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Le Guin, Ursula K. - La Rueda Del Cielo

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LA RUEDA DEL

CIELO
Ursula K. Le Guin

1
Título original: The lathe of heaven
Traducción: Antonio Bonano
Diseño de tapa: Oscar Díaz
©1971
©1975, Grupo Editor de Buenos Aires (Selecciones Fotón 4)
Digitalizado: urijenny odoniano@yahoo.com.ar
Revisión: Silicon 10/2007

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1

Confucio, y tú con él, los dos estáis soñando. Yo que digo que vosotros soñáis,
sueño también. Esto tiene por nombre misterio. Cuando, después de diez mil genera-
ciones, nos encontremos con un varón santo, tendremos su explicación de la mañana a
la noche.
Chuang-tzu, II

Transportada por la corriente, dominada por el oleaje, impulsada por todo el


poder del océano, la medusa deriva en el abismo de las mareas. La luz la atraviesa
y la oscuridad la penetra. Transportada, dominada, impulsada de cualquier parte a
cualquier parte, porque en la profundidad del mar no hay brújula sino más cerca y
más lejos, más alto y más bajo, la medusa está suspendida y oscila; los latidos son
suaves y rápidos en ella, así como los vastos latidos diurnos vibran en el mar
guiado por la Luna. Suspendida, oscilante, latiente, la criatura más insustancial y
vulnerable, su defensa es la violencia y el poder de todo el océano, al que le ha
confiado su ser, su marcha y su voluntad.
Pero aquí surgen los sólidos continentes. Las masas de piedra y los farallones
de roca surgen rudamente del agua y entran en el aire, ese espacio exterior seco y
terrible de esplendor e inestabilidad, donde no hay sustento para la vida. Y ahora,
las corrientes engañan y las olas traicionan, rompiendo su círculo infinito, para
saltar en estrepitosa espuma contra la roca y el aire, rompiendo...
¿Qué hará la criatura formada por el mar en la arena seca de la luz del día?
¿Qué hará la mente, cada mañana, al despertarse?

Sus párpados habían desaparecido, quemados, de modo que no podía cerrar


los ojos y la luz entraba en su cerebro, ardiente. No podía volver la cabeza,
porque bloques de hormigón lo aprisionaban y las varillas de acero que se proyec-
taban desde los núcleos fijaban su cabeza como si fueran tenazas, impidiéndole el
movimiento. Cuando desaparecieron, pudo volver a moverse; se sentó. Estaba

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sobre los escalones de cemento; junto a su mano florecía un diente de león, que
surgía de una grieta en uno de los escalones. Después de un rato se incorporó,
pero tan pronto como estuvo sobre sus pies se sintió muy mal; sabía que era el
mal de la radiación. La puerta estaba sólo a dos pasos de él, porque la cama
inflable ocupaba más de la mitad del cuarto. Llegó a la puerta, la abrió y salió. Allí
se extendía el interminable corredor de linóleo, levemente ondulado, por kilóme-
tros, y allá a lo lejos, muy lejos, el baño de hombres. Empezó a caminar hacia él,
tratando de apoyarse en la pared, pero no había nada de qué aferrarse, y la pared
se convirtió en el piso.
–Cálmese, así está bien.
El rostro del ascensorista estaba suspendido sobre él como un farol de papel,
pálido, bordeado de pelo que encanecía.
–No pude encontrar la llave –dijo, dando a entender que había tratado de ce-
rrar la puerta por la que llegaban los sueños, pero ninguna de las llaves corres-
pondía a la cerradura.
–El médico está por llegar del piso quince –dijo Mannie, con voz apenas au-
dible entre los rugidos del mar.
Él caminaba a los tumbos y trataba de respirar. Un extraño estaba sentado so-
bre su cama, con una jeringa hipodérmica en la mano, mirándolo.
–Le hizo efecto –comentó el extraño–. Está volviendo en sí. ¿Se siente como
el demonio? Tranquilícese. Es natural que se sienta como el demonio. ¿Tomó
todo esto de una vez? –mostró siete pequeños sobres del botiquín de automedi-
cación–. Pésima mezcla, barbitúricos y dexedrina. ¿Qué se proponía?
Era difícil respirar, pero el malestar había desaparecido, dejando sólo una tre-
menda languidez.
–Están todos fechados esta semana –siguió el médico, un hombre joven de
cabellos castaños peinados hacia atrás y malos dientes–. Lo que significa que no
los obtuvo todos con su Tarjeta de Farmacia, de modo que deberé informar que
usted ha pedido. No me gusta hacerlo, pero me llamaron y no tengo opción
posible, ¿entiende? Pero no se preocupe, estas drogas no significan un delito;
recibirá una nota para que se presente a la comisaría, donde lo enviarán a la
Escuela Médica o a la Clínica de Zona para una revisión y de ahí lo derivarán a un
médico o a un psiquiatra para un Tratamiento Terapéutico Voluntario. Ya preparé
el formulario para usted, y usé su D.I.; todo lo que necesito saber es cuánto
tiempo ha estado usando estas drogas en una cantidad que excede su asignación
personal.
–Un par de meses.
El médico garabateó en un papel apoyado sobre su rodilla.
–¿Y a quién le pedía Tarjetas de Farmacia?
–Amigos.
–Tiene que darme los nombres.
Después de un momento el médico dijo:
–Un nombre, por lo menos. No es más que una formalidad, no les acarreará
ningún problema. Sólo una reprimenda de la policía, y el control de SEB vigilará

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sus Tarjetas de Farmacia durante un año. Nada más que una formalidad. Un
nombre.
–No puedo. Trataban de ayudarme.
–Vea, si no me da los nombres, significará que está resistiendo, e irá a la cárcel
o lo confinarán en Terapia Obligatoria, en una institución. De todos modos si
quieren pueden rastrear las tarjetas en los registros de autodroga; esto sólo les
ahorra tiempo. Vamos, déme sólo uno de los nombres.
Cubrió su rostro con los brazos para protegerlo de la luz Insoportable, y dijo:
–No puedo, no puedo hacerlo. Necesito ayuda.
–Me pidió prestada mi tarjeta –dijo el ascensorista–. Sí, Mannie Ahrens, 247-
602-6023 –la lapicera del médico siguió garabateando.
–Nunca usé su tarjeta.
–Vamos a confundirlos un poco; no van a controlar. La gente siempre usa las
Tarjetas de Farmacia de otra gente, no pueden controlar. Tengo una colección
completa de esas reprimendas. No lo saben. He tomado algunas cosas de SEB de
las que ni siquiera oí hablar. Usted nunca ha tenido problemas, George, tranquilí-
cese.
–No puedo –replicó, dando a entender que no podía permitir que Mannie
mintiera por él, que no podía impedir que mintiera por él, que no podía tranquili-
zarse, que no podía seguir así.
–Se sentirá mejor en dos o tres horas –dijo el médico–. Pero no salga hoy. De
todos modos, el centro está congestionado, los conductores están haciendo otra
huelga y la policía intenta conducir los subterráneos; según las noticias, hay gran
tensión. Descanse. Ahora debo marcharme; tengo que caminar hasta mi trabajo, a
unos diez minutos de aquí, en ese Complejo Habitacional del Estado de Macadam
–la cama se sacudió cuando el médico se puso de pie–. ¿Sabe que hay doscientos
sesenta niños en ese complejo que sufren desnutrición? Son todas familias de
ingresos bajos o de Ayuda Básica, y no reciben proteína. ¿Qué demonios se
supone que debo hacer? Ya pasé cinco notas diferentes de Raciones Mínimas de
Proteína para esos chicos, y no llegan; todo es burocracia y excusas. Siempre me
dicen que la gente de Ayuda Básica puede comprar alimento suficiente. Seguro,
¿pero qué pasa si no hay alimento para poder comprarlo? Oh, al demonio con
este asunto. Voy y les doy inyecciones de vitamina C y trato de simular que la
inanición no es más que escorbuto...
La puerta se cerró. La cama se sacudió cuando Mannie se sentó en el mismo
lugar que había ocupado el médico Había un olor apenas perceptible, dulzón,
como de pasto recién cortado. En la oscuridad de ojos cerrados entre la bruma, la
voz de Mannie sonó lejana:
–¿No es genial estar vivo?

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2

El portal de Dios es la inexistencia.


Chuang-tzu, XXIII

El consultorio del doctor William Haber no tenía una vista del monte Hood.
Era un departamento interior en el piso sesenta y tres del Willamette East Tower,
y no tenía ninguna vista. Pero en una de las paredes sin ventanas había una gran
fotografía mural del monte Hood, que el doctor Haber miraba mientras hablaba
por el intercomunicador con su recepcionista.
–¿Quién es el Orr este que está por llegar, Penny? ¿El histérico con síntomas
de lepra?
Ella estaba a menos de un metro de distancia, del otro lado de la pared, pero
un intercomunicador, como un diploma en la pared, inspira confianza en el
paciente y también en el médico. Además, no está bien que un psiquiatra abra la
puerta, y grite: "¡El que sigue!"
–No, doctor, ese es el señor Greene, que vendrá mañana a las diez. A éste lo
envía el doctor Walters, de la Escuela de Medicina de la Universidad. Un caso de
TTV.
–Abuso de droga. Correcto. Tengo aquí la ficha. Bien, hágalo pasar cuando
llegue.
Mientras hablaba pudo oír al ascensor que zumbaba y se detenía, las puertas
que se abrían; luego los pasos, la duda, la puerta de entrada que se abría. También
podía oír puertas, máquinas de escribir, voces, agua que fluía en los baños, en
todas las oficinas a lo largo del corredor, encima y debajo de él. Lo importante era
aprender a no oír eso. Las únicas paredes divisorias sólidas que quedaban estaban
dentro de la cabeza.
Ahora Penny estaba formulando las preguntas rutinarias de la primera visita, y
mientras esperaba, el doctor Haber volvió a contemplar el mural y se preguntó
cuándo habría sido tomada esa fotografía. Cielo azul, nieve desde la base al pico.

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Muchos años atrás, en la década del sesenta o del setenta, sin duda. El Efecto
Invernadero había sido muy gradual y Haber, nacido en 1982, podía recordar con
toda claridad los cielos azules de su niñez. En la actualidad las nieves eternas
habían desaparecido de las montañas de todo el mundo, aun en el Everest, aun en
Erebus, devoradas en la desierta costa antártica. Sin duda, se trataría de una foto
moderna coloreada, en la que se había simulado el cielo azul y el pico blanco.
–¡Buenas tardes, señor Orr! –saludó sonriente–, mientras se incorporaba, pero
sin extender la mano, porque en esos días muchos pacientes tenían gran temor al
contacto físico.
El paciente, inseguro, retiró la mano casi tendida, y tocó nerviosamente su co-
llar mientras decía:
–Cómo está usted.
El collar era la habitual cadena larga de acero plateado. Vestimenta común, de
empleado de oficina tipo; corte de cabello conservador, largo hasta el hombro,
barba corta. Ojos y cabellos claros; un hombre de estatura mediana, delgado,
ligeramente desnutrido, de buena salud, de 28 a 32 años. No agresivo, tímido,
reprimido, convencional. El período más valioso de la relación con un paciente,
solía decir el doctor Haber, eran los primeros diez segundos.
–Siéntese, señor Orr. ¿Fuma? Los de filtro marrón son sedantes, los blancos
son estimulantes –Orr no fumaba–. Ahora bien, veamos si los datos que me
pasaron son correctos. Control de SEB desea saber por qué usted ha estado pi-
diendo a sus amigos Tarjetas de Farmacia para conseguir una cantidad mayor a la
que se le asigna de pastillas sedantes y pastillas estimulantes. ¿Correcto? De modo
que lo enviaron a ver a los muchachos de la colina, y ellos recomendaron Trata-
miento Terapéutico Voluntario y lo derivaron a mí para la terapia. ¿Todo correc-
to?
El médico escuchó su propia voz afable, grata, bien calculada para que la otra
persona se sintiera cómoda; pero su paciente estaba lejos de sentirse cómodo.
Pestañaba con frecuencia; estaba sentado en actitud tensa, y la posición de las
manos era muy formal: un cuadro clásico de ansiedad reprimida. Afirmó con la
cabeza, como si estuviera tragando al mismo tiempo.
–Muy bien, entonces, todo bien por allí. Si usted hubiera estado guardando las
pastillas, para venderlas a los adictos o para cometer un crimen con ellas, enton-
ces sí que estaría en una situación difícil. Pero como simplemente las usó, su
castigo no es más que unas pocas sesiones conmigo. Ahora, por supuesto, lo que
deseo saber es por qué las usó, para que entre los dos busquemos un modelo de
vida mejor para usted, que lo mantenga dentro de los límites de dosificación de su
Tarjeta de Farmacia, por una parte, y por la otra que lo libere de toda dependencia
de la droga. Su costumbre –sus ojos se posaron por un instante en el legajo
enviado por la Escuela de Medicina– era tomar barbitúricos por un par de sema-
nas, pasar entonces a la dextroanfetamina unas pocas noches y volver a los
barbitúricos. ¿Cómo empezó eso? ¿Insomnio?
–Duermo bien.
–Pero tiene malos sueños.

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El hombre levantó la cabeza, atemorizado: un relámpago de no disimulado
terror. Iba a ser un caso simple; no tenía defensas.
–Algo así –replicó secamente.
–Me resultó fácil adivinarlo, señor Orr. En general suelen enviarme a los que
sueñan –le sonrió el hombrecito–. Soy especialista en sueños, literalmente. Un
onirólogo. Los sueños son mi especialidad. Bien, ahora puedo pasar a la siguiente
suposición, que es que usted usaba fenobarbital para suprimir los sueños pero
descubrió que con el acostumbramiento la droga tenía un efecto supresor cada
vez menor, hasta no tener ninguno. Lo mismo con la dexedrina. Da modo que los
alternaba. ¿Correcto?
El paciente afirmó con la cabeza, tenso.
–¿Por qué los períodos con dexedrina siempre eran más cortos?
–Me excitaba.
–Apuesto a que sí. Y esa última dosis combinada que tomó era bastante fuer-
te. Pero no peligrosa. De todos modos, señor Orr, estaba haciendo algo peligroso
–hizo una pausa, para conseguir un efecto–. Se estaba privando de sueños.
Otra vez el paciente afirmó con la cabeza.
–¿Usted trata de privarse de alimento y de agua, señor Orr? ¿Ha tratado de
arreglarse sin aire, en los últimos tiempos?
Mantuvo el tono jovial y el paciente consiguió mostrar una sonrisa breve y
triste.
–Usted sabe que necesita dormir, así como necesita alimento, agua y aire. ¿Pe-
ro se dio cuenta de que dormir no es suficiente, de que su cuerpo exige dormir
cierta cantidad de horas, pero con sueños? Si se la priva sistemáticamente de
sueños, su mente le hará cosas muy extrañas. Lo tornará irritable, ansioso, incapaz
de concentrarse... ¿Le suena familiar esto? ¡No era sólo la dexedrina! Lo induce a
ensoñaciones, a reacciones irregulares; lo vuelve olvidadizo, irresponsable y
propenso a fantasías paranoicas. Y por último, lo obligará a soñar, no importa
qué. Ninguna de las drogas que poseemos puede impedirle que sueñe, a menos
qué lo mate. Por ejemplo, el alcoholismo extremo puede llevar a un estado que se
llama mielinolisis pontina, que es fatal; la causa es una lesión del cerebro, resultan-
te de la falta de sueños. ¡No porque no se duerma! Por la falta de un estado muy
específico que se produce mientras se duerme, el estado de sueños, el estado d.
Ahora bien, usted no es alcohólico, y no está muerto, de modo que lo que ha
tomado para suprimir los sueños sólo ha actuado parcialmente. Por lo tanto: (a)
está en mal estado físico por la privación parcial de sueños, y (b) ha estado
tratando de avanzar por un callejón sin salida. ¿Qué es lo que lo indujo a entrar en
un callejón sin salida? El temor a los sueños, a los sueños malos, supongo, o lo
que usted considera malos sueños. ¿Puede decirme algo de esos malos sueños?
Orr dudó.
Haber abrió la boca y volvió a cerrarla. A menudo sabía lo que sus pacientes
iban a decir, y podía decirlo mejor que ellos. Pero que tomaran la iniciativa era lo
importante; no podía tomarla por ellos. Después de todo, esta charla era un mero
preliminar, un rito residual de los días en que florecía el análisis; su única función

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era la de ayudarlo a decidir cómo debía encarar la terapia, si el condicionamiento
positivo o el negativo era lo indicado, lo que él debía hacer.
–No tengo más pesadillas que la mayoría de la gente, creo –estaba diciendo
Orr, mientras miraba sus manos–. Nada especial. Tengo... miedo de soñar.
–De los sueños malos.
–De todos los sueños.
–Va veo. ¿Tiene noción de cómo empezó ese temor? ¿O de qué es lo que te-
me, lo que desea evitar?
Como Orr no contestó enseguida, sino que se quedó mirando sus manos,
cuadradas, rojizas, muy quietas sobre sus rodillas, Haber lo ayudó un poco.
–¿Es la irracionalidad, el desorden, a veces la inmoralidad de los sueños, es
algo así lo que lo hace sentir mal?
–Sí, en cierto sentido. Pero por una razón específica. Usted sabe, aquí... aquí
yo...
Aquí está la esencia, el nudo, pensó Haber, mirando también esas manos ten-
sas. Pobre tipo. Tiene sueños húmedos, y un complejo de culpa por ello. Enuresis
infantil, madre compulsiva...
–Aquí es donde usted deja de creerme.
El hombrecito se sentía peor de lo que parecía.
–Un individuo que se ocupa de los sueños, tanto en personas despiertas como
dormidas, no se preocupa por creer o no, señor Orr. No son categorías que yo
use mucho. No corresponden. De modo que ignore eso, y prosiga. Me interesa.
¿Sonaría eso a condescendencia? Miró a Orr para ver si la afirmación había
causado mal efecto, y por un instante se encontró con los ojos del hombre. Ojos
extraordinariamente bellos, pensó Haber, y se sintió sorprendido por la palabra,
porque belleza no era una categoría que usara mucho tampoco. El iris era celeste
o gris, muy claro, transparente. Por un momento Haber se olvidó de si mismo y
volvió a mirar esos ojos claros, esquivos; pero sólo por un momento, de modo
que la singularidad de la experiencia apenas se registró en su mente consciente.
–Bien –dijo Orr, hablando con cierta decisión–, he tenido sueños que... que
afectaron el... mundo exterior a los sueños, el mundo real.
–Todos los tenemos, señor Orr.
Orr fijó su mirada. El perfecto hombre honesto.
–El efecto de los sueños del estado antes de despertar sobre el nivel emocio-
nal general de la psiquis puede ser...
Pero el hombre honesto lo interrumpió.
–No, no me refiero a eso –agregó, vacilante–: Lo que quiero decir es que soñé
algo, y se volvió realidad.
–Eso no es difícil de creer, señor Orr. Se lo digo seriamente. Desde el surgi-
miento del pensamiento científico nadie se inclinaría aun a cuestionar esa afirma-
ción, y mucho menos a no creerla. El sueño profético...
–No son sueños proféticos. No puedo prever nada. Simplemente cambio las
cosas –las manos estaban crispadas.

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Con razón los genios de la Escuela de Medicina se lo habían enviado. Siempre
le hacían llegar a Haber las nueces que ellos no podían romper.
–¿Puede darme un ejemplo? ¿Puede recordar la primera vez que tuvo un sue-
ño semejante? ¿Qué edad tenía?
El paciente pensó largo rato, y finalmente dijo:
–Dieciséis, creo –su modo seguía siendo dócil; demostraba gran temor al te-
ma, pero ninguna hostilidad hacia Haber–. No estoy seguro.
–Cuénteme acerca de la primera vez que recuerde con claridad.
–Tenía dieciséis años. Todavía vivía con mis padres, y la hermana de mi ma-
dre estaba viviendo con nosotros. Estaba tramitando un divorcio y no trabajaba;
recibía la Ayuda Básica. Estorbaba un poco; era un departamento común de tres
ambientes, y ella siempre estaba allí. La enloquecía a mi madre. No era considera-
da, tía Ethel. Ensuciaba el baño; aún teníamos un baño privado en ese departa-
mento. Y siempre..., hacía una especie de broma conmigo. Broma a medias. Venía
a mi dormitorio vestida sólo con la parte inferior del pijama, etcétera. Sólo tenía
unos treinta años. Me tenía excitado; todavía no me había acostado con una chica
y... usted entiende. La adolescencia... es fácil entusiasmar a un chico. Me molestó;
quiero decir, era mi tía.
Miró a Haber para asegurarse de que el doctor entendía qué le había molesta-
do, y de que no desaprobaba su actitud. La insistente permisividad del siglo XX
había producido tanta culpa sexual y tanto temor sexual como la represión del
siglo XIX. Orr temía que Haber se sorprendiera de que no hubiera querido
acostarse con su tía. Haber mantuvo su expresión reservada pero de interés, y Orr
continuó:
–Bien, tuve una cantidad de sueños angustiosos, y esa tía siempre estaba en
ellos. Generalmente disfrazada, como suele aparecer la gente en los sueños; una
vez era un gato blanco, pero yo sabía que era Ethel. Una noche consiguió que la
llevara al cine y trató de hacer que yo la acariciara, y cuando volvimos a casa
siguió dando vueltas alrededor de mi cama, diciéndome que mis padres estaban
dormidos, etcétera; cuando finalmente la saqué de mi habitación y me dormí, tuve
este sueño, muy vívido. Cuando me desperté lo recordaba perfectamente. Soñé
que Ethel se había matado en un accidente automovilístico en Los Angeles, y
había llegado el telegrama. Mi madre lloraba mientras trataba de preparar la
comida, y yo estaba triste por ella y deseaba poder hacer algo, pero no sabía qué.
Eso fue todo... Sólo que cuando me levanté fui a la sala de estar; no estaba Ethel
en el diván. No había nadie más en el departamento, sólo mis padres y yo. Ella no
estaba; nunca había estado allí. No fue necesario que preguntara; lo recordaba.
Sabía que tía Ethel había muerto en un accidente en una carretera de los Angeles
seis semanas antes, cuando volvía de ver a un abogado por su divorcio. Habíamos
recibido la noticia por telegrama. Todo el sueño había sido algo así como revivir
lo que había ocurrido en la realidad. Sólo que no había ocurrido. Hasta el sueño.
Quiero decir, también yo sabia que ella había estado viviendo con nosotros,
durmiendo en el diván de la sala de estar, hasta la noche anterior.
–¿Pero no había nada que lo demostrara, que lo probara?

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–No, nada. Ella no había estado. Nadie recordaba que había estado, salvo yo.
Y yo estaba equivocado.
Haber movió la cabeza afirmativamente y se acarició la barba. Lo que había
parecido un fácil caso de acostumbramiento a la droga resultaba ahora, una grave
aberración, pero a él nunca le habían presentado un sistema de engaño en forma
tan directa. Orr podía ser un esquizofrénico inteligente que trataba de engañarlo
con inventiva y desviación esquizoides; pero carecía de la arrogancia interior de
tales personas, a las que Haber era tan sensible.
–¿Por qué cree usted que su madre no notó que la realidad había cambiado
desde la noche anterior?
–Bueno, ella no lo soñó. Es decir, el sueño realmente cambió la realidad. Hizo
tina realidad diferente, en forma retroactiva, de la que ella había sido parte todo el
tiempo. Al estar en esa realidad, no tenía memoria de ninguna otra. Yo sí, yo
recordaba las dos porque estaba... allí... en el momento del cambio. Esta es la
única forma en que puedo explicarlo; sé que parece no tener sentido. Pero debo
encontrarle alguna explicación, o enfrentar el hecho de que soy insano.
No, este individuo no era un cobarde.
–No me dedico a los juicios, señor Orr. Me interesan los hechos. Y para mí
los sucesos de la mente, créame, son hechos. Cuando uno ve el sueño de otro
hombre, mientras éste lo sueña, registrado en blanco y negro en el electroencefa-
lógrafo, como me ha ocurrido diez mil veces, ya no se puede hablar de los sueños
como de algo "irreal". Existen, son sucesos, y dejan una marca. Muy bien, supon-
go que tuvo otros sueños que parecían tener esta misma clase de efecto, ¿verdad?
–Algunos. No por mucho tiempo. Sólo en situaciones de agotamiento. Pero
parecían presentarse... con mayor frecuencia. Empecé a sentirme asustado.
Haber se inclinó hacia adelante.
–¿Por qué? –Orr parecía turbado–. ¿Por qué asustado?
–¡Porque no quiero cambiar las cosas! –dijo Orr, como si afirmara algo muy
obvio–. ¿Quién soy yo para interferir en la marcha de las cosas? Y es mi mente
inconsciente la que cambia las cosas, sin ningún control de la inteligencia. Intenté
autohipnosis, pero no me sirvió de nada. Los rueños son incoherentes, egoístas,
irracionales... inmorales, dijo usted hace un minuto. Vienen de la parte no sociali-
zada de nosotros, ¿verdad?, por lo menos en parte. Yo no quería matar a la pobre
Ethel; sólo quería sacarla de mi camino. Bueno, es probable que en un sueño eso
sea drástico. Los sueños van directamente al grano. La maté en un accidente
automovilístico a dos mil kilómetros seis semanas atrás. Soy el responsable de su
muerte.
Haber volvió a acariciar su barba.
–Por eso –dijo lentamente– las drogas para suprimir los sueños. Para evitar
otras responsabilidades.
–Sí. Las drogas impedían que se formaran los sueños y se tornaran vívidos.
Son sólo algunos, muy intensos, los... –buscó una palabra– efectivos.
–Bien. Ahora, veamos. Usted es soltero; es dibujante del Distrito de Energía
Bonneville-Umatilla. ¿Le gusta su trabajo?

11
–Sí.
–¿Cómo es su vida sexual?
–Tuve un matrimonio de prueba. Rompimos el verano pasado, después de
dos años.
–¿Fue usted el que rompió, o ella?
–Los dos. Ella no quería tener hijos. No fue un asunto serio.
–¿Y desde entonces?
–Bueno, hay algunas chicas en mi oficina, no soy... no soy muy mujeriego, en
realidad.
–¿Qué tal sus relaciones interpersonales en general? ¿Cree que se relaciona de
manera satisfactoria con la gente, que tiene su lugar en la ecología emocional de
su ambiente?
–Creo que sí.
–De manera que podría decir que nada funciona realmente mal en su vida,
¿verdad? Perfecto. Ahora dígame, ¿usted desea, seriamente desea liberarse de esta
dependencia de la droga?
–Sí.
–Bien, bien. Usted ha estado tomando drogas porque quiere evitar los sueños.
Pero no todos los sueños son peligrosos; sólo algunos, muy vividos. Usted soñaba
que su tía Ethel era un gato blanco, pero ella no era un gato blanco el día siguien-
te, ¿verdad? Algunos sueños son correctos... seguros.
Esperó que Orr asintiera con la cabeza.
–Ahora, piense en esto. ¿Qué le parece si hacemos una prueba, y tal vez
aprende a soñar con seguridad, sin temor? Permítame explicarle. Para usted, soñar
es algo que tiene una carga emocional. Literalmente, tiene miedo de soñar porque
cree que algunos de sus sueños tienen la capacidad de afectar la vida real. Ahora
bien, esa puede ser una metáfora elaborada y significativa por la cual su mente in-
consciente está tratando de decirle a su mente consciente algo sobre la realidad –
su realidad, su vida–, que usted no está preparado, racionalmente, para aceptar.
Pero podemos tomar la metáfora literalmente; en este punto, no hay necesidad de
traducirla a términos racionales. En la actualidad su problema es éste: tiene miedo
de soñar, y al mismo tiempo necesita soñar. Intentó la supresión de los sueños
por la droga, y no resultó. Muy bien, intentemos lo opuesto. Hagamos que usted
sueñe, intencionalmente. Hagamos que usted sueñe, intensa y vividamente, aquí
mismo. Con mi supervisión, en una situación controlada. Para que usted pueda
lograr el control de lo que usted cree que se le ha escapado de las manos.
–¿Cómo voy a poder soñar así, a pedido? –pregunto Orr, sumamente molesto.
–¡Podrá, en el Palacio de los Sueños del doctor Haber! ¿Lo han hipnotizado
alguna vez?
–Para ciertas operaciones dentales.
–Bien. El sistema es este: lo hago entrar en trance hipnótico y le sugiero que
se dormirá, que va a soñar, y lo que va a soñar. Se colocará un casco para asegurar
que tiene un dormir genuino, no un mero trance. Mientras esté soñando, yo lo
observo, tanto físicamente como en el electroencefalógrafo, todo el tiempo. Lo

12
despierto, y hablamos de la experiencia del sueño. Si la cosa anduvo bien, tal vez
se sienta en mejores condiciones para enfrentar el próximo sueño.
–Pero no voy a soñar de manera efectiva aquí; sólo ocurre en un sueño entre
docenas o cientos –las racionalizaciones defensivas de Orr eran muy consistentes.
–Podrá soñar cualquier tipo de sueño aquí. El contenido y la forma del sueño
pueden ser controlados casi por completo por un sujeto motivado y un hipnoti-
zador adecuadamente preparado. Lo he estado haciendo desde hace diez años. Y
usted se sentirá bien, porque va a utilizar un casco. ¿Alguna vez se colocó un
casco?
Orr negó con la cabeza.
–¿Pero sabe de qué se trata?
–Envían una señal a través de los electrodos que estimulan... el cerebro para
que funcione de cierta manera.
–Más o menos eso. Los rusos lo han estado usando por cincuenta años, los
israelitas lo perfeccionaron, y finalmente nosotros lo adoptamos y lo fabricamos
masivamente para uso profesional, en el tratamiento de pacientes psicóticos, y
para uso doméstico, para inducir el sueño o el trance alfa. Hace un par de años yo
estaba trabajando con una paciente muy deprimida en TTO, en Linnton. Como
muchos depresivos, no conseguía dormir lo suficiente, y en especial no podía
lograr el estado d, es decir, dormir con sueños; toda vez que entraba en el estado
d, tendía a despertar. Un efecto de círculo vicioso: más depresión, menos sueños;
menos sueños, más depresión. Había que romper el círculo. ¿Cómo? Ninguna de
las drogas que poseemos es muy efectiva para aumentar el estado d. ¿Estimula-
ción electrónica del cerebro? Pero eso implica implantar electrodos, y de manera
profunda en los centros del sueño; es preferible evitar una operación. Estaba
usando el casco con ella, para inducir el sueño. ¿Qué ocurría si hacía que la señal
difusa de baja frecuencia fuera más específica, si la dirigía localmente al área
específica dentro del cerebro? ¡Seguro, doctor Haber, eso es lo correcto! En
realidad, una vez que obtuve los elementos electrónicos, sólo me llevó un par de
meses elaborar la máquina básica. Entonces traté de estimular el cerebro del
sujeto con un registro de ondas cerebrales de un sujeto sano en los estados
adecuados, las diversas etapas del dormir y del sueño. No tuve demasiada suerte.
Descubrí que una señal de otro cerebro puede o no estimular una respuesta en el
sujeto; debí aprender a generalizar, a hacer una especie de promedio entre cientos
de registros de ondas cerebrales normales. Luego, mientras trabajo con la pacien-
te, lo voy adaptando: cuando el cerebro del sujeto está haciendo lo que deseo que
haga, registro ese momento, lo aumento, lo agrando, y lo prolongo, lo repito, y
estimulo al cerebro para que siga con sus impulsos más sanos. Todo eso implicó
una gran cantidad de análisis, de modo que un simple electroencefalógrafo más
un casco se convirtió en esto –e indicó el bosque electrónico que estaba detrás de
Orr. Lo tenía casi oculto detrás de paneles de plástico porque muchos pacientes
se sentían muy atemorizados ante la maquinaria o estaban muy identificados con
ella; ocupaba una cuarta parte del consultorio–. Esa es la Máquina del Sueño –dijo
con una sonrisa– o, de manera más prosaica, la Ampliadora; y lo que hará con

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usted será garantizar que se duerma y que sueñe, breve y ligeramente, o larga e
intensamente, como lo deseemos. Ah, por otra parte, la paciente depresiva fue
dada de alta el verano pasado en Linnton, totalmente curada –se inclinó hacia,
adelante–. ¿Está dispuesto a hacer un intento?
–¿Ahora?
–¿Para qué quiere esperar?
–¡Pero no puedo dormirme a las 4:30 de la tarde! –luego pareció avergonzado.
Haber había estado buscando en el atestado cajón de su escritorio y ahora ex-
traía un papel, la fórmula de Consentimiento a la hipnosis, requerida por SEB.
Orr tomó la lapicera que le ofrecía Haber, firmó el papel y lo puso sumisamente
sobre el escritorio.
–Perfecto. Ahora, dígame, George. ¿Su dentista usa cinta para hipnosis, o es
un hombre práctico?
–Cinta. Tengo el número 3 en la escala de susceptibilidad.
–Justo en el medio del gráfico, ¿eh? Bien, para que la sugerencia funcione bien
en cuanto al contenido del sueño, necesitaremos un trance bastante profundo. No
queremos un sueño de trance, sino un genuino sueño del dormir; la Ampliadora
se encargará de eso, pero tenemos que asegurarnos de que la sugerencia sea
profunda. Entonces, para no tener que perder tiempo en condicionarlo para que
entre en trance profundo, usaremos la inducción v-c. ¿Ha visto alguna vez cómo
se hace?
Orr negó con la cabeza. Se lo veía receloso, pero no hizo ninguna objeción.
Había cierta actitud pasiva, abierta, que parecía femenina, o infantil. Haber
reconoció en sí mismo una reacción protectora y al mismo tiempo intimidatoria
hacia ese hombre físicamente débil y dócil. Dominarlo, protegerlo, era tan fácil
que resultaba casi irresistible.
–Lo uso con la mayoría de mis pacientes. Es rápido, seguro, de lejos el mejor
método para inducir la hipnosis, y el que presenta menos problemas tanto para el
hipnotista como para el sujeto –seguramente Orr habría oído ciertas historias
alarmantes de individuos que recibieron lesiones cerebrales o murieron por una
inducción v-c muy prolongada o mal realizada, y si bien esos temores no tenían
sentido ahí, debía desviarlos y calmarlos, no fuera a ser que Orr se resistiera a la
inducción. De modo que siguió con su charla, describiendo la historia de cincuen-
ta años del método de inducción v-c y luego, apartándose del tema de la hipnosis
y volviendo al dormir y a los sueños, para desviar la atención de Orr del proceso
de inducción y dirigirla al objetivo de la hipnosis–. La brecha que debemos salvar
es la separación que existe entre el estado de vela o de trance hipnotizado y el
estado de sueño. Esa separación tiene un nombre común: el dormir. El dormir
normal, el estado, el nombre que usted prefiera darle. Ahora bien, existen, en
líneas generales, cuatro estados mentales que nos interesan: el estado de vela, el
trance, el dormir s y el estado d. Si pensamos en los procesos de acción mental, el
estado s, el estado d, y el estado hipnótico, todos tienen algo en común: el dormir,
el sueño y trance, todos ellos liberan la actividad del subconsciente; tienden a
emplear un pensamiento de proceso primario, mientras que la acción mental del

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estado de vela es un proceso secundario, racional. Ahora veamos los registros del
electroencefalógrafo de los cuatro estados. Ahora son el estado d, el trance y el
estado de vela los que tienen mucho en común, mientras que el estado s, el
dormir, es totalmente diferente. Y no se puede pasar directamente del trance a los
sueños del verdadero estado d. Debe intervenir el estado s. Normalmente sólo se
entra en el estado d cuatro o cinco veces por noche, cada una o dos horas, y sólo
por un cuarto de hora por vez. El resto del tiempo se encuentra en uno u otro
estado del dormir normal, y se sueña, pero en general no de manera vivida; la
acción mental en el dormir s es como un motor que funciona en mínima, una es-
pecie de firme balbuceo de imágenes y pensamientos. Lo que nos interesa son los
sueños vividos, memorables, cargados de emoción, del estado d. Nuestra hipno-
sis, más la Ampliadora, asegurara que los obtengamos, que crucemos la se-
paración neurofisiológica y temporal del dormir hacia los sueños. De modo que
es necesario que usted se acueste aquí, en el diván. Los pioneros en este campo
fueron Dement, Aserinsky, Berger, Oswald, Hartmann y el resto, pero el diván
nos llega directamente de papá Freud... Claro, nosotros lo usamos para dormir
(cosa a la que él se oponía). Ahora, para empezar, lo que deseo es que se siente
aquí, a los pies del diván. Sí, así. Estará allí por un rato, así que póngase cómodo.
Usted dijo que había intentado la autohipnosis, ¿verdad? Muy bien, adelante, use
las técnicas que usted conoce. ¿Que tal la respiración profunda? Cuente hasta diez
mientras inhala, contenga el aliento hasta cinco; sí, bien, excelente. ¿Quiere mirar
el cielo raso, directamente sobre su cabeza? Perfecto.
Mientras Orr, obediente, echaba la cabeza hacia atrás, Haber, muy cerca de él,
tendió rápida y silenciosamente sus brazos, oprimiendo con firmeza con el pulgar
y el anular detrás y debajo de cada oreja; al mismo tiempo, con el pulgar y el
anular derechos, oprimió con fuerza sobre la garganta desnuda, debajo de la barba
suave y rubia, sobré el nervio neumogástrico y la carótida. Haber tenía conciencia
de la piel fina y pálida bajo sus dedos; sintió el primer movimiento sorprendido de
protesta, luego vio que los ojos claros se cerraban. Sintió un estremecimiento de
alegría por su propia capacidad, su inmediato dominio sobre el paciente, aun
mientras murmuraba suave y rápidamente:
–Usted va a dormir ahora; cierre los ojos, duerma, relájese, ponga su mente en
blanco, se va a dormir, está relajado, se afloja; relájese...
Orr cayó hacia atrás sobre el diván como si lo hubieran baleado de muerte, su
mano derecha pendiente al costado, relajada.
Haber se arrodilló a su lado de inmediato, manteniendo su mano suavemente
sobre los puntos de presión y sin interrumpir sus órdenes rápidas y suaves.
–Está en trance ahora no dormido sino en profundo trance hipnótico, y no
saldrá de él ni se despertará hasta que yo se lo ordene. Está en trance ahora, y se
interna cada vez más en el trance, pero todavía puede oír mi voz y seguir mis
instrucciones. Después, cada vez que lo toque simplemente en la garganta, como
estoy haciendo ahora, entrará en trance hipnótico de inmediato –repitió las
instrucciones, y siguió–. Ahora cuando le diga que abra los ojos, los abrirá y verá
una bola de cristal que flota frente a usted. Quiero que fije su atención en ella, y

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mientras lo haga seguirá internándose en el trance. Ahora abra los ojos, sí, bien, y
avíseme cuando vea la bola de cristal.
Los ojos claros, ahora con una extraña mirada interior, miraron más allá de
Haber, a la nada.
–Ahora –dijo muy suavemente el hombre hipnotizado.
–Bien, siga mirándola y respirando en forma regular; pronto estará en trance
muy profundo...
Haber elevó la vista hacia el reloj. Todo el proceso había tomado sólo un par
de minutos. Bien; no le gustaba perder tiempo con los medios, lo importante era
alcanzar el fin deseado. Mientras Orr, tendido, fijaba la mirada en su bola de
cristal imaginaria, Haber se incorporó y empezó a colocarle el casco modificado,
colocándolo y retirándolo constantemente para reajustar los pequeños electrodos
y ubicarlos sobre el cuero cabelludo, bajo el espeso pelo castaño claro. Hablaba a
menudo con suavidad, repitiendo órdenes y formulando ocasionales preguntas
poco importantes para que Orr no pasara al sueño todavía y permaneciera en
contacto. Tan pronto como el casco estuvo colocado, prendió el electroencefaló-
grafo, y por un momento estuvo observándolo, para ver cómo funcionaba ese
cerebro.
Ocho de los electrodos del casco estaban conectados al electroencefalógrafo;
dentro de la máquina, ocho marcadores trazaban un registro permanente de la
actividad eléctrica del cerebro. Sobre la pantalla que Haber observaba, los impul-
sos se reproducían directamente, con nerviosos garabatos sobre un gris oscuro.
Podía aislar y agrandar uno de los garabatos, o superponer uno a otro, a voluntad.
Era una escena de la que nunca se aburría, el cine de toda la noche. No había
ninguna de las muescas sigmoideas que buscaba, típicas de ciertos tipos de
personalidad esquizoide. No había nada extraño en el modelo total, salvo su
diversidad. Un cerebro simple produce un conjunto relativamente simple de
caracteres y se complace en repetirlos; éste no era un cerebro simple. Sus movi-
mientos eran sutiles y complejos, y las repeticiones ni eran frecuentes ni muy
exactas. La computadora de la Ampliadora los analizaría, pero hasta tanto viera el
análisis. Haber no podía aislar ningún factor, salvo la complejidad misma.
Cuando le ordenó al paciente que dejara de ver la bola de cristal y cerrara los
ojos, obtuvo casi de inmediato un fuerte y claro trazo alfa a 12 ciclos. Se entretu-
vo un poco más con el cerebro, tomando registros para la computadora y proban-
do la profundidad hipnótica, y luego dijo:
–Ahora, John... –no, ¿cómo demonios se llamaba el sujeto?– George. Ahora
va a dormir en un minuto. Se va a dormir profundamente y va a soñar; pero no se
dormirá hasta que yo diga la palabra "Amberes"; cuando yo diga esa palabra,
usted se dormirá, y seguirá durmiendo hasta que yo pronuncie su nombre tres
veces. Ahora, cuando duerma, va a tener un sueño, un buen sueño. Un sueño
claro y agradable; para nada malo, sino agradable, pero muy claro y vivido. Tendrá
que recordarlo bien cuando despierte. Será sobre... –dudó un momento; no había
planeado nada, confiaba en su inspiración–, sobre un caballo. Un gran caballo
bayo que galopa en un campo. Corre de un lado para el otro. Tal vez usted lo

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cabalgue, o lo atrape, o tal vez sólo lo observe. Pero el sueño será sobre un
caballo. Un sueño vívido... –¿cuál era la palabra que el paciente había usado?– y
efectivo sobre un caballo. Después de eso no soñará nada más, y cuando pronun-
cie tres veces su nombre se despertará y se sentirá tranquilo y descansado. Bien,
voy a ordenarle que duerma... diciendo... Amberes.
Obedientes, las pequeñas líneas nerviosas de la pantalla empezaron a cambiar.
Se tornaron más fuertes y más lentas; pronto empezaron a aparecer las agujas del
dormir de la etapa 2, y un asomo del largo, profundo ritmo delta de la etapa 4. Y
tan pronto como cambiaron los ritmos del cerebro, lo mismo hizo la pesada
materia habitada por esa danzarina energía: las manos estaban flojas sobre el
pecho, que respiraba lentamente, y el rostro se veía lejano y quieto.
La Ampliadora había tomado un registro de los caracteres del cerebro en vela;
ahora registraba y analizaba los caracteres del dormir s; pronto empezaría a
recoger el comienzo de los caracteres del dormir d del paciente, y podría, aun
dentro de este primer sueño, transmitirlos de nuevo al cerebro durmiente, am-
pliando sus propias emisiones. En realidad, podía estar haciéndolo ya. Haber
había previsto una espera, pero la sugerencia hipnótica, más la larga privación
parcial de sueños del paciente, lo llevaban a éste de inmediato al estado d: tan
pronto como llegó a la etapa 2, inició el nuevo ascenso. Las líneas oscilantes de la
pantalla se sacudieron acá y allá; temblaron una vez más; empezaron a acelerarse y
a danzar, tomando un ritmo rápido y no sincronizado. Ahora el puente estaba
activo, y el trazo del hipocampo mostró un ciclo de cinco segundos, el ritmo
theta, que no se había mostrado claramente en este sujeto. Los dedos se movieron
un poco; se agitaron los ojos bajo los párpados, observando; los labios se separa-
ron para respirar profundamente. El sujeto soñaba.
Eran las 5:06.
A las 5:11 Haber oprimió el botón negro, que tenía la leyenda NO, de la Am-
pliadora. A las 5:12, al advertir que reaparecían las muescas y las agujas del dor-
mir, se inclinó sobre el paciente y pronunció su nombre claramente tres veces.
Orr suspiró, movió su brazo en un gesto amplio y suelto, abrió los ojos y se
despertó. Haber retiró los electrodos de su cuero cabelludo con unos pocos
movimientos hábiles.
–¿Se siente bien? –preguntó, con voz afable y segura.
–Muy bien.
–Y soñó. Eso se lo puedo asegurar. ¿Puede contarme el sueño?
–Un caballo –dijo Orr con voz ronca, aún aturdido por el sueño; se sentó–.
Era sobre un caballo. Aquel –y tendió la mano hacia el mural que decoraba el
consultorio de Haber, una fotografía del gran semental de carrera Tammany Hall,
que corría en una dehesa.
–¿Qué fue lo que soñó? –preguntó Haber, complacido. No había estado segu-
ro de que la hipnosugerencia funcionara sobre el contenido de un sueño en una
primera hipnosis.
–Era... Yo estaba caminando por ese campo, y el caballo estuvo a la distancia
por un rato. Luego se acercó a mí al galope, y enseguida me di cuenta de que me

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iba a arrollar. Pero no tuve miedo. Tal vez pensé que podría tomarlo de las bridas,
o saltar y montarlo. Sabía que en realidad no podía hacerme daño porque era el
caballo de su cuadro, no un caballo real. Fue todo una especie de juego... Doctor
Haber, ¿hay algo en ese cuadro que le parezca... extraño?
–Bueno, alguna gente piensa que es demasiado espectacular para el consulto-
rio de un psiquiatra, un tanto abrumante. ¡Un símbolo sexual de tamaño real justo
frente al diván! –rió.
–¿Estaba allí hace una hora? Quiero decir, ¿no había una vista del monte
Hood, cuando llegué, antes de que soñara con el caballo?
Oh Dios, había estado el monte Hood, el hombre tenía razón.
No había estado el monte Hood, no pudo haber estado el monte Hood, era
un caballo, era un caballo.
Había habido una montaña.
Un caballo, era un caballo, era...
Había fijado la vista en George Orr, lo miraba anonadado; debían haber pasa-
do varios segundos desde la pregunta de Orr, éste no debía descubrirlo, él debía
inspirar confianza, debía conocer las respuestas.
–George, ¿usted recuerda ese cuadro como una fotografía del monte Hood?
–Sí –replicó Orr en un tono tristón pero firme–. Lo recuerdo. Era el monte
Hood. Había nieve.
–Mm... –Haber movió la cabeza en actitud comprensiva, reflexionando. El
horrible frío en la base del estómago había desaparecido.
–¿Usted no lo recuerda?
Los ojos del hombre, tan esquivos en su color y a la vez tan claros y directos
en su mirada: eran los ojos de un psicótico.
–No, me temo que no. Es Tammany Hall, el triple vencedor de 1989. Extraño
las carreras, es una vergüenza la manera en que las especies menores son elimina-
das por nuestros problemas alimenticios. Por supuesto, un caballo es el anacro-
nismo perfecto, paro me gusta el cuadro; tiene vigor, fuerza... un desarrollo total,
en términos animales. Es una especie de ideal de lo que un psiquiatra se esfuerza
por conseguir en términos psicológicos humanos, un símbolo. Es la fuente de mi
sugerencia para el contenido de su sueño, por supuesto, lo había estado mirando...
–Haber miró de costado al mural, por supuesto que era un caballo–. Pero es-
cuche, si desea una tercera opinión, llamaré a la señorita Crouch; ha estado
trabajando aquí por dos años.
–Ella dirá que siempre fue un caballo –dijo Orr con calma pero apesadumbra-
do–. Siempre lo fue. Desde mi sueño. Siempre ha estado. Pensé que tal vez, como
usted me sugirió el sueño, usted tendría memoria doble, como yo. Pero supongo
que no –sus ojos, ahora dirigidos a Haber, lo miraban a éste con claridad, con
paciencia, con un calmo y desesperado pedido de ayuda.
El hombre estaba enfermo; había que curarlo.
–Me gustaría que vuelva, George, y mañana mismo si es posible.
–Bien, yo trabajo...

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–Salga una hora antes, y venga a las cuatro. Está en TTV. Dígaselo a su jefe, y
no tenga ninguna vergüenza. Tarde o temprano el 82 por ciento de la población
recibe TTV, para no hablar del 31 por ciento que recibe TTO. Venga a las cuatro
y trabajaremos. Vamos a solucionar esto de alguna manera, usted sabe. Aquí tiene
una receta para meprobramato: hará que sus sueños sean suaves, sin suprimir el
estado por completo. Puede reponerlo cada tres días. Si tiene un sueño, o cual-
quier otra experiencia que lo asuste, llámeme, de día o de noche. Pero dudo que le
ocurra nada, si usa el medicamento; si está dispuesto a trabajar fuerte en esto
conmigo, no necesitará drogas por mucho más tiempo. Se liberará de este pro-
blema de los sueños. ¿De acuerdo?
Orr tomó la receta, que era una tarjeta IBM.
–Sería un alivio –dijo; sonrió, con una sonrisa insegura, poco feliz, pero no
triste–. Algo más acerca del caballo –dijo, y Haber, una cabeza más alto, bajó su
mirada hacia él–: se parece a usted.
Haber miró rápidamente hacia el mural. Era cierto. Grande, saludable, piloso,
rojizo, corriendo a todo galope...
–¿Tal vez el caballo de su sueño se parecía a mí? –preguntó, astutamente afa-
ble.
–Sí –dijo el paciente.
Cuando el hombre se marchó, Haber se sentó y miró molesto la fotografía
mural de Tammany Hall. En realidad, era demasiado grande para el consultorio.
¡Maldito sea, ojalá pudiera tener un consultorio con una ventana y una vista!

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3

Al que el cielo ayuda se le llama hijo del Cielo. Los que se aplican a aprender
quieren aprender lo que no se puede aprender. Los que se empeñan en hacer cosas,
pretenden hacer lo que no es factible. Los que se ponen a inquirir o distinguir quieren
inquirir o distinguir lo que no es posible inquirir o distinguir. Lo más alto y perfecto
es detenerse allí donde ya no es posible saber más. Al que no se conduce así, la rueda
del Cielo le desbaratará.
Chuang-tzu, XXIII

George Orr salió de su trabajo a las 3:30 y caminó hacia la estación del subte-
rráneo; no tenía auto. Con el ahorro pudo haber tenido un VW Steamer, y tam-
bién habría podido afrontar los impuestos correspondientes, ¿pero para qué? El
centro estaba cerrado a los automóviles, y él vivía en el centro. Allá por la década
de 1980 había aprendido a conducir, pero nunca había tenido un coche propio.
Tomó el subterráneo de Vancouver en dirección a Portland. Los trenes ya estaban
repletos; Orr estaba parado en un lugar donde no podía alcanzar ningún agarrade-
ro, soportado únicamente por la presión compensadora de los cuerpos en todos
los lados, ocasionalmente levantado en vilo y transportado cuando la fuerza del
apiñamiento (c) excedía la fuerza de la gravedad (g). Un hombre que estaba junto
a él no había conseguido bajar los brazos y estaba parado con el rostro hundido
en la sección deportiva del periódico. El titular "GRAN GOLPE A-1 CERCA
DE LA FRONTERA AFGANA", y el subtítulo, “Amenaza de intervención
afgana", miraron cara a cara a Orr por seis paradas. El portador del diario consi-
guió salir del tren y fue reemplazado por un par de tomates sobre una bandeja de
plástico verde, debajo de la cual estaba una anciana con un abrigo de plástico
verde, quien se paró sobre el pie izquierdo de Orr por tres paradas más. Con gran
esfuerzo pudo descender en la parada East Broadway, y con dificultad caminó
cuatro manzanas entre la multitud que salía de los trabajos hasta Willamette East
Tower, un enorme obelisco de hormigón y cristal, ostentoso, que poseía la

20
obstinación de los vegetales por competir con la jungla de altos edificios que lo
rodeaban para conseguir luz y aire. Muy poco aire y luz llegaban al nivel de la
calle; el poco aire que había estado caldeado y embebido en una fina lluvia. La
lluvia era una antigua tradición de Portland, pero el calor –22 °C el segundo día
de marzo– era moderno, el resultado de la contaminación del aire. Los efluvios
urbanos e industriales no habían sido controlados con rapidez suficiente como
para anular las tendencias acumulativas que ya se advertían a mediados del siglo
XX; llevaría varios siglos eliminar el CO2 del aire, si es que se lo podía eliminar.
New York iba a ser una de las mayores victimas del Efecto Invernadero, ya que el
hielo polar seguía derritiéndose y el mar aumentaba su nivel; en realidad, todo
Boswash estaba en peligro. Había algunas compensaciones. La bahía de San
Francisco estaba en crecida, y terminaría por cubrir los cientos de kilómetros
cuadrados de relleno y de basura que habían vaciado en ella desde 1848. En
cuanto a Portland, con ciento treinta kilómetros y la Cadena de la Costa entre su
territorio y el mar, no estaba amenazada por la crecida de las aguas: sólo por el
agua de las lluvias.
Siempre había llovido en Oregon del oeste, pero ahora llovía en forma conti-
nuada, una lluvia firme, cálida. Era como vivir en un mar de sopa tibia.
Las nuevas ciudades –Umatilla, John Day, French Glen– estaban al este de las
Cascadas, en lo que había sido desierto treinta años antes. Allí el calor era inso-
portable en verano, pero sólo llovía 1125 milímetros por año, comparados con los
2850 milímetros de Portland. Se facilitaba la agricultura intensiva: el desierto
florecía. French Glen tenía ahora una población de 7 millones. Portland, con sólo
3 millones y ningún potencial de crecimiento, había quedado muy atrás en la
Marcha del Progreso. Para Portland, eso no era nada nuevo. Además, ¿qué
diferencia hacía? La desnutrición, la superpoblación, y la penetrante suciedad del
ambiente eran la norma. Había más escorbuto, tifus y hepatitis en las ciudades
antiguas; más violencia organizada, crímenes y asesinatos en las ciudades nuevas.
Las ratas dominaban en las anticuas y la Mafia en las nuevas. George Orr perma-
necía en Portland porque siempre había vivido ahí y porque no tenía razones para
creer que la vida en otra parte sería mejor, o diferente.
La señorita Crouch, con una sonrisa indiferente, lo hizo pasar enseguida. Orr
había pensado que los consultorios de los psiquiatras, como las cuevas de los
conejos, siempre tenían una puerta al frente y otra detrás. Este consultorio no las
tenía, pero dudaba que aquí los pacientes pudieran encontrarse unos con otros al
entrar y salir. En la Escuela de Medicina le habían dicho que el doctor Haber tenía
sólo una pequeña cantidad de pacientes, ya que en esencia era un investigador.
Eso le había dado a Orr la idea de un profesional exitoso y exclusivo, y el modo
jovial y autoritario del médico se lo había confirmado. Pero hoy, menos nervioso,
veía más. El consultorio no presentaba las señales de éxito económico, como
tampoco las del desinterés científico. Las sillas y el diván eran de vinílico, el
escritorio era de metal con un revestimiento plástico que simulaba ser madera.
Ninguna otra cosa era genuina. El doctor Haber, con sus dientes blancos y su
pelo rojizo, inmenso, exclamó:

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–¡Buenas tardes!
Esa afabilidad no era fingida, pero sí exagerada. En él había una calidez, una
exuberancia que eran reales, pero se habían recubierto con amaneramientos
profesionales, se habían distorsionado por el uso nada espontáneo que el médico
hacía de sí mismo. Orr sentía en él el deseo de ser querido y la necesidad de ser
útil; el doctor no estaba realmente seguro de que los demás existieran, pensó Orr,
y deseaba demostrar la existencia de otros mediante su ayuda. Había exclamado
"¡Buenas tardes!" tan fuerte porque nunca estaba seguro de recibir una respuesta.
Orr sintió deseos de decir algo amistoso, pero nada personal le pareció adecuado;
dijo:
–Parece ser que Afganistán podría entrar en la guerra.
–Mm…, eso se comenta desde agosto último –Orr debió suponer que el mé-
dico estaría mejor informado acerca de los problemas mundiales que él mismo; en
general, él estaba informado a medias y con un atraso de tres semanas–. No creo
que eso sea un problema para los Aliados –siguió Haber–, a menos que lleve a
Paquistán al lado de los iranios. La India deberá enviar algo más que un apoyo
simbólico a los isragipcios –ese término de la jerga de la televisión correspondía a
la alianza entre la Nueva República Árabe e Israel –creo que el discurso de Gupta
en Delhi indica que se está preparando para esa eventualidad.
–Sigue extendiéndose –dijo Orr; se sentía fuera de lugar y abatido–. La guerra,
quiero decir.
–¿Le preocupa?
–¿A usted no?
–No viene al caso –dijo el doctor, sonriendo con su sonrisa amplia, pilosa,
osuna, como un gran dios oso; pero seguía cauto, como ayer.
–Sí, me preocupa –pero Haber no se había ganado esa respuesta; el que for-
mula una pregunta no se puede retirar de la pregunta, asumiendo una actitud
objetiva, como si las respuestas fueran un objeto. Orr no verbalizó esos pensa-
mientos, por supuesto; estaba en manos de un médico, y con seguridad éste sabría
lo que estaba haciendo.
Orr tenía la tendencia a suponer que la gente sabía qué estaba haciendo, tal
vez porque suponía que, en general, él no lo sabía.
–¿Durmió bien? –preguntó Haber, sentándose baja la pata izquierda trasera de
Tammany Hall.
–Muy bien, gracias.
–¿Cómo está de ánimo para otra visita al Palacio de los Sueños? –lo observaba
con mucha atención.
–Muy bien, para eso he venido, supongo.
Vio que Haber se incorporaba y daba la vuelta al escritorio; vio que la mano
grande se acercaba a su cuello, y luego nada más.

–...George...

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Su nombre. ¿Quién lo llamaba? No conocía esa voz. Tierra seca, aire seco, el
estruendo de una voz extraña en su oído. Luz de día, y ninguna dirección. Ningún
camino de regreso. Se despertó.
El cuarto semifamiliar; el hombre grande, semifamiliar, con su boca grande, su
barba rojiza, su sonrisa blanca y sus ojos obscuros y opacos.
–Pareció un sueño corto pero animado, en el electroencefalógrafo –dijo la voz
profunda–. Adelante cuanto antes lo recuerde, más completo será.
Orr se sentó; se sentía bastante aturdido. Estaba en el diván: ¿cómo había lle-
gado a él?
–Veamos. No fue gran cosa. Otra voz el caballo. ¿Me dijo que soñara con el
caballo otra vez, cuando me hipnotizó?
Haber sacudió la cabeza, sin indicar ni que sí ni que no, y escuchaba.
–Bien, esto era un establo. Este cuarto. Paja, un pesebre y una horquilla en un
rincón, y cosas por el estilo. El caballo estaba allí. Él...
El silencio expectante de Haber no permitía ninguna evasión.
–El caballo hizo una tremenda montaña de bosta, marrón, humeante. Parecía
una especie de monte Hood, con esa pequeña saliente en el lado norte y todo...
Estaba sobre la alfombra, casi a mi lado, y me dije, "No es más que la foto de la
montaña". Supongo que entonces empecé a despertarme.
Orr levantó el rostro, mirando detrás del doctor Haber, a la fotografía mural
del monte Hood.
Era un cuadro apacible, en tonos bastante elaborados: el cielo gris, la montaña
de un marrón suave o rojizo, con manchas blancas cerca de la cumbre, y en
primer plano copas de árboles obscuras e informes.
El médico no estaba mirando el mural. Observaba a Orr con esos ojos opacos
de aguda mirada. Rió cuando Orr hubo terminado, con una risa breve y no muy
alta, pero tal vez un tanto excitada.
–¡Estamos llegando a algo, George!
–¿A qué?
Orr se sintió desaliñadlo y estúpido, sentado en el diván, aún aturdido por el
sueño, después de haber estado durmiendo allí, probablemente con la boca
abierta y roncando, indefenso, mientras Haber observaba los secretos saltos y
cabriolas de su cerebro y le ordenaba qué debía soñar. Se sentía expuesto, usado.
¿Y con qué objetivo?
Era evidente que el médico no tenía ningún recuerdo del mural del caballo, ni
de la conversación que habían tenido acerca del mural; estaba por completo en
este nuevo presente, y todos sus recuerdos llevaban a él. De modo que no podía
hacer nada. Pero daba grandes pasos de un lugar al otro del consultorio ahora,
hablando en tono más alto que lo habitual.
–¡Bien! (a) puede soñar según la orden recibida, sigue las sugerencias de la
hipnosis; (b) responde espléndidamente a la Ampliadora. Entonces podemos
trabajar juntos, de manera rápida y eficiente, sin narcosis. Prefiero trabajar sin
drogas. Lo que el cerebro hace por sí mismo es infinitamente más complejo y
fascinante que toda respuesta que pueda dar a la estimulación química; es por eso

23
que desarrollé la Ampliadora, para proporcionarle al cerebro un medio para la
autoestimulación. Los recursos creativos y terapéuticos del cerebro, sea cuando
duerme, o sueña, o está en vela, son prácticamente infinitos; sólo es necesario que
encontremos las llaves para todas las cerraduras. ¡Ni soñamos con el poder de los
sueños! –rió con su gran carcajada, muchas veces había hecho ese juego de
palabras; Orr sonrió, incómodo: el médico había golpeado en el punto débil–.
Estoy seguro ahora de que su terapia está en esa dirección: usar sus sueños, no
evitarlos. Enfrentar su temor y, con mi ayuda, mirar a través. Usted está asustado
de su propia mente, George. Ese es un temor que nadie puede soportar; pero
usted no tendrá que soportarlo. No ha considerado la ayuda que su propia mente
puede darle, las formas en que puede usarla, emplearla creativamente. Todo lo
que debe hacer es no eludir sus propios poderes mentales, no suprimirlos, sino
liberarlos. Esto lo podemos hacer juntos. ¿No le parece que es lo correcto, lo
acertado?
–No sé –respondió Orr.
Cuando Haber habló de usar, de emplear sus poderes mentales, por un mo-
mento él había pensado que el médico se refería a su poder para cambiar la
realidad mediante los sueños; pero, seguramente, de haber querido significar eso,
lo habría dicho con mayor claridad. Sabiendo que Orr necesitaba confirmación en
modo desesperado, no se la habría rehusado así, sin ninguna causa.
El corazón de Orr se encogió. El uso de píldoras sedantes y estimulantes lo
había puesto en un estado de desequilibrio emocional; él lo sabía y por ello trataba
de combatir y controlar sus sentimientos. Sin embargo, su decepción escapaba a
todo control posible. Ahora comprendía que se había permitido albergar una
pequeña esperanza. Se había sentido seguro, ayer, de que el médico tenía concien-
cia del cambio de la montaña a un caballo. No le había sorprendido ni alarmado
que Haber tratara de ocultar, en el primer momento del shock, su reconocimiento
del cambio; sin duda, no se habría sentido capaz de admitirlo ni siquiera a sí
mismo. Le había llevado bastante tiempo a Orr mismo enfrentar el hecho de que
podía hacer algo imposible. Sin embargo, se había permitido esperar que Haber, al
conocer el sueño y al estar presente en el momento en que se producía, pudiera
ver el cambio, pudiera recordarlo y confirmarlo.
No había caso; ninguna salida posible. Orr estaba donde había estado por me-
ses, solo, sabiendo que era un insano y sabiendo que no era un insano, simultánea
e intensamente. Era suficiente para volverlo loco.
–¿Sería posible –dijo tímidamente– que me dé una sugerencia posthipnótica
para que no tenga sueños efectivos? Como puede sugerir que los tenga... De esa
manera podría dejar las drogas, al menos por un tiempo.
Haber se ubicó detrás de su escritorio, encorvado como un oso.
–Dudo mucho que sirva, aun para una sola noche –dijo en tono calmo; luego,
repentinamente excitado–: ¿No es esa la misma dirección inútil que ha estado
tratando de seguir, George? Drogas o hipnosis, sigue siendo supresión. No puede
escapar de su propia mente; lo ve, pero no está dispuesto a encararlo aún. Mire
esto: dos veces ha soñado aquí, en ese diván. ¿Fue tan terrible? ¿Hizo algún daño?

24
Orr sacudió la cabeza, demasiado deprimido para contestar.
Haber siguió hablando, y Orr trató de prestarle atención. Hablaba ahora de las
ensoñaciones, sobre su relación con los ciclos de una hora y media de la noche,
sobre sus utilidades y su valor. Le preguntó a Orr si tenía preferencia por algún
tipo de ensoñación.
–Por ejemplo, con frecuencia tengo ensoñaciones del tipo heroico. Yo soy el
héroe: estoy salvando a una muchacha, o a un compañero astronauta, o a todo el
maldito planeta. Sueños mesiánicos, sueños de benefactor. ¡Haber salva al mundo!
Son muy divertidos, mientras los mantengo en el lugar que les corresponde.
Todos necesitamos ese estallido del yo que derivamos de las ensoñaciones, pero
cuando empezamos a confiar en ellas, entonces nuestros parámetros de la realidad
se están aflojando... Está, también, el tipo de ensoñación de la isla del Mar del Sur;
muchos ejecutivos las prefieren. Y el tipo del noble mártir que sufre, y las diversas
fantasías románticas de la adolescencia, y la ensoñación sadomasoquista, etcétera.
La mayoría de las personas conocen casi todos los tipos. Casi todos hemos estado
en la arena, al menos una vez, enfrentando a los leones, o hemos arrojado una
bomba para destruir a nuestros enemigos, o rescatamos a la virgen neumática de
la nave que se hunde, o escribimos la Décima Sinfonía de Beethoven por él. ¿Qué
estilo prefiere usted?
–Oh... la huida –dijo Orr; debía hacer un esfuerzo y contestarle a este hombre,
que estaba tratando de ayudarlo–. Irme, escapar.
–¿Huir del trabajo, del yugo diario?
Haber parecía negarse a creer que él estuviera contento con su trabajo. Sin
duda Haber tenía grandes ambiciones y le resultaba difícil creer que algún hombre
pudiera no tenerlas.
–Bueno, más de la ciudad, de las multitudes. Demasiada gente en todas partes.
Los titulares. Todo.
–¿Los Mares del Sur? –preguntó Haber con su sonrisa de oso.
–No, aquí. No soy muy imaginativo. En mis ensoñaciones deseo tener una
cabaña en algún lugar fuera de las ciudades, tal vez en la Cadena de la Costa,
donde todavía queda algo de los antiguos bosques.
–¿Consideró alguna vez la posibilidad de comprarse una?
–El terreno cuesta unos treinta y ocho mil dólares el acre en las zonas más
económicas, al sur de Oregon. Sube hasta cuatrocientos mil por un lote con una
vista de la playa.
Haber silbó.
–Veo que lo ha considerado... y volvió a sus ensoñaciones. ¡Por suerte son
gratis, eh! Bien, ¿está dispuesto a hacer otro intento? Nos queda casi media hora.
–¿Me permitiría... ?
–¿Qué, George?
–¿Guardarme mi sueño?
Haber inició una de sus elaboradas negativas.
–Como usted sabe, lo que se experimenta durante la hipnosis, incluidas todas
las directivas impartidas, normalmente está bloqueado al recuerdo del despertar

25
por un mecanismo similar al que bloquea el recuerdo del 99 por ciento de nues-
tros sueños. Bajar esa barrera sería darle a usted demasiadas órdenes conflictivas
referentes a lo que es un asunto muy delicado, el contenido de un sueño que aún
no ha soñado. Puedo ordenarle que recuerde el sueño, pero no quiero que su
recuerdo de mis sugerencias se mezcle con el recuerdo del sueño que realmente
sueña. Deseo mantenerlos separados, para obtener un informe claro de lo que
soñó, no de lo que usted cree que debió haber soñado. ¿Correcto? Puede confiar
en mí, lo sabe. Estoy en esto para ayudarlo. No le pediré demasiado; lo impulsaré,
pero no demasiado duro ni demasiado rápido. ¡No le provocaré ninguna pesadilla,
créame! Quiero estudiar bien este asunto y entenderlo, tanto como usted. Usted
es un sujeto inteligente que colabora, y un hombre valiente, ya que ha soportado
tanta ansiedad solo y por tanto tiempo. Solucionaremos esto, George, créame.
Orr no le creía del todo, pero era imposible contradecir a semejante predica-
dor, y además, deseaba poder creerle.
No dijo nada; se acostó en el diván y se sometió a la presión de la gran mano
en su garganta.

–¡Muy bien! ¿Qué soñó, George? Veámoslo, recién salido del horno.
Orr se sintió molesto y aturdido.
–Algo sobre los Mares de Sur... cocos... No puedo recordar –se rascó la cabe-
za, se tocó la piel de la garganta e inspiró profundamente; deseaba un poco de
agua fría–. Luego... soñé que usted caminaba con John Kennedy, el presidente,
por Alder Street, creo. Me parece que yo los seguía, y creo que llevaba algo para
alguno de ustedes. Kennedy iba con un paraguas abierto –lo veía de perfil, como
en la antigua moneda de cincuenta centavos– y usted dijo "Ya no lo necesitará
más, señor Presidente" y se lo sacó de las manos. Pareció enojarse, y dijo algo que
no pude entender. Pero había dejado de llover, el Sol había salido, así que él dijo:
"Supongo que tiene razón, ahora"... Ha dejado de llover.
–¿Cómo lo sabe?
Orr suspiró.
–Lo verá cuando salga. ¿Hemos terminado por hoy?
–Estoy dispuesto a seguir. Bill está en el gobierno, usted sabe.
–Estoy muy cansado.
–Bien, entonces, por hoy hemos concluido. Escuche, ¿qué le parece si hace-
mos nuestras sesiones de noche? Dormirá normalmente, y sólo usaré hipnosis
para sugerirle el contenido del sueño. Así tendría todo el día para trabajar; yo
suelo trabajar por la noche, casi siempre; ¡una de las cosas que los investigadores
del sueño rara vez hacemos es dormir! Así adelantaríamos mucho, y usted se
ahorraría tener que usar drogas para suprimir los sueños. ¿Quiere intentarlo?
¿Que tal el viernes a la noche?
–Tengo una cita –dijo Orr–, y se sorprendió de su propia mentira.
–El sábado, entonces.
–Muy bien.

26
Salió, llevando su impermeable húmedo sobre el brazo. No había necesidad
de usarlo; el sueño de Kennedy había sido muy efectivo. Estaba seguro de ellos
ahora, cuando los tenía. Independientemente de la importancia del contenido, se
despertaba recordándolos con gran claridad, y sintiéndose deshecho, como se
siente uno después de hacer un enorme esfuerzo físico para resistir a una fuerza
abrumadora. Solo, no tenía sueños de ese tipo con más frecuencia que una vez
por mes o cada seis semanas; había sido el temor de tenerlo lo que lo había
obsesionado. Ahora, con la Ampliadora, que lo mantenía en el estado de sueño, y
la sugerencia hipnótica, que insistía en que soñara de esa manera, había tenido tres
sueños efectivos entre cuatro sueños en dos días; o, descontando el sueño del
coco, que había sido más bien lo que Haber denominaba un mero balbuceo de
imágenes, tres entre tres. Estaba agotado.
No llovía. Cuando salió del hall del Willamette East Tower, el cielo de marzo
se veía claro. El viento soplaba del este, el seco viento del desierto que de tanto en
tanto revivía el tiempo húmedo, caluroso, triste y gris del Valle del Willamette.
El aire más claro mejoró un poco su ánimo. Enderezó sus hombros y empezó
a caminar, tratando de ignorar el leve aturdimiento que probablemente era el
resultado combinado de la fatiga, la ansiedad, dos breves siestas en una hora poco
usual del día, y el descenso en ascensor de sesenta y dos pisos.
¿Le había dicho el médico que soñara que había dejado de llover? ¿O la suge-
rencia había sido la de soñar con Kennedy (el que tenía, ahora que volvía a pensar
en eso, la barba de Abraham Lincoln)? ¿O con Haber? No podía saberlo. La parte
efectiva del sueño había sido la de detener la lluvia, el cambio del tiempo; pero
eso no probaba nada. A menudo el elemento efectivo no era lo aparentemente
notable o saliente del sueño. Sospechaba que Kennedy, por razones sólo conoci-
das por su subconsciente, había sido un agregado suyo, pero no podía asegurarlo.
Bajó a la estación de subterráneos de East Broadway con muchos otros. Inser-
tó su moneda de cinco dólares en la máquina expendedora de billetes, obtuvo el
suyo, subió al tren y entró en la oscuridad bajo el río.
El aturdimiento aumentaba en su cuerpo y en su mente.
Internarse bajo un río: era una cosa muy extraña, una idea realmente misterio-
sa.
Cruzar un río, vadearlo, nadar en él, usar bote, ferry, puente, aeroplano, re-
montarlo, ir río abajo en la incesante renovación de la corriente; todo eso tiene
sentido. Pero en ir bajo un río hay algo implicado que, en el sentido central de la
palabra, es perverso. Hay rutas en la mente y fuera de ella, cuya mera perfección
indica claramente que, para haber entrado en esto, se debe haber ingresado en un
curso erróneo.
Había nueve túneles para trenes y camiones bajo el Willamette, dieciséis puen-
tes lo atravesaban, y tenía márgenes de cemento que se extendían por cuarenta y
tres kilómetros. El control de la creciente en ese río y en su gran afluente, el
Columbia, a unos pocos kilómetros del centro de Portland, estaba tan desarrolla-
do que ninguno de los dos ríos podía elevarse más de diez centímetros aun
después de las lluvias torrenciales más prolongadas. El Willamette era un útil ele-

27
mento del ambiente, como un enorme y dócil animal de carga provisto de correas,
cadenas, varas, sillas, bocados, cinchas, trabas. De no haber sido útil, por supues-
to lo habrían entubado, como los cientos de pequeños esteros que corrían en la
oscuridad desde las colinas de la ciudad bajo calles y edificios. Pero sin él, Por-
tland no hubiera sido un puerto; los barcos, las hileras de barcazas, las grandes
jangadas de madera aún lo surcaban hacia uno y otro lado. Por eso los camiones y
los trenes, y los pocos coches privados debían moverse sobre el río o debajo de
él. Sobre las cabezas de los que ahora viajaban en el tren subterráneo por el Túnel
Broadway había toneladas de roca y piedra, toneladas de agua en circulación, los
pilares de muelles y las quillas de transatlánticos, los enormes soportes de hormi-
gón de autopistas elevadas y accesos, un convoy de camiones de vapor cargados
con pollos congelados producidos con batería, un avión jet a 10.200 metros de
altura, las estrellas a 4,3 años luz. George Orr, pálido en la fluctuante luz fluores-
cente del tren subterráneo en la oscuridad intrafluvial, se movía mientras se
aferraba de un movedizo agarradero de acero que pendía de una cuerda, entre
otras mil almas. Sentía el peso sobre él, que lo abrumaba. Pensó, estoy viviendo
en una pesadilla de la que de tanto en tanto me despierto en el sueño.
La confusión y los empujones de la gente que descendía en la parada de
Union Station desalojaron esa pesada idea de su mente; se concentró por comple-
to en la tarea de aferrarse del agarradero. Aún aturdido, temía que de perder el
equilibrio y de tener que someterse completamente a la fuerza (c), pudiera llegar a
descomponerse.
El tren reinició su marcha con un sonido compuesto en forma pareja por pro-
fundos rugidos y penetrantes chillidos.
Todo el sistema de trenes subterráneos tenía quince años de antigüedad, pero
había sido construido tarde y con gran apuro, con materiales inferiores, durante y
no antes de la crisis del automóvil privado. De hecho, los vagones habían sido
construidos en Detroit; duraban como esa ciudad y sonaban como ella. Hombre
de ciudad y pasajero de subterráneo, Orr ni siquiera oía el infernal ruido. Las
terminaciones de sus nervios aurales estaban considerablemente insensibilizadas,
aunque sólo tenía treinta años, y en todo caso el ruido no era más que la música
de fondo habitual de la pesadilla. Había vuelto a pensar, una vez que se hubo
asegurado el uso del agarradero.
Desde que se interesaba en el asunto, por fuerza, siempre le había sorprendido
el hecho de que la mente no recordara la mayoría de los sueños. El pensamiento
inconsciente, sea en la infancia o en un sueño, no está al alcance del recuerdo
consciente. ¿Pero estaba inconsciente durante la hipnosis? En absoluto: bien
despierto, hasta que se le ordenaba dormir. ¿Por qué no podía recordar, entonces?
Esto le preocupaba; quería saber qué estaba haciendo Haber. El primer sueño de
esta tarde, por ejemplo: ¿Le había dicho el médico que soñara nuevamente con el
caballo? Y él mismo había agregado la bosta, que fue algo molesto, o bien, si el
médico había especificado la bosta, eso era molesto de un modo diferente. Tal
vez Haber tuvo la suerte de no terminar con una gran pila marrón y humeante de

28
bosta sobre la alfombra del consultorio. O tal vez, en cierto sentido, sí: el cuadro
de la montaña.
Orr se mantuvo erguido como si lo hubieran asegurado al piso cuando el tren
llegó a la estación de Alder Street. La montaña, pensó, mientras sesenta y ocho
personas luchaban con piernas y codos, junto a él, para llegar a las puertas del
tren. La montaña. Él me dijo que repusiera la montaña en mi sueño. Pero enton-
ces él sabía que la montaña había estado ahí antes del caballo. Lo sabía. Él había visto el
primer sueño mientras cambiaba la realidad. Vio el cambio. Me cree. ¡No estoy
loco!
Tan grande era la alegría que sentía Orr que de las cuarenta y dos personas
que habían entrado con gran esfuerzo en el tren mientras él pensaba esas cosas,
las siete u ocho que estaban más cerca de Orr sintieron una ligera pero definida
sensación de benevolencia o alivio. La mujer que no había conseguido arrebatarle
el agarradero a Orr sintió un gran alivio del agudo dolor en el pie; el hombre que
se aplastaba contra él, a la izquierda, pensó de pronto en la luz del Sol; el anciano
sentado frente a él olvidó, por un momento, que tenía hambre.
Orr no era un hombre de razonamientos rápidos. En realidad, no solía razo-
nar. Llegaba a las ideas lentamente, nunca patinando sobre el hielo sólido y claro
de la lógica ni deslizándose en las corrientes de la imaginación sino afanándose,
esforzándose sobre el pesado suelo de la existencia. No veía las relaciones, que
según se dice es la característica del intelecto. Sentía las relaciones, como un
plomero. No era, en realidad, un hombre estúpido, pero hacía de su cerebro un
uso inferior a la mitad de sus posibilidades. Sólo cuando descendió del subterrá-
neo en Ross Island Bridge West y hubo caminado cuesta arriba varias manzanas,
y subió en el ascensor dieciocho pisos hasta su departamento de un tamaño de
2,50 x 3,30 metros en el edificio de veinte pisos de hormigón liviano y acero del
Condominio Corbett, y puso un trozo de pan de poroto de soja en el horno
infrarrojo y sacó una botella, de cerveza del refrigerador y estuvo un rato parado
frente a la ventana –pagaba doble por la habitación exterior–, mirando las colinas
occidentales de Portland, pobladas de enormes torres centelleantes, llenas de luces
y de vida, pensó por fin. "¿Por qué el doctor Haber no me dijo que sabe que mis
sueños son efectivos?"
Caviló durante un rato. Se afanaba en torno del asunto, trataba de manejarlo,
pero lo hallaba muy pesado.
Pensó: Haber sabe, ahora, que el mural ha cambiado dos veces. ¿Por qué no
dijo nada? Él debe saber que tengo miedo de estar loco. Dice que me está, ayu-
dando. Me hubiera ayudado mucho si me decía, que ve lo que yo veo, si me decía
que no era sólo una fantasía.
Él sabe ahora, pensó Orr después de un largo trago de cerveza, que ha dejado
de llover. Pero no fue a ver cuando le dije que la lluvia había cesado. Tal vez
tuviera miedo; eso es lo más probable. Está preocupado por todo este asunto y
prefiere entenderlo mejor antes de decirme lo que piensa. Bueno, no puedo
culparlo; lo extraño sería que no estuviera preocupado.

29
Pero me pregunto, una vez que se acostumbre a la idea, qué es lo que hará...
Me pregunto cómo detendrá mis sueños, como evitará que yo cambie las cosas.
Debo detenerme; esto es demasiado, demasiado...
Sacudió la cabeza y dio la espalda a las colinas brillantes, llenas de vida.

30
4

Nada perdura, nada es preciso y seguro (salvo la mente de un pedante), la perfec-


ción es el mero desprecio de esa ineluctable inexactitud marginal que es la misteriosa
calidad interior del Ser.
H. G. Wells, Una utopía moderna

La oficina legal de Forman, Esserbeck, Goodhue y Rutti estaba ubicada en


una estructura construida en 1973 para el estacionamiento de automóviles, ahora
convertida en edificio de oficinas y viviendas. Muchos de los edificios más anti-
guos del centro de Portland tenían esa prosapia. En una época, la mayor parte del
centro de Portland había consistido en lugares para el estacionamiento de auto-
móviles. Al principio habían sido, en general, playas de asfalto con cabinas para el
cobro o parquímetros, pero a medida que la población fue creciendo, también las
playas crecieron. En realidad, la estructura para estacionamiento con ascensores
automáticos había sido inventada en Portland, hacía mucho tiempo; antes de que
los automóviles privados se ahogaran con sus propios escapes de gas, los edificios
de estacionamiento con rampas de acceso habían crecido hasta quince y veinte
pisos. Ahora todos habían sido destruidos, desde la década de 1980, para dejar
lugar a los altos edificios de departamentos y oficinas; algunos fueron converti-
dos. Este, en el 209 de la calle S. W. Bumside, aún olía a espectrales humos de
gasolina. Sus pisos de cemento estaban manchados por las excreciones de innu-
merables motores, y las huellas de los neumáticos de esos dinosaurios estaban
fosilizadas en el polvo de sus resonantes corredores. Todos los pisos tenían una
curiosa inclinación, cierta oblicuidad, debido a la construcción en forma de rampa
helicoidal del edificio; en las oficinas de Forman, Esserbeck, Goodhue y Rutti,
uno nunca estaba del todo convencido de estar parado bien erguido.
La señorita Lelache estaba sentada detrás del biombo de carpetas y ficheros
que separaba en parte su semioficina de la semioficina del señor Pearl, y se
consideraba a sí misma la Araña Venenosa.

31
Allí estaba sentada, venenosa; dura, brillante y venenosa; esperando, esperan-
do.
Y la víctima llegó.
Una víctima nata. Cabello como el de una niñita, castaño y fino, pequeña bar-
ba rubia; piel suave y blanca, como la del vientre del pez; humilde, dócil, vacilante.
¡Mierda! Si ella lo pisaba, ni siquiera emitiría un sonido.
–Bien yo, yo creo que es una, una cuestión de, de derechos de privacidad, o
algo así –estaba diciendo–. Invasión de la privacidad, quiero decir. Pero no estoy
seguro, y por eso busco asesoramiento.
–Bien, adelante –dijo la señorita Lelache.
La victima no podía hablar; su balbuceo se había agotado.
–Usted está bajo Tratamiento Terapéutico Voluntario –dijo la señorita Lela-
che, refiriéndose a la nota que el señor Esserbeck le había enviado previamente–
por infracción a las regulaciones federales que controlan la distribución de drogas.
–Sí. Si acepto el tratamiento psiquiátrico, no se me procesará.
–Ese es el quid del asunto, sí –dijo la abogada secamente. El hombre le pare-
cía no exactamente un débil mental sino desoladoramente simple. Ella aclaró su
garganta.
Él aclaró su garganta. Lo que el mono ve, el mono hace.
Gradualmente, con mucho apoyo y ayuda, él explicó que lo estaban sometien-
do a una terapia que consistía, en esencia, en dormir y soñar bajo inducción
hipnótica. Sentía que el terapeuta, al ordenarle que soñara ciertos sueños, podía
estar infringiendo sus derechos de privacidad, tal como los definía la Nueva
Constitución Federal de 1984.
–Bien. Algo parecido a esto se vio el año pasado en Arizona –dijo la señorita
Lelache–. Un hombre bajo TTV trató de iniciarle un juicio a su terapeuta por
implantar en él tendencias homosexuales. Por supuesto, el psiquiatra simplemente
usaba las técnicas de condicionamiento habituales, y el demandante en realidad
era un homosexual reprimido; fue arrestado por tratar de violar a un niño de doce
años a plena luz del día en el centro de Phoenix Park, aun antes de que el caso
llegara a la corte. Terminó en Terapia Obligatoria en Tehachapi. Bien, lo que
quiero significar es que se debe ser cauto al iniciar este tipo de pleitos. La mayoría
de los psiquiatras que reciben pacientes derivados por el gobierno son hombres
cuidadosos, profesionales respetables. Ahora bien, si usted puede proporcionar
algún elemento que sirva como prueba real, porque las meras sospechas no bas-
tan. En realidad, podrían llevarlo a usted a Terapia Obligatoria, os decir, el
Hospital Mental de Linnton, o a la cárcel.
–¿Es posible que ellos... me envíen a otro psiquiatra?
–No sin una causa real. La Escuela de Medicina lo derivó a usted a ese doctor
Haber; y los profesionales de la Escuela son buenos, usted sabe. Si usted presen-
tara una demanda contra Haber, los peritos intervinientes serían hombres de la
Escuela de Medicina, probablemente los mismos que lo entrevistaron a usted. No
aceptarán la palabra de un paciente, sin pruebas, contra la de un médico. No en
esta clase de caso.

32
–Un caso mental –dijo el cliente–, entristecido.
–Exactamente.
El no dijo nada por un rato. Después levantó su vista hacia ella, esos ojos cla-
ros, una mirada sin ira y sin esperanza; sonrió y dijo:
–Muchas gracias, señorita Lelache. Lamento haberle hecho perder su tiempo.
–¡Bueno, espere!– dijo ella. Él podía ser simple, pero por cierto no parecía lo-
co; ni siquiera neurótico. Sólo desesperado–. No debe resignarse con tanta
facilidad. Yo no dije que usted no tuviera posibilidades. Dice usted que realmente
desea abandonar las drogas y que el doctor Haber le está dando ahora una dosis
mayor de fenobarbital que la que usted tomaba por su cuenta; eso podría garanti-
zarle la investigación, aunque lo dudo mucho. Pero la defensa de los derechos de
privacidad es mi especialidad, y deseo saber si ha habido una violación de la
privacidad. Acabo de decir que usted no me ha contado su caso, si es que lo tiene.
¿Qué ha hecho ese doctor, específicamente?
–Si le cuento –dijo el cliente con apesadumbrada objetividad–, usted va a pen-
sar que estoy loco.
–¿Cómo sabe que voy a pensar eso?
La señorita Lelache era agresiva, una cualidad excelente en un abogado, pero
sabía que exageraba un poco.
–Si le dijera –dijo el cliente en el mismo tono– que algunos de mis sueños
ejercen cierta influencia sobre la realidad, y que el doctor Haber lo ha descubierto
y está usando... esta capacidad mía, para sus propios fines, sin mi consentimien-
to... usted pensaría que estoy loco, ¿verdad?
La señorita Lelache lo miró fijamente un momento, con su mentón apoyado
sobre las manos.
–Bien, continúe –dijo luego, secamente.
Él había acertado lo que ella estaba pensando, pero maldito si ella pensaba
admitirlo. De todos modos, ¿qué había de extraño si era loco? ¿Qué persona sana
podía vivir en este mundo sin enloquecer?
Él miró sus manos por un momento, obviamente tratando de coordinar sus
pensamientos.
–Sabe –dijo– él tiene esa máquina, un aparato como el electroencefalógrafo,
pero que proporciona una especie de análisis y de realimentación de las ondas del
cerebro.
–¿Usted quiere decir que él es un científico loco con una máquina infernal?
El cliente sonrió apenas.
–Tal vez yo lo hago aparecer así. No, creo que tiene una reputación excelente
como científico investigador, y que está seriamente dedicado a ayudar a la gente.
Estoy seguro de que no intenta hacerme daño, ni a mí ni a nadie. Sus motivos son
muy elevados –encontró la mirada desencantada de la Araña Venenosa por un
momento, y vaciló–. La, la máquina. Bien, no puedo decirlo cómo funciona, pero
él la usa conmigo para mantener mi mente en el estado d, como él lo llama; con
ese término se refiere al modo especial de dormir que tenemos cuando soñamos.
Es muy diferente del modo de dormir común. Me hace dormir hipnóticamente, y

33
luego hace funcionar su máquina para que empiece a soñar enseguida, cosa que
uno no hace normalmente. O así es como yo lo entendí. La máquina asegura que
yo sueñe, y creo que intensifica el estado d, también. Luego sueño lo que él me ha
dicho que sueñe durante la hipnosis.
–Bien, suena a método con el que un psicoanalista a la antigua se asegura sue-
ños para analizar. Pero en lugar de eso, él le dice qué es lo que debe soñar, me-
diante sugerencia hipnótica, ¿verdad? De modo que supongo lo estará condicio-
nando a través de los sueños, por alguna razón. Es un hecho bien establecido que
bajo hipnosis una persona puede y está dispuesta a hacer casi cualquier cosa, aun
cosas que su conciencia no le permitiría en estado normal; eso se sabe desde
mediados del siglo pasado, y está legalmente establecido desde Sommerville c.
Projansky en 1988. Bien, ¿tiene usted motivos para creer que este doctor ha estado
usando la hipnosis para sugerirle la realización de algo peligroso, algo que usted
consideraría moralmente repugnante?
El cliente dudó.
–Peligroso, sí. Si usted acepta que un sueño puede ser peligroso. Pero él no
me ordena que haga algo, sino que lo sueñe.
–Bien, los sueños que él le sugiere, ¿le resultan moralmente repugnantes?
–Él no es... no es un hombre malo. Tiene buenas intenciones. Yo me opongo
a que me use como instrumento, como medio, aun cuando sus fines sean buenos.
No puedo juzgarlo; mis propios sueños tuvieron efectos inmorales, y por eso
traté de suprimirlos con drogas y me metí en este enredo. Quiero salir de esto,
alejarme de las drogas, curarme. Él no me está curando; me alienta.
Después de una pausa, la señorita Lelache dijo:
–¿A hacer qué?
–A cambiar la realidad soñando que es diferente –replicó el cliente, tenazmen-
te, pero sin esperanza.
La señorita Lelache volvió a hundir la punta de su mentón entre las manos y
fijó la vista por un momento en una caja de lápices azul que estaba sobre el
escritorio, en el nadir de su campo visual. Miró subrepticiamente al cliente; allí
estaba sentado, tan dócil como siempre, pero ahora ella pensó que por cierto él
no se aplastaría si ella lo pisaba, ni siquiera emitiría un sonido. Era particularmen-
te sólido.
La gente que va a ver a un abogado suele estar a la defensiva, si no en la ofen-
siva; naturalmente, necesitan conseguir algo: una herencia, una propiedad, un
mandato, un divorcio, un encarcelamiento, cualquier cosa. No podía imaginar qué
buscaba este individuo, tan inofensivo e indefenso. No solicitaba nada coherente
y sin embargo no sonaba a incoherente.
–Muy bien –dijo ella cautamente–. Entonces, ¿qué hay de malo en lo que él les
ordena hacer a sus sueños?
–No tengo derecho a cambiar las cosas. Ni él a obligarme a hacerlo.
Dios, él realmente lo creía; estaba en el extremo mas profundo. Sin embargo,
su certeza moral la atrapaba, cómo si también ella fuera un pez que nada en torno
del extremo más profundo.

34
–¿Cambiar las cosas, cómo? ¿Qué cosas? ¡Déme un ejemplo! –no tenía piedad
con él, pero sí la habría tenido por un enfermo, un esquizoide o un paranoide con
fantasías de manipular la realidad. Aquí había "otra victima de estos tiempos
nuestros, que ponen a prueba las almas de los hombres" como había dicho el
presidente Merdle, con su facultad para tergiversar las citas, en uno de sus mensa-
jes; y ahí ella se estaba comportando cruelmente con una pobre víctima sangrante,
que tenía agujeros en el cerebro. Pero no se sentía con deseos de ser amable con
él.
–La cabaña –dijo él, después de pensar un poco–. En mi segunda visita, él me
preguntó sobre mis ensoñaciones, y le dije que algunas veces soñaba despierto
con tener un lugar en las Zonas Salvajes, usted sabe, un lugar en el campo como
en las novelas antiguas, un lugar donde podría aislarme de la gente. Por supuesto
que no lo tenía; ¿quién puede tenerlo? Pero la semana pasada debe haberme
ordenado que soñara que tenía un lugar así, porque ahora lo tengo. Una cabaña
con un alquiler por treinta y tres años en tierras del estado, en el Parque Nacional
de Siuslaw, cerca de Neskowin. El domingo alquilé un aeromóvil y fui a verla; es
muy linda, pero...
–¿Por qué no debería tener una cabaña? ¿Es eso Inmoral? Montones de per-
sonas se han anotado en esos sorteos para obtener esas cabañas desde que
abrieron partes de las Zonas Salvajes, el año pasado. Usted ha tenido mucha
suerte.
–Pero es que yo no tenía ninguna cabaña –dijo él–. Nadie tenía. Los parques y
bosques se reservaban estrictamente como zonas salvajes, lo que queda de ellas,
con campamentos sólo en los bordes. No había cabañas alquiladas por el go-
bierno. Hasta el viernes pasado, cuando yo soñé que había.
–Pero escuche, señor Orr, yo sé...
–Sé que usted sabe –dijo él suavemente–. Yo sé, también, todo; cómo decidie-
ron alquilar partes de los parques nacionales la primavera pasada. Y yo presenté
una solicitud y obtuve un número que resultó premiado, etcétera. Pero también sé
que eso no era verdad hasta el viernes pasado. Y el doctor Haber lo sabe, tam-
bién.
–Entonces su sueño del viernes pasado –dijo ella, burlona–, cambió la realidad
retrospectivamente para todo el Estado de Oregon y abarcó una decisión tomada
en Washington el año pasado, además de modificar la memoria de todo el mun-
do, salvo la suya y la del doctor Haber. ¡Qué sueño! ¿Lo recuerda?
–Sí –dijo él, en tono áspero y firme–. Era sobre la cabaña y el arroyo que co-
rre frente a ella. No espero que crea todo esto, señorita Lelache. Creo que ni
siquiera el doctor Haber lo ha tomado en serio todavía, porque en ese caso sería
más cauto. Usted ve, las cosas se dan así: si él me dijera cuando estoy bajo hipno-
sis que sueñe que había un perro rosado en el cuarto, yo lo haría, pero el perro no
podría estar allí porque en la naturaleza no hay perros rosados, no son parte de la
realidad. Lo que ocurriría es que, o bien consigo un perro lanudo blanco teñido
de rosa, y alguna razón creíble de su presencia allí, o, si el doctor insiste en que
sea un perro rosado genuino, entonces mi sueño tendría que cambiar el orden de

35
la naturaleza para que incluya perros rosados. En todas partes; desde el pleistoce-
no o cuando sea que aparecieron los perros. Siempre habrían sido negros, marro-
nes, amarillos, blancos y rosados. Y uno de los rosados habría entrado desde el
hall, o sería el collie del médico, o el pequinés de su recepcionista, o algo. Nada
milagroso, nada que no fuese natural. Cada sueño cubre por completo sus huellas.
No habría más que un normal perro rosado de todos los días cuando me desper-
tara, con una razón perfectamente buena para estar allí. Y nadie notaría nada
nuevo, salvo yo... y él. Yo mantengo las dos memorias, de las dos realidades, y lo
mismo le ocurre al doctor Haber. Él está allí en el momento del cambio, y sabe
sobre qué es el sueño. No admite que lo sabe, pero sé que lo sabe. Para todos los
demás, siempre ha habido perros rosados. Para mí y para él, ha habido y no ha
habido.
–Pistas temporales duales, universos alternados –dijo la señorita Lelache–. ¿Ve
muchos shows de televisión por la noche tarde?
–No –dijo el cliente, casi tan secamente como ella–. No le pido que crea esto.
Por cierto, no sin alguna prueba.
–Bien. ¡Gracias a Dios!
Él sonrió, casi una risa. Tenía un rostro amable; parecía como si gustara de
ella.
–Pero escuche, señor Orr, ¿cómo demonios puedo obtener una prueba sobre
sus sueños? En especial si usted destruye todas las pruebas, cambiando todo
desde el pleistoceno.
–¿Puede usted –dijo él, repentinamente excitado, como si tuviera una espe-
ranza–, puede usted, en su carácter de abogada mía, pedir estar presente en una
de mis sesiones con el doctor Haber, en el caso de que usted estuviera dispuesta?
–Bien, es posible. Podría arreglarse, si hay un buen motivo. Pero vea, llamar a
un abogado como testigo en un posible caso de violación de la privacidad, va a
estropear completamente la relación paciente-terapeuta. No es que parezca que
usted tiene una relación muy buena, pero eso es difícil de juzgar desde afuera. El
hecho es que usted debe confiar en él, y también, usted sabe, él debe confiar en
usted, en cierto sentido. Si usted lo amenaza con un abogado porque quiere
sacárselo de la cabeza, bien. ¿Qué puede hacer él? Probablemente esté tratando de
ayudarlo.
–Sí. Pero me está usando para sus fines experimentales… –Orr no siguió: la
señorita Lelache se había puesto rígida, la araña había visto, por fin, a su presa.
–¿Fines experimentales? ¿Ah, sí? ¿Qué, esa máquina de la que me habló antes?
¿Tiene la aprobación de SEB? ¿Qué es lo que ha firmado usted, autorizaciones,
algo más que las fórmulas de TTV y las fórmulas de consentimiento a la hipnosis?
¿Nada? Parece ser que usted tendría causa para una demanda, señor Orr.
–¿Usted podría venir a observar una sesión?
–Puede ser. La línea a seguir sería el derecho civil, por supuesto, no la privaci-
dad.

36
–Usted entiende que no estoy tratando de crearle problemas al doctor Haber,
¿verdad? –preguntó Orr, preocupado–. No deseo hacer eso. Sé que él intenta
hacer bien. Sólo que quiero que me curen, no que me usen.
–Si los motivos de él son buenos, y si está usando un aparato experimental
con un sujeto humano, entonces el doctor Haber debería tomarlo como cosa
normal, sin resentimiento; si es algo limpio, no tendrá ningún problema. En dos
oportunidades he tenido misiones similares a ésta, contratada por SEB. Observé
un nuevo inductor de hipnosis en la práctica en la Escuela de Medicina, y no
resultó; también observé una demostración del modo de inducir la agorafobia por
sugerencia, para que las personas se sientan bien entré la multitud, en el Instituto,
en Forest Grove. Eso sí resultó pero no fue aprobado, porque decidimos que
entraban en el rubro de las leyes del lavado de cerebros. Es probable que pueda
conseguir una orden de SEB para investigar ese aparato que su médico está
usando. Eso lo dejaría a usted fuera del cuadro, ya que yo no aparecería como
abogada suya, y aun puede ser necesario que no lo conozca. Soy un oficial acredi-
tado, observador de SEB. Luego, si todo esto no conduce a nada, usted y él
quedarían en la misma relación de antes. El problema es que debo conseguir qué
se me invite a una de sus sesiones.
–Soy el único paciente con el que se está usando la Ampliadora, Según me di-
jo él mismo. También me dijo que sigue trabajando en la máquina, perfeccionán-
dola.
–Entonces es realmente experimental todo lo que le esta haciendo con esa
máquina. Perfecto; veré qué es lo que puedo hacer. Llevará una semana, o más, la
tramitación.
Él parecía preocupado.
–Espero que no sueñe esta semana que no existo, señor –dijo ella con vez me-
tálica.
–No voluntariamente –dijo Orr, con gratitud; no, por Dios, no era gratitud,
era interés. Él gustaba de ella. Era un pobre loco dedicado a las drogas, a él le
gustaría ella. Ella gustaba de él. La señorita Lelache tendió su mano morena, que
él estrechó con una mano blanca, exactamente igual a aquel distintivo que su
madre siempre guardaba en el fondo de su alhajero, de SCNN o SNCC o algo así,
al que ella había pertenecido allá a mediados del siglo pasado, la mano negra y la
mano blanca unidas. ¡Cristo!

37
5

Cuando se pierde el gran camino, obtenemos benevolencia y rectitud.


Lao Tse, XVIII

Sonriente, William Haber subió con pasos rápidos los escalones del Instituto
Onirológico de Oregon y atravesó las altas puertas de cristal polarizado hacia el
frío y seco aire acondicionado. Era el 24 de marzo, y ya la calle tenía clima de
sauna: pero adentro todo estaba fresco, limpio, sereno. Piso de mármol, muebles
discretos, escritorio de recepción de metal brillante, recepcionista elegante:
–¡Buen día, doctor Haber!
En el hall se encontró con Atwood que venía de las guardias de investigación,
con los ojos enrojecidos y el cabello despeinado después de una noche dedicada a
analizar los electroencefalogramas de los durmientes; las computadoras hacían
buena parte de esa tarea ahora, pero aún en ciertos casos se necesitaba una mente
no programada.
–Buen día, jefe –murmuró Atwood.
En la oficina de Haber, la señorita Crouch exclamó:
–¡Buen día, doctor! –estaba contento de haber traído a Penny Crouch con él
cuando ocupó el cargo de Director del Instituto, el año pasado. Era leal e inteli-
gente, y un hombre que está al frente de una institución de investigaciones grande
y compleja necesita una mujer leal e inteligente cerca de sí.
Entró con grandes pasos en su sagrado despacho privado.
Dejando caer el portafolio y las carpetas sobre el diván, estiro los brazos y
luego, como siempre cuando entraba en su oficina, se acercó a la ventana. Era una
gran ventana esquinal que miraba al este y al norte sobre una gran porción del
mundo: la curva del Willamette, lleno de puentes debajo de las colinas; las innu-
merables torres de la ciudad, altas y lechosas en la bruma primaveral, a cada lado
del río; los suburbios que se alejaban de la vista hasta que de sus extremos más
remotos surgían las laderas de las montañas, y las montañas. El monte Hood,

38
inmenso y a la vez retirado, alimentando nubes en torno de su cima; hacia el
norte, el distante Adams, como un molar, y luego el cono puro de St. Helens,
desde cuya gran extensión de ladera asomaba, más hacia el norte, el limpio domo
del monte Rainier.
Era una vista que inspiraba. Siempre inspiraba al doctor Haber. Además, des-
pués de una semana de lluvia continuada, la presión barométrica había subido y
volvía a aparecer el Sol sobre la bruma del río. Muy consciente por miles de
lecturas de electroencefalogramas de las relaciones entre la presión atmosférica y
la pesadez de la mente, casi podía sentir su psicosoma transportado por ese viento
seco y brillante. Hay que mantener eso, hacer que el clima siga mejorando, pensó
con rapidez, casi subrepticiamente. Había varias cadenas de pensamiento forma-
das y en formación simultánea en su mente, y esta nota mental no era parte de
ninguna de ellas. Fue rápidamente formulada y rápidamente archivada en la
memoria, mientras ponía en funcionamiento el magnetófono que estaba sobre el
escritorio y empezaba a dictar una de las muchas cartas que le exigía la dirección
de un instituto de investigación científica relacionado con el gobierno. Era una
tarea molesta, por supuesto, pero había que hacerla, y él era el hombre indicado.
No lo lamentaba, aunque reducía drásticamente su tiempo de investigación.
Estaba en los laboratorios sólo cinco o seis horas por semana, generalmente, y
sólo tenía un paciente propio, aunque por supuesto supervisaba la terapia de
muchos otros.
A un paciente, sin embargo, lo conservaba. Él era un psiquiatra, después de
todo. Se había dedicado a la investigación del sueño y a la onirología en primer
lugar para encontrar aplicaciones terapéuticas. No le interesaba el conocimiento
aislado, la ciencia por la ciencia: no tenía sentido aprender algo si no se podía
utilizar. La relevancia era el criterio que empleaba. Siempre conservaría un pacien-
te propio, para que le recordara ese compromiso fundamental, para que lo man-
tuviera en contacto con la realidad humana de su investigación en términos de la
estructura de la personalidad perturbada de cada individuo. Porque no hay nada
importante más allá de las personas. Una persona está definida únicamente por la
medida de su influencia sobre otras personas, por la esfera de sus interrelaciones;
y moralidad es un término que carece de todo significado a menos que se lo
defina como el bien que uno le hace a los otros, el cumplimiento de la función
propia en el todo sociopolítico.
Su paciente, Orr, iba a venir a las cuatro de la tarde, porque habían desistido
del intento de las sesiones nocturnas; y, como le recordara la señorita Crouch en
la hora del almuerzo, un inspector de SEB iba a observar la sesión de hoy, para
asegurarse de que no había nada de ilegal, de inmoral, de inseguro, de despiadado,
etcétera, en el funcionamiento de la Ampliadora. Maldita sea la intrusión del
gobierno.
Ese era el problema del éxito y su acompañamiento de publicidad, curiosidad
pública, envidia profesional, rivalidad de los colegas. Si hubiera sido todavía un
investigador privado, que se afana en el laboratorio de sueños de la universidad y
en un consultorio de segunda categoría de Willamette East Tower, lo más proba-

39
ble es que nadie se hubiera enterado de su Ampliadora hasta que él decidiera que
estaba lista para el mercado, y hubiese podido trabajar sólo para refinar y perfec-
cionar el aparato y sus aplicaciones. Ahora aquí estaba, haciendo la parte más
privada y delicada de su profesión, psicoterapia con un paciente perturbado, y por
eso el gobierno debía enviar un abogado a molestar, un abogado que no entende-
ría la mitad de lo que se hacía y que entendería mal el resto.
El abogado llegó a las 3:45, y Haber salió apresuradamente a la oficina exterior
para saludarlo –para saludarla, porque resultó ser una abogada– y para tratar de
establecer una impresión amistosa y cálida de entrada. Era mejor si uno se mos-
traba sin temor, dispuesto, y personalmente cordial. Muchos médicos dejaban
traslucir su presentimiento cuando recibían un inspector de SEB; esos médicos no
obtenían muchas concesiones del gobierno.
No resultaba fácil ser cordial y cálido con esta abogada. Producía diferentes
sonidos metálicos. Un pesado broche de bronce en la cartera, pesadas joyas de
cobre y bronce, zapatos de gruesos tacos y un inmenso anillo de plata con un
horrible motivo de máscara africana, cejas fruncidas, una voz dura: diferentes
sonidos duros. En los diez segundos siguientes Haber sospechó que todo era una
máscara, como el anillo; mucho sonido y furia que significaban sólo timidez. Pero
eso no era asunto suyo. Nunca conocería a la mujer que se escondía detrás de la
máscara, y ello no importaba mientras él consiguiera darle una impresión adecua-
da a la señorita Lelache, abogada.
Si las cosas no fueron muy cordiales, por lo menos no anduvieron mal; ella era
competente, había hecho ese tipo de tarea antes, y se había preparado para esa
misión particular. Sabía qué debía preguntar y cómo escuchar.
–Este paciente, George Orr –dijo ella– ¿no es un adicto, verdad? ¿Se lo diag-
nostica coma psicótico o como perturbado, después de tres semanas de terapia?
–Perturbado, tal como la Oficina de Sanidad define el término. Profundamen-
te perturbado y con orientaciones de la realidad artificiales, pero mejora con la
terapia.
Ella tenía un grabador de bolsillo y estaba registrando todo; cada cinco segun-
dos, tal como requería la ley, el instrumento emitía un sonido: tiip.
–¿Quiere describir la terapia que está empleando, por favor, tiip y explicar el
papel que desempaña este aparato en ella? No me explique cómo tiip funciona,
porque eso figura en su informe, sino lo que hace tiip. Por ejemplo, ¿en qué
difiere su uso del Elektroson o del casco?
–Bien, esos aparatos, como usted sabe, generan diferentes impulsos de baja
frecuencia que estimulan las células nerviosas de la corteza cerebral. Esas señales
son lo que podríamos llamar generalizadas; su efecto sobre el cerebro se obtiene
de modo básicamente similar al de la luz estroboscópica en un ritmo crítico, o al
de un estímulo aural como el toque del tambor. La Ampliadora envía una señal
específica que puede ser recogida por un área específica. Por ejemplo, a un
individuo se le puede enseñar a producir ritmo alfa a voluntad, como usted sabe;
pero la Ampliadora puede inducirlo sin aprendizaje, incluso cuando el individuo
se halla en un estado que normalmente no conduce al ritmo alfa. Transmite un

40
ritmo alfa de 9 ciclos a través de electrodos ubicados en forma conveniente, y en
pocos segundos el cerebro puede aceptar el ritmo y empezar a producir ondas alfa
con tanta facilidad como un budista zen en trance. Del mismo modo, y de manera
más útil, se puede inducir cualquier etapa del sueño, con sus ciclos típicos y sus
actividades regionales.
–¿Puede estimular el centro del placer, o el centro del habla?
¡Oh, el brillo moralista en los ojos de la inspectora, cuando se refirió al centro
del placer! Haber ocultó toda su ironía y su irritación, y respondió con amistosa
sinceridad:
–No. No es como el SEB. No es como la estimulación eléctrica ni como la
estimulación química de ningún centro; no implica intrusión en áreas especiales
del cerebro. Simplemente induce a cambiar toda la actividad del cerebro, a pasar a
otro de sus estados naturales. Es algo así como una canción pegadiza que hace que
los pies se muevan. Así el cerebro entra en el estado deseado para el estudio o la
terapia y lo mantiene por el tiempo necesario. La denominé Ampliadora para
señalar su función no creativa. No se impone nada desde el exterior. El dormir
inducido por la Ampliadora es, precisamente, literalmente, la clase de calidad de
sueño normal para ese cerebro particular. La diferencia entre esta máquina, y las
máquinas para electrodormir es como la que existe entre un sastre particular
comparado con prendas producidas masivamente. La diferencia entre la Amplia-
dora y la implantación de electrodos es la misma que existe entre un escalpelo y
una mandarria.
–¿Pero cómo produce usted los estímulos que utiliza? ¿Usted tiip registra el
ritmo alfa de un sujeto para usarlo tiip en otro?
El había estado eludiendo este punto. No pensaba mentir, por supuesto, pero
simplemente no tenía sentido hablar sobre una investigación no completada
mientras se la estaba realizando y probando; podía darle una impresión muy
errónea a un lego. Se lanzó cómodamente a una respuesta, encantado de oír su
propia voz en lugar de los diversos sonidos que emitía ella; era curioso que sólo
oyera el molesto sonido del grabador cuando hablaba ella.
–Al principio utilicé un conjunto generalizado de estímulos, seleccionados en-
tre registros de muchos sujetos. La paciente depresiva que se menciona en el
informe fue tratada con éxito de esta manera. Pero me pareció que los efectos
eran más erráticos de lo que me hubiera gustado. Empecé a experimentar; con
animales, por supuesto, gatos. A los investigadores del dormir nos gustan los
gatos; ¡duermen mucho! Bien, con sujetos animales descubrí que la línea más
prometedora era utilizar ritmos previamente registrados del propio cerebro del
sujeto. Una especie de autoestimulación a través de registros. Me interesa la
especificidad, como ve. El cerebro responde a su propio ritmo alfa de inmediato,
espontáneamente. Ahora, por supuesto, hay posibilidades terapéuticas que se
abren a la otra línea de investigación. Sería posible imponer de manera gradual un
modelo ligeramente distinto al del paciente, un modelo más sano o más completo.
Uno registrado previamente de ese sujeto, tal vez, o de un sujeto diferente. Esto
podría ser de gran importancia en casos de lesión o trauma cerebral, ya que

41
ayudaría a un cerebro lesionado a reestablecer sus antiguos hábitos en nuevos
canales, algo que el cerebro se esfuerza mucho por conseguir. Se podría usar para
"enseñarle" nuevos hábitos a un cerebro de funcionamiento anormal, etcétera. De
todos modos, en este punto todo eso es una especulación, y si es que vuelvo a la
investigación en esa línea, por supuesto me reinscribiré en SEB –eso era muy
cierto; no había necesidad de mencionar que estaba haciendo investigación en esa
línea porque hasta ese momento nada era seguro y no lo comprenderían–. La
forma de autoestimulación por registros que estoy usando en esta terapia puede
describirse como sin efecto sobre el paciente, más allá del que se ejerce durante el
período de funcionamiento de la máquina: cinco a diez minutos.
Él sabía más de la especialidad de cualquier abogado del SEB que ella acerca
de la suya. Vio que la abogada asentía ligeramente con la cabeza al final de esas
palabras, la había convencido. Pero entonces ella dijo:
–¿Qué es lo que hace, entonces?
–Sí, estaba llegando a eso –replicó Haber, y rápidamente reajustó su tono ya
que la irritación se transparentaba–. En este caso tenemos un sujeto que teme
soñar: un onirófobo. Mi tratamiento es, en esencia, un simple tratamiento de
condicionamiento, según la clásica tradición de la psicología moderna. Se induce
al paciente a soñar acá, en una situación controlada; el contenido del sueño y el
aspecto emocional se controlan mediante sugerencia hipnótica. Se le enseña al
sujeto que puede soñar en forma segura, agradable; un condicionamiento positivo
que lo liberará de su fobia. La Ampliadora es un instrumento ideal para esos fines;
asegura que el sujeto sueñe, instigando y luego reforzando su propia actividad
típica de estado d. Podría llevarle a un sujeto hasta una hora y media superar las
diversas etapas del dormir s y alcanzar el estado d por si mismo, una extensión
poco práctica para sesiones terapéuticas diurnas, y además, durante el dormir
profundo la fuerza de la sugerencia hipnótica relativa al contenido del sueño
podría perderse en parte. Esto no es deseable; mientras él está en condiciona-
miento, es esencial que no tenga malos sueños ni pesadillas. Por lo tanto, la
Ampliadora me provee de un elemento para ahorrar tiempo y de un factor de
seguridad. La terapia podría lograrse sin ella, pero tal vez llevaría meses; con ella,
espero terminar en unas pocas semanas. En los casos adecuados puede resultar
tan útil como ha resultado la hipnosis en el psicoanálisis y en la terapia de condi-
cionamiento.
Tiip, sonó el grabador de la abogada, y Bong tocó su propio comunicador de
escritorio con un sonido suave, rico, autoritario. Gracias a Dios.
–Aquí está nuestro paciente. Le sugiero, señorita Lelache, que lo salude, y po-
demos charlar un poco si usted lo desea; luego, tal vez usted podría alejarse hacia
aquella silla de cuero que está en el rincón, ¿sí? Su presencia no debería preocu-
parle al paciente, pero si se la recordamos constantemente, ello podría alargar
innecesariamente las cosas. Se trata de una persona que está en un estado de
ansiedad bastante agudo, usted sabe, con tendencia a interpretar los hechos cómo
una amenaza personal y a construir un conjunto de ilusiones protectoras, ya lo va

42
a ver. Ah, sí, el grabador apagado, correcto, una sesión de terapia no debe grabar-
se. ¿De acuerdo? Perfecto.
–¡Sí, hola, George, adelante! Esta es la señorita Lelache, la participante de
SEB. Ha venido a presenciar el funcionamiento de la Ampliadora.
Los dos se estaban estrechando las manos de la manera más ridículamente
formal. Resonaban los brazaletes de la abogada. El contraste le divirtió a Haber: la
mujer feroz y dura, el hombre triste y sin carácter. No tenían absolutamente nada
de común.
–Bien –dijo él, disfrutando con el manejo del espectáculo–, sugiero que empe-
cemos con nuestro asunto, a menos que haya algo especial en su mente, George,
de lo que desea hablar primero –mediante sus movimientos en apariencia norma-
les, los estaba dirigiendo: la Lelache a la silla en el rincón apartado, Orr al diván–.
Perfecto, entonces, veamos un sueño. El que constituirá, incidentalmente, un
registro para SEB del hecho de que la Ampliadora no afloja las uñas de sus pies ni
endurece sus arterias ni le hace estallar el cerebro, ni tiene ningún efecto lateral,
salvo tal vez una pequeña disminución compensatoria en los sueños de la noche.
Mientras terminaba de hablar tendió su mano derecha y la colocó sobre la gargan-
ta de Orr, casi casualmente.
Orr retrocedió ante el contacto, como si nunca lo hubiera hipnotizado.
Luego se disculpó.
–Perdón. Se me acercó tan de repente.
Fue necesario rehipnotizarlo por completo, empleando el método de induc-
ción v-c que era perfectamente legal por supuesto, pero bastante más espectacu-
lar, y Haber habría preferido no usarlo frente a una observadora de SEB; estaba
furioso con Orr, en quien había sentido una resistencia creciente en las últimas
cinco o seis sesiones. Una vez que lo hubo hipnotizado, puso una cinta magneto-
fónica que él mismo había preparado con todas las aburridas repeticiones: "Usted
está cómodo y relajado ahora. Está profundizando su trance", etcétera. Mientras
se oía la cinta Haber fue hacia su escritorio y acomodó papeles con rostro calmo y
serio, ignorando a la señorita Lelache. Ella se mantuvo quieta; sabía que la rutina
de la hipnosis no debía ser interrumpida. Miraba a través de la ventana la amplia
vista, las torres de la ciudad.
Por último Haber detuvo la cinta y colocó el casco en la cabeza de Orr.
–Ahora, mientras le coloco esto, hablemos del tipo de sueño que va a soñar,
George. ¿Tiene ganas de hablar de eso, verdad?
Lento asentimiento con la cabeza del paciente.
–La última vez que estuvo acá hablamos de algunas cosas que le preocupan.
Dijo que le gusta su trabajo, pero no le gusta ir en subterráneo a trabajar. Se siente
incómodo, me dijo, aprisionado. Siente como si no hubiera lugar para sus codos,
como si no estuviera libre.
Se detuvo, y el paciente, que siempre estaba taciturno durante la hipnosis, fi-
nalmente respondió solamente:
–Exceso de población.

43
–Mm…, esas son las palabras que usó. Esos son los términos, su metáfora,
para esa sensación de falta de libertad. Bien, ahora discutamos esas palabras.
Usted sabe que en el siglo XVIII Malthus llamó la atención sobre el peligro del
crecimiento de la población; y hubo otro ataque de pánico por la población
excesiva hace unos treinta o cuarenta años. Por cierto, la población ha aumenta-
do, pero todos los horrores que predecían no se verificaron. Las cosas no están
tan mal como se decía. Todos vivimos bien aquí en Norteamérica, y si nuestro
estándar de vida ha tenido que descender en ciertos aspectos, en otros es más alto
que una generación atrás. Ahora bien, tal vez el temor exagerado de la población
excesiva, del hacinamiento, refleja no una realidad exterior sino un estado mental
interior. Si usted se siente apretujado cuando no lo está, ¿qué significa eso? Tai
vez que le teme al contacto humano, a estar cerca de la gente, a que lo toquen. De
modo que ha encontrado una especie de excusa para mantener a la realidad a
distancia –el electroencefalógrafo estaba funcionando, y mientras hablaba hizo las
conexiones con la Ampliadora–. Ahora, George, charlaremos un poco más y
entonces, cuando le diga la palabra clave "Amberes", usted empezará, a dormir;
cuando se despierte se sentirá fresco y alerta. No recordará lo que estoy diciendo
ahora, sino su sueño. Será un sueño vívido, vívido y agradable, un sueño efectivo.
Soñará con este tema que le preocupa, la población excesiva: tendrá un sueño
donde descubrirá que no es eso realmente lo que le preocupa. Las personas no
pueden vivir solas, después de todo; ¡ser confinado en soledad es el peor tipo de
castigo! Necesitamos a la gente alrededor de nosotros, para que nos ayude, para
ayudarla, para competir, para aguzar nuestro ingenio. Siguió y siguió hablando. La
presencia de la abogada desmejoró mucho su estilo; debía ponerlo todo en
términos abstractos, en lugar de decirle a Orr simplemente lo que debía soñar.
Por supuesto, no estaba falsificando su método para engañar a la observadora;
simplemente, su método no era invariable aún. Lo variaba de una sesión a la otra,
buscando el modo seguro de sugerir el sueño preciso que deseaba, y combatiendo
siempre la resistencia que a veces le parecía la exactitud excesiva del pensamiento
de proceso primario, y a veces una positiva obstinación de la mente de Orr. Fuera
lo que fuese lo que lo impedía, el sueño casi nunca se producía en la forma que
deseaba Haber, y esta clase de sugerencia vaga, abstracta, podía funcionar tan bien
como cualquier otra. Tal vez suscitaría una resistencia inconsciente menor en Orr.
Le indicó con un gesto a la abogada que se acercara a observar la pantalla del
electroencefalógrafo, que ella había estado tratando de ver desde su rincón, y
siguió:
–Tendrá un sueño en el que no se sentirá hacinado, presionado. Soñará con
todo el espacio que hay en el mundo, con toda la libertad de que dispone para
moverse.
Y por último dijo:
–¡Amberes! –y señaló las marcas del electroencefalógrafo para que la señorita
Lelache pudiera ver el cambio casi instantáneo–. Observe la desaceleración en
todo el gráfico –murmuró–. Ahí tiene un pico de alto voltaje, y ahí hay otro...
Agujas del dormir. Ya está entrando en la segunda etapa del dormir ortodoxo, el

44
dormir s, como quiera llamarlo, el dormir sin sueños vívidos que se presenta entre
los estados de toda la noche. Pero no lo dejaré seguir hasta la profunda etapa
cuarta, ya que está aquí para soñar. Estoy poniendo en marcha la Ampliadora. No
aparte la vista de esas marcas. ¿Ve?
–Parece como si se estuviera despertando de nuevo –murmuró ella, vacilante.
--¡Exacto! Pero no se está despertando. Mírelo.
Orr yacía de espaldas, su cabeza caída un poco hacia atrás de modo que su
barba corta y rubia apuntaba hacia arriba; estaba profundamente dormido, pero se
notaba cierta tensión alrededor de su boca, y suspiraba de manera profunda.
–¿Ve el movimiento de sus ojos, debajo de los párpados? Así fue cómo nota-
ron por primera vez todo este fenómeno del dormir con sueños, allá por 1930; lo
denominaron "dormir con rápido movimiento de ojos" por años. Es muchísimo
más que eso, sin embargo. Es un tercer estado del ser. Todo su sistema autonó-
mico está tan completamente movilizado, como podría estarlo en un momento de
excitación de su vida normal; pero su tono muscular es nulo, los músculos gran-
des están relajados más profundamente que en el dormir s. Las zonas cortical,
subcortical, del hipocampo y del mesencéfalo, están tan activas como cuando
camina, mientras que en el dormir s están inactivas. La respiración y la presión
sanguínea están al nivel de cuando camina, o más alto aún. Sienta el pulso –puso
les dedos de ella sobre la muñeca floja de Orr–. Ochenta u ochenta y cinco. Le
está ocurriendo algo importante, sea lo que fuere...
–¿Usted quiere decir que está soñando? –ella parecía alarmada.
–Exacto.
–¿Todas estas reacciones son normales?
–Absolutamente. Todos pasamos por eso todas las noches, cuatro o cinco ve-
ces, durante al menos diez minutos por vez. Se ve un estado d muy normal en la
pantalla del electroencefalógrafo. La única anomalía o peculiaridad que podrá ver
es un ocasional pico alto entre las marcas, una especie de efecto de confusión que
nunca he visto antes en un estado d. Su modelo se parece a un efecto que se
observa en los electroencefalogramas de hombres que trabajan duro en ciertas
tareas: trabajo artístico o creativo, pintura, poesía, y también leer a Shakespeare.
Lo que este cerebro está haciendo en esos momentos, no lo sé todavía. Pero la
Ampliadora me da la oportunidad de observarlos sistemáticamente, y luego podré
analizarlos.
–¿Es posible que la máquina cause ese efecto?
–No –en realidad, él había tratado de estimular el cerebro de Orr con una re-
petición de una de esas marcas de pico, pero el sueño resultante de ese experi-
mento había sido incoherente, una mezcolanza del sueño anterior, durante el que
la Ampliadora había registrado el pico, y el presente. No había necesidad de
mencionar los experimentos no convincentes–. Ahora que está bien dentro de
este sueño, apagaré la Ampliadora. Observe, trate de ver si se da cuenta cuando
retiro la entrada –ella no notó nada–. Sin embargo, puede producir un estado de
confusión; no pierda de vista esas marcas. Puede detectarlo primero en el ritmo
theta, allí, desde el hipocampo. Se produce en otros cerebros, sin duda. Nada es

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nuevo. Si puedo descubrir cuáles otros cerebros, en qué estado, podré especificar
con mayor exactitud cuál es el problema de este individuo; puede haber un tipo
psicológico o neurofisiológico al que él pertenece. ¿Ve las posibilidades de inves-
tigación de la Ampliadora? Ningún efecto sobre el paciente, salvo el de poner
temporalmente a su cerebro en alguno cualquiera de sus estados normales que el
médico desea observar. ¡Mire esto! –ella no advirtió el pico, por supuesto; la
lectura de electroencefalogramas en una pantalla requería práctica–. Fundió su
fusible. Sigue en el sueño ahora... enseguida nos va a contar –no pudo seguir
hablando; su boca se había secado. Lo sintió: el traslado, la llegada, el cambio.
También la mujer lo sintió; parecía atemorizada. Sosteniendo el pesado collar
de bronce junto a su garganta como talismán, estaba mirando con angustia, con
terror, la vista desde la ventana.
Haber no había esperado eso. Había pensado que sólo él podría tener con-
ciencia del cambio.
Pero ella le había oído cuando le ordenaba a Orr lo que debía soñar; había es-
tado junto al paciente dormido; estaba, como él, en el centro. Y cómo él se había
vuelto para mirar por la ventana cuando las torres se desvanecían como un sueño,
sin dejar huella, los insubstanciales kilómetros de suburbio disolviéndose como
humo en el viento, la ciudad de Portland, que había tenido una población de un
millón de personas antes de los Años de la Plaga, pero sólo tenía unos cien mil
habitantes en estos días de la Recuperación, un revoltijo confuso como todas las
ciudades norteamericanas, pero unificada por sus colinas y su río brumoso,
atravesado por siete puentes, el antiguo edificio de cuarenta pisos del First Natio-
nal Bank, que se destacaba contra el cielo entre los edificios del centro, y más allá,
por encima de todo, las serenas y pálidas montañas...
Ella vio todo mientras sucedía, y él comprendió que ni por un momento había
pensado en la posibilidad de que la observadora de SEB pudiera ver el cambio.
No había sido una posibilidad; él ni siquiera lo había pensado. Y esto implicaba
que él mismo no había creído en el cambio, en el efecto de los sueños de Orr,
aunque lo había sentido, lo había visto con asombro y temor, con entusiasmo,
una docena de veces ya; aunque había observado mientras el caballo se convertía
en montaña (si es que se puede observar la superposición de una realidad a otra),
aunque había estado probando y usando el poder efectivo de los sueños de Orr
por casi un mes, sin embargo no había creído en lo que estaba ocurriendo.
Todo el día presente, desde su llegada al trabajo en adelante, no había pensado
una sola vez en el hecho de que, una semana atrás, él no era el Director del
Instituto Onirológico de Oregon, porque no existía el Instituto. Desde el viernes
último, había habido un Instituto durante los últimos dieciocho meses. Y él había
sido su fundador y director. Que las cosas fueran así –para él, para todos los
integrantes del personal, para sus colegas de la Escuela de Medicina y para el
gobierno que lo subvencionaba– él lo había aceptado por completo, y también
todos los otros, como la única realidad. Él había suprimido su recuerdo del hecho
de que, hasta el viernes, las cosas no habían sido así.

46
Ciertamente, ese había sido el más logrado de los sueños de Orr. Había empe-
zado en el viejo consultorio del otro lado del río, bajo aquel maldito mural del
monte Hood, y había terminado en esta oficina, y él había estado allí, había visto
cómo las paredes cambiaban a su alrededor, había sabido que el mundo se estaba
transformando, y lo había olvidado. Lo había olvidado de manera tan completa
que nunca se había preguntado siquiera si un extraño, una tercera persona, podría
tener la misma experiencia.
¿Cómo se sentiría la mujer? ¿Lo comprendería, se volvería loca, qué es lo que
haría? ¿Conservaría ambas memorias, como él, la verdadera y la nueva, la antigua
y la verdadera?
Esto no debía ser. Ella iba a interferir, a traer a otros observadores, a estro-
pear completamente el experimento, a destruir los planes.
Él debía detenerla a toda costa. Se volvió hacia ella, dispuesto a la violencia,
con las manos crispadas.
Ella estaba parada, simplemente, allí. Su piel morena se había tornado lívida;
su boca estaba abierta. Estaba deslumbrada; no podía creer lo que había visto a
través de la ventana. No podía creerlo y no lo creía.
La extrema tensión física de Haber se distendió un poco. Al verla se sintió se-
guro de que estaba tan confundida y traumatizada como para ser inofensiva. Pero
él debía moverse rápidamente, de todos modos.
–Dormirá un rato todavía –anunció Haber; su voz sonaba casi normal, aun-
que un poco más ronca que la tensión de los músculos de la garganta. No tenía
idea de lo que iba a decir, pero empezó a hablar; había que destruir la tensión–. Le
daré un corto período de estado s ahora. No demasiado largo, para que su recuer-
do del sueño no sea débil. ¿Es una hermosa vista, verdad? Esos vientos del este
que han estado soplando, son un regalo del cielo. En otoño e invierno, en oca-
siones no veo las montañas por meses; pero cuando las nubes se levantan, ahí
están. Es un lugar estupendo, Oregon. El estado menos deteriorado de la Unión.
No estaba muy explotado antes de la Crisis. Portland recién empezaba a tornarse
importante a fines de la década de 1970. ¿Es usted nativa de Oregon?
Después de un minuto, ella afirmó con la cabeza, muy aturdida. El tono nor-
mal de la voz de él, por lo menos, le estaba llegando.
–Yo soy de Nueva Jersey. Era tremendo el deterioro ambiental allá cuando yo
era un chico. La cantidad de remodelaciones y de limpieza que la Costa Este
debió hacer después de la Crisis, y que sigue haciendo, es increíble. Aquí, en
cambio, el deterioro real de la población excesiva y del mal manejo ambiental aún
no se había producido, salvo en California. El sistema ecológico de Oregon estaba
intacto todavía –era peligroso eso de hablar del tema crítico, pero él no podía
pensar en otra cosa: se sentía como obligado a hacerlo. Su cabeza estaba demasia-
do ocupada con los dos conjuntos de recuerdos, dos sistemas completos de
información: uno del mundo real (ya no más) con una población humana de casi
siete mil millones y un incremento geométrico, y uno del mundo real (ahora) con
una población de menos de mil millones y aún no estabilizada.
Mi dios, pensó, ¿qué ha hecho Orr?

47
Seis mil millones de personas.
¿Dónde están?
Pero la abogada no debía darse cuenta. No debía.
–¿Ha estado alguna vez en el Este, señorita Lelache?
Ella lo miró vagamente y dijo:
–No.
–Bien, ¿para qué molestarse? De todos modos New York está amenazada, y
también Boston; el destino de este país esta acá. Éste es el polo de crecimiento.
Aquí está, como decían cuando yo era un chico. Ah, de paso, ¿lo conoce a Dewey
Furth, en la central de SEB de aquí?
–Sí –contestó ella, aún vacilante, pero empezando a reaccionar, a comportarse
como si nada hubiera ocurrido.
Un espasmo de alivio recorrió el cuerpo de Haber. Él sintió repentinos deseos
de sentarse, de respirar fuerte. El peligro había pasado. Ella estaba rechazando la
experiencia increíble. Se estaba preguntando a sí misma ahora, ¿qué es lo que me
pasa? ¿Por qué miré por la ventana esperando ver una ciudad de tres millones?
¿Es que estoy sufriendo un momento de locura?
Por supuesto, pensó Haber, el hombre que presenciara un milagro rechazaría
la visión de sus ojos si los que están con el no vieron nada.
–El aire está pesado aquí –dijo Haber con un toque de solicitud en la voz, y se
acercó al termostato, en la pared–. Lo mantengo caldeado, una vieja costumbre de
investigador de sueños; la temperatura del cuerpo desciende mientras se duerme,
y uno no quiere que un grupo de sujetos, o pacientes, se resfríen. Pero esta
calefacción eléctrica es excesiva, el aire se torna pesado y me hace sentir aturdi-
do... Él se despertará pronto –pero él no deseaba que Orr recordara claramente su
sueño, que lo contara, para confirmar el milagro–. Pienso que lo dejaré un rato
más, no me interesa el recuerdo de este sueño; él está en el dormir de la tercera
etapa ahora. Dejémoslo ahí mientras terminamos de conversar. ¿Había algo más
que usted quería preguntarme?
–No, no creo –los sonidos que emitía sonaban vacilantes ahora; ella pestañeó,
tratando de recobrar la calma–. Si usted envía la descripción completa de su
máquina, del funcionamiento, y de los usos para los que la emplea, y los re-
sultados, todo eso, usted sabe, a la oficina del señor Furth, creo que se completará
todo este asunto... ¿Ha patentado ya el aparato?
–Presenté una solicitud.
Ella afirmó con la cabeza.
–Puede ser conveniente –ella se había desplazado, resonando débilmente,
hacia el hombre que dormía, y ahora estaba parada junto a él con una extraña
expresión en su delgado rostro moreno.
–Usted tiene una extraña profesión –dijo ella de pronto–. Los sueños; obser-
var el funcionamiento del cerebro de las personas, decirles qué deben soñar...
Supongo que hará buena parte de sus investigaciones por la noche.
–Antes sí. La Ampliadora nos permite evitar esos horarios; con su uso, pode-
mos obtener el estado S cuando lo deseamos, y de la clase que deseamos estudiar.

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Pero hace unos pocos años hubo un periodo en el que nunca me acostaba antes
de las 6 de la mañana, que duró trece meses –Haber rió–. Ahora me ufano con
mis antecedentes. Pero en estos tiempos permito que mi personal cargue con la
parte más pesada del trabajo. ¡Compensaciones de la madurez!
–Las personas que duermen son tan lejanas –dijo ella, observando a Orr–.
¿Dónde están?...
–Aquí –replicó Haber, y señaló la pantalla del electroencefalógrafo–. Exacta-
mente aquí, pero incomunicadas. Esa característica del dormir es lo que suena a
misterioso a los humanos. Su extrema privacidad. La persona que duerme le da la
espalda a todo el mundo. 'El misterio del individuo es mayor mientras duerme',
dice uno de los autores de mi especialidad. Pero por supuesto, un misterio no es
más que un problema que aún no hemos resuelto... El debe despertarse ahora.
George... George... Despierte, George.
George despertó como solía hacerlo, rápido, pasando de un estado al otro sin
gruñidos, sin miradas confundidas, sin recaídas. Se sentó en el diván y miró
primero a la señorita Lelache, luego a Haber, que acababa de retirarle el casco. Se
incorporó, desperezándose un poco, y se acercó a la ventana. Se quedó parado
mirando.
Había un equilibrio singular, casi cierta monumentalidad en el porte de su del-
gada figura: estaba completamente rígido, aún en el centro de algo. Sorprendidos,
ni Haber ni la mujer hablaron. Orr giró y miró a Haber.
–¿Dónde están? –preguntó–. ¿Adónde fueron todos?
Haber vio que los ojos de la mujer se agrandaban, vio que la tensión aumen-
taba en ella, y se sintió en peligro. ¡Hablar, debía hablar!
–Por el electroencefalograma, yo diría –dijo, y oyó su voz profunda y cálida,
tal como la pretendía– que acaba de tener un sueño muy cargado, George. Fue
desagradable; en realidad, fue casi una pesadilla. El primer sueño 'malo' que ha
tenido acá, ¿verdad?
–Soñé con la Plaga –dijo Orr, y tembló de la cabeza a los pies, como si fuera a
descomponerse.
Haber asintió con la cabeza. Se sentó a su escritorio. Con su docilidad habi-
tual, con su forma de hacer lo acostumbrado y aceptado, Orr se acercó y se sentó
frente al medico, en la gran silla de cuero en la que se sentaban entrevistados y pa-
cientes.
–Ha tenido que salvar un gran obstáculo, y ello no fue fácil, ¿verdad? Esta fue
la primera vez, George, que ha tenido que manejar una ansiedad real en un sueño.
Esta vez, bajo mi dirección, y tal como se lo sugerí en la hipnosis, usted encaró
uno de los elementos más profundos de su enfermedad psíquica. El asunto no fue
fácil ni agradable. En realidad, ese sueño fue un infierno, ¿verdad?
–¿Recuerda usted los Años de la Plaga? –preguntó Orr sin agresividad con un
tono un poco inusual en la voz, ¿sarcasmo? Y se volvió para mirar a la señorita
Lelache, que se había retirado a su silla del rincón.
–Sí, los recuerdo. Yo ya era un hombre cuando se desató la primera epidemia.
Tenía veintidós años cuando se hizo aquel primer anuncio en Rusia de que los

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contaminadores químicos de la atmósfera se estaban combinando para formar
virulentos carcinógenos. La noche siguiente pasaron las estadísticas hospitalarias
desde Ciudad de México. Luego previeron el tiempo de incubación, y todo el
mundo empezó a contar. A esperar. Y hubo luchas y disturbios, y la Banda del
Día del Juicio Universal y los Vigilantes. Ese año murieron mis padres; mi esposa
al año siguiente. Después mis dos hermanas y sus hijos. Todos aquellos que yo
conocía –Haber extendió los brazos–. Sí, recuerdo esos años –dijo, apesa-
dumbrado– cuando debo recordarlos.
–Se encargaron del problema de la población excesiva, ¿verdad? –dijo Orr, y
esta vez la ansiedad era clara–. Realmente lo hicimos.
–Sí. Ellos se encargaron. No hay superpoblación ahora. ¿Había alguna otra
solución, además de la guerra nuclear? Ahora no hay hambruna perpetua en
América del Sur, África y Asia. Cuando las vías de comunicación se restablezcan
del todo, ni siquiera habrá los focos de hambre que quedan. Dicen que una
tercera parte de la humanidad aún se va a la cama con hambre; pero en 1980 eso
era el 92 por ciento. Ahora no hay crecientes en el Ganges, causadas por el
amontonamiento de cadáveres de personas que habían muerto de inanición. No
hay falta de proteínas y raquitismo entre los hijos de la clase trabajadora de
Portland, Oregon, como había antes de la Crisis.
–La Plaga –dijo Orr.
Haber se inclinó sobre el gran escritorio.
–George, dígame una cosa. ¿Está superpoblado el mundo?
–No –dijo el hombre.
Haber pensó que se estaba riendo, y se echó hacia atrás con cierta aprensión;
después comprendió que eran las lágrimas lo que les daba a los ojos de Orr ese
brillo extraño. Estaba a punto de estallar. Mucho mejor; si se desmoronaba, la
abogada se sentiría menos inclinada a creer en lo que él dijera y que concordara
con lo que ella pudiera recordar.
–Pero hace media hora, George, usted estaba sumamente preocupado, angus-
tiado, porque creía que la población excesiva era una amenaza para la civilización,
para todo el sistema ecológico terrestre. Ahora no espero que esa ansiedad haya
desaparecido; nada de eso. Pero creo que su calidad ha cambiado desde que usted
la experimentó en el sueño. Usted tiene conciencia, ahora, de que no tenía asidero
en la realidad. La ansiedad aún existe, pero con esta diferencia: ahora sabe que es
irracional, que obedece a un deseo interno antes que a la realidad exterior. Eso es
un comienzo, un buen comienzo. ¡Un paso adelante muy grande para una sola
sesión, con un solo sueño! ¿Se da cuenta de eso? Tiene un arma, ahora, con la
cual enfrentar todo ese asunto. Ahora usted está parado sobre algo que antes lo
aplastaba, que lo hacía sentir oprimido. De ahora en adelante será una lucha más
justa, porque usted es un hombre más libre. ¿No lo siente? ¿No se siente, ahora
mismo, ya, un poquito más libre?
Orr lo miró, y luego miró a la abogada. No dijo nada.
Hubo una larga pausa.

50
–Se lo ve vencido –dijo Haber, lo que significaba un golpecito verbal en el
hombro.
Deseaba que Orr se calmara, que volviera a su estado normal de retraimiento,
en el que carecería del coraje necesario para decir nada sobre sus poderes en el
sueño frente a una tercera persona; o de lo contrario que se desmoronara, que se
comportara de modo obviamente anormal. Pero no ocurría nada de eso. Si no
estuviera una observadora de SEB acechando en el rincón, le ofrecería un trago
de whisky. Pero será mejor que no hagamos un festín de una sesión de terapia,
¿eh?
–¿No desea que le cuente el sueño?
–Si usted quiere.
–Yo los sepultaba, en una de las grandes zanjas... Trabajé en los Cuerpos de
Sepultura, a los dieciséis años, después que mis padres se contagiaron. Sólo que
en el sueño las personas estaban todas desnudas y parecían haber muerto de
inanición. Montañas de cadáveres. Tenía que sepultarlos a todos. Lo buscaba a
usted todo el tiempo, pero no estaba allí.
–No –dijo Haber con tono tranquilizador– no he figurado en sus sueños to-
davía, George.
–Oh, sí. Con Kennedy. Y como caballo.
–Sí, al principio de la terapia –dijo Haber, desechando el tema–. Este sueño,
entonces, utilizó algún material de recuerdos de su experiencia...
–No. Yo nunca enterré a nadie. Nadie murió con la Plaga. No hubo ninguna
Plaga. Todo fue imaginado por mí. Lo soñé.
¡Maldito sea el estúpido bastardo! Se había zafado del control. Haber irguió la
cabeza y mantuvo un silencio tolerante, prudente; era todo lo que podía hacer,
porque una reacción más enérgica podía suscitar las sospechas de la abogada.
–Usted dijo que recordaba la Plaga; ¿pero no recuerda también que no hubo
ninguna Plaga, que nadie murió de cáncer contagioso, que la población aumenta-
ba y aumentaba? ¿No? ¿No recuerda eso? ¿Y usted, señorita Lelache, lo recuerda
todo en ambas formas?
Entonces Haber se puso de pie:
–Lo lamento, George, pero no puedo permitir que incluya en esto a la señori-
ta Lelache. Ella no está calificada. Sería incorrecto que ella contestara; esta es una
sesión psiquiátrica. Ella está acá para observar la Ampliadora, y nada más. Debo
insistir en esto.
Orr estaba totalmente blanco; los pómulos sobresalían en su rostro. Miraba
fijamente a Haber, sin decir una palabra.
–Tenemos un problema, y sólo hay un modo de resolverlo, me temo. Cortar
el nudo gordiano. No se ofenda, señorita Lelache, pero como usted ve, el pro-
blema es usted. Simplemente, nos encontramos en una etapa en la que nuestro
diálogo no puede soportar a un tercer miembro, ni siquiera a alguien que no
participe. Lo mejor que se puede hacer es interrumpir la sesión. Reanudamos el
trabajo mañana a las cuatro. ¿De acuerdo, George?
Orr se incorporó, pero no se encaminó hacia la puerta.

51
–¿Alguna vez ha pensado usted, doctor Haber –dijo en tono bastante calmo
pero un poco vacilante– que... que puede haber otras personas que sueñan como
yo? ¿Que la realidad cambia, se reemplaza, se renueva todo tiempo a nuestro
alrededor, sólo que nosotros no lo sabemos? Sólo el que sueña lo sabe, y aquellos
que conocen su sueño. Si eso es cierto, creo que tenemos la suerte de no saberlo.
El asunto es muy conflictivo.
Afable, evasivo, tranquilizador, Haber conversó con Orr mientras lo acompa-
ñaba hasta la puerta.
–Le tocó una sesión crítica –le dijo a la señorita Lelache, cerrando la puerta
detrás de sí. Se secó la frente, que el cansancio y la preocupación aparecieran en
su rostro y en su tono–: ¡Caramba! ¡Qué día para tener la presencia de una obser-
vadora!
–Fue sumamente interesante –dijo ella, y sus brazaletes sonaron un poco.
–No es un caso perdido –comentó Haber–. Una sesión como ésta, incluso a
mí me deja una impresión desalentadora. Pero tiene una posibilidad, una posibili-
dad real, de salir de este modelo de engaño en el que está atrapado, ese tremendo
miedo de soñar. El problema es que se trata de un modelo complejo, que ha
atrapado a una mente inteligente; además, es muy rápido para tejer nuevas redes
en las que se atrapa a si mismo... Si lo hubieran enviado a la terapia hacía diez
años, cuando tenía menos de veinte años; pero, por supuesto, la Recuperación
apenas si empezaba hace diez años. O aun hace un año, antes de que empezara a
deteriorar toda su orientación de la realidad con drogas. Pero se esfuerza, se
esfuerza constantemente, y aún puede salvarse con un acertado ajuste de la
realidad.
–Pero usted dijo que no era un psicótico –observó la señorita Lelache, en to-
no de duda.
–Correcto. Dije que era un perturbado. Si enloquece, por supuesto enloquece-
rá por completo; probablemente en la línea esquizofrénica catatónica. Una
persona perturbada no es menos propensa a la psicosis que una persona normal –
no podía hablar más, las palabras se secaban en su lengua, convirtiéndose en
restos secos de tonterías. Le parecía que había estado vomitando un diluvio de
palabras sin sentido por horas y horas, y ya no tenía más control sobre ellas. Por
fortuna, la señorita Lelache había tenido suficiente, también; emitió todos sus
sonidos, estrechó manos y se fue.
Haber se acercó primero al magnetófono oculto en un panel de la pared, cerca
del diván, con el que registraba todas las sesiones; los magnetófonos que no
emitían señales eran un privilegio especial de los psicoterapeutas y de la Oficina
de Inteligencia. Borró la grabación de la última hora.
Se sentó en su silla, detrás del gran escritorio de roble; abrió el cajón inferior,
tomó una botella y un vaso y se sirvió una generosa dosis de whisky. Mi Dios; no
había habido whisky hacía media hora, ¡no lo hubo por veinte años! El grano
había sido un elemento muy precioso, con siete mil millones de bocas que alimen-
tar, para que se lo convirtiera en licor. No había habido más que pseudocerveza, o

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(para un médico) alcohol puro; eso había contenido media hora antes la botella
que estaba sobre el escritorio.
Se bebió la mitad del whisky de un trago, y luego hizo una pausa. Miró hacia la
ventana. Después de un momento se incorporó y sé paró frente a la ventana,
mirando los techos y los árboles. Cien mil almas. El atardecer estaba empezando a
desdibujar el río tranquilo, pero las montañas se veían inmensas y claras, remotas,
en la pareja luz del Sol de las alturas.
–¡Por un mundo mejor! –dijo el doctor Haber, elevando el vaso hacia su crea-
ción, y terminó el whisky lentamente, saboreando cada trago.

53
6

Nos queda por saber... que nuestra tarea apenas empieza, y que nunca se nos
dará ni siquiera la sombra de una ayuda, salvo la ayuda del inefable e impensable
Tiempo. Deberemos aprender que el remolino infinito de muerte y nacimiento, del que
no podemos escapar, es de nuestra propia creación, de nuestra propia búsqueda; que
las fuerzas que integran los mundos son los errores del Pasado; que el sufrimiento
eterno no es más que el hambre eterna del deseo insaciable; y que los soles apagados
sólo reviven con las pasiones inextinguibles de las vidas desaparecidas.
Lafcadio Hearn

En departamento de George Orr estaba en el piso superior de una casa de an-


tigua construcción, unas pocas manzanas cuesta arriba en Cobett Avenue, una
parte ruinosa de la ciudad donde la mayoría de las casas tenían cien años o más de
antigüedad. Tenía tres habitaciones grandes, un baño con una profunda bañera
con patas como garras, y una vista, entre los techos, del río, por el que pasaban
barcos, lanchas de recreo, botes, gaviotas y grandes bandadas de palomas.
Él recordaba perfectamente su otro departamento, por supuesto, el de 2,50 x
3,33 metros con armario empotrado, cama inflable y baño compartido en la parte
más alejada del corredor de linóleo, en el piso dieciocho de la torre Corbett
Condominium, que nunca había sido construida.
Descendió del trolley en Whiteaker Street, caminó por la calle empinada y su-
bió las escaleras anchas y obscuras; entró, dejó caer su portafolios en el suelo y su
propio cuerpo en la cama, y se dejó estar. Estaba aterrorizado, angustiado, agota-
do, perplejo –tengo que hacer algo, tengo que hacer algo–. Se repetía frenética-
mente, pero no sabía qué hacer. Nunca había sabido qué hacer. Siempre había
hecho lo que parecía necesario, lo que seguía por hacerse, sin formular preguntas,
sin esforzarse, sin preocuparse por ello. Pero esa seguridad suya lo había abando-
nado cuando empezó a tomar drogas, y ahora se sentía extraviado. Era necesario

54
actuar, debía actuar. No debía permitir que Haber lo siguiera usando como herra-
mienta. Debía tomar el destino en sus propias manos.
Extendió los brazos y miró sus manos, y luego hundió su rostro en ellas; esta-
ba surcado de lágrimas. Demonio, demonio, pensó amargado, ¿qué clase de
hombre soy? ¿Lágrimas en mi barba? Con razón Haber me usa; ¿cómo podría no
hacerlo? No tengo carácter, ni fuerza; soy una herramienta nata. No tengo ningún
destino; sólo tengo sueños, y ahora otra persona los dirige.
Debo huir de Haber, pensó, tratando de ser firme y decidido, pero mientras lo
pensaba sabía que no podría. Haber lo había atrapado, y de manera muy firme.
Un sueño de una configuración tan poco habitual, realmente singular, había
dicho Haber, era invalorable para la investigación: la contribución de Orr al
conocimiento humano iba a resultar inmensa. Orr creía que Haber era sincero en
eso, y sabía de qué estaba hablando. En realidad, el aspecto científico de todo el
asunto era lo único alentador para su mente; le parecía que tal vez la ciencia
podría extraer algo bueno de su don peculiar y terrible, utilizarlo con fines nobles,
compensando en parte el daño enorme que había causado.
El asesinato de mil millones de personas inexistentes.
Le dolía la cabeza a Orr, parecía a punto de estallar. Llenó de agua fría la pro-
funda pileta cuarteada y sumergió el rostro a intervalos de medio minuto, de los
que emergía enrojecido, ciego y mojado como un niño recién nacido.
Haber tenía cierto dominio moral sobre él, entonces, pero realmente lo tenía
atrapado desde el punto de vista legal. Si Orr abandonaba la Terapia Voluntaria,
se hacia posible de juicio por obtener drogas ilegalmente, y sería enviado a prisión
o al manicomio. No había escapatoria. Y si no abandonaba la terapia, pero
cortaba las sesiones y se negaba a colaborar, Haber tenía un efectivo instrumento
coercitivo: las drogas supresoras de los sueños, que Orr sólo podía obtener con
sus recetas. Tenía más temor que nunca ante la idea de soñar espontáneamente,
sin control. En el estado en que se encontraba, y después de ser condicionado
para soñar de manera efectiva cada vez en el laboratorio, ni quería pensar en qué
podría ocurrir si soñaba efectivamente sin las restricciones racionales impuestas
por la hipnosis. Sería una pesadilla, una pesadilla peor que la que acababa de tener
en el consultorio de Haber; de eso estaba seguro, y no se atrevía a permitir que
ocurriera. Debía tomar la droga sorpresa de los sueños. Eso era la única cosa que
sabía debía hacer, lo que había que hacer. Pero podría hacerlo mientras Haber se
lo permitiera, y por lo tanto debía colaborar con Haber. Estaba atrapado, como
una rata en la ratonera. En un laberinto, perseguido por el científico loco, y sin
salida. Sin salida, sin salida.
Pero él no es un científico loco, pensó Orr con tristeza, sino bastante sano, o
lo era. Es la posibilidad de poder que le dan mis sueños lo que lo altera. Él
desempeña un papel, y es un papel muy importante. Tanto que ahora está usando
hasta su ciencia como medio, no como fin... Pero sus fines son buenos, ¿verdad?
Desea mejorar la vida para toda la humanidad. ¿Está mal eso?

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Volvía a dolerle la cabeza... Tenía la cabeza bajo el agua cuando sonó el telé-
fono. Rápidamente trató de secarse el rostro y el cabello, y volvió al oscuro
dormitorio a tientas.
–Hola, Orr habla.
–Soy Heather Lelache –dijo una voz de contralto; en él surgió una absurda y
aguda sensación de placer, como un árbol que creciera y floreciera en un instante,
con las raíces en sus muslos y las flores en su mente–. Hola –volvió a decir.
–¿Desea encontrarse conmigo en algún momento para hablar de esto?
–Sí. Por supuesto.
–Bien. No quiero que piense que se podrá hacer un juicio en torno de ese apa-
rato, la Ampliadora. Eso parece ser perfectamente correcto. Ha tenido extensas
pruebas de laboratorio, y él ha hecho todos los controles necesarios y ha cum-
plido con los requisitos, y ahora está registrado en S.E.B. Él un verdadero profe-
sional, por supuesto. No comprendí quién era cuando usted me habló de él. Un
hombre no llega a ese tipo de posición a menos que sea muy bueno.
–¿Qué posición?
–Bien, la dirección de un instituto de investigación auspiciado por el gobierno.
A él le gustaba la forma en que a menudo ella iniciaba sus oraciones vehemen-
tes y desdeñosas con un débil y conciliador "bien". Las dejaba suspendidas en el
vacío, sin soporte. Tenía coraje, mucho coraje.
–Ah, sí, ya veo –dijo él, vagamente.
El doctor Haber había obtenido su cargo el día después de haber Orr obte-
nido su cabaña. El sueño de la cabaña se produjo durante la única sesión nocturna
que hicieron; nunca intentaron otra. La sugerencia hipnótica del contenido del
sueño no fue suficiente para los sueños de una noche, y hacia las 3 de la mañana
Haber se había cansado y, conectándolo a la Ampliadora, le había transmitido
modelos de dormir profundo el resto de la noche, para que los dos pudieran des-
cansar. Pero la tarde siguiente habían tenido otra sesión, y el sueño que tuvo Orr
en ella había sido tan largo, tan confuso y complicado que él nunca estuvo seguro
de qué había cambiado, qué obras buenas había estado realizando Haber. Se había
dormido en el antiguo consultorio y despertó en el consultorio del Instituto
Onirológico: Haber se había conseguido un ascenso. Pero había habido más que
eso; el tiempo estaba menos lluvioso desde el sueño, y tal vez otras cosas habían
cambiado. Orr no estaba seguro. Se había opuesto a tantos sueños efectivos en
tan poco tiempo. Haber aceptó de inmediato no llevarlo tan aprisa, y le permitió
cinco días sin una sola sesión. Después de todo, Haber era un hombre benévolo,
y además, no deseaba matar a la gallina de los huevos de oro.
La gallina. Precisamente. Eso me describe perfectamente, pensó Orr. Una
maldita gallina blanca, estúpida e insulsa. Perdió parte de lo que estaba diciendo la
señorita Lelache.
–Perdón –dijo– no entendí algo. Estoy un poco aturdido, creo.
–¿Se siente bien?
–Sí, muy bien. Sólo que un poco cansado.

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–Tuvo un sueño intranquilizador sobre la Plaga, ¿verdad? Se lo veía mal cuan-
do despertó. ¿Siempre lo ponen así las sesiones?
–No, no siempre. Esta fue una mala sesión. Supongo que usted se habrá dado
cuenta. ¿Hablaba usted de que nos encontremos?
–Sí. El lunes, para almorzar, dije. Usted trabaja en el centro, en las Industrias
Bradford, ¿verdad?
Para su sorpresa, comprendió que sí. No existían las grandes plantas de Bone-
ville-Humatilla, con las que se llevaba el agua a las ciudades gigantes de John Day
y French Glen, que tampoco existían. No había grandes ciudades en Oregon,
salvo Portland. El no era dibujante de la planta, sino de una firma privada de
herramientas del centro; él trabajaba en la oficina de Stark Street. Por supuesto.
–Sí –dijo–. Estoy libre de una a dos de la tarde. Podríamos encontrarnos en
Dave's, en Ankey.
–De una a dos está muy bien. Entonces en Dave's. Lo veo allá el lunes.
–Un momento –dijo–. Escuche. ¿Quiere usted... tendría inconveniente en de-
cirme lo que el doctor Haber dijo, quiero decir, lo que me ordenó que soñara
cuando estaba hipnotizado? Usted oyó todo eso, ¿verdad?
–Si, pero no puedo hacerlo, sería interferir en su tratamiento. Si él deseara que
usted lo supiera, él mismo se lo diría. No sería ético, no puedo.
–Supongo que tiene razón.
–Sí, lo siento. ¿Hasta el lunes, entonces?
–Adiós –dijo Orr, súbitamente abrumado por la depresión y el presentimien-
to, y colgó el receptor antes de escucharla a ella que decía adiós.
Ella no podía ayudarlo. Era valiente y fuerte, pero no tanto como para eso.
Tal vez ella había visto o sentido el cambio, pero lo había apartado de sí, lo había
rechazado. ¿Por qué no? Era una carga pesada esa memoria doble, y ella no tenía
motivos para soportarla, no tenía motivos para creer, aun por un momento, a un
ñoño psicótico que pretendía que sus sueños se realizaban.
Mañana era sábado. Una larga sesión con Haber, de las cuatro a las seis, o tal
vez más. Ninguna salida.
Era hora de comer, pero Orr no tenía hambre. No había prendido las luces en
su alto dormitorio, poblado de sombras, o en la sala de estar, que nunca se había
decidido a amoblar en los tres años que había vivido allí. Caminó por el departa-
mento, ahora. Por las ventanas se veían luces y el río, el aire olía a polvo y a
comienzos de la primavera. Había una chimenea con marco de madera, un
antiguo piano vertical en el que faltaban ocho teclas, una alfombra raída junto a la
chimenea, y una decrépita mesa de bambú japonesa de 25 centímetros de altura.
La oscuridad cayó lentamente sobre el piso de pino desnudo, sin lustrar, sin
barrer.
George Orr se tendió en esa dulce oscuridad, bien estirado, con el rostro hacia
abajo, el polvoriento piso de madera bajo su nariz, contra la rigidez del piso que
sostenía su cuerpo. Estaba quieto, no dormido; en un punto distinto del dormir,
más adelante, más afuera, un lugar en el que no hay sueños. No era la primera vez
que había estado allí.

57
Se levantó sólo para tomar una tableta de clorpromazina e ir a la cama. Haber
había intentado las fenotiazinas esa semana; parecían hacerle bien, ya que le
permitían entrar en el estado necesario, pero debilitaban la intensidad de los
sueños de manera que no alcanzaran el nivel efectivo. Eso estaba bien, pero
Haber había dicho que el efecto disminuiría, como ocurriera con todas las otras
drogas, hasta no producir ningún efecto. Nada puede impedir que un hombre
sueñe, había dicho, salvo la muerte.
Esa noche, por fin, durmió profundamente, y si soñó, los sueños fueron fugi-
tivos, sin mayor peso. No se despertó hasta el día siguiente, casi al mediodía del
sábado. Fue hacia el refrigerador y abrió la puerta; se quedó parado, contemplan-
do el interior por un rato. Había más alimentos que los que había visto en un
refrigerador privado en el curso de su vida. En su otra vida. La que había vivido
entre siete mil millones de otros, donde el alimento nunca era suficiente, cuando
un huevo era el lujo del mes.
–¡Hoy ovulamos! –solía decir su semiesposa cuando compraba la ración de
huevo–... Extraño, en esta vida ellos no habían tenido un matrimonio de prueba,
él y Donna. No existía tal cosa, en términos legales, en los años posteriores a la
Plaga. Sólo existía el matrimonio absoluto. En Utah, como la tasa de natalidad era
aún menos que la tasa de mortalidad, se intentaba reinstituir el matrimonio
polígamo, por razones religiosas y patrióticas. Pero él y Donna no habían tenido
ningún tipo de matrimonio esta vez; simplemente, habían vivido juntos. Pero de
todos modos no había durado. Su atención volvió al alimento del refrigerador.
Él no era el hombre delgado, los huesos pronunciados, que había sido en el
mundo de siete mil millones de habitantes; era robusto, en realidad. Pero comió
una comida de hombre muerto de hambre, una comida enorme –huevos duros,
tostadas enmantecadas, anchoas, charque, apio, queso, nueces, un trozo de
hipogloso con mayonesa, lechuga, remolacha en vinagre, torta de chocolate– todo
lo que encontró en los estantes. Después de ese banquete se sintió físicamente
mucho mejor. Pensó en algo, mientras bebía su café no artificial, que lo hizo
sonreír. Pensó: en esa vida, ayer tuve un sueño efectivo, que anuló seis mil millo-
nes de vidas y cambió la entera historia de la humanidad por el último cuarto de
siglo. Pero en esta vida, que luego creé, yo no soñé un sueño efectivo. Estuve en el
consultorio de Haber, sí, y soñé, pero el sueño no cambió nada. Ha sido así el
tiempo, y yo no hice más que tener un mal sueño sobre los Años de la Plaga.
Estoy perfectamente bien; no necesito terapia.
Nunca había pensado así antes, y le divertía tanto que sonreía, si bien no par-
ticularmente feliz. Sabía que volvería a soñar.
Ya eran más de las dos. Se higienizó, buscó su impermeable (de algodón real,
un lujo en la otra vida), y marchó a pie hacia el Instituto, un paseo de unos tres
kilómetros, hasta la Escuela de Medicina y luego más adelante, hasta el Washing-
ton Park. Pudo haber ido en trolley, por supuesto, pero los servicios eran esporá-
dicos e indirectos, y de todos modos no había apuro. Era agradable pasar por las

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calles tranquilas en la cálida lluvia de marzo; los árboles reverdecían y los castaños
estaban por encender sus velas.
La crisis, la plaga carcinómica que había reducido la población humana en cin-
co mil millones en cinco años, y otros mil millones en los diez años siguientes,
había sacudido hasta sus raíces a las civilizaciones del mundo, y sin embargo, al
final las había dejado intactas. No había cambiado nada radicalmente; sólo cuanti-
tativamente.
El aire estaba aún profunda e irremediablemente contaminado; la contamina-
ción precedió a la Crisis en décadas; en realidad, fue su causa directa. No perjudi-
caba mucho a nadie en la actualidad, salvo a los recién nacidos. La Plaga, en su
variedad leucemoide, parecía elegir selectiva, pensativamente, a uno de cada
cuatro niños que nacían, y lo mataba en sus seis primeros meses de vida. Los que
sobrevivían eran prácticamente inmunes al cáncer. Pero había otros males.
Ninguna fábrica despedía humo, junto al río. No había coches que contamina-
ran el aire con sus gases; los pocos que había eran de vapor o a batería.
Tampoco había aves canoras.
Los efectos de la Plaga eran visibles en todo; era endémica, y sin embargo no
había impedido el estallido de la guerra. En realidad, las luchas en el Cercano
Oriente eran más feroces que lo que habían sido en el mundo más poblado. Los
Estados Unidos estaban muy comprometidos con la parte israelí-egipcia en
armas, municiones, aviones y “consejeros militares". China tenía una participación
igual en el lado iranio-iraqués, aunque aún no había enviado soldados chinos, sino
solamente tibetanos, norcoreanos, vietnamitas y mongoles. Rusia e India apenas
se mantenían aparte, pero ahora que Afganistán y Brasil se aliaban con los iranios,
Paquistán podía pasar al lado isragipcio. Entonces India se consternaría y se
alinearía con China, lo que podía atemorizar lo suficiente a la Unión Soviética
como para que pasara al bando de los Estados Unidos. Esto daba un arreglo de
doce Potencias Nucleares en total, seis en cada lado. Esas eran las especulaciones.
Entre tanto, Jerusalén era sólo restos de piedras, y en Arabia Saudita e Iraq la
población civil vivía en zanjas cavadas en el suelo mientras los tanques y los
aviones esparcían fuego en el aire y cólera en el agua, y los niños salían arrastrán-
dose de las zanjas, ciegos por el napalm.
Seguían masacrando blancos en Johannesburgo, observó Orr en un titular de
un quiosco de diarios de una esquina. Hacía años ya del Levantamiento, ¡y todavía
quedaban blancos para masacrar en África del Sur! La gente es resistente...
La lluvia caía cálida, contaminada, suave, sobre su cabeza, mientras él camina-
ba por las grises colinas de Portland.
En el consultorio de la gran ventana esquinal que miraba a la lluvia, dijo:
–Por favor, deje de usar mis sueños para mejorar las cosas, doctor Haber. No
resultará; es un error. Yo quiero que me curen.
–Ese es el requisito previo esencial para su cura, George. ¡Desearlo!
–Usted no me está contestando.
Pero el hombre grande era como una cebolla, se desprendía una capa tras otra
de personalidad, creencia, respuesta; infinitas capas, sinfín, no tenía centro. En

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ningún punto se detenía, en ningún punto debía detenerse para decir ¡Aquí estoy!
Ningún ser, sólo capas.
–Usted está usando mis sueños efectivos para cambiar el mundo. Usted no
quiere admitir que lo está haciendo. ¿Por qué no?
–George, debe comprender que formula preguntas que desde su punto de vis-
ta pueden parecer razonables, pero que desde mi punto de vista no se pueden
contestar. No vemos la realidad de la misma manera.
–Pero sí en forma bastante aproximada como para poder charlar.
–Sí, por fortuna. Pero no siempre como para poder preguntar y contestar. No
todavía.
–Yo puedo contestar sus preguntas, y lo hago... De todos modos, vea. No
puede continuar cambiando las cosas, tratando de dirigir las cosas.
–Usted habla como si eso fuera una especie de imperativo moral general –
miró a Orr con su afable sonrisa reflexiva, mientras se acariciaba la barba–. Pero,
en realidad, ¿no es ese el verdadero objetivo del hombre en la Tierra, hacer cosas,
cambiar cosas, dirigir cosas, hacer un mundo mejor?
–¡No!
–¿Cuál es el objetivo, entonces?
–No sé. Las cosas no tienen objetivos, como si el Universo fuera una máqui-
na, en la que cada parte cumple una función útil. ¿Cuál es la función de una
galaxia? No sé si nuestra vida tiene un objetivo y no veo que eso importe. Lo que
sí importa es que somos una parte. Como una hebra en una tela o una hoja de
pasto en el campo. Lo es, y nosotros somos. Lo que nosotros hacemos es como
un viento que sopla contra el pasto.
Hubo una pausa breve, y cuando Haber respondió su tono ya no era afable,
tranquilizador o alentador. Era muy neutral y limitaba, de manera casi obvia, con
el desdén.
–Usted tiene una actitud peculiarmente pasiva para ser un hombre crecido en
el Occidente racionalista judeo-cristiano. Una especie de budista natural. ¿Alguna
vez estudió las religiones orientales, George? –la última pregunta, con su obvia
respuesta, era una mofa abierta.
–No, no sé nada de ellas. Lo que sí sé es que es un error forzar el modelo de
las cosas. No sirve. Ha sido nuestro error por cien años. ¿No... no ve lo que
ocurrió ayer?
Los ojos obscuros y opacos se encontraron con los suyos de frente.
–¿Qué ocurrió ayer, George?
Ninguna salida. Ninguna salida.
Haber usaba ahora pentotal sódico con él para disminuir su resistencia a los
procedimientos hipnóticos. Orr se sometió a la inyección, observando cómo
entraba la aguja en la vena de su brazo con un pequeño dolor. Este era el camino
que debía seguir; no tenía opción posible. Nunca había tenido opción. No era
más que un soñador.
Haber fue a alguna parte a atender algo mientras la droga hacía efecto; pero
estuvo de regreso en quince minutos, jovial e indiferente.

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–Perfecto. Empecemos, George.
Orr sabía, con triste claridad, a qué se dedicaría hoy: la guerra. Los periódicos
no hablaban de otra cosa, y hasta la mente de Orr, que se resistía a las noticias, no
pudo evitar el pensar en eso. La guerra que progresaba en el Cercano Oriente.
Haber la terminaría. Y sin duda las masacres en África. Porque Haber era un
hombre benévolo. Deseaba hacer un mundo mejor para la humanidad.
El fin justifica los medios; ¿pero qué ocurre si nunca hay un fin? Todo lo que
tenemos son medios. Orr se tendió en el diván y cerró los ojos. La mano tocó su
garganta.
–Ahora entrará en el estado hipnótico, George, –dijo la voz profunda de
Haber–. Usted está...

En la oscuridad.
No totalmente de noche aún; el fin del crepúsculo en los campos. Los grupos
de árboles se veían negros y húmedos. El camino por el que él estaba caminando
recogía la débil luz última del cielo; se extendía largo y recto, una antigua ruta de
pueblo, con la superficie agrietada. Una gallina caminaba delante de él, unos cinco
metros más adelante, y se veía sólo como una mancha blanca de bordes impreci-
sos. De tanto en tanto emitía un sonido.
Las estrellas estaban saliendo, blancas como margaritas. Una muy grande es-
taba surgiendo a la derecha del camino, muy baja sobre el campo oscuro, temblo-
rosamente blanca. Cuando volvió a mirarla, ya se había vuelto más grande y más
brillante. Se está agrandando, pensó. Parecía tomarse rojiza a medida que se volvía
más brillante. Se agrandaba y se ponía rojiza. Los ojos sufrieron un vértigo.
Pequeños rayos verde azulados los rodeaban, zigzagueantes. Un halo vasto y
cremoso latía alrededor de la gran estrella y de los pequeños rayos, más débil, más
claro, latiente. ¡O no, no, no!, dijo él cuando la estrella, tornándose cada vez más
brillante y más grande, ESTALLÓ, cegándolo. Orr cayó al suelo, cubriendo su
cabeza con los brazos mientras el cielo estallaba en rayos de muerte brillante, pero
no pudo dar vuelta la cabeza, debió contemplar y presenciar. El suelo se estre-
mecía, y grandes arrugas temblorosas pasaban a través de la piel de la Tierra.
–Basta, basta, basta –gritó muy fuerte, con su rostro mirando el cielo, y se
despertó en el diván de cuero.
Se sentó y puso el rostro entre sus manos sudadas y temblorosas.
Enseguida sintió la pesada mano de Haber en su hombro.
–¿Un mal rato otra vez? Caramba, pensé que se sentiría bien. Le dije que tu-
viera un sueño sobre la paz.
–Lo tuve.
–¿Pero le resultó perturbador?
–Estuve observando una batalla en el espacio.
–¿Observándola? ¿Desde dónde?
–Desde la Tierra –narró la historia brevemente, omitiendo a la gallina–. No sé
si ellos tomaron uno de los nuestros o nosotros tomamos uno de ellos.
Haber rió.

61
–Ojalá pudiéramos ver qué ocurre allá. Nos sentiríamos más implicados. Pero,
por supuesto, esos encuentros tienen lugar a velocidades y a distancias para los
que la visión humana no está equipada. Su versión es mucho más pintoresca que
la realidad, sin duda. Suena como un buen film de ciencia ficción de la década de
1970. Solía ver esas películas cuando era un muchacho... ¿Pero por qué cree que
soñó una escena de batalla, cuando la sugerencia era la paz?
–¿Nada más que la paz? Soñar sobre la paz... ¿eso fue todo lo que me dijo?
Haber no respondió enseguida. Se ocupó de los controles de la Ampliadora.
–Muy bien –dijo al fin–. Esta vez, en forma experimental, le permitiremos que
compare la sugerencia con el sueño. Tal vez descubramos por qué resultó negati-
va. Yo le dije... no, escuchemos la cinta –él se acercó a un panel de la pared.
–¿Usted graba toda la sesión?
–Seguro. Es una práctica psiquiátrica habitual. ¿No lo sabía?
¿Cómo podía saberlo si está oculto, no emite ninguna señal, y usted no me lo
dijo?, pensó Orr, pero no dijo nada. Tal vez fuera la práctica habitual, tal vez
fuera la arrogancia de Haber; pero en cualquiera de los casos no era mucho lo que
él podía hacer.
–Aquí está, debe ser por acá. Ahora el estado hipnótico, George. ¡No se
duerma! –la cinta emitió un sonido. Orr sacudió la cabeza y pestañeó. En los
últimos fragmentos de la cinta había oído la voz de Haber, y él todavía tenía los
efectos de la droga inductora.
–Tendré que omitir una parte. Muy bien.
Ahora se oía la voz de Haber en la cinta, que decía:
"...paz. No más matanzas masivas de seres humanos por otros humanos. No
más lucha en Irán, Arabia e Israel. No más genocidios, en África. No más depósi-
tos de armas nucleares y biológicas, listas para ser usadas contra otras naciones.
No más investigaciones tendientes a hallar medios para matar a la gente. Un
mundo en paz consigo mismo. Ahora usted va a dormir. Cuando diga..." Detuvo
bruscamente la cinta, para que Orr no volviera a dormirse con la palabra clave.
Orr se rascó la frente.
–Bien –dijo, seguí las instrucciones.
–Apenas. Soñar con una batalla en el espacio cislunar... –Haber se detuvo tan
bruscamente como la cinta.
–Cislunar –dijo Orr, sintiéndose un poco triste por Haber–. No usamos esa
palabra cuando me dormí. ¿Cómo están las cosas en Isragipto?
Esa palabra compuesta de la antigua realidad tenía un efecto curioso, pronun-
ciado en esta realidad: como el surrealismo, parecía tener sentido y no lo tenía, o
parecía no tener sentido y lo tenía.
Haber caminó hacia uno y otro lado de la habitación, grande y hermosa. En
una oportunidad pasó su mano sobre su enrulada barba castaño rojiza. El gesto,
tan calculado, le resultaba familiar a Orr, pero cuando Haber habló él sintió que
buscaba y elegía las palabras cuidadosamente, sin confiar, por una vez, en su
inagotable capacidad de improvisación.

62
–Es curioso que usted usara la Defensa de la Tierra como símbolo o metáfora
de la paz, del fin de la guerra. Sin embargo, no deja de tener sentido; sólo que
muy sutil. Los sueños son infinitamente sutiles. Infinitamente. Porque en realidad
fue esa amenaza, el peligro inmediato de invasión por parte de extraños que no se
comunican, irrazonablemente hostiles, lo que nos obligó a dejar de luchar entre
nosotros, a volcar hacia afuera nuestras energías agresivas-defensivas, a extender
el impulso territorial de modo que incluyera a toda la humanidad, a combinar
nuestras armas contra un temor común. De no haber atacado los Extraños,
¿quién sabe? Tal vez estaríamos aún luchando en el Cercano Oriente.
–Escapados de la sartén para caer en el fuego –dijo Orr–. ¿No ve, doctor
Haber, que eso es lo que conseguirá de mí? Vea, no es que quiera bloquearlo,
frustrar sus planes. La terminación de la guerra era una buena idea, estoy total-
mente de acuerdo con usted. Incluso, voté a los Aislamientistas en las elecciones
últimas porque Harris prometió que nos haría salir del Cercano Oriente. Pero
supongo que no puedo, o que mi subconsciente no puede ni siquiera imaginar un
mundo sin guerras. Lo mejor que puede hacer es reemplazar una clase de guerra
por otra. Usted dijo, no más matanzas de seres humanos por otros humanos. De
modo que soñé con los Extraños. Sus propias ideas son razonables y sanas, pero
es mi inconsciente lo que usted está tratando de utilizar, no mi mente racional. Tal
vez racionalmente podría concebir que la especie humana no trate de matarse a si
misma, por naciones; en realidad, racionalmente es más fácil de concebir que los
motivos de la guerra. Pero usted está manejando algo que está fuera de la razón.
Está tratando de alcanzar metas progresistas, humanitarias, con una herramienta
que no se adecua a la tarea. ¿Quién tiene sueños humanitarios?
Haber no habló, no mostró ninguna reacción, de modo que Orr siguió.
–O tal vez no es sólo mi mente inconsciente, irracional; tal vez es todo mi yo,
mi ser total, lo que no se adecua a la tarea. Soy demasiado derrotista, o pasivo,
como usted dijo. No tengo suficientes deseos. Puede ser que eso tenga relación
con mi capacidad... para soñar efectivamente; pero si no la tiene, puede haber
otras personas capaces de hacerlo, personas con mentes más parecidas a la suya,
con las que usted podría trabajar mejor. Usted debería probarlo; no puede ser que
yo sea el único; tal vez yo sólo tomé conciencia de ello. Pero no quiero hacerlo.
Quiero terminar con esto, no puedo aceptarlo. Está bien, hace seis años que la
guerra ha terminado en el Cercano Oriente, perfecto, pero ahora están los Extra-
ños en la Luna. ¿Qué ocurrirá si descienden? ¿Qué clase de monstruos ha extraído
usted de mi inconsciente, en nombre de la paz? ¡Yo ni siquiera lo sé!
–Nadie sabe cómo son los Extraños, George –dijo Haber en un tono razona-
ble, tranquilizador–. Todos tenemos nuestros sueños malos acerca de ellos, por
cierto. Pero como usted dijo, han pasado seis años desde que llegaron a la Luna, y
aún no han intentado llegar a la Tierra. Ahora nuestros sistemas de defensa con
misiles son totalmente eficientes. No hay motivos para pensar que aparecerán
ahora, si no lo han hecho todavía. El período de peligro fueron aquellos primeros
meses, antes de que se movilizara la Defensa sobre una base cooperativa interna-
cional.

63
Orr siguió sentado, con los hombros vencidos. Pero tenía deseos de gritarle a
Haber, "¡Mentiroso! ¿Por qué me miente?" pero su impulso no era profundo, no
conducía a nada. Por lo que sabía, Haber era incapaz de sinceridad porque se
mentía a sí mismo. Podía tener su mente dividida en dos mitades herméticas, en
una de las cuales sabía que los sueños de Orr cambiaban la realidad, y los emplea-
ba con esos fines; en la otra, sabía que estaba usando hipnoterapia y un sistema de
sueños para tratar a un paciente esquizoide que creía que sus sueños cambiaban la
realidad.
A Orr le resultaba difícil concebir que Haber hubiera podido incomunicarse
consigo mismo de esa manera; su propia mente era tan resistente a tales divisiones
que le resultaba difícil reconocerla en otros. Pero él sabía que existían. Había
crecido en un país regido por políticos que enviaban a los pilotos a tripular
bombarderos que mataban a los niños para que el mundo fuera seguro y los niños
pudieran crecer en él.
Pero eso era en el mundo antiguo, no en el bravo mundo nuevo.
–Me estoy volviendo loco –dijo Orr–. Usted debe notarlo; es un psiquiatra.
¿No ve que me estoy destrozando? ¡Extraños del espacio exterior que atacan la
Tierra! ¿Si me pide que vuelva a soñar, qué va a conseguir? Tal vez un mundo
totalmente insano, el producto de una mente insana. Monstruos, fantasmas,
brujas, dragones, transformaciones... todo el material que llevamos en nosotros,
todos los horrores de la infancia, los temores nocturnos, las pesadillas. ¿Cómo
podrá impedir que todo eso se libere? ¡Yo no puedo detenerlo, no lo puedo
controlar!
–¡No se preocupe por el control! Usted se está esforzando por llegar a la liber-
tad –dijo Haber, exaltado–. ¡Libertad! Su inconsciente no es un pozo de horror y
depravación. Esa es una noción victoriana, y muy destructiva. Destruyó las
mejores mentes del siglo XIX, y perturbó a la psicología en la primera mitad del
siglo XX. ¡No tenga miedo de su inconsciente! No es un negro pozo de pesadillas.
¡Nada de eso! Es el manantial de la salud, la imaginación, la creatividad. Lo que
consideramos "perverso" es el producto de la civilización, de sus restricciones y
represiones, que deforman la expresión espontánea y libre de la personalidad. El
objetivo de la psicoterapia es justamente ése, eliminar esos temores y pesadillas
infundados, traer lo inconsciente a la luz de la conciencia racional, examinarlo
objetivamente y descubrir que no hay nada que temer.
–Pero hay –dijo Orr muy suavemente.
Haber le permitió retirarse, por fin. Salió al atardecer de primavera y se detuvo
por un minuto en los escalones del Instituto, con las manos en los bolsillos,
mirando las luces de la calle de la ciudad, abajo, tan desdibujadas por la bruma y
las sombras que parecían titilar y moverse como las pequeñas formas plateadas de
los peces tropicales en un acuario oscuro. Un trolley se aproximaba cuesta arriba
resonando, hacia el punto en que giraba, ahí arriba en Washington Park, frente al
Instituto. Orr caminó hacia la calle y trepó al trolley mientras éste giraba. Su paso
era evasivo y al mismo tiempo sin rumbo. Se movía como un sonámbulo, como si
lo impulsaran.

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7

La ensoñación, que es al pensamiento lo que la nebulosa a la estrella, bordea el


sueño y está relacionada con éste porque es su frontera. Una atmósfera poblada por
transparencias vivas: allí está el comienzo de lo desconocido. Pero más allá se abre lo
Posible, inmenso. Otros seres, otros hechos, están allí. Nada sobrenatural, sólo la
continuación oculta de la naturaleza infinita... El dormir está en contacto con lo Po-
sible, a lo que también denominamos lo improbable. El mundo de la noche es un
mundo. La noche, como noche, es un Universo... Las obscuras cosas del mundo des-
conocido se convierten en vecinas del hombre, sea por verdadera comunicación o por un
agrandamiento visionario de las distancias del abismo... y el que duerme, sin ver del
todo, no inconsciente del todo, percibe extrañas animalidades, raras vegetaciones, pali-
deces terribles o radiantes, fantasmas, máscaras, figuras, hidras, confusiones, luces de
Luna sin Luna, obscuras destrucciones de milagro, crecimientos y desapariciones de-
ntro de una lóbrega profundidad, formas que flotan en la sombra, todo el misterio al
que denominamos Soñar, y que no es nada más que el acercamiento de una realidad
invisible. El sueño es el acuario de la Noche.
V. Hugo, Los trabajadores del mar

A las 2:10 de la tarde del 30 de marzo, Heather Lelache fue vista cuando salía
de Dave's, en Ankeny Street, y caminó hacia el sur por Fourth Avenue, llevando
una enorme cartera negra con un broche de bronce y luciendo un impermeable
vinícolo rojo. Busquen a esta mujer. Es peligrosa.
No es que a ella le importara en ningún sentido encontrarse con aquel pobre
psicótico, pero mierda, no podía soportar parecer tonta frente a los mozos.
Retener una mesa por media hora en el centro de la multitud que almorzaba...
"Espero a una persona"... "Lo siento, espero a una persona"... y nadie llega, y
finalmente había tenido que pedir su comida y atosigarse con apuro, y ahora
tendría cardialgia. Sobre el pique, el tedio. Oh, las enfermedades del alma.

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Dobló a la izquierda en Morrison, y después de pronto se detuvo. ¿Qué estaba
haciendo ella por ahí? Ese no era el camino a Forman, Esserbeck y Rutti. Rápi-
damente caminó hacia el norte varias manzanas, cruzó Ankeny, llegó a Burnside,
y volvió a detenerse. ¿Qué demonios estaba haciendo?
Estaba yendo a la estructura para estacionamiento convertida del 209 del S.
W. Burnside. ¿Qué estructura para estacionamiento convertida? Su oficina estaba
en el Edificio Pendleton, el primer edificio de oficinas de Portland posterior a la
Crisis, sobre Morrison. Quince pisos, decoración neo Inca. ¿Qué estructura para
estacionamiento convertida, quién demonios trabajaba en una estructura para
estacionamiento convertida?
Siguió caminando por Burnside y miró. Seguro, ahí estaba; había malditos car-
teles en toda la fachada.
Su oficina estaba arriba, en el tercer nivel.
Mientras estuvo parada en la acera, mirando hacia arriba al edificio con sus
pisos extraña, ligeramente inclinados, y las angostas aberturas de las ventanas, se
sintió muy extraña. ¿Qué había ocurrido el viernes pasado en aquella sesión psiquiá-
trica?
Debía ver otra vez a aquel pequeño bastardo, a ese señor Orr. La había dejado
esperando a la hora del almuerzo ¿y qué?, ella aún debía hacerle algunas pregun-
tas. Caminó con grandes pasos hacia el sur, con ruidos de metales, hacia el
Edificio Pentleton, y lo llamó desde su oficina. Primero a las Industrias Bradford
(no, el señor Orr no vino hoy, no, no llamó) luego a su casa (ring, ring, ring).
Ella debería llamar de nuevo al doctor Haber, tal vez. Pero era un tipo tan im-
portante, al frente de ese Palacio de los Sueños, allá arriba en el parque. Por otra
parte, en qué estaba pensando: se suponía que Haber no tenía noticias de ninguna
relación entre ella y Orr. El mentiroso construye cascadas y se cae en ellas. Araña
atrapada en su propia red.
Esa noche Orr no contestó el teléfono a las siete, a las nueve, a las once. No
estaba en el trabajo el martes a la mañana, ni a las dos de la tarde. A las cuatro y
treinta del martes Heather Lelache salió de las oficinas de Forman, Esserbeck y
Rutti y tomó el trolley hasta Whiteaker Street, caminó cuesta arriba hasta Corbett
Avenue, encontró la casa y tocó el timbre: uno entre seis timbres infinitamente
desgastados en una pequeña hilera sucia, sobre el marco descascarado de la puerta
con paneles de cristal de una casa que habría sido la alegría de alguien en 1905 o
en 1892, y que a partir de entonces había entrado en una etapa de penurias, pero
marchaba a la ruina con dignidad y cierta magnificencia roñosa. No obtuvo
respuesta cuando tocó el timbre del señor Orr. Ella tocó el timbre de M. Ahrens,
Encargado. Dos veces. Vino el encargado, y se mostró poco dispuesto a colabo-
rar, al principio. Pero una de las cosas en que se lucía la Araña Venenosa era la
intimidación de los insectos menores. El encargado la acompañó arriba y tanteó la
puerta del señor Orr. Se abrió. No la había cerrado con llave.
Ella retrocedió; de pronto pensó que podía haber muerto adentro. No era ése
su lugar.

66
El encargado, despreocupado de la propiedad privada, se metió, y ella lo si-
guió, renuente.
Las enormes y antiguas habitaciones desnudas estaban desocupadas. Parecía
tonto haber pensado en la muerte. Orr no tenía muchas cosas; no había ni el
desarreglo del soltero ni el orden preciso del soltero, tampoco. Había pocos
rastros de su personalidad en las habitaciones, pero ella se lo imaginó viviendo
allí, un hombre tranquilo que vivía tranquilamente. Había un vaso de agua sobre
la mesa del dormitorio con algunos berzos blancos. El agua se había evaporado
un poco.
–No sé dónde habrá ido –dijo el Encargado, preocupado, y la miró como pi-
diéndole ayuda–. ¿Usted cree que habrá tenido un accidente? ¿O algo? –el encar-
gado lucía un saco de piel de ante con flecos, larga melena y el collar con el
símbolo de Acuario de su juventud: aparentemente, no había cambiado sus ropas
por treinta años. Tenía un revelador tono plañidero a lo Dylan al hablar, y hasta
olía a marihuana. Los viejos hippies nunca mueren.
Heather lo miró con simpatía, porque su olor le recordaba a su madre. Dijo:
–Tal vez fue a la casa que tiene en la Costa. El problema es que él no está
bien, usted sabe, está con terapia del gobierno. Se verá en problemas si no vuelve.
¿Usted sabe dónde está la cabaña, o si tiene teléfono allí?
–No sé.
–¿Puedo usar su teléfono?
–Use el de él –dijo el Encargado, encogiéndose de hombros.
Ella telefoneó a un amigo de Parques del Estado de Oregon y le pidió que lo-
calizara las treinta y cuatro cabañas de la Siuslaw National Forest que habían sido
sorteadas y que le diera la ubicación. El Encargado se demoraba alrededor de ella,
tratando de escuchar, y cuando hubo terminado le dijo:
–Amigos en puestos importantes, ¿eh?
–Ayuda –contestó la Araña Venenosa, sibilante–.
Espero que lo encuentre a George. Me gusta ese gato. Me pide las Tarjetas de
Farmacia –dijo el Encargado y de pronto lanzó una gran carcajada que se acabó
de inmediato. Heather lo dejó apoyado morosamente contra el marco des-
cascarado de la puerta de calle, él y la casa antigua brindándose mutuo apoyo.
Heather volvió a tomar el trolley hacia el centro, alquiló un Ford de vapor en
Hertz, y salió de 99-W. Se estaba divirtiendo. La Araña Venenosa persigue a su
presa. ¿Por qué no era detective en lugar de ser una maldita y estúpida abogada de
derecho civil de tercera categoría? Odiaba la ley; requería una personalidad
agresiva, dogmática, que no tenía. Ella tenía una personalidad socarrona, taimada,
tímida, escamosa. Además, tenía enfermedades del alma.
El pequeño automóvil pronto se alejó de la ciudad, porque habían desapareci-
do las extensiones de suburbios que una vez habían ocupado kilómetros a lo largo
de las carreteras del oeste. Durante los Años de la Plaga de la década de 1980,
cuando en algunas zonas ni una persona de cada veinte sobreviviera, los subur-
bios eran un lugar que se debía evitar. A kilómetros de los supermercados, sin
gasolina para el automóvil, y todas las casas con el piso a dos niveles llenas de

67
muertos. Sin ayuda, sin alimentos. Montones de perros que eran símbolo de un
alto status –afganos, alsacianos, daneses– corrían salvajemente por los terrenos
llenos de bardanas y llantenes. Supongamos que se rompía el cristal de la ventana.
¿Quién iba a venir a arreglar el cristal roto? La gente se había desplazado hacia el
núcleo antiguo de la ciudad; y una vez que los suburbios fueron saqueados, ardie-
ron. Como Moscú en 1812, actos de Dios o vandalismo: ya no se los necesitaba, y
ardieron. El estramonio, la hierba crecida en terrenos quemados, con la que las
abejas producen la miel más fina, creció acre sobre las tierras de Kensiniton
Homes West, Sylvan Oak Manor Estates y Valley Vista Park.
El Sol se estaba poniendo cuando ella cruzó el río Tualatin, tranquilo como
seda entre profundas márgenes arboladas. Después de un rato salió la Luna, casi
llena, amarilla, a la izquierda de la señorita Lelache, porque el camino iba hacia el
sur. Le preocupó que la Luna iluminara su hombro en las curvas. Ya no era
agradable intercambiar miradas con la Luna. Ni simbolizaba lo Inalcanzable,
como se la consideró por miles de años, ni lo Alcanzado, como ocurrió por unas
pocas décadas, sino lo Perdido. Una moneda perdida, la boca del arma propia
vuelta hacia uno mismo, un agujero redondo en el tejido del cielo. Los Extraños
se habían apoderado de la Luna. El primer acto de agresión –la primera noticia
que tuvo la humanidad de su presencia en el sistema solar–, fue el ataque a la Base
Lunar, el horrible asesinato por asfixia de los cuarenta hombres en el domo
esférico. Al mismo tiempo, el mismo día, habían destruido la plataforma espacial
rusa, aquella extraña y hermosa cosa parecida a una gran semilla de milano que
había girado en torno de la Tierra, y desde la cual los rusos partirían hacia Marte.
Sólo diez años después de la finalización de la Plaga, la quebrantada civilización
del hombre había vuelto como un ave Fénix a la Luna, a Marte, y se había encon-
trado con esto. Brutalidad informe, sin habla, sin razón. El estúpido odio al
Universo.
Las rutas no se mantenían de la misma manera que en la época en que la au-
topista era reina; había baches y tramos en malas condiciones. Pero con frecuen-
cia Heather llegaba al límite de velocidad (70 km/h) mientras conducía a través
del amplio valle iluminado por la Luna, cruzando el río Yamhill cuatro veces, ¿o
eran cinco?, pasando por Dundee y Grand Ronde, uno un pueblo activo y el otro
desierto, tan muerto como Karnak, y llegando por fin a las montañas, a los
bosques. Van Dunzer Porest Corridor, una antigua señal carretera de madera:
tierra preservada hacía tiempo de las compañías madereras. No todos los bosques
de Norteamérica se habían convertido en bolsas para alimento o pisos en dos
niveles; unos pocos quedaban. Un giro a la derecha: Siuslaw National Forest.
Todos tocones o vástagos enfermos, pero bosque virgen. Grandes abetos obscu-
recían el cielo iluminado por la Luna.
La señal que ella buscaba era casi invisible en la oscuridad llena de ramas y
plantas que absorbía la pálida luz de los faros. Volvió a girar y se zangoloteó
lentamente sobre un terreno desparejo por un kilómetro y medio aproximada-
mente, hasta que vio la primera cabaña, con el techo de tejas iluminado por la luz
de la Luna. Eran las ocho de la noche, pasadas.

68
Las cabañas estaban en lotes, a una distancia de diez a doce metros entre sí; se
había sacrificado a muy pocos árboles, pero habían eliminado la vegetación del
suelo, y una vez que se acostumbró a la oscuridad ella pudo divisar las siluetas de
las cabañas y, al otro lado del arroyo, los frentes de todo un grupo. Sólo una
ventana estaba iluminada. Un martes a la noche, a principio de la primavera:
pocas personas en plan de descanso. Cuando abrió la puerta del coche se sor-
prendió ante el estrépito fuerte e incesante del arroyo. ¡Eterno e inflexible pregón!
Llegó hasta la cabaña iluminada, tropezando sólo dos veces en la oscuridad, y
miró el coche estacionado: un coche Hertz. Seguro. ¿Pero qué ocurriría si no era
él? Podía ser un desconocido. Bien, no se la iban a comer, ¿verdad? Golpeó.
Después de un rato, maldiciendo en silencio, volvió a golpear.
El arroyo bramaba con fuerza y el bosque estaba quieto.
Orr abrió la puerta. Su cabello pendía en desordenadas guedejas; los ojos es-
taban enrojecidos, los labios secos. La miró parpadeando. Se lo veía abatido y
deshecho. A ella la aterrorizó su imagen.
–¿Se siente mal? –preguntó secamente.
–No, yo... Entre...
Ella había venido para entrar. Había un atizador para la cocina Franklin: po-
dría defenderse con eso. Por supuesto, él también podía atacarla con el atizador,
si lo alcanzaba primero.
Oh, por amor de Dios, ella era tan grande como él, casi, y en mucho mejor
estado. Cobarde, cobarde.
–¿Está drogado?
–No, yo...
–¿Usted, qué? ¿Qué es lo que le pasa?
–No puedo dormir.
La pequeña casa olía agradablemente a humo de madera y a leña fresca. El
moblaje consistía en la cocina Franklin, de dos hornallas, un cajón lleno de ramas
de aliso, un armario, una mesa, una silla, un catre militar.
–Siéntese –dijo Heather–. Se lo ve muy mal. ¿Necesita un trago, o un médico?
Tengo un poco de brandy en el coche. Será mejor que venga conmigo y que
busquemos un médico en Lincoln City.
–Estoy bien. Sólo que... tengo sueño.
–Me dijo que no podía dormir.
Él la miró con ojos enrojecidos y lagañosos.
–No me lo puedo permitir. Tengo miedo.
–¡Oh Cristo! ¿Cuánto hace que está así?
–... ...domingo.
–¿No ha dormido desde el domingo?
–¿Sábado? –dijo Orr, inquisitivamente.
–¿Tomó algo? ¿Estimulantes?
Orr sacudió la cabeza.

69
–Dormité un poco –dijo con claridad, y luego pareció adormecerse un mo-
mento, como si tuviera noventa años; pero mientras ella lo miraba, perpleja, él
volvió a despertarse y dijo claramente–. ¿Vino hasta acá para buscarme?
–¿A quién, si no? ¿Para cortar árboles de navidad, por Cristo? Me dejó planta-
da a la hora del almuerzo, ayer.
–Oh –él miraba fijo, obviamente tratando de verla–. Perdóneme, he estado
como enloquecido.
Después de decir eso, de pronto volvió a ser él mismo, a pesar de sus ojos y
sus cabellos de loco: un hombre cuya dignidad personal era tan profunda que casi
se hacía invisible.
–¡Está bien, no me ofendí! Pero usted está eludiendo la terapia, ¿verdad?
Él asintió con la cabeza.
–¿Quiere un poco de café? –preguntó.
Era más que dignidad. ¿Integridad? Como un bloque de madera sin tallar.
La infinita posibilidad, la ilimitada e incalificada integridad del que no tiene
compromisos, del que no actúa, del que no está formado: el ser que, al no ser más
que sí mismo, es todo.
En un instante ella lo vio así, y lo que más le sorprendió de su visión, era la
fuerza de él. Era la persona más fuerte que ella había conocido, porque era
imposible desplazarlo de su centro. Es por eso que a ella le gustaba. Ella se sentía
impulsada hacia la fuerza, atraída como la polilla hacia la luz. De niña, ella había
recibido mucho afecto, pero no había fuerza a su alrededor, alguien en quien
apoyarse: la gente se había apoyado en ella.
Por treinta años había deseado encontrar a alguien que no se apoyara en ella,
que no lo hiciera nunca, que no pudiera...
Aquí estaba, bajo, con ojos enrojecidos, psicótico y ocultándose, aquí estaba
él, su torre de fuerza.
La vida es la mezcolanza más increíble, pensó Hather. Nunca se puede adivi-
nar qué va a suceder. Se quitó el abrigo mientras Orr tomaba una taza del estante
y una lata de leche del armario. Le dio a ella una taza de café fuerte: 97 por ciento
de cafeína, 3 por ciento libre.
–¿Usted no toma?
–He tomado tanto. Me da taquicardia.
El corazón de ella fue hacia él enteramente.
–¿Un poco de brandy?
Él pareció dudar.
–No le hará dormir. Lo animará un poco. Voy a buscarlo.
Orr iluminó el camino con una linterna cuando ella fue hacia el auto. El arro-
yo rugía, los árboles estaban silenciosos, la Luna brillaba allá arriba, la Luna de los
Extraños.
Vueltos a la casa, Orr se sirvió una modesta medida de brandy y lo probó.
Tembló.
–¡Qué bueno! –dijo, y lo bebió de un trago.
Ella lo observaba con mirada aprobatoria.

70
–Siempre llevo una botellita conmigo –comentó–. La guardo en la guantera
del coche porque si me detiene la policía y debo mostrarle mi licencia, parece un
poco extraña en la cartera. Pero casi siempre la tengo conmigo. Es notable cómo
se la necesita, un par de veces por año.
–Es por eso que lleva siempre una cartera tan grande –dijo Orr, con voz en-
ronquecida por el alcohol.
–Exacto. Creo que le voy a agregar un poco a mi café, para suavizarlo –al
mismo tiempo volvió a llenar la copa de él–. ¿Cómo pudo estar despierto por
sesenta o setenta horas?
–No fue así todo el tiempo. Simplemente, no me acosté. Se puede dormir un
poco sentado, pero no soñar. Es necesario estar acostado para entrar en el estado
de sueño, para que los músculos grandes puedan relajarse. Lo leí en un libro;
funciona bastante bien. No he tenido un solo sueño todavía. Pero al no poder
relajarse, uno vuelve a despertarse. Y en las últimas horas he tenido algo así como
alucinaciones, cosas que se agitan en la pared.
–¡No puede seguir así!
–No, es cierto. Sólo quería escapar. De Haber –una pausa; parecía haber en-
trado en una nueva etapa de decaimiento; se rió, y su risa sonó tonta–. La única
solución que veo –dijo– es matarme. Pero no quiero matarme. No me parece
correcto.
–¡Por supuesto que no lo es!
–Pero hay que detener esto de alguna manera. Es necesario que me detengan.
Ella no lo entendía, y no quiso entenderlo.
–Este lugar es muy lindo –dijo–. No he tenido oportunidad de oler madera
quemada en veinte años.
–Contamina el aire –dijo él, sonriendo apenas; parecía totalmente ido; ella ob-
servó que estaba sentado en una posición muy erecta sobre el catre, sin siquiera
apoyarse contra la pared; parpadeó varias veces–. Cuando usted golpeó –dijo él–
pensé que era un sueño. Por eso... ...abrir.
–Usted dijo que había soñado esta cabaña. Bastante modesta para un sueño.
¿Por qué no se consiguió un chalet en la playa de Salishan, o un castillo en cabo
Perpetua?
Arrugó el entrecejo y sacudió la cabeza.
–Es todo lo que deseaba –después de pestañear un poco más, agregó–: Lo
que ocurrió. Lo que le ocurrió a usted, el viernes. En el consultorio de Haber. La
sesión.
–¡Eso es lo que he venido a preguntarle!
Eso lo hizo despertar.
–Usted tuvo conciencia...
–Creo que sí. Es decir, sé que algo ocurrió. He estado tratando de correr en
dos pistas con un solo juego de ruedas desde el viernes. ¡Me di de narices contra
la pared en mi propio departamento el domingo! ¿Ve? –ella exhibió un hematoma
oscuro bajo la piel morena, en la frente–. La pared estaba allí ahora, pero no

71
estaba allí ahora. ¿Cómo puede vivir en una situación así todo el tiempo? ¿Cómo
puede saber dónde está algo?
–No lo sé –dijo Orr–. Me confundo. Si es que eso debe ocurrir, entonces no
debe ocurrir con tanta frecuencia. Es demasiado. Ya no sé si estoy loco o es que
no puedo manejar toda la información conflictiva, simplemente. Yo... Me...
¿Entonces usted me cree realmente?
–¿Qué otra cosa puedo hacer? ¡Vi lo que le ocurrió a la ciudad! ¡Estaba miran-
do por la ventana! No vaya a creer que deseo creerlo. No, trato de no creerlo.
Dios, es terrible. Pero ese doctor Haber, no quería que yo lo creyera, tampoco,
¿verdad? Habló mucho y rápido. Pero luego, lo que usted dijo cuando despertó, y
tropezar con paredes, e ir a una oficina equivocada... Me pregunto todo el tiempo,
¿habrá soñado algo más desde el viernes? Las cosas vuelven a estar cambiadas,
pero no lo sé porque no estuve presente, y me pregunto constantemente cuáles
cosas están cambiadas y si hay algo que sea real. ¡Oh, mierda, es terrible!
–Así es. Escuche, ¿usted sabe de la guerra... la guerra en el Cercano Oriente?
–Claro que sé. Mi esposo murió en ella.
–¿Su esposo? –pareció sorprendido– ¿Cuándo?
–Tres días antes de que terminara. Dos días antes de la Conferencia de Tehe-
rán y el Pacto Estados Unidos-China. Un día después de que los Extraños volaran
la base lunar.
Él la miraba angustiado.
–¿Qué ocurre? Oh, demonios, es una vieja cicatriz. Hace seis años, casi siete.
De haber seguido viviendo él, ya nos habríamos divorciado, porque resultó un
mal matrimonio ¡Escuche, no fue culpa suya!
–Ya no sé qué es culpa mía.
–Bien, lo de Jim seguro no fue. Él era un hermoso negro inmenso, un maldito
infeliz, importante Capitán de la Fuerza Aérea a los 26 y muerto a los 27, ¿usted
no pensará que inventó todo eso, verdad? porque eso ha estado sucediendo por
miles de años. Y ocurrió exactamente así de la otra... manera, antes del viernes,
cuando el mundo estaba tan superpoblado, exactamente así. Sólo que fue al
principio de la guerra... ¿verdad? –su voz se tornó más grave, más suave–. Mi
Dios. Era el principio de la guerra, en lugar de ser antes del cese del fuego. La
guerra seguía y seguía. Seguía hasta ahora, y no había... no había Extraños... ¿ver-
dad?
Orr negó con la cabeza.
–¿Usted los soñó a ellos?
–Él me hizo soñar con la paz. Paz en la Tierra, buena voluntad entre los
hombres. Entonces yo hice a los Extraños, para que tuviéramos con quién luchar.
–No fue usted. Fue esa máquina de Haber.
–No. Yo puedo funcionar muy bien sin esa máquina, señorita Lelache. Todo
lo que la máquina hace es ahorrar tiempo, hacerme soñar de inmediato. Aunque él
ha estado trabajando en ella para mejorarla. Él es magnífico para mejorar cosas.
–Por favor llámeme Heather.
–Es un bonito nombre.

72
–Su nombre es George. Él le decía todo el tiempo George, en esa sesión.
Como si usted fuera un perro inteligente real, o un mono. Acuéstese, George.
Sueñe esto, George.
Él rió; sus dientes eran blancos y su risa agradable hacía olvidar su aspecto y
su confusión.
–No era a mí. Es a mi subconsciente que él le habla. Es una especie de perro,
o mono, para sus fines. No es racional, pero se lo puede adiestrar para que
funcione.
Él nunca hablaba en tono amargo, por terribles que fueran las cosas que decía.
¿Existen realmente personas sin resentimiento, sin odio?, se preguntó ella. Perso-
nas que nunca van a contrapelo del Universo. Que reconocen el mal y lo resisten,
pero al mismo tiempo no se ven afectados por él.
Por supuesto que existen. Innumerables, entre vivos y muertos. Aquellos que
han regresado por pura compasión a la rueda, los que siguen el camino que no
puede seguirse sin saber que lo siguen, la esposa del medianero de Alabama y el
lama del Tibet y el entomólogo del Perú y el molinero de Odesa y el verdulero de
Londres y el pastor de cabras de Nigeria y el viejo, viejo hombre que talla un
palito junto al lecho seco de un río en alguna parte de Australia, y todos los otros.
No hay uno solo de nosotros que nos los haya conocido. Existen suficientes de
ellos, suficientes para que sigamos viviendo. Tal vez.
–Ahora dígame, necesito saber esto: ¿fue después de ir a lo de Haber que em-
pezó a tener...
–Sueños efectivos. No, antes. Por eso fui. Tenía miedo de los sueños, y en-
tonces conseguía sedantes ilegalmente para suprimir los sueños. No sabía qué
hacer.
–¿Por qué no tomó algo estas dos últimas noches, entonces, en lugar de tratar
de mantenerse despierto?
–Usé todos los que tenía el viernes a la noche. No los puedo conseguir aquí.
Tenía que irme. Quería alejarme del doctor Haber. Las cosas son más complica-
das que lo que él quiere admitir. Cree que se puede conseguir que las cosas se
arreglen, y trata de usarme para eso, aunque no quiere admitirlo; miente porque
no se atreve a ver, no le interesa lo que es cierto, no le interesa nada, no puede ver
nada más que su propia mente, sus ideas de cómo deberían ser las cosas.
–Bien. No puedo hacer nada por usted como abogada –dijo Heather, un tanto
confundida; sorbía su café con brandy, que resultaba una bebida muy fuerte–. No
había nada deshonesto en sus sugerencias hipnóticas, en mi opinión; solo le dijo a
usted que no se preocupara por el exceso de población. Y si él está decidido a
ocultar el hecho de que está usando sus sueños para fines especiales, puede
hacerlo; mediante el uso de hipnosis, podría asegurarse de que usted no tenga un
sueño efectivo en presencia de alguna otra persona. Me pregunto por qué me
habrá permitido presenciar una sesión. ¿Está seguro de que él mismo cree en los
sueños? No lo entiendo. De todos modos, a un abogado le resulta difícil interferir
entre un psiquiatra y su paciente, en especial cuando el psiquiatra es un personaje
importante y el paciente es un loco que cree que sus sueños se conviertan en

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realidad... ¡no, no quisiera llevar un caso así a la corte! Pero veamos, ¿no hay
alguna manera de que usted no sueñe para él? ¿Tal vez con sedantes?
–No tengo derecho a Tarjeta de Farmacia mientras estoy en TTV. Él tendría
que recetarme los sedantes. De cualquier manera, su Ampliadora podría hacerme
soñar.
–Eso es invasión de la privacidad; pero no servirá para iniciar un juicio... Es-
cuche. ¿Qué le parece si usted tiene un sueño en el que lo cambia a él?
Orr la miró a través de una niebla de sueño y brandy.
–Tornarlo más benévolo... bien, usted dice que él es benévolo, que tiene bue-
nas intenciones. Pero está sediento de poder; ha encontrado un excelente modo
de dirigir el mundo sin asumir ninguna responsabilidad. Bien, tornarlo menos
ambicioso. Soñar que él es realmente un buen hombre. Soñar que está tratando de
curarlo, no de usarlo.
–Pero no puedo elegir mis sueños. Nadie puede hacerlo.
Ella se abatió.
–Me olvidaba. En cuanto acepto esto como cosa real, pienso que es algo que
usted puede controlar. Pero no es así; usted sólo lo hace.
–Yo no hago nada –dijo Orr en tono calmo–. Nunca he hecho nada. Sólo
sueño, y eso es todo.
–Yo lo voy a hipnotizar –dijo Heather de pronto.
El haber aceptado como cierto un hecho increíble, le daba cierta sensación de
valentía: si los sueños de Orr funcionaban, ¿por qué no iban a funcionar otras
cosas? Además, no había comido nada desde el mediodía, y el café y el brandy
estaban haciendo sentir sus efectos.
Él la miraba fijamente.
–Lo he hecho. Asistí a cursos de psicología en la facultad. Todos debíamos
practicar como hipnotizadores y como sujetos. Yo era buena como sujeto, pero
muy buena para hipnotizar. Lo voy a hipnotizar a usted y le voy a sugerir un
sueño. Sobre el doctor Haber... convertirlo en inofensivo. Sólo le diré que sueñe
eso, nada más. ¿Sabe? ¿No es algo seguro, lo más seguro que podemos intentar en
este punto?
–Pero yo soy resistente a la hipnosis. Antes no, pero él dice que lo soy ahora.
–¿Es por eso que utiliza la inducción v-c? Me disgusta observar eso, parece un
asesinato. No podría hacerlo, y además no soy médica.
–Mi dentista usaba solamente una cinta, y obtenía buenos resultados. Por lo
menos así lo creo –hablaba absolutamente dormido, y pudo haber seguido
divagando por horas.
Ella dijo con suavidad:
–Parece ser que se resiste al hipnotista, no a la hipnosis... Podríamos intentar-
lo, de todos modos, y si resulta yo podría darle una sugerencia posthipnótica para
que sueñe un breve sueño... ¿cómo le llama usted? efectivo, sobre Haber. Así él
cambia de actitud con usted y trata de ayudarlo. ¿Cree que eso puede resultar? ¿Se
anima?

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–Podría dormir un poco, de todos modos –dijo Orr–. Yo... tendré que dormir
alguna vez. No creo que pueda pasar esta noche sin dormir Si usted piensa que
puede hacer la hipnosis...
–Creo que puedo. Pero escuche, ¿tiene algo para comer acá?
–Sí –replicó él, adormecido; después de un momento, pareció despertar–. Oh,
sí. Perdóneme. Usted no ha comido. Hay un pan... –buscó en el armario y extrajo
pan, margarina, cinco huevos duros, una lata de atún y un poco de lechuga un
tanto marchita.
Ella encontró dos platos metálicos, tres tenedores distintos entre sí y un cu-
chillo.
–¿Usted comió? –preguntó ella.
El no estaba seguro. Comieron juntos, ella sentada a la mesa en la silla, él pa-
rado. El estar parado parecía revivirlo, y demostró tener mucho apetito. Tuvieron
que dividir todo por la mitad, incluso el quinto huevo.
–Usted es una persona muy amable –dijo él.
–¿Yo? ¿Por qué? ¿Por haber venido acá? ¡Mierda, estaba asustada por ese
cambio del mundo del viernes! Quería asegurarme. Estaba mirando el hospital
donde nací, del otro lado del río, mientras usted soñaba, y luego, de repente, ya
no estaba y nunca había estado.
–Pensé que usted era del Este –dijo Orr.
La coherencia no era su fuerte en ese momento.
–No –ella limpió la lata de atún escrupulosamente y lamió el cuchillo–. Por-
tland. Dos veces, ahora. En dos hospitales diferentes. ¡Cristo! Pero nacida y
criada, como mis padres. Mi padre era un negro y mi madre blanca. Es una com-
binación interesante. Él era un militante real del tipo del Poder Negro, de la
década del 70, usted sabe, y ella era hippie. Él pertenecía a una familia subsidiada
de Albina, sin padre, y ella era la hija de un abogado importante de Portland
Heights. Mi madre abandonó los estudios y se dedicó a las drogas y a todo eso
que se hacía entonces. Luego se conocieron en una concentración política, una
demostración. Eso fue cuando las demostraciones aún eran legales. Se casaron,
pero él no pudo soportarlo por mucho tiempo, me refiero a la situación general,
no sólo al matrimonio. Cuando yo tenía ocho años él se fue a África, a Ghana,
creo. Pensaba que su gente había venido originalmente de allí, pero no lo sabía
con seguridad. Habían vivido en Louisiana desde que tenían memoria, y Lelache
era el nombre del propietario de los esclavos. Es un apellido francés, y significa
"el cobarde". Yo estudié francés en el secundario porque mi nombre era francés –
dijo ella, en tono de burla–. De todos modos, él se fue, y la pobre Eva quedó
como abandonada. Esa es mi madre. Nunca quiso que la llamara "mamá" o “ma”,
ni nada por el estilo, porque eso era muy típico de la posesividad del núcleo
familiar de la clase media. De modo que yo la llamaba Eva. Vivimos en una
especie de comunidad por un tiempo, allá arriba en el monte Hood. ¡Cristo, qué
frío hacía en invierno! Pero la policía lo destruyó todo; decían que se trataba de
una conspiración antinorteamericana. Después de eso fue viviendo como podía,
hacía buena cerámica cuando podía usar el torno y el horno de alguien, pero

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principalmente trabajaba en pequeños negocios y restaurantes. Esa gente se
ayudaba mucho entre sí, realmente mucho. Pero ella nunca pudo alejarse de las
drogas muy fuertes, estaba atrapada. Dejaba por un año, y después volvía. Sobre-
vivió a la Plaga, pero a las treinta y ocho años se infectó con una aguja sucia, y
murió. Entonces sí apareció su familia para hacerse cargo de mí. ¡Yo ni siquiera los
había visto! Me mandaron a la escuela y a estudiar abogacía. Voy a comer con
ellos la víspera de Navidad, todos los años. Soy como el dije negro de ellos. Pero
le diré, lo que me molesta realmente es que no puedo decidir cuál es mi color. Es
decir, mi padre era negro, un negro real –bueno, tenía algo de sangre blanca, pero
era un negro– y mi madre era blanca, y yo no soy ni una cosa ni la otra. Mi padre
realmente odiaba a mi madre porque era blanca, aunque también la amaba. Yo
creo que a ella le interesaba más el hecho de que él fuera negro que él mismo.
Bien, ¿dónde me ubico yo? Nunca he podido resolverlo.
–Marrón –dijo él suavemente, parado detrás de la silla de ella.
–El color de la mierda.
–El color de la Tierra.
–¿Usted es de Portland?
–Sí.
–Ni le oigo por el ruido de ese maldito arroyo. Suponía que estos terrenos sal-
vajes serían silenciosos. ¡Continúe!
–Es que he tenido tantas infancias, ahora –dijo él–. ¿Cuál es la que debo con-
tarle? En una, mis dos padres murieron el primer año de la Plaga. En una no
hubo ninguna Plaga. No sé... Ninguno de ellos fue muy interesante. Es decir, no
hay nada que contar. Todo lo que hice fue sobrevivir.
–Bien. Eso es lo más importante.
–Se hace más duro cada vez. La Plaga, y ahora los Extraños... –rió sin convic-
ción, y cuando ella se dio vuelta para mirarlo lo vio triste y agotado.
–No puedo creer que usted los haya creado con su sueño. No puedo. Les he
tenido miedo por tanto tiempo, ¡seis años! Pero sabía que usted los había soñado,
porque no estaban en el otro curso de tiempo, o lo que quiera que sea. En reali-
dad, no son peores que aquel horrible exceso de población ¡Aquel horrible
departamento en que vivía, con otras cuatro mujeres, en un Condominio de
Mujeres de Negocios, por Dios! Y viajar en aquel subterráneo nefasto, y mis
dientes en mal estado, y nunca había nada decente que comer, y tampoco sufi-
ciente. ¿Sabe?, pesaba 45 kilos entonces, y ahora peso 55 kilos. ¡Aumenté diez
kilos desde el viernes!
–Es cierto. Era muy delgada, aquella primera vez que la vi en su oficina legal.
–Usted también. Se lo veía muy desmejorado. Sólo que como todos estába-
mos así, no se notaba. Ahora parece un individuo bastante sólido; sólo le falta
dormir un poco.
Orr no dijo nada.
–Todo el mundo se ve mejor, también. Mire, si no puede evitar lo que usted
hace, y si lo que usted hace torna todo un poco mejor, entonces no debe sentir

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culpa por ello. Tal vez sus sueños son un nuevo modo de evolución. Un modo,
violento, con supervivencia de los más aptos y todo.
–Oh, peor que eso –dijo él, en el mismo tono ligero; se sentó en la cama–. Us-
ted... –vaciló varias veces–. ¿Usted recuerda algo de abril, hace cuatro años... en
1998?
–¿Abril? No, nada especial.
–En esa fecha terminó el mundo –dijo Orr; un espasmo muscular le desfiguró
el rostro, y se esforzó por respirar–. Nadie más lo recuerda.
–¿Qué quiere decir? –preguntó ella, obscuramente asustada; abril, abril de
1998, pensó ella, ¿recuerdo el mes de abril de 1998? Pensó que no lo recordaba, y
supo que debió recordarlo; estaba asustada... ¿de él? ¿con él? ¿por él?
–No es evolución. Es sólo autoconservación. No puedo... Bien, fue mucho
peor. Peor que lo que usted recuerda. Era un mundo similar al primero que usted
recuerda, con una población de siete mil millones, sólo que... era peor. Sólo
algunos países europeos tuvieron racionamiento y control de la contaminación y
de la natalidad con anticipación suficiente, en la década de 1970, de modo que
cuando nosotros finalmente tratamos de controlar la distribución del alimento,
era demasiado tarde, no había suficiente, y la Mafia gobernaba el mercado negro,
todos tenían que comprar en el mercado negro para tener algo que comer, y
mucha gente no tenía nada. Reformaron la Constitución en 1984, de la forma que
usted recuerda, pero las cosas estaban ya tan mal que fue peor, ya ni siquiera
pretendía ser una democracia, era una especie de estado policial, pero no funcio-
naba, se desmoronó por completo. Cuando yo tenía quince años las escuelas
cerraron. No hubo ninguna Plaga, pero sí epidemias, una tras otra; disentería y
hepatitis y luego bubónica. Pero la mayor parte de la gente murió de inanición.
Luego, en 1993, se inicio la guerra en el Cercano Oriente, pero fue diferente. Era
Israel contra los Árabes y Egipto. Todos los países grandes entraron en la guerra.
Uno de los estados africanos se unió al bando de los árabes, y utilizaron bombas
nucleares en dos ciudades israelitas, de manera que nosotros les ayudamos a
devolver el golpe, y... –estuvo callado por un momento y luego siguió hablando,
aparentemente sin notar que hubo un corte en su relato–. Yo estaba tratando de
salir de la ciudad; quería llegar al Forest Park, me sentía enfermo, no podía seguir
caminando y me senté en los escalones de una casa de las colinas del oeste; las
casas se habían incendiado todas pero los escalones eran de cemento, recuerdo
que había algunos dientes de león que florecían en una hendidura entre los
escalones. Me senté allí y no podía volver a levantarme, y sabía que no podía.
Seguía pensando que estaba parado y caminaba, alejándome de la ciudad, pero eso
fue un delirio; volví en mí y vi los dientes de león de nuevo y supe que iba a
morir, y que todo lo demás estaba muriendo. Y entonces tuve el... tuve ese sueño
–su voz se había enronquecido, y ahora se ahogaba–. Estaba bien –dijo al fin–.
Soñé que estaba en casa. Me desperté y estaba bien. Estaba en la cama, en casa.
Sólo que no era la casa que había tenido, la otra vez, la primera vez. ¡Oh Dios,
ojalá pudiera no recordarlo! En general, no lo recuerdo; no puedo. Desde enton-
ces me vengo diciendo que era un sueño. ¡Que eso era un sueño! Pero no lo era.

77
Esto sí que lo es. Esto no es real. El mundo ni siquiera es probable. Eso era la
verdad, lo que había ocurrido. Estamos todos muertos, y estropeamos el mundo
antes de morir. No queda ya nada; nada más que sueños.
Ella le creía, pero al mismo tiempo lo negaba con furia.
–¿Y qué? ¡Tal vez eso sea todo lo que ha existido siempre! Como quiera que
sea, está bien. ¿No creerá que se le permitiría hacer algo que no debe hacer,
verdad? ¿Quién demonios se piensa que es? No hay nada que no tenga sentido,
nada ocurre que no deba ocurrir. ¡Siempre! ¿Qué importa si lo llama realidad o
sueño? Es todo uno... ¿verdad?
–No sé –dijo Orr, sumido en la angustia–; ella se acercó y lo abrazó como
hubiera abrazado a un niño que sufre o a un hombre moribundo.
La cabeza que se apoyaba en su hombro era pesada, la mano rubia y cuadrada
que descansaba en su rodilla estaba relajada.
–Está dormido –dijo ella; él no lo negó.
Ella debió sacudirlo con cierta violencia para que él lo negara.
–No, no estoy dormido –dijo Orr, sentándose erecto–. No –y volvió a abatir-
se.
–¡George! –era cierto: el uso de su nombre daba buenos resultados; Orr man-
tuvo los ojos abiertos el tiempo suficiente para mirarla.
–Siga despierto, siga despierto un poco más. Quiero intentar la hipnosis, para
que usted pueda dormir –ella había pensado preguntarle qué debía sugerirle en la
hipnosis con respecto a Haber, pero estaba muy agotado ahora–. Escuche,
siéntese allí, en el catre. Mire... mire la llama de la lámpara, eso servirá. Pero no se
duerma –ella colocó la lámpara de kerosén en el centro de la mesa, entre cáscaras
de huevo y restos de comida–. Mantenga los ojos fijos en ella, ¡y no se duerma! Se
relajará y se sentirá cómodo, pero no se dormirá todavía, no hasta que le diga
"Duérmase". Eso es. Ahora se siente bien, cómodo... –con cierto sentido de la
actuación, siguió interpretando el papel de hipnotista; él estuvo hipnotizado casi
de inmediato; ella no podía creerlo, y lo puso a prueba–. Usted no puede levantar
el brazo izquierdo; lo intenta, pero es demasiado pesado, no quiere levantarse...
Ahora vuelve a ser liviano, puede levantarlo. Así... bien. Ahora, en un minuto se
va a dormir. Soñará un poco, paro serán sueños comunes, como los que tiene
todo el mundo, no de los especiales... de los efectivos. Todos menos uno. Usted
tendrá un sueño efectivo. En él... –ella se detuvo.
De repente sintió miedo; un escalofrío le recorrió el cuerpo. ¿Qué estaba
haciendo? Eso no era un juego, no era algo en lo que debía intervenir cualquiera.
Él estaba en poder de ella, y el poder de él era incalculable. ¿Qué responsabilidad
inimaginable había asumido? Una persona que cree, como ella, que las cosas
tienen sentido, que existe un todo del que uno es parte, y que al ser parte uno es
el todo, una persona así no tiene ningún deseo, nunca, de ser Dios. Sólo aquellos,
que han negado su propio ser desean ser Dios. Pero ella estaba atrapada en un rol
y no podía retroceder ahora.
–En ese sueño, usted va a soñar que... que el doctor Haber es benévolo, que
no está tratando de hacerle mal y que va a ser honesto con usted –ella no sabía

78
qué decir, cómo decirlo, sabiendo que todo lo que dijera podía tomar un sentido
equivocado–. "Y soñará que los Extraños no están más en la Luna" –agregó
rápidamente; pudo sacarse ese peso de encima, de todos modos–. Y por la
mañana se despertará muy descansado, todo estará en orden. Ahora, duérmase.
Oh, mierda, se había olvidado de decirle que se acostara primero.
Él se balanceaba como una bolsa semivacía, lentamente, hacia adelante y de
costado, hasta que fue una masa grande, cálida, inerte, sobre el piso.
Él no debía pesar más de 68 kilos, pero podía haber sido un elefante muerto, a
juzgar por la ayuda que le dio a Heather cuando ésta intentó acostarlo en el catre.
Ella debió hacerlo sola, primero las piernas, y luego cargando los hombros, para
que no se volcara el catre; él terminó acostado sobre la bolsa de dormir, por
supuesto, no dentro de ella. Ella retiró la bolsa de debajo del cuerpo de él y lo
cubrió. Orr durmió, profundamente, mientras ella hacia todo eso. Ella estaba sin
aliento, transpirando, y preocupada. Él ya no estaba.
Heather se sentó a la mesa y recuperó el aliento. Después de un rato se pre-
guntó qué podía hacer. Limpió la mesa, calentó agua y lavó los platos, los tenedo-
res, el cuchillo y las tazas. Atizó el fuego de la cocina. Encontró varios libros en
un estante, libros de bolsillo que él había comprado en Lincoln City probable-
mente, para entretener su larga vigilia. No había novelas policiales, maldición; una
buena novela policial era lo que necesitaba. Había una novela sobre Rusia; algo
sobre el Pacto Espacial: el gobierno de los Estados Unidos no trataba de simular
que nada existía entre Jerusalén y las Filipinas, porque de ser así ello podía ame-
nazar el Modo de Vida Norteamericano; así, esos últimos años era posible com-
prar sombrillas japonesas de papel, incienso de la India y novelas rusas, y cosas,
una vez más. La Hermandad Humana era el Nuevo Estilo de Vida, según el
presidente Merdle.
Este libro, cuyo autor era alguien con un nombre que terminaba en "evsky",
era sobre la vida durante los Años de la Plaga en un pueblito del Cáucaso, y no
era justamente divertido, pero despertó la emoción de Heather; leyó desde las
diez hasta las dos treinta. Durante ese tiempo Orr estuvo profundamente dormi-
do, moviéndose apenas, respirando suave y tranquilamente. Ella solía apartar la
vista del pueblo caucásico para mirar su rostro, dorado y ensombrecido por la
débil luz de la lámpara, sereno. Si soñaba, se trataba de sueños tranquilos y
breves. Cuando todos hubieron muerto en el pueblo caucásico salvo el tonto del
pueblo (cuya perfecta pasividad ante lo inevitable le recordaba constantemente a
su compañero), ella intentó tomar un poco de café recalentado, pero tenía gusto a
lejía. Fue hasta la puerta y se quedó un rato allí parada, sobre el umbral, escu-
chando el bramido del arroyo. Era increíble que hubiera podido conservar ese
tremendo ruido por cientos de años, aun antes de que ella naciera, y que siguiera
emitiéndolo hasta que se movieran las montañas. Y lo más extraño, ahora, en la
noche avanzada y el silencio de los bosques, era cierta nota distante, que parecía
provenir de las alturas, como voces de niños que cantaran... muy dulce, muy ex-
traño.

79
Empezó a temblar; cerró la puerta a las voces de los niños no nacidos que
cantaban en el agua y volvió al pequeño cuarto caldeado y el hombre dormido.
Tomó un libro sobre carpintería doméstica, que evidentemente él había compra-
do con la idea de entretenerse fabricando algún mueble, pero de inmediato le dio
sueño. Bien, ¿por qué no? ¿Por qué tenía que permanecer en vela? ¿Pero dónde
iba a dormir?
Debió haber dejado a George en el suelo; él ni lo habría notado. No era justo,
ocupaba el catre y la bolsa de dormir.
Le quitó la bolsa de dormir, reemplazándola con su impermeable y el de él.
Orr ni se movió. Ella lo miró con afecto, y luego se metió en la bolsa de dormir,
en el suelo. ¡Cristo, hacía frío ahí abajo, y el piso era duro! No había soplado la
lámpara. ¿O es que se apagaban girando una perilla, las lámparas de mecha? Se
debe hacer lo uno y no se debe hacer lo otro. Recordaba eso de la comunión.
Pero no podía recordar cuál. ¡Oh, mierda, hacía frío ahí abajo!
Frío, frío. Duro. Claridad. Demasiada claridad. Amanecer en la ventana, entre
movimientos de los árboles. Sobre la cama. El piso tembló. Las montañas vacila-
ban y soñaban que caían al mar, y sobre las montañas, débiles y horribles, aulla-
ban las sirenas de ciudades distantes, aullaban, aullaban.
Ella se sentó. Los lobos aullaban el fin del mundo.
El amanecer entraba por la única ventana, ocultando todo lo que estaba bajo
su inclinado esplendor. Caminó a tientas, cegada por la luz, y encontró al hombre
tendido sobre su rostro, aún durmiendo.
–¡George! ¡Despierte! ¡George, por favor, despierte! ¡Algo está sucediendo!
Él se despertó. Le sonrió a ella, mientras terminaba de despertarse.
–Algo debe ocurrir... las sirenas... ¿qué es eso?
Casi en su sueño aún, Orr dijo sin ninguna emoción:
–Ellos han aterrizado.
Porque él había hecho lo que ella le había ordenado. Ella le había dicho que
soñara que los Extraños ya no estaban en la Luna.

80
8

El Cielo y la Tierra no son humanos.


Lao Tse, V

En la Segunda Guerra Mundial, la única parte del territorio norteamericano


que sufriera el ataque directo fue el Estado de Oregon. Algunos dirigibles incen-
diarios japoneses dieron fuego a un bosque cerca de la costa. En la Primera
Guerra Interestelar, la única parte del territorio norteamericano que sufriera
invasión fue el Estado de Oregon. Se podría culpar a sus políticos: la función
histórica del senador de Oregon es la de enloquecer a todos los otros senadores, y
entonces el estado no recibe ninguna ayuda militar. Oregon no tenía reservas de
nada, salvo de heno; ni plataformas de lanzamiento de misiles ni bases de la
NASA. Obviamente, no tenía defensas. Los Misiles Balísticos Anti-Extraños que
la defendían partían de las enormes instalaciones subterráneas de Walla Walla, en
Washington, y de Round Valley, California. Grandes XXTT-9900 supersónicos,
que en su mayoría pertenecían a la Fuerza Aérea de los Estados Unidos, partían
de Idaho hacia el oeste, aullando, rompiendo todos los tímpanos de Boise a Sun
Valley, patrullando para la emergencia de que alguna nave de los Extraños con-
siguiera traspasar la infalible red de los AABM.
Repelidos por las naves de los Extraños, portadoras de un mecanismo que
dominaba los sistemas de dirección de los misiles, los AABM giraban en algún
punto del centro de la estratosfera y regresaban, aterrizando y explotando aquí y
allá en el Estado de Oregon. Los incendios se sucedían en las áridas pendientes
orientales de las Cascadas. Gold Beach y Dallas fueron barridas por tormentas de
fuego. Portland no fue atacado directamente, pero la carga nuclear de un AABM
errabundo que cayó en el monte Hood, cerca del antiguo cráter, hizo que el
volcán despertara. De inmediato empezaron los temblores del suelo y se vio una
columna de humo, y hacia el mediodía del primer día de la Invasión de los Extra-
ños, el primer día de abril, se abrió una boca en el lado noroeste y se inició una

81
erupción violenta. El flujo de lava hizo arder las laderas sin nieve, sin vegetación,
y amenazó las comunidades de Zigzag y Rhododendron. Comenzó a formarse un
cono de escoria volcánica, y el aire de Portland, a 65 kilómetros de distancia,
pronto se espesaba y se tornaba grisáceo por la ceniza. Cuando se acercaba la
noche cambió el viento hacia el sur y el aire más bajo se aclaró un poco, revelan-
do la sombría llama anaranjada de la erupción entre las nubes del este. El cielo,
cargado de lluvia y ceniza, retumbaba con los vuelos de los XXTT-9900 que en
vano buscaban naves de los Extraños. Aún llegaban aparatos de caza y bombar-
deros de la Costa Este y de las naciones participantes del Pacto; en muchos casos,
chocaban entre si y caían derribados. El suelo se estremecía con el terremoto, el
impacto de las bombas y la caída de aviones. Una de las naves de los Extraños
había aterrizado a sólo 12 kilómetros de los confines de la ciudad, de modo que
las zonas del sudoeste se vieron pulverizadas cuando los jet bombarderos devasta-
ron en forma metódica el área de veintiocho kilómetros cuadrados en la que se
dijo que había estado la nave de los Extraños. En realidad, se había recibido
información de que ya no estaba allí; pero algo había que hacer. Cayeron bombas
por error en muchas otras partes de la ciudad, como suele ocurrir con el bombar-
deo hecho con aparatos jet. No quedó un solo cristal en las ventanas del centro
de la ciudad; fueron a caer, en cambio, hechos añicos, en las calles del centro. Los
refugiados del sudoeste de Portland debieron caminar entre esos cristales; las
mujeres llevaban a sus hijos y caminaban entre lágrimas por el dolor, con los
zapatos llenos de cristal roto.
William Haber estaba parado frente a la ventana de su oficina en el Instituto
Onirológico de Oregon, observando el fuego que rebrillaba y moría en los mue-
lles, y la maldita iluminación de la erupción. Aún había cristal en esa ventana; nada
había aterrizado o explotado cerca de Washington Park todavía, y los temblores
del suelo que causaban la destrucción de edificios enteros allá cerca del río, en las
colinas aún no habían hecho más que hacer crujir los marcos de las ventanas.
Débilmente se oía el grito de los elefantes del zoológico. Ocasionalmente aparecí-
an rayos de una extraña luz brillante hacia el norte, tal vez sobre la zona donde el
Willamette se une al Columbia; era difícil localizar nada con seguridad en el
crepúsculo brumoso y ceniciento. Grandes secciones de la ciudad estaban a
obscuras por falta de energía; otras titilaban débilmente, aunque las luces de las
calles no habían sido prendidas.
Nadie más estaba en el edificio del Instituto.
Haber había estado todo el día tratando de localizar a George Orr. Cuando
comprendió que su búsqueda era inútil, y además imposible de seguir dada la
histeria que imperaba en la ciudad, y el estado cada vez más ruinoso de ésta.
Haber se había marchado al Instituto. Había tenido que caminar la mayor parte
del trayecto, y descubrió que eso lo enervaba. Un hombre de su posición, con
tantas tareas importantes, usaba un aeromóvil. Pero la batería se había consumido
y no podía conseguir una nueva carga porque las multitudes eran densas en las
calles. Debió abandonar el aeromóvil y caminar, en el sentido contrario al que se
desplazaba la muchedumbre, enfrentándolos a todos, entre ellos. Eso había sido

82
un sufrimiento; no le gustaban las multitudes; pero luego las multitudes habían
desaparecido y él quedó solo caminando por las vastas extensiones del césped, de
arbustos y de árboles del parque, y eso había sido mucho peor.
Haber se consideraba a si mismo un lobo solitario; nunca había querido casar-
se ni tener relaciones íntimas; había optado por una fatigosa investigación que se
realizaba cuando los otros dormían, evitando las posibles relaciones. Había
dedicado su vida sexual casi enteramente a los encuentros fugaces, a veces muje-
res, a veces hombres jóvenes; sabía qué bares, cines y saunas debía frecuentar para
obtener lo que deseaba. Lo conseguía y se liberaba de inmediato, antes de que él o
la otra persona pudieran desarrollar algún tipo de necesidad del otro. Apreciaba
su independencia, su libre albedrío.
Pero encontraba terrible estar solo, totalmente solo en el parque indiferente,
apurándose, casi corriendo, hacia el Instituto, porque no tenía otro lugar donde ir.
Llegó al Instituto silencioso, desierto.
La señorita Crouch guardaba una radio a transistores en el cajón de su escrito-
rio. Haber la tomó y mantuvo bajo el volumen para oír los últimos informativos,
o por lo menos una voz humana.
Todo lo que necesitaba estaba aquí; camas por docenas, alimento, las máqui-
nas expendedoras de sandwiches y gaseosas para los trabajadores nocturnos de
los laboratorios. Pero no tenía hambre; sentía, antes bien, una especie de apatía.
Escuchaba la radio, pero ésta no quería escucharlo a él. Estaba totalmente solo, y
nada parecía real en su soledad. Necesitaba a alguien con quien hablar, debía
decirle a alguien lo que sentía para poder saber él mismo lo que sentía. El terror
de estar solo fue tan intenso que estuvo a punto de hacerlo salir del Instituto y
mezclarlo con las multitudes otra vez, pero la apatía superó al terror. No hizo
nada, y la noche cayó por completo.
Sobre el monte Hood el brillo rojizo se avivaba por momentos, y luego volvía
a empalidecer. Algo muy grande golpeó, en la parte sudoeste de la ciudad, fuera
de la vista desde su oficina; pronto las nubes se iluminaron desde abajo con un
lívido resplandor que parecía elevarse de aquella dirección. Haber salía al corredor
para ver mejor, llevando la radio consigo. Algunas personas subían las escaleras;
Haber no las había oído. Por un momento no hizo más que mirarlos.
–Doctor Haber –dijo uno de ellos.
Era Orr.
–Creo que era hora –dijo Haber con amargura–. ¿Dónde demonios ha estado
todo el día? ¡Venga!
Orr se acercó rengueando; tenía el lado izquierdo de la cara hinchado y sucio
de sangre, el labio cortado, y había perdido la mitad de uno de los dientes incisi-
vos. La mujer que estaba con él parecía menos maltrecha pero más agotada: ojos
vidriosos, rodillas poco firmes. Orr la hizo sentar en el diván de la oficina. Haber
dijo, en tono médico y autoritario:
–¿Ha recibido un golpe en la cabeza?
–No. Ha sido un día muy largo.
–Estoy bien –balbuceó la mujer, temblando un poco.

83
Orr se movió rápido, solícito, sacándole los zapatos repulsivamente embarra-
dos y cubriéndola con la manta de pelo de camello que estaba a los pies del diván;
Haber se preguntaba quien sería, pero de inmediato dejó de pensar en ella. Él
empezó a ordenar enseguida:
–Déjala descansar ahí, se sentirá bien. Venga acá, aclaremos las cosas. Me pasé
el día buscándolo. ¿Dónde estaba?
–Tratando de volver a la ciudad. Parece ser que nos metimos en una zona de
bombardeo, porque volaron la ruta por la que viajábamos, un poco más adelante
de nosotros. El coche saltó mucho; volcó, creo. Heather estaba detrás de mí y se
detuvo a tiempo, así que como el coche de ella estaba bien seguimos los dos en él.
Tuvimos que pasar a Sunset Highway porque la 99 estaba bombardeada, y luego
debimos dejar el coche en un lugar bloqueado, cerca del santuario de los pájaros.
Vinimos caminando a través del parque.
–¿De dónde diablos venían? –Haber había hecho correr agua caliente en la
pileta de su lavatorio privado, y ahora le alcanzaba a Orr una toalla humeante para
que la oprimiera sobre su rostro.
–La cabaña. En la Cadena de la Costa.
–¿Qué pasa con su pierna?
–Me lastimé cuando el coche volcó, supongo. Escuche, ¿están ellos en la ciu-
dad todavía?
–No se sabe muy bien. Todo lo que dicen en que cuando las grandes naves
aterrizaron, esta mañana, se separaron en pequeñas unidades móviles, algo así
como helicópteros, y se dispersaron. Ocupan toda la parte occidental del estado.
Se dice que se mueven lentamente, pero si los están atacando, eso no se informa.
–Vimos uno –el rostro de Orr emergió de la toalla, marcado con manchas lí-
vidas, pero menos impresionante ahora que la sangre y el barro habían desapare-
cido–. Eso es lo que debe haber sido. Una cosa pequeña y plateada, de unos
nueve metros de alto, en una pastura cerca de North Plains. Parecía moverse a
saltos; tenía aspecto extraterrestre. ¿Los Extraños nos están combatiendo, están
derribando los aviones?
–La radio no lo informa. No se informan pérdidas, salvo civiles. Ahora vea-
mos, vamos a darle un poco de café y de alimento a usted. Y luego, por Dios,
tendremos una sesión de terapia en medio del Infierno para ponerle fin a esta
estúpida confusión que usted ha producido –preparó una inyección de pentotal
sódico, y luego tomó el brazo de Orr y le dio la inyección sin aviso alguno.
–Para eso vine aquí. Pero no sé si...
–¿Si lo puede hacer? Usted puede. ¡Venga! –Orr se había acercado a la mujer–.
Ella está bien; está dormida, no la moleste, es todo lo que necesita. ¡Venga! –llevó
a Orr hacia las máquinas de alimento y le dio un sándwich de roast beef, otro de
huevo y tomate, dos manzanas, cuatro barras de chocolate, y dos tazas de café. Se
sentaron a una mesa del Laboratorio Uno, apartando las cosas que ahí habían
quedado esa mañana cuando las sirenas empezaron a sonar–. Muy bien, coma.
Ahora, en el caso de que esté pensando que arreglar este asunto está más allá de
sus posibilidades, olvídelo. He estado trabajando con la Ampliadora, y ella puede

84
hacerlo por usted. Tengo el modelo de las emisiones de su cerebro durante los
sueños efectivos. Donde me estuve equivocando todo el mes fue en buscar una
entidad, una Onda Omega. No existe. Es simplemente un modelo formado por la
combinación de otras ondas, y estos dos últimos días, antes de que se desencade-
nara todo este infierno, lo elaboré. El ciclo es de noventa y siete segundos. Eso
no significa nada para usted, aunque sea su maldito cerebro el que lo hace. Digá-
moslo así, cuando usted sueña efectivamente todo su cerebro está implicado en
un modelo complejamente sincronizado de emisiones que toma noventa y siete
segundos para completarse y volver a empezar, una especie de efecto de contra-
punto que es para los gráficos del estado común lo que la Gran Fuga de Beet-
hoven es para una canción de cuna. Es increíblemente complejo, pero es consis-
tente y se repite. Entonces, yo se lo puedo transmitir directamente, y amplificado.
La Ampliadora está preparada, todo está listo para usted, ¡por fin va a encajar
dentro de su cabeza! Cuando sueñe, esta vez, soñará un gran sueño. Lo suficiente
como para detener esta loca invasión y pasar a otro continuo, donde podamos
empezar de nuevo. Eso es lo que usted hace. Usted no cambia las cosas, o las
vidas, sino que cambia todo el continuo.
–Es agradable poder conversar de eso con usted –dijo Orr; había comido los
sandwiches con increíble rapidez, a pesar de su labio cortado y su diente roto, y
ahora estaba devorando una barra de chocolate; había ironía, o algo, en lo que
decía, pero Haber estaba muy ocupado para notarlo.
–Escuche. ¿Esta invasión ocurrió casualmente, o porque usted faltó a una ci-
ta?
–Lo soñé.
–¿Se permitió tener un sueño efectivo no controlado? –Haber dejó que la ira
se trasluciera en su tono. Había sido demasiado protectivo, demasiado afable con
Orr. La irresponsabilidad de Orr era la causa de la muerte de mucha gente inocen-
te, el desastre y el pánico en la ciudad: debía enfrentar lo que había hecho.
–No fue –Orr empezaba a hablar cuando estalló una gran explosión; el edifi-
cio se estremeció y saltó, con profusión de ruidos, los aparatos electrónicos
volaron por el aire junto a la hilera de camas vacías, y el café se derramó de las
tazas.
–¿Fue eso el volcán o la Fuerza Aérea? –preguntó Orr, y a pesar del temor
que la explosión le causaba, Haber observó que Orr no parecía perturbado. Sus
reacciones eran muy anormales. El viernes se había desmoronado por un mero
punto ético; ahora, el miércoles, en medio del cataclismo, estaba frío y sereno. No
parecía tener ningún temor, pero debía tenerlo. Si Haber estaba asustado, por
supuesto Orr debía estarlo. Estaba suprimiendo el temor. ¿O pensaba, se pregun-
tó Haber de pronto, que porque había soñado la invasión, todo era un sueño?
¿Y si lo era?
¿El sueño de quién?
–Será mejor que volvamos arriba –dijo Haber, incorporándose; se sentía cada
vez más impaciente e irritable; la excitación se estaba tornando insoportable–.
¿Quién es la mujer que está con usted?

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–Es la señorita Lelache –respondió Orr, mirándolo en forma extraña–. La
abogada. Ella estuvo aquí el viernes.
–¿Y cómo es que está con usted?
–Ella me estaba buscando, y fue a la cabaña.
–Me explicará eso después –dijo Haber; no había tiempo que perder en esas
trivialidades; tenían que salir, tenían que salir de ese mundo caótico.
En el momento en que entraban en la oficina de Haber, el cristal de la ventana
doble se rompió con un sonido estridente, provocando una corriente de aire hacia
afuera; ambos hombres se sintieron impulsados hacia la ventana, como si ésta
fuera la boca de una aspiradora de polvo. Entonces todo se tornó blanco, todo.
Los dos cayeron.
Ninguno tuvo conciencia de ruido alguno.
Cuando pudo volver a ver, Haber se incorporó aferrándose a su escritorio.
Orr ya estaba junto al diván, tratando de tranquilizar a la atemorizada mujer.
Hacía frío en la oficina: el aire de primavera transportaba un frío húmedo a través
de las ventanas sin cristales, y olía a humo, goma quemada, ozono, azufre y
muerte.
–Deberíamos ir abajo, al solano, ¿no creen? –dijo la señorita Lelache en un
tono prudente, aunque temblaba de la cabeza a los pies.
–Adelántese usted –contestó Haber–. Tendremos que estar acá arriba por un
rato.
–¿Quedarse acá?
–La Ampliadora está acá. ¡No se enchufa y desenchufa como un aparato de
televisión portátil! Vaya usted al sótano, nosotros nos reuniremos en cuanto
podamos.
–¿Lo va a hacer dormir ahora? –preguntó la mujer, mientras abajo, los árboles
estallaban en brillantes bolas amarillas de fuego. La erupción del monte Hood
estaba bien oculta por otros eventos que se desarrollaban más cerca; sin embargo,
la tierra había estado temblando suavemente ya por algunos minutos, una especie
de espasmo que hacía que manos y mentes temblaran a la par.
–Puede estar muy segura de que voy a hacerlo soñar. Adelante, vaya al sótano,
necesito el diván. Acuéstese, George... Escuche, usted, en el sótano, más allá de la
habitación del sereno, verá una puerta con el rótulo "Generador de emergencia".
Entre allí, busque la palanca que dice SI; manténgase alerta, y si las luces se
apagan, presione esa palanca. Deberá presionar con mucha fuerza. ¡Vaya!
Ella se marchó; seguía temblando y sonreía, y al marcharse tomó la mano de
Orr por un segundo y le dijo:
–Buenos sueños, George.
–No se preocupe –contestó Orr–. Todo está bien.
–Cállese –interrumpió Haber. Había puesto la cinta para la hipnosis que él
mismo había grabado, pero Orr ni siquiera prestaba atención, y el ruido de las
explosiones y de las cosas que ardían tornaba más difícil la audición– ¡Cierre los
ojos! –ordenó Haber, y puso su mano sobre la garganta de Orr–. "RELÁJESE"
decía su propia voz en tono alto. "USTED SE SIENTE CÓMODO Y

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RELAJADO. USTED ENTRARÁ..." El edificio corcoveó y se volvió a asentar
un tanto oblicuamente. Algo apareció en la luz rojiza y opaca del exterior: un
objeto grande y ovoide, que se movía como a saltos por el aire. Se acercó direc-
tamente, a la ventana–. ¡Tenemos que salir! –gritó Haber sobre su propia voz, y,
luego se dio cuenta de que Orr ya estaba hipnotizado. Detuvo la cinta y se inclinó
para poder hablarle a Orr al oído–. ¡Detenga la invasión! –gritó–. Paz, paz, sueñe
que estamos en paz con todo el mundo! ¡Ahora duérmase! ¡Amberes! –y puso en
funcionamiento la Ampliadora.
Pero no tuvo tiempo para mirar el electroencefalograma de Orr. La forma
ovoide estaba suspendida directamente junto a la ventana. Su pico afilado, ilumi-
nado en forma espeluznante por los reflejos de la ciudad en llamas, apuntaba
directamente a Haber. Este se agachó junto al diván, sintiéndose horriblemente
vulnerable y expuesto, tratando de proteger la Ampliadora con su cuerpo, ten-
diendo las manos para cubrirla. Extendió su cuello para observar la nave de los
Extraños, que se acercaba. El pico, que parecía de un acero oleoso, plateado y con
rayos y centallas violetas, ocupaba toda la ventana. Hubo un crujido cuando se
posó sobre el marco. Haber sollozó fuerte, aterrado, pero permaneció estirado allí
entre los Extraños y la Ampliadora.
El pico, deteniéndose, empezó a proyectar un tentáculo largo y delgado que se
movía de un lado a otro, inquisitivamente, en el aire. Su extremo, que se erguía
como si fuera una cobra, dirigido al azar, se extendió luego en dirección a Haber.
A unos tres metros de él se suspendió en el aire y lo señaló por unos segundos.
Luego se retiró emitiendo un sonido, como si fuera una regla flexible de carpinte-
ro, y desde la nave llegó un zumbido intenso. El antepecho metálico de la ventana
produjo un chillido y se combó. El pico de la nave giró y cayó sobre el piso.
Desde el agujero que apareció detrás emergió algo.
Paralizado por el terror, Haber pensó que se trataba de una tortuga gigante.
Luego vio que estaba recubierto por algún material que le daba un aspecto
abultado, verdoso, inexpresivo, como de una tortuga marina gigante que estuviera
parada sobre sus patas traseras.
Estuvo muy quieto, cerca del escritorio de Haber. Muy lentamente elevó su
brazo izquierdo, señalándolo con un instrumento metálico provisto de una
boquilla.
Haber enfrentó la muerte.
Una voz chata, desprovista de tono, emergió de la articulación del brazo.
–No hagas a los otros lo que no quieres que te hagan a ti –dijo.
Haber clavó sus ojos; su corazón vacilaba.
El inmenso brazo metálico, pesado, volvió a elevarse.
–Estamos intentando un arribo pacífico –dijo el codo en una sola nota–. Por
favor, informe a los otros que este es un arribo pacífico. No tenemos armas. La
gran autodestrucción sigue al temor infundado. Por favor cesen en la destrucción
de sí mismos y de los otros. No tenemos armas. Somos una especie no agresiva.
–Yo... yo... yo no puedo controlar la Fuerza Aérea –tartamudeó Haber.

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–Se está tomando contacto con las personas en vehículos voladores –dijo el
codo–. ¿Es ésta una instalación militar?
El orden de las palabras indicaba que era una pregunta.
–No –dijo Haber–, no, nada de eso...
–Entonces por favor disculpe la intrusión involuntaria –la figura inmensa,
acorazada, zumbó un poco y pareció dudar–. ¿Qué es eso? –preguntó, señalando
con el codo derecho toda la maquinaria conectada a la cabeza del hombre dormi-
do.
–Un electroencefalógrafo, una máquina que registra la actividad eléctrica del
cerebro...
–Apreciable –dijo el Extraño, y dio un breve y controlado paso hacia el diván,
como si deseara mirar–. La persona individual está iahklu. La máquina registra
esto, tal vez. ¿Es toda su especie capaz de iahklu?
–No... no conozco el término, ¿puede usted describir?...
La figura zumbó un poco, elevó su codo izquierdo sobre su cabeza (que como
la de una tortuga apenas sobresalía sobre los grandes hombros del carapacho), y
dijo:
–Por favor, discúlpeme. Incomunicable mediante máquina de comunicación
inventada rápidamente en tiempos recientes. Por favor, discúlpeme. Es necesario
que todos nosotros procedamos en el futuro inmediato rápidamente hacia otras
personas individuales responsables con pánico y capaces de destruir a sí mismas y
a otros. Muchas gracias–. Y volvió a introducirse en el hueco de la nave.
Haber observó las grandes suelas redondas de los pies cuando desaparecían en
la cavidad obscura.
El pico saltó del piso y, girando, se colocó en su lugar; Haber tuvo una impre-
sión de que no actuaba mecánicamente, sino temporalmente, repitiendo sus
acciones previas a la inversa, exactamente como una película que se pasara al
revés. La nave se retiró hacia la oscuridad exterior haciendo vibrar toda la oficina
y destrozando el resto del marco de la ventana con un ruido desagradable.
El fragor de las explosiones, recién lo advertía Haber, había cesado; en reali-
dad, todo estaba bastante tranquilo. Todo temblaba un poco, pero eso se debía a
la montaña, no a las bombas. Las sirenas aullaban, lejanas y desoladas, del otro
lado del río.
George Orr estaba tendido inerte en el diván, respirando en forma irregular;
las llagas de su rostro se destacaban en su palidez. Las cenizas y el humo aún
entraban con el aire frío y sofocante a través de la ventana rota. Nada había
cambiado. El no había deshecho nada. ¿Había hecho algo ya? Había un leve
movimiento de ojos bajo los párpados cerrados; seguía soñando, y no podía ser
de otro modo, ya que la Ampliadora vencía a los impulsos de su propia mente.
¿Por qué él no cambió los continuos, por qué no los había llevado a un mundo
pacífico, tal como Haber le había ordenado? La sugerencia hipnótica no había
sido suficientemente clara o fuerte. Deberían empezar todo otra vez. Haber
desconectó la Ampliadora y pronunció tres veces el nombre de Orr.
–No se siente, aún tiene el circuito de la Ampliadora ¿Qué soñó?

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Orr habló seca y lentamente, no del todo despierto.
–Él... un Extraño estuvo acá. Aquí, en la oficina. Salió de un hueco de una de
sus naves. Por la ventana. Él y usted estuvieron hablando.
–¡Pero eso no es un sueño! ¡Eso ocurrió! Maldición, tendremos que hacerlo
todo de nuevo. Lo de hace un momento pudo haber sido una explosión atómica,
tenemos que pasar ¿a otro continuo, podemos morir todos por exposición a la
radiación...
–No esta vez –dijo Orr, sentándose y retirando los electrodos de su cabeza
como si fueran liendres muertas–. Por supuesto que ocurrió. Un sueño efectivo es
una realidad, doctor Haber.
Haber lo miró fijo.
–Supongo que la Ampliadora incrementó la inmediatez para usted –dijo Orr,
aún con extraordinaria calma; pareció meditar por un momento–. Escuche,
¿podría llamar a Washington?
–¿Para qué?
–Bueno, un científico famoso, que está acá en el centro de todo, podría con-
seguir que lo escuchen. Ellos estarán buscando explicaciones. ¿Conoce alguien del
gobierno a quien se puede llamar? ¿Tal vez el ministro de SEB? Usted podría
decirle que todo el asunto es un malentendido, que los Extraños no están inva-
diendo ni atacando. Simplemente ellos no advirtieron, hasta que aterrizaron, que
los humanos dependen de la comunicación verbal. Ni siquiera sabían que nosotros
pensamos que estábamos en guerra con ellos... Si usted pudiera decírselo a alguien
que pueda llegar al presidente. Cuanto antes Washington retire a los militares, me-
nos gente morirá acá. Sólo han muerto civiles. Los Extraños no atacan a los
soldados, ni siquiera están armados, y tengo la impresión de que son indestructi-
bles, con esos trajes. Pero si alguien no detiene a la Fuerza Aérea, harán desapare-
cer toda la ciudad. Inténtelo, doctor Haber. Tal vez a usted lo escuchen.
Haber sintió que Orr estaba acertado. No había razón, era la lógica de la insa-
nía, pero allí estaba: su oportunidad. Orr hablaba con la incontrovertible convic-
ción de un sueño, en el que no había libre albedrío: haga esto, usted debe hacerlo,
hay que hacer esto.
¿Por qué ese don le había sido otorgado a este tonto, a este hombre insignifi-
cante y pasivo? ¿Por qué Orr estaba tan seguro y tan acertado, mientras él, fuerte,
activo, positivo, carecía de poder y estaba obligado a tratar de usar, aun a obede-
cer, a esa débil herramienta? Esto pasó por su mente, no por primera vez, pero
mientras lo pensaba se fue acercando a su escritorio, al teléfono. Se sentó y disco
directamente a las oficinas de SEB en Washington. El llamado, que pasaba por los
conmutadores de Teléfono Federal de Utah, fue directo.
Mientras esperaba que lo comunicaran con el Ministro de Salud, Educación y
Bienestar, a quien él conocía muy bien, le dijo a Orr:
–¿Por qué no nos pone en otro continuo donde toda esta confusión simple-
mente nunca ocurrió? Sería tanto más fácil, y nadie habría muerto. ¿Por qué no
eliminó, simplemente, a los Extraños?
–Yo no elijo –replicó Orr–. ¿No se ha dado cuenta todavía? Yo sigo.

89
–Usted sigue mis sugerencias hipnóticas, sí, pero nunca por completo, nunca
en forma directa y simple...
–No me refería a esas –dijo Orr, pero la secretaría privada de Rantow estaba
ahora en la línea.
Mientras Haber hablaba Orr se retiró, sin duda hacia abajo, para ver a la mu-
jer. Todo estaba en orden. Mientras hablaba con la secretaria y luego con el
Ministro mismo, Haber empezó a sentirse convencido de que las cosas iban a ir
bien ahora, de que los Extraños carecían por completo de agresividad, de que
podría hacerle creer esto a Rantow y, por intermedio de éste, al presidente y a los
generales. Orr ya no era necesario. Haber veía lo que había que hacer, y conduci-
ría a su país hacia la normalidad.

90
9

Los que sueñan que están bebiendo en un banquete, al amanecer lloran de pena.
Chuang-tzu, II

Era la tercera semana de abril. Orr había hecho una cita la semana pasada para
encontrarse con Heather Lelache en Dave's para almorzar el miércoles, pero en
cuanto salió de su oficina, supo que no resultaría.
Había ya tantas memorias diferentes, tantas madejas de experiencia de vida se
rozaban en su cabeza, que casi ni trataba de recordar nada. Tomaba todo tal
como se presentaba. Estaba viviendo casi como un niño, solo entre cosas presen-
tes. No se sorprendía de nada y se sorprendía de todo.
Su oficina estaba en el tercer piso del Departamento de Planeamiento Civil; su
puesto era más importante que todo lo que hubiera tenido antes: estaba a cargo
de la Sección de Parques Suburbanos del Sudeste, de la Comisión de Planeamien-
to de la Ciudad. No le gustaba su trabajo, nunca le había gustado.
Siempre se las había ingeniado para seguir siendo una especie de dibujante;
hasta el sueño del lunes pasado que, al modificar el gobierno Federal y Estatal
para que se adecuara a algunos planes de Haber, había reordenado tan cabalmente
todo el sistema social que él había terminado como burócrata de la Ciudad.
Nunca había tenido un empleo, en ninguna de sus vidas, que le gustara del todo;
sabía que su especialidad era el diseño, la realización del tamaño y la forma
adecuados para las cosas, y ese talento no había estado en demanda en ninguna de
sus varias existencias. Pero este trabajo, el que tenía ahora y que no le gustaba
desde hacía cinco años, se apartaba de la línea; eso le preocupaba.
Hasta esa semana había habido una continuidad esencial, una coherencia, en-
tre todas las existencias resultantes de sus sueños. Siempre había sido una especie
de dibujante, y siempre había vivido en Corbett Avenue. Aun en la vida que había
terminado en los escalones de concreto de una casa incendiada en la ciudad
moribunda de un mundo arruinado, aun en esa vida, hasta que no hubo más

91
trabajos ni casa, aquellas continuidades se habían mantenido. Y a través de todos
los sueños o vidas subsiguientes, también habían permanecido constantes muchas
cosas más importantes. Él había mejorado el clima local un poco, no mucho, y el
Efecto Invernadero siguió, un legado permanente de la mitad del siglo pasado. La
geografía se mantenía firme, los continentes estaban donde siempre habían
estado. Lo mismo ocurría con los límites nacionales, y la naturaleza humana, y
todo lo demás. Si Haber le había sugerido que soñara con una raza más noble de
hombre, él había fracasado.
Pero Haber estaba aprendiendo a dirigir mejor sus sueños. Las dos últimas
sesiones habían cambiado las cosas de manera radical. Orr seguía teniendo su
departamento en Corbett Avenue, las mismas tres habitaciones, ligeramente
perfumadas por la marihuana del encargado; pero él trabajaba como burócrata en
un gran edificio del centro, un centro de la ciudad que había cambiado al punto
de tornarse irreconocible. Tenía edificios tan altos e impresionantes como antes
de la crisis de la población, y era más sólido y hermoso que antes. Las cosas se
manejaban de manera muy diferente ahora.
Albert M. Merdle seguía siendo presidente de los Estados Unidos, cosa su-
mamente curiosa. Él, como las formas de los continentes, parecía ser incambiable.
Pero los Estados Unidos no eran la potencia que había sido, como tampoco lo
era ningún país de forma individual.
Portland era ahora el asiento del Centro de Planeamiento Mundial, la agencia
principal de la Federación de Pueblos supranacional. Portland era, como decían
las tarjetas postales, la Capital del Planeta. Tenía una población de dos millones de
habitantes. Toda la zona céntrica estaba poblada de enormes edificios estatales,
ninguno de ellos de más de doce años de antigüedad, muy bien planeados y
rodeados por parques verdes y paseos arbolados. Miles de personas, en su mayo-
ría agentes federales o empleados nacionales, llenaban esos paseos; grupos de
turistas de Ulan Bator y Santiago de Chile recorrían la zona con las cabezas
echadas hacia atrás, escuchando sus audífonos-guías. Era un espectáculo animado
y grandioso: los edificios altos y hermosos, los cuidados parques y la gente bien
vestida. A George Orr todo eso le parecía muy futurista.
No pudo encontrar Dave's, por supuesto. Ni siquiera pudo encontrar Ankeny
Street. La recordaba tan claramente de tantas otras existencias que se negaba a
aceptar, hasta que llegó al lugar, la exactitud de su memoria actual, que sim-
plemente carecía de toda Calle Ankeny. En el lugar donde debió haber estado, el
edificio de Coordinación de Investigación y Desarrollo se elevaba hacia el cielo
entre parques y árboles. Ni siquiera se molestó en buscar el Edificio Pendleton;
Morrison Street seguía estando, un paseo amplio en cuyo centro hacía poco
habían plantado naranjos, pero no había ningún edificio en estilo neo Inca, y
nunca había habido. No podía recordar con exactitud el nombre de la firma en
que trabajaba Heather. ¿Era Forman, Esserbeck y Rutti o Forman, Esserbeck,
Goodhue y Rutti? Entró en una cabina telefónica y buscó en la guía. No aparecía
nada por el estilo, pero había un tal P. Esserbeck, abogado. Llamó a ese número y

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preguntó, pero allí no trabajaba ninguna señorita Lelache. Por último reunió todo
su coraje y buscó el nombre de ella en la guía. No había ningún Lelache en la guía.
Podía ser que existiera, pero con un nombre diferente, pensó. Su madre pudo
haber vuelto a su nombre de soltera cuando el esposo se marchó a África. O
Heather pudo conservar su nombre de casada después de enviudar; pero Orr no
tenía ni idea de cuál podía ser el nombre de su marido. Tal vez ella nunca lo usó;
ya muchas mujeres no cambiaban su nombre al casarse, porque esa costumbre
tenía vestigios de esclavitud femenina. ¿Pero de qué servían esas especulaciones?
Muy bien podía ser que no hubiera ninguna Heather Lelache, que ahora ella
nunca hubiera existido.
Después de reconocer esto. Orr enfrentó otra posibilidad. Si ella pasara a mi
lado buscándome, pensó, ¿me reconocería?
Ella era morena, de un color ámbar oscuro y transparente, como el ámbar bál-
tico o una taza de fuerte té de Ceilán. Pero no se veían personas morenas. Ni
negros, ni blancos, ni amarillos, ni rojos. Venían de todas partes de la Tierra a
trabajar en el Centro de Planeamiento Mundial o a observarlo, desde Tailandia,
Argentina, Ghana, China, Irlanda, Tasmania, Líbano, Etiopía, Vietnam, Hondu-
ras, Liechtenstein. Pero todos lucían las mismas ropas: pantalones, chaquetas,
impermeables; y bajo las ropas todos tenían el mismo color. Eran grises.

El doctor Haber se sintió encantado cuando ocurrió eso. Había sido el sábado
anterior, la primera sesión después de una semana. Se había estado mirando en el
espejo del lavatorio durante cinco minutos, en regocijada actitud admirativa: lo
había mirado a Orr de la misma manera.
–¡Por fin lo ha hecho de manera económica, George! ¡Dios, creo que su cere-
bro está empezando a cooperar conmigo! ¿Sabe qué le sugería que soñara?
En esos días Haber conversaba libremente con Orr sobre lo que estaba
haciendo y esperaba hacer con los sueños de éste. No es que eso sirviera dema-
siado.
Orr había mirado sus propias manos de un color gris claro, con uñas cortas y
grises.
–Supongo que sugirió que no hubiera más problemas por el color. Ninguna
cuestión racial.
–Precisamente. Y por supuesto, yo planeaba una solución política y ética. En
lugar de lo cual, sus procesos de pensamientos primario tomaron el atajo habitual,
que suele resultar un corto circuito, pero esta vez fueron hasta la raíz. Hicieron un
cambio biológico y absoluto. ¡Nunca ha habido un problema racial! Usted y yo
somos los únicos hombres de la tierra, George, que saben que alguna vez exis-
tieron problemas raciales. ¿Puede concebir eso? ¡Nadie fue nunca un intocable en
la India... nunca nadie fue linchado en Alabama... nadie fue masacrado en Johan-
nesburgo! ¡La guerra es un problema que hemos superado, y la raza un problema
que nunca tuvimos! Nadie, en toda la historia de la raza humana, ha sufrido por el
color de su piel. ¡Está aprendiendo, George! Usted será el más grande benefactor
que ha tenido el mundo, a pesar de usted mismo. Todo el tiempo y la energía que

93
los humanos emplearon para tratar de hallar soluciones religiosas al sufrimiento, y
luego viene usted y hace que Buda, Jesús y todos ellos parezcan faquires. Ellos
trataron de huir del mal, ¡pero nosotros lo estamos eliminando de cuajo, lo
eliminamos trozo por trozo! Los himnos de triunfo de Haber lo ponían incómo-
do a Orr, quien no los escuchaba; en cambio, él buscaba en su memoria y no
encontró en ella ningún discurso pronunciado en un campo de batalla en Gettys-
burg, ni ningún hombre conocido en la historia llamado Martin Luther King.
Pero esas cosas parecían un precio ínfimo a pagar por la abolición completa y
retroactiva del prejuicio racial, y no dijo nada.
Pero ahora, no haber conocido nunca a una mujer de piel marrón, piel marrón
y tieso pelo negro, cortado muy corto para que la elegante línea del cráneo se
transparentara como la curva de un vaso de bronce, no, eso estaba mal. Eso era
intolerable. ¡Que todo el mundo tuviera un cuerpo del color de una nave de
guerra, no!
Es por eso que ella no está acá, pensó. Ella nunca pudo haber nacido gris. Su
color, su tono ambarino oscuro, era una parte esencial de ella, no un accidente. Su
ira, su timidez, su osadía, su suavidad, todos eran elementos de su ser mixto, de su
naturaleza mixta, obscura y transparente como el ámbar báltico. Ella no podía
existir en el mundo de las personas grises. Ella no había nacido.
Él sí, en cambio. Él podía nacer en cualquier mundo. No tenía carácter; era un
terrón de arcilla, un trozo de madera sin tallar.
Y el doctor Haber: él había nacido; nada podía impedirlo. Aparecía más gran-
de en cada reencarnación.
Aquél día tremendo, cuando viajaban de la cabaña a la ciudad asolada por la
guerra, zangoloteándose por un camino de pueblo en el resbaladizo Hertz de
vapor, Heather le había dicho que había tratado de sugerirle que soñara con un
Haber mejor, como habían convenido antes. Desde entonces Haber había sido
por lo menos franco con Orr en cuanto a sus manipulaciones. Aunque franco no
era la palabra adecuada; Haber era una persona demasiado compleja para la
riqueza. Capa tras capa podía caer de la cebolla, y sin embargo no se revelaba más
que la cebolla.
La caída de una capa fue el único cambio real en él, y podía no deberse a un
sueño efectivo sino a las circunstancias distintas. Estaba tan seguro de sí mismo
ahora que no tenía necesidad de tratar de ocultar sus propósitos o de engañar a
Orr; simplemente, podía obligarlo. Orr tenía menos posibilidades que nunca de
escaparle. El Tratamiento Terapéutico Voluntario se conocía ahora como Control
de Bienestar Personal, pero tenía la misma fuerza legal y ningún abogado se
atrevería a presentar la queja de un paciente contra el doctor William Haber. Era
un hombre importante, sumamente importante. Era el Director de IHID, el
núcleo vital del Centro de Planteamiento Mundial, el lugar donde se tomaban las
grandes decisiones. Siempre había ambicionado el poder para hacer el bien, y
ahora lo tenía.
En ese sentido, había permanecido exactamente igual al hombre que Orr co-
nociera, jovial y distante, en el modesto consultorio de Willamette East Tower,

94
bajo la fotografía mural del monte Hood. No había cambiado; simplemente, había
crecido.
La calidad de la ambición de poder es el crecimiento, precisamente. El logro
es su anulación. Para ser, la ambición de poder debe aumentar con cada logro,
colocando a éste a un paso del logro siguiente. Cuanto mayor es el poder obteni-
do, mayor el ansia de más poder. Así como no había límites visibles en el poder
que Haber manejaba a través de los sueños de Orr, tampoco tenía fin su decisión
de mejorar el mundo.
Un Extraño que pasaba rozó ligeramente a Orr entre la multitud de Morrison
Mall, y se disculpó con voz monótona desde su codo izquierdo elevado. Los
Extraños pronto habían aprendido a no señalar a la gente, ya que eso causaba
consternación. Orr levantó la vista, sorprendido; casi se había olvidado de los
Extraños desde la crisis del primero de abril.
En el estado de cosas presente –o continuo, como Haber insistía en llamarlo–,
ahora recordaba, el aterrizaje de los Extraños no había sido tan tremendo para
Oregon; la NASA y la Fuerza Aérea. En lugar de inventar sus computadoras-
traductoras rápidamente bajo una lluvia de bombas y napalm, ellos las habían
traído consigo desde la Luna y habían volado por todas partes antes de aterrizar,
transmitiendo su intención de paz, disculpándose por la Guerra del Espacio, que
había sido un error, y pidiendo instrucciones. Hubo alarma, por supuesto, pero
no pánico. Había resultado casi conmovedor oír las voces monótonas en todas las
estaciones de radio y todos los canales de televisión, repitiendo que la destrucción
del domo de la Luna y de la estación orbital rusa habían sido resultados involunta-
rios de sus esfuerzos ignorantes por tomar contacto, que habían entendido que
los misiles de la Flota Espacial de la Tierra eran nuestros propios esfuerzos
ignorantes por tomar contacto, que ellos lo lamentaban mucho y que, ahora,
cuando finalmente habían conseguido manejar los canales de comunicación
humana, ellos deseaban poder compensar sus errores.
El CPM, establecido en Portland desde el fin de los Años de la Plaga, se había
comunicado con ellos y conseguía mantener al pueblo y a los generales en calma.
Orr ahora se daba cuenta de que esto no había ocurrido el primero de abril, hacía
dos semanas, sino el año anterior en febrero, hacia catorce meses. Se les había
permitido aterrizar a los Extraños; se establecieron satisfactorias relaciones con
ellos; y por último se les había permitido abandonar su sitio de aterrizaje, cuida-
dosamente vigilado, cerca de la montaña Steens, en el desierto de Oregon, y
mezclarse con los hombres. Unos pocos de ellos compartían pacíficamente ahora
el reconstituido domo de la Luna con científicos estatales, y unos dos mil de ellos
estaban en la Tierra. Esa era toda la cantidad de Extraños que existía o, por lo
menos, todos los que habían venido; muy pocos de esos detalles se daban a
conocer al público general. Nativos del planeta de atmósfera de metano de la
estrella Aldebarán, debían usar sus extraterrestres trajes, similares a carapachos, en
la Tierra o en la Luna, pero no parecía molestarles. Cómo eran exactamente,
dentro de sus trajes de tortuga, no resultaba claro para la mente de Orr. No
podían salir, y no dibujaban cuadros. En verdad era limitada su comunicación con

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los seres vivos, reducida a la emisión del habla desde el codo izquierdo y alguna
especie de receptor auditor; ni siquiera estaba seguro de que pudieran ver, que
tuvieran algún órgano sensorial para el aspecto visible. Había vastas áreas sobre
las que no había comunicación posible: el problema del delfín, sólo que mucho
más difícil. Sin embargo, una vez aceptada su no agresividad por el CPM, y
considerados su modesto número y sus objetivos, habían sido recibidos con cierta
ansiedad en la sociedad terrenal. Era agradable tener alguien diferente para mirar.
Parecían dispuestos a quedarse, si se lo permitían; algunos de ellos ya habían
establecido pequeños negocios, porque parecían hábiles para el comercio y la or-
ganización, así como para el vuelo espacial, cuyos conocimientos superiores
pronto habían compartido con los científicos terrestres. Aún no habían manifes-
tado con claridad qué esperaban como recompensa, por qué habían venido a la
Tierra. Simplemente, parecía gustarles. Como siguieron comportándose como
ciudadanos industriosos, pacíficos y respetuosos de las leyes, los rumores de
"Extraños invasores" e "infiltración no humana" habían pasado a ser propiedad
de políticos paranoicos de facciones nacionalistas a ultranza y de aquellas perso-
nas que tenían conversaciones con personas de Platos Voladores reales.
Lo único que quedaba de aquel terrible primero de abril parecía ser el retorno
del monte Hood a la categoría de volcán activo. Ninguna bomba lo había golpea-
do, porque no habían caído bombas, esta vez. Simplemente, había despertado. Un
largo penacho de humo gris oscuro salía de él hacia el norte, Zigzag y Rhododen-
dron habían tenido la suerte de Pompeya y de Herculano. Hacía poco se había
abierto una grieta cerca del pequeño y antiguo cráter del monte Tabor, dentro de
los límites de la ciudad. La gente de la zona del monte Tabor se mudaba a los
progresistas suburbios de West Eastmont, Chestnut Hills Estates y Sunny Slopes
Subdivisión. Podían vivir con el monte Hood que humeaba suavemente en el
horizonte, pero una erupción en la puerta de casa era demasiado.
Orr pidió un desabrido plato de pescado con papas fritas y salsa de maní afri-
cano en un atestado restaurante; mientras lo comía pensó con pena, bien, una vez
la dejé esperándome en Dave's, y ahora ella me deja esperando a mí.
No podía soportar su pena, su dolor. Dolor de sueño. La pérdida de una mu-
jer que nunca había existido. Trató de saborear su comida, de mirar a la gente;
pero la comida era desabrida y las personas todas grises.
Fuera de las puertas de cristal del restaurante la multitud de personas que pa-
saban se tornaba más densa: marchaban hacia el Palacio de Deportes de Portland,
un enorme y suntuoso coliseo cercano al río, para el espectáculo de la tarde. Ya la
gente no tenía la costumbre de sentarse a ver televisión en el hogar por mucho
rato; las transmisiones estatales diarias sólo cubrían dos horas. El modo de vida
moderno era estar todos juntos. Era jueves; eran los "mano a mano", la mayor
atracción de la semana, excepto el fútbol nocturno de los sábados. En realidad,
morían más atletas en los "mano a mano", pero éstos carecían de los aspectos
catárticos y espectaculares del fútbol, la verdadera matanza en la que actuaban 144
hombres, y se ensangrentaban hasta las tribunas cercanas a la cancha. La habilidad

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de los luchadores individuales era muy buena, pero carecía de la sensación libera-
dora de la matanza masiva.
No más guerra, se dijo Orr a sí mismo, dejando las últimas papas. Salió y se
unió a la multitud.
–No voy a... más la guerra... Había habido una canción, una vez, una antigua
canción. No voy a... ¿Cuál era el verbo? No luchar, porque no encajaba. No voy
a... más la guerra.
Se acercaba caminando a un Arresto de Ciudadano. Un hombre alto con un
rostro gris, largo y arrugado, había prendido a un hombre bajo con un rostro gris
redondo y brillante aferrándolo por la pechera de su casaca. La multitud chocó
contra la pareja: algunos se detenían a curiosear, otros empujaban para poder
seguir su camino hacia el Palacio del Deporte.
–¡Este es un Arresto de Ciudadano, tomen nota los transeúntes! –decía el
hombre alto con una penetrante y nerviosa voz de tenor–. Este hombre, Harvey
T. Gonno, está enfermo de un incurable cáncer abdominal pero ha ocultado su
paradero a las autoridades y sigue viviendo con su esposa. Mi nombre es Ernest
Ringo Marin, de 2624287 South West Eastwood Drive, Sunny Slopes Sub-
división, Great Portland. ¿Hay diez testigos?
Uno de los testigos ayudó a dominar al criminal que se debatía débilmente,
mientras Ernest Ringo Marin contaba las cabezas. Orr escapó, forzando su
camino entre la multitud, antes de que Marin administrara la eutanasia con el
arma hipodérmica que lucían todos los ciudadanos adultos que se habían ganado
su Certificado de Responsabilidad Cívica. Orr mismo era uno de ellos. Era una
obligación legal. Su arma no estaba cargada por el momento; la carga había sido
retirada cuando él pasó a ser un paciente psiquiátrico bajo CBU, pero le habían
dejado el arma para que su temporaria carencia de status no le resultara una
humillación pública. Como ellos le habían explicado, una enfermedad mental
como aquella por la cual lo estaban tratando no debía confundirse con un crimen
punible, tal como una grave enfermedad contagiosa o hereditaria. No debía
sentirse de ninguna manera un peligro para la Raza o un ciudadano de segunda
clase, y su arma volvería a ser cargada tan pronto como el doctor Haber le diera el
alta.
Un tumor, un tumor... ¿No era que la Plaga carcinómica, al matar a todos
aquellos propensos al cáncer, sea durante la crisis o en la infancia, dejó libre del
flagelo a los sobrevivientes? Sí, pero en otro sueño, no en éste. Evidentemente el
cáncer había vuelto a estallar, como el monte Tabor y el monte Hood.
Estudiar. Eso es... No voy a estudiar más la guerra...
Subió al funicular en Cuarta y Alder y voló sobre la ciudad verde grisácea
hacia la torre del IHID que coronaba las colinas del oeste, en el lugar de la antigua
mansión Pittock, en Washington Park.
Ésta dominaba todo: la ciudad, los ríos, los brumosos valles del oeste, las obs-
curas y enormes colinas de Forest Park que se extendían hacia el norte. Sobre el
pórtico de pilares, grabada en concreto blanco en letras mayúsculas, cuyas pro-
porciones le dan nobleza a cualquier frase, se leía la leyenda:

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EL MAYOR BIENESTAR PARA EL MAYOR NÚMERO

Adentro, el hall de mármol negro, modelado según el Panteón romano, tenía


una inscripción más pequeña grabada en oro alrededor de la campana del domo
central:

EL ESTUDIO CORRECTO DE LA HUMANIDAD ES EL


HOMBRE
A. POPE, 1688-1744

El edificio ocupaba un área que, según le habían dicho a Orr, superaba la del
Museo Británico, y era cinco pisos más alto; además, su construcción era antisís-
mica. No era a prueba de bombas, porque no había bombas. Las reservas nu-
cleares que habían quedado después de la Guerra Cislunar habían sido retiradas y
se las hizo explotar en una serle de experimentos interesantes en el cinturón del
asteroide. Este edificio estaba en condiciones de soportar todo lo que quedaba en
la Tierra, salvo tal vez el monte Hood; o un mal sueño.
Orr tomó la cinta transportadora hacia el Ala Izquierda, y la ancha escalera
helicoidal hacia el piso superior. El doctor Haber aún conservaba el diván de
analista en su oficina, una especie de recordatorio ostentosamente humilde en sus
comienzos como profesional privado, cuando trataba a las personas de a una y no
de a millones. Pero llevaba un rato llegar al diván, porque su despacho ocupaba
casi media hectárea e incluía siete cuartos diferentes. Orr se anunció al autorre-
cepcionista en la puerta de la sala de espera, y luego pasó frente a la señorita
Crouch, que trabajaba con su computadora, llegó a la oficina oficial, un salón
majestuoso al que sólo le faltaba un trono, donde el Director recibía embajadores,
delegaciones, y ganadores del Premio Nóbel, y siguió hasta que por fin llegó a la
oficina más pequeña con la ventana hasta el cielo raso y el diván. Allí los paneles
de pino antiguo de toda una pared estaban corridos, exponiendo a la vista un
magnifico arreglo de maquinaria para la investigación: Haber estaba a la mitad de
camino dentro de las entrañas expuestas de la Ampliadora.
–¡Hola George! –exclamó desde adentro, sin darse vuelta–. Estoy conectando
una nueva pieza en Baby. Creo que tendremos una sesión sin hipnosis hoy.
Siéntese, esto me llevará un rato, he vuelto a hacer algunos arreglos... Escuche,
¿recuerda aquella batería de tests que le dieron, cuando fue por primera vez a la
Escuela de Medicina? Datos personales, CI, Rorschach, etcétera, etcétera. Luego
yo le di el TAT y algunas situaciones de choque simuladas, en su tercera sesión
aquí. ¿Recuerda? ¿Nunca se preguntó cuál fue el resultado?
El rostro de Haber, gris, enmarcado por el cabello negro y ondulado, apareció
de pronto sobre el chasis retirado de la Ampliadora. Sus ojos, cuando los fijó en
Orr, reflejaban la luz de la gran ventana.
–Creo que no –replicó Orr–; en realidad, ni siquiera había pensado en ello.

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–Pienso que es hora de que sepa que dentro del marco de referencia de esos
tests estandarizados pero sumamente sutiles y eficaces, usted es tan sano que
resulta una anomalía. Por supuesto, estoy usando la palabra no científica "sano",
que no tiene un significado objetivo preciso; en términos cuantificables, usted es
mediano. Su promedio de extraversión/introversión, por ejemplo, fue de 49,1. Es
decir, usted es más introvertido que extravertido por 0,9 de un grado. Eso no es
inusual; en cambio sí lo es la emergencia del mismo modelo maldito en todas
partes, siempre en el centro. Si los coloca todos en el mismo gráfico, usted está
justo en el medio, en 50. Dominio, por ejemplo; creo que usted estaba en 48,8 en
eso. Ni dominante ni sometido. Independencia/ dependencia, lo mismo. Creati-
vo/destructivo, en la escala Ramírez, lo mismo. Ambas cosas, o ninguna. Donde
hay un par de opuestos, una polaridad, usted está en el medio; donde hay una
escala, usted está en el punto de equilibrio. Usted neutraliza en forma tan cabal
que, en cierto sentido, no queda nada. Ahora bien, Walters, de la Escuela de
Medicina, interpreta los resultados de manera un poco diferente; él dice que su
falta de realización social es el resultado de su adaptación holística, sea eso lo que
fuere, y que lo que yo veo como autoanulación es un peculiar estado de equilibrio,
de armonía. De lo que usted puede deducir, digámoslo desembozadamente, que el
viejo Walters es un farsante piadoso, que nunca superó el misticismo de la década
de 1970; pero es un hombre bien intencionado. Entonces, ahí lo tiene: usted es el
hombre del centro del gráfico. Ahora sí, conectamos esto aquí, y ya está... ¡De-
monios! –había golpeado su cabeza contra un panel al incorporarse; dejó abierta
la Ampliadora–. Bien, usted es un extraño pez, George, y lo más extraño en usted
es que no tiene nada de extraño –lanzó su risa fuerte, sonora–. De modo que hoy
intentemos un cambio. Nada de hipnosis, nada de dormir. Ningún estado y
ningún sueño. Hoy quiero conectarle la Ampliadora así, despierto.
El corazón de Orr se encogió, aunque no sabía por qué.
–¿Para qué? –preguntó.
–Principalmente, para obtener un registro de los ritmos normales de su cere-
bro, cuando usted está despierto, pero ampliados. Tengo un análisis completo de
su primera sesión, pero eso fue antes de que la Ampliadora pudiera hacer otra
cosa que adoptar el ritmo que usted emitía. Ahora podré usarla para estimular y
rastrear ciertas características individuales de la actividad de su cerebro con mayor
claridad, en especial ese efecto que tiene en el hipocampo. Luego los comparo
con sus modelos de estado d y con los modelos de otros cerebros, normales y
anormales. Estoy buscando el problema, George, para poder descubrir luego qué
es lo que pone en funcionamiento sus sueños.
–¿Para qué? –repitió Orr.
–¿Para qué? Bien, ¿no es para eso que usted está acá?
–Vine aquí para que me curaran. A aprender cómo no soñar efectivamente.
–De haber sido usted un paciente que se cura con una a tres sesiones, ¿lo
habrían enviado acá al Instituto, a IHID... a mí?
Orr se tomó la cabeza con las manos y no dijo nada.

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–No puedo enseñarle cómo no soñar, George, hasta que pueda descubrir qué
es lo que usted hace.
–¿Pero si lo descubre, me dirá cómo no soñar?
Haber se balanceó apoyado sobre sus talones.
–¿Por qué se tiene tanto miedo, George?
–No es eso –respondió Orr; sus manos estaban transpiradas–. Tengo miedo
de... –pero tenía mucho miedo, en realidad, de mencionar el pronombre.
–De cambiar las cosas, como usted lo llama. Muy bien, lo sé. Hemos pasado
por eso muchas veces. ¿Por qué, George? Tiene que hacerse esa pregunta. ¿Qué hay
de malo en cambiar las cosas? Ahora bien, me pregunto si esa personalidad suya,
autonegadora, equilibrada, lo lleva a considerar las cosas defensivamente. Deseo
tratar de separarlo a usted de usted mismo, e intentar ver su punto de vista desde
el exterior, objetivamente. Usted tiene miedo de perder su equilibrio; pero el cambio
no tiene por qué desequilibrarlo necesariamente. La vida no es un objeto estático,
después de todo; es un proceso. No hay forma de aferrarla. Intelectualmente
usted sabe eso, pero emocionalmente lo rechaza. Nada sigue siendo lo mismo de
un momento al otro, no se puede entrar en el mismo río dos veces. La vida, la
evolución, todo el Universo de tiempo/espacio, energía/materia, la existencia
misma, es esencialmente cambio.
–Ese es un aspecto –dijo Orr–. El otro es la quietud.
–Cuando las cosas no cambian más, ese es el resultado final de la entropía, la
muerte térmica del Universo. Cuantas más cosas siguen moviéndose, interrelacio-
nándose, creando conflicto, cambiando, menos balance existe, y más vida. Estoy
en favor de la vida, George. La vida misma es un gran juego contra los inconve-
nientes, ¡contra todos los inconvenientes! No se puede tratar de vivir con seguri-
dad, no existe una cosa tal como la seguridad. ¡Saque la cabeza del caparazón,
entonces, y viva plenamente! No importa cómo se llega; eso es lo que cuenta. Lo
que usted teme aceptar, aquí, es que estamos ocupados en un experimento
realmente importante, usted y yo. Estamos a punto de descubrir y controlar, por
el bien de toda la humanidad, toda una nueva fuerza, un campo totalmente nuevo
de la energía antientrópica, de la fuerza de la vida, la voluntad de actuar, de
cambiar.
–Todo eso es cierto. Pero hay...
–¿Qué George? –Haber se mostraba paternal y paciente, ahora; Orr se obligó
a sí mismo a continuar, sabiendo que no convenía.
–Estamos en el mundo, no contra él. No sirve tratar de estar fuera de las co-
sas y dirigirlas de esa manera. No sirve, va contra la vida. Hay un camino y hay
que seguirlo. El mundo es, no importa cómo pensemos que debería ser. Hay que
estar con él; hay que dejarlo ser.
Haber se paseó hacia uno y otro lado del cuarto, deteniéndose ante la gran
ventana que enmarcaba una vista de la zona, al norte del sereno e inactivo cono
del monte St. Helen. Asintió varias veces con la cabeza.
–Entiendo –dijo de espaldas–. Lo entiendo muy bien. Pero permítame decirlo
de esta manera, George, y tal vez usted entienda qué es lo que me propongo.

100
Usted está sólo en la jungla, en el Mato Grosso, y encuentra a una nativa echada
en el camino, a punto de morir por una mordedura de víbora. Usted tiene suero
entre sus cosas, mucho suero, suficiente para curar miles de mordeduras de
víboras. ¿Usted lo retiene, "porque así son las cosas"? ¿Usted la "deja ser"?
–Según –dijo Orr.
–¿Según qué?
–Bien... no sé. Si la reencarnación es un hecho, uno podría impedirle tener una
vida mejor, y condenarla a seguir viviendo mal. Tal vez uno la cura y ella vuelva a
su hogar y asesina a seis personas del villorrio. Sé que usted le daría el suero,
porque lo tiene y porque siente pena por ella. Pero no sabe si lo que está haciendo
es bueno o malo, o ambas cosas...
–¡Bien! ¡Aceptado! Sé lo que hace el suero antiofídico, pero no sé lo que estoy
haciendo... Perfecto, lo acepto en esos términos. ¿Y cuál es la diferencia? Admito
que no sé, el 85 por ciento del tiempo, qué demonios estoy haciendo con su
excéntrico cerebro, y usted tampoco lo sabe, pero lo estamos haciendo... ¿enton-
ces, podemos continuar? –su empuje cordial y viril era abrumador; rió, y Orr
descubrió una débil sonrisa en sus propios labios.
Mientras le colocaba los electrodos, Orr hizo un último esfuerzo por comuni-
carse con Haber:
–Mientras venia hacia acá vi un Arresto de Ciudadano para eutanasia –dijo–.
–¿Por qué?
–Eugenesia. Cáncer.
Haber asintió con la cabeza, alerta.
–Con razón está deprimido. Aún no ha aceptado del todo el uso de la violen-
cia controlada por el bien de la comunidad; es probable que nunca pueda aceptar-
lo. Es un mundo duro este en que vivimos, George; un mundo realista. Pero
como le dije, la vida no puede ser segura. Esta sociedad es dura y se torna más
dura cada vez: el futuro lo justificará. Necesitamos salud; no tenemos lugar para
los incurables, los de genes enfermos que degradan la especie, no tenemos tiempo
para el sufrimiento inútil –hablaba con un entusiasmo que sonaba más hueco que
de costumbre; Orr se preguntaba hasta qué punto le gustaba a Haber el mundo
que, indudablemente, él había hecho–. Ahora, siéntese así, no quiero que se
duerma por la fuerza de la costumbre. Perfecto, muy bien. Tal vez se aburra;
quiero que se quede sentado, nada más, por un rato, mantenga los ojos abiertos,
piense en lo que quiera. Yo estaré acá, manipulando las tripas de Baby. Bien,
empezamos: ya –Haber oprimió el botón blanco que decía SI del panel de la
pared, a la derecha de la Ampliadora, cerca de la cabecera del diván.

Un Extraño que pasaba rozó ligeramente a Orr en la multitud del paseo; le-
vantó el codo izquierdo para disculparse, y Orr murmuró:
–Perdón.
El Extraño se detuvo, bloqueando en parte su camino, y también él se detuvo,
sobrecogido e impresionado por su verdosa y acorazada impasibilidad de dos
metros setenta de altura. Era grotesco al punto de ser divertido; como una tortuga

101
marina, y sin embargo como una tortuga marina poseía una belleza extraña,
inmensa, una belleza más serena que la de cualquier habitante de la luz del Sol, de
cualquier caminante de la Tierra. Desde el codo izquierdo levantado y rígido, la
voz surgió monótona:
–Jor Jor –dijo.
Después de un momento Orr reconoció su propio nombre en esas dos sila-
bas, y dijo con cierta turbación:
–Sí, soy Orr.
–Por favor, perdone la interrupción. Usted es un humano capaz de iahklu,
como se observara anteriormente. Esto perturba el yo.
–Yo no... Creo...
–Nosotros también hemos tenido diferentes perturbaciones. Los conceptos se
pierden en la bruma. La percepción es difícil. Los volcanes emiten fuego. Se
ofrece ayuda: rechazable. El suero antiofídico no está prescripto para todos.
Antes de seguir directivas que llevan a direcciones equivocadas, se pueden convo-
car fuerzas auxiliares, de la manera Inmediatamente siguiente: ¡Er' perrehnne!
–Er’ perrehnne –repitió Orr automáticamente, con toda su mente en el esfuerzo
de entender lo que el Extraño le estaba diciendo.
–Si se desea. El habla es plata, el silencio es oro. El yo es el Universo. Por fa-
vor, perdone interrupción –el Extraño, si bien carecía de cuello y de cintura, dio la
impresión de inclinarse, y siguió caminando, inmenso y verdoso sobre la multitud
de rostros grises. Orr siguió mirándolo hasta que Haber dijo:
–¡George!
–¿Qué? –miró estúpidamente a su alrededor: la habitación, el escritorio, la
ventana.
–¿Qué demonios hizo?
–Nada –replicó Orr, Aún estaba sentado en el diván, su cabello poblado de
electrodos. Haber había oprimido el botón NO de la Ampliadora y se había
acercado frente al diván, mirando primero a Orr y luego a la pantalla del elec-
troencefalógrafo.
Abrió la máquina y controló el registro permanente que estaba adentro, regis-
trado mediante marcadores sobre una cinta de papel.
–Pensé que había leído mal la pantalla –dijo, y se rió de manera peculiar, una
versión muy reducida de su habitual risotada–. Extraño material hay en su corte-
za, y ni siquiera le estaba transmitiendo a la Ampliadora, apenas había comenzado
un leve estimulo en la protuberancia, nada específico... ¡Qué es esto!... Cristo, ahí
eso debe ser de 150 mv –se volvió de pronto a Orr–. ¿En qué estaba pensando?
Reconstrúyalo.
Una renuencia extrema se apoderó de Orr; era una sensación de amenaza, de
peligro.
–Pensé... estaba pensando en los Extraños.
–¿Los Aldebaranianos? ¿Qué cosa?
–Sólo pensé en uno que vi en la calle mientras venía hacia acá.

102
–Y eso le recordó, consciente o inconscientemente, la eutanasia que vio reali-
zar. ¿Correcto? Muy bien. Eso podría explicar este raro asunto aquí en los centros
emotivos; la Ampliadora lo recogió y lo aumentó. Usted debe haber sentido que...
en su mente ocurría algo especial, inusual.
–No –dijo Orr, sin mentir; no lo había sentido como algo inusual.
–Perfecto. Ahora escuche, en el caso de que mis reacciones le hayan preocu-
pado en ese punto, usted debe saber que he tenido esta Ampliadora conectada a
mi propio cerebro varios cientos de veces, y en individuos del laboratorio, unos
cuarenta y cinco sujetos diferentes. No le va a hacer daño, como tampoco se lo
hizo a ellos. Pero esa lectura fue muy extraña para un sujeto adulto; yo simple-
mente quería controlar con usted para ver si usted lo sentía subjetivamente.
Haber se estaba tranquilizando a sí mismo, no a Orr; pero no importaba. Orr
estaba más allá de la seguridad.
–Muy bien. Empezamos otra vez –Haber prendió el electroencefalógrafo y se
acercó al botón SI de la Ampliadora. Orr apretó los dientes y enfrentó el Caos y la
Noche Antigua. Pero ellos estaban allí. Tampoco estaba él hablando en el centro
con una tortuga de más de dos metros. Permaneció sentado en el cómodo diván
mirando el brumoso cono gris azulado de St. Helen por la ventana. Y lentamente,
como un ladrón nocturno, llegó a él una sensación de bienestar, la certeza de que
las cosas estaban bien, que él estaba en el centro de todas las cosas. El yo es el
Universo. No se le permitiría sentirse aislado, desamparado. Volvía a estar donde
debía. Tuvo la perfecta certeza en cuál era su lugar y el lugar de todo lo demás.
Esta sensación no le llegaba como algo celestial o místico, sino simplemente
normal. Era el modo en que generalmente se había sentido, salvo en tiempos de
crisis, de angustia; era el modo de su niñez y de todas las horas mejores y más
profundas de la adolescencia y la madurez; era su natural modo de ser. Esos
últimos años los había perdido, gradualmente pero casi por completo, casi sin
darse cuenta de que los había perdido. Hacía cuatro años ese mes, cuatro años en
abril, algo había ocurrido que le había hecho perder el equilibrio por un tiempo; y
en tiempos más recientes, las drogas que había tomado, los saltos constantes de
una memoria de vida a otra, el empeoramiento de la textura de la vida, cuanto
más la mejoraba Haber, todo esto lo había sacado de sus carriles. Ahora, de
pronto, volvía a estar donde debía. Orr sabía que esto no era algo que él hubiera
conseguido solo.
Dijo en voz alta:
–¿Hizo eso la Ampliadora?
–¿Hizo qué? –preguntó Haber, inclinándose de nuevo para mirar la pantalla
del electroencefalógrafo.
–Oh... no sé.
–No está haciendo nada, por lo menos en el sentido al que usted se refiere –
replicó Haber con un toque de irritación. Haber era agradable en momentos
como ese, en los que no representaba ningún papel y no simulaba ninguna
respuesta, totalmente absorbido en lo que estaba tratando de aprender de las
rápidas y sutiles reacciones de sus máquinas–. No hace más que amplificar lo que

103
su propio cerebro está haciendo en el momento, reforzando selectivamente la
actividad, y su cerebro no hace absolutamente nada interesante ahora... Eso –
tomó rápida nota de algo, volvió a la Ampliadora, luego se hizo atrás para obser-
var las inquietas líneas de la pequeña pantalla; separó tres que habían parecido
una, girando los diales, y luego volvió a unirlas; Orr no volvió a interrumpirlo. De
pronto Haber dijo, secamente–: Cierre los ojos. Haga girar los ojos hacia arriba
Correcto. Manténgalos cerrados, trate de visualizar algo... un cubo rojo. Correc-
to...
Cuando por fin apagó las máquinas y empezó a retirar los electrodos, la sere-
nidad que había sentido Orr no desapareció, como el ánimo inducido por una
droga o el alcohol. Continuaba. Sin premeditación y sin timidez, Orr dijo:
–Doctor Haber, no puedo permitirle que siga usando mis sueños efectivos.
–¿Eh? –replicó Haber, con su mente aún en el cerebro de Orr, sin escucharlo.
–No puedo permitirle que siga usando mis sueños.
–¿"Usando"?
–Usándolos.
–Llámelo como quiera –replicó Haber. Se había enderezado y parecía una to-
rre sobre Orr, que seguía sentado en el diván. Se lo veía gris, grande, ancho, de
barba ondulada, de entrecejo fruncido. Su Dios no es un Dios celoso–. Lo siento,
George, pero usted no está en situación de decir eso.
Los dioses de Orr no tenían nombre ni eran envidiosos, y no pedían venera-
ción ni obediencia.
–Sin embargo lo digo –replicó con suavidad.
Haber lo miró, realmente lo miró por un momento, y lo vio. Pareció retroce-
der, como puede hacerlo un hombre que cree correr una cortina de gasa y se
encuentra con una puerta de granito. Cruzó la habitación y es sentó a su escrito-
rio. Ahora Orr se incorporó y se estiró un poco.
Haber acariciaba su barba con una mano grande y gris.
–Estoy al borde... no, estoy en el centro... de un hallazgo –dijo, su voz pro-
funda sin la jovialidad habitual, obscura, potente–. Utilizando los modelos de su
cerebro en una rutina de realimentación, eliminación, replicación y aumento, estoy
programando la Ampliadora para que reproduzca los ritmos del electroencefaló-
grafo que se producen durante el sueño efectivo. Los llamo ritmos de estado e.
Cuando los haya generalizado en modo suficiente, podré superponerlos a los
ritmos del estado a de otro cerebro, y después de un período de sincronización
inducirán, espero, los sueños efectivos en ese cerebro. ¿Entiende lo que esto
significa? Podré inducir el estado en un cerebro correctamente seleccionado y
entrenado, con tanta facilidad como un psicólogo que usa ESB puede inducir
rabia en un gato, o tranquilidad en un humano psicótico... más fácilmente, porque
puedo estimular sin implantar contactos o substancias químicas. Estoy a unos po-
cos días, quizás horas, de alcanzar esa meta. Una vez que lo consiga, usted estará
libre; ya no será necesario. No me gusta trabajar con un sujeto que no está dis-
puesto, y el progreso será mucho más rápido con un sujeto adecuadamente
equipado y orientado. Pero hasta que esté listo, lo necesito a usted. Esta Investi-

104
gación debe terminarse. Es probablemente la investigación científica más impor-
tante que se haya hecho nunca. Lo necesito a usted hasta el extremo de que... si su
sentido de la obligación hacia mí como amigo, y por el bienestar de toda la
humanidad, no es suficiente para retenerlo aquí, entonces estoy dispuesto a
obligarlo a servir a una causa superior. De ser necesario, obtendré una orden de
Terapia Oblig... de Constreñimiento de Bienestar Personal. Si es necesario, usaré
drogas, como si usted fuera un psicótico violento. Por supuesto, su renuncia a
colaborar en un asunto de esta importancia es psicótica. Sin embargo no es
necesario decir que preferiría infinitamente tener su colaboración libre, voluntaria,
sin coerción legal o psíquica. Tendría mucha importancia para mí.
–En verdad, no tendría ninguna importancia para usted –dijo Orr, sin belige-
rancia.
–¿Por qué me combate... ahora? ¿Por qué ahora, George, cuando ya ha con-
tribuido tanto y estamos tan cerca de la meta? Su Dios es un Dios increpante.
Pero la culpa no era el modo de llegar a George Orr; de haber sido un hombre
dado a los sentimientos de culpa, no habría llegado a los treinta años.
–Porque cuanto más adelanta, peor es. Y ahora, en lugar de evitar que yo ten-
ga sueños efectivos, va a empezar a tenerlos usted mismo. No me gusta que el
resto del mundo viva en mis sueños, pero por cierto no quiero vivir en los suyos.
–¿Qué quiere decir con eso de "peor es"? Escuche George. De hombre a
hombre; la razón se impondrá. Si sólo pudiéramos sentarnos y conversar... En las
pocas semanas que hemos trabajado juntos, esto es lo que hemos hecho. Elimi-
nado el exceso de población; restablecida la calidad de la vida urbana y el equili-
brio ecológico del planeta. Eliminado el cáncer como causa principal de muerte –
Haber empezó a doblar hacia abajo sus fuertes dedos grises, enumerando–.
Eliminado el problema del color, el odio racial. Eliminada la guerra. Eliminado el
riesgo del deterioro de la especie y la conservación de genes perniciosos. Elimina-
da... no, digamos en proceso de eliminar, la pobreza, la desigualdad económica, la
guerra de clase, en todo el mundo. ¿Qué más? La enfermedad mental, la desadap-
tación a la realidad: eso llevará más tiempo, pero ya hemos dado los primeros
pasos. Bajo la dirección de IHID, ya esta en marcha, en progreso constante, la
reducción del dolor humano, psíquico, y físico, y el constante incremento de la
expresión del yo individual. Hemos hecho más progreso en seis semanas que la
humanidad en seiscientos mil años.
Orr sintió que debía contestar a esas argumentaciones. Empezó:
–¿Pero adonde ha ido a parar el gobierno democrático? La gente ya no puede
elegir nada en absoluto por si misma. ¿Por qué es todo tan falso, por qué nadie es
feliz? Ni siquiera se puede diferenciar del Estado Mundial encargado de criar a
todos los niños en esos Centros...
Pero Haber lo interrumpió, realmente enojado.
–Los Centros Infantiles fueron su propia invención, no la mía. Yo no hice
más que describirle los ideales entre las sugerencias para un sueño, como siempre
hago; traté de sugerir cómo implementar algunos, pero esas sugerencias nunca
parecen tener demasiado peso, porque su maldito pensamiento de proceso

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primario las modifica tanto que no se las reconoce. No es necesario que me diga
que se resiste y lamenta, todo lo que estoy tratando de lograr para la humanidad,
usted lo sabe... eso ha sido obvio desde el comienzo. Cada paso adelante que le
obligo a dar, usted lo anula, lo estropea con la desviación o la estupidez de los
medios que usa su sueño para realizarlo. Usted intenta, cada vez, dar un paso
hacia atrás. Sus propios impulsos son totalmente negativos. De no estar bajo
fuerte compulsión hipnótica cuando sueña, habría reducido el mundo a cenizas,
hace tiempo. Recuerde lo que casi hizo, aquella noche cuando se escapó con
aquella mujer abogada...
–Ella ha muerto –dijo Orr.
–Bien. Ella era una influencia negativa sobre usted. Irresponsable. Usted no
tiene conciencia social, ningún altruismo. Usted es una medusa moral. Tengo que
instigarle responsabilidad social hipnóticamente cada vez, y cada vez se desbarata,
se estropea. Eso es lo que ocurrió con los Centros Infantiles. Sugerí que, al ser el
núcleo familiar el primer modelador de estructuras de personalidad neuróticas,
había ciertas formas en que se lo podía modificar en una sociedad ideal. Su sueño
se atuvo simplemente a la interpretación más burda, la mezcló con conceptos
utópicos baratos, o tal vez cínicos conceptos antiutópicos, y produjo los Centros.
Los que, de todos modos, son mejor que aquello que reemplazan. ¡Hay poca
esquizofrenia en este mundo!... ¿lo sabía? ¡Es una enfermedad rara! –los obscuros
ojos de Haber brillaron, sus labios sonrieron.
–Las cosas están mejor ahora que antes –dijo Orr, abandonando toda espe-
ranza de discusión–. Pero a medida que usted avanza, empeoran. No estoy
tratando de frustrarlo; lo que ocurre es que usted está tratando de hacer algo que
no se puede hacer. Tengo eso, este don, lo sé, y conozco mi obligación hacia él.
Usarlo sólo cuando se debe, cuando no hay otra alternativa. Hay alternativas
ahora. Debo detenerme.
–¡No podemos detenernos... acabamos de empezar! Estamos empezando a
tener algún control sobre este poder que usted tiene. Estoy a punto de lograrlo, y
lo haré. Ningún temor personal puede interponerse en el camino del bien que se
les puede hacer a todos los hombres con esa nueva capacidad del cerebro huma-
no.
Haber estaba pronunciando un discurso. Orr lo miró, pero los ojos opacos,
que lo miraban directamente, devolvieron su mirada, no lo vieron. El discurso
siguió.
–Lo que estoy intentando es que esta nueva capacidad sea replicable. Existe
una analogía con la invención de la imprenta, con la aplicación de todo nuevo
concepto tecnológico o científico. Si el experimento o la técnica no puede ser
repetido con éxito por otros, no sirve. Del mismo modo, el estado e, en la medida
en que estaba encerrado en el cerebro de un único hombre, no le servía a la
humanidad en mayor grado que una llave encerrada en un cuarto, o una estéril
mutación de genio individual. Pero tendré el medio para sacar la llave de ese
cuarto; y esa "llave" será un hito tan importante en la evolución humana como el
desarrollo de la mente racional. Todo cerebro capaz de usarla, que lo merezca,

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podrá hacerlo. Cuando un sujeto preparado, entrenado, adecuado, entre en el
estado E bajo el estímulo de la Ampliadora, estará bajo completo control auto-
hipnótico. Nada quedará librado al azar, a la casualidad, al capricho narcisista
irracional. No existirá esta tensión entre su tendencia al nihilismo y mi tendencia
al progreso, sus deseos de nirvana y mis cuidadosos, conscientes planes para el
bien de todos. Cuando me haya asegurado mis técnicas, entonces usted tendrá
libertad para irse. Absoluta libertad. Y pomo todo el tiempo usted afirmó que
todo lo que desea es liberarse de la responsabilidad, ser incapaz de soñar efec-
tivamente, entonces le prometo que mi primer sueño efectivo incluirá su "cura"...
nunca volverá a tener un sueño efectivo.
Orr se había parado; estaba quieto, mirando a Haber. Su rostro se veía calmo
pero muy alerta y concentrado.
–Usted controlará sus sueños –dijo–, solo, sin nadie que lo ayude o lo supervi-
se...
–He controlado los suyos por semanas, ya. En mi propio caso, y por supuesto
yo seré el primer sujeto de mi propio experimento, esa es una obligación absolu-
tamente ética, en mi propio caso el control será completo.
–Yo intenté la autohipnosis, antes de usar las drogas supresoras de sueños…
–Sí, ya me lo dijo antes; fracasó, por supuesto. El asunto de un sujeto reacio
que logra buena autosugerencia es interesante, pero no certifica nada; usted no es
un psicólogo profesional, no es un hipnotista experimentado, y ya estaba emocio-
nalmente perturbado con toda la cuestión; usted no llegó a nada, por supuesto.
Pero yo soy un profesional, y sé exactamente qué es lo que estoy haciendo. Puedo
autosugerirme todo un sueño y soñarlo con todos sus detalles, tal como lo pensó
mi mente despierta. Lo he hecho todas las noches de la semana pasada, para
entrenarme. Cuando la Ampliadora sincronice el modelo del estado e generaliza-
do con mi propio estado D, esos sueños se efectivizarán. Entonces... entonces... –
entre la barba ondulada, los labios se separaron en una tensa sonrisa, una especie
de mueca de éxtasis que hizo que Orr girara sobre sí mismo como si hubiera visto
algo que nunca debió verse, algo aterrador y patético al mismo tiempo–. Entonces
este mundo será como el cielo, y los hombres serán como dioses.
–Lo somos, ya lo somos –dijo Orr, pero el otro no lo escuchó.
–No hay nada que temer. El tiempo peligroso –si lo hubiésemos sabido– era
cuando sólo usted poseía la capacidad para los sueños e, y no sabía qué hacer con
ella. De no haber venido hacia mí, si no lo hubieran enviado a manos científicas,
experimentadas, quién sabe qué podría haber ocurrido. Pero usted vino acá, y acá
estaba yo: como dicen, el genio consiste en estar en el lugar exacto en el momento
oportuno –lanzó una risotada–. De modo que no hay nada que temer, y usted no
tiene ninguna responsabilidad. Sé, científica y moralmente, lo que estoy haciendo
y cómo hacerlo. Sé adónde voy.
–Los volcanes emiten fuego –murmuró Orr.
–¿Qué?
–¿Puedo irme ahora?
–Vuelva mañana a las cinco.

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–Vendré –dijo Orr, y se marchó.

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10

Il descend, réveillé, l'autre cóté du réve.


Hugo, Contemplations

Eran sólo las tres de la tarde, y él debió haber vuelto a su oficina en el Depar-
tamento de Parques para terminar los planos de las áreas de expansión suburba-
nas del sudeste; pero no volvió. Pensó el asunto y lo desechó. Aunque su me-
moria le asegurara que había tenido ese puesto por cinco años, no lo creía; el
trabajo no tenía ninguna realidad para él, no era el que debía hacer. No era su
tarea.
Tenía conciencia de que al relegar así a la irrealidad una porción importante de
la única realidad, la única existencia que de hecho tenía, estaba corriendo exacta-
mente el mismo riesgo que corre la mente insana: la pérdida del sentido de libre
albedrío. Sabía que en la medida en que uno niega lo que es, se ve poseído por lo
que no es, las compulsiones, las fantasías, los terrores que se apresuran a llenar el
vacío. Pero el vacío estaba allí. Esta vida, carecía de realidad, era vacía; el sueño, al
crear donde no había necesidad de crear se había vuelto gastado y tenue. Si esto
era ser, tal vez el vacío era mejor. Aceptaría los monstruos y las necesidades
irracionales. Iría a su casa a dormir, sin drogas, y soñaría los sueños que se presen-
taran.
Descendió del funicular en el centro, pero en lugar de tomar el trolley empezó
a caminar hacia su distrito; siempre le había gustado caminar.
Más allá de Lovejoy Park había un fragmento de una anticua autopista, una
ancha rampa, que probablemente databa de las últimas convulsiones frenéticas de
la manía de las carreteras en la década de 1970; debía conducir al Marquam
Bridge, una vez, pero ahora terminaba abruptamente: en el aire, a nueve metros
sobre Front Avenue. No se la había destruido cuando se limpió y reconstruyó la
ciudad después de los años de la Plaga, tal vez porque era tan grande, tan inútil, y
tan fea como para ser invisible al ojo americano. Allí estaba, y unos pocos arbus-

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tos habían echado raíces en ella, mientras que debajo habían surgido varios
edificios, como nidos de golondrina en un farallón. En este lugar desaliñado y
apartado de la ciudad había aún pequeños negocios, mercados independientes,
poco atractivos restaurantes pequeños, luchando por sobrevivir a pesar de las
severidades del Racionamiento Equitativo del Producto de Consumo y la abru-
madora competencia de los grandes mercados y bocas de expendio del CPM, por
los que se canalizaba el 90 por ciento del comercio mundial.
Uno de estos negocios que estaban debajo de la rampa era una tienda de obje-
tos de segunda mano; el cartel, encima de las vidrieras, decía ANTIGÜEDADES,
y un letrero mal escrito, con una pintura que se descascaraba sobre los cristales,
decía JUNQUE. Había algunas cerámicas hechas a mano y restauradas en una
vidriera, y una antigua mecedora con el respaldo cubierto por un chal tejido,
apolillado, en la otra vivienda, y dispersos entre esos objetos, toda clase de
residuos culturales: una herradura, un reloj de cuerda, algo enigmático procedente
de un tambo, un retrato enmarcado del presidente Eisenhower, un globo de
cristal ligeramente deteriorado que contenía tres monedas ecuatorianas, una tapa
plástica de inodoro decorada con cangrejos y algas, un rosario muy manoseado, y
una pila de viejos discos de 45 revoluciones por minuto, con una nota que decía
"Bs Cond", pero que obviamente estaban rayados. El tipo de lugar, pensó Orr,
donde la madre de Heather pudo haber trabajado por un tiempo. Arrastrado por
el impulso, entró.
Estaba fresco y bastante oscuro adentro. Un soporte de la rampa formaba una
pared, una obscura extensión de hormigón, como la pared de una caverna subma-
rina. Desde las sombras, de los muebles pesados, de las decrépitas telas de "pintu-
ra de acción", de las ruecas seudo antiguas que ahora se estaban tornando genui-
namente antiguas aunque siguieran siendo inútiles, de esos alcances tenebrosos de
las cosas de nadie, emergió una forma inmensa, que parecía flotar lentamente
hacia adelante, silenciosa: el propietario era un Extraño.
Levantó su curvo codo izquierdo y dijo:
–Buen día. ¿Desea un objeto?
–Gracias, estaba mirando.
–Por favor, continué esa actividad, –dijo el propietario.
Se retiró un poco hacia las sombras y se quedó inmóvil. Orr miró el juego de
la luz sobre unas viejas plumas de pavo real, observó un proyector de cine domés-
tico de 1950, un juego de sala azul y blanco, un montón de revistas Mad, que
estaban a un precio muy alto. Sopesó un sólido martillo de acero y admiró su
equilibrio; era una herramienta bien hecha, una buena pieza.
–¿Esto lo ha elegido usted? –le preguntó al dueño, preguntándose qué era lo
que preferían los Extraños de todos esos restos de los años opulentos de Nor-
teamérica.
–Todo lo que llega es aceptable –respondió el Extraño.
Un simpático punto de vista.
–¿Querría usted decirme algo? ¿En su idioma, cuál es el significado de la pala-
bra iahklu?

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El propietario volvió a adelantarse lentamente, cuidando que la coraza, similar
a un caparazón, no rozara los objetos frágiles.
–Incomunicable. El idioma usado para la comunicación con personas-
individuos no contiene otras formas de relación. Jor Jor –la mano derecha, una
enorme extremidad verdosa parecida a una aleta, se adelantó de manera lenta y tal
vez tentativa–. Tiua'k Ennbe Ennbe.
Orr estrechó la mano con el Extranjero. Éste se quedó inmóvil, aparentemen-
te considerándolo, aunque no había ojos visibles en el casco oscuro, lleno de
vapor. Si es que eso era un casco. ¿Había, en realidad, alguna forma substancial
dentro de ese caparazón verde, esa poderosa armadura? El no lo sabía. Sin
embargo, se sentía perfectamente cómodo con Tiua'k Ennbe Ennbe.
–Supongo –dijo, siguiendo otra vez un impulso– que nunca conoció a nadie
llamado Lelache.
–Lelache. No. Usted busca a Lelache.
–He perdido a Lelache.
–Se cruzaron en la bruma –observó el Extraño.
–Algo así –replicó Orr.
De la mesa llena de objetos que estaba frente a él, Orr tomó un busto blanco
de Franz Schubert, de unos cinco centímetros de altura probablemente el regalo
de un maestro de piano a su alumno. Sobre la base, el alumno había escrito
"¿Qué, yo preocuparme?". El rostro de Schubert era benigno e impasible, un
pequeño Buda con anteojos.
–¿Cuánto vale esto? –preguntó Orr.
–Cinco centavos nuevos –replicó Tiua'k Ennbe Ennbe.
Orr extrajo una moneda de níquel.
–¿Existe alguna manera de controlar el iahklu, para hacer que funcione como...
debe funcionar?
El extraño tomó el níquel y se movió majestuosamente hacia una caja regis-
tradora cromada que Orr había supuesto en venta como antigüedad. El extraño
registró la venta y permaneció quieto un momento.
–Una golondrina no hace verano –dijo–. Muchas manos hacen liviano al tra-
bajo.
Se detuvo otra vez, aparentemente insatisfecho con ese esfuerzo por tender
un puente de comunicación. Permaneció quieto por medio minuto y luego fue a
la vidriera y con movimientos precisos, rígidos, cuidadosos, recogió uno de los
antiguos discos que se exhibían ahí y se lo alcanzó a Orr. Era un disco de los
Beatles: "With a little help from my friends".
–Regalo –dijo–. ¿Es aceptable?
–Sí, –dijo Orr, y tomó el disco–. Gracias... muchas gracias. Es muy amable de
su parte, le quedo agradecido.
–Placer –dijo el Extraño. Aunque la voz producida mecánicamente carecía de
tono y la armadura era impasible, Orr estaba seguro de que Tiau'k Ennbe Ennbe
sentía placer; él también estaba conmovido.

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–Puedo escucharlo con el aparato de mi encargado, él tiene un viejo tocadis-
cos –dijo–. Muchas gracias –volvieron a estrechar sus manos, y Orr partió.
Después de todo, pensó mientras caminaba hacia Corbett Avenue, no es de
sorprender que los Extraños estén de mi parte. En cierto sentido, yo los creé,
aunque no tengo idea en cual sentido, por supuesto. Pero por cierto, ellos no
estaban hasta que soñé que estaban, hasta que los dejé ser. De modo que hay –
hubo siempre– una relación entre nosotros.
Por supuesto (seguían sus pensamientos al tiempo de sus pasos), si eso es cier-
to, entonces todo el mundo, tal cual es ahora, debería estar de mi parte porque en
buena medida lo formé con mis sueños. Bien, después de todo, está de mi parte.
Es decir, soy parte de él. Camino sobre el suelo y el suelo recibe mis pasos,
respiro el aire y lo cambio; estoy completamente interrelacionado con el mundo.
Solo Haber es diferente, y más diferente con cada sueño. Él está contra mí: mi
relación con él es negativa. Y ese aspecto del mundo del que es responsable, que
me ordenó soñar, de eso me siento ajeno, sin armas para combatirlo...
No es que él sea malo. Tiene razón, uno debería tratar de ayudar a otra gente.
Pero esa analogía con el suero antiofídico es falsa. Él hablaba de una persona que
encuentra a otra persona en el dolor. Eso es diferente. Tal vez lo que hice en
abril, hace cuatro años... se justificaba... (pero sus pensamientos se alejaron, como
de costumbre, del lugar incendiado). Se debe ayudar a otra persona, pero no es
justo actuar como Dios con las masas. Para ser Dios es preciso saber lo que se
hace. Y hacer el bien, creyendo sólo que uno está acertado y los motivos son
buenos, no basta. Hay que... estar en contacto. Él no está en contacto. Ningún
otro, ninguna otra cosa tampoco, tiene existencia propia para él; ve el mundo sólo
como un medio para sus fines. No tiene ninguna importancia si su fin es bueno;
todo lo que tenemos son medios... Él no puede aceptar, no puede dejar ser, no
puede dejar ir. Es un insano... Podría conseguir que todos, como él, perdamos el
contacto, si consigue soñar como yo. ¿Qué puedo hacer?
Llegó a la antigua casa sobre Corbett cuando se planteaba esa pregunta.
Se detuvo en la planta baja para pedirle el anticuado tocadiscos a Mannie Ah-
rens, el encargado. Esto significaba compartir una tetera. Mannie siempre le
preparaba té para Orr, ya que éste nunca fumó y no podía inhalar sin toser.
Hablaron de asuntos mundiales por un rato. Mannie odiaba los Espectáculos
Deportivos; se quedaba en su casa y miraba los programas educacionales del CPM
para niños del Centro Preinfantil, todas las tardes.
–El cachorro de cocodrilo, Dooby Doo, es un bicho encantador –comentó.
Hubo largos silencios en la conversación, reflexiones de los grandes agujeros
en el tejido de la mente de Mannie, desgastada por la aplicación de innumerables
substancias químicas en el curso de los años. Pero había paz y privacidad en el
desordenado departamento, y el té suave de cannabis tuvo un leve efecto relaja-
dor sobre Orr. Por último cargó el tocadiscos y lo llevó arriba, y lo enchufó en su
desnuda sala de estar. Colocó el disco y sostuvo el brazo del tocadiscos sus-
pendido sobre el disco que giraba. ¿Qué es lo que quería?

112
No lo sabía. Ayuda, suponía. Bien, lo que llegara sería aceptable, como había
dicho Tiua'k Ennbe Ennbe.
Coloco la púa cuidadosamente en el surco y se acostó junto al tocadiscos en el
suelo polvoriento.

Do you need anybody?


I get by, with a little help,

El aparato era automático; cuando llegó al último, surco del disco, gruñó sua-
vemente por un momento, emitió un “clic", y volvió la púa al primer surco.

I get by, with a little help.


With a little help from my friends.

Durante la undécima audición, Orr se durmió profundamente.

Ella se había quedado dormida. Se había dormido sentada en el piso, con las
piernas estiradas y la espalda apoyada contra el piano. La marihuana siempre le
daba sueño y la atontaba un poco, también, pero no se podía herir los sentimien-
tos de Mannie y rechazarla, pobre hombre. George estaba tendido sobre el suelo,
profundamente dormido, junto al tocadiscos, cuyo brazo avanzaba lentamente
sobre "With a little help". Ella bajó el volumen lentamente, y luego apagó el
aparato. George ni se movió; sus labios estaban ligeramente abiertos, los ojos muy
cerrados. Qué divertido que los dos se hubieran dormido escuchando la música.
Ella se incorporó y fue a la cocina, para ver qué había para comer.
¡Oh, por Dios, hígado de cerdo! Era muy nutritivo, y lo mejor que se podía
conseguir con tres bonos de racionamiento. Lo había adquirido ayer en el merca-
do. Bien, cortado muy delgado y frito con tocino y cebollas... ¡uf! Bueno, ella tenía
hambre suficiente como para comer hígado de cerdo, y George no era un hombre
exigente. Si era una comida aceptable la comía y la gozaba, y si era un maldito
hígado de cerdo, lo comía. Alabado sea el Señor, de quien manan todas las
bendiciones, incluidos los hombres de buen carácter.
Mientras arreglaba la mesa de la cocina y ponía a cocinar dos papas y medio
repollo, ella se detenía constantemente; se sentía rara, desorientada. Por la maldita
marihuana, y por dormirse sobre el piso en cualquier momento, sin duda.
Apareció George, desaliñado y con la camisa sucia de polvo. La miró a ella
fijamente. Ella exclamó:
–¡Bien, buen día!
Él estaba parado, mirándola sonriente, una sonrisa ancha y radiante de pura
alegría. Ella nunca había recibido un elogio tan grande en toda su vida; estaba
avergonzada por esa alegría que había causado.
–Mi querida esposa –dijo él, tomándole las manos.
Las miró, de un lado y de otro, y las apoyó sobre su rostro.

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–Deberías ser morena –dijo, y con angustia ella vio que había lágrimas en sus
ojos. Por un momento, sólo ese momento, ella tuvo noción de lo que estaba
ocurriendo; recordó haber sido morena, y también el silencio de la cabaña, aquella
noche, y el sonido del arroyo, y muchas otras cosas, todo era un relámpago. Pero
George era una consideración mucho más urgente. Ella lo abrazaba, como él la
abrazaba a ella.
–Estás agotado –dijo ella– estás intranquilo, te quedaste dormido en el suelo.
Es ese bastardo de Haber. No vuelvas a él, por favor. No me importa lo que él
haga, le haremos un juicio, lo apelaremos; aunque te ataque con una orden de
Constreñimiento y te recluya en Linnton, te buscaremos un psiquiatra diferente y
te sacaremos. No puedes seguir con él, te estás destruyendo.
–Nadie puede destruirme –dijo, y rió un poco, con una risa profunda, casi un
sollozo– no mientras tenga una ayudita de mis amigos. Volveré a él; eso no va a
durar mucho. No es por mí que estoy preocupado, ya no. Pero no te inquietes... –
ellos se confundieron en un apretado abrazo, absolutamente unificados, mientras
el hígado y las cebollas se freían ruidosamente en la sartén–. Yo también me
quedé dormida –dijo ella–. Me cansé tanto copiando esas malditas cartas del viejo
Rutti. Pero es un hermoso disco el que compraste. Me encantaban los Beatles
cuando era una niña, pero las estaciones del gobierno ya no pasan sus discos.
–Fue un regalo –dijo George, pero el hígado emitía un chasquido en la sartén
y ella debió separarse de él para cuidarlo.
Mientras comían, George la observaba; ella lo miró a él bastante, también.
Hacía siete meses que estaban casados. No dijeron nada importante. Lavaron los
platos y se fueron a la cama. Hicieron el amor; el amor no se está quieto, ahí,
como una piedra, sino que hay que hacerlo, como el pan; rehacerlo todo el
tiempo, hacerlo de nuevo. Después se abrazaron, sosteniendo el amor, dormidos.
En su sueño, Heather oyó el rugido de un arroyo, poblado por las voces de niños
no nacidos que cantaban.
En su sueño, George vio las profundidades del mar abierto.
Heather era la secretaria de una antigua y ociosa sociedad legal, Ponder y Rut-
ti. El día siguiente, viernes, cuando salió del trabajo a las cuatro y treinta de la
tarde, ella no tomó el funicular y el trolley hasta su casa, sino que fue con el
funicular hasta Washington Park. Ella le había dicho que iría a buscarlo a IHID,
ya que la sesión empezaba a las cinco, y después podrían volver juntos al centro y
comer en uno de los restaurantes del CPM en el Paseo Internacional.
–Todo va a ir bien– él le dijo a ella, comprendiendo los motivos que la inquie-
taban y dándole a entender que nada le ocurriría.
Ella replicó:
–Lo sé. Pero va a ser divertido comer afuera, y he ahorrado algunas estampi-
llas. No hemos intentado la Casa Boliviana todavía.
Heather llegó temprano a la torre IHID y esperó en los enormes escalones de
mármol. Él llegó en el coche siguiente; ella lo vio descender con otros a quienes
no veía. Un hombre bajo, de buen físico, muy formal, con una expresión amable.
Se movía bien aunque se encorvaba un poco, como todos los que trabajan en

114
oficinas. Cuando la vio, sus ojos, que eran claros y luminosos, parecieron brillar
más, y sonrió: otra vez esa sonrisa conmovedora de infinita alegría. Ella lo amaba
con pasión; si Haber volvía a lastimarlo ella entraría allí y lo haría pedazos. Los
sentimientos violentos eran extraños en ella, en general, pero no cuando George
estaba en juego. Además, por alguna razón hoy ella se sentía diferente, más
atrevida, más fuerte. Había dicho "mierda” en voz alta dos veces en la oficina,
asustándolo al viejo señor Rutti. Casi nunca había dicho "mierda" en voz alta
antes, y no se había propuesto decirlo en las dos oportunidades, pero lo dijo,
como si se tratara de una costumbre muy antigua a la que no se podía substraer...
–Hola George –lo saludó ella.
–Hola –contestó él, tomando sus manos–. Estás hermosa, hermosa.
¿Cómo podía pensar alguien que este hombre estaba enfermo? Muy bien, él
tenía sueños extraños. Eso era mejor que ser cruel y odioso, como casi una cuarta
parte de la gente que ella había conocido.
–Ya son las cinco –dijo ella–. Esperaré aquí. Si llueve, estaré en el hall. Parece
la tumba de Napoleón, ahí adentro, con todo ese mármol negro. Pero es lindo
esto, acá afuera. So oye el rugido de los leones del zoológico.
–Entra conmigo –dijo él– ya está lloviendo. Efectivamente, llovía, la intermi-
nable garúa cálida de la primavera, el hielo de la Antártida que caía suavemente
sobre las cabezas de los hijos de los responsables de su derretimiento.
–Él tiene una linda sala de espera. Probablemente vas a estar acompañada por
un grupo de personajes del estado y tres o cuatro jefes de estado. Todos esperan-
do que los atienda el director de IHID. Y yo tengo que arrastrarme entre ellos
para pasar primero, cada maldita vez. El psicótico domado del doctor Haber. Su
número de atracción... –él la conducía por el enorme hall bajo el domo del
Panteón, por pasillos móviles y una increíble, aparentemente interminable escalera
mecánica en espiral–. IHID realmente maneja el mundo –dijo él–. No puedo
dejar de preguntarme por qué Haber necesita alguna otra forma de poder. Tiene
suficiente, por cierto. ¿Por qué no se conformará con esto? Supongo que es como
Alejandro el Grande; necesita nuevos mundos para conquistar. Nunca pude
entender esto. ¿Cómo te fue en el trabajo hoy?
Orr estaba tenso, por eso hablaba tanto; pero no parecía deprimido o angus-
tiado, como había estado por semanas. Algo le había devuelto su calma habitual.
Ella nunca había creído realmente que él pudiera perderla por mucho tiempo,
perder su modo, cambiar; sin embargo, había estado muy mal, cada vez peor.
Ahora no, y el cambio fue tan repentino y completo que ella se preguntaba qué
podía haberlo producido. Según pudo recordar, había empezado cuando se
sentaron en la sala de estar, aún sin amoblar, para escuchar aquella alegre y
profunda canción de los Beatles la tarde anterior y ambos se quedaron dormidos.
Desde entonces, él había vuelto a ser él mismo.
No había nadie en la enorme y bruñida sala de espera de Haber. George pro-
nunció su nombre frente a un aparato parecido a un escritorio que estaba junto a
la puerta, un autorecepcionista, según le explicó a Heather. Ella estaba haciendo

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una broma acerca de si también tenían autoeroticistas, cuando se abrió una puerta
y apareció Haber en el umbral.
Ella lo había visto una vez, brevemente, cuando inició el tratamiento con
George. Había olvidado qué hombre grande era, qué barba larga tenía, y qué
impresionante resultaba.
–¡Pase, George! –atronó la voz de Haber; ella se sintió espantada, retrocedió;
Haber advirtió su presencia–. Señora Orr... ¡encantado de verla! ¡Me alegra que
haya venido! Entre usted también.
–Oh, no. Yo...
–Sí, sí. ¿Se da cuenta de que ésta es probablemente la última sesión de George
aquí? ¿Se lo dijo él? Esta tarde terminamos. Por cierto, usted debería estar presen-
te. Entre. He dejado salir temprano a mi personal. Me imagino que habrán visto la
estampida por la escalera que baja. Tuve deseos de tener el lugar para mí solo,
hoy. Eso es, siéntese ahí –él siguió hablando; no había necesidad de contestarle en
forma coherente.
Heather estaba fascinada por el proceder de Haber, la clase de energía que
traslucía; ella no había recordado que era una persona dominante, afable, enorme.
Era increíble, realmente, que ese hombre, un líder mundial y un gran científico,
hubiera dedicado todas esas semanas de terapia personal a George, que no era
nadie. Pero, por supuesto, el caso de George era muy importante desde el punto
de vista de la investigación.
–Una última sesión –estaba diciendo Haber mientras ajustaba algo en un apa-
rato parecido a una computadora que estaba en la pared, en la cabecera del diván–
. Un último sueño controlado, y luego, creo, habremos resuelto el problema.
¿Está dispuesto, George?
Él usaba el nombre de su marido con frecuencia. Recordó que George le
había dicho, un par de semanas antes:
–Siempre me llama por mi nombre; supongo que lo hace para recordarse a sí
mismo de que hay alguien presente.
–Seguro, estoy dispuesto –contestó George, y se sentó en el diván, levantando
un poco el rostro; miró una vez a Heather y sonrió. Haber comenzó de inmediato
a colocarle pequeñas piezas unidas a cables en la cabeza, apartando el cabello.
Heather recordaba el proceso por el electroencefalograma que le habían hecho,
como parte de la batería de tests y análisis a que se sometía a todos los ciudada-
nos. Le resultó incomodo ver que se lo hacían a su marido, como si los electrodos
fueran pequeñas ventosas que drenarían los pensamientos de la cabeza de George
para convertirlos en garabatos en un trozo de papel, la escritura incomprensible
de los locos. El rostro de George tenía ahora una expresión de suma concentra-
ción. ¿En qué estaba pensando?
Haber puso su mano sobre la garganta de George repentinamente, como si
estuviera por estrangularlo, y con la otra mano puso en funcionamiento un
aparato que transmitía su propia voz en el acto de hipnotizar: "Usted está entran-
do en el estado hipnótico..." En unos pocos segundos lo detuvo e hizo una
prueba, comprobando que George ya estaba hipnotizado.

116
–Perfecto –dijo Haber, y se detuvo, obviamente pensando; enorme, como un
oso gris erguido sobre sus patas traseras, estaba allí entre ella y la figura pasiva
sobre el diván–. Ahora escuche atentamente, George, y recuerde lo que le digo.
Usted está profundamente hipnotizado y seguirá cuidadosamente todas las
instrucciones que le dé. Usted se va a dormir cuando se lo ordene, y soñará.
Tendrá un sueño efectivo. Soñará que usted es completamente normal, que es
como todo el mundo. Soñará que una vez tenía, o pensaba que tenía, la capacidad
para soñar efectivamente, pero que eso ya no es así. De ahora en adelante, sus
sueños serán como los de todo el mundo, significativos sólo para usted, sin efecto
sobre la realidad exterior. Soñará todo esto; cualquiera que sea el simbolismo que
use para expresar el sueño, su contenido efectivo será ya que no puede soñar
efectivamente. Será un sueño agradable, y despertará cuando yo pronuncie su
nombre tres veces, sintiéndose despejado y bien. Después de este sueño nunca
volverá a soñar efectivamente. Ahora, extiéndase. Póngase cómodo. Usted va a
dormir. Usted está dormido ¡Amberes!
Cuando Haber pronunció esa última palabra, los labios de George se movie-
ron y dijo algo en esa voz débil y remota del que habla en sueños. Heather no
pudo oír lo que él dijo, pero enseguida recordó la noche anterior; ella estaba casi
dormida, ovillada junto a él, cuando dijo algo en voz alta, algo así como "ser
perenne". "¿Qué?", le había preguntado, pero él no respondió, estaba dormido,
como ahora.
El corazón de Heather se contrajo mientras lo miraba tendido ahí, con sus
manos tranquilas a los costados, vulnerable.
Haber se había incorporado, y ahora oprimía un botón blanco en el costado
de la máquina, en la cabecera del diván; algunos de los electrodos llegaban a ella, y
algunos al electroencefalógrafo, que ella reconoció. El aparato de la pared debía
ser la Ampliadora, el objeto en el que se centraba la investigación.
Haber se acercó a ella, que estaba hundida en un gran sillón de cuero. Cuero
real; ella había olvidado cómo era el cuero real. Era similar a los cueros sintéticos,
pero más interesante para los dedos. Estaba atemorizada; no sabía qué estaba
ocurriendo. Miró oblicuamente hacia el hombre enorme que estaba parado frente
a ella, el oso-hechicero-dios.
–Esta es la culminación, señora Orr –estaba diciendo él en tono bajo– de una
larga serie de sueños sugeridos. Hemos estado trabajando para llegar a esta sesión,
este sueño, por semanas. Me alegra que haya venido; no pensé en invitarla, pero
su presencia es importante para hacerlo sentir completamente seguro y confiado.
¡Sabe que no puedo cometer ningún crimen en su presencia! ¿Correcto? En reali-
dad, confío mucho en el éxito. La dependencia de las drogas para dormir se
romperá una vez que el temor obsesivo a soñar desaparezca. Es simplemente una
cuestión de condicionamiento... Tengo que estar atento al electroencefalógrafo,
porque ahora debe estar soñando –rápido y macizo, atravesó el cuarto.
Ella se quedó inmóvil, observando el rostro calmo de George, del que había
desaparecido toda expresión. Así podría verse cuando muriera.

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El doctor Haber estaba ocupado con los aparatos, incansablemente ocupado,
inclinándose sobre ellos, ajustándolos, controlándolos. No le prestaba ninguna
atención a George.
–Eso –dijo suavemente, no a ella, pensó Heather; él era su propio público–.
Eso es. Ahora. Ahora un pequeño corte, dormir de segunda etapa por un mo-
mento, entre sueños –él hizo algo en el equipo de la pared–. Luego haremos una
pequeña prueba... –volvió a acercarse a ella; Heather deseaba que la ignorara
realmente en lugar de simular una conversación; parecía no conocer la posibilidad
del silencio–. Su esposo ha sido de inestimable utilidad para nuestra investigación,
señora Orr. Un paciente muy singular. Lo que hemos aprendido acerca de la
naturaleza de los sueños y el empleo de los sueños en la terapia de condiciona-
miento tanto positivo como negativo, será de un valor literalmente inestimable en
todos los conceptos de la vida. Usted sabe a qué equivale IHID; Interés Humano:
Investigación y Desarrollo. Bien, lo que hemos aprendido con este caso será de
inmenso, literalmente inmenso interés humano; algo sorprendente que se fue
desarrollando a partir de lo que parecía ser un caso rutinario de abuso menor de
drogas. Lo más sorprendente es que los de la Escuela de Medicina hayan tenido la
astucia de notar algo especial en el caso y me lo hayan derivado. Rara vez se
encuentra tanta perspicacia en psicólogos clínicos académicos –sus ojos habían
estado vigilando todo el tiempo, y ahora dijo–: Bien, vuelvo a Baby –y rápidamen-
te volvió a cruzar el cuarto; volvió a manipular la Ampliadora y dijo en voz alta–:
George. Aún está dormido, pero puede oírme. Puede oírme y entenderme per-
fectamente. Mueva la cabeza si me oye.
El rostro calmo no se alteró, pero la cabeza asintió una vez, como un títere
accionado por un hilo.
–Bien. Ahora escuche atentamente. Usted va a tener otro sueño vivido. Soña-
rá que... que hay una fotografía mural en la pared, aquí en mi consultorio. Un gran
cuadro del monte Hood, todo cubierto de nieve. Soñará que ve el mural allí, en la
pared que está detrás del escritorio, aquí en mi consultorio. Muy bien. Ahora
usted va a dormir, y a soñar... Amberes.
Haber volvió a ponerse en movimiento y a vigilar las máquinas.
–Así –murmuró con voz apenas audible–. Así... Muy bien... Correcto.
Las máquinas estaban inmóviles. George yacía inmóvil. Hasta Haber dejó de
moverse y de murmurar. No había un solo sonido en el cuarto grande y suave-
mente iluminado, con su pared de cristal que miraba hacia la lluvia. Haber estaba
parado junto al electroencefalógrafo, con su cabeza vuelta hacia la pared que
estaba detrás del escritorio.
No ocurrió nada.
Heather movió los dedos de su mano izquierda en un pequeño círculo en la
superficie irregular y muelle del sillón, la materia que una vez fuera la piel de un
animal vivo, la superficie intermedia entre una vaca y el Universo. La melodía del
viejo disco que habían escuchado el día, anterior llegó a su mente y no quería
abandonarla.

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What do you see when you turn out the light?
I can't tell you, but I know it's mine...

Ella no hubiera creído que Haber podía mantenerse inmóvil, silencioso, por
tanto tiempo. Sólo una vez sus dedos se movieron, rápidos, hacia un dial. Luego
volvió a quedarse inmóvil, observando la pared desnuda.
George suspiró, elevó una mano vacilante, volvió a relajarse y se despertó.
Parpadeó y se sentó en el diván. Sus ojos se volvieron de inmediato hacia Heat-
her, como para asegurarse de que ella estaba allí.
Haber frunció el entrecejo, y con un movimiento de alarma, casi un salto,
oprimió el botón inferior de la Ampliadora.
–¡Qué demonios ocurre! –dijo; miró la pantalla del electroencefalógrafo, don-
de aún aparecían y se movían pequeños trazos–. La Ampliadora le estaba transmi-
tiendo modelos del estado d, ¿cómo demonios se despertó?
–No sé –George bostezó–. Lo hice, simplemente. ¿No me ordenó usted que
me despertara pronto?
–En general lo hago. Pero con la señal convenida. ¿Cómo demonios pudo su-
perar el estímulo de la Ampliadora?... Deberé aumentar el poder; obviamente se
hizo en forma muy tentativa –ahora le hablaba a la Ampliadora misma, no había
duda; cuando hubo terminado esa conversación se volvió abruptamente hacia
George y le dijo–: Muy bien. ¿Cuál fue el sueño?
–Soñé que había un cuadro del monte Hood en aquella pared, detrás de mi
esposa.
Los ojos de Haber miraron la pared revestida de pino y volvieron rápidamente
a George.
–¿Algo más? ¿Algún sueño anterior... algo que recuerde?
–Creo que sí. Espere un minuto. ... Creo que soñé que estaba soñando, o algo
así. Era algo confuso; yo estaba en un negocio. Eso es... estaba en Meier y Frank's
comprándome un nuevo traje, que debía ser azul porque iba a tener un nuevo
empleo o algo así. No lo recuerdo. Pero ellos tenían una hoja impresa que infor-
maba lo que uno debía pesar si tenía tal altura y viceversa. Y yo estaba justo en el
medio, tanto de la escala del peso como en la escala de la altura para un hombre
de contextura promedio.
–Normal, en otras palabras –dijo Haber, y de pronto rió, con una risa enorme.
Heather se sobresaltó, después de la tensión y el silencio.
–Eso es bueno, George; eso es muy bueno –palmeó a George en el hombro y
empezó a sacarle los electrodos–. Lo hemos conseguido. Hemos llegado. ¡Está
salvado! ¿Lo sabe?
–Creo que sí –replicó George suavemente.
–Se ha quitado el gran peso de encima, ¿verdad?
–¿Y se lo pasé a usted?
–Y me lo pasó a mí. ¡Exacto! –otra vez la risa estentórea, tal vez demasiado
prolongada. Heather se preguntaba si Haber siempre sería así o es que se hallaba
en un estado de suma excitación.

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–Doctor Haber –dijo su esposo–. ¿Alguna vez conversó con un Extraño so-
bre los sueños?
–¿Un Aldebaraniano, quiere decir? No. Forde, en Washington, intentó un par
de nuestros tests en ellos, junto con toda una serie de tests psicológicos, pero no
se consiguieron resultados significativos. Simplemente, no hemos solucionado el
problema de la comunicación allí. Son inteligentes, pero Irchevsky, nuestro mejor
xenobiólogo, cree que ellos pueden no ser racionales, y lo que parece una conduc-
ta socialmente integrativa entre los humanos no es más que una especie de
mimetismo adecuador instintivo. No se puede decir con seguridad; no se les
puede hacer un electroencefalograma, y en realidad, ni siquiera podemos saber si
duermen o no, no hablemos de soñar.
–¿Usted conoce el término iahklu?
Haber pensó un memento.
–Lo oí. Es intraducible. Usted ha decidido que significa "sueño", ¿eh?
George negó con la cabeza.
–No sé lo que significa. No pretendo tener ninguna información que usted no
posea, pero si creo que antes de que usted siga adelante con la... con la aplicación
de la nueva técnica, doctor Haber, antes de que usted sueñe, debería conversar
con uno de los Extraños.
–¿Cuál de ellos? –el dejo de ironía era claro.
–Cualquiera, eso no importa.
Haber rió.
–¿Conversar de qué, George?
Heather vio el brillo de los ojos de su esposo cuando éste miró al hombre
grandote.
–De mí. Sobre los sueños. Sobre iahklu. No tiene importancia, mientras usted
escuche. Ellos sabrán qué es lo que usted se propone, tienen mucha más expe-
riencia que nosotros en todo esto.
–¿En qué?
–En los sueños... en aquello de lo cual soñar es sólo un aspecto. Lo han esta-
do haciendo por mucho tiempo. Desde siempre, supongo; son de la época del
sueño. Yo no lo entiendo, no lo puedo expresar con palabras. Todo sueña. El
juego de la forma, del ser, es el sueño de las substancias. Las rocas tienen sus
sueños, y la Tierra cambia... Pero cuando la mente se torna inconsciente, cuando
la velocidad de la evolución se acelera, entonces se debe tener cuidado. Se debe
tener cuidado con el mundo. Es necesario aprender el camino. Se debe aprender
la capacidad, el arte, los límites. Una mente consciente debe ser parte del todo,
intencionalmente, cuidadosamente, como la roca es parte del todo inconscien-
temente. ¿Lo entiende? ¿Significa algo para usted?
–No es nuevo para mí, si es a eso a lo que usted se refiere. El alma del mundo
y todo eso. La síntesis precientífica. El misticismo es un acercamiento a la natura-
leza del soñar, o de la realidad, aunque no sea aceptable para aquellos que desean
utilizar la razón y están en condiciones de hacerlo.

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–No sé si eso es cierto –dijo George sin el más mínimo resentimiento, aunque
estaba muy serio–. Pero aunque sea por mera curiosidad científica, entonces,
intente esto: antes de probar la Ampliadora en usted, antes de ponerla en marcha,
cuando esté por iniciar su autosugerencia, diga "Er' perrehnne", en voz alta o
mentalmente. Una vez, claramente. Inténtelo.
–¿Por qué?
–Porque funciona.
–¿Funciona cómo?
–Usted recibe una pequeña ayuda de sus amigos –dijo George.
Se incorporó. Heather lo miró aterrorizada; lo que había estado diciendo so-
naba a locura... la cura de Haber lo había vuelto insano, ella sabía que ocurriría
eso. Pero Haber no respondía como si escuchara algo incoherente o psicótico.
–El iahklu es demasiado para que lo maneje una sola persona –estaba diciendo
George–, se escapa de las manos. Ellos saben lo que implica controlarlo. O, no
exactamente controlarlo, no es esa la palabra adecuada; es mantenerlo donde debe
estar, marchando en el sentido correcto... Yo no lo entiendo, tal vez usted sí
pueda entenderlo. Pídales ayuda. Diga: Er' perrehnne antes de... antes de oprimir el
botón SI.
–Es probable que sea interesante lo que usted me dice –replicó Haber–. Tal
vez valga la pena investigarlo. Me ocuparé de ello, George. Haré llamar a uno de
los aldebaranianos del Centro de Cultura y veré si puedo conseguir alguna infor-
mación sobre esto... Le parecerá chino todo esto, ¿eh, señor Orr? Este marido
suyo debió dedicarse a la psicología, a la parte de investigación; está desperdiciado
como dibujante –¿por qué decía eso?, George era un diseñador de parques y
zonas de esparcimiento–. Tiene la inclinación, como cosa natural. Nunca pensé
en mezclar a los aldebaranianos en esto, pero puede ser que ésa sea una idea
buena. ¿Pero tal vez usted esté contenta de que él no sea un psicoanalista, verdad?
Es terrible que su propio esposo esté analizando sus deseos inconscientes a través
de la mesa, mientras comen, ¿verdad? –Haber atronaba con su voz mientras los
acompañaba hasta la puerta. Heather estaba atemorizada, casi en lágrimas.
–Lo odio –dijo con tuerza, mientras descendían en la escalera mecánica en
espiral–. Es un hombre horrible. Falso. ¡Un gran simulador!
George la tomó del brazo; no dijo nada.
–¿Has terminado? ¿Realmente terminado? ¿Ya no necesitarás drogas, ni debe-
rás volver a estas horribles sesiones?
–Así creo. Él le dará curso a mis papeles... y en seis semanas me notificarán
que estoy curado. Si me porto bien –sonrió, un poco cansado–. Fue duro para ti,
querida, pero no para mí. No esta vez. Sin embargo, tengo hambre. ¿Adonde
iremos a comer? ¿A la Casa Boliviana?
–Al barrio chino –dijo ella, y luego comprendió: el antiguo distrito chino había
desaparecido junto con el resto de la zona céntrica, hacía por lo menos diez años;
por alguna razón, ella lo había olvidado por completo–. Quiero decir, Ruby Loo's
–dijo, confundida.
George apretó un poco su brazo.

121
–Perfecto –dijo.
Era fácil llegar; el funicular paraba del otro lado del río, en el antiguo Lloyd
Center, uno de los centros comerciales más grandes del mundo antes de la Crisis.
En la actualidad, las inmensas playas de estacionamiento de varios niveles habían
desaparecido junto con los dinosaurios, y muchos de los negocios que estaban a
lo largo del paseo de dos niveles estaban vacíos, tapiados. La pista de hielo no se
abría desde hacía veinte años. No corría agua por las románticas fuentes de
extrañas formas. Habían crecido pequeños árboles ornamentales, y sus raíces
habían roto la acera por varios metros alrededor de sus macetas cilíndricas. Las
voces y los pasos sonaban con suma claridad, delante y detrás de los caminantes
que marchaban por esas largas arcadas abandonadas y mal iluminadas.
Ruby Loo's estaba en el nivel superior. Las ramas de un castaño casi ocultaban
la fachada de cristal. Arriba, el cielo era de un intenso verde suave, ese color que
se ve por breves momentos las tardes de primavera, cuando aclara después de la
lluvia. Heather levantó los ojos hacia ese cielo de jade, remoto, improbable,
sereno; su corazón se animó, sintió que la angustia empezaba a desprenderse de
ella como una piel de verano. Pero no duró. Hubo una curiosa reversión, un
cambio, parecía como si algo la aferraba, la sostenía. Estuvo a punto de detenerse,
y miró del cielo de jade hacia el camino vacío y sombrío que se extendía delante
de ella. Era un extraño lugar ése.
–Esto se ve fantasmal –comentó.
George se encogió de hombros; pero su rostro se veía tenso y ceñudo.
Había empezado a soplar un viento, demasiado cálido para los abriles de los
viejos días, un viento caluroso y húmedo que movía las ramas verdes del castaño
y agitaba unos papeles de la calle larga y desierta. El cartel de neón rojo que estaba
detrás de las ramas en movimiento parecía obscurecerse y ondular con el viento,
cambiar de forma; no decía Ruby Loo's, no decía nada. Nada decía nada. Nada
tenía sentido. El viento soplaba en los lugares desiertos. Heather se separó de
George y corrió hacia la pared más próxima; lloraba. En el terror, su instinto la
llevaba a esconderse, a alcanzar el rincón de una pared y esconderse.
–¿Qué ocurre, querida?... No pasa nada. Espera, todo va a andar bien.
Me estoy volviendo loca, pensó ella; no era George, no era George, era yo.
–Todo va a andar bien –murmuró él una vez más, pero ella oyó en su voz que
él no lo creía. Sintió en sus manos que él no lo creía.
–¿Qué ocurre? –gritó Heather, desesperada–. ¿Qué ocurre?
–No lo sé –dijo George, casi distraídamente; él había levantado la cabeza y se
había separado un poco de ella, aunque aún la sostenía contra sí para que dejara
de llorar; parecía estar observando, escuchando; Heather oyó el latido fuerte y
firme del corazón en el pecho de él–. Heather, escucha. Voy a tener que volver.
–¿Volver adónde? ¿Qué es lo que ocurre? –su voz era aguda y fuerte.
–Haber. Debo ir. Espérame... en el restaurante. Espérame Heather, no me si-
gas. Se marchó, y ella debió seguirlo. Orr caminaba sin darse vuelta, bajando las
empinadas escaleras, debajo de las arcadas, más allá de las fuentes secas, hacia la

122
estación del funicular. Un coche esperaba ahí, en el final de la línea; Orr subió de
un salto. Heather trepó, casi sin aliento, cuando el coche se ponía en movimiento.
–¡Qué demonios ocurre, George!
–Lo siento –también él jadeaba–. Debo ir allá. No quería implicarte en eso.
–¿En qué? –ella lo detestaba; se sentaron frente a frente, agitados–. ¿Qué sig-
nifica esta locura? ¿Para qué vuelves allá?
–Haber está... –la voz de George vaciló–. Él está soñando –dijo; un profundo
terror irracional se apoderó de Heather, pero ella lo ignoró.
–¿Soñando qué? ¿Qué importa eso?
–Mira por la ventanilla.
Ella sólo lo había mirado a él desde que subiera al funicular. El vehículo cru-
zaba el río ahora, muy alto por encima del agua; pero no había agua. El río se
había secado; el lecho se veía agrietado y cenagoso bajo la luz de los puentes,
sucio, lleno de grasa y huesos, herramientas perdidas y peces moribundos. Los
barcos grandes se veían carenados y arruinados junto a las dársenas cenagosas.
Los edificios del centro de Portland, la Capital del Mundo, los enormes, nue-
vos, hermosos cubos de piedra y cristal entre planeadas dosis de verde, las forta-
lezas del gobierno –Investigación y desarrollo, Comunicaciones, Industria. Pla-
neamiento Económico, Control Ambiental– se estaban fundiendo. Se los veía
húmedos y vacilantes, como gelatina expuesta al Sol. Los bordes ya se deslizaban
por los lados, dejando grandes manchas cremosas.
El funicular marchaba a gran velocidad y no se detenía en las estaciones; algo
debía haberse descompuesto, pensó Heather, sin sentirse implicada. Ellos se
deslizaban rápidamente por encima de la ciudad que se disolvía, a una altura que
les permitía oír el retumbo y los gritos.
A medida que el funicular fue ascendiendo, apareció el monte Hood a la vista,
detrás de la cabeza de George, que estaba sentado frente a ella. Él debió ver la luz
rojiza reflejada en el rostro de Heather, o en sus ojos, tal vez, porque de inmedia-
to se volvió para mirar, para el vasto cono invertido de fuego.
El funicular se desplazaba a gran velocidad en el abismo, entre la ciudad que
se deformaba y el cielo informe.
–Nada parece andar bien hoy –dijo una mujer, en la parte posterior del coche,
en voz alta y temblorosa.
La luz de la erupción era terrible y magnífica. Su inmenso, consistente vigor
geológico era tranquilizador, comparado con el área vacía que se aparecía ahora
adelante del coche, en el extremo superior de la línea.
El presentimiento que invadiera a Heather cuando bajó la mirada del cielo de
jade, era ahora una presencia, estaba allí. Era un área, o tal vez un período de
tiempo, de una especie de vacío. Era la presencia de la ausencia: una entidad no
cuantificable sin calidades, en la que caían todas las cosas y de la que nada surgía.
Era horrible, y no era nada. Era el camino equivocado.
Cuando el funicular se detuvo en la terminal, hacia eso marchó George. Se
volvió hacia ella mientras caminaba, gritándole:
–¡Espérame, Heather! ¡No me sigas, no vengas!

123
Pero aunque ella trató de obedecerlo, algo se acercó a ella. Crecía rápidamente
desde el centro. Heather descubrió que todas las cosas habían desaparecido y que
estaba perdida en el oscuro pánico, gritando el nombre de su marido sin voz,
desolada, hasta que se hundió en una esfera que giraba alrededor del centro de su
propio ser, y cayó para siempre por el seco abismo.
Por el poder de la voluntad, que realmente es grande cuando se lo pone en
juego, en el modo correcto y en el momento preciso, George Orr halló bajo sus
pies el duro mármol de los escalones que llevaban a la torre de IHID. Avanzó,
mientras sus ojos le informaban que caminaba en la bruma sobre el barro, sobre
cadáveres putrefactos, sobre innumerables sapos pequeños. Hacía mucho frío,
pero se sentía olor a metal caliente y carne y pelo quemados. Cruzó el hall; las
letras doradas del aforismo del domo saltaban frente a él, HOMBRE
HUMANIDAD M N A A A. Las A trataron de atrapar sus pies; subió a un
pasillo móvil, aunque no lo veía; subió a la escalera helicoidal y se condujo hacia
arriba, soportándola continuamente con la firmeza de su voluntad. Ni siquiera
cerró los ojos.
En el nivel superior, el piso era de hielo. Tenía un dedo de espesor, y era muy
transparente; a través de él se podían ver las estrellas del hemisferio sur. Orr
caminó sobre el piso y todas las estrellas emitieron un sonido fuerte y falso, como
de campanas rotas. El mal olor era más fuerte, y le produjo náuseas. Avanzó, con
la mano tendida. El panel de la puerta de la oficina exterior de Haber se encontró
con su mano; Orr no podía verlo, pero estaba allí. Un lobo aulló. La lava se
acercaba a la ciudad.
George avanzó y llegó a la última puerta. La abrió; del otro lado no había na-
da.
–Socorro –gritó, porque el vacío lo atraía, lo impulsaba. No tenía fuerzas para
atravesar la nada y salir por el otro lado.
El abatimiento pareció diluirse un poco de su mente; pensó en Tiua’k Ennbe
Ennbe, en el busto de Schubert, y en la voz de Heather que le decía, furiosa
"¡Qué demonios ocurre, George!". Esto parece ser todo lo que poseía para cruzar la
nada. Avanzó; mientras lo hacía, supo que perdería todo lo que poseía.
Entró en el núcleo de la pesadilla.
Era una fría oscuridad, que se movía vagamente en redondo, hecha de miedo,
la que lo arrastraba, lo apartaba. Orr sabía dónde estaba la Ampliadora. Tendió la
mano y la tocó; buscó el botón inferior y lo oprimió.
Entonces se agachó, cubriéndose los ojos y retrocediendo, porque el temor
había invadido su mente. Cuando alzó la cabeza y miró, el mundo volvía a existir.
No estaba en buen estado, pero estaba allí.
No estaban en la torre de IHID, sino en un consultorio más deslucido y co-
mún en el que nunca había estado antes. Haber yacía estirado sobre el diván,
macizo, su barba apuntando hacia arriba. Volvía a ser una barba rojiza y una piel
blanca, no gris. Los ojos estaban entrecerrados y no veían nada.
Orr retiró los electrodos, cuyos cables se extendían como lombrices entre el
cráneo de Haber y la Ampliadora. Orr miró la máquina, con sus gabinetes abier-

124
tos; había que destruirla, pensó. Pero no tenía idea de cómo hacerlo, ni ganas de
intentarlo. La destrucción no era su línea; y una máquina es menos culpable aun
que un animal. No tiene otras intenciones más que las de nosotros mismos.
–Doctor Haber –dijo, sacudiendo un poco los enormes y fuertes hombros–
¡Haber, despierte!
Después de un momento se movió el pesado cuerpo, y enseguida se sentó. Se
lo veía débil y flojo; la cabeza, maciza y hermosa, pendía entre los hombros. La
boca estaba floja. Los ojos miraban al frente, hacia la oscuridad, el vacío, el no ser
que estaba en el centro de William Haber; ya no eran opacos, sino vacíos.
Orr, de pronto, empezó a temerle físicamente, y se apartó de él.
Necesito ayuda, pensó; no puedo manejar esto solo... Salió del consultorio,
atravesó una sala de espera que no le era familiar, y corrió escaleras abajo. Nunca
había estado en ese edificio y no tenía idea de cuál podía ser, a dónde estaba.
Cuando salió a la calle, supo que era una calle de Portland, pero eso era todo. No
estaba cerca de Washington Park, ni de las colinas del oeste. Nunca había cami-
nado por esa calle.
El vacío del ser de Haber, la pesadilla efectiva, que se irradiaba del cerebro
que soñaba, había roto las conexiones. La continuidad que se había mantenido
entre los mundos, o las líneas de tiempo de los sueños de Orr, se había quebrado
ahora, y el caos se había establecido. Orr tenía pocos recuerdos incoherentes de la
existencia en que se hallaba ahora; casi todo lo que sabía procedía de otras memo-
rias, los otros tiempos de sueño.
Otra gente, menos consciente que él, podía estar mejor preparada para este
cambio de existencia; pero se sentirían más atemorizadas, al no tener una explica-
ción. Hallarían al mundo radical, insensible, repentinamente cambiado, sin ningu-
na causa racional posible para el cambio. Habría mucha muerte y terror a conti-
nuación del sueño del doctor Haber.
Y pérdida. Y pérdida.
Supo que la había perdido; lo había sabido desde que entrara, con la ayuda de
ella, en el vacío que rodeaba al durmiente. Ella se había perdido junto con el
mundo de las personas grises y el enorme edificio artificial hacia el que había
corrido, dejándole solo en la ruina y la disolución de la pesadilla. Ella había
desaparecido.
Orr no trató de buscar ayuda para Haber. No había ayuda posible para Haber.
Ni para él. Había hecho todo lo que podía hacer. Siguió caminando por las calles
enrarecidas. Por los carteles supo que se hallaba en la parte nordeste de Portland,
una zona que nunca había conocido demasiado. Las casas eran bajas, y en las
esquinas se tenía a veces la vista de una montaña. Vio que la erupción había
cesado; en realidad, nunca había empezado. El monte Hood se elevaba, de un
color violeta oscuro, en el crepuscular cielo de abril, dormido. El monte dormía.
Soñar, soñar.
Orr caminaba sin meta, siguiendo una calle y luego otra; estaba agotado, y a
veces tenía la tentación de tenderse allí, en la calle, y descansar un rato, pero
seguía caminando. Se estaba acercando a una zona comercial ahora, se aproxima-

125
ba al río. La ciudad, mitad destruida y mitad transformada, una jungla confusa de
grandiosos planes y recuerdos incompletos, bullía; los fuegos y las enfermedades
corrían de casa en casa. Sin embargo la gente seguía sus negocios como siempre:
había dos hombres saqueando una joyería, y más allá se acercaba una mujer que
sostenía un bebe de mejillas rojizas que lloraba en sus brazos, caminando decidi-
damente hacia su hogar. Dondequiera que estuviese el hogar.

126
11

Luz le preguntó a Inexistencia: ¿Su Merced tiene existencia o no la tiene? Luz,


al no obtener respuesta...
Chuan-tzu, XXII

En algún momento de esa noche, cuando Orr estaba tratando de hallar su


camino por entre los caóticos suburbios hacia Corbett Avenue, un Aldebaraniano
lo detuvo y lo persuadió para que fuera con él. Orr lo siguió, dócil. Después de un
rato le preguntó si era Tiua'k Ennbe Ennbe, pero no preguntó con mucha con-
vicción y no pareció importarle cuando el Extraño le explicó, con gran esfuerzo,
que George se llamaba Jor Jor y él E'nememen Asfah.
Lo llevó a su departamento, próximo al río, sobre un taller de reparaciones de
bicicletas, y próximo a la Misión Evangélica Esperanza Eterna, que parecía
colmada, esa noche. En todo el mundo se les exigía a los diversos dioses, con
amabilidad mayor o menor, una explicación de lo que había ocurrido entre las
6:25 y las 7:08 de la tarde. Dulcemente discordante, el "Rock of Ages" se oía
abajo mientras ellos subían las obscuras escaleras que llevaban a un departamento
del primer piso. Una vez llegados, el Extraño le sugirió a Orr que se acostara en la
cama, porque se lo veía cansado. Dormir reconstruye la deshilachada seda de la
pena –dijo.
–Dormir, tal vez soñar; ay, ahí está el obstáculo –replicó Orr; había algo en la
forma curiosa en que los Extraños se comunicaban, pero estaba demasiado
cansado para decidir qué era–. ¿Dónde va a dormir usted? –preguntó, sentándose
pesadamente en la cama.
–En ninguna parte –replicó el Extraño, con su voz carente de tono.
Orr se inclinó para desatar sus zapatos. No quería ensuciar la colcha de la ca-
ma con sus pies, no sería justo pago de tanta amabilidad. Al agacharse se sintió
mareado.

127
–Estoy cansado –dijo–. Hice muchas cosas hoy. Es decir, hice algo. Lo único
que hice en mi vida: oprimir un botón. Fue necesario todo el poder de mi volun-
tad, la fuerza acumulada de toda mi existencia, para oprimir un maldito botón
NO.
–Usted ha vivido bien –dijo el Extraño.
Estaba parado en un rincón, y parecía que se quedaría parado ahí indefinida-
mente.
No estaba parado ahí, pensó Orr; no de la misma manera en que él se pararía,
o se sentaría, o se acostaría o sería. Él estaba parado ahí de la manera en que él,
Orr, podría estarlo en un sueño. Estaba allí de la misma manera en que, en un
sueño, uno está en algún lado.
Se acostó. Claramente percibía la piedad y la compasión protectora del Extra-
ño, parado en el otro extremo de la obscura habitación. El Extraño lo veía, no
con los ojos, como a una extraña criatura de corta vida, carnal, desprotegido,
infinitamente vulnerable, a la deriva en los mares de lo posible: algo que necesita-
ba ayuda. A Orr no le molestaba; realmente necesitaba ayuda. El agotamiento lo
dominó, lo arrastró como una corriente del mar en la que se estuviera hundiendo
lentamente.
–Er' perrehnne –murmuró, entregándose al sueño.
–Er' perrehne, –replicó E'nememen Asfah, en un susurro.
Orr se durmió y soñó. Sin tropiezos. Sus sueños, como olas del mar profundo
lejos de la costa, iban y venían, se elevaban y se hundían, profundas e inofensivas,
sin chocar contra nada, sin cambiar nada. Danzaron su danza entre todas las otras
olas en el mar del ser. En su sueño las grandes tortugas marinas verdes buscaron,
nadando con pesada e infinita gracia por las profundidades, en su elemento.
A principios de junio los árboles tenían abundantes hojas y las rosas florecían.
En toda la ciudad las enormes flores, llamadas rosa de Portland, florecían rosadas
en los tallos espinosos. Las cosas se habían restablecido bastante bien. La econo-
mía se estaba recuperando. Las personas cuidaban sus jardines.
Orr estaba en el Hospicio Federal, en Linnton, al norte de Portland. Los edifi-
cios, construidos en la década de 1990, estaban situados sobre una gran zona
escarpada frente a los prados, fértiles por las crecidas del Willamette, y la elegan-
cia gótica del puente St. Johns. Habían estado superpoblados en abril y mayo, por
la plaga de perturbaciones mentales que siguió a los sucesos de la tarde que se
recordaba ahora como "La Crisis"; pero eso se había superado, y el instituto había
vuelto a su rutina de pacientes excesivos y personal escaso.
Un asistente alto, que hablaba en voz baja, lo llevó arriba a Orr, a los cuartos
de una sola cama, en el ala norte. La puerta que llevaba a esa ala y las puertas de
todos los cuartos eran pesadas, con un atisbadero a un metro cincuenta del suelo,
y estaban cerradas con llave.
–No es que sea peligroso –dijo el asistente mientras abría la puerta del corre-
dor–. Nunca ha sido violento. Pero tiene ese mal efecto sobre los otros. Lo
ubicamos en dos guardias pero no hubo caso. Los otros estaban asustados de él,
nunca vi nada igual. En general, se influyen unos a otros y tienen terrores pánicos

128
y pasan noches malas, pero no así. Le tenían miedo a él. Por las noches golpeaban
las puertas para poder escapar de él. Y él no hacía más que estar acostado. Bueno,
aquí se ve de todo. A él no le importa dónde está, supongo. Aquí es –abrió la
puerta y precedió a Orr en el cuarto–. Visitas, doctor Haber –dijo.
Haber estaba delgado. El pijama azul y blanco se veía grande sobre su cuerpo.
Su cabello y su barba estaban más cortos, pero limpios y bien arreglados. Se sentó
en la cama y miró el vacío.
–Doctor Haber –dijo Orr, pero su voz flaqueó; sintió suma piedad, y temor.
Sabía qué era lo que miraba Haber. El mismo lo había visto. Estaba mirando al
mundo posterior a abril de 1998. Miraba al mundo tal como lo había malen-
tendido la mente: el sueño malo.
Hay un pájaro en un poema de T. S. Eliot que dice que la humanidad no pue-
de soportar demasiada realidad; pero el pájaro está equivocado. Un hombre puede
soportar todo el peso del Universo por ochenta años. Es la irrealidad lo que no
puede soportar.
Haber estaba perdido; había perdido todo contacto con la realidad.
Orr hizo otro intento por hablar, pero no encontró palabras. Fue retrocedien-
do hacia la puerta y salió, acompañado por el asistente, que cerró la puerta con
llave.
–No puedo –dijo Orr–. No hay forma.
–No hay forma –dijo el asistente.
Mientras marchaba por el corredor, el asistente agregó en su voz suave: El
doctor Walters me dijo que él era un científico prometedor.
Orr regresó al centro de Portland en barco. El transporte estaba bastante des-
barajustado aún; unidades, restos y comienzos de casi seis diferentes sistemas de
transporte públicos se agrupaban en la ciudad. Reed College tenía una estación de
subterráneo, pero no tenía trenes; el funicular a Washington Park terminaba en la
entrada de un túnel que se extendía hasta la mitad del Willamette y ahí se detenía,
Entre tanto, un individuo emprendedor había reacondicionado un par de barcos
pequeños y brindaba paseos por el Willamette y el Columbia, además de utilizar-
los como ferries con recorridos regulares entre Linnton Vancouver Portland y
Oregon. Resultaba un viaje placentero.
Orr se había tomado su larga hora de almuerzo para visitar el hospicio. Su
empleador, el Extraño E'nememen Asfah, era indiferente a las horas trabajadas; se
interesaba sólo por el trabajo realizado. No importaba cuándo se lo hacía. Orr
realizaba buena parte del suyo en la mente, acostado semidormido por una hora
antes de levantarse, cada mañana. Eran las tres de la tarde cuando volvió a La
Cocina y se sentó frente a su mesa de dibujo, en el taller. Asfah estaba en la sala
de ventas, esperando a los clientes. Tenía un personal de tres diseñadores, y
contratos con varios fabricantes que producían equipos para cocina de toda clase,
piletas, utensilios para cocinar, implementos, herramientas. La industria y la
distribución habían quedado en una desastrosa confusión después de la Crisis; el
gobierno nacional e internacional había estado tan perturbado por semanas que se
había impuesto un estado de indiferencia, y las pequeñas firmas privadas que

129
pudieron continuar sus actividades, o iniciarlas, durante ese período, estaban en
muy buena posición. En Oregon una cantidad de esas firmas, todas las cuales
producían distintas mercaderías, estaban a cargo de aldebaranianos; éstos eran
buenos directores y extraordinarios vendedores, aunque debían emplear seres
humanos para las tareas manuales. El gobierno los apreciaba porque aceptaban de
buen grado las restricciones y los controles; la economía mundial se iba recupe-
rando gradualmente. La gente volvía a hablar del producto bruto nacional, y el
presidente Merdle había vaticinado la vuelta a la normalidad para Navidad.
Asfah vendía al por menor y al por mayor, y La Cocina era popular por su só-
lida mercadería y sus buenos precios. Desde la Crisis, las amas de casa venían en
números crecientes para reequipar las inesperadas cocinas en las que se encontra-
ron cocinando esa noche de abril. Orr estaba observando unas muestras de
madera cuando oyó que alguien decía:
–Quiero un batidor de huevos –y como la voz le recordó la de su mujer, se
incorporó y miró hacia la sala de ventas. Asfah le estaba mostrando algo a una
mujer morena de estatura mediana, de unos treinta años, con cabellos cortos y
alambrinos sobre una cabeza bien formada.
–Heather –dijo, acercándose.
Ella se volvió. Lo observó por lo que pareció un momento largo.
–Orr –dijo–. George Orr, ¿verdad? ¿Cuándo nos conocimos?
–En... –él dudó–. ¿No es usted abogada?
E'nememen Asfah se veía inmenso en su coraza verde, sosteniendo un batidor
de huevos.
–No. Secretaria legal. Trabajo para Rutti y Goodhue, en el Edificio Pendleton.
–Allí debe ser. Estuve una vez. ¿Le... le gusta esto? –tomó otro batidor del
estante y se lo mostró–. Lo diseñé yo. Tiene un buen equilibrio, y trabaja muy
bien. En general se hacen las partes muy tiesas, o muy pesadas, salvo en Francia.
–Este me gusta –dijo ella–. Tengo una vieja mezcladora eléctrica, pero quería
colgar ése de la pared. ¿Usted trabaja acá? Antes no, ahora lo recuerdo. Usted
trabajaba en una oficina de Stark Street, y se trataba con un médico en Terapia
Voluntaria.
El no tenía idea de qué, o cuánto, ella recordaba, ni de cómo hacerlo encajar
con sus propias memorias múltiples. Su mujer había sido, por supuesto, de piel
gris. Aún había gente de piel gris, se decía, en especial en el Medio Oeste y en
Alemania, pero el resto había vuelto a tener piel blanca, morena, negra, roja,
amarilla, y mezclas. Su esposa había sido una persona gris, y mucho más gentil
que esta mujer. Esta Heather llevaba una gran cartera negra con un broche de
bronce, y probablemente una botella de brandy dentro de ella; parecía muy dura.
Su mujer no había sido agresiva y, aunque valiente, tenía maneras tímidas. Esta no
era su mujer, sino una mujer más impetuosa, activa y difícil.
–Exacto –dijo él–. Antes de la Crisis. Nosotros teníamos. Realmente, señorita
Lelache, teníamos una cita para almorzar. En Dave's, en Ankeny. No la cumpli-
mos.

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–No soy la señorita Lelache, ése es mi nombre de soltera. Soy la señora An-
drews.
Ella lo miró con curiosidad. Él enfrentaba y soportaba la realidad.
–Mi esposo murió en la guerra del Cercano Oriente –agregó.
–Sí –dijo Orr.
–¿Usted diseña todas estas cosas?
–La mayoría de las herramientas. Y los utensilios de cocina. Mire, ¿le gusta
esto? –él tomó una tetera con fondo de cobre, maciza pero elegante, con un
extraño diseño.
–¿A quién no? –exclamó ella, tendiendo sus manos; él se la alcanzó, y ella la
sostuvo y la admiró–. Me gustan las cosas –comentó; él afirmó con la cabeza–.
Usted es un verdadero artista. Es hermosa –el señor Orr es experto en cosas
tangibles –acotó el propietario, en voz sin tono, hablando desde el codo izquier-
do–. Escuche, yo recuerdo... –dijo Heather de pronto–. Por supuesto, fue antes
de la Crisis, por eso todo está tan mezclado en mi mente. Usted soñaba, quiero
decir, y usted creía que soñaba cosas que se convertían en realidad, ¿verdad? Y el
médico le insistía para que siguiera soñando y usted se oponía, de modo que
buscaba el modo de zafarse de la Terapia Voluntaria con él sin que lo castigaran
con Terapia Obligatoria. Sí, lo recuerdo. ¿Consiguió que lo pasaran a otro analis-
ta?
–No. No los necesito más –dijo Orr, y rió.
También ella rió.
–¿Qué hizo con sus sueños?
–Oh... seguí soñando.
–Yo creía que usted podía cambiar el mundo. ¿Es éste el mejor que pudo
hacer para nosotros, esta confusión?
–Tiene que serlo –replicó él.
El mismo habría preferido un mundo más tranquilo, pero nada podía hacer. Y
por lo menos ella estaba en ese mundo. Él la había buscado de todas las maneras
posibles, no la había encontrado, y se había dedicado a su trabajo como consuelo;
no le daba demasiado, pero era el trabajo que él podía hacer, y Orr era un hombre
paciente. Pero ahora su triste y silencioso penar por su mujer perdida debía
terminar porque allí estaba ella, la extraña impetuosa, recalcitrante, frágil, a la que
siempre habría que reconquistar.
Él la conocía, conocía a esa extraña, sabía cómo hacerla hablar y cómo hacerla
reír. Dijo, por último:
–¿Acepta una taza de café? Hay un bar al lado. Es la hora de mi descanso.
–No creo que lo sea –replicó ella; eran las cinco menos cuarto de la tarde. Ella
miró hacia el Extraño–. Claro que me gustaría tomar café, pero...
–Vuelvo en diez minutos, E'nememen Asfah –le dijo Orr a su patrón mientras
iba a buscar su impermeable.
–Tómese la tarde –dijo el Extraño–. Hay tiempo. Hay regresos. Ir es regresar.
–Muchas gracias –dijo Orr, y le estrechó la mano.

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En su mano, la gran aleta verde se sentía fría. Salió con Heather a la cálida
tarde lluviosa de verano. El Extraño los miró a través de la vidriera, así como un
animal marino podría mirar desde un acuario, viéndolos pasar y desaparecer en la
bruma.

FIN

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