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Crayón Amarillo

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Crayón amarillo

Romina Paula

Emilia lleva un short con florcitas rosa y rojo, una remerita turquesa y sandalias. A
principios de marzo, aún hace calor. El primer día van sin delantal, para individualizar y
porque recién ahí les dan el distintivo: un barquito, una pelota, un caracol, que las
madres deberán bordar en la pechera del delantal y que los distinguirá de todos los
demás, de los otros simbolitos, a lo largo del año. Emilia en temblorosa letra cursiva en
hilo y un cohete sobre su pecho izquierdo, eso sería ella a partir de ahora, Emilia y un
cohete, en azul, naranja y amarillo.

Cora maneja, está nerviosa, frena brusco. El cinturón de seguridad hace presión sobre
el cuello de la niña. En cada semáforo Emilia se ahorca un poquito, siente que se ahoga
un poco más. En la panza, el Nesquik y la tostada con manteca se revuelven. Sobre sus
piernas hay una bolsa que contiene ese otro desayuno, la vianda, así le dijeron. No le
gusta. La idea no le gusta. Toda esa idea: la de la maestra, la de la obediencia. Hacer
caso. A una señora. Otra. Que no es su madre. Otra señora que a partir de ahora le va
a decir cuándo comer y cuándo ir al baño. Pedir permiso para ir al baño, eso había
aclarado Cora también, que había que pedir permiso. Que cuando tuviera que hacer pis,
o número dos, debería levantar la mano y pedir permiso a la señorita para ir al baño,
delante de todos los niños. Eso le da pánico. Emilia mira por la ventanilla. Ve las copas
de los árboles que hacen sombra y sol, sombra y sol, sombra y sol. Cora dobla y
estaciona. En la puerta hay muchas madres con niños como ella, parecidos, pero otros.
Con sus bolsitas también, en la espalda, en las manos, con ropa de verano, impecable,
infantil. Suben las escaleras, Cora detrás de sus anteojos de sol. Las puertas de las
aulas están abiertas y ahí están las maestras, de delantal, con brazos extendidos,
inclinadas hacia adelante, impostando la voz, aguda, como si jugaran a los enanos o a
los duendes. El aula de Emilia es la del rombo azul. Cora le señala el rombo para que
no se pierda, después, cuando ella ya no esté. En el aula ya hay otros niños y entre
ellos y los muebles a escala, mesitas, sillitas, vasitos, mochilitas, como una niña con
gigantismo, torpemente grande, Sandra, la señorita. Sandra la ve, Sandra la increpa,
hola Emilia qué lindo nombre, ¿sabés quién soy? Me llamo Sandra y soy tu maestra y
vamos a jugar juntas, ¿querés jugar conmigo? Emilia deja un gran moco en la pollera
de su madre y mira, mira a la señorita, la señorita sonríe, la señorita es buena. Pero
tiene algo raro en el ojo. Emilia lo señala, quiere saber qué pasa. Cora se incomoda,
Sandra ríe y explica que su ojo está cansado. ¿Ves esa puertita? Esta puertita se llama
párpado. Mi ojo está muy cansado y se fue a dormir y el otro se quedó despierto y lo
cuida, ¿ves? ¿Te gusta pintar? El ojo raro de la señorita y los crayones acaban por
seducirla. Sandra le da una hoja blanca y una cajita llena de crayones de distintos
tamaños y colores. Emilia revuelve. Toma el verde, lo huele y piensa: voy a dibujar mi
casa. Unos círculos, unas líneas, un rayadito. Un poco de rojo, de azul también, de
fluorescente, los círculos se ponen más furiosos y se superponen. Los rayos los cruzan
y es una casa linda y rara la que pinta Emilia, no es su casa, es otra, una nueva. Aprieta
con fuerza el crayón amarillo que se parte y va a parar al piso dejando algunas esquirlas
sobre la hoja. Se acuerda de Cora, mira alrededor: ni rastro. Sandra y su ojo loco como
cómplices, ¿es posible? Cora se fue y no vuelve. Emilia entre extraños, por primera vez.
Lloraría, estallaría en llanto por el miedo y la traición, la de Cora, dejándola acá a su
suerte, la de Sandra produciendo distracción, con ese ojo y la voz almibarada. Pero
llorar entre desconocidos, ¿qué sentido tendría? Un llanto sin referencia, sin pasado,
que no haría más que exponerla.

Olvida el crayón amarillo, partido, y elije uno naranja. Va a pintar a mamá muy fea,
saturada de naranjas y rojos, a modo de venganza, pelo verde y una pierna menos. Sin
pasto debajo de los pies, para que tenga que flotar para siempre por encima del caminito
de marrones que conduce hasta la casa.

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Copyright © Romina Paula


Texto publicado en Archivos de Word editado por Editorial Mansalva

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