02 Restrepo - La Cultura en La Imaginacion Antropologica
02 Restrepo - La Cultura en La Imaginacion Antropologica
02 Restrepo - La Cultura en La Imaginacion Antropologica
Eduardo Restrepo
Es un lugar común afirmar que los antropólogos han pensado la ‗cultura‘ (o las
‗culturas‘, para ser más precisos) de múltiples formas. El antropólogo inglés Adam
Kuper anotaba, algo jocosamente pero no sin razón, que en antropología había tantos
conceptos de cultura como antropólogos han intentado definirla.1 Con Edward Tylor la
noción de cultura encuentra su primera formulación en la disciplina antropológica a
finales del siglo XIX, y sin lugar a dudas ha sido una de las más citadas e inspiradoras.
Desde su perspectiva, la cultura es esa totalidad de lo aprendido y producido por el ser
humano. Pensada como sinónimo de civilización, Taylor estaba hablando de la cultura
de la humanidad como una sola, en el marco de su enfoque evolucionista que suponía
unas leyes evolutivas y unas fases o estadios de evolución. De ahí que hablara de
Cultura en singular y con mayúscula inicial.
1
Mi propósito en este capítulo no será ofrecer un detallado análisis del concepto de cultura en
autores concretos o en escuelas del pensamiento antropológico en particular. Para quienes estén
interesados en ejercicios de ese tipo en la antropología ver Kuper (2001) y en las ciencias
sociales en general ver Cuche (2007).
totalidad integrada y funcional donde cada uno de sus componentes (las instituciones)
desempeña una función determinada en la reproducción del todo.
A pesar de las enormes diferencias que pueden ser identificadas en estas figuras o
metáforas, se puede afirmar que hay dos supuestos básicos compartidos con respecto a
la idea antropológica de cultura contenida en las mismas (Ingold 2008, Trouillot 2011:
179). De un lado tenemos la concepción de que el comportamiento humano es regulado
y recurrente. Regulado significa que sigue ciertos patrones identificables, no es algo que
se produce de forma caprichosa o caótica. Recurrente porque tiende a repetirse, así sea
con grandes intervalos generacionales o epocales. Del otro lado, el segundo supuesto
consiste en que estas regulaciones y recurrencias son aprendidas por los individuos, esto
es, se derivan de las enseñanzas que una generación trasmite a las siguientes mediante
modalidades reflexivas y explícitas (muchas veces institucionalizadas como en la
escuela o rituales) o inconscientes e implícitas. La cultura sobrevive a cada uno de los
individuos ya que no muere con ellos, sino que tiende a pasar a las siguientes
generaciones. En síntesis, el planteamiento es que la cultura no estaría en los genes sino
que es aprendida. De ahí que, siguiendo a Trouillot (2011: 180), podemos afirmar que
estas dos premisas constituyen el ―núcleo‖ del concepto de cultura.
Conceptualmente, este tipo de concepción constituye a la cultura como una totalidad por
contraste con otra gran totalidad: la naturaleza. En este sentido, la cultura es lo que no es
naturaleza y, a su vez, la naturaleza sería lo que no es cultura. 2 Para decirlo en otras
palabras, la cultura sería lo particular y lo singular del modo de vida de cada uno de los
grupos humanos (o la especificidad de la humanidad, según Tylor). Sería una creación
de las colectividades humanas, y por tanto, arbitraria. La naturaleza, en contraste, sería
lo universal y la constante que se expresaría en la ‗dimensión biológica‘ de los seres
humanos. Por tanto, desde esta forma de conceptualización puede decirse que ―[…] la
noción misma de cultura es un artefacto creado por nuestra puesta entre paréntesis de la
naturaleza‖ (Latour 2007: 153). 3
2
Para la argumentación detallada de la cultura y la naturaleza como anti-conceptos que se
constituyen mutuamente, ver Trouillot (2011). Una historia de su operación en la antropología
estadounidense se encuentra en Visweswaran (1998). Descola (2005) e Ingold (2008) han
mostrado las particularidades y limites de esta dicotomización no sólo para la antropología, sino
para el ordenamiento del conocimiento moderno en general.
3
En la conocida introducción a las Estructuras elementales del parentesco, titulada ―Naturaleza
y cultura‖, Lévi-Strauss argumenta que el incesto tiene un lugar único entre la naturaleza y la
cultura dado que es la única regla universal pero que se expresa diferencialmente dependiendo
de las culturas concretas. Lo interesante de la argumentación consiste, precisamente, en los
supuestos desde los cuales se imagina la naturaleza como no cultura y la cultura como no
naturaleza.
El otro tipo de conceptualizaciones de la cultura sería el que considera que la cultura es
sólo una dimensión de lo humano referida al significado (a lo simbólico, al sentido o a
las representaciones, dependiendo del lenguaje teórico utilizado) otorgado a cualquier
práctica, relación o hecho social. De esta manera la economía, la organización social o
la política no serían componentes de la cultura (como en el primer tipo de definiciones)
sino que tendrían siempre una dimensión cultural. Me explico. El mercado o el dinero
no son sólo hechos económicos, sino que son hechos que siempre están asociados y
vehiculizan determinados significados. En tanto están investidos de significados (y no
pueden dejar de estarlo) estos hechos económicos suponen una dimensión cultural. La
cultura sería la red de significados que constituyen la particular forma de comprender y
experimentar el mundo por parte de un grupo humano determinado. Como vemos, en
este tipo de definiciones la cultura se diferenciaría de lo económico, de lo social, de lo
político, etc., pero sería una dimensión que atravesaría todas esas esferas (incluyendo a
la ―naturaleza‖ ya que ―incluso si se la piensa como exterioridad a lo arbitrario de lo
histórico-social― ésta sólo aparece como tal para los seres humanos en tanto es
investida de significado).
4
Como bien lo ha indicado Marshall Sahlins (2001), las elaboraciones de los antropólogos han
sido a menudo más complejas y contradictorias de lo que este que se tiende a presentarlas. Por
tanto, las caracterizaciones del modelo como isla deben tomarse con sumo cuidado.
Localizable cada cultura en un espacio geográfico determinado, desde este modelo
considera que a cada cultura le corresponde un lugar discreto claramente delimitado y
exclusivo. Así, cada cultura como entidad discreta se superpone con espacios también
pensados de forma discreta, con límites claramente establecidos (como el mapa del
mundo donde a cada país le corresponden unos límites claramente definidos y un color
que lo distingue de sus vecinos inmediatos y produce el efecto de una entidad
naturalmente existente). A esta relación entre lugar y cultura se le agrega la de un grupo
humano correspondiente. De esta forma se establece una equivalencia analítica o
superposición entre cultura-lugar-grupo. Tal isomorfismo predica una necesaria
correspondencia entre lugar, gente y cultura discontinuos y autocontenidos.5
5
En términos generales, este modelo de la cultura como isla es lo que Susan Wright (1998: 130)
ha reunido bajo el término de nociones ‗viejas‘ de cultura. Para la autora las principales
características que definen estas nociones son: 1) una entidad definida de pequeña escala, 2) una
serie de características definidas a modo de lista de rasgos o atributos, 3) se concibe inamovible,
en equilibrio balanceado o autoreproducido, 4) sistema subyacente de significados compartidos,
5) ‗cultura auténtica‘ y 6) individuos homogéneos, idénticos.
A este modelo de la cultura como isla se le han hecho fuertes críticas. En primer lugar,
se ha cuestionado que ha llevado a un culturalismo, esto es, a un reduccionismo
explicativo en el cual la cultura se convierte en la palabra mágica a la que se recurre
reiterativamente para explicarlo todo. Como reduccionismo, el culturalismo es una
negación (o subsunción a lo cultural) de lo económico, lo histórico o lo político en las
interpretaciones antropológicas. En otras palabras, el culturalismo o reduccionismo
cultural consiste, entonces, en intentar explicar en términos culturales o simbólicos un
fenómeno desconociendo sus dimensiones sociales, políticas y económicas. En segundo
lugar, se le ha cuestionado que en el modelo de la cultura como isla se desconoce el
papel de las interacciones e influencias en la configuración de las culturas. En palabras
de Eric Wolf: ―[…] las poblaciones humanas edifican sus culturas no en asilamiento
sino mediante una interacción recíproca‖ ([1982] 2000: 9). Por tanto, este modelo de la
cultura como isla supone una violencia teórica y metodológica de mostrar como fijo y
aislado lo que constituyen fenómenos procesuales e interconectados. En tercer lugar, se
considera que este modelo de cultura tiende a borrar la diferencia y la desigualdad al
interior de lo que aparecen como entidades establecidas (cultura, localidad, población).
Desde este modelo, la cultura se asume como comunalidad original, como algo dado en
anterioridad y con una identidad esencial. Por tanto, las voces críticas han indicado que:
―[…] en lugar de dar por sentada la autonomía de la comunidad originaria, tenemos que
examinar su proceso de constitución como comunidad en ese espacio interconectado
que ha existido siempre‖ (Gupta y Ferguson 2008: 237).
Otra de las críticas consiste en cuestionar la visión normativa asociada esta noción de
cultura como un orden impuesto que hace que los individuos aparezcan como simples
reproductores de la estructura, garantes de la función de la institución o portadores
pasivos de significado (Dirks, Eley y Ortner 1994: 3-4, Gupta y Ferguson 2008: 237).
Al respecto, Trouillot indica como ―Los antropólogos encontraron en el campo a
personas que no seguían las reglas, que no compartían las creencias dominantes, que no
reproducían los patrones esperados y que tenían sus ojos bien abiertos en el Otro Lugar‖
(2011: 186). Los críticos señalan como los individuos no son monolíticos depósitos de
tradición o de identidades ahistóricas e inflexibles, definidas de una vez y para siempre.
Incluso plantean que estas ideas normativas de la cultura como isla hacen que aparezcan
como ruidos, desviaciones, anomias, como ―no-dato‖, aquello que cuestionaba dichos
paradigmas del ―orden‖. En este sentido, José Antonio Figueroa ha anotado que: ―Los
sujetos privilegiados de la antropología se caracterizaron como meros reproductores de
la estructura social y la tradición, dejando de lado las opciones por el disenso cultural, el
conflicto con las tradiciones, el descreimiento, la burla o los serios intentos de cambio
enarbolados por individuos concretos‖ (2000: 61). Las críticas apuntan, entonces, a que
estas concepciones de la cultura como un orden ineluctable diluyen la comprensión de
la agentividad, el conflicto, el disenso y la multiacentualidad de las disímiles prácticas y
representaciones inscritas en relaciones de dominación, disidencia y resistencia.
Finalmente, se le crítica a este modelo de cultura que confunde los nombres con las
cosas, es decir, la cultura como categoría analítica con la cultura como existente en el
mundo (confunde una distinción analítica con una diferencia ontológica). La cultura no
existe como tal en el mundo, sino que es una herramienta intelectual ‗inventada‘ para
explicar el mundo, que tiene ciertas genealogías y trayectorias en las cuales los
antropólogos han ocupado un lugar destacado (cfr. Cuche 2007, Kuper 2001). Las
críticas argumentan que antes que una cosa-ahí esperando a ser descubierta por el
etnógrafo, la cultura es parcialmente producida a través de su descripción. Esta
descripción se instaura en la posicionalidad del etnógrafo como en la de otros sujetos
igualmente localizados social e históricamente con los cuales interactúa en el encuadre
del trabajo de campo. Para nada, el conocimiento etnográfico es resultado de un
encuentro inocente, sino que está anclado en un entramado de presupuestos e implícitos
—además de las relaciones de poder que lo hacen posible y que reproduce— que
constituyen al etnógrafo y a las personas con las que trabaja como sujetos (Rosaldo
1991, Vasco 2002). En suma, la cultura no existe por fuera de los discursos
(antropológicos, pero no solo ellos) que la configuran, lo que no significa que es
simplemente una ficción reducible a estos discursos.
6
Para retomar la imagen sugerida en el título del libro colectivo editado por François Correa
(1993).
orientados por el primer modelo (el de la cultura como isla). Al contrario, las
influencias, cruces, relaciones entre diferentes culturas en el contexto de las
formaciones económicas y sociopolíticas en las que se encuentran inmersas se hace
relevante en la descripción y explicación de las particularidades de una cultura concreta.
Las relaciones de intercambio, pero también las de explotación, dominación y
desigualdad como estructurantes de la cultura (y no como simples ‗telones de fondo‘
que dan cuenta de la ‗perdida‘) dan un sentido muy distinto a la idea de diferencia
cultural. Por tanto, se piensa en términos de transformaciones que no sólo significan la
negatividad de la ‗pérdida‘ (con las frecuentes idealizaciones de un pasado pleno de
tradicionalidad) sino que son estructurantes y productoras siempre en proceso y en
tensión.
Antes que una autenticidad incontaminada o una tradición que se perpetúa idéntica
desde los tiempos inmemoriales, son los bordes, las interacciones y la constitutiva
heterogeneidad lo que convoca a los estudios operando desde este modelo de ‗cultura‘.
Para este modelo puede seguir siendo importante describir y explicar ‗la cultura x‘, pero
ya no lo hace poniendo entre paréntesis las ‗influencias externas‘ de lo que es ‗propio‘,
separando lo ‗auténtico‘ de lo ‗contaminado‘ (Pazos 1998). En este sentido, como anota
el antropólogo chicano Renato Rosaldo: ―Si la etnografía una vez creyó imaginar que
podría describir culturas discretas, ahora se enfrenta a fronteras que se entrecruzan en un
campo antes fluido y saturado de poder‖ (1991: 51).
La noción de ―culturas hibridas‖7 puede ser entendida como una radicalización de este
modelo.8 Radicalización en el sentido que desancla la relación entre cultura-lugar-grupo
supuesta en el primer modelo. Culturas hibridas no establece correspondencias
inmanentes entre un grupo humano y un lugar ni, menos aún, considera las culturas
irremediablemente atadas a un lugar (el cual tampoco es estable). Las culturas, los
grupos humanos y los lugares son pensados en sus flujos y en sus amalgamas.
7
Concepto que, como es sabido, se asocia al nombre de Néstor García Canclini y a su conocido
libro Culturas hibridas: estrategias para entrar y salir de la modernidad.
8
Es una radicalización en el sentido que preguntarse por los efectos estructurantes de las
relaciones a las que se ha enfrentado una cultura en particular, no significa abandonar el
supuesto de que las culturas existen en un lugar determinado y que son propiedad del grupo que
allí habita.
Más recientemente, se ha ido consolidando un tercer modelo o tendencia en la disciplina
antropológica que aboga por el abandono de la cultura. Desde esta tendencia se propone
abandonar la utilización de la palabra de ‗cultura‘ para evitar una serie de problemas
derivados de su ‗indiscriminado uso‘.9 Entre los problemas se suele indicar el del
fundamentalismo o racismo cultural, es decir, en ciertos ámbitos la palabra cultura ha
empezado cada vez más a operar como lo hizo en otro tiempo la de raza: naturalizando
y jerarquizando las diferencias entre poblaciones humanas. Es fácil rastrear cómo
ciertos periodistas, políticos y activistas (pero también algunos antropólogos) utilizan la
palabra de la cultura como eufemismo de nociones racializadas de diferencia.
9
Es importante no confundir la palabra o el término de cultura con las categorías o conceptos de
cultura. Como ya es obvio a esta altura de la argumentación, existen diferentes (y hasta
antagónicas e inconmensurables) categorías o conceptos de cultura que utilizan la misma
palabra o término: cultura. Pero también se da el caso inverso, que haya varias palabras o
términos que refieran a un mismo concepto. Así, por ejemplo, hablábamos de que Tylor se
refería a Cultura como Civilización: tenemos ahí dos palabras para el mismo concepto. Sobre la
relación entre palabras o términos y categorías o conceptos (así como en sus contextos de
utilización), se volverá con mayor detenimiento en el capítulo historizando raza.
Como uno de los proponentes de esta tendencia de abandonar el concepto de cultura y
sustituirlo por el de lo cultural, Arjun Appadurai argumenta que: ―Con frecuencia me
encuentro bastante problematizado por el uso de la palabra cultura como sustantivo, y
en cambio, muy apegado a la forma adjetiva de la palabra, o sea, lo ‗cultural‘‖ (2001:
27). Esto sucede, según Appadurai, porque […] el mayor problema que de la forma
sustantiva es que implica que la cultura es algún tipo de cosa, objeto o sustancia, ya sea
física o metafísica. Esta sustancialización, me temo, parece devolver la cultura al
espacio discursivo de lo racial […]‖ (2001: 27). De ahí que termine argumentando a
favor de la formación adjetivada: ―Si el uso de ‗cultura‘ como sustantivo parece cargar
con un conjunto de asociaciones con diversos tipos de sustancias, de modo que termina
por esconder más de lo que revela, el adjetivo de ‗cultural‘ nos lleva al terreno de las
diferencias, los contrastes y las comparaciones y, por lo tanto, es más fructífero‖ (p. 28).
La crítica parte de indicar que el concepto de cultura ha sido una herramienta esencial
de otrerificación, de exotización de la diferencia. Que a pesar de sus valiosas
contribuciones anti-esencialistas, no es simplemente el uso de la palabra sino que las
disímiles conceptualizaciones de cultura han tendido a producir la diferencia como
juego de exterioridades fácilmente fijables y jerarquizables. Uno de los grandes
problemas para trascender las nociones de cultura constituidas desde el sistema de
diferencias nosotros/ellos radica en el riesgo teórico y metodológico a sobre enfatizar
coherencias así como a resaltar exotismos (lo que podríamos denominar un gesto
diferencializante): ―La antropología contribuye a una estetización de lo distante […] en
que lo lejano es lo que aparece como digno de interés y el exotismo se constituye en sí
mismo como valor […] Es la antropología que refuerza la otredad de los otros, y que,
contrastándolas, hace a las culturas inteligibles por su diferencia‖ (Pazos 1998: 38).
Los autores que suigeren abandonar el concepto de la cultura también indican en su
crítica que la ‗cultura‘ se ha constituido no sólo como una particular forma de ver-
conocer el mundo (con sus concomitantes cegueras-desconocimientos), sino de
intervenir-producir el mundo. Susan Wright (1998) ha señalado, por ejemplo, como en
las últimas décadas se ha dado una politización de la cultura porque cada vez más se ha
convertido en el ‗recurso‘ a nombre del cual se trazan políticas desde los gobiernos, las
Ongs o las entidades interestatales pero también en nombre del cual se articulan luchas
de organizaciones indígenas o ambientalistas. 10 De esta manera, la cultura deviene en
recurso sin garantías políticas de su articulación. Para decirlo de otra manera, la cultura
se asocia a una creciente gubernamentalidad (a la Foucault), esto es, a una tecnología de
producción-manejo de poblaciones y del sí mismo en nombre de su diferencia y
singularidad cultural.
Así, por ejemplo, Ulf Hannerz (1992) ha propuesto no abandonar el término cultura,
sino reelaborar la conceptualización más convencional que la considera como algo
compartido y homogéneo por todos sus integrantes. Para Hannerz la alternativa es
pensar en términos de ‗complejidades culturales‘ a partir de una teoría distributiva de
los rasgos culturales. Su argumento es que aunque es empíricamente errado la idea de
una clara correspondencia entre una serie de rasgos y un grupo de personas, tampoco es
cierto que los rasgos culturales se encuentren diseminados aleatoriamente en todas las
poblaciones del mundo. Su teoría distributiva subraya que hay tendencias y
confluencias etnográficamente registrables entre ciertos rasgos y poblaciones, pero no
correspondencias absolutas.
Sherry Ortner (2005) y Alcida Ramos (2004) consideran que los argumentos a favor de
abandonar la cultura por parte de los antropólogos, en el preciso momento en que los
líderes y pueblos indígenas se lo han apropiado políticamente para agenciar una
variedad de reivindicaciones, son, cuando menos, sospechosos. Ortner subraya que el
concepto de cultura no es inherentemente un concepto conservador ya que ―[…] si bien
reconocemos los peligros muy reales de la ‗cultura‘ cuando se la pone en juego para
esencializar y demonizar a grupos enteros de personas, también debemos admitir su
valor político crítico, para entender tanto el funcionamiento del poder, como los
recursos de quienes carecen de él‖ (Ortner 2005: 31). Por tanto, el concepto de cultura
depende de quiénes se lo apropian y para qué es puesto en juego ya que puede ser
conservador y esencializador cuando es instrumentalizado por los sectores dominantes
para reproducir su poder, pero también puede ser herramienta desestabilizadora del
mismo cuando se encuentra del lado de los sectores subalternizados.
En el mismo sentido, Alcida Ramos argumenta que los temores sobre la apropiación
pública del concepto de cultura de formas escencializantes y conservadoras no es un
argumento para abandonar este concepto: ―Si, por miedo a una apropiación inadecuada,
empezamos a eliminar conceptos, pronto estaremos sin palabras, rehenes amordazados
de cualquier fuerza que use nuestra producción intelectual‖ (2004: 373-374). Además,
subraya, detrás del argumento hay una cierta arrogancia de la antropología de atribuirse
el poder de prescribir las utilizaciones de ciertas categorías por los actores sociales. Al
igual que Ortner, Ramos considera que el concepto de cultura es multiacentual y en
manos de los líderes y pueblos indígenas se convierte en una herramienta política: ―En
manos de los indígenas, el concepto de cultura, como el alfabeto latino, se transforma en
una importante herramienta para marcar sus diferencias de la sociedad mayoritaria‖
(Ramos 2004: 374).
Ahora bien, cualquiera sea la decisión que se tome con respecto a abandonar o no la
cultura como relevante para el análisis antropológico, esto no significa que no se
aprecien sus efectos de visibilización y de dignificación para ciertas poblaciones, ni que
tampoco caigamos en la ingenua arrogancia de considerar que el mundo seguirá a pie
puntillas lo que los antropólogos decidan hacer con la cultura (si es que alguna vez éstos
se ponen de acuerdo al respecto, lo que es bastante improbable dado que nunca lo
hicieron sobre lo que entendían por ésta).
Mi argumento es que es más productivo para los estudios antropológicos abandonar las
certidumbres analíticas y políticas de la cultura (como categoría y concepto). No
obstante, para plantear los argumentos por los cuales considero adecuado una
antropología sin las garantías de la cultura, es relevante detenerme en examinar el
desplazamiento de la noción de diferencia a la de desigualdad en el análisis social de los
últimos años.
De la diferencia a la desigualdad
Como bien lo anota Grimson, ―El primer concepto antropológico de cultura se opuso a
la idea de que hay gente ‗con cultura‘ y ‗sin cultura‘, de que el mundo se divide entre
personas ‗cultas‘ e ‗incultas‘.‖ (2008: 48). De esta manera, los antropólogos extendían
la idea de cultura para entender la diferencia en el tiempo y en el espacio, subrayando
que ―Hay diferentes culturas, pero todos los seres humanos tienen en común que son
seres culturales‖ (Grimson 2008: 48). Este cuestionamiento a la idea elitista de que sólo
unas personas en ciertas sociedades son poseedoras de cultura ha sido, sin duda, una
importante contribución de la antropología.12
12
En esto también han contribuido los estudios culturales con su radical crítica a la noción de
cultura como alta cultura. Para un análisis de estos desplazamientos, ver Wlliams ([1958] 2008)
y Hall ([1984] 2010).
esgrimida por los evolucionistas mantenía la premisa de que los pueblos no occidentales
se encontraban en escalas inferiores de evolución, eran algo así como el pasado del
actual estado de civilización de Europa (o lo que es lo mismo, la Europa contemporánea
era el futuro de esos pueblos). Algunos críticos han establecido la correlación entre las
premisas y planteamientos de los pensadores evolucionistas y la ideología que
justificaba la expansión colonial capitalista europea del siglo XIX:
Esta idea de que no hay una única jerarquía en la cual unas culturas se encuentran en
una posición superior y las otras en una inferior (y que, como en el evolucionismo, eran
fases anteriores y por tanto el pasado del presente de Europa y ésta ultima su necesario
13
Esto constituyó una crítica al eurocentrismo, el cual se diferencia de los frecuentes
etnocentrismos articulados por otros pueblos (como cuando los kogi de la Sierra Nevada de
Santa Marta dicen que son los hermanitos mayores y que el resto de pueblos indígenas y los
occidentales son los hermanitos menores), en que es un etnocentrismo hecho imperio planetario
(Wallerstein 2007).
futuro), es lo que se conoce como relativismo cultural. En antropología, el relativismo
cultural estuvo estrechamente asociado a la crítica del eurocentrismo reproducido por el
pensamiento evolucionista. De manera esquemática se puede afirmar que el relativismo
cultural es aquel postulado que considera que cada cultura es un mundo en sí misma,
hace sentido y sólo se puede juzgar en sus propios términos. Desde esta perspectiva, las
culturas son como burbujas (o islas, para continuar con la metáfora del primer modelo),
cada una tan valiosa como la otra. No hay jerarquías absolutas, sino solo diferencia. De
esta manera, la antropología refuerza la otredad de los otros, y hace a las culturas
inteligibles por su diferencia.
Esta manera de pensar la diferencia cultural tiene sus límites. Así, por ejemplo, Bonfil
Batalla anotaba: ―El relativismo clásico cayó en descrédito porque se empecinó en
ignorar las relaciones concretas (particularmente de dominación/subordinación) entre
los grupos con culturas diferentes‖ (1991: 111). Profundizando esta crítica, García
Canclini (1982) evidencia que al hacer énfasis en la diferencia desde el supuesto de la
cultura como entidad autónoma, delimitada y autocontenida (el modelo de la isla
planteado arriba o el de las burbujas que acabamos de mencionar), se cae en una
concepción atomizada y cándida del poder. En otras palabras, si bien es cierto que esta
noción de cultura imagina unas diferencias monolíticas e inconmensurables que ayuda
hasta cierto punto a cuestionar en un plano el eurocentrismo de la jerarquía con Europa
en la cúspide y en el centro de la Historia, se convierte en una traba para comprender de
una manera mucho más densa y adecuada las desigualdades establecidas entre y al
interior de las ‗culturas‘.
En este punto, García Canclini propone una definición de cultura que busca escapar a
los insuperables dilemas del relativismo cultural propio del pensamiento antropológico
clásico, y pensar así el problema del poder con respecto a la diferencia en sus
dimensiones epistémica y política. La propuesta es ―[…] caracterizar la cultura como un
tipo particular de producción cuyo fin es comprender, reproducir y transformar la
estructura social, y luchar por la hegemonía‖ (1982: 20). Veamos lo que hay en juego en
esta caracterización. De un lado, está que la cultura se considera un tipo particular de
producción. Es producción, por lo cual, apela a idea de la materialidad de los procesos
de producción. Esto aleja la noción de cultura de una lectura mentalista o idealista (esto
es, que es algo que solo tendría existencia en la cabeza de las personas).
14
Es importante no perder de vista que esta crítica al relativismo cultural y al modelo de la
cultura como isla reconoce la importancia del esencialismo estratégico: ―[…] la sobreestimación
de la propia cultura –como ocurre en movimientos nacionalistas, étnicos y de la clase en lucha
por liberarse—no es una parcialidad o un error a lamentar, sino un momento necesario de
negación de la cultura dominante y de afirmación de la propia‖ (García Canclini 1982: 31).
Inspirado en los aportes de Gramsci, para García Canclini la lucha por la hegemonía es
una lucha culturalmente constituida. No se debe olvidar, sin embargo, que la lucha por
la hegemonía en sentido gramsciano no significa dominación mediante la coerción
física, sino lo que implica es la seducción, interpelación, consentimiento. García
Canclini es muy consciente del desplazamiento que su caracterización de cultura hace
con respecto al pensamiento antropológico convencional: ―Más que un marco teórico
para analizar la cultura, nos interesa uno que ayude a explicar las desigualdades y
conflictos entre sistemas culturales‖ (1982: 20).
No es de sorprender, entonces, que García Canclini nos ofrezca un concepto aún más
preciso para pensar las articulaciones entre lo cultural y lo político, y entender con
mayor densidad cómo la diferencia se relaciona con la desigualdad, y esto no sólo entre
culturas como islas-burbujas, sino al interior de una formación social concreta y entre
diferentes formaciones sociales. El concepto es el de poder cultural, el cual implicaría
tres aspectos estrechamente relacionados: a) Impone las normas culturales-ideológicas
que adaptan a los miembros de la sociedad a una estructura económica y política
arbitraria; b) legitima la estructura dominante, la hace percibir como la forma natural de
organización social y encubre por tanto su arbitrariedad; y c) oculta también la violencia
que implica toda adaptación del individuo a la estructura (García Canclini 1982: 39-40).
Esto hace que desde el poder cultural se articulen la normalización e individuación, pero
también se establezca la superficie misma de la confrontación y la disputa.
Para la antropología en el Perú, Carlos Iván Degregori (2000) evidencia una trayectoria
semejante en la cual la desaparición de la cultura como término y categoría central del
análisis antropológico se produjo hacia los años sesenta y setenta con la predominancia
de la antropología de orientación marxista y del estructuralismo. De ahí que, para los
años ochenta, la antropología en el Perú atestigua un ―[…] doble regreso: el regreso del
actor […] y el regreso de la cultura‖ (Degregori 2000: 50). Este ‗regreso a la cultura‘ no
ha estado exento de problemas, sino que ―[…] puede significar la vuelta a un
culturalismo que olvide o rechace cualquier preocupación por la dimensión económica
más amplia‘, es decir, por el poder‖ (Degregori 2000: 54).
No es una exageración afirmar que desde hace ya algún tiempo la cultura ha escapado al
control de los antropólogos y de la ‗órbita de la antropología‘. Se habla sobre la cultura
y se disputa en torno a ella no sólo desde los más diversos campos de conocimiento,
sino también en disímiles terrenos de lo político. De ahí que Trouillot anote que ―La
reciente difusión masiva de la palabra ‗cultura‘ espera por su etnógrafo […]‖ (2011:
176). Las culturas como objeto de estudio han dejado de ser patrimonio de la
antropología, si es que alguna vez realmente lo fueron.
15
Aquí estoy utilizando algo sueltamente la distinción entre reformistas y abolicionistas
propuesta por Hannetz (1992) y comentada por Grimson (2008: 62-63). Los reformistas serían
los que quieren mantener el término de cultura, reformando el concepto. Los abolicionistas
serían quienes abogan por eliminar el término y/o el concepto de cultura. He agregado el de
conservadores para indicar quienes defienden el concepto de cultura a la vieja usanza.
Ante la primera situación, no falta quien se muestre sumamente indignado por este
‗asalto a la cultura‘ por parte de diletantes y dudosos estudiosos como los practicantes
de los estudios culturales a quienes acusan de una caótica y ecléctica amalgama
‗postmoderna‘ (Reynoso 2000). El llamado a un atrincheramiento en una especie de
patriotismo disciplinario y la convocatoria a una cruzada contra las ‗modas intelectuales
postmodernas‘ hacen eco fácilmente entre los más desconcertados o entre quienes
tienen más que perder con la transformación del orden disciplinar establecido.
Por su parte, las aún aisladas voces de pensar en una antropología que no estudie la
cultura, rayan en el plano de la herejía para cierto sentido común disciplinario. Que
otros académicos sin formación antropológica estudien la cultura es una cosa que se
puede ignorar o darle la bienvenida, pero invitar a hacer antropología sin cultura es algo
bien distinto. El panorama es menos dramático de lo que parece así expuesto.
Históricamente han existido múltiples antropologías sin cultura (cfr. Stocking 2002).
Así, gran parte de la antropología social británica ha operado más con una noción como
la de sistema social o totalidad social, entendiéndose en algunos casos como sociología
comparativa. Igualmente, la etnología francesa sólo de manera tardía incorpora, y aún
de forma incompleta, las categorías de cultura. Son las diferentes tradiciones de la
antropología cultural estadounidense las que han operado explícita y centralmente desde
distintos conceptos de cultura. La equivalencia de antropología y cultura es válida para
ciertas tradiciones y momentos. Destrabar este sentido común disciplinario que
establece una identidad entre antropología y cultura constituye una de las claves y
núcleos problemáticos donde se juega hoy una parte importante del lugar de la
politización de la teoría en el pensamiento antropológico.
Cabe recordar que la cultura (no sólo como término sino como categoría) es una
construcción histórica bien específica y nada neutral. La antropóloga argentina Claudia
Briones (2005) ha sugerido el concepto de metacultura para indicar precisamente que la
idea que en un momento determinado tenemos de cultura es discursiva e históricamente
constituida en campos de luchas de sentido especificas. Así, se llama la atención sobre
la historicidad de lo que en un determinado momento aparece concebido como cultural
(perteneciente a la cultura) y no cultural (esto es como el afuera de lo cultural,
naturalizando ciertos aspectos como a-culturales), al igual que los contenidos que
encarnan la diferencia/mismidad cultural. En otras palabras, la metacultura refiere a los
principios de inteligibilidad que constituyen lo cultural y sus diacríticos de diferencia.
Es común entre estudiantes y algunos colegas que la cultura opere como un lugar
común en sus análisis, introduciendo ciertas certezas y ahorrándose toda una serie de
problemas. Muchas veces se asume la cultura como una cosa-allá-en-el-mundo que ellos
simplemente describen o interpretan. Otras, menos comunes, se la considera una
dimensión constitutiva de lo social que difícilmente puede ser objeto de trazamiento de
cerramientos fronterizos. No obstante, la cultura funciona en ambos casos como una
certeza, una seguridad de lo que tiene que hacerse y conocerse que hoy empobrece
significativamente la labor antropológica. El culturalismo no es más que la
radicalización de estas certezas y empobrecimientos, constituye un reduccionismo
extremo. Mi planteamiento es que, frente a la serie de problemáticas que enfrentamos
hoy, la cultura limita la imaginación antropológica por lo que es pertinente descentrarla,
cuando no abandonarla, en nuestra labor investigativa y de elaboración teórica. Eso es
lo que entiendo por una antropología sin las garantías de la cultura. Dicho esto, hay que
anotar que en los textos de muchos colegas esa antropología sin las garantías de la
cultura no es tanto un proyecto a realizar sino una práctica ya existente, más incluso de
lo que se piensa.