Las Doce Moradas Del Viento - Ursula K Le Guin
Las Doce Moradas Del Viento - Ursula K Le Guin
Las Doce Moradas Del Viento - Ursula K Le Guin
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Ursula K. Le Guin
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Título original: The wind’s twelve quarters
Ursula K. Le Guin, 1975
Traducción: María Elena Rius
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Prólogo
Esta recopilación es lo que los pintores llaman una retrospectiva; una revisión
cronológica aproximada de los cuentos que escribí en la década que siguió a mi
irrupción en las letras de molde, tarde pero sin miedo, a los treinta y dos años. Aquí
están más o menos en el orden en que fueron escritos, de modo que el desarrollo de la
artista puede constituir parte del interés. No he sido estricta en la cronología, ya que
es imposible: los cuentos pueden escribirse un año, publicarse dos o tres más tarde,
luego quizá ser corregidos, y ¿qué fecha usar? Pero no hay alteraciones de peso.
No es de ninguna manera una colección completa de mis cuentos. Hay uno viejo
que dejé de lado porque no me gusta mucho; no he incluido en este libro la ficción
que no cabe en los apartados de literatura fantástica o ciencia ficción, ni la mayoría
de los cuentos de los últimos años, pues las antologías en las que se publicaron por
primera vez aún están en venta. Sin embargo, los dos últimos de este volumen
aparecieron en 1973 y 1974, de modo que los diecisiete relatos cubren los últimos
diez o doce años.
La relación entre cuento corto y novela que hay en la mente de la escritora es muy
interesante. Aunque El collar de Semley constituye un cuento completo en sí mismo,
fue el embrión de una novela. Ya había concluido con Semley, pero un personaje
secundario, un simple espectador que no se hundió obedientemente en la obscuridad
cuando el relato hubo terminado, continuó insistiendo: «Escribe mi historia», decía,
«soy Rocannon. Quiero explorar mi mundo…». Así que le obedecí. Es realmente
imposible discutir con esta gente.
El rey de Invierno fue otro de estos cuentos embrionarios, así como La palabra
que desliga y El poder de los nombres; pero todos me dieron la situación, antes que el
personaje, de la novela por venir. El último cuento del libro no es embrionario sino
otoñal. Llegó después de la novela, fue un regalo final, recibido con gratitud.
La mayoría de los cuentos de este volumen están conectados con mis novelas, en
el sentido de que corresponden más o menos al esquema más bien errático de
«historias del futuro» que siguen todos mis libros de ciencia ficción. No corresponden
a ese esquema ni mis primeras fantasías ni, más tarde, los que llamo psicomitos,
cuentos más o menos surrealistas que comparten con la fantasía la cualidad de
transcurrir fuera de la historia, fuera del tiempo, en aquella región de la mente
viviente que —sin invocar ningún concepto de inmortalidad— parece carecer en
absoluto de límites espaciales y temporales.
Quizá los coleccionistas tengan interés en saber que los títulos usados en este
volumen son de mi propia elección, variando en algunos casos los de publicaciones
previas: El collar de Semley apareció por primera vez como La dote de los Angyar
(un error gramatical del editor, que no hablaba el angyo con fluidez); Cosas apareció
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como El fin; El campo de visión apareció como Campo de visión.
Los únicos cuentos que sufrieron un cambio más importante que el ocasional de
una palabra o una oración o la restitución de cortes y errores de las versiones
publicadas, son: El rey de Invierno (ver la nota); Más vasto que los imperios y más
lento (un corte en las primeras páginas); Nueve vidas (ver la nota).
A. E. Housman
Un muchacho de Shropshire
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EL COLLAR DE SEMLEY
Este cuento, escrito en 1963, publicado en 1964 como La dote de
los Angyar y en 1966 como prólogo de mi novela El Mundo de
Rocannon, es en realidad el octavo que publiqué, pero inicia este
libro porque pienso que es el más característico y romántico de
mis primeros trabajos fantásticos y de ciencia ficción. Desde este
cuento hasta el último de la selección, que escribí en 1972, mi
estilo ha progresado, alejándose lenta y continuamente del franco
romanticismo. No hay duda de que sigo siendo una romántica y eso
me alegra, pero el candor y la inocencia de El collar de Semley se
han convertido gradualmente en algo más fuerte, más duro, y más
complejo.
Especie I:
A) Gdemiar (singular Gdem): elevado cociente de inteligencia, antropoides,
trogloditas nocturnos; talla media 120 a 135 cm, piel clara, cabellos obscuros. En el
momento de establecerse el contacto, estos cavernícolas poseían una sociedad
oligárquica y estratificada con rigidez, modificada por telepatía parcial colonial, y
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una cultura orientada tecnológicamente según la temprana edad del acero. El nivel
tecnológico se ha elevado hasta el punto C durante la misión de la Liga de los años
252-254. En el 254 un vehículo automático (desde Nueva Georgia del Sur y retorno)
fue entregado a los oligarcas de la comunidad del Mar de Kirien. Nivel C-Prima.
B) Fiia (singular Fian): elevado cociente de inteligencia, antropoides, diurnos,
aproximadamente 130 cm de talla; individuos observados piel y cabellos claros, en
general. Unos pocos contactos han señalado aldeas de grupos nómadas, de estructura
comunal, telepatía parcial colonial, con indicios de onda corta TK. La raza parece
atecnológica y evasiva; esquemas culturales mínimos y cambiantes. No sujetos a
contribución. Nivel E —Interrogante.
Especie II:
Liuar (singular Liu): elevado cociente de inteligencia, antropoides, diurnos;
estatura media encima de los 170 cm; esta especie posee una aldea fortificada,
Sociedad constituida por clanes, tecnología bloqueada (Bronce) y cultura heroico-
feudal. Se ha advertido un desdoblamiento social horizontal en dos subrazas: a)
Olgyior, «hombres normales», piel clara, cabellos obscuros; b) Angyar, «señores»,
muy altos, piel obscura, cabellos rubios…
—Es la raza de ella —dijo Rocannon, levantando la vista del Manual abreviado
de formas inteligentes de vida, para mirar a la mujer de piel obscura, elevada talla y
cabellos rubios, inmóvil en el centro del amplio salón del museo: erguida, con su
corona de cabellos brillantes, observaba algo en una vitrina. A su alrededor se movían
cuatro pigmeos ansiosos y desagradables.
—No sabía que en Fomalhaut II viviesen estos otros tipos, además de los
trogloditas —dijo Ketho, el director del museo.
—Tampoco yo. Aún quedan algunas especies «no confirmadas» en esta lista;
nunca ha habido contacto con ellas. Parece llegado el momento de enviar una misión
investigadora más profunda. En todo caso, al menos ahora la conocemos a ella.
—Querría tener algún medio de saber quién es ella…
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al despertar, se podía ver la nieve nocturna acumulada junto a las ventanas. La esposa
de Durhal, de pie, descalza sobre el suelo helado, trenzaba el fuego de su cabello y
sonreía a su joven esposo a través del espejo de plata de su habitación. Ese espejo y el
traje de boda de su madre, recamado con mil menudos cristales, constituían toda su
riqueza. Los familiares lejanos de Durhal aún eran dueños de guardarropas suntuosos,
mobiliarios de maderas doradas, monturas, armas y espadas de plata, joyas y alhajas
sobre las que la joven esposa arrojaba miradas de envidia, volviendo sus ojos hacia
una diadema de perlas o un broche de oro cuando el dueño de la joya le cedía el paso
como signo de deferencia por la alta alcurnia de su linaje y matrimonio.
En el cuarto puesto a partir del trono de Hallan Revel se sentaban Durhal y su
esposa Semley, tan cerca del señor de Hallan que, a menudo, el anciano ofrecía vino a
Semley con su propia mano y hablaba de las cacerías con su sobrino y heredero
Durhal, envolviendo a la joven pareja en una mirada de amor torvo y sin esperanzas.
Escasas podían ser las esperanzas para los Angyar de Hallan y para las Tierras del
Oeste, desde que aparecieran los Señores de las Estrellas, con sus casas que brincaban
sobre pilares de fuego y sus tremendas armas que arrasaban montañas. Ellos habían
bloqueado todos los antiguos caminos y se habían inmiscuido en las viejas guerras, y
aunque los montos eran pequeños, resultaba una vergüenza insoportable para los
Angyar el tener que pagarles un tributo, contribución para la guerra que los Señores
de las Estrellas sostenían con algún extraño enemigo, en algún lugar del espacio
abismal entre las estrellas. «Será también vuestra, esta guerra» decían; pero la última
generación de los Angyar había permanecido inerte en su ociosa vergüenza, dentro de
sus salones, viendo cómo enmohecían sus espadas de doble filo, cómo crecían sus
hijos sin intervenir en una sola batalla, cómo sus hijas se unían a hombres pobres,
incluso a los de baja cuna, sin aportar la dote de un patrimonio heroico a un noble
marido. El rostro del Señor de Hallan se ensombrecía al contemplar a la pareja de
cabellos dorados, al oír sus risas mientras bebían vino amargo y jugueteaban en la
fría, ruinosa y antes resplandeciente fortaleza de su casta.
El propio rostro de Semley se endurecía a la vista del salón donde relampagueaba
el brillo de las piedras preciosas en asientos muy por debajo del suyo, entre mestizos
y hombres de casta inferior, de piel blanca y cabellos obscuros. Ella nada había
aportado como dote a su esposo: ni siquiera una horquilla de plata. El vestido de Los
Mil Cristales estaba reservado para el día de la boda de su hija, si nacía una niña.
Y fue una niña y la llamaron Haldre, y cuando el cabello creció en su cabecita
obscura, brilló como el oro inmutable, herencia de generaciones señoriales, el único
oro que jamás poseería…
Semley nunca mostró a su marido el descontento que la colmaba. Porque a pesar
de su dulzura para con ella, en su duro orgullo de señor, Durhal sólo abrigaba
desprecio hacia la envidia y los deseos vanos, y ella temía ese desprecio. En cambio,
habló con Durossa, la hermana de Durhal.
—Mi familia fue dueña de un gran tesoro hace tiempo —le dijo—. Era un collar
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de oro con una piedra azul en el centro… ¿un zafiro?
Sonriente, Durossa alzó los hombros; no estaba segura del nombre.
Estaba muy avanzada la estación cálida del año, el verano de aquellos Angyar del
norte, dentro de su año de ochocientos días que inicia el ciclo de los meses en cada
nuevo equinoccio. Para Semley, aquél resultaba un calendario extraño, el cómputo
típico de los hombres normales. Su familia se extinguía ahora, pero su sangre era más
antigua y más pura que la de cualquiera de los integrantes del grupo del noroeste, que
con tanta libertad se unían a los Olgyior. Sobre un asiento de piedra, Semley y
Durossa contemplaban los rayos de Sol desde una ventana alta de la Gran Torre, en el
apartamento de las mujeres casadas. Viuda desde su juventud y sin hijos, Durossa
había sido otorgada en segundo matrimonio al Señor de Hallan, que era hermano del
padre de ella. Por ser ésta una boda entre parientes y la segunda para ambos, Durossa
no recibía el título de Señora de Hallan —que Semley habría de ostentar algún día—,
pero se sentaba en el trono, junto al anciano señor y gobernaba con él sus dominios.
Mayor que su hermano Durhal, amaba a la joven esposa de éste y se deleitaba con la
rubia Haldre.
—Fue comprado —prosiguió Semley— con todas las riquezas que mi antepasado
Leynen obtuvo cuando se apoderó del sur de Fief, ¡toda la riqueza de un reino por
una joya! Oh, sin duda podría obscurecer a cualquier otra aquí, en Hallan, aun a esos
enormes cristales que lleva tu primo Issar. Era tan bello que le dieron un nombre
propio; lo llamaban Ojo del Mar. Mi bisabuela lo llevaba.
—¿Tú nunca lo viste? —preguntó la mujer, con lentitud, mientras contemplaba
las verdes colinas donde el largo verano hacía soplar sus cálidos vientos incansables
por entre los bosques y los caminos blancos, hasta alcanzar la lejana costa.
—Se perdió antes de que yo naciera. No, mi padre me ha dicho que fue robado
antes de que los Señores de las Estrellas llegasen a nuestros dominios. Él prefería no
tocar el asunto, pero una anciana de la casta común, sabedora de toda clase de
cuentos, siempre me ha asegurado que los Fiia han de saber dónde está.
—¡Ah, los Fiia! ¡Cuánto me gustaría verlos! —dijo Durossa—. Conocen tantas
canciones y leyendas… ¿Por qué nunca vendrán a las Tierras del Oeste?
—Demasiado altas, demasiado frías, creo. Gustan del Sol de los valles del sur.
—¿Se asemejan a los gredosos?
—A ésos no los conozco; se mantienen alejados de nosotros en el sur. ¿No son
blancos, como los hombres normales, y deformes? Los Fiia son graciosos; se
asemejan a los niños, sólo que más delgados y sensatos. Me pregunto si sabrán dónde
está el collar, quién lo robó y dónde lo oculta. Piensa, Durossa, si yo pudiera ir a una
fiesta de Hallan y sentarme junto a mi marido con toda la riqueza de un reino en torno
a mi cuello y eclipsar a las otras mujeres, tal como ellas eclipsan a los hombres.
Durossa inclinó el rostro hacia la niña, que examinaba sus propios piececitos
obscuros sobre una manta, entre su madre y su tía.
—Semley es una simple —murmuró a la niña—; Semley, que brilla como una
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estrella fugaz, Semley, la mujer de un hombre que no quiere más oro que el de ella…
Y Semley, viendo las verdes colinas del verano que llegaban hasta el mar distante,
callaba.
Pero cuando hubo pasado otra estación fría y hubieron regresado, una vez más,
los Señores de las Estrellas para coger sus tributos por la guerra —y esta vez una
pareja de gredosos enanos les servía de intérpretes, de modo que todos los Angyar se
sintieron humillados hasta el límite de la rebeldía—, y cuando hubo pasado también
otra estación cálida y Haldre ya había crecido hasta convertirse en una dulce y locuaz
niña, Semley la llevó consigo, una mañana, hasta la solana de Durossa, en la Torre.
Semley lucía una vieja capa y una capucha cubría sus cabellos.
—Ten contigo a Haldre por unos pocos días, Durossa —pidió con calma, pero de
prisa—, voy a ir al sur, a Kirien.
—¿Vas a ver a tu padre?
—Hallaré mi herencia. Vuestros primos de Harget Fief se han mofado de Durhal;
incluso Parna, ese mestizo, se cree con derecho a atormentarlo porque su mujer tiene
un edredón de raso para su lecho y unos pendientes de diamante y tres vestidos…
¡Esa bruja de pelo negro! Y en tanto, la mujer de Durhal ha de remendar su vestido…
—¿El orgullo de Durhal está en su mujer o en lo que ella lleva?
Pero Semley no cambió su propósito.
—Los Señores de Hallan se han convertido en hombres pobres en su propia
mansión. Traeré mi dote a mi señor, tal como una de mi estirpe debe hacerlo.
—¡Semley! ¿Sabe Durhal que partes?
—Dile que el mío será un regreso feliz —respondió la joven Semley rompiendo
en una breve risa gozosa, luego se inclinó a besar a su hija, y antes de que Durossa
pudiese hablar ya marchaba, ligera como el viento, sobre el suelo de piedra de la
solana.
Las mujeres casadas de los Angyar jamás cabalgaban, sino por necesidad, y
Semley no había salido de Hallan después de su matrimonio; ahora, al montar sobre
la alta silla de su animal alado se sintió niña otra vez, como la doncella indómita que
había sido, cabalgando sobre escuálidas bestias con el viento del norte, a través de los
campos de Kirien, pero su montura actual provenía de las montañas de Hallan, era de
la mejor de las razas, de piel a rayas, recia y lustrosa, extremidades vivaces, ojos
verdes, penetrantes a pesar del viento, claras y vigorosas alas que se elevaban y caían
a cada lado de Semley, descubriendo y ocultando, descubriendo y ocultando las nubes
por encima y las colinas por debajo.
En la tercera mañana arribó a Kirien y, una vez más, se detuvo en medio de las
salas ruinosas. Su padre había estado bebiendo durante toda la noche y, como en días
pasados, la luz del Sol, filtraba por entre las grietas de los techos, lo abrumaba. La
presencia de su hija aumentó su disgusto.
—¿A qué has venido? —en tanto que sus ojos hinchados recorrían las paredes y
el rostro de la joven; la mata de fuego de su cabellera había desaparecido y sólo
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gruesas arrugas le cubrían el cráneo—. ¿El joven de Hallan no se ha casado contigo y
vienes aquí con tus lloros?
—Soy la mujer de Durhal; he venido a buscar mi dote, padre.
Ebrio aún, gruñó una vez más, con enfado; pero la sonrisa de ella fue tan dulce
que se sintió vencido.
—¿Es verdad, padre, que los Fiia han sido los que robaron el collar, el Ojo del
Mar?
—¿Cómo puedo saberlo? Son viejas leyendas. Esa joya se perdió antes de nacer
yo, creo, y quisiera no haber nacido nunca. Pregúntale a los Fiia, si quieres saberlo.
Vete con ellos, vuelve con tu marido, déjame solo aquí. No hay espacio en Kirien
para las muchachas, el oro y todo lo demás. Aquí ya es el fin; ésta es una plaza
perdida, vacía. Los hijos de Leynen han muerto todos; sus riquezas han desaparecido.
Sigue tu camino.
Gris e hinchado, casi como un pordiosero en una casa ruinosa, se volvió,
tambaleante, para ir a ocultarse de la luz del Sol, en los sótanos.
Con la rienda de su cabalgadura alada entre las manos, Semley abandonó el
antiguo hogar. Marchaba hacia una colina escarpada, luego de atravesar la aldea de
hombres normales, que la saludaron con hosco respeto. En los campos pacían las
bestias aladas y semisalvajes, en grandes rebaños. Semley descendió por un valle de
verde intenso, rebosante de Sol. En lo profundo del valle estaba asentada la aldea de
los Fiia, y al par que ella iba descendiendo, con la rienda entre las manos, las
diminutas gentes corrían a su encuentro desde huertas y jardines riendo y
nombrándola con sus finas vocecillas:
—¡Salud, esposa de Hallan, Señora de Kirien, Dama de los Vientos, Semley la
Bella!
Todos coreaban dulces nombres y ella los oía con placer, sin enfadarse por sus
carcajadas, porque los Fiia reían a cada palabra: era su actitud habitual, hablar y reír.
Se detuvo, firme y erguida en su capa azul, en el centro de la bienvenida.
—Salud, gentes blancas, habitantes del Sol, Fiia, amigos de los hombres.
Penetró en la aldea, conducida por todos, y se instaló en una de las luminosas
casas, y los niños corrían y gritaban a su alrededor. Era difícil saber la edad de un
Fian adulto; incurso distinguir con certeza a uno de otro era arduo, porque se movían
con la rapidez de una mariposa en torno de la luz, y ella no sabía si siempre hablaba
con el mismo interlocutor. Pero tuvo la sensación de que sólo uno de ellos le hablaba,
por un momento, en tanto unos atendían su cabalgadura y otros le ofrecían agua y
frutas de sus árboles.
—¡No han sido los Fiia quienes han robado el collar de los Señores de Kirien! —
exclamaba el hombrecito—: ¿Qué podrían hacer los Fiia con el oro, Señora? Para
nosotros brilla el Sol en la estación cálida y en la estación fría nos quedan los
recuerdos de ese brillo. Las frutas amarillas, las hojas amarillas de fin de estación, el
amarillo de la cabellera de nuestra Señora de Kirien: no tenemos otro oro.
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—¿Lo robó, pues, alguno de los normales?
—¿Cómo osaría hacerlo un normal? Ah, Señora de Kirien, cómo fue robada la
joya ningún mortal lo sabe, ni el hombre, ni el normal, ni el Fian, ni ninguna de las
siete castas. Sólo los muertos saben cómo se ha perdido, tiempo ha, cuando Kireley el
Arrogante, bisabuelo de nuestra Semley, marchó sin compañía por las cavernas del
mar. Pero quizá esté entre los Enemigos del Sol.
—¿Los gredosos?
Un estallido de risa seca, nerviosa.
—Siéntate con nosotros, Semley la del cabello de Sol, llegada desde el norte.
Y se sentó a comer con los Fiia, tan complacidos con su donaire como ella lo
estaba con su presencia. Pero cuando la oyeron repetir su propósito de buscar la joya
entre los gredosos, si es que allí estaba, dejaron de reír; poco a poco fueron
desapareciendo. De pronto estaba sola junto a la mesa con uno de ellos, tal vez el que
le hablara antes de la comida.
—No vayas al encuentro de los gredosos, Semley —le dijo, y por un instante el
corazón de la Señora de Hallan se estremeció.
El Fian, con un lento vaivén de la mano por encima de sus ojos, había
obscurecido el aire que los rodeaba. Restos de frutas llenaban las fuentes; todos los
cuencos de agua clara estaban vacíos.
—En las montañas lejanas se separaron los Fiia y los Gdemiar; hace muchos años
se separaron —dijo el pequeño hombre de los Fiia—. Mucho antes de eso fuimos un
solo pueblo; pero lo que nosotros somos, ellos no lo son. Lo que no somos, ellos lo
son. Piensa en la luz del Sol y en la hierba y en los árboles que dan frutos, Semley.
Piensa que no todos los senderos que hay son buenos.
El Fian se inclinó, con una sonrisa.
Fuera de la aldea Semley montó en su cabalgadura, dijo adiós en respuesta a los
adioses, y en el viento de la tarde se remontó hacia el sudoeste, hacia las cavernas de
las costas rocosas del Mar de Kirien.
Temía tener que penetrar en las cavernas para hallar a las gentes que buscaba: le
habían dicho que los gredosos nunca salían fuera de sus grutas a la luz del Sol y que
hasta recelaban de la luz de la Gran Estrella y de las lunas. El trayecto era largo; una
vez bajó a tierra, para que su cabalgadura cazara alguna alimaña mientras ella comía
un trozo de pan de su alforja. El pan estaba duro y reseco ahora y sabía a piel, aunque
conservaba algo de su sabor primitivo: por un momento, comiendo sola en un claro
de los montes sureños, oyó el tono apacible de una voz y le pareció haber visto el
rostro de Durhal, vuelto hacia ella a la luz de las antorchas de Hallan. Y permanecía
sentada, viendo el rostro austero, vívido y joven, soñando con que al regresar con
toda la riqueza de un reino en tomo a su cuello le diría: «He querido traer un regalo
digno de mi marido, Señor…». Se apresuró luego, pero al alcanzar la costa el Sol se
había ocultado, Y la Gran Estrella se ponía también. Desde el oeste se había elevado
una brisa suave que viró luego para adquirir empuje. La montura de Semley luchaba
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contra el viento con tanto esfuerzo, que ella le dejó descender sobre la arena. La
bestia plegó sus alas y encogió las gráciles patas bajo el cuerpo, con una suerte de
ronroneo. Semley, de pie, se ajustaba la capa en torno a los hombros, palmeando el
pescuezo del animal, que sacudió las orejas en tanto volvía a ronronear. El contacto
tibio le reconfortó la mano, pero sus ojos no veían más que un cielo gris, cubierto de
jirones de nubes, un mar gris, arenas obscuras. Luego, deslizándose sobre la arena, se
presentó una criatura baja, sombría, luego otra, por fin todo un grupo que se
agazapaba, corría, se detenía.
Los llamó en alta voz. Y aunque se hubiera dicho que no la habían advertido, en
un instante la rodearon todos; pero se mantenían apartados de su montura, que cesó
en sus ronroneos, crispada la piel bajo la mano de su ama. Semley cogió las riendas,
confiada en la protección que la bestia le brindaba, pero temerosa de la ferocidad que
podía manifestar. En silencio, las extrañas gentes la observaban, con los toscos pies
descalzos inmóviles sobre la arena. No podía haber engaño: eran de la talla de los
Fiia, y en todo lo demás, una sombra, una imagen negra de aquel pueblo risueño.
Desnudos, contrahechos, ralos los cabellos negros, la tez gris y viscosa como la de un
gusano, de piedra la mirada.
—¿Sois los gredosos?
—Somos los Gdemiar, el pueblo de los Señores de los Reinos de la Noche.
La voz tuvo una inesperada hondura y corrió pomposa a través del anochecer
salino. Pero, tal como le ocurriera con los Fiia, Semley no estaba segura de quién le
había hablado.
—Salud, Señores de la Noche. Yo soy Semley de Kirien, esposa de Durhal de
Hallan. He venido hasta vosotros a buscar mi herencia, el collar llamado Ojo del Mar,
que se perdiera tiempo atrás.
—¿Por qué lo buscas aquí, Angya? Aquí sólo hallarás arena, sal y noche.
—Porque las cosas perdidas se hallan en los lugares profundos —repuso Semley,
hábil para las agudezas—, y oro que ha venido de la tierra tiene un medio de volver a
ella. Y a veces lo hecho, dicen, regresa a su hacedor —no era más que una conjetura.
Y fue exacta.
—Por cierto que conocemos el nombre de Ojo del Mar. Fue hecho en nuestras
cavernas, tiempo ha, y vendido por nosotros a los Angyar. La piedra azul procedía de
los campos de arcilla de nuestros parientes del este. Pero éstos son antiguos cuentos,
Angya.
—¿Podría escucharlos en el mismo lugar en que fueron narrados?
El círculo de gentes obscuras guardó silencio por un instante, como si dudara. El
viento gris barrió la arena, obscureciendo la puesta de la Gran Estrella; el sonido del
mar se amortiguó. La voz profunda vibró otra vez:
—Sí, Señora de los Angyar. Podrás penetrar en las Moradas Profundas. Síguenos.
Hubo como una asechanza en la voz, pero Semley no quiso oírla. Siguió a los
gredosos por la arena, llevando con la rienda corta a su cabalgadura de agudas garras.
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Ante la boca de la caverna, una boca desdentada de la que surgían vahos fétidos,
uno de los gredosos dijo:
—La bestia no debe entrar.
—Sí —dijo Semley.
—No —repuso todo el grupo.
—Sí, no la dejaré aquí. No me pertenece, no puedo dejarla. No os hará daño,
mientras yo sujete las riendas.
—No —repitieron voces obscuras.
Pero otras asintieron:
—Como tú quieras.
Tras un instante de duda avanzaron; la boca de la cueva parecía haberse cerrado
tras ellos, tanta era la obscuridad bajo la piedra. Marchaban de uno en fondo, Semley
la última.
La obscuridad del túnel se debilitó; habían llegado hasta el lugar donde pendía del
techo una bola de tenue fuego blanco, otra más lejos y otra. Entre ellas, como
festones, negros gusanos larguísimos colgaban de las rocas. A medida que avanzaban,
menor era el espacio entre una y otra bola de fuego y todo el túnel estaba iluminado
con una luz brillante y fría.
Los guías de Semley se detuvieron. Tres puertas que parecían ser de acero
bloqueaban el acceso a otras tantas vías.
—Aguardaremos, Angya —dijeron, y ocho de ellos permanecieron junto a ella en
tanto otros tres abrían una de las puertas y la franqueaban antes de que cayera tras
ellos con estrépito.
Firme y erguida se mantuvo la hija de los Angyar bajo la descolorida luz de las
lámparas; su montura se echó a su lado, batiendo una y otra vez su cola a rayas, con
las alas plegadas, aunque sacudidas una y otra vez por un impulso de vuelo. Detrás de
Semley, en el túnel, los ocho hombres gredosos se acuclillaron, y sus voces hondas
murmuraban palabras en su propia lengua.
La puerta central resonó al abrirse.
—¡Dejad que Angya penetre en el Reino de la Noche! —gritó una nueva voz,
jactanciosa y resonante; un hombre gredoso, con alguna vestidura sobre el tosco
cuerpo gris, apareció en el vano de la puerta e hizo señas de que se adelantaran—.
¡Entra y contempla las maravillas de nuestras tierras, los prodigios realizados por las
manos de los Señores de la Noche!
Silenciosa, Semley tiró de las riendas e inclinó la cabeza para seguir a su nuevo
guía por un pasaje de poquísima altura. Otro túnel iluminado se abría delante, paredes
húmedas, deslumbrantes bajo la luz blanca. Sobre el suelo dos barras de acero pulido
se extendían a cada lado, hasta donde llegaba la vista. Sobre las barras se apoyaba
una especie de carro de ruedas metálicas. Obediente a los gestos del guía, sin trazas
de vacilación o asombro en el rostro, Semley penetró en el carro e hizo que su
montura la acompañara. El gredoso se sentó frente a ella, tras ajustar barras y ruedas.
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Se produjo un ruido estridente, el rechinar de metal sobre metal, y luego los muros
del túnel comenzaron a deslizarse. Más y más veloces cada vez, los muros corrían a
cada lado, y los globos de fuego se convirtieron en un trazo de luz y el aire fétido y
cálido era un viento que sacudía la capucha de la mujer.
El carro se detuvo. Semley siguió a su guía por gradas de basalto hasta una vasta
antesala y luego a una más vasta cámara, erosionada en la roca por el agua de los
siglos o tal vez por los excavadores gredosos; aquel ámbito, que nunca conociera la
luz del Sol, estaba iluminado con el misterioso brillo frío de los globos de fuego. En
las paredes, tras amplias rejas, grandes paletas metálicas giraban y giraban para
remover el aire viciado. En la enorme sala cerrada zumbaban las voces graves de los
gredosos, el chirrido agudo y la vibración de los metales. De todo ello la roca
devolvía, una y otra vez, el eco intermitente.
Allí los gredosos cubrían sus rollizos cuerpos con prendas similares a las de los
Señores de las Estrellas amplios pantalones, botas flexibles, túnicas con capucha,
aunque las pocas mujeres que se dejaban ver, serviles enanas siempre apresuradas,
estaban desnudas. La mayoría de los hombres eran soldados que portaban armas
parecidas a los terribles lanzarayos de los Señores de las Estrellas, si bien Semley
pudo advertir que se trataba de simples garrotes de metal. Lo que vio, lo vio sin
observar; avanzó por donde la conducían, sin volver la cabeza ni a derecha ni a
izquierda. Cuando hubieron llegado frente a un grupo de gredosos que lucían
diademas de acero sobre sus cabellos, el guía se detuvo y con voz profunda anunció:
—¡Los excelsos Señores de Gdemiar!
Eran siete y todos le habían clavado los ojos con tal arrogancia pintada en sus
grises rostros terrosos que ella sintió deseos de reír.
—He venido hasta vosotros para buscar el tesoro perdido de mi familia, Señores
del Reino de las Tinieblas —dijo en tono solemne—. Busco el botín de Leynen, el
Ojo del Mar —su voz sonaba débil en medio del estrépito.
—Así nos lo han dicho nuestros mensajeros, Semley, señora de Hallan —esta vez
logró determinar quién le había hablado: un individuo más bajo que los otros, que
apenas si le llegaría al pecho y lucía un resto fiero en el rostro—. No poseemos lo que
buscas.
—En otro tiempo lo tuvisteis, se dice.
—Mucho es lo que se dice allí donde el Sol centellea.
—Y las palabras son llevadas por el viento, allí donde el viento sopla. No
pregunto cómo se ha perdido el collar ni cómo ha vuelto a vosotros, sus artífices de
antaño. Esas son viejas historias, antiguas habladurías. Sólo intento encontrarlo
ahora. Vosotros no lo poseéis, pero quizá sepáis dónde está.
—No está aquí.
—Estará, pues, en otro lugar.
—Está donde tú no puedes llegar; no, a menos que cuentes con nuestra ayuda.
—Ayudadme, pues; os lo pido en mí condición de huésped vuestra.
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—Se ha dicho: los Angyar toman; los Fiia dan; los Gdemiar dan y toman. Si
hiciéramos esto por ti, ¿qué nos darías?
—Mi gratitud, Señores de la Noche.
Y permaneció firme y bella, sonriente entre ellos. Todos la contemplaban con
asombro maligno, con hosco sentimiento.
—Escucha, Angya, grande es el favor que pides; no sabes cuánto; no puedes
comprenderlo. Perteneces a una raza que no lo comprenderá, porque sólo os cuidáis
de cabalgar en los vientos, de levantar cosechas, pelear a espada y vocear juntos.
¿Pero quién fabrica vuestras espadas de acero brillante? ¡Nosotros, los Gdemiar!
Vuestros jefes vienen aquí, a los Campos de Arcilla, compran sus espadas y se alejan
sin mirar ni comprender. Pero ahora tú estás aquí, podrás mirar, podrás observar
algunas de las maravillas infinitas de nuestra raza: las luces que arden por siempre, el
carro que se impulsa a sí mismo, las máquinas que hacen nuestras ropas y cuecen
nuestros alimentos y purifican nuestro aire y nos sirven en todo. Debes saber que
todas estas cosas están más allá de tu entendimiento. Y tenlo presente: ¡nosotros, los
Gdemiar, somos amigos de aquellos a los que llamáis Señores de las Estrellas! Con
ellos hemos ido a Hallan, a Roohan, a Hul-Orren, a todas vuestras mansiones, para
ayudarlos a entenderse con vosotros. Los Señores a quienes los orgullosos Angyar
pagáis tributo son nuestros amigos. Ellos nos favorecen tal como nosotros los
favorecemos. Pues bien, ¿qué significa para nosotros tu agradecimiento?
—Esto lo debéis contestar vosotros —repuso Semley—, no yo. Te he hecho mi
pregunta, contéstala, Señor.
Por un instante los siete se agruparon para hablar y callar luego. Las miradas la
buscaron, la evitaron, el silencio se adensó. Una muchedumbre se agrupaba en torno
a ellos, crecía con rapidez y sin ruidos. Repentinamente Semley estuvo rodeada de
centenares de opacas cabezas negras, hasta que se cubrió de gente todo el suelo de la
caverna resonante, excepto un pequeño espacio cercano a la Señora de Hallan. La
bestia alada se agitaba, entre el temor y el enojo demasiado tiempo reprimidos, y sus
ojos se dilataban como cuando un animal de su especie se veía obligado a volar de
noche. Semley acarició la tibia piel de la cabeza, murmurando:
—Tranquilízate, mi valiente señor del viento…
—Angya, te llevaremos hasta donde está el tesoro —una vez más le había
hablado el gredoso de la cara blanca y diadema de acero—. No podemos hacer otra
cosa. Deberás venir con nosotros en demanda del collar, hasta donde están quienes
ahora lo poseen. La bestia alada no podrá acompañarte. Debes partir sola.
—¿Cuán largo será el viaje, Señor?
El gredoso apretó los labios con fuerza.
—Será prolongado, Señora. Aunque no haya de durar más que una larga noche.
—Agradezco vuestra cortesía. ¿Podréis cuidaros de mi montura por esta noche?
Ningún daño debe ocurrirle.
—Dormirá hasta tu regreso. Habrás cabalgado en una bestia aérea mucho mayor
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cuando vuelvas a ver esta tuya. ¿No preguntas adónde te llevaremos?
—¿Podremos emprender ya ese viaje? Quisiera no faltar por mucho tiempo de mi
hogar.
—Sí. En seguida —los labios grises se distendieron.
De lo ocurrido en las horas siguientes Semley no podría dar cuenta. Todo era
prisa, confusión, estrépito, sorpresa. Mientras ella acariciaba la cabeza de su
cabalgadura, un gredoso introdujo una larga aguja en la corva dorada de la bestia.
Semley estuvo a punto de gritar, pero el animal se agitó apenas y luego, entre
ronroneos, quedó dormido. Con claras muestras de miedo, un grupo de hombres
cogió a la bestia dormida para llevársela. Más tarde vio cómo una aguja se introducía
en su propio brazo, quizá para probar su valor, porque no se sintió adormecida, aun
cuando no estaba cierta de ello. Viajó en carros que atravesaban puertas de hierro
innumerables cavernas abovedadas. Hubo un instante en que el carro rodó por una
caverna estrecha, por completo sombría y la obscuridad estaba poblada de raras
alimañas. Oyó sus chillidos, los gritos roncos, y vio grandes bandadas frente a las
luces del carro; cuando pudo verlas a la débil luz blanca, comprobó que no tenían alas
y que eran ciegas. Y cerró los ojos ante tal visión. Pero había más túneles a recorrer, y
siempre más cavernas, más cuerpos grises, y feas caras y retumbantes voces graves,
hasta que por fin llegaron al aire libre. Era noche cerrada; elevó la vista, feliz, hacia
las estrellas y la única luna resplandeciente, la pequeña Heliki que brillaba en el
oeste. Pero los gredosos estaban aún junto a ella y la hacían penetrar en otro carro o
en otra cueva, no estaba cierta. Era un espacio pequeño, lleno de diminutas luces
temblorosas, muy estrecho y claro, después de las enormes cavernas húmedas y de la
noche iluminada de estrellas. Otra aguja penetró en sus carnes y le dijeron que tendría
que dejarse atar en una especie de silla plana: ligaduras en la cabeza, manos y pies.
—No lo permitiré —dijo Semley.
Pero al ver que sus cuatro acompañantes gredosos se dejaban atar, se sometió.
Quedaron solos. Hubo un estruendo y luego un hondo silencio; un peso enorme,
invisible, la oprimía; luego desapareció todo: peso, sonido, todo.
—¿He muerto? —preguntó Semley.
—Oh, no, Señora —respondió una voz desagradable.
Al abrir los ojos entrevió una cara blanca, inclinada sobre ella, una gran boca
sumida, ojos como piedras. Sus ligaduras habían desaparecido y dio un brinco: no
tenía peso ni cuerpo. Se sintió como una mera ráfaga de terror en el viento.
—No te haremos daño —dijo la voz o varias de ellas—. Permítenos tan sólo tocar
tu cabello; déjanos tocarlo…
El carro tembló un tanto. Fuera de su única ventana se extendía una noche total…
¿o era bruma, o nada? Una larga noche, le habían dicho. Muy larga. Sentada, inmóvil,
soportó el contacto de las gruesas manos grises sobre su cabello. Luego quisieron
tocarle las manos, los pies y los brazos, y uno, la garganta: saltó entonces en pie, y
mostró los dientes; los gredosos retrocedieron.
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—No te hemos hecho daño, Señora —le dijeron.
Sacudió su cabeza.
Cuando se lo ordenaron, volvió a tenderse en la silla y a dejarse atar. Cuando la
luz se tornó dorada, a través de la ventana, hubiera querido llorar ante aquel
espectáculo, pero cayó desfallecida.
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cejas, mientras Ketho murmuraba sobre su hombro:
—Tiene buen gusto. Es el collar Fomalhaut, una pieza única.
La joven sonrió a los dos hombres y volvió a hablarles.
—Ha dicho: Señores de las Estrellas, Joven y Anciano, Habitantes de la Casa de
los Tesoros, este tesoro es mío. Mucho, mucho tiempo atrás. Gracias.
—¿De dónde salió esta pieza, Ketho?
—Veamos; déjame consultar el catálogo. Aquí lo tengo. Aquí está. Salió de estos
trog… bueno, lo que sean, Gdemiar. Al parecer estos tipos tienen la obsesión de los
negocios; tuvimos que dejarles comprar la nave con que han venido, una AD-4. El
collar fue parte del pago. Fue hecho por ellos.
—Apostaría a que ya no pueden hacer esta clase de trabajo; ahora están
adiestrados en la rama industrial.
—Pero se diría que piensan que la joya pertenece a esta mujer y no a ellos o a
nosotros. Ha de ser importante, Rocannon, o no le habrían dedicado tanto tiempo a
esta diligencia. El intervalo objetivo entre Fomalhaut y aquí debe de ser considerable.
—Varios años, sin duda —contestó el etnólogo, que sabía de viajes espaciales—.
No muchos.
—Bueno, ni el Manual ni la Guía me dan datos suficientes para una estimación
correcta. Está claro que estas especies no han sido estudiadas bien. Los pigmeos le
deben estar manifestando mera cortesía. O quizá una guerra interracial dependa del
maldito zafiro. O quizá los deseos de ella sean órdenes, porque la consideran
superior. O, a pesar de las apariencias, puede que ella esté prisionera, que sea un
señuelo. ¿Cómo podemos saber…? ¿Puedes disponer de las piezas, Ketho?
—Oh, sí. Todos los objetos de la sala Exótica están, técnicamente, en carácter de
préstamo, no son de nuestra propiedad, ya que estas reclamaciones se han producido
siempre. Pocas veces ha habido negativas. Paz, antes que nada, hasta que llega la
Guerra…
—Entonces creo que es mejor que se lo entregues.
Ketho sonrió.
—Es un privilegio —dijo, y abriendo la vitrina cogió la gruesa cadena de oro;
luego, tímido, la tendió hacia Rocannon—. Dásela tú.
Y la piedra azul, por un instante, refulgió en las manos del científico. Pero su
mente estaba lejos; se volvió hacia la espléndida alienígena con el manojo de fuego
azul y oro. Ella no alzó las manos para cogerlo, sino que inclinó la cabeza y él deslizó
el collar sobre sus cabellos. Refulgía como una brasa en torno a su garganta
broncíneo dorada. Parecía tan llena de orgullo, delectación y gratitud que Rocannon
enmudeció y el director murmuró en su propia lengua:
—Es un placer, un gran placer…
La mujer inclinó la cabeza en un saludo hacia Ketho y Rocannon, luego se volvió
hacia sus guardias (¿o captores?) y envolviéndose en la capa azul atravesó el salón y
se marchó.
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—A veces siento… —comenzó Rocannon.
—¿Qué? —preguntó Ketho con voz ronca, tras una larga pausa.
—A veces siento, cuando… me encuentro con estas gentes de mundos que
conocemos tan poco, a veces… siento como si transitara por el margen de una
leyenda, de un mito trágico, tal vez, que no alcanzo a comprender…
—Sí —dijo el director, aclarándose la garganta—. Me pregunto… Me pregunto
cuál es su nombre.
Semley la Bella, Semley la Dorada, Semley la del Collar. Los gredosos se habían
plegado a su deseo y también lo hablan hecho los Señores de las Estrellas, en aquel
terrible lugar al que la llevaran los gredosos, la ciudad que estaba al término de la
noche. Le habían hablado y le habían devuelto con alegría su tesoro.
Pero aún no había podido desechar el sentimiento opresivo de aquellas cavernas
que la rodearon, donde la roca la aplastaba, las voces retumbaban y las grises manos
se tendían a… Ya era suficiente. Había pagado por el collar; bien. Ahora le
pertenecía. La cuenta estaba saldada, el pasado era pasado.
Su montura alada se había deslizado fuera de una gran caja, con los ojos como
velados y la piel escarchada; en un principio, al abandonar las cuevas de los Gdemiar
no había querido volar. Ahora el animal estaba restablecido, y volaba en un suave
viento sureño, a través del cielo brillante, hacia Hallan.
—Rápido, rápido —le decía, entre sonrisas, a medida que el viento despejaba la
obscuridad de sus pensamientos—, quiero llegar pronto junto a Durhal…
Y volaron, veloces, de regreso a Hallan, donde llegaron al atardecer del segundo
día. Ya las cavernas de los gredosos no eran más que una pesadilla lejana; estaban a
mil pasos de Hallan y atravesaron el Puente del Precipicio, donde los bosques
prosperan. En la luz dorada del crepúsculo desmontó en las cuadras y caminó entre
las rígidas estatuas de los antepasados heroicos; los guardias, en el portal, se
inclinaron, sin dejar de admirar la mágica joya que lucía en tomo a su garganta.
En la sala de entrada detuvo a una joven que pasaba, una joven bellísima, parienta
cercana de Durhal, por su aspecto, aunque Semley no lograba recordar su nombre.
—¿Me conoces, doncella? Soy Semley, la esposa de Durhal. ¿Le dirás a la Señora
Durossa que he regresado?
Porque temía entrar y, quizá, hallarse sola en presencia de Durhal necesitaba el
apoyo de Durossa.
La niña la observaba con extrañeza; murmurando «sí, Señora», se precipitó hacia
la Torre.
Semley permaneció de pie en la ruinosa sala dorada. Nadie acudía.
¿Estarían cenando en el Gran Salón? El silencio era agobiante. Tras unos
momentos, Semley se encaminó hacia la escalinata de la Torre. Pero una anciana le
salió al encuentro, atravesando el piso de piedra, con los brazos abiertos, sollozante.
—¡Oh, Semley, Semley!
Jamás había visto a aquella mujer de cabellos grises, y dio un paso atrás.
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—¿Quién eres tú, Señora?
—Soy Durossa, Semley.
Se mantuvo silenciosa y sin moverse durante todo el tiempo en que Durossa,
entre abrazos y sollozos, le preguntaba si era verdad que los Gredosos la habían
capturado y la habían puesto bajo hechizo por todos esos largos años. ¿O habían sido
los Fiia con sus extrañas artes? Luego Durossa dejó de llorar y dio un paso atrás.
—Aún estás joven, Semley. Tan joven como en el día en que te marchaste. Y
llevas el collar en tu cuello…
—He traído mi presente a mi marido Durhal. ¿Dónde está él?
—Durhal ha muerto.
Semley quedó petrificada.
—Tu marido, mi hermano Durhal, el Señor de Hallan, fue muerto en una batalla
hace siete años, nueve años después de tu partida. Los Señores de las Estrellas jamás
regresaron. Entramos en guerra con las Castas del Este, con los Angyar de Log y con
Hul-Orren. Durante la lucha Durhal cayó herido por la lanza de un normal, porque su
cuerpo tenía poca protección, y su espíritu ninguna. Yace sepultado en los campos
cercanos al pantano de Orren.
Semley giró sobre sí misma.
—Allí lo buscaré, pues —dijo mientras cubría con la mano la cadena de oro—.
Le entregaré mi dote.
—¡Aguarda, Semley! ¡La hija de Durhal, tu hija! ¡Aquí está, Haldre la Bella!
Era la joven con la que ya había hablado, a la que había preguntado por Durossa,
una joven de tal vez diecinueve años, con los mismos ojos azules obscuros de Durhal.
De pie junto a Durossa, no quitaba sus ojos profundos de aquella Semley que era su
madre y tenía su misma edad. Iguales eran sus años, sus cabellos de oro, su belleza;
sólo que Semley era apenas más alta y lucía la piedra azul en su pecho.
—Es tuyo. Tómalo. ¡Para Durhal y para Haldre lo he traído desde el fin de una
larga noche! —Semley gritó estas palabras en tanto se arrancaba la pesada cadena,
que cayó sobre la piedra con un frío y musical sonido—. ¡Es tuyo, Haldre! —gritó
una vez más.
Agitada por el llanto se volvió y se alejó de Hallan, por el puente y la escalinata,
precipitándose en el bosque de la ladera montañosa.
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ABRIL EN PARIS
Este es el primer cuento que me pagaron; el segundo que publiqué
y, posiblemente, el trigésimo o cuadragésimo que escribí. Hago
poesía y ficción desde que mi hermano Ted, cansado de tener una
hermana de cinco años analfabeta, me enseñó a leer. Alrededor de
los veinte empecé a mandar cosas a los editores. Publicaron
algunas poesías, pero fue a los treinta que empecé a mandar
ficción sistemáticamente. Sistemáticamente me la iban devolviendo.
Abril en París fue la primera de mis obras que formó parte de un
«género» (fantasía reconocible o ciencia ficción) desde 1942,
cuando escribí un Origen-de-la-vida-sobre-la-Tierra para
Astounding que, inconcebiblemente, fue rechazado (John Campbell y
yo nunca concordamos). A los doce años tuve la satisfacción de
recibir una auténtica comunicación impresa de rechazo, pero a los
treinta y dos tuve la satisfacción de recibir un cheque. El
«profesionalismo» no es una virtud; un profesional es alguien que
recibe una paga por hacer lo que un aficionado hace por amor. Pero
en una economía de dinero como la nuestra, el hecho de recibir una
paga implica que tu trabajo va a circular, que lo van a leer; es
la manera de comunicarse, que es la meta del artista. Celle
Goldsmith Lalli fue quien compró este cuento en 1962, y era la
editora más perceptiva y emprendedora que jamás haya tenido una
revista de ciencia ficción. Le estoy agradecida por haberme
abierto las puertas.
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a lo largo de las avenidas. Pero no había funcionado. Tenía cuarenta años, demasiado
viejo para buhardillas solitarias. La cellisca agostaría las flores en capullo de los
castaños. Y su trabajo lo tenía enfermo. ¿A quién le importaba su teoría, la Teoría
Pennywither, respecto a la misteriosa desaparición del poeta François Villon en
1463? A nadie. Porque después de todo su Teoría sobre el pobre Villon, el
delincuente juvenil más grande de todos los tiempos, era sólo una teoría y no podría
demostrarse nunca, no a través de un abismo de quinientos años. No podía
demostrarse nada. ¿Y además qué importaba si Villon murió en la horca de
Montfaucon o (como pensaba Pennywither) en un burdel de Lyon en camino a Italia?
A nadie le importaba. Ya nadie amaba lo suficiente a Villon. Nadie amaba al doctor
Pennywither, tampoco; ni siquiera el doctor Pennywither. ¿Por qué iba a hacerlo? Un
pedante asocial, soltero, mal pago, sentado a solas en un desván sin calefacción de
una vivienda sin restaurar tratando de escribir otro libro ilegible.
—Soy poco realista —dijo en voz alta con otro suspiro y otro escalofrío.
Se levantó y quitó la frazada de la cama, se envolvió en ella, se sentó así abrigado
ante la mesa, y trató de encender un Gauloise Bleue. El encendedor chasqueó en
vano. Suspiró una vez más, se levantó, tomó una lata de maloliente fluido francés
para encendedores, se sentó, se envolvió otra vez en su capullo, llenó el encendedor,
y lo hizo chasquear. El fluido se había desparramado un poco. El encendedor se
encendió, y también el doctor Pennywither, de las muñecas en adelante.
—¡Demonios! —exclamó, con llamas azules saltando de sus nudillos, y se puso
en pie de un salto agitando los brazos locamente, gritando «¡Demonios!» y
encolerizado con el Destino.
Nada salía bien. ¿Qué sentido tenía todo? Eran las 08:12 de la noche del 2 de abril
de 1961.
Un hombre estaba sentado con los hombros encorvados ante una mesa, en un
cuarto frío, alto. A través de la ventana que estaba tras él las dos torres cuadradas de
Notre Dame se erguían en el ocaso primaveral. Frente a él, sobre la mesa, había un
trozo de queso y un libro enorme, con cerrojos de hierro, manuscrito. El libro se
llamaba (en latín). De la Primacía del Elemento Fuego sobre los Otros Tres
Elementos. Su autor lo miraba con aversión. Cerca, sobre una pequeña estufa de
hierro hervía a fuego lento un pequeño alambique. Jehan Lenoir acercaba su silla con
un movimiento mecánico hacia la estufa de vez en cuando, un par de centímetros, en
busca de calor, pero su mente estaba concentrada en problemas más profundos.
«¡Demonios!» dijo al fin (en francés medieval tardío), cerró el libro de un golpe y se
levantó. ¿Qué pasaba si su teoría estaba equivocada? ¿Qué pasaba si el agua era el
elemento primordial?
¿Cómo puede uno demostrar algo semejante? ¡Tiene que haber algún modo, algún
método para estar seguro, absolutamente seguro, de un solo hecho! Pero cada hecho
llevaba a otros, se armaba un enredo monstruoso, y las Autoridades se oponían, y sea
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como fuere nadie leería su libro, ni siquiera los miserables pedantes de la Sorbona.
Olfateaban herejía. ¿Qué sentido tenía? ¿Qué había de bueno en esa vida pasada en la
pobreza y la soledad, si no había aprendido nada, simplemente adivinado y teorizado?
Se paseó por la buhardilla, furioso, y después se quedó inmóvil.
—¡Muy bien! —le dijo al Destino—. ¡Perfecto! ¡No me has dado nada, así que
tomaré lo que necesito!
Se dirigió a uno de los montones de libros que cubrían la mayor parte del piso,
sacó de un tirón un volumen de debajo de uno de ellos (rayando el cuero y
lastimándose los nudillos cuando los infolios de encima cayeron en avalancha), lo
depositó con violencia sobre la mesa y empezó a estudiar una de sus páginas.
Después, aún con una decidida y fría expresión rebelde, preparó lo necesario: sulfuro,
plata, tiza… Aunque la habitación estaba cubierta de polvo y desordenada, su
pequeño banco de trabajo se veía ordenado y bien dispuesto. Pronto estuvo listo.
Entonces hizo una pausa.
—Esto es ridículo —murmuró, mirando por la ventana hacia la obscuridad donde
uno ahora sólo podía adivinar las dos torres cuadradas.
Un vigilante pasó abajo dando la hora en voz alta, las ocho de una noche límpida
y fría. Todo estaba tan inmóvil que pudo oír cómo el agua del Sena lamía las orillas.
Se encogió de hombros, frunció el entrecejo, tomó la tiza y trazó una pulcra estrella
de cinco puntas en el piso, cerca de la mesa, después alzó el libro y empezó a leer con
voz clara pero tímida:
—Haere, haere, audi me…
Era un encantamiento largo, y en su mayor parte insensato. Su voz se apagó. Se
quedó de pie, aburrido y molesto. Recorrió más rápido las últimas palabras, cerró el
libro, y después cayó hacia atrás contra la puerta, con la boca muy abierta, los ojos
clavados en la figura enorme, informe que estaba parada dentro de la estrella,
iluminada sólo por las azules llamas vacilantes de sus garras feroces, ondulantes.
Barry Pennywither pudo controlarse al fin y apagar el fuego enterrando las manos
en los pliegues de la frazada con la que estaba envuelto. Ileso pero perturbado, volvió
a sentarse. Miró su libro. Después lo miró con más atención. Ya no era delgado y gris
y llevaba como título Los últimos años de Villon: investigación de posibilidades. Era
grueso y marrón y se titulaba Incantatoria Magna. ¿Sobre su mesa? Un manuscrito
invalorable proveniente del año 1407, del que existía una sola copia indemne en la
Biblioteca Ambrosiana de Milán. Miró lentamente a su alrededor. La boca se le fue
abriendo lentamente. Observó una estufa, el banco de trabajo de un químico, dos o
tres docenas de montones de libros increíbles encuadernados en cuero, la ventana, la
puerta. Su ventana, su puerta. Pero encogida contra la puerta se veía una pequeña
criatura, negra e informe, desde la que surgía un seco sonido traqueteante.
Barry Pennywither no era un hombre muy valiente, pero era racional. Pensó que
había enloquecido, y por lo tanto dijo con bastante firmeza:
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—¿Es usted el diablo?
La criatura se estremeció y traqueteó.
A modo de experimento, dando un vistazo hacia la invisible Notre Dame, el
profesor hizo la Señal de la Cruz.
Ante esto la criatura se crispó; no retrocedió, se crispó. Después dijo algo con voz
débil, pero en un inglés perfecto —no, en un francés perfecto— no, en un francés
bastante extraño:
—Mais vous estes de Dieu —dijo.
Barry se irguió y la escrutó.
—¿Quién es usted? —preguntó, y la criatura alzó un rostro muy humano y
contestó con voz humilde:
—Jehan Lenoir.
—¿Qué está haciendo usted en mi cuarto?
Hubo una pausa. Lenoir dejó de estar de rodillas y se irguió, en toda su estatura
de un metro sesenta.
—Este es mi cuarto —dijo al fin, aunque con gran cortesía.
Barry paseó la mirada por los libros y alambiques que lo rodeaban. Hubo otra
pausa.
—¿Entonces cómo llegué aquí?
—Yo lo traje.
—¿Usted es doctor?
Lenoir asintió, con orgullo. Toda su actitud había cambiado.
—Sí, soy doctor —dijo—. Sí, yo lo traje aquí. ¡Si la Naturaleza no quiere
cederme el conocimiento, entonces puedo conquistar a la propia Naturaleza, puedo
obrar un milagro! Al diablo con la ciencia entonces. Yo era científico… —miró a
Barry con los ojos ardientes—. ¡Ya no! Me llaman idiota, hereje. ¡Por Dios, soy algo
peor que eso! ¡Soy un hechicero, un mago negro, Jehan el negro! La magia funciona,
¿verdad? Entonces la ciencia es una pérdida de tiempo. ¡Ja! —dijo, pero en realidad
no parecía triunfante—. Me gustaría que no hubiese funcionado —dijo con más
calma, paseándose de aquí para allá entre los infolios.
—A mí también —dijo el huésped.
—¿Quién es usted? —Lenoir alzó una mirada desafiante hacia Barry, aunque
había una diferencia de casi treinta centímetros entre ambos.
—Barry A. Pennywither. Soy profesor de francés en el Munson College de
Indiana, de licencia en París para proseguir mis estudios de francés medieval tar… —
se detuvo; acababa de tomar conciencia del tipo de acento que tenía Lenoir—. ¿En
qué año estamos? ¿En qué siglo? Por favor, doctor Lenoir… —el francés parecía
confundido; los significados de las palabras cambian tanto como su pronunciación—.
¿Quién gobierna este país? —gritó Barry.
Lenoir se encogió de hombros, con el movimiento típico de un francés (hay cosas
que nunca cambian).
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—Luis es rey —dijo—. Luis XI. La vieja araña mugrienta.
Se quedaron mirándose el uno al otro como indios de madera durante cierto
tiempo. Lenoir fue el primero en hablar.
—¿Entonces usted es un hombre?
—Sí. Escuche, Lenoir, creo que usted… su encantamiento… tiene que haber
chapuceado un poco.
—Es evidente —dijo el alquimista—. ¿Usted es francés?
—No.
—¿Es inglés? —los ojos de Lenoir ardieron—. ¿Es usted un mugriento anglo?
—No. No. Soy de Norteamérica. Vengo de… de su futuro. Del siglo veinte
después de Cristo —Barry se ruborizó.
Sonaba tonto, y él era un hombre modesto, pero sabía que no se trataba de un
espejismo. El cuarto en el que se encontraban, su cuarto, se veía nuevo. No con cinco
siglos de edad. Descuidado, pero nuevo. Y la copia de Albertus Magnus que estaba
junto a su rodilla era nueva, encuadernada en suave y flexible piel de becerro, con las
letras doradas refulgentes. Y allí estaba Lenoir con su manto negro, no de traje, en
casa…
—Le ruego que se siente, señor —estaba diciendo Lenoir; y agregó, con la
cortesía espléndida aunque abstraída del erudito pobre—: ¿Le cansó el viaje? Tengo
pan y queso, si quiere hacerme el honor de compartirlos.
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—¿Cuál es el elemento primordial? —gritó Lenoir, con los ojos en llamas, el
cuchillo en la mano.
—Hay unos cien elementos —dijo Barry fríamente, ocultando su alarma.
Dos horas después, una vez que le arrancó a Barry hasta la última gota de los
restos del curso de química de la facultad, Lenoir se abalanzó fuera, a la noche, y
reapareció poco más tarde con una botella.
—¡Oh, maestro mío —exclamó—, pensar que le ofrecí sólo pan y queso! —era
un agradable burgundy, cosecha 1477, un buen año; después de que bebieron una
copa juntos Lenoir dijo—: Si pudiese devolverle el favor…
—Puede. ¿Conoce el nombre del poeta François Villon?
—Sí —dijo Lenoir con cierta sorpresa—, pero sólo escribía basuras en francés,
sabe, no en latín.
—¿Sabe cómo o cuándo murió?
—Oh, sí; ahorcado aquí en Montfaucon, en el 64 o el 65, con una pandilla de
malhechores como él. ¿Por qué?
Dos horas después la botella estaba vacía, sus gargantas estaban secas, y el
vigilante había dado las tres de una madrugada límpida y fría.
—Jehan, estoy agotado —dijo Barry—. Será mejor que me envíe de vuelta.
El alquimista era demasiado cortés, se sentía demasiado agradecido y tal vez
también demasiado cansado como para discutir. Barry se paró rígidamente dentro de
la estrella de cinco puntas, una alta figura envuelta en una frazada marrón, fumando
un Gauloise Bleue.
—Adieu —dijo Lenoir con tristeza.
—Au revoir —contestó Barry.
Lenoir empezó a leer el encantamiento hacia atrás. La vela parpadeó, su voz se
dulcificó:
—Me audi, haere, haere —leyó, suspiró, y alzó los ojos.
La estrella de cinco puntas estaba vacía. La vela parpadeó.
—¡Pero aprendí tan poco! —exclamó Lenoir dirigiéndose al cuarto vacío;
después golpeó el libro abierto con los puños y dijo—: Y un amigo como ese… un
verdadero amigo…
Fumó uno de los cigarrillos que le había dejado Barry: se había aficionado al
tabaco en seguida. Durmió, sentado ante la mesa, durante un par de horas. Cuando
despertó caviló un momento, volvió a encender la vela, fumó el otro cigarrillo,
después abrió el Incantatoria y empezó a leer en voz alta:
—Haere, haere…
—Oh, gracias a Dios —dijo Barry, saliendo con rapidez de la estrella de cinco
puntas y estrechando la mano de Lenoir—. ¡Escuche, regresé allí, a este cuarto, este
mismo cuarto, Jehan! Pero antiguo, horriblemente antiguo, usted no estaba allí…
Pensé: Dios mío, ¿qué he hecho? Vendería mi alma por regresar, por estar con él…
¿Qué puedo hacer con lo que he aprendido? ¿Quién me creería? ¿Cómo puedo
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probarlo? ¿Y a quién demonios podría decírselo en todo caso? ¿A quién le importa?
No podía dormir, me quedé sentado y gemí durante una hora…
—¿Se quedará?
—Sí. Mire, traje esto: por si usted me invocaba —avergonzado, exhibió ocho
paquetes de Gauloises, varios libros, y un reloj de oro—. Podría venderlo por un buen
precio —explicó—. Sabía que los francos en billetes no servirían de mucho.
Al ver los libros impresos los ojos de Lenoir refulgieron de curiosidad, pero
siguió inmóvil.
—Amigo mío —dijo—, usted dijo que vendería el alma… sabe… yo también.
Pero no lo hicimos. ¿Cómo pasó esto, después de todo? Que los dos seamos hombres.
No demonios. Sin pactos firmados con sangre. Dos hombres que vivieron en este
cuarto…
—No sé —dijo Barry—. Lo desentrañaremos más tarde. ¿Puedo vivir con usted,
Jehan?
—Haga de cuenta que está en su casa —dijo Lenoir con un gesto elegante que
abarcó el cuarto, los estantes de libros, los alambiques, la vela que palidecía.
Al otro lado de la ventana, gris sobre gris, se alzaban las dos grandes torres de
Notre Dame. Era el amanecer del 3 de abril.
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durante un año. Lo vendieron como una asombrosa y nueva máquina para medir el
tiempo que provenía de Iliria, y el comprador, un chambelán de la Corte que buscaba
un regalo espléndido para obsequiarle al rey, miró la inscripción —Hamilton Bros.,
New Haven, 1881— y movió la cabeza en un sabio movimiento afirmativo. Por
desgracia fue encerrado en una de las mazmorras del Rey Luis por cortesanos
perversos de Tours antes de que presentara el obsequio, y el reloj aún debe de estar
allí, detrás de un ladrillo de las ruinas de Plessis; pero esto no perturbó a los dos
eruditos. Por las mañanas vagaban contemplando la Bastilla y las iglesias, o visitando
a diversos poetas menores en los que estaba interesado Barry; después del almuerzo
discutían la electricidad, la teoría atómica, la fisiología, y otras cuestiones en las que
estaba interesado Lenoir, y llevaban a cabo pequeños experimentos químicos y
anatómicos, por lo general sin éxito; después de la cena simplemente hablaban.
Charlas tranquilas, interminables, que recorrían los siglos pero siempre terminaban
allí, en el cuarto en penumbras con la ventana abierta sobre la noche primaveral, en
su amistad. Después de dos semanas era como si se hubieran conocido de toda la
vida. Eran perfectamente felices. Sabían que no harían nada con lo que cada uno
había aprendido del otro. ¿En 1961 cómo podría Barry probar su conocimiento del
París antiguo, en 1482 cómo podría Lenoir probar la validez del método científico?
No les molestaba. En realidad nunca habían esperado que les prestaran atención,
Sencillamente habían deseado aprender.
Así que eran felices por primera vez en sus vidas; tan felices, en verdad, que
ciertos deseos antes siempre subyugados al deseo del conocimiento, empezaron a
despertar.
—Supongo que nunca pensaste mucho en el matrimonio, ¿verdad? —dijo Barry
una noche.
—Bueno, no —contestó su amigo, vacilante—. Es decir, estoy en las órdenes
menores… y parecía irrelevante…
—Y costoso. Además, en mis tiempos, ninguna mujer que se respetara quería
compartir el tipo de vida que llevo. Las mujeres norteamericanas son unas criaturas
tan condenadamente equilibradas y eficientes y encantadoras, aterrorizantes…
—Y las mujeres de aquí son chiquitas y morenas, como escarabajos, con los
dientes picados —dijo Lenoir hoscamente.
Esa noche no hablaron más sobre mujeres. Pero sí lo hicieron en la siguiente; y en
la próxima; y en la otra, para festejar la disección exitosa del sistema nervioso central
de una rana embarazada, bebieron dos botellas de Montrachet del 74 y se
emborracharon.
—Invoquemos una mujer, Jehan —dijo Barry en tono bajo, lascivo, sonriendo
como una gárgola.
—¿Y si esta vez hacemos que se alce un demonio?
—¿Hay realmente mucha diferencia?
Rieron como locos, y trazaron una estrella de cinco puntas.
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—Haere, haere —empezó Lenoir; cuando le dio hipo, lo reemplazó Barry.
Leyó las últimas palabras. Hubo una ráfaga de aire frío, con olor a pantano, y en
la estrella de cinco puntas apareció un ser de ojos enloquecidos y largo cabello negro,
desnudo por completo, aullando.
—Mujer, por Dios —dijo Barry.
—¿Lo es?
Lo era.
—Oye, toma mi capa —dijo Barry, porque ahora el pobre ser estaba con la boca
abierta y temblando; le puso la capa sobre los hombros.
Ella se la acomodó con un movimiento mecánico, murmurando.
—Gratias ago, domine.
—¡Latín! —gritó Lenoir—. ¿Una mujer que habla latín?
Le llevó más tiempo a él recobrarse de esa conmoción que a Bota superar la suya.
Al parecer era esclava en la servidumbre del subprefecto de Galia del norte, que vivía
en la isla más pequeña de la barrosa ciudad isleña llamada Lutecia. Hablaba el latín
con un fuerte acento celta, y ni siquiera sabía quien era emperador de Roma en su
época. Realmente bárbara, dijo Lenoir con desprecio. Y lo era: una bárbara ignorante,
taciturna, humilde y de pelo enredado, piel blanca y claros ojos grises. La habían
despertado de un sueño profundo. Cuando la convencieron de que no soñaba, supuso
evidentemente que aquello era alguna broma de su amo extranjero y todopoderoso, el
subprefecto, y aceptó la situación sin más trámites.
—¿Debo servirles, amos míos? —preguntó con timidez pero sin malhumor,
mirando a uno y a otro.
—A mí no —gruñó Lenoir, y agregó en francés, dirigiéndose a Barry—:
Adelante; yo dormiré en la despensa —y se fue.
Bota alzó los ojos hacia Barry. Ningún galo, y pocos romanos, tenían una estatura
tan magnífica; ningún galo, ningún romano le había hablado nunca con tal bondad.
—Su lámpara —(era una vela, pero ella nunca había visto una vela)— está casi
consumida —dijo—. ¿La apago?
Por dos sueldos adicionales al año el dueño de casa les permitió usar la despensa
como segundo dormitorio, y Lenoir dormía ahora otra vez solo en la habitación
principal de la buhardilla. Observaba el idilio de su amigo con un interés
meditabundo, nada celoso. El profesor y la muchacha esclava se amaban con
delectación y ternura. El placer que sentían empapaba a Lenoir con olas de júbilo
protector. Bota había llevado una vida brutal, tratada siempre como mujer pero nunca
como ser humano. En una breve semana floreció, se reanimó, revelando bajo su
suave pasividad una naturaleza alegre, inteligente.
—Te estás transformando en una parisiense hecha y derecha —oyó que la
acusaba Barry una noche (las paredes del altillo eran delgadas). Ella contestó:
—Si supieras lo que es para mí no estar siempre defendiéndome, siempre
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temerosa, siempre sola…
Lenoir se incorporó en su catre y caviló. Alrededor de la medianoche, cuando
todo estaba en silencio, se levantó y preparó sin hacer ruido las pizcas de sulfuro y
plata, trazó la estrella de cinco puntas, abrió el libro. Leyó con mucha suavidad el
encantamiento. Su rostro se veía preocupado.
En el interior de la estrella apareció un perrito blanco. Se asustó y dejó caer la
cola, después se adelantó con timidez, olfateó la mano de Lenoir, alzó la cabeza hacia
él con ojos líquidos y dejó escapar un gemido modesto, suplicante. Un cachorro
perdido… Lenoir lo acarició. El perrito le lamió las manos y saltó alrededor de él,
loco de alivio. En el collar de cuero blanco tenía una plaquita de plata grabada:
«Jolie, Dupont, 36 rue de Seine, París VIé».
Jolie se acostó; después de mordisquear una costra de pan, se enroscó debajo de la
silla de Lenoir. Y el alquimista abrió el libro otra vez y leyó, nuevamente con
suavidad, pero ahora sin timidez, sin miedo, sabiendo lo que pasaría.
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estar fantásticamente adelantada: ¿existe algún tipo de magia? ¿Existe o no? ¿Pueden
las leyes de la Naturaleza quebrarse realmente, como parecemos estar haciendo?
—Nunca he visto u oído hablar de un caso de magia certificado.
—¿Entonces qué ocurre? —rugió Barry—. ¿Por qué ese estúpido encantamiento
antiguo funciona para Jehan, para nosotros, ese único encantamiento, y aquí, en
ninguna otra parte, para nadie más en cinco… no, ocho… no, quince mil años de
historia registrada? ¿Por qué? ¿Por qué? ¿Y de dónde vino ese condenado cachorro?
—El cachorro estaba perdido —dijo Lenoir, con su rostro moreno muy grave—.
En algún lugar cercano a esta casa, en la Île Saint-Louis.
—Y yo estaba clasificando fragmentos de vasijas —dijo Kislk, también con
gravedad—, en el emplazamiento de una casa, Isla 2, Pozo 4, Sector D. Era un
hermoso día de primavera, y yo lo odiaba. Lo detestaba. El día, el trabajo, la gente
que me rodeaba —miró otra vez al enjuto y pequeño alquimista, con una mirada
larga, serena—. Intenté explicárselo a Jehan anoche. Hemos mejorado la raza,
entienden. Somos todos muy altos, saludables y hermosos. No tenemos
emplomaduras en los dientes. Todos los cráneos de Norteamérica Primitiva tienen
emplomaduras en los dientes… Algunos de nosotros somos morenos, otros blancos,
otros de piel dorada. Pero todos hermosos, y saludables, y bien adaptados, y
agresivos, y exitosos. Nuestras profesiones y la proporción de éxito son
preplanificados para nosotros en los Hogares Preescolares Estatales. Pero de vez en
cuando hay una falla genética. Yo, por ejemplo. Fui entrenada como arqueóloga
porque los Maestros vieron que en realidad no me gustaba la gente, la gente viva. La
gente me aburría. Todos parecidos a mí por fuera, todos extraños a mí por dentro.
Cuando todos se parecen, ¿dónde queda el hogar?… Pero ahora he visto un cuarto
poco higiénico con calefacción insuficiente. Ahora he visto una catedral que no está
en ruinas. Ahora he conocido a un hombre vivo que es más bajo que yo, con dientes
en mal estado y mal genio. ¡Ahora estoy en casa, estoy donde puedo ser yo misma, ya
no estoy sola!
—Sola —dijo Lenoir con suavidad dirigiéndose a Barry—. Soledad, ¿eh? La
soledad es el encantamiento, la soledad es más fuerte… En realidad no parece
sobrenatural.
Bota estaba espiando más allá del umbral, con el rostro enrojecido entre su
cabello negro enmarañado. Sonrió con timidez y le dio los buenos días a la recién
llegada en un cortés latín.
—Kislk no conoce el latín —dijo Lenoir con inmensa satisfacción—. Tenemos
que enseñarle a Bota un poco de francés. Francés es el idioma del amor, según dicen,
¿eh? Vamos, salgamos y traigamos algo de pan. Tengo hambre.
Kislk ocultó su túnica plateada bajo la útil y anónima capa, mientras Lenoir se
ponía su manto negro comido por las polillas. Bota se peinó, mientras Barry se
rascaba pensativo una picadura de piojo del cuello. Después salieron a comprar las
cosas para el desayuno. El alquimista y la arqueóloga interestelar iban primero,
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hablando en francés; la esclava gala y el profesor de Indiana los seguían, hablando en
latín, tomados de la mano. Las calles estrechas estaban atestadas, brillaban con la luz
del Sol. Sobre ellos Notre Dame elevaba sus dos torres cuadradas contra el cielo.
Junto a ellos el Sena era recorrido por ondas suaves. Era abril en París, y sobre las
riberas del río florecían los castaños.
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LOS MAESTROS
Los maestros fue el primer cuento de ciencia ficción auténtico,
verdadero y de genuina lana virgen que publiqué, es decir, un
cuento en el que, o para el que, la existencia y los logros de la
ciencia son, de un modo u otro, esenciales. Por lo menos eso es lo
que los lunes entiendo como ciencia ficción. Los martes a veces
pienso en forma diferente.
Algunos escritores de ciencia ficción detestan la ciencia, su
espíritu, su método y su obra. Algunos están contra la tecnología,
otros la adoran. A mí me aburre la tecnología compleja, pero me
fascinan la biología, la psicología, y los fines especulativos de
la física y la astronomía, al menos hasta donde los comprendo. Un
personaje habitual de mis cuentos es el científico, por lo general
un solitario, un aventurero aislado, alguien al margen de las
cosas.
El tema de este cuento es un tema al que regresé más tarde y
considerablemente mejor equipada. A pesar de ello tiene una buena
frase: «Había estado tratando de medir la distancia que hay entre
la Tierra y Dios».
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túnica blanca.
Los ojos miraron a Ganil, la voz le habló:
—Yaces en la Tumba. Yaces en la Tumba del Conocimiento. Aquí yacen
eternamente tus antepasados entre las cenizas del Infierno —una pausa breve, y la
voz le espetó—: ¡Levántate, oh Hombre caído!
Ganil pudo incorporarse. La figura blanca señaló.
—Esa es la Luz de la Razón Humana. Te ha conducido a la tumba. Arrójala…
Ganil se dio cuenta de que aún sostenía un palo negro y embarrado, la antorcha. Y
la dejó caer.
—¡Levántate ahora! —gritó la figura blanca; su voz iba in crescendo—.
¡Levántate de la obscuridad y camina hacia la Luz del Día Común!
Ganil sintió acercarse unas manos que lo ayudaron, casi arrastrándolo; hombres
de rodillas le ofrecían azafates y esponjas, otros le frotaron el cuerpo con toallas hasta
dejarlo seco y abrigado con una capa gris sobre los hombros, rodeado de las risas y
conversaciones extendidas por todo el amplio e iluminado salón. Un hombre calvo le
palmeó el hombro.
—Vamos, es la hora del Juramento.
—¿He…? ¿He hecho todo bien?
—¡De maravillas! Sólo que estuviste demasiado tiempo aferrando esa maldita
antorcha. Pensé que nos ibas a tener gruñendo en la obscuridad todo el día… Vamos.
Lo llevaron por el suelo negro, y bajo el altísimo cielorraso de envigado blanco,
hasta una cortina también blanca, de rectos pliegues y diez metros de longitud, que
caía hasta el suelo desde el techo.
—La Cortina del Misterio —dijo alguien a Ganil, como quien explica un hecho.
Las risas y las charlas habían muerto; todos lo rodeaban, silenciosos. La cortina se
abrió sin ruidos. Ganil contempló nebulosamente lo que había aparecido: un elevado
altar, una larga mesa, y un anciano vestido de blanco.
—Postulante, ¿jurarás con nosotros nuestro Voto?
Alguien codeó a Ganil y le susurró:
«Juraré».
—Juraré —tartamudeó Ganil.
—¡Jurad entonces, Maestros del Rito! —el anciano levantó un objeto de plata:
una cruz en forma de X sobre un pequeño pedestal de acero—. Por la Cruz del Día
Común, juro no revelar nunca los ritos y misterios de mi Logia…
—Por la Cruz… juro… los ritos… —murmuraron los hombres que rodeaban a
Ganil, que al impulso de un nuevo codazo murmuró con ellos.
—Vivir bien, trabajar bien, pensar bien…
Cuando Ganil terminó la letanía, una voz le susurró al oído:
—No jures.
—Evitar las herejías, denunciar a todos los nigromantes ante las Cortes del
Colegio, y obedecer a los Maestros Superiores de mi Logia desde ahora hasta mi
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muerte… —murmullos, murmullos; algunos parecían repetir el largo texto, otros no;
Ganil, confundido, farfulló una o dos palabras y luego calló—. Y juro no enseñar
nunca los Misterios de la Mecánica a ningún gentil. Esto lo juro por el Sol —un
rumor estridente ahogó casi las voces de los hombres mientras una parte del techo se
iba abriendo pausadamente para mostrar el cielo de verano, gris amarillento y
cubierto de nubes.
—¡Contemplad la Luz del Día Común! —gritó triunfante el anciano de blanco, y
Ganil levantó el rostro hacia ella; la maquinaria, que parecía estampada sobre la
claridad del cielo, estaba completamente abierta; hubo un rechinar de engranajes,
luego silencio.
El anciano se adelantó, besó a Ganil en ambas mejillas, y dijo:
—Bienvenido, Maestro Ganil, al Rito Interior del Misterio de la Máquina.
La iniciación había terminado. Ganil era un Maestro más de la Logia.
—Tienes una fea quemadura —le dijo el hombre calvo mientras regresaban al
salón. Ganil levantó la mano y descubrió que su sien y mejilla izquierdas estaban en
carne viva—. Por suerte no te has herido el ojo.
—Te has librado por poco de que la luz de la Razón te cegara, ¿eh? —dijo una
voz suave; mirando alrededor, Ganil vio un hombre hermoso, de cabellos castaños y
ojos azules, azules de verdad, como los de un gato albino o un caballo ciego;
inmediatamente apartó la vista de la deformidad, pero el hombre rubio continuó con
voz suave, la misma que había susurrado «No jures» durante la toma del Voto—. Soy
Mede Fairman; voy a ser tu Co-Maestro en la tienda de Lee. ¿Tomamos una cerveza
al salir de aquí?
El calor húmedo de la taberna que olía a cerveza y populacho fue un cambio
extraño después de todo el terror y la ceremonia del día. Ganil se sintió mareado.
Mede Fairman se bebió medio tazón, se quitó con placer la espuma de los labios y
preguntó:
—¿Qué te pareció la iniciación?
—Fue… Bueno, fue…
—¿Te hizo sentir humilde?
—Sí —asintió Ganil—. Humilde de verdad.
—Hasta humillado —sugirió el hombre de los ojos azules.
—Sí. Un… un gran misterio —perplejo, Ganil contempló su cerveza.
Mede sonrió y dijo con su voz suave:
—Lo sé. Ahora bebe. Creo que un farmacéutico debería examinar esa quemadura.
Ganil lo siguió, obediente, y salieron a la tarde, a las calles angostas y atestadas
de peatones, de carros de caballos y bueyes y de motores vacilantes. Los artesanos
confirmaban la proximidad de la noche levantando sus paradas, y a lo largo de High
Street las grandes puertas de las Tiendas y Logias ya estaban trancadas. Las casas,
angulosas y destacadas, estaban separadas de vez en cuando por la fachada de un
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templo, amarilla y carente de adornos, señalada tan sólo por un simple círculo de
bronce pulido. Bajo las quietas nubes del crepúsculo de aquel corto y pesado verano,
la gente del Día Común, morena y bronceada, se amontonaba y holgazaneaba y
empujaba y hablaba y maldecía y reía, y Ganil, aturdido por el cansancio y el dolor y
la fuerte cerveza, se mantenía muy cerca de Mede, como si a pesar de su novísimo
Magisterio, ese extraño de ojos azules fuese su único guía.
—XVI más IXX —dijo Ganil con impaciencia—, ¿qué diablos pasa, chico? ¿No
puedes sumar?
El principiante se sonrojó.
—¿No es entonces XXXVI, Maestro Ganil? —preguntó con voz débil; como
respuesta Ganil clavó una de las varillas que el chico había estado manipulando en el
lugar correspondiente de la locomotora a vapor que estaba en reparación; sobraba una
pulgada—. Es que mi pulgar es demasiado largo —dijo el chico, mostrando sus
manos nudosas; la distancia entre la primera coyuntura y la segunda del pulgar era,
efectivamente, demasiado larga.
—Lo es —dijo Ganil; su rostro obscuro se obscureció—. Muy interesante. Pero la
longitud de tu pulgar no tiene importancia mientras lo uses con firmeza. Lo que sí
tiene importancia, so idiota, es que XVI más IXX no suman XXXVI; nunca lo han
hecho, y nunca podrán, jamás lo harán hasta el fin del mundo, ¡pedazo de gentil
incompetente!
—Sí, señor. Es tan difícil recordar, señor…
—Por supuesto que lo es, Aprendiz Wanno —dijo una voz profunda: Lee, el
Maestro de la Tienda, un hombre gordo, de pecho amplio y brillantes ojos negros—.
Ven un minuto, Ganil —invitó, conduciendo al novel Maestro a un rincón más
tranquilo de la tienda, y luego prosiguió alegremente—: Eres un poco impaciente,
Maestro Ganil.
—Wanno debería saber sus tablas de sumar.
—Bien sabes tú que hasta los Maestros olvidan de vez en cuando una suma —Lee
le palmeó el hombro paternalmente—. Por un momento me pareció que pretendías
que el chico lo computara —rió fuertemente, una hermosa risa de bajo a través de la
cual brillaban jubilosos y con infinita perspicacia sus ojos—. Tómatelo con calma,
eso es todo… Si no he entendido mal, el próximo Día del Altar vendrás a casa a
cenar, ¿no es así?
—Me tomé la libertad…
—¡Magnífico, magnífico! Más puntos a tu favor. Ojalá ella eligiese a un sujeto
bueno y estable como tú. Pero te haré una advertencia imparcial. Mi hija es una
tunante voluntariosa —el Maestro volvió a reír, y Ganil hizo una mueca pesarosa.
Lani, la hija del Maestro de la Tienda, no sólo tenía en su bolsillo a la mayoría de
los hombres jóvenes del negocio, sino también a su padre. Voluble e inteligente, al
principio más bien había asustado a Ganil. Le tomó tiempo darse cuenta de que a él
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(sólo a él), le hablaba con cierta timidez, casi implorante. Por fin había reunido valor
para hacerse invitar por la madre a una cena, primer paso oficial de un galanteo. Y
allí seguía de pie donde Lee lo había dejado, y pensaba en la sonrisa de Lani.
—Ganil, ¿has visto alguna vez el Sol? —era una voz baja, seca y tranquila.
Se volvió, para encontrarse con los ojos azules de su amigo.
—¿El Sol? Sí, claro que lo he visto.
—¿Cuándo fue la última vez?
—A ver. Creo que tenía veintiséis años; hace cuatro. ¿No estabas entonces aquí en
Edun? Salió al caer la tarde, y esa noche también salieron las estrellas. Recuerdo
haber llegado a contar ochenta y una antes de que el cielo se cerrara.
—Por entonces yo estaba en el norte, en Keling. Era mi primer Magisterio —
Mede se apoyó en el contracarril de madera de la pesada locomotora tipo mientras
hablaba. Sus ojos claros miraron más allá de la ajetreada tienda: contemplaba a través
de la ventana la lluvia continua y transparente de fines de otoño—. Hace un momento
oí cuando hacías contar al joven Wanno… «Lo importante es que XVI más IXX no
suman XXXVI…». «Cuando tenía veintiséis años, hace cuatro… Conté ochenta y una
estrellas…» Un poco más y empezarás a computar, Ganil.
Ganil hizo una mueca, e inconscientemente se frotó la cicatriz blanquecina de su
sien.
—Bueno, Mede, ¡infierno! ¡Hasta los gentiles saben cuánto es XXX menos IV!
Mede sonrió débilmente. Tenía en la mano su Bastón de Comparaciones, que bajó
para dibujar una figura redonda en el suelo polvoriento.
—¿Qué es esto? —preguntó.
—El Sol.
—Bien. También es una figura… Un número. La figura que significa Nada.
—¿La figura que significa Nada?
—Sí. Se podría usar en las tablas de restar, por ejemplo. II menos I es igual a I,
¿no es cierto? ¿Pero cuánto es II menos II? —una pausa; golpeó el círculo con su
bastón—. Esto.
—Sí, claro —Ganil contempló el círculo, la imagen sacra del Sol, la Luz
escondida, el Rostro de Dios—. ¿Es éste conocimiento de los Sacerdotes?
—No —Mede dibujó una X sobre el círculo—. Es esto.
—¿Entonces qué… de quién es el conocimiento de la figura que significa Nada?
—De nadie. De ninguno… No es un misterio —Ganil hizo un gesto de sorpresa
ante esta aseveración.
Hablaban en voz baja, estaban muy cerca uno del otro, como si discutieran acerca
de una medida inscrita en el Bastón de Comparaciones de Mede.
—¿Por qué contaste las estrellas, Ganil?
—Por… Porque quería saber. Siempre me ha gustado contar, los números, las
tablas. Por eso soy un Mecánico.
—Sí. Tienes treinta años, ¿verdad?, y hace ya cuatro meses que eres Maestro.
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¿Has pensado alguna vez, Ganil, que el ser Maestro significa que has aprendido todo
lo que tu gremio puede enseñar? De ahora en adelante, hasta el día de tu muerte, no
aprenderás más. No hay más.
—Pero los Maestros de Tiendas…
—Los Maestros de Tiendas aprenden algunas señales secretas y contraseñas —
dijo Mede con su voz seca y suave—, y por supuesto, tienen poder. Pero no saben
más que tú… Quizás has pensado que les estaba permitido computar, ¿no es cierto?
Pues no. No es así.
Ganil estaba en silencio.
—Y sin embargo hay cosas que aprender, Ganil —concluyó Mede.
—¿Dónde?
—Fuera.
Hubo una larga pausa.
—No puedo escuchar esto, Mede. No me vuelvas a hablar de ello. No te
denunciaré.
Ganil se volvió y se fue, el rostro áspero por el enojo. Con toda su fuerza de
voluntad dirigió esa confusa y conflictiva ira contra Mede, un hombre con la mente
tan deforme como el cuerpo, un mal consejero, un amigo perdido.
Era una noche agradable; Lee, de buen humor, su gruesa mujer, y Lani, tímida y
radiante. La joven gravedad de Ganil era motivo de sus burlas, pero aún en ellas
vibraba esa nota suplicante y dócil; parecía que en cuestión de minutos el entusiasmo
de la familia se transformaría en ternura. En un instante, al pasar un plato en la mesa,
la mano de la joven tocó la suya, que todavía percibía con exactitud dónde: allí, en el
costado de la mano derecha, cerca de la muñeca, un toque suave. Ganil, tendido en su
lecho del cuarto encima de la Tienda, emitió un lujurioso gemido en la obscuridad
completa de la noche ciudadana. Oh Lani, suave roce de manos, de labios… ¡Oh
Señor, Señor! El hacer la corte era un asunto muy largo, de ocho meses por lo menos
si se cumplían paso a paso, como era debido con la hija de un Maestro. Ganil tenía
que olvidar esta dulzura insufrible. No pienses en nada, se dijo, duérmete. No pienses
en nada… Y pensó en Nada. El círculo. El círculo redondo y vacío. ¿Cuánto era I vez
0? Lo mismo que II veces 0. ¿Y qué si ponías I al lado de 0? ¿Qué figura sería esa,
I0?
Mede Fairman se sentó en la cama, el lacio pelo sobre los ojos vacilantes, y trató
de enfocar a la persona que se abría paso ruidosamente por su cuarto. La primera luz
de la madrugada, de un amarillo sucio, se colaba por la ventana.
—Hoy es el Día del Altar —gruñó—, idos, tengo sueño.
La borrosa silueta resultó ser Ganil, el ruido se convirtió en susurro.
—¡Mede! —Ganil prosiguió con susurros exilados—. ¡Mira! —puso una pizarra
bajo las narices de su Co-Maestro—. Mira, mira lo que se puede hacer con la figura
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de Nada…
—Oh, eso —exclamó Mede, empujando a Ganil y su pizarra; se levantó y fue a
empaparse la cabeza en la palangana de agua helada que tenía sobre el ropero; la
sumergió allí por unos momentos, regresó goteando y se sentó en el lecho.
—A ver.
—Puedes usar cualquier número como base, ¿ves? Yo utilicé el XII porque es
cómodo. XII se transforma en 1-0, ¿ves? Y XIII será I-I, luego, al llegar a XIV…
—Chitón —Mede estudió la pizarra; por fin dijo—: ¿Recordarás esto? —y
cuando Ganil asintió, borró con la manga las prolijas y apiñadas figuras inscritas allí
—. No me había dado cuenta de que se podía usar una base… Pero mira, usa al X
como base, dentro de un minuto te diré por qué, y ahora te enseñaré un medio más
fácil de hacerlo. X será 10, y XI será 11, pero el XII escríbelo así —y escribió en la
pizarra, 12.
Ganil contempló la figura. Al cabo de un momento dijo, con una extraña voz
forzada:
—¿No es ése uno de los números negros?
—Sí que lo es. Todo lo que has hecho, Ganil, es llegar a los números negros por
la puerta trasera.
Ganil estaba sentado al lado de Mede, en silencio.
—¿Cuánto es CXX repetido MCC veces? —preguntó Mede.
—Las tablas no llegan tan lejos.
—Mira —Mede escribió en la pizarra.
1200
120
___________
0000
2400
1200
____________
144000
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necesitas. Yin trabaja con ángulos, triángulos, medidas. Puede medir la distancia
entre dos puntos cualesquiera usando sus triángulos, aunque sean puntos
inalcanzables. Es un gran Estudiante. Los números son el corazón de su
conocimiento, su lenguaje.
—Y el mío propio.
—Así es. No es el mío. No amo a los números en sí. Los quiero usar. Para
explicar cosas… Por ejemplo, si arrojas una pelota, ¿qué la hace mover?
—El hecho de que la hayas arrojado —Ganil hizo una mueca; estaba blanco como
una sábana (mucho más que las de Mede), con la cabeza aturdida por las dieciséis
horas de matemáticas sin haber comido o descansado; había perdido el miedo, la
humildad. Su sonrisa era la de un rey que regresa del exilio.
—Magnífico —dijo Mede—. Pero ¿por qué sigue en movimiento?
—Porque… ¿Porque el aire la sostiene?
—Entonces, ¿por qué cae finalmente? ¿Por qué sigue una curva? ¿Qué clase de
curva es? ¿Ves ahora cómo necesito tus números? —esta vez era Mede el que parecía
un rey, un rey furioso por poseer un imperio imposible de controlar a causa de su gran
extensión—. ¡Y hablan de Misterios en sus tiendecillas cerradas…! —resopló Mede
—. Mira, vayamos a cenar algo y visitemos luego a Yin.
La casa, alta, vieja y construida contra los muros de la ciudad, espió desde sus
ventanas emplomadas a los dos jóvenes Maestros que estaban en la calle. El
crepúsculo sulfúreo de fines de otoño colgaba sobre el abrupto tejado de pizarra, que
brillaba por la lluvia.
—Yin era un Maestro de Máquinas como nosotros —explicó Mede mientras
esperaban ante la puerta trancada por barras de acero—. Ahora está retirado, ya verás
por qué. Aquí vienen hombres de todas las Logias, boticarios, tejedores,
constructores… Hasta algunos artesanos. Un carnicero… que abre gatos muertos —
en su tono había cierta tolerancia no exenta de diversión, como a veces los físicos se
refieren a los biólogos.
Entretanto la puerta se había abierto y luego un sirviente los condujo al piso alto,
un cuarto que tenía un gran hogar en el que ardían leños.
Un hombre se levantó de una silla de roble de respaldo alto para saludarlos.
Ganil pensó inmediatamente en el Maestro Supremo de su Logia, la figura que le
había gritado «Levántate» cuando yacía en su tumba. También Yin era viejo y alto y
usaba la túnica blanca de los Maestros Supremos. Pero era encorvado y su rostro
mostraba cansancio y arrugas como las de un lebrel viejo. Para saludarlos levantó la
mano izquierda; su brazo derecho terminaba a la altura de la muñeca en un muñón
cicatrizado hacía mucho tiempo.
—Este es Ganil —estaba diciendo Mede—. Anoche inventó el sistema
duodecimal. Hazme el favor de enseñarle la matemática de las curvas, Maestro Yin.
Yin rió con la risa suave y corta de un anciano.
—Bienvenido, Ganil. De ahora en adelante puedes volver cuando desees. Aquí
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todos somos nigromantes, practicamos las artes ocultas. O lo intentamos… Ven con
plena libertad, de día o de noche. Y vete con la misma plena libertad. Si alguien nos
traiciona, sea. Debemos confiar unos en otros. Lo misterioso no pertenece a nadie; no
mantenemos un secreto sino que practicamos un arte. ¿Puedes entender esto?
Ganil asintió; solamente los números llegaban con facilidad a él, nunca las
palabras. Y se encontró muy conmovido y turbado. Esto no era una solemne
Iniciación o un Voto; nada más que un anciano, hablándole con tranquilidad.
—Bueno —dijo Yin, como si el gesto de Ganil hubiese sido más que suficiente
—. ¿Queréis vino, jóvenes Maestros? ¿O preferís cerveza? Mi cerveza negra de este
año ha salido de primera… ¿Así que te gustan los números, Ganil?
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comenzaba a agitarse y a retirarse lentamente hacia el este. Por la tarde, toda la gente
de Edun había invadido las calles y plazas, los sombreretes de las chimeneas y las
cumbreras, el muro y los campos más allá del muro, y vigilaban el cielo; los
Sacerdotes habían comenzado la danza ceremonial, y hacían reverencias y se
entrelazaban en el amplio atrio de la Junta; los sacerdotes estaban en los templos,
preparados para tirar de las cadenas que abrirían los techos, de manera que la luz del
Sol diese sobre la piedra del altar. Y por fin, al caer la tarde, el cielo se abrió. Entre
desgarrados y humeantes bordes de un gris amarillento apareció una raya azul. Un
suspiro, un murmullo suave, tremendo, se elevó de las calles, plazas, tejados, muros
de la ciudad de Edun.
—El cielo, el cielo…
La grieta celeste se ensanchó. Un chaparrón, que el viento fresco había traído, se
abatió sobre la ciudad, y repentinamente las gotas de lluvia brillaron como bolitas de
cristal iluminadas en la noche; pero la gloria que reflejaban era la gloria del Sol,
solitario y enceguecedor sobre el oeste.
Ganil estaba con los demás, levantando el rostro. En él, la cicatriz de su
quemadura acusaba el impacto del Sol. El Maestro lo contempló hasta que los ojos se
le inundaron de lágrimas; el círculo de fuego, la faz de Dios…
—¿Qué es el Sol?
Estaba recordando la suave voz de Mede. Una noche fría, a mediados de invierno,
él, Mede, Yin y otros habían estado hablando delante del fuego en casa del anciano.
—¿Es un círculo o una esfera? ¿Cuán grande será? ¿Estará muy lejos? Ah, pensar
que hubo un tiempo en que el hombre sólo tenía que levantar la cabeza para ver al
Sol…
Retumbaron flautas y tambores, un sonido alegre y débil que procedía de la Junta.
A veces, fragmentos de nubes cubrían la irresistible faz y el Mundo volvía a ser frío y
gris y las flautas callaban; pero soplaba el viento del oeste, pasaban las nubes y el Sol
reaparecía, cada vez más bajo. Empezó a enrojecer justo antes de hundirse en la
densa masa de nubes, al oeste, y ya se lo podía mirar sin que los ojos doliesen. En
esos momentos a Ganil le parecía decididamente que no era un disco sino una bola
enorme en forma de avellana cayendo con lentitud.
Se hundió. Se fue.
En lo alto, entre jirones de nubes, todavía brillaban vislumbres de cielo claro y
profundo, de color azul verdoso. Luego, en el oeste, cerca del lugar donde se había
puesto el Sol, sobre el borde de una nube ascendente, brilló un punto luminoso: el
lucero de la tarde.
—¡Mirad! —gritó Ganil, pero muy pocos se volvieron.
El Sol se había puesto, qué importaban las estrellas. La niebla amarillenta (que
era parte de la mortaja que cubría la Tierra con su manto de lluvia y polvo desde
hacía catorce generaciones, cuando lo del Fuego del Infierno), cubrió a la estrella.
Ganil suspiró, se frotó el cuello, entumecido de tanto estirarlo, y regresó a su casa
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junto con el resto de los habitantes del Día Común.
Aquella noche lo arrestaron. Los guardias y sus compañeros de prisión (todos los
de la Tienda Lee, excepto el Maestro Lee) le dijeron que su crimen era conocer a
Mede Fairman, que estaba acusado de herejía. Lo habían visto en los campos
apuntando hacia el Sol con un instrumento, un medio, decían, de medir las distancias.
Había estado intentando medir la distancia que hay entre la tierra y Dios.
Los aprendices fueron liberados pronto. Al tercer día los guardias vinieron a
buscar a Ganil y lo trasladaron de uno de los patios cerrados de la Junta a la lluvia
transparente de primavera. La mayoría de los Sacerdotes vivía a la intemperie, y el
gran complejo de la Junta de Edun consistía en una serie de escasas barracas que
rodeaban los patios de dormir, de escribir, de rezar, de comer y las salas de tribunales,
todos sin techo. A Ganil lo llevaron a una de estas últimas y lo empujaron a través de
las filas de hombres vestidos de blanco y amarillo que llenaban la sala, hasta que
estuvo frente a ellos. Vio un lugar vacío, un altar, una larga mesa que brillaba,
empapada por la lluvia, y tras ella un sacerdote vestido con la túnica dorada del
Misterio Supremo. En el extremo opuesto de la mesa había otro hombre que, como
Ganil, estaba escoltado por guardias. El hombre lo estaba mirando, una mirada
directa, fría y descolorida; sus ojos eran azules, del mismo azul del cielo sobre las
nubes.
—Ganil Kalson de Edun. Eres sospechoso de ser amigo de Mede Fairman, estás
acusado de haber cometido herejías de Invención y Computación. ¿Eres amigo de
este hombre?
—Éramos Co-Maestros…
—Sí. Te habló alguna vez de medidas tomadas sin los Bastones de Comparación?
—No.
—¿De números negros?
—No.
—¿De las artes ocultas?
—No.
—Maestro Ganil, has respondido «No» tres veces. ¿Conoces lo que dice la Orden
de los Maestros Sacerdotes del Misterio de la Ley sobre los sospechosos de herejía?
—No, no…
—La Orden dice: «Si el sospechoso negase las preguntas cuatro veces, estas
pueden repetirse usando el prensamanos hasta que las conteste». Ahora las repetiré, a
menos que desees retractarte en alguna de tus negaciones.
—No —contestó Ganil, confundido mientras miraba los rostros vacíos, las altas
paredes que lo rodeaban. Y permaneció más confundido y asustado después de que
trajeron una caja chata de madera y encerraron en ella su mano derecha. ¿Qué
significaban todos estos aspavientos? Era como en su iniciación, donde todos habían
tratado de asustarlo con tanto ardor; aquella vez lo habían conseguido.
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—Como Mecánico —estaba diciendo el sacerdote dorado—, conoces el uso de la
palanca, Maestro Ganil. ¿Te retractarás?
—No —dijo Ganil, y frunció el ceño; acababa de darse cuenta de que a partir de
ese mismo momento le parecería que su brazo terminaba en la muñeca, como el de
Yin.
—Muy bien —mientras uno de los guardias cogía la palanca que salía de la caja
de madera, el sacerdote dorado dijo—: ¿Eras amigo de Mede Fairman?
—No —dijo Ganil; contestó negativamente a todas las preguntas, y siguió
negando, aún cuando había dejado de oír la voz del sacerdote, hasta oír su propia voz
mezclada con el eco que hacía sobre las paredes el palmoteo de la corte—. No, no,
no…
La luz iba y venía, la lluvia fría que le caía por la cara cesó luego, alguien estaba
tratando de ayudarle a levantarse. Su capa gris hedía, el dolor le había hecho vomitar.
Al recordarlo, volvió a hacerlo.
—Ahora tranquilízate —le susurraba un guardia; las filas inmóviles, amarillas y
blancas, seguían allí amontonadas, los rostros atentos, las miradas fijas… Pero ya no
en él.
—Hereje, ¿conoces a este hombre?
—Es mi Co-Maestro.
—¿Le has hablado de las artes ocultas?
—Sí.
—¿Le has enseñado las artes ocultas?
—No. Traté de hacerlo —la voz se quebró ligeramente; aun en el silencio del
patio, roto sólo por el rumor de la lluvia, era difícil escuchar a Mede—. Era
demasiado estúpido. No se atrevía y no podía aprender. Será un estupendo Maestro de
Tienda —los fríos ojos azules miraron a Ganil, sin piedad y sin súplica.
El sacerdote dorado se volvió nuevamente a la corte:
—No hay ninguna prueba en contra del sospechoso Ganil. Puedes irte,
sospechoso. Regresa mañana al mediodía para presenciar la ejecución de la sentencia.
Tu ausencia sería interpretada como prueba de tu culpabilidad.
Antes de que Ganil hubiese podido comprender algo, los guardias lo sacaron del
patio.
Lo dejaron cerca de una puerta lateral de la Logia, que atrancaron
estruendosamente detrás de él. Estuvo parado allí unos momentos, agazapado sobre la
acera, apretando bajo la capa la mano sanguinolenta y ennegrecida contra su costado.
La lluvia susurraba alrededor; nadie pasaba. Solo, bajo el crepúsculo, juntó sus
fuerzas, se levantó y echó a andar por la ciudad calle por calle, casa por casa, paso a
paso en dirección a la casa de Yin.
Una sombra se movió entre las sombras del portal, y una voz le habló:
—¡Ganil! Ganil, no me importa si eres sospechoso. Todo está bien. Regresa a
casa conmigo. Mi padre te volverá a aceptar en la Tienda. Lo hará si se lo pido.
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Ganil permaneció en silencio.
—Ven conmigo. Te esperaba, sabía que vendrías aquí, te he seguido otras veces
—la risa nerviosa, alborozada de la joven, se había apagado.
—Déjame, Lani.
—No. ¿Por qué vienes a la casa del anciano Yin? ¿Quién vive aquí? ¿Quién es
ella? Regresa conmigo, tienes que hacerlo, mi padre no aceptaría a un sospechoso en
la Tienda a menos que yo…
La puerta de Yin nunca estaba atrancada. Ganil la hizo a un lado y entró, cerrando
tras de sí. No acudió ningún sirviente; la casa estaba a obscuras, silenciosa. Todos
habían sido prendidos, todos los Estudiantes, y todos iban a ser interrogados y
torturados y asesinados.
—¿Quién es? —Yin estaba de pie en el rellano de la escalera; el cabello le
brillaba bajo la luz de la lámpara. Ganil habló muy rápidamente.
—Me han seguido hasta aquí, una chica de la Tienda, la hija de Lee; si le cuenta a
su padre él reconocerá tu nombre, enviará a los guardias aquí…
—Hace tres días que pedí a los demás que se marcharan —al oír la voz de Yin,
Ganil se detuvo a contemplar el rostro tranquilo y arrugado del anciano.
Luego dijo como un niño:
—Mira —estiró el brazo derecho—, como el tuyo.
—Sí. Ven a sentarte, Ganil.
—Lo condenaron. A mí no, me dejaron partir. Dijo que no había podido
enseñarme nada, que yo no podía aprender. Para salvarme…
—Y salvar tus matemáticas. Ahora ven aquí, siéntate —Ganil se controló y
obedeció; Yin lo hizo acostarse, y luego le limpió y vendó la mano como mejor pudo.
Al rato, sentado entre Ganil y el resplandeciente fuego, resolló en un suspiro.
—Bueno —dijo—, ahora eres un sospechoso de herejía. Yo lo fui durante veinte
años. Te acostumbrarás a ello… No te preocupes por tus amigos. Pero si la chica le
cuenta a Lee y tu nombre aparece ligado al mío… Será mejor que abandonemos
Edun. Separadamente. Esta misma noche.
Ganil no contestó nada. Abandonar la Tienda sin el permiso del Maestro Principal
significaba la excomunión, la pérdida de su Magisterio. Sería excluido de su propio
gremio. ¿Qué podía hacer con su mano lisiada? ¿A dónde podía ir? Jamás, en toda su
vida, había salido de Edun.
El silencio cubría la casa. Ganil hizo un esfuerzo por escuchar los ruidos de la
calle, los pesados pasos de una patrulla de guardias que venía a arrestarlo de nuevo.
Tenía que escapar esa misma noche…
—No puedo —dijo de pronto—. Tengo que… Tengo que estar en la Junta mañana
al mediodía.
Yin comprendió lo que Ganil no dijo. El silencio volvió a rodearlos. La voz del
anciano sonó muy seca y cansada cuando habló de nuevo:
—Bajo esa condición te liberarán, ¿eh? De acuerdo, hazlo; si no te perseguirán
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por las Cuarenta Ciudades como a un hereje condenado. A los sospechosos no los
persiguen; simplemente los convierten en parias. Es preferible. Ahora duerme un
poco, Ganil. Antes de irme te diré dónde nos encontraremos. Vete cuanto antes, y
viaja con poco equipaje…
Sin embargo, cuando Ganil dejó la casa, ya avanzada la mañana, llevaba algo
consigo, bajo la capa: un rollo de papeles escritos con la letra clara de Mede Fairman:
«Trayectorias», «Velocidad de los cuerpos en caída libre», «La naturaleza del
movimiento»…
Yin había partido antes del amanecer sobre un asno gris.
—Te veré en Keling —fue la única despedida del anciano.
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«¿Qué es el Sol? ¿Por qué cruza el cielo? ¿Ves ahora cómo necesito de tus
números? En vez de XII, escribe 12… Esta también es una figura, significa Nada».
Los gritos se habían apagado, pero la voz suave no. Ganil levantó la cabeza; la
multitud se estaba dispersando. El joven sacerdote, arrodillado en la acera, oraba y
sollozaba en voz alta. Ganil miró el cielo cubierto y luego se fue, a través de las calles
de la ciudad y a través de la puerta de la ciudad, en dirección norte, al exilio y a su
hogar.
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LA CAJA DE LA OBSCURIDAD
Cuando mi hija Caroline tenía tres años, se me acercó una vez con
una pequeña caja de madera en las manecitas y me dijo: «Adivina
qué hay en esta caja”. Le respondí que gusanos, ratones,
elefantes, etc… Sacudió la cabeza, sonrió con una sonrisa difícil
de describir, abrió apenas la caja para que yo sólo alcanzara a
ver el interior, y me dijo: “Obscuridad». En consecuencia, he aquí
este cuento.
Un niño pequeño caminaba por la arena suave de la orilla del mar sin dejar
huellas. Las gaviotas chillaban en el cielo luminoso y sin Sol, las truchas saltaban en
el océano sin sal. En el horizonte lejano apareció por un momento la serpiente
marina, formando siete arcos enormes, y luego, con un bramido, se sumergió. El niño
silbó, pero la serpiente marina, ocupada en la caza de ballenas, no volvió a emerger.
Caminó sin echar sombra ni dejar huellas sobre la arena extendida entre los
acantilados y el mar, frente al que se erguía un promontorio con césped sobre el que
una choza se sostenía sobre sus cuatro patas. Mientras subía por un sendero al
acantilado, la choza brincó y se frotó las patas delanteras como lo hubiese hecho un
abogado o una mosca; pero las manecillas del reloj que había en su interior no se
movieron nunca.
—¿Qué es lo que llevas allí, Dick? —le preguntó su madre mientras agregaba
perejil y una pizca de pimienta en el guiso de conejo que hervía en un alambique.
—Una caja, mamá.
—¿Dónde la encontraste?
El familiar de mamá saltó desde las vigas adornadas por guirnaldas de cebolla, y
mientras le rodeaba el cuello como una piel de zorro dijo:
—En la orilla del mar.
—Sí… —asintió Dick—. El mar la rechazó.
El familiar ronroneó y no dijo nada.
—¿Y qué tiene dentro? —la bruja se volvió para mirar la cara redonda de su hijo
—. ¿Qué tiene dentro? —repitió.
—Obscuridad.
—¿Sí? Déjame ver —cuando se inclinó para mirar, el familiar, sin dejar de
ronronear, cerró los ojos; el niño apretó la caja contra el pecho y levantó muy
cuidadosamente la tapa apenas un par de centímetros—. Tienes razón —dijo su
madre—. Ahora guárdala, no permitas que ande rodando por allí. Me pregunto qué
habrá sido de la llave. Ve a lavarte las manos. ¡Mesa, ponte!
Y mientras el niño maniobraba la pesada bomba de agua del patio y se mojaba la
cara y las manos, la choza resonaba con el estruendo de los platos y cubiertos que
hacían su aparición. Después de la comida, mientras mamá dormía su siesta matutina,
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Dick cogió del estante de los tesoros la caja blanqueada por el agua e incrustada de
arena y se fue con ella por las dunas, lejos del mar. El familiar negro iba pegado a sus
talones y trotaba pacientemente por la arena y el césped áspero; era su única sombra.
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Rikard lo espoleó y dirigió al centro de la lucha. Los atacantes pelearon tenazmente
pero cada vez había menos de ellos, y los pocos que quedaban iban siendo obligados
a retroceder paso a paso hacia el mar. Cuando sólo quedaba un grupo de más o menos
veinte, se rindieron y corrieron hacia sus barcos con desesperación, los empujaron en
el agua, se encaramaron en ellos. Rikard gritó a sus hombres. Se le acercaron por la
arena, a través de cadáveres cortajeados. Los malheridos trataron de arrastrarse hacia
él sobre sus manos y rodillas. Todos los que podían caminar se reunieron en fila en
una hondonada detrás de la duna donde se erguía Rikard. A sus espaldas, los tres
barcos negros descansaban inmóviles en alta mar.
Rikard se sentó a solas entre el áspero césped de la cima de la duna. Inclinó la
cabeza y se cubrió el rostro con las manos. Cerca estaba el caballo blanco, inmóvil
como un caballo de piedra. Por debajo estaban sus hombres, en silencio. Detrás, en la
playa, cercano al cuerpo del grifo, yacía el hombre alto con el rostro cubierto de
sangre y los demás muertos descansaban contemplando el cielo donde no brillaba
ningún Sol. Sopló una ráfaga de viento. Rikard levantó el rostro; aunque joven, era
torvo e inflexible. Hizo una señal a sus capitanes, subió de un salto a su montura y
regresó al trote hacia la ciudad a través de las dunas, sin esperar a ver cómo las naves
negras se dirigían hacia la playa donde las abordarían sus soldados, o cómo sus
propios hombres formaban fila y marchaban a sus espaldas. Cuando el grifo planeó y
chilló en las alturas, levantó el brazo y frunció el ceño ante la gran criatura que
trataba de posarse en su muñeca enguantada y que agitaba las alas y chillaba como un
gato.
—¡Grifo inútil —le dijo—, gallina, vete a tu gallinero!
El monstruo gritó al ser insultado y flotó en dirección este hacia la ciudad. Detrás
del príncipe, su ejército serpenteaba, atravesando las colinas sin dejar huella. Las
naves negras, con las velas desplegadas, se destacaban claramente en el mar. En la
proa de la primera se erguía un hombre alto, malcarado, de gris.
Rikard tomó un camino más fácil, y no pasó muy lejos de la choza de cuatro patas
que se alzaba en el promontorio. La bruja, de pie en el umbral, lo saludó. Galopó a
encontrarla, frenó ante el portón del pequeño patio y la miró. Era obscura y brillante
como el carbón, sus cabellos negros se agitaban al viento marino. Ella lo contempló,
armado de blanco sobre un caballo blanco.
—Príncipe —le dijo—, otra vez irás a pelear más de lo prudente…
Rikard se rió.
—¿Qué iba a hacer? ¿Permitir que mi hermano acosara la ciudad?
—Sí. Permíteselo. Ningún hombre puede tomar la ciudad.
—Lo sé. Pero mi padre el rey lo ha desterrado, no debe siquiera pisar nuestras
costas. Soy soldado de mi padre y lucho cuando me lo ordena.
La bruja miró el mar y luego, de nuevo al joven príncipe; su rostro obscuro se
afiló, nariz y mentón se hicieron puntiagudos como los de una vieja, los ojos
relampagueantes.
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—Sirve y sé servido —dijo—, gobierna y sé gobernado. Tu hermano no eligió ni
servir ni gobernar… Escucha, príncipe: cuídate —el rostro joven volvió a ser cálido y
bello—. Esta mañana el mar trae regalos, el viento sopla, los cristales se rompen.
Cuídate.
Rikard se inclinó solemnemente, agradeciendo. Hizo girar su cabalgadura y
alejarse, blanca como una gaviota sobre la suave curva de las dunas.
La bruja regresó a su choza mirando aquí y allá los rincones de su única
habitación para comprobar si todo estaba en su sitio: murciélagos, cebollas, calderos,
alfombras, escoba, esteliones, bolas de cristal (trizadas), la delgada luna creciente
colgaba de la chimenea, los Libros, el familiar… Volvió a mirar, luego salió de la
choza y llamó:
—¡Dick! —el viento del oeste estaba soplando frío y hacía que la gruesa hierba se
doblara—. ¡Dick…! ¡Minino, minino, minino! —pero el viento le arrebató la voz, la
desgarró en pedazos y la alejó con un soplido; chasqueó con los dedos y la escoba
apareció volando en la puerta, horizontal y a setenta centímetros del suelo mientras la
choza temblaba y saltaba de nervios—. ¡Ciérrate! —la puerta se cerró
obedientemente al sonido de un nuevo chasquido; la bruja montó en la escoba y
despegó con un largo planeo sobre la playa, rumbo al sur; de vez en cuando gritaba
—: ¡Dick…! ¡Aquí, minino minino minino!
El joven príncipe caminaba en grupo con sus hombres. Cuando llegaron al
desfiladero y pudo ver a sus pies la ciudad en la planicie, sintió que tironeaban de su
capa.
—Príncipe…
Un niño pequeño, tan pequeño que aún era gordo y mofletudo, lo miraba asustado
mientras sostenía una caja estropeada y arenosa. Un gato sonriente se había sentado a
su lado.
—El mar ha traído esto… Es para el príncipe del lugar —explicó el niño—, sé
que lo es… Por favor, ¡ténlo!
—¿Qué tiene dentro?
—Obscuridad, señor.
Rikard cogió la caja y tras una ligera vacilación la abrió un poco, sólo una rendija.
—Dentro está pintada de negro —dijo el príncipe con un gesto adusto.
—No, príncipe, de verdad que no. ¡Ábrela más!
Con cuidado, Rikard levantó cinco centímetros más y espió, luego cerró
rápidamente mientras el niño decía:
—No permitas que el viento la esparza, príncipe.
—Se la llevaré al rey.
—Pero es para ti, señor…
—Todos los regalos del mar pertenecen al rey. Pero te lo agradezco, niño —se
miraron un momento, el niño pequeño y redondo y el joven recio y espléndido; luego
Rikard se volvió y continuó su camino, mientras Dick, silencioso e inconsolable,
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vagaba por las colinas.
La voz de la madre se oyó muy lejana en el sur. El niño trató de responder, pero el
viento dirigía su grito a la Tierra. El familiar no estaba allí.
Las puertas de bronce de la ciudad giraron sobre sus goznes y se abrieron ante el
ejército que se aproximaba. Los mastines ladraron, los guardianes presentaron armas,
la gente se inclinó cuando Rikard pasó galopando con estruendo por las calles de
mármol que conducían al palacio. Al entrar, dirigió una mirada al gran reloj de
bronce del campanario, la más alta de las nueve torres blancas del palacio. Las
manecillas inmóviles indicaban que faltaban diez minutos para las diez.
El rey lo esperaba en la Sala de Audiencia; era un hombre coronado de acero, de
cabellos grises y aspecto feroz, que apretaba entre los puños las cabezas de las dos
quimeras que formaban los brazos del trono. Rikard se arrodilló y narró el éxito de su
incursión con la cabeza inclinada y sin levantar la mirada ni una sola vez.
—El Desterrado murió junto a la mayor parte de sus hombres; el resto huyó en las
naves.
La voz que le respondió era cual una puerta de acero que gira sobre bisagras
nuevas.
—Bien hecho, príncipe.
—Te traigo un regalo del mar, Señor —siempre con la cabeza inclinada, Rikard
alzó la caja de madera.
—Esto me pertenece —dijo el anciano rey con tanta brusquedad que Rikard
levantó la mirada por un segundo para ver los dientes desnudos de las quimeras y los
ojos relampagueantes del rey.
—Por eso mismo te lo he traído, Señor.
—¡Esto me pertenece…! ¡Yo se lo di al mar, yo con mis propias manos! Y el mar
escupe mi regalo —un largo silencio; el rey habló luego con más suavidad—. Bien,
guárdatelo, príncipe. El mar no lo quiere, yo tampoco. Está en tus manos. Guárdala,
bien cerrada. ¡Guárdala bien cerrada, príncipe!
Rikard, siempre arrodillado, se inclinó aún más en demostración de gratitud y
consentimiento, luego se levantó y retrocedió de espaldas a través de la larga sala sin
alzar la cabeza. Cuando volvió a entrar en la antesala resplandeciente, los nobles y los
oficiales se reunieron a su alrededor para preguntarle sobre la batalla, reír, beber y
charlar como de costumbre. Pasó entre ellos sin mirarlos ni hablarles y se retiró a
solas a sus aposentos privados, llevando con cuidado la caja entre las manos. Cada
una de las paredes de su habitación luminosa y carente de sombras y ventanas estaba
decorada con estucos de oro incrustado de topacios, ópalos, cristales y la más
brillante de todas las joyas: velas encendidas, inmóviles en sus candelabros dorados.
Colocó la caja sobre una mesa de vidrio, arrojó su capa, se desembarazó del cinturón
en el que colgaba su espada, y se sentó suspirando. El grifo apareció en el dormitorio
al galope, raspando el suelo de mosaico con las garras, apoyó la cabeza sobre las
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rodillas del príncipe a la espera de que le rascase la crin plumosa. También un gato
negro y bruñido rondaba por la habitación; Rikard no le prestó atención. El palacio
estaba repleto de animales: gatos, lebreles, simios, ardillas, cachorros de hipogrifo,
ratones blancos, tigres… Todas las damas tenían su unicornio, todos los cortesanos su
docena de mascotas. El príncipe sólo poseía una: el grifo que siempre luchaba por él,
su único amigo indiscutible. Mientras rascaba la crin del animal, a menudo bajaba la
vista para encontrarse con la mirada dorada y amorosa de sus ojos redondos, que
también se dirigían de vez en cuando a la caja que descansaba sobre la mesa. No
había llave para cerrarla.
Desde una habitación lejana llegaba una música suave, un entrelazamiento
continuo de notas semejante al rumor de una fuente.
Rikard se volvió para mirar el reloj que descansaba sobre la repisa de la
chimenea, una ornamentada pieza enmarcada de oro y esmalte azul. Faltaban diez
minutos para las diez: la hora de levantarse y ceñirse la espada, llamar a sus hombres
e ir a la batalla. El Desterrado volvía, decidido a tomar la ciudad y reclamar su
derecho al trono, su herencia; había que obligar a sus negras naves a retirarse al mar.
Los hermanos debían pelear, y uno debía morir, y la ciudad, salvarse. Rikard se
levantó y el grifo saltó de inmediato, azotando el aire con su cola, preparado para la
lucha.
—Está bien, vamos —dijo Rikard; su voz era fría.
Cogió la espada en la vaina incrustada de perlas y se la enhebilló, y el grifo
gimoteó de excitación y frotó el pico contra la mano de su amo, que no le
correspondió, triste y cansado como estaba. Y anhelante, de… ¿qué? De escuchar la
música que había cesado, hablar una vez con su hermano antes de luchar… No, no lo
sabía. Heredero y defensor, debía obedecer. Se colocó en la cabeza el casco de plata y
se volvió para recoger su capa, arrojada sobre una silla. La vaina perlada que colgaba
de su cinturón golpeó algo detrás de él; se volvió y vio la caja, que yacía abierta en el
suelo. Se agachó y la recogió, y la obscuridad le cubrió las manos.
El grifo retrocedió con un gemido. Alto y cubierto por su armadura blanca, los
cabellos rubios, coronado de plata en la habitación resplandeciente y sin sombras,
Rikard sostenía la caja abierta y contemplaba la densa obscuridad que se escurría del
interior. El cuerpo, las manos, se cubrían de ella. Permaneció quieto. Luego levantó la
caja con lentitud, por encima de su cabeza, y la dio vuelta.
La obscuridad se derramó sobre el rostro de Rikard, quien miró en torno pues la
música lejana se había detenido y todo estaba en completo silencio. Las velas ardían,
y ocasionales motas de luz ponían manchas doradas y reflejos violetas en el
cielorraso y en las paredes. Pero todos los rincones estaban obscuros, detrás de cada
silla acechaba la obscuridad, y cuando Rikard volvió la cabeza su sombra saltó a lo
largo de la pared. Entonces se movió con rapidez y se le cayó la caja; en uno de los
rincones negros había visto el resplandor rojizo de dos grandes ojos… El grifo, por
supuesto. Rikard extendió la mano y le habló. El animal no se movió, pero emitió un
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extraño chillido metálico.
—¡Vamos! ¿Estás asustado en la obscuridad? —le dijo, y de pronto el mismo
Rikard se asustó; desenvainó la espada, nada se movió.
Retrocedió un paso hacia la puerta, y el monstruo saltó.
Rikard vio las alas negras contra el cielorraso, el pico de acero, las garras; la mole
le cayó encima antes de haber podido lanzarle una estocada. Forcejeó mientras el
gran pico le mordía el cuello y las garras laceraban los brazos y el pecho; forcejeó
hasta que pudo liberar el brazo que sostenía la espada y así comenzar a cortar, retirar
el arma y volver a cortar… el segundo golpe partió a medias el pescuezo del grifo,
que cayó en contorsiones en las sombras entre astillas de vidrio. Por último, yació
inmóvil.
La espada de Rikard cayó al suelo con estruendo. Tenía las manos pegajosas por
su propia sangre y apenas podía ver; el aleteo del grifo había apagado o volteado
todas las velas menos una. A tientas buscó una silla y se sentó. Al cabo de un minuto
hizo lo que había hecho en la duna después de la batalla: inclinó la cabeza —la
respiración entrecortada— y escondió el rostro entre las manos. Reinaba un completo
silencio.
La única vela vaciló en su candelabro, reflejada débilmente en un ramillete de
topacios que adornaba la pared. Rikard levantó la cabeza.
El grifo yacía inmóvil; su sangre formaba un charco negro como la primera
obscuridad derramada fuera de la caja. El pico de acero estaba abierto, los ojos
también, como dos piedras rojas.
—Está muerto —dijo una vocecilla suave, y el gato de la bruja se aproximó,
evitando cuidadosamente los fragmentos de la destrozada mesa—. De una vez por
todas, ¡escucha, príncipe! —el gato se sentó y enroscó pulcramente el rabo en sus
patas.
Rikard permaneció inmóvil, sin expresión, hasta que un repentino sonido lo
sobresaltó; un ligero y cercano ¡ting! En lo alto de la torre estaba sonando una
campanada sorda y colosal que retumbó en la piedra del suelo, en sus oídos, en su
sangre. Los relojes estaban dando las diez.
Alguien aporreó la puerta, y los corredores del palacio devolvieron el eco de
gritos mezclado con las últimas y estruendosas campanadas, chillidos de animales
asustados, voces, órdenes.
—Llegarás tarde a la batalla, príncipe —dijo el gato.
Rikard buscó su espada a tientas entre sombras y sangre, la envainó, se cubrió con
la capa y se dirigió a la puerta.
—Hoy habrá tarde —dijo el gato—, y crepúsculo, y caerá la noche. Entonces uno
de vosotros regresará a la ciudad, tú o tu hermano. Pero solamente uno de vosotros,
príncipe.
Rikard estaba callado. Preguntó:
—¿Brilla ahora el sol, fuera?
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—Sí, está brillando.
—Bueno, entonces vale la pena —dijo el joven, que avanzó hacia el tumulto y el
pánico de los salones soleados, con su sombra pegada tras él.
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LA PALABRA QUE LIBERA
Los dos cuentos siguientes fueron mi primer acercamiento y mi
primera exploración del «mundo secundario» de Terramar, sobre el
que más tarde escribiría tres novelas. Al principio no sabía mucho
del lugar, y los lectores que estén familiarizados con la trilogía
notarán que en algún momento los gnomos de Terramar se extinguen,
y que la historia del dragón Yevaud es un tanto obscura. (Deben de
haber pasado algunas décadas o siglos en Sattins Island antes de
que Ged lo encontrara, y lo atara, en la Isla de Pendor). Pero
esto sólo se puede esperar de los dragones, que no se someten a
los requerimientos causales o unidireccionales del relato, porque
son mitos y están fuera de los confines del tiempo.
El poder de los nombres explora primero un elemento esencial en el
funcionamiento de la magia en Terramar. La palabra que desliga
anuncia el final del último libro de la trilogía, La costa más
lejana, por la forma en que imagina el Mundo de los muertos.
También manifiesta cierta obsesión por los árboles, que una vez
descubiertos siguen apareciendo a lo largo de mi obra. Pienso que
sin duda soy la más arbórea de las escritoras de ciencia ficción.
Para el resto de vosotros, que descendisteis y desarrollasteis
pulgares oponibles, y una postura erguida, y esas cosas, todo está
bien. Aún quedamos unos pocos balanceándonos aquí arriba.
¿Dónde estaba? El suelo era duro y fangoso, el aire negro y apestoso, y aquello
era todo lo que había. Excepto el dolor de cabeza. Tendido de plano sobre el frío y
húmedo suelo, Festín gimió y dijo:
—¡Báculo!
Cuando su báculo de brujo hecho en madera de aliso no acudió a su mano, supo
que estaba en peligro. Se sentó, y al no poder recurrir a su báculo para que le diese la
luz apropiada, encendió una chispa entre el índice y el pulgar, murmurando cierta
Palabra. Una centelleante bola de fuego azulado saltó de la chispa y rodó débilmente
a través del aire, chisporroteando.
—Arriba —dijo Festin.
Y la bola de fuego zigzagueó hacia arriba hasta iluminar una trampilla abovedada
muy por encima de él, tan alta que Festin, al proyectarse al interior de la bola de
fuego momentáneamente, vio su propia cara doce metros más abajo como un pálido
punto entre las tinieblas. La luz no producía reflejos en las húmedas paredes; estaban
entretejidas a partir de la noche, por medios mágicos. Volvió a su cuerpo y dijo:
—Fuera.
La bola murió. Festin se sentó en las tinieblas haciendo crujir los nudillos.
Debían de haberle hechizado desde detrás, por sorpresa; lo último que recordaba
era que había estado caminando a través de sus bosques, al atardecer, hablando con
los árboles. Últimamente, en aquellos años solitarios de la mitad de su vida, se había
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sentido agobiado por un sentimiento de fuerza desperdiciado, sin usar; por eso,
necesitando aprender lo que era paciencia, había abandonado las ciudades y se había
ido a conversar con los árboles, especialmente con los robles, castaños y alisos, cuyas
raíces están en profunda comunicación con las corrientes de agua. Hacía seis meses
que no hablaba con un ser humano. Había estado ocupado con los elementos
esenciales, sin lanzar hechizos, sin molestar a nadie. ¿Quién podía haberle encantado
y encerrado en aquel pozo apestoso?
—¿Quién? —preguntó a las paredes; y, lentamente, un nombre llegó hasta él y le
embistió como una gruesa gota negra que rezumase de poros de piedra y esporas de
hongos—: Voll.
Por un momento, Festin sintió un sudor frío.
Hacía mucho tiempo que había oído hablar por primera vez de Voll el Funesto, de
quien se decía que era más que un brujo pero menos que un hombre; que pasaba de
isla en isla de la Región Exterior, deshaciendo el trabajo de los Antiguos,
esclavizando a los hombres, devastando bosques y expoliando los campos, y sellando
en tumbas subterráneas a cualquier brujo o mago que se atreviese a combatir con él.
Los refugiados de las islas destruidas contaban siempre la misma leyenda, que había
llegado al atardecer en un viento obscuro por encima del mar. Sus esclavos le seguían
en naves; eso lo habían visto. Pero nadie había visto al propio Voll… Había muchos
hombres y criaturas del mal campando por las Islas, y Festín, un joven brujo ocupado
con su entrenamiento, no había prestado mucha atención a los cuentos sobre Voll el
Funesto. «Puedo proteger esta isla», había pensado, conociendo su todavía no
probado poder, y había vuelto a sus robles y alisos, al sonido del viento en sus hojas,
al ritmo del crecimiento en sus redondos troncos, ramas y ramitas, al sabor de la luz
del Sol sobre las hojas, o a las obscuras aguas subterráneas fluyendo entre las raíces.
¿Dónde estarían ahora los árboles, sus viejos compañeros? ¿Habría destruido Voll el
bosque?
Despierto al fin y puesto de pie, Festin hizo dos amplios movimientos con manos
rígidas, gritando en voz alta un Nombre capaz de romper todas las cerraduras y abrir
cualquier puerta hecha por el hombre. Pero aquellas paredes impregnadas de noche y
del nombre de su creador no escuchaban, no oían. El nombre levantó ecos, que
volvieron hacia Festin, resonando en sus oídos y haciéndole caer de rodillas y ocultar
la cabeza entre los brazos hasta que los ecos murieron en las bóvedas que había sobre
él. Entonces, todavía temblando, se sentó, meditabundo.
Estaban en lo cierto; Voll era fuerte. En su propio terreno, en el calabozo
construido con sus propios hechizos, su magia resistiría cualquier ataque directo; y la
fuerza de Festin no era ni la mitad de la que hubiese tenido de no haber perdido su
báculo. Pero ni siquiera su captor podía arrebatarle sus poderes, relativos sólo a sí
mismo, de Proyección y Transformación. Y así, tras frotarse la ahora doblemente
dolorida cabeza, se transformó. Suavemente, su cuerpo se disolvió en una nube de
fina bruma.
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Perezosa, rastrera, la bruma se elevó del suelo, derivando sobre las fangosas
paredes hasta que encontró, donde la cueva se hacía pared, una grieta fina como un
cabello. A su través, gotita a gotita, se filtró. Había logrado pasar casi por completo,
cuando un viento ardiente como la ráfaga de un horno le golpeó, dispersando las
gotas de bruma, secándolas. Precipitadamente, la bruma retrocedió de nuevo hacia la
cueva, bajando en espirales hasta el suelo, donde tomó de nuevo la forma de Festin,
que apareció jadeando. La transformación es una característica emocional de los
brujos introvertidos del tipo de Festin; cuando a esa característica se añade el shock
de enfrentarse a una muerte inhumana en la forma asumida por uno, la experiencia
deviene espantosa. Festin estuvo por unos momentos simplemente respirando. Estaba
irritado consigo mismo. Después de todo, había sido una estupidez intentar escapar
como bruma. Hasta un loco se sabría ese truco. Probablemente, Voll había dejado
fuera un viento caliente al acecho. Festin se convirtió en un pequeño murciélago
negro y voló hacia el techo, donde se transformó en una ligera corriente de aire puro,
que se filtró a través de la grieta.
Esa vez consiguió salir, y estaba soplando suavemente a través del vestíbulo en
dirección a una ventana, cuando una aguda sensación de peligro le obligó a
transformarse rápidamente, adquiriendo la primera forma pequeña y coherente que
llegó a su mente… un anillo de oro. Lo hizo justo a tiempo. El huracán de aire ártico
que habría dispersado su forma aérea como un caos irreconstruible simplemente
enfrió un poco su forma de anillo. Mientras pasaba la tormenta permaneció sobre el
pavimento de mármol, preguntándose qué forma debería adoptar para atravesar la
ventana más rápidamente.
Empezó a moverse demasiado tarde. Un gigantesco troll de rostro inexpresivo
avanzaba a largas zancadas por la habitación; se detuvo, recogió el anillo, que rodaba
con rapidez, y lo levantó con una enorme mano como de piedra caliza. El troll avanzó
hasta la trampilla, descorrió el cerrojo de hierro y murmurando un encantamiento
arrojó a Festin a las tinieblas. Descendió a plomo doce metros y aterrizó sobre el
suelo de piedra… con un diñe.
Reasumiendo su verdadera forma, se sentó, frotándose dolorosamente un codo
herido. Demasiadas transformaciones para un estómago vacío. Deseó ardiente y
amargamente tener su báculo, con el que podría haberse procurado algo para comer.
Sin él, aunque pudiese cambiar de forma y ejercer determinados hechizos y poderes,
no podía transformar o proveerse de ninguna cosa material… ni luces ni chuletas de
cordero.
—Paciencia —se aconsejó Festin a sí mismo.
Cuando hubo recuperado el aliento, disolvió su cuerpo en la infinita delicadeza de
aceites volátiles, convirtiéndose en el aroma de una chuleta de cordero frita.
Nuevamente, derivó hacia la grieta. El acechante troll inhaló sospechoso, pero Festin
ya se había convertido en un halcón y aleteaba en dirección a la ventana. El troll
arremetió contra él, falló por escasos metros, y con voz despiadada dijo:
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—¡El halcón, atrapad el halcón!
Mientras descendía en picado desde el castillo encantado hasta el bosque que se
extendía obscuro hacia el oeste, la luz del Sol y el reflejo del mar le deslumbraron.
Festín cortaba el aire como una flecha. Pero una flecha más rápida chocó con él.
Gritando, cayó. Sol, mar y torres giraron a su alrededor y desaparecieron.
Despertó nuevamente en el húmedo y malsano suelo del calabozo, con las manos,
el cabello, y los labios mojados con su propia sangre. La flecha se había clavado en el
ala del halcón, en el hombro del hombre. Se mantuvo inmóvil, y murmuró un hechizo
para cerrar la herida. Al cabo de un rato pudo sentarse y rememorar un hechizo más
largo y poderoso de curación. Pero había perdido mucha sangre y, con ella, poder. Un
frío helado se había apoderado de la médula de sus huesos, que ni siquiera el hechizo
de curación podía calentar. Sus ojos estaban sumidos en las tinieblas, incluso cuando
recurrió a la bola de fuego e iluminó el aire hediondo: la misma bruma tenebrosa que
había podido ver cerniéndose sobre su bosque y las pequeñas aldeas de su territorio.
Debía proteger aquella tierra.
No podría volver a intentar escapar directamente. Estaba demasiado débil y
cansado. Confiando excesivamente en su poder, había perdido su fuerza. Cualquiera
que fuese la forma que adoptase a partir de entonces, ésta compartiría su debilidad, y
sería atrapada.
Temblando a causa del frío, se acuclilló, dejando que la bola de fuego
chisporroteara con una última bocanada de metano… el gas de los pantanos. El olor
le permitió ver con el ojo de la mente los pantanos que se extendían desde el bosque
amurallando el mar, sus amados pantanos donde ningún hombre acudía, donde en
otoño los cisnes volaban alineados, donde, entre tranquilos pozos y cañaverales,
corrían hacia el mar rápidos y silenciosos riachuelos. Oh, poder ser un pez en una de
esas corrientes; o mejor aún, estar más lejos, corriente arriba, cerca de los
manantiales, en el bosque, a la sombra de los árboles, en el claro remanso bajo las
raíces de un aliso, descansando y oculto…
Era una gran magia. Festín no la había practicado más de lo que lo hace cualquier
hombre que, en el exilio, o viéndose en peligro, anhela la tierra o las aguas de su
hogar, imaginando la vista desde el umbral de su casa, la mesa en la que comía, las
ramas que se veían a través de la habitación en que solía dormir. Sólo en sueños
conseguían los grandes magos realizar la magia de volver al hogar. Pero Festín, con
el frío saliéndole de la médula e inundando nervios y venas, permaneció de pie entre
las negras paredes, reuniendo su poder hasta que brilló como una candela en la
obscuridad de su carne, y empezó a actuar con una magia, grande y silenciosa.
Los muros desaparecieron. Estaba en la tierra, con rocas y vetas de granito por
huesos, aguas subterráneas por sangre, raíces por nervios. Como un gusano ciego, se
movió a través de la tierra hacia el oeste, lentamente, con tinieblas por delante y por
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detrás. Toda la frialdad del subsuelo fluyó a lo largo de su espalda y de su vientre,
una irresistible e inagotable caricia. Saboreó el agua con los costados, su lenta
corriente; con ojos sin párpados vio ante él el profundo pozo marrón entre las grandes
y nudosas raíces de un aliso. Se precipitó hacia delante, plateado, hacia las sombras.
Estaba libre. Estaba en su hogar.
El agua brotaba intemporal de su clara fuente. Se quedó en la arena del fondo del
remanso, dejando que el agua le acariciase, mucho más poderosa que cualquier
hechizo de encantamiento, apaciguando su herida y con su frescura alejando el
desolador frío que había penetrado en él. Mientras descansaba, sintió y oyó una
sacudida y un temblor en la tierra. ¿Quién caminaba por su bosque? Demasiado
fatigado para cambiar de forma, escondió el brillante cuerpo de trucha bajo el arco de
las raíces del aliso, y se puso al acecho.
Grandes dedos grises tantearon en el agua, agitando la arena. A través de la
palidez del agua, caras vagas, ojos en blanco surgieron y se desvanecieron,
reaparecieron. Redes y manos buscaron a tientas, desaparecieron y volvieron a
aparecer; le agarraron y le mantuvieron retorciéndose en el aire. Luchó para recobrar
su propia forma, pero no pudo; su propio hechizo para regresar al hogar le
encadenaba. Se agitó en la red, boqueando en el seco, brillante y terrible aire,
sofocándose. La agonía continuó, y no supo nada más allá de ella.
Al cabo de mucho tiempo, poco a poco empezó a darse cuenta de que estaba de
nuevo en su forma humana; por su garganta obligaban a bajar un líquido agrio y
picante. Tras otro lapso de tiempo, se encontró tirado boca abajo sobre el suelo
mojado y pestilente de la cueva. Estaba otra vez en poder de su enemigo. Y aunque
podía respirar de nuevo, no estaba muy lejos de la muerte.
El frío le atravesaba; y los trolls, servidores de Voll, habían aplastado el frágil
cuerpo de trucha, pues cuando se movió, la caja torácica y un antebrazo le dieron un
navajazo de dolor. Roto y sin fuerza, se hundió en el fondo del pozo de la noche. No
tenía poder para cambiar de forma; no saldría de allí de aquel modo, pero había otro.
Permaneciendo inmóvil, y casi, pero no totalmente, fuera del alcance del dolor,
Festín pensó:
«¿Por qué no me ha matado? ¿Por qué quiere mantenerme con vida?
»¿Por qué nunca ha sido visto? ¿Con qué ojos se le puede ver, sobre qué tierra
caminará?
»Me teme, aunque no me queden fuerzas.
»Dicen que todos los brujos y hombres poderosos que ha vencido viven
encerrados en tumbas como ésta, viven año tras año intentando liberarse…
»Pero ¿y si uno elige no vivir?».
Así, Festín hizo su elección. Su último pensamiento fue:
«Si estoy equivocado, los hombres pensarán que fui un cobarde».
Pero no se retrasó con aquel pensamiento. Girando la cabeza ligeramente hacia un
lado, cerró los ojos, hizo una última inspiración profunda y susurró la palabra que
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libera, la que sólo se pronuncia una vez.
No hubo transformación. No hubo cambio. Su cuerpo, las largas piernas y brazos,
las hábiles manos, los ojos que se habían deleitado mirando árboles y corrientes,
permanecieron sin cambio, tranquilos, perfectamente tranquilos y llenos de frío. Pero
las paredes desaparecieron. La cueva construida con magia desapareció, y las salas y
torres; y el bosque, y el mar, y el cielo del atardecer. Desaparecieron, y Festín se
dirigió lentamente hacia la lejana pendiente de la colina de la existencia, bajo nuevas
estrellas.
En vida había tenido gran poder; allí no lo había olvidado. Como la llama de una
vela, se movió en las tinieblas de aquella amplia tierra. Y, recordando, pronunció el
nombre de su enemigo:
—¡Voll!
Llamado, incapaz de resistir, Voll se acercó a él, un denso y pálido espectro bajo
la luz de las estrellas. Festín se acercó, y el otro se acobardó y gritó como si estuviera
ardiendo. Festin le siguió cuando huyó, le siguió de cerca. Recorrieron un largo
camino, sobre corrientes de lava seca de extintos volcanes, que recortaban sus conos
contra las estrellas sin nombre; sobre los contrafuertes de las silenciosas colinas, a
través de valles de corta hierba negra, atravesando ciudades o bajando por sus callejas
obscuras entre casas por cuyas ventanas no miraba cara alguna. Las estrellas colgaban
del cielo; ninguna descendía, ninguna se levantaba. No hubo cambios. Ningún día
llegó. Pero ellos continuaron, Festin siempre siguiendo los pasos del otro, hacia el
lugar por donde en un tiempo corrió un río, mucho tiempo antes: un río de las tierras
vivientes. En el seco lecho, entre los cantos rodados, yacía un cuerpo muerto: el de un
hombre viejo, desnudo, ojos mates mirando fijamente las estrellas, a las que la muerte
no afecta.
—Entra —dijo Festin.
La sombra de Voll lloriqueó, pero Festin se acercó más. Voll retrocedió, se
detuvo, y penetró por la boca abierta de su propio cuerpo muerto.
El cadáver se desvaneció de inmediato. Sin marcas, inmaculados, los secos cantos
rodados centellearon bajo la luz estelar. Festin estuvo allí de pie un rato, luego se
sentó a descansar sobre unas grandes rocas. A descansar, no a dormir; debería montar
guardia hasta que el cuerpo de Voll, devuelto a su tumba, se convirtiera en polvo, y
desapareciera todo su maléfico poder, esparcido por el viento y arrastrado por la
lluvia hasta el mar. Debería vigilar aquel lugar, donde una vez la muerte había
encontrado el camino de regreso al otro mundo. Paciente, infinitamente paciente,
Festin esperó entre las rocas por las que ningún río volverá a correr, en el corazón del
país donde no hay costas. Las estrellas permanecían fijas sobre él; y mientras las
miraba, lenta, muy lentamente, empezó a olvidar la voz de las corrientes y el sonido
de la lluvia sobre las hojas del bosque de la vida.
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EL PODER DE LOS NOMBRES
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puertecilla que conducía a la habitación interior estaba cerrada por medio de un
encantamiento, y al parecer, por una vez, se trataba de un encantamiento eficaz. Una
vez que dos niños creían que el hechicero se encontraba en la Costa Oeste curando el
burro enfermo de la señora Ruuna, llevaron allí una palanca y un hacha, pero al
primer golpe surgió del interior un rugido de ira y una nube de vapor purpúreo. El
señor Bajocolina había regresado temprano. Los niños huyeron. Él no salió, y los
niños no sufrieron ningún daño, aunque dijeron que de no escucharlo, nadie podría
creer que aquel hombrecillo regordete produjera ese horrible y enorme grito-bramido-
aullido-silbido.
Aquel día tenía que comprar en el pueblo tres docenas de huevos frescos y
cuatrocientos gramos de hígado; también debía pasar por la casita de Fogeno, el
capitán, a renovar el hechizo de los ojos del anciano (bastante inútil aplicado a un
caso de desprendimiento de retina, pero el señor Bajocolina continuaba intentándolo),
y por último se detendría a charlar con la vieja Goody Guld, la viuda del fabricante de
concertinas. La mayoría de los amigos del señor Bajocolina eran ancianos. Los
hombres jóvenes y fuertes de la aldea le producían timidez, y las muchachas le tenían
vergüenza.
—Me pone nerviosa, sonríe tanto… —decían haciendo mohines, retorciendo
rizos sedosos alrededor de un dedo.
«Nerviosa» era una palabra de última moda, y todas las madres respondían
adustas:
—Nerviosa un cuerno, lo que sois es tontas. ¡El señor Bajocolina es un hechicero
muy respetable!
Después de despedirse de Goody Guld, el señor Bajocolina pasó por la escuela,
que ese día se reunía fuera, en el baldío. Dado que no había nadie alfabetizado en
Sattins Island, no existían libros en los cuales aprender a leer ni pupitres en los que
grabar iniciales ni pizarras que borrar, y de hecho no existía un edificio escolar. En
los días lluviosos los niños se reunían en el desván del Granero Común, y se
ensuciaban los pantalones con heno; en días de Sol, la maestra, Palani, los llevaba a
donde tuviera ganas. Hoy, rodeada por treinta niños atentos menores de doce años y
cuarenta ovejas distraídas menores de cinco, estaba enseñando un punto importante
en el plan de estudios: las Reglas de los Nombres. El señor Bajocolina, sonriendo con
timidez, se detuvo a mirar y escuchar. Palani, una muchacha rolliza y bonita de veinte
años, hacía un cuadro encantador allí, bajo el Sol invernal, con niños y ovejas a su
alrededor, un roble sin hojas sobre la cabeza y las dunas y el mar y el cielo pálido y
transparente detrás. Hablaba con seriedad, con el rostro enrojecido por el viento y las
palabras.
—Ya habéis aprendido las Reglas de los Nombres, niños. Son dos, y son las
mismas en todas las islas del mundo. ¿Cuál es una de ellas?
—No es buena educación preguntarle a nadie cuál es su nombre —gritó un niño
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gordo y veloz, que fue interrumpido por una niña pequeña que chillaba:
—¡Nunca podrás decir tu propio nombre a nadie, dice mi mamá!
—Sí, Suba. Sí, querida Popi, no chilles. Tenéis razón. Nunca preguntaréis a nadie
su nombre. Nunca diréis el vuestro. Ahora pensad en ello un minuto y decidme por
qué llamamos a nuestro hechicero señor Bajocolina —sonrió al señor Bajocolina por
encima de las cabezas ensortijadas y los lomos lanudos, y él se puso radiante y aferró
nervioso su bolsa de huevos.
—¡Porque vive debajo de una colina! —gritó media clase.
—¿Pero es ése su verdadero nombre?
—¡No! —dijo el niño gordo, y el chillido de la pequeña Popi le hizo eco:
—¡No!
—¿Cómo sabéis que no lo es?
—Porque llegó aquí solo y entonces no había nadie que supiera su verdadero
nombre y por eso no nos lo podían decir, y él no podía…
—Muy bien, Suba. Popi, no grites. Tienes razón. Ni siquiera un mago puede decir
su verdadero nombre. Cuando vosotros, los niños, hayáis dejado la escuela y estéis
atravesando el Pasaje, dejaréis atrás vuestros nombres de niños y conservaréis
solamente vuestros nombres verdaderos, los que nunca deberéis preguntar ni entregar.
¿Por qué existe esta regla?
Los niños permanecieron en silencio. Las ovejas balaron con dulzura. El señor
Bajocolina contestó la pregunta:
—Porque el nombre es la cosa —dijo con voz suave, tímida, ronca—, y el
verdadero nombre es la verdadera cosa. Conocer el nombre significa controlar la
cosa. ¿No es así, señorita maestra?
Ella le sonrió e hizo una reverencia, evidentemente un poco desconcertada por su
intervención. Y él se fue a su colina al trote, aferrando los huevos contra el pecho.
Por alguna razón, el momento que había pasado contemplando a Palani y a los niños
le había abierto el apetito. Al pasar, cerró la puerta interior con un encantamiento
apresurado; debió de haber dejado uno o dos escapes en el hechizo pues la
antecámara vacía pronto estuvo llena del olor de los huevos fritos y el hígado tostado.
Ese día el viento era fresco y ligero y venía del oeste. Al mediodía había traído un
pequeño bote que llegó al puerto de Sattins peinando las olas brillantes. Cuando
irrumpió en el horizonte, un chico de vista aguda lo notó y, conocedor como todos los
niños de cada vela y cada mástil de los cuarenta botes de la flota pesquera, corrió por
la calle gritando:
«¡Un barco extranjero, un barco extranjero!».
La solitaria isla muy rara vez era visitada por algún barco de otra isla igualmente
solitaria de la Bordada Este, o por un mercader aventurero del Archipiélago. Cuando
el barco llegó al embarcadero, media aldea ya estaba allí para saludarlo, y los
pescadores se sumaron luego desde sus hogares, y manadas de vacas y buscadores de
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almejas y cazadores de hierbas jadeaban por las rocosas colinas en dirección al
puerto.
Pero la puerta del señor Bajocolina permaneció cerrada.
Solamente había un hombre a bordo del barco. Cuando se lo contaron al anciano
capitán Fogeno, un cardumen de cejas blancas descendió hasta sus ojos sin vista.
—Hay una sola clase de hombres que naveguen a solas por la Bordada Externa.
Un brujo, un hechicero o un Mago…
Así que los aldeanos quedaron sin aliento ante la posibilidad de ver por una vez
en sus vidas a un Mago, uno de los poderosos Magos Blancos de las islas interiores
del Archipiélago, ricas, pobladas, llenas de torres. Se decepcionaron, pues el viajero
era bastante joven, un sujeto guapo, de barba negra, que los saludó alegremente desde
su barco y saltó a tierra como cualquier marinero que llega contento a puerto. Se
presentó de inmediato como un buhonero de mar. Pero cuando le contaron al capitán
Fogeno que llevaba consigo un bastón de roble, el anciano movió la cabeza y dijo:
—¡Malo! Dos hechiceros en una aldea… —su boca se cerró con un chasquido.
Como el extranjero no podía decir su nombre, inmediatamente le dieron uno:
Barbanegra. Y le prestaron mucha atención. Tenía un pequeño y revuelto hato de
ropas y sandalias y plumas de piswi para adornar capas e incienso barato y piedras
ligeras y hierbas delicadas y grandes cuentas de cristal de Venway… el lote habitual
de un buhonero. Todo Sattins Island fue a mirar, a charlar con él, y quizás a comprar
algo.
—¡Imposible de olvidar! —cacareaba Goody Guld, quien al igual que todas las
mujeres y todas las muchachas de la aldea, estaba conmovida por la audaz hermosura
de Barbanegra.
Los chicos también le rondaban, para que les contara sus viajes a lejanas y
extrañas islas de la Bordada o les describiera las grandes y ricas islas del
Archipiélago, las Rutas Internas, los fondeaderos blancos de naves, y los tejados
dorados de Havnor. Los hombres escuchaban sus relatos con gusto, pero algunos de
ellos se preguntaban por qué un mercader viajaría solo, y contemplaban
pensativamente su vara de roble.
Durante todo este tiempo el señor Bajocolina permaneció debajo de su colina.
—Es la primera isla sin mago que veo —dijo un día Barbanegra a Goody Guld,
que en la ocasión había invitado a su sobrino y a Palani a tomar una taza de té de
junco con el viajero—. ¿Qué hacéis cuando os duele un diente o una vaca se seca?
—Bueno… ¡si tenemos al señor Bajocolina! —dijo la anciana.
—Para lo que sirve… —murmuró Birt, el joven sobrino de Goody Guld, y luego
se ruborizó hasta el color púrpura y se le derramó el té; estaba enamorado de la
maestra de escuela, pero lo más que había hecho hasta ese momento para demostrarle
su amor había sido regalar canastas de caballas frescas a la cocinera de su padre.
—Oh, ¿tenéis un hechicero? —preguntó Barbanegra—. ¿Es invisible?
—No, solamente muy tímido —dijo Palani—. Apenas llevas una semana aquí,
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¿no?, y vemos tan pocos extranjeros… —también se ruborizó un poco, pero no
derramó su té.
Barbanegra le sonrió.
—Es un buen sattinsano entonces, ¿verdad?
—No —dijo Goody Guld—, no mejor que tú. ¿Más té, sobrino? Mantenlo en la
taza esta vez… No, mi querido; llegó en un pequeño barco… ¿hace cuatro años? Fue
un día después que concluyó la arribada del sábalo porque estaba recogiendo las
redes en la Ensenada Este, y Pondi Cowherd se rompió la pierna aquella misma
mañana… hará cinco años. No, cuatro. No, son cinco, fue el año en que el ajo no se
dio. Entonces llega navegando en una pequeña chalupa cargada hasta el tope de
grandes cofres y cajas y le dice al capitán Fogeno, que entonces no estaba ciego,
aunque sabe Dios que estaba tan viejo como para haberse quedado ciego dos veces:
«Oigo contar —le dice— que no tienen un brujo o hechicero… ¿No están deseando
uno?». «¡Ya lo creo, si la magia es blanca!». Dice el capitán, y antes de decir
«pulpo» el señor Bajocolina se había instalado debajo de la colina y estaba
hechizando la sarna del gato de Goody Beltow. Aunque la piel creció gris, y era un
gato naranja. Tenía un aspecto bien raro después de eso. Murió el invierno pasado,
durante el encantamiento del frío. Goody Beltow se tomó la muerte de su gato, pobre
criatura, peor que cuando su marido se ahogó en las Orillas Largas, el día de la
arribada prolongada de los arenques, cuando mi sobrino Birt aquí presente no era más
que un bebé en pañales —el sobrino de la señora Goody Guld volvió a derramar el té
y Barbanegra hizo una mueca, pero la anciana prosiguió sin desfallecer, y habló hasta
que cayó la noche.
Al día siguiente, Barbanegra se hallaba en el muelle trabajando en la tabla
arrancada de su barco, a cuya reparación parecía dedicarle mucho tiempo, y como de
costumbre, hacía hablar a los taciturnos sattinsanos.
—¿Cuál de estas naves es la de vuestro hechicero? ¿O tiene una de esas que los
Magos pliegan dentro de cáscaras de nuez cuando no las usan?
—No —dijo un imperturbable pescador—. Está allá arriba en su cueva, debajo de
la colina.
—¿Llevó hasta su cueva el barco que lo trajo?
—Sí. Hasta arriba del todo. Yo ayudé. Llena hasta el tope de grandes cajas llenas
hasta el tope de libros con encantamientos, dice él. Era pesada como el plomo —y el
imperturbable pescador le volvió la espalda, suspirando imperturbablemente.
El sobrino de Goody Guld, que arreglaba una red allí cerca, levantó la vista de su
trabajo y preguntó con igual imperturbabilidad:
—¿Verdad que te gustaría conocer al señor Bajocolina?
Barbanegra le devolvió la mirada. Por un momento, unos ojos negros y listos se
encontraron con unos ojos azules e inocentes; luego Barbanegra sonrió y dijo:
—Sí. ¿Me llevarás a la colina, Birt?
—Sí, cuando haya terminado con esto —dijo el pescador.
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Y cuando hubo terminado de remendar la red, él y el del Archipiélago partieron
por la calle de la aldea hacia la alta colina verde. Pero mientras cruzaban el baldío,
Barbanegra le dijo:
—Espera un momento, amigo Birt. Tengo una historia para contarte antes de que
visitemos a tu hechicero.
—Cuéntala —dijo Birt, sentándose bajo la sombra de una encina perenne.
—Es una historia que empezó hace cien años, y que todavía no ha terminado…
Aunque pronto terminará, muy pronto… En el mismo corazón del Archipiélago,
donde las islas se apiñan densas como moscas en la miel, hay una pequeña ínsula
llamada Pendor. Los señores de Pendor eran hombres poderosos en los viejos días de
guerra anteriores a la Liga. Botines y rescates y tributos diluviaban sobre Pendor, y
allí se reunió un gran tesoro, hace mucho tiempo. En aquel entonces, de algún lejano
lugar en la Bordada Oeste, donde los dragones se crían en las islas de lava, llegó un
dragón muy poderoso. No era uno de esos lagartos hiperdesarrollados que la mayoría
de vosotros los habitantes de la Bordada Externa llamáis dragones, sino un monstruo
grande, negro, alado, sabio, astuto, lleno de fuerza y artificios, y que como todos los
dragones, amaba el oro y las piedras preciosas por sobre todas las cosas. Mató al
Señor del Mar y a sus soldados, y los habitantes de Pendor huyeron de noche en sus
naves. Huyeron todos, y dejaron al dragón enroscado dentro de las Torres de Pendor.
Y allí permaneció durante cien años, arrastrando su barriga escamosa sobre
esmeraldas y zafiros y monedas de oro, apareciendo solamente una vez cada uno o
dos años, cuando debía comer. Invadía islas cercanas en busca de alimento. ¿Sabes lo
que comen los dragones?
Birt cabeceó y dijo en un susurro:
—Doncellas.
—Así es —dijo Barbanegra—. Bueno, esto no se podía soportar eternamente, ni
tampoco el saber que estaba sentado sobre todo ese tesoro. Así que cuando la Liga se
fortaleció, y el Archipiélago no estuvo tan preocupado por guerras y piratería, se
decidió atacar Pendor, expulsar al dragón y recuperar el oro y las joyas para el tesoro
de la Liga. Ellos siempre están deseando dinero. Por lo tanto se reunió una enorme
flota de cincuenta islas, y en las proas de las siete naves más fuertes colocaron siete
Magos, y navegaron hacia Pendor… Llegaron. Desembarcaron. Nada se movió.
Todas las casas estaban vacías, los platos sobre las mesas llenos del polvo de cien
años. Los huesos del viejo Señor del Mar y de sus hombres yacían en los patios del
castillo y en las escaleras. Y las habitaciones de la torre apestaban a dragón. Pero no
había ningún dragón. Tampoco ningún tesoro, ni un diamante del tamaño de una
semilla de amapola, ni una simple cuenta de plata… Al saber que no habría podido
resistirse a siete Magos, el dragón se había ido. Lo rastrearon, y descubrieron que
había volado a una isla desierta en el norte llamada Udrath; le siguieron la pista hasta
allí, ¿y qué encontraron? Huesos de nuevo. Sus huesos, los del dragón. Pero ningún
tesoro. Un hechicero, algún hechicero desconocido de otro lugar, debió de haberlo
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encontrado indefenso y lo derrotó… Y después se fue con el tesoro, ¡delante de las
mismas narices de la Liga!
El pescador escuchaba, atento e inexpresivo.
—Por supuesto que habrá sido un hechicero poderoso e inteligente para primero
matar al dragón, y segundo escaparse sin dejar rastro. Los Señores y Magos del
Archipiélago no pudieron seguirle el rastro en absoluto… Ni sospechas siquiera de
dónde había venido o hacia dónde había ido. Estuvieron a punto de abandonar. Esto
sucedió la primavera pasada; yo había estado ausente, viajando por la Bordada Norte
durante tres años, y regresé en aquellos días. Y me pidieron que les ayudara a
encontrar al hechicero desconocido. Esto fue un rasgo de inteligencia de parte de
ellos. Porque no soy solamente un hechicero yo mismo, como creo que lo adivinaron
algunos de los zoquetes de aquí, sino que soy un descendiente de los Señores de
Pendor. Ese tesoro es mío. Es mío, y sabe que es mío. Esos idiotas de la Liga no
pudieron encontrarlo porque no es de ellos. Pertenece a la casa de Pendor, y la gran
esmeralda, la estrella del tesoro, Inalkil la Piedraverde, conoce a su dueño. ¡Observa!
—Barbanegra levantó su bastón de roble y gritó—: ¡Inalkil! —la punta de la vara
empezó a brillar, verde, un encendido resplandor verde, una niebla deslumbrante del
color de la hierba de abril, y al mismo tiempo la vara se inclinó en la mano del
hechicero hasta señalar en línea recta el costado de la colina que se levantaba sobre
sus cabezas.
—En el lejano Havnor el resplandor no era tan potente —murmuró Barbanegra
—, pero la varilla señalaba en la dirección correcta. Inalkil respondió cuando la
llamé. La joya conoce a su dueño. Y yo conozco al ladrón, y lo someteré. Es un
hechicero agraciado, que pudo con un dragón. Pero yo soy más poderoso. ¿Quieres
saber por qué, zoquete? ¡Porque conozco su nombre!
A medida que el tono de Barbanegra se hacía más arrogante, el rostro de Birt
aparecía más y más obtuso, más y más inexpresivo; pero al oír decir a Barbanegra
que conocía el verdadero nombre de señor Bajocolina, se sacudió, cerró la boca y
contempló al del Archipiélago.
—¿Cómo… lo aprendiste? —dijo muy lentamente.
Barbanegra hizo una mueca y no le contestó.
—¿Magia negra? —insistió Birt.
—¿Cómo, si no…?
Birt palideció y no dijo nada.
—¡Soy el Señor del Mar de Pendor, zoquete, y poseeré el oro que mis padres
ganaron, y las joyas que mis madres usaron, y la Piedraverde! Porque son míos.
Bueno, ahora podrás contar toda la historia a tus gaznápiros de aldea, una vez
derrotado ese hechicero y que yo me haya ido. Espera aquí. O puedes venir y mirar, si
no tienes miedo. Nunca volverás a tener la oportunidad de observar a un hechicero en
todo su poder —Barbanegra se volvió, y sin mirar atrás subió a grandes trancos la
colina, hacia la entrada de la cueva.
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Muy lentamente, Birt lo siguió. Se detuvo a una buena distancia, se sentó bajo un
espino y miró. El del Archipiélago se había detenido; era una figura obscura y
envarada, sola en la verde ondulación de la colina, de pie y absolutamente inmóvil
ante la boca bostezante de la caverna. Repentinamente movió el bastón sobre su
cabeza; el resplandor esmeralda invadió el ámbito mientras gritaba:
—¡Ladrón, ladrón del Tesoro de Pendor, sal a la vista!
Se oyó un estruendo como de loza rota dentro de la cueva, de la que salió
despedida una cantidad de polvo. Asustado, Birt se agachó. Cuando volvió a mirar,
vio a Barbanegra aún inmóvil, y en la boca de la cueva, polvoriento y desgreñado,
estaba el señor Bajocolina. Parecía pequeño y enternecedor, con los pies torcidos
hacia adentro como de costumbre, y con las piernecillas arqueadas cubiertas por
calzas negras, y sin varilla… nunca había tenido una, reparó Birt. El señor Bajocolina
preguntó con su vocecilla ronca:
—¿Quién es usted?
—Soy el Señor del Mar de Pendor, ladrón, y he venido a reclamar mi tesoro.
Ante esto, el señor Bajocolina se fue poniendo rosado lentamente, como sucedía
siempre que la gente era grosera con él. Se puso amarillo, el cabello se convirtió en
cerdas, emitió un rugido parecido a una tos, y se convirtió en un león amarillo que
saltó por la colina hacia Barbanegra, los colmillos blancos destellando.
Pero Barbanegra se había esfumado. Un tigre gigantesco, del color de la noche y
el relámpago, brincaba al encuentro del león… que había desaparecido. De pronto,
bajo la cueva se alzaba un bosquecillo alto, negro bajo el Sol invernal. El tigre,
conteniéndose en pleno salto justo antes de caer bajo la sombra de los árboles, se
encendió en el aire, transformado en una lengua de fuego que azotaba las ramas secas
y negras.
Pero donde se habían alzado los árboles, una repentina catarata empezó a caer
desde la ladera de la colina, un arco de agua plateada y estruendosa que tronaba sobre
el fuego. Sobre el sitio ocupado antes por el fuego… que había desaparecido.
Por un instante, ante los ojos fijos del pescador se levantaban dos colinas: la verde
que ya conocía y una nueva, una loma parda y pelada, lista para beberse la torrencial
catarata. Esto sucedió con tanta rapidez que Birt parpadeó, y después de parpadear
parpadeó de nuevo pues lo que estaba viendo era mucho peor. Allí donde había
estado la catarata revoloteaba un dragón. Alas negras obscurecían toda la colina,
garras de acero se extendían, tanteando, y de los labios obscuros, escamosos,
entreabiertos, brotaba fuego y vapor.
Debajo de la criatura monstruosa, Barbanegra se reía.
—¡Toma cualquier forma que te guste, pequeño señor Bajocolina! —se burló—.
Puedo enfrentarte. Pero el juego se vuelve aburrido. Quiero contemplar mi tesoro,
Inalkil. Ahora, gran dragón, pequeño hechicero, recobra tu forma real. ¡Te lo ordeno
por el poder de tu verdadero nombre: Yevaud!
Birt estaba petrificado, ni siquiera podía parpadear. Se agachó, indeciso entre
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hacerlo o no; veía al dragón suspendido en el aire sobre Barbanegra, el fuego que
llameaba a la manera de muchas lenguas desde la boca escamosa, el humo que salía
en chorros de las rojas ventanas de la nariz. Vio cómo el rostro de Barbanegra se
volvía blanco como la tiza, y cómo le temblaba los labios orlados de barba.
—¡Tu nombre es Yevaud!
—Sí —dijo un vozarrón ronco y silbante—. Mi verdadero nombre es Yevaud, y
mi verdadera forma es esta.
—Pero el dragón había muerto… Encontraron sus huesos en la isla de Udrath.
—Ese era otro dragón —intervino el dragón, y luego caló como un halcón, con
las garras extendidas.
Birt cerró los ojos. Cuando los abrió, el cielo estaba despejado, la colina vacía,
excepto una mancha pisoteada de color negro rojizo, y unas pocas huellas de garras
en la hierba.
Birt el pescador se puso en pie y corrió. Atravesó el baldío a la carrera,
dispersando las ovejas a izquierda y derecha, y bajó por la calle de la aldea hasta la
casa del padre de Palani. La joven estaba en el jardín desmalezando las capuchinas.
—¡Ven conmigo! —jadeó Birt; ella lo miró fijamente, él la aferró de la muñeca y
la arrastró consigo; Palani chilló un poco, pero no se resistió.
Ambos corrieron recto hacia el muelle; Birt empujó a Palani dentro del Queenie,
la chalupa pesquera. El muchacho desató las amarras, cogió los remos y partió,
remando como un demonio. Lo último que Sattins Island vio de él y de Palani fue la
vela del Queenie desvaneciéndose en dirección de la isla más cercana en el oeste.
Los aldeanos creyeron que nunca dejarían de comentar cómo Birt, el sobrino de
Goody Guld, se había vuelto loco y había escapado en un bote con la maestra el
mismo día que el buhonero Barbanegra desapareció sin dejar rastro, abandonando
todas sus plumas y cuentas. Pero tres días más tarde dejaron de comentarlo pues
tuvieron otras cosas que comentar, cuando el señor Bajocolina salió por fin de su
cueva.
El señor Bajocolina había resuelto que ya que su verdadero nombre no era más un
secreto, bien podía abandonar su disfraz. Caminar era mucho más difícil que volar, y
además hacía mucho, mucho tiempo que no comía una verdadera comida.
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EL REY DE INVIERNO
Cuando escribí este cuento, un año antes de empezar la novela La
mano izquierda de la obscuridad, no sabía que los habitantes del
planeta Invierno o Gheten eran andróginos. Para el momento en que
la historia salió impresa lo supe, pero era demasiado tarde para
enmendar términos tales como «hijo», «madre», etcétera.
Muchas feministas se han sentido afectadas o agraviadas porque a
los andróginos de La mano izquierda de la obscuridad se los llama
«él» desde el principio hasta el fin. En la tercera persona del
singular, el pronombre genérico inglés es igual al pronombre
masculino. Un hecho sobre el que siempre vale la pena reflexionar.
Y es una trampa sin salida, porque la exclusión del femenino
(ella) y del neutro (ello) del genérico masculino (él) hace que el
uso de cualquiera de ellos sea más específico, más injusto, que el
uso de «él». Y encuentro que los pronombres fabricados, «ellaél»,
«élella», etcétera, son pesados y fastidiosos.
Al revisar el cuento para esta edición, vi la oportunidad de
reparar levemente aquella injusticia. En esta versión aplico a
todos los gethianos el pronombre femenino, mientras que mantengo
ciertos títulos masculinos como Rey o Señor solamente para
recordar su ambigüedad. Quizás esto saque de sus casillas a
algunos antifeministas, pero es sencillamente equitativo. El
hermafroditismo de los personajes tiene poco que ver con lo que
sucede en el cuento, pero el cambio de pronombre pone en claro que
la relación central, paradójica, entre padre e hijo no es, como
puede haber parecido en la otra versión, una especie de Edipo al
revés, sino algo menos familiar y más ambiguo. Es evidente que mi
inconsciente conocía a los gethianos mucho tiempo antes de que le
pareciese oportuno informarme; él siempre está haciendo cosas por
el estilo.
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vacío y demente, pues había perdido esa confianza mínima en el Mundo que se llama
cordura. Repetía dentro de su cabeza lo que había repetido durante horas o años:
«Abdicaré. Abdicaré. Abdicaré». Con los ojos cerrados vio las habitaciones de rojas
paredes del Palacio, las torres y calles de Erhenrang bajo la nieve que caía, las
hermosas planicies de las Tierras Bajas del oeste, las cumbres blancas del Kargav, y
renunció a todo, a su reino.
—Abdicaré —dijo en voz baja y luego, fuerte, gritó cuando la persona vestida de
rojo y blanco se le acercó una vez más, diciendo:
—¡Majestad! Se ha descubierto un complot contra tu vida en la Escuela de
Artesanos.
Y el zumbido comenzó nuevamente. Escondió la cabeza entre los brazos y
susurró:
—Detenedlo, por favor, detenedlo.
Pero el zumbante plañido se hizo más alto y cercano y fuerte, implacable, hasta
que fue tan fuerte y agudo que entró en su carne, desgajó los nervios de sus canales e
hizo que sus huesos bailaran y sonaran, saltando al ritmo de la melodía. Brincó y se
sacudió en contorsiones, los huesos desnudos ensartaban hebras blancas y delgadas,
lloró lágrimas secas y gritó:
—Eje… Eje… Deben… Ejecutarlos… Detenido… ¡Detente!
Se detuvo. Cayó al suelo como un montón ruidoso y rechinante. ¿Qué suelo?
Nada de mosaicos rojos, nada de cemento manchado de orina, sino el suelo de
madera de la habitación de la torre, el pequeño dormitorio de la torre donde ella
estaba a salvo, a salvo de su monstruoso padre, el rey frío, loco, que lo desamparaba;
a salvo para poder jugar con Piry a que acunaba al gato y para sentarse al lado del
fuego sobre el regazo de Borhub, tan cálido y profundo como un sueño. Pero no había
ningún escondrijo, ninguna seguridad, ningún sueño. La persona vestida de negro
había llegado y le había cogido la cabeza, se la había hecho levantar, le había
sujetado con finas cuerdas blancas los párpados que trataba en vano de cerrar.
—¿Quién soy?
La máscara negra, vacía, la contempló. El joven rey se debatió, sollozando,
porque iba a comenzar el ahogo: no podría respirar hasta que no dijese el nombre, el
nombre correcto…
—¡Gerer!
Pudo respirar. Le permitieron respirar. Había reconocido a tiempo al de negro.
—¿Quién soy? —dijo una voz distinta, suavemente, y el joven rey tanteó,
buscando la fuerte presencia que siempre le traía sueño, tregua, solaz.
—Rebade —susurró—, dime qué hacer…
—Duerme.
Obedeció. Durmió profundamente, y sin soñar, porque todo estaba sucediendo en
la realidad. Los sueños aparecían cuando despertaba. En el instante. La espantosa luz
seca y roja del atardecer, irreal, le quemó los ojos y se los hizo abrir, y allí estaba, una
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vez más, de pie en el balcón del Palacio contemplando bajo sus pies cincuenta mil
agujeros negros que se abrían y gritaban. De los agujeros brotaba un chorro
paroxístico de sonido, un eructo rítmico y estridente: su nombre. El nombre rugía en
sus oídos como una mofa, como un insulto. Golpeó las manos contra la angosta
baranda de bronce y les gritó:
—¡Os haré callar!
No pudo oír su propia voz, anulada por las voces de ellos, las bocas pestilentes de
la chusma que la odiaba, gritando su nombre.
—Ven, rey mío —dijo la única voz dulce, y Rebade la sacó del balcón y la llevó a
la tranquilidad roja y vasta del Salón de Audiencias.
El griterío cesó con un chasquido. Como siempre, la expresión de Rebade era
sosegada y compasiva.
—¿Qué harás ahora? —le dijo con su voz dulce.
—Ab… Abdicaré.
—No —dijo Rebade con calma—. Eso no es correcto. ¿Qué harás ahora?
El joven rey permaneció en silencio, temblando. Rebade la ayudó a sentarse en el
catre de hierro, ya que las paredes se habían obscurecido como lo hacían con
frecuencia y se habían acercado hasta formar una pequeña celda a su alrededor.
—Llamarás…
—Llamaré a la Guardia de Erhenrang. Haré que disparen contra la multitud. Que
disparen a matar. Hay que darles una lección —el joven rey hablaba rápida y
enfáticamente, con voz alta y aguda.
Rebade dijo:
—¡Muy bien, mi señor, una sabia decisión! Correcto. Saldremos bien parados.
Estás actuando como se debe. Confía en mí.
—Lo hago. Confío en ti. Sácame de aquí —susurró el joven rey, aferrando el
brazo de Rebade; pero su amiga frunció el ceño; eso no era correcto.
Había alejado a Rebade y a la esperanza. Rebade se iba en calma y con pena a
pesar de las súplicas del joven rey, que le imploraba que se detuviese, que regresase,
pues el ruido estaba empezando suavemente, el zumbido plañidero que le desgarraba
el cerebro, y la persona de blanco y rojo se acercaba ya por el suelo rojo,
interminable.
—¡Majestad! Se ha descubierto un complot contra tu vida en la Escuela de
Artesanos…
A lo largo de Old Harbor Street, hasta la orilla del agua, las lámparas de la calle
se consumían, con un resplandor cavernoso. El guardia Pepenerer, que estaba
cumpliendo su recorrido, dirigió una mirada a aquella bóveda oblicua de luz sin
sospechar nada, y vio algo que se tambaleaba hacia ella. Pepenerer no creía en las
sirenas, pero había visto una sirena, manchada de lodo marino, balanceándose sobre
sus delgados pies palmípedos, boqueando aire seco, lloriqueando… Los relatos de
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viejos marineros se borraron de la mente de Pepenerer, y vio a una borracha o una
loca o una víctima que se bamboleaba entre las paredes grises y húmedas del
depósito.
—¡Eh, no te muevas! —vociferó mientras corría; la borracha, medio desnuda y
con ojos extraviados, dejó escapar un aullido de terror y trató de escabullirse, pero
resbaló en las piedras lustrosas de escarcha de la calle y cayó de cabeza con los
miembros extendidos.
Pepenerer sacó su pistola y descargó un trueno en medio segundo para mantener
quieta a la borracha; luego se agachó a su lado, montó la radio y llamó al Cuartel
Oeste para pedir un coche.
Los dos brazos extendidos fláccida y dócilmente sobre los fríos guijarros estaban
manchados por ronchas de inyecciones. No estaba borracha, estaba drogada.
Pepenerer olfateó, pero no captó ningún aroma resinoso de esencias. Había sido
drogada entonces; ladrones, o la venganza ritual de una secta. Los ladrones no
habrían dejado el anillo de oro en el dedo índice; era un objeto macizo, grabado, casi
tan grueso como el nudillo. Pepenerer se inclinó hacia adelante para contemplarlo.
Luego volvió la cabeza y contempló el perfil pálido y golpeado que yacía sobre las
piedras del pavimento, apenas iluminado por las lámparas callejeras. Sacó de su bolsa
una moneda nueva de cuarto de corona y miró el perfil izquierdo estampado en el
estaño brillante, luego volvió a mirar el perfil derecho estampado en el clarobscuro de
la piedra fría. Luego, al oír el ronroneo del coche eléctrico girando en el Longway
hacia el Old Harbor Street, guardó la moneda en su bolsa, murmurando para sí
misma:
—Maldita idiota.
De cualquier manera, el rey Argaven estaba en las montañas, cazando, desde
hacía un par de semanas; eso habían comunicado los boletines.
—Podernos suponer que su mente fue remodelada —dijo el doctor Hoge—; pero
eso no nos da casi ninguna pista que seguir. En Karhide hay demasiados expertos en
remodelar mentes, y también en Orgoreyn, ya que estamos. No me refiero a
criminales que la policía podría rastrear, sino a mentalistas o médicos respetables que
no pueden conseguir drogas por medios legales. Y en lo referente a sonsacarle algo a
ella, si tuvieron un mínimo de habilidad tienen que haber vuelto inaccesible para la
razón todo cuanto hicieron. Todos los indicios estarán enterrados, los recuerdos
escondidos, y no podemos adivinar las preguntas que tenemos que hacerle. No hay
ninguna forma, excepto la destrucción cerebral, de revisar todo lo que ocupa su
mente; y hasta bajo los efectos de la hipnosis o de una droga profunda no habría
manera de distinguir entre las ideas o emociones implantadas y las propias
autónomas. Quizá los Extranjeros puedan hacer algo, aunque dudo de que su ciencia
mental sea esa gran cosa de la que se jactan; en cualquier caso, ello está fuera de
nuestro alcance. Tenemos una sola esperanza verdadera.
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—¿Cuál es? —preguntó con serenidad Lord Gerer.
—El rey es resuelta y veloz. Al principio, antes de que la adiestrasen,
posiblemente se diera cuenta de lo que le estaban haciendo, y entonces haber puesto
algún obstáculo o resistencia, haberse permitido alguna vía de escape… —la voz baja
de Hoge fue perdiendo fe mientras hablaba, y se arrastró en el silencio de la
habitación alta, roja, crepuscular, desvaneciéndose; no arrancó ninguna respuesta de
la anciana Gerer, que estaba de pie delante del fuego, vestida de negro.
La temperatura era de 12° en esa habitación del Palacio Real de Erhenrang donde
se encontraba Lord Gerer, y de 5° en la mitad del trayecto entre las dos grandes
chimeneas; afuera nevaba levemente, era un día benigno de pocos grados bajo cero.
La primavera había llegado a Invierno. Las fogatas, fuego y oro, rugían en cada
extremo de la habitación, devorando troncos gruesos como muslos. Magnificencia, un
lujo severo, un esplendor fugaz; chimeneas, fuegos artificiales, relámpagos,
meteoros, volcanes; estas cosas satisfacían a la gente de Karhide, en el mundo
llamado Invierno. Sin embargo, excepto en las colonias árticas por encima del
paralelo 35, no habían instalado calefacción central en ningún edificio durante
muchos siglos de Era Tecnológica. El confort llegaba a ellos rara vez, era bienvenido
sin ser buscado; era un don, como la alegría.
El lacayo personal del rey, que estaba sentado al lado de la cama, se volvió hacia
el médico y el Consejero, pero no habló. Ambas cruzaron la habitación al mismo
tiempo. El lecho amplio, duro, elevado sobre áureas columnas, cargado con mantas y
colchas rojas, sostenía el cuerpo del rey casi al nivel de sus ojos. Gerer lo veía como
un barco que navegaba, inmóvil, a través de una amplia y veloz marea de obscuridad,
conduciendo al joven rey hacia sombras, temores, años. La anciana consejero sintió
temor al ver que los ojos de Argaven estaban abiertos, y contemplaban con fijeza las
estrellas a través de una ventana cubierta a medias por la cortina.
Gerer temía la locura, la idiotez; no sabía qué era lo que temía. Hoge le había
advertido: «El rey no se comportará con normalidad, Lord Gerer. Durante trece días
ha sufrido torturas, amenazas, agotamiento, y su mente ha sido manipulada. Es
posible que el cerebro esté dañado, y sin duda las drogas le causarán efectos
laterales y posteriores». Ni el temor ni el estar advertida la protegieron de la
conmoción. Los ojos brillantes y agotados de Argaven se volvieron hacia Gerer y
durante un segundo se posaron, inexpresivos, sobre ella; luego la vio. Y Gerer,
aunque no podía ver reflejada la máscara negra, vio el odio, el espanto, vio a su joven
rey, amada infinitamente, que jadeaba con terror imbécil y luchaba con el sirviente,
con Hoge, con su propia debilidad en el esfuerzo de escapar, de huir de Gerer.
Lord Gerer, parada en el frío del centro de la habitación donde la cabecera del
lecho, semejante a una proa, la ocultaba de los ojos del rey, oyó cómo calmaban a
Argaven y la volvían a acostar. Su voz sonaba aguda, infantilmente quejumbrosa.
También el Viejo Rey Emran había hablado con voz de niño durante su última locura.
Luego el silencio, el crepitar de las dos fogatas.
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Korgry, el lacayo personal del rey, bostezó y se frotó los ojos. Hoge llenó una
aguja hipodérmica con algo que sacó de una ampolleta. Gerer estaba desesperada. Mi
niño, mi rey, ¿qué te han hecho? Una esperanza tan grande, una promesa tan bella,
perdidas, perdidas… Así se apenaba y la pasión atormentaba a aquella que parecía un
terrón de roca negra a medio esculpir, aquella vieja tosca y prudente cortesana, ya que
amar y servir al joven rey era para ella lo único que valía la pena en el Mundo.
Argaven habló en voz alta:
—Mi niño…
Gerer retrocedió, sintiendo que las palabras eran arrancadas de su propio cerebro;
pero Hoge, a la que no obnubilaba el amor, comprendió y dijo a Argaven con
suavidad:
—El príncipe Emran está bien, mi señor. Se encuentra con sus servidores en el
castillo de Warrever. Nos comunicamos con ellas constantemente. Allá todo está en
orden.
Gerer oyó cómo el rey respiraba con dificultad; se acercó un poco al lecho, pero
manteniéndose detrás de la alta cabecera, fuera del campo visual del rey.
—¿He estado enfermo?
—Aún no estás bien —dijo el médico con dulzura.
—¿Dónde…?
—Estás en tu habitación del Palacio Real, en Erhenrang.
Gerer se acercó un paso, sin llegar a mostrarse, y dijo:
—No sabemos dónde has estado.
Hoge frunció el ceño y su rostro, normalmente tranquilo se arrugó; a pesar de ser
el médico y, en consecuencia, el jefe de todas ellas, no se atrevió a dedicarle el ceño
al Consejero. La voz de Gerer no pareció preocupar al rey, quien hizo una o dos
preguntas más, sensatas y breves, y luego se quedó en silencio. Al rato, el lacayo
Korgry, que había estado sentada al lado del lecho real desde que trajeron al enfermo
a Palacio (la noche anterior, en secreto, por una puerta lateral, como un avergonzado
suicida del último reino pero al revés) cometió un delito de lesa majestad: acurrucada
sobre su taburete, dejó caer la cabeza sobre el costado del lecho y se durmió. El
guardia de la puerta dejó lugar a un nuevo guardia entre susurros. Y entre susurros
llegaron oficiales y recibieron un nuevo comunicado sobre la salud del rey para dar al
público. Atacado por síntomas de fiebre mientras estaba de vacaciones en High
Kargav, el rey había sido transportado presurosamente a Erhenrang, y en estos
momentos reacciona favorablemente al tratamiento, etc… El médico Hoge rem ir
Hogeremme, desde el palacio, había hecho pública la siguiente opinión, etc., etc…
«Que la Rueda gire en favor de nuestro rey”, decía solemnemente la gente en las
casas de la aldea, mientras encendían fuego sobre el altar chimenea, a lo que los
ancianos sentados junto al hogar observaban: “Esto ocurre por sus vagabundeos
solitarios por la ciudad y por ir a escalar montañas. Por eso le suceden estas malas
jugadas», pero mantenían encendida la radio para escuchar el siguiente boletín. Ese
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día, un gran número de gente había ido y venido y remoloneado y charlado en la
plaza del Palacio, contemplando a los que entraban y salían, contemplando el balcón
vacío; y todavía quedaban varios centenares en las inmediaciones, parados
pacientemente en la nieve. Argaven XVII era amado en sus dominios. Después de la
tosca brutalidad del reinado de Emran, que había terminado con la sombra de la
locura y la bancarrota del país, había llegado ella: repentina, galante, joven, todo lo
cambiaba; cuerda y sagaz, y no obstante magnánima. Tenía el fuego, el esplendor que
convenía a su gente. Era la fuerza y el centro de una nueva era: una que había
surgido, por una vez, como monarca del reino debido.
—Gerer.
Era la voz del rey. Gerer, muy envarada, atravesó con velocidad el frío y el calor
de la gran habitación, la luz del fuego y la obscuridad.
Argaven estaba sentada. Las manos le temblaban y la respiración tropezaba en su
garganta; contemplaba a Gerer con ojos que ardían a través del aire obscuro. Junto a
su mano izquierda, en la que llevaba el anillo con el Sello de la dinastía Harge, yacía
el rostro durmiente del lacayo, negligente y sereno.
—Gerer —dijo el rey con claridad, esforzándose—, convoca al Consejo. Diles
que abdicaré.
¿Tan crudo, tan sencillo…? ¿Todas las drogas, terrores, hipnosis, parahipnosis,
estimulación de neuronas, apareación de sinapsis y shocks eléctricos que Hoge había
descrito provocaban este resultado tan burdo? No había tiempo que perder.
—Mi señor, cuando te sientas más fuerte…
—Ahora. ¡Convoca al Consejo, Gerer!
Luego estalló, como estallaría un arco al cortarse la cuerda, y balbuceó en un
acceso de miedo que no había hallado motivo o fuerza en la que encarnarse. Y su fiel
lacayo aún dormía a su lado, sorda.
En la fotografía siguiente parece que las cosas han tomado mejor cariz. Aquí
aparece el rey Argaven XVII muy saludable, bien vestida y terminando un copioso
desayuno. Conversa con la docena más cercana de las cuarenta o cincuenta personas
que comparten o sirven la mesa (el aislamiento es un privilegio real, pero la
privacidad no), e incluye al resto en la amplitud de su cortesía. Parece, como todo el
Mundo ha dicho, que hubiera vuelto a ser ella plenamente. Aunque quizá no sea del
todo así; hay algo que falta, cierta serenidad juvenil, cierta seguridad, que ha sido
reemplazada por una cualidad similar pero menos tranquilizadora, una especie de
distracción. Haciendo abstracción de este rasgo, ella se muestra equilibrada y cálida,
pero siempre se vuelve a hundir allí, en aquella obscuridad que la absorbe y la
abstrae; ¿es miedo… dolor… determinación…?
El señor Mobile Axt, embajador plenipotenciario del Ekumen de los Mundos
Conocidos ante Invierno, que había pasado los últimos seis días en la carretera
tratando de conducir un automóvil eléctrico a más de 50 k/h desde Mishnory,
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Orgoreyn, hasta Erhenrang, Karhide, durmió hasta tarde y se saltó el desayuno, así
que llegó al Salón de Audiencias puntualmente pero con hambre. La anciana jefe del
Consejo, prima del rey, Gerer rem ir Verhen, salió al encuentro del extranjero en la
puerta del gran salón y lo saludó con la cortesía polisilábica de Karhide. El
plenipotenciario respondió lo mejor que pudo, percibiendo entre la elocuencia de
Gerer su deseo de contarle algo.
—Me han dicho que el rey se ha recuperado completamente —dijo—; espero, de
corazón, que sea verdaderamente así.
—No lo es —dijo la anciana consejero, su voz sonó repentinamente empañada y
descolorida—. Señor Axt, le cuento esto confiando en su discreción. En Karhide no
hay otras diez personas que sepan esta verdad. No se ha recuperado. No ha estado
enferma.
Axt asintió. Por supuesto que habían corrido rumores.
—A veces se adentra en la ciudad a solas, de noche, con vestidos vulgares y
camina, habla con extraños… Las presiones de un reino… Ella es muy joven —Gerer
hizo una pausa, luchando con alguna emoción reprimida—. Una noche, hace seis
meses, no regresó. Al amanecer, el subconsejero y yo recibimos un mensaje. Si
anunciábamos su desaparición, la matarían; si esperábamos en silencio medio mes la
devolverían intacta. Permanecimos en silencio, le mentimos al Consejo, emitimos
noticias falsas. La decimotercera noche la encontramos vagando por la ciudad. La
habían drogado y le habían lavado el cerebro. Aún no sabemos qué enemigo o bando.
Debemos trabajar en el secreto más absoluto; no podemos hacer naufragar la
confianza que el pueblo le tiene, su propia confianza en sí misma. Es difícil, no
recuerda nada. Pero lo que hicieron es obvio. Destruyeron su voluntad y dirigieron su
mente hacia una sola cosa. Cree que debe abdicar al trono.
La voz seguía siendo baja y sorda; los ojos traicionaban su angustia. Y al volverse
inadvertidamente, el plenipotenciario descubrió el reflejo de esa angustia en los ojos
del joven rey.
—¿Celebrando mi audiencia, prima? —Argaven sonrió, pero en su sonrisa había
un puñal.
La anciana Consejero se disculpó, imperturbable; se inclinó, partió como una
figura paciente y desgarbada y declinante caminando a lo largo del prolongado
corredor.
Argaven extendió hacia el plenipotenciario ambas manos, saludándolo de igual a
igual, ya que en Karhide se reconocía al Ekumen como un reino hermano, aunque
ningún alma viviente lo había visto. Pero sus palabras no fueron el discurso cortés
que Axt esperaba. Todo lo que dijo, y vivamente, fue:
—¡Por fin!
—Partí apenas recibí tu mensaje. En Orgoreyn este y en las Tierras Bajas del
oeste los caminos aún están escarchados, y no pude apresurarme mucho. Pero me
sentí muy contento de venir. Contento de partir, también —Axt sonrió al decir esto,
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pues tanto él como el joven rey disfrutaban de su mutua sinceridad; esperó a ver lo
que implicaba la bienvenida de Argaven contemplando con cierto regocijo el rostro
dúctil, hermoso, andrógino.
—Orgoreyn cría fanáticos de la misma manera que un cadáver cría gusanos,
como observó uno de mis antepasados. Me alegro de que encuentres más fresco el
aire de Karhide. Ven por aquí. ¿Gerer te dijo que me raptaron, etcétera? Sí. Todo
estuvo en concordancia con las antiguas reglas. El rapto es un arte bastante formal. Si
hubiese sido uno de los grupos antiextranjeros que piensan que vuestro Ekumen tiene
la intención de esclavizar al mundo posiblemente habrían ignorado las reglas; creo
que fue una de las bandas-clan que esperaba recobrar poder por mediación mía, el
poder que tuvieron en el anterior reinado. Pero aún no lo sabemos. Es extraño saber
que uno los ha visto cara a cara y sin embargo no puede reconocerlos; quién sabe si
no veo esos rostros a diario… Bueno, de nada sirve especular. Borraron toda huella.
Hay una sola cosa de la que estoy seguro. Ellos no me dijeron que debía abdicar.
El plenipotenciario y ella caminaban juntos por la habitación larga e
inmensamente alta y se dirigían a las sillas y doseles del extremo opuesto. Las
ventanas eran poco más que rajas, como era habitual en este planeta frío; de ellas
caían sobre el suelo oblicuamente proyectadas franjas leonadas de sol crepuscular que
encandilaban a Axt, que contemplaba el rostro del joven rey bajo aquel resplandor
sombrío, movedizo.
—¿Quién, entonces?
—Yo lo decidí.
—¿Cuándo, señor, y por qué?
—Cuando me tenían, mientras me estaban rehaciendo para que encajara en el
molde que me habían preparado y actuara como querían. ¿Por qué? ¡Para no encajar
en el molde ni actuar como quieren! Escúchame, Lord Axt: si hubiesen querido
verme muerta me habrían matado. Quieren que viva, para que gobierne, para que sea
rey. Como tal, seguiré las órdenes que implantaron en mi cerebro, trabajaré para
lograr sus fines. Soy un instrumento, la máquina que esperan poner en marcha. La
única forma de anular esto es descartar la máquina.
Axt era de entendimiento rápido; ésa era la condición mínima para desempeñarse
como un móvil del Ekumen. Además, las modalidades y asuntos de Karhide, las
tensiones y sediciones de este dinámico reino le eran bien conocidas. A pesar de lo
lejos que se encontraba Invierno del resto del género humano tanto en el espacio
como en la fisiología de sus miembros, Karhide, su país dominante, había demostrado
ser un miembro leal al Ekumen. Los informes de Axt se evaluaban a una distancia de
ochenta años luz en las juntas centrales del Ekumen; el equilibrio del Todo descansa
en cada una de sus partes.
Mientras ambos se sentaban frente al fuego en las grandes sillas duras, Axt dijo:
—Pero si abdicas no necesitarán siquiera poner en marcha la máquina.
—¿Aún si dejo a mi hijo como heredero, con un regente de mi propia elección?
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—Quizá serán ellos los que entonces elegirían al regente —dijo Axt con cautela.
El rey frunció el ceño.
—No lo creo —dijo.
—¿A quién has pensado nombrar?
Se produjo una larga pausa. Axt veía cómo trabajaban los músculos de la garganta
de Argaven mientras se esforzaba por hacer que una palabra, un nombre, atravesase
un bloque. Una dura contracción, y por fin, en un susurro estrangulado, dijo:
—Gerer.
Axt asintió, sobresaltado; Gerer había sido regente durante un año después de la
muerte de Emran y antes de la coronación de Argaven; sabía de su honestidad y total
devoción por el joven rey.
—¡Gerer no trabaja para ninguna banda! —dijo.
Argaven sacudió la cabeza. Parecía exhausta. Poco después agregó:
—Lord Axt. ¿Podrá la ciencia de tu pueblo reparar lo que me han hecho?
—Posiblemente. En el Instituto de Ollul. Si mandase llamar a un especialista esta
misma noche, tardaría veinticuatro años en llegar… Estás seguro entonces de que tu
decisión de abdicar fue…
Un lacayo que acababa de entrar estaba poniendo una pequeña mesa junto a la
silla del plenipotenciario. La cargó de frutas, rodajas de pan de manzana, un tazón de
plata lleno de cerveza. Argaven se había dado cuenta de que su huésped no había
desayunado. A pesar de que las viandas de Invierno (en su mayoría vegetales y los
más de estos crudos) eran sosas para el gusto de Axt, se dedicó a ellas con gratitud; y
como la conversación seria no cabía mientras comían, Argaven la desvió hacia
asuntos generales.
—Recuerdo que una vez dijiste que a pesar de lo distintos que somos ambos, de
lo distintos que son tu pueblo y el mío, nos une un parentesco de sangre. ¿Era una
aseveración moral o material, Lord Axt?
Axt sonrió ante esta forma de diferenciar tan típica de Karhide.
—Ambas cosas, señor. La gente con la que nos hemos topado en todos los lugares
que conocemos, en suma un pequeño rincón del espacio polvoriento bajo las vigas
del Universo, es realmente humana. Pero el parentesco se remonta a un millón de
años o más, a las Edades Ancestrales de Hain. Los antiguos hainitas colonizaron un
centenar de planetas.
—Nosotras llamamos «antigua» a la época de antes de que mi dinastía gobernara
Karhide… ¡hace setecientos años!
—Nosotros también llamamos «antigua» a la Era del Enemigo, que fue hace
menos de setecientos años. El tiempo se estira y encoge; cambia con el ojo, con la
edad, con la estrella; hace de todo menos revertirse, o repetirse…
—El sueño del Ekumen es, entonces, restaurar aquella antigua y verdadera
comunidad; volver a reunir a todos los pueblos de todos los mundos en un mismo
hogar.
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Axt asintió mientras mascaba el pan de manzana.
—Al menos entretejer cierta armonía alrededor. La vida adora el conocerse hasta
sus más lejanos límites; se deleita comprendiendo lo que es complicado. Nuestra
diferencia es nuestra belleza. Todos estos mundos y las variadas formas y costumbres
de las mentes y las vidas y los cuerpos que hay en ellos… juntos constituirían una
armonía espléndida.
—No hay armonía que perdure —dijo el joven rey.
—Nunca se ha logrado ninguna —dijo el plenipotenciario—. El placer se halla en
intentarlo —apuró su tazón, se secó los dedos con la servilleta de hierbas trenzadas.
—Ese fue mi placer como rey —dijo Argaven—. Ha terminado.
—Debería…
—Ha terminado. Créeme. Te tendré aquí, Lord Axt, hasta que me creas. Necesito
tu ayuda. ¡Eres la pieza en la cual los jugadores no repararon! Tienes que ayudarme.
No puedo abdicar contra la voluntad del Consejo. ¡Rehusarán mi abdicación, me
obligarán a reinar, y si reino serviré a mis enemigos! Si no me ayudas, tendré que
matarme —Argaven hablaba bastante serena y razonablemente; pero Axt sabía
cuánto costaba a un karhidenita mencionar el suicidio, el acto despreciable en esencia
—. De una forma o de otra —concluyó el joven rey.
El plenipotenciario se ciñó un poco más la gruesa capa; tenía frío, el mismo frío
de hacía ya siete años.
—Señor —dijo—, soy un extraño en tu Mundo, con un puñado de ayudantes y un
pequeño artefacto mediante el cual puedo comunicarme con otros extraños de
mundos lejanos. Represento el poder, por supuesto, pero no tengo ninguno. ¿Cómo
podría ayudarte?
—Tienes una nave en la isla Horden.
—Ah, temía esto —suspiró el plenipotenciario—. Alteza, esa nave está en
disposición de partir hacia Ollul, distante veinticuatro años luz. ¿Sabes, señor, lo que
eso significa?
—Mi huida del tiempo, en el que me he convertido en un instrumento del mal.
—No hay huida —dijo Axt, sin vacilar—. No, señor. Perdóname. Es imposible.
No puedo consentirlo, señor.
La helada lluvia primaveral repicaba sobre las piedras de la torre, el viento gemía
en los ángulos y remates del techo. El cuarto estaba tranquilo, sombrío. Una
lamparilla cubierta ardía al lado de la puerta. La niñera yacía en la cama, roncando
suavemente; el niño estaba en la cuna cabeza abajo. Argaven estaba al lado de la
cuna. Miró el cuarto, o más bien lo vio, lo conoció por entero, sin mirar. También ella
había dormido allí cuando era una niña pequeña. Había sido su primer reino. Aquí
había venido a amamantar a su niña, su primogénita, se había sentado cerca de la
chimenea mientras la pequeña boca le tironeaba el pecho, le había canturreado las
canciones que Burhob había canturreado para ella. Este era el centro, el centro de
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todo.
Con mucha cautela y suavidad deslizó la mano bajo la tierna cabecita, cálida,
húmeda, blanda, y pasó por encima de ella una cadena de la que colgaba un anillo
macizo con la insignia de los Señores de Harge grabada. La cadena era demasiado
larga, y Argaven la anudó para acortarla, pensando que se podía enredar y ahorcar a
la niña. Al dar escape a esa pequeña ansiedad, quiso vaciarse del gran miedo y la
desdicha que la invadían. Se agachó hasta tocar con su mejilla la mejilla del bebé,
susurrando inaudiblemente:
«Emran, Emran, tengo que dejarte, no puedo llevarte; tendrás que reinar por mí.
Sé buena, Emran, vive mucho tiempo, reina bien, sé buena, Emran…».
Se enderezó, se volvió, abandonó corriendo el cuarto de la torre, el reino
perdido…
Conocía varias maneras de salir de Palacio sin ser vista. Siguió la más segura, y
después se dirigió hacia el Puerto Nuevo, sola a través de las calles azotadas por la
cellisca de Erhenrang.
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de los sucesos, y varios mensajes privados para usted; encontrará todo el material en
sus aposentos, señor Harge. Muy abreviado: la regencia de Lord Gerer fue benigna y
tranquila, hubo una depresión en los dos primeros años, durante la cual fueron
abandonadas vuestras colonias árticas, pero en este momento la economía es bastante
estable. Su heredero fue coronado a los dieciocho años, y ya lleva siete en su
mandato.
—Sí. Ya veo —dijo la persona que la noche anterior había besado a aquel
heredero de un año.
—Cuando le parezca conveniente, señor Harge, los especialistas de nuestro
Instituto de Beltix…
—Cuando queráis —dijo el señor Harge.
Penetraron en su mente con mucha suavidad, con mucha sutileza, abriendo
puertas. Para aquellas que estaban bajo llave poseían delicados instrumentos que
siempre encontraban la combinación; luego se hicieron a un lado, y la dejaron entrar.
Hallaron a la persona de negro que no era Gerer, y el compasivo Rebade, que no era
compasivo; se pararon con ella en el balcón del Palacio, y con ella escalaron las
grietas de pesadilla hasta llegar al cuarto de la torre; y por último aquel que debió de
haber sido el primero, la persona de rojo y blanco, se le acercó diciendo:
—Majestad, se ha descubierto un complot…
Y el señor Harge gritó con terror abyecto, y se despertó.
—¡Bueno! Eso fue lo que impulsó el resto. La señal para empezar a saltarse las
otras órdenes y determinar la causa de su fobia. Una paranoia provocada. Provocada
realmente de forma maravillosa, debo decir. Tome, beba esto, señor Harge. ¡No, no es
más que agua! Bien podía haberse convertido en un monarca increíblemente
depravado, cada vez más obsesionado por el temor a complots y subversiones, cada
vez más desapegado de su gente. No de un día para otro, por supuesto. Esa es la
maravilla. Le habría llevado varios años convertirse en un verdadero tirano; aunque
sin duda planearon varias cosas favorables mientras tanto, una vez que Rebade se
abriese camino, un camino hacia la confianza de usted… Bueno, bueno, ya veo por
qué en el Clearinghouse se habla tan bien de Karhide. Si usted perdona mi
objetividad, esta clase de habilidad y paciencia es bastante escasa…
Así siguió divagando el doctor, el arreglamentes, la persona peluda, grisásea,
unisexuada de algún lugar llamado Cetians, mientras el paciente se recobraba.
—Entonces hice lo correcto —dijo por fin el señor Harge.
—Lo hizo. La abdicación, el suicidio o la huida eran los únicos actos o
consecuencias que habría cometido por su propia voluntad, libremente. Contaron con
que su moral no le habría permitido el suicidio, ni el voto del Consejo la abdicación.
Pero al estar poseídos ellos mismos por la ambición se olvidaron de la posibilidad de
la abnegación, y dejaron una puerta abierta para usted. Una puerta que sólo una
persona de espíritu vigoroso, si usted perdona mi positivismo, puede elegir atravesar.
Realmente debo leer sobre esta otra ciencia mental de ustedes, ¿cómo la llaman?
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¿Predicción? Creía que era una especie de basura ocultista, pero evidentemente…
Bueno, bueno, me imagino que estarán esperando que vaya pronto al Clearinghouse
para discutir su futuro, ahora que hemos puesto su pasado donde corresponde, ¿eh…?
—Como desee —dijo el señor Harge.
En el Clearinghouse conversó con diversas personas del Ekumen para los Mundos
del Oeste, y cuando le sugirieron que fuese a la escuela asintió de buena gana. Porque
entre aquella gente apacible cuya cualidad principal parecía ser una tristeza fría y
profunda, que no se distinguía de una hilaridad profunda y cálida, entre ellos, el ex-
rey de Karhide se sabía una bárbara inculta e ignorante.
Asistía a la Escuela Ekuménica. Vivía en la ciudad Vaxtsit, en unas barracas
cercanas al Clearinghouse, junto a unos doscientos extranjeros, ninguno de los cuales
era ni andrógino ni ex-rey. Y como nunca había tenido mucho que fuese solamente de
ella, ni tampoco privacidad, no le molestaba la vida en las barracas; tampoco era tan
malo como había creído vivir con personas de un solo sexo, aunque encontraba que
su condición de estudiante perpetuo era cansadora. Nada le importaba mucho.
Trabajaba y transcurría los días con vigor y competencia pero siempre con cierto
descuido, como el de alguien cuyo centro está en otra parte. Lo único que encontraba
incómodo era el calor, el calor terrible de Ollul que algunas veces llegaba a los 35°
durante la interminable estación deslumbrante, cuando la nieve no caía por doscientos
días seguidos. Aun cuando al fin llegaba el invierno sudaba, pues rara vez la
temperatura afuera bajaba de 10° bajo cero, y las barracas seguían sofocantes,
pensaba ella, aunque los otros extranjeros llevasen gruesos jerseys todo el tiempo.
Dormía sobre las sábanas, desnuda y agitada, y soñaba con las nieves del Kargav, el
hielo del Puerto Viejo, el hielo que burbujeaba en su cerveza en las frías mañanas de
Palacio, el frío, el querido frío amargo de Invierno.
Aprendió mucho; ya había aprendido que la Tierra, aquí, era Invierno, y que,
aquí, Ollul era llamado la Tierra: uno de esos hechos que dan vuelta el Universo de
adentro para afuera, como una media. Aprendió que un régimen carnívoro provoca
diarrea en los intestinos no habituados. Aprendió que las personas unisexuadas, a las
que procuraba denodadamente no considerar como pervertidas, trataban
denodadamente de no considerarla a ella como una pervertida. Aprendió que cuando
pronunciaba Ollul como si dijera «horror» alguna gente se reía. También intentó
olvidar que era rey. Una vez que la Escuela la tomó por su cuenta, aprendió y olvidó
muchas más cosas. Las máquinas y los artefactos y las experiencias y las palabras
(más sencillas y más exigentes) de los que disponía el Ekumen la condujeron a una
insinuación de lo que sería el comprender la naturaleza y la historia de un reino que
tenía más de un millón de años de antigüedad y un trillón de millas de extensión.
Cuando hubo empezado a adivinar la inmensidad de este reino que era la humanidad
y el dolor duradero y el desperdicio monótono de su historia, también empezó a
comprender lo que se hallaba más allá de sus límites en el espacio y el tiempo, y entre
rocas desnudas y soles como hornos y la desolación resplandeciente que prosigue
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más y más, vislumbró las fuentes de la hilaridad y la serenidad, los manantiales
inagotables. Aprendió una gran cantidad de hechos, números, mitos, epopeyas,
proporciones, relaciones y demás, y vio, más allá de los límites de lo que había
aprendido, de nuevo lo desconocido, una inmensidad espléndida. En este acrecentarse
de su mente y de su ser había una gran satisfacción; sin embargo estaba insatisfecha.
No siempre la dejaban avanzar en ciertos campos tan lejos como quería; en las
matemáticas, en la física cetiana…
—Ha empezado tarde, señor Harge —le decían—, tenemos que construir sobre
las bases existentes. Aparte de esto, necesitamos que estudie temas a los que le pueda
dar una aplicación útil.
—¿Cómo útil?
El etnógrafo Mobile Gist, escritorio por medio, la miró sardónicamente;
representaba en ese momento a la pluralidad local con la que no se sentía
involucrada: ellos, los que «le decían».
—¿Considera usted que no puede ser ya útil, señor Harge?
El señor Harge, por lo general discreto, habló con furia repentina:
—Lo creo.
—Un rey sin país —dijo Gist con su insulso acento terráqueo—, autoexiliado,
supuestamente muerto, se puede sentir un poco superfluo. Pero en tal caso, ¿por qué
cree que estamos perdiendo tiempo con usted?
—Por bondad.
—Oh, la bondad… Usted sabe que por más bondadosos que seamos no podemos
darle nada que lo haga feliz. Excepto… bueno. El desperdicio es una pena. Sin duda
usted era el rey perfecto para Invierno, para Karhide, para los propósitos del Ekumen.
Tiene un sentido del equilibrio. Quizás hasta podría haber unificado el planeta. Con
seguridad que no habría dividido y aterrorizado el país, como parece ser que el rey
actual lo está haciendo. ¡Qué desperdicio! Señor Harge, considere sólo nuestras
esperanzas y necesidades, y sus propios atributos, antes de desesperarse por no ser
útil en la vida. Deberá vivirla cuarenta o cincuenta años más, después de todo…
La última instantánea tomada bajo la luz de un sol extraño: erguida, cubierta por
una capa gris al estilo hainita, una persona hermosa de sexo indeterminado está de
pie, sudando copiosamente sobre la grama verde, al lado del Agente Principal del
Ekumen en los Mundos oeste, el Inamovible, el señor Hoalans de Alb, que puede
entrometerse (si así lo desea) en los destinos de cuarenta mundos.
—No puedo ordenarte que vayas allí, Argaven. Tu propia conciencia… —dice el
Inamovible.
—Renuncié a mi reino hace doce años de acuerdo con mi propia conciencia. Se
ha llevado su merecido. Lo que basta, basta —dice Argaven Harge, y en seguida ríe
inesperadamente, lo que hace reír también al Inamovible.
Salen, en medio de la armonía que los Poderes del Ekumen desean para las almas
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humanas.
La isla Horden, en la costa sur de Karhide, fue entregada al Ekumen como feudo
absoluto durante el reinado de Argaven XV. Nadie vivía allí. Generaciones anuales de
aves anfibias trepaban arrastrándose por las rocas áridas, y ponían y empollaban sus
huevos y criaban a sus pichones, y por último los conducían en una larga fila india al
mar. Pero una vez cada diez o veinte años el fuego lamía las rocas y el mar bullía en
las costas, y si en la isla había aves anfibias, morían. Cuando el mar dejó de hervir, la
pequeña lancha eléctrica del plenipotenciario se acercó. La nave espacial dejó salir
una plancha de telaraña de acero que se apoyó en la cubierta de la lancha, y una
persona empezó a subir mientras otra empezaba a bajar, así que se encontraron a
mitad de camino, en el aire, entre la tierra y el mar; un encuentro ambiguo.
—¿Embajador Horrsed? Soy Harge —dijo el de la nave espacial, pero el de la
lancha ya se estaba arrodillando, diciendo en voz alta en karhideño:
—¡Bienvenido, Argaven de Karhide! —mientras se enderezaba, el embajador
agregó con un rápido susurro—: Ven como tú mismo. Explica cuándo debo… —
debajo y detrás de él, sobre la cubierta de la lancha, había un grupo grande de gente
que observaba con atención al recién llegado. Por su apariencia, todos eran
karhidenitas; varios eran ancianos.
Argaven Harge se mantuvo erguida y perfectamente inmóvil durante un minuto,
dos minutos, tres minutos, aunque su capa gris tironeaba y ondeaba en el frío viento
marino. Luego miró una vez el pesado sol en el oeste, una vez a la tierra gris en el
norte del otro lado del agua, de nuevo a la gente silenciosa agrupada debajo, en la
cubierta. Se adelantó tan imprevistamente que el embajador Horrsed tuvo que hacerse
a un lado con precipitación. Se dirigió sin vacilar a uno de los ancianos que había
sobre la cubierta.
—¿Eres Ker rem ir Kerheder?
—Lo soy.
—Te reconocí por el brazo manco, Ker —hablaba con claridad; era imposible
adivinar lo que sentía—. No podía reconocer tu rostro. Después de setenta años.
¿Algún otro que conozca? Soy Argaven.
Permanecieron en silencio. La miraron.
De pronto uno de ellos, al que los años habían llenado de marcas y cicatrices
similares a las de un tronco que ha pasado por el fuego, se adelantó un paso.
—Mi señor, soy Bannith, de la Guardia de Palacio. Estuviste conmigo cuando yo
era sargento y tú eras muy joven —la cabeza gris se inclinó repentinamente, como
homenaje, o para ocultar las lágrimas.
Después se adelantó otro, y otro; las cabezas que se inclinaban eran grises,
blancas, calvas; las voces que saludaban al rey se quebraban.
Uno de ellos, Ker el manco, a quien Argaven había conocido cuando era un paje
tímido de trece años, habló con ferocidad a aquellos que aún permanecían inmóviles:
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—Este es el rey. Tengo ojos que han visto y que ven ahora. ¡Este es el rey!
Argaven los miró, rostro tras rostro, las cabezas inclinadas y las erguidas.
—Soy Argaven —dijo—. Fui rey. ¿Quién reina ahora en Karhide?
—Emran —le contestó uno de ellos.
—¿Emran mi hijo?
—Sí, mi señor —dijo el anciano Bannith; casi todos los rostros permanecían
inexpresivos, pero Ker dijo con voz fiera y temblorosa:
—¡Argaven, Argaven reina en Karhide! He vivido para ver el retorno de los días
luminosos. ¡Larga vida al rey!
Uno de los más jóvenes miró a los otros y dijo resuelto:
—Así sea. ¡Larga vida al rey!
Y todas las cabezas se inclinaron.
Argaven, imperturbable, recibió el homenaje, pero en cuanto tuvo una
oportunidad de dirigirse a solas a Horrsed el plenipotenciario, le preguntó:
—¿Qué es esto? ¿Qué ha sucedido? ¿Por qué me han engañado? Me dijeron que
debía venir para asistirle, como ayudante, del Ekumen…
—Eso sucedió hace veinticuatro años —dijo el embajador, disculpándose—. Yo
estoy aquí desde hace solamente cinco. Los asuntos de Karhide van muy mal; el rey
Emran rompió relaciones con el Ekumen el año pasado. En realidad, no sé cuál era el
propósito del Inamovible en la época que le mandó venir, pero en estos momentos
estamos perdiendo Invierno. Así que los agentes de Hain me han sugerido que
desplacemos a nuestro rey.
—Pero yo estoy muerto —dijo Argaven, encolerizado—. ¡Hace sesenta años que
estoy muerto!
—El rey ha muerto —dijo Horrsed—. ¡Viva el rey!
Al acercarse algunos de los karhidenitas, Argaven abandonó al embajador y se
dirigió a la pasarela. El agua gris bullía y se deslizaba por el costado del barco. La
costa continental se veía a la izquierda, gris con manchas blancas. Hacía frío, era un
día de comienzos de invierno durante la Edad del Hielo. El motor del barco ronroneó
suavemente. Hacía doce años que Argaven no oía el ronroneo de un motor eléctrico,
la única clase de motor que la lenta y sólida Era Tecnológica de Karhide había
decidido usar. El sonido le resultó muy grato.
—¿Por qué nos estamos dirigiendo hacia el este? —Argaven hablaba
resueltamente y sin volverse, como quien sabe desde la infancia que siempre ha de
haber alguien para responderle.
—Nos dirigimos a las tierras de Kerm.
—¿Por qué a las tierras de Kerm?
—Porque esa parte del país está rebelada contra el… contra el rey Emran. Yo soy
de Kerm: Perreth ner Sode.
—¿Está Emran en Erhenrang?
—Erhenrang fue tomada por Orgoreyn hace seis años. El rey está en la nueva
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capital, al este de las montañas… La Vieja Capital, en realidad: Rer.
—¿Emran perdió las Tierras del Oeste? —preguntó Argaven, y volviéndose para
enfrentar al joven noble fornido, insistió—: ¿Perdió las Tierras del Oeste? ¿Perdió
Erhenrang?
Perreth retrocedió un paso, pero respondió con presteza:
—Durante seis años hemos estado escondiéndonos en las montañas.
—¿Están los Orgota en Erhenrang?
—El rey Emran firmó un tratado con Orgoreyn hace cinco años, en el que les
cedía las Provincias Occidentales.
—Un tratado vergonzoso, majestad —interrumpió el viejo Ker, más feroz y
tembloroso que nunca—. ¡El tratado de un idiota! Emran baila al son de los tambores
de Orgoreyn. Todos los que estamos aquí somos rebeldes, exiliados. ¡El mismo
embajador, aquí presente, es un proscripto que se oculta!
—Las Tierras del Oeste… Argaven I conquistó las Tierras del Oeste para Karhide
hace setecientos años —dijo Argaven, que se había vuelto hacia sus hombres para
contemplarlos con su mirada extraña, inteligente, perdida en la lejanía—. Emran…
—vaciló—. ¿Cómo sois de fuertes en Kerm? ¿Os apoya la costa?
—La mayoría de los hogares del sur y el este están con nosotros.
Argaven permaneció pensativo por unos instantes y luego continuó su
interrogatorio:
—¿Tuvo Emran un heredero alguna vez?
—No de la carne, mi señor —respondió Banith—. Procreó seis.
—Ha nombrado a Girvry Harge rem ir Orek como su heredero —dijo Perreth.
—¿Girvry? ¿Qué nombre es ese? Los reyes de Karhide se llaman Emran —dijo
Argaven—, y Argaven.
Por último se ve la fotografía obscura, la instantánea que fue tomada a la luz del
fuego; del fuego porque las plantas motrices de Rer están en ruinas, las tuberías
cortadas, y en esos momentos media ciudad se está incendiando. La nieve cae
pesadamente sobre las llamas y brilla, roja, un momento antes de derretirse en el aire,
silbando sin fuerza.
La nieve, el hielo y la guerrilla mantienen acorralado a Orgoreyn en el lado oeste
de los montes Kargav. Nadie ayudó a Emran, el viejo rey, cuando su pueblo se
sublevó. Sus guardias huyeron, su ciudad arde, y finalmente debe toparse cara a cara
con el usurpador. Pero en el postrer instante mantiene algo del descuidado orgullo
familiar. No presta atención a los rebeldes; los mira con fijeza y no los ve, porque
yace en el obscuro corredor iluminada solamente por los espejos que reflejan fuegos
lejanos. Muy cerca se ve el revólver con el que se mató.
Argaven se inclina al lado del cuerpo y levanta esa mano fría. Empieza a quitar
del dedo índice, nudoso por la edad, el anillo macizo, grabado, de oro. Pero no lo
hace.
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—Guárdalo —susurra—, guárdalo.
Por un momento se inclina más aún, como si murmurase al oído muerto o
apoyase la mejilla contra aquel rostro frío y arrugado. Luego se yergue y permanece
quieto, y poco después se pierde por los corredores obscuros, pasa delante de
ventanas brillantes por el hielo y el fuego lejano, se dirige a organizar su hogar:
Argaven, el rey de Invierno.
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EL VIAJE
Este cuento se publicó cuando el problema de las drogas estaba en
su apogeo y una de las reacciones que provocó fue que alguien
dijera que yo estaba tratando de sacar provecho de un tema
candente. Eso me hizo gracia, dado mi infalible talento para
perder la nave en la que navega la gente que se pone a la moda, y
también porque de alguna manera la clave de este pequeño relato
está en que Lewis no hace el viaje químico, sino que llega allí
por su cuenta… con una ayudita de su amigo.
Pero tampoco es un cuento antidroga. Mi única opción decidida
sobre las drogas (marihuana, alucinógenos, alcohol) es que estoy
en contra de la prohibición y a favor de la educación. Tengo que
admitir que la gente que expande sus estados de conciencia
viviendo en vez de consumiendo productos, por lo general regresa
con relatos mucho más interesantes acerca de donde han estado.
Admito que yo misma soy una adicta (tabaco), y sería necia si
condenase a alguien por una dependencia similar.
Mientras tragaba la substancia supo que no debía tragarla, lo supo con seguridad,
de la misma manera que un conductor ve venir un camión en línea recta hacia él a
110 km/h. Repentinamente, íntimamente, finalmente. La garganta se le cerró, el plexo
solar se le anudó como una anémona marina, pero ya era muy tarde. No te puedes
permitir tener miedo. El miedo lo enreda todo, y manda a aquellos pocos infelices, un
porcentaje muy pequeño, al depósito loco, a agacharse en los rincones sin decir
palabra…
No hay nada que temer con excepción del temor.
Sí señor. Sí señor don Roosevelt señor.
Lo que hay que hacer es relajarse. Pensar cosas agradables. Si la violación es
inevitable…
Contempló a Rich Harringer mientras abría su pequeño paquete (compuesto con
precisión y envuelto higiénicamente por un par de tipos que cursaban la escuela
primaria de química gracias al método americano aprobado de la empresa libre; sin
duda algo ilegal pero eso no es raro en América donde tan pocas cosas son legales
que hasta un niño pequeño puede ser ilegal) y tragaba el pequeño caracol amargo con
gozo deliberado y ceremonioso. Si la violación es inevitable, relájate y goza. Una vez
a la semana.
¿Pero existe algo inevitable aparte de la muerte? ¿Por qué relajarse? ¿Por qué
gozar? Lucharía. No haría un mal viaje. Lucharía concienzuda y deliberadamente
contra la droga, sin pánico pero con resolución, y vería quién triunfaba. En este
rincón, LSD/alfa, 100 microgramos, con bata lisa, el Torbellino Tibetano; y en
este rincón, damas y salvajes, LSD/B.A., M.A., 62 kgs., el Llorica de Sonoma,
usando baúles blancos, maletas rojas y bolsas azules. ¡Dejadme ir, dejadme ir!
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Clang.
Nada sucedió.
Lewis Sidney David, el hombre sin apellido, el judeocelta, arrinconado en su
esquina, miró con cautela a su alrededor. Sus tres compañeros parecían normales,
aunque fuera de su alcance, estaban en foco. No tenían aura. Jim estaba echado en el
sofá leyendo Murallas; quizá deseaba un viaje a Vietnam, o a Sacramento. Richard
estaba adormilado, pero siempre estaba adormilado, aun cuando almorzaba gratis en
el parque, y Alex estaba punteando en la guitarra. La satisfacción infinita del acorde.
La satisfacción infinita de la cuerda. Sursum corda. Si se desplaza con una guitarra a
cuestas, ¿por qué no puede sacarle alguna melodía? No. La irritabilidad es un síntoma
de que se está perdiendo el autocontrol; suprímela. Suprime todo. ¡Censor, censor!
¡Pelea, equipo, pelea!
Lewis se levantó, observando con placer la pronta desenvoltura de sus reflejos y
la perfección de su sentido del equilibrio, y llenó un vaso de agua en el vil fregadero.
Pelos de barba, esputos de Colgate, manchas de óxido y restos de comida, un
fregadero de perversidad. Un fregadero pequeño, pero mío. ¿Por qué vivía en este
vertedero? ¿Por qué había pedido a Jim y a Rich y a Alex que vinieran a compartir
con él sus terrones de azúcar? Ya era suficientemente piojoso como para convertirlo
además en un fumadero de opio. Pronto estaría lleno de cuerpos inertes, de ojos que
saltarían como canicas y rodarían bajo la cama para reunirse con el polvo y las ruinas
que acechaban desde allí. Lewis llevó el vaso de agua hasta la ventana, bebió la
mitad, y empezó a volcar delicadamente el resto sobre las raíces de un olivo en
miniatura plantado en una maceta emparchada que valía diez centavos.
—Bebe conmigo —dijo, mirando al árbol desde más cerca; medía doce
centímetros pero era muy similar a un olivo, nudoso y perdurable. Un bonsai.
¡Banzai! ¿Pero dónde está el satori? ¿Dónde está el significado, la mejoría, todas las
figuras y los colores y los significados, la intensificación de la percepción de la
realidad? ¿Cuánto tiempo necesita para actuar este maldito menjunje? Allí estaba su
olivo. Ni menos, ni más. Insignificante, sin haber crecido. Los hombres gritan Paz,
Paz, pero la paz no llega. No hay suficientes olivos debido a la explosión
demográfica de la especie humana. ¿Era esto una Percepción? No, cualquier cabeza
de melón podría percibir esto sin la ayuda de drogas. Oh, vamos, veneno, veneno,
envenéname. Ven alucinación, ven para que pueda luchar contra ti, repelerte,
rehusarte, perder la lucha y volverme loco, en silencio.
Como Isobel.
Por eso era que vivía en este vertedero, y por eso era que había invitado a Jim y
Rich y Alex, y por eso era que se había tomado un viaje con ellos, un crucero de
placer, una vacación a bordo del pintoresco Old Erewhon. Estaba tratando de ponerse
a tono con su mujer. Lo más difícil de tener que contemplar cómo va enloqueciendo
tu mujer es que no puedes seguirla. Se aleja más y más, sin mirar atrás, en un largo
viaje al silencio. La lira enmudece y los psiquiatras también mienten. Te encuentras
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detrás de la pared de vidrio de tu cordura como alguien que ve un accidente desde el
aeropuerto. Gritas: ¡Isobel! Ni visto ni oído. El avión se estrella en silencio. Ella no
oye su nombre gritado. Tampoco le pudo hablar. Las paredes que ahora los separan
son de ladrillo, muy sólidas, y él podía estar a su antojo en su propia casa cuerda de
cristal. Tirar piedras. Tirar alfas. Tintín, crash.
LSD/alfa no te volvía loco, por supuesto. Ni siquiera te desenreda los
cromosomas. Solamente te abre la puerta a las realidades más elevadas. Supuso que
la esquizofrenia hacía lo mismo, pero en ella el problema era que no podías hablar, no
podías comunicarte, no podías decir nada.
Jim había abandonado sus Murallas. Estaba sentado de una forma notable,
inhalando. Se iba a encontrar con la realidad del modo correcto, como un lama,
hombre. Era un verdadero creyente y su vida estaba ahora centrada en la experiencia
del LSD/a como la de un místico religioso en su disciplina mixta. Sin embargo,
¿podías seguir haciéndolo una vez a la semana durante dos años? ¿A los treinta? ¿A
los cuarenta y dos? ¿A los sesenta y tres? Encontrarás la vida terriblemente monótona
y adversa; necesitarás un monasterio. Maitines, nonas, vísperas, silencio, muros,
grandes y sólidas paredes de ladrillo. Para mantener fuera a la grosera realidad.
Vamos, alucinógeno, empieza. Alucínate, alucina. Destroza la pared de cristal.
Llévame a un viaje en el que haya estado mi esposa. Persona perdida, 22 años, 1.61
m, peso 42 kg, pelo castaño, género humano, sexo femenino. Nunca fue buena
caminadora. Podía alcanzarla saltando a la pata coja… No.
Llegaré hasta allí por mí mismo, dijo Lewis Sidney David. Terminó de volcar el
agua en pequeños canales alrededor de las raíces del olivo y levantó la mirada hacia
la ventana. A través del vidrio grasoso se erguía el monte Hood con sus tres mil
metros de altura; un volcán que poseía la simetría serena característica de los
volcanes, durmiente pero no oficialmente extinto, lleno de fuegos adormilados y
rodeado por su propio clima y atmósfera, tan diferentes de aquellos que reinaban en
alturas más bajas: nieve y luz despejada. Por eso era que vivía en este vertedero.
Porque cuando mirabas a través de la ventana, veías la realidad más alta. Tres mil
metros más alta.
—Maldito sea —dijo Lewis en voz alta, sintiendo que estaba a punto de percibir
algo verdaderamente importante.
Pero esto lo sentía bastante a menudo y sin ayuda de productos químicos.
Entretanto, allí estaba la montaña.
Entre él y la montaña se extendía una cantidad de basura, autopistas y edificios de
oficinas disponibles y altos montículos y elefantes de neón que lavaban automóviles
de neón con punteadas duchas de neón, y la base del monte y sus laderas inferiores
estaban cubiertos por un velo de smog, así que el pico flotaba.
Lewis sintió un fuerte impulso de gritar a todo pulmón el nombre de su esposa.
Pero lo reprimió, como lo venía haciendo desde hacía tres meses, cuando la había
llevado en mayo al sanatorio después de la época de silencio. En enero, antes de que
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empezase el silencio, había gritado mucho, algunas veces durante todo el día, y a él el
miedo le hacía llorar. Primero el llanto, luego el silencio. No sirve para nada. ¡Oh,
Dios, sácame de esto! Trató de serenarse, y abandonó la lucha contra su enemigo
impalpable. Imploró que todo eso terminase. Le rogó a la droga que corría por su
sangre que actuase, que hiciera algo, que le permitiera gritar, o ver colores, o que lo
hiciera caer sobre su mecedora… cualquier cosa.
Nada sucedió.
Dio por terminadas sus faenas de riego y levantó la mirada hacia la habitación:
era un vertedero, pero grande, con una buena vista del monte Hood. Y en los días
despejados, también de la cresta dentada del monte Adams. Pero aquí nada sucedería.
Esta era la antesala. Recogió su abrigo de una silla rota y salió.
Era un buen abrigo, forrado de lana de oveja y con una capucha y esas cosas; su
madre y su hermana se lo habían comprado a duras penas como regalo de Navidad,
haciéndole sentirse R. R. Raskolnikov. Pero hoy no iba a asesinar a ninguna anciana
usurera. Ni siquiera una parodia de algocidio. En la escalinata se cruzó con los
pintores y estucadores, con sus cubos y escaleras. Eran tres, e iban a pintar su
habitación, pacíficos, con el rostro fresco; hombres de cuarenta y cincuenta años.
Pobres desgraciados, ¿qué harían con el fregadero? ¿Y con los tres drogados, Rich y
Jim y Alex, que con el azúcar habían tomado la leche del Paraíso? ¿Y con sus apuntes
sobre LeNotre, Olmsted y McLaren, con sus cinco kilos de fotografías de la
arquitectura doméstica japonesa, y con su pizarra y sus aparejos de pesca, sus Obras
completas de Theodore Sturgeon encuadernadas en sensacional cartón, el óleo de dos
metros por tres de un desnudo atáxico pintado por un amigo cuya compañía de
selfcrédito le había embargado las obras, la guitarra de Alex, el olivo, el polvo, y los
ojos de debajo de la cama? Eso era asunto de ellos. Bajó las escaleras de la casa de
huéspedes que hedía a gato viejo, y oyó cómo retumbaban cordialmente sus botas de
excursión. Y sintió que todo esto ya había sucedido alguna vez.
Salir de la ciudad le tomó bastante tiempo. Dado que era obvio que los transportes
públicos estaban prohibidos para un hombre en su estado, no pudo subir al autobús de
Gresham que le habría ahorrado mucho tiempo, llevándolo a través de los suburbios y
bajando en la mitad del trayecto. Pero tenía mucho tiempo. Podía contar con que el
atardecer veraniego prolongaría la iluminación. Los crepúsculos de las latitudes que
se hallan entre el trópico y el polo son dulces y benignos en cuanto a longitud, sin la
monotonía ecuatorial, sin los extremos polares, sino con inviernos de largas sombras
y veranos de largos atardeceres: degradaciones y ajustes de la claridad, ocios y
sutilezas de la luz. Por los verdes parques de Portland y por largas calles laterales
correteaban niños, jugando todos ellos en la ciudad un solo juego: el juego de la
Juventud. Alguna que otra vez se veía un chico solitario, jugando a la Soledad, en
busca de más altos riesgos. Niños hay que son tahúres natos. La basura se
amontonaba en las canaletas y un viento cálido la movía a ratos. Desde la ciudad se
oía un sonido lejano, fuerte y triste, similar al que producían leones rugiendo en sus
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jaulas, caminando y azotando sus flancos dorados con rabos borlados de oro,
rugiendo sin parar. El Sol se puso en algún lugar al oeste de los tejados, pero en las
lejanas alturas de la montaña ardía aún un fuego blanco. A medida que Lewis dejaba
las últimas casas de la ciudad y se adentraba en tierras agradables, montañosas y bien
labradas, el viento empezó a oler a tierra húmeda, fría, compuesta, como lo hace
cuando cae la noche; y pasando Sandy, la obscuridad invadía los bosques que se
alzaban en las laderas que atravesaba. Tenía mucho tiempo. Arriba se alzaba el pico,
blanco, con un leve tono albaricoque bajo la luz del Sol. Mientras escalaba el largo y
empinado camino, al salir de los bosques desembocaba una y otra vez en golfos de
claridad amarillenta. Prosiguió hasta que pudo ver por encima de los bosques y por
encima de la obscuridad, en las cumbres donde sólo había nieve y piedra y aire y la
amplia, clara, perdurable luz.
Pero estaba solo.
Eso no estaba bien. Cuando había sucedido aquello no fue estando solo. Se tenía
que encontrar con… Había estado con… ¿Dónde?
Ni esquíes ni trineo ni botas para la nieve ni siquiera una cámara de aire. Si
hubiese sido el encargado de este paisaje, Dios, habría hecho un sendero por aquí.
¿Sacrificar la grandeza en aras de la comodidad? Bueno, tan sólo un senderillo. No
hará ningún daño, solamente una leve rajadura en la Campana de la Libertad, una
pequeña gotera en el dique, una espoleta de la granada, un capricho del cerebro… Oh
mi muchacha loca, mi amor silencioso, mi esposa, a la que vendí a un manicomio
porque no escuchabas mi charla, ¡Isobel, ven a salvarme de ti misma! He trepado a tu
zaga todos los senderos y ahora me encuentro aquí, solo. No hay dónde ir.
La luz se extinguió y el blanco de la nieve se ensombreció. En el este, sobre
bosques y praderas interminables y obscurecientes y lagos claros enmarcados por
colinas, resplandecía Saturno, brillante y saturnino.
Lewis no sabía dónde estaba el refugio; en algún lugar después de los bosques.
Pero él tenía los bosques debajo, y no iba a descender. A las alturas. ¡Más alto, más
alto! Un joven que llevaba a través del hielo y de la nieve una pancarta con este
extraño lema:
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sendero cuando lo vio. Dios o el Estado o él mismo había puesto un sendero en la
montaña, después de todo. Giró a la derecha y se equivocó. Giró a la izquierda y
permaneció quieto. No sabía a dónde ir. Temblando de frío y de miedo gritó a la
cumbre blanco muerte y a los lugares negros el nombre de su esposa:
—¡Isobel!
Ella apareció en el sendero, entre las tinieblas.
—Empezabas a preocuparme, Lewis.
—Llegué más lejos de lo que había pensado —dijo Lewis.
—La luz permanece tanto tiempo aquí que piensas que seguirá eternamente…
—Así es. Siento haberte preocupado.
—Oh, no estaba preocupada. Tú sabes. Solitaria. Pensé que quizá tu pierna te
había hecho retrasar. Un hermoso paseo, ¿verdad?
—Espectacular.
—Llévame mañana.
—¿No te has divertido esquiando?
Ella sacudió la cabeza.
—No. Al no estar tú, no —murmuró avergonzada.
Giraron a la izquierda, con lentitud. Lewis aún cojeaba ligeramente a causa del
tendón desgarrado que le había impedido esquiar los últimos días, y había
obscurecido y no tenían ninguna prisa. Iban de la mano. Nieve, luz estelar, quietud.
Fuego bajo los pies, obscuridad en derredor; delante, la luz del fuego, cerveza, un
lecho. Cada cosa en su momento. Algunos, tahúres natos, siempre elegirán vivir junto
a un volcán.
—Cuando estaba en el sanatorio —dijo Isobel deteniéndose, y haciendo que él
también se detuviera y ya no se oyó siquiera el ruido de sus botas sobre la nieve seca,
ningún otro sonido que no fuese el sonido suave de aquella bendita voz—, tenía un
sueño como este. Terriblemente parecido a este. Fue… el sueño más importante que
he tenido. A pesar de que no puedo recordarlo con claridad. Nunca pude, ni siquiera
durante las terapias. Pero era como esto. Este silencio. Este estar en las alturas. El
silencio sobre todo… sobre todo. Reinaba un silencio tal que si yo decía algo, tú lo
oías. Eso lo sabía, estaba segura. Y creo que durante el sueño dije tu nombre, y tú
podías oírme… Me contestabas.
—Di mi nombre —susurró Lewis.
Ella se volvió y lo miró. No se oía sonido alguno en las montañas o entre las
estrellas. Lo dijo.
Lewis contestó diciendo el de ella, y luego la abrazó; ambos temblaban.
—Hace frío, hace frío, tenemos que continuar —y prosiguieron, sobre la cuerda
floja tendida entre los fuegos externos e internos.
—Mira aquella estrella enorme.
—Planeta. Saturno, el Padre Tiempo.
—Se comió a sus niños, ¿no es así?
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—A todos menos a uno —respondió Lewis.
Delante, al pie de un declive, vieron bajo la luz gris de las estrellas la mole de la
cabaña alta, las torres del montacargas, borrosas y esfumadas, y la vasta extensión de
las pistas.
Tenía las manos frías y por un momento se sacó los guantes para frotarse una con
otra, pero esto le resultó difícil a causa del vaso de agua que estaba sosteniendo.
Terminó de verter el agua en los pequeños canales alrededor de las raíces del olivo y
colocó el vaso al lado del florero emparchado. Pero había algo que se le estaba
quedando en la mano, plegado dentro de la palma como una anotación para trampear
en un examen final de francés, que je fusse, que tu fusses, qu’il fût, pequeña y
pegoteada de sudor. Abrió la mano y estudió el objeto durante un momento. Un
mensaje. ¿De quién y para quién? De la tumba, al vientre. Un pequeño envoltorio
cerrado que contenía azúcar empapada en 100 mg de LSD/a.
¿Cerrado?
Recordó, en orden y con exactitud, cómo lo había abierto, cómo había ingerido la
substancia, degustado su sabor. También recordó con el mismo orden y exactitud
dónde había estado hasta el momento y supo que aún no había estado allí.
Se inclinó sobre Jim, que en ese instante exhalaba la bocanada que había inhalado
mientras Lewis comenzaba a regar el olivo. Suave y diestramente guardó el paquete
en el bolsillo del abrigo de Jim.
—¿No vienes? —preguntó Jim, sonriendo.
Lewis sacudió la cabeza.
—Gallina —murmuró Jim; sería difícil explicarle que ya había regresado del
viaje que no había hecho; además, Jim no le escucharía, estaba allí donde las
personas no oyen ni pueden contestar, amurallado.
—Buen viaje —dijo Lewis.
Cogió el impermeable (de popelín sucio, espera… nada de forro de lana), bajó las
escaleras y salió a la calle. El verano terminaba, la estación estaba cambiando. Llovía
pero aún no había obscurecido, y el viento urbano soplaba fuertes bocanadas frías que
traían el olor de la tierra húmeda y de los bosques y de la noche.
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NUEVE VIDAS
El biólogo Gordon Rattray Taylor es el responsable, aunque
inocente, de este cuento. En su estupendo libro La bomba de tiempo
biológica aparece un capítulo dedicado al clonismo. Lo leí, y
luego escribí esto.
Nunca he estado tan cerca de la ciencia ficción «vital» o «en
esencia» como en este cuento; es la elaboración de un tema
extraído directamente de trabajos contemporáneos sobre las
ciencias cuantitativas. Es un relato sobre «y qué si…». No
obstante, desarrollo el tema cualitativa y psicológicamente.
En esencia uso el elemento científico no como un fondo en sí
mismo, sino como una metáfora o un símbolo, un medio de decir algo
que de otra manera sería inexpresable.
Nueve vidas apareció en 1968 en Playboy con el único seudónimo que
he utilizado: U. K. Le Guin. Los editores preguntaron cortésmente
si podían utilizar nada más que la primera inicial, y yo asentí.
No es sorprendente que a Playboy no le remordiera entonces la
conciencia, pero lo que sí me sorprende a mí es darme cuenta de
cuán irreflexivamente les seguí el juego. Fue la primera vez (y es
la única) que me topé con algo que pudiera llamar prejuicio
sexual, prejuicio contra mí por ser una mujer que escribe, de
parte de un editor o publicador; y me pareció tan tonto, tan
grotesco, que no me di cuenta de que también era importante.
Playboy introdujo en el cuento una serie de alteraciones poco
importantes, que fueron mantenidas en las reimpresiones
posteriores. Yo prefiero mi versión, y siempre que puedo controlar
las ediciones aparece la que está impresa en estas páginas, con mi
nombre completo.
Estaba viva por dentro pero muerta por fuera; su rostro era una negra red de
arrugas, tumores y grietas. Era calva y ciega. Los temblores que cruzaban el rostro de
Libra eran simples estremecimientos de corrupción: debajo, en los negros pasillos,
había crepitaciones en la obscuridad, fermentos, pesadillas químicas que se
prolongaban desde hacía siglos.
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de un rey asirio, ojos de un samurai, piel bronceada, ojos color de hierro. Era joven y
espléndido.
—¿Es ése el aspecto de un ser humano? —inquirió Pugh—, asombrado—. Lo
había olvidado.
—Cállate, Pugh. Estamos en contacto.
—Base Misión Exploradora Libra, conteste, por favor. Ésta es la nave Passerine.
—Aquí Libra. Todo preparado. Pueden descender.
—Expulsión dentro de siete segundos terrestres. Esperen.
Las señales de la pantalla desaparecieron.
—¿Todos tienen ese aspecto? Martín, tú y yo somos más feos de lo que creía.
—Cállate, Owen…
Martín siguió el descenso de la nave a través de la pantalla durante veintidós
minutos; luego pudieron verla más allá de la cúpula, una pequeña estrella en el
oriente color sangre, hundiéndose. Se posó silenciosamente, ya que la tenue
atmósfera de Libra apenas transportaba sonido.
Pugh y Martín cerraron las escafandras de sus trajes, abrieron las cámaras de aire
de la cúpula y corrieron a saltitos, cual Nijinsky y Nureyev, hacia la nave. Tres
módulos salieron flotando a intervalos de cuatro minutos uno de otro, y a intervalos
de cien metros al este de la nave.
—Pueden salir —dijo Martín por la radio portátil—. Les esperamos en la puerta.
La escotilla se abrió. El joven que habían visto en la pantalla asomó con un
quiebro gimnástico y saltó al polvo y a las escorias de Libra. Martín agitó la mano,
pero Pugh estaba mirando hacia la escotilla, de la cual surgió otro joven con el mismo
quiebro gimnástico, seguido por una joven que emergió con el mismo quiebro
gimnástico. Todos eran altos, con la piel bronceada, los cabellos negros, la nariz
aguileña, el mismo rostro. Todos tenían el mismo rostro. El cuarto estaba saliendo por
la escotilla con el mismo quiebro gimnástico.
—Martín —dijo Pugh—, tenemos un clon.
—Exacto —dijo uno de ellos—. Somos un clon de diez. El nombre es John
Chow. ¿Es usted el teniente Martín?
—Soy Owen Pugh.
—Álvaro Guillén Martín —dijo Martín, ceremonioso, inclinándose ligeramente.
Otra joven estaba saliendo, el mismo bello rostro; Martín la miró, y de su pecho
escapó un suspiro. Era evidente que nunca había pensado en el cloneo, y estaba
sufriendo una conmoción tecnológica.
—Tranquilo —le dijo Pugh, habiéndole en castellano—. Esto no es más que un
exceso de mellizos.
Permanecía pegado al codo de Martín: el contacto le tranquilizaba.
El primer encuentro con un desconocido resulta difícil. Incluso el mayor
extravertido, en su primer encuentro con el más amable de los desconocidos
experimenta cierto temor, aunque es posible que lo ignore. ¿Me engañará? ¿Destruirá
Al cabo de cinco días terrestres, los Johns habían descargado todo su equipo y
material, y habían empezado a operar en la mina. Pugh estaba fascinado y asustado
por su gran eficacia, su confianza y su independencia. Él no les servía para nada. Un
clon podía ser realmente el primer ser humano estable y digno de confianza. Una vez
adulto, no necesitaría la ayuda de nadie. Se bastaría a sí mismo física, sexual,
emocional e intelectualmente. Hiciera lo que hiciera, cualquier miembro del clon
recibiría siempre el apoyo y la aprobación de sus compañeros, sus otros yo. No
necesitaban a nadie más.
Dos de los clon permanecían en la cúpula haciendo cálculos, con frecuentes viajes
Pugh regresó después de pasar un día solo en las Pampas, una vasta llanura de
lava cuyo borde más próximo se encontraba a una distancia de dos horas de vuelo, en
dirección sur. Se suponía que no debían efectuar largos viajes solos, pero
últimamente lo habían hecho a menudo. Martín estaba sentado bajo una brillante luz,
dibujando uno de sus elegantes y magistrales mapas: éste era de toda la cara de Libra,
la cara cancerosa. Aparte él no había nadie más en la cúpula, tan amplia como antes
de que llegara el clon.
En la playa, miraba a lo lejos, más allá de las largas líneas de espuma, donde
estaban las islas, o donde se adivinaban.
—Allí —le dijo al mar—, allí está mi reino.
El mar le dijo lo que dice el mar a todo el Mundo. A medida que avanzaba la
tarde desde detrás de su espalda, por encima del agua, las líneas de espuma
palidecieron y amainó el viento, y al oeste, muy lejos, brilló una estrella, quizá, quizá
una luz, o su deseo de una luz.
Avanzado el crepúsculo, volvió a subir los escalones de piedra de su pueblo. Las
tiendas y casas de sus vecinos estaban vacías, desocupadas; todo había sido recogido
apresuradamente en preparación del final. Casi todo el Mundo estaba allá arriba, en
Heights Hall, con los plañideros, o allá abajo, en los campos, con los iracundos. Pero
Lif no había podido recoger y vaciar su casa; sus mercancías y pertenencias pesaban
demasiado para tirarlas, eran demasiado duras para romperlas, y eran imposibles de
quemar. Sólo los siglos podían destruirlas. Allí donde habían sido amontonadas o
arrojadas formaban lo que habría podido ser, o parecía ser, o podía ser, una ciudad.
Por ello, Lif no había intentado deshacerse de sus cosas. Su patio estaba aún lleno de
pilas y montones de ladrillos, hechos por él mismo. El horno estaba frío pero
dispuesto, los barriles de arcilla, de mortero seco y de cal, los capachos y carretillas
de su oficio, todo estaba allí. Un hombre de Scriveners Lane le había preguntado, con
una sonrisa burlona:
—¿Vas a levantar una pared de ladrillo para esconderte detrás cuando llegue el
final?
Otro vecino, que subía a Heights Hall, se quedó unos momentos mirando aquellos
montones y pilas de ladrillos bien formados y bien cocidos, que adquirían todos un
suave color dorado rojizo en el oro del Sol de la tarde, y exclamó después con un
suspiro, sintiendo un peso en el corazón:
—¡Cosas, cosas! ¡Libérate de las cosas, Lif, de ese peso que te arrastra hacia
abajo! ¡Ven con nosotros, por encima de ese Mundo que se acaba!
Libre, por primera vez en una semana, de su absurdo deseo de desplazarse por el
agua, se dio cuenta de que Leather Street parecía desierta. La tenería estaba vacía;
sólo había basura. Las tiendas de los artesanos eran como una hilera de pequeñas
bocas abiertas y negras, y, encima de ellas, las ventanas de los dormitorios estaban
ciegas. Al final de la calle, un anciano zapatero remendón quemaba, dando lugar a un
hedor terrible, un pequeño montón de zapatos nuevos, sin usar. Junto a él esperaba un
asno, ensillado, que sacudía las orejas al percibir el pestilente humo.
Lif siguió su camino y cargó de ladrillos la carretilla. Esta vez, cuando bajaba con
ella, frenando su peso en las pendientes, usando toda la fuerza de sus hombros para
equilibrar su avance por el tortuoso sendero del acantilado que llevaba a la playa, le
siguieron dos de sus convecinos. A éstos se sumaron dos o tres más de Scriveners
Lane, y otros varios de las calles que rodeaban la plaza del mercado, de modo que,
cuando se enderezó, con la espuma del mar siseando sobre sus negros pies desnudos
y un sudor frío en la cara, había un grupo numeroso de personas a lo largo del
profundo surco que había hecho la carretilla en la arena. Tenían el aspecto perezoso y
apático de los iracundos. Lif no les prestó atención, aunque se dio cuenta de que en lo
alto del acantilado estaba la viuda de Weavers Lane observando la escena con
expresión asustada.
—¿Es esto la Tierra? —exclamó, pues las cosas habían cambiado súbitamente.
—Sí, es la Tierra —dijo el que estaba a su lado—, y no estás fuera de ella. En
Zambia hay hombres que se entrenan para los vuelos espaciales metiéndose en
toneles y bajando en ellos, rodando, por la ladera de una colina. Israel y Egipto han
defoliado mutuamente sus desiertos. El Reader’s Digest controla el monopolio
Estados Unidos de América/General Mills. La población de la Tierra aumenta en
treinta mil millones de personas todos los jueves. La señora Jacqueline Kennedy
Onassis se casará con Mao Tse-tung, en busca de seguridad; y Rusia ha contaminado
Marte con moho de pan.
—Pues entonces no ha cambiado nada —dijo él.
—No gran cosa —dijo el que estaba a su lado—. Como dijo Jean-Paul Sartre a su
encantadora manera, «El infierno son los demás».
—Que se vaya al infierno Jean-Paul Sartre. Quiero saber dónde estoy.
—Pues entonces, dime quién eres —dijo el otro.
—Soy. ¿Y bien?
—Me llamo. ¿Cómo?
Allí estaba, de pie, con los ojos llenos de lágrimas y las rodillas temblorosas, y se
daba cuenta de que no sabía su nombre. Era un blanco, un número, una X. Tenía un
cuerpo y todo eso, pero no sabía quién era.
Estaban en el lindero de un bosque, él y el otro. Era un bosque reconocible,
Estás mirando un reloj. Tiene manecillas y unas figuras dispuestas en círculo. Las
manecillas se mueven. No podrías decir si lo hacen coordinadamente o si una se
mueve más rápido que la otra. ¿Qué significa eso? Que hay una relación entre las
manecillas y el círculo de figuras, y el nombre de esa relación lo tienes en la punta de
la lengua; las manecillas son… algo-u-otra-cosa con relación a las figuras. ¿O lo son
las figuras con relación a las manos? ¿Qué significa eso? Son figuras (tu vocabulario
no ha disminuido en absoluto), y, por supuesto, puedes contar uno, dos, tres, cuatro,
etc., pero el problema está en que no puedes decir cuál es cuál. Cada una es una: ella
misma. ¿Dónde comienzas? Si cada una es una no hay…, ¿cuál es la palabra? La
tenía hace un instante… «algunidad» entre ellas. No hay un entre. Sólo hay aquí y
aquí, una y una, no hay allí. Maya ha caído. Todo es aquí, ahora y uno. Pero si todo es
aquí, ahora y uno, no hay fin. No ha comenzado, por lo tanto, no puede terminar.
Dios mío, sácame de aquí, ahora Uno…
Estoy intentando describir las sensaciones de una persona normal en un vuelo
NAFAL. Para algunos puede ser aún mucho peor, aquellos cuyo sentido del tiempo es
agudo. Para otros es relajante, como una uroga que liberase la mente de la tiranía de
Fue durante las primeras décadas de la Liga cuando los terrestres, tal vez en un
intento de mantener en alto su apaleado ego colectivo, lanzaron naves que realizarían
viajes enormemente largos, mucho más allá de las estrellas. Buscaban mundos que no
hubieran sido colonizados ni explotados, como lo habían sido todos los mundos
conocidos, por los Founders on Hain, mundos auténticamente extraños; y todas las
tripulaciones de aquellas naves de investigación estaban trastornadas. ¿Quiénes si no
hubieran salido a recoger información que no sería recibida sino al cabo de cuatro,
cinco o seis siglos? ¿Y recibida por quién? Esto era antes de que se inventara el
comunicador instantáneo; quedarían aislados tanto en el espacio como en el tiempo.
Ninguna persona en su sano juicio que hubiera experimentado el deslizamiento del
tiempo, aunque sólo hubiera sido durante unas pocas décadas y entre mundos
cercanos, se ofrecería voluntaria para un viaje de medio milenio. Los investigadores
eran escapistas; inadaptados; introvertidos.
Diez de ellos subieron a bordo del transbordador en Smeming Port, en Pesm, e
hicieron diversos e ineficaces intentos de conocerse durante los tres días que tardaba
el transbordador en alcanzar su nave, Gum. Gum es un apodo lowcetiano, que quiere
decir, más o menos, nene o animalito casero. En el equipo había un lowcetiano, un
hairycetiano, dos hainisianos y cinco terrestres; la nave era de construcción cetiana,
pero fletada por el Gobierno de la Tierra. Su tripulación subió a bordo a través de un
tubo, uno a uno, como aprensivos espermatozoides que fueran a fertilizar el Universo.
El transbordador se fue y el Gum comenzó su viaje. Voló durante algunas horas por el
borde del espacio a unos pocos cientos de millones de kilómetros de Pesm y luego,
bruscamente, desapareció.
Acabaron la investigación prescripta del Mundo 4470, los ocho; les llevó cuarenta
y un días más. Al principio, Asnanifoil y una de las mujeres iban al bosque
diariamente, en busca de Osden, pero Tomiko no estaba muy segura de cuál era
exactamente la región en la que aterrizaron aquella noche de terror. Dejaron
alimentos para Osden, comida suficiente para cincuenta años, ropa, tiendas,
instrumentos. No buscaron más; no había modo de encontrar a un hombre solo, si
éste deseaba esconderse, en aquellos innumerables laberintos y obscuros corredores
Después de unos cientos de pasos, llegó a un túnel transversal más grande, del
que partían muchos filones cortos y algunas estancias grandes o bancadas. Torció a la
izquierda, y llegó a una gran bancada de tres niveles. Entró en ella. El nivel más
alejado estaba sólo a cinco pies del techo, el cual estaba aún bien entibado con postes
y vigas. En una esquina del nivel inferior, detrás de un ángulo de intrusión de cuarzo
que los mineros habían dejado sobresaliendo para que hiciese de contrafuerte,
estableció Guennar su nuevo campamento, colocando la comida, el agua, el yesquero
y las velas donde pudiese encontrarlos fácilmente en la obscuridad, y extendiendo la
capa, a modo de colchón, en el suelo, que era de una arcilla dura y cascajosa.
Después apagó la vela, que estaba ya consumida en una cuarta parte, y se tumbó en la
obscuridad.
Después de haber vuelto tres veces a aquel primer túnel lateral, sin haber
encontrado indicios de que Bord hubiese venido otra vez, regresó a su campamento y
miró sus provisiones. Le quedaban dos hogazas, media botella de agua y la carne
salada, que aún no había tocado, y cuatro velas. Calculó que debían de haber pasado
seis días desde la última visita de Bord, pero habrían podido ser tres, u ocho. Tenía
Los informes del Psyche XIV llegaron con regularidad, totalmente rutinarios,
hasta poco antes de que se abriera su escotilla de regreso. El comandante Rogers dijo
entonces repentinamente por radio que habían abandonado la superficie, habían
vuelto a la nave y estaban iniciando la operación de regreso, 82 horas y 18 minutos
antes de lo previsto. Por supuesto, Houston pidió explicaciones, pero las respuestas
de Psyche eran excéntricas. Los 220 segundos que se tardaba en recibir la respuesta
empeoraban las cosas. Psyche seguía interrumpiendo la comunicación. En una
ocasión, Rogers dijo: «Si queremos llevarla a casa, tenemos que hacerlo ahora»,
aparentemente en respuesta a las preguntas de Houston, pero a continuación se oyó a
Hughes pidiendo una lectura de panel de control, y luego algo acerca de una
dosificación. La actividad solar interfería la comunicación, y la recepción era muy
mala. Las voces dejaron de oírse sin que hubiera acabado la transmisión.
La entrada automática de información de la nave continuó. La salida fue normal.
Durante los 26 días de vuelo siguientes, en que los astronautas estuvieron durmiendo
a base de drogas, y conectados a los HKL e IV, los informes siguieron siendo
normales. No había monitor médico en las misiones Psyche. El único vínculo con la
tripulación era el contacto verbal. Cuando dejaron de llamar el Día 2, la larga tensión
en Houston se convirtió en desesperación.
Los mandos automáticos de a bordo, dirigidos por el equipo de Tierra, acababan
de establecer la trayectoria de regreso de la nave, cuando, de repente, los altavoces
dijeron con la voz de Hughes: «Houston, dame la situación, por favor. Aquí hay una
interferencia óptica». Trataron de dirigirle, pero el único intento que hizo de
corrección manual fue desastroso, y el equipo de Tierra tardó cinco horas en
compensarlo. Le dijeron a Hughes que no tocara nada, que ellos se encargarían de
llevar la nave a la Tierra. Casi inmediatamente después de esto volvieron a perder el
contacto verbal.
—Por favor…
—¿Puede ver algo?
—¡Sí! Por favor, déjeme la venda sobre los ojos.
—¿Ve la luz que le estoy enseñando? ¿De qué color es, doctor Hughes?
—De todos los colores, blanca, es demasiado fuerte.
—¿Puede señalarla con la mano?
—Está en todas partes. Es demasiado brillante.
—La habitación está casi a obscuras, doctor Hughes. Abra los ojos otra vez, por
favor.
—No está a obscuras.
—Mmmm. Posible hipersensibilidad. Está bien, ¿qué le parece así?
¿Suficientemente obscura para usted?
—¡Apague la luz!
—Mantenga las manos quietas, por favor. Cálmese. De acuerdo, le volveremos a
poner las compresas.
El hombre dejó de debatirse y se relajó en cuanto le taparon los ojos, y se quedó
quieto, respirando hondo. Su rostro alargado, enmarcado por la obscura barba de un
mes, estaba brillante de sudor.
—Lo siento —dijo.
—Volveremos a intentarlo cuando haya descansado.
Hughes era soltero y no tenía parientes cercanos. Se sabía que su mejor amigo era
Bernard Decelis. Se habían preparado juntos; Decelis había sido especialista en
Psyche XII, la misión que había descubierto la ciudad de Marte, igual que Hughes
había participado en Psyche XIV. Llevaron a Decelis a la estación de aclimatación en
Pasadena y le pidieron que hablara con su amigo. Por supuesto, la conversación se
grabó.
Temski tenía el sueño profundo, y a Shapir le resultó fácil ponerle unos tapones
de cera normales mientras dormía, como los que usan los que padecen de insomnio.
Cuando se despertó, Temski no hizo al principio nada extraño. Se sentó en la cama,
bostezó, se desperezó, se rascó y miró perezosamente a su alrededor, para ver si había
comida a mano, en esa forma serena que Shapir consideraba para sus adentros muy
distinta de todos los comportamientos psicóticos que había visto, y en realidad
H…
T. Oh, no. Precioso. Me llevó mucho tiempo empezar a entenderlo, por lo menos
ahora sé que fue mucho tiempo. Al principio no tenía ningún sentido; Dios mío, me
volvió loco de terror al principio. Tú o Dwight me decíais algo y había esa especie de
acordes en torno a vuestras voces, como los arcos iris alrededor de un prisma; de
manera que ni siquiera puedes ver el prisma; a ti te ocurría algo así, ¿no? Es lo
mismo, sólo que con el sonido, es como si todo se convirtiera en esa música, sólo que
no es música, es… Al principio, como te he dicho, no sabía cómo oírlo. Pensé que
había algún problema en la radio de mi traje espacial. ¡Por Dios! (Risas). No podía
seguir el esquema, ya sabes, como las modulaciones, las transformaciones. Era todo
tan distinto. Pero aprendes. Cuanto más escuchas, más oyes. Me gustaría que
pudieras oírlo. Mira, me dices que hace dos meses que volvimos de Marte, y todo
eso, y yo te creo, mierda, pero no importa. La verdad es que no tiene importancia,
¿no, Gerry?
H…
T. Me gustaría poder verlo, igual que tú. Debe ser formidable. Pero te diré una
cosa, estoy contento de que me saquen de esto así, cada día ahora. Creo que debe ser
así. Estaba como, no sé, abrumado, sobrecogido, es demasiado. No estamos hechos
para eso, quizá no somos lo bastante fuertes. Por lo menos al principio. No podemos
con todo de golpe. Lo que intentaré hacer mientras estoy aislado es escribir algo de
esto.
H…
T. No, no sé hacerlo. Pero no tiene por qué ser música. Mira, no es música, es
H…
Bernard Decelis y su mujer telefoneaban a Hughes cada dos días, aunque debido
a la cuarentena no podían visitarle. El día 27 de julio, Hughes y Decelis tuvieron una
importante conversación acerca de la llamada habitación, emplazamiento D, de la
inspección llevada a cabo por Psyche XIV. Decelis dijo:
—Si no entro en el equipo Dieciséis y logro ver ese maldito lugar me cabrearé.
—Ver es creer —observó Hughes.
No estaba tan exaltado como al principio, y tendía a mostrarse lacónico y más
bien agrio.
—Escucha, Gerry. ¿Hubo alguna vez maquinaria en esos casilleros?
—No.
—¡Vaya! ¡Ésta es una respuesta categórica! Pensé que no querías afirmar nada
acerca del emplazamiento D, excepto que resulta incomprensible para la mente
humana. ¿Te estás ablandando?
—No. Estoy aprendiendo.
—¿Aprendiendo a qué?
—A ver.
Tras una pausa, Decelis preguntó con prudencia:
—¿A ver qué?
—El emplazamiento D. Puesto que es lo único que puedo ver.
—Quieres decir que esto es lo que tú… cuando tienes los ojos abiertos…
—No. —Hughes habló en tono de hastío y con desgana—. Es más complejo que
eso. No veo el emplazamiento D. Veo… el Mundo a la luz del emplazamiento D. Una
nueva luz. A quien deberías preguntar es a Joe Temski. Oh, escucha, ¿llegaste a pasar
los casilleros por Algie, tal como dijiste?
—Tuve problemas para listar el programa.
—Apuesto a que sí —dijo Hughes con una breve carcajada—. Envíame el
material. Yo listaré el programa. Con los ojos tapados.
Habían pasado doce semanas desde el amerizaje de Psyche XIV. Entre el personal
de la estación de aclimatación no se habían dado síntomas más alarmantes que el
aburrimiento. Hughes no había empeorado y Temski parecía ya totalmente
recuperado. Podía darse como seguro que lo que había afectado a la tripulación de
Psyche XIV no había sido una infección portada por un virus, una espora, una bacteria
o cualquier otro agente físico. La hipótesis aceptada provisionalmente por la mayoría
—incluido el doctor Shapir— con diversas reservas, era que algo en la disposición de
los elementos que constituían la «habitación», emplazamiento D, había causado un
grado de desorganización en las ondas cerebrales de los tres astronautas, durante su
larga e intensa inspección del lugar; algo parecido a la perturbación que producen en
las funciones cerebrales las luces giratorias a determinadas frecuencias, etc. Aún no
se conocía qué elementos de la «habitación» tenían que ver con el asunto, pero las
holografías estaban siendo examinadas a fondo por los expertos. Psyche XV debía
llevar a cabo una investigación aún más completa del emplazamiento, tomando las
debidas precauciones para proteger y controlar a los astronautas.
Los elementos sospechosos del emplazamiento D eran tan numerosos y estaban
tan intrincadamente relacionados entre sí que resultaba muy difícil para una sola
mente intentar organizarlos y ordenarlos. Algunos marcianólogos estaban
convencidos de que las especiales propiedades de la «habitación» eran sólo un
accidente geológico, y de que lo único que la «habitación» podía «contarnos» estaba
en el tipo de información que tan bella y concisamente proporcionan los estratos
rocosos, los anillos del tronco de un árbol, o las líneas de un espectro. Otros estaban
igualmente convencidos de que la ciudad había sido construida por seres inteligentes,
y de que estudiándola podríamos aprender algo acerca de su naturaleza y del
RUN
DIOS
RECOMPONER
END
Cuando Shapir entró, encontró a Hughes echado en la cama con los anteojos
negros puestos, como solía pasar ahora la mayor parte del tiempo. Estaba pálido y
parecía enfermo.
—Me parece que has trabajado demasiado.
Hughes no respondió.
Shapir tomó asiento.
—Me mandan de regreso a New York —dijo.
Hughes no respondió.
—Ya sabes que Temski ha sido dado de alta. Ahora está en camino hacia Florida.
Con su mujer. No sé lo que piensan hacer contigo. Había pedido… —después de un
largo silencio completó la frase—. Había pedido que me dejaran quedarme dos
semanas más contigo. No hubo manera.
—No hay problema —dijo Hughes.
—Quiero permanecer en contacto contigo, Geraint. Desde luego, no podemos
escribirnos. Pero está el teléfono. Y las cintas; voy a dejarte una grabadora. Cuando
quieras hablar, por favor, llámame. Si no me encuentras, habla a la grabadora. No es
lo mismo, pero…
—Eres un hombre muy bueno, Sidney —dijo Hughes con dulzura—. Me
gustaría…
Al cabo de un minuto se incorporó. Se llevó las manos a la cara y se quitó los
anteojos negros. Los llevaba tan ajustados a las órbitas que le costó un poco
quitárselos. Cuando lo hubo hecho, bajó las manos y miró directamente a Shapir, al
otro lado de la habitación. Con las pupilas agrandadas por la larga ausencia de luz,
sus ojos parecían casi tan negros como los anteojos.
—Te veo —dijo Hughes—. Jugar al escondite. Espío. Tú eres Eso. ¿Quieres saber
lo que veo?
—Sí —dijo Shapir con suavidad.
—Una mancha. Una sombra. Algo incompleto, un rudimento, una obstrucción.
Algo totalmente sin importancia. Ya ves, no sirve de nada ser un buen hombre,
incluso…
—¿Y cuando te miras a ti mismo?
—Lo mismo. Exactamente lo mismo. Un estorbo, una trivialidad. Un borrón en el
Antes no eran tan exigentes. Nunca nos hacían ir más aprisa que al galope, y aún
eso era raro; la mayor parte de las veces se contentaban con un pequeño trote saltarín.
Y cuando uno de ellos iba a pie, era un auténtico placer acercársele. Me daba tiempo
de realizar toda la acción con auténtico estilo. Le veía hacer como que movía sus
piernas y sus brazos según sus costumbres, mientras miraba la carretera, o incluso los
campos que atravesaba, o hasta mirándome directamente: entonces me acercaba a él
regularmente pero con mucha lentitud, aumentando de tamaño sin cesar,
sincronizando a la perfección la velocidad de aproximación y la velocidad de
crecimiento, de tal modo que, en el mismo momento en que, tras no haber sido más
que una minúscula mota, había adquirido toda mi estatura —veinte metros por
aquella época—, me alzaba ante él, inmenso, dominándolo, cubriéndolo con mi
sombra. Y sin embargo él no manifestaba ningún temor. Ni siquiera los niños me
temían, aunque a menudo no dejaban de mirarme mientras yo pasaba cerca de ellos,
para empezar a decrecer a continuación.
Ocurría a veces que, en una cálida tarde, uno de los adultos me detenía justo en el
lugar donde nos encontrábamos, y se sentaba, su espalda contra la mía, durante una
hora o más. Yo no veía en ello el menor inconveniente. Tengo una excelente colina,
un buen suelo, un buen viento, una hermosa vista; ¿por qué iba a molestarme el
permanecer inmóvil durante una hora o toda una tarde? Después de todo, la
inmovilidad no es más que relativa. Basta con mirar al Sol para darse cuenta de la
velocidad en que todo se desplaza; y además uno no deja de crecer… sobre todo en
verano. En cualquier caso me emocionaba el verles confiar así en mí, dejarme que me
apoyara en sus pequeñas espaldas cálidas, y dormirse profundamente entre mis pies.
Me gustaban. Es raro que nos hayan caído en gracia como los pájaros; pero realmente
los prefería a las ardillas.
En aquel tiempo los caballos trabajaban para ellos, lo cual constituía para mí un
agrado suplementario. Me gustaba particularmente el galope corto, en el que me volví
muy hábil. Aquel movimiento de elevación rítmica que acompaña al crecimiento o
disminución les confiere una apariencia de oscilación y de caída que es casi la del
vuelo. El galope era menos agradable, con su sincopado martilleo; me sentía agitado
como un árbol joven en la tormenta. Además, el placer de acercarme y crecer
lentamente hasta parecer gigantesco, y luego alejarme y decrecer también lentamente,
La voz del altoparlante resonaba como un furgón de cerveza vacío sobre una calle
empedrada, y los presentes estaban apretujados unos sobre otros como las piedras de
un adoquinado mientras el estruendo de la voz los dominaba. Taviri se encontraba
quién sabe dónde en otra parte de la sala. Ella debía conseguirlo. Se abrió
fatigosamente paso serpenteando entre las personas apretujadas y vestidas de
obscuro. No oía los sonidos de sus voces, no veía sus caras: existía solamente el
sonido del altoparlante y aquellos cuerpos adosados los unos a los otros. No llegaba
justamente a divisar A Taviri: era demasiado pequeña. La calle le fue bloqueada por
un grueso vientre en un chaleco negro y de espaldas imponentes. Debía alcanzar a
Taviri a cualquier precio. Toda sudada, dio un puñetazo violento. Fue como empujar
una roca: el hombre no hizo ningún gesto, pero de sus grandes pulmones surgió un
rumor prodigioso, como un mugido. Se hizo pequeña. Después comprendió que el
mugido no era para ella. También los otros gritaban. El altoparlante decía algo,
algunas confusas palabras a propósito de tasas o masas. Toda excitada también ella
gritó: «¡Sí! ¡Sí!» y mientras avanzaba no encontró dificultad para huir de la Plaza de
Armas de Parheo. El cielo sobre ella era profundo y descolorido y a su alrededor la
Sol sobre sus ojos, implacable fulgor de la mañana. La tarde anterior se había
olvidado de bajar los postigos. Dio la espalda al sol. Suspiró dos veces, se irguió para
sentarse, puso las piernas fuera de la cama y se quedó allí doblada en dos
contemplándose los pies, sólo con la camisa puesta.
Los dedos, comprimidos desde la más tierna edad en zapatos baratos, tenían la
superficie de contacto casi recta y estaban llenos de callos; las uñas estaban
descoloridas e informes. De un tobillo al otro corrían arrugas secas y sutiles. En la
base de los dedos, la pequeña área plana había conservado la delicadeza; pero la piel
era del color del barro y el cuello del pie era recorrido por venitas anudadas.
Desagradable. Triste, deprimente. Miserable. Lastimoso. Puso todas las palabras a
prueba: todas iban bien, como pequeños cabellos repugnantes. Repugnante: sí,
también. Verse y reconocerse repugnante, ¡qué alegría! ¿Pero cuándo no había sido
repugnante, nunca se había observado de aquel modo? ¡No verdaderamente! Un
cuerpo eficiente no es un objeto, no es un instrumento o una propiedad para admirar:
es simplemente nosotros mismos. Sólo cuando no es más nosotros sino nuestro, un
objeto poseído, entonces nos preocupamos. ¿Sus condiciones son buenas? ¿Estará a
la altura? ¿Resistirá?
—¿Qué importa? —dijo Laia con rabia, y se puso de pie.
Levantarse de improviso le dio vértigo. Tuvo que estirar la mano y apoyarse en la
cómoda, porque tenía miedo de caerse. En aquel instante recordó el sueño y cómo se
había tendido junto a Taviri.
¿Qué le había dicho? No lo recordaba. No recordaba ni siquiera si había llegado a
tocarle la mano. Con la intención de violentar su memoria, la frente se le arrugó. ¡No
soñaba con Taviri desde quién sabe cuanto tiempo, y ahora no recordaba ni siquiera
sus palabras! Desaparecidas, todo desaparecido. Parecía una jorobada en su camisón,
la frente arrugada, una mano sobre la cómoda. ¿Desde cuándo no pensaba en él (para
no hablar de soñarlo) como «Taviri»? ¿Desde hace cuánto no pronunciaba su
verdadero nombre?