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Una Historia Al Viento - Paul Brito

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Una historia al viento

Paul Brito

Unos adolescentes apostados en la esquina esperan que la brisa le alce la falda

a alguna mujer desprevenida. El viento levanta ráfagas de arena y los

transeúntes caminan con la cara ladeada y los ojos achinados. Un calvo agarra

los tres pelos que hace un momento lamían su cráneo; trata de pegárselos de

nuevo, pero la brisa burlona no se lo permite. Un muchacho corre detrás de

unos papeles y sus amigos se ríen de él. Él también se ríe, pero de una forma

angustiosa.

Parece mentira que una cosa tan inasible como el viento, tan abstracta,

le cambie el rostro a la ciudad, modifique el comportamiento de sus

habitantes, desfigure sus modales, los arrincone en la ridiculez y que el

responsable ni siquiera se pueda señalar con el dedo. Cuando llueve, al menos

uno sabe por dónde pasarán los arroyos más peligrosos de la ciudad, en

cambio el viento no sigue ningún cauce. Es caprichoso y extravagante.


Cuando menos piensas, te puede lanzar un pedazo de teja en la cabeza o

desplumarte el único billete que tienes para el bus.

¿Cómo no asustarse cuando suena el mismo silbido aullador que se

escucha en las películas del Oeste cuando está a punto de llegar el villano?

Aunque en este caso el villano y la brisa son la misma cosa, el mismo forajido

que viene a sabotear el pueblo. En el caso de la lluvia, uno puede defenderse

con un buen paraguas o un largo impermeable, pero nadie se ha inventado

hasta ahora el “paravientos” o algo por el estilo. No queda otra que salir a la

calle a la buena de Dios, con apenas la señal de la cruz o la bendición de la

abuela, y a ver qué te espera en la calle, el golpe avisa.

Aunque llegan a refrescar el clima cruel de todo el año, los alisios

pueden alzar tanto el oleaje que en la madrugada del 8 de marzo del 2009

mutilaron doscientos metros del muelle de Puerto Colombia, destecharon

casas y un polideportivo, destruyeron paredes y postes, tumbaron torres de

iluminación en el estadio de béisbol Tomás Arrieta, arrancaron árboles de raíz

y reventaron cables de energía con la facilidad con que se remueve una

telaraña.

Alguna vez, cuando yo era niño, el viento fue un soplo divino y no ese

bufido apocalíptico que terminó de arrasar a Macondo. Elevaba cometas, me

avisaba de que habían llegado las vacaciones, les daba vida a las sábanas
colgadas en el patio de la casa (como si fueran velas de unos barcos piratas),

descorría una inmensa ventana hacia el océano. Era una madre diligente que

venteaba la peste, secaba la ropa y ayudaba a esparcir semillas.

Pero no siempre fue así. En mi adolescencia se volvió turbulento.

Céfiro, que era el rostro amable de las brisas del sur, comenzó a darle paso a

Bóreas, raptor de doncellas, y sus vientos huracanados del norte. Bajaba a

ráfagas racheadas por laderas de montañas rocosas. Meneaba una falda de

lluvias sobre las cosechas de arroz y con el paño húmedo de su cola me

aliviaba la fiebre del mediodía.

Poco después de terminar la universidad, un viento de cambio me llevó

a España. Viví en Cataluña, donde hablaban de la tramontana como un efluvio

enloquecedor que, a diferencia de los alisios, aparece dos veces al año:

primavera y otoño. También, al contrario de los alisios, su aliento terrestre

sopla hacia el mar como una persona grosera que te quiere sacar de su casa a

la fuerza. Quizá por esa diferencia telúrica, nuestro talante es más acogedor

que el de los catalanes. Y tal vez más parecido al de los andaluces, pues estos

también reciben del mar y de África un viento cálido y húmedo que, según los

expertos, tiende a infundir dejadez y lubricidad en sus habitantes.

Por esos días mi empresa, una compañía de energía solar, me envió a

una población en medio de los Alpes bávaros, para que instalara sistemas de
alimentación solar en varias unidades de telecomunicación. Allí también me

las vi con otro viento inhumano: el foehn de sotavento, un viento seco y

tórrido que provoca deshielo y aludes, y en las personas, dolores de cabeza,

ataques cardíacos, depresiones y hasta suicidios. Mientras revisaba unos

paneles solares en la cuesta de una montaña me atacó de frente, como un

maleante en el callejón más sórdido de una ciudad. Se me bajó la presión y me

sentí exangüe y sin suelo. Al día siguiente acudí al hospital, pues seguía

sintiéndome débil, pero no quisieron atenderme, porque solo estaban

recibiendo a las víctimas más graves y urgentes.

No tardaría mucho en conocer al temido ábrego de la región Cantábrica,

un viento azuzado por el mismo efecto foehn. En los meses que estuve en

Portugalete instalando otra serie de módulos solares para un gasoducto, sufrí

los males que se le atribuyen: catarro, cefaleas y abatimiento. Estaba

trabajando con un ingeniero peruano que, al mínimo amago de queja de mi

parte, me repetía que el ábrego era un niño en comparación con el zonda de las

comarcas andinas: “Se cuela más adentro, altera las emociones y hasta la

sexualidad —me dijo con tono científico—; está demostrado que incrementa

los divorcios y la delincuencia”.

 A pesar de su crueldad, caprichos y fechorías, los costeños del Caribe

colombiano no podemos vivir sin el viento. Vivimos abrazados a él, como un


boxeador se aferra a su contendiente para no ser golpeado. Nos quejamos del

ajetreo de la brisa y, sin embargo, lo primero que hacemos al llegar a casa es

encender un ventilador para que nos meza con su zumbido. Necesitamos los

alisios tanto como ventiladores por toda la casa. Nos quejamos de su ímpetu,

pero al mismo tiempo exhalamos huracanes al hablar o reír. Acaso por eso

volví a mi tierra hace unos años, y precisamente en diciembre. “Diciembre

llegó con su ventolera, mujeres”, dice una canción que les da la bienvenida

cada año, “y la brisa está que llena el mundo de placeres”.

 La época de más vientos es precisamente la que nos vuelve más

eufóricos y traviesos: desde diciembre hasta febrero con sus carnavales. La

cumbia es quizá la manifestación de esa sustancia vehemente y sinuosa que

nos recorre por dentro. Bailarla es nuestra forma maestra de torear la brisa, de

fundirnos a ella e impedir que apague la vela de nuestro espíritu. Por eso todas

las demás músicas salen de ella. Por eso en tiempos coloniales, cuando el

viento atravesaba gaitas y flautas de millo, las negras alzaban sus polleras

como alas. Y los españoles les ponían bolas de hierro en los tobillos, por si

acaso.

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