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Mama y El Sentido de La Vida

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Mamá y el sentido de la vida

Atardecer. Quizá me esté muriendo. Formas siniestras ro-


dean mi cama: monitores cardíacos, tubos de oxígeno, gotean-
tes botellas intravenosas, rollos de entubado plástico. Son las
entrañas de la muerte. Cerrando los párpados, me deslizo ha-
cia la oscuridad. ,
Sin embargo, saltando de la cama, salgo del cuarto del hos-
pital e irrumpo directamente en el parque de diversiones Eco
del Valle donde, hace algunas décadas, pasaba muchos domin-
gos de verano. Oigo música de calesita. Inspiro la húmeda fra-
gancia acaramelada de palomitas de maíz y manzanas almi-
baradas. Y sigo caminando hacia adelante -sin vacilar ante el
kiosco de venta de flan helado ni la montaña rusa ni la vuelta
al mundo- para ocupar mi lugar en la fila, frente a la bolete-
ría de la Casa del Horror. Una vez que he pagado mi entrada,
espero a que el siguiente cochecito doble la esquina y se deten-
ga con un ruido metálico delante de mí. Después de ocupar mi
asiento y bajar la barra protectora para acomodarme, echo un
último vistazo a mi alrededor, y allí, en el medio de un grupi-
to de espectadores, la veo.
Agito los dos brazos y la llamo lo suficientemente alto pa-
ra que todos oigan.
-¡Mamá! ¡Mamá!
Justo entonces el coche se sacude y avanza h~sta llegar a la
puerta doble, que se abre para revelar unas enormes fauces ne-
gras. Me hago hacia atrás todo lo posible, y antes de ser traga-
do por la oscuridad, vuelvo a gritar:

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-¡Mamá! ¿Qué tal estuve, mamá? ¿Qué tal estuve?
Pero mamá está a un metro ochenta debajo de la tierra. Muer-
ta y fria como la piedra en un cajón sencillo de pino en un ce-
menterio de AnacosÚa en las afueras de Washington, D. C. ¿Qué
queda de ella? Sólo huesos, supongo. Sin duda los microbios han
limpiado hasta el último resto de carne. Quizás algunas hebras
de pelo gris, quizás algún reluciente pedazo de cartílago se afe-
rran a los extremos de los huesos largos, el fémur y la tibia. Hun-
dida entre el polvo de los huesos debe de estar aún la alianza de
casamiento, de delgada filigrana, que compró mi padre en la ca-
lle Hester poco después de que llegaron a Nueva York, en terce-
ra clase, desde un shtetl ruso del otro lado del mundo.
Sí, desaparecida hace mucho. Diez años. Muerta y en des-
composición. Nada, excepto pelo, cartílago, huesos, una alian-
za de casamiento de filigrana de plata. Y su imagen, acechan-
do en mis recuerdos y sueños.
¿Por qué saludo con la mano a mamá en mi sueño? Dejé de
saludar con la mano hace años. ¿Cuántos? Décadas, quizá. Tal
vez fue esa tarde, hace medio siglo, cuando yo tenía ocho años
y ella me llevó al Sylvan, el cine del barrio a la vuelta de la es-
quina de la tienda de mi padre. Aunque había muchas butacas
vacías, ella se dejó caer pesadamente al lado de uno de los mu-
chachos rudos del vecindario, un poco mayor que yo.
-Ese asiento está reservado, señora -le dijo él con un gru-
ñido.
-Sí ¿eh? ¡Reservado! -replicó despreciativamente mi ma-
dre mientras se acomodaba-o ¡Él reserva asientos, el hombre
importante! -anunció a todos los que estaban al alcance del
oído.
Yo traté de desaparecer en el tapizado de terciopelo marrón
de la butaca. Más tarde, en 'el cine, a oscuras, junté coraje y di
vuelta la cabeza, despacio. Allá estaba él, sentado unas filas
atrás junto a un amigo. No había manera de equivocarse: los
dos me miraban con furia y me señalaban con el dedo. Uno de
ellos formó la palabra "[Después!" con los labios, mientras me
amenazaba con el puño.

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Mamá me arruinó el cine Sylvan. Ahora era territorio ene-
migo. Prohibido, al menos a la luz del día. Si no me quería per-
der la serie del sábado -Buck Rogers, Batman, El avispón ver-
de, El fantasma- debía llegar después de empezada la función,
sentarme en la ¿scuridad, en las últimas filas, tan cerca de la
puerta de escape como fuera posible, y salir antes de que vol-
vieran a encenderse las luces. En mi vecindario lb absoluta-
mente prioritario era evitar una paliza, la mayor de las cala-
midades. Recibir un puñetazo no era difícil de imaginar: un
golpe en el mentón y nada más. Lo mismo que recibir una bo-
fetada, o una patada. == ¡unapaliza! ¡Dios mío! ¿Cuándo ter-
mina una paliza? Y ¿qué queda de uno? Para el muchacho que
ha recibido una paliza ya todo ha terminado: etiquetado para
siempre, pasa a ser "el que recibió una paliza",
y ¿eso de sal~dar a mamá con la mano? ¿Por qué saludar-
la así ahora cuando, año tras año, hubo entre nosotros una
ininterrumpida enemistad? Era vana, manipuladora, entreme-
tida, suspicaz, rencorosa, terriblemente prejuiciada y de una
ignorancia supina (aunque inteligente, como podía darme
cuenta). Nunca, ni una sola vez, recuerdo haber compartido
un momento cordial con ella. Nunca me enorgullecí de ella ni
me alegré de que fuera mi madre. Tenía una lengua ponzoño-
sa y un comentario malévolo sobre todo el mundo, con excep-
ción de mi padre y mi hermana.
Yo amaba a mi tía Hannah, hermana de mi padre. Amaba
su dulzura, su eterna cordialidad, las salchichas que prepara-
ba -asadas a la parrilla y envueltas en crocantes tajadas de
salchichón de Bolonia- su incomparable strudel (cuya receta
me estará vedada para siempre, pues su hijo se rehúsa a dár-
mela, aunque ésa es otra historia). Sobre todo, yo amaba a mi
tía Hannah los domingos. Ese día estaba cerrada su fiambre-
ría, cerca del astillero de Washington, D. C.; y ella me dejaba
jugar horas enteras en su billar mecánico. No objetaba a que
yo pusiera pedacitos de papel debajo de las patas delanteras
de la máquina para aminorar el descenso de las bolas y así lo-
grar un puntaje más alto. La adoración que yo sentía por Han-

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nah causaba en mi madre ataques de rencor contra su cuña-
da. Mamá tenía una letanía especial contra Hannah, sobre su
pobreza, su aversión a trabajar en una tienda, su mal sentido
para los negocios, su rústico marido, su falta de orgullo y su
eterna disposición a aceptar limosnas.
El discurso de mamá era abominable, su inglés tenía un
fuerte acento y estaba mechado con términos en yiddish. Nun-
ca iba a mi escuela el día de visita de los padres o de reunio-
nes con los maestros. ¡Gracias a Dios! Me acobardaba la sola
idea de tener que presentarla a mis amigos. Yo luchaba con
mamá, la desafiaba, le gritaba, la evitaba y, finalmente, a mi-
tad de mi adolescencia, dejé de dirigirle la palabra.
El gran acertijo de mi niñez era: ¿Cómo la soporta papá?
Recuerdo momentos maravillosos los domingos por la maña-
na, cuando él y yo jugábamos al ajedrez y él cantaba alegre-
mente a la par de discos de música rusa o judía, balanceando
la cabeza al compás de la melodía. Tarde o temprano el aire de
la mañana era quebrantado por la voz chillona de mamá des-
de el piso superior:
-¡Gevalt, Gevalt, basta! ¡Vay iz mir, basta de música, bas-
ta de ruido!
Mi padre se levantaba sin decir una palabra, apagaba el fo-
nógrafo, y seguíamos nuestra partida de ajedrez en silencio.
¿Cuántas veces recé: papá, por favor, aunque sea esta sola vez,
dale un sopapo?
Por todo eso, ¿por qué la saludo con la mano? Y por qué
preguntarle, en el mismo fin de mi vida, "¿Qué tal estuve, ma-
má?" ¿Puede ser -y la posibilidad me deja perplejo- que he
vivido toda la vida con esta lamentable mujer como testigo
principal? Durante toda mi vida he tratado de escapar, de li-
brarme de mi pasado, del shtetl, el gueto, el tallis, los cánticos,
la gabardina negra, el almacén. Durante toda mi vida me he
expandido en procura de liberación y crecimiento. ¿Puede ser
que no haya escapado ni de mi pasado ni de mi madre?
¡Cómo envidio a mis amigos que tenían madres encantado-
ras, corteses, tolerantes! Y ¡qué extraño que no se sientan liga-

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dos a su madre, que no la llamen por teléfono, ni la visiten, ni
sueñen con ella, ni siquiera piensen en ella con frecuencia!
Mientras que yo debo expulsada de mi mente varias veces al
día, e inclusive ahora, diez años después de su muerte, suelo
extender la mano en busca del teléfono para llamada.
Ah, sí, entiendo todo esto intelectualmente. He dado con-
ferencias sobre este fenómeno. Les explico a mis pacientes que
a los hijos maltratados puede resultarles difícil desembarazar-
se de su familia disfuncional, mientras que los hijos de padres
buenos y amantes se independizan con menor conflicto. Des-
pués de todo, ¿no es ése el deber de un buen padre, dejar que
el hijo se vaya del hogar?
Lo entiendo, pero no me gusta. No me gusta que mi madre
me visite todos los días. Aborrezco el que se haya instalado en
los insterticios de mi mente de tal manera que no me es posi-
ble extirpada. Y, sobre todo, aborrezco que, hacia el fin de mi
vida, me sienta obligado a preguntarle: "¿Qué tal estuve, ma-
ma., ?"
Pienso en el sillón de su hogar de retiro en Washington, D.
C., con sus almohadones tan rellenos que parecían a punto de
reventar. Bloqueaba parcialmente la entrada a su apartamen-
to, flaqueado por sendas mesitas como centinelas cubiertas
con por lo menos un ejemplar, a veces más, de cada uno -de mis
libros. Con 'más de una docena de libros y dos docenas más de
traducciones a idiomas extranjeros, parecían a punto de des-
moronarse. Muchas veces imaginaba que sólo bastaría un tem-
blor de tierra de mediana intensidad para que los libros escri-
tos por su único hijo la enterraran hasta la nariz.
Cada vez que iba a visitada la encontraba estacionada en
ese sillón, con dos o tres libros sobre la falda. Los sopesaba,
los olía, los acariciaba, pero jamás los leía. Estaba ciega. Sin
embargo, aun antes de que empezara a fallarle la vista, no los
habría entendido: su única educación había sido una clase de
naturalización para convertirse en ciudadana estadounidense.
Soy escritor. Y mamá no sabe leer. No obstante, acudo a ella
en busca del significado de la obra de mi vida. Para ser medi-

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do ¿de qué forma? ¿Por el olor, el peso de mis libros? ¿El dise-
ño de la tapa, la lisa y suave sensación de la cubierta de teflón,
que no permite que se adhiera la grasa? Ella jamás conoció, ni
tuvo idea, de mis trabajosas investigaciones, mis raptos de ins-
piración, la exigente búsqueda de la idea correcta, de la elusi-
va frase elegante.
¿El significado de la vida? El significado de mi vida. Los li-
bros mismos apilados y haciendo equilibrio sobre la mesa de
mamá contienen pretenciosas respuestas a tales preguntas:
"Somos criaturas en busca de significado", escribo, "que de-
ben hacer frente a la inconveniencia de ser lanzados a un uni-
..• verso que intrínsecamente carece de significado". Y luego, pa-
ra evitar el nihilismo, explico que debemos embarcamos en
una doble tarea. Primero inventamos o descubrimos un pro-
yectó lo suficientemente firme para poder sustentar una vida.
Luego debemos ingeniamos para olvidar nuestro acto de in-
vención y convencemos de que no hemos inventado el proyec-
to que otorga significado a nuestra vida, sino que lo hemos
descubierto, y que él mismo posee una existencia independien-
te, "allá afuera".
Aunque finjo aceptar sin criticar la solución de cada uno,
en forma secreta las estratifico: son de bronce, de plata y de
oro. Algunas personas se sienten estimuladas en la vida por
una visión de triunfo vindicativo; otras, envueltas en la deses-
peración, sólo sueñan con la paz, la despreocupación y estar
exentas del dolor. Hay quienes dedican la vida al éxito, la opu-
lencia, el poder, la verdad, y quienes aspiran a la autotrascen-
dencia, y se refugian en una causa o en otro ser, una persona
a quien aman o una esencia divina. Y hay quienes encuentran
el significado en la creatividad.
El arte es necesario, como dijo Nietzsche, o de lo contrario
pereceremos a causa de la verdad. Así, yo he tenido como ob-
jetivo el sendero de oro. He intentado convertir mi vida ente-
ra, todas mis experiencias, todas mis imaginaciones, en una'
ardiente pila interior de abono, y de ella traer al mundo, de vez
en cuando, algo nuevo, algo bello.

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Sin embargo, el sueño dice algo distinto. El sueño insiste en
afirmar que los esfuerzos de mi vida han tenido otra finalidad:
la de mostrar cómo aparezco ante los ojos de mi mamá ciega.
La acusación de este sueño es demasiado poderosa para ig-
norar, y demasiado perturbadora para olvidar. Sin embargo,
he aprendido que los sueños no son ni inescrutables ni inmu-
tables. Durante toda la vida he sido un remendón de sueños.
Sé cómo domesticarlos, cómo desmenuzarlos y luego integrar-
los. Sé cómo estrujarlos para arrancarles su secreto.
y así, dejando caer la cabeza sobre la almohada, floto a la
. deriva, rebobinando el. sueño de vuelta al cochecito en la Ca-
sa del Horror.

El cochecito se detiene con una sacudida, arrojándome


contra la barra de seguridad. Un momento después, revierte la
dirección y despacio retrocede, atraviesa la puerta giratoria y
vuelve a salir a la luz del sol del parque de diversiones Eco del
Valle.
-¡Mamá, mamá! -grito, agitando los dos brazos-.¿Qué
tal estuve?
Ella me oye. La veo abriéndose paso entre la multitud, em-
pujando a la gente a derecha e izquierda.
-Qué pregunta, Oyvin -dice, tirando hacia adelante la ba-
rra de seguridad y arrancándome del coche.
La miro. Fuerte y corpulenta, parece tener cincuenta o se-
senta años, y lleva sin esfuerzo una abultada bolsa de compras
, tejida, con manija de madera. Es fea pero no lo sabe, 'Ycami-
na con la barbilla en alto, como si fuera hermosa. Noto los fa-
miliares pliegues de carne que le cuelgan del antebrazo, y las
medias recogidas y enrolladas encima de las rodillas. Me da
un gran beso húmedo: Finjo afecto.
-Estuviste bien. ¿Quién podría pedir más? Tantos libros.
Me has hecho orgullosa de ti. Ojalá pudiera verte tu padre.
-¿Qué quieres decir con que estuve bien, mamá? ¿Cómo lo
sabes? No puedes leer lo que escribo ... por la vista, claro.

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-Sé lo que sé. Mira todos estos libros. -Abre la bolsa de
compras, saca dos de mis libros y empieza a acariciados con
ternura. -Libros grandes. Libros hermosos.
La forma en que toca los libros me pone nervioso.
-Lo importante es lo que hay dentro de los libros. Bien
pueden estar llenos de tonterías.
-Oyvin, no digas narishkeit, pavadas. ¡Libros hermosos!
-¿Arrastras esa bolsa de libros todo el tiempo, mamá, has-
ta en el Eco del Valle? Haces un templo de ellos. ¿No crees ... ?
-Todos te conocen. El mundo entero. Mi peluquera me di-
ce que su hija estudia tus libros en la escuela.
-¿Tu peluquera? ¿Esa es la prueba definitiva?
-Todos. Se lo digo a todos. ¿Porqué no?
-Mamá, ¿no tienes nada mejor que hacer? ¿No pasas el do-
mingo con tus amigos, Hannah, Gertie, Luba, Dorothy, Sam,
con tu hermano Simon? ¿Qué estás haciendo aquí en Eco del
Valle, de todos modos?
-¿Te avergüenza de que esté aquí? Siempre sentiste ver-
güenza. ¿Adónde más iba a estar?
-Sólo quiero decir que ambos somos grandes. Yo tengo
más de sesenta años. Quizá sea hora de que cada uno tuviera
sus propios sueños privados.
-Siempre avergonzándote de mí.
-No dije eso. Tú no me escuchas.
-Siempre pensaste que yo era estúpida. Siempre pensaste
que no entendía nada.
-No dije eso. Siempre dije que no lo sabías todo. Es sólo
la manera en que tú, la manera en que tú ...
-¿La manera en que yo qué? Sigue. Tú empezaste. Dilo. Ya
sé lo que vas a decir.
-¿Qué voy a decir?
-No, Oyvin, tú dilo. Si yo lo hago, tú lo cambias.
-Es que tú no me escuchas. Es la manera en que hablas de
cosas de las que no sabes nada.
-¿No te escucho? ¿Yono te escucho? Dime, Oyvin, ¿me es-
cuchas tú a mí? ¿Sabes algo sobre mí?

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-Tienes razón, mamá. Ninguno escucha al otro.
-Yo sí escucho, Oyvin, y escucho bien. Escuchaba el silen-
cio todas las noches cuando llegaba a casa de la tienda y tú no
te molestabas en subir de tu estudio. Ni siquieras me decías
hola. Ni me preguntabas si tuve un día difícil. ¿Cómo podía es-
cuchar cuando ni siquiera me hablabas?
-Algo me lo impedía. Había una pared' entre nosotros.
-¿Una pared? Linda cosa para decide a tu madre. Una pa-
red. ¿Yo la construí?
-No dije eso. Sólo dije que había una pared. Sé que me ale-
jé de ti. ¿Por qué? ¿Cómo vaya acordarme? Esto fue hace cin-
cuenta años, mamá, pero yo sentía que todo lo que me decías
era, de alguna manera, una reprimenda.
-¿Qué? ¿Una reprimenda? .
-Quiero decir una crítica. Yo debía mantenerme alejado
de tu crítica. En aquel tiempo me sentía suficientemente mal"
yo mismo sin necesidad de más crítica de afuera.
-:-¿Por qué te sentías mal? En aquel tiempo papá y yo tra-
bajábamos en la..tienda para que tú estudiaras. Hasta la me-
dianoche. Y ¿cuántas veces me llamaste por teléfono para que
te llevara algo a casa? Lápices, O papel. ¿Recuerdas a Al? Él
trabajaba en la licorería. ¿Al que le cortaron la cara durante
un robo?
-Por supuesto que me acuerdo de Al, mamá. Con la cica-
triz que le llegaba hasta abajo, por delante de la nariz.
-Bien. Al contestaba el teléfono y siempre gritaba, en me-
dio de la tienda llena de gente: "Es el rey. ¡Llama el rey! Que el
rey se compre sus propios lápices. Al rey le vendría bien un po-
co de ejercicio". Al estaba celoso. Sus padres no le daban na-
da. Yo nunca presté atención a lo que él decía. Pero Al tenía
razón. Yo te trataba como a un rey. Cada vez que llamabas, día
o noche, dejaba a papá con una tienda llenade clientes y co-
rría una cuadra hasta la tienda de cinco y diez de Mensch. Es-
tampillas también necesitabas. Y cuadernos, y tinta. Y des-
pués, bolígrafos. Tenías toda la ropa manchada de tinta. Como
un rey. Nada de crítica.

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-Mamá, estamos hablando ahora. Yeso es bueno. No nos
acusemos el uno al otro. Comprendamos. Digamos simple-
mente que yo me sentía criticado. Sé que decías buenas cosas
sobre mí a los demás. Hacías alarde de mí. Pero nunca me lo
decías. En la cara.
-No era tan fácil hablar contigo entonces, Oyvin. Y no só-.
lo yo, todos. Tú lo sabías todo. Leías todo. Quizá la gente te te-
nía un poco de miedo. Quizá yo también. ¿De qué manera?
Quién sabe. Pero déjame decirte algo, Oyvin. Yo lo pasaba peor
que ti. Primero, tú nunca decías nada agradable de mí, tam-
poco. Yo cuidaba la casa, cocinaba para ti. Veinte años comis-
te mi comida. Te gustaba. Lo sé, porque las cacerolas y los pla-
tos siempre quedaban limpios. Pero tú nunca me lo decías. Ni
una sola vez en la vida. ¿Eh? ¿Ni una vez en la vida?
Avergonzado, sólo pude agachar la cabeza.
-Segundo, yo sabía que nunca decías nada agradable a mis
espaldas. Al menos tú tenías eso, Oyvin. Tú sabías que yo ha-
cía alarde de ti con los demás. Pero yo sabía que tú te avergon-
zabas de mí. Avergonzado por completo, delante de mí y a mis
espaldas. Avergonzado de mi inglés, de mi acento. De todo lo
que no sabía. Y de las cosas que decía mal. Yo oía la manera
en que tú y tus amigos se burlaban de mí. Julie, Shelly, Jerry.
Lo oía todo. ¿Eh?
Agaché más la cabeza.
-Nunca te perdiste nada, mamá.
-¿Cómo iba a saber yo algo que estaba en tus libros? Si hu-
biera tenido la oportunidad, si hubiera ido a la escuela, ¿qué
podría haber hecho con mi cabeza, mi saychel? En Rusia, en
el shtetl, no podía ir a la escuela. Sólo los varones.
-Lo sé, mamá, lo sé. Sé que te hubiera ido tan bien como
a mí en la escuela si hubieras tenido la oportunidad.
-Me bajé del barco con mi madre y mi padre. Sólo tenía vein-
te años. Seis días por semana tenía que trabajar en la fábrica de
costura. Doce horas al día. Desde las siete de la mañana hasta las
siete de la noche, a veces hasta las ocho. y, dos horas más tem-
prano, a las cinco de la mañana, debía acompañar a pie a mi pa-

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dos a su madre, que no la llamen por teléfono, ni la visiten, ni
sueñen con ella, ni siquiera piensen en ella con frecuencia!
Mientras que yo debo expulsada de mi mente varias veces al
día, e inclusive ahora, diez años después de su muerte, suelo
extender la mano en busca del teléfono para llamada.
Ah, sí, entiendo todo esto intelectualmente. He dado con-
ferencias sobre este fenómeno. Les explico a mis pacientes que
a los hijos maltratados puede resultarles difícil desembarazar-
se de su familia disfuncional, mientras que los hijos de padres
buenos y amantes se independizan con menor conflicto. Des-
pués de todo, ¿no es ése el deber de un buen padre, dejar que
el hijo se vaya del hogar?
Lo entiendo, pero no me gusta. No me gusta que mi madre
me visite todos los días. Aborrezco el que se haya instalado en
los insterticios de mi mente de tal manera que no me es posi-
ble extirpada. Y, sobre todo, aborrezco que, hacia el fin de mi
vida, me sienta obligado a preguntarle: "¿Qué tal estuve, ma-
ma., ?"
Pienso en el sillón de su hogar de retiro en Washington, D.
C., con sus almohadones tan rellenos que parecían a punto de
reventar. Bloqueaba parcialmente la entrada a su apartamen-
to, flaqueado por sendas mesitas como centinelas cubiertas
con por lo menos un ejemplar, a veces más, de cada uno -de mis
libros. Con 'más de una docena de libros y dos docenas más de
traducciones a idiomas extranjeros, parecían a punto de des-
moronarse. Muchas veces imaginaba que sólo bastaría un tem-
blor de tierra de mediana intensidad para que los libros escri-
tos por su único hijo la enterraran hasta la nariz.
Cada vez que iba a visitada la encontraba estacionada en
ese sillón, con dos o tres libros sobre la falda. Los sopesaba,
los olía, los acariciaba, pero jamás los leía. Estaba ciega. Sin
embargo, aun antes de que empezara a fallarle la vista, no los
habría entendido: su única educación había sido una clase de
naturalización para convertirse en ciudadana estadounidense.
Soy escritor. Y mamá no sabe leer. No obstante, acudo a ella
en busca del significado de la obra de mi vida. Para ser medi-

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do ¿de qué forma? ¿Por el olor, el peso de mis libros? ¿El dise-
ño de la tapa, la lisa y suave sensación de la cubierta de teflón,
que no permite que se adhiera la grasa? Ella jamás conoció, ni
tuvo idea, de mis trabajosas investigaciones, mis raptos de ins-
piración, la exigente búsqueda de la idea correcta, de la elusi-
va frase elegante.
¿El significado de la vida? El significado de mi vida. Los li-
bros mismos apilados y haciendo equilibrio sobre la mesa de
mamá contienen pretenciosas respuestas a tales preguntas:
"Somos criaturas en busca de significado", escribo, "que de-
ben hacer frente a la inconveniencia de ser lanzados a un uni-
..• verso que intrínsecamente carece de significado". Y luego, pa-
ra evitar el nihilismo, explico que debemos embarcamos en
una doble tarea. Primero inventamos o descubrimos un pro-
yectó lo suficientemente firme para poder sustentar una vida.
Luego debemos ingeniamos para olvidar nuestro acto de in-
vención y convencemos de que no hemos inventado el proyec-
to que otorga significado a nuestra vida, sino que lo hemos
descubierto, y que él mismo posee una existencia independien-
te, "allá afuera".
Aunque finjo aceptar sin criticar la solución de cada uno,
en forma secreta las estratifico: son de bronce, de plata y de
oro. Algunas personas se sienten estimuladas en la vida por
una visión de triunfo vindicativo; otras, envueltas en la deses-
peración, sólo sueñan con la paz, la despreocupación y estar
exentas del dolor. Hay quienes dedican la vida al éxito, la opu-
lencia, el poder, la verdad, y quienes aspiran a la autotrascen-
dencia, y se refugian en una causa o en otro ser, una persona
a quien aman o una esencia divina. Y hay quienes encuentran
el significado en la creatividad.
El arte es necesario, como dijo Nietzsche, o de lo contrario
pereceremos a causa de la verdad. Así, yo he tenido como ob-
jetivo el sendero de oro. He intentado convertir mi vida ente-
ra, todas mis experiencias, todas mis imaginaciones, en una'
ardiente pila interior de abono, y de ella traer al mundo, de vez
en cuando, algo nuevo, algo bello.

10
-Pero acabo de explicártelo -replica, cambiando la bolsa
de mano, lejos de mí->, Estos no son sólo tus libros. ¡Son mis
libros también!
Su brazo, que aún aprieto, está frío de pronto, y lo suelto.
-¿Qué quieres decir con que debo tener mi propósito?
=-pregunta-c. Estos libros son mi propósito. Yo trabajé por ti,
y por ellos. Toda mi vida trabajé por esos libros, mis libros.
Mete la mano en la bolsa de compras y saca dos libros más.
Retrocedo, con temor a que los levante y los muestre al peque-
ño grupo de espectadores que se ha reunido ahora a nuestro
alrededor.
-Pero tú no lo entiendes, mamá. Debemos ser separados,
no estar encadenados el uno al otro. Eso es lo que significa lle-
gar a ser una persona. De eso exactamente escribo yo en estos
libros. Así es como quiero que sean mis hijos, los hijos de to-
dos. Desencadenados.
-¿Vos meinen... desplumados?
-No, no. Desencadenados, una palabra que significa libres
o liberados. No logro llegar a ti, mamá. Déjame explicarte: en
el mundo, cada criatura está fundamentalmente sola. Es difí-
cil, pero ésa es la realidad y debemos hacerle frente. Así que
yo quiero tener mis propios pensamientos y mis propios sue-
ños. Tú deberías tener los tuyos, mamá. Quiero que salgas de
mis sueños.
Su rostro se endurece de severidad, y se aparta de mí.
-Pero no porque no te quiera -me apresuro a agregar-,
sino porque deseo lo que es bueno para todos, para mí y tam-
bién para ti. Tú deberías tener tus propios sueños y tu propia
vida, también. Seguramente puedes entender eso.
-Oyvin, todavía tú piensas que yo no entiendo nada y que
tú lo entiendes todo. Pero yo también miro la vida. Y la muer-
te. Entiendo acerca de la muerte más que tú. Créeme. y en-
tiendo lo que es estar sola más que tú.
-Pero, mamá, tú no haces frente a la soledad. Te quedas
conmigo. No me dejas. Entras 'en mis pensamientos. En mis
sueños.

17
-No, hijito.
"Hijito." No he oído ese nombre en cincuenta años. Me he
olvidado de que así me llamaban con frecuencia ella y mi pa-
dre.
-No es como 'tú crees que es, hijito -prosigue-o Haycier-
tas cosas que tú no entiendes, cosas que tienes al revés. ¿Re-
cuerdas ese sueño en el que yo estoy en medio de la multitud,
mirando cómo me saludas desde el coche de la Casa del Ho-
rror, en que me llamas, en que me preguntas cómo has estado
en la vida?
-Sí, por supuesto que recuerdo mi sueño, mamá. Allí es
donde empezó todo esto. '
-¿Tu sueño? Eso es lo que quiero decirte. Ese es el error,
Oyvin, el que tú pienses que yo estaba en tu sueño. Ese sueño
no es tu sueño, hijito. Es mi sueño. Las madres también tene-
mos sueños.

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