Chernobyl - Frederik Pohl
Chernobyl - Frederik Pohl
Chernobyl - Frederik Pohl
Chernobyl
ePub r1.0
orhi 02.02.16
Título original: Chernobyl
Frederik Pohl, 1987
Traducción: Rafael Marín
Chernobyl no era simplemente una central eléctrica. Era casi una ciudad.
Cada reactor RBMK-1000 en sí mismo era inmenso, con sus toneladas de
bloques de grafito que frenaban los neutrones, sus casi mil setecientas tuberías
de acero reforzado que llevaban el agua a los núcleos, sus tanques de secado
donde las mil setecientas tuberías confluían para exprimir las gotas de agua del
vapor y pasar el vapor cargado de energía a las turbinas, su grueso piso de
macadam en la sala de las turbinas, donde los motores zumbaban o rugían, sus
sesenta centímetros de acero y metro ochenta de cemento en torno a cada
reactor…, medidas de seguridad ante el caso improbable de que algo, en algún
momento, fallase. Ya había cuatro RBMK-1000 funcionando en la central de
energía de Chernobyl; y la central en sí era solamente upa estructura en una
ciudad de naves de almacenamiento, talleres, oficinas administrativas, un centro
médico, baños para las personas que trabajaban allí, cafeterías, salones de
esparcimiento y descanso para después de los turnos, y todo lo demás que Smin
pudo imaginar y, a través de súplicas o sobornos, conseguir, para hacer
Chernobyl perfecta.
Éste era el trabajo del director técnico, y el hecho de que la perfección
absoluta fuera imposible no impedía que Smin continuara persiguiéndola. Contra
viento y marea. A pesar de todas las frustraciones. Porque las había, empezando
por los propios trabajadores; si éstos no bebían en el trabajo, se ausentaban sin
permiso; si no hacían ninguna de ambas cosas, se marchaban a otros trabajos en
cuanto podían. En teoría, esto no era fácil en la URSS, ya que nadie consigue un
empleo sin un informe de su último patrono, y los patronos, se suponía, no
alentaban vagabundeos de ese tipo. En la práctica, la gente que había trabajado
en Chernobyl tenía tanta demanda que incluso un informe negativo era bueno. Y
ésos eran sólo los problemas con el personal. Si de alguna manera se conseguía
aplacar e incluso motivar a los empleados, quedaban los problemas de material.
Siempre era difícil conseguir materiales de buena calidad, para cualquier cosa, y
Smin, incansable, hacía todo lo posible por encontrar acero sin defectos, y cables
bien construidos, y cemento de primera calidad, e incluso los frutos mejores y
más frescos de los huertos privados de los koljozes de la vecindad, con destino a
las cocinas de las cafeterías de la planta. Sólo unas semanas antes había
aparecido un artículo en Literaturnaya Ukraina denunciando una sórdida
historia de gente incompetente y materiales defectuosos. Para los superiores de
Smin esto había supuesto un gran embarazo, pero a la larga había reforzado la
rutinaria dedicación de Smin a exigir, a apremiar, a insistir y, cuando era
necesario, lo cual sucedía a menudo, a sobornar. No era así como Smin prefería
hacer su trabajo, pero algunas veces era la única manera posible.
Dado que tenía prisa, Smin no mostró todo a los yemeníes. Se saltó las salas
de almacenamiento de combustible, encima de los reactores, donde se guardaba
el gasoil para las bombas de emergencia, en caso de que se produjera un fallo de
energía; les permitió echar solamente una rápida ojeada a las gruesas ventanas de
cristal de la cámara de recarga, donde la gran máquina en forma de araña se
arrastraba sobre sus masivos raíles de tubería en tubería, según hiciera falta,
quitando el combustible gastado y reemplazándolo con nuevo mientras el
generador continuaba produciendo energía. Se saltó la Sala Roja y la cafetería y
los baños, aunque estaba orgulloso de todo ello por la prueba que suponían de su
constante preocupación por los cuatro mil hombres y mujeres que trabajaban en
Chernobyl. No permitió, por supuesto, que los visitantes entraran en ninguna de
las cuatro cámaras de reactores, aunque les dejó que miraran, nuevamente a
través de una gruesa ventanilla, el número uno, el más viejo de los reactores de
Chernobyl que (tuvo que elevar la voz por encima del rugido del vapor y las
turbinas para que pudieran oírlo) aún generaba energía con el mejor nivel de
rendimiento y seguridad de la URSS. Incluso les dejó mirar las grandes tuberías
del sistema de agua, porque de todas formas les cogía de camino. Poco después
el líder yemení daba un respingo al ver las llamas siseantes del quemador de
hidrógeno.
—¿Qué es eso? ¡Creí que energía atómica quería decir que no hay que
quemar petróleo!
—Oh, pero si eso no es petróleo —explicó Smin, tranquilizándole—. No
tiene nada que ver con el vapor, simplemente es una manera de deshacerse de los
gases que, de otra forma, podrían resultar peligrosos. Verá, cuando el agua
atraviesa el reactor, una pequeña parte cada vez se disocia en hidrógeno y
oxígeno a través de radiólisis. No podemos conservarlos en el sistema, sería
peligroso. Así que los quemamos.
A continuación les dejó entrar en la sala de turbinas, con las orejas protegidas
y utilizando cascos, porque sabía que no soportarían el ruido, desde donde
pasaron a la sala de control de los reactores uno y dos.
Mientras el intérprete traducía sus preguntas al ingeniero jefe del turno, Smin
cogió un teléfono y verificó de nuevo. Sí, los camaradas invitados ya se reunían
para observar el experimento, que seguía el horario previsto. Así que, comprobó
mirando su reloj, tenía diez minutos para deshacerse de los yemeníes antes de
dirigirse a la sala de control principal. Se acercó a ellos, sonriendo.
El ingeniero jefe no sonreía.
—Me están preguntando por Luba Kovalevska —le dijo a Smin entre
dientes.
Smin suspiró y se volvió hacia los yemeníes.
—¿Tienen alguna pregunta que hacerme? —preguntó con cortesía.
El yemení más viejo le miró. Era difícil leer su expresión, pero dijo
solamente:
—Hemos oído historias.
Smin siguió sonriendo.
—¿Qué historias son esas? —preguntó, aunque sabía la respuesta.
—Ha habido información en su propia prensa —dijo el hombre, en tono de
disculpa. Se puso las gafas y sacó un recorte de papel del bolsillo—. De su
revista Literaturnaya Ukraina, ¿es así como se dice? Un artículo que habla de
pobreza de diseño, de materiales poco seguros, de falta de disciplina entre los
trabajadores… Por supuesto —añadió, doblando el papel— si hubiera leído este
tipo de cosas en la prensa occidental comprendería que no hay que tomarlas en
serio. ¿Pero en sus propios periódicos?
—Ah —dijo Smin, asintiendo—, es lo que nosotros llamamos glasnost. —
Usó la palabra rusa y la tradujo rápidamente—: Es decir, sinceridad. Franqueza.
Apertura. —Sonrió de manera amistosa—. Supongo que les sorprenderá
encontrar una crítica tan dura en una revista soviética, pero, ya ven, corren
nuevos tiempos. Nuestro secretario general, Mijail Gorbachov, ha dicho
acertadamente que necesitamos glasnost. Tenemos que hablar abierta y
honestamente, y en público, sobre toda clase de errores. El artículo de la señora
Kovalevska es un ejemplo de ello. —Se encogió de hombros—. Resulta muy útil
que nos recriminen públicamente nuestras faltas. No voy a decir que no sea
doloroso, pero es así como los fallos pueden ser corregidos a tiempo. A veces,
quizá se llega demasiado lejos. Una escritora como la señora Kovalevska oye
rumores y los pone en un periódico… Bien, es bueno que se aireen los rumores,
para que así se los pueda investigar. Pero no hay que creer que todo lo que se
dice es verdad.
—¿Entonces este reportaje de Literaturnaya Ukraina es falso?
—No completamente falso —admitió Smin, mientras el ingeniero jefe
trataba de seguir el diálogo en francés y fruncía el ceño ante cada palabra—.
Ciertamente, se han cometido algunos errores. Pero se están corrigiendo. Y
además, por favor anoten, mis queridos amigos, que esas cosas de las que la
señora Kovalevska habla con tantos detalles se refieren principalmente a
construcción y operación defectuosas. ¡Ni por un momento sugieren que haya
nada malo en el reactor RBMK-1000! Nuestros reactores son completamente
seguros. Cualquiera puede comprender que esto es cierto por el hecho de que
nunca, en la historia de la energía atómica, ha habido en la Unión Soviética un
accidente de ningún tipo.
—¿Sí? —dijo el yemení sagazmente—. ¿Es correcto eso? ¿Qué hay entonces
del accidente de Kyshtym en 1958?
—No hubo ningún accidente en Kyshtym en 1958 —afirmó Smin
rotundamente, y se preguntó si decía la verdad.
Cuando Smin consiguió llevar a sus invitados a la salida eran ya las dos y
veinte. Había podido enterarse, por los operadores de la sala de control, de que el
reactor número cuatro estaba todavía funcionando a pleno rendimiento, así que
el experimento no se hallaba a punto todavía. Le quedaba un poco de tiempo,
que aprovechó para ser un anfitrión completo.
—¿Ven este lago? —dijo, señalando la laguna junto a la que paseaban—. Es
nuestro estanque refrigerador. Seis kilómetros de largo y, como ven, muy
hermoso. Y está lleno de peces: nuestros pescadores locales dicen que aquí se
pesca mejor aún que en el río Pripyat.
—¿Cómo es eso? —preguntó amablemente el yemení más joven.
—Porque el agua se calienta todo el año.
—Pero yo veo hielo —dijo secamente el más viejo.
—¡Es que estamos en Ucrania! —explicó Smin, sonriendo—. Naturalmente,
nuestros inviernos son terriblemente fríos. Pero incluso en lo peor del invierno,
el lago no se congela totalmente, cosa que a los peces les encanta. Observen los
árboles, las flores. Es primavera.
Se detuvo y miró los altos edificios que contenían los reactores tres y cuatro.
—Desde aquí —continuó— pueden ver lo grande que es la central de
Chernobyl. Cuatro reactores operando, cada uno produciendo mil megavatios de
electricidad, suficiente para iluminar una ciudad de un millón de habitantes. Y ya
hemos empezado a construir otros dos, todavía mayores. Cuando estén
terminados podremos suministrar energía a una ciudad de siete millones de
habitantes.
—Nosotros no tenemos ciudades con siete millones —dijo el yemení más
viejo—. Y tampoco tenemos lagos.
—Con toda esa energía se pueden crear todos los lagos que uno quiera —dijo
Smin, enfático—. Vengan, les enseñaré dónde se están construyendo los nuevos
reactores.
Cuando llegaron al borde de la gigantesca excavación que pronto acogería el
núcleo del reactor número cinco, ahora llena de equipo y de camiones que
llevaban la tierra, los yemeníes parecieron igualmente insatisfechos.
—¿Éstos también serán RBMK-1000? —preguntó el más viejo.
—No, no. Mayores todavía: ¡mil quinientos megavatios de energía eléctrica!
—Pero siguen siendo reactores de grafito —rumió el yemení—. Y algunos
dicen que este sistema no es tan bueno como el del reactor de agua a presión que
se usa en Occidente.
—Ah, Occidente —dijo Smin, mucho más contento desde que había visto
que el coche Volga azul oscuro que se iba a llevar a los yemeníes se acercaba a
ellos entre los camiones y los bulldozers—. Las plantas de energía de los
submarinos…
—¿Submarinos?
Smin sonrió.
—¿No saben por qué los americanos utilizan reactores de agua a presión?
Porque están en un atolladero. Los primeros reactores americanos fueron
diseñados para los submarinos nucleares. Por eso hacía falta agua a presión.
Nada más podía funcionar dentro del submarino, ya ve; modelos avanzados
como nuestros RBMK no sirven para propulsar submarinos. Así que cuando los
americanos por fin se decidieron a producir energía atómica con propósitos
utilitarios, simplemente construyeron nuevos motores de submarinos, pero más
grandes. El RBMK es diferente, y por «diferente» quiero decir mejor. Ante todo,
es extremadamente obediente. Los generadores americanos, como todos los
generadores de agua a presión, sólo sirven para crear energía de base… Tardan
mucho en arrancar y en pararse. El RBMK responde rápido. Si hace falta energía
de repente, un RBMK puede ponerse a funcionar en menos de una hora. Y…
bueno, les recuerdo la seguridad. La Isla de las Tres Millas tenía un reactor de
agua a presión, ya saben.
—Si eso es así —dijo de pronto el yemení más viejo—, ¿por qué no nos ha
mostrado el reactor número cuatro?
Smin se las apañó para conservar la sonrisa. ¿Qué habían oído?
—Porque el reactor número cuatro es exactamente igual que los demás.
—Nos gustaría verlo.
Smin negó con la cabeza.
—Por desgracia, el reactor cuatro está a punto de ser desconectado del
servicio, para mantenimiento. Así que no se permite a nadie entrar en el área
porque existe un ligero riesgo de exposición a la radiación, ¿entienden? Es una
precaución que se sigue muy estrictamente… A pesar de los artículos glasnost
que publican los periódicos, realmente somos muy cautelosos. ¡Qué lástima!
Pero tal vez podrían ustedes regresar mañana, cuando todo vuelva a la
normalidad.
—Desgraciadamente —rezongó el yemení—, esta noche nos alojamos en el
Hotel Dniepro de Kiev, y volamos a Moscú por la mañana.
—Lástima —repitió Smin, que ya sabía todo aquello—. ¡Ya está aquí su
coche! Confío en que hayan tenido una estancia agradable en la central nuclear
de Chernobyl. ¡Espero con ansia que volvamos a vernos!
La madre de Sim, que es viuda casi desde que Sim nació, vive en un
apartamento de cuatro habitaciones en las afueras de Kiev, lo que provoca
muchos comentarios por parte de sus vecinos. En la Unión Soviética, las
disposiciones oficiales permiten nueve metros cuadrados por persona, y aquella
anciana, que ni siquiera trabaja, ocupa casi cuarenta. Es verdad que la vieja
Aftasia Smin pertenece al Partido desde su fundación, pero también es verdad
que no ha tomado parte activa en la política durante muchos años. Así que los
comentarios de los vecinos no versan sobre la condición de Aftasia como
veterana de la Guerra Civil, sino acerca de los verdaderos motivos por los que
dispone de un apartamento de tales características. Se debe, simplemente, según
dicen, a que su hijo ocupa un alto cargo; y en esto tienen razón.
El caldo de pollo estaba excelente. (La madre de Smin había hecho cola una
hora para conseguirlo.) En seguida empezó la comida: champiñones cocidos en
crema agria, servidos en cuencos individuales; la carne del pollo con que se
había hecho la sopa; pasteles de carne; esturión en jalea; a continuación,
compota de fruta y pastelitos rellenos. Al principio, los maestros no comieron
mucho, por timidez, pero había también vino de Georgia y brandy armenio, y
vodka helado. Después del brandy, y antes del vodka, los maestros estaban
atiborrándose y los americanos, aunque comieron muy poco, lo alababan todo
inmensamente y bebían bastante para demostrarlo. Incluso elogiaron los
manteles de la madre de Smin, superpuestos para cubrir las dos mesas dispares,
y no comentaron la curiosa colección de sillas de cocina, sillones y otros asientos
que daban acomodo a las ocho personas. Obviamente disfrutaban impresionando
a sus parientes, y a los otros, con su prosperidad y la alta audiencia del programa
televisivo de Garfield, pero la verdad era que a éste también le había
impresionado su primo segundo.
—¡Director de una central nuclear! —dijo a través de la intérprete—. Eso es
un trabajo muy importante.
—Es el más importante de toda Ucrania —proclamó la madre de Smin llena
de orgullo.
Smin tuvo que matizar.
—Mucha gente se sorprendería al oír eso —dijo, y entonces, para los
americanos, explicó cómo era Chernobyl: cuatro mil millones de vatios de
electricidad extraídos de la potencia, impoluta y sin humo, de fisionar dióxido de
uranio; suficientes para el suministro de una ciudad entera o de toda una
comarca industrial.
Resultó que el primo americano tenía algunas ideas sobre energía nuclear.
Habló de San Onofre y la Isla de las Tres Millas, de terremotos y del Síndrome
de China, de niños con defectos de nacimiento y de futuras leucemias. Los
maestros tradujeron con presteza, aunque tenían que consultarse frecuentemente
entre sí algunos términos.
—Sí —intervino ansiosamente Vassili, casi cayéndose del asiento; como era
el más joven, le habían sentado en un taburete con almohadas encima—, pero
nuestros reactores son diferentes. ¡Hubo un informe en una revista científica, lo
leí en la escuela, que decía que en la Unión Soviética los problemas de seguridad
nuclear han sido resueltos!
—No, no —dijo Smin suavemente—, no resueltos. Una cosa así nunca está
resuelta. Es cierto que conocemos las soluciones y las incorporamos a nuestra
práctica diaria, pero toda solución tiene que ser aplicada una y otra vez, cada
minuto. Perdonadme…, no tengo nada contra las prácticas americanas…
Esperó pacientemente la traducción.
—Adelante —dijo sonriendo el primo americano cuando le llegó el turno. Y
añadió algo que hizo que Didchuk tartamudeara al traducir—: Yo mismo detesto
a esos bastardos.
Smin se quedó un poco sorprendido, pero continuó:
—En América, es el factor humano el que causa los accidentes. Recordad
Idaho Falls, en 1961, donde las barras de control fueron retiradas por error y
murieron tres personas. En nuestro reactor, las barras son insertadas
automáticamente si algo va mal. En Brown’s Ferry, en Alabama, en 1975, un
hombre buscaba fugas de gas en el escudo. ¡Para encontrarlas usó una vela
encendida! Le prendió fuego al aislamiento y la mayoría de los sistemas de
seguridad fallaron porque perdieron energía… Fue una catástrofe casi total. En
la planta de Sequoia, en Tennessee, en 1981, más de un cuarto de millón de litros
de líquido radioactivo escaparon. Hace sólo unos meses, en Gore, Oklahoma,
alguien calentó un contenedor de combustible nuclear y provocó una explosión
que mató a un trabajador e hirió a cien más. Y la Isla de las Tres Millas…
Bueno, todo el mundo sabe que allí se produjo una fusión del núcleo casi
completa. Lograron detenerla a sólo unos minutos del desastre.
—Sí, exactamente —asintió Garfield—. Da miedo.
—Pero todos ésos son errores humanos, primo Dean. Nosotros no
permitimos que ocurran. Nuestros trabajadores no sólo están altamente
entrenados —Smin tragó saliva, recordando el artículo de Literaturnaya Ukraina
aunque era poco probable que Dean Garfield lo hubiera visto—, también se les
enseña a mantener la vigilancia todo el tiempo. No se les deja trabajar si no se
encuentran bien. ¿Es cierto, primo Dean, que en América a veces los operadores
encargados del reactor consumen drogas en el trabajo?
—Eso he oído, sí —concedió Garfield—. Aunque creo que eran sólo
guardias de seguridad, o tal vez obreros, no técnicos. ¿No tenéis hierba por aquí?
El maestro tuvo que hacerse repetir la palabra y por fin la tradujo por
«marihuana». Smin negó con la cabeza.
—Pero supongo que alguno beberá un poco de vez en cuando, ¿no? —dijo
sonriendo el americano.
—¡Nunca! —declaró Smin—. ¡Ningún ciudadano soviético bebe un poco!
Bebemos mucho… ¡Pásame el vaso!
Aunque Smin no bebía nada, ni siquiera vino, hubo de sobra para los demás,
e incluso los dos maestros estaban colorados y sonrientes. La madre de Smin
repetía una y otra vez que la carta de América les había llegado aquella misma
mañana, y que había telefoneado de inmediato al hotel y enviado un coche a que
recogiera a los visitantes. Vassili Smin explicó en detalle la gran importancia del
trabajo de su padre, y cómo él mismo sería algún día ingeniero nuclear… o quizá
piloto de helicóptero, como su hermano mayor Nikolai, que ahora era teniente
(aunque nadie mencionó en qué país estaba exactamente). Los americanos
dijeron lo mucho que les había impresionado Moscú (una ciudad inmensa, como
un gran monumento) y Leningrado (sí, desde luego, muy apropiadamente
llamada la Venecia del Norte) y cómo aquella velada era lo mejor del viaje, y
todos estuvieron de acuerdo en lamentar que el contacto se hubiera establecido
tan tarde, ya que los Garfield tenían previsto salir para Tiblisi por la mañana. En
la atmósfera relajada y amistosa, Didchuk se atrevió a contar un par de chistes
soviéticos, con el ojo puesto en Smin para asegurarse de que no era indiscreto,
incluyendo el de Radio Armenia que explica la definición de un trío de cuerda
(un cuarteto soviético que ha regresado de una gira por Occidente), y Dean
Garfield respondió con uno sobre las azafatas de Aeroflot. (En América las
azafatas decían: «¿Café, té o yo?», y en Aeroflot decían: «¿Vino blanco, zumo
de cereza o vete a una esquina, camarada, y háztela tú mismo?».) Pero el chiste,
aparte de requerir muchas y agitadas consultas sobre la traducción, hizo que la
mujer del maestro se sonrojase.
Smin echó una mirada a su reloj. Eran más de las diez y todavía estaban
sentados alrededor de la mesa. Después de todo, pensó aliviado, había pasado
tres o cuatro horas lejos de los problemas de la central nuclear. Recordó con
divertida simpatía (más simpatía que diversión) al ingeniero jefe y al jefe de
Personal, que aún estarían intentando quitarse de encima a los observadores que
no tenían ya ningún experimento que presenciar. No por primera vez, se dijo que
la anticuada forma de vivir de su madre era a veces una ventaja. Si hubiera
habido teléfono en la casa, habría llamado a la central. Ya que no lo había, podía
relajarse.
Ni siquiera fue difícil sostener la conversación. Tras explicarle América a su
familia soviética, Dean Garfield le estaba explicando ahora la Unión Soviética.
Ya habían visitado Leningrado y Moscú. Incluso habían conseguido entradas
para el único recital de piano que el famoso emigrado Vladimir Horowitz había
ofrecido en Moscú unos días antes. Smin casi se sintió un poco molesto por esto.
¿Cuántos ciudadanos soviéticos habrían cedido un mes de sueldo por conseguir
entradas? Pero, naturalmente, se daba prioridad a los turistas…, quienes podían,
después de todo, oírle en América tantas veces como quisieran. En Kiev habían
visto varias catedrales del siglo X, y los huesos de los monjes en las catacumbas
de Lavra, y la Gran Puerta de Oro que Moussorgsky había hecho famosa con sus
Cuadros de una exposición; de hecho, se alojaban en el flamante Hotel de la
Gran Puerta, justo al otro lado de la Puerta misma, en la calle Jreschatik.
Garfield tenía anécdotas graciosas que contar sobre su viaje.
—Entonces la guía nos mostró el viaducto que conduce a las playas, ¿sabes?,
el que cruza el río en Kiev. Y le dije que en Nueva York no sólo tenemos
viaductos para ir a las islas del río, sino también teleféricos. Entonces nos enseñó
ese Arco Iris que conmemora, ¿qué es?, la unión de Rusia y Ucrania, y le dije
que tenemos uno exactamente igual en San Luis, el Gateway Arch, sólo que
mide doscientos metros de altura y tiene unas cabinas que te llevan a la cima.
—Sí, todo es más grande en América —intervino secamente Aftasia—. ¿No
os coméis la compota? ¿No os gusta?
Entonces el hijo de Smin, envalentonándose en su práctica del inglés,
empezó a hablarles de los cuatro grandes futbolistas del equipo central de
Chernobyl, las Cuatro Estaciones, y Dean Garfield respondió con historias sobre
su propio equipo, llamado al parecer Las Cabras de Los Angeles, según
Didchuk, aunque Smin no pudo creer que el nombre fuera correcto.
Smin bostezó mientras su hijo seguía explicando más cosas a sus invitados,
hasta que vio la forma en que los americanos estudiaban las cicatrices de su cara
y su cuello. Por la expresión de sus rostros, pesar y simpatía, supo de lo que su
hijo estaba hablando.
Smin colocó suavemente una mano sobre el hombro de su hijo y se dirigió a
Didchuk:
—Dígales por mí, por favor —rogó—, que Vassili, como todos los niños, se
siente fascinado por los relatos de guerra. Especialmente le gusta presumir de las
heroicas aventuras de su padre, pero la verdad es que simplemente quedé
atrapado en un tanque cuando empezó a arder. Eso fue hace más de cuarenta
años.
—¡Pero te dieron cuatro medallas! —exclamó su hijo, angustiado.
—Y sólo espero que nunca te veas en situación de ganar medallas de esa
clase —dijo Smin solemnemente—. Ahora, veamos, ¿quién tiene el vaso vacío?
Así que fue una velada feliz e interesante. Hizo que Smin olvidara, o casi, los
problemas de Chernobyl y perdonara a su madre sus sorpresas, incluso su
obstinada decisión, a su edad, de celebrar de nuevo las fiestas judías. Vassili
empezó a bostezar y la abuela se quedó dormida en su asiento, y era ya
demasiado tarde para llamar un taxi. Smin llevó a sus nuevos parientes de
regreso al hotel, con Didchuk para que siguiera haciendo de intérprete.
Hasta que cruzaron el puente sobre el río Dnieper estuvieron casi solos por
las calles del extrarradio de Kiev. Los ocupantes de algunos coches oficiales les
miraron al pasar, pero pocos policías se atreverían a molestar al conductor de un
Chaika negro con luces antiniebla. Luego, cuando llegaron al centro de la
ciudad, ya encontraron actividad, incluso a aquella hora. En la plaza principal,
camiones del Ejército con baterías de luces iluminaban el espacio, que estaba
siendo decorado con nuevos carteles para el desfile del Primero de Mayo.
¡Cumpliremos nuestros planes! y ¡Pedimos paz y libertad para el mundo!
Cuando pasaron junto a la gran catedral, Smin se dirigió a Didchuk:
—Dígales que hay servicio cada domingo; si uno desea creer en Dios, puede
hacerlo.
—Ya lo he hecho —dijo orgullosamente Didchuk—. Les agradó mucho
saberlo.
El desfile del Primero de Mayo recorrería la Jreshchatik, por supuesto: no
había calle más famosa en Kiev. Tuvieron que meterse entre los camiones del
Ejército para llegar a la puerta del hotel. Por supuesto, a aquella hora estaba
cerrado. Cuando Didchuk despertó al portero para que les abriera, salieron del
coche y se quedaron de pie bajo el frío aire de abril.
—Me gustaría que nos hubiéramos conocido antes, primo Simyon —dijo
Candace Garfield—. Es una verdadera lástima que tengamos que marcharnos
para Tiblisi mañana. Lo hemos pasado muy bien, y si alguna vez vas a Beverly
Hills…
—Naturalmente —sonrió Smin con galantería.
Al abrazarla notó que era más delgada de lo que había pensado, y que en sus
cabellos había aromas de América y Francia.
—Ah, bueno —le dijo a Didchuk cuando regresaban—. Otra visita más que
tendremos que corresponder la próxima vez que vayamos a California. Qué
molestia, ¿verdad?
Pero ahora que se habían quedado solos, Didchuk pareció recordar que
estaba en presencia de un director técnico y miembro dirigente del Partido, y no
supo responder al comentario.
Cuando Smin llegó al apartamento de su madre, todo el mundo dormía. Tuvo
mucho cuidado de no despertar a su hijo mientras se servía los 150 mililitros de
brandy que eran todo lo que se permitía y, gratificado, se tumbó junto a su
esposa, que ya roncaba suavemente. Había sido una noche interesante, aunque
un poco sorprendente en ciertos aspectos. ¿Qué había querido decir Garfield
cuando llamó a su esposa «una chica del valle»? Desde luego, constituyó un
final agradable para un día lleno de irritantes preocupaciones.
Cuando el timbre sonó y, simultáneamente, alguien llamó con todas sus
fuerzas a la puerta, Smin se despertó de un salto. ¡Eran más de las dos! Selena se
enderezó a su lado, con la cara angustiada.
—No, no —la tranquilizó Smin, sin preguntarle qué la había asustado porque
lo sabía, sin recordarle que los días en que una llamada a las dos de la
madrugada significaba algo específico y temible habían acabado, porque
también ella lo sabía.
Casi consiguió serenarse mientras escuchaba las voces en el exterior, hasta
que su hijo irrumpió en la habitación, envuelto en una sábana, gritando:
—¡Papá! ¡Es la policía! Traen un mensaje importante… ¡Debes volver a
Chernobyl de inmediato!
4
Viernes, 25 de abril.
Cuando Sheranchuk regresó a casa, pensó en dar un repaso a los libros, pero
estaba verdaderamente cansado. En vez de estudiar, comió un poco, mientras en
la televisión daban las noticias de las nueve. Su mujer, naturalmente, ya había
cenado con su hijo, Boris, mucho antes, pero se sentó junto a él y le acompañó
con un vaso de vino.
—¿Algo interesante en el trabajo, hoy? —preguntó cordialmente.
—No —contestó Sheranchuk; no tenía sentido contarle los contratiempos
surgidos con el proyectado experimento del reactor número cuatro; ella ya se
preocupaba bastante por los peligros desconocidos de la energía nuclear—.
Algunos problemas con una de las bombas, pero ya está resuelto. —Pensó un
momento, y entonces añadió—: El director técnico dice que, en general, estoy
haciendo un buen trabajo.
—¡En general!
—Es su forma de hablar. Dice que soy su fontanero.
—¡Fontanero! —Ella sabía bien lo que pensaba su esposo del director
técnico Smin—. ¿Entonces no tendrás que ir mañana por la mañana? —preguntó
—. Lo digo por tu cita con la dentista.
—La había olvidado por completo —confesó Sheranchuk. Entonces sonrió
—. ¿Sabes lo que me dijo la última vez? «Es una vergüenza que conserve esos
dientes de acero inoxidable. Ahora podemos hacerlos mucho mejor, de
porcelana, incluso mejores que los suyos propios, y así todas las chicas se
girarán al verle pasar.»
—No hace falta que las chicas te miren —dijo Tamara, cortante.
—¿Ni una sola mirada? ¿Y si yo no las miro?
—Ya te miran bastante. —Empezó a recoger los platos de la mesa, en
silencio, y recordó que tenía que contarle a su marido lo de la muchachita que
había ido aquella mañana a la clínica para que le practicaran un aborto—.
¡Imagínate, Leonid! ¡Sólo tiene dieciséis años! ¡No es mayor que Boris!
—Bueno, al menos nuestro hijo no puede quedarse embarazado —dijo
sonriendo Sheranchuk.
—¡No tiene gracia! Va a destruir una vida en su interior, y es tan joven…
—Pero, Tamara, ¿qué otra cosa quieres que haga? —dijo Sheranchuk,
intentando ser razonable—. Con dieciséis años, es demasiado joven para casarse,
y especialmente para cuidar de un bebé cuando ella misma no es más que una
niña.
—Yo nunca haría una cosa así —insistió Tamara.
—Nunca has tenido que hacerlo —dijo tímidamente Sheranchuk.
Habría sido absurdo: ella trabajaba en un hospital y tenía fácil acceso a
diafragmas y cosas así. Pero la mirada que su mujer le dirigió mientras iba a
fregar los platos le hizo callar. No era una mirada de furia, sino de exclusión,
como si dijera: «Eres un hombre, ¿qué sabes tú?», o algo peor.
Sheranchuk apagó la televisión y buscó en la biblioteca los libros sobre
energía nuclear. Empezó a bostezar nada más abrir el primero. Para concentrarse,
puso una cinta en el magnetófono y el suave sonido de las canciones satíricas de
Vladimir Vyshinsky le sirvió de fondo mientras intentaba estudiar.
Tamara Sheranchuk se detuvo en su tarea para escuchar. Conocía la canción.
No era raro en ellos escuchar las cintas de Vyshinsky, o de Aleksandr Galich o
de Boulat Okudzhava, los baladistas que vivían en (pero no del) sistema
soviético. Sus discos no eran grabados nunca por Melodiya. Sus canciones no
tenían reconocimiento oficial, pero casi todos los ciudadanos soviéticos las
sabían de memoria, y pasaban de mano en mano registradas furtivamente en los
cassettes llamados magnitizdat.
—Un poco más bajo —pidió.
Las cintas no eran ilegales, pero de todas formas convenía evitar que los
vecinos las oyesen.
Sin embargo…
Tamara había conocido a Sheranchuk en un concierto de Okudzhava. No fue
en un teatro, o en un estadio, ni tampoco en un club nocturno. El concierto había
sido al aire libre, en un pinar, durante una noche de primavera confortable,
aunque no cálida, y ni siquiera seca: de vez en cuando cayeron pequeños
chaparrones. Sin embargo, había más de doscientas personas en el bosque,
escuchando al baladista georgiano tocar su vieja guitarra y cantar sobre los
trolebuses y la carretera de Smolensko. Todas jóvenes. Y entre ellas estaba este
muchacho pelirrojo que había llegado solo, y que no sonrió cuando la miró. Pero
cuando tuvieron que echar a correr entre los árboles para refugiarse de la lluvia,
ella se había quedado junto a él. Dejó el grupito con el que había venido, y
Sheranchuk la acompañó de vuelta a casa.
Tamara atrapó un resfriado por haber asistido al concierto, pero también
atrapó a su marido.
Existe una diferencia entre las reacciones nucleares de una planta de energía
(incluso en una central con un «coeficiente positivo de vacío») y una bomba
atómica. La diferencia estriba, principalmente, en el combustible. El uranio de
las centrales está ligeramente enriquecido con el isótopo U-235. El uranio de las
bombas es muy similar. Esto gobierna la velocidad de la reacción en la cual los
átomos que se fisionan liberan un neutrón, que golpea otro átomo y hace que
también se fisione, y así sucesivamente, según la conocida «reacción en cadena».
Los eslabones de esta cadena surgen muy rápidamente en cada caso. En una
bomba, pueden darse cien millones de enlaces sucesivos en un segundo. En una
central nuclear, sólo unos diez mil. Para un operador humano, la diferencia
realmente importa poco, porque no puede reaccionar con suficiente rapidez para
intervenir, ni en un caso ni en otro. Pero dentro del núcleo radica la diferencia
entre un accidente nuclear y la explosión de una bomba. Si el núcleo del reactor
número cuatro hubiera sido del uranio que se usa para las bombas, la reacción
nuclear habría continuado, implicando más material fisionable antes de que la
fuerza de la explosión tuviera tiempo de dispersarlo. Como no lo era, la
explosión nuclear se «apagó» sola. Su fuerza cinética desparramó sus propios
elementos combustibles, y en el proceso destruyó sólo una parte de un único
edificio en lugar de una ciudad entera. Las consecuencias posteriores, sin
embargo, serían otra historia.
Ya nadie podía hacer nada por el reactor número cuatro desde la sala de
control. No quedaba ni reactor por controlar. Las pantallas mostraban lecturas de
datos que eran, o bien tranquilizadores, o bien completamente imposibles, pero
que en ningún caso correspondían a la realidad. La única persona que estaba en
la sala era el jefe del turno.
—Ya no hay nada que hacer —dijo—. Todo el mundo se ha ido. También
usted puede marcharse.
—Entonces, ¿por qué sigue usted aquí? —preguntó Sheranchuk.
El hombre tenía muy mal aspecto; sudaba y se frotaba la boca.
—Porque no me han relevado todavía —replicó.
Mientras bajaba de nuevo las escaleras, a medio camino, Sheranchuk pensó
que podía haberle dicho: «Yo le relevo, entonces», y el hombre habría quedado
libre. Pero, después de todo, estaba tan a salvo allí como en cualquier otro sitio.
Sea como fuere, Sheranchuk desistió de volver.
Abajo no pudo evitar echar otra ojeada al exterior. Ahora había muchos
bomberos, de la ciudad de Pripyat, más la propia brigada de la central, y los
coches amarillos de la policía llegaban con sus luces verdes destellando. Las
luces de los focos hacían palidecer las llamas de los escombros ardientes y
recortaban las siluetas de los bomberos en los tejados de algunos edificios.
Detrás de los bomberos agrupados en tierra estaba la oscura mole del bloque de
oficinas de la central, que parecía ahora curiosamente desierto… porque, vio
Sheranchuk, todas sus ventanas habían sido voladas por la fuerza de la
explosión.
Alguien le gritaba, un policía, con la cara negra por el humo y el sudor:
—¡Eh, el de allí! ¿Se encuentra bien? ¡Échenos una mano con esta gente!
Sheranchuk no se paró a pensar si aquello era lo que debía hacer;
simplemente obedeció. Se alegró de recibir la orden, porque obedecer era mejor
que haber de decidir qué hacer. Porque no se sentía capaz de decidirlo. Todo le
había tomado por sorpresa.
Ayudó a un bombero a llegar hasta la ambulancia que esperaba; el hombre
cojeaba y se cubría la cara con una mano. No era la única baja. El médico que le
había traído cargaba en la ambulancia un bulto de harapos achicharrados que
Sheranchuk no habría creído humano si no hubiera estado maldiciendo en un
tono de voz débil y agudo. Otros tres bomberos tosían sentados en la calzada,
esperando que alguien les trajera oxígeno o, aún mejor, unos pulmones nuevos
que reemplazaran los que tenían llenos de humo. (¿Por qué no llevaban
mascarillas?, se preguntó Sheranchuk. ¿Y por qué tampoco las llevaba él?)
Glazodva, la recia mujer encargada de la cafetería de la central durante la noche,
había conseguido guiar a dos de sus clientes a sitio seguro, pero cuando
Sheranchuk la vio estaba tendida bajo la placa de Lenin a la entrada de la central,
llorando indefensa, sin responder a los intentos que otros hacían para hablar con
ella. Un policía yacía en el suelo, con el pelo chamuscado donde un trozo de
escombro ardiendo le había caído encima, dejándole inconsciente y, quizá,
fracturándole el cráneo.
Había espacio para dos personas solamente en el interior de la ambulancia,
pero el médico, al marcharse, prometió enviar más vehículos desde el hospital de
Pripyat.
—¡Y dése prisa, por favor! —exclamó Sheranchuk.
La siguiente ambulancia, sin embargo, no acudió de Pripyat, sino de la
ciudad de Chernobyl, a treinta kilómetros de distancia, y llegó junto con media
docena de coches de incendios. Ya había más de cien bomberos en el lugar, y el
estentóreo batir de las bombas de succión se había ido añadiendo a los gritos y a
los ominosos golpes y crujidos y al crepitar de las llamas. En el centro de todo,
altivas e increíbles, se alzaban las paredes resquebrajadas de lo que una vez fue
el reactor número cuatro.
¿Evitar que cundiera el pánico? Sí, por supuesto, se repetía Sheranchuk una y
otra vez. Esto era absolutamente esencial…
Pero también era imposible. Una docena de veces le vino a la memoria una
parodia escolar de un poema inglés (¿de Rudyard Kipling?), que decía:
No se puede decir que Selena, la esposa de Smyon Smin, sea una mala
mujer. Nadie negaría, sin embargo, que es una «coleccionista». Una mujer
soviética humilde nunca sale de casa sin llevar su bolsita de malla, la avos’ka,
sólo por si se da la casualidad de que vea algo que merezca la pena comprar.
Selena, como esposa del director técnico de la central nuclear de Chernobyl, no
tiene que recurrir a esto. Consigue todo lo que quiere, o casi. Tiene tiendas
especiales en las que comprar, aunque deba trasladarse a Kiev o Moscú para
encontrar las mejores. Incluso dispone de «distribución», privilegio de los altos
cargos que le permite ordenar comida por teléfono (y no sólo la comida normal,
sino la de alta calidad que ofrecen las tiendas exclusivas) para que se la envíen a
su apartamento o a su dacha. Esto le resulta muy placentero a Selena, quien era
una bailarina sin demasiado éxito cuando se casó con Simyon Smin. En su vida
anterior no existían tales lujos. Ha comido bien desde entonces, y si ya no
conserva la figura de una bailarina ello no parece importarle a Smin. Selena tiene
trabajo propio, claro; está a cargo de los programas culturales y de la puesta a
punto física en la central de Chernobyl; y a menudo, a las once de la mañana y a
la una de la tarde, cuando la atractiva pareja ataviada con leotardos hace sus
ejercicios diarios en la televisión con el acompañamiento de un pianista y bajo
las órdenes de un entrenador, Selena se une a los trabajadores y dirige sus
movimientos gimnásticos. Su posición, teóricamente, la ubica en la Primera
Sección de la planta, bajo la jefatura de Gorodot Jrenov, pero Jrenov nunca
interfiere con la esposa del director técnico. Sólo se asegura que el director
técnico lo sepa.
Selena Smin no pudo dormir mucho aquel sábado por la mañana. A las siete
se levantó y se vistió despacio, preguntándose a qué se debería aquella llamada
urgente de la planta. A las siete, mientras tomaba una taza de té con su suegra,
volvieron a llamar a la puerta, y esta vez fue un telegrama:
Continúo aquí. Suplico Vassili y tú quedéis en Kiev durante fin de semana.
Smin.
—¡Pero yo no puedo quedarme! —se quejó Selena—. Tengo cosas que
hacer, y el niño no debería perder el colegio.
—Ya lo ha perdido —dijo la vieja Aftasia Smin, práctica.
Era cierto: Vassili aún estaba acostado, con la rubia cabeza enterrada bajo las
sábanas, mientras las dos mujeres hablaban en voz baja. Pero aun así…,
¿quedarse en Kiev para hacer qué? ¿Sin coche, sin siquiera teléfono?
—No puedo ni llamar para averiguar qué está pasando —se quejó Selena.
—Puedes hacer lo que hago yo —dijo Aftasia—. Los Didchuk tienen
teléfono.
—¡Los Didchuk lo tienen y nosotros no! He de volver a hablar con Simyon
de esto. —Selena pensó un momento—. ¿En qué apartamento viven?
Vivían en el piso de abajo. Dos minutos más tarde, Selena había bajado las
escaleras y llamaba con suavidad a la puerta. Los Didchuk estaban en casa;
todos, pues al parecer había una niña pequeña y una pareja de abuelos en el
apartamento, además de los dos profesores. Se hallaban despiertos. No se habían
acabado de vestir (la mujer llevaba rulos en el pelo y el hombre tenía puesta una
bata), pero fueron, por supuesto, muy amables, muy hospitalarios y naturalmente
que podía usar su teléfono.
Sin embargo, no consiguió comunicación, porque todas las líneas estaban
ocupadas. Lo intentó hasta cinco veces. Los Didchuk continuaron con sus tareas
matutinas, procurando no estorbarla cada vez que tenían que entrar en el
pequeño saloncito, donde había un aparato de televisión, un canapé de brocado,
cortinas finas y brillantes. El abuelo la saludó camino del cuarto de baño. La
abuela salió de la cocina y la invitó a desayunar, lo que ella declinó
graciosamente, aunque aceptó una taza de té, que le fue entregada por la hija de
los maestros, una niña de diez años. Ni siquiera contestaba el teléfono de su
propio apartamento en Pripyat; no estaba comunicando, pero sonó sin que nadie
lo cogiera hasta que tuvo que colgar. Ello significaba que Smin no estaba en
casa.
—Bueno, qué fastidio —declaró, sonriendo a la mujer— ¡Pero qué hermosas
cortinas! ¡Ha sacado usted mucho partido de esta habitación!
—Es difícil, porque los dos trabajamos —dijo la mujer modestamente.
—Sí, a mí me pasa lo mismo —coincidió Selena, y charló amigablemente
con la profesora y su suegra mientras, en su interior, trataba de decidir qué iba a
hacer el resto del día.
Un día entero en Kiev; con coche, sí, porque era siempre bastante útil. Pero
sin él, era un reto. Había sitios a los que acudir y tiendas que visitar, y siempre
podía encontrar a alguna amiga en el club para almorzar. Aunque sin el coche…
Al pensar en el club tuvo una idea.
—Una llamada más, si no les importa —pidió, y marcó el número del Hotel
de la Gran Puerta; pero la operadora no pudo localizar a ningún señor ni señora
Garfield en las reservas.
—Debe darme el número de la habitación —explicó la operadora—. No se
puede atender la llamada sin el número de la habitación, por supuesto.
—¡Qué tontería! —exclamó Selena—. Soy Selena Smin y hago esta llamada
de parte de S.T. Smin, el director de la Central Nuclear de Chernobyl.
La operadora se retiró, y Selena permaneció un rato al teléfono mientras
pensaba lo bueno que habría sido invitar a los americanos no solamente a
almorzar en el club, por muy agradable que éste fuera, sino en su propia casa de
Pripyat, para que vieran cómo vivía una familia soviética decente en una casa
decente, no en este apartamento de la época Kruschev. Pero, por supuesto,
aquello era sólo una fantasía, ya que no se invitaba a los extranjeros a visitar
Pripyat. Al fin la operadora regresó y dijo solamente, con cierta satisfacción:
—Los americanos de los que habla ya no están en este hotel.
—¡Pues claro que están en el hotel! ¡Si les vi anoche mismo!
—Se han marchado —dijo la operadora, triunfal—. Quizá si pregunta a
Intourist puedan informarle de su itinerario.
—Ah, bien —suspiró Selena, dirigiéndose a la pareja de maestros, que
empezaban a mirar subrepticiamente sus relojes: tenían que marcharse a clase—.
Una llamada más, si es posible, para pedir un taxi.
¿Pero adónde iba a ir en el taxi? ¿Al club? ¿Y qué iba a hacer allí,
especialmente con Vassili? Quien ahora debería, por lo demás, estar ya camino
del colegio. Miró por la ventana y, tras escuchar un trueno lejano, vio que
empezaba a llover.
8
Sábado, 26 de abril.
Durante todo aquel largo día, Vassili y los otros jóvenes comunistas
siguieron de servicio. No era su trabajo hacer que los vehículos dieran la vuelta;
esto lo hacían los policías. Para los komsomols, la tarea consistía en asegurarse
de que ninguno de los vehículos se internaba en el campo de girasoles y evitar
que hicieran a la cosecha más daño que el absolutamente necesario; y cuando los
camiones llegaban con agua y alimento para los guardias, ayudar a repartirlo. No
era un trabajo bonito. Ni divertido, pues nadie parecía tener noticias de lo que
sucedía en Chernobyl. El tráfico sólo era de ida. Los vehículos que volvían eran
generalmente ambulancias, y ninguna de ellas se detenía.
La mejor fuente de noticias era con seguridad el cielo, hacia el norte, donde
una oscura columna de humo en el horizonte contaba su propia historia. Vassili
no creía posible que hubiera tanto por quemar. Cuando por fin un camión regresó
de la ciudad y se paró, Vassili fue el primero en llegar a su lado.
—¿Está la ciudad ardiendo? —preguntó un komsomol.
Pero los ocupantes del camión eran sólo jóvenes pioneros, muchachos de
doce y trece años que sabían muy poco. No, Pripyat no estaba en llamas, ¡qué
idea! Pero sí, claro, el fuego en la central era muy grande, nadie podía decir
cuándo estaría bajo control, y nadie tenía noticias del padre de Vassili Smin. Ni
del de Boris Sheranchuk; ni, en realidad, de nada en absoluto, excepto que la
escuadra de pioneros había sido llamada para colocar aquellos signos que daban
miedo: placas con el ominoso símbolo de la radiación en rojo brillante y un aviso
de prohibición de paso; los pioneros se habían dividido en grupos de tres y
cuatro para situarse en un perímetro que rodearía completamente Chernobyl.
¿Rodear Chernobyl? ¿En un perímetro de treinta kilómetros? Vassili no
podía creerlo.
El sol se ponía en el horizonte, pero dentro de su traje protector Vassili
sudaba. Cuando oscureció y llegó otro camión con pan, té y sopa de verduras, se
quedó atrás hasta que los hombres de la policía recibieron su parte. Entonces
tomó su bandeja y se sentó bajo un árbol, y mientras comía lloró, contemplando
el feo resplandor rojo que se extendía al norte.
Permaneció en su puesto hasta después de medianoche, cuando un camión
del ejército soviético llevó de vuelta a Pripyat a los agotados komsomoles.
Vassili se sentía exhausto, pero aun así le quedaron fuerzas para sorprenderse
de lo pacífica que estaba la ciudad. ¿Sería posible que no lo supieran? Por
supuesto, a media noche no era de esperar mucha actividad en las calles de
Pripyat…, ¿pero nada? Cuando salió del ascensor y entró en el apartamento que
compartía con sus padres pensó en comer y rechazó la idea; pensó en darse un
baño y lo descartó también, pero se asomó un instante a la ventana orientada en
dirección a la central.
No podía ver el humo en la oscuridad, pero allí seguía habiendo luces.
Se tumbó en la cama, conmocionado. ¡La central de su padre no podía haber
estallado! Era el máximo triunfo de la tecnología soviética, dotada con todas
aquellas medidas de seguridad que su padre le había enseñado orgullosamente
mientras visitaban la gigantesca planta. ¡Era demasiado grande y demasiado
magnífica para estallar! Y además, era de su padre.
10
Sábado, 26 de abril.
Cuando el coche de la policía salió del recinto de la central, Smin pudo ver a
través de los árboles las brillantes torres de la ciudad de Pripyat, bellamente
coloreadas por el sol de la mañana. Pensó que debería haber dirigido el mensaje
a su mujer y su hijo en términos más fuertes, para que se mantuvieran a distancia
hasta que las cosas volvieran a la normalidad…
Si alguna vez volvían. Porque Smin, al menos, tenía una idea bastante clara
de lo que los radionúclidos que habían brotado del reactor número cuatro iban a
hacer a los edificios, las calles y el suelo de Pripyat en cuanto cambiara el
viento. Ya lo estaban haciendo, sin duda, a los pequeños pueblos campesinos de
Bielorrusia, al otro lado de la frontera, al norte.
Smin reconoció el parquecito junto al río. Era allí donde la gente se bañaba
en verano, y donde el equipo de fútbol de la central realizaba sus
entrenamientos. Ahora las porterías habían sido derribadas y la gente que había
allí no jugaba al fútbol. Algunos estaban en camillas, esperando que los llevaran
a Chernobyl. Uno de ellos, para sorpresa de Smin, era el ingeniero jefe Varazin,
perfectamente vestido y con la cara seria. Vaya, incluso se había afeitado, pensó
Smin, aunque las bolsas bajo sus ojos sugerían que no había dormido.
Smin le saludó con un gesto de cabeza por entre un grupo de otras personas y
miró al cielo. Podía oír el helicóptero aproximándose desde el sudeste, pero el
aparato no bajó directamente. Se desvió y circundó lentamente la central. Era
muy sensato por parte de aquella gente echar un buen vistazo a las ruinas, pensó
Smin, y deseó poder hacer lo mismo.
—¿Director técnico Smin?
Era uno de los hermanos Ponomorenko, el futbolista al que llamaban
«Otoño». Smin intentó recordar cuál era su nombre auténtico y lo consiguió.
—Hola, Vladimir. Parece que hoy no tendremos partido.
—No. ¿Puede decirme, por favor, si sabe algo de mi primo Vyacheslav?
Creen que ha desaparecido.
—¿Estaba de servicio? —Smin pensó durante un instante—. Sí, claro que
estaba. En el turno de noche. No, no lo he visto. Probablemente tuvo el buen
sentido de irse a casa cuando evacuaron la central.
—No está en casa, director técnico Smin. Gracias. Seguiré buscando. —
Ponomorenko dudó—. Mi hermano está en el hospital, allí —dijo, señalando las
distantes torres de Pripyat—. Le afectó la radiación.
—Tendrá los mejores cuidados —prometió Smin, intentando mostrarse más
seguro de lo que en realidad se sentía—. ¡No podemos permitirnos perder a
nuestras Cuatro Estaciones!
Miró hacia arriba. El helicóptero de Kiev había completado su paseo y
descendía hacia ellos.
—Bien, aquí vienen los expertos del Ministerio de Energía Nuclear. Ahora lo
tendremos todo, y pronto.
Era una manera de darle ánimos al futbolista, pero no, reconoció Smin, una
afirmación realista. Ni siquiera los expertos del Ministerio tenían experiencia en
una cosa así, ya que nada similar había sucedido antes. Ni tan sólo en América,
pensó Smin amargamente, recordando cómo había fanfarroneado ante sus
parientes americanos la noche anterior. Era, definitivamente, una primicia en el
desarrollo de la tecnología nuclear: una vez más la Unión Soviética había dado
el primer paso.
Algo positivo podía decirse de los tres altos cargos del Ministerio de Energía
Nuclear, pensó Smin. Hacían las cosas como es debido. Los tres hablaron
rápidamente, pero sin apresuramientos; la reunión, según el reloj de Smin, había
durado menos de siete minutos. Contra su voluntad, Smin empezaba a
respetarlos, incluso empezaban a gustarle; le resultaba difícil recordar que
aquellos hombres eran los mismos que le habían bombardeado cada semana con
órdenes tajantes para que se apresurara, para que incrementase la proporción de
tiempo de trabajo, ¡para que cumpliera el plan! Incluso el cuarto hombre, al que
nadie se había molestado en presentar, parecía listo para actuar. Durante la
primera parte de la reunión, había esperado tranquilamente, fumando un
cigarrillo y sorbiendo su té mientras dirigía a cada interlocutor una mirada
amable, pero fría. Ahora que habían llegado a la conclusión de la causa del
accidente, había cogido un lápiz y empezaba a tomar notas.
—Parece que el accidente ocurrió en el transcurso de un experimento insólito
que requería la desconexión de algunos de los sistemas de seguridad del reactor
número cuatro —dijo Istvili—. ¿Es correcto?
El ingeniero jefe Varazin soltó la taza con tanta fuerza que derramó un poco
de té.
—No era un experimento «insólito». ¡Fue aprobado en todos sus puntos por
el Ministerio!
—Creo que no en todos —dijo Istvili—. No para que se desarrollase a la una
de la madrugada. No sin un inspector de seguridad presente.
—No hubo directrices sobre horas ni sobre inspectores de seguridad —
replicó, obstinado, Varazin.
—Tampoco hubo ninguna directriz que autorizase el desmantelamiento de
los sistemas automáticos —señaló Istvili, y Smin contuvo la respiración.
—¡Eso no puede ser cierto! —rugió—. ¿Lo es? ¿Esos idiotas lo
desconectaron todo? ¡Por Dios, Varazin! ¿Cómo permitió que lo hicieran?
El ingeniero jefe Varazin nunca había sido su amigo íntimo, pero en aquel
momento, advirtió Smin, se había convertido en enemigo irreconciliable. El
ingeniero no cambió de expresión, pero los músculos se contrajeron en sus
mejillas cuando replicó:
—¡Al menos estuve allí! Y si sabe usted tanto, director técnico Smin, ¿por
qué no estuvo presente?
Todos los presentes esperaron pacientemente la respuesta de Smin. ¿Por qué?
¿Acaso porque la responsabilidad correspondía al ingeniero jefe? ¿O porque lo
último que se dijo fue que el experimento quedaba pospuesto indefinidamente?
¿Porque Smin no había imaginado siquiera semejante estupidez?
Smin sacudió la cabeza, más para sí mismo que para los hombres de la
comisión.
—Admito que debí haber estado presente —dijo con claridad, y vio que el
silencioso hombre de Moscú anotaba cuidadosamente sus palabras.
11
Sábado, 26 de abril.
Intentaba, una vez más, sin esperanza, conseguir comunicación con la central
cuando oyó que el ascensor se detenía en su planta. La puerta rechinó y se cerró;
hubo un sonido de llaves, y su marido entró.
—Ah, estás aquí. Estupendo —dijo él—. ¿Hay algo de comer?
Selena Smin nunca había visto a su esposo con aquel aspecto. Su traje estaba
sucio, sus pantalones llenos de barro, sus zapatos convertidos en una ruina. Su
cara regordeta parecía haber perdido consistencia. Había medias lunas
cenicientas bajo sus ojos, y la terrible cicatriz parecía brillar.
—Oh, querido —dijo, ayudándole a quitarse la chaqueta—. ¡Siéntate!
Espera, te buscaré algo. Tienes un aspecto terrible. ¿Qué ha pasado?
Simyon Smin miró a su esposa con los ojos enrojecidos por las venillas rotas.
Señaló la ventana, donde la nube serpentina de humo se curvaba en el cielo hacia
el norte.
—Eso —dijo.
La sopa tenía más de dos días, pero a Selena le pareció buena cuando la olió
y la dejó hervir un minuto más para asegurarse. El pan era bastante fresco.
Cuando Smin salió de la ducha, envuelto en su bata marrón, había preparado la
mesa.
—¿Has tenido agua suficiente en la ducha?
—No mucha. Hay una restricción temporal de energía. Supongo que ha
afectado las bombas de nuestro edificio.
Selena sirvió el té.
—Deberías descansar —aconsejó.
—Cuando haya comido dormiré una hora. No más. Asegúrate de
despertarme.
—¿Tienes que regresar a la central?
—¿Quién si no? —dijo Smin, con la boca llena de pan—. El director sigue
en Moscú. El ingeniero jefe se marchó anoche. Ahora está intentando dirigir las
cosas desde seis kilómetros de distancia.
Selena introdujo una cuchara en su propio plato de sopa pero simplemente la
movió, sin llevársela a la boca.
—Es realmente malo —dijo, y no era una pregunta.
—De los trescientos técnicos, cuarenta están en el hospital y ciento tres se
han presentado al servicio. El resto simplemente ha huido y no ha vuelto.
—¡No se lo reprocho! —exclamó Selena, sorprendiéndose a sí misma—.
Desearía…
—Desearías no haber regresado —completó Smin por ella—. Yo también.
No se está a salvo aquí, Selena.
—¿Puede estallar?
—Ya ha estallado —la corrigió él—. No son las explosiones de lo que hay
que preocuparse. Ese humo está lleno de veneno. Cada partícula… ¡Oh, Dios,
espera! —Se levantó de la mesa y cerró las ventanas—. ¡No vuelvas a abrir una
ventana hasta que yo te lo diga! —ordenó—. Mientras duerma, limpia las sillas.
Limpia todo lo que tenga polvo…, cualquier tipo de polvo. ¡Usa periódicos,
tíralos cuando termines y lávate las manos con mucho cuidado!
—Pero la doncella…
—Volveremos a ver a la doncella cuando los cerdos vuelen. O cuando la
situación esté bajo control… Lo que suceda primero. He metido las ropas que
me he quitado en una bolsa de papel. No la abras. Sólo tíralas.
—¡Tu traje bueno!
Smin suspiró y no contestó.
—Cuando Vasya despierte —dijo, después de sorber la última cucharada de
sopa—, no le dejes salir. Si alguien viene a buscarle, di que ha estado vomitando.
Creerán que es por causa de la radiación y le dejarán tranquilo.
—¡Radiación!
—¿No sabes hacer otra cosa que no sea repetir lo que digo? —preguntó
Smin, casi jocosamente—. Por favor. Hazlo. Y no salgas tú tampoco. Cuando
tenga ocasión, lo prepararé todo para que os evacúen a los dos, tal vez con mi
madre en Kiev. Empaqueta todo lo que necesites, pero no más de dos maletas.
—¿Para cuánto tiempo empaqueto? —preguntó Selena.
No se sorprendió de que su esposo no le respondiera. Smin se levantó de la
mesa y caminó lentamente hacia su dormitorio, moviéndose como si la espalda
le doliera, cosa que hacía frecuentemente.
Limpió la mesa, buscó periódicos viejos y empezó a cumplir las
instrucciones que le había dado su marido. Cuando mojó los papeles, el flujo de
los grifos de la cocina era aún más débil que antes. Pensó que iba a llorar. En vez
de hacerlo, dejó caer los papeles al suelo y se dirigió al dormitorio.
Smin no estaba en la cama. Estaba junto a la ventana, contemplando la
columna de humo.
—Selena —dijo sin mirarla—, es realmente muy malo. Estalló. No pudimos
impedirlo. Si no hacemos algo morirá gente por toda la Unión Soviética, debido
a la radiación que transporta ese humo. Y sólo Dios sabe qué podemos hacer.
Nada funciona.
—Encontrarás la manera, Simya —dijo ella, desesperada.
—Eso espero. No confío tanto como tú.
—¡Pero lo harás! ¡Estoy segura! Y entonces, cuando se abra una
investigación, por supuesto que el director tendrá que marcharse, y entonces será
tu turno…
Calló, porque su esposo se había vuelto a mirarla.
—Mi querida Selena, ¿crees que ganaré algo con eso?
—¡Todo el mundo sabe que tú haces todo el trabajo! Claro que te darán un
ascenso.
—¡Un ascenso!
—Es verdad —insistió ella—. El director…, ni siquiera estaba allí. Y,
después de todo, el responsable es él. No es un secreto que tú simplemente
corriges sus errores y cubres sus fallos. ¡Seguro que es a él a quien culpan!
Smin estudió a su esposa un momento.
—¿Puedes creer de verdad —preguntó amablemente—, que no se culpara lo
bastante a todos?
13
Domingo, 27 de abril.
Konov no sabía que Chernobyl era el nombre del lugar al que se dirigían
aquella tarde dominical de abril, el único día de la semana que debería haber
sido preciosamente suyo. Konov no sabía en absoluto a dónde iban ni qué iban a
hacer. Y tampoco lo sabía ninguno de los otros veintitantos perplejos soldados
que viajaban con él en el camión, que traqueteó por una carretera comarcal a
ciento treinta kilómetros por hora hasta que se detuvieron en una encrucijada y
les ordenaron que bajasen.
Bajaron del autobús para orinar, alineados a lo largo del borde de un campo
de trigo, e intercambiaron con los soldados de los otros camiones las mismas
hipótesis que habían intercambiado con sus compañeros durante las últimas dos
horas. Nadie sabía nada. Ninguna de las unidades estaba ni siquiera completa. La
División 461 había sido puesta en alerta a las dos de la tarde, y a los hombres
disponibles se les ordenó subir a los camiones con equipo completo a las tres y
cuarto.
—No puede ser un ataque americano —dijo uno—, porque iríamos hacia el
este, no al sur.
—Un carajo los americanos —dijo otro—. Son los puñeteros ucranianos.
Han encontrado otro bandido cosaco que los lidere y están intentando otra
revuelta.
Y otro más estaba convencido de que eran los chinos, quienes habían subido
desde las fronteras del Irán, o los afganos, que se habían aburrido de tender
emboscadas a las tropas soviéticas en su propio país y ahora les invadían, ¿o
quizás eran los marcianos? No fue hasta que un sargento llegó al trote para
gritarles que obtuvieron alguna información, aunque no resultó de utilidad
inmediata.
—¡Gilipollas! —chilló—. Tenéis que mear en el lado oriental de la
carretera… ¡El lado oeste es donde dormiréis esta noche!
—¿Dormir aquí, sargento? —preguntó uno—. ¿Quiere decir que nos vamos
a quedar en este sitio? ¿Para qué estamos aquí?
El sargento señaló la distante columna de humo que se alzaba en el horizonte
meridional.
—¿Veis eso? Por esa cosa estamos aquí, y suerte tendréis si vivís para ver
algo más.
Cuando despertó de su intranquilo sueño una hora más tarde, fue porque
Raia estaba pisándole. Intentaba ayudar a la mujer del asiento de delante, cuyo
bebé lloraba. El niño se había mojado, y la madre intentaba improvisar un
espacio llano entre el montón de maletas, bolsas y posesiones personales de todo
tipo apiladas en el pasillo, para poder cambiarlo. En las presentes circunstancias,
era un problema grave. La madre no había olvidado traer todo lo que necesitaba,
incluyendo especialmente las gasas. Por desgracia, el niño estaba en su regazo, y
las gasas guardadas en una bolsa sepultada en algún lugar del pasillo.
Kalychenko soportó que su novia se encaramara sobre él, cambiando de
asiento para ser más útil a la mujer de delante. Raia sostuvo al niño por los
hombros mientras la madre lo limpiaba y rápidamente lo envolvía en un pañuelo
de cabeza.
Kalychenko apartó los ojos. No podía hacer lo mismo con su nariz, y cuando
la mujer arrolló cuidadosamente las gasas sucias y las depositó a sus pies, se
quejó a su novia:
—¡Debería tirarlas por la ventana! ¡No es justo que nos haga soportar esa
peste!
Ahora le tocó a Raia el turno de calmarle:
—¿Y qué usará entonces cuando lleguemos? Está bien, Bohdan. Toma, huele
esto. —Sacó un pequeño frasquito de colonia y le roció las mejillas—. No te
importa lo del pañuelo, ¿verdad? —añadió tímidamente.
—¿El pañuelo? ¿Quieres decir que le has dado a esa mujer mi cabestrillo?
Kalychenko estaba furioso.
—Me ha parecido que ya no la necesitabas, Bohdan, querido. Levantaste las
bolsas con las dos manos. Y bueno, dentro de unos meses, cuando tengamos
nuestro pequeño…
—Supongo que está bien —gruñó él—. Volvamos a dormir.
Y Raia, obedientemente, apoyó de nuevo la cabeza en su hombro y cerró los
ojos.
No fue fácil para Kalychenko. La mujer de delante había abierto la ventana
un poquito para tratar de disipar el mal olor, pero como resultado, una corriente
de aire frío y húmedo le daba a Kalychenko en la cara. Tenía ganas de orinar. Su
futuro era negro. Su ánimo, hosco.
No existían dudas en la mente de Kalychenko (bueno, ninguna duda real), de
que quería casarse con Raia, ni mucho menos que quería al niño que ella llevaba
en sus entrañas. Claro que todo el mundo debería tener un hijo. ¡Pero qué mal
momento! Y las pequeñas magulladuras de su hombro, las que se hizo cuando se
cayó al huir del reactor que estallaba, ya no le parecían tan convincentes.
Especialmente desde que Raia había dado su cabestrillo. Éste, por supuesto, no
era más que un camuflaje, una evidencia circunstancial para añadir credibilidad a
la historia que planeaba contar; pero Kalychenko era consciente de que
necesitaría toda la ayuda posible cuando llegara la hora de las preguntas.
Y, tarde o temprano, aquella hora llegaría.
Kalychenko gruñó (sofocando el sonido, para que Raia no lo oyera) e intentó
dormir de nuevo. Pero el autobús parecía reducir la marcha, incluso detenerse.
Se paró, y luego volvió a ponerse en marcha lentamente.
Kalychenko intentó levantarse para ver lo que pasaba sin molestar a Raia.
Había luces en la carretera. Alguien gritaba órdenes; el autobús avanzó hacia un
costado de la calzada y se detuvo por completo. Los pasajeros empezaron a
moverse.
Las luces interiores del autobús se encendieron y la puerta se abrió. Delante,
el conductor, el soldado que se había quedado a bordo y alguien del exterior
hablaban en susurros; después, el soldado se dirigió a ellos:
—¡Todo el mundo tiene que bajar aquí! —chilló, con la voz ronca de sueño y
fatiga—. Dejen sus pertenencias en el autobús. ¡Por favor, dense prisa!
A fin de cuentas no había sido buena idea sentarse al fondo del autobús,
porque les llevó una eternidad salir de él.
Vaciar el vehículo fue un complicado problema logístico. Primero la gente de
los asientos delanteros tenía que levantarse y quitar algunas de las cosas del
pasillo y colocarlas en los sitios que dejaban vacantes, antes que los de las filas
siguientes pudieran salir. El proceso tuvo que repetirse, fila tras fila, por todo el
autobús, hasta que les llegó el turno a Kalychenko y Raia. No había manera de
aligerar el proceso. Todo lo que pudieron hacer fue mirar por las ventanas.
Vieron que estaban en lo que parecía alguna clase de estación rural de autobuses.
Había otros vehículos, una docena o más, y gente deambulando bajo luces
brillantes.
—¡Por favor, todo el mundo! ¡Escuchen! —llamó el soldado cuando ya
avanzaban y estaban a punto de desembarcar—. Recuerden que el número de su
autobús es el 828. ¡828, recuerden! ¡Cuando mencionen ese número, sigan las
instrucciones, y especialmente a la hora de marcharse, asegúrense de que
vuelven al autobús 828, porque me juego el culo si no lo hacen!
Una anciana le reprendió:
—¿Ésas son maneras de hablar? ¿Un soldado del Ejército Rojo? ¿Le gustaría
a tu madre oírte hablar así?
—Lo siento —dijo Konov, ruborizado—. Pero por favor, autobús 828, ¡no lo
olvide!
Los hombres eran conducidos a la derecha, las mujeres a la izquierda.
Kalychenko se apartó lo suficiente para evitar los charcos que habían dejado los
que bajaron antes que él y alivió su vejiga al lado de la carretera, tiritando en el
frío aire nocturno. Uno a uno, los autobuses se acercaban a un tanque de gasolina
para repostar, y luego regresaban a sus lugares de aparcamiento. Los conductores
se apresuraban para atender sus propias necesidades. Cerraban la puerta tras
ellos. Los soldados (otros soldados, con las insignias verdes de las tropas
locales) mantenían a raya a todo el mundo excepto a los conductores. Aún había
más soldados, agrupados en torno a un par de mesas de madera, con gente
formando colas ante ellas, y desde la parte trasera de un autobús, komsomols
cansados y sucios repartían comida.
Bueno, al menos era algo. Kalychenko buscó a Raia, y cuando ella regresó
de hacer sus necesidades se pusieron en cola para recoger lo que daban. Los
komsomols, exhaustos y agitados, entregaban pan, salchichas y té fuerte.
—Me pregunto dónde estamos —dijo Kalychenko cuando encontraron un
muro bajo en el cual sentarse mientras comían.
—Una mujer ha dicho que en un sitio llamado Sodolets —respondió Raia,
alzando la voz para hacerse oír. Era un lugar ruidoso, con los motores que rugían
mientras llegaban nuevos coches y los anteriores se marchaban—. Al sur de
Kiev. Hemos recorrido un buen trecho. —Miró a su vecina del autobús, quien,
dándoles tímidamente la espalda, amamantaba a su bebé—. Espero que no nos
falte mucho —se quejó—. No es bueno para el niño estar despierto tan tarde con
este aire.
—Tampoco es bueno para mí —gruñó Kalychenko en voz baja.
Y entonces llamaron el número de su autobús y una vez más guardaron cola,
bajo las luces brillantes, ante las mesas donde esperaba un coronel del Ejército,
que ponía cara de palo y fumaba un cigarrillo, mientras dos tenientes, ¡maravilla
de maravillas!, daban dinero. Cuando llegó su turno, Kalychenko mostró su
pasaporte. El teniente diligentemente copió su nombre en una larga lista y luego,
con sumo cuidado, contó veinte billetes nuevos de diez rublos y se los puso en la
mano.
—¿Para qué? —preguntó Kalychenko, sorprendido.
—Para usted —dijo el teniente—. Para ayudarle a establecerse en su nuevo
hogar. Un regalo de los pueblos de la Unión Soviética. ¡Ahora muévase rápido,
hay más gente esperando!
Kalychenko contó los billetes con el ceño fruncido, mientras seguía a Raia al
lugar donde habían ordenado reunirse a los pasajeros del autobús 828. El
soldado de Pripyat permanecía de pie ante la puerta cerrada, con un tazón de té
en la mano. Parecía más alegre que antes, y saludó a Kalychenko con un
movimiento de cabeza.
—Escuchen todos —ordenó—. Cuando entren en el autobús, sean sensatos.
Primero los de las filas de atrás. Siéntense en el mismo sitio que antes. De otro
modo, sólo nos armaremos un lío y…
Guardó silencio, ya que un capitán del Ejército llegaba con una carpeta.
—Embarquen ya —ordenó con voz cansada, tirando de la puerta hasta que se
abrió—. En pocas horas, camaradas, estarán en sus nuevos hogares. ¿Dónde? —
Miró su carpeta—. ¿Éste es el autobús número 828? Bien, entonces les queda
todavía un trecho. Van a un lugar llamado Yurovin.
16
Domingo, 27 de abril.
Tamara casi se había permitido suponer que, para cuando volvieran, el fuego
estaría bajo control y la emergencia habría concluido, pero ahora todo parecía
peor aún que antes. Pripyat había sido evacuada. (¿Y dónde había ido su hijo
Boris?) La ambulancia fue enviada a la ciudad de Chernobyl, a treinta
kilómetros del reactor. Parecía que esa distancia era segura, y ahora se decía que
todo el mundo, todo el mundo, en aquellos treinta kilómetros de radio, tenía que
ser trasladado. ¿Dónde iban a encontrar sitio para alojar a toda aquella gente?
Había una docena de pueblos y casi treinta granjas colectivas en la zona:
¿adónde irían?
No era sólo la gente. La mitad de las granjas criaban ganado, principalmente
vacuno, pero también ovejas, cerdos, cabras, incluso algunos caballos. Muchos
de los animales procedían de las explotaciones privadas de los koljozistas, lo que
hacía que sus propietarios estuvieran doblemente ansiosos por salvarlos.
Cuando rodeaban la ciudad de Pripyat y la planta accidentada, Tamara miró
con nostalgia por la ventana trasera de la ambulancia. Allí estaría Sheranchuk.
Haciendo, estaba segura, algo tenazmente heroico y ciertamente peligroso. ¡Si
pudiera recogerles a él y a Boris, y escapar!
No se le ocurrió pensar que aquélla era la primera vez que, separada de su
esposo, su principal preocupación no era que él estuviese con otra mujer.
Cuando llegaron a la ciudad de Chernobyl, les dirigieron a la estación de
autobuses.
Allí, Tamara Sheranchuk no hizo más que entrar en la habitación habilitada
para los médicos cuando su jefa, la encargada de cirugía de la clínica de Pripyat,
arrugó la nariz y frunció el ceño.
—¿Cuándo te has cambiado de ropa por última vez? —ladró—. Ve de
inmediato y dúchate. Come algo. Descansa. No vuelvas hasta dentro de una
hora.
—Pero hay tantos pacientes…
—Ahora también hay muchos doctores —dijo la mujer—. Ve.
Y realmente, cuando Tamara regresó con una bata blanca limpia, el pelo aún
húmedo pero recogido en un moño, había cuatro médicos desconocidos
turnándose en los ingresos. Dos eran de Kursk, otro de Kiev, mientras que una
mujer, pequeña y morena, de aspecto oriental, había venido desde Volgogrado.
—Habrán vaciado todos los hospitales de la Unión Soviética —dijo Tamara.
—No, los hospitales están atendidos al completo —respondió la mujer de
Volgogrado—. Hemos venido los que no estábamos de servicio por ser domingo.
—¿Tanto preocupa a la gente de Volgogrado una explosión en Ucrania?
—La gente de Volgogrado no sabe nada. Tampoco lo sabía yo. Simplemente
me dijeron que me presentara en el aeropuerto a las nueve de la mañana, fuera
domingo o no, y aquí estoy. ¿Por qué no avanza esa cola? ¡Que entre el
siguiente!
Aquí era incluso fácil tratar a los pacientes. Los que sufrían heridas serias ya
habían sido atendidos y enviados a otros hospitales. Los que llegaban ahora eran
leves o estaban ilesos. En la mayoría de los casos, todo lo que Tamara tuvo que
hacer fue un rápido chequeo físico (los ojos, el pulso, la presión Sanguínea, el
interior de la boca), una breve encuesta sobre los síntomas y extraer unos pocos
centímetros cúbicos de sangre para que los analizaran en algún laboratorio.
Luego, la mayoría iba directamente a los autobuses o a los trenes, pues aquellos
que podían viajar eran catalogados de inmediato como refugiados.
—Madre —dijo una voz en la cola de al lado, y cuando ella alzó la vista del
paciente que atendía, vio a un muchachito.
Su cara estaba sucia y llevaba una camisa del Ejército que le quedaba
grande; tardó un momento en darse cuenta de que era su hijo.
—¡Boris! ¿Estás bien?
—Creo que sí. Ahora también están retirando a los komsomols.
—¡Ya era hora de que lo hicieran! ¿Pero a dónde os llevan?
—¡Oh, a un campamento de verano, madre! ¡A buen sitio! Tal vez a Artek,
en el Mar Negro… Y, oh, madre —dijo alegremente—, ¡no nos va a costar ni un
kopeck!
17
Domingo, 27 de abril.
La primera persona que observó algo extraño en el aire que le envolvía fue
un soldado finlandés. Ya no quedaba humo cuando la nube procedente de
Chernobyl alcanzó la frontera finlandesa, así que no vio nada. Sus instrumentos
sí. El deber del soldado era supervisar una estación detectora de radiaciones
entre Finlandia y la URSS, y lo que sus instrumentos indicaban fue un
incremento pequeño, pero inexplicado, de los niveles normales de radiación. El
soldado informó inmediatamente a sus superiores, pero éstos decidieron
ocultarlo. Había un factor político a tener en cuenta. Finlandia no forma parte del
Pacto de Varsovia, pero por ello mismo los finlandeses han aprendido a ser
discretos. Pensaron que era posible que la radiación proviniera de alguna prueba
nuclear soviética no anunciada. En Finlandia no se emiten indiscriminadamente
informes preocupantes sobre las acciones nucleares de sus vecinos soviéticos.
Finlandia, sin embargo, no fue el único país en descubrir que había algo
extraño en el aire, aquel pacífico domingo de abril. Sólo fue el primero. A las
dos de la tarde, en la central nuclear sueca de Forsmark, un trabajador que
terminaba su turno pasó por el control de radiación. La prueba era pura rutina,
pero los resultados no.
Sus zapatos eran radiactivos.
Suecia no se toma a la ligera un descubrimiento de radiactividad inexplicada.
Hay un poderoso movimiento antinuclear entre los suecos. Todo lo que ocurre en
una central nuclear es vigilado con suma atención. Así que aquella información
fue transmitida en seguida a la cadena de alerta nacional. Causó preocupación
inmediata, que se multiplicó cuando otras estaciones informaron que también su
aire se mostraba tan sorprendentemente radiactivo como después de una prueba
nuclear. O como después de una bomba.
El primer pensamiento (después de que decidieran que las centrales suecas
eran inocentes) fue aterrador. La mayor parte del aire de Escandinavia proviene
del oeste y del sur. (Es por esta razón que el humo de las fábricas inglesas está
matando los lagos suecos: los británicos se deshicieron de su niebla, de su «puré
de guisantes», con grandes chimeneas que exportan la contaminación a
Escandinavia.) Así que dedujeron que la fuente de la radiación estaba en el
Reino Unido. ¿Era posible que Inglaterra hubiera sufrido un ataque nuclear? Las
estaciones de radio británicas continuaban su emisión. Por otro lado, ¿podrían
haber hecho los ingleses, los alemanes o los holandeses, de forma totalmente
imprevista, una prueba nuclear? Entonces los meteorólogos siguieron el curso de
los últimos movimientos del aire sobre Suecia e informaron a las autoridades
nucleares que las pautas eran un poco insólitas. La nube radiactiva no venía del
oeste; cosa bastante atípica, el aire de más reciente entrada se había originado en
el sur y en el este.
Había venido de la Unión Soviética.
Los suecos son tan prudentes respecto a sus vecinos como los finlandeses,
pero les importa menos la sensibilidad soviética. No vieron motivo para
mantener el asunto en secreto. Informaron a las agencias de prensa. La noticia
saltó inmediatamente a primera plana. Una hora después, la mayor parte del
mundo sabía que algo grande y nuclear había sucedido en la URSS… Casi todo
el mundo, en realidad, excepto la propia Unión Soviética.
18
Lunes, 28 de abril.
Así pues, cuando llegó la hora del noticiario aquel lunes por la noche, Igor
Didchuk se levantó y se dirigió a la cocina para tomar un vaso de agua mineral
del frigorífico, y Oksana sin duda habría hecho lo mismo si no hubiera estado
ocupada en terminar la última pasada de su labor de punto. El ballet en
televisión, aquella noche, había presentado a la compañía del Bolshoi en una
producción llamada Las calles de París, nada parecido a La Bohème o Gaité
Parisienne, sino un drama sobrio y conmovedor sobre la Comuna francesa de
dos siglos antes.
—Pero el baile ha sido maravilloso —le dijo Oksana a su esposo cuando éste
regresó.
—Por supuesto —dijo él con orgullo.
El Bolshoi era una compañía rusa, no ucraniana, pero Didchuk se
consideraba un auténtico internacionalista soviético. Desde su punto de vista, la
compañía del Bolshoi era soviética (y un día tal vez su propia hija Lia, que ya
hacía sus solos en la academia de danza a la que asistía dos días por semana,
sería la Plisetskaya del año 2000). Lia tenía nueve años, y estaba ya dormida en
su «habitación», que en realidad era sólo una extensión de la sala central de la
casa. Los padres de Oksana refunfuñaban en el comedor y sala de estar, que
también les servía de dormitorio; ya era, a fin de cuentas, hora de irse a la cama.
Didchuk se detuvo a mirar las noticias.
—¿Yereem? —Le dijo entonces su esposa—. ¿Te dije que el niño de los
Bornets ha llegado al colegio con una temperatura de treinta y ocho grados? ¿Te
imaginas?
—No, no me lo dijiste.
—Pues cuando le he enviado al consultorio ha vuelto con una nota diciendo
que el doctor no pasaba hoy consulta, que le habían llamado para una
emergencia.
—Supongo que se estará preparando para el Primero de Mayo, como todo el
mundo. ¿Qué has hecho?
—¿Qué podía hacer? No podía mandarle a casa. Sus padres estarían los dos
en el trabajo. Así que le acosté en la sala de profesores, aunque, Yereem, eso no
es justo para con mis colegas. ¿Y si yo misma hubiera traído alguna especie de
virus a nuestra familia?
—A mí me pareces bastante sana. Bien, vamos a la cama…
Estaba a punto de apagar el televisor cuando el presentador, en la pantalla,
soltó una hoja de papel, cogió otra y leyó, sin cambiar de expresión:
—Se ha producido un accidente en la central nuclear de Chernobyl, en
Ucrania. Hay heridos, y se están tomando medidas para que la situación vuelva a
la normalidad.
El desayuno fue exactamente igual que las tres mañanas anteriores, con la
silenciosa esposa embarazada sirviéndoles los mismos huevos pasados por agua,
las gruesas rebanadas de pan y el fuerte té, excepto que esta vez, mientras aún
estaban a la mesa, un hombre moreno llamó a la puerta. Él y la esposa del
diplomático hablaron en voz baja durante un rato, en lo que Garfield pensó que
no era un idioma arábigo, pero casi con toda certeza tampoco ruso. Luego el
hombre tendió un grueso fajo de billetes. La mujer lo contó dos veces, y a
continuación pescó un juego de llaves de coche del bolsillo de su bata y se las
dio al hombre. Un momento después, los Garfield oyeron el sonido de un
automóvil arrancando en el patio, abajo. Por la ventana, Garfield vio que el
hombre se marchaba al volante del viejo Mustang descapotable de Al-Koba.
—Abdul no va a volver. Ha vendido el coche —dijo cuando sallan del
complejo y saludaban con familiaridad al policía de la puerta.
—¿Y entonces? —preguntó su esposa, mirando hacia la avenida donde
debería haber un autobús, aunque no lo había.
—Entonces nada —replicó Garfield, alegremente, decidiendo sobre la
marcha no insistir en la cuestión de qué «cambio de circunstancias» ocasionaba
que Al-Koba se marchase con su esposa—. Mira —continuó—, no tiene sentido
esperar el autobús, y sólo hay un paseo de veinticinco minutos hasta el metro.
—La próxima vez que vaya contigo a alguna parte —dijo Candace, sin
humor—, me llevaré mis Adidas. ¿Dean? Esta aventurilla está empezando a
hacerse aburrida. Creo que es hora de volver a casa.
—Cariño, sabes lo que dijeron los de Aeroflot. No hay plazas disponibles
para Moscú hasta el día siete.
—¿Y entonces qué vamos a hacer, dormir en el aeropuerto toda la semana?
Garfield se dio por vencido. Pero cuando salieron de la estación del metro, al
otro lado del río, incluso Candace empezó a mostrar signos de excitación.
Ante todo, era un hermoso día de primavera. La ciudad estaba llena de rosas
y de castaños en flor, y el ambiente era festivo. Las calles alrededor del
Kreshchatik aparecían abarrotadas de gente a la espera de desfilar ante los
dignatarios. Sindicatos, escuelas, destacamentos del Ejército, funcionarios
públicos…, cada grupo parecía tener una representación dispuesta a marchar
ante el gran cartel de Lenin, de seis pisos de altura, con su barbilla extendida
resueltamente hacia adelante, en desafío al mundo hostil que le rodeaba. Debía
de haber miles de personas dirigiéndose hacia el recorrido del desfile junto con
los Garfield; no sólo desfilantes, sino sin duda también sus familias. Había niños
con banderas, madres con bolsas de malla (hoy no con la esperanza de encontrar
algo que comprar, sino con el almuerzo de los niños). Una barrera cerraba la
entrada de las calles más cercanas a los palcos. Los Garfield no podían esperar
introducirse en la plaza, ni acercarse mucho, pero sí vieron que la plaza y sus
aledaños estaban adornadas con carteles y banderas. Lenin no estaba solo; Marx
estaba allí, y Mijail Gorbachov, y otras caras que los Garfield no pudieron
reconocer pero supusieron de héroes locales ucranianos.
—¿Ése no es Khruschev? —preguntó Garfield, inseguro.
—Creo que sí —contestó Candace, que intentaba descifrar los caracteres
cirílicos letra a letra—. Sí. Es «Nikita», claro. Pensaba que aquí ya nadie
enloquecía por Khruschev.
—Será porque no hemos leído el Pravda de esta mañana —sonrió su esposo
—. Aunque no se ve a Joe Stalin, y… ¡eh!, exclamó, señalando a un grupo de
niños de ambos sexos que rodeaban a su maestra al otro lado de la barrera, ellas
con trajes marrones y delantales blancos y ellos con chaquetas azul marino y
gorras, y cada tres niños había uno con un banderín que pasaba al siguiente
cuando los brazos se le cansaban—. ¿Ésa no es… cómo se llama? ¿La maestra
que habla inglés, la de la fiesta de Smin?
Oksana Didchuk no vio a los americanos, ni siquiera les oyó llamarla, ni se
dio cuenta de la pequeña discusión que tuvieron con el policía cuando intentaban
pasar la barrera. Oksana estaba muy atareada con su clase, haciendo repasar a los
niños los esloganes, que iban a cantar, recordándoles que marcharan en fila,
halagándoles, advirtiéndoles, contándoles historias para tranquilizarles hasta que
les llegara el turno de desfilar.
—Mirad —dijo señalando un grupo de jóvenes altos, vestidos con uniformes
negros, galones de pro y espadas al costado—, ésos son los cadetes de la
Academia Naval de Kiev. ¡Puede que algún día uno de vosotros esté allí!
Pero las niñas miraban a las bailarinas folklóricas que giraban con sus
brillantes trajes típicos ucranianos, y la mayoría de los chiquillos observaba con
ojos saltones el gran tanque T-60 que recorría la avenida hacia ellos y las filas de
apuestos soldados del Ejército Soviético que marchaban detrás al paso de la oca.
Oksana suspiró y miró a su alrededor por ver si podía localizar a su hija, pero
había demasiados grupos de escolares, demasiados banderines, y bandas y
vehículos militares, demasiada gente.
Oksana Didchuk se preguntaba si sería cierto que aquello de la central
nuclear de Chernobyl era peligroso incluso para la gente de Kiev. ¿A quién podía
creer? Las voces habían sonado más estridentes que nunca aquella mañana. Los
Didchuk habían conseguido incluso sintonizar unos minutos Radio Europa Libre
antes de que los interceptores descubrieran la longitud de onda a que había
cambiado y el biiiiip se la tragara. ¿Pero qué podían hacer? Las autoridades del
colegio se mostraban bastante firmes:
—No hay motivo de pánico. ¡Si se requieren algunas medidas
extraordinarias, por supuesto que seremos informados de inmediato!
Y sin embargo los rumores crecían: veinticinco mil muertos, enterrados en
una fosa común en las riberas del río Pripyat, le había susurrado un colega, o eso
había oído que decía una de las voces. Casi seguro que aquello era falso, pensó
Oksana con firmeza. Especialmente considerando la fuente. Nadie creía a Radio
Europa Libre…, pero era una lástima que no pudieran sintonizar la voz tranquila
y fiable de la BBC.
Y entonces llegó la señal para que su grupo empezara a desfilar. Oksana
reunió a los chiquillos y éstos ocuparon su lugar en las filas. ¡Qué bien se
estaban comportando hoy! Todos ellos, tan pequeños como eran, tan traviesos
como solían ser a veces, desfilaban gallardamente; y cuando pasaron ante la
tribuna todos dieron con perfección vista a la derecha y gritaron juntos:
«¡Defenderemos la tierra natal del Socialismo!» Los ojos de Oksana se
humedecieron cuando pasó bajo los grandes retratos de Marx (el tamaño de la
cabeza demostraba el inmenso poder del gran cerebro que había en su interior) y
de Lenin (la mirada siempre alerta para descubrir a quienes buscaban refugio en
los dos mayores enemigos de la clase obrera: Dios y el vodka). Y allí, al final de
la plaza, estaba el retrato más pequeño, de Khruschev. Oksana dirigió una rápida
mirada alrededor para ver si alguno de los suyos había advertido que aquella
nueva cara había sido añadida el presente año. Ninguno de los niños pareció
darse cuenta. Por tanto, no habría preguntas difíciles; aunque, se dijo Oksana,
después de todo era lógico que el hombre que había mantenido en pie a la ciudad
de Kiev en aquellos terribles días de 1941, cuando los alemanes la atacaban por
los dos flancos, fuera reconocido el Primero de Mayo. Siempre se recordaría que
fue Khruschev quien, años más tarde, insistió en incluir Kiev en la breve pero
ilustre lista de las «Ciudades Heroicas» de la URSS por aquella desesperada
resistencia… Cierto que en aquella época muchos habitantes de la ciudad,
escuchando las traicioneras palabras de los derrotistas y los saboteadores, no
cumplieron con su deber con tanto entusiasmo como la gente de Moscú y de
Stalingrado. ¡No importaba! El retraso de los alemanes en Kiev había costado
muchos miles de vidas, pero sirvió para frenar el avance hitleriano hacia Moscú
lo suficiente para que el asalto no ocurriese nunca. Y por supuesto…
Una de las niñas le estaba tirando de la manga. Ahora habían salido ya de la
plaza y esperaban la señal de romper filas.
—¿Qué es lo que pasa, Lidia? —preguntó Oksana.
—Esa gente —susurró la niña—. La están llamando.
Y cuando Oksana se volvió, vio a la pareja americana que le hacía señas más
allá de un par de ceñudos policías.
—¡Señora Didchuk! —gritó la mujer—. ¡Ayúdenos, por favor!
Era casi de noche cuando Oksana Didchuk puso fin a sus obligaciones y
pudo llevar a los americanos al edificio de apartamentos. Allí, encontraron a la
señora Smin y a su hijo en la azotea, con la vieja suegra, esperando a que
empezaran los fuegos artificiales.
—¡Vaya si nos alegramos de veros! —sonrió Dean Garfield—. Nos echaron
del hotel y nos hemos alojado en el apartamento de un árabe desde entonces, y
hemos estado a punto de que nos echaran también de allí.
Pero le sorprendió que Selena Smin no se mostrase demasiado contenta de
verles otra vez. La expresión de su cara mientras escuchaba la traducción que
Oksana Didchuk hacía de sus aventuras era lejana…, no, aún peor, preocupada.
Ya no era la simpática anfitriona que les había obligado a comer un poco más,
sólo unos días antes.
Selena Smin pensó un momento antes de hablar, y luego miró a los Garfield
con gravedad mientras Oksana traducía:
—¿No habéis oído nada del accidente de Chernobyl?
Y cuando Garfield negó con la cabeza empezó a hablar rápidamente, tan
rápidamente que Oksana apenas podía seguirla. No era sólo eso. Garfield
adivinó que Oksana Didchuk oía parte de aquello por primera vez, mientras
Selena hablaba de la explosión, los gases radiactivos detectados ya en muchos
lugares de Europa, los heridos, la evacuación de la ciudad de Pripyat, los
muertos.
—Y mi propio esposo —terminó— está ahora en un hospital de Moscú,
quizá gravemente enfermo… No están seguros todavía. Nuestro hijo, Vassili, va
a ser enviado a un campamento del Komsomol para que pase el verano, pero
primero… Primero supongo que me acompañará. Voy a ir mañana a Moscú para
estar con mi esposo.
—Oh, Dios mío —susurró Candace, agarrándose al brazo de su marido.
—Apuesto a que ésas son las «circunstancias» de que hablaba el árabe, hijo
de puta —dijo Garfield groseramente—. ¡Pero no nos dijo ni una palabra!
Candace no le escuchaba, sino que prestaba atención a un rápido intercambio
entre Selena y la traductora que hizo que Oksana, de pronto, se pusiera pálida.
—¿Qué está diciendo ahora? —preguntó Candace.
Oksana dudó.
—Sólo le he preguntado qué podría hacer yo con mi hijita. Dice que no lo
sabe. Pero en cuanto a usted y a su esposo —intervino de nuevo Selena Smin, y
Oksana tradujo—, sólo hay una cosa que hacer. Deben marcharse rápidamente a
casa. La señora Smin o su suegra lo dispondrán todo; volarán a Moscú o
Varsovia o Bucarest dentro de unos días, y desde allí podrán regresar a América.
Muchos extranjeros ya han partido.
Vassili Smin había estado siguiendo la conversación, pero de pronto se
apartó.
—Mirad ahora, por favor —dijo en inglés—. Los… Ah… La pirotécnica ha
empezado.
Los cohetes estallan muy por encima de los edificios de la ciudad, sobre el
río Dniéper, rojos, dorados y blancos. Abajo, oculto por los edificios, había un
resplandor fijo y más intenso.
—Eso es la nave Soyuz en fuegos artificiales —dijo Vassili, escogiendo con
cuidado cada palabra—. No la podemos ver bien porque… porque… —buscó el
modo de explicarlo y se ayudó con gestos.
—¿Porque la han puesto de cara a la ciudad y no a nosotros?
—Exactamente. Está de cara a la ciudad. Creo que tiene que ser muy bonita.
—¿Qué vas a hacer ahora, Vassili? —preguntó Candace amablemente.
—¡Mañana volaré a Moscú! —dijo el muchacho con orgullo. Luego tragó
saliva y añadió—: Mi padre tiene… ¿una enfermedad en la sangre? Y piensan
que de mis… de mis huesos, pueden sacar algo que le mejore.
—¡Claro que sí! —dijo Candace, infundiendo confianza a su voz—. Una
cosa, Vassili…
—¿Sí, señora Garfield?
—Mi marido se ha quedado tan impresionado con la noticia que ha olvidado
mencionarlo, pero no tenemos sitio donde vivir a partir de mañana. Si
pudiéramos marcharnos contigo…
—Un momento, por favor.
El muchacho habló rápidamente con su madre y con su abuela, y luego se
volvió hacia los americanos, sonriendo feliz por poder ayudarles.
—Tendrán una habitación de hotel, por supuesto.
—¡Pero no quedan habitaciones de hotel!
—¡Qué tontería! —se mofó el muchacho—. Créame, encontrarán habitación.
Después de todo, mi abuela sigue siendo Aftasia Smin.
22
Viernes, 2 de mayo.
A la mañana siguiente había trabajo que hacer en la granja, fuera fiesta o no,
trabajo que empezó al amanecer. Tamara Sheranchuk se levantó sin hacer ruido
en cuanto hubo luz. El pueblo ya estaba en pie, con los granjeros saliendo a los
campos. Los dos hijos del secretario del Partido, que habían dejado su habitación
para que los Sheranchuk pudieran utilizarla, volvieron de la casa de los vecinos
donde habían pasado la noche, para desayunar. Tamara se les unió y charlaron
tranquilamente. Veinte minutos después ya habían desayunado y se marcharon
con su padre, y la mujer de la casa aceptó alegremente la oferta de Tamara de
lavar la vajilla para que ella pudiera ocuparse de otros menesteres.
Le llevó muy poco tiempo, a pesar de que no conocía la cocina. Luego se
hizo otra taza de café y echó un vistazo a su marido.
Sheranchuk dormía de lado, roncando suavemente. Muy bien, eso era
exactamente lo que se suponía que tenía que hacer. Deseó haber podido tomarle
la temperatura una vez más antes de que se fueran a dormir, pero por supuesto no
habían pensado como médico y paciente, sino solamente como marido y mujer.
(No se le ocurrió tomar su propia temperatura, aunque la razón de que ambos
hubieran sido enviados a aquel lugar era que estaban a punto de sufrir un colapso
debido al cansancio y cerca, además, de alcanzar niveles peligrosos de
exposición a la radiación.)
Tamara dejó a su esposo dormir e investigó la ducha. Sí, había agua caliente;
sí, había jabón y unas toallas muy bonitas, posiblemente extranjeras. Se bañó y
se vistió, sintiéndose rodeada de lujos.
El infierno de la central de Chernobyl estaba lejos de su mente.
Y no porque no tuviera conciencia de su terrible significado. En parte, había
estado demasiado cerca de aquel infierno durante tanto tiempo que sus sentidos
se habían embotado; había cerrado su mente al tema durante las treinta y seis
horas de su vacación forzosa. Sin embargo, había algo más. No habían tomado
precauciones en el lecho de plumas del secretario del Partido. Como médico,
Tamara sabía bien que estaba en el punto más fértil de su ciclo. No sería extraño
que quedara embarazada.
Se preguntó qué pensaría Leonid de acoger a un nuevo bebé en la familia.
No se inquietaba por ella misma. Aunque Tamara Sheranchuk tenía casi
cuarenta años, sabía que estaba en tan buena forma física como siempre. Sí, las
mujeres maduras tenían a veces embarazos y partos más difíciles que las de
veinte años (pero otras veces no). Sí, las madres maduras corrían un riesgo
ligeramente superior de tener un niño con defectos de nacimiento (¡pero la
inmensa mayoría los tenían normales!). Sí, se dijo sobriamente, había que
considerar otro factor. Aunque la radiación que había recibido era poco probable
que afectara su salud de modo significativo, el daño a un embrión podía ser
mucho más grave.
¿Pero eso qué significaba al fin y al cabo? ¿Que las mujeres deberían
abstenerse de tener hijos?
Y además, su marido merecía un nuevo hijo. Aunque él mismo no supiera
cuánto.
Tamara soltó la taza vacía, se asomó a la ventana, contempló la calle ahora
vacía y volvió a mirar a su esposo.
Sheranchuk ya no estaba dormido. Abrió los ojos y la miró.
—¿Has sabido algo de la central? —preguntó de inmediato.
—No hay nada que saber. Se supone que no tienes que pensar en eso
mientras estés aquí.
Él puso mala cara, pero luego sonrió.
—¿Es posible desayunar algo? —preguntó, mirando su reloj—. Después de
todo, el autobús nos recogerá a las diez y son ahora casi las ocho.
Sheranchuk cerró los ojos ante la luz al llegar al aire libre, apartando a los
trabajadores que pretendían abrazarle mientras intentaba quitarse el traje de
goma. Se sentía triunfante, pero más que nada estaba muy cansado. Tropezó con
los cascotes del túnel de los mineros, pero media docena de manos le sostuvieron
rápidamente.
Cuando regresó al bunker le apetecía un cigarrillo, pero vio a una doctora
que se le acercaba con una carpeta y supo lo que le iba a decir. Se levantó para
saludarla.
Era gracioso. Podía ver que la boca de la mujer se movía como si le hablara,
pero no oía las palabras.
Abrió la boca para comunicarle aquel hecho curioso, y entonces el mundo
empezó a girar a su alrededor y las luces se apagaron. Notó que caía
pesadamente en brazos de la doctora, y luego ya no sintió nada en absoluto.
23
Sábado, 3 de mayo.
La primera indicación que tuvo Smin de que los hombres de la KGB iban a
visitarle fue que la enfermera acudió para rodear rápidamente su cama con las
mamparas que solían colocar cuando un paciente estaba próximo a morir.
—¿Así que tengo compañía? —preguntó Smin, y no se sorprendió de que la
mujer no le contestara.
Suspiró y se incorporó lo mejor que pudo. Estaba bastante seguro de saber lo
que vendría a continuación. Las mamparas no eran para apartarle de la vista de
su compañero de habitación, porque éste había sido conducido a Cirugía la
noche anterior y no había regresado. Pero resultaba molesto que los
interrogadores vinieran a importunarle ahora. El médico que le tomaba muestras
de sangre una hora antes le había dicho que su «camarada fontanero»,
Sheranchuk, acababa de ser admitido en el Hospital número 6, y Smin había
planeado que la enfermera le diera unas zapatillas y una bata para poder visitar a
su amigo. Smin se sentía bastante bien. Esto era sólo temporal, le había
advertido el médico; mero efecto de las transfusiones. Su estado seguía siendo
crítico. No hacía falta que se lo dijeran. Sabía bien que una sensación
momentánea de bienestar podía ser probablemente la última sensación de este
tipo que tuviese. Estaba dispuesto a disfrutarla mientras durase. ¡Y era mala
suerte que los chekistas aparecieran justo entonces!
Eran dos, por supuesto. Al menos no llevaban los sombreros calados y las
gabardinas; parecían bastante menos preocupantes con las batas blancas que el
hospital imponía a todos los visitantes.
—De modo, Simyon Mijailovitch —dijo el más joven de los dos,
amablemente—, que, según nos han dicho, hoy se siente mucho mejor.
—Temporalmente —asintió Smin; de hecho, a pesar de las irritaciones de la
boca y la debilidad y la diarrea, se encontraba bastante bien.
—Oh, espero que sea más que temporalmente —intervino el otro—. ¿Pero y
esas cicatrices? Seguro que no son del desastre.
La sábana de Smin se había desplazado, de modo que las cicatrices de sus
quemaduras estaban por completo a la vista.
—Sólo son un viejo recuerdo. Ésta, sin embargo —se tocó la pequeña venda
del pecho, de donde los médicos habían extraído médula ósea—; ésta es nueva,
pero poco importante. Supongo que no habrán venido para hablar de mi salud.
—En general, no —concedió el más joven—. Pero naturalmente que nos
preocupa. No queremos molestarle con preguntas si no se siente bien.
—Preguntas —repitió Smin—. Ya veo. Por favor, con toda libertad,
pregunten lo que quieran.
Y lo hicieron. Amablemente al principio, casi con indiferencia. Luego, no.
—Por supuesto está usted informado, Simyon Mijailovitch, de que las
decisiones del 27º Congreso del Partido establecen que la producción de energía
nuclear se doble en 1990 a trescientos noventa mil millones de kilovatios-hora.
—Por supuesto —dijo Smin.
—¿Y conoce usted la garantía que dio el presidente del Comité de Energía
Atómica, Andronik Petrosants, al Comité Central, hace sólo tres años, de que la
probabilidad de que ocurriese un desastre como el suyo era de un millón contra
uno?
—¿Como el mío? —preguntó Smin—. ¿Dice que es mi desastre? ¿Es lo
mismo que acusarme de haber causado la explosión?
—Era usted el directivo de más categoría que se hallaba presente, camarada
Smin. El director estaba ausente. Éste es un detalle contra él, y de hecho ya ha
sido depuesto de su cargo y expulsado del Partido, como tal vez sepa. Pero
estaba usted al frente de la planta mientras él se encontraba fuera.
—En realidad —recalcó Smin—, yo tampoco estaba presente. Cuando
sucedió la explosión me encontraba libre de servicio.
—En efecto —dijo el otro hombre con severidad—. ¿Y dónde estaba?
Entonces empezó la parte más desagradable del interrogatorio. Smin había
dejado su puesto de trabajo para atender un servicio religioso, ¿no? ¿Acaso era
un creyente no registrado? («En absoluto», protestó Smin. «Mi madre…») Pero
ellos no estaban interesados en su madre. Apartaron la cuestión religiosa y
cambiaron de tema. Smin había utilizado el automóvil que el Estado le
proporcionaba para un viaje privado (uso de propiedad estatal con fines
personales), e incluso había despedido al conductor y conducido él mismo más
de cien kilómetros. ¿Y con qué propósito? Para reunirse con unos extranjeros en
una ceremonia religiosa en un apartamento de Kiev. En cuanto a aquel
apartamento, ¿cómo lo había conseguido? ¿No era verdad que, aunque estaba a
nombre de su madre, era él, ilegalmente, el propietario del piso…, además de
serlo de su propia casa en Pripyat y de la dacha que planeaba construir en las
afueras?
—Camarada —preguntó el hombre mayor, apenado, dirigiéndose al más
joven—, ¿qué clase de persona tenemos aquí, que puede vivir en tres casas a la
vez?
Smin escuchó atentamente los cargos, pero habló poco. Por un lado, le dolían
las comisuras de la boca cuando hablaba; por otro, aquello no tenía importancia.
Los hombres de la KGB estaban simplemente montando un caso. En el fondo de
su corazón Smin había estado seguro de que, tarde o temprano, algo parecido
ocurriría. Sólo cuando llegaron a los detalles específicos de la construcción de la
planta se puso en guardia.
—No —dijo rotundamente—. Rechazo la afirmación de que cualquier
trabajo de construcción que se hiciese lo fuera sin autorización. Los planes
fueron aprobados por el Ministerio. En las tareas cotidianas, el director daba
instrucciones exactas. Seguí fielmente su programa a este respecto.
—Ah, ya veo —asintió el hombre mayor—. A este respecto. ¿Pero y en
otros? ¿Le dio el director instrucciones de que usara materiales de calidad
inferior?
Y con un floreo sacó el ejemplar de Literaturnaya Ukraina donde aparecía el
artículo que llamaba la atención sobre las desastrosas condiciones del proyectado
quinto reactor de Chernobyl: materiales defectuosos, pobre mantenimiento,
dirección descuidada. Parecía claro, dijo apenado el chekista, que no eran los
suministradores quienes habían engañado a Smin con cemento pobre y tuberías
defectuosas, sino que era Smin quien había conspirado para estafar al Estado, sin
importarle el daño a la propiedad del pueblo.
—Pero eso se refiere al reactor número cinco. Y no fue el material
defectuoso lo que causó el accidente —estalló Smin—. En cualquier caso,
ningún material de ese tipo fue utilizado en la construcción esencial… Fue
descartado todo, y sólo se emplearon materiales satisfactorios.
Pero ello sólo condujo al cargo siguiente, que bajo la dirección de Smin tres
mil sacos de costoso cemento (fuera de inferior calidad o no, ¿qué sentido tenía
discutir este punto?) habían sido dejados a la intemperie hasta que la lluvia los
empapó y los convirtió en bloques de piedra descompuesta, mientras que
tuberías de acero escasas y caras («¿O también eran defectuosas, camarada
Smin? Entonces, ¿cuánto material defectuoso aceptó?») quedaron abandonadas
hasta que se oxidaron. Y además estaba la cuestión de los baños.
—¿Por qué baños tan lujosos, camarada Smin? ¿Pensaba que sus
trabajadores eran patricios de la antigua Roma?
—Los trabajadores que tratan con materiales radiactivos deben tener acceso
a las duchas cuantas veces sea necesario —señaló Smin.
—¿A duchas tan magníficas?
—Después de todo, disponíamos de gran cantidad de agua caliente —replicó
Smin.
—¿Y gran cantidad de losas de alta calidad?
—No. De ésas, ninguna sobró. Todas las buenas se destinaron a la sala de
turbinas. Las defectuosas sirvieron para los baños.
—Ya veo —dijo el investigador—. Pero, ¿por qué, por favor, puso usted en
peligro la central haciendo el reactor más explosivo?
Smin, ante esto, se sentó en la cama. Parpadeó ante el hombre.
—¿Cómo dice?
El agente de la KGB miró sus notas.
—Está confirmado que autorizó un incremento del once por ciento en el
contenido de uranio 235 del núcleo. Es decir, de uno con ocho a un dos por
ciento del uranio total.
—¿Yo autoricé eso? —preguntó Smin, sorprendido—. No, fue una decisión
del ingeniero jefe. Yo simplemente contrafirmé su orden. Y eso no hizo el núcleo
más explosivo. Al contrario. La medida se tomó para reducir la desviación entre
la generación de vapor y la actividad del núcleo.
El hombre de la KGB le miró sin expresión.
—Admite, entonces, que aprobó el cambio. Al mismo tiempo quitó grafito,
¿no es cierto?
—Reducimos su densidad, sí, si es eso lo que quiere decir. Era parte del
mismo procedimiento. Pero en este caso creo que fue el director Zaglodin, no yo,
quien firmó la orden. Sea como fuere, ¡ocurrió hace más de dos años!
El agente mayor suspiró y miró su reloj extraplano, obviamente extranjero.
—Prometimos que no estaríamos más de veinte minutos —le recordó a su
colega.
—Oh, creo estar en condiciones de contestar a sus preguntas, camaradas —
dijo Smin—. Por supuesto, sé que están muy ocupados. Supongo que también
van a interrogar al camarada Jrenov.
La temperatura de la habitación cambió.
—¿Con qué propósito piensa que deberíamos interrogar al camarada Jrenov?
—dijo suavemente el hombre más joven.
—¿Quizá porque él estaba en el lugar de los hechos y yo no?
—Simplemente como observador, camarada Smin. En cualquier caso, no fue
un problema de personal lo que causó su accidente.
—¿No? Yo creo que sí, camaradas. Fue la completa estupidez de todo el
equipo de la sala de control lo que causó la explosión. Desconectaron una a una
todas las medidas de seguridad, y luego se sorprendieron de que el reactor ya no
fuera seguro.
—¿Intenta descargar la culpa de sus fallos de liderazgo en otras personas? —
inquirió él hombre mayor.
—¡En absoluto! ¿Pero qué clase de liderazgo puede haber cuando la Primera
Sección admite gente que bebe y se queda en casa cuando debería estar en su
puesto de trabajo, e incluso escapa…? Sin embargo —añadió pensativo—,
supongo que en parte tienen ustedes razón. Aplicar las directrices del Congreso
del Partido en cuanto a bebida y absentismo no eran únicamente responsabilidad
de Jrenov. Yo debería haber sido más ingenioso. Conseguí encontrar aplicación
para las losas defectuosas, colocándolas donde no causarían daño. Supongo que
lo podría haber hecho mejor aún encontrando empleos sin importancia para la
gente inútil.
Los dos hombres se miraron mutuamente.
—Bien —dijo el mayor, poniéndose en pie—. No debemos cansarle en su
estado, Simyon Mijailovitch. Quizás otro día se sienta más dispuesto a cooperar.
Smin cerró los ojos y se recostó en la almohada.
—Yo no contaría con ello —fue lo único que dijo, sin mirarles.
Cuando Leonid Sheranchuk llegó allí, sin embargo, protestaba porque recibía
más atención de la que necesitaba, y mucha más de la que realmente quería. Los
médicos no le hicieron caso. Ya que estaba allí, allí permanecería hasta que le
dieran el alta; pero le ofrecieron una compensación. La mayoría de los pacientes
ocupaban habitaciones privadas, pero a él le permitieron compartir la del director
técnico Simyon Smin, y esta gentileza hizo que dejara de protestar.
Sheranchuk no estaba seguro, sin embargo, de que la gentileza lo fuera
también para Smin. El director técnico, ciertamente había agradecido su
compañía. Pero, desde entonces, había ido empeorando rápidamente. El primer
día Smin estaba alerta, aunque muy enfermo; incluso había saludado a su
camarada fontanero y bromeado sobre su propia fontanería interna. Pero ahora,
según podía oír Sheranchuk, la fontanería interna de Smin estaba causándole
molestias otra vez. Tras la médula ósea, los principales puntos que la radiación
atacaba eran los tejidos blandos de la boca y el aparato intestinal, y uno de los
efectos más desagradables de una sobredosis de radiación eran las terribles
diarreas de sangre que provocaba.
Cuando la enfermera salió, llevando el recipiente cubierto con respeto,
porque lo que había salido del cuerpo de Smin no era solamente desagradable,
sino que además estaba contaminado de radiactividad, Sheranchuk preguntó:
—¿Cómo está?
—Creo que dormirá un rato. ¿Y usted? ¿Cómo se encuentra?
—Me encuentro muy bien —respondió Sheranchuk automáticamente.
Era casi cierto, si no contaba los dolores, y los cardenales allí donde le
habían clavado agujas. Incluso estaba pensando en ir a visitar a algunos de los
otros pacientes, a pesar de que se sentía, como siempre, un poco fatigado.
Ella asintió, sin siquiera escuchar. Después de todo, conocía su estado
bastante mejor que él.
—¿Necesita algo?
—Sólo salir de aquí —sonrió el ingeniero—. Preferiblemente vivo.
—Tiene buenas posibilidades —replicó ella con fuerza—. Y en cualquier
caso, le visitará un nuevo médico. Cuatro o cinco si cuenta a los americanos,
pero estoy segura de que se alegrará de ver a uno en particular.
—¿Y quién es? —preguntó, pero ella solamente sonrió y le dejó.
Sheranchuk cogió una revista y se agitó incómodo en la cama.
—No te dice la verdad, ya sabes —pronunció suavemente una voz al otro
lado de la mampara.
—¿Director técnico Smin? —exclamó Sheranchuk—. Pensé que estaba
dormido.
—Exactamente, sí. Lo pensabas porque la enfermera te ha dicho que
dormiría; pero, ya ves, no duermo.
—Déjeme que aparte el biombo —dijo Sheranchuk ansiosamente, pasando
las piernas por encima de la cama.
—¡No, por favor! No te esfuerces. No estoy muy atractivo en este momento,
como puedes suponer, y preferiría no exhibir mis miserias. Podemos hablar así
perfectamente.
—Claro —dijo Sheranchuk.
Hubo un instante de silencio. Luego la voz de Smin dijo con gravedad:
—Me han contado que te comportaste con gran valentía, camarada
fontanero.
Sheranchuk se sonrojó.
—Necesitaban meter hormigón debajo del reactor. Alguien tenía que hacerlo.
Sólo espero que haya salido bien.
—Al menos ha empezado bien —dijo Smin, y se detuvo un instante para
toser—. Hablé anoche por teléfono con la central. Va bien, te lo aseguro.
Decidieron que había que perforar un túnel bajo el núcleo para introducir el
hormigón, pero la mezcla era demasiado blanda. Entonces encontraron un
ingeniero del metro de Leningrado que les mostró cómo hacerlo. Congelaron la
masa con nitrógeno líquido, y ahora el hormigón está allí.
—Así que ha pasado el peligro.
Hubo un largo silencio por parte de Smin.
—Eso espero, camarada fontanero —dijo por fin—. ¿Es ya la hora de la
ronda de los médicos? Creo que sí dormiré un poco hasta entonces…
Lo que Aftasia Smin representaba para su vecina del piso de abajo, Oksana
Didchuk, era difícil de definir. Para Oksana, la frágil anciana era un poco como
un acertijo, y a veces muy preocupante. Había cosas muy buenas en Aftasia
Smin. Era una vecina generosa, que siempre tenía algo para la niña de los
Didchuk el día de Año Nuevo, y no sólo una tableta de chocolate o un pañuelo,
sino cosas como una muñeca de cabellos de lino de la juguetería Mundo Infantil
de Moscú, o incluso exquisitas almendras azucaradas traídas de París. No era
solamente la hija quien se beneficiaba de la magnanimidad de Aftasia. Bastaba
con que Oksana mencionara que no había podido encontrar rulos de plástico en
el mercado, por ejemplo: la vieja Aftasia aparecía al día siguiente con una caja
llena, diciendo que su hijo se la había traído de un viaje a Occidente, como las
almendras azucaradas, y después de todo, ¿para qué quería una vieja como ella
cosas así?
Por otro lado, había aspectos de Aftasia Smin que inquietaban a sus vecinos.
No era solamente que Aftasia pareciera, de algún modo, muy judía. No había de
hecho nada malo en ser judío, siempre y cuando uno no lo tomase en sentido
religioso. Aftasia nunca había dado muestras de respetar el Sabbath o de asistir a
la única sinagoga que funcionaba en Kiev. (Aunque era cierto que los Didchuk
se habían sorprendido bastante al descubrir que la comida con la que les
obsequió el 25 de abril era interpretada por los americanos como parte de algún
ritual de la fe yid.) Claro está, no era preocupante que Aftasia fuera una veterana
bolchevique. Al contrario, constituía un honor tratar a una persona así. ¡Aftasia
se había codeado con muchos de los grandes héroes de la Revolución! Y aún
tenía contacto con sus hijos y nietos. Pero en el fondo, se preguntaban a menudo
los Didchuk, si ella era lo que era, ¿por qué vivía como vivía?
Para esto los Didchuk no tenían respuesta. Pero cuando Aftasia les pedía
algún favor, como usar su teléfono (¿por qué no tenía uno propio?) o hacer de
intérpretes de aquellos fascinantes primos americanos, los Didchuk se sentían
dichosos de corresponder. Y cuando ella llamó a la puerta, aquella revuelta
mañana de mayo, con toda Kiev alborotada, lamentaron mucho no poder
atenderla de inmediato.
—Pero, vea —dijo tristemente Oksana Didchuk—, hoy van a evacuar de
Kiev a todos los niños…, simplemente como precaución, por supuesto. Nos
gustaría mucho ayudarla a llevar a sus primos americanos al aeropuerto, pero
tenemos que acompañar a nuestra hija a la estación. También debo ir al mercado
y comprarle comida para el viaje. Además, hay que hacer no sé qué papeleo, así
que mi marido y yo iremos juntos a la estación a resolverlo y…
—Déjeme eso a mí, por favor —dijo Aftasia enérgicamente—. Mis primos
no se marchan hasta la tarde. Sobra tiempo para llegar a la estación. ¿Hay que
comprar comida primero? ¿Por qué no? Si me deja usar su teléfono ordenaré que
el coche venga antes y pasaremos juntas por el mercado.
Así fue como Oksana Didchuk se encontró en el asiento trasero de un
hermoso Volga nuevo, con Aftasia Smin junto al conductor, indicándole que las
llevara al mercado y esperase mientras hacían sus compras. Era desde luego
mucho mejor que hacer cola para el autobús, especialmente aquel miércoles
particular en que todo el mundo en Kiev parecía querer ir a otro sitio. La radio y
la televisión habían sido muy explícitas. La ciudad no sería evacuada; sólo los
locos y los propagadores de bulos dirían una cosa así. Sólo por si se daba la
remota probabilidad de que subieran los niveles de radiación, sería mejor que los
niños pequeños, que eran quienes corrían mayor riesgo, fueran trasladados a otro
lugar. No había, pues, motivo para asustarse.
Era sorprendente, sin embargo, ver cuánta gente parecía asustada.
Incluso el antiguo Mercado Rye tenía aquella mañana un aspecto raro.
Normalmente, en un día de primavera tan hermoso, los vendedores no sólo
llenaban el interior sino también las calles colindantes con frutas y verduras
venidas de las granjas privadas próximas a Kiev. Hoy no. Oksana observó que
había brechas en la línea de campesinas de gorra blanca apiñadas a menudo
hombro con hombro delante de sus productos. En los pasillos abundaban las
clientes, pero ninguna parecía comprar mucho. Más de una vez, vio Oksana a
una cliente coger un par de tomates o una remolacha, mirarlos de cerca, incluso
olerlos, y luego soltarlos con recelo.
—Muy bien —dijo Aftasia Smin—, ¿qué es lo que quiere comprar? —
Escuchó atentamente mientras la mujer le explicaba lo que quería, y luego
modificó sus planes—: Queso, sí, pero uno viejo…, de leche ordeñada antes del
accidente. Y embutidos, muy bien, y pan, por supuesto. Y un arenque, creo.
¡Todavía no se habrá contaminado el océano, al menos!
Y cuando Oksana se entretuvo delante de las lonchas de tocino blancas como
la nieve y los conejos desollados, pensando en la cena que prepararía para su
marido y sus padres aquella noche, Aftasia también la vetó.
—Otra vez embutidos, si le parece bien…, y que sean viejos, como el queso.
¿Inspeccionados? Claro que han sido inspeccionados… —No podía ser de otra
forma, dadas las largas colas de vendedores que esperaban a que colocaran sus
fresas y sus jamones frescos bajo los detectores de radiación para obtener el
permiso de venta si pasaban la prueba—. Pero si yo fuera a quedarme en Kiev,
no compraría carne fresca todavía. Deje que la normalidad se restablezca un
poco.
—¿Entonces se va a marchar usted de Kiev? —aventuró Oksana.
La anciana le sonrió.
—¿No haría usted lo mismo? No creo que nadie llamado Smin sea muy
popular en Kiev, precisamente ahora.
Pero, popular o no, Aftasia Smin todavía tenía amigos, como demostró a los
Didchuk. Partieron a tiempo hacia la estación de ferrocarril, Aftasia sentada
delante con el conductor para darle instrucciones, los Didchuk detrás con su hija
y con las maletas de su hija, las bolsas y los paquetes de comida en medio.
Los últimos cien metros fueron los más lentos, porque los policías habían
rodeado la plaza de la estación. Los accesos estaban colapsados. Oksana
Didchuk lanzó una exclamación, preocupada al ver los números rojos del reloj
digital de la estación.
—¡Pero si el tren sale dentro de una hora!
Aftasia Didchuk se volvió hacia ella; era tan pequeña que tuvo que
levantarse para mirar por encima del respaldo del asiento.
—No, no saldrá dentro de una hora. Fíjese, los trenes apenas están llegando.
Era cierto. Los Didchuk pudieron ver cómo los largos convoyes serpenteaban
lentamente hacia los andenes.
Oksana expresó con otro sonido su preocupación, pero lo ahogó. Los tres
nocturnos regulares entre Kiev y Moscú llevaban vagones modernos y
aerodinámicos, construidos en Alemania Oriental, que lucían orgullosos los
nombres de las ciudades que conectaban. Los que ahora veía eran diferentes.
Habían sido compuestos a toda prisa con vagones tomados de talleres y vías
muertas, unos nuevos y otros viejos, unos usados y otros flamantes, y por cada
plaza disponible en ellos parecía haber dos personas dispuestas a abordarlos.
Aquellos trenes especiales habían sido improvisados para alejar a los niños de
menos de diez años de la nube radiactiva que amenazaba Kiev, pero cada niño
tenía padres, hermanos mayores, abuelos, tíos, tías. Casi todos ellos deseaban
tomar el tren hacia Moscú y respirar allí un aire que no les amenazara de muerte.
Algunos lo intentaron. Otros probaban otro tipo de soluciones. Se decía que las
cápsulas de yoduro potásico evitarían que el yodo radiactivo se introdujera en el
cuerpo y produjese cáncer de garganta. Se decía que el vino de Georgia
inmunizaba contra la radiación, o que lo hacia el vodka, o un cóctel a partes
iguales de vodka y trementina, o la clara de huevo, o sustancias aún más
insólitas. Los primeros rumores de este estilo parecían bastante fiables, y el
yoduro de potasio desapareció de las tiendas de la noche a la mañana. Las otras
cosas no, pero ello no evitó que la gente las probara. Muchas de las personas
presentes en la terminal estaban borrachas, incluidos uno o dos niños de ojos
vidriosos. Había unos cuantos casos hospitalizados por envenenamientos
diversos. Todo el mundo llevaba sombrero. Muchos niños sudaban con ropas de
invierno en aquel cálido día de mayo, porque les aconsejaron que se abrigaran
bien si tenían que marcharse de casa. Quienes estaban cerca de las puertas de la
estación gritaban constantemente a los que entraban o salían que las cerrasen,
para evitar que el aire exterior, con su secreta carga de enfermedades,
envenenara el aire caliente, sudoroso y malsano de la terminal.
—Esperen aquí —ordenó Aftasia a los Didchuk cuando el conductor
encontró un sitio donde estacionar el coche.
Estuvo ausente durante casi una hora, pero cuando regresó agitaba triunfal
una tarjeta de embarque que permitía que la hija de los Didchuk viajara en uno
de los vagones más nuevos del tren. Aquel tipo de documento no lo conseguía
todo el mundo. Pero no todo el mundo tenía un carnet del Partido expedido
originalmente en 1916, e incluso la anciana tenía amigos de amigos capaces de
hacer un favor. Incluso ahora.
Cuando la niña se instaló, rodeada por sus maletas y su pequeña bolsa de
viaje y sus embutidos y su pan, los Didchuk dieron las gracias a Aftasia. Ella las
rechazó, adoptando un tono de eficiencia.
—Pueden hacerme un favor a cambio, si quieren —dijo—. Tengo que llevar
a mis parientes americanos al aeropuerto. Si tuviera usted la amabilidad de venir
conmigo y servirme de intérprete, Didchuk, estoy segura de que a su esposa no
le importará quedarse sola aquí con la niña hasta que salga el tren.
—¿Para traducir? —preguntó Didchuk—. Pero seguramente en el aeropuerto
habrá personal que hable inglés…
—Primero quiero mostrarles algo a mis primos —dijo Aftasia tercamente—.
¿No es demasiada molestia?
Por supuesto que no. Didchuk habría preferido quedarse con su esposa en el
andén, saludando y sonriéndole a su hija hasta que el tren se marchara, pero no
le podía decir que no a Aftasia. Así que los dos volvieron al coche, con las
ventanas completamente cerradas al aire exterior (como había sido ordenado que
se hiciera con todas las ventanas) y el conductor les llevó, a través de las calles
abarrotadas, hasta el hotel.
Los Garfield estaban esperando en la puerta, vigilando su hermoso lote de
equipaje azul claro, comprado en California.
—Un momento —dijo Aftasia, y le explicó al portero del hotel que, si no le
importaba, enviara el equipaje de los Garfield al aeropuerto en el autobús de
Intourist, ya que no había sitio en el coche para meterlo todo.
El hombre dijo también que no le importaba, o que no le importaba mucho, y
Aftasia invitó gentilmente a los americanos a que subieran al coche.
—¿No podemos al menos abrir las ventanillas? —preguntó Candace
Garfield.
Cuando Didchuk tradujo, el conductor estalló:
—¡Por supuesto que no! Nos han dicho que evitemos el aire todo lo posible
y, después de todo, sólo estamos a primeros de mayo. Iremos bastante cómodos
si nadie fuma. Y si —añadió, mirando a Aftasia Smin—, es realmente necesario
dar este rodeo en vez de ir directamente al aeropuerto.
—Es necesario —dijo Aftasia simplemente.
Cuando el conductor claudicó, la anciana entabló una amable conversación
con sus primos americanos a través del maestro. Era maravilloso, dijo, que
hubieran tenido ocasión de conocerse, después de todo. Esperaba que no se
hubieran asustado demasiado con el problema de la central de su hijo. Seguro
que estarían bien, porque sólo habían permanecido expuestos a lo que fuera unos
pocos días. Quizás era más peligroso para los que tenían que quedarse en
Ucrania, pero en sólo unas horas estarían en Moscú, y al día siguiente volarían
camino de… ¿Dónde iban primero? ¿París? ¡Ah, qué maravilla! Siempre había
soñado con ver París… y, oh sí, especialmente California, a la que siempre había
imaginado como una combinación de Yalta, Kiev y el cielo.
Con la conversación desarrollándose a paso de caracol por medio del
intérprete, les llevó media hora intercambiar todas aquellas finezas. Mientras
tanto, el coche cruzaba el río Dniéper, serpenteaba entre el tráfico y se dirigía al
extrarradio. Aftasia calló para contemplar las calles que recorrían, y Didchuk
tomó sobre sí el peso de la charla.
—Esta parte de Kiev —dijo con orgullo— no era más que campo abierto
antes de la guerra. ¿Llegaron a ver nuestro Museo de la Gran Guerra Patriótica?
¿Sí? Entonces saben que por aquí hubo muchos combates. Ahora todo son casas
magníficas, como ven. La gente que vive aquí toma el autobús o el metro y en
veinte minutos llega al trabajo por la mañana. —Miró hacia adelante y frunció el
ceño ligeramente—. Esta zona en particular —mencionó tímidamente— fue de
hecho muy famosa, porque… Discúlpenme —dijo con brusquedad, y se inclinó
para hablar con Aftasia.
Candace Garfield miró a su alrededor. Pasaban junto a una alta torre de
televisión, rodeada por edificios de apartamentos de nueve pisos.
—No veo nada que parezca famoso —le dijo a su marido—. A menos que se
refiera a ese parquecito a la derecha.
Su marido se secó el sudor de la frente.
—Lo que me gustaría ver es un avión.
—Piensa en París —le dijo ella, de buen humor—. París en primavera. Las
terrazas de los cafés en las aceras…
—Esos atardeceres largos y románticos —dijo Garfield, enderezándose—.
Cena en nuestra habitación, con mucho vino…
—Tranquilo, chico —le ordenó su esposa, cuando Didchuk se volvía a sentar
y les miraba nerviosamente.
—Éste es el sitio. La señora Smin me pregunta si han oído alguna vez hablar
de Babi Yar.
—Bueno por supuesto que hemos oído hablar de Babi Yar —dijo Garfield.
Su esposa, concentrándose, comentó:
—Eso creo. Durante la guerra, ¿no es así?
—Sí, exactamente. Durante la guerra, Yevgeny Yevtushenko le dedicó un
poema muy famoso, y se han escrito canciones, libros, toda clase de cosas sobre
Babi Yar —confirmó Didchuk. Señaló el parque—. ¿Ven ese monumento de
allí? Es muy hermoso, ¿no creen? Mucha gente viene a rendir su homenaje,
incluso deposita flores, pero… —añadió tristemente— la señora Smin no quiere
parar aquí. Sin embargo, pueden echar una mirada mientras pasamos.
Girando el cuello, los Garfield pudieron ver un grupo estatuario de estilo
heroico. Visto de frente era un conjunto de figuras de piedra apiñadas, juntas
como viajeros de metro; se distinguía una madre que alzaba desesperadamente a
su hijo en brazos.
—¿Qué están haciendo? —preguntó Candace, mientras el coche pasaba
lentamente—. Parece que los de más atrás están cayendo en ese valle de allí.
—Eso es —asintió Didchuk—. Caen a esa hondonada. Pensé que nos
pararíamos aquí, junto al Instituto, para presentar también nuestros respetos.
Pero la señora Smin quiere ir un poco más lejos… Ah, sí, nos paramos aquí.
Dice que ésta es la auténtica Babi Yar. Dice que no le importa mucho el
monumento —concluyó, apenado.
El coche se detuvo. El maestro miró a Aftasia Smin en espera de
instrucciones, luego se encogió de hombros y abrió la puerta.
—A la señora Smin le gustaría que saliéramos y echáramos una ojeada.
—Pensé que tenía miedo de la radiación, o de lo que sea —dudó Garfield.
—No lo tiene —dijo el maestro. Condujo a la anciana hasta una suave loma.
Candace Garfield siguió a su marido, perpleja.
—No me queda mucha película —se quejó, quitándose la cámara del
hombro.
—Por favor —dijo Didchuk apurado, mirando hacia atrás—. Sería mejor no
tomar fotos, porque la torre de televisión, después de todo, sería un objetivo
militar en caso de guerra, y cosas así no deben ser fotografiadas.
—Bien, entonces sólo sacaré una foto de los apartamentos.
—Por favor —dijo él con aprensión, mirando a los coches que pasaban
como si esperase que un pelotón de soldados saliera de ellos y los arrestara.
Aftasia se detuvo en la cresta de la loma y contempló el pequeño valle de
abajo. Después se volvió y habló rápidamente a Didchuk, que tradujo.
—En septiembre de 1941 —dijo—. Hitler decidió posponer unas semanas la
toma de Moscú mientras conquistaba Ucrania. Ordenó a sus tropas que tomaran
la ciudad de Kiev. Stalin ordenó al Ejército Rojo que resistiera. Hitler venció.
Sus ejércitos pasaron al norte y al sur de la ciudad, y luego se unieron. Cuatro
ejércitos soviéticos quedaron rodeados, más de medio millón de hombres. La
mayor parte murieron o fueron capturados, y los alemanes entraron en Kiev.
Aftasia escuchaba pacientemente la traducción al inglés. Cuando Didchuk
hizo una pausa y la miró, señaló la ciudad y habló rápidamente en ruso. El
maestro vaciló y dijo algo, pero ella sacudió la cabeza con firmeza, urgiéndole a
continuar.
—La señora Smin pide que les diga que cuando los nazis ocuparon Kiev
muchos ucranianos mal informados les dieron la bienvenida. Incluso… —Dudó,
y prosiguió a disgusto—: Incluso dijeron cosas como, bueno…, perdónenme,
«¡Gracias a Dios que ya nos hemos librado de los bolcheviques!», y «¡Ahora
podemos volver a adorar a Dios!» Bien, esto es cierto, aunque tal vez no fueran
tantas personas como sugiere la señora Smin. —Aftasia continuó hablando.
Didchuk asintió y trasladó el mensaje—: Así que cuando llegaron los oficiales
alemanes, algunas personas de Kiev, incluso líderes, incluso miembros del
Partido, salieron a recibirles con las ofrendas tradicionales del pan y la sal para
mostrarle que eran bienvenidos. Los alemanes sólo se rieron. Después se
pusieron serios. Lo robaron todo, señora Garfield, incluso las cazuelas de las
cocinas.
Se detuvo para que Aftasia efectuase la siguiente entrega.
—Algunos ucranianos llegaron a trabajar para los alemanes. No solamente
como granjeros y ese tipo de cosas, ya comprenden. Como aliado suyos contra la
Unión Soviética. Actuaron como policías a su servicio. Hubo algunos…, un
hombre llamado Stepan Bandera, otro llamado Melnik, y otros…, gente que
capitaneaba bandas de guerrilleros incluso antes de que los alemanes ocuparan la
ciudad, atacando la retaguardia del Ejército Rojo cuando combatía a los
invasores. Incluso quisieron unirse a los alemanes para formar un ejército
vlasovita…
—¿Un qué? —preguntó Garfield, frunciendo el ceño.
Didchuk se mostró remiso en contestar.
—Bueno, no sólo hubo traidores en Ucrania. Hubo un famoso general ruso
llamado Vlasov que cayó prisionero y formó un ejército de soldados soviéticos
que lucharon del lado de los alemanes. Pero la señora Smin me pide que les
hable de los ucranianos. De algunos ucranianos. Cuando el Ejército Rojo liberó
Kiev en 1944, se encontraron carteles (lamento decirlo, carteles ucranianos), con
imágenes de personajes que rompían la hoz y el martillo, y frases como «Abajo
los bolcheviques» e incluso, discúlpenme, «No cesará la lucha mientras nuestra
Ucrania sea esclava de los comunistas».
Ahora estaba sudando. Miró implorante a Aftasia, pero ella continuó
hablando y él tradujo tenazmente:
—Los ucranianos, por supuesto, estaban locos. Los alemanes les hacían
pasar hambre, los esclavizaban y los fusilaban. Pero algunos de ellos aún
pretendían lamer las botas a los nazis. Especialmente en lo referente a los
judíos…, por favor, sólo estoy diciendo lo que ella me dice, no es cierto.
Continúo. Porque los ucranianos odiaban a los judíos tanto como Hitler (¡pero
sólo unos pocos, créanme!) Los ucranianos amantes de los nazis ayudaron a
acorralar a los judíos de Ucrania. Les robaron, les desnudaron, los metieron en
los vagones de la muerte que iban a los campos de concentración.
»Pero aquello era demasiado lento para ellos. Así, el 28 de septiembre, los
alemanes fijaron bandos por todo Kiev diciendo que todos los yids…,
discúlpenme, señor y señora Garfield, ésa es la palabra que la señora Smin dice
que usaban…, diciendo que se presentaran al día siguiente con ropa de abrigo y
todas sus cosas de valor.
Aftasia pronunció una sola frase.
—Dice… —tradujo el maestro—: «Yo no me presenté.»
—Bueno, claro que no lo hizo —intervino Garfield—. Ya para entonces todo
el mundo sabía que cuando se ordenaba a los judíos que se presentaran
significaba la muerte en los campos de concentración.
Didchuk tradujo; luego escuchó cómo Aftasia Smin, sacudiendo la cabeza
vigorosamente, hablaba en tono furioso.
—Dice que no sabían lo que significaba. Dice… —miró alrededor, inseguro
y temeroso—, dice que a causa de la… esto… ¿cómo puedo llamarla?, por la
relación especial que había existido en aquella época entre la Unión Soviética y
Alemania…, antes de la invasión, claro…
—Ah —dijo Garfield, comprendiendo—. El pacto entre Hitler y Stalin.
Didchuk vaciló.
—Sí, eso es —dijo débilmente—. El… Pacto de No-agresión. Bueno, ella
dice que por tal motivo nada se sabía en la Unión Soviética del antisemitismo
alemán. No se había informado de ello.
—¡Por el amor de Dios! ¿Cómo no lo sabían?
—Yo no había nacido entonces, señor Garfield —dijo Didchuk
obstinadamente—. Es la señora Smin quien dice que ni siquiera los judíos lo
sabían, y supongo que tiene razón. Así que todos los judíos se presentaron, como
se les había dicho, o casi todos, y la policía nazi ucraniana y las tropas de las SS
los rodearon y los trajeron aquí. A este lugar, Babi Yar.
Garfield miró alrededor con expresión sorprendida.
—He oído hablar de Babi Yar, claro, ¿quién no? Pero pensé que era una
especie de valle muy apartado, en el campo.
—Entonces era un valle, señor Garfield. Fue rellenado para construir esta
carretera, y luego la ciudad creció y lo engulló. Pero esto es Babi Yar, en efecto,
y aquí los trajeron. Hombres y mujeres. Ancianos. Niños pequeños. Incluso
bebés en brazos. Y les hicieron desnudarse, unas pocas docenas cada vez. Y
entonces los alemanes los fusilaban y los enterraban aquí mismo, en este valle.
La señora Smin dice que tenemos delante a cien mil judíos muertos. —Miró
rápidamente a Aftasia y añadió, casi en su susurro—: No creo que fueran tantos.
—Dios mío —dijo Candace, agarrando el brazo de su esposo—. Es increíble.
—Sí, exactamente —dijo Didchuk rápidamente—. No pudieron ser
exclusivamente cien mil judíos. Todo el mundo sabe que había también
miembros del Partido, rehenes, gitanos… Oh, los gitanos fueron perseguidos
casi igual que los judíos, sólo que, por supuesto, no había tantos. Y, como la
señora Smin me pide que les diga, los judíos que no se presentaron fueron
cazados. No sólo por los alemanes. Fueron cazados también por los rusos y los
ucranianos porque, verán, si alguien delataba a un judío escondido tenía derecho
a coger lo que quisiera de las pertenencias del judío.
Miró a Aftasia con la esperanza de haber terminado su trabajo. Su cara
cambió de expresión cuando vio que ella continuaba.
—Bien —suspiró—, hay más cosas que quiere que les diga. Más tarde,
cuando los heroicos ejércitos soviéticos contraatacaron y estaban ya a punto de
expulsar a los hitlerianos de nuestra tierra, los alemanes se asustaron. No querían
que se encontraran todos aquellos cadáveres. Así que capturaron más prisioneros
y los obligaron a desenterrar todos los cuerpos que pudieran. —Se frotó la nariz
con aire desdichado—. Habían permanecido enterrados varios años, ya
comprenden. Estaban bastante descompuestos, naturalmente. A menudo se caían
en pedazos. Entonces los alemanes hicieron quitar las lápidas de un cementerio
judío que había aquí…, justo donde ahora está la emisora de televisión, dice la
señora Smin, y aprovecharon las losas para levantar grandes hornos. Y en
aquellos hornos quemaron los cadáveres. Con madera que cortaron de los
bosques que entonces había aquí. Una capa de leños, una capa de judíos, y los
quemaron a todos.
Cuando se detuvo, Aftasia añadió algo en tono sombrío.
—Sí, sí —dijo Didchuk, impaciente—. Quiere asegurarse de que les cuento
esta parte, aunque no es muy agradable. Me dice que les cuente que después de
la cremación, los alemanes recogieron las cenizas y los huesos. Los trituraron y
los esparcieron por los cultivos. Dice que esto hizo que las coles crecieran muy
bien. Dice que desde entonces no ha vuelto a comer coles.
Cuando Sheranchuk almorzó aquel día, apenas advirtió qué era lo que comía:
borsch al estilo ucraniano, con ajo, hecho especialmente porque muchos
pacientes eran ucranianos, con cordero de segundo plato. Comió con rapidez y
sin hablar con nadie. La verdad era que no había muchos pacientes con quienes
hablar, puesto que unos pocos amigos suyos habían sido dados de alta y la
mayoría estaban ya demasiado enfermos para acudir al comedor. Se saltó la
compota de frutas del postre y corrió de vuelta a la habitación que compartía con
Smin, esperando tentar al director para que comiera, cucharada tras cucharada.
Intentar que comiera era realmente lo único que aún podía ofrecerle a Smin.
Incluso así, rara vez tenía éxito. Su amigo tragaba unas cuantas cucharadas como
cortesía, y luego sacudía la cabeza.
—Pero si siempre he estado demasiado gordo, Leonid —decía, sonriendo—.
Perder unos cuantos kilos no es mala cosa.
Y entonces le pedía a Sheranchuk, con mucha consideración y muy
cortésmente, que volviera a colocar las mamparas, por favor. Ahora Smin pasaba
la mayor parte del tiempo tras el biombo. A veces las enfermeras venían a
ayudarle cuando se sentía peor. A veces dormía, y Sheranchuk se alegraba,
aunque siempre temía que el sueño fuera, finalmente, algo más que mero sueño.
A menudo Sheranchuk podía ver entre las mamparas que Smin escribía, escribía,
escribía… Escribía algo en un cuaderno escolar que nunca le mostraba y que
escondía bajo la almohada cuando alguien se acercaba. ¿Sus memorias? ¿Una
confesión para la KGB? ¿Una carta para alguien? Pero cuando se aventuró a
preguntarle, sólo respondió:
—No es nada. Simplemente algunas cosas que quiero poner por escrito… Mi
memoria ya no es tan buena como antes.
Pero no era simplemente la memoria lo que Smin estaba perdiendo.
Esta vez no fue necesario que Sheranchuk abreviara su almuerzo para ayudar
a su amigo a comer, porque cuando llegó a la puerta de su habitación vio que la
esposa y el hijo menor de Smin se encontraban allí. El niño estaba junto a la
cama de su padre, con una cuchara en una mano y un plato en la otra, y parecía
inseguro.
—Está bien, Vassili —le susurró Serena Smin a su hijo—. Ya ha comido un
poco, y ahora necesita dormir.
Entonces vio a Sheranchuk en la puerta y le sonrió, dándole la bienvenida.
Para Leonid Sheranchuk, la esposa de Smin siempre había estado por encima
de toda crítica, simplemente porque era la esposa de Smin. Para sí, al menos,
podría haber admitido que la encontraba más bien egocéntrica y tal vez un poco,
orgullosa. No pensaba así ahora. Era una mujer excepcionalmente bella (¿no
había sido bailarina?) y mucho más joven que su marido, pero lo que vio en
aquel momento fue una esposa y madre que llevaba escrito en la cara el amor
por su familia.
Se apartó cortésmente cuando ella y su hijo salían de la habitación, pero
Serena se detuvo para hablarle.
—Vassili ha conseguido que se comiera casi todo el cordero —informó—. Se
lo piqué primero y lo probé. La verdad es que estaba muy bueno.
—Aquí nos alimentan muy bien. Señora Smin…, me he estado preguntando
si el hecho de tenerme en la habitación no le resultará molesto.
—¡No, no, Leonid! Agradece mucho tu compañía. No creas que no nos ha
dicho lo que haces por él.
—¡Ojalá pudiera hacer más!
—Haces todo lo posible —le dijo Serena Smin con firmeza—. Creo que
ahora debe dormir, y por eso le dejamos un rato a tu cuidado.
—Gracias —dijo Sheranchuk, sin saber si estrecharle la mano o no, pero ella
zanjó el asunto dándole un beso en la mejilla.
Se la quedó mirando sorprendido y apenas se percató de que una doctora se
le acercaba, encapuchada, con botas y vestida de blanco. Cuando ella lo llamó
por su nombre, Sheranchuk, sorprendido, descubrió que era su esposa.
Tamara Sheranchuk dio a su esposo un beso leve y distante en la mejilla; lo
más aconsejable, pensó él, ya que incluso las pequeñas partículas salinas de su
sudor podían ser radiactivas, por no mencionar la saliva si le hubiera besado en
los labios.
—¿No te parece que es una suerte? —dijo ella—. ¿Cómo estoy aquí? Bueno,
en parte porque mi propio índice de conteo es un poco bajo, y en parte porque
voy a aprender cómo examinan la sangre para determinar la cantidad de
radiactividad que contiene… Sólo me quedaré veinticuatro horas, me temo. Pero
sobre todo estoy aquí porque tú estás, querido, y he pedido permiso.
Sheranchuk la miró con preocupación.
—¿Tu índice es bajo?
—Oh, pero muy poca cosa. No, querido, eres tú el paciente, no yo. He
echado un vistazo a tus gráficas con los otros médicos. Son un poco
sorprendentes.
—Eso me han dicho. No estoy tan enfermo como debería estar.
—¿Te han hablado del sistema de la doctora Guskova? Ya que no sabemos
cuánta radiación recibiste, ha ideado un método para deducirlo por la forma en
que tu conteo desciende…
—Ya he oído todo lo que hay que oír sobre el sistema de la doctora Guskova.
Pero no me dijo cuánta dosis había. Ni ella ni nadie.
Tamara dudó.
—Tal vez cien rads —dijo, dubitativa—. Es posible que más.
—¿Y eso qué significa?
—En tu caso, querido, resulta difícil decirlo.
—Ya veo —replicó él, pensando. Entonces recordó cómo su esposa había
surgido de la nada y le había hecho ponerse las ropas protectoras—. Habría
recibido más si no hubiera sido por ti.
—Así que al menos valgo algo como esposa —dijo ella. La apostilla era
ligera, pero su tono no. Él abrió la boca para preguntar si algo iba mal, pero
Tamara continuó—: El director técnico Smin puede que no haya recibido tanta,
pero como ves está muy enfermo y tú… ¿no?
—Me encuentro perfectamente.
Exagerando la verdad. En realidad, se sentía cansado la mayor parte del
tiempo y a veces tenía un poco de fiebre. Pero no como Smin, por supuesto.
Su esposa se sentó en la cama a su lado, dispuesta a informarle.
—La etiología de la enfermedad es bien conocida. Simyon Mijailovitch no
sigue la curva. Empeora más rápidamente de lo que debiera. El…
Tamara recordó de repente y miró temerosa las mamparas.
—Está dormido —le aseguró su esposo—. Le oí roncar hace un minuto.
—Bien —dijo ella, bajando la voz—, tu hemograma no decae tan deprisa
como el suyo, o como muchos de los otros.
—Otra vez jerga médica —se quejó él—. ¿Qué significa?
—Significa que no sabemos por qué. Tal vez porque toda tu exposición
procedía de fuentes externas, polvo y humo depositados en tu piel que pronto se
diluyeron. Smin, en cambio, debió tragar o respirar cierta cantidad. Los
radioisótopos están aún en su cuerpo.
Sheranchuk se sorprendió.
—¡Pero yo estuve expuesto tanto como él! Incluso pasé más tiempo en la
zona. Él no se hallaba presente cuando ocurrió la explosión. Respiramos el
mismo aire, comimos la misma comida…
—Pero esas diferencias tan pequeñas pueden producir un gran efecto,
Leonid. Estuviste en el interior de los edificios buena parte del tiempo. Puede
que él estuviese fuera. La causa podría encontrarse en una cosa tan simple como
una cesta de pan que hubiera estado demasiado tiempo encima de una mesa. Tal
vez él comió la rebanada superior y tú una de las de abajo.
—Eso significa que yo… —dijo Sheranchuk, calmando su tono; pero no
terminó la frase.
—Significa que tus posibilidades son algo mejores —concluyó ella, y luego
—: ¡Leonid! ¡Seguro que te recuperarás por completo!
Sheranchuk dio la vuelta y se apoyó sobre un codo para estudiar a su esposa.
Nunca antes había sido su paciente, excepto por algún dolor de cabeza ocasional
o alguna torcedura. ¿Era así como hablaba siempre a los que estaban bajo su
cuidado? No era ni de lejos la manera fácil y libre con que dialogaban en su
cocina, o en la cama.
—Sigues hablando como un médico —se quejó.
—Pero, Leonid, eso es lo que soy. Y, oh —continuó—, ¡estoy segura!
¡Especialmente con esos médicos americanos aquí! ¡No puedes imaginar lo
buenos que son! Esta misma mañana la centrifugadora del hospital se ha
estropeado y en cuestión de unas pocas horas lo han empaquetado todo y lo han
trasladado a otra instalación. ¡Y sus instrumentos! ¡Tienen una máquina en la
que pones una muestra de sangre, la conectas, zas, y en segundos te imprime un
hemograma, con todos los números! Mientras que nosotros tenemos que poner
cada muestra bajo el microscopio y alguien debe contar cada glóbulo uno a
uno…, media hora como mínimo, ¡y cuando un técnico ha contado una docena
de muestras, sus ojos se cansan y su atención flaquea, y es muy fácil cometer
errores!
—Eso suena maravilloso —dijo Sheranchuk.
Ella se mojó los labios, preparándose para anunciar algo todavía más
sorprendente.
—¿Y sabías, Leonid, que uno de ellos no es americano, sino de Israel?
Eso sí que era sorprendente. Israel y la Unión Soviética no mantenían
relaciones diplomáticas. Por tanto, ningún ciudadano israelí podía conseguir un
visado para entrar en la URSS, a menos, por supuesto, que alguna autoridad muy
superior ordenase que se olvidaran las leyes para este caso.
—Eso es aún más sorprendente que lo de la máquina —admitió él—. Sin
embargo, les hemos dado a los israelíes mucha gente. Bien pueden prestarnos
una persona a cambio.
—¡El doctor americano incluso dijo que, en su país, un hospital como éste
tendría aire acondicionado!
Smin sonrió.
—Lo próximo que harán los americanos será instalar aire acondicionado en
sus coches.
El brazo empezaba a cansársele. Volvió a tumbarse en la cama y continuó
mirando a su esposa mientras ella le describía las maravillas técnicas que habían
traído de California. Su forma de comportarse era, después de todo, un poquito
extraña. Él agradeció la conversación, porque no recibía muchas visitas y le
fatigaba sostener un libro entre las manos para leer, pero, ¿eran aquellos los
temas que una esposa comentaría en semejantes circunstancias? ¿Era posible que
le estuviera ocultando algo? ¿Qué podría ser?
—¿Qué hay de Boris? —preguntó de repente.
Ella se interrumpió.
—¿Boris? —repitió, como si intentara recordar de quién estaba hablando—.
Bueno, sí. Es una lástima, pero sus células no cuadran con las tuyas. Sin
embargo, puede que no necesites para nada un trasplante…
—Eso ya lo sé —gruñó él—. Te preguntaba si tienes noticias suyas.
—Oh, claro. Ha sido evacuado al campamento de Artek, en el Mar Negro, el
mejor campamento Komsomol de todo el país, y completamente gratis.
—Eso también lo sé. Te pregunto si sabes algo del chico.
—¡Pues claro! Incluso ha enviado unas fotos… Mira —dijo, sacando algunas
de su bolso—. Éstas las tomó camino de Yalta.
Mientras Tamara le contaba orgullosamente cómo Boris aprendía a montar a
caballo, Sheranchuk contempló las fotografías en color. En una de ellas estaba en
la playa, con el brazo encima del hombro de otro muchacho a quien Sheranchuk
nunca había visto antes. Los dos llevaban bañador y sonreían a la cámara. Tras
ellos había un grupo de mujeres de mediana edad en bikini que jugaban a
balonvolea. Una tenía una gran cicatriz de cesárea en el vientre.
—¿Te fías de él con bellezas como ésas alrededor? —sonrió Sheranchuk.
Ella volvió a coger las fotos y las estudió un momento antes de guardarlas.
—En un campamento de verano, uno puede dejarse tentar —suspiró.
Sheranchuk sonrió sin reservas. Aquello, al menos, era más típico de Tamara.
—¿Y tal vez también en un hospital? ¿Así que piensas que he estado
tonteando con la doctora Guskova? Es un poco vieja para mí, y además
demasiado gorda para mi gusto. Pero hay una enfermera en el turno de noche…
Tamara sólo hizo un puchero, sin aceptar el afectuoso desafío.
—He visto que Serena Smin estaba aquí.
—Ha sido muy buena con su esposo —dijo Sheranchuk—. La admiro
mucho.
—Sí, ya he visto que ella también te admira a ti.
—Oh —dijo Sheranchuk, comprendiendo por fin. Sonrió—. La viste
besarme. Sí, claro, ella y yo hemos estado haciendo la mar de cosas, con su
marido dormido en la cama de al lado y su hijo montando guardia en el pasillo.
—No me gusta bromear sobre estos temas —dijo Tamara.
Sheranchuk gruñó débilmente. ¿Era posible que volviera a estar celosa?
Abrió la boca para tranquilizarla, y entonces vio que algo se movía.
Se volvió hacia la puerta. En el umbral había un joven bronceado, vestido
con el uniforme azul de las Fuerzas Aéreas.
—Soy el teniente Nikolai Smin —anunció—. ¿Está mi padre aquí?
—Sí —empezó a decir Tamara Sheranchuk—, pero debe ponerse una bata si
quiere…
Una voz tras las mamparas la interrumpió:
—¿Es ése mi hijo? ¡Pónganle la bata, por favor, y déjenle entrar!
Nikolai Smin tomó la silla de visita contigua a la cama de Sheranchuk,
puesto que éste, amablemente, se había retirado con su esposa para dejarles
solos, y la colocó a la cabecera de su padre. Empezó a apartar las mamparas,
pero Smin lo detuvo.
—Déjalas —ordenó—. Prefiero que no me veas demasiado bien.
Su deseo se justificó penosamente. Nikolai no pudo evitar un escalofrío al
ver a su padre. De repente, Smin parecía un hombre viejo, abocado a una muerte
repulsiva. ¿Qué eran los horribles manchones negros que tenía en la cara? ¿Qué
eran las ampollas rojas que tenía en el cuello y los hombros, y aquel fluido
incoloro? ¿Y aquel olor desagradable?
—No me toques, Kola —dijo Smin—. Besa el aire por mí y yo lo besaré de
vuelta.
Nikolai hizo como se le pedía, pero protestó:
—No temo contagiarme nada de ti.
—Pero yo temo por ti. Además, duele si me tocan.
—Al menos estás, bueno… —farfulló Nikolai, buscando algo positivo que
decir.
—¿Consciente? ¿Lúcido? Sí, Kola, a veces durante media hora seguida, así
que no la desperdiciemos con cumplidos. Me alegra muchísimo verte, hijo mío.
¿Lo pasaste mal donde has estado?
Nikolai dudó, escogiendo las palabras.
—No es tan peligroso pilotar un MI-24 en Afganistán, padre. Es sucio y
aburrido, y a nadie sino a un loco le gusta disparar contra civiles desde el aire.
Cierto que algunos civiles devuelven los disparos, pero ninguno me ha pasado
cerca.
—¿Y cuando acabes aquí tendrás que volver a Afganistán?
Nikolai pareció rebelarse.
—Por supuesto.
—Ya veo. Sin embargo, tu madre dijo algo relativo a ofrecerte voluntario
para pilotar los helicópteros que están echando materiales sobre el reactor…
—Fue una idea estúpida. Ya no necesitan pilotos que arrojen basuras en tu
reactor, padre, porque han interrumpido los lanzamientos.
—¿Sí? —dijo Smin, interesado—. ¿Entonces el núcleo del reactor está ahora
completamente a salvo?
—Creo que al menos es más seguro continuar aislándolo por otros medios
que tener a los pilotos metidos en aquello. He visto las fotos, padre; no es el tipo
de trabajo que le gusta a un piloto de helicópteros. De todas formas, han dejado
de hacerlo. Pregunté si necesitaban otros trabajos aéreos en la zona. Me dijeron
que ninguno. O casi ninguno; las únicas misiones relacionadas con lo que pasó
en tu central las hacen ahora los Yaks que sueltan cristales de yodo en las nubes
antes de que lleguen a Chernobyl, para que no llueva sobre la central. Pero,
desgraciadamente, no me necesitan para eso.
—¿Desgraciadamente? —repitió Smin—. ¿Por qué desgraciadamente? —
Nikolai se encogió de hombros—. No, de verdad —insistió su padre—. Me
gustaría comprender lo que sientes. ¿Has decidido lavar el honor familiar?
¿Crees que el accidente fue culpa mía y que tienes que hacer algo heroico para
compensarlo?
Nikolai reflexionó un momento.
—No sé lo que pienso sobre eso. ¿Importa acaso? Al menos estoy aquí.
—Y yo lo agradezco —dijo su padre, deseando cambiar de tema—. Aprecio
que hayas venido a intentar salvarme la vida.
—Si es que puedo. Van a hacerme las pruebas esta tarde.
El joven tragó saliva involuntariamente, y Smin se dio cuenta.
—No será agradable para ti —dijo con amabilidad—. Lamento tener que
implicarte en esto. Y aún más que sea necesario. ¿Kola? ¿Te avergüenzas de tu
padre?
—¿Avergonzarme? ¡Pero, padre, lo hiciste lo mejor que pudiste!
—Sí, eso pensé que hacía —concedió Smin.
—¡Es así de verdad! Mi madre y Vassili me lo han contado. En los últimos
tres años has logrado que todo funcionara mucho mejor…
—En tres años, sí. Y en otros cinco tal vez habría terminado el trabajo y
Chernobyl habría cumplido al máximo sus objetivos en todos los aspectos. Es
una pena, pero no dispuse de esos cinco años.
—No —dijo Nikolai lealmente—. No es tu culpa. Sin embargo…
Smin esperó.
—¿Qué, Kola?
—Debería marcharme a que me hagan las pruebas y no importunarte con
tonterías cuando no te encuentras bien.
Smin se rió. ¡No se encontraba bien! Pero le lastimaba reírse, y lo que dijo,
con gran paciencia, fue:
—Termina lo que empezabas, Kola. Padres e hijos deben hablarse con
sinceridad.
—Bien… Sólo… —continuó Nikolai, apresurándose—. ¡El caso es que se
cuentan historias terribles! ¡Cemento que se desmorona y se convierte en arena,
paredes que se caen!
—Esas historias son ciertas, Kola. Acepté muchos productos de inferior
calidad.
—¿Pero por qué, padre?
Smin suspiró.
—¿No te han enseñado en las Fuerzas Aéreas cómo es el mundo?
Supongamos, Kola, que eres el director de una fábrica de cemento. Tienes un
plan que cumplir todos los meses. Quizás el plan requiera que produzcas diez
mil toneladas de cemento y, mira, estamos a veinticinco del mes y sólo has
producido cuatro mil. Pero si no cumples el plan, no hay bonos para los obreros,
no hay ascensos para ti, puede que incluso recibas una amonestación. ¿Qué es lo
que haces entonces, Kola? Haces lo que todo el mundo. Poner a trabajar a tus
obreros a marchas forzadas, con órdenes de producir a la carrera seis mil
toneladas de cemento en cinco días. ¿Pueden hacerlo? Claro, si el resultado es
una chapuza; y así, el último día del mes has cumplido el plan… Naturalmente,
esas seis mil toneladas son inútiles.
—¡Pero entonces no tienes por qué aceptarlas, padre!
—Sí, exactamente. Uno debería rechazarlas de inmediato. ¿Pero entonces
qué? Chernobyl necesita cemento. El fabricante necesita no sólo cumplir su plan,
sino vender la producción. Así que me dice: «Quieres buen cemento, muy bien,
yo te doy todo el que necesites. Pero también debes aceptar esta remesa». Y no
tengo elección, Kola. Acepto el cemento malo, porque si no me lo quedo se lo
quedará otro, y entonces será él quien tenga el cemento bueno que yo necesito
desesperadamente. Y en cuanto al acero: el plan de la acería está fijado en otras
diez mil toneladas, pongamos por caso; es bastante fácil conseguirlas si haces
acero blando, de baja graduación. ¡Pero yo lo necesito mejor! Así que para
conseguir el acero que me hace falta para mis reactores, debo persuadir al
fabricante de que lo haga, y para persuadirle también debo comprar unas cuantas
toneladas inútiles. O tengo que sobornar a alguien con dinero, o incluso con un
coche. O tengo que enviar intermediarios… ¡Intermediarios! Son gángsters, en
realidad. Persuasores. A veces chantajistas. A veces chulos. Y envío a esos
individuos a cenar y beber con mis suministradores para que les coaccionen y
me remitan los materiales que realmente necesito, en vez de la basura de la que
quieren deshacerse… E incluso así, a menudo me envían lo que necesito, más la
basura.
—Eso es vergonzoso —dijo agriamente su hijo—. Discúlpame, no me refiero
a ti, me refiero…
—Refiérete a mí, Kola —dijo Smin gentilmente—. Podría haber hecho las
cosas bien, después de todo. Sólo que pienso que Chernobyl no habría estado
produciendo cuatro mil megavatios de electricidad si las hubiera hecho.
Nikolai murmuró algo por lo bajo.
—¿Qué has dicho? —preguntó Smin.
—Nada, padre. Tengo que acudir a mi cita. Volveré más tarde.
Y esta vez, con cuidado pero firmemente, tomó la mano de su padre en la
suya antes de marcharse. Pero Smin no respondió al apretón. Estaba
preguntándose si era cierto que había oído lo que creía.
La primera cosa que Emmaline hacía al levantarse cada mañana era disponer
la cafetera para tomar la indispensable taza de café negro y caliente que le abría
del todo los ojos. La segunda era más dura. Era la desagradable tarea de sacar la
escoba y el recogedor (en realidad era la tapa de una caja de cartón, pero cumplía
su objetivo) para barrer la acumulación matutina de cucarachas muertas. Sólo
había una docena aquella vez, no demasiadas para una brillante mañana de
mayo, así que Emmaline se metió en la ducha y salió antes de que el café
estuviera listo.
Vestida y a punto de salir, Emmaline miró por la ventana de su apartamento,
situado en el ghetto extranjero, mientras terminaba su zumo de uva (el último
que tomaría hasta que alguien de la embajada hiciera otro vuelo a Helsinki).
Esperaba a que Warner Borden, el Agregado Científico de la embajada, llamara
a su puerta. Aún no había decidido lo que iba a decirle: si aceptaría que la llevara
a la embajada en su pequeño Nissan rojo o si haría un poco de ejercicio e iría
caminando sola. (Con 56 kilos de peso, Emmaline estaba convencida de que
había engordado durante el invierno ruso.) No tenía la menor idea de lo que le
diría a Warner. Era primavera. El invierno había sido largo, y muy solitario para
Emmaline, y hacia el mes de marzo incluso Borden había empezado a parecerle
interesante. Había muy pocos americanos solteros en Moscú, y ninguno negro, a
menos que contara a los marines de diecinueve años que montaban guardia en la
embajada. Emmaline no estaba prometida formalmente a su novio de Waycross,
y no se oponía a experimentar un poco por ahí. En realidad, tampoco se oponía a
Warner Borden. Pero fornicar perdía gran parte de su encanto cuando una sabía
que el teléfono, un micrófono en la pared y otro en el cuarto de baño transmitían
cada murmullo, susurro, caricia o quejido a alguien con una grabadora y unos
auriculares a un bloque de distancia. Y las orejas bajo los auriculares no eran
siempre necesariamente rusas.
Así que la decisión respecto a Warner (Emmaline era por naturaleza una
persona justa) era si darle pie o no. La decisión debía ser tomada. Pensó en ello
mientras recogía los restos del desayuno y lo guardaba todo para desanimar a las
cucarachas, y aún pensaba en el asunto cuando se miraba en el espejo del cuarto
de baño. Al cepillarse los dientes, encontró otras tres cucarachas junto a la taza.
Regresó a por la escoba y el cartón y, por supuesto, justo en ese momento
Warner Borden llamó a la puerta.
Ella le saludó desde el umbral.
—Gracias de todas formas —dijo—, pero creo que mejor iré dando un paseo.
Él no pareció contrariado.
—Hace un bonito día. ¿Puedo tomar una taza de café?
Era completamente absurdo sentirse cohibida por las cucarachas, que eran la
cruz que todos soportaban.
—Sírvete —dijo, y se dio la vuelta.
Cuando capturaba el último bicho que se escabullía detrás del lavado, medio
envenenado e incapaz de moverse con la suficiente rapidez, Borden apareció en
la puerta del baño, con la taza en la mano, y vio cómo arrojaba las cucarachas al
inodoro y vaciaba la cisterna.
—Tendrás suerte si no atascas las cañerías con esos bicharracos —dijo él con
interés científico—. ¿Qué es lo que usas?
—Una receta de la abuela de Rima. Bolitas hechas con una mezcla de ácido
bórico y patatas chafadas. Rima dice que les dan sed, pero les impiden beber. Así
se mueren. Algunas, por lo menos. Supongo que por eso están siempre alrededor
del lavabo y el fregadero.
Borden sonrió.
—Dando vueltas en torno a lo que no pueden conseguir. Yo hago lo mismo.
Emmaline cerró la tapa del inodoro y cambió de conversación.
—¿Qué has oído de Chernobyl?
—Todavía nada —dijo él con amargura—. Ha habido varias conferencias de
prensa en el Ministerio de Energía Nuclear, pero sólo para los países comunistas
y Ted Turner. Ahí tienes la glasnost. —Miró el reloj y sorbió el resto del café—.
Tengo una reunión dentro de media hora. Tal vez entonces me entere de algo. De
todas formas, la nube sigue dirigiéndose hacia el este, así que imagino que aquí
estamos a salvo.
Emmaline hizo un esfuerzo por ver el lado positivo de la situación.
—Si la nube llega, a lo mejor mata a las malditas cucarachas.
—Oh, no, querida, ni lo sueñes. A las cucarachas no les afecta la radiación.
La devoran. Si fueras a Chenobyl en este momento, probablemente encontrarías
un montón de personas muertas… y un millón de cucarachas felices sentándose
a comer.
—¿Tantas? —preguntó ella, desalentada.
—¿El millón de cucarachas? Oh, te refieres a las personas muertas. Bueno,
¿cómo demonios vamos a saberlo? Los rusos sólo han admitido dos bajas. En
Washington todo el mundo dice que son muchas más, tal vez cientos… En
Nueva York se cuenta que hay ya quince mil muertos.
—¿A quién crees, Warner?
—Querida —suspiró él, volviéndose para lavar la taza antes de marcharse—,
cuando lleves en este sitio tanto tiempo como yo, aprenderás a no creer a nadie.
Emmaline caminó hasta el metro y cogió el tren para Marksiya, uno de los
complejos de estaciones subterráneas del corazón de Moscú. ¿Por qué le
interesaba Smin a Borden? Si el hombre estaba en el hospital, deberían dejarle
tranquilo. Mientras escuchaba al conductor del tren anunciar que llegaba a su
destino, deseó que no sólo a Smin le dejaran en paz, sino que toda la Unión
Soviética pudiera hacer frente con calma a aquel desastre terrible, pero
estrictamente interno. El gran país merecía una oportunidad para intentar curarse
la herida.
Salvo que el desastre no fue meramente interno. No con una nube de gases
radiactivos deambulando por media Europa.
El camino más rápido para reunirse con el novelista en el Hotel Rossiya era
tomar el autobús que contorneaba la Plaza Roja, pero su reloj le dijo que todavía
era temprano. Siguiendo un impulso, atravesó los abarrotados almacenes GUM y
salió a la plaza. Sus tacones resonaban en las baldosas, sorprendiendo a los
turistas soviéticos que paseaban.
En Moscú, era una mañana de mayo tan normal como cualquier otra. Si
alguien pensaba en Chernobyl, Emmaline no oyó que se comentara el asunto. Un
padre con dos niñas señalaba el lugar, sobre el Mausoleo de Lenin, donde habían
estado los líderes del Partido sólo una semana antes para revisar los tanques y los
portamisiles del desfile del Primero de Mayo. Una familia de una de las
repúblicas orientales miraba boquiabierta la Puerta Spassky, mientras un Zil
grande y negro salía de las murallas del Kremlin, con las cortinas echadas y
algún alto personaje dentro. Tres colas separadas de escolares esperaban turno
para entrar en la Catedral de San Basilio, y dos parejas de recién casados se
hacían fotos ante el Mausoleo. Las novias, elegantemente vestidas de gasa
blanca y con guirnaldas de flores en el pelo, colocaban sus ramos envueltos en
celofán ante la tumba, bajo los ojos inexpresivos de los guardias uniformados de
la KGB. Emmaline se detuvo a estudiar a las parejas. Según su experiencia,
todas las novias parecían cohibidas y todos los novios compartían el mismo
brillo desenfocado en los ojos, producto de tres martinis y de su aparente
felicidad. Aquellas dos parecían un poco distintas. Pero los novios tenían el
mismo aspecto ligeramente ansioso.
Emmaline comprendió de inmediato. También para ellos era primavera.
Cualquier encuentro íntimo que aquellas parejas hubieran conseguido tener
durante los últimos seis meses, había estado condicionado por los apartamentos
compartidos, los padres siempre presentes y, sobre todo, por la nieve. No había
paseos románticos por los bosques que rodean Moscú, en enero. Ni en abril,
dado el caso. Así que, ahora, los chorros de hormonas pugnaban por liberarse, y
el sueño de cada uno de aquellos hombres era la noche que tenía por delante,
cuando los padres quedarían excluidos al fin e incluso (¡vaya lujo!) tal vez les
esperaría un viaje en el tren Flecha Roja a Leningrado. Esto significaba un día
entero para visitar la gran galería de arte, el museo antireligión de lo que antaño
fue la Catedral de San Isaac, y el crucero Aurora frente al Palacio de Invierno;
¡pero sobre todo significaba dos noches completas en un compartimento para
ellos solos, con un cerrojo en la puerta y sin que nadie llamase!
Emmaline se sorprendió del fugaz temblor de su propio vientre. Había sido,
de verdad, un largo invierno.
El Hotel Rossiya se anuncia como el segundo más grande del mundo (el
primero también está en la Unión Soviética), pero Emmaline ya sabía andar por
él. Presentó su tarjeta, sin que hiciera falta, al encargado de la puerta y se dirigió
a los ascensores.
El nombre del novelista era Pembroke Williamson, y no estaba en su
habitación. Escoltada por el conserje siempre vigilante, Emmaline recorrió el
largo corredor y, mirando por encima de la baranda de la escalera, le vio con una
taza de té y contando cuidadosamente el cambio en el bufete del hotel.
—Tiene usted periódicos americanos —dijo ella de inmediato, al ver las
páginas asomando por su bolso—. ¿Puedo?
Mientras Pembroke intentaba sumar las monedas inglesas de diez peniques,
los marcos alemanes y las coronas suecas que le habían dado a cambio de su
billete de cinco dólares americanos, Emmaline repasó los titulares. La noticia
había saltado a primera plana; Chernobyl aparecía en todos los periódicos. ¡Y
qué titulares! El New York Post ofrecía el más demencial:
FOSA COMÚN
15.000 ENTERRADOS TRAS ACCIDENTE NUCLEAR
Pero incluso las informaciones de la UPI decían que al menos había dos mil
muertos, y casi todos los periódicos rechazaban las cifras soviéticas.
—¿De modo que cuál es la verdad? —preguntó Pembroke—. ¿Quién está
mintiendo?
—Tal vez todo el mundo —dijo Emmaline, pensativa, intentando echar una
mirada a las tiras cómicas de Bloom County y Andy Capp—. Los rusos siguen
afirmando que hay dos muertos, víctimas directas de la explosión, y nada más.
Por supuesto, admiten que un par de centenares de personas están hospitalizadas
aquí, en Moscú, y Dios sabe cuántas en otros sitios.
—¿Cree usted eso?
—Yo trabajo para el Departamento de Estado. El señor Schultz dijo que
apostaba diez dólares a que los soviéticos están mintiendo.
—¿Qué tal una libra diez en esterlinas y otros dos dólares en calderilla y
cerramos el trato? —sonrió Pembroke.
—Eso es lo que el Secretario de Estado quiere apostar. Personalmente, no
hago apuestas. Ya sabe cómo son las cosas aquí; no conseguimos mucha
información de peso, y la que conseguimos es principalmente secreta. Esperaba
que pudiera usted decirme qué ha pasado.
El novelista se echó hacia atrás, mirándola seriamente.
—¿No teníamos que ir a la editorial?
Su libro sobre Lincoln acababa de ser publicado en la URSS, y los directores
de la Compañía Editora Mir querían convertir en una ceremonia el pago de
regalías mediante un cheque en buenos dólares americanos cambiables.
—El coche nos recogerá dentro de media hora. Mir está solamente a diez
minutos.
—¿Quiere un café? —preguntó el novelista; y cuando volvió con dos tazas,
lo probó, hizo un gesto y dijo—: ¿Recuerda lo que pasó en Florida el 28 de
enero?
—¿Se refiere a la explosión del Challenger?
—Eso es. La lanzadera espacial Challenger. Parece que había un defecto en
las anillas que sujetan el cohete exterior de combustible sólido. La NASA
conocía el defecto desde hacía tiempo, pero no hizo nada hasta que murieron
siete personas.
Emmaline lo miró perpleja.
—¿Qué tiene eso que ver con Chernobyl?
—Creo que es lo mismo, Emmaline. Cuando venía para acá, hice escala en
Londres para entrevistar a un inglés llamado Grahame Leman. Él interpreta que
cosas como Chernobyl y el Challenger son el resultado de lo que llama el
«PBT»…, es decir, el sistema político-burocrático-técnico de tomar decisiones.
Verá, lo que Leman dice es que las decisiones técnicas no se toman solamente en
base a consideraciones técnicas. Los técnicos no querían que el Challenger
despegara ese día. Las fuerzas que sí lo querían eran burocráticas y políticas. Los
burócratas son quienes mandan, así que sus decisiones prevalecen sobre las
decisiones de los técnicos, sólo porque el que está arriba puede más que el que
está abajo. Las presiones políticas son otro factor. La NASA quería mejorar su
propia imagen; no le convenía otro retraso.
—¿No me estará usted diciendo que lanzaron la nave sabiendo que era
peligrosa?
—No exactamente, Emmaline. Sólo digo que no quisieron saber que era
peligrosa. No hay una banderita que se levante anunciando: ¡Peligro!; es
únicamente un cálculo de probabilidades. Lo mismo sucedió en Inglaterra, Dios,
no sé, hace sesenta o setenta años, cuando el avión R-101 se estrelló. Los
ingenieros sabían que el R-101 no estaba a punto, igual que los ingenieros de
Morton Thiokol sabían que el Challenger no lo estaba…, pero eran sólo una pata
del trípode, y los burócratas y los políticos les ganaron. Verá, no quiero que se
forme una idea equivocada. No hablo de políticos y burócratas como individuos.
Son las presiones burocráticas y políticas las que hacen peligroso el síndrome
PBT. El peor accidente de ferrocarril que jamás han sufrido los ingleses se
produjo cuando un maquinista de la Great Western Railroad quiso ganar tiempo
(ésa es la parte burocrática y política) y forzó los sistemas de frenado automático
que le habían detenido cuando pasó una luz roja. No lo hicieron. Se estrelló
contra otro tren. Y diría que lo mismo sucedió en la Isla de las Tres Millas. Y en
Chernobyl. La tecnología en tales casos no es tan mala, ya sabe; lo es la gente
que toma las decisiones, y las razones que tiene para tomarlas… Oh, infiernos —
dijo, sonriendo—. No tenía intención de enrollarme así. Escuche —añadió en un
tono diferente—, hay algo más de lo que quería hablar con usted. ¿Tenemos
tiempo para tomar otra taza de café?
—Si lo bebemos deprisa, sí —dijo Emmaline, sorprendida.
—Bien, al diablo con el café. He recibido una llamada de Johnny Stark.
También era más útil. Cuando el coche blindado devolvió al grupo de Konov
a la granja colectiva abandonada que era su cuartel general, el soldado aceptó
una taza de té del sargento de cocina y se preguntó qué iba a hacer con un día
libre que particularmente no necesitaba.
Arrojar terrones de grafito caliente y radiactivo desde la azotea de la central
para que las excavadoras pudieran recogerlos y llevarlos a sitio seguro, aquello
era útil. Incluso emocionante, pues aquellos trozos de carbón habían sido un
tiempo parte del mismísimo núcleo que estalló y provocó todo el desastre.
También daba miedo, pero era como el teniente había dicho: si te apresurabas y
obedecías las órdenes, no pasaba nada…, a menos, naturalmente, que tropezaras
y cayeras, o que se abriese una brecha en tu traje aislante, o que cualquier otra
cosa saliera mal.
Pero nada había salido mal y el día, en realidad, acababa de empezar. Konov
contó con los dedos y se dio cuenta de que era sábado, el día libre de los
soldados soviéticos… cuando no los llamaban para una inspección por sorpresa
o una marcha de veinte kilómetros, lo que sucedía una o dos veces al mes. Era el
día en que los soldados podían dormir, o jugar al fútbol, o incluso ir a la ciudad y
ver cómo estaban las chicas. Pero, ¿qué iba uno a hacer en un día libre, aquí? Ni
siquiera podía salir del viejo establo que era su barracón sin ponerse el traje
antiradiación, ¿y quién iba a jugar al fútbol con una máscara respiratoria? Aun
suponiendo que hubiera alguien más con quien jugar…
Konov volvió a vestirse y llamó a la puerta del teniente.
—Soldado Konov se presenta al servicio, teniente Osipev —dijo, en posición
de firmes.
El teniente pareció sorprendido.
—¿No me entendiste? Tienes el resto del día libre.
—Sí, teniente Osipev. Deseo volver al servicio.
—¿Qué, te has aficionado de repente a remover mierda? La mayoría de los
hombres está levantando diques.
—Como el teniente diga.
Osipev le miró con curiosidad un instante; luego se encogió de hombros.
—Oh, bien —dijo—. Hay un camión que va a Pripyat con más petróleo para
los pulverizadores. Puedes ir allí, pero date prisa. El camión está a punto de
marcharse.
—Gracias, teniente Osipev —dijo Konov.
Y al marcharse, notó los sorprendidos ojos del teniente clavados en su
espalda.
Konov obedeció. Siempre era mejor hacer lo que los poderosos querían que
hiciera. Luego, durante media hora, se sentó en el interior del portal de uno de
los altos edificios de apartamentos, para vigilar lo que pasaba fuera mientras se
entretenía examinando cuidadosamente cada página. En plena erección volvió a
mirar una de sus favoritas, la foto de una rubita en ropa interior que, de pie,
vuelta de espaldas, con la cabeza girada tímidamente hacia él, empezaba a
bajarse las bragas con el pulgar; y luego la de la morena delgada, casi como un
muchacho, que tumbada de espaldas le miraba impasible entre las piernas
abiertas.
—¿Qué es lo que has robado ahora? —le preguntó su compañero, Miklas,
apareciendo por detrás.
Konov dio un salto. En seguida le tendió una de las revistas y vio cómo los
ojos del otro soldado se abrían como platos mientras pasaba las páginas.
—¿Y hay más así en el camión? —preguntó.
—Docenas más. También samidzat, de todas clases.
—Konov —dijo Miklas, apenado—, ¿sabes lo que valen estas revistas?
Podríamos conseguir diez rublos por cada una.
—También nos podrían arrestar por saqueadores, idiota.
—Sólo si somos tan tontos como para permitir que nos capturen. No somos
saqueadores. Los de la KGB ya nos han ahorrado el trabajo.
Además, ¿qué crees que van a hacer con todo ese samidzat, sino complicarle
la vida a algún pobre hombre? Es nuestro deber —añadió Miklas, de repente
lleno de virtud— proteger los intereses de las personas que fueron expulsadas de
sus casas sin aviso. ¡Tenemos que hacer lo que podamos para evitar que les
causen daño!
Cuando los agentes de la KGB volvieron, con las manos llenas de más
papeles y una radio de onda corta, vieron a Konov y a Miklas en el interior del
camión pasando el detector de radiación sobre los fardos de papeles.
—¡Eh! —gritó uno—. ¡Gilipollas! ¡Marchaos de ahí inmediatamente!
Miklas se volvió hacia ellos con aire de disculpa, sin dejar de pasar el
aparato por encima de las revistas.
—Lo lamento mucho, señores —dijo obsequiosamente—, ¡escuchen!
El detector estaba sonando.
—¿Qué es eso? —demandó el KGB—. ¿Está este material contaminado?
—Me temo que todo —dijo Miklas, apenado—. ¿Lo han encontrado cerca de
alguna ventana abierta? ¿Tal vez expuesto al polvo? La radiactividad es tan
traicionera, señores, que uno nunca puede distinguir lo inofensivo de lo
mortífero… ¡Pero escuchen! ¡El contador va a rebasar el límite!
Entre maldiciones, los KGB sacaron a patadas los papeles del camión y se
marcharon. En cuanto estuvieron lejos, Miklas quitó el pedazo de barro
radiactivo del detector y Konov lo regó profusamente con petróleo.
—Ahora —sonrió Miklas—, nuestro único problema es cómo vamos a llevar
las revistas a los barracones.
No las podían transportar por las buenas.
—¿Tal vez una o dos cada vez? —insinuó Konov—. Podemos esconderlas
en alguna parte y llevarnos una o dos en cada viaje, escondidas dentro de los
pantalones.
Pero la expresión de Miklas había cambiado. Pasaba frenéticamente el
detector, ahora limpio, sobre las revistas.
—No junto a mis pelotas, maldita sea —gruñó, pues el instrumento emitía su
señal de contaminación más fuerte que nunca.
31
Domingo, 11 de mayo.
Justo antes de que oyera que su hijo mayor había sido arrestado por posesión
de drogas, Simyon Smin despertó de un sueño aterrador. En el sueño, le parecía
haber sido capturado por enemigos (nazis, guardias de un campo de
concentración, la Inquisición española)… No podía decir quiénes eran, pero le
habían apuñalado un centenar de veces y le habían atado a una cama mientras
máquinas infernales zumbaban y chirriaban y borboteaban a su alrededor.
Qué lástima, pensó, que el sueño no fuera tal. Todas aquellas cosas eran
reales; pese a que quienes se las habían hecho no eran enemigos: estaban
intentando salvarle la vida, no matarle entre tormentos; pero igualmente tenía
agujas clavadas en los brazos, las muñecas y el cuello, y su costado era una masa
de contusiones allí donde no había sarpullidos o llagas abiertas.
Su primer pensamiento, una vez despierto, fue para asegurarse que el
cuaderno seguía aún bajo la almohada. El segundo fue para su cuerpo. Con
esfuerzo, levantó el borde de la sábana y se miró. Su cuerpo no estaba solamente
desnudo. Estaba pelado. Lo lampiño de su pecho no terminaba al borde de la
gran quemadura de la guerra. No tenía pelo en absoluto, en ninguna parte, ni en
la cabeza. Incluso su miembro aparecía tan descubierto y expuesto como el de un
niño de seis años… y, pensó, igual de útil.
No hacía falta que le dijeran que el trasplante de médula ósea de su hijo
mayor no había dado resultado. Su cuerpo se lo comunicaba a través del dolor y
del sofoco de la fiebre.
—Camarada fontanero —pidió débilmente—. ¿Puedes llamar a una
enfermera? Necesito el bacín con urgencia.
—¡En seguida! —respondió Sheranchuk desde la otra cama, con voz
preocupada—. Pero su hijo Vassili ha venido a verle.
—Entonces que vaya a buscar a la enfermera, y que entre después.
—Ya has oído —le dijo Sheranchuk al muchacho, que esperaba en la puerta,
forzando una sonrisa que le reconfortara y preguntándose qué nueva
preocupación hacía que Vassili Smin pareciera a punto de llorar—. El puesto de
las enfermeras está al final del pasillo.
—Claro —dijo Vassili, mirando una vez más, horrorizado, hacia la cama de
su padre.
Las mamparas no alcanzaban a ocultarlo todo. Vassili vio las abrazaderas que
parecían largas y feas tijeras, aplicadas a las conexiones de los tubos para
mantenerlos tiesos, las mangueras negras y de color naranja que colgaban de las
bolsas de plástico… y, lo peor de todo, la caja azul que zumbaba y parpadeaba
con luces rojas. Cuando encontró a una enfermera y hubo regresado a la
habitación, Vassili se sentó resueltamente junto a la cama de Sheranchuk, sin
mirar hacia su padre, intentando no escuchar aquellos sonidos feos e íntimos que
provenían de él.
Sheranchuk intentó ayudarle.
—Mira —dijo, hablando para ocultar los ruidos—, mira lo que los médicos
americanos nos han traído.
Sacó una pequeña linterna, una calculadora de bolsillo y, lo mejor de todo,
una cajita extremadamente plana que cabía en la palma de la mano y que era un
despertador electrónico.
—También le han dado lo mismo a tu padre. Tal vez te regale la calculadora.
Pero Vassili no salía de su abatimiento.
—¿Qué es lo que pasa, Vassili? —preguntó Sheranchuk, alarmado—.
¿Alguna mala noticia que te preocupa?
El niño le miró a través de las lágrimas.
—Sí, tengo malas noticias, y lo que me preocupa es que debo decírselo a mi
padre.
Han pasado dieciocho días desde la explosión en la central nuclear. Todos los
televisores de la Unión Soviética están encendidos y a la espera de un mensaje
importante, y Mijail Gorbachov aparece en la pantalla. Su rostro es grave, pero
su presencia firme. Empieza a hablar:
—Buenas noches, camaradas. Como todos ustedes saben, una desgracia ha
caído sobre nosotros: el accidente de la central nuclear de Chernobyl. Ha
afectado dolorosamente al pueblo soviético y ha provocado la ansiedad del
público internacional. Por primera vez en la historia nos hemos enfrentado a una
fuerza tan siniestra como la energía nuclear que ha escapado al control.
»¿Qué es lo que sucedió?
»Según los especialistas informan, la capacidad del reactor se incrementó de
repente durante una desconexión programada en la cuarta unidad. La
considerable emisión de vapor y la reacción subsiguiente dieron como resultado
la formación de hidrógeno, su explosión, el daño al reactor y la descarga
radiactiva correspondiente.
»Es aún pronto para emitir un juicio sobre las causas del accidente. Todos los
aspectos del problema (diseño, construcción, técnico y operacional) están siendo
investigados de cerca por la comisión del Gobierno.
»No hace falta decir que cuando se complete la investigación del accidente y
se llegue a las conclusiones necesarias, se tomarán medidas para evitar la
repetición de algo parecido.
—El accidente de Chernobyl —decía Gorbachov— nos muestra una vez más
el abismo que se abrirá si una guerra nuclear se abate sobre la humanidad. Pues
inherentes a los arsenales nucleares almacenados hay miles y miles de desastres
aún más horribles que el de Chernobyl…
»La era nuclear demanda un nuevo enfoque de las relaciones internacionales,
la suma de esfuerzos entre estados con diferentes sistemas sociales para poner
fin a la desastrosa carrera armamentista y lograr una mejora radical del clima
político mundial…
Pero en la habitación de Simyon Smin, en el Hospital número 6 de Moscú,
nadie escuchaba las palabras que brotaban del televisor, aunque Vassili Smin
miraba fijamente la pantalla con los ojos inundados de lágrimas. Su hermano
Nikolai estaba apoyado contra la ventana, con la frente en el cristal y los ojos
cerrados. Su madre miraba al vacío con una expresión que no era airada ni triste,
sino la mirada frustrada de una mujer que no podía creer que las cosas le
hubieran salido tan mal.
Al otro lado de la habitación, su abuela le cerraba los ojos al padre. Las
mamparas de plástico habían sido apartadas. La máquina renovadora de sangre
estaba en silencio, con las luces apagadas. Simyon Smin parecía dormido, con la
boca abierta y la cara franca y amistosa convertida en una máscara.
—¿Qué dijo antes, que nueve personas habían muerto a causa de Chernobyl?
—preguntó Aftasia—. Ahora ya son diez.
33
Viernes, 16 de mayo.
Sheranchuk vio cómo la anciana hablaba con los hombres del Comité
Central, impaciente porque la ceremonia empezara. Una mujer vestida con un
bonito vestido beige se le acercó.
—Soy la doctora Ajsmentova —anunció—. La hematóloga del Hospital
número 6. Estaba a cargo de los análisis de sangre de usted y de todos los otros
pacientes.
—Gracias por su trabajo —dijo amablemente Sheranchuk—. No la había
reconocido sin la bata blanca.
—Pero yo le reconocí a usted, camarada Sheranchuk. He hecho lo posible
por saber quién era para poder hablarle antes que le den de alta. Será mañana,
¿no?
—Eso espero —dijo Sheranchuk, alarmado—. ¿Hablarme de qué?
La mujer se pasó la lengua por los labios.
—Esperaba que su esposa le informaría de este asunto, pero creo que se ha
marchado.
—La enviaron de regreso a su trabajo regular, sí. ¿De qué asunto habla?
—Verá… —reflexionó la doctora—. Realizo mi labor con mucho cuidado.
No es suficiente ser técnicamente correcta. Según mi punto de vista, mi deber
me obliga a advertir a mis pacientes sobre cualquier hecho inusitado que
encuentre.
Sheranchuk empezaba a enfadarse con aquella meticulosa mujer.
—¿Y qué hechos ha descubierto sobre mí? —preguntó, con un tono más
irónico de lo que pretendía.
—No sólo sobre usted, camarada Sheranchuk. Sobre su esposa y el chico,
Boris Sheranchuk.
—¿Sí? —inquirió él, definitivamente irritado.
—Su sangre es del tipo O, camarada Sheranchuk. Su esposa es del tipo A. El
chico, AB.
Se colocó las manos en la cintura cuando terminó de hablar, mirándole en
silencio.
—La verdad, doctora Ajsmentova —protestó él—. No entiendo nada de esos
asuntos. Si es peligroso para mi hijo…
Pero ella negó con la cabeza.
—No es peligroso para su salud, no, ése no es el caso. Tengo experiencia
como testigo en este tipo de asuntos. En juicios de paternidad, por ejemplo,
donde los grupos sanguíneos pueden identificar al padre de un hijo ilegítimo. Y
le aseguro, camarada Sheranchuk, que si su esposa hubiera entablado un juicio
de paternidad contra usted cuando nació el niño, usted no habría podido
perderlo.
Los momentos más felices no habían llegado aún cuando Milaktiev regresó a
su oficina. Saludó a su secretaria, abrió la puerta de su despacho privado y se
detuvo, mirando la mesa.
En ella había un sobre grande, cuadrado, y alguien había escrito a mano: A la
atención personal de A. P. Milaktiev, exclusivamente.
Milaktiev dejó la puerta abierta, se acercó a la mesa y abrió el sobre, tras
forcejear con el triple lacre. Miró el documento que había en el interior. No lo
acompañaba ninguna carta. No constaba ningún nombre en él, ni en el sobre. No
había nada que indicase de dónde procedía, pero lo que decía era muy claro.
Proponía «Un Movimiento para la Renovación Socialista» y, aunque estaba
escrito en un lenguaje formal y frío, el texto era sorprendente. Cada frase saltaba
del papel:
Nuestro país ha alcanzado un límite más allá del cual amenaza un retraso
insuperable… La URSS está a punto de convertirse en una de las naciones
subdesarrolladas… Hay que combinar reformas políticas y económicas…
Exigimos diferentes organizaciones políticas que compitan, controladas por el
pueblo a través de elecciones libres… Debemos cumplir con principios tan
fundamentales del Estado socialista como la libertad de expresión, prensa y
reunión, la inmunidad personal, de correspondencia privada y de llamadas
telefónicas, y la libertad de asociación…
Todo estaba allí, palabra por palabra.
Milaktiev leyó el documento, las diecisiete páginas escritas a máquina,
mientras la secretaria le miraba con curiosidad a través de la puerta abierta.
Después alzó la voz en un rugido:
—¡Margetta Ivanovna! ¿Qué es esta cosa? ¿De dónde ha venido?
Ella corrió nerviosa a su lado.
—La entregaron en mano. Un soldado. Dijo que era urgente y sólo para
usted…
—¿Y no le preguntó su nombre? ¿No le hizo que mostrara ningún tipo de
identificación? ¿Y si hubiera sido una bomba o algo infectado con una
enfermedad mortal? ¿Le parece bien permitir que cualquier criminal entre aquí y
deje lo que le venga en gana en mi despacho mientras estoy ausente y usted está
a cargo de todo?
La secretaria rompió a llorar al minuto siguiente, no tanto por la violencia de
las palabras sino por el terrible contraste que había con sus maneras
habitualmente amables. Bueno, pensó él, ya volvería a ser cortés con ella en
cualquier otra ocasión. Lo importante era que se diera cuenta de que estaba
completamente sorprendido, incluso indignado por el hecho de que aquel
documento subversivo hubiera aparecido de la nada… Porque, cuando
empezaran a investigar quién lo había mandado, el último lugar donde mirarían
sería entre aquellos que habían recibido una copia de un extraño.
34
Lunes, 19 de mayo.
La cena fue lo de costumbre: sopa, pescado salado, patatas. Durante ella, sin
embargo, circuló un rumor: dentro de treinta días las tropas iban a ser relevadas,
pues el reemplazo del verano proporcionaría nuevos reclutas en abundancia.
—Bueno —dijo su amigo Miklas, que mojaba pan en el té—. Dejemos que
los novatos se frían las pelotas.
Konov siguió comiendo en silencio durante un momento.
—Creo que me gustaría seguir aquí —dijo con despreocupación.
Miklas no pudo ocultar su asombro.
—¿Qué estás diciendo, Seryozha? —preguntó—. ¡Aquí no hay ni chicas que
te tienten a quedarte!
—Tampoco hay chicas en Mtintsin, sólo cerdos —dijo Konov, doblando
cuidadosamente su rebanada de pan negro para morderla.
—Los cerdos de Mtintsin por lo menos hablan ruso. ¡Aquí, ni chicas, ni
siquiera algo que beber!
—Pues si te dedicas a beber lo que despachan en Mtintsin, acabarás ciego.
—Prefiero estar ciego a que se me quemen las pelotas —dijo Miklas
seriamente—. ¿Cómo sabes que no serás el siguiente en ganarte una tumba de
héroe?
Konov no tenía respuesta para aquello, aunque, de hecho, había pensado
mucho sobre el particular. Su conclusión había sido que, por una vez, las órdenes
del Ejército tenían sentido. Por consiguiente, seguía meticulosamente las
instrucciones que le habían dado sobre las cosas que tocaba, el aire que respiraba
y lo que hacía. Permanecía en el viejo establo convertido en barracón con las
ventanas bien cerradas, cuando no estaba de servicio. Nunca había estado tan
limpio. Se duchaba por lo menos seis veces al día. Se lavaba la ropa (su propio
uniforme, no el mono protector que le entregaban cada vez que salía) siempre
que se la ponía. En el exterior, nunca se quitaba la gorra, la máscara o los
guantes, no importaba lo mucho que sudara. Y todos los días guardaba cola ante
el puesto de control médico para que le sacaran sangre, y el informe decía
siempre que su sangre aún contenía cantidad suficiente de aquellas cositas
blancas que eran lo que la radiación mataba primero.
Durante tres semanas y media, Konov había realizado una docena de tareas
diferentes en la limpieza de los destrozos de la explosión de Chernobyl. Lo más
terrible fue subir corriendo al tejado de la central para arrancar los trozos de
grafito; allí sentías el calor del sol por un lado, y por otro el calor que aún
irradiaba del gran núcleo de grafito y uranio. Lo había hecho tres veces, pero
aquel trabajo concreto ya había terminado. El resto fue simple rutina: levantar
diques de sacos de arena en la laguna refrigeradora de la central, desviar las
pequeñas corrientes que desembocaban en el río Pripyat, montar solitarias
guardias nocturnas en el perímetro de treinta kilómetros de la zona, entre las
torres de vigilancia levantadas para impedir que los locos intentaran volver a sus
perdidos hogares.
Lo que a Konov le gustaba más era que le asignaran alguna misión en la
ciudad desierta de Pripyat; cualquier misión, desde derramar goma líquida sobre
los coches abandonados a cargar escombros en los camiones que se los llevarían.
Había llegado a pensar en Pripyat como en su propia ciudad. La conocía tan bien
como conocía el Leninskaya Prospekt, junto a su casa de Moscú; desde el
pequeño parque de juegos para niños (¿dónde estaban los niños ahora?, ¿volvería
alguno a montar en aquellos columpios rojos y blancos?), hasta la tierra
removida a lo largo del bulevar principal, donde tanto los rosales como el césped
habían sido arrancados por las excavadoras. Incluso le gustaban las largas
noches de guardia en la ciudad, el fusil al hombro, dispuesto a utilizarlo contra
los saqueadores, mientras se oía el aullido lastimero de los perros abandonados,
alzándose de ninguna parte bajo la luna llena. Pero, fuera cual fuese el trabajo,
Konov lo hacía, y nunca se quejaba, y se despertaba por la mañana siguiente
despejado y ansioso por continuar.
Su teniente apenas reconocía al nuevo soldado Sergei Konov.
El siguiente día tocaba orinar en la botella. Antes del desayuno, todos los
soldados del barracón formaban cola para orinar uno tras otro, en una probeta de
análisis. El especialista en radiación pasaba su detector; pero, hasta el momento,
ninguna partícula de veneno parecía haberse introducido en el cuerpo de Konov.
Así que, pensaba el soldado, no había razón para no quedarse si elegía hacerlo. Y
lo había elegido. No le gustaba la idea de compartir la zona con un centenar de
reclutas novatos que no comprenderían lo que había sido aquello los primeros
días después de la explosión. Se preguntaba, además, qué sucedería con los
nuevos oficiales. El mando actual había resultado bastante fácil de tratar; el
teniente Osipev incluso había dejado de ordenarle que se cortara el pelo. Pero los
nuevos, venidos de fuera, podrían cambiarlo todo, y entonces las cosas podían ir
tan mal como en el campamento de instrucción.
Sin embargo, sabía que quería pasar los últimos días (¿cuántos eran?, ¿sólo
treinta?, ¿menos de mil horas?) de su servicio militar allí mismo; en la zona
evacuada, ayudando a reparar el mortífero destrozo de Chernobyl.
Cuando Konov recogió su desayuno aquella mañana y se lo llevó a un
rincón, el teniente se le acercó, se sentó junto a él y encendió un cigarrillo.
—Sigue comiendo, Konov —ordenó—. Esto no es oficial. Apenas una
charla informal, si no te importa.
—Como usted quiera, teniente Osipev.
—Me gustaría hacerte una pregunta, Konov. ¿Por qué te has ofrecido
voluntario para quedarte aquí?
—Para servir a la Unión Soviética, teniente Osipev.
—Sí, por supuesto —gruñó el teniente—. Pero nunca habías sido tan
servicial. Me tienes intrigado desde hace mucho tiempo, Konov. No eres un
gilipollas. Tienes educación, después de todo. Podrías haber llegado a cabo.
Podrías incluso haber ido a un batallón de formación para ascender a sargento.
¿Por qué eras tan puñetero?
Konov le miró y decidió decirle la verdad.
—El hecho es que lo único que quería era salir del Ejército lo antes posible,
teniente.
—Humm —dijo el oficial, que no había esperado otra respuesta—. Pero
después de todo, Konov, el Ejército no es tan malo. Como soldado, claro, es una
cosa. Pero podrías considerar la posibilidad de ingresar en una de las
academias… La de Frunze, por ejemplo, que es donde yo me gradué. Como
oficial, la vida militar es completamente distinta.
—Agradezco su consideración, teniente —dijo Konov con cortesía,
terminando el pan moreno y las gachas y guardando la rebanada de pan blanco
para mojarla en el té.
—La Unión Soviética necesita buenos oficiales, Konov —señaló el teniente
—. La Gran Guerra Patriótica no fue la última que habrá, ya sabes. Nuestro país
estuvo entonces en grave peligro. Hubo grandes batallas en esta zona. Los
alemanes de Hitler, en 1941, llegaron hasta aquí mismo, y los pantanos de
Pripyat fueron nuestra mejor defensa.
—¿Y aun así se abrieron paso? —preguntó Konov.
—No a través de los pantanos. Los tanques de entonces no podían hacer eso.
Se combatió duramente en Chernigov, a cien kilómetros al este, y alrededor de
Kiev, al sur. Fue una mala época, Konov, ¿pero qué consiguieron los nazis al
final? Llegaron hasta Stalingrado, y allí aprendieron lo que es la retirada. ¿Por
qué? Por causa de los valientes soldados y oficiales del Ejército Soviético. Tú
podrías ser uno de ellos. No —dijo, levantándose—, no me des una respuesta
ahora. Sólo quiero que lo pienses.
Cuando el teniente se marchó, Miklas se acercó.
—¿Qué quería?
—Invitarme a tomar el té en el club de oficiales, claro. ¿Qué pensabas?
Ahora vayamos al trabajo. Hoy volveremos a Pripyat.
—Dámelo —ordenó Konov cuando el coche blindado les dejó junto a la
vacía fábrica de aparatos de radio.
Miklas se metió la mano en el blanco mono protector y, sarcásticamente,
sacó la bolsa con las sobras de comida que Konov había pedido de los
desperdicios de la cocina.
—Su cena, excelencia —dijo obsequiosamente—. Espero que su excelencia
cene bien.
Konov no le hizo caso. Sacó su propia bolsa, llena de cortezas de pan y de
huesos de cerdo de la comida de los oficiales, y buscó un lugar apropiado donde
dejarlos para los animales abandonados de Pripyat.
—Sabes que van a morir de todas formas —dijo Miklas.
—Todos moriremos tarde o temprano —dijo alegremente Konov—. Si
puedo, retrasaré un poco ese día para los perros.
Miklas suspiró.
—¿Sigues dispuesto a ofrecerte voluntario para quedarte aquí?
—¿Por qué no?
—¡Hay mil razones para no quedarse! Si quieres presentarte voluntario para
algo, ¿por qué no para trabajar en una de las nuevas residencias que van a
construir para los granjeros? Al menos allí habrá gente.
—¿Y sudar catorce horas al día cavando cimientos para las casas? No
cuentes conmigo —dijo Konov, aunque aquélla no era la razón verdadera por la
que había descartado la idea.
—Al menos, de un trabajo así no saldrás con dos cabezas —gruñó Miklas.
—En tu caso, otra cabeza no te vendría mal. Elige tu edificio.
—Oh, creo que habría que vigilar la fábrica más de cerca —dijo Miklas de
inmediato.
—Entonces hazlo —repuso Konov.
Sabía que lo que Miklas quería vigilar era la docena de cajas de kvass y
coca-cola que los primeros soldados habían encontrado en la cantina de la
fábrica. Ahora ya habían consumido la mitad. Pensó en advertir a Miklas del
riesgo de quitarse la máscara para beber una coca, pero sabía que no serviría
para nada. De todas formas, se consoló, el interior de la fábrica estaba bastante
limpio.
La cuarta parte de Pripyat lo estaba, en realidad. Bueno, casi limpia. En los
mejores edificios había bolsas de radiación intratable (impregnando los
cimientos o encastadas en las grietas) que necesitarían de un grupo de
demolición para desaparecer. Tales edificios estaban marcados con los signos de
aviso, y al pasar junto a ellos había que apresurarse. Pero existían bloques
enteros donde el nivel de radiación se situaba apenas por encima de lo normal.
En la superficie, sin embargo, Pripyat apenas había cambiado en tres
semanas. Era como una formación geológica sin vida. No cabía duda de que
algún día acabaría por erosionarse, pero ello ocurriría dentro de mucho tiempo.
Nada más cambiaría. Las puertas que quedaron abiertas continuaban abiertas.
Los esquíes y los cochecitos de los niños y las bicicletas permanecían intactos en
las terrazas y balcones. Los coches abandonados bajo los árboles, con las fundas
que los protegían contra los elementos, no habían sido movidos. Las lluvias y los
vientos acabaron por enrollar en torno a los cables la ropa tendida, de modo que
ya no danzaba con la brisa; alguna había bailado con demasiada pasión y acabó
por romperse y soltarse, y ahora yacía en una cloaca o estaba ensartada en un
rosal. Konov se detuvo en una esquina, dudó, y luego entró en el edificio de
apartamentos de la derecha.
Aquellos edificios eran nuevos, levantados para los trabajadores de la central
de Chernobyl, y aunque fueron construidos a la carrera el cemento era sólido y
las instalaciones funcionaban. Por supuesto, ahora no tenían electricidad. El
ascensor estaba en la planta baja, con la puerta abierta, pero Konov apenas le
prestó atención y empezó a subir las escaleras.
La mayoría de los inquilinos habían cerrado cuidadosamente sus
apartamentos cuando se marcharon. En el piso superior, Konov intentó abrir las
puertas: las cuatro estaban cerradas. Esto era todo lo que tenía que hacer, pero
además aplicó la oreja contra cada una de las puertas. Aunque no esperaba
encontrar saqueadores, siempre existía la posibilidad de que algunas familias, en
el pánico y la prisa, hubieran dejado olvidado un gato, un perro, un pájaro…
No se oía nada. Konov bajó un piso y repitió el proceso en la quinta planta.
Otra vez nada; pero en la cuarta planta una familia llamada Dazchenko, según
leyó en la placa de la puerta, se había marchado tan a la desesperada o tan
alocadamente que no echó el cerrojo a la puerta. Konov la abrió y entró en el
oscuro pasillo para echar un vistazo.
Arrugó la nariz, disgustado ante el aire del interior. Olía muy mal. Su
obligación, no obstante, no era oler, sino mirar, y empezó la inspección. A la
izquierda de la entrada había una habitación de niño… No, se corrigió Konov, de
dos niñas: sus ropas colgaban de la pared. Una de ellas debía de tener unos
cuatro años. La otra poseía la falda y la blusa del uniforme de pionera. La
habitación de al lado pertenecía a los padres; una cama de matrimonio la
ocupaba casi toda. La cama estaba aún sin hacer, y los cajones de la cómoda
aparecían abiertos, y su interior desordenado. En la pared había un retrato de
Lenin, pero (Konov sonrió) también había un icono. Los dos dormitorios
brillaban a la luz que entraba por las ventanas, pero los desagradables olores
persistían.
Si hubiera sido su propio apartamento, pensó Konov, habría abierto todas las
ventanas inmediatamente; pero no lo era, y además, ¿para qué serviría? Lo que
oliera tan mal seguiría oliendo mal, y una ventana abierta dejaría entrar la lluvia
la próxima vez que cambiase el tiempo.
Y a este lugar, en este momento, no eran sólo moho y herrumbre lo que la
lluvia podía traer.
El olor a podrido procedía de la cocina. La puerta de la nevera había quedado
abierta. Lo que había en su interior, fuera lo que fuese, se había descompuesto.
Jadeando, Konov cerró la puerta; era todo lo que podía hacer, aunque se
preguntó si los gases de la descomposición de aquello (¿qué era?, ¿un pollo?,
¿un estofado?) no volarían la puerta.
Era, ciertamente, un bonito apartamento. Al fondo del pasillo había dos
puertas pequeñas; una daba a un lavadero, la otra a un retrete, y alguien había
recortado cuidadosamente fotos de alguna revista extranjera (Konov pensó que
el idioma era sueco o alemán), y las había pegado en la parte interior. Las fotos
eran de Lady Di y su esposo, el príncipe de Gales; así que aquí era donde las
niñas se sentaban a hacer sus necesidades mientras miraban románticamente a la
hermosa pareja real. En el dormitorio había un aparato de televisión pequeño
pero bastante nuevo; estaba colocado en el suelo, los cables estaban enrollados
cuidadosamente encima… El padre había intentado llevárselo, sin duda, para
descubrir en el último momento que era imposible trajinar más cosas.
Pero no había ningún saqueador ni ningún animal abandonado, y Konov
tenía que seguir investigando. Forcejeó con la cerradura de la puerta del
apartamento hasta que consiguió que se cerrara tras él; así al menos, cuando
regresara, la familia encontraría la casa tal como la había dejado. Con olores y
todo. Si regresaba.
Sheranchuk se dijo que acaso Tamara estuviera preocupada por su salud. Ello
explicaría la ligera reserva, la abstracción ocasional, la forma dubitativa en que
hablaba de vez en cuando.
También podría ser que pensara en lo mismo que él, concretamente en lo que
la doctora Ajsmentova le dijo en el entierro de Smin.
Aunque había tenido cuatro días para reflexionar, Sheranchuk no habló con
nadie del tema, ni siquiera con su mujer…, especialmente no con su mujer. Pero
durante los cuatro días había pensado en otras muy pocas cosas. Había analizado
todos los momentos de su vida conyugal. En particular, se había esforzado por
recordar cada detalle y cada incidente de la época en que su mujer quedó
embarazada. Sí, cierto, se dijo apenado, habían atravesado un período
tormentoso en aquella época. Sostuvieron muchas y agrias discusiones.
¡Tonterías! Él se había sorprendido al descubrir que Tamara estaba celosa.
Atolondradamente, había intentado bromear:
—¡Oh, sí! Todas las chicas van detrás de mí. ¡Son mis dientes de acero lo
que las enloquece de pasión!
—No me importa que las chicas vayan detrás de ti —había dicho ella
glacialmente—. Me preocupa que tú te intereses por las chicas.
—¡Pero eso no es cierto! —rugió él—. Te comportas como una estúpida.
Aquella noche, Tamara durmió en una butaca al otro lado de la habitación
mientras Sheranchuk se agitaba, solo y desvelado, en la cama.
Pero la cuestión era que sus celos no carecían totalmente de fundamento.
Había una mujer que le interesaba. Trabajaba en el departamento de personal en
la central térmica próxima a Moscú. Sheranchuk nunca la había tocado, pero
admitía que la deseaba. Aún peor: dado que los dos trabajaban en la misma
planta, tenían las vacaciones al mismo tiempo y en el mismo sitio. No había
pasado nada (principalmente, admitía Sheranchuk, porque ella se dedicó en
seguida a otro hombre), pero estaba preparado para una explosión cuando
volviera a casa. Ante su sorpresa, Tamara le había recibido muy bien. De hecho,
se mostró excepcionalmente cariñosa, casi como en una segunda luna de miel.
La pregunta que ahora tenía en mente era qué habría estado haciendo ella
mientras él estuvo de vacaciones, y con quién.
En el piso de abajo, los Didchuk hacían lo imposible por no oír los pesados
pasos que sonaban en el techo. Se preparaban en aquel momento para ir a la
estación a recoger a su hija, que regresaba.
—Me pregunto —dijo Oksana Didchuk en tono ausente, levantando una
esquina de la cortina para asomarse a la calle—, si no cometemos un error
dejándola volver a casa tan pronto. Después de todo, el campamento no nos
cuesta nada.
—Ya hemos discutido eso, querida —respondió su esposo—. Nos echaba de
menos, simplemente, y además no hay peligro.
Miró las marcas de tiza en la pared, trazadas la semana anterior por los
equipos detectores de radiación: certificaban que el apartamento no registraba
nada por encima de los niveles normales.
—Supongo que no —dijo Oksana, sombría. Y en tono más bajo, añadió—:
Los coches siguen ahí.
Su marido asintió.
—¿Quieres servirme más té, por favor?
—Estoy preocupada —dijo ella.
No especificó el motivo de su preocupación, que podía ser desde la conducta
de la pareja de evacuados que habían aceptado (el marido, que ahora había salido
a buscar trabajo, parecía buen tipo, pero la mujer permanecía encerrada en la
habitación que les habían cedido, llorando sola) a lo que sucedía en el piso de
arriba. Didchuk prefirió interpretarlo como concerniente a su hija.
—Después de todo —dijo, forzando una sonrisa—, si Kiev es lo bastante
segura como para acoger evacuados como nuestros huéspedes, entonces no es
lógico que la niña tenga a su vez que ser enviada a otro sitio.
Oksana suspiró.
—Supongo que también debemos ir pensando en traer de vuelta a tus padres.
—Están muy bien con mi hermana —dijo Didchuk—. Deja que los tenga
una temporada.
—Pero espera un niño, y, oh —dijo ella, feliz de haber encontrado un tema
de conversación apto para apagar los sonidos que venían de arriba—, he leído un
artículo muy interesante en la revista Mujer Trabajadora. ¿Sabías que el setenta
por ciento de las mujeres de las ciudades, y más del noventa por ciento de las
que viven en zonas rurales, acaban su primer embarazo con un aborto ilegal?
—¿Un aborto ilegal? Pero eso es terrible —dijo Didchuk indignado, tan feliz
como su esposa por haber descubierto algo de que hablar—. ¿Y por qué ilegal, si
puedo preguntarlo?
Oksana Didchuk miró a su esposo durante un momento.
—Supongo que nunca has ido a una clínica abortista.
Didchuk pareció enfadado, casi hostil.
—¡Bueno, tú tampoco!
—No, no —le tranquilizó ella—. Al menos, no para mí. Pero cuando Irina
Lavcheck se quedó embarazada me pidió que la acompañase.
Didchuk no frunció el ceño, pero estuvo a punto.
—¿La que está embarazada ahora?
—Su marido le pega. No quería un hijo suyo, sino el divorcio.
—Si llevaba un hijo suyo, él hacía algo más que pegarle. —Se interrumpió
para escuchar los sonidos de la escalera. Parecía que se oían voces en el rellano
de arriba. Parpadeó—. ¿Qué decíamos? Ah, que abortó y tú fuiste con ella para
sostenerle la mano.
—Querido —dijo Oksana intranquila—, no fue fácil para ella. También era
hijo suyo, ¿no? Además, para conseguir un aborto legal tuvo que pedir antes un
permiso médico especial, así que, por supuesto, todo el mundo lo sabía. Y
cuando vas a la clínica, ¿sabes qué es lo primero que ves? Un cartel enorme que
dice: «¡Madre, no asesines a tu hijo!»
—No es obligatorio mirar el cartel, ¿no?
—Es imposible no verlo. Y la operación es verdaderamente desagradable, ya
que a menudo no malgastan anestesia en una mujer que quiere abortar.
Didchuk se pasó la lengua por los labios.
—¿Qué será entonces de nuestro país? —preguntó—. Si hay tantos abortos,
¿cómo podrá el país mantenerse fuerte en la próxima generación?
Oksana no respondió directamente. La única respuesta adecuada habría sido
señalar que ellos mismos tenían solamente un hijo, y que si ella no necesitaba
abortar la razón principal era que habían podido conseguir una prescripción
médica para los escasos recursos anticonceptivos disponibles. No le agradaba
haber sacado a colación el tema, pero dijo:
—Cualquier chica, por tonta que sea, sabe todo esto porque sus amigas
mayores se lo cuentan. ¿Y qué hace entonces? Tal vez no quiera un aborto legal,
porque si es demasiado joven tendrá que obtener el permiso de sus padres. Hace
lo que sus amigas han hecho. Va a una comadrona.
—¡Y a veces, como resultado, muere!
—Sí, es cierto, pero… ¿qué es eso? —preguntó Oksana, mirando a su
marido.
Él había alzado la mano. Escuchaba.
Oksana oyó rumor de pasos en la escalera. Se atrevió a entreabrir la puerta y
la cerró con suavidad.
—Se marchan —susurró.
—Ah —suspiró su marido.
Parecía que los hombres eran muchos, y caminaban despacio, murmurando
entre ellos. Oksana miró por la ventana con cuidado.
—Están entrando en los coches. Sí, y ahora se marchan.
—Ah —dijo su marido. La miró—. ¿De qué estábamos hablando?
—No me acuerdo. ¡Bien! ¡Si tenemos que ir a la estación esta tarde, más vale
que prepare el almuerzo!
Cuando se disponían a comer oyeron ruido de gente moviéndose en el piso
de arriba. Ahora los pasos eran más suaves, y había menos: los Smin restauraban
el orden en su apartamento. Los Didchuk no hicieron ningún comentario, ya que
nada se ganaba hablando de los agentes del Estado, especialmente cuando
alguno de ellos podía estar aún merodeando. Incluso media hora después,
cuando llamaron a la puerta, los dos se sobresaltaron.
Pero era sólo la vieja Aftasia Smin, que parecía bastante alegre y
despreocupada para tratarse de alguien a quien acababan de registrar el piso.
—Espero no molestarles.
—Naturalmente que no —dijo Didchuk, con cortesía pero un poco inseguro
—. Estábamos a punto de marcharnos a recoger a nuestra hija.
—Oh, ¿así que vuelve hoy? Qué buena noticia. Pero sólo les entretendré un
minuto. —No empujó a Didchuk, pero dio un paso hacia el interior con tanta
seguridad que el hombre tuvo que apartarse—. Habrán visto que hemos tenido
visitantes —dijo alegremente—. ¡Qué molestia! Sólo hacían su trabajo,
naturalmente, y les ayudamos con gusto, ya que no tenemos nada que ocultar. La
cosa es, ¿tienen ese regalo que compré para el cumpleaños de mi nuera y que les
pedí que me guardaran?
—Creí que había dicho que era para su nieto —dijo Oksana Didchuk,
asustada.
—Bueno, la verdad es que es para los dos —sonrió Aftasia, mientras
Didchuk sacaba un sobre plano de un cajón—. Oh, gracias. Me lo llevaré ahora y
se lo daré, quizá con un poco de antelación… Y una cosa más, si me permiten.
¿El teléfono? Es una llamada a larga distancia, e insisto en pagarla… Un viejo
amigo de Moscú.
Dobló el sobre, lo guardó en su bolso y se encaminó, sin esperar a que le
dieran permiso, hacia el teléfono. Marcó un número largo, pero contestaron de
inmediato.
—Hola —dijo, sin dar ningún nombre—. Llamaba simplemente para
desearte felicidades en este día. También nosotros celebramos una fiesta, pero
ojalá hubiéramos podido estar en la vuestra.
Los Didchuk no oían la voz al otro extremo de la línea, pero por la expresión
de Aftasia Smin parecía ser amistosa.
—Oh, sí —asintió la anciana—. El regalo dalo por seguro; de hecho, lo
tengo aquí mismo. Nuestros amigos, en la fiesta, querían verlo, pero
desgraciadamente en aquel momento no lo tenía a mano. Sí. ¿Cuándo te
volveremos a ver? ¿No? Bien, entonces, si tú no puedes venir, tal vez vayamos a
veros un día de éstos. ¿Mandar el regalo por correo? No, creo que ya ha
circulado demasiado; no vaya a ser que se pierda. Bueno, te enviamos nuestros
mejores deseos. Sí, adiós.
Colgó y rebuscó en su monedero para pagar la llamada.
—Aniversario de boda —explicó—. El hijo de un viejo camarada del
Partido. Le acuné cuando todavía mamaba del pecho de su madre, y ahí está, ¿se
lo imaginan? ¡Ahora, ya tiene un nieto! Bueno, no quiero entretenerles más… Y
gracias por su ayuda en mi sorpresa de cumpleaños.
—No hay de qué —dijeron los Didchuk al unísono.
Se miraron mutuamente con aprensión cuando la anciana se marchó, pero no
comentaron nada sobre la sorpresa de cumpleaños. Ni entonces, cuando alguno
de los visitantes podría regresar en cualquier momento, ni nunca.
En cualquier caso, el regreso de su hija les brindó otras cosas mucho más
atractivas en que pensar. Alquilaron un taxi para que les llevara a la estación y,
extravagantemente, ordenaron al conductor que esperara, e incluso le dieron una
propina. La terminal semejaba ahora un lugar mucho más agradable que tres
semanas antes. Los Didchuk no eran los únicos padres que esperaban con
impaciencia el regreso de los niños, y todo el mundo vivía un ambiente
festivo…, con algunos toques sombríos, naturalmente. La cifra oficial de
muertos acababa de ser divulgada otra vez, y el número había ascendido ahora a
veintitrés, veintiún hombres y dos mujeres. La gente estaba convencida de que el
número aumentaría. Y seguiría aumentando, no sólo aquella semana o aquel año,
sino durante mucho tiempo, a medida que el leve daño de la radiación produjese
células que se tornarían cancerosas, o provocara abortos, o aún peor, hiciera que
naciesen niños con imprevisibles taras. Los médicos decían que al menos cien
mil ciudadanos soviéticos, quizás el doble, habían quedado expuestos a niveles
de radiación lo suficientemente alto para exigir su estricta vigilancia en las
décadas venideras.
El tren, por supuesto, traía retraso. Transcurrida media hora, Didchuk suspiró
y salió a pagar al taxista y decirle que se fuera, pero regresó radiante.
—¡Imagínate! —comunicó a su esposa—. ¡Dice que esperará gratis! ¡Un
hijo suyo también fue evacuado y regresará el sábado, y dice que le alegrará que
nuestra hija vuelva a casa con toda comodidad!
Los ojos de su esposa se nublaron de repente con lágrimas de alegría y
emoción. Entonces recordó algo.
—¿El sábado?
Pues a ellos, al igual que a la mayoría de los habitantes de Kiev, se les había
notificado que los próximos sábados estarían dedicados a trabajos extra,
voluntarios, para completar el acueducto de nueve kilómetros que traería agua a
Kiev si las lluvias de otoño hacían imbebibles las aguas próximas, a causa de los
filtrados de Chernobyl.
Didchuk parecía preocupado.
—Oh, claro. Lo había olvidado. Pero seguramente le dejarán algún tiempo
libre para que vaya a recibir a su hijo.
Su esposa no le escuchaba. Miraba sorprendida otro andén, donde esperaba
el tren interurbano de la tarde. Una anciana discutía con un empleado, quien
finalmente se encogió de hombros y la dejó que subiera triunfante al convoy.
—¡Pero si es Aftasia Smin! —dijo Oksana—. ¿Qué estará haciendo? No
mencionó que se marchaba a Moscú…
37
Miércoles, 21 de mayo.
La calle Gorky es para Moscú lo que Park Avenue fue un tiempo para Nueva
York. La gente que vive allí cuenta. Los apartamentos son soleados y espaciosos.
Las paredes se encuentran en ángulos correctos, las puertas cierran sin roces y
nadie se acuerda de la norma de los nueve metros cuadrados por persona. Los
coches, como el Cadillac El Dorado descapotable de Johnny Stark, no aparcan
en las aceras ni se protegen con fundas. Están en amplios garajes, y no son sólo
los coches los que tienen espacio abundante. La gente que vive en la calle Gorky
son danzarinas de ballet y estrellas de cine, pianistas y campeones de ajedrez,
hermanos de miembros del Politburó y nietos de grandes generales. Por
supuesto, todos tienen sus dachas. Por supuesto, todos viajan al extranjero. Es
una paradoja de la calle Gorky que estas personas cuyas casas son tan espaciosas
las ocupen tan poco tiempo.
Emmaline Brandon nunca había asistido antes a una fiesta en un apartamento
de la calle Gorky. Al principio se sintió cohibida y tímida, porque no se había
equivocado: aquella gente no era de su ambiente. El hombre huesudo,
uniformado, con calva prematura: todas aquellas estrellas en sus hombreras
seguramente querían decir que era general. La hermosa mujer con el joven
gordezuelo del brazo era, Emmaline estaba casi segura, una prestigiosa bailarina
del Kirov de Leningrado, y el hombre con quien hablaba era un barítono del
Bolshoi. Por lo que podía ver, ella y Pembroke eran los únicos americanos
presentes (sin contar la esposa de Johnny Stark), pero la mujer mayor con el pelo
teñido de azul era alguien en el cine francés, y la joven pareja con botas de caña
resultaron ser australianos. Emmaline permaneció cerca de Pembroke hasta que
el tercer o cuarto hombre interesante se aburrió de practicar con ella su inglés o
de dejarla que practicara su ruso. El primero había sido un director de cine, y
otro, ¡oh, Dios mío! un cosmonauta.
Entonces recordó que su color la hacía a ella, también, una especie de
celebridad en Moscú.
El vestido rojo no había sido, a fin de cuentas, demasiado exagerado, porque
las otras mujeres estaban tan compuestas como ella y ninguna de sus ropas era
de Lerner’s. Las perlas de la bailarina eran auténticas. Y la esposa de John Stark,
la americana (bueno, la ex americana) parecía vestir con bastante modestia, hasta
que una advertía que la piedra de su dedo no tenía menos de tres kilates.
Emmaline no podía imaginar por qué demonios le habían pedido que
acudiese.
Cuando Pembroke la llamó para decirle que le habían invitado a la fiesta de
Johnny Stark (aunque en realidad no era una fiesta de Stark, sino de un amigo) y
que ella había sido invitada también («Sí, claro que puedes traer una
acompañante, ¿y por qué no aquella chica americana que estaba contigo en las
oficinas de Mir?»), Emmaline estuvo a punto de rehusar. Ciertamente, era una
oportunidad caída del cielo para un diplomático en Moscú, pues aquel tipo de
puertas rara vez se abrían a los americanos de la Embajada. Lo que en realidad
tenía planeado hacer era quedarse en casa aquella noche para pensar en la carta
que le había enviado su madre desde Waycross, Georgia. Aún necesitaba
hacerlo.
Pero tras meditarlo diez segundos se convenció de que no podía desperdiciar
la ocasión de ser el único diplomático americano en Moscú invitado del famoso
(y misterioso) Johnny Stark. Así que allí estaba, codeándose con la flor y nata de
la jet set de Moscú, escuchando a un joven bajo con un corte de pelo casi punk
decirle cuánto le gustaría cantar algunas de sus canciones de rock soviético en
América.
Al menos, la había acercado a la mesa de la comida, y por el momento se
contentaba con escuchar sus torturados intentos de definir su música («No es
Prince, no es Grateful Dead, tal vez podría decirse que es una…, ¿sospecha?, eso
es, de los Stones, sí») mientras comía todos los tomates y todas las tostadas con
caviar negro que podía. Hacía rato que había perdido de vista a Pembroke; la
última vez descubrió que estaba hablando con el general por intermedio de la
traducción de la esposa de Stark. El cantante de rock (de cerca no era tan joven)
no requería mucha atención de su parte, salvo algún que otro movimiento de
cabeza ocasional. Tuvo tiempo de pensar en lo más importante de la carta de su
madre:
Ni siquiera había escrito a Ronald desde, calculaba, santo cielo, ¿era posible
que hiciera más de un mes? Era de verdad un hombre agradable, prescindiendo
del hecho de que medía varios centímetros menos que ella. Sería un marido
perfecto, mientras que Warner Borden… Bien, Warner podría ser también un
buen marido, pero Emmaline estaba completamente segura de que no para ella.
No se dio cuenta de que el cantante de rock se había excusado y se había
marchado en busca de otros oídos más atentos, hasta que el propio Johnny Stark
le tendió un vaso de vino y le dijo, en perfecto inglés americano:
—¿Se divierte con los personajes de nuestro Hollywood local? Es la ventaja
de ser la chica más bonita de la sala.
Ella le dirigió una sonrisa diplomática, ya que él también recurría a frases
diplomáticas.
—Todavía no he conocido a nadie que me recuerde Hollywood.
Sin contarle a él, claro. Stark llevaba una camisa de seda negra abierta hasta
la mitad del pecho, lucía un pesado medallón que colgaba de una gruesa cadena
de oro y parecía la imagen rusa de un productor cinematográfico.
—Bien —dijo él—, para eso es la fiesta de Teddy; para algunas personas del
cine que están en la ciudad con motivo de un congreso de su sindicato. Pero me
temo que muchos siguen aún discutiendo sobre las elecciones. ¿Ha oído lo que
han hecho hoy? Se han salido por completo de lo previsto y han elegido a ese
loco de Elem Klimov primer secretario del sindicato.
Emmaline parpadeó. Los sindicatos soviéticos nunca se «salían de lo
previsto». Tales cosas nunca sucedían. Intentó identificar el nombre.
—¿Klimov es el que hizo Ve y mira?
—Sí, exactamente. Todo sangre y violaciones. Supongo que podríamos decir
que es nuestro equivalente de Perros de paja o Apocalypse Now. Está bastante
loco, ya sabe. Pobre tipo, su mujer murió en un accidente de coche, muy trágico,
y aún le habla a su fantasma todas las noches. Dios sabe qué es lo que hará con
el sindicato. —Miró a su alrededor. Todavía sonriendo, continuó—: En realidad,
me estaba preguntando si le gustaría ver alguno de mis iconos. He prometido
enseñárselos a nuestro invitado de honor, y pensé que a usted y a míster
Pembroke les gustaría venir. ¿Un coche? Oh, no nos hace falta un coche. Mi casa
está arriba. Es lo que en América llaman ustedes un ático.
—Bueno —dijo Emmaline, tratando de adivinar lo que Stark tenía en mente
—. Creo que al menos debería despedirme de mi anfitrión…
—Oh, Teddy anda por ahí. Yo lo haré por usted más tarde.
—… y por supuesto tendría que ver qué es lo que quiere hacer el señor
Pembroke…
—Ya se lo he preguntado. Está entusiasmado. No esperaba tener ocasión de
pasar un rato con un miembro del Comité Central.
Para Emmaline, fue exactamente como si alguien la hubiera tocado con uno
de aquellos punzones eléctricos con que los imbéciles atosigan a las chicas en las
convenciones de excombatientes y similares. Se echó a temblar. Todos los
músculos se le tensaron. Apenas oyó el nombre del hombre, maduro y cortés, al
que fue presentada (¿era Mishko?), porque las reverberaciones de las palabras
«Comité Central» absorbieron todo lo demás.
Los diplomáticos de menor rango nunca llegaban a conocer a un miembro
del Comité Central del Partido Comunista de la Unión Soviética.
Apenas fue consciente de cómo era el ascensor en que Stark les metió
(aunque al menos era tres veces mayor que el que tenía en su propio
apartamento, y muy silencioso). Advirtió que la habitación a la que Stark les
condujo era grande y con aire acondicionado, pero de esto sólo se dio cuenta
cuando notó que empezaba a tiritar. Miró sin verlos los iconos de Stark, aunque
el de la Bielorrusia del siglo XVI (lo dijo Stark) no sólo era tan grande como la
Mona Lisa y tenía un marco de oro, sino que unas luces lo enfocaban
discretamente. No se recuperó hasta que se vio sentada en un cómodo salón,
junto a una mesa de café donde estaban los últimos números de The Economist,
Der Spiegel y The New York Times, y Stark empezó a hablar.
Su tono era agradable, pero bastante grave:
—Y ahora tal vez podamos charlar un poco en serio, ¿eh? Off the record,
como ustedes dicen. Para que nos ayude a comprendernos mutuamente y así
podamos ayudar a que nuestros países se comprendan. Un momento —añadió,
pidiendo disculpas, y cambió al ruso para que Mishko le entendiera, al tiempo
que abría un pequeño frigorífico de donde sacó cuatro vasos helados y una
botella de un licor de color pajizo.
Cuando Mishko replicó, Stark tradujo:
—Dice que le agradará mucho. Dice que podemos hablar honestamente, si
no de modo absolutamente abierto… Hay ciertas cosas que incluso amigos
íntimos no se dirían uno al otro, y nombrémonos amigos honorarios por esta
noche; especialmente cuando uno de nosotros pertenece al servicio diplomático
de los Estados Unidos.
Sonrió tolerante a Emmaline. Mishko, vigilando siempre, intervino. Habló en
ruso, directamente a Emmaline.
—No tiene que prometernos que no informará de esto a sus superiores. No le
pido una promesa que luego no podrá mantener. En cualquier caso, si lo hace,
todo acabará en un documento clasificado en sus archivos al que nadie tendrá
acceso durante veinticinco años, y para entonces ya no importará.
Stark tradujo para Pembroke y sirvió el vodka helado en cada uno de los
cuatro vasos.
—Un brindis por la campaña antialcohólica —dijo—. Por favor, no piensen
que me burlo de ella. La apruebo. Ahora limito mi bebida a dos vasos al día, no
más de dos días a la semana, excepto en ocasiones especiales. Ésta es una.
Cuando todos hubieron bebido, Mishko prosiguió:
—Si vamos a hablar francamente —propuso con buen humor—, empecemos
por las cosas pequeñas. Hay una pequeña cosa de la que siempre he querido
hablar con un americano. Me refiero a sus películas. He visto sus Noches
blancas y Un ruso en Nueva York. En una de ellas, todos los rusos son malos. En
la otra somos tontos. ¿Por qué no hay de vez en cuando películas americanas que
muestren por lo menos a un ruso como un ser humano decente?
—Porque sería un fracaso de taquilla —predijo Pembroke cuando Stark hubo
traducido—. Existe una regla suprema para los productores americanos. Sus
películas no deben perder dinero. Se les perdonará cualquier cosa, menos eso.
—Ah, sí, la devoción capitalista por el dólar.
Pembroke sacudía la cabeza antes de que Stark terminara de poner la frase en
inglés.
—Sí. Pero también no. Es la forma en que funciona el capitalismo, pero esa
forma no es necesariamente mala. Los Macdonald’s sirven mejor comida que el
bufete de un hotel soviético. ¿Por qué? La gente que dirige los Macdonald’s está
más motivada. Sabe que si no satisface a sus clientes se le acabó el negocio. Lo
que la motiva es el dinero.
—De hecho —dijo Stark en inglés, cuando acabó de traducir al ruso—,
incluso Lenin estimuló las pequeñas empresas privadas durante el período de la
Nueva Política Económica, justamente por esa razón.
—Pues podrían ustedes intentarlo otra vez —sonrió Pembroke—.
Especialmente en sus restaurantes. ¿Puedo traer a colación otra cosa? Ahí va:
¿por qué los porteros de cualquier restaurante medio decente, en Moscú, se
esfuerzan tanto por alejar a los clientes?
—Una buena pregunta —aplaudió Stark—. Tengo mi propia respuesta, pero
primero veamos qué le parece al señor Mishko. —Rápidamente tradujo la
pregunta, y lo mismo hizo con la respuesta de Mishko—. El señor Mishko
sugiere que es principalmente porque esos empleos se dan a los viejos, y los
viejos de todos los países tienden a la extravagancia. Yo tengo una teoría
diferente. Creo que se debe a la regla de la «eterna vigilancia». Todo niño
soviético es educado para estar en guardia permanente contra los enemigos del
Estado: evasores, contrabandistas del mercado negro, borrachos. Oh, y enemigos
peores aún, por supuesto, pero un niño corriente no encuentra muchos traidores o
agentes de la CIA en el patio de juego. Seguro que muchos de esos niños crecen
para convertirse ellos mismos en borrachos y contrabandistas. Pero nunca
olvidan la «eterna vigilancia». Luego consiguen un puesto que comporta cierta
autoridad, portero en un restaurante, conserje en un teatro, conductor de un
trolebús. ¡Guardan su territorio! Y lo hacen siempre como vigilantes. ¡Prohibido
el paso a los intrusos! En caso de duda, dicen no, porque ser demasiado estricto
es sólo un exceso de celo, pero no serlo lo suficiente amenaza al Estado… ¡Así
que cada uno de ellos se autoconsagra como agente de la KGB!
Sonreía mientras elaboraba su tesis, y Pembroke y Emmaline le devolvieron
la sonrisa. Pero cuando tradujo para Mishko, su propia sonrisa se diluyó ante la
expresión de la cara del hombre del Comité Central. Hubo un rápido intercambio
de palabras que Emmaline no pudo seguir. Luego Stark dijo, con sólo un toque
de tensión en su voz:
—Nuestro invitado de honor me ha rebatido. Dice que hablo de la KGB
como lo hacen los americanos en sus novelas de espionaje, cuando de hecho los
agentes del Estado son, en cierto sentido, los elementos que nos conducen a una
democracia más completa.
—¡Oh! ¿De veras? —exclamó Emmaline, incapaz de contenerse.
—Sí, de veras —dijo Stark con firmeza—. El señor Mishko tiene bastante
razón. Ustedes opinan, estoy seguro, que la Unión Soviética se ha vuelto más
«liberal», como ustedes dirían, en los últimos diez años o cosa así. ¿Y quién ha
propiciado esto? Primero Andropov, un antiguo director de la KGB. Ahora
Gorbachov, el protegido de Andropov. Se equivocan si piensan que los hombres
de la KGB son todos fríos guerreros, del estilo de sus propios espías y agentes.
Ellos… —Dudó, luego se encogió de hombros y volvió a sonreír. Sacó de nuevo
la botella del refrigerador con otros cuatro vasos helados, y los empezó a llenar
—. ¡Y he aquí como de las cosas pequeñas pasamos rápidamente a las grandes!
Las cosas grandes se hicieron pronto más grandes aún. Emmaline supo lo
que iba a suceder, y sin embargo se sorprendió cuando el señor Mishko pasó a
referirse al proyecto de la Guerra de la Galaxias.
—Ya que es mi turno, pregunto por qué América está más interesada en
construir nuevas armas en el espacio que en el desarme nuclear.
Pembroke agitó su vaso vacío en la mano.
—¿Piensa el señor Mishko que la Guerra de las Galaxias funcionará? —
preguntó.
La respuesta llegó rápidamente:
—Como un «paraguas nuclear» para proteger a esa linda niñita que vemos en
la televisión americana, no. Por supuesto que no. Nuestros científicos dicen que
un escudo defensivo total de esas características es imposible, y nuestros
científicos son bastante inteligentes. Por lo demás, la mayoría de sus propios
científicos dicen lo mismo.
—¿Entonces por qué se oponen al proyecto?
—Porque, primero, si funcionara incluso parcialmente, sería un excelente
motivo para asestar un primer golpe sin aviso…, y su país siempre ha eludido el
renunciar al primer uso de las armas nucleares. Segundo, en el curso de la
investigación, descubrirán ustedes muchas armas nuevas y preocupantes. Esos
lásers de rayos x con los que proponen destruir nuestros misiles en vuelo, por
ejemplo. Si pueden derribar un millar de misiles en cinco minutos, entonces
seguramente podrían, por ejemplo, prender fuego a todas nuestras ciudades. ¿Es
ésa una manera efectiva de hacer la guerra? ¡Pregúntenle a la gente de Dresde o
de Tokyo! Pero —continuó Stark, levantando una mano cuando Pembroke estaba
a punto de hablar—, el señor Mishko me pide que recalque que él ha contestado
sus preguntas, pero usted no ha respondido a las suyas. ¿Por qué?
Esta vez Pembroke no dudó.
—Los americanos les temen —dijo—. Temen que si hay un tratado ustedes
harán trampas.
Los nervios de Emmaline se dispararon. No había esperado una palabra tan
explícita como «trampa». Pero cuando Stark tradujo, Mishko sólo dijo:
—Sí, se nos ha acusado de hacer trampas. ¿Pero no es una regla suya que
incluso un acusado es inocente hasta que se haya probado que es culpable?
—Eso sólo es válido cuando existe un juez, un jurado… y una sentencia
aplicada a una persona encontrada culpable —dijo Pembroke tercamente—. No
hay un código criminal internacional.
—Tenemos un Tribunal Mundial que ha encontrado a América culpable de,
por ejemplo, minar los puertos de Nicaragua.
Pembroke dudó.
—No estoy a favor de la Contra, y tampoco me entusiasman demasiado las
acciones bélicas subrepticias. No me gusta la CIA más que la KGB. Pero ese
Tribunal Mundial es una broma. Puede ser manipulado, como dice mi
Presidente. Por descontado, no tiene dientes. Puede condenar, pero no tiene
manera de castigar.
—Porque carece de poder. ¿Le daría el poder para castigar a un país como el
suyo?
—¿Lo haría usted?
Mishko se tomó su turno para pensar un momento.
—No depende de mí —dijo a través de Stark—, pero si dependiera, no creo
que lo hiciese. Verá, tampoco nosotros nos fiamos de los americanos. Tenían
ustedes un tratado que les obligaba a no invadir jamás el territorio de otro estado
americano, pero lo rompieron cuando atacaron Granada. Bombardearon ustedes
Libia sin ninguna declaración de guerra. ¿Hay alguna diferencia entre eso y
Pearl Harbor? Condenan ustedes el secuestro aéreo, pero sus propias Fuerzas
Aéreas secuestraron el avión civil de una nación amiga sobre aguas
internacionales para capturar a las personas a quienes culpaban de lo del Achille
Lauro; eso se define como piratería…
—¡Eh, espere!
—Un momento, por favor —dijo Stark, en mitad de la traducción—. Hay
una cosa más. Su CIA derrocó al gobierno de Chile y ni siquiera tuvo la decencia
de hacerlo abiertamente. Ahora, ¿qué es lo que quería decir, señor Pembroke?
Pembroke fruncía el ceño.
—Iba a decir que los del Achille Lauro eran terroristas, pero tengo una idea
mejor. Déjeme que les dé mi propia lista. Su país no ha cumplido la Declaración
de Helsinki sobre derechos humanos. Construyeron un radar en Karsnoyarsk que
viola el tratado sobre misiles antibalísticos. Su dulce KGB mantiene un
Archipiélago Gulag que…
Pero Stark había levantado la mano.
—¿Puedo traducir todo esto antes de que continúe, por favor? No quiero
hacerlo mal.
Y cuando terminó y Pembroke estaba listo para continuar con su lista,
Mishko sonrió ampliamente y se inclinó hacia adelante para palmear gentilmente
la rodilla de Pembroke, Emmaline se sorprendió al oír que Mishko decía
directamente a Pembroke, en un inglés lento y espeso:
—Le hablo de Vietnam y usted me habla de Afganistán. Yo menciono El
Salvador, y usted Polonia. Digo Bahía de Cochinos y usted dice Hungría. Así
que por esa causa…, por esa causa…
Se encogió de hombros y abandonó el intento de hablar en inglés. Terminó
en ruso, y Stark tradujo:
—Por tanto, el señor Mishko dice que deberíamos dejar de dirigirnos epítetos
mutuos y hablar seriamente de los problemas. ¿Tiene alguna pregunta que le
gustaría hacer al señor Mishko? —Antes de que Pembroke pudiera hablar,
continuó, acariciándose el medallón de oro mientras lo hacía. El tono de su voz
no cambió, pero hubo algo en su expresión, ¿una tensión de la barbilla?, ¿un
entrecerrar de ojos?, que hizo que Emmaline se enderezara para oírle—.
Recuerdo que el otro día estaba usted interesado en ciertos rumores alusivos a un
documento secreto. La señorita Brandon creo que también ha hecho algunas
preguntas. ¿Le gustaría pedir al señor Mishko que comentara el tema?
Por alguna razón, los hombres del tejado estaban descolgando largas cuerdas
por encima del borde, y otros bomberos preparaban algo abajo.
Salieron de la ambulancia, y corrían hacia el edificio cuando un jefe de
bomberos les detuvo a mitad de camino.
—¡Quítense de aquí! —ordenó—. ¡Ni siquiera llevan trajes protectores!
—Soy el ingeniero Sheranchuk. Los depósitos de combustible… ¡Hay que
vaciarlos o habrá otra explosión!
El bombero frunció el ceño.
—¿Sheranchuk? Sí, está bien, sé quién es usted, pero tendrá que entrar en el
refugio. ¿Qué son esos depósitos de los que habla?
Sheranchuk se lo explicó apresuradamente, mientras los bomberos pasaban
corriendo junto a ellos con una manguera y se dirigían hacia las cuerdas que
colgaban del tejado.
—Sé dónde están —dijo—. ¡Déjeme ir allí! Necesitarán un camión cisterna
para vaciarlos…, las tuberías deben estar bien…
—Usted no —replicó el bombero—. Ya ha corrido demasiados riesgos. No
se preocupe, encontraremos los tanques.
—Camarada —dijo Ponomorenko ansiosamente—. Yo también sé dónde
están.
El jefe le miró, y se encogió de hombros.
—De acuerdo, vaya a que le den un traje y luego nos los podrá mostrar. Pero
usted, Sheranchuk, entre en el bunker, y sin discusiones. ¡Se trata de su vida,
hombre!