Chincanqui - 2020
Chincanqui - 2020
Chincanqui - 2020
C hak ana
ediciones
S ixt o Vá zqu ez Zu let a
ToQo
2da Edición
Humahuaca
- 2020 -
Vázquez, Sixto
Chincanqui : kalllawaya y agitador / Sixto Vázquez. -
2a ed adaptada. - Salta : Sixto Vázquez, 2015.
280 p. ; 21 x 15 cm.
ISBN 978-987-42-7241-6
BLANCANOCHE
CHINCANQUI - 11
que le llegaba más abajo de las rodillas, de color morado, sujeta con
una faja de intrincados dibujos, blusa de lienzo con dibujos borda-
dos, rebozo cuadrangular que le tapaba la espalda y en el que tam-
bién bordó flores imaginarias, con pétalos alegraojos que no exis-
tían en las montañas. En los pies, encostrados por el hielo y el vien-
to, las ojotas de cuero, cuya planta estaba reforzada con goma pro-
veniente de neumáticos usados.
De vez en cuando, subía su madre a traerle azúcar, fideos,
algunas papitas, algo de charqui; constataba si no había nacido o
muerto alguna oveja y se iba otra vez.
A más de cuatro mil metros de altura sobre el nivel del mar,
donde sólo crecían llaretas y paja brava que las ovejas disputaban
con las vicuñas, se alzaba el puesto de Corral Hoyada. Era sólo un
montón de piedras apiladas una encima de otra, a fin de formar
cuatro paredes. Sobre ellas se habían cruzado unos troncos de
cardón, cubiertos con el pasto duro de las alturas. Pegada a esa
construcción, otra idéntica más pequeña que era la cocina. Al lado
el corral circular de los animales. Esa era toda la vivienda de la
pastora desde abril hasta setiembre junto con su rebaño de ovejas y
todos los días era lo mismo, cocinar en la mañana su espesado de
maíz y carne seca, para luego salir por esas alturas de la precor-
dillera con sus ovejas, a desafiar una naturaleza matahombres.
Era un misterio cómo en esas cimas de los Andes se extendían
lagunas y vastas ciénagas, de donde nacían arroyos y hasta ríos.
Como el puesto se encontraba cerca del camino que unía la quebra-
da con el valle, a diario veía pasar las recuas de burros cargados, va-
llistos montados en mulas y hombres y mujeres a pie. Con ninguno
hablaba, salvo para mandar o recibir algún mensaje. Ella permane-
cía allá en lo alto del cerro, hilando vellones y con su honda de lana
lista para espantar a los cóndores. Cuando el nublado la cercaba, an-
tes de recoger el rebaño, sentada en una piedra extraía de su som-
brero la trompa, se la colocaba en la boca, tañía suavemente el ins-
trumento metálico, y creaba su propia música, que nadie más cono-
cería.
Ese día parecía igual a los anteriores y a los venideros. Sacó la
majada y la llevó casi hasta el comienzo de Campo Laguna, pero al
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mediodía se nubló y la temperatura comenzó a bajar. Miró el ca-
mino que subía en zigzag desde Tilcara y vio trepar a un bulto, allá
lejos, por Cerro Pircado. Más tarde, un viento cortacarnes comenzó
a azotar las cumbres. Leocadia, conocedora del clima de esos luga-
res, con la ayuda de los perros, juntó sus ovejas y se dirigió al pues-
to. Al llegar, ya caían los primeros copos de nieve. Contenta de es-
tar protegida del mal tiempo, encerró el rebaño en el corral, entró a
su refugio de piedras apiladas y, ya en la cocina, se dispuso a prepa-
rar un poco de comida. Prendió el fuego, soplando las brasas ocultas
bajo la ceniza, arrimó leña y enseguida brotaron las llamas. Trajo
pedazos de llareta de un montón apilado detrás del puesto, los au-
mentó al fogón y colocó una olla con agua.
Mientras hervía su comida, salió a la puerta; la nevada ya no
dejaba ver ni camino ni cerros; todo estaba blanco. Con inquietud,
recordó al viajero que venía. Seguro alcanzó a cruzar Campo
Laguna, razonó, y en esos momentos estaría vagando cerca de allí.
Recordó que unos arrieros, hace unos años, fueron sorprendidos por
la nieve al subir. Ni siquiera alcanzaron a llegar al abra, a los días
recién los encontraron, muertos junto a sus mulas.
Salió con un cántaro a buscar agua del torrente que descendía
por una quebradita allí cerca. Al volver, la nevada tapaba todo, pero
ella conocía el caminito de memoria. Estaba por entrar al puesto,
cuando le pareció oír algo y prestó atención. Alguien gritaba del
lado de Peñalta. Dejó el cántaro en la cocina y subió a un peñasco
grande que se alzaba junto al corral. Las ovejas estaban acurrucadas
unas junto a otras y ya la nieve las cubría hasta medio cuerpo. A
pesar de ser las seis de la tarde, con el sol todavía alto, los copos
caían silenciosamente y oscurecían el crepúsculo. Obedeció a un
impulso; se puso las manos en la boca, lanzó uno de esos gritos
montañeses que hacen vibrar los cerros y escuchó con el corazón
palpitante. La nieve se tragó el sonido. De nuevo volvió a gritar.
Esta vez, alguien le contestó de la ríoorilla. Tenía nomás sentido de
orientación, pensó ella, no se había perdido tan rápido.
Así, con dos o tres alaridos más, fue orientándolo. Una sola
duda le quedó; parecía voz de hombre, pero su forma de gritar no
era vallista ni quebradeña. ¿De dónde sería?
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Desde Tilcara trepaba penosamente un hombre. No era pro-
mesante de la Virgen de Punta Corral, no era un comerciante ni uno
del lugar, y mientras subía pensaba, pero en quechua, su lengua
materna.
Anchatapuni sayaska qay Sietevueltas. Muy paradas estas
Siete Vueltas
Sintió pesada como nunca la subida de Cerro Amarillo y el
camino continuaba ascendiendo en zigzags. El nublado se hacía
cada vez más espeso y la cuesta no se terminaba. Adelante apareció
un arroyo congelado y agua que caía desde la cima, con salpicadu-
ras que se congelaban instantáneamente y castigaban su rostro con
trocitos de hielo. Reconoció con alivio el Chorro, pasó con cuidado
y comenzó a caminar por Campo Laguna.
-Me estoy poniendo viejo -vocalizó jadeante-. Hace años que
no venía por aquí. Esta alforja pesa demasiado. Como siempre, los
cami-nos me dan tiempo a pensar ¿Es por eso que somos tan sanos?
¿Porque caminamos mucho? Nuestra raza es caminadora por
excelencia. El caminar hace agitar los pulmones y el corazón; los
músculos trabajan y no se junta grasa.
Recordó lo que dijera su padre, allá en Curva. Lo veía
claramente, sentado en la puerta de su casa, mientras caía una de
esas lluvias tropicales, tan frecuentes en esos lugares.
-La Pachamama, la Madre Tierra, cura muchos males, pero
hay que estar en contacto con ella. Por eso los animales no se
enferman tanto como la gente; andan desnudos y la tierra los toca.
¿No ves como todos se revuelcan y viven sanos? Pero la gente trata
de aislarse de ella, se encierra en cuevas artificiales de ladrillo y
cemento, pone la ropa como barrera, sus zapatos que no dejan tocar
el suelo, y sus ciudades casi en ninguna parte tienen tierra. Por eso,
los promesantes que hacen la promesa de ir descalzos hasta el san-
tuario de la Virgen o del Señor, sanan de sus enfermedades; pisan la
Pachamama y ella los sana –le recomendaba.
14 – ToQo Zuleta
advirtió que la tormenta se le venía encima y el camino se borraría
totalmente. Si le agarraba la nieve en la planicie, no tenía salvación;
allí no había cuevas, huecos, ni siquiera una piedra grande bajo la
cual meterse. Recordó que arriba, al final de Campo de la Laguna,
existía un puesto, en Corral Hoyada. Si podía llegar allí, estaba
salvado, sino... ¡pachallampis tololoj!
Apuró lo más que pudo, y su corazón comenzó a agitarse ¿Por
qué unos cerros tenían puna y otros no? ¿Sería por el contenido en
minerales? El nublado se cerraba a su alrededor y recordó, mientras
movía automáticamente los pies: Si no me hubieran hecho quedar
en Sicilera hasta bien entrada la mañana... Pero esa chiquita, atada
a la cama, babeante y con los ojos blancos...
-¿De cómo se ha enfermado? -preguntó a la madre.
-No sé, don Narciso -respondió la mujer-. Hace dos semanas
salió a jugar al campo, y sus hermanitos dicen que se jué pa'l lugar
donde sale el agua de las peñas. Estos días pasados, de dormida,
abría los ojitos y decía ¡La sirena! ¡La sirena! y se jué empeorando
hasta quedar así.
Él se hizo mostrar el manantial, pidió las ropas que vestía la
niña esa vez, y preparó con ellas una especie de muñeca. A media-
noche, solo, con un braserito de barro en una mano, las ropas en la
otra y su alforja al hombro, se dirigió a la vertiente de agua. Bajo
los churquis de la quebrada angosta, en la oscuridad el líquido
parecía petróleo, que manaba entre unas piedras grandes como
ovejas. La noche estaba fría, pero tranquila.
Evidentemente allí había algo; un aura maligna se desprendía
de ese lugar. Al amparo de una piedra, Chincanqui prendió una vela
y la opresión disminuyó. Tomó la muñeca, la arrastró en la arena, al
lado del agua, trazando una cruz, mientras rezaba un Credo.
Sopló y avivó las brasas del brasero. Extrajo de su alforja
hierbas aromáticas secas y las echó encima de los carbones
encendidos. Un humo espeso se elevó, difundiendo un fuerte aroma.
Le pareció oír un chapaleo, pero continuó. Sacó una pequeña
campanilla de bronce y la hizo sonar prolongadamente, mientras
llamaba al espíritu de la pequeña:
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-¡Veente, veente! ¡Veente chiquita, vuelve a tu centro y lugar,
donde Dios te puso! -exclamó en voz alta.
Por dos veces más repitió el llamado. Al terminar, colocó la
ropa en el centro de la cruz dibujada en la arena y la apretó con
fuerza. En ese momento, una ráfaga de viento apagó la vela y le
pareció sentir un ulular ¿O era el viento al pasar entre las peñas? De
cualquier forma, decidió que era hora de irse. Cuando se retiraba,
escuchó otra vez el chapoteo, como de sapos que estuvieran metién-
dose al agua.
En cuanto entró en la casa, desató a la pequeña, que se ar-
queaba con las convulsiones y, a duras penas, con la ayuda de los
padres, la vistió con la ropa que trajo. Cosa extraña, enseguida se
aquietó, cerró los ojos y se durmió profundamente.
Por la mañana, le preparó una infusión de rayopiedra. La niña,
temblorosa todavía, pero ya en su estado normal, la tomó. Recién
entonces se despidió de la familia y pudo seguir su camino.
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trató de escuchar algo, el balido de una oveja o el ladrido de un pe-
rro que lo orientara, pero nada.
-Bueno, Chincanqui, parece que hasta aquí llegó tu suerte
-volvió a opinar consigo mismo.
Tenía que caminar para algún lado; por alguna parte debía es-
tar el puesto. El viento con una blancura de pesadilla, soplaba con
más fuerza en la planicie despejada del Abra. Se acordó del peligro-
so surumpio, la ceguera que ataca a los salineros y a los caminantes
de la nieve. Los ojos comienzan a lagrimear más y más, los párpa-
dos se hinchan y finalmente, uno queda ciego. Se previene pintán-
dose los ojos con hollín o poniéndose antiparras con vidrios oscu-
ros. Pero de una cosa estaba seguro; no tendría tiempo de quedar
ciego. La muerte por congelamiento llegaría más rápida, así que de-
cidió no perder tiempo en cuidar su vista. Tenía que encontrar cuan-
to antes un refugio; la noche llegaría rápidamente y entonces sería
más fácil despeñarse o caer en una hendidura.
¿Adónde iba? Nada se divisaba ya; tan sólo piedras o alguna
llareta gigantesca cercana sobresalían aquí o allá. ¿En qué dirección
estaría el puesto de Corral Hoyada? Un hielolazo le apretó el cora-
zón. ¿Estaba perdido? Trató de recordar para dónde continuaba el
camino. Tenía que seguir derecho. El puesto se alzaba al lado de un
río que bajaba fragoroso hasta Querosillayoc. El pie derecho se le
hundió en el vacío y se fue de bruces. La nieve tapaba una rajadura,
angosta y poco profunda por suerte. Se levantó a duras penas, impe-
dido por el peso de su alforja.
-Así no voy a ningún lado. ¡Pachamama, no me lleves toda-
vía! -volvió a decirse.
Una idea surgió en su mente. Se irguió, llenó los pulmones y
lanzó un fuerte alarido. Caminó otro poco y repitió la maniobra.
Cuatro veces así y ya estaba totalmente oscuro. Creyó escuchar algo
allá adelante y el corazón le brincoteó. Levantó el pasamontañas. El
viento helado le castigó la cara, y los oídos comenzaron a dolerle,
pero siguió caminando así, tratando de escuchar el ríorumor.
La nieve que caía borraba rápidamente sus huellas y los ojos
estaban lagrimeándole. De pronto, en medio del vientogemido, le
pareció escuchar un grito. Se paró y escuchó con todo su cuerpo,
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para ver si se repetía. Así fue; venía un poco de su izquierda.
Contestó, todo lo fuerte que le permitía su cansancio y se encaminó
hacia allí, con todos sus sentidos alerta. El siguiente grito sonó más
cercano. Al correr tropezó, cayó, se levantó, comenzó a sentir el
aguaruido, y vislumbró de dónde venía. Una peña alta, al pie de la
cual recordaba que estaba el puesto de Corral Hoyada. El balido de
una oveja se alzó enfrente de él, un perro ladró, y súbitamente la
vio, parada encima de una piedra, con el sombrero metido hasta las
orejas, envuelta con un rebozo rosacolor, temblando de frío.
18 – ToQo Zuleta
permitido que se juntara nieve en el suelo, se acuclilló y orinó; el
hueco que hacía de puerta de la cocina relumbraba rojizo en la
oscuridad. Volvió y se sirvió comida en otro plato; mientras comía,
miró de reojo al hombre. Era moreno, más que los vallistos y
quemado por muchos soles; tendría entre treinta y cuarenta años.
Sus ojos la impresionaban. Miraban de frente, sin parpadear, y la
hacían sentir rara.
-¿Cuántos años tenís moza? -le preguntó él.
-Dieciocho, señor -contestó, sin mirarlo.
-¿Y ya tenís hombre? -inquirió el curandero.
-¡No me digáis esas cosas señor! -respondió, entre cuchara y
cuchara de comida.
-¿Sabís que me has salvao de morir? -continuó Chincanqui
mientras hurgaba en su alforja.
-No sé señor -Mirándolo disimuladamente, por abajo del
sombrero, ella vio que sacaba una bolsita.
-¿Y por qué me has gritao? -insistió él. Ella lo miró.
Simplemente ¿qué podía contestarle, si no sabía porque lo hizo? El
yunga le alcanzó la bolsita.
-Tomá para vos, son pepitas de oro de la Rinconada -le dijo.
La pastora no contestó nada, ni hizo ademán de tomarla.
-Ahí te lo dejo -reiteró Chincanqui y depositó la bolsita al
lado de los platos vacíos.
Mostrándose apurada, ella tapó la olla de sopa con una piedra
plana y se levantó
-Hasta mañana señor -le saludó mientras salía.
-Hasta mañana -respondió.
Se sacó las lanamedias, poniéndolas a secar cerca del fuego.
Allí estuvo un largo rato, dándolas vuelta de uno y otro lado,
pensando, como siempre, pero esta vez parecía que sus pensamien-
tos eran otros.
Con una súbita decisión, depositó su alforja en un rincón, en-
cima de su poncho, dejó las medias sobre una piedra cerca del fue-
go, se calzó las abarcas y salió de la cocina. Al frente se alzaba la
casucha que hacía de dormitorio. Todo era silencio allí. Se encami-
nó al hueco que también aquí servía de puerta, cubierto con un raído
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cobertor de lana, pero enseguida los perros que dormían junto a la
pastora se le enfrentaron a los ladridos.
Ella estaba despierta, y esperaba. Ya sabía lo que iba a pasar; re-
signadamente hasta lo deseaba.
-¡Shh! -hizo callar a los perros-. ¿Qué querís señor? -le preguntó.
-Dame unos cueritos pa' dormir -contestó, asomando la cabeza.
-Pasá pues señor, sacate -musitó ella. Él entró.
Adentro estaba tibio y los perros lo recibieron con gruñidos. Tan-
teó en la oscuridad, en el piso tocó los lanudos cueros que hacían
de colchón, y algo más: apenas cubiertas con una áspera frazada, las
robustas piernas de la moza. Sin decir nada, levantó la frazada y se
deslizó a su lado. Ella, también sin hablar, se corrió a un costado,
haciéndole lugar. Los perros, aplacados, se durmieron. Nadie en el
mundo lo sabía, pero en ese momento comenzaba a existir Arsenio.
20 – ToQo Zuleta
Capitulo II
CHUQUISACAÑAN
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-¿Duro no? -le preguntó Moya, un estudiante de Huacareta,
mirándolo con sus ojos de gato, en ese momento enrojecidos, señal
de que tampoco durmió bien.
-Como descansar sobre las lajas de la calle -contestó.
-¡Para colmo, justo en la madrugada, el bochinche de los
borrachos que salen de las chicherías! -agregó su compañero.
-Podríamos ir a tomar café -propuso Narciso-. Total, ya ha
aclarado.
-¡Claro! O api con tortillas y buñuelos -aceptó Moya.
Se incorporaron. El camión se encontraba al costado de una
plaza en plano inclinado, rodeada por barrocasas sin revocar, techa-
das con paja, increíblemente viejas y todas de altos. Nubes bajas
que amenazaban lluvia impedían ver los cerros próximos. Hombres
ensombrerados y cholitas envueltas en sus mantas cruzaban el em-
pedrado rumbo a la iglesia maciza, de torre cuadrada y se perdían en
su portalón.
Con el cuerpo dolorido, bajaron a duras penas del camión y
caminaron por las sierpecalles del pueblo, hasta que, a la vuelta de
una esquina, encontraron el mercado. Entraron por en medio de los
puestos de verdura. Al fondo, después de las carniceras, estaban las
vendedoras con sus braseros, donde humeaban las pavas de café y
las ollas de mazamorra morada.
-¿Qué se van a servir, niñitos? - invitó una de las mujeres, jo-
ven y sonriente. Conquistados y sintiéndose conquistadores, entra-
ron al puesto y tomaron asiento sobre un banco de madera.
-Yo voy a tomar café con pan -pidió Moya.
-Y yo voy a querer api con tortilla -dijo Copatiti.
La puestera sacó de una lata un bollo con chicharrón, cortó la
mitad y la puso en un plato. De la pava vertió café aromático en un
jarro enlozado y alcanzó ambas cosas a Moya.
-Ya tiene azúcar niñituy -le advirtió. Con un cucharón echó
mazamorra morada en un vaso de vidrio y se la sirvió a Narciso.
Luego, tomó un poco de masa, sus dedos le dieron forma de disco y
lo echó diestramente sobre una paila de cobre donde chirriaba la
grasa. Enseguida la tortilla orocolor se ampolló al cocinarse; la de-
22 – ToQo Zuleta
positó en un plato delante de Copatiti y se dispuso a repetir la ope-
ración.
Mientras desayunaban, los dos viajeros la observaban. Moya,
un mocetón alto, blancón y bien parecido, no pudo con su genio
mujeriego.
-Linda la imilla. Si se sacara la pollera y se pusiera vestido,
quedaría hecha una niñita -comentó.
-No veo la importancia -opinó su compañero.
-¡Me extraña, hermano! -exclamó y agregó en voz baja-. En
nuestro país, las mujeres están condenadas; si nacieron con el ajsu,
esa tela negra que les envuelve el cuerpo, tienen que ser indias toda
la vida; si les tocó ser cholitas no pueden sacarse la pollera. Y toda-
vía hay más: aunque tengas vestido, eres chota; recién si eres de
buena familia, eres niñita.
Ya en voz alta, se dirigió a ella.
-¡Bonita y trabajadora! Seguro que tendrás novio ¿no? –re-
quebró a la moza.
-No, no tengo -contestó ella, sin mirarlo.
-¿Y no quisieras probar suerte con un chuquisaqueño? -atacó.
La joven alcanzó otra tortilla a Narciso y se paró con los bra-
zos en la cintura delante de ambos, magnífica sobre sus recias pier-
nas, descubiertas hasta el muslo por su pollera yuta.
-¿Sabes una cosa jovencito? Yo soy cholita. Mi madre tiene
un puesto de frutas aquí en el mercado. Desde que me acuerdo me
crié sentada en el fondo del puesto, y más grande la ayudaba, aten-
día a mi hermanito, limpiaba la casa, cocinaba la comida o vendía
fruta. No he podido ir a la escuela más que los primeros años, pero
aquí en el mercado he aprendido muchas cosas y te puedo asegurar
que en reñir o insultar puedo ganarle a cualquiera de las más viejas
de aquí. Por eso no he tenido tiempo para jugar. Sí, quizás he juga-
do a ser persona grande, aunque a veces no es muy divertido. Lo
único que me gustaba era bailar por las noches, sola, aquí, delante
de los puestos vacíos, mirando a las estrellas, hasta que una noche
me agarraron por la fuerza y desde entonces ya no bailé...
-Pero yo no... -quiso explicar Moya.
CHINCANQUI - 23
-Entonces no me engañes, jovencito. Seguro que eres estu-
diante y estás de paso. Eres simpático, con tus michiñawis, pero
tampoco puedes querer tomar agua de todos los arroyos que
encuentres.
Dicho esto, retornó a su trabajo. Sin decir nada, le pagaron y
volvieron al camión.
El chofer echó combustible desde una lata y puso en marcha
el motor.
-¡Arriba! -ordenó. La dueña del camión se ubicó en la cabina,
junto con una pasajera. Los que viajaban en la caja, sobre la carga,
pagaban menos. El que deseaba viajar en la cabina, junto con el
chofer y la dueña, pagaba más.
El sol ya doraba las cumbres de los cerros cuando prosiguió el
viaje. Treparon por una empinada cuesta que salía del pueblo. En el
trayecto se veían campos sembrados con maíz y muchas casas con
las puertas tapiadas y sus techos cayéndose de viejo.
-¿Por qué están abandonadas esas casas? -preguntó Copatiti.
-Es gente que se fue a la Argentina. Fueron a trabajar a la
zafra o a la cosecha de fruta, ahí nomás se quedaron a trabajar en la
construcción, vinieron a llevar su familia y no volvieron nunca.
-¿Y por qué no vuelven? ¿No es su tierra acaso?
-Sí, pero tú vieras lo que es ese país. Yo conozco hasta Jujuy,
porque mi hermana era pilota. Llevaba coca para vender en Salta y
Jujuy, porque son los dos únicos lugares de la Argentina donde está
permitida.
-¿Pero no le quitaban los gendarmes?
-No sólo los gendarmes. Hay la policía federal, que le dicen,
la policía provincial y en la frontera la aduana, pero mi hermana ya
conoce cómo y por dónde se hace pasar. Yo mismo, cuando viajaba
con ella llevaba mis dos o tres kilos. Ahí es donde estoy conociendo
la Argentina.
-¿En qué viajabas?
-De Tarija, donde vivía ella, nos íbamos en flota hasta la
Mamora, cerca de Bermejo. De ahí agarrábamos un camión a Los
Toldos, que es ya la Argentina. Ahí no revisa nadie, porque es un
pueblo al que se entra únicamente por Bolivia.
24 – ToQo Zuleta
-¿Cómo puede ser eso?
-Es que está rodeado de monte, de cerros y de río, así que por
territorio argentino no se puede entrar; los mismos gauchos a la
fuerza tienen que pasar a Bolivia, ir hasta la Mamora y de ahí recién
pasar otra vez la frontera y llegar a Los Toldos, en Salta.
-¡Qué lío!
-No es lío cuando se sabe. Casi todos los que pasan van por ahí.
-¿Por qué emigran?
-Vos no sabes lo que es allá. Hay de todo, no falta comida ¡y
las mujeres! Todas rubias, altas, lindas.
-Como para quedarse.
-Eso hace la mayoría; como allá hay más comodidades y el
trabajo les rinde más, se compran un terreno, hacen su casita y sus
hijos ya no quieren venir aquí.
Narciso lo miró intencionadamente.
-Tú también vas a hacer lo mismo en cualquier momento
-punzó.
Moya no supo qué decir, porque uno de sus anhelos era
justamente irse a la Argentina. ¡Ni que le hubiera adivinado el
pensamiento! Así que mejor decidió cambiar de conversación.
El camino se retorcía en vueltas y revueltas, ciñéndose al
contorno de la ríoorilla y en esos momentos, el camión avanzaba
por el valle, en medio de árboles en cuyas ramas se habían enredado
vides, así que sobre la ruta pendían racimos de uva, al alcance de la
mano.
-Esto me hace acordar de una vez que fui a Yacuiba -deslizó
Moya -estábamos pasando en medio del monte. Teníamos la suerte
de viajar en un camión casi vacío, que iba a buscar mercadería a la
frontera. Éramos trece pasajeros ¿mal número, no? Sentados en la
compuerta trasera estaban cuatro campesinos; el ayudante y dos
pasajeros se hallaban parados, con las espaldas apoyadas en una de
las barandas. En la otra, todas sentadas, las mujeres; una chola
paceña, comerciante, que no le perdía mirada a un bulto blanco
colocado al medio y no dejaba que nadie lo pisara ni se sentara en
él. Después me enteré que ahí llevaba charangos de Aiquile. Las
otras dos parecían madre e hija. Tenían ropa de luto y la más joven
CHINCANQUI - 25
a ratos le daba el pecho a una criatura de meses que llevaba en
brazos. En la parte delantera, iba yo con mi hermana. Estaba parado
para ver el paisaje y me resguardaba del viento con un poncho.
Nunca supe, ni tampoco nadie supo decir, si se descolgó de
algún árbol, o si cayó del borde del barranco bajo el cual pasaba el
camión en esos momentos. Lo concreto fue que, con un golpe
sordo, como de una piedra que cayera en la arena, apareció entre
nosotros una víbora. Enfurecida y medio atontada, se retorcía sobre
el bulto blanco.
-¿Una víbora? -se sorprendió Copatiti.
-Y nada menos que de cascabel. ¡Si vieras! Todos nos
quedamos congelados ese rato, con la vista clavada en la serpiente.
Sólo el camión, totalmente indiferente a lo que pasaba, seguía su
marcha. En eso se le pasó el atontamiento a la víbora, se enroscó y
levantó la cabeza, mientras hacía sonar los cascabeles de su cola.
Todos estábamos a su alcance, nadie podía escapar, pero las que
estaban más cerca eran las mujeres y especialmente la que tenía el
bebé. Y la miraba a ella. Parecía que la tenía hipnotizada. Justo el
chiquito empezó a moverse y a manotear. Bueno, todos me dicen
que tengo algo de gato, por los ojos y porque me muevo rápido y
silencioso. Por eso me pusieron de apodo Michichaqui.
-¿Pies de gato? Muy largo, yo te voy a decir Michi nomás
-bromeó su compañero.
-Entonces, le tiré encima el poncho que llevaba en las manos,
con tanta suerte que la tapé. Ahí nomás hicimos frenar el camión,
bajamos a los grandes saltos y después, todos con palos, liquidamos
a la víbora. Todavía guardo los cascabeles. ¡Lástima que, cuando
apaleábamos al animal, rompimos algunos charangos con los
garrotazos y después la paceña lloraba!
Narciso quedó pensativo luego de oír la historia. Miró de
reojo a los otros pasajeros, que también habían escuchado. Algunos
miraban de rato en rato, con desconfianza, los árboles, que poco a
poco comenzaron a ralearse, a medida que el vehículo trepaba y
salía de la quebrada. El paisaje se hacía más árido, con árboles
espinosos y matas de pasto. El camión cruzó un abra y comenzó a
bajar hacia otro valle, más cálido y verde. El frío de las cumbres
26 – ToQo Zuleta
desapareció y el calor del mediodía obligó a que todos se despo-
jaran de sus abrigos.
Pasaron un puente y comenzaron a encontrar campesinos que
arreaban vacas por el camino. Entraron a un pueblo y el chofer paró
para cargar combustible y almorzar. Copatiti compró de las vende-
doras que ofrecían comida, un plato de chorizos trozados, con mote.
Michi comió unos huevos fritos con fideos. La dueña del camión,
una cochabambina de pollera les invitó queso, cebolla, tomate y el
infaltable ají locoto, todo picado.
Sentados a la sombra del camión, con la barriga llena y el
corazón alegre, el de ropa negra comentó:
-Cualquiera puede creer que estos pueblitos son aburridos y
que nunca pasa nada, pero no es así.
-Mira, yo ya estoy cansado de Huacareta. No veo la hora de
salir de ahí. Siempre igual, las mismas casas, la misma gente, sin
horizontes ni diversiones. Te aburres y terminas dedicándote a la
borrachera -replicó Michi, haciendo un elocuente ademán con el
pulgar hacia la boca.
-Sin embargo, en lugares así es donde el hombre florece en su
plenitud, o se hunde. Es como la música, que puede ser elemento de
elevación o de perdición. Además, el trabajo del campo te hace sano
físicamente y el tener que hacerte tú mismo muchas cosas,
desarrolla tu creatividad y te hace independiente –explicó soñado-
ramente Narciso.
-¿Pero en lo espiritual, en lo intelectual? -atacó el otro.
-Ahí ya depende de la formación que te hayan dado tus padres
y de ti mismo. Siempre recuerdo a Padilla, un pueblo que no llegaba
a los mil habitantes y que se dio el lujo de tener siete periódicos al
mismo tiempo.
CHINCANQUI - 27
sicuris; daban ganas de quedarse, pero tenían que seguir. El camión
salió rumbo al valle de Chuquisaca; atravesó unos cuantos cerros y,
ya entrada la tarde, descendió al río Grande, cuyas riberas aparecían
verdeantes de caña de azúcar. Pasó al lado de una finca con
naranjales y llegó al puente.
-Nada que ver con el puente Arce –dijo desdeñosamente
Michi.
-¿Dónde queda? –curioseó Copatiti.
-Es un puente colgante sobre el río Pilcomayo entre Potosí y
Sucre y vieras, tiene dos torres almenadas de castillo medieval en
cada extremo, pintadas como iglesia, de las que bajan los cables
aguantadores del piso de madera, suspendido a unos cinco metros
del agua.
El chofer hizo alto al otro lado; Moya se desperezó y, siempre
ocurrente, exclamó:
-¡Bueno, habrá que cambiar de agua a las aceitunas!
Todos bajaron; las mujeres se fueron por un lado, buscando la
protección de los matorrales; los hombres por ahí nomás sin muchos
problemas. Una vez hechos el pis y el puj, retornaron al vehículo,
que prosiguió su marcha. Cruzó por el río Chico, de aguas claras,
que desembocaba en el Grande, turbio y crecido; el aire estaba lleno
del olor característico de la creciente. El camino continuaba por la
ribera, en pleno valle y los sembradíos se sucedían unos a otros,
tanto en las partes bajas como en las laderas.
-Aquí se nota la Reforma Agraria, en cambio por donde yo
vivo, no -comentó Narciso.
-¿Ah sí? No hay mucha diferencia; antes era el patrón, ahora
el sindicato- repuso Michi.
El Skoda paró en un poblado, donde enseguida se arrimaron
unas vallunas ofreciendo vasos de chicha.
-¿Qué es aquí? -preguntó.
-Esto es Chuqui Chuquí. ¿Vamos a cenar?- preguntó a su vez
Michi al chofer.
-No, todavía está claro; seguiremos hasta el Chaco y allí
comeremos y dormiremos -respondió.
28 – ToQo Zuleta
-¿Puedes llevarme a Sucre, maestrituy? -inquirió al conductor
un valluno que se acercó con una carga a la espalda.
-¡Sube nomás, compañero pallka maqui, kaspi fusil, pitu
polvora, janka munición!- le contestó en tono jocoso.
Con un ágil movimiento, el valluno se quitó el voluminoso
atado de la espalda y lo levantó hacia la caja del camión. Copatiti
tiró de él y lo puso encima de las bolsas de harina. El hombre trepó
por la rueda, subió por la baranda y ya estuvo adentro.
-¡Gracias, jovencito! -le agradeció, mientras el vehículo
proseguía.
-¿Qué le habrá querido decir el chofer? -deslizó Michi,
curioso.
-Es fácil. ¿No te acuerdas que cuando se hizo la Reforma
Agraria los campesinos hacían la V de la victoria con la mano? De
ahí viene lo de pallka maqui, mano con dedos en horqueta. En
cuanto a lo de kaspi fusil, fusil de palo; pitu polvora, pólvora de
harina de maíz; y janka munición, balas de maíz tostado; todo es
una burla referente a que los indios no tienen armas de fuego -aclaró
Narciso.
CHINCANQUI - 29
-¡O dos, yo no me opongo!
Pero la bebida estaba caliente, así que a duras penas
terminaron una botella y luego treparon al camión a fin de tratar de
arreglar una cama mejor que la de la noche anterior.
El valluno los miraba hacer, mientras permanecía sentado al
lado de un fueguito humeador que había prendido un poco más allá
del camión. Pero era imposible dormir. Nubes de mosquitos los
asaltaban, obligándolos a espantarlos a cada instante. Si se tapaban
la cara, el calor los asfixiaba, así que Narciso, cansado de la
desigual batalla, saltó del camión y se vino al lado del valluno.
-Tiaricuy niñituy, siéntate -le dijo el campesino, y el diálogo
continuó, siempre en quechua-. ¿No te han dejado dormir los
zancudos? Estas hojas que le pongo al fuego humean y ese humo no
les gusta.
-Menos mal que no hay paludismo -observó Copatiti.
-No, niñituy, todo este valle está desinfectado -contestó el
valluno-. ¿Eres estudiante?
-Sí, voy a comenzar la Universidad. ¿Y tú vives aquí?
-Desde siempre. Todos mis antepasados son del valle.
-¿Ahora viven más felices?
-No creas. Entre nosotros también hay gente mala y en el
sindicato a veces hay quienes no parecen campesinos sino más bien
patrones. Pero siempre es mejor ser esclavo de uno mismo y no de
quien cree que es más grande que ti y no te baja de ¡guano faca!,
¡burro uma!, ¡llama aka! y otras cosas peores.
-¿Tú has sido pongo?
-Claro que sí y mi mujer también sirvió a los patrones como
mit´ani. Por eso te puedo decir que ahora estamos mejor. No te
imaginas lo que era la vida de nosotros antes. No hubiera sido nada
el trabajo. Al fin de cuentas, para la mujer hilar, tejer o cocinar y
para el hombre hacer las faenas a que estaba acostumbrado, todo sin
que nos pagaran, no hubiera sido mucho. Lo peor era que se
abusaban de nuestras personas. Para los hombres no era tanto,
aunque el mayordomo si no hacíamos caso nos castigaba a látigo
limpio, pero las mujeres eran las que más sufrían. Todos nos
acordamos por ejemplo del dueño de la finca donde yo vivía, que
30 – ToQo Zuleta
tenía doce mujeres, escogidas de entre sus arrenderas más jóvenes y
que iba turnando cuando se aburría. Ellas lo atendían en la casa
hacienda; allí les daba de comer al mediodía en una batea larga de
madera, como a los chanchos y dormía a la noche con todas. Era de
ver en Carnaval, las hacía vestir con sus mejores polleras, él se
ponía su ropa de fiesta y salía en pandilla con las doce, bailando por
todas partes.
-¿Pero cómo va a existir la esclavitud ahora? -se extrañó.
-Es como te cuento. En el valle sufrimos abusos, tortura y
persecución de sujetos que quieren apropiarse de nuestras tierras y
como estamos tan lejos y tan aislados, nunca se sabe nada.
-¡Y quiénes son?
-Los hijos de antiguos hacendados que, antes de la Reforma
Agraria eran dueños de grandes terrenos que nunca utilizaron para
trabajar.
-¡Tienen que denunciarlos!
-Los hemos denunciado, pero sólo ha servido para que nos
persigan más todavía. Uno de ellos especialmente, el Coenque sigue
atormentando a los campesinos que tienen la desgracia de vivir
cerca de él.
-¿Qué les hace?
-Mató a latigazos a mis compañeros Juan Cuajira y José
Incakari, no dejaba vivir a los niños que vivían en su hacienda,
dejaba vivas solamente a las niñas y enterraba medio vivos a los que
no le hacían caso.
-¡Qué barbaridad!
-Desde temprana edad mantenía relaciones sexuales con las
niñas, el trabajo era forzado desde las cinco de la mañana hasta las
seis de la tarde, de noche hacía dormir a todos bajo candado, no
respetaba ninguna mujer y mató a dos hijos que tenía. Pero si me
permites, voy a traer más leñita y te sigo contando.
-Yo te acompaño -ofreció Narciso, y le siguió al monte
cercano.
-Ten cuidado con las víboras, niñituy, a veces están enrosca-
das bajo las leñas secas -le aconsejó.
CHINCANQUI - 31
En plena oscuridad, juntaron unas cuantas ramas, que trajeron
al lado del fuego. El campesino se sentó y, mientras atizaba, le dijo:
-Te contaré, pues, lo que pasó en esta misma finca, hace
varios años, cuando yo era chico.
32 – ToQo Zuleta
-¡Ma imananchu, qhaqollay! -nisqa, pongo qhaqollasqapuni.
Chaymantaqa:
-¡Wichariway! -nisqa.
-¡Ay! ¡Pero imaynata! ¡Pero patronay! ¿Qanman wicharis-
qayqui?
-¡¡Wichariway niyki!! -nisqa, phiñallay wicharichiqusqa.
Y jinata sapa kuti wicharichiqullajña, ña yachajña.
-¡Jamunki q’aya kay horallatataj! -nispa -¡Jampiwaj jamunki!
-Vaya, patronay.
Kusiska llojsimpun patronata wicharispaqa. Ajinata cuenta-
cuncu arrendero masisnin.
CHINCANQUI - 33
-¡Sí, sí! ¡Ahí, ahí. Ahora, un poquito más abajo, ¡¡lleva tu mano
más abajo!!
-¡Ay, pero mi señora! ¡¡Estoy llegando!! -exclamaba el esclavo.
-¡No importa! ¡Frótalo!- contestaba ella y el pongo frotaba eso.
La patrona ordenaba entonces:
-¡Súbeme!
Y el pongo atinaba a decir:
-¡Ay, pero cómo! ¡Pero mi patrona, cómo te voy a subir!
Y ella le gritaba:
-¡¡Súbeme te he dicho!! Y toda enojada obligaba al pongo a que
la poseyera.
Así, cada vez la patrona acostumbraba hacerse montar con su
pongo, y al salir le daba la orden:
-¡Mañana, a esta misma hora, has de venir a curarme!
-¡Sí, mi patrona!- asentía el pongo, y se iba contento, luego de
subir a su patrona.
Así contaban sus compañeros de arriendo.
34 – ToQo Zuleta
Capitulo III
SUCREPATAS
CHINCANQUI - 35
-Claro, Hay siete elevaciones, pata patas, como las siete coli-
nas de Roma, con sus respectivos barrios, que se llaman, a ver si me
acuerdo: Samaypata, Alalaypata, Wayrapata, Surapata, Konchupata,
Munaypata y Charquipata.
-Es grande ¿no? -se admiró Narciso mientras comenzaban a
entrar por las calles.
-Imagínate. Si es capital histórica del país. Bolivia es uno de
los pocos países del mundo con dos capitales: una, la capital de
hecho, donde tienen su sede el presidente y los legisladores, y esta,
donde reside el Poder Judicial.
El camión se internó por una avenida, desde la cual se veían
claramente dos cerros al fondo.
-Ahí los tienes, el Sica Sica y el Churuquella. Esta vía de tren
lleva a Tarabuco -y señaló unos rieles que corrían por el medio de la
avenida.
El vehículo se detuvo al lado de una plazoleta en medio de la
cual se erguía un reloj, donde otros camiones llegaban o salían. El
chofer bajó y se colocó al pie de la caja.
-¡Pasajitos, por favor! -ordenó.
A medida que fueron bajando, pagaron el importe del viaje.
-Bueno, hermano, mira, yo me voy a los de unos parientes
donde me dan una pieza. ¿Tú tienes dónde llegar?
-No, la verdad, es la primera vez que vengo.
-Hagamos una cosa. Esta noche te vienes conmigo y mañana
ya te buscas una pieza por ahí. ¿Qué te parece?
-Bueno -se alegró Narciso.
Ambos tomaron sus bolsos de ropa y se internaron en la
ciudad.
-Esta es la avenida Arce, que va a dar a la plaza. Mis tíos
viven allá abajo, en la calle Urcullo -informó Michi, orgulloso de
sus conocimientos.
Pasaron por una hornacina en la pared, con puertas de vidrio.
En el interior, una cruz adornada con cintas de color y dos jarrones
con flores. Lo raro era el color.
-Mira, esa es la Cruz Verde -le señaló su guía.
-¿Y por qué?
36 – ToQo Zuleta
-Es verde como las de la Inquisición. Dicen que ahí mataron a
una mujer y unos esqueletos vestidos de frailes oficiaban misa en
este callejón y asustaban a los que pasaban por aquí de noche. Sucre
tiene cuatro cruces que puso San Francisco Solano en las cuatro
entradas a la ciudad para que no entrara el demonio, así que además
de ésta hay la Cruz de Popayán, la Cruz de San Rafael, y la Cruz del
Tata Cajoncito. Además por aquí hay buenas chicherías -y le guiñó
el ojo-. Con recias chicheras, las Pildoritas, las Auténticas, las
Guatteñas, las Chervecas... ya vas a ver -agregó con picardía.
Llegaron a una calle angosta, empedrada, que se desprendía
de la avenida y se empinaba en una leve subida. Moya se detuvo
frente a la única casa que no era de altos y tocó la hoja de madera de
un portón. Una mujer joven les abrió y en cuanto le vio lo abrazó.
-¡Primito! ¡Has venido, entra! -y se precipitó hacia el patio,
gritando-. ¡Papá, mamá, ha llegado el Michi!
De todas partes comenzaron a salir familiares que abrazaron y
saludaron afectuosamente al joven y lo acompañaron hasta su
cuarto. Él lo presentó y Narciso fue con ellos. Era una casa antigua,
con gruesas paredes de adobe, blanqueadas con cal, los techos
retejados, dos patios llenos de plantas en macetas, parras con
racimos de uva y un corral al fondo donde criaban gallinas y estaba
el horno de hacer pan. Al lado estaba el cuartito asignado al
estudiante. Pusieron unos cueros de oveja en el piso para Copatiti y
ahí durmió esa primera noche en la señorial Sucre.
Al día siguiente, se dedicó a conocer la ciudad, antes de
buscar habitación. Primero bajó al mercado, donde compró algunas
frutas y luego se encaminó a la plaza de Armas. Le llamaron la
atención los dos leones de bronce que custodiaban la estatua del
Mariscal Sucre. En un costado señoreaba la Alcaldía, más allá la
Casa de Gobierno. La Catedral lo impresionó con sus santos de
piedra. La Casa de la Libertad estaba abierta, así que entró y una
chica con su madre lo miraron. Estaban delante de un cuadro con
vidrio que contenía un paño celeste y blanco al que contemplaban
atentamente y comentaban entre ellas.
-¿Qué es esto? -se animó a preguntar.
La más joven se dio vuelta sonriéndole.
CHINCANQUI - 37
-Es la primera bandera argentina -le contestó. Tenía una
forma de hablar en que no se distinguían las eses.
Argentina... Ese nombre quedó repicando en sus oídos y
reparó en la plaquita de bronce donde decía: “Bandera de Macha”.
El paño estaba desgarrado un poco y ostentaba unos pliegues.
-Cuando Belgrano fue derrotado en Vilcapugio y Ayohuma, la
escondieron detrás de un cuadro en la iglesia de Titiri, cerca de la
población de Macha. Luego, después de un siglo, el párroco la
descubrió cuando limpiaba la iglesia -historió la mujer.
-Vilcapugio, manantial de Villca, Ayohuma, cabeza de
muerto -murmuró Narciso.
-¿Usted de dónde es? -preguntó sorprendida la chica.
-De Curva, provincia Juan Bautista Saavedra, departamento
La Paz y estoy estudiando aquí.
-Nosotras somos de la Argentina, de Jujuy.
Las miró con curiosidad ¿Así que argentinas? Eran las
primeras que veía, pero no eran rubias. Más bien tenían su mismo
color ¿No era que todas las gauchas eran gringas?
-Con mi mamá hemos venido a conocer Sucre porque esta
ciudad está muy ligada con Jujuy. Aquí estudió Manuel Belgrano y
otros próceres argentinos. En la Catedral Metropolitana está
enterrado el canónigo Gorriti y de aquí era Juana Manuela Gorriti,
que actuó en las guerras de la Independencia en Jujuy y Salta
-continuó.
Ahí fue donde Narciso escuchó por segunda vez los nombres
de esos lugares, que se le quedaron grabados y que tanta importan-
cia tendrían luego en su vida.
38 – ToQo Zuleta
El imponente edificio de la Universidad Mayor, Real y
Pontificia de San Francisco Xavier de Chuquisaca, con sus amplias
graderías, lo aturdió un poco. ¡Pensar que allí estudiaron los
próceres de Bolivia y Argentina! En la esquina de las calles
Estudiante y Junín estaban las oficinas, y al lado todas las aulas.
Pero más que casa de estudios parecía un claustro religioso, con su
patio central circundado de recovas y una fuente al centro
Las clases comenzaron. Sus compañeros eran de diferentes
partes de Bolivia: potosinos y orureños quemados por el sol de las
alturas, tarijeños alegres y parlanchines, cruceños que se comían las
eses al hablar, blancos y por eso de gran éxito con las mujeres,
¡hasta brasileños!
La población estudiantil se empezó a movilizar esos días por
dos magnos acontecimientos: el día de los Sardinas y su baile de
gala en el teatro Gran Mariscal. La elección de su madrina puso
pensativo y en movimiento a Copatiti. No conocía a nadie ni tenía
parientes en esa ciudad aristocrática. Con todo, se animó a
proponerle que fuera su madrina a la hija de la dueña del puesto
donde tomaba desayuno en el mercado, una chuquisaqueñita
bastante simpática y que le había demostrado simpatía. Cuando hizo
la proposición, ella le dijo, mirándole de frente:
-¡Ay jovencito! Yo te agradezco que hayas puesto tus ojos en
mí, pero te olvidas que yo soy cholita.
-¿Y eso qué tiene que ver? -preguntó inocentemente.
-Aquí en Sucre, que una cholita vaya al baile de los Sardinas
en el teatro Gran Mariscal, es crítico. Mejor te buscas una señorita.
Yo te aprecio, pero no te sirvo.
Además, necesitaba un traje, así que, con el poco dinero que
le quedaba, fue a un sastre de la calle Abaroa para encargar uno.
Eligió un corte azul marino y, mientras el sastre, un chuquisaqueño
parlanchín de saco y corbata, le tomaba las medidas, le contó sus
dificultades para conseguir madrina. Ahí nomás el sastre pensó un
momento y le largó:
-¡Si tú quieres, jovencito, mi hija puede ser tu madrina!
-...
CHINCANQUI - 39
-Ella ya va a salir bachiller, está en el Liceo Mujía. Sólo que
vas a tener que comprarle el vestido ¿Tendrás? y miró a su cliente
evaluándolo.
-Mañana le aviso -musitó el estudiante.
Ya de vuelta en su pieza, contó su dinero. Tendría que pedirle
más a su madre y ahí nomás se puso a hacerle una carta. Al día
siguiente, le dijo que sí al sastre.
Llegó el día de los Sardinas, el bautizo de los nuevos estu-
diantes de medicina, que consistía en raparlos. En la secretaría de la
Facultad de Medicina había un pizarrón con el programa de actos,
entre los cuales se destacaban los tres últimos puntos: “dede-
tización de los sardinas”, “alopecia de los sardinas” y “pachanga
general”.
En el patio central se erigió un tablado con mástiles a los
costados y los alumnos, viejos y nuevos, comenzaron a llegar a
media mañana. Unos brasileros se hacían chistes en su lengua y se
pintaban “Fera” con lápiz labial en la frente. A las once de la
mañana las chicas de colegios y del Normal llenaban la galería de
arriba.
Los altavoces anunciaron que iba a comenzar el gran acto. La
banda de música de la policía tomó lugar; ante la expectativa de
todos, empezó a redoblar a paso de marcha un tambor, y del come-
dor estudiantil salió una extraña procesión que se encaminó al
centro del patio. Adelante un tamborero, con casaca roja y tricornio,
el rostro tapado con una careta de goma, atrás dos verdugos enca-
puchados portando tijeras de sastre, después un doctor con galera y
levita y luego una columna de ocho fornidos enfermeros con guar-
dapolvo, gorro y máscara.
El galeno, el tamborero y los verdugos subieron al tablado. Se
izaron las banderas de los Sardinas de Medicina, Obstetricia y Far-
macia. El doctor tomó el micrófono y comenzó a declamar el Bando
Sardina, donde se mofaban de varios profesores y autoridades.
La banda dejó oír un alegre pasacalle y los estudiantes comen-
zaron a desfilar de a uno delante de una espolvoreadora rotulada
DDT, manejada por un enfermero gordito que roció concienzu-
40 – ToQo Zuleta
damente con nubes de talco perfumado a los nuevos, en especial a
las chicas de Farmacia.
Luego formaron un semicírculo y el tambor comenzó a
redoblar. Hizo un silencio, los verdugos se pusieron en posición y el
galeno tomó una lista:
-Los primeros en ser decapitados -exclamó -serán ¡Árabe y
Albornoz!
Los nombrados se acercaron al pie del escenario. Dos de los
enfermeros, sin miramientos, les pusieron una especie de yugo de
paño negro con dos bridas; tiraron de ellas, les hicieron subir y
poner la cabeza en el hueco de una guillotina bastante realista, sólo
que la cuchilla era de madera.
Redobló el tambor, el verdugo movió la mano y la guillotina
cayó, inmovilizando las cabezas. Inmediatamente otros dos verdu-
gos se acercaron a sus víctimas y comenzaron a tijeretear sin asco.
Tomaron el mechón de adelante y lo cortaron al ras. Una vez hecho
esto, dejaron en libertad a su víctima. Un enfermero le pintó con
mercurocromo una cruz en la frente. Así siguieron las ejecuciones.
Se hizo subir al decano, profesores y alumnos de séptimo año para
que se diesen el gusto de cortar mechones de cabello a los sardinas
y a las señoritas de Farmacia, así que a la una de la tarde, todos los
alumnos nuevos habían sido ejecutados.
Esa tarde los peluqueros de Sucre tuvieron bastante trabajo,
pero a la noche ya todos los rapados estuvieron en condiciones de
concurrir al gran Baile de los Sardinas.
La madrina de Narciso vivía por el Guereo, frente a la Recole-
ta, así que la buscó en un taxi. Su madre la despidió llenándola de
recomendaciones. Los dos jóvenes se miraron, pues recién se cono-
cían. Copatiti pensó: La del mercado estaba mucho mejor; y la chi-
ca a su vez: Tenía razón mi madre, este ni siquiera es cholo, sino
indio neto.
El teatro Gran Mariscal Sucre estaba iluminado totalmente,
adornado con serpentinas. Las madrinas, del brazo de sus ahijados,
entraron al foyer, donde les colocaron una corona de cartulina
blanca con la inscripción “Sardina”. Los encargados de la recepción
les alcanzaron un bacín lleno de cerveza para que tomaran ahijado y
CHINCANQUI - 41
madrina. Recién con eso la madrina de Narciso se animó un poco,
pero se fue a bailar con sus conocidos. Sentado en una de los palcos
del teatro él miró cómo se divertían bailando alegres cuecas y
taquiraris. No bailó en toda la noche y a la madrugada tuvo que
acompañar a la distante madrina a su casa en un taxi.
42 – ToQo Zuleta
-Claro, y te mandas unas cuantas operaciones de apéndice por
mes, aunque estén sanos, y con eso, quedas parado para siempre
-sonrió el otro.
-¡Cómo pueden pensar en la plata antes que en curar! -les
recriminó Narciso.
-¡Ay, que te haces el angosto! -exclamó Bruno poniéndose
serio. Contemporizador, el tarijeño terció:
-Es que estamos en una sociedad de consumo. Más tienes,
más vales. El dinero es lo que importa y la conclusión es que hay
que conseguir plata de cualquier forma. No te olvides que el fin
justifica los medios.
-Y si no, fíjate en los médicos que tenemos de profesores
-razonó el futuro ginecólogo.
-¡Claro, el Pabilo es el cucharero reconocido de Sucre y está
podrido en plata! - saltó otro.
Asqueado, Copatiti se levantó de la mesa. No comprendía que
se pudiera anteponer el ansia de dinero a la obligación de aliviar de
sus males al prójimo.
CHINCANQUI - 43
-Claro, cuando alguien los mira o les pregunta algo no tienen
vergüenza y se portan aplomadamente -contestó Moya.
Sobre un tablado, un acordeonista con acompañamiento de
guitarras, comenzó a tocar música de la tierra: huayñitos, cuecas,
taquiraris. Hubo concursos de tomar cerveza con cuchara de un
plato, beber jugo rápidamente, comer pan en menos tiempo, con los
ojos vendados romper cántaros llenos de chicha suspendidos en el
aire, sacar monedas con la boca de un plato lleno de vino y toda una
serie de juegos por el estilo, donde participaban alegremente los
jóvenes y otros no tanto.
44 – ToQo Zuleta
ellos con traje. Las jóvenes con su traje de raso y su pollerita
bailarina, contoneándose al compás de la banda de música –
comentó uno.
-¿Bailan para la Mamita?
-Sí, pero es como danzar para los dioses antiguos. El baile es
lo importante y quizás también lo otro, mostrarse al público,
conectándose con lo místico. De todo esto surgen las entradas
religiosas como ésta.
-Fíjate. En la Morenada, los movimientos y el sonar de las
matracas figuran la dolorosa marcha de los esclavos encadenados,
mientras que las mujeres visten una gran pollera, jubón
aterciopelado y sombrero bombín -aclaró otro.
-Y la Diablada?
-La conquista española suplantó al Supay, dios indígena al
que se pedía conservar el mineral, por el diablo, y de esas dos
religiones nació la Diablada en las minas de Potosí, Porco y
Aullagas en el siglo XVII. Una leyenda cuenta que allí fue donde
combatieron el Bien, figurado por un arcángel, contra el Mal,
representado por Lucifer, los diablos y las China Supay o diablesas
-¿Y estos vestidos con plumas que andan a los saltos? –
preguntó Narciso.
-Es la danza de los Tobas. Es el contacto de las tribus de la
selva con las andinas, que se dio en tiempos del Incario cuando las
tribus conquistadas eran conducidas a participar de las fiestas del
imperio incaico llamadas Takis.
-A estos que fingen pelear, sí los conozco.
-Y sí. El Tinku muestra el espíritu guerrero del indígena, y los
españoles lo permitieron como espectáculo en los “divertimentos”
que organizaban, pero fue aprovechado por los originarios para
derramar sangre sobre la Pachamama y propiciar mejores
cosechas..
-Como la danza de los Doctorcitos, en la que se satiriza a los
kelkeris, abogados, pleiteros o avenegras, viles y tránsfugas
políticos; los Waira Levas por el elegante frac que visten y que
danzan con andar cadencioso y pedante cambiando de mano su
CHINCANQUI - 45
bastón. Todos buscan ridiculizar a los opresores- remachó otro de
los jóvenes.
46 – ToQo Zuleta
Ahora, Narciso comía en el Comedor Universitario y se había
cambiado de pieza. Tenía una habitación a la calle en la casa de un
zapatero y podía pasar al baño de la familia. Una noche, al salir del
comedor, curioseó un poco en una fogata estudiantil de la Escuela
Normal y se dirigió a su cuarto. Cuando salía del baño, la dueña de
casa lo invitó a pasar. En una galería que daba al patio, con una
mesa y tres sillas, estaba sentado el arreglacalzado. Se saludaron,
tomaron refresco embotellado, él fumó un cigarrillo y le preguntó:
-Te he oído algunas tardes ¿Así que le haces al charango? -le
preguntó.
Efectivamente Copatiti se había traído su instrumento y a ve-
ces, cuando la nostalgia de su pueblo le abrumaba, rascaba las melo-
días de su tierra.
-¿Qué te parece este charanguito?- y le alcanzó un instrumen-
to que tenía sobre las rodillas.
Lo tomó, sopesándolo, lo miró apreciativamente. Estaba he-
cho de madera de tarco, de una sola pieza, tenía adornos de nácar,
clavijero de palo y cuerdas de tripa. Por cortesía, rascó una breve
melodía.
-¿Quieres tocar? -le preguntó el otro.
-No, prefiero escucharlo a usted -y le devolvió el charango.
El hombre lo tomó expertamente, lo afinó un poco y comenzó
a puntear. Sus dedos agilísimos hacían vibrar fuertemente las cuer-
das de su instrumento. Bajo sus hábiles digitaciones, aparecieron
cuecas, bailecitos, taquiraris, tangos y hasta un bolero. Tocó dos
marchas, la Tricolor y la del regimiento Ciento Once. Allí en medio
de la Ciudad Blanca, la música vibrante y gloriosa del Alto Perú
surgía de los dedos incansables que se movían arriba y abajo sobre
los trastes.
Cuando, en un descanso, Copatiti tomó el charango, notó que
su afinación era normal, salvo en un detalle. La prima estaba un
traste más baja que las dos primas del medio.
-Es uno de los transportes que practico en la afinación -le
aclaró él.
Realmente dominaba todas las afinaciones. Hasta le enseñó el
famoso Temple Diablo. Como ya eran las diez de la noche y tenía
CHINCANQUI - 47
llenos todos sus poros de música andina, Narciso se despidió y se
fue a estudiar.
-El capitán dice que ya nos podemos ir. ¿Qué les parece si
vamos y le pegamos una “k’olada” para festejar? -propuso el
Churcco, llamado así por su pelo crespo.
-¡Vamos! -aprobaron sin vacilar los otros dos.
Salieron calle arriba, rumbo al barrio de Surapata. Sobre una
calle empedrada, justo frente a la plaza de toros de Sucre, apareció
la primera chichería, con un letrero de lata recortada en forma de
chancho y que decía “A la Buena Chicha”.
48 – ToQo Zuleta
-¡Más allá está la chichería “Punta del Este”! –les dijo con
actitud de conocedor, el de pelo rizado.
Los tres estudiantes de medicina, bromeando, llegaron a una
casa de techo de teja que no ostentaba ningún letrero y entraron en
un vestíbulo donde un mostrador daba a la calle, y una estantería
cobijaba botellas llenas y vacías. Con delantal blanco, la cholita que
estaba en el mostrador, los recibió sonriente, mirándolos con
curiosidad: un hombre joven de tez clara con pelo oscuro y
enrulado; el otro era muy moreno, de largo pelo negro y su labio
inferior estaba agujereado. El tercero era Narciso, que miraba
curioso los muebles de la chichería.
El de pelo rizado, preguntó a la chichera:
-¿Hay chicha? -mirándola con arrogancia.
-Sí -respondió -Chicha con muñeco. Vengan.
Tenía ojos grandes y vivaces y no más de dieciocho años. Sus
caderas se mecían mientras marchaba adelante, guiándolos. Pasaron
por un patio y entraron a una habitación amplia, con dos ventanas,
una a cada lado de la puerta ancha que daba al patio lleno de mace-
tas con plantas. En uno de los costados un diván tapizado con ter-
ciopelo, al medio una mesa cuadrada de madera con cuatro sillas. El
piso era de cemento alisado y el techo tenía un cielorraso de lienzo
blanqueado a la cal, igual que las paredes, todo lo cual daba lumino-
sidad a la pieza.
Los tres tomaron asiento en las sillas de madera. La mesa no
tenía mantel y a la vuelta, en los bordes, mostraba quemaduras de
cigarrillos.
-Lindo lugar -observó Copatiti.
-Y linda la cholita -agregó el de pelo largo.
-No se entusiasmen. Es una banderita. La dueña le paga para
que se pare en la puerta y atraiga clientes. Ella sirve chicha y nada
más -aclaró el Churcco.
La cholita entró con una gran jarra de vidrio que debía
contener como dos litros.
-Ya les traigo los cristales -se disculpó, y salió presurosamen-
te. Enseguida volvió con tres vasos de vidrio.
-¿Quieren algo de comer? -preguntó.
CHINCANQUI - 49
-No todavía. ¡A ti te quisiera comer! -la requebró el de pelo ri-
zado, intentando agarrarle la mano. Ella se esquivó, toda sonriente y
salió contoneándose.
Narciso sirvió el líquido gualdoso y exclamó:
-¡Salud!
Los otros levantaron los brazos y respondieron a coro:
-¡Salud, plata y mujeres!
La jarra se vació enseguida y pidieron otra. Copatiti, curioso,
le preguntó al de pelo largo.
-Oye. ¿Y ese agujero? -señalando su propio labio inferior con
el índice. El aludido sonrió.
-Siempre me hacen esa pregunta. Yo soy chiquitano. De pe-
queño mi familia se vino a Santa Cruz y allí los misioneros del Mi-
nuto de Dios me hicieron cursar la secundaria. Entre nosotros acos-
tumbran agujerear así a los varones para colocarnos la tembeta.
-¿Qué es eso?
-Un disco de madera. Es un adorno, pero también nos sirve
para silbar.
-¿Y por qué se vinieron del monte? ¿No era mejor allá- le pre-
guntó el otro.
-No, el monte ya no es de nosotros. Por todas partes hay pue-
blos, estancias. Para volver necesitaríamos aldeas independientes,
con camino, escuela, agua potable; todo eso es romántico, una ilu-
sión.
-¿Pero la vida en la ciudad no es peor?
-Y sí, ya no consumimos miel de abejas salvajes, fruta, tu-
bérculos, plantas, todas silvestres. En lugar de proteínas y vitaminas
naturales tenemos que comer harina, azúcar, fideo. Como conse-
cuencia, viene la desnutrición parcial, los dientes se empiezan a
caer, vienen las enfermedades y como si eso fuera poco, nuestras
mujeres empiezan a prenderse a los hombres, porque han aprendido
que todo cuesta plata y para conseguirla, no les importa agarrarse
una enfermedad venérea.
-Pero por lo menos algunos estudian.
-Sí, y yo sé que si Dios quiere voy a salir médico, aunque
cada vez me gusta menos esta forma de curar. Mejor lo hacen nues-
50 – ToQo Zuleta
tros chamanes, que le enseñan a la gente a curarse. Nosotros esta-
mos aprendiendo sólo a dar clientes a las farmacias y a los laborato-
rios
-¡Bah! -largó el de pelo rizado -¿Pero el cacique, capitán, jefe
o lo que se llame de ustedes no puede buscar de remediar todo eso
que has contado?
-Hasta eso nos han cambiado, Churqquito. Los chamanes y
los capitanes han sido desbancados por los que hablan español, que
pueden ser contratistas de trabajo, maestros preparados por los mi-
sioneros, o pastores religiosos.
-¿Gringos?
-No, chiquitanos.
-Mirá, mejor no nos amarguemos. ¿Qué les parece si hacemos
un sapito?- propuso el Churcco y, sin esperar la respuesta, llamó
con unas palmadas. La moza entró, batiendo su pollera.
-¿Otra jarra? -más que preguntar, afirmó.
-Sí, y trae los tejos del sapo -Vaciaron los vasos, mirando a la
que salía.
-Tengo ganas de comérmela a la cholita -insistió el Churcco.
La muchacha entró y depositó sobre la mesa una jarra llena de
chicha y un puñado de pequeños discos de bronce.
-¡Aquí tienen, caballeros! -les sonrió.
Salieron de la habitación. El patio estaba al medio de dos hile-
ras de piezas. Salvo un cuadrado al medio, todo estaba empedrado.
De la tierra brotaban árboles frutales y verduras. Sobre la vereda re-
posaban infinidad de macetas hechas con latas vacías de todas for-
mas y tamaños, con claveles, dalias, azucenas y otras plantas.
En uno de los costados del patio estaba el sapo, un mueble de
un metro de alto en cuya parte superior se abrían una serie de aguje-
ros, cada uno de los cuales tenía un valor diferente. Para que los te-
jos rebotaran, había tablas clavadas al frente y a los costados; todo
cubierto de chapa de hierro a fin de que los tejos no desgastaran la
madera. Un sapo acuclillado abría su boca al centro y adelante un
molinete flanqueado por dos pequeños balancines, las ranas. Cada
uno tenía diferentes puntajes, marcados por divisiones en un cajón
debajo de los agujeros. El máximo puntaje lo daba, fijada a la tabla
CHINCANQUI - 51
del fondo, una cara de vieja con la boca abierta, hecha de bronce al
igual que el sapo y el molinete.
Comenzaron a tirar por turno los doce tejos. En un tablero fi-
jado a la pared anotaban los tantos que hacían. Toda la tarde trans-
currió entre el juego, los comentarios y los brindis con chicha.
Cuando se cansaron de jugar, se sentaron en el diván. Copatiti tomó
una guitarra, la templó y el Churcco cantó wayños, cuecas, baileci-
tos. Las jarras de chicha se iban vacías y volvían llenas.
Al anochecer, pidieron algo de comer y la moza les trajo tres
picantes como para resucitar a muertos. El de pelo crespo, animado
por el alcohol, le acarició la nalga. La chica pegó un brinco hacia
atrás y cambió de semblante.
-¡No te abuses caballero! ¡Mira que yo soy potosina y nos to-
mamos en serio los amores! -le recriminó, medio en serio, medio en
broma.
-¿Cómo es eso? -replicó él, dispuesto a seguir el acoso.
-Para que te des una idea, caballero, cuidado que termines
como el Santo Cristo de Bronce.
-¿Y qué es eso? -preguntó Narciso, curioso.
-Algo que pasó al lado de donde yo trabajaba, allá en Potosí.
Te lo contaré en quechua, porque así me lo acuerdo mejor.
-¡Pero yo no te voy a entender! -exclamó el chiquitano.
-No te preocupes, después te lo traduzco -ofreció Copatiti y la
cholita comenzó a contarles en un quechua mechado con castellano.
52 – ToQo Zuleta
ypuni wañuchin indiata, chaimantaka churaquska wasimpi uj ju-
chuy calabozopi, crucifikaycuchiska cay perqaman, chayman qay
supaywarmi sapa ppunchay uj alfilercituta churaska cuerponman.
May chika tiempopichus cuerponmanta junttachiska alfileres
y chaymanta jinapi casastaka mai cchika pasarerka, chay cuartitu-
pi, chay calabocitupi.
Chaymantaka albañiles llankasaspa uj calle Potosimanta, pe-
rka tunispa tinkuskanku uj manchay runata guataskata maquisnin-
manta chaquisninmanta cruzformapi, uj kancharisaska kellu chay
imachus kaskaka alfileres entero cuerponman junttachiskanku chay
chayraycu rikukuj kellu pacha. Cholas rikuskanku, rikuytawanka
parlaskanku, llajtapeqa yachaspaka churaskanku Santo Cristo de
Bronce, porquechus cuerpo kasaska juntta kellu alfileresmanta.
CHINCANQUI - 53
y los tobillos a una pared, un hombre momificado con los brazos en
cruz, muerto hacía incontables años, relucía al quemante sol de la
altura. Estaba cubierto íntegramente de pequeños alfileres de cabeza
dorada. Las cholas que le vieron, enseguida propalaron la noticia y
el pueblo al momento lo bautizó como el Santo Cristo de Bronce.
Víctima de tan atroz suplicio, lo que más impresionaba era el tiem-
po que seguramente había sufrido, ya que en el cadáver seco, pre-
servado por la sequedad del altiplano, se veía claramente que la car-
ne había crecido a través de los alfileres.
54 – ToQo Zuleta
Capitulo IV
NORMALISTA
CHINCANQUI - 55
caban sus tradicionales melodías. A cada momento llegaba más y
más gente. Comenzó la procesión a ir por las calles embanderadas y
con arcos. Al frente iba un armonista ciego que se paraba de rato en
rato, hacía depositar su órgano por los cargadores que lo transporta-
ban y comenzaba a tocar, acompañado por un cantor de estentórea
voz que cantaba el mismo himno en todas las paradas y decía luego
una letanía en latín. Luego venía la imagen seguida del cura, escol-
tada por los estandartes de los ex-combatientes, asociación de mata-
rifes, de constructores y de herreros. La procesión dio la vuelta por
las calles y la plaza en un recorrido de diez cuadras, para luego vol-
ver a la iglesia.
56 – ToQo Zuleta
Cada vez que alguien conseguía arrebatar su adorno al cornu-
do, venía lo más triste para el laceador. Tenía que enlazar al toro e
introducirlo en el corredor para que saliera otro y ahí venía su marti-
rio, porque no era fácil hacer pie firme a la distancia requerida para
enlazar a un animal furioso e irritado, así que erraba una y otra vez,
entre los silbidos del público, obligado finalmente a abandonar su
lazo en el suelo y poner su cuerpo a resguardo.
CHINCANQUI - 57
Al concluir la toreada, tomaron chicha en una ramada, y se su-
bieron a otro camión para volver a Sucre. Al mes, fallecía Albina
repentinamente.
Ese año, tenía exámenes en diciembre, así que pasó la Navi-
dad en Sucre. El veinticuatro a la tarde rindió Patología, satisfacto-
riamente. Cuando volvía de la Facultad, las calles adyacentes al
mercado central estaban llenas de gente y vendedoras. Unas ofre-
cían barba de piedra, musgo y otras yerbas para armar los pesebres.
Todas esas plantas venían de Quila-Quila, traídas por las mamalitas.
Niños Dios de cerámica, de estuco o de cera, bellamente poli-
cromados y encarnados, se ofrecían de manos de los propios arte-
sanos. Por las calles sonaban los villancicos. ¡Qué mundo se agitaba
entre todas esas casas antiguas! Indios, mamalitas, cholitas, niñitos
rubios y aristocráticos. Aquéllos se asombraban al ver la ciudad, lle-
na de luces y vidrieras. Los cholos menospreciaban al indio y el k
´ara despreciaba al cholo.
58 – ToQo Zuleta
do, se la pisoteó; para colmo, cuando la levantó presuroso, se le ca-
yeron caramelos de los bolsillos y ahí fue la arrebatiña.
A eso de las dos de la tarde se volvió a servir comida y luego
se tapó al Niño Dios, la señal para que comenzara la fiesta con bai-
lecitos, cuecas y huaynos. En el aire chuquisaqueño, charangos,
quenas y una voz cantando sus penas de amor como si estuviera
dando serenata. El verano era tibio, la chicha fresca, los amigos dis-
puestos y la fiesta animada. Entonces ¿para qué preocuparse? Total,
la vida es hermosa.
CHINCANQUI - 59
-Buen día. ¿Qué desea? -respondió cortante.
-Quisiera hablar con la señora Directora.
-Está ocupada. ¿Para qué?
-Es con respecto a una mujer que se quiere matricular.
-¿Y usted es pariente o... amigo de ella? -contestó desdeñosa-
mente la secretaria.
-Soy el hermano.
-¡Ah, bueno! ¿Qué hubo?
-Me dijo que no quieren matricularla.
-¡Ah, ya sé! La cholita de ayer -dijo con tono despectivo. -No,
no puede entrar a la Normal. Así dijo la Directora -se atajó.
-Por eso quisiera hablar con ella -insistió.
-¡Está muy ocupada y además son los padres los que tienen
que hacer cualquier trámite! -alzó la voz.
Sentía que la paciencia se le iba acabando. Con un esfuerzo, le
contestó.
-Nuestros padres viven muy lejos. Mire, yo soy universitario,
y si no me quieren atender, tendré que recurrir a la Federación de
Estudiantes -arriesgó.
La empleada dudó. Se levantó, abrió una puerta y entró, ce-
rrándola detrás de ella. Al rato, salió y le dijo.
-Espere -y se sentó. Narciso continuó allí, de pie durante casi
veinte minutos. Por fin, sonó un timbre.
-Pase -le dijo secamente.
El despacho tenía un armario lleno de libros, en la pared un
retrato de Bolívar, al lado un escudo de Bolivia y debajo un escrito-
rio al que estaba sentada una mujer elegante y rubia.
-Buenos días -lo saludó, sin ofrecerle asiento.
-Buenos días, profesora -y se quedó ahí cortado.
Ella le miró intensamente como radiografiándolo. Cholito,
veinte años aproximadamente, ropas baratas, un estudiante pobre,
fue el resultado.
-Sí, dígame -fustigó ella, sin dejar de mirarle.
-Sabe, venía por la matrícula de mi hermana -alcanzó a articu-
lar. ¡Ah, dioses de mi tierra! ¿Por qué cuando un blanco nos mira
60 – ToQo Zuleta
de esa forma, tragamos saliva y se nos hace un nudo en la gargan-
ta?
-Mire, esta es una Escuela Normal. Las futuras profesoras son
señoritas. ¿Me comprende? Se-ño-ri-tas -remarcó.
-Pero mi hermana... -tartamudeó, sintiendo que un abismo se
abría bajo sus pies.
-Su hermana, joven, ha tenido la sandez de venir a querer es-
tudiar de pollera. Aquí no podemos recibirla vestida de esa forma –
agregó despectivamente.
-Pero ella ha sido la mejor alumna de su promoción y quería
estudiar para profesora.
-Eso no importa -dijo y se levantó. Estaba roja de indignación.
Mientras caminaba a la puerta, siguió hablando.
-¡Retírese, por favor! -y abrió la puerta -¡Esta escuela no es
para cholas!
Con la muerte en el alma, el joven enderezó hacia la calle.
Tan pronto como salió, la secretaria se dirigió presurosa al despa-
cho. Adentro, la directora hojeaba nerviosamente unos papeles.
-¿Pero te imaginas Mechita? Falta nomás ya que una indiecita
envuelta en su ajsu se presente aquí con la pretensión de ser norma-
lista. ¡A estos indios y cholos hay que ponerlos en su lugar, si no, se
te suben encima!
-Y sí. ¡Cada indio tiene la marca de sucio, mentiroso y ladrón
en la frente! -remachó la secretaria.
Copatiti mientras caminaba de vuelta a su pieza recordaba. ¡Y
ella se había hecho tantas ilusiones de ser normalista, de volver con
el título, para enseñar a los indiecitos de su aldea! ¿Cómo podía ser
que no la recibieran?
Entró en la habitación. Su hermana estaba parada en medio
del piso de tierra con los ojos enrojecidos. Era una adolescente de
unos dieciocho años, con un rostro bonito y unas trenzas negras que
le colgaban sobre la blusa blanca. Su señal de clase y su estigma, la
amplia pollera, plisada, de un género aterciopelado de color rojo, se
ceñía graciosamente a la cintura con una serie de alforzas.
-¿Qué te han dicho, hermanito? - le preguntó en quechua.
-Dicen que no reciben cholitas.
CHINCANQUI - 61
-¡Así me riñeron cuando fui a querer matricularme! ¿Por qué
nos tienen que humillar así?
-No reniegues, hermanita. No tenemos que esconder lo que
somos.
-¡Tú porque eres hombre! A nosotras las mujeres, por la ropa
nos crucifican. Si eres india, o si eres chola, ya sabes cuál es tu
lugar.
-Podríamos irnos a la Argentina, allá te sacarías la pollera
-sugirió su hermano.
-¡Ay! -lo miró dolorosamente-. ¡Déjame sola!
Narciso se retiró con una indefinible tristeza. Ya era hora de
clases y descolgó del clavo su guardapolvo blanco. Toda esa maña-
na ni prestó atención a las lecciones. Cuando volvió a la pieza al
mediodía, sobre la cama de su hermana había un papel, con su ca-
racterística letra redonda: Me voy a mi lugar. Hasta la otra vida,
hermanito.
Ya no estaban sus ropitas, ni su manta. Se había llevado todo.
Pensó en ir a la parada de los camiones. ¿En qué se estaría yendo?
Pero ella siempre fue independiente y, si decidió volverse, no había
nada que hacer.
Se aplicó con más ahínco que nunca a los libros. Pasó un mes,
cuando una noche tocaron a su puerta. Un hombre desconocido, con
una alforja en su hombro, lo miró con seriedad.
-Tú eres Copatiti, el estudiante de medicina.
-Sí -contestó.
-¿Puedo pasar?
-Claro, pase -invitó el joven.
El hombre entró a la mísera habitación, dejó la alforja en el
suelo y le habló en la dulce lengua andina.
-Hace unos días he estado con tu tío, que es mi amigo y cuan-
do supo que venía por Sucre, me pidió que viniera a verte.
Por la expresión del hombre, Narciso adivinó algo angustioso.
Él lo miró profundamente, le puso las manos en los hombros y le
dijo:
62 – ToQo Zuleta
-Sí, es lo que estás pensando. Tienes que ser fuerte. Tu herma-
na, apenas volvió a tu pueblo, se tiró de una peña... tu madre no
puede aguantar la pena y se ha enfermado.
El joven dobló la cabeza y sintió que los ojos se le llenaban de
lágrimas.
-¡Es que no la dejaron entrar a la Normal! ¡Por eso se mató!
El hombre le miró con compasión.
-Sí, parece que tu hermana estaba muy desilusionada. Tam-
bién me ha dicho tu tío que no es necesario que vayas, él se ha he-
cho cargo de todo, cuidado que te perjudiques en tus estudios. Aho-
ra tengo que irme. Ripusaj. Tupananchiscama.
CHINCANQUI - 63
Capitulo V
COLLANAWAN
CHINCANQUI - 65
Durante la comida, una lagua de maíz con papas, su tía siguió
con las preguntas y él decidió contarle la verdad, que había dejado
la Universidad, deseaba ser curandero y por eso estaba ahí. Ella
miró a su hijo.
-Bueno, si quisieras venir cada día aquí y ayudar, mi marido
es collori y anda viajando, pero ya va a llegar estos días y se va a
quedar un tiempo. Puedes aprender junto con mi hijo.
¿Qué podía decir Narciso? Era justo lo que deseaba, así que
aceptó.
El encuentro con su madre fue doloroso. Estaba destrozada
por la pérdida de su hija y ella también tenía una sombra de muerte
en el rostro, pero se puso contenta de tenerlo a su lado. Desde el día
siguiente comenzó a ir a lo de su tía. El trabajo era mayormente de
cuidar los sembrados, aporcar la papa, desyuyar los cultivos de maíz
y trigo que se extendían por las lomas. Su primo trabajaba con él en
las faenas agrícolas.
A las dos semanas, por el camino apareció una tropa de ani-
males. La mujer, ya cambiada, con sus mejores ropas, salió con sus
hijitos a la puerta de su casa.
-¡Vamos, ahí viene mi papá -le dijo el joven a su primo.
Era una tropa de más o menos diez mulas de todos los pelajes
y a su frente venía un hombre alto, con un poncho rojo a rayas ne-
gras, un pantalón nochecolor y un sombrero alón gris.
Bajó de su cabalgadura. Flaco y moreno, tenía en su rostro un
pequeño bigote y una mirada penetrante en sus ojos oscuros, res-
guardados por espesas cejas.
-Descarguen los animales y llévenlos al potrero -ordenó en la
lengua indígena a los dos jóvenes y entró con su mujer a la casa.
Bajaron las cargas, las entraron, luego llevaron los animales a un
pastizal al otro lado de una loma y ahí los soltaron. Cuando volvie-
ron, ya era hora de comer.
66 – ToQo Zuleta
curar. Los vegetales que utilizaba las recolectaba de los Yungas, de
la Cordillera y del Altiplano, pero conocía perfecta-mente las pro-
piedades de la flora peruana, chilena o argentina
-Esos que cortan plantas como sea, no saben. La planta es un
ser vivo y hay que respetarla, para que nos sirva de curación. Hay
que cortarla en un tiempo preciso para que no sufra y hay que pedir-
le permiso. La planta entiende -aconsejaba en quechua.
-¿Cómo se usan? -preguntó su hijo.
-Hay varias formas. Cocimiento es hacer hervir una planta, o
cualquiera de sus partes, en un recipiente con un poco de agua. Infu-
sión es cuando ya ha hervido el agua, entonces se apaga el fuego y
se pone la planta o hierba por tres o cuatro minutos. Dejar en remo-
jo una cantidad de plantas, hojas, tallos, flores, en alcohol durante
cuatro días, es la maceración y en la destilación se trata de escurrir
el espíritu de una planta, gota a gota, mediante el calor.
-¿Cómo más se aplican? -interrogó Copatiti.
-En cataplasmas. Son calmantes, refrescantes, laxantes y tóni-
cas. Las hojas, flores o frutos medicinales se muelen, se mezclan
con aceite de almendras y se aplican, siempre a la temperatura del
cuerpo. También se hacen de harina de trigo, linaza y papas, calen-
tándolas en un recipiente y luego extendiéndolas en un lienzo para
aplicarlas, o en fomentos, haciendo hervir la planta medicinal. Se
moja un lienzo en esa agua y se aplica. Se repite dos o tres veces,
cada vez que el fomento anterior se enfría.
Chincanqui anotaba muchas cosas, pero su primo, con una
memoria prodigiosa, retenía todo sin necesidad de escribir, y las
lecciones proseguían, siempre en quechua..
-También se cura con productos de diversos animales. Sangre,
carne, corazón, cabeza y otros. Los productos líquidos se toman
crudos. La carne y otros sólidos generalmente cocidos; a veces se da
sólo el caldo. Los sesos de gorrión constituyen un gran tónico y los
testículos de ciertos animales tonifican el órgano sexual.
-¿Y hay remedios minerales? -preguntó su sobrino.
-Sí. Las piedras son hembra y macho. La piedra blanca se
pone en la boca para no apunarse. La piedra imán para aumentar el
dinero, alimentada con limaduras de acero. También se usa el
CHINCANQUI - 67
sonkorumi, polvo de picapedreros, el polvo de cuatro esquinas de la
piedra...
-¿Y de dónde se saca?
-Del cimiento de casas viejas. El rumicuchu es del batán. La
piedra con óxido de hierro es el yáhuar huacac. Toba es la ceniza
de volcán. También se usa tierra de las tumbas, barro fermentado,
oro en maceración, tierra de la Virgen, ciguayros, el posoko…
-¿Qué era el posoko?- interrumpió su hijo.
-La espuma del río. De líquidos, agua de fragua de los
herreros, agua del lavado de cáliz y agua florida.
Otro día, mientras curaban una oveja empachada, se pusieron
a dialogar acerca de las curaciones. Condori estaba encantado con
su sobrino, porque éste le aportaba sus conocimientos de anatomía,
farmacobotánica y química biológica.
-¿Alguien puede explicar claramente cómo obran en realidad
los remedios? -se preguntó en voz alta el kallawaya y se contestó-.
El cuerpo humano no es un motor, al que se le estropea una pieza,
se la cambia y listo. La equivocación está en tratarlo como a una
máquina.
-¿Entonces, cómo hay que hacer? -preguntaron sus discípulos.
-Nuestro cuerpo sabe; está grabado hasta en su último rincón
cómo defenderse o lo que debe hacer ante determinadas infecciones.
Pero los que lo construyeron no podían prever todo. Ni tampoco que
con el tiempo esa capacidad se iría adormeciendo. Entonces viene el
estado actual, en que estamos indefensos ante las agresiones
externas e internas de todo tipo.
-¿O sea que nosotros mismos nos podemos curar? -preguntó
incrédulo su hijo.
-Así es. Si no me creen, echen un vistazo a los otros seres
vivos de nuestro mundo. Las plantas, los animales, que yo sepa, no
tienen médicos de ningún tipo y sin embargo, siguen viviendo y
reproduciéndose sin grandes problemas, a pesar de tener agresiones
igual que nosotros.
-¿Y por qué no podemos hacer eso los humanos? -preguntó
Narciso.
68 – ToQo Zuleta
-Cuando recuperemos la forma de tener acceso a la llave de la
autosanación, la humanidad habrá dado un gran paso adelante para
parecernos a nuestros creadores -pontificó el kallawaya.
-Lo que he notado -agregó el discípulo, -es que cuando
hablamos de los que curan poniendo las manos, de los chamanes y
sanadores de todo tipo, es que sanan afecciones orgánicas de una
forma no invasiva -y trató de forzar el quechua para dar el
significado de invasión.
-Los iguala la fe. ¿No se dan cuenta? En realidad, estimulan al
propio organismo del paciente para que se cure él mismo. Ya sea
mediante lo que se llama sugestión o fe ciega, lo que se hace es
crear determinadas condiciones para una autocuración. Los únicos
poderes fuera de lo común de los sanadores que existieron en todos
los tiempos, son justamente los que contribuyen a crear esa capaci-
dad de estimular el cuerpo y mente humanos para que realicen su
propia sanación. Nada de rayos brotando de las manos ni luces que
salen de los iluminados.
-¿Dices que nos han hecho así? ¿Como se fabrica un auto o
una radio? -se admiró su sobrino.
Lo tuteaba, porque en quechua no existe la diferencia de tratar
de usted para establecer diferencias. Tampoco existen los términos
técnicos, que Condori suplía con unos pintorescos pero exactos cir-
cunloquios.
-La explicación que me dieron es más simple. Los seres infi-
nitamente sabios que nos hicieron y nos colocaron aquí para que po-
bláramos este planeta, no podían admitir que accidentes, guerras o
epidemias diezmaran la raza humana hasta llevarla al punto de la
extinción. Entonces, combinada con la selección natural, pusieron
en las células de los seres vivos, una ciega capacidad de autorrepa-
ración. A medida que el ser humano fue evolucionando, la llave que
activaba ese mecanismo fue perdiéndose. Mejor dicho, olvidamos el
rincón donde se encuentra.
-¿Y los médicos no saben eso? –preguntó su hijo.
-Todos sabemos que antes no existían médicos, ni medicinas,
ni operaciones como las conocemos ahora. Sin embargo, la especie
humana seguía adelante. Cuanto más salvajes, más capacidad de au-
CHINCANQUI - 69
torregeneración celular y de autocuración. Los pueblos a los que
desprecian diciéndoles primitivos, todavía conservamos el acceso a
esa llave que nos permite gozar de una envidiable salud.
70 – ToQo Zuleta
obra, talló un hombre y una mujer enlazados, simulando el acto se-
xual.
-Ahí está -les mostró. -Este es un huarmimunachi, el talismán
para conseguir el amor de la persona deseada. Ahora háganlo
ustedes.
Ambos se pusieron, uno con el cuchillo y otro con un
cortaplumas, a imitarlo, con resultados más o menos aceptables.
-Ya que estamos con los amuletos de amor, les voy a enseñar
a preparar los tincuchis y el atinco. ¿Ven? Es una especie de pancito
amasado con ceniza, de efectos afrodisíacos -mostró.
Les instruyó sobre otros talismanes: la pajita de la víbora, las
aguilitas, la piedra bezoar, las illas, los wacanquis, la piedra de
rayo, los chiuchis de estaño vaciados sobre piedra, y el extraño
pasa-pasa con el cual la suerte de la que vende mucho viene a uno,
junto con su dinero.
También les enseñó la ceremonia especial con que se comuni-
caba la necesaria eficacia para la curación, y terminó recomendán-
doles.
-Recuerden lo más importante. Para los kallawayas, el hombre
es lo que come.
CHINCANQUI - 71
-¿De cómo sabe tío, que yo tengo esa capacidad?
-Porque has tenido una sacudida muy grande con la muerte de
tu hermana. Nadie puede ser yatiri si no es llamado por Santiago.
Por ejemplo, si el rayo, en una tormenta, cae a menos de diez me-
tros de una persona, sin matarle, esa persona ha sido llamada a la
profesión de jampiri -terminó de aleccionarle Condori.
72 – ToQo Zuleta
de la imagen le mandara un relámpago de bienvenida por entre los
dientes de nácar. Dicen que pocos pueden verlo, pensó y se sintió
contento. Todo lo demás estaba bien a la vista, con el increíble rea-
lismo logrado hace siglos por el anónimo imaginero indígena, que
había incrustado pestañas auténticas en los ojos, pintado con sangre
verdadera las heridas, sepultado cordeles oscuros en los brazos para
figurar las venas y puesto sobre la piel gotas de vidriosudor cayendo
de la corona de espinos. Terminó de rezar, se levantó y contempló
una vez más el sombrero salteño clavado allá arriba, en la bóveda,
testimonio irrefutable de cómo se había edificado esa capilla.
Según contaban, el Cristo apareció hace siglos y los indios del
lugar le edificaron un humildísimo oratorio con techo de paja. Un
arriero de Salta, que traía recuas de mulas para vender en la feria de
Huari, se quedó a dormir cerca de allí. Al despertarse, se encontró
con la ingrata novedad de que sus animales se habían escapado y en
la pampa inmensa no sabía dónde buscarlos. Desesperado, salió a la
ventura, tratando de encontrar las huellas, pero no encontró nada. A
la noche, mientras dormía sobre su montura, se le apareció en sue-
ños el Cristo, quien le indicó una aguada cercana donde estaban los
animales. A la mañana siguiente, se dirigió hacia allí y encontró la
tropa perdida. En agradecimiento, cada año el gaucho trajo desde
Salta cargas de ladrillos en sus mulas, con los cuales poco a poco
edificó la capilla y cuando se terminó, como testimonio, él personal-
mente clavó ahí arriba su propio sombrero.
Luego de rezar, el joven se dirigió hacia una de las pequeñas
colinas que se alzaban en las afueras del pueblito. Allí ya muchos
promesantes esperaban para subir a la cima a prender sus velitas en
medio de las piedras y dejar vellones de lana multicolor en los
arbustos espinosos. Eran los pecados que se iban abandonando para
llegar limpios a la cima.
Ya arriba, él también pasó por la Peña Horadada, aunque un
poco dificultosamente. Era un agujero natural en el cerro; quien
deseaba saber el término de su vida, debía pasar por allí al otro lado.
Si pasaba sin inconvenientes, aunque fuera gordo, viviría largos
años. Si se trancaba, así fuera flaco, le quedaba poco tiempo de
vida.
CHINCANQUI - 73
Luego de prender sus velas y rezar por su madre, esa noche
durmió sobre el piso en una habitación colectiva, junto a otros hom-
bres y mujeres. Afuera soplaba el viento inclemente y helado, pero
dentro de las paredes de adobe, el calor humano hacía confortable el
ambiente.
74 – ToQo Zuleta
En cuanto entró, vio la imagen ecuestre, ahí en medio de la nave,
casi de tamaño natural. Santiago de Bomburi, el patrono de los cu-
randeros, de barba poblada en su tez blanca, hábito marrón y som-
brero con una cruz en el ala alentada, una espada en la mano dere-
cha y la otra en las riendas del caballo blanco que montaba. Tendido
de espaldas bajo los cascos del caballo, un diablo vestido de rojo, de
tez oscura por supuesto, intentaba defenderse con las manos en alto.
Cuando contemplaba la imagen, entró alguien a la iglesia, con paso
lento y mirando siempre adelante, imperturbable. La apariencia del
collana era la de un anciano, figura carismática, sabio, con aires de
santo, un indio diferente a los demás. Siguiéndolo venía un joven.
-¿De dónde vienes? -le preguntó en la lengua de los kallawayas.
-De Curva, Tatay -contestó con respeto Copatiti.
-Este es tu compañero, que viene de Amarete.
Ambos jóvenes se dieron la mano y quedaron amigos. Esa noche,
afuera de la iglesia, los dos aspirantes a jampiris, hicieron una foga-
ta y velaron toda la noche, haciendo los ritos establecidos desde si-
glos por los yatiris para la iniciación.
El amautha les explicó entre otras cosas, en la antiquísima lengua
de los collanas, mezclada con palabras de un español arcaico, la di-
ferencia entre laikas, brujos y brujas:
-Las brujerías vinieron de Europa y del Africa; aquí se adaptaron
a los materiales y costumbres, pero sus objetivos siempre son los
mismos: el poder, la riqueza, el amor, la envidia y la venganza.
Igual que los laikas, sus útiles son tinajas y virques quemados en
viernes, percal para hacer muñecos, afrecho para embutirlos, sebo
de velas de iglesia, agujas, agujones y espinas estrenadas pinchando
muertos en noche de velorio, tierra de cementerio, uñas de sacristán,
manteca o grasa de conejo blanco, de perro kala, de lechuza muerta
a pedradas. En sus tinajas y cajones tienen polvos, yerbas desecadas
de oculto poder, una calavera y varios huesos humanos para hacer
ayatullu.
-¿A qué se dedican?- preguntó Copatiti.
-Los trabajos de la bruja, son: ser adivina, hacer hechizos,
ablandar corazones duros, recomponer destrozos por obra del peca-
do carnal y dar fortaleza de cardón a los más débiles arbustos del
CHINCANQUI - 75
hombre. Sus especialidades son el suministro de medicinas de amor
y el echar repulgos sobre el prójimo para atraer la kencheza. Para
eso, el anhelante tiene que obtener cabellos de la persona anhelada,
el barro resultante de la orinada, sangre menstrual o excrementos.
Con eso sanan a mozos dolidos de desvíos, a las mozas ya corridas
hacen pasar por doncellas, curan al viejo abatido de agenesias…
-¿Y cuando quieren hacer maleficio?
-El que quiere hacer daño a alguien debe ir a lo de la bruja,
llevando tierra de las pisadas del prójimo, o retazo de sus ropas. La
bruja hace un muñeco, poniendo dentro de él lo aportado del pre-
sunto, le clava espinas o alfileres en aquella parte del cuerpo donde
han de sobrevenir las dolencias. Lleva luego a enterrar el artefacto a
determinado sitio. Entonces el cuitado se enferma y no hay médico
que lo cure.
-¿Y cómo se cura? -se interesó el otro.
-Para deshacer el hechizo, sólo otra bruja, que hace sus averi-
guaciones y cálculos, palpa y huele al enfermo, y sabe al final dón-
de está el muñeco del maleficio. Va al lugar, lo desentierra y se pos-
tra para decir extrañas oraciones. Hecho esto, arranca uno por uno
los aguijones que el muñeco tiene incrustados. Entonces las afeccio-
nes y dolores del enfermo van desapareciendo. En cambio el brujo
es diferente. Poseedor de poderes ocultos, sus facultades las desa-
rrolla a través de la mesa negra para hacer daño, o la blanca para cu-
rar o rastrear. Cura los malos hechizos y puede prevenir el mal o
causarlo en otras personas, dándoles brebajes, arrojándoles la cochi-
nada o actuando sobre el muñeco. Mantiene el aislamiento y practi-
ca actos que lo rodean de misterio, por ejemplo, posee una calavera
a la que consulta, se levanta a medianoche para ir por los cerros o
recorrer los campos y usa utensilios de piedra.
-¿Y si nos encontramos?
-Ustedes mejor no se hagan conocer ni tengan tratos con ellos,
sea hombre o mujer, salvo que sea muy necesario -añadió el amau-
tha. Miró el fuego y pareció recordar algo-. Ahora, tienen que saber
la leyenda de Inkari y difundirla por donde vayan entre nuestros
hermanos. Me parece que está llegando el tiempo de que se levante
y seamos muchísimos, como los granos de la quinoa.
76 – ToQo Zuleta
Comenzó a hablar en quechua, pero ya no en la lengua vulgar,
sino en el alto runasimi, pleno de conceptos elevados.
-Les contaré lo de Inkari. Antes de que llegaran a esta tierra
los españoles, aquí vivía mucha más gente que ahora y todos tenían
para comer. Todos estos cerros en ese tiempo estaban cultivados.
Abajo se daba maíz, más arriba papa; donde hacía más frío se sem-
braba quinua y más arriba el tarwi. Se criaban llamas, con su lana se
tejía toda la ropa necesaria y nuestras casas nos abrigaban del viento
y del frío.
Pero llegaron ellos y agarraron preso a Inkari, nuestro rey y
nuestro último Inka. Le obligaron a darles todo el oro del Imperio y
le cortaron la cabeza. En ese momento salió un arcoíris negro en el
cielo; el día se hizo noche, las peñas gritaron y los ríos se volvieron
sangre.
Para estar seguros de que estaba bien muerto, lo pedacearon y
enterraron los pedazos por todo lado. Entonces, creyendo que el
asunto estaba terminado para siempre, se dedicaron tranquilamente
a gozar de su conquista. Pero no se dieron cuenta que, con el correr
de los siglos, la Pachamama, apiadada de sus hijos, por bajo la tierra
iba juntando los trozos dispersos. Ahora ya se ha unido todo el cuer-
po. Eso indican todas las señales. Sólo falta que se junte la cabeza y
entonces Inkari, con su cuerpo otra vez completo, resucitará como
el Nuevo Inka, abrirá los brazos y terminará con los sufrimientos de
los indios.
-¿Puedes explicárnoslo, maestro? -rogó Copatiti, también en
el mismo runasimi.
-Trataré de hacerlo, pero lo que te voy a decir, sólo tiene el
sentido de hipótesis, basada en mi interpretación de ciertos hechos.
Constituyen simplemente pautas, pistas. Son ustedes los que deben
interpretar y comunicar esto, que viene de bien adentro. El indígena
usa la metáfora como elemento cultural básico. El mito de Inkari,
como todos los mitos, es el ejemplo de algo muy profundo, y que en
este caso, llega a adquirir caracteres de profecía. Por eso pasó a la
clandestinidad y fue el amautha Arguedas quien lo sacó a luz. El di-
lema es que debemos encontrar el mensaje inscrito entre líneas que
se pretende transmitir a las generaciones futuras. Un ejemplo: cuan-
CHINCANQUI - 77
do Tupac Amaru dijo “¡Volveré y seré millones, como los granos de
la quinoa!” ¿Sabe alguien qué quiso decir exactamente? Esta es
también una alegoría, como el arco iris negro yana k´uychi llojsin, o
la leyenda del tigre y el cazador. Tienen un profundo significado,
que está escondido detrás de una imagen poética y frecuentemente
atroz. En el caso de Inkari, alguien inventó la leyenda, el mito. La
imaginó o, lo más posible, la soñó. ¿Puede imaginarse una cosa así,
tan despiadada e inhumana? Unos verdugos que toman un cuerpo
muerto, lo desmembran, descuartizan y no contentos con eso lo ha-
cen desaparecer enterrándolo por todas partes de América hasta que
no queda ni huella de él. Pero este proceder no es tan ilusorio ni tan
irreal como parece. No me explayaré acerca de las formas de dar
muerte, que en eso el hombre se ha complacido en crear ingeniosas
y aleccionadoras formas de matar. Basta recordar esa larga tradición
que, como tantas cosas, nos legaron los europeos y es el tratamiento
que se le da al cadáver del enemigo. ¡Nadie olvida la crueldad y el
feroz fanatismo con que fue descuartizado el cuerpo de Tupac Ama-
ru! -se exaltó el chamán.
-Tiene razón, maestro. Recuerdo haber leído que, en una
macabra propuesta, cuando la Convención francesa condenó a
muerte al rey, intentó que el cadáver fuese dividido en ochenta y
dos trozos, para enviar uno a cada departamento de la República
-agregó Narciso.
-También sé que en la Argentina, el cadáver de Evita fue
robado y trasladado de sepultura en sepultura -opinó el otro joven.
-Por eso la llamo ayapolítica, política con y de los muertos.
En el caso de Inkari está presente también ese ensañamiento con el
adversario ya muerto y que no puede atacar, ese denominador
común de esconder los restos, para que nadie pueda venerarlos ni
convertir su sepultura en lugar de culto. Los miembros primero se
dispersan y luego se entierran por toda América. Pero como es un
mito, aquí surge lo sobrenatural. La Pachamama, la Madre Tierra,
compadecida de su hijo, por en medio de su seno va acercando los
restos, hasta que logra reunirlos y reconstituir el cuerpo. Además,
en un rasgo poco común, la leyenda va evolucionando hasta
ubicarse en los tiempos actuales. Nos dice que ahora el cuerpo ya se
78 – ToQo Zuleta
ha reconstituido, y sólo falta que se acople la cabeza, para que
Inkari resucite y sea la definitiva liberación del indio. Sin entrar a
resolver en qué puede consistir esa reivindicación final, tenemos
que concentrarnos en el significado de la parte anatómica que falta
para que el cuerpo esté completo -y el collana los miró para ver si
habían comprendido.
-En el trabajo de efectuar la interpretación de la leyenda ¿cuál
es la cabeza? No se puede tomar al pie de la letra la imagen, empe-
zar a cavar la tierra para tratar de localizar dónde está sepultada y
desenterrarla -opinó Copatiti-. Según la Anatomía y la Fisiología,
esa parte es indispensable para que un cuerpo esté, no sólo comple-
to, sino que pueda funcionar y en ese aspecto, si admitimos que
Inkari va a resucitar, es decir revivir y comportarse nuevamente
como un ser vivo, la cabeza es indispensable. Las funciones del or-
ganismo, están dirigidas en gran parte desde ahí, por eso podemos
vivir sin miembros, pero no sin el cerebro y su envase. Sabemos que
en él están, no sólo el conocimiento, sino los sentimientos y hasta
las emociones -terminó de razonar.
-Sí, una especie de mandato ineludible. Entonces parece que
es clara la función de esta parte del cuerpo y se comprende por qué
a Inkari le falta eso para levantarse –continuó el amautha.
-¿Pero qué significa? ¿Que falta un jefe o una jefatura, una
cabeza que lidere el movimiento indígena? ¿O más sutilmente,
insinúa que falta un debate ideológico, espiritual o político de donde
surja una filosofía, una ideología, un evangelio, una Biblia, un
Corán, un manifiesto, en fin, algo que pueda unificar los diferentes
movimientos y etnias? ¿O ambas cosas? –preguntó Copatiti.
-Lo que quieran interpretar. Sólo puedo decir que no se puede
ocultar el profundo vacío filosófico-ideológico del indianismo e
indigenismo modernos. Hace falta alguien que dé las grandes líneas,
la estructura, el esqueleto, por ejemplo en la educación. Entonces,
los técnicos las implementan. Pero sobre todo, un armazón sobre el
cual edificar la mística indígena.
-Me recuerda al Apocalipsis o a las Cantigas de Nostradamus.
-Exactamente; el que tenga discernimiento, que entienda y
descifre este, no diría enigma, pero sí una especie de prueba que se
CHINCANQUI - 79
nos da para que la pasemos. Esto también se vincula con el impera-
tivo de que debe formarse en algún momento, una Confederación de
Pueblos Indígenas, integrada desde su origen por genuinos repre-
sentantes de los diversos grupos y comunidades. A propósito de
esto, soy de opinión que esa Confederación, el auténtico organismo
ante los organismos nacionales e internacionales, tiene que salir de
una reunión efectuada en un lugar sagrado. Allí pueden pelearse y
discutir hasta llegar a un acuerdo. Este lugar debe estar custodiado
por los guerreros, los chakarunas, a fin de que no pueda haber inter-
ferencias. Luego de organizarse, se abrirán las escuelas, los yacha-
ywasi donde los yachachej harán saber todas estas cosas a los jóve-
nes -terminó el collana.
Al día siguiente dejaron ordenadas sendas misas y buscaron
un vehículo para emprender la vuelta. Cuando llegaron al cruce, el
de Amarete se subió a un camión, que en su suerte iba a La Paz. Co-
patiti tuvo que esperar varias horas en medio del frío, a fin de tomar
uno hacia Potosí. De ahí iría a la Argentina.
80 – ToQo Zuleta
Capitulo VI
SERENATAYOC
CHINCANQUI - 81
larga. Llegar a un lugar, asegurarse el techo, la cama y el lugar para
atender. Luego, entrevistar a las autoridades, preferentemente del
área de la cultura, después al director de la radio.
En cada caso desplegaba su simpatía, sus dotes de seductor. Si
el interlocutor, o alguno de sus familiares expresaba alguna dolencia
o malestar, ahí tenía asegurado su futuro. Si no, hablaba de ONGs
dispuestas a financiar proyectos, de subsidios extranjeros listos para
llegar, de vehículos en donación que aparecerían con sólo pedirlos.
Mostraba sin que se lo pidieran credenciales de periodista, nombra-
ba las audiciones de TV en las que intervino. Ofrecía, sugería y, si
era necesario, prometía.
Todo, por supuesto, bajo una apariencia benefactora, deseosa
de diseminar bienestar y compartir conocimientos. Invitaba a tomar
una gaseosa, si el o los candidatos lo merecían, y adulaba con boca
dulce.
De esta forma, conseguía gratis, audiciones en la radio más
escuchada, cesión del mejor salón del pueblo para dar sus conferen-
cias, propaganda gratuita y, lo principal, un paraguas protector por
las dudas que algún médico se convirtiera en su contrincante. Cosa
extraña, no se metía ni con los policías ni con los curas; parece que
prefería tenerlos lejos.
De esta forma, conseguía su objetivo, muy sencillo: que los
pacientes llegaran al lugar donde atendía y allí aplicar su quiropra-
xia, aconsejar a los malaventurados y, lo principal, vender sus yu-
yos.
Esta vez, había traído un caballito de batalla que actuaba so-
bre una de las principales pulsiones masculinas. El bulbo maravillo-
so, el ginseng de los Andes, como él llamaba al maca o macá. Re-
constituyente, vigorizante, afrodisíaco, le atribuía todas las virtudes
necesarias a fin de que los varones se preguntaran si no habría algo
verdadero detrás de todos esos atributos. Y para cerrar el círculo,
además ofrecía a los altos círculos gubernamentales la posibilidad
de promover el cultivo de esta plantita, para así solucionar el pro-
blema de la escasez de recursos del poblador puneño.
Su táctica incluía captar la voluntad de los lugareños al ense-
ñarles a reconocer plantas medicinales, y dar clases sobre esas plan-
82 – ToQo Zuleta
tas y sus usos. Luego, salían en excursión por los alrededores o por
el Jardín Botánico de Altura de Tilcara para ver la flora autóctona.
Siempre ostentaba sus contactos con el exterior, y que próximamen-
te viajaría a Alemania a hablar sobre plantas medicinales.
Era sumamente parco para hablar de sus medios de vida. Sólo
que tenía pocos pacientes y vendía los yuyos suministrados por Fe-
derico, un jujeño de Palpalá, con un porcentaje. Al tiempo de pagar
sus cuentas, ahí sí se desnudaba y regateaba, al estilo Timaro y ahí
ya no hablaba de fundaciones, del extranjero, de dinero, sino de lo
mal que le había ido. Su frase favorita era: “Trabajando como negro
para vivir como blanco”.
CHINCANQUI - 83
Trajo un brasero con carbones encendidos, allí arrojó un
sahumerio y le ordenó, apagando la luz.
-¡Quítate la ropa! -Ella vaciló, sorprendida.
-¡Que te saques, te digo! ¿Cómo piensas que te voy a limpiar?
Recelosa, se desnudó hasta quedar en ropa interior y él co-
menzó a dar vueltas alrededor, con un alumbre en la mano, que ca-
lentaba al fuego y pasaba lentamente por la piel de la mujer, prime-
ro por toda la espalda, luego por adelante, en los brazos, las piernas
y por último por la cara, la nuca y el cabello. Hecho esto, tiró el
alumbre al fuego. Al derretirse, una burbuja reventó y formó como
una boca, que se abría y cerraba.
-Esa es la tierra, que te quiere comer -le indicó, con aire
sombrío. Sugestionada, ella lo miró.
-¡Pero yo no quiero morir! -se desesperó.
-Yo te puedo salvar, pero tienes que unirte a mí.
-¿Cómo? ¿Qué quiere decir?
-Que nos abracemos, así mi fuerza pasará a tu cuerpo. Vamos
-y la arrastró hacia una camilla.
Cuando Chincanqui se enteró de estas hazañas, trató de no
llegar a los lugares donde estuvieron, para que no lo metieran en la
misma bolsa.
84 – ToQo Zuleta
Campos calcinados por el sol, donde las únicas plantas que sobrevi-
vían eran las espinosas carahuatas. Y por ese Chaco, los paraguayos
apodados “macheteros de la muerte” deslizándose como sombras
inclementes.
Fue demasiado para muchos. La frontera estaba cerca y deci-
dieron cruzar esa raya invisible entre el exterminio y la subsistencia.
Así llegó Loza al norte argentino. Aquí buscó mujer, tuvo hijos, tra-
bajó de todo lo imaginable y ahora, maduro ya, vivía en San Salva-
dor de Jujuy con hijos repartidos por todas partes. Uno especial-
mente, Lucho, era su preferido, el mayor de los varones, tal vez por-
que se había criado con él, o era el que le dio mayor trabajo.
Cuando llevó una vez a ese su hijo para que conociera La Paz,
entraron ambos a una chichería de Cala Cala, atraídos por la música.
En una habitación de gran tamaño, varias mesas vacías los espera-
ban. Al fondo, en el sofá que se extendía a lo largo de la pared más
corta, un grupo de músicos tocaba melodías de la tierra. A Lucho le
llamó la atención el instrumento que armonizaba perfectamente con
el tono juguetón y walaycho del charango. Era como el bandoneón,
pero más pequeño y octogonal, un prisma de ocho lados. Un hom-
bre cuarentón lo manejaba como quería. Sus dedos apretaban las pe-
queñas teclas y extraían acordes de cuecas, bailecitos y kaluyos.
Les sirvieron dos gigantescos vasos llenos de líquido gualdoso.
-Estos son los melgarejos -le explicó su padre.
Mientras tomaban la chicha, escuchaban la música y Lucho se
sentía cada vez más atraído por el instrumento. Al salir, le comentó:
-Papá, vas a tener que conseguirme eso. ¿Cómo se llama?
-Eso se llama concertina, Lucho. Igual que la bandónica, ya
no se fabrica ni se vende. Cuando era chico sabía verlas en un nego-
cio de la calle Tumusla, “La Corona” creo que se llamaba. En su vi-
driera se exhibían dos o tres, con su estuche al lado, todo adornado
de nácar. Pero ahora ya ni el negocio existe -concluyó nostálgica-
mente.
Volvieron a la Argentina, pero Loza siempre recordó el deseo
de su hijo.
CHINCANQUI - 85
La cantidad de turistas asombró a Copatiti. La última vez que
estuvo por San Salvador de Jujuy, no se veían tantos.
Eran los primeros días de noviembre. Los lapachos y los cei-
bos florecidos coloreaban las calles y avenidas. Los cerros verdes
enmarcaban la ciudad, pero a pesar de tanta belleza San Salvador no
le gustaba a Narciso. Por eso pasaba lo más rápido posible por esa
ciudad. Le daba pena ver cómo hicieron desaparecer sus edificios
antiguos. Sabía que un gobernador, dueño de una empresa de cons-
trucciones, mandó demoler de noche para que nadie se diera cuenta,
una antiquísima casa, ubicada en una esquina de la plaza central, y
allí su empresa levantó un edificio de diez pisos.
El yatiri prefería los pueblos del interior. La gente de la capi-
tal, mezcla de libaneses, árabes y españoles sentía desprecio hacia el
colla y hacia todo lo que les recordara lo indígena. Para ellos indio
era sinónimo de atraso, suciedad e ignorancia. No era nada raro es-
cuchar entre los jujeños capitalinos:
-¡Ah, de Volcán para arriba, habría que regalárselo a Bolivia!
-vituperaban.
El único lugar donde se sentía cómodo era en el mercado; allí
reconocía a mucha gente. Vendedores de frutas o carniceros, lo
saludaban con respeto. No podían olvidar que Copatiti los organizó
hace un tiempo y de esa forma consiguieron que el intendente no los
desalojara para dejar lugar a un supermercado. Hasta el nombre le
cambiaron y lo bautizaron con una palabra en quechua que venía de
una especie de saludo y quería decir perdido, ausentado.
-¿Cómo le va, don Chincanqui? -y sentía luego los cuchicheos
detrás de él:
-¿Quién es ese?
-El yunga. Ha vuelto. ¿Qué andará haciendo?
86 – ToQo Zuleta
-Allá es, señor.
El sol desapareció detrás de los cerros. Oscureció y las luces
de las calles se prendieron súbitamente. Chincanqui se encaminó a
la casa. A esa hora, ya los turistas estaban bañándose y se prepara-
ban para cenar. Entró al negocio, con ponchos colgados en la puer-
ta. Adentro, un maniquí vestido de colla. Una vitrina con pulseritas
y aros de filigrana, soperas y cucharones de alpaca. Sombreros ove-
jones apilados. Los estantes, con objetos de cardón, cacharros de ar-
cilla cocida; apilados, toda clase de tejidos: barracanes, picotes, pu-
lóveres, ponchos. Un hombre se acercó, caminando detrás del mos-
trador.
-Buenas tardes -saludó. Chincanqui, por su forma de hablar,
reconoció su origen. Paceño, chukuta, sin duda, y lo saludó con el
mismo acento.
-Buenas tardes, don Loza. Don Ayaviri me habló de usted.
-¿Ah, sí? ¿Cómo es su nombre, señor?
-Todos me dicen Chincanqui; soy de cerca de La Paz.
-¡Ah, mi paisano! Sí, también a mí el compadre Ayaviri me
habló de un tal Chincanqui. ¿Usted cura particular ¿no? -afirmó,
más que preguntar.
-Sí, don Loza. Venía a visitarlo, porque me dijeron que usted
tiene una concertina o bandónica, no me han aclarado eso.
Loza lo miró.
-Así es -dijo.
-¿No me haría el favor de mostrármela?
El hombre contempló a Chincanqui y miró a un costado del
mostrador, donde una chiquita estaba encorvada sobre un cuaderno.
-Voy adentro -le advirtió, con un tono que significaba: Te
quedas vigilando, en un código desarrollado entre padres comer-
ciantes y sus hijos.
Ociosamente, el yunga miró hacia los estantes: Caretas de la
diablada de Oruro, mates de palo santo de Tartagal, aribalos del
Perú, toritos de Pucara, teteritas de Hong Kong... Reconoció mu-
chos objetos, de diferentes orígenes. Todo se agrupaba bajo el rubro
de “regionales” y Chincanqui estaba seguro que también tendría por
ahí debajo de los estantes, bolsitas llenas de muña muña u hojas de
CHINCANQUI - 87
coca, maíces de colores, pimentón, azafrán de raíces, y hasta
ekekos. ¡Cómo se ha popularizado el ekeko! pensó Chincanqui. De
amuleto cholo, ha migrado lenta, pero seguramente hacia los estra-
tos descendientes de europeos de la Argentina y no es raro ver a hi-
jos de italianos o españoles, encender devotamente cada miércoles o
viernes un cigarrillo y ponerlo en la boca abierta del idolillo. Ekeko
regalado, por supuesto; si el que desea tener uno lo compra, no tiene
efecto.
El comerciante salió con una valijita negra y la colocó sobre
el mostrador. Chincanqui se acercó y miró cómo Loza abría el cie-
rre y extraía del estuche de madera, forrado interiormente con tela
roja, un artefacto que hizo un leve quejido al salir.
-Aquí lo tiene. Yo no sé tocarlo. Me parece que ya no hay casi
personas que lo toquen. Hasta la misma concertina es difícil de en-
contrar -observó el propietario.
Tomó con manos amorosas el instrumento; hacía tanto tiempo
que no tenía una concertina entre las manos... Acudieron a su cere-
bro recuerdos de carnavales en los centros mineros, en Llallagua, en
Huanuni, cómo bajaba el Martes de Carnaval la pandilla de mineros
bailando con sus cholitas, ebrios de chicha con la paga que habían
recogido y él al frente, con un instrumento igual al que ahora acari-
ciaba. Y esa noche de San Juan, cuando tocaba en el campamento
Siglo XX ante las fogatas prendidas mientras los mineros de Siglo
Veinte y sus familias festejaban el solsticio de invierno. Se bailó al
ritmo de cuecas y wayños, acompañados con ponches de alcohol,
comida, coca, cigarrillos, haciendo reventar en señal de alegría ca-
chorros de dinamita y cuetillos.
En medio del viento y del frío hombres y mujeres cantaban y
tomaban leche de tigre con canela, sin saber que después de medi-
anoche las tropas del ejército, mandadas por el presidente Barrien-
tos, apostadas sigilosamente alrededor, lanzarían una tormenta de
balas desde todos los ángulos. Nunca se supo la cantidad de muer-
tos y él escapó de milagro, corriendo hacia los cerros y dejando bo-
tada su concertina.
88 – ToQo Zuleta
Sus dedos se colocaron sobre las teclas y se movieron al com-
pás de los recuerdos. Brotaron entonces pasacalles, wayñitos y car-
navales del instrumento que se encogía y estiraba al compás de la
música. Loza oía fascinado. La chiquita dejó de hacer sus deberes y
escuchó con los codos sobre la vidriera.
Chincanqui paró de tocar, levantó la vista como si despertara
y vio a la mujer del dueño con su hija mayor, paradas en una puerta.
En la de calle también se habían agolpado transeúntes, cautivados
por la música. Loza no lo dudó más.
-Poné la mesa, el señor se va a quedar a comer con nosotros
-ordenó a su esposa-. Vos traé la bolsa y andá a comprar vino -indi-
có a su hija, que cerró el cuaderno y salió a cumplir la orden.
-Ya es hora de cerrar. ¿Quiere que pasemos adentro? -le pre-
guntó el comerciante.
-¡Cómo no! –respondió Narciso.
Loza cerró la puerta de dos hojas, cruzándole un hierro para
asegurarla y le indicó que pasara por la puerta que comunicaba el
negocio con el interior. Apareció un cuarto grande, lleno de cajas
con mercadería y barroollas, el depósito, seguramente. Debe apre-
ciarme bastante para mostrarme esta parte, pensó Chincanqui. Cru-
zaron un zaguán, que comunicaba con la calle y entraron a una pie-
za con una mesa grande al medio. La señora estaba colocando pla-
tos nuevos, de porcelana, sobre un mantel blanco. Loza se la presen-
tó:
-Mi esposa, don Chincanqui.
-Mucho gusto, señora –la saludó.
Enseguida sirvieron la comida, una sopa y un guiso. Tomaron
vino con soda. La mujer y sus hijas comieron en la cocina. Hasta
ese momento habían hablado en español. Chincanqui, como quien
se tira al agua, arriesgó un chiste en aymara. Es que nunca se puede
saber qué reacción tendrá la gente. A veces puede responder violen-
tamente. ¿¿Acaso cree que soy indio?? O, sin llegar a eso, simple-
mente puede no gustarles y ahí se trunca una relación. Pero Loza no
era de los renegados ni vergonzosos. Con una sonrisa contestó en
aymara a la chanza y de allí, fundida la nieve, continuaron en la len-
gua aborigen. El comerciante contó su venida a la Argentina, cómo
CHINCANQUI - 89
aquí se casó y tuvo sus hijos, la chichería donde su hijo Lucho co-
noció la concertina y, con el rostro encendido por el vino, continuó,
siempre en aymara:
-Bueno, cuando el Lucho se recibió de abogado, me acordé de
su deseo. Pero tú sabes que ya se ha perdido la concertina. En cada
viaje que hacía a Bolivia a buscar mercadería, preguntaba en los
negocios, ¡nada! Buscaba a lo de los conocidos ¡tampoco! Ni nueva
ni usada. Me decían que, igual que el arpa, ya se había perdido, que
buscara en los carnavales, cuando las comparsas salen a bailar, que
quizás por ahí encontrara.
-Sí, es difícil localizar este instrumentito -acotó su invitado.
-Finalmente, tú sabes que voy a Oruro hace dos años y, siem-
pre con mi idea, me levanto temprano un sábado, a eso de las seis
de la mañana y me voy por la calle donde están las mankapayas,
esas señoras que venden comidas en la acera. ¡Salud! ¡Sírvete!
-¡Salud! -contestó el otro. Vaciaron los vasos y continuó:
-Entonces, ¿cómo te iba diciendo? ¡Ah! Llego a esa calle y
me antojo comer un karapecho. Justo en una de las comideras
estaba sentado un tunante, esos hombres farristas que se la pasan
toda la noche de baile y de chupa. Clarito estaba, con sus ojos
hundidos y colorados, pálido, medio borrachito. Fui y me senté a su
lado diciéndole.
-¡Buen provecho! Estaba comiendo rostro asado y asentándo-
lo con cerveza, así que pedí lo mismo. ¡Salud!
Mientras bebía, Chincanqui recordó esa comida propia de los
trasnochadores orureños: cabezas de cordero hervidas, presentadas
en un plato con abundante chuño y ají.
-Entonces, tú sabes que se me ocurre preguntarle entre bocado
y bocado si no sabía dónde podía comprar una concertina. El
hombre me miró, dejando de comer.
-¡Uh, eso es difícil! El que tiene una, la cuida como oro,
porque ya no se fabrican- me dijo.
-¿Pero usted no me puede anoticiar? -le insistí.
-No. Mire, hace años que no oigo tocar concertina, en todo lo
que he andado últimamente, ni una vez. Igual que la mandolina, ya
no hay quien toque, ahora todo es disco.
90 – ToQo Zuleta
-Realmente, como para desanimarse -reflexionó Chincanqui.
-Sí, y como ya había terminado su cabeza, se limpió las ma-
nos en un trapo que le alcanzó la mankapaya y se fue. Yo entonces
me quedé, comiendo mi cabeza, sacándole los sesos, que es lo más
rico y cuando ya terminé y le pagué a la comidera, le pedí el trapo
para limpiarme. Entonces ella que me pregunta, medio en quechua,
medio en castellano:
-¿Usted buscas concertina, caballero?
-¡Ari, cholita! Hace tiempo que quiero regalarle una a mi hijo,
de eso ando buscando por todos lados -continué en runasimi.
-Fijate, caballero, que yo conozco a un viejito que tiene una y
a lo mejor quisiera venderte -me informó, también en quechua.
-¿Ah, sí? ¿Y dónde vive?
Inconscientemente, Loza había pasado del aymara al quechua,
mientras contaba el diálogo con la vendedora de comida y su
interlocutor se sorprendió al ver lo bien que hablaba ambas lenguas.
-Pero caballero, tú sabes que vive en el Perú, en un pueblo
que se llama Lampa.
-No importa, iré hasta allí.
-Bueno, entonces puedes buscarlo. Se llama Bustillos y todos
lo conocen allí- terminó informándome. La cosa es que, contento, le
doy una buena propina a la mujercita y ese mismo día me voy a La
Paz, y de allí al Perú, por Desaguadero. Cuando llego a Lampa y lo
encuentro a este señor, había sido un minero jubilado, que trabajó
con Patiño, conoció a una peruana cuando vino a la fiesta de Copa-
cabana, se casó y cuando se retiró, fue a vivir a Lampa, pero no
tuvo hijos. Simpatizamos con el viejito; me mostró la concertina,
muy bien cuidada. Él tenía reumatismo en las manos, así que ya no
podía tocar, pero vi que estaba bien.
-¿Es ésta? -preguntó su invitado.
-Justamente. Entonces vino lo más difícil. Le rogué que me la
vendiera. Al principio no quiso, pero después consintió en
desprenderse de ella. Y así la traje. Ahora, a ver si te tocas alguito.
¡Salud!
CHINCANQUI - 91
En las manos de Chincanqui, la concertina cobró vida nueva-
mente. Tomaron dos botellas más, con alarma del visitante, al que
no le gustaba emborracharse. Para descansar un poco de la sucesión
de piezas musicales que Loza acompañaba con palmoteos y viendo
que los vinos amenazaban continuar sin acabarse, le propuso, ya en
castellano y a la argentina:
-Che Lozita. ¿Y si nos vamos a dar serenata? -le dijo en bro-
ma. Para su sorpresa, el otro lo tomó en serio.
-Bueno, pero salgamos del centro, porque si no aquí seguro
nos meten presos. Agarremos un taxi y vamos por Alto Moreno.
¡Ahí tengo mi comadre y justo mañana es su cumpleaños! -añadió,
ya entonado.
Salieron y pararon un taxi. Loza le indicó una dirección. Tre-
paron una cuesta, y enseguida estaban en las calles silenciosas del
barrio. Ya era la una de la mañana, pero en ese clima subtropical,
ambos se sentían cómodos en mangas de camisa.
Estacionaron el coche debajo de un naranjo frondoso, sacaron
el estuche con el instrumento y se dirigieron a una casa que le mos-
tró Loza, humilde, de bloques de cemento, con un jardincito al fren-
te y un alambrado.
-Aquí es -le indicó en voz baja.
Chincanqui sacó la concertina. El otro tomó el estuche y
golpeó levemente la puerta. Nada.
-¿No estarán? -se extrañó. Volvió a golpear y una voz de
hombre contestó de adentro.
-¿Quién es?
-Comadre Eugenia, permiso, serenata -contestó el comercian-
te y le hizo una seña a su compañero.
Este arrancó con una alegre cueca. Tocó después un bailecito
y enseguida un wayño. Loza golpeaba el estuche a manera de bom-
bo. Sintió un chirrido por ahí, en otra casa, como de una ventana
que se abriera, pero no le hizo caso.
Arremetió con “El llanto de mi madre”, un yaraví antiguo y el
instrumento parecía sollozar en sus manos. Transportado, hizo durar
la pieza, hasta que finalmente terminó. De la calle en oscuras, de las
ventanas en tinieblas, brotaron los aplausos. En la casa de la coma-
92 – ToQo Zuleta
dre se prendieron las luces. La puerta de calle se abrió y una pareja
salió a saludarles.
-Buenas noches compadre.
-Buenas noches, comadrituy, compadrituy.
-¡Pero qué lindo han tocado! Pasen, pasen.
Ambos entraron. Loza presentó a su amigo. Les invitaron a
sentarse y los dueños de casa trajeron whisky y café.
-¡Pero sírvanse! -exclamó emocionada la señora. Hace mucho
que no sentía una música así. Si ya estaba llorando en la cama.
¿Quieren comer alguito? -y se fue para la cocina sin esperar la
respuesta.
-Es así nomás, como yo le decía a mi hijo -explicó Loza a su
compadre-. La concertina es un instrumento que llora y hace llorar a
las mujeres. ¿No sentiste cómo te aplaudieron de las otras casas?
Apuesto a que las mujeres estaban lagrimeando. Es que sentir de
noche cómo se lamenta esa concertina, bueno, ablanda cualquier
corazón.
Chincanqui tomó café. Estaba contento, se había consustan-
ciado otra vez con la música y arriesgó una pregunta, aunque ya ha-
bía deducido que Loza jamás vendería su instrumento.
-¿Y tu hijo ya aprendió a tocar?
Por el gesto del hombre, comprendió que no debió haber
preguntado. Se puso serio y respondió.
-No, muy difícil, ha dicho y no ha hecho ni ademán. No le
interesa. Pero de todos modos, la voy a seguir guardando, a ver si
algún día recapacita. Ya me hizo lo mismo con una guitarra, que
hice traer especialmente para él de Sucre, donde están los mejores
artesanos. Un carnaval salió con sus amigos y se la olvidó por ahí o
se la robaron, nunca más apareció -y terminó con un suspiro-. A lo
mejor su hijo, mi nieto, aprenda a tocar algún día.
CHINCANQUI - 93
Capitulo VII
EL LAIKADO
94 – ToQo Zuleta
La hija de la Agapa tuvo un bebé, que llevaba con ella pues
era de pecho. Al mayor lo dejaba con su abuela allá en Yanallpa. Un
día fue a La Quiaca y pasó a Villazón a comprar velas para el señor
de Quillacas, porque la fiesta ya estaba cerca. Venía presurosa con
una de esas velas grandes, adornadas con plateados y dorados, en
cada mano. La Aduana ya se había retirado y el costado del puente
sobre el cual un letrero decía “Tránsito vecinal”, estaba cerrado, así
que fue por el lado donde decía “Turistas”. Los gendar-mes estaban
parados allí, con sus uniformes verdes.
-¿A dónde creés que vas, che? ¡A ver, vení por acá! -le gritó
uno de ellos, que hablaba como correntino.
Ella se dio vuelta y sumisamente caminó hasta enfrentar al
gendarme.
-¿Qué estás llevando, che? -vociferó.
-No estoy llevando más que estas velitas, señor -le contestó
humildemente.
El uniformado gozaba con su situación de poder y miró a sus
compañeros.
-Estas coyas son más mentirosas que la mierda, apuesto a que
está cargada de acullico -les dijo y de pronto, antes que ella pudiera
reaccionar, pegó un manotón hacia el bulto que ella tenía cargado
en la espalda. Instintivamente, ella forcejeó, tratando de esquivarse,
pero como él ya tenía agarrado el rebozo, el nudo se desató y todo
el bulto cayó al pavimento, sin que ella pudiera hacer nada por tener
ambas manos ocupadas con las velas.
-¡¡Mi guagua!! -gritó desesperada y tirando las velas, desen-
volvió el envoltorio arrodillándose. Un hilo de sangre comenzaba a
salir de la cabeza del chiquito, en el lugar donde había golpeado
contra el filo de la vereda.
Chincanqui se retorció en su asiento mientras recordaba aque-
llo. El chiquito falleció al otro día en el hospital y desde ese día la
pobre madre se enfermó de tristeza. Al gendarme no le hicieron
nada. Todo se tapó y ni siquiera lo sumariaron; pero doña Agapa
vendió varias de sus ovejas, conchabó una cuidadora para el rebaño
y se fue a Bolivia a buscar un laika.
CHINCANQUI - 95
Se estremeció. Ahora comprendía porqué, hace un tiempo,
uno de los laikas más famosos de Charazani, especializado en
magia negra, viajó a la Argentina y se quedó por un tiempo. Él lo
conocía. A pesar de su apariencia de anciano bondadoso, era un ser
duro e implacable, capaz de matar a la distancia.
Al gendarme le empezaron a ocurrir varias cosas. Primero lo
trasladaron a Cieneguillas y allí se enfermó. Los médicos de La
Quiaca no pudieron hacer nada y entonces Gendarmería lo hizo lle-
var a Salta. Seguía peor y lo mandaron a Buenos Aires. Los médi-
cos allí no sabían qué enfermedad tenía. Lo trataron de varias for-
mas, pero no pudieron contener su mal y ya grave, lo devolvie-ron a
su casa, en Corrientes. Allí su madre, desesperada al verlo desahu-
ciado, buscó a un famoso curandero correntino, quien llegó a lo del
enfermo, entró al cuarto donde agonizaba, sacó su San la Muerte y
poniéndoselo delante, le habló en guaraní. El enfermo, también en
guaraní, contestó algo que no pudo oírse. El curandero salió y le
dijo a la madre:
-Tu hijo ya no tiene salvación. Está laikado y contra eso yo no
puedo hacer nada - Al día siguiente el enfermo fallecía.
96 – ToQo Zuleta
de igual fisonomía y vestían casi de la misma forma. Los gendarmes
se conducían como si no fueran mujeres. La diferencia de trato era
enorme. Cuando venía un turista le atendían con toda educación, le
saludaban y deseaban buen viaje. Con una mujer rubia, por supuesto
las atenciones se multiplicaban. En cambio a las pobres collas las
manoseaban, si se les ocurría les metían la mano dentro de las ropas
para revisarlas. Y muchos de esos gendarmes, seguro que en sus
pueblos o ciudades de origen eran capaces de levantarse en el colec-
tivo y dar su asiento a una mujer. Pero allí, dentro de un uniforme,
que los transformaba en la única autoridad, cambiaban totalmente y
se comportaban con toda grosería, pateando los bultos de las muje-
res e hincando con saña en los bultos los afilados alambres que
esgrimían. Es que la hoja de coca tiene un olor característico y para
que no se sienta, las mujeres la meten en bolsas de polietileno. Los
gendarmes, con sus pinchos, perforaban las bolsas y descubrían por
el olor el llamado acullico. Pero algunos realmente sádicos, disfru-
taban al ver la harina derramándose por los agujeros. Recordaban
un poco a los franceses cuando peleaban en Argelia. Ellos se
consideraban entre gente inferior y obraban en consecuencia.
CHINCANQUI - 97
-No me puedes ocultar nada, Agapa –remachó-. Y ahora ¿Qué
quieres?
-Don Chincanqui, quiero que usted lo hagáis volver. Sí, reco-
nozco que a veces lo rigoreaba por demás, pero ya no lo voy a hacer
-repuso apasionadamente-. Vos puedes hacerlo venir a mi nieto, us-
ted puedes llamarle su ánimo -decía en ese momento.
Sabe mucho de curanderos, pensó. Como siempre, le dijo lo
que le costaría y ella accedió. Le pidió ropa del ausente y se fue al
cerro cercano a hacer lo necesario.
-Doña Agapa, ya lo he hecho llamar. Aquí tienes su ropa -le
dijo cuando volvió a eso de la medianoche.
La mujer le dio lo pactado y él se fue al día siguiente, luego
de dormir allí. A la semana, todo lleno de tierra, luego de haber
viajado en trenes, camiones y a pie, el nieto retornó a Yanallpa. No
podía ser de otra forma.
-Seguro que desde ahora, su abuela va a comprender mejor
sus necesidades- dedujo el yatiri y se dirigió a Humahuaca.
Esa tarde, por primera vez doña Lucrecia subió a un auto que no
era un taxi, y lo hizo con todo cuidado, como para no mancharlo.
Hasta cerró suavemente la puerta.
-¿Por dónde vamos? -le preguntó el turista rubio que estaba al
volante.
-Siga por esta calle -le contestó, toda esponjada. -Ahora doble
por aquí.
Luego de unos minutos, llegaron a una esquina donde
comenzaba una calle angostita.
-Aquí vamos a tener que dejar el coche, señor -le indicó.
Bajaron, y ella por delante, se internaron en la callejuela sin
empedrar y con casas de adobe sin revocar. El viento de la tarde
levantaba nubes de polvo. Más o menos a los veinte metros, en una
puerta de madera pintada de verde, ella tocó con los nudillos y
esperaron.
-¿Quién? -preguntó una voz desde adentro.
-Yo, don Chincanqui -contestó ella.
98 – ToQo Zuleta
La puerta se abrió. Sus ojos penetramentes enseguida vieron que
su conocida estaba acompañada por un desconocido, pero no dio
señales de extrañeza.
-Buenas tardes. Pasen -invitó y se hizo a un lado. Ellos pasaron a
un amplio patio de tierra, en uno de cuyos costados se alzaba una
hilera de habitaciones.
-Por aquí -les dijo y se dirigió a una de las puertas.
Abrió y entraron. El hombre miraba todo con curiosidad. El
cuarto, pequeño, blanqueado, iluminado por la luz que entraba por
una banderola, en una de las paredes tenía un almanaque. Arrimada
a otra pared, la cama, en el centro una mesa y sobre ella la imagen
del Cristo de Quillacas con dos velas apagadas en candeleros de
barro. Al verla, la mujer se persignó.
-Sabe don Chincanqui, el señor es de Buenos Aires.
-Mucho gusto -dijo el dueño de casa, estrechándole la mano-.
Siéntense -invitó y les acercó sendas sillas. Él se sentó sobre el
catre.
CHINCANQUI - 99
Con destreza, mezcló las cartas y se las alcanzó.
-Corte -ordenó.
El turista hizo lo que le pedía y Chincanqui sacó una por una
las cartas y las distribuyó boca abajo en forma concéntrica al rey de
oros, formando una especie de aureola y comenzó a darlas vuelta.
El siete de oros salió primero, arriba del rey.
-Usted está pensando en dinero -afirmó y dio vuelta la que
estaba a los pies. Salió un caballo de bastos.
-Hay una persona que está muy lejos y piensa intensamente en
usted.
Destapó la que estaba al lado; era el dos de espadas; Copatiti
frunció el ceño.
-Esa persona está muy enferma y no la pueden curar.
Tomó la de la izquierda y miró directamente al visitante que
estaba serio.
-Has viajado mucho, te está doliendo la cabeza, sientes
mareos y esta mañana te ha salido sangre de la nariz -le tuteó mien-
tras indicaba un seis de copas.
El hombre estaba estupefacto y su cabeza le daba vueltas. ¡E-
se curandero mugriento le estaba diciendo la verdad punto por pun-
to! En la cabeza del rey quedaba otra carta más. Chincanqui la vol-
teó. Apareció un rey de bastos y, como si leyera un libro, anunció.
-Veo un hombre que es tu jefe. Vos pensás en él y que algo
feo te va a pasar si no cumples con lo que te ha encomendado -El
otro no articulaba palabra. Quedaban dos cartas. A la derecha del
rey central apareció un as de copas.
-Hay un avión que vuela a Buenos Aires. Vos te irás en ese
avión. Pero hay otro, que va mucho más lejos todavía.
Lucrecia miraba fascinada y oía en suspenso. No podía creer
cómo ese turista arrogante, que se acercó esa tarde a donde ella ven-
día frutas y le preguntó si conocía a un curandero muy mentado lla-
mado Chincanqui, dándole una propina para que lo llevara a él, fue-
ra ese mismo hombre pálido, a punto de desmayarse. El kallawaya
volcó la última carta; era el as de espadas.
-Y yo volaré ahí -anunció triunfalmente.
CHINCANQUI - 101
tería cerrada. Como lo suponía, ahí estaba el boletero, llenando unas
planillas. Lo más adoctorado que pudo, le pidió.
-Un boleto a Santa Cruz, por favor.
-No hay -dijo el empleado, sin levantar siquiera la vista.
-A cualquier precio -murmuró.
Recién entonces lo miró, se puso pensativo, hurgó en medio de
sus papeles y finalmente, sacó un boleto. Tuvo que pagarlo mucho
más de lo que indicaba la tarifa, pero al rato estaba sentado en el fe-
rrobús, que corría a través del monte. En medio de la noche apare-
cían los pueblos: Boyuibe, Villamontes, Charagua, Río Florida, Ca-
bezas y repasó los acontecimientos. Desde Jujuy, habló por teléfono
a Santa Cruz y reservó el pasaje en el Lloyd Aéreo Boliviano.
Este viaje se estaba volviendo una sucesión de ¡ojalá! Que al día
siguiente, sábado, estuvieran abiertas las oficinas del LAB en Santa
Cruz, que no le hicieran problemas con el pasaporte. Estaba cons-
ciente de que en cualquier momento una pequeña falla podía frus-
trar el viaje.
Afortunadamente, todo se dio en una sucesión de circunstan-
cias positivas. Desde la empleada de una agencia de turismo que le
extendió un boleto más económico, porque las oficinas del LAB es-
taban cerradas, hasta los oficiales de inmigración que ni siquiera se
fijaron en la fecha de vencimiento de su pasaporte. Veinticuatro ho-
ras después de salir de El Trompillo, aterrizó en el aeropuerto Char-
les de Gaulle. Los funcionarios franceses examinaron su pasaporte.
-Está caducado -le dijeron arrogantemente.
-Vengo invitado -dijo, y les extendió la tarjeta del hombre que
lo había hecho llamar.
-Un momento. Aguarde ahí -le indicaron y uno de ellos llamó
por teléfono. Enseguida volvió y les dijo algo a sus compañeros.
-Adelante, señor -le dijeron, sellando su pasaporte y devolvién-
doselo.
Los aduaneros se fijaron en su nacionalidad e inmediatamente
hurgaron su maletín lleno de hierbas, pero al no encontrar nada, le
dejaron pasar. Siguiendo los vericuetos del aeropuerto, guiado por
los letreros, se encaminó hacia la parada del tren. Consultó el plano
de París. Tenía que ir a un departamento cerca del Hotel de Ville.
CHINCANQUI - 103
-Es un caso de brujería. Se lo han hecho saber, justamente para
que usted se enferme -habló por primera vez Chincanqui,
lentamente para que le entendiera.
-¿Y qué puedo hacer? -preguntó él, con ansiedad.
-Primero debo tirarle la coca -y sacó una chuspa de su bolsillo.
La dejó sobre el piso, de su maletín extrajo un pañuelo grande
blanco y lo extendió sobre la alfombra.
-Deme unas monedas -pidió. El otro le alcanzó monedas
francesas y Chincanqui colocó una en cada esquina. Sacó hojas de
coca, en su palma eligió cuidadosamente unas cuantas, las más
grandes y enteras, que no estuvieran dobladas y las echó sobre el
pañuelo desde unos cincuenta centímetros, arrodillándose. Miró
cuidadosamente las hojas caídas, unas separadas, otras encimadas,
algunas del anverso, otras del reverso.
-Este eres tú -lo tuteó Chincanqui, señalando una hoja caída
boca abajo, la más grande de todas. El hombre se inclinó mirando
interesado.
-Aquí hay una mujer a la que has hecho mucho mal -agregó,
señalando una hoja al lado, sobre la cual otra formaba una cruz-.
Ella te está devolviendo ese mal y te ha hecho embrujar con alguien
muy fuerte, sobre una ropa tuya.
-¿Y ahora? -inquirió ansioso el enfermo.
-Tienes que ir y perdonarte.
-¡Nunca me va a perdonar! ¡Yo me fui con otra! -exclamó con
desánimo.
-Entonces, lo único que puedes hacer es quemar todo lo que ha
tocado esa mujer.
-¡Ella ha vivido aquí! ¡Y he dormido con ella!
-Todo aquello donde ha posado su mano. A ti te puedo hacer
una limpia. Pero el fuego es lo único que quizás te salve -sentenció.
-¿Si no?
-Si no lo haces, morirás -afirmó categóricamente.
-Haga lo necesario -se resignó.
-Lo más urgente es la limpia, pero no aquí. Ya no tienes que
respirar este aire.
Era una casa sencilla, pero con todo el confort. Nan acondicionó
el dormitorio donde reposaría su patrón y se fue a preparar la cena.
-Esto nos va a llevar unas horas -advirtió el yatiri.
-Entonces, podríamos cenar primero. Mire, tengo un coñac
exquisito. Nos sentemos mientras esperamos a Nan y explíqueme en
qué consiste la limpia.
-No podemos comer ni tomar. Luego. Simplemente es limpiarte
con alumbre caliente toda la superficie de tu cuerpo, la piel que
pudo haber estado en contacto con esta… señora. Me parece que
ella sabe bastante de brujerías.
-Peor aún, me parece que es una de ellas. Opino así porque
además de saber mucho de eso, siempre estaba en reuniones raras.
Como es periodista, me dijo que estaba investigando. Me dio temor
y por eso me separé. Ahora me doy cuenta por qué se llevó a
escondidas un preservativo usado.
-¿Nunca te habló de demonología, cultos satánicos?
- No, pero me contaba cosas interesantes de las brujas..
-¿Dónde se juntan? -inquirió curioso Chincanqui.
-Parece increíble, pero me decía que el Bois de Boulogne es el
juntadero donde realizan sus reuniones: los aquelarres. Deben
prender fogatas con leña verde, que da poca llama y mucho humo.
Aparece el diablo como un enorme gato negro o en forma de macho
cabrío con el que hacen una orgía.
-Parece mentira que en pleno siglo veinte se hagan estas cosas
aquí.
-No se sorprenda, que lo suyo también anda cerca de todas estas
brujilderías y yo soy un convencido de que algo de cierto hay. ¿Por
qué cree que lo hice buscar?
- Tienes razón. Ahora nos dediquemos a lo nuestro.
CHINCANQUI - 105
Capitulo VIII
LA SECESIÓN
CHINCANQUI - 107
Palabras, en quechua y en castellano para que todos entendieran, les
cantó enojado:
-¡Ayunani, ayunani, ninquichaj /humintatas micunquichaj
/kala allqo jina chikachachaj /tata curataj yarkaymanta guañusan!
-¡Ustedes dicen ayunamos, ayunamos, sin embargo comen
humitas del tamaño de perros pilas, mientras el padre cura se está
muriendo de hambre!
Después del expresivo reto, sacó a empujones a los fieles,
cargó sus cosas en un burro y con una piedra filosa escribió en la
puerta cerrada de la Iglesia la siguiente cuarteta.
Tumbaya la bella
pueblo sin leña
río sin pescados
¡indios de mierda!
CHINCANQUI - 109
año, una verdadera iglesia, más abajo, en su puesto de hacienda.
Desde allí descendía anualmente para el Domingo de Ramos a la
iglesia de Tumbaya, donde se le pasaban las misas. En el año dieci-
siete el párroco se fue a Tilcara y por comodidad, hizo bajar la ima-
gen a su nuevo curato. Desde entonces, todos los años la imagen
descendía el Miércoles Santo en hombros de sus fieles, al son de
bandas de sicuris hacia Tilcara, en cuya parroquia se celebraban las
misas hasta el mes de julio, cuando retornaba a su santuario, ya que
el párroco ni se molestaba en caminar las diez o doce horas por an-
gostos senderos de montaña para ir a atender allá arriba a sus fieles.
Todo se desarrollaba perfectamente, la fe multitudinaria de
miles de peregrinos por un lado y la prosperidad económica de Til-
cara por otro, ya que los fieles dejaban dinero en abundancia al sa-
tisfacer sus necesidades de dormir, beber y alimentarse. Por otro
lado, la peregrina-ción había sido incluida en el calendario turístico
argentino, así que la afluencia de turistas se convirtió en otro gene-
roso manantial del cual abrevaban los tilcareños.
Cuando el cura amigo de Copatiti llegó a Tumbaya, miró la si-
tuación del pueblo, notó la falta de una fiesta convocadora de multi-
tudes y se puso en movimiento. Habló con el esclavo Alberto Mén-
dez, luego ambos se juntaron con el comisionado municipal. Los
tres realizaron varias reuniones en la casa parroquial, de las que na-
die se enteró. Como don Alberto tenía su casa en Tumbaya y de ahí
compraba su proveeduría, porque le quedaba más cerca, al enterarse
de lo que proponía el cura estuvo plenamente de acuerdo.
Y llegó Semana Santa. En Tilcara el cura párroco no se daba
tiempo para anotar nuevas misas, las bandas de sicuris se reunieron
para los últimos ensayos, los hoteleros habilitaron nuevas habitacio-
nes, los restaurantes tomaron personal suplementario, los almacenes
hicieron quedar importantes partidas de bebidas y comestibles. Co-
mo si fuera una zafra, todo un mecanismo se puso en movimiento.
Días antes del descenso de la Virgen, peregrinos que se ade-
lantaron con el fin de ganar lugar bajo techo, retornaron a Tilcara
con extrañas novedades. En Punta Corral no quedaba nadie, ni los
perros. Las habitaciones donde vivía el esclavo estaban cerradas, y
la iglesia lucía un enorme candado. Un rumor comenzó a correr,
CHINCANQUI - 111
Ante las miradas poco amistosas de los Cruzados, que también
tomaron posición ante el altar, el cura de Tumbaya celebró misas,
administró los diversos sacramentos, subió con la imagen en
procesión hasta el lugar donde hacía decenas de años apareció la
Virgen y, por primera vez, celebró una misa allá arriba. En la
cumbre azotada por el viento, desde donde se divisaba el verdor de
los montes, durante el sermón comunicó la decisión final.
-La Virgen de Nuestra Señora de Copacabana y Punta Corral per-
tenece a la parroquia de Tumbaya y desde ahora descenderá todos
los años a su iglesia original.
Chincanqui llegó el Sábado de Gloria, como siempre. Ya estaban
muchos promesantes tanto tilcareños como tumbayeños, y se mira-
ban con desconfianza.
-Nos vamos a llevar la virgen a Tumbaya- proclamaban algunos.
-No les vamos a dejar, porque pertenece a Tilcara- respondían
otros.
Así las cosas, las bandas de sicuris también se habían dividido,
unas a favor de Tilcara, otras de Tumbaya, y estaban dispuestos a
pelear si fuera necesario. Ahí se armó el revuelo. Los Cruzados co-
municaron la novedad a su parroquia y esa misma madrugada, a
marchas forzadas, llegó el mismísimo intendente, con un oficial al
mando de los policías de la seccional tilcareña, quienes rodearon la
capilla, tras anunciar a los promesantes que el miércoles, como
siempre, la Virgen bajaría a Tilcara y, para asegurarse que nada lo
impidiera, ellos venían a custodiarla.
Cuando a la mañana siguiente el cura quiso dar la misa, se en-
contró con la novedad. Otro mensaje voló a Tumbaya y esa misma
noche un piquete de policías tumbayeños acompañados por el juez
de paz llegaba a Punta Corral y tomó posición frente a la iglesia. A
todo esto, los cientos de peregrinos miraban azorados y se pregunta-
ban qué pasaría al día siguiente.
Amaneció el día en que debía descender la imagen hacia la
Quebrada de Humahuaca y, luego de la misa, donde anunció una
vez más que el descenso se haría hacia Tumbaya, el sacerdote se di-
rigió a su habitación. Mientras se despojaba de los ornamentos, en-
tró a buscarlo el intendente de Tilcara y allí en el patio de la casa
CHINCANQUI - 113
-He levantado un acta -dijo solemnemente -por la cual el pro-
pietario de la imagen retira su bien inmueble para llevarlo momen-
táneamente de la capilla de Punta Corral a la iglesia de Tumbaya,
con el objeto de pasarle misa y exponerla a la devoción pública de
ese pueblo.
El intendente se lo quería comer con la mirada y no pudo más.
-¡Usted no tiene nada que hacer aquí; éstas son cuestiones re-
ligiosas y no venga con propiedades, porque después de tantos años
la Virgen pertenece a sus devotos, no a un particular! -le gritó al
juez, encarándole -¡¡Y ya no más se me manda a mudar!!- remachó
furioso.
-Me parece que usted es el que no tiene que mandar aquí, ni el
oficial de policía. Ustedes son del departamento Tilcara, y este te-
rreno donde están parados es otro departamento -deslizó el sacerdo-
te, siempre con toda serenidad.
-¡No puede ser! -gritó desesperado el intendente.
-Sí es. ¿Usted nunca se fijó en los planos? -Y desplegó un
mapa del Instituto Geográfico Militar Argentino que le alcanzó el
juez de paz.
-Como ustedes pueden ver, el santuario de Punta Corral está
dentro del departamento de Tumbaya. Ni usted ni el señor oficial de
policía tienen jurisdicción aquí -y dirigiéndose al esclavo-. Don
Méndez. Prepare nomás a la Virgen para que descendamos -definió.
CHINCANQUI - 115
-¡Vino riojano! -exclamó.
Chincanqui pocas veces probaba vino, pero sabía que éste era
vino de misa, así que lo aceptó de buena gana y como cada vez que
se encontraban, estalló el diálogo.
-Padre. Yo creo que el indio está apuntando a una espera y el
cristianismo entró a través de la Virgen, que viene a llenar esa espe-
ra prehispánica. Los indios nos volcamos a la Mamita, morenita, ba-
jita como nosotros y encontramos en la virgencita las dos razas, el
encuentro de los valores. En Yavi los rezos a la Virgen de Dolores:
¡Ay Madre, tú que sabes nuestros dolores!, en quechua: Hicun hi-
cun, sonkoy mañakuyki, konkorispa, ñawpaykipi, tienen una conno-
tación corporal muy fuerte: “desde la tierra te vengo a pedir” –co-
menzó.
-Chincanqui. El Viernes Santo, tu raza se identifica con el do-
lor de un pueblo. Quisiera ser la Verónica, el Cireneo, la identifica-
ción con el Cristo Yacente, con la Dolorosa, porque es un pueblo
que ha sufrido. Se quedan con un Cristo que ha sido enterrado, se
quedan sin la buena nueva de la Resurrección, y no ven el amor,
porque se han ido, despidiéndose diciendo: al año, bajo este arboli-
to, te he de encontrar. La noticia buena es que ahora deben adelan-
tar el cielo. Tener vuestra religión precolombina es tener la semilla
del Verbo y entonces pueden evolucionar.
-Pero, padre, hay tres escándalos de la Iglesia: Primero. El pe-
cado. No queremos ser pecadores. Segundo: El pecado de la Iglesia.
Nació de doce pescadores ¿o pecadores? como fue Judas. Y tercero
son los pobres. ¿Por qué escandalizarse de ser pobre? Hay misione-
ros que hablan de “esta gente” y viven en sus casas cómodas, con
gente que trabaja para ellos. Una iglesia puede estar paralela a un
pueblo. La iglesia no puede salvar a nadie mientras está parada en la
otra orilla. El “Alabado sea el Santísimo” y los cachis de Iruya bai-
lando son dos orillas. ¿Es un barniz? ¿Es sacramentalizar? ¿Qué
presencia tiene que llevar la iglesia a esas fiestas?
-No, hijo. Viendo la danza de los cachis se descubre que Cris-
to está allí en esas expresiones culturales. Descubrir el amor; que
perdonen algún día al español. Entonces recién podrán amar. ¿Qué
CHINCANQUI - 117
Capitulo IX
EL LEESIEMPRE
CHINCANQUI - 119
ve, hay una casilla desde donde se regula la toma de agua para la
usina de Tilcara.
Chincanqui miró más allá de sus pies; sólo el vacío farallón de
piedra, con algunos cactos y un aguahilo a cien metros o más de
profundidad, nada más.
-Y los dos que mandaron, primero uno y después el otro,
murieron -continuó el policía.
-¿Cómo? -preguntó curioso su compañero.
-No se ha sabíu hasta ahora. Cuando el “yip” de la Usina vino
a traerle proveeduría, como hacía cada semana, estaba ahí abajo -e
indicó la profundidad.
-Capaz que de machado.
-Se habrá despeñado, o qué sé yo. Lo mismo le pasó después
al otro que mandaron. Cuentan cosas muy feas de este lugar, y nadie
pasa por aquí cuando cierra la noche, a no ser que tenga alguna
urgencia, y nunca solo -concluyó.
CHINCANQUI - 121
siempre. Cuando parecía que la cuesta no tenía término y seguiría
subiendo hasta el mismo Hananpacha, su silueta, como un cardón
petrificado, apareció en una curva, indicando que de allí comenzaba
la altiplanicie. Aunque aquí, a casi cinco mil metros cada día era el
del Juicio Final, hoy no hacía tanto frío ni viento y en el cielo no se
veía ninguna nube. Allá lejos, entre dos cerros, un tajo marcaba el
principio del descenso hacia Querosillayoc. Ante ellos se extendía
toda la extensión de Campo Laguna.
La última vez que pasé por aquí, hace tres años, todo estaba
blanco. Si Leocadia no me gritaba, seguro me encontraban congela-
do. ¿Qué habrá sido de ella? El recuerdo de la pastora surgió nítida-
mente, los días y las noches que pasaron juntos en su puesto y la
tormenta de nieve que recién a los dos días aflojó, para que ella pu-
diera salir con sus ovejas y él retomar su camino, chapaleando entre
la nieve que se derretía bajo el sol. Se despidieron a la usanza mon-
tañesa, en silencio, apenas con las miradas. El pasto verde de la cié-
naga relumbraba allá lejos, sobre el abra. Las vicuñas levantaban las
cabezas, los miraban y volvían la vista a su comida. El ríorumor de
Corral Hoyada fue haciéndose más fuerte.
¿Se enamoró alguna vez Chincanqui? Era una buena pregunta.
Tuvo algunas mujeres; en joven la Albina, esa cholita de Sucre que
tuvo tan mal fin; ya en grande la pastora de Corral Hoyada, todas
indígenas. Intuía que las mujeres blancas no eran para él. Le
atrajeron por la novedad, y si algunas se le arrimaron por una u otra
razón, no duraron mucho a su lado.
Cuando llegaron al puesto, dos mujeres desollaban un
cordero. El corazón le golpeó en el pecho. Los perros les ladraron y
ellas se irguieron para ver a los forasteros. Ninguna era Leocadia.
-Buenas tardes -saludaron los visitantes.
-Buenas tardes, señores -contestaron.
-¿No venden carne? -preguntó el agente.
-¡Cómo no pues, don Pérez! -contestó la de más edad-. Pasen
nomás.
Entraron al patio. El corral y la cocina estaban igual;
reconoció esa habitación de piedra pircada donde durmió dos
CHINCANQUI - 123
vo, se adelantó, descendiendo apresuradamente, pero cuando llegó a
un lugar plano, donde concluían las zetas del camino, le sorprendió
una ráfaga de viento que le hizo vacilar sobre sus pies, hasta que, te-
miendo ser arrastrado al barranco, optó por arrojarse al suelo. Mien-
tras permanecía adherido a la tierra, recordó los casos de arrieros a
los que el ventarrón de las altas cumbres, arrojó al abismo con bu-
rros y todo. Cuando pasó el huayramuyo, se levantó y divisó una
apacheta allá adelante. Miró el camino que venía desde la cima; Pé-
rez y su mula bajaban lentamente. Entonces se arrodilló en el altar
de la Pachamama, se santiguó y comenzó a musitarle en quechua:
-Uyariguay Pachamama, santa tierra; allí entre esos cerros
está mi hijo. Te ruego mamita, que no me recojas todavía, déjame
unos cuantos años más, para enseñarle algo de lo que yo sé, porque
presiento que Inkari ya no está muy lejos.
Incorporándose, tomó asiento en una piedra. Sí, todos los in-
dicios apuntan hacia ello, ese resurgir de las minorías en todo el
mundo, en contra de lo que dicen muchos antropólogos. Y se acor-
dó del director del Museo Arqueológico de Tilcara, con un grupo de
estudiantes porteños.
-No vale la pena preocuparse por los collas, van a desapare-
cer, igual que todos los indios. La raza humana está destinada a ma-
sificarse; la industria, la radio, la televisión, los diarios, los aviones,
las carreteras hace que todos estén comunicados, se vistan de la
misma forma, coman idénticas comidas y se crucen cada vez más.
En el futuro ya no habrá blancos, negros ni amarillos, sino una hu-
manidad mezclada, con las mismas costumbres y forma de vida –
dictaminó con total convencimiento.
Si así fuera, pensó Copatiti, no valdría la pena ocuparse por
mantener unido al pueblo andino ni conservar sus tradiciones. Por
suerte, esta sociedad de consumo y los medios de comunicación
crean sus propios anticuerpos. Los grupos humanos en minoría rea-
firman su idioma, redescubren sus formas de vida y los que no per-
tenecen a uno ni a otro lado buscan desesperadamente una identi-
dad. Y aquí en Sudamérica, los grupos indígenas están organizándo-
se cada vez más; en la parte andina la leyenda de Inkari nos une.
¿Qué cosas verá y hará mi hijo?
En pleno verano los que viajan por los Andes saben que están
expuestos en cualquier momento a las riadas imprevisibles, esas
crecientes que aparecen aunque el cielo no tenga una nube. Es que a
lo lejos cae la tormenta tropical y la cieloagua desciende por los em-
pinados cauces vacíos, llenándolos. El paso de semejantes cantida-
des de líquido causa toda clase de daños, arrastra personas y gana-
dos, destruye sembrados e interrumpe los caminos.
El camión que los llevaba se detuvo definitivamente ante un
arroyo crecido. Un hombre que llevaba de la mano a un chico buscó
un lugar para vadearlo. Poniéndoselo a la espalda, bien agarrado de
CHINCANQUI - 125
su cuello, condujo al niño hacia la orilla. Ya faltaba poco para lle-
gar a Curva, así que caminaron cerca de una hora y por fin llegaron
al pueblo donde nació Chincanqui. Estaba al noreste del lago Titica-
ca, en un valle alto y encajonado entre dos cadenas de montañas. El
río que corría por su fondo, a lo largo de los milenios cavó en cada
verano, buscando su desagüe natural. Muchísimos años después, los
primeros pobladores fueron buscando lugares para sembrar y asen-
tarse. Los encontraron en pequeñas mesetas al pie de los machuo-
rkos de la Cordillera Real entre los cuales sobresale el Illampu, de
siete mil metros de altura, y allí construyeron sus casas.
Al descender por sus ríos, se encontraron con un verdor cre-
ciente que culminaba en las selvas del Beni. Esa enorme variedad
vegetal les proveyó madera, pero principalmente frutas, hojas, raí-
ces y semillas medicinales, que domesticaron y aprovecharon junto
con la abundante fauna y minerales.
Curva era un pueblo colgado sobre un precipicio, custodiado
por el Illampu y el Cololo, en plena puna andina, pero que, barranca
abajo y a lo largo del río, su variedad de climas permitía cultivar
maíz, trigo, quinoa, cebada y papa a sus habitantes, los kallawayas.
A Copatiti le recordaba Iruya, allá en Salta, un pueblo al pie del Ti-
ticonte e igualmente entre dos ríos, que se juntaban e iban a parar a
la yunga de Orán.
CHINCANQUI - 127
-¡Pero es muy chiquito! ¿Cuántos años tiene? -preguntó el
supervisor.
-Recién ha cumplido tres años -contestó el padre.
-No se puede. Ni siquiera a kindergarten, si hubiera.
-Según dice su padre, ya sabe leer de corrido -sonrió el
director.
-¿Qué? ¡Imposible!
-Así es, señor -afirmó Chincanqui humildemente-. Arsenio,
léele para el señor.
El pequeño sacó la revista que tenía bajo el brazo y comenzó
a leer.
-¡No puede ser! ¿Te gusta la lectura? -preguntó al niño.
-Sí señor.
-¿A ver qué dice aquí? -y le indicó el nombre de la revista.
-Billiken -contestó Arsenio como algo obvio.
El superior dio vuelta una hoja y le indicó un título.
-¿Y aquí?
-Editorial Atlántida.
-¡Debe saberlo de memoria! –masculló-. Usted se lo habrá
leído en voz alta y él retiene las palabras y las relaciona con las
formas. Poco común, pero no indica que ya comprenda el código de
las letras, sílabas y palabras -razonó el funcionario.
-Elíjale usted el texto, señor -sugirió el director.
El hombre se dirigió a un armario, lo abrió y extrajo un libro.
-A ver si puedes leer esto -desafió.
Arsenio abrió la primera hoja.
-Antonio Díaz Villamil, curso completo de Geografía Huma-
na -leyó claramente, con voz apenas audible.
-¿A ver aquí? -el supervisor abrió el libro por el medio.
-Se fundó la República, pero la situación de los labradores no
cambió substancialmente. Las famosas encomiendas se transforma-
ron en latifundios. Los principales personajes de la política republi-
cana sucedieron a los españoles en la posesión de los campos y los
indios continuaron sujetos al mismo régimen de servidumbre -prosi-
guió con su voz infantil.
-¡Asombroso! -atinó a decir- ¿Y quién le enseñó?
CHINCANQUI - 129
Capitulo X
JAMPIRI
CHINCANQUI - 131
todo lo sobrenatural; creía en los embrujos y hechizos, andaba car-
gado de amuletos, huairuros, munachis y en su negocio tenía colga-
do un quirquincho enflorado. Por lo tanto, era un candidato ideal
para ser embrujado. Recordó lo que su padre le dijera:
-La gente tiene en la cabeza como unas ventanitas; los de la
ciudad generalmente las cierran y de esa forma no pueden entrar los
embrujos, pero tampoco las buenas influencias de los talismanes y
es muy difícil sanarlos. En cambio, la gente sencilla, generalmente
del campo, las tienen abiertas, por eso es fácil curarlos de sus dolen-
cias; la parte negativa es que son susceptibles de ser hechizados.
Además, este hombre era bastante mujeriego. Entonces, su-
mando dos más dos, era fácil deducir que alguna amante contrariada
le hizo algún trabajo. ¿Por qué las mujeres siempre tenían la culpa
de lo que ocurría a los hombres? Tuvo que cruzar el puente sobre el
río Grande y caminar un poco hasta llegar a la casa donde el hom-
bre vivía y tenía su almacén de ramos generales. Golpeó la puerta y
una mujer llorosa le abrió.
-Pase, pase, mi esposo está peor -Era la misma que le había
buscado el día anterior -Lo hemos vuelto a llevar al hospital y el
doctor ha dicho que le ha picao la cangrena y que no tiene remedio.
Estaba recostado en su cama, escuchando radio, con expresión
de sufrimiento. La hinchazón había pasado el codo y ya llegaba casi
al hombro.
-Déjenme solo con él -ordenó el recién llegado y cerró la
puerta del dormitorio.
-Ya no me duele, sólo que me late como si fuera un reloj
-trató de sonreír el enfermo.
-Tiene que decirme la verdad. ¿Hay forma de remediar lo que
usted le hizo a esa mujer?
-¿Qué mujer? -se sorprendió.
-Usted lo sabe mejor que yo. Ella lo ha embrujado de alguna
forma. ¿Ha notado o encontrado algo raro últimamente?
-Sí. En mi camioneta encontré un sapo vivo con una espina de
churqui clavada en el brazo y la panza cosida, como si le hubieran
metido algo.
-¿Y qué hizo con él?
CHINCANQUI - 133
guió el psicosomatólogo.- Un caso célebre es el de una mujer euro-
pea, Olga Kahl, que hacía inscripciones dermográficas.
-¿Dermo... qué? -preguntó uno que estaba tomando apuntes.
-Producía imágenes rojizas en su dermis. Si bien los faquires
hindúes hacen aparecer en su piel los objetos en que piensan, esta
señora tenía la rara facultad de poder reproducir con rayas rojas,
bajo forma de dibujos o trazos que aparecían en su piel, imágenes
que le transmitieran mentalmente. Usted disculpe joven -se dirigió
al alumno que se miraba la ampolla- pero tenía que demostrar cómo
un suceso impresionante para alguien, puede afectar partes de su
cuerpo.
-Me parece algo arreglado -le dijo en voz baja a Narciso su
compañero. Ahí nomás el de la ampolla, que había escuchado, se re-
volvió enfurecido.
-¡Arreglada estará tu hermana! ¿Te crees que yo me voy a de-
jar hacer esto por plata? -vociferó.
-¡Calma, calma! -trató de poner orden el doctor-. ¿Oyeron ha-
blar de la mumia? Es todo vehículo impregnado de espíritu de vida
y que la tiene propia en el trasplante, por ejemplo saliva, orina, le-
che, sueros, cabellos, uñas...
--Eso utilizan los laikas, los brujos negros -afirmó Copatiti.
-Justamente. Ellos hacen el daño por la imagen. Forman un
muñeco con la ropa del que quieren embrujar y adentro le ponen
mumia. Martirizan a la imagen de toda forma, física y mentalmente,
así que el dueño de la ropa o de los cabellos, puede enfermarse e in-
cluso morir.
-Como el vudú -opinó uno.
-Funciona de la misma forma. Paracelso decía: “El daño por
la imagen no puede realizarse contra hombres puros y honestos por
la sencilla razón de que sus espíritus se defienden y protegen viril y
enérgicamente, lo que no ocurre con el espíritu del ladrón, todo él
turbado y agitado por el temor”.
-Pero además tengo que ver el muñequito para que me suges-
tione -dijo otro.
-Seguro. Principalmente, lo fundamental es creer; el factor fe,
en otras palabras, y que también puede servir para que uno se sane.
CHINCANQUI - 135
gica y tantos otros. Esa era su aparente ventaja. Podía conjugar los
conocimientos de ambos mundos, lo científico con lo empírico, la
cura homeopática por medio de elementos naturales y la sugestión.
Pero ahí radicaba su obstáculo. Su formación estaba en él y no po-
día deshacerse de ella tan fácilmente como sacarse un poncho. Ese
conocimiento inculcado no le permitía creer del todo en los procedi-
mientos ancestrales, le introducía una duda sobre si lo que hacía era
eficaz o no. Y esa duda perturbaba el resultado correcto. Para que
sus métodos de sanación surtieran efecto, el paciente debía creer en
ellos, pero también el curador.
Tironeado en ese dilema, Chincanqui, consciente de esa bata-
lla de opuestos, trató de inclinarse hacia lo que venía de sus ances-
tros y trató fervientemente de creer lo más posible en esos conoci-
mientos que venían de ñaupaedades. Se sintió mejor así, estaba se-
guro de haber tomado la decisión correcta. No creía que fuera mejor
atiborrar al enfermo de medicinas químicas. Además era importante
para él que el enfermo pudiera aprender a curarse. No a la manera
de los hospitales, como si el paciente estuviera en un pozo y ahí el
médico le echara las medicinas. Él además quería ayudarlo a salir
del pozo, que dejara de ser el paciente, el sujeto pasivo. Pero eso no
lo entendían todos.
Era lo que Chincanqui trataba de explicar esa tarde al comi-
sario de Tilcara. El director del hospital lo denunció por ejercicio
ilegal de la medicina, así que esa mañana dos agentes de policía se
presentaron en la pieza donde estaba alojado y lo llevaron a la comi-
saría.
El médico era el característico doctor de pueblo. Un cordobés
alto, rubio, hijo de italianos. Estaba en Tilcara porque ganaba mu-
cho más que en una ciudad y como el clima le venía bien por su se-
quedad para el asma que padecía, se quedó a vivir. Pero en sus
adentros, despreciaba profundamente a esos negritos entre los cua-
les tenía la mala suerte de vivir, encima con la obligación de curar-
los. Como todos los demás médicos del hospital estaban unos meses
solamente y se iban, el Ministerio lo nombró director del hospital
porque era el único que residía en el pueblo. Los otros médicos eran
por el estilo. Trasplantados a ese paraje exótico, en medio de una
CHINCANQUI - 137
rios y ocasionalmente en las noticias de policía, pero le puedo ase-
gurar que yo no tengo nada que ver con ellos.
-¡Mire que había tenido labia usted! ¡Pero no me charle y pase
adentro! -comenzó a alterarse.
-Comisario, si usted me detiene sin pruebas, cuando yo nom-
bre un abogado, puede acusarlo de abuso de autoridad. Recuerde
que estoy legalmente en este país y que aquí en Tilcara no va a en-
contrar a nadie a quien yo haya tratado.
-¡Me salió leguleyo también! ¿Y cómo puede demostrarme
que usted no es uno de esos videntes, parasicólogos, mentalistas, se-
cretistas, magos, adivinos que son una plaga?
-Muy fácil, comisario. Permítame que saque algo -y tomó su
alforja que ya estaba encima del escritorio. Después de rebuscar en-
tre lo que guardaba allí, sacó una hoja como de laurel.
-Siéntale el olor a esta hoja -invitó, acercándola a la nariz del
uniformado. En cuanto la olió, un chorro de sangre brotó de ambas
fosas nasales. En vano sacó un pañuelo y trató de detenerlo. Ense-
guida la tela quedó empapada y comenzó a gotear al piso. Con una
voz de narices, gritó.
-¡¡Qué me ha hecho!!
-Nada -respondió tranquilamente Chincanqui y volvió a acer-
car la hoja, dándola vuelta del revés -saque el pañuelo por favor.
El comisario bajó un poco la masa húmeda y la hoja pasó ro-
zando la sangre que caía. Inmediatamente dejó de salir.
-¿Por qué me hizo semejante cosa? -exclamó, limpiándose.
-No le hice nada. Como usted no me creía...
-Mire. Elija. O lo bajamos a Jujuy, para que allí su caso lo vea
el juez, o se me manda a mudar ya nomás de Tilcara.
-Me voy, comisario -dijo Chincanqui.
-Aquí tiene su pasaporte entonces -y no pudo contener el
comentario-. Un curandero con pasaporte, hasta ahora los que
conocía eran indocumentados. Tome, váyase y que no lo vuelva a
ver por aquí.
-Gracias comisario, hasta luego -Tomó el documento, salió y
se perdió calle abajo.
COLLA A LA BRASA
CHINCANQUI - 139
Ahora todas lo rodearon, con un poco de curiosidad y
¿lástima?
-Es que, sabe, aquí los hombres son los que hacen el asado -le
aclaró compasiva la dueña de casa.
-No se preocupe, yo lo hago -dijo afortunadamente una de las
mujeres.
Diestramente, tomó el cuchillo e hizo unos cortes en los po-
llos, los aplanó sobre la mesa y quedaron como si fueran ranas ex-
tendidas. Les puso sal, limón, saló también la carne, limpió la parri-
lla con unas hojas de diario y extendió las brasas. Con ojo experto,
calibró la temperatura con la palma de la mano, subió un poco la pa-
rrilla y colocó las aves. También las tiras de carne, con el hueso
para abajo. Las otras mujeres picaban el tomate, la lechuga y una
cebolla sobre tablas de picar y las iban echando a un bol de madera.
Un poco avergonzado, él estaba allí parado sin saber qué hacer.
-¿Donde usted vive no comen asado? -le preguntó la dueña de
casa.
-Muy de vez en cuando, a la parrilla, o directamente sobre las
brasas, de carne de cordero o de llama.
-¿De llama? -se sorprendió una de las mujeres-. ¿Y cómo es la
carne de llama?
-Casi como la de vaca, un poquito dulzona. Pero es rica.
-¿Y qué comen? -se interesó otra.
-Nuestras comidas son más a base de maíz. Hay humitas, ta-
males, sopas de harina de maíz. También se comen papas, char-qui,
en guisos. También otros alimentos que ustedes no deben cono-cer,
como ocas, chalona, papalisa, llullucha, hasta tierra comestible, la
phasa. Se aprovecha el sol para conservar los alimentos y así se
hace el charqui, el chuño, los pelones. Secos, duran mucho tiempo.
-¿Y para tomar?
-Hacemos infusiones de coca y otras yerbas. Para las fiestas se
toma chicha, una bebida que se hace de maíz.
-¡Ajj! -interrumpió una chica joven–. En el colegio nos dije-
ron que la hacían masticando el maíz.
-Sí, es cierto, hasta ahora se prepara en las montañas de esa
forma, con el muqueado. Cuando está cerca una fiesta, los de la fa-
CHINCANQUI - 141
ancianas y que los hombres mueren antes de los cincuenta años –co-
mentó, mientras probaba la ensalada.
-Así es -aprobó Chincanqui-. Depende de lo que coma. Si
mantiene su alimentación ancestral, puede vivir cien años o más, en
perfectas condiciones. Si adopta la alimentación europea, con dul-
ces, grasas, pastas, fideos, alcohol, pocos cereales y mucha carne, su
organismo se deteriora.
-¡Pero usted se va a comer ahora un rico asado! -bromeó una
de ellas-. ¡Y hecho por nosotras! -recalcó.
-Tiene razón -concedió él-. De vez en cuando, no afecta mu-
cho. Pero ya frecuentemente es otra cosa. Es como si a su auto, he-
cho para andar con gasoil, le cargara nafta. Va a andar un poco, pe-
ro al final, el motor se va a fundir.
-Ya está -anunció con satisfacción la asadora. Diestramente,
dio vuelta los pollos y las tiras de asado–. Pueden sentarse a la mesa
-invitó.
-¿Pero acaso los coyas no se emborrachan con chicha?
-insistió la jovencita, mientras se sentaban a la sombra del quincho.
-La chicha no tiene mucha graduación alcohólica. Tiene un
poco de alcohol de la fermentación, pero no es gran cosa. Para
hacerla emborrachadora le agregan alcohol etílico que compran de
la farmacia.
-¿Ese alcohol para las heridas? -preguntó una.
-Sí, ese mismo. Como tiene etiqueta roja, en Jujuy le dicen
“pecho colorado”. Existe en esa provincia una ley de represión al
alcoholismo, porque la bebida embrutece y destruye a la gente. La
policía controla los bares y cantinas, pero no se fija en las farma-
cias, donde es de venta libre. Yo he conocido farmacéuticos que se
han enriquecido vendiendo alcohol. Llegan camiones cargados a los
pueblos, directamente de los ingenios de Tucumán, donde lo
fabrican a partir de la caña de azúcar y descargan miles de botellas
en determinadas farmacias. De allí cualquiera puede comprar lo que
quiera, diez o cien botellas, que llevan a sus casas o para los
negocios de la montaña -aclaró el curandero.
CHINCANQUI - 143
contar algo que supe por los propios afectados y que vi personal-
mente –y comenzó a relatar.
CHINCANQUI - 145
-Ahí a la güelta del mercado. Le hi querío degolver, me ha
dicho que ya estaba abierta la lata y no ha querío saber nada, más
bien se mi ha querío enojar, comisario.
-¡Ah, ese es el turco Alí! ¡Bien jodido es, y tiene un hijo
abogado!- reflexionó en voz alta el policía y tomó una decisión-.
¡Mire! Nosotros nos ocupamos solamente de asuntos penales, y este
es un caso civil. No podemos tomarle su denuncia.
-¿Y qui hago entonces, señor comisario?
-No sé. Puede ir al juzgado en lo civil y comercial, que está
aquí nomás a la vuelta. Hasta luego -despidió al hombre.
En el juzgado, la gente hablaba con los secretarios del mostrador.
Algunos pasaban al interior de la oficina, donde los empleados en
sus escritorios tecleaban en máquinas de escribir o revolvían pape-
les. El colla se dirigió a un empleado que daba vuel-tas las hojas de
un grueso libro y anotaba algo en él. Esperó un rato y cuando levan-
tó la vista le preguntó.
-¿Aquí puedo dejar una denuncia?
-Aquí no tomamos denuncias. Para eso tiene que ir a la policía
-respondió el otro, sopesándolo con la mirada.
-Pero de la policía me han dicho que venga aquí.
-¿Por qué cuestión era?
El hombre repitió su historia. El empleado lo escuchó, impaciente.
-¿Tiene factura o boleta de lo que compró? -lo interrumpió.
-No, no me han dao.
-Bueno entonces nosotros no podemos hacer nada -y viendo que
otros estaban escuchando, añadió pacientemente-. Si usted no tiene
algún comprobante de lo que compró, el comerciante puede negarse
y usted no tiene con qué probar que efectivamente él le vendió esa
mercadería. Sin eso no se puede accionar.
El hombre no contestó, salió sin decir una palabra y se perdió en-
tre la gente que transitaba las calles de Jujuy.
CHINCANQUI - 147
Al comenzar a subir, me fijé en el nombre de la calle y me lla-
mó la atención porque se llamaba Moscú. Caminé rápidamente ha-
cia el hospital Pablo Soria, como siempre lleno de personas que en-
traban y salían. Me dirigí a la sala de guardia y entré directamente.
Una enfermera me miró enojada.
-¡Tiene que sacar número! -me retó.
-Hay un chico que se va a morir si no lo atienden enseguida -le
contesté a la empleada.
-¡Ah, bueno! Vaya a Urgencias, por aquel pasillo -se ablandó.
Fui y llamé a la puerta de la oficina.
-¡Pase! -gritó alguien de adentro. Entré; un enfermero de chaque-
tilla blanca anotaba algo en un cuaderno.
-Buenos días -le saludé y fui directamente al grano-. ¿Pueden
mandar una ambulancia a Villa Belgrano?
-¿Qué es lo que pasa? -preguntó el otro, sin mirarme.
-Un chico con un bolo fecal retenido, que en cualquier momento
le va a hacer una peritonitis -respondió Chincanqui.
El enfermero se paró y me miró, asombrado.
-¡Usted sabe de medicina! -dijo, con más respeto.
-Y sí, algo -le contesté.
-Ya le digo al chofer que saque la ambulancia. ¿Usted le va a in-
dicar?
-Sí, yo lo voy a llevar.
El enfermero salió y volvió a los dos minutos.
-¡Listo! Espere ahí en la puerta principal.
Me fui a la entrada; enseguida estuvo ahí el vehículo y subí.
-¿Adónde vamos? -preguntó el chofer.
-A Villa Belgrano, a la calle Moscú.
-¡Ah! Sí, la calle Moscú. Hace poquito le han puesto el nombre.
-Debe ser, yo no soy de ahí, ni siquiera de Jujuy. Estoy de paso.
-Entonces usted no sabe la historia -me dijo, mientras manejaba a
través de las calles del centro.
-No, la verdad que no.
-Los del Centro Vecinal tenían que ponerle un nombre a la ca-
lle y no se ponían de acuerdo. En una de las reuniones, en broma,
resulta que uno dice: ¿Y por qué no le ponemos Moscú? Usted vie-
CHINCANQUI - 149
Prácticamente le arrebató los billetes, le alcanzó el monedero
y, con paso rápido, se perdió hacia el lado de la terminal. Yo vi que
el muchacho abrió el monedero, miró los papeles de diario que con-
tenía y se apoyó en la baranda de piedra, agarrándose la cabeza.
LA DESIGNACIÓN
CHINCANQUI - 151
traía bien doblado en un sobre de papel estraza. La vida de alumno
había terminado y ahora debía enfrentar la vida. Pero no estaba na-
die para darle un consejo. Él quería ser útil a sus paisanos, ayudar a
mejorar sus condiciones de vida, pero a su alrededor sólo encontra-
ba indiferencia.
La lista de lugares, mostraba el número de la escuela, el nom-
bre del lugar y la categoría: D, desfavorable y MD, muy desfavora-
ble. Nada más ¡Qué útil hubiera sido una guía de escuelas donde se
dijera a cuántos kilómetros se encontraba del centro poblado más
cercano, la clase de camino y si había pensiones y almacenes! Lue-
go de media hora de volver y revolver las hojas, se decidió por una
llamada Querosillayoc, catalogada como muy desfavorable, con
cincuenta alumnos y dos turnos.
En otra de las oficinas le dieron un formulario. Hacía falta el
título, un certificado de domicilio y otro de buena salud. Llevó todo
al secretario, un señor que lo atendió muy solícitamente en cuanto
se enteró del destino pedido. Recibió los papeles y le dijo que el
nombramiento sería enviado a su domicilio en Humahuaca.
Pablo Normentas era de tez morena y pelo negro; lucía un ros-
tro bien proporcionado en el que resplandecían sus ojos oscuros y
brillantes. De mediana estatura y cuerpo delgado, tenía dieciocho
años. Recorrió las calles de Jujuy para llegar a la estación de tren.
Negocios y más negocios, de nombres sirios y libaneses. En las ca-
lles, las gentes morenas pasaban afanosas a su lado sin mirarlo.
En el coche de segunda alternaban toda clase de puneños y
quebradeños que retornaban con bultos y paquetes a sus pagos. En
ese tiempo Jujuy era el lugar fronterizo, la punta de la Argentina,
donde se encontraba la marea oscura de los pueblos del Norte con
los inmigrantes del Sur. Dos marineros contaban sus aventuras amo-
rosas en Buenos Aires a los compañeros de asiento. El viaje duró
cinco horas, entre subir la cuesta de Volcán y parar en las diferentes
estaciones de nombres indígenas. La estación de Humahuaca estaba
llena de viajeros y curiosos. Normentas bajó, con su pequeño bolso
marrón. A trancos largos se dirigió hacia la parte este del pueblo y
penetró en un almacencito de ramos generales.
CHINCANQUI - 153
le pedían al diablo? Uno, que no le ocurriera ningún accidente.
Otro, que la veta de mineral no se cortara y así.
Dos años de su trabajo le permitieron ahorrar algo de dinero y
decidió buscar mujer, en su pago, naturalmente. Así fue cómo nació
Normentas en la mina El Aguilar. Sus recuerdos alcanzaban hasta
cuando su padre llegaba con sus gomabotas, grueso saco de cuero y
casco. Hablaban en quechua con su madre. Era raro. Con él no
querían hablar en la melodiosa lengua de los Incas.
-¿Por qué nunca me hablaron en quechua ni vos ni mi papá?
-le preguntó a su madre muchísimos años después.
-Es que pensábamos que si aprendías el quechua, nunca ibas a
poder hablar bien el castellano. No queríamos que fueras indio
como nosotros -explicó pacientemente.
El asunto es que, inconscientemente, el chico aprendió, de
tanto escucharlos hablar, pero cuando fue a la escuela, bastaron las
burlas de sus compañeros al escapársele alguna palabra para que se-
pultara definitivamente esa lengua. Recién al conocer a Sutiyqui,
volvió a retomarla.
Pilcomayuta pasaspa
ama ama yacu ujyanquichu.
Pihuampis, mayhuampis caspa
ama ama konkahuanquichu.
Karichu tarinquichari
imainama sonqoyocta.
Maimanta ñoqata jina
makaska muchaicucojta.
CHINCANQUI - 155
mano, quien sacaba el atadito cada vez que debían depositar algo.
Así llegaron a reunir como cien pesos. El muchachito le decía de
vez en cuando que tenía mucha hambre y ella le daba algunas mo-
nedas, para que no se enojara.
Al pequeño pueblo, cada tanto llegaba un árabe que era ven-
dedor ambulante y llevaba su mercadería en una especie de armazón
sobre una mula. De casa en casa vendía sus productos o se detenía
en la plaza. Ella lo seguía por todas partes, preguntándole los pre-
cios de sus diversos artículos, y pensaba: ahora que tengo plata
compraría‚ este y este otro y aquel y el de más allá para nuestra
tienda. En efecto, ya estaban a punto de abrir, tanto que hasta cons-
truyeron un mostrador de barro con unos cuantos adobes y palos, y
se felicitaban mutuamente al imaginar la cara que pondría su padre
cuando los viera hechos unos comerciantes.
Pero una tarde el campesino estaba sin dinero, y decidió ir a
vender un almud de maíz para conseguir algo de plata. Al salir abrió
con fuerza la puerta que estaba algo dura, las paredes temblaron y le
cayó en la cabeza el pesado atadito de dinero. Si lo habían puesto
muy afuera del hueco o si la sacudida lo hizo saltar no lo supieron
nunca. Su padre quedó convencido de que le llegó del cielo. Ellos
no se atrevieron a confesarle la verdad, por miedo a una azotada, si
se enteraba del destino dado al dinero que les daba para gastos.
Adiós los sueños del almacén propio; un simple portazo había bas-
tado para echarlos por tierra.
CHINCANQUI - 157
En el comedor, varias mesas estaban ocupadas por mujeres,
otras por hombres. En una de ellas ya terminaba de comer un
uniformado. Se levantó y vino hacia la salida, donde se encontraban
ellos.
-Le presento al director de Querosillayoc -dijo don Gualampe.
-Mucho gusto -respondió el oficial, alargándole la mano.
-Encantado de conocerlo -saludó Normentas, estrechándosela.
-El director tiene problemas para llegar a su escuela -soltó don
Gualampe.
-¿Ah, sí? Pero mire, justo está aquí el encargado del destaca-
mento de Querosillayoc haciendo academia. ¿Por qué no se viene a
la seccional y habla con el comisario?
Salió con el oficial, caminaron una cuadra y media y ya estu-
vieron frente a la plaza, en una de cuyas esquinas estaba la policía.
A partir de ese momento, todo se allanó. El comisario consintió en
facilitarle al agente como guía y dijo que al día siguiente podían
salir. Contento se fue a comprar algunas provisiones para llevar, y
luego decidió cenar. Se sentó a lo de don Gualampe y comió. En la
mesa vecina unas maestras no dejaron de mirarle y lanzar alusiones
al director de Querosillayoc. Terminó de comer, y cuando fue a su
habitación, se dio cuenta que el cuarto de ellas estaba al lado.
En eso llegó el agente, don Emilio Pérez, un hombre de edad
mediana, que le comunicó la hora de salida; a las seis del día si-
guiente. Como él tenía una sola mula tendría que llevar sólo lo in-
dispensable, y dejar sus nueve cargas para luego. Se fue y por la
puerta entró rodando un ovillo de hilo de tejer. Era de la pieza conti-
gua. Fue a devolverlo y aprovechó para pedirles que le cosieran la
manija desprendida de su bolso. Una de ellas, muy amablemente, se
lo cosió en unos minutos, que aprovecharon para conversar. ¡Lásti-
ma que debía madrugar al día siguiente!
A las cinco ya estaba despierto; se preparó, desayunó y pun-
tualmente apareció don Emilio. Fueron a pie hasta un corral ubicado
en las afueras del pueblo. Allí retiró de una casa la montura, ensilló
su mula y comenzaron a subir una cuesta por la ladera del río Hua-
samayo. La senda de dos palmos de ancho ascendió por el costado
empinado de la Garganta del Diablo. Algunos cardones, pequeñas
CHINCANQUI - 159
llo, así que decidió bajar y seguir a pie. Afortunadamente ya llega-
ban al fin de la subida. Cerro Pircado, una roca de color amarillo,
marcaba el punto máximo de la trepada. Las llaretas indicaban que
se encontraban a más de cuatro mil metros. Un poco de agua cruza-
ba el camino, proveniente de una pequeña cascada que descendía de
la piedra amarilla. Todo estaba congelado.
-Tenga cuidado al cruzar, está muy resbaloso -le advirtió don
Emilio.
-¿Cómo se llama esta parte? -le preguntó Normentas, mientras
procuraba cruzar sobre el hielo con sus botines. Un resbalón hubiera
sido fatal, porque a un costado acechaba el abismo.
-Este es el Chorro y este cerro el Amarillo -le contestó mien-
tras se aprestaba a cruzar con todas las precauciones del caso.
Ante ellos se abría ahora una planicie, que se extendía hacia
varias direcciones y caminaron por ella. A lo lejos pastaban mana-
das de guanacos y de vicuñas, claramente diferenciadas por su color
y tamaño.
-Aquí es Campo de la Laguna -le informó su guía.
Y sí, al costado se extendía un espejo de agua. Cuando se
acercaron, una bandada de guallatas, esos patos negros de las altu-
ras, levantó vuelo entre graznidos.
-Tengo que ir hasta un puesto de aquí cerca. Usted siga nomás
-le insinuó en su tono amable el agente.
Normentas continuó solo, tirando la mula. Habría caminado
por espacio de una hora, cuando divisó una construcción pequeña,
de paredes de piedra y techo de paja. Era el puesto de Corral Hoya-
da. Las puesteras, unas vallistas de coloridas polleras y trenzas que
les llegaban hasta más abajo de la cintura, terminaban de carnear un
capón recién sacrificado. Normentas sacó su lata de picadillo de car-
ne y el pan que llevaba en el bolso. El agente ya lo esperaba, senta-
do en una piedra. Almorzaron frugalmente, y convidaron unos bo-
caditos, como mandaba la buena educación, a las dos mujeres del
puesto. Terminado el almuerzo, el agente compró un cuarto del chi-
vo y él la mitad. Cargada la carne en la mula, prosiguieron viaje a
las cuatro de la tarde, cruzando a vecinos de Querosillayoc que iban
y venían.
CHINCANQUI - 161
la entrada esperaba don Emilio. Se había puesto un descolorido ca-
pote azul marino con botones dorados. Tenía atada a un árbol su
mula oscura y descargaba del lomo los bultos. El maestro miró con
curiosidad a su alrededor. La escuelita constaba de dos piezas chi-
cas, el aula, una cocina y una habitación más pequeña al frente. No
le pareció fea; estaba refaccionada, tenía pisos de cemento y los
adobes blanqueados.
Su acompañante penetró también al tierrapatio y esbozó una
sonrisa, quitándose su gorro de lana.
-¿Qué le parece la escuela don Normentas? -le preguntó con
la tonada de los montañeses.
-No creí que fuera tan lejos -respondió-. Pensaba que nunca
llegaríamos.
-Sí maestro, es un poquito retirada -asintió el policía-. Pero ya
ve que el lugar es lindo; el agua sale al lado de la escuela, la leña se
puede cortar ahí cerquita y los vecinos viven ahicito nomás, en la
Bandita y la Esquina. Y hablando de vecino, ahí viene don Ceferino
Toconás.
-Buenas tardes, director -saludó respetuosamente el recién lle-
gado, estrechándole la mano. Igual que el agente, era de tez morena
y pelo negro, delgado, sólo que más alto y con bigote.
-Bueno -suspiró el maestro-. Por lo menos ya estamos aquí
¿Qué le parece si abrimos la dirección y metemos las cosas?
-¡Cómo no, director! Espere que saque el llavero –contestó.
Ceferino buscó en sus bolsillos, extrajo unas cuantas llaves
atadas con un cordel, abrió el candado y entró en una de las habita-
ciones. Todo el mobiliario era un tientocatre y un armario de made-
ra, detrás del cual algunas cajas dejaban ver ollas de aluminio.
-Le voy a traer un colchón y una frazada. Si quiere, mi ente-
nado puede ser su secretario -se ofreció Ceferino, y salió.
El agente penetró trayendo los bultos. Luego buscó detrás del
armario y sacó una fierroolla mediana, de tres patas.
-Voy a preparar un poco de café, don Normentas -le advirtió y
entró a la cocina.
El flamante director se aproximó a la puerta. Sobre el cerro
del frente ya la sombra había crecido y sólo su cima, allá en la altu-
CHINCANQUI - 163
-¿No habrá una velita, don Emilio?
-Vela no hay, pero aquistá un mechero –respondió.
Alzó un frasco pequeño, lleno hasta la mitad con un líquido
rojo, en cuya tapa se abría un agujero del que salía una mecha de
trapo. La encendió con un fósforo y una luz como aliento de mori-
bundo agrandó sus sombras. Tomaron el café en silencio. El agente
esperó a que su compañero terminara; recién entonces tomó las dos
tazas y salió. Al volver traía la fierroolla llena de agua humeante y
una jarra con agua fría. Depositó ambas en el suelo y con una sonri-
sa comprensiva le dijo al salir:
-Descanse maestro, yo voy a descargar y manear la mula pa'
que no se escape. Voy a estar en la cocina. Hasta mañana -y cerró la
puerta.
-Hasta mañana, don Pérez -alcanzó a despedirlo.
Se levantó del tientocatre, que crujía como un árbol quebrado
y con el mechero en la mano se dirigió al fondo de la habitación. De
allí levantó un fuentón, lo colocó al lado de la cama, echó toda el
agua caliente, la entibió con el contenido de la jarra y puso el me-
chero a la cabecera, lejos de las salpicaduras. Alzó los brazos y se
sacó la ropa. Se introdujo en el fuentón como en un géiser apacible.
Lavándose por partes, como alguien le contó que era un baño pola-
co, se refociló, hasta que el líquido comenzó a enfriarse; recién en-
tonces salió y comenzó a secarse.
Agregó a la cama su poncho y se introdujo con un suspiro de
alivio entre las frazadas. Antes de taparse del todo, se incorporó y
sopló el mechero, que se apagó dejando un olor a kerosene. Afuera,
el viento pasaba zumbando entre las techopajas y hacía estremecer
de rato en rato la estructura de madera.
CHINCANQUI - 165
-Bueno, aquí vas a poner tu cama. Por la mañanita, en cuanto
te levantés, vas a barrer el aula y vas a poner la pava al fuego con
agua para los dos.
-Sí, maestro.
Esa noche tuvo que cocinar para ambos. Sólo tenía fideos, sal,
una docena de papas y dos cebollas, dejadas previsoramente por el
agente, ya que, salvo la carne de chivo, comprada en el camino, to-
das sus cosas quedaron en Tilcara por falta de transporte.
Optó por lo más fácil, agua hasta la mitad de la olla, un poco
de sal, peló las papas, las partió en cuatro, dos trozos de carne, unas
rodajas de cebolla e hizo hervir todo. Salió una sopa bastante acep-
table, que comieron ahí nomás en la cocina, al calor del fuego.
El día siguiente, el frío aumentó; prosiguió la niebla y el ga-
rrotillo; a pesar de eso, algunos padres llegaron para anotar a sus hi-
jos. A media mañana llegó un hombre flaco tapado con un poncho,
con unos bigotes negros y ojos entrecerrados.
-Mucho gusto en conocerlo director. Soy Román Pérez -saludó.
-¡Ah! ¿Usted es el fletero?- le preguntó.
-Sí, don Mateo Pérez no va a poder ir a buscar sus carguitas y
me ha encargado que se lo vaya a traer sus cosas de Tilcara. ¿Cuán-
tas cargas tiene?
-Y, son cinco cargas
-Ah, entonces va a necesitar cinco burros y yo tengo solamente
dos. Voy a salir nomás, y a lo de doña Juana, de Corral Hoyada, voy
a ver si consigo tres más -y se despidió.
Por la tarde vino el vecino del frente, don Gumersindo Grego-
rio, ya de vuelta de su viaje. Con él hicieron detenidamente un in-
ventario de las existencias escolares.
Al otro día, sábado, por contraste con los demás, salió un sol
deslumbraojos. Recién pudo apartarse del fuego, salir de la cocina,
quitarse las prendas de abrigo y contemplar en toda su magnificen-
cia el panorama que lo rodeaba, libre al fin del manto de nubes que
lo cubrió tantos días. La tarde fue espléndida, tanto que le incitó a
salir, colocarse sobre un muro de piedra y leer, deleitándose al mis-
mo tiempo con la tranquilidad del panorama. Era algo soberbio. A
su frente estaban las alturas de Piscuno, por donde se veía serpen-
CHINCANQUI - 167
comían llegado el caso hasta los cactos, sin que al parecer las espi-
nas les hicieran mella.
El espacio de cielo que se veía era de una diafanidad perfecta.
Unos vellones se extendían por las cimas pugnando por superar la
valla que los aprisionaba, otros vagaban más arriba, moviéndose a
merced de los vientos.
Estaba anocheciendo. No eran muchos los ruidos: al eterno
rugir del rabión montañero y al pasajero vientozumbido se unían los
mil y un cantos de gargantas emplumadas. Si no fuera por el
melancólico mugido de alguna vaca, se tendría la cabal sensación de
lo que era esto antes de la llegada del hombre.
El domingo comenzó a censar, y resolvió efectuar la apertura
de clases el lunes. También hizo por anticipado las tres actas, de
toma de posesión, apertura de inscripción y clases. A medida que
los vecinos iban acercándose para el censo, les hacía firmar. No ha-
bía registro del año pasado, así que no sabía nada acerca de los
alumnos.
El lunes abrió las clases sin novedad. Llegaron los escolares,
se izó la bandera, cantaron el himno nacional y ya se convirtió en un
maestro hecho y derecho.
Era una tarde con sol, apropiada para ir a traer leña. Eso pensó
el maestro, así que salió con Arsenio y Víctor. A pesar de que con él
no conversaban mucho, consiguió conquistárselos y hacerlos reír al
subir a un árbol tarzanescamente. También les causó admiración su
rifle.
Al maestro le llamaba la atención su pintoresca forma de
hablar, llena de quechuismos y arcaísmos. En una revista educativa,
había leído la siguiente afirmación de un Inspector General de
Escuelas. "Solamente el castellano que hablan, los aproxima a la
población civilizada".
Si era por eso, pensó que a sus alumnos les escuchaba
palabras de un español castizo y recordó lo que le decían.
-¿Cuántos almudes de maíz va a querer?
O sino:
-Mi tata ha comprao cuatro varas de lienzo.
Y hasta:
-¡Te voy a pegar un lapo! -amenazaban.
En clase, algún chico se dirigía a sus compañeros:
-¿Cuyo es este lápiz que está en el suelo?
Pero también utilizaban términos que él inmediatamente
reconocía como quechuas:
-Mi corderito está quisquido -para decir que se encontraba
estreñido.
CHINCANQUI - 169
-Esta piedra está llusquita -por una roca de superficie lisa
como un espejo.
-Aquel lazo está chorco -significaba que el cuero estaba seco
y duro.
-¡Me lo han llujchiu mi atado! -quería decir que le habían
hurgado su atado.
Pero ese quechua que aceptaba afuera, dentro del aula lo
combatía, y especialmente Arsenio era su víctima y la de sus
compañeros, que lo bautizaron Sutiyqui, mofándose de su castellano
mezclado con modismos y palabras del runasimi.
A ver Arsenio, cómo va a decir chosñoso! Se dice lagañoso
¡No digas pecana! Tienes que decir mortero -lo recriminaba, aunque
el maestro sabía perfectamente que, si bien ambos eran para moler,
la primera era un utensilio plano de piedra y el segundo de madera,
cilíndrico y hueco.
O corría a avisarle:
-¡Maistro, el Juan se ha cutiao su dedo!
-¡Qué haciendo?
-Estaba chancando su charqui.
Y ahí venía la infaltable corrección y, a veces, penitencia, si
reincidía en hablar mal, como les decía el maestro. Sinceramente, él
creía que cuanto mejor hablaran el castellano, mejor les iría en la
vida. Pablo recordaba el quechua, que sus padres utilizaban entre sí,
pero nunca quisieron enseñarle. A fuerza de escucharlo, inconscien-
temente lo aprendió. Pero luego lo olvidó, o trató de olvidarlo, al
entrar a la escuela. Nunca olvidaría las pesadas bromas de sus com-
pañeritos, cuando se le escapaba una palabra en quechua. Por eso
mismo, para evitarles pesares en su vida futura, trataba de corregir a
cada momento el habla de sus alumnos. También trataba de modifi-
carles la comida.
-Escriban “El pan es alimento por excelencia de los pueblos
civilizados” No esos granos de maíz hervidos que ustedes llaman
mote.
Otras veces se la agarraba con sus bebidas.
CHINCANQUI - 171
-En ese caso, ahí nomás viene la ambulancia y te lleva al
hospital, donde te revisa el médico, las enfermeras te curan y te
dejan como nueva. Aunque sientas dolor nada más que en la muela,
vas al hospital y ahí te arreglan.
-¿Y cuando uno busca trabajo? -insistió Nemesio.
-¡Uh, hay de lo que busques! Si no sabés hacer nada, aunque
sea te vas de peón y te abonan cada quincena. Las chicas pueden ir
de mucamas. Les dan cama, comida y les pagan bien.
-Sí, la hermana de don Ceferino dice que trabaja en una casa,
y cada cinco años viene trayendo ropa para sus sobrinos.
Arsenio se ruborizó. Exactamente, la ropa que tenía puesta era
ropa usada de la ciudad, y contrastaba con las chaquetas de barra-
cán y los pantalones de picote de sus compañeros.
Es que Normentas, a pesar de ser prácticamente del lugar,
creía sinceramente que les hacía un bien a sus alumnos. Además, a
él lo educaron así, desde la escuela primaria hasta la secundaria. Y
en la Normal le dijeron lo que debía enseñar; por encima de todo ci-
vilizar, a la manera sarmientina.
CHINCANQUI - 173
con su instrumento a la espalda. Luego, siempre de dos en fondo,
los sicuris encabezados por el director de la banda, el sicurero ma-
yor, reconocible por la matraca en forma de avión que llevaba en la
mano derecha, pendiente de la muñeca. Con su sonido marcaba el
principio o la conclusión de la pieza musical. Todos los sicureros
estaban atentos a esa matraca. Cuando la veían alzarse en el aire, se
preparaban para comenzar. Sus instrumentos estaban compuestos de
ocho a diez cañitas de largo escalonado. Cuatro eran de casi cuaren-
ta centímetros y los otros ocho más cortos.
Era curioso verlos tocar; la melodía surgía por la concertación
de los sonidos. Una sección de ejecutantes entonaba una porción de
la música, y las otras secciones la completaban. Era un contestarse
de las cañas que hacían los sonidos gruesos, con las que producían
los acordes finos. Arsenio estaba en la sección del medio. Como to-
dos, llevaba un atado en la espalda hecho con su poncho. Algunos
calzaban ojotas, otros unos zapatos de gruesa suela. Los pantalones
y las chaquetas eran de barracán tejido en los telares vallistos. Esta
vez habían descartado el infaltable sombrero de lana y portaban
unos birretes amarillentos con franja verde.
Los alcanzó en la cima del Cerro de la Cruz cuando se para-
ron, dejaron de tocar y guardaron sus instrumentos para la larga ca-
minata que se avecinaba. Don Gregorio le presentó a los que le fal-
taba conocer y después que se dieron la mano, siguieron el camino,
ya en silencio.
Anochecía cuando cruzaban una interminable ladera pastosa.
Nadie llevaba linterna. Todos conocían el recorrido y además una
enorme y luminosa luna llena alumbraba el angosto sendero. Cami-
naron toda la noche. Por momentos, a Normentas se le cerraban los
ojos y se retrasaba de la columna de la gente, pero recapacitaba y
seguía. Ahí comenzó a coquear por primera vez, y el jugo de las ho-
jas secas, mezcladas con un poco de llijta, le hizo pasar el sueño. A
las nueve de la mañana, el sol dio de lleno sobre la hilera de gente
que se desplazaba en subida hacia Abra de la Cruz. Media hora des-
pués, estaban en la pequeña capilla de piedra levantada en lo alto de
la montaña. Al llegar, de dos en fondo, se acercaron de rodillas por
el sendero cubierto de pedregullo, tocaron reverentemente con los
CHINCANQUI - 175
comenzaron a andar, tocando una marcha. Así entraron al espacio
abierto frente a la capilla. Cuando llegaron a la puerta se desemba-
razaron de los bultos y, de rodillas, comenzaron a entrar al templo.
Tocaban una melodía que retumbaba dentro de las paredes y canta-
ban:
CHINCANQUI - 177
Normentas aseguró su bolso a la espalda, se calzó el pasamon-
tañas y envuelto en el poncho, salió al camino y dejó de sentir frío
al andar rápidamente y tropezar con las piedras sueltas del camino.
La primera media hora fue una especie de carrera entre los hombres
que intentaban llegar cuanto antes al calvario. Ya estaba aclarando
cuando avistó a lo lejos una larga columna inmóvil que llegaba a la
cima de una lomita y se perdía por detrás. Caminó hasta allí y se
agregó a la cola junto con un desconocido. Habían prendido fuego y
ahí circulaba una botella de ginebra entre un círculo de hombres en-
vueltos en ponchos, bufandas y pasamontañas.
El sol iluminó las cerrocumbres del lado de la Quebrada, y se
escuchó a los lejos una bomba.
-¡Ya han salido! -exclamó una mujer.
A la media hora, el estallido de otra bomba indicó la proximi-
dad de la Virgen. Todos se colocaron los atados, aseguraron pon-
chos y gorras y, lo principal, nivelaron las parejas que debían ser de
la misma estatura. Se escuchó la música de los sicuris. El sol ya ha-
bía llegado y calentaba los cuerpos ateridos por la inactividad. Pri-
mero, también con bultos a la espalda, llegó la oleada de mujeres
con ropas de todos los colores, tapadas con rebozos, mantas, pon-
chos, unas con polleras, otras con pantalones. Eran las que ya ha-
bían hombreado a la Virgen. Ellas cargaban las andas de la imagen
en las partes llanas. En el resto del camino, compuesto de subidas y
bajadas, los hombres.
Por fin, se divisó un bulto blanco en medio del gentío que se
alargaba por el camino y la música de los bandas se hizo más inten-
sa. La imagen, en hombros de las devotas, llegó al calvario y la de-
positaron reverentemente en la plataforma. Don Alberto Méndez, el
propietario y esclavo de la Virgen se acercó y comenzó a rezar en
voz alta. Sólo llevaba un poncho y un bastón. Todos de pie, con la
cabeza descubierta, se persignaron.
Otra bomba de estruendo estalló, y la multitud comenzó a mo-
verse. Las bandas de sicuris marcharon adelante, y luego la Virgen.
El sistema para los turnos de hombrear a la imagen era muy senci-
llo. Inmediatamente detrás de ella, iban cuatro encargados, distin-
guibles por sus bandas blancas cruzándoles el pecho. Marchaban de
CHINCANQUI - 179
rios, empleados, maestros y viajantes. Tomaban vino o cerveza, co-
mían sandwiches y picaditos, conversaban seriamente entre ellos,
jugaban a las cartas, otros al snooker y casi todos se retiraban a me-
dianoche. Sólo los que estaban trenzados en alguna furiosa partida
de póker o de loba se quedaban hasta tarde o a veces se amanecían.
El club tenía un salón grande y alargado al frente y luego un
minúsculo patio, con una habitación mediana, un baño, un pequeño
depósito y una pieza al fondo destinada a garito. Estaba ubicado
casi en la esquina, al lado de las gradas del monumento a la Inde-
pendencia y de su patio se veía algo del pueblo extendido abajo y
los cerros de la banda al otro lado del río, con la Peña Blanca.
En Humahuaca, casi siempre llegaba al club. Algunas noches
jugaba al snooker en la mesa ubicada en un extremo del salón gran-
de, otras veces al ping-pong, pero casi siempre pasaba directamente
a la habitación del fondo, donde se reunían todos. Allí esperaban
cuatro mesas con sus sillas, el mostrador, detrás del cual estaba el
concesionario de turno, un estante con botellas, y en un rincón, la
improvisada cocina, de donde salían tanto huevos fritos como mila-
nesas o bifes y hasta pescados al horno, según la mayor o menor ha-
bilidad -y voluntad- del que atendía. Cuando Normentas entró, en
una mesa se desarrollaba una animada partida de loba. Se paró de-
trás de los jugadores, quienes alzaron la vista y lo miraron. Estaban
todos los concurrentes habituales y cada uno aportó su comentario.
-¡Putas nuevas! -exclamó Chancha, sarcástico como siempre.
-¡Se llenó el pozo! -murmuró Chojchori.
Churqui estaba medio punteado y su ingenio chispeaba como
carbón de leña verde. Sus compañeros de juego eran Demonio Vil-
ca, Mota y Cachichi.
-¿Cómo te está yendo? -le preguntó inocentemente a Mota.
-¡No es la perdida, sino la cargada! -masculló el otro.
-¡Shas, por un clavito, hermojhíjimo! -dijo Churqui mientras
arrojaba su descarte al medio y bajaba tres ases.
-¡Este tiene más culo que espalda! -se desbocó Chancha.
-¡La concha de la lora! -exclamó Cachichi, tirando una carta
que acababa de robar y que orejeó a conciencia.
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grados, endulzado con azúcar y rebajado con un poco de agua, que
destruía aceleradamente a quien lo consumía.
-¿Cómo estás? -le saludaba algún familiar o amigo.
-Y, aquí estoy, meta vivir nomás -le contestaba el otro.
Entonces se comprendía el valor de la cruzada emprendida
por Oreja. Pero, caso extraño, ese muchacho emprendedor, que ha-
blaba de igual a igual con la todopoderosa Compañía Minera Agui-
lar, dueña del pueblo y empleadora de sus habitantes, o con Gendar-
mería, la otra fuerza, enfrentando en ocasiones a ambas, ese reden-
tor, respetado por la gente de Tres Cruces, que inclusive lo quería
de intendente, cuando llegaba a su pueblo natal, a su Humahuaca, se
ponía a beber y a jugar con los amigos, meta vivir nomás.
Junto con él y Normentas se sentó un maestro catamarqueño
que enseñaba cerca de Humahuaca. Canchero como él solo, paraba
más en el club que en su escuela. Con cualquier pretexto se venía al
pueblo y estaba días, sin dar clase, por supuesto. Por lo demás era
buen amigo, pagador de vino y comida, dicharachero e ingenioso.
-¡Ah, mirá! -decía en ese momento-. ¡La gente del campo te
sonríe por adelante y te denuncia por detrás!
-Y... así pasa -decían ellos, que ya lo conocían.
-Pero es lindo donde yo trabajo, aunque no hay leña, ni carne.
¡Vieran cuando en las noches de luna salen a pasear las sirenas con
ojotas alrededor del estanque y yo oigo desde mi pieza el chalac-
chalac de las suelas! -añoraba el catamarqueño.
-En cambio, en la Puna, en Tres Cruces, hay que ir por las
mañanas, con un frío que congela, y volver al mediodía, con un ca-
lor matador y un viento que voltea; no hay dónde dormir en la es-
cuela y a uno no le reconocen ni siquiera los pasajes; así trabajamos
-suspiró Oreja.
-El maestro unitario es económico para el estado. Un solo ma-
estro atiende cinco grados en vez de que haya cinco maestros -co-
mentó Normentas.
-Pero yo tengo once maestras, cada una con su problema
-agregó Oreja.
-¿Solteras che? -se interesó el catamarqueño.
CHINCANQUI - 183
-¿Cómo para Carnaval, si es vacaciones?
-No, esas escuelas de la Puna tienen el período de setiembre a
mayo. Hace tanto frío en invierno que los chicos por ahí se quedan
duros al venir a la escuela. Pero te decía que el maestro de Sey, ya
medio borrachito golpeaba la mesa y gritaba ¡Si mis padres me sa-
caron maestro a mí, yo tengo que sacar a mis hijos por lo menos
doctores!
-Yo te puedo asegurar que la soledad a uno le hace hacer co-
sas raras, desde volverse alcohólico, hasta comenzar a ver lindas las
llamas.
-Y no sólo los hombres ¿Te acordás de esa maestra de la
Puna, no me acuerdo de qué escuela, que se metió con un alumno?
-¡Ah, sí! Los padres del chico la denunciaron, vinieron inspec-
tores de Jujuy, la sumariaron y casi la echan.
-Si no es que se casa...
-Con eso se salvó. Pero tuvo que ir a trabajar a otro lado.
-Esto de estar solo... -les confió Oreja -Estoy medio metido
con una chica del lugar- Ahí todos escucharon atentamente.
-¿Con quién che? ¿Y de cómo? -se interesaron.
Entonces él les contó sus salidas con una chica de Mina Agui-
lar, hija de mineros, que estudiaba en Jujuy. Escucharon atentamen-
te y finalizó diciéndoles.
-Y no sé... a ratos pienso casarme con ella en cuanto se reciba.
-¡Cómo! Vos tenés que mejorar la raza, buscar a una rubia y
cruzarte. ¿Vos le tenés bronca a tu hijo? ¿Sabés que si nace oscurito
el porvenir que le espera aquí en la Argentina? -saltó el catamarque-
ño
Orejita se quedó pensativo, la puñalada le había llegado muy
adentro. Menos mal que en ese momento de una mesa vecina llama-
ron:
-¡Che, hagamos un chancho! -invitaron, mirándolos.
CHINCANQUI - 185
-¿Cómo?
-¡¡Truco!!
-No quiero.
Todos tiraron sus cartas. Uno levantó los naipes del que había
gritado envido y los miró.
-¡Había tenido! Casi le zampo -comentó.
-¿Y qué vamos a pedir? -preguntó el turco Gómez.
-Y, serán dos docenas de empanadas y dos vinos con soda
-contestó el flaco Murguía.
El catamarqueño talló diestramente el mazo y lo alcanzó a su
vecino para que cortara.
-¡Che catucho, no se te va a ocurrir meter la uña, que ya te
tengo calao! -le advirtió Berdeja.
-¡Por las dudas, le voy a hacer corte chaleco! -exclamó el de
al lado, sacó un manojo de naipes del medio y lo colocó encima del
mazo, se repartieron las cartas y el juego continuó.
-Dos buenas. Pegá a lo gallo.
-¿Has ligao?
-Tengo 28 de mano.
-Si querés, le echo la falta.
-No, chiquito nomás.
-Envido.
-No quiero.
-¡Ahí nomás el segundo!
-¡Truco!
-¡Quiero!
-Empachao murió el yuto. Así vamos a salir ilesos.
Se mostraron las cartas. Un as de espadas relumbró
orgullosamente y hubo suspiros de desencanto. El mozo trajo las
empanadas y el vino. Todos se sirvieron, y entre bromas el juego
prosiguió hasta la media noche.
CHINCANQUI - 187
pecto delataba en él al descendiente de indígenas. Normentas lo co-
noció en ocasión de un partido de fútbol entre Querosillayoc y Mo-
lulo, las únicas ocasiones en que Rufino acostumbraba juntarse con
esos talón rajado, como los llamaba despectivamente.
-¡Eh, profe! ¿Cómo le va? Me sentía solo y tenía ganas de
conversar con alguien, así que le traje esta correspondencia, de paso
-saludó, mientras sostenía las riendas de su cabalgadura.
-¡Qué sorpresa Rufino! Ate su mula y pase.
-Es un gusto volver a verlo. Menos mal que ya falta poco para
salir de este destierro -comentó mientras tomaba asiento en la Di-
rección.
-Bah, yo estoy bastante contento, aunque extraño un poco el
pueblo. ¿Quiere un poco de mate cocido con bollo rascabuche? -in-
vitó el maestro.
-No, no se moleste -se hizo del cortés.
-Ya tengo la pava hirviendo y yo tengo que tomar también, así
que no es molestia- replicó y fue a la cocina. Enseguida volvió con
dos jarros humeantes, y medio bollo, que partió en dos.
-Sírvase nomás, sinvergüenza -bromeó, juntando a propósito
las dos últimas palabras.
-¡Eh, me está cargando, profe! -captó al vuelo.
-No, en broma nomás, es un gusto tenerlo de visita.
-¿No sabe quién es tejedor por aquí? -inquirió su visitante
mientras tomaba.
-Hay dos o tres, don Fabián Lamas, don Natividad Puca y don
Nieves Apaza. ¿Quiere hacerse tejer un poncho? -preguntó.
-No sólo uno. Allá en Molulo y también en Loma Larga, apro-
vechando que caen a la sala a hacerse curar, he logrado enganchar a
unos cuantos de estos coyas, unos que tejen, otros que hacen som-
breros y un viejo coquero trenzador de lazos.
-¿Ah, sí? -se interesó.
-Claro. Yo les compro, en consignación por supuesto, su arte-
sanía, junto una buena cantidad y cuando voy a Jujuy y Salta, reco-
rro las casas de artículos regionales y ahí vendo todo. Con esa plata,
voy a Villazón, compro coca y la traigo al valle. Les pago, me com-
pran hojas y todos contentos.
CHINCANQUI - 189
Capitulo XIV
EL CAZAGUANACOS
CHINCANQUI - 191
reconocibles. Tenían dos clases de pintura, una de color rojo intenso
opaco y otra de color blanco. Según le dijo Arsenio, originalmente
se encontraban diseminados por todas las superficies de la cueva,
pero ahora sólo persistían en las piedras del fondo y en la parte
superior, el techo podría decirse. En el centro, a unos cuatro metros
de altura, a manera de un símbolo principal, estaba pintada en rojo
una gran figura, de cuarenta centímetros por treinta de ancho. No se
podía saber qué representaba y parecía una especie de junco chino.
Los demás dibujos en rojo representaban animales de la fauna
de aquel entonces. Un zorro, algo que parecía un puma, otro seme-
jante a un macho cabrío, representaciones aisladas de vicuñas y gua-
nacos y luego dos pinturas en la parte inferior donde en una de ellas
se intentó representar una manada de vicuñas y en la otra algo muy
semejante al guanaco, pero con la particularidad de tener una espe-
cie de bolsa a lo largo del cuello. Estos últimos dibujos estaban rea-
lizados con mayor esmero e impresionaban por su belleza y simplis-
mo. Los animales galopaban al parecer uno detrás de otro, en una
hilera de doce animales, que evidentemente se prolongaba a lo largo
de la roca pero ahora estaba borrada.
La única guarda que se podía ver era una que rodeaba el cuer-
po de un puma, complicado simbolismo, mezcla de círculos y án-
gulos, mal hecha por cierto. Se veían también unos grupos de pun-
tos gruesos, dos líneas rectas cortas, divergentes y una guarda de
triángulos superpuestos a manera de mosaico. Todas las marcas en
rojo y unas cuantas en blanco. Una cruz tosca, figuras semejantes a
camisitas de bebé, y en el "techo" una elipse irregular y en el centro
una mancha blancuzca. Parecía que antes serpenteaba también una
víbora, pero ya estaba casi completamente borrada. Eso era todo.
El maestro no practicó un examen más minucioso que le
hubiera llevado tiempo. Copió las figuras más claras e interesantes
y abandonaron el lugar. Por un repecho del costado, salieron arriba
de la peña, bajaron por una pendiente pedregosa y llegaron a un
lugar donde abundaban las querosillas. Sacaron unas cuantas y ahí
nomás se pusieron a comer los tallos jugosos.
-¿Vos sabés algo de quiénes hicieron los dibujos? -le preguntó
Normentas mientras masticaban.
CHINCANQUI - 193
Le parecía que hubiera llegado ayer a Querosillayoc a pesar
del casi medio año transcurrido. Extrañaba la carne, el pan y las ver-
duras. Todos los días sopa de huesos, con fideo o sémola. Pero no
faltaban quehaceres. Atender el censo, llevar medicinas a la hija de
don Gregorio enferma con neumonía, hacer la correspondencia y,
por supuesto, dar clase. La rutina era todos los días despertar con el
parloteo de los alumnos. Normentas nunca supo cómo hacían Mar-
tín y Víctor para llegar antes de que él se levantara. ¿Salían de no-
che de su casa? ¿Dormían a lo de Gumersindo, el vecino más cer-
cano? Lo real era que allí estaban, presentes y bulliciosos en la
puerta del dormitorio, antes de la salida del sol.
El maestro se levantaba, tocaba la campana de llamada, prepa-
raba el desayuno y mientras tanto, comenzaba a llegar el resto de los
alumnos. No tenían guardapolvo; las chicas vestían al estilo vallisto,
con una pollerita de lana de oveja, negra o gris por lo general, una
blusa de lienzo y el rebozo colorido, que les abrigaba el torso. Los
muchachitos, pantalones de picote, una chaqueta de lona azul o de
bramante, con camisas de lienzo blanco. Algunos descalzos, otros
con ojotas, la mayoría con unos zapatos de confección casera.
Arsenio ya tenía abierta y barrida el aula. Ese era otro miste-
rio para el maestro ¿Cómo hacía para despertarse puntualmen-te, sin
despertador alguno? Y eso que se quedaba hasta tarde en la cocina,
a la luz del fuego. Leía de todo, libros, revistas, y continua-mente le
pedía libros prestados de la pequeña biblioteca escolar.
A las ocho y media el director efectuaba un toque de campa-
na, todos formaban delante del mástil y dos de los alumnos de sexto
grado procedían a caminar hasta el aula, sacar la bandera nacional y
luego la izaban en el mástil, mientras el resto cantaba: "Nuestro sol,
alto está”. Otro toque de campana y entraban al aula. Se acomoda-
ban en los bancos y el maestro pasaba lista, más por formalidad, ya
que muchos continuaban llegando a lo largo de la primera hora de
clases, especialmente las hermanitas Abalos, del Alisar, un cerro al
frente de Querosillayoc en cuya falda estaba su casa, como a diez
kilómetros entre subidas y bajadas, vueltas y revueltas.
Ya todos sentados y dispuestos a absorber el conocimiento
que debía impartirles el docente, éste se veía enfrentado al primer
CHINCANQUI - 195
a la pelota. Las mujercitas se reunían en grupos a hablar quién sabe
de qué cosas. Unas hilaban lana en sus ruecas, otras tejían laname-
dias con cuatro espinos grandes de cardón y algunas se adelantaban
a hacer los deberes.
A las dos entraban todos al turno de la tarde, hasta las cuatro,
en que salían de clase, arriaban la bandera y se dispersaban rumbo a
sus casas, por los caminos de los cerros. Normentas se quedaba con
Arsenio. Pero los fines de semana, hasta él retornaba a su casa y
entonces concluía totalmente solo. Como ahora.
CHINCANQUI - 197
-¿Y dónde es su casa? -le preguntó.
-En Molulo, atracito de aquellos cerros -y señaló el camino
que se veía como un hilo claro en medio del verdor.
-¿Cuántas horas serán? -se aseguró el maestro, que sabía con
quién trataba cuando hablaba de distancias.
-Y... una hora para bajar hasta el río, otra para subir y otra
después de trastornar el filo -le respondió, y se fue con su recua.
Pablo sacó cuentas. Eran las dos y media de la tarde; hasta
que se preparara y saliera serían las tres. Llegaría a eso de las seis,
de día todavía. Decidió entonces emprender viaje.
CHINCANQUI - 199
bueno para hacer ancua, eso que ustedes dicen pochoclo, porque es
bien reventón. Después está el morocho, más grande y de todo co-
lor; ese es el que está comiendo. El capia, de huiro grueso y hojas
anchas es bien harinoso. El maíz amarillo de ocho filas se usa pa' la
chicha y puede dar dos cosechas, si uno tiene un terreno resguarda-
do del viento y mucho riego. El chullpi, que se arruga cuando ma-
duro, y es el mejor para el tostado. ¡Uuh, hay muchos! El garrapati-
llo, de color gris con manchas blancas, el bola, que es más ligero
para madurar, y el más raro, el lanudo, tiene cada grano envuelto en
su propia chalita. Ese no se come, se guarda porque es illa.
-¿Qué es illa?
-Es toda cosa rara que nos da la Pachamama y que guardamos
porque es buena suerte.
-¿Cómo una oveja de dos cabezas?
-Esa también es illa -confirmó Lamas.
-¿Y la chicha?
-Eso le iba a contar. Hay una fermentada y otra que sirve
como refresco, esta última es agua de maíz cocido. La primera se
hace con harina de maíz amarillo o morocho. El capia no se usa, se
espesa bien rápido, queda mucho arrope y no le da color. Una de las
formas de hacer chicha, es la muqueada. Hay que mascar la harina
mezclando bien con la saliva, y se escupe en un virque, donde tiene
que fermentar. Pero es mucho trabajo y los muqueadores quedan
con la boca seca. Más fácil es la chicha que se hace con granos de
maíz brotados. Esparcidos sobre una arpillera en un lugar tibio, se
riegan con agua, y cuando aparece el brote, se los hace secar al sol.
Entonces, se muelen y esa harina se pone en el fondo del virque; se
agrega harina común de maíz y se echa agua hervida. Ahí se de-
muestra la fuerza.
-¿Cómo?
-Se amasa hasta que suene. Cuanto más apuñada, más dulce la
chicha. La masa amasada se pone en dos virques grandes y se le
agrega más agua hirviente, mezclando con cuchara de palo. Y se
deja que descanse. Entonces queda, abajo de todo, el anchi que se
da a los animales, arriba el anchi chirgua que sirve pa´ comer, enci-
ma el arrope de color blanco y arriba de todo la chuya. Se llama
CHINCANQUI - 201
acompañada por el maestro de Molulo, Germán Choquevilca, un
tilcareño que estuvo en Yala del Monte Carmelo. Se presentaron y,
mientras tomaban una jarra de chicha que les trajeron, le contó de la
vida allá.
-Mirá. Tenía un secretario y él me acompañaba en mis
correrías. La escuela estaba en una hondonada, así que el camino
pasaba por arriba y casi nadie llegaba. Había chicos que venían de
ocho kilómetros.
-Pensar que yo tengo a las chicas del Alisar, que vienen de
cuatro kilómetros y me parecía lejos –observó Normentas.
-¿Y cuando voy a la Quiaca? Me agarra la tristeza de ver todo
así. Cuando bajo para Jujuy, desde Humahuaca me pongo contento.
-Me imagino entonces cuando llegás a Tilcara.
-¡Uh! ¡No te podés imaginar! No hay caso, como el pago no
hay igual. Pero te estaba contando de Yala. Cuando empezaban a
salir las vacas para el verano, desfilaban los animales por ese ca-
mino. Uno se podía poner a contar el día entero. El más vacudo era
don Zenón. Se comentaba que tenía entre cuatrocientas y quinientas
cabezas, era por lo tanto millonario. A pesar de eso, andaba con
unos botines de ferroviario, pantalones de picote y un saco de cuero
hecho tiras por las espinas del monte. No desperdiciaba nada, ni aún
las vacas que se despeñaban. Aunque estuvieran de varios días, ya
hinchadas y con las moscas zumbando a su alrededor, igual les
aprovechaba la carne, haciéndola charqui. El chico que mandaba a
la escuela tenía de ese charqui para su comida, ya que él se quedaba
toda la semana. Mi secretario, desde que supo eso, no quería saber
nada cuando el otro, después de jugar a la pelota, chancaba un poco
de charqui y lo asaba al fuego.
-¡También, con semejante antecedente!- opinó su colega.
-En cuanto al inspector local, era un viejo bastante churo. Él
me traía papas para el comedor, y luego de descargar, se arrimaba al
aula y entraba.
-Buenos días, niños -les decía-. ¿Qué han aprendido hoy? A
ver pase Basilio a leer. ¿Comen todos los días en el comedor? ¿To-
man el mate cocido? -Recién después de esto se iba, contento por la
labor cumplida.
CHINCANQUI - 203
-¿Qué comidas se pueden hacer con maíz? –inquirió Choque-
vilca.
-¡Uuh, maestro! Usted más bien diga qué no se puede hacer.
Del maíz fresco, en primer lugar, se comen los choclos, hervidos o
asados al horno, sin chala o sobre las brasas, con chala y todo. La
humita, con choclo molido o rallado, puede ser salada o dulce. Se
consume el choclo o maíz tierno para los chicos, el mote de maíz
hervido y el tostado como avío para los viajes. Especialmente el
mote ya desgranado hace las veces del pan y es componente de los
picantes. La variedad de maíz chullpi al tostarse en grasa da la pas-
ancalla. Con el choclo molido y con sal, ají y queso se prepara la
huminta cocida al horno o entre piedras calientes. El tamal tiene
pasta de maíz, con charqui cocido al vapor. Con pasta de maíz sala-
da o dulce se hacen pasteles cocidos al horno. Con la harina se ha-
cen mazamorras, apis salados y dulces. La lagua lleva chalona. Se la
prepara hervida, asada, en olla o al horno. También se cocina pastel
de choclo, guaschalocro y calapurca. Cuando se usa ya seco, los
granos de maíz morocho o pisincho se tuestan y después se muelen.
Esa es la harina cocida, que sirve para hacer ulpada, chilcán y
miskiapi con leche. Con harina de maíz capia se hacen masitas tipo
alfajores. Mote, que cuando los granos se pelan con ceniza se llama
mote pela. Tamales, pastel de capia y estas tijtinchas que ha comi-
do.
-Me ha mareado con tantas comidas. ¿Y el locro? -preguntó
Normentas.
-Ah, ese se hace del maíz abajeño; con ese también se prepara
api y aloja. Del maíz amarillo de ocho se muele harina cruda que
sirve para hacer calapi, sanco, tulpo, piri, que también hacemos
ahora pa'l primero de agosto, anchi de sémola y bollos.
-¿Pero el bollo no es de harina de trigo?
-Ese es el más conocido, pero antes, cuando no había trigo se
hacía con harina de maíz, que se cocinaba en ceniza.
El sol pasó para el otro lado. Normentas se disculpó por tener
que volver, se despidió de los dueños de casa y volvió a su escuela.
CHINCANQUI - 205
el filo de la cumbre estaban muy cansados ya. Si los divisaran por lo
menos, hubiera sido otra cosa, pero eso de perseguir fantasmas...
Por eso, cuando Máximo dijo que iría a dar un vistazo al otro
lado, a Normentas se le ocurrió mirar a los guanacos. Era mediodía
y empezó a bajar. Al pasar por la Encrucijada vio que don Emilio
estaba aparejando su caballo para salir y lo saludó.
CHINCANQUI - 207
pies, calzados con las habituales ojotas de planta de goma, uno enci-
ma de otro, quizás mecánicamente, en una acción de protegerlos del
frío rajatalones.
Tras advertirle que su madre, doña Juana Pérez, vendría qui-
zás en seguida y de que se hubo despedido una puestera vecina que
los miró con cierta maliciosa sonrisa, le invitó a pasar a la cocina.
Ya en confianza, entró a tratarla y tutearla con cierta familiaridad.
Cayó la noche; la cocina con el calor y resplandor de su fuego don-
de crepitaban y humeaban llaretas, parecía ser el único lugar del
mundo a salvo de la oscuridad y del frío.
Mientras hervían las barrollas asentadas directamente en el
suelo, con las brasas ardientes a los costados, charlaron un poco. A
pesar de que su interlocutora no sabía más temas que el tiempo, cui-
dado de los animales y trabajos de la siembra, él procuró llevar la
conversación hacia temas más agradables como ser las vallefiestas,
bebidas y comidas que se preparaban y habilidades de ella, animán-
dola a tal punto que salió de su mutismo y comenzó a confidenciar-
se un poco. Le mostró el pulóver que había tejido, le obsequió con
café y un pedazo de bollo rascabuche y cuando él a su vez le hubo
dado las pocas galletitas que le quedaban, empezó a contarle algo de
su vida, mientras afuera se oían de vez en cuando los ladridos o el
balar duermevela de alguna oveja. Su voz, con esa típica entonación
propia de los pastores que sólo tienen ocasión de hablar con sus pe-
rros o sus ovejas, resonaba en la quietud de la noche andina, inte-
rrumpiéndose sólo para destapar la laja que servía de tapa a las
ollas, probar su contenido y agregarle agua o algunos ingredientes
según cuadrase.
Eran tres hermanas, por orden de edades: Agustina, Marciana
y ella. Su madre quedó viuda y se encontró de pronto que debía
afrontar la agotadora vida campesina. Así se estableció una especie
de matriarcado en la familia Mamaní. Ya mozas sus hijas, con ellas
salían a ejecutar las tareas, añadiéndoles las faenas masculinas. Mo-
dernas amazonas, lazo en mano, el monte las veía galopar tras los
terneros, vacas y toros, campeándolos con una habilidad que les en-
vidiaría más de un hombre.
CHINCANQUI - 209
-Si no viene alguien a cuidarlas, las ovejitas se acabarían mu-
riendo y nosotras que no tenemos empleo ¿qué haríamos sin nuestra
haciendita? –razonó la pastora.
En esto hizo algo que llamó la atención de Normentas. Puso
en una laja un poco de azúcar y la arrimó al fuego; la dulce sustan-
cia por la acción de la llama, se transformó en almíbar y luego en
carbón. Cuidadosamente la raspó de la piedra y se la puso en la
boca.
-¿Para qué es eso? -le preguntó el maestro.
-Es bueno para la garganta -respondió.
-¿Te duele acaso?
-Sí.
-Será del frío.
-No, es que me parece que me ha agarrao la ciénaga. El otro
día, el corderito más bonito, blanquito como escarcha se ha hundiu
en la ciénaga. Me ha dau lástima y fui a sacarlo y cuando estaba
saliendo he pisau sobre un pasto que se ha hundiu y ahí me he asus-
tao fiero. Otra vez también, por sacar a un chivito que se había suje-
tao la pata entre las piedras de un ronque en donde pasaba agua por
abajo, me he resbalao. Desde entonces me ha agarrao esa parte y
siempre me duele la garganta y me da tos.
-¿Y qué hacés todo el día en el cerro?
-Me la paso hilando y cuando hace mucho frío me pongo a te-
jer bajo el rebozo.
-¿No vas para el pueblo? ¿No conocés la Quebrada?
-No, apenitas Tilcara y Maimara, pero de pasadita, cuando va-
mos a comprar proveeduría, después a veces hacemos chicha en la
casa, pero pocos vienen por la lluvia.
Destapó en eso la olla, probó el contenido, sacó de entre la pa-
red de piedras un plato y una cuchara, ambos de madera, echó allí la
sopa y se la alcanzó. Con el hambre, devoró en un dos por tres el
contenido, luego un poco de mote que acompañó con los boquero-
nes de una lata que había llevado, pero que a ella no le gustaron.
Paula se sirvió en el mismo plato, sin lavarlo, su correspondiente
porción de sopa y comió silenciosamente. Terminada la cena, ella
guardó sus enseres de cocina lavándolos, trajo dos cueros y una fra-
CHINCANQUI - 211
cía más alta. Una neblina tenue que salía del monte y del valle, en el
bajo, esfumaba los cerros.
Entró de nuevo a la cocina. Con los golpes de una piedra filo-
sa, como lo había visto hacer, partió los trozos de llareta. Despejó
de cenizas las brasas de la noche anterior y los arrimó a ellas, bas-
tando unos cuantos soplidos para que se alzara la llama. A todo
esto, la pastora no daba señales de vida y recién cuando por segunda
vez golpeó la llareta, sintió algunos movimientos en el interior de la
choza. Haciendo a un lado la puerta apareció una renegrida y des-
greñada cabeza que miró a uno y otro lado y se volvió a meter. A
poco, completamente vestida, salió con dos chivitos bajo el brazo
que echó para el corral. Acto seguido entró a la cocina, lo saludó y
se puso a preparar café. Ahora, ya con la mayor seriedad del mun-
do, charlaron acerca de los guanacos; ella le informó que a la ma-
drugada están en el bajo, y suben el cerro recién bien avanzada la
mañana, cuando las majadas salen al pastoreo, pues los perros de
éstas las corretean. Además le dijo que sólo cada dos o tres días ba-
jan a la aguada, cerca del camino y esas tropas de veinte o más tie-
nen los animales más gordos, aquellos animales que andan de dos o
tres generalmente están flacos.
Luego que tomó el café, cargó el rifle, puso en el bolsillo los
dos cargadores y preparó su bolsa. Entonces se despidió de la pas-
torcita agradeciéndole su hospitalidad, y prometiéndole la carne de
los guanacos que cazara. Bajó por las pircas, cruzó el corral, pasó el
torrente y se puso en camino. El sol ya estaba elevado en el horizon-
te y allá en su puesto se quedó María. Pensó que era ejemplo de la
fortaleza física y moral de los habitantes de estos inhóspitos lugares,
que imponen su superioridad al duro medio y lo conquistan arran-
cándole sus secretos y dándole vida tal como lo hacen desde cientos
de años atrás.
Un leve frío corría por encima de las ciénagas que dan su
nombre a Campo Laguna, paradero de vicuñas y guanacos. Rifle al
hombro, bien abrigado con pasamontaña, piloto y guantes, empezó
la ascensión rebosante de vigor y optimismo. Al comenzar a subir
por la cerroladera que bordeaba las ciénagas, en medio de las pie-
dras se escuchaba una corriente subterránea que bajaba de lo alto.
CHINCANQUI - 213
do, a menos de una cuadra de distancia. Aquí la vista le jugó una
mala pasada. En su inmovilidad, confundió con piedras a los tres
animales, bien vivos como lo demostraron al salir a los saltos cuan-
do le vieron bajar ruidosamente. Descendieron a lo que daban sus
miembros, con relinchos que dieron la alarma; de pronto vio salir
prácticamente de bajo sus pies, el rebaño más numeroso que hubiera
visto de guanacos. El también, poseído de cólera y enojo por lo que
había perdido, bajó a grandes saltos la ladera blandiendo el rifle con
la esperanza de acercarse lo suficiente para hacerles un tiro.
¡Una ilusión! La tropa se dividió en tres columnas, como pudo
apreciar perfectamente desde la altura; una se dirigió ciénaga abajo
a su izquierda, otra compuesta de la mayor parte, ciénaga arriba por
el lado del abra y la tercera se fue rectamente al medio de las ciéna-
gas del frente, donde quedaron a la expectativa. Dedicó su atención
a la segunda columna. Enfiló sin parar un momento hacia el abra
pasando junto a un montón de guanacos que estaban inmóviles.
Mientras tanto, él descendió y al ver la tropa enfiló hacia ella. Al
ver que se acercaba comenzaron a inquietarse y lentamente se fue-
ron retirando a un costado, retirada que se convirtió en franca huída
cuando, ya abajo, se les acercó. Al ver que corrían en dirección a
una pequeña altura tuvo una súbita inspiración y también comenzó a
correr hacia allí, hasta que desaparecieron y los perdió de vista, por
estar la lomita en medio. Su plan era asomarse de golpe por el filo
de la lomita. Subió corriendo al montículo; cuando apareció arriba
los tuvo ahí y creyó realizado el sueño de un cazador. Otra vez in-
tervino la mala suerte; casi sin apuntar, llevado por el entusiasmo,
disparó un tiro que le pareció haber pegado a alguno del rebaño;
pero el siguiente no salió.
Enfurecido, corrió el seguro hacia atrás pero no saltó nada.
Miró en su interior; la vaina estaba atascada y trababa la salida de la
otra bala. Maldijo en todos los términos, buscó algo con punta para
destrancar la chala pero no halló nada. Tuvo que bajar de sus hom-
bros la bolsa, sacar el cuchillo y recién pudo tener otra vez el rifle
listo para disparar. Para entonces los guanacos se habían recobrado
del susto y corrían allá lejos, rumbo a la ladera del cerro que no tar-
daron en subir.
CHINCANQUI - 215
o tres pasos, se detuvo, dio un paso al costado y desapareció entre
los peñascales de donde había salido.
Pensó en individualizarlo, corrió hacia allí, no fuera que lo de-
nunciara. Pero llegó allá y, ni un ser viviente. Tan sólo unas gigan-
tescas rocas que dejaban entre ellas espacios oscuros y profundos,
casi como cuevas. De golpe le entró miedo y se mandó a mudar lo
más rápido que pudo.
Muerto de susto, cansado y con el estómago vacío emprendió
el regreso. Sin dejar de caminar, abrió una lata de sardinas, último
comestible que le quedaba en la bolsa y con un dedo la comió inte-
gra. Pasó por un puesto abandonado. Más adelante vio un rebaño de
ovejas que creyó fueran de María y luego otro puesto que también
supuso deshabitado, pero al acercarse más vio ropa en sus paredes y
alguien en su interior que se movía ¡Cuál no sería su sorpresa cuan-
do vio salir a Arsenio, su alumno! Por un momento pensó que don
Ceferino estaba ahí también, pero recordó que el día anterior lo vie-
ron pasar para el valle. Cuando hablaron se aclaró el misterio. Efec-
tivamente, su padrastro siguió viaje, pero él se quedó en este puesto
de una tía, mientras ella iba a otro de ahí cerca. Le contó las expe-
riencias de ese día. Él lo escuchó atentamente y cuando terminó
murmuró asustado.
-¡Se le ha presentao el Coquena! -El maestro conocía la leyen-
da del dios de las vicuñas y atinó a preguntar.
-¿El hombre grandote, no es cierto? -El niño, sin mirarlo y po-
niendo toda su atención en la rueca con que hilaba, agregó-. Era la
vicuñita y el hombre de negro.
Sintiendo un escalofrío, miró las cumbres, que le parecieron
amenazantes como nunca, se despidió y empezó a bajar hacia Que-
rosillayoc.
BORRAMEMORIAS
Cuando vio por primera vez a Copatiti, le impresionaron sus
ojos. Miraban de frente sin parpadear, y hacían sentir incómodo.
Sus ademanes y su porte, tampoco eran los de la gente que el
maestro trataba todos los días. Caminaba con paso fácil y seguro.
No era muy alto, una estatura regular, cara muy quemada por el sol
y una ropa rara, de barracán marrón, casi negro pero no del estilo
vallisto. El sombrero tampoco tenía los adornos de plata del valle.
Sobre un hombro traía colgada una alforja negra bordada.
-Buenos días, director -le saludó.
-Buenos días -contestó el otro.
-Venía a saber de un escuelino -Su acento era muy raro; a
ratos recalcaba las eses y por momentos tenía un dejo porteño.
-¡Cómo no! ¿Cuál será? -preguntó el docente.
-Se llama Arsenio Zerpa -dijo el desconocido.
-¡Ah! ¡Sutiyqui, sí! -se rió-. ¿Usted es algo de él?
-Yo soy el padre -afirmó, serio.
-¿Entonces, usted es...? -se asombró el maestro.
-Tal cual. Lo tuve hace varios años, cuando vine aquí. Su
madre era puestera, y cuando se casó me lo llevé. Después, lo traje
de vuelta, para que entrara a la escuela.
-Dice que usted le enseñó a leer.
-Sí, tendría tres años y medio. ¿Por qué le dicen Sutiyqui?
-Por lo que pude saber, cuando vino de regreso, hablaba
mezclado con quechua, debido a eso sus compañeros bromeaban y
le pusieron ese apodo.
CHINCANQUI - 217
-Es curioso, quiere decir tu nombre -reflexionó el desconoci-do-.
Y hasta premonitorio.
-¿Cómo? -reaccionó el maestro.
-Sí, todo va encajando ¿Usted sabe que me dicen Chincanqui?
-Chincanqui... Parece que dijera te perderás -masculló el maestro.
-Exactamente ¿Usted habla quechua?
-No... No -retrocedió.
-Sin embargo usted tiene aspecto de puneño -atacó Chincanqui.
-Bueno... sí. Entiendo un poco, pero no hablo -Su visitante lo miró
compasivamente.
-Claro. Apuesto que sus padres hablaban quechua pero nunca qui-
sieron que aprendiera.
-¿Cómo lo sabe?
-Yo sé muchas cosas, y las que no, las intuyo o deduzco. Es fácil.
Lo que no conozco es cómo anda mi chango en la escuela.
-¡Ah sí! Mire. Arsenio marcha perfectamente. Demasiado quizás.
-¿Qué quiere decir?
-Me da la impresión de saber demasiado y que por ahí, hasta disi-
mula lo que conoce; lee de todo, pero no quiere hablar mucho. Igual
en las clases. Cuando da las lecciones, dice lo justo, ni una palabra
demás. ¿Qué le puedo decir? Es bueno en geografía, en historia, un
poco menos en matemáticas y lo que hay en el manual acerca de fí-
sica, química y biología, ya lo aprendió. En cuanto a música, saca a
oído cualquier melodía en su zampoña. También se defiende dibu-
jando.
-Me dijeron que vive con usted.
-Sí, don Ceferino me lo mandó como ayudante, pero hoy domin-
go se va a ayudar en su casa. Mañana a primera hora va a estar aquí.
-Entonces recién mañana lo voy a ver. Sabe, no quiero ir a su
casa para evitar problemas. Don Ceferino es medio susceptible.
-¿Tiene donde quedarse?
-No, pero conozco gente.
-Puede dormir aquí. Armaremos su cama en la cocina, donde
duerme Arsenio -le ofreció cediendo a un impulso. Chincanqui va-
ciló.
-No quisiera molestar...
Pablo estaba curioso ¿Qué clase de hombre era ese, capaz de en-
señar a leer a un chico tan pequeño? Presentía que ese encuentro se-
ría importante para él, así que esa noche, mientras preparaba su co-
mida al calor del fuego, trató de entablar conversación. Pero él se
anticipó.
-¿Cuánto tiempo ya lleva enseñando?
-Recién es el primer año- confesó, con un poco de vergüenza.
-¿Y les enseña a sus alumnos a sacar provecho de su tierra? -pre-
guntó.
-¿Qué? Eso no está en el programa -repuso.
-Sin embargo, es lo primero que tendría que enseñarles. Además,
inclinarlos al amor de la Pachamama.
-No me dijeron eso mis profesores en la escuela Normal -se de-
fendió.
-Por eso se lo hago notar ahora. En un maestro que viene de
afuera, sería comprensible, pero usted es nativo de aquí.
El maestro revisó la olla en la que cocía la sopa, tomó dos pla-
tos y comenzó a servir.
-Siga, siga, que le escucho.
-¿Qué busca la educación en estos lugares? -le preguntó con
voz pausada su visitante.
Normentas le dijo lo de siempre, inculcado desde la escuela
Normal:
-Formar un buen argentino, que sea una esperanza para la pa-
tria –recitó mientras se sentaba con su plato.
-Ese sería el ideal, como vi escrito en la puerta de alguna es-
cuela. Dios, Patria, Hogar, ¿no es cierto? -opinó Narciso y comenzó
a comer.
-Y sí, más o menos sería así -contestó, pensativo.
-Claro, los ideales de la educación condensados en tres pala-
bras. De Dios no digamos nada por el momento, ni del hogar tam-
poco. ¿Pero la Patria? ¿Patria es solamente venerar sus símbolos?
CHINCANQUI - 219
-Agarró con dos dedos una presa de cordero y comenzó a desgarrar-
la con los dientes.
-Es que no es tan así don Chincanqui. Símbolo es la
representación visible de lo abstracto. Como la imagen de una
persona querida, mi padre, que falleció, pero puedo venerarlo en
foto -trató de explicarle.
-Claro, eso lo entiendo, maestro, pero que los argentinos
crezcan respetando más a Europa, creyendo que lo mejor está allá, y
la civilización viene de ahí, eso no es muy patriótico que digamos;
menos que me eduquen para creer que sólo en la ciudad puedo vivir
dignamente. Entonces si mi patria es la misma aquí y en Buenos
Aires, me voy a vivir allá, o si tengo la suerte de ser descendiente de
europeos, ya que la ley lo permite, saco un pasaporte europeo y
emigro, como hacen muchos argentinos. Y algunos los envidian...
-¿Y está mal eso? -atinó a contestarle.
-Es más o menos como si yo todos los días, me pusiera a be-
sar la foto de mis padres, le pusiera flores, pero agarrara, y en vez
de agrandarla vendiera la casa que me dejaron; en vez de cultivar la
tierra que heredé de ellos, la dejara botada y me fuera a vivir a otro
lado.
-Es que si no hay fuentes de trabajo...
-¡Claro! ¡Qué va a haber, si la gente joven, capaz, se va!
¿Quién va a hacer progresar y florecer la tierra? Pero yo deseaba
hacerle comprender algo; lo que se enseña actualmente no ayuda a
venerar, respetar y engrandecer la patria o el hogar. La educación
actual busca formar un ciudadano temeroso de las leyes, que pague
los impuestos, y sea un buen consumidor. El respeto a la naturaleza,
actuar en comunidad, vivir de lo que plante y críe, hacer progresar
el lugar en que vive, crear cosas con sus manos y mejorarse intelec-
tualmente para ser útil a sus semejantes, no sólo a sí mismo, eso no
lo enseña.
Terminó de comer y se acuclilló a lavar su plato en un balde.
Lo mismo hizo con su cuchara y se volvió a sentar, con aire satisfe-
cho.
-El maestro miró a Chincanqui sin poder creer lo que oía.
CHINCANQUI - 221
-¡Eh, don Chincanqui! ¡Usted me quema mis libros, me rompe
todos los esquemas!
-No hay más remedio, porque si no, va a seguir educando a mi
hijo de la forma que yo no quiero. ¿Ahora me entiende?
CHINCANQUI - 223
-¡Entonces cuando, creyendo hacerles un bien, les enseño a
los chicos a endulzar su desayuno y les obligo a tomar leche, les
estoy haciendo mal! -exclamó. Chincanqui lo miró, mientras se
levantaba a lavar su plato.
-Ahora se dará cuenta por qué estoy aquí, aparte de visitar a
mi hijo por supuesto -Miró con cariño a Arsenio, que en ese
momento terminaba de rebañar su plato-. Como usted tiene un papel
de importancia en la vida futura de estos chicos, quiero aclararle
algo más.
-Lo escucho -fue todo lo que pudo decir el maestro.
-Me queda aclararle algo acerca de nosotros: los indígenas,
indios, nativos, aborígenes, autóctonos, originarios o como sea que
nos llamen, y de la discriminación que hacen con nosotros. ¿No le
aburro?
-No, es interesante, además me aclara muchas cosas -y se
colocó al lado del fuego.
-No sé si sabía que aún existen indígenas –preguntó el
curandero.
-Bueno, creo que hay algunos en lugares muy alejados.
-Está en un error. Todos nosotros lo somos.
-¿Yo? -se sorprendió el maestro.
-Sí. Usted también -le respondió y prosiguió-. Estamos los
que somos indios y orgullosos de serlo. Otros han olvidado que lo
son, o les han convencido de que ya no son indígenas. Pero todos
vivimos aún en nuestras tierras. En cambio, están los que han
emigrado, y ya no están en contacto con la Pachamama. Son indios
o descendientes de indios, o lo que llaman mestizos, pero ya no
viven entre nosotros. Hay tres clases de desarraigados: los
renegados, que voluntariamente han cortado todos los lazos que los
unía a la Madre Tierra. Por otro lado los trasplantados, que se han
mimetizado en un medio extraño y tratan de disimular, porque
saben que si se manifiestan como son, los discriminarán. Continúan
viviendo en parte como lo hacen sus hermanos en su tierra, han
olvidado algunas ceremonias, ya no hablan su lengua nativa más
que entre marido y mujer o abuelos. Sus hijos los desprecian y hasta
CHINCANQUI - 225
-Pero así es- suspiró el que le hablaba -Ahora hay indios de
aspecto y de sangre, que son más explotadores de sus hermanos que
los propios blancos. Ellos ya no son indios. No quieren serlo, y lo
demuestran. Por otro lado, hay gringos que quieren, y logran, ser un
indígena más. ¿Por qué tenemos que discriminarlos? Y recuerde; el
ser humano a veces tiene que elegir; yo también lo hice, y opté por
ser indio, lo obvio, aunque me costó mucho. Le puedo asegurar que
desde entonces soy más feliz, y más útil para mis hermanos. Bueno,
creo que Arsenio ya se ha dormido. Usted también tiene que
descansar. Tiene mi hijo, que significa mucho, entre sus manos.
Aunque ya le he enseñado a cuidarse, le falta todavía. Pero, sobre
todo, maestro, no tiene que seguir borrando en la memoria misma
de nuestro pueblo.
Tenía que ir, sin falta, a curar a la hija del arriero Santos
Ábalos, así que ese viernes al aclarar salió de la escuela. Decidió
bajar por el camino de la playa. Cuando llegó al río, el nublado
comenzó a descargar gotitas que mojaban, si bien no alcanzaban a
ser llovizna. Llegó a Alisar, residencia de don Santos, a media
mañana.
-¡Menos mal que ha llegado! -se alegró-. ¡Mi hija desde ayer
que está pujando y no puede parir!
Chincanqui entró y miró a la parturienta. Era joven, pero
estaba agotada por el esfuerzo. Su madre, sentada al lado del
tientocatre, los miró con impotencia. Por encima de la ropa, palpó el
vientre hinchado.
-Traiga algo para hacerle la poncheadura. Está mal colocado
el chico -ordenó. Santos salió y volvió con un poncho de lana color
borravino.
-¿Esto estará bien? -se esperanzó.
-¡La vamos a ponchear entre los dos! -exclamó Copatiti y
tendió la prenda en el piso de tierra–. Usted de los hombros y yo de
los pies, la pongamos encima.
Con mucho cuidado, sacaron a la mujer de la cama y la
hicieron echar boca arriba encima de la prenda.
CHINCANQUI - 227
disfrutando del verde, el canto de los pajaritos, y a eso de las doce
llegó a la casa de don Marcos Lamas.
-¡Don Chincanqui! ¿De vuelta por aquí? -lo saludó. Lamas
estaba agradecido de una vez que lo curó de una úlcera rebelde.
-Sí. Aquí me voy a encontrar con don Santos- explicó.
-No lo veía desde esa vez que vino a buscar a su guagua.
-Así es, ando levantando mis rastros -aclaró Copatiti.
La esposa de don Marcos le dio comida y salió luego para la
escuela, aproximándose lo más despacio que pudo, porque sabía
que el maestro estaba dando clase los sábados. Con todo, llegó a sus
inmediaciones demasiado temprano, así que puso el poncho
doblado en el suelo, como cabecera la alforja y echó un sueñito.
Durmió hasta que le despertó la campanita anunciando la
terminación del día escolar y los chicos comenzaron a salir. Tuvo
que dar la mano uno por uno a los que encontró en el camino y les
preguntó qué era un pozo ahí al costado del camino de la escuela,
bien pircadito circularmente y semicubierto con piedras; le dijeron
que de allí extrajeron un tapado.
Don Santos lo esperaba bajo el sauce. Después de saludarse
comenzaron a caminar. Bajaron a la playa y cruzaron, con paso
apresurado. ¿Siempre caminaba así o lo hacía para probar a su
compañero?
De esa forma, comenzó a llevarlo por una angosta senda es-
condida entre las plantas del cerro. Subían y subían por una pen-
diente interminable y casi vertical, él adelante y Narciso pegado a
sus talones. Al llegar a la primera cresta estaba ya exhausto, pero
sacó fuerzas de flaqueza y no descansó para no dar su brazo a tor-
cer. Siguieron por unos sinuosos senderos, ya en la cima de la peña.
Más allá del cansancio, sus piernas se movían automáticamente, es-
cuchándose sólo su fatigoso jadear. El ronco sonido de la corneta se
escuchó en medio de los árboles. Allá arriba vislumbró unas formas
oscuras y cuadradas, y supo que estaba en la casa. El cornetero, solo
en el patio, bajaba y subía su largo instrumento de caña. Pasaron a
su lado y se metieron en la habitación más próxima. Allí estaban los
dueños de casa. Se saludaron y ellos les alcanzaron un jarro de chi-
cha y otro de yerbeado.
CHINCANQUI - 229
paja, pero colocado de tal forma que sólo se veían los tallos y hojas
de la planta, así que la casa parecía tener una cabellera rubia.
Tenía la forma de una “ele” mayúscula; en el brazo más largo
estaba el dormitorio y comedor, con las tientocamas en la mitad y
una mesa, con asientos hechos de tablones contra las paredes, todo
de madera canteada a mano con azuela. Luego venía el depósito
donde se guardaba el maíz, los aperos de labranza, las herramientas,
los lazos, la proveeduría y todo lo necesario para la vida en esas so-
ledades.
En el brazo corto se encontraba la cocina, muy importante
para la vida de la familia. Contra la pared se había construido el fo-
gón, sobre una plataforma de adobe. Tenía forma de U y estaba cru-
zado por gruesos hierros, sobre los cuales iban las barroollas, de di-
ferentes formas y tamaños. Atrás de la casa, con paredes hechas de
piedras apiladas, se alzaba un corral, con un pequeño excusado, y a
un costado, separado del cuerpo principal de la casa, el oratorio.
Cuando volvió al patio, don Alejo lo esperaba.
-Don Chincanqui, usted va a hacer rezar -afirmó.
¿Qué podía hacer sino decir que sí, a pesar de que nunca había
hecho algo parecido? Armó coraje y se introdujo en el oratorio. Ya
estaba lleno de gente parada que esperaba la llegada del rezador. En
esos momentos un anciano de barba blanca cantequeaba. Con voz
lastimera, modulaba una mezcla de canto y recitado que llegaba
muy adentro:
CHINCANQUI - 231
brazos de las parejas que avanzaban. La luz vacilante del mechero
de kerosene, los bailarines húmedos de sudor, el roncar constante de
las cornetas haciendo retumbar los cerros y el perfil oscuro de las
peñas recortándose contra la noche estrellada, la mezcla de ritos an-
tiguos y ofrenda cristiana, formaban un impresionante ballet salvaje.
Después de las nueve pasadas, cada una marcada por un toque
más corto de corneta, todos se dirigieron al oratorio para dejar aden-
tro la mitad ovina que celebraron.
Esa misma noche, después de la celebración, fueron al lado
del fuego a calentarse y justo en ese momento, comenzó a cubrir
todo una nube, que en pocos instantes descargó una fina llovizna.
Ante esto, y a pesar de que la conversación se hacía interesante, el
curandero se fue a la cama. Durmió más o menos bien, despertándo-
se cuatro o cinco veces por el frío, pero después de taparse con su
poncho y correr a su lugar los cueros que hacían las veces de col-
chón, volvió a dormirse.
Al otro día amaneció nublado y frío y sólo la persistente lla-
mada de uno de los changos:
-¡Don Chincanqui, vaya a hacerse santiguar! -lo decidió a le-
vantarse.
El día estaba verdaderamente hielacuerpos, así que se apresu-
ró a ingresar en la tibia y acogedora intimidad del oratorio. La cere-
monia que estaban realizando en ese momento no podía ser más
sencilla. Hacían arrodillar al candidato delante del altar, el oficiante
le colocaba primero un paño sobre la cabeza, le entregaba el crucifi-
jo envuelto con un rosario y acto seguido le ponía el cajón del santi-
to en la cabeza, mientras recitaba un Credo arreglado para que pare-
ciese más ceremonioso, con votos y deseos. Al “Amén” levantaba el
retablito y con él hacía sobre la cabeza del bienaventurado la señal
de la cruz, retirándose luego.
Al sujeto, viendo que la ceremonia había terminado y que ya
estaba santiguado, no le quedaba más remedio que levantarse, depo-
sitar el crucifijo en el altar y junto con él la limosna en el cajón del
santito. Con el curandero repitieron la ceremonia. Sacó cuidadosa-
mente dos pesos de su bolsillo, los desarrugó y depositó lo más de-
votamente que pudo.
CHINCANQUI - 233
frenética tarea de partir los medios corderos en cuartos, sacudiéndo-
los vigorosamente. Las ocho parejas repitieron esta operación hasta
cortarlos, la mayoría en dos veces, algunas en tres, otras ni aún des-
pués de incontables sacudidas. En ese caso, acudían al recurso final
de marcar con un cuchillo el cuero para lograr su objetivo.
-Usted ya tiene su cuarto, porque ha hecho rezar anoche -le
dijo Don Alejo, acercándosele.
-Gracias. En la puna sí, pero no sabía que aquí en el valle
cuarteaban -observó Narciso.
-Siempre lo hemos hecho, mi abuelo decía que es en memoria
de un antiguo que murió así.
-¿Cómo? -se asombró Chincanqui.
-Él contaba lo que le contó su abuelo, de un gran hombre al
que mataron descuartizándolo los españoles, por sublevar a los in-
dios.
Claro. Descuartizar, hacer cuartos… El yatiri quedó anonada-
do. ¿Cómo podían saber en este rincón tan apartado la historia de
Tupac Amaru?
Los devotos, seguían haciendo sus pasadas y sacudiendo hasta
dividir sus respectivos cuartos. Terminado el despedazamiento, des-
cansaron un rato a la luz del sol, con chicha y yerbeao que circula-
ban en todas direcciones.
CHINCANQUI - 235
Comió, durmió y tomó, sólo por el precio insignificante de dos pe-
sos y una caminata, que a la mañana tendría que repetir. En efecto,
habían convenido con Santos Ábalos que a la madrugada emprende-
rían viaje en cuanto saliera el lucero.
Mientras tanto, la fiesta entraba en su última fase. La tarde
continuaba envuelta en nubes y los devotos se refugiaron en la pieza
que servía de lugar de reunión y dormitorio a cantar sus sentidas co-
plas. Las mujeres en su mayoría estaban en la cocina preparando la
cena. Los dos corneteros competían soplando sus cañas como despi-
diéndose hasta el próximo año.
A medida que la oscuridad avanzaba, el frío aumentaba de
forma tal que unos se refugiaban en el calor de la cocina con las
mujeres, otros ingerían abundantes tragos de chicha en el interior de
la casa arropados con ponchos y frazadas, sobre cueros de oveja o
pellones tendidos sobre el suelo en busca de calor y por último los
restantes, entre los que se encontraba el curandero, bailaban a los
saltos chulla patita al son de la corneta. En esto llegó, ya de noche,
don Jacinto, un hombre de Mudana. Le contó que de Loma Larga
queda ya a poca distancia Yala del Monte Carmelo, Alonso, Muda-
na y Capla, yendo por Quebrada Amarilla. Cuando conversaba con
el recién llegado trajeron la comida, la ya característica sopa de fi-
deos con carne de cordero y el infaltable plato colmado de mote.
Terminó de comer y le dio sueño. Don Alejo le había ganado la
cama, así que Chincanqui fue y sin decir esta boca es mía se acostó
en la cama de Cipriano. Debajo de las frazadas aún escuchaba los
cantos de la rueda de al lado, coplas y más coplas entonadas al uní-
sono por agudas voces femeninas y masculinas. Le llamó especial-
mente la atención una copla muy actual:
CHINCANQUI - 237
cocidas y ocas, saludó a la parturienta que ya estaba sana por
completo y recibió de regalo maíz.
Luego, otra vez solo, bajó y bajó hasta el río frente al molino,
incendió unas pajas para calentarse y llegó a la escuela. Su primera
preocupación fue defenderse del frío, así que se dirigió directamente
a la cocina. Allí el maestro bebía chocolate con pan al lado del
fuego.
-¡Volvió, don Chincanqui! -lo saludó-. ¡Hizo honor a su
nombre! ¡Se perdió como tres días!
El curandero, calentándose los pies al calor de las brasas, le
contó dónde estuvo.
-Y he traído esta carne para que se haga un asadito -concluyó.
-¡La pongamos ya nomás a la parrilla! -se entusiasmó Pablo.
El indescriptible aroma de la carne de cordero asada inundó el
ambiente. Comieron, sin hablar mucho. Al terminar, Narciso le dijo.
-Mañana saldré temprano. Le encomiendo mi hijo. Si no he
vuelto en tres años, estaré muerto y entonces él ya sabrá qué hacer.
-¿Se va nomás?
-Sí. Hay una despedida en nuestra lengua, que expresa lo que
no puede decir el español en su “adiós” o “hasta siempre”. Le digo
entonces:
-Sonckoyniypi apacusaj yuyayniyquita tupananchiscama- y se
puso de pie para darle la mano.
Cediendo a un impulso, Normentas lo abrazó a la manera
indígena, primero con un brazo y luego con el otro.
-Yo también llevaré su recuerdo en mi corazón hasta que nos
encontremos alguna vez -se despidió imitando al curandero.
CAPUT LOQUENS
CHINCANQUI - 239
que él, quizás por mayor comodidad, o por no agujerear los pantalo-
nes, los usaba arremangados hasta los muslos. Su oficio era vender
billetes de lotería y su campo de actividad era en la galería. Por ella
se desplazaba a toda hora, mitad reptando y mitad arrastrándose. De
resultas de ello, ostentaba en sus rodillas prominentes callos.
Debía haber insensibilizado su mente, adormecido su libido,
controlado sus instintos para poder pasar, a las horas de mayor gen-
tío, entre las bellas jóvenes que colmaban la galería, contemplar
desde abajo, sin deseo, las suaves piernas, mirar sin envidia a los
muchachos que requebraban a las chicas, gallardeando con su ju-
ventud y vigor. Él ya estaba acostumbrado a arrastrarse sobre los
escupitajos, recoger en su piel todo el polvo y la suciedad acarrea-
dos en las suelas de los zapatos desde inimaginables lugares, recibir
la mirada compasiva de las mujeres que ya lo conocían y la sorpren-
dida y disgustada de las que lo veían por primera vez.
¿Dónde dormía? ¿Cómo llegaba allí? Nadie sabía ni se anima-
ba a imaginarlo. Pero Chincanqui conocía unas plantas con las cua-
les podía tratarse. Con cautela, probó de hablarle. En cuanto le dijo
quién era y cómo le podía ser útil, el lisiadito le miró con compa-
sión.
-Mirá -le sorprendió-. Te agradezco lo que querés hacer por
mis piernas, por eso te digo la verdad. Cada noche me viene a bus-
car mi mujer en nuestro auto, vamos a mi casa, en un barrio donde
nadie me conoce, me baño, comemos bien, nos tomamos un cham-
pán y hacemos el amor. Si fuera más o menos normal, no tendría
nada de eso; el pobre renguito liga una moneda, un billete y al fin
del día junta unos pesitos. Por eso, mejor dejame como estoy.
CHINCANQUI - 241
contra las viejas o feas, ya que era de lo más zalamero y dulce con
las buenas mozas.
Prototipo del meterete, pero no con soluciones claras y preci-
sas, sino con ideas, aplicables algunas veces, la mayor parte emba-
rulladas e inútiles, al enterarse que Sarachaga tenía un grabador, se
le ocurrió un experimento y lo quiso seducir como a un niño ofre-
ciéndole aprendizaje sin estudio si tenía éxito. Se juntaba a la fuerza
con Chincanqui por ser compañero de pieza de Sarachaga, al que in-
vitaba a tomar café o a cenar, tal vez por ser blanco. Despreciaba
sutilmente al indígena, pero le agradaba conversar con él, por sus
vastos conocimientos, y se trenzaban en largas discusiones acerca
de múltiples temas, entre ellos la medicina aborigen.
-En las alturas no hay apendicitis ni muertes dudosas por pro-
cesos abdominales no aclarados. Nunca hay úlceras gástricas ni
duodenales y raramente hay cáncer -le contaba el yatiri.
-Mirá coyita. Seguro que los folículos linfáticos están depri-
midos por ese aire con menos tenor de oxígeno -teorizaba el
doctor-. ¿O los gérmenes están más debilitados o es que los retícu-
los endoteliales son más voraces por estar más estimulados?
-Puede ser. En el cerro, la mujer india embarazada interrumpe
el pastoreo para dar a luz. Llegado el momento del parto, va cerca
de un arroyo, coloca su rebozo en el suelo, se pone en cuclillas, tie-
ne el bebé, pone el cordón umbilical sobre una piedra, lo golpea con
otra para cortarlo, se lava, envuelve al recién nacido en el rebozo, se
lo carga a la espalda y sigue pastoreando sus ovejas como si nada.
-Es que los mecanismos de coagulación a esa altura son hiper-
normales o ha sido suficiente el golpear de la piedra para hacer ce-
sar la hemorragia por atrición- opinaba el galeno.
-¿Y con las heridas? Nos las vendamos con una tira de nuestra
camisa de lienzo, echándole la ceniza de algodón quemado y no hay
tétanos, gangrena, infección u osteomielitis.
-Yo creo que se cumple lo que dice Zeno del Rosario; “Los
tejidos tienen sus instintos, se buscan, se encuentran, solos se repa-
ran y, efectivamente, bien reparados quedan” citaba el doctor.
CHINCANQUI - 243
tado natural y en forma de elixir”, a fines de 1880 existía toda una
serie de productos farmacéuticos: pastillas, elixires, jarabes, tónicos,
licores basados en la hoja de coca y en la mismísima cocaína, que
descubrió y aisló Albert Niemann en los años de 1859 a 1860. Des-
de los dolores de cabeza hasta la histeria, pasando por la sinusitis y
el dolor de muelas se medicaban con polvos que eran de cocaína y
un extracto de cocaína fabricado en New Jersey –continuó, consul-
tando su libreta.
-¿Cocaína? ¿Pero no es droga? -se asombró el tucumano.
-En ese tiempo, no todavía. Inclusive, como precursor del
nombre, existía la Laka-Kola, un tónico laxante. Pero el producto
más vendido era el vino de coca, bajo varias marcas: French Wine
Coca, Vino Peruano de Coca, que curaba la tos, la anemia, el in-
somnio, hasta la impotencia. Pemberton experimentó y como en to-
das las grandes ideas, tomó dos cosas disociadas entre sí y las unió
-Consultó otra vez su agenda y continuó.- Con el jarabe de coca
como componente principal le puso caramelo, cafeína, ácido fosfó-
rico, nuez de cola y algunos otros saborizantes, le agregó azúcar y
agua, y metió el gol del triunfo al mezclarlo con agua de soda. Ob-
tuvo así una bebida agradable y con principios activos de la hoja de
coca, que como sabemos contiene sales estimulantes y anestésicas.
Francamente, no creo que por pura casualidad diera en la tecla. Él
ya sabía, y lo hizo con toda intención de mezclar un alcaloide en su
bebida. Publicitó al nuevo producto como tónico del cerebro, ha-
ciendo énfasis en las hojas de coca como su componente principal y
comenzó a saborear el triunfo. Luego vendió la patente a un tal
Candler y éste a Benjamín Thomas, quien la embotelló. Mientras
tanto, un comerciante llamado Angelo Francois Mariani tomaba la
posta del vino de coca, exportándolo a Europa, donde fue un suceso.
Lo tomaba Sarah Bernhardt, Emilio Zola, Charles Gounod, hasta
Julio Verne.
-¿Y la materia prima?
-Todo este tiempo, Bolivia vivía una fiebre exportadora. La
Aduana de la Coca, que existía en Bolivia, evidencia que hacia 1920
había una floreciente exportación de coca hacia E.E.U.U. Podemos
citar el Sindicato Industrial de Bolivia, una firma licitadora de la
CHINCANQUI - 245
acuerdo a lo que sabemos, una porción de jarabe en el cual entra, un
extracto de hojas de coca entre otros ingredientes, que la cocaína es
una droga y que de la hoja de coca a la cocaína hay tanta o más dis-
tancia que de la uva al vino, la gran pregunta es si la cocacola con-
tiene cocaína. ¿Me siguen? La hoja de coca es diferente a la hoja de
tabaco. En esta, el alcaloide, la nicotina, es un componente natural
del tabaco y es adictivo. En la hoja de coca, la cocaína, producto re-
sultante de las ecgoninas presentes y liberadas en un proceso quími-
co, no es un componente natural, si bien puede ser formado y libera-
do por la acción de determinadas sustancias químicas. La cocaína sí
es altamente adictiva. El coqueo es una costumbre ancestral donde,
con el bicarbonato, se libera algo. Vos, negrito debés saber algo de
eso -zahirió a Chincanqui.
-Sí- contestó el aludido, sin molestarse-. Nosotros coqueamos
y eso es el coqueo. Este hábito, creo que no se puede llamar adic-
ción, lo llamamos en quechua pijchar y consiste en la introducción
de hojas de coca secas en la boca, dos o tres, a las que se van agre-
gando otras, pero no con bicarbonato, sino con la llicta o llipta, una
pasta seca compuesta de fécula de papa y la ceniza resultante de
quemar una planta llamada ataco. Junto con la amilasa salival, entre
todos estos ingredientes que constituyen el acullico se origina una
reacción química, la cual da las propiedades estimulantes propias
del coqueo. Pero la hoja de coca no es sólo para coquear -continuó
diciendo-. Era la planta divina de los Incas y se usaba como moneda
y valor de cambio; ahora es importante para los kallawayas, que la
utilizan en sus artes de magia, adivinación y encantamiento. Ade-
más es una hierba milagrosa que cura y mata, euforiza y crea fuer-
zas, aleja el sueño y evade el dolor.
-Todo lo que vos quierás, pero es bastante asquiento. Yo veo a
los coyas con los dientes verdes y la babita esa que les cae por ahí...
y me da no sé qué el cocaísmo.
-Todo lo que usted quiera, doctor -contestó, imitándolo y con-
teniéndose a duras penas-. Pero es importante para nosotros, porque
además la usamos en ceremonias como las corpachadas, señaladas y
dejamos el acullico en las apachetas para que nos vaya bien en el
viaje.
CHINCANQUI - 247
garon a periodistas, para que hicieran artículos debidamente com-
puestos y adobados para propaganda de la bebida y sus fabricantes.
Tengo por ejemplo un Selecciones de septiembre de 1947 donde se
cantan loas a la compañía y cuando habla de la fórmula y su compo-
sición, en vez de hojas de coca dice hojas de cacao, burdamente,
como si no supiera que ni remotamente pueden usarse para el con-
sumo humano.
-¿Pero cómo pueden tener tanto poder? -se sorprendió Sara-
chaga.
-Para eso y mucho más. Como otro problema eran las regla-
mentaciones bromatológicas de cada país, donde exigían que los
productos alimenticios o bebidas a introducirse o fabricarse debían
hacer conocer sus componentes o fórmulas para verificar que no
contuvieran sustancias dañosas para la salud, se las ingeniaron para
convencer a las autoridades de cada país de que dejaran en suspenso
esa obligación, en el caso de la cocacola.
-Eso quiere decir que untaron a los funcionarios -dedujo el tu-
cumano.
-¡Qué duda puede haber! y tomaron una decisión heroica y
costosa: hacer desaparecer toda la publicidad anterior donde se
mencionaba cándidamente que la cocacola tenía en su composición
hojas de coca. Esa operación requirió tiempo y dinero, mandaron
emisarios a todas partes para recorrer una por una todas las bibliote-
cas importantes del mundo, expurgando de sus hemerotecas las pu-
blicaciones antiguas que contenían esos anuncios. E inclusive persi-
guieron y mandaron extirpar todo aquello donde se hablaba del co-
cacolismo. Así que si vos querés verificar mis palabras y te vas a la
Biblioteca Nacional, que guarda todas las revistas publicadas desde
el siglo pasado, no encontrás nada. Incluso aparecen algunas con
páginas recortadas de una forma sospechosa. Pero, a pesar de esa
tremenda expurgación, se les escaparon las publicaciones guardadas
en las casas antiguas y ahí aparecen, en revistas de esa época, anun-
cios donde resalta nítidamente el componente prohibido. Además el
mismo nombre de la bebida lo deschava: Coca.
-Me cuesta creer que detrás de un refresco haya tanta cola
-ironizó el monterense.
CHINCANQUI - 249
-Así le dice la gente de Jujuy a la coca- aclaró el curandero.
-¿Ves que no hablo macanas? Yo creo en la venganza de los
indígenas. Si no, fijate en la cocainanomanía y el tabaquismo.
Mirame, yo fumo como una chimenea y ¿culpa de quién? ¡De
ustedes, que nos enviciaron con las hojas de coca y de tabaco! –
concluyó el doctor. Levantó su agenda, la jarra vacía y salió con su
andar de pato.
CHINCANQUI - 251
De la habitación que alquilaba, salió esa mañana temprano
por la ruta a Coctaca y caminó hasta el pie del Cerro Negro. Ahí
dejó el camino y comenzó a ascender por su ladera, afortunadamen-
te de poca pendiente y salpicada de pequeños cactos y arbustos espi-
nosos. Por todas partes estaban dispersos pedruscos grisáceos y ne-
gruzcos, muchos de los cuales tenían grabados en su cara plana ex-
traños dibujos, estudiados por la arqueóloga Fernández Distel. Era
sorprendente su caprichosa ubicación, como si fueran hojas secas y
el viento las hubiera hecho rodar desde la cumbre.
Ese no era un lugar cualquiera. Le hizo recordar al Tata Saja-
ma del altiplano orureño. Recordó lo que había leído acerca de los
lugares de poder o de los chakras y se sorprendió pensando que
aquél era un sitio místico o esotérico como el cerro Uritorco de Cór-
doba y mientras caminaba, recordaba la propaganda de esa montaña
como un lugar para cargar el alma de energía.
Cuando comenzaba a repechar la falda de la montaña oscura,
divisó un lugareño que bajaba. Claro, turistas por ahí no había.
Cuando se acercó, vio que se cubría la espalda con un poncho y
traía una frazada enrollada bajo el brazo.
-Buenos días -lo saludó y se detuvo a su lado.
-Buen día -respondió Chincanqui deteniéndose también.
-¿Está paseando? -preguntó amablemente. Era un joven que
no llegaría a la treintena, moreno, de estatura regular, vestido hu-
mildemente, con un pasamontaña que se había enrollado como una
gorra.
-No, estoy de paso por acá y tenía interés en conocer este ce-
rro.
-¡Ah, qué interesante! -y puso su frazada sobre el suelo.
Viendo que tenía ganas de hablar, Narciso tomó asiento sobre
una piedra, dispuesto a descansar un rato. Él también se sentó y co-
menzó.
-¿Sabe que estuve durmiendo aquí en el cerro?
-¿Cómo? ¿Así nomás? -se sorprendió, por su escaso abrigo.
-Sí. No hace mucho frío cuando uno se acostumbra.
-De todos modos, pasar la noche ahí arriba no debe ser muy
agradable -y señaló la cumbre-. ¿O hay algún refugio?
CHINCANQUI - 253
terior. El cura le escuchó con atención y cuando terminó, aprovechó
para replicarle.
-¿Y usted que ha subido ahí no ha notado que es un lugar es-
pecial, lleno de efluvios demoníacos? ¿Y no ha visto los restos de
los antiguos templos paganos y las bocas tapadas de las cuevas que
hay debajo?
Tuvo que confesar que no había advertido nada de eso. Para
su sorpresa, como si estuviera ante un auditorio de gentiles, prosi-
guió con énfasis.
-¿No sabía que ahí funcionaba un oráculo al que venían tribus
desde más allá de Tarija hasta Arauco en Chile, que allí se reunían
los representantes de las confederaciones de tribus para tomar reso-
luciones trascendentales como concluir tratados de paz o declarar la
guerra?
-Lo ignoraba -admitió.
-¡Pero si es un escritor jujeño quien relata lo de la “Caput lo-
quens” la cabeza que habla, porque ese oráculo utilizaba nada me-
nos que cabezas humanas como medio de adivinación! –exclamó el
ensotanado.
Ágilmente se levantó, miró los libros y sacó uno. Hojeó un
poco y se lo alcanzó abierto. El título decía “La Delfos Indígena”.
Mentalmente tomó nota del autor: Benjamín Villafañe, le
echó un vistazo, devolvió el volumen y siguió escuchando. Por las
dudas, decidió no contarle nada del médico tucumano ni de su histo-
ria de ese bastón todopoderoso que buscaban los alemanes enviados
por Hitler.
-¡El muchacho que habló con usted, seguramente está inspira-
do por el Espíritu Santo, el mismo que guió hace cientos de años a
los soldados españoles para arrasar esos templos incas donde se
adoraba al demonio! ¡Que hizo olvidar a los habitantes actuales has-
ta la misma existencia de esos adoratorios y no dejó piedra sobre
piedra de las abominaciones! -continuó con creciente apasiona-
miento.
-Pero he visto que todavía queda bastante material para los ar-
queólogos y de acuerdo a lo que me cuenta, sería interesante que in-
vestigaran -atinó a responder Narciso.
CHINCANQUI - 255
tar alos falsos hichizeros y a los dhos salteadores y alas dhas adul-
teras y executada esta sentencia fizo comensar alli templos de dio-
ses ydolos uacas ydefico casas para los nuevos saserdotes que fizie-
ron sacrificios de carneros negros a sus ydolos y dioses uaca oma
orcocona nombrados por el ynga y con ello pacifico a los dhos yºns
y para quel supay no volviera dejo su uara de poder en la dha cue-
va nombrada ukupacha...
INDIOACTIVISMO
CHINCANQUI - 257
unían para hacer dura la vida. Sobrios y frugales, subsistían en me-
dio de los cerros, con un pequeño rebaño de ovejas y cabras, a veces
con unos metros de terreno arable, otras sin nada. Lo confirmó en
los adultos que conocía. Todos procedían de la misma forma y da-
ban las mismas soluciones a los problemas que la vida les plantea-
ba. Salvo diferencias de carácter, ocupación, situación económica,
todos los campesinos eran prácticamente iguales.
Jamás Chincanqui arengaba a las multitudes reunidas. Por otra
parte, hubiera sido difícil reunir multitudes de collas. Él tenía su
táctica, que le daba resultado. Iba a las fiestas en un lugar, y allá sí,
hablaba a la gente, algunos sobrios, otros borrachos, Algunos enten-
dían, otros a medias y la mayoría un poco. También cuando iba por
las casas, en su oficio de curar, les hablaba de las lluvias, los sem-
brados, los animales y surgía la cuestión económica. Junto con ella,
la política, el accionar de los gobiernos, la venalidad de los funcio-
narios, el desprecio hacia el indio y las trapacerías de los propieta-
rios. El tema casi siempre era el mismo, la tenencia de las tierras,
origen nada menos que de una guerra en la puna jujeña. Las tropas
del gobierno jujeño, unidas a las de Salta, aplastaron la rebelión en
la batalla de Quera, una herida abierta que años después sería el mo-
tivo del Malón de la Paz.
Cautivaba a sus interlocutores con las noticias que él traía de
otras partes, el relato de seres míticos, conocidos sólo a través de di-
chos y murmuraciones. Con algunos personajes leídos la conver-
sación se tornaba más profunda y a veces apasionada.
-Los políticos en general vienen para tiempo de las eleccio-
nes. Prometen, regalan yerba, azúcar y después de las votaciones no
aparecen más, ganen o pierdan –relataba un puneño de Chaupi Ro-
deo.
Cuando Chincanqui hacía el camino hacia el cerro sagrado, el
Queso Asentado, donde deseaba conocer la antiquísima piedra blan-
da, un chaguanco que trabajaba en El Tabacal le contó de unos por-
teños que vinieron una vez al lote. Hablaban de cosas remotas, de li-
beración... ¿Liberación de quién? Los indios zafreros no les com-
prendieron.
CHINCANQUI - 259
-Serían indios, pero no tontos. Por no darles el lugar que les
correspondía, se perdió el Alto Perú para la revolución y San Martín
tuvo que cambiar de planes e ir por mar hasta el Perú.
A Chincanqui le encantaba encontrarse con gente que había
leído historia y sobre todo, que le interesaba el tema. Ahí se expla-
yaba, hasta apasionadamente.
-No supo comprender a la gente, ni darle su lugar. No pudo
desprenderse de la mentalidad de blanco superior. ¿Se da cuenta?
Todos los levantamientos fueron dirigidos por indios. Tupac Ama-
ru, Tupac Katari. No se olvide que Tupac Amaru había elegido la
forma de vida española. Se vestía como ellos, hablaba perfectamen-
te el castellano y era un próspero comerciante, que se codeaba a la
par con los peninsulares y los criollos. Podía haber seguido en eso,
pero su vida cambió, como conocemos.
-También se habla de un inca blanco que apareció allá entre
los calchaquis.
-Ese era un tal Bohorquez, un español renegado que se casó
con una india cacana y quiso ayudar a que se levantaran contra los
españoles. No se hizo pasar por inca, los diaguitas no eran tan ton-
tos como para creerle. Sus paisanos jamás le perdonaron su traición
y crearon una leyenda negra alrededor de él. Muy distinto al de la
Patagonia, el francés Oreille, que se proclamó Emperador de la Pa-
tagonia ya en estos tiempos. Es que en el indio, también hay el res-
peto por el blanco. Las leyendas de Wirakocha y de Thunupa están
presentes. El blanco nos hubiera podido conquistar por el amor, y la
historia hubiera sido diferente, sin tantas experiencias que nos han
enseñado que del blanco no se puede esperar nada bueno.
CHINCANQUI - 261
Difundiendo esas creencias puede estar socavando nuestra forma de
vida.
-No lo creo, esa es más una superstición que se ha vuelto
folklórica. Recuerde la Fiesta de la Pachamama, totalmente
turística. Lo que me parece peligroso es que les habla de cómo era
antes, que vivían mejor y eran una sola nación. Mire que él es
boliviano.
-¿Y qué puede pretender? ¿Quizá anexar la Argentina a
Bolivia? -y el jefe estalló en una carcajada, que corearon los otros
dos.
-De todos modos –el jefe se puso serio-, es un mal ejemplo.
Además, donde él anda, ya estuvieron los foquistas como Masetti y
no sabemos si tuvieron alguna relación, así que dispongan de él.
-¿Qué opción? -preguntaron.
-Cero, por supuesto -ordenó con severidad.
A los pocos días, Chincanqui era detenido en Tartagal, lo
condujeron al cuartel de los Rodillas Negras y nunca más se supo de
él. Pero quedaba Sutiyqui…
el autor
CHINCANQUI - 263
264 – ToQo Zuleta
GLOSARIO
Acullicar. Pijchar en Bolivia. Coquear en Argentina. Masticar
hojas de coca
Adoración. Danza de Navidad para el Niño Dios
Aisiri. El que llama a los espíritus
Ajsu. Vestimenta de las mujeres indígenas de una región de
Bolivia
Ajayu. Concepto del mundo andino parecido al de psique o alma
Almud. Antigua medida de volumen
Amautha. Maestro superior. Sabio
Ancua. Pasancalla. Pochoclo. Maíz que revienta al tostarse
Ángeles verdes. Hojas de coca
Anchi. Postre norteño a base de sémola, azúcar y jugo de limón
Anchanchu. Deidad siniestra de los Andes
Añagua. Planta usada como leña en la Puna de Jujuy
Api. Mazamorra de harina de maíz, blanca o morada.
Asquiento. Asqueroso
Aya. Muerte
Ayatullu. Hueso de muerto usado para brujerías. Enfermedad por
los muertos
Banderita. Mujer joven que hace de reclamo en las chicherías
Batán. Piedra para moler
Bolada. En Argentina, ocasión favorable
Bolita. En Argentina, peyorativo por boliviano
Burrouma. Insulto. Cabeza de burro
Cachis. Bailarines de la fiesta del Rosario en Iruya, Salta
Caima. En la Puna jujeña y salteña, soso
Calado. Lunfardo por descubierto, manyado.
Calapi. Comida de la Puna jujeña, hecha con cal
CHINCANQUI - 265
Calapurca. Comida de la Puna jujeña, de harina de maíz y calor
conservado
Caldo majao. Comida norteña argentina con carne golpeada
Cancana. En el norte argentino, carne asada a las brasas
Canchero. Ducho, experto, hábil en determinada cosa
Caschi. En el norte argentino, perro pequeño
Cayote. Alcayote. Cucurbitácea
Cenizal. En Bolivia, basurero
Ciguayros. Remedio kallawaya en forma de polvos de colores
Collana. Instructor kallawaya
Collori. Kallawaya conocedor de remedios
Concho. Borra de la chicha
Coquear. Pijchar, acullicar. Poner hojas de coca en la boca
Corneta. En Tarija, caña. En el norte argentino erke. Instrumento
de viento.
Crítico. Se dice en Bolivia de algo vergonzoso, criticable
Cucharero. Lunfardo por abortero
Cutiado. En la Puna argentina, golpeado, machucado
Chakarunas. Guerreros cuidadores
Chala. Hoja dura que cubre la mazorca de maíz
Chalona.Carne seca que conserva el hueso
Chamakanis. Brujos maléficos
Chamarra. En Perú y Bolivia, chaqueta, campera
Chancaca. Melaza sólida
Chancar. En el norte argentino, golpear hasta desmenuzar
Charqui. Carne secada al sol deshuesada
Chicha con muñeco. Chicha curada, es decir con agregados
Chilcán. Comida de la Puna jujeña y salteña hecha de harina de
maíz
Chincanas. Cuevas mitológicas
Chincanqui. Te perderás. Perdido. Desaparecido
Cholo. Mestizo en Bolivia y Perú. En Argentina, hombre de la alta
sociedad
Chosñi. Lagaña
Chota. En Bolivia, despectivo para nombrar a una mujer con
vestido
CHINCANQUI - 267
Llareta. Planta resinosa de alta montaña
Llicta. Pasta de ceniza usada para coquear
Llullucha. Alga comestible de agua dulce
Macurca. En el norte argentino, dolor muscular luego de un
esfuerzo
Maestrituy. En Bolivia, expresión cordial hacia un chofer o
artesano
Machete. En Argentina, apunte o ayudamemoria escrito
Machuorkos. Apus. Montañas sagradas, generalmente nevadas
Mamita. Expresión de devoción hacia una imagen como la Virgen
María
Mamalita. En Bolivia, india de ajsu
Mankapayas. En Bolivia y Perú, vendedoras callejeras de comida
Manosanta. En Argentina, curandero charlatán
Maqui. Mano
Mecha libre. En el norte argentino, comida y bebida gratis en un
juego
Meta. Regionalismo salteño, por aceptación de algo
Michiñawis. Ojos de gato
Michir. Cuidar las crías
Miskiapi. Mazamorra dulce
Mittani. En la Colonia y después, esclava temporal
Mote. Comida de granos de maíz hervido
Muco. Harina de maíz mezclada con saliva para fermentarla
Munachis. Amuletos kallawayas en forma de pareja erótica
Muqueado. Acción de preparar el muco en la boca
Musura. Hongo comestible del maíz
Niñituy. Expresión cariñosa de un indio hacia un blanco
Niñito. En Bolivia hombre blanco que no es cholo
Ñaño. En el norte argentino, hermano
Ñata. En Bolivia, seminovia, enamorada
Ñaupa. Antiguo, pretérito
Oca. Tubérculo comestible
Pachacha. Alabastro, berenguela
Pachallampis tololoj. En el medio, a la mitad se cayó
Pallca. Horqueta
CHINCANQUI - 269
Tembeta. Adorno masculino en el labio inferior de tribus guaraníes
Tijtincha. Comida ritual de maíz, papas y charqui
Tincuchis. Atinco. Pancitos amasados con ceniza de efectos
afrodisíacos
Tío. Deidad benéfica de los mineros
Tincarse el coto. En el norte argentino, holgazanear
Toctawallpa. Gallina clueca
Trompa. Arpa judía. Instrumento musical usado en Jujuy y Salta
Tulpo. Comida puneña a base de harina de maíz
Tupananchiscama. Despedida. Hasta que nos encontremos de
nuevo.
Ulpada. Harina de maíz desleída en agua para avío
Untar. Sobornar
Uyariway Pachamama. Oración. Escúchame Madre Tierra
Vallunas. En Bolivia, mujeres del valle
Vara. Medida antigua de longitud
Virque. Vasija de arcilla cocida de boca ancha
Wacanquis. Talismán de amor
Wawa. Bebé. Chico. Criatura
Watapurichi. Kallawaya que sale por el mundo
Wirakochis. Gente blanca
Yachaywasi. Escuela
Yachachej. Maestro
Yahuar huacac. Remedio kallawaya de sustancias minerales
Yarkay wata. El año de la hambruna
Yatiri. Kallawaya que adivina el futuro
Yauri. Alfiler
Yunga. En la Argentina, se designa así a los kallawayas
Yuro. Vasija de arcilla cocida de boca angosta
Yuta. Vestimenta corta
Yuto. Ave o animal sin cola
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