Los Origenes de La Civilizacion
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Los Origenes de La Civilizacion
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Vere Gordon Childe
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Título original:Man Makes Himself
Vere Gordon Childe, 1936
Traducción: Eli de Gortari
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ÍNDICE GENERAL
PREFACIO
I. HISTORIA HUMANA E HISTORIA NATURAL
II. EVOLUCIÓN ORGÁNICA Y PROGRESO CULTURAL
III. ESCALAS DEL TIEMPO
IV. RECOLECTORES DE ALIMENTOS
V. LA REVOLUCIÓN NEOLÍTICA
VI. PRELUDIO A LA SEGUNDA REVOLUCIÓN
VII. LA REVOLUCIÓN URBANA
VIII. LA REVOLUCIÓN EN EL CONOCIMIENTO HUMANO
IX. LA ACELERACIÓN Y LA RETARDACIÓN DEL PROGRESO
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PREFACIO
Con este libro no se tuvo el propósito de hacer un manual de arqueología, ni menos
de historia de la ciencia. Tratamos de que resultara legible a quienes no se interesan
por los problemas de detalle que los especialistas discuten con calor. Por tanto, el
libro ignora tales problemas y evita, además, los términos técnicos y los nombres
raros, los cuales dan carácter científico a los textos sobre prehistoria (incluyendo a
los del autor), pero los hacen más difíciles de seguir. Ahora bien, para simplificar los
temas y el vocabulario hemos tenido que sacrificar precisión. Tratándose de
prehistoria, casi todos los enunciados tendrían que ir acompañados de la frase;
“Con los testimonios de que disponemos hasta ahora, la probabilidad favorece la
opinión de que”… En consecuencia, pedimos al lector que añada esta reserva, o
alguna otra semejante, a la mayoría de nuestros enunciadas. Ni siquiera con esta
restricción, resultarán aceptadas por todos, la totalidad de nuestras aseveraciones;
pero, ha sido imposible embrollar el texto con explicaciones minuciosas, ajenas a la
tesis principal. Sin embargo, sostenemos que los hechos han sido establecidos con
precisión suficiente a los propósitos de este libro, y que las enmiendas admisibles no
afectarían a las explicaciones en manera alguna. Por último, confesamos que,
mientras los capítulos IV, V, VI y VII se basan en estudios de primera mano sobre los
objetos o los testimonios originales, en cambio, para el capítulo VIII empleamos
exclusivamente traducciones y comentarios hechos por las competentes autoridades
que se citan en las notas.
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hábito de formular juicios imparciales sobre los hechos, dejando a un lado los
sentimientos personales. “El hombre de ciencia”, dice Karl Pearson, “tiene que
esforzarse por eliminarse a sí mismo de sus juicios”. Por cierto que la importancia
atribuida por los hombres de ciencia al número y a la mensuración, no deja de tener
relación con la exigencia de adoptar una actitud impersonal. “Los resultados de la
mensuración”, según hace notar en determinada página el profesor Levy, “serán
enteramente independientes de cualquier prejuicio religioso, ético o social. Ya sea
que el lector simpatice o no con el texto de esta página, estará de acuerdo en que su
número es 322”.
No es cosa fácil aproximarse a la historia con ese espíritu humilde y objetivo.
Como hombres de ciencia, podemos preguntarle: “¿Existe el progreso humano?
¿Acaso la multiplicación de los inventos mecánicos representados por los aeroplanos,
las plantas hidroeléctricas, los gases venenosos y los submarinos, es lo que constituye
el progreso?”. Semejante planteamiento de un problema, carece de significación
científica. No se puede esperar acuerdo alguno sobre su respuesta. Ésta dependería
por completo del capricho del investigador, de su situación económica presente y aún
del estado de su salud. Sólo unas cuantas personas llegarían a coincidir en la misma
conclusión.
Quienes gustan de la velocidad y aprovechan la superación de las limitaciones de
tiempo y espacio que ofrecen las modernas facilidades de transporte y de
iluminación, podrán contestar por la afirmativa. Pero no quienes se encuentren en una
situación económica que les impida gozar de tales facilidades, ni tampoco aquellos
que tengan estropeados los pulmones por los gases de mostaza o cuyos hijos hayan
sido despedazados por una granada. Las personas que sientan un afecto romántico por
la “campiña incorruptible” y no tengan pasión alguna por asomarse hacia tierras
extrañas o por convertir las noches en días para estudiar, dudarán de la realidad de un
progreso atestiguado de esa manera y añorarán contristados los días “más tranquilos"
del pasado, de hace uno o dos siglos. Olvidarán convenientemente las desventajas de
la vida simple —las sabandijas que habitan en las bardas pintorescas, los gérmenes
patógenos que bullen en los pozos y en los manantiales abiertos, los bandidos y la
multitud de pandillas que acechan en los bosques y en los caminos—. Si se les
trasladara de improviso a una población en el Turquestán, tendrían que reconsiderar
su opinión. El ratero debe considerar, desde un punto de vista profesional, que la luz
eléctrica, el teléfono y los automóviles —cuando son utilizados por la policía—
constituyen síntomas de retroceso. Seguramente suspirará por las callejuelas oscuras
y estrechas del siglo pasado. Las personas que sean adeptas a las formas más brutales
de la crueldad, no aceptarán la supresión de la tortura legal y la eliminación de las
ejecuciones públicas como signos de progreso, sino al contrario.
No es científico preguntar si existe el progreso humano, simplemente porque no
hay dos personas que lleguen necesariamente a la misma respuesta: ya que sería muy
difícil eliminar la ecuación personal. En cambio, se puede preguntar legítimamente,
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“¿qué es el progreso?”; y la respuesta aún puede tomar, en algo, la forma numérica
que la ciencia aprecia con tanta justicia. Pero, ahora, el progreso se convierte en lo
que ha ocurrido realmente, es decir, en el contenido de la historia. La tarea del
historiador será el poner al descubierto lo que es esencial y significativo en la
sucesión prolongada y compleja de los acontecimientos que coteja. Sin embargo, para
poder distinguir y recoger los hilos del progreso, cuando estos existen, recorriendo el
curso de la historia, se requiere tener una perspectiva de la historia muy diferente a la
que se establecía en los libros de texto formales de mi época de estudiante. En primer
lugar, es fundamental tener una perspectiva amplia y penetrante. Cuando solamente
se exploran períodos cortos o regiones limitadas, es probable que la multiplicidad de
los acontecimientos separados obscurezca algún rasgo esencial.
Por lo menos, antes de 1914 la mayor parte de los ingleses entendían por historia,
“la historia británica”. Comenzaba con los anglosajones, o bien con la conquista
normanda, y abarcaba así un período de 1.500 años cuando mucho, y a menudo de
sólo 800. Únicamente contadas personas tenían conocimiento de que hubiera otra
parte de la historia, denominada “historia antigua”. Ésta se ocupaba de las aventuras
de los griegos —o, más exactamente, de dos ciudades griegas, Atenas y Esparta— y
de los romanos. Generalmente, eran concebidas y presentadas como si no tuvieran
conexión vital con la historia británica, como si las separara un abismo misterioso. En
la actualidad, muchas personas están enteradas de que estas dos partes, que todavía
son las más conocidas, no son realmente completas ni independientes, sino que
forman una pequeña porción de una sucesión concatenada. Al menos, tienen noticia
de algunas partes anteriores, en las cuales figuran los cretenses, los hititas, los
egipcios y los sumerios. El periodo abarcado ahora por la sucesión entera, es cuatro
veces mayor que el de la historia británica en su más amplio sentido. Sólo en fecha
reciente la prehistoria se ha hecho familiar, como una parte introductoria. Ella
reconstruye los destinos —o algunos de sus aspectos— de los pueblos que no dejaron
documentos escritos. En particular, se ocupa de la época anterior al comienzo de la
escritura en los documentos más antiguos de Egipto y de Babilonia. Con la inclusión
de la prehistoria, la historia ha centuplicado su extensión. De esta manera exploramos
un período de más de 500.000 años, en lugar de sólo 5.000. Además, la historia
humana se ha unido, al mismo tiempo, con la historia natural. A través de la
prehistoria, se está viendo ya cómo la historia se origina en las “ciencias naturales”,
en la biología, la paleontología y la geología.
Mientras la historia limita su perspectiva a periodos comparativamente breves,
como el de la historia británica o el de la historia antigua, los altibajos parecen mucho
más notables que cualquier progreso en firme. En la historia antigua nos enteramos
del “ascenso y la caída” de Atenas, Esparta y Roma. Por nuestra parte, confesamos
que nunca estuvimos completamente seguros de lo que era un “ascenso” o una
“caída”. La historia de Atenas, entre los años 600 y 450 a. C., era presentada como un
ascenso, en tanto que el siguiente siglo era la caída. Los siglos subsecuentes, omitidos
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del todo en los libros escolares, había que suponerlos como una era de tinieblas y de
muerte. Por tanto, nos desconcertó el saber que Aristóteles floreció por el año 325 a.
C. y que algunos de los más grandes hombree de ciencia griegos —médicos,
matemáticos, astrónomos y geógrafos— trabajaron en la época en que,
supuestamente, ya había desaparecido la historia “clásica” griega. La civilización
griega no había muerto, aun cuando Atenas hubiera declinado en su poder político; y
sobrevivían las contribuciones atenienses a un helenismo más amplio. El “ascenso”
de Roma era representado por ese período en el cual, por la crueldad y aún por el
engaño, un grupo de obscuros aldeanos de las márgenes del Tíber la convirtieron en
capital de un imperio que comprendía toda la cuenca del Mediterráneo, Francia,
Inglaterra y una buena tajada de Europa Central. Por último, este vasto dominio fue
pacificado y Roma aseguró a sus súbditos dos siglos de paz relativa, sin precedente
en Europa. No obstante, se nos llevaba a imaginar que estos doscientos años,
omitidos discretamente de los libros escolares, habían constituido una era de
“decadencia”.
En la historia británica, los altibajos se hacían solamente un poco menos notorios
o más racionales. La época de Isabel había sido “de oro”, a causa de que los ingleses
tuvieron fortuna como piratas en contra de los españoles, y porque quemaron en
hogueras principalmente a los católicos, y se mostraron condescendientes con las
obras de Shakespeare. En comparación, los siglos XVII y XVIII carecieron de gloria, a
pesar de que Newton le dio realce al primero y James Watt al segundo.
De hecho, se tendía a presentar la historia antigua, y la historia británica,
exclusivamente como una historia política —como un registro de las intrigas de
reyes, gobernantes, soldados y preceptores religiosos, de las guerras y persecuciones,
y del desarrollo de las instituciones políticas y los sistemas eclesiásticos— Es claro
que, incidentalmente, se hacía alusión a las condiciones económicas, los
descubrimientos científicos o los movimientos artísticos de cada “período”, pero los
períodos eran definidos en términos políticos por los nombres de las dinastías o de las
facciones de partidos. Esta clase de historia difícilmente podía hacerse en forma
científica. Ninguna norma de comparación se manifiesta en ella, a no ser los
prejuicios individuales de cada maestro. La época de Isabel es “de oro”, sobre todo
para un miembro de la Iglesia Anglicana. A un católico, le parecen preferibles, de un
modo inevitable, aquellos períodos en los cuales se quemaba a los protestantes.
Semejante historia tiene que restringir, irremediablemente, su propio campo. La
prehistoria no puede encontrar sitio en él. Porque, como la prehistoria carece de todo
testimonio escrito, nunca puede rescatar los nombres de sus personajes, ni tampoco
analizar los detalles de sus vidas privadas. Incluso, sólo raras veces pueden darse los
nombres de los pueblos cuya trayectoria tratan de reconstruir los prehistoriadores.
Por fortuna, la pretensión de considerar exclusivamente a la historia política ya no
es incontrovertible. Marx insistió en la importancia primaria que tienen las
condiciones económicas, las fuerzas sociales de producción y las aplicaciones de la
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ciencia, como factores en el cambio social. Su concepción realista de la historia viene
ganando aceptación en círculos académicos muy alejados de las pasiones de partido
que encienden otros aspectos del marxismo. Para el público en general, lo mismo que
para los investigadores, se viene tendiendo a convertir la historia en historia cultural,
con gran disgusto de fascistas como el Dr. Frick.
Este tipo de historia puede eslabonarse, naturalmente, con lo que se llama
prehistoria. El arqueólogo colecta, clasifica y compara los utensilios y las armas de
nuestros precursores, examina las casas que edificaron, los campos que cultivaron y
los alimentos que comieron —o, más bien, que arrojaron—. Tales son las
herramientas e instrumentos de producción característicos de sus sistemas
económicos, que no se encuentran descritos en ningún documento escrito. Al igual
que las máquinas o las construcciones modernas, estas reliquias y monumentos
antiguos son aplicaciones del conocimiento contemporáneo o de la ciencia existente
cuando fueron hechos. En un barco mercante, los resultados de la geología (petróleo,
metales), la botánica (madera), la química (aleaciones, petróleo refinado), y la física
(equipo eléctrico, motores, etc.), se encuentran combinados y aplicados. Esto es
igualmente cierto para la canoa o piragua construida por el hombre de la edad de
piedra, valiéndose de un simple tronco de árbol.
Además, la embarcación y las herramientas empleadas en su construcción,
simbolizan todo un sistema económico y social. La embarcación moderna requiere la
reunión y la concentración de una variedad de materias primas llevadas desde
muchos sitios, a menudo distantes, lo cual presupone un sistema amplio y eficiente de
comunicaciones. Su construcción implica la cooperación de grandes grupos de
trabajadores, especializados en distintos oficios, que deben actuar conjuntamente, de
acuerdo con un plan común y bajo una dirección centralizada. Además de esto,
ninguno de dichos trabajadores producirá sus propios alimentos, cazando, pescando o
cultivando la tierra. Se nutrirán con los excedentes producidos por otros especialistas
dedicados exclusivamente a la producción o a la recolección de materias alimenticias,
quienes, por su parte, podrán vivir también lejos. La canoa, antecesora en línea
directa de nuestro barco mercante, también implica una economía y una organización
social, pero muy diferentes y mucho más simples. La única herramienta requerida es
una azuela de piedra, la cual pudo haber sido hecha por el trabajador en su bogar, de
algún guijarro del arroyo más cercano. La madera para la embarcación procede de un
árbol local. Para derribar el árbol, desbastarlo y empujar la embarcación hasta el
agua, pudo haberse necesitado la cooperación de varios trabajadores. Pero el número
requerido, habrá sido bastante corto, sin exceder los límites de grupo familiar.
Finalmente, la canoa puede ser hecha perfectamente bien por pescadores o
agricultores, en los intervalos que les deja su ocupación principal de procurarse los
alimentos para sí mismos y para sus hijos. No presupone materias alimenticias
importadas, ni un excedente comunal acumulado, sino que es el símbolo de una
economía de comunidades o familias autosuficientes. Tal economía puede
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encontrarse operante, en la actualidad, entre las tribus bárbaras. Los arqueólogos
pueden definir un período en el cual era, al parecer, la única economía, la única
organización de la producción vigente sobre toda la superficie terrestre. De esta
manera, la historia, ampliada hacia el pasado por la prehistoria, puede comparar los
sistemas de producción más extendidos, en puntos muy separados dentro del gran
intervalo de tiempo que explora.
La arqueología puede observar cambios en el sistema económico y adelantos en
los medios de producción, presentándolos en una sucesión cronológica. Las
divisiones arqueológicas del período prehistórico en edades de piedra, de bronce y de
hierro, no son del todo arbitrarias. Se basan en los materiales utilizados para fabricar
los utensilios cortantes, particularmente las hachas, ya que tales utensilios se
encuentran entre los más importantes instrumentos de producción. La historia realista
insiste en la significación que tienen para modelar y determinar el sistema social y la
organización económica. Además, el hacha de piedra, instrumento distintivo de una
época, al menos, de la edad de piedra, es el producto doméstico que podía ser
fabricado y utilizado por cualquiera, dentro de un grupo autosuficiente de cazadores o
agricultores. No implica especialización del trabajo, ni comercio fuera del grupo. El
hacha de bronce que la substituye, no solamente es un utensilio superior, sino que
también presupone una estructura económica y social más compleja. La fundición del
bronce es un proceso muy complicado para ser ejecutado por cualquier persona, en
los intervalos que le deja el cultivo o la captura de sus alimentos, o el cuidado de sus
hijos. Es un trabajo que deben ejecutar especialistas, y éstos necesitan contar para la
satisfacción de sus necesidades elementales, como es la de alimentarse, de un
excedente producido por otros especialistas. A más de esto, el cobre y el estaño de
que se compone el hacha de bronce, son relativamente raros y muy pocas veces se
encuentran juntos. Casi con seguridad, uno de los constituyentes, o los dos, tendrán
que ser importados. Tal importación sólo es posible cuando se ha establecido alguna
especie de comunicación y de comercio, y cuando existe excedente de algún producto
local para permutarlo por los metales (véanse los detalles en la p. 51).
Hasta este grado corresponden los cambios en que los arqueólogos acostumbran
insistir, a los cambios en las fuerzas de producción, en la estructura económica y en la
organización social, los cuales se registran en documentos escritos y son
considerados como fundamentales por la historia realista. En efecto, la arqueología
puede señalar, y de hecho lo hace, los cambios radicales sobrevenidos en la economía
humana, o sea, en el sistema social de producción. Estos cambios son de tipo
semejante a aquellos en los males insiste la concepción realista de la historia,
considerándolos como factores del cambio histórico. Por sus efectos sobre el
conjunto de la humanidad, los cambios prehistóricos, o por lo menos algunos de
ellos, resultan comparables a esa transformación dramática que tan bien conocemos:
la Revolución Industrial del siglo XVIII, en Gran Bretaña. Su significación debe
estimarse con los mismos criterios, y sus resultados deben juzgarse con arreglo a
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normas semejantes. En realidad, para el caso de las revoluciones prehistóricas, puede
ser más fácil establecer un juicio imparcial, justamente porque sus efectos han dejado
de afectarnos individualmente.
Ahora bien, la prehistoria no solamente amplía la historia escrita hacia el pasado,
sino que también hace avanzar a la historia natural. En rigor, si una de las raíces de la
arqueología prehistórica es la historia antigua, la oirá es la geología. La prehistoria
constituye un puente entre la historia humana y las ciencias naturales de la zoología,
la paleontología y la geología. La geología ha reconstruido la formación de la tierra
en que habitamos; y, en su rama de la paleontología, ha seguido el desarrollo de las
distintas formas de vida surgidas a través de varios y enormes períodos geológicos de
tiempo. En su última era, la prehistoria incluye la narración. La antropología
prehistórica, que se ocupa de los restos corpóreos da los “hombres” primitivos, es
justamente una rama de la paleontología o de la zoología. La arqueología
prehistórica, en cambio, estudia lo que el hombre realizó. Investiga los cambios
ocurridos en la cultura humana. Estos cambios, cuyos detalles hemos de exponer más
adelante, toman el lugar de las modificaciones físicas y de las mutaciones que
producen el surgimiento de nuevas especies entre los animales, las cuales son
estudiadas por la paleontología.
En consecuencia, el “progreso” de los historiadores puede ser el equivalente de la
evolución de los zoólogos. Asimismo, es de esperar que las normas aplicables a esta
última disciplina puedan auxiliar al historiador para obtener la misma objetividad e
impersonalidad de juicio que caracteriza al zoólogo y a cualquier otro científico
natural. Ahora bien, para el biólogo, el progreso —si es que emplea este término—
significará el éxito en la lucha por la existencia. La supervivencia del más apto es un
buen principio evolutivo. Sólo que la aptitud significa justamente el éxito en la vida.
Una prueba provisional de la aptitud de una especie, seria la de contar el número de
sus miembros durante varias generaciones. Si el número total resultara ser creciente,
se podría considerar que la especie ha tenido buenos resultados; si su número
disminuye, estará condenada al fracaso.
Los biólogos han dividido el mundo orgánico en reinos y subreinos. Estos últimos
los subdividen en phyla, los phyla en clases, las clases en familias, las familias en
géneros, y los géneros en especies. La paleontología investiga el orden en que los
diversos phyla, géneros, etc., surgieron en nuestro planeta. Están dispuestos, en cierto
modo, dentro de una jerarquía evolutiva. En el reino animal, el phylum de los
cordados está clasificado en rango superior a los phyla de los protozoarios (que
incluyen gérmenes, algunos animales marinos y otros) y de los anélidos (lombrices de
tierra). Dentro del phylum, los vertebrados ocupan la posición más elevada y, entre
los vertebrados, los mamíferos (animales de sangre caliente que amamantan a sus
crías) tienen un rango superior a los peces, las aves y los reptiles. Aquí, el rango
depende puramente del orden de su aparición, “Superior” significa aparición posterior
en el registro de las rocas; en el corte geológico ideal, las formas más antiguas de la
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vida ocuparían las capas más profundas, mientras que las más recientes harían su
aparición muy cerca de la superficie. Si el biólogo se aparta de algún modo de esta
ordenación puramente cronológica, se expone a quedar involucrado en controversias
metafísicas, en las cuales, como científico se encuentra poco dispuesto a embarcarse.
Bien haría el historiador seguir su ejemplo.
Con todo, tal vez sería permisible sugerir que, en ciertos casos, se atribuyan
valores a los rangos evolutivos, y que estos valores sean susceptibles de expresión
numérica. Podrían ser útiles para estimar el significado de un cambio cultural, ya que
no para rescatar al progreso de todo sentido metafísico. La noción de aptitud
difícilmente puede excluirse por completo del dominio biológico, aun cuando dicha
aptitud signifique justamente el logro de la supervivencia. Desde luego, muchas
formas inferiores todavía sobreviven —con buenos resultados obvios en el caso de
los gérmenes, y muy afortunados en el caso de las lombrices de tierra—. Por otro
lado, las rocas revelan un número incontable de especies, géneros y hasta familias,
cuya supervivencia se ha frustrado, a pesar de que en su momento estuvieran
colocados a la cabeza de la jerarquía evolutiva. Los reptiles gigantescos, como los
dinosaurios e ictiosauros, que pululaban durante la era jurásica, se han extinguido
ahora. Florecieron en condiciones geográficas particulares. La era jurásica tuvo un
clima caliente y húmedo, y vastas extensiones de mares y de pantanos: en ella no
existían bestias más inteligentes que pudieran competir con los inmensos lagartos.
Dentro de estas condiciones, en este medio ambiente, los reptiles se habían adaptado
con buenos resultados. El propio medio ambiente perduró un tiempo tan largo, que
carece de sentido calcularlo en años. Pero, por último, las regiones sumergidas bajo el
agua se hicieron más restringidas; el clima se volvió más seco y más frío, y surgieron
nuevos géneros y nuevas especies. Relativamente, fueron pocos los reptiles que
lograron sobrevivir en el nuevo medio ambiente. Los más no se pudieron ajustar al
cambio de las condiciones, y perecieron. Cuando el antiguo medio ambiente jurásico
desapareció, las mismas cualidades que habían asegurado su éxito y constituido su
“aptitud”, se convirtieron en un impedimento. Estaban especializados en exceso,
demasiado adaptados estrechamente a un conjunto limitado de condiciones. Con la
desaparición de estas condiciones, sucumbieron. La especialización excesiva es, a la
larga, desventajosa desde el punto de vista biológico. Su resultado final no es la
supervivencia, ni el incremento en el número, sino la extinción o el estancamiento.
También como un tanteo, podemos llamar la atención acerca de la idea de
economía en relación con lo que hace referencia a los medios por los cuales queda
asegurada la supervivencia. Muchos de los organismos inferiores sobreviven,
manteniendo su número, únicamente gracias a una prodigiosa fecundidad. Cada
individuo, o pareja de individuos, produce millones de descendientes. No obstante, la
especie tiene una aptitud tan pobre para sobrevivir, que sólo uno o dos individuos, en
cada puesta, alcanzan a vivir hasta la madurez. El abadejo, el bacalao y algunos otros
peces, por ejemplo, logran mantener su número casi constante, durante largos
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períodos de tiempo. En este sentido, obtienen buenos resultados. Pero, para sostener
este equilibrio precario, una pareja de abadejos produce 6.000.000 de huevos, y una
de bacalaos 28.000.000. Si una proporción importante de estos huevos alcanzara la
madurez, el mar se convertiría pronto en una masa sólida de bacalaos. En realidad,
sólo dos o tres bacalaos se logran y llegan a la madurez en cada puesta. La
probabilidad individual que tiene cada huevo de sobrevivir, o sea su perspectiva de
vivir, es de 1 entre 14.000.000, aproximadamente. Los conejos son mucho más
económicos. Un conejo hembra puede producir setenta descendientes al año. Como el
total de la población de conejos se mantiene constante, es claro que la probabilidad
individual de sobrevivir es del orden de 1 entre 70. Una pareja humana no produce
más que un hijo al año, y las familias que exceden de 10 miembros son raras. Sin
embargo, la especie humana sigue aumentando todavía su número. La probabilidad
de supervivencia que tiene el niño es incomparablemente mayor que la del pequeño
conejo.
Dentro de ciertos límites, la economía en la reproducción, la probabilidad
individual de supervivencia, aumenta al ascender en la escala evolutiva. Y estos
conceptos —aptitud, probabilidad de supervivencia— son esencialmente numéricos.
En la medida en que se les aplica, constituyen criterios investidos con toda la
objetividad de los números, dentro del dominio de la clasificación biológica. Por
desgracia, este argumento no debe generalizarse. Porque, mientras algunos
“organismos inferiores” aseguran su supervivencia por medio de una fecundidad
desmedida, otros, que ocupan posiciones no menos humildes en la escala evolutiva,
muestran en la reproducción una economía tan estricta como la del hombre o la de los
elefantes y, sin embargo, mantienen su número.
Sería imprudente proseguir estas discusiones más adelante, por temor a introducir
ideas de valor ajeno al de la ciencia pura. Con todo, al menos habrán servido para
señalar que la continuidad entre la historia natural y la historia humana puede
permitir la introducción de conceptos numéricos en esta última. Los cambios
históricos pueden ser juzgados por la medida en que hayan ayudado a la
supervivencia y a la multiplicación de nuestra especie. Se trata de un criterio
numérico que es expresable en las cifras de población. En la historia, nos
encontramos con acontecimientos para los cuales es aplicable directamente este
criterio numérico. El ejemplo más claro es el de la Revolución Industrial en Gran
Bretaña. Las estimaciones hechas acerca de la población de la isla indican un
crecimiento absoluto y gradual, después de la peste negra del siglo XIV. Cómputos
fidedignos fijan la población en 4.160.221 para el año de 1570, 5.773.646 para 1670,
y 6.517.035 para 1750. Entonces, con la Revolución Industrial comienza un
dramático crecimiento que produce 16.345.646 habitantes en 1801, y 27.533.755 en
1851.
El efecto que producen estas cifras es aún más impresionante si las dibujamos en
papel cuadriculado para formar una gráfica o “curva de población”. La dirección
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general de la línea es casi recta hasta 1750, sin ser afectada por las revoluciones
políticas y los movimientos religiosos de los siglos XVII y XVIII, que ocupan tanto
espacio en los viejos libros de historia. Entre 1750 y 1800, la dirección de la línea se
modifica, formando un ángulo de unos 30°. Los arrolladores cambios en la cultura
material y en el equipo, las nuevas fuerzas sociales de producción y la reorganización
económica llevada a cabo por la Revolución Industrial, reactuaron sobre la masa de la
población británica en su conjunto, de una manera que ningún acontecimiento
político o religioso había logrado. Obviamente, uno de sus efectos fue el de hacer
posible un incremento gigantesco en su número. Las personas se multiplicaron como
nunca antes lo habían hecho, desde la llegada de los sajones. Juzgándola con arreglo
a la norma biológica que antes hemos sugerido, la Revolución Industrial ha
constituido un éxito. Ha facilitado la supervivencia y la multiplicación de la especie
respectiva.
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de un siervo durante la Edad Media, ni menos de un esclavo en la Roma antigua o en
Grecia. Cuando se vislumbra un destello de la verdad, en la página de una cédula
medieval o de una oración antigua, quienes son dados al sentimentalismo, cierran sus
ojos con prudencia, completamente horrorizados. Así pues, en general podemos tener
confianza en nuestras cifras.
Teniendo presente la lección obtenida de las cifras y las curvas anteriores,
seremos capaces de discernir otras “revoluciones” ocurridas en las edades primitivas
de la historia humana. Se pondrán de manifiesto de una manera semejante a la de la
Revolución Industrial: por un cambio de dirección, hacia arriba, de la curva de
población. Deberemos juzgarlas con arreglo a la misma norma. El principal propósito
de este libro consiste en examinar la prehistoria y la historia desde este puntó de
vista. Es de esperar que la consideración de estas revoluciones, tan remotas que es
imposible que nos produzcan irritación o entusiasmo, pueda servir para vindicar la
idea de progreso, en contra de los sentimentales y de los místicos.
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II
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es, en modo alguno, semejante a la evolución del Triceratops, tal como la conciben
los biólogos. Su casquete óseo formaba parte de su cuerpo; lo había heredado de sus
antecesores; y se había ido desarrollando en forma muy lenta, como resultado de
pequeñas modificaciones espontáneas en la envoltura corpórea de los reptiles,
acumuladas durante centenares de generaciones. La razón de que el Triceratops
sobreviviera no se encuentra en su voluntad, sino en el hecho de que sus antecesores
provistos de tal apresto corpóreo, en su forma rudimentaria, obtuvieron mejores
resultados en la adquisición de alimentos y pudieron eludir mejor los peligros, que
aquellos que carecían de él. Los aprestos y las defensas del hombre son externos a su
cuerpo, pudiendo ponérselos o introducirse en ellos a voluntad. Su empleo no es
heredado, sino aprendido, más bien con lentitud, del grupo social al cual pertenece
cada individuo. La herencia social del hombre es una tradición que él empieza a
adquirir sólo después de que ha surgido del seno de su madre. Las modificaciones a
la cultura y a la tradición, pueden ser iniciadas, controladas o retardadas por la opción
consciente y deliberada de sus autores y ejecutores humanos. La invención no es una
mutación accidental del plasma germinativo, sino una nueva síntesis de la experiencia
acumulada, de la cual es heredero el inventor únicamente por la tradición. Es bueno
esclarecer, tanto como sea posible, las diferencias que subsisten entre los procesos
que venimos comparando.
No es necesario describir en sus detalles el mecanismo de la evolución, tal como
lo conciben los biólogos. Por otra parte, ya ha sido esbozado por los expertos, en
libros accesibles y legibles. El punto de vista más generalizado parece ser, en breves
palabras, el que sigue a continuación. Se supone que la evolución de nuevas formas
de vida y de nuevas especies de animales es el resultado de la acumulación de
cambios hereditarios en el plasma germinativo. (La naturaleza exacta de estos
cambios es algo que se encuentra tan oscuro para los científicos, como pueden serlo
las palabras plasma germinativo para el lector ordinario). Tales cambios, en tanto que
faciliten la vida y la reproducción de la criatura, estarán fundados en lo que se llama
la “selección natural”. Las criaturas que no resultan afectadas por los cambios en
cuestión, sencillamente mueren o quedan confinadas en algún rincón, dejando a las
nuevas especies en posesión del campo. Un ejemplo concreto, y parcialmente ficticio,
ilustrará su significado mejor que varias páginas más de términos abstractos.
Hace aproximadamente medio millón de años. Europa y Asia fueron azotadas por
periodos de intenso frió —las llamadas Edades de Hielo— que duraron millares de
años. En ese tiempo existían varias especies de elefantes, antecesores de los
modernos elefantes africanos e hindúes. Al sufrir los rigores de la Edad de Hielo, en
algunos elefantes se desarrolló un abrigo de pelos, lanudos, convirtiéndose por último
en lo que llamamos mamuts. Esto no significa que un elefante ordinario se hubiera
dicho un buen día: “siento un frió terrible, me pondré un abrigo de lana”, ni tampoco
que le hubieran brotado misteriosamente pelos para cubrirse, a fuerza de desearlo
continuamente. Lo que se supone que ocurrió, sería más bien esto:
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El plasma germinativo está expuesto a cambios, y cambia constantemente. Entre
los elefantes nacidos sin pelo, y en la medida en que la Edad de Hielo se fue haciendo
más rigurosa y como resultado de ciertos cambios en el plasma germinativo,
empezaron a nacer algunos con la tendencia a tener la piel velluda y que, cuando
crecieron, se volvieron realmente peludos. En las latitudes frías, los elefantes peludos
prosperaron más que los del tipo común y engendraron familias mayores, también
provistas de pelo. Por lo tanto, aumentaron a costa de los otros. A más de esto, en
algunos de sus descendientes, el plasma germinativo pudo sufrir cambios misteriosos
análogos a los anteriores, de tal modo que se hicieran aún más peludos que sus
antecesores y que sus contemporáneos. Los cuales, a su vez, siendo los más aptos
para soportar el frío, prosperaron mejor y se multiplicaron aún más que los otros. De
esta manera, después de muchas generaciones, se debe haber formado una raza de
elefantes peludos, o mamuts, como resultado de la acumulación de las variaciones
hereditarias sucesivas que hemos descrito. Y únicamente esta raza fue capaz de
resistir las condiciones glaciales de las regiones septentrionales de Europa y Asia. Así
adquirió el mamut el abrigo de lana permanente, como resultado de un proceso que
abarcó muchas generaciones y millares de años, porque los elefantes de todas las
especies se reproducen lentamente.
Durante las Edades de Hielo, ya existían varias especies de hombres,
contemporáneos del mamut: ellos cazaron estas bestias y dibujaron sus imágenes en
las cavernas. Pero no heredaron abrigos de pieles, ni desarrollaron cosa alguna
semejante para hacer frente a la crisis; algunos de los pobladores humanos de Europa,
durante la Edad de Hielo, pasarían actualmente inadvertidos dentro de una
muchedumbre. En lugar de someterse a los lentos cambios físicos que acabaron por
hacer capaces a los mamuts de resistir el frío, nuestros ancestros descubrieron la
manera de controlar el fuego y el modo de hacerse abrigos de pieles. Así fueron
capaces de enfrentarse al frío con tan buenos resultados como los mamuts.
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Fig. 3. Mamut grabado por un artista contemporáneo suyo en una cueva de Francia.
Desde luego, mientras las crías de mamut nacían con la tendencia a tener un
abrigo de pelo, y éste crecía ineludiblemente al mismo tiempo que la cría, las crías
del hombre no nacían ya afectas al fuego o a la hechura de abrigos. Los mamuts
transmitían sus abrigos a su progenie, por herencia. Cada generación de hombres, en
cambio, tenía que aprender por entero el arte de mantener el fuego, lo mismo que el
de hacer abrigos, desde sus rudimentos mismos. El arte era transmitido de padres a
hijos, sólo por medio de la enseñanza y del ejemplo. Se trataba de una “característica
adquirida”; y, de acuerdo con los zoólogos, las características adquiridas no son
hereditarias. Un niño, por sí solo, el día de su nacimiento es tan afecto al fuego como
lo era el hombre hace medio millón de años, cuando comenzó a alimentar las llamas,
en vez de huir de ellas como lo hacían las otras bestias.
El relato anterior puede ser expuesto en términos técnicos, como sigue: algunos
miembros del género Elephas se adaptaron al medio ambiente de las Edades de
Hielo, y evolucionaron a la especie Elepphas primigenias. La especie Homo Sapiens
fue capaz de sobrevivir en el mismo medio ambiente, mejorando su cultura material.
Tanto la evolución como el cambio cultural, pueden ser considerados como
adaptaciones al medio ambiente. Desde luego, el medio ambiente significa el
conjunto de la situación en la cual tiene que vivir una criatura: no abarca únicamente
el clima (calor, frío, humedad, vientos) y las características fisiográficas, como las
montañas, mares, ríos y pantanos, sino también factores tales como la provisión de
alimentos, enemigos animales y, en el caso del hombre, aún las tradiciones,
costumbres y leyes sociales, la posición económica y las creencias religiosas.
Tanto el hombre como el mamut, se adaptaron con éxito al medio ambiente de las
Edades de Hielo. Ambos florecieron y se multiplicaron en esas condiciones
climáticas peculiares. No obstante, su historia diverge al final. La última Edad de
Hielo pasó y, con ella, se extinguió el mamut. El hombre ha sobrevivido. El mamut se
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había adaptado demasiado bien a un conjunto de condiciones en particular; estaba
especializado en exceso. Cuando, con la aparición de condiciones más benignas, los
bosques cubrieron las extensas tundras en las cuales había vagado el mamut, y la
vegetación templada substituyó a la desmedrada vegetación ártica por la cual
ramoneaba el mamut, entonces, la bestia se encontró desvalida. Todos los caracteres
corpóreos que lo habían capacitado para prosperar en las Edades de Hielo —el abrigo
de pelo, el aparato digestivo adaptado para alimentarse con musgo y sauces enanos,
las pezuñas y la trompa constituidas para hozar en la nieve—, se convirtieron en otras
tantas desventajas, dentro de los climas templados. El hombre, por su parte, se
encontraba en libertad de abandonar su abrigo, si sentía demasiado calor, de inventar
otras herramientas y de optar por la carne de vaca, en lugar de la de mamut.
El párrafo anterior nos conduce a extraer una lección que ya habíamos apuntado.
A la larga, la adaptación exclusiva a un medio ambiente peculiar no resulta
provechosa. Ella impone restricciones rigurosas y, en último término, tal vez fatales,
a las posibilidades de vivir y de multiplicarse. Dentro de una perspectiva amplia, lo
que es ventajoso es la capacidad de adaptarse a las circunstancias cambiantes. Tal
adaptabilidad obliga al desarrollo de un sistema nervioso y, por último, de un cerebro.
Hasta el organismo más elemental está provisto de un sistema nervioso
rudimentario, el cual le permite ejecutar uno o dos movimientos simples, como
respuesta a los cambios ocurridos en el mundo que le rodea. El cambio exterior excita
o estimula lo que sirve a la criatura como “órgano sensorial” y este estímulo impulsa
ciertos movimientos o cambios determinados en el cuerpo de la criatura. La
proximidad de un ave depredatoria —o de cualquier otro objeto— cuando alcanza el
órgano sensorial de una ostra, estimula su nervio de tal manera que produce una
contracción de los músculos que cierran su concha. El sistema nervioso de la ostra le
suministra una especie de recurso automático para su propia protección, pero carece
de capacidad para hacer variar el movimiento de acuerdo con las diferencias en los
cambios externos que lo suscitan. El sistema nervioso se encuentra adaptado para
ejecutar una clase de movimientos musculares, en todas las ocasiones en que un
objeto externo cualquiera afecte sus extremidades sensoriales. Todas las respuestas
automáticas, para cuya ejecución se encuentra adaptado un organismo ante cualquier
cambio que ocurre en su medio ambiente, pueden ser llamadas instintos[1]. Desde
luego, éstos son hereditarios, exactamente en la misma manera en que lo es la forma
física de la criatura. Constituyen consecuencias necesarias e inevitables de la
estructura de su sistema nervioso, el cual forma parte de su mecanismo corpóreo.
Mientras más nos elevemos en la escala evolutiva, encontraremos que se hace
más complicado el sistema nervioso. Los órganos se habilitan y especializan para
descubrir diferentes clases de cambios en el medio ambiente —presiones ejercidas
sobre el cuerpo de la criatura, vibraciones en el aire, rayos de luz, y otros
movimientos—. Así surgen los sentidos diversificados del tacto, del oído, de la vista,
y el resto de órganos corpóreos apropiados para conectarlos con el cuerpo mismo. Al
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propio tiempo, se incrementa el número y la variedad de los movimientos que la
criatura puede realizar, por el desarrollo y la especialización de los nervios motores
que controlan músculos o conjuntos de músculos. En los organismos superiores, se
desenvuelve un mecanismo que conecta, con creciente finura, los nervios sensoriales,
afectados por los cambios ocurridos en el medio ambiente, y los nervios motores que
controlan los movimientos de los músculos.
El resultado de tal desenvolvimiento es el de hacer capaz a la criatura de variar
sus movimientos, su “conducta”, de acuerdo con las pequeñas variaciones ocurridas
en los cambios exteriores que afectan a sus nervios. Entonces puede adaptar sus
reacciones. La mayor parte de este mecanismo de adaptación se encuentra localizado
en el cerebro. Los organismos inferiores tienen meros nodos o nudos, en donde se
reúnen los diferentes nervios sensoriales y motores. A partir de estos rudimentos se
inicia el desarrollo de un cerebro, ascendiendo en la escala evolutiva. Crece y se
desarrolla una trama compleja de líneas que conectan los diversos nervios sensoriales
y transmiten los impulsos que los afectan a los nervios motores apropiados. De esta
manera, las sensaciones, que en un principio pueden haber sido simplemente
impresiones efímeras, llegan a conectarse permanentemente entre si y con algunos
movimientos y, por tanto, pueden ser “recordadas”.
Finalmente, en vez de un par de movimientos muy simples, ejecutados sin
discriminación ante cualquier cambio ocurrido en el medio que lo rodea, el mamífero
puede dar respuestas diferentes, apropiadas a una amplia variedad de objetos y
condiciones exteriores que lo afecten. Así, es capaz de enfrentarse, con éxito, a una
mayor diversidad de circunstancias. Puede obtener su alimento con más regularidad y
seguridad, esquivar a sus enemigos con mejores resultados, y propagar su especie de
manera más económica. El desenvolvimiento de un sistema nervioso y de un cerebro,
hace que la vida sea posible en condiciones más variadas. Y, como tales condiciones
están cambiando constantemente, es obvio que esta adaptabilidad facilita la
supervivencia y la multiplicación.
El hombre aparece muy tarde en los registros geológicos. Ningún esqueleto fósil
al cual se le pueda dar el nombre de “hombre” es anterior a la penúltima parte de la
historia terrestre, o sea, a la era del “pleistoceno”. Aún entonces, los fósiles siguen
siendo excepcionalmente raros hasta los períodos más recientes, y pueden contarse
con los dedos los “hombres” fósiles de la era inferior del pleistoceno. En la
actualidad, todos los hombres pertenecen a una sola especie, la del Homo sapiens, y
todos se pueden cruzar libremente entre sí; pero, en cambio, los “hombres” primitivos
del pleistoceno pertenecían a varias especies distintas. Algunos, en realidad,
divergían tanto de nosotros en su estructura corpórea, que los antropólogos se
inclinan a asignarles distintos géneros. Los miembros primitivos de la familia
humana a que nos referimos, los homínidos fósiles que a menudo son llamados
paleantrópicos, no fueron ancestros directos en nuestra evolución; en el árbol
genealógico del Homo sapiens, ellos representan ramas laterales del tronco principal.
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Aún más, sus cuerpos se encontraban mejor provistos que los nuestros para ejecutar
ciertas funciones físicas, como el combate. Por ejemplo, los caninos de la dentadura
del Eoanthropus, u hombre de Piltdown, deben haber sido armas formidables. Pero,
por el momento, podemos ignorar las diferencias dentro de nuestra familia.
El hombre no se encuentra, en la actualidad —y, al parecer, tampoco lo estaba
desde su primera aparición en el pleistoceno—, adecuadamente adaptado para
sobrevivir en un medio ambiente particular cualquiera. Sus defensas corpóreas para
enfrentarse a un conjunto específico de condiciones cualesquiera, son inferiores a las
que poseen la mayor parte de los animales. El hombre no tiene, y posiblemente nunca
tuvo, un abrigo de piel semejante al del oso polar, para conservar el calor de su
cuerpo en un ambiente frío. Su cuerpo no está bien adaptado, particularmente, para la
huida, la defensa propia o la cacería. No tiene, por ejemplo, una excepcional ligereza
de pies, y sería dejado atrás, en una carrera, por una liebre o por un avestruz. No tiene
un color que lo proteja, como el tigre o el leopardo moteado; ni una armadura
corpórea, como la tortuga o el cangrejo. Tampoco posee alas para escapar y contar
con ventaja para acechar y atrapar su presa. Carece del pico y de las garras del
halcón, lo mismo que de su vista penetrante. Para coger su presa y para defenderse,
su fuerza muscular, su dentadura y sus uñas, son incomparablemente inferiores a las
del tigre.
En su historia evolutiva relativamente corta, que se encuentra atestiguada por los
restos fósiles, el hombre no ha mejorado sus aprestos hereditarios por cambios
corpóreos que puedan descubrirse en su esqueleto. No obstante lo cual, ha sido capaz
de adaptarse a una variedad de ambientes mayor que casi todas las otras criaturas, de
multiplicarse con más rapidez que cualquier otro de sus parientes entre los mamíferos
superiores, y de vencer al oso polar, a la liebre, al halcón y al tigre, en sus habilidades
específicas. Por medio de su control del fuego y de su habilidad para hacerse vestidos
y habitaciones, el hombre puede, y de hecho lo realiza, vivir y prosperar desde el
círculo Ártico hasta el Ecuador. Con los trenes y automóviles que construye, el
hombre puede aventajar la mayor ligereza de la liebre o del avestruz. En los
aeroplanos, el hombre puede subir más alto que el águila y, con telescopios, puede
ver más lejos que el halcón. Con las armas de fuego, puede abatir animales a los que
el tigre no se atreve a atacar.
Con todo debemos repetir, que el fuego, los vestidos, las casas, los trenes, los
aeroplanos, los telescopios y las armas de fuego, no son parte del cuerpo humano. El
hombre puede cogerlos y dejarlos a voluntad. No son hereditarios en el sentido
biológico, sino que la habilidad necesaria para producirlos y utilizarlos, forma parte
de nuestra herencia social, siendo resultado de una tradición acumulada por muchas
generaciones y que no se transmite por la sangre, sino a través de la palabra hablada y
escrita.
La compensación del hombre por su cuerpo pobremente dotado, comparado con
el de otros animales, ha sido la posesión de un cerebro grande y complejo, el cual
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constituye el centro de un extenso y delicado sistema nervioso. Esto le permite
ejecutar una gran cantidad de movimientos controlados con precisión, que se adaptan
exactamente a los impulsos recibidos por los afinados órganos sensoriales.
Únicamente así es como el hombre ha sido capaz de hacerse abrigos contra el clima y
las vicisitudes del tiempo, lo mismo que instrumentos y armas ofensivas y defensivas,
los cuales, debido a que se pueden adaptar y ajustar, son realmente superiores a las
corazas corpóreas, a los dientes o a las garras.
En cierto sentido, la posibilidad de construir substitutos artificiales para las
defensas corpóreas, es una consecuencia de su carencia. Por ejemplo, mientras los
huesos de la caja craneana tienen que soportar los poderosos músculos que son
necesarios para la masticación con una fuerte mandíbula, y para esgrimir los dientes
en el combate, como ocurre en el caso del chimpancé, el cerebro dispone de poco
espacio para dilatarse; ya que los huesos de la caja craneana deben ser gruesos y
macizos. Si el peso del cuerpo tiene que ser soportado normalmente por las patas
delanteras y traseras, ya sea para caminar o para trepar, entonces resultarán
imposibles los movimientos finos y delicados de los dedos humanos para coger y
hacer cosas. A la vez, sin manos para asir los alimentos y para hacer las herramientas
y las armas que le permiten asegurarse el alimento y repeler los ataques, las
mandíbulas poderosas y los dientes agresivos, tales como los poseen nuestros
parientes los monos, difícilmente hubieran disminuido de peso y de tamaño. Así, los
cambios evolutivos que han contribuido a la formación del hombre, se encuentran
conectados, de una manera muy íntima, tanto entre sí como con los cambios
culturales que el hombre mismo ha producido. Por lo cual no resulta sorprendente
que, en sus intentos primitivos, el hombre haya progresado en diferentes grados
relativos. El hombre de Piltdown (Eoanthropus), por ejemplo, poseía una caja
craneana comparable por sus dimensiones a la nuestra, pero conservaba la poderosa
mandíbula inferior y los caninos prominentes que son propios del mono.
El hombre, entonces, está dotado por la naturaleza con un cerebro, grande en
comparación con su cuerpo, y esta dote es la condición que habilita al hombre para
hacer su propia cultura. Otras dotes naturales se asocian luego y contribuyen al
mismo resultado. Elliot Smith ha expuesto brillantemente el significado de la “visión
binocular”, heredada de humildes ancestros cuadrumanos muy remotos. Dorothy
Davidson ha hecho una síntesis tan hábil del argumento, que su recapitulación aquí
resulta innecesaria. De un modo general, establece que nosotros, y nuestros ancestros
en el desarrollo evolutivo, vemos con los dos ojos una sola imagen, cuando otros
mamíferos ven dos. Ciertas sensaciones musculares inadvertidas, indispensables para
enfocar y unificar las imágenes recibidas por los dos ojos, constituyen un factor
importante para estimar la distancia y para ver los objetos como sólidos
(estereoscópicamente), en lugar de planos. En el hombre y en los primates superiores,
la asociación de las imágenes estereoscópicas con las sensaciones táctiles y la
actividad muscular, hace posible la perfecta estimación de las distancias y
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profundidades. Sin esto, la finura de las manos y de los dedos no sería suficiente para
hacer instrumentos. Es la cooperación perfectamente ajustada, aunque inconsciente,
de la mano y el ojo, lo que permite al hombre hacer instrumentos, desde el eolítico
más tosco hasta el sismógrafo de mayor sensibilidad. Tal cooperación es posible
debido a la delicadeza del sistema nervioso y a la complejidad de las trayectorias de
asociación en el cerebro de gran tamaño. Sólo que el mecanismo nervioso se ha
establecido de tal manera, que funciona ahora sin atraer nuestra atención.
El lenguaje se ha hecho posible por dotes similares —un control delicado y
preciso de los nervios motores sobre los músculos de la lengua y de la laringe, y una
correlación exacta de las sensaciones musculares debidas a los movimientos de esos
órganos con tas sensaciones auditivas—. El establecimiento de las conexiones
necesarias entre los diversos nervios sensoriales y motores correspondientes, se
efectúa en regiones bien definidas del cerebro, particularmente en aquellas que se
encuentran inmediatamente encima de los oídos. En las cajas craneanas de ensayos
muy primitivos de hombre, como el Pithecanthropus (hombre de Java), el
Sinanthropus (hombre de Pekín) y el Eoanthropus (hombre de Piltdown), son visibles
los rasgos de protuberancias rudimentarias en esta porción del cerebro. Aún estos
miembros tan primitivos de nuestra familia podían “hablar”.
Sin embargo, en el Homo sapiens, este desenvolvimiento del cerebro y del
sistema nervioso ocurre de concierto con ciertas modificaciones en la disposición
para el enlace de los músculos de la lengua, las cuales no se encuentran en los
antropoides, ni tampoco en otros géneros o especies de “hombre”. A consecuencia de
esto, el hombre es capaz de articular una variedad de sonidos mucho mayor que
cualquier otro animal.
El mecanismo por el cual las sensaciones visuales, musculares, auditivas y otras
sensaciones y movimientos, se encuentran coordinados de una manera tan sutil que,
normalmente, no tenemos conciencia de los elementos separados, es un mecanismo
que se desarrolla en el cerebro mayormente después del nacimiento. Esto puede
ocurrir así, debido únicamente a que los huesos del cráneo son relativamente blandos
y están trabados sin mucha cohesión en el niño, de tal modo que el cerebro se puede
dilatar dentro de ellos. Pero, durante este proceso, el niño se encuentra bastante
desvalido y puede sufrir daño con facilidad. De hecho, depende enteramente de sus
padres. Lo anterior también resulta cierto para las crías de cualquier mamífero y de la
mayor parte de las aves. Sólo que, en el caso del hombre, la condición de
dependencia dura un tiempo excepcionalmente largo. El endurecimiento y la
solidificación del cráneo humano se retardan mucho más que en los otros animales,
para permitir la mayor dilatación del cerebro. Al mismo tiempo, el hombre nace con
relativamente pocos instintos heredados. Es decir, que existen comparativamente
pocos movimientos y respuestas precisas para cuyo estimulo se encuentre ajustado
automáticamente nuestro sistema nervioso; los instintos del hombre son, en su mayor
parte, tendencias muy generalizadas.
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Por lo tanto, al igual que cualquier otro animal joven, el niño tiene que “aprender
por experiencia”, la respuesta apropiada a una situación específica. Debe encontrar
los movimientos correctos a ejecutar en relación con cualquier acontecimiento
externo, formando en su cerebro las conexiones apropiadas entre los nervios
sensoriales y motores. Y, como en el caso de los mamíferos jóvenes, el proceso de
aprendizaje es ayudado por el ejemplo de los padres. Así, el gazapo tratará de imitar a
su madre, para aprender el modo de elegir su alimento y de evitar los peligros que le
acechan en la realidad. Tal educación es común a las familias humanas y animales.
Pero, en el caso del hombre, este proceso de educación se transforma. El hombre no
solamente puede enseñar a sus hijos por el ejemplo, sino también con el precepto. La
facultad de hablar —esto es, la constitución fisiológica de la lengua, la laringe y el
sistema nervioso humanos— dota a la infancia prolongada de una importancia única.
Por una parte, la infancia prolongada implica la vida familiar, la asociación
continúa de padres e hijos por varios años. Por otro lado, las condiciones fisiológicas,
como ya indicamos antes, permiten al hombre emitir una gran variedad de sonidos
articulados distintos. De esta manera, un sonido específico o un grupo de sonidos,
una palabra, puede ser asociada con un acontecimiento particular o con un grupo de
acontecimientos en el mundo exterior. Por ejemplo, el sonido o palabra “oso” puede
conjurar la imagen de una especie particular de animal peligroso, pero cuya piel se
aprovecha y cuya carne se come, junto con la disposición para actuar de manera
apropiada en el caso de un encuentro con tal animal. Desde luego, las primeras
palabras pueden haber sugerido por sí mismas, en cierta medida, los objetos
denotados. Así, la pronunciación inglesa de la palabra “morepork” se asemeja
aproximadamente al chillido de cierta lechuza australiana a la cual da este nombre.
Pero, aún en ese caso, la convención es un factor importante para limitar el
significado y darle precisión. Únicamente como resallado de un convenio tácito,
aceptado por los primeros pobladores; blancos de Australia, es como la palabra
“morepork” ha venido a representar una especie de lechuza y no, por ejemplo, una
gaviota. Generalmente, el elemento convencional es el que domina en absoluto. Es
obvio que la extensión en la cual los sonidos pueden, por sí mismos, sugerir o imitar
a las cosas, es verdaderamente muy limitada. En realidad, el lenguaje es,
esencialmente un producto social; únicamente en la sociedad y por tácito convenio
entre sus miembros, es como las palabras pueden tener significado y sugerir cosas y
acontecimientos. Y la familia humana es una unidad social necesaria (aun cuando no
es necesariamente, o probablemente, la única unidad original).
Ahora bien, una parte integrante de la educación humana consiste en enseñar a
hablar al niño. Lo cual significa enseñarlo a articular, de una manera reconocida,
ciertos sonidos o palabras, y a conectarlos con aquellos objetos o acontecimientos a
los cuales se refieren, según se ha convenido. Una vez hecho esto, los padres pueden,
con ayuda del lenguaje, instruir a sus hijos sobre como entendérselas en situaciones
que no es posible ilustrar convenientemente con ejemplos reales concretos. El niño no
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necesita esperar a que un oso ataque a la familia para aprender cómo eludirlo. En tal
caso, la instrucción recurriendo sólo al ejemplo podría resultar fatal para alguno de
los discípulos. En cambio, el lenguaje permite a los viejos enseñar el peligro a los
jóvenes cuando no está presente y demostrarles, entonces, la conducta a seguir.
Por lo demás, el habla no es únicamente un vehículo por medio del cual los
padres transmiten sus propias experiencias a los hijos. También es un medio de
comunicación entre todos los miembros de un grupo humano que habla el mismo
lenguaje, o sea, que observa convenciones comunes respecto a la pronunciación de
los sonidos y a los significados atribuidos a ellos. Cada uno de los miembros puede
comunicar a los demás lo que ha visto y hecho, y todos pueden comparar sus
acciones y reacciones. Así se mancomunan las experiencias de todo el grupo. Lo que
los padres imparten a sus hijos no son simplemente las lecciones de su propia
experiencia personal, sino algo mucho más amplio; la experiencia colectiva del
grupo. Tal es la tradición que pasa de generación en generación, cuyo método de
transmisión, con ayuda del lenguaje, parece ser una peculiaridad de la familia
humana. Y esta peculiaridad constituye la diferencia vital definitiva entre la
evolución orgánica y el progreso humano.
El miembro de una especie animal hereda, en forma de instintos, la experiencia
colectiva de su especie. La disposición para reaccionar de modo particular en
situaciones determinadas, es innata en él, justamente porque ha fomentado la
supervivencia de la especie. Otros animales de la misma especie, dotados con
instintos diferentes, han sido menos afortunados y, por lo tanto, han sido extirpados
por selección natural. La formación de los instintos hereditarios, beneficiosos para la
especie, puede considerarse como un proceso lento y, más bien, de despilfarro,
comparable al del mamut cuando adquirió su abrigo de pelo. El niño aprende aquellas
reglas y preceptos para actuar que los miembros de su grupo y sus antecesores han
encontrado beneficiosos.
Ahora bien, por lo menos en teoría, el conjunto de reglas tradicionales no es fijo,
ni inmutable. Las nuevas experiencias pueden sugerir, a los individuos, adiciones y
modificaciones. Si éstas resultan útiles, serán comunicadas a la comunidad entera, la
cual las discutirá, las someterá a prueba y podrá incorporarlas a la tradición colectiva.
Por supuesto, el proceso está lejos de ser, en realidad, tan simple como se indica. Los
hombres se aferran apasionadamente a las viejas tradiciones y muestran gran
renuencia a modificar sus modos de conducta acostumbrados, tal como lo han
experimentado a su costa los innovadores de todas las épocas. La carga muerta del
conservadurismo que es, en gran manera, una aversión perezosa y cobarde a la
actividad enérgica y penosa del verdadero pensamiento, ha retardado indudablemente
el progreso humano; y todavía más en el pasado que en la actualidad. No obstante lo
cual, para la especie humana, el progreso ha consistido fundamentalmente en el
mejoramiento y en el ajuste de la tradición social, transmitida por medio del precepto
y del ejemplo.
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Los descubrimientos y las invenciones que parecen, a los arqueólogos, pruebas
tangibles del progreso, son justamente, después de todo, la incorporación concreta y
la expresión de las innovaciones en la tradición social. Cada uno de ellos se ha hecho
posible, únicamente, por la experiencia acumulada transmitida por la tradición al
inventor; cada uno significa el agregar a la tradición nuevas reglas de acción y de
conducta. El inventor del telégrafo tuvo a su disposición un conjunto de
conocimientos tradicionales, acumulados a partir de los tiempos prehistóricos, acerca
de la producción y la transmisión de la electricidad. Igualmente, en una época mucho
más temprana, el inventor del barco de vela había aprendido antes a construir
piraguas y a navegar en ellas, lo mismo que la manera de fabricar esteras o tejidos de
género. Al propio tiempo, los nuevos movimientos necesarios para hacer funcionar el
telégrafo y el barco de vela, tuvieron que ser enseñados tan pronto como el invento
quedó establecido. Las reglas apropiadas se incorporaron a la tradición social, para
ser aprendidas por las generaciones siguientes.
Debemos destacar otra implicación del lenguaje en general, y del habla en
particular. Pero, antes, tenemos que hacer notar que el lenguaje no se limita a los
sonidos articulados o a su reproducción escrita. También incluye a los gestos y, en
último término, al arte pictográfico. Los gestos, al igual que las palabras, imitan y
sugieren, en cierto sentido, los objetos correspondientes, pero también son
convencionales en gran medida; su significación, tal como la de los sonidos hablados,
tiene que limitarse por medio de un convenio tácito entre los miembros de la
sociedad. Se puede indicar un “pájaro” agitando los brazos, pero solamente una
convención puede restringir el gesto para que indique una especie particular de
pájaro, o para que señale en contraste con “pájaro”, un “árbol-sacudido-por-el-
viento”. El simbolismo de los gestos que, probablemente, fue muy importante en la
infancia de las relaciones humanas, no ha tenido un desarrollo tan fructuoso como el
lenguaje hablado. El arte pictográfico, como veremos después, tiene los mismos
inconvenientes que la gesticulación.
La aptitud que llamamos “pensamiento abstracto” —la cual es, probablemente,
una prerrogativa de la especie humana— depende en gran parte del lenguaje.
Designar una cosa es, enteramente, un acto de abstracción. El oso, evocado por su
nombre, estará así arrancado y separado del complejo de sensaciones —árboles,
cuevas, pájaros cantores, etc.— que podrán acompañarlo en el caso de su encuentro
real con el hombre. Y, no solamente estará aislado, sino también generalizado. Los
osos reales son siempre individuales; podrán ser grandes o pequeños, negros o
pardos; podrán estar dormidos o trepando a un árbol. En la palabra “oso”, se ignoran
tales cualidades —aun cuando algunas de ellas sean aplicables a cualquier oso real—
concentrándose la atención en uno o dos elementos coincidentes, los cuales han sido
descubiertos como características comunes a un cierto número de distintos animales
individuales. Éstos quedan agrupados dentro de una clase abstracta. En lenguajes
muy primitivos, como el de los aborígenes australianos, cosas tan abstractas o
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generales como oso o canguro, carecerán de nombre. Habrá palabras diferentes, y sin
relación entre sí, para designar el “canguro macho”, el “canguro hembra”, el
“canguro joven”, el “canguro saltando”, y así sucesivamente.
No obstante, es característico de todo lenguaje el poseer un cierto grado de
abstracción. Pero, una vez abstraída la idea de oso de su medio ambiente real y
concreto, y despojado de muchos de sus atributos particulares, la idea puede ser
combinada con otras ideas abstractas semejantes o ser dotada de atributos, a pesar de
que nunca sea posible hallar un oso en tal medio ambiente o con esos atributos. Se
puede, por ejemplo, dotar al oso del habla, o describirlo tocando un instrumento
musical. Es posible jugar con las palabras, y este juego contribuye a la mitología y a
la magia. También puede conducir a la invención, cuando las cosas son tratadas o
pensadas atendiendo al modo como pueden ser o llegar a ser realmente. El hablar de
hombres alados precedió ciertamente, por un largo tiempo, a la invención de
máquinas voladoras practicables.
Combinaciones como las que acabamos de describir se pueden hacer, desde
luego, sin emplear palabras, ni sonidos representativos de las cosas. En su lugar se
pueden utilizar imágenes visuales (o representaciones mentales). Estas desempeñan,
en realidad, un papel importante en el pensamiento de los inventores mecánicos. Sin
embargo, en los comienzos del pensamiento humano, las imágenes visuales deben
haber desempeñado una función menos importante de lo que podría esperarse. El
pensamiento es un tipo de acción y para muchas personas (incluyendo al escritor), la
facultad de formar representaciones mentales se encuentra limitada por su capacidad
de trazar o hacer modelos de las cosas imaginadas. Tuvo que transcurrir largo tiempo
antes de que el hombre aprendiera a trazar o hacer modelos, pero, en cambio, tan
pronto como llegó a ser hombre pudo emitir sonidos articulados.
De cualquier manera, las palabras y las imágenes mentales de los sonidos o de los
movimientos musculares requeridos para articularlos, pueden ser empleadas para
funciones en las cuales son inaplicables las imágenes visuales. Se pueden formar
palabras para abstracciones —como electricidad, fuerza, justicia— que no es posible
representar por imagen visual alguna. Para un pensamiento de tan elevado grado de
abstracción debe considerarse como casi indispensable el lenguaje hablado (o
escrito). Una gran parte del pensamiento incluido en el presente libro es de este tipo.
Trate el lector de imaginarse cómo sería esta página vertida en una serie de
representaciones pictóricas o de gestos imitativos. Así comprenderá mejor la función
desempeñada por el habla, una de las dotes fisiológicas del hombre, en la peculiar
actividad humana de pensar abstractamente.
La evolución del cuerpo humano, de sus aprestos fisiológicos, es estudiada por la
antropología prehistórica, la cual es una rama de la paleontología. Más allá de los
puntos ya considerados, sus resultados tienen poca conexión con el tema de este libro.
Dentro de nuestra especie, el mejoramiento de dichos aprestos, hecho por el hombre
mismo —es decir, por la cultura— ha tomado el lugar de las modificaciones
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corpóreas. La antropología prehistórica no dispone todavía, en la actualidad, de
documentos concretos que ilustren con precisión los procesos evolutivos que
debemos considerar como preliminares necesarios para la creación inteligente de la
cultura. Ninguno de los escasos “hombres” fósiles, cuyos esqueletos han sobrevivido
desde las Edades de Hielo primitivas (pleistoceno), puede clasificarse entre nuestros
ancestros directos. Ellos no representan etapas en el proceso natural de formación del
hombre, sino experimentos infructuosos —géneros y especies— que han
desaparecido.
Los esqueletos más antiguos de nuestra propia especie pertenecen a las fases
finales de la última Edad de Hielo y a los períodos culturales llamados en Francia
auriñaciense, solutrense y magdaleniense. Éstos son ya tan semejantes a nuestros
propios esqueletos, que las diferencias solamente pueden ser advertidas por expertos.
Estos hombres del pleistoceno posterior se diferencian ya en diversas variedades o
razas distintas. Es obvio que antes de ellos debe haber una larga historia evolutiva,
pero no disponemos de fósil alguno que la ilustre. Y, desde la época en la cual
aparecen por primera vez los esqueletos de Homo sapiens en los testimonios
geológicos, tal vez hace 25.000 años, la evolución corpórea del hombre se ha
detenido, al parecer, aun cuando es justamente entonces cuando se ha iniciado su
progreso cultural. “La diferencia física entre los hombres de las culturas auriñaciense
y magdaleniense, por una parte, y los hombres actuales, por la otra, es insignificante;
en tanto que su diferencia cultural es inconmensurable”[2]. En la familia humana, el
progreso en la cultura ha ocupado, en realidad, el lugar que tenía anteriormente la
evolución orgánica.
La arqueología es la que estudia este progreso en la cultura. Sus documentos son
los utensilios, armas y chozas hechos por el hombre en el pasado, para procurarse
alimento y abrigo. Ellos ilustran el mejoramiento de la habilidad técnica, la
acumulación de conocimientos y el avance de la organización para garantizar la
subsistencia. Un utensilio terminado, hecho por manos humanas, es, obviamente, un
buen índice de la destreza manual y del desarrollo mental de su autor. De un modo
menos obvio, es la medida del conocimiento científico de su época. No obstante, todo
instrumento refleja en realidad, aun cuando sea de manera imperfecta, la ciencia que
tuvieron a su disposición los autores. Esto es evidente en el caso de un mecanismo de
radiocomunicación o de un aeroplano. Y es igualmente cierto respecto a un hacha de
bronce, sólo que, en este caso, será útil una breve explicación.
Los arqueólogos han dividido las culturas del pasado en Edades de Piedra
(Antigua y Nueva), Edad de Bronce y Edad de Hierro, sobre la base del material
empleado generalmente, y en forma preferente, para los instrumentos cortantes. Las
hachas y cuchillos de bronce son instrumentos distintivos de la Edad de Bronce; a
diferencia de los de piedra, indicativos de una Edad de Piedra anterior, o de los de
hierro de la subsecuente Edad de Hierro. Para la manufactura de un hacha de bronce
se tiene que aplicar un conjunto de conocimientos mayor que para una de piedra. La
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de bronce implica un conocimiento básico considerable de geología (para localizar e
identificar los minerales) y de química (para reducirlos), lo mismo que el dominio de
procesos técnicos complicados. Es presumible que un pueblo de la “Edad de Piedra”,
por valerse exclusivamente de instrumentes de piedra, careciera de dichos
conocimientos. De esta manera, los criterios utilizados por los arqueólogos para
distinguir sus diversas “edades”, también sirven como índices del estado de la
ciencia.
Sin embargo, cuando los utensilios, los cimientos de las viviendas y las otras
reliquias arqueológicas no se consideran aisladamente, sino en su conjunto, pueden
mostrar mucho más. Entonces, no solo ponen de manifiesto el nivel alcanzado por la
destreza técnica y la ciencia, sino también la manera en que sus autores obtenían su
subsistencia, esto es, cuál era su economía. Y es justamente la economía la que
determina la multiplicación de nuestra especie y por consiguiente, su éxito biológico.
Estudiadas desde esta perspectiva, las antiguas divisiones arqueológicas adquieren un
nuevo significado. Las edades arqueológicas corresponden, aproximadamente, a las
etapas económicas. Cada nueva “edad” es introducida por una revolución económica,
del mismo tipo y con los mismos efectos que la Revolución Industrial del siglo XVIII.
En la “Antigua Edad de Piedra” (período paleolítico), los hombres vivían
enteramente de la caza, la pesca y la recolección de granos silvestres, raíces, insectos
y mariscos. Su número estuvo limitado a la provisión de alimentos ofrecida por la
propia naturaleza y, en realidad, parece haber sido muy corto. En la “Nueva Edad de
Piedra” (época neolítica), los hombres controlaron su abastecimiento de alimentos,
cultivando plantas y criando animales. Debido a las circunstancias favorables, una
comunidad puede producir ya más alimentos de los que necesita consumir, y puede
aumentar su producción para satisfacer las exigencias del aumento de la población.
La comparación del número de entierros entre la Antigua Edad de Piedra y la Nueva,
en Europa y en el Cercano Oriente, muestra el enorme incremento de la población,
como resultado de la revolución neolítica. Desde el punto de vista biológico, la nueva
economía constituyó un éxito: hizo posible la multiplicación de nuestra especie.
El empleo del bronce implica, asimismo, la existencia de industrias especializadas
y, generalmente, de un comercio organizado. Para procurarse utensilios de bronce,
una comunidad debe producir un excedente de artículos alimenticios y tiene que
sostener cuerpos de especialistas, mineros, fundidores y artífices, apartados de la
producción directa de alimentos. Luego, una parte del excedente tiene que gastarse
siempre en el transporte del mineral, desde las montañas metalíferas relativamente
remotas. Realmente, en el Cercano Oriente, la Edad de Bronce se caracterizó por la
formación de ciudades populosas, en las cuales se desarrollaron industrias
secundarias y el comercio exterior, en una escala considerable. Un ejército regular de
artesanos, comerciantes y trabajadores del transporte, lo mismo que de funcionarios,
empleados, soldados y sacerdotes, era sostenido por el excedente de artículos
alimenticios producidos por los agricultores, pastores y cazadores. Las ciudades son,
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incomparablemente, más extensas y más populosas que las poblaciones neolíticas. Ha
ocurrido una segunda revolución y, de nuevo, ha dado como resultado la
multiplicación de nuestra especie.
El descubrimiento de un proceso económico para producir hierro en cantidad —
signo distintivo de la Edad de Hierro— produjo un resultado similar; en particular, en
Europa y, probablemente, también en los países tropicales. El bronce siempre ha sido
un material costoso, porque sus constituyentes, el cobre y el estaño, son relativamente
raros. Los minerales de hierro, en cambio, se encuentran distribuidos con amplitud.
En cuanto fue posible fundirlo de forma económica, todos pudieron fabricar
utensilios de hierro. Y los implementos de hierro baratos permitieron al hombre abrir
nuevas tierras al cultivo, desmontando los bosques y avenando los suelos arcillosos;
para lo cual, los instrumentos de piedra eran impotentes, y los de bronce demasiado
raros para ser eficaces. Una vez más, la población se encontró en condiciones de
ensancharse, y así aconteció, tal como lo demuestran dramáticamente la prehistoria
de Escocia y la historia primitiva de Noruega.
Por lo tanto, los avances culturales que forman la base de la clasificación
arqueológica, han producido la misma clase de efectos biológicos que tienen las
mutaciones en la evolución orgánica. En los capítulos siguientes consideraremos en
detalle los avances primitivos. Así se mostrará cómo las revoluciones económicas
reaccionan sobre la actitud del hombre ante la naturaleza y promueven el
desenvolvimiento de las instituciones, de la ciencia y de la literatura; en una palabra,
de la civilización en su significación más general.
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III
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vez, que Linneo clasificó el reino de la materia viva, y que Darwín enunció la
doctrina de la selección natural. Pero, es mucho más difícil darse cuenta de que cada
uno de esos 340 años, cada una de esas 34 décadas, está tan nutrida de
acontecimientos como el año o la década que nosotros mismos hemos experimentado.
No obstante, debemos hacer el esfuerzo por entenderlo así.
Todavía nos espera otro esfuerzo mayor; retrocedamos ahora, no treinta y cuatro
décadas, sino diez veces más: treinta y cuatro siglos. En Gran Bretaña, nos habremos
remontado a una época de la cual no tenemos testimonio escrito alguno, cuando los
utensilios eran hechos exclusivamente de piedra, hueso y madera, siendo
desconocidos o inasequibles el hierro y el bronce, y cuando los hombres dedicaban
más tiempo a edificar las gigantescas tumbas llamadas túmulos, que a construcciones
necesarias como viviendas y caminos. De hace tres mil cuatrocientos años,
únicamente quedaron testimonios escritos en Creta, Egipto, el Cercano Oriente y, tal
vez, en la India y en China. Es particularmente difícil entender que estos siglos, sin
historia escrita, hayan estado tan llenos de importantes sucesos para los bárbaros
habitantes de Gran Bretaña, como lo pudo ser para nosotros el año pasado, aun
cuando a los civilizados egipcios o babilonios no les llegara ni un rumor siquiera.
Tales acontecimientos no atestiguados, pero no por ello inmemorables, como la
erección de un túmulo o el entierro de Stonehenge, fueron tan emocionantes y dignos
de recuerdo, al menos para quienes los ejecutaron o los presenciaron, como lo son los
sucesos inmediatos para quienes viven en el siglo actual. Con todo, para encontrarnos
en los comienzos de la humanidad, debemos remontarnos mucho más atrás; no a
3.400 años antes, ni a diez veces más, sino hasta unos 340.000.
En rigor, tratándose de los remotos comienzos del progreso, un año, o aún un
siglo, es una unidad demasiado pequeña. Debemos acostumbrarnos a contar en
milenios, esto es, en millares de años. Cada milenio comprenderá diez siglos o un
centenar de décadas. Y cada día, año, década o siglo, estará lleno de acontecimientos
que merecieron ser registrados en periódicos, anuarios o libros de historia.
Para acostumbrarnos a este procedimiento de computar, intentaremos exponer la
historia escrita en milenios (haciendo caso omiso de las pequeñas fracciones). Hace
medio milenio, Colón descubría América. Un milenio antes de nosotros, los
normandos todavía no desembarcaban en Inglaterra y Alfredo ocupaba el trono de los
sajones. Dos milenios atrás, nos encontramos en los límites de la historia británica.
Las Islas Británicas sólo eran conocidas por los letrados, a través de las narraciones
de viajeros y mercaderes, en tanto que Cicerón preparaba y escribía sus discursos en
Roma. Hace tres milenios, tendríamos que ir fuera de Europa para encontrar
testimonios escritos: Roma todavía no era fundada, Grecia se encontraba sumida en
una oscura época de invasión bárbara, y la literatura sólo florecía en Egipto y en el
Cercano Oriente. Es la época de Salomón en Palestina. Por último, retrocediendo
cinco milenios estaríamos en los principios mismos de la historia escrita, en Egipto y
en Babilonia. Si nos remontamos más, ya no encontraremos testimonios históricos
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escritos que arrojen luz en la oscuridad o que nos ayuden a entender la multiplicidad
de los sucesos ocurridos cada año. Y, sin embargo, la civilización ya había madurado.
Para tener alguna idea del tiempo arqueológico, consideremos las ruinas de las
ciudades de Mesopotamia. La extensión homogénea de la dilatada llanura aluvial
comprendida entre el Tigris y el Éufrates, se encuentra interrumpida por tells o
montículos que se elevan unos 18 metros o más por encima del terreno circundante.
No se trata de colinas naturales, sino que cada uno de ellos señala el sitio de alguna
construcción antigua, y está formado enteramente por los escombros de casas,
templos y palacios arruinados. En el Irak, las casas se construyen todavía con adobes,
no cocidos en horno, sino secados simplemente al sol. Estas casas pueden tener la
suerte de permanecer en pie por un siglo. Pero, puede presentarse la contingencia de
que la lluvia penetre por debajo de los aleros o llegue hasta los cimientos,
desintegrando la arcilla plástica. Entonces, todo el edificio se viene abajo, quedando
como una masa informe o como tierra desmoronada. El propietario ni siquiera se
molesta en limpiar los escombros. Sencillamente los aplana y construye en el mismo
sitio una nueva casa, cuyos cimientos se elevan unos 60 centímetros sobre el piso de
su antigua vivienda. La repetición de este proceso en el transcurso de los siglos es lo
que ha formado los tells, rompiendo la monotonía de la llanura de Mesopotámica.
En Warka, la Erech bíblica, los alemanes exploraron el centro de uno de estos
tells, por medio de un pozo profundo. La entrada del pozo se encuentra al nivel del
piso de un templo prehistórico, el cual data de unos 5.500 años. Desde este nivel se
puede descender por las paredes de la sinuosa excavación practicada, hasta una
profundidad de más de 18 metros. En cada momento de este descenso inquietante se
pueden recoger, de las paredes del pozo, trozos de cerámica, adobes o instrumentos
de piedra. El pozo corta un montículo de 18 metros de altura, en realidad, formado
enteramente por los escombros de las construcciones sucesivas, en las cuates han
vivido los hombres. El montículo ha crecido de la manera descrita antes, sólo que
simplemente la más reciente de las construcciones que lo constituyen, las cuales son
atravesadas al descender por el pozo, tiene más de cinco milenios.
En el fondo, llegamos al suelo virgen —un suelo pantanoso emergido del Golfo
Pérsico—. La construcción inferior representa los remotos comienzos de la vida
humana en el sur de Mesopotámica. No obstante, cuando hemos descendido hasta
ella, nos encontramos tan alejados como antes de los comienzos del progreso
humano. Para alcanzarlos, debemos sumergirnos en el tiempo geológico. Pero,
entonces, las cifras pierden casi su sentido (y se vuelven principalmente conjeturas).
Para comprender la antigüedad del hombre, debemos considerar los amplios cambios
ocurridos en la superficie terrestre, de los cuales ha sido testigo nuestra especie, antes
de que los pobladores llegaran al sitio en que se erigió Erech.
Grandes láminas de hielo se extendieron sobre la mayor parte de la Gran Bretaña
y del norte de Europa, y los glaciares de los Alpes y de los Pirineos llenaron los
valles de los ríos de Francia. En la Gran Bretaña, las láminas de hielo irradiaron de
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las montañas de Escocia y, algunas veces, unidas con las de Escandinavia, cubrieron
las tierras bajas de Escocia, se extendieron por Irlanda y llegaron hasta Cambridge.
Se considera que, alrededor de Edimburgo, el hielo alcanzó un espesor de más de 300
metros. Cubrió los valles y sepultó las cumbres de las montañas de Pentland. En
Francia, el glaciar del Ródano, el cual puede verse actualmente a distancia por
encima del Lago de Ginebra, se extendió por el valle del Ródano hasta Lyón.
La formación y extensión de estos glaciares y láminas de hielo, debe haber
tomado una cantidad asombrosa de tiempo. Un glaciar es un río de hielo y no un río
helado. La extensión del glaciar del Ródano hasta Lyón, no significa que el Ródano
se hubiese congelado bruscamente, sino que el glaciar escurrió desde las alturas de
los Alpes hasta el nivel de Lyón. Pero, un glaciar fluye con mucha lentitud: su
movimiento apenas si resulta perceptible a simple vista. La mayor velocidad
observada es de sólo 30 metros por día y, con frecuencia, el flujo es mucho más lento.
Las grandes láminas de hielo que escurrieron sobre las llanuras de Inglaterra oriental
y del norte de Alemania, no se movieron con un ritmo semejante. En Groenlandia,
tales láminas de hielo se mueven ahora sólo unos cuantos centímetros diarios; en
Antàrtica, el ritmo del flujo es de unos 500 metros al año. ¡Cuán largo debe haber
sido el tiempo transcurrido para que el glaciar del Ródano llegara a Lyón y para que
las láminas de hielo escocesas se extendieran hasta Sufflok!
La fundición de las inmensas láminas de hielo debe haber sido igualmente lenta.
Una gran masa de hielo requiere mucho tiempo para derretirse. Es posible encontrar,
en pleno verano, algún iceberg flotando al sur de Nueva York. Pero, por enorme que
sea, ese islote de hielo es incomparablemente más pequeño y más fundible que las
inmensas láminas de hielo y los glaciares que estamos considerando. Su
derretimiento debe haber sido tan lento, que la diferencia de posición del borde del
hielo entre un verano y el siguiente, posiblemente haya sido muy difícil de percibir
para los hombres de la época.
Con todo, la humanidad fue testigo del avance y de la desaparición de las láminas
de hielo sobre Europa, bastante tiempo antes de que la historia comenzara. Y no sólo
eso. Muchos geólogos consideran que hubo cuatro distintas Edades de Hielo o
glaciaciones, durante el período pleistoceno. Cuatro veces, los glaciares y las láminas
de hielo se extendieron lentamente sobre Europa y, otras tantas veces, se fundieron
imperceptiblemente o se desecaron. Y, en cada episodio glacial, hubo una época
interglaciar de temperatura cálida y de duración incierta. Los “hombres” siguieron
viviendo en Europa y en otras partes, a través de estos cambios graduales. La
consideración de su curso lento y de su extensión, es una guía mucho mejor para
estimar la duración del tiempo prehistórico, que una acumulación de números
monstruosos.
Durante las Edades de Hielo progresaron otros cambios igualmente lentos, cuya
consideración puede fortalecer la lección suministrada por las glaciaciones. Gran
Bretaña, por ejemplo, quedó unida en diversos puntos con el continente europeo, para
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separarse nuevamente después, mientras vivían hombres en su territorio. Los
movimientos que eso implica fueron tan lentos como los que ocurren actualmente
ante nuestros ojos, sin advertirlos. Es notorio que la costa de Inglaterra está siendo
devorada por el mar. En ocasiones, el hundimiento espectacular de algún risco cerca
de Brighton o la destrucción de una calzada, llama la atención acerca de esta erosión.
Pero, en su conjunto, el proceso es imperceptible. Aún en el transcurso de medio
siglo, sus efectos son demasiado pequeños como para ser reflejados en un mapa cuya
escala fuera tan grande que cada centímetro representara un kilómetro. Igualmente
gradual, es la formación de tierras por el sedimento que arrastran los ríos hasta los
deltas o estuarios de sus desembocaduras.
A principios del pleistoceno, una gran porción de Inglaterra oriental se encontraba
sumergida en el mar. Los llamados riscos de Norfolk son sedimentos depositados
bajo el mar que cubría la región de esa época. Gradualmente, la acumulación de tales
sedimentos, junto con los levantamientos también graduales de la corteza terrestre,
unieron a Gran Bretaña con el continente y acabaron por desecar la tierra en la
depresión del Mar del Norte. El Támesis se unió entonces al Rin, como tributario,
fluyendo por una extensa llanura hasta el Océano Ártico, al norte del banco de
Dogger. La nueva sumersión de esta región todavía no se había terminado cuando
desaparecieron las láminas de hielo. Al finalizar el período pleistoceno todavía pudo
existir un dique de tierra hasta Inglaterra, y el hundimiento que lo destruyó aún sigue
adelante. Su progreso es tan imperceptible ahora, como lo fue en sus primeras etapas
y en las fases previas de su elevación. Esto viene a acentuar nuevamente la
asombrosa duración del pleistoceno.
Las consideraciones anteriores han sido hechas tratando de ayudar al lector a
estimar los períodos de tiempo que son denotados por las “edades” arqueológicas.
Pero, ahora, debemos formular una advertencia sobre la significación de tales
“edades”. La Edad Paleolítica, la Edad Neolítica, la Edad de Bronce y la Edad de
Hierro, no deben ser confundidas con períodos absolutos de tiempo, como las eras de
los geólogos. En una localidad cualquiera —digamos, el sur de Inglaterra o Egipto—
cada edad no ocupa, realmente, un período definido de tiempo histórico. En todas las
regiones, las diversas edades se siguen las unas a las otras en el mismo orden. Pero,
no principiaron, ni tampoco terminaron, simultáneamente en todo el mundo. No
debemos imaginarnos que, en un momento dado de la historia del mundo, resonó una
trompeta en el cielo y todos los cazadores, desde China hasta Perú, arrojaron al punto
sus armas y trampas, y comenzaron a cultivar trigo, arroz o maíz y a criar cerdos,
ovejas y pavos.
Por lo contrario, la Edad Paleolítica, al menos en el sentido económico en el cual
la establecimos en la p. 50, todavía perdura en la parte central de Australia y en la
región ártica de América. La revolución neolítica inició la Nueva Edad de Piedra, en
Egipto y en Mesopotámica, hace unos 7.000 años. En Gran Bretaña y en Alemania,
sus efectos comenzaron a hacerse perceptibles tres milenios y medio después, es
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decir, hacia el año 2500 a. C. En la época en que se estableció en Gran Bretaña la
Nueva Edad de Piedra, Egipto y Mesopotámica ya tenían un millar de años de
encontrarse en la Edad de Bronce. La Nueva Edad de Piedra no termino en
Dinamarca antes del año 1500 a. C. En Nueva Zelanda, todavía no terminaba cuando
desembarcó el capitán Cook; los maories aún empleaban utensilios de piedra
pulimentada y practicaban una economía neolítica, cuando Inglaterra estaba en los
dolores de la Revolución Industrial. La economía de los australianos era todavía
“paleolítica”.
Es tan importante recordar el carácter relativo de las “edades” arqueológicas,
como lo es la comprensión de los grandes períodos de tiempo que pueden denotar en
ciertas regiones. En realidad, la Edad Paleolítica fue tan inmensamente prolongada,
que casi puede ser tratada como un período universal, equivalente al pleistoceno de
los geólogos. Pero, considerando su terminación, el retraso entre regiones diferentes
tiene una importancia crucial. Muchos arqueólogos mantienen la equivalencia entre el
pleistoceno y el paleolítico, por medio de la introducción de una Edad Mesolítica, a la
cual le asignan algunas de las reliquias arqueológicas postglaciales de países como
Gran Bretaña y los del noroeste de Europa en general, que sólo fueron afectados por
la revolución neolítica mucho tiempo después de la terminación de la Edad de Hielo.
Entonces, al período mesolítico le serían asignadas aquellas reliquias posteriores al
pleistoceno geológico, pero anteriores al comienzo local de la Edad Neolítica. Como
la Edad Mesolítica seria, en el dominio económico, una simple continuación del
modo de vida de la Edad Paleolítica, nos ha parecido inútil complicar el cuadro, en
este libro, con un período mesolítico. Teniendo cuidado de que la mente del lector se
encuentre libre de prejuicios, no identificando las “edades” con períodos de tiempo
universal, el tratamiento que se hace en los siguientes capítulos no conducirá a
conclusiones erróneas.
Tal vez es conveniente hacer una última advertencia. Se ha descrito a los salvajes
contemporáneos como si vivieran actualmente en la Edad de Piedra. En efecto, ellos
no han progresado más allá de una economía de la Edad de Piedra, pero, esto no
justifica la suposición de que los hombres de la Edad de Piedra, que vivieron en
Europa o en el Cercano Oriente hace 6.000 o 20.000 años, hayan observado la misma
clase de normas sociales y rituales, hayan abrigado las mismas creencias, o hayan
organizado sus relaciones familiares de acuerdo con los mismos lincamientos de los
pueblos modernos que se encuentran en un nivel comparable del desarrollo
económico. Es verdad que los bosquimanos de África del Sur, los esquimales de la
región ártica de América y los arunta del centro de Australia, adquieren sus alimentos
de la misma manera que los hombres de la Edad de Hielo en Europa. Sus aprestos
materiales, y aún su arte, son con frecuencia notablemente semejantes a los que
conocemos de los auriñacienses o de los magdalenienses, en la Europa glacial. Un
estudio de los procedimientos seguidos por estos salvajes modernos para hacer sus
utensilios y de la manera como los emplean, es una guía ilustrativa y, probablemente,
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segura de las técnicas y habilidades de nuestros remotos antecesores. El examen de
los hábitos de los esquimales, es el mejor camino para entender cómo vivían los
hombres bajo las condiciones reinantes en Europa durante las Edades de Hielo.
Pero, podemos ser incitados a ir más adelante y ver en las instituciones, ritos y
creencias de los salvajes, la imagen viviente de aquellos aspectos de la vida y cultura
prehistóricos sobre los cuales la arqueología guarda inevitablemente silencio. La
perspectiva es tentadora, pero el lector no se debe engañar por sus atractivos. ¿Acaso
por el hecho de que la vida económica y la cultura material de estas tribus se ha
“detenido” en una etapa del desarrollo por la cual pasaron los europeos hace 10.000
años, se concluye que su desenvolvimiento mental se ha detenido por completo en el
mismo punto?
Los arunta están satisfechos con un equipo muy simple, el cual, sin embargo, es
suficiente para suministrarles alimento y abrigo en el medio ambiente australiano. Su
equipo material se encuentra, en gran medida, al mismo nivel técnico y, en muchos
puntos es idéntico, al de los cazadores de la Edad Paleolítica en Europa y en el norte
de África. Pero, los arunta observan (para nosotros) normas más complicadas para la
regulación del matrimonio y el reconocimiento del parentesco; ejecutan ceremonias
muy elaboradas y, con frecuencia; muy dolorosas, con propósitos mágico-religiosos;
profesan una mezcla de creencias misteriosas e incoherentes, acerca de los tótem,
animales, ancestros y espíritus. Con seguridad, sería precipitado el considerar tales
normas sociales, ceremonias y creencias, como una herencia no contaminada de la
“primitiva condición del hombre”.
¿Por qué atribuimos tales ideas y prácticas a los hombres de la Edad de Piedra de
hace 20.000 años? ¿Por qué suponemos que, cuando los arunta crearon una cultura
material adaptada a su medio ambiente, a la vez, dejaron de pensar para siempre?
Ellos pueden haber seguido pensando tanto o más que nuestros antecesores
culturales, aun cuando sus pensamientos hayan seguido trayectorias diferentes y no
los hayan conducido a los mismos resultados prácticos, a las ciencias aplicadas y a la
aritmética, sino que los hayan mantenido en lo que nosotros consideramos como
callejones sin salida de la superstición. Además, pueden haber estado expuestos a las
influencias de las grandes civilizaciones, cuyo intercambio comercial se ha filtrado
hasta los más apartados rincones de la tierra, en los últimos 5.000 años. Algunos
etnógrafos pretenden que, por lo menos, se reconozcan en la cultura material, en la
organización social y en la religión de los australianos, elementos e ideas adquiridos
y adaptados de los pueblos más avanzados del Viejo Mundo.
Otras tribus muy primitivas parecen haber perdido elementos de cultura que ya
habían poseído antes. Los bosquimanos del África del Sur fueron una estirpe
sumamente desafortunada, a la cual arrojaron hacia tierras desérticas, pobres y áridas,
otros pueblos más poderosos, como el bantu. En su nuevo medio ambiente
desfavorable, las artes que antes practicaban pueden haber sido abandonadas y
olvidadas. El hallazgo de multitud de viejos cacharros, sugiere que los ancestros de
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los bosquimanos fabricaban antes objetos de cerámica, que ahora ya no hacen. Al
mismo tiempo, las instituciones sociales y las creencias religiosas se pueden haber
desintegrado y tergiversado. Entonces, se trata de un grupo empobrecido, y no de un
grupo primitivo.
La suposición de que cualquier tribu salvaje actual es primitiva, en el sentido de
que su cultura refleja fielmente a la de hombres mucho más antiguos, es una
suposición gratuita. Podemos invocar frecuentemente las ideas y prácticas de los
salvajes contemporáneos, para ilustrar el modo como los pueblos antiguos, sólo
conocidos por la arqueología, ejecutaban ciertas cosas o las interpretaban. Pero, salvo
en la medida en que se utilicen las prácticas y creencias modernas, como simples
glosas o comentarios de los objetos, construcciones u operaciones antiguos,
realmente observados, este empleo es ilegítimo. Los pensamientos y las creencias de
los hombres prehistóricos han perecido irrevocablemente, salvo en tanto que fueron
expresados en acciones cuyos resultados han sido duraderos y han podido ser
rescatados por la pala del arqueólogo.
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IV
RECOLECTORES DE ALIMENTOS
Para el arqueólogo, la aparición del hombre sobre la tierra ha quedado señalada por
los utensilios que fabrico. El hombre necesita utensilios para llenar las deficiencias de
sus aprestos fisiológicos, asegurándose alimento y abrigo (p. 26). Está capacitado
para fabricarlos, por la delicada correlación entre la mano y el ojo, la cual, a su vez,
es posible por la constitución de su cerebro y de su sistema nervioso (p. 38). Es de
presumir que los primeros utensilios fueron trozos de madera, hueso o piedra,
toscamente afilados o acomodados a la mano, rompiéndolos o astillándolos. Los
utensilios fabricados de madera han desaparecido. En cuanto a los primeros
instrumentos de piedra, en lo general, deben haber sido indistinguibles de los
productos de una fractura natural (piedras despedazadas por congelación, por
calentamiento, o por haberse destrozado en los golpes recibidos contra las rocas del
lecho de un río). No obstante, los arqueólogos han reconocido piezas de pedernal, aún
de la época anterior a la primera Edad de Hielo, que parecen haber sido descantilladas
en forma inteligente, como si hubiesen sido adaptadas para servir de cuchillos,
navajas y raspadores. La producción humana de tales objetos “eolíticos” todavía se
encuentra en duda, pero es admitida por la mayoría de quienes son autoridades en la
materia.
En los comienzos mismos del pleistoceno, existieron ciertos “hombres” que
fabricaron inconfundibles implementos de piedra y también controlaron el fuego. Se
han encontrado evidencias concluyentes en la caverna de Choukoutien, cerca de
Pekín. Allí, junto con los restos fósiles del “hombre de Pekín” y de animales extintos,
se encontraron lascas talladas con mucha rudeza, de cuarcita y de otras rocas, y
también de hueso, que habían sido expuestas indudablemente a la acción del fuego.
En depósitos geológicos de la misma edad, en el oriente de Inglaterra y en otras
partes, se han hallado utensilios superiores, aun cuando no asociados de un modo
definido con esqueletos “humanos”. Es poco lo que se ha aprendido de esta clase de
utensilios porque, sencillamente, ponen de manifiesto que algunas criaturas
semejantes al hombre adaptaron las piedras a sus rudimentarias necesidades, pero
casi es esto todo. ¿Para qué fueron hechos tales instrumento?, es algo que sólo se
puede conjeturar. Las pieles y cueros se han empleado mucho como “vestidos”, y los
salvajes contemporáneos utilizan una variedad de instrumentos para aderezarlos y
servirse de ellos como abrigos y refugios. Algunos de los utensilios empleados así
para raspar los cueros, son muy similares a los pedernales primitivos; y en
consecuencia los arqueólogos se han puesto de acuerdo en designar estos
implementos rudos con el nombre de “raspadores”. La designación implica que los
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hombres no sólo fabricaban los utensilios, sino que los empleaban para preparar las
pieles de sus vestidos; pero, desde luego, la validez de esta deducción tácita no ha
sido demostrada.
Lo más probable es que los primeros utensilios hayan servido para una multitud
de propósitos. El hombre primitivo tuvo que aprender por experiencia el hecho de
que las piedras son más adecuadas para la fabricación de instrumentos, lo mismo que
el modo de tallarlas correctamente. Aún el pedernal —el mejor material natural— es
muy duro para manipularlo con éxito, como puede comprobarlo fácilmente el lector
golpeando un pedernal contra otro, tratando de obtener una “lasca”. En el curso de la
producción de sus instrumentos, las comunidades primitivas tuvieron que edificar una
tradición científica, anotando y transmitiendo cuáles eran las piedras mejores, en
dónde se las podían hallar y cómo debían ser manipuladas. Sólo después de haber
dominado la técnica de fabricación, pudo el hombre empezar a elaborar, con éxito,
herramientas específicas para cada operación particular. En un principio, la mejor
lasca obtenible debió servir, sin discriminación, como navaja, sierra, taladro, cuchillo
o raspador. Los hechos comprobados son la fabricación de utensilios y el control del
fuego.
El control del fuego fue, presumiblemente, el primer gran pasó en la
emancipación del hombre respecto de la servidumbre a su medio ambiente. Calentado
por las ascuas, el hombre pudo soportar las noches frías y pudo penetrar en las
regiones templadas y aún en las árticas. Las llamas le dieron luz en la noche y le
permitieron explorar los lugares recónditos de las cavernas que le daban abrigo. El
fuego ahuyentó a otras bestias salvajes. Por el cocimiento, se hicieron comestibles
substancias que no lo eran en su estado natural. El hombre ya no tuvo que limitar sus
movimientos a un tipo restringido de clima, y sus actividades no quedaron
determinadas necesariamente por la luz del sol.
Ahora bien, al controlar el fuego, el hombre dominó una fuerza física poderosa y
un destacado agente químico. Por primera vez en la historia, una criatura de la
naturaleza pudo dirigir una de las grandes fuerzas naturales. Y el ejercicio del poder
reaccionó sobre quien lo ejercía. El espectáculo de la brillante flama desintegrando a
su vista una rama seca, cuando era introducida en las ascuas ardientes, y de su
transformación en finas cenizas y en humo, debe haber estimulado al rudimentario
cerebro del hombre. No podemos saber qué cosas le hayan sugerido estos fenómenos.
Pero, alimentando y apagando el fuego, transportándolo y utilizándolo, el hombre se
desvió revolucionariamente de la conducta de los otros animales. De este modo,
afirmó su humanidad y se hizo a sí mismo.
Al principio, desde luego, el hombre aprovechó y mantuvo los fuegos que ya
encontraba encendidos, producidos por el rayo o por otros agentes naturales. Aún
esto ya supone alguna ciencia: observación y comparación de experiencias. El
hombre tuvo que aprender cuáles eran los efectos del fuego; lo que podía “comer”, y
así sucesivamente. Y, guardando y preservando las llamas, el hombre hizo acopio de
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conocimientos. Los fuegos sagrados que nunca se apagaban, como el fuego de Vesta
en Roma, fueron mantenidos como ritos por muchos pueblos antiguos y por los
modernos salvajes. Es de presumir que se trata de supervivencias y reminiscencias de
la época en la cual el hombre todavía no aprendía a producir el fuego a voluntad.
No conocemos con certeza cuando fue hecho este descubrimiento. Los pueblos
salvajes producen el fuego por la chispa que resulta al golpear el pedernal contra un
trozo de pirita de hierro o de hematites, por la fricción entre dos pedazos de madera, o
por el calor generado al comprimir aire en un tubo de bambú. La primera forma ya
era empleada en Europa durante la última Edad de Hielo. Diversas modificaciones en
el procedimiento de producir la fricción (arados de fuego, taladros de fuego, y otros),
son comunes entre los salvajes de las distintas partes del mundo moderno, y se
encuentran mencionadas en las literaturas antiguas. La variedad de procedimientos
utilizados para encender el fuego indica, tal vez, que el descubrimiento es
relativamente tardío en la historia humana, cuando nuestra especie ya se había
desperdigado en grupos aislados.
En todo caso, el descubrimiento tuvo una importancia capital. El hombre pudo, a
partir de entonces, no sólo controlar sino también iniciar el enigmático proceso de la
combustión, el grande y misterioso poder del calor. Se convirtió conscientemente en
un creador. La evocación de la llama producida por dos garrotes, o por el pedernal, la
pirita, o la yesca, le debe haber producido la impresión de que surgía de la nada.
Cuando era un acontecimiento menos familiar, debió haber tenido un efecto muy
estimulante; cada uno de nosotros puede haber experimentado la sensación de ser un
creador, al producir el fuego. Y es claro que el hombre era un creador cuando daba la
forma de un utensilio a un pedazo de madera o de piedra. Así afirmaba su poder sobre
la naturaleza y modelaba objetos a su voluntad.
Tales son los únicos hechos ciertos que surgen de un estudio de los restos que
realmente dejaron los “hombres” de principios del pleistoceno y del pre-pleistoceno.
Se desconoce cómo vivían. Se supone que los hombres más primitivos tendían
trampas y cazaban animales salvajes y aves; atrapaban peces y lagartos, recolectaban
frutas silvestres, moluscos y huevos, y extraían raíces y larvas. También se supone,
pero con menos certidumbre, que se hacían sacos de piel. Algunos se refugiaban, con
seguridad, en las cavernas y, otros, deben haber levantado refugios rudimentarios de
ramas. El éxito en la caza sólo se pudo lograr por una observación prolongada y
cuidadosa de los hábitos de las presas; los resultados deben haber formado una
tradición colectiva de conocimientos sobre cacería. Asimismo, la distinción entre
plantas nutritivas y venenosas, es de creer que también fue aprendida por experiencia
y, luego, incorporada a la tradición comunal.
El hombre debe haber aprendido cuáles eran las épocas propicias para la cacería
de las diversas presas y para recolectar las distintas especies de huevos y de frutas.
Para hacerlo con éxito, debe haber descifrado el calendario del cielo; pudo haber
observado las fases de la luna y la ascensión de los astros, comparándolas con las
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observaciones botánicas y zoológicas antes mencionadas. Y, como lo hemos
señalado, el hombre descubrió por medio de experimentos, cuáles eran las mejores
piedras para fabricar utensilios y en donde las podía hallar. Para tener éxito en la vida,
aún el hombre más primitivo necesitaba tener un conjunto considerable de
conocimientos astronómicos, botánicos, geológicos y zoológicos. Adquiriendo y
transmitiendo estos conocimientos, nuestros precursores fueron estableciendo los
fundamentos de la ciencia.
Igualmente, se puede inferir que los hombres aprendieron a actuar en compañía y
cooperando unos con otros, en la adquisición de su subsistencia. Una criatura tan
débil y tan pobremente dotada como el hombre, no podía, aisladamente, cazar con
éxito los grandes animales o las fieras, que constituían una parte importante de su
dieta. Se ha supuesto alguna forma de organización social, además de la simple
familia (en el sentido europeo moderno de esta palabra), pero se desconoce su forma
precisa.
Ningún otro material puede añadirse al cuadro, hasta que nos acercamos a la
última Edad de Hielo en Europa. No obstante, en el intervalo podernos advertir
mejoras en la hechura de los utensilios de pedernal y divergencias regionales en los
procedimientos de fabricación. En algunas regiones, los fabricantes de utensilios se
redujeron al desprendimiento de lascas adecuadas de la masa principal (llamada
técnicamente el núcleo) y, después, las lascas eran ajustadas para servir realmente
como herramientas. Los procedimientos seguidos constituían lo que los arqueólogos
llaman una industria de lascas. En otras partes, más bien se puso atención en reducir
el núcleo mismo a una forma manuable, recortándole trozos; en este caso, el núcleo
adaptado se convertía realmente en la herramienta, y a un conjunto de este tipo se le
llama una industria de núcleos.
La distinción parece explicarse por tradiciones divergentes en el trabajo del
pedernal, seguidas por dos grupos diferentes de “hombres”. En términos generales, la
industria de lascas parece haberse limitado a la región septentrional del Viejo Mundo;
a la zona norte del gran espinazo montañoso señalado por los Alpes, los Balcanes, el
Cáucaso, el Hindu-Kuch y el Himalaya. En esta región se han descubierto esqueletos
asociados con industrias de lascas, pertenecientes a criaturas diferentes de nosotros,
específica o aún genéricamente, o de cualquiera de nuestros posibles ancestros. Las
industrias de núcleos se han encontrado en el sur de la India, en Siria y Palestina, en
toda África, en España, Francia e Inglaterra. Quienes las trabajaron pudieron haber
pertenecido a la especie Homo sapiens o a formas ancestrales de ella; aún cuando,
hasta 1941, se carecía de una prueba positiva de esto. Durante las Edades de Hielo,
los talladores de lascas tendieron a esparcirse más allá de su propio dominio, el cual
se iba congelando, hacia Inglaterra, Francia y Siria y, por último, hacia África.
Durante aquellas mismas Edades, los talladores de núcleos se retiraron hacia el sur,
sólo para regresar al norte cuando las condiciones clementes volvieron. Como
resultado de estos desplazamientos de población, llegaron a vivir en vecindad
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comunidades que seguían tradiciones industriales diferentes. Existen indicios de
mezcla entre las dos tradiciones, aun cuando sea difícil de concebir el trato entre
criaturas tan diferentes como, por ejemplo, el Sinanthropos y el Homo sapiens.
¡En unas cuantas páginas, acabamos de resumir las cuatro quintas parles de la
historia humana, o sea, en una estimación modesta, unos 200.000 años! De este
inmenso período han sobrevivido nueve o diez esqueletos incompletos e
innumerables utensilios. Las bodegas de los museos ingleses y franceses están
atestadas de utensilios recogidos en las arenas del Támesis, del Sena y de otros ríos;
y, en África del Sur, es fácil encontrar, en muchos lugares, carretadas de utensilios
sobre la superficie del suelo. Pero, el sorprendente número de utensilios de principios
del pleistoceno, no significa que necesariamente haya existido una gran población.
Por el contrario, un solo individuo pudo hacer y perder tres o cuatro utensilios al día;
y 200.000 años fueron más que suficientes para fabricar todos los que hemos
recogido. Al comienzo y a mediados del pleistoceno, la familia humana constituyó,
probablemente, un grupo numéricamente pequeño, comparable en magnitud al de los
antropoides contemporáneos.
Sólo llegando a unos 50, 000 años antes de nosotros, es posible agregar algunos
detalles importantes al vago esquema anterior. Cerca de la última Edad de Hielo, se
hicieron prominentes los “hombres” del llamado tipo musteriense. Como vivían
habitualmente en cavernas, para escapar del intenso frío, se conocen más detalles
sobre sus vidas que respecto a los grupos anteriores. Industrialmente, los
musterienses seguían la tradición de las lascas, aún cuando algunos aprendieron
también a hacer utensilios de núcleos. Desde el punto de vista biológico,
pertenecieron a la especie de Neanderthal, ahora extinta. Caminaban arrastrando los
pies y no podían sostener erguida su cabeza. Su mandíbula carecía de barba, tenían
una enorme protuberancia ósea sobré los ojos y la frente inclinada hacia atrás, lo cual
daba a su rostro un aspecto bestial. Podían hablar lo suficiente para organizar sus
expediciones cinegéticas en cooperación, pero, a juzgar por la disposición de los
músculos de su lengua, su lenguaje debe haber sido tartamudeante.
Económicamente, los musterienses fueron cazadores y se especializaron en
atrapar a los grandes mamíferos árticos; el mamut y el rinoceronte lanudo, cuyos
restos llevaban arrastrando hasta la entrada de sus cavernas, en donde los cortaban en
pedazos. Naturalmente, estas grandes bestias no podían ser perseguidas por
individuos aislados o por familias pequeñas; la cacería del mamut es ocupación de
una comunidad social mayor, cuyos miembros cooperan con propósitos económicos.
Históricamente, el hecho más notable acerca de los musterienses, es el cuidado
que ponían en el arreglo de los muertos. En Francia se han descubierto más de una
docena de esqueletos de Neanderthal, sepultados en forma ritual en las cavernas que
servían de habitación a su grupo. En general, procuraban proteger el cuerpo. En La
Chapelle aux Saints, varios esqueletos están colocados en tumbas individuales de
poca profundidad, excavadas en el piso de la cueva. En algunos casos, la cabeza
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descansa sobre una almohadilla de piedra, con piedras encima y alrededor para aliviar
el peso de la tierra. En un caso, la cabeza fue separada del tronco antes del entierro y
colocada en una tumba aparte. Los muertos no sólo eran enterrados cuidadosamente;
además, sus tumbas eran colocadas cerca del hogar, como si dieran calor a sus
ocupantes. El muerto era provisto de utensilios y de comida.
Todo este ceremonial testimonia la actividad del pensamiento humano en sentidos
inesperados y no económicos. Enfrentados ante el aterrador hecho de la muerte, con
sus emociones primitivas sacudidas ante el aniquilamiento, debe haberse iniciado el
pensamiento imaginativo entre los musterienses de aspecto bestial. No creyendo en el
cese completo de la vida terrena, se imaginaron obscuramente alguna especie de
continuación de ella, en la cual el muerto tendría necesidad de alimento material y de
utensilios. El patético y vano cuidado de los muertos testimoniado en esta forma
precoz, se convertiría después en un arraigado hábito de la conducta humana, el cual
había de inspirar maravillas arquitectónicas como las pirámides egipcias y el Taj
Mahal.
Tal vez se puede aventurar otra inferencia, de la disposición de las tumbas cerca
de los hogares. ¿Acaso los musterienses tenían alguna esperanza de que el calor del
fuego hiciera recuperar al muerto una cualidad cuya pérdida reconocían como
síntoma de la muerte? Si así fue, entonces practicaban la magia y hacían mal uso de
la ciencia. Habían observado correctamente que existe una asociación entre la vida y
el calor. Pudieron inferir que el calor era una causa de la vida: la muerte se debería a
un déficit de calor. En tal caso, remediando la deficiencia se podría recuperar la vida.
Así, se podrían atribuir a las prácticas inhumatorias musterienses y posteriores
buenos fundamentos lógicos. Y su error consistiría en negarse a admitir su fracaso,
después de haber realizado el experimento en forma reiterada: ya que los
musterienses y sus sucesores de nuestra propia especie han seguido encendiendo
fuego en las tumbas, hasta épocas relativamente recientes.
No se puede probar que los musterienses hayan actuado por los motivos sugeridos
aquí y, ciertamente, no pretendemos que ellos o cualquier adorador moderno de la
magia, formulara sus razonamientos en los términos que acabamos de mencionar. El
argumento aquí esbozado es el que habría llevado a un científico moderno a hacer lo
que hacían los musterienses. Sólo que el hombre de ciencia lo habría realizado como
experimento una o dos veces, para ver si obtenía el resultado deseado. En cambio, el
musteriense lo ejecutaría como un acto de fe; y esto es lo que distingue una operación
mágica de un experimento científico. Al juzgar sus resultados, los casos negativos, es
decir, los fracasos, son simplemente ignorados. O, más bien, el juicio objetivo cede el
lugar a la esperanza y al temor. El fervor de la fe humana en los remedios mágicos es
proporcional a su sentimiento de impotencia ante crisis tales como la muerte.
Sintiéndose impotente, el hombre no se atreve a dejar que lo abandone la esperanza.
Y, justamente en la medida en que la naturaleza le parece ajena y desconocida, el
hombre teme dejar de hacer algo que pueda ayudarlo en este medio ambiente
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amenazador.
Al propio tiempo, la magia ofrece un procedimiento abreviado de obtener poder.
La clase de argumento que hemos citado permite dar una explicación aparentemente
lógica, por así decirlo, de la vida. Pero, se ha obtenido sin un análisis penetrante y
minucioso. Aborreciendo el pensamiento, el hombre acepta la explicación que
encuentra más a la mano y se aferra desesperadamente a ella.
Algunos milenios después, el clima glacial de Europa se mejoró ligeramente por
un tiempo. Durante este intervalo más cálido, aparecieron por primera vez los
hombres de nuestra propia especie, en los testimonios arqueológicos, en Europa, el
norte de África y en el Cercano Oriente. El “hombre” de Neanderthal desapareció
bruscamente; su lugar fue ocupado por los hombres modernos, cuyos cuerpos
difícilmente provocarían comentarios en un depósito de cadáveres actual. Desde el
punto de vista físico se pueden reconocer, sólo en Europa, por lo menos cuatro
variedades o razas distintas; en tanto que las figurillas de Siberia muestran las formas
peculiares de cabello que son distintivas de las tres divisiones principales de nuestra
especie. Arqueológicamente, los productos de estos hombres modernos, las llamadas
industrias del paleolítico superior, se clasifican en varios grupos culturales,
distinguiéndose cada uno de ellos por sus propias tradiciones peculiares en el trabajo
del pedernal, en el arte, y en otras actividades. Sin embargo, no se puede establecer
una correlación exacta entre los grupos culturales y los grupos raciales.
Todos los grupos del paleolítico superior se encontraban mejor equipados, para
luchar con el medio ambiente, que cualquier otro grupo anterior. Habían aprendido a
fabricar una variedad de utensilios distintos, adaptados a usos particulares; incluso
fabricaban herramientas para hacer herramientas. Trabajaban el hueso y el marfil con
la misma habilidad que el pedernal; incluso, inventaron algunos artefactos mecánicos
simples, como el arco y el lanzador de venablos, para aumentar la fuerza muscular
humana al arrojar las armas. Y, por supuesto, la formación de estos nuevos
instrumentos no sólo indica un incremento en la destreza técnica, sino también una
acumulación mayor de conocimientos y más amplias aplicaciones de la ciencia. Una
breve referencia a los predmostienses en Europa central y oriental, y a los
auriñacienses y magdalenienses en Francia, será suficiente para ilustrar estos puntos.
A pesar del intenso frío, el medio ambiente en Europa era altamente favorable
para los cazadores equipados con medios de enfrentarse a él. Las llanuras de Rusia y
de Europa central, eran tundras descubiertas o estepas. Durante el verano soplaban
fuertes vientos desde los glaciares y las láminas de hielo, cubriendo estas llanuras con
una capa de polvo fino (loess), a través del cual brotaba la hierba tierna en la
primavera. Grandes manadas de mamuts, renos, bisontes y caballos salvajes,
recorrían las llanuras, rozando el pasto. Cada año, las manadas emigraban de los
pastos de verano en Rusia y en Siberia, a los forrajes de invierno en el valle del
Danubio o en la estepa póntica, para regresar de nuevo.
Los cazadores predmostienses establecían sus campamentos en los pasos a través
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de las montañas cubiertas de nieve, por los cuales hacían su recorrido las manadas,
cuando las lenguas proyectadas por las láminas de hielo del norte limitaban los
movimientos de las bestias. Los sitios de estos campamentos todavía están indicados
por las inmensas cavernas descubiertas bajo el loess, en Mezina, cerca de Kiev, en
Predmost, cerca de Prerau, en Moravia, en Willendorf en la baja Austria, y en otras
partes. La magnitud de los amontonamientos de huesos —en Predmost se han
reconocido restos de más de 1.000 mamuts— testimonian el éxito de los cazadores al
procurarse carne de mamut. Había alimento suficiente para una población vigorosa.
Pero la carne sólo se podía obtener por la cooperación efectiva de un número
importante de individuos y por el conocimiento detallado de los hábitos de las
manadas; la inteligente localización de los campamentos demuestra la aplicación de
dicho conocimiento. Los excavadores rusos han descubierto que los cazadores erigían
importantes habitaciones semi-subterráneas para vivir.
En el centro de Francia prevalecían condiciones mucho más favorables. Las
mesetas de piedra caliza eran estepas en las cuales pastaban los mamuts, renos,
bisontes, toros almizcleros, caballos y otros animales comestibles. El salmón invadía
todos los años las aguas del Dordoña, del Vezére y de otros ríos, en forma tan
abundante como en la Columbia Británica en la actualidad. Las laderas de los valles
estaban horadadas con cavernas que ofrecen habitaciones convenientes.
Aprovechando este medio ambiente con inteligencia, los auriñacienses y sus
sucesores, los magdalenienses, se multiplicaron y crearon una rica cultura. Dejaron
de ser nómadas sin hogar, como los kwakiutl de Columbia Británica quienes, en el
siglo pasado, a pesar de su economía “paleolítica”, vivían en casas de madera,
resistentes y hasta decoradas, agrupadas en poblaciones permanentes. Tal prosperidad
constituye una lección en contra de la subestimación de las posibilidades que tiene la
recolección de alimentos como medio de subsistencia.
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Fig. 4. Escena de caza, en una pintura de la Edad de Piedra del Sureste de España.
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proyectil, conforme al principio de la palanca. Debe haberse inventado primero en la
fase magdaleniense, como todavía lo siguen empleando los aborígenes australianos y
los esquimales. Los magdalenienses aprendieron, además, a atrapar peces, tonto con
anzuelo y cuerda, como con arpones fabricados con la punta separable.
Estos pueblos deben haber vivido en grandes comunidades suficientes para cazar
con éxito grandes presas, como el mamut y el bisonte. Se desconoce, desde luego, el
modo como estaban organizados. Económicamente, cada grupo era autosuficiente.
Pero, la autosuficiencia no significa aislamiento; se han encontrado conchas
recogidas en el Mediterráneo, dentro de las cavernas del centro de Francia. Es de
presumir que fueron conducidas allá con el fin de practicar alguna forma
rudimentaria de comercio. Lo que es más, aún cuando las conchas tuvieran valor por
las virtudes mágicas que se les atribuían, lo cierto es que representan un lujo y no una
necesidad. El comercio indicado por ellas no constituía una parte fundamental en la
economía de los grupos. Esta se basaba en la caza y la recolección y, por lo menos en
la época magdaleniense, en la pesca. No se ha descubierto indicio alguno, durante
este período, de la producción de alimentos por medio del cultivo de plantas y la cría
de animales, ni en Francia ni en otros lugares. De las costumbres de los salvajes
contemporáneos, se pueden inferir algunas medidas para la conservación de la caza,
por la observancia de temporadas de veda. No obstante, el rinoceronte lanudo se
extinguió durante la época auriñaciense, y el mamut hacia el fin del magdaleniense,
tal vez por la cacería demasiado venturosa.
El aspecto más sorprendente y notable de las culturas del paleolítico superior, es
la actividad artística de los cazadores. Tallaron figuras redondeadas en piedra o en
marfil, modelaron animales en arcilla, decoraron sus armas con dibujos
representativos y formales, ejecutaron bajorrelieves en las paredes de roca de las
cavernas en que se guarnecían, y grabaron o pintaron escenas en los techos de las
cuevas. En muchos casos, sus producciones poseen intrínsecamente un alto mérito
artístico. Grandes artistas modernos, como el desaparecido Roger Fry, han admirado
las pinturas de las cavernas como obras maestras, y no como meras curiosidades. En
las cuevas francesas se puede estudiar el desenvolvimiento de la facultad de dibujar.
Las representaciones más antiguas, atribuidas a la fase auriñaciense, son justamente
esbozos de contornos, trazados con el dedo en el barro, escarbados con un pedernal
en la roca, o bosquejados en carbón; sin que se intentara en modo alguno lograr la
perspectiva o representar los detalles. En la época magdaleniense, el artista aprendió
a sugerir la profundidad, sombreando las figuras, y aún logró la perspectiva en cierta
medida. Ahora bien, recordemos que vemos las cosas en tres dimensiones; siendo
difícil representarlas efectivamente en dos dimensiones. Hemos heredado la técnica
para hacerlo así y para reinterpretar los dibujos bidimensionales. Desde la niñez, nos
hemos familiarizado con las pinturas planas, aprendiendo a reconocer en ellas los
objetos sólidos. Algunos de nosotros habrán sido enseñados a invertir el proceso,
reproduciendo la profundidad y la distancia en una hoja de papel. Los auriñacienses,
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o algunos ancestros artísticos más remotos, carecían de tratados sobre pintura. Ellos
tuvieron que descubrir por sí mismos la técnica de representar correctamente los
sólidos sobre una superficie plana, y debieron establecer la tradición. Y, por cierto, el
dibujo es tan importante para la ciencia moderna, como la escritura.
A más de esto, las esculturas y dibujos paleolíticos, no son simples expresiones de
un “impulso artístico” misterioso. En realidad, el artista gozaba seguramente al
ejecutarlos, pero no los ejecutaba precisamente para darse este goce, sino por un
motivo económico importante. Esto es cierto, en forma más obvia, para el caso de las
pinturas y grabados de las cavernas. Las pinturas están situadas, generalmente, en las
depresiones profundas de las cavernas de piedra caliza, adonde no podía penetrar la
luz del día. Ninguna familia habrá vivido nunca en estas fortalezas, pues, con
frecuencia, el acceso a ellas es muy difícil. Y, para ejecutar las pinturas, el artista
tenía que adoptar frecuentemente las actitudes más incómodas, acostado de espaldas
o encaramado en los hombros de un compañero en una estrecha grieta. Por supuesto,
tendría que trabajar con una confusa luz artificial: se han hallado realmente lámparas
de piedra; podemos suponer que el combustible era la grasa animal y que el musgo
servía de mecha. Las pinturas son, casi exclusivamente, retratos muy fieles de
animales individuales. Evidentemente, el artista pasaba por grandes penalidades para
hacer naturales sus representaciones; han llegado hasta nosotros dibujos de prueba,
bosquejos toscos en pedazos de piedra sueltos, realizados como preparación de la
verdadera obra maestra que se trazaba sobre los muros de la caverna.
Todas estas consideraciones muestran que el arte de las cavernas tenía un
propósito mágico. La producción artística es, ante todo, un acto de creación. El artista
escarba sobre el muro liso, y he aquí que surge un bisonte en donde antes no había
nada. Para la lógica de la mentalidad precientífica, tal creación debería tener su
correspondencia en el mundo exterior, la cual podría ser saboreada, del mismo modo
que vista. Con la misma seguridad con que el artista dibujaba un bisonte en la
oscuridad de la caverna, así existiría un bisonte vivo en las estepas exteriores, para
que sus compañeros lo mataran y se lo comieran. Para asegurar el éxito, el artista
dibujaba algunas veces (aunque no con frecuencia) a su bisonte traspasado por una
saeta, tal como deseaba verlo en la realidad.
El arte auriñaciense y magdaleniense tuvo, por lo tanto, un propósito práctico,
habiendo sido concebido para asegurar la provisión de aquellos animales de los
cuales dependía la tribu para alimentarse. Así, los arunta australianos y otros
modernos recolectores de alimentos, ejecutan danzas y otras ceremonias, tratando de
promover la multiplicación de los dromeos, de las larvas de la acacia y de otros
animales y plantas comestibles. Si ellos pudieran comprender las implicaciones que
tiene, repudiarían indignadas el calificativo de “recolectores de alimentos”, utilizado
para contrastarlos con los papúes “productores de alimentos”, los cuales cultivan
ñame. “Nuestros ritos mágicos”, diría un arunta, “son tan necesarios y eficaces para
mantener el abastecimiento de dromeos y larvas, como la excavación y el desyerbe
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ejecutados por los despreciables labradores”.
Indudablemente, las pinturas estaban conectadas con otras ceremonias mágicas.
En un nicho difícilmente accesible, en la caverna de Montespan, el barro conserva
todavía las huellas dejadas por las nalgas de jóvenes que habían estado sentados en
cuclillas ante una pintura mágica de la época magdaleniense. Lo cual indica algo
semejante a las ceremonias de iniciación practicadas por las tribus salvajes en la
actualidad.
En todo caso, los artistas deben haber sido especialistas adiestrados. En Limeuil y
en Dordoña, se han encontrado varias piezas de ensayo, ejecutadas en guijas. Pueden
haber sido “cuadernos de trabajo” de una escuela de arte; en algunas piezas se han
advertido correcciones, como ejecutadas por mano del maestro. Los artistas-magos
eran expertos, especialmente entrenados en su tarea. Como tales, deben haber gozado
de respeto, y aun de autoridad, dentro de cualquier organización social en la cual
existieran. Sin embargo, difícilmente pudieron ser especialistas, en el sentido de estar
liberados de participar en la búsqueda activa de alimentos para el grupo; la
representación viva de los animales, en todas las actitudes naturales, sólo pueden
lograrla hombres que han estudiado cuidadosamente los hábitos originales de las
bestias, tal como lo hace un cazador.
Otras producciones del arte paleolítico pueden ser consideradas también como
mágicas, sólo que en sentidos más bien distintos. En los depósitos pred-mostienses y,
más raramente, en los auriñacienses, se han hallado pequeñas figuritas femeninas,
talladas en piedra o en marfil. Generalmente, los cuerpos son excesivamente gruesos
y están exagerados los rasgos sexuales, pero tienen el rostro casi sin tallar. Se supone
que estas figuritas eran amuletos de la fertilidad. El poder generador de la mujer sería
inherente a ellas y, a través de ellas, se encauzaría al suministro de alimentos para la
tribu, asegurando la fertilidad de la caza y de la vegetación.
Finalmente, el arte del paleolítico superior es valioso porque proporciona un
índice aproximado del conocimiento zoológico poseído por los hombres de esta edad.
La fidelidad de su dibujo ilustra acerca de la precisión de sus observaciones sobre los
animales que les proveían de alimentos. En las pinturas todavía es posible distinguir
las diversas especies que intentaron representar, aun en el caso de peces y de ciervos.
Es evidente que los magdalenienses reconocieron las mismas especies que un
zoólogo moderno. Comprendían algo de la fisiología animal. Al menos, entendían la
importancia del corazón; se conoce la pintura de un bisonte herido, con el corazón
expuesto y traspasado por una flecha.
Por otra parte, el arte magdaleniense y auriñaciense es extremadamente concreto.
Los dibujos son retratos de animales individuales, en actitudes individuales; nada
generalizado hay en ellos. Esto no significa que los magdalenienses fueran incapaces
de pensar en forma abstracta (al modo como lo definimos en la p. 45). Lo que,
probablemente, indica es que su pensamiento era habitualmente tan concreto como
les era posible. Las pinturas del oriente de España, pertenecientes a un período más
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bien posterior, pero con una tradición social distinta, son mucho menos vivas e
individuales; son impresionistas y sugieren al hombre y al ciervo, mucho más que a
un ciervo o a un hombre determinados. En efecto, después de la Edad de Hielo,
llegaron a una serie de representaciones enteramente convencionales. El artista ya no
trató de retratar, ni siquiera de sugerir, a un ciervo vivo individual; se contentó con
dibujar el menor número posible de trazos, para indicar los atributos esenciales por
los cuales se puede reconocer a un ciervo. Por una parte, descubrió que un esbozo
taquigráfico es tan eficaz, como un retrato vivo, para multiplicar los ciervos
comestibles en el mundo real. Por otro lado, se acostumbró a pensar en forma
abstracta. Llegó a entender la idea de ciervo, en contraste con éste o aquél ciervo, y lo
simbolizó en la forma más generalizada, omitiendo todas las peculiaridades
individuales que distinguen a un ciervo de otro o al mismo ciervo en momentos
diferentes.
La anterior explicación indicará, así sea de un modo imperfecto, la amplitud del
progreso humano durante la Edad Paleolítica, el período del pleistoceno para la
geología. La cultura magdaleniense de Francia constituye la realización más brillante
de este prolongado episodio, hasta ahora conocido por la arqueología. Nuestra
explicación proporcionará una vislumbre de la prosperidad, del refinamiento y de la
densidad de población, asequible para una economía de cazadores y recolectora.
También indicará la amplia variedad de modos de vida comprendidos bajo la
designación general de “recolectores de alimentos”, y servirá como advertencia para
no atribuirles, indebidamente, un sentido contrario al que tuvieron.
Sin embargo, la revolución neolítica no se inició entre los magdalenienses de
Europa, ni tampoco fue entre ellos donde se creó la nueva economía. Los
magdalenienses debieron su prosperidad a su adaptación venturosa a un medio
ambiente especial. Al terminar la última Edad de Hielo, cuando los bosques
invadieron las antiguas estepas y la tundra, desalojando a las manadas de mamuts,
bisontes, caballos y renos de Francia, decayó la cultura basada en la caza de estos
anímales. Otros pueblos, que no dejaron una estela de recuerdos tan brillantes,
crearon la nueva economía de productores de alimentos. De hecho, es concebible que,
desde la época de los cazadores auriñacienses y magdalenienses en Europa, ya
existían tribus en otros continentes que habían comenzado a cultivar plantas y a criar
animales. El profesor Mengbin y otros investigadores, han llegado a establecer esta
inferencia. Pero, hasta ahora, no se ha conocido ninguna prueba positiva para
confirmarla. De acuerdo con los testimonios disponibles, durante la Edad Paleolítica,
es decir, el período del pleistoceno, los únicos métodos practicados por el hombre
para asegurar su subsistencia, fueron la recolección y la caza.
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V
LA REVOLUCIÓN NEOLÍTICA
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animales domésticos, si es que tenían algunos, por lo cual vivían de los productos
agrícolas y, tal vez un poco, de la caza.
Existe una enorme variedad de plantas susceptibles de suministrar una dieta
importante cuando se les cultiva. El arroz, el trigo, la cebada, el mijo, el maíz, el
ñame y la batata, respectivamente, sostienen todavía en la actualidad a poblaciones
considerables. Pero, en las civilizaciones que han contribuido de manera más directa
y generosa a formar la herencia cultural de la cual gozamos, son el trigo y la cebada
los que encontramos como fundamento de su economía. Estos dos cereales ofrecen,
en efecto, ventajas excepcionales. El alimento que producen es muy nutritivo; los
granos se pueden almacenar con facilidad, el rendimiento es relativamente elevado y,
sobre todo, el trabajo requerido para su cultivo no es demasiado absorbente. Es cierto
que la preparación de los campos y la siembra misma, exigen un esfuerzo
considerable; también se necesita practicar algunos desyerbes y tener cuidados
durante la maduración de las espigas; además, la cosecha demanda un esfuerzo
intensivo de la comunidad entera. Pero, todos estos esfuerzos son por temporada.
Antes y después de la siembra se tienen intervalos durante los cuales los campos no
necesitan, prácticamente, atención alguna. El cultivador de grano goza de lapsos
importantes de ocio, durante los cuales se puede dedicar a otras ocupaciones. En
cambio, el cultivador de arroz no dispone de tales treguas. Tal vez, su faena nunca es
tan intensa como la exigida durante la cosecha del grano, pero es más continua.
Tomando en cuenta que las civilizaciones históricas de la cuenca del
Mediterráneo, del Cercano Oriente y de la India, se edificaron sobre cereales,
debemos concentrar nuestra atención sobre las economías basadas en el trigo y en la
cebada. La historia de estos granos se ha estudiado en forma mucho más extensa que
la de otras plantas cultivadas y se puede exponer de modo breve.
Tanto el trigo, como la cebada, son formas domesticadas de yerbas silvestres.
Pero, en cada caso, el cultivo, la selección deliberada de las mejores plantas con el
propósito de sembrarlas, y el cruce consciente o accidental de diversas variedades,
han producido granos mayores y más nutritivos que las semillas de cualquier hierba
silvestre. Se conocen dos yerbas silvestres que son ancestros del trigo: el alforfón y la
escanda silvestre. Ambas crecen en países montañosos, el primero en los Balcanes,
Crimea, Asia Menor y el Cáucaso; la segunda más al sur, en Palestina y, tal vez, en
Persia.
Desde luego, la distribución actual puede ser engañosa; el clima ha cambiado
mucho desde la época en la cual se inició el cultivo y la fitogeografía depende de las
condiciones climáticas. Partiendo rigurosamente de diferentes premisas, Vavilov ha
llegado a proponer que se considere el Afganistán y el noroeste de China, como los
centros originales del cultivo del trigo. En todo caso, la escanda silvestre está
emparentada con un trigo pequeño, insatisfactorio, el cual se cultivó extensamente en
Europa Central, en épocas prehistóricas, y todavía crece en Asia Menor. Del cultivo
del alforfón (Trilicum dicoccum), se puede obtener un grano muy superior. El
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alforfón parece haber sido el trigo más antiguo cultivado en Egipto, en Asia Menor y
en el oeste de Europa; regiones en las cuales, con frecuencia, crece todavía. Sin
embargo, la mayoría del trigo del cual se obtiene actualmente harina, pertenece a una
tercera variedad (Triticum vulgare), de la cual no se conoce ancestro silvestre alguno.
Este trigo pudo haber resultado de cruzar el alforfón con alguna hierba desconocida.
Los más antiguos granos de trigo encontrados en Mesopotámica, Turquestán, Persia y
la India, pertenecen a este grupo.
También los ancestros silvestres de la cebada son yerbas de la montaña. Se han
hallado en Marmarica, en el norte de África, lo mismo que en Palestina, Asia Menor,
Transcaucásica, Persia, Afganistán y Turquestán. Los métodos de Vavilov señalan a
Abisinia y al sureste de Asia, como los centros primarios del cultivo de la cebada.
Los problemas de saber dónde empezó el cultivo y si fue en un solo centro o en
varios a la vez, todavía permanecen sin decidir. Por haberse descubierto
recientemente hoces en cavernas que estuvieron habitadas, en Palestina, junto con
instrumentos apropiados para una economía de recolectores de alimentos, más bien
que para una cultura asociada normalmente con la primera revolución, se arguye que
el cultivo de cereales se inició en Palestina, o cerca de allí. Pero, no es imposible que
los moradores de dichas cavernas (llamados natufienses) hayan pertenecido a una
tribu atrasada, la cual hubiera adoptado algunos elementos de cultura de agricultores
más avanzados de cualquier otra parte, pero sin que hubiese reorganizado cabalmente
su economía.
La introducción de una economía productora de alimentos afectó, como una
revolución, a las vidas de todos los involucrados en ella lo bastante para reflejarse en
la curva de la población. Por supuesto, no se dispone de testimonio alguno de
“estadística de población”, para probar que haya ocurrido el esperado incremento de
la población. Pero, es fácil advertir que así sucedió. La comunidad de recolectores de
alimentos tenía limitada su magnitud por la provisión de alimentos disponibles —el
número real de animales de caza, de peces, de raíces comestibles y de bayas que
crecían en su territorio—. Ningún esfuerzo humano, ni tampoco conjuro mágico
alguno, podía aumentar esta provisión. En realidad, las mejoras en la técnica o la
intensificación de la caza y de la recolección, llevadas más allá de cierto punto,
producirían la exterminación progresiva de los animales de caza y la disminución
absoluta de las provisiones. Y, en la práctica, las poblaciones cazadoras se muestran
muy bien ajustadas a los recursos de que disponen. El cultivo rompe, de una vez, con
los límites así impuestos. Para incrementar la provisión de alimentos, sólo es
necesario sembrar más semillas, cultivando mayor extensión de tierras. Si existen
más bocas por alimentar, también se tienen más brazos para trabajar los campos.
Por otra parte, los niños se hacen económicamente útiles. Para los cazadores, los
niños representan una carga. Tienen que ser alimentados durante muchos años, antes
de que puedan empezar a contribuir efectivamente al sustento de la familia. En
cambio, desde su infancia, los hijos de los agricultores pueden ayudar a desyerbar los
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campos, y a espantar los pájaros u otros animales destructores. Si hay ovejas y vacas,
los muchachos y muchachas pueden atenderlas. Entonces, a priori, la probabilidad de
que la nueva economía trajera aparejado un incremento de la población, es muy
elevada. En realidad, esta población debe haberse extendido con mucha mayor
rapidez que la establecida, al parecer, por la arqueología. Únicamente así podemos
explicar el modo aparentemente repentino con el cual surgieron comunidades
campesinas en regiones anteriormente desiertas o sólo habitadas por muy escasos
grupos de recolectores.
Alrededor del lago que en otro tiempo llenó la depresión del Fayum, el número de
utensilios de la Edad Paleolítica es, en verdad, imponente. Pero, tienen que ser
distribuidos a lo largo de tantos miles de años, que la población atestiguada por ellos
pudo ser exigua. Después, en forma enteramente brusca, las orillas de un lago algo
mermado se ven orladas con una cadena de aldeas populosas, todas ellas
contemporáneas, al parecer, y dedicadas a la agricultura. El valle del Nilo, desde la
Primera Catarata hasta El Cairo, se llenó rápidamente con una cadena de poblaciones
campesinas florecientes, aparentemente surgidas todas ellas al mismo tiempo y
desarrollándose continuamente, hasta el año 3000 a. C. O bien, tomemos las llanuras
boscosas del norte de Europa. Después de la Edad de Hielo, encontramos
desperdigados caseríos de cazadores y pescadores siguiendo los litorales, a la orilla
de las lagunas y en los claros arenosos de los bosques. Las reliquias descubiertas en
tales sitios fueron esparcidas, probablemente, en un par de millares de años; y, por lo
tanto, sólo son compatibles con una población escasa. Pero luego, en el curso de unos
cuantos siglos, primero, Dinamarca y, después, el sur de Suecia, el norte de Alemania
y Holanda, se llenaron de tumbas construidas con piedras gigantescas. Se debe haber
desarrollado un esfuerzo considerable para construir tales cementerios y, en efecto,
algunos llegan a contener hasta 200 esqueletos. El crecimiento de la población debe
haber sido, entonces, rápido. Es cierto que, en este caso, se supone que los primeros
agricultores, quienes también fueron los arquitectos de las grandes tumbas de piedra,
hayan sido inmigrantes. Pero, como también se supone que llegaron en barcas desde
España, rodeando hasta las islas Órcades y pasando por el Mar del Norte, la
población inmigrante no pudo ser, en realidad, muy grande. La multitud supuesta por
las tumbas debe haber resultado de la fecundidad de unas cuantas familias
inmigrantes y de los antiguos cazadores que se hubieran unido a ellas para explotar
los recursos agrícolas del norte virgen. Por último, los esqueletos humanos atribuidos
a la Edad Neolítica, sólo en Europa, son varios centenares de veces más numerosos
que los de la Edad Paleolítica en conjunto. No obstante, la Edad Neolítica en Europa
duró, a lo sumo, 2.000 años; menos de la centésima parte del tiempo atribuido a la
Edad Paleolítica.
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Fig. 5. Azadas neolíticas.
Sería tedioso acumular los testimonios; sus implicaciones son claves. Solamente
después de la primera revolución —pero, eso sí, inmediatamente después de ella —
fue cuando nuestra especie comenzó realmente a multiplicarse con toda rapidez.
Algunas otras implicaciones y consecuencias de esta primera revolución, o
revolución “neolítica”, las podemos considerar después. Porque, en este punto, es
recomendable hacer un paréntesis.
No debe confundirse la adopción de la agricultura con la adopción de una vida
sedentaria. Es costumbre contrastar la vida asentada del agricultor con la existencia
nómada del “cazador sin hogar”. El contraste es bastante artificioso. En el siglo
pasado, las tribus cazadoras y pescadoras de las costas del Canadá, un el Pacífico,
poseían aldeas permanentes con casas de madera importantes, adornadas y casi
lujosas. Los magdalenienses de Francia ocupaban, ciertamente, la misma caverna,
durante la Edad de Hielo, por varias generaciones. Por otro lado, algunos
procedimientos de cultivo imponen una especie de nomadismo entre quienes los
practican. Para muchos campesinos de Asia, África y América del Sur, todavía en la
actualidad, la agricultura significa simplemente despejar un lugar de monte bajo o de
matorrales, escarbarlo con una azada o con una estaca, sembrarlo y, luego, recoger la
cosecha. La parcela no es barbechada, ni menos abonada, pero se le vuelve a sembrar
al año siguiente. Por supuesto, en tales condiciones, el rendimiento declina
notablemente después de un par de temporadas. Luego, se despeja otra parcela y se
repite el proceso hasta que también se agota. Bien pronto, toda la tierra disponible
cercana al poblado ha sido cultivada hasta su agotamiento. Cuando esto ha ocurrido,
los habitantes se trasladan para comenzar de nuevo en otra parte. Sus enseres
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domésticos son bastante simples como para ser transportados fácilmente. Las casas
mismas son chozas endebles, probablemente inmundas por la prolongada ocupación,
las cuales se pueden sustituir fácilmente.
Lo que acabamos de describir es la forma más primitiva de la agricultura, llamada
frecuentemente cultivo de azada o cultivo hortense. La naturaleza planteó pronto un
problema a los agricultores: el problema del agotamiento del suelo. El modo más
sencillo de entendérselas con el problema fue el de eludirlo, trasladándose a otro sitio.
En realidad, esta solución es perfectamente satisfactoria mientras existe tierra
cultivable en abundancia y el agricultor se contenta sin lujos ni refinamientos que
estorben la migración. Desde luego, constituía una molestia el tener que despejar una
nueva porción del bosque después de unos cuantos años; pero, con seguridad, era
menos penoso que pensar en una solución nueva. En todo caso, esta forma de cultivo
prevaleció en Europa, al norte de los Alpes, en los tiempos prehistóricos. Pudo haber
sobrevivido entre algunas tribus germánicas hasta el comienzo de nuestra era; puesto
que el geógrafo Estrabón indica la facilidad que tenían para trasladar sus poblados.
Todavía se practica actualmente, entre los nagas cultivadores de arroz en Assam,
entre los boro de la cuenca del Amazonas, y aún entre los cultivadores de grano en el
Sudán. Sin embargo, es un procedimiento dispendioso y, en último término, restringe
la población, ya que la tierra disponible no es ilimitada en ninguna parte.
Si bien el cultivo nómada hortense es la forma más primitiva de la agricultura, no
por ello es la más simple, ni tampoco la más antigua. A través de la gran faja de
regiones actualmente áridas o desiertas, que se extiende entre los bosques templados
del norte y las selvas de los trópicos, las mejores tierras para la agricultura se
encuentran, con frecuencia, en los suelos de aluvión depositados cuando los torrentes
intermitentes fluyen de las colinas hacia las llanuras, y en los valles de los ríos que se
desbordan periódicamente. En esta zona árida, el fango inunda las llanuras próximas
a los grandes ríos, y los sedimentos, esparciéndose en abanico a la salida de los
desfiladeros del torrente, forman un contraste agradable con las arenas infecundas o
las rocas estériles del desierto. Y, en ellas, las aguas remanentes de las avenidas
ocupan el lugar de las lluvias inciertas, suministrando la humedad necesaria para la
germinación y la maduración de los cultivos. De esta manera, en el oriente del Sudán,
los hadendoa esparcen las semillas de mijo sobre el fango húmedo depositado por la
avenida del Nilo cada otoño, y esperan, simplemente, que broten las plantas. Cada
vez que se abate una tempestad sobre el Monte Sinai, provocando una avenida del
Wady el Arish, los árabes del desierto se apresuran a sembrar granos de cebada en el
sedimento acabado de depositar y recogen una grata cosecha.
Ahora bien, en tales condiciones, las avenidas utilizadas de este modo, no sólo
riegan los cultivos, sino que crean un suelo nuevo. Las aguas de las avenidas son
amarillentas y fangosas, por los sedimentos recogidos a su impetuoso paso a través de
las colinas. Debido a que las aguas se esparcen, fluyendo mansamente, el fango en
suspensión se deposita como un sedimento profundo en las tierras inundadas. El
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sedimento contiene los elementos químicos que los cultivos del año anterior tomaron
del suelo, de tal manera que éste es renovado y vuelto a fertilizar. Bajo las
condiciones de la irrigación natural, el agricultor no necesita ser nómada. Puede
cultivar, año con año, la misma parcela que es inundada por la avenida entre una
cosecha y otra.
El método de cultivo acabado de describir es posible, justamente, en aquellas,
regiones en donde los ancestros silvestres del trigo y de la cebada son,
probablemente, nativos. Perry sostiene, en forma convincente, que la irrigación es el
método más antiguo para el cultivo de granos. Particularmente, las condiciones
existentes en el valle del Nilo han resultado excepcionalmente favorables para el
cultivo deliberado de los cereales. El Nilo, crecido por las lluvias causadas por los
monzones en la meseta abisinia, se desborda con notable regularidad cada otoño. La
avenida llega en un momento conveniente, cuando el calor ya no es tan intenso como
para agostar los brotes tiernos. Y así, sugiere Perry, la segura y oportuna crecida del
Nilo incitó desde luego a los hombres a plantar semillas deliberadamente, y dejarlas
crecer. Los recolectores de alimentos deben haber utilizado los granos de trigo y
cebada silvestres como alimento, antes de haberlos comenzado a cultivar. Los
puñados de estas semillas, esparcidos sobre el sedimento húmedo de la avenida del
Nilo, vendrían a ser los ancestros directos de todos los cereales cultivados. Y la
irrigación natural sería el prototipo de todos los sistemas de cultivo.
La explicación plausible y consecuente de Perry acerca del origen egipcio de la
agricultura es, desde luego, una teoría apoyada en testimonios todavía menos directos
que los mencionados en la p. 88 sobre su origen palestino. En la época de las
poblaciones agrícolas más antiguas del valle del Nilo, la precipitación pluvial en el
Cercano Oriente y en el norte de África era más generosa que en la actualidad, de tal
manera que la irrigación no era el único método para lograr el desarrollo de los
cultivos. La idea de cultivar cereales se esparció, indudablemente, con rapidez; el
norte de Siria, el Irak y la meseta persa se encuentran tachonadas con las ruinas de
poblaciones agrícolas casi tan antiguas, si no es que son contemporáneas, como las
poblaciones más antiguas de Egipto. El cultivo migratorio hortense puede explicar
esta rápida difusión en forma bastante simple. Pero, no es fácil advertir cómo un
sistema, desarrollado en las condiciones excepcionales del valle del Nilo, haya sido
trasplantado a Persia y a Mesopotámica, en circunstancias tan diferentes y menos
favorables. Respecto a Europa, es muy probable que la idea del cultivo y los cereales
cultivados fueran introducidos por vez primera por los agricultores de azada que se
extendieron por el occidente de Europa, desde el norte de África, y por otros que
emigraron desde la cuenca del Danubio hacia Bélgica y Alemania; ya no se puede
esperar la existencia de ancestros silvestres del trigo y de la cebada, al norte de los
Balcanes.
Por otra parte, la agricultura en Egipto no era una cosa tan simple. En su estado
natural, el valle del Nilo debe haber estado formado por una sucesión de ciénagas,
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abogadas por espesos cañaverales, en los cuales se guarecerían los hipopótamos y
otras bestias molestas. Para hacerlas cultivables, las ciénagas debieron ser drenadas y
despejadas, ahuyentando a sus peligrosos habitantes. Tal empresa sólo era posible
para una comunidad de cierta magnitud y equipada con instrumentos eficaces. Desde
un punto de vista general, tal parece que el cultivo dependiente de las avenidas del
Nilo fuera posterior a la simple agricultura de la azada y que hubiera derivado de
ésta. En realidad, es infructuoso especular acerca de cómo, cuándo y en dónde se
inició el cultivo de los cereales. Tal vez es algo más útil indagar cómo la forma
primaria de producir alimentos se integró y se convirtió en agricultura mixta,
adoptando la teoría enunciada en la p. 85.
Prácticamente, en todos los más antiguos poblados productores de alimentos, de
los examinados por los arqueólogos en Europa, el Cercano Oriente y el norte de
África, la industria básica es la agricultura mixta; además del cultivo de cereales,
criaban animales para emplearlos como alimento. Esta economía es característica de
la etapa “neolítica”, en todos los lugares en los cuales existió. Los animales
domesticados para alimentación no eran muy variados: ganado vacuno, ovejas, cabras
y cerdos. Pocas especies, relativamente, se han agregado a las granjas en períodos
subsecuentes o en otros países; siendo la más importante la gallina. El ganado vacuno
requiere pastos más bien ricos, pero puede vivir en estepas bien provistas de agua, en
los valles irrigados naturalmente y aún en los bosques (fue no son demasiado espesos.
Los cerdos prefieren las ciénagas o los bosques; las ovejas y las cabras pueden
medrar en condiciones secas, pero no absolutamente desérticas, siendo ambas
familiares en países montañosos. Probablemente, las cabras salvajes se extendieron
alguna vez a lo largo de la cadena montañosa que divide longitudinalmente a Eurasia,
tal vez desde los Pirineos o, por lo menos, desde los Balcanes hasta el Himalaya. Las
ovejas salvajes vivieron a lo largo de la misma cadena, pero en tres variedades
distintas. El carnero musmón sobrevive en las islas del Mediterráneo y en la región
montañosa del Cercano Oriente, desde Turquía hasta el occidente de Persia; hacia el
este del musmón, en Turquestán, Afganistán y el Punjab, se tiene la región del urial;
y, todavía más al oriente, en las montañas del Asia Central, vive el argalí. En África
no se conoce carnero salvaje alguno. La oveja egipcia más antigua pertenece al
tronco urial, lo mismo que los rebaños europeos más antiguos; pero, en los
monumentos primitivos de Mesopotámica, está representado el carnero musmón al
lado del urial. El lector observará que los ancestros de nuestros animales de granja
vivieron en estado salvaje en la mayor parte de las regiones que parecen idóneas para
haber sido la cuna del cultivo de granos. En cambio, la ausencia de cameros salvajes
en África hace improbable que Egipto haya sido el punto de partida de la agricultura
mixta.
Como ya lo indicamos, durante el período en el cual se estableció la economía
productora de alimentos, ocurrió una crisis climática, afectando en forma adversa
justamente a esa zona de países subtropicales áridos en donde aparecieron los
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primeros agricultores y en donde vivían entonces los ancestros silvestres de los
cereales cultivados y de los animales domésticos. La fusión de las láminas de hielo en
Europa y la contracción sobre ellas de las presiones elevadas, o contraciclones,
implicó un cambio de dirección hacia el norte, en la trayectoria normal de las
depresiones productoras de lluvias del Atlántico. Las tormentas que humedecían el
norte de África y Arabia, se desviaron hacía Europa. En su lugar se inició la
desecación. Desde luego, el proceso no se desarrolló en forma brusca o catastrófica.
En un principio, y por mucho tiempo, el único presagio debe haber sido la gran
severidad y la prolongada duración de las sequías periódicas. No obstante, aún la más
pequeña reducción en la precipitación pluvial produce un cambio devastador en
aquellos países que siempre han sido relativamente secos. Implica la diferencia entre
la tierra cubierta de pastos de modo continuo, y los desiertos arenosos interrumpidos,
de cuando en cuando, por los oasis.
Una parte de los animales que pueden vivir cómodamente con una precipitación
pluvial de treinta centímetros al año, se convierte en población sobrante cuando la
precipitación disminuye unos cinco centímetros durante dos o tres años. Los
herbívoros tienen que congregarse en un número decreciente de manantiales y
arroyos, en los oasis, para obtener alimento y agua. Así, quedan más expuestos que
antes a los ataques de las fieras —leones, leopardos y lobos— las cuales también
gravitan alrededor de los oasis para obtener agua. Y también se enfrentarán al
hombre; porque los cazadores se ven obligados, por las mismas causas, a frecuentar
los manantiales y los valles. De esta manera los cazadores y sus presas se encontraron
unidos en un esfuerzo por eludir las terribles consecuencias de la sequía. Pero, si el
cazador es al mismo tiempo agricultor, tendrá algo que ofrecer a las bestias
hambrientas: el rastrojo de sus campos recién segados podía proporcionar la mejor
pastura en el oasis. Una vez almacenados los granos, el agricultor pudo tolerar que
los musmones o los bueyes muertos de hambre invadieran sus parcelas cultivadas.
Éstos estarían demasiado débiles para huir, demasiado flacos para que valiera la pena
matarlos para servir de alimento. En lugar de eso, el hombre pudo estudiar sus
hábitos, ahuyentar a los leones y lobos que podían devorarlos y, tal vez, incluso
ofrecerles alguna cantidad de grano que sobrara de sus provisiones. Las bestias, por
su parte, deben haber crecido mansamente y se acostumbraron a la proximidad del
hombre.
Los cazadores actuales y, sin duda, también en los tiempos prehistóricos, han
estado acostumbrados a tener favoritos entre los cachorros de los animales salvajes,
con propósitos rituales o por simple diversión. El hombre ha permitido al perro
frecuentar su vivienda, recompensándolo con los desperdicios de su cacería y con los
desechos de sus comidas. En las condiciones de la desecación incipiente, el agricultor
tuvo oportunidad de agregar a su familia no sólo cachorros aislados, sino los restos de
rebaños o manadas completas, comprendiendo animales de ambos sexos y de todas
las edades. Si se dio cuenta entonces de la ventaja de tener un grupo de estas bestias
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medio mansas rondando en las cercanías de su vivienda, como una reserva de caza
que podía coger con facilidad, pudo encontrarse en la vía de la domesticación.
En adelante, debió imponerse restricciones y discriminaciones en el empleo de
esta reserva de carne. Tuvo que abstenerse de espantar innecesariamente a las bestias
o de sacrificar a las más tiernas o de mayor mansedumbre. Una vez que comenzó a
sacrificar solamente a los toros o carneros más ariscos y menos dóciles, pudo iniciar
la selección de crías, eliminando a las bestias intratables y favoreciendo, en
consecuencia, a las más mansas. Pero, también debió aprovechar las nuevas
oportunidades para estudiar la vida de las bestias en forma más estrecha. Así aprendió
los procesos de reproducción de los animales y sus necesidades de comida y bebida.
Debió actuar de acuerdo con su conocimiento. En lugar de ahuyentar simplemente al
rebaño, al llegar la época de volver a sembrar sus parcelas, el hombre siguió a las
bestias, guiándolas hacia los sitios en donde había agua y pastos apropiados, y
manteniendo su protección contra los carnívoros predatorios. De esta manera es como
podemos imaginarnos que, con el tiempo, una manada o un rebaño se multiplicara, no
sólo domesticado, sino dependiendo realmente del hombre.
Este resultado sólo pudo ocurrir contando con la continuación bastante
prolongada de esas condiciones climáticas peculiares y con animales apropiados
rondando en las viviendas humanas. Es indudable que se hicieron experimentos con
diversas especies; los egipcios criaron rebaños de antílopes y gacelas, hacia el año
3000 a. C. Tanto éste, como otros experimentos que desconocemos, resultaron
infructuosos. Venturosamente, entre la fauna salvaje de las regiones desecadas de
Asia, figuraban vacas, carneros, cabras y cerdos. Estos animales se unieron
firmemente al hombre y lo siguieron con facilidad.
En un principio, es de presumir que las bestias mansas o domesticadas
únicamente eran consideradas como una fuente potencial de abastecimiento de carne,
como una caza fácilmente accesible. Más tarde deben haberse descubierto otras
maneras de servirse de ellas. Se pudo advertir que los cultivos se desarrollaban mejor
en las parcelas que habían servido de pastura. Por último, se dieron cuenta del valor
del estiércol como fertilizante. El proceso de ordeñar la leche fue descubierto sólo
después de que el hombre tuvo amplia oportunidad de estudiar en establos cerrados a
las crías bovinas, ovinas y caprinas. Pero, una vez hecho el descubrimiento, la leche
se convirtió en otro producto principal. Podía obtenerse sin sacrificar a la bestia, sin
mermar el capital. La selección pudo aplicarse de nuevo. Se conservó a los mejores
productores de leche, prefiriendo a sus crías con respecto a las de las otras vacas,
ovejas o cabras. Más tarde, también obtuvo aprecio el pelo de las ovejas y de las
cabras. Pudo ser sometido a varios procesos, tal vez de los aplicados originalmente a
las fibras vegetales, y tejido para hacer vestidos, o bien, convertido en fieltro. La lana
es, por entero, un producto artificial de la cría selectiva. Los carneros salvajes sólo
tienen una fina pelusa sobre la piel. Los egipcios no conocían la lana después del año
3000 a. C. En cambio, en Mesopotámica, los carneros ya eran criados por su lana
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antes de esa fecha. El enjaezamiento de los animales para llevar carga o tirar de
arados y de vehículos, es una adaptación posterior, la cual debemos considerar entre
los pasos que condujeron a la segunda revolución en la economía humana, (p. 152).
Hemos considerado ya las características mínimas del simple cultivo. Pero, para
comprender los fundamentos de la economía puesta al descubierto por los poblados
neolíticos del norte de África, el Cercano Oriente y Europa, debemos examinarlos
ahora en combinación con la cría de ganado. Mientras el número de animales criados
siguió siendo pequeño, la explicación dada anteriormente se sostiene bien: los
animales serían puestos a pastar en el rastrojo, después de la cosecha, y en las otras
temporadas en pastos naturales, cerca del poblado. Si se añade que algunos jóvenes
eran dedicados a vigilar el rebaño, se puede considerar ya descrita la economía
comunal. Pero, tan pronto como el rebaño excede cierto corto límite, es necesario
tomar para él medidas especiales. Se tienen que quemar árboles y matorrales para
hacer lugar al pasto. En el valle de un río puede pensarse que vale la pena limpiar o
regar vegas especiales, para servir de pastura al ganado. Se pueden cultivar, cosechar
y conservar plantas con el propósito deliberado de que sirvan exclusivamente de
forraje. O bien, se puede conducir a los animales a los lugares alejados en el campo,
buscando pasturas en la estación seca. En las tierras del Mediterráneo, de Persia y del
Asia Menor, en el verano existen buenos pastos en las montañas que se cubren de
nieve durante el invierno. Así, las ovejas y las vacas son llevadas hasta los pastos de
las montañas durante la primavera. Entonces, es necesario que un cierto numero de
habitantes del poblado acompañe a los rebaños para protegerlos de las bestias
salvajes y ordeñar a las vacas y ovejas. Los pastores debían llevar consigo,
generalmente, provisión de granos y otros aprestos. En algunos casos, la fracción de
la comunidad que emigraba con sus aparejos a los pastos de verano, era bastante
pequeña. Pero, en países calurosos y secos, como Persia, parte del oriente del Sudán y
en el noroeste de los Himalaya, el grueso de la comunidad abandona su pueblo en el
valle asfixiante y acompaña a los rebaños hacia las montañas más frescas. Sólo unos
cuantos son los que se quedan a vigilar los campos y las moradas.
Esto no se encuentra muy alejado de una economía puramente pastoril, en la cual
la agricultura juega un papel insignificante. El nomadismo pastoril puro es muy
conocido, siendo ilustrado por varios pueblos en el Viejo Mundo; entre los ejemplos
más conocidos, tenemos los beduinos de Arabia y las tribus mongolas de Asia
Central. Cuál sea la antigüedad de este modo de vida es algo incierto. Los pueblos
pastores no son muy afectos a dejar muchos vestigios que puedan servir a los
arqueólogos para reconocer su presencia. Tienden a emplear vasijas de cuero y cestas,
en lugar de objetos de cerámica; a vivir en tiendas, en lugar de refugios excavados, de
chozas sostenidas por sólidos postes de madera o por muros de piedra o tabique. Por
lo general, las vasijas de cuero y las cestas no tienen oportunidad de sobrevivir; para
levantar las tiendas no es necesario cavar agujeros profundos que indiquen el sitio en
el cual se asentaron los postes. (Sin embargo, por los residuos de madera podrida, los
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arqueólogos modernos pueden reconocer el agujero hecho por un poste hace 5.000
años).
El hecho de que no se puedan reconocer los sitios ocupados por poblados
prehistóricos o grupos de reliquias pertenecientes a pueblos puramente pastores, no
constituye en sí mismo una prueba de que no hayan existido. Hasta este punto resulta
irrefutable el postulado de la “escuela histórica”, en el sentido de que el pastoreo puro
y la agricultura de la azada fueron practicados originalmente en forma independiente
y de que la agricultura mixta resultó de su fusión posterior. No obstante, Forde ha
hecho notar, recientemente, la inestabilidad del pastoreo puro. Muchas tribus pastoras
típicas de la actualidad, tal como los patriarcas en el Génesis, cultivan en realidad el
grano, aunque de una manera incidental y, más bien, casual. Cuando los propios
pastores nómadas no cultivan el grano por sí mismos, casi siempre dependen
económicamente de poblados de campesinos sedentarios. Los agricultores pueden ser
tributarios o siervos de los pastores, pero son esenciales para su subsistencia.
Cualquiera que haya sido su origen, la cría de ganado dio al hombre control sobre
su propio abastecimiento alimenticio, tal como lo hizo también la agricultura. En la
agricultura mixta, la ganadería asumió una función equiparable a la del cultivo,
dentro de la economía productora de alimentos. Sin embargo, del mismo modo que el
término “agricultura” incluye muchos modos distintos de obtener la subsistencia,
asimismo la frase “agricultura mixta” señala igual disparidad y diversidad. Los varios
modos diferentes de cultivo se pueden combinar, en diversos grados, con distintas
actitudes hacia la cría de ganado. Se ha sugerido, justamente, la diversidad de
permutaciones y combinaciones posibles. Nunca debe olvidarse la multiplicidad de
las aplicaciones concretas de la economía productora de alimentos.
También debemos recordar que la producción de alimentos no desalojó a la
recolección de alimentos. Si bien, en nuestros días, la cacería es únicamente un
deporte ritual y el fruto de la caza es un lujo para el rico, en cambio, la pesca es una
gran industria que contribuye directamente a la dieta de todos. En un principio, la
montería, la volatería, la pesca, la recolección de frutas, caracoles y larvas siguieron
siendo las actividades esenciales para la obtención de alimentos de cualquier grupo
productor de alimentos. El grano y la leche se introdujeron como meros
complementos de una dieta de caza, pescado, bayas, nueces y huevecillos de insectos.
Probablemente, la agricultura comenzó como una actividad incidental de las mujeres,
mientras sus maridos estaban dedicados a la actividad verdaderamente seria de la
montería. Sólo de una manera lenta llegó a conquistar la posición de una industria
independiente y, finalmente, predominante. En la época en la cual los testimonios
arqueológicos revelan por primera vez la existencia de comunidades neolíticas en
Egipto y en el Irán, las supervivencias del régimen de recolección de alimentos
aparecen claramente equiparables a las del cultivo de granos y la cría de ganado. Sólo
posteriormente fue cuando declinó su importancia económica. Después de la segunda
revolución, la montería y la volatería se convirtieron, como entre nosotros, en
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deportes rituales, o bien, al igual que la pesca, en industrias especializadas
practicadas por ciertos grupos de la comunidad o por sociedades independientes, las
cuales dependían económicamente de alguna civilización agrícola.
Hay otros dos aspectos de la simple economía productora de alimentos que
merecen atención. En primer lugar, la producción de alimentos, aun en su forma más
simple, proporciona una oportunidad y un motivo para la acumulación de un
sobrante. Una planta cultivada no debe ser consumida tan pronto como se la cosecha.
Los granos deben conservarse y escatimarse de modo que duren hasta la siguiente
cosecha, por un año entero. Y es necesario apartar una proporción de cada cosecha
para la siembra. La conservación es fácil. Pero implica, por una parte, previsión y
economía y, por otro lado, tener receptáculos para almacenarlos. Éstos son tan
esenciales como las viviendas, y en realidad pueden haber sido construidos con más
cuidado que ellas. En los poblados neolíticos de Fayuro, tal vez los más antiguos de
su especie, las construcciones más importantes que han sobrevivido son los silos
excavados, forrados con paja o con esteras.
Por otra parte, el ganado que se ha mantenido laboriosamente durante la
temporada de sequía no debe ser sacrificado y devorado sin discriminación. Por lo
menos, las vacas y las ovejas jóvenes deben ser apartadas y criadas para suministrar
leche y aumentar la manada o el rebaño. Una vez que estas ideas se han hecho
familiares, la producción y la acumulación de un excedente se hace mucho más fácil
para los productores de alimentos que para los recolectores. El rendimiento de los
cultivos y de los rebaños pronto supera las necesidades inmediatas de la población. El
almacenamiento del grano y la conservación del ganado “en pie” son mucho más
simples, particularmente en un clima cálido, que la preservación de la provisión de
caza sacrificada. El sobrante obtenido de este modo ayudará a la comunidad a superar
las dificultades en las malas épocas, formando una reserva para los períodos de
sequía y de fracaso en las cosechas. Servirá como apoyo para el crecimiento de la
población. Finalmente, puede constituir una base para el comercio rudimentario,
allanando así el camino para la segunda revolución.
En segundo lugar, la economía es enteramente autosuficiente. La simple
comunidad productora de alimentos no depende, para ninguna de sus necesidades
vitales, del trueque o del intercambio con otro grupo. Produce y recoge todo el
alimento que necesita. Tiene a su disposición, en su inmediata vecindad, las materias
primas que requiere para su simple equipo. Sus miembros integrantes o familias
fabrican las herramientas, utensilios y armas que necesita.
Esta autosuficiencia económica no significa necesariamente el aislamiento. Las
variaciones ya indicadas en la simple economía productora de alimentos, la práctica
simultánea de diversos métodos para obtener la subsistencia, por grupos diferentes,
obligan a las distintas comunidades a entrar en contacto recíproco. Al conducir sus
rebaños a los pastos de verano, los pastores de una población tienen la oportunidad de
reunirse con los pastores de otro poblado. Al realizar expediciones de cacería a través
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del desierto, los cazadores de un oasis pueden efectuar partidas comunes con los
cazadores de otro oasis. De esta manera, el aislamiento de cada comunidad puede
romperse. Lejos de constituir una dispersión de unidades discontinuas, el mundo
neolítico debe ser considerado como una cadena continúa de comunidades. Cada una
de ellas estaba enlazada a todos sus vecinos por contactos recurrentes, así fueran poco
frecuentes e irregulares.
La simple economía productora de alimentos acabada de describir es una
abstracción. Nuestro cuadro está basado en una selección de los rasgos
supuestamente distintivos, de los materiales aportados por las observaciones hechas
por los etnógrafos sobre los “salvajes” modernos, y de las inferencias extraídas de
sitios arqueológicos particulares. La situación exacta del desenvolvimiento
económico aquí esbozado nunca debió realizarse precisamente en esta forma
concreta. La arqueología únicamente puede justificar la presentación de una
economía “neolítica”, como una etapa histórica universal en el progreso hacia la
civilización moderna. Pero todo lo que puede hacer actualmente la arqueología es
aislar fases transitorias dentro de lo que fue, en realidad, un proceso continuo.
Tácitamente, hemos supuesto que, en diversas regiones, se desarrollaron fases
similares de manera casi simultánea. Sin embargo, tal simultaneidad no se puede
comprobar en los tiempos prehistóricos, ni siquiera en el caso de regiones ligadas tan
estrechamente como Tasa en el Egipto Medio, el Fayum y el Delta. Un estricto
paralelismo en el tiempo, entre Egipto y, por ejemplo, el norte de Siria, sería difícil de
establecer. Pretender que dicho paralelismo existió entre Egipto y el norte de Europa
sería algo casi seguramente falso; nuestros mejores ejemplos de una simple economía
productora de alimentos en Gran Bretaña o en Bélgica, en términos de años solares,
tal vez datan de unos treinta siglos después de los correspondientes a Egipto. Aún
más, nosotros hemos citado deliberadamente a ciertos grupos de salvajes
contemporáneos, para ilustrar la misma etapa económica.
La arqueología ha descubierto comunidades cuya economía se aproxima
fundamentalmente a la que hemos descrito, en el valle del Nilo, en Tasa, situada en el
borde occidental del Delta, y en las orillas de un antiguo lago de Fayum; en la zona
lluviosa del norte de Siria, entre Alepo y Mosul, y en las laderas de la meseta irania,
que tienen, tal vez, una antigüedad de 7.000 años. En época más bien posterior,
encontramos establecida la misma economía en Creta, en la meseta del Asia Menor,
en Tesalia y en otros lugares de la tierra firme griega. Más tarde, dejó sus huellas en
España, en la región de tierra negra de Ucrania y Besarabia, alrededor del valle
inferior del Danubio, y en las llanuras húngaras y, luego, en toda la Europa Central,
en donde las porciones del llamado loess ofrecieron suelos fértiles no sin estar
demasiado cubiertos de bosques. La misma economía se esparció ampliamente por el
oeste de Europa, desde España hasta el sur de Inglaterra y Bélgica. Más tarde surge
en Dinamarca, el norte de Alemania y Suecia; tal vez, no antes del año 2000 a. C. Las
comunidades análogas, identificadas recientemente en el occidente de China, no son
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necesariamente mucho más antiguas. Los maoríes de Nueva Zelanda todavía se
hallaban en este nivel económico cuando desembarcó el capitán Cook a fines del
siglo XVIII.
Todos los grupos de simples productores de alimentos reconocidos por la
arqueología se distinguen entre sí por diferencias notables. Los arqueólogos los
dividen en una asombrosa variedad de “culturas”. Cada una tiene sus propios tipos
distintivos de herramientas, vasijas, armas y ornamentos, lo mismo que su arte y sus
ritos funerarios peculiares. Aun las aplicaciones de la misma economía fundamental
difieren de un grupo a otro. La agricultura nómada hortense fue, por ejemplo,
dominante en el oeste de Europa, en las tierras de loess de Europa Central, en Ucrania
y en el occidente de China; regiones templadas, todas ellas. En Creta y en Tesalia,
aun los poblados más antiguos parecen haber sido relativamente permanentes. Por
otro lado, en el oeste de Europa, la cría de ganado vacuno, de ovejas y de puercos, lo
mismo que la cacería, parecen haber sido, por lo menos, equiparables al cultivo de
granos. En el loess de Europa Central, los animales domésticos parecen haber
desempeñado, en un principio, un papel secundario en el abastecimiento alimenticio,
siendo la caza enteramente despreciable. Los chinos neolíticos únicamente criaron
cerdos.
Entre los egipcios neolíticos, en Tasa, se encontraron abundantes huesos de vacas
y ovejas, pero ningún residuo de cerdos. En cambio, estos animales fueron
abundantes, en las poblaciones de la misma época, en el Fayum y en la ribera del
Delta. Además, también difieren los granos cultivados: alforfón en Egipto, Asiría, el
oeste y el norte de Europa, escanda en la cuenca del Danubio, tal vez trigo
propiamente dicho en Siria y en el Turquestán. Así, no existió algo que pudiéramos
llamar la civilización neolítica. Varios grupos humanos, de composición racial
diferente, viviendo en condiciones diversas de clima y de suelo, adoptaron las
mismas ideas básicas y las adaptaron en forma diferente a sus distintos medios.
Las diferencias que separan de manera tan clara a las culturas neolíticas no tienen
nada de asombroso, tomando en cuenta el carácter distintivo de su economía y la
autosuficiencia de cada comunidad. Debido a que cada grupo fue económicamente
independiente de sus vecinos, pudo permanecer aislado de ellos. Y, en tal aislamiento,
cada grupo pudo elaborar sus propias artes y artesanías, sus estilos e instituciones
peculiares, independientemente del resto. Sólo el evolucionista más fanático podría
sostener que estos desenvolvimientos independientes convergerían, en todas partes,
hacia resultados semejantes. En realidad, lo que se puede observar es, justamente, lo
contrario. Si se estudian detalladamente algunos grupos neolíticos conectados de
cerca —como los del loess de Europa Central, por ejemplo—, se advierte una
divergencia continua, la multiplicación de los grupos individualizados,
distinguiéndose unos de otros de modo cada vez más pronunciado en la forma
adoptada para sus vasijas, en el estilo de su decoración y así, sucesivamente, en todo.
Sin embargo, el posible aislamiento nunca se efectuó realmente —en rigor, la
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completa autosuficiencia económica tal vez no se ha logrado en ninguna parte—. Por
todas partes el arqueólogo encuentra testimonios del comercio entre grupos
adyacentes, intercambiándose objetos. Esto pudo ser resultado de contactos
accidentales entre pastores y cazadores, como los que hemos anticipado, de visitas
formales, de la práctica de buscar mujer fuera de la propia población (exogamia) y de
otros contactos semejantes. Ello pudo conducir a una especie de comercio irregular,
por medio del cual los objetos podían recorrer grandes distancias. Así, en los
poblados neolíticos del lago Fayum, se han encontrado conchas procedentes del
Mediterráneo y del Mar Rojo. Incluso en tumbas neolíticas de Bohemia y del sur de
Alemania se han encontrado brazaletes hechos de la concha de un mejillón
mediterráneo, el Spondylus gaederopi.
El hecho es que tal comercio no formó parte integrante de la vida económica de la
comunidad; los artículos que comprendía eran, en cierto sentido, lujos, en modo
alguno esenciales. No obstante, el intercambio del cual dan testimonio, fue de vital
importancia para el progreso humano; fueron conductos por los cuales las ideas de
una sociedad pudieron llegar a otras, por los cuales se pudieron comparar los
materiales extranjeros, por los cuales se pudo difundir, de hecho, la cultura. En
realidad, la “civilización neolítica” debe su expansión, en parte, a la existencia previa
entre las comunidades todavía esparcidas de cazadores, de un enlace comercial
rudimentario.
En casos excepcionales, la comunicación entre grupos separados del tipo que
estamos considerando, pudo llevar a un “comercio” más regular y a una
especialización intercomunal, aun dentro de la estructura de la economía neolítica. En
Inglaterra, Bélgica y Francia, los arqueólogos han descubierto minas neolíticas de
pedernal. Probablemente, en los intervalos del trabajo en las minas, los mineros
cultivaban plantas y criaban ganado. Pero, es enteramente cierto que no sólo
producían para sí mismos, sino que exportaban sus piedras de pedernal a un mercado
más amplio. Sin embargo, cuando se interponían mares, selvas o montañas boscosas,
el intercambio en los tiempos neolíticos se debe haber hecho, en general, poco
frecuente y la filtración de ideas debe haber sido excesivamente lenta. Únicamente en
la zona árida del Mediterráneo y en la región vecina del Oriente, el intercambio fue
completamente rápido y extenso.
En esta forma, al hablar de “período neolítico” se puede abarcar desde el año
6000 a. C. hasta el año 1800 d. C. “Civilización neolítica” es un término peligroso,
que resulta aplicable a una enorme variedad de grupos culturales, todos ellos
situados, más o menos, en el mismo nivel económico. Aún más, en lugares como
Tasa, el lago Fayum y los niveles inferiores de Arpachiyah, en Asiría, la economía
que acabamos de esbozar parece representar, en realidad, la forma superior de
organización lograda en determinados lugares en aquel preciso momento. En otras
partes, y posteriormente, seguimos encontrando comunidades que exhiben la misma
estructura económica fundamental. Todas ellas tienen en común algo más que meras
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abstracciones económicas. Es cierto que las otras concordancias sólo son un poco
menos abstractas. Aún así, vale la pena ignorar las diferencias entre sus aplicaciones
concretas y considerar algunos de estos rasgos generales que son comunes a muchas
sociedades “neolíticas”. Las características comunes más notables son el labrado de
la madera, la fabricación de objetos de alfarería y la industria textil.
En la época en la cual se manifiesta la revolución neolítica, cuando la agricultura
se hace perceptible por primera vez, el norte de África y el Cercano Oriente gozaban
todavía de un régimen de lluvias superior al actual: aún crecían árboles en regiones
ahora desprovistas de ellos. Al mismo tiempo, en Europa, los bosques habían
substituido a las tundras y a las estepas de la Edad de Hielo. El hombre se vio
obligado a ocuparse de la madera. La respuesta a este estímulo fue la creación del
“hacha de piedra pulimentada” (hacha o azuela), la cual era, para los antiguos
arqueólogos, el signo distintivo del “período neolítico”. Este instrumento es una gran
laja o guija de piedra de grano fino, que tiene uno de sus extremos pulido hasta
formar un agudo borde cortante. Era enmangada al extremo de una estaca o de un
asta de venado, para formar un hacha o azuela.
En la última parte del período paleolítico, los instrumentos semejantes al hacha
parecen haber sido desconocidos. El hacha de piedra pulimentada no parece derivar
directamente del “hacha de mano” hecha de piedra o sílex tallados, que era corriente
antes, en el período paleolítico. Lo fundamental en el instrumento neolítico es que su
borde es aguzado por pulimento. La nueva técnica parece haber sido sugerida por los
efectos observados en las piedras empleadas como rodillos para moler granos sobre
otras piedras. O, tal vez, al cavar las parcelas cultivadas, una lasca suelta fue
amarrada al extremo de una estaca, formando una especie de azada; y después, el
borde de la laja pudo ser pulido en forma aguzada, frotándolo con arena. Con todo, a
pesar de que las hachas neolíticas se encuentran, de modo casi invariable, en los más
antiguos poblados de simples productores de alimentos, no es cierto que el
instrumento sea realmente un resultado de la nueva economía. Instrumentos parecidos
al hacha se encuentran, por ejemplo, en el Báltico, mucho tiempo antes de que
aparezcan indicios de haberse practicado la agricultura. Los modelos parecen haber
sido proporcionados por instrumentos de hueso y de cuerno de venado, también
agujados por pulimento. Con toda seguridad, algunos habitantes de los bosques
septentrionales de Europa utilizaron hachas y azuelas de piedra pulimentada, aún
cuando no criaban animales para abastecerse de carne, ni cultivaban plantas. Y, fuera
de Europa, muchos recolectores típicos de alimentos, incluyendo hasta los aborígenes
australianos, han empleado hachas de piedra pulimentada. Por otra parte, los
natufienses de Palestina, quienes cultivaban algo con certeza —presumiblemente, un
cereal— no poseían hachas. Por lo tanto, el hacha de piedra pulimentada no es un
signo infalible de la economía neolítica, en el sentido que aquí le hemos dado, de
producción autosuficiente de alimentos.
No obstante, en todas partes en donde surgió, el hacha de piedra pulimentada
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constituyó un instrumento poderoso, provisto de un filo resistente, que no se rompía
ni se embolaba con unos cuantos golpes. Permitió al hombre desbastar y labrar la
madera. Así pudo empezar la carpintería. Arados, ruedas, barcas de tablones, casas de
madera, todo esto requiere hachas y azuelas para su fabricación. La invención del
hacha de piedra pulimentada fue una condición previa esencial para lograr la
fabricación de estas cosas.
La preparación y el almacenamiento de alimentos hechos con cereales debe
suponer el haber logrado antes la fabricación de vasijas que pudieran contener
líquidos calientes. Una característica universal de las comunidades neolíticas parece
haber sido la fabricación de ollas. (Sin embargo, éstas no fueron utilizadas por los
natufienses de Palestina). En realidad, la alfarería pudo haberse descubierto antes del
establecimiento de la economía productora de alimentos. Es posible que se haya
originado en el cocimiento accidental de una cesta recubierta con arcilla, para poder
servir de recipiente al agua. Un par de pequeños fragmentos encontrados en una
supuesta capa paleolítica, en Kenya, sugiere esta posibilidad. Pero hasta el período
paleolítico la fabricación de piezas de alfarería no es comprobada en gran escala; un
sitio neolítico está lleno, generalmente, de restos de objetos de alfarería rotos.
La nueva industria ha tenido gran importancia para el pensamiento humano y para
el comienzo de la ciencia. La fabricación de objetos de alfarería es, tal vez, la primera
utilización consciente, hecha por el hombre, de una transformación química. El
proceso, en su esencia, consiste en expulsar, por medio del calor, algunas moléculas
de agua (llamada el “agua de constitución”) del silicato de aluminio hidratado, que es
el nombre químico de la arcilla de los alfareros. Cuando una masa de arcilla está
húmeda, es completamente plástica; con exceso de agua se puede desintegrar y es
posible desmenuzarla en polvo, dejándola secar. Cuando el “agua de constitución”
combinada químicamente con la arcilla, es expulsada a unos 600° C., el material
pierde definitivamente su plasticidad; la masa entera se solidifica y puede conservar
su forma, ya sea mojada o seca, a menos que de manera deliberada y laboriosa sea
rota aplastándola o machacándola. La esencia del arte de la alfarería es que puede
modelar una pieza de arcilla en cualquier forma deseada y que esta forma adquiere
permanencia “cociéndola” (es decir, calentándola a más de 600° C.).
A los ojos del hombre primitivo, esta conversión cualitativa del material debe
haber parecido como una especie de transubstanciación mágica —la transformación
del barro, o de la tierra, en piedra—. Debe haber provocado algunos problemas
filosóficos, como la significación de substancia y de identidad. ¿Cómo pueden ser la
misma substancia la arcilla plástica y ese barro duro pero quebradizo? La vasija
puesta al fuego tiene la misma forma que se le ha dado, pero su color ha cambiado y
su textura es enteramente distinta.
El descubrimiento de la alfarería consiste, fundamentalmente, en hallar la manera
de controlar y utilizar la transformación química que acabamos de mencionar. Pero,
al igual que cualquier otro descubrimiento, su aplicación práctica implica otros más.
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Para poder modelar la arcilla es necesario humedecerla; pero, si la vasija húmeda se
pone directamente al fuego, se quebrará. El agua agregada a la arcilla para hacerla
plástica debe dejarse secar poco a poco al sol, o cerca del fuego, antes de que la vasija
pueda ser cocida. A más de esto, la arcilla debe ser escogida y preparada. Cuando
contiene arenisca demasiado grande, no se puede modelar con facilidad, y no se
podrá fabricar con ella una vasija de buena calidad y duradera; debe idearse algún
procedimiento de lavado, para eliminar el material grueso. Por otro lado, si la arcilla
no contiene arenisca, se pegará en los dedos al modelarla y se quebrará al ponerla al
fuego. Para evitar este peligro, se le debe agregar algún material arenoso —arena,
piedra o concha pulverizada, o paja picada, o sea, lo que se llama el “temple”—.
En el proceso de cocimiento, la arcilla no sólo cambia de consistencia física, sino
también de color. La arcilla contiene generalmente algún óxido de hierro. Sí el aire
tiene libre acceso a la vasija cuando está caliente, produce en ella un tinte rojizo,
porque oxida al hierro formando óxido férrico rojo. En cambio, si durante el
cocimiento se rodea la vasija con carbón de leña incandescente, son reducidas las
sales de hierro y el producto resultará gris, debido a que el óxido férrico-ferroso es
negro. También se puede producir un color oscuro poniendo carbono libre en la
arcilla. El carbono se puede obtener del carboneo de las impurezas vegetales u
orgánicas contenidas en la materia prima, o del hollín producido por el fuego,
embebido en los poros de la loza calentada al rojo, o de grasas o estiércol aplicado
deliberadamente a la superficie de la vasija, cuando todavía está caliente. El hombre
tuvo que aprender a controlar cambios como éstos, y a utilizarlos para realzar la
belleza de la vasija.
En un principio, las condiciones locales, la clase de arcilla y de combustible de
los cuales se disponía en el lugar, venían a determinar el color de la pieza. Arcillas
medias, cocidas en los fuegos humeantes de los matorrales, de las regiones con agua
abundante, producen vasijas negras o de un gris sucio. En climas más bien secos,
producen vasijas rojas o cafés. Los ardientes fuegos de los espinos del Mediterráneo
o de las plantas del desierto, producen con facilidad piezas de color de ante pálido,
rosado o verdoso. Posteriormente, el alfarero aprendió la manera de producir tales
efectos a voluntad, o de mejorarlos, embelleciendo la vasija. Por ejemplo, podía
cubrir la superficie de la vasija con una capa delgada —una “funda” o baño— de
arcilla seleccionada, rica en óxidos de hierro, para producir una buena pieza roja. Aún
más, podía aplicar esta arcilla especialmente preparada con una brocha, esbozando un
modelo pintado. Se debe recordar que el efecto del color pintado sobre una vasija sin
cocer es enteramente diferente al del producto acabado. La pintura de las vasijas no
es un arte sencillo; el artista tiene que prever por anticipado el aspecto que tendrá la
vasija después de ser sometida al fuego. Esta hazaña fue lograda pronto en el Cercano
Oriente. Pero, transcurrió mucho tiempo antes de que la alfarería pintada pudiera ser
fabricada en regiones templadas, en donde el combustible natural daba una llama
humeante.
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Allí, la ligera capa necesaria para implantar la decoración pintada, sólo pudo
lograrse con la ayuda de una invención posterior —un horno o estufa hecha de varias
piezas, en la cual las vasijas podían alcanzar la temperatura de 900 o 1.000° C., sin
entrar en contacto con las llamas—. De esta invención no se tienen testimonios en las
comunidades neolíticas primitivas; no fue lograda en el centro y en el oeste de
Europa, sino hasta la Edad de Hierro.
De este modo, el arte de la alfarería ya era complicado, aun en su forma más tosca
y corriente. Implicaba la apreciación de varios procesos distintos y la aplicación de
todo un conjunto de descubrimientos. Únicamente hemos mencionado unos cuantos
de ellos. Aun a riesgo de cansar al lector, debemos referirnos a otro más. El dar forma
a la vasija misma no es tan fácil como parece. Las vasijas suficientemente pequeñas
pueden ser, desde luego, amasadas y modeladas, a la manera de un pastel de barro, de
una masa de arcilla. O bien, se puede extender una capa de arcilla sobre un cesto
abierto o sobre la mitad de una calabaza; al secarse la arcilla se puede quitar el molde
y se tendrá una vasija abierta de bordes bajos o una fuente, listas para el cocimiento.
Pero, si se desea una pieza más grande o una vasija de cuello estrecho, como un
botellón o un cántaro, entonces, tales procesos elementales ya no son suficientes: la
vasija debe ser construida por partes. En el período neolítico, en Europa y Asia, se
empleó generalmente el método de anillos; después de haber modelado la base, se
preparaban anillos de arcilla con el diámetro deseado. Uno de ellos era unido a la
base, luego se colocaba otro en el borde superior del primero y, así, sucesivamente.
Se trata de un proceso lento. Los anillos deben estar bastante húmedos y plásticos, al
ser colocados. Pero, tan pronto como se coloca un anillo, se debe hacer una pausa
para dejarlo secar y endurecer —pero, no demasiado— antes de añadir la siguiente
parte. La sola construcción de una vasija grande puede tomar varios días.
El carácter constructivo del arte de la alfarería activó a su vez, el pensamiento
humano. La fabricación de una vasija era el ejemplo supremo de creación por parte
del hombre. La masa de arcilla era perfectamente plástica; el hombre podía modelarla
como quisiera. Al fabricar un utensilio de piedra o de hueso, siempre estaba limitado
por la forma y las dimensiones del material original; únicamente podían quitarle
porciones pequeñas. Tales limitaciones no restringen la actividad del alfarero. Este
puede dar forma a su masa en la medida de sus deseos; puede irle agregando, sin
tener dudas acerca de la solidez de las junturas. La libre actividad del alfarero al
“producir la forma en donde no existe forma”, repite constantemente al
entendimiento humano el pensamiento de la “creación”; las comparaciones que se
hacen en la Biblia con el arte del alfarero, ilustran este punto.
En la práctica, la libertad que tiene el alfarero para crear, no era utilizada
plenamente. La imaginación no puede trabajar en el vacío. Lo que crea debe tener
semejanza con algo ya conocido. Además, generalmente, las vasijas eran hechas por
mujeres y para las mujeres, y las mujeres son particularmente desconfiadas cuando se
trata de innovaciones radicales. Así, las primeras vasijas eran obvias imitaciones de
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vasijas familiares hechas de otros materiales —de calabazas, vejigas, membranas y
cueros, de cestas y tejidos de mimbre, y aún de cráneos humanos—. Para hacer
resaltar la semejanza, con frecuencia se imitaba la abrazadera de hierba con la cual se
portaba la calabaza, como una botella moderna de chianti, la costura de los “odres de
vino” o las fibras entrelazadas de la cesta, por medio de modelos grabados o pintados
sobre la vasija. De esta manera, la vasija hecha del nuevo material resultaba menos
notable y extraña, a los ojos de la prudente ama de casa.
Entre las ruinas de las poblaciones neolíticas primitivas de Egipto y del Cercano
Oriente, encontramos los primeros indicios de la industria textil. Prendas de vestir
fabricadas con tejidos de lino, y después de lana, empiezan a competir con los
vestidos de piel o las faldas de hojas, en la protección contra el frío y el sol. Para que
esto fuera posible, se necesitó otra serie de descubrimientos e invenciones y debió
aplicarse en la práctica un conjunto de conocimientos científicos. En primer lugar, se
tuvo que disponer de un material apropiado, una substancia fibrosa que produjera
fibras largas. Los pobladores neolíticos del lago Fayum ya empleaban el lino.
Debieron seleccionarlo entre otras plantas y empezar a cultivarlo deliberadamente,
además de los cereales cultivados. En Asia, se debe haber descubierto y cultivado
otra variedad de lino. En el periodo neolítico se cultivó y utilizó, en Suiza, un lino
europeo local.
Se deben haber ensayado otros materiales. Sabemos, de cierto, que el algodón se
cultivaba en el valle del Indo, poco después del año 3000 a. C. La lana, como ya lo
hemos indicado, era utilizada en Mesopotámica en la misma época. Antes de que se
lograra obtener la oveja productora de lana, por medio de la cría selectiva, el pelo de
las cabras y ovejas debe haber servido para la hechura de una especie de tela, puesto
que dicho pelo se puede tejer. La industria textil no sólo requiere el conocimiento de
substancias especiales como el lino, el algodón y la lana, sino también la cría de
determinados animales y el cultivo de plantas específicas.
Entre las invenciones previas que son necesarias, es importante el torno de hilar.
Los pequeños discos de piedra o arcilla cocida usados como contrapesos de la rueca,
que sirven para dar peso al extremo del huso, como una especie de volante en
miniatura, generalmente constituyen la única prueba tangible que puede esperar el
arqueólogo, acerca de la existencia de una industria textil. Sólo en condiciones
verdaderamente excepcionales se pueden conservar los propios productos textiles o
los instrumentos de madera empleados en su fabricación.
De dichos instrumentos, el fundamental es el telar. En realidad, es posible
producir cierto tipo de tela con la ayuda de un marco y por medio de un proceso de
trama mezclada, semejante al que se emplea para tejer esteras. Durante el siglo
pasado, las tribus recolectoras de alimentos de la costa noroeste del Canadá,
producían de esta manera, efectivamente, sus mantas de pelo de perro. Pero, en el
Viejo Mundo, desde el período neolítico se inventó un verdadero telar. Ahora bien, el
telar es una pieza de maquinaria muy complicada —demasiado complicada para
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describirla aquí—. Su uso no es menos complicado. La invención del telar ha sido
uno de los grandes triunfos del ingenio humano. Sus inventores son anónimos, e
hicieron una contribución esencial al patrimonio del conocimiento humano,
proporcionándole una aplicación científica que solamente a un insensato le parecerá
demasiado trivial como para merecer tal nombre.
Todas las industrias anteriores requieren para su operación de una destreza técnica
que únicamente se puede adquirir por el entrenamiento y la práctica. Sin embargo,
todos fueron oficios domésticos. En nuestra hipotética etapa neolítica, no existía
especializaron en el trabajo —a lo sumo, había una división del trabajo entre los
sexos—. Y este sistema todavía puede observarse actualmente en funciones. Entre los
agricultores de azada, las mujeres generalmente cultivan los campos, fabrican y
cuecen las vasijas, hilan y tejen; los hombres, por su parte, cuidan de los animales
cazan y pescan, desmontan las parcelas para poder cultivar y hacen de carpinteros,
fabricando sus propios utensilios y armas. Desde luego, hay, sin embargo, muchas
excepciones a esta generalización: entre los yoruba, por ejemplo, los hombres son
quienes tejen.
Todas las industrias citadas, desde la agricultura hortense hasta los tejidos,
llegaron a ser posibles sólo por la acumulación de experiencias y por la aplicación de
deducciones extraídas de ellas. Todas y cada una de ellas se apoyan en la ciencia
práctica. Además, el ejercicio de cada oficio siempre es gobernado y dirigido por un
conjunto de conocimientos científicos prácticos, los cuales se amplían
constantemente. El conocimiento logrado es transmitido de padres a hijos, de
generación en generación. Por ejemplo, el agricultor debe conocer en la práctica cuál
es el suelo mas adecuado para el cultivo; cuándo debe roturarse; cómo se distinguen
los brotes del grano de las yerbas dañinas, y otra multitud de detalles. El aprendiz de
alfarero debe aprender a encontrar y escoger la arcilla apropiada, la manera de
lavarla, cuál es la proporción en que se le debe mezclar agua y arenisca y otras
muchas cosas.
Así se desarrolla cada oficio, hasta que el artesano llega a manipular una gran
cantidad de saber —puede decirse que llega a conocer fragmentos de botánica, de
geología y de química—. A juzgar por los procedimientos de los bárbaros modernos,
las deducciones correctas extraídas de la experiencia se encontraban mezcladas, en
forma inextricable, con lo que podríamos llamar magia inútil. Cada una de las
operaciones realizadas en un oficio, debía acompañarse con los hechizos apropiados
y con los actos rituales que se consideraban de rigor. Todo este conjunto de reglas,
prácticas y mágicas, formaba parte de la tradición del oficio. El padre la transmitía al
hijo por medio del ejemplo y del precepto. La hija ayudaba a la madre a fabricar
vasijas, la observaba atentamente, la imitaba, y recibía de sus labios orientaciones
verbales, advertencias y consejos. Las ciencias aplicadas eran transmitidas, en el
período neolítico, por lo que actualmente podemos llamar un sistema de aprendizaje.
Hemos presentado los oficios neolíticos como industrias domésticas. Sin
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embargo, las tradiciones artesanas no son individuales, sino colectivas.
Constantemente están contribuyendo a ellas la experiencia y el saber de todos los
miembros de la comunidad. En una población moderna de África las amas de casa no
se separan para fabricar y cocer sus vasijas. Todas las mujeres del poblado trabajan
juntas, conversando sobre sus observaciones y comparándolas; incluso se ayudan
unas a otras. La ocupación es pública; las reglas que se aplican son el resultado de la
experiencia común. Así, en las épocas prehistóricas, todas las vasijas de una
población neolítica determinada muestran una monótona uniformidad. Llevan el sello
de una poderosa tradición colectiva, más bien que un carácter individual[1].
Por lo demás, la economía neolítica, en su conjunto, no hubiera podido existir sin
el esfuerzo cooperativo. El pesado trabajo de desmontar parcelas en el bosque o de
drenar un pantano, debe ser una empresa colectiva. La excavación de tareas, la
defensa del poblado contra las bestias salvajes o las inundaciones, también
constituyen responsabilidades comunes. Se ha comprobado que en las poblaciones
neolíticas, tanto en Egipto como en el oeste de Europa, las casas estaban dispuestas
siguiendo un orden regular y no esparcidas sin discriminación alguna. Todo esto
implica la existencia de cierta organización social, para coordinar y controlar las
actividades de la comunidad. Cuál haya sido esta organización, es cosa que nunca
sabremos con exactitud. Con todo, parece plausible hacer una aseveración.
En las épocas neolíticas puras, generalmente, la unidad efectiva de la
organización social era muy pequeña. Un poblado típico de Tesalia, correspondiente a
un período más bien avanzado de la época, cubría una superficie de 100 m. por 45 m.,
o sea, de menos de media hectárea. Se han explorado por completo muchos
cementerios neolíticos en Europa Central. Ninguno de ellos contenía más de veinte
tumbas. (Por supuesto, no sabemos cuánto tiempo fue habitado el poblado, ni cuantas
generaciones se encuentran representadas en cada cementerio). Los etnógrafos han
observado, entre los exponentes modernos de la agricultura hortense, una tendencia
hacia la disolución de los poblados. Algunos de los habitantes jóvenes, llevando
consigo a sus mujeres, los abandonan para constituir una nueva población propia.
Buscan la libertad que les proporciona su nuevo poblado, en el cual están exentos de
la autoridad y de la vigilancia de los ancianos. Entonces, fundando una nueva
población con porciones de selva virgen, próximas a las casas, se evitan los largos
senderos que conducen a los campos cultivados, tal como resulta necesario hacer
también cuando el poblado original es populoso y las tierras más cercanas ya han sido
utilizadas. En general, la separación resulta conveniente; suponiendo, desde luego,
que haya tierra disponible. En los períodos neolíticos no existía, sin embargo, esta
escasez.
Sin duda alguna, las actividades cooperativas contenidas en la vida “neolítica”,
encontraban expresión visible en las instituciones sociales y políticas. Tampoco cabe
duda de que dichas instituciones se consolidaban y fortalecían a través de las
sanciones mágico-religiosas, de un sistema más o menos coherente de creencias y
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supersticiones, y de lo que los marxistas llamarían una ideología. Las nuevas fuerzas
controladas por el hombre, como resultado de la revolución neolítica y del
conocimiento obtenido y aplicado en el ejercicio de los nuevos oficios, deben haber
actuado, a su vez, sobre las perspectivas humanas. Deben haber modificado sus
instituciones y su religión. No obstante, desconocemos la forma precisa que hayan
asumido las instituciones y creencias neolíticas.
Las deducciones que pudieran hacerse acerca de cuáles instituciones y creencias
hubieran sido apropiadas para la economía neolítica, no corresponderían
necesariamente a la realidad; del mismo modo que las formas precisas de la
constitución británica y del protestantismo inglés del siglo XIX no se pueden deducir
del sistema capitalista. No se puede pretender que las generalizaciones establecidas a
partir de las observaciones hechas sobre unos cuantos sitios antiguos, tengan validez
universal. Las inferencias formuladas sobre las instituciones y los ritos observados
entre las tribus bárbaras de nuestros días, con toda seguridad no dan indicios, ni
siquiera probables, de la vida política y mental de otras tribus bárbaras que
alcanzaron una etapa semejante del desarrollo económico unos 6, 000 años antes. Las
instituciones, creencias y teorías tienden, notablemente, a quedarse rezagadas con
respecto a la realidad práctica. No ha existido, como ya hemos insistido antes, una
civilización “neolítica”, sino únicamente una multitud de aplicaciones concretas
diferentes, de unos cuantos principios y nociones generales.
Si las tribus bárbaras actuales todavía se contentan con asegurarse el sustento por
los mismos métodos “neolíticos” que se empleaban hace 6.000 años, ello no garantiza
que su vida política y religiosa se haya estancado de la misma manera. Por lo
contrario, las revoluciones posteriores han tenido efectos de alcance mundial, por las
razones que indicamos en la p. 207. Cinco millares de años son un amplio lapso,
como para que algunos resultados de la segunda revolución se hayan infiltrado hasta
en Australia. Existen pruebas positivas de que algunas de las conquistas materiales
resultantes de la segunda revolución, fueron adoptadas por pueblos cuya organización
económica se mantuvo inalterable en su conjunto. Por ejemplo, todos los agricultores
de azada, en África, han venido utilizando el hierro desde hace siglos. Como
veremos, la segunda revolución evocó vigorosos sistemas de creencias mágico-
religiosas. La generalización de las tumbas de grandes piedras, entre los pueblos
neolíticos del oeste y del norte de Europa, se explica de un modo más plausible, como
repercusiones de las creencias formuladas por aquel entonces en el Antiguo Oriente.
Algunos investigadores, considerados como autoridades, pretenden haber encontrado
rastros de tales creencias hasta entre los recolectores de alimentos aborígenes de
Australia y América. Pero, al emplear las religiones bárbaras contemporáneas, como
testimonios de la religión de Egipto o del Cercano Oriente, en el año 5000 a. C., sólo
sería posible si quedara enteramente eliminada la difusión de las ideas.
Por lo tanto, no trataremos de hacer una descripción de la “forma neolítica de
gobierno”, ni de la “religión neolítica”. En realidad, es increíble que hayan existido
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tales cosas. La “revolución neolítica” no fue una catástrofe, sino un proceso. Sus
diversas etapas fueron modificando, indudablemente, las instituciones sociales y las
ideas mágico-religiosas de los recolectores de alimentos y de los cazadores. Pero esto
debe haber ocurrido mucho tiempo antes de que cualquier otro sistema, u otros
sistemas, más adecuados a la economía naciente, se hubieran establecido firmemente.
Antes de que así sucediera, debe haberse iniciado la segunda revolución. Y, tal vez,
fue justamente la carencia de ideologías rígidas y de instituciones profundamente
enraizadas, lo que permitió el progreso de las poblaciones autosuficientes a las
ciudades industriales y comerciales, en menos de 2.000 años.
Las instituciones firmemente establecidas y las supersticiones mantenidas con
pasión, son notablemente hostiles a la transformación de la sociedad y a los avances
científicos que la hacen necesaria. Y la fuerza de tal reacción, en una comunidad,
parece ser inversamente proporcional a la seguridad económica de la misma
comunidad. Cuando un grupo se encuentra al borde de la inanición, nunca se atreve a
correr el riesgo de una transformación. La menor desviación de los procedimientos
tradicionales que han servido para producir el mínimo esencial de subsistencia, puede
poner en peligro al grupo entero. Hacerlo sería tan peligroso como enemistarse con
las misteriosas fuerzas mágicas que controlan el estado atmosférico, omitiendo algún
rito o sacrificio, o como dejar de poner veneno en la punta de la flecha destinada a
matar un elefante.
Ahora bien, aun después de la primera revolución, la vida siguió siendo muy
precaria para el pequeño grupo de campesinos autosuficientes. Una sequía, una
granizada o una plaga, podían traer consigo el hambre. Estos campesinos no tenían un
mercado mundial que permitiese compensar las deficiencias de la cosecha en una
región, con los excedentes de otra. Solamente se disponía de una reducida variedad
de fuentes de abastecimiento alimenticio. Sus diversos cultivos, sus rebaños y su
caza, podían ser afectados fácilmente por la misma catástrofe. Las reservas
almacenadas nunca eran grandes. Una comunidad campesina autosuficiente tiene
plena conciencia, en forma inevitable, de su dependencia inmediata respecto de las
fuerzas que atraen la lluvia y el sol, la tempestad y el huracán. Pero, estas fuerzas
actúan de manera caprichosa y terrible. Entonces, es necesario obligarlas, halagarlas
o propiciarlas.
Una vez que se cree haber encontrado un sistema de magia para conseguir
obligarlas, o un ritual para hacerlas propicias, la creencia se convierte en consuelo
dentro de los terrores de la vida cuyo dominio no se intenta. Cuando estas magias y
ritos se establecieron firmemente, retardaron, con toda seguridad, la propagación de
la segunda revolución. Después de esta revolución, las creencias enraizadas con
firmeza —por ejemplo, la creencia en la eficacia de la astrología, en el poder de los
reyes divinos, o en los espíritus de los antepasados —impidieron el desarrollo de la
verdadera ciencia y el establecimiento de una economía interurbana internacional. Sin
embargo, tal vez la primera revolución todavía estaba destruyendo la confianza en la
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necesidad de la magia de los cazadores y en sus consecuencias políticas, cuando
surgieron las perturbadoras ideas y los descubrimientos que anunciaron la según
revolución. Es posible que aún no se hubiera establecido y consolidado algún nuevo
sistema de organización y de creencias adaptado a la economía neolítica, en el
Oriente, cuando la economía misma empezó a disolverse.
No obstante, disponemos de algunas insinuaciones acerca de las instituciones que
subsistieron, y de las que no subsistieron, en los períodos neolíticos. Algunas veces,
parecen haber actuado, a su vez, sobre la forma adoptada por la segunda revolución.
El hecho de que se mantuvieran muchas instituciones del viejo orden, es algo
enteramente natural. En el valle del Nilo se han encontrado testimonios indirectos de
la supervivencia de un sistema de clanes totémicos. Parece ser que los poblados
neolíticos más recientes sirvieron de morada a tales clanes. Posteriormente, en la
época histórica, cuando dichas poblaciones se convirtieron en capitales de provincias
(nomos), conservaron sus nombres, como Elefantina y Villa del Halcón
(Hierakonpolis), aparentemente tomados del tótem del clan local, el elefante y el
halcón. Los estandartes de las capitales eran los emblemas del clan y, aun en la época
prehistórica, estos emblemas figuran en los vasos. Este sistema de clan no es raro
entre los simples productores de alimentos actuales, y puede ser una auténtica
supervivencia de los períodos neolíticos. Sin embargo, no se puede afirmar que todas
las comunidades neolíticas estuvieran organizadas como clanes totémicos.
En los cementerios o poblados neolíticos primitivos, no se ha encontrado algún
testimonio definitivo de la existencia del caudillismo. Es decir, no se han hallado
tumbas notablemente más ricas, que hubieran pertenecido evidentemente a una
persona de jerarquía, ni casas que pudieran pasar por palacios. Las tumbas formadas
con grandes piedras, del oeste y el norte de Europa, que han sido consideradas como
dignas de príncipes, pertenecen a una época en la cual se estaban difundiendo las
ideas propias de la segunda revolución y, probablemente, se inspiraron en ella. En
algunos poblados neolíticos de Europa, se han observado casas más grandes de lo
normal, pero se debe haber tratado de albergues de los centros comunales, semejantes
a las casas de solteros de los isleños del Pacífico, más bien que de residencias
principescas. Tampoco se tiene un testimonio inequívoco de la existencia de guerras.
Es cierto que, con frecuencia, se han encontrado armas en las tumbas y poblados
neolíticos. Pero ¿eran armas para la guerra o, simplemente, instrumentos para la
cacería? La participación creciente de la mujer en la provisión de los alimentos para
la comunidad, debe haber elevado también la situación social de su sexo. Sin
embargo, todo esto es demasiado incierto.
En cuanto a las nociones mágico-religiosas sostenidas por las comunidades
neolíticas en general, podemos aventurar algunas conjeturas. La asistencia a los
muertos, cuyo origen se remonta a la edad paleolítica, debe haber adquirido una
significación más profunda en la edad neolítica. En el caso de varios grupos
neolíticos, en realidad no se ha descubierto entierro alguno. Pero, en general, los
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muertos eran sepultados cuidadosamente en tumbas edificadas o excavadas, ya sea
agrupadas en cementerios próximos a los poblados o cavadas cerca de las casas
individuales. Normalmente, se proveía al muerto de utensilios o armas, vasijas con
comida y bebida, y artículos de tocador. En el Egipto prehistórico, los vasos
funerarios eran pintados con figuras de animales y objetos. Es de presumir que tenían
el mismo significado mágico que las pinturas y figuras talladas en las cavernas de los
cazadores de la edad paleolítica. En la época histórica, estas figuras fueron
trasladadas a los muros de las tumbas, añadiéndoseles leyendas, las cuales muestran
que tenían por objeto asegurar al muerto el goce continuo de los servicios
representados por filas.
Tal asistencia denota una actitud hacia los espíritus de los antepasados, que se
remonta hasta los periodos más antiguos. Pero, ahora, la tierra en la cual reposan los
antepasados es considerada como el suelo del cual brota cada año mágicamente, el
sustento alimenticio de la comunidad. Los espíritus de los antepasados deben haber
sido considerados, seguramente, como cooperadores en la germinación de las plantas
cultivadas.
El culto a la fertilidad, los ritos mágicos practicados para ayudar u obligar a las
fuerzas de la reproducción, deben haberse hecho más importantes que antes, en los
períodos neolíticos. En los campos de la edad paleolítica se han encontrado pequeñas
figurillas, talladas en piedra o en marfil, con los caracteres sexuales muy acusados.
Figurillas semejantes, sólo que ahora modeladas generalmente en arcilla, son muy
comunes en los poblados y tumbas neolíticos. Con frecuencia se les llama “diosas de
la fecundidad”. ¿Acaso la tierra de cuyas entrañas brota el grano, fue concebida
realmente a semejanza de una mujer, con cuyas funciones generadoras estaba
familiarizado ciertamente el hombre?
Las civilizaciones orientales primitivas celebraban periódicamente, con gran
pompa, un “matrimonio sagrado”, el enlace nupcial de un “rey” y una “reina”,
quienes eran representantes, en esta ocasión, de las divinidades. Su enlace no sólo
simbolizaba la fertilización de la tierra, sino que también la aseguraba, obligando
mágicamente a la tierra a producir sus frutos en la estación debida. Pero, antes de que
la semilla pudiera germinar y multiplicarse, era necesario que muriera y fuera
enterrada. Entonces, tenía que matarse y enterrarse a un representante humano del
grano, a un “rey de los granos”. Su lugar era ocupado por un sucesor joven, quien
procuraría el desarrollo de las plantas cultivadas, hasta que también le llegara el turno
de ser enterrado, como la semilla, en el suelo. En la época histórica, estos ritos
mágicos, estas representaciones dramáticas de la muerte y la resurrección del grano,
se veían frecuentemente mitigados en la práctica. Pero, detrás de ellos se pueden
discernir muchos ritos primitivos, los cuales, en la época neolítica, se deben haber
observado literalmente. Además, deben haber allanado el camino hacía el poder
político. El “rey de los granos”, podía reclamar el haber adquirido la inmortalidad,
por medio de la magia. Entonces, se convirtió en un rey profano, investido, además,
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con la dignidad de un dios.
Finalmente, la agricultura debe haber requerido una observación cuidadosa de las
estaciones, una división más exacta del tiempo: el año. Las operaciones agrícolas son,
fundamentalmente, de temporada, y su éxito depende, en mucho, de la oportunidad
con la cual se ejecutan. La estación apropiada es determinada por el sol, y no por las
fases de la luna que habían servido de base para el calendario de los cazadores. En las
latitudes septentrionales, los cambios en el curso del sol, entre los solsticios, son
suficientemente notables como para indicar las estaciones. La observación de tales
señales debe haber acentuado el papel del sol como gobernante de las estaciones,
garantizándole la divinidad.
Pero, cerca de los trópicos, el movimiento del sol es menos notable. Entonces, se
tienen las estrellas, siempre visibles en estos cielos despejados, como medio para
determinar y dividir el año solar. Se pudo advertir que ciertas estrellas de
determinadas constelaciones se colocan en una posición destacada en el cielo, en la
época en que la experiencia indica que se haga la siembra, y otras lo hacen cuando se
puede esperar que lleguen las lluvias a madurar las plantas. Ahora bien, al emplear a
las estrellas como guías, el hombre llegó a creer que ellas influyen realmente en los
asuntos terrestres. Se confundió la conexión en el tiempo con el enlace causal. Por el
hecho de que la estrella Sirio se ve al amanecer sobre el horizonte cuando llega la
avenida del Nilo, se concluyó que Sirio causa la avenida del Nilo. La astrología se
basa en esta clase de confusiones. En Mesopotámica, el signo de la deidad era una
estrella. El culto hacia el sol y las estrellas debe haberse desarrollado, de esta manera,
en la época neolítica. Pero, en rigor, no sabemos hasta que punto el hombre había
formulado ya alguna idea de divinidad. Es difícil distinguir entre las ideas elaboradas
y divulgadas después de la segunda revolución, de las ideas desarrolladas por la
primera revolución.
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pero, no obstante, todas ellas tienen en común algunas características abstractas.
Las poblaciones de estas comunidades son fundamentalmente sedentarias. Los
sitios preferidos siguen habitados, continuamente, hasta la época histórica. En la
medida en que fue creciendo la comunidad, deben haberse ido fundando colonias,
pero, en lo posible, el propio poblado debe haberse ensanchado hasta convertirse en
una ciudad. Con facilidad se pueden suponer cuáles fueron los factores geográficos y
económicos que favorecieron la instalación permanente.
En primer lugar, los sitios verdaderamente convenientes se encuentran dentro de
una región que se hacía cada vez más árida y que sufría una sequía todavía peor. Las
fuentes permanentes de abastecimiento de agua —manantiales y corrientes perennes
que pudieran satisfacer las necesidades de grandes concentraciones de hombres y de
ganado, y complementar las escasas lluvias, regando los campos y jardines— iban
disminuyendo. AI multiplicarse la especie humana bajo el estímulo de la primera
revolución, tales cosas se convirtieron en posesiones raras y valiosas.
Entonces, la explotación provechosa de estos oasis naturales era una tarea
particularmente laboriosa, que requería el esfuerzo colectivo de un gran número de
trabajadores. Justamente porque el rendimiento alimenticio tenía que ser tan
abundante, los esfuerzos preliminares para preparar la tierra eran pesados y
agobiadores. El Nilo, cuya avenida anual suministra agua y suelo, ofrece un sustento
seguro y abundante. Pero el fondo del valle cubierto por la avenida estaba formado
originalmente por una serie de pantanos y enmarañados cañaverales. Las obras de
mejoramiento constituyeron una labor estupenda: los pantanos fueron avenados por
medio de tajeas, la violencia de las avenidas fue contenida por medio de diques, los
matorrales quedaron despejados y las bestias salvajes que los habitaban fueron
exterminadas. Hubiera sido imposible que un grupo pequeño lograra superar tales
obstáculos. Se hacia necesaria una fuerza poderosa, capaz de actuar de consuno para
hacer frente a la crisis recurrente que amenazaba las tajeas y los diques. Las escasas
superficies de tierras habitables y cultivables, tuvieron que ser ampliadas con sangre
y sudor. El suelo, conquistado tan duramente, se constituyó en una herencia sagrada;
nadie hubiera querido abandonar los campos creados de modo tan laborioso. Y no era
necesario abandonarlos, ya que el mismo río renovaba cada año su fertilidad.
La porción inferior de Mesopotamia, la región llamada Sumer en la aurora de la
historia, requirió una tarea semejante. Entre los cauces principales del Tigris y el
Eufrates se extendía una vasta comarca pantanosa, la cual sólo recientemente se ha
elevado por encima del nivel de las aguas del Golfo Pérsico, debido a los sedimentos
acarreados por dichos ríos. Los pantanos estaban cubiertos por una maraña de
cañaverales gigantescos, mezclados con palmares datileros. Esta maraña se veía
únicamente interrumpida por colinas bajas con afloraciones rocosas o por bancos de
arena sedimentada. Pero, la vida animal pululaba perpetuamente, en tanto que a
ambos lados las llanuras cuya altitud era superior al nivel de las crecidas,
permanecían agostadas y estériles durante el prolongado y ardiente verano y el cruel
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invierno. Atraídos, tal vez, por los animales de caza, las aves silvestres y los palmares
de dátiles, los proto-sumerios se echaron a cuestas la estupenda tarea de suavizar las
condiciones del delta del Tigris-Eufrates y hacerlo apto para ser habitado.
El terreno sobre el cual se erigieron las grandes ciudades de Babilonia, tuvo que
ser, literalmente, creado; la antecesora prehistórica de la Erech bíblica, fue construida
sobre una especie de plataforma de carrizos entrelazados, colocados sobre el fango
aluvial. El libro hebreo del Génesis nos ha familiarizado con las más antiguas
tradiciones de la condición primordial de Sumer: un “caos” en el cual todavía eran
fluidos los límites entre el agua y la tierra enjuta. Uno de los incidentes
fundamentales de “la creación” es la separación de estos elementos. Pero, no fue dios,
sino los proto-sumerios quienes crearon la tierra; ellos excavaron canales para regar
los campos y drenar los pantanos; construyeron diques y erigieron plataformas para
proteger hombres y ganados, manteniéndolos a un nivel superior al de las avenidas;
hicieron los primeros desmontes entre los cañaverales y exploraron los cauces
existentes entre ellos. La tenacidad con la cual persiste en la tradición el recuerdo de
esta lucha, da idea, en cierta medida, del esfuerzo que se impusieron los antiguos
sumerios. Su recompensa consistió en asegurarse el abastecimiento de dátiles
nutritivos, la generosa cosecha de los campos y los pastos permanentes para sus
rebaños y manadas.
Como es natural, se deben haber apegado a los campos conquistados en forma tan
laboriosa y a los poblados protegidos con tanto cuidado: no desearían abandonarlos
para buscar nuevas moradas. Y partiendo de los montículos originales y de los
núcleos desmontados, les fue más fácil extender la superficie de tierra habitable y de
fango cultivable, que fundar nuevos poblados en el corazón de los pantanos sin
drenar. Los habitantes adicionales constituyeron una positiva ventaja para un poblado
pantanoso. Con su trabajo, se pudieron extender las tajeas y aumentar los diques, para
disponer de más tierra cultivable y de mayor sitio para los poblados. Las condiciones
naturales de Sumer favorecieron, todavía más que en el Alto Egipto, la formación de
una gran comunidad y exigieron la cooperación social organizada en una escala
siempre creciente. Estas mismas condiciones deben haber prevalecido también en el
Delta del Nilo (en contraste con las condiciones imperantes en el estrecho valle
situado arriba de El Cairo).
En las regiones adyacentes —por ejemplo, en los valles de los torrentes sirios e
iranios— las condiciones eran, más bien, menos exigentes. Pero, aun allí, las mejoras
permanentes tenían que efectuarse por el camino de la construcción de canales de
riego y de drenaje, y esto debe haber aumentado la atracción del sitio afectado.
De esta manera, en todo el Cercano Oriente, los sitios más convenientes eran
mejorados por medio del trabajo constante. El capital constituido por el trabajo
humano, fue aplicado a la tierra. Su inversión hizo que el hombre se apegara al suelo;
no podía olvidar fácilmente el rendimiento creado por su trabajo reproductivo.
Además, todas las tareas implicadas eran empresas colectivas, las cuales beneficiaban
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a la comunidad en su conjunto y se encontraban fuera del alcance de un individuo
aislado. Generalmente, su ejecución requería cierto capital, en la forma de una
provisión de alimentos excedentes, acumulados por la comunidad y puestos a
disposición de ella. Los trabajadores empeñados en la construcción de canales y de
diques, tenían que alimentarse, y, mientras estuvieran ocupados en dicho trabajo, no
podían producir directamente los alimentos que necesitaban consumir. En la medida
en la cual se hicieron más ambiciosos los trabajos reproductivos de una comunidad,
debe haber aumentado la necesidad de contar con una provisión de alimentos
excedentes acumulados. Esta acumulación fue una condición previa para el
crecimiento del poblado, hasta convertirse en una ciudad, conquistando cada vez
mayor extensión del territorio circundante de pantanos y desiertos.
Incidentalmente, las condiciones de vida en el valle de un río o en otra clase de
oasis, ponen en manos de la sociedad un poder coercitivo excepcional respecto a sus
miembros; la comunidad les puede negar el anhelado acceso al agua y les puede
cerrar los canales que riegan sus campos. La lluvia cae por igual sobre justos e
injustos, pero, en cambio, el agua de riego llega a los campos por los canales
construidos por la comunidad. Y, aquello que la sociedad ha suministrado, la propia
sociedad lo puede también retirar al injusto y destinarlo sólo para el justo. La
solidaridad social que es necesaria entre los usuarios del riego, puede ser impuesta,
así, debido a las mismas condiciones que requiere. Los miembros jóvenes no pueden
escapar a la sujeción de los mayores fundando nuevos poblados, cuando lo único que
existe más allá del oasis es el desierto sin agua. En estas condiciones, cuando la
voluntad social llega a expresarse a través de un caudillo o monarca, éste no sólo es
investido simplemente con autoridad moral, sino también con un poder coercitivo:
puede aplicar sanciones a los desobedientes.
Un tercer factor de estabilización en el Cercano Oriente, fue el enriquecimiento
de la dieta de los agricultores: a la cebada y al trigo, se añadieron los dátiles, los
higos, las aceitunas y otros frutos. Estos frutos son nutritivos y fáciles de conservar y
transportar. Al principio, se les debe haber tomado de los árboles silvestres. Un
palmar silvestre en Sumer, o un bosque de higueras en Siria, debe haber elevado el
valor, y aún determinado la selección, de un sitio para establecer un poblado. Ahora
bien, los árboles frutales producen año tras año, pero no son transportables. Para
aprovechar sus frutos es necesario vivir en su vecindad o, por lo menos, volver a ellos
cada año.
Pronto, los árboles frutales y las vides fueron cultivados. Lo cual implicó, desde
luego, una técnica agrícola enteramente nueva. El hombre tuvo que aprender, por
experiencia, los secretos de la poda, para obtener leña o frutos, del injerto y de la
fertilización artificial. Se desconocen las etapas de esta educación, estando todavía
por esclarecer cuáles fueron los comienzos del cultivo de árboles frutales y de la
viticultura. Con seguridad, se remontan a la época prehistórica. Sus consecuencias
fueron obvias. Un palmar, o un huerto, es una posesión permanente, en un sentido
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diferente al de la posesión de un campo de trigo. La simiente sembrada en un campo
se recupera unos cuantos meses después, pero es necesario volver a sembrarla cada
año. En cambio, una palmera, un olivo o una vid, no produce fruto durante cinco años
o más, pero, luego, da frutos tal vez por un siglo. Estas plantaciones permanentes
hacen que sus propietarios se apeguen a la tierra de una manera mucho más firme que
en el caso de los campos de trigo o de cebada. El poseedor de un huerto se encuentra
tan profundamente enraizado al suelo, como sus propios árboles preciosos.
La vida sedentaria ofreció oportunidades para mejorar la comodidad de las
habitaciones y allanó el camino para la arquitectura. Los agricultores egipcios
primitivos se habían contentado con simples refugias contra las inclemencias, hechos
de juncos y con argamasa de barro. Los proto-sumerios habitaron en casas semejantes
a túneles, practicadas en los cañaverales, o hechas de esteras apoyadas en manojos de
carrizos. No obstante, pronto empezaron a edificarse casas construidas con barro o
con terre pisée, tanto en Egipto como en Asia. Y, bastante antes del año 3000 a. C.,
fue inventado el ladrillo en Siria o en Mesopotámica. Fundamentalmente, se trataba
de una masa de barro mezclado con paja, a la cual se daba forma, a presión, dentro de
un molde de madera y, luego, se dejaba secar al sol. Su invención hizo posible la
libertad de construcción y la arquitectura monumental.
Al igual que la cerámica, el ladrillo puso en manos del hombre un medio de
expresarse con libertad, sin tener que restringirse a la forma o a las dimensiones del
propio material. Se puede escoger libremente la manera de colocar y juntar los
ladrillos, tal como se hace al construir una vasija. Sólo que, en este caso, el producto
puede hacerse en una escala monumental. Y, como tal, ya no es una creación
individual, sino, esencialmente, el producto colectivo de muchas manos.
A semejanza del caso de la cerámica, las primeras construcciones de ladrillos
siguieron estrechamente la forma de las estructuras obligadas por los antiguos
materiales. Sin embargo, aun así, al copiar en ladrillo la bóveda en forma de túnel de
las chozas practicadas en los cañaverales, algún sumerio o asirio encontró el principio
del arco verdadero; y, de este modo, se aplicaron complicadas leyes mecánicas de
resistencias y empujes muchos milenios antes de que estas leyes llegaran a ser
formuladas.
La arquitectura del ladrillo produjo pronto, en forma incidental, una contribución
a las matemáticas aplicadas. Un rimero de ladrillos ilustra, admirablemente, el
volumen del paralelepípedo. A pesar de que los ladrillos antiguos difícilmente eran
cúbicos, resultó fácil advertir que el número de ladrillos comprendidos en un rimero
podía encontrarse contando el número de ellos en tres lados adyacentes y
multiplicando estas cantidades entre sí.
Los prósperos agricultores establecidos en los oasis y en los valles de los ríos del
Cercano Oriente, parecen haber sido mucho más inclinados a abandonar su
autosuficiencia económica, que las pobres comunidades consideradas como neolíticas
en Europa. Su disposición para hacer ese sacrificio fue un corolario de la variedad de
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economías practicadas en la región. Como ya lo indicamos antes, al lado de los
poblados prósperos de los agricultores establecidos, debemos suponer la existencia de
comunidades de pescadores, cazadores y pastores semi-nómadas, en las regiones
intermedias. Ahora bien, las comunidades agrícolas pueden fácilmente producir más
grano del que necesitan para su consumo doméstico. Es muy probable que hayan
empezado a compartir de buen grado el sobrante, cambiándolo por pescado, presas de
caza o productos del pastoreo. Y, por su parte, los nómadas, más pobres, deben haber
permutado con gusto sus provisiones por productos agrícolas. Con facilidad puede
haber surgido cierta interdependencia entre las poblaciones agrícolas, por una parte, y
los grupos de pescadores, cazadores o pastores, por otro lado. Esta interdependencia
existe actualmente en un grado notable. Los árabes nómadas criadores de camellos,
por ejemplo, dependen de los agricultores sedentarios para proveerse de grano y de
artículos fabricados. No sabemos, de cierto, desde cuando se desenvolvió la
especialización económica de grupos diferentes hasta llegar a esta clase de
interdependencia. Se encuentra ya supuesta en los relatos históricos más antiguos; y
se puede inferir que haya sido bastante anterior. Los agricultores primitivos también
fueron cazadores, y sus armas eran enterradas con ellos. En las tumbas más recientes,
pertenecientes al mismo poblado, ya no se encuentran los instrumentos de cacería.
Una explicación de su ausencia puede ser la de que los habitantes posteriores
encontraron más conveniente el permutar sus productos agrícolas excedentes por las
piezas de caza, que cazarlas ellos mismos, como lo habían hecho sus antepasados.
Un testimonio positivo de la desaparición gradual del aislamiento, lo ofrece la
creciente abundancia de materiales importados en los cementerios y poblados
prehistóricos. En las poblaciones neolíticas de Egipto se han hallado conchas del Mar
Rojo y del Mediterráneo. Tumbas egipcias más recientes contienen, además,
malaquita y resina; luego, aparecen también el lapislázuli y la obsidiana; después, y
en forma creciente, se agregan la amatista y la turquesa. Ahora bien, la malaquita
debe haber sido llevada del Sinaí o del Desierto Oriental de Nubia; la resina de las
montañas boscosas de Siria o del sureste de Arabia; la obsidiana de Milo en el Mar
Egeo, de Arabia, de Armenia o, posiblemente, de Abisinia; el lapislázuli,
probablemente, de la meseta irania.
En Sumer, la obsidiana se encuentra en los poblados más antiguos, junto con
cuentas de amazonita que deben haber sido llevadas de la India o, por lo menos, de
Armenia. En el norte de Siria y en Asiría, la obsidiana era importada en la misma
época que en Sumer, y pronto aparecieron el lapislázuli y la turquesa. Materias
extranjeras importadas también se encuentran muy pronto en Anau, en el Turquestán
ruso, y en Susa, en Elam, al oriente del Tigris.
La transmisión de materias extranjeras en el Oriente, a través de distancias tan
grandes, se explica mejor suponiendo que, al lado de los poblados agrícolas
permanentes, vivían otras poblaciones más movibles; ellas servirían de contacto entre
los nómadas y los agricultores. De todos modos, el comienzo del comercio es un
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requisito previo para la existencia de la metalurgia.
Es posible pensar que las gemas y piedras semi-preciosas importadas por Sumer y
Egipto fueran artículos de lujo, no fundamentales, pero sí accesorios para el tocado.
No obstante, esta consideración sería, probablemente, incorrecta; en todo caso, estos
materiales llegaron a convertirse, muy pronto, en artículos necesarios. Los egipcios
emplearon la malaquita para pintarse los párpados, por lo cual se desarrolló en torno a
esta costumbre todo un conjunto de servicios, como ocurre entre nosotros con la
costumbre de fumar tabaco. Era conducida en bolsas de cuero ricamente
ornamentadas y se pulverizaba en espátulas talladas en forma de animales. Su color
verde contrarrestaba el brillo del sol, y el carbonato de cobre actuaba como
desinfectante, en contra de las enfermedades oftálmicas que son acarreadas por las
moscas en los países cálidos. Sin embargo, a los egipcios les parecían mágicos estos
efectos; estimaban la malaquita por la propiedad mística, o mana, que radicaba en
ella. A esto se debía que su preparación constituyera un rito, que las bolsas estuvieran
decoradas con amuletos y que las espátulas fueran talladas en forma de animales. Lo
mismo ocurría con los otros materiales “importados”; consideraban que todos ellos
poseían alguna virtud mágica. La concha del cauris se asemejaba a la vulva. Por lo
tanto, el llevar consigo un cauris aseguraba la fecundidad. La concha se convirtió en
un talismán. El carácter sagrado que se le atribuyó, hizo que las conchas de cauris
substituyeran a la moneda en varias partes de África y de Asia. El oro nativo y las
guijas brillantes del desierto —cornerina, ópalo y ágata— lo mismo que otras piedras
más raras, como la turquesa y el lapislázuli, también fueron estimadas, no sólo por su
hermosura, sino por los poderes mágicos que residían en ellas. Las virtudes mágicas
de las joyas son mencionadas con frecuencia en las literaturas antiguas, y esas viejas
ideas persistieron en Europa hasta la Edad Media. Así, las joyas no eran deseadas
como meros ornamentos, sino como medios prácticos para conseguir éxitos, riqueza,
larga vida, o descendencia. Desde este punto de vista, no se trataba de lujos, sino de
artículos necesarios.
La virtud mágica inherente a la materia se debía acrecentar cuando era tallada a
semejanza de algo que poseyera por sí mismo mana. Si una pieza de lapislázuli
recibía la forma de un toro, a su portador no sólo se le comunicaba la claridad del
cielo azul, sino también la potencia del toro. Así surgió la práctica de fabricar
amuletos. Ella inspiró el desarrollo del nuevo y difícil oficio de tallador de piedras
preciosas; la perforación y el labrado de piedras duras, para hacer cuentas y amuletos,
es notablemente un rasgo común a todas las culturas antiguas del Oriente, desde
Creta hasta el Turquestán. Esto condujo a la explotación de los cristales. Al parecer,
la loza esmaltada azul fue descubierta antes de la aurora de la historia. No era
considerada como un substituto de la turquesa, sino como un resultado de la
transmutación mágica de la arena y el álcali en turquesa; podemos decir, en turquesa
sintética. Poseía la ventaja práctica de que podía ser modelada.
En lugar de tallar la piedra preciosa en forma de amuleto, se podía acrecentar su
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virtud grabando en ella la representación de algún objeto, o un símbolo mágico, como
la cruz gamada. Estas cuentas-grabadas tenían un mérito peculiar: cuando eran
oprimidas sobre arcilla suave, se transferían al material plástico los diseños tallados
en ellas. Tal procedimiento constituía, desde luego, una operación mágica. Junto con
el símbolo, se impartía algo del mana inherente a la piedra. La magia de una persona
se transmitía al objeto estampado. Esto tenía el efecto de lo que los etnógrafos llaman
interponer un tabú; quienquiera que lo violara, estaría en peligro por la magia de esa
persona. De este modo, la piedra tallada se convirtió en un sello. Cuando tenía
estampado el sello, la masa de arcilla colocada en la boca de una jarra se convertía en
el guardián mágico de su contenido. Hacía que todos se abstuvieran de romper el
sello, porque era tanto como quebrantar un tabú e incurrir en sanciones mágicas. El
sello se transformó, así, en un medio de seguras la posesión y de proclamar la
propiedad. Cuando se inventó la escritura, debió asumir el papel de la firma.
El empleo de piedras grabadas como sellos se encuentra testimoniado en Asiría,
desde los poblados neolíticos más antiguos. En la época primitiva, se acostumbraban
los sellos en la región que se extiende desde el Eufrates hacia el oriente, incluyendo
el Irán; en tanto que, en la misma época, se usaban los amuletos en Egipto y en las
costas del Mediterráneo. Sin embargo, los dos artificios se empezaron a interpenetrar
pronto, siendo difícil distinguir una frontera que los separara.
La estimación por el oro, las piedras y las conchas, debido a las propiedades
mágicas que supuestamente residían en ellas, tuvo consecuencias prácticas
importantes fue un factor poderoso para el quebrantamiento del aislamiento
económico de las comunidades campesinas. Para hacerse con las substancias
mágicas, necesarias para asegurar la fertilidad de sus campos y su propia buena
suerte, los campesinos florecientes tuvieron que disponerse a compartir sus granos y
sus frutos con los nómadas del desierto. Para estos últimos, las gemas y la malaquita
constituían artículos portátiles que podían permutarse por productos agrícolas. Las
cuentas deben haber sido uno de los artículos principales del comercio regular más
primitivo.
La elevada estimación por las substancias mágicas bien pudo haber llevado a la
búsqueda activa de ellas. W. J. Perry ha llegado a la conclusión de que, en una época
posterior, los antiguos egipcios emprendieron una búsqueda en escala mundial de oro,
piedras preciosas, ámbar y otras substancias supuestamente mágicas. Esta búsqueda
debe haber sido un factor importante en la difusión de la civilización. Aun cuando su
pretensión debe tenerse por exagerada, la estimación por tales substancias bien pudo
haber impulsado a la realización de una especie de exploración geológica en regiones
que, de otra manera, no resultaban atractivas. A más de esto, tenemos un hecho
importante: la malaquita es un carbonato de cobre y la turquesa es un fosfato de
aluminio matizado con cobre; tanto la malaquita como la turquesa se encuentran en
los sitios donde hay minerales de cobre, y muchos de estos minerales tienen, por sí
mismos, brillantes colores y se les presumen virtudes mágicas. La recolección de
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malaquita, turquesa y otras piedras de color, provocó, por consiguiente, que el
hombre frecuentara las regiones metalíferas y puso en sus manos los minerales de
cobre. En este sentido, el surgimiento de la metalurgia, la cual fue uno de los factores
dominantes en la segunda revolución, vendría a ser un resultado indirecto de las ideas
mágicas que acabamos de considerar.
El trabajo de los metales implica dos grupos o conjuntos de descubrimientos: 1)
que el cobre, cuando es calentado, se funde y puede vaciarse en cualquier molde
deseado, y que, al enfriarse, se hace tan duro como una piedra y se le puede sacar un
filo tan bueno como a ésta; y 2), que este metal resistente, cortante y rojizo se puede
producir calentando ciertas piedras o tierras cristalinas, poniéndolas en contacto con
carbón vegetal. En realidad, el cobre se puede hallar, aun cuando sólo raramente, en
estado metálico, como cobre nativo. Los indios precolombinos de la región de los
Grandes Lagos, en EE, UU., empleaban intensivamente los depósitos locales de cobre
nativo para fines industriales. Trataban el metal como una especie superior de piedra
y aun llegaron a descubrir su maleabilidad, produciendo objetos de cobre batido.
Pero, nunca trataron de fundirlo o de colarlo. Sus procedimientos no condujeron a la
metalurgia inteligente, siendo improbable que el cobre nativo haya desempeñado
algún papel importante en el desarrollo de la industria en el Viejo Mundo. Esto
dependió del comienzo de la reducción de minerales de cobre.
El descubrimiento que eso implica pudo haberse hecho fácilmente. Algún egipcio
prehistórico pudo haber abandonado algún trozo de malaquita en las cernías
incandescentes de su fogón, observando cómo salían los glóbulos resplandecientes de
cobre metálico. Un incendio, iniciado por algún buscador de joyas en un sitio
metalífero, para hacer aflorar una veta a la superficie, pudo haber reducido una
porción de mineral. En el distrito de Katanga, los exploradores han tenido noticias de
cuentas de cobre, coladas de esta manera accidental entre las cenizas de los
campamentos de los negros. La reducción del cobre pudo haber sido descubierta más
de una vez, sin que su significado fuera apreciado necesariamente de inmediato. En
las tumbas egipcias más antiguas, aparecen esporádicamente pequeños objetos de
cobre —alfileres y hasta puntas de arpón—. Pero no revelan aún una comprensión
inteligente de las propiedades del metal. El cobre ha sido martillado en delgadas
varillas, encorvado o batido en tiras y recortado; de hecho, se le ha sujetado a los
procesos aplicados comúnmente para trabajar el hueso, las piedras o las fibras —
cortar, martillar y combar—.
La verdadera superioridad del metal consiste en que es fusible y se puede colar.
La fusibilidad confiere al cobre algunos de los méritos de la arcilla de los alfareros.
Al trabajarlo, el artífice inteligente se encuentra libre de las restricciones de magnitud
y de forma, impuestas por el hueso y la piedra. Un hacha de piedra, una punta de
lanza hecha de pedernal o un arpón de hueso, sólo se pueden fabricar puliendo,
astillando o cortando trozos de la pieza original. En cambio, el cobre fundido es
completamente plástico y se puede adaptar a llenar cualquier molde deseado; puede
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vaciarse en un molde de una forma cualquiera y puede asumir, y mantener al
enfriarse, precisamente la forma contorneada por el molde. El único límite para su
tamaño es la capacidad del molde; se puede colar tanto cobre como se quiera. A más
de esto, los moldes mismos pueden hacerse de arcilla de alfarero, cuyas
potencialidades hemos examinado en la p. 113.
Por otro lado, a pesar de ser tan plástico cuando está caliente, el metal, al
enfriarse, posee las virtudes fundamentales de la piedra y del hueso; es igualmente
sólido y también se puede afilar o aguzar finamente. Además, tiene la ventaja
adicional de ser maleable. Y, por último, es más durable que la piedra o el hueso. Un
hacha de hueso se puede astillar fácilmente con el uso, echándose a perder; en el
mejor de los casos, habrá necesidad de afilarla con frecuencia, quedando reducida
bien pronto, a un tamaño que la hace inútil. En cambio, un hacha de cobre se puede
volver a fundir una y otra vez, quedando siempre tan buena como cuando estaba
nueva. El empleo inteligente del metal —es decir, de la metalurgia simple— se inicia
cuando estas ventajas han sido entendidas.
Pero, esta comprensión requiere un reajuste de las formas de pensar. La
transformación del cobre sólido y resistente en metal fundido y, luego, su vuelta al
estado sólido de nuevo, es un proceso dramático, el cual debe haber parecido
misterioso. En un principio, la identidad entre la masa informe del cobre en bruto, el
líquido en el crisol y la pieza fundida bien formada, debe haber sido difícil de
entender. El hombre estaba controlando, así, un notable proceso de transformación
física. Tuvo que reajustar las ingenuas ideas que había mantenido sobre la substancia,
cualesquiera que hayan sido, para reconocer la identidad a través de sus diversos
cambios.
A más de esto, el control del proceso únicamente fue posible por medio de todo
un conjunto de descubrimientos e invenciones. Para fundir el cobre, es necesario
alcanzar una temperatura de cerca de 1, 200° C. Esto requiere un fuelle. Tuvo que
inventarse algún artificio para dirigir una corriente de aire sobre la llama; la solución
correcta la constituyeron los fuelles, pero no se tienen pruebas directas de ellos hasta
el año 1600 a. C. Hubo necesidad de inventar hornos, crisoles y tenazas. El vaciado
requiere moldes. Es bastante fácil reproducir, por colado, un objeto que sea plano de
un lado, imprimiéndolo en arcilla y vertiendo el metal fundido en el hueco dejado por
el modelo. Pero, el procedimiento es inútil para hacer una daga sólida con ambas
caras acanaladas para darle mayor resistencia. Tal instrumento requiere un molde de
dos piezas, cuyas mitades deben corresponder y unirse o acoplarse con exactitud.
Hacia el año 3000 a. C. se empleó en Mesopotámica el ingenioso procedimiento de la
cera perdida. Primero, se hace en cera un modelo del objeto deseado, y luego se
reviste con arcilla; después se pone a calentar hasta que se cuece la arcilla, a la vez
que se escurre la cera; entonces, se vacía el metal en la cavidad y, por último, se
rompe el molde de arcilla, poniéndose al descubierto el metal vaciado reproduciendo
la forma del modelo de cera.
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Esta breve exposición podrá sugerir cuán intrincado es, en realidad, el proceso del
colado. Pero, las operaciones reales son mucho más tediosas e intrincadas de lo que
puede indicar una página impresa. Por ejemplo, es necesario tomar precauciones para
evitar que el metal líquido oxide el molde o se adhiera a él. En un molde cerrado,
existe el peligro de que se formen burbujas de aire, las cuales pueden causar una
debilidad fatal en el colado. Además, después de ser fundido, el instrumento tiene que
ser martillado y pulido con una lima o con algún abrasivo.
Evidentemente, el forjador debe disponer de un formidable cuerpo de
conocimientos industriales; las tradiciones de su oficio incluyen los resultados de una
larga experiencia y de muchos experimentos deliberados. Representan una nueva
rama de la ciencia aplicada —cuyos elementos se han incorporado a la química y a la
física moderna— pero, mezclada con una maraña de magia que nosotros hemos
olvidado, felizmente. La transmisión de este saber era del mismo tipo que la del arte
de la cerámica. Sin embargo, la tarea del forjador era más complicada y exigente que
aquélla, y el conocimiento requerido era más especializado. Es muy dudoso que la
metalurgia se haya podido practicar en alguna parte, como una industria domestica en
los intervalos dejados por el trabajo agrícola. Entre los bárbaros modernos, los
forjadores son, normalmente, especialistas; y, probablemente, el trabajo de los
metales siempre ha sido una labor que ocupa todo el tiempo de quien la realiza. El
forjador debe haber sido, por tanto, el artesano que se especializó primero, con
excepción del hechicero. Pero, una comunidad sólo puede mantener un forjador
cuando posee un excedente de alimentos; estando apartado de la producción
alimenticia, el forjador tiene que alimentarse del sobrante no consumido por los
agricultores. El uso industrial del metal debe ser considerado como una señal de la
especialización del trabajo, del hecho de que la provisión alimenticia de una
comunidad excede felizmente sus necesidades normales.
En general, significa todavía más; comúnmente trae aparejado el sacrificio
definitivo de la independencia económica. El cobre está lejos de ser algo común; sus
minerales no se encuentran en las llanuras de aluvión o de loess, preferidas por los
agricultores neolíticos, sino en los terrenos boscosos o rocosos. Muy pocas
comunidades agrícolas deben haber poseído minas de cobre en su territorio propio; la
gran mayoría, siempre tuvo que importar el metal o su mineral. En último término, lo
obtenían produciendo un excedente alimenticio, por encima del nivel necesario para
su consumo doméstico.
Las implicaciones científicas y económicas de la extracción del metal de sus
minerales son, tal vez, de mayor trascendencia que las resultantes del trabajo de los
metales. Los minerales de cobre son una materia cristalina o pulverizada, que se
presenta generalmente en forma de vetas, en rocas antiguas y duras. La
transformación de los minerales en cobre es un proceso químico bastante himple.
Pero ¡cuán asombroso resultó esto para el hombre primitivo! La apariencia del
mineral no es, en modo alguno, semejante a la del metal. La transformación que sufre
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en contacto con el carbón incandescente, es milagrosa; con seguridad, debe haber
sido considerada como un cambio de substancia, como una transubstanciación. El
reconocimiento de la continuidad de la substancia debe haber sido algo muy difícil,
ya que una explicación racional no se logró sino con el surgimiento de la química
moderna; y, aun entonces, pudieron subsistir las ideas de la alquimia acerca de la
transmutación. Con todo, independientemente de cuáles hayan sido sus teorías, el
hecho es que el hombre aprendió suficiente química práctica como para distinguir
cuáles clases de piedra producen cobre al ser calentadas con carbón.
Como antes lo señalamos, las clases de piedras apropiadas no eran nada comunes.
Una vez que hubo comprendido el valor del metal y la posibilidad de transmutar las
piedras en metales, el hombre debe haber buscado deliberadamente minerales
adecuados y hecho numerosos experimentos, ensayando sucesivamente con una gran
variedad de piedras. Muchos experimentos fueron infructuosos, pero, en la
indagación se descubrieron otros metales. La plata y el oro se encuentran ya en las
tumbas prehistóricas de Egipto, y fueron extensamente utilizados en Mesopotamia,
antes del año 3000 a. C. En las tumbas egipcias se encuentran cuentas de hierro
meteórico, poco antes del año 3000 a. C.; y, un poco más tarde, se fundían
ocasionalmente minerales de hierro en Mesopotamia. Sin embargo, el hierro no fue
fundido ni trabajado en ninguna parte, en una escala industrial, antes del año 1400 a.
C. El estaño era conocido para los metalúrgicos de Sumer y del valle del Indo, poco
después del año 3000 a. C., empleándose principalmente como aleación del cobre,
para simplificar el proceso del colado.
Los primeros minerales de cobre que fueron explotados procedían,
presumiblemente, de yacimientos superficiales. Deben haber existido muchas vetas
de esta clase, pero todas ellas se agotaron mucho antes de que empezaran las
exploraciones geológicas modernas. Sin embargo, ocasionalmente, el hombre debe
haber tenido que seguir las vetas por debajo de la superficie, dando comienzo a la
minería. El minero del cobre tuvo que aprender la manera de partir las rocas duras,
encendiendo fuego sobre ellas y arrojando agua encima de sus superficies calientes.
Se tuvieron que inventar sistemas de apuntalar y de ademar, para sostener los muros y
los techos de las galerías. Fue necesario fragmentar el mineral, separarlo de la roca
por medio del lavado y transportarlo a la superficie. Sin embargo, no han sobrevivido
testimonios que ilustren los pasos seguidos en la formación de la ciencia de la
minería; pero, hacia el año 1000 a. C., aun en la Europa todavía bárbara, los mineros
del cobre aplicaban una ciencia que, en nuestros días, produciría la admiración de las
personas ajenas a la profesión minera, sólo que no podemos intentar exponerla aquí.
El arte de fundir no es menos difícil. Como en el caso del colado, es fundamental
contar con alguna especie de fuelle. Y, para la producción en gran escala, tuvo que
inventarse un horno. Solamente los minerales superficiales de cobre se pueden
reducir directamente, calentándolos con carbón vegetal; los minerales más profundos
son, generalmente, sulfuros y tienen que ser calcinados a descubierto, para que se
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oxiden, antes de poderlos fundir. Otros metales requieren tratamientos diferentes. El
plomo, por ejemplo, se volatiliza y desaparece con el humo, cuando se le calienta en
el homo abierto empleado para fundir cobre.
Los exploradores, mineros y fundidores debían dominar, por lo tanto, una suma
de conocimientos todavía más compleja que la requerida por el forjador. Tenían que
clasificar las distintas clases de minerales, aprendiendo las características más
notables para reconocerlos y las técnicas más apropiadas para su tratamiento. El
conocimiento requerido sólo se pudo obtener por medio de la experimentación y de la
comparación de resultados, en una escala mucho mayor de la que había exigido el
trabajo de los metales. La minería tuvo que ser un oficio aún más especializado que el
del forjador. En general, los mineros nunca deben haber sido productores de
alimentos, sino que deben haber contado con el excedente de alimentos producidos
por quienes empleaban sus productos.
La metalurgia inteligente debe haber sido ampliamente conocida en el Antiguo
Oriente, poco después del año 4000 a. C. No obstante, el metal substituyó a la piedra
con mucha lentitud. Las ventajas que hemos expuesto antes, no deben ser exageradas.
Para escardar la tierra, las azadas de piedra servían bien al agricultor; aunque tenía
que substituirlas con frecuencia, pero, generalmente, esto era fácil. Una hoja de
pedernal sirve, en forma excelente, para descuartizar las reses muertas, para segar los
granos, para aderezar las pieles y hasta para rasurar; se desgasta rápidamente, pero,
cuando abunda el pedernal, se puede fabricar un nuevo cuchillo o una nueva navaja,
en unos cuantos minutos. Las hachas o azuelas de piedra sirven para derribar árboles,
labrar postes o desbastar una canoa, casi con tanta rapidez y destreza como con las de
cobre; lo único que se necesita es tener periódicamente una tregua para fabricar un
hacha nueva de una guija conveniente. El principal defecto de los instrumentos de
piedra era que se desgastaban con mucha rapidez. Pero, cuando la materia prima se
encontraba a mano y el tiempo no era tan absurdamente precioso, no era un trabajo
intolerable el tener que fabricar nuevas herramientas, de cuando en cuando. Fueron
necesarias las condiciones geográficas especiales de una llanura de aluvión, en donde
las piedras adecuadas eran raras, para que se hiciera común la estimación por el
nuevo y más durable material, y para que se creara una demanda efectiva y general
por el metal. Y, para dar satisfacción a esta posible demanda, fue necesario mejorar
los medios de transporte. Lo cual se tradujo en el aprovechamiento de la fuerza
motriz de tracción animal y de los vientos. Ambas cosas fueron, como el
descubrimiento del metal y la invención de la metalurgia, condiciones previas a la
segunda revolución, las cuales se conquistaron antes que ella aconteciera.
El aprovechamiento de la fuerza de los bueyes o de los asnos y de la del viento,
fue el primer ensayo eficaz hecho por el hombre para lograr que las fuerzas naturales
trabajaran para él. Cuando lo consiguió, se encontró, por primera vez, controlando y
aun dirigiendo fuerzas continuas no suministradas por sus propios músculos. Estaba
en el camino correcto para aliviar a su cuerpo de las formas más brutales del trabajo
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físico —camino que condujo al motor de combustión interna, al motor eléctrico, al
martinete de vapor y a la excavadora mecánica—. Al mismo tiempo, aprendió nuevos
principios de la mecánica y de la física.
Los agricultores-ganaderos tenían a su disposición una fuerza motriz apropiada
en el ganado que ya habían domesticado. Tal vez fue el toro el primer animal al cual
se le puso a tirar de un arado. Pero, desde luego, tenía que haberse inventado el arado
—el azadón de cuchilla larga de los egipcios prehistóricos, la azada de tracción,
semejante a la que todavía se utiliza en el Japón, o el arado de pie análogo al
empleado el siglo pasado en las Hébridas, pueden haber constituido el modelo—. El
arado fue el heraldo de una revolución agrícola. Arando la tierra se revuelven esos
elementos fértiles del suelo, que en las regiones semi-áridas están expuestos a
hundirse fuera del alcance de las raíces de las plantas. Con dos bueyes y un arado, un
hombre pudo cultivar en un día una superficie mucho mayor de la que podía cultivar
una mujer con la azada. La parcela cedió su lugar al campo y se inició, en realidad, la
agricultura (del latín ager, “campo”). Y todo esto se tradujo en mayores cultivos, más
alimentos y el crecimiento de la población. Incidentalmente, el hombre substituyó a
la mujer en la función principal de la agricultura. Se desconoce por completo la época
en la cual se consumó esta revolución. Fin el Cercano Oriente, Egipto y la región del
Mar Egeo, se consumó bastante antes de la aurora de la historia. Pero, en Alemania,
hacia el año 2000 a. C., el cultivo de pequeñas parcelas con azada todavía seguía
siendo la economía única.
En pleno desierto y en las estepas, se deben haber empleado los bueyes para tirar
de narrias o trineos, tal como lo hacen todavía las primitivas tribus cazadoras para
transportar sus tiendas y su equipo, de un campamento a otro. (Como el perro se
apegó al hombre mucho antes de que las vacas o las ovejas fueran domesticadas, los
trineos tirados por perros deben ser más antiguos que las carretas y las narrias tiradas
por bueyes). Las narrias tiradas por bueyes todavía seguían siendo empleadas en Ur,
hacia el año 3000 a. C., para conducir a su última morada los cadáveres reales. Sin
embargo, mucho antes de esa fecha, la narria había sido transformada por una
invención que revolucionó la locomoción terrestre. La rueda fue la conquista
culminante de la carpintería prehistórica; constituyó la condición previa para la
maquinaria moderna y, aplicada al transporte, convirtió la narria en una carreta o
furgón; los cuales fueron los ancestros directos de la locomotora y del automóvil.
Es fácil hacer conjeturas acerca de la manera de cómo se pudo haber inventado la
rueda, pero los datos reales al respecto son difíciles de obtener. Como los objetos de
madera no pueden durar, generalmente, muchos siglos, el arqueólogo sólo se puede
informar acerca de los vehículos por medio de los dibujos o modelos que hicieron de
ellos los contemporáneos, en algún material durable, como la arcilla cocida o la
piedra. Su testimonio claramente defectuoso y unilateral, justifica las siguientes
consideraciones positivas. Los vehículos con ruedas están representados en el arte
sumerio hacia el año 3500 a. C., y en el norte de Siria, tal vez, un poco antes. Hacia el
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año 3000 a. C., se usaban comúnmente carretas, furgones y hasta carrozas, en Elam,
Mesopotamia y Siria. En el valle del Indo las carretas con ruedas se empleaban ya
cuando empezaron a quedar testimonios arqueológicos, hacia el año 2500 a. C., y, por
esa misma época, también eran usadas en el Tuxquestán. Unos cinco siglos después,
por lo menos, aparecen testimonios de ellas en Creta y en Asia Menor. Por otro lado,
este invento no fue utilizado, ciertamente, por los egipcios hasta el año 1650 a. C.,
cuando fueron obligados a ello por los invasores asiáticos, los hiksos.
Como es natural, los primeros vehículos con ruedas eran artefactos muy toscos.
Todavía en el año 3000 a. C., las carretas y furgones sumerios tenían ruedas sólidas,
compuestas de tres piezas de madera empalmadas y atadas con llantas de cuero,
tachonadas con clavos de cobre. Las ruedas giraban en una sola pieza con e] eje, el
cual estaba fijado a la parte inferior del carro con tiras de cuero. Las carretas de
bueyes de los pueblos del valle del Indo, repiten fielmente esta estructura en la
actualidad.
La rueda no sólo revolucionó el transporte, sino que también fue aplicada en la
industria manufacturera, hacia el año 3500 a. C.; siendo necesario hacer una breve
digresión para explicar esto. Con una rueda horizontal, en cuyo centro podía poner a
girar la masa de arcilla, el alfarero podía dar forma, en un par de minutos, a una
vasija que le llevaría varios días de trabajo cuando la hacía a mano. Además, el objeto
resultaba más simétrico. La fabricación de vasijas fue la primera industria
mecanizada, la primera en aplicar la rueda a la maquinaria manufacturera. El
resultado fue que el oficio mismo se transformó. La etnografía demuestra que, entre
los pueblos actuales más simples, la fabricación de vasijas a mano es un arte
doméstico practicado por las mujeres, en tanto que la manufactura con rueda giratoria
es un oficio especializado reservado a los hombres. Los testimonios de que
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disponemos sugieren que ocurría lo mismo en la antigüedad. De esta manera, la
introducción de la rueda en la industria de la cerámica señala otro paso en la
especializaron del trabajo; los alfareros son ahora especialistas, apartados del trabajo
primordial de la producción de alimentos, que cambian sus efectos por una parte del
sobrante comunal.
Es posible que estos dos usos primordiales de la rueda hayan surgido en forma
independiente, aun cuando no parece muy verosímil. En todo caso, no siempre
coexistieron desde un principio. En el Cercano Oriente y en la India, en realidad, las
ruedas giratorias para hacer vasijas son, ciertamente, tan antiguas como los vehículos
con ruedas. Pero, en Egipto, la rueda de los alfareros fue adoptada antes que el carro
con ruedas; mientras que, en Creta, los modelos de furgones son anteriores en unos
dos siglos a los más antiguos tornos de alfareros. En Europa, la rueda de los alfareros
no se empleó al norte de los Alpes hasta después del año 500 a. C., en tanto que los
vehículos con ruedas ya se utilizaban, tal vez, desde un millar de años antes. Pero,
esto no es, después de todo, sino una digresión.
La introducción de carros con ruedas tirados por bueyes u otras bestias, aceleró
las comunicaciones y simplificó enormemente el transporte de mercancías. Sin
embargo, los vehículos no representan el único método de emplear la fuerza motriz
animal en los transportes. Las mercancías pueden cargarse directamente a lomo de
bestias y el hombre puede montarse en ellas. Hacia el año 2000 a. C., el transporte de
mercancías entre Babilonia y Asia Menor se hacia, normalmente, a lomo de asno. La
historia de esta clase de transporte todavía es difícil de descifrar en los testimonios
arqueológicos que se refieren al tránsito de vehículos. El asno es nativo del nordeste
de África y debe haber sido domesticado mucho antes del año 3000 a. C.,
presumiblemente para servir como bestia de carga. Por la fecha que acabamos de
mencionar, se registran en Egipto asnos domesticados y, en esa misma época, eran
utilizados para tirar de los arados en Mesopotamia. Desde entonces, el asno ha
seguido siendo la bestia de carga y el animal de silla más común del Cercano Oriente.
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Forde considera que el caballo también pudo haber sido domesticado, primero,
como animal lechero y de silla. Pero, excepción hecha de algunos dudosos modelos
de sillas de montar del valle del Indo, hechos hacia el año 2500 a. C., no existe
realmente ningún testimonio satisfactorio de la equitación sino hasta un poco antes
del año 1000 a. C. Se supone que esta bestia es nativa de las estepas del Asia Central
y de Europa. En el Cercano Oriente, los caballos aparecieron con certeza por el año
2000 a. C., y de allí fueron introducidos a Egipto por los hiksos, hacia el año 1650 a.
C. Pero, en todos los casos, aparecieron exclusivamente como animales de tiro,
enjaezados para los carros de guerra. Aun en una fecha más remota, hacia el año 3000
a. C. o antes, se representó en los monumentos sumerios a una especie de equino,
tirando de carros. Sin embargo, la identidad de estas bestias es discutible. Algunos
investigadores autorizados, como Frankfort, dicen que el animal representa un
caballo; otros dicen que se trata de una mula; la mayoría, incluyendo a Hilzheimer y a
Woolley, sostienen ahora que debe considerarse como un onagro, el asno salvaje de
Asia. Entre paréntesis, debemos hacer notar que las guarniciones empleadas en los
carros sumerios y en otros vehículos antiguos, parecen seguir el diseño inventado
originalmente para enganchar los bueyes a la carreta. Y, debido a las diferencias
anatómicas entre los bovinos y los equinos, este antiguo arnés debe haber sido muy
molesto para los caballos y, en consecuencia, muy ineficaz.
La domesticación de los caballos debe haber incrementado, en forma importante,
tanto las distancias recorridas como la velocidad de las comunicaciones. Aun cuando
puede parecer, de acuerdo con los testimonios disponibles, que esta aceleración se
sale enteramente del período considerado en este capitulo, el transporte por medio del
caballo debe estimarse como una posibilidad, antes de la segunda revolución: al
borde de las regiones bien exploradas de los valles pueden haber existido pueblos que
ya contaran con la movilidad garantizada por el dominio sobre los caballos. Estos
pueblos hipotéticos pueden haber servido como agentes para la propagación de ideas
e invenciones, a distancias y velocidades inconcebibles para las carretas de bueyes y
los asnos que habían sido los más rápidos medios disponibles para el transporte.
Debemos tener en cuenta otra posibilidad: los camellos o dromedarios pueden haber
sido domesticados antes del año 3000 a. C. Y, contando con los camellos, los
desiertos dejan de ser barreras para el intercambio y se convierten, al igual que los
mares, en eslabones que enlazan los centros de población.
Paralelamente a las importantes mejoras en los medios de transporte terrestre, se
desarrolló también la navegación. Pero, a este respecto, los testimonios son todavía
más escasos. Los pescadores deben haber usado piraguas y canoas de cuero, antes de
la primera revolución. Poco después, las pinturas de los vasos prehistóricos egipcios
representan embarcaciones importantes, hechas de haces de papiros atados,
impulsadas por cuarenta o más remeros o bogadores, y equipadas con una especie de
cabina cerca del centro. No obstante, los barcos de vela no se encuentran en Egipto
sino hasta poco después del año 3500 a. C., y parecen ser de un tipo extraño al Nilo.
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En cambio, es casi seguro que hacia el año 3000 a. C., cuando más tarde, los barcos
de vela navegaban libremente en el Mediterráneo oriental. Lo mismo puede decirse
del Mar de Omán, a pesar de que los testimonios directos son todavía menores.
Así, el hombre empezó a vencer las dificultades mecánicas surgidas en el
desarrollo del transporte marítimo (es decir, tuvo que aprender a construir
embarcaciones de tablones y a enjarciar velas), y tuvo que adquirir conocimientos
topográficos y astronómicos suficientes para utilizar los caminos del mar. Tanto por
agua, como por tierra, los pueblos del Oriente estaban ahora en condiciones de
compartir sus recursos naturales y la experiencia que había adquirido cada uno de
ellos.
Los oficios, procedimientos e invenciones antes enumerados, son las expresiones
más destacadas de un conjunto de conocimientos científicos y aplicaciones de la
experiencia acumulada. Su propagación significó también la participación de este
conocimiento práctico. Con ella, los pueblos del Oriente adquirieron el equipo
técnico necesario para controlar a la naturaleza, lo cual fue un requisito para la
consumación de la segunda revolución, con el consiguiente establecimiento de un
nuevo tipo de economía y de sociedad. Sin embargo, todavía intervinieron otros
factores antes de que el conocimiento así adquirido fuera aplicado realmente en la
práctica.
En las páginas anteriores, hemos tratado, en realidad, a la extensa región situada
entre el Nilo y el Ganges, como si formara una sola unidad, a pesar de nuestra
insistencia en la diversidad de economías existentes dentro de ella; el desarrollo que
hemos trazado, lo presentamos como un proceso continuo y pacífico. Pero, esta
explicación difícilmente corresponde a los hechos arqueológicos. En realidad, en los
montículos de los poblados de Irán, Mesopotámica y Siria, y en los cementerios de
Egipto, se pueden discernir cambios radicales y, a veces, catastróficos, en la cerámica
y en la arquitectura doméstica, en el arte y en los ritos funerarios. Se considera,
generalmente, que estos cambios indican desplazamientos de la población, o la
infiltración de nuevos pueblos, ya sea por conquista o por invasión.
En una región expuesta a las sequías y a las inundaciones, es obligado que
ocurran migraciones, particularmente cuando sus habitantes dependen por entero de
la naturaleza, respecto a sus cultivos y a su alimentación. Entonces, una sequía
inesperada podía significar el hambre para los campesinos a quienes se les secaban
sus cultivos y para los pastores que apacentaban sus rebaños en la estepa. Y el
espectro del hambre debe haber impulsado a sus víctimas a buscar alimento en los
valles de los ríos, en donde podían obtener grano para los hombres y pastura para el
ganado; deben haber llegado como suplicantes, tal como los “hijos de Israel”, y
aceptado alguna clase de servidumbre a cambio del sustento o, desde luego, pueden
haber encontrado refugio por la fuerza de las armas, llegando en calidad de
conquistadores. En todo caso, los habitantes de la estepa, puestos así en movimiento,
llegaron a mezclarse con la antigua población de los valles, cuando no a substituirla o
LA REVOLUCIÓN URBANA
Hacia el año 4000 a. C., la enorme comarca de tierras semi-áridas que bordea el
Mediterráneo oriental y se extiende hasta la India, se encontraba poblada por un gran
número de comunidades. Entre ellas, debemos imaginar que existía una diversidad de
economías, adecuadas a la variedad de condiciones locales; comprendiendo
cazadores y pescadores, agricultores de azada, pastores nómadas y agricultores
sedentarios. A su alrededor, podemos añadir otras tribus dispersas en la inmensidad
del desierto. Entre todas estas comunidades, se había aumentado el capital cultural
del hombre, con los descubrimientos e invenciones señalados en el capítulo anterior.
Habían acumulado laboriosamente un conjunto importante de conocimientos
científicos —topográficos, geológicos, astronómicos, químicos, zoológicos y
botánicos— de saber y destreza prácticos, aplicables a la agricultura, la mecánica, la
metalurgia y la arquitectura, y de creencias mágicas que también eran consagradas
como verdades científicas. Como resultado del comercio y de las migraciones de
pueblos que hemos indicado, la ciencia, las técnicas y las creencias se habían
propagado con amplitud; el conocimiento y la destreza eran aprovechados. Al propio
tiempo, se venía quebrantando la exclusividad de los grupos locales, se relajaba la
rigidez de las instituciones sociales y se sacrificaba la independencia económica de
las comunidades autosuficientes.
Este desarrollo avanzaba con mayor rapidez en las grandes depresiones de los
ríos, en el valle del Nilo, en las grandes llanuras de aluvión comprendidas entre el
Tigris y el Eufrates, y en las que bordean el Indo y sus afluentes, en las regiones de
Sind y Penjab. En ellas, una dotación generosa e infalible de agua y un suelo fértil
renovado cada año por las avenidas, aseguraba un abastecimiento superabundante de
alimentos y permitía el crecimiento de la población. Por otra parte, tanto el
avenamiento original de los pantanos y cañaverales que crecían junto a los ríos, como
la subsecuente conservación de las tajeas y de los diques de protección, imponían
exigencias excepcionalmente pesadas, requiriendo un esfuerzo continuo y
disciplinado de las comunidades que disfrutaban de estas ventajas. Como lo
explicamos en la p. 136, la irrigación puso en manos de las comunidades un medio
eficaz para fortalecer la disciplina.
A pesar de su abundancia de alimentos, los valles de aluvión son
extraordinariamente pobres en otras materias primas fundamentales para la vida
civilizada. El valle del Nilo carecía de madera para construcción, de piedra suelta, de
minerales y de piedras mágicas. Sumer se encontraba en condiciones todavía peores.
La única madera nativa era la suministrada por las palmeras datileras, las canteras de
Fig. 8. Taller de un orfebre, según la pintura mural de una tumba del Reino Antiguo.
Dices tú; “soy escriba que da órdenes a los reclutas”. Has dado a excavar
un depósito. Pero, vienes a mí para indagar las raciones de los soldados y me
dices: “calcúlalas”. Abandonas tu cometido y haces recaer en mí la carga de
enseñártelo.
Tú eres el escriba hábil que encabeza a los reclutas. Se debe construir una
rampa de 730 codos de longitud y 55 codos de anchura, conteniendo 120
compartimientos y rellenada con carrizos y estacas… Los generales preguntan
la cantidad de ladrillos requerida, y los escribas están, reunidos, sin que
ninguno de ellos sepa nada. Ellos ponen en ti su confianza, diciendo: “tú eres
el escriba hábil, amigo mío… Respóndeles» ¿cuantos ladrillos se necesitan?”.
Se te ha dicho: “vacía el depósito, bajo el monumento de tu señor, que está
lleno de arena traída de la Montaña Roja. Mide 30 codos cuando se encuentra
extendido sobre el suelo y 20 codos de ancho. El depósito consta de varias
divisiones, cada una de ellas de 50 codos de altura. Se te comisiona para
hallar cuántos hombres lo demolerán en seis horas”.
(Por supuesto, tal como está planteado, él problema no tiene solución; pero, esto
forma parte de la broma).
Los problemas que Se resuelven en los textos existentes de Egipto y Babilonia,
son justamente del tipo anterior. La mayor parte de los problemas nos parecen
triviales; sólo unos cuantos dejarían seriamente perplejo, en la actualidad, al alumno
de una escuela elemental. Pero, seria enteramente absurdo juzgar a los escribas que
vivieron hace 5.000 años, conforme a las pautas modernas. Las operaciones que les
preocupaban nos son familiares precisamente porque hemos heredado las técnicas
inventadas por ellos, a través de los griegos y de los árabes.
En realidad, los escribas sumerios y egipcios estaban experimentando en un
dominio totalmente desconocido y no explorado, que habían abierto los
acontecimientos sin precedentes de la revolución urbana. Los problemas que ellos
debían resolver eran absolutamente nuevos, y nunca antes se habían presentado,
precisamente porque fueron creados por la revolución misma. Al igual que los otros
resultados, nos son familiares porque constituyen la base de nuestra propia
civilización. Sólo que los matemáticos antiguos tuvieron que inventar, realmente, los
métodos para resolverlos.
(Se escribe 1 al lado del multiplicando y se van duplicando ambos términos, hasta
tener en la primera columna números cuya suma sea el multiplicador, poniendo una
contraseña en los renglones pertinentes.
Entonces, se suman las cifras correspondientes de la segunda columna. En el
segundo caso, el procesó se simplificó con la notación decimal a la cual nos referimos
en la p. 239).
Para dividir, sé invertía el procedimiento. La división 19 entre 8, la cual hubiera
sido expresada por el egipcio como “calcular con 8 para encontrar 19”, seria obtenida
así:
La fórmula empleada es: (d -1/9 d)2 de donde, π = (16/9)2. El resultado del teorema
de Pitágoras (en un triángulo rectángulo, el cuadrado del lado opuesto al ángulo recto
es igual a la suma de los cuadrados de los otros dos lados) era perfectamente familiar
para los babilonios, desde el año 2000 a. C. Desde luego, no lo podían aplicar en
todos los cálculos, ya que ellos no sabían manejar cantidades irracionales. Cuando la
suma de los dos cuadrados producía un número que no era un cuadrado perfecto,
tenían que recurrir a otros métodos, para obtener un resultado aproximado. Una
tablilla existente en Berlín presenta dos cálculos de la diagonal de una puerta, de ;40
gar de altura y ;10 gar de ancho. Las operaciones dan, respectivamente, los valores
;41.15 y ;42, 13,20, y se pueden representar con la formula:
w2
d = h + , y d = h + 2w2h
2h
Se trata de una descripción muy buena y precisa del cerebro. Las observaciones
registradas aquí no pueden ser hechas en el curso de la momificación, sino que se
deben al estudio inteligente de un soldado o de un trabajador herido.
Hasta aquí, el tratado produce una impresión favorable de la cirugía egipcia. Pero,
si está basado en un original que se remonta a la época de las pirámides, como piensa
Breasted, entonces, la cirugía en Egipto se encontraría, con mucho, en la misma
situación de las otras ciencias eruditas. Así, no tendríamos testimonio de progreso
alguno desde el año 2500 a. C. No se trataría de ningún desenvolvimiento del espíritu
científico mostrado por el autor anónimo, sino únicamente de una copia servil de
resultados anteriores y de una apelación a “la sabiduría de los antiguos”. Desde luego,
los absurdos contenidos en los papiros médicos posteriores no pueden servir como
NOTA GEOGRÁFICA
Egipto es el valle del Nilo, desde la Primera Catarata hasta el Mediterráneo. La parte
que se extiende al sur de El Cairo es, aproximadamente, el Alto Egipto; la que se
encuentra al norte es el Bajo Egipto.
A Mesopotamia la consideramos equivalente al moderno Irak; incluye:
Asiría —aproximadamente, el triángulo formado entre el Tigris y el Zab,
corresponde, en realidad, a tres culturas distintas. Pero, para los propósitos de «le
libro, esta nueva complejidad puede ser convenientemente ignorada. <<