliné sobre ella, acariciá ndole el
rostro. Bajó la vista y vi que se habı́a
emocionado. Tomó mi cara entre sus
manos mientras la besaba y sus
labios me devolvieron el beso, con
tanto sentimiento que se me encogió
el corazó n. Me separé jadeante y me
sentı́ mareada cuando fui en busca de
lo que tenı́a para ella. A mi regreso,
me senté en el borde de la cama con
la mochila entre las piernas.
—¿Es un regalo entonces? —sonrió.
Asentı́ cuando vi su ilusió n, en ese
instante supe que no retomarı́amos
nuestra conversación anterior.
—¿Qué crees que es?
—No tengo ni idea.
—¿Qué te gustaría que fuera?
—Me da igual. Si viene de ti, me
encantará. Sea lo que sea.
—Eso espero, porque aunque se
puede devolver, me temo que es una
movida.
—No pienso devolverlo.
Me reı́ cuando extendió las manos
para que se lo diera de una vez.
—¡Pesa! —comentó palpando la
caja—. Muchas gracias… —dijo
dá ndome un beso antes de
deshacerse del papel que la envolvı́a
—. ¡Pero esto viene a tu nombre! —
exclamó cuando reparó en el
destinatario y el remitente impresos
en el paquete.
—Lo sé , pero es para ti. No es que
quede muy elegante que digamos,
pero querı́a que te llegara tal y como
lo he recibido yo. No querı́a tocar
nada.
—¿Es un mineral?
—Sabı́a que lo descubrirı́as en
cuanto lo vieras, pero la pregunta es…
¿cuál?
—¿Una cobaltocalcita?
—La pregunta se convierte
entonces en… ¿de dónde?
—No puede ser…
—Eso asegura al menos la
vendedora —asentí exultante.
La observé mientras abrı́a la caja
sin ocultar su ansiedad, hundiendo la
mano entre las esponjosas
almohadillas que la acolchaban.
—¡Pero si es enorme! —exclamó
cuando la sacó envuelta en papel
burbuja, protegié ndola aú n má s de
posibles golpes.
—Ocho centı́metros de largo por
cinco de ancho y tres de alto —
con irmé tras contemplar có mo la
desenvolvía cuidadosamente.
—¡Qué preciosidad, mi amor! —
susurró ante el grueso cristal rosa
fucsia que cubrı́a completamente una
de las caras de la pieza.
—Pues sı́ —admitı́ admirá ndola—.
Es mucho má s bonita en persona que
en las fotos. No mienten, ¿verdad? —
pregunté al ver que leı́a la vieja
tarjeta que acompañ aba al mineral,
donde ademá s de situar la
procedencia en Españ a, iguraba su
fó rmula quı́mica y la catalogaba
como parte de una antigua colecció n
de un tal H.C. Van Tassel, bajo el
número 1469.
—No, no mienten, no tienen por
qué . Y ademá s, te digo yo que esta
cobaltocalcita es de Españ a —
con irmó levantá ndola para mirarla a
tras luz—. Llevo añ os detrá s de ellas
y solo pude conseguir la que te
enseñé. ¿Cómo te has acordado?
—¿Cómo quieres que me olvide?
Me rodeó por la cintura y me
arrastró , tumbá ndome sobre su
regazo mientras me besaba. Su beso
se tornó tan largo y profundo que me
dejó sedienta de ella.
—Muchas gracias. Aún no me puedo
creer que hayas sido capaz de
encontrar una…
—Yo tampoco, llevaba má s de dos
meses buscá ndola por todas partes,
hasta que hace un par de semanas
apareció anunciándose en eBay.
—¿La has conseguido en eBay?
¿Pero para comprar en eBay no hay
que ser mayor de edad?
Sonreı́ desviando la vista al verme
descubierta.
—Mentí —me reí.
—Pero eso no se puede hacer… —
dijo acariciándome el rostro.
—Me parece que sı́ —me reı́ aú n
más—. Ahí tienes la prueba.
—¿Cuánto has pagado por ella?
—Lorna, no —protesté —. No
puedes preguntarme eso cada vez
que te hago un regalo.
—Lo siento, pero es que no quiero
que te gastes el dinero. Y sé de sobra
que cuestan mucho.
—Pues no ha costado tanto como
crees, ni siquiera ha llegado al 1% de
lo que hubiera sido capaz de pagar
con tal de llevá rmela y quitarme al
otro pujador tocapelotas de encima.
—¡Ay, Dios! —exclamó —. ¿Encima
has estado pujando? —solté una
carcajada—. Quiero que te des de
baja de eBay ahora mismo —negué
con la cabeza—. ¡Cómo que no!
—No pienso hacerlo, ¿y si
encuentro otra? No voy a estar
dá ndome de alta y de baja cada vez
que quiera comprarte algo.
—Yo tengo cuenta en eBay, solo que
hace mucho que no la uso. Te la doy y
entras con mi clave, ası́ podrá s
comprar todo lo que quieras.
—No.
—¿Por qué no?
—Porque no quiero. No quiero ni
tus claves ni tus cuentas ni tu dinero.
Lo ú nico que quiero de ti es que me
quieras.
—¿Y no lo hago?
—No. Llevas toda la semana
dá ndome largas para no verme. Lo
mismo me hiciste la semana anterior.
—Eso no es verdad, mi amor, tenı́a
cosas que hacer.
La contemplé en silencio y me
pregunté si todo irı́a bien. Quizá le
habı́a tocado una revisió n, alguna
prueba o lo peor de todo, tal vez los
resultados no habı́an sido buenos y
ese era el motivo de estar ocupada
todas las tardes. Se me encogió el
alma solo de pensarlo.
—¿Qué ocurre? —preguntó al
tiempo que me acariciaba.
—Nada —dije alcanzado sus labios
para besarla.
—No sé en qué está s pensando,
pero estoy segura de que te
equivocas.
—Eso espero —murmuré antes de
besarla otra vez, haciendo que se
recostara sobre los almohadones.
—No tienes ni idea de lo que te
echo de menos cuando no está s
conmigo ni de las ganas que tengo
siempre que llegue el momento de
verte. Y no solo te hablo de ahora,
sino de siempre, desde que estabas
ingresada. Jamá s en mi vida habı́a
deseado que llegara la hora de ir a
trabajar hasta que tú apareciste.
—¿Y por qué nunca me lo dijiste?
—¿Decirte qué ? —sonrió —. ¿Que
estaba empezando a perder la cabeza
por una chica de diecisé is añ os a la
que el idiota de mi jefe habı́a
atropellado?
—Sí —me brillaron los ojos.
—Pues aunque no lo creas… lo
hacía. A mí manera, pero lo hacía.
—¿Y qué manera es esa? Si incluso
pensé que le ibas a decir a Kling que
no podı́as conmigo, que no dejaba de
acosarte…
Me reí cuando soltó una carcajada.
—¿Pero có mo pudiste pensar que
yo serı́a capaz de hacer una cosa ası́?
Ademá s, eso no era acoso.
Insistencia, tal vez, pero no acoso —
sonreı́ ligeramente, avergonzada al
recordar las cosas que le decı́a y el
modo en que la miraba desde el
mismı́simo instante en que la conocı́
—. Y me encantaba… —susurró con
aquella intensa mirada que me
derretı́a —bajé la vista tı́midamente
por el modo en que lo dijo—. Dame
un beso —volvió a susurrar —aú n
estaba nerviosa y rehuı́ su mirada
cuando me acerqué para dá rselo—.
Uno de verdad —dijo tomá ndome la
cara entre sus manos y volvié ndome
a besar.
Apenas tardamos en querer má s la
una de la otra y nuestro hú medo beso
se fue volviendo má s profundo. Sus
dedos se colaron inesperadamente
entre mis labios acariciando mi
lengua sensualmente. Dejé que
alternara sus caricias sobre mi
lengua entre sus yemas y su propia
lengua mientras me perdı́a en el calor
de las mú ltiples sensaciones que
recorrı́an mi cuerpo, que me
resultaban tan placenteras como si lo
estuviera haciendo directamente
sobre mi sexo. Me deslicé entre sus
piernas cuando supe que era
exactamente eso lo que deseaba
hacerle. Me rodeó el cuerpo con las
piernas y sus caderas saltaron
buscando mi contacto. Abandoné su
boca y bajé por la piel de su cuello,
para seguir por su escote hasta que el
botó n de la camisa me impidió
continuar. Se tensó bajo mis manos
cuando lo desabroché , abrié ndole un
poco má s la camisa. Ignoré la rigidez
de su cuerpo y me desplacé
lentamente hasta la curva donde
comenzaba su pecho para besarlo.
Recorrı́ la piel que el sujetador no le
cubrı́a con mis labios, despué s hice lo
mismo con mi lengua. Apoyé la frente
sobre su pecho deteniendo mis
caricias cuando sus manos se
aferraron con fuerza al edredón.
—Tranquila, no voy a hacerlo —
susurré cubriendo con mi mano una
de las suyas.
Tardé un poco en conseguir que se
relajara, que entrelazara sus dedos
con los mı́os. Me arrepentı́ de haber
hablado. Solo querı́a que supiera que
no iba a quitarle la camisa y mucho
menos el sujetador, dejando su pecho
al descubierto. Aú n ası́, tendrı́a que
haberme callado y haber evitado
aquella situació n. En realidad yo
tenı́a bastante con acariciar y besar
aquella parte de piel donde se
insinuaba su pecho, pero ella no tenı́a
por qué saberlo. Mi excitació n solo
indicaba que mi siguiente
movimiento serı́a desnudarla. Por si
no habı́a sembrado su iciente
inquietud en ella durante nuestra
conversació n anterior, mi intento por
tranquilizarla no dejaba la menor de
duda de que yo era consciente de que
algo ocurrı́a. No quise levantar la
vista por si me encontraba con sus
ojos. Sabı́a que ya no serı́a capaz de
ingir si los miraba y seguı́a
deseá ndola tanto que tampoco
querı́a que se rompiera aquel
momento. Volvı́ a besar la piel entre
sus pechos y continué bajando hasta
alcanzar su estó mago. Tembló
cuando levanté el tejido para sentirla
directamente con mis labios. Tenı́a la
piel caliente y suave como la seda. Su
respiració n se agitó aú n má s, junto a
la mı́a, cuando comencé a cubrirla de
besos. Desabroché los botones del
inal de su camisa cuando la tela se
tensó al quedar atrapada bajo su
espalda, impidié ndome llegar a sus
costillas. Me volvió loca el aroma que
desprendı́a, el ligero contoneo de su
cuerpo en respuesta a mis caricias.
Descendı́ y mis labios se toparon con
la cinturilla de su pantaló n, solté el
botó n y bajé la cremallera en el
siguiente movimiento.
—Denise… —jadeó cuando mis
manos tiraron ligeramente para
abrı́rselo y mi boca rodó , besando la
piel hasta el comienzo del pubis.
Pretendı́ no haberla oı́do, y aunque
detuve mis labios, recorrı́ con las
manos sus piernas hasta la cara
interna de los muslos. Vi que vibraba
cuando en la siguiente caricia rocé su
sexo. Esperé un instante y volvı́ sobre
é l cubrié ndolo con mi mano. Sus
caderas se estremecieron cuando
dejé la mano reposando sobre el calor
hú medo que era capaz de apreciar a
travé s del algodó n. Contemplé la piel
que habı́a quedado expuesta entre la
abertura del pantaló n, que dejaba
vislumbrar el vello del pubis,
retomando su tacto con una ligera
presió n. Enloquecı́ al descubrir que
no llevaba ropa interior y me costó
una barbaridad no desprenderme de
sus pantalones, sumergir mi boca en
aquel calor, aquella humedad, aquel
sexo. En medio de un gemido sus
piernas se abrieron
involuntariamente, al tiempo que se
apretaba imperceptiblemente contra
mi pulso. Intuı́ que si mi boca no se
hubiera encontrado tan cerca del
vé rtice de sus piernas, hubiera
buscado una mayor presió n contra
mi palma. Aquel pequeñ o detalle me
excitó mucho má s, lo que me hizo
tirar de sus pantalones, impulso que
reactivó al instante mi boca,
haciendo que mis labios
descendieran sobre su monte de
Venus.
—No, mi amor —jadeó otra vez y su
mano me cogió de la barbilla,
impidiendo que continuara. Se la
besé y cuando sus dedos se relajaron
acariciando mi rostro, me movı́
deprisa para no darle tiempo a que
reaccionara. Gemı́ al besar de nuevo
su pubis, al acariciar aquel suave
vello—. Denise, por favor… —susurró
—. No es eso lo que quiero.
Se me escapó un suspiro al ceder a
su petició n y la besé una vez má s
antes de que mis labios tomaran otra
direcció n, ascendiendo hasta
alcanzar los suyos. Me besó
ardientemente cuando fundı́ mi boca
con la suya.
—Sı́ que quieres —susurré ante sus
caderas apretá ndose contra mi
cuerpo, bajo claros signos de
excitació n—. Y yo tambié n lo estoy
deseando.
Ahogó un gemido besá ndome
apasionadamente. Sus labios
apresaron con rapidez mi lengua y
comenzó a chuparla, el movimiento
se volvió pausado, marcando un
ritmo lento, tan extraordinariamente
sensual que me llevó al borde del
clı́max. Llevada por el deseo, me dejé
caer a un lado para poder quitarle los
pantalones. Me sentı́ desorientada al
ser consciente de lo que estaba
haciendo y de lo que ella me estaba
permitiendo. Liberé sus piernas del
suave tejido que las envolvı́an, pero
me atrapó con una de ellas al adivinar
mis intenciones. El á gil movimiento
con el que me habı́a inmovilizado,
ademá s de sorprenderme por la
rapidez, me hizo reı́r. Habı́a
conseguido tumbarme boca arriba,
notaba la presió n de una de sus
rodillas contra mi cadera, al tiempo
que utilizaba parte del peso del resto
de su cuerpo para limitar mis
movimientos. Me reı́ otra vez cuando
su rodilla volvió a presionar mi
cadera ante un nuevo intento por mi
parte de liberarme.
—¿Vas a algú n sitio, querida? —su
voz sonó tan seductora que me
recorrió un escalofrı́o por toda la piel,
erizándome el vello.
Levanté la vista y me dio un vuelco
el corazó n al encontrarme con sus
ojos entornados, que me
contemplaban con una
resplandeciente sonrisa.
—No —negué con la cabeza.
—¿Puedo soltarte entonces?
—No —volvı́ a negar y giré la
cabeza hundiendo mi rostro en su
pecho, que habı́a quedado a mi altura
al detener mi descenso por su cuerpo.
Besé la piel entre sus pechos y le
desabroché los dos botones que
faltaban para que se abriera
totalmente su camisa. Retiré la tela,
que cayó por detrá s de su espalda y
bajé la vista por su cuerpo.
Contemplé la curva de su cintura
hasta su cadera desnuda, la llanura de
su vientre, que morı́a en el comienzo
de un vello pú bico perfectamente
dibujado, a medio ocultar bajo la
pierna que flexionaba sobre mí.
—Tienes un cuerpo precioso —
susurré acariciando con las yemas de
los dedos el camino de piel que
llevaba a su pubis.
Me besó cogiéndome de la barbilla y
alzando mi rostro.
—Dé jame hacerlo por favor —le
rogué . No me contestó , pero volvió a
besarme con la misma pasió n de
antes—. ¿Eso es un sı́? —pregunté
jadeante. No me habı́a quedado clara
su reacció n y necesitaba salir de
dudas.
—No —susurró con una ligera
sonrisa, reanudando nuestro beso.
—¿Puedo saber por qué ? —negó
sutilmente con la cabeza mientras
seguı́a besá ndome—. No encuentro
má s motivo que el hecho de tener
diecisé is añ os —dije
respondiéndome a mí misma.
—Es porque no hay nada que me
guste má s que tu boca cuando me
besa —susurró otra vez en tono
sugerente.
Me ardió la piel con sus palabras,
con la humedad que me ofrecı́an sus
besos. Me coloqué frente a ella
dispuesta a abrazarla, en esta ocasión
su rodilla me liberó permitiendo que
lo hiciera, rodeá ndome por la cintura
con la pierna cuando quedamos de
lado. Gimió apretá ndose contra mi
cuerpo al sentir mis caricias
abandonando su espalda para bajar
por sus glú teos desnudos. Tiró de mi
camiseta, apartando el tirante del
sujetador hasta descubrirme el
hombro, volviendo a cubrirlo, esta
vez de besos. Deslicé mi mano entre
nuestros cuerpos, estremecié ndome
cuando sus piernas se separaron má s
dá ndome la bienvenida. Estaba tan
hú meda y excitada, que me sentó mal
que no me permitiera llevarle al
orgasmo con mi boca. Ni siquiera
traté de disimular mi disconformidad
y cuando dejé escapar un suspiro de
resignación, sus labios recorrieron de
vuelta el camino hasta los míos.
—Te quiero —jadeó.
Aquel beso me dejó má s
hambrienta que antes, dirigiendo
todos mis sentidos a mis dedos en
contacto con su calor lı́quido.
Imaginé mi propia boca recorriendo
cada suave pliegue que recorrı́an mis
yemas, y en su lugar, atrapé su lengua
dedicá ndole las mismas atenciones
que hubiera dedicado a su hú medo y
palpitante sexo de haberme dejado
hacerlo. Las caderas de Lorna dejaron
atrá s aquel suave vaivé n, torná ndose
má s exigentes. Empujó su vagina
contra las yemas de mis dedos
cuando acaricié la entrada, pero
ignoré aquella ligera presió n que me
invitaba a penetrarla, por temor a no
hacerlo bien. No querı́a volver a
insinuarle que tomara ella el control
de la penetració n y yo tampoco
estaba segura de poder garantizarle
un orgasmo vaginal si todo iba a
depender de mı́ misma. Sin embargo,
continué deslizando mi mano hasta
cubrir su sexo por completo y ası́
poder estimular tambié n su ano.
Ahogó un gemido tan pronto mis
yemas lo rozaron, lubricá ndolo con
su propia humedad que mis dedos
transportaban. Sabı́a que aquello le
gustaba, y aunque lo hubiera
descubierto casi al azar durante
nuestra primera noche de amor, no
habı́a olvidado cada punto exacto de
su anatomı́a, que le hacı́a saltar y
gemir de placer. Gemı́ con ella cuando
sus susurros comenzaron a ser má s
fuertes con cada presió n de mi mano
estimulando su clı́toris y su ano al
mismo tiempo. Mi sexo latı́a con su
placer, cuanto má s la sentı́a
empujando contra mı́ má s deseaba
que fuera mi boca la que se
encontrara en el privilegiado lugar
que ocupaba mi mano.
—Quiero contigo, mi amor —
sollozó —. Quiero que tengas un
orgasmo conmigo.
Mi clı́toris vibró tan fuerte que me
hizo gemir curvá ndome la espalda. Su
tacto bajó por mi cadera
deslizá ndose sobre mis glú teos,
colá ndose despué s entre ellos al
sujetarme contra ella.
—Denise —gimió al advertir que
me agitaba contra su cuerpo bajo los
espasmos del orgasmo—. Eres
preciosa —besó mis labios, que ya no
pudieron responderle.
Experimenté có mo se contraı́a el
apretado anillo de mú sculo que
acariciaba bajo mis dedos, al tiempo
que se contraı́a igualmente mi sexo,
antes de que sus gemidos sonaran
por encima de los mı́os, que fuera su
cuerpo ahora el que se sacudiera
contra el mío.
—Te quiero —susurré , recibiendo
las ú ltimas presiones que ejercı́a su
sexo frotándose contra mi mano.
—Y yo a ti —gimieron sus labios.
Una descarga de electricidad me
cosquilleó cuando me lamió desde la
base del cuello hasta la boca,
abrié ndose paso entre mis labios—.
Estoy loca por ti —musitó
deslizá ndose hasta mi pecho por
encima de la camiseta.
Sollocé al oı́rla gimotear,
advirtiendo que su sexo se movı́a
sinuoso sobre mi mano. Seguı́a tan
hú meda como lo estaba antes, y me
di cuenta de que deseaba má s.
Resbaló en busca de mis dedos, y
cuando la entrada de su vagina halló
mi tacto, presionó abiertamente
sobre ellos para que la penetrara. Los
estiré y empujé suavemente, pero tan
pronto como me sintió entrar empujó
con decisió n, hundié ndome
completamente dentro de ella. Su
boca subió cubriendo la mı́a, al
instante nuestras lenguas se unieron
en un profundo beso.
—No sabes lo que me gusta cuando
está s dentro de mı́ —susurró
entrecortadamente, antes de
tumbarse boca arriba y arrastrarme
sobre ella.
No pude ignorar la camisa abierta,
que dejaba ver el sujetador negro que
capturaba sus pechos agitados por la
excitació n. Descendı́ por el resto de
su piel desnuda, tanto la separació n
de sus piernas lexionadas como su
sexo oculto bajo mi mano,
demandaban con urgencia que le
diera placer. Me quedé maravillada
ante aquella visión. Cuando sus labios
me besaron, dejé de admirar la
belleza de su cuerpo, fascinada por el
modo en que se me ofrecía y nerviosa
ante la incertidumbre de si serı́a
capaz de satisfacer sus necesidades.
Enseguida me perdı́ en el calor
abrasador de su boca, su lengua lamía
la mı́a con tal voluptuosidad, que me
hizo sollozar volvié ndome salvaje.
Levanté los brazos sorprendida
cuando sus manos me ayudaron a
quitarme la camiseta, de la que
pretendı́ desprenderme aunque no le
fuera a parecer bien. La diferencia de
sentir el calor de su piel directamente
contra la mı́a me pareció el paraı́so.
Me estremecı́ cuando apretó su
pecho contra el mı́o, cuando sus
manos estudiaron cada centı́metro
de mi espalda desnuda. Bajó los
tirantes de mi sujetador y recorrió la
piel hasta uno de mis hombros,
después lo hizo hasta alcanzar el otro.
Aquella humedad descendió hasta la
curva de mi pecho, que se balanceaba
ligeramente sobre su rostro debido a
mi excitada respiració n, a la falta de
sujeció n que habı́a perdido con los
tirantes, que ahora caı́dos, tan solo
rodeaban mis brazos. Durante unos
instantes solo fui consciente de su
boca sobre aquella zona de piel, que
se acercaba má s a mis pezones,
claramente endurecidos bajo el tejido
del sujetador. Deslicé mi mano hasta
que los dedos se me humedecieron al
resbalar en una caricia sobre su sexo.
Cuando me detuve sobre la entrada
de su vagina, gimió y sus piernas se
separaron má s, invitá ndome a que
entrara.
—Denise —sollozó al tiempo que la
penetraba.
—Quı́tamelo —le rogué cuando sus
manos se unieron a sus labios sobre
mi escote, en el nacimiento del pecho.
Ignoró mi petició n, pero hundió la
cara entre mis pechos y sus caderas
se desbocaron empujando contra mis
dedos. Gemı́a sin parar, con lo que
aceleré el ritmo y la fuerza de mi
penetració n. La humedad de su
vagina me facilitaba estimularla por
completo y el movimiento se tornó
increı́blemente acompasado entre la
dos. Era mi perfecta pareja de baile.
Apoyé la base de la mano sobre su
clı́toris para que pudiera frotarse
cada vez que conquistaba el fondo de
su vagina. Sus labios abandonaron mi
pecho y subieron en busca de los
mı́os. Se abrazó a mis hombros con
fuerza y pronto descubrı́ que buscaba
apoyo. Sus caderas incrementaron
aú n má s aquel frené tico movimiento
y yo la seguı́. Me susurró algo al oı́do
que no pude entender. No estaba
segura de si se trataba de palabras
inconexas, derivadas del placer, o
intentaba decirme algo entre
gemidos.
—¿Te estoy haciendo dañ o? —
musité asustada, al tiempo que
suavizaba mi penetració n, cuando
volvió a susurrarme algo ininteligible
al oído.
Su mano bajó por mi brazo hasta
alcanzar la mı́a y la apretó con fuerza
llevándome más dentro de ella.
—No, mi amor, todo lo contrario —
jadeó con una sonrisa placentera y la
mirada desenfocada. Presionó mi
mano de nuevo instá ndome a que
regresara a aquel ritmo rá pido y
fuerte—. Me encanta —susurró con
má s claridad—. Me vuelve loca
cuando te siento dentro de mı́ —
gimió bajo mis labios.
Aquella situació n me parecı́a un
sueñ o. Todavı́a me costaba creer que
Lorna me quisiera del mismo modo
que la querı́a yo. Sus pies se
despegaron del colchó n, abriendo
aú n má s las piernas, entregá ndome
explı́citamente su sexo. Me rodeó el
cuello con fuerza y su cuerpo se curvó
hacia mı́ cuando incrementé la
potencia de mi penetració n. Estaba
tan perfectamente lubricada que
entraba y salı́a de ella con una
facilidad asombrosa, permitié ndome
llegar tan profundamente como
deseaba. Estuve cerca de ralentizar
mi movimiento para prolongar aquel
momento lo má ximo posible. Sus
gemidos y sus susurros a mi oı́do,
junto con la exaltada acogida que me
brindaba su cuerpo con cada intensa
penetració n, no querı́a que
terminaran jamá s. Pero no lo hice y
mantuve aquel enloquecido ritmo,
deseando en cierto modo que lograra
mantenerse en la fase de meseta
durante mucho más tiempo.
—Te quiero, mi amor —gimió antes
de echar la cabeza hacia atrá s y
liberar mi cuello, aferrá ndose al
cabecero de la cama.
—Yo tambié n te quiero —apenas
tuve tiempo de responder cuando
gritó con la misma fuerza con que se
contraı́a alrededor de mis dedos,
expulsá ndome prá cticamente fuera
de ella.
Detuve mi movimiento y disfruté
extasiada del cá lido luido que vertı́a
sobre mi mano, en violentas
convulsiones. Salı́ de ella con
suavidad tan pronto las siguientes
contracciones me lo permitieron,
cubriendo su sexo con mi mano.
Acaricié su clı́toris con ligeras
presiones arriba y abajo, y un nuevo
gemido salió de su garganta al
tiempo que otra oleada de lı́quido
caliente se derramaba empapándome
de nuevo la mano.
Mi pelvis se contrajo ante aquella
maravillosa sensació n de tener a
Lorna vaciá ndose de placer sobre mı́,
aunque en ese momento deseé como
nunca que lo hubiera hecho sobre mi
boca. Cuando apreté los muslos
ahogué un sollozo al sentir que
comenzaba el orgasmo al que me
habı́a llevado ella sin saberlo, tan solo
percibiendo y contemplando el suyo.
La abracé con fuerza mientras aú n
temblaba descontroladamente
descubriendo que mi cuerpo lo hacı́a
tanto como el suyo.
Cerré los ojos aspirando su aroma.
Me encantaba cuando, abrazadas
exhaustas despué s del orgasmo, nos
ı́bamos reponiendo, y la lasitud
abandonaba nuestros cuerpos.
—¡Espectacular! —exhaló a mi
oído.
Busqué sus ojos entreabiertos, que
me miraron con una intensidad
conmovedora.
—¡Tú sí que eres espectacular!
Cuando sintió sobre su piel la
humedad que aú n conservaba mi
mano tras su orgasmo, la cubrió con
la suya.
—Lo siento —murmuró secando mi
palma.
—Lorna, no —suspiré , sujetando su
mano, deteniendo su movimiento—.
Jamá s me pidas disculpas por tener
un orgasmo.
—Ya, pero te he empapado —volvió
a murmurar un tanto avergonzada,
me pareció.
—Pues eso digo —sonreı́— que me
encanta que lo hagas, me vuelve loca.
No te haces una idea de hasta qué
punto…
Me reı́ cuando enrojeció , apartando
la vista de mis ojos tı́midamente. La
rodeé con má s fuerza y me dirigı́ a su
cuello besándolo despacio.
—¿Has tenido tú tambié n un
orgasmo o tan solo me lo ha
parecido? —dijo casi sin voz junto a
mi oído otra vez.
Su pregunta me hizo reír aún más.
—¿No te acabo de decir que me
vuelves loca?
Me apretó contra ella y escuché que
también se reía.
—¿Y eso qué significa exactamente?
—Que sí, que soy un desastre. Como
buena adolescente, no aguanto nada
—no me quedó má s remedio que
admitir mi falta de control cuando
estaba con ella.
Levantó mi cara y me miró con
dulzura. Habı́a un brillo de
satisfacció n en sus ojos cuando
habló.
—Pues a mı́ me parece lo má s
bonito, encantador, eró tico, sensual y
seductor, ademá s de halagador, que
me ha ocurrido en la vida —se
aproximó lentamente a mı́ y me besó
muy despacio, poniendo en prá ctica
cada uno de los adjetivos que habı́a
empleado para describir mi orgasmo
sin estimulación directa.
Cuando se separó me sentı́ tan
excitada como lo estaba antes.
—Como puedes ver, tampoco tengo
fin —jadeé.
Sonrió saliendo de debajo de mı́ y
sentá ndose a horcajadas sobre mi
sexo.
—Estoy sú per mareada —dijo
divertida cuando se inclinaba para
besarme.
—Yo tambié n, por eso no me
muevo. Ven, tú mbate conmigo —le
devolvı́ el beso para que me hiciera
caso y se acomodara sobre mí.
Al cabo de un rato su cuerpo pesaba
má s y su respiració n se habı́a vuelto
profunda y regular. Se habı́a quedado
dormida. La abracé con cuidado,
retomando mis caricias sobre su piel
con mucha suavidad para no
despertarla.
Capítulo 21
—La otra noche te esfumaste como el
humo. Es uno de los mejores trucos
de magia que he presenciado —dijo
una voz a mi espalda, mientras
esperaba a que cualquiera de las
atareadas camareras del Havet me
atendiera de una vez.
Habı́a llegado antes de tiempo,
como siempre que quedaba con
Lorna, pero ni ella, Martina, Saú l o las
L’s habían aparecido aún.
—Hola Greta —saludé al volver la
cara y encontrarla a mi lado, má s
cerca de lo que me hubiera gustado.
—Hola —sonrió haciendo una
pausa—. Aú n no sé cuá l es tu nombre,
por cierto —le devolvı́ una forzada
sonrisa. Se sorprendió al darse
cuenta de que no querı́a decı́rselo—.
No es justo, tú ya sabes el mío.
—Me llamo Denise.
—¿Puedo invitarte a tomar algo,
Denise?
—No, muchas gracias.
Suspiré aliviada cuando la mirada
de Alejandra coincidió con la mı́a por
encima de la barra y se encaminó
hacia mı́, desatendiendo a un grupo
de chicas que reclamaban su atención
vociferando distintas consumiciones.
—Me van a atender, ¿quieres algo?
—le anuncié a Greta por mera
educación.
—Un margarita, por favor, que sea
de fresa.
Asentı́ y me dirigı́ a Alejandra antes
de que cualquier otra mujer entre el
tumulto, se me adelantara y me
arrebatara la vez.
—Hola, un margarita de fresa y una
Coca-Cola por favor.
Advertı́ la mano de Greta en mi
brazo y la proximidad de su cuerpo
antes de que hablara.
—¡Tanto esperar para una simple
Coca-Cola! —exclamó junto a mi oı́do
—. Tómate otra cosa.
—Es que no bebo alcohol y la Coca-
Cola me gusta.
—Eso me parece bien —rio—. Pero
hay cientos de có cteles que no lo
llevan, dé jame a mı́. ¡Cambia esa
Coca-Cola por un San Francisco si
eres tan amable! —le dijo a Alejandra
frente a nosotras.
Me encogı́ de hombros
imperceptiblemente y le hice una
señ a con la cabeza dá ndole mi
aprobació n en el momento en que los
ojos de Alejandra, ahora
interrogantes, buscaron los míos.
—Veo que te cuidas, eso está muy
bien. Yo también debería hacerlo má s
a menudo, pero me cuesta salir una
noche y no tomarme algo menos…
aburrido. Ya tengo su iciente
cotidianidad a lo largo de toda la
semana. ¿Y tú ? —me preguntó
cuando la camarera se retiró de la
barra para preparar nuestras
bebidas.
—Supongo que también.
—¿A qué te dedicas? ¿Estudias,
trabajas, ambas cosas?
Su pregunta me hizo caer en que no
sospechaba para nada mi verdadera
edad. Lo cierto era que siempre me
habı́a pasado. Ni siquiera cuando
accedı́ a la universidad con tan solo
catorce añ os mis compañ eros, que ya
contaban todos ellos con dieciocho,
pudieron intuirlo. Posiblemente mi
estatura y el precoz desarrollo de mi
cuerpo habı́an borrado los rasgos
excesivamente infantiles que era
capaz de distinguir en otras chicas de
mi edad. Con el tiempo, la voz se fue
corriendo y casi no quedó un
compañ ero que no me mirara de
reojo al pasar, tras conocer mi corta
edad y la magnı́ ica beca que habı́a
conseguido por parte del estado por
aquel motivo.
—Estudio.
—¿Puedo preguntar el qué?
—Medicina.
—Vaya —exclamó con una sonrisa
—. ¿En qué curso estás?
—En tercero.
Su mirada estudió mis facciones
una vez más.
—¿Has pensado en la propuesta
que te hice?
—No mucho —admitı́. Jamá s habı́a
pensado menos en una cosa. El
cá ncer de Lorna no me habı́a dado ni
un segundo de respiro durante toda
la semana, ocupando todo mi tiempo
en saber má s sobre aquella
enfermedad, en tratar de
sobreponerme a la brutal conmoció n
que me provocó el signi icado de
aquella cicatriz sobre su pecho
derecho—. Aunque te lo agradezco,
no estoy interesada —añ adı́
amablemente hundiendo la mano en
el pantaló n en busca de dinero
cuando vi las dos coloridas bebidas
que Alejandra dejó sobre la barra
para nosotras.
—Guarda eso, por favor —me dijo
suavemente envolviendo mi mano y
evitando que pudiera extender el
billete que acababa de sacar—. Invito
yo, todavı́a tienes que probar el
cóctel. ¿Y si no te gusta?
—Gracias —respondı́ volvié ndome
a llevar el dinero dentro del bolsillo.
No quise insistir y mucho menos
discutir por el ridı́culo coste que
debía suponerle a la directora general
de una agencia de publicidad aquel
vistoso líquido.
La vi entregar su tarjeta de crédito a
Alejandra.
—El de tubo —me dijo cuando
alargué la mano, dudosa entre el
largo y estrecho vaso y la copa.
Ambos tenı́an un color muy similar y
ambos lucı́an una corona blanca
teñ ida a juego en el borde. Tomé las
dos copas y le ofrecí la suya.
—Muchas gracias, qué educada —
apuntó mirá ndome ijamente a los
ojos.
—De nada, gracias a ti por la
invitación.
Desvié la vista para concederle
mayor privacidad cuando le
acercaron el datá fono, tecleando su
número secreto.
—¿Qué puedo hacer para que
cambies de opinión?
—Nada, en serio.
—Aú n queda una semana má s para
que puedas darle una segunda vuelta.
No es difı́cil de hacer y tampoco
tendrás que hablar, solo ponerte unos
vaqueros y entrar y salir de la Ópera.
—¿De la Opera? —no pude
disimular mi sorpresa.
—Sı́, ası́ es como yo lo veo. Es la
noche de estreno de Romeo y Julieta.
Todos esperan vestidos de rigurosa
etiqueta, unos a inados en corrillos y
otros en pareja a lo largo y ancho de
la escalinata de acceso. De pronto,
apareces tú , sola, abrié ndote paso
entre todos ellos. Aú n no se te ve el
rostro. Es un plano medio tomado de
espaldas. Tu preciosa melena negra
cae sobre un espectacular abrigo
negro que te llegarı́a hasta los pies, lo
que hace que parezca que tú tambié n
vas de etiqueta. La gente comienza a
volverse cuando tú pasas por su lado.
No queda muy claro el porqué de que
todos te miren. Se sobrentiende que
es por tu belleza, pero tambié n va a
ser por tu juventud. Piensa que los
que te rodeará n andará n entre los
treinta y cinco y cincuenta añ os de
edad. Cuando alcanzas la entrada
principal un acomodador joven y
guapo te reclamará embelesado la
entrada. En ese instante, te abrirá s el
abrigo solo por un lado y deslizará s la
mano dentro del bolsillo trasero, para
sacar tu entrada, dejando ver que
vistes unos vaqueros. Las mujeres
má s maduras de tu alrededor
mostrará n, con gestos y chismorreos
al oı́do de sus acompañ antes, sus
crı́ticas a lo que llevas puesto. Sin
embargo, entre los má s jó venes
arrancará s una sonrisa de agrado por
haber quebrantado el estricto có digo
de vestimenta. Caminas hasta el
ropero y te desprendes del abrigo. La
cá mara entonces recorrerá tu cuerpo
de arriba a abajo mostrando con
claridad los vaqueros y có mo guardas
el nú mero que te acaban de asignar.
Ahı́ te dará s la vuelta y por in se te
verá el rostro. Ignorará s la cara de
estupefacció n de todos los que en el
vestı́bulo descubren que vas
arreglada de cintura para arriba, pero
no de cintura para abajo, y te
acercará s al acomodador, que te
espera cautivado con una sonrisa,
para llevarte hasta tu butaca en
primera ila. Caminará s hasta tu
asiento y la toma entonces será de
frente, exhibiendo con detalle el
diseñ o del pantaló n. Te sentará s y
cruzará s las piernas. Mientras tiene
lugar la Opera, las personas sentadas
en la misma ila que tú , no dejará n de
mirarte las piernas enfundadas en los
vaqueros, entonces el nuevo á ngulo
que toma un foco sobre el escenario,
los iluminará haciendo que Julieta
reparé en ellos y luego en ti. Os
mirá is, os gustá is y Julieta ya no
apartará sus ojos de ti durante el
resto de la representació n. A su
té rmino, será s la primera en ponerte
en pie para aplaudir, cuando todo el
mundo te siga levantá ndose de sus
asientos, tú abandonará s el tuyo y te
alejará s sola por el pasillo principal,
dando la espalda al escenario.
Julieta te sigue con la mirada, al
tiempo que saluda al pú blico. Cuando
se da cuenta de que te va a perder,
porque está s cruzando la puerta,
salta del escenario y corre detrá s de
ti. El acomodador que presencia la
escena sale corriendo detrá s de
Julieta, que te sigue a ti. Tú ya has
accedido al vestı́bulo y el hombre del
ropero te reconoce al instante,
entregá ndote tu abrigo sin necesidad
de que le des el resguardo.
Desciendes las escaleras del edificio y
cuando llegas a pie de calle, Julieta
sale en tu busca por la puerta
principal. Tú no la ves porque
continú as alejá ndote, pero el taconeo
de sus zapatos al bajar a toda prisa
las escaleras en la quietud de la
noche, hace que te gires antes de
abrir la puerta del elegante taxi que
acaba de detenerse frente a ti. Os
volvé is a mirar, os sonreı́s y le abres
la puerta del taxi cuando te alcanza.
Reparas en su atuendo de Julieta y te
quitas el abrigo para cubrirla,
pasá ndoselo por los hombros. Ella
entra primero, despué s lo haces tú ,
e x p o n i e n d o una vez má s los
vaqueros al sentarte. El guapo
acomodador presencia la escena
desde lo alto de las escaleras y se rı́e
sacudiendo la cabeza cuando
comprende la atracció n que existe
e n t r e las dos. Luego, observa
resignado el taxi, que se distancia con
vosotras dentro.
—Me encantará verlo, me encantará
ver que Julieta cambia a su
tradicional Romeo por otra «Julieta»
y que alguien se ha atrevido, al in, a
transgredir las cuadriculadas normas
de la publicidad, haciendo que ambas
se marchen juntas en un anuncio.
Pero yo no puedo ser la otra Julieta, lo
siento.
—Sı́ que puedes, hazlo tú , por favor.
Dime con cuá nto dinero te
considerarı́as bien remunerada por
lo que te acabo de contar y yo me
encargo de conseguírtelo.
—No es el dinero, Greta. Hasta serı́a
capaz de hacerlo gratis si supiera
có mo. No soy la chica que buscas
para ese anuncio.
—Por supuesto que lo eres. Llevo
muchos añ os en esto y sé distinguir
un diamante de una circonita a la
legua. Tú eres precisamente la
auténtica Julieta.
—Muchas gracias, pero te digo de
verdad que no puedo hacerlo. No se
me dan bien esas cosas y tampoco
me interesan. Entiéndelo.
Bajó la vista a su copa de igual color
que un rubı́, aú n sin probar, y aprecié
su cara de desilusión.
—¿Qué te parece esa chica? —le
pregunté haciendo que dirigiera la
mirada hacia donde señ alaba mi
dedo índice con disimulo.
—¡Por el amor de Dios, otra rubia
no!
—¿Tienes algo contra las rubias? —
me reí.
—Contra las anodinas sı́, y ella lo es.
Busco belleza con personalidad,
rasgos con cará cter, con
temperamento, como tú . No quiero
otra piel de porcelana que haya que
maquillar durante horas para que no
se le transparenten las venas. Quiero
fuerza, salud, naturalidad, vitalidad.
Te quiero a ti.
Negué suavemente con la cabeza.
—Lo siento pero no.
—¿Podríamos cenar entonces?
—Ya he cenado, pero gracias de
todas formas.
—No me referı́a a hoy, cualquier
otro día me parecería bien.
—Tampoco otro dı́a serı́a una
buena compañ ı́a, estoy loca y
perdidamente enamorada de alguien,
y cada dé cima de segundo que tengo
libre es para pasarlo a su lado.
—¡Qué afortunada debe ser ella! —
suspiró con cierto asombro ante la
sinceridad de mi respuesta.
—No, la afortunada soy yo.
Sonrió de medio lado e hizo chocar
su copa contra mi vaso.
—Que seas feliz entonces.
—Tú tambié n, y espero que
encuentres pronto a tu Julieta —le
deseé antes de beber de mi có ctel
escarlata—. Está muy bueno —le dije
tras saborearlo—. Muchas gracias.
—A ti, me alegra que te guste.
Enmascaré el sobresalto que me
produjo descubrir que todos, excepto
Saú l, habı́an llegado ya. Má s
concretamente la visió n de los ojos
de Lorna, que me miraban
atentamente a pocos metros de
distancia. Le sonreı́ cuando su
circunspecto semblante me brindó
una de sus deslumbrantes sonrisas y
leı́ en sus labios el «hola» que
articuló . No tuve ni tiempo de
acercarme cuando Martina se
abalanzó sobre mı́, abrazá ndome
cariñosamente.
—¿Có mo está s? ¿Qué es lo que te
pasa, Denise? —me preguntó
haciendo que retrocediera unos
pasos, alejándome más del grupo.
—Nada, estoy bien, no te preocupes
—respondı́ saludando a todos con la
mano cuando nos miraron.
—¿Có mo no me voy a preocupar si
llevas una semana llorando y no
quieres hablar del tema? ¿Dó nde has
ido hoy?
—A casa, no aguantaba má s en el
hospital, estaba muy agobiada pero
ya estoy mejor.
—¿Todo esto es por Lorna? ¿Le has
dicho que está s loca por ella y te ha
dicho que no?
—Má s o menos —mentı́. Bajo
ningú n concepto iba a revelar el
cá ncer de Lorna. Aunque hubiese
querido hacerlo, me sentía incapaz de
pronunciar aquella palabra sin
romper a llorar y sin sentir el mismo
dolor que si me arrancaran de cuajo
el corazó n. Y ni loca confesarı́a que
entre ella y yo ya había algo más.
—No sé si yo estarı́a tan segura de
eso… Tendrı́as que haber visto có mo
te miraba mientras hablabas con esa
mujer en la barra. ¿Quié n era, por
cierto?
—No sé , me ha empezado a hablar
de có cteles sin alcohol y al inal me ha
convencido, me he pedido un San
Francisco. Tenı́a razó n, está muy
bueno. Toma, prueba.
—Deberı́as usarla para darle celos,
creo que funcionarı́a… —bebió un
trago de mi bebida.
—No digas gilipolleces —me reí.
—Lo digo completamente en serio.
Cuando he llegado, Lorna ya estaba
aquí. Pensaba que tú no estabas, no te
habı́a visto, pero ha sido ella la que
me ha dicho, con cara de pocos
amigos aunque haya tratado de
ocultarlo, que estabas en la barra. Y
no te ha quitado la vista de encima
desde entonces. Ni a ti ni a la morena
guapa. Y ya aprovecho para decirte
que ella sı́ que es mucho, pero que
mucho, má s mayor que tú … ¿Cuá ndo
te vas a ijar en alguien de tu edad? —
me devolvió el vaso.
—¿Cuá ndo tenga cuarenta? —solté
una carcajada.
—¿Ya se rı́e mi chica? —preguntó
Saú l dá ndome un sonoro beso en la
mejilla.
—Sı́, ya me rı́o —le devolvı́ el beso
—. ¡Qué bien hueles!
—¿De verdad, estás bien?
—Sı́, no te preocupes. Venga,
vamos, que al inal se va a mosquear
todo el mundo, y ademá s tené is a
vuestros respectivos esperándoos.
Nos unimos a los chicos, y como ya
era habitual, pretendı́ que pareciera
que me encontraba con Lorna por
primera vez aquel día.
—¡Tenı́a tantas ganas de verte otra
vez! —le dije tan pronto tuve
oportunidad de hablar sin que nadie
me oyera.
—Y yo a ti —dijo bajando la vista al
suelo.
—Le he dicho que no a lo del
anuncio y a lo de ir a cenar con ella.
Solo he aceptado su invitació n a este
San Francisco, porque no he querido
discutir —quise que supiera a pesar
de no estar segura de si querı́a
saberlo. Aunque parecı́a estar bien
conmigo, intuı́a un no sé qué en ella
que me decı́a que no iba a preguntar
por mi larga conversación con Greta.
—Gracias —me miró otra vez.
—¿Por qué?
—Por contármelo.
—¿Te he dicho alguna vez que me
enamoré de ti en el mismo instante
en que me preguntaste por mi
nombre?
—No —esbozó una sonrisa de oreja
a oreja.
—Bueno, pues ahora ya sı́ —le
devolví la sonrisa.
—¿Te he dicho alguna vez que todo
empezó en el instante en que tú me
preguntaste lo mismo?
—No —negué desconcertada.
Asintió con la cabeza.
—Me pareció lo má s encantador
que habı́a oı́do en mi vida. Mira que
llevo añ os atendiendo a pacientes
que llegan de todas las formas
posibles a urgencias, y muchos
hablan y dicen y preguntan, pero
jamá s nadie me habı́a preguntado
por mi nombre, mucho menos del
modo en que me lo preguntaste tú.
—¿Cómo te lo pregunté?
Una sensual mirada centelleó en sus
ojos como respuesta.
Capítulo 22
Está bamos a punto de salir hacia
Gladstone’s, un restaurante famoso
por las diversas maneras en que se
podı́a degustar el marisco fresco, ya
fuera con pasta, con arroz o
simplemente cocido o a la brasa.
Estaba situado en la carretera de la
costa, a pie de playa, y habíamos
quedado todos para cenar allı́. Las L’s
venı́an al completo, con Martina
incluida, tambié n Saú l y Robby con
sus amigos.
—¡Qué guapa está s! —le dije
cuando apareció en el saló n, donde
esperaba a que terminara de
arreglarse.
La miré ijamente mientras
caminaba a su encuentro. Bajó la
vista a mis labios y una breve sonrisa
se asomó a los suyos al darse cuenta
de lo que querı́a. Su mano subió hasta
mi rostro para acariciarme cuando la
besé.
—Estás muy seria, mi amor.
—En un rato voy a tener que
compartirte con todos, disimular y
sentarme lejos de ti, hacer ver que me
interesa la conversació n de los
demá s y esas cosas, cuando lo ú nico
que me importa realmente eres tú .
Apenas podré mirarte porque no soy
capaz de hacerlo sin que se me re leje
en la cara lo locamente enamorada
que estoy de ti… Ası́ que no, no estoy
muy alegre que digamos…
—Te quiero —sonrió , y sus labios
cubrieron los míos suavemente.
—¡Estoy harta de no poder pasar un
dı́a entero contigo a solas! —
protesté.
—¿Qué te gustaría hacer entonces?
—Que cená ramos tú y yo solas, dar
un paseo contigo por la playa si te
apetece y despué s volver aquı́ de
nuevo, pasarnos la noche entera
haciendo el amor.
Sus ojos me miraron seductores,
brillando con deseo.
—Me parece un plan perfecto —
anunció en voz baja cogiéndome de la
mano y dirigiéndome al sofá.
La contemplé cuando tomó asiento.
Abrió mi cazadora y sus labios me
besaron el estómago por encima de la
camisa. Posó las manos detrá s de mis
rodillas, acariciándome las piernas en
toda su longitud.
—Ven aquı́ conmigo —me besó
ardientemente y me arrastró para
que me sentara a horcajadas sobre
ella.
Deslizó la cazadora por mis
hombros para quitá rmela y sus
manos resbalaron por mi espalda
hasta mis glú teos. Levantó las
caderas y coló los brazos bajos mis
corvas, abrié ndome completamente
las piernas. Me estremecı́ con el
nuevo roce contra su pubis, que
estimulaba todo mi sexo. Sus labios
bajaron por mi cuello y a continuaron
descendieron por mi escote. Cuando
sentı́ su lengua colarse bajo la tela
tratando de alcanzar uno de mis
pechos, tiré con fuerza haciendo
saltar la hilera de corchetes de mi
camisa vaquera, abrié ndola de golpe
frente a su rostro.
—Eres preciosa —gimió
enterrando su cara entre mis
oscilantes pechos.
Su hú meda boca me recorrı́a la piel
sin cesar y se movı́a alternante entre
la carne donde me nacı́a un pecho al
otro. Gemı́ má s fuerte cuando, por
primera vez, su lengua se deslizó bajó
el tejido del sujetador acercá ndose a
uno de mis endurecidos pezones.
—Tienes el pecho má s bonito que
he visto en mi vida —jadeó —. Es
perfecto, espectacular, como toda tú.
Alcancé su barbilla y levanté su cara
obligá ndola a abandonar sus
atenciones sobre aquella parte de mi
anatomı́a, a pesar del placer que me
daba y lo mucho que deseaba seguir
sintiéndola sobre ellos.
—Tú tambié n tienes un pecho
precioso —le dije mirá ndole a los
ojos. Percibı́ la imperceptible tristeza
que se ocultó bajo su sonrisa, el
extrañ o velo que empañ ó sus ojos
antes de que desviara la vista
rehuyendo mi mirada—. Sı́, lo tienes
—con irmé —. Lo tienes precioso
aunque tú no lo creas —a irmé de
nuevo besá ndole los labios muy
despacio.
Apoyé la frente sobre la suya, y al
ver que seguı́a sin mirarme, busqué
sus manos, que acariciaban mis
muslos y me mantenı́an
excitantemente abierta y entregada
al placer sobre su pubis. Me miró
cuando las retiré , llevá ndomelas a los
labios para besarle los nudillos y
deteniendo así el placentero balanceo
que me apretaba una y otra vez
contra su sexo.
—¿Por qué ?, ¿no quieres? —su voz
sonó un tanto desilusionada.
Sonreı́ brevemente y llevé sus
manos a mi cintura para que me
rodeara.
—Quiero que me abraces —susurré
entre besos.
—Sigue, mi amor —musitó ella de
igual modo—. ¿Ya no quieres?, ¿por
qué ?, ¿qué ocurre? —no contesté y
retomé nuestros besos—. No —
susurró deteniendo mis manos,
soltando el corchete que yo acababa
de encajar.
Se me agitó la respiració n cuando
abrió totalmente mi camisa y sus
ojos recorrieron mi torso
detenidamente. Temblé cuando posó
las manos en mi cintura, acariciando
suavemente mi contorno.
—¿Es porque apenas te acaricio? —
me preguntó sin apartar la vista de
mi piel mientras sus dedos se movı́an
ahora sobre mi estómago.
—Claro que me acaricias Lorna,
siempre lo haces.
—Tal vez no lo suficiente…
Miré sus manos, que tiraron
inesperadamente de mi cinturó n
para soltarlo. Después, liberó el botón
de mi pantaló n, bajá ndome la
cremallera. Cada vez me excitaba más
el modo en que miraba mi cuerpo,
que empezaba a responder sin el
menor disimulo. Ahogué un gemido
cuando sus dedos resbalaron por la
abertura acariciá ndome el comienzo
del pubis. Su respiració n se habı́a
vuelto tan jadeante como la mı́a, a la
vez que sus yemas viajaban má s
abajo, enredá ndose en mi vello. No
habı́a nada que deseara má s en aquel
momento que continuara bajando y
deslizara su mano bajo mi sexo. Me
movı́ sinuosa, incorporá ndome
ligeramente para dejarla entrar. Alzó
la vista y me miró , comprendiendo
que estaba invitándola a ello.
—Te juro que a veces no lo
entiendo —murmuré cuando vi en
sus ojos que no iba a hacerlo.
Trató de sujetarme al levantarme,
pero le impedí que me detuviera.
—No te enfades, por favor.
Me abroché la camisa y recompuse
mis pantalones antes de hablar.
—Vá monos, al inal vamos a llegar
tarde —le dije comprobando la hora
en su reloj.
—¿Y qué importa?, ¿no decı́as que
no tenías ganas de ir?
—Me está entrando hambre.
Se puso en pie y cogió mi barbilla
haciendo que la mirara.
—¿Puedes quedarte a dormir
conmigo esta noche?
Me perdı́ en sus preciosos ojos
durante un instante.
—No —mentí.
—¿No puedes o no quieres?
—No puedo.
—¿Por qué no?
—Porque mi madre me tiene que
dar el biberó n —sonreı́ punzante,
girando la cara hacia el oscuro jardı́n
que dejaba ver la cortina abierta.
—¿Y en Semana Santa vas a tener el
mismo problema?
—No creo, se marcha con Israel a
Nueva York, ası́ que me lo tomaré yo
sola.
—¿Y tú no vas? —preguntó
extrañada.
—No.
—¿Por qué ? Creı́a que siempre
habías querido conocer Nueva York.
—Sı́, pero no a cualquier precio. Ya
iré.
—¿Si no fuera Israel irías tú?
—La verdad es que ú ltimamente
me viene bien Israel, distrae a mi
madre, pero no tanto como para jugar
a la familia feliz y moderna.
¿Responde eso a tu pregunta?
—Supongo —suspiró retirá ndome
el pelo detrás de la oreja—. ¿Y qué vas
a hacer entonces?
—Nada, estudiar y verte a ti, si
quieres y estás por aquí.
Se hizo un silencio, y aunque sabı́a
que me estaba observando, mantuve
la vista clavada en el enorme
ventanal.
—No me puedo creer que no me
hayas dicho antes que te quedabas
sola toda la Semana Santa —habló de
nuevo.
—¿Cuá ndo?, si apenas te veo —le
reproché yo también.
—Sı́ voy a estar y me encantarı́a
verte. Cuando no estaré será a la
vuelta de Semana Santa, desde inales
de mes hasta inales de mayo —
añ adió con precaució n tras hacer una
breve pausa. Se me encogió el
corazó n. Bajé la vista al cé sped que
habı́a frente a mı́ y luego la dirigı́
hacia la vegetació n. Estaba al borde
de comenzar a llorar cuando supe que
pasarı́a un mes sin verla—. Voy a
Colombia, a ver a Helena —me hizo
saber con la misma prudencia que
antes, aunque yo no le hubiera
preguntado el motivo de tan larga
ausencia.
—¿Está bien tu hermana? —al in la
miré . No entendı́ que fuera a hacer un
viaje tan largo y durante tanto tiempo
para ver a Helena si no habían pasado
ni dos semanas desde que su
hermana la visitara.
—Sı́, gracias, está muy bien —me
miró con cautela.
Supuse que aquel cuidado con el
que me habı́a informado, aquella
mirada, se debı́a al temor de mi
reacció n. Efectivamente, no se
equivocaba. Pero no exterioricé el
dolor fı́sico que ya era capaz de sentir
por su marcha, aunque aú n estuviera
a escasos centímetros de mí.
—Me alegro, entonces el viaje es de
placer. ¿Tienes ya los billetes? —
pregunté tratando de sonar
despreocupada.
—No, aú n no —retiré la vista
cuando sus ojos se pasearon por mi
rostro—. Te llamaré todos los dı́as —
me dijo acariciando el contorno de mi
oreja.
—¡Ni se te ocurra, quieres
arruinarte o qué ! Con que me envı́es
un WhatsApp de en vez cuando, para
saber que está s bien y que te está s
divirtiendo, me conformo.
—No sé usarlo.
—No te preocupes, es muy fá cil, yo
te enseñ o. ¿Tienes el software
descargado?
—No tengo ni idea.
Me recordó a mi madre. La
tecnologı́a mó vil le resultaba tan
ajena, que ni siquiera mostraba
interé s por conocer las posibilidades
que ofrecı́a fuera del uso habitual
como telé fono convencional o los
mensajes de texto.
—Luego te lo miro, vayamos a
cenar.
—Habı́a pensado en que pasá ramos
juntas la Semana Santa. No estaba
segura de si ibas a poder, pero ahora
que lo sé… ¿Te gustaría?
—Ya sabes que sı́. ¿Vas a poder
coger algún día libre?
—Hablo de toda la Semana Santa,
desde el pró ximo in de semana hasta
el siguiente. Tú y yo solas, fuera de
aquí, sin nadie que nos moleste.
Supe que se me habı́a iluminado la
cara, su invitació n habı́a conseguido
aliviar ligeramente mi aflicción.
—¿Dónde te gustaría ir?
—Querı́a que fuera una sorpresa.
Bueno, una sorpresa a medias,
porque necesitaba saber si tú
podrías.
—¿Ya lo habías planeado?
—En realidad está todo reservado,
el lunes les puedo dar la con irmació n
definitiva.
—Muchas gracias —dije dá ndole un
beso en la mejilla.
Me retuvo, evitando que me
separara de nuevo, abrazá ndome
contra ella.
—No, gracias a ti. Voy a echarte
tanto de menos…
Aú n tenı́a el estó mago agarrotado, y
aunque habı́a conseguido no romper
a llorar como una crı́a, tampoco
estaba segura de poder hablar
controlá ndolo una vez má s. No fui
capaz de mirarla a los ojos cuando se
movió y su rostro quedó frente al mı́o
en la proximidad. Mantuve la vista en
sus labios cuando estos se acercaron
en busca de los mı́os. Le devolvı́ el
dulce beso que me dio, pero Lorna
querı́a má s. Aquel beso se hizo má s
intenso, se volvió má s ı́ntimo. Su
apasionada forma de besar hizo que
el dolor que habı́a tratado de enterrar
me estrangulara la garganta.
—Vá monos a cenar, por favor —le
rogué antes de que la tristeza me
venciera y las lágrimas me delataran.
—Sí, mi amor —susurró con pesar.
No la miré , aunque ella sı́ lo hiciera,
mientras me alejaba hacia la entrada
para montarme en el coche. Me
abroché el cinturó n de seguridad y
ladeé la cara hacia el cristal de mi
ventanilla, contemplando, sin ver, el
contorno de las casas y locales que se
alineaban de camino al restaurante.
—¿Qué haces conmigo, Lorna? —
quise saber.
—¿A qué te refieres exactamente?
La miré escé ptica cuando me
encontré con sus ojos que me
observaban en la penumbra.
—A nada, déjalo.
Sabı́a de sobra a lo que me referı́a.
Me preguntaba que si tan mal le hacı́a
sentir ir má s allá conmigo, si tan
inmoral le parecı́a, no podı́a ser que
estuviera feliz a mi lado.
Quizá yo podrı́a cambiar muchas
cosas, sin embargo, jamá s
conseguirı́a trocar las dos ú nicas que
importaban. No podı́a hacer
desaparecer el cá ncer de su cuerpo
para que nunca lo hubiera padecido
ni convertirme en una persona con
veinte añ os má s para que mi corta
edad dejara de martirizarla.
—Me bajo aquı́ —anuncié
aprovechando que se habı́a detenido
frente a un semá foro en rojo. Ya el
cartel luminoso de Gladstone’s
brillaba a lo lejos.
—No, ¿por qué?
—Porque no quiero que nos vean
llegar juntas.
—Me importa muy poco, por no
decir nada, que lo hagan o no.
—Pero a mı́ sı́. Diré que he venido
en autobú s y que me he perdido, de
ahı́ el retraso —le informé
apresuradamente antes de cerrar la
puerta del coche sin darle margen a
que no me lo permitiera.
Crucé corriendo al otro lado,
reparando en que ya nunca hacı́a
deporte como antes. La sensació n de
libertad que me invadı́a con la
prá ctica del Parkour volvió a mi
cabeza, casi la había olvidado. Aceleré
el ritmo y corrı́ como un rayo
mientras sorteaba a la gente y las
vallas de las aceras. La descarga de
adrenalina ahuyentó mis lá grimas, al
menos, momentáneamente.
Cuando accedı́ a la enorme terraza
que servı́a de acceso a la zona
cubierta del restaurante, descubrı́
que estaban allı́ sentados. La carrera
me habı́a acalorado y agradecı́ la
genial idea de que cená ramos fuera
con la noche tan buena que hacı́a.
Rodeé una de las altas estufas
blancas, aú n sin encender,
dirigié ndome a la hilera de la
izquierda, donde estaban instalados.
Me alegré de ver a Blyth, que como
siempre me recibió muy cariñ osa.
Besé a todos, incluida Ruth, y me hice
hueco al lado de Martina al inal del
largo banco de madera. Blyth presidía
la mesa contra la barandilla, dando la
espalda a la bonita vista sobre la
playa, con lo que habı́a quedado a mi
derecha, y me alegré de tenerla cerca.
—De habé rmelo dicho habrı́a
pasado a buscarte —me dijo Ruth
cuando me disculpé por el retraso,
aludiendo al lı́o de autobuses que
tuve que coger.
Caı́ en ese momento en que me
había sentado frente a ella.
—No te preocupes, la pró xima vez
ya no me pierdo. Gracias de todos
modos.
Me servı́ un vaso de agua con hielo
de una de las jarras de cristal que
habı́a sobre la mesa y me lo bebı́ casi
de golpe. Miré impaciente la hora en
el mó vil, cuando me pareció que ya
habı́a pasado su iciente tiempo como
para que Lorna hubiera aparecido.
Esperaba que no estuviese enfadada
conmigo por salir corriendo de su
coche, decidiendo no venir a cenar.
—Me alegro mucho de que te hayas
apuntado —le dije a Blyth—. No sabía
que venías.
—Ni yo tampoco. En realidad, me
ha invitado Lorna esta misma tarde.
—¿Te ha invitado o te ha obligado?
—sonreí.
Soltó una carcajada.
—No pasa nada, vengo encantada.
—Una noche má s a solas con la
guarderı́a al completo y a Lorna le da
algo… Yo tambié n te hubiera
obligado.
Volvió a reı́rse y yo con ella. Cuando
aparté la vista de los intensos ojos
azules de Blyth topé con los de Lorna,
que me miraban a la vez que
caminaba por la terraza en nuestra
direcció n. La observé mientras
saludaba con un beso a cada uno de
nosotros y tambié n me puse en pie
para recibirla cuando llegó hasta
donde me encontraba sentada.
—Denise —sus ojos me
examinaron en la proximidad.
Le devolvı́ su cariñ oso beso con
má s frialdad de la que albergaba y
cuando se separó de mı́ supe que se
habı́a dado cuenta. La seguı́ con la
mirada al rodear la mesa,
deteniéndose detrás de Ruth.
—Ruth, guapa, hazme sitio, por
favor —le dijo posando la mano en su
hombro con la mirada ija en mis
ojos.
Bajé la vista a la mesa cuando
obligó a Ruth a desplazarse hacia su
derecha y Lorna tomó asiento justo
enfrente de mí.
—Siento el retraso, ha llamado mi
hermana y me ha tenido una hora al
teléfono —habló de nuevo.
Esperé oı́r algú n comentario al
respecto por parte de Blyth, pero a
excepció n de preguntarle por ella y
có mo le iba, no salió a relucir su
inminente viaje. Tal vez Blyth no lo
supiera aú n, o tal vez no supiera que
yo ya conocı́a la noticia, y no serı́a
ella la que torpemente provocara que
lo descubriera. En cualquier caso,
algo seguı́a sin encajarme del todo.
Yo tampoco dije nada y pretendı́
estar ajena a su conversació n. Seguı́
el movimiento de la mano de Lorna
cuando cogió su servilleta y secó una
pequeñ a salpicadura de agua sobre el
pecho de Blyth. Aquel gesto hizo que
me ijara en su femenina anatomı́a
por primera vez.
Aunque supe desde el primer
instante en que la conocı́ que habı́a
nacido hombre, siempre la habı́a
visto como mujer. Su melena, sus
cuidadas manos, la carencia de vello
en su rostro, su cintura, su modo de
caminar y sus gestos eran de mujer.
Exceptuando la prominente nuez, una
estatura por encima de la media
nacional y una voz un tanto grave, se
podı́a considerar que no quedaba
nada de lo que fue un varó n. Y eso si
valoraba que aquellas tres
caracterı́sticas se pudieran adjudicar
exclusivamente al sexo masculino.
Habı́a conocido fé minas tan grandes
o má s que ella, con una nuez
destacable en ocasiones y con una
voz muchı́simo má s ronca que la que
poseı́a Blyth. Imaginé que habrı́a
pasado añ os hormoná ndose para
adquirir aquel aspecto, pero fue su
pecho lo que realmente habı́a
llamado mi atención.
Mi mente regresó a la tarde
anterior. Aú n continuaba acariciando
la piel de Lorna, que yacı́a dormida
sobre mı́ cuando despertó . Se tumbó
cariñ osa a mi lado al tiempo que me
besaba, acurrucá ndose somnolienta,
de nuevo, contra mi cuerpo. Como
habı́amos quedado para ir al Havet,
porque las L’s tocaban aquella noche,
le dije que tenı́a que ir a casa a dejar
la moto y ası́ aprovechaba para ver a
mi madre, darme una ducha y
cambiarme de ropa.
A mi madre no le gustaba que
saliera en moto por la noche, se
suponı́a que salı́a con Martina y Saú l,
por lo que cogerı́amos el coche, como
el resto de los ines de semana, por si
llegá bamos tarde. Pero me pidió que
me quedara un rato má s con ella. La
abracé má s fuerte y le dije que sı́. Yo
tampoco querı́a irme, aunque no
quedara má s remedio si deseaba
continuar con mi doble vida sin
levantar sospechas. Sin embargo,
cuando su telé fono mó vil sonó se
sobresaltó , incorporá ndose de golpe.
Me indicó que tenı́a que cogerlo tras
comprobar quié n le llamaba. La
contemplé mientras se levantaba de
la cama y no pude ignorar su trasero
desnudo, que el movimiento de su
camisa al caminar me dejaba ver de
cuando en cuando. E ignoré aú n
menos su pubis cuando se giró tras
coger con prisa una bata del armario
antes de desaparecer de la
habitació n. Esperaba que no fuera su
ex. Aunque habı́a conseguido
controlar mis celos, aquella mujer de
ojos cristalinos me hacı́a sentir en
inferioridad de condiciones. Era
cierto que Lorna me demostraba que
me querı́a, pero siempre me quedaba
la duda de cuá nto tiempo tardarı́a en
cansarse de una adolescente de
diecisé is añ os, que no podı́a ofrecerle
lo que ella necesitaba, para buscar
aquellas carencias en una mujer
adulta. Miré de nuevo hacia el
armario abierto cuando algo cayó al
suelo. Supuse que las prisas con las
que Lorna habı́a sacado la bata
hicieron que aquel liviano tejido se
desprendiera de su percha. Me
levanté y recogı́ una camisa negra
que parecı́a de seda. La sacudı́ con
suavidad antes de volver a colgarla en
su percha. Al hacer má s hueco entre
la ropa colgada, evitando que otro
roce la hiciera caer, descubrı́ una
bolsa de plá stico grande sobre una
balda baja, que prá cticamente pasaba
inadvertida con la cascada de ropa
que caı́a sobre ella. No pretendı́
isgonear, pero mis ojos tampoco
pudieron eludir las grandes letras
impresas en color azul: «Clı́nica
Romo. Medicina y Cirugı́a plá stica».
Se me encogió el corazó n al dar por
hecho que sus revisiones oncoló gicas
las harı́a allı́, y regresé a la cama a
esperar que terminara de atender su
llamada.
Aquello lo habı́a dado por hecho la
tarde anterior, cuando la
concentració n de mi riego sanguı́neo
se hallaba bastante lejos de mi
cerebro y la palabra «medicina», por
su signi icado, habı́a solapado a la de
«cirugı́a plá stica». Y tambié n era
cierto que la tarde anterior
desconocı́a que Lorna se fuera a
marchar de viaje durante un mes.
Aquella palabra me habı́a
confundido, sin embargo ahora, y tras
reparar en el pecho de Blyth, solo era
capaz de recordar las letras que
aludı́an a la cirugı́a plá stica. Miré
atrá s y me aseguré de que ningú n
camarero se encontrara de camino
con nuestra comida. Me disculpé y
me levanté de la mesa, ansiosa por
consultar en Internet a qué se
dedicaba exactamente la Clı́nica
Romo. Caminé deprisa aferrada a mi
mó vil y con la mirada posada en é l,
c u a n d o al doblar la mesa que
ocupá bamos me di cuenta de que ya
no tenı́a margen de esquivar al
hombre contra el que chocaba.
—Lo siento, perdona —me excusé
alzando la vista.
Una extrañ a sensació n de
familiaridad me invadió por
completo cuando miré sus aturdidos
ojos negros, que me miraban con una
calidez sobrecogedora.
—No, por favor, perdona tú —me
respondió con una sonrisa afectuosa.
Tenı́a la tez morena, el pelo negro y
una barba de cuatro o cinco dı́as
donde se asomaban algunas canas.
Era alto y de complexió n atlé tica. Me
sacaba má s de media cabeza y vestı́a
una cazadora de cuero que parecı́a de
motorista, cosa que constaté al
ijarme en el casco integral que
llevaba en la mano. Noté que se
azoraba bajo mis escrutadores ojos
antes de inclinar la cabeza
ligeramente, a modo de despedida, y
continuar con su camino. Me quedé
paralizada. Una tormenta de
imá genes y emociones estallaron en
mi cabeza y me giré para mirarle. Ni
siquiera me preocupó cuando é l
tambié n volvió la cabeza hacia mı́,
siendo el primero en retirar la vista
tras ese momento. Le observé de
espaldas, junto al hombre que le
acompañaba.
—Denise, ¿está s bien? —oı́ que me
preguntaba Saúl a lo lejos.
Me sobresalté cuando tomó mi
mano, haciendo que me diera cuenta
de que se encontraba a mi lado.
—Sı́, voy a hacer una llamada —
respondı́, percatá ndome de que
todos en la mesa me miraban.
—¿Qué ha sido eso? —preguntó
Saúl con asombro.
—No lo sé . Enseguida vuelvo —
anuncié antes de mirar los ojos
interrogantes de Lorna, que
continuaban observá ndome desde el
fondo.
Me alejé hacia la entrada y localicé
un sitio tras un enorme tiesto de
piedra, que me darı́a la intimidad que
necesitaba para llevar a cabo mi
consulta con tranquilidad. Me apoyé
en la barandilla y contemplé unos
segundos la playa, la espuma blanca
que formaban las olas rompiendo
contra la orilla. Cuando accedı́ a la
pá gina web de la clı́nica, descubrı́ que
allı́ no habı́a ninguna unidad de
oncologı́a. Se trataba de la mejor
organizació n mé dica en cirugı́a
plá stica reparadora y esté tica. Su
equipo lo formaban má s de cien
mé dicos especialistas. Cada uno de
ellos contaba con má s de veinte añ os
de experiencia, y habı́a sido la
primera institució n mé dica en
obtener el certificado de calidad ISO.
Aquello me hizo dudar seriamente
acerca de si Lorna iba a marcharse a
Colombia o tan solo lo utilizaba de
excusa para operarse el pecho sin
tener que contá rmelo. Por lo que
habı́a leı́do, y tras ver aquella mañ ana
su pecho, sabı́a que la intervenció n
quirú rgica a la que se habı́a sometido
fue la cirugı́a conservadora de la
mama. Gracias a Dios, eso era
indicativo de que el tumor no serı́a
muy grande. A travé s de una
tumorectomı́a se lo habrı́an
extirpado, junto al tejido sano
cercano al mismo en el interior de la
mama, pero aquello le habı́a dejado el
pecho operado má s pequeñ o. Algo
absolutamente inapreciable cuando
estaba vestida. Era verdad que,
aunque habı́a conseguido abrirla, no
se deshacı́a de su camisa cuando
hacı́amos el amor. Aú n ası́, tampoco
me habı́a parecido apreciable la
diferencia entre los dos pechos bajo
el sujetador, que suponı́a llevaba
adaptado para conseguir una
simetría. Solo era evidente si mirabas
su pecho al desnudo. Me daba igual.
No querı́a que se sometiera a má s
intervenciones, y su consiguiente
riesgo, por una simple cicatriz y una
pequeñ a diferencia de tamañ o. No
sabı́a qué le pasaba por la cabeza,
pero estaba muy equivocada si
pensaba que mostrarse tal y como
era podı́a provocar cualquier tipo de
rechazo en mí.
Pasé un mensaje a mi madre
con irmá ndole que me quedaba a
dormir en casa de Martina. De
regreso a la mesa, choqué con los
ojos oscuros del hombre con el que
habı́a tropezado, nos sonreı́mos
brevemente antes de que girara a la
izquierda y caminara hasta el fondo
del banco, para tomar asiento junto a
Martina de nuevo.
Desde el momento en que llegué
habı́a encontrado a Lorena un tanto
cabizbaja, pero no quise decirle nada
delante de todos. Aproveché para
sonreı́rle cuando nuestras miradas
coincidieron y con un gesto de cabeza
pretendí saber si estaba bien.
—No, no lo está —respondió Ruth
interceptando mi señ al al tiempo que
Lorena asentía sin convicción.
Miré a Lorena, cuando bajó la vista
al plato de spaghetti alle vongole que
le acababan de servir y que yo
tambié n habı́a pedido, aunque mi
ración aún no había llegado.
—Tiene que olvidarse de ella —
habló de nuevo Ruth dirigié ndose a
mí.
—Eso es fá cil de decir y muy difı́cil
de conseguir.
—Lo que tiene que hacer es buscar
a otra y echarse un polvo.
—Ruth… —suspiró Lorna.
—Ni que eso sirviera de algo.
Seguiría igual de enamorada de ella.
—¿Igual que tú de…? —se calló y
sus ojos miraron de reojo a Lorna.
Le mantuve la mirada al tiempo que
sentı́a a Martina removerse en su
asiento junto a mı́. Lorna giró la
cabeza en su direcció n dedicá ndole
una cortante mirada.
—Sı́, igual —con irmé para su
sorpresa.
—Pues tú tambié n está s perdiendo
el tiempo —dijo incisiva.
Alcé la mano ligeramente,
impidiendo que Lorna pronunciara
las palabras que intuı́ tomando forma
en sus labios.
—Es posible —admití—. Pero yo mi
tiempo lo pierdo en lo que me da la
gana.
—¡Joder Ruth! —exclamó Lorena.
—Era una broma.
—No, no lo era —repuse con
rapidez—. Pero no pasa nada.
Un incó modo y largo silencio reinó
en la mesa bajo el malhumorado
rostro de Lorna. Después, cada uno se
centró en su comida, poco a poco
fuimos recuperando la normalidad
durante la cena. Todos menos yo, que
aunque ingı́ estar bien cuando me
hablaban directamente, me mantuve
en un segundo plano y apenas abrı́ la
boca.
—¿Quieres otra?
Levanté la vista hacia Ruth al darme
cuenta de que la pregunta iba dirigida
a mı́. Su dedo ı́ndice apuntaba en
direcció n al vaso de Coca-Cola que
acababa de vaciar con el último trago.
—Sí, gracias.
—De nada —me respondió
amablemente, apresurá ndose a
llamar al camarero.
Me fui con Lorna porque me pidió
que le acompañ ara en cuanto
terminamos con los postres. La seguı́
y bajé tras ella los cinco escalones de
piedra que llevaban a la oscura playa.
—¿Está s bien? Llevas toda la cena
tan callada… —me dijo
acariciá ndome la mejilla con el
pulgar.
—Tenı́a entendido que cuando los
mayores hablaban los niñ os se
callaban…
—Está s enfadada —se rio con mi
sarcasmo.
—¡Qué va! Si me lo estoy pasando
en grande. ¿Tú no?
—¿Por qué no me has dejado que le
diga cuatro cosas?
—¿A quié n? ¿A la chica tan guapa
con la que llevas intentando
emparejarme desde que te conocí?
—Denise… —suspiró agarrá ndome
de la cintura.
—Tampoco ha dicho nada que no
sea verdad —subrayé separá ndome
de ella.
Cuando accedí de nuevo a la terraza,
vi que el hombre moreno y su
acompañ ante caminaban en mi
direcció n con intenció n de
abandonar el restaurante. Aproveché
a mirar al segundo. Era algo má s bajo,
aunque tambié n fuera de complexió n
atlé tica. Llevaba el pelo muy corto y
lucı́a un apurado afeitado. Caminaba
agarrado a otro casco integral de
moto, de color rojo. Lorna me miró
cuando le devolvı́ la sonrisa al
moreno, que junto con otra
inapreciable inclinació n de cabeza,
me ofreció al cruzarnos. Me detuve al
notar que sus pasos se alejaban y me
apoyé en la barandilla para echarle un
último vistazo.
—¿Está bueno? —pregunté cuando
reparé en la intensa calada que dio a
su cigarrillo tras encenderlo.
Bajó la vista hacia el humeante
tabaco y sonrió brevemente.
—Sí.
—Me alegro, disfrú talo, es el ú ltimo
que te fumas.
—Pensaba que no te molestaba.
—Y no me molesta. Me encanta el
olor del tabaco rubio.
—¿Entonces?
—Es malo para la salud. Si no fuera
por eso, no me importarı́a nada que
fumaras.
Sonrió más abiertamente.
—Ahora mismo lo apago.
—No —posé mi mano en su brazo
deteniendo su intento de deshacerse
de é l—. En serio, fú matelo y
disfrú talo. Solo me gustarı́a que fuera
el último.
—Lo será, si es lo que quieres.
—En realidad, preferirı́a que lo
quisieras tú . No sirve de nada si vas a
fumar cuando no esté s conmigo, que
es casi siempre…
Contuvo la sonrisa que se dibujó en
sus labios tras aceptar mi reproche.
—Soy un poco mayor para fumar a
escondidas, ¿no te parece? Puedes
quedarte tranquila, no volveré a
fumar.
—Gracias —dije rozando con el
dedo ı́ndice el dorso de su mano. Me
giré para contemplar la vista sobre la
playa mientras esperaba a que Lorna
terminara de disfrutar su supuesto
ú ltimo cigarrillo—. ¿Sabes quié n era?
—hablé de nuevo al advertir su
silenciosa mirada sobre mı́ durante
un largo rato.
—No —tardó en contestar tras
estudiar mi rostro.
Sonreı́ suspicaz al darme cuenta de
que habı́a preferido escoger esa
respuesta.
—Mi padre —le confirmé.
—Lo he imaginado —admitió en
voz baja—. Te pareces muchı́simo a
é l. ¿Está s bien? —preguntó
suavemente, y deslizó la mano por la
barandilla hasta cubrir la mı́a.
Entrelacé los dedos con los suyos un
instante antes de soltar su mano.
—Sí, no te preocupes.
—Creía que no le conocías.
—Y es verdad. Es la primera vez que
le he visto siendo consciente de que
era mi padre. Tengo vagos recuerdos
de un hombre que jugaba conmigo
cuando era pequeñ a, pero eso es
todo. Imagino que era él.
—¿Y có mo has sido capaz de
reconocerle?
—Tú lo has dicho, soy clavada a é l.
También por su forma de mirarme.
—Él te conoce, ¿verdad?
—He crecido pensando que mi
padre era un cabró n que habı́a
abandonado a mi madre al saber que
estaba embarazada de mı́, pero
cuando estuve ingresada en la clı́nica
descubrı́ que no fue ası́. Resulta que
no era un cabró n, sino gay. El hombre
que le acompañaba es su pareja.
—¿Por qué no me lo habı́as contado
antes?
Me encogí de hombros.
—Lo hubiera hecho de haber salido
la conversació n pero como nunca ha
sido ası́, tampoco quise hablar de ello
sin venir a cuento.
—¿Y ha cambiado algo en ti ahora
que le has visto?
—Supongo, no lo sé . Tal vez deba
conocerle. Ahora que no vas a estar
durante un mes quizá sea un buen
momento para hacerlo.
Desvió la vista hacia el mar cuando
le dije aquello, pero volvió a mirarme
para saber una cosa más.
—¿Te supone un problema que sea
gay?
—No, todo lo contrario. Fue a mi
madre a la que se lo supuso, y aunque
entiendo perfectamente que se
sintiera dolida y traicionada, me
pregunto si le hubiera apartado de mi
vida del mismo modo en que lo hizo
si le hubiese pillado engañ á ndola con
una chica en lugar de con aquel chico.
—Probablemente sí.
Una risa cá ustica escapó de mi
garganta.
—Probablemente no —le corregı́—.
Las dos sabemos que eso no suele
ocurrir entre los heteros. Mi madre
no querı́a que tuviera un padre gay y
mira tú por dó nde, ahora no solo el
padre de su hija es gay sino que
tambié n su hija. Espero que tenga
más suerte con su próximo hijo.
—¿Está embarazada tu madre? —
me preguntó con sorpresa.
—No, pero lo estará.
—Eso no puedes saberlo.
—Lo que tú digas, Lorna —
respondí con aburrimiento.
—No te enfades.
—No me enfado pero vamos a dejar
la conversación.
—¿Por qué?
—Porque si vas a estar quitá ndole
hierro a cada observació n que hago,
pretendiendo suavizar o ignorar la
realidad, prefiero no seguir hablando.
—Lo siento.
—No importa. Ya sé que lo haces
con buena intenció n y con afá n de
protegerme. Aunque no sepa muy
bien de qué.
—¿Qué te hace pensar que tu madre
quiera tener otro hijo? —me
preguntó abandonando su
amparadora actitud.
Me quedé pensativa unos segundos
y decidí no contestar a su pregunta.
—Estos quieren ir a tomar una copa
al Havet. Yo no voy a ir. ¿Te
importarı́a dejarme en casa de
camino? —aproveché para cambiar
de tema.
—Quédate conmigo esta noche.
—¿Y qué vas a hacer con Blyth?
Creo que ella tambié n quiere ir y no
puedes dejarla sola con el jardı́n de
infancia. La has invitado a cenar para
no tener que aguantar tú sola al
parvulario, ¿y ahora pretendes
marcharte?
Sonrió ante la de inició n que utilicé
para describir el grupo que
formábamos.
—Bueno, pues podrı́as
acompañ arme un rato y luego nos
vamos.
—No, yo no voy a ir. Te espero en
mi casa mientras te tomas algo con
Blyth y cuando termines, si quieres,
me pasas a buscar.
—¿Por qué no me esperas en casa
entonces?
—Como quieras —soné resignada
encogié ndome de hombros con
desgana.
—Si no te apetece quizá sea mejor
que lo dejemos para otro momento…
—Me parece bien.
Me miró perpleja cuando di media
vuelta, encaminá ndome hacia la
mesa que ocupábamos.
—Denise, Denise ¿cuá nto es 395
entre 14? —preguntó Martina.
—28,21. ¿Habé is incluido ya la
propina?
—¡Gracias, preciosa! —asintió
sonriente lanzándome un beso.
Le devolvı́ el beso. Me hizo gracia
que me llamara ası́. Las ú ltimas veces
que habı́a oı́do aquel piropo salió de
los labios de Lorna.
—¡Menudo cerebro! ¿Se te dan bien
los números? —me preguntó Ruth.
Hice una mueca a modo de
confirmación.
—Se le da bien todo —dijo Martina.
—¿Y por qué no te presentas a uno
de esos concursos de la tele? Hay
algunos donde se puede ganar mucha
pasta.
—Sı́, eso me lleva diciendo Martina
desde que la conozco. Tal vez lo haga
un día de estos…
Dejé un billete de veinte y otro de
diez sobre la mesa, anunciando que
me marchaba a casa.
—¿No vienes a tomar algo al Havet?
—quiso saber Ruth.
—¿Eso no te parece una pé rdida de
tiempo? —le pregunté con retintín.
Se sonrojó ligeramente y apartó la
vista de mi cı́nica mirada. Me sentı́
mal al instante, aunque no tuviera
claro si era por no haber conseguido
controlarme sin tomarme la revancha
o por su hiriente apunte, que no
habı́a dejado de reverberar en mi
cabeza durante toda la noche,
recordá ndome lo que yo ya sabı́a.
Jamá s conseguirı́a ser la pareja de
Lorna.
—Otro dı́a, hoy no puedo, de
verdad, me tengo que ir —hablé de
nuevo suavizando la voz.
—Si quieres te llevo —se ofreció al
tiempo que sus ojos volvieron a
mirarme.
—La llevo yo —sentenció Lorna
antes de darme tiempo a contestar.
Su tono de voz habı́a sido tan tajante
que ni Ruth se atrevió a insistir ni yo
a negarme—. Cuando quieras —dijo
clavándome la mirada.
Descubrı́ que Blyth tenı́a otros
planes y que tampoco irı́a al Havet
cuando me despedí de ella. Caminé en
silencio al lado de Lorna hasta el
parking al aire libre del restaurante,
donde había estacionado su coche.
—Igual hubieras preferido que te
llevara Ruth —habló con indiferencia,
introduciendo la llave en el contacto.
—Igual —pronuncié molesta con el
mismo desdén.
—Aú n está s a tiempo —replicó
señalándome la puerta.
La miré ijamente a los ojos,
tratando de dilucidar si aquella
invitació n a que abandonara su coche
iba en serio.
—Ya me llevará ella cuando tú no
esté s —respondı́ a su provocació n
ante la duda.
—Es verdad, se me habı́a olvidado
—rio iró nica—. En un mes, si no es
más, tendréis muchas ocasiones.
—¡Touchée! —acepté la derrota y
aparté dolida la vista de sus ojos.
Ahora ya no era solo un mes sino
que se habı́a abierto la posibilidad de
que aú n fuera má s tiempo. De pronto,
la opció n de su operació n se
desvaneció por completo en mi
cabeza y me pregunté si realmente
iba a hacer ese viaje, si el motivo era
separarse de mı́ el tiempo su iciente
como para dar por terminada nuestra
relació n cuando volviera. Quizá
pensara que un mes sin verla bastaría
para olvidarme de ella. Para mi
desgracia, iba a necesitar muchos
meses para hacerlo. No sabı́a que al
menos una vida entera, sino dos, era
lo que yo iba a necesitar para lograr
borrarla de mi cabeza y de mi
corazón.
—Denise —me nombró con dulzura
al tiempo que rozaba mi pelo.
Supe que acababa de arrepentirse
de utilizar su larga ausencia para
hacerme dañ o. Me giré , la agarré
atrayé ndola hacia mı́ hasta que fundı́
mi boca con la suya en un posesivo
beso. Gimió cuando me adentré y mi
lengua se unió a la suya. Me devolvió
el beso con la misma voracidad que
impuse yo y mi sexo latió en
respuesta al placer de sentir sus
labios y su lengua abrasándome.
—Vámonos a tu casa.
Aú n tenı́a la respiració n acelerada,
un torbellino de sentimientos luı́a
por mis venas cuando salı́ del coche
en el porche de entrada. Todavı́a me
dolı́a su comentario, aunque aquella
respuesta la hubiera provocado yo.
Me sacaba de quicio que insinuara
que Ruth pudiera gustarme. Me hacı́a
dañ o que a veces pareciera que si
aquello fuera verdad no le importarı́a
en absoluto. El có ctel de celos, rabia y
deseo que latı́a en mi interior, hizo
que estallara cuando pasó por mi
lado simulando que no habı́a
ocurrido nada.
—Nunca me ha gustado Ruth. Ni
siquiera me gustaba cuando aú n no
te conocı́a. ¿Te ha quedado claro? —
le dije furiosa cerrá ndole el paso y
obligá ndola a apoyarse en el morro
del coche.
Su mirada vagó por mi rostro y una
sensual sonrisa se asomó a sus
labios.
—Sí.
—Tú eres la ú nica que me gusta, la
primera y la ú nica que me ha gustado
en mi vida —le confesé con rabia
antes de besarla con la misma rabia
que sentía.
Nos besamos salvajemente. La
deseaba tanto que allı́ mismo
desabroché con urgencia cada botó n
de su vestido camisero hasta abrirlo
por completo. La abracé con fuerza
acariciando su espalda. Resbalé hasta
los glú teos y sus caderas saltaron
apretá ndose contra mı́. Me deslicé
bajo la tela de su ropa interior para
acariciarlos, al tiempo que su sexo
encontraba mi muslo para frotarse
con é l. Me miró excitada cuando la
empujé con mi propio cuerpo,
haciendo que su espalda descansara
sobre el capó del coche. Abandoné
nuestro enloquecido beso y bajé
hasta que mi boca alcanzó su pecho
izquierdo. El pezó n endureció bajo el
tejido del sujetador y mis labios lo
besaron. La oı́ gemir al acariciarlo
con mi lengua y aquel gemido
penetró en mi conciencia haciendo
que recuperara el control. Me detuve
un instante, supongo que esperando
su habitual reacció n, cuando me
acercaba a aquella zona de su
anatomı́a. Pero por primera vez no se
tensó rehuyendo mi contacto. Me
sentı́ feliz, habı́a llegado a pensar que
nunca conseguirı́a aquella intimidad
con ella, que no le gustaba que le
acariciaran allı́. Sin embargo, su piel
acababa de evidenciar todo lo
contrario, respondiendo a mis
caricias incluso por encima del
sujetador. Trepé por el costado
dejando atrá s su cadera y la perfecta
cala que dibujaba su cintura. Apenas
rocé la curva donde se insinuaba su
pecho con la yema del pulgar, y me
mantuve atenta a sus señ ales. Su
jadeante respiració n aú n no
mostraba indicios de que me
apartara, por lo que lo rodeé con
suavidad. Lo sostuve un momento
antes de que mis dedos se tensaran a
su alrededor para llevá rmelo a la
boca. Gemı́ con ella al tiempo que se
curvaba y su sexo se apretaba contra
mı́. Ya no dudé y lo cubrı́ por
completo con mi mano,
estremecié ndome con el tacto de su
erecto pezó n. No me atrevı́ a
dirigirme a su otro pecho, aunque no
pudiera apartar de mi mente lo
mucho que querı́a hacerlo. Era la
primera vez que me lo permitı́a y no
estaba segura de dó nde se halları́an
los lı́mites de su inesperada
concesió n. Sin embargo, yo deseaba
má s. Querı́a sentirla sin la ropa de
por medio y alcancé su hombro
bajá ndole el tirante por debajo del
vestido abierto. Contemplé su pecho
que se agitaba en armonı́a con su
sofocada respiració n y retiré la tela
con má s decisió n de la que albergaba,
exponié ndolo a la dé bil luz que
proyectaba la luna en cuarto
menguante. Me dio vueltas la cabeza
cuando recorrı́ la redondez de la
tierna carne endurecida por la
excitació n y mis hú medos labios
rozaron su aú n má s endurecido
pezó n. Me pareció advertir que se
tensaba, pero volvı́ a recorrer su
suave desnudez con mi boca. Su
siguiente gemido resonó en la
quietud de la noche al acariciar con
mi lengua su prominente y duro
pezó n. Me derretı́ al envolverlo con
mi mano, con el contacto directo con
la caliente y sedosa piel, que se volvı́a
rugosa en la cima. Lo acaricié , lo besé
y lo lamı́ tomá ndome mi tiempo, y su
cuerpo respondió ardientemente a
cada estı́mulo. Cuanto má s
incrementaba la intensidad de mis
caricias y mis hú medos besos sobre
su oscilante pecho, má s á vidas se
volvı́an sus caderas empujando su
sexo contra mi ingle. Con cada nuevo
roce, beso y caricia, que mi boca le
ofrecı́a, sus gemidos iban elevá ndose
rompiendo el silencio que reinaba en
el porche. Deslicé mis labios por la
piel de su estó mago hasta su pubis,
cuando su enloquecida fricció n
contra mı́ me hizo saber que
explotarı́a en un orgasmo. Sus
caderas temblaron cuando lo besé y
una de sus manos descendió deprisa
sujetándome el rostro.
—No —jadeó.
Ignoré su negativa y volvı́ a besarla
antes de bajar ligeramente sus bragas
y hacer rodar mis labios sobre su
sedoso monte de Venus.
—No, mi amor, no quiero eso —me
dijo tomándome la cara, ahora con las
dos manos.
—¡Por Dios, claro que quieres! —
me rebelé y aparté sus manos
sujetá ndolas con fuerza contra el
coche.
Intentó liberarse cuando mis labios
resbalaron recorriendo su pubis
aunque fuera por encima de su ropa
interior. Ya no tenı́a forma de
deshacerme de sus bragas, porque
sabı́a que en cuanto utilizara una de
mis manos para aquella tarea, y la
soltara, no me lo permitiría.
—Eres preciosa —le susurré antes
de sumergir mi boca en su sexo tras
abrirme paso entre sus piernas, con
un movimiento que le pilló de
improviso.
—No, Denise —sollozó , tratando de
cerrarlas, pero ya no tuvo éxito.
Sentı́ la humedad de su sexo a
travé s del ino tejido y comencé a
acariciarlo lentamente con mi lengua
y con mis labios. Advertı́ que sus
caderas se retraı́an separá ndose de
mı́, pero recuperé el mı́nimo espacio
perdido y volvı́ a cubrir su vulva con
mi boca. En esta ocasió n ejercı́ má s
presió n. Ya no tenı́a escapatoria, mi
boca la aprisionaba contra el coche y
no contaba con má s espacio para
echarse hacia atrá s. La oı́ jadear
cuando comencé a recorrerla por
completo. Aprecié que se estremecı́a
cuando acaricié su ano con la lengua
y ascendı́ hasta la entrada de su
hú meda vagina. En ese instante quise
soltarle las muñ ecas para poder
desnudarla, pero aú n se mostraba
demasiado rı́gida como para
intentarlo. Avancé hacia el clı́toris y
rodeé con mis labios los suyos.
Comencé con suavidad a succionar y
a chupar su carne por encima de la
liviana tela, que cada vez iba
adhirié ndose má s a su sexo. Estaba
caliente, y aunque ya no gimiera,
respiraba con di icultad. Me
concentré en aquella respiración para
que me guiara en mi propó sito. Algo
me decı́a que la contenció n de sus
gemidos era intencionada y que no
ayudarı́a en mi deseo de satisfacerla
oralmente. Aú n ası́, persistı́ con mis
atenciones alrededor de su clı́toris y
mis labios fueron intensi icando
gradualmente la presió n. A lojé sus
muñ ecas, pero sin soltarlas, cuando
noté que comenzaba a relajarse,
dejándose llevar.
Poco despué s, contemplé
maravillada có mo sus piernas se
abrı́an sutilmente entregá ndose por
in a mı́. No tardé en sentir su cuerpo
sacudié ndose bajo mi boca y escuché
có mo acallaba un gemido, al tiempo
que el tejido que nos separaba,
impidiéndome su contacto directo, se
humedecı́a notoriamente con su
calor lı́quido. Me detuve fascinada y
disfruté de los espasmos que hacı́an
latir su sexo contra mi lengua tras el
orgasmo. Acaricié sus muñ ecas para
compensar la presió n que habı́a
estado ejerciendo sobre ellas y besé
su vulva. Aquellos intensos latidos
fueron remitiendo.
—Te quiero —susurré.
Tomó mi barbilla alzá ndome el
rostro y apenas pude ver sus ojos
entreabiertos cuando se inclinó
sobre mí.
—No vuelvas a hacerlo —sollozó
antes de fundir su boca con la mía,
besá ndome apasionadamente. Me
agarró de las solapas de la cazadora y
me levantó del duro suelo sin
interrumpir su ardiente beso. Se
abrazó a mı́ y me estremecı́ por su
modo de rodearme.
—¿Por qué no? —quise saber.
Enterró su cara en mi cuello. Aú n
jadeaba y le faltaba aire para hablar.
—Porque eres muy joven, mi amor.
—Pero te quiero, estoy harta de
tanto absurdo tabú , de que no me
dejes quererte. Estoy enamorada de
ti y es contigo con quien quiero hacer
el amor, por mucho que te
escandalice y no quieras oírlo.
Levantó la cabeza que tenı́a
apoyada en mi hombro y giró mi
rostro hacia ella, besá ndome
suavemente. Cogió mi mano y me
llevó dentro. Caminamos a oscuras
hasta su habitació n. En cuanto
cruzamos el umbral de la puerta
lanzó las llaves sobre el sofá. Me quitó
despacio la cazadora, despué s se
deshizo de su chaqueta. Me atrapó el
labio superior entre los suyos y
comenzó su lento y sensual beso, que
con cada roce de su lengua me
arrancaba un nuevo gemido.
Me dejó temblando y con el corazó n
desbocado cuando caı́ sobre la cama.
Mis ojos empezaban a acostumbrarse
a la penumbra y distinguı́ la piel, que
dejaba ver su vestido abierto al
tumbarse sobre mí.
—Sı́ que quiero oı́rlo. De hecho, me
encanta oírlo —susurró.
Su caliente aliento junto a mi oı́do
me quemó la piel y la abracé . Su
hú meda lengua se abrió paso en
busca de la mı́a. Apenas profundizó
en mi boca, se mantuvo un largo rato
en la super icie, jugando con mis
labios, explorá ndolos y lamié ndolos
pausadamente. La suave cadencia de
su beso me abrasaba, me incendiaba
el cuerpo, que se curvaba de placer
bajo el suyo. Retiró mis manos de su
cintura cuando comencé a apretarme
contra ella. Entrelazó sus dedos con
los mı́os, sujetá ndome cada mano a
uno y otro lado de mi cabeza,
continuando con su enloquecedor
beso. Me gustó tanto su dominante
manera de inmovilizarme, que mi
sexo se contrajo placenteramente en
un espasmo. Habı́a perdido el
contacto con su pecho y solo contaba
con el calor de uno de sus muslos
entre los míos.
—Dame tu lengua, mi amor —
gimió.
Me recibió con un suave roce, que
se transformó en una intensa caricia
cuando ahondé en aquel exquisito
calor. Apresó mi lengua entre sus
labios y se movió lentamente sobre
ella. La lamió con calma y con el
mismo sosiego comenzó a
chupá rmela. Me hacı́a gemir tanto
que no tardó en ofrecerme mayor
profundidad, poco despué s acrecentó
tambié n el ritmo. Cada succió n
repercutı́a directamente en mi sexo,
apreciando có mo la sangre se
agolpaba en mi vulva. La creciente
presió n hizo que mis caderas
saltaran en busca de las suyas.
Levantó la pelvis impidiendo que me
apretara contra ella y solo conseguı́
un ligero roce en mi entrepierna. Un
desesperado sollozo escapó de mi
garganta, pero Lorna volvió a
besarme con pasió n, ignorando por
completo mi mani iesta necesidad.
Su ardiente modo de besarme me
dobló la espalda, arrancá ndome un
ronco gemido, que retumbó entre las
paredes de la habitació n. Me retorcı́
bajo su cuerpo y mi sexo volvió a
buscarla ansioso por su contacto,
pero una vez má s, no me dejó . La
miré desconcertada y sonreı́ jadeante
cuando me fundı́ en sus ojos, que me
contemplaban con deseo.
—¿Estoy castigada por lo de antes?
¿Es eso? —me reı́ a pesar de lo
excitada que estaba. Me faltaba el
aire y mi respiració n sonaba tan
fuerte que parecı́a que acabara de
subir corriendo los 1.860 escalones
del Empire State.
Soltó una de mis manos y bajó hasta
acariciar mi rostro, besá ndome con
dulzura.
—Lo de antes me ha parecido
maravilloso —me confesó al oído.
Me enredé en su melena con la
mano que acababa de liberarme.
—Y a mı́, mi amor. Me ha encantado
—le con irmé aliviada, sin el menor
sı́ntoma de culpabilidad por desear
aquel placer, que parecı́a pertenecer
únicamente a los adultos.
—Tan maravilloso que aú n puedo
sentirte —susurró
entrecortadamente a mi oı́do otra
vez.
Me estremecı́ al oı́r aquellas
palabras y ahogué un gemido al
revivir en mis labios la hú meda
recompensa que me habı́a brindado
su sexo tras el leve forcejeo. Busqué
su cara, que se escondı́a contra mi
cuello, y la besé suavemente. Sus
caricias descendieron por mi cuerpo
y se colaron bajo mi camisa,
recorrié ndome el estomago, que
tembló con aquel tacto. Despué s, su
boca se alejó de la mía y resbaló hasta
mi escote. Se me aceleró el ritmo
cardiaco en el momento en que sus
manos fueron soltando los corchetes
de mi camisa hasta abrirla por
completo. La humedad de su lengua
mojaba la piel, que iba quedando
expuesta hasta topar con la cinturilla
de mi pantaló n. Era la primera vez
que tomaba la iniciativa de
desnudarme sin que yo participara
activamente en aquel supuesto
escá ndalo. Tan solo la tarde de
nuestro primer beso se atrevió a ello,
pero enseguida su có digo moral no le
permitió continuar, ası́ que ya no
estaba segura de hasta dó nde estarı́a
dispuesta a llegar en esta ocasió n. Sin
embargo, sus caricias continuaron
cuando hizo saltar el botó n y bajó la
cremallera. Sentı́ sus suaves besos
deslizá ndose hasta alcanzar mi pubis.
Hice un esfuerzo por controlar mis
caderas, obstinadas en revelar lo
excitada que me encontraba. Volvió a
deshacer el camino con la boca y besó
ardientemente la mía.
—Estoy loca por ti —sus manos
deslizaron mi camisa por los
hombros.
Ayudé a que me la quitara y volvió a
besarme mientras se desprendı́a de
ella. Cuando sus labios se dirigieron a
uno de mis hombros, retirá ndome el
tirante del sujetador, y descendieron
hacia mi pecho se me fue la cabeza.
Me hizo rodar por la cama para que
me tumbara sobre ella y sus manos
recorrieron entonces mi espalda,
colá ndose por debajo de mi pantaló n
abierto. Me sacudı́ bajo sus caricias
sobre mis glú teos desnudos. Un
escalofrı́o me electri icó por
completo cuando sus manos
ascendieron de nuevo hasta mis
hombros, bajando mi otro tirante.
Sus labios me cubrieron la piel con
sus hú medos besos al tiempo que
desabrochaba mi sujetador. Gemı́ con
la desnudez de mis pechos sobre los
suyos cuando lo hizo resbalar por mis
brazos, deshacié ndose de é l. El calor
de su boca abrigó la mı́a y el de sus
manos mi espalda desnuda. Mis
sentidos se sumieron en la
trayectoria que tomaron con las
nuevas caricias, que rozaban las
curvas de mis pechos. Me sentı́a
mareada por el deseo y aturdida en
cierto modo por su maravilloso
cambio de actitud. Deseaba que me
tocara de una vez y no prolongara
má s aquella placentera tortura, pero
no dije nada temiendo que eso
pudiera ahuyentarla y regresara a la
norma que ella sola habı́a
establecido, y que yo nunca habı́a
compartido. Me licuaba en la
humedad de su boca que me besaba
con fervor y que desencadenaba un
inagotable balanceo de mis caderas
sobre su sexo. Cuando su siguiente
caricia envolvió mi pecho desnudo,
mi piel ardió de un modo que no
conocı́a hasta entonces y tomé su
lengua, chupá ndola con devoció n. Se
sacudió con el recibimiento que le
ofrecı́ y la sentı́ tensarse sobre mi
carne endurecida al tiempo que
acariciaba suavemente mi pezó n. No
pude ni quise disimular la felicidad
que me produjo su tacto en aquella
zona de mi piel y en respuesta, sus
manos cubrieron mis dos pechos.
Temblé con el placer del calor que los
recorrı́a, acunaba y cercaba con
caricias que iban poco a poco
intensi icá ndose guiadas por el
incremento de mis gemidos.
—Eres preciosa —exhaló.
Sin pensarlo, la arrastré conmigo
mientras nos besá bamos e hice que
yaciera otra vez sobre mí.
—Tranquila, Lorna —le susurré
cuando aprecié cierta rigidez en el
instante en que deslicé su vestido,
abierto por los hombros—. Solo es el
vestido, nada más.
Su respiració n se agitó má s de lo
que ya estaba y tomé su rostro entre
mis manos para besarla cuando supe
que aquella agitació n no era tanto
por nuestro grado de excitació n,
como por la tensió n que le habı́a
generado mi intención de desnudarla.
Me devolvió el beso con dulzura y yo
volvı́ a cubrirla para que se sintiera
cómoda.
—No —musitó —, quı́tamelo —
fundı́ en su boca un largo y profundo
beso y descubrı́ sus hombros una vez
má s, deshacié ndome del vestido.
Vibré cuando la abracé y mi torso
desnudo entró en contacto con el
suyo, aunque aú n mantuviera su ropa
interior puesta. Rocé su lengua con la
mı́a y cogı́ su mano para llevarla a mi
pecho—. Te quiero —susurró cuando
hice que sus dedos lo rodearan.
—Y yo a ti —gemı́ adentrá ndome
en su boca al tiempo que disfrutaba
de la dureza de mi pezó n contra sus
yemas.
Querı́a volver a sentir sus caricias
sobre mi sensibilizada carne y
enseguida sus manos me otorgaron
aquel deseo. La presió n sobre mis
pechos aumentó , y con ella, la
ansiedad de nuestro beso. La seguı́
con la mirada cuando bajó por mi
cuello en busca de un nuevo destino.
No pude apartar la vista del per il de
su rostro, que cada vez se dibujaba
más nítido en la penumbra, de la cima
de mi pecho que desaparecı́a dentro
de su cá lida boca. El roce de sus
labios acariciando mi pezó n,
humedecié ndolo con su lengua me
hacı́a gimotear sin descanso, y mi
espalda se curvó de placer. Aquella
sutil invitació n a que no parara
nunca, junto con el estado de
excitació n que rezumaba mi cuerpo,
la incitó a acrecentar su intensidad
sobre mi piel hinchada y endurecida.
La voracidad con la que su boca
comenzó a chupar y lamer mis
pechos, al tiempo que los sostenı́a
entre sus manos bajo exquisitas
caricias, hizo que el orgasmo
asomara en el vé rtice de mis dos
piernas. Empecé a perder el control y
supe que no resistirı́a mucho má s.
Mis caderas cambiaron de ritmo y se
volvieron salvajes. Retiró una de sus
manos de mi pecho y descendió hasta
mi cadera, volvié ndola a apoyar
sobre la cama. La ligera presió n que
ejercı́a sobre mı́ no era su iciente
para mantenerlas quietas, ası́ que
hice un esfuerzo por dominarlas,
aunque en mi intento por complacer
a Lorna un quejido de protesta
escapara de mi garganta. Sonrió
jadeante y me miró con aquella
intensidad que me paralizaba el
corazón.
Me besó profundamente y aprecié
el rastro de calor que se deslizaba
entre mis muslos. Ahogué un gemido
al sentir su mano, por primera vez,
sobre mi latiente vulva, e
instintivamente mis piernas se
separaron má s. Me apreté contra ella,
que iba gradualmente
estimulá ndome por encima de la
ropa al tiempo que me abrasaba la
boca con su ardiente beso. Su mano
se coló inesperadamente por debajo
de mi pantaló n abierto y gimió
conmigo cuando cubrió mi sexo.
Percibı́ que se humedecı́an sus dedos
en el suave recorrido y la necesidad
que palpitaba en mi interior desde
hacı́a mucho tiempo me venció . Perdı́
de nuevo el control y comencé a
frotarme contra su tacto, que
respondı́a con una experta precisió n
en el epicentro de mi placer. La miré
aturdida por el deseo y exaltada por
lo cerca que me hallaba de alcanzar el
orgasmo, cuando su mano resbaló
abandonando mi sexo. La estela de su
beso viajó entonces en direcció n sur
y se deshizo de mis pantalones,
desnudándome por completo.
—Eres preciosa, Denise —susurró
contemplando la piel que iban
cubriendo sus caricias.
Tiré de ella haciendo que volviera a
tumbarse sobre mı́. Estaba
demasiado excitada como para
ignorar lo lejos que habı́amos llegado
aquella noche. A pesar de dudar un
instante, porque le habı́a asegurado
que tan solo deseaba quitarle el
vestido, ya que jamá s tratarı́a de
desprenderla del sujetador, bajé sus
bragas no sin cierto temor a que me
lo impidiera. Ahogué un suspiro
cuando me lo permitió , sollocé
cuando sentı́ sobre mı́ su desnudez.
Aprecié que ella tambié n se
estremecı́a, cuando nuestras lenguas
se unieron con la misma avidez que
lo hicieron nuestros sexos. Sus
caricias regresaron a mi pecho y
pronto se tornaron má s intensas,
elevando mi nivel de excitación.
La humedad de su vulva frotá ndose
con la mı́a hizo que me diera vueltas
la cabeza. Jamá s la habı́a sentido tan
directamente y tan intensamente
unida a mı́. De pronto, se escurrió
entre mis piernas y sus labios
iniciaron un vertiginoso descenso,
que se detuvo sobre mi pubis. La oı́a
jadear con claridad porque a mı́ se
me habı́a cortado la respiració n. La
recuperé cuando cubrió mi sexo con
su boca con extremada delicadeza,
sumergié ndose en cada pliegue hasta
que halló mi vagina, lamiendo con
suavidad la entrada antes de
profundizar imperceptiblemente en
ella. La placentera sensació n me hizo
gemir y mis piernas se abrieron má s,
invitá ndole a que se adentrara. Mi
clı́toris vibró con el sensual estı́mulo
de su lengua entrando y saliendo de
mı́ con aquel rı́tmico movimiento. Mi
cuerpo se dobló cuando volvió a
llevarse mi vulva a la boca y yo
arrastré sus manos hasta mis pechos
para que me tocara.
Me volvı́ loca con la eró tica
cadencia con la que comenzó a
succionarme y chuparme, al tiempo
que sus manos apresaban mis
pechos, tensando los dedos sobre mis
erectos pezones. Gemı́a conmigo
cada vez que me comı́a y escuchar
sus gemidos, me encendió aú n má s.
Pareció que acababa de leer mi
pensamiento, cuando intensi icó el
ritmo sobre mi clı́toris,
deliciosamente atrapado entre sus
cá lidos labios. Intenté aguantar y
retrasar el clı́max que hacı́a rato
amenazaba con imponerse, pero era
una tarea imposible ignorar su boca
devorando mi sexo.
Dejé de luchar contra mi propio
deseo. Todos mis sentidos se
perdieron en su boca hacié ndome el
amor, en sus manos que continuaban
acariciando mis pechos. Jamá s en mi
vida habı́a sido tan consciente de
algo. Tan solo unos segundos
despué s, mi clı́toris se contrajo para
inundar su boca al alcanzar el
asombroso orgasmo. Me sacudı́
violentamente, y aunque traté de
contener aquel lı́quido que
expulsaba, volvı́ a derramarme
dentro de su boca, que gemı́a tan alto
como la mía.
Permanecı́ inerte y sollozante unos
instantes con su jadeante aliento de
fondo, que aú n me envolvı́a. Me senté
sobre la cama y levanté temblorosa
su rostro. Aú n palpitaban aquellos
espasmos que contraı́an mi sexo
cuando la besé con todo mi ser.
Advertı́ que se estremecı́a y mi
lengua profundizó en su boca
humedecida e impregnada de mi
orgasmo.
—Estoy locamente enamorada de
ti, Denise. Eso es lo que hago contigo
—habló con la voz entrecortada.
Me emocionaron sus palabras y
volví a besarla.
—Eres preciosa —jadeó con una
sensual sonrisa cuando pasé los
dedos por su barbilla, secá ndole la
piel.
Traté de tumbarme sobre ella pero
no me dejó . Habı́a comprendido con
demasiada rapidez mis verdaderas
intenciones y me quedó claro que no
iba a permitirme que le
correspondiera con sexo oral. Me
pareció ridı́culo por lo evidente de su
enorme excitació n, pero esta vez no
protesté . La arrastré sobre mı́ en su
lugar, y gimió cuando hice que
nuestras vulvas se unieran. Si no me
iba a dejar sentirla en mi boca, querı́a
sentirla entonces sobre mi sexo. Me
habı́a parecido la cosa má s
maravillosa del mundo despué s de su
espectacular cunnilingus. Me agité
cuando empujé y me fundı́ en su
resbaladiza carne. Detuvo el ligero
movimiento de sus caderas y dejó
que fuera yo quien se moviera. Me
encantó que quisiera que yo tomara
el control y comencé a frotarme
suavemente contra su sexo.
Enseguida el placer me invadió y
supe que volverı́a a tener otro
orgasmo. Levanté má s una de mis
piernas y giré la cadera al tiempo que
sujetaba las suyas contra mi cuerpo.
Gemimos al mismo tiempo cuando
nuestras vulvas se acoplaron a la
perfecció n, incrementá ndose nuestro
contacto. Me derretı́a cuando la
sentı́a de aquel modo, en que ambas
empezá bamos a buscarnos con
impaciencia. Contemplé la cambiante
oscilació n de su cuerpo y elevé má s
las caderas, abriendo mis piernas
explícitamente a ella.
—Denise —gimió cuando mi nueva
postura permitió que se sentara con
todo su peso sobre mi vulva.
Vibré con el profundo contacto y
cerré los ojos inmersa en su satinada
carne. Me quedé prá cticamente
inmó vil, simplemente sintiendo
có mo se masturbaba contra mi sexo
al tiempo que me masturbaba a mı́.
La fricció n de su suave vulva
aumentó considerablemente sobre la
mı́a. Acaricié su cintura y bajé por sus
caderas hasta detenerme en el per il
del glú teo que se tensaba al empujar
contra mı́. Recorrı́ su cuerpo
semidesnudo con la mirada, y aunque
tuve la tentació n de quitarle el
sujetador para poder acariciar sus
pechos, que se balanceaban al ritmo
que marcaban sus caderas, no lo hice.
Me conformé con el tacto de su mano
que acariciaba alternante los mı́os,
mientras su otra mano continuaba
paseá ndose por mis glú teos. Su
movimiento se volvió
placenteramente circular y la miré
cuando un gritó sordo salió de su
garganta. Su cabeza cayó hacia
delante y su melena no me permitió
verle el rostro cuando comenzó a
sacudirse sobre mí.
—Sı́, mi amor —gemı́ al percibir
que mi sexo se inundaba con su
caliente marea.
Me excitó tanto aquello, que mi
clı́toris latió y me unı́ a su orgasmo
mientras má s de aquel lı́quido
caliente corrı́a caudaloso por mi
vulva, empapando cada pliegue y
recoveco de mis genitales.
Sentir su luido al tiempo que mi
sexo se contraı́a por el placer del
orgasmo me llevó al sé ptimo cielo.
Me incorporé de golpe y la abracé
contra mi cuerpo, haciendo que se
sentara sobre mı́ y sus piernas me
rodearan.
—Te quiero —susurró jadeante.
—Y yo a ti —respondı́ besando su
cuello hasta alcanzar sus labios.
Nos besamos despacio, porque aú n
nos faltaba aire y nuestros corazones
palpitaban demasiado deprisa. Me
rodeó con sus brazos y apoyé el
rostro sobre su pecho, todavı́a
agitado. Nos quedamos ası́ durante
un largo rato.
—Lorna —la llamé en voz baja
cuando su respiració n y la mı́a fueron
recobrando la normalidad.
—Dime, preciosa —dijo ella.
—Me ha encantado —le confesé.
Se separó de mí buscando mis ojos.
—Y a mı́, mi amor —me besó tan
dulce y tiernamente que volvió a
encender mi deseo.
Me abrazó arrastrá ndome hacia ella
cuando nos deslizamos bajo las
sá banas. La rodeé tambié n y volvı́ a
acomodarme sobre su pecho. Me
estremecı́ con el calor que
desprendı́a su desnudez, junto a la
mı́a. Ignoré su sujetador y no hice
preguntas sobre si dormirı́a con é l o
no. Sus dedos acariciaron mi espalda
y mi piel reaccionó al instante.
Alzó mi rostro y me miró a los ojos
antes de que sus labios me besaran.
Su beso fue lento pero apasionado,
enseguida sus manos comenzaron a
recorrer mi cuerpo desnudo, y yo me
perdí una vez más en sus caricias.
Capítulo 23
Nunca la Semana Santa habı́a tardado
tanto en llegar, ni caı́do tan tarde en
el mes de abril. La ú ltima semana de
clase, antes de las esperadı́simas
vacaciones, me mantuvo separada de
Lorna. No porque yo quisiera, sino
porque ella seguı́a ocupada con
asuntos varios, al parecer.
Curiosamente, desde que nuestra
relació n se habı́a vuelto má s ı́ntima
menor era el tiempo que pasaba con
ella. Ahora nos habı́amos convertido
en amantes de in de semana.
Supongo que tendrı́a que haberme
conformado con aquello, pero yo
siempre querı́a má s. Desde el mismo
instante en que la conocı́, Lorna se
habı́a convertido en mi adicció n y
ahora que habı́a probado la droga, el
sı́ndrome de abstinencia no me
dejaba vivir sin ella. Y lo peor de todo
era el constante runrú n de mi cabeza,
que me decı́a que algo no encajaba,
que algo ocurrı́a. El jueves por la
tarde acompañ é a Martina, despué s
de que terminá ramos las prá cticas en
el hospital, a comprar un regalo para
Laia. Iba a ser su cumpleaños y quería
ir a una tienda de instrumentos
musicales que se encontraba al norte
de la ciudad. La seguı́ en moto y me
detuve detrá s de ella cuando se nos
cerró un semá foro. Tenı́a la vista ija
en la luz roja que colgaba por encima
del casco de Martina cuando un color
azul, que se hallaba en mi campo de
visión, me sacó de mi
ensimismamiento. Desvié la vista y
me topé con aquellas luces de neó n
que iluminaban unas letras que me
resultaron familiares. «Clı́nica
Romo», leı́ sin poder evitar que me
diera un vuelco el corazó n. Rodé
despacio en el momento que brilló la
luz verde. Querı́a absorber cada
mı́nimo detalle de aquel edi icio
blanco con enormes cristaleras al
tiempo que circulaba por delante.
Casi estaba llegando al inal de la
manzana donde terminaba el parking
propiedad de la clı́nica, cuando mis
ojos detectaron la trasera de un
coche blanco entre los muchos que
habı́a allı́ aparcados. Era el coche de
Lorna. Se me desbocó el corazó n y
aceleré vacilante la moto para no
perder a Martina. De regreso a casa
volvimos a pasar por delante de la
clı́nica y a pesar de que la perspectiva
desde enfrente me di icultaba la
visió n, pude distinguir que su coche
permanecı́a allı́ estacionado. Me
despedı́ de Martina en la esquina
donde siempre lo hacı́a y continué en
direcció n a mi casa para no levantar
sospechas. Tan pronto avancé por la
calle, asegurá ndome de que ya se
habı́a marchado, di la vuelta y
deshice el camino de nuevo hasta la
clı́nica. Comprobé que su coche
seguı́a allı́ y aparqué la moto en el
lateral de la calle de enfrente.
Merodeé por la acera sin apartar mis
ojos y terminé por sentarme sobre el
respaldo de un banco, que me ofrecı́a
la altura su iciente para ver sin ser
vista. Pasé mucho tiempo allı́
sentada, con la mirada ija en su
matrı́cula, hasta que a las ocho y
veinte reconocı́ su igura caminando
por el aparcamiento. Iba sola y otra
bolsa de plá stico, como la que habı́a
descubierto en su armario, colgaba
de su mano. La contemplé con la
mirada borrosa por las lá grimas
durante su recorrido. Despué s, se
metió en el coche y esperé a que
saliera del parking. La seguı́ con la
mirada hasta que se alejó tanto que
dejé de verla.
—Es precioso Lorna —le dije
contemplando la impactante
panorá mica sobre la playa de arena
blanca y agua turquesa, que
contrastaban con el verde de la
vegetación y las palmeras.
—Me alegro de que te guste —
respondió entrelazando sus dedos
con los míos.
—Es lo má s bonito que he visto en
mi vida despué s de ti —levanté su
mano y bajé la vista para mirarla. Aú n
era capaz de sentir su tacto sobre mi
cuerpo, desde el in de semana
anterior, en que habı́amos hecho el
amor.
—Querrás decir de ti.
—No, de ti —con irmé llevá ndome
su mano a los labios para besarla.
—¿Va todo bien, Denise?
Eso mismo me preguntaba yo.
—Sí, muy bien. ¿Por qué?
—Porque hoy está s muy callada,
especialmente callada. —Tenía razón,
apenas habı́a hablado durante las
tres horas y media de trayecto en el
ferry que nos habı́a llevado hasta allı́.
Y tampoco cuando desembarcó el
coche y condujo cruzando la isla de
norte a sur, hasta el exclusivo
complejo hotelero donde nos
hallá bamos. Me movı́ para quedar
detrá s de ella, rodeá ndola por la
cintura—. Y triste —añ adió girando
la cara para mirarme, al tiempo que
se apoyaba sobre mi hombro.
—Ya no —sonreí.
Alzó la mano y me retuvo contra ella
cuando buscó mis labios para
besarlos. Gemı́ con el roce de su
lengua y sus dedos se tensaron sobre
mi nuca, acercándome más a su boca.
—¿Cuá nto cuesta este lugar? —le
pregunté con la respiración agitada.
Era una lujosa villa privada de dos
habitaciones, dividida por un saló n y
una cocina integrada en el mismo.
Teníamos piscina para nosotras solas
y la enorme terraza donde nos
encontrá bamos daba acceso a la
playa. Cada una de las estancias se
comunicaba con aquella terraza, a
excepció n de uno de los dos cuartos
de bañ o. Todo estaba pensando para
que uno pudiera disfrutar de la
impresionante vista.
—No, Denise —susurró —. ¿Es por
eso por lo que estás así?
—No, es porque no puedo vivir sin
verte.
Se dio la vuelta entre mis brazos y
volvió a besarme apasionadamente.
—Te quiero —dijo abrazá ndose a
mi cuerpo.
—Yo tambié n puedo ayudar a pagar
esto. Tengo dinero. No te lo he dicho,
pero ya he cobrado la indemnizació n
de Kling.
—Ya era hora —suspiró —. Pero no
quiero tu dinero.
—¿Está s segura? —bromeé —. Me
ha dado una pasta.
—No hay dinero en el mundo que
pueda pagar lo que te hizo.
—Me hizo la persona má s feliz del
mundo. Te conocí a ti.
—No digas eso. No me gusta que
digas eso.
—¿Por qué?
—Porque podría haberte matado.
—Pero no lo hizo y te conocí.
—Denise…
Me reí.
—¿Vamos a la playa?
—¿Me das una vuelta en moto?
—¿Qué moto?
—La de agua. ¿Sabı́as llevarla,
verdad? Porque yo no.
—¿Tambié n tenemos moto de
agua? —se me iluminó la cara.
—Podemos tener todo lo que tú
quieras, mi amor.
Deshice mi maleta a toda prisa y me
cambié aú n má s rá pido. Se rio
cuando le pregunté si le importaba
que la esperara en la playa. Me lanzó
un chaleco salvavidas y me mostró
burlona la llave de la moto, que sacó
de su bolso.
—Si la quieres, ven a por ella —me
dijo en tono sugerente.
La recorrı́ de arriba a abajo con la
mirada y me acerqué despacio. Sentı́
un escalofrı́o cuando posó su mano
sobre mi estó mago desnudo,
impidiendo que me aproximara má s.
Sonrió y escondió la mano detrá s de
su espalda.
—Dame un beso y te la doy.
Estiré el cuello para dar alcance a
sus labios y ella me rodeó ,
besá ndome abrasadoramente.
Protesté cuando abrió mi mano y me
entregó la llave. No querı́a la moto,
querı́a hacer el amor con ella. Estaba
terriblemente excitada y ella
tambié n, aunque lo disimulara
cuando me echó de la habitació n. Salı́
a regañ adientes y escuché su risa
mientras me alejaba. Descubrı́ que
aquella parte de la playa era de uso
exclusivo para la villa que
ocupá bamos. Al menos habı́a
cincuenta metros de distancia hasta
nuestras vecinas, que en aquel
momento jugaban en el agua. Me
pregunté si serı́an pareja, pero
enseguida desvié los ojos a la
cubierta de proa color azul oscuro
metalizado de la Yamaha que lotaba
en la orilla, amarrada a un poste de
madera. Volvı́ a mirarlas cuando me
sorprendió la buena temperatura que
tenı́a el agua. Pensaba que iba a estar
má s frı́a a pesar de los cuatrocientos
kiló metros que habı́amos recorrido
en direcció n sur. Supuse que la ola de
calor que habı́an anunciado para
Semana Santa, y que ya se hacı́a
notar, tenı́a mucho que ver con
aquello. Ademá s, Tlys era la ú ltima
isla que conformaba el archipié lago
donde vivı́amos y la má s austral de
todas. Colgué el chaleco salvavidas
del manillar de la moto y me zambullı́
en el agua cristalina mientras
esperaba a Lorna. No tardó en
aparecer con una sonrisa pı́cara
dibujada en sus labios y supe que aú n
se estaba riendo de mı́, por haberme
dejado en el estado de excitació n en
que me dejó . Salı́ del agua para
recibirla y le salpiqué suavemente la
cara, en respuesta a aquella traviesa
sonrisa.
—Esta noche hablamos —anuncié.
Soltó una carcajada que me hizo
reír.
—Dios, qué guapa eres —suspiró
paseando sus ojos por mi rostro.
Enrojecı́ y aparté la vista, como si
eso evitara que ella no pudiera
verme. La miré de soslayo cuando me
ijé en que sonreı́a por mi reacció n.
Me di la vuelta con rapidez y me dirigí
a la moto.
—¿Nos vamos? —pregunté sin
mirarla, tratando de controlar mi
acelerada respiración.
Su mano se posó de pronto en la
curva de mi cintura, al tiempo que
sus labios besaban mi espalda
mojada poniéndome la piel de gallina.
—Nos vamos —susurró.
Pasamos la tarde entera subidas en
la moto. Me costó un buen rato
convencerla para que la llevara ella.
No querı́a dejar de sentir su intenso
abrazo y sus manos, que cada poco
tiempo acariciaban mis piernas
mientras surcá bamos aquel manto
turquesa, pero querı́a que
comprobara que no era difı́cil
conducirla, que cualquiera podı́a
hacerlo. No dejó de reı́rse y de hacer
bromas cuando le hice recordar que
el cordó n elá stico que até a su
chaleco salvavidas, y que la unı́a a la
llave de contacto, se le conocı́a por el
nombre de «hombre al agua». Y ya no
paró de reı́rse cuando descubrió que,
efectivamente, podı́a conducir la
moto ella sola. Estaba tan feliz y
exultante que me paseó arriba y
abajo sin descanso. Me abracé a su
cuerpo y me alegré tanto de verla ası́,
que la triste imagen que conservaba
de ella, caminando sola por el
aparcamiento de la clı́nica, se
desvaneció en mi cabeza. Sin
embargo, aquella escena volvió a
atormentarme cuando la dejé en la
tumbona de la terraza y me metı́ en el
bañ o a ducharme y a arreglarme para
la cena.
Me senté en el sofá de la habitació n
y encendı́ la tenue luz de una lá mpara
que habı́a sobre una mesa cuando el
cielo se fue oscureciendo. La oı́a
canturrear y oı́a correr el agua de la
ducha mientras la cabeza no dejaba
de darme vueltas, esperando a que
terminara. Me habı́a impactado tanto
verla sola en ese parking y con
aquella bolsa, suponı́a que llena de
decenas de pruebas que le estarı́an
haciendo, que aú n no habı́a
conseguido borrar la imagen de mi
mente y de mi corazó n. No podı́a
entender por qué no le acompañ aba
alguien, por qué me ocultaba una
cosa ası́. Hasta me hubiera alegrado
de verla en compañía de su ex.
—Hola, preciosa —dijo cuando
salió y me encontró allı́ sentada—.
¿Qué haces ahı́ tan solita en la
penumbra?
Llevaba enrollada una toalla que le
cubrı́a hasta la mitad de los muslos,
su melena oscurecida por la humedad
del agua caı́a cubriendo uno de sus
hombros desnudos.
—Pensar en ti.
Me sonrió con dulzura.
—¿Te apetece que pidamos la cena
aquí o prefieres ir al restaurante?
—¿Qué dı́a te vas al inal? —le
pregunté suavemente.
—El 28.
—Un mié rcoles —con irmé —. ¿A
qué hora?
—A la una y media. ¿Por?
Exactamente a la misma hora que
salía el avión que tomó su hermana.
—Por ir a despedirte.
—No puedes, tienes clase. No te
preocupes por eso ahora.
—No pasa nada porque falte un par
de horas.
—Con lo poco que te queda para
terminar el curso no deberías faltar.
—Tengo diecisé is añ os y estudio
tercero de medicina, podrı́a faltar el
curso entero, que seguirı́a estando
por delante del resto de mis
compañ eros, ¿no te parece? —me
miró ijamente sin mediar palabra—.
Pero si por algú n motivo no quieres
que vaya, no iré —hablé de nuevo.
—¿Qué te ocurre, Denise?
—Que no quiero que lo hagas —dije
tras contemplarla indecisa unos
instantes.
—¿El qué? ¿Irme a Colombia?
—No te vas a Colombia.
Aprecié el leve gesto de sorpresa
que se dibujó en su rostro.
—Claro que voy.
—No, no te vas —negué —. ¿Qué dı́a
vuelves?
—Aún no lo sé.
—¿Tienes el billete de ida y no el de
vuelta?
—Sı́, ya lo sacaré allı́ cuando decida
qué día vuelvo. ¿Cuál es el problema?
—Que es mucho má s caro —repuse
con escepticismo—. Con sacar un
billete abierto hubieras solucionado
el problema.
—No sé , siempre viajo ası́. Puedo
pagarlo —se encogió de hombros.
—Lo sé —a irmé , echando un
vistazo a mi alrededor. Aquella
impresionante villa era una prueba
irrefutable de lo que podı́a pagar sin
problemas—. ¿Está s buscando
trabajo en otra clínica?
—No, y mucho menos allı́, si es lo
que está s pensando. Quiero seguir
viviendo lo más cerca posible de ti.
—¿Y aquı́? En casa, quiero decir —
corregı́ sobre la marcha al caer que
estábamos fuera.
—Tampoco, por ahora estoy bien
donde estoy.
—Quiero verte desnuda —le rogué
tan inesperadamente para ella como
para mí.
—Perdona, ¿cómo dices?
—Que te quites la toalla. Quiero
verte desnuda, por favor.
—¿Qué me está s pidiendo? —
preguntó , echá ndose a reı́r—. ¿Un
striptease?
Dejó de reı́rse cuando me puse en
pie y caminé hasta ella.
—No, Lorna —le dije al ver que sus
manos se aferraban a la toalla,
sujetá ndola contra su pecho—. No te
la voy a quitar. Ni siquiera lo he
hecho mientras hacíamos el amor, así
que no lo voy a hacer ahora —bajó la
vista al suelo y percibı́ la tensió n de
su rostro cuando le besé los labios.
Rodeé su cuello y la abracé contra mı́.
Tardó en retirar los brazos, que
quedaron aprisionados contra mi
tó rax—. Lo que quiero es que tú
quieras quitá rtela cuando esté s
conmigo.
—Pues es obvio que no quiero
hacerlo.
Me quedé gé lida ante sus frı́as
palabras, pero continué abrazá ndola.
Deslicé lentamente mis labios por la
piel de su cuello, y ni siquiera mis
besos en aquella parte de su cuerpo,
que me constaba que le gustaba,
hicieron que se relajara.
—¿Y si apagara la luz? —pregunté
despacio.
—Tampoco.
Ignoré su tajante y glacial
respuesta, persistiendo con mis
besos sobre su piel hasta alcanzar su
hombro.
—Vayamos al restaurante, te
espero fuera —dije cariñ osa tras
comprender que aquella rigidez no la
abandonaría.
No me miró cuando me separé de
ella, dá ndome la vuelta para salir de
la habitación y dejar que se vistiera.
—Eres preciosa tal y como eres. Lo
ú nico que importa de la cicatriz de tu
pecho es lo que la ha causado. No
quiero que te operes, Lorna. No
quiero que pases por má s
intervenciones, por má s anestesias, y
mucho menos por má s dolorosos
postoperatorios —confesé antes de
cruzar el umbral de la puerta.
Me detuve ante el atronador
silencio que desencadené , pero no
me atreví a volverme para mirarla.
—¿Y tú có mo sabes eso? —habló al
fin detrás de mí.
—Te vi la cicatriz —respondı́
suavemente sin cambiar de posición.
—Eso ya lo iguraba. Si la hubieras
visto bien sabrı́as que es algo má s
que una simple cicatriz lo que tengo
en el pecho.
Me giré despacio. La encontré
agarrada a su toalla con la cabeza
ligeramente agachada, y con la
mirada pétrea clavada en mí.
—¿Y qué quieres hacer, Lorna?
¿Ponerte un implante? Eres mé dico.
Sabes mejor que nadie que eso
aumenta el riesgo de que se
desarrolle un nuevo tumor —se me
quebró la voz y presioné mis sienes
con fuerza para evitar ponerme a
llorar.
—No, cariñ o, no llores, por favor —
se apresuró hacia mı́ y me abrazó —.
No es un implante, es una nueva
técnica.
—¿Có mo de nueva? ¿Te vas a
convertir en conejillo de indias? Pero
si eres preciosa como eres ahora.
—No, Denise, es con grasa. Se
reconstruye con mi propia grasa
corporal.
—¿De dó nde? ¡Pero si tú no tienes
grasa! —me sequé la humedad de los
ojos antes de que alguna lá grima se
derramara.
—Cré eme, todos tenemos grasa —
rio con una carcajada. La miré tan
perpleja como me quedé . ¿Có mo
podı́a reı́rse tan alegremente de
aquello? Me dolió tanto su risotada
que casi me enfadé con ella. Imaginé
que aquella era su forma de
enfrentarse al cáncer, pero a mí se me
heló la sangre en las venas—. Del
abdomen —su voz recuperó un tono
má s serio cuando reparó en lo
conmocionada que me habı́a dejado
su risa, como si de un vulgar chiste se
tratara.
—¿Hace cuá nto tiempo que te
ocurrió ? —se me volvió a romper la
voz.
—Un añ o y siete meses. Pero tú no
te preocupes por eso, preciosa. Estoy
bien, estoy limpia. Me hago
revisiones cada seis meses y todo
está perfecto.
—Pues eso es lo ú nico que importa,
Lorna —rompı́ a llorar—. ¿Qué
necesidad hay de que vuelvas a
entrar en un quiró fano? —me abracé
a ella.
—Porque querı́a evitar esto y
porque necesito sentirme bien.
Necesito hacer el amor contigo bien y
no estar pensando en cuá l va a ser el
siguiente movimiento de tu mano,
para que no lo descubras. O peor aú n,
que te sorprenda llorando
desconsoladamente por ese mismo
motivo, y a partir de ese momento, ya
ni siquiera tenga de qué
preocuparme porque tú misma me
tranquilizas, dicié ndome que no vas a
desnudarme —me secó las lá grimas
al tiempo que besaba mis labios.
—No lloraba porque tuvieras una
cicatriz sino porque supe lo que te la
habı́a originado. Y si desde luego no
te he desnudado, no es porque no lo
deseara sino porque sabı́a que no lo
deseabas tú . Podrı́a haberte faltado
un pecho, faltado los dos incluso, que
yo te seguirı́a queriendo igual y
deseá ndote del mismo modo. Te lo
aseguro, Lorna.
Sacudió la cabeza.
—Joder —exhaló —. Tú no tendrı́as
que haberte enterado de esto.
—¿Por qué no? ¿Có mo puedes
decirme una cosa así?
—Porque tienes dieciséis años, eres
una niña. Tú no te mereces esto.
—La que no te lo mereces eres tú —
repuse con rapidez y tomé su rostro
entre mis manos para besarla.
—Tienes que estar con alguien de
tu edad, no conmigo —dijo cortando
nuestro beso—. A tu edad deberı́as
vivir ajena a este tipo de cosas.
—No, no, no —le rogué — no
empieces, Lorna. No empieces con
ese tema, por favor.
—¿Có mo es posible que te hayas
enterado?
—Atando cabos. Ni siquiera estaba
segura de que te fueras en realidad a
Colombia, y necesitaba averiguarlo
de una vez por todas.
—¿Qué cabos?
—Solo han sido una sucesió n de
casualidades.
—¿Qué casualidades? —preguntó
otra vez poniendo é nfasis en cada
palabra.
—No te enfades, pero la semana
pasada descubrı́ una bolsa de la
Clı́nica Romo en tu armario. Te juro
por lo que má s quieras que fue por
accidente. Te llamaron al mó vil, tú
saliste corriendo, cogiste una bata y
una de tus camisas se cayó al suelo.
Me levanté de la cama para recogerla
y al ir a colgarla vi la bolsa. Ni
siquiera le di importancia en ese
momento. Para entonces ya sabı́a lo
que te habı́a ocurrido, ası́ que pensé
que era donde te hacı́as las
revisiones. Al dı́a siguiente me dices
que te vas a Colombia a ver a Helena.
Y no una semana o quince dı́as, sino
todo un mes. Tampoco en ese
momento caı́. Solo pensé que tal vez
le ocurrı́a algo que tú no querı́as
contarme, ya que no hacı́a ni dos
semanas que se habı́a ido. Nos
fuimos a cenar y cuando le secaste
unas gotas de agua a Blyth reparé en
su pecho, en que era operado. Me
acordé entonces de la bolsa de la
Clı́nica Romo. Allı́ no solo se leı́a
medicina, tambié n cirugı́a plá stica.
Me fui de la mesa y entré en la pá gina
web desde el mó vil, veri icando que
no existı́a ninguna unidad de
oncologı́a, por lo tanto, difı́cilmente
podrı́as estar hacié ndote unas
revisiones rutinarias. Sin embargo,
constaté que eran los mejores en
cirugı́a plá stica reparadora y todo
tipo de tratamientos esté ticos. Ahı́ es
cuando empecé a pensar en qué hacı́a
una bolsa de ellos en tu armario, si no
era porque en algú n momento les
habrı́as visitado. Entonces llega el
jueves, y Martina me pide que le
acompañ e a comprar un regalo para
Laia por su cumpleañ os. De camino a
la tienda, descubro que estoy
pasando por delante de la Clı́nica
Romo y que tu coche está allı́
aparcado. Decido regresar con
Martina hasta casa para que no
sospeche, me aseguro de que se ha
ido y doy media vuelta hasta la
clı́nica. Tu coche continú a en el
mismo lugar de antes, por lo que
aparco la moto para que no puedas
verla y desde la acera de enfrente
espero a que salgas. Apareces sola
caminando por el parking y con otra
bolsa idé ntica a la de tu armario, te
montas en el coche y te vas. He
querido pensar que igual estabas en
una entrevista de trabajo, porque soy
incapaz de creer que me hayas dicho
que te vas cuando en realidad lo que
ibas a hacer era meterte en un
quiró fano para operarte sin decirme
ni una sola palabra. Má s tarde, como
cada noche, me llamas a las nueve y
media y me cuentas
despreocupadamente que has estado
con Blyth en Bou-Azzer —bajé la vista
a sus labios cuando advertı́ que
estaban conteniendo la risa—. ¿Te
hace gracia? —pregunté casi
escandalizada.
—No —trató de controlar la sonrisa
que iba lentamente formá ndose en
sus labios—. ¿Pero qué querías que te
dijera?
Contemplé su precioso rostro, que
me miraba interrogante como una
niñ a pequeñ a arrepentida de su
última travesura.
—Si quieres operarte, si eso es lo
que realmente quieres, dime que lo
necesitas hacer por ti y no por mı́. Si
supiera có mo te convencerı́a para
que no lo hicieras.
—Es por mí, de verdad.
—Dé jame estar contigo, por favor.
No me eches de tu vida —le rogué de
nuevo—. Quiero acompañ arte a cada
prueba y quiero estar a tu lado hasta
que entres en quiró fano y cuando
salgas de é l, quiero que me dejes
cuidar de ti hasta que te hayas
recuperado del todo. —Apoyó la
frente en mis labios y cabeceó
agarrada a mi camiseta—. Habı́a
llegado a pensar que te estabas
viendo con alguien más —confesé.
—No, mi amor, no hay nadie má s
que tú . ¿Có mo puedes pensar una
cosa así?
—Porque no entendı́a que ya solo
pudiera verte los fines de semana.
—No te veı́a porque era la ú nica
forma humana que encontraba para
no terminar acostá ndome contigo.
¿Cuá ntas veces crees que iba a poder
estar contigo sin que me preguntaras
por qué siempre llevaba puesto el
sujetador?
—Muchas, muchı́simas —besé su
frente.
—Porque lo sabías —sonrió.
—Al principio creı́ que no te
gustaba que te tocaran el pecho,
hasta que el sá bado pasado conseguı́
averiguar que no era verdad… —
busqué sus labios y la besé.
Me ardió la piel cuando me devolvió
el beso con ternura, acariciando mi
lengua con la suya. Tanteé la pared y
apagué la sutil luz que iluminaba la
habitación.
—No, Denise —susurró al
quedarnos a oscuras y comprender
mis intenciones—. No quiero que me
veas así, ¿no lo entiendes?
—Ya te he visto, Lorna, y eres
preciosa. No sé có mo puedes pensar
ni por un instante que algo de ti no
me pudiera gustar. Quiero hacer el
amor contigo, por favor —supliqué
llevá ndola hasta la inmensa cama al
tiempo que retomaba nuestro beso.
Hice que se tumbara y me desnudé
adaptando los ojos a la oscuridad.
Distinguı́a con facilidad la toalla
blanca que cubrı́a su cuerpo, pero me
llevó má s tiempo adivinar su rostro y
descubrir que me estaba
contemplando. Su respiració n sonó
má s fuerte con el roce de nuestros
labios y gemı́ al instante con el
hú medo calor de su boca, de su dulce
recibimiento. Besaba tan
maravillosamente bien que me
sacudı́ sin que aú n me hubiera
tocado. Ahogó un gemido cuando
temblé sobre ella, fundié ndonos
suavemente.
—Eres preciosa —sollocé tras
apreciar que se tensaba cuando
comencé a abrir muy despacio su
toalla.
Exhaló aire, permitié ndome que
continuara. Me estremecı́ cuando mi
pecho desnudo entró en contacto con
el calor del suyo, cuando mi desnudez
reposó sobre la suya. Volvı́ a
fundirme en su boca y me sentı́ feliz.
Poco a poco la rigidez que aú n
albergaban sus mú sculos fue
cediendo y su cuerpo me acogió
amoldá ndose al mı́o, dá ndome ası́
una completa bienvenida al fin.
FIN