Los Sabuesos de Tindalos
Los Sabuesos de Tindalos
Los Sabuesos de Tindalos
ebookelo.com - Página 2
Frank Belknap Long
ePub r1.0
lenny 02.08.2018
ebookelo.com - Página 3
Título original: The Early Long
Frank Belknap Long, 1975
Traducción: Elvio E. Gandolfo
Ilustración de cubierta: Ian Miller
Retoque de cubierta: lenny
ebookelo.com - Página 4
«… Los seres humanos tal como los conocemos son meras fracciones,
fracciones infinitesimalmente pequeñas de un todo enorme. Todo ser
humano está ligado con toda la vida que los ha precedido en este
planeta. Todos sus antepasados forman parte de él. Sólo el tiempo es
una ilusión y no existe.»
ebookelo.com - Página 5
Introducción
En los cócteles y otras reuniones sociales —¡con frecuencia de carácter tan animado!
— ser presentado como escritor rara vez deja de provocar interés. Pero cuando uno es
presentado como escritor de ciencia-ficción, con un alerta ojo de cazador apuntando
sobre las criaturas fantásticas o macabras que a veces surgen de los portales de lo
desconocido, ese interés puede adquirir una cualidad especial.
Casi con seguridad sigue un interrogatorio, y pocos escritores de ciencia-ficción o
fantasía escaparían a la obligación de hablar sobre ellos y su oficio en tales ocasiones.
A mí nunca deja de darme placer. Pero aparte de todo eso, existe una obligación que
todo escritor de los dos o uno de estos géneros estrechamente relacionados tiene para
con sus colegas. A pesar de la gran popularidad creciente de esta rama particular de la
narrativa, siempre hay necesidad de nuevos voceros/defensores. En realidad, no
puedo pensar en ninguna actividad humana, desde la pintura hasta la cirugía plástica
o la aeronáutica, en la que no se presente una necesidad semejante.
Por lo general las preguntas son expresadas como sigue: «¿De dónde saca las
ideas para sus relatos? Usted debe de tener una imaginación extraordinaria. ¿Qué lo
llevó a emprender este tipo de género en un principio?».
Uno vislumbra que se está en presencia de la búsqueda de una confirmación más
que de una pregunta en sentido estricto. Por supuesto, es muy halagador que crean
que uno es imaginativo, y esa frase puede ser despachada con un complacido
encogimiento de hombros o con una negación apropiadamente modesta. En cuanto a
la fuente de nuestras ideas… bueno, el problema puede resolverse con una sencilla
declaración. En mi caso sería: «En su mayor caso, las ideas de los relatos se me
presentan, eso es todo. Tienen que ser desarrolladas y ese desarrollo puede presentar
largas horas de estructuración y paciente investigación. Pero no siempre. A veces los
relatos parecen escribirse solos, con gran rapidez, de tal modo que la escritura se
transforma en un proceso casi inconsciente, automático».
Por desgracia, la última pregunta es mucho más difícil de contestar. No estoy
seguro de conocer, con absoluta certeza, cómo empezó todo. Si fuera a contestarla, lo
mejor que pueda, tendría que retroceder a los años de mi infancia y considerar cuánto
—o cuán poco— influyeron mi herencia, mis primeras lecturas, las aficiones de la
preadolescencia y mis amigos íntimos de ese período en mi decisión de convertirme
en escritor y, más específicamente, en escritor de ciencia-ficción y fantasía.
Nunca le he asignado demasiada importancia a las influencias ancestrales. En
muchos casos eluden la explicación o el análisis, aunque sólo fuese porque se
diferencian con tanta frecuencia de nuestros impulsos emocionales o nuestra forma de
encarar la realidad.
Como H. P. Lovecraft, provengo de una antigua familia de Nueva Inglaterra por
parte de madre, y de una antigua familia neoyorquina por parte de padre. En términos
generales, mis antepasados fueron soldados y/o empresarios industriales que hicieron
ebookelo.com - Página 6
y perdieron varias fortunas. He buscado inútilmente antecesores con cualidades que
se asocien por lo común con el temperamento artístico, una rebeldía a lo Thoreau,
pautas de comportamiento poco convencionales o al menos cierta manifestación de
inquietudes bohemias o de falta de previsión que tiendan a apoyar lo que me gustaría
creer acerca de al menos unos pocos de mis antecesores.
Pero el costado tenazmente heterodoxo, independiente de uno de ellos lo
convirtió en alguien destacado que, como mi abuelo paterno, estuvo asociado, en un
sentido pintoresco, con aspectos de la historia norteamericana. Y supongo que eso
puede volver los primeros pensamientos de un muchacho en dirección al acto de
escribir, aunque sólo fuese porque le permite pensar en el pasado como en algo más
estrechamente entrelazado con sus primeras exploraciones imaginarias de la realidad
que lo que podría haber sido en otras circunstancias.
Edward Doty, un antepasado materno directo, fue tal vez el único rebelde no
puritano auténtico y acérrimo del Mayflower[1]: un muchacho de Londres que había
sido tomado como aprendiz por una familia de Peregrinos, tuvo trece hijos (¡un
número poco desafortunado, siempre esperé en este caso en especial!), fue incluido
en el árbol genealógico y fue el primer hombre en batirse a duelo en el continente
americano. Yo no sabía que los Peregrinos se habían batido a duelo hasta que mi
madre me mostró el árbol genealógico de los Doty, compuesto por mi bisabuelo,
cuando yo tenía ocho o nueve años.
Mi abuelo materno, Charles O. Long, un constructor, asociado con la King
Construction Company, erigió el pedestal de la Estatua de la Libertad. Lo enviaron
desde Francia dividido en una cantidad de bloques que había que volver a unir. Fue
superintendente de la Estatua durante varios años, hasta que la administración de la
misma pasó de la ciudad de Nueva York al gobierno federal. Aún poseo un volumen
de la ceremonia de descubrimiento, dedicado a él por tres integrantes del gabinete y
dos generales, y pegado en la parte interior de la tapa hay un recorte amarillento de la
sección de necrológicas de un periódico neoyorquino: «Muere el Guardián de la
Libertad». En otros tiempos mi padre tuvo las banderas francesas y norteamericanas
envueltas alrededor de la antorcha en el momento en que descubrieron la estatua, y
durante tres o cuatro años de su juventud pescó lobinas listadas desde un muelle hace
largo tiempo desaparecido de la Isla de la Libertad. (Hubo un artículo de fondo sobre
todo esto en el World Telegram de Nueva York, alrededor de 1938.)
Nací a principios de siglo, en una zona residencial de Harlem habitada, en su
mayor parte, por comerciantes prósperos y jóvenes profesionales en busca de
posición. Algunos pocos eran bastante ricos, pero en general se trataba de gente que
vivía en una situación relativamente modesta. Mi padre era un dentista especializado
en extracciones quirúrgicas. Cuando yo tenía dos años, nos mudamos de una antigua
casa de piedra rojiza de la calle 128 a una construcción de ladrillo y madera bastante
amplia, de la calle 130, donde pasé todos los años de mi infancia.
En la esquina de la calle 128 y la Quinta Avenida, se alzaba una mansión que iba
ebookelo.com - Página 7
a convertirse, años más tarde, en un sitio tan invadido por la tristeza y la tragedia
como la Casa de los Usher de Poe. La ocupaban los Collyers, una antigua familia,
algunos de cuyos integrantes se retrajeron poco a poco de la realidad y de todo
contacto con el mundo externo hasta que los últimos sobrevivientes de la casa —dos
hermanos ancianos— fueron encontrados muertos en el interior del laberinto
autoconstruido, en forma de túnel, con periódicos viejos, volúmenes encuadernados
en cuero de un pasado erudito y otras reliquias que provenían de épocas pasadas.
Mi padre conocía y hablaba a menudo con integrantes del clan de los Collyer, y
años después fui atraído otra vez a la escena por la publicidad periodística el mismo
día en que iban a retirar el último de los dos cadáveres. Estaba parado directamente
frente a la mansión y observé las acciones de la policía, hasta que la siniestra tarea me
hizo decidir que ya había presenciado bastante.
Dejaré que otros decidan si haber oído hablar de los Collyer en mi infancia tuvo
algo que ver con mi inclinación ocasional a escribir relatos de horror sobrenatural.
Pero la idea de que había vivido al lado de ellos estaba muy presente en mí cuando
desapareció la herencia de los Collyer, al menos en nuestro fragmento particular de
espacio-tiempo, de modo tan terrible.
Tuve lo que se solía describir —y aún se lo hace hasta cierto punto— como una
infancia «típicamente americana», aunque en la ciudad de Nueva York no coincidía
para nada con la de alguien que viviese en la Costa Oeste, o en Kansas, el Sur
Profundo o cualquier otra localidad.
En un cuarto para niños de los pisos superiores hubo animales circenses de
madera acompañados por su maestro de ceremonias, camiones de bombero de
juguete, trenes, osos de paño y zarigüeyas embalsamadas hasta la edad de cinco años,
seguidos por el jardín de infancia y el aprendizaje de la lectura con ayuda de libros de
imágenes: «Esto es un caballo. Esto es un tiburón cabeza-de-martillo».
En los años subsiguientes me dediqué a las actividades del chico promedio en
edad escolar: deportes en baldíos (béisbol en mi caso), filatelia, ciclismo, patinaje, y
—ahora esta gran alegría de la infancia se ha vuelto obsoleta— al almacenamiento de
petardos y buscapiés, algunos de tamaño casi apropiado para cañones pequeños,
durante tres o cuatro meses para hacerlos estallar todos en el Día de la Independencia,
con gran riesgo de la vida y de los miembros.
También hubo grandes fogatas, que ardían hasta tarde en la noche del Día de las
Elecciones.
En aquellos tiempos, tan lejanos, era yo un personaje tan desordenado como los
demás chicos de la manzana, pero también tenía un costado estudioso, meditabundo,
levemente retraído e introspectivo en mi carácter. Leía muchos libros y me sentía
inclinado a elegir como amigos íntimos, a los que exhibían cierta evidencia de
selección previa al elegir sus libros.
Como H. P. Lovecraft, leí muy pocos libros para niños —de hecho, él no leyó
ninguno— pero me sentí atraído en cambio hacia la literatura adulta desde muy
ebookelo.com - Página 8
temprano. Aunque leí todos los libros de Oz, las Historias dos veces contadas de
Hawthorne, y las Antiguas Rimas Infantiles Inglesas infinidad de veces entre los seis
y los once años. Y, por supuesto, los Caballeros de la Tabla Redonda fueron mis
compañeros íntimos durante todos esos años. Conocí a los Hermanos Grimm a
temprana edad, pero si los Grimm imaginaron alguna vez que escribían para los
niños, tienen que haber contado con una notable capacidad de autoengaño. Algunos
de esos engendros siniestros, demoníacos, colmilludos y goteando veneno, aún me
obsesionan.
Las influencias infantiles forman parte de este informe, porque no puede
descartarse con liviandad su importancia. Lo que leí en la infancia difícilmente pueda
dejar de haber vuelto mis pensamientos, hasta cierto punto, en dirección a esas
exploraciones espontáneas de lo desconocido acompañadas por una sensación de
«expectativa riesgosa» —uno de los términos favoritos de Lovecraft— que, en cierto
sentido, participan tanto en la escritura de la ciencia-ficción como en la escritura de lo
fantástico en un plano de «ciudad dorada» o de relato de horror sobrenatural.
Fue Julio Verne quien me introdujo primero a la ciencia-ficción. No en persona,
desde luego, aunque cuando leí Veinte mil leguas de viaje submarino por primera vez,
sentí como si el propio autor hubiese entrado a la habitación, adoptado la expresión
misteriosa, indómita del Capitán Nemo, y me hiciera gestos para acompañarlo en un
viaje submarino de polo a polo. Uno o dos meses después de aceptar esa invitación,
di la vuelta al mundo en ochenta días, seguida por un viaje a la órbita lunar que
habría impuesto respeto a no pocos de nuestros astronautas actuales.
Esos libros pueden haber sido, en algunos aspectos, novelas de aventuras para
muchachos; y Verne, al ser clasificado con frecuencia como ese tipo de escritor, ha
sido tomado menos en serio como figura literaria que gigantes galos del siglo
diecinueve como Balzac y Hugo. De hecho, algunos críticos actuales lo ubicarían
varios escalones por debajo de Wells y Stapledon en el género de la ciencia-ficción.
Pero, a pesar de todo eso, eran novelas magníficas. Verne escribía con aprecio, no con
desprecio por sus jóvenes lectores, y combinaba la intuición para lo maravilloso con
una brillante erudición científica. No importa en absoluto que parte de esa ciencia sea
caduca. Distaba de serlo en 1870, y con la misma frecuencia con que erró, fue
asombrosamente profético, hecho que hasta los detractores de Verne se ven obligados
a reconocer.
Poco después de leer todo Verne, me zambullí en H. G. Wells, empezando con La
guerra de los mundos y siguiendo hasta En los días del cometa e incluso algunas de
sus novelas sociológicas. Adquirí la firme convicción de que La máquina del tiempo
y El alimento de los dioses eran las dos mejores novelas de ciencia ficción jamás
escritas. Lo que se destaca particularmente en El alimento de los dioses es su estilo
lúcido, evocador y completamente moderno; es Wells dando lo mejor de sí, y sin el
menor rastro de sobreelaboración a pesar de su esplendor imaginativo. Si hubiese
sido escrita hace cuatro o cinco años en vez de setenta, se la habría considerado como
ebookelo.com - Página 9
integrada por completo a los caminos actuales de la ciencia-ficción, con unas pocas
diferencias menores.
Aún hoy mi admiración por esas dos novelas no ha decrecido, aunque hay una
docena de novelas de ciencia-ficción contemporánea leídas en los últimos años que
me gustan más. Pero me gustan más sólo porque tratan asuntos que son más vitales
para la persona que soy ahora, que todos somos ahora, desde el experimento de
Nuevo México, los alunizajes, y de todos los desarrollos actuales en el campo de la
exploración interplanetaria. Y también porque los científicos en general han
efectuado avances de la misma importancia en docenas de otras direcciones, que
incluyen la reciente revelación del código genético y el conocimiento en constante
aceleración del comportamiento animal y la psicología humana, que obligarían hasta
a un Wells anciano a gastar una fortuna en llamadas telefónicas a Julian Huxley, sin
detenerse ni a recobrar el aliento.
Sin embargo, a pesar de todas las lecturas de la infancia, fue probablemente el
hecho de conocer y hablar con Howard Phillips Lovecraft en mis años adolescentes lo
que inclinó en realidad los platillos de la balanza e hizo que fuera prácticamente
inevitable que me convirtiera en escritor de ciencia-ficción y fantasía. Pero hay otra
influencia temprana que debe considerarse primero, dado que tuvo cierta relación con
lo que sigue.
A partir de la edad de trece años, mi ambición de muchacho fue ser naturalista y
explorar las grandes selvas lluviosas del Amazonas. Podría haber sido el Congo si
incluso en esa época el Congo no hubiese llegado a ser una modifición de los que
había sido medio siglo antes, una especie de reserva de juegos, de atracción y, si yo
no hubiese leído El naturalista en el río Amazonas de Bates, un libro sólo comparable
a El viaje del Beagle. Así que me acostumbré a vagar por las galerías del Museo
Norteamericano de Historia Natural y a hacer visitas frecuentes al Jardín Zoológico
del Bronx. Y en una de mis visitas al zoo llevé conmigo los poemas y relatos de Poe,
en dos gruesos volúmenes. Lo que tenía en mente era acomodarme en un banco entre
el agradable verdor primaveral de la zona boscosa que se extendía sobre la ribera
opuesta del río Bronx y pasar el resto de la tarde leyendo.
Estaba familiarizado con Poe, desde luego, pero nunca antes había leído más de
unos pocos relatos de una sola vez, y había ocho o diez de ellos, en particular poemas
en prosa como «Sombra», que nunca había leído. (A pesar del hecho de que había
leído una biografía de Poe en la que todos los títulos aparecían con regularidad. Pero
a veces las lecturas de un muchacho pueden ser erráticas.) Para hacer breve una larga
historia (¡retruécano involuntario!), nunca había advertido hasta entonces la fuerza
del encantamiento que Poe podía proyectar. Cuando el crepúsculo empezó a
profundizarse alrededor de mí, me alcé del banco en trance, bajo lo que parecía un
sombrío cielo de noviembre, y me resultó difícil desechar la ilusión de que una
vaporosa niebla blanca se elevaba sobre la ribera opuesta, haciendo que los árboles
adquiriesen un aspecto fantasmal y las lejanas luces de la ciudad brillaran rojas y
ebookelo.com - Página 10
dispersas en lo profundo de esa nebulosa, como los ojos feroces de demonios que
surgían lentamente.
Aunque ocurría varios años antes, en la primera carta que recibí de Lovecraft, una
mención a Poe que él hacía me trajo otra vez a la mente aquella tarde con un
escalofrío. Más tarde nunca dejé de compartir su convicción de que entre los grandes
maestros norteamericanos de lo macabro Poe había sido el mayor.
La mención a Poe de su primera carta es de considerable importancia, porque de
ella depende un relato fundamental. Cuando tenía quince años escribí un ensayo para
una revista para niños —creo que se llamaba The Boy’s World (El mundo de los
niños)— que ganó el primer premio en un concurso mensual para lectores. Eso hizo
que me invitaran a unirme a la Asociación de Prensa Aficionada Unida, y unos seis
meses después compuse un relato, «The Eye Above the Mantel», y lo envié a The
United Amateur, el boletín oficial de la asociación. Lo aceptaron y lo publicaron, y
Lovecraft, que era quizás el Periodista Aficionado más activo de ese período —nunca
permitía que un recién llegado se sintiera disminuido— me escribió de inmediato,
con ese bondadoso estilo que inspiraba gratitud con que alentaba a los jóvenes.
Llegaba a afirmar que el relato le recordaba a «Sombras» de Poe y esperaba que
pronto escribiera más cuentos similares.
No sólo hubo otros dos, ambos publicados en The United Amateur, sino que la
correspondencia que empecé con HPL en esa época siguió hasta su muerte en 1937 y
resultó en el intercambio de más de mil cartas, en no pocos casos de más de ochenta
páginas manuscritas.
Poco más tarde, HPL llegó a la ciudad de Nueva York para una breve visita, y
más tarde aún, inmediatamente después de su matrimonio, para la estadía más
prolongada que desde entonces se ha convertido en una especie de leyenda literaria.
Fue durante ese período que escribió «El horror de Red Hook», una pequeña obra
maestra en su tipo dentro del género macabro, aunque ni remotamente comparable a
los relatos de los Mitos de Cthulhu, posteriores y mucho más importantes.
Nueva York seguía siendo para él una ciudad encantada cuando visitamos la
Cabaña de Poe en Fordham, acompañados por James F. Morton, que iba a convertirse
más adelante en el conservador del Museo Paterson. Cuando llegamos a la cabaña,
HPL extrajo su relato más reciente, «Hipnos», del valijín de cuero negro como un
cuervo que siempre prefirió a un portafolios, y lo dedicó a Poe. Aún puedo recordar
sus palabras exactas:
—El pasado, el pasado —dijo, con un gesto hacia la cabaña—. Nunca habrá otro
Poe.
Nos acompañaba en esa excursión un cuarto admirador de Poe aficionado a la
fotografía, y fue él quien tomó una instantánea de HPL de pie ante la cabaña, que
aparece en el tercer volumen de sus cartas publicadas. Se me voló el sombrero un
instante antes y lo recobré y volví a ponérmelo en el momento en que apretaban el
disparador. Eso me da un aspecto ligeramente ridículo, porque el sombrero está
ebookelo.com - Página 11
encasquetado encima del cabello, que el viento movía en toda dirección. Pero no hay
nada de ridículo en la grave serenidad de HPL, acompañada por una expresión de la
más extrema reverencia. Para una mirada retrospectiva esa tarde parece ajustarse a la
teoría de la sincronicidad de Jung, en la que acontecimientos muy separados en el
espacio y en el tiempo parecen converger de vez en cuando con profética relevancia.
(Nunca he sido del todo junguiano, pero aún así…) En ese momento HPL era
desconocido por completo, y no puede negarse que el manto de Poe ha bajado sobre
sus hombros.
Poco después de su primera y temprana visita a Nueva York, vendió varios relatos
a Weird Tales y poco después de su segunda visita mis relatos empezaron a aparecer
en la misma revista: en gran parte debido a las cartas que él escribió al primer
director, Edwin Baird (y más tarde a Farnsworth Wright) acerca de ellos. Esta es sólo
una de las numerosas deudas que no puedo tener esperanzas de pagar nunca, y así se
lo dije entonces. Él lo desechó como algo sin importancia, insistiendo en que los
relatos habían sido juzgados y aceptados con objetiva imparcialidad. Pero yo sabía
que no era así.
Con la publicación de los cuentos de HPL, «La revista Única» —como siempre se
denominó Weird Tales— asumió un papel realmente único en el campo editorial
norteamericano: porque ninguna revista popular y barata anterior se habría atrevido a
publicar relatos de horror sobrenatural tan asombrosamente distintos a los cuentos
vagos, cargados de clisés, ridículamente melodramáticos que llegaban por lo general
a ser impresos, incluso en The Century o The Atlantic, que en otros aspectos eran el
polo opuesto de las revistas populares.
Durante los años en que escribí tantos relatos para las publicaciones periódicas
como el escritor de ficción en general o de artículos de periodismo free-lance de ese
período, cuyas energías se distribuían, desde luego, sobre una zona mucho más
amplia, encontré en numerosas ocasiones, y a veces conté entre mis amigos íntimos,
al menos a quince escritores cuyo posterior ascenso a la fama llegó a ser más
sorprendente para ellos que para mí. Para mí no fue ninguna sorpresa.
Se ha dicho que la profesión de escritor es comparativamente tan pequeña que
«todos conocen a todos». Pero aunque haya que tomar eso con bastantes reservas —
sobre todo hoy, cuando la profesión ha crecido— era, y tal vez siga siendo,
especialmente cierto en los campos de la ciencia-ficción y la fantasía.
He registrado una cantidad de esos primeros encuentros y, no sin frecuencia,
perdurables amistades en antiguos libros de la Arkham House y en otros sitios. Pero
hay uno que permanece grabado en mi memoria de modo tan inolvidable que exige
que lo vuelva a contar aquí.
Cuando Lovecraft llegó por primera vez a la ciudad de Nueva York, tuvo lugar un
encuentro entre dos grandes admiradores de Poe. Siempre he sentido que tuvo el
mismo tipo de carácter junguiano, mucho más que la significación meramente
coincidente acordable a la temprana visita de HPL a la cabaña de Poe, cuando era
ebookelo.com - Página 12
desconocido por completo. Describí este encuentro con amplitud considerable en un
volumen de Arkham House ahora agotado, Marginalia, hace unos treinta años. Puede
volver a contarse más brevemente sin disminuir el aura extraña que aún parece
cernirse sobre él cada vez que lo vuelvo a traer a mi mente.
En esa época HPL sólo había tenido un breve encuentro con Hart Crane en
Cleveland durante el año anterior, en una visita a esa ciudad como invitado de
Samuel Loveman, que había conocido y mantenido correspondencia con Ambrose
Bierce y conocía a Crane desde la infancia. Loveman era además uno de los primeros
integrantes del Círculo Lovecraft, con quien HPL había mantenido correspondencia
durante varios años.
Fue en una cafetería del Greenwich Village (una zona de Nueva York mucho más
auténticamente «bohemia» en ese entonces que hoy), donde tuvo lugar el segundo
encuentro de HPL con Hart Crane. Un personaje bastante rechoncho de pequeño
bigote —Crane tuvo ese aspecto durante un breve período— se alzó de una mesa
cercana a la puerta cuando entramos y estrechó efusivamente la mano de HPL.
—Hola, Howard —dijo—, me alegro de verte otra vez.
El encuentro duró unos quince minutos. Yo no conocía a Crane. Aunque él
acababa de escribir «The Bridge», yo no tenía ni la más remota idea de que me
encontraba en presencia de un poeta al que más de un crítico de peso proclamaría
alguna vez como quizás el mayor poeta norteamericano de la primera mitad del siglo
veinte. De lo contrario tal vez no me habría quedado en silencio por completo
mientras HPL y Crane conversaban. Al menos lo habría estudiado en más detalle.
Aunque no puedo aceptar del todo, incluso hoy, esa valoración del genio de Crane, él
fue mucho más que un poeta menor y ha recibido, en muchos ambientes,
reconocimientos que el propio Frost habría envidiado.
No es necesario subrayar aquí que su vida se vio ensombrecida por la tragedia.
Como Poe, y en considerable grado como HPL, formaba parte de esa alta compañía
de los eternamente inquietos, viajeros remotos y magníficos, cuyas visiones caen en
el costado nocturno, y que «tuvieron sueños que ningún mortal se atrevió a soñar
antes». Blake también formó parte de esa compañía, y Baudelaire y Rimbaud, antes
de que el siglo diecinueve se cerrara con preanuncios que no dejaban dudas de que la
compañía seguiría adelante con nuevos reclutas en cada época.
Lo que vuelve para mí inolvidable aquel encuentro fue el simple hecho de que
mientras estaba allí escuchando la conversación de Crane y HPL, una línea de «The
Bridge» de Crane (que Loveman me había mostrado poco antes, en forma
manuscrita) cruzó por mi mente. En ese momento no podría haber sabido que su
amarga ironía se haría simbólicamente aplicable al propio Crane: «Y cuando
arrastraron tu carne cansada a través de Baltimore, ¿traicionaste la lista, Poe?».
Siempre he sentido que no se ha escrito mejor línea poética sobre Poe.
Otros recuerdos de ese período fueron de un carácter tal vez menos junguiano —y
no pocos se originan simplemente en el hecho de que cualquier escritor que se mueva
ebookelo.com - Página 13
en Nueva York durante su juventud, encontrará con seguridad a muchos integrantes
de la profesión de escritor en las oficinas editoriales o en otras partes. Conocí aún
más de ellos cuando me convertí durante varios años en director asociado de Satellite
Science Fiction y de Mike Shayne Mystery Magazine. Pero ninguno de estos
encuentros ocurrió en épocas tan lejanas como para justificar su inclusión en un
discursivo preámbulo a Los comienzos de Long[2].
Las limitaciones de espacio impiden también una discusión en detalle de la
primera Weird Tales y de otra saga fantástica de importancia equivalente: la
publicación, a la muerte de HPL, de todas sus mejores narraciones en un solo
volumen por parte de Arkham House y la publicación por parte de August Derleth, en
los años siguientes, de recopilaciones de cuentos cortos de una buena cantidad de
colaboradores de Weird Tales del período inicial e intermedio, incluyendo a Ray
Bradbury, Robert Bloch, Clark Ashton Smith, Henry S. Whitehead, Donald Wandrei,
el propio Derleth y yo. Como lo sabe prácticamente todo aficionado a lo fantástico —
y también una gran cantidad de lectores de ciencia-ficción— el primer volumen
gigante de HPL, The Outsider, alcanza hoy precios fabulosos, y varios otros
volúmenes agotados de Arkham House figuran en los catálogos de numerosos
comerciantes en libro raros. Mi propia recopilación de cuentos, The Hounds of
Tindalos[3], se cotiza en alrededor de ciento cincuenta dólares. Si hubiese conservado
varios ejemplares, sería hoy un poco más rico.
La publicación de Weird Tales durante tantos años bajo la dirección capaz y
altamente discriminatoria de Farnsworth Wright (aunque tenía sus puntos ciegos y
como todo director de revista se veía obligado a publicar muchos relatos que habría
preferido rechazar, si hubiese podido tener en cuenta sólo sus propias inclinaciones
literarias) le ha otorgado a la revista un aura tan legendaria en la actualidad que se
rumorea que un coleccionista de la Costa Oeste conserva los primeros números en
una enorme caja fuerte y no se lo podría inducir a separarse de ellos ni por todo el oro
que circula hoy a precios cada vez mayores.
Es interesante anotar de paso que Weird Tales fue la primera revista
norteamericana que publicó a Tennessee Williams —y me asombró bastante
descubrir hace unos años, en un número de Show, revista dedicada a las artes
dramáticas, un bosquejo biográfico sobre la juventud de Williams en que se
reproducía una tapa de un antiguo número de Weird Tales, con uno de mis relatos
vistosamente destacado en la cubierta. Como Show era una revista de mucho
prestigio, y mi esposa se interesa en el teatro más que en cualquier otra actividad
creativa, no pude resistir la tentación de hacer estallar una bomba menor al
informarle:
—¡Por increíble que pueda parecerte figuro en la mitad de Show de este mes, en
una nota ilustrada!
Lo que hizo Weird Tales por el relato de horror sobrenatural, las publicaciones
posteriores de Gernsback lo hicieron por la fantasía y la ciencia-ficción. Ni Weird
ebookelo.com - Página 14
Tales ni las revistas de Gernsback pudieron evitar la publicación de basura, y los
relatos de nítido sabor literario no predominaban. Pero los que poseían esa cualidad
era probable que la poseyeran destacablemente. De hecho, Amazing y Wonder fueron
responsables de los comienzos de las revistas de ciencia-ficción en Norteamérica.
Mi única narración en Wonder fue un cuento de tiempo invertido acompañado por
un boceto a lápiz y tinta que no se parecía a mí en lo más mínimo (alrededor de
1927). Pero por lo demás mis cientos y pico relatos de ciencia-ficción del período
inicial e intermedio aparecieron en Astounding y revistas semejantes, como Thrilling
Wonder, Super-Science, Strange Tales, Marvel Tales y, muchos años más tarde, en
Science Fiction Plus, un «Gernsback» en buen papel editado por Samuel Moskowitz,
que apareció con considerable fanfarria televisiva.
Astounding Stories, más tarde alargado a Astounding Science Fiction, ha tenido
en los kioscos de revistas una vida, mucho más larga que cualquier otra revista de su
tipo en Norteamérica. Aunque como revista que lleva ese título ha pasado al limbo,
fue el propio Campbell quien le cambió el título llamándola Analog y durante un
período considerable era el título original el que se presentaba con más rapidez a la
mente tanto para los lectores como para los colaboradores cuando aparecía un nuevo
número. Mucho antes del cambio de título se había convertido en una revista con
miles de lectores que eran investigadores científicos al nivel de Oak Ridge[4], y
especialistas científicos de otros campos, que iban desde la ingeniería hasta la
microbiología y la astrofísica. Se libró por completo de sus connotaciones de revista
popular y barata (lo que llamaban pulps) alrededor de 1940, y sólo su título
traicionaba, en mínimo grado, su antigua afinidad con los pulps.
Mi primer relato de ciencia-ficción apareció en Astounding cuando aún se la
consideraba en términos generales un pulp, pero incluso en ese período inicial
muchas de las narraciones estaban estilísticamente logradas y eran muy auténticas en
otros sentidos: realísticamente proféticas, abarcando invenciones que excluían por
completo los «monstruos con ojos saltones» y en un tono de acuerdo con lo que se
desarrollaba en los laboratorios de investigación y los observatorios astronómicos.
Sin embargo mis tres o cuatro primeros relatos publicados en Astounding no
entraban del todo en esa categoría. Eran fantasías científicas acerca del futuro remoto,
cuando las hormigas y otros insectos sociales —en un caso los crustáceos marinos—
se habían impuesto, esclavizando a toda la humanidad y reduciendo a hombres y
mujeres a pequeñas criaturas de pocos centímetros de altura.
Escribí para Astounding varios cuentos que se adecuaban más al tipo de ciencia-
ficción que apoyaba John W. Campbell por lo general. Pero nunca fue un director
monotemático, y si le gustaba auténticamente un relato casi siempre seguía adelante y
lo publicaba, aún cuando se apartara en tema hasta un grado considerable de los
demás relatos del mismo número.
La otra revista publicada por Street y Smith que ha adquirido con el paso del
tiempo un aura casi legendaria fue Unknown Worlds (El título más tarde pasó a ser
ebookelo.com - Página 15
Unknown). Me entristezco cuando pienso en los refulgentes elogios que casi con
seguridad HPL habría otorgado a la obra de muchos de sus colaboradores. Ojalá
hubiese vivido lo suficiente para leer una publicación periódica que superaba en
mucho a Weird Tales en varios sentidos, porque no contenía ningún relato típico de
los pulps, cargados de clisés. «Fear», de L. Ron Hubbard, que apareció en uno de los
primeros números, está a la altura de lo mejor de Poe. Y en las diversas ocasiones en
que me encontré y conversé con Hubbard, rara vez pensé en discutir la Scientología
(Dianética, en ese período) con él. Sólo me refería a su novela corta, porque me había
dado tanto placer leerla.
ebookelo.com - Página 16
Los factores que hacen que algunas narraciones parezcan envejecer son con
frecuencia de un carácter más complejo y sutilmente elusivo. Pero, en general, las
narraciones que se recuerdan y releen mucho después de haber sido escritas es mucho
menos probable que parezcan envejecidas que muchas de las que han creado un gran
entusiasmo en la época en que fueron escritas y que más tarde se han olvidado en
nueve de cada diez casos.
No sé cuántos de mis primeros relatos caen dentro de la primera categoría. Pero
me agrada pensar que unos pocos lo hacen, y lo que me lleva a esa sensación es el
hecho de que entre cuarenta y una inclusiones en antologías encuadernadas de las
mayores casas editoras, algunas de ellas muy recientes y tres aún futuras, más de la
tercera parte de mis relatos antologados fueron escritos hace muchos años.
Supongo que esto podría implicar que me voy desintegrando lenta y firmemente
como escritor, año a año, dado que el período en que escribí mis primeros relatos fue
de duración mucho más breve que los años posteriores. Pero me niego tenazmente a
creerlo, aunque sólo fuere porque escribí relatos desastrosos junto con los pocos por
los que siento —creo que justificadamente— cierto orgullo. Siempre hubo abismos,
amplios y profundos, entre mis mejores narraciones y las narraciones a las que no me
interesaría que se les conceda la permanencia que sólo la inclusión en antologías
puede asegurar.
Creo que algunas de mis narraciones más recientes son inferiores a las de mis dos
volúmenes de Arkham House, The Hounds of Tindalos y el recientemente publicado
Rim of the Unknown. A otras las colocaría a la misma altura y hay unas pocas que me
gustan más… aunque no mucho más.
Un progreso escaso o nulo, dirán ustedes. Puede ser. Pero me inclino a sospechar
que todos los escritores del género escribieron en su juventud relatos que hoy están a
la altura de los que han escrito en el último mes o el último año.
Siento que los relatos de Los sabuesos de Tíndalos son representativos en
extremo de mi mejor obra de los períodos inicial e intermedio, y aun soy adicto de
varios otros ejemplos, el hecho de que fueran escritos en distintos períodos significa
muy poco. Lo que importa es sólo el relato propiamente dicho. Aquí estoy pensando,
desde luego, en cómo se sentiría por lo común un lector si eligiera un relato al azar,
sin fecha de publicación unida a él, y lo leyera simplemente como un relato,
valorando sus méritos o defectos sólo sobre esa base.
El autor del relato se relacionaría con él de modo muy distinto y lo más posible es
que lo recordara tan bien que no se le ocurriría releerlo. Recordaría en cambio cómo
llegó a escribirlo y que pasó después. Cien asociaciones le invadirían la mente:
cuánto lo había excitado la idea original, hasta qué punto pudo verse obligado a
descuidar casi todas las demás cuestiones de peso mientras lo escribía, tales como
contestar el teléfono, despachar cartas, ayudar a la esposa a hacer que los niños
arranquen hacia la escuela por la mañana (en mi caso no se aplicaba, dado que mis
hijos eran todos marcianos) y sacar al gato afuera por la noche, antes de asegurarse de
ebookelo.com - Página 17
que la puerta del fondo está cerrada con doble vuelta de llave contra los ladrones.
Por cierto recordaría también otras cosas, de importancia mucho mayor. ¿Era un
relato bueno o flojo? ¿Le gustaría al menos a uno de cada diez o doce o quince
directores? ¿A qué revista lo enviaría primero?
Después: la emoción de verlo aceptado en el primer envío, o la estoica resistencia
que permite esperar que lo acepten en el vigesimotercer envío.
En Tamerlán y otros poemas, que Poe escribió a los catorce años, hay un pasaje
que parece ejercer una atracción especial sobre los escritores del género fantástico,
porque ha sido citado en una cantidad de relatos por los practicantes del mismo:
«Años que se suceden, demasiado salvajes para el canto, después huyen como
tormentas tropicales.»
No hay nada particularmente inusual en una observación de ese tipo, aunque la
haya hecho Poe, porque tales años se presentan en la vida de muchísimas personas.
Pero a veces los escritores del género fantástico en general parecen tener una especie
de monopolio de ese tipo de experiencia. O uno podría decir que en ellos puede
ocurrir de manera exagerada. Y los escritores de ciencia-ficción se ven —o parecen
verse— inclinados a pensar en sí mismos como atrapados de vez en cuando en
experiencias que se asemejan mucho a los huracanes tropicales.
He pasado por días tormentosos y por días serenos, pero los que se siguen
destacando realmente en la memoria, sean tormentosos o de otro tipo, parecen tener
un medio, al menos para la mirada retrospectiva, de pasar con más rapidez que
aquellos extensos y apartados momentos mundanos en los que no ocurre nada fuera
de lo común.
Necesariamente, algunos de los hechos destacables que dominan mis años
escolares y de estudios universitarios, deben incluirse en este breve bosquejo
autobiográfico, aunque sólo fuese porque darle cierre sin ninguna referencia a mis
días de estudiante —y algunos hechos posteriores de naturaleza formativa que llegan
hasta comienzos de los años cuarenta, cuando el «primer Long» fue reemplazado por
un Long aún en movimiento— haría que mi participación en actividades literarias a
temprana edad distara de verse desarrollada en su totalidad.
Después de graduarme en la Escuela Pública 24, al norte del Parque Mt. Morris
de Harlem, asistí al Colegio Superior De Witt Clinton durante cuatro años y logré
recibirme a pesar de una falta de competencia espectacular en álgebra y geometría.
Ahora De Witt Clinton queda en el Bronx, pero en esa época ocupaba un edificio de
ladrillo rojo, aún en pie, de la calle Cincuenta y nueve, en Manhattan. Estaba ubicado
directamente frente a la desparramada inmensidad de ladrillo rojo del Hospital
Roosevelt. Pero cuando miraba el hospital en vez de ponerme al día con mi Latín, no
tenía la menor sospecha clarividente o precognición de que dos años más tarde estaría
recobrándome de una operación en aquella ciudadela de la curación: evento que me
llevaría a la decisión de terminar con mi carrera académica.
En la división de Washington Square de la Universidad de Nueva York había una
ebookelo.com - Página 18
escuela de periodismo incluida en la Escuela de Comercio, y uno tenía que tomar
ciertos cursos de orientación comercial, tales como teneduría de libros y finanzas de
sociedades anónimas, para estudiar periodismo. (Después del primer año se dejaba de
lado la asignatura de teneduría de libros, salvo, desde luego, que uno decidiera que
una carrera de contador sería más lucrativa que una carrera de escritor.) En esa época
me parecía un absurdo, pero mi respeto por todo el programa de estudios aumentó
mucho cuando me enteré, años más tarde, de que la Escuela de Comercio había sido
fundada por el abuelo de L. Sprague de Camp, mi colega en el campo de la fantasía y
la ciencia-ficción, y elocuente defensor de esa renombrada institución desde sus
primeros días.
El único acontecimiento que se destaca con claridad en el recuerdo de mis menos
de dos años de asistencia a la Universidad de Nueva York, es la oportunidad que me
proporcionó de anotarme en una clase dirigida por John Farrar, más tarde famoso
como integrante de la firma Farrar y Rinehart.
Me había anotado en la clase sin tener ni la más remota idea de cómo sería John
Farrar en persona o la edad que tendría. Pero pasé junto a él por casualidad en un
corredor del décimo piso del edificio de Washington Square dos días antes de que
comenzara la clase y me impactó de inmediato su aspecto, sin saber que era John
Farrar. Se lo veía extremadamente juvenil y no parecía mayor que los estudiantes,
aunque tenía unos veintiséis años en ese momento. Pero había en él algo que lo
distinguía. En cierto sentido tenía la actitud de un poeta, incluso de un poeta
publicado de cierta categoría. O, para expresarlo de otro modo, la actitud de un
hombre de letras de firme prestigio, ampliamente reconocido.
Y mi suposición resultó acertada. No sólo era amigo de F. Scott Fitzgerald, que
acababa de escribir A este lado del paraíso, sino también de Dos Passos y media
docena de otros escritores del período cuyos «años de gloria» aún estaban en el
futuro, pero no eran nada desconocidos incluso en los primeros años de la década del
veinte. Invitó a John V. A. Weaver a dirigirse a la clase durante toda una hora y,
aunque el primer volumen de versos recién publicado de aquel dotado poeta, In
American, estaba creando una gran agitación literaria habló, recuerdo, sólo acerca de
Balzac y lo mucho que había significado para él Balzac en sus años de estudio.
Después John Farrar prometió invitar a Fitzgerald y Dos Passos para que se dirigieran
a la clase cuando regresaran de París o Capri o cualquier otro puerto de cita que la
«Generación perdida» estuviese favoreciendo en ese momento. Y también Stephen
Vincent Benet, que hacía poco había aparecido en el Cosmopolitan a la edad de
veintitrés años y aún vivía en Nueva York.
Aunque hablé con John Farrar varias veces cuando la formalidad de la clase daba
paso a sesiones de preguntas y respuestas, nunca llegué a saber cuántos escritores
aparecieron en las semanas siguientes. A mitad del curso me dio un ataque tan crítico
de apendicitis que me llevaron a toda velocidad desde mi casa en la West End Avenue
hasta el Hospital Roosevelt, con la sirena a todo vapor. Se me había perforado el
ebookelo.com - Página 19
apéndice y tenía un principio de peritonitis, y durante más de un mes mi situación fue
incierta.
No estoy seguro de que un detalle de este tipo sea de gran interés dramático para
el lector, pero siento una compulsión a incluirlo porque para mí tuvo un interés vital.
Mi estadía en el hospital distó de ser improductiva en el sentido literario, aunque
no la disfruté, ciertamente. Me dio la oportunidad de leer, por primera vez, La tierra
purpúrea y Mansiones verdes de W. H. Hudson y una docena de otros libros que
ampliaron mis horizontes imaginativos de modo muy especial.
Mi primer volumen de poemas, A Man from Genoa and other Poems, publicado
unos años después por W. Paul Cook, uno de los primeros integrantes del Círculo
Lovecraft, contiene un soneto que resume brevemente cómo me sentí durante ese
período de encarcelamiento hospitalario.
Citarlo completo sería tedioso pero las líneas siguientes captan su esencia:
ebookelo.com - Página 20
En ese entonces mi inclinación hacia la fantasía y la ciencia-ficción era
pronunciada, pero también me gustaban las narraciones de aventuras y marítimas, y
los narradores maestros parecían sentir una predilección especial por el mar y la
jungla. En realidad mis lecturas de ese período eran variadas en extremo, desde
H. Rider Haggard hasta Henry James. Si hubiese tenido un poco más de percepción
me habría dado cuenta de que algunos narradores norteamericanos también eran
magistrales, y valía la pena estudiarlos, en especial Theodore Dreiser, Sherwood
Anderson y Sinclair Lewis (Main Street acababa de aparecer).
Unida a mi intención de leer mucho se encontraba la firme resolución de estudiar
el mercado de las revistas a medida que avanzaba. Era a comienzos de la década del
veinte, y pocos escritores jóvenes, si les quedaba alguna sensatez, habrían alentado
esperanzas de vender un relato a The Century, Harper’s o The Atlantic Monthly, o de
aterrizar de golpe en «las grandes revistas». Sólo restaban las revistas populares, o
pulps. Aunque el auge pululante de los pulps no llegaría hasta los primeros años
treinta, ya había muchos en los kioscos con anterioridad —de hecho, a partir de 1910
incluso— y distaban de ser uniformes en la calidad del contenido. Unos pocos, como
Adventure, Short Stories y Blue Book —una especie de revista intermedia y no un
pulp en sentido estricto— publicaban algunas narraciones de calidad literaria
excepcional, narraciones superiores en todos los aspectos al contenido de «chico
encuentra chica» de las publicitadas revistas más lujosas. Después estaba Black Mask,
sin la cual Dashiell Hammett habría demorado más en lograr el reconocimiento que
se le debía. Y al menos otros cuarenta títulos, que iban desde Argosy, All Story,
Flynns, Black Cat, Ten Story Book, hasta unas veinte revistas «risqué» con el tipo de
tapa y contenido que hoy en día parecerían tan pornográficos como un daguerrotipo
de la Guerra Civil, con una dama de la alta sociedad en una fiesta de jardín
coqueteando con un oficial del ejército de modo levemente indecoroso y con una
sonrisa que invita a tomarse libertades prohibidas.
ebookelo.com - Página 21
inmediato —mi decisión de no regresar al colegio era irrevocable— si mis padres
hubiesen sido menos comprensivos. Pero no me reprocharon ni una sola vez un
defecto de carácter tan penoso.
Durante los dos años siguientes debo de haber escrito y enviado al menos setenta
relatos. Invariablemente retornaban con formularios de rechazo impresos, algunos de
los mejores pulps y otros de revistas que no pagaban más de medio centavo por
palabra (una tasa nada inusual a principios de los años veinte, aunque faltaran años
para la Gran Depresión). Pero aguarden: hubo una excepción. The Smart Set rechazó
un manuscrito con dos párrafos de comentarios nada desalentadores firmado por el
propio H. L. Mencken. El lector tendrá que aceptar mi palabra sobre esto, porque esa
carta, de la que me sentía muy orgulloso, ha desaparecido con el paso de los años.
Después H. P. Lovecraft llegó a Nueva York y muchas cosas cambiaron para bien.
Entre su primera visita, bastante breve, y su estadía mucho más prolongada en
Brooklyn que siguió a su casamiento con Sonia Green, había vendido varios relatos a
Weird Tales, que había aparecido hacía poco en los kioscos. Ya he tratado antes el
papel que desempeñó HPL para permitirme la venta de mis primeros relatos de horror
sobrenatural a Farnsworth Wright. Pero debo agregar aquí unas pocas palabras
respecto a WT, y hasta qué punto estuvo a la altura del título que la encabezaba desde
un principio: Weird Tales: «la revista Única».
A través de los años Wright publicó muchos relatos mediocres típicos de las
revistas populares, pero los colaboradores de WT cuya obra ha sobrevivido hasta hoy
eran distintos a los escritores de los pulps en todos los aspectos. Eran muy jóvenes en
su mayoría, y en ese momento no había en Norteamérica ningún otro mercado para el
tipo de narraciones que ellos preferían escribir. Casi la mitad no apareció en la revista
hasta que Wright renunció a su dirección poco antes de su trágica muerte en 1941,
debida a una grave operación. Pero los que lo hicieron incluían a Robert Bloch, Ray
Bradbury, August Derleth, Robert W. Howard, Clark Ashton Smith y, desde luego,
H. P. Lovecraft: tres en la época temprana en que aparecieron algunos de mis cuentos,
uno a principios de los años treinta y dos a mediados y fines de la década del treinta.
El primer relato de Bradbury apareció en 1939, justo a tiempo para ser aceptado por
Wright, estoy seguro de que con un regocijo excepcional. Muchos relatos siguieron al
primero de cada uno de estos seis escritores, pero aquí me refiero a las fechas de su
primera aparición en la revista.
Los relatos de Weird Tales eran con frecuencia muy variados en su acceso a lo
sobrenatural. En muchos casos eran relatos de fantasmas tradicionales, pero no pocos
eran cuentos de terror físico liso y llano, horribles en extremo, para los que se habría
aplicado el término «macabros». Nunca me he ocupado especialmente de relatos que
lleguen a esos extremos, aunque he escrito unos pocos en los que el elemento mucho
más importante del horror sutilmente insinuado brilla por su ausencia. No muchos,
sin embargo. Es algo que, en general, siempre traté de evitar, y no se encontrará
ninguno en Los comienzos de Long.
ebookelo.com - Página 22
Weird Tales también publicó una cantidad de cuentos llamados en una época
seudocientíficos —antes del advenimiento de las revistas de ciencia ficción— y
también otros en una vena levemente extravagante, fantástica.
Vendí a Weird Tales treinta y cinco relatos en los próximos diez años, empezando
con «The Desert Lich» —no incluido en este volumen— en el número de noviembre
de 1924, seguido por «Aguas muertas» en diciembre del mismo año, y la ilustración
de tapa que Wright le asignó le pareció realmente un gran honor al primer Long.
Wright rechazó sólo tres de mis narraciones en todo ese período y con frecuencia
me escribía largas cartas sobre ellas. El pago por palabra era tan bajo, sin embargo,
que si otras revistas receptivas al tipo de escritura al que me dedicaba en ese entonces
hubiesen llegado a unirse a los esquemas de Weird Tales la hosca y realista necesidad
le habría puesto fin a mi carrera de escritor free-lance.
Aunque he seguido siendo ante todo un escritor free-lance hasta ahora, he
ocupado diversos cargos editoriales de vez en cuando, y bien podría haber buscado
un empleo editorial en un período en que era más importante, en cierto sentido,
terminar lo que había empezado y probar que podía ganarme la vida sólo con los
trabajos free-lance. La venta de algunos relatos en el campo de la ficción general y
algunos artículos periodísticos para revistas no vinieron mal, y es indudable que me
ayudaron a persistir en mi resolución. Pero si no hubiese existido ninguna revista de
ciencia-ficción y fantasía es probable que me hubiese visto obligado a rendirme.
Todas las narraciones de este volumen fueron publicadas entre 1924 y 1944, y a
mediados de ese período comenzaron a aparecer cada vez más revistas de ciencia-
ficción y fantasía en los kioscos. Había cerca de treinta por mes: Amazing Stories,
Thrilling Wonder Stories, Strange Tales, Super-Science Stories, Planet Stories,
Marvel Tales, Astounding Stories… para el no iniciado era algo que bordeaba lo
vertiginoso. Publiqué uno o dos relatos en todas esas revistas, y el total de mi venta
de relatos antes de 1934 me convenció de que era probable que pudiese sobrevivir
sólo con esas ventas. Pero no habría sido una supervivencia dichosa y cuidé de
suplementar mis entradas en ese sentido con un tipo de trabajo free-lance más
generalizado. Durante un período de dos años escribí ocho narraciones policiales, dos
artículos de divulgación científica, y revisé (prácticamente co-escribí) una obra de
ficción de un destacado pedagogo. También un artículo humorístico sobre peces
tropicales, que empezaban a estar de moda, para una publicación especializada,
ocasión en la que me fue útil mi afición a la historia natural. El artículo piscícola fue
una obra de amor, escrita para mi propia diversión, y ni esperé ni recibí un cheque por
ella. Siempre he sentido que mis mejores narraciones de ciencia-ficción y fantasía
también fueron obras de amor, porque mientras las escribía no pensaba nunca en el
factor de la remuneración.
Mucho antes de 1940 ya me había encontrado y llegado a conocer a casi todos los
escritores y directores que iban a formar la ciencia-ficción tal como hoy la
conocemos de modo pionero o vitalmente original. Muchos de ellos eran escritores
ebookelo.com - Página 23
jóvenes y esforzados de más o menos mi edad, en unos pocos casos diez y hasta
quince años más jóvenes, pero en general pertenecientes a una generación en la que
aún pienso como una en la que todos compartíamos los mismos problemas para
escribir y la misma orientación con respecto al mundo editorial.
No pocos se arrojaron, como yo, a las tormentosas aguas del trabajo free-lance sin
otro medio visible de sustento económico. Otros, más cautelosos y por cierto más
sensatos, se habían conseguido trabajos editoriales razonablemente seguros. Unos
pocos —muy pocos— eran directores y escritores prestigiosos de larga experiencia y
suficientes antecedentes como para hacerles sentir que, incluso en los prolongados
días de la Depresión, sería necesario una especie de terremoto importante para
sacudirlos fuera de su posición.
La Segunda Guerra Mundial produjo uno, ocasionando muchos cambios y
dislocaciones. Una incapacidad menor —pero no tan menor como para hacer que la
oficina de reclutamiento sintiera que podía enrolarme en las Fuerzas Armadas— me
impidió adquirir alguna experiencia bélica, aparte de servir como guardián de raides
aéreos en Jackson Heights. Así que a diferencia de Asimov y L. Sprague de Camp,
seguí escribiendo para las revistas de ciencia-ficción sin la menor pausa.
Sin embargo, varias narraciones mías aparecieron en Armed Services Editions en
los años de guerra y una vez recibí una carta de un aviador británico que cumplía sus
deberes en un portaaviones, en aguas australianas, en la que decía que las mismas le
habían brindado unas horas de descanso de la tensión. Así, tal vez, de un modo muy
pequeño, contribuí a la caída del fascismo.
Incluso durante la guerra los escritores de ciencia-ficción se reunían con
frecuencia para hablar del oficio, pero la asistencia era menor que otras anteriores,
que se destacan para mí hoy como hitos. En una de las primeras, en Brooklyn,
encontré a Isaac Asimov por primera vez, cuando él tenía diecinueve años y acababa
de graduarse, o estaba por graduarse, en la Universidad de Columbia. Poco después
de eso John W. Campbell compró un «primer Asimov» para Astounding Science
Fiction. Pero si repitiese lo que me dijo acerca del relato ni el propio Asimov me
creería, porque llegó a la exageración, a pesar de su control de costumbre para
conceder grandes alabanzas, y su tendencia en ese sentido era muy conocida
entonces.
A mediados de la década del cuarenta me encontré con Theodore Sturgeon varias
veces, y unos años después él influyó considerablemente para que una de mis
narraciones del período intermedio, «A Guest in the House» —que no debe
confundirse con la famosa obra teatral del mismo título— fuera producida por
CBS-TV.
Hubo muchos otros escritores y directores de ciencia-ficción y fantasía con los
que me encontré y hablé largo y tendido; y volveremos a encontrarlos a todos en las
páginas que siguen, cuando tome uno por uno, en una secuencia de año por año, los
relatos del presente volumen y las circunstancias precisas en que muchos de ellos
ebookelo.com - Página 24
fueron escritos.
De hecho, en este preciso instante he abandonado mi escritorio, y avanzo a lo
largo de un muelle de piedra transportando ladrillo por ladrillo desde los horizontes
púrpuras de Tiro, y me embarco en otro viaje por la memoria que todos ustedes
pueden compartir.
ebookelo.com - Página 25
Aguas muertas
ebookelo.com - Página 26
La venta de mi primera narración a Weird Tales tendría que haberme hecho
sentir que había pasado un importante mojón en mi carrera de escritor. Pero
por algún motivo no lo hizo, a pesar de lo que muchos escritores han dicho
—y seguirán diciendo— sobre la importancia de cruzar el golfo que separa
el trabajo no profesional de la primera aparición de uno en una revista
verdadera, de amplia circulación. Siempre he sentido que sólo importaba el
relato y que si lo leía y les gustaba a cincuenta mil lectores en vez de
trescientos… bueno, mejor aún. Pero no logré sentir una gran excitación al
respecto. Me interesaba más el modo en que había sido ilustrado el relato y
hasta qué punto había conseguido el artista representar a los personajes
centrales o algún otro aspecto dramático destacado que tuviese una
importancia suprema para mí. Ese primer cuento se llamaba «The Desert
Lich» y la ilustración interior —representaba a dos jinetes con las vestiduras
al viento montados a horcajadas sobre un camello, enfilando hacia una
versión árabe de lo desconocido— le gustó tanto a Farnsworth Wright que la
empleó una y otra vez (unas veinte apariciones en total) como apéndice de
otros relatos de Weird Tales durante los próximos diez años.
«Aguas muertas» fue ilustrado de modo aún más gratificante, porque se
trató de la tapa a todo color del número de diciembre de 1924. Era un
excelente trabajo realista de Brosnatch, exactamente lo que yo había tenido
en mente: ninguna obra maestra y ni remotamente comparable a algunas de
las tapas posteriores de Finlay y Bok, pero me produjo un gran placer y no
perdí un momento en llamar la atención de mis amigos hacia ella. (¡Wright
me había enviado previamente un pequeño bosquejo en blanco y negro que
yo mismo había coloreado!).
«Aguas muertas» comenzó como una especie de relato de aventuras de
ambiente tropical. Yo no tenía la menor idea acerca de cómo se desarrollaría:
sólo sabía que tendría que incluir una vuelta de tuerca final bastante
sobrenatural para hacerla elegible para Weird Tales: en esa época estaba
influido por Kipling.
Ese relato, a diferencia de algunos de los que iba a escribir después para
WT, no era lovecraftiano en su atmósfera para nada. Sencillamente coloqué a
varios personajes interesantes en una pequeña embarcación centroamericana
ante las costas de Honduras, incluyendo a un arqueólogo y por una especie
de milagro la trama se hizo cargo de sí misma.
Cuando vendí mi primer relato a Weird Tales no había en Norteamérica
ningún grupo de aficionados a la ciencia-ficción o la fantasía. La publicación
de sólo una revista dedicada al tipo de narración que iba a llevar más tarde a
tantos jóvenes inclinados a reunirse e intercambiar puntos de vista —aunque
fuese por correo— a una asociación más estrecha difícilmente podría haber
conducido a la formación de tales grupos en 1924. Tampoco podría haber
ebookelo.com - Página 27
conducido a un interés tan difundido, por parte de escritores que producían
ese tipo de narración sólo de vez en cuando, como para que pudieran
establecerse con rapidez vínculos de naturaleza similar entre ellos. Y eso se
aplicaba también a los lectores de mayor edad, que no eran pocos pero que
siempre habían tenido menos tendencia que los jóvenes a encontrarse e
intercambiar puntos de vista, ya fuera localmente o por correo.
Y sin embargo, como lo ha señalado Edmond Hamilton, que apareció
casi tan pronto como yo en las páginas de Weird Tales, la revista fue desde
sus comienzos una especie de club.
No sólo Lovecraft, sino también otros aseguraron que al menos una
docena de los primeros colaboradores permanecieran en contacto estrecho o
bastante estrecho, y en el curso de los años siguientes intercambié
correspondencia considerable con colegas y colaboradores como August
Derleth, Clark Ashton Smith, con quien había intercambiado cartas breves
anteriormente, F. Hoffman Price y, en un período bastante posterior, con
Henry Kuttner. Todo lo cual, desde luego, no es más que otro modo de decir
que mi primera aparición en la revista fue el mayor acontecimiento en mi
carrera.
ebookelo.com - Página 28
*
AGUAS MUERTAS
Weird Tales, diciembre de 1924
ebookelo.com - Página 29
medio… pero a Byrne le faltaba el sentido del humor. Lo pagó de modo horrible.
Murió de pie, con esas cosas repugnantes punzándolo, y no llegó a soltar ni un
chillido: sólo un sollozo gorgoteante.
El veterano dirigió una mirada increpante a la caja de un metro ochenta, y al
techo.
—No los culpo si piensan que soy un tipo raro… ¿pero qué me dicen de esto? ¿y
esto? —agregó, enrollándose la manga hacia arriba y dejando al descubierto un flaco
brazo moreno.
Nos adelantamos y lo rodeamos. Nos sentíamos anhelantes y entretenidos, y un
indio soñoliento que estaba en un rincón se pasó los dedos por la frágil barba negra, y
rió entre dientes.
El brazo del veterano estaba cubierto de pequeñas cicatrices amarillas. Era
evidente que la piel había sido punzada repetidas veces con un instrumento semejante
a un alfiler. Cada cicatriz estaba rodeada por un halo en miniatura de tejido
inflamado.
—¿Alguno de vosotros puede explicarlas? —preguntó.
Tamborileó con los dedos sobre la piel tensa. Era un hombrecito cansado,
nervioso, con ojos azules desteñidos y cejas que se unían sobre el puente de la nariz.
Tenía la graciosa costumbre de volver las comisuras de los labios hacia abajo cada
vez que hablaba.
Uno de los jóvenes lo llevó a un lado con gesto solemne y le susurró algo al oído.
El hombre del brazo acribillado rió.
—¡Correcto! —dijo. El joven cerró los ojos y se estremeció.
—Usted… usted no tendría que estar vivo. —Le costaba hacer que la verdad
llegara a sus labios y se expresara—. ¡No es razonable, usted lo sabe! Una picadura
casi siempre es fatal, y usted… usted tiene docenas.
—¡Precisamente! —Nuestro hombre de las cicatrices volvió los labios hacia
arriba y nos miró con ojos penetrantes. Algunas caras bajaron o palidecieron ante él,
pero la mayor parte de los jóvenes le devolvieron una mirada inquisitiva—. Vosotros
sabéis que la culebra de sangre es más certera que la taboda, más mortífera que la
cascabel, más maligna que la coral. Bueno, he sido mordido diez veces por víboras de
cascabel y tres veces por nuestra inocente amiguita, la boba.
»Me tomé el trabajo de verificar estos hechos examinando las heridas, porque
cada serpiente produce una distinta. ¿Entonces cómo puede ser que esté vivo?
Queridos amigos míos, tienen que creerme cuando les digo que no lo sé. Tal vez los
venenos se neutralizaron entre sí. Tal vez el veneno de la culebra de sangre es un
antídoto contra el de la cascabel, o viceversa. Lo que importa es que estoy aquí y
hablo con vosotros. Lo que importa es que siento el vigor de la juventud en mi
interior… pero mi corazón ha muerto.
Su último comentario parecía melodramático e innecesario, y de pronto
advertimos que el veterano no era un artista. Le faltaba sentido de los valores
ebookelo.com - Página 30
dramáticos. Nos apartamos con gesto cansado, y chupamos con vigor nuestras largas
pipas. Es difícil perdonar esos pequeños defectos de técnica.
El veterano parecía tener conciencia de nuestro reproche. Pero siguió adelante, y
su voz era grave y apagada, y costaba seguir las idas y venidas de su desconcertante
narración. Recuerdo con claridad que al principio nos aburrió, y habló largo tiempo
de cosas que no nos interesaban en absoluto, pero de pronto su voz se hizo áspera,
como el ronco chapuceo de un aficionado con un contrabajo, y nos acercamos para
rodearlo.
—Quiero que tengan sin cesar esto presente: estábamos solos en el centro de
aquel lago, sin un solo ser humano en veinte kilómetros a la redonda, con excepción
de un enorme salvaje negro. Era un asunto riesgoso, desde luego, pero Byrne tenía
una decisión infernal en cuanto al análisis químico del agua que estaba directamente
encima de la fuente de nuestro manantial.
»Tenía un entusiasmo asombroso. A mí no me gustaba exhibir mis emociones en
presencia del negro, y ansiaba calmar el centelleo de la mirada de Byrne. El
entusiasmo irrita a un salvaje, y podía ver que el negro estaba decididamente molesto.
Byrne estaba de pie en la popa y deliraba. Me esforcé por hacerlo sentar. Su voz se
elevó de un tono de excitación reprimida a un grito.
»—Es la mejor agua de Honduras. Aquí hay una fortuna. Significa…
»Lo corté en seco con una mirada fría, increpante que tiene que haberlo herido.
Retrocedió ante ella, y se sentó. Yo era lo bastante juicioso como para evitar los
entusiasmos innecesarios.
»Bueno, allí estábamos, dos ancianos que habían recorrido todo el camino desde
Nueva York por el privilegio de sentarse al sol en el centro de un fétido lago negro, y
de examinar un agua que habría escandalizado a un comedor de carroña profesional.
Pero Byrne tenía una agudeza singular y detestable para lo comercial, y sabía muy
bien que el valor del agua no reside en su sabor. Me había señalado con cuidado que
cuando el agua se toma del centro de un lago, directamente encima de un manantial,
puede embotellarse y venderse bajo atractivas etiquetas sin el menor riesgo. Yo
admiraba la sagacidad de Byrne, pero no me gustaba el modo en que el caníbal que
tenía ante mí miraba el cielo. No pretendo insinuar que fuera realmente un caníbal o
algo monstruoso o anormal, pero desconfiaba de sus condenadas costumbres.
»Estaba sentado y encorvado en la proa, dándome la espalda, con las manos sobre
las rodillas y los ojos vueltos hacia la costa. Iba desnudo hasta la cintura y la piel
oscura, oleosa, brillaba con el sudor. Había algo que producía una tremenda
impresión en la rigidez de su cuerpo de animal, y no me gustaban los letales manojos
de pelo negro y rizado que le crecían en el pecho y los brazos. Llevaba la parte
superior del cuerpo cubierta de horribles tatuajes.
»Me gustaría hacerles percibir el horror mortífero de aquel hombre. Yo no podía
mirarlo sin un estremecimiento inevitable y sentía que nunca podría conocerlo
realmente, que nunca atravesaría su costra de reticencia, nunca sondearía las lóbregas
ebookelo.com - Página 31
profundidades de su alma abominable. Sabía que él tenía un alma, pero cada instinto
decente que había en mí se sublevaba ante la idea de entrar en contacto con ella. Y sin
embargo me daba cuenta con júbilo de que el alma del monstruo estaba enterrada
muy profundamente, y de que apenas si se mostraría ante una provocación leve. Y no
habíamos hecho nada para convocarla; habíamos actuado de un modo
razonablemente decente.
»Pero Byrne no tenía tacto. No estaba adiestrado en la adulación y las costumbres
corteses de la sociedad racional. Por algún motivo se le metió en la cabeza que el
agua tenía que ser probada allí, en ese momento. Como es natural, sentía aversión a
probarla él mismo y sabía que yo no podía tragar ningún tipo de agua de manantial.
Pero tenía la curiosa idea de que el agua contenía un veneno séptico, y estaba
decidido a librarse de sus dudas allí mismo.
»Recogió un poco del detestable líquido en una taza y se lo llevó a la nariz.
Después me lo hizo oler a mí. Me horroricé como correspondía. El agua era
amarillenta y en ella pululaban animálculos… pero el horror no residía en su aspecto.
Una ardiente vergüenza enrojecía el rostro de Byrne. Yo sentí una sensación violenta
y agónica de culpabilidad espiritual.
»—No podemos embotellar esto. No sería justo; no sería…
»—Por supuesto que podemos embotellarla. A la gente le gusta este tipo de cosas.
El aroma será una espléndida ventaja publicitaria. ¿Quién oyó hablar alguna vez de
agua curativa de manantial con un fuerte aroma? Es un nuevo triunfo a nuestro favor.
¿Acaso no suponías que un aroma era absolutamente necesario?
»—Pero…
»—Nada de «peros». Esta agua será nuestra fortuna. Sólo es necesario descubrir
su sabor.
»Rió y señaló al negro de la proa. Sacudí la cabeza. ¿Pero qué puede hacerse
cuando un hombre está decidido? Y, después de todo, ¿por qué defender a un salvaje?
Simplemente me quedé sentado y observé mientras Byrne le tendía la taza a nuestro
compañero negro. El negro se irguió con rigidez y muy derecho, y una expresión
turbada, herida invadió sus ojos negros. Los clavó en Byrne y en la taza, y después
los apartó hacia el cielo. Se le empezaron a contraer los músculos de la cara…
horriblemente. Eso no me gustó y le hice gestos a Byrne para que retirara la taza.
»Pero Byrne estaba decidido a que el negro bebiese. La terquedad de un hombre
del norte en latitudes ecuatoriales es con frecuencia chocante. Siempre he evitado esa
actitud, pero Byrne no dejaba jamás de hacer lo convencional bajo ciertas
circunstancias.
»Prácticamente partió en dos al salvaje con los ojos, y lo hizo sin una pizca de
condescendencia.
»—¡No voy a quedarme sentado con esto en la mano! Quiero que pruebes el agua
y me digas con precisión qué te parece. Dime si te gusta el sabor que tiene, y después
de probarla, si te sientes un poco indispuesto y un poco mareado; sólo es necesario
ebookelo.com - Página 32
que describas tus sensaciones. ¡No quiero obligarte, pero no puedes quedarte sentado
y negarte a participar en este… eh… experimento!
»El negro apartó los ojos del cielo y miró con desdén la cara de Byrne.
»—No. No quiero esa agua. No vine para beber agua.
»Tal vez ustedes nunca han visto el choque de dos voluntades racialmente
distintas, cada una tan firme y primitiva y carente de humor como la otra. Un duelo
silencioso se entabló entre Byrne y aquel demonio negro, y la cara de este último se
iba haciendo cada vez más siniestra y hostil; y yo miraba cómo se le contraían los
músculos y se le estrechaban los ojos, y empecé a sentir lástima por Byrne.
»Pero ni siquiera yo había sondeado el poder de voluntad de Byrne. Dominó a
aquel salvaje por pura superioridad psíquica. El negro no se acobardó, pero podía
verse que sabía que estaba luchando contra el destino.
»Sabía que debía beber el agua; el hecho había quedado decidido cuando Byrne
tendió la taza por primera vez, y su rebelión no era más que rencor ante la crueldad
de Byrne al obligarlo a beber el agua. Nunca olvidaré el modo en que tomó la taza y
la vació. Era enfermante ver cómo le castañeteaban los dientes y le sobresalían los
ojos mientras el agua se deslizaba entre sus labios turgentes. Grandes espasmos
parecían subirle y bajarle por la espalda, y me pareció que podía discernir un juego
aterciopelado de músculos en rebeldía a través de todo su torso transpirado. Después
devolvió la taza sin decir palabra y empezó a mirar otra vez el cielo.
»Byrne esperó uno o dos segundos y después empezó a interrogar al negro de un
modo que a mí no me pareció muy discreto. Pero Byrne imaginaba que su supremacía
espiritual había quedado bien sentada. Podría haberle dicho… pero me lamento
inútilmente. Puedo ver a Byrne, hundido en sus preguntas, con los ojos centelleando
y las mejillas ardientes.
»—Te hice beber el agua porque necesitaba saber. Es muy importante que sepa.
¿Has probado alguna vez un huevo podrido? ¿Tenía ese sabor? ¿Tenía un sabor
salado y te quemaba cuando la tragaste?
»El negro estaba sentado inmóvil y se negaba a contestar. No hay manera de
comprender la psicología de un hombre negro en medio de un lago negro. Sentí que
la perversidad de la naturaleza había entrado en el infeliz e insté a Byrne a que se
calmara. Pero éste siguió adelante, y entonces, por fin, ocurrió.
»El negro se puso de pie en el bote y chilló… y chilló otra vez. No pueden
imaginar ustedes la bestialidad ultraterrena de los gritos que brotaban de su odiosa
garganta. No tenían nada que ver con gritos humanos y los podría haber lanzado un
gorila sometido a tortura. Sólo pude quedarme sentado y escuchar, y me sentí tan
flojo como una araña sobre zancos. En ese momento sólo experimenté un miedo
inexpresable, mezclado con desprecio por Byrne y la forma en que había tentado
deliberadamente a… bueno, no al destino exactamente, sino a los fenómenos
inexcusables de la histeria caníbal. Ansiaba pararme y chillar más alto que el salvaje,
para que la vergüenza y la humillación lo llevaran al silencio.
ebookelo.com - Página 33
»Al principio pensé, mientras los gritos resonaban a través del lago, que el negro
daría vuelta la canoa. Estaba de pie en la proa y oscilaba de un lado a otro, y con cada
bandazo la canoa dejaba entrar un poco de agua. Un grito seguía al otro en
enloquecedora sucesión, y cada grito resultaba más siniestro y virulento y anormal
que el anterior, y observé que el cuerpo del demonio estaba tenso como un cable
cargado de electricidad.
»Después Byrne empezó a tirar de él por los hombros en un esfuerzo frenético
por hacer que se sentara. Verlos forcejear y oscilar en la proa era un espectáculo
horrible y hasta empecé a sentir lástima por el negro. Byrne se había colgado de él, y
de pronto advertí que aporreaba a su adversario con ferocidad en la espalda y bajo los
brazos.
»—¡Siéntate o nos hundirás! ¡Por Dios! ¡Crear semejante escándalo… por una
tontería!
»La canoa se iba llenando con rapidez y yo esperaba que naufragara en cualquier
momento. No me agradaba la idea de nadar a través de una hedionda cloaca y no
pude contener una mirada furiosa hacia Byrne. ¡Pobre amigo! Si hubiese sabido,
habría sido más tolerante con él. Byrne merecía ser censurado, pero lo pagó… lo
pagó horriblemente.
»El demonio negro se sentó de pronto y miró hacia el cielo. Parecía haberlo
abandonado toda rebelión. Había una expresión amable, casi entusiasta en su rostro
repugnante. Dirigió una mirada maliciosa y palmeó a Byrne en el hombro. Su
familiaridad me chocó y pude ver que molestaba a Byrne. La voz del negro era
particularmente serena.
»—No quise portarme mal. Supongo que es el clima. El agua me gustó. No veo
por qué no embotellarla y venderla. Es buena agua. Muchas veces me pregunté por
qué nadie pensó en embotellarla antes. Supongo que la gente que viene por aquí es
estúpida.
»Byrne me miró bastante avergonzado. El salvaje tenía inteligencia y buen gusto.
Su inglés era razonablemente correcto y sus modales eran los de un caballero. Había
actuado de modo realmente ridículo y nos había dado buenos motivos para desconfiar
de él; pero la táctica de Byrne había sido grosera y merecía el rechazo.
»Tuvo la sensatez de reconocer su error. Gruñó un poco, pero de modo
conciliatorio, y le pidió al negro que remara hacia la costa con una cordialidad que
encontré admirable.
»Sacó la mano fuera del bote y dejó que se arrastrara dentro del agua. Encendí un
cigarrillo y observé la onda y el remolino verdosos que se formaban bajo nosotros.
Pasó cierto tiempo antes de que divisara la primera de aquellas diminutas
obscenidades.
»Traté de advertir a Byrne, pero él retiró la mano bruscamente con un chillido y
supe que comprendería.
»—¡Algo me mordió! —dijo. Creí ver que el negro fruncía el entrecejo y se
ebookelo.com - Página 34
inclinaba aún más sobre los remos.
»—Fíjate en el agua —contesté. Byrne bajó los ojos, de mala gana, creo. Después
palideció.
»—Serpientes… serpientes acuáticas. ¡Por Dios! ¡Serpientes acuáticas! —Lo
repitió una y otra vez—. Serpientes acuáticas. ¡Hay miles! ¡Serpientes acuáticas!
»—Son bastante inofensivas. ¡Pero nunca vi algo igual!
»Y estaba realmente impresionado. Imaginen ustedes que un millón de asquerosas
y pequeñas serpientes fluviales se alzan desde las húmedas profundidades y sin el
menor motivo. Nadaban alrededor del bote y sacaban las feas cabecitas al aire, y
silbaban y proyectaban sus lenguas espantosas. Me incliné por sobre el borde y me
asomé al agua verdosa. El río pululaba con miríadas de cuerpos rosados y oscilantes,
que se retorcían en contorsiones volátiles y hacían espumear y burbujear el agua.
Después vi que varias se habían enroscado sobre el costado de la canoa y se dejaban
caer al interior. Sentí por instinto que el demonio negro tenía que ver con el asunto.
»Tales indignidades eran impensables. Me puse de pie en el bote y me dio un
ataque de furia. El negro alzó los ojos soñolientos y exhibió una ancha sonrisa. Pero
vi que enfilaba directamente hacia la costa. Las serpientes reptaban por todo el bote y
atacaban las piernas de Byrne, y sus silbidos me descomponían. Pero conocía la
especie: era inofensiva y presuntuosa. Y sin embargo sabía que los malsanos seres
aterraban a Byrne. Chillaba por el dolor de sus mordidas pequeñas y agresivas y
juraba sin moderación. Cuando le aseguré que eran inocuas me miró increpante y
siguió aplastándolas con los tacos de las botas. Les hacía pulpa las espantosas
cabezas y la sangre brotaba de sus boquitas y empezaba a inundar el fondo del bote.
Pero se seguían dejando caer por sobre los costados y Byrne tenía las manos llenas. Y
el negro remaba con decisión hacia la costa, y yo no decía nada. Pero él sonreía, lo
que me hizo tener deseos de estrangularlo. Pero no quería ofenderlo, porque sus
métodos de desquite tendían a ser desagradables.
»Por fin llegamos a la costa. Byrne salió de un salto lanzando un grito y vadeó
unos metros de barro negro, pegajoso. Después se dio vuelta en la costa y miró hacia
el agua. Toda la superficie estaba cubierta por cuerpos rosados que nadaban y se
entrecruzaban y se entrelazaban sobre las ondas, y cuando la rojiza luz del sol caía
sobre ellos parecían untuosos gusanos de osario bullendo e hirviendo en una tinaja
colosal.
»Salí de algún modo y me uní a Byrne. Nos enfurecimos cuando vimos que el
negro se alejaba remando y se dirigía hacia la costa opuesta. Byrne estaba trastornado
y casi delirante y me aseguró que las serpientes eran venenosas.
»—No seas tonto —dije—. Ninguna de las serpientes acuáticas de la zona es
venenosa. Si te quedara algún juicio…
»—¿Pero por qué me atacaron? Reptaron para subir y me mordieron. ¿Por qué
tenían que hacerlo? Eran hijas de Satán. ¡Ese negro las embrujó! Él las llamó y ellas
vinieron.
ebookelo.com - Página 35
»Sabía que Byrne estaba desarrollando una monomanía y traté de desviar su
atención.
»—No tienes nada que temer. Si tuviéramos que enfrentarnos con víboras de
cascabel o culebras de sangre, vaya y pase, pero serpientes acuáticas, ¡bah!
»Entonces vi que el negro se paraba en la canoa y agitaba los brazos y chillaba
exultante. Me di vuelta y alcé los ojos hacia la cresta de la colina que estaba detrás de
nosotros. Era una colina salvaje y se alzaba hirsuta y lúgubre y sobre su cresta se
derramaba un ejército de seres reptantes: y me es imposible describirlos en detalle.
»No quería que Byrne se diese vuelta. Traté de hacer que se concentrara en el
lago y en el demonio negro que estaba de pie en la canoa y gritaba. Le señalé que el
negro se había puesto en ridículo; lo palmeé con fuerza en la espalda y nos
felicitamos de nuestra superioridad.
»Pero poco después tuvimos que enfrentarlos… enfrentar lo que bajaba reptando
hacia nosotros desde la sombría cresta gris de la colina. Me volví y miré el profundo
cielo azul y las grandes nubes que rodaban sobre la cima, y después mis ojos bajaron
un poco más, y los vi otra vez, y supe que se arrastraban lentamente hacia nosotros y
que no había modo de evitarlos.
»Y tomé con suavidad a Byrne del brazo, lo volví y señalé en silencio. Tenía
lágrimas en los ojos y una curiosa pesadez en piernas y brazos. Pero Byrne lo aceptó
como un caballero. Ni siquiera expresó sorpresa, aunque pude percibir con claridad
que su alma estaba herida de muerte, y enferma a más no poder. Y vi que la
vergüenza y un miedo monstruoso me miraban desde los ojos inyectados en sangre de
Byrne. Y tuve piedad de Byrne, pero supe lo que teníamos que hacer.
»El día terminaba, en medio de hermosas neblinas en tierra, que colgaban sobre la
colina; y velos azules alegraban el agua y ocultaban la canoa y el negro gesticulante.
Ansiaba sentarme tranquilamente junto al agua y soñar, pero sabía que teníamos algo
que hacer. Cerca del borde del agua descubrimos un pequeño grupo de brillantes
arbustos amarillos y fuerte vegetación, y fabricamos sólidos garrotes y látigos fuertes
y cortantes. Y el ejército de reptiles siguió su avance y me llenó de una sensación de
infinita tristeza y pena y piedad por Byrne.
»Estábamos parados muy quietos y esperamos; y la masa de hirviente corrupción
bajó rodando por la colina hasta que llegó a la pareja costa rocosa del lago y después
rezumó odiosamente hacia nosotros. Y gritamos cuando contamos la cantidad de
víboras de cascabel y culebras y boas, pero cuando vimos a las otras serpientes no
gritamos, porque se nos helaron los centros del habla, y éramos muy desdichados.
»Queridos amigos míos, vosotros no podéis imaginar, no podéis concebir nuestra
desdicha. Había reptiles sepulcrales con cabezas verdes y chatas y ojos helados que
no traté de identificar, y había legiones enteras de lagartos cornudos, con lenguas
negras cubiertas de ampollas, y ranitas venenosas que saltaban nerviosas y hacían
ruidos extraños y sobrenaturales con la garganta; y supimos que eran letales y
debíamos evitarlas.
ebookelo.com - Página 36
»Pero salimos a enfrentarlas y Byrne luchó con auténtica nobleza. Pero la
diferencia era abrumadora y lo vi caer, jadeante, sofocado, aniquilado. Subieron
reptando por sus piernas y lo mordieron en la espalda y en los costados y en la cara, y
vi cómo su cara ennegrecía ante mis ojos. Vi sus labios retirándose de los dientes y
los ojos congelándose y la piel de la cara arrugarse y encogerse.
»Y luché para apartarlos de él y mi garrote nunca estuvo ocioso. Achaté
incontables cabezas redondas y redondeé las chatas, y arranqué repugnantes bolitas
escarlatas del estremecido tejido gelatinoso.
»Queridos amigos, al fin se fueron y lo dejaron allí. Y la serenidad azul de las
colinas parecía inexplicable dadas las circunstancias, pero me sentía agradecido por
la frescura y la quietud, y las sombras cada vez más profundas. Me senté con el alma
en paz y esperé. Miré las pequeñas picaduras de los brazos y sonreí. Me sentía
razonablemente feliz.
»Pero no morí, queridos amigos. Darme cuenta de que no iba a morir me
asombró. Pasaron varias horas antes de poder estar seguro, y entonces hice algo
espantoso. Me aferré la barba con firmeza entre las dos manos y me arranqué grandes
puñados de pelo. El dolor me hizo recobrar la cordura.
»Caminé durante dos días con el cadáver. Era lo que había que hacer, lo indicado.
En Trujillo esperé a que prepararan el ataúd y supervisé personalmente su
construcción. Quería que todo se hiciera del modo correcto, con gran estilo. Tengo
poco de qué arrepentirme… ¡pero mi alma ha muerto!
Había una desdicha infinita en la mirada del veterano. Su voz enronqueció, y dejó
de hablar. Notamos que se estremeció un poco cuando se alzó el cuello del abrigo y
salió de la cabina hacia una noche de estrellas. Apretamos nuestros rostros contra el
cristal de una ventana y lo vimos pararse ante la barandilla, con la lluvia y la luz de la
luna brillándole sobre la barba y el rocío salobre golpeándole el rostro increíblemente
castigado.
ebookelo.com - Página 37
La sanguijuela oceánica
ebookelo.com - Página 38
«La sanguijuela oceánica» apareció en Weird Tales en enero de 1924, apenas
un mes después de «Aguas muertas». Como «Aguas muertas», entra hasta
cierto punto en la categoría de «aventuras en tierra y mar», con un desenlace
aterrador. A Wright le gustaba y la reimprimió años después en una
«Selección de los Mejores» de Weird Tales. No es el tipo de narración que
podría escribir hoy, aun cuando hubiese un resurgimiento de revistas que
presentaran tales narraciones con un pago que arrancara de los diez centavos
por palabra.
Estaba sobreescrita, desde luego, y era melodramática en exceso. Pero
creo que me gusta más que las otras diez o doce narraciones en una vena
similar que escribí durante esos años y que se publicaron en otras partes, no
todas dentro del género de horror y fantasía.
El tema es uno de los más antiguos en danza, ya que retrocede hasta el
ciclo mítico clásico de los encuentros con monstruos marinos, que parecen
haber excitado a Homero hasta el punto irracional, ya que no le ahorró
ninguno a Ulises cuando con la misma facilidad podría haberlos hecho
concurrir con frecuencia un poco menor. Sobre «La sanguijuela oceánica» se
cierne además una leve aura de ciencia-ficción, porque los encuentros con
calamares, pulpos y otros monstruos oceánicos gigantescos y casi míticos,
capaces de echar a pique a todo un velero bien equipado con un solo golpe
tentacular, obsesionaron a Verne casi tanto como a Homero.
ebookelo.com - Página 39
*
LA SANGUIJUELA OCEÁNICA
Weird Tales, enero de 1925
ebookelo.com - Página 40
entender su conversación. En las mañanas serenas es maravilloso subir a cubierta y
oír cómo cuchichean las velas entre sí. Además hacen gestos, y cuando están
cansadas cuelgan patéticas contra el cielo.
Me paseé por cubierta y reñí a los hombres y les dije que se fueran al demonio.
Después extraje mi pipa y soplé efigies amarillas hacia el aire frío. Danzaron a la luz
de la luna e hicieron que la situación fuese irremisible. Poco después regresé junto a
Oscar y le pregunté a quemarropa a qué se había referido cuando dijo «eso». Pero no
me contestó. Simplemente se volvió y señaló.
Algo blanco y gelatinoso rezumó por sobre de la baranda y corrió o se deslizó
algunos metros sobre cubierta. Después una masa mayor salió de la oscuridad
estremeciéndose y se quedó encaramada al negro poste de popa. Un segundo objeto
descendió a cubierta, bajando con un golpe sordo y corriendo en diagonal al primero
sobre las tablas lisas y pulidas. Vi que dos de los hombres se levantaban con rapidez y
oí que Oscar gritaba una orden cortante.
La cosa de cubierta se desparramó y su base se hizo más ancha. Enarboló en el
aire un apéndice lívido rodeado de tremendas ventosas rosadas. Pudimos ver cómo
actuaban las ventosas a la luz de la luna, abriéndose y cerrándose y abriéndose otra
vez. Nos vimos afectados por un extraño hedor aromático y sentimos la sensación
abrumadora de náusea física. Vi que uno de los hombres retrocedía tambaleante y se
derrumbaba sobre cubierta. Después un segundo idiota osciló y cayó, y un tercero…
un tercero que en realidad avanzó hacia el espantoso objeto en cuatro patas, como
fascinado.
En ese instante la luna pareció acercarse, dar un bandazo y bajar realmente del
cielo y colgar del cordaje. Entonces los tentáculos amorfos se proyectaron
bruscamente hacia adelante, lanzados como cables, y golpearon el mástil más
cercano, y oí cómo se astillaba, y un ruido semejante al trueno. Los brazos temblaron
y parecieron volar en toda dirección. Después volvieron a caer junto al flanco, flojos.
Clavé los ojos en los topes negros de nuestras gavias y le pregunté a Oscar en voz
baja:
—¿Eso se llevó al contramaestre?
Él asintió y arrastró los pies. Los hombres que estaban en cubierta susurraban
entre sí y supe por intuición que un espíritu de rebelión corría entre ellos. Y sin
embargo el propio Oscar me disculpó.
—¿Dónde estaríamos si usted no nos hubiese hecho entrar aquí? A la deriva,
probablemente: sin timón y sin velas. Tal vez nuestras velas parezcan la piel de un
cadáver saturado de agua, pero podemos usarlas… una vez reparemos los mástiles.
La albufera parecía bastante inocente y la mayoría de nosotros estuvo de acuerdo en
entrar. Pero ahora gimen como cachorros amarillos de miedo… y lo culpan ¡Idiotas!
Basta con que usted diga…
Lo detuve, porque no quería que los hombres tomaran en serio su propuesta, y
hablaba lo bastante alto como para que ellos oyeran. Yo sentía que no se podía culpar
ebookelo.com - Página 41
a los hombres… ¡dadas las circunstancias!
—¿Cuántas veces la cosa ha saltado por sobre la borda? —pregunté.
—¡Ocho veces! —dijo Oscar—. Se llevó al contramaestre en el tercer viaje. ¡Él
chilló y alzó los brazos, y se puso amarillo! Eso se le enroscó en una pierna y puso a
trabajar sobre él sus grandes ventosas amarillas; y nosotros no pudimos hacer nada,
¡nada! Tratamos de separarlo, pero no puede usted imaginar el increíble poder de
tracción de ese brazo blanco. Lo cubrió por completo de babaza, y también cubrió la
cubierta. ¡Después se dejó caer otra vez al agua y se lo llevó consigo!
»Después de eso tuvimos más cuidado. Les dije a los hombres que bajaran, pero
se limitaron a mirarme con furia. La cosa los fascina. Se quedan sentados y esperan
deliberadamente que regrese. Usted vio lo que acaba de pasar. La cosa puede atacar
como una cobra y se prende más que una lamprea; pero los idiotas no se cuidan. Y
cuando pienso en esas ventosas rosadas y temblorosas siento lástima por ellos, ¡y por
mí! Él no lanzó un solo grito, entiende, pero se puso lívido bajo los pliegues y su
lengua asomó horriblemente, y un momento antes de desaparecer por sobre la borda
noté que tenía los labios negros e hinchados. Pero como le dije, estaba sumergido en
babaza amarillenta, en limo, y la vida tiene que haberlo abandonado casi de
inmediato. Estoy seguro de que no sufrió realmente. ¡Con la ayuda de Dios, seremos
nosotros quienes tendremos que sufrir!
—Oscar —dije—. Quiero que seas bien franco y, si es necesario, incluso brutal.
¿Crees que puedes explicar esa cosa? No quiero ninguna teoría miserable. Quiero que
imagines un sostén para mí, Oscar, algo sobre lo cual apoyarme. Estoy tan cansado y
ya no me queda mucha autoridad aquí. Oh, sí, se supone que soy el comandante, pero
si no hay modo de seguir adelante, Oscar, ¿qué puedo decirles a ellos? ¿Cómo puedo
hacerlos bajar a la cabina? Les tengo tanta lástima. ¿Qué crees que es eso, amigo
mío?
—Es obvio que se trata de un cefalópodo —dijo Oscar con mucha sencillez, pero
tenía una mirada de vergüenza y horror en los ojos que no me gustó.
—¿Un pulpo, Oscar?
—Puede ser. ¡O un calamar monstruoso! ¡O una horrible especie no identificada!
Una trama de nubes verdosas cubrió la cara de la luna y vi que uno de los
hombres se arrastraba en cuatro patas sobre la cubierta. Después soltó un grito
burlesco, desafiante, corrió hasta la barandilla y alzó los brazos. Una exudación
blanca corría por toda la extensión de la barandilla. Eso se alzó y tembló en medio de
sombras ilimitables y después se derramó en una corriente abominable sobre los
imbornales y envolvió sin un sonido la silueta agitada del desdichado. El pobre tonto
trató de apartarse. Gritó, hizo muecas espantosas, cayó sobre cubierta y trató de
arrastrarse con las manos. Manoteó la superficie pulida, resbaladiza, pero la cosa le
había enroscado los tentáculos en una pierna y tiraba de él lenta y horriblemente.
La cabeza golpeó contra los imbornales y una corriente bermeja, no más ancha
que un cable, bajó por la cubierta y formó un pequeño charco a los pies de Oscar. Una
ebookelo.com - Página 42
ventosa se afirmó contra la sien derecha y otra se metió bajo la camisa y empezó a
trabajar sobre el pecho desnudo. Traté de acercarme, pero Oscar me agarró el brazo
con fuerza, sin decirme porqué. El cuerpo se volvió blanco, viscoso, cambió ante
nuestros ojos. Y ni un solo hombre se adelantó para impedirlo. De pronto, mientras
mirábamos, el hombre muerto, cuyos ojos ya se habían helado, fue sacudido con
vigor contra los imbornales, una y otra vez.
Pero no pasaba a través de ellos. Pronto la cabeza fue llevada por los golpes a
parecerse a algo en lo que no queríamos pensar, y nos sentimos mortalmente
descompuestos. Pero mirábamos, con una extraña fascinación, incluso con algo más
que un pequeño resentimiento. Contemplábamos algo brutal y vivo hasta lo increíble,
y lo veíamos en un ejercicio sin límites de todas sus facultades. Allí, bajo una luna
amortajada, en la soledad fosforescente de aguas exóticas, veíamos la ley del hombre
ultrajada por algo mudo, deforme, blasfemo, y veíamos una diligente materia
nauseante, sin cerebro y autosuficiente, obedecer a una ley más antigua que el
hombre, más antigua que la moral. Era la vida absorbiendo otra vida, y haciéndolo
por la fuerza, sin conciencia, volviéndose más fuerte y triunfante al hacerlo.
Pero no podía hacer pasar el cuerpo a través de los imbornales. Tiró y tiró, y por
último lo soltó. El viento había amainado, y extrañamente cuando aquel ser se dejó ir
y cayó otra vez a la calma muerta del agua, oímos un salpicón ominoso. Nos
precipitamos hacia adelante y rodeamos el cadáver. Parecía nadar en un río de
gelatina blanca y lo arrojamos por sobre la borda. Pero Oscar repitió mecánicamente
algunas palabras del pequeño misal negro, que él imaginaba muy apropiadas. Me
puse de pie y miré hacia la oscura abertura del castillo de proa.
Hasta hoy no sé cómo hice pasar a los hombres por la oscura abertura. Pero lo
hice… con ayuda de Oscar. Puedo verlo recortado con la cabeza brillante contra un
desierto de estrellas sin voz. Puedo verlo sacudir los puños hacia los cobardes que se
escurrían sobre cubierta y vociferar órdenes. ¿O eran insultos? Sé que me adelanté y
lo ayudé, y sé que debo de haber usado mis puños, porque más tarde descubrí que
tenía los nudillos magullados y descoloridos, Oscar tuvo que vendarlos. Es curioso
cómo se ha esfumado Oscar de mi recuerdo, porque lo apreciaba mucho, a pesar de
sus modales extraños y sus amplios ojos hambrientos, y su orla de cabello amarillo.
Me ayudó a meter los hombres en el castillo de proa, y Boucke también. ¡Boucke,
con la cara perfectamente horrorizada y los labios temblorosos luchando contra una
defectuosa falta de articulación!
Los arreamos como ovejas, pero ovejas que se rebelan con frecuencia y son
difíciles de manejar. Pero los hicimos entrar, y después nos volvimos y miramos los
mástiles delgados, oscilando sin alma contra la regularidad sombría, sin vida del mar
y el cielo calmos, miramos las cuerdas que colgaban y las velas en bucles, y las largas
barandillas bañadas por la luz de la luna, y los imbornales enrojecidos. Oímos a
Boucke adentro, balbuceando como un idiota a los hombres. Entonces algo emitió un
temible sonido gorgoteante en el agua y oímos un fuerte ruido a chapuzón.
ebookelo.com - Página 43
—Se ha alzado otra vez —dijo Oscar, con voz desesperada.
II
Estaba sentado en mi cabina, leyendo un libro. Oscar me había vendado las manos y
partido, con la promesa de que nadie me molestaría. Me esforcé por seguir los
pequeños signos impresos en la página blanca que tenía ante mí, pero no convocaba
imágenes, no estimulaban ninguna respuesta. Las palabras no se formaban en mi
mente y no sabía si las frases estúpidas que trataba de entender integraban un ensayo
o un cuento. Ahora no puedo recordar ni siquiera el título del libro, aunque creo que
tenía que ver con embarcaciones y el mar, y naves abandonadas, y las trampas en las
que caen los navegantes con imaginación excesiva. Creía oír el agua lamiendo el
costado del barco y de vez en cuando un gran chapuzón.
Pero sabía que una parte de mi cerebro repudiaba con ardor ambos sonidos y me
aseguré a mí mismo que la excitación nerviosa bajo la que estaba era psíquica y
transitoria, y en ningún sentido física o debida a factores externos. Mis sentidos
habían sido atacados por el espanto y ahora sufría una reacción natural debida a la
conmoción; pero no me amenazaba ningún nuevo peligro.
Algo golpeó sobre la puerta. Me puse rápidamente de pie y no se me ocurrió en
ese momento que Oscar me había prometido que nadie me molestaría.
—¿Qué desea? —pregunté.
No hubo respuesta directa ni satisfactoria, sino un extraño ruido gorgoteante que
me llegó a través de la puerta, e imaginé que podía oír una rápida respiración. Un
miedo intenso, horrible se apoderó de mí.
Miré hacia la puerta blanco de horror. Se sacudía como las vergas bajo un viento
intenso. Se combó hacia adentro bajo un impacto aterrador.
Un golpe sordo siguió a otro, como si un cuerpo monstruoso se hubiese arrojado
hacia adelante sólo para retirarse y volver con renovado ímpetu. Ahogué el impulso
de gritar y abrí la boca y la cerré, y la abrí otra vez. Me adelanté corriendo para
asegurarme de que había pasado realmente el cerrojo a la puerta. Toqueteé el cerrojo,
casi acariciándolo, y después retrocedí hasta que mi espalda quedó contra una viga
opuesta.
La puerta se hinchó hacia adentro horriblemente, y un instante después hubo un
gran estruendo y la madera se astilló y se rompió y los goznes se doblaron. La puerta
cedió, cayó hacia adentro y fue alzada sobre el dorso de algo blanco y execrable.
Después la tabla fue lanzada con violencia contra la pared y la cosa que estaba bajo
ella rodó hacia adelante, con velocidad terrible y creciente. Era un brazo largo,
gelatinoso, un tentáculo amorfo con ventosas rosadas lo que se deslizaba hacia mí
sobre el piso pulido.
Permanecí con la espalda apretada contra la viga, sin otra cosa que mi respiración
ebookelo.com - Página 44
áspera, estertosa para mantener aquello a distancia. Pude ver que aquel brazo no me
temía, y que yo no podía hacer nada. Era largo y blanco y se deslizaba hacia mí.
¿Podré hacerle comprender? Y Oscar me había vendado la mano, que no eran más
que instrumentos débiles, torpes. Y aquella cosa estaba concentrada en su propósito y
no necesitaba ojos para guiarse a través del piso.
Un olor aromático, impío había entrado a la cabina junto con la cosa, y me
abrumó casi antes de que los tentáculos me aferraran. Me esforcé por arrancar los
pliegues grandes, repugnantes con las manos vendadas, pero mis dedos tullidos se
hundían en el tejido gelatinoso como en barro blando. Era tejido palpitante, vivo,
pero parecía no tener substancia y cedía horriblemente. ¡Cedía! Mis manos lo
atravesaban por completo, y sin embargo cuando se aferraba era elástico y podía
apretar su abrazo. Me estrangulaba. Sentí que no podía respirar. Me incliné y me
retorcí, pero se había enroscado alrededor de mí y me retenía, y no podía hacer nada.
Recuerdo que llamé a Oscar. Grité hasta quedarme ronco y después creo que fui
arrastrado cruelmente por el piso, a través de la puerta destrozada y escaleras arriba.
Recuerdo ahora cómo pegaba mi cabeza sobre los escalones mientras subíamos, yo y
la cosa, y creo que me sangraba el cuero cabelludo, y sé que perdí tres dientes. Recibí
golpes y sacudidas enormes de los ángulos de las escaleras, de los bordes de las
puertas y de las tablas duras y lisas de la cubierta.
La cosa me arrastró por la cubierta y recuerdo que vi la luna a través de pliegues y
más pliegues de gelatina obscenamente hinchada. Estaba bien enterrado en pliegues
adiposos, oscuros que se estremecían y se sacudían y palpitaban a la luz de la luna.
Ya no sentía ningún deseo de protestar o gritar, y la idea de Oscar y un posible
rescate no me llenaba de júbilo. Empecé a experimentar sensaciones de placer.
¿Cómo voy a describirlas? Una calidez particular pulsaba a través de mí; mis
miembros se estremecían con una expectativa extravagante. Vi a través de los
pliegues de gelatina animada una gran ventosa o disco bordeado de dientes plateados.
La vi bajar con rapidez a través de los pliegues. Se me afirmó en el pecho y una
repulsión momentánea me hizo arañar ridículamente los tejidos nauseantes que me
rodeaban. Había una especie de crueldad en la negativa de la materia débil que me
rodeaba a ofrecer alguna resistencia. Uno podía seguir así eternamente, arañando y
desgarrando los pliegues adiposos, y sintiéndolos ceder, y sin embargo saber que
nada resultaría de ello. Entre otras cosas, era imposible por completo afirmarme en
aquella materia, aferrarla entre las manos y apretarla. Simplemente se escurría de uno
y después volvía a precipitarse y solidificarse. Podía condensarse y dilatarse a
voluntad.
Mi sentimiento de horror y antipatía desapareció, y una nueva marea de
exaltación, de calidez, de vigor, subió en mí. Podría haber llorado o gritado de
éxtasis.
Sabía que en realidad el monstruo me estaba chupando la sangre a través de sus
ventosas torpes, convulsivas. Sabía que en un momento quedaría tan seco como un
ebookelo.com - Página 45
pescado asado, pero le daba la bienvenida a mi disolución inevitable. No hacía
esfuerzos por ocultar mi júbilo. Estaba francamente alegre, aunque me parecía injusto
que Oscar tuviera que explicarles a los hombres. ¡Pobre Oscar! Ataba los cabos
sueltos de las cosas, suavizaba las realidades vulgares y desagradables, hacía que los
hechos crudos, sin adornos fueran casi aceptables, casi románticos. Era un precioso
estoico y tenía una gloriosa confianza en sí mismo. Yo lo sabía y lo compadecía.
Recuerdo con claridad la última conversación que tuve con él. Oscar caminaba como
al descuido por los muelles, con las manos en los bolsillos y un cigarrillo entre los
dientes.
—Oscar —dije—. ¡En realidad no sufrí cuando esa cosa se apoderó de mí! En
serio, no sufrí. ¡Lo disfruté!
Frunció el entrecejo y se rascó la ridícula orla de pelo.
—¡Entonces lo salvé de usted mismo! —exclamó.
Le llameaban los ojos y vi que deseaba tumbarme de un golpe. Esa fue la última
vez que vi a Oscar. Después de eso desapareció en las sombras, pero habría sido más
sensato conservarlo a mi lado.
La gelatina que me rodeaba pareció aumentar de volumen. Debe de haber tenido
un metro de espesor alrededor de mi cabeza y estoy seguro de que veía la luna y los
topes oscilantes a través de un prisma de colores cambiantes. Olas azules y escarlatas
y purpúreas me pasaban ante los ojos, y un sabor a sal me entró en la boca. Por un
instante pensé, no sin cierto resentimiento y orgullo herido, que la cosa me había
absorbido realmente, que formaba parte de aquella masa estremecida, gelatinosa… ¡y
entonces vi a Oscar!
Lo vi erguirse sobre mi obscena cárcel con una antorcha encendida en la mano.
La antorcha, vista a través de los pliegues magnificantes de gelatina, era algo de una
belleza impecable. Las llamas se disparaban hacia afuera y parecían cubrir toda la
cubierta y perderse volando contra la oscuridad. El cordaje y las barandillas
luminosas parecían encendidas, y una serpiente roja y delirante se extendía paralela a
los imbornales. Veía a Oscar con nitidez, y vi la gran espiral de humo que brotaba de
la punta de las llamas, y vi los mástiles oscilantes, enrojecidos, y la siniestra abertura
negra del castillo de proa. La oscuridad parecía apartarse para dejar pasar a Oscar con
su antorcha y su estoicismo. Se hamacaba en la oscuridad sobre mí, aquel hombre
silencioso, quijotesco, y supe que podía confiarse en que pusiera fin a las cosas. No
tenía una idea clara de lo que haría él, pero supe que llegaría a un final brillante y
satisfactorio.
No me vi desilusionado, y cuando vi que Oscar se inclinaba y tocaba los pliegues
de gelatina con su gran antorcha llameante quise cantar o gritar. Los pliegues
temblaron y cambiaron de color. Un caleidoscopio enloquecedor de colores me pasó
ante los ojos: rojo llameante y amarillo y plata y verde y oro. La ventosa se me aflojó
sobre el pecho y disparó hacia arriba a través de los pliegues voluminosos. Un hedor
tremendo me asaltó las fosas nasales. El olor era insoportable: alcé los brazos y luché
ebookelo.com - Página 46
como un salvaje para alcanzar el aire y la luz y Oscar.
Entonces sentí el calor de la antorcha de Oscar sobre la mejilla y supe que
alrededor de mí el tejido caía y ardía haciéndose pedazos. Vi que se disolvía y lo sentí
escurrirse quemante por las rodillas y brazos y muslos. Cerré los labios con fuerza
para no tragar grandes cantidades del nauseante fluido, y volví la cara hacia cubierta
para protegerme los ojos de los fragmentos de tejido siseante. ¡La criatura estaba
siendo literalmente quemada viva y en el fondo de mi corazón la compadecía!
Cuando Oscar me ayudó por fin a tenerme en pie vi que lo que quedaba de la cosa
desaparecía por sobre la borda. Llevaba los brazos horriblemente calcinados y habían
desaparecido las ventosas, y por un momento vislumbré los extremos colgantes,
deshilachados y nudos rojizos y protuberancias sobresalientes. Después oímos un
chapuzón y un extraño sonido gorgoteante. Miramos la cubierta y vimos que estaba
cubierta de aceite verdoso, y aquí y allá grandes trozos sólidos de tejido quemado
flotaban en el horrible potaje. Oscar se inclinó y levantó uno de los fragmentos. Lo
dio vuelta cara arriba sobre la mano, para que le diera la luz de la luna. En su
extensión de quince centímetros contenía una ventosa de doce. Y la ventosa se abría y
se cerraba mientras la sostenía en la mano. Cayó de su mano como un peso de plomo
y saltó hacia el aire. La pateó fuera de la cubierta y me miró. Aparté los ojos hacia el
negro tope de la gavia.
ebookelo.com - Página 47
Los devoradores de espacio
ebookelo.com - Página 48
En una ocasión Lovecraft le dio permiso a Robert Bloch para que lo
destruyera en un relato, firmando incluso un acuerdo al efecto, que
probablemente podía presentarse ante un jurado. Escribió: «Por la presente
certifico que el caballero Robert Bloch, de Milwaukee, Winsconsin, etc. etc.,
tiene total autorización para retratar, asesinar, aniquilar, desintegrar,
transfigurar, metamorfosear o maltratar de cualquier otro modo al abajo
firmante en el cuento The Shambler from the Stars».
Mucho antes, en «Los devoradores de espacio», yo había hecho lo
mismo: llevar a cabo la desintegración total de HPL en modos más que
equivalentes, en términos cósmicos, a los cinco o seis medios mundanos que
él sugiere para eliminar a alguien en un plano meramente humano. Pero, a
diferencia de Bloch, no le notifiqué por adelantado mi intención.
Simplemente escribí el relato y se lo envié.
Se divirtió mucho y era evidente en cada línea de su muy benigna y
clemente respuesta de que se había reído al leerlo.
Siempre me ha asombrado un poco que unos cuantos aficionados a la
ciencia-ficción y la fantasía estuvieran indecisos acerca de si Lovecraft era o
no el personaje central de «Los devoradores de espacio» y me pidieran que
lo confirmara o lo negara, para aclarar sus dudas.
Por supuesto que lo era. Pero como es natural en ese relato me he tomado
algunas libertades con el retrato formal de HPL que aparecerá en mi futura
biografía del soñador de Providence. Tomada de modo clarividente, por así
decirlo, porque «Los devoradores de espacio» fue escrito acerca de Lovecraft
en una especie de «libertad poética». Pero los relámpagos de precognición
clarividente han dejado de asombrarme desde hace tiempo: he
experimentado tantos.
Algunos editores han decidido incluir este cuento, junto con «Los
sabuesos de Tíndalos», en las colecciones de los Mitos de Cthulhu y otros
han incluido sólo «Los sabuesos». Sin embargo ambos forman una parte
inextricable de los mitos, al menos en un sentido asociativo.
ebookelo.com - Página 49
*
ebookelo.com - Página 50
—No puedo lograrlo —dijo—. Tendría que inventar un lenguaje nuevo. Y sin
embargo puedo comprenderlo en un sentido emocional, intuitivo, si quieres. ¡Ojalá
pudiera expresarlo con una frase de algún modo: el extraño reptar de su espíritu
descarnado!
—¿Se trata de algún nuevo horror? —pregunté.
Sacudió la cabeza.
—Para mí no es nuevo. Lo he conocido y sentido durante años: un horror que está
completamente más allá de cualquier cosa que tu prosaico cerebro pueda concebir.
—Muchas gracias —dije.
—Todos los cerebros humanos son prosaicos —precisó—. No quería ofenderte.
Lo terrible y misterioso son los terrores sombríos que acechan detrás y por encima de
ellos. Nuestros cerebritos… ¿qué pueden saber sobre los seres detestables y
cósmicamente horrendos que vienen del espacio exterior y nos chupan hasta dejarnos
secos? A veces creo que habitan en nuestras cabezas, y que nuestros cerebros los
sienten, pero cuando ellos tienden tentáculos dañinos para arañar y absorbernos,
perdemos la razón por completo; ¿y de qué nos sirve entonces el cerebro?
—¡Pero no puedes creer honestamente en semejante insensatez! —exclamé.
—¡Por supuesto que no! —sacudió la cabeza y rió—. Sabes condenadamente bien
que tengo un escepticismo demasiado profundo como para creer en algo.
Simplemente he bosquejado las reacciones de un poeta ante el universo. Si un
hombre desea escribir relatos de fantasmas y comunicar una sensación de horror a sus
miserables e indignos lectores tiene que creer en todo… y en algo. Al decir algo me
refiero al horror que trasciende todo, que es más terrible e imposible que todo. Tiene
que creer que hay cosas del espacio exterior que pueden bajar y chuparnos hasta
dejarnos secos.
—Pero esta cosa del espacio exterior: ¿cómo puede él describirla si no conoce su
forma o tamaño o color?
—Es prácticamente imposible describirla. Es lo que he tratado de hacer… y
fracasé. Tal vez algún día… pero dudo de que pueda lograrse alguna vez. Aunque
nuestro artista puede insinuar, sugerir…
—¿Sugerir qué? —pregunté, un poco confundido.
—Sugerir un horror que sea ultraterreno por completo; que se haga sentir en
términos que no tengan equivalentes sobre esta tierra.
»Hay algo de prosaico —dijo—, incluso en los mejores cuentos clásicos de
misterio y terror. La vieja señora Radcliffe con sus bóvedas ocultas y fantasmas
sangrientos; Maturin con sus villanos alegóricos, faunescos, y sus llamas feroces
salidas de la boca del infierno; Edgar Poe con sus cadáveres cubiertos de coágulos de
sangre y sus gatos negros, sus corazones delatores y Valdemares en desintegración;
Hawthorne con su divertida preocupación por los problemas y horrores que surgen
del simple pecado humano (como si los pecados humanos tuvieran alguna
importancia para las cosas que nos chupan el cerebro), y los maestros modernos:
ebookelo.com - Página 51
Algernon Blackwood que nos invita a un festín de los altos dioses y nos muestra a
una anciana de labio leporino sentada ante una tablilla uija toqueteando cartas
manchadas o una aureola absurda de ectoplasma que emana de algún papanatas
clarividente; Bram Stoker con sus vampiros y lobizones, simples mitos
convencionales, últimos harapos del folklore medieval; Wells con sus espectros
seudocientíficos, hombres peces en el fondo del mar, damas en la luna; y los cientos
de idiotas que escriben sin cesar cuentos de fantasmas para las revistas: ¿en qué han
colaborado a la literatura de lo impío?
»¿Acaso no estamos hechos de carne y sangre? Es natural que sintamos repulsión
y nos horroricemos cuando nos muestran esa carne y esa sangre en estado de
corrupción y decadencia, con los gusanos pasando por encima y por debajo. Es
natural que un relato sobre un cadáver nos estremezca, nos llene de miedo y horror y
repugnancia. Cualquier tonto puede despertar esas emociones en nosotros: en realidad
Poe logró muy poco con sus damas Usher y sus Valdemares en licuefacción. Apeló a
emociones simples, naturales, comprensibles, y era inevitable que sus lectores
respondieran.
»¿Acaso no descendemos de bárbaros? ¿No habitamos una vez en bosques altos y
siniestros, a merced de animales que desgarran y destrozan? Es inevitable que
temblemos y nos encojamos cuando encontramos en la literatura oscuras sombras de
nuestro propio pasado. Arpías y vampiros y lobizones: ¿qué son sino
magnificaciones, distorsiones de las grandes aves y murciélagos y perros feroces que
acosaron y torturaron a nuestros antepasados? Es bastante fácil excitar el miedo por
tales medios. Es bastante fácil asustar a los hombres con las llamas de la boca del
infierno, porque éstas son ardientes y marchitan y queman la carne: ¿y quién no
comprende y teme un incendio? Golpes que matan, fuegos que arden, sombras que
horrorizan porque sus sustancias acechan malignas en los corredores negros de
nuestros recuerdos hereditarios: estoy harto de los escritores que nos aterrorizan con
fealdades tan patéticamente obvias y trilladas.
Una auténtica indignación llameaba en sus ojos.
—¿Y si hubiese un horror mayor? ¿Y si cosas malignas de algún otro universo
decidieran invadir el nuestro? ¿Y si no pudiésemos verlas? ¿Y si no pudiésemos
sentirlos? ¿Y si fuera de un color desconocido sobre la tierra, o más bien, de un
aspecto que no tuviese color?
»¿Y si tuvieran una forma desconocida sobre la tierra? ¿Y si tuvieran cuatro,
cinco, seis dimensiones? ¿Y si tuvieran cien dimensiones? ¿Y si no tuvieran la menor
dimensión y sin embargo existieran? ¿Qué podríamos hacer?
»¿No existirían para nosotros? Existirían para nosotros si nos proporcionaran
dolor. ¿Y si no fuera el dolor del calor o del frío o cualquiera de los dolores que
conocemos, sino un nuevo dolor? ¿Y si tocaran otra cosa además de nuestros nervios:
alcanzaran nuestros cerebros de un modo nuevo y terrible? ¿Y si se hicieran sentir por
medios nuevos y extraños y execrables? ¿Qué podríamos hacer? Tendríamos las
ebookelo.com - Página 52
manos atadas. Uno no puedo oponerse a lo que no puede verse ni sentirse. Uno no
puede oponerse a lo que tiene mil dimensiones. ¡Supongamos que se abrieran paso
hasta nosotros devorando el espacio!
Hablaba para sí con rapidez, en un frenesí.
—Sobre eso he tratado de escribir. Quería incluir en un relato la cosa reptante,
informe que nos chupa el cerebro. Quería hacer que mis lectores, idiotas absurdos e
indignos, sintieran y vieran esa cosa venida de otro universo, de más allá del espacio.
Podría sugerirla con facilidad, o insinuarla, cualquier tonto puede hacerlo, pero
querría describirla realmente. ¡Describir un color que no es un color! Una forma que
no tiene forma.
»Tal vez un matemático podría hacer algo levemente superior a sugerirla. Hay
curvas y ángulos extraños que un matemático inspirado podría vislumbrar vagamente
en un frenesí salvaje de cálculos. Es absurdo decir que los matemáticos no han
descubierto la cuarta dimensión. La han vislumbrado con frecuencia, se han acercado
a ella con frecuencia, la han aprehendido con frecuencia, pero son incapaces de
demostrarla. Conozco a un matemático que jura que una vez vio la sexta dimensión
en un vuelo salvaje hacia los cielos del cálculo diferencial.
»Por desgracia no soy matemático. Sólo soy un pobre tonto, un artista creador, y
la cosa del espacio exterior me elude por completo.
Alguien llamaba a la puerta con violencia. Crucé la habitación y retiré el cerrojo.
—¿Qué desea? —pregunté—. ¿Qué pasa?
—Lamento molestarte, Frank —dijo una voz familiar—, pero necesito hablar con
alguien.
Reconocí el rostro delgado, blanco de mi vecino más cercano, y me aparté de
inmediato.
—Adelante —dije—. Adelante, por favor. Howard y yo hemos estado discutiendo
sobre fantasmas y los seres que conjuramos no resultan compañía agradable. Tal vez
tú puedas hacer que se alejen, con argumentaciones.
Llamé fantasmas a los horrores de Howard porque no quería escandalizar al
hombre común que era mi vecino. Henry Wells era inmensamente grande y alto, y
cuando entró al cuarto arrastró una parte de la noche consigo.
Se hundió en un sofá y nos escrutó con ojos asustados. Howard había dejado el
relato que estaba leyendo, se quitó y frotó los anteojos, y frunció el entrecejo. Era
más o menos intolerante con mis visitantes bucólicos. Esperamos tal vez por un
minuto y después los tres hablamos al mismo tiempo.
—¡Qué noche horrible!
—Detestable, ¿verdad?
—Desastrosa.
Henry Wells frunció el entrecejo.
—Esta noche —dijo—, yo… yo me topé con un accidente extraño. Viajaba con
Hortensia por el bosque Mulligan…
ebookelo.com - Página 53
—¿Hortensia? —interrumpió Howard.
—Su caballo —expliqué con impaciencia—. Regresabas de Brewster, ¿verdad,
Henry?
—De Brewster, sí —contestó—. Pasaba entre los árboles observando cómo la
niebla entraba y salía de las orejas de Hortensia enroscándose, y oyendo cómo
resollaban y se lamentaban las sirenas de niebla en la bahía cuando algo me aterrizó
sobre la cabeza. «Lluvia», pensé. «Espero que no se mojen las provisiones.»
»Me di vuelta para asegurarme de que la manteca y la harina estaban cubiertas y
algo blando como una esponja se alzó del fondo del carro y me pegó en la cara. Lo
manoteé y lo agarré entre los dedos.
»En las manos parecía gelatina. Lo apreté y me bajó una humedad por las
muñecas. Tampoco estaba tan oscuro como para no verlo. Curioso cómo se puede ver
en una niebla: es como si la noche se hiciera más luminosa. No sé, tal vez tampoco
era la niebla. Los árboles parecían destacarse. Se los podía ver muy nítidos. Como
decía, miré aquello, ¿y a qué creen que se parecía? A un trozo de hígado crudo. O al
cerebro de un ternero. Pensándolo bien, se parecía más al cerebro de un ternero. Tenía
hendiduras, y el hígado no tiene hendiduras. Por lo general el hígado es liso como un
vidrio.
»Fue un momento espantoso para mí. “Hay alguien arriba de uno de esos
árboles”, pensé. “Algún vagabundo o loco o idiota que está comiendo hígado. Mi
carro lo asustó y lo dejó caer… dejó caer un pedazo. No puedo equivocarme. Cuando
salí de Brewster no llevaba hígado en el carro.”
»Alcé los ojos. Ustedes saben que los árboles del bosque Mulligan son muy altos.
En los días claros no se les puede ver la punta desde el camino. Y ya saben lo
retorcidos y muy malignos. Siempre me los imaginé con deseos de hacer el mal. Hay
algo de indecente en los árboles que crecen demasiado juntos y llegan a torcerse.
»Alcé los ojos. Al principio sólo vi los árboles altos, todos blancos y brillantes
por la niebla, y sobre ellos una neblina blanca y densa que ocultaba las estrellas del
cielo. Y después algo largo y blanco bajó corriendo con rapidez por el tronco de uno
de los árboles.
»Bajó con tanta rapidez por el árbol que no lo pude ver con nitidez. Y de todos
modos era tan delgado que no había mucho por ver. Pero era como un brazo. Era
como un brazo largo, blanco y muy flaco. Pero desde luego, no era un brazo. ¿Quién
oyó hablar de un brazo alto como un árbol? No sé qué me llevó a compararlo con un
brazo, porque en realidad no era más que una línea fina: como un alambre, una
cuerda. No estoy seguro para nada de haberlo visto. Tal vez lo imaginé. Ni siquiera
estoy seguro de que fuera del ancho de una cuerda. Pero tenía una mano. ¿O no?
Cuando pienso en eso me tambalea el cerebro. Entiendan: se movía tan rápido que no
lo pude ver con claridad.
»Pero tuve la impresión de que buscaba algo que se le había caído. Por un
momento la mano pareció desplegarse sobre el camino y después abandonó el árbol y
ebookelo.com - Página 54
se dirigió hacia el carro. Era como una enorme mano blanca que caminara sobre los
dedos unida a un brazo terriblemente largo que subía y subía hasta tocar la niebla, o
tal vez hasta tocar las estrellas del cielo.
»Grité y castigué a Hortensia con las riendas, pero el caballo no parecía necesitar
estímulo. Había arrancado antes de que yo pudiera tirar el hígado o el cerebro de
ternero al caminar. Corría tan veloz que casi dio vuelta el carro, pero yo no tiré de las
riendas. Prefería estar tirado en una zanja con la muñeca rota antes de que una mano
larga y blanca me sacara el aliento de la garganta.
»Casi habíamos salido del bosque y empezaba a respirar otra vez cuando el
cerebro se me enfrió. No puedo describir de otro modo lo que pasó. Mi cerebro se
puso frío como el hielo dentro de mi cabeza. Puedo asegurarles que estaba asustado.
»No imaginen que no podía pensar con claridad. Tenía conciencia de todo lo que
me rodeaba, pero mi cerebro estaba tan frío que grité de dolor. ¿Alguna vez
sostuvieron un trozo de hielo en la mano durante al menos dos o tres minutos? Ardía,
¿verdad? El hielo quema peor que el fuego. Bueno, mi cerebro se sentía como si
hubiese estado metido en hielo durante horas y horas. Tenía un horno dentro de la
cabeza, pero era un horno frío. Crepitaba con un frío rabioso.
»Tal vez tendría que sentirme agradecido de que el dolor no durase. Desapareció
en unos diez minutos y cuando llegué a casa no parecía haber empeorado por la
experiencia. Estoy seguro de que no pensé que estaba mal hasta que me miré en el
espejo. Entonces vi el agujero en mi cabeza.
Henry Wells se inclinó hacia adelante y se apartó el pelo de la sien derecha.
—Ésta es la herida —dijo—. ¿Qué les parece?
Se dio un golpecito con los dedos debajo de una pequeña abertura redonda que
tenía en el costado de la cabeza.
—Es como una herida de bala —precisó—. Pero no hubo sangre y se puede ver
hasta muy adentro. Parece dirigirse directamente al centro de la cabeza. Yo no tendría
que estar vivo.
Howard se había levantado y miraba a mi vecino con ojos llameantes.
—¿Por qué nos ha mentido? —gritó—. ¿Por qué nos ha contado esa historia
absurda? ¡Una mano larga, vamos! Usted estaba borracho, hombre, borracho… y sin
embargo logró hacer lo que yo he sudado sangre por conseguir. Si pudiese hacer que
mis idiotas lectores sintieran ese horror, conocerlo por un momento, ese horror que
usted describió en los bosques, estaría entre los inmortales, sería más grande que Poe,
más grande que Hawthorne, Y usted… un payaso torpe, un patán mentiroso…
Me puse en pie con una protesta furiosa.
—No miente —dije—. El hombre está loco de fiebre. Le han disparado… alguien
le ha disparado en la cabeza. ¡Míralo!
La ira de Howard se apagó y el fuego desapareció de sus ojos.
—Perdóname —dijo—. No puedes imaginar hasta qué punto he deseado capturar
ese horror definitivo, pasarlo al papel, y él lo consiguió con tal facilidad. Si me
ebookelo.com - Página 55
hubiese advertido que iba a describir algo semejante habría tomado notas. Pero como
es lógico no sabe que es un artista. Lo que logró fue un tour de force accidental; no
podría hacerlo otra vez, estoy seguro. Siento haberme salido de las casillas… pido
disculpas. ¿Quieren que vaya a buscar a un médico? Es una fea herida.
Mi vecino sacudió la cabeza.
—No necesito un médico —dijo—. He visto un médico. No hay una bala en mi
cabeza: ese agujero no fue hecho por una bala. Cuando el médico no pudo explicarlo
me reí de él. Odio a los médicos. Y no me caen bien los tontos que piensan que
acostumbro mentir. No me cae bien la gente que no quiere creerme cuando les digo
que vi aquella cosa larga, blanca escurriéndose hacia abajo por el árbol, clara como el
día.
Pero Howard examinaba la herida a pesar de la indignación de mi vecino.
—La hizo algo redondo y agudo —dijo—. Es curioso, pero la carne no está
desgarrada. Un cuchillo o una bala habría desgarrado la carne, habría dejado un borde
desparejo.
Asentí y me inclinaba a examinar la herida cuando Wells chilló y se tomó la
cabeza entre las manos.
—¡A-ah! —jadeó—. Ha vuelto: ese frío terrible, terrible.
Howard clavó los ojos en él.
—¡No espere que crea en semejante insensatez! —exclamó disgustado.
Pero Wells se agarraba la cabeza y bailaba por el cuarto en un delirio agónico.
—¡No puedo soportarlo! —chillaba—. Me está congelando el cerebro. No es
como el frío ordinario. No lo es. ¡Oh, Dios! No se parece a nada que haya sentido.
Muerde, abrasa, desgarra. Es como ácido.
Apoyé una mano sobre su hombro y traté de calmarlo, pero me apartó de un
empujón y corrió hacia la puerta.
—Tengo que salir de aquí —gritó—. La cosa necesita espacio. Mi cabeza no la
retendrá. Desea la noche… la vasta noche. Quiere chapalear en la noche.
Abrió la puerta y desapareció en la niebla. Howard se enjugó la frente con la
manga del saco y se hundió en una silla.
—Loco —murmuró—. Un trágico caso de insania. ¿Quién lo habría sospechado?
Lo que nos contó no era arte consciente en ningún sentido. No era más que una fuga
pesadillesca concebida por el cerebro de un lunático.
—Sí —dije—, ¿pero cómo explicas el agujero de su cabeza?
—¡Oh, eso! —Howard se encogió de hombros—. Es probable que siempre lo
haya tenido… algo de nacimiento, quizá.
—Tonterías —dije—. El hombre nunca tuvo antes un agujero en la cabeza.
Personalmente creo que le han disparado. Habría que hacer algo. Necesita atención
médica. Creo que telefonearé al doctor Smith.
—Interferir es inútil —dijo Howard—. Ese agujero no fue hecho por una bala. Te
aconsejo que te olvides de él hasta mañana. Su insania tal vez sea transitoria; puede
ebookelo.com - Página 56
desaparecer; y después nos maldecirá por interferir. ¡Meterse con lunáticos no vale la
pena! Si mañana sigue loco, si viene otra vez aquí y trata de ocasionar problemas,
puedes notificar a las autoridades indicadas. ¿Alguna vez actuó de modo extraño?
—No —dije—. Siempre fue muy cuerdo. Creo que seguiré tu consejo y esperaré.
Pero me gustaría poder explicar el agujero en la cabeza.
—Lo que contó me interesa más —dijo Howard—. Voy a escribirlo antes de que
lo olvide. Como es lógico no podré lograr el horror tan real como él lo hizo, pero tal
vez pueda capturar un poco de la extrañeza y el hechizo.
Destapó su lapicera fuente y empezó a cubrir una inofensiva hoja de papel con
curiosas frases enjoyadas: frases ultraterrenas. Yo sabía que en un momento el papel
se transformaría en algo impío. Sabía que relumbraría con una luz pagana; que luces
embrujadas parpadearían sobre él; sombras extrañas se harían cada vez más
profundas alrededor de él. Ideas extrañas y monstruosas fluirían en una corriente
continua desde su cerebro a la hoja blanca, lisa.
Me estremecí y cerré la puerta.
Durante varios minutos no hubo en el cuarto otro sonido que el rascar de la pluma
contra el papel. Durante varios minutos hubo silencio… y después comenzaron los
chillidos. ¿O eran gemidos?
Los oímos a través de la puerta cerrada, los oímos por encima de los lamentos de
las sirenas de niebla y el ruido de las olas en la playa Mulligan. Los oímos por
encima del millón de sonidos nocturnos que nos habían horrorizado y deprimido
mientras estábamos sentados y hablábamos en aquella casa solitaria y envuelta en
niebla. Los oímos con tanta nitidez que durante un momento creímos que llegaban
desde afuera, junto a la casa. Sólo cuando se repitieron una y otra vez —gemidos
prolongados, penetrantes— descubrimos en ellos una cualidad de lejanía. Lentamente
tomamos conciencia de que los gemidos venían de lejos, tal vez de un lugar tan
apartado como el bosque Mulligan.
—Un alma torturada —murmuró Howard—. Una pobre alma condenada en
garras del caos reptante.
Se puso en pie tambaleando. Le brillaban los ojos y respiraba con dificultad.
Lo agarré del hombro y lo sacudí.
—No tendrías que proyectarte en tus relatos de ese modo —exclamé—. Algún
pobre tipo está en apuros. No sé qué pasó. Tal vez zozobró un barco. Voy a ponerme
un impermeable y averiguar de qué se trata. Se me ocurre que tal vez nos necesiten.
—Tal vez nos necesiten —repitió Howard lentamente—. Tal vez nos necesiten,
realmente. Eso no quedará satisfecho con una sola víctima. ¡Piensa en el enorme viaje
a través del espacio, en la sed y los apetitos que tiene que haber sufrido! ¡Es ridículo
imaginar que se contentará con una sola víctima!
Entonces, bruscamente, algo cambió en él. La luz se fue de sus ojos y la voz
perdió su temblor. Se estremeció.
—Discúlpame —dijo—. Temo que pienses que estoy tan loco como el patán que
ebookelo.com - Página 57
nos visitó hace unos minutos. Pero no puedo dejar de identificarme con mis
personajes cuando escribo. He descrito algo muy maligno, y esos aullidos… bueno,
son exactamente como los aullidos que un hombre emitiría si… si…
—Comprendo —interrumpí—, pero ahora no tenemos tiempo de discutirlo. Allá
afuera hay un pobre hombre —señalé vagamente hacia la puerta— que está entre la
espada y la pared. Se debate contra algo… no sé qué. Tenemos que ayudarle.
—Por supuesto, por supuesto —concedió él y me siguió a la cocina.
Sin una palabra tomé un impermeable y se lo tendí. También le alcancé un
enorme sombrero de goma.
—Ponte esto, rápido —dije—. Ese hombre nos necesita desesperadamente.
Había bajado del estante mi propio impermeable y empujé los brazos dentro de
las mangas pegajosas. En un instante ambos nos abríamos camino a través de la
niebla.
La niebla era como un ser viviente. Sus largos dedos se tendían hacia arriba y nos
abofeteaban el rostro implacablemente. Se enroscaba alrededor de nuestros cuerpos y
ascendía en espirales grandes, grisáceas desde la cúspide de nuestras cabezas. Se
retiraba ante nosotros, y con la misma brusquedad se cerraba y nos envolvía.
Delante de nosotros se veían las luces difusas de unas pocas granjas solitarias.
Detrás de nosotros atronaba el mar y las sirenas de niebla emitían un ulular continuo,
lúgubre. Howard llevaba el cuello del impermeable alzado por encima de las orejas y
de su larga nariz goteaba humedad. Tenía una torva decisión en los ojos y la
mandíbula se veía firme.
Caminamos con dificultad durante varios minutos y sólo cuando nos acercamos al
bosque Mulligan habló.
—Si es necesario, entraremos al bosque —dijo.
Asentí.
—No hay razones para que no podamos entrar al bosque —dije—. No es un
bosque muy extenso.
—Uno puede salir con rapidez.
—Se puede salir con rapidez, ya lo creo. Dios mío, ¿oíste eso?
Los chillidos habían alcanzado una intensidad horrible.
—Está sufriendo —dijo Howard—. Está sufriendo de un modo terrible.
¿Supones… supones que es tu amigo?
Había expresado una pregunta que yo me planteaba desde un tiempo atrás.
—Es concebible —dije—. Pero si está tan loco tendremos que intervenir. Me
gustaría haber traído conmigo a algún vecino.
—¿Por qué demonios no lo hiciste? —gritó Howard—. Tal vez sean necesarios
doce hombres para manejarlo.
Miraba los altos árboles que se erguían ante nosotros y no creo que le dedicara a
Henry Wells ni un solo pensamiento.
—Ese es el bosque Mulligan —dije. Tragué saliva para impedir que el corazón se
ebookelo.com - Página 58
me subiera a la boca—. No es un bosque grande —agregué como un idiota.
—¡Oh, Dios mío! —de la niebla brotó una voz en los extremos del dolor
inexpresable—. Me están devorando el cerebro. ¡Oh, Dios mío!
Fue en ese instante que me asaltó el terror mortal de volverme tan loco como el
hombre de los bosques. Aferré el brazo de Howard.
—Regresemos —grité—. Regresemos ya mismo. Fuimos unos tontos en venir.
Aquí sólo hay locura y sufrimiento y tal vez la muerte.
—Puede ser —dijo Howard—, pero seguiremos.
Tenía el rostro ceniciento bajo el sombrero goteante y sus ojos eran finas hendijas
azules. Ante el desafío tremendo de su coraje me sentí avergonzado.
—Muy bien —dije con voz lúgubre—. Seguiremos.
Nos movimos lentamente entre los árboles. Se erguían sobre nosotros y la densa
niebla los distorsionaba y los fundía entre sí de tal modo que parecían adelantársenos.
La niebla colgaba en cintas desde las ramas retorcidas. ¿Cintas, dije? Más bien eran
serpientes de niebla: serpientes que se contorsionaban con lenguas venenosas y ojos
lascivos, malvados. A través de las nubes giratorias de niebla veíamos los troncos
escamosos, nudosos de los árboles, y cada tronco parecía el cuerpo retorcido de un
anciano maligno. Sólo el pequeño óvalo de luz de mi linterna eléctrica nos protegía
contra su malevolencia.
Nos movimos a través de grandes bancos de niebla y a cada instante los gritos
subían de volumen. Pronto captamos fragmentos de frases, alaridos histéricos que se
fundían en prolongados gemidos.
—Más frío y más frío y más frío… me están devorando el cerebro. ¡Más frío!
¡Ah-h-h!
Howard me aferró el brazo.
—Lo encontraremos —dijo—. Ahora no podemos volver.
Cuando lo encontramos estaba tendido de costado. Tenía las manos agarrando la
cabeza y el cuerpo doblado en dos, las rodillas tan levantadas que casi le tocaban el
pecho. Estaba en silencio. Nos inclinamos y lo sacudimos, pero no emitió ningún
sonido.
—¿Está muerto? —pregunté en voz estrangulada e histérica. Deseaba
desesperadamente darme vuelta y correr. Los árboles estaban muy cerca de nosotros.
—No sé —dijo Howard—. No sé. Espero que esté muerto.
Lo vi arrodillarse y deslizar una mano debajo de la camisa del pobre diablo. Por
un instante su rostro fue una máscara. Después se puso en pie con rapidez y sacudió
la cabeza.
—Está vivo —dijo—. Tenemos que conseguirle ropa seca cuanto antes.
Lo ayudé. Entre los dos alzamos del suelo la figura doblada y la transportamos
entre los árboles. Tropezamos dos veces y casi caímos, y las trepadoras nos
desgarraban la ropa. Las trepadoras eran manitas diabólicas que agarraban y
desgarraban guiadas por los grandes árboles. Sin una estrella que nos guiara, sin una
ebookelo.com - Página 59
luz fuera de la lamparita de bolsillo que empezaba a flaquear, forcejeábamos para
salir del bosque Mulligan.
El bordoneo no empezó hasta que hubimos abandonado el bosque. Al principio
apenas lo oímos, tan grave era, como el ronronear de motores gigantescos muy
hundidos en la tierra. Pero lentamente, mientras avanzábamos a los tumbos con
nuestra carga, creció tanto que no pudimos ignorarlo.
—¿Qué es eso? —murmuró Howard, y a través de los espectros neblinosos vi que
su rostro tenía un tinte verdoso.
—No sé —murmuré—. Es algo horrible. Nunca oí algo igual. ¿No puedes
caminar más rápido?
Hasta entonces nos habíamos debatido contra horrores familiares, pero el
bordoneo y el zumbido que crecía tras nosotros era algo que yo nunca había oído
sobre la tierra. Con un miedo agudísimo, chillé en voz alta:
—¡Más rápido, Howard, más rápido! ¡Por el amor de Dios, salgamos de aquí!
Mientras yo hablaba, el cuerpo que transportábamos se retorció y de sus labios
agrietados surgió un torrente de insensateces:
—Caminaba entre los árboles y miraba hacia arriba. No podía verles las puntas.
Miraba hacia arriba, y entonces de pronto miré hacia abajo y la cosa aterrizó sobre
mis hombros. Era toda patas… toda patas largas, hormigueantes. Entró directamente
a mi cerebro. Yo quería apartarme de los árboles, pero no podía. Estaba solo en el
bosque con la cosa sobre la espalda, dentro de mi cabeza, y cuando traté de correr, los
árboles me hicieron zancadillas. Eso me hizo un agujero para poder entrar. Es mi
cerebro lo que quiere. Hoy hizo un agujero, y ahora se ha arrastrado al interior y está
chupando y chupando y chupando. Es frío como el hielo y hace el ruido de un enorme
moscardón. Pero no es un moscardón. Y no es una mano. Me equivoqué cuando lo
llamé una mano. No se lo puede ver. Yo no lo habría visto ni sentido si no me hubiese
hecho un agujero y entrado. Ustedes casi pueden verlo, casi lo sienten, y eso significa
que se apronta para entrar.
—¿Puede caminar, Wells? ¿Puede caminar?
Howard había dejado caer las piernas de Wells y pude oír el áspero sonido del
aire al entrarle en los pulmones mientras se esforzaba por quitarse el impermeable.
—Creo que sí —sollozó Wells—. Pero no importa. Ahora me atrapó. Bájenme y
sálvense ustedes.
—¡Tenemos que correr! —aullé.
—Es nuestra única oportunidad —gritó Howard—. Wells, usted síganos. Síganos,
¿entiende? Le quemarán el cerebro si lo atrapan. Vamos a correr, amigo. ¡Síganos!
Se perdió en la niebla. Wells se sacudió y lo siguió con chillidos roncos. Saboreé
un horror más terrible que la muerte. El ruido tenía una intensidad espantosa; entraba
directo a mis oídos, y sin embargo durante un momento no pude moverme. Clavé los
ojos en el blanco muro de niebla y farfullé.
—¡Dios! ¡Frank se perderá! —era la voz de Wells, mi pobre, perdido amigo.
ebookelo.com - Página 60
—¡Regresemos! —ahora el que gritaba era Howard—. Significa la muerte, o algo
peor, pero no podemos abandonarlo.
—Sigan —grité—. No me atraparán. ¡Sálvense ustedes!
En mi ansiedad por impedir que se sacrificaran me zambullí locamente hacia
adelante. En un instante me había unido a Howard y estaba agarrándolo del brazo.
—¿Qué es? —exclamé—. ¿A qué debemos temer?
Ahora el bordoneo nos rodeaba, pero no era más intenso.
—¡Ven rápido o estaremos perdidos! —me urgió frenético—. Han quebrado todas
las barreras. Ese zumbido es una advertencia. Somos sensitivos: nos han advertido,
pero si aumenta estaremos perdidos. Son fuertes cerca del bosque Mulligan y es aquí
donde se hacen sentir. Ahora están experimentando: tanteando el camino. Más tarde,
cuando aprendan, se diseminarán. Ojalá podamos llegar a la granja…
—¡Llegaremos a la granja! —grité alentador mientras me abría paso arañando la
niebla.
—¡El cielo nos asista si no lo hacemos! —gimió Howard.
Se había quitado el impermeable y la camisa empapada se le adhería al cuerpo
delgado trágicamente. Se movía en la oscuridad con zancadas largas, furibundas.
Muy adelante oíamos los chillidos maníacos de Henry Wells. Sin cesar gemían las
sirenas de niebla; sin cesar la niebla giraba y se arremolinaba alrededor de nosotros.
Y el bordoneo proseguía. Parecía increíble que pudiésemos encontrar alguna vez
el camino a la granja en la oscuridad. Pero lo encontramos, y entramos tropezando
con gritos de alegría.
—¡Cierra la puerta! —gritó Howard.
Cerré la puerta.
—Creo que aquí estamos seguros —dijo—. Aún no han llegado a la granja.
—¿Qué le pasó a Wells? —jadeé, y entonces vi las huellas húmedas que llevaban
a la cocina.
Howard también las vio. Hubo en sus ojos un relámpago de transitorio alivio.
—Me alegro de que esté a salvo —murmuró—. Temía por él.
Entonces se le ensombreció la cara. La cocina estaba sin luz y ningún sonido
provenía de ella.
Sin una palabra Howard cruzó la habitación y entró en la oscuridad. Me hundí en
una silla, me quité la humedad de los ojos y me aparté el cabello, que había caído en
mechones empapados sobre mi rostro. Por un momento permanecí sentado,
respirando con dificultad, y cuando la puerta crujió, me estremecí. Pero recordaba las
palabras tranquilizadoras de Howard: «Aún no han llegado a la granja. Aquí estamos
seguros».
Por algún motivo, confiaba en Howard. Me daba cuenta de que nos amenazaba un
terror nuevo y desconocido, y que de algún modo secreto él había comprendido sus
limitaciones.
Confieso sin embargo que cuando oí los gritos que venían de la cocina, mi fe en
ebookelo.com - Página 61
mi amigo se vio levemente sacudida. Llegaban gruñidos bajos, que no podía creerse
que surgieran de una garganta humana, y la voz de Howard se alzó en una
reconvención salvaje.
—¡Le digo que me suelte! ¿Está usted loco? ¡Hombre, hombre, nosotros lo
salvamos! Le digo que no lo haga… suélteme la pierna. ¡Ah-h!
Cuando Howard se tambaleó dentro del cuarto salté hacia él y lo tomé en mis
brazos. Estaba cubierto de sangre de la cabeza a los pies y tenía el rostro ceniciento.
—Se ha vuelto loco furioso —gimió—. Estaba corriendo en cuatro patas como un
perro. Saltó hacia mí y casi me mató. Conseguí apartarlo, pero me mordió mucho. Lo
golpeé en la cara… lo dejé inconsciente. Tal vez lo haya matado. Es un animal… tuve
que protegerme.
Tendí a Howard sobre el sofá y me arrodillé junto a él, pero desdeñó mi ayuda.
—¡No te ocupes de mí! —ordenó—. Consigue una cuerda, rápido, y átalo. Si
vuelve en sí tendremos que luchar por nuestras vidas.
Lo que siguió fue una pesadilla. Recuerdo vagamente que me dirigí a la cocina
con una cuerda y até al pobre Wells a una silla; después lavé y vendé las heridas de
Howard, y encendí un fuego en el hogar. Recuerdo que también telefoneé a un
médico. Pero los incidentes se confunden en mi memoria y no recuerdo nada con
claridad hasta la llegada de un hombre alto, grave, de ojos amables y simpáticos y
una presencia tan tranquilizadora como un derivado del opio.
Examinó a Howard, asintió y explicó que las heridas no eran importantes.
Examinó a Wells, y no asintió. Explicó con lentitud que Wells estaba
desesperadamente enfermo.
—Fiebre cerebral —dijo—. Será necesaria una operación inmediata. Le digo con
franqueza, no creo que lo salvemos.
—Esa herida en la cabeza, doctor —dije—. ¿Fue hecha por una bala?
El médico frunció el entrecejo.
—Me preocupa —dijo—. Fue hecha por una bala, desde luego, pero tendría que
haberse cerrado en parte. Le llega al cerebro. Usted dice que no sabe nada al respecto.
Le creo, pero me parece que habría que notificar a las autoridades de inmediato.
Buscarán a alguien por homicidio, a menos… —hizo una pausa—… a menos que la
herida se la haya hecho él mismo. Lo que usted me cuenta es curioso. Que haya sido
capaz de caminar durante horas parece increíble. Es obvio que han limpiado la herida.
No hay ningún rastro de sangre coagulada.
Se paseaba con pasos lentos de aquí para allá.
—Tenemos que operar aquí… en seguida. Hay una leve posibilidad. Por suerte,
traje los instrumentos. Tenemos que despejar esta mesa y… ¿piensa que podrá
sostenerme una lámpara?
Asentí.
—Lo intentaré —dije.
—¡Bien!
ebookelo.com - Página 62
El médico se ocupó de los preparativos mientras yo debatía si debía telefonear o
no a la policía.
—Estoy convencido —dije por fin— de que la herida se la produjo él mismo.
Wells actuaba de modo muy extraño. Si usted está de acuerdo, doctor…
—¿Sí?
—Guardaremos silencio sobre el asunto hasta después de la operación. Si Wells
vive, no habrá necesidad de enredar al pobre hombre en una investigación policial.
El médico asintió.
—Muy bien —dijo—. Operaremos primero y decidiremos después.
Howard se reía en silencio desde su sillón.
—La policía —sonrió con desprecio—. ¿De qué servirá contra los seres del
bosque Mulligan?
Había un matiz tan irónico y ominoso en su alegría que me perturbó. Los horrores
que habíamos conocido en la niebla parecían absurdos e imposibles ante la presencia
fría, científica del doctor Smith, y no quería que me los recordaran.
El médico apartó los ojos de los instrumentos y me susurró al oído:
—Su amigo tiene un poco de fiebre y al parecer eso lo hace delirar. Si me trae un
vaso de agua le prepararé un somnífero.
Me apuré a conseguir un vaso y en un momento tuvimos a Howard durmiendo
profundamente.
—Y ahora a lo nuestro —dijo el médico mientras me tendía la lámpara—. Tiene
que sostenerla con firmeza y moverla según yo le indique.
La forma blanca, inconsciente de Henry Wells estaba tendida sobre la mesa que el
médico y yo habíamos despejado, y me estremecí entero cuando pensé en lo que me
esperaba.
Me vería obligado a quedarme de pie y mirar el cerebro vivo de mi pobre amigo
mientras el médico lo dejaba al descubierto implacablemente. Me vería obligado a
quedarme de pie y contemplar cómo el médico cortaba y hurgaba, y tal vez tendría
que presenciar cosas inmencionables.
El médico administró un anestésico con dedos rápidos y experimentados. Me
sentí oprimido por la terrible sensación de que estábamos cometiendo un crimen, de
que Henry Wells lo habría desaprobado con violencia, de que habría preferido morir.
Es espantoso mutilar el cerebro de un hombre. Sin embargo sabía que la conducta del
médico era irreprochable y que la ética de su profesión exigía que operase.
—Estamos preparados —dijo el doctor Smith—. Baje un poco más la lámpara.
¡Con cuidado ahora!
Vi que el cuchillo se movía en sus dedos veloces, competentes. Por un instante
miré, y después aparté la cabeza. Lo que había visto en ese breve vistazo hizo que me
sintiera enfermo, desfalleciente. Puede haber sido una ocurrencia, pero mientras
miraba histéricamente a la pared tuve la impresión de que el médico estaba al borde
del colapso. No emitía ningún sonido, pero yo estaba casi seguro de que había
ebookelo.com - Página 63
descubierto algo horrible, execrable.
—Baje más la lámpara —dijo. La voz era ronca y parecía venir del fondo de su
garganta.
Su voz me horrorizó tanto que fui culpable de una gran falla. Bajé la lámpara un
par de centímetros sin dar vuelta la cabeza. Esperé que él me increpara, me insultara
quizá, pero estaba tan silencioso como el hombre de la mesa. Yo sabía, sin embargo,
que sus dedos seguían trabajando, porque podía oír cómo se movían. Podía oír los
dedos rápidos, hábiles moviéndose alrededor de la cabeza de Henry Wells.
De pronto tomé conciencia de que mi mano temblaba. Quería soltar la lámpara;
sentía que ya no podía sostenerla.
—¿Está por terminar? —jadeé desesperado.
—¡Mantenga firme esa lámpara! —El médico vociferó la orden—. Si mueve otra
vez esa lámpara… yo… yo no lo coseré. Me iré de este cuarto y dejaré que su
obsceno cerebro se pudra. ¡No importa que me cuelguen! ¡No soy un curador de
demonios!
Yo no sabía qué hacer. Apenas podía sostener la lámpara y la amenaza del médico
me aterraba. Le rogué desesperado:
—Haga todo lo que pueda —urgí, histérico—. Dele una oportunidad de
recobrarse. ¡Era un hombre bueno y amable… en otros tiempos!
Por un instante hubo silencio y temí que no me hiciera caso. Por un momento
esperé que arrojara el escalpelo y la esponja, y se abalanzara a través del cuarto y
saliera a la niebla. Sólo cuando oí los dedos moverse otra vez supe que había
decidido darle al condenado una oportunidad.
Había pasado la medianoche cuando el médico me dijo que podía soltar la
lámpara. Me di vuelta con una exclamación de alivio y me encontré con una cara que
no olvidaré jamás. En tres cuartos de hora el médico había envejecido diez años.
Tenía cavernas purpúreas bajo los ojos y la boca se le retorcía convulsiva. Había
arrugas en su alta frente amarillenta que yo no le había visto antes, y cuando habló, su
voz era quebradiza y débil.
—No vivirá —dijo—. Morirá en una hora. No le toqué el cerebro. No pude hacer
nada. Cuando vi… cómo eran las cosas… yo… lo cosí de inmediato.
—¿Qué vio? —susurré apenas.
Una mirada de miedo inexpresable apareció en los ojos del médico.
—Vi… vi… —la voz se quebró y le tembló todo el cuerpo—. Vi… ¡oh, es una
vergüenza insoportable! Porque he visto un… lo que un hombre no debería
contemplar… llevo en mí la marca de la bestia. Estoy contaminado para siempre.
Estoy sucio. No puedo quedarme en esta casa. Tengo que irme de inmediato.
Perdió el control y se cubrió la cara con las manos. Grandes sollozos sacudían su
cuerpo.
—Sucio —gemía—. El horror antiguo, espantoso que el hombre ha olvidado…
algo horrible de contemplar. Una maldad sin forma; la maldad informe.
ebookelo.com - Página 64
De pronto alzó la cabeza y miró enloquecido a su alrededor.
—¡Vendrán aquí a reclamarlo! —chilló—. Han dejado su marca sobre él y
vendrán a buscarlo. No tienen que quedarse aquí. ¡Está casa está señalada para la
destrucción!
Lo contemplé impotente mientras tomaba su sombrero y el maletín y se dirigía a
la puerta. Abrió el cerrojo con dedos blancos, estremecidos y en un instante su silueta
delgada se recortó contra un cuadrado de vapor arremolinado.
—¡Recuerde que se lo advertí! —gritó; y luego la niebla lo tragó.
Howard se estaba incorporando y frotándose los ojos.
—¡Un truco maligno, el que me jugaron! —murmuraba—. ¡Drogarme con
deliberación! Si hubiese sabido que el vaso de agua…
—¿Cómo te sientes? —le pregunté mientras lo sacudía con violencia tomándolo
de los hombros—. ¿Te parece que puedes caminar?
—¡Me drogas, y después me pides que camine! Frank, eres tan poco razonable
como un artista. ¿Qué pasa ahora?
Señalé la silueta silenciosa de la mesa.
—El bosque Mulligan es más seguro —dije—. ¡Ahora él les pertenece!
Howard se levantó de un salto y me sacudió del brazo.
—¿Qué quieres decir? —exclamó—. ¿Cómo lo sabes?
—El médico le vio el cerebro —expliqué—. Y además vio algo que no quiso…
que no pudo describir. Pero me dijo que vendrían por él, y le creo.
—¡Tenemos que irnos de aquí en seguida! —gritó Howard—. El doctor tenía
razón. Nos encontramos en peligro mortal. Incluso el bosque Mulligan… pero no
necesitamos regresar al bosque. ¡Está nuestra lancha!
—¡Está la lancha! —repetí como un eco, con una débil esperanza en mi mente.
—La niebla será una amenaza mortífera —dijo Howard torvamente—. Pero
incluso la muerte en el mar es preferible a este horror.
La casa no estaba lejos del muelle y en menos de un minuto Howard estaba
sentado en la popa de la lancha y yo me esforzaba furibundo con el motor. Las sirenas
de niebla seguían gimiendo, pero en el puerto no se veía ninguna luz. No podíamos
ver a más de medio metro de nuestras caras. Los espectros blancos de la niebla
apenas se veían en la oscuridad, pero más allá de ellos se extendía la noche sin fin,
sin luz y llena de terror.
Howard estaba hablando.
—Por algún motivo siento que allá afuera está la muerte —dijo.
—Aquí hay algo superior a la muerte —dije mientras tiraba de la cuerda del
motor—. Creo que podemos evitar las rocas. Hay muy poco viento y conozco el
puerto.
—Y como es lógico tendremos las sirenas de niebla para guiarnos —murmuró
Howard—. Creo que será mejor que nos dirijamos a mar abierto.
Yo estaba de acuerdo.
ebookelo.com - Página 65
—La lancha no sobreviviría a una tormenta —dije—, pero no deseo permanecer
en el puerto. Si llegamos al mar es probable que nos recoja algún barco. Permanecer
donde ellos puedan alcanzarnos sería una locura completa.
—¿Cómo sabes hasta dónde pueden llegar? —gruñó Howard—. ¿Qué son las
distancias terrestres para seres que han viajado a través del espacio? Infestarán la
tierra. Nos destruirán por completo.
—Discutiremos eso más tarde —exclamé mientras el motor arrancaba con un
rugido—. Vamos a alejarnos de ellos todo lo que podamos. ¡Quizás aún no han
aprendido! Mientras les queden limitaciones puede ser que escapemos.
Nos movimos lentamente en el canal, y el sonido del agua lamiendo los flancos
de la lancha nos tranquilizó extrañamente. Por una sugerencia mía Howard había
tomado la rueda del timón y la hacía girar lentamente.
—Mantenla firme —le grité—. ¡No hay ningún peligro hasta que lleguemos a los
Estrechos!
Quedé agachado sobre el motor durante varios minutos mientras Howard
timoneaba en silencio. Después, bruscamente, se volvió hacia mí con un gesto de
júbilo.
—Creo que la niebla se está alzando —dijo.
Miré hacia la oscuridad que estaba ante mí. Ciertamente parecía menos opresiva y
las espirales blancas de niebla que habían subido sin cesar a través de ella se
desvanecían en manojos sustanciales.
—Haz que siga en línea recta —grité—. Tenemos suerte. Si la niebla despeja
podremos ver los Estrechos. Préstale atención al Faro Mulligan.
—Deja que me encargue yo del timón —grité mientras me adelantaba con rapidez
—. Este es un pasaje difícil, pero lo pasaremos con éxito.
En nuestro júbilo y excitación casi olvidamos el horror que habíamos dejado
atrás. Yo estaba de pie ante el timón y sonreía confiado mientras corríamos sobre el
agua oscura. Las rocas se acercaron con rapidez hasta que su enorme masa se irguió
sobre nosotros.
—¡Ya lo creo que pasaremos! —exclamé.
Pero Howard no me contestó. Lo oí atragantarse y jadear.
—¿Qué pasa? —pregunté de pronto, y al darme vuelta, vi que estaba agachado
sobre el motor, aterrado. Me daba la espalda, pero supe por instinto en qué dirección
miraba.
La costa difusa que habíamos abandonado brillaba como un crepúsculo llameante.
El bosque Mulligan ardía. Grandes llamas se disparaban desde los árboles más altos y
una densa cortina de humo negro rodaba lenta hacia el este, apagando las pocas luces
restantes del puerto.
Pero no fueron las llamas las que me hicieron gritar en un frenesí de miedo y
horror. Fue la forma que se erguía sobre los árboles, la forma enorme, imprecisa que
se movía lentamente de un lado a otro en el cielo.
ebookelo.com - Página 66
Dios sabe que traté de creer que no veía nada. Traté de creer que la forma no era
más que una sombra proyectada por las llamas. Hasta traté de reír, y recuerdo que le
palmeé el brazo a Howard, tranquilizador.
—El bosque quedará destruido por completo —exclamé—. Sé que no escaparán.
Morirán todos.
Pero cuando Howard se dio vuelta en su miedo y gritó, supe que la cosa difusa,
informe que se erguía sobre los árboles era más que una sombra.
—¡Si la vemos con claridad estamos perdidos! —chilló—. ¡Ruega que siga sin
tener una forma!
—¡No veo nada! —gruñí—. Hay oscuridad por encima de los árboles.
—No tiene forma —balbuceó Howard—. No tendríamos que… ¡no debemos
verla! Son nuestros pequeños cerebros los que le dan una forma. Cuando penetra en
nuestros cerebros se reviste de una forma. Si penetra en nuestros cerebros estamos
perdidos.
—¡Los bosques arden! —grité—. No hay nada encima de los árboles. Todo es
negrura y vacío encima de ellos.
Pero incluso mientras miraba la forma con repugnancia, con furiosa incredulidad,
se hizo más nítida. Sobre los árboles ardientes se cernía espantosa, y poco a poco
tomé conciencia de que tenía alas.
—¡Es como un murciélago! —gruñí—. Es un gran murciélago con alas amarillas
que cavila sobre el fuego.
—¡Es un murciélago! —sollozó Howard—. ¡Es oscuro y muy grande y casi sin
forma, pero es un murciélago!
—¡No, no! —chillé—. No es un murciélago. No vemos nada. Hay una gran forma
incierta que se mueve de un lado a otro sobre los árboles, pero no es un murciélago.
Howard enterró la cabeza en sus manos y sollozó en voz alta, en una agonía de
miedo.
—Nuestros cerebros se enfriarán —gimió—. Entrarán y nos chuparán nuestro
cerebro.
—¡Oh, eso no! —exclamé—. Antes moriré. Me arrojaré al agua. Ese terror es
más terrible que ahogarse.
Estábamos temblando en la oscuridad, una presa para el horror más espantoso. La
forma del bosque Mulligan se iba haciendo poco a poco más nítida y no se me ocurría
nada que pudiese salvarnos. Y entonces, de pronto, recordé que había algo que tal vez
nos salvase.
«Es más antiguo que el mundo», pensé, «más antiguo que toda religión. Antes del
alba de la civilización los hombres se arrodillaban para adorarlo. Está presente en
todas las mitologías. Es el símbolo primigenio. Tal vez, en el difuso pasado, hace
miles y miles de años, fue empleado para… rechazar a los invasores. Lo usaré de ese
modo. Combatiré a la forma con un misterio alto y terrible.»
De pronto me invadió una curiosa calma, sabía que apenas tenía un minuto para
ebookelo.com - Página 67
actuar, que lo amenazado era algo más que nuestras vidas, pero no temblé. Busqué
con calma bajo el motor y extraje cierta cantidad de estopa.
—Howard —dije—, quiero que me enciendas un fósforo. Es nuestra única
esperanza. Tienes que encender un fósforo de inmediato.
Durante lo que parecieron eternidades Howard me miró sin comprender. Después
la noche resonó con su risa.
—¡Un fósforo! —chilló—. ¡Un fósforo para calentar nuestros pequeños cerebros!
Sí, necesitaremos un fósforo.
—¡Confía en mí! —supliqué—. Debes hacerlo… es nuestra única esperanza.
Enciende un fósforo, rápido.
—¡No comprendo! —ahora Howard estaba sobrio, pero la voz le temblaba
histérica.
—He pensado en algo que puede salvarnos —dije—. Por favor, enciéndeme esta
estopa.
Asintió lentamente. Yo no le había dicho nada, pero sabía que había adivinado
qué pretendía hacer yo. Su penetración era con frecuencia sobrenatural. Extrajo con
dedos torpes un fósforo y lo encendió.
—Sé valiente —dijo—. Muéstrales que no tienes miedo. Haz la señal con valor.
Cuando la estopa prendió, la forma que estaba sobre los árboles se recortaba con
espantosa nitidez.
—No hay nada allí —grité—. No vemos nada. Estamos protegidos. Somos
invencibles.
Alcé la estopa en llamas y la pasé con rapidez ante mi cuerpo en una línea recta
desde mi hombro izquierdo hasta el derecho. Después la alcé hasta mi frente y la bajé
hasta mis rodillas.
En un instante Howard me había arrebatado la tea y repetía la señal. Hizo dos
cruces, una contra su cuerpo y la otra contra la oscuridad con la antorcha a un brazo
de distancia.
—Sanctus… sanctus… sanctus… —murmuró.
Cerré los ojos por un instante, pero aún podía ver la forma sobre los árboles.
Después dejó lentamente de parecerse a un murciélago, su forma se hizo menos
nítida, se volvió vasta y caótica… y cuando abrí los ojos había desaparecido. No vi
más que el bosque incendiado y las sombras proyectadas por los altos árboles.
El horror había pasado, pero no me moví. Me quedé como una imagen de piedra
mirando por encima del agua negra. Después algo pareció estallar en mi cabeza. Mi
cerebro giró hasta el vértigo, y me tambaleé contra la barandilla.
Habría caído, pero Howard, me agarró de los hombros.
—¡Estamos salvados! —gritó—. Ganamos de una vez por todas.
—Me alegro —dije. Pero estaba tan completamente exhausto que no me regocijé
realmente. Mis piernas cedieron y dejé caer la cabeza hacia adelante. Todas las
imágenes y los sonidos de la tierra fueran tragados por una piadosa oscuridad.
ebookelo.com - Página 68
II
ebookelo.com - Página 69
O tal vez simplemente jugaba con ellos. ¿El cadáver ennegrecido, acribillado del
bosque Mulligan? Era el cuerpo de la primera víctima, algún pobre tonto que se
perdió entre los altos árboles. Tengo la sospecha de que los árboles ayudaban. Creo
que el horror los dotó de una vida extraña. En todo caso, el pobre hombre perdió el
cerebro. El horror lo tomó, y jugó con él, y después lo dejó caer por accidente. Cayó
sobre la cabeza de Wells. Wells dijo que el brazo largo, delgado y muy blanco que vio
estaba buscando algo que había caído. Desde luego, Wells no vio el brazo realmente,
objetivamente, pero el horror que no tiene forma ni color ya había entrado en su
cerebro y se revestía con el pensamiento humano.
»En cuanto al bordoneo que oímos y la forma que creímos ver encima del bosque
en llamas: era el horror que trataba de hacerse sentir, que trataba de romper las
barreras, que trataba de penetrar en nuestros cerebros y revestirse con nuestros
pensamientos. Casi nos atrapó. Si hubiésemos visto la forma con la misma nitidez
con que Wells vio el brazo blanco, habríamos estado perdidos.
Howard caminó hasta la ventana. Apartó las cortinas y miró un instante el muelle
atestado y los edificios colosales que se erguían contra la luna. Contemplaba la
silueta de Manhattan. Directamente bajo él se destacaban los acantilados de Brooklyn
Heights.
—¿Por qué no invadieron? —exclamó—. Podrían haberla destruido por
completo. Podrían haberla borrado de la faz de la tierra: toda su riqueza y su poder
increíbles habrían caído ante ellos. Los grandes edificios se habrían desmoronado al
mar y millones de cerebros habrían alimentado su codicia… su codicia terrible,
ultraterrena.
Me estremecí.
—¿Pero por qué no se difundió el horror? —exclamé.
Howard se encogió de hombros.
—No sé. Tal vez descubrieron que los cerebros humanos eran demasiado triviales
y absurdos como para molestarse. Tal vez dejamos de entretenerlos. Tal vez se
cansaron de nosotros. Pero es concebible que el signo los destruyera… o los enviara
de regreso a través del espacio. Creo que ya vinieron una vez, antes. Creo que
vinieron hace millones de años, y fueron asustados y alejados por el signo. Cuando
descubrieron que no habíamos olvidado el empleo del signo tienen que haber huido
aterrorizados. Lo cierto es que no hubo manifestaciones durante tres semanas. Creo
que se han ido.
—¡Entonces he salvado el mundo! —grité exaltado.
—Puede ser —me dirigió una mirada de censura—. Creo que puedo perdonártelo
—dijo—, pero no es nada de lo que haya de alegrarse.
—¿Y Henry Wells? —pregunté.
—Bueno, no encontraron su cuerpo. Imagino que vinieron a buscarlo.
—Y piensas en serio poner esta… esta obscenidad definitiva en un relato. ¡Oh,
Dios mío! Todo es tan increíble, tan insólito, que no puedo creerlo. ¡No puedo!
ebookelo.com - Página 70
Amigo mío, ¿acaso no lo soñamos todo? ¿Estuvimos alguna vez realmente en
Partridgeville? ¿Nos sentamos en una casa antigua y discutimos cosas indecibles
mientras la niebla se enroscaba alrededor de nosotros? ¿Caminamos a través de aquel
bosque impío? ¿Estaban los árboles realmente vivos y corrió Henry Wells en cuatro
patas como un lobo?
Howard se sentó con calma y se remangó un brazo. Lo adelantó hacia mí.
—¿Puedes argumentar hasta que esa cicatriz desaparezca? —dijo—. Estas son las
señales del animal que me atacó… el hombre-animal que era Henry Wells. ¿Un
sueño? Querido amigo, me cortaría de inmediato este brazo a la altura del codo si
pudiera convencerme de que fue un sueño.
Caminé hacia la ventana y permanecí largo rato contemplando las galaxias
espléndidas de Manhattan. «Eso es algo sólido», pensé. «Es absurdo imaginar que
algo podría destruirlo. Es absurdo imaginar que el horror fue realmente tan terrible
como nos pareció en Partridgeville. Tengo que convencer a Howard de que no escriba
sobre eso. Tenemos que tratar de olvidarlo.»
Regresé adonde él estaba sentado y le apoyé una mano en el hombro.
—¿Abandonarás la idea de incluirlo en un relato? —le pregunté con suavidad.
—¡Jamás! —estaba de pie, con los ojos en llamas—. ¿Crees que voy a abandonar
ahora que casi lo he apresado? Escribiré el relato más terrible que el mundo haya
visto. Mis lectores se encogerán y gemirán con un temor espantoso. Superaré a Poe…
superaré a todos los maestros.
—Entonces que los superes y te condenes —dije con furia—. En esa dirección
acecha la demencia, pero es inútil discutir contigo. Tu egoísmo es demasiado colosal.
Me volví y salí con rapidez del cuarto. Mientras subía las escaleras se me había
ocurrido que el temor me había llevado a conducirme como un idiota, pero mientras
bajaba miraba temeroso por encima del hombro, como si esperase que un gran peso
de piedra bajase de arriba y me triturara. «Él tendría que olvidar el horror», pensaba.
«Tendría que borrarlo de su mente. Se volverá loco si escribe sobre eso.»
* * *
ebookelo.com - Página 71
abultado manuscrito.
—Léelo, Frank —ordenó—. ¡Siéntate ya mismo y léelo!
Crucé hasta la ventana y me senté en el canapé. Me senté allí olvidado de todo lo
que no fuesen las hojas mecanografiadas. Confieso que me consumía una curiosidad
impía. Nunca había cuestionado el poder de Howard.
Lograba milagros con las palabras; sobre sus páginas siempre había soplado el
aliento de lo desconocido, y cosas que habían pasado a un sitio más allá de la tierra
regresaban bajo sus órdenes. ¿Pero podría al menos sugerir el horror que habíamos
conocido? ¿Podría insinuar al menos la cosa reptante detestable que había reclamado
el cerebro de Henry Wells?
Leí todo el cuento. Lo leí lentamente y estrujé los almohadones que estaban junto
a mí en un frenesí de repugnancia. Howard me lo arrebató en cuanto lo terminé. Es
evidente que sospechó que yo deseaba hacerlo pedazos.
—¿Qué te parece? —exclamó exultante.
—¡Es inmundo hasta lo indescriptible! —exclamé—. ¡Es terrible,
indescriptiblemente obsceno!
—¿Pero admitirás que he logrado que el horror sea convincente?
Asentí, y tendí la mano hacia mi sombrero.
—Lo has hecho tan convincente que no puedo quedarme y discutir contigo.
Pienso caminar hasta que llegue la mañana. Pienso caminar hasta estar demasiado
cansado como para preocuparme, pensar, o recordar.
—¡Es arte inmortal! —me gritó, pero pasé a las escaleras y salí de la casa sin
contestar.
III
Era más de medianoche cuando sonó el teléfono. Bajé el libro que estaba leyendo y
tomé el receptor.
—Hola. ¿Quién habla? —pregunté.
—¡Frank, habla Howard! —la voz era extrañamente aguda—. Ven en cuanto
puedas. ¡Ellos han regresado! Y Frank, el signo es impotente. He probado el signo,
pero el bordoneo sigue creciendo y una forma difusa… —la voz de Howard se
arrastró desastrosamente.
Casi grité en el receptor.
—¡Valor, hombre! No permitas que sospechen que tienes miedo. Haz el signo una
y otra vez. Iré en seguida.
La voz de Howard llegó de nuevo, ahora más ronca.
—La forma se hace más y más nítida. ¡Y no puedo hacer nada! Frank, he perdido
todo derecho a ser protegido por el signo. Mi alma está corrompida. Me he
convertido en un sacerdote del Diablo. Ese relato… no tendría que haber escrito ese
ebookelo.com - Página 72
relato.
—¡Muéstrales que no les temes! —exclamé.
—¡Lo intentaré! ¡Lo intentaré! ¡Ah, Dios mío! La forma es…
No esperé oír más. Frenético, tomé mi abrigo y mi sombrero y me precipité
escaleras abajo y salí a la calle. Al llegar a la esquina tuve un vahído. Me aferré de un
poste de alumbrado para no caer y agité la mano como un loco a un taxi que pasaba.
Por suerte el conductor me vio. El coche se detuvo y bajé tambaleante a la calle y
subí a él.
—¡Rápido! —grité—. ¡Lléveme a Brooklyn Heights 10!
—Sí, señor. Fría la noche, ¿eh?
—¡Fría! —grité—. Será realmente fría cuando ellos lleguen. Será realmente fría
cuando empiecen a…
El conductor me miró perplejo.
—Está bien, señor —dijo—. Llegaremos bien a casa, señor. ¿Dijo Brooklyn
Heights, señor?
—Brooklyn Heights —gruñí y me hundí en el asiento.
Mientras el coche aceleraba traté de no pensar en el horror que me esperaba. Me
aferraba desesperado a juncos para no hundirme. «Es concebible que Howard esté
momentáneamente loco» pensé. «¿Cómo podría haberlo encontrado el horror entre
tantos millones de personas? No puede ser que ellos lo hayan elegido con
deliberación. No puede ser que lo hayan escogido de entre tales multitudes. Él es
demasiado insignificante. Nunca pescarían seres humanos con deliberación. Nunca
arrastraría a seres humanos con deliberación… aunque buscaron a Henry Wells. ¿Y
qué dijo Howard? “¿Me he convertido en sacerdote del Diablo?” ¿Por qué no en
sacerdote de ellos? ¿Qué pasa si Howard se ha convertido en sacerdote de ellos sobre
la tierra? ¿Qué pasa si su relato obsceno y detestable lo ha convertido en sacerdote de
ellos?»
Pensarlo era una pesadilla para mí y aparté la idea con furia. «Tendrá el coraje de
resistirlos», pensé. «Les mostrará que no tiene miedo.»
—Hemos llegado, señor. ¿Lo ayudo a entrar, señor?
El coche se había detenido, y gruñí al darme cuenta de que estaba por entrar a lo
que podría resultar mi tumba. Bajé a la acera y le tendí al conductor todo el cambio
que tenía. Me miró perplejo.
—Me ha dado de más —exclamó—. Sírvase, señor…
Pero le hice un gesto de rechazo y me precipité a la escalinata de entrada de la
casa que estaba ante mí. Mientras metía la llave en la cerradura pude oírlo murmurar:
—¡El borracho más loco que he conocido! Me ha dado cuatro dólares por llevarlo
diez cuadras y no quiere que le agradezcan…
El vestíbulo inferior estaba sin luz. Me paré al pie de las escaleras y grité:
—¡He llegado, Howard! ¿Puedes bajar?
No hubo respuesta. Esperé unos diez segundos, pero desde el cuarto superior no
ebookelo.com - Página 73
llegaba ni un solo sonido.
—¡Ya subo! —grité desesperado, y empecé a hacerlo. Me temblaba todo el
cuerpo. «Lo han atrapado», pensé. «Llegué demasiado tarde. Tal vez sería mejor que
no… Dios mío, ¿qué fue eso?»
Sentía un terror inconcebible. No podía confundir los sonidos. En el cuarto de
arriba, alguien rogaba y gritaba fluidamente mientras agonizaba. ¿Era la voz de
Howard la que oía? Capté algunas palabras confusas.
—¡Reptante… uf! ¡Reptante… uf! ¡Oh, tengan piedad! Frío y nííí-tido.
¡Reptante… uf! ¡Por todos los cielos!
Había llegado al descanso, y cuando los ruegos se elevaron a chillidos roncos caí
de rodillas y tracé contra mi cuerpo, y sobre la pared que estaba junto a mí, y en el
aire… el signo. Tracé el signo primigenio que nos había salvado en el bosque
Mulligan, pero esta vez lo hice groseramente, sin fuego, pero con dedos que
temblaban y se me enredaban en la ropa, y lo hice sin valor ni esperanza, lo hice
oscuramente, con la convicción de que nada podía salvarme.
Y después me puse de pie con rapidez y seguí subiendo. Rogaba que me llevaran
con rapidez, que mis sufrimientos fuesen breves bajo las estrellas.
La puerta del cuarto de Howard estaba entornada. Mediante un esfuerzo tremendo
tendí la mano y tomé el picaporte. Lo empujé lentamente hacia adentro.
Por un instante no vi nada más que la forma inmóvil de Howard tendido en el
piso. Estaba boca arriba. Tenía las rodillas alzadas y se había llevado las manos a la
cara, con las palmas hacia afuera, como para borrar una visión execrable.
Al entrar al cuarto había estrechado mi campo visual con deliberación, bajando
los ojos. Sólo veía el piso y la parte más cercana del cuarto. No quería alzar los ojos.
Los había bajado para protegerme porque temía lo que había en el cuarto.
No quería alzar la cabeza, pero había fuerzas, poderes obscenos y detestables que
actuaban dentro del cuarto y que yo no podía resistir. Sabía que si alzaba los ojos, el
horror quizá me destruiría pero no podía elegir.
Lenta, dolorosamente, alcé la mirada y miré la habitación. Creo que habría sido
mejor correr de inmediato hacia adelante y rendirme a la cosa que allí se alzaba. Me
habría consumido en un instante, me habría consumido por completo, ¿pero qué
significaba la vida ahora para mí? La visión de aquella fétida obscenidad se
interpondría entre los placeres del mundo y yo mientras permanezca en él.
Se erguía desde el techo al piso y proyectaba dardos babeantes de luz. La luz era
viscosa e indecible: una luz líquida que goteaba y goteaba, como saliva, como la
mucosa fétida de babosas repugnantes. Y atravesadas por los dardos, girando y
girando, estaban las páginas del relato de Howard.
En el centro del cuarto, entre el techo y el piso, las páginas giraban y la luz
aborrecible ardía a través de las hojas, bajando en dardos babeantes que entraban…
¡en el cerebro de mi pobre amigo! La luz se derramaba dentro de su cabeza en una
corriente continua, y encima de ella el Señor de la Luz se movía lento de un lado a
ebookelo.com - Página 74
otro, de un lado a otro. Y la luz inmunda seguía babeando y rezumando y corría y se
derramaba en el cerebro de mi amigo.
Y entonces brotó de la boca del Señor un sonido horrible… Yo había olvidado el
signo que había hecho tres veces abajo, en la oscuridad. Había olvidado el misterio
alto y terrible ante el cual todos los invasores eran impotentes. Pero cuando lo vi
formarse en el cuarto, formarse inmaculado, con una integridad terrible por encima
de la babeante luz amarilla, supe que estaba salvado.
Sollocé y caí de rodillas. La luz fétida menguó y el Señor se arrugó ante mis ojos.
Y entonces desde las paredes, desde el techo, desde el piso, saltó una llama: una
llama blanca y purificadora que consumía, que devoraba y destruía para siempre.
Pero mi amigo estaba muerto.
ebookelo.com - Página 75
Los sabuesos de Tíndalos
ebookelo.com - Página 76
Un cuento único puede desempeñar a veces un papel más que activo (si
puede perdonárseme aquí una patética falacia) en relación a su creador a
través de los años. «Los sabuesos de Tíndalos» fue responsable del título de
mi primera recopilación, editada por Arkham House en 1946. Logró
convertirse en la narración más ampliamente conocida y probablemente más
ampliamente leída de todo mi conjunto de relatos.
Fue el primero de los relatos de los Mitos de Cthulhu escritos por el
círculo de amigos íntimos de HPL y primeros colaboradores de Weird Tales,
y apareció antes de que los propios mitos hubiesen incorporado a su panteón
de Grandes Antiguos una sola entidad maligna que no fuese de origen
lovecraftiano. Poco después el panteón fue ampliado para incluir más de dos
docenas de entidades apoyadas por el Círculo Lovecraft, pero si «Los
sabuesos» que surgían de ángulos extraños en los penumbrosos recovecos
del espacio no-euclidiano antes del alba del tiempo lograron, algunas veces,
amedrentar a HPL, él nunca me lo dijo. Sólo sé que cada vez que hablaba de
ellos su tono parecía respetuoso y discretamente profundo.
ebookelo.com - Página 77
*
ebookelo.com - Página 78
—Entonces no desprecias la ciencia por completo.
—Por supuesto que no —afirmó—. Simplemente desconfío del positivismo
científico de los últimos cincuenta años, el positivismo de Haeckel y Darwin y del
señor Bertrand Russell. Creo que la biología ha fallado lamentablemente en la
explicación del origen y el destino del hombre.
—Dales tiempo —repliqué.
Los ojos de Chalmers ardían.
—Amigo mío —murmuró—, tu broma es sublime. Dales tiempo. Es precisamente
lo que yo haría. Pero tus biólogos modernos se burlan del tiempo. Tienen la clave
pero se niegan a usarla. ¿Qué sabemos del tiempo, en realidad? Einstein cree que es
relativo, que puede ser interpretado en términos de espacio, de espacio curvo. ¿Pero
debemos detenernos allí? Cuando las matemáticas fracasan, ¿no podemos avanzar
mediante… la penetración?
—Pisas terreno peligroso —contesté—. Es una trampa que un investigador
auténtico evita. Es por eso que la ciencia moderna ha avanzado con tanta lentitud. No
acepta nada que no pueda demostrar. Pero tú…
—Yo tomaría hachís, opio, cualquier clase de droga. Emularía a los sabios de
Oriente. Y entonces tal vez aprehendería…
—¿Qué?
—La cuarta dimensión.
—¡Tonterías teofísicas!
—Tal vez. Pero creo que las drogas expanden la conciencia humana. William
James estaba de acuerdo conmigo. Y he descubierto una nueva.
—¿Una nueva droga?
—Fue empleada hace siglos por los alquimistas chinos, pero es prácticamente
desconocida en Occidente. Sus propiedades ocultas son asombrosas. Con su ayuda y
la ayuda de mi conocimiento matemático creo que puedo retroceder a través del
tiempo.
—No entiendo.
—El tiempo no es más que nuestra percepción imperfecta de una nueva
dimensión del espacio. Tanto el tiempo como el movimiento son ilusiones. Todo lo
que ha existido desde el principio del mundo existe ahora. Hechos que han ocurrido
hace siglos sobre este planeta siguen existiendo en otra dimensión del espacio.
Hechos que ocurrirán dentro de siglos ya existen. No podemos percibir su existencia
porque no podemos penetrar en la dimensión del espacio que los contiene. Los seres
humanos tal como los conocemos son meras fracciones, fracciones
infinitesimalmente pequeñas de un todo enorme. Todo ser humano está ligado con
toda la vida que lo ha precedido en este planeta. Todos sus antepasados forman parte
de él. Sólo el tiempo lo separa de sus antecesores, y el tiempo es una ilusión y no
existe.
—Creo que comprendo —murmuré.
ebookelo.com - Página 79
—Para mi propósito será suficiente que tengas una vaga idea de lo que deseo
lograr. Deseo arrancarme de los ojos los velos que el tiempo ha puesto sobre ellos y
ver el principio y el fin.
—¿Y crees que esta nueva droga te ayudará?
—Estoy seguro de que lo hará. Y deseo que me ayudes. Pienso tomar la droga de
inmediato. No puedo esperar, debo ver. —Los ojos le centelleaban extrañamente—.
Voy a ir atrás, muy atrás en el tiempo.
Se levantó y se dirigió a la chimenea. Cuando volvió a enfrentarme sostenía una
cajita cuadrada en la palma de la mano.
—Tengo aquí cinco píldoras de la droga Liao. Fue empleada por el filósofo chino
Lao Tse, y mientras estaba bajo su influencia tuvo la visión del Tao. El Tao es la
fuerza más misteriosa del mundo, rodea y penetra todas las cosas; contiene el
universo visible y todo lo que llamamos realidad. Quien aprehende los misterios del
Tao ve con claridad todo lo que fue y lo que será.
—¡Tonterías! —repliqué.
—El Tao se asemeja a un gran animal reclinado, inmóvil, que contiene en su
cuerpo enorme todos los mundos de nuestro universo, el pasado, el presente y el
futuro. Vemos porciones de este gran monstruo a través de una rendija que llamamos
tiempo. Con ayuda de esta droga ampliaré la rendija. Contemplaré la gran figura de la
vida, la gran bestia reclinada en su totalidad.
—¿Y qué deseas que yo haga?
—Observar, amigo mío. Observar y tomar notas. Y si retrocedo demasiado debes
volverme a la realidad. Puedes hacerlo sacudiéndome con violencia. Si parezco sufrir
un agudo dolor físico debes hacerlo de inmediato.
—Chalmers —dije—. Me gustaría que no hagas este experimento. Te arriesgas de
modo espantoso. No creo que haya ninguna cuarta dimensión y me niego por
completo a creer en el Tao. Y no apruebo que experimentes con drogas desconocidas.
—Conozco las propiedades de esta droga —contestó—. Conozco con precisión el
modo en que afecta al animal humano y conozco sus peligros. El riesgo no reside en
la droga propiamente dicha. Mi único temor es que pueda llegar a perderme en el
tiempo. Ayudaré a la droga, entiendes.
»Antes de tragar la píldora dedicaré toda mi atención a los símbolos geométricos
y algebraicos de este papel —alzó la hoja cubierta de elementos matemáticos que
descansaba sobre sus rodillas—. Prepararé mi mente para una excursión en el tiempo.
Me acercaré a la cuarta dimensión con la mente consciente antes de tomar la droga
que me permitirá ejercer poderes ocultos de la percepción. Antes de penetrar en el
mundo onírico de los místicos orientales adquiriré toda la ayuda matemática que la
ciencia moderna puede ofrecer. Ese conocimiento matemático, ese acceso consciente
a una verdadera aprehensión de la cuarta dimensión del tiempo suplementará la obra
de la droga. La droga abrirá panoramas nuevos, espléndidos: la preparación
matemática me permitirá captarlos con el intelecto. He captado a menudo la cuarta
ebookelo.com - Página 80
dimensión en sueños, de un modo emocional, intuitivo, pero nunca he sido capaz de
recordar, en la vigilia, los esplendores ocultos que se me revelaron transitoriamente.
»Pero con tu ayuda creo que podré recordarlos. Asentarás por escrito todo lo que
diga mientras esté bajo la influencia de la droga. Por extraña o incoherente que te
parezca mi manera de hablar no omitirás nada. Cuando despierte tal vez pueda
suministrar la clave de lo que sea misterioso o increíble. No estoy seguro de lograrlo,
pero si lo logro —había en sus ojos una luz extraña— ¡el tiempo ya no existirá para
mí!
Se sentó con brusquedad.
—Haré el experimento de inmediato. Por favor, ponte de pie allí junto a la
ventana y observa. ¿Tienes una lapicera fuente?
Asentí de mala gana y extraje una pálida Waterman verde del bolsillo del chaleco.
—¿Y algo para anotar, Frank?
Gruñí y saqué una agenda.
—Desapruebo por completo este experimento —murmuré—. Te estás arriesgando
de un modo temible.
—¡No te portes como una ancianita ignorante! —me amonestó—. Nada que
puedas decir me convencerá de detenerme ahora. Te ruego que hagas silencio
mientras estudio estos esquemas.
Alzó la hoja y la estudió con suma atención. Miré el reloj que estaba sobre la
chimenea mientras hacía sonar los segundos, y un temor curioso me apretó el corazón
de tal modo que me sentí ahogado.
De pronto el reloj dejó de hacer sonar los segundos y exactamente en ese
momento Chalmers tragó la droga.
Me puse de pie con rapidez y me moví hacia él, pero sus ojos me imploraron que
no interfiriera.
—El reloj se ha detenido —murmuró—. Las fuerzas que lo controlan aprueban
mi experimento. El tiempo se ha detenido y yo tragué la droga. Ruego a Dios que no
pierda mi camino.
Cerró los ojos y se echó hacia atrás en el sofá. Se le fue toda la sangre del rostro y
respiraba con dificultad. Era evidente que la droga actuaba con extraordinaria
rapidez.
—Empieza a ponerse oscuro —murmuró—. Escribe eso. Empieza a oscurecer y
los objetos familiares de la habitación se esfuman. Puedo discernirlos vagamente a
través de los párpados, pero se esfuman con rapidez.
Sacudí la lapicera para que saliera la tinta y escribí veloz en taquigrafía mientras
él seguía dictando.
—Me estoy yendo de la habitación. Las paredes desaparecen y ya no puedo ver
ningún objeto familiar. Sin embargo tu rostro aún me es visible. Espero que estés
escribiendo. Creo que estoy por dar un gran salto: un salto a través del espacio. O tal
vez haga los saltos a través del tiempo. No puedo precisarlo. Todo es oscuro,
ebookelo.com - Página 81
impreciso.
Se quedó sentado por un momento en silencio, con la cabeza hundida sobre el
pecho. Después se puso rígido de pronto y los párpados se abrieron temblando.
—¡Por todos los cielos! —exclamó—. ¡Veo!
Se echó hacia adelante, tenso en la silla, con los ojos clavados en la pared
opuesta. Pero yo sabía que miraba más allá de la pared y que los objetos de la
habitación ya no existían para él.
—Chalmers —exclamé—. Chalmers, ¿te despierto?
—¡No! —chilló—. Veo todo. Todos los miles de millones de vidas que me
precedieron en este planeta están ante mí en este instante. Veo hombres de todas las
épocas, de todas las razas, de todos los colores. Están luchando, matando,
construyendo, bailando, cantando. Están sentados alrededor de toscas fogatas en
desolados páramos grises y cruzan los océanos en aparatos aéreos. Cabalgan los
mares en canoas de corteza y en enormes barcos de vapor; pintan bisontes y mamuts
en los muros de lúgubres cavernas y cubren telas enormes con extravagantes diseños
futuristas. Contemplo las migraciones desde la Atlántida. Contemplo las migraciones
desde Lemuria. Veo las razas de mayor edad: una horda extraña de enanos negros
invade Asia y los Neanderthals de cabezas achatadas y rodillas dobladas recorren
Europa obscenamente. Contemplo a los aqueos volcándose en las islas griegas y los
groseros comienzos de la cultura helénica. Estoy en Atenas y Pericles es joven. Estoy
de pie sobre suelo italiano. Asisto al rapto de las Sabinas; marcho con las legiones
imperiales. Tiemblo de respeto y maravilla cuando las enormes columnas pasan y el
suelo se sacude con los pasos de los lanceros victoriosos. Un millar de esclavos
desnudos se rebajan ante mí mientras paso en una litera de oro y marfil tirada por
bueyes tebanos negros como la noche, y las muchachas que arrojan flores gritan Ave
César mientras yo asiento y sonrío. Yo mismo soy esclavo en una galera mora.
Contemplo la erección de una gran catedral. Se eleva piedra por piedra y me quedo a
través de los meses y los años y observo cómo cada piedra ocupa su sitio. Soy
quemado cabeza abajo en una cruz en los jardines de Nerón, aromatizados por el
tomillo, y observo con diversión y desprecio a los torturadores que trabajan en la
cámara de la Inquisición.
»Entro a los santuarios más sagrados; penetro en los templos de Venus. Me
arrodillo a adorar a la Magna Mater y arrojo monedas sobre las rodillas desnudas de
las cortesanas sagradas que se sientan con el rostro velado en los bosquecillos de
Babilonia. Me cuelo en un teatro isabelino y junto con la chusma hedionda que me
rodea aplaudo El mercader de Venecia. Camino con Dante por las estrechas
callejuelas de Florencia. Me encuentro con la joven Beatriz y el ruedo de su vestido
me roza las sandalias mientras miro extasiado. Soy un sacerdote de Isis y mi magia
asombra a las naciones. Simón el Mago se arrodilla ante mí, implorando mi ayuda, y
el Faraón tiembla cuando me acerco. En India hablo con los Maestros y huyo
corriendo y gritando de su presencia, porque lo que me han revelado es sal sobre
ebookelo.com - Página 82
heridas que sangran.
»Percibo todo simultáneamente. Percibo todo desde todos los ángulos, formo
parte de todos los fecundos miles de millones que me rodean. Existo en todos los
hombres y todos los hombres existen en mí. Percibo toda la historia humana en un
instante único: el pasado y el presente.
»Me basta esforzarme para poder ver cada vez más atrás. Ahora paso por curvas y
ángulos extraños. Los ángulos y las curvas se multiplican alrededor de mí. Percibo
grandes segmentos de tiempo a través de curvas. Hay tiempo curvo y tiempo angular.
Los seres que existen en el tiempo angular no pueden entrar al tiempo curvo. Es muy
extraño.
»Retrocedo más y más. El hombre ha desaparecido de la tierra. Reptiles
gigantescos se agazapan bajo palmeras enormes y nadan por las repugnantes aguas
negras de lagos siniestros. Ahora los reptiles han desaparecido. No quedan animales
en tierra, sino bajo las aguas, bien visibles para mí: formas oscuras que se mueven
lentamente sobre la vegetación putrefacta.
»Las formas se vuelven cada vez más simples. Ahora son células individuales. A
todo mi alrededor hay ángulos… ángulos extraños que no tienen equivalentes sobre
la tierra. Estoy desesperado de miedo.
»Hay un abismo del ser que el hombre nunca ha sondeado.
Lo miré. Chalmers se había puesto de pie y gesticulaba impotente con los brazos.
—Estoy pasando entre ángulos ultraterrenos; me estoy acercando a… oh, es un
horror ardiente.
—¡Chalmers! —exclamé—. ¿Quieres que interfiera?
Con rapidez se puso la mano derecha ante la cara, como para tapar una visión
indecible.
—¡Aún no! —exclamó—. Quiero seguir. Quiero ver… qué… hay… más allá…
Un sudor frío le brotaba de la frente y los hombros se le sacudían espasmódicos.
—Más allá de la vida hay… —el rostro se le puso ceniciento de terror—… cosas
que no puedo distinguir. Se mueven lentas a través de ángulos. No tienen cuerpo y se
mueven lentas a través de ángulos siniestros.
Fue entonces cuando tomé conciencia del olor que había en el cuarto. Era un olor
punzante, indescriptible, tan nauseabundo que apenas podía soportarlo. Me dirigí
rápidamente a la ventana y la abrí de par en par. Cuando regresé junto a Chalmers y
miré sus ojos casi me desmayé.
—¡Creo que me han olfateado! —chilló—. Se vuelven lentamente hacia mí.
Temblaba de modo horrible. Por un momento arañó el aire con las manos.
Después las piernas le cedieron y cayó hacia adelante sobre la cara, babeando y
gimiendo.
Lo observé en silencio mientras se arrastraba por el piso. Ya no era un hombre.
Tenía los dientes al descubierto y la saliva le goteaba por las comisuras de los labios.
—Chalmers —grité—. ¡Basta, Chalmers! Basta, ¿oyes?
ebookelo.com - Página 83
Como en respuesta a mi ruego empezó a emitir roncos sonidos convulsos que se
parecían mucho a los ladridos de un perro y comenzó una especie de horrendas
contorsiones en círculo por la habitación. Con violencia, desesperado, lo sacudí.
Volvió la cabeza y trató de morderme la muñeca. Yo estaba descompuesto de horror,
pero no me atrevía a soltarlo por temor a que se autodestruyera en un paroxismo de
rabia.
—Chalmers —murmuré—, debes terminar con esto. En este cuarto no hay nada
que pueda hacerte daño. ¿Entiendes?
Seguí sacudiéndolo y exhortándolo, y poco a poco la locura se apagó en su rostro.
Con temblores convulsivos, se contrajo en un ovillo grotesco sobre la alfombra china.
Lo alcé y lo llevé al sofá. Sus rasgos estaban retorcidos por el dolor y supe que
aún se debatía entumecido para escapar de sus recuerdos abominables.
—Whisky —murmuró—. Encontrarás un botellón en el armario que está junto a la
ventana… el cajón superior izquierdo.
Cuando le tendí el botellón los dedos se les apretaron alrededor de él hasta
ponerse azules los nudillos.
—Casi me atraparon —jadeó. Tragó el estimulante en cantidades exageradas, y
poco a poco el color volvió a su rostro.
—¡Esa droga era el mismo diablo! —murmuré.
—No fue la droga —gimió.
Los ojos ya no le brillaban insanos, pero aún exhibían la mirada de un alma
perdida.
—Me olfatearon en el tiempo —gimió—. Fui demasiado lejos.
—¿Pero qué aspecto tenían ellos? —dije, para darle el gusto.
Se inclinó hacia adelante y me aferró el brazo. Se estremecía de un modo
horrible.
—¡En nuestro idioma no hay palabras que puedan describirlos! —hablaba en un
susurro ronco—. Están simbolizados vagamente en el mito de la Caída y en una
forma obscena que de vez en cuando se descubre grabada en tablillas antiguas. Los
griegos le habían dado un nombre que velaba su impureza esencial. El árbol, la
serpiente y la manzana: son símbolos imprecisos de un misterio en extremo
espantoso.
La voz había llegado al grito.
—Frank, Frank, un acto terrible e indecible fue ejecutado en el principio. Antes
del tiempo, el acto, y a partir del acto…
Se había levantado y se paseaba por el cuarto con trancos histéricos.
—Las semillas del acto se mueven a través de ángulos en los oscuros recovecos
del tiempo. ¡Tienen hambre y sed!
—Chalmers —rogué, para tranquilizarlo—. Vivimos en el siglo veinte.
—¡Están flacos y sedientos! —chilló—. ¡Los sabuesos de Tíndalos!
—Chalmers, ¿quieres que llame a un médico?
ebookelo.com - Página 84
—Ahora un médico no puede ayudarme. Ellos son horrores del alma y sin
embargo… —enterró la cara en las manos y gruñó—… son reales, Frank, los vi
durante un segundo espantoso. Por un segundo estuve de pie al otro lado. Estuve de
pie sobre las pálidas costas grises que están más allá del tiempo y el espacio. Bajo
una luz abominable que no era luz, en un silencio que chirriaba, los vi.
»Toda la maldad del universo estaba concentrada en sus cuerpos flacos,
hambrientos. Aunque, ¿tenían cuerpos? Sólo los vi por un instante; no puedo estar
seguro. Pero los oí respirar. Por un momento indescriptible sentí su aliento sobre la
cara. Se volvieron hacia mí y huí aullando. En un solo instante huí aullando a través
del tiempo. Regresé huyendo a través de quintillones de años.
»Pero me olfatearon. Los hombres despiertan en ellos apetitos cósmicos. Hemos
escapado, transitoriamente, de la impureza que los rodea como un anillo. Su sed
busca en nosotros lo que es puro, lo que surgió del acto sin una sola mancha. Hay en
nosotros una parte que no participó en el acto y ellos la odian. Pero no imagines que
son literal, prosaicamente malignos.
»Están más allá del bien y del mal tal como los conocemos. Son lo que en el
principio cayó apartándose de la pureza. A través del acto se han convertido en
cuerpos de muerte, receptáculos de toda impureza. Pero no son malignos en nuestro
sentido porque en las esferas por las que se mueven no hay pensamiento, ni moral, ni
correcto o incorrecto tal como nosotros lo entendemos. Sólo existen lo puro y lo
impuro. Lo impuro se expresa en ángulos, lo puro en curvas. El hombre, la parte pura
de él, desciende de una curva. No te rías. Lo digo literalmente.
Me levanté y busqué el sombrero.
—Lo siento muchísimo por ti, Chalmers —dije, mientras caminaba hacia la
puerta—. Pero no pienso quedarme y escuchar tales sandeces. Haré que mi médico te
visite. Es un tipo mayor, bondadoso, y no se ofenderá si le dices que se vaya al
demonio. Pero espero que respetes su consejo. Una semana de descanso en una buena
clínica te haría un bien enorme.
Lo oí reírse mientras bajaba por las escaleras, pero su risa era algo tan carente de
alegría que me movió a las lágrimas.
II
Cuando Chalmers telefoneó por la mañana siguiente mi primer impulso fue colgar el
receptor de inmediato. Su pedido era tan inusual y su voz tan salvajemente histérica
que temí que cualquier relación posterior con él terminara en el deterioro de mi
propia cordura. Pero no podía dudar de la autenticidad de su desdicha, y cuando se
derrumbó por completo y lo oí sollozar por el receptor decidí cumplir con su pedido.
—Muy bien —dije—. Iré en seguida y llevaré el yeso.
En route a la casa de Chalmers me detuve en una ferretería y compré diez kilos de
ebookelo.com - Página 85
yeso mate. Cuando entré al cuarto de mi amigo lo vi agachado junto a la ventana
mirando la pared opuesta con ojos febriles de miedo. Cuando me vio se puso en pie y
tomó el paquete que contenía el yeso con una avidez que me sorprendió y me
horrorizó.
Había sacado todos los muebles y el cuarto presentaba un aspecto desolado.
—¡Es remotamente concebible que los frustremos! —exclamó—. Pero debemos
trabajar con rapidez. Frank, hay una escalera de mano en el vestíbulo. Tráela en
seguida. Y después ve a buscar un balde de agua.
—¿Para qué? —murmuré.
Se dio vuelta con violencia y con la cara roja.
—¡Para mezclar el yeso, idiota! —exclamó—. Para mezclar el yeso que salvará
nuestros cuerpos y almas de una contaminación innombrable. Para mezclar el yeso
que salvará al mundo de… ¡Frank, hay que mantenerlos afuera!
—¿A quiénes? —murmuré.
—¡A los sabuesos de Tíndalos! —murmuró—. Sólo pueden alcanzarnos a través
de ángulos. Debemos eliminar todos los ángulos de esta habitación. Enyesaré todos
los rincones, todos los recovecos. Tenemos que lograr que esta habitación se asemeje
al interior de una esfera.
Sabía que sería inútil discutir con él. Fui a buscar la escalera, Chalmers mezcló el
yeso y trabajamos durante tres horas. Rellenamos los cuatro ángulos donde se unían
las paredes y las intersecciones del piso y las paredes y de las paredes y el techo, y
redondeamos los ángulos agudos del asiento de la ventana.
—Permaneceré en esta habitación hasta que regresen por el tiempo —afirmó
cuando terminamos nuestra tarea—. Cuando descubran que el rastro los lleva a través
de curvas regresarán. Regresarán voraces y gruñendo e insatisfechos a la impureza
que era en el principio, antes del tiempo, más allá del espacio.
Hizo un elegante gesto de asentimiento con la cabeza y encendió un cigarrillo.
—Muy amable de tu parte, ayudarme —dijo.
—¿No irás a ver a un médico, Chalmers? —rogué.
—Puede ser… mañana —murmuró—. Pero ahora debo observar y esperar.
—¿Esperar qué? —lo apremié.
Chalmers sonrió pálidamente.
—Sé que me crees loco —dijo—. Tienes una mente aguda, pero prosaica, y no
puedes concebir una entidad que no dependa para existir de la energía y la materia.
¿Pero se te ocurrió alguna vez, amigo mío, que la fuerza y la materia no son más que
las barreras impuestas a la percepción por el tiempo y el espacio? Cuando uno sabe,
como yo lo sé, que el tiempo y el espacio son idénticos y que ambos son engañosos
porque son meras manifestaciones imperfectas de una realidad más alta, uno ya no
busca en el mundo visible una explicación del misterio y el terror del ser.
Me levanté y me dirigí a la puerta.
—Perdóname —exclamó—. No quería ofenderte. Tienes un intelecto superlativo,
ebookelo.com - Página 86
pero yo… yo tengo uno sobrehumano. Es natural que tenga conciencia de tus
limitaciones.
—Llámame si me necesitas —dije, y bajé las escaleras de a dos escalones por vez
—. Haré que mi médico lo visite en seguida —murmuré para mis adentros—. Es un
maníaco sin esperanzas, y sólo el cielo sabe qué pasará si alguien no se hace cargo de
él de inmediato.
III
ebookelo.com - Página 87
nariz cuando se acercó a esa zona del vestíbulo.
Estaba por regresar a su departamento cuando se le ocurrió que Chalmers
podía haber olvidado por accidente apagar el gas de su cocinita. Con una
alarma considerable ante tal idea, decidió investigar, y cuando los repetidos
llamados a la puerta de Chalmers no tuvieron respuesta avisó al
superintendente. Éste abrió la puerta mediante una llave maestra y los dos
hombres entraron rápidamente al cuarto de Chalmers. La habitación carecía
por completo de muebles, y Hancock afirma que cuando miró por primera vez
el piso el corazón se le enfrió, y el superintendente, sin decir una palabra,
caminó hasta la ventana abierta y se quedó con los ojos clavados en el edificio
de enfrente durante cinco minutos completos.
Chalmers estaba tendido boca arriba en el centro de la habitación. Estaba
desnudo por completo y tenía el pecho y los brazos cubiertos por un extraño
pus o miel de color azul. Su cabeza descansaba grotescamente sobre el pecho.
Había sido separada por completo del cuerpo y los rasgos estaban
contorsionados, desgarrados y horriblemente mutilados. No había la menor
huella de sangre.
La habitación presentaba un aspecto asombroso. Las intersecciones de las
paredes, el techo y el piso habían sido cubiertas con una gruesa capa de yeso
mate, pero a ciertos intervalos se habían partido y caído fragmentos, y alguien
los había agrupado en el piso alrededor del hombre asesinado hasta formar un
triángulo perfecto.
Junto al cuerpo había varias hojas de papel amarillo chamuscado. Sobre
ellos había fantásticos diseños geométricos y símbolos y varias frases
garabateadas con prisa. Las frases eran casi ilegibles y de un contexto tan
absurdo que no suministran clave posible en cuanto a quién perpetró el
crimen. «Espero y observo», escribió Chalmers. «Estoy sentado junto a la
ventana y observo las paredes y el techo. No creo que puedan alcanzarme,
pero debo cuidarme de los Doels. Tal vez ellos puedan ayudarlos a pasar. Los
sátiros ayudarán, y ellos pueden avanzar a través de los círculos escarlatas.
Los griegos conocían un modo de impedirlo. Es una gran pena que hayamos
olvidado tanto.»
Sobre otra hoja de papel, el más chamuscado de los siete u ocho
fragmentos encontrados por el Sargento Detective Douglas (de la Reserva de
Partridgeville), estaba garabateado lo siguiente:
«¡Por Dios, el yeso cae! Un golpe terrible ha aflojado el yeso que está
cayendo. ¡Tal vez un terremoto! Nunca podría haberlo previsto. Está
oscureciendo en el cuarto. Tengo que telefonear a Frank. ¿Pero podrá llegar a
tiempo? Lo intentaré. Recitaré la fórmula de Einstein. Yo… ¡Dios, están
pasando! El humo se derrama por los rincones de la pared. Sus lenguas…
ahhh…»
ebookelo.com - Página 88
En opinión del sargento detective Douglas, Chalmers fue envenenado con
algún oscuro producto químico. Ha enviado muestras del extraño limo azul
descubierto sobre el cuerpo de Chalmers a los Laboratorios Químicos de
Partridgeville; y espera que el informe proyecte nueva luz sobre uno de los
crímenes más misteriosos de los últimos años. Es seguro que Chalmers
recibió una visita en la noche anterior al terremoto, porque su vecino oyó con
claridad un murmullo grave de conversación que provenía del cuarto del
primero, mientras pasaba rumbo a las escaleras. Las sospechas recaen sobre el
visitante desconocido y la policía se esfuerza por descubrir su identidad.
IV
¿Qué ocurre si, paralela a la vida que conocemos, existe otra vida que no muere,
que carece de los elementos que destruyen nuestra vida? Quizás en otra dimensión
exista una fuerza distinta de la que genera nuestra vida. Quizás esta fuerza emite
energía o algo similar a la energía, que pasa desde la dimensión desconocida donde
eso está y crea una nueva forma de vida celular en nuestra dimensión. Ah, pero yo he
visto sus manifestaciones. He hablado con ellas. Por la noche, en mi cuarto, he
hablado con los Doels. Y he visto en sueños a su hacedor. He estado de pie sobre la
ebookelo.com - Página 89
oscura costa que está más allá del tiempo y la materia y he visto a eso. Eso se mueve
a través de curvas extrañas, ángulos siniestros. Alguna vez viajaré por el tiempo y
encontraré a eso cara a cara.
ebookelo.com - Página 90
Un visitante de Egipto
ebookelo.com - Página 91
Si no hubiese leído Salambó tres veces antes de cumplir los quince años,
dudo que el Egipto de los Faraones hubiese significado tanto para mí en un
plano de herencia imaginativa. Tal afirmación es menos atolondrada de lo
que suena. Desde luego soy consciente de que Salambó trata sobre las
Guerras Púnicas y que Cartago no era Egipto. Pero todos los esplendores
oscuros, el venerable misterio sepulcral del Valle del Nilo parece flotar
también sobre el clásico inmortal de Flaubert acerca del mundo antiguo con
toda su extrañeza bárbara, adoradora de ídolos.
Hay en Salambó un pasaje que evoca una visión de Egipto
completamente única en toda la literatura, porque hace que una civilización
orientada hacia la muerte, cuya grandeza ha pasado para siempre, parezca
madura para intrusiones espectrales de un nuevo tipo: dioses que han
sobrevivido a su época y que sienten rencor por su destronamiento. «Egipto,
Egipto», escribió Flaubert, «los hombros de tus grandes dioses inmóviles
están blancos de excrementos de pájaros y el viento que barre el desierto
hace rodar las cenizas de tus muertos.»
¿Son los muertos de Egipto meras cenizas? Mientras meditaba sobre esa
pregunta el tema de «Un visitante de Egipto» saltó a mi mente
completamente desarrollado.
ebookelo.com - Página 92
*
UN VISITANTE DE EGIPTO
Weird Tales, septiembre de 1930
En una lúgubre tarde lluviosa de agosto un caballero alto y muy delgado golpeó con
timidez la ventanilla de vidrio esmerilado de la oficina del conservador de cierto
museo de Nueva Inglaterra. Llevaba un abrigo de imitación chinchilla azul oscuro, un
Homburg verde oliva de alta copa cónica, guantes amarillos y polainas cortas. Una
bufanda de seda azul con motas blancas le rodeaba el cuello y ocultaba por entero la
parte inferior de su cara y prácticamente toda la nariz. Sólo se le veía una pequeña
superficie de piel rosada y muy arrugada por encima de la bufanda y por debajo de la
frente, pero como esa porción expuesta de su fisonomía incluía los ojos era tan
impresionante como exigua. Tan impresionante era, a decir verdad, que imponía un
respeto inmediato, y los empleados, a quienes se pagaba un generoso estipendio
semanal simplemente por interponer metros de burocracia entre la entrada principal y
el estrecho corredor que llevaba a la oficina del conservador, renunciaron a todas sus
preguntas habituales y tontas y guiaron al caballero de la bufanda directamente a lo
que un novelista Victoriano habría llamado los recintos sagrados.
Una vez que llamó, el caballero esperó. Esperó con paciencia, pero algo en su
actitud sugería que estaba nervioso y perturbado en extremo y decididamente ansioso
por hablar con el conservador. Y sin embargo cuando la puerta de la oficina se abrió,
y el conservador se asomó con ojos remilgados tras los lentes con montura de oro, se
limitó a toser y tender una tarjeta de visita.
La tarjeta era de tamaño elegante y conservador y exquisitamente impresa, y en
cuanto el conservador la leyó su semblante sufrió un cambio extraordinario. Por lo
común era un individuo muy reticente, de rostro pálido, largo, y ojos lúgubres,
condescendientes, pero de pronto se volvió ridículamente amistoso y saludó al
visitante con una efusión casi histérica. Tomó la mano enguantada un poco fláccida
del visitante y la estrechó como un verdadero Babbitt. Asentía y se inclinaba y se
retorcía y parecía casi fuera de sí de pura satisfacción.
—¡Ojalá hubiese sabido que usted se encontraba en Norteamérica, Sir Richard!
Los periódicos guardaron un silencio inusual… un silencio afrentoso, como usted
sabe. No puedo imaginar cómo se las ingenió para eludir a los periodistas. Por lo
general son tan insistentes, tienen una curiosidad tan indecente. ¡En serio, no puedo
imaginar cómo lo logró!
—No deseo hablar con ancianas imbéciles, disertar ante débiles mentales, ver mi
ebookelo.com - Página 93
foto reproducida en sus absurdos periódicos —la voz de Sir Richard era
singularmente aguda, casi afeminada, y temblaba con la intensidad de su emoción—.
Detesto la publicidad, y lamento no ser desconocido por completo en esta… eh…
región.
—Lo comprendo muy bien, Sir Richard —murmuró el conservador, con tono
apaciguador—. Como es natural, deseaba tiempo para la investigación, para la
discusión. No le interesaba lo que el vulgo podía decir o pensar sobre usted. ¡Una
actitud muy loable y eminentemente erudita, Sir Richard! ¡Una actitud espléndida!
Puedo entenderlo muy bien y simpatizo con usted. Nosotros los norteamericanos
tenemos que ser corteses con la prensa de vez en cuando, pero no tiene idea de cómo
acalambra nuestro estilo de vida, si es que puedo usar un coloquialismo expresivo
pero muy grosero. Así ocurre, Sir Richard, se lo aseguro. No tiene idea… Pero entre.
Adelante, por favor. Nos sentimos enormemente honrados ante la visita de tan
eminente especialista.
Sir Richard ejecutó una rígida reverencia y entró a la oficina delante del
conservador. Eligió la más cómoda de las cinco sillas con respaldo de cuero que
rodeaban el escritorio del conservador y se hundió en ella con un suspiro apenas
audible. No se sacó el sombrero ni retiró la bufanda de su rostro sonrosado.
El conservador eligió un asiento sobre el costado opuesto de la mesa y tendió con
cortesía una caja de panatelas de La Habana.
—Son muy suaves —murmuró—. ¿No quiere probar uno, Sir Richard?
Sir Richard sacudió la cabeza.
—Nunca he fumado —dijo, y tosió.
Siguió un momento de silencio. Después Sir Richard se disculpó por la bufanda.
—Tuve un desgraciado accidente en el barco —explicó—. Tropecé con uno de
los juegos de cubierta y me corté bastante la cara, que quedó en un estado
decididamente poco presentable. Sé que me perdonará que no me quite la bufanda.
El conservador se sobresaltó.
—¡Qué horrible, Sir Richard! Créame que lo comprendo. Espero que no queden
cicatrices. En tales asuntos lo mejor es consultar con un experto. Espero… Sir
Richard, ¿puedo preguntarle si ha visto a un especialista?
Sir Richard asintió.
—Las heridas no son profundas… nada grave, se lo aseguro. Y ahora, señor
Buzzby, me gustaría discutir con usted la misión que me ha traído a Boston. ¿Los
restos predinásticos de Luxor están en exhibición?
El conservador se desconcertó un poco. Había colocado los restos de Luxor en
exhibición esa misma mañana, pero aún no lo conformaba su disposición y hubiese
preferido que el ilustre huésped los viese en fecha posterior. Pero notó con mucha
claridad que Sir Richard tenía un interés tan profundo que nada que pudiese decir
lograría inducirlo a esperar, y estaba orgulloso de los restos y halagado de que el
egiptólogo más capaz de Inglaterra hubiese venido a la ciudad expresamente a verlos.
ebookelo.com - Página 94
Así que asintió con amabilidad y confesó que los huesos estaban en exhibición, y
agregó que le encantaría y lo honraría que Sir Richard los viera.
—Son realmente maravillosos —explicó—. Del más puro tipo egipcio:
dolicocéfalos, con rasgos relativamente primitivos. Y datan… Sir Richard, datan al
menos del año 8000 a. C.
—¿Los huesos están teñidos?
—¡Ya lo creo que sí, Sir Richard! Están espléndidamente teñidos, y los colores
originales apenas se han apagado. Azul y rojo, Sir Richard, con predominio del rojo.
—Ajá. Una costumbre de lo más absurda —murmuró Sir Richard.
El señor Buzzby sonrió.
—Siempre la he considerado patética, Sir Richard. Infinitamente divertida, pero
patética. Creían que al pintar los huesos podían conservar la vitalidad del cuerpo
corruptible.
—¡Era algo blasfemo! —Sir Richard se había alzado de la silla. El rostro, por
sobre la bufanda, estaba curiosamente blanco, y había un resplandor duro, metálico
en sus pequeños ojos oscuros.
—¡Trataban de engañar a Osiris! ¡No tenían idea de las realidades hiperfísicas!
El conservador lo miró con curiosidad.
—¿Qué quiere usted decir exactamente, Sir Richard?
Sir Richard se sobresaltó un poco ante la pregunta, como si despertara de una
pesadilla extraña, y su emoción disminuyó con la misma rapidez con que se había
presentado. El resplandor se apagó en sus ojos y se hundió otra vez con indiferencia
en su silla.
—Yo… simplemente me divirtió su comentario. ¡Como si bastara con que
pintaran sus momias para restablecer la circulación de la sangre!
—Pero, como usted sabe, eso ocurriría en el otro mundo. Era una de las
prerrogativas más claras de Osiris. Sólo él podía resucitar los muertos.
—Sí, lo sé —murmuró Sir Richard—. Contaban mucho con Osiris. Es curioso
que nunca se les ocurriera que el dios podía ofenderse con sus presunciones.
—Olvida usted el Libro de los Muertos, Sir Richard. Las promesas que hay en él
son muy definidas. Y es un libro inconcebiblemente antiguo. Tengo la fuerte
convicción de que existía en el año 10.000 a. C. ¿Ha leído mi folleto sobre el tema?
Sir Richard asintió.
—Un trabajo muy erudito. ¡Pero creo que el Libro de los Muertos tal como lo
conocemos es un fraude!
—¡Sir Richard!
—Es indudable que algunas partes son predinásticas, pero creo que el Juicio de
los Muertos, que define las prerrogativas jurídicas de Osiris, fue insertado por algún
sacerdote entrometido en una época tan tardía como el período histórico. Es un
intento deliberado de modificar el carácter implacable de la suprema deidad de
Egipto. Osiris no juzga, él toma.
ebookelo.com - Página 95
—¿Él toma, Sir Richard?
—Precisamente. ¿Acaso imagina que alguien burló alguna vez a la muerte? ¿Se
imagina eso, señor Buzzby? ¿Acaso imagina por un instante que Osiris devolvería la
vida a los idiotas que regresaran a él?
El señor Buzzby enrojeció. Era difícil creer que Sir Richard hablara realmente en
serio.
—¿Entonces usted cree honestamente que el personaje de Osiris tal como lo
conocemos es…?
—Un mito, sí. Una evasión deliberada y pueril. Ningún hombre puede llegar a
captar jamás el carácter de Osiris. Él es el Dios Oscuro. Pero atesora a los suyos.
—¿Eh? —el señor Buzzby estaba sinceramente alarmado por el tono feroz con
que había sido expresada la última observación—. ¿Qué dijo usted, Sir Richard?
—Nada —Sir Richard se había levantado y estaba de pie ante una pequeña
biblioteca giratoria que había en el centro de la habitación—. Nada, señor Buzzby.
Pero sus gustos en el campo de la ficción me interesan en extremo. ¡No tenía idea de
que usted leía al joven Finchley!
El señor Buzzby se ruborizó y pareció sinceramente angustiado.
—Por lo general no lo hago —dijo—. Por lo general desdeño la ficción. Y las
novelas del joven Finchley son indeciblemente tontas. No llega a ser un erudito
pasable. Pero ese libro tiene… bueno, hay en él unas pocas cosas positivas. Lo estaba
leyendo esta mañana en el tren y lo coloqué por el momento con los demás libros
porque no tenía otro lugar donde ubicarlo. ¿Entiende, Sir Richard? Todos tenemos
nuestras pequeñas debilidades, ¿eh? Una novela de vez en cuando es a veces… eh…
bueno, sugestiva. Y a veces H. E. Finchley es bastante sugestivo.
—Yo lo creo que lo es. ¡Sus obras sobre Egipto son obras maestras de la
imaginación!
—Me sorprende usted, Sir Richard. En un especialista la imaginación es algo que
hay que deplorar. Aunque desde luego, como dije, H. E. Finchley no es un
especialista y su obra es iluminadora en ocasiones si uno no la toma demasiado en
serio.
—Conoce bien su Egipto el hombre.
—Sir Richard, no puedo creer que usted lo apruebe realmente. Un mero
fabricante de ficciones…
Sir Richard había sacado el libro y lo abrió al azar.
—¿Puedo preguntarle, señor Buzzby, si está familiarizado con el capítulo 13: La
transfiguración de Osiris?
—Diablos, Sir Richard, no. Me salteé esa parte. Esas tonterías tan puramente
grotescas me dieron repulsión.
—¿Sí, señor Buzzby? Pero por lo general lo repulsivo es impresionante. Escuche
esto: «Es indiscutible que Osiris hacía soñar a sus adoradores cosas extrañas sobre él
y que poseía sus cuerpos y almas para siempre. Existe una ira demoníaca contra la
ebookelo.com - Página 96
humanidad con la que fue inspirado Osiris en beneficio de la Muerte. Él caminaba
entre los hombres en el frescor de la noche, y sobre la cabeza llevaba la Corona de
Egipto Superior, y un viento que mataba inflaba sus mejillas. Su rostro iba velado
como para que ningún hombre lo viera, pero sin duda era un rostro viejo, muy viejo y
muerto y seco, porque el mundo era joven cuando el alto Osiris murió.»
Sir Richard cerró el libro de golpe y volvió a colocarlo en el estante.
—¿Qué piensa de eso, señor Buzzby? —preguntó.
—Basura —murmuró el conservador—. Basura directa, sin adulterar.
—Por supuesto, por supuesto. Señor Buzzby, ¿se le ocurrió alguna vez que un
dios puede vivir, en sentido figurado, una vida de perro?
—¿Eh?
—Los dioses se transfiguran, como usted sabe. Suben en humo, por decirlo así.
En humo y llamas. Se convierten en pura llama, en puro espíritu, en criaturas sin
cuerpo visible.
—Caramba, caramba, Sir Richard, no se me había ocurrido —el conservador rió y
tocó levemente con el codo el brazo de Sir Richard—. Qué detestable sentido del
humor —murmuró para sí—. El hombre es indeciblemente tonto.
—Sería terrible, por ejemplo —prosiguió Sir Richard—, que el dios no tuviese
control sobre su transfiguración; que el cambio ocurriera con frecuencia y de modo
inesperado; que el dios compartiera, por decirlo así, el destino tremendo del doctor
Jekyll y Mr. Hyde.
Sir Richard avanzaba hacia la puerta. Se movía con un paso extraño, arrastrado y
sus zapatos raspaban el piso de modo singular. El señor Buzzby estuvo de inmediato
junto a él.
—¿Qué pasa, Sir Richard? ¿Qué ha ocurrido?
—¡Nada! —la voz de Sir Richard se elevó en una negativa histérica—. Nada.
¿Dónde está el lavatorio, señor Buzzby?
—Bajando un tramo de escaleras a su izquierda, donde termina el corredor —
murmuró el señor Buzzby—. ¿Se siente… se siente mal?
—No es nada, nada —murmuró Sir Richard—. Tengo que beber un poco de agua,
eso es todo. La herida ha… eh… afectado mi garganta. Cuando se seca demasiado
me duele de un modo horrible.
—¡Por todos los cielos! —murmuró el conservador—. Puedo hacer que traigan
agua, Sir Richard. En serio. Le ruego que no se moleste.
—No, no, insisto en que no lo haga. Volveré en seguida. Por favor no llame a
nadie.
Antes de que el conservador pudiese continuar con sus protestas Sir Richard
había salido y desaparecido por el corredor.
El señor Buzzby se encogió de hombros y regresó a su escritorio.
—Una persona de lo más extraordinaria —murmuró—. Erudito y original, pero
extravagante. Decididamente extravagante. Sin embargo, es agradable pensar que ha
ebookelo.com - Página 97
leído mi folleto. A un especialista tan distinguido podría perdonársele que lo hubiese
pasado por alto. Lo llamó un trabajo erudito. Un trabajo erudito. Hmm. Muy
satisfactorio, ya lo creo.
El señor Buzzby cortó el extremo de un cigarro y lo encendió.
—Desde luego, acerca del Libro de los Muertos está equivocado —meditó—.
Osiris era un dios benévolo. Es cierto que los Egipcios le temían, pero sólo porque se
suponía que juzgaba a los muertos. No había nada de esencialmente maligno o cruel
en él. En ese sentido Sir Richard se equivoca por completo. Es curioso que un
hombre tan eminente se encuentre tan sensacionalmente despistado. No puedo usar
otra frase. Sensacionalmente despistado. En realidad creo que mis argumentos lo
impresionaron, sin embargo. Pude ver que estaba impresionado.
Las agradables reflexiones del conservador fueron grosera e inesperadamente
interrumpidas por un grito en el corredor.
—¡Baja los extinguidores! ¡Rápido, bastardo!
El conservador se sobresaltó y se puso en pie con rapidez. El lenguaje profano
violaba las normas del museo y él siempre había insistido con firmeza en que se
obedecieran las normas. Se dirigió a la puerta con zancadas veloces y la abrió de par
en par y miró incrédulo por el corredor.
—¿Qué fue eso? —gritó—. ¿Alguien llamó?
Oyó pasos apresurados y el sonido de alguien que gritaba, y después apareció un
empleado en el extremo del corredor.
—¡Venga pronto, señor! —exclamó—. ¡Hay humo y llamas en el sótano!
El señor Buzzby gruñó. ¡Qué horrible que pasara algo así cuando había un
huésped distinguido! Se precipitó por el corredor y aferró con furia el brazo del
empleado.
—¿Salió Sir Richard? —preguntó—. ¡Contésteme! ¿Sir Richard sigue allí abajo?
—¿Quién? —jadeó el empleado.
—El caballero que bajó hace unos minutos, idiota. ¿Un caballero alto de abrigo
azul?
—No sé, señor. No vi subir a nadie.
—¡Santo Dios! —el señor Buzzby estaba frenético—. Tenemos que sacarlo en
seguida. Creo que estaba enfermo. Es probable que se haya desmayado.
Caminó hasta el extremo del corredor y bajó los ojos hacia el hueco lleno de
humo de la escalera que llevaba al lavatorio. A pocos pasos de él tres empleados
avanzaban con cautela. Tenían pañuelos mojados bien asegurados sobre la cara, para
protegerse del humo acre, y cada uno llevaba un extinguidor de incendios cilíndrico
extendido hacia adelante. Mientras bajaban los escalones echaban chorros del líquido
de los extinguidores hacia las espirales en rápido ascenso de mortífero humo azul.
—Hace un minuto era mucho peor —exclamó el empleado que estaba junto al
señor Buzzby—. El humo era más denso y tenía un olor espantoso. Como olían los
huevos de dinosaurio que usted desempacó la primavera pasada, señor.
ebookelo.com - Página 98
Ahora los empleados habían llegado a la base de la escalera y se asomaron con
precaución al lavatorio. Por un instante miraron en silencio, y después uno de ellos le
gritó al señor Buzzby:
—Aquí el humo tiene una densidad infernal, señor. No podemos ver llamas.
¿Entramos, señor?
—¡Sí, háganlo! —la voz del señor Buzzby era trágicamente aguda—. Hagan todo
lo que puedan. ¡Por favor!
Los empleados desaparecieron dentro del lavatorio y el conservador esperó con el
oído expectante y agónico. Se le encogía el corazón ante la idea del destino que muy
probablemente le hubiese tocado al ilustre huésped, pero no se le ocurría qué más
podía hacer. Presentimientos siniestros le pasaron por la mente, pero estaba impotente
para actuar.
Fue entonces que comenzaron los chillidos. Fuera cual fuese la causa que los
motivaba eran realmente espantosos, pero empezaron de modo tan brusco, tan
inesperado, que al principio el conservador no pudo formar ninguna teoría acerca de
lo que los causaba. Brotaron de manera tan horrible y repentina del lavatorio,
resonando una y otra vez por los corredores vacíos, que el conservador sólo pudo
quedarse mirando, sobresaltado.
Pero cuando se hicieron apenas coherentes, cuando los gritos de temor se
transformaron en súplicas de piedad, de misericordia, y cuando el idioma en que se
expresaban lúgubremente también cambió, haciéndose familiar para el conservador
pero incomprensible para el hombre que estaba junto a él, ocurrió un incidente
terrible que éste último nunca pudo remitir a un piadoso olvido mnemónico.
El conservador cayó de rodillas, cayó literalmente de rodillas en el comienzo de
la escalera y alzó los dos brazos en un inconfundible gesto de súplica. Y entonces
brotó de sus labios cenicientos un torrente de grotesco galimatías:
—¡Sdmw stn Osiris! ¡sdmw stn Osiris! ¡sdmw stn Osiris! ¡sdm-f Osiris! ¡Oh,
sdm-f Osiris! ¡sdmw stn Osiris!
—¡Idiota! —una forma envuelta en una bufanda emergió del lavatorio y subió
pesadamente los escalones—. ¡Idiota! ¡Usted… usted ha pecado irreparablemente! —
La voz era gutural, áspera, remota y parecía llegar desde una distancia
inconmensurable.
—¡Sir Richard! ¡Sir Richard! —el conservador se puso en pie tambaleante y
tropezó hacia la figura que subía—. Protéjame, Sir Richard. Hay algo indecible allá
abajo. Creí… por un momento creí… Sir Richard, ¿lo vio? ¿Oyó algo? Esos
chillidos…
Pero Sir Richard no contestó. Ni siquiera miró al conservador. Pasó rozando al
desdichado hombre como si fuera un simple tonto entrometido, y empezó a subir
hoscamente la escalera que llevaba a la Sala de Antigüedades Egipcias. Subía con
tanta rapidez que el conservador no podía alcanzarlo, y antes de que el asustado
hombre hubiese llegado al descanso de la mitad de la escalera los pasos del otro
ebookelo.com - Página 99
resonaban en el piso embaldosado de arriba.
—¡Espere, Sir Richard! —chilló Buzzby—. ¡Espere, por favor! Estoy seguro de
que usted puede explicar todo. Tengo miedo. ¡Por favor espéreme!
Le atacó un espasmo de tos y en ese instante se oyó un terrible estrépito.
Fragmentos de vidrios rotos tintinearon sugestivos sobre el piso de piedra,
despertaron ecos ominosos en el corredor y recorrieron de arriba abajo la escalera en
espiral. El señor Buzzby aferró los pasamanos y gimió. Tenía el rostro enrojecido y
distorsionado por el miedo y le brillaban gotas de sudor en la alta frente. Por un
instante se quedó así, ovillado y gimiendo en la escalera. Después, milagrosamente,
su valor volvió. Subió el último tramo de escaleras de a tres escalones por vez y se
precipitó locamente hacia adelante.
Una idea intolerable había nacido de pronto en el pobre cerebro confundido del
señor Buzzby. Se le había ocurrido que Sir Richard era un impostor, un loco asesino
con el único propósito de destruir, y que sus colecciones se encontraban en peligro
inmediato. Fueran cuales fuesen las debilidades humanas del señor Buzzby, en su
carácter de profesional era consciente y agresivo en un grado casi anormal. Y el
estrépito había sido inconfundible y susceptible de una sola explicación. El señor
Buzzby olvidó por completo el temor en su preocupación por las preciosas
colecciones. ¡Sir Richard había roto una de las vitrinas y estaba sacando lo que
contenía! En la mente del señor Buzzby había pocas dudas en cuanto a las vitrinas
que Sir Richard había destrozado.
—Los restos de Luxor son irrecuperables —gimió—. ¡Me han engañado
horriblemente!
Se detuvo de pronto, y miró. En la entrada misma de la Sala había un conjunto de
prendas que reconoció al instante. Allí estaba el abrigo de imitación chinchilla azul y
el sombrero alpino Homburg de alta copa cónica, y la bufanda de seda azul que había
ocultado con tanta eficacia la cara del visitante. Y en la cúspide del montón
descansaba un par de guantes de gamuza amarilla.
—¡Dios santo! —murmuró el señor Buzzby—. ¡El hombre se ha quitado toda la
ropa!
Se quedó un momento mirando en un estado de completa perplejidad y después
entró en la sala con trancos largos, histéricos.
—Un maniático incurable —musitó en voz baja—. Un lunático perdido, delirante.
Por qué no se me ocurrió…
Después, bruscamente, dejó de increparse. Olvidó por completo su descuido, el
montón de prendas y la vitrina destrozada. Todo lo que le había ocupado la mente
hasta ese instante se vio desalojado y se encogió de temor. La mirada renuente del
señor Buzzby nunca había visto algo igual.
El visitante del señor Buzzby estaba inclinado sobre la vitrina destrozada y sólo
su espalda era visible. Pero no era una espalda común. En un momento lúcido, sin
emociones, el señor Buzzby la habría llamado una espalda repugnante, malévola,
* * *
El camarero necesitó casi diez minutos para lograr que me recobrara. Se vio obligado
a forzar cucharadas de brandy entre mis dientes bien apretados, a bañarme la frente
con agua helada y a masajearme, casi con salvajismo, las muñecas y los tobillos. Y
cuando por fin abrí los ojos, se negó a mirarlos. Era obvio que quería que yo
descansara, permaneciera quieto, y parecía desconfiar de su propio equipo emocional.
Sin embargo tuvo la bondad de enumerar las medidas que habían contribuido a mi
restablecimiento y de instruirme en relación a los restos.
—Las prendas estaban cubiertas de sangre… empapadas, señor. Las quemé.
Al día siguiente fue más locuaz.
—Eso llevaba las prendas del caballero que murió en el último viaje, señor:
llevaba las cosas del doctor Blodgett. Las reconocí al instante.
—Pero por qué…
El camarero sacudió la cabeza.
—No sé, señor. Tal vez lo salvó que usted subiera a cubierta. Tal vez lo salvó que
usted subiera a cubierta. Tal vez el ser no podía esperar. Partió un poco después la
última vez, señor, y era más tarde que entonces cuando lo visité en su camarote. El
barco debe de haber superado la zona de eso, señor. O tal vez el ser cayó dormido y
Peter se agachó y examinó la rana. Estaba muerta. Yacía entre los guijarros al borde
de la corriente y las largas patas se proyectaban rígidas hacia afuera.
—¿Quién querría lastimar a un pobre animalito como éste? —murmuró Peter—.
¡Pobre animalito!
Peter no era muy brillante. Tenía dieciocho años, pero su mente era la de un niño.
Sin embargo sabía que la rana había sido estrangulada cruel y malévolamente por una
persona o varias personas desconocidas. Temblando, apoyó un dedo cauteloso sobre
el alambre tenso, refulgente que rodeaba el cuello del anfibio. La fría carne le hizo
subir un escalofrío por la muñeca que casi le llegó hasta el codo.
—¿Quién querría lastimar a un animalito como éste? —reiteró perplejo y
asombrado.
No se demoró sobre el cadáver pequeño, patético. Iba oscureciendo, y le asustaba
el rápido crecer de las sombras y las ramas negras, arácnidas que se cruzaban altas
sobre su cabeza. El bosque era un lugar hostil cuando el sol dejaba de brillar sobre él.
Hostil y muy lúgubre y lleno de voces.
Cuando Peter llegó a casa la madre estaba preparando la mesa para la cena y su
padrastro estaba sentado junto a la ventana con un periódico de una semana antes
sobre las rodillas y una pipa de marlo entre los dientes arruinados y descoloridos.
Peter cerró la puerta y avanzó torpemente.
—Hola —dijo el padrastro—. ¿Dónde has estado?
—Pescando algo junto al arroyo, nada más —contestó Peter, nervioso—.
Esperaba que viniera una trucha y se tragara la lombriz, y entonces la tendría. Sólo
estuve ahí, pescando. Eso es todo lo que hice desde que me fui. Estuve ahí y en
ninguna otra parte. Sólo esperaba que se acercara una trucha para poder agarrarla.
El padrastro de Peter frunció el entrecejo. Era un hombre alto, flaco, a punto de
entrar a la vejez, con ojos oscuros, malhumorados y boca hosca.
—Escúchame, muchacho —dijo con voz áspera—. ¿No te dije que no metieras el
hocico en los bosques? ¿Qué tienes en la cabeza: piedras?
—No quería hacer ningún mal, papá —gimió Peter—. Sólo estuve pescando en el
arroyo. Esperaba que viniera una trucha para poder agarrarla. No fui allí por ninguna
otra cosa.
—¿Sí? Bueno, que no te sorprenda metiéndote otra vez en esos bosques. Si te
* * *
Era más de medianoche cuando Peter despertó. Se incorporó en la cama, se frotó los
ojos y miró confundido alrededor de sí. Algo golpeteaba el cristal de la ventana.
Peter no quería salir de la cama. Era una noche muy fría, y se sentía cálido y cómodo
bajo las pesadas mantas.
Pero algo golpeteaba sobre la pesada ventana, insistente, monótono. Tap-tap, tap-
tap-tap, tap tap.
Lenta, desganadamente, Peter apartó las frazadas y se deslizó al suelo.
—Ya voy —murmuró—. Te abriré la ventana. Haré lo que quieras. La abriré bien.
Avanzó tembloroso sobre el suelo. El corazón le latía con fuerza y en sus ojos
había miedo y horror. Sin embargo, cuando llegó a la ventana su mirada no encontró
más que un borrón oscuro, amorfo más allá del cristal plateado por la luna. Para su
conciencia aturdida y ofuscada por el sueño aquello parecía girar lenta y torpemente,
como un gran moscardón de junio. Sólo que era mucho más grande que un
moscardón de junio.
Peter alzó la ventana hasta que el viento le dio de lleno en la cara asustada, de
mirada vacía, y le agitó el despeinado cabello rojizo. Por lo común habría temido las
consecuencias de un acto tan temerario, pero lo dominaba una compulsión extraña y
poderosa, y actuaba por instinto, sin pensar. Por unos segundos miró hacia la
oscuridad ondulante y olorosa a tierra. Después, meneando la cabeza, se dio vuelta y
regresó tambaleante a la habitación.
—Ahí no hay nada —murmuró—. Creí que había algo, pero debo estar
equivocado.
Ceñudo y perplejo, subió otra vez a la cama.
—Tenía miedo de que fuese algo salido de los bosques —murmuró, mientras se
subía las frazadas sobre el pecho—. Algo vivo. Como… como esas cosas que vi
cuando tenía ocho años.
Por un instante se quedó con los ojos clavados en el techo. Su mente infantil,
ignorante desbordaba de imágenes, recuerdos, impresiones de un pasado difuso y
frecuentado por las sombras.
—No es bueno preguntar dónde pusieron al abuelo —dijo—. No es bueno
preguntar dónde fue el abuelo cuando eso entró. Yo no estaba allí cuando eso entró,
pero oí que mamá decía que era terrible, y el abuelo era muy malvado a pesar de toda
su bondad. Hizo un pacto con eso que entró.
»Una vez, hace muchos años, cuando tenía ocho años, vi que el abuelo hablaba
* * *
El falso amanecer se arrastró como algo herido por los pasillos del bosque,
salpicando de rojo los árboles delgados y proyectando sombras temblorosas sobre las
aguas hondas y oscuras del arroyo.
En la laguna Eaton un nenúfar se transformó en una gigantesca mano escarlata y
una salamandra moteada rompió la superficie con un salpicón, dispersando burbujas
de aire en todas direcciones y dejando tras sí un rastro arremolinado de mechones
milagrosamente iluminados.
La mano-nenúfar ardió sobre el agua, y ardiendo brillantes por todos los pasillos
del bosque estaban los ojos agudos, inquisitivos del bosque, las húmedas aletas
olfativas del bosque y los pequeños pies en fuga del bosque.
La marmota no es un animal demasiado curioso. Tampoco lo son la ardilla roja, el
aplastado ratón campestre gris y el hurón tímido y furtivo. Ni siquiera el búho
ululante con su visión amplia y extendida se demora a contemplar un henar en llamas.
Pero los vecinos de Ogelthorpe se reunieron a distancia segura a contemplar
cómo ardía su cabaña. Las llamas crepitaban y se alzaban, y proyectaban una
radiación ondulante sobre el granero de paredes grises de Ogelthorpe, y la pila de
abono erguida entre el granero y el pozo junto a la hilera, con su bomba herrumbrada
y el balde mojado desbordante de rojas hojas de noviembre.
EL LILIPUTIENSE FLAMÍGERO
Astounding Stories, diciembre de 1936
VISIÓN OSCURA
Unknown Worlds, marzo de 1939
Fue un simple paso en falso lo que cambió el mundo alrededor de él. No era un
hombre que pudiese ser llevado con facilidad a la negligencia. Era cuidadoso, cauto;
miraba antes de saltar; y había evitado la catástrofe física durante veintisiete años.
Sin embargo ahora caía sin lugar a dudas. Caía horriblemente entre pilares de
llamas, con los brazos azotando el vacío, las largas piernas sacudiéndose.
Ronald Horn no era electricista. No comprendía cómo un cable de transmisión de
alto voltaje podía producir ondas de frecuencia tan alta que sólo podía medirse
mediante inductancia por la distancia explosiva. Sólo cuando aterrizó sobre un
conmutador hidráulico cerca de la base del tremendo generador de Donivan despertó
a la conciencia del peligro.
Yacía aturdido y jadeante mientras lo rodeaban por completo tremendas olas de
energía. En circunstancias menos azarosas la simple belleza del espectáculo le habría
acelerado el pulso. Pero en ese momento su pulso se aceleraba por simple terror.
Yacía gruñendo y con los ojos abiertos, aferrando el metal con los dedos, el rostro
cadavérico en el resplandor encandilante.
Hay que reconocer que no perdió la cabeza. Se quedó rígido e inmóvil hasta que
lo rescataron. Nunca supo cómo lo bajaron. El descenso fue una pesadilla llena de
voces. Tenía conciencia de manos fuertes que lo sostenían, de caras torvamente
concentradas en el trabajo inmediato. El trabajo de sacarlo a salvo de aquel infierno
en llamas. Las manos eran competentes; las caras estaban convulsionadas por malos
presentimientos.
Las manos ganaron. Lo bajaron a salvo. Ellos: John Donivan y sus dos jóvenes
ayudantes, Fred Anders y William Marston. Lo sostuvieron con suavidad bajo un
vasto e intrincado laberinto de conductores, susurrando palabras tranquilizadoras
mientras lo guiaban a una silla bajo el campo magnético que rodeaba a los
conductores y el campo electrostático que salía de los conductores.
Se sentía flojo, fláccido. No podía sostenerse. Donivan se cernía sobre la silla,
bajando los ojos hoscos hacia él mientras el joven Anders iba a buscar una botella a
medio llenar de whisky en el desordenado galpón de herramientas que afeaba el
ángulo noreste de la planta de energía.
Horn se sintió mejor en cuanto el whisky lo calentó. Sonrió débilmente.
—Me salvé raspando —dijo.
* * *
Temblaba sin control cuando apareció ante la puerta del departamento de Gloria
Moore. Ella lo dejó pasar de mala gana, cerrando la puerta con suavidad a sus
espaldas. Llevaba un vestido de noche de seda azul que dejaba al descubierto la
encantadora redondez de la garganta blanca y los hombros, y la flexible elegancia de
su cuerpo joven y esbelto.
* * *
Un terror absoluto lo bañó cuando salió a la calle. Toda su vida parecía dirigirse a un
agónico foco mental dentro de su cabeza. Tuvo conciencia de su cerebro como un
centro pulsante, palpitante de angustia y tormento inexpresable, un eje inflamado que
atraía los impulsos de sus nervios hacia un manicomio apretado, enroscado dentro de
su cráneo.
Tan malignos, tan salvajes, tan primitivamente mortíferos eran los pensamientos
que fluían hacia su interior que su cordura vaciló y sintió el momentáneo impulso de
correr aullando a través de la noche.
Mientras recorría vacilante calles poco iluminadas con una angustia ciega e
intolerable, la vida de la ciudad adquiría una cualidad de pesadilla aborrecible desde
su punto de vista. Rozaba personas que parecían perfectamente normales por fuera,
pero cuyas mentes eran cloacas de odio agusanado y carnalidad y rencor repelentes.
Vio pasar un carro de cerveza tirado por caballos, con el conductor castigando a
las grandes bestias con el látigo.
Por fuera el conductor parecía aplicar el látigo a los flancos de los animales. Pero
subjetivamente torturaba seres humanos, evocaba en su mente salvaje símbolos de
superioridad humana que lo llenaban de rabia insensata y de odio.
Todo lo que era amable y hermoso gruñía bajo el látigo en su mente primitiva,
desviada. Fluían de él pensamientos tan indeciblemente repulsivos que martillaron el
cerebro inflamado de Horn como un yunque atormentado.
Vio a un hombre y una muchacha que caminaban tomados del brazo por la calle.
La muchacha dejó caer la cartera y el hombre se inclinó a alzarla. Cuando se
enderezó su expresión era franca y respetuosa, pero sus pensamientos tenían púas de
rencor.
«Siempre deja caer las cosas», pensaba, con la cabeza aureolada por la luz
oscurecedora. «Parece que es torpe de nacimiento. Cada vez que salimos deja caer la
cartera o el pañuelo, y tengo que arrastrarme.»
De pronto la malevolencia ensombreció los pensamientos del hombre. «No
tendría que haberme casado nunca con ella. El matrimonio es un engaño. Ella me
atrae físicamente, pero odio que me fastidie sin cesar. Su risa es tonta. Si se la llevara
Anne Carlyle se sobresaltó cuando apareció en el Halcón Dorado, tan grande era su
palidez, tan inseguro su modo de caminar. Se acercó a la mesa de ella vacilante entre
los sorprendidos parroquianos, con los ojos torturados, charcos oscuros en su cara
blanca.
Anne Carlyle era una muchacha extraña, enigmática. Sus amigos la encontraban
alegre y superficial, sus enemigos mercenaria y fríamente calculadora. Su conducta
era la de una joven dama muy sofisticada. Bailarina del Halcón Dorado, tenía aguda
conciencia de que los parroquianos del club nocturno preferían ser atendidos por
mujeres de experiencia.
Y cuando una muchacha tiene que mantener a una madre viuda… Anne Carlyle
no le había hablado nunca de su madre a Horn.
Se dirigió con pasos inseguros hacia la mesa de la muchacha y se sentó junto a
ella. Tendió la mano y le apretó los dedos. Ella no se encogió cuando le dijo:
—Anne, estoy en un aprieto.
—¿Qué pasa, querido?
Horn se lo contó en sílabas titubeantes. Le contó acerca del accidente ocurrido en
la planta de energía. Le habló del don terrible de la visión extra. No vio la luz porque
mantuvo los ojos desviados. Pero de pronto pudo sentir que los pensamientos de ella
fluían hacia él, se fundían con su conciencia. Los pensamientos de Anne Carlyle se
volcaban dentro de su cerebro.
Eran maravillosamente dulces y consoladores. Era increíble, pero no parecía
haber la menor malignidad en Anne Carlyle.
Advertía que pensamientos depravados y odiosos caían sobre él desde todos los
ángulos. Pero el flujo más fuerte no era maligno en absoluto. Cerca de él,
protegiéndolo de toda la codicia y la envidia y el odio implacable de las mentes de los
parroquianos del Halcón Dorado había una barrera ondulante de compasión y luz.
De algún modo podía distinguir entre las olas que llegaban, podía sentir la bondad
cercana y vibrante de Anne Carlyle. Era casi pura. La atravesaban impulsos
rencorosos infantiles, pero eran tan triviales comparados con su sencilla bondad.
Los impulsos de rencor no estaban dirigidos contra él en ningún sentido. Estaban
dirigidos contra las rivales de Anne en el club nocturno. Incluso mientras lo
consolaba estaba pensando: «Me necesita desesperadamente. Debo quedarme a su
lado. Es probable que eso signifique que la maldita Wilson me robe el número. Si me
voy del club esta noche no se detendrá ante nada para desacreditarme. Ha estado
esperando una oportunidad de reemplazarme. Pero lo único que importa es la
tranquilidad y la seguridad de Ron. Siempre lo he amado.»
* * *
* * *
Cuando despertó, Anne Carlyle estaba sentada junto a él. Estaba echado en un sofá de
la biblioteca de Croyce y ella le sostenía la mano y le sonreía.
El rostro de la muchacha era maravillosamente radiante. Durante lo que
parecieron siglos la miró en silencio, la miró con miedo. Pero su rostro no parecía
retroceder ni desaparecer. Ninguna luz misteriosa se elevaba para oscurecer el bello
contorno. Su primer sentimiento fue un alivio enorme de que el poder, la visión, se
hubiera ido. Después, mientras miraba los ojos grandes, ansiosamente interrogantes
de ella, apareció una satisfacción mayor: la de poder mirar aquellos ojos y verlos.
Se incorporó un poco vacilante.
—Anne, Anne —dijo—, se ha ido. El horror se ha ido ahora.
La interrogación ansiosa dio paso al alivio y a algo aún más satisfactorio.
Los elementales, como todo exorcista del mundo antiguo estaba en posición
de testimoniar, podían tomar posesión de los seres humanos con la misma
fuerza que el demonio más satánico y maligno de cola puntiaguda. Pero el
hombre moderno, ya sea occidental u oriental, tiende a no trazar distinciones
entre las criaturas de luz y fuego que anteceden el alba misma del hombre y
las entidades posesivas más oscuras, más personificadas, de origen muy
posterior.
El elemental de la narración siguiente retrocedía hasta la ígneas nieblas
primigenias. Pero a pesar de ello era terriblemente humano, terriblemente
vulnerable, y fue eso, más que la sagacidad de último momento de su
supuesta víctima, lo que lo llevó a la ruina.
«El elemental» era más livianamente fantástico en su tono que el resto de
mis relatos publicados por Unknown y que tal vez todos menos tres de los
treinta y cinco relatos que escribí para Weird Tales. Aún puedo recordar que
me reí un poco mientras lo escribía. Pero sin embargo, hacia el final, mi
estado de ánimo se ensombreció y descubrí que me estremecía.
A veces John Campbell podía ser un adicto a los relatos de este tipo,
como puede testimoniar también L. Sprague de Camp.
EL ELEMENTAL
Unknown Worlds, julio de 1939
Al principio Wheeler creyó que era una coincidencia. Dama de Ébano estaba
perdiendo sin lugar a dudas a la luz del sol. Iba retrocediendo al cuarto puesto,
pasando a Cantor en marcha atrás y galopando con ritual parejo en la dirección
equivocada sobre la pista color nuez.
O así parecía para la tribuna y las multitudes vitoreantes que estaban más allá de
la llegada. En realidad el pique regresivo de Dama de Ébano era una ilusión óptica.
Sin vapor en los ollares, la yegua joven más rápida de todo Kentucky emulaba a un
poste de telégrafo visto desde un tren expreso en marcha.
Entonces se presentó la «coincidencia». Dama de Ébano dejó de pasar caballos en
sentido inverso y volvió a ocupar la delantera. La recobró en menos de cinco
segundos pasando a tres caballos como un chorro de petróleo líquido.
Wheeler se frotó los ojos. ¿Había transformado a un perdedor en ganador con un
solo pensamiento? Hacía varias horas que era consciente de un poder nuevo y extraño
en él. Le bastaba concentrarse para poder apartar a la gente cuando caminaba. En un
gentío, cuando necesitaba espacio podía despejar un camino para él.
¡Pero Dama de Ébano atronaba la pista a más de quinientos metros! Y en su
mente no había conciencia de un esfuerzo. Simplemente pensaba: «Quiero que ese
caballo vaya más rápido. Quiero que ese caballo gane.»
Fuerza, fuerza. Un pequeño pensamiento definido, revolviéndosele en la mente.
Alguien le tiraba de la manga.
—¡Bueno, que me cuelguen! ¡Mire cómo va ese caballo!
A Wheeler no le gustaba que lo tocaran. Frunció el entrecejo con resentimiento y
apartó la mirada de la pista. Parado junto a él estaba un hombre rollizo y alto, calvo,
de traje a cuadros, con la cara de gran mandíbula cubierta de sudor, los ojos
moviéndose de un lado a otro en la cabeza.
—¡Ahora nada puede pararla! ¡Fíjese cómo va!
—Me sería posible detenerla, caballero —dijo Wheeler, irritado.
El gordo soltó el brazo de Wheeler y se apartó nervioso a lo largo de la baranda.
—Un loco perdido —murmuró.
Wheeler se limpió la manga como si se hubiese contaminado y volvió los ojos a
la pista. Dama de Ébano cargaba hacia la línea de llegada con cascos voladores, el
largo cuello adelantado, el jockey doblado en dos en un éxtasis de anticipación.
* * *
Las aguas estaban enrojeciendo cuando la fatiga lo invadió sin lugar a dudas. El vuelo
se transformó en un esfuerzo. Pero siguió agitando los brazos con decisión y
asegurándose que era más liviano que el aire.
Volaba sobre islas grandes y pequeñas cuando su flotabilidad decayó
desastrosamente. Las piernas se volvieron plomizas, inertes. El horror lo bañó cuando
miró hacia abajo. Había dejado de subir y la superficie pareja del agua, bajo él,
ascendía como un suelo.
Cayó como una plomada más de trescientos metros, azotando el aire con los
brazos. Estaba casi al nivel de las olas cuando algo pareció estallar en su pecho. Giró
sobre sí mismo y remontó vuelo erráticamente, dirigiéndose hacia el este con
pequeños tirones sobre una islita, y girando alto en el aire.
La islita tenía apenas doce metros de diámetro, un pico de roca mellada que
emergía precariamente del mar color vino.
Trazando círculos como una efímera, Wheeler bajó hacia ella. Rodeó una aguja
amenazante de granito y se detuvo con un sacudón sobre un borde inclinado
tachonado de lapas. Por un instante se tambaleó sobre el mar, con los ojos muy
abiertos de terror.
Algo semejante a una nube se iba asentando junto a él. Por un instante se sintió
como una medusa sobre zancos. Después las piernas se le licuaron y se derrumbó
sobre el granito fustigado por la espuma.
La nube se hizo más densa, aglutinándose en un cono erguido que refulgía con
una luminosidad pálida. Wheeler gimió y se incorporó sobre las manos.
—Eres menos inteligente que un niño idiota —dijo una voz.
La sangre se fue del rostro de Wheeler, dejándolo ceniciento. Rotando junto a él
sobre la roca empapada estaba una masa cónica de espuma, con la cima tornasolada,
dos órbitas iridiscentes centelleando en su masa tenue.
El disco sangriento del sol se iba deslizando tras el borde de la bahía, pero aún
había iluminación suficiente como para mezclar las sombras de Wheeler y el cono.
La sombra del cono iba devorando como un lobo la sombra de Wheeler, consumiendo
* * *
SUERTE DE PESCADOR
Unknown Worlds, julio de 1940
Mason estaba muy orgulloso de su caña de pescar. Era delgada y esbelta, y liviana
como un céfiro. A Mason le gustaba pescar, pero durante cinco años nadie se había
ocupado seriamente de sus gustos y disgustos. Él no era más que el bueno de Mason,
un pilar de la comunidad, y un empleado inamovible en Green & Hedges, tan
indispensable como la planilla de subas y bajas que estaba en la pared de la oficina de
Green.
Green y la planilla lo habían mantenido pegado a su escritorio durante cinco años.
Podía oír a Green:
—Lo siento, Mason, pero este año no habrá vacaciones para usted. No tiene más
que fijarse en esa planilla. Si las condiciones empeoran, tendré que reducir los gastos
al máximo.
Sin alzar un dedo, Green había salvado la vida de dos mil truchas. Pero Green
había dejado de ser un defensor de la fauna. De pie detrás de la viuda de Green,
Mason había visto cómo bajaban el cuerpo frío que había sido Green a un metro
ochenta de profundidad. Ella había llorado y él la había consolado, empleado fiel
hasta el fin.
Ahora estaba libre para pescar. Hedges se había negado con firmeza a retirar la
planilla, pero la viuda de Green no dejaba que le dieran órdenes.
—Hará lo que yo digo, señor Hedges. Este año el pobre señor Mason tendrá
vacaciones. Ha hecho más que usted por la empresa.
Era cierto, desde luego. Mason había hecho mucho por la empresa. Incluso si
Hedges no pensaba eso, incluso si la señora Green necesitaba actuar en su defensa.
El arroyuelo en el que estaba parado hervía de truchas. Estaba con el agua hasta
las rodillas, las altas botas de goma alzándose como pilares de ébano desde el agua
veloz. Alzó la caña y lanzó con elegancia una dorada mosca de espuma de seda por
* * *
* * *
Cada vocación tiene sus obligaciones sagradas, sus ritos solemnes. El pescador que
descuida secar su línea se desprestigia, pierde el respeto hacia sí mismo y ofende al
mismo Acuario.
Mason no tenía la intención de pescar en ese sentido. El manzano más próximo
tenía ramas bajas, que se adecuaban a la perfección a su propósito. Primero
aseguraría una plomada al extremo de la línea y la dejaría descender al suelo bajo la
ventana. Después bajaría él y la alzaría, y la envolvería alrededor del manzano. De
ese modo, la línea se secaría al aire y no se le oxidaría el carrete.
No quitó la mosca, simplemente unió la plomada al hilo y sacó la caña por la
ventana. Durante los diez segundos siguientes pareció pescar desde la ventana. Abajo
no había agua. Simplemente tierra, hierba y ranúnculos. Pero una curiosa expectativa
lo invadió mientras la línea lastrada descendía.
Era una sensación de lo más extraña. Parecía estar pescando, en verdad. Y al
principio el tirón fue tan imperceptible que se fundió con su estado de ánimo,
fortaleciendo la ilusión.
Bruscamente despertó al terror. Hubo un sacudón convulsivo y casi le arrancaron
la caña de las manos. Con un grito de alarma afirmó el pulgar sobre el carrete,
retrocediendo al cuarto de un salto. El tironeo se volvió de inmediato convulsivo,
continuo. Hizo todo lo que pudo por retener la caña. Empezó a regresar a la ventana,
después lo pensó mejor.
Si no quería perder la caña, necesitaba espacio. ¿Por qué temblaba tanto? Esta vez
* * *
* * *
LOS REFUGIADOS
Unknown Worlds, febrero de 1942
PRÓLOGO
* * *
* * *
* * *
El humo subía arremolinado de la pipa de Roger Prindle cuando Helen Kelly abrió la
puerta de entrada y se quedó como en trance, con una brisa de la calle despeinándole
el cabello corto, castaño rojizo. Junto a ella estaba Michael Harragan, con la
maravilla y el agradecimiento en la mirada.
—Dios bendiga mi alma, señorita Kelly, mire eso. Es muy evidente que están con
él, o no estaría ahí parado tan tranquilo y satisfecho. No con ellos colgados en todas
partes alrededor de él y susurrando como un enjambre de abejas de Connemara.
EL EMPADRONADOR
Unknown Worlds, abril de 1942
El hombrecito de la sala terapéutica agitó los párpados para apartar el sueño y miró
hacia afuera, hacia la Ciudad Púrpura. Lejos, bajo él, naves cargadas con mercaderías
de Carthis y Nis se acercaban por el Río sur hacia los muelles y los depósitos de la
Compañía Illyan, con los cascos color esmeralda brillando en el alba.
El hombrecito deseaba escribir un poema sobre esas naves, y las gaviotas que
giraban en el cielo, y las agitadas olas del mar. Hacía ya unos años que había dejado
de considerarse un hombre joven. Era un empadronador, no un poeta. Siempre había
despreciado en secreto a los poetas, pero por algún motivo esa mañana veía cosas con
la perspectiva de la juventud.
Los que atendían la sala se merecían el puesto que ocupaban. Con rara
comprensión, había trasladado su gabinete de dormir hasta la ventana, de modo que
podía ver la ciudad en el alba. Junto a él, en otros gabinetes, había cuatro espléndidos
hombres que también se merecían el puesto que ocupaban. El amigo que estaba a su
derecha, Macilrimp, perseguía a los criminales sin desfallecer; sobre todo a los que
evadían impuestos.
Macilrimp estaba bien. Sinsawanan también, a su izquierda. Señor, qué sueño
había sido aquél. Realmente se había concentrado en él. Había tropezado por
accidente con un criminal muy peligroso y había notificado a la Escuadra de Arresto.
Un tal Phillip Elston, en un barrio llamado Yonkers. Nombre extraño, extraña casa:
sin silbato en la puerta.
Una casa como ésa sólo podía existir en un sueño. Esos nuevos gabinetes para
dormir eran algo fuera de lo común. Estimulaban el supraconsciente y fundían las
barreras entre las mentes, de modo que el sueño adquiría un aspecto de realidad. La
mente durmiente era un laberinto primitivo, sombrío, pero estos nuevos gabinetes
colocaban indicadores a cada paso. Con los nuevos gabinetes la gente podía
encontrarse en sus sueños y comparar impresiones.
Estaba contento de haberse presentado como voluntario para probar los nuevos
Satterly alzó la áspera bolsa de arpillera que Tony el hielero estaba tratando de
venderle y la examinó con ojos críticos. Estaba sucia, desde luego, y habría que
sacudirla al sol. Pero parecía tener el tamaño justo para una bolsa de sorpresas de
cumpleaños.
Satterly sentía pena por él mismo. Tenía sólo treinta y dos años y era soltero, pero
cada vez que se vestía en Nochebuena su juventud parecía escurrirse lejos de él hasta
hacerlo sentir tan viejo como Matusalén.
Aún podía oír a Ellen mientras le daba una palmadita sentimental en la espalda:
—Querido, tendrías que haberles visto la cara a los chicos. Tu Santa Claus no es
como el de las agencias de publicidad.
De acuerdo, los niños le gustaban. Algún día esperaba tener un chico propio.
Pero, como a todos los varones normales, le desagradaba que se los impusieran. Ella
simplemente se aprovechaba de su buen carácter y sus talentos dramáticos.
Esta vez quería que llevara barca marrón y se disfrazara de Fraile Tuck[5]. Iba a
dar una fiestita de cumpleaños en el jardín para su hermana menor, y:
—Ted, la funda de una almohada sería demasiado chica. ¿No podrías pedir una
bolsa de arpillera vieja en alguna parte?
Él había mascullado con voz ronca algo que había sonado a:
—Hum, trataré.
Ahora lamentaba no tenerla tras él para poder darse vuelta y preguntarle: «¿Qué
te parece ésta?»
Tony le estaba dando convincentes argumentos de venta, pero no estaba seguro de
que la bolsa le gustara.
—¿Dónde podrías encontrar una mejor por cinco centavos? —estaba diciendo
Tony—. ¿Dónde, me quieres decir?
—¿Estás seguro de que no se romperá?
Tony frunció el entrecejo y le arrebató la áspera bolsa.
—No se rasgará. Es fuerte, ¿ves?
Aferrando un pliegue de la bolsa, tiró de las costuras con los dedos.
—¿Ves? ¿Ves?
—Está bien —dijo Satterly—. Toma tu moneda.
Cinco minutos después caminaba de regreso a lo largo de una tranquila calle
* * *
* * *
Corriendo por el prado a la luz de la luna con Ellen a su lado, Satterly se sintió casi
joven de nuevo, a pesar de la barba que le bajaba hasta la cintura y la barriga que
había fabricado metiendo una almohada debajo de su traje marrón de mendigo.
Había quince niños en trajes de baño sentados a la luz de la luna al borde de la
piscina del prado del fondo de la enorme, blanca, desparramada, dieciochesca casa de
Ellen. Tenían entre siete y catorce años, y eran adorables.
Dos de los muchachos, de nueve y once años respectivamente, tiraban de las
trenzas de dos de las chicas, de siete y diez, y tres de los demás muchachos se
preparaban para atacar al resto de las niñas para arrojarlas a la piscina desde el
trampolín. Satterly pudo distinguir, por el modo en que susurraban entre sí, que se
acercaba el gran momento para ellos.
Sentada en una silla de jardín de bambú, sobre un almohadón verde estaba la
señorita Constiner. A la señorita Constiner también le encantaban los niños. Cada vez
que había una fiesta de cumpleaños para niños podía verse a la señorita Constiner
sentada con las criaturitas. Nunca parada: sentada. La señorita Constiner pesaba
ciento cinco kilos, y había dejado de hacer dieta en su juventud. Era una mujer muy
bondadosa, bienintencionada, y subconscientemente Satterly la apreciaba.
La señorita Constiner fue la que vio primero a Satterly. Se levantó excitada, con
su masa enorme temblequeando, y osciló hacia él, con una expresión radiante en la
cara.
—Oh, qué maravilloso —exclamó—. ¡El Fraile Tuck! Eres el Fraile Tuck,
¿verdad? Y tienes regalos para todos los pequeños encantos en esa bolsa.
Satterly miró a Ellen y le dio una puntada al ver que una amplia sonrisa crecía en
su rostro. ¡Pequeños encantos!
—Me muero de curiosidad, señor Sat… Quiero decir, Fraile Tuck. ¿Qué tiene en
esa bolsa? ¿Juguetes? ¿Hay algo para los mayores en su bolsa maravillosa, Fraile
Tuck?
—Por supuesto que sí, Lucy —dijo Ellen—. Los amigos de Gertrude no son
egoístas. Compartir con los demás es la mitad de…
—Oh, qué considerados. ¿Quiere decir que hay también regalos para los padres
de nuestros pequeños encantos en la bolsa del Fraile Tuck?
—Por supuesto, Lucy. ¿No te gustaría probar suerte? Si sacas una muñeca puedes
cambiarla por algo para adultos.
—Muy amable de tu parte, querida. Creo que veré qué puedo sacar de la
* * *
ENTRA EN MI JARDÍN
Unknown Worlds, agosto de 1942
Aunque Kendrick había caminado hacia su casa desde la estación con una bolsa de
golf a la espalda, parecía y se sentía fresco. Era un hermoso día de junio y por toda la
vecindad los arbustos de cornejos estaban cargados de espléndidas flores. Tenía la
sensación de que aquel sería su mejor regreso a casa.
El jardín estaría en flor y Anne… Anne tendría un peinado nuevo. Siempre lo
sorprendía con cambios pequeños y adorables en sí misma.
Bajó su equipaje en el vestíbulo y hurgó en el bolsillo en busca de las llaves. En
todos los años transcurridos desde que la conociera, nunca había sido la misma mujer
dos veces. Tenía la suerte de estar casado con una muchacha que sabía cómo
reacomodar las pequeñas cosas intangibles que le hacen sentir a un hombre que su
hogar es una íntima parte de sí mismo.
Anne nunca dejaba de hacer cambios en su ausencia, de poner un jarrón nuevo
aquí, una innovación floral allá, de mover un poco el piano, de recortable el pelo a
Scottie hasta que parecía un ridículo anciano, y hasta de adornar su biblioteca con
nuevos títulos y desempolvar los estantes.
Incluso en los meses de invierno Anne hacía cambios, de manera que cuando él
regresaba de los viajes breves y helados encontraba los leños de la estufa crepitando
bajo un tirador distinto y mejor o un par de chinelas forradas en piel que
reemplazaban las de cuero que había dejado junto a su sillón al salir.
Pero ahora… ahora sentía en los huesos que estaba por experimentar algo que
haría único aquel regreso particular a casa. La primavera era la estación de los
cambios, y había estado afuera durante tres semanas.
No se vio desilusionado. En cuanto abrió la puerta de entrada el cambio llegó
flotando hacia él, haciéndolo detener en seco.
Era un olor, una fragancia de un Paraíso recién segado, juntado en bolsas porosas
y colgado ante un ventilador eléctrico que no había perdido un instante en difundirlo
por el aire.
Kendrick se quedó un momento inmóvil, con las aletas de la nariz temblando.
Después sacó un pañuelo y se enjugó la frente. Ya no se sentía fresco. La casa estaba
húmeda, pesada, y el perfume parecía rodearle la cara hasta sofocarlo. Era la
fragancia más dulce que había aspirado nunca, pero también la más pegajosa, tanto
que se descubrió haciendo esfuerzos por respirar.
* * *
Sólo cuando entró al baño de arriba por segunda vez la encontró, pegada al estuche
de cosas para afeitarse. La tomó con dedos temblorosos, y leyó:
Querido Ted:
Te dejaré estas líneas en el estuche de cosas para afeitarte, donde las
encontrarás con seguridad cuando te laves. Si hoy me he esfumado como un
duende, mañana estaré aquí en cuanto pueda.
Ted, la neurótica de mi hermana menor quiere que vaya a tomarla de la
* * *
* * *
Mientras Kendrick hablaba Middleton permaneció la mayor parte del tiempo en una
posición, pero en un momento, en que Kendrick se aflojó el cuello de la camisa
descruzó las piernas y colocó la punta del pie derecho detrás del tobillo izquierdo.
—Así que ya ves —concluyó Kendrick—. Tengo todos los síntomas de… bueno,
de algo que esperaba que tú me aseguraras que no tengo. Pero mientras te hablaba he
ido llegando a una posición de la que no me moveré. Es la decidida posición de
aceptar lo peor, y combatir a partir de allí. ¿Entiendes lo que quiero decir?
Middleton asintió con un gesto de aprobación.
—Lo entiendo muy bien. Pero te tomas esto demasiado en serio. Si alguna vez
hubo un ejemplo prístino de lo que quiere decir Freud cuando habla de la inventiva
del Ello…
—Me temo que no…
Middleton se levantó, caminó hasta la biblioteca que estaba tras él, sacó un
volumen encuadernado en cuero y regresó adonde estaba sentado Kendrick. Sin una
palabra, puso el libro en las manos de Kendrick.
»Entiendes, ella tiene un jardín. Proserpina, la hija de Zeus y Deméter. ¿Qué tipo
de jardín? Un jardín de Muerte. Se supone que cuando la gente muere entra en ese
jardín y nunca sale.
—Pero yo…
—¿No caes? En tu mente tienes una imagen nítida, fulgurante del jardín de
Proserpina y su fuente de frutas.
—¿Fuente de frutas?
—De acuerdo, tu mente consciente tiene el canal de asimilación un poco
obstruido. Pero leíste La rama dorada y percibes con el subconsciente que las
personas que llegan al Hades pueden regresar al mundo superior si no saborean los
frutos del jardín de Proserpina.
»Se acerca bastante a un mito humano universal. Si no me crees, pregúntale a un
negro aborigen australiano o a un brujo caledonio. La variante griega es la más
conocida, pero para encontrar el prototipo de este torvo y pequeño vorstellung
tendrías que sentarte a tomar el té con el señor y la señora Piltdown. Pruebas la fruta
y estás definitivamente muerto.
* * *
Anne Kendrick se acercó al borde de la acera bajo los cornejos de espléndidas flores.
Tarareando La luna me pone loca porque no quiere hablar, silenció el vibrar del
—Mejor que te atengas a Swinburne, Ted —dijo la tercera voz—. No era tan
grande como Shelley, pero a veces daba en el clavo.
—¿Así que son puetas, eh? Voy a comer con un par de puetas tragarrimas.
—No, Spike, no somos poetas. Este caballero es psiquiatra y yo vendo artículos
de granja.
El rostro de Anne había palidecido mortalmente. Las voces estaban en el cuarto,
con ella. La voz de su esposo era la más alta; la del doctor Middleton un poco más
débil, pero vibrante; la del hombre llamado Spike era áspera, pero extremadamente
débil.
De pronto oyó el ruido de un mordisco, seguido por un gruñido de furia.
—¿A esto le llamas naranja?
—Seguro que es una naranja —dijo la primera voz—. Yo mismo la cuidé. Una
naranja azul, de cáscara amarga. ¿De qué te quejas?
—De nada. Sólo que no es mi idea de una naranja, chiquito sabihondo. Tendría
que hacértela tragar a ti.
—Mejor que comas, hijo. Lo postergaste demasiado y tendrás que pasar como por
un embudo.
Crunch, crunch.
—Tienes que aprender a cuidar frutales, sabihondo. Y si no estuviera decidido a
salir de esta roñosa jaula…
Hubo un silencio raspante, como si alguien hubiese echado una silla al levantarse.
—Se fue —dijo la voz de Ted.
—Querrás decir que se está yendo —corrigió la primera voz—. No puedes verlo
ahora, pero está saliendo al jardín.
Hubo un silencio breve. Después la voz del doctor Middleton dijo:
—Bueno, ¿yo soy el que sigue?
—Eso es, hijo —dijo la primera voz—. ¿Qué te sirves? Para un caballero como tú
recomiendo un racimo de uvas bien huecas.
* * *
ESO ACUDIRÁ A TI
Unknown Worlds, diciembre de 1942
* * *
Media hora después, sentados en una mesa apartada del Ten O’clock Club, Cromer
notó con una pequeña punzada de placer que todos miraban a Jane con admiración.
Ella sabía cómo llevar la ropa y era una mujer notable en todo sentido.
—Bueno, bailemos —dijo ella.
Cromer asintió, se levantó y empujó la silla hacia atrás. En la pista dejó de tratar
de recordar qué aspecto tenía Bannerman. Se le había subido la felicidad a la cabeza
y todos sus pensamientos se centraban en la mujer que llevaba en sus brazos. Giraron
y giraron siguiendo los compases suaves de un vals.
Alguien le tocaba el hombro a Cromer.
—Una llamada para usted, señor. Un tal señor Bannerman…
Una oruga de hielo arrancó desde la base de la médula espinal de Cromer y se
arrastró subiendo por su espalda con pequeñas pausas y sacudidas. Dejó de bailar
bruscamente. El mozo dio un paso atrás y Jane pareció endurecerse. Una cadencia
funeral se filtró en el vals soñador, como si hasta la orquesta hubiese sentido en la
actitud de Cromer algo tan enervante como un féretro sobre ruedas.
Con los movimientos de un autómata, Cromer llevó a Jane de regreso a la mesa
del rincón y apartó una silla para que se sentara.
—¿Quién es el señor Bannerman? —preguntó ella, mirándolo con furia—. ¿Por
qué siempre te llama?
—No me llama siempre, querida —balbuceó Cromer—, Hace… bueno,
muchísimo tiempo que no lo veo.
Se inclinó y la besó, con el rostro mortalmente triste.
—Tengo que atender esa llamada, querida —dijo—. Pero regresaré… te lo
prometo.
—La última vez no regresaste.
Cromer la miró con firmeza.
—Regresaré en cinco minutos —le aseguró.
* * *
¿Por qué había dicho eso? Aún podía oír la voz enfurecida de Bannerman en el
teléfono:
—Esto es la gota que colma el vaso, Cromer. Te conseguí un trabajo a tu medida.
EL FISGÓN
Weird Tales, marzo de 1944
Mike O’Hara se acercó inclinado hacia la casa de huéspedes donde vivía, con los
grandes hombros encorvados y sus pasos resonando huecos a lo largo de la calle
estrecha. Era más de medianoche, pero unas pocas luces parpadeaban sin alegría aquí
y allá, y delante de él las sombras se escurrían de los umbrales para refugiarse en
callejones apenas iluminados por el brillo de una bolera ya cerrada ubicada cerca de
la mitad de la manzana.
Como estaba en un estado lamentable, O’Hara tenía que repetirse a sí mismo que
no había peligro de ser atacado. La calle estaba desierta y se negaba a creer que
alguien o algo desagradable podía aprovechar su estado para saltar desde las sombras
y clavarle los dientes en la garganta.
Por supuesto, Michael O’Hara vivía en el temor de regresar tarde a casa en una
noche oscura, y encontrarse sin otro remedio que saltar retrocediendo ante algo de
ojos vidriosos y grandes dientes desnudos. Pero Michael O’Hara era un poeta que
escribía relatos de fantasmas para las revistas y que creía en cosas malignas que
esperaban más allá de la luz de la calle a los peatones descuidados que iban por calles
desiertas.
Michael O’Hara creía realmente en esas cosas, pero esa noche él no era Michael.
Era Mike. El franco Mike O’Hara, al infierno con todos los espíritus que no se
originaran en botellas con etiquetas de ochenta grados.
Esa noche no se sentía inclinado hacia lo espiritual. Era Mike O’Hara: duro,
escéptico y nada intoxicado, se dijo con fervor: aunque los pasos lo hubiesen llevado
a los tumbos sobre la acera y ahora estuviese subiendo la escalinata de piedra rojiza
de la casa de huéspedes cursi, color lavanda de la señora Hammerslough con una
sensación amenazante en la boca del estómago.
Bajo él no había ni un sonido en la oscuridad y ni una luz aparecía en la oscuridad
de arriba. Había estado tarareando «Oh, querida mía», pero de pronto pareció
contraérsele la garganta y la voz se apagó, dejándolo a merced de un silencio que se
cerró sobre él con la fuerza sofocante de una tapa de ataúd atornillada sobre su cara.
Subió más alto en la oscuridad, con los hombros sacudiéndose, la frente perlada
de sudor. Arriba la oscuridad tenía una cualidad uniforme excepto en un punto. A un
costado de la puerta y extendiéndose hacia abajo por la escalinata se veía un parche
alargado de algo que parecía exhalar pequeños reflejos de luz.
* * *
O’Hara nunca supo cómo llegó a su cuarto. Estaba seguro de que Killgallen no lo
había ayudado hasta arriba, porque recordaba haberse separado del oficial de policía
en el pasillo de abajo con un:
—Muchísimas gracias, Killgallen. Ahora me las arreglo solo.
Pero no podía recordar haber subido los escalones, y encerrarse con llave en el
cuarto. Apoyado contra la puerta para asegurarse de que estaba encerrado con llave, y
respirando con dificultad, se dijo que había una sola cosa sensata por hacer:
Si quería mantener la cordura lo único sensato por hacer era disolver tres
aspirinas en un vaso de agua, sacarse los zapatos y acostarse. Ahora estaba en casa…
y a salvo. Si dormía había una posibilidad de no despertar aullando. No una gran
posibilidad, tal vez, pero una posibilidad, una posibilidad…
Cruzó vacilante hacia el baño cuando vio la figura quieta, gris tendida a lo largo
sobre su cama.
La figura yacía sobre la cama con algo que parecía una hogaza de pan a medio
comer en las manos. Los brazos se cruzaban a la altura de las muñecas, y las piernas
estaban tendidas rígidas y rectas. Tenía sandalias en los pies y la carne que se veía
entre las tiras de cuero tenía un horrible aspecto ceroso.
La cara de la figura también tenía un aspecto ceroso, pero había en ella algo
hermoso y extraño que incluso la espantosa palidez no podía borrar. No había nada de
femenino en la cara, y sin embargo parecía descansar sobre ella algo más que la
belleza mortal, de modo que un hombre, al verla por primera vez, podía creerse en
Edición Matutina
¡Dios, qué resaca tenía! Sólo insertar una hoja de papel en la máquina de escribir lo
hizo sudar; las manos le temblaban y tuvo el impulso de hacer traer una pinta de
bourbon y prepararse un fabuloso reanimante.
Despertar en el suelo había sido ya bastante desagradable, pero ponerse en pie
tambaleante y descubrir que había dormido parte de la noche en la cama sin darse
cuenta le había dado el peor sacudón. Su cuerpo largo y anguloso había dejado una
impresión sobre las sábanas que él se había esforzado por alisar antes de llamar a un
mensajero.
* * *
Se quedó allí durante una eternidad, mientras toda su vida parecía pasar ante él como
lo había hecho en la noche anterior. Después lo recorrió un estremecimiento
convulsivo y abrió la puerta.
Aunque aquello que estaba sentado en su escritorio había plantado las dos manos
sobre la máquina de escribir en la clásica postura de la escritura al tacto, pudo
distinguir a primera vista que no era humano. No tenía ropas encima, y podía ver a
través de él, y sabía que era un espíritu, y… lo estaba mirando.
Lo miraba con ojos cavernosos que parecieron crecer más y más, y de pronto
empezó a ponerse de pie, limpiándose las garras sobre sus flancos peludos.
No emitió un solo sonido, pero O’Hara supo que estaba fastidiado porque se
había manchado las garras casi incoloras con una cinta de escribir demasiado cargada
de tinta. Podía darse cuenta, lo sabía.
El aire pareció congelarse alrededor de él, inmovilizarlo. Como a través de una
hoja de hielo vio que aquello agitaba unas orejas de armiño y subía rectamente hacia
el techo, con los brazos apretados contra los flancos.
Nunca había tenido más deseos de gritar en su vida, pero no podía. Ni siquiera
cuando el techo se abrió en una espuma burbujeante y las largas piernas de la criatura
dejaron como huella un remolino espantoso.
De pronto el techo se volvió sólido otra vez, el hielo se disolvió y un murmullo
invadió la oficina, como si una arteria que llevaba a Ningún lugar hubiese empezado
a vomitar duendes invisibles.
Edición Final
palabras breves / Lo que los dioses quieren / Que no haya vida que eterna sea / Que
los muertos nunca se levanten / Que hasta el río más cansado / Se dirija en algún
lugar al mar. <<