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COMPROMISO Y CIENCIA SOCIAL - EL EJEMPLO DE IGNACIO MARTÍN-BARÓ-convertido-convertido-50-77

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PRIMER ESTUDIO.

IGNACIO Martín-Baró: VIDA Y CIRCUNSTANCIA DE UN PSICÓLOGO SOCIAL.

CAPÍTULO 3:

LOS JESUITAS.

La memoria, esa fuente del dolor.

Camilo J. Cela.

1. Empezando por el final.

La noche en la que Ignacio Martín-Baró iba a ser asesinado había hablado por teléfono con su
hermana Alicia. El la hizo escuchar a través del auricular las balas que silbaban en la oscuridad,
dejando una inminencia de muerte en el aire espeso de San Salvador. Afuera del recinto
universitario de la Universidad Centroamericana "José Simeón Cañas", la UCA, se libraba una
batalla que pretendía ser definitiva para la marcha de la guerra civil en medio de la que el país
entero agonizaba de hambre y muerte después de ocho años. Al filo de la media noche
estremecida de fuegos y luces asesinas el coronel del ejército salvadoreño Guillermo Benavides
había dado la orden al batallón Atlacatl de entrar en la UCA y matar a los jesuitas que allí
habían quedado tras el cierre de la universidad al comenzar la ofensiva de los guerrilleros del
FMLN (Frente de Liberación Farabundo Martí). El subteniente Gonzalo Guevara recordaría dos
años más tardes las palabras de Benavides: <<Señores, nos estamos jugando el todo por el
todo. O somos nosotros o son ellos. Estos son los intelectuales que han dirigido la guerrilla por
mucho tiempo...Ya los soldados del teniente Espinoza conocen dónde duermen los padres
jesuitas y no quiero testigos>>. Otro de los asesinos, el soldado Oscar Amaya dijo en su
declaración durante el proceso judicial que sus superiores le habían dicho que tenían que ir a la
universidad a acabar con unos terroristas que se hallaban en su interior (El País, 1991).

"El padre Nacho presintió la muerte", me dijo su secretaria Reyna Iris con lágrimas azules
como sus ojos. "Fíjese que él fue el único de los padres que estaba vestido cuando los soldados
llegaron". En efecto, los periódicos de todo el mundo dieron a conocer la noticia en la mañana
de aquel 16 de noviembre de 1989: en el pequeño país centroamericano de El Salvador habían
aparecido asesinados esa madrugada seis jesuitas profesores de la UCA y dos mujeres. El
rector Ignacio Ellacuría, de mayor reconocimiento internacional, la cocinera Elba Ramos y su
hija Celina y los sacerdotes Amando López, Segundo Montes, Juan Ramón Moreno, Joaquín
López y, vestido con un pantalón gris y un polo azul, Ignacio Martín- Baró. Las macabras
fotografías que recorrieron el mundo nos muestran cuatro de los ocho cadáveres dejados por
el batallón Atlacatl, tendidos sobre el césped de un hermoso jardín deshonrado por la
sangre y los
casquillos de bala que andan desperdigados alrededor de los cuerpos de Amando López,
Montes, Ellacuría y Martín-Baró.

<<Ellacuría y Baró ya calleron. Sigamos matando comunistas>>. Era el mensaje que algunos
vehículos de la "primera brigada de infantería" habían retransmitido aquella mañana por las
calles de San Salvador a través de sus altavoces. La operación se había iniciado a la 1:00 de la
madrugada de ese dieciséis de noviembre. Los treinta soldados que formaban el batallón
forzaron las puertas exteriores del exuberante recinto de la UCA e iniciaron sus destrozos.
Lucia Barrera, una testigo que se le escapó a los eficaces sicarios del Atlacatl, dijo que fue
Ignacio Martín-Baró el que salió a abrir el portón de la residencia de los jesuitas. "Esto es una
injusticia, son ustedes una carroña" le oyó decir Lucía. Luego recibió dos culatazos que le
tumbaron en el césped al lado de sus otros compañeros. A Martín-Baró, Ellacuría, Montes y
Amando López les descerrajaron uno o más cargadores para inmortalizar aquella terrible
postal. Moreno y Joaquín López fueron ejecutados en el interior de la casa, como también Elba
y Celina Ramos, descosidas sus entrañas con un AK-47.

La reacción de la prensa y la opinión pública internacional fue unánime. La condena también.


Hoy en El Salvador, donde la guerra concluyó en enero de 1992, muchos piensan que los
asesinatos de la UCA proporcionaron el impulso definitivo para la finalización del conflicto. Los
cuerpos de los jesuitas descansan en la capilla de la UCA. Su recuerdo ha ido a parar a la
memoria de la larga lista de "mártires" religiosos que han sido víctimas de la violencia en El
Salvador. En una de las explanadas del campus de la UCA se puede ver un enorme cartel que
dice "No los olvidaremos".

Pero ¿quiénes fueron esos "mártires"?, o ¿por qué se convirtieron en mártires?, ¿acaso fue una
casualidad que el protagonista de esta investigación, Ignacio Martín-Baró, estuviera entre los
asesinados de aquel aciago dieciséis de noviembre o, más bien, esa muerte explica quién fue
Ignacio Martín-Baró? La prensa dijo que estos jesuitas estaban en las listas negras de los
famosos "escuadrones de la muerte" salvadoreños y que, incluso, la propia emisora nacional de
radio había pedido su muerte días antes del asesinato. No parece entonces que haya ninguna
casualidad. Hace falta conocer quiénes eran estos curas que parecían tan peligrosos al
gobierno salvadoreño para saber quién era el propio Ignacio Martín- Baró. ¿Qué pensaban o
qué hacían Martín-Baró y sus "hermanos" para que su palabra resultara insoportable?. Hay que
saber, antes que nada, qué pasaba en ese pequeñísimo país centroamericano para que su
pueblo estuviera dividido en una guerra civil. A todas esas preguntas, que ya antes hemos
formulado en abstracto, procura responder este estudio.

2. Nacho el mago.

La novela más apasionante que nos dejó el escritor vallisoletano Francisco Martín Abril fue
probablemente aquella que nunca llegó a salir de su pluma, pero que quedó plasmada, como
pidiendo para sí el título de aquel fascinante relato de García Márquez, en la crónica de una
muerte anunciada: la de su aventurero hijo Nacho.
Cuando Ignacio Martín-Baró nació en Valladolid (7 de noviembre de 1942) su padre ya era ese
"dandi, católico y clerical, cronista de crepúsculos, enviado especial a la media tarde,
gacetillero del más allá", poeta y escritor, como luego le recordaría su paisano Francisco
Umbral (Umbral, 1996) en sus páginas de El Norte de Castilla. Como afirma también su gran
amigo Miguel Delibes, Francisco Martín Abril fue una persona profundamente religiosa, <<de
una religiosidad tradicional con ciertos ribetes de integrismo...que fue evolucionando en los
últimos años (El Norte de Castilla, 1998)>>. Probablemente por eso decidió educar a Nacho
con los jesuitas del colegio San José de aquel Valladolid de posguerra, donde desde el principio
salió el niño estudioso y extrovertido que nunca dejó de ser. "Nacho el mago", como le evocaría
Delibes en el momento de su muerte, por su afición a los juegos de magia o ya antes el propio
Martín Abril cantando a sus hijos: <<¡Os fuísteis! Tú, más lejos. Eres mago,/mago que saca
cintas del bolsillo,/ palomas del chambergo y caramelos/de las mangas para los cipotillos.
Todo, porque pretendes ser conserje/ del palacio de Dios en las Américas>>.A los diecisiete
años la vida cotidiana del joven de provincias y de clase media e ilustrada se interrumpe
voluntariamente. Nacho manifiesta su intención de ingresar en la Compañía de Jesús, ante la
sorpresa de su familia que hasta entonces no había advertido en él semejante inclinación.
<<Tenía entonces novia – explicará su padre-, pero prefirió dedicarse a la religión, nunca tuvo la
más mínima duda desde que se marchó a El Salvador>>. El 18 de septiembre de 1959 entra en
el Noviciado de Deusto, Orduña; de ahí al de Villagarcía y, en el segundo año al seminario de
Santa Tecla, en San Salvador. Desde entonces, la Compañía y aquel pequeño país
centroamericano serían toda su vida. Nacho se había embarcado a la aventura de las
evangelizaciones y los soldados de Cristo y todos sabían ya que era una aventura peligrosa,
como su padre: <<Un añó ya en América, nos dices/en tu carta recién llegada a casa,/en tu
carta leída por la madre;/como si fuera página de Kempis,/epístola de Pablo a Timoteo,/o
telegrama azul de Nochebuena./Nos anuncias tus votos: esa puerta/que cruzarás como un
soldado alegre/que viene de la guerra y va a otra guerra,/llenas las dos de cruces y de
banderas>>.

3. La Compañía.

...Como el hijo envió en pobreza a predicar a los apóstoles y después el Espíritu Santo, dando
su espíritu y lenguas los confirmó, y así el Padre y el Hijo enviando al Espíritu Santo, todas tres
personas confirmaron la tal misión...

Diarios de Ignacio de Loyola

<<Estos hombres y creyentes fueron, por último, jesuitas –diría días después del asesinato el
compañero de Martín-Baró, Jon Sobrino-. Yo creo que fueron profundamente "ignacianos",
aunque no pareciesen a veces muy "jesuíticos", si se me entiende bien, de los que están
pendientes de la última información que viene de la curia, o de esos que piensan que la
Compañía es lo más importante que existe sobre la faz de la tierra, aunque estaban
sinceramente orgullosos de ser jesuitas (Sobrino, 1989, p. 16)>>.

El ingreso en el seminario de Deusto tuvo que ser para Martín-Baró una experiencia intensa y
difícil, dado su carácter dicharachero y jovial y conocida la rígida disciplina intelectual y
religiosa de la Compañía.
Desde luego, la intención de todos esos ejercicios espirituales y de esa interminable etapa de
formación intelectual a la que eran sometidos los miembros de la Orden debía ser la de tallar a
conciencia el carácter de los nuevos "soldados de Cristo". El espíritu de la Compañía de Jesús,
nacida con el sentido inevitablemente renacentista de la Contrarreforma, había incorporado
también el carácter militante de su fundador, Ignacio de Loyola, capitán de Carlos V. El celo
jesuítico por la educación, la actitud humanista de sus proyectos educativos, su amor a las
letras clásicas –infundido a todos sus miembros- y la evidente dimensión mundana de sus
actividades eran todas ellas herencias renacentistas. Los jesuitas serán educados en una
religiosidad que, paradójicamente, funde una espiritualidad intensa y muy disciplinada con un
proyecto de exclaustración de la vida religiosa, abocada a la expansión activa de la fe. La
espiritualidad ignaciana tiene como meta esa otra dimensión menos contemplativa de lo
religioso. No es, por descontado, una mística de convento y alta poesía sino una disciplina que
tiene como último propósito la misma eficacia apostólica. A ella pueden contribuir los
famosos Ejercicios Espirituales, minucioso programa de actitudes corporales, representaciones
imaginativas, excitación de determinados afectos y toma de ciertas resoluciones, que suponen
toda una "pedagogía moral de la voluntad y el carácter" (Aranguren, 1952/1994). O también, el
omnipresente "examen de conciencia" con el que los nuevos miembros deben cumplir dos
veces al día para "buscar, hallar y sentir la voluntad de Dios", reflexionar sobre los últimos
actos, y revisar los propios pecados, (González Gómez, 1986). La conciencia es la realidad
humana fundamental en la cosmovisión jesuítica, otro rasgo renacentista que señala
Aranguren.

Pero la historia de la Compañía puede decirnos mucho más de la historia de nuestro


personaje, Ignacio Martín-Baró, si atendemos al otro elemento fundamental que junto con su
espiritualidad determinan el temple jesuítico. La contemplación trinitaria que el propio Ignacio
de Loyola ejecuta en el breve texto de sus diarios con el que presentábamos este epígrafe
recibe un matiz dinámico inconfundible, como advierte el jesuita Manuel González Gómez
(1986), estudioso de la espiritualidad ignaciana. La misión de Cristo, enviado por Dios y la
misión de los Apóstoles, enviados por el Espíritu Santo, tiene su continuación en la lectura
ignaciana que incorpora al ideario de la Compañía la misma noción de Misión. En esta palabra,
asegura González Gómez, queda reflejado el ideal de servicio que propone la espiritualidad
ignaciana y que hace de la Compañía de Jesús una Orden misionera cuyo otro propósito
original, además del de la conversión interna que la Reforma luterana convierte en desafío del
catolicismo, es el de la expansión de la fe, especialmente en el Nuevo Mundo. Lo que González
Gómez no dice, probablemente porque se salía de la cuestión tratada, es que, como señalará
Octavio Paz (1987), la idea de "Misión" tiene, en esa perspectiva histórica de la Conquista, un
sinónimo, el de la "Cruzada", que remite su origen a la clásica fusión medieval entre lo religioso
y lo político practicada por los abuelos de los conquistadores españoles y portugueses. De
hecho, la expansión de la fe que realizaron las diversas ordenes religiosas en América fue a
remolque del proyecto político de la Conquista, aunque la historia ofrezca irrecusables
pruebas de la disparidad de intereses que en muchos casos surgieron entre políticos y
religiosos; también entre unos religiosos y otros (ver Rubert de Ventós, 1987).
Cuando Ignacio Martín-Baró y sus compañeros de la UCA fueron asesinados algún periodista
avisado recordó que días antes del crimen el propio Ignacio Ellacuría había declarado a la
revista católica Vida Nueva que se sentía identificado con el protagonista de la película The
Mision, un jesuita (Jeremy Irons) que caía abatido por las balas del ejercito español en las
"Reducciones del Paraguay", por negarse a abandonar allí su tarea evangelizadora. En verdad,
las misiones que los jesuitas construyeron en la nueva América no tuvieron mucho que ver con
los objetivos de una cruzada, tal y como Paz critica siempre al hablar de la actuación de la
Compañía en Iberoamérica. Según Xavier Rubert de Ventós (1987), las misiones jesuíticas
constituyeron un proyecto renacentista y cristiano, es decir, moderno pero a la vez contrario a
la ideología del protestantismo ilustrado y a los intereses del burgués o el comerciante, que
supo favorecer el desarrollo económico y comercial a favor de los propios nativos antes que de
los conquistadores. Luego Montesquieu diría aquello de que las misiones de los jesuitas en
América "habían mostrado, por primera vez en el mundo, como es posible la unión de la
religión y la humanidad" (en Rubert de Ventós, 1987, p. 64). Sea como fuere, y como la propia
confesión de Ellacuría demuestra, la idea de Misión quedaría inscrita –a sangre y fuego- en el
ideario de los jesuitas que dedican su vida al mundo iberoamericano, infundiendo también un
cierto sentido de aventura en el viaje sin retorno que los hombres como Ignacio Martín-Baró
emprenderían desde la gris España de postguerra al enceguecedor y salvaje clima
centroamericano. Allí se les llevó para compensar la escasez de vocaciones indígenas que, no
obstante, abundaban en España y para atender las demandas de educación y atención pastoral
que el imparable crecimiento demográfico imponía a la misión evangelizadora (Whitfield,
1995).

La Compañía había sido expulsada de toda Centroamérica en 1872 por su discurso de fe y


subversión y había vuelto a El Salvador a principios del siglo siguiente para construir el
seminario de Santa Tecla, donde Martín- Baró realizaría su segundo año de novicio, y el colegio
o "externado" de San José, en el que más tarde comenzaría su carrera docente. Sus amigos
Ignacio Ellacuría –1949-, Segundo Montes –1951- y Jon Sobrino –1957- habían llegado antes
que él y comenzaban a trabajar para solucionar los problemas de aquel "pulgarcito de
América", como había definido a El Salvador la escritora Gabriela Mistral.

Alguna diferencia debió encontrar el joven Nacho con respecto a los seminarios que había
conocido en España. Aparte de una disciplina menos férrea, de una vida menos atosigada de
reglas y prohibiciones, la espiritualidad ignaciana fomentada en Santa Tecla tenía el reverso de
esa otra cualidad activa de atención a la realidad exterior, antes ocultada por el clima de
sosegado aislamiento de Orduña y Villagarcía. Desde su llegada, los jesuitas debían tomar
contacto con la realidad del país, con la vida cotidiana de sus ciudadanos y con sus problemas
de todos los días. Aunque esa experiencia no fuera completa para ninguno de los jesuitas, ni
para Martín-Baró, hasta que su formación intelectual fuera del país se completara muchos
años después, parece que Nacho quedó fascinado con esa breve primera estancia: <<El
Salvador fue el gran descubrimiento de su vida –contaría luego su hermana Alicia. Desde ese
momento sólo le interesó el catolicismo de los pobres y de los humildes>>. ¿Pero cuál era el
mundo qué se encontró Martín-Baró a su llegada a Centroamérica? ¿Cuál fue el mundo en el
que vivió y se ocupó de esa obra que nosotros llamamos "comprometida"?
CAPÍTULO 4:

EN UN MUNDO CONVULSO: CONTEXTO SOCIO-POLÍTICO

1. Iberoamérica del hambre y de la revolución.

Seríamos ineficaces si pretendiéramos aislar a El Salvador como el contexto socio-político de


nuestro estudio. Hay razones históricas y argumentos biográficos que permiten afirmar que la
circunstancia en la que se realiza la vida de Ignacio Martín-Baró y que da sentido a su propia
obra es la del mundo iberoamericano en su conjunto y en su deprimente situación durante este
siglo. Ni el proyecto de una "Psicología de la liberación" puede entenderse sin una mirada a
esa enorme realidad de miles de kilómetros ni los acontecimientos que esa misma psicología
convirtió en su único objeto de estudio podrían ser referidos con veracidad si no se buscan sus
conexiones con los de la historia del subcontinente iberoamericano. La historia social de El
Salvador responde a las mismas claves y rasgos estructurales a partir de las que hoy se explican
los acontecimientos que resumen la historia de toda Iberoamérica durante nuestro siglo.
Vamos a repasar primero esas claves.

El mundo iberoamericano que sirve de fondo a la biografía y a la obra de Martín-Baró puede


describirse, en último término, mediante tres características básicas. La primera, su economía
y modelo de desarrollo dependiente. La segunda, su "heterogeneidad estructural". Y la tercera,
su enorme inestabilidad socio-política. Cada una de estas características son, desde luego,
abstracciones de una serie de acontecimientos históricos en los cuales cada una de ellas ha
intervenido de manera simultánea, aunque convenga ahora explicarlas por separado. Por otra
parte, un cuarto elemento, el imparable crecimiento demográfico (de 60 millones de
habitantes en 1900 a 140 en 1950) interactúa de manera permanente con esos tres primeros,
para dar un indecente coeficiente de pobreza y subdesarrollo (García de Cortázar y Lorenzo
Espinosa, 1996; UNICEF, 1996).

1.1. El "capitalismo periférico".

La expresión "capitalismo periférico", acuñada por Prebisch (1981), pretende sintetizar el


modelo de desarrollo o, más bien, de subdesarrollo que los países iberoamericanos heredaron
del tiempo de las colonias españolas y portuguesas. Sin demasiados cambios, como explicaba
Galeano (1971/1996), la estructura económica del Nuevo Mundo pasó de servir a los intereses
de los colonizadores ibéricos a favorecer a los de Europa y, sobre todo, a los de los Estados
Unidos, manteniendo la concentración de toda la actividad económica en las exportaciones de
alguno de sus preciados y preciosos productos naturales (oro, plata, materias primas o
alimentos). El concepto de Prebisch, capitalismo periférico, explica
precisamente la subordinación de los esfuerzos de industrialización de estos países a su
dependencia económica de alguna potencia extranjera.

El caso de Centroamérica es paradigmático de esas relaciones dependientes. Allí, hasta


mediados del siglo pasado, la actividad económica estaba volcada a la producción de
colorantes naturales como la grana y el añil, que requería un capital escaso. Pero la invención
de tintas sintéticas más baratas por parte de la industria alemana hacia 1850 arruinó el
negocio. Treinta años después, las plantaciones de café centroamericanas daban la sexta parte
de su producción mundial, gracias a la especialización agrícola de sus tierras y a una nueva
estructura de monocultivo y "monoexportación". Centroamérica se incorporaba al mercado
internacional gracias a sus compradores ingleses, alemanes y norteamericanos. Desde
entonces la dependencia de las potencias extranjeras fue absoluta en la región, lo cual traería
indeseables consecuencias, como la de la imposibilidad de cultivar los alimentos que resultaban
imprescindibles para el consumo interno de sus países (arroz, frijoles, maíz, trigo o carne) y
que, en algunos casos, tendrían que llegar a ser comprados en el exterior, con el coste
adicional que ello supondría. La escasez de alimentos era un efecto indirecto pero
enormemente grave de la dependencia económica que, a su vez, repercutiría negativamente
por otras vías (durante los años setenta, por ejemplo, una cuarta parte de la población
salvadoreña moría de avitaminosis, ver Galeano, 1971/1996). Cuando se produjo el "crack del
29", el precio del café y la banana y su volumen de ventas descendieron estrepitosamente y ello
provocó un aumento espectacular del desempleo agrícola y urbano y una disminución severa
de la concesión de créditos y de las inversiones, los sueldos y los gastos públicos. En el futuro
vendrían otras depresiones económicas similares: las oscilaciones de los precios del mercado
mundial, los recortes y controles comerciales o los cambios en las relaciones bilaterales
determinarían la vida económica del país exportador.

La habitual situación de dependencia se verá agravada al finalizar la segunda guerra mundial.


La nueva política providencialista de los Estados Unidos en Iberoamérica pretende aprovechar
las condiciones idóneas de esta parte del mundo -proximidad geográfica, fraccionamiento
territorial, debilidad política y económica- para convertirla en la solución al vertiginoso ritmo de
la economía USA que necesita de sus materias primas, sus alimentos y sus combustibles. La
vieja doctrina Monroe ("América para los americanos") vuelve a ser consigna de la política
internacional estadounidense. Aparecen en Iberoamérica las "repúblicas bananeras", sistemas
de gobierno auspiciados por los Estados Unidos y liderados por oligarquías latifundistas y
concesionarios de empresas norteamericanas que suelen tomar forma de verdaderas
"dictaduras agrarias" (Monteforte, 1972; Touraine, 1989; García de Cortázar y Lorenzo
Espinosa, 1996).

Pero el subdesarrollo de los países iberoaméricanos, aparte otras causas que luego
comentaremos, es también consecuencia de otras peculiaridades de esa estructura
económica dependiente de mediados de siglo. Los impulsos desarrollistas internos y externos
encaminados a industrializar la economía agraria se satisfacen a través de enormes créditos
concedidos por países extranjeros y organismos internacionales que elevan la deuda externa de
esos países a magnitudes imposibles. La presión que organismos internacionales como el
Banco Mundial o el Fondo Monetario Internacional ejercen sobre estos países para que
orienten su economía y sus finanzas
hacia la resolución de la deuda externa tiene como efecto el conocido fenómeno de la
explosión de la deuda: la mayor parte de los excedentes que provienen de las exportaciones se
destinan a la disminución de la deuda, lo cual hace imprescindible la concesión de nuevos
préstamos para poder financiar las importaciones que se necesitan, lo cual termina elevando
aún más la dichosa deuda externa (Galeano, 1971/1996, García de Cortazar y Lorenzo Espinosa,
1996). Por otra parte, los sucesivos gobiernos estadounidenses que defienden –e imponen- el
libre comercio y la libre competencia para el mundo iberoamericano, allanando así el camino
para penetrar y copar sus mercados, ejercen de hecho una competencia desleal pues mientras
Iberoamérica rebaja aranceles y permisos de importación de productos yanquis, los Estados
Unidos desarrollan una política interna proteccionista con respecto a los productos exportados
del extranjero. Finalmente, la última forma de dependencia económica de Iberoamérica
proviene de su necesidad de aquellas tecnologías que sus países no pueden producir y que
suele ser comprada como tecnología de segunda mano pero a precios de primera mano
(Galeano, 1971/1996).

En la Iberoamérica de los años ochenta, el apoyo de los Estados Unidos a numerosos


regímenes dictatoriales u opresivos (Bolivia, Chile, El Salvador, Panamá, Honduras, Paraguay,
Perú, Argentina, Brasil o Colombia), del que luego hablaremos con más detenimiento,
aumentará los compromisos financieros que esos regímenes contrajeron para tratar de
justificarse a través de un mayor desarrollo económico. En último término, la devolución de la
deuda se convierte en el principal problema nacional para esos regímenes y en la causa de la
progresiva descapitalización de aquellos países. Así, entre 1982 y 1988 más de
235.000 millones de dólares hubieron de ser satisfechos en concepto de intereses por los países
iberoamericanos; además, en esos años la deuda externa se incrementó en unos 50.000
millones de dólares (García de Cortázar y Lorenzo Espinosa, 1996).

1.2. La heterogeneidad estructural como obstáculo para el desarrollo.

Ni siquiera la forzada dependencia económica explica suficientemente el estado de


subdesarrollo del mundo iberoamericano. De hecho, esa dependencia económica que
efectivamente entorpece el desarrollo no es sólo consecuencia del pasado colonial del
subcontinente sino también efecto del tipo de estructura social que caracteriza a sus países.
Pinto ha hablado de la "heterogeneidad estructural" de Iberoamérica como factor típico de su
subdesarrollo (Pinto, 1970). Y Touraine (1989) alude también a esa estructura heterogénea
para explicar el enorme contraste que existe entre el rápido desarrollo de la producción
iberoamericana de la última mitad del siglo y las denigrantes condiciones de injusticia social,
pobreza y violencia que aqueja a sus sociedades. La estructura social de estos países se define
como heterogénea porque presenta una clara segmentación de sus categorías sociales, entre
los pocos que participan de una vida de producción y consumo propia del primer mundo y los
muchos que quedan excluidos de esa clase de vida.

También es cierto que, en buena medida, esa "dualización de la sociedad" (otra expresión
sinónima de la de "heterogeneidad estructural") es debida a la especialización agrícola que
antes comentábamos. La creación de los grandes latifundios permitió concentrar casi todo el
poder económico en manos de unos pocos terratenientes que nunca dejaron de
sufragar sus
inmensas producciones a base de retribuciones de hambre y interminables jornadas de trabajo.
Ni siquiera en los momentos de máximo auge económico de la actividad exportadora se
consiguió aumentar los salarios de los jornaleros (Torres-Rivas, 1959). De una parte, además,
los excedentes de esas exportaciones rara vez fueron invertidos en algo que no fueran
suntuosos lujos o el mantenimiento de un servidumbre numerosa. De otra, los sueldos de
hambre hacían prácticamente inexistente la capacidad adquisitiva y de consumo de la mayoría
de la población. Todo lo cual impedía la creación de un verdadero mercado interno y
consagraba el capitalismo periférico del sistema (Galeano, 1971/1996).

Muchos analistas han atribuido el inmovilismo de las sociedades iberoamericanas a la


inexistencia de una burguesía urbana nacional, independiente de la oligarquía latifundista, que
fuera capaz de crear un mercado interno, una industria potentes y, en definitiva, una verdadera
sociedad capitalista a la manera occidental. Por otra parte, se nombran un conjunto diverso de
condiciones necesarias para ampliar la distribución de riquezas y rentas por las cuales ningún
gobierno iberoamericano se ha atrevido a trabajar con continuidad y determinación; las
principales, el régimen de la tierra, las relaciones de producción existentes y la marginalidad de
las grandes masas, no sólo con relación al consumo, sino también a la participación política y
el ejercicio sindical (Monteforte, 1972).

En suma, son las propias características que definen a las sociedades iberoamericanas las que
impiden un desarrollo integral. Aunque los decenios anteriores mostrarían un crecimiento
generalizado de una cierta clase media compuesta por un sector ilustrado y con más
protagonismo en la vida política y cultural, la crisis económica de los ochenta acercará una
parte de esa incipiente clase media al sector enriquecido, mientras el resto de sus miembros
entrarán en vías de un empobrecimiento progresivo.

Dentro de las clases bajas se puede distinguir entre los trabajadores agrícolas, un sector
informal urbano y una clase obrera. Los primeros no están totalmente incorporados a la
economía de mercado, dado el importante número de minifundistas aún existentes.
Sobreviven a base del trabajo de una familia extensa y una agricultura capitalista que utiliza
asalariados permanentes o temporales. El "sector informal urbano" se compone de personas
paradas o subempleadas. Hay un gran desfase entre la oferta y la demanda de trabajo que se
explica en parte por el incremento de las tasas de natalidad, la superioridad de los salarios
urbanos sobre los rurales y las posibilidades que brinda la vida en la ciudad, condiciones todas
ellas que fomentan los movimientos migratorios del campo a la ciudad. Los miembros de ese
sector informal urbano componen un importante grupo social que habita asentamientos que
escapan a todas las normas modernas de construcción urbana. Por su lado, la clase obrera
cuenta con un cierto potencial de reivindicación (aunque no es infrecuente que la legislación
vigente o el gobierno de turno prohiba la sindicalización) y una voluntad política de
transformación de la estructura social que ha tenido un empuje desigual en los diferentes
países iberoamericanos.

De otra parte se encuentra la oligarquía, clase dirigente muy diferente de una burguesía
industrial -como ya se ha dicho-, que gestiona intereses muy diversificados, combinando la
propiedad rural con la actividad
industrial, la banca y el comercio. Sus intereses se centran en acumular dinero y defender el
clan familiar. Touraine (1989) advierte la escasa o nula separación que en el mundo
iberoamericano ha existido repetidamente entre Estado y sociedad civil; ese rasgo es atribuible
en parte al estrecho control que la oligarquía suele ejercer en este siglo sobre las decisiones
políticas. Dos instituciones, la Iglesia católica y el ejército, tradicionalmente vinculadas a la
oligarquía, y un instrumento, los medios de comunicación social, propiedad casi exclusiva de
ese estamento, han favorecido el dominio oligárquico sobre la vida social iberoamericana, sin
olvidar sus permanentes alianzas con alguna potencia extranjera, siempre dispuesta a proteger
su actividad exportadora, a apoyar el régimen establecido y a endeudar aún más al país con
nuevos créditos.

El sistema social iberoamericano es, en definitiva, un "sistema dual" dentro del cual hay que
distinguir, más generalmente, entre los ciudadanos y los excluidos. La historia política de
Iberoamérica es un relato del enfrentamiento entre unas fuerzas que buscan la integración
social, habitualmente lideradas por una clase media ilustrada y convencida de que ha de ser el
Estado el principal agente de formación, integración y control del desarrollo nacional, y otras
fuerzas centrífugas que se empeñan en mantener el sistema dual que divide a la sociedad en
una extensa categoría social subprivilegiada y una minoría privilegiada asociada al capitalismo
dependiente y limitado que ya hemos descrito (Monteforte, 1972; Touraine, 1989).

1.3 Un mundo sacudido.

Lógicamente, el inmovilismo de la estructura social de estos países, unido a las lamentables


condiciones de pobreza de las mayorías populares, hace de la inestabilidad socio-política un
atributo permanente del mundo iberoamericano. La situación de dependencia no acaba ni
mucho menos en el ámbito de lo económico, y esta esa la parte de la definición de una
"república bananera" que queda por explicar aquí.

La habitual connivencia entre la oligarquía y la institución militar y la tradición golpista se verán


especialmente favorecidas por los Estados Unidos justo a partir del momento en el que Martín-
Baró llegue a Iberoamérica como joven novicio. El triunfo del asalto guerrillero de Fidel Castro
sobre Cuba en 1959 va a transformar la historia de toda Iberoamérica (García de Cortázar y
Lorenzo Espinosa, 1996). A las dos formas tradicionales de acción colectiva para satisfacer las
demandas sociales en Iberoamérica (los eventuales conflictos internos que suelen atajarse
mediante la represión violenta del ejercito y los sucesivos proyectos populistas y anticoloniales,
que siempre fracasan por la falta de una burguesía o clase media verdaderamente
independiente) se añaden los nuevos movimientos de resistencia popular que toman como
modelo el ejemplo cubano y pretenden organizar la revolución marxista-leninista. La década
de los sesenta va a empantanar el mapa americano de conflictos guerrilleros (Venezuela,
Guatemala, Perú, Bolivia, Brasil, Uruguay, Argentina). Había que crear "dos, tres, muchos
Vietnam", en palabras del Ché Guevara, para romper la cadena de opresión yanqui. Por su lado,
como adelantábamos, la intervención estadounidense se vuelve total e incluso consigue
transformar el tradicional sentido del golpismo autóctono, que venía legitimándose desde
antiguo –a veces con verdadera justicia- mediante proyectos de afirmación nacional y de
tipo proteccionista. Los
tradicionales golpes de Estado se convierten en auténticas intervenciones palaciegas,
auspiciadas y aun organizadas por las embajadas norteamericanas y apoyadas por los
latifundistas que veían peligrar sus intereses y temían las confiscaciones de sus tierras y que
tenían como único objetivo real la persecución de cualquier inclinación que oliera a comunismo.

Todo queda transformado por la revolución cubana: los pronunciamientos militares, los
movimientos de resistencia popular y la aparición de las guerrillas ya apuntados, el nuevo
sindicalismo militante y clandestino, las acciones subversivas y contrasubversivas, etc. En el
plano internacional, como denuncia Octavio Paz (1987), Iberoamérica se convierte en el
campo de batalla de las dos grandes potencias, norteamericana y soviética. Cuba surge como
un centro de agitación, propaganda, coordinación y entrenamiento de los movimientos y la
ideología revolucionaria en medio de la dominación norteamericana, también auspiciada por
los intereses del Kremlin. Y los Estados Unidos hace de ello el argumento o la excusa perfecta
para negar la verdadera raíz del clima convulso y los fenómenos de subversión en el
subcontinente: la injusticia social, la pobreza, la inexistencia de libertades y la ausencia de
alternativas reales a la expresión política de esas contradicciones sociales por parte de las
mayorías populares. La nueva divisa de la política internacional norteamericana es la de la
lucha contra el mal, es decir, contra el comunismo.

Y la primera medida en ese sentido es el plan de recuperación socio- económica que, sin
renunciar a otras de carácter militar, propone el gobierno de Kennedy. Un tratado firmado en
Uruguay en 1961 por todos los países iberoamericanos, a excepción de Cuba, y que prometía
una "Alianza para el progreso", propició un incremento descomunal de las inversiones USA
(sobre todo en el sur del continente) que, no obstante, fracasaría hacia 1974, debido a las
condiciones políticas y económicas exigidas que seguían asfixiando la posibilidad de un
desarrollo verdaderamente autónomo. En todo caso, a las iniciativas de la administración
Kennedy (1961-1963) le seguiría un retorno a la política del big stick para frenar los
movimientos guerrilleros y que quedaba apoyada por tres estrategias fundamentales. La
intimidación militar; los marines rondaban las costas, siempre dispuestos a saltar sobre ellas en
cualquier momento que así lo exigiera la "Seguridad Nacional". Un descarado apoyo a
sistemas dictatoriales (recuérdese el caso de Chile). Y , por último, un acoso constante a
aquellos regímenes que pudieran resultar incómodos o sospechosamente cercanos a la
influencia ruso-cubana, siguiendo el modelo del "conflicto de baja intensidad", a través de
presiones económicas y de respaldo económico y militar a diversos movimientos de
contrainsurgencia (como en el caso de la "Contra" nicaragüense).

El más importante elemento de inestabilidad social que caracteriza a la inflexible estructura de


las sociedades iberoamericanas y a su propia historia es, sin duda, el de la omnipresencia de la
violencia como un fenómeno casi cotidiano en la vida de sus protagonistas. La forma de
violencia más común ha sido la que proviene de la represión social y política de la que han sido
víctimas las categorías sociales más desfavorecidas, especialmente las rurales. Desde su
aparición, los latifundistas mantienen su poder absoluto a través de la violencia, además de las
presiones económicas, ideológicas y culturales ya comentadas. Bien sea mediante su
influencia directa sobre el gobierno,
mediante su frecuente pacto con el ejército, o mediante la contratación de sus propios
cuerpos de seguridad, los latifundistas imponen el terror sobre sus asalariados a través de una
represión brutal. Hay también una violencia más política que social que es ejercida a medias por
el propio Estado, a menudo controlado por el ejército y con el beneplácito de la oligarquía, y a
medias por diversos grupos paramilitares que constituyen brazos secretos del ejército,
encargados de operaciones que el Estado no podría ejecutar legalmente, o que, en otros casos,
tienen su origen en la contratación por parte de la misma oligarquía de elementos militares
radicalizados. Los objetivos habituales de estos grupos son la represión sangrienta ante
diversas manifestaciones o intentos de reivindicación de carácter político, sobre todo en el
ámbito rural.

Después del triunfo de la revolución cubana la violencia aumenta también sus manifestaciones
en toda Iberoamérica. El fenómeno de las guerrillas, como ya dijimos, se extiende por todo el
subcontinente, lo que en muchos casos permite que los militares tomen el control de sus
países, con el apoyo de siempre, la oligarquía y, sobre ésta, los Estados Unidos. Esto es
especialmente válido para los países de la zona centroamericana y del Caribe (Touraine, 1989)
donde, por su parte, las acciones violentas dirigidas por vanguardias revolucionarias se
presentan como "guerras de liberación nacional". En último término, el origen de las guerrillas
hay que buscarlo en la imposibilidad que algunos sectores sociales con cierta capacidad de
movilización y análisis de la situación encuentran para solucionar los conflictos sociales que son
inherentes a esa misma situación.

Finalmente, la aparición de esa tercera forma de acción social, la acción revolucionaria, tiene
también su correlato en la producción ideológica y la vida intelectual (Touraine, 1989), ambas
ancladas en la recreación de ciertos mitos, como el de la "identidad nacional", y el más
moderno del "desarrollismo"; herramientas intelectuales, en definitiva, para orientar la misma
acción social. Así, la acción revolucionaria implica el mito "nacional-revolucionario", que
pretende unificar los dos mitos anteriores a partir de un discurso de izquierdas que identifique
sucesivamente la identidad y los intereses populares con el anticolonialismo, el desarrollo
integral y la utopía socialista. De hecho, el agresivo intervencionismo político y militar
estadounidense que comienza en los sesenta para frenar el impulso revolucionario se volverá
en su contra, pues acrecentará en ciertos sectores sociales el convencimiento de la necesidad
de realizar los viejos proyectos nacional-populistas mediante una revolución armada (García de
Cortázar y Lorenzo Espinosa, 1996). El nuevo mito revolucionario, más o menos identificado
con el modelo cubano, según los casos, será muy utilizado en adelante por aquellos
intelectuales que pretenden hablar en nombre de las mayorías excluidas de la vida pública.

Ese nuevo mito "nacional-revolucionaro" también tendrá la responsabilidad de vivificar un


nuevo proyecto ético-político de "Liberación" que es fácilmente reconocible en algunas de las
aportaciones intelectuales más valiosas de la literatura, el pensamiento, las ciencias sociales y
la teología iberoamericanas. El escritor iberoamericano, como afirma Carlos Fuentes (1988), se
convierte de alguna manera en el mejor portavoz de esa gran porción de la realidad que la
ideología del poder y los medios de comunicación controlado por los terratenientes pretende
ocultar. Los temas que copan el contenido de la novela o el ensayo iberoamericanos son
los del dominio norteamericano, como en Viento fuerte de Miguel Angel Asturias, la afirmación
de la identidad, en El laberinto de la soledad de Octavio Paz o en el Tiempo mexicano de Carlos
Fuentes, el subdesarrollo en todas sus dimensiones, como en Cien años de soledad de García
Márquez o La casa de los espíritus de Isabel Allende e, incluso, la aborrecida imagen del
terrateniente, en el mismo título de Allende o en El obsceno pájaro del norte de Donoso Cortés.
La pedagogía brasileña produce la revelación de la Pedagogía del oprimido de Paulo Freire,
cuyas propuestas sobre la conscientización y la dialéctica opresor-oprimido, como esquema
descriptivo de la estructura y las relaciones sociales en las sociedades iberoamericanas,
ejercerá un fuerte influjo también en la psicología, la filosofía, la sociología y la teología. La
dependencia estructural con respecto a las grandes potencias occidentales tendrán su propio
lugar de teorización y análisis en el ámbito de la sociológica "Teoría de la dependencia". Y, por
último, la teología de la liberación, de la que luego nos ocuparemos con detalle, constituye
desde los años setenta la corriente de pensamiento teológico que más debate y polémica ha
suscitado en todo el mundo. El mito revolucionario, con diferentes matices y concepciones
sobre la naturaleza de la propia revolución, está presente en todas y cada una de estas
manifestaciones intelectuales con origen en autores y corrientes de reflexión iberoamericanas
que pretenden tomar la perspectiva de las "mayorías populares oprimidas" como primer
movimiento hacia la "liberación de sus pueblos".

Antes que nada el mito revolucionario es el principal estímulo que sirve para orientar a los
movimientos populares iberoamericanos hacia la acción política, pero es también un factor que
introduce nuevas divisiones en las sociedades iberoamericanas, como efecto de sus múltiples
elaboraciones intelectuales. De un lado, la que afectará, desde la segunda conferencia del
Episcopado Latinoamericano celebrado en 1968 en Medellín, a la Iglesia católica, que desde
una nueva propuesta de "opción preferencial por los pobres", se bifurca en dos facciones,
progresista una y tradicionalmente reaccionaria otra –volveremos sobre el tema (Oliveros,
1993). De otro lado, la de los intelectuales iberoamericanos que se escinden entre los que
siguen fieles al mito desarrollista, fundamentado en la persecución de una economía de
mercado que acabe con las enormes desigualdades sociales y económicas de sus países, y los
que se suman al nuevo mito revolucionario que pretenden convertir en un proyecto real y
desde el que esos intelectuales se arrogan una función de conciencia crítica, de labor
conscientizadora, en el sentido de Freire.En este sentido también, la Universidad
iberoamericana constituirá el principal lugar de producción ideológica (Rama, 1980; Garreton,
1985; Touraine, 1989), con importantes resonancias en la vida estudiantil y en las clases medias
urbanas. En ellas se difundirán las diversas aportaciones al mito revolucionario, transformado
en Etica y Ciencia y Teología de la Liberación. Incluso la división afectará también a la propia
institución universitaria que entrará en crisis en los años setenta como consecuencia de la
creciente disociación entre el nuevo espíritu revolucionario de muchos de sus profesores y
dirigentes y las nuevas tendencias de profesionalismo que se demandan a la formación
académica superior.
2. El Salvador de la oligarquía.

El Salvador es un pequeño país centroamericano (21.393 km2), esquinado hacia el océano


pacífico y cercado por tierra por Guatemala, hacia arriba, y por Honduras, a su derecha. Su
población ha ido aumentando a lo largo del siglo, con 783.000 habitantes en 1900,
1.800.000 en 1960 y
5.000.000 a principios de 1980.

El conquistador de Guatemala, el español Pedro de Alvarado, sometió en 1524/25 su territorio,


quedando rápidamente diezmada su población indígena. El Salvador estuvo inicialmente
integrado en la Capitanía General de Guatemala, obtuvo su independencia en 1824 y, por un
breve plazo formó parte del Imperio centroamericano dirigido por México (Agustín de
Itúrbide). Luego se unió a las Provincias Unidas de América, hasta 1841. Durante el siglo XIX,
generalmente gobernada por caudillos militares se caracterizó por un enfrentamiento
constante entre los liberales (burguesía con alguna propiedad e intelectuales urbanos) y los
conservadores (grandes propietarios, amparados por la Iglesia).

Pero la historia moderna de El Salvador comienza, como dicen Armstrong y Shenk (1983), con
una "taza de café". Con la elección del presidente Zaldivar, en 1876, se comienza a realizar un
proyecto ideado por una nueva clase de exportadores y banqueros –a la que el mismo
presidente pertenecía- que pretendían convertir al país en el centro cafetalero de
Centroamérica. Satisfaciendo los deseos de esa nueva élite exportadora, en 1881 el gobierno
decreta la eliminación de las tierras comunales que pertenecían a los indígenas y a los
municipios, argumentando que esas formas no privadas de tenencia de la tierra no estimulaban
una explotación eficiente de la misma. Los agricultores parecían no querer cambiar sus
costumbres y su forma de vida, pero se vieron forzados a ello. El gobierno también aprobó una
legislación que imponía el control y el reclutamiento de los agricultores despojados de sus
tierras para trabajar en las nuevas grandes fincas de cultivo del café. Un "juez agrario" podía
decretar su captura si salían de la finca antes de terminar sus tareas. Las nuevas leyes
permitían a los terratenientes expulsar a los antiguos pobladores de sus tierras. En todo caso,
los terratenientes se quedaron con las tierras más fértiles permitiendo el minifundio en las
tierras menos productivas. La mayoría de los indígenas tuvieron que sobrevivir alquilando sus
brazos a los propietarios de las plantaciones por un sueldo miserable durante las cosechas y
cultivando luego minúsculas parcelas de maíz y frijoles para tener algo que comer (Galeano,
1971/1996; Armstrong y Schenk, 1983; Salazar Valiente, 1990). Así se irá gestando la clase rural
más poderosa de toda Centroamérica (Torres-Rivas, 1975).

Después de la primera guerra mundial aparecen las primeras organizaciones laborales con
cierta capacidad organizativa y reivindicativa, coincidiendo con la revolución rusa, y en
Centroamérica, con la revolución mexicana y las luchas del legendario Sandino en Nicaragua.
Va penetrando también las fronteras la literatura anarquista y marxista leninista y en 1930 se
funda el Partido Comunista Salvadoreño (PCS).

Como ocurrirá en el resto de Centroamérica, el "crack del 29", al producir un radical descenso
de los precios del café, incide sobre la vida de los salvadoreños a través de las medidas que los
cafetaleros toman para paliar el daño económico: la disminución de salarios y el
aumento de los despidos, fundamentalmente. Mientras, los partidos burgueses como el del
presidente Pío Romero Bosque (1927-1931) y el del presidente Arturo Araujo, van acogiendo las
demandas populares e intentan implantar ciertas reformas sociales inspiradas en la política del
partido laborista británico que levantan las suspicacias de la oligarquía. Pero puesto que las
protestas públicas contra las medidas de los cafetaleros se suceden, el ministro de la guerra,
Maximiliano Hernández Martínez cede a las presiones de la oligarquía latifundista que le pide
que haga uso de las fuerzas públicas para reprimir las protestas. El gobierno entra en crisis y el
mismo Hernández Martínez da un golpe de Estado en diciembre de 1931. Inmediatamente
convoca elecciones que son ganadas por los comunistas y ordena la suspensión de los
resultados. El partido comunista llama a la insurrección popular y se produce la mayor matanza
de toda la historia de El Salvador: unos 20.000 0 30.000 muertos en un país que no pasaba de
un millón de habitantes.

El régimen de Hernández Martínez durará trece años y viene a suponer la consolidación de las
bases del nuevo orden social que imperará con pocas variaciones hasta los años ochenta. Es en
1932 cuando la oligarquía salvadoreña establece un pacto nunca roto del todo con el ejército.
Ante todo, ese pacto favoreció el mantenimiento de la vieja estructura económica basada
únicamente en la exportación. Los excedentes de la producción no se invirtieron en el
desarrollo de la industria que le faltaba al país y se profundizó la concentración de la tierras.
Nace el mito popular de las "catorce familias" que dominan y son dueñas del país. También
desde 1932 se fomenta el odio al comunismo que será el único argumento político de la
oligarquía y el ejército en todas y cada una de sus decisiones y el clima de terror impuesto por
el recuerdo de la matanza realizada por la Guardia Nacional y su presencia constante en todo
lugar. Por último, este régimen cancela todo rastro de democracia prohibiendo el derecho de
asociación y de expresión y vulnerando constantemente los derechos humanos mediante el
habituado recurso a la represión violenta.

En algunos casos el ejército intentará realizar reformas sociales pero su dependencia de la


oligarquía lo impedirá una y otra vez. Hasta el momento en que se inicia la guerra civil de 1981
no se realiza ninguna reforma, y la historia del país es la historia de los fracasos de la clase
media – incluidas ciertas facciones del ejército- por cambiar su estructura social. Empezando
con la dictadura de Hernández Martínez en 1932, se darán siete golpes de Estado en El
Salvador hasta 1972, unos con sentido regresivo y otros de inspiración progresista. Por otra
parte, a medida que avance el siglo las injerencias estadounidenses a favor del sistema de
control oligárquico irán siendo cada vez más determinantes. Si en 1930 Estados Unidos
absorbía el 14% de la exportación de café del país, en 1943 se hace con el 96,4%. Esto explica
que la embajada norteamericana no tuviera ningún reparo en apoyar el golpe de Estado del
coronel Osmín Aguirre y Salinas de octubre de 1944 que venía a "poner orden" después de que
Hernández Martínez hubiera sido obligado a abandonar debido a las presiones de los sectores
progresistas. Luego, el gobierno estadounidense forzará un fraudulento proceso electoral para
colocar al también militar Salvador Castaneda Castro en la presidencia del país.

Hasta los años cincuenta, el dominio de la oligarquía, sustentado por su pacto con ciertas
facciones del ejército, por el apoyo estadounidense y
por un marco jurídico seudoliberal, más propio del siglo XIX que del XX, prevaleció, dejando al
país en un flagrante atraso industrial.

3. Del reformismo a la represión.

El general Salvador Castaneda será derrocado en diciembre de 1948 por una coalición entre
una parte del ejército y una porción del sector civil. Se constituye una "Junta cívico militar" que
intentará promover una modernización de la estructura económica del país. Se pretende la
industrialización, la diversificación de las actividades económicas y el desarrollo de un mercado
interno, junto a una alianza comercial con otros países centroamericanos. La constitución de
1950 cambia el antiguo marco jurídico al que dota de una orientación intervencionista por parte
del Estado sobre la vida económica y social.

Varios gobernantes fracasarán en el intento de activar el proyecto modernizador. La nueva


industria salvadoreña es demasiado débil (la industria manufacturera aporta un 14,32% del
Producto Nacional Bruto, en tanto que el sector agropecuario más del 45%). Las tensiones se
acumulan mientras estalla la revolución cubana. El nuevo Frente Nacional de Orientación
Cívica (FNOC) que aglutina a toda la izquierda, un sector del ejército y un pequeña parte de la
burguesía urbana promueve un golpe de Estado en octubre de 1960 e instaura otra nueva Junta
integrada por civiles y militares que afirma querer promover un proceso democrático libra.
Pero la oligarquía y la embajada norteamericana, muy preocupadas por las posibles
consecuencias del caso cubano, tardarán sólo tres meses en abortar el proyecto de la
autoproclamada "Junta Democrática".

Para justificar su apoyo a este y otros gobiernos dictatoriales, como ya hemos comentado
antes, el gobierno de los Estados Unidos promoverá el tratado de la "Alianza para el progreso"
firmada en la carta de Punta del Este. Pero al mismo tiempo se crea el Consejo de Defensa
Centroamericano (CONDECA), en 1964, organismo a través del cual comienza el periodo de
subordinación del ejército salvadoreño a las directrices del Pentágono.

Al "Directorio militar" implantado en 1961 le sucede la presidencia del coronel Sánchez


Hernández en 1967, en un periodo que continúa la aplicación de la política desarrollista iniciada
por Kennedy. A esa política que incluye proyectos de reforma agraria, tributaria y bancaria se
opone la oligarquía, a pesar de lo cual se registrará hasta mediados de los sesenta un ligero
desarrollo y un tímido proceso industrializador. La producción agrícola se diversifica, se genera
una política de sustitución de las importaciones, y el capital estadounidense comienza a
asociarse con capitales nacionales a los que convierte en socios minoritarios y a través de ello
se comienza a controlar la economía del país en beneficio norteamericano. Esta última
estrategia obtendrá el apoyo de la oligarquía agropecuaria, sobre todo, porque será ella la que
represente al capital asociado a las inversiones USA.

En definitiva, la estructura social salvadoreña reemplaza el viejo sistema de dominación


(acumulación oligárquica del capital y apoyo del ejército), por otro que se subordina al reciente
proceso de industrialización y en el que el Estado ha dejado de ser el exclusivo organismo
político de la oligarquía para actuar al servicio de la nueva fusión de intereses económicos
entre la oligarquía tradicional y las
multinacionales norteamericanas (ver Salazar Valiente, 1990). Los nuevos sectores burgueses
que pretenden potenciar el desarrollo de un mercado interno no pueden zafarse de sus vínculos
con la oligarquía, lo que implica que, pese a la industrialización del país, no se verifican
cambios con respecto a las injustas políticas de retribución salarial ni a las reformas
estructurales necesarias: el crecimiento económico iniciado en los cincuenta no beneficia más
que a una minoría y a los aliados norteamericanos; la estructura de tenencia de la tierra
permanece intacta; la represión continúa; y los problemas fundamentales de la educación, la
salud, la vivienda, el nivel de ingresos y el paro que afectan a una inmensa mayoría de la
población siguen sin ser atajados.

Un efecto añadido de la tímida industrialización que experimentará el país desde los cincuenta
es el de la aparición de un proletariado industrial moderno que representará un papel decisivo
en los acontecimientos posteriores que darían inicio a la guerra civil a principios de los ochenta.

Con la presidencia del coronel Fidel Sánchez Hernández y el comienzo de la década de los
setenta se irá cerrando el periodo "reformista" (Cardenal, 1994). El 4 de julio de 1969 el
coronel ordenará la invasión de Honduras: es la "guerra del fútbol". En ese año, un número
considerable de salvadoreños habían emigrado al vecino país centroamericano en busca del
trabajo que faltaba en El Salvador. El gobierno de Honduras decidió expulsar a los salvadoreños
que se habían instalado en su territorio, lo que produciría el conflicto, últimamente
desencadenado con motivo de un accidentado partido de fútbol que enfrentó a las selecciones
nacionales de los dos contendientes. Aunque las escaramuzas no duraron más que una
semana, miles de personas murieron y unas cien mil perdieron sus viviendas. 130.000
salvadoreños tuvieron que regresar al país: un problema más para el mundo rural salvadoreño.
Los cuatro días de conflicto se llevaron el 20% del presupuesto nacional (unos 20 millones de
dólares) y sirvieron como ensayo para evaluar los efectos del nuevo entrenamiento para la
lucha contrainsurgente que el ejército estadounidense comenzó a proporcionar a sus
homónimos salvadoreños.

Las elecciones de 1972 enfrentaron al candidato propuesto por el coronel Sánchez Hernández,
el también coronel Arturo Armando Molina por el Partido de Conciliación Nacional (PCN), y al
democristiano José Napoleón Duarte, candidato de la Unión Nacional Opositora (UNO), una
eventual coalición entre la democracia cristiana, el Movimiento Nacional Revolucionario (MNR)
y La Unión Democrática Nacionalista (UDN), fachada legal del histórico partido comunista
salvadoreño. Como volvería a suceder cinco años después con el candidato popular Ernesto
Claramount, Duarte ganó las elecciones pero el resultado fue ignorado por el gobierno. Un
sector del ejército organizó una revuelta a favor de Duarte pero el gobierno y el resto de los
militares recuperaron rápidamente el control y Molina gobernaría hasta 1977.

Durante los setenta la crisis económica y la desnacionalización del país, cada vez más sumiso a
los intereses norteamericanos, se agravan. La nota más característica del gobierno de Molina
es la corrupción militar, estrategia fomentada por la oligarquía desde tiempos de Maximiliano
Hernández Martínez para garantizarse la fidelidad de los oficiales. Las
numerosas obras de infraestructura emprendidas por el coronel sirvieron, sobre todo, para
enriquecer a su propio gremio.

Pero volviendo al fraude de las elecciones de 1972, este acontecimiento político desencadenó
también una fuerte crisis dentro del propio Partido Comunista Salvadoreño (PCS) que entonces
había pedido el voto para la coalición de Duarte. Los movimientos guerrilleros que empiezan a
aflorar a principios de esa década en El Salvador criticarán ese apoyo con el argumento de que,
como parecían demostrar los resultados de 1972, las elecciones no eran más que un "método
burgués" para sustituir a los miembros del Ejecutivo. La conjunción de factores que supuso el
abortado triunfo electoral de la UNO, la movilización de masas que se produjo a continuación y
la respuesta brutalmente represiva que esa movilización recibió por parte del gobierno haría
que la estrategia armada de las guerrillas fuera recibiendo cada vez un mayor apoyo popular.

El año 1975 marca un cambio de intensidad en el habitual clima de violencia que define la
dinámica social del mundo salvadoreño. La fuerza política y militar de las guerrillas es ya
considerable y muy preocupante. Aparecen también nuevos y más poderosos movimientos de
masas (campesinos y obreros) que protagonizarán diversos enfrentamientos con el "aparato
represivo" del gobierno. Por último, de un pacto entre la oligarquía y los militares de la temida
Guardia Nacional surgen grupos paramilitares que van a dar origen a los terribles y legendarios
"escuadrones de la muerte".

El 30 de julio de 1975 se produce una matanza de estudiantes que se habían alzado en protesta
por la situación del país en la universidad nacional de El Salvador de la que resultará la
transformación de las organizaciones especializadas de campesinos, obreros, estudiantes y
maestros en verdaderos frentes políticos, más o menos vinculados a los grupos guerrilleros y de
inspiración marxista-leninista. De ahí surge el Bloque Popular Revolucionario (BPR) que va a
actuar en la vida pública salvadoreña a través de manifestaciones, comunicados, huelgas,
tomas de fábricas y edificios e interrupciones de la actividad educativa del país y que se irá
radicalizando en sus acciones –que no estaban orientadas a la violencia- como consecuencia de
la creciente represión de la que fue víctima. Para Cardenal (1994), el BPR tuvo dos grandes
problemas internos que condicionaron su trayectoria histórica: su idealismo exacerbado y su
falta de experiencia política, consecuencia de sus alianzas con los estudiantes salvadoreños y
con los grupos político-militares a cuyos intereses acabó subordinándose a finales de 1980,
perdiendo toda su autonomía y viéndose mezclado en iniciativas y acciones de naturaleza
puramente terrorista.

Cercano ya el fin de su mandato, Molina impulsó en 1976 un decreto de "Transformación


Agraria" que sería causa de nuevos disturbios. El objetivo de la propuesta era aumentar el
número de propietarios privados y propiciar así el desarrollo de un verdadero mercado
interno, a través de la expropiación de una de las zonas más productivas de El Salvador y de
un plan racional de redistribución de esas tierras. La oligarquía salvadoreña -terratenientes y
grandes empresarios- protestó enérgicamente y el debate político de los siguientes meses se
centró únicamente en este asunto. Al final sus presiones dieron fruto y el proyecto fue
cancelado; un fracaso rotundo que volvió a poner al descubierto la extrema dependencia del
gobierno con respecto a las élites económicas del país.
El sucesor de Molina, el general Carlos Humberto Romero, no hizo ningún intento de reforma.
En vez de eso, consiguió que la Asamblea Legislativa aprobara y mantuviera vigente durante
dieciséis meses una ley "de defensa y garantía del orden público" que justificaba la represión
política en nombre de principios "democráticos". Por esto en 1979 la crisis socio- política era ya
insostenible, incluso para un sector mayoritario de la Iglesia, cuyo arzobispo en El Salvador
desde 1977 era el contestatario monseñor Romero, que sería declarado enemigo del sistema
por sus críticas al sistema mismo y asesinado en 1980 por esa misma razón. En Nicaragua la
revolución sandinista ya había comenzado, en condiciones muy similares. Por todo ello, el 15
de octubre de 1979 se produjo el golpe de Estado mejor planificado y con el mayor apoyo
popular de toda la historia de El Salvador (y también con el apoyo de un nuevo proyecto
político estadounidense del presidente Carter). En él participaron tanto miembros militares
como civiles, instaurándose una "Junta revolucionaria" formada por dos coroneles y tres civiles,
uno de ellos, Román Mayorga, ex rector de la UCA y compañero de muchos años de Ignacio
Ellacuría y su grupo.

Pero las organizaciones populares vinculadas a los movimientos político- militares rechazaron
violentamente el nuevo régimen, a diferencia de todos los partidos democráticos, porque sólo
veían en sus propuestas reformistas una estrategia para disuadir al pueblo del inicio de la
revolución. Los militares reprimieron brutalmente todo conato de oposición sin que los
miembros civiles de la junta pudieran impedirlo, y en pocas semanas desapareció el espejismo
del cambio. Los integrantes civiles de la Junta dimitieron de ella a principios de 1980 y se
instauró un segundo pacto entre el ejército, ya controlados en su interior los impulsos
reformistas de los más jóvenes oficiales, y la democracia cristiana, con Duarte al frente. No
obstante, la represión siguió y aumentaron las acciones de terrorismo político de los
escuadrones de la muerte. Las organizaciones populares se unificaron en una "coordinadora
revolucionaria" que convocó una gran manifestación el 22 de enero de 1979 en la que se
produjo una nueva masacre. La distancia con los grupos guerrilleros, también en proceso de
unificación, disminuía. El 24 de marzo Monseñor Romero era asesinado (mientras oficiaba una
misa) por orden del mayor Roberto D´Aubuisson, militar retirado que dirigía uno de los
escuadrones de la muerte financiado por la oligarquía. La represión crecía y crecía sin parar,
como un inmenso borrón de sangre sobre el mapa de El Salvador. La mayoría de los asesinatos
políticos producidos entre 1979 y 1981 fueron cometidos por la organización paramilitar de
D´Aubuisson, ORDEN (Organización Democrática Nacional) de donde más tarde surgiría el
partido de extrema derecha ARENA (Alianza Republicana Nacionalista), a mediados de 1981, a
través del cual se van a unificar los partidos de derecha que representan a la oligarquía
salvadoreña.

A finales de 1980 la oficina de la "Comisión de la Verdad", dependiente de la ONU, declaró


haber recibido denuncias de 2.597 personas que habían sido víctimas de la represión (ONU,
1993). Entre 1979 y 1981 se registran un total aproximado de 30.000 asesinatos políticos y
500.000 desplazados (Salazar Valiente, 1990).

4. La guerra.

El estado preinsurrecional en el que queda el país desde 1979 desembocará en enero de 1981 en
un conflicto armado formal y absoluto. Durante ese mes se produce la primera gran
ofensiva insurgente desplegada por el FDR
(Frente Democrático Revolucionario) y el FMLN (Frente Farabundo Martí de Liberación
Nacional). Y la tónica represiva que precedió al conflicto seguirá presente durante todo su
desarrollo. Desde el principio, la guerra civil de El Salvador se singulariza por el hecho de
cobrarse la mayor parte de sus víctimas fuera del marco de la confrontación formal. Por
ejemplo, entre octubre de 1979 y 1990 murieron más de 32.000 civiles y unas 600.000
personas huyeron (un 15% de la población) de sus habituales lugares de residencia, la mitad de
ellos al extranjero. Surge así la figura de los "desplazados", miembros de la población civil que
huye por todo el país de las operaciones militares de contrainsurgencia. El mencionado
informe de la "Comisión de la verdad" definió el periodo que va desde 1980 a 1983 como el de
la "institucionalización de la violencia" (ONU, 1993). Durante ese espacio de tiempo se suceden
las detenciones arbitrarias, las desapariciones selectivas de diferentes dirigentes políticos, los
asesinatos, los ataques indiscriminados a la población civil, como en las matanzas del río
Sumpul (14-25 de mayo 1980), del río Lempa (20-29 de octubre de 1981) o de El Mozote
(diciembre de 1981). Cualquier forma de movimiento opositor es desarticulado, así, en el caso
de diversas organizaciones políticas o gremios o sectores organizados de cualquier clase, como
el ANDES (Asoc. Nacional de Educadores Salvadoreños) o la CDHES (Comisión de Derechos
Humanos de El Salvador).

Los Estados Unidos habían retirado el apoyo al gobierno salvadoreño con motivo del segundo
atentado contra miembros de la Iglesia católica en 1980. Sin embargo, esa actitud sólo se
sostendrá unas semanas. El mismo mes de enero se restablece la ayuda militar y económica
ayudando a la creación de batallones de lucha antiguerrillera y anticipando la que será la
política de la nueva administración Reagan durante toda la década. Entre 1981 y 1988 las
ayudas militares de Estados Unidos al gobierno salvadoreño se calculan en decenas y cientos
de millones de dólares (ver CINAS, 1988).

En 1982 se inicia un proceso democrático de cuyas elecciones salen victoriosos dos partidos, la
democracia cristiana y el ultraderechista ARENA, de D´Aubuisson. Ambos realizan el pacto
APANECA para compartir el poder, colocando como presidente al democristiano Alvaro
Magaña. Parece que el bloque hegemónico, para el cual el golpe de Estado de 1979 había
significado un rechazo popular por la ineficacia de sus anteriores gobiernos (Casaus Arzu,
1992), se recuperaba con esos comicios de 1982. La gestión de Magaña no ofreció ningún
cambio, impidiendo toda iniciativa de reforma y abundando en las medidas represivas, como
ya se ha visto.

Una visita del vicepresidente norteamericano George Bush a El Salvador a finales de 1983 va a
alterar la marcha del conflicto. Bush dirigirá fuertes críticas al gobierno salvadoreño por las
acciones ejecutadas por los escuadrones de la muerte. La "Comisión de la verdad" definirá el
periodo que va desde 1983 a 1987 como de auge del enfrentamiento armado. Las medidas
represivas se vuelven mucho menos numerosas y más selectivas, y también tienen lugar los
primeros intentos de diálogo con el FMLN que no llegaron a fructificar, sobre todo por las
presiones del ejército. En julio de 1984 José Napoleón Duarte se convierte en el primer civil
elegido como presidente en los últimos cincuenta años. Estados Unidos se vuelca en el
proyecto de Duarte y éste lleva a cabo algunas reformas que le valdrán la retirada de apoyo a
su gobierno por parte de ciertos grupos del sector empresarial y las críticas de la oligarquía
cafetalera.
Pero la corrupción del gobierno democristiano, su incapacidad para encontrar una solución
negociada al conflicto armado y las divisiones internas del propio partido dan lugar a la victoria
de ARENA en las votaciones legislativas de marzo de 1988 y las presidenciales de marzo de
1989, con el candidato Alfredo Cristiani, cafetalero y miembro de la oligarquía tradicional. En
estas últimas elecciones participa el FDR en una coalición de izquierdas que fracasó, tal vez por
su histórica identificación con el FMLN. Para la "Comisión de la verdad" el gobierno de ARENA
inicia un periodo de estancamiento de las iniciativas de diálogo inicialmente formuladas
durante la presidencia de Duarte. Otra vez aumentan los ataques a movimientos laborales, a
grupos defensores de los derechos humanos y a organizaciones sociales de todo tipo. El FMLN
realiza una campaña de secuestros, ejecuciones sumarias y asesinatos contra civiles asociados
o simpatizantes del gobierno o del ejército, provoca numerosas muertes por la explosión de
bombas de contacto y recibe acusaciones de reclutar forzosamente a menores de edad entre
la población, como solía hacer el ejército. El gobierno de ARENA ha fomentado un
recrudecimiento de la violencia y de la confrontación armada, pero también consiente dos
reuniones de diálogo con la guerrilla, en México, durante el mes de septiembre, y un mes más
tarde en Costa Rica. No obstante, los asesinatos de varios sindicalistas y del presidente de la
Comisión de Derechos Humanos, asesor de Cristiani, impiden que se celebre la tercera reunión
que iba a tener lugar en Caracas. El 11 de noviembre el FMLN inicia una "Gran ofensiva" sobre
todo el territorio nacional pero con especial fuerza en la capital. Esa ofensiva duró siete días y
provocó 5.000 muertos. El quinto día el batallón Atlacatl del ejército salvadoreño entró en las
dependencias de la UCA.

CAPÍTULO 4:

CONTEXTO RELIGIOSO (I). DEL CONCILIO A MEDELLIN.

1. Peregrinaje intelectual.

El programa de formación intelectual que la Compañía imponía a sus novicios era ambicioso y
agotador. Convenía que el futuro jesuita no tuviera mucha prisa por ordenarse como sacerdote.
Su "misión" tenía todo el tiempo por delante y requería una sólida y profunda educación para
la excelencia en lo religioso y en lo profano. Por eso Ignacio Martín-Baró no pasaría demasiado
tiempo en El Salvador hasta que su ordenación como sacerdote, después de nueve años de
estudio más los dos de seminario.

Como el resto de sus compañeros, Martín-Baró marcha a Quito en 1961 (Universidad Católica
de Quito) a estudiar dos años de Humanidades Clásicas e inmediatamente después a Bogotá
(Universidad Javeriana de Bogotá), en 1963, para realizar otros dos cursos que le darían la
licenciatura en Filosofía y Letras. La dedicación al estudio de aquellos años parece plena en el
joven Nacho; también difícil y escabrosa, por eso de andar en tierras lejanas; probablemente
llena de momentos de soledad y tal vez alguno de duda. Entre sus amarillos papeles
encontramos un emocionado poema que él mismo enviará a su madre desde Bogotá, cuando
se acercan, nostálgicas y solitarias, las Navidades de 1963: <<...Dentro de
siete años seré sacerdote/y –"Pues Este Mi Cuerpo"- Cristo y yo, unidos,/en hostia blanca,
iremos a visitarte,/tu oración y mis estudios, son nuestro camino...>>.Bogotá fue una etapa
posiblemente decisiva en la vida del otro Martín-Baró, luego académico de prestigio y religioso
entregado a sus fieles en El Salvador. Allí realiza sus primeros contactos con el trabajo
comunitario. Su amiga colombiana y psicóloga en la UCA, Gloria De Pilla, me contó que
Nacho, con sus medios votos, comenzó a desempeñar las funciones de párroco en una
comunidad negra, "El Chocó", muy adentrada en la espesa selva colombiana. "Que me
entierren en "El Chocó", Gloria...", le dijo una vez Nacho a su amiga, o algo así, según ella
misma nos explicó (De Pilla, comunicación personal, 1997).

La estancia en Bogotá también es clave para descifrar la orientación intelectual de Martín-Baró.


Tres elementos teóricos aparecen una y otra vez en los trabajos que allí escribió y que luego
seguirán presentes en el fondo de su obra: existencialismo, psicoanálisis y marxismo. En
realidad, ninguna sorpresa, dados los tiempos que corrían y la enorme incidencia que esas tres
escuelas tendrían en la futura Iberoamérica de los sesenta y los setenta, especialmente en la
síntesis freudomarxista practicada por los de Frankfurt (Marcuse, Fromm, Adorno, Reich, etc.).
Los títulos de algunos de los comentados trabajos no dejan lugar a dudas: "La teoría del
conocimiento en el materialismo dialéctico", "Dios y el materialismo dialéctico", "Nietszche y
Freud", "Del existencialismo en Psicología", "Sufrir y ser" (con estudios sobre Freud, Sartre,
Victor Frankl; <<Sufrir es ser>>, concluye allí el autor). En 1966 regresa Martín-Baró a El
Salvador donde permanecerá hasta el año siguiente iniciando su carrera docente en el colegio
que los jesuitas tenían el San Salvador: el "externado de San José . Y después del periodo
iberoamericano viene el europeo. Los estudios de teología de los novicios debían ser
realizados, aunque fuera parcialmente, en el extranjero. Martín-Baró marcha a Frankfurt en
1967 donde coincidirá con su futuro compañero en la UCA Jon Sobrino, luego gran figura de la
teología de la liberación. "El era una persona intelectualmente inquieta –me explicó Sobrino-,
pero el clima de Frankfurt le decepcionó" (Sobrino, comunicación personal, 1997). Aquella
teología, llena de misterios y hermetismos, densa de ideas y erudiciones le pareció "poco
práctica", según Sobrino. El segundo año europeo, el año del mayo de los estudiantes, los
hippies y las revueltas urbanas –que le cogieron, por cierto, en el mismo París (Jiménez, 1997)-,
Martín-Baró se muda a Lovaina, un centro muy puntero y muy influenciado por la orientación
del reciente Concilio Vaticano II (1962-1965), de donde volvió mucho más satisfecho.

Martín-Baró regresó a El Salvador para realizar su tercer año de Teología. Tras una breve visita
a Eegenhoven, se licenció allí en Teología, en 1970. También en ese año se ordena, por fin,
como sacerdote y vuelve por unos días a Valladolid, donde oficiará su primera misa en su
antiguo colegio de los jesuitas. Diez años habían pasado desde su marcha aventurera al
corazón de América.

Pero estos años de estudio y viajes, de peregrinaje intelectual, fueron también años de
tensiones y cambios casi revolucionarios en el seno de la gran institución a la que Martín-Baró
dedicaría toda su vida. La crónica de las ideas teológicas de los años sesenta y, siguiendo la
estela de ellos, también de los dos posteriores decenios, constituye una de las etapas más
agitadas de la historia de la Iglesia Católica. Brotan nuevas
ideas y tendencias –trayectorias colectivas- que chocan con anteriores concepciones de la fe y
de la vivencia cristiana, tanto en Europa como, más acusadamente, en Iberoamérica. La
trayectoria personal de Martín-Baró
-su marco de socialización, como diría el científico social- queda atravesada de una corriente de
nuevas vigencias teológicas y morales, trayectorias colectivas que desvían o dan un rumbo
original a aquélla.

Necesitamos entonces, como ya adelantamos al explicar nuestro "método", fondear esa


"corrientes" en medio de las que nada nuestro personaje para comprender toda su vida y
también toda su obra. A faenar entre esas corrientes dedicaremos este y los siguientes
capítulos. 2. El Concilio.Según los historiadores Fernando García de Cortázar y José María
Lorenzo Espinosa (1991) los problemas de la Iglesia católica en este siglo pueden resumirse en
dos: el ritmo acelerado con el que el pensamiento y la ciencia han ido dejando anticuadas
todas las posiciones de la Iglesia y la tensión siempre viva entre dos tendencias, la de la
intolerancia y el fanatismo religioso (el riesgo permanente de los que se creen en posesión de la
verdad absoluta) y la de la humildad y la caridad teologales. Hasta 1953, la pauta habitual de la
Iglesia de los últimos años, liderada por el papa Pío XII, había sido la de hacer caso omiso de
esas urgencias que la sociedad occidental posterior a la segunda guerra mundial planteaba a la
religión. El silencio del mismo pontífice ante las atrocidades del nazismo había ayudado,
además, a extender el clima de nihilismo existencial de la posguerra a los propios miembros de
la Iglesia.

Con esa misma falta de empuje y carisma que la vieja gran institución venía demostrando se
produjo la sucesión de Pio XII en una figura aparentemente inocua como la de Juan XXIII. Pero
justo el año en el que Martín-Baró decide ingresar en la Compañía de Jesús, ese nuevo papa
que parecía que no iba a romper ningún plato anuncia la celebración de un Concilio –el último
se había celebrado en 1870. En realidad el atrevimiento tenía su lógica, pese a lo que dictaba la
habitual pereza romana, pues desde el comienzo de la segunda mitad del siglo los teólogos y
pensadores cristianos de oficio habían comenzado a salir de sus celdas de clausura en un
ademán contestatario con el que pretendían impedir que la Iglesia siguiera viviendo del polvo
de sus antiguos dogmas. Los Ranner, Congar, Von Balthasar, Chénu o Chardin iniciaban esa
nueva trayectoria reflexiva y crítica frente a la Iglesia inmovilista, como hijos rebeldes de un
padre autoritario e intransigente con la evolución de los tiempos.

Entre 1962 y 1965 se celebra el Concilio Vaticano II durante el cual morirá su impulsor, Juan
XXIII, para ser sucedido por el continuador Pablo VI. El periodo de su papado, desde 1963 a
1978, fue el mayor tiempo de apertura que ha vivido la Iglesia católica. Una auténtica
"revolución de las sotanas" que, desde luego, tuvo sus propios detractores internos, pero que
fue recibida con entusiasmo entre diversos sectores sociales y políticos que habitualmente
habían sido marginados por la Curia.

El objeto de discusión del Concilio fue, como luego diría Karl Rahner, la propia Iglesia. El
contenido de sus cuatro constituciones conciliares así lo manifiestan. Lumen Gentium
subrayará el carácter misionero de la Iglesia de Cristo. Dei Verbum renuncia al monopolio de la
verdad absoluta. Sacrosanctum Concilium propone una renovación profunda de los aspectos
formales de la liturgia. Pero tal vez la constitución más
representativa del significado global del Concilio fue Gaudium et Spes. En ella se intenta
tender un puente entre la Iglesia y el mundo moderno animando al cristiano a interpretar los
"signos de los tiempos", los grandes hechos, acontecimientos y actitudes que caracterizan a
una época, a la luz del Evangelio. Se trata de cerrar la fisura entre lo divino y lo celeste
haciendo de la Iglesia un servicio al hombre, porque:

Es la persona del hombre la que hay que salvar. Es la sociedad humana la que hay que renovar.
Es, por consiguiente, el hombre todo entero, cuerpo y alma, corazón y conciencia, inteligencia
y voluntad, quien centrará las explicaciones (discusiones y conclusiones)" (Gaudium et Spes, 3,
19'').

Allí queda planteado lo que la Iglesia puede aportar al mundo (porque la construcción de un
mundo mejor implica el "crecimiento del reino de Dios en la tierra"), así como lo que el mundo
puede dar a la Iglesia. Por ejemplo, la ciencia y la cultura pueden ayudar a "desmitologizar" –
como pedirá Bultmann- la religiosidad cristiana, concediéndole a ésta un nuevo y más
poderoso sustento. Las ciencias tienen también una dimensión cristiana, según este
documento vaticano. Han de ser autónomas en su proceder, con respecto a la religión, pero se
impone un diálogo que permita alcanzar un mayor conocimiento de la naturaleza humana.
Otro documento del Concilio, Christus Dominus, exhorta a los obispos a hacer uso de las
investigaciones sociales en provecho de la moral cristiana y a los hombres de fe a participar en
ellas. La ciencia social se convierte en una misión evangélica.

En definitiva, el Concilio dio voz y fuerza a las tendencias más renovadoras de la Iglesia católica
y trajo una mayor implicación de los sacerdotes y seglares cristianos en la vida social y política y
en los particulares problemas de sus sociedades. Es un movimiento de acercamiento al mundo
moderno, de renovación pastoral y litúrgica, de democratización eclesial y de protagonismo
laico.

3. La renovación jesuítica.

En esa nueva corriente de interpretación del papel de la Iglesia en el mundo participan con
cierta mayor profusión algunos filósofos, científicos y teólogos jesuitas, como Theilard de
Chardin, Jean Daniélou, Karl Rahner o el español Díez Alegría. La Compañía de Jesús reúne una
serie de características que vuelve idóneos a sus miembros para trabajar en esa nueva línea
inaugurada por el Concilio: al menos un tercio de sus miembros se dedican a la enseñanza a
muy diversos grados, lo cual les dota de una gran capacidad de influencia, y aproximadamente
un 20%, hacia 1964, están destinados en misiones extranjeras, donde el servicio de la Iglesia al
hombre es más necesario que en ninguna otra parte (De la Cierva, 1986). Sus otros atributos
permanentes que han sido comentados anteriormente, sobre todo su predisposición a la vida
activa, se ajustan con igual perfección a las nuevas directrices del Vaticano.

Por todo eso no es de extrañar que el 7 de mayo de 1965 el papa Pablo VI proponga a la
Compañía una "misión especial", durante su conferencia en XXXI Congregación General de la
Compañía. Pablo VI exhortó a los jesuitas a oponerse al ateísmo que con muy diferentes caras,
abierta o indirectamente, a través de la cultura, la política y la vida social amenazaban a la
humanidad confusa y desengañada de la posguerra:
Para ello, trabajen en la investigación; recojan toda clase de información; si es conveniente,
publíquenla; traten entre sí; formen especialistas en la materia; hagan oración; descuellen en
virtud y santidad; brillen con la gracia celestial, según la entendía Pablo cuando decía: "Mis
palabras y mi predicación no fueren sólo palabras persuasivas de sabiduría, sino demostración
de Espíritu y virtud" (1 Cor., 2, 4) (Pablo VI, tomado de De la Cierva, 1987, p.421).

Esa es la nueva misión que el nuevo general de la Compañía, el vasco Pedro Arrupe, elegido
pocos días después del discurso del pontífice, interpreta en relación con algunas de la
demandas del Concilio. Arrupe dará nuevos ánimos al proyecto de la vida misionera y
reorientará a la Compañía a luchar contra el ateísmo a través del trabajo por la justicia social
(Arrupe, 1966), porque son las injusticias sociales las que predisponen a las gentes a las
doctrinas ateas que incorporan los programas revolucionarios (evidentemente, cuando Pablo
VI habló del "ateísmo militante" pretendía referirse al de los regímenes comunistas...). Los
posteriores congresos de la Compañía, hasta la deposición de Arrupe ordenada en 1981 por
Juan Pablo II, no harían más que reafirmar el nuevo proyecto de 1965, lo cual implicó también
la oposición de los jesuitas más tradicionales (De la Cierva, 1987).

La implicación de la Compañía en las cosas de este mundo se hace mucho más evidente, diez
años después, en la XXXIII Congregación General en la que participaron muy activamente los
compañeros de Martín-Baró, Ignacio Ellacuría y Jon Sobrino. Algunos de los textos de aquel
acontecimiento resumen perfectamente cuál es el sentido que tiene la acción de muchos
jesuitas que están implicados en el análisis científico de la realidad circundante o en la crítica
social y política en el tercer mundo y anticipan también los peligros que éstos correrán en esa
labor:

Las comunidades jesuitas tienen que ayudar a cada uno de sus miembros a vencer resistencias,
temores y apatías que impiden comprender verdaderamente los problemas sociales,
económicos y políticos que se plantean en la ciudad, en la región o país, como también a nivel
internacional...En ningún caso podemos dispensarnos de un análisis lo más riguroso posible de
la situación desde el punto de vista social y político. A este análisis es preciso aplicar las
ciencias tanto sagradas como profanas y las diversas disciplinas especulativas o prácticas, y
todo eso requiere estudios profundos y especializados... Y si alguna comunidad tiene que sufrir
a causa de compromisos emprendidos al término de un discernimiento en el que ella hay
participado, estará mejor preparada para ello, sostenida por la palabra del Señor: "Dichosos los
que sufren persecución por la justicia" (Mateo 5, 10)...No trabajaremos, en efecto, en la
promoción de la justicia sin que paguemos un precio. Pero este trabajo hará más significativo
nuestro anuncio del Evangelio y más fácil su acogida (XXXII Congregación General de la
Compañía de Jesús, 1975, p. 567).

Más claramente, la XXXII Congregación de la Compañía encuentra en la solidaridad la divisa


última de todas sus acciones:

La solidaridad con los hombres que llevan una vida difícil y son colectivamente oprimidos no
puede ser asunto solamente de algunos jesuitas: debe caracterizar la vida de todos, tanto
en el plano personal
como en el comunitario e incluso institucional (XXXII Congregación General de la Compañía
de Jesús, 1975, p. 567).

Cuando Juan Pablo II retire a Arrupe del generalato e intente aplacar los impulsos renovadores
de los miembros de la Compañía de Jesús, según su política eclesial restauradora (García de
Cortázar y Lorenzo Espinosa, 1991; 1996) será ya demasiado tarde. Al menos una sus facciones,
la que forman los miembros más jóvenes de la Compañía, ha asumido la misión que Pablo VI y
su general Arrupe les había encomendado.

Los años ochenta traicionarán, no obstante, el espíritu y la letra del Concilio Vaticano II, lo que
despertaría las críticas de un amplio sector de la Iglesia ante las actitudes y acciones de Juan
Pablo II y su temible cardenal Ratzinger, al frente de la "Sagrada congregación para la doctrina
de la fe". Proliferan las recomendaciones, los expedientes y las expulsiones firmadas por
Ratzinger contra ciertas actitudes o ideas demasiado progresistas para una Iglesia que
pretende ocultar sus últimas décadas de apertura. En 1989, 200 teólogos europeos firmarán un
documento (la Carta de Colonia) que ataca sin remilgos la nueva orientación de Juan Pablo II
por su tendencia al sometimiento centralista, su rechazo teológico o marginación al
apostolado laico y por las numerosas medidas disciplinarias emprendidas durante su papado. El
Vaticano prohibiría incluso la publicación del susodicho documento, en otra muestra de su
recuperada soberbia.

Pero hay que volver a las primeras consecuencias del añorado Concilio Vaticano II. A finales de
los sesenta ocurren dos sucesos en Iberoamérica que inician una importante trayectoria
intelectual colectiva en la historia de las ideas teológicas: el congreso celebrado por la
Conferencia Episcopal Latinoamericana (CELAM) en 1968 y la publicación del libro Teología
de la Liberación del teólogo peruano Gustavo Gutiérrez, en 1969.

4. Medellín.

La religión en Iberoamérica, donde la mayoría de la población profesa alguna confesión


cristiana, ha tenido desde mediados de los cincuenta su propia trayectoria convulsa, hecha de
movimientos contrapuestos, desde el conservadurismo tradicional hasta las propuestas
revolucionarias.Desde el triunfo de la revolución cubana, vinculada a los deseos de
emancipación de aquel pueblo y de muchos de sus vecinos en toda Iberoamérica, habían
empezado a detectarse en algunos sectores católicos el convencimiento de que los
movimientos revolucionarios constituían el único camino viable para salir de la miseria y la
injusticia social. Las imágenes del padre Camilo Torres, que será muerto en combate en
Colombia en 1966, o de los sacerdotes nicaragüenses incorporados a la guerrilla sandinista, han
inmortalizado el fallido intento de una "teología de la revolución" como una de las primeras y
más pintorescas y confusas divergencias de la Iglesia iberoamericana con respecto a la línea
tradicional. Por lo pronto, la vieja idea de la "Liberación" vuelve a tener un referente
supuestamente real en el caso cubano, despertando muchas inquietudes religiosas (Scannone,
1993) y descubriendo una primera conexión entre dos polos ideológicos tradicionalmente
enfrentados: cristianismo y marxismo
El fenómeno de los curas guerrilleros, con todas sus contradicciones, resulta también
perfectamente representativo del momento de crisis que atravesaba la Iglesia católica en
Iberoamérica. Frente a diversos movimientos internos que defienden el apostolado tradicional
y la reforma desde arriba, como el del Opus Dei, aparecen, junto a eventuales adhesiones a un
bando guerrillero concreto, nuevas formas de la religiosidad popular como la de las sectas y los
movimientos proféticos – ambos fuera del catolicismo- y, sobre todo, las Comunidades
Eclesiales de Base (CEB).

Las CEB nacen durante estos años sesenta como forma práctica de los cristianos que
pertenecían a sectores marginales de vivir la religiosidad cristiana en ausencia de sacerdotes.
Una vez extendido el fenómeno comenzarán a recibir la tutela eclesial que antes faltaba. Pero
lo que luego se destacará de este movimiento religioso espontáneo es su originalidad a la hora
de interpretar el Evangelio y la vivencia de la fe con un nuevo sentido comunitario y la
perspectiva de la marginación. En algunos casos pioneros y luego, por extensión, en el resto, la
actividad de esas comunidades toma una dimensión socio-política de crítica al orden
establecido que permite las condiciones de marginalidad en la que ellas mismas han surgido.
Así, por ejemplo, en el caso de las comunidades organizadas por el mítico obispo brasileño
Dom Helder Camara.En Medellín, segunda conferencia general de la CELAM (1968), se
adaptará el mensaje del Vaticano II a la circunstancia iberoamericana. Desde entonces, los
documentos de Medellín serán referencia y apoyo de cualquier disquisición teológica en el
subcontinente. Veamos con detenimiento suficiente algunos de los puntos que más puedan
interesarnos del contenido de esos documentos (CELAM, 1968/1977).

4.1 Los signos de los tiempos.

La descripción que los documentos de Medellín hacen de esa realidad desde la que pretenden
dar nuevo sentido a la acción de la Iglesia es tan breve como contundente. Las sociedades
iberoamericanas, según Medellín, se caracterizan por la "injusticia social" que preside las
relaciones humanas y que tiene como efecto sus tres problemas más graves: "miseria",
"marginación" y "desesperanza" de las mayorías populares. Pero como ya proponía la
constitución del Concilio Vaticano II, Gaudium et Spes, esos rasgos deben ser interpretados
como "signos de los tiempos" a través de los que Dios intenta formular a los hombres sus
deseos para con el mundo. Según esos signos, interpretará en su ponencia monseñor Marcos
Grath, obispo de Santiago de Veracruz, el momento histórico ha de ser un tiempo
(a) de cambios profundos en lo social y en lo humano, (b) de valorización de lo temporal y lo
personal y (c) de enfoque mundial a los problemas de Iberoamérica.

4.2 Presupuestos teológicos.

Afirmación del fin de la dicotomía entre Dios y Mundo (1968/1977, p. X).

Interpretación de la presente situación iberoamericana como momento decisivo por su


carácter de insostenibilidad de una injusticia social que conspira contra la paz y por los nuevos
impulsos de liberación que esa situación reclama y despierta (1968/1977, p. XI).
Vindicación de la necesidad de evangelizar para conseguir una doble conversión, en lo personal
y en lo social. Evangelizar es sinónimo aquí de concienciar y organizar a los sectores populares
para que se esfuercen en la creación de "estructuras justas" a través de medidas como las de
una reforma agraria en profundidad, el reconocimiento del derecho a la organización sindical
campesina y obrera y la educación y catequesis que permitan superar el "fatalismo"
introyectado en la conciencia del pueblo (1968/1977, p. XI).

Localizar el desafío histórico que se le plantea a la Iglesia en Iberoamérica en los "pobres". La


Iglesia debe tomar una "opción preferencial por los pobres" (1968/1977, p. 47).

4.3 Sobre una cultura y una educación liberadoras.

Los documentos de Medellín piden la promoción de una "educación liberadora" que convierta
al educando en "sujeto de su propio desarrollo" (p. 49). Para ello, la universidad católica debe
integrarse en la vida nacional y responder a las exigencias del país. Además, se exhorta en la
"pastoral de élites" a que los miembros más destacados del mundo de la cultura, el arte, la
política y de la universidad colaboren en la evangelización a través de la difusión de los valores
de justicia y fraternidad.

En definitiva, Medellín es ante todo un proyecto de liberación, una nueva visión de la tarea de la
Iglesia en Iberoamérica que incorpora al discurso teológico expresiones como "liberación
integral", para referirse a su futura tarea, o "estructura de pecado" y "violencia
institucionalizada" para describir la injusticia social que caracteriza a las sociedades
iberoamericanas. Medellín inaugura, en palabras del teólogo Hans Küng, una conciencia de la
situación social, política, cultural y religiosa ante la que ya es imposible permanecer impasible
(Küng, 1974/1996).

CAPÍTULO 5:CONTEXTO RELIGIOSO

(ii). la Teología de la liberación o el evangelio según iberoamerica.Algunos conceptos e


influencias intelectuales.La historia (donde Dios se revela y lo anunciamos) debe ser releída
desde el pobre, desde los "condenados de la tierra"... El cristianismo tal y como ha sido vivido
históricamente ha estado, mayoritariamente está todavía, estrechamente ligado a una cultura:
la occidental; a una raza: la blanca; a una clase: la dominante. Su historia ha sido escrita
también por una mano blanca, occidental y burguesa. Debemos recuperar la memoria de los
Cristos azotados de América, como llamaba Bartolomé de Las Casas a los indios del continente
americano. Esta memoria que vive en expresiones culturales, religiosas, en su resistencia a
aceptar imposiciones de un aparato eclesiástico. Memoria de un Cristo presente en cada
hambriento, sediento, preso, humillado, en las razas despreciadas, en las clases

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