Curtis Garland - Miserere Por Mi
Curtis Garland - Miserere Por Mi
Curtis Garland - Miserere Por Mi
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Curtis Garland
«Miserere» por mí
Bolsilibros: Selección Terror - 288
ePub r1.2
Titivillus 08.02.15
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Curtis Garland, 1978
Ilustraciones: Alberto Pujolar
Diseño de cubierta: liete
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«Crujen… crujen los huesos, y de sus médulas han de parecer que salen los
alaridos…».
«Las notas son huesos cubiertos de carne, hambre inextinguible los cielos, y su
armonía… fuerza. Fuerza y dulzura…».
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CAPÍTULO PRIMERO
Para Warren Ashley, todo comenzó con aquella tormenta en pleno campo.
Nunca pudo imaginar que el simple estallido lejano de un trueno, tras el centelleo
lívido de un rayo en la distancia, fuese a marcar inexorablemente su vida y su futuro,
a sumergirle en una pesadilla alucinante, donde lo real y lo irreal se fundirían, de tal
modo, que sería imposible separar una cosa de la otra o distinguir entre ambas.
¿Cómo pudo llegar a sospechar, ni remotamente, el joven Warren Ashley que, con
aquel súbito aguacero que se le venía encima, calándole hasta los huesos, se iniciaba
para él un horror sin límites, más allá de la vida, de la razón y de todo lo que
configura este mundo?
Y, sin embargo, así fue.
Para el joven Ashley todo comenzó así. Precisamente cuando su existencia estaba
a punto de iniciar una nueva etapa feliz, llena de nuevas ilusiones y esperanzas, tuvo
que ocurrir aquello. Precisamente entonces.
Si alguien hubiera sido capaz de anticiparle los acontecimientos, de advertirle del
futuro, avisándole para que no saliera aquel día del albergue provinciano, para que no
se aventurase por la bella campiña en un simple paseo que iba a servirle para estirar
las piernas, para reflexionar, hacer sus cálculos placenteros para el inmediato
porvenir y, de paso, entrar en contacto con la Inglaterra que no conocía y que,
paulatinamente, deseaba ir conociendo para aprender a amarla como amaba al ser por
el que había cruzado el Océano, dejando atrás la nueva existencia y los nuevos modos
de un país joven como los Estados Unidos, para regresar a la que fuera tierra de sus
mayores, y origen de la emigración de los Ashley a América, seguro que, de ser así,
el joven Ashley no hubiera hecho el menor caso a esa persona, y se hubiera reído de
lo que calificaría de absurda patraña ideada por una mente enfermiza y delirante.
Porque, sencillamente, lo que le hubiesen presagiado, era algo que no podía
suceder nunca, salvo en las amarillentas páginas de algún viejo libro de horribles
leyendas o de supersticiones arcaicas.
Y, sin embargo… todo ello sucedería así, punto por punto. Pero nadie,
absolutamente nadie de este mundo; nadie con su mente sana y equilibrada, hubiese
podido en modo alguno, intuir sucesos tan fuera de toda razón y sentido.
Lo cierto es que Warren Ashley abandonó aquella tarde, tras una comida copiosa
y un buen vino de las bodegas viejas del albergue del pueblo donde se hallaba
momentáneamente, las paredes de su alojamiento, para recorrer los alrededores; para
impregnar sus ojos y sus sentidos con los verdes intensos, con los matices húmedos y
frondosos de la campiña británica, tan diferente a aquellas otras tierras del otro lado
del Atlántico, donde naciera y se hiciera hombre, y de las que el bello navío con las
velas desplegadas le había trasladado a la vieja Europa, a la Inglaterra entrañable de
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sus antecesores para reunirse con ella.
Ella.
No podía dejar de pensar en ella, ciertamente. Desde que abandonara, ella, las
tierras americanas, habíase sentido como fascinado por su recuerdo. Apenas un año
de separación… y ya estaba él allí. A reunirse con ella. Dispuesto a ser su esposo.
Había hecho un largo viaje desde los Estados Unidos a Inglaterra. Luego, desde el
puerto de Plymouth, a Londres. Y, finalmente, de Londres hasta este lugar delicioso y
apacible, donde debía esperar las largas horas de aquel día y aquella noche, para, al
día siguiente, a primeras horas de la mañana, tomar el tren que le conduciría hasta
Newcastle, donde ella residía. Y donde bien ajena se hallaba a su llegada, porque lo
ignoraba todo, absolutamente todo, sobre el sorpresivo viaje de Warren al viejo
Continente.
De modo que este pequeño pueblecillo de Nottingham, era la penúltima etapa
hasta llegar a ella. Se llamaba Greensborough, y tenía, cerca, las viejas ruinas de un
castillo por su lado sur, y de la abadía en su lado norte. Inglaterra era rica en esas
herencias del pasado. Él, que venía de un país joven, nuevo, sin apenas historia,
apreciaba en su auténtica valía esas cosas que allí no existían. Castillos, abadías,
monumentos de otros tiempos, con su carga de evocaciones, de reciedumbre, de
solera y de valores históricos. Todo eso era como abrir sus ojos de joven ávido de
emociones, a un mundo distinto y hermoso, que perdía sus raíces en la noche de los
tiempos.
Tal vez por eso había elegido el camino de la vieja abadía, y se alejó
insensiblemente de Greensborough en su paseo vespertino. Cuando quiso darse
cuenta, sólo le rodeaba campiña, arboledas frondosas, suaves ondulaciones cubiertas
de vegetación y praderas con alto césped, salpicado de florecillas silvestres.
Primero se levantó un aire húmedo y molesto. Pensó en volver, pero ya las ruinas
de la vieja abadía se alzaban allá, sobre una elevación, y resolvió seguir adelante. El
cielo se encapotó de modo súbito, y los tonos verde brillantes de la campiña, se
hicieron oscuros y sombríos, aunque no le restaron un ápice de belleza al paisaje.
Después, llegó el destello cárdeno del relámpago. Y el trueno distante y sordo. Y la
lluvia.
La lluvia fue torrencial desde sus inicios. No comenzó con gotas lentas, sino con
un auténtico aguacero que empapó las tierras, la vegetación… y, lamentablemente,
también las ropas de Warren Ashley, que se encontró, de súbito, indefenso y perdido
bajo su azote frío e implacable, que calaba hasta los huesos.
Echó a correr, buscando un refugio. La arboleda más próxima, pese al riesgo que
implicaba de cara a la caída de chispas eléctricas, se hallaba justamente al lado de las
ruinas de la abadía. Tendría que remontar el altozano, y guarecerse allí. Si no se daba
prisa, terminaría empapado y corriendo el riesgo, siempre temible, de un enfriamiento
o una pulmonía.
Warren Ashley alzó el cuello de su levita, se ajustó lo mejor posible el sombrero
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de peluche gris, y echó a correr ágilmente, subiendo a la altura donde se hallaban
árboles y ruinas de viejas piedras.
No tardó demasiado tiempo en llegar. Era joven y esbelto, sus piernas sumamente
ágiles y su necesidad de guarecerse, mucha. Pronto estuvo bajo las copas de los
árboles, recibiendo solamente, de tiempo en tiempo, el gotear de la lluvia a través de
las ramas agitadas por ráfagas de aire frío.
Contempló desde allí la campiña, repentinamente torva y ensombrecida por los
nubarrones y la cortina de lluvia. Allá, muy distante desde la loma, era visible el
agrupamiento de casitas rojas o grises del pueblecillo de Nottingham. Respiró con
fuerza, sacudiendo la cabeza y despojándose de su sombrero de alta copa, para que la
lluvia acumulada en su abarquillada ala chorrease al suelo.
—¡Vaya con el tiempo en Inglaterra…! —resopló—. ¿Será siempre tan variable?
Se contempló la levita verde oscura, en lastimoso estado, y sus grises pantalones,
todo ello totalmente empapado. Los zapatos puntiagudos y brillantes, se habían
vuelto, mate. Hasta el chaleco y la corbata de plastrón estaban empapados.
Consultó su reloj de bolsillo, abriendo la dorada tapa, en cuyo interior le sonreía
un grabado esmaltado, con el rostro de ella.
—Son solamente las cinco y cuarto —murmuró, contrariado, regresando el reloj
al bolsillo de su chaleco—. Espero que amaine el temporal antes de oscurecer…
Pero las apariencias no eran optimistas, ni mucho menos. El nublado seguía
siendo tremendamente oscuro, y no se veía claro alguno en todo lo que, desde aquella
altura, abarcaba la vista. Es más, unos momentos después arreció aún con mayor
fuerza el aguacero, y los destellos luminosos de la tempestad zigzaguearon sobre su
cabeza, ensordeciéndole el bramido de los truenos.
Irritado, soltó una maldición entre dientes, y sacudió la cabeza, empezando a
pensar en la desagradable posibilidad de tener que permanecer allí hasta bien entrada
la noche.
Entonces, distraídamente, y por primera vez, sus ojos se fijaron en las negras
piedras de las ruinas de la abadía de Greensborough.
Estaban allí, a su espalda, donde terminaba la agrupación de árboles protectores.
Muy cerca de él.
Vista de cerca, la abadía no parecía tan ruinosa. Aún conservaba parte de sus
muros e, incluso, zonas de techumbre intactas. Por los intersticios de las piedras,
asomaban plantas trepadoras, arbustos silvestres y musgo.
Los rastros de algún incendio remoto, habían dejado su huella negruzca en los
restos del gótico edificio, en su viejo artesonado de algunas estancias, en la propia
piedra carcomida por la erosión de la intemperie y del tiempo. Arcadas, atrios y
columnas, aparecían, a veces, sorprendentemente intactas, respetadas por la acción
inexorable de los siglos, en contraste con otras zonas del edificio, totalmente
derruidas o tan sólo con algunos muros en pie, tras los cuales sólo había vegetación
silvestre y abandono.
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Todo ello formaba una especie de perfil dentado, recortándose contra el gris
plomizo del cielo tormentoso, y cobraba, con tal aspecto, el aire de un enorme
cadáver petrificado, de una aparición fantasmal inmovilizada por algún tenebroso
sortilegio.
Warren se extrañó de estar pensando cosas tan ridículas. Él era un hombre de
sangre británica, pero de mentalidad americana. Nacido en un país joven, criado en
un mundo diferente, donde castillos y abadías, Medioevo y supersticiones de tiempos
remotos apenas significaban nada, porque nada de ello tenían las florecientes y
jóvenes tierras americanas que le vieran nacer y crecer.
Todo lo demás quedaba para leyendas, consejas y relatos de los europeos, tan
dados siempre a convertir todo lo del pasado en origen de fantasías, romances y
cuentos espectrales para relatar al amor de una lumbre en las interminables noches de
invierno. Así era Europa. Especialmente, así había sido siempre la tierra de sus
mayores, la nubosa y húmeda Inglaterra.
Meneó la cabeza, con aire indiferente, caminando hacia la abadía, sin abandonar
la protección de las copas de los árboles agrupados junto a las viejas ruinas. Entre él y
aquellos muros abatidos por el abandono y el olvido se alzaba la cortina formada por
el aguacero torrencial, como un obstáculo impenetrable, que difuminaba los
contornos de las ruinas.
Warren sintió repentina curiosidad por conocer más de cerca aquella abadía de
Greensborough de la que le hablaran en el albergue, mientras almorzaba. Pero no se
arriesgo a cruzar el corto espacio entre la arboleda y los muros derruidos, dada la
cantidad de agua que descendía del negro cielo. Se limitó a estudiar los capiteles y
ojivas, aún incólumes, tratando de imaginarse cómo habría sido, cuando se erguía en
perfecto estado, aquel recinto de religiosos.
Mentalmente estaba empezando a reconstruir el albergue monacal, cuando
ocurrió aquello.
A sus espaldas, súbitamente, sonó la voz:
—Bello y misterioso lugar, ¿no es cierto?
Se sobresaltó. Había llegado a creerse que estaba solo en muchas millas a la
redonda. El hecho de oír tras de él aquellas palabras, le convenció de que eso era un
error. Y de que alguien más buscaba guarecerse de la lluvia en aquella tarde
borrascosa, aparte de él, en el refugio precario que ofrecían los árboles de la loma.
Volvió la cabeza. Contempló con cierta perplejidad a su interlocutor.
Era una mujer.
Y sumamente hermosa, por añadidura.
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—¡Cielos, no! Al contrario, señorita. Es muy grato verse en compañía de una
dama en un lugar semejante y con este tiempo.
—Me alegra que piense así —suspiró ella, clavando en Warren unos ojos grandes,
profundamente oscuros y hermosos. Las pestañas eran como seda en torno de ellos.
Las cejas, dos arcos perfectos, bajo una frente amplia y tersa, sobre la que caían
algunos rizos de cabello negro azulado.
En contraste, la piel de la bella dama era de una blancura de alabastro o de
porcelana, de una suavidad y tersura increíbles. El amplio vestido color malva le
prestaba un encanto singular, pese a estar mojado, así como el empapado gorrito
atado con cinta malva bajo su bien formado mentón.
Obviamente, era toda una dama. Llevaba en su mano enguantada una pequeña,
corta fusta de cuero trenzado. Sonreía dulcemente, con sus labios carnosos,
perfectamente dibujados sobre el blanco impoluto de sus pequeños dientes.
—¿También a usted le sorprendió la tormenta en pleno campo? —trató de
mostrarse solícito y cordial, Warren, ante la bella desconocida.
—Por supuesto —suspiró ella, con cierta nota de disgusto en su voz.
—Yo soy forastero aquí, y no conozco bien las alternativas climatológicas de la
región, señorita, pero si usted es inglesa y reside aquí, como imagino, debió de prever
algo así…
—Ciertamente, soy inglesa. Resido aquí sólo de un modo temporal. He llegado de
Londres recientemente, y sigo viaje hacia el norte. Pero desconozco, por lo tanto, los
bruscos cambios de clima, aquí, en Nottingham. De todos modos, yo no iba a pie
como parece ser que va usted. Y, sin embargo, tanto da. No es posible regresar a
Greensborough a caballo. Llueve demasiado.
Entonces Warren descubrió el caballo color castaño, paciendo tranquilamente
bajo los árboles, tras sus altos troncos. Evidentemente, el ruido de la lluvia era tan
intenso, que no le había permitido oír las pisadas del animal en la blanda y
encharcada tierra.
—Siempre es mejor disponer de un animal para regresar, si esto sigue feo, que
tener que hacerlo a pie —comentó, sonriendo.
—No esté tan seguro —negó ella, con un movimiento de cabeza—. Antes de
llegar al pueblo estaría calada hasta los huesos. Eso, suponiendo que el pobre animal
no se hundiera en algún accidente del terreno disimulado por los charcos de lluvia,
que todo podría ser.
—En resumen: piensa esperar aquí a que amaine el temporal, como hago yo.
—Creo que es lo más prudente, sí —admitió ella.
—Pero es tarde ya, señorita. Puede que oscurezca y se haga de noche, sin que ese
aguacero ceda lo más mínimo.
—Es muy posible, sí —ella le miró con curiosa expresión, sonrió débilmente y
añadió—: creo que debería llamarme de otro modo, caballero. No soy ninguna
señorita ya.
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—¿Cómo? —se admiró Warren—. ¿Casada, tal vez?
—Hace exactamente un mes y medio —rió ella de buena gana—. Este es nuestro
viaje de novios. Londres-Nottingham, y otros lugares del norte de Inglaterra, hasta
terminar viaje en Edimburgo. Es nuestra idea.
—¿Y ha salido sola de casa, en plena luna de miel?
—Bueno, verá… —murmuró ella, con singular desenvoltura. Golpeó
distraídamente, con su corta fusta, en un tronco de árbol—. Mi esposo no es de mi
edad, precisamente. El nuestro es un matrimonio de conveniencia, nacido de esos
acuerdos familiares tan en boga en nuestro país. A los cuarenta años, no se tiene la
agilidad ni las ganas de vivir plenamente que se tiene, por ejemplo, a los veintidós
años, que representan mi edad. El no gusta mucho de montar a caballo desde que tuvo
una caída, hace cosa de siete años, y se quedó ligeramente cojo de la pierna derecha.
De modo que me deja que salga yo a caballo, si ése es mi gusto, mientras él se queda
a fumar unas pipas y leer algún libro, ante la fogata de la chimenea, esperándome.
—Entiendo —Warren se sintió tremendamente cohibido por haber profundizado
tanto en los asuntos íntimos de la dama, aun sin quererlo—. Sí, entiendo muy bien,
señora. De todos modos, eso empeora la situación. Si su esposo ve llegar la noche, el
temporal continúa y usted no vuelve…
—Sí, tal vez me busque. Pero no tema. Si me hallase a su lado, señor, no tendría
recelo alguno, aunque fuese plena madrugada. No es un hombre celoso. Y, además,
tiene plena confianza en su esposa.
—No… no me refería a eso, señora.
—Dejémoslo, entonces —sonrió ella—. ¿Dijo que no es usted de aquí?
—No. Ni siquiera soy inglés, aunque descienda de ingleses.
—Nadie lo diría por su acento. Habla perfectamente nuestra lengua.
—Es que también se habla en los Estados Unidos de América, aunque tenga sus
diferencias —sonrió, ahora, Warren.
—¡Oh, Estados Unidos…! —asintió la dama, sorprendida—. ¿Es usted
americano?
—Nací americano, sí. Pero ya le digo que mis padres fueron ingleses. Emigraron
muy jóvenes a la nueva tierra prometida, como se la llama.
—¿Y cómo ha viajado desde tan lejos? ¿Tiene familia en Inglaterra?
—Ninguna —suspiró Warren Ashley—. Sólo mi futura esposa.
—Vaya, eso es suficiente para justificar un viaje tan largo, sin duda —vaciló,
miró al cielo, arrugando su ceño, y comentó—: Usted tenía razón. Oscurece ya.
—Sí. Y oscurece muy deprisa —Ashley meneó la cabeza—. ¿Qué piensa hacer?
—No lo sé. Creo que lo más prudente es quedarse, cuando no se conocen bien los
senderos. Quedarse, y esperar.
—Esperar ¿a qué? ¿A que se haga más de noche, aún?
—O a que amanezca —rió, suavemente, ella, mirándole con fijeza, no exenta de
ironía—. ¿Qué le pasa? ¿Tiene miedo acaso?
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—No, no. Nunca creí en fantasmas. La abadía en ruinas y todo esto, no me
impresiona demasiado. Los americanos somos muy poco crédulos con lo que no sea
totalmente material y evidente.
—Yo no me refería a esa clase de miedo, sino a otro —rió suavemente la joven—.
A… pasar la noche en compañía de una mujer casada, quiero decir.
Warren se sintió repentinamente incómodo por el tono de la voz femenina y por
su irónica mirada, de burlón desafío. Luego, sacudió la cabeza.
—Nadie podrá culparme de nada. Y usted puede estar bien segura de algo: la
protegeré y cuidaré como si fuese mi propia hermana. Tiene mi palabra, señora.
—Gracias, caballero —suspiró ella—. No es muy halagador que un hombre la
estime y trate a una como a una hermana, visto desde el prisma de simple mujer, pero
sí es confortante para la honestidad de una casada que se le prometa tal cosa, señor…
—Ashley. Warren Ashley —dijo él, con rapidez.
—Mi nombre es Pamela, señor Ashley. Pamela Danvers. De soltera, Pamela
Evans. Aun en estas circunstancias, es un placer conocerle.
—Como puede muy bien comprender, para mí es un honor —se inclinó, besando
su mano caballerosamente—. Me tiene a su disposición, señora Danvers, para cuanto
desee.
—Es muy amable —ella suspiró, mirando en derredor—. Si hemos de pasar la
noche en este paraje, ¿no sería mejor buscar refugio en la abadía?
—No es mala idea —admitió él—. Cuando menos, algunos techos se aprecian
intactos. Y tiene muros. Con las escasas ropas que llevamos, sería lo más sensato.
Incluso podríamos encender un pequeño fuego, si hallamos ramajes secos entre esas
piedras.
—Entonces, ¿a qué esperamos? —señaló al caballo—. Cuando hallemos un
aposento adecuado para nosotros, buscaremos otro para el caballo. Bastará silbarle
para que acuda. Es muy dócil.
Warren se admiró de la decisión de la hermosa dama, que se disponía a cruzar ya,
audazmente, el claro batido por la lluvia torrencial. La detuvo, tomándola
respetuosamente por un brazo. Ella se volvió al sentir sus dedos apretándola.
—Espere —dijo Warren, quitándose la levita—. Cúbrase con esto hasta llegar
bajo techado, señora Danvers. La protegerá algo de ese diluvio.
—Es muy generoso, señor Ashley —musitó ella, sin dejar de mirarle—. Gracias.
Tomó la levita, se la puso a guisa de caperuza sobre su cabeza y hombros, y echó
a correr, cruzando con rapidez el claro, bajo la cortina de agua. Warren, en mangas de
camisa, la siguió sin pérdida de tiempo, llegando empapado hasta las piedras. Ambos
se guarecieron bajo un angosto saliente de piedra que les protegía del agua. Sus
espaldas se pegaron a un muro negruzco, lleno de plantas trepadoras.
—Bien… —resopló Ashley—. Hemos pasado lo peor. ¿Y ahora?
—Ahora… esa puerta nos espera —señaló el orificio gótico de entrada al viejo
recinto ruinoso, con trozos de un portón de madera carcomidos y astillados, entre
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mohosas bisagras y refuerzos de hierro—. Varaos adentro, señor Ashley. A la abadía
maldita…
—¿Maldita?
—Sí. ¿Es que no lo sabía? —los oscuros, bellísimos ojos, se volvieron, para
clavarse en él—. Lo dice la leyenda. Me lo contó mi esposo en Greensborough. Los
monjes de esta abadía, junto con el abad Farrar, fueron malditos. Blasfemaron contra
Dios y ultrajaron esta abadía con sus ritos paganos y sus herejías. Se dice que,
incluso, seguían las tradiciones de herejes cátaros llegados de Francia, en el siglo XIII,
huyendo de la persecución religiosa de que eran objeto. Lo cierto es que, una noche,
la ira de Dios cayó sobre esta abadía y sus heréticos ocupantes, en forma de rayo que
incendió el edificio, muriendo entre las llamas todos los monjes y su abad, cantando
una letanía a su nuevo amo, Satán. Desde entonces, se dice que quien permanezca
bajo el techo de esta abadía, será víctima de la venganza de los monjes malditos…
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CAPÍTULO II
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las lluvias lo han inundado todo, y la oscuridad es absoluta, aparte de que el agua
sigue cayendo torrencialmente.
—Por supuesto. Ni se me ha ocurrido la idea de que regresemos —Warren miró a
la joven, sentada, ahora, junto a las llamas relativamente débiles que se elevaban del
haz de arbustos secos que pudieron recoger en el propio interior de las ruinas. Luego
extrajo el reloj. Lo consultó de nuevo, sin poder evitar que sus ojos volvieran a fijarse
en el rostro de su prometida, mirándole desde el esmalte de la tapa—. Son ya las
nueve, señora Danvers. Será una larga noche. Y sin alimentos ni bebida para combatir
el frío, la humedad y la fatiga.
—No se preocupe. Puedo soportar una noche sin cenar. Intentaré dormir.
—¿Sin ropas para cubrirse? —dudó él.
—Dormiré, no se preocupe —sonrió ella, dulcemente.
—Puedo darle mi levita de nuevo. Pero eso no servirá de gran cosa. No puede
tenderse sobre ese frío suelo de piedra…
—¿No? —ella enarcó sus cejas con una expresión deliciosa—. ¿Dónde quiere,
entonces, que duerma?
—Me gustaría, cuando menos, hacerle un lecho de arbustos, de lo que fuese…
—Es todo un caballero —suspiró Pamela Danvers—. Gracias por todos sus
esfuerzos, señor Ashley. Pero como ve, es imposible hacer milagros aquí. Dormiré en
el suelo. Y si su ofrecimiento continúa… me cubriré con su levita. Pero ¿usted qué
hará, entretanto?
—Velar su sueño. Pasear o fumar un cigarro. Cualquier cosa, menos dormir.
—¿Por qué no? No tiene que vigilar nada. Aquí no va a sorprendernos nadie, en
una noche semejante. Es una región tranquila, sin delincuencia apenas. Y no creo que
llevemos encima cosas de demasiado valor, si exceptuamos ese reloj suyo de oro.
—No pensaba en delincuentes, señora Danvers.
—Entonces ¿en qué? —sonrió ella—. ¿En los monjes malditos, acaso?
—¡Oh, no diga eso! —Warren se echó a reír—. Eso no cuenta. No hay fantasmas.
Sólo personas que pueden ser peligrosas. O algún animal salvaje… No sé, lo que
puede uno encontrarse en despoblado, habitualmente.
—Cálmese. No hay nada de eso por aquí. Si quiere, puede dormir. Lo peor es que
no sé cómo va a hacerlo, en mangas de camisa y con este frío húmedo… Quédese con
su levita, en todo caso.
—Ni soñarlo. Es suya —le tendió la prenda, relativamente seca ya, al permanecer
cerca de la fogata—. Realmente, no tengo sueño. No creo que pudiese dormir.
Pamela miró en torno, a las sombras profundas que se extendían más allá de la
reducida área iluminada por las llamas. Por un instante pareció preocuparse por algo.
Estuvo a punto de hablar; incluso despegó los labios. Pero los cerró seguidamente, sin
llegar a decir nada.
Warren se alejó de la fogata. Asomó a la oscuridad. Solamente captó el rumor
sordo de la hojarasca que lamía los muros de la abadía, al ser golpeada por la intensa
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lluvia. Ni una luz, ningún otro sonido. Como si alrededor de las ruinas no hubiera
nada ni nadie, excepto las tinieblas y el temporal. Como si esto fuese el mismo final
del mundo.
Se volvió, tras unos minutos de reflexión. La joven esposa bostezaba,
desperezándose junto al fuego. No pudo dejar de observar que, al hacerlo, sus jóvenes
y llamativos senos se marcaban nítidamente bajo el suave malva del vestido liviano.
Poseía unas formas turbadoras. No pudo evitar mirarlas. Y admirarlas. El breve talle
contrastaba con sus caderas de ánfora. Estaba contemplándose, ahora, sus pies
descalzos. Los botines se secaban junto al fuego. Sus medias blancas aparecían
mojadas, adheridas a sus pies y tobillos. Se alzó un poco las crujientes faldas, para
estirarlas. Era una pantorrilla hermosa, bien torneada. Una figura llena de atractivos.
Eso, unido a su hermosísimo rostro de alabastro vivo, la hacía una auténtica escultura
humana.
Respiró con fuerza. No debía de pensar en esas cosas. No podía fijarse en una
joven que pertenecía ya a otro hombre. Pamela Danvers era casada. Y él iba a
casarse, en breve, con Lilian Harding.
—Lilian… —musitó—. Sólo debo pensar en ella. Es lo mejor para todos.
Regresó lentamente junto al fuego. Permaneció en pie al lado de Pamela. Ella
alzó los ojos. Le sonrió.
—Creo que empieza a sentir sueño —murmuró—. O tal vez sea cansancio…
—Descanse —la aconsejó Warren—. Es lo mejor, señora Danvers.
—Sí, creo que sí. Será… Io mejor —entornó los ojos. Se estiró sobre las piedras
frías. Tomó la levita.
—Espere —habló Warren—. No puede descansar así.
—Ya hablamos de eso antes, señor Ashley… —trató de protestar Pamela.
—Aun así, he de hacer algo —miró hacia el interior de la abadía, pensativo—. No
sé si habrá algún resto de cortinajes o de algo semejante por esas ruinas. Haya lo que
haya, lo traeré.
—¿Va a dejarme aquí sola?
—¿Qué le ocurre? ¿Tiene miedo? —sonrió, ahora, Warren, irónico.
—Quizás. No niego que el lugar me impresiona.
—¡Tonterías! Estamos solos y bien solos. No tardaré, de todos modos.
Se inclinó. Tomo una larga rama de la fogata. Ardía con buena llama, porque era
resinosa. La alzó, a guisa de luz. Se alejó, entre una danza inquietante de sombras
confusas.
Pamela se quedó atrás, junto a las llamas de la fogata. Warren Ashley se perdió
tras un muro de piedra, hacia el atrio semiderruido.
No estuvo ausente ni diez minutos. Para sorpresa de Pamela, regresó con un viejo,
apolillado y polvoriento trozo de cortina roja, descolorida, y un montón de ramajes
cubiertos de hojarasca.
—No había más, en el viejo jardín de la abadía y en el atrio principal —explicó
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—. Puede que sea suficiente.
Puso una alfombra de hojarasca en el suelo de piedra. Encima, tendió el
fragmento desgarrado de tela. Sacudió el polvo cuanto pudo. No era precisamente un
lecho de plumas, pero era bastante mejor que el duro suelo, y así pareció entenderlo
la joven esposa.
—Gracias una vez más —musitó—. Es usted adorable, señor Ashley.
E inesperada, impulsivamente, se aproximó a él y le besó, al tiempo que oprimía
con fuerza su brazo.
El beso fue en la mejilla, pero rozando la comisura de los labios de Warren. Este,
aunque trató de mantenerse tranquilo, notó como un trallazo dentro de sí. Por un
instante, tuvo demasiado cerca aquellos ojos negrísimos y profundos, en cuyo fondo
parecía brillar una ardiente luz. Demasiado cerca, también, estaban aquellos labios
rojos, gordezuelos y húmedos. Y también demasiado cerca, un cuerpo joven,
turgente, cálido, de carnes suaves y blancas, de senos duros y prietos, que sentía
contra si en el fugaz instante de su roce corporal.
Respiró con fuerza. Trató de dominar la repentina inquietud electrizante que le
había sacudido hasta la raíz del cabello, y miró a la señora Danvers, que se apartaba
de él, para tenderse sobre el crujiente lecho de hojarasca.
—Buenas noches, señor Ashley… —musitó—. ¿O puedo llamarle… Warren?
—Claro —de nuevo ese escalofrío recorrió la espina dorsal del joven—.
Llámeme Warren, señora Danvers. En cierto modo, ya somos amigos…
—Sí. Somos amigos. Buenos amigos, Warren. Yo soy su amiga Pamela… Pam, si
le gusta más. Dicen que a los americanos les gusta abreviar las cosas.
—Es cierto, Pam —sonrió Warren—. Buenas noches. Felices sueños. Y no se
inquiete por nada. Yo estaré aquí.
—Lo sé. Por eso podré dormir tranquila, Warren —sonrió, cerró los ojos, suspiró
profundamente, y desperezó su cuerpo sobre el improvisado lecho, mientras él la
ayudaba a cubrirse con la levita, desde los pies hasta el busto—. Ha sido una gran
suerte… encontrarse hoy aquí con usted, amigo mío…
Él no dijo nada. Se incorporó. La contempló, absorto. El rostro alabastrino, bajo
los negrísimos cabellos, era una bella máscara de dulzura y feminidad en reposo.
Recordó lo que dijera de su esposo: un hombre cuarentón, algo cojo por un accidente,
aficionado a leer, a fumar en pipa junto al fuego, mientras su joven esposa cabalgaba
por los campos…
Trató de no pensar en ello. Paseó sin hacer ruido por entre los muros de piedra.
Ráfagas de frío aire llegaban hasta allí, pero eso no podía evitarlo. El lugar en ruinas
era frío e inhóspito para una noche semejante. Comenzó la larga, lenta y fatigosa vela
para Warren Ashley, junto al cuerpo en reposo de Pamela Danvers.
Y fue transcurriendo el tiempo, mientras no cesaba de llover.
Hora a hora, hasta que, insensiblemente para Ashley, que paseaba con frecuencia
y se golpeaba el cuerpo para combatir el frío y la humedad, llegó la medianoche…
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Medianoche.
El reloj de bolsillo con la tapa de oro y el esmaltado retrato de Lilian en su
reverso, fue consultado por Warren a la luz ya huidiza y tristona de unos arbustos y
ramas que ardían dificultosamente, cada vez más convertidas en pavesas, sin que se
decidiera a echar el resto de ramas secas, bastante precario en cantidad, por si era más
necesario avivar el fuego en la madrugada.
Las doce menos un minuto, exactamente. Las agujas iban a coincidir sobre las
cifras romanas de la blanca esfera de porcelana.
Sin saber la razón exacta, Warren se sentía, ahora, inquieto. Tal vez era la noche,
la larga velada, el clima enrarecido de la ruinosa sala de piedra, con medio techo
derruido y el agua goteando allí mismo, al fondo, sobre un telón de sombras.
O la proximidad de una mujer joven, deseable y hermosa. O la abadía, con su
extraña leyenda de herejía, blasfemia y muerte. O todo ello unido, en una noche cruda
e inhóspita, lejos de su tierra natal, en un mundo que, aunque fuese el de sus mayores,
tenía para él mucho de ignorado y misterioso, de arcaico y lejano. Unas tierras
distintas, donde todo era posible. Donde se hablaba de monjes malditos, de muerte y
de maldiciones, de satanismo y de castigos divinos.
De pronto…
Levantó la cabeza. Parpadeó. Sacudió la cabeza.
No. No era posible. Sin duda la imaginación le gastaba una broma pesada.
Pero estaba seguro. No creía que hubiese sido imaginado. Fue demasiado vivo,
demasiado claro.
Una luz. Y otra, Y otra.
Una hilera de luces fantasmales, allá al fondo, entre las tinieblas de la vieja
abadía, empezaba a dibujarse nítidamente. Pasaban fugaces, desaparecían, una tras
otra, como si cruzaran una arcada o pórtico. Pero su ritmo de paso era lento. Como en
una procesión.
—¡Cielos, no puede ser…! —jadeó Warren.
Y entonces empezó a oír las voces.
Voces.
Voces humanas, muy lejanas en principio. Como un coro que iba elevando su
tono, insensiblemente, desde el fondo mismo de los infiernos.
—¿Por qué… por qué he pensado en algo infernal al oír esas voces? —susurró
Warren, sorprendido y a la vez impresionado, porque ahora estaba seguro de que no
imaginaba nada, de que no era ninguna alucinación de sus sentidos.
Las luces, amarillentas, algo rojizas, como llamas de antorchas o teas… Las
voces, como un coro monacal fantasmagórico e increíble, emergiendo de las sombras
mismas de la noche.
Pero las voces… ¿de quién? ¿De quiénes?
Warren Ashley notó un extraño frío que parecía, de pronto, recorrer sus venas
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arriba y abajo, hasta morir en su nuca, donde provocaban una contracción helada que
erizaba los cabellos.
—Dios mío… ¿qué es eso? —susurró, dando unos pasos hacia el roto muro, sin
hacer apenas ruido, para evitar que despertara Pamela Danvers y pudiera ser víctima
de la misma extraña e insólita visión.
Asomó por encima del repecho que formaban las derruidas piedras de aquella
pared. Vislumbró, a los reflejos cárdenos y tristes de los rescoldos de la fogata, una
serie de escalones que descendían hacia un nivel más bajo, y desde allí arrancaba el
mismo atrio medio derrumbado por el que él, horas antes, anduviese en busca de
jirones de viejas cortinas polvorientas y de ramajes secos para la lumbre.
Ahora, sorprendentemente, le pareció un lugar diferente y fantástico. Por primera
vez, descubrió allá, recortándose blancas y espectrales en la sombra, las estatuas
antiguas, de piedra gastada, en doseles graníticos, bajo las ojivas góticas de la
estructura de la vieja abadía. Y más allá, ahora al reflejó de nuevas luces, las de una
hilera de antorchas fantasmales, flotando como fuegos fatuos de un cementerio,
formas nuevas, que él antes ni siquiera había intuido, pero que estaban allí, fundidas
en la oscuridad profunda de la noche tempestuosa.
Era como si todo reviviera de nuevo, con igual vejez y abandono que
actualmente, pero poseído de un halo renovado, de algo que le hacía parecer tal y
como fuera en otros tiempos. Era su imaginación, sin duda, la que parecía completar
los perdidos fragmentos de la abadía en ruinas. Y con los ojos de su fantasía, creía
adivinar contornos nuevos en la sombra, como gradas de mármol hacia los altares,
bóvedas y pavimento, atrios y sillares, pétreos antepechos de filigrana de piedra en
los coros…
Nada de eso era cierto. La abadía seguía siendo el mismo espectro de piedra
ennegrecida, pero las luces de la extraña comitiva parecía despertar en esas ruinas
unas formas del pasado, o cuando menos evocarlas con rara fidelidad.
¿Y los seres que formaban la procesión de antorchas en la noche?
Sobrecogido, advirtió Warren sus largos hábitos de caladas capuchas, de flotante
vuelo y pasados pliegues, de amplísimas mangas que cubrían las manos que estaban
empuñando aquellas teas encendidas.
Y de debajo de cada caperuza, de debajo de cada uno de aquellos monjes
increíbles, emergía una voz. Una voz ronca, susurrante, elevándose lenta,
lentísimamente hacia el cielo, hasta llegar a sus oídos.
Voces en un coro profundo y grave, que entonaba letanías en lengua latina,
modulando sonidos y matizando cánticos que él nunca oyera antes de ahora. Una
fantástica liturgia de fantásticos monjes surgidos de la noche, de la oscuridad, de la
nada…
—Cielo santo, ¿será posible? —murmuró aterrado, aferrando sus manos a las
negras piedras de siglos—. ¿Es cierta la leyenda? ¿Vuelven a la vida los monjes
malditos de la abadía de Greensborough, para vengarse, en los seres vivientes, de su
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horrible muerte en pecado? No, no… No puede ser. Estoy soñando o deliro, sin duda
alguna…
Pero se frotó los ojos, pellizcó su piel y sintió dolor. Se palpó, y se notó tangible,
material, totalmente real. No parecía, en absoluto, un sueño. No podía ser un sueño.
Cuando más absorto estaba Warren en la contemplación de aquellas formas
fantasmales que deambulaban por los olvidados atrios y salas de la abadía, una
repentina sensación helada llegó a su piel.
A espaldas suyas, una mano fría se había deslizado hasta su nuca, rozándole como
un soplo helado que llegase de la tumba…
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CAPÍTULO III
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Diferente…
Warren no dijo nada. Había notado, también, aquel raro timbre de voz, que hacía
parecer como un sepulcral eco distante, como el eco de remotos sonidos humanos,
perdidos en el Más Allá, las voces de los extraños monjes.
—Espere aquí —susurró Warren, resuelto—. Voy a seguirles. Veré lo que ocurre.
—No, no —se aferró a él, pálida y frenética—. No, Warren, no me deje sola, por
el amor de Dios. Nunca me deje sola en estas circunstancias… Iré adonde usted vaya.
No me separaré de usted…
Y apretó con tal fuerza el brazo de él, que Warren sintió las uñas femeninas
hincarse en su carne, en sus músculos. Sin embargo, no se quejó. Era un dulce y
placentero dolor el del contacto con aquella mujer, por intenso y fuerte que fuese.
—Está bien —su voz era un jadeo ronco, no sabía si por mantenerse ignorado por
los monjes, porque la emoción y el temor le embargaban, o porque el roce con la
morena señora Danvers era demasiado excitante para él.
Ahora fue él quien, sin vacilar, tomó a la joven esposa de una mano, apretándola
con fuerza entre sus dedos, tiró de ella, y ambos se movieron por entre las ruinas,
sigilosamente, aventurándose hacia el atrio, luego alcanzando los altares, con la
majestuosa y silente guardia eterna de las estatuas religiosas en sus hornacinas
ojivales, en busca del lugar donde los miembros de la comitiva seguían entonando sus
cánticos.
Pegados a los muros de ennegrecidas piedras, llegaron hasta un amplio peristilo.
Allí, los monjes formaban dos hileras arrodilladas en el coro, el rostro inclinado, una
simple sombra bajo la ancha caperuza.
En sus soportes ardían sus antorchas débilmente, revelando sombras en los muros.
Ante el altar, una serie de cirios habían sido encendidos. Pero no había imagen alguna
a la que estuviesen dedicando su liturgia. Ni un santo, ni un crucifijo. Nada. Un altar
vacío, desnudo.
El cántico empezaba a ser sobrecogedor. Lo que en principio fuera sólo un
murmullo distante, ahora se iba elevando de modo sensible, en notas graves y
profundas, que retumbaban con ecos profundos en las paredes de piedra del coro. Las
voces se alzaban, las palabras se hacían más claras y definidas:
—Miserere mei, Domine, secundum magnum misericordiam tuam!…
Warren Ashley no era un hombre profundamente religioso. Pero había estudiado
lo suficiente sobre liturgia, para saber lo que estaba oyendo en esos momentos. Se le
erizaron los cabellos.
—Un «Miserere»… (El salmo número cincuenta del Libro de los Salmos) —
jadeó—. El primer versículo del Salmo de David…
Y ellos seguían. Seguían cantando, elevando sus voces hasta un diapasón
increíble. Los muros mismos parecían temblar, ahora, sacudidos por aquellos cánticos
que hablaban de la humana miseria y de su ofrenda a Dios…
A su lado, Pamela Danvers parecía tan aterrorizada como él mismo. Sus ojos se
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clavaban, dilatados, en la fantástica escena que tenía lugar allí, ante ellos, en el coro
de la vieja abadía. La tez, de por sí blanca de la dama, tenía, ahora, la palidez de la
misma muerte. Warren notaba que la mano de ella se apretaba de modo crispado en la
suya.
—Calma —susurró él—. Todo esto ha de tener alguna explicación, Pam.
Ella negó con la cabeza, como si no creyera eso ni remotamente. Abajo, a sus pies
en el peristilo, las voces alcanzaban ya una energía y potencia terribles, emergiendo
de debajo de las caperuzas para pronunciar el más impresionante versículo de su
Miserere:
—In inquitativus conceptus sum, et in peccatis concepit me mater mea…
Y, de repente, la mano de Pamela resbaló sobre una de las piedras que sujetaban
sus crispados dedos para asomarse mejor. Desde la altura, un bloque pétreo se
desprendió y rodó hasta el centro mismo del peristilo.
Produjo un sonido sordo y brusco, que quebró la armonía de las fantásticas voces.
Warren se estremeció, sobrecogido. Ella lanzó un leve grito de horror.
Los monjes alzaron sus cabezas, allá en el coro.
Las caperuzas cayeron ligeramente hacia atrás al moverse todos ellos. Las luces
de antorchas y cirios, se proyectaron sobre sus rostros.
Pamela lanzó un alarido terrible, desgarrador. Warren Ashley sintió vacilar todos
los cimientos de su lógica y su razón de práctico ciudadano americano, y una lividez
mortal cubrió su rostro.
Aquellos ojos qué les contemplaban desde debajo de las caperuzas monacales…
eran sólo vacías cuencas negras.
Los rostros, eran amarillentos; descarnados cráneos de calavera, con mechones de
blancuzcos cabellos flotando sobre el hueso marfileño del aquel horror viviente.
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oscuras caperuzas. Eran manos huesudas las que empuñaban las antorchas que iban
alumbrando los muros de las ruinas. Eran pies de huesos sin carne los que producían
aquella escalofriante fricción en las losas frías y gastadas.
¿Qué suerte les esperaba a ambos, si llegaban a caer en poder de aquella legión
dantesca, surgida de los mismos infiernos?
A Warren no se le ocurría ninguna explicación lógica ni razonable. El horror, la
incredulidad, la angustia, habían cegado su razón, habían obstruido sus ideas, y sólo
pensaba en una cosa: huir. Huir lo antes posible.
—¡Warren! —sollozó ella.
Y tropezó, estando a punto de caer. Él, con rapidez, se inclinó. La sujetó entre
ambos brazos y la alzó como si fuese una pluma. Con la señora Danvers en volandas,
siguió su carrera, siempre con la legión de los monjes diabólicos tras de sí.
Los endiablados esqueletos no dejaban de entonar aquellas notas del Miserere
increíble, como si sus bocas vacías, sus gargantas sin cuerdas vocales, su cuerpo de
simples huesos descarnados, pudiesen ser capaces de emitir sonidos:
—Auditui meo dabis gaudium et laetiam, et exultabunt ossa humitiata…
—No podrá… escapar… si ha de cargar conmigo, Warren…, —musitó ella,
colgándose de su cuello, con rostro angustiado.
—Saldremos los dos de aquí, o no saldrá nadie, Pam —prometió él, solemne—.
No sé lo que ocurre, no entiendo a esa gente de ultratumba, ni cómo pueden suceder
cosas así, pero sé algo: que estamos en peligro. Un peligro infinitamente más
pavoroso y terrible que el que correríamos siendo perseguidos por delincuentes o
asesinos. Porque hay castigos peores que la misma muerte, si es real todo lo que
estamos presenciando esta noche, Pam. Porque hay horrores que van más allá de la
tumba y del descanso eterno, a juzgar por Io que nos ha sido dado contemplar…
—Se lo dije, Warren. Se lo dije… —sollozó ella, con sus nervios rotos—. Había,
aquí, algo maligno, algo demoníaco, No todo se explica por la lógica. No aquí, en
este país…
Warren no dijo nada. Demasiado tarde se daba cuenta de que tanto Pamela
Danvers como les lugareños tenían toda la razón en creer en cosas del Más Allá. Pero
eso lo sabía ahora, cuando quizás era demasiado tarde para huir a la maldición de los
herejes muertos en el pasado. Cuando tal vez el horror se estaba cerrando ya
implacablemente sobre ellos.
La interminable letanía había cesado. Ya no entonaban el Miserere extraño y
fantástico. Solamente el crujido de sus huesos, el chasquido de sus cuerpos
descarnados, el golpeteo sordo y espeluznante de su esqueleto en los muros o en los
suelos, llegaba hasta ellos, como el eco de sonidos del infierno.
Y, de repente, ocurrió lo peor.
En la loca huida, Warren Ashley no había llegado a ver la losa rota, desigual, que
se alzaba en su camino, emergiendo un poco de las demás. Aquel desnivel bastó.
Tropezó, perdió el equilibrio. De no llevar en sus brazos a Pamela, tal vez hubiera
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logrado restituirlo. Pero no pudo. Ella gritó, aterrada.
Y ambos cayeron al suelo.
Warren trató de evitar, lo más posible, el impacto doloroso para ella. Sus brazos
poderosos frenaron el golpe, y Pamela no sufrió daño. Pero ya ambos estaban en las
losas gastadas. Sin tiempo para reaccionar, para incorporarse…
Warren Ashley contempló, despavorido, el aproximamiento constante de los
monjes de rostro cadavérico. Los esqueletos estaban ya ante ellos. Les rodeaban, en
un círculo siniestro, silencioso y terrible. Vacías, negras cuencas de calavera, se
fijaban en ellos, sin luz alguna en el fondo de esos ojos de muerte. Pero con una rara,
maligna, delirante fijeza, que hablaba de algo, de un conocimiento, de una
inteligencia, de unas dotes, de un poder, latente en aquellos cuerpos descarnados que
se cubrían con apolillados hábitos monacales.
¿Qué iba a suceder, ahora?
No sabía la respuesta. Pero el cerco se estrechaba cada vez más. Los espectros se
aproximaban, cerrando su círculo, hasta hacerlo angustiosamente angosto. El
entrechocar de tibias y de fémur, de pequeños huesos de las manos sin carne ni piel,
de mandíbulas con vacías bocas, profundas y negras, llegó hasta ellos con aterradora
fidelidad.
Luego, inesperadamente, uno de los seres diabólicos, se agachó. Alargó sus
brazos hacía ellos. Sus dedos huesudos se aproximaron a ella, a Pamela… Otro de los
monjes se inclinó hacia Warren…
Pamela emitió un largo chillido de horror. Y se desvaneció.
Warren Ashley llegó a ver el contacto demoníaco de aquellos dedos formados con
simples huesos, sobre la frente despejada y pálida de Pamela Danvers. Y descubrió
que otras manos huesudas iban a tocar su propio rostro y cabeza, en una lenta caricia
estremecedora…
Tuvo una repentina idea. Una reacción súbita y exasperada. Recordó vagamente
el vacío altar, la ausencia de imágenes sagradas en el recinto de la abadía. Y su mano
crispada, sobre las losas, tropezó con aquel ramaje solitario, seco, sobre el que había
caído su cuerpo.
No dudó. Aferró el ramaje, antes de que esas manos malditas le tocaran. Una
sensación helada, angustiosa, le envolvía. Era como si, de repente, el calor de la
sangre y de la vida huyeran de él. Como si el eterno frío de la tumba se cerrase sobre
su ser definitivamente, con el inminente contacto de las esqueléticas formas.
Quebró la rama en dos. Y cruzó ambos trozos, alzándoles con rapidez ante los
monjes descarnados.
Un espantoso, profundo, interminable alarido de horror y de rabia, sacudió las
piedras todas de la abadía de Greensborough e hizo temblar sus muros derruidos y
sus techumbres medio en ruinas. Fue como si mil gargantas desesperadas, emitieran
aquel grito de desesperación y de odio infinitos.
Y ante la improvisada cruz que formara Warren Ashley con los dos ramajes,
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retrocedieron, angustiados, los espectrales seres de pesadilla, agitando sus manos y
brazos con un tableteo siniestro de huesos, como queriendo cubrir sus espantosos
rostros salpicados de lacios mechones de pelo blanco y podrido, de la visión de
aquella forma que simbolizaba todo lo bueno del mundo.
Luego, ante la estupefacción del joven americano, en la negra noche tormentosa
hubo el restallido de un trueno, un relámpago cegador que llegó a inundar con su luz
toda la abadía… y cuando esa luz se disipó, Warren Ashley y Pamela Danvers
estaban solos.
Absoluta, totalmente solos, en medio de aquel atrio vacío, semiderruido, sobre las
grandes losas gastadas por el tiempo.
De los monjes del Miserere siniestro, de los espantosos seres de ultratumba, ni el
menor rastro.
Como si jamás hubieran existido. Como si todo hubiera sido un sueño, una
alucinante pesadilla…
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—Gracias… Gracias, Warren… No olvidaré nunca lo que hizo esta noche por mí.
De no ser por usted… sabe Dios qué horrible destino sería, ahora, el mío. Es usted un
gran hombre. Tan valeroso… y tan lleno de generosidad y nobleza…
Puso sus labios húmedos en los de Warren. Este volvió a sentir el inevitable
escalofrío de la vez anterior. Sin darse cuenta, sus brazos estrecharon con mayor
fuerza a la joven, contra sí.
E inesperadamente, ella se convulsionó, aferrándose a él, apretando con mayor
energía su boca en la del joven, y clavando sus uñas en la nuca, en la espalda de él,
jadeando con voz ronca:
—¡Oh, Warren, Warren…! No quisiera separarme nunca de ti… Warren, ¿por qué
tuve que encontrarte? Ahora… todo será más difícil, para mí, en lo sucesivo…
Estaban llegando al albergue. Pamela acababa de decirle que ella se alojaba
enfrente, en un hotel donde se hallaba la parada de postas. Warren sintió deseos de
besar a aquella hermosa criatura, de oprimirla contra sí, de poseerla, incluso.
Luego, recordó quién era ella. Y a lo que había venido él a Inglaterra.
—Pam, olvida eso —susurró, apartándola. La miró severamente—. Tienes un
marido que te espera, quizás inquieto y preocupado. Yo… he venido a casarme. Cada
uno tenemos ya trazado nuestro propio camino. No debemos ir más lejos. Yo… yo
también le recordaré. Pero eso será todo. Eso tiene que ser todo.
Ella se serenó. Sus ojos se clavaron en la fachada del hotel y parada de postas.
Asintió.
—Sí, Warren —musitó—. Creo que tienes razón. Es imposible pensar otra cosa.
Sobre todo, para mí. Un noviazgo puede romperse. Un matrimonio… no. Lo siento.
No podré dejar de pensar en ti toda mi vida.
—Hay luz en una ventana —cortó él, bruscamente—. Debe ser de tu marido…
—Sí —suspiró ella—. Es nuestra ventana. Cyril vela aún, Pero no creo que esté
demasiado preocupado. El hombre se preocupa por nada. Imaginará que supe
arreglármelas sola con este temporal. Nadie más está levantado en el hotel. Es
evidente que ni siquiera dio la señal de alarma a los demás, por si algo me sucedía…
Warren no quiso comentar el asunto. Detuvo el caballo ante el hotel. Saltó a
tierra, recuperando su mojada levita cuando Pamela estuvo ya con su caballo, bajo la
amplia marquesina del edificio.
—¡Adiós, Pam! —dijo él con sencillez, mirándola.
—¡Adiós, Warren! —fue el apagado murmullo de ella, sin quitarle los ardientes y
oscuros ojos de encima—. Suerte en tu matrimonio…
Warren apretó los labios. Trató de pensar en Lilian, para hacer menos difícil la
separación, pero no resultó demasiado. Dio media vuelta, bruscamente. Se encaminó
al albergue. Abrió la puerta y entró, cerrando tras de sí.
Sólo unos instigues más tarde, oyó el golpe seco de la puerta del hotel, vecino, al
entrar Pamela Danvers en él, para reunirse con su esposo.
—Pam… Me pregunto si podré olvidarte alguna vez —habló consigo mismo,
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Warren Ashley, iniciando el camino hacia su habitación, a través de la oscura casa de
huéspedes.
De lo que sí estaba bien seguro, es que nunca, por mucho que viviese, olvidaría
ya a los monjes malditos de la abadía de Greensborough, entonando el diabólico
Miserere en la medianoche.
Ni el frío glacial, de ultratumba, que le azotó cuando las descarnadas manos de
los esqueletos vivientes se aproximaron a él…
Y Warren Ashley, que distaba mucho de ser un creyente, se dijo a sí mismo en ese
momento que lo primero que compraría apenas llegase el día, sería una cadena para
su cuello… con una cruz colgando de la misma.
No sabía la razón. Pero es lo primero que iba a hacer cuando amaneciese.
Y aun así, no estaba seguro de cuál sería la siniestra influencia de aquella visión
de pesadilla, a lo largo de su vida futura…
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CAPÍTULO IV
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—Por supuesto —asintió Warren—. Con baño caliente y lo más cómodo posible.
No me importa el precio.
—Muy bien, señor. Le daré la habitación 12, en la primera planta. Es amplia,
tiene ventanas a la calle, y dispone de un cuarto de baño. Es la mejor de la casa.
—Perfecto —tomó la pluma y escribió su nombre y origen en el libro de registro
a la vez que preguntaba—: ¿Debo abonar algo por adelantado?
—Por Dios, caballero, ni pensarlo —pareció ofendido el pelirrojo, mientras
tomaba una llave de los tableros numerados de atrás—. Tenemos absoluta confianza
en nuestros clientes. Bien venido a Newcastle, y feliz estancia. ¿Permanecerá mucho
tiempo aquí?
—No lo sé aún —sonrió Warren, tomando sus maletas—. Depende de muchas
cosas…
—Por favor, no lleve usted sus maletas. Se las subirán en seguida… ¡Amy!
Amy resultó ser una doncella de negro vestido, largo hasta los pies, cuello
cerrado, cofia y delantal blancos, y un rostro gracioso y pizpireto, de ojos claros,
cabello también rojizo y sonrosadas mejillas saludables.
Sonrió con cierta coquetería a Warren cuando apareció por una puerta situada tras
la escalera ascendente, recogió las maletas sin esperar a más instrucciones, y abrió el
camino, tras decirle el hostelero cuál era la habitación del nuevo huésped.
La siguió Warren hasta la primera planta, donde la joven doncella se detuvo ante
la puerta número doce, y esperó a que él abriese, para introducirse con ambas
maletas, que dejó sobre un soporte en un rincón.
—Bien, señor —dijo—. Que pase unos días felices en esta ciudad. No es muy
alegre ni divertida, pero si se está poco tiempo en ella, no se nota demasiado.
—Aún no sé el tiempo que estaré en Newcastle —tendió una moneda a la joven
doncella—. ¿Tú llevas mucho aquí, Amy?
—¡Uf…! —sacudió la cabeza—. Años enteros. Llegué siendo una niña. Vivía con
mis tíos. Pero murieron. Vivo sola, aquí. Por fortuna, los señores Wilcox, los
hoteleros, me tienen como a una hija suya. No tengo queja, aquí.
—¿Conoces a la familia Harding?
—¿Los Harding? —pestañeó la pelirroja muchacha—. ¿Se refiere a los Harding
de Carden Folly?
—¿Carden Folly? —asintió pensativo—. Sí, creo que así se llama su casa.
—¿Casa ha dicho? Es un verdadero palacio. El más bello edificio de la ciudad. Y
con unos jardines bellísimos. Por eso tiene ese nombre, precisamente (Garden, en
inglés, es jardín. Garden Folly viene a significar Extravagancia Ajardinada, pero a
veces el nombre Folly se aplica a toda residencia o mansión). Y, además, tienen
bastante de extravagantes, también.
—¿Está muy lejos del centro de la ciudad?
—No, no demasiado. Hay un sendero hacia el oeste que conduce allí
directamente, desde los límites de la ciudad. No más de una media milla de recorrido.
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¿Es que conoce usted a los Harding, señor?
—Sí —sonrió Warren—. Los conozco bastante bien. Gracias, Amy.
—Gracias a usted, señor —se guardó la media corona de propina en un bolsillo de
su negro vestido—. Es muy generoso. Seguro que no es escocés.
—Seguro que no —rió de buena gana el joven americano.
La doncella abandonó la habitación. Warren respiró hondo, quitándose su
macferlán y su levita, así como arrojó a la cama el sombrero de alta copa, de peluche
gris. Se desperezó, asomando a la pequeña habitación inmediata. Había allí una
bañera de metal aporcelanado, un lavabo con jofaina, jarro y espejo. Un lujo que no
en todos los sitios de Inglaterra podía disfrutarse, y que en América estaba
empezando a hacer furor entre la gente distinguida.
Se relajaría con un buen baño tibio, y luego se asearía. Tenía que visitar la
pintoresca Garden Folly de los Harding. Porque allí estaba ella, Lilian Harding.
Extrajo el reloj de su bolsillo. Alzó la tapa de oro, Eran exactamente las seis de la
tarde. Ya hora muy avanzada para ir a ver a su prometida. En cuanto terminase de
asearse y se cambiara de ropas, ya serían al menos las ocho de la noche. Una hora
demasiado tardía para ir a media milla de distancia de la ciudad, a visitar a Lilian y a
sus padres.
Sus ojos se fijaron en el retrato esmaltado de la tapa. Sonrió, dirigiendo un beso al
bello óvalo de la rubia muchacha allí reproducida.
De repente, sintió un sudor helado.
El rostro de la tapa del reloj pareció alterarse, cambiar, Se transformó en una faz
pálida y triste, de negra cabellera y ojos profundos y oscuros como la misma noche.
—¡Pamela! —jadeó Warren, sintiendo temblar su mano. Una sensación de
angustia y sobresalto le invadió, al clavar, fascinado, sus ojos atónitos en aquella
mujer que había alterado su cara, transfigurándose ante él increíblemente.
Luego, hubo una segunda metamorfosis. Esta infinitamente más horrible y
espeluznante.
Warren emitió un grito ronco, su mano se agitó en un espasmo… y el reloj de oro
labrado rodó por el suelo de la habitación con seco golpe.
¡El rostro de Lilian, que luego se transformara en el de Pamela Danvers… era
ahora el descarnado de un horrible esqueleto!
Tambaleante, se sujetó a la superficie de mármol de una cómoda inmediata, y
cubrió su rostro sudoroso, frío, con una mano crispada, Notó que balbuceaba algo
entre dientes, presa de una extraña e indefinible angustia. Luego, alzó la cabeza y se
tropezó con un espejo que hacía aguas. La azogada superficie reveló un rostro lívido,
crispado, y una expresión de profundo horror.
Con mano estremecida, alcanzó una botella y bebió directamente de ella un trago
de agua casi helada. Respiró con fuerza. Luego, se pasó un pañuelo por el rostro,
retirándolo húmedo de pegajosa transpiración.
Vaciló antes de inclinarse y clavar sus ojos en el reloj caído en el suelo. Esperaba
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seguir viendo la tremenda efigie de la Muerte en el esmalte interior de la tapa.
Pero no fue así. Ni la horrenda calavera, ni siquiera la pálida y hermosa faz de
Pamela Danvers.
Volvía a ser ella. Rubia, suavemente nacarada la piel, azules los ojos ingenuos y
dulces. Ella, Lilian. La mujer por la que ahora se encontraba, él, en Inglaterra,
concretamente en Newcastle.
¿Qué había sucedido, para que él creyera ver esa mutación en el rostro de la
mujer amada?
Era lo que se preguntaba al recoger del suelo su reloj y llevarlo de nuevo, muy
lentamente, al bolsillo de su chaleco. Lo guardó con un suave clic de la tapa al
cerrarse. Se desabotonó, despacio, la prenda. Luego, la camisa.
Seguía pensando en ello. Sin duda lo imaginó. Sí, tenía que ser eso. Pura y simple
imaginación. Como soñar, igual que sufrir una molesta pesadilla. No era raro,
después de la escalofriante aventura en Greensborough.
Había tenido muchas veces el mismo sueño. Había evocado, en el horror de sus
sueños, la obsesión de aquella noche dantesca en las ruinas de la vieja abadía. El
cántico del miserere en el coro, la presencia de los monjes cadavéricos, de los rostros
descarnados, de las manos huesudas bajo la estameña oscura de los viejos hábitos
deslucidos por el tiempo.
Ellos habían regresado de la tumba. Eso no pudo ser un sueño. No fue un sueño,
ni una alucinación de sus sentidos, estaba seguro de ello, El recuerdo era demasiado
vivo, demasiado directo y terrible para que fuese así.
Pero esto de ahora, era diferente. Simple imaginación. El trauma existía. La
inexplicable y fantasmagórica aventura de aquella noche, había dejado huella en él.
No podía ser por menos. Otra persona, hubiera enloquecido, sin duda alguna.
Él, no. Él había sido lo bastante frío y sereno para reaccionar positivamente,
improvisando aquella cruz salvadora que hundió de nuevo a los monjes sacrílegos en
su sima de tinieblas eternas. Luego, había vuelto a Greensborough con Pamela
Danvers.
Pero ahora… Ahora estaba pagando el precio de esas horas de horror. Ahora sabía
que algo había quedado en su mente. Algo inconcreto y extraño. Algo que le
preocupaba. Algo que empezaba a causarle miedo, incluso.
Se metió en el cuarto de baño para preparar el relajamiento en el agua tibia. Pero
ya no podía pensar en cosas triviales. Ni siquiera en su cercano encuentro con Lilian,
que ella aún ignoraba, puesto que desconocía su presencia en Inglaterra.
Lo que iba a ser una grata sorpresa, se estaba convirtiendo en un nuevo motivo de
inquietud. ¿Era posible que aquella hipotética mutación del retrato fuese, tal vez,
como un sombrío presentimiento, un presagio siniestro que pudiera involucrar,
también, en la maldición de los monjes heréticos a la propia Lilian?
Warren no podía dejar de pensar en ello.
Y sentía incertidumbre. Incluso miedo.
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Miedo a algo que desconocía. Y que cada vez le angustiaba más.
Algo que, tal vez, no había quedado sepultado para siempre en las ruinas góticas
de Greensborough.
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estuvieses tan tranquilo, leyendo y fumando en el lecho, mientras ignorabas dónde
podía estar yo en esos momentos.
—Bueno, no eres una niña —protestó él, enarcando las cejas—. Siempre me has
dicho que sabías valerte por ti sola en cualquier circunstancia, y el hecho de que te
casaras con un hombre mucho mayor que tú, no significaba que yo tuviera que
comportarme de un modo paternal contigo.
—Eso es una cosa, Cyril. Y otra muy distinta que te desentiendas de todo y ni
siquiera sufras o te inquietes por mi suerte, en una noche semejante, cuando mi
regreso se demora durante horas y horas.
—Pam, eso no tiene sentido… —Cyril la tomó por un brazo tiernamente—. ¿Qué
querías que yo hiciera, en esa situación? ¿Mantener en vilo a todo el hotel, conmover
a la población entera, para que luego llegaras tú, tan tranquila, en tu caballo, sin que
te hubiera sucedido absolutamente nada?
—Eso es una estupidez, Cyril. ¿Y si hubiese vuelto malherida… o no hubiese
vuelto?
—Estás dramatizando, cariño —sonrió el hombre, llevando una mano a los
negrísimos cabellos de ella—. Lo cierto es que…
—¡No dramatizo nada, Cyril! —inesperada, bruscamente, se soliviantó ella, para
sorpresa de su marido—. ¡Ya va siendo hora de que sepas que otro hombre que no
eras tú, me libró, esa noche, de un peligro horrible! Y mientras, tú leías
tranquilamente, ante un buen fuego, fumando tu inseparable pipa…
Reinó un profundo silencio dentro del carruaje. Sólo se escuchó, durante esa
pausa, el rodar del carruaje en el fango accidentado, y el golpeteo de los cascos de los
caballos en las piedras del camino.
Al fin, el sorprendido esposo atinó a decir algo, con voz sorda:
—Un hombre… ¿Qué peligro fue ese, Pam?
—Ya importa poco —cortó ella, con aspereza—. Eso quedó atrás.
—No pregunto si quedó atrás. Lo que quiero es saber qué sucedió, exactamente.
—No lo creerías —rió ella, con cierta dureza.
—Te ruego que me lo digas. ¿O prefieres que te lo exija?
—¿Exigirme? Esas palabras me suenan extrañas en tu boca, Cyril.
—No debes extrañarte. Tú no has sido sincera conmigo. ¿Qué te ocurrió en
Greensborough, aquella noche?
—Pudo ser la muerte. O algo peor.
—¿Te refieres a… a unos salteadores? ¿Fuiste agredida? —Cyril interpretó mal,
las palabras de ella.
Y ella no trató de rectificar ni de hacerlo comprender.
—Algo así, Cyril.
—¿Y el hombre que te salvó… quién era?
—No le conoces. Yo tampoco le conocía. Pero estaba allí. Y gracias a él regreso a
tu lado. Eso debe bastarte.
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—No me basta. ¿Quién era? Debes saber algo de él. Su nombre, su identidad…
—Su nombre no puede decirte nada: Warren. Warren Ashley. Era norteamericano.
—¿Un americano en Greensborough? Es extraño…
—Todo fue muy extraño, aquella noche. Pero, por fortuna, era todo un caballero.
Y también un hombre. Lo demostró cumplidamente.
—Me alegra que fuese así. Pero debiste decírmelo…
—Y tú debiste buscarme como fuese, Cyril.
—En eso tienes razón —suspiró él, bajando la cabeza—. Lo siento. Lo siento de
veras, Pam. Me equivoqué. No debo confiar demasiado en que tú sepas resolver todos
tus problemas. Para eso estoy yo. No volverá a ocurrir, te lo juro.
—Sólo con que hubiese ocurrido esta vez, era suficiente para que no hubiese
habido otra ocasión en el futuro —musitó ella.
—Lo sé. Te lo repito: perdóname, cariño.
—No importa —suspiró ella—. Está ya olvidado, Cyril. Confío en que algo tan
espantoso, no vuelva a suceder jamás. También tuve yo mi parte de culpa, al
ausentarme sola, sin ti.
—Eso es también responsabilidad mía. Eres joven. Mucho más que yo. Es mi
deber ir a tu lado, incluso cuando no me sienta con suficientes ánimos. Eres
demasiado hermosa para dejarte sola.
Se inclinó. Le besó los negros cabellos y luego la mejilla. Buscó su boca. Cuando
la encontró, cerró los ojos y oprimió los labios de Pamela. Esta continuó fría, como
insensible.
Los ojos de Pamela Danvers permanecieron abiertos, inexpresivos, incapaces de
reflejar emoción alguna al sentir el beso.
Más que eso. De repente, un destello extraño asomó a esas pupilas. Fue como un
repentino centelleo que tuvo mucho de maligno y que, por un instante, transformó el
hermoso rostro marmóreo de la bella esposa, asemejándose a una helada máscara de
odio y crueldad.
Pero si realmente ocurrió así, sólo fue un fugaz momento, y cuando su esposo se
apartó de ella, nuevamente la faz de la dama revelaba su habitual dulzura y
melancolía.
El carruaje rodaba, camino adelante, incansablemente. Cyril Danvers, alzando la
cortinilla de una de las ventanillas del vehículo, asomó para escudriñar el sombrío
paisaje nuboso.
—Creo que estamos llegando —dijo—. Posiblemente en una o dos horas más,
habremos alcanzado Newcastle, nuestra ciudad de destino.
—Sí —musitó ella—. Newcastle… Seguramente otra ciudad tan triste y aburrida
como todas las otras… Confío en que Edimburgo sea algo más bella y atractiva.
Y sin imaginar siquiera que, de nuevo iban a cruzarse sus destinos, Pamela
Danvers contempló, con tristeza, el grisáceo paisaje del norte inglés, como si no
hallara en él aliciente alguno para aquel aburrido viaje de novios.
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En Newcastle, sin ella saberlo, otra vez se cruzaría su camino con el del joven y
caballeroso americano llamado Warren Ashley.
Sólo que, esta vez, el horror de la vieja abadía no estaría presente en su encuentro.
¿0… tal vez sí?
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CAPÍTULO V
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como el que cubría su cabeza, sonrisa cortés en sus delgados labios, y una expresión
que se le antojaba aguda y perspicaz, especialmente cuando entraba en el comedor,
con su sombrero de peluche negro puesto, antes de despojarse de éste y colgarlo en
una percha a la entrada.
—Yo ignoro esa cuestión, señor, porque ni siquiera he visitado aún Escocia, si
bien me gustaría hacerlo, y quizás aproveche mi viaje a Europa, de esta ocasión, para
hacerlo.
—Es una tierra extraña y singular —sonrió el otro huésped. Rica en buen whisky,
en mujeres hermosas… y en fantasmas.
—¿Fantasmas? —Warren enarcó las cejas, clavando a la vez sus ojos en la fija y
taladrante mirada del caballero de negro.
—Así es —la sonrisa del otro se amplió—. Y no se burle de lo que le digo. No es
ninguna broma.
—No me he burlado en ningún momento.
—Ya lo he notado. Pero viniendo de América, imagino que oír hablar de
fantasmas debe de mover a risa, caballero. Estas son cosas que sólo entendemos aquí.
—¡Oh, doctor Fry! No vuelva con esas historias —pidió la señora Wilcox,
iniciando su marcha del comedor con la barrica de scotch bajo su recio brazo—. El
señor Ashley no creerá, posiblemente en fantasmas, por ser americano. Pero yo, aun
siendo una inglesa del Norte y vivir cerca de las brumas de Escocia, jamás he creído
lo más mínimo en tales cosas.
—Hace mal, señora Wilcox —suspiró el hombre de negro, meneando la cabeza
—. Existen, yo lo sé. Y mucha otra gente lo sabe. No todo se termina en este mundo.
Warren notó un leve estremecimiento. A su mente, de súbito, acudían recuerdos
nada gratos: la noche en la abadía, la extraña visión en su reloj de oro…
Pero, ni aun así, podía admitir que había visto algo insólito, más allá de lo
conocido. Tal vez porque aún deseaba seguir negándose, a sí mismo, lo que ya era
una clara evidencia.
—Siento opinar como la señora Wilcox, señor… ¿o debo llamarle doctor? —
sonrió, fingiendo frivolidad.
—Puede llamarme como desee, señor —habló cordialmente el otro hombre,
inclinándose hacia él desde su cercana mesa—. Pero soy ciertamente doctor. Doctor
Jason Fry, a su servicio.
—Muy amable. Warren Ashley, igualmente a su disposición, doctor Fry. ¿Es
médico, cirujano…?
—No exactamente nada de eso —la sonrisa del huésped se hizo significativa—.
Doctor en Ciencias Ocultas.
—¿En qué? —mostró Warren su perplejidad.
—En lo oculto, señor Ashley —la sonrisa no se borraba de labios del desconocido
escocés, pero sus ojos se habían vuelto graves y profundos, sin desviarse de él—.
Usted, naturalmente, no cree en lo Oculto…
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—¿A qué llamaría usted… Io Oculto? —divagó intencionadamente Ashley.
—Bueno, es difícil contestar a eso de un modo concreto. Pero me gusta su
pregunta, señor Ashley. Revela un espíritu crítico y de gran sentido práctico. Verá; en
Gran Bretaña, somos muy aficionados a estas cosas. Nos gusta estudiar los asuntos
del Más Allá, los que no tienen una explicación fácil ni lógica. Existen auténticas
sociedades dedicadas a la tarea, tanto en Inglaterra como en Escocia, Gales o Irlanda.
Es una de nuestras grandes aficiones. Llámelo espiritualismo o como quiera, pero
indagamos cuanto pueda haber de cierto en hechos que no se explican por las vías
normales. Lo que es, en suma, paranormal. Alguna vez, en el futuro, la gente hará de
ello una auténtica ciencia, estoy seguro. Para nosotros, ya lo es. Yo soy, en
Edimburgo, presidente de la Asociación Escocesa de Espiritualismo y Fenómenos
Paranormales. De ahí mi título de doctor en Ciencias Ocultas. Realmente, mi
profesión es mucho más rutinaria y carente de misterio; soy importador y exportador.
—Y, sinceramente, doctor Fry, con la mano en el corazón, ¿existen, realmente, los
fantasmas? —preguntó Warren, con aparente frivolidad.
—Rotundamente, sí —afirmó el hombre con tono enfático—. Existen.
—Es usted muy concreto en su respuesta.
—Tengo que serlo. Yo sé que existen.
—¿Los ha visto alguna vez, sin duda? —sugirió Warren, astutamente.
—En efecto —los oscuros ojos penetrantes le estudiaron atentos—. ¿Usted no?
Warren sintió un escalofrío. Su respuesta fue tan ambigua como poco
comprometedora para él:
—En los Estados Unidos, todo es demasiado nuevo para que existan fantasmas,
—sonrió, escéptica su expresión.
—Sí, lo imagino. Pero los fantasmas no tienen por qué ser patrimonio exclusivo
de países viejos. Lo que ocurre es que la gente no toma en serio la cuestión, allá en
América. Y hacen mal. Como hace mal la propia señora Wilcox. Yo podría demostrar,
con mil evidencias, que es cierto cuanto afirmo. Y no tiene nada de extraño que
existan seres del Más Allá que a veces aparecen entre nosotros. No todo acaba en esta
vida.
—Quien pueda demostrar eso, evidentemente podrá hacerse rico.
—¿Qué importa la riqueza en todo esto? Yo no hago ascos al dinero. A fin de
cuentas, soy comerciante. Sin embargo, cuando me convierto exclusivamente en el
doctor Fry, olvido toda cuestión crematística, todo lado material del asunto. Lo
importante está en ver ese otro mundo y en descubrir a sus seres. En llegar al fondo
de la cuestión, en comprenderles y aceptarles, sin terror alguno. Eso es difícil, al
menos en nuestra época. No sé por qué, la gente siempre se asusta cuando se habla de
fantasmas. Y quien los vea, seguro que sentirá miedo.
—Parece una reacción lógica, ¿no cree?
—No, en absoluto. No puedo creerlo. Esas criaturas pueden ser seres que no
hayan podido encontrar el eterno descanso, por una u otra razón. Hay que tratar de
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comprenderlas, de ayudarles si es posible. Pero aún estamos lejos de poder llegar a
algo así. Incluso nosotros, los iniciados… apenas si sabemos nada, créame. Y no
quiero molestarle más con mis palabras, señor Ashley. Pero si alguna vez llegase a
ver algo fuera de lo normal, algo que no comprenda… no se lo calle. No dude.
Hágamelo saber, por favor, aunque ello sea una molestia para usted. A mí podría
serme de una gran ayuda. Aquí tiene mi tarjeta.
Warren tomó la cartulina de manos del huésped. En ella se leía el nombre y la
dirección del desconocido y singular caballero:
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—Bien, doctor Fry —dijo, apurando su vaso de excelente scotch—. Prometo
escribirle, apenas tenga una experiencia semejante, esté seguro de ello.
—¡Oh! En usted confío, aunque no tenga demasiada fe en que un práctico
caballero americano disponga de ocasiones para ver algo insólito —sonrió el escocés,
volviendo a la realidad con su cortesía habitual—. De todos modos, le aseguro que no
bromeo ni soy un crédulo majadero. Yo tomo muy en serio esas cuestiones, señor
Ashley. Porque creo en un mundo de sombras y de muerte, donde algo de nosotros
pervive. Y de donde, a veces, por las causas que sea, los que se fueron regresan a
nosotros…
—Quizá —de nuevo aquella sensación de incomodidad, de incertidumbre, que
abría en él la palabra del escocés, obligándole a evocar tremendas sensaciones de una
noche alucinante que deseaba olvidar para siempre, sin conseguirlo—. Pero ¿por qué
habría de volver alguien de la Muerte, para presentarse a los vivos?
—Eso lo ignoramos. Tal vez pidan comprensión. Tal vez justicia. A veces, pueden
amar u odiar, aún lejos de este mundo que abandonaron. Se sabe tan poco de las
causas que mueven a los muertos a regresar…
—Yo admito que incluso pueda regresar un alma, un espíritu atormentado, pero
¿por qué su apariencia física, sea cual sea? ¿Por qué algo que sólo les pertenecía
cuando aún eran de este mundo?
—Es posible que revivan en nosotros su imagen anterior, pero… ¿por qué supone
usted que ellos han de volver con algo de sí mismos, al presentarse ante nosotros? —
indagó, con repentina extrañeza, el doctor Fry, mirándole pensativo.
—Bueno, era una simple suposición… —eludió rápidamente Warren, al tiempo
que se ponía en pie, derribando casi la silla al hacerlo—. Disculpe. Creo que se hizo
tarde ya. Mañana debo madrugar mucho, y va siendo hora de retirarse…
—¡Oh, claro! Cuando hablo de esas cosas, el tiempo me pasa rápido —se excusó
Jason Fry, poniéndose en pie y extendiendo su mano a Ashley—. Ha sido un placer
conocerle, señor Ashley. Ignoro si aún seguiré aquí, mañana, o mis negocios me
llevarán de regreso a Escocia. Si fuese así, no olvide informarme, caso de que algo
llegase a ocurrirle en la vida.
—Insisto en que lo haré —sonrió Warren, estrechando la mano, fría y suave, del
hombre de Edimburgo—. Hasta siempre, doctor Fry.
Se alejó, temiendo que el otro imaginase el motivo real de sus prisas, pero de
nuevo el espejo de la salida le reveló la abstracción en que Jason Fry se quedaba tras
conversar de todo aquello. Warren suspiró, iniciando el ascenso por la escalera, tras
recoger la llave de recepción.
No se había equivocado. Al llegar arriba, lo comprobó rápidamente. Su puerta
estaba solo entornada. Alguien la había abierto, entrando en la estancia. Empujó la
hoja de madera, mirando al interior, que estaba en sombras. Vislumbró una silueta
recortándose contra el rectángulo levemente iluminado de la ventana a la calle de
alguien sentado a su lecho.
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Sonrió. Amy estaba allí. Podía identificar el contorno de su cofia, sus cabellos
rojos, heridos por la claridad del alumbrado callejero de Newcastle.
Entró, cerró tras de sí, cuidadosamente, y encendió el quinqué, mirando hacia su
lecho. Amy seguía sentada allí, de espaldas a él, la mirada fija en la ventana. Llevaba
su negro vestido, su cofia y su delantal. Avanzó, sonriendo, irónico, pero sin poder
evitar cierta ebullición en su sangre joven. La recia y silvestre belleza de Amy, su
belleza generosa, prometían al viajero americano una noche quizás demasiado
fatigosa, para ser la víspera del reencuentro con su prometida. Pero ahora no podía ya
eludir la aventura fácil.
—Amy, espero que nadie sepa esto en la fonda —comentó, por decir algo,
caminando hacia ella—. ¿Realmente has encontrado algo atractivo en este vulgar
americano, para subir a mi habitación, esta noche?
Esperaba una respuesta, la que fuese, pero no llegó. Amy seguía allí sentada,
quieta y silenciosa, como esperando que él tomase la total iniciativa. Warren no quiso
defraudarla. Llegó al lecho por el lado opuesto, alargó sus brazos, y tomó a la
doncella por los hombros, al tiempo que decía con voz apagada:
—Querida muchacha, tú y yo vamos a ser muy…
Un grito de horror sin límites se cuajó en su garganta, sin llegar a brotar de su
boca convulsa. El cuerpo de Amy cayó de espaldas sobre la cama, mostrándole su
espantosa faz bajo los cabellos rojos y bien peinados.
¡Amy era un esqueleto vestido, sus manos eran huesos descarnados, y su rostro de
belleza campestre, ahora era una espantosa calavera amarillenta!
Lejos, en alguna parte, sonó música, hasta llegar a los oídos de Warren Ashley.
¡Y la música repetía los acordes solemnes, profundos y fantasmales de un
alucinante Miserere surgido de más allá de la tumba!
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vida. Tenía que hacer algo.
Tenía que deshacerse de ella. O de lo que quedaba de ella.
Ignoraba si aquello era una broma macabra o un horror de fuera de este mundo,
un resultado de la maldición de los monjes heréticos de Greensborough. Fuese lo que
fuese, aquel cabello rojo era real, estaba adherido, aún, a la pelada cabeza de hueso
amarillento. Aquello era Amy, le gustara la idea o no.
—No tiene sentido… ¡No tiene sentido! —jadeó. Y era la centésima vez que se
decía eso mismo.
Miró en tomo, como buscando una salida, con aquel cuerpo alucinante. No halló
más que paredes y muebles. Y la ventana.
Se asomó a ella. Daba sobre la calle. Unos faroles de gas brillaban, mortecinos, a
través de una brama densa, en la noche de Newcastle, húmeda y fría.
Respiró hondo. El aire helado de la noche le sentó bien. Contempló la ancha
cornisa que, sobre la puerta del albergue, sobresalía bajo la ventana. La fachada hacía
esquina inmediatamente a su derecha. Debajo de aquel ala del edificio, recordaba
haber visto los establos del Borderer’s.
Tal vez era una salida. Lo que estaba buscando.
Oyó voces en el corredor, en la escalera. La gente se retiraba a descansar. Jason
Fry debía de ser uno de ellos. Se preguntó si el comerciante de Edimburgo,
aficionado a los asuntos del Más Allá, podría ayudarle en esta sobrecogedora
experiencia, o saldría de estampía al ver un esqueleto sobre la cama. Pero no iba a
decirle nada. Ni a él ni a ninguna otra persona.
Esperó, sin atreverse a mirar al esqueleto, hasta que se extinguieron ruidos y
voces y el hostal quedó en silencio absoluto. Entonces se decidió a obrar.
Asomó de nuevo a la ventana. Un vigilante pasó baja la misma, perdiéndose
lentamente en la bruma. No circuló nadie más. No se oía ni una pisada, ni el rodar de
un carruaje, en toda la calle invadida por la niebla.
Respiró con fuerza. Era el momento. Tenía que hacerlo.
Volvió al lecho. Cargó con el esqueleto humano. Pesaba considerablemente, pero
pudo con él. Con aquella forma diabólica colgando sobre su hombro, se puso a
horcajadas sobre la ventana, y luego pisó resueltamente la cornisa, procurando
mantener el equilibrio, pese al lastre del cuerpo descarnado. El roce de aquellas
manos de mujer, ahora convertidas en articulaciones huesudas, con el muro de la
fonda, le provocó escalofríos, Pero siguió adelante.
Llegó a la esquina del edificio. Lo rodeó, encontrándose sobre los establos. Sin
vacilar, saltó sobre el techo de los mismos, Unos caballos se agitaron dentro,
inquietos. Esperó. Cuando volvieron a calmarse, caminó por la techumbre. Luego,
asomó. Montones de heno fresco se apilaban en un ángulo del establo. No vaciló lo
más mínimo. Saltó al heno, Apartó montones del mismo. Poco después, introducía en
él la forma esquelética con sus ropas. La cubrió de nuevo, cuidadosamente, hasta que
nada de Amy fue visible allí.
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—Lo siento —musitó—. Es la única tumba que puedo darte. Tal vez termines
saliendo de ella nuevamente, si lo que me temo es cierto, y tu muerte y
transformación en esa horrible forma, es sólo el principio de una espantosa maldición
que viaja conmigo. Si de algo sirve, yo te conjuro para que en tu nueva existencia
fuera de éste mundo, no hagas daño a nadie ni busques venganza o destrucción. Que
así sea, en nombre de Dios.
Y extrajo de su pecho la cadena con la cruz, alzándola ante el montón de heno y
besando, luego, el metal. Rápido, saltó a la techumbre del establo, y de allí retornó
sin dificultades a la comisa, regresando cautelosamente a su habitación.
Entró, cerró la ventana, ajustando los postigos de madera recia, y luego se miró en
el espejo. No le gustó riada su aspecto.
—Es horrible —susurró—. Horrible todo…
Buscó en su equipaje, nerviosamente. Tenía un frasco de tabletas para dolores de
cabeza. Y otro con sedantes que jamás usaba. Esta era una ocasión especial. Muy
especial.
Se tomó dos de aquellas tabletas, con un trago de agua. Luego, se arrojó, vestido,
sobre el lecho. Estuvo reflexionando, dando vueltas a aquel horror, intentando hallar
una explicación, la que fuese, al escalofriante fin de Amy, a su presencia allí,
convertida en una atroz osamenta. No pudo encontrarla.
Cuando notó que el sueño le vencía, se desvistió y abrió el lecho, Se tumbó,
intentando dormir.
Y se durmió. Los sedantes hicieron el milagro, aunque el suyo fue un sueño
inquieto y cargado de espantosas pesadillas, con desfiles de esqueletos que reían con
sus mandíbulas grotescas, bailoteando macabramente en torno suyo.
Cuando despertó, el sol entraba tibiamente en su habitación por la ventana, a
través de un cielo inevitablemente nublado, pero sin amenazar lluvia como en días
anteriores.
Warren Ashley se incorporó, todavía aturdido. Contempló a la figura erguida ante
él.
—Buenos días, señor —saludó con voz dulce y afable—. El desayuno. Se
despierta usted muy tarde hoy…
La miró, tratando de despertar de su sopor. La reconoció.
Era Amy.
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CAPÍTULO VI
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Cuando se hubo afeitado y aseado, terminó de vestirse. Eran ya las diez y media.
Muy tarde. Pero iría a Garden Folly ahora. Tenía que ir. Lo antes posible.
Tal vez Lilian le hiciera olvidar todo: Greensborough, Pamela Danvers, los
esqueletos, la doncella Amy… y el Miserere.
El Miserere.
¿Lo había oído, realmente, la noche anterior, cuando se enfrentó al esqueleto de
los cabellos rojos? ¿Fue todo un producto de una alucinación o de una maldita
influencia de algo que no era de este mundo?
Saldría pronto de dudas en algo. Salió de la fonda, despidiéndose, con falsa
jovialidad de la señora Wilcox, que ya hacía las tareas de limpieza, ayudada por Amy.
Warren rodeó la casa. Buscó la puerta del establo. Entró, dirigiéndose a los
montones de heno. Rebuscó en ellos. Introdujo sus brazos entre las doradas briznas.
En vano. No tropezó con nada anormal. Allí no había nadie.
—¿Qué busca ahí, señor?
La voz brusca sonó a sus espaldas. Se irguió, sobresaltado, volviéndose. Un mozo
de barba desaseada, con una horca en su mano, le miraba, perplejo y ceñudo. Warren
sonrió, sacudiendo sus manos y ropas salpicadas de heno, y negó:
—Nada en particular, amigo. Soy un huésped de la fonda. Ayer perdí un anillo, y
pensé si podía estar por aquí, porque entré con el señor Wilcox en los establos… Lo
siento. Debí perderlo en otro lugar. No está por aquí.
—¡Oh, comprendo, señor! —asintió el mozo, despejando su frente—. ¿Un anillo,
eh? Si lo llegase a encontrar yo, no tema. Se lo entregaré a los señores para que se lo
den.
—Gracias, amigo, es muy amable —suspiró Warren, entregando al mozo una
moneda—. Hasta luego. Tengo cosas que hacer esta mañana. ¿Sabe dónde encontraré
un carruaje que me lleve a Garden Folly?
—¿La casa de los Harding? Sí, señor. Vaya calle abajo. Encontrará una plazoleta
ovalada. Allí hay una parada de coches de punto, frente al Ayuntamiento de
Newcastle. Cualquiera le llevará a Garden Folly en poco tiempo. Parece que los
caminos se van poniendo ya más transitables.
Dio las gracias Warren al mozo de establos, y se alejó, presuroso, hacia los coches
de punto. Al cruzar de nuevo ante la puerta de la fonda, vislumbró a Jason Fry,
tomando su desayuno en el comedor, junto a una de las ventanas de vidrios
emplomados. Estuvo dudando si entrar y hacerle partícipe de lo sucedido la noche
antes.
Pero eso traería consigo el relato de lo ocurrido en la vieja abadía de Nottingham,
y era una historia demasiado larga y horrible para mencionarla, ahora. Optó por
seguir adelante. Después de todo, ya no había ni rastro del esqueleto oculto en el
heno.
No podía saber si eso era bueno o malo. Si significaba que todo fue imaginado o
si, realmente, otro ser esquelético ocupó el puesto de Amy esa noche en su alcoba.
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Pero ¿con qué motivo? ¿Para enloquecerle?
Si era así, Warren estaba dispuesto a todo. No se dejaría volver demente por las
fuerzas del Más Allá. Intentaría luchar, fría y serenamente, contra la sombra de un
horror que no entendía, pero del que estaba seguro de que sus raíces se hallaban en la
macabra reunión de monjes de la abadía, en sus salmos demoníacos, parodiando de
forma blasfema los ruegos de David al Señor, en su cántico de una liturgia herética
(Como se ha citado anteriormente, el Miserere corresponde al cincuenta salmo del
Libro Sagrado. Exactamente, en ese Salmo, David, pecador, verdaderamente
arrepentido, pide humildemente a Dios que le perdone. Promete hacer penitencia de
manera que sirva a otros de instrucción y escarmiento, y ruega, en fin, por toda la
Iglesia. Sobre ese salmo número cincuenta del Libro de Salmos de David, se canta el
Miserere, exactamente).
A partir de allí, comenzaban los sucesos inexplicables de su vida. Él se había
enfrentado a la legión de espectros, cuando éstos amenazaban a Pamela Danvers y a
él mismo. Eso, tal vez, atrajo las iras de los seres de ultratumba, cuando él recurrió a
la cruz para hacerles retroceder a sus lugares de origen, rompiendo el aquelarre.
Ellos, los espectros, habían regresado a su sima de muerte y de olvido, pero… ¿para
siempre?
¿Llegaba la venganza de los muertos en pecado hasta el límite de poder
enloquecer y destruir a sus enemigos más odiados?
Las preguntas sin respuesta se arremolinaban en su fatigado y confuso cerebro. Se
sintió aliviado cuando su cochero, tras indicarle él su punto de destino, puso en
marcha a los animales de tiro, y el aire fresco y húmedo entró por las ventanillas del
carruaje, mientras rodaban hacia el oeste de la ciudad.
Se retrepó en el asiento tapizado, con un suspiro. Dejó vagar su mente, evocando
los momentos felices, allá en los Estados Unidos, cuando Lilian, y sus padres
visitaran el país, ellos entablaran relación, y terminasen por ser novios,
prometiéndose para un inmediato futuro.
Lilian Harding no podía ni imaginar que, ahora, en estos momentos, Warren
Ashley no estaba en Filadelfia, sino camino de su propio hogar, en el lejano
Newcastle, allá en el corazón mismo del norte de Inglaterra.
Era agradable pensar en todo eso, y olvidar, así, la morena e inquietante belleza
de Pamela Danvers, la existencia de una maldición en una vieja abadía, y la fantasmal
aparición de un esqueleto femenino en su dormitorio, la noche anterior. Warren
incluso llegó a apartar de momento de su recuerdo todas esas desagradables cosas.
Pero lo cierto es que no las olvidaba. Sencillamente, las daba de lado con toda
intención, para no enloquecer fácilmente. Estaba iniciando la lucha contra los demás
y contra sí mismo. Tenía que ser fuerte, dominar su propia mente, mantenerse frío,
lúcido, sereno ante lo desconocido, por horrible que esto fuese. Cualquier cosa, antes
que ceder. Cualquier cosa antes que hacer el juego a los que no eran de este mundo, si
suya era la obra diabólica, destinada a hacer resquebrajar su razón.
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Mientras Warren pensaba en todo eso, su carruaje pasó ante un hotel que ocupaba
la esquina de una calle, y cuyo nombre aparecía en la fachada en un pintoresco cartel
propio de aquellas regiones:
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—. Pero tener que afrontar todo esto, ahora… cuando apenas hace diez horas él
estaba lleno de vida y hacíamos proyectos para el futuro…
—Su esposo ¿gozaba habitualmente de buena salud? —indagó el médico.
—Sólo llevábamos casados menos de dos meses, doctor. Pero nos conocíamos de
antes. No fue una boda por amor, ya lo habrá comprendido al ver su edad, pero…
sentía afecto y respeto por él. Esto resulta realmente horrible… ¡Ah, se refería usted a
su salud! Sí, que yo sepa, era excelente. Nunca se quejaba de nada.
—Estas cosas pueden suceder en cualquier momento. Un colapso, un derrame…
Muerte instantánea, señora. Lo que me ha sorprendido es… su expresión.
Pamela movió afirmativamente la cabeza. Su rostro se nubló, mientras no podía
evitar un escalofrío.
—Su expresión… —musitó, impresionada—. Sí, eso es lo terrible, doctor.
¿Acostumbran a morir así los… los que sufren un ataque súbito, ya sea de corazón o
de tipo cerebral?
—Pues… no sé. Depende del dolor, de lo que sientan en ese instante. Pero de
todos modos, le confieso que me ha extrañado. Me ha extrañado mucho. Ese gesto,
esos ojos desorbitados, esa crispación de la boca… esas manos engarfiadas en las
sábanas. Es como… como si hubiera visto algo horrible al morir. Realmente como si
hubiera sentido un pánico, un horror sin límites, justo en la frontera de la muerte,
señora Danvers…
Pamela no dijo nada. Volvió a estremecerse, callada y sombría. El médico
carraspeó, recogiendo su sombrero y alejándose hacia la salida, maletín en mano.
—La dejo, señora —se despidió—. Debo ir a la oficina del constable Cavanaugh,
que se encarga de la Ley en esta ciudad. Él informará al juez Burke de todo… En
estos casos, es de trámite obligado informar a la Ley y la Justicia, hasta que la
autopsia nos confirme el motivo exacto de su muerte, señora Danvers. Si quiere
evitarse molestias, el juez vendrá a visitarla aquí mismo, para informarla de todo.
—Eso no importa demasiado —murmuró ella, moviendo la cabeza—. En cuanto
pase esta primera impresión, creo que tendré fuerzas para ir adonde sea, doctor.
¿Supongo que no debo abandonar Newcastle, en tanto se lleva a cabo la autopsia?
—Bueno, sería mejor así. Ya sabe, simple rutina… Podrá ir adonde guste, una vez
haga mi informe clínico, señora. A sus pies…
Salió de la habitación, donde quedaba el cuerpo de Cyril Danvers, tapado por una
sábana, hasta que dos hombres del constable Cavanaugh, dos policías de Newcastle,
se presentaran para trasladarlo a la Morgue local. Una doncella del hotel y un
empleado de la gerencia, permanecieron junto a la viuda, hasta que fue retirado el
cadáver.
Ella, con ojos húmedos de llanto y rostro fríamente sereno, rogó a los dos
empleados, una vez estuvo sin el cadáver allí:
—Por favor… Pueden retirarse ustedes ya. Prefiero estar sola, hasta que yo
misma decida salir de mis habitaciones. Si el juez local, viene a verme, háganle pasar.
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Se retiraron todos, en respetuoso silencio. La reciente viuda Danvers se quedó
sola frente a la cama vacía, donde aún era visible el hoyo producido en el colchón por
el cuerpo de Cyril Danvers, su esposo.
Ella contempló esa huella, con expresión hermética. Caminó, solemne, hasta una
maleta, en la que rebuscó, hasta encontrar un vestido largo, negro y cerrado, que
apartó a un lado, junto con unas medias del mismo color.
Después, con otra mirada al lecho vacío, hizo algo insólito e imprevisible.
Echó atrás la cabeza de negrísimo cabello. Y soltó una dura, fría carcajada.
—¡Warren! ¡Oh, no, Warren, es… es imposible! ¡No puedes ser tú!
—Lilian, soy yo… He venido desde muy lejos. Exactamente desde el otro lado
del Atlántico…
—¡Oh, Warren, querido!…
Y Lilian Harding se lanzó en brazos del recién llegado, tras dominar su emoción
inicial, su tremenda sorpresa, abrazándose a él fuertemente, y encontrándose sus
labios en un beso largo y apasionado.
Cuando se separaron, ni siquiera sabían del tiempo transcurrido. Lo único cierto
es que el rostro de Lilian aparecía arrebolado, sus ojos centelleaban, con un azul aún
más luminoso, y su faz toda era la viva expresión de la felicidad completa. Su cuerpo
de adolescente, de criatura hermosa y juvenil, temblaba entre los brazos de Warren
Ashley, mientras él la contemplaba radiante, olvidados todos los oscuros horrores
anteriores a este feliz momento.
—Lilian, estás bellísima… —murmuró—. Más bella que nunca…
—Warren, mi vida, estás exagerando… —rió ella de buen humor—. Entra,
querido. Papá y mamá se van a quedar de una pieza al verte, estoy segura…
Le tomó de la mano, introduciéndole al suntuoso edificio de ladrillos rojos,
rodeado por los amplios y caprichosos jardines que daban nombre a la finca. Warren
la siguió de buen grado.
Momentos después, estaba ante la señora Harding, madre de Lilian, que mostró
también su asombro y grata sorpresa por la presencia de Warren en Inglaterra.
—Voy a buscar a Ward, mi esposo —dijo ella, radiante—. En seguida regreso,
Warren querido. Está en las nuevas obras, al final de los jardines del lado sur,
ocupándose en ampliar la finca sobre unos viejos terrenos en desuso…, No tardaré.
Se quedaron solos los dos jóvenes, para hablar de todas sus cosas. Ella aún no
parecía dar crédito a sus ojos.
—¡Oh, Warren…! —musitó—. Es maravilloso. Imaginar que estás aquí… cuando
tantas veces he soñado contigo, he pensado en ti, sabiendo que estábamos tan lejos,
que transcurriría tanto tiempo antes de vernos de nuevo…
—Ya ves que no ha sido tanto —sonrió Warren.
—¿Cómo fue tu idea de venir a Inglaterra sin avisarnos?
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—Quería darte esta sorpresa. Los asuntos me han ido bien, últimamente. Me
asocié a un buen amigo, y la empresa del alumbrado de gas ha ido para arriba. Creo
que vamos a hacer fortuna, realmente. Y eso me ha convencido de que ya puedo venir
a ti y ser tu esposo, sin miedo a que me apabulle, en el futuro, la fortuna de tu familia.
Eso sí, tendrás que renunciar a esto, ir a mi país, y allí vivir de lo que yo gane, no de
la fortuna de tus padres…
—¿Y qué crees que estoy deseando? —suspiró ella, con una luz brillante en sus
azules pupilas—. ¡Oh, Warren, querido! Será maravilloso todo eso. Sabía que
seguirías adelante, que sirves para los negocios, y que harías fortuna. Pero eso es lo
de menos. Lo importante es que te demuestres, a ti mismo, lo que vales, y que sepas
que todo cuanto te propones, puedes alcanzarlo.
—Con alcanzarte a ti, me basta —sonrió él, abrazándola de nuevo.
La tenía ya en sus brazos e iba a besarla, cuando un repentino grito sofocado de
Lilian, unido a un espasmo brusco de su cuerpo, le sobresaltó.
—Lilian, ¿qué ocurre? —preguntó, mirando a su rostro.
La halló ligeramente pálida y medrosa. Estaba señalando un punto de la sala.
—Allí… —susurró—. Es una tontería, pero… me pareció verlo…
—¿Qué es lo que es una tontería? —se inquietó él, poniéndose serio—. ¿Qué
creíste ver, Lilian?
—Fue en ese espejo. De pronto… ¡Oh, Warren! No hablemos de ello, es
absurdo…
—Lilian, vas a decirme lo que has visto ahí —y ahora, los ojos graves de Warren
Ashley se fijaron, también, en el espejo del salón, situado a su espalda—. ¿Qué es,
exactamente, lo que creíste ver?
—Ya te digo que fue una tontería. Tal vez la luz, un reflejo, una impresión óptica
de lo más tonto… —respiró con fuerza y añadió, todavía impresionada—. Fue una
impresión nítida, momentánea… Como si hubiese ahí, reflejada… una calavera. ¡Y
era mi rostro, Warren! ¿No es una solemne tontería hablar de ello?
Warren no dijo nada. Se había puesto rígido. Su rostro estaba tenso, sus ojos, fijos
en el espejo, donde sólo se veían claramente sus propias figuras y la luz del día
nublado, entrando por los amplios ventanales.
—Una calavera… —repitió él.
—Ya te dije que no tiene sentido —rió ella, sofocada—. Ha debido ser la emoción
y todo eso… ¡Oh, Warren! ¿Qué te pasa? ¿Por qué te pones tan serio? ¿Es que he
dicho algo inconveniente?
—No, nada, cariño —negó él, pensativo. Meneó la cabeza, desviando los ojos del
espejo, y dominando un escalofrío. Encajó las mandíbulas, casi con fiereza, y sus ojos
escrutaron cada rincón de aquel amplío y lujoso salón donde, de repente, le parecía
que existía algo maligno e incorpóreo, acechando siniestramente. No sólo a él… sino
también a Lilian.
Y eso era lo que más le enfurecía. Admitía que pudiese ser víctima del odio de
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alguna fuerza desconocida, de la maldición de unos seres de ultratumba, resucitados
en la noche por el conjuro de una infame herejía. Pero Lilian, no. Ella no tenía por
qué ser mezclada en todo aquello.
No pudo enfrentarse a nada ni a nadie, desahogar su ira y su combatividad sobre
ser alguno, vivo o muerto. Sencillamente, parecían estar solos ellos dos en aquel
lugar.
Pero ahora, Warren estaba seguro de que no era así. Había algo más. O tal vez
alguien…
—Vamos —dijo a la joven—. Salgamos a los jardines. Me gustaría verlos. Y
olvida eso. Nadie ve calaveras en los espejos.
—Por supuesto —rió, infantilmente, la rubia muchacha—. Salgamos, querido.
Iremos al encuentro de papá. Está con su gente, los empleados de la finca, quemando
una serie de cosas de unos viejos establos, para arreglar los terrenos a su gusto. Se
divierte siempre en cosas así. Y va mejorando su finca. Ven, vas a darle una alegría.
Salieron de la casa. Warren dirigió a las paredes suntuosas y bellas una última y
ceñuda ojeada que fue a morir en el espejo. ¿Fue alucinación suya, o aún flotaba en
su azogada superficie un confuso juego de luces y sombras que asemejábase
lejanamente al descarnado rostro de una calavera?
No quiso estar seguro de ello. Se hallaba ya en los jardines. Lilian corría
alegremente por los senderos de grava, tirando de su mano. Llegaron al límite de les
jardines. Unos escalones conducían abajo, a otro nivel, junto al río, de donde se
elevaba un agrio humo blancuzco. Ella explicó:
—Es un horno de cal viva. Papá lo ha hecho, para calcinar todo lo que estorba,
incluidos los restos de un antiguo cementerio olvidado…
De repente, se oyó un alarido inhumano, desgarrador, en alguna parte. Warren
sintióse sacudido de nuevo por la angustia y él miedo a lo desconocido. Ambos
jóvenes se miraron. Luego, Lilian palideció, al identificar la voz que gritaba.
—¡Mamá! —chilló—. ¡Es mamá la que ha gritado así!
—Lilian, quédate aquí —rogó Warren, tratando de retenerla y correr él al pozo de
cal viva de abajo.
—¡No, voy contigo! —objetó ella, resueltamente. Warren no objetó nada. Ya
corría hacia los escalones de piedra, que descendió con celeridad, llegando junto al
hoyo de cal viva, a cuyo borde se hallaban varios hombres, alzando algo del fondo
del mismo, entre el humear corrosivo de la cal.
La señora Harding, lívida, patética, se volvió, agitando sus brazos, hacia Lilian y
Warren. Su informe fue terrible, desgarrador:
—¡Lilian, hija mía! ¡Tu padre! ¡Es tu padre! ¡Perdió el equilibrio, cayó a ese
maldito pozo…!
Lilian, sobrecogida, tambaleante, contempló el horror que los hombres, con su
propio riesgo, lograban extraer de la cal viva. Warren se estremeció, sintiendo que el
suelo parecía abrirse bajo sus pies.
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—Dios mío, no… —musitó, a punto de desplomarse. El cuerpo de Ward Harding,
el padre de Lilian, ya no era más que un descarnado esqueleto, entre jirones de ropa
abrasada…
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CAPÍTULO VII
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—Ataque cerebral. Eso me ha dicho el doctor, ahora mismo, tras la autopsia…
—Sí, es así, señora Danvers —asintió el juez Burke, mirándola, respetuoso—.
Está comprobada su muerte. Causas naturales. Lo que no está claro es por qué murió
con ese gesto de terror, pero evidentemente, no fue por ver nada horrible al morir,
sino por sentir su propio fin, sin duda alguna.
—Gesto de terror… —una convulsión agitó a Warren mientras se repetía para sí
aquellas palabras. Miró a Pamela. Luego, a Lilian, que parecía confusa—. Perdona,
querida. Te aclararé las cosas. Ella es Pamela Danvers. Viajaba con su esposo.
Coincidimos casualmente en Greensborough, Nottingham. Ninguno sabía adónde iba
el otro. Y hemos vuelto a coincidir en Newcastle… Pam, ella es Lilian Harding, mi
prometida.
—Es muy hermosa, como tú me dijiste —sonrió Pamela, mirando a la joven—.
Te felicito, Warren. Supiste elegir. ¿Pero qué hacéis aquí, ahora, los dos?
—No sólo tú te enfrentas a una tragedia, Pam. Lilian… acaba de perder a su padre
en un accidente desgraciado.
—¡Oh, de veras lo siento! —dijo Pamela con frialdad—. Si puedo hacer algo…
—No, gracias —negó Lilian, algo seca—. También usted tiene problemas de que
ocuparse, señora. Lamento que su viaje terminara así…
—Evidentemente, este lugar no me dio mucha suerte —suspiró Pamela—.
Aunque mi esposo no era un joven arrogante y atractivo como su novio, era mi
esposo. Y todo ha sido tan repentino… Parece que no nos sigue la buena suerte, ¿no,
Warren?
—Sí, es lo que yo pienso —asintió, ceñudo, Ashley, sin añadir más.
Pamela salió de la oficina, acompañada del constable, sin que Warren pudiera
evitar seguirla con la mirada. Lilian clavó sus azules ojos húmedos, en él.
—Es muy hermosa —dijo—. Y parecéis muy buenos amigos los dos…
—Sí, lo somos —asintió, pensativo, Warren. Se volvió a Lilian—. Pero sólo eso,
querida. No pienses mal. Sólo amigos…
Lilian no dijo nada. El juez Burke les acompañó a la salida, cortés. Ya la señora
Danvers se alejaba en un carruaje, hacia el hotel. Lilian, bruscamente, se detuvo ante
uno de los carruajes allí parados. Hizo un gesto a Warren.
—Preferiría volver sola a casa —dijo, con amargura.
—Pero Lilian… —se extrañó él—. No es el momento adecuado. Tu madre está
postrada, tú… tú necesitas a alguien a tu lado…
—Créeme, Warren —insistió ella—. Es mejor que me dejes ir sola. Yo… yo
quiero estar acompañando a mamá, esta noche. Tú puedes ir por la mañana. Deja que
pase este momento. Me siento necesitada de soledad. Será lo mejor, créeme.
—Está bien —suspiró Warren, inquieto, pero sin poder objetar nada ante los
deseos insistentes de ella—. Mañana, a primera hora, estaré allí, y me quedaré a
vuestro lado para el funeral, quieras o no».
—Sí, Warren. Mañana. Gracias por tu comprensión —le besó fugazmente, subió
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al carruaje, y éste se alejó hacia Carden Folly.
—Así son las mujeres —comentó el juez Burke a su lado—. Esa joven, pese a
cuanto sucede, se siente celosa. Debe quererle mucho, señor Ashley. Y la presencia
de la señora Danvers, parece no haberle sentado demasiado bien…
—Sí, es lo que estaba yo pensando —asintió Warren, sombrío—. No logro
entender a las mujeres, juez.
—Ni usted, ni nadie —sonrió tristemente el juez. Luego, como distraído, le
espetó—: ¿Conoce usted muy bien a la señora Danvers?
—La conozco. Poco, si a eso se refiere. Ella se perdió una noche, en un temporal.
Se refugió en un lugar donde yo estaba. Allí permanecimos varias horas… —ocultó
toda otra explicación—. Así se creó nuestra amistad. No la vi más.
—Ya. Menos mal que su novia no conoce los detalles —rió, suavemente—. No
iba a dar demasiado crédito a esa historia, seguro.
—Usted tampoco parece dárselo, juez —replicó, con franqueza, Warren—.
¿Adónde ha querido ir a parar con su pregunta?
—Es usted muy suspicaz… o muy inteligente, señor Ashley —admitió el
magistrado, frotándose el mentón, pensativo—. Verá… Se trata de la súbita muerte
del señor Danvers… Me interesa esa dama.
—¿Por qué? Usted dijo que fue muerte natural. ¿Es que acaso recela de ella?
—Tengo que recelar, señor Ashley. El gesto de terror del difunto no está claro.
—¿Tan profundo era? —la pregunta de Warren fue tensa.
—Mucho. Jamás vi a un hombre con más miedo reflejado en su rostro. Por otro
lado, el doctor Novak no fue totalmente sincero en su informe forense a la viuda.
—No le entiendo… ¿Hay algo raro en esa muerte? —se inquietó Warren.
—Sí. Pero no entiendo el qué, exactamente —confesó el juez Burke—. El
derrame cerebral existe. Pero no parece haber motivo alguno para ello. Ocurrió
inexplicablemente. Como si alguien lo hubiese provocado de alguna forma.
Evidencia no hay ninguna, por supuesto. De ser así, la señora Danvers sería arrestada
en el acto. Pero algo me dice que esa muerte no fue natural, señor Ashley. ¿Qué me
dice usted a eso?
—Sinceramente… no lo sé —mintió Warren Ashley, que interiormente se sentía
sobrecogido por una sensación de horror sin límites—. Pero aunque pudiera decirle
algo… usted no iba a creer una sola palabra de ello, juez.
—¿Por qué no? —se extrañó Burke, mirándole—. ¿Es que sabe usted algo?
—Quizás, juez. Sólo que yo atribuiría estos hechos a algo que usted no puede
aceptar. Ni la Justicia, tampoco.
—¿A qué, exactamente, señor Ashley?
—A algo que no es de este mundo, juez —fue la desconcertante réplica de Warren
mientras abandonaba, ceñudo, el juzgado de Newcastle.
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Era una noche sombría.
No sólo estaba lloviendo de nuevo y el cielo aparecía negro como la pez, sino que
en la fonda había un peculiar silencio, quizá provocado por la impresión de que en
todo Newcastle había causado la muerte de un hombre conocido, como Ward Harding
en el accidente del pozo de cal viva, o la muerte de un forastero en el hotel Las
Armas del Rey.
—Es como si la mala suerte se hubiese abatido, de pronto, sobre Newcastle —
había comentado la señora Wilcox, sirviendo la cena.
—¿Mala suerte? —fue la réplica de Jason Fry, el doctor en Ciencias Ocultas de
Edimburgo—. Yo diría que es algo diferente. Y peor.
—¿A qué se refiere, doctor Fry? —habíasele ocurrido intervenir a Warren.
La respuesta de Fry le había dejado mudo y pensativo:
—A algo que usted no admitiría jamás. Pero que quizá llegue a creer alguna vez
ciegamente: las fuerzas ocultas, el Mal que anda escondido en alguna parte…
Tras esos comentarios, no hubo mucho más. Incluso Fry, un buen charlatán, se
había retirado a descansar apenas terminó la cena. La señora Wilcox recogió las
mesas, Amy estuvo particularmente silenciosa y huraña, y Warren, con la mente llena
de angustiosas preguntas, y sus pensamientos fijos en Lilian Harding, a cuyo lado
hubiese deseado estar esta noche completa, sin moverse, terminó también por
incorporarse y subir a la planta alta, encerrándose en su habitación.
Esta noche, cuando menos, no había presencia fantasmal alguna en su alcoba.
Pero Amy tampoco subió a complacerle, como le insinuara aquella mañana.
El rumor de lluvia, en las desiertas y empedradas calles de Newcastle, era el
único ruido audible, cuando Warren apagó la luz de su quinqué, y se acostó,
intentando conciliar inútilmente el sueño.
Eran demasiados sucesos inexplicables, los sucedidos últimamente en aquella
ciudad: la muerte de Cyril Danvers, con el rostro lleno de horror por algo… La caída
del padre de Lilian a la cal viva, pareciendo que alguien le había empujado, cuando
no había nadie al lado suyo…
Luego, estaban las sospechas del juez Burke, los celos de Lilian hacia la señora
Danvers…
¿Qué estaba sucediendo, realmente, allí? ¿Qué siniestra, diabólica fuerza, se
movía en las sombras, manejando a los seres humanos como simples muñecos?
Warren hubiera querido tener respuesta a algo de todo ello, pero no había nada. Ni
un resquicio de luz, ni una confirmación de sus temores, de sus inquietudes, de su
propio miedo…
Cerró los ojos. Respiró hondo.
El rumor de la lluvia tal vez le ayudara a dormir. Tal vez. Pero no estaba seguro.
Ahora sonaba con más fuerza. Como un tamborileo pesado, rítmico. Eran como
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golpes. Como pasos.
Pasos. Un pausado caminar sobre losas desnudas. Y, de repente, la lluvia era
música. Eran voces. Eran cánticos.
Cánticos litúrgicos. El remedo de una plegaria. Voces elevándose en burla
satánica, en herejía sonora hacia un Dios que les había castigado eternamente por su
pecado de blasfemias…
Los Monjes de Greensborough.
El Miserere.
¡El Miserere!
Estaba sonando ahora. Entre la lluvia. Dominando a la lluvia, invadiendo la
habitación, martilleando sus tímpanos, rebotando en sus sienes, hallando ecos
profundos y enloquecedores en su bóveda craneana…
Abrió los ojos, estremecido, convulso.
Su cuerpo fue sacudido por un súbito espasmo de horror. Intentó incorporarse y
no pudo.
Frente a él, la habitación de la fonda había desaparecido. Se había fundido en
tinieblas absolutas. Luces amarillas bailoteaban ante sus ojos. Luces de cirios
interminables, goteando cera caliente… Luces de antorchas resinosas de fuerte hedor
a grasa…
Cánticos lúgubres, de pesadilla. Voces rituales de la misma Muerte. Y, de súbito,
emergiendo de la sombra, ante él, la más escalofriante danza macabra imaginable por
un ser humano.
Primero, era un esqueleto de ropas de mujer, con vestido negro, cofia y delantal,
con cabellos rojos… Un esqueleto que reía, bailoteando, contorneándose
lúgubremente ante él, en un remedo de danza sensual.
Luego, aparecía un hombre de rostro angustiado, de ojos desorbitados, que, de
repente, comenzaba a reír y reír… y su faz aterrada se diluía en puros huesos
amarillentos, vacíos de carne… Cyril Danvers se unía así a Amy, la doncella,
iniciando ambos su macabra danza.
Después, era otra figura familiar, la del padre de Lilian, descarnado ya, con ropas
hechas jirones, la que se incorporaba al ballet siniestro, entre cloquear de huesos
desnudos…
Y después eran los Wilcox, los dueños de la fonda… Y los monjes, al fondo, con
su eterna letanía, con su miserere implacable…
Ahora era otra persona. Una mujer hermosa, un rostro divinamente bello, de un
marco de negrísimos cabellos… que de repente reía diabólica, ferozmente… ¡y se
transformaba en otro esqueleto, tan impúdico y obsceno en su danza como todos los
demás…!
Y él, Warren, sujeto, tendido en alguna parte, ni siquiera podía moverse, no podía
hacer otra cosa que deslizarse por el suelo, sujetas sus manos a la espalda, ante el
dantesco espectáculo de horror y de muerte.
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Se miraba hacia su pecho, esperando hallarse con la esperanzadora forma de plata
de su cruz…
No había nada. Absolutamente nada. Sólo una cadena rota… sin cruz. ¡Estaba
inerme ante el Mal, ante el horror surgido de la tumba!
—No puedes nada contra nosotros ahora, Warren —sonaba la voz de ultratumba
de Pamela Danvers, desde el fondo de sus mandíbulas y dientes descarnados—. Estás
inerme… Hemos vencido, Warren. Vamos a vengarnos de ti, a arrastrarte a nuestra
vida maldita, de eterna condenación…
Y de repente, Warren entendía. Creía entender. Amy, los Wilcox, Danvers, Ward
Harding, Pamela… Todos, absolutamente TODOS, eran condenados, ahora. Estaban
realmente MUERTOS. Arrastrados al abismo de la condenación eterna. Muertos TODOS
ELLOS. Sin excepción. Como un contagio mortal y siniestro. Había bastado aquella
noche maldita el contacto de una mano huesuda contra la piel de Pamela, para iniciar
el proceso. Los malditos se extendían sobre la Tierra. De día, eran seres vivientes,
normales. Al llegar la noche, se iniciaba su aquelarre, su captación de nuevos
cadáveres vivientes…
Como una plaga. Una epidemia de horror sin fin…
Él se había librado al enfrentar la cruz a los esqueletos. Pero ahora ya no podía
hacerlo. Y Pamela y los demás, contaminados, convertidos en seres de pesadilla,
como los vampiros legendarios, irían convirtiendo a otros en cadáveres vivos, en
muertos malditos por una eternidad…
Ahora sabía Warren lo que había visto Cyril Danvers antes de morir. Lo mismo
que él veía… antes de ir al holocausto diabólico, antes de sumergirse en las tinieblas
del horror sin fin.
—Sí, Warren. Vas a seguirnos. Es tu castigo y nuestra venganza. Estuviste a punto
de evitar que invadiéramos el mundo de los vivos, para convertir a todo el mundo de
Dios en un mundo de muertos y de putrefacción maldita e impía… Pero ya no lo
evitarás. Sólo la cruz podría hacerlo… y no tienes ninguna. ¡Vas a ser uno más de
nosotros… y no vendrás solo, Warren Ashley! Mira quién está a tu lado, esperando el
sacrificio final…
Warren se volvió. Un grito horrible escapó de su garganta.
—¡No, no! —aulló, exasperado—. ¡Ella no! ¡Por caridad, ella no!…
Pamela y todos los demás reían. Ellos reían con su dolor. Y a su lado, tan inmóvil
como él… estaba ella, su prometida.
Lilian Harding, llena de horror sin límites. Condenada también a la espantosa
suerte…
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un experto en esas cosas… Él era… un doctor en Ciencias Ocultas.
¿Dónde estaría ahora el doctor Fry? ¿Dónde?
La respuesta llegó terrible, descarnada como las propias formas de los esqueletos
malditos.
—Aquí estoy, Warren Ashley… No creías en nosotros, ¿verdad? Ocultabas tus
temores, tus angustias… Pero yo sabía que sí conocías nuestra existencia… aunque
jamás sospechaste que fuéramos nosotros tus enemigos… ¡y yo el Gran Maestro de
los Muertos Vivientes!
Y emergía ante él, mitad humano, mitad esqueleto, rodeado de un aura amarilla
biliosa, con expresión demoníaca, el propio Jason Fry, el experto en ocultismo…
Warren Ashley, entonces, perdió toda esperanza.
Las manos de los trágicos esqueletos se movieron hacia él, hacia Lilian…
Iban a tocarles. A rozarles. Y eso bastaría. Sería su condena, su entrada en una
eternidad alucinante y pavorosa, a las notas de un Miserere blasfemo…
Pero no podía hacer nada. Nadie podía hacerlo.
Sólo la cruz era la salvación.
Y no poseía ninguna. Y sus manos estaban ligadas a su espalda, estaba su cuerpo
tendido en negras losas…
Era el fin.
Y el principio de un horror delirante y eterno…
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CAPÍTULO VIII
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—Estábamos más allá del mundo de los vivos cuando eso sucedió —la mano
firme y segura de él se apoyó con fuerza en el brazo de la joven esposa—, pero olvida
todo eso, querida. Ya quedó atrás. Y para siempre.
—Sí, Warren. Ahora, nos espera la vida, la felicidad…
—Y América —sonrió él—. Allí, todo eso te parecerá como un horrible sueño
lejano. En América, querida, nadie cree en cosas como las que tú y yo conocemos. Y
es más fácil olvidar…
—A tu lado, será más fácil olvidar, Warren. Estoy segura de ello.
Se miraron a los ojos. Y ambos estuvieron igualmente seguros.
De sí mismos, de su futuro. Y de su felicidad.
FIN
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