Conocerle y Conocerte (VI)
Conocerle y Conocerte (VI)
Conocerle y Conocerte (VI)
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Dios nos habla. Constantemente. Habla con palabras y también con obras. Su lenguaje
es mucho más rico que el nuestro. Es capaz de pulsar secretos resortes en nuestro
interior, sirviéndose, por ejemplo, de las personas o de los sucesos que nos rodean.
Dios nos habla en la Escritura, en la Liturgia, a través del Magisterio de la Iglesia…
Como nos mira siempre con amor, busca el diálogo con nosotros en cada
acontecimiento, llamándonos siempre a ser santos. Por eso, para poder escuchar ese
misterioso lenguaje divino, procuramos comenzar siempre nuestra oración con un
acto de fe.
Desde dentro…
Dios habla actuando en nuestras propias potencias, que puede mover desde dentro: a
nuestra inteligencia, a través de las inspiraciones; a nuestros sentimientos, a través de
los afectos; a nuestra voluntad, a través de los propósitos. Por eso, como nos enseñó
san Josemaría, al finalizar nuestra oración podemos decir: «Te doy gracias, Dios mío,
por los buenos propósitos, afectos e inspiraciones que me has comunicado en este rato
de oración».
Pero, al considerar esta realidad, puede presentarse una duda: «¿Y cómo puedo saber
que es él quien me habla? ¿Cómo puedo saber que esos propósitos, afectos e
inspiraciones no son simples ocurrencias, deseos y sentimientos míos?». La respuesta
no es fácil. Orar es un arte que se aprende con el paso del tiempo y con la ayuda de la
dirección espiritual. Pero sí podemos decir que viene de Dios todo lo que nos lleva a
amar más a él y a los demás, a cumplir su voluntad, también cuando implica sacrificio
y generosidad. Son muchas las personas habituadas a orar que pueden decir: «En mi
oración pienso las mismas cosas que pienso a lo largo del día pero con una diferencia:
al terminar, siempre lo hago con un “pero no se haga mi voluntad sino la tuya” en el
corazón, y eso no me pasa en los otros momentos».
Dios habla, muchas veces, directamente al corazón, cuyo lenguaje conoce como nadie.
Lo hace a través de deseos profundos que él mismo siembra. Por eso, escuchar a Dios
muchas veces consiste en bucear en el propio corazón y tener la valentía de poner
ante él nuestros anhelos, con la intención de discernir lo que nos lleva a cumplir su
voluntad y lo que no. ¿Qué deseo realmente? ¿Por qué? ¿De dónde vienen estos
impulsos? ¿A dónde me conducen? ¿Estoy engañándome, fingiendo que no están ahí e
ignorándolos? Ante estas preguntas, normales en quien quiere vivir una vida de
oración, el Papa Francisco nos recomienda: «Para no equivocarse hay que (…)
preguntarse: ¿me conozco a mí mismo, más allá de las apariencias o de mis
sensaciones?, ¿conozco lo que alegra o entristece mi corazón?»[1].
Dios para hablarnos también puede servirse de las notas que tomamos en un curso de
retiro o en un medio de formación, especialmente al releerlas en la oración tratando
de captar su sentido. Allí quizás podremos descubrir un hilo conductor o repeticiones
que nos den una pista de lo que el Señor quiere decirnos.
Un murmullo incesante
Es verdad que alguna vez el Señor habla claramente y de manera sobrenatural pero
no suele ser lo común. Ordinariamente Dios habla bajito y por eso a veces no nos
percatamos de los pequeños regalos –propósitos, afectos, inspiraciones– que nos
ofrece en una oración sencilla. Nos puede ocurrir como al general sirio Amán que,
cuando el profeta Eliseo le animó a bañarse siete veces en el río para que se curara de
su lepra, se lamentaba diciendo: «Yo me imaginaba que saldría hasta mí y de pie
invocaría el nombre del Señor, su Dios; pondría su mano donde está la lepra y me
curaría de ella» (2 Re 5,11). Amán acudió al Dios de Israel, pero esperaba algo
llamativo, incluso ruidoso. Afortunadamente, sus siervos le hicieron recapacitar: «Si
el profeta te hubiera mandado algo difícil, ¿no lo habrías hecho? Cuánto más si te ha
dicho: “lávate y quedarás limpio”» (2 Re 5,13). El general volvió para cumplir el
consejo, aparentemente demasiado ordinario, y de este modo entró en contacto con el
poder salvador de Dios. En la oración, conviene valorar esas pequeñas luces sobre lo
ya sabido, las mociones del Espíritu Santo a lo de siempre, los afectos de pequeña
intensidad, los propósitos fáciles, sin despreciarlos por prosaicos, ya que todo eso
puede ser de Dios.
Lo cierto es que Dios nos habla de mil maneras. Puede ocurrir que estemos tan
acostumbrados a sus dones que ya no nos demos cuenta, que no le reconozcamos,
como ocurría a los paisanos de Jesús: «¿No es éste el hijo del artesano? ¿No se llama su
madre María y sus hermanos Santiago, José, Simón y Judas? Y sus hermanas, ¿no
viven entre nosotros?» (Mt 13,55-56). Hemos de pedir al Espíritu Santo que nos dilate
las pupilas, nos abra los oídos, nos purifique el corazón y nos ilumine la conciencia
para saber reconocer su murmullo incesante, ese rumor inmortal dentro de nosotros.
Cuando Jesús responde a los discípulos de Juan el Bautista enumerando sus signos
–«los ciegos ven y los cojos andan, los leprosos quedan limpios y los sordos oyen, los
muertos resucitan y a los pobres se les anuncia el Evangelio» (Mt 11,5)– está
anunciando el cumplimiento de las antiguas profecías de la Sagrada Escritura sobre el
Mesías. Y es que Dios nos ha hablado y nos habla a cada uno, de manera eminente, a
través de la Sagrada Escritura: «En los Libros Sagrados, el Padre que está en los cielos
sale amorosamente al encuentro de sus hijos y conversa con ellos»[4]. Por eso, «la
oración debe acompañar a la lectura de la Sagrada Escritura, para que se entable un
diálogo entre Dios y el hombre; porque “a Él hablamos cuando oramos, y a Él
escuchamos cuando leemos las palabras divinas” (San Ambrosio, off. 1, 88)»[5]. Las
palabras de la Biblia no solo son inspiradas por Dios, son también inspiradoras de
Dios.
De manera especial escuchamos a Dios en los Evangelios, que recogen las palabras y
hechos de Nuestro Señor Jesucristo. Así lo recalca el autor de la Carta a los Hebreos:
«En diversos momentos y de muchos modos habló Dios en el pasado a nuestros
padres por medio de los profetas. En estos últimos tiempos nos ha hablado por medio
de su Hijo» (Hb 1,1-2). San Agustín consideraba que el Evangelio era «la boca de
Cristo: está sentado en el Cielo, pero no deja de hablar en la tierra»[6]. Por eso nuestra
oración vive de la meditación del Evangelio; leyendo, meditando, releyendo, grabando
en la memoria, considerando una y otra vez sus palabras, Dios nos habla al corazón.
José Brage
[2] San Josemaría, Apuntes íntimos, n. 273; en Andrés Vázquez de Prada, El Fundador
del Opus Dei, tomo I, pp. 385-386.
[3] Joseph Ratzinger, La sal de la tierra, Palabra, Madrid, 1997, p. 33.
[4] Concilio Vaticano II, Const. dog. Dei Verbum, n. 21. Cfr. Catecismo de la Iglesia
Católica, n. 2700.
[5] Concilio Vaticano II, Const. dog. Dei Verbum, n. 25. Cfr. Catecismo de la Iglesia
Católica, n. 2653.
[8] San Josemaría, Apuntes tomados en una meditación, 12-X-1947; en Mientras nos
hablaba en el camino, pp. 36.