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asesinato
de Emily Langer
Carlos Maza Gómez
© Carlos Maza Gómez, 2020
Todos los derechos reservados
Índice
El cadáver 5
………………………...
¿Quién había muerto? 19
…………….
Lo que vieron los vecinos 35
………...
Las pistas fiables 47
………………….
Benjamín Balsano, estafador 57
……..
La caída de Emily Langer 67
………...
De Tallers a Rosellón ……………. 79
Huida y detención 93
………………...
¿Cómo se cometió el crimen? 103
…….
Informe del fiscal 117
…………………
El cadáver
Antonio Carreras le dijo el día anterior a Teresa:
- ¡Madre! No te dije que anteayer vino aquel fulano, Aurelio Martínez,
el que nos alquiló la torre…
- Sí, ya sé ¿te dio las llaves por fin?
- Las tengo.
- Ya era hora. ¿Te pagó todo lo que nos debía?
- No todo, dijo que ahí dejaba un diván y no sé qué muebles, una mesa,
un par de sillas, para que nos cobrásemos el resto.
- Bueno, ya nos deshicimos de él. Te dije que era hombre que parecía
educado pero no me gustaba nada.
- Mañana voy a ver cómo ha dejado aquello.
- Está bien.
El chalet tenía una planta baja y terrado. Eran las tres y media de la tarde.
Antes de entrar se extendía un pequeño jardín y una escalinata que daba
acceso a la puerta principal. Estaba en la calle de Nuestra Señora de Lourdes
nº 5, en la barriada badalonense de Artigas, por entonces una modesta
urbanización integrada por una decena de pequeños chalets de gente humilde.
Antonio abrió la puerta principal con la llave y observó frente a él un
largo pasillo. Había basura por todas partes, se dijo con fastidio, aquello habría
que limpiarlo a fondo, olía a mil diablos. A mano izquierda se encontraba una
habitación espaciosa con una ventana que daba al jardín. Un poco más allá en
el pasillo se hallaba el comedor, donde observó una mesa con una silla en mal
estado. “Esto tendré que tirarlo, no sirve para nada” masculló el hijo de Teresa
mientras se abría paso entre un cúmulo de andrajos, bultos irreconocibles y
basura. El mal olor seguía siendo penetrante cuando miró en la cocina
contigua y mucho más cuando llegó al dormitorio adyacente.
En esta habitación, junto a una ventana que daba a la galería que llevaba
hasta la escalera que permitía el acceso al terrado superior, el suelo se
mostraba irregular. Aquello apestaba. Extrañado, comprobó que el suelo de
mosaico aparecía distinto y perdía la horizontalidad. Lo miró perplejo y solo
pudo concluir que aquel individuo, Aurelio Martínez, había sustituido parte
del suelo. ¿Con qué objeto?
Lo empujó con el pie y observó que algunos mosaicos se movían un
poco. Agachándose, raspó los que veía más inseguros y un par de ellos
saltaron descubriendo un hueco y no el suelo de tierra que debía haber debajo.
El olor penetrante le hizo ponerse en pie de un salto, aguardar entre la
perplejidad y la alarma un minuto, y luego volverse con rapidez hacia la
salida.
En el Juzgado, cuando llegó sudoroso, tuvo que respirar a fondo para
serenarse. El oficial lo miraba con cara aburrida. Le hizo pasar al despacho del
oficial primero, que le empezó a hacer preguntas:
- Vengo a denunciar…
- Espere que apunto ¿Cómo se llama usted?
- Antonio Carreras Juncosa, soy hijo de Teresa Juncosa, propietaria de
un chalet en Badalona, calle de Nuestra Señora de Lourdes número 5.
- Dígame qué le ha hecho venir aquí.
- Verá, un tal Aurelio Martínez le rentó a mi madre el chalet el pasado
mes de diciembre. A finales de febrero dijo que lo abandonaba porque
tenía que volver con su mujer en Valencia o algo así, no le hice mucho
caso, la verdad.
- Siga.
- El caso es que dijo entonces que tenía que llevarse sus muebles y que
me daría las llaves más adelante. Yo estuve de acuerdo, bueno, tengo
que aclararle que mi madre es mayor, está muy sorda, y yo la ayudo
con estos trámites.
- Claro, claro.
- Pues anteayer me vino finalmente el sujeto con las llaves. Me pidió
que no alquilara el chalet todavía porque unos familiares de Valencia
estaban interesados y les había dicho que se alojaran allí. La verdad es
que tampoco hay mucha gente esperando para alojarse en él y le dije
que esperaríamos un plazo prudencial, por si se presentaban.
- En todo caso –continuó-, he ido a revisar la vivienda que, por cierto,
estaba llena de basura, muebles viejos e inservibles, trapos. En un
dormitorio he visto que había debido cambiar el suelo porque el
mosaico del mismo era distinto y tenía una altura irregular. Lo he
removido un poco. No le he dicho que todo aquello olía muy mal, pero
lo peor fue cuando quité algunos de esos mosaicos, que andaban medio
sueltos. Debajo se ve un agujero y ha salido de inmediato un olor que
solo puede venir de un cuerpo muerto. Por eso no he tocado nada más
y he venido corriendo a informar.
- ¿No ha tocado nada más?
- Nada, nada, he venido para acá sin más.
- No será un perro o un gato, supongo.
- No creo, ahí hay un cadáver, me juego el cuello que lo hay.
- Además –añadió pensativo el oficial- ¿para qué enterrar un perro o un
gato en una habitación?
- No le he dicho que el chalet tiene un pequeño jardín delante. Si fuera
un animal, lo lógico sería haberlo enterrado ahí. Además, hay otro
detalle.
- Dígame.
- A los pocos días de alquilarnos la casa fue a ver a mi madre para
pedirle un pico y una pala. Dijo que era para adecentar el jardín y quizá
plantar alguna cosa, pero según he visto, el jardín está intacto, no lo ha
tocado nadie.
- Y usted cree…
- Que era para enterrar a quien sea que haya puesto ahí.
El oficial se levantó y Antonio, como un autómata, hizo lo mismo. El
primero llamó al oficial segundo que abrió la puerta en un santiamén, como si
estuviera aguardando detrás de la puerta.
- Paco, vete a avisar a Comisaría que tenemos que examinar lo que haya
en un chalet propiedad de la madre de este señor. Yo voy a informar al
señor juez, en cuanto llegue. Venga.
- ¿Qué digo en Comisaría?
- Que puede haber un cadáver enterrado en el chalet que te ha dicho el
señor. ¿Lo tienes apuntado?
- Sí, ya me dio los datos antes.
- Pues andando.
Comenzaba de esta forma el caso que habría de ocupar las páginas de los
diarios bajo el título de “El crimen de Badalona”. En apenas nueve días, los
que se tardó en identificar y detener al principal sospechoso, las páginas de los
periódicos se llenaron de especulaciones sobre la identidad de la víctima y de
su posible asesino.
Pero antes de todo ello el juez marchó hasta el lugar para encontrarse a los
guardias que ya custodiaban la entrada del chalet. El revuelo era considerable
en su interior. En un rincón, Antonio Carreras permanecía quieto e
impresionado, con poco color en la cara.
- Buenas tardes, señor juez –cumplimentó el ayudante del comisario.
- ¿Qué tenemos? –respondió escuetamente el mismo.
- Pase usted por aquí –le indicó obsequioso su interlocutor-, el señor
comisario no tardará en llegar pero nos autorizó a levantar el suelo para
ver qué había debajo.
En un rincón de la estancia, junto a la ventana que daba a la galería, se
encontraba un par de hombres sudorosos y un montón de tierra. Debajo de
aquel suelo que había cedido a la mínima presión de los picos, se abría un
agujero bien delimitado, como observó el juez, de un metro de ancho, metro y
medio de largo y otro tanto de profundidad.
El juez miró en el interior tapándose la nariz con un pañuelo. La forma era
inequívocamente la de un cuerpo humano. Estaba tumbado de lado, con las
piernas recogidas como en cuclillas. Seguramente, quien lo había enterrado se
dio cuenta al depositar el cadáver de que la longitud no era suficiente y forzó
la posición del cuerpo. De hecho, la segunda autopsia confirmaría la rotura
post mortem de varias costillas, presumiblemente al forzar su colocación.
Estaba aún cubierto de tierra, pero se podía observar claramente la forma
y el hecho de que estuviera envuelto en trapos, quizá tela de saco. Era difícil
precisar más porque estaba todo del color de la tierra que había cubierto el
cadáver.
Mandó que lo izaran con cuidado, para que no se rompiese, por si
llevaba mucho tiempo en esa situación. El cuerpo, observaron todos, incluido
un horrorizado Antonio, estaba muy deteriorado, en avanzado estado de
putrefacción. Lo colocaron sobre una tosca mesa que se encontraba cerca. El
juez se aproximó para hacer un breve examen. Tendrían que venir luego los
forenses a examinar el cuerpo con más cuidado.
Alguien le echó un cubo de agua encima, para quitarle la tierra adherida
al rostro.
- Es una mujer –murmuró el juez. Habló en voz tan baja que, aunque
todos se enteraron, nadie quiso añadir nada más.
- Una mujer –repitió-, parece joven pero es difícil decirlo.
- Tiene la cara deformada –intervino por fin el ayudante del comisario-,
como si le hubieran dado golpes o se la hubieran quemado, no sé.
Puede ser obra de la corrupción.
- Puede –concedió el juez-. Ya dirán los forenses. De momento, esperen
al comisario y luego lleven el cuerpo al Depósito.
Dos días después el juez ya disponía del informe de la autopsia
efectuada por los doctores Soler y Escalas en presencia del mismo juez de
Badalona que había estado presente en el descubrimiento del cadáver. En el
dictamen hacían resaltar el avanzado estado de descomposición del cadáver,
exponiendo su creencia de que la muerte databa de unos cuarenta días. “La
víctima” afirmaron “falleció de muerte violenta, presentando la rotura de la
cuarta, sexta y séptima costillas. Presenta también arrancado el cabello de la
parte superior de la cabeza”.
En el informe se contenían afirmaciones equivocadas, solo justificables
por la ligereza en la actuación de los forenses, que tomaron el caso como algo
rutinario y sin importancia. La posterior repercusión en los periódicos, junto a
las dudas planteadas, aconsejaría la realización de una nueva autopsia que
aclararía muchas de las sospechas sobre la identidad de la víctima, por
ejemplo, y sobre las circunstancias de su muerte.
Así, los doctores afirmaron que la mujer parecía joven, como de treinta
años, cuando en realidad contaba cincuenta. También que había muerto por
diversos golpes y posterior estrangulación, cuando no fue así. En particular, la
supuesta juventud de la víctima hizo creer a muchos que la mujer encontrada
en tan malas circunstancias era la hija que habían perdido en el tráfago de la
vida barcelonesa.
¿Quién había muerto?
Desde el primer día, se fueron deslizando algunos detalles y testimonios
que hicieron apasionarse a los reporteros y, con ellos, al público lector que
seguía atentamente lo que se iba descubriendo en torno al “Crimen de
Badalona”. El primer dato que fue difundido ya lo conocemos: la víctima era
una mujer joven. Por otro lado, diversos vecinos afirmaban que habían visto
llegar al sospechoso, un hombre con acento argentino, bastante hermético y
poco dado a dar explicaciones de su vida, con diversas mujeres del brazo a
horas bien tardías. Se comentaba que era un explotador de mujeres, se
dedicaba a los estupefacientes y era de mal vivir, pero no se aportaban datos
concretos que permitieran confirmarlo.
Una vecina, que pasaba frente al chalet una noche, resultó ser un testigo
clave para muchos. En efecto, había escuchado en el silencio de aquella hora
una voz de mujer que decía: “Carmen, apaga la luz”. Tal vez la víctima se
llamara Carmen, especulaban. Para rematar las indagaciones vecinales, la
policía había encontrado diversas prendas tiradas en la casa, algunas hechas
harapos pero otras en relativo buen estado, aunque muy sucias. En algunas de
ellas se leían las iniciales E.L. o bien C.L., no estaba claro.
A la señora Aurora Franco, residente en el barrio de San Gervasio, de la
capital catalana, se le detuvo el corazón el 28 de marzo, tres días después del
descubrimiento del cadáver. Leía el periódico con curiosidad cuando se
encontró esa información: La víctima desconocida, esa mujer joven, respondía
a las iniciales C L ¿Quién era la desconocida Carmen L.?
Llamó entonces a Isabel Pirafé, la doncella que le había servido tantos
años, y le comentó su sospecha, casi una certeza.
- ¡Ay, Isabel! Que la mujer asesinada en Badalona va a ser nuestra
Carmencita.
- ¡No diga eso, señora! –replicó sin convicción Isabel, que empezaba a
gimotear.
- ¡Todo cuadra, Isabel! ¡Ay, mi niña! ¡Carmen López! ¿cómo no? Si lo
veía venir, si se lo dije a mi hermana: Esa sobrina mía va por muy mal
camino, un día le pasará algo.
- Habrá que ir a la policía, señora.
- Sí, sí –dijo jadeante la dueña de la casa-. Anda, vete preparándome el
vestido para salir.
Fueron juntas hasta la Jefatura de Policía de Barcelona, pero allí les
dijeron que las diligencias se estaban llevando a cabo en la de Badalona, de
manera que pidieron un taxi para trasladarse hasta allí. Allí las recibieron con
cierta consideración, dada la buena posición social que revelaba su forma de
vestir y su educación, pese a que a doña Aurora le seguía afectando la “extraña
impresión” que decía sentir. La hicieron sentar y quitarse el abrigo antes de
comenzar su entrecortada narración.
- Verá, señor comisario, yo tengo un cuñado en Madrid que se llama
Ángel López. Es pintor, trabaja para el municipio. No es que las cosas
le vayan muy bien, usted me entiende, es un hombre humilde, de poca
formación.
- Yo casé bien –continuó- y me he mantenido con la fortuna de mi
marido, que tenía tierras y casas, pero mi pobre hermana no tuvo tanta
suerte y se casó con este hombre que le daba mala vida y al que
abandonó hace quince años.
El comisario escuchaba atento. Ni siquiera hacía falta preguntar nada a
doña Aurora Franco, encantada por otra parte de que alguien la escuchara con
tanta atención.
- Como le digo, hace quince años que se separaron. Mi hermana se vino
a Barcelona, de donde éramos, con sus tres hijos: dos chicos y una
chica. Uno de los chicos, cuando creció, volvió con su padre porque
decía que quería libertad, ya ve usted. Libertad para ser un golfo y así
ha terminado, en la cárcel.
- Mi hermana –continuó- ha pasado momentos difíciles, más de una vez
he tenido que sacarla de un apuro. El caso es que me pidió que me
hiciera cargo de su hija Carmencita, mi sobrina, para ver si le daba una
posición en la vida. Tenga en cuenta que yo no tuve hijos así que ¿qué
cosa podía hacer mejor que educarla para que siguiera el buen camino?
El comisario daba leves cabezazos animándola a seguir y adivinando
que llegaban al meollo de la cuestión.
- Carmen López, que así se llama o se llamaba mi sobrina, es una chica
que ahora tiene veinte años. Yo me hice cargo de ella cuando tenía
once. Desde el principio no quiso estudiar ni aprender nada, se negaba
a tocar el piano y ni siquiera quería bordar ¡fíjese usted! Yo le decía
¿qué quieres ser? ¿una chica de servicio y quedarte así toda la vida? Al
menos tu madre se gana honradamente la vida como costurera ¿y tú
qué piensas hacer, vivir del cuento? Ella se encogía de hombros y no
me hacía caso.
- Cuando tenía dieciséis años se escapó de casa. Se lo dije a mi hermana
y estuvimos un mes muy preocupadas pensando que se había hecho
tanguista o incluso se había metido en estas cosas de la trata de blancas
y terminado como prostituta en el barrio Chino, vete a saber, hay tantas
niñas descarriadas… El caso es que, al cabo de ese tiempo, volvió
como si nada diciendo que se había ido con un novio que se había
echado, un ingeniero llamado Ángel. Pero no crea que fue para casarse,
no, a ella le gustaban los regalos, beber champán, llevar una vida de
lujos. Al cabo de un mes de disfrutarla, el ingeniero, que además
estaba casado, se cansó de ella y le dijo que volviera a casa, que su
mujer ya no le permitía esa aventura. Le dio un dinero y Carmencita
tan contenta, volvió a casa como si nada.
- Señora, si pudiera concretar más sobre ella como posible víctima…
- Ya voy llegando, señor comisario. Es que usted tiene que comprender
la clase de chica en que se había convertido. Bueno, el caso es que no
la acepté en casa, después de lo que había pasado, así que, de común
acuerdo con mi hermana, le dije que tenía que irse a Madrid con su
padre, que allí tendría toda la libertad para hacer lo que quisiera pero
yo no iba a aceptar esa situación. De manera que se fue, como el golfo
de su hermano, y para hacer casi lo mismo que él: golferías. Hace dos
años, cuando apenas había cumplido los dieciocho, se escapó con otro
novio que se había echado, curiosamente llamado Ángel también,
como su padre. Era un negociante en coches, como le dijo a su madre
cuando apareció por Barcelona. Un hombre maduro, con dinero, que se
la había llevado para visitar la Exposición. Fue a ver a mi hermana
bien vestida, presumiendo de dinero y algunas joyas de baratillo que
aquel hombre le había regalado. Desde entonces, no hemos vuelto a
saber de ella. Por eso, casi se me para el corazón esta mañana cuando
he leído que la víctima se llamaba Carmen y su apellido empezaba por
L. ¡Carmen López Franco! me he dicho, estoy segura de que es mi
sobrina.
- Si es su sobrina espero que pueda identificarla. Sus restos están en el
Depósito municipal. Ahora mismo las acompañará en un auto uno de
mis hombres. Usted la ve, ya le digo que el espectáculo es muy
desagradable, pero si tiene alguna seguridad sería un paso importante
para nosotros.
- Ya me hago cargo. Mi criada Isabel la conoce también desde niña.
Entre ella y yo veremos a ver.
En el Depósito, un empleado levantó el lienzo que cubría el cadáver.
Venciendo su repugnancia, doña Aurora Franco y su doncella Isabel Pirafé,
observaron atentamente lo que quedaba de la que tal vez fuera su sobrina. Fue
Isabel la que se fijó en un detalle revelador:
- ¡Señora, fíjese en la oreja!
- A ver… ¡Ay, sí! Tiene el lóbulo rasgado, como mi Carmencita.
Válgame Dios, ¡qué desgracia! ¡mi pobre hermana no se merecía esto!
Uno en la cárcel, otra asesinada, qué familia me ha dado Dios.
La noticia se difundió al día siguiente en todos los periódicos de
Cataluña y de Madrid: la víctima era Carmen López Franco, de veinte años,
rubia, una joven que se iba con hombres de buena posición que luego la
abandonaban con un fajo de billetes en la mano. Así tenía que terminar, en
manos de un delincuente que la había matado.
Al día siguiente, un reportero del Heraldo encontró finalmente a su
padre Ángel López, para entrevistarlo. Él se echó a llorar, lamentando la suerte
de la desgraciada de su hija. Fue quien contó, entre lágrimas, los detalles más
jugosos a la prensa sobre las correrías de Carmencita.
- ¿Usted es el padre de esa señorita asesinada en Badalona?
- Sí, señor, para servirle.
- Trabajillo me ha costado dar con usted.
- Sí. Es que la calle de Valderribas, para quien no la conozca, es un lío,
algo así como un laberinto. Figúrese usté que al lao del 11, que es
donde usté tiene su casa, está el diecinueve, y una casa más allá, el
treinta y tres. Como pa ir con prisas.
- ¿Hace mucho tiempo que su hija vivía separada de ustedes?
- De mí, querrá usté decir. Sí, hace mucho tiempo.
- ¿Sobre cuánto?
- Quince años. Desde el día en que la mujer -¡maldita sea!- cogió el tole
y se largó. Supe que se habían ido a Barcelona. Se llevó a los dos
chicos y a la mayor. Pasao algún tiempo yo recogí a Juanito, el chavea,
y me lo traje conmigo. Pero vaya un gachó. A los catorce años estaba
hecho un golfo. No iba al colegio casi nunca. Y cuando por mayor tuyo
que dejar de ir a la escuela, me dijo que quería sentar plaza y le dejé.
Fue a servir al rey...
- ¿Eh?...
- Amos, quiero decir a la República, porque yo soy republicano de toa la
vida; lo que pasa es que la costumbre le hace tener a uno estos lapsus.
Estuvo en Villaverde mi chico, claro, y una noche, sin pedir permiso a
nadie, sin consultar con ninguno, se vistió de paisano y se largó. Le
cogieron y ahora está en Ceuta castigao. ¡La mala vida!
- Y de Carmen, ¿qué me dice usted?
- Pues casi na. Que se quedó con su madre. Vino a Madrid pasados
algunos años y estuvo viviendo con un ganadero.
- ¿Usted mantenía correspondencia con su hija?
- No, señor. Lo que pasa es que hace dos meses, calculo yo, ¿eh? porque
tengo muy mala memoria, vino a verme y me invitó a comer. Fui a su
casa, a la calle de Alburquerque, esa que hay entre la del Cardenal
Cisneros y la de Fuencarral, y en el número 3, pregunté por ella. Estaba
con una chiquilla que tenía como criada. Me dio de comer, le di las
gracias y terminao el ágape, andando que es tarde; pa el taller.
- ¿Fue la última vez que usted habló con Carmen?
- Tal y como usté lo dice, la última. ¡Hija de mi alma, con lo buena que
era!
- ¿Y a qué atribuye usted lo que ha ocurrido?
- Cualquiera lo sabe. A mí no me habló nunca de hombres. Y no me
habló porque yo no se lo habría consentido. Sé que frecuentaba el trato
con gente de dinero, con hombres pudientes. Por cierto que una vez le
llamé la atención y va y me dice, dijo:
- «No te pongas furia, porque esto ya no tiene remedio. A lo hecho,
pecho». ¿Y qué quiere usté que hiciera, señor? Pues darle buenos
consejos. Pero, sí, sí, váyale usté con buenos consejos a las jovencitas
de ahora. Las de mi tiempo eran de otra manera. ¡Asesiná en Badalona!
Y tó por una mala mujer. Si vio malos ejemplos en la madre, ¿cómo
iba a ser la hija? A lo mejor, esa mala pécora, mi mujer, ha estao
explotándola. Pero ahora se fastidia. La República, entre otras cosas,
ha promulgao la ley del divorcio, que está pero que mu bien. Y que yo
me divorcio, ¡no le quepa a usté la menor!
Unas horas después de esta entrevista llegaba a la redacción del Heraldo
una muchacha rubia, rellenita y sonriente. “Me llamo Carmen López Franco”,
espetó a los sorprendidos reporteros. La hicieron pasar con gran alborozo
¡tenían una primicia! Carmencita, la muchacha asesinada en Badalona,
respondía siempre con una sonrisa fingidamente recatada. Se notaba que le
gustaba la notoriedad obtenida en toda la prensa nacional y estaba dispuesta a
dar todo tipo de explicaciones.
- De modo que esa doña Aurora Franco, viuda y propietaria, que habita
en el barrio de San Gervasio, de Barcelona...
- Tía carnal mía. He vivido siete años a su lado. ¡Figúrese si me
conocerá bien! Y no digamos de Isabel, su criada, que me cogió siendo
una niña. Mucho debe de parecerse a mí la víctima de ese crimen
cuando mi tía e Isabel la confunden conmigo, Pero, ya me ve usted: a
mí no hay quién me entierre.
Y mostraba, como rara coincidencia con la muerta, el lóbulo de la oreja
derecha, con una hendidura muy acusada.
- ¡Es gracioso, hasta la señal de la oreja! ¡Y los veinte años, y la estatura,
y el pelo! ¡Pobre tía mía! ¡Qué disgusto se habrá llevado! Porque,
aunque yo me había separado de ella cuando me fugué de Barcelona
con mi primer novio, nos queríamos mucho. Lo que es que yo siempre
fui muy alegre y eso a mi tía Aurora la disgustaba... Mi tía quiso
traerme al buen camino; pero como yo era feliz, y lo sigo siendo, en
este...
- Hasta que un Landrú o un vampiro la instale a usted –dijo moralista el
reportero-, para la eternidad, en un chalet misterioso... ¿No ha sentido
usted nunca miedo a ese peligro?
- Sí; y hasta he estado expuesta a cosas semejantes en Barcelona, donde
he tratado a muchos franceses del hampa «bien», a personajes raros y
sospechosos, a caballeros solitarios de esos que esconden en sitios
novelescos sus amores o sus caprichos... Pero, hasta ahora, y en buena
hora lo diga, ya me ve usted, no me han degollado. Sólo he sufrido
algún accidente de automóvil: en Barcelona, el 8 de septiembre del 27,
volviendo de los toros, volcamos en la Gran Vía Layetana. Otra vez,
me hirieron en una fiesta; y otra... Pero esto no es la información que
usted quiere, ¿verdad?
- ¿Cómo que no? Estos son datos para la información que pudo haberse
hecho de usted, si usted, como su tía asegura, fuera la desdichada
mujercita asesinada misteriosamente en el hotelito de la calle de
Lourdes de Badalona.
- ¡Por Dios! No me hable usted así como si fuera yo, de verdad, la
desenterrada, que me da escalofrío.
En ese momento llegó a la redacción el reportero que acababa de
entrevistar al pintor Antonio López, ignorando éste que su hija estaba viva.
Se mostró muy sorprendido y le informó de que había dejado a su padre
llorando su pérdida.
- ¡Pobre mío! Con permiso de ustedes corro a buscarle. Hace siete
meses, desde que me fui a vivir a Salamanca, que no lo veo. ¡La
alegría que le va a dar saber que a mí no hay gachó que me entierre,
como no sea por las buenas!
- ¿Y cómo es por las buenas?
- ¡Toma, qué gracia! En billetes de Banco.
La historia de Carmen López, a la que hemos dedicado cierta extensión,
no es inusual en aquel tiempo. El mismo día y en la redacción del periódico
Libertad, se presentaba un hombre que decía ser hermano de una tal Carmen
Lafuente. Lo sucedido con ella parece una historia paralela a la anterior.
Modista, con veinte años, desapareció del hogar familiar el primer día de
noviembre del año anterior, o sea, cuatro meses y pico antes de encontrar el
cadáver de Badalona. El mismo hermano contaba que la había visto de lejos en
compañía de un hombre, algo que no era la primera vez que pasaba. Dos años
antes ya se había escapado con un novio que la había abandonado al cabo de
un tiempo, volviendo entonces a su casa y su oficio. Pero se ve que
aprovechaba su juventud para buscar un novio rico que se casara con ella y, a
falta de ello, un hombre maduro que se gastara el dinero en darle una buena
vida, aunque fuese una temporada.
Ciertamente, una mujer joven de clase modesta podía aspirar por
entonces a bien poco: básicamente, a integrarse en el servicio doméstico o
dedicarse a la costura, como modista o bien a ejercer de planchadora o
lavandera. En el peor de los casos, desde el punto de vista moral, ejercía la
prostitución en lugares de alterne, para encontrar alguien que la mantuviera y
le pusiera un piso propio, o bien que llegara a triunfar en el Paralelo
barcelonés, como sucedió en aquel tiempo con la Bella Dorita.
Lo que vieron los vecinos
Si causaba la natural expectación averiguar quién era la mujer muerta y
enterrada, lo mismo sucedía con el misterioso inquilino que había declarado en
el contrato de arrendamiento que se llamaba Aurelio Martínez. Era, según
afirmaron los que lo trataron, un hombre de estatura más bien baja, de treinta y
ocho años, según declaraba en el contrato. Vestía con elegancia y era educado
en el trato pero, según su vecina María Rius, que vivía en la casa más cercana,
resultaba una persona poco comunicativa, limitándose a saludar a los vecinos
con los que se cruzaba, sin detenerse a comentar nada con ellos.
María afirmaba que nunca lo había visto con amigo alguno ni con otra
compañía, aunque otros testimonios, como el del sereno Ricardo Navarro, que
se lo había cruzado algunas veces de noche, manifestaban que no era extraño
que volviese con alguna mujer colgada de su brazo. ¿De dónde salía esa
compañía femenina, que no era siempre la misma? Se decía que este Aurelio
frecuentaba la vida nocturna de Barcelona, que aquellas mujeres ya se sabía a
qué oficio se dedicaban y para qué venían. Eran tanguistas, según la
terminología de la época, jóvenes que acompañaban a hombres algo
adinerados para comer y beber en los garitos del Paralelo terminando por
acompañarlos a su domicilio por la noche.
Comentado este aspecto del inquilino, María Rius recordaba que sí, que
una vez vio a una mujer joven, de algo menos de treinta años, tendiendo la
ropa en el terrado. Era ella quien en cierta ocasión escuchó por la noche
aquella petición de “Carmen, apaga la luz” que tantas especulaciones había
provocado.
- ¿No habían infundido a usted sospechas sus vecinos? -se le preguntó a
María.
- Ninguna -respondió-. Sólo su falta de relaciones y su carácter
reservado, como quien se halla envuelto en un misterio; pero se
mostraba correcto con todo el mundo y no se le dio importancia a su
manera de vivir. Se creyó que se trataba de un hombre que por motivos
familiares se veía obligado a vivir retirado en esta barriada.
Detalles más jugosos pudieron obtenerse de un vecino del barrio,
Francisco Ortiz, que regentaba un establecimiento de bebidas y comestibles, al
que Aurelio Martínez había acudido en ocasiones.
- En cierta ocasión me dijo que era de la provincia de Huesca pero que
había estado mucho tiempo en América. Me lo aclaró porque le había
preguntado por su marcado acento argentino.
- ¿Le dio algún detalle más de su vida?
- Sí, afirmaba que estaba casado y que esperaba a su mujer, que se
encontraba en Valencia. Lo que pasa es que le vi alguna vez
acompañado de alguna mujer… ya sabe, de ésas. Le pregunté
haciéndome el inocente si era su mujer y el hombre, que parecía de
buen humor, me guiñó el ojo y me respondió: “No, ésta es una
amiguita”.
- Denos algún detalle más de Martínez –le preguntó el reportero.
- Ya le digo, era un hombre muy fino, hablaba con deje argentino, pero
con acento francés. Era muy amable. Para que se dé cuenta de su
amabilidad, un día me pidió una cerilla y una copa que yo le serví
inmediatamente, y me advirtió que la copa era para mí.
- ¿Cuántas mujeres cree usted que entraban en el chalet?
- Por lo menos tres. Además, una vez estuve en la casa.
- Esto es interesante –le dijo el periodista.
- Verá usted. Yo soy carpintero, y un día, por encargo suyo, estuve allí
con objeto de poner una rinconera para unas lámparas. Llamé a la
puerta a las once de la mañana y salió a abrirme una mujer de cabello
castaño oscuro. Me dejó en la habitación en que yo había de trabajar y
se fue hacia el comedor. Mientras colocaba la rinconera la oí hablar y
reír con otras dos mujeres a las que no me fue posible ver.
El propietario del establecimiento no dijo nada más pero planteaba
algunas incógnitas que otros testimonios permitían, si no resolver, al menos
acercarse a su solución. En este caso fue una vecina que regentaba a su vez
otro establecimiento de ropa en el mismo barrio, dedicándose también a
composturas y arreglos. Esta señora recordaba que en un par de ocasiones
había entrado una muchacha joven, bonita y elegante, que necesitaba retocar
unas faldas. Como el arreglo no debía llevar mucho tiempo prefirió sentarse a
esperar.
- Parecía estar muy deprimida y sentía la necesidad de desahogarse y
contarle a alguien las penas que tenía en el corazón. Y ahí estaba yo.
- ¿Pero era amiga de Aurelio Martínez?
- Así me lo dijo.
- ¿Qué más contó?
- Me dijo que tenía veintidós años, que se fue con sus padres a Argentina
pero perdió a su madre de pequeña. Su padre se volvió a casar
marchando luego a Cuba para hacer fortuna. Estuvo allí seis años,
reuniendo un buen dinero cuando murió. Pues bien, esos seis años esta
muchacha los pasó en casa de la familia de Aurelio Martínez, de ahí la
amistad que los unía.
- Más tarde su amigo se fue a Barcelona -continuó- y ella vino también
al cabo de un tiempo con los documentos acreditativos que le
permitirían cobrar la herencia de su padre, algo que todavía no había
conseguido. Un día apareció Aurelio por la casa que tenía en Barcelona
y le dijo que se había asentado en un chalet de Badalona. El caso es
que pasaron las semanas y, al ver que no volvía, fue a visitarlo. Él se
deshizo en excusas diciendo que había estado enfermo. Lo había
encontrado abatido y triste.
- ¿Usted sabe si hubo algo entre ellos? Tal vez esta muchacha sea una de
las jóvenes que lo visitaba…
- No sé decirle. Me vino a decir que Aurelio la pretendía, pero que ella
no se decidía porque sabía que era un mujeriego, un bala perdida. Por
otro lado era tan amable, tan bueno, que ella no podía olvidarlo
fácilmente, lo cual, unido al hecho de no haber podido recuperar esa
herencia y vivir mientras tanto de forma precaria, la había llevado a un
estado de gran tristeza.
A la luz de lo que luego se supo del historial de aquel sujeto, la historia
de esta amiga solo puede calificarse como una sarta de embustes. En todo
caso, tuvo un efecto inicial en los primeros días, tras el descubrimiento del
cadáver, cuando no se sabía la verdadera identidad de este Aurelio Martínez.
Para empezar, ya se había deslizado la idea policial de que el nombre fuera
supuesto. En el contrato de arrendamiento figuraba en un lado el nombre de
Martino y en la firma Martínez, como si el firmante hubiera dudado de su
propio nombre, lo que hacía sospechar que fuera ficticio. De confirmarse tal
cosa, el testimonio de aquella muchacha deprimida resultaba ser una mentira
desde su propio inicio. Su identidad habría de averiguarse más adelante,
confirmándose que era compañera y cómplice de las últimas andanzas del
citado Aurelio.
Un testimonio muy importante fue el proporcionado por Heriberto
Oliveras, dueño de una tienda de mosaicos y azulejos. En cierta ocasión entró
en el establecimiento un hombre al que luego identificaría como el procesado
por el crimen. Vino a comprarle baldosas lo más parecidas a una muestra que
puso sobre el mostrador.
- Recuerdo que me preguntó con gran insistencia qué era lo mejor para
tapar un hoyo: cemento, cal o yeso. También preguntó en qué
proporción había que emplear la arena y otros detalles del mismo
estilo. Finalmente, después de comprarme dos sacos de yeso, además
de los mosaicos que consideró oportunos, pidió que los muchachos le
llevaran el material al chalet de Badalona.
- Pero hubo problemas, al parecer.
- Sí, los chicos se equivocaron y le dejaron el material en la casa de un
vecino, que dijo que los guardaría pero que no sabía de tal encargo.
Fue una confusión. Al cabo de un par de días vino ese hombre algo
nervioso, reclamando lo que había comprado. Se aclaró el asunto y él
mismo acompañó a los muchachos para que recogieran el material de
casa del vecino y se lo llevaran a la suya.
El vecino se llamaba Timoteo Morata y, cuando uno lee su testimonio,
no puede dejar de concluir que registraba con todo detalle los movimientos
que tenían lugar en el barrio.
“Casualmente”, sostuvo, vio llegar en cierta ocasión a Aurelio Martínez
del brazo de dos mujeres, una relativamente joven y rubia, otra de mayor edad
y morena. Aquella noche, afirmó, oyó unos gritos. “Debió ser la noche del
crimen” añadió para gusto del reportero.
- A la mañana siguiente ese Martínez salió con la mujer de más edad. De
la rubia no volvió a saberse. Al cabo de un día o dos me llegaron dos
sacos de yeso y otro de mosaicos para un suelo. Les dije a los
muchachos que aquello no era mío pero ellos me contestaron que me
quedara con el material mientras aclaraban la confusión. Como no
quería que volvieran cargados de nuevo acepté y, al cabo de poco
tiempo, llegó ese Martínez con los mismos muchachos para llevárselo
todo.
- De todos modos –añadía con una sonrisa-, yo ya había inspeccionado
lo que contenían y me parecía muy sospechoso. Pensé que Martínez se
dedicaba a la fabricación de moldes para explosivos y, siguiendo mi
obligación ciudadana, informé a las autoridades de esa sospecha. Sin
embargo, no me hicieron caso ninguno. Si me lo hubieran hecho, antes
se hubiera descubierto el pastel ¿no le parece?
Mientras la prensa de la época entrecruzaba este tipo de historias sin que
se supiese a dónde conducían, la policía sí seguía pistas más fiables que los
reporteros no alcanzaban a conocer en los primeros días. De todos modos,
algunos de estos testimonios seguirían siendo anclas seguras de la acusación
contra el principal sospechoso, cuando fuera detenido. Hemos hablado del
comerciante que le vendió el yeso y ante el cual el cliente habló de un
“agujero” que quería cubrir. Del mismo modo estaba la declaración de Ricardo
Navarro, el sereno del barrio. Además de ver a Aurelio Martínez volviendo
con mujeres, como hemos dicho, quedó sorprendido cierta noche en que,
paseando por un altozano que dominaba desde la altura el chalet en cuestión,
vio a su inquilino, a la luz de unas velas, fregando el piso a una hora
intempestiva. ¿Estaba haciendo desaparecer las huellas del crimen? Todo hacía
indicar que sí.
Entre tanto, los periódicos se llenaban de comentarios sobre “el nuevo
Landrú” de Badalona, abriendo la posibilidad de que en el jardín del chalet o
en su interior, se encontrasen otros cadáveres de mujeres. Apenas cinco días
después de descubrir el único existente hasta la fecha, el Heraldo proclamaba
su sospecha a fin de ganar la atención del público lector:
“Parece ser que ya tenemos también nuestro vampiro. El matador de
mujeres de Badalona se incorpora a la racha del vampiro de
Dusseldoff y del vampiro de Linz, que es hasta ahora el que con más
éxito ha intentado emular la gloria negra de Landrú, el vampiro de
París”.
Las pistas fiables
En el chalet, entre los muebles desvencijados que quedaban y diversos
restos informes, se encontraron algunas prendas de vestir en mal estado que el
inquilino no había considerado dignas de llevárselas o venderlas. En una de
ellas figuraba la dirección de la tienda o negocio donde se compró: calle
Salmerón 27, en Barcelona.
Personada en dicho lugar la policía resultó encontrarse allí una librería
llamada “La Universal” que, además de libros de ocasión, se dedicaba a
vender todo tipo de objetos: ropa, muebles, etc.
- ¿Conoce usted a un sujeto que vivía en un chalet de Badalona?
- Claro –dijo inmediatamente-, “el alemán”, he tenido tratos con él, sí.
- Pues venga con nosotros hasta los Juzgados, que el señor juez tiene que
hacerle unas preguntas.
El hombre resultó llamarse Leopoldo Delgado, de origen francés aunque
su padre era español. Acudió a presencia del juez no sin cierto temor. La
costumbre dictaba que la autoridad metiese en el calabozo a los testigos
diríamos “de forma preventiva”, a fin de ablandarlos y hacerlos más propicios
a la confesión, ante la cual siempre andaban reticentes.
El librero, no obstante, colaboró en todo momento dando toda clase de
explicaciones sobre sus negocios con el desconocido inquilino de Badalona, lo
que hizo que su paso por la cárcel del Juzgado fuera corta, apenas dos días,
tras los cuales fue liberado sin cargos.
Tras dar los primeros datos de filiación y asegurar que regentaba su
negocio desde hacía tiempo en la Rambla barcelonesa de Santa Mónica, el
juez entró en el meollo de la cuestión.
- ¿De qué conocía al inquilino de la casa de Badalona?
- Vino un día a la librería cargado de un montón de libros en alemán, de ahí
que lo llamara así. Dijo que eran de su padre, que había sido profesor de ese
idioma y ahora, fallecido su progenitor, no les encontraba utilidad.
- ¿Le dijo algo sobre su nombre, su vida pasada?
- Poca cosa. A mí me extrañó lo de su padre enseñando alemán cuando él tenía
un claro acento argentino pero vete a saber ¿quién era yo para indagar?
Fuimos al negocio y nada más.
- ¿Ningún otro dato? ¿No le habló de su familia, de qué vivía?
- Bueno, me dio a entender que vivía de las mujeres. No me lo dijo así, pero
comentó que visitaba regularmente el Molino Rojo, que conocía allí a
algunas jóvenes y que trabajaban para él. No sé si lo dijo así, pero me lo dio
a entender. A mí eso ni me iba ni me venía, yo iba al negocio y nada más.
Hay clientes que dan todo tipo de explicaciones de por qué se deshacen de
las cosas que me venden, pero a mí eso no me suele interesar.