Sobrevuelo Web PDF
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SOBREVUELO
Diseño y armada:
Diego Alberto Valencia
ISBN 978-958-59316-7-1
Prohibida la reproducción,
total o parcial, por cualquier medio,
sin permiso de la editorial
“Fue un hombre justo e inolvidable.”
Familia Rodríguez
9 Presentación
rimera Parte
P
13 El accidente de Potroloco
23 Infortunio DC-4
35 La Venturosa
Segunda Parte
65 La escuela
79 Pacho
99 La Salina
115 Arribo al Llano
133 Doña Lilia
143 Licencia DC-3
Tercera Parte
159 Pacoa
171 Salsipuedes
191 Incendio
207 Helio
221 Puerto Rondón
243 Trasteo
261 Vuelo fúnebre
279 La ignorancia
291 Campo de arroz
305 Compañeros en alas
313 Epílogo
Sobrevuelo
Presentación
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Primera Parte
Sobrevuelo
El accidente de Potroloco
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Domingo Vergara Carulla
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medio del bullicio que hacían los motores—. ¡Vi dos números
de la matrícula en una de las latas!
Lo que observaron, les arrebató de un solo tajo la frágil es-
peranza que hasta ahí habían guardado. La violencia del im-
pacto debió ser tal que era imposible imaginar que humano
alguno hubiese sobrevivido a semejante batacazo. En el mejor
de los casos, de ser posible alcanzar por tierra el intrincado
sitio, sería para rescatar unos pocos pedazos de los cuerpos. Y
eso fue precisamente lo que sucedió.
La labor de traer los restos hasta el aeropuerto fue compleja y
tomó tres días adicionales. Juan hizo abordar los féretros, en
los que habían colocado cualquier mezcolanza de carnes lace-
radas, malolientes y saturadas de trozos de cristales incrus-
tados. Luego, sin más pérdida de tiempo, el grupo emprendió
el regreso. Durante el trayecto, para repostar un combustible
suficiente para todo el recorrido, Juan aterrizó su avión en el
aeropuerto de Yopal, una población sobre la ruta, pero cuando
estuvieron listos para partir de nuevo, se percataron de algo
absolutamente inesperado que trastornaría la continuación
del itinerario. Como si hubiese sido tragado por la tierra, se
esfumó el copiloto.
Del sujeto se había podido conocer poco. Bastante joven, de
talla media y contextura que podría ser la de un deportista
no muy dedicado, su arribo había ocurrido en época reciente.
Su aparición en el llano no fue ajena a la rutina que se repetía
con cada piloto principiante que llegaba por el aeropuerto de
Vanguardia en busca de trabajo: el aspirante acudía con una
maleta usualmente pequeña, escasa de mudas y trebejos, y
una mente atiborrada de sueños e ilusiones. A este joven muy
pocos lo conocieron por su nombre; los demás lo identificaron
por el mote que se ganó como consecuencia del mordaz ima-
ginario del impertinente Potroloco. La vida parecía haber sido
mezquina para mostrarle halagos y sonrisas a Sufrido y, tal
vez por eso, sin mayor información ni más detalles, desapare-
ció sin dejar explicación ni rastro en su huidizo desvarío.
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viejo zorro que debía ser exigente con su pupilo, sin mezquin-
dad, desde el principio:
—¡Qué hubo! ¡Si deja que el avión haga con usted lo que se le
viene en gana, de una vez le digo que no va a durar para todo
lo que se está soñando!
El monomotor estableció una vez más su ascenso, sometido a
continuos estrujones, inducidos por las inmisericordes ráfa-
gas de viento. El Flaco se las debió arreglar para no dejarse
intimidar otra vez por la aeronave, mientras desde la altura
observaba el mundo gozosamente ensimismado. Aquella sen-
sación aún estaba lejos de haberla imaginado. La magia del
vuelo forzadamente prodigaba una seducción irremediable.
El diminuto artilugio volador rodeado de ventanas, como por
arte de magia, convirtió el planeta en un espectáculo sublime.
Todo se fue reduciendo a interesantes miniaturas. Las vacas
del vecindario se vieron pastar, igual que aquellas que algu-
na vez por navidad colocó sobre un alegórico pesebre. Con su
desbordado imaginario visitó algunos lugares que reconoció,
durante instantes necesariamente fugaces. Sin abstraerse to-
talmente de sus fantasías, continuó atento a las instrucciones
de García y, así, abandonaron la vecindad del aeropuerto. Se
desplazaron hacia una zona no lejana, designada para la prác-
tica de los aviadores principiantes. Allí el instructor pidió to-
mar el mando y empezó a ejecutar forzados virajes, ascensos
que dejaron sin aire los pulmones del alumno, endemoniadas
piruetas que García describió como maniobras de guerra en
las alturas, descensos al vacío que inevitablemente le revolca-
ron el estomago y le generaron el temor de que su organismo
no fuera resistir aquel agite, sin protestar con una inconteni-
ble vomitada.
Si lo que vivió hizo parte de un protocolo para probar si el inte-
resado poseía las vísceras congruentes con el vuelo, nunca lo
supo. Cuando quizá su extrema palidez denunció la desventu-
ra que vivía, con una seña, el instructor le indicó a su alumno
que tomase el comando nuevamente. El Flaco descansó al ver
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—Ya le tengo vistas las criadillas y me las saboreo con sal, ajo
y buena cebolla.
Mientras cerraba la puerta y la aseguraba con un lazo, Tacatá,
un indígena que hacía de “marinero” en esos días, gritó en
tono de retoso:
—¡Yo pelo marrano!
El tenue pero constante quejido de inconformidad del animal
fue ahogado por un mayor ruido al ser encendidos los moto-
res. Luego, Juan carreteo su carguero por la plataforma y, an-
tes de tomar posición en la cabecera, llevó a cabo las pruebas
que garantizaban que los magnetos cumplieran su trabajo ca-
balmente y que por las cúpulas de las hélices el aceite fluyera
sin problema para cambiar la posición de su ángulo luego del
despegue. En seguida el DC-3 corrió por la pista aumentando
su velocidad sólo tan presto como lo permitió todo el peso de
su carga, mientras los motores bramaban como de costumbre
cuando entregaban su máxima potencia.
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Se relajó y cerró los ojos. “Ya los vuelvo abrir”, pensó, y los
abrió cuando sintió el tirón que lo alertó porque la cabeza se
le descolgaba.
Otros minutos más estuvo alerta. “Tengo que hacerlo. Puedo
relajarme y descansar. Me conozco suficiente para saber que
no me duermo. Yo sé que lo he logrado otras veces… pero
necesito un buen vaso de agua fría ¡Qué sed tengo! Los mo-
tores están girando disparejos; hay que cuadrarlos con mu-
cha frecuencia; esos controles ya no aguantan ni un carajo;
el desgaste de las piezas ya no lo permite o al hacer el man-
tenimiento les da pereza lubricarlos… ¡Que no se me vaya a
pasar reportarle al buen amigo Toño el cruce del Manacacías!
El regaño de Fernando para que le cambiaran al motor dere-
cho el par de bujías que fallaban, le quitó al motor la vibración
que tanto molestaba… es que toca volar en aviones que no les
hacen el mantenimiento que se debe. Si Fernando no lo hace,
así me arriesgue a que me echen, yo tendré que hablarle duro
al dueño para que arregle los corrales del ganado. Si no los
arreglan, es mejor que no me pase a mí y le pase a otro. Están
para romperse. Es un descaro. Se puede repetir el accidente de
aquel carguero en el que en medio de una tormenta los anima-
les rompieron los corrales: ¡Ja, ja! Cómo sería el mierdero en
la cabina del viejo Conestoga cuando se produjo el desbarajus-
te. Tuvieron suerte los pilotos de que cuando los animales se
fueron para atrás y el avión se descompensó y se vino abajo su
cola… cuando todo fue un caos porque los animales resbalan-
do por el piso inclinado, humedecido por la orina y la boñiga,
la gran puerta trasera que tenía ese avión y servía de rampa
cedió ante la gavilla, entonces todos cayeron al vacío. Si no es
por eso, todos se matan… en este aparato uno sí se mata. ¡Je,
je! El pobre vaquero, como venía atrás al lado de la puerta,
fue el primero que salió, arrastrado por el tropel. ¡Cómo sería
el susto de ese hombre antes de morir! Pobrecito… Las vacas
lo seguirían de cerca cuando se precipitaba hacia la tierra,
cagándose del susto.”
En el avión todos dormían profundamente. El DC-3, al no re-
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pasarle justo por el frente a una que otra casa que, desper-
digada en mitad de la sabana, avizoraba en su camino. Allí,
los perros salían enfurecidos a ladrarle al intruso que osaba
producir tal alboroto, mientras cerdos y gallinas corrían, pre-
sas del pánico, hacia cualquier parte, levantando una agitada
polvareda. Las personas que alcanzaban a vislumbrar al ines-
perado visitante, agitaban sus brazos animosamente durante
los breves instantes del fugaz encuentro.
La trayectoria que traía el monomotor coincidió con el cauce
del río, aguas abajo del caserío. Jugueteando sobre la corrien-
te y las playas que las aguas descubrían en los veranos, el
Flaco siguió las suaves y antojadizas curvas hasta que llegó
a sobrevolar las arenas que mostraban, frente al villorrio, la
presencia de bañistas disfrutando aquella tarde del cálido día
que justo se agotaba. Descendió cuanto pudo y voló aun más
rasante. Se saboreó la posibilidad de darse un baño relajante.
Con las ruedas rozó la superficie del agua, mientras de reojo
observó a un grupo de personas que agitaron sus brazos para
responder a la maniobra con ocurrente regocijo.
—“¡Martica!” —se le antojó al piloto traer al mundo de sus
cavilaciones relajadas a una mujer que por supuesto le gusta-
ba—. Ahí tiene que estar Martica…
La hija de la boticaria, que disfrutaba con furor su adolescen-
cia, estudiaba en una población cercana y pasaba en el caserío
algunos días de su temporada de asueto. Dueña de un rostro
bello y rozagante, frisaba con esplendor los quince años y an-
tojaba al más virtuoso de los machos terrenales, y más aún
en aquel rincón agreste y rudo donde esos seres agraciados
resultaban por supuesto más que escasos. Negras y enormes
cejas azabache le daban hechicero encanto a su mirada, jugue-
tonamente seductora. Dirigía sus ojos penetrantes al antoja-
dizo admirador, fascinantes, intensos por la lujuria de resuel-
ta naturaleza femenina. Jugaban una danza hermosamente
coqueta, y cuando se descubrían ganosamente observados,
enloquecían. Su rostro, en un todo, se tornaba sugestivo en
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Lejos aún del arribo del ocaso, se servía una cena suculenta.
Con pocas variaciones, la comilona se componía de carne de
res en abundancia, que a falta de enfriadores habían salado y
secado al aire, dando como resultado un gustoso sabor; esta
la servían finamente molida y recibía el nombre de “pisillo”, o
en tiras que freían en mucho aceite. Con frecuencia le hacía
compañía otra bandeja con la carne del bicho que se les había
atravesado a los vaqueros ese día, o del cachicamo que, cocina-
do a la brasa, reposaba en pedazos aún luciendo su caparazón
correspondiente. Por supuesto que tampoco faltaban cantida-
des abundantes de queso “siete manos”, elaborado allí mismo
con esmero, y una bandeja repleta de huevos fritos, como si
todo lo demás no hubiese sido suficiente.
Días más, días menos, dependiendo de la peonada que estu-
viese trabajando, cada quincena se sacrificaba una res y todo
era una fiesta en la que se daban una comilona de carne fresca
hasta casi reventarse.
La jornada se iniciaba mucho antes de que el alba llegase a
interrumpir la larga noche, con un gran tazón de café. Lue-
go, se emprendían los trabajos pendientes cerca de la casa,
hasta que, a eso de las ocho, se servía un también abundante
desayuno que permitiese a los peones pasar el día de largo
sin ingerir más que líquido para saciar la sed abrazadora. Por
eso, la comida era esperada con apetito merecido y, luego, se
daban un rato de solaz antes de retirarse a descansar en sus
chinchorros.
Durante el retozo, se escuchaban alegres contrapunteos en el
ambiente sosegado de la llanura solitaria, acompañados por
un arpa sentidamente cantarina, un sonoro cuatro, que era
rasgado por un peón con toda la energía que aún guardaba,
y unos capachos rítmicamente bulliciosos. De las gargantas
de los hombres brotaban cantos que contaban con sencillez y
desparpajo sus historias, relataban con diáfano realismo sus
penurias, cantaban enteramente embelesados sus amores. Las
composiciones, de su propia inspiración la mayoría, daban
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Epílogo
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Domingo Vergara Carulla fue el sexto de siete hijos y el menor de los hombres
de la familia. Desde pequeño fue muy callado y observador. Le gustaba traba-
jar para ganar su propio dinero y valoraba cada centavo que ganaba. Cuando
tenía entre siete y ocho años le propuso a su padre que le prestara una suma
de dinero para comprar unas gallinas y poner un negocio de venta de huevos,
aprovechando un gallinero abandonado que había en la casa. Así lo hizo y llevó
las cuentas en un cuaderno donde registraba “las prestancias” (las ganancias),
“las perdencias” y “las pagancias” que hacía a la deuda con su padre, demos-
trando así sus más características virtudes: transparencia, honradez, cumpli-
miento y método, con el dinero y en su vida.
Cuando terminó el bachillerato le dijo a su padre que quería ser piloto. Sus
hermanos mayores ya se habían graduado o estaban cursando estudios univer-
sitarios. A su padre no le pareció apropiado que uno de sus hijos no estudiara
una carrera universitaria y no lo quiso apoyar económicamente en ese proyec-
to. Entonces, como le gustaba mucho el campo, entró a estudiar zootecnia a
la Universidad Nacional, pero al finalizar el primer año se retiró. Compró una
motocicleta y se fue a recorrer el país, por el Meta, Guaviare y Caquetá. Luego,
trabajó con uno de sus hermanos, Francisco, quien tenía un aserradero en Tu-
maco. Con el dinero que ahorró durante este periodo y la ayuda económica que
le brindó Francisco, logró realizar sus estudios de aviación y comenzó lo que
sería su vida como piloto, llena de aventuras, alegrías y riesgos, pero siempre
con una pasión única por su carrera.
Domingo se casó en 1989 con María Josefa Echeverri, con quien tuvo a sus dos
hijos, María y Daniel. Se caracterizó por ser un papá completamente entregado
a sus hijos, inculcando siempre en ellos los valores de la honestidad, el com-
promiso y la humildad.