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02 Restrepo - La Cultura en La Imaginacion Antropologica

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Intervenciones en teoría cultural

Eduardo Restrepo

Departamento de Estudios Culturales


Facultad de Ciencias Sociales
Universidad Javeriana
Bogotá
2011
1. La cultura en la imaginación antropológica

―[…] la certeza estimula la ortodoxia, los rituales congelados, la


entonación de una verdad ya atestiguada y todos los demás
atributos de una teoría incapaz de ideas frescas‖

Stuart Hall ([1973] 2010: 152).

Es un lugar común afirmar que los antropólogos han pensado la ‗cultura‘ (o las
‗culturas‘, para ser más precisos) de múltiples formas. El antropólogo inglés Adam
Kuper anotaba, algo jocosamente pero no sin razón, que en antropología había tantos
conceptos de cultura como antropólogos han intentado definirla.1 Con Edward Tylor la
noción de cultura encuentra su primera formulación en la disciplina antropológica a
finales del siglo XIX, y sin lugar a dudas ha sido una de las más citadas e inspiradoras.
Desde su perspectiva, la cultura es esa totalidad de lo aprendido y producido por el ser
humano. Pensada como sinónimo de civilización, Taylor estaba hablando de la cultura
de la humanidad como una sola, en el marco de su enfoque evolucionista que suponía
unas leyes evolutivas y unas fases o estadios de evolución. De ahí que hablara de
Cultura en singular y con mayúscula inicial.

Con el particularismo histórico de Franz Boas a principios del siglo XX, ya no se


pretende realizar este tipo de generalizaciones del evolucionismo y se descarta la noción
de cultura como una sola para empezar a hablar de culturas en plural. Este
desplazamiento de la Cultura (como una) a las culturas (en su irreductible pluralidad) se
asocia también al surgimiento del relativismo cultural: cada cultura es entendible y
valorable en sus propios términos. Por su parte, con el funcionalismo de Bronisław
Malinowski la cultura (o la totalidad social) es pensada como un organismo, como una

1
Mi propósito en este capítulo no será ofrecer un detallado análisis del concepto de cultura en
autores concretos o en escuelas del pensamiento antropológico en particular. Para quienes estén
interesados en ejercicios de ese tipo en la antropología ver Kuper (2001) y en las ciencias
sociales en general ver Cuche (2007).
totalidad integrada y funcional donde cada uno de sus componentes (las instituciones)
desempeña una función determinada en la reproducción del todo.

El neoevolucionismo y la ecología cultural estadounidense de los años cincuenta,


consideran la cultura como un mecanismo de adaptación extrasomático en estrecha
relación con el entorno ambiental. Con Claude Lévi-Strauss y el estructuralismo en
antropología, se impone la analogía de la cultura estructurada como el lenguaje (o, más
precisamente, como lengua), esto es, un sistema de diferencias compartido e
inconsciente. El interpretativismo, por su parte, introduce una noción semiótica de
cultura al definirla como esa telaraña de significados en las que los seres humanos nos
encontramos atrapados, pero que hemos construido nosotros mismos. El
interpretativismo, entonces, entiende la cultura como texto.

En esta multitud de abordajes teóricos, propios de las antropologías clásicas o


convencionales, se pueden referir esquemáticamente a ciertas ‗figuras‘ o ‗metáforas‘:
‗la cultura como organismo‘ (en el funcionalismo, por ejemplo), ‗la cultura como
mecanismo de adaptación extrasomática‘ (en ciertas versiones de la ecología cultural),
‗la cultura como lengua‘ (a la manera levistraussina) y ‗la cultura como texto‘ (en el
sentido dado por Clifford Geertz), son quizás las más fácilmente reconocidas.

A pesar de las enormes diferencias que pueden ser identificadas en estas figuras o
metáforas, se puede afirmar que hay dos supuestos básicos compartidos con respecto a
la idea antropológica de cultura contenida en las mismas (Ingold 2008, Trouillot 2011:
179). De un lado tenemos la concepción de que el comportamiento humano es regulado
y recurrente. Regulado significa que sigue ciertos patrones identificables, no es algo que
se produce de forma caprichosa o caótica. Recurrente porque tiende a repetirse, así sea
con grandes intervalos generacionales o epocales. Del otro lado, el segundo supuesto
consiste en que estas regulaciones y recurrencias son aprendidas por los individuos, esto
es, se derivan de las enseñanzas que una generación trasmite a las siguientes mediante
modalidades reflexivas y explícitas (muchas veces institucionalizadas como en la
escuela o rituales) o inconscientes e implícitas. La cultura sobrevive a cada uno de los
individuos ya que no muere con ellos, sino que tiende a pasar a las siguientes
generaciones. En síntesis, el planteamiento es que la cultura no estaría en los genes sino
que es aprendida. De ahí que, siguiendo a Trouillot (2011: 180), podemos afirmar que
estas dos premisas constituyen el ―núcleo‖ del concepto de cultura.

Ahora bien, en las diferentes formas de conceptualización de la idea antropológica de


cultura que se han indicado, se pueden distinguir dos grandes tipos. De un lado, aquellas
que consideran que la cultura refiere al modo de vida de un grupo humano, por lo que
incluiría todas las prácticas, relaciones e ideas que este grupo ha constituido, desde las
referidas a la subsistencia como la cacería o la agricultura hasta las que implican
diferentes sistemas de creencias y concepciones del mundo. Así, lo que se ha dado en
llamar la economía, la política, la organización social, la religión y la ideología serían
algunos de los componentes de la cultura. En este tipo de concepción, cada cultura (o la
Cultura en Tylor) sería una totalidad en la que existirían una serie de subcampos como
la economía, la organización social, la política, la religión, etc.

Conceptualmente, este tipo de concepción constituye a la cultura como una totalidad por
contraste con otra gran totalidad: la naturaleza. En este sentido, la cultura es lo que no es
naturaleza y, a su vez, la naturaleza sería lo que no es cultura. 2 Para decirlo en otras
palabras, la cultura sería lo particular y lo singular del modo de vida de cada uno de los
grupos humanos (o la especificidad de la humanidad, según Tylor). Sería una creación
de las colectividades humanas, y por tanto, arbitraria. La naturaleza, en contraste, sería
lo universal y la constante que se expresaría en la ‗dimensión biológica‘ de los seres
humanos. Por tanto, desde esta forma de conceptualización puede decirse que ―[…] la
noción misma de cultura es un artefacto creado por nuestra puesta entre paréntesis de la
naturaleza‖ (Latour 2007: 153). 3

2
Para la argumentación detallada de la cultura y la naturaleza como anti-conceptos que se
constituyen mutuamente, ver Trouillot (2011). Una historia de su operación en la antropología
estadounidense se encuentra en Visweswaran (1998). Descola (2005) e Ingold (2008) han
mostrado las particularidades y limites de esta dicotomización no sólo para la antropología, sino
para el ordenamiento del conocimiento moderno en general.
3
En la conocida introducción a las Estructuras elementales del parentesco, titulada ―Naturaleza
y cultura‖, Lévi-Strauss argumenta que el incesto tiene un lugar único entre la naturaleza y la
cultura dado que es la única regla universal pero que se expresa diferencialmente dependiendo
de las culturas concretas. Lo interesante de la argumentación consiste, precisamente, en los
supuestos desde los cuales se imagina la naturaleza como no cultura y la cultura como no
naturaleza.
El otro tipo de conceptualizaciones de la cultura sería el que considera que la cultura es
sólo una dimensión de lo humano referida al significado (a lo simbólico, al sentido o a
las representaciones, dependiendo del lenguaje teórico utilizado) otorgado a cualquier
práctica, relación o hecho social. De esta manera la economía, la organización social o
la política no serían componentes de la cultura (como en el primer tipo de definiciones)
sino que tendrían siempre una dimensión cultural. Me explico. El mercado o el dinero
no son sólo hechos económicos, sino que son hechos que siempre están asociados y
vehiculizan determinados significados. En tanto están investidos de significados (y no
pueden dejar de estarlo) estos hechos económicos suponen una dimensión cultural. La
cultura sería la red de significados que constituyen la particular forma de comprender y
experimentar el mundo por parte de un grupo humano determinado. Como vemos, en
este tipo de definiciones la cultura se diferenciaría de lo económico, de lo social, de lo
político, etc., pero sería una dimensión que atravesaría todas esas esferas (incluyendo a
la ―naturaleza‖ ya que ―incluso si se la piensa como exterioridad a lo arbitrario de lo
histórico-social― ésta sólo aparece como tal para los seres humanos en tanto es
investida de significado).

Independiente de cuál sea el tipo de conceptualizaciones (como totalidad opuesta a la


naturaleza o como dimensión de cualquier hecho histórico-social) se puede afirmar que
todas éstas operan en un modelo clásico o convencional de la cultura: uno que puede
denominarse el de la cultura como isla; por lo que la imagen del mundo sería la de un
archipiélago con algunas islas grandes y otras más pequeñas, unas más cercanas y otras
más distantes. Este modelo supone la cultura como entidad autocontenida, localizable
en un espacio geográfico determinado y perteneciente a una población concreta. Así, se
establece la serie de equivalencias cultura-lugar-grupo. En este sentido, las culturas son
y se entienden como totalidades integradas aislables analíticamente y circunscritas de
otras entidades iguales.4 En palabras de Wolf, en este modelo ―cada sociedad con su
cultura característica es concebida como un sistema integrado y unido, que se contrasta
con otros sistemas igualmente integrados‖ ([1982] 2000: 16).

4
Como bien lo ha indicado Marshall Sahlins (2001), las elaboraciones de los antropólogos han
sido a menudo más complejas y contradictorias de lo que este que se tiende a presentarlas. Por
tanto, las caracterizaciones del modelo como isla deben tomarse con sumo cuidado.
Localizable cada cultura en un espacio geográfico determinado, desde este modelo
considera que a cada cultura le corresponde un lugar discreto claramente delimitado y
exclusivo. Así, cada cultura como entidad discreta se superpone con espacios también
pensados de forma discreta, con límites claramente establecidos (como el mapa del
mundo donde a cada país le corresponden unos límites claramente definidos y un color
que lo distingue de sus vecinos inmediatos y produce el efecto de una entidad
naturalmente existente). A esta relación entre lugar y cultura se le agrega la de un grupo
humano correspondiente. De esta forma se establece una equivalencia analítica o
superposición entre cultura-lugar-grupo. Tal isomorfismo predica una necesaria
correspondencia entre lugar, gente y cultura discontinuos y autocontenidos.5

Dentro de este modelo, el esfuerzo empírico y conceptual radica en describir y


comprender intrínsecamente a ―la cultura x‖ que se supone es propiedad de una
‗comunidad‘ (grupo humano) y que está en un lugar determinado (usualmente llamado
‗territorio‘). La autenticidad, tradición, comunalidad y diferencia son los preciados
pilares en este modelo. Por tanto, desde ciertas corrientes teóricas, el ‗cambio cultural‘
es pensado dentro de este modelo como ‗pérdida‘ de una situación ideal previa debido a
la imposición de una cultura ajena dominante, que tiende a ser descrito como
‗aculturación‘. Aunque desde este modelo se hacen estudios entre ‗comunidades‘ que no
son consideradas ‗grupos étnicos‘ ni se limitan a lo rural, en Colombia su aplicación
paradigmática la constituyen inicialmente las ‗comunidades‘ ‗indígenas‘ y ‗negras‘ en
las áreas rurales alejadas de las medianas y grandes ciudades. Más aún, durante las
primeras generaciones de antropólogos del país, este modelo era hegemónico y la
‗comunidad indígena‘ lo encarnaba por antonomasia. Tanto que los iniciales intentos de
algunos antropólogos de aplicarlo a las ‗comunidades negras‘ del Pacífico colombiano o
de Palenque de San Basilio eran consideradas por otros colegas como fallidos esfuerzos
por fuera de la disciplina (cfr. Friedemann 1984).

5
En términos generales, este modelo de la cultura como isla es lo que Susan Wright (1998: 130)
ha reunido bajo el término de nociones ‗viejas‘ de cultura. Para la autora las principales
características que definen estas nociones son: 1) una entidad definida de pequeña escala, 2) una
serie de características definidas a modo de lista de rasgos o atributos, 3) se concibe inamovible,
en equilibrio balanceado o autoreproducido, 4) sistema subyacente de significados compartidos,
5) ‗cultura auténtica‘ y 6) individuos homogéneos, idénticos.
A este modelo de la cultura como isla se le han hecho fuertes críticas. En primer lugar,
se ha cuestionado que ha llevado a un culturalismo, esto es, a un reduccionismo
explicativo en el cual la cultura se convierte en la palabra mágica a la que se recurre
reiterativamente para explicarlo todo. Como reduccionismo, el culturalismo es una
negación (o subsunción a lo cultural) de lo económico, lo histórico o lo político en las
interpretaciones antropológicas. En otras palabras, el culturalismo o reduccionismo
cultural consiste, entonces, en intentar explicar en términos culturales o simbólicos un
fenómeno desconociendo sus dimensiones sociales, políticas y económicas. En segundo
lugar, se le ha cuestionado que en el modelo de la cultura como isla se desconoce el
papel de las interacciones e influencias en la configuración de las culturas. En palabras
de Eric Wolf: ―[…] las poblaciones humanas edifican sus culturas no en asilamiento
sino mediante una interacción recíproca‖ ([1982] 2000: 9). Por tanto, este modelo de la
cultura como isla supone una violencia teórica y metodológica de mostrar como fijo y
aislado lo que constituyen fenómenos procesuales e interconectados. En tercer lugar, se
considera que este modelo de cultura tiende a borrar la diferencia y la desigualdad al
interior de lo que aparecen como entidades establecidas (cultura, localidad, población).
Desde este modelo, la cultura se asume como comunalidad original, como algo dado en
anterioridad y con una identidad esencial. Por tanto, las voces críticas han indicado que:
―[…] en lugar de dar por sentada la autonomía de la comunidad originaria, tenemos que
examinar su proceso de constitución como comunidad en ese espacio interconectado
que ha existido siempre‖ (Gupta y Ferguson 2008: 237).

Otra de las críticas consiste en cuestionar la visión normativa asociada esta noción de
cultura como un orden impuesto que hace que los individuos aparezcan como simples
reproductores de la estructura, garantes de la función de la institución o portadores
pasivos de significado (Dirks, Eley y Ortner 1994: 3-4, Gupta y Ferguson 2008: 237).
Al respecto, Trouillot indica como ―Los antropólogos encontraron en el campo a
personas que no seguían las reglas, que no compartían las creencias dominantes, que no
reproducían los patrones esperados y que tenían sus ojos bien abiertos en el Otro Lugar‖
(2011: 186). Los críticos señalan como los individuos no son monolíticos depósitos de
tradición o de identidades ahistóricas e inflexibles, definidas de una vez y para siempre.
Incluso plantean que estas ideas normativas de la cultura como isla hacen que aparezcan
como ruidos, desviaciones, anomias, como ―no-dato‖, aquello que cuestionaba dichos
paradigmas del ―orden‖. En este sentido, José Antonio Figueroa ha anotado que: ―Los
sujetos privilegiados de la antropología se caracterizaron como meros reproductores de
la estructura social y la tradición, dejando de lado las opciones por el disenso cultural, el
conflicto con las tradiciones, el descreimiento, la burla o los serios intentos de cambio
enarbolados por individuos concretos‖ (2000: 61). Las críticas apuntan, entonces, a que
estas concepciones de la cultura como un orden ineluctable diluyen la comprensión de
la agentividad, el conflicto, el disenso y la multiacentualidad de las disímiles prácticas y
representaciones inscritas en relaciones de dominación, disidencia y resistencia.

Finalmente, se le crítica a este modelo de cultura que confunde los nombres con las
cosas, es decir, la cultura como categoría analítica con la cultura como existente en el
mundo (confunde una distinción analítica con una diferencia ontológica). La cultura no
existe como tal en el mundo, sino que es una herramienta intelectual ‗inventada‘ para
explicar el mundo, que tiene ciertas genealogías y trayectorias en las cuales los
antropólogos han ocupado un lugar destacado (cfr. Cuche 2007, Kuper 2001). Las
críticas argumentan que antes que una cosa-ahí esperando a ser descubierta por el
etnógrafo, la cultura es parcialmente producida a través de su descripción. Esta
descripción se instaura en la posicionalidad del etnógrafo como en la de otros sujetos
igualmente localizados social e históricamente con los cuales interactúa en el encuadre
del trabajo de campo. Para nada, el conocimiento etnográfico es resultado de un
encuentro inocente, sino que está anclado en un entramado de presupuestos e implícitos
—además de las relaciones de poder que lo hacen posible y que reproduce— que
constituyen al etnógrafo y a las personas con las que trabaja como sujetos (Rosaldo
1991, Vasco 2002). En suma, la cultura no existe por fuera de los discursos
(antropológicos, pero no solo ellos) que la configuran, lo que no significa que es
simplemente una ficción reducible a estos discursos.

Como resultado de las críticas señaladas, en las nociones antropológicas de cultura


alimentadas por encuadres teóricos y problemáticas más contemporáneas se puede
identificar un segundo modelo que podríamos denominar el de la cultura como
encrucijada.6 Desde este segundo modelo la cultura puede ser pensada como modo de
vida o dimensión, pero no es la entidad homogénea ni aislada que presentan los estudios

6
Para retomar la imagen sugerida en el título del libro colectivo editado por François Correa
(1993).
orientados por el primer modelo (el de la cultura como isla). Al contrario, las
influencias, cruces, relaciones entre diferentes culturas en el contexto de las
formaciones económicas y sociopolíticas en las que se encuentran inmersas se hace
relevante en la descripción y explicación de las particularidades de una cultura concreta.
Las relaciones de intercambio, pero también las de explotación, dominación y
desigualdad como estructurantes de la cultura (y no como simples ‗telones de fondo‘
que dan cuenta de la ‗perdida‘) dan un sentido muy distinto a la idea de diferencia
cultural. Por tanto, se piensa en términos de transformaciones que no sólo significan la
negatividad de la ‗pérdida‘ (con las frecuentes idealizaciones de un pasado pleno de
tradicionalidad) sino que son estructurantes y productoras siempre en proceso y en
tensión.

Antes que una autenticidad incontaminada o una tradición que se perpetúa idéntica
desde los tiempos inmemoriales, son los bordes, las interacciones y la constitutiva
heterogeneidad lo que convoca a los estudios operando desde este modelo de ‗cultura‘.
Para este modelo puede seguir siendo importante describir y explicar ‗la cultura x‘, pero
ya no lo hace poniendo entre paréntesis las ‗influencias externas‘ de lo que es ‗propio‘,
separando lo ‗auténtico‘ de lo ‗contaminado‘ (Pazos 1998). En este sentido, como anota
el antropólogo chicano Renato Rosaldo: ―Si la etnografía una vez creyó imaginar que
podría describir culturas discretas, ahora se enfrenta a fronteras que se entrecruzan en un
campo antes fluido y saturado de poder‖ (1991: 51).

La noción de ―culturas hibridas‖7 puede ser entendida como una radicalización de este
modelo.8 Radicalización en el sentido que desancla la relación entre cultura-lugar-grupo
supuesta en el primer modelo. Culturas hibridas no establece correspondencias
inmanentes entre un grupo humano y un lugar ni, menos aún, considera las culturas
irremediablemente atadas a un lugar (el cual tampoco es estable). Las culturas, los
grupos humanos y los lugares son pensados en sus flujos y en sus amalgamas.

7
Concepto que, como es sabido, se asocia al nombre de Néstor García Canclini y a su conocido
libro Culturas hibridas: estrategias para entrar y salir de la modernidad.
8
Es una radicalización en el sentido que preguntarse por los efectos estructurantes de las
relaciones a las que se ha enfrentado una cultura en particular, no significa abandonar el
supuesto de que las culturas existen en un lugar determinado y que son propiedad del grupo que
allí habita.
Más recientemente, se ha ido consolidando un tercer modelo o tendencia en la disciplina
antropológica que aboga por el abandono de la cultura. Desde esta tendencia se propone
abandonar la utilización de la palabra de ‗cultura‘ para evitar una serie de problemas
derivados de su ‗indiscriminado uso‘.9 Entre los problemas se suele indicar el del
fundamentalismo o racismo cultural, es decir, en ciertos ámbitos la palabra cultura ha
empezado cada vez más a operar como lo hizo en otro tiempo la de raza: naturalizando
y jerarquizando las diferencias entre poblaciones humanas. Es fácil rastrear cómo
ciertos periodistas, políticos y activistas (pero también algunos antropólogos) utilizan la
palabra de la cultura como eufemismo de nociones racializadas de diferencia.

Desde esta tendencia, la propuesta inicial consiste en cambiar el uso de la palabra de


cultura por la de lo cultural. Según los autores que defienden este planteamiento, el
desplazamiento de la formación sustantivada (cultura) a la adjetivación (lo cultural)
permite enfatizar que los análisis se refieren más a una dimensión o característica de
cualquier práctica o relación social que a una cosa-en-el-mundo como la palabra de
cultura sugiere. La especificidad de lo cultural sería el significado, entendido más como
una investidura constituyente de cualquier práctica o relación social y menos como un
ámbito separado y autónomo de la vida social. Ahora bien, es importante subrayar que
la diferencia de este desplazamiento a la adjetivación con respecto a las nociones
semióticas de la cultura que comentaba en anteriormente radica en que en la
sustantivación hay un cuestionamiento al supuesto de totalidad como sí aparece en
autores como Geertz. Para quienes abogan por abandonar el término sustantivado de
cultura el problema radica no tanto en que sea una dimensión de lo humano asociada al
significado sino en que se le otorgue el carácter de sistema o estructura.

9
Es importante no confundir la palabra o el término de cultura con las categorías o conceptos de
cultura. Como ya es obvio a esta altura de la argumentación, existen diferentes (y hasta
antagónicas e inconmensurables) categorías o conceptos de cultura que utilizan la misma
palabra o término: cultura. Pero también se da el caso inverso, que haya varias palabras o
términos que refieran a un mismo concepto. Así, por ejemplo, hablábamos de que Tylor se
refería a Cultura como Civilización: tenemos ahí dos palabras para el mismo concepto. Sobre la
relación entre palabras o términos y categorías o conceptos (así como en sus contextos de
utilización), se volverá con mayor detenimiento en el capítulo historizando raza.
Como uno de los proponentes de esta tendencia de abandonar el concepto de cultura y
sustituirlo por el de lo cultural, Arjun Appadurai argumenta que: ―Con frecuencia me
encuentro bastante problematizado por el uso de la palabra cultura como sustantivo, y
en cambio, muy apegado a la forma adjetiva de la palabra, o sea, lo ‗cultural‘‖ (2001:
27). Esto sucede, según Appadurai, porque […] el mayor problema que de la forma
sustantiva es que implica que la cultura es algún tipo de cosa, objeto o sustancia, ya sea
física o metafísica. Esta sustancialización, me temo, parece devolver la cultura al
espacio discursivo de lo racial […]‖ (2001: 27). De ahí que termine argumentando a
favor de la formación adjetivada: ―Si el uso de ‗cultura‘ como sustantivo parece cargar
con un conjunto de asociaciones con diversos tipos de sustancias, de modo que termina
por esconder más de lo que revela, el adjetivo de ‗cultural‘ nos lleva al terreno de las
diferencias, los contrastes y las comparaciones y, por lo tanto, es más fructífero‖ (p. 28).

Por su parte, Michel-Rolph Trouillot ha argumentado que la antropología tiene mucho


que ganar al abandonar el término de cultura pero conservando su núcleo conceptual:
―Necesitamos abandonar esa palabra [la de cultura] mientras defendemos, con firmeza,
el núcleo conceptual que alguna vez encapsuló. Necesitamos usar el poder del lenguaje
etnográfico para expresar los componentes de lo que llamábamos cultura. Con bastante
frecuencia la palabra cultura enturbia, en vez de dilucidar, los hechos que deben ser
explicados‖ (Trouillot 2011: 207). Para Trouillot es muy importante no confundir la
palabra con el concepto de cultura, en la primera pueden operar múltiples y hasta
contradictorios conceptos. Así, por ejemplo, refiriéndose al contexto estadounidense
subraya la paradoja de que: ―Una palabra desplegada en la academia para frenar las
denotaciones racialistas generalmente se usa, hoy en día, con connotaciones racialistas,
dentro y fuera de la academia‖ (Trouillot 2011: 188).

Dada la proliferación de conceptos racialistas asociados al término de cultura, la labor


de los antropólogos no consistiría en tratar de imponer ‗el verdadero sentido‘ o las
categorizaciones ‗adecuadas‘ a las que debe responder este término sino introducir otros
términos y estrategias descriptivas e interpretativas que puedan interrumpir los
imaginarios políticos y académicos racialistas propias del pensamiento culturalista tan
extendido dentro y fuera de la academia:
―Si los conceptos no son sólo palabras la vitalidad de un programa
conceptual no puede girar sobre el simple uso de un sustantivo. Podemos
abandonar la palabra y estar mejor en términos políticos y teóricos. Sin
esa abreviatura tendremos que describir rasgos específicos en términos
etnográficos y evaluar, analíticamente, los distintos dominios que antes
condensábamos en ella. Entonces podremos seguir, mejor, una práctica
enraizada en el concepto‖ (Trouillot 2011: 175).

Para algunos antropólogos, sin embargo, este desplazamiento en la terminología no es


suficiente. No se logra superar los problemas de fondo con la simple sustitución de la
palabra. No es suficiente con proscribir el uso de la palabra cultura y esperar que al
recurrir a la de lo cultural o a sus sustituciones se eviten los problemas derivados de la
formación sustantivada, cosificada de cultura. Por eso arguyen, de manera más radical
aún, que el problema no radica simplemente en las ilegitimas apropiaciones y malos
usos que se hacen por fuera de la antropología el ejército de neófitos de la palabra de
cultura, sino que lo problemático se enraíza en las categorías mismas con las que se ha
operado dentro de la disciplina. De ahí que argumenten que para potenciar el proyecto
antropológico es pertinente abandonar las categorías que han operado asociadas al
término de cultura.

La crítica parte de indicar que el concepto de cultura ha sido una herramienta esencial
de otrerificación, de exotización de la diferencia. Que a pesar de sus valiosas
contribuciones anti-esencialistas, no es simplemente el uso de la palabra sino que las
disímiles conceptualizaciones de cultura han tendido a producir la diferencia como
juego de exterioridades fácilmente fijables y jerarquizables. Uno de los grandes
problemas para trascender las nociones de cultura constituidas desde el sistema de
diferencias nosotros/ellos radica en el riesgo teórico y metodológico a sobre enfatizar
coherencias así como a resaltar exotismos (lo que podríamos denominar un gesto
diferencializante): ―La antropología contribuye a una estetización de lo distante […] en
que lo lejano es lo que aparece como digno de interés y el exotismo se constituye en sí
mismo como valor […] Es la antropología que refuerza la otredad de los otros, y que,
contrastándolas, hace a las culturas inteligibles por su diferencia‖ (Pazos 1998: 38).
Los autores que suigeren abandonar el concepto de la cultura también indican en su
crítica que la ‗cultura‘ se ha constituido no sólo como una particular forma de ver-
conocer el mundo (con sus concomitantes cegueras-desconocimientos), sino de
intervenir-producir el mundo. Susan Wright (1998) ha señalado, por ejemplo, como en
las últimas décadas se ha dado una politización de la cultura porque cada vez más se ha
convertido en el ‗recurso‘ a nombre del cual se trazan políticas desde los gobiernos, las
Ongs o las entidades interestatales pero también en nombre del cual se articulan luchas
de organizaciones indígenas o ambientalistas. 10 De esta manera, la cultura deviene en
recurso sin garantías políticas de su articulación. Para decirlo de otra manera, la cultura
se asocia a una creciente gubernamentalidad (a la Foucault), esto es, a una tecnología de
producción-manejo de poblaciones y del sí mismo en nombre de su diferencia y
singularidad cultural.

La antropóloga Lila Abu-Lughod es uno de los autores que se proponen rechazar en el


análisis antropológico la utilización del concepto de cultura. En su artículo ―Escribiendo
en contra de la cultura‖, plantea algunos de los argumentos que se han mencionado y
ofrece una alternativa para hacer una antropología sin cultura.11 En primer lugar
propone que las categorías analíticas que reemplacen a la cultura sean las de discursos y
prácticas. Afirma que estas nociones tienen la gran ventaja de permitir el análisis, sin
suponer coherencias. Otra de las propuestas es que el nivel de operación debe ser el de
las etnografías de lo particular, siendo muy cuidadosos con las generalizaciones.
Finalmente, se muestra partidaria de que siempre se conecte la voluntad del saber
10
No obstante, más allá de la instrumentalización de luchas políticas en torno a la cultura
(donde no son escasas las visiones esencialistas y sustancialistas de la cultura y la diferencia),
Wright ha indicado cómo el concepto mismo de cultura de los antropólogos se ha transformado
para reconocer que incluso las conceptualizaciones convencionales de cultura que se
presentaban como académicas, objetivas y neutrales ―[…] implican una toma de posición y son
políticas […]‖ (1998: 139). Estas ideas ―despolitizadas‖ de la cultura asociadas a las nociones
de cultura convencionales, tuvieron efectos políticos: progresistas bajo el estandarte del
relativismo cultural cuestionando el eurocentrismo del pensamiento evolucionista, pero
retrogradas también al ser utilizadas por las administraciones coloniales.
11
Es importante recordar que desde una perspectiva histórica y etnográfica, la disciplina
antropológica no siempre ni en todas partes ha definido como concepto central la cultura (cfr.
Stoking 2002). Por tanto, estas discusiones sobre abandonar el concepto de cultura en su
centralidad definitoria de la disciplina antropológica deben ser contextualizadas a la
antropología culturalista estadounidense y sus influencias en el sentido común disciplinario
operante en los disimiles establecimientos antropológicos.
antropológico con sus condiciones de posibilidad históricas y políticas (un giro hacia la
historicidad y el poder), esto es, que lo que se conoce antropológicamente no se
desligue de cómo, para quién y para qué se conoce.

No todos los antropólogos hoy consideran adecuada esta tendencia de abandonar el


término o el concepto de cultura. No obstante, a parecer nadie considera absolutamente
descabelladas el grueso de las críticas al concepto de cultura como isla que fue tan
central a la antropología en gran parte del siglo pasado y que continúa operando en gran
parte del imaginario social y político contemporáneo. Se pueden considerar exageradas
o erradas algunas de las críticas y no compartir las conclusiones a las que algunos han
llegado, pero esto no significa que no se considere que el concepto de cultura, al menos
para la antropología, ha perdido su inocencia y que requiere sus ajustes.

Así, por ejemplo, Ulf Hannerz (1992) ha propuesto no abandonar el término cultura,
sino reelaborar la conceptualización más convencional que la considera como algo
compartido y homogéneo por todos sus integrantes. Para Hannerz la alternativa es
pensar en términos de ‗complejidades culturales‘ a partir de una teoría distributiva de
los rasgos culturales. Su argumento es que aunque es empíricamente errado la idea de
una clara correspondencia entre una serie de rasgos y un grupo de personas, tampoco es
cierto que los rasgos culturales se encuentren diseminados aleatoriamente en todas las
poblaciones del mundo. Su teoría distributiva subraya que hay tendencias y
confluencias etnográficamente registrables entre ciertos rasgos y poblaciones, pero no
correspondencias absolutas.

Alejandro Grimson (2011, 2008) también se opone a quienes argumentan deshacerse


del concepto de cultura. Aunque comparte muchas de las críticas que se le hacen al
modelo de la cultura como isla (a la idea del archipiélago), de esto no deriva que la
cultura deba ser descartada como término ni como concepto. Para Grimson hay que
cuestionar esas ideas de cultura donde hay una correspondencia entre territorio,
población, identidad y cultura, pero esto no significa que las figuras de la
desterritorialización, nomadismo y diáspora sean las soluciones. Estas últimas figuras
no sólo parecen desconocer las experiencias de larga duración de muchas poblaciones
en el mundo, sino que no dan cuenta de ciertas confluencias y regularidades en la
marcación de diferencias.
De ahí que Grimson propone mantener la idea de cultura más como una configuración,
en la que no sólo aparecen unos rasgos diferenciadores sino que hay un régimen de
articulación de estos rasgos. Pensar en términos de configuración no significa
homogeneidad (que todos los participantes de una cultura lo hagan de la misma manera)
y aceptación (que sea aceptada por todos y en los mismos términos), sino que establece
los términos y el terreno de las heterogeneidades y de los rechazos. Cuando se piensa en
la configuración se hace énfasis en prácticas sedimentadas en entramados de relaciones
de poder hechas espacialidades, corporalidades, subjetividades, legibilidades e
inteligibilidades. Por esto, las distintas configuraciones culturales suponen campos de
posibilidad, tramas simbólicas compartidas, lógicas de interrelación (y de definición)
entre las partes.

Sherry Ortner (2005) y Alcida Ramos (2004) consideran que los argumentos a favor de
abandonar la cultura por parte de los antropólogos, en el preciso momento en que los
líderes y pueblos indígenas se lo han apropiado políticamente para agenciar una
variedad de reivindicaciones, son, cuando menos, sospechosos. Ortner subraya que el
concepto de cultura no es inherentemente un concepto conservador ya que ―[…] si bien
reconocemos los peligros muy reales de la ‗cultura‘ cuando se la pone en juego para
esencializar y demonizar a grupos enteros de personas, también debemos admitir su
valor político crítico, para entender tanto el funcionamiento del poder, como los
recursos de quienes carecen de él‖ (Ortner 2005: 31). Por tanto, el concepto de cultura
depende de quiénes se lo apropian y para qué es puesto en juego ya que puede ser
conservador y esencializador cuando es instrumentalizado por los sectores dominantes
para reproducir su poder, pero también puede ser herramienta desestabilizadora del
mismo cuando se encuentra del lado de los sectores subalternizados.

En el mismo sentido, Alcida Ramos argumenta que los temores sobre la apropiación
pública del concepto de cultura de formas escencializantes y conservadoras no es un
argumento para abandonar este concepto: ―Si, por miedo a una apropiación inadecuada,
empezamos a eliminar conceptos, pronto estaremos sin palabras, rehenes amordazados
de cualquier fuerza que use nuestra producción intelectual‖ (2004: 373-374). Además,
subraya, detrás del argumento hay una cierta arrogancia de la antropología de atribuirse
el poder de prescribir las utilizaciones de ciertas categorías por los actores sociales. Al
igual que Ortner, Ramos considera que el concepto de cultura es multiacentual y en
manos de los líderes y pueblos indígenas se convierte en una herramienta política: ―En
manos de los indígenas, el concepto de cultura, como el alfabeto latino, se transforma en
una importante herramienta para marcar sus diferencias de la sociedad mayoritaria‖
(Ramos 2004: 374).

Ahora bien, aún considerando la heterogeneidad y contextualidad de las posibles


apropiaciones del concepto de cultura y su relevancia en ciertos procesos de
dignificación y de posicionamiento político de poblaciones subalternizadas como los
pueblos indígenas o los afrodescendientes, un argumento basado en la conveniencia
política o no de una conceptualización no se puede confundir ni, mucho menos, puede
sustituir la labor de su sustentación teórica o de trabajo empírico requerida (Hall [1992]
2010: 63). La labor teórica y empírica no puede ser clausurada por predicamentos
políticos. No podemos descartar el término y conceptos de cultura por sus usos políticos
dentro y fuera de la antropología, como algunos antropólogos argumentan; pero
tampoco, como lo sugieren otros colegas, hay que mantenerlos debido a que nos
identificamos con los usos políticos dados por ciertos sectores históricamente
subalternizados.

La politización de la teoría no es la cancelación de la teoría en nombre de una posición


política o moral superior. La teoría es política, pero no de ese modo. Más bien, lo es en
el sentido de que lo que está en juego con la teoría es intentar comprender más
densamente lo que hacen e imaginan los seres humanos para ser o dejar de ser lo que
son. De ahí que descartar o mantener la cultura como una palabra o concepto relevante
para el análisis antropológico requiere una reflexión sobre qué ganamos o perdemos en
la comprensión de las dimensiones o aspectos del mundo a las cuales supuestamente
refiere para entender como podría ser de otra manera, pero también sobre ―[…] el uso
que se da a estas categorías, el propósito por el cual son movilizadas y las contiendas
políticas que hacen necesaria esa movilización‖ (Trouillot 2011: 194). Así, entonces, el
potencial político de la antropología no es el de circunscribirse a un comité de aplausos
o de censuras morales dependiendo de quién habla y en nombre de qué se habla.

Ahora bien, cualquiera sea la decisión que se tome con respecto a abandonar o no la
cultura como relevante para el análisis antropológico, esto no significa que no se
aprecien sus efectos de visibilización y de dignificación para ciertas poblaciones, ni que
tampoco caigamos en la ingenua arrogancia de considerar que el mundo seguirá a pie
puntillas lo que los antropólogos decidan hacer con la cultura (si es que alguna vez éstos
se ponen de acuerdo al respecto, lo que es bastante improbable dado que nunca lo
hicieron sobre lo que entendían por ésta).

Mi argumento es que es más productivo para los estudios antropológicos abandonar las
certidumbres analíticas y políticas de la cultura (como categoría y concepto). No
obstante, para plantear los argumentos por los cuales considero adecuado una
antropología sin las garantías de la cultura, es relevante detenerme en examinar el
desplazamiento de la noción de diferencia a la de desigualdad en el análisis social de los
últimos años.

De la diferencia a la desigualdad

Como bien lo anota Grimson, ―El primer concepto antropológico de cultura se opuso a
la idea de que hay gente ‗con cultura‘ y ‗sin cultura‘, de que el mundo se divide entre
personas ‗cultas‘ e ‗incultas‘.‖ (2008: 48). De esta manera, los antropólogos extendían
la idea de cultura para entender la diferencia en el tiempo y en el espacio, subrayando
que ―Hay diferentes culturas, pero todos los seres humanos tienen en común que son
seres culturales‖ (Grimson 2008: 48). Este cuestionamiento a la idea elitista de que sólo
unas personas en ciertas sociedades son poseedoras de cultura ha sido, sin duda, una
importante contribución de la antropología.12

No obstante lo valioso de este cuestionamiento, no se debe olvidar que el concepto


antropológico de cultura está asociado a la expansión de ‗occidente‘ y, en particular, a la
segunda ola del colonialismo (cfr. Asad 1973, Leclerc 1973). Existe una clara relación
entre el concepto antropológico de cultura (y de la disciplina misma) y la expansión
colonial occidental. Esto se puede plantear porque la cultura como civilización humana

12
En esto también han contribuido los estudios culturales con su radical crítica a la noción de
cultura como alta cultura. Para un análisis de estos desplazamientos, ver Wlliams ([1958] 2008)
y Hall ([1984] 2010).
esgrimida por los evolucionistas mantenía la premisa de que los pueblos no occidentales
se encontraban en escalas inferiores de evolución, eran algo así como el pasado del
actual estado de civilización de Europa (o lo que es lo mismo, la Europa contemporánea
era el futuro de esos pueblos). Algunos críticos han establecido la correlación entre las
premisas y planteamientos de los pensadores evolucionistas y la ideología que
justificaba la expansión colonial capitalista europea del siglo XIX:

―No es difícil comprender que en ese postulado propuesto por los


evolucionistas, el proceso de expansión colonial encontraba un sólido
argumento ideológico. En adelante, es posible decir que Occidente no sólo
está en posibilidad, sino también en el derecho y en el deber (moral) de
conducir a las demás sociedades hasta el estadio de progreso (civilización)
que habían alcanzado los países capitalistas. Así, pues, expansión colonial y
evolucionismo van de la mano a lo largo del siglo pasado [se refiere al siglo
XIX], especialmente durante su segunda mitad‖ (Díaz-Polanco 1977: 8).

No obstante, con el concepto antropológico de cultura asociado al funcionalismo y


particularismo histórico se logra sustentar que Europa no es superior a otras culturas,
sino diferente. La idea de que todos los grupos humanos poseían una cultura que no
estaban ordenadas en una jerarquía evolucionista (civilización-barbarie-salvajismo)
implicó una crítica a la arrogancia imperial europea de considerarse representante del
estadio superior de evolución social. Se produjo, entonces, un descentramiento de
Europa del centro y cúspide de la Historia al reconocer que todas las sociedades (por
primitivas y arcaicas que le parecieran) poseen culturas, que aunque diferentes y
muchas veces difíciles de comprender son lógicas y estructuradas.13

Esta idea de que no hay una única jerarquía en la cual unas culturas se encuentran en
una posición superior y las otras en una inferior (y que, como en el evolucionismo, eran
fases anteriores y por tanto el pasado del presente de Europa y ésta ultima su necesario

13
Esto constituyó una crítica al eurocentrismo, el cual se diferencia de los frecuentes
etnocentrismos articulados por otros pueblos (como cuando los kogi de la Sierra Nevada de
Santa Marta dicen que son los hermanitos mayores y que el resto de pueblos indígenas y los
occidentales son los hermanitos menores), en que es un etnocentrismo hecho imperio planetario
(Wallerstein 2007).
futuro), es lo que se conoce como relativismo cultural. En antropología, el relativismo
cultural estuvo estrechamente asociado a la crítica del eurocentrismo reproducido por el
pensamiento evolucionista. De manera esquemática se puede afirmar que el relativismo
cultural es aquel postulado que considera que cada cultura es un mundo en sí misma,
hace sentido y sólo se puede juzgar en sus propios términos. Desde esta perspectiva, las
culturas son como burbujas (o islas, para continuar con la metáfora del primer modelo),
cada una tan valiosa como la otra. No hay jerarquías absolutas, sino solo diferencia. De
esta manera, la antropología refuerza la otredad de los otros, y hace a las culturas
inteligibles por su diferencia.

Esta manera de pensar la diferencia cultural tiene sus límites. Así, por ejemplo, Bonfil
Batalla anotaba: ―El relativismo clásico cayó en descrédito porque se empecinó en
ignorar las relaciones concretas (particularmente de dominación/subordinación) entre
los grupos con culturas diferentes‖ (1991: 111). Profundizando esta crítica, García
Canclini (1982) evidencia que al hacer énfasis en la diferencia desde el supuesto de la
cultura como entidad autónoma, delimitada y autocontenida (el modelo de la isla
planteado arriba o el de las burbujas que acabamos de mencionar), se cae en una
concepción atomizada y cándida del poder. En otras palabras, si bien es cierto que esta
noción de cultura imagina unas diferencias monolíticas e inconmensurables que ayuda
hasta cierto punto a cuestionar en un plano el eurocentrismo de la jerarquía con Europa
en la cúspide y en el centro de la Historia, se convierte en una traba para comprender de
una manera mucho más densa y adecuada las desigualdades establecidas entre y al
interior de las ‗culturas‘.

Siguiendo con el análisis de García Canclini, el relativismo antropológico enfrenta una


doble encrucijada. De un lado, se encuentra una de orden epistémico que se condensa en
la pregunta: ―¿Cómo construir un saber de validez universal que exceda las
particularidades de cada cultura sin ser la imposición de los patrones de una a las
demás?‖ (García Canclini 1982: 20). Del otro, tenemos una encrucijada de orden
político representada en la pregunta: ―¿Cómo establecer, en un mundo cada vez más
(conflictivamente) interrelacionado, criterios supraculturales de convivencia e
interacción?‖ (p. 20).14 Para García Canclini esta doble encrucijada a la que nos enfrenta
el relativismo cultural evidencia lo errado de los supuestos sobre los que se basa tal
relativismo con respecto a cómo entiende la cultura (básicamente como el primer
modelo que analizamos arriba). El conocimiento de la diferencia cultural y los criterios
éticos políticos de interacción cultural suponen una redefinición del concepto mismo de
cultura, una que implique un desplazamiento de la pregunta por la diferencia monolítica
e inconmensurable de entidades autocontenidas (burbujas o islas) a la pregunta por el
papel de la cultura (o mejor, de lo cultural) en la (re)producción de las desigualdades.

En este punto, García Canclini propone una definición de cultura que busca escapar a
los insuperables dilemas del relativismo cultural propio del pensamiento antropológico
clásico, y pensar así el problema del poder con respecto a la diferencia en sus
dimensiones epistémica y política. La propuesta es ―[…] caracterizar la cultura como un
tipo particular de producción cuyo fin es comprender, reproducir y transformar la
estructura social, y luchar por la hegemonía‖ (1982: 20). Veamos lo que hay en juego en
esta caracterización. De un lado, está que la cultura se considera un tipo particular de
producción. Es producción, por lo cual, apela a idea de la materialidad de los procesos
de producción. Esto aleja la noción de cultura de una lectura mentalista o idealista (esto
es, que es algo que solo tendría existencia en la cabeza de las personas).

Ahora bien, este particular proceso de producción se refiere a la comprensión,


reproducción y transformación de la estructura social. Esto significa que García
Canclini establece una distinción analítica entre estructura social y cultura, a pesar de su
imbricada coexistencia (es importante aquí no confundir la distinción analítica con una
diferencia ontológica o, en palabras de Bourdieu, las cosas de la lógica con la lógica de
las cosas). La cultura, entonces, es principio de inteligibilidad de las relaciones sociales
para los actores, pero también de naturalización o de confrontación de éstas.

14
Es importante no perder de vista que esta crítica al relativismo cultural y al modelo de la
cultura como isla reconoce la importancia del esencialismo estratégico: ―[…] la sobreestimación
de la propia cultura –como ocurre en movimientos nacionalistas, étnicos y de la clase en lucha
por liberarse—no es una parcialidad o un error a lamentar, sino un momento necesario de
negación de la cultura dominante y de afirmación de la propia‖ (García Canclini 1982: 31).
Inspirado en los aportes de Gramsci, para García Canclini la lucha por la hegemonía es
una lucha culturalmente constituida. No se debe olvidar, sin embargo, que la lucha por
la hegemonía en sentido gramsciano no significa dominación mediante la coerción
física, sino lo que implica es la seducción, interpelación, consentimiento. García
Canclini es muy consciente del desplazamiento que su caracterización de cultura hace
con respecto al pensamiento antropológico convencional: ―Más que un marco teórico
para analizar la cultura, nos interesa uno que ayude a explicar las desigualdades y
conflictos entre sistemas culturales‖ (1982: 20).

No es de sorprender, entonces, que García Canclini nos ofrezca un concepto aún más
preciso para pensar las articulaciones entre lo cultural y lo político, y entender con
mayor densidad cómo la diferencia se relaciona con la desigualdad, y esto no sólo entre
culturas como islas-burbujas, sino al interior de una formación social concreta y entre
diferentes formaciones sociales. El concepto es el de poder cultural, el cual implicaría
tres aspectos estrechamente relacionados: a) Impone las normas culturales-ideológicas
que adaptan a los miembros de la sociedad a una estructura económica y política
arbitraria; b) legitima la estructura dominante, la hace percibir como la forma natural de
organización social y encubre por tanto su arbitrariedad; y c) oculta también la violencia
que implica toda adaptación del individuo a la estructura (García Canclini 1982: 39-40).
Esto hace que desde el poder cultural se articulen la normalización e individuación, pero
también se establezca la superficie misma de la confrontación y la disputa.

En estos planteamientos de García Canclini, se encuentra una de las más interesantes


formulaciones de un desplazamiento del interés antropológico de la diferencia a la
desigualdad. En un reciente artículo, el antropólogo mexicano Luis Reygadas (2007) ha
indicado que la antropología en su país fue profundamente impactada por el ‗giro
cultural‘ y el posicionamiento del ‗multiculturalismo‘, lo que hizo que las
preocupaciones de los años setenta por la desigualdad fuesen subsumidas por
preocupaciones en torno a la diferencia cultural. De las acertadas críticas a una
concepción muy simplista de la desigualdad como simple explotación económica
durante los años setenta, se cayó en los ochenta y noventa en un culturalismo que
abandona ―[…] conceptos como explotación, justicia social y desigualdad […]‖
(Reygadas 2007: 345).
Para Reygadas, este ‗giro cultural‘ tiene importantes implicaciones para complejizar los
abordajes de la desigualdad, ya que ―[…] fue fundamental para refutar los enfoques
economicistas y para entender la centralidad de los procesos simbólicos en la
construcción y deconstrucción del estatus, las jerarquías y las disparidades‖ (Reygadas
2007: 346). Por lo que, continua Reygadas, ―Hoy estamos en mejores condiciones para
entender que la desigualdad no sólo es resultado de la distribución dispareja de los
medios de producción, sino también es producto de una construcción política y cultural
cotidiana, mediante la cual las diferencias se transforman en jerarquías y en acceso
asimétrico a todo tipo de recursos‖ (2007: 347).

No obstante estas valiosas contribuciones, no se puede dejar de subrayar una serie de


problemas en el análisis de la desigualdad asociados al desplazamiento analítico hacia la
diferencia y el ‗giro cultural‘: ―Uno de los más graves es que en múltiples casos se
sustituyó el determinismo economicista por el determinismo culturalista […]‖
(Reygadas 2007: 347). Otro de los problemas son las implicaciones en la imaginación
teórica y política de hacer la diferencia cultural el principio de inteligibilidad
privilegiado pues no en pocas ocasiones el acento colocado en la diferencia cultural se
ha realizado ―[…] como si la conquista del derecho a ser diversos hiciera desparecer la
temible realidad de ser explotados‖ (p. 353). Finalmente, se pueden identificar ciertas
idealizaciones de las culturas indígenas (como portadores de la diferencia cultural por
antonomasia) que difícilmente tienen alguna utilidad analítica para comprender las más
densas y contradictorias dinámicas de los ‗indígenas realmente existentes‘ (p. 350). De
ahí que Reygadas invita a que se contrasten: ―[…] las culturas indígenas del discurso,
puras, inmutables y coherentes, con los sujetos indígenas realmente existentes, que por
suerte son más ricos y diversos. Los indígenas de carne y hueso también son menos
conservadores que una gran cantidad de sus defensores […]‖ (p. 350).

Desde una línea argumentativa semejante, en su contribución a un libro de principios de


los años noventa, Esteban Krotz (1993) examinaba la trayectoria de desaparición-
reaparición de la cultura en la antropología mexicana. Krotz muestra cómo la
antropología mexicana abandonó cualquier utilización de la cultura (como palabra y
como concepto) en los años setenta en el contexto de una creciente sensibilidad política
de los antropólogos por las condiciones de dominación y por la desigualdad enfocando
su atención en los sectores campesinos y obreros (siendo los indígenas subsumidos la
mas de las veces en la categoría de campesinos). Para Krotz este abandono de la cultura
se asocia también a la crítica de la antropología estadounidense y a su predominante
culturalismo. Además de ser considerada sospechosa de un imperialismo cultural, la
antropología estadounidense fue cuestionada por su énfasis metodológico y conceptual
en el estudio de pequeñas comunidades o pueblos desarticuladas de estructuras
socioeconómicas y políticas mayores, lo cual en la práctica llevaba a un
desconocimiento de los problemas básicos de tipo estructural haciendo de la labor
antropológica un simple folclorismo (Krotz 1993: 18).

Para la antropología en el Perú, Carlos Iván Degregori (2000) evidencia una trayectoria
semejante en la cual la desaparición de la cultura como término y categoría central del
análisis antropológico se produjo hacia los años sesenta y setenta con la predominancia
de la antropología de orientación marxista y del estructuralismo. De ahí que, para los
años ochenta, la antropología en el Perú atestigua un ―[…] doble regreso: el regreso del
actor […] y el regreso de la cultura‖ (Degregori 2000: 50). Este ‗regreso a la cultura‘ no
ha estado exento de problemas, sino que ―[…] puede significar la vuelta a un
culturalismo que olvide o rechace cualquier preocupación por la dimensión económica
más amplia‘, es decir, por el poder‖ (Degregori 2000: 54).

Tomados en su conjunto, los trabajos indicados de Reygadas, Krotz y Degregori nos


llevan a mantenernos atentos sobre los riesgos de caer en el reduccionismo cultural
(culturalismo) y las limitaciones para pensar la desigualdad desde ciertas categorías de
cultura. Ahora bien, invocar a la cultura (como término o como concepto) no significa
que necesariamente se caiga en estos riesgos o limitaciones; el concepto de poder
cultural de García Canclini antes comentado ilustra claramente este punto. Igualmente,
esfuerzos intelectuales como los de Trouillot o Grimson evidencian que ya sea que
abandonemos la utilización del término o no, según sus posiciones respectivas, en el
plano de lo conceptual la cultura sigue siendo un proyecto vigente y puede ser
repensada para dar cuenta de las heterogeneidades y complejidades de los procesos
sociales, lo que es vital para socavar las frecuentes apropiaciones del término de cultura
tanto en sus articulaciones racializadas como en su disolución en fragmentariedades y
voluntades individualizadas en las que caen ciertos constructivismos.
Aunque reconozco lo valioso de estas propuestas por mantener la cultura (como núcleo
conceptual en Trouillot y como término y concepto en Grimson), para cerrar este
capítulo me gustaría argumentar las ventajas analíticas y políticas de que adelantemos
una antropología sin la cultura, es decir, sin las certezas del término y del concepto.
Frente a conservadores y reformistas, me identifico más con una posición abolicionista
de la relevancia analítica de la cultura en la labor antropológica.15

Una antropología sin las garantías de la cultura

No es una exageración afirmar que desde hace ya algún tiempo la cultura ha escapado al
control de los antropólogos y de la ‗órbita de la antropología‘. Se habla sobre la cultura
y se disputa en torno a ella no sólo desde los más diversos campos de conocimiento,
sino también en disímiles terrenos de lo político. De ahí que Trouillot anote que ―La
reciente difusión masiva de la palabra ‗cultura‘ espera por su etnógrafo […]‖ (2011:
176). Las culturas como objeto de estudio han dejado de ser patrimonio de la
antropología, si es que alguna vez realmente lo fueron.

Ya no se puede afirmar cándidamente que la antropología es el estudio de la cultura (o


de las culturas). En el mejor de los escenarios, sería un tipo de estudio (o un conjunto de
ellos), entre otros estudios no antropológicos. Esto es así porque, de un lado, los
sociólogos se han tomado seriamente el estudio de la cultura, pero también lo han hecho
formaciones interdisciplinarias como los estudios culturales. Del otro, como acabamos
de ver, algunos antropólogos argumentan que la disciplina debe abandonar el concepto
mismo de cultura. Una antropología más allá de la cultura (Ferguson y Gupta), contra la
cultura (Abu-Lughod), sin el término cultura (Appadurai, Trouillot), o una que
desmonte el binarismo naturaleza-cultura (Descola, Ingold) son algunas de las
propuestas que circulan desde principios de los años noventa.

15
Aquí estoy utilizando algo sueltamente la distinción entre reformistas y abolicionistas
propuesta por Hannetz (1992) y comentada por Grimson (2008: 62-63). Los reformistas serían
los que quieren mantener el término de cultura, reformando el concepto. Los abolicionistas
serían quienes abogan por eliminar el término y/o el concepto de cultura. He agregado el de
conservadores para indicar quienes defienden el concepto de cultura a la vieja usanza.
Ante la primera situación, no falta quien se muestre sumamente indignado por este
‗asalto a la cultura‘ por parte de diletantes y dudosos estudiosos como los practicantes
de los estudios culturales a quienes acusan de una caótica y ecléctica amalgama
‗postmoderna‘ (Reynoso 2000). El llamado a un atrincheramiento en una especie de
patriotismo disciplinario y la convocatoria a una cruzada contra las ‗modas intelectuales
postmodernas‘ hacen eco fácilmente entre los más desconcertados o entre quienes
tienen más que perder con la transformación del orden disciplinar establecido.

Por su parte, las aún aisladas voces de pensar en una antropología que no estudie la
cultura, rayan en el plano de la herejía para cierto sentido común disciplinario. Que
otros académicos sin formación antropológica estudien la cultura es una cosa que se
puede ignorar o darle la bienvenida, pero invitar a hacer antropología sin cultura es algo
bien distinto. El panorama es menos dramático de lo que parece así expuesto.
Históricamente han existido múltiples antropologías sin cultura (cfr. Stocking 2002).
Así, gran parte de la antropología social británica ha operado más con una noción como
la de sistema social o totalidad social, entendiéndose en algunos casos como sociología
comparativa. Igualmente, la etnología francesa sólo de manera tardía incorpora, y aún
de forma incompleta, las categorías de cultura. Son las diferentes tradiciones de la
antropología cultural estadounidense las que han operado explícita y centralmente desde
distintos conceptos de cultura. La equivalencia de antropología y cultura es válida para
ciertas tradiciones y momentos. Destrabar este sentido común disciplinario que
establece una identidad entre antropología y cultura constituye una de las claves y
núcleos problemáticos donde se juega hoy una parte importante del lugar de la
politización de la teoría en el pensamiento antropológico.

Cabe recordar que la cultura (no sólo como término sino como categoría) es una
construcción histórica bien específica y nada neutral. La antropóloga argentina Claudia
Briones (2005) ha sugerido el concepto de metacultura para indicar precisamente que la
idea que en un momento determinado tenemos de cultura es discursiva e históricamente
constituida en campos de luchas de sentido especificas. Así, se llama la atención sobre
la historicidad de lo que en un determinado momento aparece concebido como cultural
(perteneciente a la cultura) y no cultural (esto es como el afuera de lo cultural,
naturalizando ciertos aspectos como a-culturales), al igual que los contenidos que
encarnan la diferencia/mismidad cultural. En otras palabras, la metacultura refiere a los
principios de inteligibilidad que constituyen lo cultural y sus diacríticos de diferencia.

En este sentido, lo que en un momento histórico y entramado social dados es


considerado como ―cultura‖ constituye una articulación contingente asociada a un
régimen de verdad que establece no sólo sus interioridades y exterioridades, sino
también lo legible como diferencia. Este régimen de verdad se corresponde con
relaciones de saber y de poder específicas en una lucha permanente por la hegemonía,
entendiendo esta última menos como la dominación crasa y más como el terreno de
articulación que define los términos mismos desde los que se piensa y disputa sobre el
mundo. Briones es clara al argumentar que: ―[…] la cultura no se limita a lo que la
gente hace y cómo lo hace, ni a la dimensión política de la producción de prácticas y
significados alternativos. Antes bien, es un proceso social de significación que, en su
mismo hacerse, va generando su propia metacultura […], su propio ‗régimen de verdad‘
acerca de lo que es cultural y no lo es‖ (2005: 16).

Retomando los planteamientos de Briones de la contingencia histórica de la categoría de


cultura, mi propuesta es que abandonemos la cultura como eje central en el análisis
antropológico y que, cuando la retomemos, sea para examinar los discursos, prácticas y
disputas que se han establecido a nombre de la cultura, no solo en la academia sino
fuera de ella. Dos son los componentes, entonces, de mi propuesta. En primer lugar
estaría el abandono de las garantías de la cultura como término y como concepto central
para el análisis antropológico. Mi problema no radica tanto en las ‗confusiones‘ o las
‗malas‘ utilizaciones que del término y los conceptos de cultura puedan darse dentro o
fuera de la academia. Tampoco es tanto la dificultad de la labor antropológica si sigue
usando la palabra (o el concepto) para socavar los imaginarios sociales racializantes que
circulan asociados al término de cultura. Esas son, sin duda, dos dificultades
importantes que hay que enfrentar. No obstante, desde la perspectiva disciplinaria, me
parece más problemático aún que al recurrir a la cultura los antropólogos tienden a
asumir unas seguridades analíticas que a menudo operan como clausuras del
pensamiento.

Es común entre estudiantes y algunos colegas que la cultura opere como un lugar
común en sus análisis, introduciendo ciertas certezas y ahorrándose toda una serie de
problemas. Muchas veces se asume la cultura como una cosa-allá-en-el-mundo que ellos
simplemente describen o interpretan. Otras, menos comunes, se la considera una
dimensión constitutiva de lo social que difícilmente puede ser objeto de trazamiento de
cerramientos fronterizos. No obstante, la cultura funciona en ambos casos como una
certeza, una seguridad de lo que tiene que hacerse y conocerse que hoy empobrece
significativamente la labor antropológica. El culturalismo no es más que la
radicalización de estas certezas y empobrecimientos, constituye un reduccionismo
extremo. Mi planteamiento es que, frente a la serie de problemáticas que enfrentamos
hoy, la cultura limita la imaginación antropológica por lo que es pertinente descentrarla,
cuando no abandonarla, en nuestra labor investigativa y de elaboración teórica. Eso es
lo que entiendo por una antropología sin las garantías de la cultura. Dicho esto, hay que
anotar que en los textos de muchos colegas esa antropología sin las garantías de la
cultura no es tanto un proyecto a realizar sino una práctica ya existente, más incluso de
lo que se piensa.

El segundo aspecto de mi propuesta consiste en que una de las problemáticas que


debemos abordar como antropólogos en relación con la cultura consiste en estudiar
seriamente su creciente presencia y fuerza en el imaginario de nuestra época. Se
requieren de estudios etnográficamente orientados de cómo emergen y se articulan
discursos, prácticas y disputas en torno a la cultura en diferentes escalas y ámbitos de la
vida social y política. Así, por ejemplo, es relevante estudiar etnográficamente las
intervenciones civilizatorias desde un autoritarismo moral encarnadas en nociones como
la de ‗cultura ciudadana‘ abanderada por Antanas Mockus (ex alcalde de Bogotá) o los
múltiples efectos del posicionamiento del multiculturalismo donde ciertas diferencias
adquieren relevancia en el imaginario político y jurídico.

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