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Los Sabuesos de Tindalos

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He

aquí diecisiete relatos de fantasía, horror y ciencia ficción por un


reconocido maestro del género. Los sabuesos de Tíndalos es uno de los
primeros y más famosos cuentos producido por el «Círculo Lovecraft», en
tanto que Los devoradores de espacio incluye una víctima sorprendente:
Howard, un escritor de literatura de horror cuya caracterización divirtió
enormemente al maestro HPL.
La mayoría de estos relatos extraños aparecieron en la ahora legendaria
revista Weird Tales, y desde su publicación no han dejado de reeditarse, una
demostración de que su autor fue uno de los más notables escritores de
literatura macabra. Cada relato está precedido por una introducción de Long,
que nos cuenta cómo influyeron en él H. G. Wells, Poe y Lovecraft, y cómo
se cimentó su amistad con los jóvenes autores de entonces: Isaac Asimov,
Ray Bradbury, Theodore Sturgeon y Robert Bloch.

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Frank Belknap Long

Los sabuesos de Tíndalos


y otros monstruos al acecho

ePub r1.0
lenny 02.08.2018

ebookelo.com - Página 3
Título original: The Early Long
Frank Belknap Long, 1975
Traducción: Elvio E. Gandolfo
Ilustración de cubierta: Ian Miller
Retoque de cubierta: lenny

Editor digital: lenny


ePub base r1.2

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«… Los seres humanos tal como los conocemos son meras fracciones,
fracciones infinitesimalmente pequeñas de un todo enorme. Todo ser
humano está ligado con toda la vida que los ha precedido en este
planeta. Todos sus antepasados forman parte de él. Sólo el tiempo es
una ilusión y no existe.»

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Introducción
En los cócteles y otras reuniones sociales —¡con frecuencia de carácter tan animado!
— ser presentado como escritor rara vez deja de provocar interés. Pero cuando uno es
presentado como escritor de ciencia-ficción, con un alerta ojo de cazador apuntando
sobre las criaturas fantásticas o macabras que a veces surgen de los portales de lo
desconocido, ese interés puede adquirir una cualidad especial.
Casi con seguridad sigue un interrogatorio, y pocos escritores de ciencia-ficción o
fantasía escaparían a la obligación de hablar sobre ellos y su oficio en tales ocasiones.
A mí nunca deja de darme placer. Pero aparte de todo eso, existe una obligación que
todo escritor de los dos o uno de estos géneros estrechamente relacionados tiene para
con sus colegas. A pesar de la gran popularidad creciente de esta rama particular de la
narrativa, siempre hay necesidad de nuevos voceros/defensores. En realidad, no
puedo pensar en ninguna actividad humana, desde la pintura hasta la cirugía plástica
o la aeronáutica, en la que no se presente una necesidad semejante.
Por lo general las preguntas son expresadas como sigue: «¿De dónde saca las
ideas para sus relatos? Usted debe de tener una imaginación extraordinaria. ¿Qué lo
llevó a emprender este tipo de género en un principio?».
Uno vislumbra que se está en presencia de la búsqueda de una confirmación más
que de una pregunta en sentido estricto. Por supuesto, es muy halagador que crean
que uno es imaginativo, y esa frase puede ser despachada con un complacido
encogimiento de hombros o con una negación apropiadamente modesta. En cuanto a
la fuente de nuestras ideas… bueno, el problema puede resolverse con una sencilla
declaración. En mi caso sería: «En su mayor caso, las ideas de los relatos se me
presentan, eso es todo. Tienen que ser desarrolladas y ese desarrollo puede presentar
largas horas de estructuración y paciente investigación. Pero no siempre. A veces los
relatos parecen escribirse solos, con gran rapidez, de tal modo que la escritura se
transforma en un proceso casi inconsciente, automático».
Por desgracia, la última pregunta es mucho más difícil de contestar. No estoy
seguro de conocer, con absoluta certeza, cómo empezó todo. Si fuera a contestarla, lo
mejor que pueda, tendría que retroceder a los años de mi infancia y considerar cuánto
—o cuán poco— influyeron mi herencia, mis primeras lecturas, las aficiones de la
preadolescencia y mis amigos íntimos de ese período en mi decisión de convertirme
en escritor y, más específicamente, en escritor de ciencia-ficción y fantasía.
Nunca le he asignado demasiada importancia a las influencias ancestrales. En
muchos casos eluden la explicación o el análisis, aunque sólo fuese porque se
diferencian con tanta frecuencia de nuestros impulsos emocionales o nuestra forma de
encarar la realidad.
Como H. P. Lovecraft, provengo de una antigua familia de Nueva Inglaterra por
parte de madre, y de una antigua familia neoyorquina por parte de padre. En términos
generales, mis antepasados fueron soldados y/o empresarios industriales que hicieron

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y perdieron varias fortunas. He buscado inútilmente antecesores con cualidades que
se asocien por lo común con el temperamento artístico, una rebeldía a lo Thoreau,
pautas de comportamiento poco convencionales o al menos cierta manifestación de
inquietudes bohemias o de falta de previsión que tiendan a apoyar lo que me gustaría
creer acerca de al menos unos pocos de mis antecesores.
Pero el costado tenazmente heterodoxo, independiente de uno de ellos lo
convirtió en alguien destacado que, como mi abuelo paterno, estuvo asociado, en un
sentido pintoresco, con aspectos de la historia norteamericana. Y supongo que eso
puede volver los primeros pensamientos de un muchacho en dirección al acto de
escribir, aunque sólo fuese porque le permite pensar en el pasado como en algo más
estrechamente entrelazado con sus primeras exploraciones imaginarias de la realidad
que lo que podría haber sido en otras circunstancias.
Edward Doty, un antepasado materno directo, fue tal vez el único rebelde no
puritano auténtico y acérrimo del Mayflower[1]: un muchacho de Londres que había
sido tomado como aprendiz por una familia de Peregrinos, tuvo trece hijos (¡un
número poco desafortunado, siempre esperé en este caso en especial!), fue incluido
en el árbol genealógico y fue el primer hombre en batirse a duelo en el continente
americano. Yo no sabía que los Peregrinos se habían batido a duelo hasta que mi
madre me mostró el árbol genealógico de los Doty, compuesto por mi bisabuelo,
cuando yo tenía ocho o nueve años.
Mi abuelo materno, Charles O. Long, un constructor, asociado con la King
Construction Company, erigió el pedestal de la Estatua de la Libertad. Lo enviaron
desde Francia dividido en una cantidad de bloques que había que volver a unir. Fue
superintendente de la Estatua durante varios años, hasta que la administración de la
misma pasó de la ciudad de Nueva York al gobierno federal. Aún poseo un volumen
de la ceremonia de descubrimiento, dedicado a él por tres integrantes del gabinete y
dos generales, y pegado en la parte interior de la tapa hay un recorte amarillento de la
sección de necrológicas de un periódico neoyorquino: «Muere el Guardián de la
Libertad». En otros tiempos mi padre tuvo las banderas francesas y norteamericanas
envueltas alrededor de la antorcha en el momento en que descubrieron la estatua, y
durante tres o cuatro años de su juventud pescó lobinas listadas desde un muelle hace
largo tiempo desaparecido de la Isla de la Libertad. (Hubo un artículo de fondo sobre
todo esto en el World Telegram de Nueva York, alrededor de 1938.)
Nací a principios de siglo, en una zona residencial de Harlem habitada, en su
mayor parte, por comerciantes prósperos y jóvenes profesionales en busca de
posición. Algunos pocos eran bastante ricos, pero en general se trataba de gente que
vivía en una situación relativamente modesta. Mi padre era un dentista especializado
en extracciones quirúrgicas. Cuando yo tenía dos años, nos mudamos de una antigua
casa de piedra rojiza de la calle 128 a una construcción de ladrillo y madera bastante
amplia, de la calle 130, donde pasé todos los años de mi infancia.
En la esquina de la calle 128 y la Quinta Avenida, se alzaba una mansión que iba

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a convertirse, años más tarde, en un sitio tan invadido por la tristeza y la tragedia
como la Casa de los Usher de Poe. La ocupaban los Collyers, una antigua familia,
algunos de cuyos integrantes se retrajeron poco a poco de la realidad y de todo
contacto con el mundo externo hasta que los últimos sobrevivientes de la casa —dos
hermanos ancianos— fueron encontrados muertos en el interior del laberinto
autoconstruido, en forma de túnel, con periódicos viejos, volúmenes encuadernados
en cuero de un pasado erudito y otras reliquias que provenían de épocas pasadas.
Mi padre conocía y hablaba a menudo con integrantes del clan de los Collyer, y
años después fui atraído otra vez a la escena por la publicidad periodística el mismo
día en que iban a retirar el último de los dos cadáveres. Estaba parado directamente
frente a la mansión y observé las acciones de la policía, hasta que la siniestra tarea me
hizo decidir que ya había presenciado bastante.
Dejaré que otros decidan si haber oído hablar de los Collyer en mi infancia tuvo
algo que ver con mi inclinación ocasional a escribir relatos de horror sobrenatural.
Pero la idea de que había vivido al lado de ellos estaba muy presente en mí cuando
desapareció la herencia de los Collyer, al menos en nuestro fragmento particular de
espacio-tiempo, de modo tan terrible.
Tuve lo que se solía describir —y aún se lo hace hasta cierto punto— como una
infancia «típicamente americana», aunque en la ciudad de Nueva York no coincidía
para nada con la de alguien que viviese en la Costa Oeste, o en Kansas, el Sur
Profundo o cualquier otra localidad.
En un cuarto para niños de los pisos superiores hubo animales circenses de
madera acompañados por su maestro de ceremonias, camiones de bombero de
juguete, trenes, osos de paño y zarigüeyas embalsamadas hasta la edad de cinco años,
seguidos por el jardín de infancia y el aprendizaje de la lectura con ayuda de libros de
imágenes: «Esto es un caballo. Esto es un tiburón cabeza-de-martillo».
En los años subsiguientes me dediqué a las actividades del chico promedio en
edad escolar: deportes en baldíos (béisbol en mi caso), filatelia, ciclismo, patinaje, y
—ahora esta gran alegría de la infancia se ha vuelto obsoleta— al almacenamiento de
petardos y buscapiés, algunos de tamaño casi apropiado para cañones pequeños,
durante tres o cuatro meses para hacerlos estallar todos en el Día de la Independencia,
con gran riesgo de la vida y de los miembros.
También hubo grandes fogatas, que ardían hasta tarde en la noche del Día de las
Elecciones.
En aquellos tiempos, tan lejanos, era yo un personaje tan desordenado como los
demás chicos de la manzana, pero también tenía un costado estudioso, meditabundo,
levemente retraído e introspectivo en mi carácter. Leía muchos libros y me sentía
inclinado a elegir como amigos íntimos, a los que exhibían cierta evidencia de
selección previa al elegir sus libros.
Como H. P. Lovecraft, leí muy pocos libros para niños —de hecho, él no leyó
ninguno— pero me sentí atraído en cambio hacia la literatura adulta desde muy

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temprano. Aunque leí todos los libros de Oz, las Historias dos veces contadas de
Hawthorne, y las Antiguas Rimas Infantiles Inglesas infinidad de veces entre los seis
y los once años. Y, por supuesto, los Caballeros de la Tabla Redonda fueron mis
compañeros íntimos durante todos esos años. Conocí a los Hermanos Grimm a
temprana edad, pero si los Grimm imaginaron alguna vez que escribían para los
niños, tienen que haber contado con una notable capacidad de autoengaño. Algunos
de esos engendros siniestros, demoníacos, colmilludos y goteando veneno, aún me
obsesionan.
Las influencias infantiles forman parte de este informe, porque no puede
descartarse con liviandad su importancia. Lo que leí en la infancia difícilmente pueda
dejar de haber vuelto mis pensamientos, hasta cierto punto, en dirección a esas
exploraciones espontáneas de lo desconocido acompañadas por una sensación de
«expectativa riesgosa» —uno de los términos favoritos de Lovecraft— que, en cierto
sentido, participan tanto en la escritura de la ciencia-ficción como en la escritura de lo
fantástico en un plano de «ciudad dorada» o de relato de horror sobrenatural.
Fue Julio Verne quien me introdujo primero a la ciencia-ficción. No en persona,
desde luego, aunque cuando leí Veinte mil leguas de viaje submarino por primera vez,
sentí como si el propio autor hubiese entrado a la habitación, adoptado la expresión
misteriosa, indómita del Capitán Nemo, y me hiciera gestos para acompañarlo en un
viaje submarino de polo a polo. Uno o dos meses después de aceptar esa invitación,
di la vuelta al mundo en ochenta días, seguida por un viaje a la órbita lunar que
habría impuesto respeto a no pocos de nuestros astronautas actuales.
Esos libros pueden haber sido, en algunos aspectos, novelas de aventuras para
muchachos; y Verne, al ser clasificado con frecuencia como ese tipo de escritor, ha
sido tomado menos en serio como figura literaria que gigantes galos del siglo
diecinueve como Balzac y Hugo. De hecho, algunos críticos actuales lo ubicarían
varios escalones por debajo de Wells y Stapledon en el género de la ciencia-ficción.
Pero, a pesar de todo eso, eran novelas magníficas. Verne escribía con aprecio, no con
desprecio por sus jóvenes lectores, y combinaba la intuición para lo maravilloso con
una brillante erudición científica. No importa en absoluto que parte de esa ciencia sea
caduca. Distaba de serlo en 1870, y con la misma frecuencia con que erró, fue
asombrosamente profético, hecho que hasta los detractores de Verne se ven obligados
a reconocer.
Poco después de leer todo Verne, me zambullí en H. G. Wells, empezando con La
guerra de los mundos y siguiendo hasta En los días del cometa e incluso algunas de
sus novelas sociológicas. Adquirí la firme convicción de que La máquina del tiempo
y El alimento de los dioses eran las dos mejores novelas de ciencia ficción jamás
escritas. Lo que se destaca particularmente en El alimento de los dioses es su estilo
lúcido, evocador y completamente moderno; es Wells dando lo mejor de sí, y sin el
menor rastro de sobreelaboración a pesar de su esplendor imaginativo. Si hubiese
sido escrita hace cuatro o cinco años en vez de setenta, se la habría considerado como

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integrada por completo a los caminos actuales de la ciencia-ficción, con unas pocas
diferencias menores.
Aún hoy mi admiración por esas dos novelas no ha decrecido, aunque hay una
docena de novelas de ciencia-ficción contemporánea leídas en los últimos años que
me gustan más. Pero me gustan más sólo porque tratan asuntos que son más vitales
para la persona que soy ahora, que todos somos ahora, desde el experimento de
Nuevo México, los alunizajes, y de todos los desarrollos actuales en el campo de la
exploración interplanetaria. Y también porque los científicos en general han
efectuado avances de la misma importancia en docenas de otras direcciones, que
incluyen la reciente revelación del código genético y el conocimiento en constante
aceleración del comportamiento animal y la psicología humana, que obligarían hasta
a un Wells anciano a gastar una fortuna en llamadas telefónicas a Julian Huxley, sin
detenerse ni a recobrar el aliento.
Sin embargo, a pesar de todas las lecturas de la infancia, fue probablemente el
hecho de conocer y hablar con Howard Phillips Lovecraft en mis años adolescentes lo
que inclinó en realidad los platillos de la balanza e hizo que fuera prácticamente
inevitable que me convirtiera en escritor de ciencia-ficción y fantasía. Pero hay otra
influencia temprana que debe considerarse primero, dado que tuvo cierta relación con
lo que sigue.
A partir de la edad de trece años, mi ambición de muchacho fue ser naturalista y
explorar las grandes selvas lluviosas del Amazonas. Podría haber sido el Congo si
incluso en esa época el Congo no hubiese llegado a ser una modifición de los que
había sido medio siglo antes, una especie de reserva de juegos, de atracción y, si yo
no hubiese leído El naturalista en el río Amazonas de Bates, un libro sólo comparable
a El viaje del Beagle. Así que me acostumbré a vagar por las galerías del Museo
Norteamericano de Historia Natural y a hacer visitas frecuentes al Jardín Zoológico
del Bronx. Y en una de mis visitas al zoo llevé conmigo los poemas y relatos de Poe,
en dos gruesos volúmenes. Lo que tenía en mente era acomodarme en un banco entre
el agradable verdor primaveral de la zona boscosa que se extendía sobre la ribera
opuesta del río Bronx y pasar el resto de la tarde leyendo.
Estaba familiarizado con Poe, desde luego, pero nunca antes había leído más de
unos pocos relatos de una sola vez, y había ocho o diez de ellos, en particular poemas
en prosa como «Sombra», que nunca había leído. (A pesar del hecho de que había
leído una biografía de Poe en la que todos los títulos aparecían con regularidad. Pero
a veces las lecturas de un muchacho pueden ser erráticas.) Para hacer breve una larga
historia (¡retruécano involuntario!), nunca había advertido hasta entonces la fuerza
del encantamiento que Poe podía proyectar. Cuando el crepúsculo empezó a
profundizarse alrededor de mí, me alcé del banco en trance, bajo lo que parecía un
sombrío cielo de noviembre, y me resultó difícil desechar la ilusión de que una
vaporosa niebla blanca se elevaba sobre la ribera opuesta, haciendo que los árboles
adquiriesen un aspecto fantasmal y las lejanas luces de la ciudad brillaran rojas y

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dispersas en lo profundo de esa nebulosa, como los ojos feroces de demonios que
surgían lentamente.
Aunque ocurría varios años antes, en la primera carta que recibí de Lovecraft, una
mención a Poe que él hacía me trajo otra vez a la mente aquella tarde con un
escalofrío. Más tarde nunca dejé de compartir su convicción de que entre los grandes
maestros norteamericanos de lo macabro Poe había sido el mayor.
La mención a Poe de su primera carta es de considerable importancia, porque de
ella depende un relato fundamental. Cuando tenía quince años escribí un ensayo para
una revista para niños —creo que se llamaba The Boy’s World (El mundo de los
niños)— que ganó el primer premio en un concurso mensual para lectores. Eso hizo
que me invitaran a unirme a la Asociación de Prensa Aficionada Unida, y unos seis
meses después compuse un relato, «The Eye Above the Mantel», y lo envié a The
United Amateur, el boletín oficial de la asociación. Lo aceptaron y lo publicaron, y
Lovecraft, que era quizás el Periodista Aficionado más activo de ese período —nunca
permitía que un recién llegado se sintiera disminuido— me escribió de inmediato,
con ese bondadoso estilo que inspiraba gratitud con que alentaba a los jóvenes.
Llegaba a afirmar que el relato le recordaba a «Sombras» de Poe y esperaba que
pronto escribiera más cuentos similares.
No sólo hubo otros dos, ambos publicados en The United Amateur, sino que la
correspondencia que empecé con HPL en esa época siguió hasta su muerte en 1937 y
resultó en el intercambio de más de mil cartas, en no pocos casos de más de ochenta
páginas manuscritas.
Poco más tarde, HPL llegó a la ciudad de Nueva York para una breve visita, y
más tarde aún, inmediatamente después de su matrimonio, para la estadía más
prolongada que desde entonces se ha convertido en una especie de leyenda literaria.
Fue durante ese período que escribió «El horror de Red Hook», una pequeña obra
maestra en su tipo dentro del género macabro, aunque ni remotamente comparable a
los relatos de los Mitos de Cthulhu, posteriores y mucho más importantes.
Nueva York seguía siendo para él una ciudad encantada cuando visitamos la
Cabaña de Poe en Fordham, acompañados por James F. Morton, que iba a convertirse
más adelante en el conservador del Museo Paterson. Cuando llegamos a la cabaña,
HPL extrajo su relato más reciente, «Hipnos», del valijín de cuero negro como un
cuervo que siempre prefirió a un portafolios, y lo dedicó a Poe. Aún puedo recordar
sus palabras exactas:
—El pasado, el pasado —dijo, con un gesto hacia la cabaña—. Nunca habrá otro
Poe.
Nos acompañaba en esa excursión un cuarto admirador de Poe aficionado a la
fotografía, y fue él quien tomó una instantánea de HPL de pie ante la cabaña, que
aparece en el tercer volumen de sus cartas publicadas. Se me voló el sombrero un
instante antes y lo recobré y volví a ponérmelo en el momento en que apretaban el
disparador. Eso me da un aspecto ligeramente ridículo, porque el sombrero está

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encasquetado encima del cabello, que el viento movía en toda dirección. Pero no hay
nada de ridículo en la grave serenidad de HPL, acompañada por una expresión de la
más extrema reverencia. Para una mirada retrospectiva esa tarde parece ajustarse a la
teoría de la sincronicidad de Jung, en la que acontecimientos muy separados en el
espacio y en el tiempo parecen converger de vez en cuando con profética relevancia.
(Nunca he sido del todo junguiano, pero aún así…) En ese momento HPL era
desconocido por completo, y no puede negarse que el manto de Poe ha bajado sobre
sus hombros.
Poco después de su primera y temprana visita a Nueva York, vendió varios relatos
a Weird Tales y poco después de su segunda visita mis relatos empezaron a aparecer
en la misma revista: en gran parte debido a las cartas que él escribió al primer
director, Edwin Baird (y más tarde a Farnsworth Wright) acerca de ellos. Esta es sólo
una de las numerosas deudas que no puedo tener esperanzas de pagar nunca, y así se
lo dije entonces. Él lo desechó como algo sin importancia, insistiendo en que los
relatos habían sido juzgados y aceptados con objetiva imparcialidad. Pero yo sabía
que no era así.
Con la publicación de los cuentos de HPL, «La revista Única» —como siempre se
denominó Weird Tales— asumió un papel realmente único en el campo editorial
norteamericano: porque ninguna revista popular y barata anterior se habría atrevido a
publicar relatos de horror sobrenatural tan asombrosamente distintos a los cuentos
vagos, cargados de clisés, ridículamente melodramáticos que llegaban por lo general
a ser impresos, incluso en The Century o The Atlantic, que en otros aspectos eran el
polo opuesto de las revistas populares.
Durante los años en que escribí tantos relatos para las publicaciones periódicas
como el escritor de ficción en general o de artículos de periodismo free-lance de ese
período, cuyas energías se distribuían, desde luego, sobre una zona mucho más
amplia, encontré en numerosas ocasiones, y a veces conté entre mis amigos íntimos,
al menos a quince escritores cuyo posterior ascenso a la fama llegó a ser más
sorprendente para ellos que para mí. Para mí no fue ninguna sorpresa.
Se ha dicho que la profesión de escritor es comparativamente tan pequeña que
«todos conocen a todos». Pero aunque haya que tomar eso con bastantes reservas —
sobre todo hoy, cuando la profesión ha crecido— era, y tal vez siga siendo,
especialmente cierto en los campos de la ciencia-ficción y la fantasía.
He registrado una cantidad de esos primeros encuentros y, no sin frecuencia,
perdurables amistades en antiguos libros de la Arkham House y en otros sitios. Pero
hay uno que permanece grabado en mi memoria de modo tan inolvidable que exige
que lo vuelva a contar aquí.
Cuando Lovecraft llegó por primera vez a la ciudad de Nueva York, tuvo lugar un
encuentro entre dos grandes admiradores de Poe. Siempre he sentido que tuvo el
mismo tipo de carácter junguiano, mucho más que la significación meramente
coincidente acordable a la temprana visita de HPL a la cabaña de Poe, cuando era

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desconocido por completo. Describí este encuentro con amplitud considerable en un
volumen de Arkham House ahora agotado, Marginalia, hace unos treinta años. Puede
volver a contarse más brevemente sin disminuir el aura extraña que aún parece
cernirse sobre él cada vez que lo vuelvo a traer a mi mente.
En esa época HPL sólo había tenido un breve encuentro con Hart Crane en
Cleveland durante el año anterior, en una visita a esa ciudad como invitado de
Samuel Loveman, que había conocido y mantenido correspondencia con Ambrose
Bierce y conocía a Crane desde la infancia. Loveman era además uno de los primeros
integrantes del Círculo Lovecraft, con quien HPL había mantenido correspondencia
durante varios años.
Fue en una cafetería del Greenwich Village (una zona de Nueva York mucho más
auténticamente «bohemia» en ese entonces que hoy), donde tuvo lugar el segundo
encuentro de HPL con Hart Crane. Un personaje bastante rechoncho de pequeño
bigote —Crane tuvo ese aspecto durante un breve período— se alzó de una mesa
cercana a la puerta cuando entramos y estrechó efusivamente la mano de HPL.
—Hola, Howard —dijo—, me alegro de verte otra vez.
El encuentro duró unos quince minutos. Yo no conocía a Crane. Aunque él
acababa de escribir «The Bridge», yo no tenía ni la más remota idea de que me
encontraba en presencia de un poeta al que más de un crítico de peso proclamaría
alguna vez como quizás el mayor poeta norteamericano de la primera mitad del siglo
veinte. De lo contrario tal vez no me habría quedado en silencio por completo
mientras HPL y Crane conversaban. Al menos lo habría estudiado en más detalle.
Aunque no puedo aceptar del todo, incluso hoy, esa valoración del genio de Crane, él
fue mucho más que un poeta menor y ha recibido, en muchos ambientes,
reconocimientos que el propio Frost habría envidiado.
No es necesario subrayar aquí que su vida se vio ensombrecida por la tragedia.
Como Poe, y en considerable grado como HPL, formaba parte de esa alta compañía
de los eternamente inquietos, viajeros remotos y magníficos, cuyas visiones caen en
el costado nocturno, y que «tuvieron sueños que ningún mortal se atrevió a soñar
antes». Blake también formó parte de esa compañía, y Baudelaire y Rimbaud, antes
de que el siglo diecinueve se cerrara con preanuncios que no dejaban dudas de que la
compañía seguiría adelante con nuevos reclutas en cada época.
Lo que vuelve para mí inolvidable aquel encuentro fue el simple hecho de que
mientras estaba allí escuchando la conversación de Crane y HPL, una línea de «The
Bridge» de Crane (que Loveman me había mostrado poco antes, en forma
manuscrita) cruzó por mi mente. En ese momento no podría haber sabido que su
amarga ironía se haría simbólicamente aplicable al propio Crane: «Y cuando
arrastraron tu carne cansada a través de Baltimore, ¿traicionaste la lista, Poe?».
Siempre he sentido que no se ha escrito mejor línea poética sobre Poe.
Otros recuerdos de ese período fueron de un carácter tal vez menos junguiano —y
no pocos se originan simplemente en el hecho de que cualquier escritor que se mueva

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en Nueva York durante su juventud, encontrará con seguridad a muchos integrantes
de la profesión de escritor en las oficinas editoriales o en otras partes. Conocí aún
más de ellos cuando me convertí durante varios años en director asociado de Satellite
Science Fiction y de Mike Shayne Mystery Magazine. Pero ninguno de estos
encuentros ocurrió en épocas tan lejanas como para justificar su inclusión en un
discursivo preámbulo a Los comienzos de Long[2].
Las limitaciones de espacio impiden también una discusión en detalle de la
primera Weird Tales y de otra saga fantástica de importancia equivalente: la
publicación, a la muerte de HPL, de todas sus mejores narraciones en un solo
volumen por parte de Arkham House y la publicación por parte de August Derleth, en
los años siguientes, de recopilaciones de cuentos cortos de una buena cantidad de
colaboradores de Weird Tales del período inicial e intermedio, incluyendo a Ray
Bradbury, Robert Bloch, Clark Ashton Smith, Henry S. Whitehead, Donald Wandrei,
el propio Derleth y yo. Como lo sabe prácticamente todo aficionado a lo fantástico —
y también una gran cantidad de lectores de ciencia-ficción— el primer volumen
gigante de HPL, The Outsider, alcanza hoy precios fabulosos, y varios otros
volúmenes agotados de Arkham House figuran en los catálogos de numerosos
comerciantes en libro raros. Mi propia recopilación de cuentos, The Hounds of
Tindalos[3], se cotiza en alrededor de ciento cincuenta dólares. Si hubiese conservado
varios ejemplares, sería hoy un poco más rico.
La publicación de Weird Tales durante tantos años bajo la dirección capaz y
altamente discriminatoria de Farnsworth Wright (aunque tenía sus puntos ciegos y
como todo director de revista se veía obligado a publicar muchos relatos que habría
preferido rechazar, si hubiese podido tener en cuenta sólo sus propias inclinaciones
literarias) le ha otorgado a la revista un aura tan legendaria en la actualidad que se
rumorea que un coleccionista de la Costa Oeste conserva los primeros números en
una enorme caja fuerte y no se lo podría inducir a separarse de ellos ni por todo el oro
que circula hoy a precios cada vez mayores.
Es interesante anotar de paso que Weird Tales fue la primera revista
norteamericana que publicó a Tennessee Williams —y me asombró bastante
descubrir hace unos años, en un número de Show, revista dedicada a las artes
dramáticas, un bosquejo biográfico sobre la juventud de Williams en que se
reproducía una tapa de un antiguo número de Weird Tales, con uno de mis relatos
vistosamente destacado en la cubierta. Como Show era una revista de mucho
prestigio, y mi esposa se interesa en el teatro más que en cualquier otra actividad
creativa, no pude resistir la tentación de hacer estallar una bomba menor al
informarle:
—¡Por increíble que pueda parecerte figuro en la mitad de Show de este mes, en
una nota ilustrada!
Lo que hizo Weird Tales por el relato de horror sobrenatural, las publicaciones
posteriores de Gernsback lo hicieron por la fantasía y la ciencia-ficción. Ni Weird

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Tales ni las revistas de Gernsback pudieron evitar la publicación de basura, y los
relatos de nítido sabor literario no predominaban. Pero los que poseían esa cualidad
era probable que la poseyeran destacablemente. De hecho, Amazing y Wonder fueron
responsables de los comienzos de las revistas de ciencia-ficción en Norteamérica.
Mi única narración en Wonder fue un cuento de tiempo invertido acompañado por
un boceto a lápiz y tinta que no se parecía a mí en lo más mínimo (alrededor de
1927). Pero por lo demás mis cientos y pico relatos de ciencia-ficción del período
inicial e intermedio aparecieron en Astounding y revistas semejantes, como Thrilling
Wonder, Super-Science, Strange Tales, Marvel Tales y, muchos años más tarde, en
Science Fiction Plus, un «Gernsback» en buen papel editado por Samuel Moskowitz,
que apareció con considerable fanfarria televisiva.
Astounding Stories, más tarde alargado a Astounding Science Fiction, ha tenido
en los kioscos de revistas una vida, mucho más larga que cualquier otra revista de su
tipo en Norteamérica. Aunque como revista que lleva ese título ha pasado al limbo,
fue el propio Campbell quien le cambió el título llamándola Analog y durante un
período considerable era el título original el que se presentaba con más rapidez a la
mente tanto para los lectores como para los colaboradores cuando aparecía un nuevo
número. Mucho antes del cambio de título se había convertido en una revista con
miles de lectores que eran investigadores científicos al nivel de Oak Ridge[4], y
especialistas científicos de otros campos, que iban desde la ingeniería hasta la
microbiología y la astrofísica. Se libró por completo de sus connotaciones de revista
popular y barata (lo que llamaban pulps) alrededor de 1940, y sólo su título
traicionaba, en mínimo grado, su antigua afinidad con los pulps.
Mi primer relato de ciencia-ficción apareció en Astounding cuando aún se la
consideraba en términos generales un pulp, pero incluso en ese período inicial
muchas de las narraciones estaban estilísticamente logradas y eran muy auténticas en
otros sentidos: realísticamente proféticas, abarcando invenciones que excluían por
completo los «monstruos con ojos saltones» y en un tono de acuerdo con lo que se
desarrollaba en los laboratorios de investigación y los observatorios astronómicos.
Sin embargo mis tres o cuatro primeros relatos publicados en Astounding no
entraban del todo en esa categoría. Eran fantasías científicas acerca del futuro remoto,
cuando las hormigas y otros insectos sociales —en un caso los crustáceos marinos—
se habían impuesto, esclavizando a toda la humanidad y reduciendo a hombres y
mujeres a pequeñas criaturas de pocos centímetros de altura.
Escribí para Astounding varios cuentos que se adecuaban más al tipo de ciencia-
ficción que apoyaba John W. Campbell por lo general. Pero nunca fue un director
monotemático, y si le gustaba auténticamente un relato casi siempre seguía adelante y
lo publicaba, aún cuando se apartara en tema hasta un grado considerable de los
demás relatos del mismo número.
La otra revista publicada por Street y Smith que ha adquirido con el paso del
tiempo un aura casi legendaria fue Unknown Worlds (El título más tarde pasó a ser

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Unknown). Me entristezco cuando pienso en los refulgentes elogios que casi con
seguridad HPL habría otorgado a la obra de muchos de sus colaboradores. Ojalá
hubiese vivido lo suficiente para leer una publicación periódica que superaba en
mucho a Weird Tales en varios sentidos, porque no contenía ningún relato típico de
los pulps, cargados de clisés. «Fear», de L. Ron Hubbard, que apareció en uno de los
primeros números, está a la altura de lo mejor de Poe. Y en las diversas ocasiones en
que me encontré y conversé con Hubbard, rara vez pensé en discutir la Scientología
(Dianética, en ese período) con él. Sólo me refería a su novela corta, porque me había
dado tanto placer leerla.

Me han preguntado con frecuencia si creo seriamente en la existencia de fantasmas y


otras entidades sobrenaturales. Me temo que la respuesta deberá ser un enfático
«No». Siempre he compartido el escepticismo de HPL —expresado repetidas veces
en sus cartas— con respecto a todo el campo de hechos supuestamente sobrenaturales
y lo que se define por lo común como «lo oculto». Me agrada pensar que estoy muy
bien acompañado en ese sentido, porque no hay la más leve evidencia de que Poe
tomara alguna vez en serio a los fantasmas. Por cierto Bierce no lo hacía, y M. R.
James, tal vez el maestro supremo del cuento de fantasmas en su corriente más
aterradora, podría haber clavado la mirada en los ojos de un fantasma verdadero hasta
obligarlo a retroceder a la región en que las criaturas sin sentido de las rimas
infantiles comparten una especie de no-existencia absoluta.
Pero también me aferro a una firme fe en que el universo es increíblemente
misterioso, y que bien podría haber recovecos y grietas en lo que tendemos a pensar
como realidad que están lejos de eliminar ciertas posibilidades paranormales. Para
citar sólo un ejemplo, no hay en los fenómenos de percepción extrasensorial nada que
no pueda demostrar que están en total acuerdo con las leyes naturales cuando la
ciencia ortodoxa de hoy —el tipo de exploración en laboratorio más rigurosa—
llegue a ser revisada y ampliada por la ciencia ortodoxa del futuro.

Probablemente sea un error pensar en la ciencia-ficción como vieja o nueva, de la


Edad de Oro, integrando la nostalgia por los años treinta o cuarenta, o la vanguardia o
«nueva ola» de los años setenta. En realidad la ciencia-ficción o la fantasía
«envejecen» menos que otros tipos de textos. Esto se debe en parte a que es posible
que contengan menos referencias a los hechos efímeros de cualquier década en
particular, y a que es un cambio en las expresiones coloquiales, en las pautas de
comportamiento social y en la vida cotidiana lo que con frecuencia hace que los
relatos envejezcan más que si los narradores demasiado preocupados con las
trivialidades contemporáneas poseyeran la capacidad de un escritor de ciencia-ficción
para encarar la realidad bajo un punto de vista que trasciende lo efímero.

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Los factores que hacen que algunas narraciones parezcan envejecer son con
frecuencia de un carácter más complejo y sutilmente elusivo. Pero, en general, las
narraciones que se recuerdan y releen mucho después de haber sido escritas es mucho
menos probable que parezcan envejecidas que muchas de las que han creado un gran
entusiasmo en la época en que fueron escritas y que más tarde se han olvidado en
nueve de cada diez casos.
No sé cuántos de mis primeros relatos caen dentro de la primera categoría. Pero
me agrada pensar que unos pocos lo hacen, y lo que me lleva a esa sensación es el
hecho de que entre cuarenta y una inclusiones en antologías encuadernadas de las
mayores casas editoras, algunas de ellas muy recientes y tres aún futuras, más de la
tercera parte de mis relatos antologados fueron escritos hace muchos años.
Supongo que esto podría implicar que me voy desintegrando lenta y firmemente
como escritor, año a año, dado que el período en que escribí mis primeros relatos fue
de duración mucho más breve que los años posteriores. Pero me niego tenazmente a
creerlo, aunque sólo fuere porque escribí relatos desastrosos junto con los pocos por
los que siento —creo que justificadamente— cierto orgullo. Siempre hubo abismos,
amplios y profundos, entre mis mejores narraciones y las narraciones a las que no me
interesaría que se les conceda la permanencia que sólo la inclusión en antologías
puede asegurar.
Creo que algunas de mis narraciones más recientes son inferiores a las de mis dos
volúmenes de Arkham House, The Hounds of Tindalos y el recientemente publicado
Rim of the Unknown. A otras las colocaría a la misma altura y hay unas pocas que me
gustan más… aunque no mucho más.
Un progreso escaso o nulo, dirán ustedes. Puede ser. Pero me inclino a sospechar
que todos los escritores del género escribieron en su juventud relatos que hoy están a
la altura de los que han escrito en el último mes o el último año.
Siento que los relatos de Los sabuesos de Tíndalos son representativos en
extremo de mi mejor obra de los períodos inicial e intermedio, y aun soy adicto de
varios otros ejemplos, el hecho de que fueran escritos en distintos períodos significa
muy poco. Lo que importa es sólo el relato propiamente dicho. Aquí estoy pensando,
desde luego, en cómo se sentiría por lo común un lector si eligiera un relato al azar,
sin fecha de publicación unida a él, y lo leyera simplemente como un relato,
valorando sus méritos o defectos sólo sobre esa base.
El autor del relato se relacionaría con él de modo muy distinto y lo más posible es
que lo recordara tan bien que no se le ocurriría releerlo. Recordaría en cambio cómo
llegó a escribirlo y que pasó después. Cien asociaciones le invadirían la mente:
cuánto lo había excitado la idea original, hasta qué punto pudo verse obligado a
descuidar casi todas las demás cuestiones de peso mientras lo escribía, tales como
contestar el teléfono, despachar cartas, ayudar a la esposa a hacer que los niños
arranquen hacia la escuela por la mañana (en mi caso no se aplicaba, dado que mis
hijos eran todos marcianos) y sacar al gato afuera por la noche, antes de asegurarse de

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que la puerta del fondo está cerrada con doble vuelta de llave contra los ladrones.
Por cierto recordaría también otras cosas, de importancia mucho mayor. ¿Era un
relato bueno o flojo? ¿Le gustaría al menos a uno de cada diez o doce o quince
directores? ¿A qué revista lo enviaría primero?
Después: la emoción de verlo aceptado en el primer envío, o la estoica resistencia
que permite esperar que lo acepten en el vigesimotercer envío.
En Tamerlán y otros poemas, que Poe escribió a los catorce años, hay un pasaje
que parece ejercer una atracción especial sobre los escritores del género fantástico,
porque ha sido citado en una cantidad de relatos por los practicantes del mismo:
«Años que se suceden, demasiado salvajes para el canto, después huyen como
tormentas tropicales.»
No hay nada particularmente inusual en una observación de ese tipo, aunque la
haya hecho Poe, porque tales años se presentan en la vida de muchísimas personas.
Pero a veces los escritores del género fantástico en general parecen tener una especie
de monopolio de ese tipo de experiencia. O uno podría decir que en ellos puede
ocurrir de manera exagerada. Y los escritores de ciencia-ficción se ven —o parecen
verse— inclinados a pensar en sí mismos como atrapados de vez en cuando en
experiencias que se asemejan mucho a los huracanes tropicales.
He pasado por días tormentosos y por días serenos, pero los que se siguen
destacando realmente en la memoria, sean tormentosos o de otro tipo, parecen tener
un medio, al menos para la mirada retrospectiva, de pasar con más rapidez que
aquellos extensos y apartados momentos mundanos en los que no ocurre nada fuera
de lo común.
Necesariamente, algunos de los hechos destacables que dominan mis años
escolares y de estudios universitarios, deben incluirse en este breve bosquejo
autobiográfico, aunque sólo fuese porque darle cierre sin ninguna referencia a mis
días de estudiante —y algunos hechos posteriores de naturaleza formativa que llegan
hasta comienzos de los años cuarenta, cuando el «primer Long» fue reemplazado por
un Long aún en movimiento— haría que mi participación en actividades literarias a
temprana edad distara de verse desarrollada en su totalidad.
Después de graduarme en la Escuela Pública 24, al norte del Parque Mt. Morris
de Harlem, asistí al Colegio Superior De Witt Clinton durante cuatro años y logré
recibirme a pesar de una falta de competencia espectacular en álgebra y geometría.
Ahora De Witt Clinton queda en el Bronx, pero en esa época ocupaba un edificio de
ladrillo rojo, aún en pie, de la calle Cincuenta y nueve, en Manhattan. Estaba ubicado
directamente frente a la desparramada inmensidad de ladrillo rojo del Hospital
Roosevelt. Pero cuando miraba el hospital en vez de ponerme al día con mi Latín, no
tenía la menor sospecha clarividente o precognición de que dos años más tarde estaría
recobrándome de una operación en aquella ciudadela de la curación: evento que me
llevaría a la decisión de terminar con mi carrera académica.
En la división de Washington Square de la Universidad de Nueva York había una

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escuela de periodismo incluida en la Escuela de Comercio, y uno tenía que tomar
ciertos cursos de orientación comercial, tales como teneduría de libros y finanzas de
sociedades anónimas, para estudiar periodismo. (Después del primer año se dejaba de
lado la asignatura de teneduría de libros, salvo, desde luego, que uno decidiera que
una carrera de contador sería más lucrativa que una carrera de escritor.) En esa época
me parecía un absurdo, pero mi respeto por todo el programa de estudios aumentó
mucho cuando me enteré, años más tarde, de que la Escuela de Comercio había sido
fundada por el abuelo de L. Sprague de Camp, mi colega en el campo de la fantasía y
la ciencia-ficción, y elocuente defensor de esa renombrada institución desde sus
primeros días.
El único acontecimiento que se destaca con claridad en el recuerdo de mis menos
de dos años de asistencia a la Universidad de Nueva York, es la oportunidad que me
proporcionó de anotarme en una clase dirigida por John Farrar, más tarde famoso
como integrante de la firma Farrar y Rinehart.
Me había anotado en la clase sin tener ni la más remota idea de cómo sería John
Farrar en persona o la edad que tendría. Pero pasé junto a él por casualidad en un
corredor del décimo piso del edificio de Washington Square dos días antes de que
comenzara la clase y me impactó de inmediato su aspecto, sin saber que era John
Farrar. Se lo veía extremadamente juvenil y no parecía mayor que los estudiantes,
aunque tenía unos veintiséis años en ese momento. Pero había en él algo que lo
distinguía. En cierto sentido tenía la actitud de un poeta, incluso de un poeta
publicado de cierta categoría. O, para expresarlo de otro modo, la actitud de un
hombre de letras de firme prestigio, ampliamente reconocido.
Y mi suposición resultó acertada. No sólo era amigo de F. Scott Fitzgerald, que
acababa de escribir A este lado del paraíso, sino también de Dos Passos y media
docena de otros escritores del período cuyos «años de gloria» aún estaban en el
futuro, pero no eran nada desconocidos incluso en los primeros años de la década del
veinte. Invitó a John V. A. Weaver a dirigirse a la clase durante toda una hora y,
aunque el primer volumen de versos recién publicado de aquel dotado poeta, In
American, estaba creando una gran agitación literaria habló, recuerdo, sólo acerca de
Balzac y lo mucho que había significado para él Balzac en sus años de estudio.
Después John Farrar prometió invitar a Fitzgerald y Dos Passos para que se dirigieran
a la clase cuando regresaran de París o Capri o cualquier otro puerto de cita que la
«Generación perdida» estuviese favoreciendo en ese momento. Y también Stephen
Vincent Benet, que hacía poco había aparecido en el Cosmopolitan a la edad de
veintitrés años y aún vivía en Nueva York.
Aunque hablé con John Farrar varias veces cuando la formalidad de la clase daba
paso a sesiones de preguntas y respuestas, nunca llegué a saber cuántos escritores
aparecieron en las semanas siguientes. A mitad del curso me dio un ataque tan crítico
de apendicitis que me llevaron a toda velocidad desde mi casa en la West End Avenue
hasta el Hospital Roosevelt, con la sirena a todo vapor. Se me había perforado el

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apéndice y tenía un principio de peritonitis, y durante más de un mes mi situación fue
incierta.
No estoy seguro de que un detalle de este tipo sea de gran interés dramático para
el lector, pero siento una compulsión a incluirlo porque para mí tuvo un interés vital.
Mi estadía en el hospital distó de ser improductiva en el sentido literario, aunque
no la disfruté, ciertamente. Me dio la oportunidad de leer, por primera vez, La tierra
purpúrea y Mansiones verdes de W. H. Hudson y una docena de otros libros que
ampliaron mis horizontes imaginativos de modo muy especial.
Mi primer volumen de poemas, A Man from Genoa and other Poems, publicado
unos años después por W. Paul Cook, uno de los primeros integrantes del Círculo
Lovecraft, contiene un soneto que resume brevemente cómo me sentí durante ese
período de encarcelamiento hospitalario.
Citarlo completo sería tedioso pero las líneas siguientes captan su esencia:

Los rápidos pasos de una enfermera que se acerca


Resuenan en mis oídos; oigo otra vez los gruñidos
De los pacientes de la Sala 2, gemidos descorteses
De desdichados tomando éter con una maldición…
Después arrancan vendajes de pechos cansados,
los brazos son inyectados donde están doloridos y azules;
Pero estoy lejos, en empresas legendarias
encantadas con una banda loca, quijotesca.
Tendido, sueño con la insensatez de Casanova,
Recorro las lomas inglesas con el señor Polly.

A veces un roce cercano con la muerte puede llevar a decisiones atolondradas:


decisiones que de otro modo no se habrían tomado nunca. Lo peor que puede pasar
ha pasado, y la supervivencia parece depender tanto de un accidente afortunado que
el exceso de cautela se convierte en un absurdo.
Decidí que no quería regresar al colegio, y que aunque los cursos de periodismo
podían ser beneficiosos para muchísimos escritores jóvenes y formales, simplemente
no eran para mí. Estudiaría técnicas de escritura por mi cuenta, en casa, pero además
—y esto me parecía mucho más importante— seguiría leyendo y leyendo, y me
esforzaría por absorber inconscientemente, en una especie de ósmosis, los
esplendores estilísticos de los narradores maestros. Los maestros que tenía en mente
eran Kipling, Conrad, E. M. Forster y H. M. Tomlinson, cuyo The Sea and the Jungle
había leído cuatro veces. Aunque estaba familiarizado con Poe, Hawthorne, Verne y
los escritores de horror gótico clásicos, aún me quedaba el suficiente sentido común y
realista como para darme cuenta de que mis modelos tenían que ser en su mayor parte
de la literatura general, y que era mejor que no tuvieran un estilo o atmósfera
victoriana o del siglo dieciocho.

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En ese entonces mi inclinación hacia la fantasía y la ciencia-ficción era
pronunciada, pero también me gustaban las narraciones de aventuras y marítimas, y
los narradores maestros parecían sentir una predilección especial por el mar y la
jungla. En realidad mis lecturas de ese período eran variadas en extremo, desde
H. Rider Haggard hasta Henry James. Si hubiese tenido un poco más de percepción
me habría dado cuenta de que algunos narradores norteamericanos también eran
magistrales, y valía la pena estudiarlos, en especial Theodore Dreiser, Sherwood
Anderson y Sinclair Lewis (Main Street acababa de aparecer).
Unida a mi intención de leer mucho se encontraba la firme resolución de estudiar
el mercado de las revistas a medida que avanzaba. Era a comienzos de la década del
veinte, y pocos escritores jóvenes, si les quedaba alguna sensatez, habrían alentado
esperanzas de vender un relato a The Century, Harper’s o The Atlantic Monthly, o de
aterrizar de golpe en «las grandes revistas». Sólo restaban las revistas populares, o
pulps. Aunque el auge pululante de los pulps no llegaría hasta los primeros años
treinta, ya había muchos en los kioscos con anterioridad —de hecho, a partir de 1910
incluso— y distaban de ser uniformes en la calidad del contenido. Unos pocos, como
Adventure, Short Stories y Blue Book —una especie de revista intermedia y no un
pulp en sentido estricto— publicaban algunas narraciones de calidad literaria
excepcional, narraciones superiores en todos los aspectos al contenido de «chico
encuentra chica» de las publicitadas revistas más lujosas. Después estaba Black Mask,
sin la cual Dashiell Hammett habría demorado más en lograr el reconocimiento que
se le debía. Y al menos otros cuarenta títulos, que iban desde Argosy, All Story,
Flynns, Black Cat, Ten Story Book, hasta unas veinte revistas «risqué» con el tipo de
tapa y contenido que hoy en día parecerían tan pornográficos como un daguerrotipo
de la Guerra Civil, con una dama de la alta sociedad en una fiesta de jardín
coqueteando con un oficial del ejército de modo levemente indecoroso y con una
sonrisa que invita a tomarse libertades prohibidas.

Hasta ahora he dejado de lado lo que es más esencial si uno va a convertirse en un


exitoso escritor free-lance. No hay posibilidad de evitar la necesidad de sentarse ante
una máquina de escribir y pasar cinco o seis horas —diez sería aún mejor— seis días
por semana durante todo el período de aprendizaje y quedarse allí sin hacer más que
una brevísima pausa para tomar café.
Yo estaba en condiciones de practicar ese tipo de austeridad, porque no me veía
ante la necesidad inmediata de ganarme la vida. Los ingresos de buen profesional de
mi padre se hacían cargo de todos los gastos familiares y yo sentía que si esperaba
unos dos años más para aumentar un poco esos ingresos con mis propios esfuerzos…
bueno, lo mismo habría pasado si hubiese seguido en el colegio.
Era un modo de sentir censurable y que no me favorecía, pero la franqueza
autobiográfica exige que lo registre. Tal vez habría salido a buscar un empleo de

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inmediato —mi decisión de no regresar al colegio era irrevocable— si mis padres
hubiesen sido menos comprensivos. Pero no me reprocharon ni una sola vez un
defecto de carácter tan penoso.
Durante los dos años siguientes debo de haber escrito y enviado al menos setenta
relatos. Invariablemente retornaban con formularios de rechazo impresos, algunos de
los mejores pulps y otros de revistas que no pagaban más de medio centavo por
palabra (una tasa nada inusual a principios de los años veinte, aunque faltaran años
para la Gran Depresión). Pero aguarden: hubo una excepción. The Smart Set rechazó
un manuscrito con dos párrafos de comentarios nada desalentadores firmado por el
propio H. L. Mencken. El lector tendrá que aceptar mi palabra sobre esto, porque esa
carta, de la que me sentía muy orgulloso, ha desaparecido con el paso de los años.
Después H. P. Lovecraft llegó a Nueva York y muchas cosas cambiaron para bien.
Entre su primera visita, bastante breve, y su estadía mucho más prolongada en
Brooklyn que siguió a su casamiento con Sonia Green, había vendido varios relatos a
Weird Tales, que había aparecido hacía poco en los kioscos. Ya he tratado antes el
papel que desempeñó HPL para permitirme la venta de mis primeros relatos de horror
sobrenatural a Farnsworth Wright. Pero debo agregar aquí unas pocas palabras
respecto a WT, y hasta qué punto estuvo a la altura del título que la encabezaba desde
un principio: Weird Tales: «la revista Única».
A través de los años Wright publicó muchos relatos mediocres típicos de las
revistas populares, pero los colaboradores de WT cuya obra ha sobrevivido hasta hoy
eran distintos a los escritores de los pulps en todos los aspectos. Eran muy jóvenes en
su mayoría, y en ese momento no había en Norteamérica ningún otro mercado para el
tipo de narraciones que ellos preferían escribir. Casi la mitad no apareció en la revista
hasta que Wright renunció a su dirección poco antes de su trágica muerte en 1941,
debida a una grave operación. Pero los que lo hicieron incluían a Robert Bloch, Ray
Bradbury, August Derleth, Robert W. Howard, Clark Ashton Smith y, desde luego,
H. P. Lovecraft: tres en la época temprana en que aparecieron algunos de mis cuentos,
uno a principios de los años treinta y dos a mediados y fines de la década del treinta.
El primer relato de Bradbury apareció en 1939, justo a tiempo para ser aceptado por
Wright, estoy seguro de que con un regocijo excepcional. Muchos relatos siguieron al
primero de cada uno de estos seis escritores, pero aquí me refiero a las fechas de su
primera aparición en la revista.
Los relatos de Weird Tales eran con frecuencia muy variados en su acceso a lo
sobrenatural. En muchos casos eran relatos de fantasmas tradicionales, pero no pocos
eran cuentos de terror físico liso y llano, horribles en extremo, para los que se habría
aplicado el término «macabros». Nunca me he ocupado especialmente de relatos que
lleguen a esos extremos, aunque he escrito unos pocos en los que el elemento mucho
más importante del horror sutilmente insinuado brilla por su ausencia. No muchos,
sin embargo. Es algo que, en general, siempre traté de evitar, y no se encontrará
ninguno en Los comienzos de Long.

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Weird Tales también publicó una cantidad de cuentos llamados en una época
seudocientíficos —antes del advenimiento de las revistas de ciencia ficción— y
también otros en una vena levemente extravagante, fantástica.
Vendí a Weird Tales treinta y cinco relatos en los próximos diez años, empezando
con «The Desert Lich» —no incluido en este volumen— en el número de noviembre
de 1924, seguido por «Aguas muertas» en diciembre del mismo año, y la ilustración
de tapa que Wright le asignó le pareció realmente un gran honor al primer Long.
Wright rechazó sólo tres de mis narraciones en todo ese período y con frecuencia
me escribía largas cartas sobre ellas. El pago por palabra era tan bajo, sin embargo,
que si otras revistas receptivas al tipo de escritura al que me dedicaba en ese entonces
hubiesen llegado a unirse a los esquemas de Weird Tales la hosca y realista necesidad
le habría puesto fin a mi carrera de escritor free-lance.
Aunque he seguido siendo ante todo un escritor free-lance hasta ahora, he
ocupado diversos cargos editoriales de vez en cuando, y bien podría haber buscado
un empleo editorial en un período en que era más importante, en cierto sentido,
terminar lo que había empezado y probar que podía ganarme la vida sólo con los
trabajos free-lance. La venta de algunos relatos en el campo de la ficción general y
algunos artículos periodísticos para revistas no vinieron mal, y es indudable que me
ayudaron a persistir en mi resolución. Pero si no hubiese existido ninguna revista de
ciencia-ficción y fantasía es probable que me hubiese visto obligado a rendirme.
Todas las narraciones de este volumen fueron publicadas entre 1924 y 1944, y a
mediados de ese período comenzaron a aparecer cada vez más revistas de ciencia-
ficción y fantasía en los kioscos. Había cerca de treinta por mes: Amazing Stories,
Thrilling Wonder Stories, Strange Tales, Super-Science Stories, Planet Stories,
Marvel Tales, Astounding Stories… para el no iniciado era algo que bordeaba lo
vertiginoso. Publiqué uno o dos relatos en todas esas revistas, y el total de mi venta
de relatos antes de 1934 me convenció de que era probable que pudiese sobrevivir
sólo con esas ventas. Pero no habría sido una supervivencia dichosa y cuidé de
suplementar mis entradas en ese sentido con un tipo de trabajo free-lance más
generalizado. Durante un período de dos años escribí ocho narraciones policiales, dos
artículos de divulgación científica, y revisé (prácticamente co-escribí) una obra de
ficción de un destacado pedagogo. También un artículo humorístico sobre peces
tropicales, que empezaban a estar de moda, para una publicación especializada,
ocasión en la que me fue útil mi afición a la historia natural. El artículo piscícola fue
una obra de amor, escrita para mi propia diversión, y ni esperé ni recibí un cheque por
ella. Siempre he sentido que mis mejores narraciones de ciencia-ficción y fantasía
también fueron obras de amor, porque mientras las escribía no pensaba nunca en el
factor de la remuneración.
Mucho antes de 1940 ya me había encontrado y llegado a conocer a casi todos los
escritores y directores que iban a formar la ciencia-ficción tal como hoy la
conocemos de modo pionero o vitalmente original. Muchos de ellos eran escritores

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jóvenes y esforzados de más o menos mi edad, en unos pocos casos diez y hasta
quince años más jóvenes, pero en general pertenecientes a una generación en la que
aún pienso como una en la que todos compartíamos los mismos problemas para
escribir y la misma orientación con respecto al mundo editorial.
No pocos se arrojaron, como yo, a las tormentosas aguas del trabajo free-lance sin
otro medio visible de sustento económico. Otros, más cautelosos y por cierto más
sensatos, se habían conseguido trabajos editoriales razonablemente seguros. Unos
pocos —muy pocos— eran directores y escritores prestigiosos de larga experiencia y
suficientes antecedentes como para hacerles sentir que, incluso en los prolongados
días de la Depresión, sería necesario una especie de terremoto importante para
sacudirlos fuera de su posición.
La Segunda Guerra Mundial produjo uno, ocasionando muchos cambios y
dislocaciones. Una incapacidad menor —pero no tan menor como para hacer que la
oficina de reclutamiento sintiera que podía enrolarme en las Fuerzas Armadas— me
impidió adquirir alguna experiencia bélica, aparte de servir como guardián de raides
aéreos en Jackson Heights. Así que a diferencia de Asimov y L. Sprague de Camp,
seguí escribiendo para las revistas de ciencia-ficción sin la menor pausa.
Sin embargo, varias narraciones mías aparecieron en Armed Services Editions en
los años de guerra y una vez recibí una carta de un aviador británico que cumplía sus
deberes en un portaaviones, en aguas australianas, en la que decía que las mismas le
habían brindado unas horas de descanso de la tensión. Así, tal vez, de un modo muy
pequeño, contribuí a la caída del fascismo.
Incluso durante la guerra los escritores de ciencia-ficción se reunían con
frecuencia para hablar del oficio, pero la asistencia era menor que otras anteriores,
que se destacan para mí hoy como hitos. En una de las primeras, en Brooklyn,
encontré a Isaac Asimov por primera vez, cuando él tenía diecinueve años y acababa
de graduarse, o estaba por graduarse, en la Universidad de Columbia. Poco después
de eso John W. Campbell compró un «primer Asimov» para Astounding Science
Fiction. Pero si repitiese lo que me dijo acerca del relato ni el propio Asimov me
creería, porque llegó a la exageración, a pesar de su control de costumbre para
conceder grandes alabanzas, y su tendencia en ese sentido era muy conocida
entonces.
A mediados de la década del cuarenta me encontré con Theodore Sturgeon varias
veces, y unos años después él influyó considerablemente para que una de mis
narraciones del período intermedio, «A Guest in the House» —que no debe
confundirse con la famosa obra teatral del mismo título— fuera producida por
CBS-TV.
Hubo muchos otros escritores y directores de ciencia-ficción y fantasía con los
que me encontré y hablé largo y tendido; y volveremos a encontrarlos a todos en las
páginas que siguen, cuando tome uno por uno, en una secuencia de año por año, los
relatos del presente volumen y las circunstancias precisas en que muchos de ellos

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fueron escritos.
De hecho, en este preciso instante he abandonado mi escritorio, y avanzo a lo
largo de un muelle de piedra transportando ladrillo por ladrillo desde los horizontes
púrpuras de Tiro, y me embarco en otro viaje por la memoria que todos ustedes
pueden compartir.

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Aguas muertas

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La venta de mi primera narración a Weird Tales tendría que haberme hecho
sentir que había pasado un importante mojón en mi carrera de escritor. Pero
por algún motivo no lo hizo, a pesar de lo que muchos escritores han dicho
—y seguirán diciendo— sobre la importancia de cruzar el golfo que separa
el trabajo no profesional de la primera aparición de uno en una revista
verdadera, de amplia circulación. Siempre he sentido que sólo importaba el
relato y que si lo leía y les gustaba a cincuenta mil lectores en vez de
trescientos… bueno, mejor aún. Pero no logré sentir una gran excitación al
respecto. Me interesaba más el modo en que había sido ilustrado el relato y
hasta qué punto había conseguido el artista representar a los personajes
centrales o algún otro aspecto dramático destacado que tuviese una
importancia suprema para mí. Ese primer cuento se llamaba «The Desert
Lich» y la ilustración interior —representaba a dos jinetes con las vestiduras
al viento montados a horcajadas sobre un camello, enfilando hacia una
versión árabe de lo desconocido— le gustó tanto a Farnsworth Wright que la
empleó una y otra vez (unas veinte apariciones en total) como apéndice de
otros relatos de Weird Tales durante los próximos diez años.
«Aguas muertas» fue ilustrado de modo aún más gratificante, porque se
trató de la tapa a todo color del número de diciembre de 1924. Era un
excelente trabajo realista de Brosnatch, exactamente lo que yo había tenido
en mente: ninguna obra maestra y ni remotamente comparable a algunas de
las tapas posteriores de Finlay y Bok, pero me produjo un gran placer y no
perdí un momento en llamar la atención de mis amigos hacia ella. (¡Wright
me había enviado previamente un pequeño bosquejo en blanco y negro que
yo mismo había coloreado!).
«Aguas muertas» comenzó como una especie de relato de aventuras de
ambiente tropical. Yo no tenía la menor idea acerca de cómo se desarrollaría:
sólo sabía que tendría que incluir una vuelta de tuerca final bastante
sobrenatural para hacerla elegible para Weird Tales: en esa época estaba
influido por Kipling.
Ese relato, a diferencia de algunos de los que iba a escribir después para
WT, no era lovecraftiano en su atmósfera para nada. Sencillamente coloqué a
varios personajes interesantes en una pequeña embarcación centroamericana
ante las costas de Honduras, incluyendo a un arqueólogo y por una especie
de milagro la trama se hizo cargo de sí misma.
Cuando vendí mi primer relato a Weird Tales no había en Norteamérica
ningún grupo de aficionados a la ciencia-ficción o la fantasía. La publicación
de sólo una revista dedicada al tipo de narración que iba a llevar más tarde a
tantos jóvenes inclinados a reunirse e intercambiar puntos de vista —aunque
fuese por correo— a una asociación más estrecha difícilmente podría haber
conducido a la formación de tales grupos en 1924. Tampoco podría haber

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conducido a un interés tan difundido, por parte de escritores que producían
ese tipo de narración sólo de vez en cuando, como para que pudieran
establecerse con rapidez vínculos de naturaleza similar entre ellos. Y eso se
aplicaba también a los lectores de mayor edad, que no eran pocos pero que
siempre habían tenido menos tendencia que los jóvenes a encontrarse e
intercambiar puntos de vista, ya fuera localmente o por correo.
Y sin embargo, como lo ha señalado Edmond Hamilton, que apareció
casi tan pronto como yo en las páginas de Weird Tales, la revista fue desde
sus comienzos una especie de club.
No sólo Lovecraft, sino también otros aseguraron que al menos una
docena de los primeros colaboradores permanecieran en contacto estrecho o
bastante estrecho, y en el curso de los años siguientes intercambié
correspondencia considerable con colegas y colaboradores como August
Derleth, Clark Ashton Smith, con quien había intercambiado cartas breves
anteriormente, F. Hoffman Price y, en un período bastante posterior, con
Henry Kuttner. Todo lo cual, desde luego, no es más que otro modo de decir
que mi primera aparición en la revista fue el mayor acontecimiento en mi
carrera.

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*

AGUAS MUERTAS
Weird Tales, diciembre de 1924

Estábamos sentados en la timonera del Habakkuk, un pequeño y extravagante


remolcador que transporta diariamente a los pasajeros de los vapores neoyorquinos
que se dirigen al sur a lo largo de la costa de Honduras, desde Trujillo hasta la laguna
Carataska. Formábamos un grupo parlanchín, singular. Andrajosos agentes de
negocios se codeaban con naturalistas jóvenes y entusiastas (botánicos de Olanchito y
entomólogos de más allá de Jamalteca) y agrimensores cansados, desilusionados que
venían de la Meseta. El aire estaba espeso con el humo malsano de pipas fantásticas,
que formaba curiosos nimbos sobre las cabezas de los más ancianos. Nadie tenía una
reputación que perder, y la conversación era amable e informal.
Uno de los veteranos estaba parado en medio de la cabina y golpeaba con los
puños una mesita de madera. Su rostro era del color del maíz maduro, y de vez en
cuando movía la cabeza hacia su compañero. Éste no devolvía sus saludos. El rostro
del compañero estaba cubierto; y descansaba en el piso dentro de una caja oblonga de
un metro ochenta de largo. Ninguna palabra de queja salía de la caja, y sin embargo,
cada vez que el veterano dejaba caer la mirada sobre la tapa atornillada, lágrimas de
pena le bajaban con rapidez por las mejillas y le humedecían la barba rojiza. Pero
reconocía para sí que las lágrimas eran abiertamente sentimentales y de no muy buen
gusto.
Todas las demás personas de la cabina no prestaban atención a la existencia del
hombre de la caja: tal vez adrede. La popularidad de un hombre depende en gran
medida de su actitud. La actitud del hombre de la caja no era agradable, dado que
había muerto hacía cuatro días. Las palabras del veterano eran ahogadas cada tanto
ferozmente por toses ominosas.
—Queridos amigos míos, espero que sepan perdonar mi turbación. Opino que no
tengo nada de orador, y me es imposible hacerles comprender. Puedo explicar, pero
nunca comprenderán. Había millones de ellas, y venían por él. A mí sólo me atacaron
cuando lo defendí. Pero fue duro verlo caer y ponerse negro. Se le arrugó la piel de la
cara antes de que pudiese hablar. No me dijo una última palabra: ¡Es muy duro,
cuando uno es un fiel amigo! Y sin embargo su perversidad fue absurda. Él se lo
buscó, yo se lo advertí. «El hombre tiene mal carácter», dije. «Tienes que ser
cuidadoso. Tienes que hacerle el gusto. No es beneficioso provocar a un hombre sin
moral, sin modales, sin gusto.» Habría bastado una pequeñez, un pequeño término

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medio… pero a Byrne le faltaba el sentido del humor. Lo pagó de modo horrible.
Murió de pie, con esas cosas repugnantes punzándolo, y no llegó a soltar ni un
chillido: sólo un sollozo gorgoteante.
El veterano dirigió una mirada increpante a la caja de un metro ochenta, y al
techo.
—No los culpo si piensan que soy un tipo raro… ¿pero qué me dicen de esto? ¿y
esto? —agregó, enrollándose la manga hacia arriba y dejando al descubierto un flaco
brazo moreno.
Nos adelantamos y lo rodeamos. Nos sentíamos anhelantes y entretenidos, y un
indio soñoliento que estaba en un rincón se pasó los dedos por la frágil barba negra, y
rió entre dientes.
El brazo del veterano estaba cubierto de pequeñas cicatrices amarillas. Era
evidente que la piel había sido punzada repetidas veces con un instrumento semejante
a un alfiler. Cada cicatriz estaba rodeada por un halo en miniatura de tejido
inflamado.
—¿Alguno de vosotros puede explicarlas? —preguntó.
Tamborileó con los dedos sobre la piel tensa. Era un hombrecito cansado,
nervioso, con ojos azules desteñidos y cejas que se unían sobre el puente de la nariz.
Tenía la graciosa costumbre de volver las comisuras de los labios hacia abajo cada
vez que hablaba.
Uno de los jóvenes lo llevó a un lado con gesto solemne y le susurró algo al oído.
El hombre del brazo acribillado rió.
—¡Correcto! —dijo. El joven cerró los ojos y se estremeció.
—Usted… usted no tendría que estar vivo. —Le costaba hacer que la verdad
llegara a sus labios y se expresara—. ¡No es razonable, usted lo sabe! Una picadura
casi siempre es fatal, y usted… usted tiene docenas.
—¡Precisamente! —Nuestro hombre de las cicatrices volvió los labios hacia
arriba y nos miró con ojos penetrantes. Algunas caras bajaron o palidecieron ante él,
pero la mayor parte de los jóvenes le devolvieron una mirada inquisitiva—. Vosotros
sabéis que la culebra de sangre es más certera que la taboda, más mortífera que la
cascabel, más maligna que la coral. Bueno, he sido mordido diez veces por víboras de
cascabel y tres veces por nuestra inocente amiguita, la boba.
»Me tomé el trabajo de verificar estos hechos examinando las heridas, porque
cada serpiente produce una distinta. ¿Entonces cómo puede ser que esté vivo?
Queridos amigos míos, tienen que creerme cuando les digo que no lo sé. Tal vez los
venenos se neutralizaron entre sí. Tal vez el veneno de la culebra de sangre es un
antídoto contra el de la cascabel, o viceversa. Lo que importa es que estoy aquí y
hablo con vosotros. Lo que importa es que siento el vigor de la juventud en mi
interior… pero mi corazón ha muerto.
Su último comentario parecía melodramático e innecesario, y de pronto
advertimos que el veterano no era un artista. Le faltaba sentido de los valores

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dramáticos. Nos apartamos con gesto cansado, y chupamos con vigor nuestras largas
pipas. Es difícil perdonar esos pequeños defectos de técnica.
El veterano parecía tener conciencia de nuestro reproche. Pero siguió adelante, y
su voz era grave y apagada, y costaba seguir las idas y venidas de su desconcertante
narración. Recuerdo con claridad que al principio nos aburrió, y habló largo tiempo
de cosas que no nos interesaban en absoluto, pero de pronto su voz se hizo áspera,
como el ronco chapuceo de un aficionado con un contrabajo, y nos acercamos para
rodearlo.
—Quiero que tengan sin cesar esto presente: estábamos solos en el centro de
aquel lago, sin un solo ser humano en veinte kilómetros a la redonda, con excepción
de un enorme salvaje negro. Era un asunto riesgoso, desde luego, pero Byrne tenía
una decisión infernal en cuanto al análisis químico del agua que estaba directamente
encima de la fuente de nuestro manantial.
»Tenía un entusiasmo asombroso. A mí no me gustaba exhibir mis emociones en
presencia del negro, y ansiaba calmar el centelleo de la mirada de Byrne. El
entusiasmo irrita a un salvaje, y podía ver que el negro estaba decididamente molesto.
Byrne estaba de pie en la popa y deliraba. Me esforcé por hacerlo sentar. Su voz se
elevó de un tono de excitación reprimida a un grito.
»—Es la mejor agua de Honduras. Aquí hay una fortuna. Significa…
»Lo corté en seco con una mirada fría, increpante que tiene que haberlo herido.
Retrocedió ante ella, y se sentó. Yo era lo bastante juicioso como para evitar los
entusiasmos innecesarios.
»Bueno, allí estábamos, dos ancianos que habían recorrido todo el camino desde
Nueva York por el privilegio de sentarse al sol en el centro de un fétido lago negro, y
de examinar un agua que habría escandalizado a un comedor de carroña profesional.
Pero Byrne tenía una agudeza singular y detestable para lo comercial, y sabía muy
bien que el valor del agua no reside en su sabor. Me había señalado con cuidado que
cuando el agua se toma del centro de un lago, directamente encima de un manantial,
puede embotellarse y venderse bajo atractivas etiquetas sin el menor riesgo. Yo
admiraba la sagacidad de Byrne, pero no me gustaba el modo en que el caníbal que
tenía ante mí miraba el cielo. No pretendo insinuar que fuera realmente un caníbal o
algo monstruoso o anormal, pero desconfiaba de sus condenadas costumbres.
»Estaba sentado y encorvado en la proa, dándome la espalda, con las manos sobre
las rodillas y los ojos vueltos hacia la costa. Iba desnudo hasta la cintura y la piel
oscura, oleosa, brillaba con el sudor. Había algo que producía una tremenda
impresión en la rigidez de su cuerpo de animal, y no me gustaban los letales manojos
de pelo negro y rizado que le crecían en el pecho y los brazos. Llevaba la parte
superior del cuerpo cubierta de horribles tatuajes.
»Me gustaría hacerles percibir el horror mortífero de aquel hombre. Yo no podía
mirarlo sin un estremecimiento inevitable y sentía que nunca podría conocerlo
realmente, que nunca atravesaría su costra de reticencia, nunca sondearía las lóbregas

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profundidades de su alma abominable. Sabía que él tenía un alma, pero cada instinto
decente que había en mí se sublevaba ante la idea de entrar en contacto con ella. Y sin
embargo me daba cuenta con júbilo de que el alma del monstruo estaba enterrada
muy profundamente, y de que apenas si se mostraría ante una provocación leve. Y no
habíamos hecho nada para convocarla; habíamos actuado de un modo
razonablemente decente.
»Pero Byrne no tenía tacto. No estaba adiestrado en la adulación y las costumbres
corteses de la sociedad racional. Por algún motivo se le metió en la cabeza que el
agua tenía que ser probada allí, en ese momento. Como es natural, sentía aversión a
probarla él mismo y sabía que yo no podía tragar ningún tipo de agua de manantial.
Pero tenía la curiosa idea de que el agua contenía un veneno séptico, y estaba
decidido a librarse de sus dudas allí mismo.
»Recogió un poco del detestable líquido en una taza y se lo llevó a la nariz.
Después me lo hizo oler a mí. Me horroricé como correspondía. El agua era
amarillenta y en ella pululaban animálculos… pero el horror no residía en su aspecto.
Una ardiente vergüenza enrojecía el rostro de Byrne. Yo sentí una sensación violenta
y agónica de culpabilidad espiritual.
»—No podemos embotellar esto. No sería justo; no sería…
»—Por supuesto que podemos embotellarla. A la gente le gusta este tipo de cosas.
El aroma será una espléndida ventaja publicitaria. ¿Quién oyó hablar alguna vez de
agua curativa de manantial con un fuerte aroma? Es un nuevo triunfo a nuestro favor.
¿Acaso no suponías que un aroma era absolutamente necesario?
»—Pero…
»—Nada de «peros». Esta agua será nuestra fortuna. Sólo es necesario descubrir
su sabor.
»Rió y señaló al negro de la proa. Sacudí la cabeza. ¿Pero qué puede hacerse
cuando un hombre está decidido? Y, después de todo, ¿por qué defender a un salvaje?
Simplemente me quedé sentado y observé mientras Byrne le tendía la taza a nuestro
compañero negro. El negro se irguió con rigidez y muy derecho, y una expresión
turbada, herida invadió sus ojos negros. Los clavó en Byrne y en la taza, y después
los apartó hacia el cielo. Se le empezaron a contraer los músculos de la cara…
horriblemente. Eso no me gustó y le hice gestos a Byrne para que retirara la taza.
»Pero Byrne estaba decidido a que el negro bebiese. La terquedad de un hombre
del norte en latitudes ecuatoriales es con frecuencia chocante. Siempre he evitado esa
actitud, pero Byrne no dejaba jamás de hacer lo convencional bajo ciertas
circunstancias.
»Prácticamente partió en dos al salvaje con los ojos, y lo hizo sin una pizca de
condescendencia.
»—¡No voy a quedarme sentado con esto en la mano! Quiero que pruebes el agua
y me digas con precisión qué te parece. Dime si te gusta el sabor que tiene, y después
de probarla, si te sientes un poco indispuesto y un poco mareado; sólo es necesario

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que describas tus sensaciones. ¡No quiero obligarte, pero no puedes quedarte sentado
y negarte a participar en este… eh… experimento!
»El negro apartó los ojos del cielo y miró con desdén la cara de Byrne.
»—No. No quiero esa agua. No vine para beber agua.
»Tal vez ustedes nunca han visto el choque de dos voluntades racialmente
distintas, cada una tan firme y primitiva y carente de humor como la otra. Un duelo
silencioso se entabló entre Byrne y aquel demonio negro, y la cara de este último se
iba haciendo cada vez más siniestra y hostil; y yo miraba cómo se le contraían los
músculos y se le estrechaban los ojos, y empecé a sentir lástima por Byrne.
»Pero ni siquiera yo había sondeado el poder de voluntad de Byrne. Dominó a
aquel salvaje por pura superioridad psíquica. El negro no se acobardó, pero podía
verse que sabía que estaba luchando contra el destino.
»Sabía que debía beber el agua; el hecho había quedado decidido cuando Byrne
tendió la taza por primera vez, y su rebelión no era más que rencor ante la crueldad
de Byrne al obligarlo a beber el agua. Nunca olvidaré el modo en que tomó la taza y
la vació. Era enfermante ver cómo le castañeteaban los dientes y le sobresalían los
ojos mientras el agua se deslizaba entre sus labios turgentes. Grandes espasmos
parecían subirle y bajarle por la espalda, y me pareció que podía discernir un juego
aterciopelado de músculos en rebeldía a través de todo su torso transpirado. Después
devolvió la taza sin decir palabra y empezó a mirar otra vez el cielo.
»Byrne esperó uno o dos segundos y después empezó a interrogar al negro de un
modo que a mí no me pareció muy discreto. Pero Byrne imaginaba que su supremacía
espiritual había quedado bien sentada. Podría haberle dicho… pero me lamento
inútilmente. Puedo ver a Byrne, hundido en sus preguntas, con los ojos centelleando
y las mejillas ardientes.
»—Te hice beber el agua porque necesitaba saber. Es muy importante que sepa.
¿Has probado alguna vez un huevo podrido? ¿Tenía ese sabor? ¿Tenía un sabor
salado y te quemaba cuando la tragaste?
»El negro estaba sentado inmóvil y se negaba a contestar. No hay manera de
comprender la psicología de un hombre negro en medio de un lago negro. Sentí que
la perversidad de la naturaleza había entrado en el infeliz e insté a Byrne a que se
calmara. Pero éste siguió adelante, y entonces, por fin, ocurrió.
»El negro se puso de pie en el bote y chilló… y chilló otra vez. No pueden
imaginar ustedes la bestialidad ultraterrena de los gritos que brotaban de su odiosa
garganta. No tenían nada que ver con gritos humanos y los podría haber lanzado un
gorila sometido a tortura. Sólo pude quedarme sentado y escuchar, y me sentí tan
flojo como una araña sobre zancos. En ese momento sólo experimenté un miedo
inexpresable, mezclado con desprecio por Byrne y la forma en que había tentado
deliberadamente a… bueno, no al destino exactamente, sino a los fenómenos
inexcusables de la histeria caníbal. Ansiaba pararme y chillar más alto que el salvaje,
para que la vergüenza y la humillación lo llevaran al silencio.

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»Al principio pensé, mientras los gritos resonaban a través del lago, que el negro
daría vuelta la canoa. Estaba de pie en la proa y oscilaba de un lado a otro, y con cada
bandazo la canoa dejaba entrar un poco de agua. Un grito seguía al otro en
enloquecedora sucesión, y cada grito resultaba más siniestro y virulento y anormal
que el anterior, y observé que el cuerpo del demonio estaba tenso como un cable
cargado de electricidad.
»Después Byrne empezó a tirar de él por los hombros en un esfuerzo frenético
por hacer que se sentara. Verlos forcejear y oscilar en la proa era un espectáculo
horrible y hasta empecé a sentir lástima por el negro. Byrne se había colgado de él, y
de pronto advertí que aporreaba a su adversario con ferocidad en la espalda y bajo los
brazos.
»—¡Siéntate o nos hundirás! ¡Por Dios! ¡Crear semejante escándalo… por una
tontería!
»La canoa se iba llenando con rapidez y yo esperaba que naufragara en cualquier
momento. No me agradaba la idea de nadar a través de una hedionda cloaca y no
pude contener una mirada furiosa hacia Byrne. ¡Pobre amigo! Si hubiese sabido,
habría sido más tolerante con él. Byrne merecía ser censurado, pero lo pagó… lo
pagó horriblemente.
»El demonio negro se sentó de pronto y miró hacia el cielo. Parecía haberlo
abandonado toda rebelión. Había una expresión amable, casi entusiasta en su rostro
repugnante. Dirigió una mirada maliciosa y palmeó a Byrne en el hombro. Su
familiaridad me chocó y pude ver que molestaba a Byrne. La voz del negro era
particularmente serena.
»—No quise portarme mal. Supongo que es el clima. El agua me gustó. No veo
por qué no embotellarla y venderla. Es buena agua. Muchas veces me pregunté por
qué nadie pensó en embotellarla antes. Supongo que la gente que viene por aquí es
estúpida.
»Byrne me miró bastante avergonzado. El salvaje tenía inteligencia y buen gusto.
Su inglés era razonablemente correcto y sus modales eran los de un caballero. Había
actuado de modo realmente ridículo y nos había dado buenos motivos para desconfiar
de él; pero la táctica de Byrne había sido grosera y merecía el rechazo.
»Tuvo la sensatez de reconocer su error. Gruñó un poco, pero de modo
conciliatorio, y le pidió al negro que remara hacia la costa con una cordialidad que
encontré admirable.
»Sacó la mano fuera del bote y dejó que se arrastrara dentro del agua. Encendí un
cigarrillo y observé la onda y el remolino verdosos que se formaban bajo nosotros.
Pasó cierto tiempo antes de que divisara la primera de aquellas diminutas
obscenidades.
»Traté de advertir a Byrne, pero él retiró la mano bruscamente con un chillido y
supe que comprendería.
»—¡Algo me mordió! —dijo. Creí ver que el negro fruncía el entrecejo y se

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inclinaba aún más sobre los remos.
»—Fíjate en el agua —contesté. Byrne bajó los ojos, de mala gana, creo. Después
palideció.
»—Serpientes… serpientes acuáticas. ¡Por Dios! ¡Serpientes acuáticas! —Lo
repitió una y otra vez—. Serpientes acuáticas. ¡Hay miles! ¡Serpientes acuáticas!
»—Son bastante inofensivas. ¡Pero nunca vi algo igual!
»Y estaba realmente impresionado. Imaginen ustedes que un millón de asquerosas
y pequeñas serpientes fluviales se alzan desde las húmedas profundidades y sin el
menor motivo. Nadaban alrededor del bote y sacaban las feas cabecitas al aire, y
silbaban y proyectaban sus lenguas espantosas. Me incliné por sobre el borde y me
asomé al agua verdosa. El río pululaba con miríadas de cuerpos rosados y oscilantes,
que se retorcían en contorsiones volátiles y hacían espumear y burbujear el agua.
Después vi que varias se habían enroscado sobre el costado de la canoa y se dejaban
caer al interior. Sentí por instinto que el demonio negro tenía que ver con el asunto.
»Tales indignidades eran impensables. Me puse de pie en el bote y me dio un
ataque de furia. El negro alzó los ojos soñolientos y exhibió una ancha sonrisa. Pero
vi que enfilaba directamente hacia la costa. Las serpientes reptaban por todo el bote y
atacaban las piernas de Byrne, y sus silbidos me descomponían. Pero conocía la
especie: era inofensiva y presuntuosa. Y sin embargo sabía que los malsanos seres
aterraban a Byrne. Chillaba por el dolor de sus mordidas pequeñas y agresivas y
juraba sin moderación. Cuando le aseguré que eran inocuas me miró increpante y
siguió aplastándolas con los tacos de las botas. Les hacía pulpa las espantosas
cabezas y la sangre brotaba de sus boquitas y empezaba a inundar el fondo del bote.
Pero se seguían dejando caer por sobre los costados y Byrne tenía las manos llenas. Y
el negro remaba con decisión hacia la costa, y yo no decía nada. Pero él sonreía, lo
que me hizo tener deseos de estrangularlo. Pero no quería ofenderlo, porque sus
métodos de desquite tendían a ser desagradables.
»Por fin llegamos a la costa. Byrne salió de un salto lanzando un grito y vadeó
unos metros de barro negro, pegajoso. Después se dio vuelta en la costa y miró hacia
el agua. Toda la superficie estaba cubierta por cuerpos rosados que nadaban y se
entrecruzaban y se entrelazaban sobre las ondas, y cuando la rojiza luz del sol caía
sobre ellos parecían untuosos gusanos de osario bullendo e hirviendo en una tinaja
colosal.
»Salí de algún modo y me uní a Byrne. Nos enfurecimos cuando vimos que el
negro se alejaba remando y se dirigía hacia la costa opuesta. Byrne estaba trastornado
y casi delirante y me aseguró que las serpientes eran venenosas.
»—No seas tonto —dije—. Ninguna de las serpientes acuáticas de la zona es
venenosa. Si te quedara algún juicio…
»—¿Pero por qué me atacaron? Reptaron para subir y me mordieron. ¿Por qué
tenían que hacerlo? Eran hijas de Satán. ¡Ese negro las embrujó! Él las llamó y ellas
vinieron.

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»Sabía que Byrne estaba desarrollando una monomanía y traté de desviar su
atención.
»—No tienes nada que temer. Si tuviéramos que enfrentarnos con víboras de
cascabel o culebras de sangre, vaya y pase, pero serpientes acuáticas, ¡bah!
»Entonces vi que el negro se paraba en la canoa y agitaba los brazos y chillaba
exultante. Me di vuelta y alcé los ojos hacia la cresta de la colina que estaba detrás de
nosotros. Era una colina salvaje y se alzaba hirsuta y lúgubre y sobre su cresta se
derramaba un ejército de seres reptantes: y me es imposible describirlos en detalle.
»No quería que Byrne se diese vuelta. Traté de hacer que se concentrara en el
lago y en el demonio negro que estaba de pie en la canoa y gritaba. Le señalé que el
negro se había puesto en ridículo; lo palmeé con fuerza en la espalda y nos
felicitamos de nuestra superioridad.
»Pero poco después tuvimos que enfrentarlos… enfrentar lo que bajaba reptando
hacia nosotros desde la sombría cresta gris de la colina. Me volví y miré el profundo
cielo azul y las grandes nubes que rodaban sobre la cima, y después mis ojos bajaron
un poco más, y los vi otra vez, y supe que se arrastraban lentamente hacia nosotros y
que no había modo de evitarlos.
»Y tomé con suavidad a Byrne del brazo, lo volví y señalé en silencio. Tenía
lágrimas en los ojos y una curiosa pesadez en piernas y brazos. Pero Byrne lo aceptó
como un caballero. Ni siquiera expresó sorpresa, aunque pude percibir con claridad
que su alma estaba herida de muerte, y enferma a más no poder. Y vi que la
vergüenza y un miedo monstruoso me miraban desde los ojos inyectados en sangre de
Byrne. Y tuve piedad de Byrne, pero supe lo que teníamos que hacer.
»El día terminaba, en medio de hermosas neblinas en tierra, que colgaban sobre la
colina; y velos azules alegraban el agua y ocultaban la canoa y el negro gesticulante.
Ansiaba sentarme tranquilamente junto al agua y soñar, pero sabía que teníamos algo
que hacer. Cerca del borde del agua descubrimos un pequeño grupo de brillantes
arbustos amarillos y fuerte vegetación, y fabricamos sólidos garrotes y látigos fuertes
y cortantes. Y el ejército de reptiles siguió su avance y me llenó de una sensación de
infinita tristeza y pena y piedad por Byrne.
»Estábamos parados muy quietos y esperamos; y la masa de hirviente corrupción
bajó rodando por la colina hasta que llegó a la pareja costa rocosa del lago y después
rezumó odiosamente hacia nosotros. Y gritamos cuando contamos la cantidad de
víboras de cascabel y culebras y boas, pero cuando vimos a las otras serpientes no
gritamos, porque se nos helaron los centros del habla, y éramos muy desdichados.
»Queridos amigos míos, vosotros no podéis imaginar, no podéis concebir nuestra
desdicha. Había reptiles sepulcrales con cabezas verdes y chatas y ojos helados que
no traté de identificar, y había legiones enteras de lagartos cornudos, con lenguas
negras cubiertas de ampollas, y ranitas venenosas que saltaban nerviosas y hacían
ruidos extraños y sobrenaturales con la garganta; y supimos que eran letales y
debíamos evitarlas.

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»Pero salimos a enfrentarlas y Byrne luchó con auténtica nobleza. Pero la
diferencia era abrumadora y lo vi caer, jadeante, sofocado, aniquilado. Subieron
reptando por sus piernas y lo mordieron en la espalda y en los costados y en la cara, y
vi cómo su cara ennegrecía ante mis ojos. Vi sus labios retirándose de los dientes y
los ojos congelándose y la piel de la cara arrugarse y encogerse.
»Y luché para apartarlos de él y mi garrote nunca estuvo ocioso. Achaté
incontables cabezas redondas y redondeé las chatas, y arranqué repugnantes bolitas
escarlatas del estremecido tejido gelatinoso.
»Queridos amigos, al fin se fueron y lo dejaron allí. Y la serenidad azul de las
colinas parecía inexplicable dadas las circunstancias, pero me sentía agradecido por
la frescura y la quietud, y las sombras cada vez más profundas. Me senté con el alma
en paz y esperé. Miré las pequeñas picaduras de los brazos y sonreí. Me sentía
razonablemente feliz.
»Pero no morí, queridos amigos. Darme cuenta de que no iba a morir me
asombró. Pasaron varias horas antes de poder estar seguro, y entonces hice algo
espantoso. Me aferré la barba con firmeza entre las dos manos y me arranqué grandes
puñados de pelo. El dolor me hizo recobrar la cordura.
»Caminé durante dos días con el cadáver. Era lo que había que hacer, lo indicado.
En Trujillo esperé a que prepararan el ataúd y supervisé personalmente su
construcción. Quería que todo se hiciera del modo correcto, con gran estilo. Tengo
poco de qué arrepentirme… ¡pero mi alma ha muerto!
Había una desdicha infinita en la mirada del veterano. Su voz enronqueció, y dejó
de hablar. Notamos que se estremeció un poco cuando se alzó el cuello del abrigo y
salió de la cabina hacia una noche de estrellas. Apretamos nuestros rostros contra el
cristal de una ventana y lo vimos pararse ante la barandilla, con la lluvia y la luz de la
luna brillándole sobre la barba y el rocío salobre golpeándole el rostro increíblemente
castigado.

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La sanguijuela oceánica

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«La sanguijuela oceánica» apareció en Weird Tales en enero de 1924, apenas
un mes después de «Aguas muertas». Como «Aguas muertas», entra hasta
cierto punto en la categoría de «aventuras en tierra y mar», con un desenlace
aterrador. A Wright le gustaba y la reimprimió años después en una
«Selección de los Mejores» de Weird Tales. No es el tipo de narración que
podría escribir hoy, aun cuando hubiese un resurgimiento de revistas que
presentaran tales narraciones con un pago que arrancara de los diez centavos
por palabra.
Estaba sobreescrita, desde luego, y era melodramática en exceso. Pero
creo que me gusta más que las otras diez o doce narraciones en una vena
similar que escribí durante esos años y que se publicaron en otras partes, no
todas dentro del género de horror y fantasía.
El tema es uno de los más antiguos en danza, ya que retrocede hasta el
ciclo mítico clásico de los encuentros con monstruos marinos, que parecen
haber excitado a Homero hasta el punto irracional, ya que no le ahorró
ninguno a Ulises cuando con la misma facilidad podría haberlos hecho
concurrir con frecuencia un poco menor. Sobre «La sanguijuela oceánica» se
cierne además una leve aura de ciencia-ficción, porque los encuentros con
calamares, pulpos y otros monstruos oceánicos gigantescos y casi míticos,
capaces de echar a pique a todo un velero bien equipado con un solo golpe
tentacular, obsesionaron a Verne casi tanto como a Homero.

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*

LA SANGUIJUELA OCEÁNICA
Weird Tales, enero de 1925

Oí a Boucke golpeando la puerta de la cabina con los puños desnudos y al viento


silbando bajo las rendijas. Ambas cosas me irritaban y abrí la puerta de par en par.
Entonces entró Boucke, con una violenta ráfaga de viento. Era un hombrecito
curioso, con el mar y el cielo en los ojos, y hablaba en pantomima. Señaló hacia la
puerta y se pasó los dedos por el cabello rojizo con un gesto salvaje, y supe que algo
había estado a punto de liquidarlo: quiero decir de liquidarlo espiritualmente, de
dañarle el alma, su perspectiva.
No sabía si estar complacido o aterrado. Boucke parecía más humano con sus
gestos vivaces, extraños y los ojos encendidos, pero no podía imaginar qué había
visto sobre cubierta. Como es lógico pronto lo supe.
Los hombres estaban sentados en grupos idiotizados de a dos o tres y ninguno me
saludó cuando salí de las sombras del cordaje enrollado a una faja luminosa de luz
lunar.
—¿Dónde estaba el contramaestre?
Varios hombres oyeron mi pregunta, pero se limitaron a darse la vuelta y mirarme
sin contestar.
—¡Eso se llevó al contramaestre! —dijo Oscar.
Oscar rara vez le hablaba a alguien. Era alto y delgado y su cuero cabelludo
cetrino estaba orlado de pelo amarillo. Recuerdo con nitidez sus ojos oscuros,
hambrientos y la orla de su cabello refulgiendo a la luz de la luna. Pero ya no puedo
visualizar el resto de él. Se han esfumado en el fantasma de un recuerdo. Sin embargo
es curioso con qué claridad recuerdo toda otra forma o incidente de aquella noche
asombrosa.
Oscar estaba junto a mí, y me di vuelta y le aferré el brazo. Aferrar su brazo
fuerte, muscular, me tranquilizó. Pero sabía que le había hecho daño, porque su
hombro se sacudió y me miró increpante. Supongo que Oscar quería pararse sobre
mis pies. Pero hizo un amplio movimiento con el brazo para asegurarme que no
importaba. El viento silbaba en nuestros oídos y las velas andrajosas flameaban y
resollaban. Las velas pueden hablar, como ustedes saben. He oído velas que se
quejaban a coro, cada vela con acento levemente distinto. Con el tiempo uno llega a

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entender su conversación. En las mañanas serenas es maravilloso subir a cubierta y
oír cómo cuchichean las velas entre sí. Además hacen gestos, y cuando están
cansadas cuelgan patéticas contra el cielo.
Me paseé por cubierta y reñí a los hombres y les dije que se fueran al demonio.
Después extraje mi pipa y soplé efigies amarillas hacia el aire frío. Danzaron a la luz
de la luna e hicieron que la situación fuese irremisible. Poco después regresé junto a
Oscar y le pregunté a quemarropa a qué se había referido cuando dijo «eso». Pero no
me contestó. Simplemente se volvió y señaló.
Algo blanco y gelatinoso rezumó por sobre de la baranda y corrió o se deslizó
algunos metros sobre cubierta. Después una masa mayor salió de la oscuridad
estremeciéndose y se quedó encaramada al negro poste de popa. Un segundo objeto
descendió a cubierta, bajando con un golpe sordo y corriendo en diagonal al primero
sobre las tablas lisas y pulidas. Vi que dos de los hombres se levantaban con rapidez y
oí que Oscar gritaba una orden cortante.
La cosa de cubierta se desparramó y su base se hizo más ancha. Enarboló en el
aire un apéndice lívido rodeado de tremendas ventosas rosadas. Pudimos ver cómo
actuaban las ventosas a la luz de la luna, abriéndose y cerrándose y abriéndose otra
vez. Nos vimos afectados por un extraño hedor aromático y sentimos la sensación
abrumadora de náusea física. Vi que uno de los hombres retrocedía tambaleante y se
derrumbaba sobre cubierta. Después un segundo idiota osciló y cayó, y un tercero…
un tercero que en realidad avanzó hacia el espantoso objeto en cuatro patas, como
fascinado.
En ese instante la luna pareció acercarse, dar un bandazo y bajar realmente del
cielo y colgar del cordaje. Entonces los tentáculos amorfos se proyectaron
bruscamente hacia adelante, lanzados como cables, y golpearon el mástil más
cercano, y oí cómo se astillaba, y un ruido semejante al trueno. Los brazos temblaron
y parecieron volar en toda dirección. Después volvieron a caer junto al flanco, flojos.
Clavé los ojos en los topes negros de nuestras gavias y le pregunté a Oscar en voz
baja:
—¿Eso se llevó al contramaestre?
Él asintió y arrastró los pies. Los hombres que estaban en cubierta susurraban
entre sí y supe por intuición que un espíritu de rebelión corría entre ellos. Y sin
embargo el propio Oscar me disculpó.
—¿Dónde estaríamos si usted no nos hubiese hecho entrar aquí? A la deriva,
probablemente: sin timón y sin velas. Tal vez nuestras velas parezcan la piel de un
cadáver saturado de agua, pero podemos usarlas… una vez reparemos los mástiles.
La albufera parecía bastante inocente y la mayoría de nosotros estuvo de acuerdo en
entrar. Pero ahora gimen como cachorros amarillos de miedo… y lo culpan ¡Idiotas!
Basta con que usted diga…
Lo detuve, porque no quería que los hombres tomaran en serio su propuesta, y
hablaba lo bastante alto como para que ellos oyeran. Yo sentía que no se podía culpar

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a los hombres… ¡dadas las circunstancias!
—¿Cuántas veces la cosa ha saltado por sobre la borda? —pregunté.
—¡Ocho veces! —dijo Oscar—. Se llevó al contramaestre en el tercer viaje. ¡Él
chilló y alzó los brazos, y se puso amarillo! Eso se le enroscó en una pierna y puso a
trabajar sobre él sus grandes ventosas amarillas; y nosotros no pudimos hacer nada,
¡nada! Tratamos de separarlo, pero no puede usted imaginar el increíble poder de
tracción de ese brazo blanco. Lo cubrió por completo de babaza, y también cubrió la
cubierta. ¡Después se dejó caer otra vez al agua y se lo llevó consigo!
»Después de eso tuvimos más cuidado. Les dije a los hombres que bajaran, pero
se limitaron a mirarme con furia. La cosa los fascina. Se quedan sentados y esperan
deliberadamente que regrese. Usted vio lo que acaba de pasar. La cosa puede atacar
como una cobra y se prende más que una lamprea; pero los idiotas no se cuidan. Y
cuando pienso en esas ventosas rosadas y temblorosas siento lástima por ellos, ¡y por
mí! Él no lanzó un solo grito, entiende, pero se puso lívido bajo los pliegues y su
lengua asomó horriblemente, y un momento antes de desaparecer por sobre la borda
noté que tenía los labios negros e hinchados. Pero como le dije, estaba sumergido en
babaza amarillenta, en limo, y la vida tiene que haberlo abandonado casi de
inmediato. Estoy seguro de que no sufrió realmente. ¡Con la ayuda de Dios, seremos
nosotros quienes tendremos que sufrir!
—Oscar —dije—. Quiero que seas bien franco y, si es necesario, incluso brutal.
¿Crees que puedes explicar esa cosa? No quiero ninguna teoría miserable. Quiero que
imagines un sostén para mí, Oscar, algo sobre lo cual apoyarme. Estoy tan cansado y
ya no me queda mucha autoridad aquí. Oh, sí, se supone que soy el comandante, pero
si no hay modo de seguir adelante, Oscar, ¿qué puedo decirles a ellos? ¿Cómo puedo
hacerlos bajar a la cabina? Les tengo tanta lástima. ¿Qué crees que es eso, amigo
mío?
—Es obvio que se trata de un cefalópodo —dijo Oscar con mucha sencillez, pero
tenía una mirada de vergüenza y horror en los ojos que no me gustó.
—¿Un pulpo, Oscar?
—Puede ser. ¡O un calamar monstruoso! ¡O una horrible especie no identificada!
Una trama de nubes verdosas cubrió la cara de la luna y vi que uno de los
hombres se arrastraba en cuatro patas sobre la cubierta. Después soltó un grito
burlesco, desafiante, corrió hasta la barandilla y alzó los brazos. Una exudación
blanca corría por toda la extensión de la barandilla. Eso se alzó y tembló en medio de
sombras ilimitables y después se derramó en una corriente abominable sobre los
imbornales y envolvió sin un sonido la silueta agitada del desdichado. El pobre tonto
trató de apartarse. Gritó, hizo muecas espantosas, cayó sobre cubierta y trató de
arrastrarse con las manos. Manoteó la superficie pulida, resbaladiza, pero la cosa le
había enroscado los tentáculos en una pierna y tiraba de él lenta y horriblemente.
La cabeza golpeó contra los imbornales y una corriente bermeja, no más ancha
que un cable, bajó por la cubierta y formó un pequeño charco a los pies de Oscar. Una

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ventosa se afirmó contra la sien derecha y otra se metió bajo la camisa y empezó a
trabajar sobre el pecho desnudo. Traté de acercarme, pero Oscar me agarró el brazo
con fuerza, sin decirme porqué. El cuerpo se volvió blanco, viscoso, cambió ante
nuestros ojos. Y ni un solo hombre se adelantó para impedirlo. De pronto, mientras
mirábamos, el hombre muerto, cuyos ojos ya se habían helado, fue sacudido con
vigor contra los imbornales, una y otra vez.
Pero no pasaba a través de ellos. Pronto la cabeza fue llevada por los golpes a
parecerse a algo en lo que no queríamos pensar, y nos sentimos mortalmente
descompuestos. Pero mirábamos, con una extraña fascinación, incluso con algo más
que un pequeño resentimiento. Contemplábamos algo brutal y vivo hasta lo increíble,
y lo veíamos en un ejercicio sin límites de todas sus facultades. Allí, bajo una luna
amortajada, en la soledad fosforescente de aguas exóticas, veíamos la ley del hombre
ultrajada por algo mudo, deforme, blasfemo, y veíamos una diligente materia
nauseante, sin cerebro y autosuficiente, obedecer a una ley más antigua que el
hombre, más antigua que la moral. Era la vida absorbiendo otra vida, y haciéndolo
por la fuerza, sin conciencia, volviéndose más fuerte y triunfante al hacerlo.
Pero no podía hacer pasar el cuerpo a través de los imbornales. Tiró y tiró, y por
último lo soltó. El viento había amainado, y extrañamente cuando aquel ser se dejó ir
y cayó otra vez a la calma muerta del agua, oímos un salpicón ominoso. Nos
precipitamos hacia adelante y rodeamos el cadáver. Parecía nadar en un río de
gelatina blanca y lo arrojamos por sobre la borda. Pero Oscar repitió mecánicamente
algunas palabras del pequeño misal negro, que él imaginaba muy apropiadas. Me
puse de pie y miré hacia la oscura abertura del castillo de proa.
Hasta hoy no sé cómo hice pasar a los hombres por la oscura abertura. Pero lo
hice… con ayuda de Oscar. Puedo verlo recortado con la cabeza brillante contra un
desierto de estrellas sin voz. Puedo verlo sacudir los puños hacia los cobardes que se
escurrían sobre cubierta y vociferar órdenes. ¿O eran insultos? Sé que me adelanté y
lo ayudé, y sé que debo de haber usado mis puños, porque más tarde descubrí que
tenía los nudillos magullados y descoloridos, Oscar tuvo que vendarlos. Es curioso
cómo se ha esfumado Oscar de mi recuerdo, porque lo apreciaba mucho, a pesar de
sus modales extraños y sus amplios ojos hambrientos, y su orla de cabello amarillo.
Me ayudó a meter los hombres en el castillo de proa, y Boucke también. ¡Boucke,
con la cara perfectamente horrorizada y los labios temblorosos luchando contra una
defectuosa falta de articulación!
Los arreamos como ovejas, pero ovejas que se rebelan con frecuencia y son
difíciles de manejar. Pero los hicimos entrar, y después nos volvimos y miramos los
mástiles delgados, oscilando sin alma contra la regularidad sombría, sin vida del mar
y el cielo calmos, miramos las cuerdas que colgaban y las velas en bucles, y las largas
barandillas bañadas por la luz de la luna, y los imbornales enrojecidos. Oímos a
Boucke adentro, balbuceando como un idiota a los hombres. Entonces algo emitió un
temible sonido gorgoteante en el agua y oímos un fuerte ruido a chapuzón.

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—Se ha alzado otra vez —dijo Oscar, con voz desesperada.

II

Estaba sentado en mi cabina, leyendo un libro. Oscar me había vendado las manos y
partido, con la promesa de que nadie me molestaría. Me esforcé por seguir los
pequeños signos impresos en la página blanca que tenía ante mí, pero no convocaba
imágenes, no estimulaban ninguna respuesta. Las palabras no se formaban en mi
mente y no sabía si las frases estúpidas que trataba de entender integraban un ensayo
o un cuento. Ahora no puedo recordar ni siquiera el título del libro, aunque creo que
tenía que ver con embarcaciones y el mar, y naves abandonadas, y las trampas en las
que caen los navegantes con imaginación excesiva. Creía oír el agua lamiendo el
costado del barco y de vez en cuando un gran chapuzón.
Pero sabía que una parte de mi cerebro repudiaba con ardor ambos sonidos y me
aseguré a mí mismo que la excitación nerviosa bajo la que estaba era psíquica y
transitoria, y en ningún sentido física o debida a factores externos. Mis sentidos
habían sido atacados por el espanto y ahora sufría una reacción natural debida a la
conmoción; pero no me amenazaba ningún nuevo peligro.
Algo golpeó sobre la puerta. Me puse rápidamente de pie y no se me ocurrió en
ese momento que Oscar me había prometido que nadie me molestaría.
—¿Qué desea? —pregunté.
No hubo respuesta directa ni satisfactoria, sino un extraño ruido gorgoteante que
me llegó a través de la puerta, e imaginé que podía oír una rápida respiración. Un
miedo intenso, horrible se apoderó de mí.
Miré hacia la puerta blanco de horror. Se sacudía como las vergas bajo un viento
intenso. Se combó hacia adentro bajo un impacto aterrador.
Un golpe sordo siguió a otro, como si un cuerpo monstruoso se hubiese arrojado
hacia adelante sólo para retirarse y volver con renovado ímpetu. Ahogué el impulso
de gritar y abrí la boca y la cerré, y la abrí otra vez. Me adelanté corriendo para
asegurarme de que había pasado realmente el cerrojo a la puerta. Toqueteé el cerrojo,
casi acariciándolo, y después retrocedí hasta que mi espalda quedó contra una viga
opuesta.
La puerta se hinchó hacia adentro horriblemente, y un instante después hubo un
gran estruendo y la madera se astilló y se rompió y los goznes se doblaron. La puerta
cedió, cayó hacia adentro y fue alzada sobre el dorso de algo blanco y execrable.
Después la tabla fue lanzada con violencia contra la pared y la cosa que estaba bajo
ella rodó hacia adelante, con velocidad terrible y creciente. Era un brazo largo,
gelatinoso, un tentáculo amorfo con ventosas rosadas lo que se deslizaba hacia mí
sobre el piso pulido.
Permanecí con la espalda apretada contra la viga, sin otra cosa que mi respiración

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áspera, estertosa para mantener aquello a distancia. Pude ver que aquel brazo no me
temía, y que yo no podía hacer nada. Era largo y blanco y se deslizaba hacia mí.
¿Podré hacerle comprender? Y Oscar me había vendado la mano, que no eran más
que instrumentos débiles, torpes. Y aquella cosa estaba concentrada en su propósito y
no necesitaba ojos para guiarse a través del piso.
Un olor aromático, impío había entrado a la cabina junto con la cosa, y me
abrumó casi antes de que los tentáculos me aferraran. Me esforcé por arrancar los
pliegues grandes, repugnantes con las manos vendadas, pero mis dedos tullidos se
hundían en el tejido gelatinoso como en barro blando. Era tejido palpitante, vivo,
pero parecía no tener substancia y cedía horriblemente. ¡Cedía! Mis manos lo
atravesaban por completo, y sin embargo cuando se aferraba era elástico y podía
apretar su abrazo. Me estrangulaba. Sentí que no podía respirar. Me incliné y me
retorcí, pero se había enroscado alrededor de mí y me retenía, y no podía hacer nada.
Recuerdo que llamé a Oscar. Grité hasta quedarme ronco y después creo que fui
arrastrado cruelmente por el piso, a través de la puerta destrozada y escaleras arriba.
Recuerdo ahora cómo pegaba mi cabeza sobre los escalones mientras subíamos, yo y
la cosa, y creo que me sangraba el cuero cabelludo, y sé que perdí tres dientes. Recibí
golpes y sacudidas enormes de los ángulos de las escaleras, de los bordes de las
puertas y de las tablas duras y lisas de la cubierta.
La cosa me arrastró por la cubierta y recuerdo que vi la luna a través de pliegues y
más pliegues de gelatina obscenamente hinchada. Estaba bien enterrado en pliegues
adiposos, oscuros que se estremecían y se sacudían y palpitaban a la luz de la luna.
Ya no sentía ningún deseo de protestar o gritar, y la idea de Oscar y un posible
rescate no me llenaba de júbilo. Empecé a experimentar sensaciones de placer.
¿Cómo voy a describirlas? Una calidez particular pulsaba a través de mí; mis
miembros se estremecían con una expectativa extravagante. Vi a través de los
pliegues de gelatina animada una gran ventosa o disco bordeado de dientes plateados.
La vi bajar con rapidez a través de los pliegues. Se me afirmó en el pecho y una
repulsión momentánea me hizo arañar ridículamente los tejidos nauseantes que me
rodeaban. Había una especie de crueldad en la negativa de la materia débil que me
rodeaba a ofrecer alguna resistencia. Uno podía seguir así eternamente, arañando y
desgarrando los pliegues adiposos, y sintiéndolos ceder, y sin embargo saber que
nada resultaría de ello. Entre otras cosas, era imposible por completo afirmarme en
aquella materia, aferrarla entre las manos y apretarla. Simplemente se escurría de uno
y después volvía a precipitarse y solidificarse. Podía condensarse y dilatarse a
voluntad.
Mi sentimiento de horror y antipatía desapareció, y una nueva marea de
exaltación, de calidez, de vigor, subió en mí. Podría haber llorado o gritado de
éxtasis.
Sabía que en realidad el monstruo me estaba chupando la sangre a través de sus
ventosas torpes, convulsivas. Sabía que en un momento quedaría tan seco como un

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pescado asado, pero le daba la bienvenida a mi disolución inevitable. No hacía
esfuerzos por ocultar mi júbilo. Estaba francamente alegre, aunque me parecía injusto
que Oscar tuviera que explicarles a los hombres. ¡Pobre Oscar! Ataba los cabos
sueltos de las cosas, suavizaba las realidades vulgares y desagradables, hacía que los
hechos crudos, sin adornos fueran casi aceptables, casi románticos. Era un precioso
estoico y tenía una gloriosa confianza en sí mismo. Yo lo sabía y lo compadecía.
Recuerdo con claridad la última conversación que tuve con él. Oscar caminaba como
al descuido por los muelles, con las manos en los bolsillos y un cigarrillo entre los
dientes.
—Oscar —dije—. ¡En realidad no sufrí cuando esa cosa se apoderó de mí! En
serio, no sufrí. ¡Lo disfruté!
Frunció el entrecejo y se rascó la ridícula orla de pelo.
—¡Entonces lo salvé de usted mismo! —exclamó.
Le llameaban los ojos y vi que deseaba tumbarme de un golpe. Esa fue la última
vez que vi a Oscar. Después de eso desapareció en las sombras, pero habría sido más
sensato conservarlo a mi lado.
La gelatina que me rodeaba pareció aumentar de volumen. Debe de haber tenido
un metro de espesor alrededor de mi cabeza y estoy seguro de que veía la luna y los
topes oscilantes a través de un prisma de colores cambiantes. Olas azules y escarlatas
y purpúreas me pasaban ante los ojos, y un sabor a sal me entró en la boca. Por un
instante pensé, no sin cierto resentimiento y orgullo herido, que la cosa me había
absorbido realmente, que formaba parte de aquella masa estremecida, gelatinosa… ¡y
entonces vi a Oscar!
Lo vi erguirse sobre mi obscena cárcel con una antorcha encendida en la mano.
La antorcha, vista a través de los pliegues magnificantes de gelatina, era algo de una
belleza impecable. Las llamas se disparaban hacia afuera y parecían cubrir toda la
cubierta y perderse volando contra la oscuridad. El cordaje y las barandillas
luminosas parecían encendidas, y una serpiente roja y delirante se extendía paralela a
los imbornales. Veía a Oscar con nitidez, y vi la gran espiral de humo que brotaba de
la punta de las llamas, y vi los mástiles oscilantes, enrojecidos, y la siniestra abertura
negra del castillo de proa. La oscuridad parecía apartarse para dejar pasar a Oscar con
su antorcha y su estoicismo. Se hamacaba en la oscuridad sobre mí, aquel hombre
silencioso, quijotesco, y supe que podía confiarse en que pusiera fin a las cosas. No
tenía una idea clara de lo que haría él, pero supe que llegaría a un final brillante y
satisfactorio.
No me vi desilusionado, y cuando vi que Oscar se inclinaba y tocaba los pliegues
de gelatina con su gran antorcha llameante quise cantar o gritar. Los pliegues
temblaron y cambiaron de color. Un caleidoscopio enloquecedor de colores me pasó
ante los ojos: rojo llameante y amarillo y plata y verde y oro. La ventosa se me aflojó
sobre el pecho y disparó hacia arriba a través de los pliegues voluminosos. Un hedor
tremendo me asaltó las fosas nasales. El olor era insoportable: alcé los brazos y luché

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como un salvaje para alcanzar el aire y la luz y Oscar.
Entonces sentí el calor de la antorcha de Oscar sobre la mejilla y supe que
alrededor de mí el tejido caía y ardía haciéndose pedazos. Vi que se disolvía y lo sentí
escurrirse quemante por las rodillas y brazos y muslos. Cerré los labios con fuerza
para no tragar grandes cantidades del nauseante fluido, y volví la cara hacia cubierta
para protegerme los ojos de los fragmentos de tejido siseante. ¡La criatura estaba
siendo literalmente quemada viva y en el fondo de mi corazón la compadecía!
Cuando Oscar me ayudó por fin a tenerme en pie vi que lo que quedaba de la cosa
desaparecía por sobre la borda. Llevaba los brazos horriblemente calcinados y habían
desaparecido las ventosas, y por un momento vislumbré los extremos colgantes,
deshilachados y nudos rojizos y protuberancias sobresalientes. Después oímos un
chapuzón y un extraño sonido gorgoteante. Miramos la cubierta y vimos que estaba
cubierta de aceite verdoso, y aquí y allá grandes trozos sólidos de tejido quemado
flotaban en el horrible potaje. Oscar se inclinó y levantó uno de los fragmentos. Lo
dio vuelta cara arriba sobre la mano, para que le diera la luz de la luna. En su
extensión de quince centímetros contenía una ventosa de doce. Y la ventosa se abría y
se cerraba mientras la sostenía en la mano. Cayó de su mano como un peso de plomo
y saltó hacia el aire. La pateó fuera de la cubierta y me miró. Aparté los ojos hacia el
negro tope de la gavia.

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Los devoradores de espacio

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En una ocasión Lovecraft le dio permiso a Robert Bloch para que lo
destruyera en un relato, firmando incluso un acuerdo al efecto, que
probablemente podía presentarse ante un jurado. Escribió: «Por la presente
certifico que el caballero Robert Bloch, de Milwaukee, Winsconsin, etc. etc.,
tiene total autorización para retratar, asesinar, aniquilar, desintegrar,
transfigurar, metamorfosear o maltratar de cualquier otro modo al abajo
firmante en el cuento The Shambler from the Stars».
Mucho antes, en «Los devoradores de espacio», yo había hecho lo
mismo: llevar a cabo la desintegración total de HPL en modos más que
equivalentes, en términos cósmicos, a los cinco o seis medios mundanos que
él sugiere para eliminar a alguien en un plano meramente humano. Pero, a
diferencia de Bloch, no le notifiqué por adelantado mi intención.
Simplemente escribí el relato y se lo envié.
Se divirtió mucho y era evidente en cada línea de su muy benigna y
clemente respuesta de que se había reído al leerlo.
Siempre me ha asombrado un poco que unos cuantos aficionados a la
ciencia-ficción y la fantasía estuvieran indecisos acerca de si Lovecraft era o
no el personaje central de «Los devoradores de espacio» y me pidieran que
lo confirmara o lo negara, para aclarar sus dudas.
Por supuesto que lo era. Pero como es natural en ese relato me he tomado
algunas libertades con el retrato formal de HPL que aparecerá en mi futura
biografía del soñador de Providence. Tomada de modo clarividente, por así
decirlo, porque «Los devoradores de espacio» fue escrito acerca de Lovecraft
en una especie de «libertad poética». Pero los relámpagos de precognición
clarividente han dejado de asombrarme desde hace tiempo: he
experimentado tantos.
Algunos editores han decidido incluir este cuento, junto con «Los
sabuesos de Tíndalos», en las colecciones de los Mitos de Cthulhu y otros
han incluido sólo «Los sabuesos». Sin embargo ambos forman una parte
inextricable de los mitos, al menos en un sentido asociativo.

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*

LOS DEVORADORES DE ESPACIO


Weird Tales, julio de 1928

«La cruz no es un agente pasivo. Protege al puro de corazón, y a


menudo ha aparecido en el aire sobre nuestros sabbats,
confundiendo y dispersando a los poderes de las Tinieblas».
Necronomicon de JOHN DEE

El horror llegó a Partridgeville en una niebla ciega.


Durante toda aquella tarde densos vapores marinos se habían arremolinado
alrededor de la granja y el cuarto en el que nos encontrábamos sentados estaba
bañado en humedad. La niebla subía en espirales por debajo de la puerta y sus dedos
largos, húmedos me acariciaron el pelo hasta que éste goteó. Las ventanas de cristales
cuadrados estaban cubiertas por una humedad densa, como rocío, el aire era pesado y
pegajoso e increíblemente frío.
Dirigí una mirada lúgubre a mi amigo. Le había dado la espalda a la ventana y
escribía furiosamente. Era un hombre alto y delgado, con los hombros anormalmente
anchos y un poco encorvados. Visto de perfil su rostro era impresionante. Tenía una
frente ancha en extremo, nariz larga y mentón un poco sobresaliente: una cara
vigorosa, sensible que sugería un carácter de salvaje imaginación controlada por un
intelecto profundamente escéptico.
Mi amigo escribía relatos cortos. Los escribía para satisfacción propia, a despecho
del gusto de la época, y sus cuentos eran inusuales. Habrían encantado a Poe; habrían
encantado a Hawthorne, o Ambrose Bierce, o Villiers de l’Isle Adams. Eran estudios
terribles y sombríos de hombres anormales, bestias anormales, plantas anormales.
Escribía sobre reinos remotos e impíos de la imaginación y el horror, y los colores,
sonidos y olores que se atrevía a evocar nunca se vieron, oyeron ni olieron sobre la
cara conocida de la luna. Trazaba sus creaciones impúdicas contra fondos sepulcrales
y habitados por las sombras. Se movían majestuosas por bosques altos y solitarios,
sobre montañas escarpadas, y se escurrían malvadas por las escaleras de caserones
antiguos, y entre los pilares de negros muelles en descomposición.
Aún lo estaba mirando cuando de pronto dejó de escribir y sacudió la cabeza.

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—No puedo lograrlo —dijo—. Tendría que inventar un lenguaje nuevo. Y sin
embargo puedo comprenderlo en un sentido emocional, intuitivo, si quieres. ¡Ojalá
pudiera expresarlo con una frase de algún modo: el extraño reptar de su espíritu
descarnado!
—¿Se trata de algún nuevo horror? —pregunté.
Sacudió la cabeza.
—Para mí no es nuevo. Lo he conocido y sentido durante años: un horror que está
completamente más allá de cualquier cosa que tu prosaico cerebro pueda concebir.
—Muchas gracias —dije.
—Todos los cerebros humanos son prosaicos —precisó—. No quería ofenderte.
Lo terrible y misterioso son los terrores sombríos que acechan detrás y por encima de
ellos. Nuestros cerebritos… ¿qué pueden saber sobre los seres detestables y
cósmicamente horrendos que vienen del espacio exterior y nos chupan hasta dejarnos
secos? A veces creo que habitan en nuestras cabezas, y que nuestros cerebros los
sienten, pero cuando ellos tienden tentáculos dañinos para arañar y absorbernos,
perdemos la razón por completo; ¿y de qué nos sirve entonces el cerebro?
—¡Pero no puedes creer honestamente en semejante insensatez! —exclamé.
—¡Por supuesto que no! —sacudió la cabeza y rió—. Sabes condenadamente bien
que tengo un escepticismo demasiado profundo como para creer en algo.
Simplemente he bosquejado las reacciones de un poeta ante el universo. Si un
hombre desea escribir relatos de fantasmas y comunicar una sensación de horror a sus
miserables e indignos lectores tiene que creer en todo… y en algo. Al decir algo me
refiero al horror que trasciende todo, que es más terrible e imposible que todo. Tiene
que creer que hay cosas del espacio exterior que pueden bajar y chuparnos hasta
dejarnos secos.
—Pero esta cosa del espacio exterior: ¿cómo puede él describirla si no conoce su
forma o tamaño o color?
—Es prácticamente imposible describirla. Es lo que he tratado de hacer… y
fracasé. Tal vez algún día… pero dudo de que pueda lograrse alguna vez. Aunque
nuestro artista puede insinuar, sugerir…
—¿Sugerir qué? —pregunté, un poco confundido.
—Sugerir un horror que sea ultraterreno por completo; que se haga sentir en
términos que no tengan equivalentes sobre esta tierra.
»Hay algo de prosaico —dijo—, incluso en los mejores cuentos clásicos de
misterio y terror. La vieja señora Radcliffe con sus bóvedas ocultas y fantasmas
sangrientos; Maturin con sus villanos alegóricos, faunescos, y sus llamas feroces
salidas de la boca del infierno; Edgar Poe con sus cadáveres cubiertos de coágulos de
sangre y sus gatos negros, sus corazones delatores y Valdemares en desintegración;
Hawthorne con su divertida preocupación por los problemas y horrores que surgen
del simple pecado humano (como si los pecados humanos tuvieran alguna
importancia para las cosas que nos chupan el cerebro), y los maestros modernos:

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Algernon Blackwood que nos invita a un festín de los altos dioses y nos muestra a
una anciana de labio leporino sentada ante una tablilla uija toqueteando cartas
manchadas o una aureola absurda de ectoplasma que emana de algún papanatas
clarividente; Bram Stoker con sus vampiros y lobizones, simples mitos
convencionales, últimos harapos del folklore medieval; Wells con sus espectros
seudocientíficos, hombres peces en el fondo del mar, damas en la luna; y los cientos
de idiotas que escriben sin cesar cuentos de fantasmas para las revistas: ¿en qué han
colaborado a la literatura de lo impío?
»¿Acaso no estamos hechos de carne y sangre? Es natural que sintamos repulsión
y nos horroricemos cuando nos muestran esa carne y esa sangre en estado de
corrupción y decadencia, con los gusanos pasando por encima y por debajo. Es
natural que un relato sobre un cadáver nos estremezca, nos llene de miedo y horror y
repugnancia. Cualquier tonto puede despertar esas emociones en nosotros: en realidad
Poe logró muy poco con sus damas Usher y sus Valdemares en licuefacción. Apeló a
emociones simples, naturales, comprensibles, y era inevitable que sus lectores
respondieran.
»¿Acaso no descendemos de bárbaros? ¿No habitamos una vez en bosques altos y
siniestros, a merced de animales que desgarran y destrozan? Es inevitable que
temblemos y nos encojamos cuando encontramos en la literatura oscuras sombras de
nuestro propio pasado. Arpías y vampiros y lobizones: ¿qué son sino
magnificaciones, distorsiones de las grandes aves y murciélagos y perros feroces que
acosaron y torturaron a nuestros antepasados? Es bastante fácil excitar el miedo por
tales medios. Es bastante fácil asustar a los hombres con las llamas de la boca del
infierno, porque éstas son ardientes y marchitan y queman la carne: ¿y quién no
comprende y teme un incendio? Golpes que matan, fuegos que arden, sombras que
horrorizan porque sus sustancias acechan malignas en los corredores negros de
nuestros recuerdos hereditarios: estoy harto de los escritores que nos aterrorizan con
fealdades tan patéticamente obvias y trilladas.
Una auténtica indignación llameaba en sus ojos.
—¿Y si hubiese un horror mayor? ¿Y si cosas malignas de algún otro universo
decidieran invadir el nuestro? ¿Y si no pudiésemos verlas? ¿Y si no pudiésemos
sentirlos? ¿Y si fuera de un color desconocido sobre la tierra, o más bien, de un
aspecto que no tuviese color?
»¿Y si tuvieran una forma desconocida sobre la tierra? ¿Y si tuvieran cuatro,
cinco, seis dimensiones? ¿Y si tuvieran cien dimensiones? ¿Y si no tuvieran la menor
dimensión y sin embargo existieran? ¿Qué podríamos hacer?
»¿No existirían para nosotros? Existirían para nosotros si nos proporcionaran
dolor. ¿Y si no fuera el dolor del calor o del frío o cualquiera de los dolores que
conocemos, sino un nuevo dolor? ¿Y si tocaran otra cosa además de nuestros nervios:
alcanzaran nuestros cerebros de un modo nuevo y terrible? ¿Y si se hicieran sentir por
medios nuevos y extraños y execrables? ¿Qué podríamos hacer? Tendríamos las

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manos atadas. Uno no puedo oponerse a lo que no puede verse ni sentirse. Uno no
puede oponerse a lo que tiene mil dimensiones. ¡Supongamos que se abrieran paso
hasta nosotros devorando el espacio!
Hablaba para sí con rapidez, en un frenesí.
—Sobre eso he tratado de escribir. Quería incluir en un relato la cosa reptante,
informe que nos chupa el cerebro. Quería hacer que mis lectores, idiotas absurdos e
indignos, sintieran y vieran esa cosa venida de otro universo, de más allá del espacio.
Podría sugerirla con facilidad, o insinuarla, cualquier tonto puede hacerlo, pero
querría describirla realmente. ¡Describir un color que no es un color! Una forma que
no tiene forma.
»Tal vez un matemático podría hacer algo levemente superior a sugerirla. Hay
curvas y ángulos extraños que un matemático inspirado podría vislumbrar vagamente
en un frenesí salvaje de cálculos. Es absurdo decir que los matemáticos no han
descubierto la cuarta dimensión. La han vislumbrado con frecuencia, se han acercado
a ella con frecuencia, la han aprehendido con frecuencia, pero son incapaces de
demostrarla. Conozco a un matemático que jura que una vez vio la sexta dimensión
en un vuelo salvaje hacia los cielos del cálculo diferencial.
»Por desgracia no soy matemático. Sólo soy un pobre tonto, un artista creador, y
la cosa del espacio exterior me elude por completo.
Alguien llamaba a la puerta con violencia. Crucé la habitación y retiré el cerrojo.
—¿Qué desea? —pregunté—. ¿Qué pasa?
—Lamento molestarte, Frank —dijo una voz familiar—, pero necesito hablar con
alguien.
Reconocí el rostro delgado, blanco de mi vecino más cercano, y me aparté de
inmediato.
—Adelante —dije—. Adelante, por favor. Howard y yo hemos estado discutiendo
sobre fantasmas y los seres que conjuramos no resultan compañía agradable. Tal vez
tú puedas hacer que se alejen, con argumentaciones.
Llamé fantasmas a los horrores de Howard porque no quería escandalizar al
hombre común que era mi vecino. Henry Wells era inmensamente grande y alto, y
cuando entró al cuarto arrastró una parte de la noche consigo.
Se hundió en un sofá y nos escrutó con ojos asustados. Howard había dejado el
relato que estaba leyendo, se quitó y frotó los anteojos, y frunció el entrecejo. Era
más o menos intolerante con mis visitantes bucólicos. Esperamos tal vez por un
minuto y después los tres hablamos al mismo tiempo.
—¡Qué noche horrible!
—Detestable, ¿verdad?
—Desastrosa.
Henry Wells frunció el entrecejo.
—Esta noche —dijo—, yo… yo me topé con un accidente extraño. Viajaba con
Hortensia por el bosque Mulligan…

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—¿Hortensia? —interrumpió Howard.
—Su caballo —expliqué con impaciencia—. Regresabas de Brewster, ¿verdad,
Henry?
—De Brewster, sí —contestó—. Pasaba entre los árboles observando cómo la
niebla entraba y salía de las orejas de Hortensia enroscándose, y oyendo cómo
resollaban y se lamentaban las sirenas de niebla en la bahía cuando algo me aterrizó
sobre la cabeza. «Lluvia», pensé. «Espero que no se mojen las provisiones.»
»Me di vuelta para asegurarme de que la manteca y la harina estaban cubiertas y
algo blando como una esponja se alzó del fondo del carro y me pegó en la cara. Lo
manoteé y lo agarré entre los dedos.
»En las manos parecía gelatina. Lo apreté y me bajó una humedad por las
muñecas. Tampoco estaba tan oscuro como para no verlo. Curioso cómo se puede ver
en una niebla: es como si la noche se hiciera más luminosa. No sé, tal vez tampoco
era la niebla. Los árboles parecían destacarse. Se los podía ver muy nítidos. Como
decía, miré aquello, ¿y a qué creen que se parecía? A un trozo de hígado crudo. O al
cerebro de un ternero. Pensándolo bien, se parecía más al cerebro de un ternero. Tenía
hendiduras, y el hígado no tiene hendiduras. Por lo general el hígado es liso como un
vidrio.
»Fue un momento espantoso para mí. “Hay alguien arriba de uno de esos
árboles”, pensé. “Algún vagabundo o loco o idiota que está comiendo hígado. Mi
carro lo asustó y lo dejó caer… dejó caer un pedazo. No puedo equivocarme. Cuando
salí de Brewster no llevaba hígado en el carro.”
»Alcé los ojos. Ustedes saben que los árboles del bosque Mulligan son muy altos.
En los días claros no se les puede ver la punta desde el camino. Y ya saben lo
retorcidos y muy malignos. Siempre me los imaginé con deseos de hacer el mal. Hay
algo de indecente en los árboles que crecen demasiado juntos y llegan a torcerse.
»Alcé los ojos. Al principio sólo vi los árboles altos, todos blancos y brillantes
por la niebla, y sobre ellos una neblina blanca y densa que ocultaba las estrellas del
cielo. Y después algo largo y blanco bajó corriendo con rapidez por el tronco de uno
de los árboles.
»Bajó con tanta rapidez por el árbol que no lo pude ver con nitidez. Y de todos
modos era tan delgado que no había mucho por ver. Pero era como un brazo. Era
como un brazo largo, blanco y muy flaco. Pero desde luego, no era un brazo. ¿Quién
oyó hablar de un brazo alto como un árbol? No sé qué me llevó a compararlo con un
brazo, porque en realidad no era más que una línea fina: como un alambre, una
cuerda. No estoy seguro para nada de haberlo visto. Tal vez lo imaginé. Ni siquiera
estoy seguro de que fuera del ancho de una cuerda. Pero tenía una mano. ¿O no?
Cuando pienso en eso me tambalea el cerebro. Entiendan: se movía tan rápido que no
lo pude ver con claridad.
»Pero tuve la impresión de que buscaba algo que se le había caído. Por un
momento la mano pareció desplegarse sobre el camino y después abandonó el árbol y

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se dirigió hacia el carro. Era como una enorme mano blanca que caminara sobre los
dedos unida a un brazo terriblemente largo que subía y subía hasta tocar la niebla, o
tal vez hasta tocar las estrellas del cielo.
»Grité y castigué a Hortensia con las riendas, pero el caballo no parecía necesitar
estímulo. Había arrancado antes de que yo pudiera tirar el hígado o el cerebro de
ternero al caminar. Corría tan veloz que casi dio vuelta el carro, pero yo no tiré de las
riendas. Prefería estar tirado en una zanja con la muñeca rota antes de que una mano
larga y blanca me sacara el aliento de la garganta.
»Casi habíamos salido del bosque y empezaba a respirar otra vez cuando el
cerebro se me enfrió. No puedo describir de otro modo lo que pasó. Mi cerebro se
puso frío como el hielo dentro de mi cabeza. Puedo asegurarles que estaba asustado.
»No imaginen que no podía pensar con claridad. Tenía conciencia de todo lo que
me rodeaba, pero mi cerebro estaba tan frío que grité de dolor. ¿Alguna vez
sostuvieron un trozo de hielo en la mano durante al menos dos o tres minutos? Ardía,
¿verdad? El hielo quema peor que el fuego. Bueno, mi cerebro se sentía como si
hubiese estado metido en hielo durante horas y horas. Tenía un horno dentro de la
cabeza, pero era un horno frío. Crepitaba con un frío rabioso.
»Tal vez tendría que sentirme agradecido de que el dolor no durase. Desapareció
en unos diez minutos y cuando llegué a casa no parecía haber empeorado por la
experiencia. Estoy seguro de que no pensé que estaba mal hasta que me miré en el
espejo. Entonces vi el agujero en mi cabeza.
Henry Wells se inclinó hacia adelante y se apartó el pelo de la sien derecha.
—Ésta es la herida —dijo—. ¿Qué les parece?
Se dio un golpecito con los dedos debajo de una pequeña abertura redonda que
tenía en el costado de la cabeza.
—Es como una herida de bala —precisó—. Pero no hubo sangre y se puede ver
hasta muy adentro. Parece dirigirse directamente al centro de la cabeza. Yo no tendría
que estar vivo.
Howard se había levantado y miraba a mi vecino con ojos llameantes.
—¿Por qué nos ha mentido? —gritó—. ¿Por qué nos ha contado esa historia
absurda? ¡Una mano larga, vamos! Usted estaba borracho, hombre, borracho… y sin
embargo logró hacer lo que yo he sudado sangre por conseguir. Si pudiese hacer que
mis idiotas lectores sintieran ese horror, conocerlo por un momento, ese horror que
usted describió en los bosques, estaría entre los inmortales, sería más grande que Poe,
más grande que Hawthorne, Y usted… un payaso torpe, un patán mentiroso…
Me puse en pie con una protesta furiosa.
—No miente —dije—. El hombre está loco de fiebre. Le han disparado… alguien
le ha disparado en la cabeza. ¡Míralo!
La ira de Howard se apagó y el fuego desapareció de sus ojos.
—Perdóname —dijo—. No puedes imaginar hasta qué punto he deseado capturar
ese horror definitivo, pasarlo al papel, y él lo consiguió con tal facilidad. Si me

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hubiese advertido que iba a describir algo semejante habría tomado notas. Pero como
es lógico no sabe que es un artista. Lo que logró fue un tour de force accidental; no
podría hacerlo otra vez, estoy seguro. Siento haberme salido de las casillas… pido
disculpas. ¿Quieren que vaya a buscar a un médico? Es una fea herida.
Mi vecino sacudió la cabeza.
—No necesito un médico —dijo—. He visto un médico. No hay una bala en mi
cabeza: ese agujero no fue hecho por una bala. Cuando el médico no pudo explicarlo
me reí de él. Odio a los médicos. Y no me caen bien los tontos que piensan que
acostumbro mentir. No me cae bien la gente que no quiere creerme cuando les digo
que vi aquella cosa larga, blanca escurriéndose hacia abajo por el árbol, clara como el
día.
Pero Howard examinaba la herida a pesar de la indignación de mi vecino.
—La hizo algo redondo y agudo —dijo—. Es curioso, pero la carne no está
desgarrada. Un cuchillo o una bala habría desgarrado la carne, habría dejado un borde
desparejo.
Asentí y me inclinaba a examinar la herida cuando Wells chilló y se tomó la
cabeza entre las manos.
—¡A-ah! —jadeó—. Ha vuelto: ese frío terrible, terrible.
Howard clavó los ojos en él.
—¡No espere que crea en semejante insensatez! —exclamó disgustado.
Pero Wells se agarraba la cabeza y bailaba por el cuarto en un delirio agónico.
—¡No puedo soportarlo! —chillaba—. Me está congelando el cerebro. No es
como el frío ordinario. No lo es. ¡Oh, Dios! No se parece a nada que haya sentido.
Muerde, abrasa, desgarra. Es como ácido.
Apoyé una mano sobre su hombro y traté de calmarlo, pero me apartó de un
empujón y corrió hacia la puerta.
—Tengo que salir de aquí —gritó—. La cosa necesita espacio. Mi cabeza no la
retendrá. Desea la noche… la vasta noche. Quiere chapalear en la noche.
Abrió la puerta y desapareció en la niebla. Howard se enjugó la frente con la
manga del saco y se hundió en una silla.
—Loco —murmuró—. Un trágico caso de insania. ¿Quién lo habría sospechado?
Lo que nos contó no era arte consciente en ningún sentido. No era más que una fuga
pesadillesca concebida por el cerebro de un lunático.
—Sí —dije—, ¿pero cómo explicas el agujero de su cabeza?
—¡Oh, eso! —Howard se encogió de hombros—. Es probable que siempre lo
haya tenido… algo de nacimiento, quizá.
—Tonterías —dije—. El hombre nunca tuvo antes un agujero en la cabeza.
Personalmente creo que le han disparado. Habría que hacer algo. Necesita atención
médica. Creo que telefonearé al doctor Smith.
—Interferir es inútil —dijo Howard—. Ese agujero no fue hecho por una bala. Te
aconsejo que te olvides de él hasta mañana. Su insania tal vez sea transitoria; puede

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desaparecer; y después nos maldecirá por interferir. ¡Meterse con lunáticos no vale la
pena! Si mañana sigue loco, si viene otra vez aquí y trata de ocasionar problemas,
puedes notificar a las autoridades indicadas. ¿Alguna vez actuó de modo extraño?
—No —dije—. Siempre fue muy cuerdo. Creo que seguiré tu consejo y esperaré.
Pero me gustaría poder explicar el agujero en la cabeza.
—Lo que contó me interesa más —dijo Howard—. Voy a escribirlo antes de que
lo olvide. Como es lógico no podré lograr el horror tan real como él lo hizo, pero tal
vez pueda capturar un poco de la extrañeza y el hechizo.
Destapó su lapicera fuente y empezó a cubrir una inofensiva hoja de papel con
curiosas frases enjoyadas: frases ultraterrenas. Yo sabía que en un momento el papel
se transformaría en algo impío. Sabía que relumbraría con una luz pagana; que luces
embrujadas parpadearían sobre él; sombras extrañas se harían cada vez más
profundas alrededor de él. Ideas extrañas y monstruosas fluirían en una corriente
continua desde su cerebro a la hoja blanca, lisa.
Me estremecí y cerré la puerta.
Durante varios minutos no hubo en el cuarto otro sonido que el rascar de la pluma
contra el papel. Durante varios minutos hubo silencio… y después comenzaron los
chillidos. ¿O eran gemidos?
Los oímos a través de la puerta cerrada, los oímos por encima de los lamentos de
las sirenas de niebla y el ruido de las olas en la playa Mulligan. Los oímos por
encima del millón de sonidos nocturnos que nos habían horrorizado y deprimido
mientras estábamos sentados y hablábamos en aquella casa solitaria y envuelta en
niebla. Los oímos con tanta nitidez que durante un momento creímos que llegaban
desde afuera, junto a la casa. Sólo cuando se repitieron una y otra vez —gemidos
prolongados, penetrantes— descubrimos en ellos una cualidad de lejanía. Lentamente
tomamos conciencia de que los gemidos venían de lejos, tal vez de un lugar tan
apartado como el bosque Mulligan.
—Un alma torturada —murmuró Howard—. Una pobre alma condenada en
garras del caos reptante.
Se puso en pie tambaleando. Le brillaban los ojos y respiraba con dificultad.
Lo agarré del hombro y lo sacudí.
—No tendrías que proyectarte en tus relatos de ese modo —exclamé—. Algún
pobre tipo está en apuros. No sé qué pasó. Tal vez zozobró un barco. Voy a ponerme
un impermeable y averiguar de qué se trata. Se me ocurre que tal vez nos necesiten.
—Tal vez nos necesiten —repitió Howard lentamente—. Tal vez nos necesiten,
realmente. Eso no quedará satisfecho con una sola víctima. ¡Piensa en el enorme viaje
a través del espacio, en la sed y los apetitos que tiene que haber sufrido! ¡Es ridículo
imaginar que se contentará con una sola víctima!
Entonces, bruscamente, algo cambió en él. La luz se fue de sus ojos y la voz
perdió su temblor. Se estremeció.
—Discúlpame —dijo—. Temo que pienses que estoy tan loco como el patán que

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nos visitó hace unos minutos. Pero no puedo dejar de identificarme con mis
personajes cuando escribo. He descrito algo muy maligno, y esos aullidos… bueno,
son exactamente como los aullidos que un hombre emitiría si… si…
—Comprendo —interrumpí—, pero ahora no tenemos tiempo de discutirlo. Allá
afuera hay un pobre hombre —señalé vagamente hacia la puerta— que está entre la
espada y la pared. Se debate contra algo… no sé qué. Tenemos que ayudarle.
—Por supuesto, por supuesto —concedió él y me siguió a la cocina.
Sin una palabra tomé un impermeable y se lo tendí. También le alcancé un
enorme sombrero de goma.
—Ponte esto, rápido —dije—. Ese hombre nos necesita desesperadamente.
Había bajado del estante mi propio impermeable y empujé los brazos dentro de
las mangas pegajosas. En un instante ambos nos abríamos camino a través de la
niebla.
La niebla era como un ser viviente. Sus largos dedos se tendían hacia arriba y nos
abofeteaban el rostro implacablemente. Se enroscaba alrededor de nuestros cuerpos y
ascendía en espirales grandes, grisáceas desde la cúspide de nuestras cabezas. Se
retiraba ante nosotros, y con la misma brusquedad se cerraba y nos envolvía.
Delante de nosotros se veían las luces difusas de unas pocas granjas solitarias.
Detrás de nosotros atronaba el mar y las sirenas de niebla emitían un ulular continuo,
lúgubre. Howard llevaba el cuello del impermeable alzado por encima de las orejas y
de su larga nariz goteaba humedad. Tenía una torva decisión en los ojos y la
mandíbula se veía firme.
Caminamos con dificultad durante varios minutos y sólo cuando nos acercamos al
bosque Mulligan habló.
—Si es necesario, entraremos al bosque —dijo.
Asentí.
—No hay razones para que no podamos entrar al bosque —dije—. No es un
bosque muy extenso.
—Uno puede salir con rapidez.
—Se puede salir con rapidez, ya lo creo. Dios mío, ¿oíste eso?
Los chillidos habían alcanzado una intensidad horrible.
—Está sufriendo —dijo Howard—. Está sufriendo de un modo terrible.
¿Supones… supones que es tu amigo?
Había expresado una pregunta que yo me planteaba desde un tiempo atrás.
—Es concebible —dije—. Pero si está tan loco tendremos que intervenir. Me
gustaría haber traído conmigo a algún vecino.
—¿Por qué demonios no lo hiciste? —gritó Howard—. Tal vez sean necesarios
doce hombres para manejarlo.
Miraba los altos árboles que se erguían ante nosotros y no creo que le dedicara a
Henry Wells ni un solo pensamiento.
—Ese es el bosque Mulligan —dije. Tragué saliva para impedir que el corazón se

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me subiera a la boca—. No es un bosque grande —agregué como un idiota.
—¡Oh, Dios mío! —de la niebla brotó una voz en los extremos del dolor
inexpresable—. Me están devorando el cerebro. ¡Oh, Dios mío!
Fue en ese instante que me asaltó el terror mortal de volverme tan loco como el
hombre de los bosques. Aferré el brazo de Howard.
—Regresemos —grité—. Regresemos ya mismo. Fuimos unos tontos en venir.
Aquí sólo hay locura y sufrimiento y tal vez la muerte.
—Puede ser —dijo Howard—, pero seguiremos.
Tenía el rostro ceniciento bajo el sombrero goteante y sus ojos eran finas hendijas
azules. Ante el desafío tremendo de su coraje me sentí avergonzado.
—Muy bien —dije con voz lúgubre—. Seguiremos.
Nos movimos lentamente entre los árboles. Se erguían sobre nosotros y la densa
niebla los distorsionaba y los fundía entre sí de tal modo que parecían adelantársenos.
La niebla colgaba en cintas desde las ramas retorcidas. ¿Cintas, dije? Más bien eran
serpientes de niebla: serpientes que se contorsionaban con lenguas venenosas y ojos
lascivos, malvados. A través de las nubes giratorias de niebla veíamos los troncos
escamosos, nudosos de los árboles, y cada tronco parecía el cuerpo retorcido de un
anciano maligno. Sólo el pequeño óvalo de luz de mi linterna eléctrica nos protegía
contra su malevolencia.
Nos movimos a través de grandes bancos de niebla y a cada instante los gritos
subían de volumen. Pronto captamos fragmentos de frases, alaridos histéricos que se
fundían en prolongados gemidos.
—Más frío y más frío y más frío… me están devorando el cerebro. ¡Más frío!
¡Ah-h-h!
Howard me aferró el brazo.
—Lo encontraremos —dijo—. Ahora no podemos volver.
Cuando lo encontramos estaba tendido de costado. Tenía las manos agarrando la
cabeza y el cuerpo doblado en dos, las rodillas tan levantadas que casi le tocaban el
pecho. Estaba en silencio. Nos inclinamos y lo sacudimos, pero no emitió ningún
sonido.
—¿Está muerto? —pregunté en voz estrangulada e histérica. Deseaba
desesperadamente darme vuelta y correr. Los árboles estaban muy cerca de nosotros.
—No sé —dijo Howard—. No sé. Espero que esté muerto.
Lo vi arrodillarse y deslizar una mano debajo de la camisa del pobre diablo. Por
un instante su rostro fue una máscara. Después se puso en pie con rapidez y sacudió
la cabeza.
—Está vivo —dijo—. Tenemos que conseguirle ropa seca cuanto antes.
Lo ayudé. Entre los dos alzamos del suelo la figura doblada y la transportamos
entre los árboles. Tropezamos dos veces y casi caímos, y las trepadoras nos
desgarraban la ropa. Las trepadoras eran manitas diabólicas que agarraban y
desgarraban guiadas por los grandes árboles. Sin una estrella que nos guiara, sin una

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luz fuera de la lamparita de bolsillo que empezaba a flaquear, forcejeábamos para
salir del bosque Mulligan.
El bordoneo no empezó hasta que hubimos abandonado el bosque. Al principio
apenas lo oímos, tan grave era, como el ronronear de motores gigantescos muy
hundidos en la tierra. Pero lentamente, mientras avanzábamos a los tumbos con
nuestra carga, creció tanto que no pudimos ignorarlo.
—¿Qué es eso? —murmuró Howard, y a través de los espectros neblinosos vi que
su rostro tenía un tinte verdoso.
—No sé —murmuré—. Es algo horrible. Nunca oí algo igual. ¿No puedes
caminar más rápido?
Hasta entonces nos habíamos debatido contra horrores familiares, pero el
bordoneo y el zumbido que crecía tras nosotros era algo que yo nunca había oído
sobre la tierra. Con un miedo agudísimo, chillé en voz alta:
—¡Más rápido, Howard, más rápido! ¡Por el amor de Dios, salgamos de aquí!
Mientras yo hablaba, el cuerpo que transportábamos se retorció y de sus labios
agrietados surgió un torrente de insensateces:
—Caminaba entre los árboles y miraba hacia arriba. No podía verles las puntas.
Miraba hacia arriba, y entonces de pronto miré hacia abajo y la cosa aterrizó sobre
mis hombros. Era toda patas… toda patas largas, hormigueantes. Entró directamente
a mi cerebro. Yo quería apartarme de los árboles, pero no podía. Estaba solo en el
bosque con la cosa sobre la espalda, dentro de mi cabeza, y cuando traté de correr, los
árboles me hicieron zancadillas. Eso me hizo un agujero para poder entrar. Es mi
cerebro lo que quiere. Hoy hizo un agujero, y ahora se ha arrastrado al interior y está
chupando y chupando y chupando. Es frío como el hielo y hace el ruido de un enorme
moscardón. Pero no es un moscardón. Y no es una mano. Me equivoqué cuando lo
llamé una mano. No se lo puede ver. Yo no lo habría visto ni sentido si no me hubiese
hecho un agujero y entrado. Ustedes casi pueden verlo, casi lo sienten, y eso significa
que se apronta para entrar.
—¿Puede caminar, Wells? ¿Puede caminar?
Howard había dejado caer las piernas de Wells y pude oír el áspero sonido del
aire al entrarle en los pulmones mientras se esforzaba por quitarse el impermeable.
—Creo que sí —sollozó Wells—. Pero no importa. Ahora me atrapó. Bájenme y
sálvense ustedes.
—¡Tenemos que correr! —aullé.
—Es nuestra única oportunidad —gritó Howard—. Wells, usted síganos. Síganos,
¿entiende? Le quemarán el cerebro si lo atrapan. Vamos a correr, amigo. ¡Síganos!
Se perdió en la niebla. Wells se sacudió y lo siguió con chillidos roncos. Saboreé
un horror más terrible que la muerte. El ruido tenía una intensidad espantosa; entraba
directo a mis oídos, y sin embargo durante un momento no pude moverme. Clavé los
ojos en el blanco muro de niebla y farfullé.
—¡Dios! ¡Frank se perderá! —era la voz de Wells, mi pobre, perdido amigo.

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—¡Regresemos! —ahora el que gritaba era Howard—. Significa la muerte, o algo
peor, pero no podemos abandonarlo.
—Sigan —grité—. No me atraparán. ¡Sálvense ustedes!
En mi ansiedad por impedir que se sacrificaran me zambullí locamente hacia
adelante. En un instante me había unido a Howard y estaba agarrándolo del brazo.
—¿Qué es? —exclamé—. ¿A qué debemos temer?
Ahora el bordoneo nos rodeaba, pero no era más intenso.
—¡Ven rápido o estaremos perdidos! —me urgió frenético—. Han quebrado todas
las barreras. Ese zumbido es una advertencia. Somos sensitivos: nos han advertido,
pero si aumenta estaremos perdidos. Son fuertes cerca del bosque Mulligan y es aquí
donde se hacen sentir. Ahora están experimentando: tanteando el camino. Más tarde,
cuando aprendan, se diseminarán. Ojalá podamos llegar a la granja…
—¡Llegaremos a la granja! —grité alentador mientras me abría paso arañando la
niebla.
—¡El cielo nos asista si no lo hacemos! —gimió Howard.
Se había quitado el impermeable y la camisa empapada se le adhería al cuerpo
delgado trágicamente. Se movía en la oscuridad con zancadas largas, furibundas.
Muy adelante oíamos los chillidos maníacos de Henry Wells. Sin cesar gemían las
sirenas de niebla; sin cesar la niebla giraba y se arremolinaba alrededor de nosotros.
Y el bordoneo proseguía. Parecía increíble que pudiésemos encontrar alguna vez
el camino a la granja en la oscuridad. Pero lo encontramos, y entramos tropezando
con gritos de alegría.
—¡Cierra la puerta! —gritó Howard.
Cerré la puerta.
—Creo que aquí estamos seguros —dijo—. Aún no han llegado a la granja.
—¿Qué le pasó a Wells? —jadeé, y entonces vi las huellas húmedas que llevaban
a la cocina.
Howard también las vio. Hubo en sus ojos un relámpago de transitorio alivio.
—Me alegro de que esté a salvo —murmuró—. Temía por él.
Entonces se le ensombreció la cara. La cocina estaba sin luz y ningún sonido
provenía de ella.
Sin una palabra Howard cruzó la habitación y entró en la oscuridad. Me hundí en
una silla, me quité la humedad de los ojos y me aparté el cabello, que había caído en
mechones empapados sobre mi rostro. Por un momento permanecí sentado,
respirando con dificultad, y cuando la puerta crujió, me estremecí. Pero recordaba las
palabras tranquilizadoras de Howard: «Aún no han llegado a la granja. Aquí estamos
seguros».
Por algún motivo, confiaba en Howard. Me daba cuenta de que nos amenazaba un
terror nuevo y desconocido, y que de algún modo secreto él había comprendido sus
limitaciones.
Confieso sin embargo que cuando oí los gritos que venían de la cocina, mi fe en

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mi amigo se vio levemente sacudida. Llegaban gruñidos bajos, que no podía creerse
que surgieran de una garganta humana, y la voz de Howard se alzó en una
reconvención salvaje.
—¡Le digo que me suelte! ¿Está usted loco? ¡Hombre, hombre, nosotros lo
salvamos! Le digo que no lo haga… suélteme la pierna. ¡Ah-h!
Cuando Howard se tambaleó dentro del cuarto salté hacia él y lo tomé en mis
brazos. Estaba cubierto de sangre de la cabeza a los pies y tenía el rostro ceniciento.
—Se ha vuelto loco furioso —gimió—. Estaba corriendo en cuatro patas como un
perro. Saltó hacia mí y casi me mató. Conseguí apartarlo, pero me mordió mucho. Lo
golpeé en la cara… lo dejé inconsciente. Tal vez lo haya matado. Es un animal… tuve
que protegerme.
Tendí a Howard sobre el sofá y me arrodillé junto a él, pero desdeñó mi ayuda.
—¡No te ocupes de mí! —ordenó—. Consigue una cuerda, rápido, y átalo. Si
vuelve en sí tendremos que luchar por nuestras vidas.
Lo que siguió fue una pesadilla. Recuerdo vagamente que me dirigí a la cocina
con una cuerda y até al pobre Wells a una silla; después lavé y vendé las heridas de
Howard, y encendí un fuego en el hogar. Recuerdo que también telefoneé a un
médico. Pero los incidentes se confunden en mi memoria y no recuerdo nada con
claridad hasta la llegada de un hombre alto, grave, de ojos amables y simpáticos y
una presencia tan tranquilizadora como un derivado del opio.
Examinó a Howard, asintió y explicó que las heridas no eran importantes.
Examinó a Wells, y no asintió. Explicó con lentitud que Wells estaba
desesperadamente enfermo.
—Fiebre cerebral —dijo—. Será necesaria una operación inmediata. Le digo con
franqueza, no creo que lo salvemos.
—Esa herida en la cabeza, doctor —dije—. ¿Fue hecha por una bala?
El médico frunció el entrecejo.
—Me preocupa —dijo—. Fue hecha por una bala, desde luego, pero tendría que
haberse cerrado en parte. Le llega al cerebro. Usted dice que no sabe nada al respecto.
Le creo, pero me parece que habría que notificar a las autoridades de inmediato.
Buscarán a alguien por homicidio, a menos… —hizo una pausa—… a menos que la
herida se la haya hecho él mismo. Lo que usted me cuenta es curioso. Que haya sido
capaz de caminar durante horas parece increíble. Es obvio que han limpiado la herida.
No hay ningún rastro de sangre coagulada.
Se paseaba con pasos lentos de aquí para allá.
—Tenemos que operar aquí… en seguida. Hay una leve posibilidad. Por suerte,
traje los instrumentos. Tenemos que despejar esta mesa y… ¿piensa que podrá
sostenerme una lámpara?
Asentí.
—Lo intentaré —dije.
—¡Bien!

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El médico se ocupó de los preparativos mientras yo debatía si debía telefonear o
no a la policía.
—Estoy convencido —dije por fin— de que la herida se la produjo él mismo.
Wells actuaba de modo muy extraño. Si usted está de acuerdo, doctor…
—¿Sí?
—Guardaremos silencio sobre el asunto hasta después de la operación. Si Wells
vive, no habrá necesidad de enredar al pobre hombre en una investigación policial.
El médico asintió.
—Muy bien —dijo—. Operaremos primero y decidiremos después.
Howard se reía en silencio desde su sillón.
—La policía —sonrió con desprecio—. ¿De qué servirá contra los seres del
bosque Mulligan?
Había un matiz tan irónico y ominoso en su alegría que me perturbó. Los horrores
que habíamos conocido en la niebla parecían absurdos e imposibles ante la presencia
fría, científica del doctor Smith, y no quería que me los recordaran.
El médico apartó los ojos de los instrumentos y me susurró al oído:
—Su amigo tiene un poco de fiebre y al parecer eso lo hace delirar. Si me trae un
vaso de agua le prepararé un somnífero.
Me apuré a conseguir un vaso y en un momento tuvimos a Howard durmiendo
profundamente.
—Y ahora a lo nuestro —dijo el médico mientras me tendía la lámpara—. Tiene
que sostenerla con firmeza y moverla según yo le indique.
La forma blanca, inconsciente de Henry Wells estaba tendida sobre la mesa que el
médico y yo habíamos despejado, y me estremecí entero cuando pensé en lo que me
esperaba.
Me vería obligado a quedarme de pie y mirar el cerebro vivo de mi pobre amigo
mientras el médico lo dejaba al descubierto implacablemente. Me vería obligado a
quedarme de pie y contemplar cómo el médico cortaba y hurgaba, y tal vez tendría
que presenciar cosas inmencionables.
El médico administró un anestésico con dedos rápidos y experimentados. Me
sentí oprimido por la terrible sensación de que estábamos cometiendo un crimen, de
que Henry Wells lo habría desaprobado con violencia, de que habría preferido morir.
Es espantoso mutilar el cerebro de un hombre. Sin embargo sabía que la conducta del
médico era irreprochable y que la ética de su profesión exigía que operase.
—Estamos preparados —dijo el doctor Smith—. Baje un poco más la lámpara.
¡Con cuidado ahora!
Vi que el cuchillo se movía en sus dedos veloces, competentes. Por un instante
miré, y después aparté la cabeza. Lo que había visto en ese breve vistazo hizo que me
sintiera enfermo, desfalleciente. Puede haber sido una ocurrencia, pero mientras
miraba histéricamente a la pared tuve la impresión de que el médico estaba al borde
del colapso. No emitía ningún sonido, pero yo estaba casi seguro de que había

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descubierto algo horrible, execrable.
—Baje más la lámpara —dijo. La voz era ronca y parecía venir del fondo de su
garganta.
Su voz me horrorizó tanto que fui culpable de una gran falla. Bajé la lámpara un
par de centímetros sin dar vuelta la cabeza. Esperé que él me increpara, me insultara
quizá, pero estaba tan silencioso como el hombre de la mesa. Yo sabía, sin embargo,
que sus dedos seguían trabajando, porque podía oír cómo se movían. Podía oír los
dedos rápidos, hábiles moviéndose alrededor de la cabeza de Henry Wells.
De pronto tomé conciencia de que mi mano temblaba. Quería soltar la lámpara;
sentía que ya no podía sostenerla.
—¿Está por terminar? —jadeé desesperado.
—¡Mantenga firme esa lámpara! —El médico vociferó la orden—. Si mueve otra
vez esa lámpara… yo… yo no lo coseré. Me iré de este cuarto y dejaré que su
obsceno cerebro se pudra. ¡No importa que me cuelguen! ¡No soy un curador de
demonios!
Yo no sabía qué hacer. Apenas podía sostener la lámpara y la amenaza del médico
me aterraba. Le rogué desesperado:
—Haga todo lo que pueda —urgí, histérico—. Dele una oportunidad de
recobrarse. ¡Era un hombre bueno y amable… en otros tiempos!
Por un instante hubo silencio y temí que no me hiciera caso. Por un momento
esperé que arrojara el escalpelo y la esponja, y se abalanzara a través del cuarto y
saliera a la niebla. Sólo cuando oí los dedos moverse otra vez supe que había
decidido darle al condenado una oportunidad.
Había pasado la medianoche cuando el médico me dijo que podía soltar la
lámpara. Me di vuelta con una exclamación de alivio y me encontré con una cara que
no olvidaré jamás. En tres cuartos de hora el médico había envejecido diez años.
Tenía cavernas purpúreas bajo los ojos y la boca se le retorcía convulsiva. Había
arrugas en su alta frente amarillenta que yo no le había visto antes, y cuando habló, su
voz era quebradiza y débil.
—No vivirá —dijo—. Morirá en una hora. No le toqué el cerebro. No pude hacer
nada. Cuando vi… cómo eran las cosas… yo… lo cosí de inmediato.
—¿Qué vio? —susurré apenas.
Una mirada de miedo inexpresable apareció en los ojos del médico.
—Vi… vi… —la voz se quebró y le tembló todo el cuerpo—. Vi… ¡oh, es una
vergüenza insoportable! Porque he visto un… lo que un hombre no debería
contemplar… llevo en mí la marca de la bestia. Estoy contaminado para siempre.
Estoy sucio. No puedo quedarme en esta casa. Tengo que irme de inmediato.
Perdió el control y se cubrió la cara con las manos. Grandes sollozos sacudían su
cuerpo.
—Sucio —gemía—. El horror antiguo, espantoso que el hombre ha olvidado…
algo horrible de contemplar. Una maldad sin forma; la maldad informe.

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De pronto alzó la cabeza y miró enloquecido a su alrededor.
—¡Vendrán aquí a reclamarlo! —chilló—. Han dejado su marca sobre él y
vendrán a buscarlo. No tienen que quedarse aquí. ¡Está casa está señalada para la
destrucción!
Lo contemplé impotente mientras tomaba su sombrero y el maletín y se dirigía a
la puerta. Abrió el cerrojo con dedos blancos, estremecidos y en un instante su silueta
delgada se recortó contra un cuadrado de vapor arremolinado.
—¡Recuerde que se lo advertí! —gritó; y luego la niebla lo tragó.
Howard se estaba incorporando y frotándose los ojos.
—¡Un truco maligno, el que me jugaron! —murmuraba—. ¡Drogarme con
deliberación! Si hubiese sabido que el vaso de agua…
—¿Cómo te sientes? —le pregunté mientras lo sacudía con violencia tomándolo
de los hombros—. ¿Te parece que puedes caminar?
—¡Me drogas, y después me pides que camine! Frank, eres tan poco razonable
como un artista. ¿Qué pasa ahora?
Señalé la silueta silenciosa de la mesa.
—El bosque Mulligan es más seguro —dije—. ¡Ahora él les pertenece!
Howard se levantó de un salto y me sacudió del brazo.
—¿Qué quieres decir? —exclamó—. ¿Cómo lo sabes?
—El médico le vio el cerebro —expliqué—. Y además vio algo que no quiso…
que no pudo describir. Pero me dijo que vendrían por él, y le creo.
—¡Tenemos que irnos de aquí en seguida! —gritó Howard—. El doctor tenía
razón. Nos encontramos en peligro mortal. Incluso el bosque Mulligan… pero no
necesitamos regresar al bosque. ¡Está nuestra lancha!
—¡Está la lancha! —repetí como un eco, con una débil esperanza en mi mente.
—La niebla será una amenaza mortífera —dijo Howard torvamente—. Pero
incluso la muerte en el mar es preferible a este horror.
La casa no estaba lejos del muelle y en menos de un minuto Howard estaba
sentado en la popa de la lancha y yo me esforzaba furibundo con el motor. Las sirenas
de niebla seguían gimiendo, pero en el puerto no se veía ninguna luz. No podíamos
ver a más de medio metro de nuestras caras. Los espectros blancos de la niebla
apenas se veían en la oscuridad, pero más allá de ellos se extendía la noche sin fin,
sin luz y llena de terror.
Howard estaba hablando.
—Por algún motivo siento que allá afuera está la muerte —dijo.
—Aquí hay algo superior a la muerte —dije mientras tiraba de la cuerda del
motor—. Creo que podemos evitar las rocas. Hay muy poco viento y conozco el
puerto.
—Y como es lógico tendremos las sirenas de niebla para guiarnos —murmuró
Howard—. Creo que será mejor que nos dirijamos a mar abierto.
Yo estaba de acuerdo.

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—La lancha no sobreviviría a una tormenta —dije—, pero no deseo permanecer
en el puerto. Si llegamos al mar es probable que nos recoja algún barco. Permanecer
donde ellos puedan alcanzarnos sería una locura completa.
—¿Cómo sabes hasta dónde pueden llegar? —gruñó Howard—. ¿Qué son las
distancias terrestres para seres que han viajado a través del espacio? Infestarán la
tierra. Nos destruirán por completo.
—Discutiremos eso más tarde —exclamé mientras el motor arrancaba con un
rugido—. Vamos a alejarnos de ellos todo lo que podamos. ¡Quizás aún no han
aprendido! Mientras les queden limitaciones puede ser que escapemos.
Nos movimos lentamente en el canal, y el sonido del agua lamiendo los flancos
de la lancha nos tranquilizó extrañamente. Por una sugerencia mía Howard había
tomado la rueda del timón y la hacía girar lentamente.
—Mantenla firme —le grité—. ¡No hay ningún peligro hasta que lleguemos a los
Estrechos!
Quedé agachado sobre el motor durante varios minutos mientras Howard
timoneaba en silencio. Después, bruscamente, se volvió hacia mí con un gesto de
júbilo.
—Creo que la niebla se está alzando —dijo.
Miré hacia la oscuridad que estaba ante mí. Ciertamente parecía menos opresiva y
las espirales blancas de niebla que habían subido sin cesar a través de ella se
desvanecían en manojos sustanciales.
—Haz que siga en línea recta —grité—. Tenemos suerte. Si la niebla despeja
podremos ver los Estrechos. Préstale atención al Faro Mulligan.
—Deja que me encargue yo del timón —grité mientras me adelantaba con rapidez
—. Este es un pasaje difícil, pero lo pasaremos con éxito.
En nuestro júbilo y excitación casi olvidamos el horror que habíamos dejado
atrás. Yo estaba de pie ante el timón y sonreía confiado mientras corríamos sobre el
agua oscura. Las rocas se acercaron con rapidez hasta que su enorme masa se irguió
sobre nosotros.
—¡Ya lo creo que pasaremos! —exclamé.
Pero Howard no me contestó. Lo oí atragantarse y jadear.
—¿Qué pasa? —pregunté de pronto, y al darme vuelta, vi que estaba agachado
sobre el motor, aterrado. Me daba la espalda, pero supe por instinto en qué dirección
miraba.
La costa difusa que habíamos abandonado brillaba como un crepúsculo llameante.
El bosque Mulligan ardía. Grandes llamas se disparaban desde los árboles más altos y
una densa cortina de humo negro rodaba lenta hacia el este, apagando las pocas luces
restantes del puerto.
Pero no fueron las llamas las que me hicieron gritar en un frenesí de miedo y
horror. Fue la forma que se erguía sobre los árboles, la forma enorme, imprecisa que
se movía lentamente de un lado a otro en el cielo.

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Dios sabe que traté de creer que no veía nada. Traté de creer que la forma no era
más que una sombra proyectada por las llamas. Hasta traté de reír, y recuerdo que le
palmeé el brazo a Howard, tranquilizador.
—El bosque quedará destruido por completo —exclamé—. Sé que no escaparán.
Morirán todos.
Pero cuando Howard se dio vuelta en su miedo y gritó, supe que la cosa difusa,
informe que se erguía sobre los árboles era más que una sombra.
—¡Si la vemos con claridad estamos perdidos! —chilló—. ¡Ruega que siga sin
tener una forma!
—¡No veo nada! —gruñí—. Hay oscuridad por encima de los árboles.
—No tiene forma —balbuceó Howard—. No tendríamos que… ¡no debemos
verla! Son nuestros pequeños cerebros los que le dan una forma. Cuando penetra en
nuestros cerebros se reviste de una forma. Si penetra en nuestros cerebros estamos
perdidos.
—¡Los bosques arden! —grité—. No hay nada encima de los árboles. Todo es
negrura y vacío encima de ellos.
Pero incluso mientras miraba la forma con repugnancia, con furiosa incredulidad,
se hizo más nítida. Sobre los árboles ardientes se cernía espantosa, y poco a poco
tomé conciencia de que tenía alas.
—¡Es como un murciélago! —gruñí—. Es un gran murciélago con alas amarillas
que cavila sobre el fuego.
—¡Es un murciélago! —sollozó Howard—. ¡Es oscuro y muy grande y casi sin
forma, pero es un murciélago!
—¡No, no! —chillé—. No es un murciélago. No vemos nada. Hay una gran forma
incierta que se mueve de un lado a otro sobre los árboles, pero no es un murciélago.
Howard enterró la cabeza en sus manos y sollozó en voz alta, en una agonía de
miedo.
—Nuestros cerebros se enfriarán —gimió—. Entrarán y nos chuparán nuestro
cerebro.
—¡Oh, eso no! —exclamé—. Antes moriré. Me arrojaré al agua. Ese terror es
más terrible que ahogarse.
Estábamos temblando en la oscuridad, una presa para el horror más espantoso. La
forma del bosque Mulligan se iba haciendo poco a poco más nítida y no se me ocurría
nada que pudiese salvarnos. Y entonces, de pronto, recordé que había algo que tal vez
nos salvase.
«Es más antiguo que el mundo», pensé, «más antiguo que toda religión. Antes del
alba de la civilización los hombres se arrodillaban para adorarlo. Está presente en
todas las mitologías. Es el símbolo primigenio. Tal vez, en el difuso pasado, hace
miles y miles de años, fue empleado para… rechazar a los invasores. Lo usaré de ese
modo. Combatiré a la forma con un misterio alto y terrible.»
De pronto me invadió una curiosa calma, sabía que apenas tenía un minuto para

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actuar, que lo amenazado era algo más que nuestras vidas, pero no temblé. Busqué
con calma bajo el motor y extraje cierta cantidad de estopa.
—Howard —dije—, quiero que me enciendas un fósforo. Es nuestra única
esperanza. Tienes que encender un fósforo de inmediato.
Durante lo que parecieron eternidades Howard me miró sin comprender. Después
la noche resonó con su risa.
—¡Un fósforo! —chilló—. ¡Un fósforo para calentar nuestros pequeños cerebros!
Sí, necesitaremos un fósforo.
—¡Confía en mí! —supliqué—. Debes hacerlo… es nuestra única esperanza.
Enciende un fósforo, rápido.
—¡No comprendo! —ahora Howard estaba sobrio, pero la voz le temblaba
histérica.
—He pensado en algo que puede salvarnos —dije—. Por favor, enciéndeme esta
estopa.
Asintió lentamente. Yo no le había dicho nada, pero sabía que había adivinado
qué pretendía hacer yo. Su penetración era con frecuencia sobrenatural. Extrajo con
dedos torpes un fósforo y lo encendió.
—Sé valiente —dijo—. Muéstrales que no tienes miedo. Haz la señal con valor.
Cuando la estopa prendió, la forma que estaba sobre los árboles se recortaba con
espantosa nitidez.
—No hay nada allí —grité—. No vemos nada. Estamos protegidos. Somos
invencibles.
Alcé la estopa en llamas y la pasé con rapidez ante mi cuerpo en una línea recta
desde mi hombro izquierdo hasta el derecho. Después la alcé hasta mi frente y la bajé
hasta mis rodillas.
En un instante Howard me había arrebatado la tea y repetía la señal. Hizo dos
cruces, una contra su cuerpo y la otra contra la oscuridad con la antorcha a un brazo
de distancia.
—Sanctus… sanctus… sanctus… —murmuró.
Cerré los ojos por un instante, pero aún podía ver la forma sobre los árboles.
Después dejó lentamente de parecerse a un murciélago, su forma se hizo menos
nítida, se volvió vasta y caótica… y cuando abrí los ojos había desaparecido. No vi
más que el bosque incendiado y las sombras proyectadas por los altos árboles.
El horror había pasado, pero no me moví. Me quedé como una imagen de piedra
mirando por encima del agua negra. Después algo pareció estallar en mi cabeza. Mi
cerebro giró hasta el vértigo, y me tambaleé contra la barandilla.
Habría caído, pero Howard, me agarró de los hombros.
—¡Estamos salvados! —gritó—. Ganamos de una vez por todas.
—Me alegro —dije. Pero estaba tan completamente exhausto que no me regocijé
realmente. Mis piernas cedieron y dejé caer la cabeza hacia adelante. Todas las
imágenes y los sonidos de la tierra fueran tragados por una piadosa oscuridad.

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II

Cuando entré en la habitación Howard escribía.


—¿Cómo marcha el relato? —pregunté.
Por un instante ignoró mi pregunta. Después se volvió lentamente y me enfrentó.
Abrió los labios pero de ellos no surgió ningún sonido. Noté que había envejecido de
modo horrible. Estaba mucho más delgado (no creo que pesara más de cincuenta
kilos) y había miles de pequeñas arrugas alrededor de sus ojos.
—No marcha bien —dijo al fin—. No me satisface. Hay problemas que se me
siguen escapando. No he sido capaz de apresar todo el horror reptante del ser del
bosque Mulligan.
Me senté y encendí un cigarrillo.
—Quiero que me expliques ese horror —dije—. Hace tres semanas que espero
que hables. Sé que cuentas con algún conocimiento que me ocultas. ¿Qué era el
objeto húmedo, esponjoso que aterrizó sobre la cabeza de Wells en los bosques? ¿Por
qué oímos un bordoneo cuando huimos en la niebla? ¿Qué significaba la forma que
vimos sobre los árboles? ¿Y por qué, en nombre del cielo, el horror no se difundió,
como lo temíamos? ¿Qué lo detuvo? Howard, ¿qué crees que pasó realmente con el
cerebro de Wells? ¿Su cuerpo ardió con la granja, o ellos… se lo llevaron? Y el otro
cuerpo que enterraron en el bosque Mulligan: ese horror delgado, ennegrecido, con la
cabeza acribillada… ¿cómo lo explicas?
(Dos días después del incendio se descubrió un esqueleto en el bosque Mulligan.
Unos pocos fragmentos de carne calcinada aún se adherían a los huesos, y faltaba la
parte superior del cráneo.)
Pasó largo rato antes de que Howard hablara de nuevo. Estaba sentado con la
cabeza gacha, jugueteando con su libreta de anotaciones y el cuerpo le temblaba
horriblemente. Por fin alzó los ojos. Brillaban con una luz salvaje y tenía los labios
cenicientos.
—Sí —dijo—. Discutiremos el horror entre los dos. La semana pasada no quise
hablar de él. Me parecía demasiado espantoso como para expresarlo en palabras. Pero
no descansaré en paz hasta que lo haya tejido en un relato, hasta que haga que mis
lectores sientan y vean esa cosa temible, indecible. Y no puedo escribir sobre ella
hasta que esté convencido sin la menor duda de que yo mismo lo comprendo. Tal vez
me ayude hablar al respecto.
»Me has preguntado qué era la cosa húmeda que cayó sobre la cabeza de Wells.
Creo que era un cerebro humano: la esencia de un cerebro humano extraída a través
de un agujero, o varios agujeros, de una cabeza humana. Creo que el cerebro fue
retirado en grados imperceptibles, y reconstruido otra vez por el horror. Creo que
empleaba cerebros humanos con un propósito propio: tal vez para aprender de ellos.

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O tal vez simplemente jugaba con ellos. ¿El cadáver ennegrecido, acribillado del
bosque Mulligan? Era el cuerpo de la primera víctima, algún pobre tonto que se
perdió entre los altos árboles. Tengo la sospecha de que los árboles ayudaban. Creo
que el horror los dotó de una vida extraña. En todo caso, el pobre hombre perdió el
cerebro. El horror lo tomó, y jugó con él, y después lo dejó caer por accidente. Cayó
sobre la cabeza de Wells. Wells dijo que el brazo largo, delgado y muy blanco que vio
estaba buscando algo que había caído. Desde luego, Wells no vio el brazo realmente,
objetivamente, pero el horror que no tiene forma ni color ya había entrado en su
cerebro y se revestía con el pensamiento humano.
»En cuanto al bordoneo que oímos y la forma que creímos ver encima del bosque
en llamas: era el horror que trataba de hacerse sentir, que trataba de romper las
barreras, que trataba de penetrar en nuestros cerebros y revestirse con nuestros
pensamientos. Casi nos atrapó. Si hubiésemos visto la forma con la misma nitidez
con que Wells vio el brazo blanco, habríamos estado perdidos.
Howard caminó hasta la ventana. Apartó las cortinas y miró un instante el muelle
atestado y los edificios colosales que se erguían contra la luna. Contemplaba la
silueta de Manhattan. Directamente bajo él se destacaban los acantilados de Brooklyn
Heights.
—¿Por qué no invadieron? —exclamó—. Podrían haberla destruido por
completo. Podrían haberla borrado de la faz de la tierra: toda su riqueza y su poder
increíbles habrían caído ante ellos. Los grandes edificios se habrían desmoronado al
mar y millones de cerebros habrían alimentado su codicia… su codicia terrible,
ultraterrena.
Me estremecí.
—¿Pero por qué no se difundió el horror? —exclamé.
Howard se encogió de hombros.
—No sé. Tal vez descubrieron que los cerebros humanos eran demasiado triviales
y absurdos como para molestarse. Tal vez dejamos de entretenerlos. Tal vez se
cansaron de nosotros. Pero es concebible que el signo los destruyera… o los enviara
de regreso a través del espacio. Creo que ya vinieron una vez, antes. Creo que
vinieron hace millones de años, y fueron asustados y alejados por el signo. Cuando
descubrieron que no habíamos olvidado el empleo del signo tienen que haber huido
aterrorizados. Lo cierto es que no hubo manifestaciones durante tres semanas. Creo
que se han ido.
—¡Entonces he salvado el mundo! —grité exaltado.
—Puede ser —me dirigió una mirada de censura—. Creo que puedo perdonártelo
—dijo—, pero no es nada de lo que haya de alegrarse.
—¿Y Henry Wells? —pregunté.
—Bueno, no encontraron su cuerpo. Imagino que vinieron a buscarlo.
—Y piensas en serio poner esta… esta obscenidad definitiva en un relato. ¡Oh,
Dios mío! Todo es tan increíble, tan insólito, que no puedo creerlo. ¡No puedo!

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Amigo mío, ¿acaso no lo soñamos todo? ¿Estuvimos alguna vez realmente en
Partridgeville? ¿Nos sentamos en una casa antigua y discutimos cosas indecibles
mientras la niebla se enroscaba alrededor de nosotros? ¿Caminamos a través de aquel
bosque impío? ¿Estaban los árboles realmente vivos y corrió Henry Wells en cuatro
patas como un lobo?
Howard se sentó con calma y se remangó un brazo. Lo adelantó hacia mí.
—¿Puedes argumentar hasta que esa cicatriz desaparezca? —dijo—. Estas son las
señales del animal que me atacó… el hombre-animal que era Henry Wells. ¿Un
sueño? Querido amigo, me cortaría de inmediato este brazo a la altura del codo si
pudiera convencerme de que fue un sueño.
Caminé hacia la ventana y permanecí largo rato contemplando las galaxias
espléndidas de Manhattan. «Eso es algo sólido», pensé. «Es absurdo imaginar que
algo podría destruirlo. Es absurdo imaginar que el horror fue realmente tan terrible
como nos pareció en Partridgeville. Tengo que convencer a Howard de que no escriba
sobre eso. Tenemos que tratar de olvidarlo.»
Regresé adonde él estaba sentado y le apoyé una mano en el hombro.
—¿Abandonarás la idea de incluirlo en un relato? —le pregunté con suavidad.
—¡Jamás! —estaba de pie, con los ojos en llamas—. ¿Crees que voy a abandonar
ahora que casi lo he apresado? Escribiré el relato más terrible que el mundo haya
visto. Mis lectores se encogerán y gemirán con un temor espantoso. Superaré a Poe…
superaré a todos los maestros.
—Entonces que los superes y te condenes —dije con furia—. En esa dirección
acecha la demencia, pero es inútil discutir contigo. Tu egoísmo es demasiado colosal.
Me volví y salí con rapidez del cuarto. Mientras subía las escaleras se me había
ocurrido que el temor me había llevado a conducirme como un idiota, pero mientras
bajaba miraba temeroso por encima del hombro, como si esperase que un gran peso
de piedra bajase de arriba y me triturara. «Él tendría que olvidar el horror», pensaba.
«Tendría que borrarlo de su mente. Se volverá loco si escribe sobre eso.»

* * *

Pasaron tres días antes de que volviera a ver a Howard.


—Adelante —dijo con voz curiosamente ronca cuando llamé a su puerta.
Lo encontré con bata y pantuflas, y supe en cuanto lo vi que estaba terriblemente
jubiloso. Le brillaban los ojos y me saludó con una intensidad febril.
—¡He triunfado, Jack! —exclamó—. ¡He reproducido la forma que no tiene
forma, la vergüenza ardiente que el hombre no tendría que contemplar, la obscenidad
rampante, descarnada que nos chupa el cerebro!
Antes de que yo tuviera tiempo de respirar, había dejado en mis manos el

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abultado manuscrito.
—Léelo, Frank —ordenó—. ¡Siéntate ya mismo y léelo!
Crucé hasta la ventana y me senté en el canapé. Me senté allí olvidado de todo lo
que no fuesen las hojas mecanografiadas. Confieso que me consumía una curiosidad
impía. Nunca había cuestionado el poder de Howard.
Lograba milagros con las palabras; sobre sus páginas siempre había soplado el
aliento de lo desconocido, y cosas que habían pasado a un sitio más allá de la tierra
regresaban bajo sus órdenes. ¿Pero podría al menos sugerir el horror que habíamos
conocido? ¿Podría insinuar al menos la cosa reptante detestable que había reclamado
el cerebro de Henry Wells?
Leí todo el cuento. Lo leí lentamente y estrujé los almohadones que estaban junto
a mí en un frenesí de repugnancia. Howard me lo arrebató en cuanto lo terminé. Es
evidente que sospechó que yo deseaba hacerlo pedazos.
—¿Qué te parece? —exclamó exultante.
—¡Es inmundo hasta lo indescriptible! —exclamé—. ¡Es terrible,
indescriptiblemente obsceno!
—¿Pero admitirás que he logrado que el horror sea convincente?
Asentí, y tendí la mano hacia mi sombrero.
—Lo has hecho tan convincente que no puedo quedarme y discutir contigo.
Pienso caminar hasta que llegue la mañana. Pienso caminar hasta estar demasiado
cansado como para preocuparme, pensar, o recordar.
—¡Es arte inmortal! —me gritó, pero pasé a las escaleras y salí de la casa sin
contestar.

III

Era más de medianoche cuando sonó el teléfono. Bajé el libro que estaba leyendo y
tomé el receptor.
—Hola. ¿Quién habla? —pregunté.
—¡Frank, habla Howard! —la voz era extrañamente aguda—. Ven en cuanto
puedas. ¡Ellos han regresado! Y Frank, el signo es impotente. He probado el signo,
pero el bordoneo sigue creciendo y una forma difusa… —la voz de Howard se
arrastró desastrosamente.
Casi grité en el receptor.
—¡Valor, hombre! No permitas que sospechen que tienes miedo. Haz el signo una
y otra vez. Iré en seguida.
La voz de Howard llegó de nuevo, ahora más ronca.
—La forma se hace más y más nítida. ¡Y no puedo hacer nada! Frank, he perdido
todo derecho a ser protegido por el signo. Mi alma está corrompida. Me he
convertido en un sacerdote del Diablo. Ese relato… no tendría que haber escrito ese

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relato.
—¡Muéstrales que no les temes! —exclamé.
—¡Lo intentaré! ¡Lo intentaré! ¡Ah, Dios mío! La forma es…
No esperé oír más. Frenético, tomé mi abrigo y mi sombrero y me precipité
escaleras abajo y salí a la calle. Al llegar a la esquina tuve un vahído. Me aferré de un
poste de alumbrado para no caer y agité la mano como un loco a un taxi que pasaba.
Por suerte el conductor me vio. El coche se detuvo y bajé tambaleante a la calle y
subí a él.
—¡Rápido! —grité—. ¡Lléveme a Brooklyn Heights 10!
—Sí, señor. Fría la noche, ¿eh?
—¡Fría! —grité—. Será realmente fría cuando ellos lleguen. Será realmente fría
cuando empiecen a…
El conductor me miró perplejo.
—Está bien, señor —dijo—. Llegaremos bien a casa, señor. ¿Dijo Brooklyn
Heights, señor?
—Brooklyn Heights —gruñí y me hundí en el asiento.
Mientras el coche aceleraba traté de no pensar en el horror que me esperaba. Me
aferraba desesperado a juncos para no hundirme. «Es concebible que Howard esté
momentáneamente loco» pensé. «¿Cómo podría haberlo encontrado el horror entre
tantos millones de personas? No puede ser que ellos lo hayan elegido con
deliberación. No puede ser que lo hayan escogido de entre tales multitudes. Él es
demasiado insignificante. Nunca pescarían seres humanos con deliberación. Nunca
arrastraría a seres humanos con deliberación… aunque buscaron a Henry Wells. ¿Y
qué dijo Howard? “¿Me he convertido en sacerdote del Diablo?” ¿Por qué no en
sacerdote de ellos? ¿Qué pasa si Howard se ha convertido en sacerdote de ellos sobre
la tierra? ¿Qué pasa si su relato obsceno y detestable lo ha convertido en sacerdote de
ellos?»
Pensarlo era una pesadilla para mí y aparté la idea con furia. «Tendrá el coraje de
resistirlos», pensé. «Les mostrará que no tiene miedo.»
—Hemos llegado, señor. ¿Lo ayudo a entrar, señor?
El coche se había detenido, y gruñí al darme cuenta de que estaba por entrar a lo
que podría resultar mi tumba. Bajé a la acera y le tendí al conductor todo el cambio
que tenía. Me miró perplejo.
—Me ha dado de más —exclamó—. Sírvase, señor…
Pero le hice un gesto de rechazo y me precipité a la escalinata de entrada de la
casa que estaba ante mí. Mientras metía la llave en la cerradura pude oírlo murmurar:
—¡El borracho más loco que he conocido! Me ha dado cuatro dólares por llevarlo
diez cuadras y no quiere que le agradezcan…
El vestíbulo inferior estaba sin luz. Me paré al pie de las escaleras y grité:
—¡He llegado, Howard! ¿Puedes bajar?
No hubo respuesta. Esperé unos diez segundos, pero desde el cuarto superior no

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llegaba ni un solo sonido.
—¡Ya subo! —grité desesperado, y empecé a hacerlo. Me temblaba todo el
cuerpo. «Lo han atrapado», pensé. «Llegué demasiado tarde. Tal vez sería mejor que
no… Dios mío, ¿qué fue eso?»
Sentía un terror inconcebible. No podía confundir los sonidos. En el cuarto de
arriba, alguien rogaba y gritaba fluidamente mientras agonizaba. ¿Era la voz de
Howard la que oía? Capté algunas palabras confusas.
—¡Reptante… uf! ¡Reptante… uf! ¡Oh, tengan piedad! Frío y nííí-tido.
¡Reptante… uf! ¡Por todos los cielos!
Había llegado al descanso, y cuando los ruegos se elevaron a chillidos roncos caí
de rodillas y tracé contra mi cuerpo, y sobre la pared que estaba junto a mí, y en el
aire… el signo. Tracé el signo primigenio que nos había salvado en el bosque
Mulligan, pero esta vez lo hice groseramente, sin fuego, pero con dedos que
temblaban y se me enredaban en la ropa, y lo hice sin valor ni esperanza, lo hice
oscuramente, con la convicción de que nada podía salvarme.
Y después me puse de pie con rapidez y seguí subiendo. Rogaba que me llevaran
con rapidez, que mis sufrimientos fuesen breves bajo las estrellas.
La puerta del cuarto de Howard estaba entornada. Mediante un esfuerzo tremendo
tendí la mano y tomé el picaporte. Lo empujé lentamente hacia adentro.
Por un instante no vi nada más que la forma inmóvil de Howard tendido en el
piso. Estaba boca arriba. Tenía las rodillas alzadas y se había llevado las manos a la
cara, con las palmas hacia afuera, como para borrar una visión execrable.
Al entrar al cuarto había estrechado mi campo visual con deliberación, bajando
los ojos. Sólo veía el piso y la parte más cercana del cuarto. No quería alzar los ojos.
Los había bajado para protegerme porque temía lo que había en el cuarto.
No quería alzar la cabeza, pero había fuerzas, poderes obscenos y detestables que
actuaban dentro del cuarto y que yo no podía resistir. Sabía que si alzaba los ojos, el
horror quizá me destruiría pero no podía elegir.
Lenta, dolorosamente, alcé la mirada y miré la habitación. Creo que habría sido
mejor correr de inmediato hacia adelante y rendirme a la cosa que allí se alzaba. Me
habría consumido en un instante, me habría consumido por completo, ¿pero qué
significaba la vida ahora para mí? La visión de aquella fétida obscenidad se
interpondría entre los placeres del mundo y yo mientras permanezca en él.
Se erguía desde el techo al piso y proyectaba dardos babeantes de luz. La luz era
viscosa e indecible: una luz líquida que goteaba y goteaba, como saliva, como la
mucosa fétida de babosas repugnantes. Y atravesadas por los dardos, girando y
girando, estaban las páginas del relato de Howard.
En el centro del cuarto, entre el techo y el piso, las páginas giraban y la luz
aborrecible ardía a través de las hojas, bajando en dardos babeantes que entraban…
¡en el cerebro de mi pobre amigo! La luz se derramaba dentro de su cabeza en una
corriente continua, y encima de ella el Señor de la Luz se movía lento de un lado a

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otro, de un lado a otro. Y la luz inmunda seguía babeando y rezumando y corría y se
derramaba en el cerebro de mi amigo.
Y entonces brotó de la boca del Señor un sonido horrible… Yo había olvidado el
signo que había hecho tres veces abajo, en la oscuridad. Había olvidado el misterio
alto y terrible ante el cual todos los invasores eran impotentes. Pero cuando lo vi
formarse en el cuarto, formarse inmaculado, con una integridad terrible por encima
de la babeante luz amarilla, supe que estaba salvado.
Sollocé y caí de rodillas. La luz fétida menguó y el Señor se arrugó ante mis ojos.
Y entonces desde las paredes, desde el techo, desde el piso, saltó una llama: una
llama blanca y purificadora que consumía, que devoraba y destruía para siempre.
Pero mi amigo estaba muerto.

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Los sabuesos de Tíndalos

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Un cuento único puede desempeñar a veces un papel más que activo (si
puede perdonárseme aquí una patética falacia) en relación a su creador a
través de los años. «Los sabuesos de Tíndalos» fue responsable del título de
mi primera recopilación, editada por Arkham House en 1946. Logró
convertirse en la narración más ampliamente conocida y probablemente más
ampliamente leída de todo mi conjunto de relatos.
Fue el primero de los relatos de los Mitos de Cthulhu escritos por el
círculo de amigos íntimos de HPL y primeros colaboradores de Weird Tales,
y apareció antes de que los propios mitos hubiesen incorporado a su panteón
de Grandes Antiguos una sola entidad maligna que no fuese de origen
lovecraftiano. Poco después el panteón fue ampliado para incluir más de dos
docenas de entidades apoyadas por el Círculo Lovecraft, pero si «Los
sabuesos» que surgían de ángulos extraños en los penumbrosos recovecos
del espacio no-euclidiano antes del alba del tiempo lograron, algunas veces,
amedrentar a HPL, él nunca me lo dijo. Sólo sé que cada vez que hablaba de
ellos su tono parecía respetuoso y discretamente profundo.

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*

LOS SABUESOS DE TÍNDALOS


Weird Tales, marzo de 1929

—Me alegro de que vinieras —dijo Chalmers.


Estaba sentado junto a la ventana y tenía el rostro muy pálido. Dos velas altas se
derretían junto a su codo y proyectaban una enfermiza luz ambarina sobre su larga
nariz y el mentón un poco retraído. Chalmers no quería tener nada moderno en su
departamento. Tenía el alma de un asceta medieval y prefería los manuscritos
iluminados a los automóviles, y las pétreas gárgolas de mirada maligna a los
receptores y a las calculadoras.
Mientras cruzaba la habitación hacia el sofá que había despejado para mí, di un
vistazo a su escritorio y me sorprendió descubrir que había estado estudiando las
fórmulas matemáticas de un célebre físico contemporáneo, y que había cubierto
varias hojas de fino papel amarillo con curiosos diseños geométricos.
—Einstein y John Dee son extraños compañeros de cama —dije mientras mi
mirada vagaba de sus esquemas matemáticos a los sesenta o setenta libros arcaicos
que comprendía su extraña y pequeña biblioteca. Plotino y Emanuel Moscopulos,
Santo Tomás de Aquino y Frenicle de Bessy se codeaban en los sombríos estantes de
ébano, y sillas, mesas y escritorio estaban sembrados de panfletos sobre brujería,
hechicería y magia negra medievales, y todas las valientes cosas encantadoras que el
mundo moderno ha repudiado.
Chalmers exhibió una sonrisa de simpatía y me pasó un cigarrillo ruso sobre una
bandeja curiosamente tallada.
—Estamos empezando a descubrir —dijo— que los antiguos hechiceros y
alquimistas estaban acertados en sus dos terceras partes, y que tus biólogos y
materialistas modernos están equivocados en nueve de cada diez casos.
—Siempre te burlaste de la ciencia moderna —dije, un poco impaciente.
—Sólo del dogmatismo científico —contestó—. Siempre he sido un rebelde, un
defensor de la originalidad y las causas perdidas; es por eso que he decidido repudiar
las conclusiones de los biólogos contemporáneos.
—¿Y Einstein? —pregunté.
—¡Un sacerdote de las matemáticas trascendentales! —murmuró con reverencia
—. Un místico profundo y explorador de lo sospechado.

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—Entonces no desprecias la ciencia por completo.
—Por supuesto que no —afirmó—. Simplemente desconfío del positivismo
científico de los últimos cincuenta años, el positivismo de Haeckel y Darwin y del
señor Bertrand Russell. Creo que la biología ha fallado lamentablemente en la
explicación del origen y el destino del hombre.
—Dales tiempo —repliqué.
Los ojos de Chalmers ardían.
—Amigo mío —murmuró—, tu broma es sublime. Dales tiempo. Es precisamente
lo que yo haría. Pero tus biólogos modernos se burlan del tiempo. Tienen la clave
pero se niegan a usarla. ¿Qué sabemos del tiempo, en realidad? Einstein cree que es
relativo, que puede ser interpretado en términos de espacio, de espacio curvo. ¿Pero
debemos detenernos allí? Cuando las matemáticas fracasan, ¿no podemos avanzar
mediante… la penetración?
—Pisas terreno peligroso —contesté—. Es una trampa que un investigador
auténtico evita. Es por eso que la ciencia moderna ha avanzado con tanta lentitud. No
acepta nada que no pueda demostrar. Pero tú…
—Yo tomaría hachís, opio, cualquier clase de droga. Emularía a los sabios de
Oriente. Y entonces tal vez aprehendería…
—¿Qué?
—La cuarta dimensión.
—¡Tonterías teofísicas!
—Tal vez. Pero creo que las drogas expanden la conciencia humana. William
James estaba de acuerdo conmigo. Y he descubierto una nueva.
—¿Una nueva droga?
—Fue empleada hace siglos por los alquimistas chinos, pero es prácticamente
desconocida en Occidente. Sus propiedades ocultas son asombrosas. Con su ayuda y
la ayuda de mi conocimiento matemático creo que puedo retroceder a través del
tiempo.
—No entiendo.
—El tiempo no es más que nuestra percepción imperfecta de una nueva
dimensión del espacio. Tanto el tiempo como el movimiento son ilusiones. Todo lo
que ha existido desde el principio del mundo existe ahora. Hechos que han ocurrido
hace siglos sobre este planeta siguen existiendo en otra dimensión del espacio.
Hechos que ocurrirán dentro de siglos ya existen. No podemos percibir su existencia
porque no podemos penetrar en la dimensión del espacio que los contiene. Los seres
humanos tal como los conocemos son meras fracciones, fracciones
infinitesimalmente pequeñas de un todo enorme. Todo ser humano está ligado con
toda la vida que lo ha precedido en este planeta. Todos sus antepasados forman parte
de él. Sólo el tiempo lo separa de sus antecesores, y el tiempo es una ilusión y no
existe.
—Creo que comprendo —murmuré.

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—Para mi propósito será suficiente que tengas una vaga idea de lo que deseo
lograr. Deseo arrancarme de los ojos los velos que el tiempo ha puesto sobre ellos y
ver el principio y el fin.
—¿Y crees que esta nueva droga te ayudará?
—Estoy seguro de que lo hará. Y deseo que me ayudes. Pienso tomar la droga de
inmediato. No puedo esperar, debo ver. —Los ojos le centelleaban extrañamente—.
Voy a ir atrás, muy atrás en el tiempo.
Se levantó y se dirigió a la chimenea. Cuando volvió a enfrentarme sostenía una
cajita cuadrada en la palma de la mano.
—Tengo aquí cinco píldoras de la droga Liao. Fue empleada por el filósofo chino
Lao Tse, y mientras estaba bajo su influencia tuvo la visión del Tao. El Tao es la
fuerza más misteriosa del mundo, rodea y penetra todas las cosas; contiene el
universo visible y todo lo que llamamos realidad. Quien aprehende los misterios del
Tao ve con claridad todo lo que fue y lo que será.
—¡Tonterías! —repliqué.
—El Tao se asemeja a un gran animal reclinado, inmóvil, que contiene en su
cuerpo enorme todos los mundos de nuestro universo, el pasado, el presente y el
futuro. Vemos porciones de este gran monstruo a través de una rendija que llamamos
tiempo. Con ayuda de esta droga ampliaré la rendija. Contemplaré la gran figura de la
vida, la gran bestia reclinada en su totalidad.
—¿Y qué deseas que yo haga?
—Observar, amigo mío. Observar y tomar notas. Y si retrocedo demasiado debes
volverme a la realidad. Puedes hacerlo sacudiéndome con violencia. Si parezco sufrir
un agudo dolor físico debes hacerlo de inmediato.
—Chalmers —dije—. Me gustaría que no hagas este experimento. Te arriesgas de
modo espantoso. No creo que haya ninguna cuarta dimensión y me niego por
completo a creer en el Tao. Y no apruebo que experimentes con drogas desconocidas.
—Conozco las propiedades de esta droga —contestó—. Conozco con precisión el
modo en que afecta al animal humano y conozco sus peligros. El riesgo no reside en
la droga propiamente dicha. Mi único temor es que pueda llegar a perderme en el
tiempo. Ayudaré a la droga, entiendes.
»Antes de tragar la píldora dedicaré toda mi atención a los símbolos geométricos
y algebraicos de este papel —alzó la hoja cubierta de elementos matemáticos que
descansaba sobre sus rodillas—. Prepararé mi mente para una excursión en el tiempo.
Me acercaré a la cuarta dimensión con la mente consciente antes de tomar la droga
que me permitirá ejercer poderes ocultos de la percepción. Antes de penetrar en el
mundo onírico de los místicos orientales adquiriré toda la ayuda matemática que la
ciencia moderna puede ofrecer. Ese conocimiento matemático, ese acceso consciente
a una verdadera aprehensión de la cuarta dimensión del tiempo suplementará la obra
de la droga. La droga abrirá panoramas nuevos, espléndidos: la preparación
matemática me permitirá captarlos con el intelecto. He captado a menudo la cuarta

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dimensión en sueños, de un modo emocional, intuitivo, pero nunca he sido capaz de
recordar, en la vigilia, los esplendores ocultos que se me revelaron transitoriamente.
»Pero con tu ayuda creo que podré recordarlos. Asentarás por escrito todo lo que
diga mientras esté bajo la influencia de la droga. Por extraña o incoherente que te
parezca mi manera de hablar no omitirás nada. Cuando despierte tal vez pueda
suministrar la clave de lo que sea misterioso o increíble. No estoy seguro de lograrlo,
pero si lo logro —había en sus ojos una luz extraña— ¡el tiempo ya no existirá para
mí!
Se sentó con brusquedad.
—Haré el experimento de inmediato. Por favor, ponte de pie allí junto a la
ventana y observa. ¿Tienes una lapicera fuente?
Asentí de mala gana y extraje una pálida Waterman verde del bolsillo del chaleco.
—¿Y algo para anotar, Frank?
Gruñí y saqué una agenda.
—Desapruebo por completo este experimento —murmuré—. Te estás arriesgando
de un modo temible.
—¡No te portes como una ancianita ignorante! —me amonestó—. Nada que
puedas decir me convencerá de detenerme ahora. Te ruego que hagas silencio
mientras estudio estos esquemas.
Alzó la hoja y la estudió con suma atención. Miré el reloj que estaba sobre la
chimenea mientras hacía sonar los segundos, y un temor curioso me apretó el corazón
de tal modo que me sentí ahogado.
De pronto el reloj dejó de hacer sonar los segundos y exactamente en ese
momento Chalmers tragó la droga.
Me puse de pie con rapidez y me moví hacia él, pero sus ojos me imploraron que
no interfiriera.
—El reloj se ha detenido —murmuró—. Las fuerzas que lo controlan aprueban
mi experimento. El tiempo se ha detenido y yo tragué la droga. Ruego a Dios que no
pierda mi camino.
Cerró los ojos y se echó hacia atrás en el sofá. Se le fue toda la sangre del rostro y
respiraba con dificultad. Era evidente que la droga actuaba con extraordinaria
rapidez.
—Empieza a ponerse oscuro —murmuró—. Escribe eso. Empieza a oscurecer y
los objetos familiares de la habitación se esfuman. Puedo discernirlos vagamente a
través de los párpados, pero se esfuman con rapidez.
Sacudí la lapicera para que saliera la tinta y escribí veloz en taquigrafía mientras
él seguía dictando.
—Me estoy yendo de la habitación. Las paredes desaparecen y ya no puedo ver
ningún objeto familiar. Sin embargo tu rostro aún me es visible. Espero que estés
escribiendo. Creo que estoy por dar un gran salto: un salto a través del espacio. O tal
vez haga los saltos a través del tiempo. No puedo precisarlo. Todo es oscuro,

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impreciso.
Se quedó sentado por un momento en silencio, con la cabeza hundida sobre el
pecho. Después se puso rígido de pronto y los párpados se abrieron temblando.
—¡Por todos los cielos! —exclamó—. ¡Veo!
Se echó hacia adelante, tenso en la silla, con los ojos clavados en la pared
opuesta. Pero yo sabía que miraba más allá de la pared y que los objetos de la
habitación ya no existían para él.
—Chalmers —exclamé—. Chalmers, ¿te despierto?
—¡No! —chilló—. Veo todo. Todos los miles de millones de vidas que me
precedieron en este planeta están ante mí en este instante. Veo hombres de todas las
épocas, de todas las razas, de todos los colores. Están luchando, matando,
construyendo, bailando, cantando. Están sentados alrededor de toscas fogatas en
desolados páramos grises y cruzan los océanos en aparatos aéreos. Cabalgan los
mares en canoas de corteza y en enormes barcos de vapor; pintan bisontes y mamuts
en los muros de lúgubres cavernas y cubren telas enormes con extravagantes diseños
futuristas. Contemplo las migraciones desde la Atlántida. Contemplo las migraciones
desde Lemuria. Veo las razas de mayor edad: una horda extraña de enanos negros
invade Asia y los Neanderthals de cabezas achatadas y rodillas dobladas recorren
Europa obscenamente. Contemplo a los aqueos volcándose en las islas griegas y los
groseros comienzos de la cultura helénica. Estoy en Atenas y Pericles es joven. Estoy
de pie sobre suelo italiano. Asisto al rapto de las Sabinas; marcho con las legiones
imperiales. Tiemblo de respeto y maravilla cuando las enormes columnas pasan y el
suelo se sacude con los pasos de los lanceros victoriosos. Un millar de esclavos
desnudos se rebajan ante mí mientras paso en una litera de oro y marfil tirada por
bueyes tebanos negros como la noche, y las muchachas que arrojan flores gritan Ave
César mientras yo asiento y sonrío. Yo mismo soy esclavo en una galera mora.
Contemplo la erección de una gran catedral. Se eleva piedra por piedra y me quedo a
través de los meses y los años y observo cómo cada piedra ocupa su sitio. Soy
quemado cabeza abajo en una cruz en los jardines de Nerón, aromatizados por el
tomillo, y observo con diversión y desprecio a los torturadores que trabajan en la
cámara de la Inquisición.
»Entro a los santuarios más sagrados; penetro en los templos de Venus. Me
arrodillo a adorar a la Magna Mater y arrojo monedas sobre las rodillas desnudas de
las cortesanas sagradas que se sientan con el rostro velado en los bosquecillos de
Babilonia. Me cuelo en un teatro isabelino y junto con la chusma hedionda que me
rodea aplaudo El mercader de Venecia. Camino con Dante por las estrechas
callejuelas de Florencia. Me encuentro con la joven Beatriz y el ruedo de su vestido
me roza las sandalias mientras miro extasiado. Soy un sacerdote de Isis y mi magia
asombra a las naciones. Simón el Mago se arrodilla ante mí, implorando mi ayuda, y
el Faraón tiembla cuando me acerco. En India hablo con los Maestros y huyo
corriendo y gritando de su presencia, porque lo que me han revelado es sal sobre

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heridas que sangran.
»Percibo todo simultáneamente. Percibo todo desde todos los ángulos, formo
parte de todos los fecundos miles de millones que me rodean. Existo en todos los
hombres y todos los hombres existen en mí. Percibo toda la historia humana en un
instante único: el pasado y el presente.
»Me basta esforzarme para poder ver cada vez más atrás. Ahora paso por curvas y
ángulos extraños. Los ángulos y las curvas se multiplican alrededor de mí. Percibo
grandes segmentos de tiempo a través de curvas. Hay tiempo curvo y tiempo angular.
Los seres que existen en el tiempo angular no pueden entrar al tiempo curvo. Es muy
extraño.
»Retrocedo más y más. El hombre ha desaparecido de la tierra. Reptiles
gigantescos se agazapan bajo palmeras enormes y nadan por las repugnantes aguas
negras de lagos siniestros. Ahora los reptiles han desaparecido. No quedan animales
en tierra, sino bajo las aguas, bien visibles para mí: formas oscuras que se mueven
lentamente sobre la vegetación putrefacta.
»Las formas se vuelven cada vez más simples. Ahora son células individuales. A
todo mi alrededor hay ángulos… ángulos extraños que no tienen equivalentes sobre
la tierra. Estoy desesperado de miedo.
»Hay un abismo del ser que el hombre nunca ha sondeado.
Lo miré. Chalmers se había puesto de pie y gesticulaba impotente con los brazos.
—Estoy pasando entre ángulos ultraterrenos; me estoy acercando a… oh, es un
horror ardiente.
—¡Chalmers! —exclamé—. ¿Quieres que interfiera?
Con rapidez se puso la mano derecha ante la cara, como para tapar una visión
indecible.
—¡Aún no! —exclamó—. Quiero seguir. Quiero ver… qué… hay… más allá…
Un sudor frío le brotaba de la frente y los hombros se le sacudían espasmódicos.
—Más allá de la vida hay… —el rostro se le puso ceniciento de terror—… cosas
que no puedo distinguir. Se mueven lentas a través de ángulos. No tienen cuerpo y se
mueven lentas a través de ángulos siniestros.
Fue entonces cuando tomé conciencia del olor que había en el cuarto. Era un olor
punzante, indescriptible, tan nauseabundo que apenas podía soportarlo. Me dirigí
rápidamente a la ventana y la abrí de par en par. Cuando regresé junto a Chalmers y
miré sus ojos casi me desmayé.
—¡Creo que me han olfateado! —chilló—. Se vuelven lentamente hacia mí.
Temblaba de modo horrible. Por un momento arañó el aire con las manos.
Después las piernas le cedieron y cayó hacia adelante sobre la cara, babeando y
gimiendo.
Lo observé en silencio mientras se arrastraba por el piso. Ya no era un hombre.
Tenía los dientes al descubierto y la saliva le goteaba por las comisuras de los labios.
—Chalmers —grité—. ¡Basta, Chalmers! Basta, ¿oyes?

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Como en respuesta a mi ruego empezó a emitir roncos sonidos convulsos que se
parecían mucho a los ladridos de un perro y comenzó una especie de horrendas
contorsiones en círculo por la habitación. Con violencia, desesperado, lo sacudí.
Volvió la cabeza y trató de morderme la muñeca. Yo estaba descompuesto de horror,
pero no me atrevía a soltarlo por temor a que se autodestruyera en un paroxismo de
rabia.
—Chalmers —murmuré—, debes terminar con esto. En este cuarto no hay nada
que pueda hacerte daño. ¿Entiendes?
Seguí sacudiéndolo y exhortándolo, y poco a poco la locura se apagó en su rostro.
Con temblores convulsivos, se contrajo en un ovillo grotesco sobre la alfombra china.
Lo alcé y lo llevé al sofá. Sus rasgos estaban retorcidos por el dolor y supe que
aún se debatía entumecido para escapar de sus recuerdos abominables.
—Whisky —murmuró—. Encontrarás un botellón en el armario que está junto a la
ventana… el cajón superior izquierdo.
Cuando le tendí el botellón los dedos se les apretaron alrededor de él hasta
ponerse azules los nudillos.
—Casi me atraparon —jadeó. Tragó el estimulante en cantidades exageradas, y
poco a poco el color volvió a su rostro.
—¡Esa droga era el mismo diablo! —murmuré.
—No fue la droga —gimió.
Los ojos ya no le brillaban insanos, pero aún exhibían la mirada de un alma
perdida.
—Me olfatearon en el tiempo —gimió—. Fui demasiado lejos.
—¿Pero qué aspecto tenían ellos? —dije, para darle el gusto.
Se inclinó hacia adelante y me aferró el brazo. Se estremecía de un modo
horrible.
—¡En nuestro idioma no hay palabras que puedan describirlos! —hablaba en un
susurro ronco—. Están simbolizados vagamente en el mito de la Caída y en una
forma obscena que de vez en cuando se descubre grabada en tablillas antiguas. Los
griegos le habían dado un nombre que velaba su impureza esencial. El árbol, la
serpiente y la manzana: son símbolos imprecisos de un misterio en extremo
espantoso.
La voz había llegado al grito.
—Frank, Frank, un acto terrible e indecible fue ejecutado en el principio. Antes
del tiempo, el acto, y a partir del acto…
Se había levantado y se paseaba por el cuarto con trancos histéricos.
—Las semillas del acto se mueven a través de ángulos en los oscuros recovecos
del tiempo. ¡Tienen hambre y sed!
—Chalmers —rogué, para tranquilizarlo—. Vivimos en el siglo veinte.
—¡Están flacos y sedientos! —chilló—. ¡Los sabuesos de Tíndalos!
—Chalmers, ¿quieres que llame a un médico?

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—Ahora un médico no puede ayudarme. Ellos son horrores del alma y sin
embargo… —enterró la cara en las manos y gruñó—… son reales, Frank, los vi
durante un segundo espantoso. Por un segundo estuve de pie al otro lado. Estuve de
pie sobre las pálidas costas grises que están más allá del tiempo y el espacio. Bajo
una luz abominable que no era luz, en un silencio que chirriaba, los vi.
»Toda la maldad del universo estaba concentrada en sus cuerpos flacos,
hambrientos. Aunque, ¿tenían cuerpos? Sólo los vi por un instante; no puedo estar
seguro. Pero los oí respirar. Por un momento indescriptible sentí su aliento sobre la
cara. Se volvieron hacia mí y huí aullando. En un solo instante huí aullando a través
del tiempo. Regresé huyendo a través de quintillones de años.
»Pero me olfatearon. Los hombres despiertan en ellos apetitos cósmicos. Hemos
escapado, transitoriamente, de la impureza que los rodea como un anillo. Su sed
busca en nosotros lo que es puro, lo que surgió del acto sin una sola mancha. Hay en
nosotros una parte que no participó en el acto y ellos la odian. Pero no imagines que
son literal, prosaicamente malignos.
»Están más allá del bien y del mal tal como los conocemos. Son lo que en el
principio cayó apartándose de la pureza. A través del acto se han convertido en
cuerpos de muerte, receptáculos de toda impureza. Pero no son malignos en nuestro
sentido porque en las esferas por las que se mueven no hay pensamiento, ni moral, ni
correcto o incorrecto tal como nosotros lo entendemos. Sólo existen lo puro y lo
impuro. Lo impuro se expresa en ángulos, lo puro en curvas. El hombre, la parte pura
de él, desciende de una curva. No te rías. Lo digo literalmente.
Me levanté y busqué el sombrero.
—Lo siento muchísimo por ti, Chalmers —dije, mientras caminaba hacia la
puerta—. Pero no pienso quedarme y escuchar tales sandeces. Haré que mi médico te
visite. Es un tipo mayor, bondadoso, y no se ofenderá si le dices que se vaya al
demonio. Pero espero que respetes su consejo. Una semana de descanso en una buena
clínica te haría un bien enorme.
Lo oí reírse mientras bajaba por las escaleras, pero su risa era algo tan carente de
alegría que me movió a las lágrimas.

II

Cuando Chalmers telefoneó por la mañana siguiente mi primer impulso fue colgar el
receptor de inmediato. Su pedido era tan inusual y su voz tan salvajemente histérica
que temí que cualquier relación posterior con él terminara en el deterioro de mi
propia cordura. Pero no podía dudar de la autenticidad de su desdicha, y cuando se
derrumbó por completo y lo oí sollozar por el receptor decidí cumplir con su pedido.
—Muy bien —dije—. Iré en seguida y llevaré el yeso.
En route a la casa de Chalmers me detuve en una ferretería y compré diez kilos de

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yeso mate. Cuando entré al cuarto de mi amigo lo vi agachado junto a la ventana
mirando la pared opuesta con ojos febriles de miedo. Cuando me vio se puso en pie y
tomó el paquete que contenía el yeso con una avidez que me sorprendió y me
horrorizó.
Había sacado todos los muebles y el cuarto presentaba un aspecto desolado.
—¡Es remotamente concebible que los frustremos! —exclamó—. Pero debemos
trabajar con rapidez. Frank, hay una escalera de mano en el vestíbulo. Tráela en
seguida. Y después ve a buscar un balde de agua.
—¿Para qué? —murmuré.
Se dio vuelta con violencia y con la cara roja.
—¡Para mezclar el yeso, idiota! —exclamó—. Para mezclar el yeso que salvará
nuestros cuerpos y almas de una contaminación innombrable. Para mezclar el yeso
que salvará al mundo de… ¡Frank, hay que mantenerlos afuera!
—¿A quiénes? —murmuré.
—¡A los sabuesos de Tíndalos! —murmuró—. Sólo pueden alcanzarnos a través
de ángulos. Debemos eliminar todos los ángulos de esta habitación. Enyesaré todos
los rincones, todos los recovecos. Tenemos que lograr que esta habitación se asemeje
al interior de una esfera.
Sabía que sería inútil discutir con él. Fui a buscar la escalera, Chalmers mezcló el
yeso y trabajamos durante tres horas. Rellenamos los cuatro ángulos donde se unían
las paredes y las intersecciones del piso y las paredes y de las paredes y el techo, y
redondeamos los ángulos agudos del asiento de la ventana.
—Permaneceré en esta habitación hasta que regresen por el tiempo —afirmó
cuando terminamos nuestra tarea—. Cuando descubran que el rastro los lleva a través
de curvas regresarán. Regresarán voraces y gruñendo e insatisfechos a la impureza
que era en el principio, antes del tiempo, más allá del espacio.
Hizo un elegante gesto de asentimiento con la cabeza y encendió un cigarrillo.
—Muy amable de tu parte, ayudarme —dijo.
—¿No irás a ver a un médico, Chalmers? —rogué.
—Puede ser… mañana —murmuró—. Pero ahora debo observar y esperar.
—¿Esperar qué? —lo apremié.
Chalmers sonrió pálidamente.
—Sé que me crees loco —dijo—. Tienes una mente aguda, pero prosaica, y no
puedes concebir una entidad que no dependa para existir de la energía y la materia.
¿Pero se te ocurrió alguna vez, amigo mío, que la fuerza y la materia no son más que
las barreras impuestas a la percepción por el tiempo y el espacio? Cuando uno sabe,
como yo lo sé, que el tiempo y el espacio son idénticos y que ambos son engañosos
porque son meras manifestaciones imperfectas de una realidad más alta, uno ya no
busca en el mundo visible una explicación del misterio y el terror del ser.
Me levanté y me dirigí a la puerta.
—Perdóname —exclamó—. No quería ofenderte. Tienes un intelecto superlativo,

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pero yo… yo tengo uno sobrehumano. Es natural que tenga conciencia de tus
limitaciones.
—Llámame si me necesitas —dije, y bajé las escaleras de a dos escalones por vez
—. Haré que mi médico lo visite en seguida —murmuré para mis adentros—. Es un
maníaco sin esperanzas, y sólo el cielo sabe qué pasará si alguien no se hace cargo de
él de inmediato.

III

Lo que sigue es una condensación de dos noticias aparecidas en la Gaceta de


Partridgeville del 3 de julio de 1928:

TERREMOTO SACUDE LA ZONA FINANCIERA


A las dos de esta madrugada un temblor de tierra de intensidad inusual rompió
varios vidrios de ventanas en Central Square y desorganizó por completo los
sistemas eléctricos y el ferrocarril suburbano. El temblor fue sentido en los
barrios más alejados del centro y el campanario de la Primera Iglesia Bautista
de Angell Hill (diseñado por Christopher Wren en 1717) quedó demolido por
completo. En este momento los bomberos tratan de apagar un incendio que
amenaza destruir la Fábrica de Cola de Partridgeville. El alcalde ha prometido
una investigación y se tratará de adjudicar de inmediato la responsabilidad de
este hecho desastroso.

ESCRITOR OCULTISTA ASESINADO POR INVITADO DESCONOCIDO


HORRIBLE CRIMEN EN PLAZA CENTRAL
El Misterio Rodea la Muerte de Halpin Chalmers
A las nueve de la mañana de hoy se descubrió el cuerpo de Halpin Chalmers,
autor y periodista, en un cuarto vacío ubicado sobre la joyería de Smithwick e
Isaacs, Nro. 24 de Central Square. La investigación del coronel reveló que la
habitación había sido alquilada amueblada por el señor Chalmers el día 1 de
mayo y que él mismo había retirado los muebles hace quince días. Chalmers
era autor de varios libros abstrusos sobre temas ocultistas y miembro de la
Corporación Bibliográfica. Antes vivía en Brooklyn, Nueva York.
A las siete de la mañana el señor L. E. Hancock, que ocupa el
departamento opuesto al cuarto de Chalmers en el edificio de Smithwicks e
Isaacs, percibió un olor particular cuando abrió la puerta para entrar el gato y
la edición matutina de la Gaceta de Partridgeville. Describe el olor como
agrio y nauseabundo en extremo y afirma que se vio obligado a taparse la

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nariz cuando se acercó a esa zona del vestíbulo.
Estaba por regresar a su departamento cuando se le ocurrió que Chalmers
podía haber olvidado por accidente apagar el gas de su cocinita. Con una
alarma considerable ante tal idea, decidió investigar, y cuando los repetidos
llamados a la puerta de Chalmers no tuvieron respuesta avisó al
superintendente. Éste abrió la puerta mediante una llave maestra y los dos
hombres entraron rápidamente al cuarto de Chalmers. La habitación carecía
por completo de muebles, y Hancock afirma que cuando miró por primera vez
el piso el corazón se le enfrió, y el superintendente, sin decir una palabra,
caminó hasta la ventana abierta y se quedó con los ojos clavados en el edificio
de enfrente durante cinco minutos completos.
Chalmers estaba tendido boca arriba en el centro de la habitación. Estaba
desnudo por completo y tenía el pecho y los brazos cubiertos por un extraño
pus o miel de color azul. Su cabeza descansaba grotescamente sobre el pecho.
Había sido separada por completo del cuerpo y los rasgos estaban
contorsionados, desgarrados y horriblemente mutilados. No había la menor
huella de sangre.
La habitación presentaba un aspecto asombroso. Las intersecciones de las
paredes, el techo y el piso habían sido cubiertas con una gruesa capa de yeso
mate, pero a ciertos intervalos se habían partido y caído fragmentos, y alguien
los había agrupado en el piso alrededor del hombre asesinado hasta formar un
triángulo perfecto.
Junto al cuerpo había varias hojas de papel amarillo chamuscado. Sobre
ellos había fantásticos diseños geométricos y símbolos y varias frases
garabateadas con prisa. Las frases eran casi ilegibles y de un contexto tan
absurdo que no suministran clave posible en cuanto a quién perpetró el
crimen. «Espero y observo», escribió Chalmers. «Estoy sentado junto a la
ventana y observo las paredes y el techo. No creo que puedan alcanzarme,
pero debo cuidarme de los Doels. Tal vez ellos puedan ayudarlos a pasar. Los
sátiros ayudarán, y ellos pueden avanzar a través de los círculos escarlatas.
Los griegos conocían un modo de impedirlo. Es una gran pena que hayamos
olvidado tanto.»
Sobre otra hoja de papel, el más chamuscado de los siete u ocho
fragmentos encontrados por el Sargento Detective Douglas (de la Reserva de
Partridgeville), estaba garabateado lo siguiente:
«¡Por Dios, el yeso cae! Un golpe terrible ha aflojado el yeso que está
cayendo. ¡Tal vez un terremoto! Nunca podría haberlo previsto. Está
oscureciendo en el cuarto. Tengo que telefonear a Frank. ¿Pero podrá llegar a
tiempo? Lo intentaré. Recitaré la fórmula de Einstein. Yo… ¡Dios, están
pasando! El humo se derrama por los rincones de la pared. Sus lenguas…
ahhh…»

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En opinión del sargento detective Douglas, Chalmers fue envenenado con
algún oscuro producto químico. Ha enviado muestras del extraño limo azul
descubierto sobre el cuerpo de Chalmers a los Laboratorios Químicos de
Partridgeville; y espera que el informe proyecte nueva luz sobre uno de los
crímenes más misteriosos de los últimos años. Es seguro que Chalmers
recibió una visita en la noche anterior al terremoto, porque su vecino oyó con
claridad un murmullo grave de conversación que provenía del cuarto del
primero, mientras pasaba rumbo a las escaleras. Las sospechas recaen sobre el
visitante desconocido y la policía se esfuerza por descubrir su identidad.

IV

Informe de James Morton, químico y bacteriólogo:

Estimado señor Douglas:


El fluido que me envió para ser analizado es el más extraño que haya examinado.
Parece protoplasma vivo, pero carece de la sustancia particular conocida como
enzimas. Las enzimas catalizan las reacciones químicas que se presentan en las
células vivas y cuando la célula muere hacen que se desintegre por hidrolización. Sin
las enzimas el protoplasma poseería una vitalidad perdurable, es decir, inmortalidad.
Las enzimas son componentes negativos, por así decir, de los organismos
unicelulares, base de toda vida. Los biólogos niegan enfáticamente que esa materia
viva pueda existir sin enzimas. Y sin embargo la sustancia que usted envió está viva y
carece de esos cuerpos «indispensables». Por Dios, señor, ¿se da cuenta usted de las
perspectivas asombrosas que ello ofrece?

Extracto de Los Observadores Secretos, del difunto Halpin Chalmers:

¿Qué ocurre si, paralela a la vida que conocemos, existe otra vida que no muere,
que carece de los elementos que destruyen nuestra vida? Quizás en otra dimensión
exista una fuerza distinta de la que genera nuestra vida. Quizás esta fuerza emite
energía o algo similar a la energía, que pasa desde la dimensión desconocida donde
eso está y crea una nueva forma de vida celular en nuestra dimensión. Ah, pero yo he
visto sus manifestaciones. He hablado con ellas. Por la noche, en mi cuarto, he
hablado con los Doels. Y he visto en sueños a su hacedor. He estado de pie sobre la

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oscura costa que está más allá del tiempo y la materia y he visto a eso. Eso se mueve
a través de curvas extrañas, ángulos siniestros. Alguna vez viajaré por el tiempo y
encontraré a eso cara a cara.

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Un visitante de Egipto

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Si no hubiese leído Salambó tres veces antes de cumplir los quince años,
dudo que el Egipto de los Faraones hubiese significado tanto para mí en un
plano de herencia imaginativa. Tal afirmación es menos atolondrada de lo
que suena. Desde luego soy consciente de que Salambó trata sobre las
Guerras Púnicas y que Cartago no era Egipto. Pero todos los esplendores
oscuros, el venerable misterio sepulcral del Valle del Nilo parece flotar
también sobre el clásico inmortal de Flaubert acerca del mundo antiguo con
toda su extrañeza bárbara, adoradora de ídolos.
Hay en Salambó un pasaje que evoca una visión de Egipto
completamente única en toda la literatura, porque hace que una civilización
orientada hacia la muerte, cuya grandeza ha pasado para siempre, parezca
madura para intrusiones espectrales de un nuevo tipo: dioses que han
sobrevivido a su época y que sienten rencor por su destronamiento. «Egipto,
Egipto», escribió Flaubert, «los hombros de tus grandes dioses inmóviles
están blancos de excrementos de pájaros y el viento que barre el desierto
hace rodar las cenizas de tus muertos.»
¿Son los muertos de Egipto meras cenizas? Mientras meditaba sobre esa
pregunta el tema de «Un visitante de Egipto» saltó a mi mente
completamente desarrollado.

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*

UN VISITANTE DE EGIPTO
Weird Tales, septiembre de 1930

En una lúgubre tarde lluviosa de agosto un caballero alto y muy delgado golpeó con
timidez la ventanilla de vidrio esmerilado de la oficina del conservador de cierto
museo de Nueva Inglaterra. Llevaba un abrigo de imitación chinchilla azul oscuro, un
Homburg verde oliva de alta copa cónica, guantes amarillos y polainas cortas. Una
bufanda de seda azul con motas blancas le rodeaba el cuello y ocultaba por entero la
parte inferior de su cara y prácticamente toda la nariz. Sólo se le veía una pequeña
superficie de piel rosada y muy arrugada por encima de la bufanda y por debajo de la
frente, pero como esa porción expuesta de su fisonomía incluía los ojos era tan
impresionante como exigua. Tan impresionante era, a decir verdad, que imponía un
respeto inmediato, y los empleados, a quienes se pagaba un generoso estipendio
semanal simplemente por interponer metros de burocracia entre la entrada principal y
el estrecho corredor que llevaba a la oficina del conservador, renunciaron a todas sus
preguntas habituales y tontas y guiaron al caballero de la bufanda directamente a lo
que un novelista Victoriano habría llamado los recintos sagrados.
Una vez que llamó, el caballero esperó. Esperó con paciencia, pero algo en su
actitud sugería que estaba nervioso y perturbado en extremo y decididamente ansioso
por hablar con el conservador. Y sin embargo cuando la puerta de la oficina se abrió,
y el conservador se asomó con ojos remilgados tras los lentes con montura de oro, se
limitó a toser y tender una tarjeta de visita.
La tarjeta era de tamaño elegante y conservador y exquisitamente impresa, y en
cuanto el conservador la leyó su semblante sufrió un cambio extraordinario. Por lo
común era un individuo muy reticente, de rostro pálido, largo, y ojos lúgubres,
condescendientes, pero de pronto se volvió ridículamente amistoso y saludó al
visitante con una efusión casi histérica. Tomó la mano enguantada un poco fláccida
del visitante y la estrechó como un verdadero Babbitt. Asentía y se inclinaba y se
retorcía y parecía casi fuera de sí de pura satisfacción.
—¡Ojalá hubiese sabido que usted se encontraba en Norteamérica, Sir Richard!
Los periódicos guardaron un silencio inusual… un silencio afrentoso, como usted
sabe. No puedo imaginar cómo se las ingenió para eludir a los periodistas. Por lo
general son tan insistentes, tienen una curiosidad tan indecente. ¡En serio, no puedo
imaginar cómo lo logró!
—No deseo hablar con ancianas imbéciles, disertar ante débiles mentales, ver mi

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foto reproducida en sus absurdos periódicos —la voz de Sir Richard era
singularmente aguda, casi afeminada, y temblaba con la intensidad de su emoción—.
Detesto la publicidad, y lamento no ser desconocido por completo en esta… eh…
región.
—Lo comprendo muy bien, Sir Richard —murmuró el conservador, con tono
apaciguador—. Como es natural, deseaba tiempo para la investigación, para la
discusión. No le interesaba lo que el vulgo podía decir o pensar sobre usted. ¡Una
actitud muy loable y eminentemente erudita, Sir Richard! ¡Una actitud espléndida!
Puedo entenderlo muy bien y simpatizo con usted. Nosotros los norteamericanos
tenemos que ser corteses con la prensa de vez en cuando, pero no tiene idea de cómo
acalambra nuestro estilo de vida, si es que puedo usar un coloquialismo expresivo
pero muy grosero. Así ocurre, Sir Richard, se lo aseguro. No tiene idea… Pero entre.
Adelante, por favor. Nos sentimos enormemente honrados ante la visita de tan
eminente especialista.
Sir Richard ejecutó una rígida reverencia y entró a la oficina delante del
conservador. Eligió la más cómoda de las cinco sillas con respaldo de cuero que
rodeaban el escritorio del conservador y se hundió en ella con un suspiro apenas
audible. No se sacó el sombrero ni retiró la bufanda de su rostro sonrosado.
El conservador eligió un asiento sobre el costado opuesto de la mesa y tendió con
cortesía una caja de panatelas de La Habana.
—Son muy suaves —murmuró—. ¿No quiere probar uno, Sir Richard?
Sir Richard sacudió la cabeza.
—Nunca he fumado —dijo, y tosió.
Siguió un momento de silencio. Después Sir Richard se disculpó por la bufanda.
—Tuve un desgraciado accidente en el barco —explicó—. Tropecé con uno de
los juegos de cubierta y me corté bastante la cara, que quedó en un estado
decididamente poco presentable. Sé que me perdonará que no me quite la bufanda.
El conservador se sobresaltó.
—¡Qué horrible, Sir Richard! Créame que lo comprendo. Espero que no queden
cicatrices. En tales asuntos lo mejor es consultar con un experto. Espero… Sir
Richard, ¿puedo preguntarle si ha visto a un especialista?
Sir Richard asintió.
—Las heridas no son profundas… nada grave, se lo aseguro. Y ahora, señor
Buzzby, me gustaría discutir con usted la misión que me ha traído a Boston. ¿Los
restos predinásticos de Luxor están en exhibición?
El conservador se desconcertó un poco. Había colocado los restos de Luxor en
exhibición esa misma mañana, pero aún no lo conformaba su disposición y hubiese
preferido que el ilustre huésped los viese en fecha posterior. Pero notó con mucha
claridad que Sir Richard tenía un interés tan profundo que nada que pudiese decir
lograría inducirlo a esperar, y estaba orgulloso de los restos y halagado de que el
egiptólogo más capaz de Inglaterra hubiese venido a la ciudad expresamente a verlos.

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Así que asintió con amabilidad y confesó que los huesos estaban en exhibición, y
agregó que le encantaría y lo honraría que Sir Richard los viera.
—Son realmente maravillosos —explicó—. Del más puro tipo egipcio:
dolicocéfalos, con rasgos relativamente primitivos. Y datan… Sir Richard, datan al
menos del año 8000 a. C.
—¿Los huesos están teñidos?
—¡Ya lo creo que sí, Sir Richard! Están espléndidamente teñidos, y los colores
originales apenas se han apagado. Azul y rojo, Sir Richard, con predominio del rojo.
—Ajá. Una costumbre de lo más absurda —murmuró Sir Richard.
El señor Buzzby sonrió.
—Siempre la he considerado patética, Sir Richard. Infinitamente divertida, pero
patética. Creían que al pintar los huesos podían conservar la vitalidad del cuerpo
corruptible.
—¡Era algo blasfemo! —Sir Richard se había alzado de la silla. El rostro, por
sobre la bufanda, estaba curiosamente blanco, y había un resplandor duro, metálico
en sus pequeños ojos oscuros.
—¡Trataban de engañar a Osiris! ¡No tenían idea de las realidades hiperfísicas!
El conservador lo miró con curiosidad.
—¿Qué quiere usted decir exactamente, Sir Richard?
Sir Richard se sobresaltó un poco ante la pregunta, como si despertara de una
pesadilla extraña, y su emoción disminuyó con la misma rapidez con que se había
presentado. El resplandor se apagó en sus ojos y se hundió otra vez con indiferencia
en su silla.
—Yo… simplemente me divirtió su comentario. ¡Como si bastara con que
pintaran sus momias para restablecer la circulación de la sangre!
—Pero, como usted sabe, eso ocurriría en el otro mundo. Era una de las
prerrogativas más claras de Osiris. Sólo él podía resucitar los muertos.
—Sí, lo sé —murmuró Sir Richard—. Contaban mucho con Osiris. Es curioso
que nunca se les ocurriera que el dios podía ofenderse con sus presunciones.
—Olvida usted el Libro de los Muertos, Sir Richard. Las promesas que hay en él
son muy definidas. Y es un libro inconcebiblemente antiguo. Tengo la fuerte
convicción de que existía en el año 10.000 a. C. ¿Ha leído mi folleto sobre el tema?
Sir Richard asintió.
—Un trabajo muy erudito. ¡Pero creo que el Libro de los Muertos tal como lo
conocemos es un fraude!
—¡Sir Richard!
—Es indudable que algunas partes son predinásticas, pero creo que el Juicio de
los Muertos, que define las prerrogativas jurídicas de Osiris, fue insertado por algún
sacerdote entrometido en una época tan tardía como el período histórico. Es un
intento deliberado de modificar el carácter implacable de la suprema deidad de
Egipto. Osiris no juzga, él toma.

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—¿Él toma, Sir Richard?
—Precisamente. ¿Acaso imagina que alguien burló alguna vez a la muerte? ¿Se
imagina eso, señor Buzzby? ¿Acaso imagina por un instante que Osiris devolvería la
vida a los idiotas que regresaran a él?
El señor Buzzby enrojeció. Era difícil creer que Sir Richard hablara realmente en
serio.
—¿Entonces usted cree honestamente que el personaje de Osiris tal como lo
conocemos es…?
—Un mito, sí. Una evasión deliberada y pueril. Ningún hombre puede llegar a
captar jamás el carácter de Osiris. Él es el Dios Oscuro. Pero atesora a los suyos.
—¿Eh? —el señor Buzzby estaba sinceramente alarmado por el tono feroz con
que había sido expresada la última observación—. ¿Qué dijo usted, Sir Richard?
—Nada —Sir Richard se había levantado y estaba de pie ante una pequeña
biblioteca giratoria que había en el centro de la habitación—. Nada, señor Buzzby.
Pero sus gustos en el campo de la ficción me interesan en extremo. ¡No tenía idea de
que usted leía al joven Finchley!
El señor Buzzby se ruborizó y pareció sinceramente angustiado.
—Por lo general no lo hago —dijo—. Por lo general desdeño la ficción. Y las
novelas del joven Finchley son indeciblemente tontas. No llega a ser un erudito
pasable. Pero ese libro tiene… bueno, hay en él unas pocas cosas positivas. Lo estaba
leyendo esta mañana en el tren y lo coloqué por el momento con los demás libros
porque no tenía otro lugar donde ubicarlo. ¿Entiende, Sir Richard? Todos tenemos
nuestras pequeñas debilidades, ¿eh? Una novela de vez en cuando es a veces… eh…
bueno, sugestiva. Y a veces H. E. Finchley es bastante sugestivo.
—Yo lo creo que lo es. ¡Sus obras sobre Egipto son obras maestras de la
imaginación!
—Me sorprende usted, Sir Richard. En un especialista la imaginación es algo que
hay que deplorar. Aunque desde luego, como dije, H. E. Finchley no es un
especialista y su obra es iluminadora en ocasiones si uno no la toma demasiado en
serio.
—Conoce bien su Egipto el hombre.
—Sir Richard, no puedo creer que usted lo apruebe realmente. Un mero
fabricante de ficciones…
Sir Richard había sacado el libro y lo abrió al azar.
—¿Puedo preguntarle, señor Buzzby, si está familiarizado con el capítulo 13: La
transfiguración de Osiris?
—Diablos, Sir Richard, no. Me salteé esa parte. Esas tonterías tan puramente
grotescas me dieron repulsión.
—¿Sí, señor Buzzby? Pero por lo general lo repulsivo es impresionante. Escuche
esto: «Es indiscutible que Osiris hacía soñar a sus adoradores cosas extrañas sobre él
y que poseía sus cuerpos y almas para siempre. Existe una ira demoníaca contra la

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humanidad con la que fue inspirado Osiris en beneficio de la Muerte. Él caminaba
entre los hombres en el frescor de la noche, y sobre la cabeza llevaba la Corona de
Egipto Superior, y un viento que mataba inflaba sus mejillas. Su rostro iba velado
como para que ningún hombre lo viera, pero sin duda era un rostro viejo, muy viejo y
muerto y seco, porque el mundo era joven cuando el alto Osiris murió.»
Sir Richard cerró el libro de golpe y volvió a colocarlo en el estante.
—¿Qué piensa de eso, señor Buzzby? —preguntó.
—Basura —murmuró el conservador—. Basura directa, sin adulterar.
—Por supuesto, por supuesto. Señor Buzzby, ¿se le ocurrió alguna vez que un
dios puede vivir, en sentido figurado, una vida de perro?
—¿Eh?
—Los dioses se transfiguran, como usted sabe. Suben en humo, por decirlo así.
En humo y llamas. Se convierten en pura llama, en puro espíritu, en criaturas sin
cuerpo visible.
—Caramba, caramba, Sir Richard, no se me había ocurrido —el conservador rió y
tocó levemente con el codo el brazo de Sir Richard—. Qué detestable sentido del
humor —murmuró para sí—. El hombre es indeciblemente tonto.
—Sería terrible, por ejemplo —prosiguió Sir Richard—, que el dios no tuviese
control sobre su transfiguración; que el cambio ocurriera con frecuencia y de modo
inesperado; que el dios compartiera, por decirlo así, el destino tremendo del doctor
Jekyll y Mr. Hyde.
Sir Richard avanzaba hacia la puerta. Se movía con un paso extraño, arrastrado y
sus zapatos raspaban el piso de modo singular. El señor Buzzby estuvo de inmediato
junto a él.
—¿Qué pasa, Sir Richard? ¿Qué ha ocurrido?
—¡Nada! —la voz de Sir Richard se elevó en una negativa histérica—. Nada.
¿Dónde está el lavatorio, señor Buzzby?
—Bajando un tramo de escaleras a su izquierda, donde termina el corredor —
murmuró el señor Buzzby—. ¿Se siente… se siente mal?
—No es nada, nada —murmuró Sir Richard—. Tengo que beber un poco de agua,
eso es todo. La herida ha… eh… afectado mi garganta. Cuando se seca demasiado
me duele de un modo horrible.
—¡Por todos los cielos! —murmuró el conservador—. Puedo hacer que traigan
agua, Sir Richard. En serio. Le ruego que no se moleste.
—No, no, insisto en que no lo haga. Volveré en seguida. Por favor no llame a
nadie.
Antes de que el conservador pudiese continuar con sus protestas Sir Richard
había salido y desaparecido por el corredor.
El señor Buzzby se encogió de hombros y regresó a su escritorio.
—Una persona de lo más extraordinaria —murmuró—. Erudito y original, pero
extravagante. Decididamente extravagante. Sin embargo, es agradable pensar que ha

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leído mi folleto. A un especialista tan distinguido podría perdonársele que lo hubiese
pasado por alto. Lo llamó un trabajo erudito. Un trabajo erudito. Hmm. Muy
satisfactorio, ya lo creo.
El señor Buzzby cortó el extremo de un cigarro y lo encendió.
—Desde luego, acerca del Libro de los Muertos está equivocado —meditó—.
Osiris era un dios benévolo. Es cierto que los Egipcios le temían, pero sólo porque se
suponía que juzgaba a los muertos. No había nada de esencialmente maligno o cruel
en él. En ese sentido Sir Richard se equivoca por completo. Es curioso que un
hombre tan eminente se encuentre tan sensacionalmente despistado. No puedo usar
otra frase. Sensacionalmente despistado. En realidad creo que mis argumentos lo
impresionaron, sin embargo. Pude ver que estaba impresionado.
Las agradables reflexiones del conservador fueron grosera e inesperadamente
interrumpidas por un grito en el corredor.
—¡Baja los extinguidores! ¡Rápido, bastardo!
El conservador se sobresaltó y se puso en pie con rapidez. El lenguaje profano
violaba las normas del museo y él siempre había insistido con firmeza en que se
obedecieran las normas. Se dirigió a la puerta con zancadas veloces y la abrió de par
en par y miró incrédulo por el corredor.
—¿Qué fue eso? —gritó—. ¿Alguien llamó?
Oyó pasos apresurados y el sonido de alguien que gritaba, y después apareció un
empleado en el extremo del corredor.
—¡Venga pronto, señor! —exclamó—. ¡Hay humo y llamas en el sótano!
El señor Buzzby gruñó. ¡Qué horrible que pasara algo así cuando había un
huésped distinguido! Se precipitó por el corredor y aferró con furia el brazo del
empleado.
—¿Salió Sir Richard? —preguntó—. ¡Contésteme! ¿Sir Richard sigue allí abajo?
—¿Quién? —jadeó el empleado.
—El caballero que bajó hace unos minutos, idiota. ¿Un caballero alto de abrigo
azul?
—No sé, señor. No vi subir a nadie.
—¡Santo Dios! —el señor Buzzby estaba frenético—. Tenemos que sacarlo en
seguida. Creo que estaba enfermo. Es probable que se haya desmayado.
Caminó hasta el extremo del corredor y bajó los ojos hacia el hueco lleno de
humo de la escalera que llevaba al lavatorio. A pocos pasos de él tres empleados
avanzaban con cautela. Tenían pañuelos mojados bien asegurados sobre la cara, para
protegerse del humo acre, y cada uno llevaba un extinguidor de incendios cilíndrico
extendido hacia adelante. Mientras bajaban los escalones echaban chorros del líquido
de los extinguidores hacia las espirales en rápido ascenso de mortífero humo azul.
—Hace un minuto era mucho peor —exclamó el empleado que estaba junto al
señor Buzzby—. El humo era más denso y tenía un olor espantoso. Como olían los
huevos de dinosaurio que usted desempacó la primavera pasada, señor.

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Ahora los empleados habían llegado a la base de la escalera y se asomaron con
precaución al lavatorio. Por un instante miraron en silencio, y después uno de ellos le
gritó al señor Buzzby:
—Aquí el humo tiene una densidad infernal, señor. No podemos ver llamas.
¿Entramos, señor?
—¡Sí, háganlo! —la voz del señor Buzzby era trágicamente aguda—. Hagan todo
lo que puedan. ¡Por favor!
Los empleados desaparecieron dentro del lavatorio y el conservador esperó con el
oído expectante y agónico. Se le encogía el corazón ante la idea del destino que muy
probablemente le hubiese tocado al ilustre huésped, pero no se le ocurría qué más
podía hacer. Presentimientos siniestros le pasaron por la mente, pero estaba impotente
para actuar.
Fue entonces que comenzaron los chillidos. Fuera cual fuese la causa que los
motivaba eran realmente espantosos, pero empezaron de modo tan brusco, tan
inesperado, que al principio el conservador no pudo formar ninguna teoría acerca de
lo que los causaba. Brotaron de manera tan horrible y repentina del lavatorio,
resonando una y otra vez por los corredores vacíos, que el conservador sólo pudo
quedarse mirando, sobresaltado.
Pero cuando se hicieron apenas coherentes, cuando los gritos de temor se
transformaron en súplicas de piedad, de misericordia, y cuando el idioma en que se
expresaban lúgubremente también cambió, haciéndose familiar para el conservador
pero incomprensible para el hombre que estaba junto a él, ocurrió un incidente
terrible que éste último nunca pudo remitir a un piadoso olvido mnemónico.
El conservador cayó de rodillas, cayó literalmente de rodillas en el comienzo de
la escalera y alzó los dos brazos en un inconfundible gesto de súplica. Y entonces
brotó de sus labios cenicientos un torrente de grotesco galimatías:
—¡Sdmw stn Osiris! ¡sdmw stn Osiris! ¡sdmw stn Osiris! ¡sdm-f Osiris! ¡Oh,
sdm-f Osiris! ¡sdmw stn Osiris!
—¡Idiota! —una forma envuelta en una bufanda emergió del lavatorio y subió
pesadamente los escalones—. ¡Idiota! ¡Usted… usted ha pecado irreparablemente! —
La voz era gutural, áspera, remota y parecía llegar desde una distancia
inconmensurable.
—¡Sir Richard! ¡Sir Richard! —el conservador se puso en pie tambaleante y
tropezó hacia la figura que subía—. Protéjame, Sir Richard. Hay algo indecible allá
abajo. Creí… por un momento creí… Sir Richard, ¿lo vio? ¿Oyó algo? Esos
chillidos…
Pero Sir Richard no contestó. Ni siquiera miró al conservador. Pasó rozando al
desdichado hombre como si fuera un simple tonto entrometido, y empezó a subir
hoscamente la escalera que llevaba a la Sala de Antigüedades Egipcias. Subía con
tanta rapidez que el conservador no podía alcanzarlo, y antes de que el asustado
hombre hubiese llegado al descanso de la mitad de la escalera los pasos del otro

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resonaban en el piso embaldosado de arriba.
—¡Espere, Sir Richard! —chilló Buzzby—. ¡Espere, por favor! Estoy seguro de
que usted puede explicar todo. Tengo miedo. ¡Por favor espéreme!
Le atacó un espasmo de tos y en ese instante se oyó un terrible estrépito.
Fragmentos de vidrios rotos tintinearon sugestivos sobre el piso de piedra,
despertaron ecos ominosos en el corredor y recorrieron de arriba abajo la escalera en
espiral. El señor Buzzby aferró los pasamanos y gimió. Tenía el rostro enrojecido y
distorsionado por el miedo y le brillaban gotas de sudor en la alta frente. Por un
instante se quedó así, ovillado y gimiendo en la escalera. Después, milagrosamente,
su valor volvió. Subió el último tramo de escaleras de a tres escalones por vez y se
precipitó locamente hacia adelante.
Una idea intolerable había nacido de pronto en el pobre cerebro confundido del
señor Buzzby. Se le había ocurrido que Sir Richard era un impostor, un loco asesino
con el único propósito de destruir, y que sus colecciones se encontraban en peligro
inmediato. Fueran cuales fuesen las debilidades humanas del señor Buzzby, en su
carácter de profesional era consciente y agresivo en un grado casi anormal. Y el
estrépito había sido inconfundible y susceptible de una sola explicación. El señor
Buzzby olvidó por completo el temor en su preocupación por las preciosas
colecciones. ¡Sir Richard había roto una de las vitrinas y estaba sacando lo que
contenía! En la mente del señor Buzzby había pocas dudas en cuanto a las vitrinas
que Sir Richard había destrozado.
—Los restos de Luxor son irrecuperables —gimió—. ¡Me han engañado
horriblemente!
Se detuvo de pronto, y miró. En la entrada misma de la Sala había un conjunto de
prendas que reconoció al instante. Allí estaba el abrigo de imitación chinchilla azul y
el sombrero alpino Homburg de alta copa cónica, y la bufanda de seda azul que había
ocultado con tanta eficacia la cara del visitante. Y en la cúspide del montón
descansaba un par de guantes de gamuza amarilla.
—¡Dios santo! —murmuró el señor Buzzby—. ¡El hombre se ha quitado toda la
ropa!
Se quedó un momento mirando en un estado de completa perplejidad y después
entró en la sala con trancos largos, histéricos.
—Un maniático incurable —musitó en voz baja—. Un lunático perdido, delirante.
Por qué no se me ocurrió…
Después, bruscamente, dejó de increparse. Olvidó por completo su descuido, el
montón de prendas y la vitrina destrozada. Todo lo que le había ocupado la mente
hasta ese instante se vio desalojado y se encogió de temor. La mirada renuente del
señor Buzzby nunca había visto algo igual.
El visitante del señor Buzzby estaba inclinado sobre la vitrina destrozada y sólo
su espalda era visible. Pero no era una espalda común. En un momento lúcido, sin
emociones, el señor Buzzby la habría llamado una espalda repugnante, malévola,

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pero en relación a la corona que la remataba no había polisílabo ario lo bastante
sugestivo como para describirla. Porque la corona era muy alta y pesada de joyas
indeciblemente luminosas, y acentuaba la malignidad de la espalda. Era una espalda
verde. Sin savia fue la palabra que atravesó la mente del señor Buzzby mientras la
miraba, sin moverse. Y además estaba arrugada, horriblemente arrugada, cruzada una
y otra vez por surcos que tenían siglos.
El señor Buzzby ni siquiera advirtió el cuello del visitante, que brillaba y era
delgado como una vara, ni la pequeña cabeza redonda escamosa que se bamboleaba
ominosamente. Sólo vio la terrible espalda y la corona que comunicaba un increíble
temor reverencial. La corona proyectaba una radiación feroz sobre las baldosas
rojizas de la enorme sala en penumbra, y el cuerpo desnudo por completo se retorcía
y giraba y se contorsionaba de un modo escandaloso.
Un horror negro le apretó la garganta al señor Buzzby y los labios le temblaban
como si estuviera a punto de gritar. Pero no emitió una sola palabra. Había
retrocedido tambaleante hasta dar contra la pared y realizaba curiosos gestos inútiles
con los brazos, como si tratara de abrazar la oscuridad, de envolverse en la oscuridad
de la sala, de hacerse lo menos notable posible e invisible para el ser que se inclinaba
sobre la vitrina. Pero descubrió para su infinito desánimo que el ser tenía conciencia
de su presencia, y cuando se volvió lentamente hacia él no hizo ningún otro intento
de borrar su presencia: cayó de rodillas y gritó y gritó y gritó.
La figura avanzó en silencio hacia él. Parecía deslizarse en vez de caminar y sus
brazos terriblemente flacos sostenían un extraño montón de brillantes huesos
escarlatas. Y cacareaba siniestramente mientras avanzaba.
Y entonces la cordura del señor Buzzby desapareció por completo. Serpenteó y
balbuceó y se arrastró por el piso como un hombre a quien le ha dado una catalepsia
instantánea. Y durante todo ese tiempo murmuraba incoherente acerca de lo
intachable que él era y si Osiris no quería perdonarlo y cómo ansiaba reconciliarse
con Osiris.
Pero la figura, cuando lo alcanzó, se limitó a agacharse y respirar sobre él.
Respiró tres veces sobre su rostro ceniciento y uno casi podía ver como la cara se
arrugaba y se ennegrecía bajo el cálido aliento. Se quedó agachada cierto tiempo, con
un ardor helado en los ojos, y cuando se incorporó el señor Buzzby no hizo ningún
esfuerzo por detenerla. Llevando los huesos escarlatas con gran firmeza en sus brazos
horriblemente delgados se deslizó con rapidez en dirección a la escalera. Los
empleados no lo vieron bajar. Nadie volvió a verlo.
Y cuando el coroner, llegado en respuesta al tardío llamado de un empleado,
examinó el cuerpo del señor Buzzby, se impuso la conclusión inevitable de que hacía
mucho, mucho tiempo que el conservador había muerto.

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La segunda noche mar afuera

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Escribí «La segunda noche mar afuera» cerca de diez años después de que
apareciera «Aguas muertas» en Weird Tales, convirtiéndolo en una especie
de acontecimiento aniversario. Era aún bastante joven en esa época y puedo
recordar que me pregunté si debía sentirme complacido y halagado o un
poco perplejo cuando el padre de un escritor amigo me dijo que había creído
que el autor resultaría ser un hombre mucho mayor: cincuentón al menos. La
llamó una narración muy madura.
Decidí sentirme halagado. Hay en «La segunda noche» algo que sugiere
que podría haber sido escrita después de una vida en las fronteras de lo
desconocido. Pero la madurez en el sentido que él implicaba se encuentra
con frecuencia en los muy jóvenes y toda su suposición me influyó muy
poco.
Pero casi debe ser uno de mis mejores relatos, porque ha sido antologado
en cinco ocasiones en libros de tapa dura: empezando con Tales of the
Undead de Elinor Blaisdale y terminando —quizá no de modo permanente—
con Famous Monster Stories de Basil Davenport.
A Farnsworth Wright el cuento le gustaba, pero bastante menos que «Los
devoradores de espacio» y «Los sabuesos de Tíndalos». Estoy seguro de que
nunca soñó que serían antologados con tanta frecuencia. Y yo tampoco.

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*

LA SEGUNDA NOCHE MAR AFUERA


Weird Tales, octubre de 1933

Cuando abandoné el camarote era más de medianoche. La cubierta superior estaba


desierta por completo, y delgados mechones de niebla se cernían sobre las sillas de
descanso y se enroscaban y desenroscaban alrededor de las barandillas brillantes. El
aire estaba quieto. El barco avanzaba perezoso a través de un mar en calma, envuelto
en niebla.
Pero la niebla no me importaba. Me recliné contra la barandilla y aspiré el aire
húmedo, denso con decidida voracidad. La náusea casi insoportable, la penetrante
desdicha física y mental se había ido, dejándome sereno y en paz. Era otra vez capaz
de experimentar un agrado sensual, y el aroma del agua salada no podía cambiarse
por perlas ni rubíes. Había pagado un precio exorbitante por lo que estaba a punto de
disfrutar: cinco breves días de libertad y exploración en la hechizada, espléndida
Habana, que me había prometido un agente de viajes emprendedor y, según yo
esperaba, razonablemente honesto. Soy en todos los aspectos la antítesis de un
hombre rico, y había desequilibrado de tal modo mi cuenta bancaria para satisfacer
las demandas codiciosas de la Compañía de Viajes Loriland, que me había visto
obligado a renunciar a satisfacciones realmente indispensables como el cigarro
después de la cena y el jerez y el chartreuse libre de impuestos.
Pero estaba enormemente satisfecho. Me paseé por la cubierta e inhalé el aire
húmedo, punzante. Había estado confinado en la cabina durante treinta horas debido
a un mareo de mar más debilitante que la peste bubónica o una infección maligna,
pero habiendo logrado escurrirme de su talón de hierro, estaba libre para disfrutar mis
perspectivas, que eran envidiables y gloriosas. Cinco días en Cuba, con derecho a
recorrer de arriba abajo el Malecón bañado por el sol en una limousine
espléndidamente equipada, y una oportunidad para acariciar con mis ojos perspicaces
los muros rosados de las cabañas y la Catedral Colón y La Fuerza, el gran almacén de
Indias. Una oportunidad, también, de visitar los patios soleados, de remolonear junto
a rejas de hierro, de beber refrescos a la luz de la luna en cafés al aire libre, de
adquirir, incidentalmente, un desprecio español por los Grandes Negocios y la Vida
Agobiante. Después a Haití, oscura y mágica; a las Islas Vírgenes y el arcaico,
increíble puerto del Viejo Mundo de Charlotte Amalie, con sus casas de techos rojos
sin chimeneas alzándose en hileras hacia las quietas estrellas; el Sargazo natural, el
último puerto de cita inevitable de los peces arco iris, los muchachos zambullidores,

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las viejas naves con chimeneas blanqueadas por el sol y los marinos incurablemente
borrachos. Un ópalo llameante incrustado en un anfiteatro de malaquita: su
fascinación destellaba a través de la niebla gris y disipaba mi spleen norteño. Me
apoyé contra la barandilla y soñé también con la Martinica, que vería en unos pocos
días, y con las rameras hindúes y chinas de Trinidad. Y entonces, bruscamente, me
atacó el mareo. La antigua y terrible enfermedad había regresado para atormentarme.
El mareo de mar, a diferencia de todas las otras dolencias importantes, es una
enfermedad individual. No hay dos personas que sean afectadas exactamente por los
mismos síntomas. Las manifestaciones van desde un leve malestar hasta un deterioro
devastador de todas las facultades. Yo me veía afligido por los síntomas más graves
que se pueda imaginar. Ahogado y jadeante, abandoné la barandilla y me hundí
impotente en una de las tres sillas de descanso que quedaban sobre cubierta.
Por qué el camarero había permitido que las sillas quedaran sobre cubierta era un
misterio que yo no podía sondear. Era obvio que había descuidado su deber, porque
no era habitual que los pasajeros visitaran la cubierta de paseo después de
medianoche, y el tiempo neblinoso hace estragos en el mimbre de las sillas de
descanso. Pero estaba demasiado agradecido por los beneficios que su negligencia me
había otorgado como para ser excesivamente crítico. Me despatarré por completo,
muecando y jadeando y tratando de convencerme fervorosamente de que no estaba
tan enfermo como me sentía. Y entonces, de pronto, tomé conciencia de una fuente
particular de incomodidad.
La silla exhalaba un olor malsano. Era inconfundible. Cuando me di vuelta y mi
mejilla se apoyó sobre la madera mojada, barnizada, mi nariz fue atacada por un olor
agrio y extraño, de potencia feroz, empalagosa. Era al mismo tiempo estimulante y
repelente hasta lo indescriptible. En cierto sentido mitigó mi molestia física, pero
también me inundó de una repulsión casi abrumadora, de un disgusto repentino,
histérico y casi frenético.
Traté de alzarme de la silla, pero el vigor había desaparecido de mis miembros.
Una presencia intangible parecía descansar sobre mí y aplastarme. Y entonces pareció
caer el fondo de todo. No estoy hablando en broma. Ocurrió realmente algo por el
estilo. La base del mundo cuerdo, familiar desapareció, fue tragada. Me hundí.
Abismos sin límites parecieron abrirse debajo de mí y quedé sumergido.
El barco, la cubierta, la silla siguieron sosteniéndome, y sin embargo, a pesar de
la resistencia de esos símbolos externos de la realidad, yo flotaba en un vacío
insondable. Tenía la ilusión de caer, de hundirme impotente a través de una eternidad
de espacio. Era como si la silla de descanso que me sostenía hubiese pasado a otra
dimensión sin abandonar el mundo familiar: como si flotara simultáneamente en
nuestro mundo tridimensional y en otro mundo de dimensiones ajenas, desconocidas.
Tomé conciencia de que me rodeaban formas y sombras extrañas. A través de oscuros
abismos sin límites miraba continentes e islas, albuferas, atolones, enormes trombas
marinas grises. Me hundía en una gran profundidad. Estaba sumergido en barro

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oscuro. Los límites sensoriales se disolvieron y el hálito de una corrupción activa
sopló a través de mí, mordisqueando mis partes vitales y llenándome de un tormento
extravagante. Estaba a solas en la gran profundidad. Y las formas que me
acompañaban en mi absoluto aislamiento abismal eran arrugadas y negras y muertas,
y hacían cabriolas delirantes con caritas de mono, con vísceras torrentosas y
empapadas por el mar y ojos pútridos, sin pupila.
Y entonces, lentamente, la visión indecente se disolvió. Estaba otra vez en la silla,
y la niebla era densa como siempre, y el barco avanzaba firme por el mar en calma.
Pero el olor seguía presente: agrio, abrumador, repulsivo. Salté de la silla muy
alarmado. Experimentaba la sensación de haber emergido de las entrañas de una
intrusión enorme y ultraterrena: de haber agotado, en un solo instante, los recursos de
la malignidad terrestre y de haberme comunicado con reservas intolerables, nunca
tocadas.
He mirado sin temor los infiernos turbulentos, pululantes de demonios,
completamente rodeado por las sombras de los primitivos italianos y flamencos. He
soportado con calma la visión de los mayores castigos del Bosco y Lucas Cranach, y
no he retrocedido incluso ante las peores perversidades de Brueghel el Viejo, cuyas
gárgolas y espectros y demonios afrentosos son tan autosuficientes que supuran una
malignidad desbordante y parecen a punto de estallar en pedazos y disolverse
terriblemente en una espuma negra e intolerable. Pero ni siquiera El alma de los
condenados de Signorelli, o Los caprichos de Goya, o las terribles formas marinas
incrustadas de limo con cuerpos a medio unir y ojos muertos sin pupila, que se
arrastran ciegamente por los mundos azules de hedor y decadencia de Segrelle eran
tan enervantes y repulsivas como la temblorosa secuencia visual que había
acompañado mi percepción del olor. Me sentía enorme y terriblemente sacudido.
De algún modo logré entrar al cálido y neblinoso interior del salón superior, y
esperé, jadeante, que llegara el camarero de cubierta. Había apretado un botoncito
etiquetado CAMARERO DE CUBIERTA en el entablado adjunto a la escalera central, y
esperaba con frenesí que llegara antes de que fuera demasiado tarde, antes de que el
olor de afuera se filtrara al salón enorme y desierto.
El camarero era un oficial diurno, y era un crimen capital sacarlo de la cama a la
una de la mañana, pero yo necesitaba hablar con alguien, y como el camarero era
responsable de las sillas, naturalmente pensé en él como en el blanco lógico de mi
interrogatorio. Él sabría. Él podría explicar. El olor no le sería poco familiar. Podría
explicar lo de las sillas… lo de las sillas… lo de las sillas… Me estaba volviendo
histérico y desorientado.
Me enjugué la transpiración de la frente con el dorso de la mano y esperé con
alivio que se acercara el camarero. Había aparecido de pronto en la punta de la
escalera central, y parecía adelantarse hacia mí a través de una neblina azul.
Fue solícito en extremo, cortés en extremo. Se inclinó sobre mí y apoyó una mano
con preocupación sobre mi brazo.

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—Sí, señor. ¿Qué puedo hacer por usted, señor? ¿Se siente un poco
descompuesto, quizá? ¿Qué puedo hacer?
¿Hacer? ¿Hacer? Aquello era horriblemente perturbador. Sólo pude balbucear:
—Las sillas, camarero. Sobre cubierta. Tres sillas. ¿Por qué las dejó allí? ¿Por
qué no las entró?
No era lo que había pensado preguntarle. Había pensado interrogarlo acerca del
olor. Pero la tensión, la conmoción me había confundido. Lo primero que se me
ocurrió al ver al camarero erguido sobre mí, tan solícito y preocupado, fue que se
trataba de un hipócrita y un bribón. Fingía preocuparse por mí y sin embargo, por
pura perversidad, me había preparado la trampa que me había reducido a un despojo
lamentable y desvalido. Había dejado las sillas en cubierta con deliberación, con una
maldad cruel y mañosa, sabiendo todo el tiempo, sin duda, que algo las ocuparía.
Pero yo no estaba preparado para el cambio casi instantáneo que sufrió el aspecto
del hombre. Fue terrible. Ofuscado como estaba, pude percibir en seguida que había
cometido con él una injusticia grave, terrible. Él no lo sabía. Se le fue toda la sangre
de las mejillas, y quedó con la boca abierta. Estaba inmóvil ante mí, desarticulado por
completo, y por un instante creí que iba a derrumbarse desvalido sobre el piso.
—¿Usted vio… las sillas? —jadeó al fin.
Asentí.
El camarero se inclinó hacia mí y me apretó el brazo. La carne de su rostro
carecía por completo de brillo. Desde el óvalo blanco como un pergamino sus dos
ojos, inflamados de miedo, me miraban enloquecidos.
—Es la cosa negra, muerta —susurró—. La cara de mono. Yo sabía que volvería.
Siempre sube a bordo a medianoche, en la segunda noche mar afuera.
Tragó saliva y me apretó aún más el brazo.
—Siempre sube en la segunda noche mar afuera. Sabe dónde guardo las sillas y
las lleva a cubierta y se sienta en ellas. La última vez lo vi. Se retorcía en la silla…
estirado y retorciéndose de modo horrible. Como una anguila. Se sienta en las tres
sillas. Cuando me vio se levantó y arrancó hacia mí. Pero me alejé. Entré aquí y cerré
la puerta. Pero lo vi por la ventana.
El camarero alzó el brazo y señaló.
—Allí. En esa ventana. Tenía la cara apretada contra el vidrio. Estaba toda negra
y arrugada y carcomida. Una cara de mono, señor. Dios me ayude, la cara de un
mono muerto, arrugado. Y mojada… goteando. Yo estaba tan asustado que no podía
respirar. Me quedé parado y gruñí, y entonces eso se alejó.
Tragó saliva.
—El doctor Blodgett fue desfigurado, arañado hasta morir, a la una menos diez.
Oímos los aullidos. La cosa regresó, supongo, y se quedó sentada en las sillas durante
treinta o cuarenta minutos después de apartarse de la ventana. Después bajó al
camarote del doctor Blodgett y tomó sus prendas. Fue horrible. Al doctor Blodgett le
faltaban las piernas y tenía la cara hecha pulpa. Había marcas de garras en todo su

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cuerpo. Y las cortinas de su litera estaban empapadas en sangre.
»El capitán me dijo que no hablara. Pero tengo que contárselo a alguien. No
puedo evitarlo, señor. Tengo miedo: tengo que hablar. Esta es la tercera vez que sube
a bordo. La primera vez no se llevó a nadie, pero se sentó en las sillas. Las dejó todas
húmedas y viscosas, señor: todas cubiertas con un limo negro, hediondo.
Yo lo miraba atónito. ¿Qué estaba tratando de contarme aquel hombre? ¿Estaba
trastornado por completo? ¿O yo me sentía demasiado aturdido, demasiado enfermo
como para captar todo lo que él decía?
Siguió como un loco.
—Es difícil de explicar, señor, pero esta nave es visitada. En cada viaje, señor: en
la segunda noche mar afuera. Y en cada ocasión se sienta en las sillas. ¿Entiende?
Yo no entendía con claridad, pero murmuré un débil asentimiento. Mi voz era
espantosamente trémula y parecía llegar desde el costado opuesto del salón.
—Algo allí afuera —jadeé—. Fue terrible. Allá afuera, ¿entiende? Un olor
terrible. Mi cerebro. No puedo imaginar qué me pasa, pero me siento como si alguien
me apretara el cerebro.
Me pasé los dedos por la frente.
—Algo aquí… algo…
El camarero parecía comprender a la perfección. Asintió y me ayudó a ponerme
en pie. Él aún seguía obsesionado por lo que había contado, aún seguía horriblemente
perturbado, pero pude sentir que también estaba ansioso por calmarme y asistirme.
—¿Camarote Dieciséis D? Sí, por supuesto. Tranquilo, señor.
Me había tomado del brazo y me guiaba hacia la escalera central. Apenas podía
mantenerme erguido. Mi decrepitud era tan evidente, en verdad, que el camarero se
vio movido por la compasión a desplegar una cortesía casi heroica. En dos ocasiones
tropecé y habría caído si el brazo con que me guiaba no me hubiese rodeado los
hombros y alzado mi busto doblegado.
—Sólo unos pasos más, señor. Eso es. Tómese su tiempo. Eso no tendrá mayores
consecuencias, señor. Se sentirá mejor cuando esté adentro, con el ventilador en
marcha. Tómese su tiempo, señor.
Cuando llegamos a la puerta de mi camarote, hablé en un susurro ronco al hombre
que estaba junto a mí.
—Ahora me siento bien. Lo llamaré si lo necesito. Solo… déjeme… entrar.
Quiero acostarme. ¿Esta puerta se cierra con llave desde adentro?
—Caramba, sí. Sí, por supuesto. Pero tal vez sería mejor que le trajera un poco de
agua.
—No, no se moleste. Solo… déjeme, por favor.
—Bueno, de acuerdo, señor.
El camarero se retiró de mala gana.
El camarote estaba muy oscuro. Me sentía tan débil que me vi obligado a
apoyarme con todo mi peso contra la puerta para cerrarla. Lo hizo con un leve

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chasquido y la llave cayó al piso. Me agaché de rodillas con un gruñido y tanteé
temeroso la blanda alfombra. Pero la llave me eludía.
Maldije y estaba por alzarme, cuando mi mano se topó con algo fibroso y duro.
Pegué un salto hacia atrás, jadeando. Después, mis dedos se deslizaron frenéticos
sobre aquello, en un esfuerzo febril por descubrir qué era. Era… sí, sin duda, un
zapato. Y surgiendo de él, un tobillo. El zapato se apoyaba firme sobre el piso del
camarote. La carne del tobillo, bajo el calcetín que la cubría, estaba muy fría.
Estuve de pie un instante, caminando en círculos como un animal enjaulado por
las estrechas dimensiones del camarote. Mis manos se deslizaron por las paredes, el
techo. ¡Santo Dios, ojalá el botón de la luz eléctrica no siguiera esquivándome!
Pronto mis manos encontraron una excrecencia gomosa sobre el liso panel. La
apreté con decisión y la oscuridad desapareció para revelar a un hombre sentado bien
derecho sobre una banqueta del rincón: un hombre corpulento, bien vestido, que se
agarraba de un asidero y parecía perfectamente tranquilo. Sólo su rostro era invisible.
Su rostro estaba oculto por un pañuelo: un gran pañuelo que obviamente había sido
colocado allí a propósito, tal vez como protección contra las corrientes de aire
bastante heladas que entraban por el ojo de buey abierto. Era obvio que el hombre
dormía. No había respondido a los tirones de mis manos sobre sus tobillos en la
oscuridad y ni siquiera en ese momento se movió. El resplandor de las lamparillas
eléctricas sobre su cabeza no parecía molestarle en lo más mínimo.
Experimenté un alivio repentino y agobiante. Me senté junto al intruso y me
enjugué el sudor de la frente. Aún me temblaban todos los miembros, pero la serena
apariencia del hombre que estaba junto a mí resultaba tremendamente
tranquilizadora. Otro pasajero, sin duda, que había entrado en un compartimiento
equivocado. No sería difícil librarse de él. Un simple golpecito en el hombro, seguido
de una explicación amable, y el intruso se iría. Una acción sencilla, si yo podía contar
con el vigor necesario para actuar con decisión. Me sentía horriblemente decaído,
increíblemente débil y enfermo. Pero al fin reuní la energía suficiente como para
tender la mano y darle al intruso un golpecito en el hombro.
—Lo siento, señor —murmuré—, pero ha entrado en un camarote equivocado. Si
yo no me sintiera un poco descompuesto, le pediría que se quedara y fumara un
cigarro conmigo, pero, entiéndame, yo… —con un retorcido intento de sonrisa le di
otro golpecito nervioso al extraño—. Preferiría estar a solas, así que si no le
importa… lamento haberlo despertado.
Percibí de inmediato que me adelantaba a los hechos. No había despertado al
extraño. El extraño no se movía, ni siquiera agitaba con su respiración el pañuelo que
ocultaba sus rasgos.
Experimenté una renovada alarma. Tendí mi mano trémula y tomé una punta del
pañuelo. Era un acto afrentoso, pero tenía que saber. Si el rostro del intruso
concordaba con el cuerpo, si era sereno y familiar, todo marcharía bien, pero si por
cualquier motivo…

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El fragmento fisonómico revelado por la punta alzada no era tranquilizador. Con
un respingo de miedo arranqué el pañuelo por completo. Por un instante, sólo por un
instante, contemplé aquel semblante oscuro y repulsivo, con sus enormes,
cadavéricos ojos, viscosos y malévolos, su chata nariz simiesca, las orejas peludas y
la gruesa lengua negra que parecía proyectarse hacia mí desde la boca. El rostro se
movía mientras lo observaba, se retorcía y contorsionaba asquerosamente, mientras la
cabeza misma cambiaba de posición, volviéndose levemente hacia un costado y
revelando un perfil aún más bestial y gangrenoso y obsceno que el impacto que
producía el semblante.
Me encogí contra la puerta en un espanto frenético. Sufría como sufre un animal.
Mi mente, privada por la conmoción de toda capacidad de formar conceptos,
retrocedió agónica y por instinto a un nivel bestial de conciencia. Sin embargo, a
través de todo aquello, una parte misteriosa de mi ser siguió horriblemente atenta. Vi
que la lengua entraba de nuevo a la boca con rapidez; vi las líneas de los rasgos
arrugarse y ablandarse, hasta que un momento después, desde la boca babeante y los
ojos ciegos y blancos, empezaron a gotear hilos delgados de sangre. Un instante
después la boca era un tajo rojo en un borroso horror casi líquido: un tajo que se
ensanchaba con rapidez y se disolvía en un amorfo flujo carmesí. El horror se
disolvía terrible y repulsivamente en la materia sustentadora de toda la vida.

* * *

El camarero necesitó casi diez minutos para lograr que me recobrara. Se vio obligado
a forzar cucharadas de brandy entre mis dientes bien apretados, a bañarme la frente
con agua helada y a masajearme, casi con salvajismo, las muñecas y los tobillos. Y
cuando por fin abrí los ojos, se negó a mirarlos. Era obvio que quería que yo
descansara, permaneciera quieto, y parecía desconfiar de su propio equipo emocional.
Sin embargo tuvo la bondad de enumerar las medidas que habían contribuido a mi
restablecimiento y de instruirme en relación a los restos.
—Las prendas estaban cubiertas de sangre… empapadas, señor. Las quemé.
Al día siguiente fue más locuaz.
—Eso llevaba las prendas del caballero que murió en el último viaje, señor:
llevaba las cosas del doctor Blodgett. Las reconocí al instante.
—Pero por qué…
El camarero sacudió la cabeza.
—No sé, señor. Tal vez lo salvó que usted subiera a cubierta. Tal vez lo salvó que
usted subiera a cubierta. Tal vez el ser no podía esperar. Partió un poco después la
última vez, señor, y era más tarde que entonces cuando lo visité en su camarote. El
barco debe de haber superado la zona de eso, señor. O tal vez el ser cayó dormido y

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no pudo regresar a tiempo, y es por eso que se… disolvió. No creo que se haya ido de
una vez por todas. Había sangre en las cortinas del camarote del doctor Blodgett y me
temo que siempre se va de ese modo. Regresará en el próximo viaje, señor. Estoy
seguro —carraspeó.
—Me alegro de que me llamara. Si hubiese ido directamente a su camarote, tal
vez eso estaría usando las prendas de usted en el próximo viaje.
La Habana no logró hacer que me recobrara. Haití fue un negro horror, un
repulsivo pantano de sombras amenazantes y desolación extranjera, y en la Martinica
no pude tener una sola hora de sueño tranquilo en mi cuarto del hotel.

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Las bestias sombrías

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Con cierta frecuencia —quizás una o dos veces al año— me sorprendo a mí
mismo al escribir un relato, por lo común breve, que no es característico para
nada de mi estilo general. Me gustaría poder decir que con ello pretendo
abrir una nueva y audaz dirección o experimentar de modo interesante con
algún nuevo enfoque o técnica o camino estilístico. En ocasiones implica
justamente eso. Pero más a menudo el relato es simplemente «distinto» y soy
incapaz de explicar, para mi propia satisfacción, cómo llegué a apartarme
tanto del tipo de tema que me es más natural.
«Las bestias sombrías» fue uno de esos relatos. Es más realísticamente
áspero, implacable, «duro», que una buena cantidad de mis relatos; tal vez
melancólicamente atmosférico hasta cierto punto, pero más «pegado a la
tierra» de lo que siempre he sentido que debe estarlo una narración de horror
fantástico. He empleado con más frecuencia ese enfoque en la ciencia-
ficción, pero incluso entonces no estaba del todo preparado para el rumbo
que «Las bestias sombrías» parecían ir tomando. Fue diferente y lo siguió
siendo hasta hoy, y no me sorprendería demasiado si, al releerlo, como lo
hice hace poco, se hubiese vuelto sutilmente aún más distinto en alguna
forma absolutamente misteriosa.

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*

LAS BESTIAS SOMBRÍAS


Marvel Tales, julio/agosto de 1934

Peter se agachó y examinó la rana. Estaba muerta. Yacía entre los guijarros al borde
de la corriente y las largas patas se proyectaban rígidas hacia afuera.
—¿Quién querría lastimar a un pobre animalito como éste? —murmuró Peter—.
¡Pobre animalito!
Peter no era muy brillante. Tenía dieciocho años, pero su mente era la de un niño.
Sin embargo sabía que la rana había sido estrangulada cruel y malévolamente por una
persona o varias personas desconocidas. Temblando, apoyó un dedo cauteloso sobre
el alambre tenso, refulgente que rodeaba el cuello del anfibio. La fría carne le hizo
subir un escalofrío por la muñeca que casi le llegó hasta el codo.
—¿Quién querría lastimar a un animalito como éste? —reiteró perplejo y
asombrado.
No se demoró sobre el cadáver pequeño, patético. Iba oscureciendo, y le asustaba
el rápido crecer de las sombras y las ramas negras, arácnidas que se cruzaban altas
sobre su cabeza. El bosque era un lugar hostil cuando el sol dejaba de brillar sobre él.
Hostil y muy lúgubre y lleno de voces.
Cuando Peter llegó a casa la madre estaba preparando la mesa para la cena y su
padrastro estaba sentado junto a la ventana con un periódico de una semana antes
sobre las rodillas y una pipa de marlo entre los dientes arruinados y descoloridos.
Peter cerró la puerta y avanzó torpemente.
—Hola —dijo el padrastro—. ¿Dónde has estado?
—Pescando algo junto al arroyo, nada más —contestó Peter, nervioso—.
Esperaba que viniera una trucha y se tragara la lombriz, y entonces la tendría. Sólo
estuve ahí, pescando. Eso es todo lo que hice desde que me fui. Estuve ahí y en
ninguna otra parte. Sólo esperaba que se acercara una trucha para poder agarrarla.
El padrastro de Peter frunció el entrecejo. Era un hombre alto, flaco, a punto de
entrar a la vejez, con ojos oscuros, malhumorados y boca hosca.
—Escúchame, muchacho —dijo con voz áspera—. ¿No te dije que no metieras el
hocico en los bosques? ¿Qué tienes en la cabeza: piedras?
—No quería hacer ningún mal, papá —gimió Peter—. Sólo estuve pescando en el
arroyo. Esperaba que viniera una trucha para poder agarrarla. No fui allí por ninguna
otra cosa.
—¿Sí? Bueno, que no te sorprenda metiéndote otra vez en esos bosques. Si te

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sorprendo con un solo pie en esos bosques te daré una paliza que recordarás mientras
vivas.
—Vamos, vamos, Henry —dijo la madre de Peter desde detrás de la estufa.
Peter estuvo silencioso y contrito durante toda la cena.
Pero en cuanto terminó el último trozo de comida se disculpó con torpeza y se
retiró a su cuarto. Estaba horriblemente asustado. En su mente sensible, ignorante, la
salvaje irritación de su padrastro se ligaba oscuramente al modo en que se había
sentido muy en lo hondo cuando el sol dejó de brillar sobre el bosque y las aguas
quietas, oscuras del arroyo. Cuando el padrastro amenazó con darles una paliza quiso
correr, no porque temiera el dolor del látigo, sino porque… bueno, porque tenía
miedo de algo que acechaba oculto detrás de los crueles rasgos inhumanos del rostro
del padrastro.
—No tendrías que haberle hablado con tanta violencia —dijo la madre de Peter,
mientras recogía los platos de la cena y los llevaba con gesto cansado a la pileta—. Es
un buen muchacho y no quería hacer ningún mal.
—¿Ah, no? —dijo Henry—. ¿Estás segura? ¿Y qué es eso de meterse en los
bosques contra mis órdenes? ¿Qué es eso de meter el hocico donde esas cosas
esperan y vigilan? A lo mejor habló con ellas. Por lo que sé podría estar en el bando
de ellas. No es brillante y tendrías que cuidarlo de esas cosas, Mary. Tendrías que
vigilar mejor. No puede saberse lo que harán o dirán esas cosas.
La madre de Peter suspiró.
—Pero él tiene que entretenerse en algo.
—¿Sí? Bueno, haría mejor en no meterse en esos bosques. Yo puedo hacerme
cargo de las bestias que enviaron contra nosotros, pero la ley no me permitiría dañar
un solo cabello de su estúpida cabeza. Si esos seres lo indisponen contra nosotros no
podré hacer nada. Es hijo tuyo, no mío. Si ellos lo envían contra nosotros lo único
que yo podría hacer sería irme. ¿Qué te parece eso, mujer?
La madre de Peter se humedeció los labios con la lengua.
—¿Estuviste… estuviste haciendo algo cruel otra vez, Henry?
El padrastro de Peter se levantó de la mesa, haciendo rodar la silla hasta la pared.
—No es nada que te importe, mujer —exclamó—. Tengo que protegerme, ¿no? Si
todas las cosechas se secan y las vacas no quieren dar leche, tengo que devolver los
golpes —carraspeó—. Son esas ranas croantes que enviaron contra nosotros las que
causan todo el problema. No puedes decirme que no son esas ranas croantes. Las he
oído croar noche tras noche. Bueno, terminé con eso. Esta noche no las oirás croar.
La cara de Mary se puso cenicienta. Bajó la fuente que sostenía y lo enfrentó.
—Las ranas eran amigas nuestras —gimió—. Estuve esperando y rogando que no
hicieras nunca algo tan cruel. Dijiste que lo harías, pero esperaba…
—¿De qué sirve esperar y rogar cuando la pasamos peor que si tuviéramos al
Diablo en contra? Cuando Dios hizo al Diablo, Mary, lo hizo bueno, pero cuando
fueron hechas las cosas, fueron hechas malas desde un principio. No necesitaron caer.

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Calculo que no eran para nada parte de la creación. De algún modo se colaron por
error.
—Las ranas eran amigas nuestras —insistió Mary, desesperada—. Ayer cuando
caminaba por el bosque me advirtieron. Uno de los seres estaba en el árbol,
esperando. Si no me hubiese advertido eso había caído sobre mí. Pude ver sus ojos
crueles, malvados mirándome brillantes a través de las hojas. Pero cuando las ranas
empezaron a croar me di vuelta y corrí. Son cada vez más atrevidas, Henry. Saben
que el padre de Jim no regresará, creo. Se están preparando para… para atraparnos,
creo. Tendré que ir a ellas cuando realmente me deseen, creo. Tendré que ocupar el
lugar del padre de Jim. No soy de la misma sangre, pero me casé dentro de la familia
y estoy maldita.
—¿Y qué me dices de mí, mujer? —murmuró Henry—. No creas que no he
pensado en lo que va a pasarme si no las combato. Cuando me casé contigo te acepté
para bien o para mal. Bueno, ha sido para mal, pero te apoyaré si tú me apoyas. No
tienes derecho a criticarme. He sido muy bueno contigo. Cuando me contaste lo de tu
esposo muerto y la maldición de su familia, dije que no importaba, porque suponía
que serías una buena esposa. Pero cuando lo dije, no había visto esas cosas. No sabía
cómo eran. No sabía que enviarían a todos los animales del bosque contra nosotros.
—No enviaron a las ranas contra nosotros, Henry. A las ranas les gustábamos. Las
ranas nos advertían.
—No lo creas. Esas ranas croantes estaban contra nosotros. Estuvieron contra
nosotros desde un principio —rió sin alegría—. Hice justo lo que dije que haría. Dije
que metería cada cabeza de esas ranas croantes en un lazo, y lo hice. Estuve ocupado
en eso todo el día. No queda una sola rana que croe en esos bosques.
Mary se hundió en una silla junto a la ventana y se tironeó la piel floja y arrugada
de la cara con los dedos nerviosos.
—Hacerlo fue cruel, malvado —murmuró—. De ello no resultará ningún bien.
Las ranas eran amigas nuestras. Eran las únicas amigas que teníamos.
—Las habían enviado contra nosotros. Ellas apestaron las cosechas y no dejaron
que las gallinas pusieran y las vacas dieran leche. Me alegro de haberles metido la
cabeza en un lazo. Les hará saber a esos seres que cuando hablo, hablo en serio.
—Te vas a arrepentir, Henry. Las ranas eran amigas nuestras; sólo trataban de
advertirnos. Esas cosas se están poniendo inquietas e impacientes. No pasará mucho
tiempo sin que nos lleven a mí y a Peter. También te llevarán a ti. Vendrán a
buscarnos a todos antes de que pase mucho tiempo. Mientras teníamos a las ranas
para advertirnos había esperanzas, pero ahora no hay esperanzas para ninguno de
nosotros. No nos quedan amigos en esos bosques. Las cosas tienen garras, Henry.
Desgarrarán… nos desgarrarán. No podemos hacer nada. Con las ranas para
advertirnos me sentía un poco segura. Tal vez no fueran de mucha ayuda, pero yo
sentía como si vigilaran por nosotros. Las cosas saben ahora que el padre de Jim no
regresará a su tumba. No va a cumplir el pacto que hizo con ellas. Pero con las ranas,

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siempre había esperanza. Parecían impedir que la maldición se cumpla. No sé por qué
me hacían sentir segura.

* * *

Era más de medianoche cuando Peter despertó. Se incorporó en la cama, se frotó los
ojos y miró confundido alrededor de sí. Algo golpeteaba el cristal de la ventana.
Peter no quería salir de la cama. Era una noche muy fría, y se sentía cálido y cómodo
bajo las pesadas mantas.
Pero algo golpeteaba sobre la pesada ventana, insistente, monótono. Tap-tap, tap-
tap-tap, tap tap.
Lenta, desganadamente, Peter apartó las frazadas y se deslizó al suelo.
—Ya voy —murmuró—. Te abriré la ventana. Haré lo que quieras. La abriré bien.
Avanzó tembloroso sobre el suelo. El corazón le latía con fuerza y en sus ojos
había miedo y horror. Sin embargo, cuando llegó a la ventana su mirada no encontró
más que un borrón oscuro, amorfo más allá del cristal plateado por la luna. Para su
conciencia aturdida y ofuscada por el sueño aquello parecía girar lenta y torpemente,
como un gran moscardón de junio. Sólo que era mucho más grande que un
moscardón de junio.
Peter alzó la ventana hasta que el viento le dio de lleno en la cara asustada, de
mirada vacía, y le agitó el despeinado cabello rojizo. Por lo común habría temido las
consecuencias de un acto tan temerario, pero lo dominaba una compulsión extraña y
poderosa, y actuaba por instinto, sin pensar. Por unos segundos miró hacia la
oscuridad ondulante y olorosa a tierra. Después, meneando la cabeza, se dio vuelta y
regresó tambaleante a la habitación.
—Ahí no hay nada —murmuró—. Creí que había algo, pero debo estar
equivocado.
Ceñudo y perplejo, subió otra vez a la cama.
—Tenía miedo de que fuese algo salido de los bosques —murmuró, mientras se
subía las frazadas sobre el pecho—. Algo vivo. Como… como esas cosas que vi
cuando tenía ocho años.
Por un instante se quedó con los ojos clavados en el techo. Su mente infantil,
ignorante desbordaba de imágenes, recuerdos, impresiones de un pasado difuso y
frecuentado por las sombras.
—No es bueno preguntar dónde pusieron al abuelo —dijo—. No es bueno
preguntar dónde fue el abuelo cuando eso entró. Yo no estaba allí cuando eso entró,
pero oí que mamá decía que era terrible, y el abuelo era muy malvado a pesar de toda
su bondad. Hizo un pacto con eso que entró.
»Una vez, hace muchos años, cuando tenía ocho años, vi que el abuelo hablaba

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con lo que parecía uno de ellos. Sólo que el cuarto estaba oscuro y no pude verlo
bien. Estaba de pie en el rincón de la chimenea y el abuelo le hablaba. No era tan alto
como el abuelo y estaba agachado como si tuviese una joroba. No pude verle bien la
cabeza, pero por lo que pude distinguir era como una cabeza de víbora cuando uno la
ve desde atrás. Un oso con cabeza de víbora, eso parecía, y me bastó. No podría
haberme quedado en el cuarto mucho más, porque el olor me descomponía, pero no
me quedé tanto como podría haberme quedado si hubiese querido. La cabeza de lo
que estaba de pie junto a la chimenea me bastó.
»Cuando le conté a mamá lo que había visto casi se desmayó.
»—Es lo que temía —dijo—. Tu padre también les habló. Oh, ¿por qué me casé
dentro de una familia semejante? —Después me besó y dijo—: Pobre chico, ¡Oh,
pobre chico!
»—¿Qué era eso, mamá? —pregunté—. Cuéntame, por favor, qué era.
»—Cuando seas más grande —dijo—. Si te lo contara ahora no entenderías.
»Nunca vi otro de ellos, pero antes de que el abuelo muriese él me contó sobre
ellos.
»—Sólo quieren descansar —dijo—, pero sólo pueden hacerlo cuando alguien
muere. Son de muy lejos, y lo único que quieren es descansar en tumbas nuevas.
»El problema, creo, es que el abuelo nunca regresó. Nunca cumplió con su parte
del pacto. Ellos querían descansar, pero no pueden descansar por siempre jamás, y
esperan que el abuelo regrese. Pero el abuelo está por ahí, en el mundo, en este
mismo momento. Está recorriendo la tierra ahora, y no regresará si puede evitarlo. Y
mientras tanto ellos están tendidos en el lugar de él, en su tumba sobre la colina,
esperando. Creo que se han cansado de esperar allí, en la tumba profunda y oscura, de
esperar que el abuelo regrese.
»Mamá dijo que alguna vez los vería. Dijo que vendrían por mí. Quizá sea por
eso que me siento tan raro por dentro cuando voy a los bosques. Quizás es por eso
que papá no quiere que vaya a los bosques. Quizás es porque cuando alguien hace un
pacto con ellos que después no cumple ellos regresan y se llevan a algún pariente
cuando se cansan de esperar y descansar. Es lo único que se me ocurre. Mamá sabía
que el abuelo no iba a regresar nunca más. Cuando alguien tiene la oportunidad de
vivir por siempre jamás no va a regresar si puede evitarlo. ¿Quién va a querer dejar
de ver la hierba verde y sentir el viento fresco sobre la cara y oler la tierra después de
la lluvia sólo porque ha hecho un pacto que no necesita cumplir? No culpo al abuelo
por no querer regresar.
»Si yo pudiera vivir para siempre no regresaría. Seguiría caminando siempre,
feliz de pensar que podría ver la hierba verde y oler la tierra húmeda y tener alguien
que me quiera todo el tiempo.
La somnolencia invadía poco a poco el cerebro de Peter. Siguió mascullando por
varios minutos, pero sus pensamientos dejaron gradualmente de morar en el pasado
difuso y frecuentado por las sombras. Se le cerraron los ojos y los labios se apartaron

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en una sonrisa serena. Su mente consciente, purificada de toda imagen, se iba
convirtiendo otra vez en un instrumento inmóvil, vacío y satisfecho. Se adormecía en
paz, aislada del mundo de la vigilia y sin advertir para nada la presencia extraña que
entró a la habitación.
El objeto que apareció en la ventana abierta era chato y húmedo. Se quedó un
momento oscilando inseguro sobre el antepecho plateado. Después croó y saltó con
rapidez al suelo.
La ventana quedó vacía por un instante. Después otra forma surgió de la
oscuridad, cayó blandamente al suelo y croó roncamente. Fue seguida por otra… y
otra. Peter no despertó cuando la extraña procesión saltó y rengueó sobre el suelo. Ni
siquiera se movió en sueños.
Unos minutos después la ventana quedó ocupada de nuevo. El nuevo intruso era
mucho más grande que las formas croantes. Más grande y más oscuro. Estaba
cubierto de espeso pelo negro y su cabeza pequeña, desproporcionada se movía con
agilidad a la luz de la luna. Por un instante se demoró en el antepecho. Después bajó
al piso lenta, deliberadamente y sin emitir ni un sonido, y corrió con rapidez por el
cuarto. Mientras corría abrió la boca y un silbido grave surgió de entre sus dientes
blancos y brillantes.

* * *

El falso amanecer se arrastró como algo herido por los pasillos del bosque,
salpicando de rojo los árboles delgados y proyectando sombras temblorosas sobre las
aguas hondas y oscuras del arroyo.
En la laguna Eaton un nenúfar se transformó en una gigantesca mano escarlata y
una salamandra moteada rompió la superficie con un salpicón, dispersando burbujas
de aire en todas direcciones y dejando tras sí un rastro arremolinado de mechones
milagrosamente iluminados.
La mano-nenúfar ardió sobre el agua, y ardiendo brillantes por todos los pasillos
del bosque estaban los ojos agudos, inquisitivos del bosque, las húmedas aletas
olfativas del bosque y los pequeños pies en fuga del bosque.
La marmota no es un animal demasiado curioso. Tampoco lo son la ardilla roja, el
aplastado ratón campestre gris y el hurón tímido y furtivo. Ni siquiera el búho
ululante con su visión amplia y extendida se demora a contemplar un henar en llamas.
Pero los vecinos de Ogelthorpe se reunieron a distancia segura a contemplar
cómo ardía su cabaña. Las llamas crepitaban y se alzaban, y proyectaban una
radiación ondulante sobre el granero de paredes grises de Ogelthorpe, y la pila de
abono erguida entre el granero y el pozo junto a la hilera, con su bomba herrumbrada
y el balde mojado desbordante de rojas hojas de noviembre.

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Cuando llegó la compañía local de bomberos, el parpadeo intermitente había dado
paso a un resplandor encandilante y todo el paisaje estaba iluminado. Los bomberos
se unieron en impotente desesperación a los mirones y observaron cómo las llamas
decrecían hasta un opaco resplandor rojo. Antes de que llegara la mañana la
oscuridad cubrió todo como un pesado manto.
Al amanecer los vecinos pululaban. Hurgaron entre las ruinas y descubrieron algo
terrible y espantoso. Los restos carbonizados de tres cuerpos humanos estaban
desparramados de modo horripilante entre los ladrillos ennegrecidos y las brasas aún
ardientes. Todo lo que era mortal en Peter y su madre estaba disperso y desunido,
pero el padrastro de Peter no había sufrido daños. Yacía de espaldas, con las largas
piernas proyectadas hacia afuera. La carne del cuerpo se había carbonizado hasta
quedar quebradiza y los rasgos estaban ennegrecidos, distorsionados, casi
irreconocibles.
Uno de los mirones se agachó y apoyó un dedo tembloroso sobre el alambre tenso
y refulgente que rodeaba el cuello del muerto. La carne aún caliente le hizo subir un
escalofrío por la muñeca que casi le llegó hasta el codo.
—Lo han estrangulado —murmuró—. Antes de que las llamas lo alcanzaran
estaba muerto.
—Es lo más extraño que he visto en mi vida —dijo el sheriff Simpson cuando
salió del galpón de herramientas.
—¿Descubrió algo? —preguntó el Jefe Delegado Wilson. Estaba parado en la
hierba alta, mojada por el rocío, en la parte trasera del galpón, mirando al oeste en
contemplativo distanciamiento, hacia las ruinas ennegrecidas de la desgraciada
granja.
—Ranas, Jim.
—¿Ranas?
—Sí. Unas veinte. Todas estranguladas con un alambre de bronce. Tal como fue
estrangulado Ogelthorpe. Sólo que… el alambre con que fue estrangulado Ogelthorpe
estaba hecho de cobre y era unas diez veces más pesado.
—¿Pero qué hay de las ranas?
—Están todas tiradas allí, en el galpón. Todas muertas: estranguladas. Pero la
parte curiosa es que están junto a una gran bobina de alambre de cobre, del mismo
tipo con el que fue estrangulado Ogelthorpe.
El Jefe Delegado sacudió la cabeza.
—En mi opinión en esto hay algo más que lo que se ve en la superficie.
El sheriff asintió.
—Uno de los vecinos miraba cómo ardía la casa, y dijo que justo antes de que
llegaran los bomberos vio algo que salía corriendo por la puerta delantera. Dijo que
era más chico que un hombre, pero que tenía aspecto humano. Era oscuro, dijo, y por
lo que pudo distinguir, tenía aspecto humano. No pudo verlo con mucha claridad por
el resplandor, pero parecía estar todo cubierto de pelo espeso y negro, y le bastó

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verlo, dijo, para que le dieran ganas de vomitar. Extraño, ¿verdad? ¡Dijo que aquella
cosa llevaba una antorcha en llamas!

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El liliputiense flamígero

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De vez en cuando el primer párrafo de un cuento ha parecido casi escribirse
a sí mismo, como si el personaje central hubiese adquirido una realidad
tridimensional tan grande en mi mente que pasarlo al papel no presentara el
menor problema. No presentaba problema incluso cuando yo tenía apenas la
vaguísima idea acerca de la dirección precisa en que el tema me llevaría. «El
liliputiense flamígero» fue un relato de ese tipo. No había elaborado ningún
detalle de la trama por anticipado y ni siquiera estaba seguro de si sería un
tipo de fantasía de «al otro lado del espejo» o una narración formal de
ciencia-ficción.
Fue Ashley quien lo decidió por mí. Como personaje estaba demasiado
dedicado a la investigación en laboratorio para permitir que lo desviara tan
completamente de la realidad concreta como a mí me habría gustado. Tuve
que conformarme con describirlo como un tipo «subterráneo», con ciertos
atributos en común con un topo o una lombriz.
John Campbell aceptó el relato en seguida, y la aceptación iba
acompañada por una carta que estuve seriamente tentado a enmarcar, porque
él podía ser muy parco a veces con la alabanza y preferiría dejar que el
escritor extrajera sus propias conclusiones acerca de si un cuento había sido
arrebatado con regocijo o había entrado a gatas. Aquella aceptación me
convenció, más allá de cualquier posibilidad de duda, de que «El liliputiense
flamígero» era un relato de ciencia-ficción.
Hace quince años tuve el privilegio de asistir una noche a una reunión
poco común: una fiesta en la que casi todos los presentes eran destacados
científicos y dos estaban asociados con el Museo Norteamericano de Historia
Natural como especialistas en «hábitat grupal», no ignorando la fama que
acompaña a tal profesionalismo en historia natural. Esa reunión no sólo me
retrotrajo con alma y vida a mis años juveniles, sino que me brindó un placer
excepcional, porque leyeron «El liliputiense flamígero» en voz alta en un
ejemplar muy gastado de la compilación de Arkham House, Los sabuesos de
Tíndalos: no por sugerencias mías, sino por espontánea decisión del anfitrión
en persona.

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*

EL LILIPUTIENSE FLAMÍGERO
Astounding Stories, diciembre de 1936

Aunque el sol era cálido y brillante, experimenté una sensación de lúgubre


presentimiento cuando me acerqué al pequeño retiro de Richard Ashley, en Carolina
del Sur. Encinas perennes y palmitos ocultaban el pequeño edificio del laboratorio y
la alta cerca amarilla posterior. Hongos enormes, marrones, que parecían las
viviendas cónicas de gnomos y otros demonios de fábula con hondas raíces en la
tierra, tachonaban la hierba alrededor de mí.
Mientras avanzaba por el estrecho sendero que conducía a la puerta del
laboratorio, me dije con cierta amargura que ningún otro bacteriólogo con la
reputación de Ashley llevaría a cabo sus investigaciones tan lejos de las ciudadelas de
la ciencia organizada. En otros tiempos Ashley había trabajado en un gran laboratorio
blanco junto al mar y este pequeño retiro tierra adentro parecía singularmente
desagradable por contraste.
No me gusta la vegetación abundante y sugestiva. No me gustan los edificios
pequeños anidados en medio de racimos de sombra, con húmedos olores terrestres en
los alrededores. Pero Ashley era un tipo extraño.
Existe una secta de fanáticos orientales que insiste en que los seres humanos no
son más que los equivalentes apenas disfrazados de ciertos animales. Algunos
hombres exhiben características que los relacionan con las aves del aire, otros con los
tigres, los cerdos, las hienas y algunos incluso con los invertebrados. He pensado con
frecuencia que los imaginativos caballeros que apoyan ese culto habrían clasificado a
Ashley como un topo o una lombriz. Cuando digo que Ashley era un tipo subterráneo
no hablo en broma.
Rechazaba y huía de todo contacto cálido, personal, humano. No creo que hubiese
existido alguna vez una mujer en su vida. Incluso la amistad le resultaba imposible.
Pero de cuando en cuando se metía en un atolladero intelectual o chocaba de cabeza
con un muro de piedra; y entonces me llamaba. Yo era su buen Viernes. Como ser
humano no admiraba a Ashley en absoluto. Pero como científico —y creo que los
científicos son la sal de la tierra— lo respetaba y lo reverenciaba.
Había recorrido la mitad del sendero cuando la puerta del laboratorio se abrió de
pronto y Ashley salió. Salió parpadeando en la cálida y brillante luz del sol, y se
quedó un instante con la mano en el picaporte, mirando con atención a través de los
anteojos de gruesos vidrios al joven transpirado y sin sombrero que se acercaba por el

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prado.
Parecía un cadáver. Sus rasgos, sobre todo la piel de los pómulos, tenían la
palidez enfermiza que por lo general acompaña a las obstrucciones circulatorias.
Tenía medialunas negras bajo los ojos y las venas de la frente se destacaban
horriblemente. Su expresión era singular, difícil de describir. Aunque el tormento y la
aprehensión se asomaban por sus ojos, parecía conservar de algún modo el dominio
de sí mismo, y hasta se lo veía un poco desafiante.
—Te has tomado tu tiempo para llegar, ¿no? —dijo con petulancia, como si se
estuviera dirigiendo a un niño.
Yo había recorrido quinientos kilómetros en ómnibus, en respuesta a su telegrama
urgente, pero era inútil enfurecerse con él. Estaba atormentado y con problemas. Una
oleada de compasión me recorrió cuando vi cómo le temblaban las manos. Cuando
trató de mantener la puerta abierta para que yo pasara se derrumbó contra el batiente.
Por un instante creí que se caería.
Cuando pasamos del prado sombreado por los palmitos al interior del laboratorio
lo observé de reojo, esforzándose por reprimir su histeria. Seguí lanzándole miradas
de soslayo hasta que llegamos al cuarto amplio, iluminado por el sol donde trabajaba
con sus portaobjetos y cultivos de bacterias.
Pareció recobrar un poco su compostura cuando cerró la puerta de esa habitación.
Me estrechó la mano agradecido.
—Me alegra que hayas venido, John —dijo—. En serio. Fue muy amable de tu
parte.
Lo miré. Le había vuelto un poco de color a las mejillas. Se encontraba de pie de
espaldas a la ventana, mirando en una especie de trance la larga hilera de
microscopios, que habían ocupado su atención durante cinco meses absorbentes, y las
jarras de color azul pálido llenas de agua contaminada que contenían un surtido
asombroso de organismos microscópicos: diatomeas y rotíferos y bacterias, todos de
tremenda importancia para él en sus pacientes búsquedas.
El laboratorio estaba bañado por los dardos límpidos de un sol cálido que iba
enrojeciendo lentamente, y recuerdo cómo centelleaban los tubos ópticos de los
microscopios mientras yo los miraba. Su lustre brillante parecía ejercer una influencia
casi hipnótica sobre mi compañero. Pero de pronto arrancó la mirada de ellos y su
dedos delgados me apretaron el brazo de tal modo que respingué.
—Está bajo el tercer microscopio contando desde la punta de la mesa —dijo, con
los labios crispados—. Se colocó en el portaobjetos con deliberación. Como es
natural, al principio creí que era un microorganismo. Pero cuando me miró
directamente me encontré compartiendo sus pensamientos y sintiendo oscuramente
sus increíbles emociones. Sería invisible a simple vista, entiendes. Tuvo la astucia
infernal de colocarse donde yo pudiera verlo con seguridad.
Movió la cabeza torvamente hacia la larga mesa cubierta de zinc que corría a lo
largo del laboratorio.

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—Puedes mirarlo si quieres. El tercer microscopio.
Me volví y lo miré con atención por un instante. Tenía los ojos anormalmente
brillantes, pero las pupilas no estaban dilatadas. Soy bastante experto en detectar los
estigmas de las drogas, la histeria o la locura incipiente. Me trasladé sin una palabra
al extremo de la mesa, me incliné y pegué mi ojo al instrumento científico.
Por un momento mis ojos cayeron sobre minúsculas burbujas de materia que se
movían en un líquido de inmersión teñido de un hermoso color rojo-rosado. Formas
grotescas y aberrantes, grotescas y repulsivas, entraban y salían entrecruzándose y
devorándose entre sí en una superficie viscosa no mayor que mi pulgar. Cientos de
formas con «bocas» enormes, devoradoras, y cuerpos que se contraían de modo
repelente pasaban una y otra vez entre animálculos indolentes y horrores chatos,
segmentados que se parecían de un modo nauseabundo a los fragmentos de las tenias
de los peces y otros cestodos intestinales.
De pronto, mientras miraba, un organismo conformado como una campana
invertida nadó hacia el centro del portaobjeto y permaneció allí con curiosos
movimientos oscilantes de su cuerpo ahusado. Era distinto por completo a los
centenares de otros animales detestables, contorsionantes que lo rodeaban.
Por empezar era bastante grande, y de estructura compleja en extremo,
consistente en una cáscara exterior o crisálida translúcida, y una cáscara interna
cónica, también transparente y de textura curiosamente iridiscente. Mientras la
miraba con más atención percibí que la cáscara interna envolvía una forma pequeña,
haciendo las veces de matriz para el verdadero habitante de la campana.
La pequeña forma era de un contorno escandalosamente antropomorfo. Hay algo
horrible y perturbador en la forma humana cuando es simulada por criaturas que no
tienen un origen simiesco. Los peces, los reptiles y los insectos de forma vagamente
parecida a la del hombre —y hay unos cuantos en la naturaleza— causan una
invariable repelencia. El rostro adulterado pero muy semejante al del hombre de una
raya me llena de aborrecimiento. Tiemblo cuando veo una rana con las patas
extendidas. Tal vez esta reacción de miedo es causada por el temor primitivo,
instintivo del hombre a ser suplantado.
Por lo común la repulsión es pasajera y se olvida con rapidez. Pero mientras
miraba la pequeña forma que estaba dentro de la campana, el horror que
experimentaba era penetrante, perturbador. No era sólo una prevención estremecida.
Tenía la sensación de que estaba mirando algo ajeno a la experiencia normal, algo
que trascendía todos los grotescos paralelismos del libro de la Naturaleza.
La pequeña forma era en todos los sentidos un hombrecito formado a la
perfección, de piel oscura, con orejas y barbilla puntiagudas. Por puro accidente se
parecía a una caprichosa creación de la fantasía del hombre. Por puro accidente era
como un duende, como un gnomo. Pero no era caprichosa. Era horrible.
Una forma humana, desnuda por completo y tan pequeña que era invisible a
simple vista, colgada tenuemente dentro de un receptáculo en forma de campana.

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Descansaba sobre la espalda, con los bracitos bien cruzados sobre el pecho. El
abdomen, los brazos y las piernas estaban cubiertos por un delgado pelo rojizo. De
pronto, mientras la estudiaba, enfermo de repulsión y de horror, abrió los ojitos
rasgados y me miró de frente.
Entonces algo pareció hablarme. Las palabras ondularon por mi mente en lentas
olas perezosas.
—Eres amigo de él. No te haré daño. No me temas.
Me aparté mareado del microscopio, jadeando de incredulidad y horror. Ashley
me apoyó la mano en el brazo y me apartó con rapidez de la mesa.
—¿Lo viste? —preguntó—. ¿Te habló?
Asentí. Lo miré con furiosa incredulidad. Me apreté las manos con un terror
ciego.
—¿Qué es eso, Richard? —dije.
Temblaba como una hoja. Se me contraía la cara; podía sentir la sangre
hormigueando en mis mejillas al retirarse.
—Ha viajado cientos de años luz a través del espacio interestelar —dijo—. Su
hogar está en un diminuto planeta que orbita alrededor de un sol de densidad
inconcebible en un racimo de estrellas más remoto que los vecinos estelares más
cercanos de la Tierra, pero a una distancia inconmensurable del borde de la galaxia.
Llegó en una pequeña nave espacial que está oculta en algún lugar del laboratorio. Se
niega a decirme dónde está escondida. Gracias a un desarrollo desconocido del poder
telepático puede transmitir toda una secuencia de imágenes mentales en un
relámpago.
Asentí torvamente.
—Lo sé —dije—. Me habló. Al menos se formaron palabras en mi mente.
Ashley se aferró a esa admisión como si fuera una cuerda salvavidas que yo le
había arrojado de pronto por pura compasión y con graves riesgos para mí.
—Entonces crees, John. Me alegro. En este momento el escepticismo sería
peligroso. Eso puede sentir todo lo que se me opone.
Se quedó un instante en silencio. Miraba con inmóvil intensidad el tubo del
microscopio que contenía al pequeño horror.
—Sé que es difícil aceptar una realidad que se opone asombrosamente a todo el
rumbo del moderno pensamiento científico —dijo—. Desde la época de Kepler la
porción pensante de la humanidad ha glorificado desmedidamente la grandeza, la
vastedad, la extensión en el espacio y en el tiempo. Los hombres de mente científica
han lanzado de vez en cuando sus pensamientos hacia constelaciones remotas y
nebulosas de misterioso retroceso, y han soñado vanos sueños en los que el mero
tamaño ha figurado como escalón a la eternidad.
»¿Pero por qué iba a tener el tamaño una importancia particular para el arquitecto
misterioso del misterioso universo?
—Uno asocia el tamaño con la fuerza, el poder —contesté, con los ojos clavados

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en su cara blanca.
—Pero la fuerza y el poder no coinciden en todo el universo —exclamó Ashley
—. Los campos de fuerza radiantes en el núcleo de muchos soles enanos podrían
hacer estallar los gigantes estelares en fragmentos incandescentes. La estrella de Van
Maanen no es mayor que nuestra Tierra, pero su densidad excede la del disco solar. Si
esta pequeña estrella se acercara a unos pocos millones de kilómetros de la órbita de
Plutón, destrozaría al sol y lo transformaría en una nova. Un fragmento diminuto de
su sustancia inconcebiblemente concentrada no mayor que un meteorito arrancaría al
poderoso Júpiter de su órbita. Unas cucharadas de la materia radiante de su núcleo
que chocaran contra la corteza terrestre provocarían un cataclismo más desastroso
que la erupción de un volcán importante.
»Su tamaño es simplemente insignificante dentro del esquema cósmico.
Comparado con el Sol es un moscardón, pero sería capaz de hacer estallar un cuerpo
celestial millones de veces más grande que él.
»La pequeña figura que has visto nació en un planeta de energía inimaginable no
mayor que un meteoro grande, que orbita alrededor de un sol más denso que la
estrella de Van Maanen, pero de circunferencia menor que la del pequeño Venus. Un
sol pigmeo que contiene dentro de su pequeña masa una concentración de materia tan
intensa que sus átomos pueden haber llegado a tener en realidad masa negativa.
»Las vainas delgadas, transparentes dentro de las que parece flotar ese cuerpito
son vainas de energía no conductivas. Cuando la figura extiende los brazos las vainas
se dividen en sentido lateral y brota una emanación quemante.
La voz de Ashley había subido de volumen. Parecía acercarse a una crisis en su
relato.
—El poder destructivo de esa radiación supera a las ondas eléctricas de alta
frecuencia.
»Como es lógico estás familiarizado con las teorías del doctor George Crile, el
famoso investigador biológico, en cuanto a la naturaleza y el origen de la vida. Crile
cree que toda vida es de naturaleza electromagnética y activada directamente por el
disco solar. Afirma que el sol brilla con una radiación cabal en el protoplasma de los
animales.
»Según Crile cada célula de un cuerpo animal contiene pequeños centros de
radiación llamados radiógenos, que tienen una temperatura de seis mil grados
centígrados. Estos diminutos puntos calientes son invisibles incluso bajo los
microscopios más poderosos. Soles pequeñísimos, incandescentes, más calientes que
la fotosfera solar y más misteriosos que el átomo, que generan campos de fuerza
dentro de nosotros, produciendo en todas las células de nuestros cuerpos el fenómeno
de la vida. Pero estos campos de fuerza no fluyen al exterior desde nuestros cuerpos,
en emanaciones quemantes. Son tan inconcebiblemente pequeños y espaciados a
intervalos tan poco frecuentes que su calor sobrante se disipa en el agua de nuestros
tejidos.

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»El hombrecito que has visto está dotado de un modo más letal. Siendo producto
de un sol más caliente y concentrado, sus energías radiantes no están amortiguadas en
su interior por lo que Crile definía como espacios interradiógenos. Todo su cuerpo es
una masa de radiógenos. Cuando retira las vainas protectoras esa energía tremenda
fluye hacia afuera en ondas canalizadas, que queman todo a su paso.
»Hace dos días retiró las vainas en mi presencia. Una onda canalizada fluyó hacia
el este a través del Océano Atlántico y se disipó antes de llegar a las costas de
Europa. Pero la que fluyó hacia el oeste mató a veinticuatro seres humanos.
»Una muerte ocurrió en esta vecindad. Un granjero llamado Jake Saunders estaba
sentado tranquilamente en la sala de estar de su hogar con la esposa y los hijos
cuando el rayo lo atravesó. Alzó los brazos, gritó y se derrumbó con un sacudón. Su
carne se ennegreció. Aunque el sol brillaba en un cielo sin nubes, los diarios locales
aseguraron ciegamente que un rayo había hecho reventar al pobre diablo. En un
periódico de Nueva York que llegó ayer todas las demás muertes son atribuidas al
azar a tormentas eléctricas fuera de lo común a lo largo del país. Uno creería que tales
tragedias ocurren cotidianamente.
—Pero si la onda cruzó el continente tendrían que haber muerto por miles —me
sobresalté—. ¿Cómo explicas el hecho de que sólo unos pocos se vieran afectados de
modo fatal?
—Por la delgadez inimaginable del haz radiante —dijo—. Es un solo filamento
letal, que no se despliega hasta que se pone en contacto con una sustancia animal.
Entonces se abre en toda dirección, destruyendo y quemando el cuerpo a su paso.
Antes de abandonar el cuerpo se convierte otra vez en un delgado hilo. Tiende un
alambre fino desde Nueva York a San Francisco, y la cantidad de hombres y animales
que estén directamente en su camino será pequeña en verdad.
Estaba demasiado horrorizado como para hacer un comentario. Miré hacia el
microscopio, en silencioso temor y repulsión. Por algún motivo no podía dudar una
sola palabra de lo que contaba Ashley. Había visto a la pequeña figura con mis
propios ojos. Había alzado los ojos hacia mí y se había comunicado conmigo. Sólo
sus seguridades de amistad despertaban mi escepticismo, haciendo que mi estado de
ánimo se ensombreciera a medida que meditaba en las implicaciones de las palabras
de Ashley.
—He estado en comunicación constante con él desde hace tres días —dijo Ashley
—. Se siente apegado a mí porque cree que tengo una agudeza intelectual superior a
la de casi todos los hombres. La cualidad de mi mente ejerció una profunda influencia
en él, atrayéndolo como un imán.
»El mundo del que viene sería incomprensible para nosotros. Sus habitantes son
impulsados por pasiones y deseos ajenos a la humanidad. La pequeña forma es una
especie de emisario, enviado a través del espacio por sus miles de hermanos para
estudiar sobre el terreno las condiciones sobre el remoto globo terrestre. Aunque
poseen instrumentos de observación infinitamente más complejos y poderosos que

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nuestros telescopios y han estudiado la Tierra desde lejos, nunca antes intentaron
comunicarse con nosotros. Cuando el pequeño barroco regrese, sus hermanos
vendrán en grandes cantidades.
»Cuando lleguen es probable que exterminen a toda la raza humana. Esa pequeña
forma no nos admira, y cuando vuelva sus observaciones no beneficiarán a la
humanidad. Nos cree innecesariamente irracionales y crueles. Considera nuestra
costumbre de arreglar las disputas mediante un proceso de exterminación total como
algo semejante al salvajismo de los animales. Cree que nuestros logros mecánicos son
menos notables que la vida social de las hormigas y las abejas. Nos considera como
carnosidades innecesarias sobre la faz de un globo espacial comparativamente
agradable que podría ofrecer oportunidades sin límites para la colonización.
»Me respeta y hasta me admira como individuo aislado. En ello no hay nada
paradójico. La humanidad, como un todo, rehúye y teme a animales salvajes que con
frecuencia hombres individuales miman como si fueran domésticos. Me considera
una especie de animal doméstico superior: con ciertas características agradables, pero
que comparte una herencia y sigue pautas de conducta que le son repelentes.
Miré hacia el microscopio con preocupación. La franqueza de Ashley me
perturbaba, me asustaba.
—¿No está leyendo nuestros pensamientos ahora? —pregunté.
—No. Hay que estar a menos de un metro de él. Su equipo telepático deja de ser
efectivo más allá de cierto radio. No puede oírnos. Ni siquiera sabe que pienso
destruirlo.
Lo miré, alarmado.
—Si no regresa —dijo—, no invadirán la Tierra de inmediato. Enviarán otro
emisario a buscarlo. Aunque pueden viajar con la velocidad de la luz, el racimo de
estrellas del que proceden es tan remoto que otro emisario no llegaría antes del siglo
veintidós. Pasarían otros doscientos cincuenta años antes de que ese emisario pudiese
regresar y presentar su informe. Los primeros invasores no llegarían antes del año
2700.
»En ochocientos años la humanidad puede lograr el desarrollo de medios de
defensa con el poder suficiente como para rechazarlos y destruirlos. Armas atómicas,
quizá.
Dejó de hablar bruscamente. Noté que los músculos de la cara se le contraían
espasmódicos. Era obvio que se encontraba sometido a una tensión emocional
insoportable. De pronto sus manos entraron en uno de los amplios bolsillos de la bata
de laboratorio y surgieron con un chato objeto metálico no mayor que una cigarrera.
—Esto se usa para demostraciones en las industrias del metal —dijo, mientras lo
tendía hacia mí sobre la palma de la mano—. Es un hornillo de inducción en
miniatura. Derrite prácticamente todos los metales conocidos en dos o tres segundos:
incluso el molibdeno, que tiene un punto de fusión cercano a los cinco mil grados
Fahrenheit.

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Clavé los ojos en el objeto, fascinado. En lo superficial parecía un pequeño
aparato de radio a galena. Consistía tan solo en un pequeño objeto en forma de
cuchara de más o menos un centímetro de alto que descansaba en el centro de una
superficie plana de cobre altamente pulido. Dos púas curvas con vástagos aislados se
abrían a cada lado de la pequeña bobina y se proyectaban a dos centímetros y medio
de la base refulgente.
—Ondas de alta frecuencia producen un calor tremendo, quemante, dentro del
metal segundos después de encender el horno —dijo—. Lo pedí a Charleston ayer,
por telegrama, pero llegó hace apenas una hora.
Yo comprendía por qué me había llamado. Richard Ashley estaba por arriesgar la
vida. Si el pequeño horror sobrevivía al calor terrible generado por el hornillo, con
seguridad atacaría a Ashley y lo destruiría. Destruiría tanto a Ashley como a mí. Y
como sus vainas protectoras podían resistir una incandescencia interna de miles de
grados centígrados, Ashley apostaba a una oportunidad remota, escasa.
Mi amigo pareció sentir lo que me pasaba por la mente.
—Tal vez es mejor que no te quedes, John —dijo—. No tengo derecho a pedirte
que arriesgues el cuello.
—Tú quieres que me quede, ¿verdad? —pregunté.
—Sí, pero…
—Entonces lo haré. ¿Cuándo lo… quemamos?
Me miró a los ojos por un instante. Tuve la trémula sensación de que sopesaba las
probabilidades en nuestra contra.
—No tiene sentido postergarlo —dijo.
Le sostuve la mirada sin ceder.
—Correcto, Richard —murmuré.
—Será difícil —dijo—. Difícil y… peligroso. Empezará a leerme la mente en
cuanto me acerque al microscopio, y si sospecha se retirará antes de que el
portaobjetos empiece a fundirse.
Sonrió con esfuerzo. Tendió la mano.
—Trataré de que mis pensamientos no me traicionen —dijo—. Deséame suerte.
—Sé que lo lograrás, Richard —murmuré, mientras devolvía la presión de sus
dedos. Él había dejado el pequeño hornillo de inducción en el borde de la mesa del
laboratorio. Lo alzó con un hosco movimiento de confirmación y avanzó con pasos
rápidos hacia la larga hilera de microscopios salpicados por el sol. Su ancha espalda
ocultó los instrumentos centelleantes cuando se acercó al extremo opuesto del
laboratorio.
Yo lo observaba sin respirar. Cuando llegó a la punta de la mesa giró y se agachó
un poco. Vi que un codo le saltaba hacia atrás con un pequeño sacudón. Hubo un
sonido tenue, chisporroteante. Fue seguido por un resplandor encandilante de luz
policromática. Permaneció inclinado sobre la mesa por un instante. Después se
enderezó y regresó lentamente a donde yo estaba. Tenía el rostro gris.

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—No queda gran cosa del microscopio —dijo—. El portaobjetos se licuó, se
fundió. Échale un vistazo.
La curiosidad me arrastró hacia la punta de la mesa. El pequeño hornillo de
inducción había llameado de modo destructivo, por cierto. El microscopio era una
ruina retorcida, ennegrecida. El tubo óptico descansaba inclinado en una masa
refulgente de lava metálica sobre el zinc de la mesa.
Ashley se había dirigido al costado opuesto del laboratorio y se estaba sacando la
bata manchada y desteñida.
—Voy a dar un paseo —exclamó—. Tengo que salir al aire libre, lejos de todo
esto. Si no lo hago me volveré loco.
Asentí comprensivo.
—Te acompañaré —dije.
Minutos después caminábamos juntos por un estrecho camino de tierra bajo el
cielo abierto. Los grillos chillaban en madrigueras polvorientas bajo nuestros pies y
los pájaros cantores, los abadejos y los paros, trinaban desde las ramas bajas de las
palmeras de hojas cortas y los tulipaneros. A ambos costados colinas de curva suave
se extendían hasta horizontes trémulos, oscurecidos por la neblina.
Miré a mi compañero con profunda preocupación. Se movía como un hombre en
trance, hamacando un poco el cuerpo mientras avanzaba sobre la tierra cocida por el
sol del tortuoso camino con profundos surcos. Mi preocupación aumentó cuando
percibí que mascullaba para sí.
Aparté los ojos de su cara con un estremecimiento y los dirigí rectamente hacia
adelante. Seguí caminando al lado de él por largo rato, en silencio, con la mente
ocupada en planes para sacarlo del pequeño laboratorio y llevarlo a un medio
ambiente donde los recuerdos de su lúgubre ordalía de tres días dejara de jugar con
sus nervios atormentados.
De pronto se tambaleó contra mí. Oí que boqueaba de horror. Una premonición
helada me recorrió mientras me volvía, con los ojos muy abiertos. Sus rasgos estaban
contorsionados por el miedo y le temblaba todo el cuerpo.
—Sigue vivo —dijo con voz estrangulada—. Acaba de hablarme otra vez. Se ha
refugiado dentro de mi cuerpo.
—Richard —exclamé—, ¿te has vuelto loco?
—No —dijo—. Está realmente dentro de mi cuerpo. Dice que cuando llegó a la
Tierra atracó la espacionave en mi riñón derecho.
—¡Imposible! —jadeé—. Cómo podría…
—La espacionave también es microscópica. Puede pasar libremente a través de
todos los órganos y tejidos de un cuerpo humano. El diminuto vehículo ha estado
suspendido tres días en la pelvis de mi riñón derecho mediante cuerdas de amarre
microscópicas.
Alzó la voz histéricamente.
—Sospechaba que yo tenía la intención de destruirlo. Abandonó el portaobjetos y

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escuchó mientras lo discutíamos. Cuando fundí el portaobjetos ya había regresado a
la espacionave.
De pronto sus ojos se helaron de terror.
—John… ha decidido matarme. Dice que despegará desde mi cuerpo y me
llevará consigo muy alto sobre la Tierra. Se burla, se mofa de mí. Dice que pereceré
con todo esplendor, brillaré como una estrella. Cuando la nave despegue el chorro de
energía transformará mi cuerpo en un campo de fuerza radiante. Me convertiré en…
Sus palabras se helaron bruscamente. Abrió los brazos y se tambaleó con
violencia hacia atrás. Siguió apartándose de mí durante cuatro o cinco segundos, con
sus pasos tropezantes aumentando con rapidez la distancia entre nosotros. Se movía
con una aceleración increíble, con los miembros temblando y saltando y el torso
retorciéndose como si fuerzas invisibles tironearan cada átomo de su cuerpo en
retroceso, llevándolo en direcciones divergentes y amenazando con hacer pedazos su
alojamiento carnal.
Hubo un instante de silencio absoluto mientras el aire que me rodeaba parecía
temblar de modo visible; temblar y sacudirse y doblarse en pliegues como una
película de agua agitada con violencia. Las colinas de suave pendiente, los grupos de
pinos y tulipaneros y el tortuoso camino: todo temblaba en ominosa inestabilidad.
Después, súbitamente, todo ese mundo ondulante, en temeroso silencio, explotó en
una ráfaga de sonido.
Por un instante sólo hubo sonido. Después Richard Ashley se elevó de la Tierra.
En un estallido de llamas color salmón se alzó en el aire, con el cuerpo rotando como
una rueda giratoria de fuegos artificiales.
Se elevó con tremenda velocidad. Mientras subía hacia las nubes largas lenguas
de fuego sanguíneo se dispararon desde su cuerpo, envolviendo sus miembros en una
radiación tan deslumbrante que ni siquiera el sol podía oscurecerla. Se convirtió en
un vehículo de llamas transparentes, en una estrella diurna que pulsaba
incandescente. Por un instante ardió más rojo que la roja Aldebarán, alta en los
pálidos cielos. Después, como un cometa que llega a su cénit, los campos de fuerza
radiante que fluían luminosos en toda dirección desde su cuerpo dirigido al cielo se
apagó y decreció y se perdió de vista en el amplio firmamento.
Nunca encontraron el cuerpo de Richard Ashley. La policía local realizó una
búsqueda meticulosa, y hasta trató de arrancarme una confesión con medios crueles e
ilegales. Yo había inventado una absurda historieta que no creyeron, pero no pudieron
refutarla ni desautorizarla. Poco después se vieron obligados a liberarme.
Pero aunque estoy otra vez libre de ir por donde me plazca, he hecho el trágico
descubrimiento de que la ansiedad puede tomar formas numerosas y terribles. Me veo
obsesionado noche y día por un recuerdo que no puedo borrar de mi mente; un temor
que ha adoptado el carácter compulsivo de una fobia. Sé que algún día el pequeño ser
y sus semejantes regresarán a través de anchos abismos espaciales y emprenderán una
guerra implacable contra toda la humanidad. En un sentido especial, pero muy real,

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siento que me he convertido en el heredero de Richard Ashley. Cuando desapareció
en el cielo dejó detrás de él un legado de horror que ensombrecerá mis días hasta que
me funda otra vez con el flujo ciego del universo misterioso.

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Visión oscura

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En el volumen 3 de «Histoire des Litteratures» (Volumen 7 de
Encyclopedie De la pléiade, página 1682) Jacques Bergier ha señalado que
«de la primera ciencia-ficción han surgido ideas que ahora son admitidas
oficialmente por los más reputados científicos pero que, en la época en que
la ciencia-ficción las proclamó, parecían fantásticas». Después procede a
citar (página 1684) mi cuento «Visión oscura» como ejemplo de lo que tenía
en mente.
Como soy humano, semejante tributo por parte de tan eminente hombre
de letras galo me hizo perder la cabeza de modo inexcusable durante varios
días, así que entré en una especie de deslumbramiento cuando descubrí que
había escrito que «Los sabuesos de Tíndalos» era «probablemente uno de los
diez cuentos más aterrorizantes de toda la literatura».
Valoraciones, generosas en exceso, de tal naturaleza son bastante
comunes y hay pocos escritores de ciencia-ficción y fantasía a quienes no les
hayan otorgado halagos de uno u otro tipo que les han hecho perder un poco
la cabeza. El peligro, desde luego, reside en tomarlos demasiado en serio.
Creo que puedo decir con honestidad que nunca me he permitido hacerlo.
Pero eso no me impide sentir, al menos, que «Visión oscura» y «Los
sabuesos de Tíndalos» son probablemente dos de mis ocho o diez mejores
cuentos hasta la fecha —o «cuentos más fuertes» si se prefiere ese término—
sin tener en cuenta el año en que fueron escritos.
Si fuera a escribir un relato como «Visión oscura» en la actualidad habría
un solo cambio importante que haría en él. El análisis freudiano del que tanto
depende, la relación del inconsciente con lo que podría ocurrir si un tipo
extraordinario de percepción extrasensorial, creado por accidente, se
convirtiera en realidad, sería presentado de manera menos explicativa. Casi
parezco estar presentando ciertos conceptos freudianos como si fueran
nuevos para la mayoría de los norteamericanos y distaran de ser familiares
para prácticamente todo lector de revistas populares. Pero debe recordarse
que incluso en una fecha tan tardía como 1939 había muchos
norteamericanos para quienes Freud no era tan universalmente conocido
como lo es hoy. Esto se debía a que antes de 1915 la mayoría de los
norteamericanos lo ignoraban todo acerca de Freud, lo que provocó —
durante veinte años— una especie de atraso cultural y hacía que el
tratamiento del psicoanálisis en un relato sonara como algo decididamente
lejano de lo ingenuo, más aún si iba acompañado por algunos pasajes
explicativos. Hoy sonaría ingenuo, pero sólo porque el tiempo sigue su
marcha.
Cuando envié «Visión oscura» a Astounding, Campbell me telefoneó una
semana más tarde y me informó, sin preámbulos, que lo había enviado a la
revista equivocada.

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—Frank, sencillamente no es un relato para Astounding —dijo—, En
cuanto leí las tres primeras páginas supe que no podía publicarlo sin recibir
cientos de cartas de protesta.
—Perfecto —le dije—. Entiendo. No tienes más que devolvérmelo, y
veré si puedo colocarlo en otro sitio.
—No tengo intenciones de devolvértelo —siguió él con rapidez—.
Acabo de recibir una novela corta de Erik Frank Russell que me gusta tanto
que voy a sacar una nueva revista que he decidido llamar Unknown Worlds.
Pero estaba preocupado porque no tenía cuentos cortos para incluir en el
primer número. Ahora tengo tres y «Visión oscura» es exactamente el tipo de
relato que estaba esperando que me enviaras.
Previamente Campbell nunca había cambiado una línea en los relatos que
le envié para Astounding. Como es lógico, tal respeto siempre agrada mucho
a su escritor. Pero cuando éste apareció, descubrí que había cambiado una
línea cerca de la mitad del cuento. Y eso transforma a «Visión oscura» en
una colaboración Campbell-Long, lo que también me agradó mucho.

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*

VISIÓN OSCURA
Unknown Worlds, marzo de 1939

Fue un simple paso en falso lo que cambió el mundo alrededor de él. No era un
hombre que pudiese ser llevado con facilidad a la negligencia. Era cuidadoso, cauto;
miraba antes de saltar; y había evitado la catástrofe física durante veintisiete años.
Sin embargo ahora caía sin lugar a dudas. Caía horriblemente entre pilares de
llamas, con los brazos azotando el vacío, las largas piernas sacudiéndose.
Ronald Horn no era electricista. No comprendía cómo un cable de transmisión de
alto voltaje podía producir ondas de frecuencia tan alta que sólo podía medirse
mediante inductancia por la distancia explosiva. Sólo cuando aterrizó sobre un
conmutador hidráulico cerca de la base del tremendo generador de Donivan despertó
a la conciencia del peligro.
Yacía aturdido y jadeante mientras lo rodeaban por completo tremendas olas de
energía. En circunstancias menos azarosas la simple belleza del espectáculo le habría
acelerado el pulso. Pero en ese momento su pulso se aceleraba por simple terror.
Yacía gruñendo y con los ojos abiertos, aferrando el metal con los dedos, el rostro
cadavérico en el resplandor encandilante.
Hay que reconocer que no perdió la cabeza. Se quedó rígido e inmóvil hasta que
lo rescataron. Nunca supo cómo lo bajaron. El descenso fue una pesadilla llena de
voces. Tenía conciencia de manos fuertes que lo sostenían, de caras torvamente
concentradas en el trabajo inmediato. El trabajo de sacarlo a salvo de aquel infierno
en llamas. Las manos eran competentes; las caras estaban convulsionadas por malos
presentimientos.
Las manos ganaron. Lo bajaron a salvo. Ellos: John Donivan y sus dos jóvenes
ayudantes, Fred Anders y William Marston. Lo sostuvieron con suavidad bajo un
vasto e intrincado laberinto de conductores, susurrando palabras tranquilizadoras
mientras lo guiaban a una silla bajo el campo magnético que rodeaba a los
conductores y el campo electrostático que salía de los conductores.
Se sentía flojo, fláccido. No podía sostenerse. Donivan se cernía sobre la silla,
bajando los ojos hoscos hacia él mientras el joven Anders iba a buscar una botella a
medio llenar de whisky en el desordenado galpón de herramientas que afeaba el
ángulo noreste de la planta de energía.
Horn se sintió mejor en cuanto el whisky lo calentó. Sonrió débilmente.
—Me salvé raspando —dijo.

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Donivan tenía una furia tremenda.
—¡Maldito idiota! —dijo—. Te advertí que tuvieras cuidado. ¿Cómo puedes
escribir sobre el generador si has estudiado electricidad en un jardín de infantes? ¿O
no estudiaste nunca?
Horn enrojeció.
—Soy escritor de artículos generales en un periódico, no una enciclopedia —
replicó—. Ocurre que mi mejor amigo maneja el generador eléctrico más poderoso de
los Estados Unidos. Y ocurre que necesito material. Hay medios más seguros de
adquirir conocimientos, pero me iba muy bien hasta que perdí pie.
—No tendrías que haber trepado a los circuitos de alto voltaje —dijo Donivan
con voz áspera—. Necesitas una niñera.
Por lo común Donivan era un hombrecito de modales suaves, cordiales. Pero
ahora sus ojos eran puntos ardientes de furia.
—Casi pasaste hecho pedazos a esa cuarta dimensión con la que tanto jorobas —
dijo.
Horn alzó los ojos hacia él, estupefacto. Y mientras lo miraba toda la sangre se le
fue de la cara, dejándola cenicienta.
Donivan parecía cambiar ante sus ojos. El cambio era sutil, pero siniestro. Horn
no podía atribuirlo a ningún rasgo individual. Estaba seguro de que el hombre que
estaba ante él no sufría ningún cambio físico profundo. La estructura ósea de la cara,
por ejemplo, seguía inalterada. Pero había una diferencia sutil en la disposición de los
rasgos, un desvío de la expresión como no había visto nunca antes en un rostro
humano.
Y entonces los velos sensoriales parecieron disolverse bruscamente alrededor de
él y se encogió en la silla con un grito de repulsión. Parecía estar mirando con una
especie de visión extra los recovecos más íntimos del cerebro de Donivan. Tenía
conciencia de capas tras capas de luz.
¿O era una negación de la luz? Parecía a la vez radiante y opaca, como la
oscuridad luminosa del núcleo de los soles. Pero no fue esa radiación extraña y
misteriosa lo que lo hizo gritar. Lo que le repugnaba sobre todo era la rabia roja y
asesina que lo golpeaba en olas tangibles.
Podía sentir esa rabia terrible. Podía sentirla fluyendo del cráneo de Donivan y
chamuscándolo con su calor primitivo. Donivan quería asesinarlo. Por un instante
terrible estuvo en peligro mortal.
Después los velos sensoriales parecieron reacomodarse.
Adquirió una conciencia objetiva de la cabeza de Donivan flotando sobre él, el
rostro un manchón oscuro, el cráneo aún envuelto en aquella luz extraña y paradójica.
Mientras miraba, el odio maligno pareció retirarse lentamente de los rasgos de
Donivan. La luz disminuyó y desapareció. El rostro que lo miraba era ahora el rostro
familiar de su amigo. La ira aún brillaba en la mirada de Donivan, pero su expresión
ya no era siniestra y extraña.

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Horn se levantó tambaleante.
—Tengo una deuda de gratitud contigo, John —dijo.
Apenas reconoció su propia voz. Era como un susurro salido de la tumba. No
estaba seguro de sentir gratitud hacia el amigo. Pero tenía que salir otra vez a la luz
del sol, alejarse de la innombrable amenaza de aquel hombre. Aun cuando Donivan
pareciese completamente normal en ese momento, él aún podía sentir algo asesino en
él y… sí, obsceno. Algo muy primitivo y aborrecible.
Fue aún peor cuando salió de la planta de energía a la luz del sol. La corrupción
infecta de Donivan parecía seguirlo, envenenando el aire mismo que respiraba.
Se zambulló en un kiosco subterráneo para escapar de ella. Un tren llegaba
mientras pasaba por el molinete y se abrió paso por una plataforma atestada de
personas normales como él. Aunque, ¿eran normales? En el momento mismo en que
se abría paso hasta el borde de la plataforma una ola de repulsión ascendió dentro de
él.
Le parecía que todas las personas que lo rodeaban pensaban de modo anormal.
Podía sentir cómo lo golpeaban sus pensamientos. Pensamientos de ira, codicia y
odio, pensamientos de malicia primitiva, de pasión tan impenitente como un
basilisco, tan fríamente implacable como la oscura noche del espacio.
Pensamientos de egolatría y venganza implacables, y pequeños, errantes
pensamientos repulsivos por su puerilidad, mezquindad y despecho. Los pequeños
pensamientos quizás eran lo peor. Pequeñas tonterías insignificantes que insultaban la
dignidad del hombre.
El tren rugió en la estación, disipando el horror por un instante. La gente que
estaba tras él lo empujó con violencia hacia el tren en cuanto las puertas se abrieron
deslizándose, interrumpiendo la terrible tensión que caía sobre él desde todos los
ángulos.
Pero dentro del tren iluminado era peor aún. El horror volvió a precipitarse y con
él el extraño, misterioso temblor de los velos sensoriales que había experimentado en
la planta de energía. Se sentó tambaleante y echó la cabeza hacia adelante, la apoyó
en las manos, con los ojos cerrados. Un miedo excéntrico, sofocante se alzó en su
mente y pareció cruzar una y otra vez la superficie de su conciencia, como olas en
una bañera, creciendo en cada travesía. Miedo: esa extrañeza, ese desgarrarse de un
velo prohibido… locura. Aquello era la locura arrastrándose sobre él, la locura
creciendo en él a partir de una herida que destrozaba la estabilidad y que había
recibido en aquella planta, en aquella caída.
Locura: las personas que lo rodeaban no podían odiar así, no podían codiciar y
asesinar en sus pensamientos…
Alzó la cabeza frenéticamente para mirar el vagón oscilante que lo rodeaba, los
afiches familiares de colores brillantes y las familiares señales luminosas que pasaban
rugiendo como cohetes más allá de las ventanillas. Se concentró desesperado en el
afiche de arriba…

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Sus ojos cayeron hasta los de una muchacha delgada, sencilla, morena que estaba
sentada enfrente, se enredaron en ellos por un instante… y Horn los apartó con una
especie de sollozo escandalizado. Era lo bastante normal como para no ser puritano:
pero lo puramente animal llameaba en la mente que le habló con brusquedad detrás
de aquellos ojos bastante estúpidos que se habían encontrado con los de él. Era
obscena en su franqueza primitiva, directa; era…
Locura: llevó desesperado los ojos hacia los afiches brillantes, absurdos;
desesperado, los sintió girar bajo un magnetismo terrible que no podía controlar.
Medio aliviado, vio ante él, sentada en sentido diagonal, a una mujer canosa de ropas
pulcras, de buena calidad, con unos paquetes envueltos en papel sobre la falda, una
expresión medio soñadora en el rostro cansado, agradable. Era un rostro anciano,
bondadoso…
… Que se disolvió abruptamente cuando los sensatos ojos grises se cruzaron con
los suyos para grabar a fuego el horror en su cerebro. «George», algo susurró y aulló,
«es un tonto, pero es mi tonto. Esa secretaria es una amenaza y no me gusta. Se la
pasa comiendo chocolates. El arsénico la haría retorcerse. Mierda… le echaría a
perder su linda cara y George no sentiría tanta pena por ella. El ácido sería lo
indicado. ¿Pero qué tipo de ácido usarán? ¿Sólo habrá que pedir ácido a secas?…»
Apareció una imagen, la imagen de un rostro burbujeando y disolviéndose
terriblemente hasta quedar convertido en una ruina fluida, ennegrecida, y una
sensación de entusiasmo, de satisfacción ante el espectáculo. Después, bruscamente,
fue la caricatura cruel de una mujer desnuda que perdía la piel bajo el ácido
quemante…
Miraba el rostro sereno, soñador de una anciana damita que había desviado los
ojos cuando el tren disminuyó la marcha, para controlar si había llegado a destino.
Horn se quedó paralizado mientras observaba el demonio de rostro amable, sonrisa
cortés y forma femenina que recogía sus paquetitos y caminaba hacia la puerta de
salida.
De pronto un hombre estuvo ante sus ojos, un hombre de treinta y cinco años,
vestido con ropas costosas, bien cortada, de ejecutivo, con un portafolios abultado en
la mano. Los ojos que vagaban ociosos se cruzaron con los de Horn y Horn trató
desesperado de apartarlos antes de que la cara inteligente, de rasgos decididos se
disolviera en un horror aún más amplio…
«Me pregunto», susurró algo de un modo extrañamente calmo, apenas curioso,
«quién habrá redactado el testamento de papá. Y a quién dejará su capital. Deben de
ser casi cuarenta mil. Me gustaría ver ese testamento. Siempre está chapuceando con
sus armas, desde que se retiró. Cargar un cartucho de escopeta con dinamita en vez de
pólvora. Probablemente le arrancaría la cabeza, y yo podría leer el testamento.»
Durante el instante de la revelación, una excéntrica emoción de curiosidad
distanciada y poco intensa lo acompañó; una sensación de que volar la cabeza del
padre era el medio natural y lógico de descubrir el contenido del testamento en el que

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estaba apenas interesado, una extraña indiferencia con respecto al dinero que podía
resultar…
El contacto se interrumpió, se debilitó por un instante cuando los ojos del hombre
fluctuaron hacia una muchacha que empujaba para pasar en el vagón ahora atestado,
después se fortaleció otra vez extrañamente… y repugnantemente, por un instante,
hasta que aquella extraña indiferencia se impuso a las reacciones de Horn ante los
pensamientos, animales por completo, que lo enfermaban.
Ronald Horn se encontró de algún modo caminando por una calle, con la mente
transformada en un tumulto giratorio de horrores fantásticos. Recordaba vagamente
haber forcejeado para salir del tren y de la estación, al aire libre otra vez, haberse
dirigido hacia la calle más tranquila que pudo encontrar, donde no hubiese ojos que
taladraran a los suyos, que inundaron su cerebro con una marea maloliente de
pensamientos indignos. Por un instante burbujeó en su memoria el hombre
corpulento, pelirrojo, con la ropa manchada por el trabajo, el hombre que estaba
ubicado en la fila detrás de un anciano de aspecto cansado que recibía el cambio y
que había transmitido como de paso su decisión de retorcer aquel cuello delgado
entre sus zarpas callosas y llevarse la abultada billetera.
Ahora la cosa era clara, demasiado clara. No se trataba de su propia locura…
aún… sino de la adquisición de la telepatía efectiva, la amplificación de esa
percepción extrasensorial que la ciencia apenas empezaba a descubrir.
¡Querían eso! ¡Lo buscaban! ¡Dios! ¿Tal vez lo querían para ver las cloacas
inmundas que eran las mentes de los hombres? ¿Para descubrir por sí mismos a los
demonios de rostro dulce que trataban de recordar qué ácido era el que necesitaban?
¿Para descubrir que ejecutivos confiables decidían simplemente que el parricidio
era el método más sencillo y rápido para leer un testamento?
Siguió tambaleante y aturdido, mientras una niebla gris flotaba en el aire al
ponerse el sol, un frío húmedo crecía y envolvía a la ciudad en pliegues de algodón
de modo que las luces de la calle se convertían en luminosidades que ardían en el
blanco envolvente. Pronto volvió un poco de claridad mental y una disminución del
horror de origen humano. Viejos hábitos mentales se reafirmaron, y una terrible
ansiedad de compañía, de alguien a quien explicarle aquello, regresó.

* * *

Temblaba sin control cuando apareció ante la puerta del departamento de Gloria
Moore. Ella lo dejó pasar de mala gana, cerrando la puerta con suavidad a sus
espaldas. Llevaba un vestido de noche de seda azul que dejaba al descubierto la
encantadora redondez de la garganta blanca y los hombros, y la flexible elegancia de
su cuerpo joven y esbelto.

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La muchacha permaneció un instante erguida y sin moverse a un paso de la
puerta, mirándole asombrada el rostro blanco y las ropas desordenadas.
—¿Por qué no telefoneaste, Ronald? —dijo—. Estaba por salir. Tengo una
invitación a cenar, sabes.
De pronto palideció. Él la miraba del modo más extraño. El modo en que la
miraba era… sí, atemorizante. Nunca le había tenido miedo antes, pero ahora estaba
realmente asustada.
Su aprensión aumentó cuando él la abrazó.
—Querida —murmuró—. Tengo un problema muy grave. Tengo que hablar
contigo.
Le acarició las mejillas y el cabello con los dedos. La frialdad de la carne de Horn
la espantó, pero logró murmurar:
—Sí, querido, como quieras.
Lo condujo de la mano por un corredor largo y oscuro hasta la sala de estar
iluminada del departamento. Él no se sentó. Cruzó hasta el centro de la habitación y
se quedó enfrentándola, con los labios temblando. De pronto empezó a hablar.
Gloria Moore era la prometida de Horn. Él nunca había dudado de su fidelidad;
nunca había dudado de que era tan dulce y amable como parecía. Pero en ese
momento lo asaltó una duda espantosa.
Un cambio sutil, horrible invadía los rasgos de la muchacha. A medida que la luz
misteriosa se profundizaba alrededor de ella, su expresión se iba haciendo ajena y
extraña. Por un instante él pudo distinguir en las profundidades de la luz la gloria
morena, pesada de su cabellera, la boca en forma de media luna y los ardientes ojos
oscuros. Después sus pensamientos ocultos se fundieron con los de él y sólo vio el
cráneo de ella delineado tembloroso en la radiación extraña.
Cayeron sobre él pensamientos de rencor feroz, de horror y traición. Ella lo
acusaba sin palabras de los más negros crímenes. Lo acusaba de agobiarla con
revelaciones que no le importaban. Siempre lo había despreciado en secreto, pero
ahora lo odiaba y le temía.
Pensaba: «Está mal de la cabeza. ¿Por qué me traerá sus problemas? Fui una
idiota al comprometerme con él. No es tan rico como Jim Prentiss.»
Se volvió y se apartó de él bruscamente, rompiendo el hechizo por un instante. La
luz pareció disminuir alrededor de ella mientras cruzaba la habitación. Se detuvo ante
un escritorio que estaba junto a la ventana, y se quedó mirando con atención un
objeto largo, delgado que refulgía a la pálida luz de una lámpara de lectura con
pantalla verde. La luz iluminaba los pequeños rizos morenos en la nuca de la
muchacha, la rectitud patricia de sus hombros.
Alzó con gesto ocioso el cortapapeles del escritorio y volvió a donde él estaba de
pie. La misteriosa radiación se profundizó otra vez lentamente alrededor de su
cabeza, oscureciendo sus rasgos.
A Horn lo recorrió un estremecimiento de frío horror. Los pensamientos de ella se

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iban haciendo malignos ahora. Malignos y venenosos. «Lo apuñalaré. Me molesta,
me trastorna. Lo odio.»
Se estaba hamacando lentamente hacia atrás y adelante cuando Horn arrancó la
mirada de su rostro. Había llegado al punto crítico; ya no podía soportarlo. Se apartó
de ella con un sollozo estrangulado y salió desesperado del departamento,
tambaleándose.

* * *

Un terror absoluto lo bañó cuando salió a la calle. Toda su vida parecía dirigirse a un
agónico foco mental dentro de su cabeza. Tuvo conciencia de su cerebro como un
centro pulsante, palpitante de angustia y tormento inexpresable, un eje inflamado que
atraía los impulsos de sus nervios hacia un manicomio apretado, enroscado dentro de
su cráneo.
Tan malignos, tan salvajes, tan primitivamente mortíferos eran los pensamientos
que fluían hacia su interior que su cordura vaciló y sintió el momentáneo impulso de
correr aullando a través de la noche.
Mientras recorría vacilante calles poco iluminadas con una angustia ciega e
intolerable, la vida de la ciudad adquiría una cualidad de pesadilla aborrecible desde
su punto de vista. Rozaba personas que parecían perfectamente normales por fuera,
pero cuyas mentes eran cloacas de odio agusanado y carnalidad y rencor repelentes.
Vio pasar un carro de cerveza tirado por caballos, con el conductor castigando a
las grandes bestias con el látigo.
Por fuera el conductor parecía aplicar el látigo a los flancos de los animales. Pero
subjetivamente torturaba seres humanos, evocaba en su mente salvaje símbolos de
superioridad humana que lo llenaban de rabia insensata y de odio.
Todo lo que era amable y hermoso gruñía bajo el látigo en su mente primitiva,
desviada. Fluían de él pensamientos tan indeciblemente repulsivos que martillaron el
cerebro inflamado de Horn como un yunque atormentado.
Vio a un hombre y una muchacha que caminaban tomados del brazo por la calle.
La muchacha dejó caer la cartera y el hombre se inclinó a alzarla. Cuando se
enderezó su expresión era franca y respetuosa, pero sus pensamientos tenían púas de
rencor.
«Siempre deja caer las cosas», pensaba, con la cabeza aureolada por la luz
oscurecedora. «Parece que es torpe de nacimiento. Cada vez que salimos deja caer la
cartera o el pañuelo, y tengo que arrastrarme.»
De pronto la malevolencia ensombreció los pensamientos del hombre. «No
tendría que haberme casado nunca con ella. El matrimonio es un engaño. Ella me
atrae físicamente, pero odio que me fastidie sin cesar. Su risa es tonta. Si se la llevara

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un auto por delante, ya no dejaría caer las cosas ni se reiría.»
De repente Horn se retorció como si una brasa ardiente hubiera tocado su cerebro.
¡El hombre que caminaba con la muchacha parecía a punto de empujarla con
violencia hacia la calle!
La muchacha era frágil, radiante, encantadora. ¡Qué horrible que estuviera casada
con ese salvaje asesino! Horn tuvo una visión angustiosa de la inocencia corroída,
traicionada. Pero en el mismo momento en que apretaba los puños tomó conciencia
de los pensamientos de la muchacha que se fundían con los suyos.
Se apartó, desilusionado, repelido, y siguió tropezando en la noche. Otra vez
aquella sensación aterrorizante de estar volviéndose loco.
Vio que un hombre chocaba con una toma de agua y bajaba a la calle haciendo
eses. Los pensamientos del hombre eran horribles en su odio hacia sí mismo.
«Viste ese obstáculo, pero no lo evitaste. Querías lastimarte. Querías lastimarte a
ti mismo gravemente, porque la vida es horrorosa y agónica, y no tiene el menor
sentido.
»La muerte es dulce y si pudiera destruirme por completo estaría en paz. Estaría
en paz en la oscuridad de la tumba. Ojalá pudiera morir y envolverme en la oscuridad
y el olvido. ¡Dejar de forcejear, dejar de respirar! Antes de nacer conocí una paz
semejante. Yo no quería nacer.
»La próxima vez me lastimaré realmente. Me mataré. Un revólver… un edificio
alto. Moriría de inmediato si saltara del Empire State Building. ¿Hay guardias en el
techo observatorio? Si trepara a la baranda con la suficiente rapidez no podrían
detenerme.
»La larga caída por el espacio, mi cuerpo destrozado por completo, eso me
liberaría. Quedaría aplastado, hecho pedazos, pero habría paz.»
Bruscamente Horn hizo algo increíble. Dejó de caminar de repente y gritó.
Gritaba angustiado. Una vez, en la infancia, había conocido una angustia semejante.
En un sueño infantil su madre lo había llamado para que se acercara a un círculo
de personas radiantes, hombres y mujeres de rostros celestiales y expresiones de
dioses. Se había parado en el centro de aquel círculo como en trance, mirando con un
asombro y una alegría infantiles los semblantes suaves de mujeres que parecían
dotadas con algo más que gracia femenina, y hombres que eran bondadosos,
caritativos y paternales.
Después, con una brusquedad terrible, los hombres y mujeres que lo rodeaban se
habían transformado en reptiles y bestias feroces. Se habían cerrado sobre él con
muecas salvajes y silbidos venenosos. Horrible… aquel sueño había sido horrible.
Ahora le parecía estar otra vez parado en aquel círculo, con colmillos que
amenazaban su carne. Empezó a caminar otra vez con rapidez, un maligno tormento
creciendo en su cerebro.

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* * *

Anne Carlyle se sobresaltó cuando apareció en el Halcón Dorado, tan grande era su
palidez, tan inseguro su modo de caminar. Se acercó a la mesa de ella vacilante entre
los sorprendidos parroquianos, con los ojos torturados, charcos oscuros en su cara
blanca.
Anne Carlyle era una muchacha extraña, enigmática. Sus amigos la encontraban
alegre y superficial, sus enemigos mercenaria y fríamente calculadora. Su conducta
era la de una joven dama muy sofisticada. Bailarina del Halcón Dorado, tenía aguda
conciencia de que los parroquianos del club nocturno preferían ser atendidos por
mujeres de experiencia.
Y cuando una muchacha tiene que mantener a una madre viuda… Anne Carlyle
no le había hablado nunca de su madre a Horn.
Se dirigió con pasos inseguros hacia la mesa de la muchacha y se sentó junto a
ella. Tendió la mano y le apretó los dedos. Ella no se encogió cuando le dijo:
—Anne, estoy en un aprieto.
—¿Qué pasa, querido?
Horn se lo contó en sílabas titubeantes. Le contó acerca del accidente ocurrido en
la planta de energía. Le habló del don terrible de la visión extra. No vio la luz porque
mantuvo los ojos desviados. Pero de pronto pudo sentir que los pensamientos de ella
fluían hacia él, se fundían con su conciencia. Los pensamientos de Anne Carlyle se
volcaban dentro de su cerebro.
Eran maravillosamente dulces y consoladores. Era increíble, pero no parecía
haber la menor malignidad en Anne Carlyle.
Advertía que pensamientos depravados y odiosos caían sobre él desde todos los
ángulos. Pero el flujo más fuerte no era maligno en absoluto. Cerca de él,
protegiéndolo de toda la codicia y la envidia y el odio implacable de las mentes de los
parroquianos del Halcón Dorado había una barrera ondulante de compasión y luz.
De algún modo podía distinguir entre las olas que llegaban, podía sentir la bondad
cercana y vibrante de Anne Carlyle. Era casi pura. La atravesaban impulsos
rencorosos infantiles, pero eran tan triviales comparados con su sencilla bondad.
Los impulsos de rencor no estaban dirigidos contra él en ningún sentido. Estaban
dirigidos contra las rivales de Anne en el club nocturno. Incluso mientras lo
consolaba estaba pensando: «Me necesita desesperadamente. Debo quedarme a su
lado. Es probable que eso signifique que la maldita Wilson me robe el número. Si me
voy del club esta noche no se detendrá ante nada para desacreditarme. Ha estado
esperando una oportunidad de reemplazarme. Pero lo único que importa es la
tranquilidad y la seguridad de Ron. Siempre lo he amado.»

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De pronto le habló:
—Sea lo que sea, querido, lo combatiremos juntos. La conmoción puede
descentrarnos por un tiempo. Pero Dale Croyce sabrá cómo solucionarlo.
—Dale Croyce —dijo él—. Dale Croyce. Sí, Dale podría saber.
—Entonces vayamos a verlo ahora mismo.

* * *

Dale Croyce no estaba en su estudio cuando llegaron a su casa. Estaba sentado en la


biblioteca, fumando. Un criado de color los recibió en la puerta y los acompañó hasta
estar en presencia del psiquiatra.
Cuando Croyce los vio bajó el libro que estaba leyendo y se puso en pie. Parecía
sorprendido de verlos juntos.
—Ronald y Anne —dijo—. Magnífico.
Entonces advirtió lo pálido que estaba Horn y su conducta cambió. Advirtió de
inmediato que no habían caído a tomar una copa después de la cena.
Dale Croyce era un psiquiatra experimental. Experimentaba con ratones y perros
porque sus mentes eran más simples, casi lo bastante simples como para que la mente
superior del hombre pudiese comprender su funcionamiento. Sabía sobre la
psicología humana más que cualquier otro hombre en Norteamérica… o sea muy
poco. Maduro, de ojos azules y estatura menos que mediana, había aprendido la
lección más difícil que un hombre puede aprender: nunca sabría nada que fuera
importante acerca de su especialidad. Todo aquel que estudia algún tema lo descubre.
En consecuencia, escuchó con atención mientras Horn hablaba.
No interrumpió, no hizo preguntas. Simplemente escuchó, con una aguda mirada
de discernimiento. Para él, las palabras desesperadas de Horn empezaban a tener un
sentido; poco a poco se presentó la comprensión del infierno al que aquel hombre
había sido arrojado.
Cuando habló, su voz sonó con un poco de temor reverencial, de tristeza, pero
completamente tranquilizadora en cuanto a la certeza de que sabía.
—Creo que puedo deducir lo que pasó en la planta de energía —suspiró—. No
podría lográrselo adrede, pero por esa posibilidad en un trillón de que cualquier
improbabilidad ocurra, le ocurrió a usted. Fue electrocutado, una oleada tremenda de
corriente ardió a través de sus nervios. Pero la electricidad puede tanto curar como
matar; la aguja eléctrica puede poner en marcha un corazón muerto. De algún modo
eso… soldó sus nervios, redujo la resistencia que hace que un hombre normal sea
incapaz de recibir el pensamiento, aunque sabemos que el pensamiento es semejante
a un fenómeno eléctrico. Podría haberlo matado pero, por esa posibilidad en un
trillón, no lo hizo.

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»Ahora usted es supertelepático, capaz de recibir el pensamiento. Pero tan
sensible que recibe no sólo los pensamientos superficiales, conscientes de los
hombres, sino los pensamientos e impulsos más profundos, subconscientes.
»Usted no experimentaría tanto horror y repulsión si pudiera ponerse en contacto
sólo con las pautas conscientes. La mente consciente de un hombre es un flujo
delgado y pálido, resguardado por un censor, y en las mentes bien disciplinadas las
corrientes sombrías y horribles del subconsciente rara vez pasan a la superficie como
conceptos verbales o visuales.
»El censor se mantiene en guardia, reprimiéndolos a medida que llegan,
negándoles expresión consciente. El censor es la parte civilizada de nuestra mente, la
herencia de varios miles de años de civilización. A usted le enseñaron cuando niño a
reprimir sus impulsos subconscientes, a sentir horror y vergüenza cuando se alzaban
hacia el flujo consciente.
»En la mente subconsciente de cada hombre están ocultas esencias terribles de
cada deseo y emoción humanos. En algunas mentes las esencias sombrías guardan un
sueño profundo y no asaltan al censor continuamente. Algunas personas son menos
primitivas que otras. Es posible que usted sólo pueda comunicarse con el
subconsciente cuando éste se vuelve turbulento y se aproxima al flujo consciente.
Justo antes de que fluya en pequeños remolinos malignos más allá del censor. Usted
dice que algunas mentes le parecían menos terribles que otras. Los impulsos
primitivos bien pueden ser menos turbulentos en esas mentes.
Horn hizo un movimiento afirmativo con la cabeza y miró a Anne Carlyle, con un
súbito asombro en la mirada.
—La mente subconsciente es realmente atemorizante —prosiguió Croyce—. Es
absolutamente directa, carece por completo del fingimiento o de los rodeos que
llamamos tacto. Es una cloaca de pensamientos tan horribles, errantes y apenas
dominados que cualquier hombre a quien se le diera el poder que usted tiene se
volvería loco en medio día.
»Si usted conoce algo de psicología moderna sabrá a qué me refiero. Los
impulsos más poderosos y desordenados son los sexuales, pero el hambre, el odio, la
posesividad temerosa, la rabia, juegan papeles apenas menos vitales. Freud creía que
existe un impulso de muerte universal que hace que algunos hombres odien a la vida
con tanta amargura que buscan destruirse a sí mismos o infligir dolor a los demás.
»Incluso cuando estos impulsos no fluyen a la corriente de la conciencia como
conceptos bien definidos, influyen el comportamiento bajo la forma de reacciones
subconscientes. Un hombre perfectamente normal, por ejemplo, puede tener una leve
curiosidad acerca de cómo es el testamento de su padre, acerca de cómo se propone
distribuir su capital después de la muerte. Esa leve curiosidad cuenta con una
reacción subconsciente que es un deseo de que el anciano muera o sea muerto para
poder leer el testamento. Como usted comprenderá, ése es el camino sencillo,
lógico… aunque brutal.

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»O un hombre resbala y cae. Los psicólogos dicen que eso bien puede deberse a
que el hombre desea suicidarse, y el pequeño resbalón que le provoca un raspón en el
codo es una válvula de escape emocional del morboso deseo de su subconsciente. Las
personas juegan con objetos agudos, cuchillos, tenedores, navajas, con reacciones
subconscientes que les susurran: Él no te gusta. Te molesta. Mátalo y termina con la
molestia.
Horn asintió, pensando en el curioso accidente de la planta de energía, en el
hombre que había tropezado con la toma de agua, y en el cortapapeles con el que
había jugueteado como al azar Gloria Moore.
—Es irónico que usted no parezca capaz de conectarse con su propia corriente
subconsciente. No es extraño que no pueda hacerlo. Un registrador televisivo no
podría transformar las energías que entran en el mecanismo receptor propiamente
dicho. No fluirían por los canales correctos.
»Como es natural, entonces, el mundo de personas que lo rodean le parece
poblado por una raza distinta… y aborrecible por completo —el psicólogo se encogió
de hombros—. No es así. Son normales… e inofensivas. El censor cumple con su
deber. ¡Pero usted estará loco mañana mismo si llega a tomar conciencia de
pensamientos no más horribles que los que usted mismo está pensando!
—Es cierto —gruñó Horn—. No me atrevo a mirarlo con atención, por temor a
que su rostro se disuelva en otra de esas entradas al infierno. ¿Qué puedo hacer?
¿Qué puede hacer usted por mí?
—Probablemente matarlo —estalló Croyce con un suspiro violento—. No existe
medicina para esto… porque no ha pasado nunca antes.
Horn gruñó.
—Croyce, ¿qué me dice de esos dementes con alucinaciones persecutorias?
Supone acaso…
Croyce se sobresaltó.
—Eso es algo que nadie ha sugerido, por lo que sé. Si un hombre tuviese el poder
de usted en menor grado (como para no ser consciente de que lo tiene) todas las
mentes significarían para él la muerte.
»Pero hay algo que puedo intentar. Un derivado del curare.
—¿El veneno para flechas? —Horn alzó los ojos con brusco temor, y por un
instante, los cruzó con los ojos de Croyce. Los apartó con rapidez en el momento
mismo en que la carne del rostro de Croyce se disolvía en un cráneo sonriente y una
luz pulsante parecía refulgirle alrededor de la cabeza.
—Actúa —explicó Croyce— haciendo que los nervios tengan una alta resistencia.
Los mensajes nerviosos que mueven el corazón y los pulmones no pueden pasar. He
experimentado con un derivado que afecta al cerebro en vez de esos nervios. Eso es
lo que usted parece necesitar… menos sensibilidad nerviosa. Acompáñeme.
Cansado, desesperado, siguió a Dale Croyce hasta su pequeño laboratorio,
permaneció rígido y tenso mientras el científico preparaba la aguja centelleante y le

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inyectaba con mucha precaución una gotita de líquido incoloro en el brazo. Mientras
el fuego recorría sus nervios, explotaba dentro de su cráneo…

* * *

Cuando despertó, Anne Carlyle estaba sentada junto a él. Estaba echado en un sofá de
la biblioteca de Croyce y ella le sostenía la mano y le sonreía.
El rostro de la muchacha era maravillosamente radiante. Durante lo que
parecieron siglos la miró en silencio, la miró con miedo. Pero su rostro no parecía
retroceder ni desaparecer. Ninguna luz misteriosa se elevaba para oscurecer el bello
contorno. Su primer sentimiento fue un alivio enorme de que el poder, la visión, se
hubiera ido. Después, mientras miraba los ojos grandes, ansiosamente interrogantes
de ella, apareció una satisfacción mayor: la de poder mirar aquellos ojos y verlos.
Se incorporó un poco vacilante.
—Anne, Anne —dijo—, se ha ido. El horror se ha ido ahora.
La interrogación ansiosa dio paso al alivio y a algo aún más satisfactorio.

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El elemental

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De vez en cuando Unknown Worlds publicaba relatos que rozaban la ciencia-
ficción, pero era un tipo de ciencia-ficción de «al otro lado del espejo» que
parecía crear curiosos desarrollos paralelos en un plano científico sobre el
lado que conocemos. Los fenómenos no ocurrían exactamente a la inversa,
pero parecían un poco fuera de orden de modo perfectamente natural… si
uno era un dedicado trabajador de laboratorio que en el otro lado seguía
técnicas probadas por el tiempo y hacía todo lo que podía.
Cuando Unknown Worlds estaba creando nuevos mundos de fantasía y
fantasía científica a veces vivaz, a veces sombría, se llevaban a cabo hechos
importantes en media docena de otras direcciones.
No puedo pensar en un medio mejor de capturarlos con la mirada
retrospectiva y relacionarlos con el mundo práctico y cotidiano del escritor
profesional que demorarme en ellos aquí, porque fue en ese período cuando
el tipo de narración que siempre me ha atraído más fue adquiriendo una
configuración que poco a poco la sacaría por completo del capullo de las
primeras revistas pulp y le permitiría volar. Incluso entonces el capullo iba
cambiando de forma y se llevaba a cabo algunos vuelos.
Los escritores y editores con los que me encontraba en ese entonces
parecían dotados con un tipo de dinámica y optimismo excepcionales en
cuanto al futuro de la ciencia-ficción. La falta de reconocimiento literario
formal podía ser desalentador, desde luego, pero no se interponía en el
camino de lo que ellos estaban dispuestos a lograr a través de sus mejores
relatos: un escape de la camisa de fuerza de una concentración demasiado
intensa en los aspectos aceptados de la realidad.
Que tal optimismo estaba justificado ha sido más que confirmado hoy,
cuando más de quinientos colleges ofrecen cursos en ciencia-ficción o han
incorporado en los programas de estudios discusiones sobre la fantasía y la
ciencia-ficción como ramas importantes de la literatura. Que éstas vayan a
ser o no la única literatura importante del futuro es un punto discutible. Pero
ciertamente seguirá siendo, cada vez más, una influencia seminal en la
conformación de los principales aspectos de la perspectiva de un mundo
nuevo.
Fueron no sólo los relatos propiamente dichos, sino también mis
encuentros con otros escritores y editores los que proyectaron una luz
reveladora acerca de lo mucho que podía lograrse mediante la sola discusión
y el hecho de compartir las nuevas ideas. Hubo muchos acontecimientos,
personas y sitios que llegaron a tener una importancia asociativa tan poco
después de que el «primer Long» fuera reemplazado por un «Long del
período intermedio» que tal vez pudiese incluirse aquí sin alterar demasiado
el campo y la perspectiva de este volumen. Pero hay que trazar un límite en
algún lugar, y la mitad de la década del cuarenta, cuando aparecieron mis

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últimos relatos en Unknown, ofrecen un hito muy bueno en ese sentido.
Había reuniones en la casa de Fletcher Pratt, con jaula tras jaula de
monos tití que ocupaban por completo una pared, posando los ojos sobre
Willy Ley, L. Sprague de Camp, Lester del Rey, Katherine MacLean, Harry
Harrison, Basil Davenport, Isaac Asimov y, por supuesto, el propio Pratt y su
encantadora esposa. También había escritores de narrativa en general, con
tendencia hacia la ciencia-ficción y la fantasía, y en una oportunidad Olaf
Stapledon llegó de Inglaterra justo a tiempo de asistir a una de las reuniones
más memorables. Tuve el gran placer de hablar con él por quince o veinte
minutos durante los cuales él habló acerca de H. G. Wells y de cómo, en un
restaurante londinense, pocos meses antes, Wells había desechado las severas
advertencias de su médico y había pedido todo lo que figuraba en el menú.
Hacía poco había aparecido un artículo sobre Wells en el Times de Nueva
York, titulado: «¡H. G. Wells: joven a los sesenta y seis años!» Pero leerlo
impreso y oír a Stapledon confirmarlo de primera mano eran experiencias
distintas por completo.
Excedo aquí los límites de fecha impuestos por mí mismo hace un
momento, porque todas estas reuniones se llevaron a cabo inmediatamente
después de un acontecimiento crucial en verdad: la mitad del siglo,
alcanzada en la medianoche de 1950. Pero vistas desde ahora casi parecen
haberse realizado el año pasado, y cuando un recuerdo se vuelve tan
inmediato e insistente pierde toda relación con el tiempo y exige ser incluido.
Otros hechos importantes, que ocurrieron mucho antes, insisten en ser
incluidos con la misma insistencia. Catherine Moore, famosa ya desde los
primeros números de Weird Tales, llegó a Nueva York en una breve visita.
Me estaba leyendo la mano en la casa de Howard Wandrei, hermano de
Donald, y al parecer no podía encontrar mi línea de la vida. Por un instante
temí no tenerla, ya que no sabía nada sobre quiromancia. Pero al fin la
localizó, y las predicciones que hizo respecto a mi vida futura no fueron tan
atinadas como me temí.
Y la noche en el departamento de Donald Wandrei del Village,
directamente encima de Julius, el bar antiguo más pintoresco del Village, en
que un profesor anciano de la Universidad de Columbia me dijo que había
leído todos mis relatos y que le habían dado un gran placer. Iba acompañado
por la esposa, que fue igualmente generosa en lo que dijo sobre ellos. Era
una generosidad exagerada, sin lugar a dudas, ¡pero ocurría en una época en
que H.L. Mencken consideraba del modo más sombrío posible las
evaluaciones académicas y demolió por completo mi ligera tendencia a sentir
que él tenía razón! Donald Wandrei era uno de los primeros miembros del
Círculo Lovecraft y uno de los dos amigos que yo veía casi a diario en ese
período. Tenía un puesto editorial en Dutton que era ciertamente prestigioso

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para un escritor tan joven y más tarde se embarcó en los mares más
peligrosos del trabajo free-lance durante varios años, antes de su regreso
eventual a St. Paul.
Y estaba Hannes Bok, que representó mis Sabuesos de Tíndalos erguidos
por encima de un ser humano aterrorizado en una ilustración de cubierta
cuando August Derleth acababa de decidir que ningún artista de Arkham
House tenía el coraje necesario para dibujarlos línea por línea. Siempre he
sentido que estaba tan dotado como Virgil Finlay. Vivía en un departamento
ubicado al oeste del Central Park, en la calle 108, en una reclusión digna de
un ermitaño, rodeado por una gran cantidad de álbumes de discos, dibujos
macabros (no todos bokianos), artefactos mayas y cartas y diagramas
astrológicos. Subí por primera vez el estrecho tramo de escaleras crujientes
que llevaban a su vivienda para consultarlo respecto a «Los sabuesos de
Tíndalos», pero regresé en una docena de ocasiones posteriores a escuchar
antiguas grabaciones que no podían oírse en ningún otro sitio. Estoy de
acuerdo con Lin Carter en que era el más feliz de los hombres, a pesar de sus
escasos ingresos y su casi aislamiento autoimpuesto.
Hubo lugares asociados con ese período que, vistos desde hoy, parecen
haber poseído atributos casi humanos, como un rostro tallado en piedra que
uno sabe que es de piedra y sin embargo parece en ocasiones sonreír, asentir,
ponerse ceñudo o guiñar. Uno era las oficinas de las revistas Standard en el
centro de Manhattan, a las que yo subía con frecuencia en un ascensor
chirriante para depositar sobre el escritorio de Leo Marguilies un manuscrito
que por lo común yo estaba casi seguro de que sería aceptado. Y cuando un
relato era rechazado, como ocurría de vez en cuando, podía contar con
recibir una breve nota en el mismo sobre, preguntándome si necesitaba un
adelanto sobre el siguiente.
Una vez me crucé con Isaac Asimov, que salía de la oficina externa con
el tipo de expresión benevolente que casi siempre significa que una alfombra
regia acaba de ser desenrollada y un relato aceptado perentoriamente antes
de que uno o cinco o seis directores individuales hayan podido darle al
menos un vistazo.
Pero el lugar más fabuloso de todos, asociado con tres generaciones de
escritores, era el antiguo edificio de ladrillos de la Séptima Avenida y la calle
Dieciséis que en una época albergó las publicaciones de Street y Smith.
Está unido a mi pasado por vínculos que aún me llevan a la nostalgia
cuando paso hoy junto a él, cosa que hago a menudo, porque resido a unas
pocas manzanas de distancia, en la «Vieja Chelsea».
Al principio, por unos meses, decían «un momentito, por favor» en el
mostrador de recepción, cuando pedía ver a John W. Campbell, después:
«Adelante, adelante. Supongo que ya conoce el camino» y por último sólo se

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trataba de una sonrisa y un movimiento de cabeza hacia la escalera
descendente. Yo pasaba por corredores que parecían casi tener telas de araña,
tan antiguo era el edificio, y entraba a la oficina donde estaba sentado
Campbell en su trono; muy posiblemente llevando el mismo relato que
ustedes están por leer.

Los elementales, como todo exorcista del mundo antiguo estaba en posición
de testimoniar, podían tomar posesión de los seres humanos con la misma
fuerza que el demonio más satánico y maligno de cola puntiaguda. Pero el
hombre moderno, ya sea occidental u oriental, tiende a no trazar distinciones
entre las criaturas de luz y fuego que anteceden el alba misma del hombre y
las entidades posesivas más oscuras, más personificadas, de origen muy
posterior.
El elemental de la narración siguiente retrocedía hasta la ígneas nieblas
primigenias. Pero a pesar de ello era terriblemente humano, terriblemente
vulnerable, y fue eso, más que la sagacidad de último momento de su
supuesta víctima, lo que lo llevó a la ruina.
«El elemental» era más livianamente fantástico en su tono que el resto de
mis relatos publicados por Unknown y que tal vez todos menos tres de los
treinta y cinco relatos que escribí para Weird Tales. Aún puedo recordar que
me reí un poco mientras lo escribía. Pero sin embargo, hacia el final, mi
estado de ánimo se ensombreció y descubrí que me estremecía.
A veces John Campbell podía ser un adicto a los relatos de este tipo,
como puede testimoniar también L. Sprague de Camp.

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*

EL ELEMENTAL
Unknown Worlds, julio de 1939

Al principio Wheeler creyó que era una coincidencia. Dama de Ébano estaba
perdiendo sin lugar a dudas a la luz del sol. Iba retrocediendo al cuarto puesto,
pasando a Cantor en marcha atrás y galopando con ritual parejo en la dirección
equivocada sobre la pista color nuez.
O así parecía para la tribuna y las multitudes vitoreantes que estaban más allá de
la llegada. En realidad el pique regresivo de Dama de Ébano era una ilusión óptica.
Sin vapor en los ollares, la yegua joven más rápida de todo Kentucky emulaba a un
poste de telégrafo visto desde un tren expreso en marcha.
Entonces se presentó la «coincidencia». Dama de Ébano dejó de pasar caballos en
sentido inverso y volvió a ocupar la delantera. La recobró en menos de cinco
segundos pasando a tres caballos como un chorro de petróleo líquido.
Wheeler se frotó los ojos. ¿Había transformado a un perdedor en ganador con un
solo pensamiento? Hacía varias horas que era consciente de un poder nuevo y extraño
en él. Le bastaba concentrarse para poder apartar a la gente cuando caminaba. En un
gentío, cuando necesitaba espacio podía despejar un camino para él.
¡Pero Dama de Ébano atronaba la pista a más de quinientos metros! Y en su
mente no había conciencia de un esfuerzo. Simplemente pensaba: «Quiero que ese
caballo vaya más rápido. Quiero que ese caballo gane.»
Fuerza, fuerza. Un pequeño pensamiento definido, revolviéndosele en la mente.
Alguien le tiraba de la manga.
—¡Bueno, que me cuelguen! ¡Mire cómo va ese caballo!
A Wheeler no le gustaba que lo tocaran. Frunció el entrecejo con resentimiento y
apartó la mirada de la pista. Parado junto a él estaba un hombre rollizo y alto, calvo,
de traje a cuadros, con la cara de gran mandíbula cubierta de sudor, los ojos
moviéndose de un lado a otro en la cabeza.
—¡Ahora nada puede pararla! ¡Fíjese cómo va!
—Me sería posible detenerla, caballero —dijo Wheeler, irritado.
El gordo soltó el brazo de Wheeler y se apartó nervioso a lo largo de la baranda.
—Un loco perdido —murmuró.
Wheeler se limpió la manga como si se hubiese contaminado y volvió los ojos a
la pista. Dama de Ébano cargaba hacia la línea de llegada con cascos voladores, el
largo cuello adelantado, el jockey doblado en dos en un éxtasis de anticipación.

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Wheeler no quería que Dama de Ébano perdiera. Necesitaba desesperadamente
los cinco dólares que había apostado a Dama de Ébano. Pero… bueno, tenía que
averiguarlo. Era vital para su tranquilidad mental.
¿Podía aminorar la marcha de Dama de Ébano con un pensamiento? ¿Era el
nuevo poder tan tremendo como él temía?
«Quiero que ese caballo vaya más despacio», pensó. «Quiero que ese caballo se
atrase.»
Como chorros de petróleo líquido, tres caballos, incluyendo a Cantor, pasaron de
pronto a Dama de Ébano.
El hombre del traje a cuadros respingó. Giró y miró a Wheeler con ojos atónitos.
—Lo hice, ya ve —dijo Wheeler, tembloroso.
Había en el gordo algo que repelía a Wheeler. Pero se sentía horriblemente
conmovido. Tenía que discutirlo con alguien.
—¿Que usted hizo qué? —dijo el gordo—. ¿Retrasar a Dama de Ébano? ¿Espera
que me trague eso?
Wheeler tenía los labios blancos.
—No estoy tratando de convencerlo —dijo—. No hago más que apuntar un
hecho.
—¿Un hecho, eh? —se burló el otro—. Entonces suponga que pone otra vez a ese
caballo a la cabeza. ¡Tendría que ser fácil!
Wheeler suspiró.
—De acuerdo —dijo—. Fíjese en Dama de Ébano.
Permitió que se formara el pensamiento: «Quiero que ese caballo gane.» Fuerza,
fuerza. Un pequeño pensamiento definido dirigió a través del césped hasta donde
atronaban los cascos brillantes.
Dama de Ébano pareció despegar del suelo cuando se adelantó a Cantor, y volvió
a galopar al máximo. Ahora era tercera, ahora segunda, ahora estaba a un cuerpo del
primero. Ahora pasaba al primero a cuatrocientos metros de la llegada.
La gente de la tribuna gritaba hasta enronquecer. Como un hipogrifo demoníaco
Dama de Ébano pasó ante el palco de los jueces, arrancando un alarido del
altoparlante:
—Es Dama de Ébano, señoras y señores. ¡Dama de Ébano gana el Derby!
El gordo estaba visiblemente pasmado.
—Es… es increíble —murmuró.
Wheeler asintió.
—Yo mismo no lo entiendo —dijo.
El gordo adelantó la cara, con un resplandor rapaz en las pupilas.
—¿Podría hacerlo otra vez? —arriesgó.
—¿Qué quiere decir?
—¿En otra carrera? ¿En cualquier momento?
Wheeler asintió.

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—Estoy seguro de que podría —dijo.
El gordo se acercó.
—¿Para dónde va, amigo?
—Tengo que cobrar diez dólares en una ventanilla.
El gordo sacó un rollo gigantesco de billetes y apartó uno.
—Monedas —dijo—. Sírvase y venga conmigo. Lo invito a tomar un trago.
Wheeler vaciló. «No quiero beber», pensó. «Pero podría pedir una copa de leche
y hacer que él la probara.»
El gordo le tiraba de la manga.
—Vamos, amigo. Un trago no le va a hacer mal.
Cinco minutos después estaban sentados ante el mostrador circular de un puesto
de bebidas gaseosas del hipódromo. Afuera la multitud se dispersaba lentamente a la
luz del sol, dirigiéndose hacia el norte, el sur y el oeste sobre el césped moteado.
Wheeler sostenía una copa de leche, con los dedos flacos apretados con fuerza
alrededor del líquido blanco. Su compañero dedicaba su atención a un whisky con
soda.
Miró ceñudo a Wheeler.
—Leche —dijo con desprecio.
—Es contra la ley servir bebidas alcohólicas en el hipódromo, señor Sheed —dijo
Wheeler—. Este puesto viola la ley.
—Llámame Ted —dijo el gordo—. Mira, Harry, ¿no puedes relajarte y ser un
poco humano? Podríamos ayudarnos mutuamente. Tengo una gran cantidad de lo que
se necesita para embolsar en grande sobre seguro.
—Admito que es una tentación —dijo Wheeler—. Estoy sin trabajo desde hace
dos meses. He hecho cola para comer gratis, he dormido en covachas…
De pronto se estremeció. Se olvidaba de la leche. Se llevó la copa a los labios y la
probó con temor. En su cara apareció una expresión de horror.
—Caramba, ¿qué pasa? —dijo Sheed.
Wheeler bajó la copa temblando y la empujó hacia su compañero.
—Me gustaría que probara esa leche —dijo.
Sheed hizo una mueca de disgusto.
—¿Por qué demonios voy a hacerlo? La leche no me gusta. Me da asco.
—Pruébela, por favor —insistió Wheeler.
—Oh, está bien.
Sheed alzó la copa y tomó un sorbo de mala gana. Bajó de inmediato la copa con
tal violencia que el mostrador se sacudió.
—¡Agria! —exclamó—. Agria como un arenque rancio.
El rostro de Wheeler no tenía color.
—Entonces es cierto —gimió—. No me lo estuve imaginando.
—¿De qué está hablando?
—Cada vez que pruebo leche, la leche se pone agria —dijo Wheeler.

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—¿Y con eso qué? —gruñó Sheed, impaciente—. Usted tiene acidosis o algo por
el estilo. Puede pasar.
—No, no es eso —insistió Wheeler—. Vea, sé algo acerca de la diátesis ácida.
Solía trabajar en un laboratorio de pruebas patológicas. Uno no puede volver la leche
agria simplemente con probarla. Quiero decir, si uno tiene una diátesis reumática o
gotosa, que es un estado muy ácido, puede hacerse gárgaras con la leche, sin que se
ponga agria.
Sheed se iba exasperando.
—Usted puede acelerar caballos —gruñó—, y se preocupa por una pavada como
ésa. Prótesis rotosa. ¡Bah!
Wheeler tomó de pronto el vaso del compañero y lo vació de un trago.
—Eh, un momento —protestó Sheed—. No tendría que haber hecho eso. Le
pediré un trago de hombre.
—Que sea un Scotch doble con soda —dijo Wheeler.
La fuerte bebida marrón cambió el ánimo de Wheeler. Su desesperación
disminuyó y una ola de indignación moral creció en él. Empezaba a ver a su
compañero bajo una luz menos favorable. Se inclinó hacia adelante sobre la mesa.
—¿Lo que usted quiere decir es que se trata de una mina de oro? —preguntó.
—Una buena mina de oro, ya lo creo. Yo elegiré los caballos y usted los
acelerará. Viviremos en grande, viejo.
—Usted es claramente deshonesto, Sheed —dijo Wheeler—. Usted no me gusta.
—¿Cómo dice?
—¡No me gusta su cara gorda de sonrisa boba!
A Sheed se le enrojeció la cara. Dejó de sonreír. Se puso en pie de un salto y se
quedó mirando a Wheeler con ojos llameantes.
—Creo que voy a darle una buena trompada —dijo.
El pensamiento se formó con rapidez: «Empújalo rápido y lejos.»
Sheed gritó. Algo lo levantó, lo retorció. Cruzó flotando erráticamente el puesto
de bebidas, con el cuerpo rotando alrededor de las rodillas.
Hubo un sonido a vidrios rotos. Sheed atravesó girando el ventanal del puesto.
Flotó encima de la barandilla de la pista y cayó sobre la cara.
Wheeler sonrió, se puso en pie y dejó cuatro monedas de veinticinco centavos
junto al whisky con soda terminado.
—Eso sí que valió la pena —dijo.
Se deslizó con rapidez fuera del puesto y se mezcló con el gentío en retirada.
La gente lo rodeaba. Rió y los hizo girar un poco. El apiñamiento humano se
dividía mientras él caminaba. Como era un hombre de buenos instintos, no abusaba
de su poder. No había rencor en su mente. Simplemente lo divertía observar cómo la
gente se apartaba de él girando y se arremolinaba como hojas en un viento seco. Se
sentía como un israelita cruzando el Mar Rojo.
Siguió caminando, sin prestar atención a las miradas asombradas y rencorosas.

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Hizo que una mujer se elevara un metro ochenta en el aire y la envió flotando como
una pluma a través del hipódromo. Aterrizó a diez metros, gritando histéricamente.
Una multitud convergió hacia ella. Wheeler empujó a todo el grupo de hombres,
mujeres y niños pasmados unos quince metros a lo largo de la pista.
Se reprochó de inmediato: «Eso fue vergonzoso. No tendría que haberlo hecho.»
Contrito, se ocupó de levitar su propio cuerpo. Se alzó en el aire y flotó liviano
sobre el hipódromo. Avanzó en pequeños impulsos por sobre las cabezas del gentío
que se dispersaba. En una ocasión bajó sobre los hombros de un hombre obeso que se
tambaleó y aulló.
—Perdón —se disculpó, y volvió a elevarse.
«Siempre he querido volar» pensaba. «Ahora vuelo realmente.»
Agitó los brazos como si fueran alas. «Me gustaría remontarme», pensó.
Se elevó en el aire de inmediato. Subió seiscientos metros y planeó como un
cóndor, alto sobre la tribuna. Muy abajo vio pequeñas partículas que se dispersaban.
Aquí y allá las partículas se fundían en aglutinamientos oscuros, ondulantes, con
periferias agitadas.
Gente aterrorizada. Docenas de personas diminutas que se apiñaban bajo la
tensión del horror compartido.
Subió más alto, voló con más audacia. Pronto «aleteaba» hacia el este. Flap, flap,
flap.
Bajo él se extendían campos de hierba. Vio vacas pastando, tortuosos senderos de
campo, arroyuelos que centelleaban a la luz del sol. Vio un prado sembrado de
asfódelos blancos.
«Debo conservar la calma», pensó. «No debo excitarme.»
Kentucky era un hermoso estado. Ahora volaba alto por sobre una antigua
mansión sureña. Vio gente que se movía en las cercanías del enorme caserón,
caballos muy bien cuidados que galopaban en un camino en herradura privado,
peones atareados en el brillante resplandor del mediodía.
Pasó con rapidez hacia el este, planeando sobre las Montañas Negras hacia
Virginia, aleteando hacia la Sierra Azul y la Planicie Costera.
«Esto es más estimulante que viajar en un vagón de carga», pensó. Y planeó bajo
para observar a una garza de cresta amarilla que se alzaba desde el Pantano
Desolación, sombrío y rodeado de cipreses, y aleteaba hacia las aguas brillantes de la
Bahía Chesapeake.
Siguió a la garza en una especie de trance. En las profundidades de su mente se
agitaba el terror, pero no pasaba a su conciencia… salvo en pequeños remolinos
ocasionales.
Tuvo momentos de duda repentina, terrible, de perplejidad y temor. Pero estaba
tan fascinado por su don de vuelo que se estremecía arrebatado y pasaba por alto los
sombríos presentimientos que de vez en cuando lo asaltaban.
Flap, flap, flap. Ahora volaba sobre el Estrecho Pokomoke, con la costa de

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Virginia como una refulgente línea azul lejos, al oeste. La garza había desaparecido y
estaba solo bajo el sol.
Había volado parejamente durante horas pero no estaba fatigado. ¿O sí? Existía la
remota posibilidad de que se sintiera un poquito cansado. Tenía que seguir
repitiéndose: «Vuelo sin esfuerzo. Floto como una pluma.»
La sensación de flotabilidad disminuyó un poco cuando dejó de concentrarse y
entonces descubrió que descendía hacia las aguas brillantes del Estrecho.

* * *

Las aguas estaban enrojeciendo cuando la fatiga lo invadió sin lugar a dudas. El vuelo
se transformó en un esfuerzo. Pero siguió agitando los brazos con decisión y
asegurándose que era más liviano que el aire.
Volaba sobre islas grandes y pequeñas cuando su flotabilidad decayó
desastrosamente. Las piernas se volvieron plomizas, inertes. El horror lo bañó cuando
miró hacia abajo. Había dejado de subir y la superficie pareja del agua, bajo él,
ascendía como un suelo.
Cayó como una plomada más de trescientos metros, azotando el aire con los
brazos. Estaba casi al nivel de las olas cuando algo pareció estallar en su pecho. Giró
sobre sí mismo y remontó vuelo erráticamente, dirigiéndose hacia el este con
pequeños tirones sobre una islita, y girando alto en el aire.
La islita tenía apenas doce metros de diámetro, un pico de roca mellada que
emergía precariamente del mar color vino.
Trazando círculos como una efímera, Wheeler bajó hacia ella. Rodeó una aguja
amenazante de granito y se detuvo con un sacudón sobre un borde inclinado
tachonado de lapas. Por un instante se tambaleó sobre el mar, con los ojos muy
abiertos de terror.
Algo semejante a una nube se iba asentando junto a él. Por un instante se sintió
como una medusa sobre zancos. Después las piernas se le licuaron y se derrumbó
sobre el granito fustigado por la espuma.
La nube se hizo más densa, aglutinándose en un cono erguido que refulgía con
una luminosidad pálida. Wheeler gimió y se incorporó sobre las manos.
—Eres menos inteligente que un niño idiota —dijo una voz.
La sangre se fue del rostro de Wheeler, dejándolo ceniciento. Rotando junto a él
sobre la roca empapada estaba una masa cónica de espuma, con la cima tornasolada,
dos órbitas iridiscentes centelleando en su masa tenue.
El disco sangriento del sol se iba deslizando tras el borde de la bahía, pero aún
había iluminación suficiente como para mezclar las sombras de Wheeler y el cono.
La sombra del cono iba devorando como un lobo la sombra de Wheeler, consumiendo

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sus contornos humanos con evidente fruición.
A Wheeler se le congeló la carne. Empezó a retroceder por la roca, pero el cono
se acercó rotando en la misma medida.
—Ten cuidado, idiota —advirtió—. Esta roca es resbaladiza.
La voz del cono era resonante pero inexpresiva. Chocó levemente contra Wheeler
y rebotó con rapidez, con el bulto tornasolado brillando por el rocío del mar.
A Wheeler le castañeteaban los dientes.
—¿Qué… qué eres? —gimió.
—Un elemental —dijo el cono—. Una fuerza atávica. No tengo intenciones de
dañarte. Soy tan culpable como tú de esta… esta calamidad.
—¿Pero cómo llegaste aquí?
—Tú me trajiste —contestó el cono—. Cuando agotaste mis energías ya no pude
sostenerte.
—¿Quieres decir que viniste conmigo?
—Por supuesto. Hace varios días que habito tu cuerpo. Era un experimento que
ahora lamento.
—Que habitaste mi…
—Tomé posesión de tu cuerpo por un tiempo. Sabes lo que es un elemental,
¿verdad?
Wheeler vaciló por un instante.
—Cr… creo que sí —dijo al fin—. Un espíritu de la naturaleza. Un espíritu de la
tierra, el aire, el fuego o el agua.
—En esencia eso es correcto —dijo el cono—. Me alegro de que no dijeras una
fuerza de la naturaleza. No soy una fuerza en sentido científico. Soy un auténtico
espíritu.
—¿Un auténtico espíritu?
—Sí. Soy tan real como un elfo o un duende. Tus científicos niegan que los
espíritus existen. Bajo sus mismas narices habitamos los cuerpos de los niños idiotas.
¡Alzamos mesas en el aire, rompemos cacharros, hacemos girar objetos y niegan que
existamos!
—Quiere decir que eres un poltergeist —exclamó Wheeler, con la boca abierta.
—Puedes llamarme como quieras. Cada época tiene un nombre distinto para
nosotros. Los griegos preferían imaginarnos simplemente como espíritus de la
naturaleza que podían cuajar la leche, viajar en el viento nocturno, provocar
incendios misteriosos y hundir naves en el mar.
—Pero… pero… —tartamudeó Wheeler—, ¿por qué me elegiste a mí?
—Fue una completa locura —dijo el elemental—, pero… bueno, eras una
frontera nueva. Ningún elemental se atrevió nunca antes a habitar un mortal adulto.
Niños, sí: niños idiotas. Sus ataques de furia de retardados duran poco y no nos
agotan. Pero los adultos mortales tienen mentes propias.
—¿Quieres decir que estás sujeto a los caprichos de mi mente?

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—En cierto sentido, sí. Cuando piensas en algo que deseas me veo obligado a
ayudarte. Ayudarte en la carrera de caballos fue cansador, pero este vuelo me ha
exprimido por completo.
—Fue tu presencia en mi interior lo que me excitó —dijo Wheeler—. Quise volar
porque estaba seguro de que podría hacerlo.
—Lo sé —dijo el elemental—. Estamos atrapados en un círculo vicioso. Yo te
doy ideas y una sensación de poder, y tú me agotas. Mientras esté unido a ti me veo
obligado a satisfacer las exigencias de tu voluntad.
—Pero podrías dejarme, ¿verdad?
—No. Puedo volcarme fuera de ti y mover objetos a distancia, o puedo moverme
cerca de ti como estoy haciendo ahora. Pero no puedo dejarte. ¿Observaste alguna
vez cómo teje el capullo un gusano? Va apretando cada vez más las fibras alrededor
de sí hasta que queda completamente prisionero.
—Pero ahora estás fuera de tu prisión —protestó Wheeler.
—No es más que una proyección crepuscular —explicó el elemental—. Mi matriz
aún habita tu cuerpo. Nosotros los elementales somos seres de estructura compleja. Si
pudieras verme como realmente soy lo comprenderías.
Las sombras negras de la noche se iban cerrando con rapidez ahora. Había
pequeños resplandores rosados sobre el agua oscura, pero el sol se había perdido de
vista. Lejos, en la bahía, una gaviota giró y se zambulló. El elemental pareció
estremecerse.
—Estoy exhausto… enfermo —dijo—. Me gustaría que llegara la mañana.
Wheeler lo miró con repentina aprensión.
—¿Quieres decir que no puedes levitarme en la oscuridad? ¿No… no podremos
volar de regreso?
—¡Idiota! —dijo el elemental—. ¿Necesitabas volar sobre el mar?
—Pensaba volver —dijo Wheeler—. No sabía que tu poder me fallaría.
—Bueno, ha fallado —dijo el elemental—. Estoy por morir.
—¿Quieres decir que puedes morir? —dijo Wheeler, pálido.
—Por supuesto. Los elementales no somos inmortales. Cuando nuestras energías
expiran estallamos en llamas. Morimos en chorros de gloria.
—¡Santo Dios! —exclamó Wheeler.
El elemental se acerco a él, rebotó contra él y subió en el aire. Voló en un rápido
círculo sobre la islita y bajó en una lluvia de chispas.
Wheeler gritó aterrado. Retrocedió y casi cayó al mar.
El elemental rotó hacia él sobre la roca.
—¡Cuidado, idiota! Sólo estaba comprobando mi vigor.
Wheeler se ubicó otra vez en lugar seguro, con los zapatos goteando agua salada.
Las lapas filosas le rasgaron la ropa cuando se arrastró hasta la cúspide de la roca. Se
quedó sentado con los pies colgando a un metro del agua, mirando al elemental con
ojos resentidos.

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—¿Necesitabas asustarme así?
—Lo siento —se disculpó el atavismo—. ¿Acaso mi muerte te afligiría tanto?
—Si mueres, me congelaré —murmuró Wheeler—. Me moriré de hambre. Me
moriré de sed. Estamos en una de las islitas rocosas al sur del Cabo Charles. Por aquí
no pasa ningún barco.
—Comprendo —dijo el elemental con frialdad—. Es una reacción puramente
egoísta.
Wheeler gimió y hurgó en el bolsillo en busca de un cigarrillo.
—¿Por qué esto tuvo que pasarme a mí? —murmuró.
Estaba encendiendo el cigarrillo cuando el elemental giró hacia él como una
entidad devoradora. Le arrancó el fósforo de los dedos y lo hizo girar en el aire. La
llama se abrió en toda dirección. Se desplegó a través del elemental desde la base a la
cima, bañándolo en un fulgor ultraterreno.
—Ah, qué bueno —murmuró el espíritu cuando el resplandor se apagó—. Ahora
me siento mejor.
Wheeler respingó.
—¿Quieres decir que puedes extraer energía de una llama?
—De la luz, idiota. Mañana, cuando el sol se alce, absorberé energía y seré fuerte
otra vez. El sol es la fuente de todo mi vigor.
Una gran marea de alivio subió en Wheeler. Buscó otro fósforo, lo encendió, lo
sostuvo en alto. Le fue arrebatado de los dedos en el acto. Alimentó al elemental con
fósforos durante quince minutos.
Le quedaba un fósforo cuando dijo:
—¿Puedo fumar ahora?
—Sí, adelante —dijo el elemental.
Wheeler se sintió mejor en cuanto el humo sedante penetró en sus pulmones.
Aspiró profundamente, suspiró y se acomodó sobre la roca.
—Supongo que nos quedaremos aquí hasta la mañana —dijo, resignado.
No vio venir la ola. Se alzó detrás de él, chocó contra la roca y lo empapó de la
cabeza a los pies. Las salpicaduras eran frías como el hielo y también lo era la
pequeña anguila que chocó contra su nuca y se le escurrió por debajo del cuello de la
camisa.
Wheeler empezó a maldecir suavemente en la semioscuridad, con los dedos
aferrando desesperadamente un cilindro chamuscado que goteaba.
—Incluso ahora debo ser bastante fuerte, si puedo alzar una ola —dijo el
elemental.
Wheeler pasó muy mala noche. El frío le penetró en los huesos y le llenó la
garganta de flema. Se dormía y se despertaba con sobresaltos espasmódicos.
En una oportunidad despertó de pronto y vio al elemental oscilando en el mar. En
otra lo vio de pie en medio de las sombras de espaldas a una nube. La luna estaba
cubierta por una nube, pero la luminosidad que se derramaba del cono eternamente

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vigilante bañaba la islita con una radiación espectral.
Hacia la mañana Wheeler cayó en un sueño pesado. Al principio durmió sin
sueños, pero cuando la luz le tocó los párpados empezó a moverse y soñar con el sol.
Soñaba que volaba alrededor del disco solar, con el cuerpo rotando como un planeta,
los brazos batiendo el alba. Junto a él aceleraba el planeta Mercurio, con su órbita
coincidiendo con la de él. Sintió dentro de él una energía sin límites; una sensación
de parentesco con el gran círculo de la vida. Ahora pasaba al pequeño Mercurio en su
vuelo encima del sol.
Despertó sobresaltado. Alrededor de él el aire era brillante y frío. Era una
brillantez grisácea. ¡La isla y el mar estaban envueltos en una niebla brillante,
grisácea!
¡Niebla! Se enroscaba en pequeños remolinos sobre el agua, fluía vaporosa
alrededor de la roca sobre la que él descansaba. Oyó un gemido, un sollozo terrible
inmediatamente debajo de él.
—Me muero. Oh, me muero. El sol me ha fallado.

* * *

El hidroavión de pasajeros color plateado volaba sobre la Bahía Chesapeake. El


piloto tenía los ojos puestos en la larga, brillante línea costera de una poderosa
península que se adentraba con brazos ansiosos en el mar. Pasaba directamente
encima de un grupo de islitas cuando vio la luz. Una llamarada brusca,
enceguecedora que iluminó todo el mar bajo él y subió al cielo, abrillantando las
nubes. Una llamarada terrible a la luz del día, en medio de una niebla en retirada.
Le temblaron las manos sobre los controles. Se volvió hacia el copiloto que
estaba junto a él, dio órdenes rápidas.
—Tenemos que bajar en seguida. Eso era una bengala de emergencia. Tal vez
haya un avión ahí abajo.
Junto a él un muchacho hosco asintió.
—Sí, comprendo. Vino de una de esas islitas, ¿verdad?
El avión bajó en un arco lento sobre la Bahía Chesapeake. Bajó con destreza,
porque sus pilotos eran expertos entrenados en Mineola que sabían cómo acercarse al
mar con cautela en una región donde las islas se amontonaban apretadas.
El avión planeó con rapidez hacia abajo, un gran animal de los cielos que no
tembló cuando su bulto plateado bajó sobre el agua cubierta de niebla. La niebla aún
se pegaba tenue al agua quieta, en filamentos fantasmales.
La islita rocosa sobresalía nebulosamente en la bahía, parecía aumentar de altura
a medida que el avión avanzaba con las olas y patinaba hasta detenerse en un
remolino de espuma.

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—¿Estás seguro de que esa era la isla? —dijo el piloto que había divisado por
primera vez la llamarada. Miraba sobre la película de agua, espiando, con los ojos
entrecerrados contra la luz filtrada del sol, un dentado pico de roca.
—Estoy seguro —dijo el muchacho hosco—. Además hay alguien allí. ¿Le
hacemos señas?
—Aguarda un minuto —dijo el otro—. Nos acercaremos.
El avión estaba a quince metros de la islita cuando el náufrago se vio con nitidez.
Los dos pilotos miraban incrédulos. El muchacho hosco usaba anteojos. Se los sacó
con rapidez, los limpió y se los puso otra vez.
—¡Santo Dios! —exclamó—. ¿Cómo se supone que llegó allí?
Aferrado tenazmente a la roca estaba un hombrecito frágil de ropas andrajosas,
con un sombrero hongo aplastado pegado al cráneo, los zapatos y las piernas del
pantalón rociados de cristales de sal blancos como la nieve. La luz roja del sol se
volcaba reveladora sobre la cara vuelta hacia arriba, coagulándose en las comisuras
de la boca y llenándole las cavidades de los ojos con una brillante radiación.
En la niebla delgada, en dispersión, su cara parecía un cráneo suspendido sobre
un mar de azufre, con los vapores rojizos del Hades subiendo enroscados alrededor
de él.
Sacar a ese hombrecito frágil, medio helado de la roca y meterlo en la cabina de
pasajeros fue una tarea tan complicada como azarosa, pero los pilotos entrenados en
Mineola estuvieron a la altura de la emergencia. Y una vez que estuvieron dentro de
la cabina el hombrecito ya no fue un problema. Los pasajeros se hicieron cargo de él.
Se atarearon y se esforzaron amablemente por hacerlo sentir lo más cómodo
posible. Había en él algo que excitaba el instinto maternal de las mujeres. Pero los
hombres también fueron bondadosos.
Lo ocultaron mientras le ayudaban a ponerse ropa seca, dándole ropa interior y
prendas cálidas y costosas. Un hombre corpulento abrió una valija y le regaló una
camisa hecha a mano. Otro le obsequió un par de pantalones bien planchados. Lo
ayudaron a ponerse un suéter de angora amarillo y un saco deportivo de tweed.
Pero a pesar de todo lo que podían hacer por él su rostro seguía tenso contra la
luz. Se quedó temblando y mirando por la ventanilla de la cabina hacia el mar, como
si mirara una imagen bajo vidrio. Una imagen que lo aterrorizaba y lo pasmaba.
Se quedó rígido en sus ropas costosas pero desproporcionadas, con gotas de sudor
en el rostro delgado al que una barba de dos días le daba un aspecto ascético.
—Sería mejor que se sentara —dijo una mujer anciana, alta, de traje sastre, cuya
severidad de modales era compensada por la bondad de los ojos—. Mejor que se
siente junto a la ventana, al sol. Ha pasado por una prueba terrible, pobre hombre.
Wheeler se pasó una mano por la frente. Se estremeció, convulsivamente.
—Gracias —murmuró—. Fue horrible, sentirlo morir. Pareció arrancarse de mí.
Los pasajeros lo miraron preocupados. Uno de los pilotos sacudió la cabeza
tristemente y se llevó un índice a la sien, haciéndolo girar.

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—Pero el resplandor me salvó, ¿verdad? —dijo el hombrecito de pronto—. El
resplandor los hizo bajar a ustedes. Murió en un estallido glorioso, ¿verdad?
—Sí —dijo el hombre corpulento para darle el gusto—. Supongo que sí.
—Doce horas en la niebla espesa, sin luz solar, y hacia el fin pude sentir cómo se
moría.
Se irguió bruscamente en la silla.
—¿Podría… podría tomar un vaso de leche? —preguntó.
—Caramba, desde luego —dijo el piloto.
La leche estaba fría y había burbujitas en el borde del vaso. Era sólo un vaso de
leche común, pero cuando Wheeler lo agarró se sintió sacudido hasta el fondo de su
ser. Su primera sensación, la más poderosa, fue la de que estaba por librarse de un
temor espantoso. Estaba por probarse a sí mismo que ya no estaba poseído.
Pero también experimentaba una sensación de pérdida y soledad. Estaba por
enterrar algo casi digno de un dios. El don del vuelo, el poder de mover y sacudir.
Alzó lentamente el vaso, lentamente bebió.
—Bien —dijo el piloto, sonriéndole—. ¿Se siente mejor ahora?
Wheeler no contestó. Se quedó sentado mirando al piloto con consternación, con
los labios temblando, los ojos muy abiertos de horror.
—No puedo sentirle el gusto —jadeó—. No… no tiene ningún gusto. ¡Ni siquiera
la siento fría sobre la lengua!
Un hombre alto de barbita canosa se levantó de un asiento cercano al pasillo y
cruzó hasta el asiento de Wheeler.
—Anestesia por la conmoción —explicó con paciencia—. A veces dura unas
horas.
Entonces percibió lo perturbado que estaba Wheeler y sonrió tranquilizador.
—No hay por qué alarmarse. Mañana a esta misma hora se sentirá fuerte como un
toro. Capaz de mover montañas, amigo mío. Capaz de mover montañas.
A veces se espera demasiado de un hombre. Wheeler palideció, gimió, dejó caer
el vaso y se deslizó fuera del asiento, desmayado.

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Suerte de pescador

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«Suerte de pescador» es, en cierto sentido, una especie de cuento mitológico
grecorromano de ciencia-ficción. Aunque los acontecimientos no podrían
haber tenido lugar sin la ayuda de los antiguos dioses, implican el viaje por
el tiempo y sugieren con energía que Hermes y Mercurio deben haber
poseído un conocimiento íntimo, directo acerca de cómo disolver
exactamente los marcos temporales dentro de lo que hemos llegado a
imaginar como un universo einsteiniano. Siendo un portador de mensajes
con la velocidad de la luz, ¿cómo podría Hermes tener pies tan voladores si
no hubiese sabido nada acerca de hasta qué punto se interrelacionan el
tiempo y la rapidez de movimiento de un continuum de espacio-tiempo
relativista?
Pero «Suerte de pescador» es también un cuento de amor, centrado en
una «gran pasión» romántico-realista, de mala estrella, cuyo equivalente
difícilmente hubiese podido darse antes, ya sea en Norteamérica o Europa.
La gloria y el tormento que soportaron en el Puente de Waterloo dos amantes
como éstos al separarse, se multiplicó por tres en las circunstancias que
rodean a «Suerte de pescador». Así que le deseo a usted, el lector, mejor
suerte en cada punto del relato.

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*

SUERTE DE PESCADOR
Unknown Worlds, julio de 1940

Hermes: Mensajero divino de los dioses, identificado por los


romanos con Mercurio. Era adorado como conductor de las almas y
los sueños. Se creía que su vara poseía propiedades mágicas,
desenterraba tesoros y convocaba espíritus lejanos.
CRAB’S ENGLISH DICTIONARY

Mason estaba muy orgulloso de su caña de pescar. Era delgada y esbelta, y liviana
como un céfiro. A Mason le gustaba pescar, pero durante cinco años nadie se había
ocupado seriamente de sus gustos y disgustos. Él no era más que el bueno de Mason,
un pilar de la comunidad, y un empleado inamovible en Green & Hedges, tan
indispensable como la planilla de subas y bajas que estaba en la pared de la oficina de
Green.
Green y la planilla lo habían mantenido pegado a su escritorio durante cinco años.
Podía oír a Green:
—Lo siento, Mason, pero este año no habrá vacaciones para usted. No tiene más
que fijarse en esa planilla. Si las condiciones empeoran, tendré que reducir los gastos
al máximo.
Sin alzar un dedo, Green había salvado la vida de dos mil truchas. Pero Green
había dejado de ser un defensor de la fauna. De pie detrás de la viuda de Green,
Mason había visto cómo bajaban el cuerpo frío que había sido Green a un metro
ochenta de profundidad. Ella había llorado y él la había consolado, empleado fiel
hasta el fin.
Ahora estaba libre para pescar. Hedges se había negado con firmeza a retirar la
planilla, pero la viuda de Green no dejaba que le dieran órdenes.
—Hará lo que yo digo, señor Hedges. Este año el pobre señor Mason tendrá
vacaciones. Ha hecho más que usted por la empresa.
Era cierto, desde luego. Mason había hecho mucho por la empresa. Incluso si
Hedges no pensaba eso, incluso si la señora Green necesitaba actuar en su defensa.
El arroyuelo en el que estaba parado hervía de truchas. Estaba con el agua hasta
las rodillas, las altas botas de goma alzándose como pilares de ébano desde el agua
veloz. Alzó la caña y lanzó con elegancia una dorada mosca de espuma de seda por

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sobre la corriente, afirmándose mientras lo hacía.
Había comprado la caña en Nueva York. Mientras caminaba por Maiden Lane la
había visto en la vidriera de una casa de empeños y la había comprado en seguida,
por impulso. Aún podía oír al empleado:
—Sí, es una caña magnífica. Liviana como una pluma. No podría conseguir una
caña como ésa por menos de treinta dólares.
La mosca aterrizó en un agitado remolino y fue llevada corriente abajo con
rapidez. La observó perderse de vista tras un recodo de la ribera, con los ojos
entrecerrados contra el sol. Justo detrás del recodo había una hondonada profunda,
oscura, sobre la que colgaba un denso follaje.
Algo tiraba de la línea. El tironeo era pesado, pero insistente. Era exactamente lo
opuesto de lo que había esperado. Ningún sacudón repentino, violento, sino
simplemente una resistencia opaca en el extremo de la línea, como si ésta se hubiese
enredado en un leño muerto, en lo más profundo de la hondonada.
La caña se dobló, tembló. Mason se movió hacia el centro de la corriente, con la
red preparada. Empezó a recoger la línea lentamente.
La vio antes de que apareciera flotando alrededor del recodo y girase hacia él
sobre la superficie del agua. El follaje disminuía un poco en la extremidad de la
hondonada y la vislumbró brevemente entre hojas verdes.
Se quedó inmóvil de inmediato. Empezó a sudar y el estómago se le retorció de
horror. Durante un instante misericordioso el follaje la ocultó. Después rodeó
oscilante el recodo y la vio con claridad.
Girando hacia él sobre el agua oscura había una lívida cara humana, de rasgos
orientales, de pómulos altos y una coleta bien atada que le dio a Mason tanta náusea
como los filamentos de carne mutilada que se adherían a ella. La coleta era larga,
negra y retorcida y serpenteaba como una anguila de agua dulce, agitando el agua
detrás del horror mientras Mason lo recogía. Los filamentos se limitaban a colgar,
como lombrices mutiladas.
Mason le quitó el anzuelo a la horripilante reliquia con manos que se sacudían
violentamente y la dejó caer dentro de la cesta. Bajó la tapa de un golpe, se quedó
temblando. Ahora tenía el cuerpo empapado de sudor. ¿Asesinato? Era asesinato,
desde luego. Alguien había decapitado a un chino y había dejado caer la cabeza en…
un momento, un momento. Había un aserradero en algún lugar de las cercanías. No
podía descartarse un accidente de trabajo.
Mason sólo estaba seguro de una cosa. Había tropezado con algo espantoso de lo
que debía dar cuenta en seguida. El sheriff del pueblo sabría qué medidas tomar.

* * *

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Con los labios blancos, regresó a través del bosque hasta la posada donde había
pasado la noche anterior. El largo mostrador pegado al comedor principal estaba
atestado de pescadores. Mason se dirigió con pasos inseguros hacia la caoba lustrada,
con el corazón golpeándole las costillas.
—Un whisky puro, por favor —dijo.
Los servía el propio posadero. Empujó un vaso hacia Mason, inclinó una botella
ambarina y sonrió.
—¿Tuvo suerte hoy, amigo? —preguntó.
Mason sacudió la cabeza, vació el vaso de un trago.
—Caramba —dijo el posadero—. Qué lástima.
Mason empujó el vaso hacia adelante.
—Otro, por favor —dijo.
De pie junto a Mason estaba un hombre corpulento y jovial, de rostro rojo,
transpirado. Le dio a Mason un golpecito en el hombro.
—Yo tuve mucha suerte, señor M… Mason. Fíjese.
Alzó la tapa de su cesta y le mostró a Mason un montón de truchas moteadas que
yacían sobre musgo húmedo.
—Supongo que no elegí el lugar correcto —dijo Mason.
—¿No? ¿Adónde fue, señor Mason?
—Probé en la hondonada profunda del arroyo Mill —dijo.
El hombre corpulento soltó una risita.
—No me extraña que no picara ni uno. En ese lugar hay un hechizo, por lo del
chino.
La mandíbula de Mason cayó. Flaqueó y aferró el borde del mostrador, con los
hombros sacudiéndose.
—Parece sorprendido, señor Mason. ¿Cómo puede no haberse enterado del
hechizo? Ha sido una broma típica de estos lugares durante años.
—¿Qué pasó con el chino? —logró articular Mason—. ¿Fue… fue asesinado?
—Eso es lo que dicen los abuelos. Hace cincuenta años este lugar era una zona
salvaje, virgen. Había una especie de campamento maderero aquí. El chinito
cocinaba. Se peleó con un blanco y el blanco le cortó la cabeza con una cuchilla de
carnicero. Sí, y la dejó caer en el arroyo Mill. Dicen que nunca la encontraron. Se
supone que el espíritu del chino recorre la corriente noche y día en busca de su
cabeza.
Encima del mostrador colgaba una cabeza de ciervo. Mason la miró, y se
estremeció. Se estremeció porque en vez de los cuernos vio una coleta erguida. El
rostro largo y lúgubre del animal cambiaba ante sus ojos para transformarse en el
semblante lívido, manchado de un oriental que hacía tiempo que estaba muerto.
Sacudió la cabeza para disipar la aterrorizante alucinación y se apartó del
mostrador, con la cara crispada. Subió directamente a su cuarto, pisando los
crujientes escalones de madera con pasos automáticos.

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En la intimidad del cuarto, con su secreto resguardado por una puerta con cerrojo
y las cortinas bajas, se sintió mucho más seguro de inmediato. Desabrochó la correa
de la cesta y la bajó al piso con rapidez. La razón seguía insistiendo en que no podía
tratarse del mismo chino. Aunque el arroyo Mill tuviese una alta proporción de cal no
podía ocurrir en la naturaleza semejante milagro de conservación.
Se fue ahondando en él la incómoda sensación de que una vez que se metiera en
las garras de la ley estaría liquidado. Le dirían que se había enterado del hechizo, que
había cavilado sobre eso y se había vuelto loco como una cabra, matando a otro chino
para darle lustre a la leyenda.
Era curioso, pero a pesar del espanto terrible que lo envolvía una trivialidad
insistía en presentarse a sus nervios. Tenía que ejecutar un ritual que no podía ser
postergado. Se sacudió el horror, alzó la caña de pescar y la llevó a la ventana. Alzó
la hoja y se inclinó hacia afuera, entrecerrando los ojos hacia el crepúsculo. Abajo se
extendía un huerto de manzanos envuelto en sombras púrpuras, con los árboles
periféricos metidos en el prado de la posada.

* * *

Cada vocación tiene sus obligaciones sagradas, sus ritos solemnes. El pescador que
descuida secar su línea se desprestigia, pierde el respeto hacia sí mismo y ofende al
mismo Acuario.
Mason no tenía la intención de pescar en ese sentido. El manzano más próximo
tenía ramas bajas, que se adecuaban a la perfección a su propósito. Primero
aseguraría una plomada al extremo de la línea y la dejaría descender al suelo bajo la
ventana. Después bajaría él y la alzaría, y la envolvería alrededor del manzano. De
ese modo, la línea se secaría al aire y no se le oxidaría el carrete.
No quitó la mosca, simplemente unió la plomada al hilo y sacó la caña por la
ventana. Durante los diez segundos siguientes pareció pescar desde la ventana. Abajo
no había agua. Simplemente tierra, hierba y ranúnculos. Pero una curiosa expectativa
lo invadió mientras la línea lastrada descendía.
Era una sensación de lo más extraña. Parecía estar pescando, en verdad. Y al
principio el tirón fue tan imperceptible que se fundió con su estado de ánimo,
fortaleciendo la ilusión.
Bruscamente despertó al terror. Hubo un sacudón convulsivo y casi le arrancaron
la caña de las manos. Con un grito de alarma afirmó el pulgar sobre el carrete,
retrocediendo al cuarto de un salto. El tironeo se volvió de inmediato convulsivo,
continuo. Hizo todo lo que pudo por retener la caña. Empezó a regresar a la ventana,
después lo pensó mejor.
Si no quería perder la caña, necesitaba espacio. ¿Por qué temblaba tanto? Esta vez

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no había nada aterrorizante en su presa. Se trataba de una oveja o una vaca que se
había enredado por accidente, y ahora corría con la línea, zambulléndose frenética
por el huerto.
De pronto la línea dejó de desenrollarse. Casi sin atreverse a respirar, empezó a
recogerla. Para su asombro, sólo hubo una resistencia opaca, pesada. Por un instante
se le heló la columna vertebral y tuvo la imagen de otra cabeza siniestra, socarrona.
Pero no era otra cabeza lo que pasó sobre el antepecho y bajó livianamente a sus pies.
—Casi me arranca el pelo —dijo su presa—. Forcejeé porque me tomó por
sorpresa. Sabía que me pescarías algún día. Decían que yo entraba a los bosques y
desaparecía. Tal vez lo hice. Me perdí durante horas y no pude recordar nunca qué me
había pasado realmente.
La muchacha se quedó mirándolo sonriente, su cabellera como una refulgente
gloria dorada. La cabellera no era lo único glorioso en ella. Desde los pies pequeños
hasta la punta de la cabeza estaba milagrosamente favorecida. Parecía haber salido
directamente de un antiguo daguerrotipo. Llevaba miriñaque y un jubón de satén
negro con mangas acampanadas, y la cintura se estrechaba hasta una delgadez de
avispa. Estaba tratando de sacarse el anzuelo del cabello.
—Cuando tiro de él duele —se quejó—. ¿No puedes hacer algo?
Él desenganchó el anzuelo con dedos temblorosos, mirando los ojos azul zafiro de
la muchacha y sintiendo que un súbito calor crecía en él. Los labios rojos y llenos le
sonreían invitadores.
—Me debo haber dormido en el bosque —dijo—. Soñé contigo. Me pescabas y
tirabas, y yo pasaba de mi mundo al tuyo.
Ahora él empezaba a entender. Una sospecha acerca de la verdad tiraba de él tan
implacable como había tirado el horror en el oscuro, revuelto arroyo Mill. El horror
de la cesta. Había olvidado el horror, pero ahora se impuso otra vez a él, helándolo,
extrayendo el calor de su cuerpo.
Se apartó de ella, con los labios crispados.
—Dime —dijo roncamente—. ¿Cuándo naciste?
—En 1801 —dijo ella—. Tengo diecinueve años.
Así que ahora él sabía. Era una caña mágica. Uno pescaba con ella, y sacaba
gente que había vivido hacía mucho tiempo. Uno también sacaba cosas: cosas
muertas, húmedas. Gimió, y se llevó las palmas sudorosas a la frente.
—Estamos viviendo en un sueño, ¿verdad? —dijo la muchacha—. Las cosas que
me mostraste eran en verdad irreales. Una caja con una voz humana que salía de
ella… una voz musical de mujer. Decías que la voz era de una verdadera mujer que
estaba lejos. La llamaste una voz radial. Y el carro de hierro en el que viajamos sin
duda era algo que soñamos juntos.
A pesar de su agitación, se convenció de que ella poseía un curioso tipo de
presciencia. Había pescado una muchacha que podía ver su propio futuro. Ella
recordaba oscuramente el espacio en blanco de su vida cuando la habían arrebatado

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del pasado.
Lo atacó un súbito temblor. Estaba por pasar otra vez. Tenía que pasar. No se
podía cambiar el futuro cuando retrocedía como una ola al pasado, de ese modo. Ella
había hablado de un carro de hierro. Eso sería un tren, desde luego.
Estaban por irse juntos. Ella había viajado con él en un «sueño» hacía mucho
tiempo y después había vuelto al pasado. Mason pudo sentir el futuro tirando de él,
afirmándole los pies sobre el camino que estaba destinado a seguir.
Lo invadió un vértigo extraño. Deseaba tomarla en sus brazos. No había motivos
para no hacerlo. No tenía compromisos, y ella era tan hermosa, tan increíblemente
hermosa.
De pronto palideció, al recordar el horror de la cesta. No podía dejar la cabeza en
su cuarto. Alguien la descubriría y armaría un escándalo. Tendría que llevársela.
Ella advirtió lo pálido que estaba y se acercó a él. Sus dedos le acariciaron las
mejillas, el pelo.
—Sabía que este sueño regresaría —dijo.
No bajaron juntos. Ella se deslizó delante de él, se agachó en las sombras al pie
de la escalera y esperó que el empleado le diera la espalda. En cuanto lo hizo, cruzó
el vestíbulo como una avispa y salió por una puerta lateral a la galería del hotel.
Cuando Mason se unió a ella, su cabello flotaba en el viento y miraba la estrella
vespertina. En el crepúsculo fresco, fragante, apretó su cuerpo esbelto y la besó
largamente, olvidado de su carga horrorosa.
—Si nos apuramos, podemos tomar el tren de las siete y cuarto —dijo él.
Llevaba la cesta bajo el abrigo, pero no le dijo nada a ella sobre eso mientras
avanzaban en silencio, a lo largo de un camino estrecho y polvoriento con el ocaso
cada vez más profundo en torno.
Subieron al tren en el momento en que salía. La alzó a la plataforma, arrojó sus
bolsos y saltó él mismo a bordo, con la cesta colgando de la cadera.
Si la personalidad de un hombre puede dividirse en mitades divergentes, una
reconocible, la otra un manojo de terror y desdicha, es un problema difícil de
resolver. Por cierto el Mason que se sentó en un vagón de fumar desierto diez
minutos después con la cesta sobre la falda, era curiosamente distinto al Mason que
había caminado en el crepúsculo con una muchacha del pasado.
La había dejado en el vagón mirador, con las manos apretadas. Aún podía oírla
quejarse:
—No te vayas. Tengo miedo de esta parte del sueño. Le tengo miedo.
Él no había tenido ganas de dejarla, ni por un momento. Pero no podía soportar la
idea de ella y eso juntos, en el mismo tren.
Ahora el vagón pasaba junto a un lago que reflejaba estrellas remotas,
parpadeantes. Junto a él la ventanilla estaba bien abierta y podía oler el agua, y los
pinos que bordeaban el lago, y un humo de madera alzándose desde las
profundidades de los pinos. Todo estaba muy sereno afuera, al otro lado de la

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ventanilla.
Abrió la cesta bruscamente, y metió la mano. La carne del horror era fría al tacto.
Empezó a sudar cuando sus dedos exploraron sus contornos húmedos. Lo invadió un
terror absoluto. Tuvo la sensación de que le estaba por estallar el corazón dentro del
pecho.
Debía ser fuerte. Debía. No podía tomarla a ella en los brazos mientras aquella
cosa aborrecible se interpusiese entre los dos. ¿Cómo la sacaría? ¿Le metería los
dedos en las órbitas, como si fuera una bola de bowling, que debía sopesar y arrojar?
O aferraría la coleta húmeda…
La cabeza pareció retorcerse cuando los dedos tiraron de ella. La sacó de la cesta
sin mirarla. Aferrándola con firmeza, se inclinó fuera de la ventanilla y la arrojó recta
hacia la noche.
El tren rugía tomando una curva, con su largo bulto retorciéndose como un
dragón que escupe fuego. Vio que la cabeza flotaba sobre el lago, la vio bajar en el
resplandor rojo que arrojaba la locomotora.
Entró la cabeza y los hombros con rapidez. Temblaba sin poder controlarse. Sacó
un pañuelo, se enjugó la frente empapada. Gracias al cielo, aquello se había separado
de él. Había dejado de ser un íncubo que lo aplastaba.
Colocó la cesta vacía en el asiento, junto a él, y buscó un cigarrillo. Su corazón
dejaría de martillearle en un momento.
No la vio cernirse afuera, a pocos centímetros de la ventanilla, con la coleta bien
alzada, los ojos opacos y muertos mirándolo sin verlo. Pero cuando osciló
erráticamente por sobre el antepecho, se escurrió por el asiento y volvió a entrar a la
cesta con un golpe seco, se le dilataron las pupilas y un grito se le ahogó en la
garganta.
El lago se había negado a aceptarla y había vuelto a su percha. Pasó algún tiempo
antes de poder librarse de un temblor convulsivo que amenazaba con arrojarlo al
pasillo.

* * *

Tal vez era un sueño. Desde un principio. ¿Había abandonado realmente


Green & Hedges, viajado a las Catskills, pescado en el arroyo Mill y regresado otra
vez a Nueva York?
¿Un sueño? Se pellizcó la carne y bajó los ojos hacia el equipaje que había
llevado consigo al restaurante. Sus bolsos parecían bien sólidos… tan sólidos como la
cesta que ahora descansaba en una silla entre él y la muchacha.
Ella bebía su café a sorbos y le sonreía como una niña inocente. No sabía que no
estaban solos en la mesa. La cesta de mimbre pareció volverse transparente de pronto.

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Mason vio la coleta húmeda, ahora enroscada alrededor de las mejillas mojadas, la
carne manchada sobre los pómulos de aquel horror.
Frente a ellos vociferaba una radio. La voz musical de mujer que ella había oído
en su sueño, había dado paso ahora a una ronca pieza de jazz.
De pronto Mason respingó. Una figura familiar había entrado al restaurante y
avanzaba hacia su mesa.
La viuda de Green era una virago rubia, estatuaria que había pasado su primera
juventud, pero, a pesar del declinamiento de su belleza, había en ella algo que agitaba
el pulso de casi todos los hombres. En ese momento vestía de rojo, con sus encantos
de amazona realzados por el rouge y una capa de noche, y recibía miradas de
admiración mientras avanzaba entre las mesas.
Su expresión mostraba que estaba furiosa. El hecho de que Mason hubiese
despreciado las vacaciones que ella le había ganado, al regresar inesperadamente con
una mujer más joven y atractiva, era una cruel desilusión. La hacía sentirse
degradada, le hacía tener deseos de matarlo.
Ahora se erguía directamente ante la mesa, mirándolo con furia.
—¿Cuándo volviste? —dijo con violencia—. ¿Y quién es esta joven, si puede
saberse?
La reacción de Mason fue sentirse consternado. Aunque le había recomendado el
restaurante a Rhoda Green, nunca había soñado que ella pasaría a tomar un trago
después de medianoche para descubrirlo cenando con una joven dama que le era
extraña por completo.
—Rhoda, yo… me resfrié en las montañas —balbuceó—. Me sentía tan mal que
decidí no quedarme.
La mirada de ella era apabullante.
—¡Así que fuiste a un baile de disfraces!
—¿Baile de disfraces? No entiendo.
—¿Acaso esta joven no lleva un disfraz? No me digas que nació con ese vestido.
La muchacha que estaba junto a Mason se puso rígida.
—Este vestido lo hizo mi madre —dijo—. No me gustan sus burlas, señora.
El rostro de Rhoda Green ardía, rojo.
—¿Ah, no? ¡Vamos, zorrita! ¡Zorrita barata!
Furiosa, se inclinó y abofeteó a la muchacha en la cara.
Mason se levantó de un salto, le agarró la muñeca y se la torció.
—Rhoda, contrólate. Eso fue vergonzoso.
Rhoda pareció enloquecer súbitamente. Se libró el brazo de un tirón y arrebató la
cesta de Mason. La cesta horrible, la cesta que ocultaba todo el horror.
—Tu traje, sin duda —chilló—. Metido aquí dentro. ¿De qué te disfrazaste… de
arlequín?
Abrió la cesta antes de que Mason pudiera arrebatársela. La abrió y gritó. Un
instante después, tanteaba el aire tras ella con su mano libre. Necesitaba sentarse,

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encontrar una silla. Tenía que haber una silla detrás de ella. Aún agitaba la mano
cuando perdió el sentido y cayó al piso, desmayada.

* * *

Nadie se molestó en mantener apartados a Mason y la muchacha durante el viaje


helado desde el restaurante hasta la comisaría. Estaban sentados uno junto al otro, en
un furgón celular, el brazo de Mason rodeando la esbelta cintura de la muchacha.
—Ya ves cómo son las cosas, Abigail —dijo él—. No era un sueño. Esto te pasó
antes. No me pasó a mí exactamente, porque yo no había nacido cuando viniste del
pasado al ahora y me encontraste.
—¿Qué nos pasará, querido?
El rostro de Mason estaba triste.
—Me temo que la policía será muy brutal —dijo—. No creen en la magia. El
tercer grado es… pero no tienes por qué saberlo. Pasó antes de tu época.
—¿Quieres decir que te torturarán?
—Sí —dijo él—. Me temo que lo harán.
Lo hicieron. Mason estuvo sentado durante seis horas en mangas de camisa, con
la frente perlada de sudor, los ojos secos en las cuencas. El resplandor era espantoso.
Ojalá se llevaran aquella luz encandilante.
Al principio había deseado un cigarrillo; ahora lo único que le importaba era el
agua. Un vaso de agua fría burbujeante, rebalsante… un frío burbujeo primaveral.
Insistían en preguntarle el porqué.
—¿Por qué lo mataste? ¿Lo mataste en el barrio chino, eh? ¿Quién era? ¿Cómo se
llamaba? ¿Dónde está el resto de él? ¿Por qué lo descuartizaste? Vamos, viejo, dinos
por qué.
El principal interrogador de Mason era un hombre grande, sólido, con ojos
acerados que sobresalían hacia Mason con un odio ciego, como si estuviera resentido
de la falta de palabras que estaba obligando a un detective de primera categoría a
quedarse parado sobre sus callos toda la noche.
—Habla, viejo. ¿Por qué lo mataste?
La puerta del cuarto de interrogatorios se estaba abriendo lentamente. El
interrogador de Mason giró sobre sus talones enfurecido, con un rubor intenso
inundándole las mejillas.
—Eh, tú —vociferó—. Cierra esa puerta. Vete al demonio.
La puerta se siguió abriendo. Un agente uniformado de cara blanca entró al
cuarto, con las rodillas temblando.
—Son órdenes, MacGregor —se quejó con voz quebrada—. El Inspector dice que
dejes de trabajar en él.

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—¿Quieres decir que no tenemos el cuerpo?
—Hablo de la cabeza, MacGregor. La muchacha se la llevó consigo cuando
desapareció de golpe.
—¿Qué la muchacha hizo qué?
—Desapareció de golpe. Está sentada junto al escritorio del Inspector cuando se
levanta de un salto, agarra la cesta que tenía el chino adentro, y dice: «Díganle que
siempre lo amaré. Díganle que voy a despertar allá atrás. Díganle que me llevo esta
cosa horrible conmigo. Atrás, adonde pertenece.»
»Entonces empieza a correr. El Inspector salta y se le pone en el camino. Cree que
ella se dirige a la puerta, pero no es así. Justo frente al Inspector hay un relámpago de
luz y ella desaparece.
»Uf, tendrías que haberle visto la cara al Inspector. Yo trato de no mostrar lo que
siento. Pero entre nosotros, MacGregor, estoy tan pasmado como el Inspector. Sí, y
dos veces más asustado. La cesta sigue su camino. Flota por el cuarto y sale por la
puerta.
»El Inspector suelta un alarido y se abalanza al corredor, tras ella. Yo me quedo
temblando, demasiado asustado como para mover un músculo. El Inspector no vuelve
por unos diez segundos. Cuando lo hace tiene la cesta, sí, pero el chino ya no está
dentro.
»—Kelly —dice—, baja al cuarto de interrogatorios y dile a MacGregor que
termine. Hemos sido víctimas de una tal Al Lucy Nación.
»Eso fue lo que dijo: Al Lucy Nación. ¿Quién demonios es, MacGregor?
MacGregor no contestó. Miraba a Mason, que se había deslizado de la silla y
estaba tendido en el piso, con los hombros sacudiéndose bajo la luz cegadora.
Los sollozos de Mason rompían el corazón. Pero no fue eso lo que lo sacudió a
MacGregor. Fue el otro tipo.
Un tipo alto de pantalones cortos y blancos, y sandalias con alas pequeñas en V.
Estaba inclinado sobre Mason, con un bastón largo y torcido en la mano. Le hablaba
con suavidad, su voz como un susurro salido de la tumba.
—Se le pasará —decía—. El tiempo suaviza la pena, como usted sabe. Siento que
haya tenido que tomar mi vara y pescar a esa muchacha con ella.
Sonrió un poco avergonzado.
—Por desgracia, tengo un carácter un poco burlón. Cuando era un bebé recién
nacido robé las vacas de Apolo y las solté en el lado oscuro de la luz. Mis padres se
enfurecieron, se lo puedo asegurar. Desde entonces me he divertido jugándole bromas
a la raza humana.
»Sé que es vergonzoso, pero mi vara es una tentación constante en ese sentido.
Puede transformarse con tanta facilidad en una serpiente, una vara de rabdomante,
una sombrilla: cualquier cosa que retenga las proporciones generales de una vara.
Su voz se hizo levemente más profunda.
—Esta vez la transformé en una caña de pescar y se la di a un vagabundo para

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que la empeñara. Pensé que el prestamista la pondría en la vidriera y un pescador la
compraría. ¡Qué susto se llevaría!
»Siempre puedo recobrar la vara. Simplemente tengo que convocarla y salta a mi
mano desde dondequiera esté en el mundo. Y cuando ha ejecutado un acto mágico, lo
sé… Conozco todos los detalles.
MacGregor se iba recobrando de su sorpresa. Adelantó la mandíbula y miró
furioso a la figura agachada, con el rostro carmesí.
—¡Usted! —vociferó—. ¿Quién lo dejó entrar? ¿Quién dijo que podía hablar con
el prisionero?
La figura inclinada se irguió.
—Ahora debo irme. Conversar con mortales es fatigoso. Hoy en día, en su ciega
ignorancia, niegan hasta la existencia misma de los dioses. Vine simplemente a
pedirle perdón. Pretendía hacer una broma, no una crueldad. Podría traerla de vuelta
con bastante facilidad, pero se sentiría desdichado junto a una mujer muerta antes de
que usted naciera. Sus gustos y simpatías serían tan distantes como los polos.
El pasaje del extraño no fue tan sensacional. Simplemente se dio vuelta y cruzó el
cuarto de interrogatorios, con una nube tenue, blanquecina girando alrededor de él.
Hubo un encogimiento de piernas desnudas y hombros refulgentes, un brusco
precipitarse de aire vacío. Simplemente eso, y un silencio que bajó sólo interrumpido
por la respiración áspera de MacGregor y los sollozos continuos del hombre en el
suelo.

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Los refugiados

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Como ya hemos declarado, no creo en las apariciones espectrales. Pero el
hecho de que me niegue a creer en fantasmas no significa que sienta del todo
lo mismo con respecto a la «gente pequeña». Se han presentado momentos,
entre el sueño y la vigilia, en que un leve bullicio, como de duendes
reuniéndose, ha parecido venir desde la almohada, cerca de mi cabeza,
entrometiéndose en mi conciencia con un tipo de persistencia perturbadora.
Una mañana fui sacado del sueño muy temprano por un bullicio y unos
golpecitos de ese tipo, y, al no ver nada visible en el cuarto, me dirigí de
inmediato a lo que me gusta llamar mi estudio —daba al mar y estaba
bañado por la luz del sol— y me senté ante la máquina de escribir. «Los
refugiados» estuvo terminado en tres horas.
Lo envié en seguida a Unknown Worlds —el cartero llegó a mi puerta
con un carruaje tirado por caballos negros como la noche pero totalmente
invisibles, de cascos atronadores— y a Campbell le gustó y lo compró.

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*

LOS REFUGIADOS
Unknown Worlds, febrero de 1942

PRÓLOGO

—Michael —llamó la muchacha—. Michael Harragan.


Una sombra cayó sobre el pavimento mojado y Una-oreja Harragan apareció en
el umbral de su taberna, con los pálidos ojos azules tristes como los de una madre. El
aire apestaba a cerveza y chucrut.
—¿Para qué me necesita a esta hora, señorita Kelly? —preguntó.
—Michael, han venido. La casa está atestada de ellos, susurrando. Refugiados,
Michael: del Viejo País. Y yo no sé qué decir o pensar.
Una mirada de resignación apareció en los ojos de Una-oreja Harragan.
—Sí, sí, era de esperarse —murmuró.
—Michael, te necesito. ¿Acaso la taberna significa para ti más que yo? Vamos,
me conoces desde que era una cachorra roja como una langosta.
—Sí, es cierto, señorita Kelly. Pero ahora tengo un hermoso negocio propio, y las
cosas antiguas…
—¡Michael!
—Estamos en Norteamérica, señorita Kelly. Ya no soy un criado.
—Michael, nunca fuiste un criado. Tendrías que saberlo.
—¿Pero acaso no me ha oído decir que soy un hombre ocupado?
—El Diablo también es un hombre ocupado, Mike Harragan. ¿Una taberna es
algo hermoso? ¿Difundir la embriaguez es algo hermoso?
Una-oreja Harragan se ruborizó por completo y volvió la cabeza hacia Kelly.
—Tú sabías que ellos venían, Michael. ¿Por qué no contestaste mi nota?
—Vamos, ¿y por qué iba a hacerlo? Yo que siempre los he amado. Vamos, sería
un pecado.
—¿Conjurarlos para que se vayan? Oh, Michael, debes hacerlo. Perderé a Roger
si no lo haces. Él no puede soportar los susurros.
—Señorita Kelly, ¿por qué se casó con un hombre así? Tiene un corazón de
piedra, ya lo creo.
Los ojos de la señorita Kelly se nublaron.
—Él no es irlandés, Michael. Tú y yo sabemos que fueron los bombardeos los que
los trajeron aquí. No podían soportar esas bombas horribles, horribles. Pero en

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Norteamérica podrían ser felices en cualquier parte.
—En cualquier parte no, señorita Kelly, Sólo con los del Viejo País, con ojos
para verlos y corazones para sentirlos. Lo que necesitarán será un buen hogar
irlandés.
—Pero tú puedes verlos, Michael. Todos los demás sólo podían oírlos,
escurriéndose por los aleros de los caserones. A ti te aman, Michael. Tú podrías
hacerlos cantar y bailar.
—Sí, puedo hacerlo.
—Acompáñame, Michael. Conjúralos para que se vayan. Perderé a Roger si no
lo haces.

* * *

Cuando Roger Prindle subió la escalinata de entrada de la mansión de los Kelly, el


humo brotaba del cuenco de su pipa y su rostro estaba más sombrío que una madura
nube de tormenta.
Helen Kelly era la muchacha más dulce del mundo, pero había en ella una veta de
misticismo que lo perturbaba y lo asustaba. Sencillamente ella no se daba cuenta que
no era normal que una muchacha joven y sensible viviera completamente sola en una
casa habitada por los recuerdos.
Desde la muerte de su padre la casa se había convertido en un mausoleo, había
adquirido un aire mohoso, sepulcral. Macizas sillas de roble y sofás Victorianos y
pesadas colgaduras se combinaban para crear una atmósfera de vejez y decadencia.
Aún peor era lo de los susurros. Roger Prindle no creía en lo sobrenatural, pero
tenía que admitir que los susurros eran condenadamente extraños. Sus oídos eran
asaltados en todas partes por susurros pequeños, misteriosos.
En todo el trayecto de la gran escalera central, detrás de las colgaduras de las
salas, en el cuarto de huéspedes del tercer piso y hasta abajo, en el sótano. ¡Susurros!
Siguiéndolo dondequiera que fuera, helándolo hasta la médula.
Era bastante tarde para regresar a la enorme casa, pero se le había acabado la
paciencia. En Cape Cod era dueño de una agradable cabañita abanicada por las brisas
del mar, alegrada por utensilios de cobre y pinturas marinas: un paraíso para dos.
Confiaba en que los susurros no los siguieran allí. El único problema era
conseguir que ella comprendiera su punto de vista. La cuestión debía resolverse esa
misma noche.
Como un tonto, se había ido a las diez sin darle un ultimátum. Ella deseaba de
corazón quedarse en la enorme casa, y el temor de herirla había hecho que él se
controlara.
A último momento le había entrado tanto pánico que había partido sin decirle una

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palabra al respecto.
Pero ahora estaba fortalecido por tres whiskies con soda y una decisión
inconmovible. La tomaría de los hombros y le diría lo que pensaba con franqueza.
—Querida, nos casamos y dejaremos la Tierra de los Duendes en el tren de las
ocho y cuarto. Dejaremos todas estas telarañas atrás, ¿entiendes?
La fastidió descubrir que ella había dejado la puerta sin cerrojo. Vivir en la casa
enorme sin criados era bastante riesgoso, dejar la puerta de entrada sin llave era
imperdonable.
Sintió un hormigueo en el cuero cabelludo cuando entró al vestíbulo en sombras,
como si lo siguieran. Siempre había tenido esa impresión en la enorme casa. Era una
de las desventajas de enamorarse de una irlandesa «Killarney».
No lo seguían, desde luego. Era todo una insensatez. Un tipo como él, un
contador público recibido, estaba demasiado apegado a la realidad como para creer en
algo que no pudiera verse y tocarse.
La oscuridad era muy densa en el vestíbulo. Como un tonto, había cerrado la
puerta de entrada tras él, bloqueando la luz de la calle. Avanzó a tientas hacia la
escalera central, con una mano tendida para no tropezar con mesas, floreros o
estatuas.
Aun estaba avanzando cuando una vocecita tintineante le susurró cerca del oído:
—Eres más alto de lo que piensas, Roger Prindle.
Hubo un instante de silencio y después un zumbar estridente llegó desde todos los
ángulos:
—Él es más alto de lo que piensa. Es más alto de lo que sueña.
Roger Prindle palideció. Dejó de avanzar en la oscuridad, dejó de respirar. Algo
que ya era malo había empeorado, se había convertido de pronto en una amenaza para
su cordura. Por primera vez los susurros se aglutinaban en palabras concretas. Era
como si un abismo se hubiese abierto bruscamente bajo sus pies.
No se dio cuenta de lo alto que se había vuelto hasta que chocó con la cabeza
contra el techo. Casi gritó cuando descubrió que tenía al menos diez metros de altura.
Estaba bien por encima de los pasamanos, mirando hacia abajo. Al menos su
cabeza lo estaba. Y era indiscutible que lo que restaba de él abajo iba creciendo.
Podía ver la mayor parte de su cuerpo de modo difuso porque arriba, donde estaba su
cabeza, había un poco más de iluminación. Había una luz en la mitad del corredor en
el que culminaba la escalera.
Podía verse hasta las rodillas, aunque sin mayor claridad. Sus pies seguían
plantados con firmeza en la alfombra de la base de la escalera.
—Sería un pecado que dejara de crecer. Aún no es bastante alto.
—¿No quisieras agacharte, Roger Prindle? ¿No quisieras crecer hasta romper el
techo?
—Él es más alto de lo piensa. Es más alto de lo que sueña —dijo un coro burlón
de vocecitas cerca de sus oídos.

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Ahora los hombros se le desplegaban contra el techo. Se dobló casi en dos, bajó
los ojos consternado hacia sus rodillas hinchadas. Apenas visibles bajo su cintura en
expansión había grandes bultos de carne sostenidos por pilares de ébano que se
alzaban en sacudones hacia la punta de la escalera.
Mientras miraba fue invadido por el horror y una repulsión enfermiza. Era todo lo
que podía hacer para impedir que se le quebrara la espalda. Tenía que agacharse más
y más y cuanto más se agachaba más monstruosamente deformado se volvía su
cuerpo.
Entonces empezó a encogerse de repente. Sus hombros dejaron de presionar
contra el techo y las piernas se acortaron bajo él.
—Eres más pequeño de lo que piensas, Roger Prindle —susurró la voz
tintineante.
—Él es más pequeño de lo que piensa. Es más pequeño de lo que sueña —dijo el
coro desde arriba.
El empequeñecimiento de Prindle era increíblemente rápido. Se encogía a tirones,
como una pelota pinchada. Ahora su cabeza era más baja que la escalera, ahora
estaba a quince centímetros del piso.
—¿Hasta qué punto te gustaría achicarte, Roger Prindle? —dijo la voz
tintineante.
—No achiques demasiado a Roger Prindle. Un ratón se lo comería. Un ratón se
comería al pobre Roger Prindle.
—¡Oh, crunch, crunch, qué delicioso!
—No lo dices en serio, duendecito azul. Cuando crezcas sentirás sólo compasión
por los pobres y sufrientes mortales.
—Lo has mimado y echado a perder, Mamá Ululee. Habría que ponerlo sobre la
falda y darle una buena paliza.

* * *

Ahora la oscuridad se disolvía. Una radiación tenue, espectral se arrastraba dentro de


la casa. Roger Prindle alzó los ojos hacia la escalera que brillaba difusamente, y su
cerebro giró.
Había dejado de ser una escalera. Era una montaña enorme, centelleante, con
acantilados de dos kilómetros de ancho atravesando su faz inclinada.
Prindle se llevó las manos a los oídos y se tambaleó en un vahído. Las voces eran
atronadoras… ensordecedoras.
—No deseas ser tan pequeño, Roger Prindle. Tienes menos de dos centímetros.
—Él no desea ser tan pequeño. Es más pequeño de lo que piensa. Es más
pequeño de lo que sueña.

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—No hay motivos para eso. Podría ser tan grande y fuerte como el Rey
O’Lochlainn.
—Pero Roger Prindle no es un rey, Anululu. Brillaban mis ojos cuando
O’Lochlainn se acercó a través de las espadas normandas. Un hombre entre los
hombres era, con pelo rojo en el pecho.
—¿No crees que Roger Prindle podría ser un hombre fuerte, espléndido?
—Yo no dije eso, Mamá Ululee. Él es más fuerte de lo que piensa. Es más grande
de lo que sueña.
Prindle bajó los ojos y vio que el piso bajaba. Se alejaba y corría bajo él como
una llanura en disolución. Prindle crecía a saltos y sacudones. Ahora tenía medio
metro de altura, ahora un metro, y después…
Era otra vez un hombre de tamaño normal. Estaba temblando al pie de la escalera,
con la garganta mortalmente seca. Las voces habían dejado de reverberar atronadoras
desde cavernas inmedibles por el hombre.
—Raspit, ¿sabes que hay maldad en la mente de Roger Prindle?
—Hay maldad en las mentes de todos los mortales, Kinnipigi. ¡Piensa en los
horribles bombardeos!
—No pretendía dar a entender que Roger Prindle fuese tan malo como eso. Es un
caballero bueno, amable. Pero a veces sus pensamientos son muy escandalosos.
—Creo que sé lo que quieres decir, Kinnipigi. El llamado de la carne. A veces
Roger Prindle es más sátiro de lo que sueña.
Algo pasaba con las manos de Roger Prindle. Las sentía raras, ásperas. Se las
había estado frotando inconscientemente, como acostumbraba cuando lo acorralaba la
ansiedad. Ahora dejó de hacerlo de pronto. Los dientes se le juntaron con un pequeño
chasquido.
Las manos… sentía las manos muy raras. Parecían ser cerdosas y húmedas. Tenía
miedo de alzarlas y mirarlas. Prindle no era un cobarde en lo físico, pero había ciertas
cosas…
—Mamá Ululee, Roger Prindle parece una verdadera cabra —chilló la vocecita
más aguda—. Mamá Ululee, ¿él come latas viejas, y de todo?
—Roger Prindle, fíjate en lo que pareces. Eres un sátiro y debería darte
vergüenza.
Prindle bajó los ojos hacia su cuerpo. Un pelo grueso y rojo lo cubría desde la
cintura hasta los brillantes… cascos. Tenía los tobillos velludos y las uñas de los pies
se habían fundido en córneas fundas negras que resonaron en el piso cuando
retrocedió de un salto con enfermiza repulsión.
—Roger Prindle, deberías avergonzarte. No eres más que un sátiro grosero y
peludo. No engañas a nadie, Roger Prindle. ¿Por qué no eres honesto contigo mismo?
¿Con qué sueñas más? ¿Cuántas veces te has agazapado entre los helechos para mirar
cómo se bañan las ninfas blancas?
—¿Quieres decir en sus sueños, Kinnipigi?

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—Por supuesto.
—No eres justo con Roger Prindle. Él no es responsable de sus sueños.
¿Conociste alguna vez a un pobre y débil mortal que no respondiera al llamado de la
carne en sus sueños?
—Sí, Kinnipigi. En 1037 existió un idiota que…
—Bueno, ya ves.
—Pero ahora Roger Prindle no está soñando. Nunca hubo mortal más despierto y
desvergonzado. ¡Fíjate en sus ojos!
Los ojos de Prindle estaban centelleando. No podía evitarlo. Bajando por la
escalera central se acercaba la ninfa más blanca, más hermosa que nunca hubiese
visto. Su expresión era tan lasciva que lo descompuso, y sin embargo no podía
apartar los ojos de su cara.
—Qué manos fuertes y peludas tienes, Roger Prindle. El Rey O’Lochlainn era
apenas más hombre que tú.
—Él es más bestial de lo que piensa. Es más bestial de lo que sueña.
En toda su vida Roger Prindle nunca se había sentido tan primitivo, tan
dominante. La ninfa le había disparado una mirada de desafío y volvía a subir la
escalera corriendo, con las trenzas negras como el ala de un cuervo fluyendo tras ella
como una capa agitada por el viento.
No había en ella nada de modesta; todo lo contrario. Era exactamente lo opuesto
de lo que habría deseado en una esposa. Era tan descarada como una arpía, y sin
embargo…
Roger Prindle subió atronando las escaleras en furiosa persecución, con los
peludos brazos extendidos.
—¿Crees que Roger Prindle la atrapará, Mamá Ululee?
—Puedes estar seguro de que no se quedará para siempre con las ganas,
duendecito azul. No tienes más que mirar cómo corre.
—No se quedará para siempre con las ganas. Tiene cascos más rápidos de lo que
sueña.
—Oh, mira, Mamá Ululee. La atrapó. La atrapó, oh.
—¡Por el cabello largo y negro! Prindle, eres un hombre afortunado. Te
felicitamos y te deseamos que seas muy feliz.
—¡No, no, no, él no tiene que hacer eso! La está arrastrando escaleras abajo por
el cabello. ¿No se da cuenta de lo grosero que resulta eso?
Roger Prindle no se daba cuenta. Ahora sus sentidos se bamboleaban. Tenía
apenas una remota noción de lo que hacía. Estaba agarrando las trenzas largas y
morenas de la ninfa y tiraba, y ella parecía flotar de espaldas en el aire.
Había bajado la mitad de la escalera cuando pasó algo horripilante. El rostro
hermoso y pálido de la ninfa se arrugó y se oscureció y se pudrió ante sus ojos. El
horror se metió en todos sus sentidos a la vez.
Mientras un olor a putrefacción le invadía la nariz, el cabello de la ninfa silbó

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como un nido de serpientes, y se secó entre sus dedos. Ya no agarraba trenzas de seda
sino una correosa masa de telarañas. Ya no miraba una bella ninfa blanca de
miembros curvilíneos, sino un esqueleto refulgente con órbitas agusanadas que se
retorcían y se contorsionaban aborreciblemente en la luz escasa.
Retrocedió chillando. Sus cascos volaron bajo él y corrió hacia atrás, con los
brazos peludos cruzados, a la defensiva.
—¡Mamá Ululee, se partirá el cuello! ¡Se fracturará la columna!
—Raspit, Raspit, lanza un hechizo. Rápido, o se lastimará.
Un golpe sordo sacudió la escalera cuando Roger Prindle cayó al piso sobre su
columna, y se retorció gimiendo.
—Oh, lo siento. Mamá Ululee. Llegué un segundo tarde.
—Siempre lo haces, Raspit.
—No está muy malherido, Mamá Ululee. Mira, está tratando de pararse.
—Caramba, así es, así es. Es de nuevo un bondadoso y amable caballero. ¡Como
siempre!
Magullado y sacudido, Roger Prindle se puso en pie tambaleando. Le parecía que
su cabeza reventaba. Ya no podía soportar aquello. Se estaba volviendo loco. Le
estallaba la cabeza y…
—Lamento que te hayas caído, Roger Prindle —chilló la voz tintineante—. Si yo
no fuese tan pequeño, me agacharía y dejaría que me hicieras subir la escalera a
puntapiés. Sólo que… bueno, nadie nos ha prestado la menor atención, y nos hemos
puesto muy morbosos. Éramos desdichados en la enorme nave, y estamos solos desde
que llegamos.
—Estamos más solos de lo que él piensa. Estamos más solos de lo que él sueña.
—Tenemos que contar con una válvula de escape, Prindle. Nos sentimos
comprimidos por dentro. Somos la gente pequeña de los Kelly. Somos de ellos, sólo
de ellos. Soportamos todo lo que pudimos hasta irnos en tropel hasta la enorme nave,
y alejarnos escondidos. Sabíamos que la señorita Kelly nos daría un hogar. Tenía seis
años cuando se alejó, y era madura para su edad, y nos entristeció verla partir. Pero
sabíamos que siempre nos amaría, y cuando empezaron los bombardeos pensamos en
ella.
El rostro de Roger Prindle se crispó.
—No puedo verte —dijo a duras penas—. ¿Dónde estás?
—Estoy de pie dentro de tu oreja izquierda, Roger Prindle. Y estoy muy
acalorado y exhausto, además. Tu oreja está llena de polvo hasta la misma pared del
fondo.
Prindle palideció. Ahora podía sentirlo. Era indudable que algo se movía justo
dentro de su oreja izquierda, haciéndole cosquillas. Aterrado, dobló un dedo y lo
metió en el pabellón, con un sudor frío brotándole en todo el cuerpo.
—Con cuidado, Roger Prindle —chilló la voz—. Me aplastarás si empujas. No
tienes más que alzar la palma, si quieres verme.

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Prindle obedeció temblorosamente. En cuanto lo hizo, algo hormigueante y como
una mosca aterrizó sobre su palma y corrió con rapidez a través de ella.
—Con cuidado, Prindle —chilló—. No me sacudas. Baja la palma lentamente y
mantenla alzada. Eso es, eso es. Despacio.
Un instante después el rostro apuesto, móvil de Prindle, con sus ojos
melancólicos y la boca expresiva se endureció en una máscara de asombro.
El duende estaba sentado con las piernas cruzadas en el centro de su palma, con
los ojos alzados hacia él. Un duende diminuto, moteado, del color de una salamandra
de octubre, con las manos membranosas aferrando sus rodillas.
—No te alarmes, Prindle —dijo—. No me estarías viendo si no me gustaras.
Tienes que ser irlandés en parte o no estaría sentado aquí hablando contigo.
—Mi bisabuela por la rama materna era irlandesa —balbuceó Prindle—. Así que
es por eso…
—Por supuesto que es por eso —dijo el duende, como si le leyera los
pensamientos—. Sabíamos que no podías enojarte con nosotros, Roger Prindle.
Nunca existió un irlandés que no amara los duendes. Todos moriremos el día en que
nazca semejante irlandés.
—¿Así que por eso me jugaron todas esas bromas?
—Roger Prindle, no dejes que ella nos haga ir. Vinimos a este país grande y
nuevo para estar con el último de nuestros Kelly. Los bombardeos eran horribles,
pero más horrible sería dejar que ella fuera a esa taberna. No es que no nos guste
Michael Harragan. Es un hombre espléndido, pero no es un Kelly.
Prindle se enjugó el sudor de la frente.
—Me hicieron pasar la peor media hora de mi vida —murmuró—. Convertirme
en un gigante y un enano, y sacar todos los pensamientos oscuros y ocultos de las
profundidades de mi mente.
—Te hechizamos porque nos gustas, Roger Prindle. A un mortal no le hace daño
tener un buen susto de vez en cuando. Y tendrías que caminar a la luz del día con tu
ser oculto más a menudo.
Roger Prindle se puso de pie. Cerró la palma lentamente.
—Te tendré cautivo hasta que ella regrese —dijo—. No voy a arriesgarme más
contigo. Sospecho que eres el cabecilla, y he oído que un duende no puede jugar con
magia cuando está encerrado en la oscuridad.
Sonrió torcidamente, ignorando una furiosa agitación dentro de su mano.
—Escuchen, todos —dijo—. Me la llevo conmigo mañana. Vamos a dejar esta
casa grande, sombría. Nos vamos a vivir junto al mar, y en un risco bañado por el
viento en Massachusetts no habrá rincones oscuros para que se oculten duendes. Sólo
sol y viento y agua… y muchos dolores de cabeza para cualquier duende que piense
que puede resistir en un medio ambiente como ése.
Hubo un inmediato murmullo de desesperación alrededor de él.
—Se la lleva. Roger Prindle es más cruel de lo que piensa. Es más cruel de lo que

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sueña.
—¡Linda pandilla de rufianes! Escuchen, todos. Si los llevo, ¿prometerán
comportarse y dejar el asunto de los hechizos? ¿Me ayudarán a orientar las velas de
mi balandra, y a lustrar las piezas de bronce, y a juntar lombrices para mí para que
pueda ir a pescar de vez en cuando?
—Oh, sí, sí, sí, sí. Roger Prindle, eres más irlandés de lo que piensas. Eres más
irlandés de lo que sueñas.
Roger Prindle suspiró y hurgó el bolsillo en busca de la pipa. Era cierto, por
supuesto. Ningún hombre sobre la Tierra podía escapar de su herencia o evadir las
obligaciones de su nacimiento.

* * *

El humo subía arremolinado de la pipa de Roger Prindle cuando Helen Kelly abrió la
puerta de entrada y se quedó como en trance, con una brisa de la calle despeinándole
el cabello corto, castaño rojizo. Junto a ella estaba Michael Harragan, con la
maravilla y el agradecimiento en la mirada.
—Dios bendiga mi alma, señorita Kelly, mire eso. Es muy evidente que están con
él, o no estaría ahí parado tan tranquilo y satisfecho. No con ellos colgados en todas
partes alrededor de él y susurrando como un enjambre de abejas de Connemara.

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El empadronador

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«El empadronador» apareció en Unknown Worlds antes de que el nombre de
la revista se abreviara. Siempre he preferido el título anterior, más largo,
Campbell parecía sentir que Unknown a secas atraería más a los lectores. O
tal vez sintiese —nunca se lo pregunté directamente— que desde las oscuras
profundidades de lo desconocido podían alcanzarse criaturas que no venían
de ningún mundo en particular sino de alguna escondida profundidad de la
mente aún más antigua que el inconsciente colectivo de Jung.
Sin embargo estoy muy seguro de que «El empadronador» no vino de
una zona semejante. En un sentido cercano a la ciencia-ficción me sigue
resultando demasiado real. Si se despoja al relato de su estructura de horror
fantástico se tendrá a un hombrecito muy real del futuro.
Sí, yo bien podría conocerlo en persona si viviese hasta el año 3000, y
con los continuos milagros de la ciencia médica bien podría conseguirlo…
Pero no pensaba entrar en ese tipo de divagación personal. Además, bastaría
que me lo encontrara en persona para que pudiera arrepentirme de haberme
permitido creer que alguna vez me gustaría permanecer sobre la tierra hasta
un futuro tan lejano.
En cierto sentido, «El empadronador» es profético en una dirección
sexualmente revolucionaria, porque para ellos tener sólo una esposa era un
estigma moral que exigía los más severos castigos.

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*

EL EMPADRONADOR
Unknown Worlds, abril de 1942

El hombrecito que estaba parado en el umbral goteaba agua. Había brotado de la


lluvia con un portafolios apretado bajo el brazo y una expresión en la cara que era lo
contrario de la placidez. Había una disculpa en su mirada, y sin embargo parecía
humear de indignación, e insistía en mirar por sobre el hombro, como si se hubiese
encontrado en el vestíbulo con algo afrentoso que aún jugaba con sus nervios.
—No pude encontrar el timbre —dijo.
Phillip lo miró con ojos furibundos, de arriba abajo. Phillip había estado leyendo
una novela policial, con las largas piernas estiradas ante un fuego vivo, crepitante. El
fuego le había dado una sensación de hormigueante seguridad y calidez. Todo había
dejado de existir salvo el asesinato de la página 19. Todo: la lluvia afuera, los
documentos legales en su estudio, las cuentas impagas en el archivador y hasta su
indigestión.
Entonces se habían presentado los golpecitos sobre la puerta, y el cadáver de la
página 19 se había derretido en un amasijo de letras impresas que un escritor de
tercera había salpicado con la magia de la ilusión.
El hombrecito estaba cubierto del mentón a los zapatos por un impermeable verde
pálido. Estaba sin sombrero y el cabello se le pegaba a la frente en mechones
húmedos.
Había algo raro en el impermeable: no tenía botones. Se parecía a uno de esos
astutos abrigos con cierre que se superponen por fuera, engañando a todos menos al
dueño y haciendo que los sastres frunzan el ceño.
Phillip se apartó unos pasos de la puerta y le hizo al hombrecito un gesto para que
se acercara a la estufa. Deseaba empujarlo de nuevo hacia la lluvia y cerrarle la
puerta en la cara. Pero había en él un débil aura de burocracia oficial, tan
escalofriante como una carta del departamento de impuestos y finanzas de
Washington.
La actitud apologética del hombrecito disminuyó de modo perceptible en cuanto
se sentó en el sofá favorito de Phillip. Tendió las manos hacia el fuego y sonrió.
—Lindo lugar el que usted tiene —dijo.
Phillip estaba sentado frente a él y encendió un cigarrillo, con los músculos de la
mandíbula tensos. Un inspector del impuesto a la renta. Phillip esperaba que no. No
había declarado todas sus ganancias, pero…

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—No puedo comprenderlo —dijo el hombrecito—. Estaba seguro de haber
cubierto este barrio desde los departamentos al canal. Eso sólo demuestra que un
hombre vale lo que valen sus ojos. Pasé por esta esquina la semana pasada y no vi ni
una casa. Ni una bendita casa.
Phillip tragó saliva.
—¿Es usted… un inspector de construcciones? —arriesgó.
—Por Dios, no. Estoy haciendo un censo de todas las personas de este barrio. Me
temo que tendré que hacerle algunas preguntas muy personales, señor. Acerca de sus
esposas. ¿Cuántas tiene, exactamente, señor?
La mandíbula de Phillips bajó y el cigarrillo cayó al piso. Lo recobró, con un
lento rubor subiéndole en la cara. ¡Un lunático! No un inspector del impuesto a la
renta, sino un lunático perdido, sentado frente a él.
—Lindo lugar el que usted tiene —repitió el hombrecito, mirando alrededor de sí
con admiración—. Nunca he visto una estufa como ésa, y estas sillas… antigüedades,
sin duda. Demonios, ¿de dónde sacó esa alfombra?
Con los lunáticos había que tener cuidado. Era mejor seguirles la corriente, fingir
que se concordaba con ellos en un cien por ciento.
—Esperaba su visita —dijo. La firmeza de su propia voz lo sorprendió—. Me
temo que no tengo ni siquiera una esposa. Vea…
El hombrecito se levantó de un salto, con un grito de asombro.
—¡Ni una esposa! Pero usted no podría… no podría pagar ese tipo de impuesto.
—Yo no pago ningún impuesto —dijo Phillip.
—Ningún impuesto. Pero es la ley. Si tiene menos de veinte esposas tiene que
pagar un impuesto. Con diez es bastante alto, con cinco… ¿usted no paga ningún
impuesto?
—Bueno, escuche…
El hombrecito miraba a Phillip como si se le revolviera el estómago ante una
especie inferior de gusano.
—No es de asombrarse que se haya encerrado en esta vieja casa solitaria. Sin
silbato… Tendría que haberlo imaginado.
—¿Sin… silbato?
—Sin silbato en la puerta. Es afrentoso. Las visitas tienen que golpear —los
labios del hombrecito empezaron a crisparse—. La ley tendrá algo que decir sobre
esto, señor. Ni una esposa. Caramba, usted es un criminal, señor… un malhechor.
Phillip se iba apartando del hombrecito con cautela.
Estaba demasiado asustado como para retirarse con rapidez. Había leído en
alguna parte que los maniáticos tenían el vigor y la agilidad de veinte hombres. El
vigor, en todo caso.
No pensaba arriesgarse. Como la mayoría de los neuróticos tenía una buena
reserva de valor, pero ahora la llave de salida estaba atascada, tapada por la tensión.
Su objetivo era el teléfono ubicado sobre el costado izquierdo de la salita de

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entrada. Cuando llegara el teléfono aislaría la sala de estar deslizando las puertas
grandes, dobles… El pensamiento se le congeló en salpicaduras serpenteantes sobre
el cristal de la conciencia.
El hombrecito se había ido. Había desaparecido con tanta rapidez que el espacio
que había ocupado tenía un aspecto chupado.
Phillip se tambaleó hasta la estufa y se quedó mirando las llamas. Estaba sacudido
hasta la médula. Nunca antes había tenido una alucinación de buena fe. Tres o cuatro
veces en su vida había despertado para enfrentar algo sólido y amenazante que estaba
al pie de su cama, pero el horror había huido antes de que pudiera encender las luces.
El hombrecito no había huido. Se había sentado en la silla de Phillip y hablado, y
exhibido emoción, y hasta se había enfurecido con una libreta de notas en la mano.
La penumbra de una pesadilla habría esquivado semejante prueba, se habría
precipitado a las sombras con un silbido escalofriante.
Phillip se enjugó el sudor de la frente. Había ido hasta la puerta, y dejado entrar a
la alucinación. No podía tratarse sólo de un trastorno nervioso. Una alucinación
auditiva, visual, olfativa que expresaba tonterías sólo podía significar que…
Sólo le quedaba una paja de la cual agarrarse. La línea fronteriza podía cruzarse
una y otra vez una docena de veces en las etapas incipientes antes de que a uno le
tomaran las medidas para un chaleco de fuerza, y empezaran a hacer correr el agua.
Se vio en una bañera, con agua caliente arremolinándose sobre el pecho y el
hombrecito instalado como huésped permanente en una habitación con telarañas y
paredes rajadas, bien adentro de su cabeza.
El agua subía y subía, y cuando ya no pudo soportarlo más se dirigió a la salita y
discó el número de Claire en un vistoso aparato manual que la compañía telefónica
había instalado con un alto costo. Claire había querido tener cosas hermosas en la
casa de él, porque iba a ser su esposa y vivir allí hasta que llegara el invierno.
Ahora lamentaba no haberle hablado de Claire al hombrecito. Podría haberse
ahorrado un millón limpio de impuestos. Claire era una muchacha inteligente,
simpática, y…
—¿Claire?… Querida, sufrí un sacudón. Estoy asustado. ¿Puedes venir en
seguida? ¿Cómo, querida?… Sí, sé que es tarde. Pero dijiste que si nos necesitáramos
realmente tirarías a la señora Grundy en una zanja. Ahora te necesito.
—¿Phillip, qué pasa? —dijo Claire con voz entrecortada—. ¿Estás enfermo?
Phillip, no habrás estado…
—Estoy sobrio, Claire. Yo… no he tocado una gota. Al menos desde anoche.
—Está bien, corazón. Sírvete un buen trago y aguanta. Sea lo que sea, le
mostraremos que somos duros de pelar.
Cuando Phillip colgó el horror pareció disiparse un poco. Regresó junto al fuego
y se sentó. Aún temblaba, pero la voz de Claire lo había ayudado. Con Claire en sus
brazos podía enfrentar hasta una… una psicosis.
Había que enfrentarlo, reconocerlo con franqueza. Su neurosis había desbordado,

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pero aún no estaba liquidado. No por una maldita visión. Un hombre con un montón
de cosas por las cuales vivir podía luchar para regresar. Regresar a través de
supurantes laberintos oscuros hasta la frontera, donde sólo se erguía un hombrecito.
Tumbaría al hombrecito de un golpe y volvería a trepar a las mesetas de la cordura
con Claire en los brazos. Lucharía, lucharía…
Alguien llamaba, golpeaba con fuerza la puerta delantera de la gran casa solitaria
de Phillip. Se irguió con un sacudón galvánico, una barra de hielo apretándole el
corazón. Tenía que ser otra vez el hombrecito, golpeando en la lluvia, furioso porque
no podía encontrar el silbato. Tenía que ser. Claire habría tirado del gran llamador
herrumbrado y habría esperado que se calmara el ruido de la llamada.
Phillip se levantó con los puños cerrados y un resplandor desafiante en los ojos.
Pelearía de pie. Abriría bien la puerta y enfrentaría al hombrecito con…
Los cuatro hombres tenían que haber atravesado la puerta, porque de pronto los
golpes se habían detenido y allí estaban, con los impermeables verde pálido brillando
a la luz del fuego y los ojos clavados en su cara.
No eran pequeños para nada. Aparte de los gigantes de circo eran los hombres
más grandes que había visto. Al menos un metro noventa, con cuellos de buey y
hombros rectos, anchos.
El terror vació el cuerpo de Phillip de todo coraje.
—¿Vas a venir tranquilo, o tendremos que usar un convencedor? —dijo uno de
los gigantes.
—¿Ir tranquilo? ¿Quiénes son ustedes? ¿Qué he hecho?
—Macilrimp, no sabe lo que hizo. Díselo. A mí me da lástima.
El gigante que estaba a la derecha de Phillip tenía un tipo de cara intermedio.
Algo había impedido que la parte inferior llegara a ser tan refinada como la nariz y la
frente, que estaban más o menos al nivel de un Cro-Magnon. Era calvo como un
pepino, pero las cejas parecían felpudos y su mandíbula de hombre de Heidelberg
estaba orlada de cerdas rojo-cobrizas que temblaban cuando hablaba.
—Tú sabes por qué estamos aquí —dijo—. Tenemos órdenes de encerrarte. Con
una casa grande como ésta podrías tener más de treinta esposas. Con todo este
espacio, ¿qué podrías perder?
—Un inadaptado como él tendría muchas cosas que perder —dijo el gigante
ubicado a la izquierda de Phillip—. Es fácil ver que es un tipo antisocial.
—Basta de frases complicadas, y llévenlo —dijo el gigante que había hablado
primero.
Se cerraron sobre él desde los cuatro lados, con los ojos ardiendo de desprecio y
las sólidas mandíbulas adelantadas.
Phillip se debatió con todas sus fuerzas. Golpeó con los puños y se contorsionó,
pateó, mordió. Pero al parecer no podía impedir que le tiraran de las orejas hacia atrás
y lo alzaran en el aire.
Sus puños eran prácticamente inútiles porque cuando los golpeaba los nudillos le

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rebotaban de vuelta a su rostro. Había una elasticidad gomosa en sus bultos fibrosos
que resistía a todos sus aporreos. O casi todos. Por un breve instante pareció tener
ventaja. Fue cuando aplicó una izquierda especialmente rencorosa en el hueco del
estómago de Macilrimp y su mano quedó incrustada, hasta la muñeca.
Macilrimp parecía tan sorprendido como Phillip cuando esto pasó. Dejó caer los
brazos y bajó los ojos hacia su torso con la consternación torciéndole la boca y
crispándole las cejas.
Fue una ventaja, pero Phillip estaba demasiado asombrado como para
aprovecharla. En vez de descargar una derecha igualmente rencorosa, sacó la mano
de un tirón, como si la hubiera metido por occidente en un avispero o la hubiese
apoyado sobre un hierro al rojo vivo.
El estómago abollado de Macilrimp se llenó otra vez y las arrugas desaparecieron
de su impermeable. Agarró a Phillip y empezó a deshacerle la cara, con una
expresión homicida.
—Tú te lo buscaste —rugió—. Voy a arruinarte de por vida.
A los gigantes les llevó todo un minuto convencer a Phillip de que no podía
oponerse a su fuerza combinada, aunque pudiese hundir sus puños en ellos con
pesados golpes.
Sosteniéndolo por los brazos y las piernas lo transportaron fuera de la casa
enorme y solitaria, hacia la noche. Tenía la cara como si le hubiese pasado encima un
monopatín de niño, y cuando se abrió la puerta y la lluvia cayó sobre él cada gota
pareció bajar con un peso de plomo.
—Un hombre con esposas e hijos no tendría que mezclarse con esta escoria —
gruñó Macilrimp.
Phillip no vio acercarse a Claire, ni oyó sus rápidos pasitos sobre el sendero que
rodeaba la casa. Pero la oyó gritar.
Fue un grito penetrante de miedo y arrancó a Phillip del letargo sin esperanzas en
que había caído. Empezó a forcejear otra vez, con violencia.
Macilrimp le sacudió un tobillo.
—Quieto, ¿oíste?
—Phillip, Phillip —chilló Claire—. ¡Policía, policía, policía!
—Pobre muchacha —gruñó Macilrimp—. Supongo que esperaba que él se casara
con ella. Yo le agarraré las dos piernas, Sinsawanan. Explícale a ella cómo son las
cosas.
—Ya lo creo que lo haré, Macilrimp.
El gigante que había sostenido el pie derecho de Phillip lo soltó con un resoplido.
La lluvia se lo tragó.
—Corre, Claire —gritó Phillip—. No dejes que te toque.
Su advertencia fue inútil. Los gritos de Claire cesaron tan bruscamente que sólo
podía significar que la habían silenciado por la fuerza. En un frenesí de desesperación
torció la cabeza y hundió los dientes en una muñeca húmeda.

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La carne del gigante tenía tanta consistencia como la manteca, pero parecía sentir
el dolor. Soltó el hombro de Phillip y aulló como un gato de callejón destripado.
Phillip nunca supo qué lo golpeó. Vio que el cuerpo del gigante se enderezaba,
pero nunca supo. Antes de que pudiera patear a Macilrimp, algo pesado bajó sobre su
cráneo, aturdiéndolo, sumergiendo su mente en la oscuridad.
Cuando volvió en sí, la lluvia seguía cayéndole sobre la cara. Pero ya no tenía los
ojos alzados hacia el cielo. Estaba dentro de un vehículo en movimiento, sentado en
el suelo con las piernas largas extendidas en ángulo recto en relación al cuerpo.
Directamente ante él se veía un banco metálico empotrado, que corría a lo largo del
vehículo. Al mover los hombros pudo distinguir que había un banco semejante detrás
de él. Bien alta sobre la pared opuesta se veía una ventanita cuadrada, con barrotes.
La lluvia entraba a través de los barrotes y le daba en la cara. Gimió, alzó la
rodilla izquierda y giró sobre la rabadilla.
Claire estaba sentada junto a él, pero no en el suelo. Estaba sentada en el banco,
con los ojos fijos hacia adelante. Su palidez asustó a Phillip, sus ojos… ella no
parecía verlo.
Se arrastró hacia la muchacha, preguntándose salvajemente si habría perdido la
razón.
—Claire —dijo con voz estrangulada—. Claire, querida…
Ella no parecía oírlo.
La apretó con firmeza y empezó a sacudirla, moviendo el cuerpo rígido de un
lado a otro sobre el banco. La piel de la muchacha era pegajosa y fría al tacto.
De pronto movió la cabeza y le aferró la muñeca.
—Phillip, ¿alguna vez estuviste tan asustado que no podías moverte ni hablar?
Algo que había muerto dentro de mí revivió ahora… cuando abriste los ojos. Pero no
podía mover un músculo. No podía mover…
Phillip empezó a reír.
—No lo digas. Quiero adivinar. Un músculo. No podías mover un músculo.
Se dobló en dos, riendo. Lo sacudía grandes chorros de risa.
—Phillip, basta, Phillip…
Ella cerró la mano y lo golpeó en la mandíbula.
Dejó de reír súbitamente. Se le humedecieron los ojos.
—Lo siento, Claire. Me puse histérico. Creí que éramos duros de pelar. Creí que
podríamos enfrentarlo. Pero incluso juntos no somos tan duros de pelar.
—¿Phillip, adónde nos llevan?
—No sé —dijo—. No tengo la menor idea. Al principio pensé que yo estaba…
loco, Claire. Pensé que estaba en la horrible oscuridad, solo, y no podía soportarlo.
Soy un desagradable, hediondo cobarde, Claire. Yo te metí en esto. Ellos son reales y
nos están llevando a algún lugar para encerrarnos.
Ahora Claire se estremecía.
—Eso es lo que él dijo. Me agarró de la cintura y me tapó la boca con una mano.

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Dijo que yo debería ir a la oficina de matrimonios y llenar un formulario. Dijo que tú
no eras de los que se casaban.
»Traté de forcejear, pero él sólo reía. Dijo que para ser una muchacha de
dieciocho años yo “tenía muchas agallas”. Después apartó la mano por un minuto y
me preguntó si tenía dieciocho años. Yo sabía que con los locos uno tiene que ser…
—Ya sé —dijo Phillip.
—Le dije que tenía veintiséis. Se le puso la cara tensa y dura y me preguntó por
qué no me casaba con un hombre respetable: un hombre de al menos veinte esposas.
Traté de explicarle que la poligamia era lo opuesto a lo respetable, salvo quizás en los
sueños, pero sólo me miró con furia. Phillip, me dijo que yo era un vil criminal y que
tendría que encerrarme.
Phillip gritó y se aplastó contra el banco. El poste de teléfono había pasado por el
medio del vehículo, dejando como estela un resplandor neblinoso. Por fortuna había
zigzagueado, rozándole las rodillas y sin tocar a Claire.
Phillip se quedó sentado inmóvil por largo rato, y todo lo que hizo Claire fue
tragar saliva, y mirarlo.
El hombre tenía que haber estado caminando en medio del camino, porque no
zigzagueó. Pasó como un látigo junto a Phillip con el mentón erguido y la lluvia
cayendo en cascada desde el borde del sombrero.
Después de eso fue horrible. Apareció un cementerio. Es decir: tres o cuatro
lápidas patinaron erráticas entre los bancos, errándoles por centímetros.
—Hemos dejado el camino —dijo Phillip.
—¿Nos habrán encerrado juntos, en la profunda oscuridad? ¿Eso han hecho,
Phillip? ¿Estamos los dos locos?
—Claire —imploró él—. Por favor, no…
Algo lo golpeó en la cara. Un remolino de plumas que lo sofocó y lo encegueció a
medias antes de caer al suelo con un golpe sordo y rodar sobre sí mismo. Phillip bajó
los ojos hacia el pollo muerto y se estremeció convulsivamente.
—Phillip —la voz de Claire era más tranquila ahora—. Tienes toda la cara
cubierta de sangre. Si nos golpea algo más grande estaremos mirando dos lápidas más
desde abajo.
Pasó un largo rato antes de que él dijera:
—Lo sé, Claire.
—Phillip, si cerramos los ojos y caminamos en línea recta hacia adelante, crees…
Phillip sacudió la cabeza.
—Las paredes son sólidas, Claire. ¿No te parecen sólidas a ti?
—Pero, Phillip, ¿no entiendes? Parecen sólidas porque pensamos en ellas del
modo equivocado. Si cerramos los ojos y pensamos en ellas de un modo distinto…
podríamos encontrarnos afuera.
Un policía en motocicleta aceleró hacia ellos y los acompañó durante todo un
minuto, con los ojos muy abiertos y la cabeza vuelta hacia un costado.

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—¿Qué es lo que los sostiene? —aulló.
Phillip se inclinó hacia él, con el rostro ceniciento.
—¿Usted no ve el coche?
—¿Coche? ¿Qué coche, viejo? Ustedes no están en ningún coche.
—¿Entonces cómo le parecemos a usted? —la voz de Phillip era un chillido—.
Por favor, dígame…
—Me parecen dos chiflados. Llueve tan fuerte que no puedo ver las cuerdas.
¿Qué es lo que mantiene en alto el paracaídas? ¿Por qué no se lo puede ver?
Antes de que Phillip pudiera contestar, el motociclista se disparó hacia un costado
y desapareció.
—Hemos doblado en una curva aguda —dijo Phillip.
El agua se filtró tan insidiosamente que Phillip no advirtió que el suelo se había
convertido en un lago hasta que la falda de Claire flotó alrededor de sus rodillas.
Era una sucia agua marrón, agua de pantano, y un olor a putrefacción brotó de
ella cuando lamió los pantalones de Phillip y le subió con rapidez hasta la cintura. Un
nenúfar había entrado girando con ella, y había roncos sonidos croantes, y el olor de
algo podrido que lo hizo subir al banco de un salto con un grito de asombro.
No recordaba haber atraído a Claire hacia él, sólo su presencia cercana mientras
el agua subía.
—Hemos abandonado otra vez el camino —dijo con voz ahogada.
El agua seguía subiendo. Se arremolinó sobre el banco hasta llegarles a la cintura,
helándolos a través de la ropa.
—Por lo general los pantanos no son muy profundos —dijo Phillip,
tranquilizador. En el momento mismo en que hablaba el agua les subió hasta los
hombros. Había leído en alguna parte que ahogarse no era doloroso, no… no tan
doloroso como que a uno lo golpearan hasta hacerlo pulpa. Al dejar el camino y
zambullirse en un pantano, el conductor había ejecutado un acto de increíble bondad.
Ahora el frío le rodeaba la garganta. Con un estremecimiento convulsivo, bajó los
ojos. La marea cubierta de vapor, palúdica, había subido hasta el mentón y el nenúfar
le daba golpecitos en la nuez.
—Claire —susurró—. Querida, debemos… —y se detuvo. Y miró.
Claire no miraba hacia abajo. Miraba hacia arriba, y se apretaba contra él y
sollozaba.
—Phillip, Phillip, estamos afuera. Ha dejado de llover, y lo que vemos afuera es
el cielo, y nos vamos a morir. Oh, Phillip…
Philip se enderezó en el frío pantano, alzó los ojos y vio que era cierto. Sobre él
se extendía el cielo nocturno, tachonado de estrellas, refulgiendo con una radiación
neblinosa, y el vehículo… Phillip se quedó templado, sin creer lo que veían sus ojos.
El vehículo había abandonado el pantano y subía rectamente en el cielo.
Era un vehículo largo, gris, y Phillip pudo ver las ventanas con barrotes y un
pequeño escalón bajo en la parte posterior, que lo asustó tanto que deseaba gritar. El

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Vehículo parecía exactamente un furgón policial, y Phillip quería chillar en voz alta
que él no era un criminal, y no se había merecido un viaje así.
Igualmente escalofriante era la sombra enorme, flotante que se cernía en las
profundidades del cielo. Difuso contra las constelaciones había algo que se parecía un
poco a un enorme rostro humano, de ojos cavernosos y cabello que se adhería con
mechones húmedos a la frente. Se esfumaba con tanta rapidez que era un vaguísimo
contorno antes de que el vehículo entrara en una nube cercana a él, y no reapareciera.
—Phillip —dijo Claire débilmente—. Sería mejor que saliéramos del barro antes
de que… Phillip, creo que voy a desmayarme. Oh, querido, no me sueltes. No dejes
que me desmaye en este pantano horrible.
Phillip cuadró los hombros y le apretó más la cintura.
—No lo haré, querida —prometió—. No lo haré. No lo haré.

El hombrecito de la sala terapéutica agitó los párpados para apartar el sueño y miró
hacia afuera, hacia la Ciudad Púrpura. Lejos, bajo él, naves cargadas con mercaderías
de Carthis y Nis se acercaban por el Río sur hacia los muelles y los depósitos de la
Compañía Illyan, con los cascos color esmeralda brillando en el alba.
El hombrecito deseaba escribir un poema sobre esas naves, y las gaviotas que
giraban en el cielo, y las agitadas olas del mar. Hacía ya unos años que había dejado
de considerarse un hombre joven. Era un empadronador, no un poeta. Siempre había
despreciado en secreto a los poetas, pero por algún motivo esa mañana veía cosas con
la perspectiva de la juventud.
Los que atendían la sala se merecían el puesto que ocupaban. Con rara
comprensión, había trasladado su gabinete de dormir hasta la ventana, de modo que
podía ver la ciudad en el alba. Junto a él, en otros gabinetes, había cuatro espléndidos
hombres que también se merecían el puesto que ocupaban. El amigo que estaba a su
derecha, Macilrimp, perseguía a los criminales sin desfallecer; sobre todo a los que
evadían impuestos.
Macilrimp estaba bien. Sinsawanan también, a su izquierda. Señor, qué sueño
había sido aquél. Realmente se había concentrado en él. Había tropezado por
accidente con un criminal muy peligroso y había notificado a la Escuadra de Arresto.
Un tal Phillip Elston, en un barrio llamado Yonkers. Nombre extraño, extraña casa:
sin silbato en la puerta.
Una casa como ésa sólo podía existir en un sueño. Esos nuevos gabinetes para
dormir eran algo fuera de lo común. Estimulaban el supraconsciente y fundían las
barreras entre las mentes, de modo que el sueño adquiría un aspecto de realidad. La
mente durmiente era un laberinto primitivo, sombrío, pero estos nuevos gabinetes
colocaban indicadores a cada paso. Con los nuevos gabinetes la gente podía
encontrarse en sus sueños y comparar impresiones.
Estaba contento de haberse presentado como voluntario para probar los nuevos

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gabinetes. Él y Macilrimp y los espléndidos tipos que estaban a la izquierda habían
compartido una experiencia entusiasmante. Le habían ajustado las tuercas a un cliente
terrible: una invención del supraconsciente como las que había enfrentado
Frewcilwimp en su soberbia Interpretación de los Sueños.
Uno transfería los deseos e impulsos reprimidos a imágenes supraconscientes que
con frecuencia eran repulsivas. Phillip Elston había visto una de esas imágenes. Un
evasor de impuestos, sin esposas. Uno se sentía mucho más limpio después de
ajustarle las cuentas a las invenciones más sombrías de la mente. Dentro de muy poco
tiempo todo hombre, mujer y niño de la Ciudad Púrpura dormirían en gabinetes y
despertarían revigorizados y aliviados. En vez de correr como locos entre paredes
pegajosas serían ayudados por la ley en sus sueños. Desde el punto de vista
terapéutico, los nuevos gabinetes para dormir eran…
Se puso rígido con repentino asombro. Ahora Macilrimp gemía y murmuraba en
su sueño.
—Sinsawanan, no puedo ver el camino. Se está esfumando. ¿Oyes? Está todo
borroso adelante. ¿Qué haré?
El hombrecito se relajó con una sonrisa serena. Era obvio que Macilrimp estaba
despertando. Encima del alto gabinete su cabeza se sacudía como un guisante
saltarín, pero dentro de un instante las vibraciones se detendrían y él también se
encontraría mirando la Ciudad Púrpura.
Tendría que preguntarle a Macilrimp sobre la última parte del sueño. Había
dejado a los cuatro espléndidos compañeros en los escalones de entrada de aquella
casa fantástica, buscando un silbato que no existía. ¿Habían apresado al Elston
ficticio? No lo sabía, porque en ese momento un lejano silbato de fábrica lo había
despertado e interrumpido el sueño que había compartido telepáticamente con
Macilrimp.
Había algo curioso en el supraconsciente. No era nada colorido. Desbordaba
imágenes horribles, todas festoneadas de humo. Hasta sus fábricas eran feas: no
limpias y blancas como las fábricas de abajo.
No podía comprender por qué algunas personas trataban de escapar de la realidad
a través de los sueños. Trataban de escapar encerrando sus mentes despiertas en el
supraconsciente como dentro de una capa, dejando afuera la Ciudad Púrpura, las
naves de velas verdes y anaranjadas, y las agitadas olas del mar.
El mundo real era en verdad hermoso, pero el mundo de los sueños… ajj.

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Las bolsas de sorpresas son peligrosas

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Las bolsas de sorpresas son peligrosas: no vayan a pensar que no. Meter la
mano en una bolsa que contiene regalos en una feria de campo o una fiesta
de cumpleaños para niños durante las vacaciones significa que uno es hasta
cierto punto un jugador de corazón, y los jugadores son famosos por no tener
en cuenta los riesgos.
¿Y cómo podría uno estar seguro de que hay realmente obsequios en la
bolsa? Podría contener casi cualquier cosa, y uno, temerario en extremo,
¿prefiere arriesgarse a retirar la mano con las marcas triangulares en la palma
de una mordedura de serpiente?
Fue meditar en esa posibilidad lo que me hizo ir mucho más allá con la
imaginación y empezar a preguntarme qué podría meter dentro de una bolsa
semejante que me diera una trama bien tejida para el tipo de relato que
Unknown Worlds publicaría con gusto.
Ocurrió con mucha rapidez. Escribí un relato de una sentada y al
terminarlo se lo despaché a Campbell, salí y desayuné en la cafetería de la
esquina, para relajarme en medio del agradable estrépito de la vajilla y mirar
ir y venir personas que no eran escritores. Me sentía sereno y satisfecho.

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*

LAS BOLSAS DE SORPRESAS SON PELIGROSAS


Unknown Worlds, junio de 1942

Satterly alzó la áspera bolsa de arpillera que Tony el hielero estaba tratando de
venderle y la examinó con ojos críticos. Estaba sucia, desde luego, y habría que
sacudirla al sol. Pero parecía tener el tamaño justo para una bolsa de sorpresas de
cumpleaños.
Satterly sentía pena por él mismo. Tenía sólo treinta y dos años y era soltero, pero
cada vez que se vestía en Nochebuena su juventud parecía escurrirse lejos de él hasta
hacerlo sentir tan viejo como Matusalén.
Aún podía oír a Ellen mientras le daba una palmadita sentimental en la espalda:
—Querido, tendrías que haberles visto la cara a los chicos. Tu Santa Claus no es
como el de las agencias de publicidad.
De acuerdo, los niños le gustaban. Algún día esperaba tener un chico propio.
Pero, como a todos los varones normales, le desagradaba que se los impusieran. Ella
simplemente se aprovechaba de su buen carácter y sus talentos dramáticos.
Esta vez quería que llevara barca marrón y se disfrazara de Fraile Tuck[5]. Iba a
dar una fiestita de cumpleaños en el jardín para su hermana menor, y:
—Ted, la funda de una almohada sería demasiado chica. ¿No podrías pedir una
bolsa de arpillera vieja en alguna parte?
Él había mascullado con voz ronca algo que había sonado a:
—Hum, trataré.
Ahora lamentaba no tenerla tras él para poder darse vuelta y preguntarle: «¿Qué
te parece ésta?»
Tony le estaba dando convincentes argumentos de venta, pero no estaba seguro de
que la bolsa le gustara.
—¿Dónde podrías encontrar una mejor por cinco centavos? —estaba diciendo
Tony—. ¿Dónde, me quieres decir?
—¿Estás seguro de que no se romperá?
Tony frunció el entrecejo y le arrebató la áspera bolsa.
—No se rasgará. Es fuerte, ¿ves?
Aferrando un pliegue de la bolsa, tiró de las costuras con los dedos.
—¿Ves? ¿Ves?
—Está bien —dijo Satterly—. Toma tu moneda.
Cinco minutos después caminaba de regreso a lo largo de una tranquila calle

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suburbana, con la bolsa bajo el brazo y la mente vagamente preocupada por la
expresión de alivio que había aparecido en la cara del italiano cuando su mano
sudorosa se había cerrado sobre una cabeza de indio tallada.
Tony era tallador, de acuerdo. Esa bolsa no le había costado un centavo. Sólo
ocurría que era un astuto…
Los pensamientos de Satterly se congelaron. Algo le hociqueaba el tobillo
mientras caminaba, algo frío y húmedo. Dejó de caminar bruscamente.
Ahora el contacto le iba rodeando el tobillo, pero estaba seguro de que no era más
que un tic. Una contracción nerviosa de los músculos del tobillo se sentiría así: como
algo frío hociqueándolo. Estaba seguro de que si bajaba los ojos dejaría de
preocuparse.
¿Por qué tenía miedo de mirar hacia abajo? Era una tontería enorme, a plena luz,
a una cuadra de donde vivía. Se estremeció y se pasó un dedo por el cuello de la
camisa. Con toda la repulsión de un hombre a quien le piden que mire dentro de una
tumba abierta, bajó la mirada a la acera.
Por un instante le pareció que no podían ser perros. Estaban agazapados
rodeándolo por completo, con los colmillos descubiertos refulgentes al sol y los ojos
de lobo clavados en… en…
Al principio pensó que estaban alzados hacia su cara. Cuando dio un lento paso
atrás el pelo se erizó en el lomo de los animales y se arquearon como si fueran a
saltar sobre él y hundirle los dientes en la carne.
Lo invadió el sudor cuando advirtió que tenían los ojos clavados en la bolsa que
llevaba bajo el brazo. Lo advirtió en el momento en que las mandíbulas babeantes de
un perro de policía enorme se cerraron con un chasquido a treinta centímetros de su
rostro.
Los dientes del perro le habían errado a la bolsa apenas por un centímetro. Cayó
sobre los cuartos traseros y gruñó salvajemente, con las encías cubiertas de espuma.
Todos los perros de la vecindad parecían estar al acecho a los pies de Satterly.
Aún los miraba cuando se acercaron otros al galope, con los hocicos trémulos.
Satterly respiraba con dificultad cuando llegó a donde vivía. Había salvado la
bolsa sosteniéndola en alto y retirándose a toda velocidad. No había esperado
encontrar el portoncito de entrada de la pensión de la señora Kildaire entreabierto,
pero por una vez la suerte lo favoreció. Antes de que los perros pudieran entrar desde
la calle y volcarse aullando por el prado, estuvo dentro de la casa con la bolsa aún
intacta.
No recordaba haber cerrado la puerta: sólo que había sacado un pañuelo, se había
enjugado la frente y había subido a su cuarto del tercer piso con pasos automáticos.
Se había salvado por poco, por cierto. ¡Hasta podrían haberle hecho daño!

* * *

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—Caramba, Ted, se te ve muy pálido —dijo Ellen.
Estaba de pie en la entrada del pabellón de verano, fresca y encantadora, con algo
llamado Danubio Azul en el peinado, y un vestido largo de noche, la luna tras ella.
Tuvo una conciencia torturante de su fresco aroma antes de abrazarla. La besó
con la bolsa bajo el brazo, deseando haberse enamorado de una mujer de voluntad
menos fuerte, aunque eso significara verse encadenado a una muchacha de labio
leporino.
—Querido, traje todos los regalos afuera. Quiero que seas una completa sorpresa.
Te pareces exactamente al Fraile Tuck.
—Parezco un Santa Claus marrón —dijo Satterly—. El Fraile Tuck iba bien
afeitado, si es que recuerdo bien mi Robin Hood.
—No importa. Los chicos no son tan críticos.
—Cuando era niño los anacronismos históricos me volvían loco.
—Eras un niño poco normal en muchos aspectos, Ted.
Satterly suspiró y le mostró la bolsa.
—¿Qué te parece? Tendrían que entrar treinta o cuarenta regalos.
Los ojos de Ellen se encendieron.
—Oh, eres fantástico —dijo, y lo besó otra vez.
Se preguntó por qué los labios de ella siempre olían a lilas y encaje antiguo,
aunque nunca usaba perfume y se suponía que un beso era algo sin olor.
—Puedes ayudarme a llenar la bolsa —dijo Ellen—. No quería que los chicos
oyeran, así que traje todos los regalos al pabellón.
—Ya sé. Querías que yo fuera una sorpresa.
—Ted, ¿qué te pasa esta noche? No tienes por qué agredirme. Sólo trato de
brindar un poco de felicidad a las vidas de…
—Lo siento —dijo Satterly—. Sólo ocurre que… bueno, tengo todos los nervios
de punta. He estado trabajando demasiado en mi maldita obra de teatro, eso creo:
sudé toda la mañana sobre dos líneas de diálogo que no querían cuajar.
—Oh, pobre amor —dijo ella.
—Tengo una buena vuelta de tuerca al final del segundo acto, pero no puedo
hacer que cuaje. Lo que necesito realmente es una vacación. Anoche tuve un sueño
que sólo puede significar una cosa: estoy al borde de un colapso nervioso.
—¿Sí, Ted?
—Era un sueño horripilante, pegajoso. Telarañas y arañas: nada lindo. Antes de
que despertara algo aborrecible se acercaba a mí, tan cerca que su aliento me daba en
la cara.
—¿Quieres decir que tenías ganas de correr y no podías?
Satterly sacudió la cabeza.
—Es difícil explicar lo que sentía. Estaba aterrado, pero no quería correr. Podría
haber levantado la bolsa, pero tampoco quería hacer eso.

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—¿Que podrías haber levantado la bolsa?
Satterly asintió.
—Tenía la cabeza y los hombros dentro de esta bolsa.
Ellen lo miró de soslayo.
—Ted, a veces me gustaría que fueras un escritor más prolífico. Si pudieras
producir obras con la velocidad de otros escritores, tendrías menos tiempo para los
colapsos nerviosos. ¿Por qué tenías que soñar con esta bolsa?
—Preferiría no hablar de eso, Ellen… esta noche no. Ni siquiera estoy seguro de
que fue un sueño.
—Pero…
—Se supone que esto es una fiesta para niños, Ellen, y mi sueño tenía carteles de
«prohibido para niños» en todas partes.
—Yo no soy una niña, Ted.
—Lo sé, pero podría arruinarte la noche.
—No seas así, Ted. No soy remilgada.
—Bueno, estaba cansado como un perro y pensé que me dormiría sin sueños.
Pero todo lo que hice fue revolcarme hasta que una voz empezó a susurrar que yo no
podría dormir nunca, nunca.
»Era un tipo de voz como de disco rayado, ronca, metálica, que se repetía una y
otra vez, y se interrumpía cuando la púa daba en la rayadura, no sé si me entiendes.
—Creo que sí.
—Decía algo así: «Levántate y métete bajo la bolsa-sá-sá-sá levántate y métete
debajo que si no nunca dormirás-ás-ás-ás, levántate y métete bajo la bolsa-sá-sá-sá».
Ellen se estremeció.
—Ya estabas dormido, desde luego.
—No estoy seguro. De hecho salí de la cama, y me metí la bolsa sobre el cuerpo,
hasta la cintura.
—De hecho tú…
—Salí de la cama. Cuando desperté estaba parado junto a la ventana respirando a
través de la bolsa. Podría haberla alzado en el sueño, pero despierto estaba
paralizado. Me encontraba en una oscuridad total y la bolsa olía a carne muerta.
Retrocedí tambaleante hasta chocar contra el aparador, lo arañé, y por último… me la
saqué. Aún estaba oscuro en el cuarto, pero el alba empezaba a entrar por la ventana
y supe que…
—Ted, no me has contado el sueño propiamente dicho.
—No estoy seguro de que fue un sueño, Ellen. En parte puedo haber estado
despierto. Pero hasta que sentí el olor a carne muerta ciertamente me encontraba en
un estado anormal, porque la propia bolsa, el hecho de estar dentro de ella, no me
aterrorizaba.
»Fue lo que vi lo que me hizo crispar la carne. Tal vez tendría que decir: lo que no
vi. Todo lo que pude distinguir al principio fue un borrón confuso: una especie de

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color gris que fluía. La voz se había detenido pero había dentro de la bolsa sonidos
tenues, crujidos y chasquidos, como los que podría hacer un ratón que se paseara
sobre hojas secas en un bosque. O un topo que cavara dentro de un tronco hueco y
arrojara hacia afuera hojas secas y suciedad.
»Creí oler tierra húmeda, mohosa, pero puedo haberme confundido. Mezclada a
la sensación de bosque había la sensación de casa vieja. Quiero decir, había
momentos en que me parecía sentir paredes desnudas que me rodeaban, paredes no
atravesadas por ventanas o al menos huecos de ventilación.
»Pasó cierto tiempo y el color gris pareció disminuir un poco. Se formaron líneas
blancas ante mi cara, entrecruzadas y convirtiéndose en… telas de araña.
»Cerré los ojos, pero no podía eliminar la araña. Colgaba de uno de los hilos y su
imagen parecía quemarme el cerebro a través de los párpados. Era maciza y peluda y
enorme, pero lo peor era su viscosidad. Se movía pesadamente a través de la tela,
dejando un rastro de humor viscoso.
»Podía distinguir que el humor era viscoso sin tocarlo. Cuando abrí otra vez los
ojos había cinco arañas, moviéndose arriba, abajo y a través de la tela, y una forma
alta se acercaba a mí a través del gris.
»Fue entonces que tuve esa sensación que te conté. No quería quitarme la bolsa.
No pienses que no estaba asustado. Un negro horror me apretaba la garganta, pero no
deseaba correr. Quería ver la cara de aquella forma. Cuanto más se acercaba más
parecía fundirse con lo gris. Tenía un rostro, pero no puedo decirte ahora si era
humano o no. Iba cubierta con un manto blanco flotando y tenía una especie de
turbante en la cabeza. Pero no puede haber tenido un aspecto enteramente humano o
no me habría sentido tan aterrorizado.
—¿Qué pasó entonces? —susurró Ellen.
—Desperté… con un olor a carne muerta en la nariz.
Ellen se estremeció.
—¿No podrías haberte guardado esto para ti mismo? Me has echado a perder la
noche.
Satterly estuvo a punto de retrucar: «Tú lo pediste», pero se contuvo. Ellen era
hermosa, dulce, encantadora, adorable y buena, y él le había arruinado la noche. Se
sentía como un animal.
—Me alegro de que los niños no lo oyeran. Los niños no deben oír cosas como
éstas.
Satterly había olvidado por completo a los niños. Los niños. Él era el Fraile Tuck
y ahora tenía que llenar la bolsa con rapidez.
—Metamos adentro los regalos —dijo—. Toma, sostén la bolsa.
Pasaron cinco minutos agradables llenando la bolsa.
Agradables para Satterly porque cuando se inclinó el cabello de Ellen le rozó la
cara, y agradables para Ellen porque disfrutaba haciendo felices a los niños y, como
es lógico, le agradaba que su prometido dramaturgo, fuerte, grande, apuesto, aunque

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un poco neurótico, la ayudara a convertir la fiesta de cumpleaños de su hermana en
un éxito.

* * *

Corriendo por el prado a la luz de la luna con Ellen a su lado, Satterly se sintió casi
joven de nuevo, a pesar de la barba que le bajaba hasta la cintura y la barriga que
había fabricado metiendo una almohada debajo de su traje marrón de mendigo.
Había quince niños en trajes de baño sentados a la luz de la luna al borde de la
piscina del prado del fondo de la enorme, blanca, desparramada, dieciochesca casa de
Ellen. Tenían entre siete y catorce años, y eran adorables.
Dos de los muchachos, de nueve y once años respectivamente, tiraban de las
trenzas de dos de las chicas, de siete y diez, y tres de los demás muchachos se
preparaban para atacar al resto de las niñas para arrojarlas a la piscina desde el
trampolín. Satterly pudo distinguir, por el modo en que susurraban entre sí, que se
acercaba el gran momento para ellos.
Sentada en una silla de jardín de bambú, sobre un almohadón verde estaba la
señorita Constiner. A la señorita Constiner también le encantaban los niños. Cada vez
que había una fiesta de cumpleaños para niños podía verse a la señorita Constiner
sentada con las criaturitas. Nunca parada: sentada. La señorita Constiner pesaba
ciento cinco kilos, y había dejado de hacer dieta en su juventud. Era una mujer muy
bondadosa, bienintencionada, y subconscientemente Satterly la apreciaba.
La señorita Constiner fue la que vio primero a Satterly. Se levantó excitada, con
su masa enorme temblequeando, y osciló hacia él, con una expresión radiante en la
cara.
—Oh, qué maravilloso —exclamó—. ¡El Fraile Tuck! Eres el Fraile Tuck,
¿verdad? Y tienes regalos para todos los pequeños encantos en esa bolsa.
Satterly miró a Ellen y le dio una puntada al ver que una amplia sonrisa crecía en
su rostro. ¡Pequeños encantos!
—Me muero de curiosidad, señor Sat… Quiero decir, Fraile Tuck. ¿Qué tiene en
esa bolsa? ¿Juguetes? ¿Hay algo para los mayores en su bolsa maravillosa, Fraile
Tuck?
—Por supuesto que sí, Lucy —dijo Ellen—. Los amigos de Gertrude no son
egoístas. Compartir con los demás es la mitad de…
—Oh, qué considerados. ¿Quiere decir que hay también regalos para los padres
de nuestros pequeños encantos en la bolsa del Fraile Tuck?
—Por supuesto, Lucy. ¿No te gustaría probar suerte? Si sacas una muñeca puedes
cambiarla por algo para adultos.
—Muy amable de tu parte, querida. Creo que veré qué puedo sacar de la

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maravillosa bolsa del Fraile Tuck.
Satterly empezó a protestar, pero fue silenciado por una mirada de Ellen que decía
con tanta claridad como si hablara: «Métete tu cinismo donde ya sabes. A Lucy esto
le encantará».
Hubo un brusco aullido desde la piscina. Los niños habían visto a Satterly al
mismo tiempo y corrían hacia él a través del prado, con los pies descalzos pisando la
hierba.
—¡Regalos! ¡Oh, sensacional! Atrás, yo lo vi primero.
—Jackie Powers, apártate de mi camino. ¿Quieres que te rompa la cara?
—Oh, Dios mío —suspiró la señorita Constiner—. Me temo que los niños creerán
que soy egoísta.
Por algún motivo Satterly sintió que los remilgos bienintencionados de la señorita
Constiner se encontraban en un plano superior en relación al salvajismo directo de los
niños.
Suspiró y tendió la bolsa.
—Pruebe su suerte, señorita Constiner. Espero que saque algo que valga la pena.
Si es un refrigerador, la ayudaré a levantarlo.
La señorita Constiner soltó una risita. Metió una gorda mano exploratoria tan
profundamente que hasta el codo con hoyuelos se deslizó en las honduras de la bolsa.
Revolvió por un momento, con una expresión de arrobada expectativa en la cara.
—Hay tantos paquetes que es difícil…
—Tome uno pequeño, Lucy —sugirió Ellen—. La mayor parte de los regalos
para adultos son pequeños. Pensé que los equipos de lápiz y lapicera…
—No me digas nada, Ellen. Quiero tener una sorpresa.
La señorita Constiner se salió con la suya. Pegó un grito tan intenso que hasta los
niños se quedaron helados.
—Algo me mordió —chilló, sacando la mano de un tirón y retrocediendo
encogida por el prado—. ¡Un animal! Oh, Ellen, ¿cómo pudiste?
Satterly palideció. Bajó la bolsa al césped y aferró la muñeca de la señorita
Constiner antes de que pudiera hundirse otra vez en la silla y empezara a llorar
histéricamente.
Ella trató de soltarse de un sacudón, con el pecho subiendo y bajando.
—Déjeme, señor Satterly. Tiene usted un sentido del humor cruel y horrible.
Poner un animal vivo de dientes agudos dentro de la bolsa, exponer a estas criaturitas
a…
—Tranquilícese por un instante, señorita Constiner —rogó Satterly—. Quiero
mirarle la mano. Usted sabe que el papel puede cortar de mala manera.
—No me corté. Algo me mordió. Pude sentir su boca húmeda.
A pesar de los tirones de la señorita Constiner, Satterly logró darle vuelta la
muñeca. Ellen oyó cómo se le cortaba la respiración.
—¿Qué pasa, querido? ¿Un raspón?

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¡Casi nada! Sobre la palma de la señorita Constiner se veían las señales
inconfundibles de… de dientes. Algo le había dado un feo mordisco en la mano a la
señorita Constiner y dejado ocho cortes que no podían ocultarse.
Que no podían ocultarse. Satterly sabía que tenía que pensar rápido si quería
evitarle a Ellen el impacto completo, aborrecible de un horror que por cierto le haría
algo a su mente. Como le había contado el sueño, ella no estaba en posición de
resistirlo como podía hacerlo él, con sus glándulas suprarrenales trabajando extra por
la tensión.
Satterly pensaba rápido cuando necesitaba hacerlo. Sacó un pañuelo, envolvió
con él la mano de la señorita Constiner.
—Haría mejor en ponerse en seguida un poco de iodo —dijo—. Hay que tener
mucho cuidado con los cuchillos oxidados.
La señorita Constiner empezó a temblar.
—Un cuchillo oxidado…
—Había algunos cortaplumas en esa bolsa —mintió Satterly—. De los
automáticos, con un botón en el costado. Debe de haberse abierto uno.
Ellen empezó a protestar, pero Satterly la silenció pellizcándole el brazo.
La señorita Constiner miró a Ellen de arriba abajo, con los ojos relampagueantes.
—Ellen, creí que eras más sensata. Si esos niños se cortan, cómo te sentirás,
sabiendo que tú… oh, Ellen.
Un momento después el bulto oscilante de la señorita Constiner era una mancha
perdiéndose de vista, a la luz de la luna, y Ellen enfrentaba a Satterly con una mirada
asesina en los ojos.
—¿Por qué le mentiste? —preguntó—. Le has hecho creer que soy el tipo de
mujer que nunca debería tener niños propios.
—Me estaba poniendo nervioso —dijo Satterly—. Si no la hubiese asustado, te
habría pedido que le vendaras ese pequeño raspón y se hubiese quedado. Eso fue
todo: un pequeño raspón sin importancia. Le habría echado a perder la fiesta de
cumpleaños a Gertrude.
—¡Echado a perder la fiesta de Gertrude! ¿Acaso piensas que no lo has hecho?
Ellen se dio vuelta y corrió con tanta rapidez hacia la casa que a Satterly le resultó
difícil advertir que lo había dejado a solas con los niños.
Fue especialmente difícil por el horror que había en su mente. En la bolsa
acechaba algo aborrecible, algo aborrecible que hacía que lo que lo rodeaba pareciera
remoto, irreal.
Ahora estaba seguro. Los perros lo habían sabido. A los perros les gustaban los
olores, vivían gracias a los olores. Sus vidas estaban enriquecidas por olores que
estaban más allá del alcance humano y que ellos sabían cómo saborear a fondo. Pero
en la bolsa había algo aborrecible que les había erizado el pelo y no les había dado el
menor placer.
Sin embargo la habían sentido: la cosa que él había visto en el sueño.

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La hermanita de Ellen le tiraba de la manga. La hermana de Ellen, Gertrude, una
niña dulce, hermosa. Cómo deseaba que se alejara.
—¿Podemos tomar nuestros regalos ahora, señor Satterly? ¿Podemos?
¿Podemos? ¿Podemos, señor Satterly?
—Fraile Tuck —murmuró—. Se supone que soy el Fraile Tuck.
—Usted no puede engañarnos, señor Satterly. ¿Podemos tomar ahora nuestros
regalos?
Lejos, en alguna parte, un disco fonográfico rayado que era en realidad una voz
horrible había empezado a girar:
—Levántate y métete bajo la bolsa-sá-sá-sá, levántate y métete debajo si no nunca
dormirás-ás-ás-ás ni descansarás en realidad, levántate y métete bajo la bolsa-sá-sá-
sá.
Se agarró del banco de piedra sobre el que estaba y bajó los ojos hacia la bolsa,
que descansaba donde la había dejado, sobre la hierba húmeda.
Ahora estaba rodeado de niños, que lo miraban con ojos codiciosos, que lo
rodeaban como pequeños animales selváticos.
—¿Podemos tomar nuestros regalos ahora, señor Satterly? Jimmy, apártate de mi
camino. Yo la vi primero.
—¿Sí? ¿Tú y quién más?
Él también se sentía como un niño. Es decir, muy dentro de su mente se sentía
igualmente salvaje y brusco. Y asustado: ningún niño sensible dejado a solas en una
casa grande y antigua por despreocupados padres modernos, a medianoche, podría
haberse sentido tan a la merced de cosas invisibles.
Una faja de hielo le rodeaba el cráneo y su corazón era un montón sólido de hielo
que goteaba, goteaba, goteaba. No latía, sólo goteaba, como una vieja cisterna que
pierde en una casa vacía, a medianoche.
—Levántate y métete bajo la bolsa-sá-sá-sá, si no lo haces no…
La hermana de Ellen tenía rizos largos, dorados y un mentón decidido, muy firme
en ese momento.
—Señor Satterly, por favor. ¿Podemos tomar nuestros regalos?
¿Regalos? La bolsa estaba llena de regalos, ¿así que por qué experimentaba esa
sensación espantosa de impotencia, de desastre inminente? No podía bajarse la bolsa
por sobre la cabeza porque estaba llena de regalos. Ahora la broma caía sobre aquella
voz maldita, horrible. No podía obligarlo a hacer algo físicamente imposible. Dos
cuerpos sólidos no podían ocupar el mismo espacio al mismo tiempo. Hasta esos
niños salvajes lo sabían.
Uno de los muchachos de doce años tendió la mano de pronto, agarró la bolsa y la
sostuvo en alto a la luz de la luna.
—¿Qué me vas a dar por esto, Gertrude? ¿Quieres jugar al correo?
Satterly se puso en pie a los tumbos.
—Un momentito, pequeño mono. Deja esa bolsa.

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El chico dejó caer la bolsa y saltó hacia atrás con un grito alarmado. Toda su
fanfarronería había desaparecido ante la furia llameante que se veía en la cara de
Satterly.
Satterly sacudió la cabeza como para despejarla y se movió hasta donde estaba la
bolsa. La alzó. El chico le había retorcido el extremo, así que tuvo que tirar de la
arpillera antes de tener espacio para meter la mano.
De pie, sombrío bajo la luz de la luna, empezó a explorar, exactamente como lo
había hecho la señorita Constiner. Por fuera la bolsa aún abultaba como si estuviera
llena de paquetes. Pero adentro su mano no encontró… absolutamente nada.
Nada durante todo un minuto. Nada mientras el sudor frío brotaba de su frente y
bajaba en hilos por su cara.
De pronto hubo algo allí. No obsequios, sino algo. Los dedos se le enredaron en
una mata de pelo, y se movieron lentamente a través de una superficie húmeda que
era pegajosa al tacto.
Cierre los ojos y apoye la mano sobre la cara de alguien. ¿Qué siente? Eso es lo
que sintió Satterly, sólo que más húmedo.
Los rasgos no estaban serenos. Se contorsionaban bajo su palma… se
contorsionaban y se retorcían horriblemente. Aquello no parecía tener ojos: sólo
cuencas vacías bordeadas de carne fría, húmeda.
La cara de Satterly se había vuelto tan blanca como el vientre de un pescado. El
cabello era húmedo, pegajoso. Parecía tener una vida propia peculiar, repulsiva.
Satterly tuvo la espantosa sensación de que las hebras estaban por enroscarse
alrededor de sus dedos y llevarlos con fuerza contra una gimoteante boca húmeda que
quería mordisquear su carne. Con un sollozo ahogado de absoluta repulsión sacó la
mano de un tirón y se quedó temblando.
—Levántate y métete bajo la bolsa-sá-sá-sá, levántate y métete debajo si no lo
haces nunca descansarás-ás-ás, levántate y métete…
La voz quebrada se detuvo de pronto, se detuvo por completo, y después empezó
otra vez. Empezó con una entonación más profunda, más sepulcral, como si alguien
hubiese puesto un nuevo disco en el fonógrafo.
—Levántate y métete bajo la bolsa-sá-sá-sá, levántate y métete para que yo pueda
devorar-ar-ar-ar, y engordar-dar-dar; levántate y métete bajo la bolsa-sá-sá-sá.
De pronto Satterly supo que no podía debatirse contra la voz ni engañarla de
ningún modo. Lo convocaba y debía obedecer. Había en cada sílaba de la voz una
compulsión que no podía combatir.
Lejos, en medio de la noche y el caos antiguo un disco que nunca estuvo sobre el
mar o la tierra giraba, giraba, giraba. Aunque, desde luego, no era un disco. Era la
devoradora voz imperiosa de algo no del todo humano, algo leproso y corrupto que
quería devorar-ar-ar, y engordar-dar-dar, levántate y métete bajo la bolsa-sá-sá.
La mandíbula de la rubia Gertrude aún estaba firme. Se acercó y tiró de la bolsa.
—Por favor, Fraile Tuck, queremos nuestros regalos.

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La astuta zorrita. Estaba tratando de adularlo aceptando su disfraz, como si él
pudiese ser halagado incluso entonces.
—Mi querida niña —quería gritarle—. Cuando un hombre es bajado a la tierra,
cuando sus ojos están por llenarse de materia mucosa, no puedes conmoverlo de ese
modo. Él está más allá de toda vanidad y esperanza, más allá de la estupidez de…
—Levántate y métete bajo la bolsa-sá-sá-sá.
Satterly sonrió, como lo hace un hombre cuando sabe con seguridad que está por
morir y se divierte a pesar suyo con las travesuras de su verdugo.
¿Cómo podía levantarse si no estaba acostado en ese momento? La luna había
salido tras una nube y la piscina estaba bañada en un fulgor plateado. Alzó los ojos
hacia los árboles, las estrellas que extrañaría, y también pensó en Ellen. Se le hizo un
nudo en la garganta. Ella tenía una voluntad fuerte y su mente no era tan aguda como
la de él, pero era… era la luz más brillante que su vida había conocido.
Cuando esa luz se apagara sería horrible. Alzó la bolsa de pronto y la sacudió
para que todos los regalos cayeran sobre el césped.
Se oyó ruido a carne golpeada, cuando los niños empezaron a buscar los paquetes
más grandes y promisorios, niños y niñas juntos, gritando, arañando, pateando…
Satterly apenas los veía. Alzó lentamente la bolsa y la bajó sobre su cuerpo hasta
la cintura. Ahora no sólo se sentía un hombre condenado: lo parecía. El cadalso era
un prado donde correteaban niños, y el nudo corredizo una película gris que fluía…
Lo vio venir hacia él a través del gris, casi de inmediato. Llevaba su turbante
ahora y pudo verle la cara con claridad. Tenía una horrible naricita chata y orejas
puntiagudas.
Satterly gritó.

* * *

—Querido, querido, querido.


Parecía ir saliendo de un mar donde se elevaban burbujas, danzando, reventando
con un plop arriba, sobre su cabeza. Salir de un mar hacia una balsa que flotaba sobre
lanudas nubes blancas, impulsándose hacia arriba con brazos goteantes para…
—Querido, ¿me perdonarás alguna vez? Me fui corriendo y te abandoné cuando
más me necesitabas.
Ahora se le iban serenando los sentidos. Cosas que habían parecido extrañas y
aterrorizadoras se solidificaban en objetos comunes del cuarto de huéspedes de la
casa grande y blanca de Ellen.
Sus brazos goteaban, pero no agua de mar. Simplemente estaba empapado de
transpiración de la cabeza a los pies. Las burbujas eran motas que danzaban a la luz
de la luna junto a una ventana que daba sobre las ramas de un árbol familiar. La balsa

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era el techo, arriba, y las nubes, cupidos en relieve que hacían cabriolas sobre la
repisa de la chimenea, al otro lado de la habitación.
Ellen estaba sentada al borde de la cama con una copa de licor espirituoso en la
mano.
—Querido, no me di cuenta de lo agotado que estabas, de cuánto necesitabas un
descanso. Tendría que haber sabido que te meterías otra vez esa bolsa horrible sobre
la cabeza.
Ahora regresaba. Horriblemente. Empezó a temblar.
—Nunca me perdonaré, querido. Si Tony no te hubiera arrancado la bolsa…
Satterly se incorporó tan bruscamente que Ellen casi cayó de la cama.
—¿Tony? ¿Qué estaba haciendo Tony aquí?
—Vino en busca de esa bolsa. Hassin Ali quería que se la devolviera.
—¿Hassin Ali?
Ellen asintió.
—Estuvo viviendo en el fondo del negocio de Tony. Le pagaba a Tony dos
dólares por semana por una covacha horrible en la que sólo podía vivir un árabe.
Tony le tenía lástima. Trabajaba en la mina, pero la semana pasada lo despidieron y
tuvo que economizar. Todo lo que tenía era la ropa que llevaba puesta y esa… esa
bolsa aborrecible.
—¿Quieres decir que Tony me vendió una bolsa robada?
—Sí. A Tony simplemente no… le gustaba la bolsa.
—No me asombra.
—Hassin Ali se enfureció al descubrirlo. Amenazó con matarse. Hizo que Tony
telefoneara a tu dueña de casa y, como es lógico, la señora Kildaire le dijo adónde
habías ido. Cuando Tony te encontró, estabas tendido sobre el césped, desmayado por
completo, con la bolsa sobre la cabeza. Si Tony no la hubiese desgarrado, te habrías
sofocado. Gertrude estaba ahí parada, sonriendo. Ted, pasará un tiempo antes de que
ella pueda volver a sentarse. No pude evitarlo: vi todo rojo.
Satterly se limpió una frente sudorosa.
—¿Te dijo Tony por qué Hassin Ali perdió los estribos cuando creyó que había
perdido su bolsa?
Ellen asintió.
—Tony dijo que Hassin Ali había traído la bolsa desde Damasco. Que había
pertenecido a su abuelo. Dijo que Hassin Ali le había contado que era una bolsa de
carbón[6]. Dijo que había un carbón en esa bolsa. Aunque, desde luego, la gramática
de Tony es bastante mala.
Satterly tenía la cara blanca como un papel.
—No, Ellen —dijo—. No se trata de su gramática. Es su pronunciación.
Simplemente nunca pudo pronunciar la g, como en gul.
—Como en…
—Ellen, ¿no puedes traerme algo más fuerte que esta tontería? Licor

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espirituoso…

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Entra en mi jardín

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«Entra en mi jardín» fue escrito con la gran confianza que por lo común
acompaña la venta de cinco o seis relatos seguidos a un solo editor en unos
pocos meses. La posibilidad de un rechazo empieza a parecer remoto y rara
vez estorba el libre flujo de las ideas desde el cerebro hasta la máquina de
escribir. (Olvidé mencionar antes que siempre he compuesto directamente en
la máquina de escribir, pero, a diferencia de Asimov, siento un arraigado
temor a las máquinas de escribir eléctricas y no quisiera tener una en el
departamento. ¡Qué pasaría si me viese absorbido por una máquina de
escribir eléctrica mientras escribo un relato y quedara prisionero para
siempre, como el personaje creado por Harlan Ellison que se vio aprisionado
de modo semejante por una computadora y no podía gritar porque no tenía
boca!)
El protagonista de «Entra en mi jardín» quedó prisionero de un modo aún
más terrible: o estuvo cerca de quedar prisionero. Había un jardín, entienden,
que no tenía derecho a existir ni siquiera en uno de esos mundos paralelos
tan importantes para la mayoría de los escritores de ciencia-ficción como los
manuales de astronáutica. Pero existía y no se puede discutir con la realidad,
incluso cuando lo hace retroceder a uno hasta la época victoriana y la poesía
de Swinburne. Revelar algo más sería divulgar demasiado de lo que se
necesita para atrapar al lector.

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*

ENTRA EN MI JARDÍN
Unknown Worlds, agosto de 1942

Aunque Kendrick había caminado hacia su casa desde la estación con una bolsa de
golf a la espalda, parecía y se sentía fresco. Era un hermoso día de junio y por toda la
vecindad los arbustos de cornejos estaban cargados de espléndidas flores. Tenía la
sensación de que aquel sería su mejor regreso a casa.
El jardín estaría en flor y Anne… Anne tendría un peinado nuevo. Siempre lo
sorprendía con cambios pequeños y adorables en sí misma.
Bajó su equipaje en el vestíbulo y hurgó en el bolsillo en busca de las llaves. En
todos los años transcurridos desde que la conociera, nunca había sido la misma mujer
dos veces. Tenía la suerte de estar casado con una muchacha que sabía cómo
reacomodar las pequeñas cosas intangibles que le hacen sentir a un hombre que su
hogar es una íntima parte de sí mismo.
Anne nunca dejaba de hacer cambios en su ausencia, de poner un jarrón nuevo
aquí, una innovación floral allá, de mover un poco el piano, de recortable el pelo a
Scottie hasta que parecía un ridículo anciano, y hasta de adornar su biblioteca con
nuevos títulos y desempolvar los estantes.
Incluso en los meses de invierno Anne hacía cambios, de manera que cuando él
regresaba de los viajes breves y helados encontraba los leños de la estufa crepitando
bajo un tirador distinto y mejor o un par de chinelas forradas en piel que
reemplazaban las de cuero que había dejado junto a su sillón al salir.
Pero ahora… ahora sentía en los huesos que estaba por experimentar algo que
haría único aquel regreso particular a casa. La primavera era la estación de los
cambios, y había estado afuera durante tres semanas.
No se vio desilusionado. En cuanto abrió la puerta de entrada el cambio llegó
flotando hacia él, haciéndolo detener en seco.
Era un olor, una fragancia de un Paraíso recién segado, juntado en bolsas porosas
y colgado ante un ventilador eléctrico que no había perdido un instante en difundirlo
por el aire.
Kendrick se quedó un momento inmóvil, con las aletas de la nariz temblando.
Después sacó un pañuelo y se enjugó la frente. Ya no se sentía fresco. La casa estaba
húmeda, pesada, y el perfume parecía rodearle la cara hasta sofocarlo. Era la
fragancia más dulce que había aspirado nunca, pero también la más pegajosa, tanto
que se descubrió haciendo esfuerzos por respirar.

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Volvió en sí con un sacudón. Si su esposa estaba sola en la casa con ese perfume,
sería mejor que él hiciera algo al respecto.
—Anne, acabo de llegar —gritó, y se quedó esperando que la voz de ella bajara
por la escalera. Esperó en vano. No le contestó ningún sonido humano, pero lo que sí
oyó fueron pequeños pasos livianos que bajaban por la escalera de la sala.
Scottie, pensó, y flexionó las rodillas para amortiguar el impacto de su pequeño
amigo negro contra él. No hubo impacto, porque no se trataba de un perro. No era
nada que pudiese ver. Bajó con pasos livianos la escalera alta, oscura, pasó rozándole
las piernas y se escurrió «Allá atrás».
«Allá atrás» era la mejor zona de la casa de Kendrick. «Allá atrás» era un estudio
forrado en libros donde pasaba las mañanas leyendo, escribiendo y oyendo cómo
Anne se movía en la cocina. Hasta «allá atrás» llegaban los olores a comida en el
mediodía, los trinos de las aves, y suaves chasquidos cuando Anne abría y cerraba el
refrigerador nuevo y enorme que había comprado en febrero, por un impulso. Anne
había hecho la entrega inicial con sus ahorros en los gastos de la casa, y había dejado
que él sólo se preocupara de las cuotas.
Sin embargo ahora no lo preocupaban los gastos de la casa. El corazón le
golpeaba las costillas y lo había invadido un terror enfermizo. Algo invisible y
escurridizo estaba suelto en la casa y…
Pasó la bolsa de golf por la puerta y la calzó en el soporte de paraguas que estaba
al pie de las escaleras.
—¿Anne? —llamó otra vez, en voz alta.
Arriba sólo había silencio. Mientras recorría la larga casa hasta el estudio,
vigilante, abría y cerraba las manos y se humedecía los labios con la lengua.
El tiempo pareció detenerse mientras lo hacía, y cuando llegó «allá atrás» sintió
como si una eternidad hubiese pasado sobre él, llenándole la boca de polvo.
Atravesó el estudio hasta la cocina sin detenerse a buscar los cambios en la
habitación enorme, iluminada por el sol. La cocina no había cambiado. Todo estaba
bañado por el sol y todo en su sitio. El reloj eléctrico, sobre la cocina, hacía girar la
roja aguja de los minutos en pequeñas sacudidas, el refrigerador zumbaba
suavemente y junto a la ventana la radio estaba sintonizada en La Hora de las Recetas
de McCabe, el programa favorito de Anne.
Kendrick movió los ojos en una mirada de control circular que resultó tan
tranquilizadora como podía serlo una inspección. Alrededor de él todos los objetos
parecían esperar obedientes el regreso de Anne.
Se llevó una mano a la cara. Tenía la piel fría, pegajosa. Bueno, eso no estaba
nada bien, porque ahora no se sentía así. Había logrado controlarse trabando con una
llave media-nelson la parte de su mente que se retorcía. Ahora estaba seguro de saber
por qué se le habían erizado los pelos de la nuca en la sala. Había pasado de la
brillante luz del sol a la casa y la… la rata se había escurrido junto a él con tanta
rapidez que sus ojos no la habían visto.

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El encandilamiento solar y la excesiva imaginación habían transformado una rata
grande, asustada en una no-cosa infinitamente más aterradora. Le daba escalofríos
darse cuenta de que la casa estaba infestada, pero uno podía librarse de las ratas con
facilidad. Un poco de arsénico mezclado con vidrio lo lograría.
Ahora la fragancia era abrumadora. Llenaba la cocina de un apremio que
arrastraba de modo irresistible a Kendrick hacia el jardín.
Venía del jardín, desde luego. La puerta de la cocina estaba entreabierta y podía
ver una delgada faja del jardín que él y Anne habían planificado juntos.
Era un jardín hermoso, que llenaba todo el fondo y despertaba la envidia de los
vecinos cada vez que los llevaba afuera y les mostraba lo que podía lograrse con
espolvoreo de cereal, poda de raíces y abonamiento nocturno.
Era evidente que Anne había incluido alguna flor nueva y aromática que inundaba
la casa con una fragancia demasiado espesa como para ser agradable. Esta vez ella
había hecho un cambio lamentable, un cambio que…
El cerebro se le transformó en una torta de hielo, congelándole los pensamientos.
Había abierto de par en par la puerta de la cocina y contemplaba… un jardín en flor,
un jardín en el que plantas de pétalos brillantes caían en cascada una sobre otra en
una abundancia tan exuberante que todo el fondo parecía una masa de flores
púrpuras, verdes y bermejas.
Solo que… no era su jardín. No era su jardín en absoluto. Habían desaparecido
las rosas musgosas amarillas, las bocas-de-dragón, las siemprevivas, las cardenales
trepadoras rojas y los agerantos enanos que había plantado en mayo. También se
habían esfumado los arbustos frutales y los de injerto de hendidura que había podado
e inyectado con agua de tabaco un poco antes.
En ese nuevo jardín no quedaba una flor que fuese familiar, ni una flor que
pudiese nombrar. Los capullos eran tan brillantes que le encandilaban las pupilas y le
hacían doler la garganta.
De pie en medio del jardín había una figurita barrigona de apenas noventa
centímetros de alto. Tenía las manos apretadas alrededor de un rastrillo de mango
largo y miraba a Kendrick por debajo de un viejo sombrero de paja, con los ojos
entrecerrados contra el sol.
Kendrick experimentó la sensación de no ser él mismo. Era como si alguien que
vivía exactamente en la intersección del Bulevar Irreal y la Avenida Nada se hubiese
metido en sus zapatos y usara para pensar una impresión en cera de su cerebro. La
cera insistía en derretirse y salir por las orejas, de modo que el experimento no era un
éxito.
Oyó que ese alguien decía:
—¿Quién es usted? —pero sólo pudo captar ráfagas de la petulante respuesta del
hombrecito.
—… contrató. Pero, honestamente, señor, nunca me imaginé… los gnoros. En un
jardín como éste uno esperaría encontrarse con noes y cavones, pero los gnoros son

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algo completamente distinto.
—¿Gnoros?
—Rara vez hay gnoros. Tienen que haber estado aquí todo el tiempo. Ahora usted
los tiene arriba y abajo, calculo, escurriéndose por toda la casa y haciendo su agosto.
Vea, señor, si los gnoros se comen las raíces cómo espera que yo…
De pronto Kendrick fue otra vez él mismo. El cambio en su jardín ofendía algo
muy hondo en él que se alzó agitando los puños y expulsó a golpes lo que ocupaba su
cerebro. Con los ojos llameantes, avanzó hacia el hombrecito, se inclinó y clavó los
dedos en…
Absolutamente nada. Donde habían estado los hombros del enano sólo bostezaba
el aire vacío. La cintura y las piernas se esfumaron más lentamente, pero se
esfumaron, dejando sólo un rostro membranoso colgado del aire.
El rostro desapareció con un sonido silbante, tan rápidamente que el aire tembló
alrededor de él y dio contra el chaleco de Kendrick. Por un momento pareció soplar
sobre él, helado.
A Kendrick le castañeteaban los dientes cuando regresó a la cocina y se preparó
un trago tonificante: mitad whisky de centeno y mitad ginger ale. Nunca había podido
tomarlo puro.
La bebida lo ayudó. Lo ayudó arriba y abajo, así que no se puso histérico cuando
fue de cuarto en cuarto y no encontró rastros de su esposa.
La casa parecía más que desierta. Había en el aire una cualidad hueca, como si
hasta el recuerdo de Anne moviéndose en ella hubiese sido chupado por una
aspiradora: hasta la última partícula.
Se quedó en lo alto de la escalera, enjugándose la frente y mirando la oscuridad.
Abajo había un tenue ruido como de pies pequeños y el perfume aún lo mareaba.
—Oh, Anne, ¿qué voy a hacer? Hay gnoros en la casa y estoy a solas con ellos.
Lo recorrió una oleada de amargura. Uno pensaría que ella tenía que dejarle una
nota en algún lugar de la casa. Una nota…

* * *

Sólo cuando entró al baño de arriba por segunda vez la encontró, pegada al estuche
de cosas para afeitarse. La tomó con dedos temblorosos, y leyó:

Querido Ted:
Te dejaré estas líneas en el estuche de cosas para afeitarte, donde las
encontrarás con seguridad cuando te laves. Si hoy me he esfumado como un
duende, mañana estaré aquí en cuanto pueda.
Ted, la neurótica de mi hermana menor quiere que vaya a tomarla de la

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mano y a leerle en voz alta un libro —Thorne Smith, si puedo encontrarlo en
la biblioteca— mientras le quitan las amígdalas. Así que me llevo la cupé y
me voy a East Andover.
Me llevo a Scottie conmigo. Encontrarás un poco de carne fría y una
botella de half-and-half en el refrigerador.
¿Le vendiste el tractor a Jackson?
Con amor,
ANNE

Kendrick se humedeció los labios. En la nota no había nada alarmante, aunque no


lograba disipar la sensación de que algo horrible había pasado en su ausencia. No
había una sola palabra acerca de la contratación de un enano para escardar el jardín.
Ni una palabra acerca de…
Algo reptaba sobre el dorso de la mano de Kendrick. No reptaba con rapidez, sólo
dejaba una lenta huella pegajosa entre los dedos. Algo áspero, húmedo.
¿Y con eso qué? No había tejido en la ventana del baño y abajo había un jardín
exuberante, lleno de cosas que se arrastraban. Además, junio era el mes de los
escarabajos: de los peloteros y las mariquitas, y los coleópteros dañinos con espinosas
antenas posteriores.
¿Quién se alarmaría? Usted no, ni usted, y tal vez tampoco usted, pero Kendrick
no se había encontrado nunca con un bicho invisible.
Dio un salto atrás con un grito de alarma, pegando en una caja de talco que estaba
sobre el estante del baño, que cayó al suelo con estruendo.
El talco se asentó en pequeños copos sobre los bichos. Había varios subiendo por
las piernas de Kendrick y el polvo blanco los hizo visibles. Aparte de los cuernos que
sobresalían a ambos costados de las cabezas cónicas se parecían un poco a
escarabajos de alfombra de textura plateada, gordos y lentos de tanto comer paño
rancio.
«En un jardín como éste uno esperaría encontrar noes, y cavones.»
Algo avanzaba dentro de la ropa de Kendrick. Era evidente que los bichos lo
habían confundido con una planta en flor. El piso estaba ahora resbaladizo de tantos
que había, y seguían cayendo del techo y metiéndosele en el pelo.
Un hombre con el coraje y el poder de voluntad necesarios para mirar los hechos
de frente nunca habría actuado como lo hizo Kendrick. En vez de permitir que el
desánimo lo abrumara, ese hombre se habría dado cuenta de que un jardín atendido
por un enano que desaparecía atraería lógicamente insectos cortados de la misma tela.
Pero Kendrick se parecía más a cualquiera que a un hombre semejante. Se atragantó y
arrancó hacia la puerta, con las sienes latiendo.
La puerta se abrió justo cuando él llegaba, se abrió hacia él y casi lo derribó.
El hombre que había cargado todo su peso sobre la puerta era el bruto más feo

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que hubiese visto Kendrick en su vida. De quijada colgante, ojos renegridos y la cara
picada de viruela, se quedó parpadeando hacia Kendrick con consternación, los
hombros bloqueando la mitad del pasillo y proyectando una sombra enorme sobre la
bañera y otro artefacto que habría justificado la brusca irrupción si le hubiese
prestado alguna atención.
—Disculpa, viejo —murmuró—. Estaba buscando al chiquito. Pensé que a lo
mejor estaba aquí. Se supone que tiene algo para mí: una fuente de fruta que yo tengo
que comer, sacada del jardín. No lo viste, ¿no, viejo?
—Bueno, yo…
—Sacada del jardín, viejo. No me preguntes qué clase de fruta. No lo sé y no soy
curioso, ¿entiendes? La tía dice que tendría que ver al chiquito. Manzanas, ciruelas,
peras, ¿qué importa? Con tal de salir de esta jaula horrible me comería una de esas
ratas de cola inflada.
Algo se escurría de arriba abajo por el pasillo, pero Kendrick apenas lo oyó.
—La tía es bastante linda, pero nada de lances con ella. No con esa dama.
Actuaba como si fuera la dueña de la jaula. «Él es mi jardinero», me dice. «Cuando lo
vea y coma verá a Scarpatti, porque él hace sólo una semana que ha muerto.»
El mastodonte había torcido la cabeza hacia un costado, tal vez sin querer.
—Amigo, eso fue fuerte. Voy a ver a Scarpatti. Una semana después de haberlo
ensartado…
Kendrick tenía los ojos clavados en el agujerito negro y redondo que se veía en la
sien izquierda del mastodonte. No había sangre, pero era indudable que el agujero lo
había hecho una bala al entrar.
—Usted… —Kendrick se atragantó. Se le habían licuado las rodillas, y había un
aullido dentro de su cabeza—. Usted… no tendría que estar vivo.
El mastodonte frunció el entrecejo.
—Es lo que me dijo la tía. Me llevó hasta un espejo y me mostró este adorno.
Tengo que reconocer que por un minuto me asustó, viejo. Pero sigo en pie, ¿no?
Tiene que ser una broma.
—Sí —se oyó decir Kendrick—. Tiene que ser una broma.
—Tengo que encontrar al chiquito. ¿Seguro que no lo vio, viejo?
Viejo, ¿seguro que no lo vio? Viejo, viejo, VIEJO. Estoy muerto, pero tiene que ser
una broma. Tengo una bala en el cerebro, pero un hombre muerto-vivo no era una
pizca, un punto, un átomo más escandaloso que un jardín que uno no plantó, y que
tener noes en los pantalones.
Ni más escandaloso, ni más horrible, si se lo piensa bien.

* * *

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Kendrick se quedó sentado mirando por la ventana un taxi que aceleraba entre
lujuriosos cornejos en flor. Seguía siendo un brillante día de junio, pero ya no brotaba
belleza de él.
Pasó rozando al mastodonte, bajó las escaleras corriendo, salió sin sombrero a la
calle y le hizo señas a un taxi que pasaba, con un solo pensamiento en la mente. Tenía
que ver a Ralph Middleton antes de que se presentara algo que lo empujara más
hacia… Dejó que sus pensamientos se perdieran.
—¿Adónde, amigo? —preguntó el conductor, dándose vuelta.
—Ya le dije. Acaso no…
—No, amigo. Sólo me dijo que me pusiera en marcha.
—Oh. El… el número es 65, River Street.
—De acuerdo.
Kendrick se sacudía cómo una hoja cuando bajó ante la casa de madera de tres
pisos de Middleton y le pagó al conductor. Durante un instante vertiginoso pensó que
había llegado a una dirección equivocada. Había un aspecto de abandono en el lugar
que se habría hecho manifiesto incluso sin manifestaciones tan desalentadoras de
falta de habitantes como las persianas bajas en todas las ventanas, y el hecho de que
alguien había quitado el cartelito negro que informaba a la ciudad en letras modestas
que Middleton era un psiquiatra en actividad: de una a tres, domingos sólo por cita
previa.
Pero al parecer ese aspecto elusivo, indefinible había arrancado hacia otro lugar,
había perdido el rumbo y se había desviado hasta el punto equivocado, porque el taxi
no había terminado de apartarse de la acera, cuando apareció Middleton en el prado
delantero, con la cara brillante de sudor.
Había salido desde atrás del porche, pero tan bruscamente que Kendrick se sintió
desorientado. La ilusión de que Middleton se había materializado en el aire era tan
intensa que no se disipó hasta que el psiquiatra llegó junto a él y le dio un golpecito
afectuoso en el hombro.
—¡Bueno, que me cuelguen! —dijo Middleton—. Justo estaba pensando en ti…
Kendrick tragó saliva.
—Ralph, yo…
—Oye, esto es realmente una separación. Temía irme sin despedirme de mi mejor
y más viejo amigo.
—¿Quieres decir que levantas campamento?
—Mira, viejo, entra a casa y te contaré todo. Es curioso, estaba clausurando la
puerta del sótano sobre mi manguera de jardín y esa cortadora de césped que tu
empresa me vendió el mes pasado y sentía una tristeza infernal. En un par de meses
este lugar va a tener un aspecto abominable.
Kendrick acompañó en silencio a Middleton hasta la casa y esperó mientras
encendía la lámpara del hall y se quitaba el polvo de la ropa con la mano.
—La señora Graham acaba de ponerle camisones anticuados a los muebles —dijo

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—. El lugar parece una morgue.
—No importa, Ralph.
—Bueno, ven a la biblioteca y tomaremos un par de whiskies con soda.
En la biblioteca Middleton se sentó en un sofá cubierto con una funda e invitó con
un gesto a Kendrick para que se sentara en una silla que parecía un fantasma en
desgracia.
—Ted, qué me dices si te cuento que he aceptado un puesto en la Clínica
Riverdale de Nueva York que me hará pasar al frente. Por supuesto, un hombre
menor de treinta años no puede esperar…
—Me parece muy bien —dijo Kendrick, humedeciéndose los labios.
—Eh, un momento. Déjame que te lo cuente.
Kendrick se inclinó hacia adelante, con las manos apretadas alrededor de las
rodillas, y haciendo grandes esfuerzos por impedir que la cara cortara sus amarras y
se alejara flotando del cuero cabelludo.
—Estoy en un aprieto grave —dijo—. Temo… temo que cae dentro de tu
especialidad, Ralph.
Middleton alzó unos inquisitivos ojos azules y lo miró sin parpadear.
—¿Quieres decir que deseas consultarme profesionalmente, Ted?
Los ojos de Ted le dijeron sí, sí, Sí. Se inclinó aún más hacia adelante, cerrando y
abriendo las manos y revolviéndose en la silla.
—Bueno, adelante —dijo Middleton.

* * *

Mientras Kendrick hablaba Middleton permaneció la mayor parte del tiempo en una
posición, pero en un momento, en que Kendrick se aflojó el cuello de la camisa
descruzó las piernas y colocó la punta del pie derecho detrás del tobillo izquierdo.
—Así que ya ves —concluyó Kendrick—. Tengo todos los síntomas de… bueno,
de algo que esperaba que tú me aseguraras que no tengo. Pero mientras te hablaba he
ido llegando a una posición de la que no me moveré. Es la decidida posición de
aceptar lo peor, y combatir a partir de allí. ¿Entiendes lo que quiero decir?
Middleton asintió con un gesto de aprobación.
—Lo entiendo muy bien. Pero te tomas esto demasiado en serio. Si alguna vez
hubo un ejemplo prístino de lo que quiere decir Freud cuando habla de la inventiva
del Ello…
—Me temo que no…
Middleton se levantó, caminó hasta la biblioteca que estaba tras él, sacó un
volumen encuadernado en cuero y regresó adonde estaba sentado Kendrick. Sin una
palabra, puso el libro en las manos de Kendrick.

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Eran los Poemas y Baladas de Swinburne.
—La última vez que estuviste aquí te pasaste la noche entera canturreando esas
rimas victorianas —dijo—. Swinburne era un muchachito que nunca creció, un
mequetrefe aliterador con meningitis verbal. No cambiaría a Shelley por una docena
como él, pero cada cual tiene sus gustos.
—¿Y bien?
—Y bien: fíjate en la página ochenta y seis. El jardín de Proserpina. El mes
pasado leías esto. Espera, no me lo des. Citaré de memoria:

Pale beyond porch and portal,


Crowned with calm leaves she stands
Who gathers all things mortal,
With cold, immortal hands.[7]

»Entiendes, ella tiene un jardín. Proserpina, la hija de Zeus y Deméter. ¿Qué tipo
de jardín? Un jardín de Muerte. Se supone que cuando la gente muere entra en ese
jardín y nunca sale.

From too much love of living,


From hope and fear set free,
We thank with brief thanksgiving,
Whatever gods may be,
That no life lasts for ever,
That dead men rise up never,
That even the weariest river
Winds somewhere safe to sea.[8]

—Pero yo…
—¿No caes? En tu mente tienes una imagen nítida, fulgurante del jardín de
Proserpina y su fuente de frutas.
—¿Fuente de frutas?
—De acuerdo, tu mente consciente tiene el canal de asimilación un poco
obstruido. Pero leíste La rama dorada y percibes con el subconsciente que las
personas que llegan al Hades pueden regresar al mundo superior si no saborean los
frutos del jardín de Proserpina.
»Se acerca bastante a un mito humano universal. Si no me crees, pregúntale a un
negro aborigen australiano o a un brujo caledonio. La variante griega es la más
conocida, pero para encontrar el prototipo de este torvo y pequeño vorstellung
tendrías que sentarte a tomar el té con el señor y la señora Piltdown. Pruebas la fruta
y estás definitivamente muerto.

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She waits for each and other,
She waits for all men born.[9]

»¿Qué ocurre entonces? Regresas de un viaje de negocios que te arruina los


nervios con la cabeza tambaleante. Has estado tratando de venderle tractores a tipos a
quienes el gobierno les paga para que aren menos. El viaje ha sido un fracaso, pero
tienes una imagen mental de ti mismo relajándote en bata y pantuflas, con Anne
alisando las arrugas de tu frente con manos frescas, inmortales.
»Pero… Anne no está. En cambio te espera la Vieja Dama Frustración, con un
palo de amasar. Trata de pegarte y te tambaleas. Estás tan aturdido que recuerdas tus
lecturas, los versos de Swinburne, La Rama Dorada de Frazer.
»Entras al jardín y todos los contornos se borronean. Ves un jardín que no está
allí. El jardín de ella, de Proserpina, la de manos frías, inmortales. Ves un enano
contratado por ella para las tareas menores: sembrar, escardar, hacer gavillas.
Demonomanía, ¿entiendes? Enanos, pequeños demonios de colas puntiagudas,
trasgos, duendecillos como moscardones: todos los síntomas de la demonomanía. Y a
veces tienes un aura insectil.
»Sin embargo no necesitas preocuparte. No se trata de una psicosis: sólo una
neurosis que ha llegado a fobia. Y tienes que recordar que a veces puedes tener las
cosas reptantes sin una sintomatología definida.
—¿Pero qué me dices del gorila con un agujero de bala en la sien? —preguntó
Kendrick. Ahora el horror se iba despejando. Iba siendo disipado por los asombrosos
panoramas psiquiátricos que Middleton desplegaba con la destreza de un genio
calentado por el vino.
—Caramba, ¿no te das cuenta? Trajiste el jardín de Proserpina a tu casa porque
tenías un clavo del cual colgarlo. Él era el clavo. Imaginaste el jardín partiendo de él.
A propósito: ¿cuándo te avisó la policía?
Kendrick se puso rígido sin querer, con los labios palideciendo mientras devolvía
la mirada del psiquiatra.
—¿Cómo? ¿La policía? ¿De qué estás hablando?
Ahora le tocó a Middleton demostrar agitación.
—¿Pretendes decirme que no lo sabías?
Kendrick sacudió la cabeza.
—Caramba, pensé… pensé, como es lógico, que la policía se pondría en contacto
contigo. No hay motivos, supongo, salvo que… bueno, le provocó una buena
conmoción a tu esposa y tal vez tenga que presentarse en la corte. Yo diría… pero
aguarda un minuto. Por supuesto. Dieron por sentado que Anne te telegrafiaría.
Ahora a Kendrick se le sacudían todos los miembros. El panorama había dejado
de desplegarse, se arrugaba en pliegues repugnantes. Algo le subía reptando por la
espalda, además: centímetro a centímetro, a lo largo de la espina dorsal.
—¿Qué pasa? —preguntó roncamente.

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—Ted, soy tu amigo. Tienes que recordarlo. Tienes que haberlo sabido, lo cual
sugiere un caso con cierta historia previa en vez de una fobia momentánea causada
por la fatiga. Tienes que haberlo sabido, y olvidado que lo sabías, construyendo el
jardín con tu subconsciente para torturarte antes de llegar a tu casa. Es un poco más
grave de lo que pensaba…
—En nombre del cielo, hombre, escúpelo.
—Bueno, lo que en realidad sabes es esto, Ted. Muy dentro de tu mente sabes que
anoche un asesino llamado Spike Malone asaltó una joyería en el Boulevard
Elmhurst, huyó por Central Street y se zambulló en el fondo de la casa de ustedes
cuando la policía lo acorraló desde tres ángulos. Le pegaron dos tiros: uno en la sien
derecha, otro en la cadera.
—¿Quieres decir que murió en mi jardín? —se atragantó Kendrick.
—No, no murió. Lo llevaron a toda velocidad al hospital Stonington, y por lo que
sé tal vez esté vivo. Puede ocurrir, sabes. Si la bala pasa por debajo de la
circunvolución…
El rostro de Kendrick parecía descompuesto por completo.
—Anne no me telegrafió —dijo.
—Oh, vamos. Tienes que haberlo sabido.
—Ya te dije que no. Tendrías que tener el cuidado de no contradecirme.
Middleton palideció.
—Escúchame una cosa, viejo. Haría cualquier cosa por ti. Soy tu amigo, el mejor
amigo que tienes en el mundo. Estoy postergando lo de Nueva York, porque es lo
mínimo que puedo hacer, y no es más que el comienzo de…
—Él regresó para morir —gimió Kendrick—. Estaba herido de muerte y ahora…
¡está comiendo la fruta!
—Oh, vamos. Ya te expliqué todo eso.
—Lo explicaste demasiado bien —una angustia absoluta se asomó a los ojos de
Kendrick—. Ahora creo en ese jardín, Middleton. Creo en él.
Middleton no pareció oírle. Se estaba contorsionando en su asiento y rascándose,
como si lo hubiese asaltado de pronto una legión de piojos.
Bruscamente, mientras Kendrick miraba, la mandíbula del psiquiatra dio un leve
tirón hacia abajo y se le empezaron a sacudir los labios. A sacudirse y contorsionarse
convulsivos, como si todas las palabras que había emitido se precipitaran frenéticas
otra vez al interior de su boca.

* * *

Anne Kendrick se acercó al borde de la acera bajo los cornejos de espléndidas flores.
Tarareando La luna me pone loca porque no quiere hablar, silenció el vibrar del

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motor, alzó un bolso que estaba en el asiento trasero y bajó a la acera con la falda
arremolinada alrededor de las rodillas.
Cruzó con animación la acera y entró en la sombra de la casa. Miró hacia arriba,
sonriendo, y por un instante pensó en gritar: «Ted, querido, acabo de llegar».
Pero no, mejor deslizarse dentro de la casa en silencio y sorprenderlo.
Era probable que estuviera «allá atrás», en la biblioteca, leyendo o preparando su
informe de ventas mensual, y olvidando por completo de los sonidos de la calle.
La fragancia la sorprendió incluso antes de abrir la puerta, llenando el vestíbulo
con una dulzura que la sofocó.
«Hum-m-m» pensó, «suerte que no soy Katie, con las amígdalas envueltas en
gasa. Apuesto a que Katie no le gustaría tanta fragancia.»
«Anne, muchacha», pensó, «estás otra vez en casa, y dentro de un instante te
abrazará un magnífico mozo. Si se lo piensa bien, un esposo del que hay que
enorgullecerse, un agregado valioso en la casa de cualquier mujer.»
La llave chasqueó en la cerradura. Aún tarareando, entró en el pasillo de abajo y
dejó el bolso ante la escalera.
La fragancia era realmente notable. La llenó de pronto de una vaga inquietud, así
que dejó de sonreír.
¿Qué había hecho Ted? ¿Había bajado al kiosco y comprado una planta de
fantasía: una de esas orquídeas de aire africanas que se suponía que florecían en una
noche? Uno colocaba la orquídea en un recipiente seco y se suponía que extraía el
alimento del aire y florecía realmente. ¿Tendría esa planta un olor así?
Recorrió el pasillo en puntas de pie, diciéndose que no iba a permitir que un
simple olor le echara a perder la llegada a casa. La biblioteca estaba silenciosa y
oscura, pero el cuarto tenía un aire de haber sido ocupado recientemente que disipó el
temor irracional hasta que oyó decir a alguien, no en voz alta, pero con una inflexión
amenazante que le congeló el corazón:
—Vas a comer, ¿entiendes? Que hayas encontrado un gusano en esa manzana no
es motivo para negarte a pasarla al buche. Estás haciendo esperar a estos caballeros.
—Que se vayan al demonio —dijo una segunda voz—. No voy a comer ningún
gusano rosado.
—Muy curioso —intervino una tercera voz—. Está compensando un complejo de
inferioridad maligno, incluso ahora. Fanfarroneando, dándose importancia.
—¿Ves? Este caballero es chi-quia-tria. Sabe lo que eres. Te ha calzado los
puntos.
—Sería mejor que comieras, Spike —dijo una cuarta voz—. Vas a salir al jardín y
no regresarás.
—Eso es lo que tú crees, viejo.
—No lo creo. Lo sé. Estamos todos en el mismo barco.
—No veo por qué tú tienes que comer, viejo.
—Yo tampoco, Spike. Pero es así. Estaba teniendo una pequeña y serena charla

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con el doctor Middleton al otro lado de la ciudad cuando los dos nos dimos cuenta de
que tendríamos que comer, también. Spike, por algún motivo te tengo lástima. Eres
una amenaza a la sociedad, pero no fue exactamente por culpa tuya. Durante toda la
vida hubo algo en tu interior que se sintió golpeado.

Of every million lives how many a score


Are failures from their birth?[10]

—Mejor que te atengas a Swinburne, Ted —dijo la tercera voz—. No era tan
grande como Shelley, pero a veces daba en el clavo.

And all dead years draw hither


And all disastrous things.[11]

—¿Así que son puetas, eh? Voy a comer con un par de puetas tragarrimas.
—No, Spike, no somos poetas. Este caballero es psiquiatra y yo vendo artículos
de granja.
El rostro de Anne había palidecido mortalmente. Las voces estaban en el cuarto,
con ella. La voz de su esposo era la más alta; la del doctor Middleton un poco más
débil, pero vibrante; la del hombre llamado Spike era áspera, pero extremadamente
débil.
De pronto oyó el ruido de un mordisco, seguido por un gruñido de furia.
—¿A esto le llamas naranja?
—Seguro que es una naranja —dijo la primera voz—. Yo mismo la cuidé. Una
naranja azul, de cáscara amarga. ¿De qué te quejas?
—De nada. Sólo que no es mi idea de una naranja, chiquito sabihondo. Tendría
que hacértela tragar a ti.
—Mejor que comas, hijo. Lo postergaste demasiado y tendrás que pasar como por
un embudo.
Crunch, crunch.
—Tienes que aprender a cuidar frutales, sabihondo. Y si no estuviera decidido a
salir de esta roñosa jaula…
Hubo un silencio raspante, como si alguien hubiese echado una silla al levantarse.
—Se fue —dijo la voz de Ted.
—Querrás decir que se está yendo —corrigió la primera voz—. No puedes verlo
ahora, pero está saliendo al jardín.
Hubo un silencio breve. Después la voz del doctor Middleton dijo:
—Bueno, ¿yo soy el que sigue?
—Eso es, hijo —dijo la primera voz—. ¿Qué te sirves? Para un caballero como tú
recomiendo un racimo de uvas bien huecas.

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—Nunca me gustaron las uvas —dijo la primera voz.
—Pásame la fuente —gimió la voz de Ted—. Tomaré una… Oh, Anne, querida,
ojalá pudiera…
—Si pudieras verla, hijo, estarías sudando a baldes.
—¿Qué quieres decir?
—Hijo, no tienes más que mirarte. ¿Quisieras que ella te viera así?
La voz de Ted gimió.
—Hijo, dar consejos no es mi fuerte, pero si mi esposa no tuviera que comer yo
no pediría verla. No hay ninguna necesidad de darles ideas a las Tres Hermanas
Tejedoras. ¿Entiendes lo que quiero decir?
—Entiendo lo que quieres decir. Las personas que puedo ver van a morir.
—Oh, no —la primera voz tembló como dolorida—. Sólo tienen que comer. No
uses otra vez esa palabra, hijo.
—Fui a lo de Middleton en un taxi —dijo la voz de Ted—. Vi al conductor.
—Él también va a comer, hijo, pero no lo sabe aún. Su bomba se pierde uno de
cada dos latidos.
—Entiendo. Y Middleton estaba… Middleton estaba… las persianas bajas…
—Eres inteligente, hijo. Middleton estaba en Nueva York paseándose en su auto.
Su casa de aquí está clausurada.
—Pero me senté en la biblioteca y hablé con él… hace menos de veinte minutos.
—Seguro que sí, hijo. Los dos regresaron a comer. ¿Dónde encontrarían un jardín
mejor? Estuve trabajando en él, sólo para ustedes tres. Al grandote le pegaron un tiro
aquí, y tú… es tu casa. Ella imaginó que los tres, todos de la misma ciudad, tenían
que sentarse a la misma mesa. ¿Astuto, eh? Ahorra tiempo y problemas.
De pronto habló otra voz. Fría, austera, y como desde una gran altura.
—Ahora come. Ya has hablado lo suficiente.
—Hola, diosa —dijo la voz de Kendrick. Estaba tensa de angustia, pero Kendrick
había prometido que partiría con una broma. Era una conclusión a la que había
llegado cuando cumplió los catorce años.
—Tomaré una ciruela —dijo—. Por suerte puedo ver la fruta. La fuente es un
poco borrosa en los bordes, pero no es invisible. No podía ver los noes y los cavones,
pero esta ciruela…
La primera voz respingó.
—¿Que no podías ver los noes?
—No hasta que les volqué un poco de talco encima —dijo Kendrick.
—¿Podías ver los gnoros?
—No.
—Hijo, escucha. Si entras a ese jardín con una burla, desearás no haber nacido.
—No vi los gnoros —insistió Kendrick—. Ahora, si no te importa…
—No comas —dijo la alta voz austera.
—Ama, es sólo una broma. El coche dio tres vueltas.

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—Él no debe comer.
—Decídase —casi gritó Kendrick.
—Ahora puedo verlo —dijo la voz austera—. Está sentado en la cama. Pide ver a
la esposa. Hay un médico y una enfermera de pie junto a él. La enfermera… la
enfermera sonríe, pequeño gusano. Tendría que castigarte.
—No fue por mi culpa, ama. Juro que no fue por mi culpa. Tenía una temperatura
increíble.
Dos caras, una de hombre, otra de mujer, aparecieron simultáneamente en el
cuarto: una a la altura de los ojos de Anne, y la otra alta, en el techo. La cara de la
mujer era de labios gruesos, negroide, y coronada con un brazalete de flores
refulgentes.
El hombre —a Anne se le cortó la respiración— la miraba con ternura. Hacía lo
posible por sonreír, era Ted. Ahora podía ver su cuerpo, nebulosamente, y las líneas
de una mesa, y una figurita barrigona de apenas noventa centímetros de alto con una
fuente de fruta en las manos.
Desde la cara de la mujer bajaba una túnica larga, flotante. Se inclinaba un poco
ahora y sus ojos eran anchos, fijos. De pronto Anne flaqueó y parecieron llenar el
cuarto. Dos órbitas enormes que reflejaban cielos metálicos y un páramo de arena
revuelta que parecía extenderse sin fin en toda dirección. En lo profundo del cielo
giraban buitres y por un instante hubo un dejo de carroña en el cuarto.
Después… los ojos volvieron a achicarse. Hubo un fulgor de luz púrpura y las
caras, la mesa y la fuente de fruta empequeñecieron hasta ser motas luminosas que
zumbaron un instante en el cuarto penumbroso, tranquilo y de pronto se fueron.

* * *

—Llamada de larga distancia. ¿Señora Kendrick? Señora Kendrick. ¿K-e-n-d-r-i-


c-k? Este es un llamado de larga distancia. Su llamada, señor.
—Hola, ¿Ted? ¿Ted? Oh, querido mío, mi pobre querido…
—Anne, no te asustes. Tuve un accidente, pero ahora estoy bien, y tienes que
mantenerte tranquila. No estaría telefoneándote y hablándote con una voz calma,
tranquila si no estuviera bien. ¿Te das cuenta de eso, no?
—Lo sé, querido, lo sé…
—Hace veinticuatro horas que estoy inconsciente, pero ahora van a darme algo de
comer. Estoy sentado y la enfermera de turno me sostiene la mano, y yo me digo que
es tu mano.
—No estoy celosa, querido.
—Querida, yo… traté de hacerme el Buen Samaritano. Ayer me dejé caer por la
Clínica Riverdale para ver cómo le estaba yendo a Middleton. No le estaba yendo

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nada bien. Me dijo que tenía ganas de largar el puesto nuevo y regresar a Lynnbrook.
Parecía tan exhausto que le sugerí jugar dieciocho hoyos de golf y dar una vuelta por
el Parque del Bronx. Estábamos saliendo de Grassy Sprain cuando un canalla salió de
atrás de un camión y me empujó fuera del camino.
—Ted, yo… por favor no cortes. Sólo un segundo. No me siento…
—Anne, ¿estás bien? ¡Anne! Contéstame.
—Gulp. Sí. Yo… me siento mejor ahora… Ted… querido…
—¿Estás segura? ¿Quieres que espere mientras te preparas algo?
—No, querido. Tengo algo aquí… un brandy puro.
—Anne, esto te puede sonar extravagante, pero… ¿nuestro jardín está bien?
—Sí, lo está, Ted. Acabo de estar allí.
—Debo haber delirado toda la noche. Creí, creí…
—Lo sé, Ted querido. Pero ahora tenemos otra vez nuestro propio y hermoso
jardín.
—Se ha cumplido su plazo, señor.
—Operadora, operadora, escuche. Esto es un llamado de emergencia.
—Su plazo no se ha cumplido, operadora. Él va a vivir hasta los ciento seis años.
No sé qué le espera a usted, pero él va a envejecer a mi lado. Chúpese ésa y salga de
la línea, estimada señora.

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Eso acudirá a ti

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Eso acudirá a ti… Eso acudió. Pero se tomó su tiempo y cuando llegó al
principio yo no estaba seguro de si contaba con el tipo correcto de
ingredientes para un buen cuento de horror fantástico. Había algo particular
en la naturaleza de «Eso»…
Decidí que fuera un cuento bien corto —el más breve de este volumen—,
temiendo de que si el relato tenía una estructura argumental demasiado
detallada la naturaleza aterradora de su personaje central perdería algo de su
impacto. Cada vez que pasa eso, que uno decide que el largo y arduo trabajo
que por lo común hay que soportar si se escribe un relato de trama
complejamente construida no será necesario, es probable que se presenten
problemas. La cuestión puede expresarse con bastante sencillez. Por algún
motivo inexplicable, los cuentos de este tipo demandan por lo común dos o
cuatro o incluso seis veces más tiempo para ser escritos. Pero, tal como
resultaron las cosas, no tuve motivos para quejarme del esfuerzo, porque
«Eso acudirá a ti», después de una aparición inicial en Unknown Worlds fue
más tarde escogido por Harold Matson para una deliciosa antología en
rústica de fantasmas y gules. Fue publicada hace tantos años que no puedo
recordar su título exacto y el único ejemplar desapareció misteriosamente de
mis archivos.

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*

ESO ACUDIRÁ A TI
Unknown Worlds, diciembre de 1942

Bannerman había asegurado que el empleo le gustaría. «Cromer, no podrías encontrar


algo mejor», había dicho Bannerman. «Parece hecho para ti. Te prepararé las
referencias y mañana bien temprano estarás trabajando otra vez.»
Al parecer Cromer siempre se quedaba sin empleo.
Entonces Bannerman lo llamaba, le preparaba nuevas referencias y tenía un
trabajo liviano durante una o dos semanas.
Al parecer no podía durar en un empleo. Tarde o temprano se filtraba la verdad y
Bannerman tenía que meterse en un montón de problemas para mantenerlo lejos de
las colas de comida gratis. Ojalá pudiera recordar qué aspecto tenía Bannerman.
Pero parecía que no podía. Tendría empleos y después los perdería. Ojalá pudiera
recordar…
—Sí, señor Cromer. Por aquí, por favor —le estaba diciendo el hombrecito.
Parecía estar en una especie de laboratorio. Había ventanas altas sin cortinas a
ambos costados de él, y sobre la mesa hacia la que avanzaba había… por todos los
cielos, no parecía posible.
Sobre la mesa había una cena completa: ¡de la sopa a los postres!
—Esto lo enviaron del Hotel Midtown —dijo el hombrecito—. Será mejor que
pruebe cada plato por separado.
Cromer asintió. Parecía saber lo que se esperaba de él.
—Le están ajustando los tornillos a un cocinero nuevo, ¿eh? ¿Qué le parece si
empiezo por el pollo?
—Es del Criadero Richardson. Le sugiero que se concentre en el grado de ternura
y en la grasa y se olvide del condimento. Los pollos de Richardson están tan bien
criados, pero el hotel piensa cambiar a Hegarty & Reuper.
—De acuerdo —dijo Cromer.
Acercó un taburete, se sentó y despidió al hombrecito con un movimiento de
cabeza. Había tenedores y cucharas sobre la mesa, y hasta una servilleta de papel. Se
calzó la servilleta en el chaleco, alzó una cuchara y se puso a trabajar.
—Hummm —murmuró, cuando algo con sabor a sopa de pollo le pasó por el
buche—. Hummm, nada mal.
Atrajo una planilla hacia él y tomó nota.
—Ninguna queja sobre este punto —murmuró—. Probaremos la ensalada.

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Era una ensalada de tomate con pimienta, adornada con rodajas de pepino.
—Excelente —exclamó, y volvió a tomar nota.
El pollo lo tuvo ocupado durante diez minutos enteros.
Dio una mirada furtiva por sobre el hombro antes de partirlo con los dedos y
reducir el pecho y un ala a un montoncito de huesos refulgentes. Estaba masticando
una pata cuando alguien lo llamó desde el fondo del laboratorio.
—Una llamada para usted, señor Cromer.
Recordaba vagamente que había salido del laboratorio, bajado tres tramos de
escalones y contestado la llamada. Y sin embargo en cuanto oyó la voz de Jane
Wilder todo pareció reacomodarse. Tenía dinero en los bolsillos, podía salir a
divertirse nuevamente. Tenía trabajo otra vez.
—Ponte tu mejor sombrero de noche, dulzura —dijo—. Vamos a festejar.
Cuando colgó, la recordó, desdeñosa y malvada, apartándose de él y no
permitiéndole que la tocara. Pero ahora todo eso cambiaría. Tenía trabajo otra vez y
podía caminar con la cabeza en alto.
Mientras cruzaba la ciudad hacia la pieza del hotel de Jane el corazón se le
sacudía cada vez que miraba su reloj pulsera. Ahora sólo faltaban quince minutos,
pensaba: once, ocho, cuatro.
Era como un sueño. Después de largas edades estaban juntos de nuevo. La apretó
entre sus brazos y la despeinó con sus manos enormes, hambrientas.
—Nunca te arrepentirás, querida —dijo.
Jame Wilder arrugó la nariz. En ese sentido no tenía ilusiones. Se arrepentiría a la
semana siguiente, se dijo: casada con un hombre que no podía llenar la olla. Pero en
ese momento no abundaban los solteros disponibles, con la milicia, y las mujeres más
jóvenes y atractivas que ella peleaban por los más maduros.
No abundaban, y una chica soltera experimentada como ella, ex-azafata, no tenía
tontas ideas románticas acerca de la confianza que se podía depositar en un varón.
Además, siempre podía devolver el anillo y aceptar una posibilidad mejor… siempre
y cuando se presentara.
—¿Tienes un nuevo empleo? ¿Un tipo distinto de empleo? —preguntó, mirándolo
a los ojos.
Cromer asintió.
—Querida, ahora soy un catador de comida.
—¿Pero cómo puedes conseguir un empleo así, apenas sales a buscarlo? —le dijo
ella.
Algo que él había adquirido era el hábito de la cautela.
Nunca había discutido sobre Bannerman con Jane, y no pensaba hacerlo en ese
momento.
—Querida, no hablemos de eso —dijo—. Mira, fíjate: tengo lo que hace falta.
Abrió la billetera y le mostró ocho crujientes billetes de diez dólares.
Los ojos de Jane adquirieron un tenue resplandor. Se dejó abrazar otra vez y por

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un instante él experimentó una sensación de satisfacción perfecta.
—Vayamos a algún sitio donde se pueda bailar —dijo ella.

* * *

Media hora después, sentados en una mesa apartada del Ten O’clock Club, Cromer
notó con una pequeña punzada de placer que todos miraban a Jane con admiración.
Ella sabía cómo llevar la ropa y era una mujer notable en todo sentido.
—Bueno, bailemos —dijo ella.
Cromer asintió, se levantó y empujó la silla hacia atrás. En la pista dejó de tratar
de recordar qué aspecto tenía Bannerman. Se le había subido la felicidad a la cabeza
y todos sus pensamientos se centraban en la mujer que llevaba en sus brazos. Giraron
y giraron siguiendo los compases suaves de un vals.
Alguien le tocaba el hombro a Cromer.
—Una llamada para usted, señor. Un tal señor Bannerman…
Una oruga de hielo arrancó desde la base de la médula espinal de Cromer y se
arrastró subiendo por su espalda con pequeñas pausas y sacudidas. Dejó de bailar
bruscamente. El mozo dio un paso atrás y Jane pareció endurecerse. Una cadencia
funeral se filtró en el vals soñador, como si hasta la orquesta hubiese sentido en la
actitud de Cromer algo tan enervante como un féretro sobre ruedas.
Con los movimientos de un autómata, Cromer llevó a Jane de regreso a la mesa
del rincón y apartó una silla para que se sentara.
—¿Quién es el señor Bannerman? —preguntó ella, mirándolo con furia—. ¿Por
qué siempre te llama?
—No me llama siempre, querida —balbuceó Cromer—, Hace… bueno,
muchísimo tiempo que no lo veo.
Se inclinó y la besó, con el rostro mortalmente triste.
—Tengo que atender esa llamada, querida —dijo—. Pero regresaré… te lo
prometo.
—La última vez no regresaste.
Cromer la miró con firmeza.
—Regresaré en cinco minutos —le aseguró.

* * *

¿Por qué había dicho eso? Aún podía oír la voz enfurecida de Bannerman en el
teléfono:
—Esto es la gota que colma el vaso, Cromer. Te conseguí un trabajo a tu medida.

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¿Nunca estarás a la altura?
—Lo siento, señor.
—Mejor que lo sientas. Toma un taxi y ven en seguida.
Ahora estaba sentado rígido como un maniquí en un taxi en marcha, con el
sombrero apretado entre las rodillas.
—¿Qué dirección dijo, amigo? —le preguntó el conductor, mirándolo de mal
humor.
—Ya le dije. El número 13 de la calle Oak.
—Bueno, es aquí, amigo —dijo el conductor, acercándose a la acera.
Los mismos viejos escalones otra vez, gastados, mohosos. El empapelado
despegado. Aunque tenía un vago recuerdo de ver cómo se alejaba el taxi cada
aspecto de la casa de Bannerman parecía penetrar en sus sentidos con la fuerza de un
impacto físico.
Mientras subía la pelada escalera de roble, tuvo que agarrarse de los pasamanos
para afirmarse, y cuando se acercó al descanso del primer piso el sentido del oído se
le volvió tan anormalmente agudo que podría haber oído la caída de un alfiler.
Hizo una pausa ante la puerta familiar, bordeada de luz, que estaba en la mitad del
pasillo de arriba, y parpadeaba parejamente cuando resonó la voz de Bannerman.
—Adelante, Cromer.
Cromer no quería obedecer. No quería enfrentar a Bannerman. Pero aunque le
habría resultado más fácil cortarse el brazo derecho, no podía elegir. Carraspeó y
entró al estudio de Bannerman y cerró la puerta tras él.
Bannerman estaba de pie en las sombras, un poco a la izquierda del objeto de
cristal, con un sombrero de fieltro negro proyectándose sobre su rostro. Chupaba un
cigarro, pero se lo sacó de la boca en cuanto la puerta se cerró con un chasquido.
—He estado esperando este momento, Cromer —dijo—. Has arruinado cada
oportunidad que he puesto en tu camino. Me he estado diciendo que en parte fue
culpa mía, pero esta vez no tienes disculpa, Cromer, y es mejor que no la intentes.
Cromer apenas lo oía. Su mirada estaba fija en el enorme globo de cristal que se
erguía sobre el pedestal de ónix negro cerca del centro del cuarto. Había visto el
globo antes, pero ahora desbordaba una radiación rojo-sangre y había… sí, había dos
formas lívidas tendidas en medio del resplandor.
—Sabía que te asustaría, Cromer —dijo Bannerman.
Cromer no estaba meramente asustado. Se le salieron los ojos de las órbitas,
apretó los dientes con un crujido y sintió cómo le brotaba el sudor en todo el cuerpo.
Había reconocido una de las figuras rígidas, lívidas. Era el hombrecito que lo había
hecho entrar en el laboratorio. Nunca había visto un rostro tan gris, unos miembros
tan rígidos.
—¿Están… muertos? —graznó.
Bannerman sacudió la cabeza.
—Envenenamiento con ptomaína —dijo—. Están muy enfermos. Es todo culpa

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tuya, Cromer.
—Culpa mía…
—Es lo que dije. Cromer, te preparé unas recomendaciones excelentes. Incluso…
oh, es inútil. Aprobaste esa comida en la planilla, y estos dos hombres, tus
compañeros de trabajo en el laboratorio, se sirvieron una pata que tú habías dejado.
Lindo catador resultaste.
Ahora el rostro de Cromer tenía una palidez mortal.
—Pero ese pollo estaba bien, señor —jadeó.
—¿Quieres decir que tenía buen sabor para ti, Cromer?
—Sí, así es. Yo…
—Cromer, ¿cómo puedes ser tan estúpido? Si tenía buen sabor para ti tenía que
estar podrido a más no poder.
—No entiendo, señor —barbotó Cromer roncamente.
Esta vez le tocó a Bannerman demostrar excitación.
—¿Quieres decir que tuviste otro lapso de memoria?
—¿Otro lapso de…? ¿Tuve alguno antes, señor?
—Dos veces —Bannerman casi gemía—. No me asombra que pensaras que ese
pollo estaba bien.
El extremo encendido del cigarro de Bannerman trazó un arco brillante en las
sombras.
—Eso acudirá a ti, Cromer —dijo—. Fíjate en el cristal, Concéntrate.
Cromer obedeció, con el corazón golpeándole las costillas.
En medio del resplandor, sobre los dos trabajadores del laboratorio enfermos,
apareció lentamente una figura alta, demacrada. Primero tomó forma la cabeza,
después los contornos difusos de los hombros huesudos y por último surgió una
figura completa rodeada de un aura negra que desalojó la radiación rojo-sangre en las
profundidades del globo.
La figura tenía el aspecto de algo que no tendría que haber sido desenterrado
nunca. Apenas le quedaba carne encima y los dientes eran tan puntiagudos como los
de un animal de presa, y había algo en ella que parecía pesar sobre Cromer, como si
quisiera sacarle el cerebro por la boca y chuparle toda la médula de los huesos.
—Cromer, ése eres tú —dijo Bannerman—. Estás mirando tu propio y verdadero
ser.
Cromer parecía incapaz de respirar.
—Cromer, no puedes decir que no trato bien a mis súbditos. Te construí un
recipiente carnal que pasaría cualquier inspección y te conseguí un empleo a tu
medida. Desde luego, pensé que te portarías bien y podrías servirme. Tienes que ser
un buen empleado antes de ser un mal empleado, Cromer. Tienes que ganar la
confianza de tus patrones.
»Cromer, fallaste en tu trabajo. Olvidaste que un pollo en mal estado tendría buen
sabor para ti: sería delicioso, de hecho. ¿Por qué lo olvidaste, Cromer? ¿Fue porque

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querías escapar de ti mismo?
Una sonrisa demoníaca apareció en el rostro de Bannerman.
—Ahora sabes lo que eres, Cromer. ¿Aún quieres escapar?
—Sí, sí —sollozó Cromer—. Siempre he querido escapar. No puedo soportarlo.
—Entiendo. Amnesia compensatoria. Cromer, podrías enfrentarlo. ¿Qué eres?
—Oh, Dios, yo…
Bannerman palideció.
—Nunca digas… cuida tu lengua, Cromer.
—Preferiría morir antes de ser lo que soy —dijo Cromer con voz ahogada.
—Vamos, vamos, Cromer —lo increpó Bannerman—. Contrólate. Enfréntalo
como un hombre. Hazle frente y veremos lo que puedo hacer para conseguirte otro
empleo.
Mientras hablaba, Bannerman se quitó el sombrero y dejó al descubierto una
coronilla refulgente, sin cabello, de la que brotaban dos cuernos cortos.
Cromer cayó de rodillas, se arañó el pecho desesperadamente.
—¿Y bien? —lo aguijoneó Lucifer—. ¿Qué eres, Cromer?
La voz de Cromer, cuando surgió, parecía un susurro salido de una tumba.
—Soy un gul —dijo.

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El fisgón

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«El fisgón» es un relato de ambiente periodístico de tipo muy distinto al
habitual. Cuando lo escribí, los columnistas de periódicos eran protagonistas
de films de Hollywood y de relatos de revistas con mayor frecuencia que hoy
día. Se parecían más a los duros periodistas de la época del Front Page de
Chicago, considerablemente más antigua: bien pagados, implacables,
derrochadores, oportunistas en su mayoría.
Traté de imaginar lo que ocurriría si uno de ellos hubiese sido un poeta
altamente sensible e imaginativo en su juventud —una especie de Yeats de
veinte años—, que habían abandonado todos los sueños juveniles para
convertirse en un columnista de chismes baratos. Aún podría escribir bien y
sentir cierto orgullo por su trabajo. Pero se habría convertido en alguien
totalmente distinto a un ser juvenil. ¿Qué ocurriría, me pregunté, si en una
loca especie de mundo fantástico ese poeta juvenil aún existiera?
A medida que el mundo íntimo de los sueños aún oscuramente
recordados adquiriese un matiz más extraño, más horrible, la persona que
había llegado a ser se desintegraría de un modo aún más horrible. Aunque
«El fisgón» nunca ha sido antologado, siempre he sentido que incluye tres o
cuatro párrafos de lo mejor que nunca haya escrito. No pienso revelar aquí la
ubicación de esos párrafos especiales. Los acertijos que el lector debe
resolver por sí mismo siempre son más interesantes que una flecha de
indicación.

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*

EL FISGÓN
Weird Tales, marzo de 1944

Mike O’Hara se acercó inclinado hacia la casa de huéspedes donde vivía, con los
grandes hombros encorvados y sus pasos resonando huecos a lo largo de la calle
estrecha. Era más de medianoche, pero unas pocas luces parpadeaban sin alegría aquí
y allá, y delante de él las sombras se escurrían de los umbrales para refugiarse en
callejones apenas iluminados por el brillo de una bolera ya cerrada ubicada cerca de
la mitad de la manzana.
Como estaba en un estado lamentable, O’Hara tenía que repetirse a sí mismo que
no había peligro de ser atacado. La calle estaba desierta y se negaba a creer que
alguien o algo desagradable podía aprovechar su estado para saltar desde las sombras
y clavarle los dientes en la garganta.
Por supuesto, Michael O’Hara vivía en el temor de regresar tarde a casa en una
noche oscura, y encontrarse sin otro remedio que saltar retrocediendo ante algo de
ojos vidriosos y grandes dientes desnudos. Pero Michael O’Hara era un poeta que
escribía relatos de fantasmas para las revistas y que creía en cosas malignas que
esperaban más allá de la luz de la calle a los peatones descuidados que iban por calles
desiertas.
Michael O’Hara creía realmente en esas cosas, pero esa noche él no era Michael.
Era Mike. El franco Mike O’Hara, al infierno con todos los espíritus que no se
originaran en botellas con etiquetas de ochenta grados.
Esa noche no se sentía inclinado hacia lo espiritual. Era Mike O’Hara: duro,
escéptico y nada intoxicado, se dijo con fervor: aunque los pasos lo hubiesen llevado
a los tumbos sobre la acera y ahora estuviese subiendo la escalinata de piedra rojiza
de la casa de huéspedes cursi, color lavanda de la señora Hammerslough con una
sensación amenazante en la boca del estómago.
Bajo él no había ni un sonido en la oscuridad y ni una luz aparecía en la oscuridad
de arriba. Había estado tarareando «Oh, querida mía», pero de pronto pareció
contraérsele la garganta y la voz se apagó, dejándolo a merced de un silencio que se
cerró sobre él con la fuerza sofocante de una tapa de ataúd atornillada sobre su cara.
Subió más alto en la oscuridad, con los hombros sacudiéndose, la frente perlada
de sudor. Arriba la oscuridad tenía una cualidad uniforme excepto en un punto. A un
costado de la puerta y extendiéndose hacia abajo por la escalinata se veía un parche
alargado de algo que parecía exhalar pequeños reflejos de luz.

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No, no luz exactamente. Aquello parecía envuelto en un tipo de brillantez extraña,
negativa que se seguía moviendo cuando él alzó los ojos. Era como si… como si un
poco a la izquierda del umbral la oscuridad se hubiese rajado y el vacío que estaba
más allá de ella tratara de brillar en fulgores espasmódicos.
Subió más y más alto. La escalinata parecía alargarse, y mientras subía parecía
huir bajo él, y él hacía todo lo que podía por no perder pie mientras se esforzaba por
llegar a la parte superior.
Por fin, después de edades tan largas que toda su vida pareció pasar ante sus ojos,
se encontró parado ante aquella cosa temblorosa. Seguía pareciendo una grieta en la
oscuridad, una especie de parche desgarrado de radiación negativa que bajaba sobre
la escalinata. Pero ahora pudo distinguir otra cosa colgando en la profundidad del
resplandor; algo húmedo, de pesado aroma, no muy distinto a una trenza.
Estaba asegurado con un pequeño tarugo a la parte superior de la brillantez y
mientras lo miraba un estremecimiento le recorrió el espinazo.
—Santo Dios —dijo con voz ahogada.
Su visión se había afirmado un poco y podía ver ahora que el tarugo no estaba
unido realmente a la brillantez. Sobresalía de la placa del llamador, de bronce pulido
por el tiempo, a la izquierda del umbral, y el resplandor era algo separado y distinto,
una especie de capullo luminoso que sostenía como una cuna la trenza sin
entremezclarse con ella en lo más mínimo.
La trenza estaba unida mediante el tarugo a la propia casa, un poco a la izquierda
del anticuado llamador. Por un instante se quedó mirándola, adelantando los labios
como un escolar que enfrenta un horror adulto sobre el que sabía todo muy dentro de
sí, y que no lo asustaba para nada.
No lo asustaba para nada, porque esa noche él no era Michael O’Hara. Era el
franco Mike y hasta la habría tocado, por Dios, para mostrar su desprecio hacia ella.
Lo recorrió un temblor, un temblor de ira y rencor porque existiera algo así, y de
pronto tiró de ella con las dos manos, y…
—Seguro, y se pegó un buen golpe, señor O’Hara —dijo una voz áspera.
Gimiendo, Mike O’Hara logró ponerse en pie. No recordaba haber caído, sólo una
especie de explosión en el cerebro que al parecer lo había levantado en el aire y lo
había arrojado con violencia fuera de la escalinata.
—Killgallen, mi cabeza —gimió—. Mi cabeza…
El hecho de que hubiese logrado ponerse en pie sobre la fría acera con ayuda de
un teniente de policía de hombros anchos tuvo un efecto serenador sobre él, porque
era la primera vez que había necesitado la ayuda de la ley para ponerse en pie, y eso
le hacía sentir que había caído muy bajo.
—Seguro, y usted está un poco pasado en copas —dijo el oficial con una risita—.
¿Sin duda estaba celebrando la boda de su hija, señor O’Hara?
—No tengo hija, Killgallen —gimió O’Hara—. Sólo tengo treinta y cuatro años.
—Oh, qué lástima.

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El oficial rodeó los hombros de O’Hara con un brazo firme y rió otra vez.
—Una hija hace que un hombre siente cabeza, señor O’Hara. ¡Y ahora, allá
vamos!
—Pero, Killgallen —gimió O’Hara—. Colgado a secar. Dos largos mechones de
pelo, entrelazados como una trenza. Estaban húmedos, Killgallen, y…
—Ahora vamos, se le pasará cuando duerma. Una trenza, era. Bueno, bueno,
bueno…
—Clavada a la puerta, Killgallen. Los griegos…
El teniente Killgallen asintió comprensivo.
—¿Así que estuvo llenando el tanque en lo de Joe Saripolos, eh? Bueno, hay que
reconocerle una cosa a Joe. Sabe cómo prepararlos, ya lo creo.
—No, Killgallen, no. Joe es un griego moderno y yo hablo de una costumbre
antigua. Era una antigua costumbre griega cortar un mechón de pelo de la cabeza de
un muerto, y clavarla en la puerta, por afuera, como señal de que había un muerto en
la casa. Usaban clavos de madera, Killgallen, y…

* * *

O’Hara nunca supo cómo llegó a su cuarto. Estaba seguro de que Killgallen no lo
había ayudado hasta arriba, porque recordaba haberse separado del oficial de policía
en el pasillo de abajo con un:
—Muchísimas gracias, Killgallen. Ahora me las arreglo solo.
Pero no podía recordar haber subido los escalones, y encerrarse con llave en el
cuarto. Apoyado contra la puerta para asegurarse de que estaba encerrado con llave, y
respirando con dificultad, se dijo que había una sola cosa sensata por hacer:
Si quería mantener la cordura lo único sensato por hacer era disolver tres
aspirinas en un vaso de agua, sacarse los zapatos y acostarse. Ahora estaba en casa…
y a salvo. Si dormía había una posibilidad de no despertar aullando. No una gran
posibilidad, tal vez, pero una posibilidad, una posibilidad…
Cruzó vacilante hacia el baño cuando vio la figura quieta, gris tendida a lo largo
sobre su cama.
La figura yacía sobre la cama con algo que parecía una hogaza de pan a medio
comer en las manos. Los brazos se cruzaban a la altura de las muñecas, y las piernas
estaban tendidas rígidas y rectas. Tenía sandalias en los pies y la carne que se veía
entre las tiras de cuero tenía un horrible aspecto ceroso.
La cara de la figura también tenía un aspecto ceroso, pero había en ella algo
hermoso y extraño que incluso la espantosa palidez no podía borrar. No había nada de
femenino en la cara, y sin embargo parecía descansar sobre ella algo más que la
belleza mortal, de modo que un hombre, al verla por primera vez, podía creerse en

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presencia de un santo.
Después podía advertir un aspecto satánico que los santos no poseen, llegar a
darse cuenta de que la cara era como la de un gran poeta que podía convocar espíritus
de las vastas profundidades.
Como es lógico O’Hara sabía que la figura quieta no era su ser actual. La figura
quieta se había graduado en la Universidad de Dublín con pensamientos magníficos y
eternos agitándose al fondo de su cabeza. La figura quieta se había dejado el cabello
largo y habría parecido un poco ridícula si se hubiera paseado por la calle.
Pero había escrito relatos como telas de araña húmedas de rocío, prismáticos y
extraños y con una pequeña vuelta de tuerca de horror en el final que hacía que la
gente se sintiera feliz muy dentro de sí misma. La gente muy sensible e imaginativa,
desde luego, porque sólo ese tipo de gente merecía que la hicieran feliz precisamente
de ese modo.
Con un negro horror apretándole la garganta, Mike O’Hara bajó los ojos hacia la
figura quieta y fría de su ser juvenil.
—Mike O’Hara, tienes un salario de cuarenta mil al año y eres el columnista de
chismes más brillante al este de Chicago —dijo una terrible voz acusadora que
parecía venir de las profundidades de la cabeza del propio O’Hara.
—Yo… yo…
—Tu columna ya está bien encaminada, Mike O’Hara. ¿Pero necesitabas matarlo
a él porque ya no podías soportar sus sueños?
—Oh, Dios, yo…
—Tú lo mataste, Mike O’Hara. ¡Con la misma precisión que si le hubieras
clavado un cuchillo en el corazón!
Mike O’Hara sintió de pronto que las rodillas cedían bajo él. Con un sollozo
estrangulado cayó al pie de la cama y por un instante no hubo más que una blancura
encandilante girando sin cesar dentro de su cabeza. Después hubo una disminución de
la blancura y después un color gris en el que nada se movía y por último una negrura
que cubrió todo.

Edición Matutina

¡Dios, qué resaca tenía! Sólo insertar una hoja de papel en la máquina de escribir lo
hizo sudar; las manos le temblaban y tuvo el impulso de hacer traer una pinta de
bourbon y prepararse un fabuloso reanimante.
Despertar en el suelo había sido ya bastante desagradable, pero ponerse en pie
tambaleante y descubrir que había dormido parte de la noche en la cama sin darse
cuenta le había dado el peor sacudón. Su cuerpo largo y anguloso había dejado una
impresión sobre las sábanas que él se había esforzado por alisar antes de llamar a un
mensajero.

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Bueno, al menos había logrado algo. Había superado su apego sentimental a la
vieja casa rosada de la señora Hammerslough y ahora se alojaba en el Ritz, donde era
probable que se quedara. Al menos, sus baúles estaban allí y pronto desempacaría.
Y aunque el rebaño de elefantes rosados lo hubiese pisoteado iba a entregar su
columna en hora. Era muy escrupuloso con su columna y se sentía orgulloso de ello.
Mechones de pelo colgados a secar en el umbral, un cadáver en la cama. Tenía…
tenía suerte de estar vivo.
El alcoholismo agudo no era broma. La semana anterior un hombre de setenta
años, en Nueva Jersey, había apostado que se bebía una pinta en veinte minutos.
Había sido una tontería, porque podría haber vivido hasta los cien.
¡Mejor resignarse, muchacho! Estás sacando ochocientos por semana por una
columna de treinta centímetros. Si no te resignas algún otro lo hará.
¡El cadáver de él mismo! En una época había estado tan chiflado que había
destrozado la ventanilla de un tren subterráneo mientras le recitaba Faustine de
Swinburne a la muchacha que estaba junto a él. Pero nunca le había pasado algo
equiparable a tener algo semejante a su ser juvenil estacionado en medio de la cama.
Estremecido, plantó las dos manos sobre la máquina de escribir en la clásica
postura de la escritura al tacto y empezó a mover los dedos. El tecleo siguiente hizo
aparecer en mayúsculas a media página: Viñetas de Broadway, por Mike O’Hara, y
un párrafo que decía:
«¿Qué entrada gratis le fue rechazada a qué soldado raso y playboy oh, hace tan
poco, en el Pelican Club? ¿Y por qué Peggy Sanderson (de los Sandersons de Park
Avenue y Palm Beach) se dio el gusto de presentarse con un nuevo acompañante
justo en la misma mesa? ¿Y el rostro de quién, y puedo decirles que es un rostro
importante, se pondrá rojo cuando lea lo que vuestro columnista…?»
Dejó de escribir bruscamente y miró hacia la ventana, con un costado del rostro
caído sobre el cuello de la camisa. Cuando volvió a leer lo que había escrito no pudo
señalar una sola frase que superase la cursilería.
Rompió la hoja con un juramento, la hizo un bollo y la arrojó por la ventana. Tal
vez si arrancaba de nuevo…
Con los músculos de la mandíbula crispados, metió otra hoja de papel en la
máquina y la cubrió de líneas que habían fluido de su subconsciente con tanta rapidez
que tenían que ser buenas. Apenas podía mover los dedos con la velocidad necesaria.
Casi lloraba de alivio mientras llegaban las hermosas palabras.
—Muchacho, sí que puedes escribir —murmuró para sí, alzando lo que había
escrito por sobre el carro y leyéndolo lentamente. Era… lamentable.
Se levantó con un gemido y salió de su oficina. El estruendo de los que dejaban
los textos listos para imprimir lo ensordeció cuando cruzó la sala de información
general entre jóvenes serios que producían una prosa impecable por una pequeña
fracción de su salario mensual.
Tenía ganas de treparse a una silla y sumergir la cabeza en el verde enfriador de

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agua que estaba en el extremo opuesto de la enorme y atestada sala de información
general. Al acercarse al enfriador, ejecutó todos los movimientos necesarios con la
mente. Una garganta seca como un pergamino pareció adelantarse a sus manos en
busca del agua que estaba cayendo en un vaso de cartón.
Tragar el agua fresca y burbujeante lo hizo sentir mucho mejor de inmediato.
Imaginó una columna en reemplazo del texto lamentable que había dejado en la
máquina de escribir y se apartaba del enfriador de agua cuando… lo vio. No era gran
cosa, en realidad, sólo un cabello largo y negro en la manga de un saco que había
olvidado cepillar después de usarlo la noche anterior.
No era gran cosa, pero su propio cabello era gris, no negro, y podía precisar por el
lustre que aquél provenía de una cabeza mucho más joven.
Por algún motivo supo lo que se esperaba de él. Con el rostro cubierto de sudor, la
nariz con contracciones, regresó a su oficina a través de la sala de información
general y se quedó con la mano apoyada un instante sobre un picaporte que parecía
retorcerse.

* * *

Se quedó allí durante una eternidad, mientras toda su vida parecía pasar ante él como
lo había hecho en la noche anterior. Después lo recorrió un estremecimiento
convulsivo y abrió la puerta.
Aunque aquello que estaba sentado en su escritorio había plantado las dos manos
sobre la máquina de escribir en la clásica postura de la escritura al tacto, pudo
distinguir a primera vista que no era humano. No tenía ropas encima, y podía ver a
través de él, y sabía que era un espíritu, y… lo estaba mirando.
Lo miraba con ojos cavernosos que parecieron crecer más y más, y de pronto
empezó a ponerse de pie, limpiándose las garras sobre sus flancos peludos.
No emitió un solo sonido, pero O’Hara supo que estaba fastidiado porque se
había manchado las garras casi incoloras con una cinta de escribir demasiado cargada
de tinta. Podía darse cuenta, lo sabía.
El aire pareció congelarse alrededor de él, inmovilizarlo. Como a través de una
hoja de hielo vio que aquello agitaba unas orejas de armiño y subía rectamente hacia
el techo, con los brazos apretados contra los flancos.
Nunca había tenido más deseos de gritar en su vida, pero no podía. Ni siquiera
cuando el techo se abrió en una espuma burbujeante y las largas piernas de la criatura
dejaron como huella un remolino espantoso.
De pronto el techo se volvió sólido otra vez, el hielo se disolvió y un murmullo
invadió la oficina, como si una arteria que llevaba a Ningún lugar hubiese empezado
a vomitar duendes invisibles.

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—Lleva pronto esto a la sala de información general, hermanito —chilló una
vocecita—. Es la necrológica de Michael O’Hara, escrita por el Fisgón en persona. Él
es el columnista de chismes más capaz de nuestro mundo, pero por una vez olvidó
hacerse el astuto.
—¿Era ése realmente el Fisgón, hermanita? Ese tipo rudo, peludo…
—Sería un error criticarle la apariencia, hermanito. Cuando está muy conmovido
escribe una prosa rítmica e intachable: como un río de plata bajando al mar entre los
acantilados de Inishowen. ¡Cómo tiene que haber amado a nuestro Michael!
—Pobre, pobre Michael. Lo velarán con gran pompa durante tres días.
—¿Dónde, hermanita?
—Caramba, en la Posada Royal Coach de la carretera a Queen.
—Conocida también como la casa de huéspedes de la señora Hammerslough.
—Sólo por los mortales, hermanito. Y tal vez por Mike O’Hara, que está ahí
parado, muerto.
—¿Muerto?
—¡Pero fíjate cómo tiembla, hermanita! Claro que es un Mortal muerto…
—Cuando el ser juvenil de un Mortal es velado, el resto de él no es más que
sonido y furia que nada significan.
—¿Quieres decir… que será perseguido y segado, hermanita?
—Por supuesto. El tallo tiene que ser segado cuando el trigo muere.
A Mike O’Hara le parecía que le habían chupado toda la animación del cuerpo, y
que hasta el poder de respirar se le había ido de los pulmones.
Pero aunque sentía el cuerpo como una cáscara hueca su visión era la de un
hombre que experimenta con un par de anteojos nuevos al pie del cadalso. La
brillantez, la nitidez de todo parecía aumentar, y por un instante le fue dado ver…
cinco figuritas crepusculares, contrahechas sentadas a horcajadas sobre su máquina
de escribir, hamacando las piernas y chachareando como duendecitos malignos en
una casa de muñecas.
Los vio durante unos cinco segundos. Después una neblina pareció barrerlos,
hacerlos perder de vista. Se dio vuelta con un sollozo estrangulado, buscando a
tientas un picaporte que parecía esquivarlo y retroceder ante él a través de un
tembloroso velo de niebla…
No recordaba haber tropezado a través de la niebla y salido por la sala de
información general, ni bajado dos tramos de escaleras hasta la calle. Pero debía de
haberlo hecho, porque ahora corría. Sin sombrero, sin saco y por una calle que
parecía converger sobre él desde todos los ángulos.
Era indudable que la calle convergía y adoptaba el aspecto de una bóveda
sepulcral de paredes húmedas, goteantes, y la gente que pasaba volvía hacia él rostros
muertos, descamados. Quería gritar y no podía, y necesitaba correr más rápido para
escapar de algo que lo perseguía sobre la acera.
Oía aquello detrás de él y trató de darse vuelta y no pudo, y después retrocedía

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ante aquello por un callejón largo, oscuro y aquello lo perseguía con una velocidad
implacable.
—¡No, no! —chilló, retrocediendo más y más rápido, como si algo lo succionara
y tirara de él en una dirección donde todo estaba cubierto de moho de cementerio.
Habría sido mejor no tratar de escapar, quedarse con los pies bien plantados sobre
la tierra oscura, mohosa, porque entonces habría ocurrido todo con más rapidez y se
habría ahorrado el tormento de ser alcanzado en el fondo de un pozo circular atestado
de cadáveres y lleno de las risitas abominables de pequeñas formas de carne seca que
sólo podían ser gules.
Vio la guadaña por un instante, irguiéndose brillante y afilada encima del pálido
fulgor sepulcral que se cernía sobre el pozo. Por un instante vio también lo que lo
había perseguido a través de las sombras: vio sus enormes manos huesudas y la
monstruosa oscuridad en el sitio donde tendría que haber estado la cara.
Después… la guadaña bajó hacia él, y sintió el empujón de algo que pareció
alzarle la cabeza, y una humedad que subía de los pulmones, tosiendo.
No sintió nada más.

Edición Final

El doctor Hillary miraba al columnista muerto con ojos preocupados. Fuera de la


oficina atronaban las máquinas de escribir y sonaban los teléfonos de la sala de
información general.
El joven practicante sabía, desde luego, que la vida de un periódico era más
importante que la muerte de incluso un columnista tan famoso como Mike O’Hara.
Pero por algún motivo le parecía un poco irreverente y le chocaba.
El redactor en jefe había cerrado la puerta, y Hillary podía ahora hablar con
franqueza sin exponerse a los faros de la publicidad. La publicidad llegaría y sería
una ventaja para él, porque Mike O’Hara había sido encontrado muerto en
circunstancias poco comunes: encorvado en su silla ante la máquina de escribir, con
los brazos tendidos como para atajar los golpes de un agresor invisible.
La publicidad sería agradable para un joven practicante llegado en una
ambulancia llamada con urgencia media hora después de que encontraran a O’Hara.
Pero ahora quería hablar franca y tranquilamente con un individuo inteligente, y el
redactor en jefe parecía a la vez inteligente y comprensivo.
—Hay gente que murió de miedo —dijo—. No pretendo que sea común, pero ha
ocurrido. Hay una conmoción repentina, y el cuerpo trata de elaborar un contraataque
de valentía demasiado… bueno, inmediato. Se vuelca demasiada adrenalina en el
flujo sanguíneo y…
—¿Pero qué puede haberlo asustado? —quiso saber el redactor en jefe.
Hillary se encogió de hombros.

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—Lo que usted suponga es tan válido como lo que yo suponga. El miedo puede
ser subjetivo, usted lo sabe. Algo que él imaginó…
—Como esa decoloración alrededor de la garganta —sugirió el redactor en jefe
—. Ya que hemos empezado en esa dirección, ¿por qué no la seguimos? Imaginó que
había aquí adentro un asesino con un nudo corredizo y lo impresionó tanto que le
dejó una marca en la garganta.
Hillary devolvió la mirada del otro sin parpadear.
—Estoy casi seguro de que se trata de una marca de nacimiento pero, desde
luego… podría ser. Podría tratarse de una docena de apariciones post-mortem, todas
ortodoxas. No hay evidencias de muerte violenta, si eso es lo que usted insinúa.
—Usted no es médico forense, Doc.
—No, no lo soy. Pero puedo asegurarle…
—Y no es psiquiatra —dijo el redactor en jefe. Mientras hablaba dio un golpecito
en la hoja manchada de papel que se proyectaba fuera de la máquina de escribir del
muerto.
—Busquen a Michael O’Hara bajo los acantilados de Inishowen, donde las
alondras plateadas emprenden el vuelo —citó—. Busquen a Mike O’Hara aquí,
donde escapará del Segador y será derribado. Firmado: «El Fisgón».
—¿Qué sugiere usted? —preguntó Hillary.
El redactor en jefe frunció el entrecejo.
—Bueno, eso es pura insensatez, ¿verdad? Suena a delirios de un lunático.
¿O’Hara no podría haber tenido un ataque cerebral, tratado de estrangularse a sí
mismo, y lograr… bueno, fracturarse la laringe o algo por el estilo?
—Es físicamente imposible que un hombre haga eso —dijo Hillary, con una
mueca torcida—. Además, su laringe no está fracturada.
El redactor en jefe parecía no oírle. Estaba mirando con atención la hoja de papel
con las líneas que acababa de definir como delirios de lunático.
—¡Oiga… esto es extraño!
—¿Eh? ¿Qué cosa? —quiso saber Hillary.
—Bueno, esta mancha aquí. Parece exactamente una… una garra.
—Oh, tonterías —dijo Hillary, tendiendo la mano y sacando la hoja del carro.
Por un instante la miró, después miró al redactor en jefe y después otra vez la
hoja, con la sangre abandonándole la cara.
—Santo Dios —dijo con voz estrangulada.
En sus manos temblorosas el joven doctor Hillary sostenía una hoja de papel en la
que no había una sola línea mecanografiada.

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Sobre los cuentos
«Death Waters» (Aguas muertas), © 1924 by Popular Fiction Publishing Co.
«The Ocean Leech» (La sanguijuela oceánica), © 1924 by Popular Fiction
Publishing Co.
«The Space Eaters» (Los devoradores de espacio), © 1928 by Popular Fiction
Publishing Co.
«The Hounds of Tindalos» (Los sabuesos de Tíndalos), © 1929 by Popular
Fiction Publishing Co.
«A Visitor from Egypt» (Un visitante de Egipto), © 1930 by Popular Fiction
Publishing Co.
«Second Night Out» (La segunda noche mar afuera), publicado originalmente
como «Dead Black Thing», © 1933 by Popular Fiction Publishing Co.
«The Dark Beasts» (Las bestias sombrías), © 1934 by Fantasy Publications.
«The Flame Midget» (El liliputiense flamígero), © 1936 by Street and Smith
Publications.
«Dark Vision» (Visión oscura), © 1939 by Street and Smith Publications.
«The Elemental» (El elemental), © 1939 by Street and Smith Publications.
«Fisherman’s Luck» (Suerte de pescador), © 1940 by Street and Smith
Publications.
«The Refugees» (Los refugiados), © 1942 by Street and Smith Publications.
«The Census Taker» (El empadronador), © 1942 by Street and Smith
Publications.
«Grab Bags are Dangerous», (Las bolsas de sorpresas son peligrosas), © 1942
by Street and Smith Publications.
«Step Into my Garden» (Entra en mi jardín), © 1942 by Street and Smith
Publications.
«It will come to You» (Eso acudirá a ti), © 1942 by Street and Smith
Publications.
«The Peeper» (El fisgón), © 1944 by Popular Fiction Publishing Co.

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FRANK BELKNAP LONG. Vivió siempre en Nueva York, ciudad donde había
nacido en 1901. Creció en Harlem (Manhattan), siendo educado en las escuelas
públicas de la ciudad. De niño se mostró fascinado por la historia natural, y pasaba el
tiempo llevando al papel sus sueños sobre escapar de casa y explorar las selvas
amazónicas. De hecho, si bien la escritura ha llenado toda su vida, alguna vez dejó
dicho que «tan importante como escribir hubiese sido haber disfrutado de una buena
posición en el campo que siempre ha ejercido un poderoso influjo sobre mí, como es
la historia natural». En sus últimas décadas, trabajó activamente en la asociación de
prensa United Amateur Press Association (Asociación Unificada de la Prensa
Amateur). El relato de Long The Eye Above the Mantel (El ojo sobre la chimenea,
1921), publicado en la The United Amateur llamó la atención de Howard Phillips
Lovecraft, dando origen a una relación de amistad y epistolar que duraría hasta la
muerte de Lovecraft, en 1937. Éste lo llamaría «Belknapius».
Long asistió brevemente a la Universidad de Nueva York, entre 1920 y 1921, para
estudiar periodismo. En 1921 sufrió un grave ataque de apendicitis que desembocó en
una peritonitis que casi acaba con él. Pasó un año en el New York’s Roosevelt
Hospital. La proximidad de la muerte le convenció de dejar la universidad e iniciar
una carrera de escritor independiente.
En 1923, a los 22 años, vendió su primer relato The Desert Lich (El liche del
desierto), a la famosa revista pulp Weird Tales. A lo largo de cuarenta años
contribuiría a menudo con este tipo de revistas pulp (también lo hizo con Astounding
Science Fiction), donde publicó además artículos de no-ficción. Su primer libro, A

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Man from Genoa and Other Poems, fue publicado en 1926.
Long se libró de acudir a la Segunda Guerra Mundial por una ligera minusvalía, lo
que le permitió escribir durante toda la década de 1940. Durante la década de 1950,
trabajó como editor asociado para las revistas Satellite Science Fiction, Short Story y
Mike Shayne’s Mystery Magazine. Escribió historietas de horror para Adventures Into
the Unknown (ACG), y guiones para Superman, Green Lantern y Captain Marvel.
Long evolucionó con el tiempo. Con el declive de las revistas pulp, empezó a escribir
ciencia ficción y novela gótica bajo los seudónimos de Lyda Belknap Long (el
nombre de su mujer) y Leslie Northern. Publicó asimismo antologías de sus relatos
como The Hounds of Tindalos (Los perros de Tíndalos) y Night Fear (Miedo
nocturno), y libros de poemas (In Mayan Splendor; En el esplendor maya); también,
una biografía de Lovecraft: Howard Phillips Lovecraft: Dreamer on the Night Side
(Howard Phillips Lovecraft: soñador en el lado de la noche), y su propia
autobiografía: Autobiographical Memoir (1986).
Contrajo matrimonio con Lyda Arco en 1960 y el matrimonio no se separó hasta la
muerte de Long, en 1994. No tuvieron hijos. A pesar de ser escritor fantástico, Long
se autodefinía como agnóstico. Dejó escrito que siempre compartió con Lovecraft su
escepticismo acerca del género de fenómenos llamados sobrenaturales, y sobre lo que
comúnmente se entiende como lo oculto.
Pese a su febril carrera literaria, Long murió prácticamente en la pobreza. Sus
seguidores contribuyeron con 3.000 dólares para costearle una sepultura digna.

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Notas

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[1] Embarcación en la que llegaron los Peregrinos puritanos a Norteamérica en 1620,

año en que fundaron la colonia de Plymouth. (N. del T.) <<

ebookelo.com - Página 260


[2] Título original de este libro. <<

ebookelo.com - Página 261


[3] No es este mismo volumen. <<

ebookelo.com - Página 262


[4] Importante planta nuclear (N. del T.) <<

ebookelo.com - Página 263


[5] Personaje de Robin Hood muy utilizado en las fiestas navideñas. (N. del T.) <<

ebookelo.com - Página 264


[6] Lo que sigue es un juego de palabras intraducibles entre coal (carbón) y ghoul

(gul: espectro devorador de cadáveres). (N. del T.) <<

ebookelo.com - Página 265


[7] Pálida detrás del porche y el portal / Coronada de hojas serenas se yergue / Quien

regoce toda cosa mortal / Con manos frías, inmortales. <<

ebookelo.com - Página 266


[8] Libres del apego a la vida / De la esperanza y el miedo / Agradecemos con

palabras breves / Lo que los dioses quieren / Que no haya vida que eterna sea / Que
los muertos nunca se levanten / Que hasta el río más cansado / Se dirija en algún
lugar al mar. <<

ebookelo.com - Página 267


[9] Ella aguarda a uno y otro / Ella aguarda a todos los nacidos. <<

ebookelo.com - Página 268


[10] En cada millón de vidas, ¿cuántas / Son fracasos de nacimiento? <<

ebookelo.com - Página 269


[11] Y todos los muertos años aquí terminan / Y todos los hechos desastrosos. <<

ebookelo.com - Página 270

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